Antón Chéjov - Vanka
Antón Chéjov - Vanka
Antón Chéjov - Vanka
VANKA
Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para
asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un
portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy
arrugada de papel, se dispuso a escribir.
«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos
correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me
mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé
por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los
otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por
vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se
entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan
un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro
mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo
en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me
deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo
soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a
Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un
sollozo.
«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti,
y si no estás contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré
trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no
quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo
botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré
con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le
rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de
mi madre.
«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos,
pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no
muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un
anzuelo tan hermoso, que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se
venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor.
Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías
venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos
los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad
para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío
le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar
el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz
helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su
inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano
del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía
una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran
agitación y, agachándose, gritaba:
VANKA CHUKOV.
«Constantino Makarich.»
Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las
cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente paseábase en torno de la estufa y
meneaba el rabo...