Los Caminos A Katmandú
Los Caminos A Katmandú
Los Caminos A Katmandú
KATMAND
Ren Barjavel
A la Diosa Naranja de Katmand
Quienes lleguen a Katmand no reconocern lo escrito en este libro.
Quienes sigan los caminos que llevan all, no reconocern los
caminos de este libro.
Cada uno sigue su camino, que no es igual a ningn otro, y nadie
desemboca en el mismo lugar, ni en la vida ni en la muerte. Este
libro no pretende dar una idea de la realidad, sino aproximarse a la
verdad.
La de Jane, y la de Olivier, cuya historia nos cuenta.
Arda un incendio tras la niebla. Jane vea su luz vaga arriba y a la
derecha del parabrisa. Lo cual daba a la difusa imagen encuadrada en el
vidrio la apariencia de una pelcula velada por un rojo destello de sol.
Pero a uno y otro lado del auto, la niebla gris continuaba fluyendo
lentamente, como en el fondo de un ro en el cual volcaran los desages
desde la eternidad.
Jane no saba dnde se encontraba, no saba qu era lo que arda,
comenzaba a no saber ya quin era ella. Hubiera querido no saber ya
nada, nada, nada, y que el mundo entero se quemara y cayera sobre ella
para aniquilar en su cabeza lo que haba visto, lo que haba odo, el
rostro de pronto fijo de su padre, el gesto de sorpresa interrumpido, las
palabras de la Otra, la mano, la risa de la Otra, la mirada perdida de su
padre, toda la escena ya inmvil, grabada para siempre, en blanco y
negro, en el fondo congelado de la memoria.
Por qu haba abierto aquella puerta? Por qu? Por qu qu ? Ya no
saba ms por qu, ni saba ms qu, ni saba ms Sali de su casa a
la carrera, mordindose los labios para no gritar, se precipit en su auto,
choc contra el paragolpes del auto de adelante, contra el de atrs, hizo
chirriar los frenos ante un mnibus color sangre velada, se sumergi en
el ro de la niebla gris. Desde haca horas, das tal vez, desde cundo?
No haba ms da ni tiempo, marchaba, se detena, volva a partir, con la
mirada fija en el halo de los focos del auto que le preceda lentamente,
que se detena y de nuevo parta, en el fondo del ro muerto que ahogaba
a la ciudad.
Los focos que la precedan se detuvieron y no siguieron ms. El
resplandor rojo, arriba y a la derecha del parabrisa, palpitaba. En el ro
gris, fuera del coche, haba ruidos de campanas y sirenas ahogadas,
gritos y palabras, silbatos envueltos en algodn. Jane sali de su auto sin
detener el motor. Era un hermoso modelo deportivo, color limn, al que la
niebla cubra como una funda de tela sucia. Jane baj y se fue dejando la
puerta abierta. Lleg hasta la vereda. La verja de un jardn frente a una
casa la detuvo. Continu a lo largo de la reja. La niebla era una de las
ms espesas que jams hubiera destilado Londres. Ola a holln, a
petrleo crudo, a tacho de basura y a rata. Se pos sobre Jane, la enlaz
con sus brazos mojados, helados, bes sus ojos de color de hierba, puso
lgrimas en sus pestaas, empap sus cabellos, les dio el color de la
caoba lustrad, descendi con ellos sobre sus hombros y moj su vestido.
Jane no senta ni el fro ni el olor de la lluvia. Marchaba a lo largo de una
reja frente a una casa, luego otra vez a lo largo de una reja frente a una
casa, y luego otra vez y otra, ante la reja interminable, siempre la misma.
No vea ni el comienzo ni el fin, slo tres barrotes a la vez, con el borde
del ojo izquierdo; el ro gris ahogaba el resto.
Su corto vestido de seda verde, empapado, bajo el cual slo tena un slip
color naranja, se haba tornado casi transparente, modelaba sus caderas
apenas dibujadas, sus pequeos senos tiernos que el fro crispaba.
Marchaba a lo largo de una reja, y de otra reja Choc con una sombra,
pesada, ms alta y ms ancha que ella. El hombre la mir de muy cerca
y la vio desnuda bajo la niebla. Ella quiso seguir pero l extendi un
brazo ante ella y entonces se detuvo. La tom de la mano, la condujo al
extremo de la verja, penetr con ella en un estrecho camino bordeado de
rboles, la hizo descender algunos escalones, abri una puerta, la
empuj dulcemente hacia una pieza y cerr la puerta tras ellos.
La pieza estaba a oscuras y ola a arenque ahumado. Apret un botn.
Una dbil bombilla se encendi en el techo, rodeada por una pantalla
rosa. Contra la pared, a la izquierda, haba una cama angosta,
cuidadosamente tendida, recubierta por una colcha de crochet blanco,
cuyo dibujo representaba ngeles con trompetas, y que penda a los
lados con puntas de rombos terminadas en borlas. El hombre dobl la
colcha y la coloc sobre el respaldo de una silla a la cabecera de la
cama. Sobre la silla haba una radio y un libro cerrado. Oprimi el botn
negro de la radio y los Beatles llenaron la pieza con sus cantos. Al orlos,
Jane sinti que le daban una especie de calor interior, un consuelo
familiar. Permaneca de pie cerca de la puerta, inmvil. El hombre se
acerc, la tom de la mano, la condujo hasta la cama, la hizo sentar, le
quit su slip y le abri las piernas. Cuando se tendi sobre ella, Jane
comenz a gritar. l le pregunt por qu gritaba. Ella no saba por qu
gritaba. Y no grit ms.
Los Beatles haban dejado de cantar, reemplazados por una voz triste y
mesurada. Era el Primer Ministro. Jane no deca nada. El hombre
jadeaba discretamente sobre ella, dedicado con cuidado a su placer.
Antes de que el Primer Ministro comenzase a enumerar las malas
noticias, el hombre se call. Al cabo de unos segundos suspir, se
levant, se limpi con el slip naranja cado al pie de la cama, fue hasta la
mesita prxima a la hornalla de gas, vaci en un vaso lo que restaba de
la botella de cerveza y bebi.
Volvi junto al lecho, hizo levantar a Jane con gestos y palabras
amables, subi con ella los escalones, la condujo hasta el extremo del
estrecho camino con rboles, la acompa algunos pasos a lo largo de la
verja, luego la empuj dulcemente en la niebla. Por u instante ella fue
slo un plido esbozo verde, despus desapareci. El permaneci all,
inmvil. Conservaba en la mano el slip naranja que, en el extremo de su
brazo, pareca el vaporoso fantasma de una pequea mancha de alegre
color. Se lo meti en el bolsillo y regres a su casa.
Sven estaba en Londres desde haca dos semanas. Era la primera etapa
de su viaje. No conoca Londres, pero haba hallado refugio junto a unos
amigos, una pareja de hippies alemanes, que lo familiarizaron con los
lugares simpticos de la ciudad. Estos haban ido a Londres porqu era
la ciudad de la juventud, pero l haba salido de su casa para ir mucho
ms lejos.
Todas las tardes iba a Hyde Park, se sentaba al pie de un rbol y
dispona alrededor de l sobre el csped imgenes de flores, de pjaros,
del Buda, de Jess, de Krishma, de la media luna musulmana, del sello
de Salomn, de la swstica, de la cruz egipcia y de otros rostros o
smbolos religiosos dibujados por l mismo sobre papeles de todos
colores, as como una foto de Krishnamurti joven, hermoso como Rodolfo
Valentino, y una de Gourdieff con su crneo desnudo y sus bigotes de
cosaco. Esos papeles multicolores parecan la hierba florecida alrededor
de l, y testimoniaban a sus ojos la multiplicidad florida y alegre de las
apariencias de la Verdad nica. Una verdad que saba que exista y
quera conocer. Era su razn de vivir y el motivo de su viaje. Haba
dejado Noruega para ir en busca de Katmand. Londres era su primera
etapa. Katmand se encontraba al otro lado de la Tierra. Para proseguir
su viaje le faltaba, al menos, un poco de dinero. En medio de sus papeles
floridos colocaba un cartel con esta inscripcin: Tomad una imagen y
dad una moneda para Katmand. Sobre el letrero pona una caja de
conservas vaca, se sentaba con la espalda apoyada en el tronco del
rbol y comenzaba a cantar canciones que inventaba acariciando su
guitarra. Eran canciones casi sin palabras, en las que algunas siempre se
repetan: Dios, amor, luz y los pjaros y las flores. Para l todos esos
trminos designaban la misma cosa. El rostro comn de todos ellos era
lo que esperaba descubrir en Katmand, la ciudad ms santa del mundo
donde todas las religiones del Asia lindaban y se confundan.
Los londinenses que pasaban no saban dnde quedaba Katmand.
Algunos crean que el nombre que lean sobre el cartel era el de ese
muchacho de barba rubia y largos cabellos, hermoso como debi serlo
Jess adolescente, durante los aos misteriosos de su vida, cuando
nadie sabe dnde estuvo, y cuando quiz simplemente te ocultaba para
protegerse mientras floreca, demasiado tierno y demasiado hermoso,
antes de convertirse en un hombre lo bastante duro para ser crucificado.
Durante algunos instantes escuchaban la cancin nostlgica de la cual
slo comprendan algunas palabras, contemplando a ese muchacho tan
bello y tan luminoso, con su corta barba de oro rizada y sus largos
cabellos, y su guitarra cuya madrea estaba gastada en el lugar donde se
movan los dedos de la mano derecha, y las flores de veinte colores
posadas alrededor de l. Comprendan que ellos no comprendan, que
algo, ah, se les escapaba. Sacudan un poco la cabeza, experimentaban
una especie de remordimiento y dejaban algunas monedas antes de irse
y olvidar muy pronto la imagen de ese muchacho y el aire de su cancin,
para que tales cosas no perturbaran sus vidas. Los que adquiran uno de
los papeles floridos lo miraban al irse sin saber qu hacer. Separado de
los otros, el papel les pareca menos alegre. Era como una flor cortada al
pasar, entre otras flores, y que de pronto, en la punta de los dedos, no es
ms que una cosita insignificante, y que muere. Lamentaban haberlo
comprado, no saban cmo deshacerse de l, lo plegaban y lo metan en
su bolsillo o en su cartera, o bien lo arrojaban rpidamente en un cesto
de desperdicios.
Las mujeres, a veces -algunas mujeres fatigadas y ya no muy jvenes-,
contemplaban a Sven largamente y envidiaban a su madre. Y se
inclinaban para deslizar en la caja una moneda de plata.
La madre de Sven ignoraba dnde estaba su hijo. Tampoco se
preocupaba por saberlo. Ya tena edad para ser libre y hacer lo que
quisiera.
Aquella tarde estaba sentado en el lugar de costumbre, haba dispuesto
sus dibujos floridos, su cartel y su caja vaca, y haba comenzado a
cantar. La niebla le cay encima de golpe. Recogi su jardn, se puso el
capuchn de su duffle-coat , y sigui cantando, no con la esperanza de
recoger algunas monedas, sino porque tambin hay que cantar en la
niebla. La humedad distenda las cuerdas de su guitarra, y por fracciones
el tono descenda a la melancola del menor. El fondo del ro lento hizo
surgir ante l el cuerpo de Jane. A la altura de sus ojos vio pasar el borde
de su vestido de ahogada, sus largas piernas mojadas, una mano abierta
que penda. Mir hacia arriba, pero lo alto del cuerpo y la cabeza se
fundan en el agua gris. Cogi la mano helada en el momento en que iba
a desaparecer, extrajo el cuerpo y descubri el rostro de Jane. Era como
una flor que se abre despus del crepsculo y que cree que slo existe la
noche. Sven comprendi al instante que deba ensearle el sol. Se quit
el duffle-coat, se lo coloc sobre los hombros y lo cerr cuidadosamente
alrededor de ella y del calor que le daba.
El seor Seigneur se alz sobre un codo y trat de sentarse al borde de
la cama. No lo logr. Todo el peso de la Tierra estaba sobre su vientre y
lo aplastaba contra el colchn. Pero qu es lo que tena? Qu es lo
que haba all adentro? No, no era el No, no era un No, ni siquiera haba
que pensar en esa palabra El mdico haba dicho ntero cualquier cosa,
congestin, adherencias Enfermedades que se curan. No el .. Ni pensar
en eso Hay que cuidarse, tener paciencia, ser largo Pero hoy todo se
cura la medicina es importante el progreso Ya no es como antes, cuando
los mdicos no saban Tomaban el pulso. Saque la lengua La lengua!
La pobre gente que viva en ese tiempo Hoy en da hay tratamientos Los
mdicos han hecho estudios Saben Me han hecho anlisis Han visto bien
que no era el El doctor Viret es un buen mdico. Es joven, enrgico
El seor Seigneur mir la mesa de luz sobre la cual se levantaba el
apretado conjunto de cajas de medicamentos, como una reduccin
maciza de los rascacielos de Nueva York. El seor Seigneur haba ledo
todos los prospectos de las cajas. No haba comprendido muchas
palabras, hasta incluso le cost leerlas. Pero los mdicos comprenden.
Han estudiado, saben. Lo cuidan a uno. Los prospectos estn escritos
por sabios. Es algo serio. Los mdicos, los sabios, eso es el progreso. Lo
moderno. Con ellos no se corren riesgos.
El seor Seigneur se dej caer sobre la almohada. Su rostro estaba
cubierto de sudor. Su enorme vientre no haba querido desplazarse. Y
del otro lado de su vientre apenas saba si todava tena piernas. Llam a
la seora Muret, la sirvienta. Pero la cocina donde la seora Muret se
hallaba preparando el desayuno estaba llena de Mireille Mathieu que
gritaba su pena con su voz de cobre porque el hombre al que amaba
acababa de tomar el tren. Le gritaba que jams lo olvidara, que lo
esperara todos los das y las noches de su vida. Pero la seora Muret
saba bien que no regresara Un hombre que toma el tren sin darse
vuelta, ese hombre no regresa nunca ms Sacudi la cabeza, prob la
salsa que preparaba y agreg un poco de pimienta. Mireille llegaba al
final de su ltimo sollozo. Hubo un centsimo de segundo de silencio
durante el cual la seora Muret oy el llamado del seor Seigneur.
Tom su transistor y abri la puerta de la pieza. Era un lindo pequeo
transistor, japons, forrado con cuero, con agujeros en uno de los lados,
como un colador. Martine se lo haba regalado. Ella jams hubiera osado
comprarse uno, siempre con los centavos justos. La madre de Olivier a
menudo se atrasaba en enviarle los giros. Felizmente, desde que el
seor Seigneur estaba enfermo, con la seora seigneur atendiendo el
negocio, la tomaban por toda la jornada, a cuatrocientos francos por
hora, lo que daba un buen ingreso semanal, con el almuerzo incluido. A
la noche se llevaba lo que quedaba, para Olivier. De vuelta en su casa, lo
pona en el gas y lo arreglaba un poco, le agregaba salsa o papas, para
que tuviera el aspecto de un plato nuevo recin hecho para los dos.
Siempre resultaba muy bueno. Era una excelente cocinera. Olivier no se
fijaba en ello: acostumbrado a su buena cocina lo encontraba natural. Lo
esencial es que l se portaba bien. Ya era casi un hombre, y tan hermoso
y amable Ella tena mucha suerte, era una gran dicha
Tom su transistor y abri la puerta de la pieza. Era un lindo pequeo
transistor, japons, forrado con cuero, con agujeros en uno de los lados,
como un colador. Martine se lo haba regalado. Ella jams hubiera osado
comprarse uno, siempre con los centavos justos. La madre de Olivier a
menudo se atrasaba en enviarle los giros. Felizmente, desde que el
seor Seigneur estaba enfermo, con la seora seigneur atendiendo el
negocio, la tomaban por toda la jornada, a cuatrocientos francos por
hora, lo que daba un buen ingreso semanal, con el almuerzo incluido. A
la noche se llevaba lo que quedaba, para Olivier. De vuelta en su casa, lo
pona en el gas y lo arreglaba un poco, le agregaba salsa o papas, para
que tuviera el aspecto de un plato nuevo recin hecho para los dos.
Siempre resultaba muy bueno. Era una excelente cocinera. Olivier no se
fijaba en ello: acostumbrado a su buena cocina lo encontraba natural. Lo
esencial es que l se portaba bien. Ya era casi un hombre, y tan hermoso
y amable Ella tena mucha suerte, era una gran dicha
No se separaba nunca de su transistor. Desde que lo tena ya no estaba
ms sola. Desaparecieron esos silencios terribles en los que uno se
abandona a la reflexin.
Era toda la vida, todo el tiempo a su alrededor. Sin duda, las noticias no
siempre son buenas, pero ya se sabe que el mundo es como es, no tiene
explicacin, nada se puede contra eso, lo esencial es hacer bien su tarea
y no causar mal a nadie. Si cada uno hiciera otro tanto las cosas
andaran menos torcidas. Y despus haba todas esas canciones, todos
esos chicos y chicas, tan jvenes, que cantaban el da entero. Eso le
calentaba el corazn. Ella jams supo cantar. Nunca se atrevi.
Entonces, escuchaba. De tanto en tanto, cuando un muchacho o una
muchacha repeta una cancin ya oda muchas veces, se dejaba llevar,
alegremente, a tararear un poco con l o con ella. Pero enseguida se
detena. Saba que su voz no era linda.
Un coro de anunciadores penetr con ella en la habitacin del seor
Seigneur.
-Las pastas Petitjean son las nicas que contienen nutrimente!.
El seor Seigneur gimi.
-No podra parar un minuto ese aparato?
-S, s -dijo la seora Muret, conciliadora-, enseguida. Qu asa?
-Gracias al nutrimento las pastas Petitjean alimentan sin engordar.
-Vaya a buscar a mi mujer. Necesito la bacinilla
-Ni pensarlo, a esta hora, cuando hay ms ventas. Apenas se da abasto
con las dos pequeas. Yo se la alcanzar.
Deposit el transistor sobre la mesa de luz junto a los rascacielos.
-Cuando se est enfermo no hay que tener vergenza. Pngase de
costado. Un poco, as, un poco ms Vulvase Ya est!
-Gracias al nutrimento que disuelve las fculas las pastas Petitjean
nutren sin perturbar las clulas del cuerpo.
-Se las har probar -dijo la seora Muret-. Le dir a la seora Seigneur
que traiga un paquete del almacn. Es lo que usted necesita, con su
vientre.
Ahora era Dalida quien cantaba, trgica. Tambin haba sido
abandonada. Se dira que las mujeres fueron hechas para eso, las
desdichadas. La seora Muret se pregunt si le llevara a Olivier un
paquete de pastas Petitjean, con queso rallado y un buen trozo de
manteca. Olivier necesita alimentarse ms. Se haba desarrollado muy
rpido y trabajaba tanto. Bien quisiera ella que aumentase un poco de
peso.
Olivier se detuvo. Algo se mova a su derecha, sobre el csped, una
palpitacin clara que prenda sobre el fondo oscuro de la hierba helada
los restos de los ltimos resplandores del crepsculo. Era una paloma
herida que intent huir al aproximrsele l. Olivier la levant con
precaucin. Sus dedos se hundieron en el plumaje tibio y sintieron el
precipitado latir del corazn. Entreabri su sacn canadiense de pana
marrn y coloc ave asustada en el calor de la lana.
Se produjo una sbita claridad. Los proyectores acababan de
encenderse sobre el Palacio Chaillot, sus jardines y sus juegos de agua.
Olivier vea la colina iluminada, encuadrada por los pilares sombros de la
Torre Eiffel, como un decorado teatral que espera la entrada del primer
personaje. Respir profundamente, exaltado por la luz y la soledad. El
Campo de Marte apareca desierto y oscuro. La noche cea alrededor
de l su esfera infinita, de fro, de desgracia, de injusticia. Y Olivier
estaba ah, de pie, frente a la luz, en el centro de ese mundo negro cuyo
rumor conflua hacia l de todas partes, como la queja de un enfermo. Y,
ante l, esa luz hacia la cual bastaba marchar alzando la cabeza. La
noche, la injusticia, la desgracia seran expulsadas, la luz llenara el
mundo, no habra ms hombres explotados por los hombres, ms
mujeres agotadas, lavando interminablemente la vajilla, ms nios que
lloran en los tugurios, ms pjaros heridos Habra que expulsar a la
noche, terminar con la noche, con la negrura, con la injusticia, llenar todo
de luz, Haba que querer hacerlo. Haba que hacerlo. Lo haran
La Torre se ilumin irguiendo hacia el cielo su larga pierna rojiza. Olivier
tuvo que curvarse hacia atrs para ver la punta donde el faro giraba entre
las estrellas. El cielo estaba claro, la noche sera fra. Olvier desliz su
mano derecha por la abertura de su blusn para impedir que la paloma
cayese, y se dirigi a la casa de Patrick. Ya antes habha ido hasta all, a
pie desde la Facultad de Derecho, acompaando a su camarada. Patrick
sonrea un poco mientras Olivier hablaba con pasin, de lo que haba
que deshacer, de lo que haba que hacer, de lo que haba que construir,
de lo que haba que destruir, del mundo injusto y absurdo que tenan que
arrasar, del mundo nuevo que todos los hombres unidos instauraran
despus. Los padres de Patrick vivan junto al Campo de Marte. Olivier
nunca haba entrado en la casa. Llam con la mano izquierda.
Andr, el secretario privado de la seora de Vibier, vino a abrirle. El
seor Patrick no haba regresado an, pero no tardara.
Andr fue a avisar a la seora de Vibier que un amigo de su hijo lo
esperaba en la sala. La seora dej su estilogrfica y pleg sus anteojos.
Estaba corrigiendo el discurso que pronunciara dos das despus en
Estocolmo. Le pidi a Andr que telefoneara a Mrs. Cooban, a la
UNESCO, para verificar las cifras de las cosechas de arroz del 64 y 65
en Indonesia, y tratar de conseguir las del 66. No eran todava las 18
horas; Mr. Cooban se encontrara an en su oficina. Si no, su secretaria.
Y que revisara un poco la conclusin. Ella era demasiado lrica, no
bastante precisa. Lo que reclaman los congresistas son hechos.
Regresara el martes por el avin de las 9. Que tuviese listas las
respuestas del correo, en fin, las que pudiera, las ms posibles. No
dispondra de mucho tiempo, volvera a salir a las 17 para Ginebra y
tena una cita a las 14 en lo de Carita.
-No ver al seor? -pregunt Andr-. Hasta el mircoles no regresa.
-Nos encontraremos el domingo en Londres -dijo ella. Patrick tal vez se
quede con ese joven. Avise a Mariette. El Macon que bebimos a
medioda era mediocre. Es el ltimo que envi Fourquet?
-S, seora.
-Telefonele que se lo lleve. Si no tiene nada mejor en beaujolais, que
me enve un burdeos liviano, no demasiado nuevo, para todos los das.
Y cuando digo un vino corriente para todos los das, eso no quiere decir
un vino cualquiera!
-Bien, seora.
Se levant para ir a ver al joven que esperaba a su hijo. Le gustaba estar
en contacto con la juventud. Con Patrick era imposible. Cuando intentaba
hablarle la miraba sonriendo un poco, como si lo que ella dijera no
pudiera tener la menor importancia. Responda s, mam, con mucha
dulzura, hasta que ella dejaba de hablar, desalentada.
Haba un gran haz de rosas, casi en medio de la sala, en un antiguo
jarrn de porcelana verde plido, colocado en el suelo, al borde de una
alfombra china, cerca del clavicordio verde plido pintado con guirnaldas
rosas. Al entrar, Olivier fue derecho hacia las flores, se inclin sobre
ellas, pero en el extremo de sus largos tallos no conservaban perfume
alguno. Entre las dos ventanas, que daban a la Torre y a Chaillot, se vea
otro ramo colocado sobre una mesa baja. Compuesto de flores secas,
plumas y palmas, un pjaro muerto con plumaje tornasolado se posaba
en lo ms alto, con las alas abiertas como una mariposa.
-Qu queras que ella pensara? -pregunt Patrick-. Ponte en su lugar.
Mir a Olivier con un ligero aire de burla y mucho de amistad. Se
hallaban sentados en la terraza del Select. Olivier beba un jugo de
naranja, y Patrick, agua mineral. Patrick se pareca a su madre en
modelo reducido. Era tan grande cmo ella, que era tan grande cmo el
gran retrato del cardenal. l era reducido en el sentido del espesor.
Como si las ltimas reservas de fuerza vital de su raza se hubiesen
agotado al construirle una armazn extendida en altura y no quedara
nada para fabricarle carne alrededor. Sus cabellos, de un rubio plido,
estaban cortados casi al ras, con un flequillo muy corto en lo alto de la
frente. Anteojos sin armazn cabalgaban sobre su gran nariz delgada,
aguda, como fracturada y torcida hacia la izquierda, igual que la de su
madre y la del cardenal. En el lugar de la fractura se adivinaba el blancor
del hueso. La boca era grande, con labios descoloridos, entreabiertos,
labios que amaban la vida y hubieran podido ser golosos si hubieran
tenido sangre detrs de la piel. Las orejas eran pequeas y de una forma
perfecta. Orejas de nia, deca su madre. Una de ellas estaba siempre
ms roja que la otra, y nunca la misma , eso dependa de un golpe de
viento, de un rayo de sol, de una emocin. Al sonrer, descubra dientes
muy blancos, traslcidos en su extremidad. Parecan nuevos y frgiles.
En medio de esa palidez, de esa delgadez y de esa fragilidad, de pronto
se descubra un elemento slido: la mirada de los ojos oscuros,
extraordinariamente despierta y vital.
-Pero qu fuiste a hacer a casa? -le pregunt.
-Carlo acababa de decirme que partas y pens que an podra hacerte
cambiar de idea.
-Bien sabes que estaba decidido desde hace mucho.
-Cre que eran slo fantasas, y que al momento de partir
-Parto maana.
-Ests completamente chiflado! Son ochocientos millones!
-Quinientos.
-Te parecen pocos quinientos millones? Crees que, adems, te
necesitan a ti para hacer agujeros en la arena?
-Adonde yo voy, s.
-Palabras! No es por ellos por lo que vas all, es por ti Abandonas la
lucha, desertas
Patrick, muy calmo, mir a Olivier sonriendo dulcemente.
--Todo cuanto hacemos es, en primer lugar, por nosotros mismos. Hasta
el mismo Dios en la cruz. No se senta muy contento de lo que los
hombres haban llegado a ser. Eso lo atormentaba. Se hizo clavar para
poner fin a ese tormento. Tuvo una terrible agona, pero despus se
qued tranquilo
-Y crees que tu barbudo est todava tranquilo cuando nos mira desde lo
alto de sus nubes?
La sonrisa de Patrick desapareci.
-No lo s no lo creo.
Repiti casi en un suspiro:
-No lo creo
Se haba puesto muy serio. Murmur:
-De nuevo debe sufrir, debe sangrar
-Me causas gracia -dijo Olivier-. Te escapas a la India, te escapas a las
nubes, te escapas siempre, nos dejas plantados
-Ustedes no me necesitan Cuentan con montones de tipos de accin.
-De acuerdo. Cuando nos pongamos a romper todo no necesitaremos de
ti. Pero para reconstruir, nunca habr suficientes tipos como t Hay
que descubrir lo nuevo Oste lo que deca Cohen ayer a la noche: hay
que reinventar las bases. Lo importante es definir las relaciones del
hombre con
Patrick se tap las orejas con las manos. Haca muecas como si sintiera
chirriar una sierra sobre vidrio.
-Por favor! -dijo-. Palabras, palabras, discursos y ms discursos! Ya
estoy lleno, desbordo. Eso ya no entra, me sale hasta por las orejas!
Suspir y bebi un trago de Vichy.
-Discursos? No se trata de discursos -dijo Olivier, un poco
desconcertado-. Es preciso
-Al diablo! -dijo tranquilamente Patrick-. Cada vez que mi padre y mi
madre estn en casa, los oigo hablar de las medidas que es preciso
tomar contra el hambre del mundo, de los planes que es preciso elaborar
para acudir en ayuda de este o aquel Y cuando no estn en casa, es
porque estn ocupados en pronunciar discursos sobre el mismo tema
ante sus comits o sus subcomisiones, en Ginebra, en Bruselas, en
Washington, en Singapur o en Tokio, en cualquier parte donde haya una
sala de reuniones lo suficientemente grande para recibir a los delegados
del mundo entero que tengan un discurso que colocar contra el hambre.
Y tus compaeros son iguales! Hablan y hablan y no dicen nada. Qu
significa la sociedad de consumo? Un gargarismo! Cuatro palabras que
les hacen cosquillas en la garganta y el cerebro, al pasar. Un pequeo
placer Todos ustedes se masturban con palabras. Conoces
sociedades que no consuman? Yo s conozco. Esa adonde voy, por
ejemplo. Los tipos se acuestan en el suelo y no consumen ms porque
no hay nada que consumir. Y cuando han terminado de no consumir, los
gusanos los consumen a ellos. Mientras tanto, en todos lados se hacen
discursos. Ustedes hablan, hablan y los condenados a reventar
revientan. Ni siquiera tienen el consuelo de saber que se preocupan por
ellos y que un da u otro se van a reinventar las bases de la sociedad.
Incluso si fuera la prxima semana, la revolucin de ustedes no les
concierne, ya estarn muertos
-Eh, basta! -exclam Olivier- Y eso que odias los discursos !
-He terminado -dijo Patrick-. Yo me voy. Me voy porque tengo vergenza.
Vergenza de todos nosotros. Voy a hacer agujeritos en la arena, como
t dices. E incluso si slo consigo extraer tres gotas de agua para hacer
brotar un rbano para dar de comer a un tipo durante tres segundos, al
menos algo habr hecho.
Y despus lleg el mes de mayo. Mientras el invierno pasaba, Jane
olvidaba poco a poco el terrible shock que sufriera aquella tarde de
noviembre cuando la ciudad se ahogaba en la niebla como en un ro
muerto. Olvidar no es exacto. La imagen en negro y blanco, la
instantnea inmvil, qued grabada en el fondo de su memoria, pero no
le concede ya ninguna importancia. Ya nada hay de trgico en su mundo,
todo ha cambiado alrededor de ella.
No volvi a vivir en casa de su padre. Su madre est en Liverpool, vuelta
a casar con un hombre que posee barcos en todos los mares. Ahora
Jane comprende por qu su madre quiso divorciarse. A menos que no
sea porque su padre se qued slo que Poco importa. Su padre es
libre. Sven le ha dicho: libertad, amor. Love. Amor para todas las
criaturas. Dios es amor. El hombre debe reencontrar la va del amor. Al
cabo del amor encontrar a Dios. A veces Sven le hace fumar unas
bocanadas de marihuana. Entonces ella se hunde de nuevo en el ro de
niebla, pero es una niebla tibia y rosada, en la cual se siente bien, como
cuando se est a punto de dormirse y que uno se desprende del peso del
mundo.
Vive con Sven, Karl y Brigit, en una pieza que Karl ha alquilado. Hay dos
camas no muy anchas, una hornalla de gas y una estufa de petrleo.
Sven ha pintado flores en las paredes. Karl y Brigit son de Hamburgo.
Desde que Sven les habl de Katmand decidieron partir con l. Por la
noche encienden la estufa de petrleo y unas velas. Detestan la
electricidad. Sven enciende un cigarrillo que se pasan uno a otro. Son
difciles de encontrar y caros. En Katmand se compra el hachich en el
mercado, en venta libre, lo ms naturalmente, como el perejil en Europa.
Y nadie prohbe nada, sea lo que sea. Es el pas de Dios. Libertad. Love.
El hachich no es ms caro que el perejil, quiz menos.
Da tras da Jane ha sentido la caparazn de miedo, de egosmo, de
interdicciones, de obligaciones y de odios que su educacin y sus
relaciones con los otros seres humanos haban cimentado en ella,
rajarse, escamarse, caer, desaparecer enteramente. Est liberada, le
parece haber nacido por segunda vez, o ms bien que acabara
simplemente de nacer, en un mundo donde los seres ya no se hacen la
guerra sino que se tienden las manos con la sonrisa de la amistad.
Sven le ha explicado: la sociedad que obliga y que prohbe es mala.
Hace desdichado al hombre, porque el hombre est hecho para ser libre,
como un pjaro en el bosque. Nada pertenece a nadie, todo es de cada
uno. El dinero que permite acumular bienes personales es malo. El
trabajo, que es una obligacin, es malo. Hay que abandonar esta
sociedad, vivir al margen de ella, o en otra parte. Combatirla es malo. La
violencia es mala porque crea vencedores y vencidos, reemplaza las
antiguas restricciones por nuevas obligaciones. Todas las relaciones
entre seres humanos que no sean las del amor son malas. Hay que
abandonar la sociedad, irse. Cuando los que la dejen sean cantidad
suficiente, se derrumbar por s sola.
Sven toma su guitarra y canta. Jane se siente ligera, liberada. Sabe que
el mundo en el que viva antes es horrible y absurdo. Ahora est fuera de
l. Lo mira como a una prisin de la cual acabara de salir. Tras sus
puertas y hierro y sus muros erizados de vidrios, los prisioneros
continan batindose, desgarrndose. Siente piedad por ellos, los ama,
pero en nada puede ayudarlos. Es necesario que ellos mismos hagan el
esfuerzo de salir. Puede llamarlos y tenderles las manos: no puede
romper las puertas. Ella, ahora, est afuera, al sol, en la paz, con sus
amigos, en el amor. Han arrojado las armaduras y las armas. Estn
desnudos, son libres.
El cigarrillo pasa de uno a otro. Sven canta el nombre de Dios. God.
Love. Afuera hay niebla o no, no tiene importancia. El olor de la
marihuana se mezcla al de la cera y el petrleo. Estn liberados. Hacen
el amor, un poco, como un sueo. Love.
