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Fátima: La Historia Jamás Contada
Fátima: La Historia Jamás Contada
Fátima: La Historia Jamás Contada
Libro electrónico417 páginas5 horas

Fátima: La Historia Jamás Contada

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Información de este libro electrónico

Un día 13 de mayo de 1917 la Santísima Virgen María se aparece por primera vez a tres pequeños pastorcitos: Lucía, Francisco y Jacinta. En la remota Cova de Iria, en Portugal, y lejos del estruendo de la Primera Guerra Mundial que, por entonces, remecía a Europa, La Señora irrumpe una vez más en la historia. Su mensaje contenía una severa advertencia: ¡dejad de ofender a Dios! Pedía, además, la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón, el establecimiento de su devoción a nivel mundial, el rezo del Santo Rosario y la comunión reparadora de los primeros sábados de cada mes. ¿Cuál fue la reacción de la humanidad y de la jerarquía eclesiástica frente al anuncio y a los pedidos de La Señora? ¡Incredulidad! La gravedad del mensaje impuso sobre los tres pequeños videntes una tenaz mordaza. En especial respecto del "tercer secreto" de Fátima, el cual, por los antecedentes que se conocen a la fecha, denuncia y anticipa una fuerte crisis de fe al interior de la Iglesia Católica. En este cautivador ensayo, Julio Alvear narra la historia de Fátima desde 1917 hasta nuestros días y analiza el misterio que envuelve al profético mensaje de La Señora. El autor se sitúa como un atento espectador de los hechos, apoyando su narrativa en una extensa recopilación documental y obsequiando al mundo un libro emotivo, apasionante y revelador.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2024
ISBN9789566172246
Fátima: La Historia Jamás Contada

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    Fátima - Julio Alvear Téllez

    Capítulo I

    La Gran Guerra y el ángel de Portugal (1916)

    ¿Qué hacéis?

    Dios tiene para vosotros designios de misericordia

    En la Serra de Aire se conoció muy poco la miseria y desesperación que se abatía sobre Europa en la primavera de 1916. La gran guerra hacía de las suyas. Benedicto XV lanza uno de sus llamamientos más pungentes, solicitando a todos los cristianos oraciones y penitencia a fin de que la ruina no siga devastando a Europa.

    Los gobernantes de Portugal no se dieron por enterados de los deseos de paz y entraron en guerra en marzo de ese año, aunque en aldeas como Aljustrel, en su menuda vida rural, había pocas señales del clima general de muerte. Solo las noticias de los periódicos de las ciudades próximas.

    Cuenta Walsh que los padres de los pastorcitos experimentaron un sentimiento natural de indignación cuando fue asesinado el rey Carlos en 1908. No esperaban mucho de la nueva república portuguesa, nacida de la revolución de 1910. En una época turbulenta, de grandes luchas religiosas, la República efervescente se definió anticristiana. Como cuatrero apenas llega la noche, se apoderó de las propiedades de la Iglesia, exilió al Cardenal Patriarca de Lisboa, expulsó a obispos y sacerdotes incómodos, disolvió órdenes y congregaciones religiosas, y hasta prohíbió procesiones marianas y clases de catecismo.

    En 1911, con la separación de la Iglesia y el Estado y la introducción del divorcio, el gobierno ordenó cerrar la mayor parte de los seminarios sacerdotales. El Papa San Pío X fulminó con una famosa encíclica a los perseguidores. Pero en Aljustrel, tan alejado de la vida de las urbes, se mantienía la calma; incluso, podían decirlo con orgullo, aún tenían párroco que les celebraba la misa todos los domingos, y eso, en aquel tiempo, era fundamental.

    El pasado de este tiempo histórico nos conduce al momento de las apariciones como si fuera el presente. En la primavera del año 1916, los niños Lucía Abobora, Francisco Marto y su hermana Jacinta, conducen como de costumbre las ovejas de sus familias por las colinas, cerca de Aljustrel, jugando entre las rocas. De pronto el cielo se oscurece y una niebla espesa arrastrada por una brisa fría lo invade todo. Piensan que va a llover, se acuerdan de su gruta preferida, la loça do Cabeço¹ y corren a refugiarse en ella.

