Jacq, Christian - Ramses II - El Templo de Millones de Años
Jacq, Christian - Ramses II - El Templo de Millones de Años
Jacq, Christian - Ramses II - El Templo de Millones de Años
JACQ
Ramsés 2
El templo
de millones de años
PLANETA DeAGOSTINI
CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso
escrito del editor. Todos los derechos reservados.
ISBN: 84-395-8855-0
Depósito Legal: B. 51.810-2000
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Tan joven ¡y cuánto camino había recorrido ya! Escriba real, iniciado en los
misterios de Abydos y regente del reino de Egipto, Seti lo había asociado al
trono, designando así a su hijo menor como su sucesor.
Pero Seti, ese inmenso faraón, ese soberano irreemplazable que había
mantenido a su país en la dicha, la prosperidad y la paz, había muerto después
de quince años de reinado excepcional, quince años demasiado breves que
habían huido como un ibis en el crepúsculo de un día de verano.
El secreto del verdadero poder era el rey y sólo el rey lo poseía. Mediante
la magia de la experiencia, se lo comunicó a Ramsés, etapa tras etapa, sin
desvelarle nada de su plan. A lo largo de los años, el hijo se había acercado al
padre, sus espíritus habían comulgado en la misma fe, en la misma fuerza.
Severo, reservado, Seti le había hablado muy poco, pero le había otorgado a
Ramsés el privilegio único de unas conversaciones durante las cuales se esforzó
en transmitirle los rudimentos del oficio de rey del Alto y del Bajo Egipto.
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El corazón de Ramsés se abrió como un cáliz para recoger las palabras del
faraón, para conservarlas como el más preciado tesoro y hacerlas vivir en su
pensamiento y en sus actos. Pero Seti se había reunido con sus hermanos los
dioses y Ramsés estaba solo, privado de su presencia, de «la presencia».
Pero el faraón Seti y la gran esposa real Tuya decidieron otra cosa. Tras
haber observado el comportamiento de sus dos hijos, designaron a Ramsés
para que ocupara la función suprema. ¡Por qué no habían elegido a un ser más
fuerte y más hábil, un ser con la talla de Seti! Ramsés se sentía dispuesto a
enfrentarse a cualquier enemigo en combate singular, pero no creía que
estuviese preparado para manejar el timón de la nave del Estado por las aguas
inciertas del futuro. En el combate, en Nubia, había probado su valor. Su
energía inagotable lo llevaría, si era necesario, por los caminos de la guerra
para defender a su país, pero ¿cómo dirigir un ejército de funcionarios, de
signatarios y de sacerdotes cuyas astucias no comprendía?
¿No era mejor estallar en carcajadas y huir al desierto, tan lejos que nadie
lo encontrara?
Por supuesto, podía contar con sus aliados: su madre, Tuya, cómplice
exigente y fiel; su esposa, Nefertari, tan hermosa y tan tranquila; y sus amigos
de infancia, Moisés, el hebreo, convertido en constructor en las grandes obras
reales; Acha, el diplomático, Setaú, el encantador de serpientes; su secretario
particular, Ameni, cuya suerte estaba unida a la de Ramsés.
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reinara su hermano? Si, en ese instante, Chenar se hubiera presentado ante él,
Ramsés no se habría resistido. Puesto que deseaba tanto la doble corona, ¡que
se quedara con ella!
—¡Eres tú, Matador, de verdad eres tú al que salvé de una muerte segura!
¿Qué suerte me reservas?
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El león se levantó sobre sus patas traseras y colocó las delanteras en los
hombros de Ramsés. El golpe fue brutal, pero el príncipe aguantó. Las garras
no habían asomado y el morro de la fiera olfateó la nariz de Ramsés.
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Antepasados de los turcos.
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El Alto y el Bajo Egipto, el valle del Nilo (al sur) y el Delta (al norte).
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—¿Qué temes?
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—Majestad...
—Su león y su perro velan por él, igual que Serramanna, el jefe de su
guardia personal. En cuanto regresó de dar un paseo solitario por el desierto,
logré convencerlo de que no permaneciera sin protección.
—El luto nacional dura desde hace diez días —recordó la gran esposa
real—. Dentro de dos meses, el cuerpo imperecedero de Seti será colocado en
su morada eterna. Entonces, Ramsés será coronado, y tú te convertirás en
reina de Egipto.
—El espíritu de Seti vive en ti, hijo mío; su tiempo se ha acabado, el tuyo
comienza ahora. Él vencerá la muerte si tú continúas su obra,
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—¿No eres el hijo de la luz, Ramsés? Disipa las tinieblas que nos rodean,
rechaza el caos que nos asalta.
—Te escucho.
Ramsés no insistió.
Su madre era el único ser que podría haber desviado el curso del destino y
librarle de la carga. Pero Tuya permanecería fiel al rey difunto y no modificaría
su postura. Cualesquiera que fueran sus dudas y sus angustias, Ramsés debería
trazar su propio camino.
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—¿Qué quieres?
—No te concierne.
—Un atentado.
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—Que los dioses te oigan. Egipto no ganaría nada con ello. ¿Qué dicen en
Karnak?
—¿Quién murmura?
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—¡Y olvidas a tu pueblo y a tu país! ¿Crees que Seti, desde el cielo, aprecia
tu flaqueza?
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—No me gustan los brutos como él; cambian de opinión a merced del
viento.
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En cuanto Chenar fuese faraón, Menelao partiría hacia Grecia con Helena.
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—¡Helena, Helena, siempre ella! Esa mujer está maldita, pero no puedo
regresar sin ella a Lacedemonia.
—¿Cuál es?
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—¿Y Helena?
Menelao reflexionó.
—Por supuesto.
Helena disfrutaba cada segundo de una dicha que había creído perdida
para siempre. Vestida con una túnica perfumada de néctar, con la cabeza
cubierta por un velo que la protegía del sol, vivía un sueño maravilloso en la
corte de Egipto. Ella, a la que los griegos trataban de «perra perversa», había
logrado escapar de Menelao, ese tirano vicioso y cobarde cuyo mayor placer
consistía en humillarla.
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Varias veces al día, Helena, la de los brazos blancos, rogaba a los dioses
para que el sueño no se rompiera: sólo deseaba olvidar el pasado, a Grecia y a
Menelao.
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Tebas, la gran ciudad del sur de Egipto, era el feudo de Amón, el dios que
había armado el brazo de los libertadores cuando habían expulsado, muchos
siglos antes, a los ocupantes hicsos, unos asiáticos crueles y bárbaros.
