Kalmann
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Esta novela llena de suspense es al mismo tiempo un retrato fascinante de una comunidad rural que lucha por sobrevivir en el mundo moderno. Cuando las tensiones afloran en Raufarhöfn, las relaciones humanas devienen un reflejo exacto del paisaje ártico: salvaje y atávico, pero extrañamente bello y puro.
Joachim B. Schmidt
(Grisons, Suiza, 1981) creció como hijo de un granjero en Heinzenberg. Es periodista y autor de tres novelas y varios relatos. En 2007 emigró a Islandia, donde vive con su familia en Reikiavik y trabaja como guía turístico.
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Kalmann - Joachim B. Schmidt
Portada
Kalmann
Kalmann
joachim b. schmidt
Traducción de Paula Aguiriano Aizpurua
Título original: Kalmann
Copyright © 2020 by Diogenes Verlag AG Zürich
All rights reserved
La traducción de esta obra ha recibido una ayuda
de la Swiss Arts Council Pro Helvetia
© de la traducción: Paula Aguiriano Aizpurua, 2021
© de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2021
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
info@gatopardoediciones.es
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: mayo de 2021
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: Arnarstapi, Islandia
© Jens Klettenheimer
Imagen de la solapa: © Eva Schram
eISBN: 978-84-122364-7-7
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,
la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
índice
Portada
Presentación
1. Nieve
2. Sangre
3. Birna
4. Nadja
5. Arnór
6. Róbert McKenzie
7. Hákarl
8. Magga
9. Abuelo
10. El cadáver
11. Madre
12. Sæmundur
13. El bidón
14. Arctica
15. Halldór
16. Caza
17. La mano
18. Dagbjört
19. Huellas
20. Niebla
21. Mauser
22. Vuelta a casa
23. Ballena
Joachim B. Schmidt
Otros títulos publicados en Gatopardo
Para Kristín Elva
Largas noches
radiantes días fríos
he buscado
es la saga humana.
ljóðskáld,
Jónas Friðrik Guðnason
1. Nieve
Ojalá el abuelo estuviera conmigo. Siempre sabía qué hacer. Avancé a trompicones por la llanura infinita de Melrakkaslétta, hambriento, agotado, manchado de sangre, y me pregunté qué habría hecho el abuelo. Quizá se hubiera preparado una pipa, habría dejado simplemente que la nieve cubriera el charco de sangre, y se habría quedado mirándolo, impertérrito, solo para asegurarse de que nadie más lo encontrara.
Siempre que se presentaba un problema, se preparaba una pipa, y en cuanto el humo dulzón nos envolvía, la cosa ya no era para tanto. Puede que el abuelo hubiera decidido no contárselo a nadie. Se habría ido a casa y no habría vuelto a pensar en ello. Porque la nieve es nieve, y la sangre es sangre. Y si alguien desaparece sin dejar rastro, es sobre todo su problema. El abuelo habría golpeado la pipa contra la suela del zapato junto a la entrada de nuestra casita, la ceniza se habría apagado en la nieve, y el asunto habría quedado zanjado.
Pero estaba completamente solo, el abuelo estaba a ciento treinta y un kilómetros de distancia, y hacía ya mucho tiempo que no podía caminar por el interior nevado de la península de Melrakkaslétta. Tampoco había humo de pipa, y como nevaba y todo, excepto el charco rojo de sangre, era blanco, y no se oía ni un ruido, me sentía la última persona de la tierra. Y cuando eres la última persona de la tierra, te alegras de poder contárselo a alguien. Por eso lo conté, y así empezaron los problemas.