Para pasar las fronteras Jane necesita su pasaporte y la firma de su
padre. Ha ido a verlo y le ha anunciado su partida. La polica recogi el
auto el da de la niebla. l nada dijo de la desaparicin de su hija para
evitar el escndalo. Se dirigi a una agencia privada, seria, que
rpidamente le dio noticias.
Es mdico. Ha reconocido la marihuana en los ojos de Jane. Con cierta
inquietud tendi su mano hacia ella, la pos sobre su brazo. Jane le ha
sonredo. A l le pareci que esa sonrisa le llegaba de una distancia
increble, a travs de espesos aos de vaco. Retir su mano.
Es un largo y peligroso viaje el que ella ha iniciado. l lo sabe. Pero nada
puede hacer ni decirle. Ha perdido el derecho de prohibirle o de
aconsejarle. Le ofrece dinero y ella lo rehsa. Se miran durante unos
instantes, despus el dice good luck Ella lo mira, abre la boca para
hablar, no dice nada, sale.
Partieron los cuatro apretados en el auto color limn. En Miln se les
acab el dinero. Jane vendi el auto y su anillo, y Brigit su collar de oro.
Eso les dio para pagar cuatro pasajes de avin a Bombay. Sven quera
atravesar la India antes de llegar a Nepal, pero en el consulado les
negaron las visas si no presentaban sus pasajes de vuelta. La India
crece de medios para recibir y alimentar bocas intiles. Cambiaron los
cuatro pasajes por dos de ida y vuelta y con las liras sobrantes
compraron una moto de ocasin y un pequeo paquete de dlares que
se dividieron entre los cuatro.
Karl y Brigit acompaaron a Sven y Jane al aerdromo. Vieron despegar
el avin, ascender hacia el cielo apoyndose sobre cuatro pilares de
humo gris, girar como una paloma mensajera para buscar el llamado del
Oriente, despus desaparecer hacia el horizonte de donde cada maana
llega el sol.
Karl subi a su moto y Brigit se sent detrs. Puso en marcha el motor
con un alegre impulso de la pierna, le hizo lanzar todo su ruido y su
humo, a modo de una alegre seal de partida, luego lo calm y
comenzaron a rodar dulcemente hacia el Este, hacia Yugoeslavia,
Grecia, Turqua, Irn, Afghanistn, Pakistn, la India, Nepal, Katmand
Un viaje maravilloso, eran libres, el tiempo no contaba, les quedaban
suficientes dlares para comprar nafta hasta el fin. Para comer, ya
veran. Y para dormir, siempre hay un lugar bajo el cielo.
La moto era roja, Karl era pelirrojo. Sus cabellos le caan en bucles
espesos hasta los hombros, como la peluca de un gran seor del siglo
XVII. Su barba y su bigote destellaban alrededor de su rostro. Su cabeza
era como un sol. Tena labios espesos y muy rosados, y grandes ojos
color hoja de menta, brillantes de alegra. Para viajar se haba comprado
unos anteojos azules, grandes como ojos de buey, y para impedir que
sus cabellos le cayeran sobre el rostro se anud alrededor de la cabeza
un cordn de seda verde cuyos pompones le caan sobre la nuca.
Llevaba un pantaln a rayas verticales multicolores y una camisa rojiza
con girasoles estampados. Brigit se sostena apoyada contra su ancha
espalda, los brazos ceidos alrededor de su cintura. Estaba un poco
dormida. Fumaba marihuana desde la maana. Vesta un blue-jean y una
polera de algodn azul desteida, con un largo collar de perlas de
madera de olivo. Era muy delgada, con sus cabellos negros muy cortos,
sin forma. Ella misma se los cortaba con una tijera.
Su viaje termin cuando apenas haban hecho la mitad del camino.
Varios das antes, luego de varios accidentes y dificultades cada vez
mayores para proveerse de nafta, abandonaron la moto con los
neumticos definitivamente despanzurrados por los guijarros de la ruta.
Continuaron a pie, a veces recogidos por un camin o por un auto de
antes del diluvio, la mayor parte del tiempo solos en la ruta interminable,
entre una pobre aldea y otra aldea miserable, extenuados por la falta de
droga y de alimento, aplastados por el sol, quemados por la sed y el
polvo.
Ese da haban marchado durante horas sin ver un ser humano ni un
animal, aparte de las moscas, que los seguan y los atormentaban, como
si surgieran de la nada. Tbanos enormes giraban alrededor de ellos, en
el olor de su sudor, esperando un instante de distraccin para posarse en
algn punto de su piel desnuda y plantar all su aguijn. A un lado y otro
de la ruta se extenda un paisaje de colinas rojas esculpidas por la
erosin del agua y del viento, sin un rbol, sin una brizna dy hierba,
incendindose hasta el horizonte, y ms all, en una desolacin
calcinada.
El sol descenda detrs de ellos, proyectando delante de sus pasos una
sombra cada vez ms larga, agujereada por los blancos destellos de los
guijarros. Seguan avanzando a pesar de su fatiga, con la esperanza de
hallar antes de la noche una aldea con agua y quizs algo para comer.
Cada uno llevaba todo lo que posea en un pequeo bolso cilndrico
colgado a la espalda de la cuerda que lo cerraba. El de Brigit era de tela
blanca y el de Karl amarillo, pero ya semejantes por el polvo rojo que el
sudor de sus espaldas transformaba en una especie de resina.
Karl fue el primero en or el ruido del motor. Se detuvo y se volvi.
Enrojecida por la enorme bola del sol declinante, una nube de polvo
avanzaba hacia ellos desde el fondo de la ruta. En seguida vieron el
camin. Cuando se aproxim, Karl hizo grandes gestos y el camin se
detuvo a su altura. Un viejo camin militar alemn, que pareca haber
atravesado treinta guerras. El parabrisas estaba rajado y las puertas de
la cabina faltaban. Un gigante de crneo afeitado y con la pies casi negra
tena el volante. Miraba a Karl y Brigit riendo bajo su enorme bigote.
Otros dos hombres sentados a su lado rean y bromeaban casi a gritos.
En la plataforma iba un cargamento de ladrillos y una decena de
hombres, sentados o de pie. Algunos vestidos con andrajos europeos,
otros con el traje regional, todos cubiertos con el mismo polvo. Riendo,
les hicieron seas de subir. La plataforma estaba alta. Karl empuj a
Brigit, ya sin fuerzas. Un bigotudo la tom por las muecas y la levant
como a una pluma. Karl subi a su turno. Un hombre hizo sentar a Brigit
sobre los ladrillos, delante de l. Cuando ella se sent, riendo, le puso las
manos sobre los senos. Ella le golpe para hacerle soltar la presa. l se
agach, tom la polera de algodn por lo bajo, la levant con violencia y
se la arranc por encima de la cabeza, obligndola a alzar los brazos sin
que ella pudiera resistirse. Otro ya le rompa los breteles del corpio. Karl
se arroj sobre ellos. Un hombre lo golpe en la cabeza con un ladrillo. El
ladrillo se rompi. Karl cay. Acostaron a Brigit sobre los ladrillos.
Tadava se debata mientras le sacaban el blue-jean. La vista de su
pequeo slip azul plido los hizo rer enormemente. Le sujetaron los
brazos y las piernas y ya no se movi ms. El primero termin muy
pronto con ella. El peso del hombre la aplastaba contra los ladrillos. Al
cuarto se desvaneci. El chofer detuvo el camin y vino con sus dos
compaeros a reunirse a los hombres de la plataforma. El sol se pona.
El cielo del oeste era rojo como una fragua y casi negro del otro lado del
horizonte donde brillaba ya una enorme estrella. El chofer no tuvo
paciencia de esperar su turno. Cogi a Karl, inconsciente, cuya sangre
corra entre sus cabellos rojos, y lo arroj a la ruta. Le arranc el pantaln
y el calzoncillo y comenz a satisfacerse con l. Otros dos lo haban
seguido y miraban riendo, uno de ellos un viejo de barba blanca, tocado
con un turbante grasiento. El dolor reanim a Karl, que grit. El viejo le
puso su pie descalzo sobre la boca. La parte inferior era dura como la
piedra. Karl volvi su cabeza herida, libr su boca, grit, se debati. El
viejo se agach y le plant su cuchillo en la garganta. Un cuchillo hecho
por l mismo. La hoja era ancha, larga y curva, el mango de hueso
blanco ornado con incrustaciones de bronce. Un hermoso objeto de
artesana, que hubiera alegrado a un turista.
Cuando todos estuvieron satisfechos, incluso el viejo, sea con ella, sea
con l, sea con los dos, golpearon en la cabeza a Brigit con un ladrillo y
arrastraron los dos cuerpos desnudos detrs de un montculo. Tomaron
el anillo de Karl, el collar y la pulsera de Brigit, y se llevaron todas sus
ropas.
El horizonte era sombro y ardiente como un carbn que se extingue, con
un reborde de fuego que haca brillar con el mismo reflejo rojo el
esperma y la sangre esparcidos sobre los dos cuerpos plidos.
Un perro salvaje, impaciente, loco de hambre, aullaba detrs de las
colinas. Otras voces le respondieron desde el fondo de la noche que
llegaba.
El camin volvi a partir, rechinando por todas sus junturas. Sobre la
plataforma, vaciaron a sacudones el bolso amarillo y el bolso blanco y se
disputaron su contenido. El viejo se pas por el cuello el collar de madera
de oliva. Rea. Su boca era un agujero negro. El chofer encendi el faro,
el de la izquierda. El de la derecha no exista.
Lo mejor era descender en la estacin Oden, aunque ya probablemente
la polica lo habra cerrado. Sin embargo el convoy se detuvo. No haba
nadie en el andn. Fuimos tres los que descendimos. Los otros dos eran
una vieja con una cesta muy usada, y que hablaba sola en voz baja; un
negro alto muy flaco, vestido con un pantaln palo de rosa y una tnica
verdosa que flotaba alrededor de l. Calzado con inmensos zapatos
amarillos puntiagudos, caminaba descuidadamente a grandes zancadas
perezosas. Yo llegu antes que l a la escalera. La vieja, detrs, rascaba
el cemento spero con sus zapatillas gastadas. Las rejas estaban
normalmente abiertas. Sal sin dificultad.
Era el lunes 6 de mayo de 1968, al que los diarios del da siguiente
llamaran el lunes rojo, porque ignoraban que otros das, ms rojos an,
le iban a suceder. Los estudiantes, que desde haca semanas demolan
las estructuras de la Facultad de Nantes, haban anunciado el sbado
precedente que ese da iran en manifestacin ante la Sorbona. Era
como si hubieran anunciado que iban a encender una fogata en un
granero lleno de paja. La casa entera corra el riesgo de arder. Lo saban.
Sin duda era lo que deseaban. Quemar el casern ruinoso. Parece que
las cenizas resultan un buen abono para las nuevas cosechas.
Rara vez se tiene la oportunidad de enterarse por la prensa, la radio y la
televisin, de que una revolucin comenzar el lunes a las dos de la
tarde, entre la plaza Maubert y Saint-Germain-des-Pres.
Estoy devorado por una curiosidad que jams ser satisfecha: quisiera
saberlo todo, verlo todo. Y por una perpetua ansiedad con respecto a la
suerte de aquellos y de aquello que amo. Y amo todo. Imposible que no
estuviera ah aquel lunes a la tarde. Haba dejado mi auto en los
Invlidos y tomado el subte. La estacin Oden estaba abierta. Sal.
Surg de la tierra en lo inslito. El bulevar Saint-Germain estaba vaco. La
ola de autos haba desaparecido totalmente, dejando al desnudo el fondo
del ro. Algunos muchachos y muchachas empezaban a agitarse, se
desplazaban rpidamente sobre el asfalto, como peces en busca de un
charco. Al oeste, una multitud no muy compacta de estudiantes que
haban, ellos tambin, venido a ver, ocupaba la plazoleta Mabillon y la
de la calle de Seine. Hablaban en pequeos grupos, apenas se movan.
Todava no estaban comprometidos en el acontecimiento. Al este, un
pequeo cordn de policas con cascos cerraban la calzada un poco
antes del bulevar Saint-Michel y parecan esperar que el acontecimiento
se precisase. A medio camino entre ellos y la multitud el bulevar estaba
cortado por un irrisorio esbozo de barricada, compuesta de algunos
tablones de madera colocados sobre la calzada, tacos de basura y dos o
tres cajones. Un centenar de estudiantes se movan alrededor de ella
como hormigas que acaban de descubrir el pequeo cadver de una
liblula y quieren hacerlo saber al hormiguero entero. Encima del cajn
ms alto, Olivier estaba de pie.
Al salir del subte sent que penetraba en un instante frgil, breve y tenso,
como cuando el percutor ha golpeado el fulminante y el tiro no sale. No
se sabe si el cartucho es malo o el fusil va a explotar. Se lo mira y se
espera, en silencio.
Era un gran silencio, pese a las sordas explosiones que se oan del lado
de la plaza Maubert y a los regueros de gritos que se deshacan a lo
largo del bulevar y se intensificaban con clamores y zologas
acompasados. Nada de eso consegua llenar el vaco dejado por la
enorme ausencia de la ola y el ruido de los autos. Como la desaparicin
sbita del mal al borde de la ribera. Algo tena que llegar a instalarse en
ese vaco. Algo inevitable, fsico, csmico. Haba un agujero en el
universo de lo acostumbrado, algo iba a llenarlo. Todava nadie saba
qu.
En torno al esquema de barricada la agitacin creca. Los estudiantes
arrancaban de la calzada trozos de pavimento y los lanzaban a los
policas, quienes se los devolvan. Algunos muchachos franqueaban a
veces la barricada, corran para dar impulso a su proyectil y saltaban al
lanzarlo acompaado de injurias. Una especie de danza vivaz y ligera:
esos muchachos eran muy jvenes y livianos, con grandes gestos de
todo su cuerpo hacia lo alto. La multitud de la plazoleta de la calle de
Seine se espesaba rpidamente y se pona en movimiento. Algunos
grupos alcanzaban corriendo la barricada y la sobrepasaban arrojando
trozos de madera y fragmentos de asfalto, mientras lanzaban cada vez
ms y ms fuertes sus gritos de desafo.
Los policas respondieron con algunas granadas de gas lacrimgeno,
que estallaban con un ruido apagado, liberando al ras del suelo chorros
de humo blanco que ascendan en torbellino. Los asaltantes
retrocedieron a la carrera para evitar sus efectos inmediatos, enseguida
volvieron al asalto, provocando una nueva lluvia de granadas.
Retrocedieron otra vez y enseguida recomenzaron.
Todava, hasta ese momento, haba algo de exultante y alegre en la
accin entablada. Fue un momento muy corto, como el que preludia a
una gran tempestad, cuando bajo un cielo todava azul, las bruscas
rfagas de viento retuercen las ramas y les arrancan hojas. Si se vuelve
la espalda al horizonte donde se acumulan las tinieblas, slo se ven los
gestos de los rboles invitados por el viento a librarse de la esclavitud de
las races, que crujen y gimen en sus esfuerzos por volar.
Para toda la juventud de Pars, era un grandioso recreo que interrumpa
las disciplinas y los deberes. Esos dos bandos frente a frente, esas
corridas de ida y vuelta sobre la gran calzada vaca, me hacan pensar
en el viejo juego de barras, ya mencionado en los romances de la Mesa
Redonda y que todava se jugaba en los patios de los colegios cuando yo
era alumno o celador. Una granada estall a unos pasos de m. La
acidez lacrimgena me penetr en la nariz. Me hizo llorar, pero de golpe
dejaba de ser un espectador ausente, como en el cine, para convertirme
en testigo.
Con una especie de alegra, desembarazado del peso de las reglas y los
aos, me mezclaba a los muchachos y a las muchachas que fluan y
refluan en el gran terreno de ese juego sin rbitros y sin reglas. Corran
en un sentido y luego en otro, pasaban a mi lado sin verme, como el
agua de la marea creciente y decreciente alrededor de una barca llena
de arena. Una vieja dama asustada, un poco gorda, un poco lela, haba
elegido justo ese momento para pasear su perro, un fox negro y blanco.
Uno de los muchachos se enred los pies en la correa, derrib a la mujer
y proyect a lo lejos al perro aullando, sin verlos ni a l ni a su duea,
que qued tendida en tierra, estupefacta, temblando, haba perdido un
zapato, su taln sangraba, tena miedo, no comprenda nada. Los
muchachos corran alrededor de ella, alrededor de m, sin vernos. No
estbamos en las dimensiones de su universo.
De pie en el cajn ms alto en medio del engendro de barricada, Olivier
gesticulaba y gritaba. Con un pauelo apretado contra mi nariz, con las
mejillas baadas en lgrimas, me aproxim para ver y saber lo que
deca.
Vesta su blusn canadiense de pana marrn, sobre uno de cuyos
hombros flotaba el extremo de su bufanda que le envolva el cuello. Su
abuela se la haba tejido. Esa maana haba insistido para que la llevara,
porque tosa un poco y se quejaba de la garganta.
Sus cabellos lacios, finos, color seda salvaje, pendan hasta ms debajo
de sus mejillas, juvenilmente sumidas, a las que ocultaban en parte.
Tena la piel mate, como tostada, pero empalidecida por una extrema
fatiga. Entre sus negras pestaas, tan espesas que parecan
maquilladas, sus ojos tenan el color claro de las avellanas maduras
cadas en la hierba y que el roco y el sol de la maana hacen brillar.
Con el brazo derecho en alto, gritaba a sus camaradas que dejaran esos
lugares donde su accin era intil y fueran a sumarse al desfile de
Denfert-Rochereau. Pero ellos slo escuchaban el latido de su propia
sangre. Comenzaban a gozar con sus movimientos y gritos. El ir y venir
de su masa cada vez ms densa los exaltaba al mximo. Sus ataques se
hacan ms duros, ms rpidos, penetraban cada vez ms lejos en el
bulevar. De la culminacin de su violencia brotaban ahora adoquines y
desechos de fundiciones.
Frente a ellos el cordn policial se haba convertido en una barrera
compacta. Codo a codo, espalda contra pecho, sobre veinte metros de
fondo, con cascos e impermeables que brillaban como bajo la lluvia, los
policas formaban una masa impresionante de silencio e inmovilidad.
Tras ellos se alineaban lentamente carros con ventanillas enrejadas,
rueda con rueda, lado a lado, de una vereda a la otra y en un amplio
espacio de profundidad. Cuando todo estuvo listo, el conjunto se puso en
movimiento con una lentitud aplastante, como uno de esos monstruosos
reptiles del secundario cuyos movimientos nivelaban el suelo y hacan
desbordar los estanques. La bestia proyectaba delante de ella pesadas
trompas de agua, que limpiaban las veredas, derribaban como una
catapulta los tablones, los tacos de basura y los hombres, rompiendo los
cristales de las ventanas, inundando los departamentos. Las granadas de
gas lacrimgeno rodaban y estallaban por todos lados. En el crepsculo
que llegaba, sus cintas de humo parecan ms blancas. Los estudiantes
haban huido rpidamente por todas las callecitas. Grupos de policas los
perseguan. En la calle Quatre-Vents un vagabundo dormido sobre el
montn de arena de un cantero despert bruscamente. Era un viejo
legionario, todava con nfulas, borracho de nostalgia y de vino. Se
levant al ver los uniformes lanzarse al asalto, se cuadr y salud.
En el rincn de la calle de Seine, una lluvia de adoquines detuvo a los
policas que llegaban. Inmediatamente ahogaron la calle bajo una ola de
granadas. Grandes nubes grises rodaban sobre los techos. Una
motocicleta petardeaba llevando dos periodistas cubiertos con mscaras
blancas y enormes cascos amarillos con el nombre de su agencia
impreso. El que conduca recibi un adoqun en las costillas, mientras
una granada estallaba bajo su rueda delantera. La moto se estrell sobre
la vereda frente a una camisera. El dueo ya haba bajado la cortina.
Aterrorizado, trataba de distinguir a travs del vidrio lo que ocurra en
medio del humo. Aquello era el comienzo del fin del mundo. Se esforzaba
por salvar sus camisas. Las sacaba rpidamente de la vidriera y se las
pasaba a su mujer, que las esconda en los cajones.
A las cinco de la maana, con su radio a transistores, la seora Muret
descendi la escalera de su pequeo departamento, atraves los dos
patios empedrados del viejo inmueble, sali a la calle y se detuvo en la
vereda. Mir a derecha e izquierda, esperando ver surgir la gran silueta
de Olivier con su echarpe al cuello. Pero la calle Cherche-Midi estaba
vaca. Era el final de la noche, la luz de las farolas se tornaba plida y
pareca extenuada. El aire tena un olor cido que la hizo pestaear
como cuando pelaba cebollas. La radio canturreaba. Se sent sobre el
piln de piedra a un lado de la puerta cochera. Sus piernas no podan
ms. Un 2CV pas, rpido, ruidoso, como un insecto. En su interior iba
una sola persona. No pudo ver si era hombre o mujer.
Haba odo todo en su radio, las barricadas, los autos incendiados, las
batallas entre estudiantes y policas. Y por su ventana haba odo las
explosiones, incesantes, all, del lado de la calle de Rennes, los pin-pon
pin-pon de los carros de la polica que daban vueltas por todo el barrio, y
las sirenas de las ambulancias a toda velocidad.
Al verlas su corazn se detena. Olivier, mi chiquito, mi grandote, mi
beb: ser posible? Es a ti a quien llevan? Desde que l sali de la
maternidad lo tom en sus brazos y lo cuid siempre. Entonces tena
slo unos das, ahora tiene veinte aos. A veces, cuando era pequeo,
su madre pasaba, lo recoga y se lo llevaba una semana o dos a la Costa
Azul, o a Saint-Moritz o Dios sabe dnde. Se lo devolva resfriado, flaco,
ojeroso, deslumbrado, lleno de historias que no lograba contar hasta el
fin. Por las noches se despertaba gritando, de da soaba, despus
necesitaba mucho tiempo para recuperar la calma.
A medida que creci, su madre encontr ms y ms razones para no
llevarlo. Olivier esperaba siempre continuar a su lado sus sueos
interrumpidos, pero ella pasaba rpidamente, lo besaba, le deca la
prxima vez, muy pronto y parta dejndole un vestido de lujo
demasiado grande o demasiado chico, que enseguida la abuela iba a
cambiar, o un juguete que no era para su edad. Ella no saba qu era
una criatura, un nio, un muchacho. Despus de cada una de sus visitas
relmpago, flotaba en el departamento de la calle Cherche-Midi un
perfume que persista en la memoria, y Olivier quedaba sombro, rabioso,
colrico, durante das o semanas. A veces le traa paquetes de revistas
de todos los pases, llenas de fotos de ella en colores. Haba hasta del
Japn, de la India, con caracteres extraos semejantes a dibujos. Olivier
tapiz con ellas la pared de su pieza encima de su cama. Algunas fotos a
doble pgina, tal como la revista las haba publicado, otras, de primer
plano, cuidadosamente recortadas con las tijeras de bordar de su abuela,
y pegadas sobre papeles de dibujo, crema, azules, verdes o antracita.
Todos esos distintos rostros de su madre, con sombrero o sin sombrero,
con cabellos largos o cortos, lacios o rizados, negros, rojos o rubios, o
hasta plateados, tenan un rasgo comn: los ojos celestes, muy grandes,
y que parecan siempre un poco asustados, como los de una niita que
descubre el mar. La multitud de rostros suba hasta el techo de la piecita
de Olivier. Era como un cielo en el que todas las estrellas tuvieran la
mirada de su madre. En un gran sobre comercial, en el fondo del cajn
de la vieja mesa que le serva de escritorio, bajo papeles y notas de
estudio, guardaba las fotos en las que ella estaba casi desnuda.
El da de su decimosptimo aniversario le regal una pipa y un paquete
de tabaco holands. La abuela encarg una torta de chocolate al
repostero de la calle de Rennes, quien le prometi no emplear sino
manteca. Era una antigua clienta, haba que complacerla. Pero en
realidad la hizo con margarina, como de costumbre, apenas con una
pizca de manteca para darle el aroma. Desde que se le pone un poco, se
tiene el derecho de escribir en el frente: Pastelera a la manteca, es
legal. El placer de los clientes es lo que ellos creen; si la hiciera
solamente con manteca ni siquiera se daran cuenta. La abuela tendi la
mesita de la cocina con el mantel blanco bordado, tres platos con filete
de oro, y los viejos cubiertos de plata. Haba comprado una botella de
champaa en Prisunic y dispuesto la torta con diecisiete velitas azules.
Sobre la hornalla de gas, en la marmita de hierro fundido, un hermoso
pollo terminaba de dorarse en medio de papas nuevas y dientes de ajo.
Era una receta que le haba dado la seora Seigneur, que era de Avin.
Uno no se imagina lo buena que resulta la salsa cocinada as, con el ajo,
qu apetitosa.
Olivier espiaba por la ventana; vio un pequeo Austin rojo franquear el
portal entre los dos patios, girar casi en el sitio, retroceder hasta la puerta
de la escalera y detenerse en seco. Su madre sali de l. Vesta
un tailleurde cuero verde agua, de pollera muy corta, con una liviana
camisa azul y un largo collar de jade. Ese da sus cabellos eran rubio
plido y lacios, como los de su hijo. Introdujo medio cuerpo en el auto y
volvi a salir sosteniendo con sus dos brazos una maceta envuelta en
papel plateado de donde sobresala una enorme azalea roja. De su
ndice penda un paquetito azul en el extremo de una cinta color habano,
y de su antebrazo su cartera de cuero verde, un poco ms oscura que
su tailleur.
Con el rostro hundido en las flores busco con el pie el comienzo de la
escalera. Estaba cmica con su carga, deslumbrante. Olivier, feliz,
descendi los escalones para ayudarla. La abuela recibi la azalea
moviendo la cabeza. Dnde la pondra? Recorri las dos piezas y
regres a la cocina con la planta. Finalmente la coloc en la pileta.
Llegaba ms alto que la canilla, hasta la mitad de la fiambrera.
Desbordaba hasta el respaldo de la silla de Olivier, incomodaba en todos
lados, no podan moverse; imposible guardarla. Le pedira a la seora
Seigneru que se la tuviera en el comedor. Pero cmo llevarla hasta
all? En el mnibus no la dejaran subir. Habra que tomar un taxi. Eso le
costara el precio de una hora de trabajo Ah, decididamente ella era
muy amable, pero no pensaba en nada, como siempre.
Olivier se haba sentado para abrir su paquete. Desconcertado,
contemplaba la tabaquera de piel de gacela con las puntas de oro, la
pipa de espuma de mar forrada de cuero, con la boquilla de mbar. Se
esforz en sonrer antes de alzar la cabeza para mirar a su madre. Sin
embargo le haba escrito al principio del trimestre refirindole que junto
con Patrick y Carlo haban decidido no volver a fumar mientras hubiera
en el mundo hombres a quienes el precio de un cigarrillo los salvara de
morir de hambre. Cada uno de ellos se haba comprometido ante los
otros dos. Un compromiso solemne, casi un voto. Esa decisin haba
tenido gran importancia para Olviier y se la comunic a su madre en una
larga carta. Ya la haba olvidado? Tal vez no lea sus cartas Ella slo
le enviaba tarjetas postales Quiz no la hubiera recibido nunca Su
correspondencia correra en pos de ella a travs del mundo
Al volverse la vio inclinada sobre la hornalla de gas, aspirando el aroma
que ascenda de la marmita.
-Oh, un pollo a la cacerola!
Se hubiera dicho que acababa de descubrir un manjar rarsimo, una
maravilla como jams se tiene oportunidad de saborear.
-Qu bien huele! Qu lstima! Tomo el avin a las dos y cuarto Debo
irme, apenas tengo tiempo. Con tal que est bien el trfico hasta la
puerta de Orlens
Los bes de prisa, prometi volver a verlos muy pronto, recomend a
Olivier portarse bien, descendi rpidamente la escalera, tap-tap-tap-
tap. Mir hacia la ventana, le sonri y le hizo un signo con la mano antes
de introducirse en el Austin rojo al que hizo zumbar, arranc como una
tromba y desapareci del primer patio.
Era un viejo inmueble dividido en dos partes. La que rodeaba al primer
patio tena cuatro pisos. Hasta 1914 estaba ocupada principalmente por
familias de oficiales. El ltimo general haba muerto a tiempo, justo antes
de la guerra. El segundo patio estaba rodeado por las caballerizas y los
garajes, sobre los cuales estaban las habitaciones de los cocheros y los
ordenanzas. Las caballerizas servan ahora de depsito o de talleres a
los artesanos del barrio, y las habitaciones haban sido comunicadas de
a dos o tres para formar departamentos baratos. Haba cuatro escaleras.
Entre las dos del fondo subsista la fuente con su pila de piedra donde
iban a beber los caballos, y la enorme canilla de cobre de la que ya no
sala nada.
Olivier permaneci un momento inmvil, con los dientes apretados,
tensos los msculos de la mandbula, mirando fijamente el portal sombro
por el cual el autito amapola se haba lanzado para desaparecer.
Su abuela, un poco apartado, lo observaba con inquietud, sin decir nada.
Saba que en tales momentos ms vale no decir nada, siempre se es
torpe, se cree consolar y se hiere. El ruido del motor del pequeo coche
se perdi en el rumor lejano del barrio. Los ruidos de la calle llegaban al
fondo del segundo patio como un rumor sordo y un poco montono, al
que se terminaba por no or. Era raro encontrar tanta calma en un barrio
de tanto movimiento. Eso fue lo que decidi al seor Palirac, instalado
con carnicera en el frente, a comprar toda el ala izquierda. All se hizo
construir un departamento moderno, iluminado con luz indirecta de nen
desde las molduras del techo. Utilizaba las caballerizas para guardar su
camioneta y sus dos automviles. La del fondo le serva para almacenar
en tacos de hierro los huesos y desechos que un camin annimo vena
a recoger todos los martes. Segn Palairac, aquello serva para la
produccin de abonos, pero algunos vecinos del barrio pretendan que
era el camin de una fbrica de margarina, otros, de una fbrica de
sopas en cubitos. Durante el invierno el depsito no causaba molestias,
ms no bien comenzaban los calores aquel rincn del patio ola a sangre
podrida, y el olor atraa grandes moscas negras a todos los
departamentos.
Olivier se apart de la ventana, regres lentamente hacia la mesa,
empuj la silla para poder pasan sin causarle dao a la azalea, se detuvo
y mir su plato. La extraa pipa y la tabaquera de lujo reposaban en l,
sobre el papel desplegado que las haba envuelto. La cinta de color
habano se destacaba sobre el mantel blanco. Ostentaba en letras ms
oscuras, el nombre del negocio donde fueron adquieridas. Olivier las
envolvi en el mismo papel y se las tendi a la abuela.
-Toma, que te devuelvan el importe. Tendrs con qu comprar un tapado
para el prximo invierno
Fue a su habitacin, se quit los zapatos, subi a la cama y,
comenzando desde arriba, empez a retirar de la pared los retratos de su
madre. Algunos estaban fijados con cinta engomada, otros con chinches.
Si no salan con facilidad, tiraba y desgarraba. Cuando hubo concluido
volvi a la cocina sosteniendo entre las dos manos, horizontalmente, el
montn de fotos. Abri con el pie la puerta del armario que guardaba el
tacho de la basura, debajo de la pileta, y se agach frente a la azalea.
-Olivier! -dijo su abuela.
l interrumpi su gesto, qued inmvil un instante, luego se irgui y mir
en torno en busca de un sitio donde dejar lo que tena en las manos y
que no quera ver ms.
-Dame eso, de todas maneras -dijo la abuela-. Ella hace lo que puede Si
crees que es tan fcil la vida
Llev las fotos a su pieza. No saba dnde meterlas. Ya encontrara un
buen lugar en el ropero. Mientras tanto, las dej sobre el mrmol de su
mesa de luz, bajo la radio. Cuando Olivier estaba en la casa no la
encenda, porque lo pona nervioso. Por otra parte, cuando l estaba ella
no tena necesidad de msica.
La radio anunci que todo haba terminado, los ltimos manifestantes
dispersos, los incendios extinguidos y las barricadas destruidas. Olivier
no haba regresado. Ella tuvo la certidumbre de que haba sido herido y
conducido a un hospital. La angustia le oprimi el corazn. Senta el piln
de piedra deshacerse bajo ella y que la pared tambaleaba tras su
espalda. Cerr los ojos muy fuerte y sacudi la cabeza. Tena que
sobreponerse, ir a la comisara, informarse. En el momento en que se
levantaba oy el estrpito de la moto de Robert, el empleado de Palairac.
Era el primero en llegar por la maana, tena la llave del negocio y
comenzaba con los preparativos. Haba empezado a trabajar con
Palairac en 1946, tena cincuenta y dos aos y conoca a los clientes
mejor que el patrn.
Par el motor y descendi de la moto. Vio a la seora Muret pasar a su
lado como un fantasma. La detuvo por un brazo.
-Adnde va de esa manera? Qu le sucede...?
-Olivier no hha vuelto. Voy a la comisara. Seguro que le ha pasado algo.
-Qu ocurrencia! Ellos han hecho una buena mayonesa esta noche, l y
sus amigos... Ahora estarn en plan de rociarla...
-l no bebe, ni siquiera cerveza.
-La rociarn con jugos de frutas. Es su vicio. No vale la pena ir hasta la
guardia. Vamos a telefonear, espere un minuto, voy a abrir la verja.
Telefonear desde la caja.
Empuj su moto hasta el patio. Era alto y seco, con brazos duros como
de hierro. En el momento de telefonear dijo que haba reflexionado y
quiz no fuera lo mejor. Era una pena dar el nombre de Olivier a la
polica, corran el riesgo de que lo pusieran en sus listas. Una vez que a
uno lo ponen en una lista es para toda la vida.
-Oh, Dios mo! -suspir la seora Muret.
