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Isidro, cantante de los Golden Boys, próspero abogado y coleccionista de fornicaciones decide reunir al grupo que casi medio siglo antes y a pesar de sus deficiencias hizo discos y conoció el éxito. Para ello convoca a los miembros originales reforzados ahora por las Goldenettes, trio de jóvenes bailarinas entre las que se encuentra Pati, madre soltera empeñada en dedicarse al show bussines.
Al encontrarse con que Darío necesita mucho el dinero ofrecido, pero no está dispuesto a dar lástima tocando lo que para él son mamarrachadas, Isidro manipula a Pati para meterlo en cintura, cosa que no consigue, aunque cierta satiriasis con matices de enamoramiento logra hacer de las suyas.
Darío es heterosexual pero, tal como sucedía con el famoso director de cine Ed Wood, le gusta vestirse de mujer y, al final, luego de muchas vicisitudes que le han llevado a vivir en la calle consigue contrato como Daniela Wawie para tocar estándares en un crucero malhadado. Regresa a México sin su guitarra y con una pierna echada a perder, pero ahí no acabarán sus penas.
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La viborita - Federico Arana
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© Federico Arana
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de cubierta: A. Ilarduya
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1089-742-7
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A mis compañeros del rock and roll ya desaparecidos: Olaf de la Barreda, Salvador Bañuelos, Fernando Vahauks, Héctor Martinez Borrao, Javier Flores Zoa, Philipe Kaufmann, Pili Gaos, Renato López, Miguel Salas…
… y también a quienes no escarmientan y permanecen en el bollo: Baltasar Mena, Pedro Salmerón, Coral Palabrotas, Alberto Figueroa, Paco Escobar, Ramón Rodríguez, Horacio Reni, Jon Novi, Fito de la Parra, Ángel Cartucho Miranda, Rafael Miranda, Erika Carlsson, Snooky Flowers, Peter Pan, Fred Armstrong y Sandra Luz, Lalo Toral, Federico Luna, Felipe Sousa, Ricardo Toral, Jorge Rosell, Alex Lora, Olivia Molina, Vianey Valdés, Mayte Gaos, Fabricio, César Costa, Gustavo Pimentel, Paco Cañedo, Liza Rosell, María Elena (Hermana) Jiménez, Georgie Dann, Jessy Bulbo, Bubba y Rafael Catana más todos los que se me hayan pasado.
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El hombre nacido de mujer
Corto de días, y harto de sinsabores
Que sale como una flor
Y huye como la sombra, y no permanece.
Libro de Job
1
Cornetas y tuberías
No pretendo quejarme ni mortificar a nadie, mucho menos arriesgarme a ser catalogado como un malasombra de tantos que pululan por estos distritos, me refiero a cuantos en homenaje a Lou Reed he descrito como naturales del lado salvaje del drenaje (wild side of the drain). Simplemente quiero dejar bien claro que mi luminosa vida ha tenido también sus negruras, socavones e impedimentos aunque, gracias al mejor de los oficios, no han conseguido avasallarme. ¿Quién dijo aquello de «la música compone los ánimos descompuestos»? Es el colmo que alguien apodado el Memorioso no lo recuerde, pero paciencia, ya saldrá.
Atendiendo al orden cronológico diré que en mi lejana infancia fui como el Lucien de Sartre. No es que mi melena fuera rubia ni formara bucles, pero sí me obsesionaba la idea de que mamá decidiera interrumpir arbitrariamente mi etapa infantil masculina para incorporarme en la femenina, lo cual, entre otras cosas sugestivas, me obligaría a levantarme el vestido para hacer pipí en cuclillas o sentado, como mi hermana Cordelia. Por descontado que la instrucción complementaria sería sólo sentarme cuando estuviera en casa o en la iglesia, porque de lo contrario, si no quería admitir una infección devastadora, tendría que orinar de aguilita, respirar sólo lo indispensable y no tocar nada, ni el apagador siquiera, ni el papel higiénico: ¡higiénico, vaya ironía! Para mayor inri, siempre que me ganaban las ganas en la iglesia, encontraba la taza colmada de inmundicia. ¿Será que el agua de las cisternas también es bendita y no puede destinarse a tan impropios menesteres?