    Después de almorzar, la costumbre de la época: rezar el rosario. Vuelve a salir el sol, llega la calma y los niños disfrutan nuevamente de sus juegos. A los pocos minutos, y sin indicio previo, notan que un fuerte viento sopla a través de las copas de los pinos. Una luz, a lo lejos, por encima de los árboles, que se mueve sobre el valle de este a oeste y viene hacia ellos. Escuchemos a Lucía:

    Vimos a cierta distancia, sobre los árboles que se extendían en dirección al naciente, una luz más blanca que la nieve, con la forma de un joven, transparente, más brillante que un cristal atravesado por los rayos de sol. A medida que se aproximaba íbamos distinguiéndole las facciones. Estábamos sorprendidos y medio absortos. No decíamos ni una palabra. Al llegar junto a nosotros, dijo:

    ¡No temáis! Yo soy el Ángel de la Paz. Orad conmigo. Y arrodillándose en tierra, dobló la frente hasta el suelo. Transportados por un movimiento sobrenatural, le imitamos y repetimos las palabras que le oímos pronunciar: Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman.

    Después de repetir esto por tres veces, se levantó y dijo: ¡Orad así! Los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas.

    Y desapareció. La atmósfera sobrenatural que nos envolvía era tan intensa, que casi no nos dábamos cuenta de nuestra propia existencia, por un largo espacio de tiempo, permaneciendo en la posición que nos había dejado, repitiendo siempre la misma oración. La presencia de Dios se sentía tan intensa e íntima, que ni entre nosotros mismos nos atrevíamos a hablar. Al día siguiente todavía sentíamos el aire envuelto en esa atmósfera que solamente iba desapareciendo muy lentamente.

    En ésta aparición, nadie pensó en hablar ni en recomendar el secreto. Aquella, por sí, lo impuso. Era tan íntima que no era fácil pronunciar sobre ella la menor palabra. Nos hizo tal vez mayor impresión por ser la primera tan manifiesta².

    Los niños jamás volvieron a ser los mismos después de semejante experiencia.

    Siempre me ha causado una profunda impresión la existencia de los ángeles. En el Antiguo Testamento se les menciona ciento treinta y seis veces, y en el Nuevo ciento setenta y cuatro. A partir del Pseudo-Dionisio, Tomás de Aquino o Francisco Suárez S.J., la teología cristiana ha especulado sobre la naturaleza y jerarquía de estos espíritus puros que se encuentran, por miriadas, fuera de nuestro mundo material, y a los que incluso Aristóteles dedicó unos enigmáticos textos. Los ángeles no son inspiraciones ni personificaciones de la divinidad, ni tampoco algo parecido a las almas de los muertos, como se les retrata en libros de cuestionable difusión. Son criaturas sapientísimas, de naturaleza puramente espiritual, dotadas de gran inteligencia y poder, muy superiores a los nuestros. Son los mensajeros de la misericordia o de la justicia de Dios y gobiernan, como expresa Jean-Joseph Gaume, el sistema de la creación. En el orden material, presiden el movimiento, conservación y realización de los elementos del universo.

    Para tener una idea aproximada del poder de los ángeles hay que despoblar el imaginario creado por Hollywood. La fueza angélica no es comparable a la del héroe de Marvel comics, o a la potencia de Superman, y su capacidad de lanzar rayos, fundir metales y volar a ingente velocidad cronométrica. Los ángeles se insertan en un orden de realidad muy superior al de la materia, no dominado por los criterios puramente físicos o cuantitativos. Y es que lo más perfecto –y por tanto lo más poderoso– se desplaza en el orden de las causas, no puramente en el ámbito de la eficiencia física. Por eso, los castigos cosmológicos que se anuncian en las Escrituras o en Fátima no son predecibles desde los anteojos científicos.

    El mensaje de Fátima está relacionado con el mundo de las causas angélicas: el Ángel de Portugal o el Ángel de la paz irrumpe en los cielos de Cova de Iria, para preparar a los pastorcitos. Aunque no se sabe más de este ángel, ni se le puede designar con un nombre propio, como San Miguel o San Gabriel, su imagen no tiene nada que ver con aquella iconografía religiosa que representa a estos seres con cara fofa y rosada.