Generación tras generación, desde que el país recuperó su independencia, los
faraones rendían homenaje a Amón y embellecían su templo. También Karnak,
inmensa obra jamás interrumpida, se había convertido en el más amplio y más
rico de los santuarios egipcios, una especie de Estado dentro del Estado, cuyo
gran sacerdote aparecía más como un gestor de los poderes terrenales que
como un hombre religioso.
En cuanto llegó a Tebas, Chenar solicitó una audiencia. Los dos hombres
conversaron bajo una glorieta de madera, sobre la cual se derramaban las
glicinas y la madreselva, no lejos del lago sagrado, cuya presencia procuraba
un poco de frescura.
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—Actuar de prisa.
—No toleraré que haya violencia —declaró el gran sacerdote—. Amón nos
dio la paz, nadie debe romperla.
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Sí, Sary había sido el alma de una mediocre conspiración que pretendía
eliminar a Ramsés. Sí, su esposa Dolente había tomado el partido de Chenar
contra su hermano. Sí, se habían equivocado de camino, ¿pero Ramsés no
debía concederles el perdón, debido a la muerte de Seti?
—Es posible.
Dolente palideció.
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Iset había deseado que el odio inflamara su corazón y que le procurara una
razón para luchar con ferocidad contra Ramsés y Nefertari; pero continuaba
amando a aquel que le había ofrecido tanta dicha y placer, el hombre al que
ella le había dado un hijo.
Iset la Bella se burlaba del poder y de los honores; amaba a Ramsés por sí
mismo, por su poder y su resplandor. Vivir lejos de él era una prueba a veces
insoportable; ¿por qué él no se hacía cargo de su angustia?
—¿Qué queréis?
—Lo que significa que yo asumiré esa difícil tarea por el bien de nuestro
país y que vos seréis la reina de las Dos Tierras.
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—Claro que no, mi querida y bella amiga. Él se prepara para partir hacia
un largo viaje, en compañía de Menelao, y me ha pedido que suceda a Seti, por
respeto a la memoria de nuestro padre. A su regreso, mi hermano se
beneficiará de todos los privilegios de su rango, estad segura de ello.
—¿Habló... de mí?
—Temo que os haya olvidado, igual que a su hijo; sólo vive en él la pasión
por alta mar.
—Por supuesto.
—Lo deploro, pero así es. Menelao ya no quiere retrasar más su partida.
Olvidad a Ramsés, Iset, y preparaos para convertiros en reina.
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Era cierto que Ramsés se mostraba cruel con ella, pero Iset no lo
traicionaría echándose en brazos de Chenar. No tenía ganas de ser reina y
detestaba a aquel ambicioso de rostro lunar y palabras untuosas, ¡tan seguro
de su victoria!
Redactó una larga carta sobre papiro en la que relataba con detalle los
propósitos de Chenar, y convocó al superior de los mensajeros reales,
encargados de transportar el correo a Menfis.
—Imposible.
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—De todos modos leva anclas, tengo un mensaje urgente para el palacio
real de Menfis.
—Pero...
La noche de verano era cálida y perfumada. ¿Cómo creer que Seti había
abandonado a su pueblo y que el alma de Egipto lloraba el deceso de un rey
digno de los monarcas del Antiguo Imperio? Habitualmente, las veladas eran
alegres y animadas. En las plazas de los pueblos, en las callejuelas de las
ciudades, se bailaba, se cantaba y se contaban historias, especialmente fábulas
en las que los animales tomaban el lugar de los humanos y se comportaban con
más sabiduría. Pero, en aquel período de luto y de momificación del cuerpo
real, las risas y los juegos habían desaparecido.
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león se habían instalado sobre la hierba fresca en cuanto los jardineros habían
terminado de regar las plantas.
Los tres griegos, armados con un cuchillo, se apretaron unos contra otros.
Con las garras fuera y las fauces abiertas, Matador se echó sobre los
intrusos.
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presencia insólita; así pues los soldados, que lo conocían bien, lo habían dejado
pasar con total tranquilidad.
El griego se volvió.
—Suelta eso.
—Inténtalo.
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Ultrajado, el soldado griego intentó una finta: un paso hacia el lado, luego
una patada hacia adelante, con la hoja apuntando al vientre de su adversario.
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Tal era el caso de Raia, un sirio instalado en Egipto desde hacía unos diez
años. Poseedor de un barco de transporte y de un rebaño de asnos, no dejaba
de ir y venir, de norte a sur y de sur a norte, para vender vino, conservas de
carne y vasijas importadas de Asia. De estatura media, con el mentón adornado
con una pequeña barba en punta, vestido con una túnica de franjas de colores
vivos, cortés, discreto y honesto, gozaba de la estima de numerosos clientes
que apreciaban su exigencia de calidad y sus precios moderados. El sirio estaba
tan integrado en su país de adopción que cada año le renovaban su Permiso de
trabajo. Como tantos otros extranjeros, se había mezclado con la población y
ya no se distinguía de los autóctonos.
Nadie sabía que el mercader Raia era un espía a sueldo de los hititas,
quienes le habían encargado recoger el máximo de información y transmitírsela
lo más rápidamente posible. Así los guerreros de Anatolia podrían elegir el
mejor momento para atacar a los vasallos del faraón y apoderarse de sus
tierras antes de invadir Egipto mismo. Como Raia había trabado amistad con
militares, aduaneros y policías, se beneficiaba de numerosas confidencias cuyo
resumen él hacía llegar a Hattusa, la capital de los hititas, en forma de
mensajes cifrados, introducidos en vasijas de alabastro destinadas a los jefes
de clan de Siria del Sur, oficialmente aliada de Egipto. En varias ocasiones, la
aduana había registrado el cargamento y leído los textos redactados por Raia,
inocentes cartas comerciales y facturas por pagar. El importador sirio, que
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pertenecía a la red del espía, entregaba las vasijas a sus destinatarios y los
mensajes a uno de sus colegas de Siria del Norte, bajo protectorado hitita,
quien los enviaba a Hattusa.
Así, la mayor potencia militar de Asia Menor, el Imperio hitita, seguía mes
a mes la evolución de la política egipcia a partir de informaciones de primera
mano.
Raia estaba seguro de que Ramsés sería un faraón peligroso para los
hititas. De carácter belicoso, poseía la misma determinación de su padre y
corría el riesgo de dejarse llevar por la fogosidad de su juventud. Más valía
favorecer los designios de Chenar, más ponderado y maleable.