Hubiera deseado sentarse, pero en el local no haba ninguna silla,
excepto la de la cajera, que estaba encastrada. Robert quiso
acompaarla a su casa, pero ella dijo que prefera quedarse abajo, len su
departamento enloquecera. Regres a sentarse en el piln. Por la radio
comenzaron a transmitir canciones. Durante toda la noche slo se pas
msica. Si recomenzaban las canciones es que las cosas iban mejor..
Olivier volvi a las siete menos cuarto. Estaba rendido y radiante. Tena
un trazo negro sobre la mejilla derecha y sobre la delantera de su
canadiense. Se asombr de encontrar abajo a su abuela. La bes y la
rega dulcemente. Le ayud a subir la escalera, tranquilizndola; no
deba tener miedo, ellos eran los ms fuertes; cuando recomenzaran,
todo el pueblo de Para los seguira y el rgimen se desmoronara.
Entonces se podra reconstruir. Y esta vez no se dejaran dominar por los
polticos, ya fueran de izquierda o de derecha.
El corazn de la seora Muret palpitaba con leves latidos, a toda
velocidad como el de una paloma herida. Crey que la pesadilla haba
terminado con la noche y ahora comprenda que no haca ms que
comenzar. Se esforz por ocultar el temblor de sus manos, puso una
cacerola con agua en el fuego y le dijo a Olivier que se recostara
mientras preparaba un caf con leche y unas rebanadas de pan con
dulce. Pero cuando el caf con leche estuvo listo, Olivier se haba
dormido. Sus pies colgaban fuera del lecho, pues ni siquiera se tomo el
trabajo de quitarse los zapatos, no quera ensuciar la colcha. Con toda
clase de precauciones la abuela lo descalz, le levant las piernas y los
acost bien. El muchacho entreabri un poco los ojos y le sonri,
despus se durmi. Ella fue a buscar un acolchado en el ropero, para
taparlo. Era un edredn americano, de piqu rojo, ya rosa viejo por el
tiempo. Lo cubri con l, se enderez y permaneci de pie inmvil junto a
la cama. Al verlo as, tan apacible, con tanto abandono en el sueo como
un nio, sinti que recuperaba sus fuerzas. Respiraba calmosamente,
sus facciones estaban distendidas, sus cabellos caan obre la almohada
y descubran la parte inferior de sus orejas. En sus labios an persista la
sonrisa que le haba dedicado, dando a su rostro una luz de ternura. Era
hermoso, era feliz, era tierno como un brote nuevo, crea que todo iba a
florecer...
La seora Muret suspir y volvi a la cocina. Coloc la cacerola sobe la
hornalla y volc en ella el tazn de caf con leche. Olivier slo tendra
que encender el gas. Ella deba ir a lo del seor Seigneur, no poda
abandonar as a ese pobre hombre en el estado en que estaba...
Cuando regres a la noche, Olivier haba partido. Haba tomado el caf
con leche, comido los panes, comido tambin el resto de la paleta de
cordero y la mitad del pastel. Haba lavado la taza, la cacerola y todo lo
dems. Sobre la mesa de la cocina le dej una nota: No te inquietes,
aunque no vuelva en toda la noche.
No volvi hasta el mes de junio.
La mansin particular de Closterwein ocupaba el corazn de ese oasis
de verdura y de paz que constituye, al borde del gran tumulto de los
bulevares exteriores, la Villa Montmorency. La verja que rodea su parque
estaba cubierta hasta lo alto por placas de metal pintadas de verde
neutro. Desde el exterior slo se vea la copa de los rboles e incluso
despus de franquear el portal no se distingua an la morada,
hbilmente rodeada de rboles de todo tamao, con una adecuada
cantidad de hojas persistentes como para protegerla de las miradas
hasta en invierno. Haba que atravesar esa cortina y hacer un doble
viraje para descubrir, tras un csped perfecto, una amplia y armoniosa
mansin blanca, horizontal, precedida por una pequea escalinata con
columnas al estilo americano, que sorprenda y desorientaba a los
visitantes, provocaba en los ms pobres una admiracin desinteresada
porque aquello sobrepasaba sus deseos y sus sueos, e hinchaba de
despecho el hgado de los ms ricos. No haba en Pars otro millonario
que poseyera una casa semejante en tal emplazamiento. No era slo
cuestin de dinero, se trataba tambin de suerte y de gusto. Los
Closterwein tenan gusto, y el dinero y la suerte estaban a su servicio
desde haca muchos siglos.
Se llegaba a la casa por tres anchas gradas de mrmol blanco, bajas,
acogedoras, sedantes. En medio del hall se exhiba la ltima obra
maestra de Csar: sobre una estela de bronce, un ramo de tubos de
dentfrico aplastados y retorcidos en forma de hlice.
Era la irnica sonrisa con la cual Romain Closterwein significaba que
estaba al tanto del esnobismo necesario, y que le renda homenaje de
buena gana. Pero aquello no pasaba del hall. Su coleccin particular,
cuidadosamente almacenada en su stano blindado y climatizado, se
compona de un millar de cuadros que iban desde los primitivos a
los fauces, y a algunos contemporneos, en su mayor parte
desconocidos de los crticos, pasando por Botticelli, Brueghel, Gustave
Moreau, Van Gogh, Paul Klee y Carzou. Slo compraba lo que le
gustaba. Haba rechazado un Rubens, que era sin embargo un gran
negocio, y si por casualidad un Picasso se hubiera deslizado en su
stano, habra pagado para que lo barrieran de all.
De tanto en tanto, segn la estacin, su humor y su gusto el momento,
haca cambiar las telas colgadas en los departamentos. Pero conservaba
siempre en su dormitorio un gallo de Lartigue, rojo, naranja, amarillo,
ante cuya explosin de alegra le gustaba, por las maanas, abrir los
ojos; y un panel desconocido de la Dama del Unicornio, que explicaba el
misterio de los otro y al cual el subdirector del Museo de Cluny, desde
haca aos, le suplicaba en vano que por lo menos se lo dejara mirar.
En su escritorio, para recobrar la serenidad despus de las jornadas de
negocios, haba hecho colgar, justo enfrente a su silln de trabajo, un
gran cuadro de Rmy Htreau. Bastaba que alzara la vista para perderse
en un paisaje de ensueo, donde rboles como encajes salan de las
ventanas y los techos de un castillo barroco rodeado por las mil olas
bordadas de un mar contenido. Unos personajes jugaban con globos de
vidrio. Sobre una balsa de tres pies cuadrados, en la que creca un rbol,
una mujer enguantada hasta los hombros tenda hacia la orilla una mano
graciosa de la que penda una cartera de moda. Su vestido la envolva
desde los tobillos y dejaba al descubierto sus senos menudos, apenas
perceptibles. Para conservar el equilibrio haba enrollado al tronco del
rbol sus largos cabellos rubios. En la proa de un barquito de madera
una nia parada sobre la punta de un pie lanzaba un globo a un joven de
sombrero puntiagudo que la esperaba en la ribera. Haba omitido
abotonar la parte posterior de su falda plisada y mostraba inocentemente
la cndidas redondeces de su trasero. En el horizonte, minusculos
peregrinos apoyados en su bastn, ascendan sin prisa hacia montaas
no muy altas. Emanaba de ese cuadro tal paz, tal gracia, que bastaba a
Romain contemplarlo durante dos minutos para olvidar que l era un
pirata inteligente abrindose un camino a sablazos entre la multitud de
piratas imbciles, y para recobrar la certidumbre de que exista, o ha
existido, o existira algn da, en alguna parte, un paraso para las almas
semejantes a las de los nios. Slo faltaba que lo mirase por ms tiempo
y hubiera perdido la indiferencia glacial que tanto necesitaba. Quizs en
su alma hubiera algo de nio, porque se senta a gusto cuando
penetraba en ese paisaje, pero su espritu era slo una inteligencia
objetiva y su corazn un msculo que funcionaba perfectamente. Sin ese
espritu y ese corazn blindados no poseera la dulce casa blanca al
borde del csped perfecto, ni los mil cuadros en el stano.
Grande, ancho, macizo, pero sin vientre, representaba apenas ms de
cuarenta aos. Tena cincuenta y cinco. De sus antepasados blticos
tena los cabellos rubios muy claros, que usaba muy cortos, y ojos color
de hielo. Le gustaba la ropa cmoda y sentir lo que llevaba. Se vesta en
Lanvin y compraba los vinos en Chaudet, ayudado por los consejos de
Henry Gault o de Francois Millau, porque reconoca que no era muy fino
de paladar. Ambos eran sus amigos, hasta donde l pudiera tener
amigos. A veces los invitaba a su mesa para saber su opinin sobre una
nueva o una clsica preparacin de su chef, un cocinero inspirado,
discpulo del gran Soustelle, que l haba robado a Lucas-Carton y
admitido en su cocina despus de hacerle seguir un curso en lo de
Denis.
Matilde llam a la puerta de su escritorio y entr antes de que la invitara
a pasar. Se le pareca de una manera sorprendente, tal vez porque
llevaba los cabellos casi tan cortos como los suyos. La misma mirada
helada, la misma resolucin en las mandbulas, la misma boca pequea,
pero ms dura. Vesta un blusn de gabardina oscura, con un gran cierre
relmpago, un blue-jean desteido, y calzaba mocasines marrones con
medias negras. Anudado al cuello, un pauelo de seda, tambin negro.
Fue hasta el escritorio, mir a su padre con una especie de desafio y le
dijo:
-Me voy a la "mani".
l le sonri con afecto y un poco de irona. Era la menor de sus hijos. Un
poco extravagante. Ya se le pasara. Era la edad. Todos los de su edad -
tena dieciocho aos- eran extravagantes. Con sus hijos se entenda
mejor. El mayor aprenda parte del oficio en el Lloyd de Londres; el otro,
tras un diploma de derecho rpidamente obtenido, ampliaba en Harvard
sus conocimientos tericos antes de entrar a practicar en el Deutsche
Bank. Matilde no saba bien lo que quera. Por el momento segua cursos
de sociologa.
Se asombr de que hubiera ido a decirle dnde iba. Generalmente no se
lo deca, ni antes ni despus.
-Siempre vas a donde quieres -dijo dulcemente.
En seguida se recobr. Haba una palabra que no entenda.
-Qu es eso de "mani"?
Ella se encogi de hombros.
-La manifestacin... Esta vez va a ser en la Orilla Derecha. Se reunirn
en la Bastilla, en Saint-Lazare y en la Estacin del Norte. Ellos se
imaginan que nos tienen encerrados en el Quartier.
Romain Closterwein dej lentamente de sonrer. Pregunt:
-"Ellos"? En tu opinin, quines son "ellos"?
-Ellos -dijo Matilde-. T!
Estaba ah, delante de l, rgida, tensa por una fra pasin. Tan parecida
a l y al mismo tiempo tan distinta... Una muchacha... Su hija... Pens
que ya era tiempo de intervenir.
-No quieres sentarte un minuto?
Ella vacil un instante, despus se sent en la silla que ocupaba su
secretaria, la seora de Stanislas, cuando vena a tomar las instrucciones
del da.
-Est muy bien ser revolucionado a tu edad -dijo l-. Len Daudet ha
escrito en alguna parte que no tena ninguna estima por un hombre que
no hubiera sido realista o comunista a los veinte aos. Hoy, realista ya no
significa nada. Se dice "fascista". Y los comunistas se han convertido en
los radicalsocialistas del marxismo. Las palabras han cambiado, pero la
observacin sigue siendo justa. Hay que pasar su sarampin poltico
infantil. Eso purga la inteligencia. Pero si uno se agita demasiado, se
corre el peligro de seguir enfermo toda la vida...
Ella lo escuchaba sin quitarle los ojos. l le ofreci la caja de cigarrillos.
Dijo "no" con la cabeza. El hombre tom uno y lo aplast en el cenicero a
la segunda pitada.
-Me haces poner nervioso -le dijo-. Eres mi hija y te conduces como si
fueras una tonta... T bien sabes que todo ese movimiento es fabricado...
Por supuesto, tus amiguitos son sinceros, pero el caballo que corre hacia
el disco tambin es sincero. Slo que tiene un cochero sobre el lomo...
-Un jockey -dijo ella.
l se sorprendi, despus sonri.
-Ves? Ya ni s lo que digo... Tus amigos ignoran que ellos son
"lanzados", pero t deberas saberlo... Por lo menos no eres la hija de un
almacenero... Has odo a George anteayer... Se call cuando entraste,
pero ya habas odo lo suficiente... Sabes que l trabaja para Wilson,
pero con el dlar, la libra es demasiado pobre. Hay que subvencionar
algunos grupos, chinos, anarquistas. A travs de dos o tres capas de
intermidiarios. Y no cifras muy grandes, para que permanezcan puros.
Ese es el dinero que se dice sacado de las colectas. Se paga tambin a
algunos individuos, ms slidamente. Oh, no a esos cuyos nombres se
oyen por la radio. Otros, ms annimos, ms eficaces... Y no es slo
George, piensa bien... Estn tambin los americanos que trabajan con el
marco. Est tambin Van Booken, t lo conoces, el holads. l, no s
cmo, tiene rublos... Incluso hay un italiano, pero se no tiene ms que
palabras...
Esperaba que ella sonriera, pero segua glacial, muda.
Continu.
-Tambin estoy yo! Le doy mi publicidad al Monde, que alienta a esos
jvenes muy en serio. Es mi manera de intervenir. Ya ves, no salgo de la
legalidad. Todas esas acciones se embrollan un poquito, evidentemente,
pero son eficaces. Son diferentes levaduras, pero la pasta se levanta
mejor as. Es buena. Los franceses son tontos y la juventud tambin, los
dos... No pensars, por supuesto, que ninguno de nosotros tenga la
intencin de subvencionar una revolucin hasta que triunfe, verdad?
Slo se trata de quebrar a de Gaulle. Los americanos, porque les impide
instalarse en Francia; los ingleses, porque est a punto de asfixiarlos, lo
que ni Napolen ni Hitler consiguieron; los holandeses, porque quieren
vender su margarina a Inglaterra, los italianos simplemente porque l los
ignora. Los alemanes no hacen nada. De todas maneras son los que
ganan.
"Nosotros, mi grupo, queremos simplemente que se vaya antes de que
intente realizar ese proyecto de participacin que es la gran idea de su
vejez. Participar! Est bien claro que es una idea de viejo militar, es
decir, una idea infantil... Los obreros y los empresarios tienen tantos
deseos de participar como los perros y los gatos! Los patrones,
naturalmente, no quieren dar nada, y los obreros, naturalmente, quieren
tomarlo todo...".
Ella contemplaba a su padre como a un nio que quisiera hacerse el
interesante con palabras incoherentes. Poco a poco l tomaba
conciencia de que tena ante s a una extraa, una especie de ser con
rostro de mujer, pero que vena de otro universo y por cuyas venas corra
una sangre tan fra como la de un pez. Se call un instante, encendi un
nuevo cigarrillo, cerr los ojos como si el humo le molestara, y cuando los
abri termin rpidamente.
"Muy bien. Ve a la manifestacin, si eso te divierte, pero te ruego que no
te dejes engaar. Y trata de no correr riesgos. No vale la pena".
Ella se levant, se aproxim al escritorio, mir a su padre de arriba abajo.
"Todo eso, nosotros lo sabemos -dijo con mucha calma-. Los jueguitos
imbciles de ustedes... Creen que ustedes han prendido el fuego... y
creen tambin que podrn apagarlo cuando quieran? Nosotros
quemaremos todo! En el mundo entero!... T no te das cuenta de nada,
todava ests en la otra punta del siglo demasiado lejos incluso para
vernos. Ustedes son repugnantes, estn muertos, estn podridos, slo
se conservan de pie porque se imaginan que estn vivos, pero nosotros
los vamos a barrer como a carroa!
Se alej hacia la puerta con grandes pasos rgidos. Cuando lleg, se
volvi por ltima vez hacia l. Tena lgrimas sobre el hielo de los ojos.
-Te odio! -le grit- Te hara fusilar!
Sali
l se levant despacio, al cabo de algunos minutos, apoyndose con las
dos manos en los brazos del silln. El universo a su alrededor ya no era
el mismo. No haba ms que ruinas.
Su madre! Es su madre quien debe ocuparse de ella!
Cuando su hija regresara, esa noche, tena que encontrar a su madre en
casa. Su madre sabra hablarle, l se haba conducido como un estpido,
le haba hablado como a un muchacho. No hay que dirigirse a la razn
de una chica, por inteligente que sea. Por otra parte, la chica ms
inteligente del mundo no es realmente inteligente en el sentido en que lo
entiende un espritu masculino. No hay que explicar nada a una joven,
es intil. Hay que conmoverla por otros medios, no saba exactamente
cmo, jams necesit plantearse la cuestin; se haba casado, tenido
amantes, sin que le costara ningn esfuerzo, su dinero lo converta en un
Dios, y con su propia hija se haba entendido siempre perfectamente,
dndole cuanto deseaba, la libertad ms grande, con plena confianza; no
crea haberse equivocado, haberse portado mal, estar engaado...
Entonces, esa frase horrible por qu?... A causa de lo que l le dijo, sin
duda, la haba herido en sus sentimientos, profundamente, la haba
ultrajado. Slo su madre podra arreglar eso, explicarle... No, nada de
explicaciones, hablarle, reprenderla, llevarla a algn lado lejos de ese
rebao de imbciles. El asunto poda resultar peligroso, ella corra el
riesgo de ser herida, de hacerse manosear por sinvergenzas. Se
arriesgaba para nada. Era demasiado tonto, tonto, tonto!
Pero dnde estaba su madre? Ya ni se acordaba. Ah!, s, en Cerdea,
con los Khan... Telefone. No pudo obtener la comunicacin. La lnea
estaba interrumpida. Pregunt si era una huelga. Una voz masculina, de
acento meridional, le respondi que no saba. Despus nadie contest.
Llam a Jacques, su primer piloto, y le dio orden de ir a buscar a su
seora a Cerdea. El piloto ignoraba si all haba aerdromo. Si no
exista que aterrizase en Italia y contratara un barco. Vuelo inmediato.
Jacques respondi que lo lamentaba, era imposible, la red de control
estaba en huelga, ningn avin poda salir de ningn aerdromo.
Llamo al general Cartot. Por supuesto, enseguida veremos! La red de
control militar funcionaba... Romain obtuvo una comunicacin por radio
con Toln, un hidroavin de la marina para ir a Cerdea y la seguridad de
que se traera a la seora Closterwein hasta Bretigny.
Pero la seora Closterwein haba dejado la propiedad de los Khan desde
haca una semana en el yate de Niarkos. Luego de desembarcar en
Npoles sigui vuelo para Roma, y de Roma para Nueva York. Iba a
pasar Pentecosts con los primos de Filadelfia. Refera todo eso en una
carta, pero la carta no lleg a Pars hasta julio. De todos modos su
presencia en Pars no hubiera servido de nada. Matilde no regres a la
noche, ni al da siguiente, sino slo el 29 de junio. Sus cabellos haban
crecido. Estaba delgada y sucia. Ya no llevaba el pauelo de seda. Fue
derecha al bao sin mirar a nadie. Los domsticos no se atrevieron a
dirigirle la palabra, pero Gabriel, el mayordomo, telefone al seor, al
Banco, que slo estuvo cerrado tres das por una huelga simblica.
Gabriel le dijo: La seorita ha regresado. l contest: Gracias, Gabriel.
La haba buscado en la Sorbona, en el Oden, en cuanto lugar pudo
entrar. Por el prefecto supo que no estaba en un hospital ni detenida.
Una maana decidi no buscarla ni esperarla ms. Cuando se encontr
frente a ella, era l quien se pareca a su hija. Haba perdido toda ternura
para esa desconocida que tena su mismo rostro.
Matilde se haba lavado, lustrado, maquillado, perfumado, vestido. Haba
cuidado sus manos, pero su rostro enflaquecido era duro como la piedra,
y su mirada an ms fra que el da de su partida. Por cierto no habra
olvidado la corta frase que le lanz al irse y saba que l tampoco poda
haberla olvidado. Ahora se preguntaba si lamentara haberla
pronunciado, o al contrario, no haber podido cumplir su promesa.
Ella se sent en el silln de terciopelo verde. No cambiaron ninguna
palabra concerniente a su ausencia o su retorno, ni expresaron emocin
alguna ni ninguna clase de cortesa. Ella habl la primera. Dijo que crea
estar encinta y que quera ir a abortar a Suiza. Ya tena el pasaporte y
todas las autorizaciones necesarias para pasar las fronteras. Slo
necesitaba dinero. l extendi un cheque sobre un banco de Ginebra.
Ella parti en su Porsche. No tuvo ms noticias de ella hasta recibir el
telegrama de la embajada de Francia en Katmand.
En la Sorbona, Olivier ocupaba con Carlo una pequea oficina en lo alto
de una escalera. Haba pegado sobre la puerta uno de los afiches
hechos por los alumnos de Bellas Artes. En gruesas letras se lea: "Poder
Estudiantil". Encima, escrito por l con tiza: "Discusin permanente".
Muchachos y muchachas suban sin cesar hasta all, empujaban la
puerta, lanzaban sus afirmaciones, hacan preguntas, descendan a
empujar otras puertas, a plantear otras preguntas, a afirmar sus
certidumbres y sus dudas. En la luz glauca que caa de su ventanal el
gran anfiteatro abrigaba una feria permanente de ideas. Era realmente
como un gran mercado libre donde cada uno alababa su mercadera con
la conviccin apasionada de que era la mejor.
Olivier slo tena que dar unos pasos para pasar de su oficina a una de
las galeras superiores del anfiteatro. De vez en cuando iba all y echaba
una mirada vertical a las hileras de bancos casi siempre totalmente
ocupados. Un mosaico de camisas blancas y de pulveres de colores. El
rojo dominaba. Y las cabezas redondas posadas sobre ese fondo como
bolas de billar. En la tribuna, ante las banderas negra y roja, los oradores
se sucedan. Olivier escuchaba, nervioso, porque no siempre comprenda
lo que deseaba ste o aqul. Le parecan confusos, difusos, y a veces
mediocres, perdiendo el tiempo en querellas de palabras, cuando todo
era tan simple: haba que demoler, arrasar el viejo mundo, y reconstruir
uno nuevo, de una justicia y fraternidad total, sin clases, sin fronteras, sin
odios.
"Poder Estudiantil". S, eran ellos, los estudiantes que tuvieron el
privilegio de adquirir cultura, quienes deban conducir a los obreros a la
conquista de una existencia liberada de la esclavitud del capitalismo y de
las restricciones de las burocracias socialistas. El viejo slogan de la
Repblica les haca latir el corazn. Libertad, Igualdad, Fraternidad. Esas
tres palabras lo decan todo. Pero desde que la burguesa las haba
inscripto en la fachada de sus alcaldas, donde registraba los nombres de
sus esclavos, y bordado en sus banderas que los arrastraban a la
matanza, las tres palabras se haban convertido en mentiras que
disimulaban todo lo contrario de lo que expresaban: la Opresin, la
Explotacin, el Desprecio. Tenan que ser purificadas en el gran fuego de
la rebelin y de la alegra. Era simple, simple, simple. Todos esos tipos
detrs de sus micrfonos, en tren de cortar las ideas en cuatro y de
sodomizar a las moscas, acabaran por asfixiar a la Revolucin bajo sus
frases.
Una tarde, al salir de la galera, escribi en la pared del corredor:
"Oradores desgraciados", y lo subray con un trazo tan violento que la
tiza se rompi. Arroj a la escalera el pedazo que le quedaba entre los
dedos y entr en la oficina. Sentada en la punta de la mesa estaba una
muchacha discutiendo con Carlo. Olivier la conoca vagamente.
Estudiaba sociologa como l. La haba visto a veces en las clases,
alguien le haba dicho que su padre era banquero.
Carlo, de pie, ejecutaba ante ella su nmero de seduccin italiana.
Hablaba, caminaba, sonrea, llevaba las palabras hacia ella con las
manos. Ella lo miraba fijamente con una mirada azul, helada. l le
expona los puntos de vista de Olivier acerca del papel que deban
desempear los estudiantes respecto a los obreros. Sin muchas ideas
personales, era el eco de su amigo.
La joven lo interrumpi con una voz cortante.
-Ustedes son unos piojosos presuntuosos. Qu van a ensearles a los
obreros? Para eso tendran que saber algo. Y qu es lo que t sabes?
Qu te han enseado en la Facultad?
-Se nos ensea a pensar! -dijo Olivier.
Se volvi hacia l: -T piensas? Tienes suerte!
Se levant.
-El "Poder Estudiantil" de ustedes es una historia de hijitos de puta. Has
visto lo que hace Mao con los estudiantes? A las fbricas, de acuerdo,
pero al trabajo en cadena! Y los profesores a la comuna rural! A
recoger estircol!
-Ya lo s -dijo Carlo-. Pero para qu sirve eso?
-Y t? Para qu sirves? Ustedes han quemado unos cuantos coches
viejos y ahora hacen espuma con las palabras... Ocupan la Sorbona en
lugar de demolerla!... Ni siquiera han matado un polica! Estn todos
por completo, a cien metros de aqu, bien colorados y gordos a la espera,
mientras juegan a las cartas, de que ustedes se duerman con sus
propios discursos para echarlos afuera! "Poder Estudiantil"? Me hacen
morir de risa! Poder de mis cojones!
-T no tienes -dijo Carlo.
-Ustedes tampoco. Ustedes son todos unos pequeos burgueses hijos
de puta.
-Y t? T no eres una pequea burquesa? -dijo Olivier-. Duermes
entre el caviar y has bebido el oro en todas tus comidas desde que
naciste...
-Lo que he bebido, lo vomito!...
Sali bruscamente. Carlo tuvo el impulso de seguirla, despus se
contuvo. Hubiera querido demostrarle que posea de sobra aquello de
que le acusaba carecer. Pero a una muchacha como esa habra que
convencerla, demostrarle que... No le gustaba ese gnero. Muchachas
que permanecen a la defensiva, incluso mientras gozan, eso arruina todo
placer. Que se vaya a masturbar con su pequeo Libro Rojo...
Lleg despus el asombroso domingo en que todo Pars fue a visitar a
sus hijos atrincherados en el Barrio Latino. Haca buen tiempo, era como
un da de fiesta, los parisienses con trajes nuevos, sus mujeres livianas
blusas de primavera, se aglomeraban en las veredas del bulevar Saint-
Michel o en la plaza de la Sorbona, alrededor de los jvenes oradores
que exponan sus ideas. Los vendedores ambulantes aprovechaban la
presencia de ese pblico inesperado, exponan sus mercaderas,
corbatas, portafolios, tarjetas postales, alhajas de fantasa que brillaban
al sol como flores. Un viejito de barba amarilla venda dragones chinos
de papel.
Los curiosos llenaban el patio de la Sorbona, sus corredores y sus
escalinatas, una multitud lenta, que lea con estupefaccin los afiches y
las inscripciones. Una frase vertical comenzaba en mitad de una pared y
terminaba sobre el piso de un pasillo. Tena una orden: Arrodllate y
mira! No haba nada que mirar ms que el polvo.
Poco despus de las quince, Romain Closterwein casi se encuentra con
su hija. Haba recorrido las oficinas y todos los anfiteatros sin verla. Al
descender de nuevo al patio pas ante un letrero que indicaba, en letras
rojas sobre cartn ondulado, que haba una guardera de nios en el
tercer piso, escalera C, a la derecha, y se detuvo luego, pensativo, ante
un afiche que pareca descubrir, con humor y gracia, un comienzo de
cansancio, y quiz tambin una sospecha de rencor hacia las
reivindicaciones materiales de los obreros en huelga. Representaba una
barricada de pequeos adoquines negros sobre la cual se ergua un
grupo de estudiantes coloridos y apretados como un ramo de flores.
Enarbolaban una bandera roja en cuya franja horizontal se lea: NO
MS DE CUARENTA HORAS DE BARRICADA POR SEMANA!".
Matilde pas por detrs de l, a slo unos pasos de distancia. Una lenta,
espesa corriente de gente los separaba. Entr por la puerta por la que l
acababa de salir. Se abri camino a codazos en el corredor. Estaba
furiosa contra los almaceneros que venan a ver la revuelta como si
asistieran al circo. Comenz a subir la escalera.
Las primeras inscripciones con tiza empezaban a borrarse en los
muros: Olvida todo cuanto te han enseado: Comienza a soar. Alguien
haba tachado la palabra "soar" y escrito arriba "quemar". Frente a la
puerta del "Poder Estudiantil" una inscripcin muy reciente, trazada en
negro, afirmaba: "Los sindicatos son burdeles". La puerta de la oficina
estaba abierta de par en par. Los curiosos entraban, miraban las cuatro
paredes, la mesita, las sillas, a veces uno de ellos se sentaba para
descansar un poco. Despus se retiraban, con su asombro y su
curiosidad insatisfecha.
Matilde haba sentido el deseo de ver de nuevo a Olivier. Recordaba su
frase: "Se nos ensea a pensar", o algo parecido. Tena que librarlo de
ese enorme error. Se haba ido demasiado apurada y aquel chico pareca
un buen tipo. Lo record al despertar en la pieza del msero hotel donde
pas la noche con un negro, por conviccin antirracista. El asunto no fue
ms feo que con un blanco. Despus, haba dormido bien. l la haba
despertado, quera recomenzar y ella lo rechaz: el hombre estuvo a
punto de golpearla pero al fin tuvo miedo de sus ojos. Pens entonces en
los dos tipos de la oficina en lo alto de la escalera y sobre todo en aqul
de ojos de avellana y cabellos de seda a lo largo de sus mejillas. Un tipo
que crea, pero que lo que crea era idiota. Regres para convencerlo.
En la oficina slo encontr a los curiosos que entraban y salan
lentamente. Carlo estaba en la plaza de la Sorbona y caballo sobre la
espalda de un pensador de piedra. Miraba muy divertido a un vendedor
ambulante anarquista, que haba, por un da, reemplazado su cesta llena
de bolgrafos por carteles polticos ilustrados y argumentaba contra
Dassault y los Rothschild.
Olivier haba huido descorazonado ante la gris oleada de curiosos.
Intent discutir con los primeros. Respondan idioteces o lo
contemplaban con estupor, como si acabara de descender de un plato
volador. Decidi irse a almorzar con su abuela. La encontr toda
trastornada: el seor Seigneur haba muerto la noche del viernes,
sbitamente. Los acontecimientos lo haban aniquilado. No logr
sobreponerse a ellos y se dej ir. Desde haca mucho que se defenda de
la muerte, nadie pensaba que estuviera tan prxima. Y sus desgracias no
terminaron ah, el pobre: las pompas fnebres estaban en huelga y no
haba nadie para enterrarlo. La seora Seigneur se dirigi a la comisara.
Unos soldados llegaron con un atad demasiado pequeo, grueso como
l era, y nadie para hacerle uno a medida, todo el mundo en huelga;
entonces se lo llevaron as, en su camin, envuelto en una frazada, el
pobre; la seora Seigneur ni siquiera saba donde estaba, y a pesar de
todo cerr el almacn un da entero, haba que hacerlo, el sbado todo el
da, justo cuando todo se venda tan bien, las clientas con una canasta
llena en cada brazo, no importa qu, conservas, arroz, azcar, cualquier
cosa comestible par meter en sus aparadores. Tenan miedo.
Matilde descendi la escalera y no volvi a subirla. Los curiosos se
retiraban de la Sorbona y del Barrio Latino. Matilde se integr a un
pequeo grupo activo que se procuraba misteriosamente sierras
mecnicas para cortar rboles, barrenos para levantar el pavimento,
cascos de motociclistas, mangos de azada y anteojos cerrados
antilacrimgenos para los combatientes. Durante las jornadas de calma
el grupo iba de una Facultad a otra, haca votar mociones, constitua
comits de accin. Matilde olvid completamente a los dos muchachos
de la oficinita. Carlo olvid a Matilde. Pero Olivier, no. Lo que le dijo lo
haba conmovido. No iba dejarse adoctrinar por una mocosa millonaria
maosta, pero parte de sus afirmaciones hallaron en l cuerdas tensas,
prontas a entrar en resonancia. S, demasiadas palabras; s, demasiada
pretensin intelecual. S, demasiados pequeo-burgueses hijos de puta
que se ofrecan una pequea distraccin revolucionaria sin peligro.
Golpear a los policas, romper las vidrieras, quemar los autos, gritar los
slogans resultaba sin duda ms excitante que un surprise-party. Si de
pronto aquello se tornaba peligroso volvan de prisa con pap y mam.
En cuanto podan atrapar un micrfono lanzaban discursos contra la
sociedad de consumo, pero siempre haban consumido bien, desde su
primer bibern.
S, la verdad estaba con los obreros. Ellos conocan realmente, porque
las sufran en su carne cada minuto de su vida: la injusticia y la
esclavitud.
Olivier se daba cuenta de que an sin hablar, aunque slo tratara de
formular su pensamiento y su sentimiento para s mismo, retomaba las
mismas imgienes gastadas, los mismos clichs de todos esos
mediocres pegado a un micrfono. No haba que hablar ms, ni aun ante
s mismo. Haba que actuar.
Arrastr a Carlo a la manifestacin que se diriga a Billancourt, a llevar a
los obreros de la fbrica Renault en huelga el apoyo y la amistad de los
estudiantes en rebelda. La acogida de los hulguistas fue ms que
reservada. No dejaron entrar a nadie en el interior de la fbrica ocupada.
No necesitaban de esos chicos traviesos para arreglar su asunto.
Ninguno de los obreros, ni siquiera los ms jvenes, podan creer en la
realidad de una revuelta que no acarreaba ninguna represin verdadera.