El abuelo había sido cazador y pescador de tiburones. Ya no lo era. Pasaba la mayor parte del tiempo sentado en una butaca de la residencia de ancianos de Húsavík y miraba por la ventana todo el día, aunque en realidad no miraba, porque cuando le preguntaba si veía algo, no solía responderme, o gruñía y me miraba raro, como si le hubiera interrumpido. Ahora casi siempre tenía cara de enfado, las comisuras de la boca hacia abajo, los labios apretados, de manera que no se veía que le faltaban cuatro dientes arriba, los de delante. Ya no podía morder a nadie. A veces me preguntaba, bastante brusco, qué se me había perdido allí, entonces yo le explicaba que me llamaba Kalmann y que era su nieto y que solo estaba de visita, como todas las semanas. Así que no pasaba nada. Pero el abuelo me miraba desconfiado y volvía la vista hacia la ventana, de mal humor. No me creía. Yo no decía nada más, porque el abuelo tenía el aspecto de alguien a quien le hubieran quitado la pipa, y por eso era mejor que no dijera nada.
Una cuidadora me había aconsejado que tuviera paciencia con el abuelo, como si fuera un niño pequeño ofendido. Me dijo que tenía que explicárselo todo cada vez, que era muy normal, y que así era la vida, porque algunas personas que tenían la suerte de llegar a una edad avanzada en cierto modo volvían a ser niños a los que había que ayudar a comer, a vestirse, a atarse los cordones y esas cosas. ¡Algunos incluso volvían a necesitar pañales! Todo iba hacia atrás. Como un bumerán. Eso ya sé lo que es. Es un arma de madera que se lanza al aire, y que después regresa dibujando una curva y te corta la cabeza si no estás atentísimo.
Me pregunté cómo sería yo cuando tuviera la edad del abuelo. Porque yo nunca había ido del todo hacia delante. Decían que las ruedecitas de mi cerebro giraban marcha atrás. Esas cosas pasan. O que me había quedado en el nivel de primero de primaria. A mí me da igual. O que en mi cabeza no hay más que sopa de pescado. O que tengo la cabeza hueca como una boya. O que tengo los cables mal conectados. O que tengo el cociente intelectual de una oveja. Aunque las ovejas no pueden hacer el test para determinar el cociente intelectual. «¡Corre, Forrest, corre!», me gritaban antes en clase de gimnasia, y se morían de risa. Es de una película en la que el protagonista es discapacitado, pero corre muy rápido y juega muy bien al pimpón.
Yo no corro rápido ni sé jugar al pimpón, y antes ni siquiera sabía lo que era el cociente intelectual. El abuelo sí lo sabía pero decía que no era más que un número para clasificar a la gente en blanco y negro, un sistema de medición como el tiempo o el dinero, un invento de los capitalistas, porque todos somos iguales, y entonces yo ya no entendía nada, y el abuelo me explicaba que lo único importante era el presente, el aquí, el ahora, con él. Y punto. Eso sí que lo entendía. Él me preguntaba qué haría si estuviera en alta mar y se levantaran nubes de tormenta. La respuesta era fácil: volver a puerto lo más rápido posible. Me preguntaba qué me pondría si llovía. Fácil: ropa de lluvia. Y si alguien se caía del caballo y no se movía. Obvio: buscar ayuda. El abuelo quedaba satisfecho con mis respuestas y decía que mi mente estaba en plena forma.
Eso lo entendía.
Pero a veces no entendía qué me estaban diciendo. Esas cosas pasan. Entonces prefería no decir nada. Para qué. Porque nadie explicaba las cosas tan bien como el abuelo.
Entonces tuve la suerte de conseguir un ordenador con internet, y de golpe sabía mucho más que antes. Porque internet lo sabe todo. Sabe cuándo es tu cumpleaños o si has olvidado el cumpleaños de tu madre. Sabe incluso cuándo has ido al baño por última vez o cuándo te has hecho una paja. O eso decía Nói, que era mi mejor amigo cuando pasó lo del rey. Pero nadie me sabía explicar qué le pasaba exactamente a mi cabeza. Engendro, dijo mi madre una vez cuando todavía vivía en Raufarhöfn, se le escapó, seguramente cuando maté al gato de Elínborg y lo descuarticé, porque el abuelo me había enseñado cómo se hacía y quería practicar. Mi madre se enfadó muchísimo, porque Elínborg se le había quejado y había amenazado con llamar a la policía, y cuando mi madre se enfadaba, no decía nada más, sino que hacía algo. Sacar la basura, por ejemplo. Abrir la tapa del cubo de basura, tirar dentro la bolsa con fuerza y cerrar la tapa; y volver a abrirla y volver a cerrarla. ¡Pum!