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Menelao pateó el escudo que le había permitido parar tantos golpes en los
campos de batalla y rompió una de las lanzas que habían traspasado el pecho
de numerosos troyanos. Luego agarró una vasija y la tiró contra la pared de la
antesala de su villa.
—¡Salid de aquí!
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—Chenar es mi hermano.
—¿Qué te ha propuesto?
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—Y tú te has negado...
—¿Qué me aconsejas?
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El poeta Homero vivía en una mansión muy amplia situada cerca del
palacio del regente. Disponía de los servicios de un cocinero, de una doncella y
de un jardinero. Tenía una bodega llena de jarras de vino del Delta al que
añadía anís y coriandro, y no salía mucho de su jardín, en el que el árbol más
preciado era un limonero, indispensable para su inspiración.
La visita del regente alegró al poeta; su cocinero trajo una vasija cretense
de gollete muy estrecho, que sólo dejaba pasar un delgado hilo de vino fresco y
aromatizado. Bajo el quiosco de cuatro columnitas de acacia cubierto por un
techo de palma, el calor era soportable.
—Este admirable verano cura mis dolores —indicó Homero, cuyo rostro
curtido y arrugado se adornaba con una larga barba blanca—. ¿Sufrís
tormentas, como en Grecia?
—Para mí, ése fue durante mucho tiempo un gran misterio. ¿Cómo era
posible que un faraón se atreviera a elegir como dios protector al asesino de
Osiris? Comprendí que había dominado la fuerza de Set, el poder
inconmensurable del cielo, y que la usaba para alimentar la armonía y no el
desorden.
—¡Qué extraño país es este Egipto! ¿No acabáis de arrostrar una especie
de tormenta?
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—Anteayer escribí estos versos: «Mucho me temo que estéis presos en las
mallas de una red que no deja escapar nada, y que todos os convirtáis en la
presa y el botín de los guerreros enemigos. Saquearán vuestras ciudades.
Pensad en eso día y noche, luchad sin tregua, si queréis escapar a los
reproches.»
—¿Sois adivino?
—No dudo de vuestra cortesía, pero el futuro faraón viene sin duda en
busca de alguna opinión de un viejo griego inofensivo.
Ramsés sonrió. Homero era más bien áspero y directo, pero esta actitud le
gustaba.
—Según vos, ¿los agresores han actuado por cuenta propia o a las órdenes
de Menelao?
—Ésta ha fracasado.
—¿Qué me recomendáis?
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En cuanto Ramsés franqueó el portal del ala del palacio que le estaba
destinada, Ameni se precipitó hacia él. Esta agitación no era muy propia de él.
—¿Qué sucede?
—¿Qué ha hecho?
—Ha tomado como rehenes a unos empleados del puerto, mujeres y niños,
y amenaza con ejecutarlos si no le entregas a Helena hoy.
—¿Dónde se encuentra?
—En su barco, con los rehenes. Todos los barcos de su flota están
dispuestos para levar anclas. Ya no queda ni uno solo de sus mercenarios en la
ciudad.
—No seas demasiado severo... Menelao y sus hombres han tomado por
sorpresa a nuestros soldados encargados de la vigilancia de los muelles.
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—Unos cincuenta.
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—No insistáis, Helena; ya que vos habéis elegido vivir aquí, nosotros
somos garantes de vuestra libertad.
Sano y salvo, Meba se alejó del muelle a paso apresurado, bajo las puyas
de los soldados griegos. Por lo menos tuvo el consuelo de recibir las
felicitaciones de Ramsés.
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De estatura media, con una fuerza hercúlea, los cabellos negros, la piel
mate, el encantador de serpientes Setaú hacía el amor a su maravillosa esposa
nubia, Loto, cuyo cuerpo fino y esbelto era una permanente llamada al placer.
La pareja vivía en el límite del desierto, lejos del centro de Menfis, en una gran
mansión que le servía de laboratorio. Varias habitaciones estaban llenas de
redomas de tamaños diversos y objetos de formas extrañas que permitían
tratar el veneno y preparar las diluciones indispensables para los médicos.
Cuando Setaú estaba acariciando los senos de Loto como si rozara capullos
de flor, la cobra doméstica se irguió en el umbral de la casa.
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—Antes del alba, unos nadadores se deslizarán sin hacer ruido hasta los
barcos, escalarán las paredes cargados con un saco que contendrá reptiles, los
cuales se utilizarán para atacar a los griegos encargados de vigilar a los
rehenes. Las serpientes morderán a algunos soldados y crearán un efecto de
sorpresa que nuestros hombres sabrán explotar.
—Astuto, pero muy arriesgado; ¿crees que las cobras sabrán elegir a sus
víctimas?
—¿Nosotros?
—¿Quieres que arriesgue mi vida por una griega que jamás he visto?
Los rehenes habían dejado de llorar y de gemir. Con las manos atadas a la
espalda, postrados, estaban amontonados en popa, bajo la vigilancia de una
decena de soldados que eran relevados cada dos horas.
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Cuando Setaú estimó que los extraños aliados del comando estaban
preparados, la pequeña tropa hizo un movimiento hacia el Nilo. Los soldados
entraron en el agua en el extremo del muelle principal, fuera de la vista de los
observadores griegos.
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Setaú no se equivocaba.
—Quedaos aquí.
Ramsés dejó el saco que contenía una víbora de las arenas y corrió en
dirección al barco griego. La luz plateada de la luna iluminó la proa, donde se
encontraban Menelao y Helena, a quien el rey de Lacedemonia mantenía
apretada contra él.
Por un instante, Ramsés creyó que había sido burlado y que el rey de
Lacedemonia iba a degollar a los rehenes; pero pusieron una barca en el mar y
los prisioneros descendieron a ella utilizando una escalera de cuerdas. Los
hombres válidos empujaron los remos y se alejaron tan de prisa como fue
posible de la prisión flotante.
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Cuando los rehenes estuvieron fuera del alcance de las flechas griegas,
Helena hizo girar la parte superior de un anillo de amatista que llevaba en la
mano derecha y bebió el líquido que contenía la minúscula redoma de veneno,
robado en un laboratorio de Menfis. Se había jurado no convertirse en esclava y
no terminar sus días, vencida y humillada, en el gineceo de Menelao. Menelao,
el pérfido, triste vencedor de la guerra de Troya, sólo llevaría un cadáver a
Lacedemonia, y seria ridiculizado y despreciado para siempre.