Esas barricadas del Barrio Latino eran un juego de nios mimados. Los
de la polica se ponan guantes antes de arremeter contra los hijos de los
burgueses. Los apaleamientos no eran ms que una forma, un poco ms
fuerte, de una buena correccin. Cuando los obreros arrancan el
pavimento es distinto: se dispara sobre ellos. Nada de guantes: plomo.
Pero los burgueses no pueden mandar hacer fuego sobre sus hijos.
Instalaron el orden burgus en el 81, liquidando una clase entera con la
guillotina. Liquidaran tambin a la clase obrera si no la necesitaran para
fabricar y comprar. En cambio no pueden matar a sus hijos, ni aun
cuando rompan los muebles y quemen las cortinas.
Los obreros y los estudiantes se miraban a travs de los barrotes del
portal de la fbrica. Cambiaban frases triviales. El cartel de tela
"Estudiantes y obreros unidos", que dos muchachos haban llevado
desde la Sorbona, penda flojo entre sus dos soportes. La bandera roja y
la bandera negra tenan un aspecto mustio. Haca falta un poco de
viento, un poco de caluroso movimiento para hacerlas flotar. Slo haba
esa reja cerrada, y esos hombres detrs, que parecan defender su
puerta de la amistad. Olivier tuvo de golpe la impresin de encontrarse
en el zoo, ante una jaula donde se hallaban encerrados animales hechos
para los grandes espacios, ahora privados de su libertad. Los visitantes
venan a decirles palabras amables y a traerles golosinas. Se crean
buenos y generosos. Pero estaban del mismo lado de la reja que los
cazadores y los guardianes. Un estudiante pas a travs de los barrotes
el producto de una "colecta de solidaridad". Olivier apret los dientes.
Manises! Se retir a grandes pasos, furioso. Carlo no entenda nada.
Qu te pasa? Qu mosca te pic?
De regreso a la Sorbona, Olivier arranc el afiche "Poder Estudiantil",
pegado en la puerta de la pequea oficina. Despus de la palabra
"discusin" tach la palabra "permanente", y escribi encima, con letras
maysculas: "DISCUSIN TERMINADA!", con grandes signos de
admiracin.
Pele furiosamente con la polica en todas las escaramuzas. Durante la
"noche terrible" del 24 de mayo, trep a lo alto de una barricada y se
puso a insultar a los policas. De golpe se dio cuenta, lcidamente, de
que estaba en tren de "posar", de hacer un cuadro vivo, de parodiar las
imgenes histricas, pero la imagen slo sera una imagen: los policas
no tiraran, l no se desplomara, ensangrentado, sobre la barricada.
Adems, con su casco blanco y sus grandes anteojos pareca un
personaje de tiras cmicas para adolescentes que suean con aventuras
fantsticas. Se los quit y los arroj hacia atrs. Apretando su mando de
azada salt delante de la barricada. Unos autos ardan, las granadas
estallaban, sus remolinos de vapor blanco se deshacan en la noche roja
y negra. Detrs de su bruma, Olivier vea moverse vagamente la masa
negra y reluciente de la polica. Se lanz hacia ellos a la carrera. Tres
policas le salieron al encuentro. Golpe al primero con rabia. Su palo
choc contra un escudo de caucho y rebot. Recibi un cachiporrazo en
la mano y otro en la oreja. Dej caer su arma. Otro golpe de cachiporra
en un lado del crneo lo hizo caer de rodillas. Una patada en el pecho lo
tendi en tierra, los pesados zapatones le golpearon los riones y las
costillas. Intent levantarse. Lloraba de vergenza y de rabia, y de gas
lacrimgeno. Su nariz y su oreja sangraban. Logr asir con las dos
manos la cachiporra de un polica e intent arrancrsela. Otra cachiporra
lo golpe en la juntura del cuello y del hombro. Se desvaneci. Los
policas lo recogieron para arrojarlo a un camin. Pero de la niebla blanca
atravesada de llamas un grupo dirigido por Carlo surgi bruscamente
aullando insultos y los atac. Dejaron caer a Olivier como una bolsa para
hacer frente a la jaura, que se dispers enseguida. Olivier, desvanecido,
con el cuello torcido, el echarpe rojo arrastrando en el arroyo, la parte
inferior del rostro brillante de sangre, yaca sobre la vereda y la calzada,
con los pies ms altos que la cabeza. Una granada estall a unos metros
de l y lo cubri con un velo blanco. Carlo y otros dos muchachos
llegaron tosiendo y llorando, recogieron a Olivier y lo llevaron del lado de
las llamas.
Dos elefantes blancos gigantescos se erguan en el azul del cielo. Manos
desde haca mucho tiempo muertas -pero la muerte es la liberacin- los
haban tallado directamente en la roca, en la cumbre de la colina, la cual
todo alrededor de ellos fue desmontada y llevada lejos. Eso ocurri quiz
mil aos antes, quiz dos mil ... Para los hombres vestidos de blanco y
las mujeres con saris de todos colores -de todos colores menos amarillo-
que suban por el sendero hacia los elefantes, hacia el cielo, hacia el
dios, mil o dos mil aos carecan de significacin. No era algo ms
remoto que la vigilia o la vspera. Era tal vez hoy.
El sendero que giraba tres veces alrededor de la colina, antes de llegar
hasta las patas de los elefantes, haba sido trazado siglo tras siglo por los
piez desnudos de los peregrinos. Poco a poco haban hecho una zanja
estrecha cuyos bordes llegaban hasta sus rodillas. Por ella nicamente
se poda caminar uno detrs de otro, y estaba bien as, porque entonces
cada uno se encontraba solo en la pendiente a subir, frente al dios que lo
vea llegar desde el corazn de la colina.
Sven marchaba delante de Jane, y Jane delante de Harold. Sven, sin
volverse, un poco sofocado, explicaba a Jane que los indios no se
representan el tiempo bajo la forma de un ro que corre sino como una
rueda que gira. El pasado retorna al presente pasando por el porvenir.
Esos elefantes que estn all hoy, ya estaban ah ayer. Y cuando al girar
la rueda del tiempo llegue a maana, volver a encontrarlos en el mismo
lugar. As durante mil aos, as desde hace mil aos.Dnde est su
comienzo?
Por encima del murmullo de las voces de los peregrinos y el tintineo de
sus campanillas de cobre Jane oa vagamente lo que Sven le deca. Se
senta feliz, ligera, exaltada, como un barco que abandona por fin el
puerto grasiento y flota dulcemente en un ocano de flores, elige sus
escalas, se queda si le gusta, embarca lo que quiere y retoma el viento
de la libertad.
El da anterior haba llovido por primera vez en seis meses y, a la noche,
la colina se recubri con una vegetacin corta y tupida. Cada brizna de
hierba terminaba en un botn cerrado. Al salir el sol abrieron todos juntos
sus mil clices de oro. En un instante la colina se transform en una
llama de alegra, resplandeciente y redonda, ardiendo en el centro de la
llanura desnuda. Las flores cubran enteramente la colina con un vestido
suntuoso, color sol.
Flores vrgenes, sin ningn perfume, y que no producan semillas. Nacan
solamente para abrirse y tender hacia el sol su vida minscula que se le
pareca. A la tarde, cuando el sol se pusiera, se cerraran todas juntas y
no volveran a abrirse ms.
Jane, Sven y Harold haban comido poco la vspera. Sven le haba dado
a Harold la mitad de su pan. Y esa maana ya no tenan nada ms. Les
quedaban cinco cigarrillos. Compartieron uno antes de comenzar la
ascensin.
La multitud aglomerada alrededor de la colina, a la espera desde haca
das y das del grito de oro del dios, le haba respondido agitando sus
campanillas, alzndolas, desde todos los rumbos de la llanura, hacia el
fruto de la luz que acababa de madurar en medio de la tierra gris.
Despus comenz a girar lentamente en torno de l, pronunciando el
nombre del dios y los nombres de sus virtudes.
Los astrlogos haban anunciado el momento en que la lluvia caera
sobre la colina, y los peregrinos llegaban de todas partes. La mayora
eran campesinos que venan a pedir a Dios que retuviera la lluvia y la
esparciera sobre sus campos. Porque haban sembrado en el otoo y
desde entonces no llova. Sus simientes no haban germinado y sus
tierras estaban convertidas en ceniza. Durante das y das anduvieron
con sus mujeres, sus hijos y sus ancianos. El hambre les era tan habitual
que ya ni saban que lo padecan. Cuando uno de ellos, agotado, no
poda continuar la marcha, se acostaba y respiraba mientras tena
fuerzas para hacerlo. Cuando no tena ms, cesaba.
Cada maana, la multitud que esperaba desde haca das alrededor de la
colina, llevaba sus muertos un poco aparte y les quitaba sus vestimentas,
a fin de que los lentos pjaros pesados que tambin haban acudido a la
cita, pudiesen darles sepultura en ellos. Y la lluvia haba cado, y esa
maana los vivos se sentan felices de seguir vivos y haber visto al dios
de oro florecer sobre la llanura de cenizas.
En el momento en que todas las campanillas resonaron, los pesados
pjaros, asustados por el ruido, abandonando a los muertos, planeaban
en torno de la multitud que giraba alrededor de la colina.
Sven miraba hacia lo alto, Jane miraba hacia abajo, Harold miraba a
Jane, Jane miraba el vestido de oro de la colina que pareca hundirse en
el lento remolino de la multitud como en un mar de leche sembrado de
flores flotantes. Las flores eran las mujeres con saris de todos colores -de
todos colores menos amarillo- porque el amarillo era, all y ese da, el
color reservado al dios. La multitud blanca, florida, giraba alrededor de la
colina, se alargaba por el sendero de piedra y ascenda paso a paso
hacia la puerta abierta entre los elefantes, bajo el arco de sus trompas
unidas como las manos en una plegaria. En el lmite de la multitud, por
encima de ella, en el cielo de nuevo azul, giraba la ronda de los pjaros
negros.
Abajo de la colina, por otra puerta encuadrada de encajes de piedra,
salan los peregrinos que haban visto a su dios. l colmaba la colina en
la que haba sido tallado. Sentado al nivel de la llanura, ergua hasta la
cumbre de la pirmide sus diecisis cabezas que sonrean hacia las
diecisis direcciones del espacio, y desplegaba alrededor de su torso el
armonioso conjunto de sus cien brazos que tenan, mostraban,
enseaban objetos y gestos. Orificios perforados en la roca lo iluminaban
con el reflejo del cielo. Cada peregrino mientras suba hacia l, cortaba
un flor, una sola, y al descender por el sendero que giraba alrededor de
l en el interior de la colina, se la ofreca.
Cuando Jane entr por la puerta abierta entre los elefantes y descubri el
primer rostro del dios, cuyos ojos cerrados le sonrean, el tapiz de flores
alcanzaba ya hasta el dedo tendido de su mano ms baja, que sealaba
la tierra, comienzo y fin de la vida material. Adentro, afuera, cada uno,
cada una, girando alrededor de la colina y sobre ella y en ella, continuaba
murmurando el nombre del dios y los nombres de sus virtudes, y antes
de recomenzar golpeaba ligeramente su campanilla de cobre. El sonido
de las campanillas floreca por encima del rumor de las voces y lo cubra
con el mismo color que las flores de la colina.
Harold senta las piernas cansadas. Al paso a que iba aquello todava
estaran all cuando llegara la noche y an no haban comido nada.
Lamentaba su decisin de seguir a Jane y Sven en vez de descender
con Peter hacia Goa. Los conoci en el aerdromo de Bombay. l y
Peter bajaban del avin de Calcuta. Peter fue quien pag los pasajes.
Llegaba de San Francisco y todava tena dinero. Harold inici su viaje
haca ms de un ao, conoca los recursos y los peligros. Cuando Sven y
Jane le hablaron de Brigit y de Karl, les dijo que el camino que haban
escogido estaba lleno de peligros. Pocas muchachas salan de all
intactas. Se arriesgaban incluso la vida. Despus hablaron de otra cosa.
Karl y Brigit eran el ayer. Uno se encuentra, se ayuda, se separa, se es
libre ...
Harold haba nacido en Nueva York de un padre irlands y una madre
italiana. Tena los ojos claros de su padre y las inmensas pestaas
negras de su madre. Sus cabellos oscuros caan en grandes ondas sobre
sus hombros. Un fino bigote y una corta barba enmarcaban sus labios,
que seguan bien rojos, incluso aunque no comiera bastante. Cuando
Jane lo vio por primera vez llevaba un pantaln verde, una descolorida
camisa roja con flores estampadas, y un sombrero de mujer, para
trabajos de jardn, de paja, con anchas alas, ornado con un ramo de
flores y cerezas en plstico. Sobre su pecho, en el extremo de un cordn
negro, colgaba una caja marroqu, de cobre repujado, que contena un
versculo del Corn. Jane lo encontr divertido y bello. l la encontr
bella. A la noche hicieron el amor a orillas del ocano en el pesado calor
hmedo, mientras que Peter, agotado, dorma, y que Sven, sentado al
borde del agua, trataba de acoger en s toda la armona de la noche
enorme y azul.
Harold propuso a Jane que fuera con l y Peter a Goa, pero ella rehus.
No quera abandonar a Sven. Sven era su hermano, su liberador. Antes
de encontrarlo era slo una larva encogida en las aguas negras del
absurdo y la angustia que llenaban el vientre del mundo perdido. Sven la
haba tomado en sus manos y conducido hacia la luz. No quera dejarlo.
Iban junto a Katmand, iran juntos adonde l quisiera. l era el que
quera, el que saba.
Se haba acostado con Harold porque eso le daba placer a los dos, pues
Sven no tena interdicciones ni vergenza. Las leyes del mundo nuevo al
que la haba hecho entrar eran el amor, el don, la libertad. Sven casi no
tena necesidades fsicas y ni sospechaba lo que significaba la palabra
celos. Harold fumaba poco y coma mucho cada vez que era posible. No
era del todo mstico, pensaba que Sven era retorcido y Jane soberbia.
Despus de todo, a l Goa o Katmand le daban lo mismo. Renunci a ir
al sur con Peter y su dinero, y haba seguido hacia el Norte con Jane y
Sven. Era exactamente la direccin del Nepal, pero Sven quera visitar
los templos de Girnar, y slo en Occidente hay quien crea que el camino
ms corto es la lnea recta.
Jane se senta rebosante de felicidad entre los dos muchachos. Estaba
unida a Sven por la ternura y la admiracin, y a Harold por la alegra de
su cuerpo. Pero a veces, de noche, en la etapa, iba a tenderse junto a
Sven, sobre la hierba seca o en el polvo al borde del camino desierto, y
comenzaba dulcemente a abrirle las ropas. Porque tena necesidad de
amarlo tambin de esa manera, de amarlo completamente. Y sin saber
formulrselo, senta que al llamarlo as con su cuerpo le impeda
comprometerse por entero en un camino en el que tal vez corra el riesgo
de perderse.
l sonrea y la dejaba hacer, a pesar de su desprendimiento cada vez
ms grande de ese deseo del cual aspiraba a liberarse en absoluto. Pero
no quera desilusionar a Jane, causarle ninguna pena. Con ella, por otra
parte, no era la sumisin ciega al instinto, sino ms bien un cambio de
amor tierno. Le deca muy pocas palabras, amables, llenas de flores. Ella
se atreva apenas a hablar, le deca cositas infantiles, en voz muy baja,
que l apenas oa. Se estrechaba contra l, lo acariciaba, necesitaba
mucho tiempo para despertar su deseo. Luego l se libraba rpidamente
de ella, como un pjaro agotado.
Harold, mientras descenda lentamente por la colina, hallaba que el dios
era estupendo, de acuerdo, pero tena demasiada hambre para apreciar
por entero su belleza.
Y encontrar qu comer, en medio de todos eso famlicos, no sera muy
fcil. No tenan dinero y casi ni cigarrillos. Haba que procurarse algunas
rupias.
Cuando sali por la puerta baja, se sent al borde del camino y tendi la
mano para mendigar.
Olivier recobr el conocimiento detrs de la barricada y recomenz el
combate. Cada pulsacin de sus arterias le hunda un cuchillo en la oreja
izquierda. El interior de su crneo estaba lleno de ruidos fantsticos.
Cuando estallaba una granada crea or Hiroshima. Los llamados de sus
amigos crecan en clamores, y de los cuatro horizontes convergan
toques de rebato hacia su cerebro. La noche violenta zumbaba entre
fragores y torbellinos sonoros y le pareca que su cabeza la contena por
entero.
En los das que siguieron, los estudiantes comenzaron a abandonar poco
a poco la Sorbona. Cada da se alejaban en mayor nmero del viejo
edificio manchado y degradado. Elementos ajenos penetraban y se
instalaban en l, aventureros, vagabundos y algunos policas. Uno de
estos, para engaar, vino con su mujer y sus tres hijos, frazadas,
biberones, un calentador de alcohol, todo un bazar, y se instal bajo sus
techos. Se pretenda desocupado y sin casa. Los estudiantes le
organizaron una colecta en la calle. Pero nadie daba nada. Los
parisienses encontraban que el recreo ya duraba demasiado. Los
obreron haban obtenido aumentos que jams hubiesen osado esperar
un mes antes, y patrones y comerciantes comenzaban a pensar en la
adicin.
El Seor Palairac se pona violeta de furia mientras atenda a sus
clientas. Qu buscaban esos cretinitos presuntuosos que queran
romper todo? Ni ellos mismos lo saban! Pero los sindicatos, esos s que
saban. No haban perdido el norte. Slo tuvieron que esperar de brazos
cruzados, sentados sobre el montn. Y hubo que darles cuanto pedan
para que reanudaran el trabajo ...
Esos imbciles fueron quienes desencadenaron todo eso. Y ahora
quin va a pagar la adicin? No ellos, como siempre.
Por precaucin el seor Palairac comenz a aumentar el precio del lomo,
apenas un poquitito, que no se notara. No aument las carnes inferiores,
las mujeres nunca las quieren. No saben ya hacer un guiso o un buen
puchero; toda su comida ha de estar lista al minuto. Ya no hay ms
cocineras, nada ms que buenas mujeres que slo piensan en ir al cine o
a la peluquera. Qu tiene de extrao entonces que sus cros quieran
tragarlo todo sin mover un dedo? l todava se levantaba a las cuatro de
la maana para ir a los Halles. Y ya no tena veinte aos, sin embargo, ni
cuarenta ... Pero le haban enseado a trabajar a puntapis en el culo. A
los doce aos, cuando termin la escuela ... Y no le preguntaron si
quera ir a la Sorbona! ...
Arrojaba con indignacin el trozo de carne sobre el platillo de la balanza
automtica. La flecha oscilaba, l anotaba la cifra ms alta y arrebataba
el paquete antes de que descendiera. Se olvidaba siempre de quitar un
poco de grasa o de desecho, no gran cosa, apenas unos gramos. A fin
de ao eso sumaba toneladas. En la caja, su mujer se equivocaba al dar
el vuelto. Nunca en su contra. Y no con cualquiera, tampoco. No con las
verdaderas burguesas que cuentan bien sus centavos, sino con las
sirvientitas a las que uno da el vuelto, lo recogen y ni miran. Y con los
hombres, ellos tienen vergenza de contar. A veces alguien se daba
cuenta, entonces se excusaba, perdn, se haba confundido.
Hasta el ltimo da Olivier se neg a creer que haban perdido. Todo
estaba trastornado, bastaba un pequeo empujn ms, asestar un buen
golpe, bastaba que los obreros continuaran la huelga unas semanas, tal
vez slo unos das, y toda la sociedad absurda se iba a desmoronar bajo
el peso de sus propios apetitos.
Pero las fbricas abrieron una tras otra, de nuevo hubo nafta en las
bombas y trenes sobre los rieles. Fue a Flins a animar a los huelguistas
de Renault y all comprendi que todo estaba concluido. No eran ms
que un puado vagando alrededor de la fbrica, corridos por la polica,
mirados desde lejos por los piquetes de obreros indiferentes, si no
hostiles. A punto de ser capturado, acorralado contra la orilla, salt al
agua y atraves el Sena a nado.
Las rutas estaban cerradas y tuvo que cortar camino por los campos. Un
paisano solt su perro en su persecucin. En lugar de huir, Olivier se
arrodill y esper al perro. Era un animal rooso y privado de amor.
Olivier lo recibi con palabras de amistad y le palmote la cabeza. El
perro, loco de felicidad, le puso las dos patas sobre los hombros, sac su
lengua de entre sus pelos y en dos golpes le lami todo el rostro,
despus se puso a brincar alrededor de l ladrando con una voz de
ultrabajo. Olivier se irgui lentamente. La alegra del perro giraba
alrededor de l sin alcanzarlo. Se senta fro como el agua del Sena de la
que acababa de salir.
Penetr en la Sorbona y se encerr en la oficinita. Se qued tendido
sobre una frazada, sin hablar, con los ojos abiertos, mirando en el interior
de s mismo el vaco enorme dejado por el derrumbe de todas sus
esperanzas.
Carlo le trajo de comer, se inquiet al verlo tan sombro, le dijo que nada
se haba perdido, era slo el principio, todo iba a recomenzar. Olivier no
intent ni siquiera discutir. Saba que era el fin. Saba que el mundo
obrero, sin el cual nada poda construirse, era un mundo ajeno que no lo
aceptara jams. Ellos eran productos fracasados de la sociedad
burguesa, los frutos de un rbol demasiado viejo. Ellos mismos haban
llamado a la tempestad que los arranc de las ramas. El rbol morira en
una estacin prxima, pero ellos no maduraran en ninguna parte. No
eran un principio sino un final. El mundo de maana no estara construido
por ellos. Sera un mundo racional, limpio de sentimentalismos vagos, de
misticismos y de ideologas. Ellos haban llevado la guerra a las nubes.
En cambio los obreros haban ganado a ras del suelo la batalla de los
boletines de salarios. En un mundo material, hay que ser materialista.
Era la nica manera de vivir pero eso bastaba para que fuera una razn
para vivir?
Olivier no particip en el ltimo tumulto de la calle Saint-Jacques.
Alrededor de l, en la Sorbona, se saldaban las ltimas cuentas entre los
estudiantes y los policas. Cuando estos ltimos entraron en la oficina
para hacerlo salir, ni siquiera tuvo un reflejo de defensa. El barco se iba a
pique, haba que abandonarlo. Era un naufragio sin gloria en el barro.
Salieron de la Sorbona a la vereda llena de piquetes de policas,
uniformados y de civil. Olivier dijo a Carlo:
-Jams volver aqu.
Carlo lo acompao a lo largo de la calle de Vaugirard y de la calle Saint-
Placide. Amaneca, algunos coches pasaron, rpidos. Un camin de
lechero se detuvo ante una lechera y volvi a arrancar, dejando sobre la
vereda la racin de leche del barrio. Carlo arroj una moneda de un
franco en una caja y tom un envase de cartn. Rompi una punta con
los dientes y bebi a largos tragos, despus tendi a Olivier el recipiente
bicorne.
-Quieres?
Olivier dijo "no" con la cabeza. La leche pura le daba nuseas. Carlo
bebi de nuevo y arroj el recipiente bajo las ruedas de un camin que
hizo correr el resto de su sangre blanca.
-Qu piensas hacer? -pregunt Carlo.
-No s ...
Unos pasos ms adelante, Olivier pregunt a su vez:
-Y t?
-A m solo me falta una materia para recibirme. Voy a dejar ahora?
-Sers profesor?
-Qu quieres que sea?
Olivier no respondi. Se encorv de hombros y puso las manos en los
bolsillos. Tena fros. En ese momento se apercibi que no llevaba su
echarpe. En las peores refriegas tra siempre de no perderlo, porque
saba que eso habra apenado a su abuela. Y, finalmente, se lo haba
simple y llanamente olvidado en la oficinita en lo alto de la escalera.
Imposible regresar. Estaba sobre el respaldo de la silla, tras el escritorio.
Ahora lo recordaba, lo vea. Tuvo un estremecimiento. Le pareci estar
desnudo.
-Tienes para pagar un caf?
-Si -dijo Carlo.
El caf de la esquina de la calle de Cherche-Midi estaba abierto, con
todos sus neones interiores encendidos y aserrn fresco esparcido en el
suelo. En el mostrador, el seor Palairac tomaba su primer vino blanco
de la jornada. Pesaba cerca de cien kilos. Con la edad, haba echado un
poco de vientre, pero lo esencial segua siendo huesos y carne. Todava
no haba comenzado a trabajar, su uniforme blanco estaba inmaculado.
El pesado mandil sobre la cadera derecha lo envolva como una coraza.
Conoca bien a Olivier, lo haba visto crecer. Incluso se poda decir que lo
haba alimentado. Por supuesto, la abuela pagaba los biftecks, pero de
todos modos er l quien los provea. Desde el bibern! ... Eso le daba el
derecho de decirle lo que pensaba a ese mocoso! Lo vio entrar con su
compaero y lo apostrof cuando pasaron ante l.
-Hola! As que termin la jarana?
Olivier se detuvo, lo mir, luego se volvi sin responder y fue a acodarse
al mostrador. Carlo lo sigui.
-Dos exprs -dijo Carlo.
-As que ni siquiera se contesta? -dijo el seor Palirac- Tal vez ya no
tengo ni el derecho de hablar? Ni el derecho de respirar? Soy
demasiado viejo? Bueno slo para reventar? Y tu abuela que se
amargue la sangre despus de semanas que no te ha visto? Qu
reviente tambin! Es una vieja! Eso te tiene sin cuidado! Pones la casa
patas para arriba, haces un burdel con todo y despus te vienes con las
manos en los bolsillos a tomarte tranquilamente un cafecito. Lindo
mundo!
Olivier pareca no orlo. Miraba la taza que el mozo posaba ante l, ech
dos terrones de azcar, meta la cucharilla, revolva ... El seor Palairac
tom su vaso de vino blanco y bebi un trago. El vinito moscatel del
patrn. Bueno ... Dej su vaso y se volvi de nuevo hacia Olivier.
-Y qu ganaste con eso, eh? Todo el mundo sac su tajada menos
ustedes! Los obreros, los funcionarios se hicieron sacar las castaas del
fuego con ustedes. Ustedes son los cornudos!
Ahora Olivier lo miraba con una mirada mineral, el rostro sin expresin,
los ojos inmviles. Estaba como una estatua, como un insecto. Plairac
sinti una especie de miedo y se encoleriz para sacudirse lo inslito,
para volver al mundo ordinario de los hombres ordinarios.
-Quin va a pagar la cuenta ahora, eh? Quin va ir al recaudador de
impuestos? Ustedes no, por supuesto, montn de basuras!
La evocacin de la hoja de impuestos lo pona violeta de furor. Levant
su enorme mano de carnicero como para tomar el impulso de una
bofetada.
-Si fuera tu padre, te iba a ensear! ...
Fue el gesto de amenaza o la palabra "padre" lo que desencaden la
respuesta de Olivier? Quiz la reunin de ambas cosas. Sali como un
relmpago de su inmovilidad, arrebat del mostrador el recipiente de
aluminio que contena los terrones de azcar y con el mismo impulso lo
estrell contra la cara del carnicero. La tapa trasparente se rompi, una
arista lastim la mejilla del seor Palairac que se puso a aullar,
retrocedi, tropez con un cajn de botellas vacas de Cinzano que
esperaban la llegada del recolector de envases, y cay hacia atrs en
medio de una lluvia de terrones de azcar. Sus cien kilos aterrizaron
sobre el juke-box que choc contra la vidriera de Cherche-Midi. El cristal
se desplom en puados de luz sobre el seor Palairac tendido entre el
aserrn. El juke-box se enciendi y un disco se coloc en su sitio. Olivier
agarr un banco y lo lanz por sobre el mostrador a las estanterias de
botellas. Levant una silla por el respaldo y comenz a golpear todo. La
haca girar por encima de su cabeza como un cicln y golpeaba cuanto
poda alcanzar. Tena los ojos llenos de lgrimas y slo vea formas
vagas y colores confusos cotra los que descargaba sus golpes. El mozo,
acurrucado tras el mostrador entre los vidrios rotos y las bebidas
derramadas, intent alcanzar el telfono. Un golpe de la silla hizo volar el
aparato hasta la maquina de caf. Un chorro de vapor salt hasta el
techo. Carlo gritaba:
-Basta, Olivier, basta! Por Dios, basta!
Del juke-box sali la voz de Aznavour. Cantaba:
Qu es el amor?
Qu es el amor?
Qu es el amor? ...
Nadie le responda.
-Pero por qu hiciste eso? Por qu?
Se haba dejado caer sobre una silla de la cocina, no poda ms, miraba
a Olivier levantando un poco la cabeza. De pie ante ella, inmvil, l no
deca nada.
No lo vea desde la muerte de ese probre seor Seigneur. Ninguna
notica, nada. Slo saba que estaba en esos tumultos, en esa locura ...
Ella haba adelgazado tanto ... No se notaba desde afuera, pero se
senta liviana como una caja vaca. Esa maana la radio anunci por fin
que todo haba terminado. Olivier regresara! Y helo ah que volva con
ese horror!
Justo en el momento en que conclua la pesadilla! ... Todo
recomenzaba! Y todava peor! ... No era justo, Dios Mo ... No era justo,
ya haba visto demasiado, sufrido demasiado, bien tena derecho, ahora
que estaba vieja y cansada, a esperar un poco de tranquilidad; ni siquiera
peda felicidad sino estar tranquila, estar un poco tranquila ...
-Pero por qu hiciste eso, Dios mo? Por qu hiciste eso?
Olivier movi suavemente la cabeza. Qu hubiera podido explicarle?
Despus de un instante de silencio ella le pregunt con una voz que
apenas osaba dejarse or:
-Crees que ha muerto? ...
Olivier se volvi hacia la mesa donde su caf con leche se enfriaba.
-No s ... No lo creo ... Los tipos como l tienen la vida dura .. Se cort
con un vidrio ...
-Pero por qu hiciste eso? Qu te hizo l? ...
-Escucha, tengo que irme, la polica va a llegar ...
Le hablaba muy dulcemente, tratando de herirla lo menos posible. Se
inclin hacia ella y bes sus cabellos grises.
-Podras darme un poco de dinero?
-Oh, mi pobre chiquito! ...
Se levant de un impulso, sin esfuerzo, se haba tornado tan liviana; fue
hasta su habitacin, abri su armario, tom un libro forrado con un trozo
de papel floreado. Era una agenda del Bon March de 1953. Despleg el
papel del forro. Entre el papel y el cartn era donde ocultaba sus
economas, unos cuantos billetes, de un dbil espesos. Los tom todos,
los dobl en dos y fue a ponerolos en la mano de Olivier.
-Vete, mi pollito, vete pronto antes de que ellos lleguen! Pero adnde
vas a ir? Oh Dios mo, Dios mo! ...
Olivier extendi los billetes, tom uno solo que guard en su bolsillo y
puso los otros sobre la mesa.
-Te lo devolver. Sabes donde est Martine en este momento?
-No -dijo ella-. No s ..., pero no tienes ms que telefonear a su agencia
...
Ambos oyeron al mismo tiempo la seal del coche de la polica cuyo
sonido llegaba ahogado por encima de los patios y los edificios.
-Ah estn! Vete pronto! Escrbeme, no me dejes sin noticias! ...
Lo empujaba hacia la escalera loca de inquietud.
-No me escribas aqu! Pueden vigilar! ... A casa de la seora Seigneur,
28 calle de Grenelle ... Aprate! Oh, Dios mo, ya estn aqu!
El caracteristico pin-pon pin-pon estaba ya muy prximo. Pero no se
detuvo. Pas de largo, se alej, se extingui. Cuando la seora Muret se
dio cuenta de que no haba ms peligro, Olivier haba partido.
Un nio desnudo dorma al borde del mar. Un varoncito dorado como una
espiga de agosto. Una cadenilla de oro rodeaba su tobillo derecho. Sus
cabellos apenas nacientes lucan el color y la ligereza de la seda virgen.
Cada dulce parte de su cuerpo era elstica y plena de posibilidades de
dicha, nicamente de dicha. Era una simiente que va a germinar y va a
convertirse en flor o en rbol, una alegra o una fuerza. O la alegra sobre
la fuerza: un rbol florido.
Estaba tendido sobre el lado derecho. Olivier, detenido junto a l, lo
miraba verticalmente, vea su ojo izquierdo de perfil, cerrado por la franja
de pestaas color de miel, y la manito derecha regordeta, abierta sobre la
arena, con la palma hacia el cielo, como una margarita rosada.
Cont los ptalos: un poco, mucho, apasionadamente, hasta la locura,
nada ...
Nada.
Era cuanto poda esperar, tanto l como los otros, uno, dos, tres, cuatro,
cinco. Nada. La marca universal.
Olivier dio unos pasos ms y se detuvo. Haba llegado.
Seis caballos de Camargue, pintados en toda su superficie con flores y
arabescos sicodlicos, en esos tonos de las cremas heladas, eran
sujetos de la rienda por seis muchachas sofisticadas, vestidas con
tapados de pieles, bajo el gran sol del Mediterrneo. Un sptimo, pintado
solamente con enormes margaritas amarilla, estaba montado por la ms
bella de las muchachas, la nica que tena alrededor de los huesos carne
sabrosa. Llevaba un tapado amplio y corto, hecho de bandas
horizontales de zorro blanco y zorro azul. Su larga peluca estaba
coronada de margaritas blancas.
Animales y meneques componan, sobre un fondo de pinares bajo un
azul impecable, un grupo inslitamente hermoso, ante el cual un
fotgrafo se desplazaba y se agitaba como una mosca a la que hubieran
cortado un ala. Curvado sobre su aparato, apuntaba al universo por
secciones, apoyaba -clic!-, captaba una tajada, corra ms lejos, ms
cerca, a izquierda, a derecha, se arrodillaba, volva a levantarse, gretaba:
-Soura, bendito Dios! Me tienes ese jamelgo, mierda?