    Hay ciertos ángeles, como Miguel, a los que se relaciona especialmente con los textos apocalípticos de las Escrituras. Dichos textos contienen varias alusiones a una apostasía universal, y todo indica que vamos hacia allá. Pues en nuestra actual civilización, Satanás –el gran derrotado por Miguel– ha sido nuevamente desencadenado y el hombre permite que tiente, engañe, infecte o demuela cualquier institución, cultura, o ambiente donde habite el nombre de Dios. Esta acción diabólica supone, a la vez, una misteriosa permisión divina. Sabemos, sin embargo, que la permisión divina siempre se relaciona con la obtención de un mayor bien. En Fátima se anuncia ese bien, según veremos (Por fin, Mi Inmaculado Corazón triunfará).

    La segunda aparición del ángel ocurre unas semanas después de la primavera de 1916, en uno de los días más calurosos del verano. A mediodía, los niños han llevado sus ovejas a casa para encerrarlas durante las horas de siesta. Juegan distraídamente en el pozo de la casa de los padres de Lucía, a la sombra de las higueras, cuando de repente –escribe Lucía– vimos al Ángel junto a nosotros.

    ¿Qué hacéis? –preguntó el espíritu celestial– ¡Orad! ¡Rezad mucho! Los Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo, plegarias y sacrificios.

    ¿Cómo nos hemos de mortificar? – pregunta Lucía.

    De todo lo que podáis, ofreced un sacrificio, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así sobre vuestra Patria la paz. Yo soy el Ángel de su Guarda, el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión el sufrimiento que el Señor os envíe.

    Y el Angel desaparece. De nuevo los niños permanecen durante largo tiempo extasiados, en una especie de exultación del espíritu. Lucía recuerda:

    "Estas palabras del Ángel se grabaron en nuestra alma, como una luz que nos hacía comprender quién era Dios, cómo nos amaba y quería ser amado, el valor del sacrificio y cómo éste le era agradable; cómo por atención a él convertía a los pecadores. Por eso desde ese momento comenzamos a ofrecer al Señor todo lo que nos mortificaba, pero sin pararnos a buscar otras mortificaciones o penitencias, excepto la de pasarnos horas seguidas postrados en tierra, repitiendo la oración que el Ángel nos había enseñado"³.

    La tercera y última manifestación del ángel ocurre en octubre del 1916. Los niños juegan en la Gruta do Cabezo, mientras las ovejas pastan diseminadas por las laderas inferiores. Después de rezar el acostumbrado rosario recitan unidos la oración que les había enseñado el ángel. Y según Lucía, esto es lo que sucede:

    "Estando, pues allí (el ángel) se nos apareció por tercera vez, portando en la mano un Cáliz y sobre él una Hostia, de la cual caían dentro del Cáliz algunas gotas de sangre. Dejando el Cáliz y la Hostia suspensos en el aire, se postró en tierra y repitió tres veces la oración:

    — Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.

    Después, levantándose, tomó en la mano el Cáliz y Hostia, y me dio la Hostia a mí; y lo que contenía el Cáliz, lo dio a beber a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo:

    — Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios"⁴.

    Lucía, Francisco y Jacinta, los tres pastorcitos

    Si hemos de creer al relato, los niños reciben la comunión de manos del ángel, de la misma manera que lo hicieron San Estanislao Kostka o Gerardo Majeda, como recuerda Barthas.

    El relato de Lucía es rico en detalles y tiene el sabor de lo vivido:

    "De nuevo se postró en tierra y repitió con nosotros, tres veces más, la misma oración: Santísima Trinidad, etc. Y desapareció. Transportados por la fuerza de lo sobrenatural que nos envolvía, imitábamos al Ángel en todo; es decir, postrándonos como él y repitiendo las oraciones que él decía. La fuerza de la presencia de Dios era tan intensa, que nos absorbía y anonadaba casi del todo. Parecía privarnos hasta del uso de los sentidos corporales por un gran espacio de tiempo. En aquellos días, hacíamos las acciones materiales como transportados por ese mismo ser sobrenatural que a eso nos impulsaba. La paz y la felicidad que sentíamos era inmensa; pero sólo interior, completamente concentrada el alma en Dios"⁵.