¡Qué hermoso era el sol del verano egipcio! ¡Cómo le hubiera gustado a
Helena perder la blancura de su piel y adquirir el tono cobrizo de las hermosas
egipcias!, libres de amar, disponibles en cuerpo y alma.
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Hijo único de una familia rica, distinguido, elegante, con el rostro alargado
y fino, y un pequeño bigote muy cuidado, los ojos brillantes de inteligencia, la
voz envolvente, a veces desdeñosa, Acha había sido condiscípulo de Ramsés y
un amigo un poco lejano, no desprovisto de sentido crítico. Hablaba varias
lenguas extranjeras, y desde muy joven se apasionó por los viajes, por el
estudio de los otros pueblos y por la cartera diplomática. Gracias a notables
éxitos que habían sorprendido a los funcionarios experimentados, la ascensión
de Acha se mostró fulgurante. A sus veintitrés años ya era considerado como
uno de los mejores especialistas de Asia. A un tiempo hombre de despacho y de
acción, cualidades que rara vez coincidían, daba pruebas de tal perspicacia en
el análisis de los hechos que algunos lo consideraban como un visionario. Ahora
bien, la seguridad de Egipto dependía de una justa apreciación de las
intenciones del enemigo principal, el Imperio hitita.
Así pues, Acha fue recibido por Ameni, el secretario particular del regente.
Los dos hombres se felicitaron.
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—Has elegido bien, Ameni; si los dioses lo quieren, Ramsés pronto será
coronado.
—Arriesgado.
—Homero se ha quedado.
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—¡El amor por la escritura y los escritores te perderá, Ameni! ¿Qué puesto
te ha reservado Ramsés en su futuro gobierno?
—Mereces más.
—¿Malas noticias?
Ameni enrojeció.
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—Un buen diplomático debe ser previsor. En este caso, el futuro es más
bien fácil de suponer.
—¿Es un reproche?
Ramsés se aseguró de que sus caballos eran tratados con cuidado. Luego
se sentó con Acha a la sombra de un techo en declive, frente al desierto. Un
sirviente les trajo de inmediato cerveza fresca y paños perfumados.
—Como Akenatón.
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—¿Cómo intervendrías?
—¿Crees que ignoro el miedo? Sean cuales sean los obstáculos, gobernaré
y continuaré la obra de mi padre para legar a mi sucesor un Egipto sabio, fuerte
y hermoso. ¿Aceptas ayudarme?
—Sí, majestad.
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Por ello había fijado una cita con su último aliado, un allegado a Ramsés,
hombre fuera de toda sospecha que quizá le ayudaría a luchar desde el interior
contra su hermano y a minar su trono.
Era allí donde Acha, vestido con taparrabo ordinario y tocado con una
peluca trivial que lo hacía irreconocible, esperaba a Chenar, que también había
tomado la precaución de modificar Su apariencia. Los dos hombres compraron
un odre de agua a de racimos de uva, como simples campesinos, y se sentaron
uno al lado del otro contra un muro.
—Una promoción.
—¿Cuál?
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—¿Quién más?
—En el círculo de sus íntimos, sólo veo a Setaú, pero está tan apegado al
estudio de sus queridas serpientes que rehúsa toda responsabilidad.
—No.
—Temía a Seti... Pero Ramsés es sólo un joven muy poco avezado en las
luchas de influencias. Por el lado de Ameni no hay que esperar nada: ese
maldito pequeño escriba está unido a Ramsés como un perro a su amo. En
cambio, no desespero en atraer a Moisés a mis redes.
—No os equivocáis.
—No tengo intención de esperar a que Ramsés haya tejido una tela
indestructible.
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—¿Cuánto tiempo?
—¿No es un sueño?
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—Sobre este punto, estad tranquilo; habréis merecido cien veces ser mi
brazo derecho.
Chenar se sobresaltó.
—En absoluto.
—Pero entonces...
Chenar sonrió.
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—Mi familia es pudiente, es cierto, pero ¿se es alguna vez lo bastante rico?
Para un gran viajero como yo poseer numerosas villas es un placer apreciable.
A merced de mi fantasía, me gustaría descansar ya sea en el norte, ya sea en
el sur. Tres mansiones en el Delta, dos en Menfis, dos en el Medio Egipto, dos
en la región tebaica y una en Asuán me parecen indispensables para gozar de
la existencia cuando permanezca en Egipto.
—Una bagatela, Chenar, una simple bagatela a cambio del servicio que voy
a haceros.
—Evidentemente.
—Me gusta el lujo; ¿un aficionado a las vasijas raras, como vos, no puede
comprender esta inclinación?
—Inmediatamente.
—Por una villa en el noreste del Delta, cerca de la frontera. Preved una
amplia mansión, con un estanque para bañarse, una viña y servidores celosos.
Incluso si sólo vivo en ella unos días al año, deseo ser tratado como un
príncipe.
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—He olvidado las mujeres. Cuando debo partir para cumplir una misión, la
ración es bastante pobre; en mi casa, las deseo numerosas, bellas y poco
ariscas. Su origen me importa poco.
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El barco de Tuya, la gran esposa real, tomó la cabeza de la flotilla que salió
de Menfis en dirección a Tebas y al Valle de los Reyes, donde reposaba la
momia de Seti. Nefertari casi no abandonaba a Tuya, cuyo sufrimiento
contenido percibía con una admirable serenidad. Con el simple contacto de la
viuda del gran rey, Nefertari aprendió lo que debía ser el comportamiento de
una reina durante una prueba cruel. La discreta presencia de la joven fue para
Tuya un inestimable consuelo; ni una ni otra experimentaban la necesidad de
extenderse en confidencias, pero su comunión afectuosa fue intensa y
profunda.
Ameni, aunque sufría el fuerte calor del verano, había preparado una masa
impresionante de informes relativos a la política exterior, a la seguridad del
territorio, a la salud pública, a los grandes trabajos, a la gestión de los
alimentos, al mantenimiento de los diques y de los canales, y a muchos otros
temas más o menos complejos.
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—Una conspiración... ¡Habrá diez, veinte o cien! Por ello estoy aquí con
unos magníficos aliados.
—¿Criticas la diplomacia?
—Lo complica todo cuando en realidad la vida es muy sencilla: por un lado,
el bien; por el otro, el mal. Entre los dos no hay relación posible.
—¿Y si estos últimos fueran cada vez más numerosos? —preguntó Moisés.