No sé si afortunada o desgraciadamente, la tal obsesión fue disipándose hasta el punto de que, cumplidos los siete, pude orinar hacia adelante y en competencia con mi hermano Omar —incluso ganándole a veces en cuanto a alcance del chorro— y, benditos hados, la vida fluyó con cierta normalidad hasta 1962, año de aquel estúpido percance que cambió mi vida drásticamente y cerca estuvo de obligarme a orinar sentado por el resto de mis inconstantes días. Desde entonces todo parece resumirse en un prolongado sometimiento a la jerarquía del picotazo, en una espera aparentemente interminable, que se ha agravado en la presente coyuntura: la de quintopatiero de inobjetable origen burgués. Hago la aclaración porque lo normal es pasar de la Lagunilla a Tacubaya y luego a la Hipódromo-Condesa, pero no al revés. Y conste que no me quejo de nada. A pesar de lo dicho, tengo muy interiorizado un conocimiento imprescindible: que, bien mirado, el paraíso terrenal no pasa de ser un estado de ánimo al alcance de cualquiera, incluyéndome a mí.
Esta casa, por ejemplo, aunque en nada parecida a la del Gran Gatsby, sería escenario propicio para episodios mucho más respetables y llevaderos si no fuera por tres o cuatro factores adversos. Por ejemplo, los estudiantes de la Secundaria Leandro Valle, obligados a ensayar cada tercer día con tambores y cornetas que suenan a broma pesada o a simples ganas de fastidiar al prójimo; porque, entre otras muchas cosas, carecen de fervor patrio y jamás ha transitado por sus venas el entusiasmo inherente a la juventud. Suelo decir que tocan las murgas militares casi tan mal como los Golden Boys del 61 tocábamos Apache, Niño popis y Rock del angelito, pero en verdad me reconozco como un abanderado de la exageración que haría bien en moderase, aunque también pienso si, ante semejantes agravios, cabe alegar que unos sean peores que otros.
Más ejemplos: ese haz de tuberías aparentemente concebido para trepidar y golpear el descarapelado muro en cuanto el agua circula por cualquiera de ellas. Doña Tatis, apodada la Bocaseca, las acolchonaba con los ejemplares del Esto desechados por sus hijos, pero un buen día se hartó de que ciertos vecinos —no digo nombres porque no soy como otros y además hay indicios para suponer que fue gente de fuera— los sustrajeran, no sé si como sustituto del papel higiénico o para alimentar el boiler o ambas cosas a la vez, pero algo por el estilo porque ya es sabido que en este país las lecturas son casi tan raras como las flatulencias perfumadas. El caso es que se acabó la sordina. Desde entonces ha aumentado la estridencia y los vecinos, por definición carentes de sentido autocrítico, suelen llamar a doña Tatis «vieja díscola y engreída», aunque ellos acentúan la e del diptongo.
Más agobios: el vecino de la frente abultada, un psicópata que al principio solía interesarse por mis ejercicios de guitarra y era exasperantemente amigable, meloso e incluso encimoso, pero desde hace algún tiempo, a raíz de haberle negado una taza de azúcar primero, un poco de anís estrella segundo y luego unas ramas de epazote, ha llevado su despecho a una conducta abiertamente amenazadora sazonada con insultos de todas clases y miradas vandálicas de esas que hacen temer por la integridad física, sobre todo en ciertas noches de plenilunio en que me espía desde la ventana del baño. Si fuéramos gringos ya lo habrían arrestado. Así va la vida por estas olvidadas calles del centro histórico.
Volviendo a las tuberías, el que estén pintadas de negro llama la atención porque, según se ve y se huele, en el patio interior jamás ha entrado el sol de manera directa, a no ser que consideremos el truco de los Toledano: poner un espejo en la azotea y dirigir el reflejo hacia su ventana. Otra posibilidad sería que no las pintaran ex profeso sino, para ahorrar, las sacaran de la demolición de un edificio en que sí daba el sol y, por tanto, proporcionaban un poco de agua tibia sin gastar energía. También pudieran haber salido de una casa negra, una funeraria tal vez, en que era necesario disimular la chapuza, porque la norma dice que las tuberías, amén de ser de cobre, han de ir empotradas en un muro previamente ranurado. En el caso de esta casa, es posible que, como era galvanizada, le pusieran un anticorrosivo negro para que sólo mermara por dentro y alcanzara así a prolongar su vida útil. Pero bueno, la verdad es que los vecinos somos una casta de mártires capaz de acostumbrarse a casi todo, por no ir más lejos a las ruidosas cañerías, las cornetas destempladas y algo que me produce tanta angustia que, si es posible, procuro soslayarlo: las innumerables moscas. Sobre ellas y el psicópata volveré más adelante.