    En la historia del mundo, en los sucesos que no se cuentan, existió este paréntesis. No pertenece enteramente al tiempo de los hombres; tampoco exclusivamente al evo angélico⁶. Una especie de punto de unión entre el cielo y la tierra, una suerte de remanso histórico en medio de la tormenta que producen tozudamente los hombres.

    Al tiempo, la situación de Europa es trágica. Los efectos devastadores de la Primera Guerra Mundial se hacen sentir en el ámbito político, social y económico en todas sus dimensiones. La flor y nata de la juventud muere en las trincheras. La nobleza de la vieja pero venerable civilización se despide, mientras se prepara la caída de los tres grandes imperios, con una remodelación del mapa europeo sobre el que progresarán los totalitarismos. Ya entenderemos qué tiene que ver todo esto con Fátima.

    1 Loça es hoyo. También algunos dicen rochedo, peñasco, por un promontorio que lo rodeaba.

    2 S

    OR

    L

    UCÍA

    , Memorias IV, en Memorias, Compilación del P. Luís Cóndor, SVD; Introducción y notas del P. Joaquín María Alonso, CMF, Secretariado dos Pastorinhos, Santuario de Fátima, 7a Ed., 2003, pp. 168 y 169.

    3 S

    OR

    L

    UCÍA

    , Memorias IV, op. cit., pp. 169-170.

    4 S

    OR

    L

    UCÍA

    , Memorias IV, op. cit., p.170.

    5 S

    OR

    L

    UCÍA

    , Memorias IV, op. cit., pp.170-171.

    6 Se llama evo al tiempo de los ángeles, no condicionado por la sucesión del tiempo humano.

    Capítulo II

    La Señora baja del Cielo

    Era una Señora más brillante que el Sol

    Lucía

    Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol

    Apocalipsis XII, 1

    La Gran Guerra se extiende mucho más allá de lo previsible. Los testimonios de época, como los de Joseph Roth o Stefan Zweig, hablan de asombro y acabo de mundo. A diferencia del pasado, la guerra utiliza ahora todos los elementos civilizatorios para descoyuntar la vida de los combatientes. Las trincheras y los campos de batalla son descritos como infiernos en vida.

    En esos años, Benedicto XV se lamenta, espantado, del suicidio de Europa. El 5 de mayo de 1917 invoca públicamente el auxilio de la Madre de Dios para obtener la paz. Un gesto de fe inexplicable ante el retumbar de los cañones y el espíritu de época, marcado por el positivismo y la ilusión científica. Perseverante y en busca de buenos resultados, el Papa solicita la oración de todos los cristianos y para conmover al Cielo prescribe que se invoque especialmente a "Regina Pacis, la Reina de la Paz".

    1. Primera aparición: 13 de mayo. El relámpago.

    Vimos, de repente, como un relámpago…

    Un día 13 de mayo, los tres pastorcitos, Lucía, Francisco y Jacinta, juegan en Cova de Iria. No tienen idea del llamado del Papa, y si lo supieran probablemente tampoco entenderían. Son solo niños en un domingo claro y despejado. Su único deseo es realizar las ilimitadas posibilidades de diversión que a campo abierto les ofrece la fantasía.

    De repente algo sucede en el ambiente. El tiempo ya no parece amigable. Algo de anormal se asoma en los pastos, las rocas y el cielo azulado. Dos extraños resplandores, como de relámpagos, irrumpen de súbito. Así lo describe Lucía:

    Estábamos jugando con Jacinta y Francisco encima de la pendiente de Cova de Iria, y haciendo una pared alrededor de una mata, vimos de repente como un relámpago.

    — Es mejor irnos ahora para casa –dije a mis primos– hay relámpagos; puede venir una tormenta.

    Y comenzamos a descender la ladera, llevando las ovejas en dirección del camino. Al llegar más o menos a la mitad de la ladera, muy cerca de una encina grande que allí había, vimos otro relámpago; y, dados algunos pasos más adelante, vimos a una Señora, toda vestida de blanco, más brillante que el sol, irradiando una luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina, atravesado por los rayos del sol más ardiente. Nos detuvimos sorprendidos por la aparición.