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—De todos modos intentaré convencerte para que estés más cerca de mí.
—Que los dioses protejan a Ramsés y le den vida, solaz y salud —declaró
Ameni.
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—¿Quién eres?
—Mi nombre es Raia; soy sirio de origen, pero trabajo en Egipto como
mercader independiente desde hace muchos años.
—¿Qué vendes?
—¿Jarrones?
—Eso depende.
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Chenar quedó fascinado; unas gotas de sudor perlaron sus sienes y sus
manos se volvieron madorosas.
—Empezamos a entendernos.
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—Amo mi país...
—¿Quién lo duda, príncipe? Pero vos preferís el poder. Sólo una alianza
con los hititas os lo garantizará.
—Necesito reflexionar.
—¿Y si me niego?
—Acepto, Raia.
1
Ver C.Jacq, La Reina Sol.
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12
Ramsés recordaba cada pedazo de roca del Valle de los Reyes, de esta
«gran pradera» de absoluta aridez que su padre le había hecho descubrir,
llevándolo al interior de la tumba del primer Ramsés, el fundador de la dinastía,
un viejo visir llamado por un consejo de sabios para dar impulso a una nueva
estirpe de soberanos. Sólo había reinado dos años, confiando a Seti el cuidado
de hacer brillar un poder que, hoy, era otorgado a Ramsés II.
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—Seti fue un rey justo —murmuró Ramsés—, cumplió con la Regla, fue
amado por la luz, y entra vivo en Occidente.
En todo Egipto, los barberos trabajaban sin descanso para afeitar a los
hombres y hacer desaparecer las barbas, ya que el periodo de luto había
terminado. Las mujeres ataron de nuevo sus cabellos, las elegantes los
confiaron a las peluqueras, autorizadas a realizar su oficio.
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—La acepto.
Horus levantó la corona roja del Bajo Egipto, una especie de birrete
coronado por una espiral, y la colocó sobre la cabeza de Ramsés. Luego Set
encajó la corona blanca del Alto Egipto, cuya forma oval terminaba en un bulbo.
—Sólo tú podrás acercarte a las dos coronas —reveló Set—; el rayo que
contienen aniquilaría al usurpador.
Horus dio al faraón dos cetros. El primero tenía el nombre de «amo del
poder», que le serviría para consagrar las ofrendas, y el segundo, «magia», un
báculo de pastor que mantendría a su pueblo en la unidad.
Precedido por las tres divinidades, el faraón salió de las salas secretas, en
dirección al gran patio a cielo abierto en el que se habían reunido los notables
admitidos en el recinto de Karnak.
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—Que vuestra majestad se alce como un nuevo sol y que tome asiento en
el trono de los vivos.
—He aquí el testamento de los dioses que te lega Seti —proclamó ella—. El
testamento legitima tu reinado como legitimó el suyo, y de la misma manera
legitimará el de tu sucesor.
—He aquí tus cinco nombres —declaró la reina madre con una voz clara y
reposada—: toro poderoso amado por la Regla; protector de Egipto, que
controla los países extranjeros; rico en ejércitos, con victorias grandiosas;
aquel que ha sido elegido por la luz, pues poderosa es la Regla; hijo de la luz,
Ramsés.
—Es una pareja real la que gobierna las Dos Tierras —continuó Tuya—.
Adelántate, Nefertari, ven al lado del rey, tú que te conviertes en su gran
esposa y en la reina de Egipto.
—Te reconozco como soberana del Doble País y de todas las tierras, tú,
cuya dulzura es inmensa y satisfaces a los dioses, tú, que eres la madre y la
esposa del dios, tú, a quien amo.
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Un halcón de anchas alas, que parecía surgir del sol, revoloteó por encima
de la pareja real, como si localizara una presa. De pronto se precipitó hacia ella
a tal velocidad que ningún arquero tuvo tiempo de actuar.
1
Principios de junio de 1279 a.J.C, según una de las hipótesis frecuentemente adoptadas.
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—Ahora, he aquí...
Ramsés se levantó.
—Interrumpo el desfile.
El intendente se sublevó.
—Perdonadme, no quería...
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—Disculpadme, yo...
—¿Pasarás tu tiempo buscando excusas? Dime más bien por qué el visir y
el gran sacerdote de Amón no han venido a rendirme homenaje.
—Perdonadme, él...
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—Unas... unas codornices asadas, una perca del Nilo a las finas hierbas,
puré de higos y un pastel a la miel.
Romé se encolerizó.
—Romé, majestad.
El ex intendente balbuceó.
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—A decir verdad...
—¿Qué esperan?
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—Habla.
—¿Tú, quizá?
—No aceptéis jamás una cerveza de mala calidad o una carne mediocre.
Eso sería el inicio de la decadencia. ¿Puedo dedicarme a mis ocupaciones y
empezar a reformar la administración de vuestra casa, que deja mucho que
desear?
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Durante varios días, Nefertari fue llevada de un lugar a otro sin tener la
posibilidad de recuperar el aliento. Tuvo que reunirse con centenares de
personas, encontrar una palabra justa para cada una, no separarse de su
sonrisa y no manifestar la menor señal de fatiga.
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—He pasado esta prueba, como tú. Dos remedios te curarán: una poción
revigorizante y el magnetismo que Ramsés ha heredado de su padre.
—¿Amas a Ramsés?
—En ese caso, no lo traicionarás. Es con una reina con quien se ha casado,
y es una reina quien luchará a su lado.
—¿Y si se ha equivocado?
—Diez veces, cien veces por día, al principio. Le supliqué a Seti que
buscara a otra mujer y me conservara junto a él como segunda esposa. Su
respuesta siempre fue idéntica: me tomaba en sus brazos y me reconfortaba,
sin aliviar de ninguna manera mi carga de trabajo.
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los del rey. Escuchando a unos y a otros, Ramsés había tomado conciencia de
los peligros que implicaba una situación semejante. Si permanecía indiferente,
el Alto y el Bajo Egipto se convertirían en dos países diferentes, incluso
enfrentados, y la división conduciría al desastre.
Cada tarde, poco antes de la puesta del sol, recorría las avenidas del jardín
del palacio, en el que trabajaban unos veinte jardineros que regaban los
parterres de flores y los árboles una vez caída la noche. A su izquierda,
Vigilante, el perro amarillo, llevaba un collar de acianos; a su derecha, el
colosal león se desplazaba con agilidad. Y, a la entrada del jardín, el sardo
Serramanna, jefe de los guardaespaldas de su majestad, sentado bajo un
emparrado y dispuesto a intervenir a la menor señal de peligro.