Se me olvidaba decir que, al margen de los múltiples apodos que me han colocado o que he adoptado, mi verdadero nombre es Darío Millán pero, como saldrá a la luz a medida que avance la narración, nunca fui un bizarro caballero, un galán de novela o un gladiador invencible aunque, eso sí, gracias a mi cinefilia, y con el permiso de García Riera y Truffaut, logré acuñar una frase memorable: «la vida es mejor que el cine». Y no lo digo porque las tortas de atún sean muy superiores a las palomitas, sino debido a que, por ejemplo, hace cerca de treinta años coincidí con John Wayne y hablé con él. Fue cuando los Miranda XXI tocábamos en el Escocés del hotel Bámer. Aunque apareció calvo y sin bisoñé, era el mismo grandulón que engalanaba las películas de John Ford o Henry Hathaway. Sin dudarlo ni un momento me acerqué y, tendiéndole la mano, dije: «Sean Thornton: welcome to Mexico». Eso de que usara el nombre de su personaje de El hombre tranquilo le desconcertó por un instante, luego sonrió y me dio un fuerte apretón (todavía no había perdido la memoria el neutralizador de Liberty Valance). Pues ninguna película ha conseguido darme una alegría de esa magnitud, ni siquiera Chabelo y Pepito contra los monstruos… Es broma, me cae que lo de Chabelo y los monstruos es broma. Otro ejemplo: la muerte de Jesse James reportó a su cazarrecompensas 10 000 dólares de aquellos. En cambio, el actorcete contratado para encarnar al asesino Robert Ford, ganó trescientos pinches y devaluados dólares. ¡Bastante menos de lo que cuesta una noche de agasajo en el Waldorf Astoria de Niuyor!
Pero todo eso pertenece al pasado. Volviendo al crepusculino presente, respecto a la calificación que, según Leonard Cohen, nos otorgan las posibles parejas por nuestro atractivo meramente físico, diré que empecé siendo tan «irresistible» como cualquier hijo de vecino, que actualmente transito por la etapa «invisible» y que, risueño y festivo, haré cuanto sea necesario para retardar el paso a las siguientes: la «repulsiva» y la «mona». Como chiste está bien, pero el gran Leonard debió de bajarle un poco al zen y estudiar detenidamente a los estoicos, al menos a Séneca: «La edad más jocunda es la que declina ya, pero que aún no se precipita; y aun pienso que la que está al borde del tejado tiene sus goces, o, al menos, en lugar de los goces, gusta el lento deleite de no necesitar ninguno». Todo esto viene a cuento por la aparición en el Jams de un par de piratuelas misteriosas con más aspecto de zapadoras que de merodeadoras y cuya corta edad no correspondía a la de los nuestros clientes habituales.
Prefiero dejarlo a juicio de ustedes, pero les adelanto mi impresión de la comparecencia de fuerzas casi siempre intangibles, y seguramente incubadas en mis adentros —porque en demonios y brujerías no creo—, pero empeñadas en revelar mi lado oscuro e impulsarme sin miramientos hacia situaciones límite. Pido benignidad por no considerar siquiera la peregrina ocurrencia de que Dios nos ultraja y nos trae a garrotazos para poner a prueba el temple de nuestra alma, tal como repetía ininterrumpidamente san Apapucio de los Mazazos, mote con que designábamos al padre Maza para escándalo de nuestra satna madre. ¿Satna o santa? A saber, en este tema mi objetividad está muy menguadita. Creo recordar que mi padre fue el primero en cometer este quid pro quo, aunque quizá la ocurrencia corresponde a Truman Capote, no estoy seguro y, además, a estas alturas, carece de importancia. Sería el colmo que, después de tanto sufrimiento, tanto ruego y tanta abstinencia, en lugar de la plena y eterna contemplación del Padre, el Hijo y lo que se tercie, mi progenitora tuviera convulsa el alma como consecuencia de unas cuantas pendejadas dichas por su retoño descarriado, el menor, el rocanrolero, el rarito, el Memorioso, el que había llegado al siglo XXI siendo suficientemente modesto para no dejar de preguntarse qué mosca les habría picado a las jóvenes piratuelas, por qué le miraban con tanta insistencia. Como al cabo de un rato pidieron la cuenta y emprendieron la retirada, no hubo oportunidad de dejarlas interesarse por saber cómo estoy o cómo va mi vida. De haberlo hecho les hubiera aplicado una norma infalible: responder que muy, pero muy bien, algo asombroso, e incluso, de haberme inspirado confianza, les hubiera cantado aquella sandez de very good, very good, very good; very, very, very, very, very good, es decir, estupenda, pasmosa y prodigiosamente bien. Esta costumbre mía de recurrir a la hipérbole obedece en parte a cierta naturaleza optimista —hay quienes aseguran que mis modelos son Cándido de Voltaire y todo Rousseau, mientras otros, un tanto indiferentes ante la grandeza de la Ilustración, señalan al Gran Gatsby—, en parte a la centelleante influencia de Henry Miller de Hiroko y en parte a lo mucho que me incomoda dar explicaciones a sujetos que, no contentos con disimular sus bostezos, tardan décimas de segundo en dejarme hablando solo y fijar su atención en cualquier nimiedad: una catarina, un anuncio comercial, unas pantorrillas, un vocho con pantaletas, un tronco tapizado de chicles multicolores… Hola, ¿hay alguien ahí?