Soura, cuyo caballo agitaba la cabeza, respondi mierda con su acento
ingls, acarici al caballo, le pas la mano por los ollares.
-Quiet! Quiet! ... Be quiet! ... You're beatiful!
Clic!
-Quieres apurarte un poco? Una revienta bajo estos aparatos!
Quien protestaba era una pelirroja, de cortos bucles fulgurantes
mechados con tres ramos de hortensias, de un verde que comenzaba a
pasar al rosa desvado. Sus ojos estaban pintados de verde csped
hasta la mitad de las sienes. Con una mano sostena de la brida un
caballo, con la otra cerraba sobre ella un tapado de visn color gallo
cobrizo, bajo el cual estaba desnuda.
-Tu oficio es reventar! Pgate a tu ricura! Y sonre! Un poco de sexo,
buen Dios! Como si fuera tu macho!
Hubo algunas burlas, porque Edith-la-Pelirroja apreciaba poco a los
machos.
-Apesta, este imbcil! -dijo ella-. Huele a caballo!
Se peg al animal y le hizo una sonrisa deslumbrante de perfin, justo
bajo el ojo.
Clic!
Marss supervisaba las operaciones desde le volante de su vehculo, que
no se pareca a nada y al que haba bautizado: Bob. Lo haba hecho
fabricar para desplazarse en su propiedad. Era una especie de dos
tercios de jeep, con un motor elctrico en cada rueda. Pasaba por todas
partes zumbando como una abeja, y poda girar sobre el sitio porque las
cuatro ruedas eras directrices. Tena un asiento ante el volante y otro que
le daba la espalda.
Para que estuviera en armona con su coleccin, a la que estaba
fotografiando para Vogue y Harper's Bazaar, Marss lo haba hecho pintar
la semana anterior color flor-iridcea-aplastada-en-crema. Llevaba un slip
de bao haciendo juego con una mazorca de maz vertical bordada en el
lugar del sexo. Su piel era color cigarro, incluso la de su crneo, que se
distingua bajo la bruma rubia de sus cabellos finos y ralos. Trataba de
mantenerse en forma con la natacin, la equitacin, los masajes, el
sauna, pero su musculatura se borraba cada vez ms, y su espiga de
maz apuntaba bajo una curva que l declaraba debida al agua gaseosa,
aunque beba su whiski siempre puro.
Sentado en el asiento que le daba la espalda, Florent, a quien llamaban
Flo, el modelista creador de la coleccin, se coma las uas de angustia
mirando su obra, y de tanto en tanto pataleaba.
-No est mal eso -dijo Marss-. Tena una voz muy baja, como
desmayada de fatiga.
-No est mal, pero le falta actualidad ...
Flo, trastornado, se volvi hacia l.
-Qu? Qu? Qu? Qu es lo que quieres decir?
-Quiero decir: le falta actualidad -repiti Marss muy apaciblemente-. Con
lo que acaba de pasar en Pars, el estilo florido est completamente fuera
de moda ... Hace dos meses tus caballos pintados hubieran sido
geniales, hoy resultan ms viejos que unas tas viejas ...
-Ooooooh! ...
Flo lanz un largo gemido y salt a tierra.
-Me dices eso a m! A m! ...
-A quin queres que se lo diga? T eres el que piensa, no? Y bien,
piensas con retardo ... Tendras que haber ido a dar una vuelta por las
barricadas ...
El asistente de Flo, un adolescente rubio, de tierno rostro, cuidado de
pies a cabeza como la virgen destinada al sultn, miraba aturdido,
desgarrado, a su desamparado maestro aproximarse vertiginosamente a
la crisis de nervios. Vol en su socorro.
-Si le metieran una bandera roja? -sugiri.
Marss, asombrado, se volvi hacia l.
-... Quiero decir ... a los caballos ... Una bandera roja en el anca ... o dos
o tres, as, un haz ... sobre su gran culo ...
-Perfecto -dijo Marss-. Para que les agarre el jabn a todos mis
compradores americanos ...
De nuevo se volvi hacia Flo.
-Es completamente cretino, tu buen chico ...
-Martine! Qu te pasa? -grit el fotgrafo-. Ests mal?
En el centro del grupo, la muchacha a caballo sobre las margaritas haba
abandonado la pose y, apoyada con las dos manos en el caballo se
volva rotundamente hacia Marss, con la boca semiabierta de
esupefaccin y de miedo. Su tapado abierto descubra un corpio y un
slip minsculos, de puntilla color herrumbre. De golpe se estremeci y,
con las dos manos, se cerr el tapado hasta el cuello.
Marss dio media vuelta en su asiento para mirar detrs de l lo que
miraba Martina. Vio a Olivier. Olivier miraba a Martine.
Marss frunci las cejas, descendi y se aproxim a Olivier.
-Qu hace usted aqu? Esta es una propiedad privada!
-Disclpeme -dijo Olivier sin alterarse-. He venido a ver a Martina.
-Usted la conoce?
-Nos conocemos desde hace mucho, pero nos vemos poco ...
-Quien es usted?
El caballo de Martine lleg al galope y se detuvo en seco. Su grupa
atropell a Marss, que se aferr al parabrisa de Bob. Martine se agach y
tendi una mano hacia Olvier.
-Ven! Sube! No te quedes aqu! Molestas a todo el mundo!
Tir de l hacia arriba; l salt, trep al lomo del caballo-margarita y se
encontr a horcajadas entre Martine y el cuello del animal. Y si miraba
hacia adelante era por puro milagro.
Ella golpe con sus talones desnudos un ptalo del lado derecho, y en el
izquierdo, el corazn de una flor.
El caballo parti al trotecito. Marss, apoyado en Bob, no pronunci una
palabra. Mir alejarse a la joven y al muchacho sobre el animal, cada vez
ms pequeos en la arena de oro. Una arena que le cost muy cara. La
haba hecho traer de una isla del Pacfico. Un carguero lleno. No exista
otra playa tan brillante en todo el mundo occidental.
Dio la vuelta a Bob y se encontr con Flo.
-Hemos terminado por hoy -le dijo-. Trata de encontrar una idea para
maana.
Cuando iba a subir a su vehculo Soura se le acerc. Era delgada como
una espina. Vesta un tapado de cuadros blancos y rojos. Cada cuadro
tena veinte centmetros de lado. Los blancos eran de armio, los rojos
de armio teido. Llevaba puesta una peluca blanca que encuadraba su
rostro maquillado en ocre rojo, atravesado por inmensos ojos verdosos.
Seal con un dedo prolongado por una ua desmesurada hacia el
bucfalo que desapareca en el extremo de la playa, detrs de un montn
de rocas importadas de una altiplanicie de Espaa. Despus coloc su
mano tras la cabeza de Marss apartando el dedo ndice y el del medio en
forma de cuernos.
-You! ... Cornudo! -dijo ella.
-Posible -respondi Marss apaciblemente.
Cien veces ella le haba dicho que no quera que fuera a verla a su
trabajo, le haba prohibido darse a conocer a sus fotgrafos o a sus
relaciones profesionales. Ejerca un oficio terrible. La mercadera que ella
venda era la apariencia de su rostro y de su cuerpo. Durante veinte aos
haba aprendido a hacerlos valer al mximo. Pero haca ms de diez
aos que luchaba cotidianamente contra la edad, para impedirle morder
su carne y su piel. Al precio de un esfuerzo sin desmayo y cada da
mayor, consigui permanecer increblemente ms joven de lo que era.
Eso era la apariencia. A a pesar de todo, el tiempo haba cavado en el
interior de s misma, como en cada ser vivo, sus pequeos tneles, sus
moradas mltiples y minsculas que terminaran, inexorablemente, por
reunirse para constituir la enorme caverna cuyo techo un da se
derrumba. Tena plena conciencia de la fragilidad de su equilibrio. Era lo
que pareca, y lo que pareca poda resultar de golpe siniestramente
diferente. La competencia en su oficio era atroz. Una multitud de
muchachas, delgadas, hambrientas como langostas, peleaban por el
menor clich con una ferocidad salvaje, sin piedad, que el mundo de los
machos no puede imaginar. Si no fuera algo contrario a las costumbres y
reprimido por la ley, cada una de ellas hubiera, con deleite, cortado en
trozos a todas las otras sin cesar de sonrer a los fotgrafos. Si esas
chicas se enteraran de que la joven, la soberbia Martine, tena un hijo de
su edad, aullaran triunfalmente, le inventaran arrugas por doquier,
senos flcidos y nalgas pendientes hasta los talones. En un segundo
sera la vieja, la calva, la desdentada, la fsil.
La pisotearan a muerte y arrojaran su cadver al tacho de la basura.
-Son tan cochinas como dices? - pregunt Olivier.
-Cochinas? D ms bien cocodrilos ... Y peores an ... Al lado de ellas
los cocodrilos son gatitos ... En fin, has venido ... Lo importante es que no
se sepa quin eres.
No le guardaba rencor. Jams tuvo rencor a nadie, ni siquiera a la vida
que le haba jugado sin embargo algunas malas pasadas. Ya olvidado el
primer susto, estaba feliz de tener a su hijo entre sus brazos. Sostena
las riendas con los brazos tendidos a ambos flancos de Olivier. El caballo
marchaba al paso, en diez centmetros de agua, paralelo a la playa.
Cada una de sus pisadas haca brotar del mar un haz de luz, que
salpicaba los pies desnudos de Martine y los zapatos desvencijados de
Olivier. Este ltimo tena calor. Haba puesto su blusn atravesado sobre
el cuello del caballo, El tapado de Martine se abri y sus brazos y los
paos del tapado encuadraban a Olivier y lo estrechaban contra ella
como en el fondo de un nido.
Senta el cuerpo de su muchacho contra el suyo como no lo haba
sentido nunca, ni siquiera cuando l era pequeo. Pesaba sobre su
pecho; a travs de la camisa empapada en sudor, senta la piel de su
espalda contra la piel desnuda de su vientre y reciba el olor de su
transpiracin mezclado al olor del caballo, cuyo ancho lomo le abra las
piernas como para un parto. El sol le quemaba el rostro bajo los afeites y
la baaba bajo las pieles con un sudor que se mezclaba al de su hijo. l
estaba mojado de ella, como si acabara de salir de ella, con los pies an
en su vientre.
Martine nunca haba conocido eso. No haba querido sufrir y dio a luz con
anestesia. Al despertar se encontr con que era madre de una pequea
cosa fea y gesticulante, a la cual no haba arrojado fuera de ella con
todas las fuerzas de su carne para deslizarla hacia la vida, y a la que no
haba recibido, pequea larva tan atrozmente arrancada de ella, en el
abrigo inmediato de sus brazos, sobre el vientre agotado, en el calor de
su amor inagotable. l haba nacido sin ella, mientras ella no estaba ah.
Cuando volvi en s le dijeron "es un varn", y le mostraron una mueca
embutida en un pao blanco. Los haban presentado el un al otro como a
dos extraos destinados a cohabitar durante un viaje del cual se ignoraba
la duracin y el destino. Ella volvi a dormirse, aliviada de que aquello
hubiese terminado, ya que el acontecimiento era inevitable,
decepcionada de haber hecho algo tan miserablemente feo.
A l lo acostaron en una sbana spera y desinfectada. Sigui llorando,
volviendo a izquierda y derecha su muequita tibia an embebida de las
aguas interiores, buscando con una desesperacin de ahogado algo que
fuera una boya hacia la vida, algo clido en el mundo helado, algo tierno
y dulce en ese mundo desgarrador, una fuente en ese mundo reseco.
Pero lo que buscaba sin conocerlo no lo encontrara jams. Su madre
dorma. Le haban ceido los senos con una especie de corpio de tela
dura muy apretado, para cortarle la leche. Al vido prvulo que
gesticulaba le pusieron en la boca un objeto blando, de un olor muerto y
que contena un lquido indiferente. Lo rechaz con clera, apartando su
pequeo rostro arrugado, apretando sus labios hasta que un grito de
rabia se los abri. Entonces le introdujeron el bibern, el agua azucarada
corri sobre su lengua, a la que un reflejo venido desde la eternidad la
acondicion para tragar y las hizo pegarse al caucho. Haba cesado de
llorar, haba bebido, estaba dormido.
Estaban sentados bajo un pino parasol cuya sombra y perfume llegaban
al mar.
El caballo, enervado por la pintura que le pegaba los pelos, se revolcaba
en el agua, con las patas al aire. Se levant de un salto, resopl, relinch
de placer, y parti al trotecito hacia el csped y los canteros de flores
tentadoras, los flancos chorreando margaritas derretidas.
Martine se haba quitado la peluca y el tapado. Despus de todo, estaban
en el Medioda y entre slip y corpio y bikini, qu diferencia? Realmente
haca mucho calor ... Ella recoga largas agujas de pino y las trenzaba
maquinalmente mientras escuchaba a Olivier justificar su llegada y darle
explicaciones. Cuando se tienen chicos hay que esperar contratiempos
un da u otro. De golpe tuvo una ola de temor y le hizo la misma pregunta
que la abuela_
-Por lo menos no lo habrs matado?
Olivier dio la misma respuesta. Ella hizo un gesto de indolencia.
-Aplastarn todo eso ... Y seguramente habr una amnista ... Slo tienes
que descansar algn tiempo en la costa, despus, podrs volver a Pars
...
l respondi tranquilamente:
-Jams.
-Jams?
Estaba asombrada y un poco irritada. Qu es lo que buscaba todava?
-Los carniceros! Los policas! Los profesores! Los sindicatos!Los
pcaros! Los hijos de puta! Estoy harto! Me las pico!
-No sabes -dijo ella con prudencia- que adonde quieras que vayas
encontrars una buena cosecha de hijos de puta y de sinvergenzas?
-Posible, pero no quiero seguir siendo el cretino y el cornudo en medio de
ellos ... T me conoces ... En fin, no s ... quiz me conozcas, quiz ...
pero sabes que no miento jams ...
-Lo s ...
-No puedo mentir ... no puedo ... Aunque me cortaran la cabeza no
podra ... La abuela me ense eso ... Me deca: "La mentira es
repugnante". Y cuando le menta, as fuera una insignificancia, en vez de
castigarme me miraba como si yo hubiera sido un pedazo de tripa
podrida. Me evitaba en el departamento, se mantena apartada de m,
cuando yo entraba en una pieza se iba a la otra pegndose a las paredes
para estar ms lejos, tapndose la nariz; me bastaba ver su cara para
saber que yo apestaba. Y cuando me arrojaba hacia ella para pedirle
perdn, tenda los brazos para mantenerme apartado y me deca:
"Primero ve a lavarte. Jabnate! Y cepllate fuerte!
Martine sonrea, un poco enternecida. Dulcemente dijo:
-Es un personaje la abuela ...!
-Ha envejecido mucho -dijo Olivier-. Piensa en ella cuando yo me vaya,
ve a verla, no la dejes demasiado tiempo sola.
-Irte? Adnde quieres irte?
-Escucha ... Todo este bla-bla sobre la mentira era para decirte que soy
como la abuela: no puedo soportar la mentira, apesta, me hace vomitar
... Y toda la sociedad de ustedes no es nada ms que una montaa de
mentiras, una montaa de carroas podridas poblada por lombrices. Los
polticos mienten! Todos! De la derecha a la izquierda! Los curas
mienten! Los sabios mienten! Los comerciantes mienten! Los
escritores mientes! Los profesores vomitan todas las mentiras que han
tragado cuando eran alumnos. Hasta las muchachas y los muchachos de
mi edad mienten, porque si se vieran como son caeran muertos. Cre
que se iba a poder cambiar todo, te juro! Lo cre! Pens que se podran
barrer todas las lombrices con un lanzallamas y recomenzar una
sociedad con hombre y mujeres libres! Verdaderos! Con el amor y la
verdad! Lo cre, te juro! ...
-Ests completamente loco -dijo Martine-. La verdad? Qu verdad?
Hay que acomodarse bien, si se quiere vivir ...
-No es indispensable vivir -dijo Olivier.
-Oh! -exclam Martine-. Las grandes frases! ... Y dnde esperas
encontrar un rincn sin mentira?
-En ninguna parte -dijo Olivier-. S que eso no existe. Pero conozco un
lugar donde puedo conseguir un montn de dinero! Voy a ir a buscarlo y
voy a sembrarlo para recoger un montn an ms grande. Ser ms
arrivista y sin escrpulos que el peor desalmado! Y sin dejar de decir la
verdad. Eso har reventar un montn de lombrices alrededor de m. Y
cuando sea millonario aullar la verdad tan fuerte que el mundo tendr
que cambiar o reventar.
-Me haces morir de risa con tu verdad -dijo Martine-. Qu es lo que
quieres decir? Eso no existe! ...
-S, existe! -dijo Olivier-. Y es muy simple ... Es lo contrario de la mentira.
Sentado en Bob, disimulado a medias tras el tronco de un tilo florido
donde zumbaba un pueblo de abejas, Marss observaba con unos
gemelos a Martine y Olivier. Vio a Martine retroceder un poco para
adosarse al tronco rosa del pino, despus pasar su brazo sobre los
hombros del muchacho y atraerlo dulcemente hacia ella hasta que estuvo
tendido largo a largo, con la cabeza posada sobre sus muslos. Vea
moverse los labios de uno y otro y rabiaba por no or palabra de lo que
decan.
-Mi niito grandote -dijo Martine-: dnde piensas hallar tu montn de
dinero? Vamos, es lindo: "tu-montn-de-dinero". Recuerdas que cuando
eras pequeo te contaba "un montn de arroz, un montn de ratas, el
montn de arroz tent al montn de ratas, el montn de ratas prob,
palp el montn de arroz"? ...(En el idioma original, el cuento es un
trabalenguas: "un-tas-de-riz, un-tas-de-rats, le-tas-de-riz-tenta-le-tas-de-
rats, le-tas-de-rats-tent-tata-le-tas-de-riz".)
-Nunca me contaste eso! dijo Olivier-. Fue la abuela ...
Martine suspir.
-Crees t?
-Estoy seguro.
-Quiz fuera as ... Tambin a m me lo contaba cuando era una chiquilla,
me fascinaba.
Olivier se sinti invadido por una ola de ternura. Vea desde abajo hacia
arriba el rostro de su madre, con los agujeros de la nariz entre los
grandes ojos pintados de azul hasta los cabellos ... Pareca una jovencita
que hubiera jugado con los lpices de maquillaje de su madre.
-Eres bella -dijo l. Ms bella que todas esas putas. Por qu les temes?
Ella le acarici con dulzura la frente, echando hacia atrs los pequeos
bucles de sus cabellos hmedos de sudor. Casi no lo reconoci con los
cabellos cortos. l mismo se los haba cortado antes de abandonar Pars,
por la polica. Estaba ms hermoso as, ms duro, ms hombre.
-Eres gentil -dijo ella-, pero tonto ... Sera diez veces ms bella si tuviera
siempre ... Ya vez, ni siquiera me atrevo a confesarme mi edad a m
misma en voz alta, ni siquiera me atrevo a pensarla ... Para las chicas de
veinte aos, si la supieran, yo sera slo una vieja carcaza ... Como uno
de esos viejos autos que se ven a veces al borde de la ruta, en la zanja,
desvencijados, a los que les han arrancado las ruedas, el motor, los
asientos, hasta el retrovisor ... Slo aptos para convertirse en un montn
de herrumbre.
Rechaz el horror del cuadro, invocando todo su optimismo.
-Bueno ... no ser para maana. Y el montn de dinero? Eso me
interesa! De dnde vas a sacarlo?
Olivier escupi una amarga aguja de pino que estaba mordisqueando.
-Muy simple, de los bolsillos de tu marido!
-Tu padre?
-Parece serlo, por lo menos ...
-Qu dices ...? Desvergonzado!
-Perdname ... Quera decir que parece que tengo un padre, en alguna
parte del mundo ...
-Ni siquiera s dnde est ...
-Yo s lo s ...
Marss estaba cada vez ms furioso de no or nada. De qu podan
hablar? Quin era ese pequeo gigol? Esas chicas son todas iguales,
en cuanto un joven se presenta con su hociquito fresco y su sexo duro,
se vuelven locas! Su vientre es slo una aspiradora! ...
Por reflejo, al pensar en el joven hinch el pecho y subi el abdomen.
Traspiraba, se senta viejo, feo y blando. Era un error masoquista debido
a su descomunal fortuna. No crea que le fuera posible ser -no amado, el
amor dejmoslo a las lectoras de France-Dimanche- pero al menos
deseado, o incluso soportado agradablemente por una mujer. Pensaba
que todas ellas queran nicamente las migajas de sus millones. No se
equivocaba. Salvo en lo concerniente a Martine. sta era una chica de
buen corazn, senta por l un gran afecto, y mucho placer en compartir
su lecho. Tena un rostro de hombre del Norte, de lneas definidas, y un
gran cuerpo slido, un poco pesado, pero hermoso. A ella le gustaba
acariciarlo, posar la cabeza sobre el cofre de su pecho, despus de
hacer balancearse sobre ella todo ese gran peso, que se tornaba
entonces dulce, violento, ligero y clido como el de una bestia salvaje un
poco cansada. Si llegara a perderlo, sin duda no slo sentira fastidio,
porque l era la seguridad, el puerto bien abrigado en el que haba
amarrado, sino que tambin tendra mucha pena. Verdaderamente. Y su
temor, era de que l se enterara de su edad ms que las chicas. Estaba
segura de que experimentara inmediatamente un reflejo de rechazo,
quizs hasta de repulsin. Tena bastante aficin por las chiquilinas ...
Sin creer de manera absoluta en el afecto de Martine, Marss senta
confusamente que ella no era como las otras. Tena el ojo menos
polarizado por las vidrieras de las joyeras, a veces pasaban momentos
muy unidos, tendidos al sol o a la sombra, sin deseos, sin clculos,
silenciosos; contentos slo de estar juntos. Antes de tener a Martine
cerca de l, jams haba conocido tal abandono, siempre desconfiado,
hasta entre las sbanas. A causa de eso y de ciertas alegras
espontneamente compartidas, de ciertas risas en las que se fundan
juntos, su relacin con ella duraba ms que lo que ninguna otra haba
durado, incluso con muchachas ms bellas. Por tal motivo, la brusca
aparicin de ese joven granuja y la imagen en su catalejo de su intimidad
con Martine, le mordan interiormente el pecho con una especie de rabia
del corazn que jams haba conocido antes.
-Pero qu es lo que pueden contarse? Y la manosea tambin!
De golpe record que haba, en alguna parte, un micrfono direccional,
sper amplificador, largo como un telescopio, con el cual poda orse
zumbar una mosca a ms de un kilmetro. Pis a fondo el arranque, Bob
hizo un torbellino alrededor del rbol y trep hacia la villa. El micrfono
debera estar en alguna parte, en algn placard.
-He ledo un artculo sobre l en Adam -dijo Olivier-. Una decena de
pginas con fotos en colores. Est en Katmand, en el Nepal. Organiza
caceras de tigres para los millonarios ...
-Nepal? Dnde queda eso?
-En el norte de la India, justo al pie del Himalaya. Tambin los lleva a
cazar el yeti!
-Qu tipo! -dijo Martine con un poco de nostalgia.
-Hay sherpas, montones de elefantes, jeeps, camiones, es toda una
empresa en gran escala, una verdadera fbrica. Dan la tarifa de su hotel
en la selva. Solamente el hotel:80 dlares por da por persona!
Cuntos francos son?
-Ms de cuarenta mil! ...
Caramba!
-Con los elefantes, los jeeps, los ojeadores, todo el bazar te das cuenta
lo que ha de ganar?
-Oh! Lo que debe meterse en el bolsillo! -exclam Martine-. Y decir que
jams me ha dado un centavo, el muy cochino!
Experimentaba ms bien admiracin que amargura. Olivier lo percibi y
pregunt:
-Lo amas todava?
-Cmo se te ocurre? Era un rico tipo... Nos entendamos bien, ramos
jvenes los dos ... Sobre todo yo! No nos cuidbamos mucho ...
Entonces llegaste t ... Ya sabes cmo son las cosas, primero no se cree
... Parece imposible ... En las novelas y en el cine hacen el amor sin
descanso y las chicas jams quedan embarazadas ... A todos los
novelistas que escriben esos infundios y a los directores deberan
hacerles subvencionar a las madres solteras. No te imaginas cuntas
chiquilinas se clavan por culpa de ellos! El amor, el amor, y nunca nios!
Linda cosa los libros! Los idiotas! Y no exista la pldora en aquella
poca. Yo no quise abortar. l tampoco quera que lo hiciera, por otra
parte. No intent plantarme. Era honesto y me dijo: "Nos casamos para
que tenga un nombre, y despus de que nazca nos divorciamos. Toda la
culpa es ma, te pasar una pensin para educar al cro y cada uno sigue
libre. De acuerdo?" Yo asent. De todos modos era divertido, no era
serio. No era un marido ...
Olivier se levant sobre un codo. Pregunt:
-Cunto tiempo te pas esa pensin? ...
-Seis meses, quizs un poco ms ... A ver? ... De todos modos, menos
de un aos, de eso estoy segura ... Despus parti para Madagascar.
Aos despus recib una tarjeta de Navidad desde Venezuela y ahora
est ... Dnde dices que est?
-En Nepal.
-Vaya! Ir a semejantes lugares perdidos es muy propio de l!
-Por qu no lo perseguiste ante los tribunales?
-Primero haba que pescarlo! Y despus cmo iba a hacer encarcelar a
tu padre?
Lo que no agreg, porque ni ella misma se daba cuenta de ello, es que le
haba parecido muy natural que l la olvidara, como ella lo haba
olvidado. Era una historia sin importancia, como un juego de chicos.
Jams hay que quedarse prisionero ni en el infierno ni en el paraso. Se
salta por encima y se vuelve a caer sobre sus pies.
Ahora Olivier acababa de hablarle de l, recordaba y se enterneca, no
demasiado, un poco, porque aquello era tan lejano y ella era tan joven ...
-No has sido muy amable -dijo ella-. Debiste haberme trado esa revista
... Ha cambiado mucho?
-Parece ms joven que en las fotos del lbum de la abuela. Es verdad
que en la revista est en colores ... Haba un gran retrato a toda pgina,
sobre un elefante, con una especie de atuendo de caza como un
uniforme, lleno de galones dorados, la cabeza desnuda, un fusil en la
mano, sonriendo con dientes muy blancos ... Pareca el hijo de un rey!
-S -suspir Martine-. Era hermoso ...
Hablando del hijo de rey que era su padre, Olivier haba bajado la voz
como cuando se trata de contar un sueo. Un padre tan hermoso, tan
joven, sobre un elefante, en un pas fabuloso ...
Apret los dientes y record su viejo rencor.
-Con slo el precio de su fusil la abuela podra vivir tres aos! -dijo-. La
pensin juro que va a pagarla! Y con los intereses! He sacado las
cuentas. Con los intereses son treinta millones!
-Qu? -dijo Martine-. Ests loco?
-No. He redondeado un poco, pero no mucho ...
-Vaya ... vaya ...
Estaba azorada. El dinero le pasaba por entre las manos y jams le
quedaba nada. Hacer sumas, lo que reciba o no reciba, era tan ajeno a
sus posibilidades mentales como a las de una flor de manzano.
-Voy a encontrarlo -dijo Olivier-. Le presentar la factura y te enviar la
mitad con un Cadillac.
-Tonto! -dijo Martine-. No te quedar nada!
Los dos se echaron a rer. l la bes y se tendi de nuevo con la cabeza
sobre el dulce almohadn clido de los muslos maternales.
-No te preocupes -dijo l-. Me quedar bastante para empezar. Ir al
Canad o al Brasil. Para hacerse rico slo hace falta tener un pequeo
capital para arrancar, y no pensar ms que en la plata, en la plata, en la
plata. Ya que slo la plata es la que cuenta!
-Grandote! -dijo ella-. Y para llegar hasta tu padre, quin te pagar el
viaje?
l volvi un poco el rostro hacia la cabeza de su madre, frunci algo los
prpados, porque una brizna de sol cay sobre uno de sus ojos a travs
de las ramas de los pinos.
-T -respondi con inocencia.
Ella sonri y sacudi la cabeza.
-Yo! Lo dices tan naturalmente! Eso ha de costar por lo menos un milln
... De dnde quieres que lo saque?
-No es tanto, pero es poco ms o menos lo que necesito para estar
tranquilo. Conoces a alguien que te tenga confianza? Es un prstamo a
corto plazo. Proponle el diez por ciento de inters en tres semanas ...
Ella suspir ...
-T sabes tanto como yo de negocios ... Crees que la gente presta una
cantidad semejante sin garanta? ... Qu lindo ests! Si te vieras ...
l tena rastros de su maquillaje por todos lados, como si ella se hubiese
fundido sobre el al abrazarlo. Blanco, azul, verde, un trazo de rojo sobre
la sien derecha ...
-Pareces un payaso! Tienes un pauelo?
Olivier no respondi. Se enjug el rostro con la mano, mezclando y
extendiendo los colores.
Ella extendi su brazo hacia el blusn colocado cerca del tapado. Hurg
en los bolsillos, sac un pauelo y se puso a limpiar cuidadosamente el
rostro de Olivier, que cerraba los ojos y se abandonaba a la dulzura de la
caricia, del calor del medioda entre el olor de los pinos, de la voz
maternal tan deseada desde su nacimiento, tan raramente oda.
Su madre le hablaba dulcemente, gravemente, apenas ms fuerte que el
calmo ruido del mar.
-Millones o no de veras quieres ver a tu padre?
Olivier reabri los ojos, pareci absorber la pregunta con su piel, esperar
que llegara hasta lo ms profundo de s mismo para dejar luego remontar
la respuesta hasta sus labios, sin levantar la voz.
-Quiero hacerle pagar ...
-Quieres verlo?
Todava hubo un silencio, despus respondi dulcemente:
-S.
Ella arroj el pauelo mojado de sudor y de arco iris.
-Bueno ... creo que encontrar el dinero para el viaje.
l sonri sin abrir los ojos.
-Gracias...
Martine pos de nuevo sus manos sobre los bucles que orlaban esa
frente terca, esa frente tan joven, los acarici suavemente, con uno y otro
dedo. Eran como de seda. Y de su cuerpo naci solo, sin que ella se
diera cuenta, el movimiento instintivo de acunar al nio posado sobre la
madre. Sus muslos iniciaron un dulce vaivn, hamacando la cabeza del
hombre-nio al fin recobrado.
Haca calor. Tres cigarras vibraban en el olivar prximo. Las agujas de
los pinos quemadas por el sol exhalaban un olor a resina. Olivier, con los
ojos cerrados, se dejaba mecer por el lento balanceo que apenas haca
oscilar su cabeza abandonada. Senta el olor del pino, el olor de las
cremas de belleza, el olor de la orilla de agua salada que se secaba
sobre la arena en el extremo lmite del mar dormido, el olor maravilloso y
calmo compuesto de todos esos olores y del olor clido de su madre, el
olor de la felicidad nica, incomparable, de un nio que vuelve a dormirse
sobre la carne donde despert.
-Los molesto? -pregunt Marss.-
Olivier se levant de un salto.
-No se vaya, se lo ruego!
De pie, a unos pasos de ellos, inmvil, Marss sonrea. Haba dejado a
Bob un poco ms lejos, aproximndose a pie con muchas precauciones.
Haba encontrado el famoso micrfono y, desde lo alto de la colina, lo
haba apuntado hacia la pareja, con el casco metido hasta las orejas.
Escuch truenos y rugidos, el crujir de la tierra y el derrumbe de los
cielos, y a una gaviota bramar como un elefante. Se arranc el casco
justo antes de que le estallaran los tmpanos hasta el fondo del crneo.
Arroj aquella basura sobre la hierba. Trucos de profesionales, siempre!
Imposible servirse de ellos sin pagar todo un equipo! Con aportes de
seguro social, caja de jubilaciones y vacaciones pagas! Siempre pagar!
Siempre! Un montn de tipos que necesitan ser cuatro para girar los tres
botones de un cachivache cualquiera. Mierda!
Entonces descendi de Bob y recobr la vieja tctica de aproximarse a
paso de lobo y tender la oreja. No pudo or nada. Pero haba visto.
Martine se levant a su vez.
-No se escapa! ya ... no tiene por qu escaparse!
-Si nos presentaras?...
-El seor Marss ... Olivier ...
-Olivier qu?
Vivamente invent un nombre antes de que Olivier tuviera tiempo de
responder.
-Olivier Bourdin.
Record demasiado tarde que se era el apellido de su masajista: Alice
Bourdin. Pero quiz Marss no lo conociese. Todo el mundo la llamaba
por su nombre: Alice ... Alice ...
Marss no tendi la mano a Olivier y Olivier miraba a Marss con la
amabilidad de un perro listo a morder.
Marss le sonri.
-Esta noche doy una fiestita en la villa -dijo- y tendra un gran placer que
aceptara ser de los nuestros.
Sin darle tiempo a responder se volvi hacia Martine:
-Nos van a faltar hombres ...
Y se alej a pasos indolentes y pesados, como un oso al que nada urge y
a quien nada puede asustar.
-Tienes que ir! -dijo Martine en voz baja.
-No tengo el menor deseo -dijo Olivier.
Marss, que estaba ya a treinta metros, se volvi y grit:
-Me fastidiara mucho que no viniera! Convncelo, Martine!
La villa de Marss tena a la vez algo de claustro y de palacio florentino. l
mismo esboz el plano general, que un arquitecto italiano haba
detallado. Era ante todo un jardn mediterrneo, sabiamente salvaje,
plantado de cipreses y de macizos de plantas espesas que se colmaban
de calor y de luz durante las horas del sol, y a la noche exhalaban bajo
chorros de agua intermitentes. Estatuas del mundo antiguo, entre las
ms hermosas, compradas o robadas, exponan, a las luces amorosas
del sol o de la luna que las acariciaban desde milenios, su belleza a
veces mutilada, ms resaltante as, torso sin brazo, nariz rota, sonrisa,
dicha, belleza, despus de treinta siglos y por cuntos an?