Pero si alguien piensa que tuve una infancia difícil porque mi cabeza es como una sopa de pescado, está muy equivocado. El abuelo pensaba por mí. Me cuidaba. Pero claro, eso era antes.
Ahora el abuelo me mira con ojos transparentes, acuosos, y no se acuerda de nada. Y puede que yo también desaparezca cuando el abuelo ya no esté, que me entierren con él, como el mejor caballo de un jefe vikingo. Porque eso es lo que hacían antes los vikingos, enterrar al caballo con el jefe. Tenían que estar juntos. Así el jefe vikingo podría cabalgar por el Bifröst hacia Valhalla. Causaría una gran impresión.
Pero la idea me pone nervioso. Lo de que me entierren, quiero decir. Encerrado con la tapa del ataúd encima. Eso da claustrofobia, y es mejor estar muerto. Por eso no solía quedarme mucho rato en la residencia. En Húsavík por lo menos comía algo decente. Porque en el bar de la gasolinera de Sölvar sirven las mejores hamburguesas por mil ochocientas cuarenta y cinco coronas. Siempre llevaba el dinero justo, siempre, y Sölvar también lo sabía, ya nunca contaba las monedas. Pero a veces la hamburguesa no tenía gusto a nada porque estaba triste, porque el abuelo ya no sabía quién era yo. Y si él no lo sabía, ¿cómo narices iba a saberlo yo?
Al abuelo se lo debía todo. Mi vida entera. Si no hubiera sido por él, mi madre me habría metido en un centro para discapacitados, donde me habrían maltratado y habrían abusado de mí. Ahora viviría en Reikiavik, solo y abandonado. En Reikiavik el tráfico es un caos, el aire está sucio y la gente está estresada. Qué horror, eso no es para mí. Al abuelo le debía ser quien era, aquí, en Raufarhöfn. Me había enseñado todo lo que hace falta para sobrevivir. Me había llevado de caza y al mar, aunque al principio no era de mucha ayuda. Sobre todo de caza me comportaba como un auténtico idiota, me caía y resoplaba, el abuelo decía que me tropezaba con mis propios pies, que tenía que levantarlos cuando el terreno era irregular, y yo lo hacía, levantaba los pies, claro está, pero solo durante algunos pasos, después se me olvidaba y tropezaba con el siguiente bache, y a veces me caía de bruces y hacía tanto ruido, porque estaba muy gordo, que las perdices nivales levantaban el vuelo asustadas y los zorros árticos huían antes incluso de que los hubiéramos avistado. Pero si alguien piensa que el abuelo se enfadaba, se equivoca de pleno. El abuelo no se enfadaba. Al contrario. Se reía y me ayudaba a levantarme, me sacudía el polvo de la ropa y me alentaba. «¡Ánimo, compañero!», decía. Y pronto me acostumbré al terreno desigual, y después ya no estaba tan gordo. Incluso conseguía mantenerme en pie en la barquita de pesca, sin caerme ni siquiera cuando se balanceaba. De repente me divertía amortiguar las olas con las rodillas, y ya no tenía que concentrarme, lo hacía automáticamente, programaba el oleaje en mis rodillas, levantaba los pies cuando íbamos de caza y no ahuyentaba a las presas, de manera que a veces volvíamos al pueblo con dos perdices o un visón colgando del cinturón. Otras veces con un zorro ártico. ¡Qué orgulloso me sentía! Y dábamos un par de vueltas por Raufarhöfn para que todos nos vieran. Vueltas de honor. Y la gente nos saludaba y nos felicitaba. A eso es fácil acostumbrarse. A los elogios.
Es una droga, decía Nói, mi mejor amigo, cuando todavía era mi mejor amigo. Me decía que debía tener cuidado con los elogios y no acostumbrarme a ellos. Nói era un genio de la informática, pero tenía problemas con su cuerpo. Decía que era mi contrario, mi complemento, mi revés, y yo no tenía ni idea de a qué se refería. Decía que si los dos fuéramos una sola persona, seríamos invencibles. Qué pena que viva en Reikiavik.