    Su rostro, indescriptiblemente bello, no era ni triste, ni alegre, sino serio, con aire de suave censura. Las manos juntas, en posición de rezar, apoyadas en el pecho y dirigidas hacia arriba. De la mano derecha pendía un rosario. Su vestido parecía sólo de luz. Su túnica era blanca, y blanco también el manto, orlado de oro, que cubría la cabeza de la Virgen y bajaba hasta sus pies. No se le veía el cabello ni las orejas".

    Lucía nunca pudo describir bien los trazos de la fisonomía, pues le resultaba imposible fijar la mirada en un rostro celestial que excedía la belleza humana.

    Estábamos tan cerca que nos quedábamos dentro de la luz que la cercaba, o que Ella irradiaba. Tal vez a metro y medio de distancia más o menos. Entonces, Nuestra Señora nos dijo:

    No tengáis miedo. No os voy a hacer daño.

    ¿De dónde es Vuestra Merced? – le pregunté.

    Yo soy del Cielo (y levantó la mano para señalar el cielo).

    ¿Y qué es lo que Vuestra Merced quiere de mí?

    Vengo a pediros que vengáis aquí seis meses seguidos, el día 13 a esta misma hora. Después os diré quién soy y lo que quiero. Después volveré aquí aún una séptima vez.

    Y yo, ¿también voy al Cielo?

    Sí, vas.

    Y, ¿Jacinta?

    También.

    Y ¿Francisco?

    También; pero tiene que rezar muchos Rosarios.

    Entonces me acordé de preguntar por dos muchachas que habían muerto hacía poco. Eran amigas mías e iban a mi casa a aprender a tejer con mi hermana mayor: ¿María de las Nieves ya está en el Cielo?

    Sí, está. (me parece que debía de tener unos dieciséis años).

    — Y, ¿Amelia?

    Estará en el Purgatorio hasta el fin del mundo (me parece que debía de tener de dieciocho a veinte años).

    ¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que El os quiera enviar, en reparación por los pecados con que El es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?

    — Sí, queremos.

    Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestra fortaleza.

    Fue al pronunciar estas últimas palabras (la gracia de Dios) cuando abrió por primera vez las manos comunicándonos una luz tan intensa como un reflejo que de ellas se irradiaba, que nos penetraba en el pecho y en lo más íntimo del alma, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios que era esa luz, más claramente de lo que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces por un impulso íntimo, también comunicado, caímos de rodillas y repetíamos íntimamente: «Oh Santísima Trinidad, yo Os adoro. Dios mío, Dios mío, yo Os amo en el Santísimo Sacramento».

    Pasados los primeros momentos, Nuestra Señora añadió: Rezad el Rosario todos los días, para alcanzar la paz para el mundo y el fin de la guerra.

    En seguida comenzó a elevarse suavemente, subiendo en dirección al naciente, hasta desaparecer en la inmensidad de la lejanía. La luz que la rodeaba iba como abriendo camino en la bóveda de los astros, motivo por el cual alguna vez dijimos que habíamos visto abrirse el Cielo.

    El miedo que sentíamos, no fue propiamente de Nuestra Señora, sino de la tormenta que supusimos iba a venir, y de la cual queríamos huir. Las apariciones de Nuestra Señora no infunden miedo o temor, pero sí sorpresa. Cuando preguntaban si habíamos sentido miedo, y decía que sí, me refería al miedo que habíamos tenido de los relámpagos y del trueno que suponía vendría próximo; y de eso fue de lo que queríamos huir, pues estábamos habituados a ver relámpagos sólo cuando tronaba.

    Los relámpagos tampoco eran propiamente relámpagos, sino el reflejo de una luz que se aproximaba. Por ver esta luz es por lo que decíamos a veces que veíamos venir a Nuestra Señora; pero a Nuestra Señora propiamente sólo la distinguíamos en esa luz cuando estaba ya sobre la encina¹.