Las flores y hierbas que slo buscan el calor violento se arrastraban
sobre las piedras secas, calcinndose y abrindose en volutas de colores
y olores.
La villa, de una sola planta, rodeaba el jardn por tres lados, con arcadas
sombras y frescas que formaban una especie de galera de una pesadez
un poco romana. Las habitaciones se abran directamente sobre la
galeria, con puertas tan anchas como las arcadas. Presionando un botn
podan cerrarse las puertas, sea con un pesado cristal, sea con una
sucesin de cortinas cada vez ms espesas. Pero en general, los
huspedes de Marss preferan no interponer obstculos entre ellos y la
increble mezcla de perfumes del jardn nocturno.
El cuarto lado del jardn se hallaba en parte cerrado por una construccin
cuyo techo, cubierto de tomillo y abundantes plantas floridas, se elevaba
a la altura de un hombre tras una piscina con paredes de mosaico de oro.
La piscina y el edificio se hundan juntos en tres pisos subterrneos. Del
lado opuesto a los jardines la colina descenda con una pendiente
bastante pronunciada y las habitaciones de la casa abran hacia all
ventanas de formas imprevistas, entre rocas, matorrales, races de olivo
y pinos verdes. Se entraba a cada piso por una puerta color tierra o
guijarro.
El piso alto comprenda la sala de pequeos juegos, billares elctricos,
flechitas, tiro al blanco, todos los entretenimientos posibles y bares con
heladeras en todos los huecos de las paredes. La piscina se prolongaba
hasta el interior, de manera que se poda pasar de afuera a adentro, y
viceverza, zambullndose bajo la pared de mosaico de oro. En la parte
baja, la pared interior de la piscina era de vidrio, hasta el nivel del primer
piso, ocupado por las habitaciones de Marss y sus dependencias. Todas
las paredes de la casa eran curvas e irregulares, como los abrigos
naturales de los animales: nidos, madrigueras, cavernas. Cuando se
penetraba all por primera vez, asombraba encontrarse tan
extraordinariamente bien, y entonces se comprenda lo que hay de
artificial y mostruoso en la lnea recta, que convierte a las casas de los
hombres en mquinas de herir. Para reposar, para dormir, para amar,
para ser feliz, el hombre tiene necesidad de acurrucarse. No puede
hacerlo contra un ngulo o un muro vertical. Necesita un hueco. Incluso
aunque se encuentre en el fondo de un lecho o de un silln, su mirada
rebota como una bala de una superficie plana a otra, se desgarra en
todos los ngulos, se corta en las aristas, no reposa jams. Sus casas
condenan a los hombres a permanecer tensos, hostiles, a agitarse, a
salir. No pueden en ningn lugar, en ningn tiempo, hacer su agujero
para estar all en paz.
Entre los juegos y el piso personal de Marss, se situaba el piso de los
placeres. Grandes divanes curvos siguiendo la forma de los muros,
estereofnicos con discos de danza, de jazz, de msica clsica y de
gemidos de mujer haciendo el amor, cine que iba de Laurel y Hardy a
pelculas mucho ms ntimas, proyectores fijos de flores, de formas, de
colores, que transformaban las paredes curvas en horizontes extraos de
los que surgan, a veces, inesperados, un pene gigantesco en todo su
esplendor o un sexo de mujer escarlata abierto a dos manos. Tanto el
uno como el otro, en general, hacan rer.
Sven, Jane y Harold durmieron durante las horas de calor ms agobiante
a la sombra de la ltima choza de una aldea, una sombra estrecha y que
giraba. De pronto se despertaban porque el sol les morda los pies o el
rostro. Hasta donde la vista alcanzaba, no se vea un rbol en todo el
horizonte.
Los habitantes de la choza los invitaron, con gestos, a pasar al interior,
donde haca ms fresco. Pero el olor que haba all era atroz. Sonriendo
y saludando con las manos juntas les hicieron comprender que preferan
permanecer afuera. Al ponerse el sol consiguieron comprar un poco de
arroz cocido y tres huevos, antes de continuar la marcha. Tragaron los
huevos crudos. No era una aldea muy pobre, porque poda vender tres
huevos y tres puados de arroz. Pero no lo bastante rica sin embargo
para alimentar a sus gallinas, que vivan slo de insectos, de briznas de
hierba seca, de polvo. Sus huevos eran del tamao de un huevo de
faisn.
Despus de haber andado parte de la noche, llegaron al borde de una
pequea laguna alrededor de la cual se alzaban las chozas en ruinas de
una antigua aldea cuyos habitantes haban sido desalojados por los
monos. Atrados por el lugar con agua, los simios se instalaron primero
sobre los techos, luego proliferaron, robaron las provisiones de los
paisanos, devoraron cuanto poda ser comido y ensuciaron o destruyeron
el resto.
Los aldeanos, a quienes su religin prohiba defenderse contra los
monos matndolos o hirindolos, o aun asustndolos, tuvieron que
cederles su lugar y marcharse. Fundaron otra aldea, en medio del polvo,
sin agua, lo bastante lejos como para que los monos encontraran
demasiado largo el camino para ir a robarles los alimentos. Las mujeres
de la nueva aldea iban a buscar agua a la charca, con un gran cntaro,
porque la distancia de ida y vuelta de de ms de veinte kilmetros y no
podan recorrerlos dos veces por da.
Al llegar Jane y sus dos compaeros encontraron una pequea
comunidad de hippies que vivan en alguna cabaas con los monos,
contra los cuales se defendan mejor que los indios, pero sin violencia.
Con el techo de paja de una choza derrumbada acababan de encender
una pequea fogata al borde del agua. La mantenan brizna a brizna.
Algunos dorman con el rostro cubierto de mosquitos, insensibilizados por
la marihuana. Un pequeo grupo reunido alrededor del fuego minsculo
discuta con cortas frases, en un semisilencio, acerca de msica, del
amor, de Dios, de nada. Se apretaron un poco para agrandar el crculo y
hacer lugar a los recin llegados.
Apenas se sent, Harold comenz a darse bofetadas en las mejillas y en
la frente.
-Porqueras! -exclam- Imposible quedarnos aqu! Vamos a pescarnos
la malaria!
Su vecina, sonriendo, le tendi un cigarrillo.
-Smoke!... They don't like it.
Sven tosa un poco.
Jane se envolvi la cara en muchas vueltas de una tela muy fina que
haba comprado por una monedita en un mercado. Al resplandor
intermitente del fuego semejaba una extraa flor un poco maciza, o un
pimpollo hinchado a punto de abrirse. Se protegi las manos y las
muecas con un poco de fando reogido al borde de la charca.
Sven no era pasto de los mosquitos. Jams lo atacaban a l. Pos su
guitarra sobre las rodillas.
-El amor! El amor! -dijo un muchacho que vena de Pars-. Ustedes me
dan risa. Qu es el amor? El deseo de acostarse y nada ms.
Sven hizo sonar dulcemente una serie de acordes. Una familia de monos
instalados en un techo se puso a chillar contra la msica. Despun se
call. En el silencio slo qued el fino tejido entrecruzado del vuelo de los
mosquitos.
-Voy a contar una historia de amor -dijo Sven.
"En la primavera un ruiseor se posa sobre un cerezo.
"El cerezo dice al ruiseor:
"-Abre tus yemas, florece conmigo.
"El ruiseor dice al cerezo:
"-Abre tus alas, vuela conmigo ...".
-Todas las palmas que se juntas son parecidas -dijo el muchacho que
vena de Pars-, tienen que concordar. Cacerola-caballo, pescado-ratn,
dedo del pie-bigud, y cada cual piensa que va a hacerlo entrar al otro en
su juego.
Sven, todava con ms dulzura, lanz otro acorde que hizo callar hasta a
los mosquitos. Dijo:
-Cuento el fin de la historia.
"Entonces el ruiseor abri sus brotes y floreci. Y el cerezo abri sus
alas y vol llevando al ruiseor".
El muchacho que vena de Pars no haba comprendido bien y pregunt:
-Que es eso? Una fbula?
-Es el amor -dijo Sven.
En medio del zumbar de los mosquitos que volva a orse, quienes an
eran capaces de pensar soaban, vagamente, maravillados, incrdulos,
en la potencia de un amor que daba a un rbol el poder de transformar
en alas sus races.
Sven desgranaba una pequea meloda, algunas notas, siempre las
mismas. Dijo:
-Es raro ...
Luego, despus de un poco de msica, insisti:
-Con Dios, es tambin raro ... Es la misma cosa ...
Luego de la frase que Marss le haba lanzado desde treinta metros,
Martine qued un instante en suspenso, mirando en la direccin de
donde an llegaba el ruido de sus pasos. Por fin le dijo a Olivier en voz
baja:
-Es preciso que vayas! No puedes dejar de hacerlo, de lo contrario,
sabe Dios qu va a pensar! ...
-Y a quin le importa lo que piense? -respondi Olivier malhumorado.
-Eres idiota? Se trata de mi patrn no? ... Escucha, a medianoche, te
quedars slo un momentito, luego dirs que te sientes cansado y te vas
... De acuerdo?
l lleg a las doce y cuarto.
A lo largo de la avenida que suba hacia la villa, lmparas disimuladas
entre los macizos guiaban discretamente los pasos hacia la puerta del
segundo piso. Olivier la empuj y entr. Se hall en lo alto de unos
escalones de piedra que descendan hacia el piso de techa. La voz de
una cantante negra sollozaba un blue alcoholizado. Algunas parejas
bailaban lentamente. Otras, tendidas sobre los divanes, se adormecan,
se besaban o se acariciaban sin gran conviccin. En medio de la
habitacin una columna de estuco rosado estaba rodeada por un bar
redondo en el que cada uno poda servirse. Olivier pens que todo
aquello era siniestro y que se ira lo ms pronto posible. Cerca de la
pared transparente de la piscina, un pequeo grupo rea, rodeando a un
hombre con los ojos vendados que trataba de reconocer a una chica
inmvil pasndole las manos sobre el rostro. En el grupo se encontraba
Marss. Tena un vaso en la mano izquierda y su brazo derecho sobre los
hombros de Martine.
Al verlos, Olivier, que estaba a punto de descender los peldaos, se
detuvo bruscamente y apret los puos. El cerdo!
-Oh! The baby! -grit una voz cerca de l.
Soura, tendida sobre un tapiz, al pie de la escalera, junto a un vaso y una
botella de whisti, se levant, subi rpidamente hacia Olivier y le pas el
brazo alrededor del cuello.
-I love you, darling! You're beatiful!... Kiss me!...
Vesta una minifalda de plstico multicolor bajo la cual, muy visiblemente,
no llevaba nada. Era ms pequea que l y estaba un escaln ms
abajo. Se puso en puntas de pies para tratar de besarlo en la boca, pero
no lo alcanz. l la miraba desde arriba como si ella hubiera sido un
maniqu de madera prendido de l, molesto.
Ahora el hombre de los ojos vendados palpaba a la muchacha que emita
pequeas risitas.
-Cllate! -dijo Marss-. Te res como una estpida. Va a reconocerte!
-Pero me hace cosquillas!
La chica se mordi los labios y ahog su risa. Pero sin duda el hombre
jams la haba odo hablar o rerse.
-No la conozco -dijo con tono afligido.
Pos una mano sobre un muslo de la muchacha y comenz a subirla
levantndole la pollera.
-Eres idiota! -le dijo Marss-. Por donde vas todas son iguales!
El pequeo grupo se ech a rer. El hombre, despechado, estrech a la
chica entre sus brazos y la bes en la boca. Ella le devolvi largamente
su beso. l se desprendi y exclam triunfante:
-Es Muriel!
Marss le quit la venda.
-Bravo! Es tuya!
El hombre alz a Muriel y la llev hacia una habitacin.
-You're not a good baby -chill Soura-. Kiss me!... Kiss me!...
Martine se volvi y vio a Soura colgada del cuello de Olivier. Fue
rpidamente hacia la escalera, cogi a Soura por los hombros y la
arranc de su lado.
-Djalo en paz)
Soura, lanzada de nuevo sobre el tapiz, respondi con injurias en ingls.
Martine tom la mano a Olivier y lo condujo hasta Marss. ste, sonriente,
vena a su encuentro. Al pasar dej sobre el bar su vaso vaco y tom
otro lleno. En la otra mano tena la venda del gallo ciego.
Dos horas antes, en su pieza, ella le haba pedido un milln en prstamo.
Lo necesitaba con urgencia.
-Conozco tu necesidad... Se llama Olivier.
Silencio de Martine.
-Es para l?
-Te lo devolver en unas semanas!... Te ofrece el diez por ciento de
inters!
Marzz estall de risa.
-Diez por ciento por llenar los bolsillos de tu gigol! Es lo ms divertido
que he odo nunca!
Ella protest violentamente.
-Tengo edad para mantener un gigol?... Me has mirado? Es un
amigo, eso es todo... Es para hacer un viaje. Debe ir a buscar una gruesa
suma que le deben y no tiene el dinero del pasaje.
-Y esa gruesa suma, no pueden envirsela? Los cheques se mandan
por correo... Basta con una estampilla. No hay necesidad de un milln.
-Eso es imposible. Pero no te lo puedo explicar.
Marss estaba tendido, completamente desnudo sobre la sbana de seda
prpura. La otra sbana verde crudo yaca al pie de la cama. Martine,
cubierta con una ligera bata, se maquillaba ante el tocador.
Él se levant y fue a pararse detrs de ella. La mir por el
espejo.
-Jrame que no es nada para ti y te dar el fajo.
Martine lo vio, oscuro, macizo, detrs de ella, dominante, exigente, y
comprendi que a su manera l la amaba, tanto como era capaz de amar
dentro de su universal desconfianza. Se sinti presa de pnico ante la
idea de perderlo. Pero no poda jurar que Olivier no era "nada" para ella.
Era su hijo...
Era demasiado supersticiosa como para hacer un falso juramento, aun
cruzando los dedos bajo la mesa del tocador.
-No me gusta jurar, bien lo sabes... Tienes confianza o no?
-Jura o veta a...
Ella se levant y tom la ofensiva.
-Eres innoble!... Me ir!
Se quit la bata para vestirse. Marss la mir. era muy bella. Jams se
cansaba de mirarla y de amarla. No hubiera querido perderla, pero
tampoco quera ser engaado.
Ella se visti lentamente, aunque finga apurarse, a la espera de que l lo
lamentara, la retuviera. Pero Marss segua de pie, mudo, sin quitarle los
ojos, inmvil y desnudo como la estatua de un Hrcules en retiro y un
poco demasiado alimentado.
Los ojos de Martine se llenaron de lgrimas. En el instante en que crey
todo perdido encontr la inspiracin. Se plant ante Marss, levant la
cabeza y lo mir a los ojos.
-Quieres que jure?
-S.
-Y si te juro una mentira?
-Te conozco: no lo hars.
-Bien sabes que si me obligas a jurar, algo va a romperse entre
nosotros... Si no tienes confianza en m, ya nunca ser igual.
Él dijo:
-Jura.
-Bueno... puesto que lo quieres... Te juro que jams hubo nada entre
nosotros y que jams habr nada... Te basta?
Marss frunci un poco las cejas. Daba vueltas en su cabeza el giro de la
frmula, a la vez ambigua y precisa.
En parte lo tranquilizaba, pero velaba la verdad en lugar de revelrsela.
Y despus de todo, tal vez ella era capaz de jurar una mentira a pesar de
sus supersticiones infantiles. Necesitaba encontrar una prueba,
saber. Saber
-Est bien -dijo l.
-Me das el milln?
-Ya veremos... Ms tarde...
Cuatro peces enormes descendieron en la piscina. Uno todo de oro,
esfrico, con ojos azules grandes como platos; otro negro y puntiagudo,
agudo como un pual; otro rojo, en forma de caracol, cuernos luminosos;
otro celeste, todo en velos, manchado con grandes motas naranja. Los
peces se abrieron y de su interior salieron cuatro soberbias muchachas
desnudas que nadaron hasta la pared trasparente, enviaron besos a los
invitados de Marss, dieron una voltereta con un acorde perfecto, y
pegaron sus traseros al muro de vidrio.
Olivier, con las mandbulas crispadas, se preguntaba en qu estercolero
haba puesto los pies.
-No hagas caso -le dijo Martine-. No es nada. A esas chicas les importa
un cuerno lo que hacen. Eso u otra cosa.
Marss lleg junto a ellos. Sonrea con un dejo de ferocidad. Sus dientes
blancos, bien cuidados, estaban tan nuevos como a los veinte aos.
-Bueno... -dijo l-. Aqu est la juventud. Sed?
Le tendi el vaso de whiski. Olivier, como desafo, lo tom. Pero de
costumbre slo beba jugos de frutas.
-A usted le toca jugar ahora -dijo Marss-. La muchacha que reconozca
con sus manos ser suya toda la noche.
Subi al escaln detrs de Olivier e intent colocarle el pauelo de seda
sobre los ojos. Martine se lo arrebat.
-Djalo tranquilo! No le gustan esas cosas.
-Qu es lo que no le gusta? -pregunt Marss en alta voz-. Tocar a las
mujeres? No le agrada eso? Prefiere los varones?
-Eres innoble! -dijo Martine.
Los invitados miraban a Olivier riendo. Y las muchachas rean ms fuerte
que los hombres. Olivier miraba a unos y a otros, ese pequeo mundo de
inmundicias del que vagamente haba odo hablar, pero del que no poda
creer, en la pureza de su corazn, que existiera realmente.
Alz su vaso y se volvi hacia Marss para arrojrselo al rostro.
-Por favor! -suplic Martine.
Se volvi hacia ella y vio su rostro trgico, extenuado bajo los afeites. En
un segundo imagin todo lo que ella haba debido aceptar, por l, para
hacer de l lo que era ahora, un muchacho nuevo, de buena salud moral
y fsica, puro, exigente y duro. Evidentemente no fueron slo los
cuidados de la abuela los que bastaron para llevarlo adnde haba
llegado. Fu tambin, sobre todo, el sacrificio de su madre. En realidad
no hubo de parte de Martine ningn sacrificio. Ella amaba su oficio, su
ambiente. Todo cuanto pasaba alrededor de ella le pareca habitual,
trivial. Y su rostro ansioso no expresaba ms que el terror de perder a
Marss.
Olivier pens en su padre, maharaj sobre un elefante, y una bilis de odio
le subi a la garganta. Llev el vaso a sus labios y lo vaci.
Despus tendi la mano hacia el pauelo que tena su madre.
Siete muchachas desnudas descendieron a la piscina y compusieron
combinaciones amorosas. No era fcil mantenerse en el fondo en esas
posiciones absurdas, fingiendo placer. Pero era un deporte. Se
entrenaban todos los das.
La asistencia form crculo en torno de Olivier. Aquello haba comenzado
de una manera tonta, y de pronto tornse excitante. Qu es lo que ese
canalla de Marss tena en la cabeza? Primero arroj en brazos de Olivier
a Judith, una morena de cabellos cortados muy cortos, como virutas.
-Cmo quieren que las reconozca -pregunt Olivier-. Si nunca las
conoc!
-D simplemente "rubia" o "morena". Basta con eso para ti.
Dos parejas permanecan sobre el divn del fondo, verde crudo, bajo la
ventana en forma de huevo tras la cual un proyector iluminaba un pino
desmelenado. Intentaban dar un poco de inters a esa velada tan
aburrida como tantas otras, haciendo cambios y descubrimientos entre
ellos, sin sorpresas, para acabar por convertirse en un carteto muy
pronto extenuado y sin nimos.
El whiski inhabitual llenaba a Olivier de euforia, le musitaba en las orejas
una cancin de placer, exaltaba los impulsos de su cuerpo joven. La
chica a quien palpaba estaba bien hecha, sus senos desnudos bajo su
ropa ligera se excitaban al contacto de su mano. Se pregunt: rubia o
morena? Era jugar a cara o seca... Subi las manos hacia el rostro, toc
con la punta de los dedos las mejillas redondas, la nariz, las orejas
minsculas, los cabellos rizados...
-Morena! -dijo al fin.
Hubo algunos bravos. La chica sonri, Olivier le gustaba.
-No! -dijo Marss-. Es rubia!
Puso su mano sobre la boca de la chica que empezaba a protestar y la
tiro sobre un divn.
-No ests acostumbrado -dijo Marss-. Tienes derecho a una prueba
ms... A ver, otra!...
Mir en torno, fingiendo buscar. Olivier esperaba con las manos
levantadas, los dedos un poco apartados, como un ciego que an no
hubiera adquirido el hbito de serlo. Marss se decidi. Toc en el
hombreo a Edith-la-Pelirroja, que tuvo un sobresalto de rechazo.
-Esta! -exclam.
Marss se ech a rer.
-No te dice nada saborear un lindo machito? Bueno, bueno, bueno...
Otra!
Tom bruscamente a Martine por los dos hombros y la empuj delante
de Olivier.
-Esta! Rubia o morena?...
Martine sinti que la sangre se le helaba en el cuerpo y su corazn se
puso a golpear, enloquecido, para poner de nuevo en marcha la
circulacin bloqueada... Un silencio asombrado se produjo en el saln.
Qu tramaba ese maldito de Marss? Saban que su estilo no era
compartir las mujeres ni lo dems. Olivier sonri, alz las dos manos y
las pos sobre los cabellos de Martine.
-As no -dijo Marss-. Por los cabellos es demasiado fcil. Desciende...
Olivier dej caer su mano izquierda y con la punta de los dedos de su
mano derecha tante ligeramente ese rostro que no crea conocer. Sigui
las finas cejas, toc un instante los prpados que se cerraron, acarici
las mejillas un poco hundidas, sigui con el pulgar y el ndice la corta
lnea de la nariz y lleg a la boca. Los labios estaban hmedos y
temblaban un poco. Introdujo su ndice horizontal entre los labios
hmedos y los entreabri. No reconoca nada. Sonrea. Martine se
esforzaba pra no desvanecerse. Oleadas heladas y ardientes llegaban
hasta su rostro. Su nariz y sus cejas se crubran de gotas de sudor.
-Y -dijo Marss- rubia o morena?
-No s -contest Olivier.
-Quiz ms abajo la conozcas mejor. Busca...
Martine estaba vestida con un modelo de Paco Rabane, parecido al de
Soura, de placas de plstico doradas.
-El vestido te incomoda -dijo Marss.
Apart los breteles y el vestido cay a los pies de Martine con un leve
ruido de monedas.
Las manos de Olivier, que descendan hacia los hombros, se detuvieron
bruscamente. Slo haba visto dos vestidos que podan hacer ese ruido.
El de Soura y el de... De quin?... De golpe su memoria se rehusaba
responderle. No haba ningn rostro encima de ese vestido. Rubia?
Morena? Whiski... Jams beba... Dos vestidos, quiz tres, quiz
muchos... No haba visto todo... Vestidos, montones de vestidos...
La punta de sus dedos temblaba.
-Vamos! -dijo Marss-. Te has dormido?
Olivier puso sus manos sobre los hombros desnudos.
Martine se contrajo, rgida como una piedra.
-Ms bajo! -dijo Marss-. Busca!
Desprendi en la espalda el corpio de Martine, tir de l y lo arroj
lejos.
Ya nadie deca nada. Nadie oa gemir siquiera a la negra del
estereofnico, que estaba en su quincuagsima desgracia.
Olivier trat de recordar el rostro sobre el cual acababa de pasar el
extremo de sus dedos. Las cejas, la nariz, la boca... No saba, no haba
reconocido nada. Deba ser Soura, u otra cualquiera, no importa cul.
La mano derecha de Olivier se desliz desde el hombro hacia el cuello y
descendi entre los senos. Se detuvo un instante. Marss miraba con ojos
feroces, un ngulo de la boca levantado. Lentamente, la mano de Olivier
se desprendi de la piel tibia, hmeda de terror y de emocin, se ahuec
en forma de copa y fue a envolver el seno izquierdo sin tocarlo. Su mano
se crisp, cerr el puo, volvi a abrirlo...
Ante los ojos de Martine, el rostro de Olivier, con la raya negra del
pauelo, se agrandaba, llenaba la pieza, el universo entero. La mano de
Olivier se aproximaba lentamente...
De pronto le pareci sentir que un rayo lo tocaba. En el centro de su
mano, en el punto perfecto ms sensible, un vrtice de carne dura se
haba posado y cavaba un abismo de hielo y de fuego.
Martine cay como un andrajo, desvanecida o muerta.
Soura se arranc su vestido, se peg contra Olivier, le tom las manos y
las coloc sobre sus senos-pastillas gritando:
-It's me, darling! I love you! You're beatiful! Kiss me, darling! Teke
me!... Olivier llev la mano a la cabeza para quitarse el pauelo. Vacil
un segundo, despus dej caer la mano y dijo:
-Condceme.
Un leve ruido lo despert. No saba lo que era. Estaba cansado pero se
senta bien. Escuch sin abrir los ojos. Slo el silencio, el sedante ruido
de los chorros de agua de de algunos grillos. Muy lejos, pero de veras
muy lejos, el apagado jadear de un barco de pesca. Y despus aquello
recomenz. Un ligero suspiro de mujer que llegaba desde afuera por el
ventanal abierto, y que pareca colmar la noche.
Olivier abri los ojos y se sent. Estaba acostado sobre un lecho ancho y
bajo, con sbanas de grandes flores violetas estampadas. A su lado,
desnuda, Soura dorma sobre el vientre, drogada de whiski y de amor.
Sus pequos muslos duros parecan los de un muchacho. Olivier desliz
sus manos sobre ellos con una caricia y sonri. Ella no se movi.
De nuevo hubo en el aire ese suspiro que pareca venir del cielo, y que
se prolong.
Olivier dej de sonreir, se levant y se visti. En un nicho de la pared,
cerca del velador, estaba colocada una linterna de pesca submarina,
forrada en caucho. La tom y sali a la galera que daba la vuelta al
jardn.
Un grillo, que cantaba muy prximo, se call.
El crculo luminoso de la linterna preceda a Olivier. Penetr en la
habitacin vecina. Sobre la piel que cubra el piso ilumin un par de
sandalias de mujer doradas, junto a la mquina del fotgrafo. Sali.
Una mujer pas detrs de Olivier en la oscuridad, cantando en voz muy
baja una cancin en alemn, tierna y triste, una cancin que esperaba y
peda lo imposible.
El crculo luminoso entr en la pieza siguiente e ilumin la cama. Una
muchacha morena, con los ojos cerrados, los brazos cruzados en lo alto,
bajo su cabeza, dorma. Sobre su pecho desnudo, la cabellera roja de
Edith, como un fuego abandonado. La linterna se apart del lecho para
iluminar, en un rincn del cuarto, un gran canasto de ropa blanca lleno de
pedazos de seda multicolores.
Olivier sali y de nuevo ese suspiro que pareca llegar de todos lados y
que se prolong en una breve rfaga, el comienzo de la alegra profunda
del amor.
Olivier comprendi. Haba, diseminados en el jardn, altopartlantes que
difundan un disco.
O quizs no fuera un disco...
Adivin en la oscuridad una especie de fantasma y alz su linterna.
Ilumin un caballo blanco con grandes flores celestes, que dorma de pie
junto a una fuente. Tras l, un chorro de agua ascenda y se deshaca en
perlas en el haz de luz.
Un ligero golpe de viento tibio mezcl los perfumes del tomillo, del
romero, de los cipreses y de los pimenteros y los volc en una bocanada
suave y espesa alrededor de Olivier.
La mujer, ahora, ya no se detena. Era algo lento y profundo que llegaba
desde el fondo del vientre y suba hasta las estrellas.
No era un disco...
Olivier se dirigi a grandes pasos hacia el fondo del jardn. Los grillos se
callaban a su paso y detrs de l. Al este, el borde del cielo comenz a
teirse de un rosado plido, revelando la lnea curva del mar.
La mujer que cantaba dulcemente la cancin alemana estaba sentada
sobre el tapiz de innumerables flores que rodeaban a ras del suelo el
cuadrante solar. Era rubia, grande y fuerte, de carne muy blanca. Haba
dejado que la edad la alcanzara y la aventajara un poco. Cuando estuvo
desnuda se tendi enteramente sobre las flores multicolores al pie del
cuadrante solar, y sus senos pesados se desparramaron a ambos lados
de su torso. Cantaba siempre y esperaba, con las manos apoyadas
sobre la frescura de las flores abiertas.
En la noche los colores de las flores no tenan color, y el tiempo slo
recomenzara cuando el sol posara sus dedos sobre el cuadrante
dormido, para despertarlo.
Sobre una estrecha franja de csped, al pie de los bambes y del Apolo
con los brazos rotos, el modelista y su asistente dorman lado a lado,
hermticamente vestidos, tomados de la mano. La lmpara de Olivier
pas sobre sus rostros sin despertarlos.
Olivier corri a lo largo de la piscina, baj el sendero, lleg a la puerta del
segundo piso. Empuj. Estaba abierta. La sala del gallo ciego se hallaba
desierta y en desorden, ola a alcohol derramado y a perfumes rancios.
El grito de la mujer no le llegaba ahora desde los altoparlantes sino del
interior de la casa, discreto, ntimo, ms grave an y ms ardiente.
Abrio otras puertas, descendi una escalera y surgio en la habitacin de
Marss.
A la cabecera del lecho una mesita china negra sostena una lmpara
con una pantalla roja. Iluminaba el cuerpo macizo y oscuro de Marss
tendido desnudo sobre el cuerpo dorado, de Martine.
Martine tena los ojos abiertos y el rostro vuelto hacia la puerta, pero no
vea nada. No vio entrar a Olivier. Gir la cabeza hacia el otro lado,
despus al otro, y su boca casi cerrada dejaba escapar ese canto de
dicha que ella no oa, que era el de su carne penetrada, habitada,
removida, trasmutada, liberada de su condicin de carne, de sus
dimensiones y sus lmites. Un mar de dicha dulcemente balanceado.
Marss tena una mancha de vello sobre los riones. Olivier cogi otra
mesa china que se encontraba cerca de l, la levant hasta el techo y
golpe justo en ese lugar. Marss aull. Olivier lo agarr del cuello y lo
arranc del vientre de su madre. Marss cay a tierra de espaldas: Olivier
lo golpe con el pie, salvajemente, en la cabeza, en el vientre, en todas
partes, hasta que se call.
El modelista y su asistente se haban despertado y sentado, sin dejarse
las manos.
-Qu pasa? -pregunt el joven aterrorizado.
-No es nada... Debe estar hacindose azotar... Es un puerco! -dijo el
modelista.
Nada ms se oy.
-No te alarmes, mi pichn.
Llev sus labios a la mano delicada del joven, bes los dedos
maravillosos y volvi a tenderse sobre la hierba.
Martine, precipitada del paraso al infierno, miraba con ojos de horror a
Olivier, inclinado sobre Marss innime. Lentamente Olivier se irgui y la
mir. Entonces ella se dio cuenta de que estaba desnuda. Vanamente
intent tirar hacia s una punta de la sbana para esconderse, no
comprenda nada, era espantoso, iba a volverse loca, cruz los brazos
sobre su pecho, apret las rodillas, aquello no era posible, no era posible.
Los ojos de Olivier eran como los ojos de un animal muerto.
Se dio vuelta y sali.
Un enorme sol rojo sala del horizonte marino. Olivier, de rodillas ante el
mar, se frotaba con agua y arena el pecho, el vientre, la cara. Jadeaba,
temblaba, sollozaba, gritaba, le pareca que jams podra limpiarse la
inmundicia. Se senta apestar hasta en lo ms profundo de s mismo. Se
revolc en las olas, se sumergi, trag agua, escupi, se levant
llorando, se dej caer sobre la arena, con los brazos abiertos y los ojos
en el cielo. Poco a poco la fatiga y el ruido dulce del mar lo calmaron.
Sus sollozos se hicieron menos frecuentes, despus cesaron. De golpe
zozobr en el sueo y se despert con la misma brusquedad. No haba
dormido un minuto. Se levant y volvi a vestirse. A unos pocos metros
dos lanchas estaban amarradas en el muelle privado de Marss. Se dirigi
hacia la ms grande y salt al interior. Haba en el fondo una mscara
para inmersiones, un vestido de mujer rojo, empapado de agua de mar,
un ramo marchito en un balde para champaa vaco, un pantaln de tela
azul, un fusil submarino y su flecha en la cula estaba an ensartado un
gran pesacado cubierto de moscas. Olivier se sirvi del vestido para
recoger el pescado y tirarlo al agua con el fusil. Revis los bolsillos del
pantaln y encontr un encendedor de oro, algunos billetes de cien
francos, monedas y un pauelo. Guard el dinero y el encendedor, arroj
todo el resto al agua, despus larg la amarra y se dirigi hacia el motor.
Saba vagamente como funcionaba. Haba salido muchas veces, en
Saint-Cloud, en la lancha de Vctor, un compaero de la facultad, el hijo
de la gran tienda de lujo Vctor. Record que no lo haba visto en las
barricadas... Algunos minutos ms tarde, la embarcacin navegaba hacia
el sol de levante.
Desembarc en una pequea playa italiana y lleg a Roma haciendo
autostop. Vendi el encendedor, cambi su dinero francs, fue a una
oficina de correos, tom una gua y en vano busc en la E la direccin
que le preocupaba. Cerca de l un romano, redondo de cabeza y
redondo de nalgas, hojeaba otra gua. Olivier le pregunt: -Perdn...
Habla usted francs? El hombre sonri, pronto a servirlo. -Algo... -
Cmo se dice "equipo" en italiano? -Equipo? "Squadra". "La Squadra
Azura!" Eh? La conoce? -No... -No es muy deportista... Se ech a rer.