Pero entonces pasó lo de Róbert McKenzie, que para nosotros era el rey de los cupos, y ese fue el principio del fin, y a nadie le gusta que algo se acabe. Por eso preferimos pensar en el pasado, cuando algo empieza y el final queda muy lejos.
Los días con el abuelo en el mar y en Melrakkaslétta fueron los mejores días de mi vida. A veces también me dejaba disparar con su escopeta, que ahora es mía. Me enseñó a convertirme en un buen tirador, a apuntar, a apretar el gatillo con cuidado, sin moverme. Durante los entrenamientos, cuando apuntaba al blanco, él me colocaba una piedrecita sobre el cañón, y tenía que disparar sin que se cayera. Es más difícil de lo que parece, porque hay que «apretar» el gatillo, ¡no estrujarlo! Hasta que no lo conseguí, no pude disparar de verdad. Mi madre no podía enterarse de ninguna manera, el abuelo y yo lo habíamos pactado, porque mi madre creía que las armas de fuego eran demasiado peligrosas para mí. Pero entonces se enteró de que me había cargado al gato de Elínborg, justo detrás de la casa. Qué tonto fui. Alguien oyó el disparo y avisó a mi madre en el almacén frigorífico. Así que vino directamente del trabajo y estaba muy enfadada, aunque el gato a veces la ponía nerviosa porque cagaba en nuestro bancal de patatas. Estaba realmente furiosa, y puede que también ofendida, porque dijo que ya era hora de hablar conmigo sin rodeos, y lo hizo. Me dijo que era distinto a los demás, y se llevó el dedo a la sien. Que era lento de sesera, y que por eso no quería que fuera por Raufarhöfn con la escopeta cazando animales, que habría problemas en el pueblo. Y así fue, porque Elínborg no se andaba con bromas y avisó enseguida a la policía.
Pero mi madre no tendría que haberlo dicho así. Porque cuando alguien me gritaba, aunque ese alguien fuera mi propia madre, perdía el control. Mi cerebro se apagaba. Y cuando perdía el control, los puños volaban. Mis puños. Normalmente contra mí mismo. Eso no era tan grave. A veces contra otros, cuando esos otros se interponían en el camino de los puños contra mí mismo. Eso era más grave, pero lo hacía sin querer, y después casi ni me acordaba. Como si la aguja del tocadiscos hubiera saltado hacia delante. Y por eso mi madre intentó tranquilizarme, me aseguró que me veía totalmente capaz de manejar un arma, que seguro que era un buen tirador, algo de lo que podía dar fe el abuelo, que se limitó a sacudir la cabeza todo el tiempo que duró la pelea y despachó a los policías. Él no se había enfadado por que hubiera matado al gato de Elínborg. Creía que mi madre estaba exagerando, que yo tampoco era tan condenadamente distinto, algo casi insignificante, que había idiotas mucho peores por ahí, que lo importante no son las notas del cole, sino la actitud hacia los demás, qué tipo de persona eres, etcétera. Y puso un ejemplo, eso se le daba bien, es importante poner ejemplos para que todos entiendan de qué va la cosa. Nos habló de un deportista que vivía en América y era guapo y majo y hasta fue actor, pero que mató a su mujer porque estaba celoso, solo por eso. Celos. ¡Bang! Fin de la historia. Por eso opinaba que yo era mejor persona que ese deportista famoso. Pero mi madre dijo que se podía meter a su deportista por donde quisiera, que seguramente al gato de Elínborg le importaba un rábano, pero que a Elínborg sí le importaba que hubiera matado a su gato, y a la policía y al director del colegio también. Que así eran las cosas, que se esperaba de nosotros cierto comportamiento, ciertos resultados, que ya era hora de que aterrizara en el siglo xx antes de que se terminara, y que dejara de entrometerse porque al fin y al cabo mi madre era ella, y por eso tenía la última palabra sobre mi educación. Pero el abuelo le cantó las cuarenta. Él también podía ponerse furioso cuando quería, y le recordó a voz en grito que él era su padre, que vivíamos en su casa, bajo su techo, con sus normas, y que por eso él tenía la ultimísima palabra, maldita sea. Y que además pasaba más tiempo conmigo que ella, y ahí mi madre enmudeció. Salió corriendo a hacer algo. A sacar la basura o así. Yo también rompí algo, aunque ya no me acuerdo de qué. Pero algo se rompió, seguro. Tengo una imagen grabada, un fragmento de recuerdo: el abuelo sentado a horcajadas encima de mí, con la cara rojísima, sujetándome los brazos contra el suelo, llamando desesperado a mi madre y gritándome a la cara que me tranquilizara de una maldita vez.