Ramsés sentía un intenso amor por los sicomoros, los granados, las
higueras, las perseas y otros árboles que hacían de un jardín un paraíso en el
que el alma descansaba. ¿No debía Egipto parecerse a ese refugio de paz donde
las diversas esencias vivían en armonía?
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—Nedjem.
—No debe ser fácil ser rey y seguir siendo sabio. Los hombres son
perversos y astutos.
—Comparto tu opinión.
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—Yo, pero...
En los suaves fulgores del ocaso brillaban los cabellos negros y el largo
vestido blanco. ¿Cómo podía ser tan bella una mujer, a la vez que inaccesible y
atractiva?
—Nefertari...
Su beso fue una fuente de juventud; abrazados hasta formar un solo ser,
se regeneraron ofreciéndose uno a otro.
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Nefertari soltó sus cabellos, Ramsés hizo deslizar los tirantes del vestido
de lino por los hombros de Nefertari. En la calidez de una noche de verano,
embalsamada y apacible, se unieron.
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—Soy feliz.
—No respondes...
—Te amo, Nefertari, pero también soy el esposo de Egipto. Debo fecundar
esta tierra y hacerla próspera. Cuando su voz me llama, no tengo derecho a
permanecer indiferente.
—Creía que tendría que reinar en un país tranquilo, olvidando que estaba
habitado por hombres. Unas semanas les bastan para traicionar la ley de Maat
y destruir la obra de mi padre y de sus antepasados; la armonía es el más frágil
de los tesoros. Si mi vigilancia se relaja, el mal y las tinieblas se apoderarán del
país.
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El rey conducía un carro tirado por dos caballos, seguido por otro carro que
ocupaban Serramanna y un arquero. Aunque la velocidad lo mareaba, Ameni se
alegró por la prisa que se daba Ramsés. Se detuvieron ante una de las puertas
del recinto de Karnak. Echaron pie a tierra y leyeron la estela cubierta de
jeroglíficos que todos los transeúntes capaces de leer podían descifrar.
El signo formado por tres pieles de animal, que servía para escribir la idea
de «nacimiento» y para designar a Ramsés como el «hijo de la luz», había sido
mal grabado. Este defecto le hacía perder su magia protectora y lesionaba el
ser secreto del faraón.
—El gran sacerdote de Amón y sus escultores. ¡Son ellos los que tenían la
misión de grabar estos mensajes que proclaman tu coronación! Si no lo
hubieras comprobado por ti mismo, no me habrías creído.
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—¿Fueron difíciles?
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—¿Karnak es riquísimo?
—Nadie lo cuestiona, pero sus sacerdotes sólo son hombres. Cuando uno
es llamado a gestionar semejante fortuna, ¿no se convierte en presa de
tentaciones inconfesables? No he tenido tiempo de llevar más lejos mi
investigación, pero estoy inquieto.
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Así pues inspeccionaba sin parar lo que consideraba como los puntos
sensibles del palacio tebaico, el cuartel general del ejército, el de la policía y el
regimiento de las tropas de élite. Si se producía una revuelta, era allí donde
nacería. El sardo, antiguo pirata, sólo se fiaba de su instinto, y ponía en duda
las intenciones de un oficial superior o de un simple soldado. En numerosos
casos, sólo había debido su supervivencia al hecho de haber golpeado primero,
cuando su adversario se presentaba como un amigo.
La guardia de palacio era renovada tres veces al mes, los días uno, once y
veintiuno. Los soldados recibían vino, carne, pasteles y un salario en cereales.
En cada relevo, Serramanna observaba a sus hombres hasta el fondo de los
ojos, y les atribuía un puesto. Toda falta de disciplina, toda relajación se
traducía en una paliza y un despido inmediato.
El sardo pasó lentamente ante los soldados, colocados en una sola fila. Se
detuvo delante de un joven rubito, que parecía nervioso.
—La espada.
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—Tú vigilarás la entrada del pasillo que lleva al despacho real e impedirás
el acceso durante las tres últimas horas de la noche.
—Un griego, ¡eh! Sólo un griego puede beber vino anisado sin chistar. ¿A
qué facción perteneces, amiguito? ¿A un remanente de Menelao o a una nueva
conspiración? ¡Responde!
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Esta vez no era la vida del faraón la que atacaban, sino su despacho, así
pues los asuntos de Estado. ¿Qué venían a buscar ahí sino documentos
confidenciales e informaciones sobre la manera como él quería gobernar el
país?
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—¿Cómo evoluciona?
—No era necesario, majestad. Por un lado he tenido que guardar cama
algún tiempo; por otro, esperaba venir en compañía de los visires del sur y del
norte y del virrey de Nubia.
—Y lo he obtenido.
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—¿Es un reproche?
—En absoluto. ¿No nos han enseñado nuestros antepasados que una
espiritualidad dichosa se acompaña con el bienestar de todo un pueblo? Seti
enriqueció Karnak, y vos hacéis prosperar esas riquezas.
—¿Quién lo dice?
—El rumor...
—Yo... yo no entiendo.
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El prelado farfulló.
—¿Lo ignoráis?
—No veo...
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—Tres ciudades albergan los tres templos mayores del país: Heliópolis es
la ciudad santa de Ra, la luz creadora; Menfis, la de Ptah, que creó el Verbo e
inspira el gesto de los artesanos; Tebas, la de Amón, el principio oculto, del que
nadie conoce la forma verdadera. Mi padre insistía en que el equilibrio fuera
mantenido entre los tres poderes, expresiones complementarias de lo divino.
Mediante vuestra política, habéis roto esta armonía. Tebas es ampulosa y
vanidosa.
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—Reinar es un arte difícil que exige cierta cantidad de alianzas, entre las
cuales hay una con el clero de Amón. Por supuesto, obedeceré vuestras
directrices, sean las que sean, pues sigo siendo vuestro fiel servidor.
—Las mallas de vuestra red parecen bien tejidas, pero el pico de un halcón
podrá desgarrarlas.
—Pensaré en ello.
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—Inaceptable.
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—Lo que divide es malo, y ese gran sacerdote ha elegido la división porque
le favorece. Como faraón, no debes cederle ni un palmo de terreno.
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—¿Quién te lo prohíbe?
—Ven conmigo.
—¡Kha!
—Cuatro años... ¡Mi hijo tiene cuatro años! ¿Su ayo está contento de él?