Espero no ser objeto de burla por la autoalabanza que estoy a punto de soltar, pero la sinceridad me brota inconteniblemente y, por tanto, digo que, si no llegué a ser la maravilla que muchos veían venir, quizá sea porque fui un huevonazo marca pájaro uyuyuy, un portento desatendido o la víctima beta de una jipiteca alfa cargada de prejuicios preindustriales. Por otra parte, confieso que mi más recurrente fantasía es verme inmerso en un océano de felicidad con esplendorosas puestas de sol, frondosos bosques y abejas meliponas —que, además de dar una miel codiciadísima, carecen de aguijón— porque, ¿qué otra cosa puede llenarle la vida a quien, sin más recursos que el elemental nado de muertito, sabe que los remolinos limosos y gusarapientos no tardarán en englobarle? Es más, les digo que, con el permiso de mis maestros, acuñé la frase «la vida es mejor que el cine». Sí, desde luego… ¿me estoy repitiendo? Perdón. Decía que estoy consciente de que, chocheces aparte, me llamarán inconexo y embrollado, pero pueden decir cuanto quieran, incluso que padezco el trastorno negativista desafiante. No se preocupen. Sólo pido que tengan las entendederas abiertas ante la verdad que asiste a Milan Kundera cuando dice que la transformación de la música en ruido es un proceso planetario, además del hecho evidente de que el nuevo orden está resultando especialmente perjudicial para mí, aunque no descarto que este, el anterior y el venidero, al igual que cualquier organización social que se respete, sólo pueden favorecer a ciertas minorías encaramadas cuyo común denominador es la uña larga y la insaciabilidad (cuántas veces hemos oído decir que tal o cual marranazo va a abstenerse de llamar botín al erario público porque, a lo hora de bajar la cortina, su padre o él mismo ya habían tenido serias dificultades para levantar el vuelo, al grado de que las cinco siguientes generaciones de su familia podrían vivir en la opulencia sin mover un dedo, y luego resulta que… etcétera). El resto es estraza sufridora, al menos en eso coincidimos quienes hemos repasado la dinámica deletérea endosada al progreso. Ya habrá tiempo de referirse a esta especie de ecuación sociopolítica así como a nuestra imperceptible pero invariable caída.