Maté mi primer zorro ártico a los once. Los zorros son una plaga, aunque siempre hayan estado aquí, antes de que llegaran los vikingos. Se les puede disparar. La verdad es que fue muy rápido, y me quedé tan sorprendido que casi no tuve tiempo de emocionarme. Íbamos paseando campo a través, cuando de pronto apareció uno delante de nosotros, su cabeza asomó por detrás de un montículo de hierba, así que nos vio, pero con las prisas no encontró escondite. El abuelo me puso la escopeta en la mano, no dijo nada, solo miró con los ojos entrecerrados al zorro, que le devolvió la mirada muy asustado, y yo lo entendí. Apunté, el zorro salió disparado, pero yo le seguí con el cañón, la yema del dedo apretó suavemente el gatillo hasta que se disparó. Apenas noté el golpe de la culata. El corazón me latía con fuerza. El zorro cayó de costado, dio una vuelta de campana y sacudió las piernas, como si todavía quisiera seguir corriendo. Pero ya no podía.
Me sentía raro. El abuelo seguía sin decir nada, pero me dio unos golpecitos de satisfacción en el hombro, y después presenciamos la muerte del animal. La verdad es que enseguida se quedó quieto, tumbado con el pelo sobre la sangre densa que le manaba del hocico. Al principio el pecho le subía y le bajaba rápidamente, pero su respiración se volvió cada vez más lenta, más irregular, hasta que al final se quedó tieso. En realidad me daba pena, pero cuando recogí las cinco mil coronas en la oficina del centro cívico supe lo que era la vocación. La vocación es cuando algo te llama.
Al abuelo no le quedaba mucho de vida. Cada vez que me despedía de él podía ser la última vez que le viera. Eso me había dicho una cuidadora. Y también me había dicho que entonces me pondría muy triste, pero que era completamente normal, que no me preocupara. Nói me explicó una vez que el abuelo había adoptado el papel de padre conmigo, aunque mi madre sin duda lo habría negado. Pero Nói tenía razón, al fin y al cabo me llamo Kalmann Óðinsson por mi abuelo, que se llamaba Óðinn, y no por mi auténtico padre, al que mi madre a veces llamaba el Donante.
Quentin Boatwright. Así se llamaba el donante de semen. Y si me hubieran puesto su nombre, me habría llamado Kalmann Quentinsson. Pero no podía ser, porque en Islandia no existe ese nombre ni la letra Q. Como mi padre, que tampoco está aquí. Si hubiera vivido en América, me habría llamado Kalmann Boatwright. Allí lo del nombre funciona de otra forma.
Si algún día tuviera hijos, estaría a su lado. Sería como el abuelo fue conmigo, y les contaría lo que el abuelo me contó. Les enseñaría a cazar, a acechar zorros árticos, a reconocer perdices en la nieve o a pescar tiburones de Groenlandia. A cuidar de sí mismos. Daría igual que fueran niñas o niños. Pero para tener hijos hace falta una mujer. No puede ser de otra forma. La naturaleza es así.
Ya tenía treinta y tres años, solo me faltaban un par de semanas para cumplir treinta y cuatro. Necesitaba urgentemente una mujer. Pero tendría que sacármela del sombrero de vaquero, porque en Raufarhöfn no había mujeres que quisieran estar con alguien como yo. El surtido femenino era tan variado como el de verduras en la tienda del pueblo. Lo único que había eran zanahorias, patatas, un par de pimientos arrugados y una lechuga marrón. Y que mi futura esposa se perdiera y llegara a Raufarhöfn, a seiscientos nueve kilómetros de Reikiavik, era muy poco probable.