    Hasta aquí el relato. La encina donde apareció la Señora era propiamente una azinheira, una clase de arbusto siempre verde de aproximadamente un metro de altura y hojas lustrosas con púas como las del cacto. Es semejante a una pequeña encina, por eso se la llama así muchas veces, o en español, carrasca.

    Los niños se mantuvieron mirando arriba, hacia el Este, durante largo tiempo. El cielo ya no era su cielo, sino una puerta de entrada hacia algo que no podía ser contenido en el espacio atmosférico. Después de recuperarse de lo que les había embargado, durante el resto del día permanecieron silenciosos, pensativos, ajenos a los detalles sensibles de lo cotidiano.

    Una observación conexa: la presencia de la Señora originaba en los niños efectos particulares. Relata Lucía que el abatimiento físico que nos postraba también era grande. No sé por qué las apariciones de Nuestra Señora producían en nosotros efectos muy diferentes (al de las apariciones angélicas). La misma alegría interior, la misma paz y felicidad, pero en vez de abatimiento físico, una cierta agilidad expansiva; en vez de anonadamiento en la Divina presencia, un exultar de alegría; en vez de dificultad en hablar, un cierto entusiasmo comunicativo. Pero a pesar de estos sentimientos, sentía la inspiración de callar sobre todo algunas cosas. En los interrogatorios sentía la inspiración íntima que me indicaba las respuestas que, sin faltar a la verdad, no descubriesen lo que por entonces debía ocultar².

    Quienes no creen en las apariciones nunca han podido explicar el cambio repentino que ellas ocasionaron en los niños. Su percepción religiosa y su delicadeza moral superaban en mucho su edad y su cultura, o incluso la medianía de un hombre maduro y recto. A partir de esta primera aparición de la Señora, algo misterioso impulsó a los niños a ofrecer sacrificios en las pequeñas y grandes ocasiones. Se fueron transformando en miniaturas de ascetas. De amantes de los juegos y diversiones, se transmutaron en eso que nos cuesta tanto, en amigos del dolor, en pequeños émulos de Juan Bautista o Pedro de Alcántara. Con precisión de teólogos de pantalones cortos, hablaban, convencidos, de la necesidad absoluta de reparar los pecados cometidos contra el Sagrado Corazón de Jesús y de María, y de ofrecerse por la conversión de los pecadores.

    ¿Almuerzo cuando iban de pastoreo? Pronto se desprendieron de él. Hay que sacrificarse, repetían. Lo regalaban con alegría entrañable a unos niños procedentes de Moita, que iban a pedir limosna a Aljustrel.

    Un día, al mediar la tarde, sintieron tanta hambre que van a buscar bellotas para comer. Como Francisco las encontró apetitosas, Jacinta juzga que si son buenas entonces ya no es ningún sacrificio comerlas. Cogen entonces bellotas amargas. A diario ese fue su almuerzo. ¡No comas eso!, dijo Lucía la primera vez. Pero la pequeña Jacinta respondió: es precisamente por la amargura que las como, para convertir a los pecadores. "Acostumbrábamos a comer piñones –recuerda Lucía– raíces de una cizaña trepadora y una pequeña flor amarillenta que crece sobre la raíz de una pequeña bola del tamaño de una aceituna"³.

    Y tienen fuerzas para resistir lo que ningún niño logra en circunstancias ordinarias. Pese a que Lucía había recomendado el silencio, Jacinta cuenta todo lo ocurrido al llegar a casa. No pudo más en su entusiasmo. Pero también en su imprudencia. Nadie le cree, pero la noticia se difunde rápidamente. Y lo más complicado, el cuento llega a los oídos de la adusta María Rosa, la madre de Lucía, que no estaba para historias.

    A partir de esa fecha, y durante todo el ciclo de las apariciones, se cumple lo que la Señora había dicho a los niños: tendréis que sufrir mucho. Si alguien cree que los pastorcitos caminaban entre rosas o eran tratados con algodón por haber visto a la Señora, está muy equivocado. Desde el punto de vista familiar y social, haber visto no era para ellos un premio, sino una nítida corona de espinas.