-Qu es lo que busca? -Los Equipos Internacionales de Solidaridad. S
que tienen una oficina en Roma. El hombre rechaz la gua que
consultaba Olivier. -Ah no est. Espere... Tom otra y se puso a hojearla
rpidamente. Al salir, Olivier compr peridicos franceses y fue a
sentarse a la terraza del Caf de la Colonne, a leerlos. En la tercer
pgina de Paris-Prese, en la seccin de noticias parisienses, se
informaba que el play-boy millonario Anton Marss haba sufrido una cada
en la escalera de su villa despus de una agitada velada, y deba guardar
cama durante muchos das. Manzoni estaba sentado detrs de una
pequea mesa miserable que le serva de escritorio, cubierta de carpetas
y correspondencia esparcida. Haba dos telfonos. Manzoni hablaba por
uno de ellos con pasin, casi salvajemente, haciendo grandes gestos con
el otro brazo. Olivier, de pie ante la mesa del escritorio, lo miraba sin
comprender lo que deca. Slo entenda, de tanto en
tanto, "Commendatore", "Commendatore"... Manzoni era un hombre
pobre, ms bien un hombre que no posea nada, pues todo lo haba dado
a los Equipos, sus bienes y su vida. Tena cincuenta aos, los cabellos
grises y rizados. Era ms bien gordo, porque en Italia los pobres slo
comen spaghetti. Explicaba que carecan de dinero. Los equipos
acababan de abrir una cantina en Calcuta, para servir arroz a los nios,
pero no poda servir ms que seiscientas porciones, y cada maana
hacan cola millares de nios y cada maana eran muchos los que
moran. Necesitaban todava ms dinero! Al otro extremo del hilo, el
Commendatore protestaba. Haba dado ya tanto, y esto y lo otro... Que
Manzoni se dirigiera tambin un poco a los otros! -Y a quin quiere que
me dirija -tron Manzoni- sino a los que dan? Obtuvo una promesa, cort
y se enjug la frente. -Excseme -le dio en francs-. Tengo que
telefonear. Es terrible! Debo buscar por otro lado... Nunca tenemos
bastante! Nunca bastante! As que quiere ir a la India? -S. -Sabe lo
que hacemos all? -S... Manzoni se levant y se aproxim a Olivier para
verlo mejor, y lo tute. -Quin te habl de nosotros? -Un compaero de
Pars. Parti para la India el ao pasado. -Por qu no fuiste a nuestra
oficina de Pars? -Pars me repugna... He abandonado Francia. Ahora
quiero abandonar Europa. Manzoni golpe con el puo sobre la mesa. -
Nosotros no necesitamos tipos sin esperanzas. Nos hacen falta
muchachos entusiastas! Que tengan amor! Y el sentido del sacrificio!
Lo tienes t? -No s -dijo Olivier duramente-. Soy como soy. Usted me
toma o no me toma. Manzoni retrocedi un paso. Puso sus manos de
plano sobre sus caderas y mir a Olivier. El muchacho le pareca de
buena calidad, pero all no poda enviarse a cualquiera. No, no a
cualquiera... Olivier miraba a ese hombrecito redondo y, encima de su
cabeza, un afiche de los equipos que representaba a un nio de color
oscuro, de ojos inmensos, pidiendo a los hombres que le salvaran la
vida. -Cmo se llama tu compaero? -pregunt bruscamente Manzoni. -
Patrick de Vibier. -Patrick! Debiste habrmelo dicho antes! Es un chico
formidable. Mira, est aqu... Manzoni se aproxim al mapa de la India
fijado en la pared, cerca del afiche, y alzndose sobre la punta de los
pies alcanz con dificultad un alfiler de cabeza roja clavado en lo alto de
la carta. -...en Palnah. Hace pozos... Deba permanecer dos aos pero se
enferm, tiene que volver. No contamos con nadie para reemplazarlo...
Carecemos de todo, pero sobre todo de voluntarios! Tantos ragazzi que
podan ir en lugar de vagabundear por las calles. Y ustedes, los
parisienses, creen que no hay nada mejor en el mundo que hacer
barricadas? Gritaba, estaba furioso, cubierto de sudor. De nuevo se
enjug la frente y fue a sentarse detrs de la mesa. -Quieres ir a
reemplazarlo? -Mucho. -Voy a telegrafiarle. Si acepta salir de garante
tuyo, te envo. Conoces nuestras condiciones? -S. -Te comprometes
a permanecer all dos aos? -Lo s... -Trabajars por nada... No vas
all para ganarte la vida... sino para ganar la vida de los otros! -Ya s.
Manzoni golpe con los dos puos en la mesa y se levant de nuevo. -
Nos hace falta plata! Plata! Plata! Abri todas las puertas de la oficina y
grit nombres. Muchachas y muchachos de todas las edades acudieron,
azorados. Empleados benvolos, personas a prueba, todo el personal del
equipo en Roma. Manzoni tom de un estante un montn de cajas para
colectas. Sobre el cuerpo cilndrico de las mismas estaba pegada una
pequea reproduccin del afiche con el nio hambriento. Las distribuy
empujndolos y gritando: Ci vuol danaro!... Necesitamos plata! Vayan a
mendigar! Abandonen todo!... Mendigar! Mendicare! Mendicare!... -T
tambin -le dijo a Olivier, ponindole una caja entre las manos. Los
empuj a todos afuera, volvi a sertarse, se enjug, descolg el telfono
y llam a otros commendatori.
No haba casi nadie en el avin. Olivier estaba sentado a la derecha,
adelante de las alas, junto a la ventanilla. Primero haba mirado el
paisaje, despus se durmi. Cuando despert era de noche. Una estrella
enorme centelleaba en lo que vea del cielo. El cielo era negro. Jams
haba visto una estrella tan grande ni un cielo tan negro. La dulce voz de
la azafata anunci en muchas lenguas que el avin hara una corta
escala tcnica en Bahrein, que los pasajeros no podan dejar el aparato y
que les rogaba ajustarse los cinturones y apagar sus cigarrillos, gracias.
Bahrein. Olivier record. Una isla minscula en el Golfo Prsico.
Atiborrada de petrleo. El avin gir y comenz a descender. La enorme
estrella desapareci. Olivier se abroch el cinturn. Haba encerrado tras
un muro, en su mente, las imgenes de la noche en la villa de Marss. No
quera pensar ms en eso, NO QUERA. Si alguna imagen se escapaba
de la reserva donde las tena acumuladas, comprimidas, prohibidas, y se
presentaba fulgurante a los ojos de su memoria, algo como los garfios de
acero de una cavadora le trituraba el interior del pecho encima del
corazn. Y para hacerla retornar al olvido era preciso un esfuerzo de
voluntad casi muscular, que le tetanizaba las mandbulas y le cubra el
rostro del sudor. Cuando el aparato se detuvo, Olivier dej su asiento y
sali a la pequea plataforma en lo alto de la escalerilla. Lo envolvi un
viento clido, constante, que vena del fondo de la noche, corra sin ruido,
horizontalmente, y espaca un olor saturado de bosta de camello y de
petrleo. Hizo otra escala en Bombay, donde debi cambiar de aparato.
En la estacin del aerdromo volaban cotorras. Pjaros desconocidos
anidaban en los alvolos de los postes de hierro. Un enorme lagarto, con
sus patas estrelladas pegadas a un vidrio, dorma, vientre al sol.
Patrick lo esperaba en el aerdormo siguiente. Cuando le palme el
hombro, Olivier se sobresalt. No lo haba reconocido. Patrick, ya
filiforme en Pars, haba adelgazado ms an. Tena los cabellos
cortados al rape y el tinte de su tez era ahora color cigarro. Anteojos con
montura metlica agrandaban sus ojos de una mirada siempre tan pura y
clara como la de un nio.
Despus de gozar un instante de la confusin de Olivier, Patrick estall
de risa.
-T no has cambiado nada -le dijo.
-Qu te pas?- replic Olivier pasndole la mano sobre el crneo-.
Has comido la semilla de Gandhi?
-Algo as... Tienes equipaje?
Olivier levant su bolso.
-Esto es todo.
-Perfecto. Ser ms rpido en la aduana. Me ocupar de eso. Ve a
presentar tu pasaporte all...
Olivier present su pasaporte a un funcionario de turbante que, al ver su
visa por dos aos, se torn de pronto hostil. Le pregunt en ingls qu
iba a hacer en la India. Olivier no comprendi y le respondi en francs
que no comprenda. Pero el funcionario lo saba. Era uno de esos
occidentales que llegaban para "salvar" a la India con sus consejos, sus
dlares, su moral, su tcnica y su certidumbre de superioridad. El
pasaporte estaba en regla. No poda hacer nada. Le estamp un sello
con un golpe como si le clavara un pual.
Grandes ventiladores como hlices de antiguos aviones adornaban el
techo de la estacin y braceaban muellemente en un aire trrido. Olivier
se dej caer en un silln. Tena demasiado calor, tena sed, tena mala
conciencia, se senta sumamente incmodo. Patrick arrib con su bolso.
-Vamos, de pie, vago! El jeep nos espera afuera. Hay mucho camino
que andar antes de la noche!
Olivier se levant y tom su bolso, Patrick estaba feliz como un hermano
que ha recobrado a su hermano.
-Cuando Roma me telegrafi me dije: imposible, es una broma!
-Casi... -dijo dulcemente Olivier.
-Me hubiese gustado quedarme contigo. Los dos aqu te das cuenta?
Sera formidable. Pero estoy reventado... Las amebas... Quiz la falta de
carne, el calor... No s... Me arrastro, no sirvo para nada... Tengo que
tomarme un respiro por unos meses... Despus nos encontraremos!
Volver!
Le dio una ligera palmada en el hombro a Olivier, ligera como una
caricia.
Llegaron cerca de la puerta. Olivier se detuvo y volvi un poco la cabeza
hacia Patrick. Estaba preocupado.
-Realmente ests mal?
-Poco ms o menos al extremo de mis fuerzas... Esto no es fcil, ya
vers... Pero t eres fuerte.
Olivier baj la cabeza. Cmo decirselo? Despus se ingui y lo mir de
frente, los ojos en los ojos. Hay que decir la verdad. Demasiado haba
mentido desde su llegada a Roma.
-Escucha, esto me fastidia... Pienso que te enviarn algn otro
enseguida... Pero yo no me quedo contigo...
-Qu?... Adnde te envan?...
Patrick estaba consternado, pero sin rebelarse. Conoca la inmensidad
de la tarea emprendida por los Equipos y los lmites irrisorios de sus
medios. Enfrentaban las cosas donde podan, como podan.
-No me envan a ninguna parte -dijo Olivier-. Soy yo el que se va a otro
lado... Voy a Katmand...
-A Katmand? Qu vas a hacer en Katmand?
Patrick no comprenda. Esa historia le pareca absurda.
-Voy a arreglar una cuenta con un sinvergenza. Necesito hacerlo. No
tena dinero y me serv de los Equipos para llegar hasta a qu, y ahora
contino. Eso es todo.
-Te parece que es todo?
-S.
-Me hablas de un sinvergenza... Y t qu crees que eres?
-Soy lo que me han hecho ser! -exclam Olivier furioso-. Ya les
reembolsar su viaje! Es slo un prstamo! No vale la pena hacer de
eso una montaa!
Patrick cerr un instante los ojos, extenuado, y los reabri tratando de
sonrer.
-Disclpame. Bien s que no eres un canalla.
El agotamiento fsico de Patrick, y su indulgencia, y su amistad,
exasperaron a Olivier.
-Aunque fuera un canalla me tendra sin cuidaddo! Y si no los soy,
espero serlo! Adis.
Se ech el bolso al hombro y volvi la espalda a Patrick. En el momento
en que iba a franquear la puerta ste lo llam:
-Olivier!
Olivier se detuvo, irritado. Patrick se le reuni.
-No nos enojemos... Sera idiota... Escucha, Palnah est en tu camino...
Si quieres te llevo en el jeep, te ahorrars los dos tercios del viaje.
Despus puedes hacer el resto un poco a pie, un poco en tren, hasta la
frontera de Nepal...
Puso la mano sobre el hombro de Olivier.
-T tienes tus razones. Lo siento, eso es todo...
Olivier se distendi un poco.
-De acuerdo respecto al jeep. Te lo agradezco.
Por fin logr sonrer y dijo:
-Me hubiera sentado muy mal no pasar un rato contigo...
Cuando el jeep sali de los suburbios de la ciudad para tomar una ruta
del campo, Olivier, plido, cerr los ojos y permaneci un largo rato as.
Bajo sus prpados se desarrollaban de nuevo las imgenes que acababa
de ver, y no poda creer que aquello fuera posible. Sospechaba que
Patrick haba elegido adrede ese itinerario, pero quiz cualquier otro
recorrido le hubiese mostrado las mismas cosas.
Siguieron primero una serie de avenidas suntuosas, increblemente
anchas, bordeadas por inmensos jardines pletricas de follajes y flores,
tras cuya espesura se adivinaban grandes casas bajas ocultas en la
frescura. Era el barrio de las grandes residencias, al que segua el de los
grandes hoteles y el comercio. Mucho espacio, mucho orden. Un calor
trrido caa de un cielo seminublado. Las camisas de los dos muchachos
estaban empapadas de sudor, pero Olivier calculaba que deba haber
una agradable temperatura en todas esas mansiones donde ciertamente
reinaba el aire acondicionado.
Y despus Patrick dej una avenida ya ms estrecha y avanz por una
calle. De golpe fue como entrar en otro mundo. Antes de que Olivier
tuviera realmente tiempo de mirar en torno, el jeep debi detenerse ante
una vaca esqueltica, parada en medio de la calle, inmvil, con la cabeza
colgando. Patrick hizo roncar el motor y toc la bocina. La vaca no se
movi. Pareca que no le quedaba ms vida para llevarla ms lejos,
aunque fuera un centmetro. Y no dejaba lugar para pasar, ni a su
izquierda ni a su derecha.
Al lado de un muro que daba sombra haba hombres, mujeres y nios
amontonados. Estaban sentados o acostados, y los que tenan los ojos
abiertos miraban a Patrick y miraban a Olivier. Y su mirada no expresaba
nada, ni curiosidad ni hostilidad ni simpata, nada ms que una espera
sin fin de algo, de alguien, quiz la amistad, quiz la muerte. sta era la
nica visitante que estaban seguros no faltara. Llegaba a cada instante.
Olivier comprendi con estupor que uno de los hombres que vea tendido
entre los otros, con un pao de su vestimenta recogido sobre su rostro,
estaba muerto. Haba otro, enfrente, acostado en pleno sol, sin fuerzas
suficientes para ir hasta el lado de la sombra, y que esperaba tambin a
la visitante. Slo vesta un msero andrajo alrededor de la cintura, y cada
uno de sus huesos estaba esculpido bajo la piel color tabaco y polvo. No
quedaba suficiente agua en l para que el sol lograra hacerlo traspirar.
Sus ojos estaban cerrados, su boca entreabierta en medio de la barba
gris. Su pecho se alzaba levemente, despus descenda. Olivier miraba
esa jaula de huesos cuando quedaba inmvil y pasaba entonces un
momento atroz, preguntndose si haba llegado el fin o si... Y el pecho,
por una increble obstinacin, se levantaba de nuevo.
La vaca no se mova. Patrick descendi del jeep, busc bajo el asiento,
sac un puado de hierba seca y se lo present a la vaca. Esta lanz
una especie de suspiro y avanz el morro. Patrick retrocedi, la vaca lo
sigui. Cuando hubo dejado sitio bastante para el jeep, Patrick le dio la
hierba.
Continuaron viaje. Olivier no quitaba los ojos del hobre tendido al sol.
Volvi la cabeza para seguir vindolo, hasta que un grupo de chicos se lo
ocult. El grupo de nios lo miraba. Todos los nios lo miraban. Slo vea
ojos de nios, inmensos, que lo miraban con una seriedad terrible, y
esperaban de l... Qu? Qu poda darles? No tena nada, no era
nada, no quera dar nada. Haba decidido estar en adelante del lado de
los quetoman. Apret los dientes, ces de mirar hacia la multitud de la
sombra. Pero el jeep iba lentamente, abrindose camino en la estrecha
calle obstruida por vehculos tirados por hombres flacos o bfalos. Por
segunda vez debi detenerse a la espera de que se deshiciera un nudo
en la interminablemente lenta circulacin.
Un chico desnudo, de cuatro o cinco aos, corri hacia el jeep. Tendi la
mano izquierda para mendigar, pronunciando palabras que Olivier no
comprenda. Y en su brazo derecho mantena contra l una criatura de
algunas semanas, igualmente desnuda, agonizante. Tena un color
amarillo verdoso. Haba cerrado los ojos a un mundo al que no haba
tenido tiempo de conocer, y trataba de aspirar todava un poco de aire,
moviendo la boca de la misma manera que un pescado ya hace mucho
arrojado sobre la arena.
Una nube de polvo envolva al jeep. Grandes rboles desconocidos
bordeaban ambos lados de la mala ruta, y entre los rboles Olivier vea
hasta el horizonte, a su izquierda y a su derecha, el campo reseco, sobre
el cual innumerables aldeas estaban pegadas como costras sobre la piel
de un perro sarnoso.
-No ha llovido desde hace seis meses -dijo Patrick-. Debi haber llovido
despus de la siembra, y no cay una gota... Donde no existan pozos,
no hubo cosecha...
-Y entonces?
-Entonces los que no tienen reservas mueren.
Olivier se encogi de hombros.
-T has tratado de conmoverme hacindome atravesar la ciudad, y ahora
ensayas aqu... pero yo no funciono. Ellos tienen un gobierno! Tienen a
los americanos, la UNESCO!
-S -dijo Patrick dulcemente.
-Si son cien millones a punto de morir de hambre qu puedo hacer yo
contra eso? Qu haces t con tus tres gotas de agua?...
-Incluso una sola gota -dijo Patrick- es mejor que nada...
No haba ms rboles y la ruta era ahora una pista que atravesaba una
tierra agrietada como el fondo de un pantano aspirado por el sol desde
haca interminables veranos. Andaban desde haca horas. Olivier haba
perdido la nocin del tiempo. Le pareca que hubiese llegado por magia o
en una pesadilla a un planeta extrao que acababa de morir con sus
ocupantes.
Pasaron junto a un bullir de buitres dedicados a devorar algo, vaca o
bfalo muerto. No se vea lo que era. Formaban varias capas de espesor
sobre la presa. Los de arriba trataban de llegar hasta la carroa
hundiendo su largo cuello a travs de la masa de los otros. Y todava
llegaban ms an, en vuelo lento y pesado, surgidos al parecer de
ninguna parte.
Atravesaron una aldea miserable, a medias desierta, donde las chozas
de techos de paja se apretaban las unas contra las otras para protegerse
del calor y del mundo. Olivier slo vio mujeres y nios, y viejos ya al fin
de la vida.
-Es un aldea de parias -explic Patrick cuando salieron de ella-. De los
sin casta, de los intocables. Palnah, donde resido ahora, es parecida...
Todos los hombres van a trabajar a una aldea vecina, una aldea rica...
En fin, rica... Quiero decir, una aldea de hombres que tienen una casta,
de hombres que tienen el derecho de considerarse como hombres,
incluso si son de una categora ifnerior. Los parias no son hombres. Los
hacen trabajar como se hace trabajar a los bfalos o a los caballos. Les
dan un poco de alimento para ellos y sus familias, como se da una
brazada de forraje a un buey que ha hecho su trabajo, y se los enva de
nuevo al estable, es decir, a su aldea... Si quieren comer al da siguiente
deben volver a trabajar... Poseen tierras suyas, que el gobierno les ha
donado, pero no tienen tiempo de labrarlas, ni siquiera tiempo para cavar
un pozo... Antes de llegar al agua habran muerto de hambre.
-Son basuras! -protest Olivier-. Qu es lo que esperan para
rebelarse? No tienen mas que prender fuego a todo!
-No se les ocurre siquiera -dijo Patrick-. Slo tienen la idea de que son
parias. Tienen esa idea desde su nacimiento, desde milenios, desde
siempre. Acaso podras convercer a un buey de que es otra cosa que
un buey? De tanto en tanto puede dar una cornada. Pero los parias no
tienen cuernos.
El jeep era una pequea nube de polvo que se desplazaba en el desierto.
Un desierto seco, pero habitado, con aldeas por todas partes, algunas
rodeadas de un poco de vegetacin, la mayor parte ridas hasta el borde
de las chozas. Lo que era increble es que todava pudieran subsistir all
tantos seres vivientes...
-Su revolucin se la hacemos nosotros -dijo Patrick-. Llegamos con el
dinero. Pero no les damos una limosna. Les pagamos para trabajar. Pero
para trabajar para ellos. Cavan sus pozos, cultivan sus tierras, siembran,
recogen. En cuanto tienen bastantes reservas para aguantar hasta la
prxima cosecha, podemos partir, estn salvados. Cuando nosotros
llegamos, eran animales. Cuando los dejamos, son hombres.
Olivier no respondi nada. Estaba abrumado por la fatiga, lo extrao de
todo y el absurdo increble de lo que vea. El polvo le penetraba en la
garganta, cruja entre sus dientes, lo recubra de una capa lunar.
Poco a poco el camino se elevaba sobre el nivel del suelo y el jeep
comenz a rodar en lo alto de un talud, a ms de un metro por encima de
la llanura.
-Aqu -dijo Patrick- cuando no es la sequa es la inundacin. Cada ao
toda esta regin queda sumergida. La ruta apenas aflora entonces. A
veces tambin la tapa el agua.
El sol descenda en el horizonte, pero el calor segua igual. La nube de
polvo comenzaba a teirse de rosa.
-Cuando llegu a Palnah, la gente estaba desnuda. Hay lugares donde la
desnudez es la inocencia. Aquello era slo la desnudez animal. Antes
que nada, los hemos vestido...
Se aproximaban a una aldea donde las chozas se aglomeraban sobre
una especie de cerro, un esbozo de colina que deba ponerlas en parte al
abrigo de las inundaciones.
-Esa es Palnah -dijo Patrick.
Al pie de la aldea haba una especie de embudo de varios metros de
dimetro cavado en la tierra, rodeado por un talud circular, y un camino
que descenda desde lo alto del talud al fondo del embudo. Era el pozo.
No estaba terminado. Slo se acababa de alcanzar la napa de tierra
embebida de abua. Haba hombres que cavaban en el fondo del embudo,
y mujeres paradas todo a lo largo del sendero circular que suba hasta lo
alto. Se pasaban cestos llenos de tierra chorreante, y cuando estos
llegaban arriba otros hombres se apoderaban de ellos y esparcan el
contenido en el exterior del talud. Era una tierra amarilla, arenosa, que
corra con el agua que contena, corra sobre los rostros, sobre los
hombros y los cuerpos de las mujeres, y las mujeres rean de la
bendicin de esa agua al fin salida de la tierra, y de esa tierra que corra
sobre ellas y las maquillaba de oro.
El jeep se detuvo al pie del pozo, perseguido por todos los nios de la
aldea que lo haban visto llegar.
Los hombres y las mujeres que estaban en el pozo interrumpieron su
trabajo, y los que estaban en las chozas salieron, y todos se reunieron
alrededor del auto y los dos hombres color de polvo y de fango.
-Mira -deca Patrick a Olivier, mostrndole el talud circular-, es para
proteger el pozo de la inundacin. Aqu hay que defender el agua del
agua. El agua de la inundacin arrastra los despojos, estircol y
cadveres. Enriquece la tierra, pero pudre los pozos. Hay que impedirle
entrar...
Haba alrededor de ellos un gran silencio atento.
Hombres, mujeres y nios escuchaban esas palabras misteriosas cuyo
significado no entendan.
Patrick se puso de pie en el jeep y salud a la gente de la aldea juntando
las manos delante del pecho e inclinndose hacia ellos, en varias
direcciones. No era un saludo solemne, era un saludo de amistad
acompaado con una sonrisa.
Salt a tierra. Olivier se levant a su vez y vio todos los ojos fijos en l,
los de los hombres, los de las mujeres, los de los nios. No tenan la
misma mirada que los de la ciudad donde los hombres acostados
esperaban la muerte, pero se les parecan: estaban abiertos. Todos los
ojos que vio desde su llegada a la India estabanabiertos. La palabra le
vino de golpe a la mente, en un instante se dio cuenta de que hasta
entonces nunca haba visto ms que ojos cerrados. En Europa, en Para,
incluso los ojos de su abuela, los de su madre - no no no no, no pensar
en su madre- los de sus compaeros, los de las muchachas del subte,
los ojos brillantes excitados de las barricadas, todos los ojos de prpados
abiertos eran ojos cerrados. No deseaban recibir nada ni dar nada.
Estaban blindados como cajas fuertes, infranqueables.
Aqu, del otro lado del mundo, los ojos eran puertas abiertas. Negras.
Hacia las tinieblas del vaco. A la espera de que algo entrase y
encendiera los fuegos de la luz. Quiz el gesto de un amigo. Quiz
solamente una esperanza de Dios al cabo de la eternidad interminable.
Morir, vivir, no pareca que fuera lo importante. Lo importante era recibir
algo y esperar. Y todas las puertas de esos ojos estaban inmensamente
abiertas para recibir ese trazo, esa pizca, ese tomo de esperanza que
deba existir en alguna parte del mundo infinito y que tena el rostro de un
hermando, o de un extrao, o de una flor, o de un dios.
Los ojos abiertos de las mujeres y de los hombres y de los nios que
rodeaban a Olivier tenan algo que faltaba en los ojos de la ciudad.
Haba, en el fondo de sus tinieblas, una pequea llama que brillaba. Ya
no era el vacio. Despus de mis aos de espera alguien haba llegado al
fin y encendido la primer luz. En cada mirada brillaba una lucesita que
esperaba otra. Ya haban recibido, pero esperaban an. Y en cambio se
daban.
Olivier se sinti presa de vrtigo, como al borde de una hendidura sin
fondo abierta en un glaciar. Era a l a quien todos aquellos ojos
esperaban.
-Saldalos, al menos -dijo Patrick-. Les dir que te han enviado a otra
parte y que yo me quedo. No puedo decirles la verdad.
Olivier se sacudi y se golpe para quitarse el polvo, luego salt del
jeep.
-Diles lo que quieras -dijo-. Yo me mando a mudar. Cul es mi camino?
En cuanto puso pie en tierra las mujeres y los hombres juntaron las
manos delante del pecho y se inclinaron ante l con una sonrisa. Los
nios hacan lo mismo y se inclinaban muchas veces seguidas, pero
riendo.
-Saldalos! -dijo Patrick en voz baja-. Ellos no te han hecho nada!
Olivier, torpemente, desconcertado, consciente de ser ridculo y odioso,
imit su gesto, se inclin de derecha, a izquierda, al frente...
-Ests contento ahora? -pregunt furioso-. Cul es mi camino?
-No quieres dormir aqu? Ya va a ser de noche... Te irs maana a la
maana...
-No -dijo Olivier-. Me voy ahora.
Recogi su bolso del jeep y se lo ech al hombro.
-Han preparado una fiestita para su llegada... Qudate al menos esta
noche... Me debes eso, por lo menos...
-Slo debo un dinero! Eso es todo. Ya lo pagar! Si no quieres que me
vaya al azar, indcame la direccin.
Pero el cerco de los aldeanos se haba cerrado alrededor de l y de
Patrick y para irse era necesario atravesarlo, apartar a esas gentes con
las dos manos como a las ramas en una selva donde se ha perdido el
sendero. En qu direccin seguir? El sol se pona a su izquierda. El
norte estaba ante l. Bastaba con avanzar siempre en lnea recta.
Dio un primer paso y la multitud se abri por s misma. Pero se abri
desde el exterior del crculo hasta l. De la aldea llegaba corriendo una
nia que traa algo entre sus manos levantadas a la altura del pecho.
Cuando lleg cerca de Olivier entreg lo que traa al viejo que se
encontraba all, Era un tazn de plstico verde plido, un ridculo artculo
moderno, pero lleno hasta el borde de un agua clara de la cual la nia,
mientras corra, no haba vertido una sola gota.
El viejo se inclin y dio el tazn a Patrick, pronunciando algunas
palabras. Patrick present el tazn a Olivier.
-Te ofrecen lo que tienen de ms precioso -dijo.
Olivier vacil un segundo, despus dej caer su bolso, tom el tazn con
sus dos manos y bebi el contenido hasta la ltima gota cerrando los
ojos de felicidad.
Cuando los reabri, la chiquilla estaba de pie ante l y lo miraba
levantando la cabeza sonriente, dichosa, con ojos grandes como la
noche que caa, y como ella llenos de estrellas.
Olivier tom su bolso y lo arroj al jeep.
-Bueno -dijo-. Me quedo esta noche, pero maana por la maana,
Adis!
-Tu eres libre -dijo Patrick.
Haban encendido un fuego en medio de la plaza de la aldea, una
pequea hoguera, porque la madera era tan rara como el agua, pero
para una fiestita ofrecida a un amigo se sacrifica lo que se posee.
Estaban sentados en tierra todos alrededor, en crculo, y una mujer
cantaba. Un hombre la acompaaba golpeando un pedazo de lea seca
contra un delgado cilindro de madera dura. No exista otro instrumento de
msica en la aldea.
Enfrente de la mujer, del otro lado del fuego, Olivier y Patrick estaban
sentados lado a lado. Olivier sufra en su postura de rana. No saba
sentarse sin asiento. Sus muslos replegados le dolan, y no se atreva a
moverse porque la chica portadora del agua, que haba ido a sentarse
junto a l, sin decir nada, pero sonriendo y mirndolo con sus ojos
inmensos, poco a poco invadida por la fatiga natural en los nios a la
noche, se inclin hacia l, puso la cabeza sobre uno de sus muslos y se
qued dormida.
Por encima del canto de la mujer, que llegaba sordo y velado como una
especie de acompaamiento, la voz de un hombre se elev. El que
hablaba tena una barba casi blanca, miraba a Olivier y haca al hablar
gestos con sus brazos, sus manos y sus dedos, que se apartaban o se
reunan. Era el jefe de la aldea, el anciano a quien la nia haba dado el
agua a fin de que la ofreciera al recin llegado.
-Te agradece haber venido -dijo Patrick en voz baja.
Olivier se encogi de hombros. La niita suspir en su sueo, se movi
un poco, su nuca apoyada sobre el muslo de Olivier, su rostro cerrado y
apacible vuelto hacia lo alto de la noche. Estaba visiblemente
abandonada, en seguridad, feliz.
Patrick sonri al mirarla. Muy dulcemente, mientras el viejo segua
hablando, dijo:
-Se dira que ella te ha adoptado...
Un reflejo de defensa contrajo a Olivier. Sintio que si se quedaba all
unos instantes ms iba a caer en la trampa de esa confianza, de ese
amor, del deseo loco que senta crecer en l de quedarse con esas
gentes y esa nia acurrucada sobre su pierna como un gatito, el deseo
de olvidar sus dolores y sus violencias, y de terminar all su viaje.
Llam en su socorro los recuerdos de mayo, las decepciones, el
enfrentamiento de los egosmos... Y la velada de la villa, con su madre
en su lecho de prpura... Oa su gemido en la noche que ola a ciprs y a
romero. Se tap los odos con las manos, crisp sus ojos cerrados,
sacudi la cabeza de dolor.
Patrick lo miraba, sorprendido e inquieto; se apart ligeramente de l,
con precaucin. No necesitaba decir nada, hacer nada. Acababa de
comprender que haba en su amigo una herida que sangraba y la que l,
sin querer, haba rozado. Toda mano tendida a un desollado no puede
darle ms que dolor. La cura slo puede llegar del interior de uno mismo,
y del tiempo.
Olivier se recobr, mir a los aldeanos a quienes el fuego haca danzar
los rostros. Se le haban vuelto indiferentes como rboles.
Levant el busto de la niita, la hizo girar suavemente y la tendi en el
suelo. Ella no despert.
-Me voy -le dijo a Patrick.
Se levant y sali del crculo luminoso.
El viejo se call bruscamente. Despus la mujer. Todo el mundo miraba
en la direccin en que Olvier haba desaparecido.
Patrick se levant a su vez. Le dijo algunas frases en su idioma. El amigo
que haba venido tena que partir. Pero l se quedaba.
Olivier recogi su bolso en el jeep y se puso en marcha entre las chozas.
La pista atravesaba la aldea y deba continuar hacia el Norte. Al salir el
sol se orientara.
Choc contra una vaca acostada en el camino. Jur contra las vacas,
contra la India, contra el universo. Una gallina flaca, dormida sobre un
techo, se despert asustada, cacare y volvi a dormirse.
Olivier lleg al pie de la pendiente opuesta de la colina, all donde se
detenan las ltimas chozas. En la oscuridad adivin a alguien de pie que
lo esperaba. Era Patrick. Olivier se detuvo.
-Bueno -dijo-. Es por aqu?
-S, siempre derecho. En uno o dos dias de marcha, eso depende de ti,
encontrars una aldea, Mdirah. El tren pasa por ah. Tienes dinero
para el tren?
-Un poco.
-Slo llega hasta la frontera. Cuando llegues a Nepal debes continuar a
pie.
-Ya me arreglar -dijo Olivier-. Lo siento: aqu... no puedo... Espero que
te enven alguien pronto.
-No te inquietes por m -respondi Patrick-. Vamos... te olvidabas de lo
esencial.
Le tendi una cantiplora de plstico llena de agua.
Al tercer da de su llegada a Nepal encontr a Jane.
En el tren indio hall la misma multitud que en las calles de la ciudad. Un
poco menos miserable, pero an ms apretada. Continuaba en los
vagones su vida cotidiana, como si slo hubiesen puesto la calle sobre
ruedas. En vano busc un lugar donde sentarse. En uno de los
compartimientos una mujer coca arroz entre los pies descalzos de los
viajeros, en un pequeo calentador de gas. En otyro, un santo varn,
muy flaco, tirado sobre una banqueta, estaba muerto o moribundo, o
quiz solamente en meditacin. Los otros ocupantes oraban en voz alta.