2
Como los pajarracos de Hitchcock
Antes de empezar la matraca, procuraré dejar constancia de algo inquietante que ha conseguido acercarme un poco más no sé si a las ruedas del molino o al péndulo —no hablo del oscilador de Foucault sino del tasajeador de Poe—: desde hace algunos años, da la impresión de que hasta las moscas se empeñan en mortificarme. Sí, he dicho mortificarme, porque se me ha desatado un aborrecimiento rabioso y totalmente discrepante de esta naturaleza benigna y conservacionista que me cargo. Por su parte, ellas, no sé si en justa revancha o por las ciegas leyes de la selección natural, se agrupan como los pajarracos de Hitchcock, algunas arremeten furiosamente, otras vigilan, muchas llegan incluso a arriesgar la vida —ya que no pueden darte un picotazo, siembran sus gérmenes por donde pueden, mientras la mayoría se limita a calcular y a posarse estratégicamente en espera del ataque final, el día D, con D de dípteros decantada, decidida y doblemente dañosos—. ¿Llamarlas marabunta alada les parece exagerado? ¿Qué tal cuarta plaga egipciaca? Insisto en que pueden tildarme de chiflado, sobre todo quienes ignoran el gran poder de las lenguas para causar desdichas, mas si incluso eso resultara insuficiente, llámenme loco de atar, pero antes pregúntense a qué obedece mi absoluta disposición para abrir las puertas de casa a los directivos de Animal Planet o a los doctores Pino, Attenborough y Butze, destacados naturalistas que sin duda querrán documentar mis dichos y mostrar al mundo que, en verdad, estas arribazones constituyen un fenómeno digno de estudio profundo. ¿Y qué has hecho al respecto?; preguntarían mis confidentes si los hubiere. Por principio de cuentas —respondería con un tono inspirado en Carl Sagan— he consultado a un par de curas y un rabino para saber si semejante plaga puede tener alguna relación con las que sirvieron a Moisés para amenazar al faraón y solicitar, como si de políticos mexicanos se tratara, que dejaran de preocuparse y se ocuparan en liberar al pueblo elegido de mi humilde morada. Pero no ha parado ahí la cosa, no. Además me he tomado un trabajo digno del memorioso Funes de Borges: bautizar a cada una de mis moscas con un nombre cristiano —hasta donde sea posible, se entiende, porque el santoral es limitado—, y luego echar mano de nombres autóctonos —Xochitl, Citlali—, gringos —Winona, Kimberly—, franchutes —Brigitte, Denisse—, celtas —Epona, Morgana—, vascos —Ainhoa, Ikerne—, árabes —Salma, Fátima— hasta terminar la tarea de la manera arbitraria y desordenada que me caracteriza, sería absurdo negarlo, pero conservando siempre su apelativo en mi portentosa memoria: Bertha, Marta, Abigail, Filomena, Macaria… Por cierto, Ciro el persa, fundador de Babilonia, conocía el nombre de cuantos soldados y mandos medios componían sus numerosos ejércitos y sin duda eso le ayudó a cosechar triunfos hasta merecer el sobrenombre de el Grande. Sin embargo, yo sostengo que nada hay como conocer bien al enemigo antes de declararle el guerro. Por cierto, no pretendo asustar a nadie, pero mis moscas no sólo tienen conciencia del nombre elegido para ellas, sino que, de alguna manera que escapa a mi entendimiento, se organizan en orden alfabético. Lo afirmo porque un día descubrí algo asombroso: el nombre de las tres moscas caídas de un mismo golpazo descargado sobre mi mesilla de noche empezaba con la misma letra: Idolina, Irene e Isolda. ¿Casualidad? ¡Por favor!
Volviendo a mi guerro privado, he de decir que comprende tres facetas independientes pero íntimamente trabadas: la cromática, la química y la mecánica. En cuanto a la primera, asumo que, tal como ocurre con los tiburones —quizá sea la famosa convergencia—, las moscas huyen del azul, les da repelús o repelusa. Antes de seguir debo confesar algo: tengo la cabeza hecha un lío, pero sé muy bien que el guerro cromático me llevó a bucear en los montones de ropa en pos de prendas azules y a procurar que todo en mi casa tendiera hacia el azul aunque, por causas ajenas a mi voluntad, sólo alcancé a cambiar el color de una de las paredes de la sala-estudio-recámara. ¿De dónde me viene la cianofilia? Suele