—Lo juzga demasiado serio. Kha juega muy poco y sólo piensa en descifrar
jeroglíficos, incluso logra escribir algunos. Ya conoce muchas palabras.
—Por supuesto.
—¿Por qué me mantienes apartada como a una extraña? Sin mí, ¡estarías
muerto!
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Iset palideció.
—¿Me he equivocado?
—Sí, ¡te has equivocado! ¡Juro, sobre el nombre del faraón, que no te he
traicionado!
Ramsés miró cómo nadaban las dos mujeres que amaba. ¿Cómo se podían
experimentar sentimientos tan diferentes, pero intensos y sinceros? Nefertari
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era el gran amor de su vida, un ser excepcional, una reina. Ni las pruebas ni los
ultrajes del tiempo atenuarían la pasión luminosa que vivían. Iset la Bella era el
deseo, la despreocupación, la gracia, el placer loco. No obstante, había mentido
y conspirado contra él. No tendría más remedio que castigarla.
—Es verdad.
—¿Sabes dibujarlo?
Con la punta del índice y una gran seriedad, el chiquillo trazó un pato
bastante logrado en la arena de la avenida.
—Porque estás por encima de todo el mundo y vives en una casa muy
grande.
—Tienes razón, hijo mío, pero esta casa es todo Egipto, y cada uno de sus
habitantes debe encontrar en ella su propia morada.
—De acuerdo.
Kha sonrió.
—El sol —explicó—. Se le llama Ra; su nombre se forma con una boca y un
brazo, pues es el verbo y la acción. Ahora te toca dibujarlo.
1
En jeroglífico, PER, «morada, casa, templo» + ÂA, «grande» = PERÂA, de donde, por evolución
fonética, faraón.
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—¡Ah!... ¡Esta vez, las divinidades del nacimiento pueden seros favorables!
Ramsés regresó con una pequeña tableta de escriba provista con dos
panes de tinta, uno rojo y otro negro, y de tres pequeños pinceles. Cuando se
los dio a su hijo, el rostro de Kha se iluminó, y apretó los preciosos objetos
contra su pecho.
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—Te equivocas.
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—Este lugar es más peligroso que la profunda Nubia. Las serpientes y los
escorpiones no tienen el mismo aspecto pero pululan. ¿Estás preparado?
—¿Y tú a Loto?
—Dice que estoy un poco loco, pero armonizamos a las mil maravillas.
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—¿Cómo te sientes?
—Estupendamente.
—¡Como si la conocieras!
—¡En verdad, forman un hermoso trío! ¿Olvidas que Tebas sueña con verte
partir y que la mayoría de los notables desea tu fracaso?
—El hombre es una especie más temible que los reptiles, Ramsés.
—¡Bah! Un sueño más que los años enviarán al territorio de los ilusos.
Desconfía, amigo mío: estás rodeado de seres tenebrosos y malhechores. Pero
tienes suerte, cuentas con esa misteriosa fuerza que también me habita a mí
cuando voy al encuentro de las cobras. Y te ha dado una aliada sin par,
Nefertari, un sueño realizado. Deberíamos creer que podrás triunfar.
—El halago no era uno de tus defectos, en otro tiempo. Vuelvo a Menfis
con una hermosa cosecha de venenos. Vela por ti, Ramsés.
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sacerdote de Amón, la salida seguía siendo incierta. Sin duda los dos hombres
permanecerían en su posición, lo que debilitaría la autoridad de Ramsés, cuya
palabra estaba lejos de tener el peso de la de Seti.
—Déjalo entrar.
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—Llevo para siempre luto por Seti —afirmó Chenar—. ¿Cómo olvidar a
nuestro padre?
—Te comprendo.
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—¿Aceptas escucharme?
—Habla, te lo ruego.
—¿Me autorizas a hacer cualquier cosa para evitar una guerra con los
hititas? Nadie desea un enfrentamiento sangriento. Que el faraón otorgue el
puesto de ministro de Asuntos Exteriores a su hermano mayor probará la
importancia que le concede a la paz.
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—¿Y... mi marido?
—Pero... Sary es un profesor, un escriba, ¡no sabe hacer nada con las
manos!
Estar obligada a trabajar era un auténtico castigo, pero más suave que el
presidio de los oasis o el exilio en lo más profundo de Nubia. En cuanto a Sary,
que había corrido el riesgo de la pena de muerte, podía considerarse satisfecho,
incluso si su labor no era muy gloriosa.
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—Eso no nos asusta... Hablo del comportamiento del nuevo jefe del equipo
de ladrilleros que construyen los andamios.
—¿Lo conozco?
—¿Que le reprochas?
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Tendido en unos cojines, Sary bebía cerveza fresca. Echó una mirada
despreocupada sobre Moisés cuando éste entró en la tienda.
—¿Un sueño, este calor, este polvo, el sudor de los hombres, estas piedras
enormes, esta labor desmesurada, el ruido de las herramientas, el contacto con
peones y obreros iletrados? ¡Una pesadilla, querrás decir! Pierdes el tiempo, mi
pobre Moisés.
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—¿Intentas sermonearme?
—He fijado unos horarios de trabajo para los ladrilleros y para todos los
demás; conviene respetarlos.
—¡Me niego!
—Amenazas...
—No tengo otra meta que participar en la construcción de este templo, que
nadie debe dificultar.
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—Querido amigo, ¡es una maravilla! Vuestros cocineros son los mejores de
Egipto.
Meba se puso rígido y reajustó la costosa peluca que llevaba todo el año,
incluso durante los grandes calores.
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Meba palideció.
—Lo comprenderás mejor cuando sepas que sólo soy, a sus ojos, un
hombre de paja, rodeado de esbirros que no me concederán ninguna iniciativa.
Tú no habrías tenido suficiente aguante, mi querido Meba, y yo sólo soy un
testaferro. Los gobiernos extranjeros se sentirán muy honrados al ver el interés
que Ramsés concede a este ministerio nombrando para él a su hermano, sin
saber que sus pies y sus manos están atadas.
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—¿Qué proponéis?
Meba sonrió.
Llevando de la mano a Lita, el mago Ofir avanzaba con mucha lentitud por
la calle principal de la ciudad del sol, la capital abandonada de Akenatón, el
faraón herético, y de su esposa, Nefertiti. Ningún edificio había sido destruido,
pero la arena se introducía por las puertas y ventanas cuando el viento del
desierto soplaba a rachas.