Unas varillas colocadas en un pequeo objeto de cobre posado en el
suelo, ardan y expandan un perfume mezcla de incienso y sndalo.
Cada vez que Olivier se encuadraba en la puera de un compartimiento
atestado, todos los ojos se volvan hacia l. Slo el santo varn y los que
estaban entregados a la plegaria no lo miraban. Acab por sentarse en el
pasillo, entre otros viajeros sentados o acostados. Apret su bolso contra
l y se durmi. Cuando despert, le haban robado el dinero que
guardaba en los bolsillos de la camisa. Eran solamente tres billetes de un
dlar. Tena venti dlares en su bolso.
En la frontera los funcionarios del Nepal no le pusieron la menor dificultad
para dejarlo entrar. Eran de una amabilidad extrema. Hablaban
sonriendo, en un ingls atroz, del cual Olivier no comprenda una palabra
pese a todos sus recuerdos del colegio. Sellaron su pasaporte y le
hicieron firmar formularios mal impresos sobre papel de mala calidad. No
pudo llegar a comprender por cunto tiempo se lo autorizaba a residir.
Cambi algunos dlares en una pequea oficina del Banco Real,
instalada all a ese solo efecto. Le dieron rupias en billetes y monedas de
cobre. Todava firm otros papeles. Pregunt en su ingls escolar cmo
poda llegar a Katmand. Le respondieron con una abundancia de
gestos, grandes sonrisas calurosas y frases de las cuales slo
comprenda "Katmand". Se encontr del otro lado del puesto fronterizo.
Haba dos mnibus y una sola ruta. Los mnibus eran viejos camiones
centenarios sobre los cuales haban ajustado una carrocera artesanal,
pintada con alegres paisajes y guirnaldas de flores, y coronada por un
friso de encaje de madera esculpida. Uno y otro estaban ya atiborrados
de pasajeros sentados y de pie, amontonados casi hasta salir por las
ventanillas abiertas, todos los hombres vestidos con una especie de
camisa de tela blanca o gris, pendiente sobre un pantaln de la misma
tela blanca o de color. Algunos, entre los ms jvenes, llevaban camisas
occidentales o pantalones de pijama.
Olivier se aproxim a uno de los vehculos y pregunt en voz alta
sealndolo:
-Katmand?
Todos los pasajeros que lo oyeron le hicieron grandes sonrisas y el signo
"no" con la cabeza. Obtuvo el mismo resultado ante el otro mnibus. De
todas maneras hubiera vacilado en subir a cualquiera de ellos, ya
demasiado repletos de una multitud de individuos de los cuales se haba
dado cuenta, al aproximarse, que eran de un desbordante buen humor,
pero de una asombrosa suciedad.
Lo que an ignoraba es que el signo de cabeza que le haban hecho de
manera tan unnime y que para l significaba "no", para ellos quera
decir "si". Ni uno ni otro mnibus, sin embargo, iba a Katmand. Pero
nadie, entre esas gentes tan amables, quiso aflijir a un extranjero
respondindole no.
En un mapa, en Roma, Olviier haba visto que en Nepal slo exista un
camino que iba desde la frontera de la India a la de China y que pasaba
por las proximidades de Katmand. Una ruta se abra ante l. Esper que
fuera sa y se ech a andar por ella. Una vez ms, acababa de cambiar
de mundo.
Despus de atravesar la interminable llanura india reseca y que
conservaba sobre su piel las cicatrices remolineantes de las
inundaciones, Olivier comenzaba a trepar la primera cadena que serva
de frontera al Nepal. Bien pronto se encontr en medio de una densa
vegetacin. Por todas partes donde la selva dejaba la tierra a la vista,
sta estaba trabajando minuciosamente, hasta la ltima migaja posible, y
cubierta de sementeras desconocidas para l. Parisin, hijo y nieto de
parisienses, aun en Francia no habra sabido distinguir una remolacha de
una planta de maz.
La ruta franqueaba gargantas, contorneaba valles. Olivier tom atajos,
bajando pendientes y remontando laderas para retomar la ruta del otro
lado. Cada campesino o campesina que encontraba le sonrea y le
responda "no" a todo lo que intentaba decirle. No comprendan nada de
lo que l hablaba, y cuando no se comprende nada es corts responder
s. Ellos respondan s y l comprenda no. Comenz a sospechar su
error cuando sinti hambre y trat de comer. Se aproxim a una granja,
bastante parecida a una casita de campo francesa. Los muros de ladrillo
estaban recubiertos de una capa de cal gastada, roja hasta la mitad, ocre
hasta el techo de paja. Cuando se acerc, tres criaturas desnudas
salieron de la granja y corrieron hacia l. Se pusieron a mirarlo, riendo y
parloteando, con una curiosidad intensa. Estaban bien alimentados y
visiblemente felices de vivir, y sucios de la cabeza a los pies. Un a mujer
sali a su vez; llevaba un vestido color ladrillo, con un cinturn de tela
blanca que le daba varias vueltas a su cintura, en la cual era evidente
que abrigaba una nueva esperanza...
Era de piel oscura, con ojos sonrientes, cabellos negros bien peinados y
divididos en dos trenzas trenzadas con lana roja. Estaba tan sucia como
sus nios, si no ms. Olivier la salud en ingls, y ella hizo "no"
sonriendo. Le explic por signos que quera comer y le mostr un billete,
para hacerle comprender que estaba dispuesto a pagar. Ella se puso a
rer con malicia y gracia, hizo al fin "no", y entr en la casa.
Olivier suspir y se dispona a seguir, cuando ella retorn con una cesta
conteniendo pequeas cebollas, naranjas y frutas desconocidas, que
puso ante Olvier. Despus hizo un segundo viaje y trajo una escudilla
conteniendo arroz mezclado con legumbres.
Olivier agradeci, ella hizo de nuevo "no", y cuando l se puso en
cuclillas para comer, permaneci de pie ante l, con sus nios. Los
cuatro lo contemplaban charlando y riendo. Olivier comi el arroz con los
dedos. Las legumbres que contena estaban apenas cocidas y crujan
bajo sus dientes. Todo tena un gusto a humo de lea. Sabore las frutas
y las encontr buenas, y termin con una naranja que era ms bien una
gran mandarina muy dulce. El ms sucio de lo chicos le trajo agua en un
tazn en el que hunda libremente sus dedos. Olvier lo rechaz con
amabilidad, se levant y tendi un billete que la mujer tom con gran
satisfaccin. Pregunt: "Katmand?". "Katmand?". Ella le respondi
con muchas palabras y un gesto hacia una direccin del horizonte.
Justamente era por all por donde pensaba seguir.
Los nios lo acompaaron jugando como cachorros hasta el pie del valle,
despus remontaron corriendo hacia su casa. Haba un hombre, casi
desnudo, que trabajaba en un campo, bastante lejos, curvado sobre un
instrumento de mango corto. Se irgui y lo mir. Despus continu su
trabajo.
Olivier march durante dos das, comiendo en las granjas, bebiendo y
lavndose en los arroyos o en los ros, durmiendo bajo un rbol. La
temperatura era muy clida durante el da y clemente durante la noche.
Con frecuencia, en la ruta, lo pasaban o lo cruzaban mnibus semejantes
a los que haba visto en la frontera, o simples camiones en los que se
amontonaban pasajeros de pie, pero no vio ninguno que trasportase
mercaderas. Pareca que los fletes estuvieran reservados a espaldas
humanas. En la ruta y los senderos encontraba a menudo familias de
sherpas que padre, madre, hijos, hasta el ms pequeo, llevaban cestos
proporcionados a su talla. Los cestos estaban suspendidos de una trenza
chata pasada por la cabeza, un poco encima de la frente, y contenan
pesos enormes. Olivier vio hombres, mujeres y nios que llevaban a su
espalda, colgando de la cabeza, ms peso que su propio peso, y
caminaban, trotaban, corran, desaparecan tras un rbol, una montaa,
el horizonte, hacia el fin que se les haba fijado, donde se
desembarazaran de su carga.
Pero l mismo caminaba tambin as, con su carga de rencores, de dolor
y de odio. Su meta era algn lugar detrs de una segunda cadena de
montaas que an ni siquiera vea. Al tercer da ya no tena ninguan idea
de la distancia que haba recorrido ni de la que le quedaba por andar.
Pero le bastaba con seguir caminando, ya llegara el momento en que
diera los ltimos pasos, se encontrara ante su padre y depositara su
cesto para presentarle todo lo que le traa del otro extremo del mundo.
La jornada haba sido muy clida. Una tormenta amenaz, retumb,
gru sobre las montaas sin llegar a hacer estallar su clera y dar alivio.
Olivier, despus de haber atravesado un valle donde reinaba una
humedad sofocante, lleg de nuevo a la ruta sobre el flanco opuesto.
Decidi descansar un poco antes de continuar, se tendi sobre una
hierba rala, a orillas de un bosquecillo de rboles extraos, la mayor
parte de los cuales no tenan ms que flores y espinas.
Enormes nubes blancas y grises crecan en el cielo donde giraban
grandes pjaros negros. Olivier record el bullicio de los buitres al borde
de la pista reseca de la India, despus el rostro de la niita de la aldea,
sus ojos abiertos como las puertas de la noche, que lo miraban con una
diminuta luz de esperanza en el fondo, y un sitio inmenso para el amor.
Sinti sobre su muslo el peso del cuerpecito abandonado, confiado, feliz.
Refunfu, se puso boca abajo, la fatiga lo invadi y se qued dormido.
Caminaban al borde de la ruta, siempre en el mismo orden. Sven
primero, despus Jane, por ltimo Harold, siempre un poco a la rastra,
quiz porque era el que ms coma cada vez que podan hacerlo, Sven y
Jane tenan menos fuerzas, pero haban alcanzado esa agilidad de los
animales para quiernes no es jams un esfuerzo el transportar su propio
cuerpo.
Encontraron a Olivier, que de nuevo se haba vuelto sobre la espalda y
dorma profundamente, con la boca un poco entreabierta. Esa maana
se afeit y se lav en un ro. Sus cabellos haban crecido desde su
partida de Pars, la piel de su rostro era ahora ms oscura que sus
cabellos, pero conservaba el mismo reflejo dorado. Sus pestaas
formaban un encaje de sombra bajo su prpados cerrados.
Jane y Sven se detuvieron, de pie cerca de l, y lo miraron. Y Jane le
sonri. Despus de un corto silencio dijo en ingls:
-Es un francs...
-En qu lo distingues? -pregunt Sven.
-No lo distingo, lo siento.
-Una chica jams se equivoca respecto a un francs -dijo Harold-. Podra
reconocerlo incluso a travs de un muro.
No se preocupaban en hablar en voz baja ni cuidar su sueo. Pero l no
oa nada. Continuaba dormido, lejos de todo, abandonado, inocente y
bello como un nio.
-Qu cansado est!
-Duerme como un rbol -dijo Sven.
Harold vio el bolso de Olivier posado cerca de l y lo agarr.
-Quiz tenga comida. Los franceses son muy listos para los alimentos.
Abri el bolso.
-Djalo! -dijo Sven-. Hay que pedirle permiso.
Se arrodill junto a l y le puso la mano sobre el hombro para sacudirlo.
-No! -dijo Jane-. As no!...
Sven retir la mano, se levant y mir a Jane que iba hacia los rboles y
los matorrales y comenzaba a recoger flores.
Luego cubri de flores el pecho y el vientre de Olivier, y ella misma se
coloc algunas en los cabellos y puso otras en los cabellos de los
muchachos. Despus se sent al lado de Olviier, frente a su rostro, e
hizo sea a Sven. Este se sent a su vez y puso la guitarra sobre sus
rodillas. Jane comenz a cantar, dulcemente, una balada irlandesa y
Sven la acompaaba de tanto en tanto con un acorde. Poco a poco Jane
cant cada vez ms fuerte. Harold, sentado a dos pasos, cerca del bolso
de Olivier, encontraba que aquello se dilataba demasiado...
La msica y la dulzura de la voz penetraron al durmiente, se mezclaron a
su sueo, despus llenaron toda su cabeza y ya no hubo en ella lugar
para el sueo. Abri los ojos y vio a una muchacha coronada de flores,
que le sonrea. Sus largos cabellos pendan sobre sus hombros como un
resplandor y una sombra de oro rojizo.
Sus ojos, que lo miraban, eran de un azul intenso, casi violeta. Detrs de
su cabeza el sol haba abierto un agujero en las nubes por el cual
enviaba llamas en todas direcciones, sobre las flores que la coronaban y
en el borde de sus cabellos. Haba alegra en el cielo y en las flores. Y la
cara que le sonrea era el centro de esa alegra.
Jane hablaba francs con un acento encantador. Olivier la escuchaba,
divertido. La escuchaba y la miraba. Sobre su imagen mvil, no cesaba
de ver su imagen fija, radiante, nimbada de sol, tal como se le haba
aparecido al abrir los ojos.
El sol se haba puesto. Comieron unas frutas, encendieron un fuego y
ahora charlaban un poco, en calma, hablando de s mismos o del mundo.
Jane estaba sentada junto a Harold, que de vez en cuando posaba la
mano sobre ella, y cada uno de esos gestos haca sufrir un poco a
Olivier.
Sven, adosado a un rbol, se estiro y encendi un cigarrillo. Harold se
acost con la cabeza apoyada sobre los muslos de Jane. Hubo un
silencio que Olivier rompi bruscamente.
-Qu es exactamente lo que va a hacer a Katmand?
Miraba a Jane y a Harold, pero fue Sven quien respondi apaciblemente,
sin moverse.
-Katmand es el pas de Buda... All naci... all muri... all est
enterrado... Y todos los otros dioses tambin estn all... Es el lugar ms
sagrado del mundo... Es el lugar donde el rostro de Dios est ms cerca
de la Tierra...
Tendi su cigarrillo en direccin a Jane, que extendi el brazo, lo tom y
aspir una bocanada con placer.
-El Buda! -dijo Olivier-. Y el hachich en venta libre en el mercado, como
los rbanos y las espinacas! No es ms bien eso lo que van a buscar
ah?
-T no entiendes nada! -dijo Jane-. Eso es la felicidad!
Aspir otra bocanada del cigarrillo y lo tendi a Olivier.
-Gracias! -dijo Olivier- Puedes guardarte esa porquera!
Harold deslizaba su mano bajo la blusa de Jane y le acariciaba un seno.
-Dejars de ser desdichado! -dijo Jane.
-Yo no soy desdichado! -dijo Olivier.
En el bosquecillo, un pjaro cantaba un extrao canto, tres largas notas
sin cesar repetidas. Un canto triste y dulce, y sin embargo apacible. Jane
comenzaba a estar un poco inquieta bajo la caricia de Harold. Hubiera
querido convercer a Olivier.
-Djame! -le dijo a Harold.
-Djalo!... -dijo Harold tranquilo-. Que crea lo que quiera... Es su
derecho...
Jane se abandon. Harold la acost sobre la tierra, le desaboton la
blusa y se baj el cierre del pantaln.
Olivier se levant, recogi su bolso, dio un gran puntapio a los restos del
fuego y desapareci en la noche.
Al da siguiente lo alcanzaron. Marchaba ms rpido que ellos, sin
embargo. Pero se haba detenido al borde de la ruta, persuadindose de
que tena necesidad de descansar. Y cuando los vio llegar del otro
extremo del valle, pequeos como moscas, un peso enorme que le
oprima el corazn desapareci. Continuaron juntos. Sven iba el primero,
despus Jane y Olivier, y Harold un poco ms lejos, un poco a la rastra.
-Katmand -dijo Jane- es un lugar donde nadie se ocupa de ti. Tu eres
libre. Cada uno hace lo que quiere.
-El Paraso!
Jane sonri.
-Sabes lo que es el Paraso? Yo me lo imagino... Es un lugar donde
nadie te obliga, nadie te prohbe.. Lo que necesitas lo tomas a los otros,
los otros te lo dan y t das lo que tienes... Se comparte todo, se ama
todo, se ama a todos... No hay ms que felicidad...
-Con msica de arpas y plumas de ngeles! -dijo Olivier sonriendo.
-Te burlas. Pero es posible en la Tierra si se quiere... Hay que quererlo...
Y t qu vas a buscar a Katmand?
Olivier se torn sombro, de golpe.
-La nica cosa que cuenta: dinero.
-Ests loco!... Es lo que menos importa!
l retom su tono furioso, el que le ayudaba a convencerse a s msimo
de que tena razn.
-Qu es lo que importa entonces? Cmo quieres hacer, para ser ms
fuerte que los canallas?
Ella se detuvo un instante y lo mir con un aire asombrado que abra an
ms grandes sus ojos de sombra florida.
-Si te llenas de dinero te conviertes tambin en un canalla!... Yo tena
todo el que quisiera... Mi padre est full up, est lleno de plata... Le saca
a todo el mundo y todo el mundo le saca a l! Es como si le arrancaran la
carne... Entonces, para olvidar, l...
Se call bruscamente.
-l, qu?... -pregunt Olivier.
-Nada... Hace lo que quiere... Es libre... Cada uno es libre...
Volvi a ponerse en marcha y pregunt:
-Y el tuyo qu hace?
-El mo qu?
-Tu padre! Es rico?
-Muri... Cuando yo tena seis meses.
-Y tu madre?
-Acabo de perderla.
A la noche encendieron un fuego en un pequeo valle donde corra un
arroyo. Haban comprado arroz y frutas con el dinero de Olivier. Harold
hizo cocer el arroz. Lo comieron tal cual, sin ningn aditamento. Olivier
comenzaba a habituarse a los gustos simples, esenciales, del alimento
que se hace slo para alimentarse. Las frutas, a continuacin, eran una
maravilla.
Harold se tendi y se durmi. Sven fumaba. Olivier, recostado en un
rbol, contaba en voz baja a Jane, tendida a su lado, las jornadas de
mayo.
Jane se enderez a medias y, de rodillas, se coloc frente a Olivier.
-Pelear... Con eso jams se gana nada... Todo el mundo lo sabe y todo el
mundo lo hace... El mundo es imbcil...
Tom el cigarrillo de Sven y aspir una bocanada.
Con un dedo de la mano en que sostena el cigarrillo dibuj un pequeo
crculo sobre la frente de Olivier.
-Tu revolucin hay que hacerla aqu...
Lentamente, su mano descendi a lo largo del rostro, y present el
cigarrillo a los labios de Olivier.
l cogi la mano con dulzura y firmeza, y le quit el cigarrillo que alz
hasta sus ojos para mirarlo.
-Las teoras de ustedes podran discutirse si no hubiera esto...
Construyen su mundo con humo...
Arroj el cigarrillo a las brasas.
Harold se irgui de un salto y lanz un grito:
Listen! Shut up! Cllense! Escuchen!
Con un dedo imperativo sealaba la garganta que haban franqueado
justo antes de detenerse para la noche.
Todos escucharon. Adivinaron, ms que oyeron lo que el odo de Harold,
siempre aguzado como el de un gato, habia discernido en su sueo
antes que ellos despiertos: el roncar poderoso y regular del motor de un
gran auto.
-Un auto a-me-ri-ca-no! -grit Harold.
De golpe, el haz de los faros ilumin la pared de la garganta, despus
vir, y revel cien metros de ruta. El ruido del motor se aceler.
-Escndanse! Pronto!
Harold empuj a Sven y Olivier hacia los matorrales, tom el bolso de
Jane y se lo puso en los brazos.
-T, en la ruta!
La lanz al medio de la calzada y corri a reunirse con los otros dos
muchachos en la oscuridad.
El auto era un modelo sport americano, ultrapoderoso, con todo el confort
del ltimo modelo de gran lujo. Una sola persona lo tripulaba. En medio
de la ruta, en plena lnea recta, los faros descubren e iluminan a una
muchacha en blue-jean y una bluza liviana entreabierta, que frunce los
ojos, deslumbrada, y hace el signo del stop.
Una mano enguantada se apoya sobre el comando de la bocina, sin
pausa. El pie derecho apoyado sobre el acelerador. La muchacha sigue
en medio de la ruta. La bocina alla. La muchacha no se mueve. No hay
bastante lugar para pasar. Un pie a fondo sobre el freno y los neumticos
gimen sobre la ruta. El auto se detiene en seco, a unos centmetros de la
muchacha.
La puerta se abre y alguien va a reunirse con Jane bajo la luz de los
farso. Una mujer, de esa edad indeterminada que tienen las mujeres muy
cuidadas cuando han pasado los cuarenta aos. Es pelirroja, tanto como
se puede creer en el color aparente de sus cabellos, que lleva largos
como los de una muchacha. Viste una tnica verde sobre un bermudas
grosella. Es neta, pulida, cepillada, lavada, masajeada; ni un gramo de
ms, la cuenta exacta de caloras y de vitaminas.
Insulta a Jane con acento americano, le ordena quitarse de en medio,
dejar libre el camino, su coche no es camin de recoger la basura. Jane
no se mueve. La mujer levanta la mano para golpearla. Otra mano sale
de la sombre y agarra su mueca, la hace dar una vuelta y la enva
contra la puerta entreabierta que se cierra resonando. Olivier entra en el
haz de los faros e interroga a Jane con ansiedad.
-Ests bien? No te has hecho nada? Casi te atropella esta loca!
-Oh! -exclam la americana-. Un francs! No pudo haberse mostrado
antes?
-Y un ingls -dijo Harold sonriendo y surgiendo de la sombra-. Y un
sueco!...
Tendi un brazo para designar un punto de la frontera entre la luz y las
tinieblas y Sven apareci, agujereando el muro de la noche, con la
guitarra colgada del cuello.
La americana volvi a entrar a su vez en la luz y se detuvo ante Harold.
Daba la espalda a los faros y lo miraba sin decir una palabra. La corta
barba oscura del muchacho y las ondulaciones de sus cabellos brillaban
en la luz. No se mova. Slo vea la silueta de la mujer recortada por el
potente haz de los faros. Era una silueta delgada y sin edad. Pensaba en
el coche rico, en los asientos confortables, en todo lo que deba haber
"alrededor" de aquello. Sonri, descubriendo sus dientes soberbios.
-San Juan! -dijo la americana sobrecogida-. Es San Juan con el
pecado!
Harold se ech a rer. Present a sus camaradas. Ella dijo su nombre:
Laureen. Los hizo subir y arranc. Harold estaba sentado al lado de ella y
los otros tres detrs, Jane entre Sven y Olivier. Olivier no consegua
borrar la imagen de Jane en la noche, esculpida por la luz del auto que
se precipitaba sobre ella, sin hacer un gesto, inmvil, indiferente, serena,
inconsciente. Feliz!
El cigarrillo...
Porquera!
-Naturalmente, tambin usted va a Katmand?
-No voy -dijo Laureen-. Estoy all... Regreso de un pequeo viaje... Estoy
en Katmand desde hace cinco semanas...
-Qu es lo que busca all? El rostro de Dios, usted tambin?
Laureen se ri.
-Est demasiado alto para m!... Yo tomo lo que encuentro... A mi
altura!...
Con su mano derecha atrajo hacia ella la cabeza de Harold y lo bes en
la boca. El auto hizo un brusco desvo, un rbol enorme y una casa roja
se precipitaron sobre l. Harold se desprendi brutalmente.
-Hey! Careful now!
Se prendi del volante y lo enderez. El rbol y la casa roja
desaparecieron en la noche, hacia atrs, devorados. Laureen rea.
Anduvieron an durante ms de una hora, despus Laureen dijo:
-No llegaremos esta noche a Katmand. Vamos a detenernos aqu, yo
conozco...
Era una pequea llanura que la ruta atravesaba en lnea recta.
Laureen disminuy la velocidad, vir hacia la izquierda sobre una especie
de pista, avanz lentamente durante un centenar de metros. En la luz de
los faros apareci, abrigado por una capilla apenas ms grande que l,
un Buda sentado, con los ojos cerrados, sonriendo con la sonrisa
inefable de la certidumbre. Pareca tallado en un bloque de oro.
Sven estaba sentado en la posicin del loto ante el Buda de los ojos
cerrados. El Buda estaba frente a l en la misma posicin, pesado y firme
en su equilibrio, con ese peso del vientre sobre el cual se basa su
estabilidad. Sven era liviano como una caa, como un pjaro, ya no se
senta pesar sobre la tierra. Haba comido apenas y fumado dos
cigarrillos. Al tercero comprendi que estaba en comunicacin con el
Buda, con se, exactamente se, con su rostro de oro, su vestimenta de
oro abierta sobre el pecho y el vientre de oro, donde el agujero sombro
del ombligo miraba hacia el cielo. Desde hacia siglos ese Buda estaba
sentado en ese lugar para esperar a Sven. Durante siglos y siglos lo
esper pacientemente y al fin, esa noche, Sven haba llegado.
Fue a sentarse ante el Buda, lo haba mirado, y el Buda que todo lo vea
lo miraba ahora a travs de sus prpados cerrados con su imperceptible
sonrisa de felicidad. Sven comprendi lo que el Buda le deca y, para
responderle, tom su guitarra y la apret contra su vientre. El cigarrillo se
consuma lentamente en sus labios. Aspiraba una larga bocanada y
entonces saba lo que deba decir, dnde tena que posar su mano
izquierda, qu cuerda tocar, la nota justa, la fuerza justa necesaria para
hablar al Buda. Una sola cuerda, una nota sola, uno nota redonda
perfecta como el equilibrio del universo y que lo contena todo entero. Lo
que haba que decir al Buda era eso: todo.
Un bonzo con una tnica azafrn sali de alguna parte, encendi a los
pies del dios tres lmparas de cobre y retorn a la noche. Laureen
encendi a su vez su lmpara de butano a orillas del estanque que
separaba a los dos Budas. A la cruda luz de la lmpara abri las tres
valijas de camping. Vajilla, cubiertos, hielo, ensalada, mantel,
servilletas... En el extremo opuesto del estanque, el otro Buda tena los
ojos abiertos. Era de bronce, del color de la hierba. Miraba con gravedad
y amor todo lo que quera ser mirado.
En el agua espesa y verde del estanque se movan cosas indiscernibles.
Lomos lentos y largos ondeaban la superficie del agua sin sobresalir.
Una boca trag una miga lanzada por Laureen. Pequeos remolinos
oscuros que se ahondaban en el agua verde. No se vea nada.
Laureen verti de nuevo champaa en el vaso de bakelita amarillo que le
tendi Harold.
-Bebe, mi belleza! -le dijo-. Eres bello! Lo sabes?
-S -dijo Harold.
-Bebes demasiado -dijo Jane-. Te sentirs mal...
-No -dijo Harold-. Quiero...
Vaci su vaso y bes a Laureen en la boca, largamente. Sofocada, ella
se levant, lo tom de la mano y lo hizo levantar.
Come! Ven... al auto...
Tiraba de l hacia el largo auto rojo dormido al otro lado del estanque.
Harold se dejaba arrastrar un poco, indolente, divertido, un poco ebrio.
Jane le grit:
-Good night!
-Same to you! -respondi Harold.
Las notas de la guitarra, extraas, redondas como perlar, caan de tanto
en tanto de entre los largos dedos de Sven.
Olivier tom la botella de champaa y la inclin hacia el vaso de Jane.
-No -dijo ella-. Coca...
Le sirvi Coca y se sirvi champaa. Le pregunt:
-No te importa nada?
-Qu?
-Pensar que ahora est desnudndola y tendindola sobre los asientos
del auto...
Ella se puso a rer dulcemente.
-Creo que ms bien es ella la que hace todo eso!
-Y a ti no te importa?
-Si l va, es porque le gusta...
-No lo amas?
Los grandes ojos violetas lo miraron con asombro por encima del borde
del vaso azul.
-Por supuesto que lo amo!... Si no lo amara no me acostara con l!...
Lo amo, amo a Sven, amo el sol, las flores, la lluvia, te amo a ti, amo
hacer el amor... Y a ti no te gusta?
Dej su vaso vaco y apoyndose sobre las manos se acerc a l. Olivier
arroj en la hierba el champaa que quedaba en su vaso y respondi sin
mirarla:
-No con cualquiera...
-Yo soy una cualquiera?---
Esta ves l se volvi hacia ella, la mir con una incertidumbre inquieta y
dijo dulcemente:
-No lo s...
-No me encuentras bella?
Se puso frente a l de rodillas, como ya lo haba hecho al descubrirlo
dormido, como de nuevo volvi a hacerlo unas horas antes junto al fuego
encendido al borde de la ruta. Desabroch con tres dedos los botones de
su blusa, y la abri, tendidas hacia l sus dos manos que la mantenan
abierta, como para darle, en ofrenda sin clculo, inocente, nueva, los
senos perfectos que le descubra. Eran menudos, dorados como peras,
coronados por una punta discreta apenas ms oscura. La luz cruda de la
lmpara no consegua quitarles su dulzura infantil. Eran como dos frutas
del Paraso.
Esos senos... la venda sobre los ojos... aquel seno apenas rozado... Casi
all en su mano... Era el de Soura... O bien el de... El lecho prpura... su
madre bajo aquel cerdo...
Exclam, furioso:
-Se los enseas as a todo el mundo?
Ella se levant y cerr sus brazos sobre su pecho, espantada.
El se haba levantado al mismo tiempo que ella y le dio una bofetada.
Jane apenas tuvo tiempo de lanzar un ligero grito, de asombro ms que
de dolor, cuando l ya la haba tomado entre sus brazos, la estrechaba
contra su cuerpo, le hablaba en la oreja, en el cuello, la besaba, le peda
perdn.
-Soy un bruto! Un cretino! Perdname...
Todo el miedo de Jane se fundi entre los brazos y las palabras de
Olivier. Sonri y se puso a besarlo tambin por todos lados, sobre los
ojos, en la nariz, en el agujero de la oreja. Ella rea, rea. l le quit la
blusa, los pantalones, el slip, la tom de la mano y la alej de l hasta el
extremo del brazo para verla mejor. Repeta: "Qu linda eres! Qu linda
eres!" Jane rea, feliz de orselo decir.
La hizo girar sobre s misma muchas veces, lentamente. La llama lvida
de la lmpara de butano le daba la apariencia de una estatua un poco
blanca, un poco rosada, un poco plida. Tena un trasero de chica, bien
redondo pero menudo. Y cuando Olivier la vea de frente, en lo alto de
sus largos muslos un tringulo de csped de oro atraa todo lo que haba
de clido en la luz.
La atrajo hacia l, la tom entre sus brazos, la alz y la llev.
Ella le pregunt suavemente:
-Adnde me llevas?
-No lo s, eres tan linda. Te llevo...
March a lo largo del estanque, cautivos en la dulzura de la noche. Jane
se acurrucaba contra el pecho de Olivier. La llevaba, ella era liviana y
fresca y clida entre sus brazos. Por fin la deposit ante el Buda de los
ojos abiertos. All tambin haba tres lmparas de cobre encendidas.
Todava quera verla ms.
Se desnud y la acost sobre sus ropas. Ella haba cerrado los ojos y se
dejaba hacer, pasiva, feliz, tendida como el mar al sol.
Estaba desnudo ante ella, sus pies contra sus pies juntos y su deseo
erguido hacia las estrellas. La miraba. Era delgada pero no flaca, hecha
de largas curvas dulces que las lmparas orlaban de luz. Las puntas de
sus senos menudos eran como dos perlas de oro oscuro que ardan.
Se tendi contra ella, de lado, para verla an. Jams haba visto a una
muchacha tan bella. O quiz nunca de tom el tiempo de ver.
Jane senta, apretada entre l y ella, contra su cadera, su dura y dulce
prolongacin de hombre. Tuvo una breve risa de felicidad, desliz su
mano y la rode con ella.
Olivier se inclin y la bes en los ojos, la nariz, los ngulos de la boca,
ligeramente, sin detenerse, como una abeja que liba un tallo de menta
florida sin dejar de volar. Despus descendi, se le escap, tomo con sus
labios el extremo de un seno, despus el otro, pos sobre ellos sus ojos
cerrados, acarici con sus mejillas las dulces redondeces, las roz con
una mejilla y luego con la otra, apret contra ellos su nariz como un
lactante hambriento. los mori con los labios, los tom en sus manos y,
sin dejarlos, descendi ms abajo su boca, sobre el dulce vientre chato,
sobre la tierna y tivia linea de las ingles. Las piernas de Jane se abrieron
como una flor. Los cortos bucles del pequeo tringulo revelaron su
secreto. Olivier vio abrirse la flor de luz. Lentamente se inclin y pos sus
labios sobre ella.
Desde la punta de los senos que acariciaban sus manos, a la punta de
su cuerpo que se funda en su boca, Jane no era ms que una ola de
felicidad, un ro triangular que rodaba sobre s mismo en grandes
remolinos de algo ms grande que el placer, toda la felicidad del cielo y
de la tierra que ella tomaba y daba. Y despus aquello fue terrible, ya era
imposible ms, tom a manos llenas los cabellos de Olivier, se aferr a
su cabeza, quiso hundirlo en ella, estall, muri, ya no exista nada, ella
tampoco.
Entonces Olivier, dulcemente, dej la flor de oro, bes con ternura la
dulce y tibia lnea de las ingles, el dulce vientre chato, los senos
aplacados de goce, los ojos entrecerrados. Y Jane lo sinti, lentamente,
poderosamente, entrar en ella.
A medias en sueo, a medias muerta, sinti que iba a recomenzar lo que
crea imposible, y a sobrepasarlo. Recomenz a vivir en lo ms profundo,
en el medio de su cuerpo, alrededor del dios que haba penetrado all y
que estaba a punto de iluminar el sol y las estrellas. El Buda que mira,
miraba. Ya haba visto todo el amor del mundo.
http://www.chauche.com.ar/aruges_ar/katmandu/042.html