    Y es que los familiares de Lucía, gente recia, sufrida, con los pies sobre la tierra, no estaban dispuestos a perder el tiempo en juegos o boberías. Por eso, sus propias hermanas no pierden oportunidad de ridiculizarla. Le dicen: ¡Ve y come de lo que encuentres en Cova de Iria!, o ¡pide a Nuestra Señora que te de algo de comer! Hiciste que todo el mundo fuese a Cova de Iria. Busca tu alimento allí. Hasta los niños en la aldea se burlan: ¡Eh! Lucía, ¿va Nuestra Señora a pasear hoy sobre los tejados?

    Doña Rosa, convencida de que su hija es una gran mentirosa, en varias ocasiones la golpea para que confiese la farsa. La arrastra incluso donde el Párroco de Fátima para someterla a duros interrogatorios, sin que la ampare lo que hoy denominamos principio de inocencia. Ambos la presionan una y otra vez. ¡Que diga la verdad, que confiese el engaño que ha urdido y que trae conmocionados a los vecinos!.

    Lucía recordará años después cómo el desdén y el desprecio de su madre y hermanas habían alcanzado hasta lo más vivo de su alma. Me sentía muy amargada, escribe en sus memorias, y me acordaba de los tiempos pasados y me preguntaba qué había sido del afecto que me había profesado mi familia hasta hace poco⁴.

    En la víspera de la segunda aparición, la encantadora Jacinta le aconseja: ¡No llores! Seguramente éstos deben ser los sacrificios que el Ángel dijo que Dios nos iba a enviar. Es por lo que sufres y para hacer reparación a Él y convertir a los pecadores⁵.

    2. Segunda aparición: 13 de junio. Tu refugio.

    Seré tu refugio…

    La noticia de la aparición de la Señora en mayo y su promesa de regresar los días trece de cada mes, comienzan a difundirse. Y no es para menos. Para quienes siempre han creído en Ella, es una oportunidad de verla. Pero, claro, una cosa es tener fe en la Madre de Dios, y otra muy distinta, es creer en unos niños.

    Unas cincuenta personas de aldeas vecinas (Loureira, Lomba, Boleiros, Torres Novas, Anteiro y Moita) se juntaron el 13 de junio en Cova de Iria y rezaron el rosario respetuosamente y de rodillas, como si esperaran algo grande. Después, una niña de Boleiros se prepara para recitar las Letanías. Pero Lucía la interrumpe. Ya no hay tiempo, dice. Y levantándose del suelo, grita: ¡Jacinta, allí viene Nuestra Señora! ¡Ahí está la luz!. En seguida, apunta en sus memorias: después de rezar el Rosario con Jacinta y Francisco y algunas personas que estaban presentes, vimos de nuevo el reflejo de la luz que se acercaba (y que llamábamos relámpago).

    Algunos espectadores notaron que la luz del sol se obscureció durante los minutos que siguieron al inicio del coloquio entre los niños y la Señora. Otros observaron que la copa de la encina, cubierta de brotes, pareció curvarse como bajo un peso, un poco antes que Lucía hablara. Algunos oyeron un susurro, como el zumbido de una abeja.

    Y de acuerdo con lo que relata Lucía, éste fue el diálogo con la Señora:

    — ¿Vuestra Merced que quiere de mí?, pregunté.

    Quiero que vengáis aquí el día 13 del mes que viene; que recéis el Rosario todos los días y que aprendáis a leer. Después diré lo que quiero.

    Pedí la curación de un enfermo.

    Si se convierte, se curará durante el año.

    Quería pedirle que nos llevase al Cielo.

    Sí; a Jacinta y a Francisco los llevaré en breve. Pero tú te quedarás aquí algún tiempo más. Jesús quiere servirse de ti para hacerme conocer y amar. El quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien la abrace le prometo la salvación; y serán amadas de Dios estas almas como flores puestas por mí para adornar su trono.

    — ¿Me quedo aquí sola?, pregunté, con pena.

    No, hija. ¿Y tú sufres mucho? No te desanimes. Yo nunca te dejaré. Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios.

    Fue en el momento en que dijo estas palabras, cuando abrió las manos y nos comunicó, por segunda vez, el reflejo de esa luz inmensa. En ella nos veíamos como sumergidos en Dios. Jacinta y Francisco parecían estar en la parte de

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