atribuirse a Víctor Hugo la siguiente frase: «el arte es azul», así pues me subordino y, remedando a mi ex, confieso que lo mío, lo mío, lo mío, pero lo mero mío, es el arte, así que procuro obrar en consecuencia. Nunca se ha sabido que en el río Danubio, en el Louvre, en el Musée des Impressionnistes o en la biblioteca del Congreso haya moscas: por algo será. Desde luego, al río Danubio no se le adivina la aureola artística por ninguna parte pero, según Johann Strauss, es azul; en cambio, aunque museos y bibliotecas suelen tener el color normal, están colmados de arte. Ya veremos si en un futuro no muy lejano nuestra munda —nuestro planeto— sigue siendo azul y consigo vivir en una casa azul de la Costa Azul, carente de moscas, llena de libros escogidos y decorada con buena cantidad de cuadros originales, diez vestidos de lino, un kilt escocés, un sarong polinesio, una fustanela griega y diez evanescentes negligés de Victoria’s Secret. Mientras tanto, dedico buena parte de mis energías a exterminar dípteros por medio de las acciones ya citadas: directa, química y mecánica, así me lo demande la fracción hinduista de mi conciencia y me vea obligado a justificarme: hermana mosca, hermana mosca, discúlpame, me veo obligado a darte de baja; o aún mejor: Remedios, Rogelia, Selene, Sonia, voy a tener que dar a sus padres un disgusto tan grande como merecido, porque esto no es vida y, en verdad, ustedes y sus congéneres nunca se presentaron al reparto de discreción y prudencia, de ahí la manía de acosarlo a uno todo el infausto día. Me cae de madre que lo siento muchísimo, pero no puedo sentarme a esperar la aparición multitudinaria de ranas, piojos, peste negra, granizo y cuantas plagas quiera mandarme el Altísimo para acabar con mi arte de combinar los sonidos con el tiempo o qué sé yo. Además no pienso fingir que la Virgen me habla porque sencillamente, cuál Virgen, si hemos retrocedido a los tiempos de Moisés y faltan lo menos 1500 años para que nazca la madre del Salvador. Además Dios no tiene los cromosomas necesarios para engendrar y la partenogénesis no se da entre humanos. Por no abusar de los ejemplos diré que lo ocurrido con mi preciado gobelino es demasiarse. Mi faceta pía se tranquiliza a partir de la hipótesis de que, cambiando de tercio religioso, tan pertinaces y perjudiciales sabandijas pueden ser reencarnaciones de Victoriano Huerta, de Pol Pot, de Haile Selassie, de Franco, de Stalin, de Trujillo, de Videla, de Stroessner, de Idi Amín, de Somoza…
—¡Cálmate Valle-Inclán-Kapuscinski! —advierte mi conciencia enérgicamente—, y recuerda que esto no puede convertirse en una lista de tiranos hijos de la gran puta.
Además, me ronda la edificante idea de que las moscas, como todos los seres que en el mundo han sido, deben tener sus facetas provechosas. El Vinagrillo, colega guitarrista un tanto rezagado pero sumamente conocedor sobre cuanto concierne a la entomología, se refiere a ellas como «los descomponedores más enjundiosos de la naturaleza», quienes además juegan un papel importante dentro de la medicina forense y, encima, se emplean en casi toda Europa para lograr en los quesos curados el toque necesario para alcanzar la categoría de exquisitezos. En cambio, el doctor González, ecólogo mocorita muy bien colocado y aficionado a aplicarse el toque bohemio de ir al Jams en fines de semana, no sólo las considera inútiles sino sostiene que no sirven más que para fastidiar, afear el entorno y transmitir enfermedados. Eso sí: da mala espina el modito empleado para decirlo porque no se le ve el decoro por parte alguna. Además un católico de pro no debería expresarse así de criaturas que, sea como fuere, fueron creadas —no sé si nomás por descuido o para jodernos— por quien preñó a la virgen que lleva siempre colgada al cuello. Pero bueno, como ciertamente yo voy a lo mío, he de reconocerlo: hay ocasiones en que, luego de perder los estribos, he conseguido matar casi a ochocientas que ya nunca conseguirán posarse «… sobre los párpados yertos, de los muertos». ¡Cálmate, Machado!, me diría la Elvirita, mi ex, suponiendo que, en lugar de horóscopos, hubiera leído la tersa poesía de don Antonio.