Mi madre siempre decía: «¡A la izquierda del fin del mundo!». A mí me hacía gracia, pero ella nunca se reía. Tampoco hacía nunca bromas, casi siempre estaba cansada de la larga jornada de trabajo en el almacén frigorífico. Ella decía que no podía comer cereales de chocolate todos los días, porque entonces me pondría aún más gordo y nunca encontraría mujer. Pero mi madre ya no estaba, y el abuelo tampoco, así que podía comer cereales de chocolate cuando quisiera, y nadie me reñía. Aunque solo los comía para desayunar, y a veces por la noche, cuando veía la tele. Pero nunca al mediodía. Esa era mi norma.
En la vida hacen falta normas, es importante, porque si no habría anarquía, y la anarquía es cuando ya no hay policía ni leyes y todos hacen lo que quieren. Prender fuego a una casa, por ejemplo. Porque sí, sin razón. Nadie trabaja, nadie arregla las máquinas averiadas, las lavadoras por ejemplo, los motores de barco, las antenas de televisión o los microondas. Y entonces acabas sentado con el plato vacío delante de la pantalla negra de la televisión en una casa quemada, y la gente se mata por una alita de pollo o unos cereales de chocolate. Pero yo habría sobrevivido a algo así, porque sabía defenderme. Sabía preparar tiburones de Groenlandia de manera que la carne fuera comestible. Y sabía desplumar una perdiz nival. La casa de mi abuelo era lo bastante grande, y quizá entonces una mujer habría querido vivir conmigo, porque aquí en Raufarhöfn la anarquía no habría sido tan terrible, estamos demasiado lejos para eso. Mi mujer habría tenido que ser mucho más joven que yo, porque tendríamos que tener muchos hijos para asegurar la supervivencia de la humanidad. Habríamos follado casi todas las noches. ¡Puede que incluso dos veces al día! No nos enteraríamos de los disturbios en Reikiavik porque la tele no funcionaría. Además en Raufarhöfn no había policía desde la crisis financiera, así que, desde este punto de vista, ya vivíamos en la anarquía. Solo que la gente todavía no se había dado cuenta.
2. Sangre
El abuelo preparaba el mejor tiburón fermentado de toda la isla. Yo, el segundo mejor. Me lo han confirmado muchos, por ejemplo el ovejero Magnús Magnússon de Hólmaendar, que me compraba el tiburón a mí directamente y sabía tocar el acordeón. Lo repetía siempre: «Kalmann minn —decía—, tu abuelo hacía el mejor hákarl de toda Islandia. ¡Pero el tuyo es casi igual de bueno!». Era lógico, porque había aprendido del mejor.
Ojalá el abuelo hubiera estado conmigo cuando pasó lo de Róbert McKenzie. El abuelo habría sabido qué hacer. Y, sinceramente, estaba un poco enfadado con él por haberme dejado solo con aquel marrón. Ojalá no hubiera salido a cazar zorros ese día. Ojalá Róbert hubiera desaparecido sin dejar rastro, como un barco en el horizonte. En el mar no quedan huellas. El mar siempre está como si nadie lo hubiera tocado jamás, aparte del viento. ¿No es extraño que solo el aire pueda dejar huellas en el agua?
Tuve que pasar precisamente yo por ese sitio junto al monumento Arctic Henge. Y eso que solo estaba siguiendo el rastro de un zorro ártico al que había puesto el nombre de Barbanegra, como el pirata, pero eso no tenía nada que ver con el zorro. Era un animal impertinente, un macho joven que se atrevía a acercarse a las casas en busca de comida. Igual por eso me caía bien. Y si por mí hubiera sido, no lo habría matado. Tenía un pacto secreto con él. Pero Hafdís me había pedido que le diera una lección al zorro, y todo el mundo sabe qué significa eso, y cuando la directora del colegio, que también trabaja en el centro cívico, te pide un favor, no