Bien miradas, estas degollinas no tendrían mérito si contara con el auxilio de aparatos modernos, trampas o camaleones, pero las circunstancias me obligan a perpetrarlas con periódicos, con matamoscas de plástico o a mano limpia y, salvo rarísimas excepciones cien por ciento atribuibles al azar —suponiendo que tal cosa existiera— las he aniquilado de una en una procurando siempre no despanzurrarlas, porque la tripa-mosca da dentera y arruina la decoración. Claro que en ocasiones se me pasa la mano, como ocurrió con Ofelia, Oralia y Olivia, cuyos restos aún permanecen a la vista después de dos o tres meses. ¡Cuántos hogares naufragaron y cuántos negocios hubieron de bajar la cortina por culpa de la excesiva tripa-mosca distribuida a lo largo y ancho de sus paredes! Eso lo aprendí de mi madre, siempre insistente en que bastaba con atarantarlas y, una vez en tierra, aplicarles un violento pisotón —lo dicho tiene sus matices edificantes porque hablo de una típica mujer aplastada y a la vez aplastadora—. ¿Para qué someterlas a atroces sufrimientos, qué culpa tienen de estar programadas para buscar pudriciones o, como se desprende de los dibujos de Abel Quezada, policías uniformados? Pero dejemos la historia natural para situaciones más propicias. En los tiempos actuales ha cambiado la jugada. No se necesita ser ninguna lumbrera para darse cuenta de que una no es ninguna, por eso mi depa luce repleto de azules bolsas de plástico henchidas de agua que van alternándose lo mismo con cintas pegajosas y sacarificadas que con ramas de ruda, todas pendientes del techo cual desfiguradas estalactitas. ¡Quién hubiera pensado que iba a convertirme en decorador involuntario! Además, en puertas y ventanas tengo colocados sendos manojos de menta piperita combinada con albahaca —estando todo tan caro he tenido que hacer minimanojos. Hago la aclaración no por denunciar la carestía, sino por incomodar a esa inmensa comunidad de paisanos convencidos de que sendos significa grandototes—. ¿Pero cuántos años habrán de pasar antes de cantar victorio? En una ocasión cobré algún dinerillo inesperado y, además de pintar una pared de azul y comprarme un ingrávido negligé, pude poner un par de bandejas llenas de pan remojado en leche y cóctel de venenos. El matanzo, comparable sólo con el batallo de Stalingrado, fue tan devastador que me vi obligado a usar chanclas en casa para evitar contacto directo con esa especie de mórbido alfombro negro que imperceptiblemente fue acomodándose de pared a pared. Aun así, reforzaba el ataque con vasos provistos de plátano rancio en los que, imitando a las almadrabas atuneras, colocaba un embudo destinado a permitir la entrada e imposibilitar la salida de aquellas multitudes de antemano condenadas al atroz escaldamiento. Pero bueno, por ahora sólo diré lo siguiente: como me gusta abundar en mi teoría de que la vida es mejor que el cine, les invito a comparar su realidad, aunque sea tan atribulada como la mía, con aquel rosario de películas tan traídas y llevadas en los años cuncuenta cuyo común denominador era la aterradora presencia de gigantescos bichos empeñados en dar al traste con nuestra especie: La mantis motífera, La humanidad en peligro o Mothra son tres ejemplos clásicos. Bah, una campamocha cruel, unas cuantas hormigas radiactivas y una polilla sobrealimentada, dirán mis detractores para restar importancia al asunto y fingirse desconocedores de otras como El monstruo de los mil ojos o La mosca de la cabeza blanca. Sí, bah, bah, pero imaginen qué ocurriría si en mi máquina teletransportadora de materia logran meterse catorce moscas en el justo momento en que quiero teletransportarme al Jams. Aparecería no Vincent Price con una cabezota rojinegra provista de proboscis retráctil, sino una especie de muégano asimétrico con catorce cabezas como melones y cerca de ochenta patas llenas de microbios y bacterias fecales: una auténtica pesadilla.
Como dijo Faure: «si Dios existiera hubiera creado el mejor de los mundos posibles». Por ahora no digo más.
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Yo me celebro y yo me canto
Se me ocurre que, de tanto andar despreocupadamente en terrenos de la edad peligrosa —o rumbo a ella—, las moscas me tienen por candidato a alcanzar la categoría de carne rancia marca Soylent green. Pobres, a veces las imagino enfrentadas al dilema de poner o no poner huevecillos en mis entretejeduras, entre la dermis y la epidermis, pero hacen bien en abstenerse. ¡Vaya ocurrencia, ni que estuviéramos en las oscuras selvas de Uganda! Conozco el tema a fondo y creo firmemente que aún no estoy a punto para admitir larvas y mucho menos para ser su sustento. Exactamente lo mismo me han confiado, cada vez con mayor frecuencia, —y ojalá no sea porque soy demasiado sugestionable— mis amistades ilustradas y mis escasas pero sólidas fanas. Miren cómo se ríe la Elvirita. Hay quienes han llegado a decir, cosa que nunca dejaré de agradecer, que no sólo luzco lozano y sandunguero, ¡sino que cada noche escribo mi autobiografía a guitarrera fuerza de combinar los sonidos con el tiempo! Y tómense al pie de la letra lo de «cada noche», constancia de la que no podría presumir ni el Alfredo de Cinema Paradiso porque él, al menos, tenía libre el viernes santo.
Si mi madre viviera me armaría una escandalera desmesurada amén de ponerme a remojo en agua calichosa