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cielo, la especie humana sobre la tierra. Haciendo vivir en ella a los dioses,
Egipto se oponía a la adopción universal del dios único. Egipto debía ser
destruido.
Sí, tales habían sido las intenciones del libio: borrar las humillaciones
sufridas por su pueblo, debilitar Egipto, aprovechar la frágil salud de Akenatón
para convencerlo de que abandonara toda política de defensa.
Durante esta nueva visita a la ciudad del sol, que se degradaba año tras
año, Ofir juzgó a Lita más atenta, como si su interés por el mundo exterior se
despertara por fin. Ella se entretuvo en el dormitorio de Akenatón y de Nefertiti,
se inclinó sobre una cuna desvencijada y lloró.
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Luego la mano se desplazó hacia otra cabeza, más pequeña, con unos
rasgos de una notable finura.
Lita estrechó las cabezas de yeso contra su pecho pero soltó una que se
rompió al caer al suelo.
Ofir temió una crisis de nervios, pero la joven no lanzó siquiera un grito de
sorpresa, sino que permaneció inmóvil durante un largo minuto. Luego lanzó
las otras cabezas contra un muro y pisoteó los trozos.
—El pasado ha muerto, y acabo de matarlo —declaró ella con los ojos fijos.
Lita tocó las piedras de los templos y los muros de las casas, como si
tomara posesión de la ciudad difunta. A la caída del sol, subió a la terraza del
palacio de Nefertiti y contempló su reino fantasmal.
—Deseo verte reinar, Lita, para que impongas la creencia en el Dios único.
—No, Ofir, eso sólo es un discurso. Sólo una fuerza te gobierna: el odio,
pues el mal está en ti.
—¿Rehúsas ayudarme?
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—Mi alma está vacía, tú la has llenado con tu deseo de dañar. Me has
moldeado pacientemente, como el instrumento de tu venganza y de la mía: hoy
estoy dispuesta a luchar, como una espada cortante.
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La mujer era joven, rubia, rolliza, atractiva. El hombre, mucho mayor que
ella, tenía una faz inquietante: delgado, los pómulos salientes, la nariz
prominente, labios muy finos, el mentón pronunciado, recordaba un ave rapaz.
Debido al ruido, Moisés no podía oír su conversación. Sólo le llegaban migajas
incoherentes de un lento discurso pronunciado por la voz monocorde del
hombre.
El gesto del hombre de faz inquietante había sido rápido y discreto, pero
Moisés no se había equivocado. El curioso personaje parecía disponer de
poderes extraordinarios.
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Moisés vaciló.
—Pobre explicación.
—No te creo.
—Déjame pasar.
El hebreo se volvió.
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—¿Qué deseas?
—Hablar.
El hombre sonrió.
—¿Está enferma?
—En ninguno.
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—No comprendo...
—¿Quién pues?
—El verdadero Dios, Moisés, ¡el Dios único cuya cólera pronto caerá sobre
todos los pueblos que no se prosternen ante él!
Las graves inflexiones de la voz de Ofir habían hecho temblar los muros de
la casucha. Moisés experimentó un extraño miedo, a la vez horrible y atractivo.
—Nací en Egipto.
—Como yo, sólo eres un exiliado. Estamos buscando una tierra pura, ¡que
no hayan mancillado decenas de divinidades! Como hebreo, Moisés, deberías
saber que tu pueblo sufre, quiere resucitar la religión de sus padres, enlazar
con el gran designio de Akenatón.
1
Su destino se recuerda en mi novela La Reina Sol. (N. del a.)
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—¡No eres más que un demente, Ofir! Transformar a los hebreos en una
facción hostil a Ramsés seria conducirlos a su aniquilamiento. Ninguno de ellos
desea sublevarse y abandonar el país, y yo, yo soy el amigo de un faraón
destinado a un gran reinado.
—Un fuego arde en ti, como ardía en el corazón de Akenatón. Los que
compartían su ideal no han desaparecido y empiezan a reagruparse.
—Se realizará.
—Desaparece, Ofir.
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—Adiós, Ofir.
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22
Poco antes del alba, el sacerdote Bakhen salió de su mansión oficial, lavó
su cuerpo depilado, se vistió con un taparrabo blanco, cogió un jarrón y se
dirigió hacia el lago sagrado que sobrevolaban decenas de golondrinas
anunciando el renacer del día. El gran lago, al que se accedía por unas
escaleras de piedra dispuestas en los cuatro ángulos, contenía el agua de Nun,
inagotable océano de energía de donde surgían todas las formas de vida.
Bakhen sacaría de él un poco del precioso líquido, que serviría para los
numerosos ritos de purificación celebrados en el templo cubierto.
—Ramsés...
Bakhen se inclinó.
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—Este templo debe ser un lugar de rectitud, como todos los demás
santuarios de Egipto. Si tal no fuera el caso, ¿cuál sería tu actitud?
—¡Tan cierto como que he adiestrado caballos, que curtiría la piel de los
culpables!
—Es ayuda lo que te pido, Bakhen. Asegúrame que aquí nadie traiciona la
ley de Maat.
Ramsés se alejó bordeando el lago sagrado con un paso tan regular como
el de los otros sacerdotes puros que iban a llenar sus jarrones de agua
purificadora.
Tras la marcha del barbero, que había recortado la punta de su fina barba,
Raia se inclinó sobre las cuentas, exigiendo que no se le molestara en absoluto.
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Raia deseaba sobre todo probar las medidas de seguridad adoptadas por
Ramsés y Serramanna. Desgraciadamente, parecían eficaces. Obtener
informaciones fiables no sería fácil, aunque la corrupción seguía siendo un arma
decisiva.
Buscó el que estaba marcado con un punto rojo muy discreto bajo el
cuello. En el interior había una tableta de madera oblonga que llevaba las
características del objeto: altura, anchura en lo alto, en medio y en la base,
dimensiones, valor.
—Te propongo cinco vacas lecheras de la mejor raza, una cama de ébano,
ocho sillas, veinte pares de sandalias y un espejo de bronce.
Raia se inclinó.
—¿Sus condiciones?
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—¿Hablas en serio?
Aquella alianza secreta con los hititas era tan eficaz y peligrosa como un
veneno mortal; a él le tocaba saber utilizarlo para destruir a Ramsés sin
aniquilarse a sí mismo y sin debilitar demasiado a Egipto. Una experiencia
arriesgada que sabía que podía llevar a cabo con éxito.
—Mis amigos y yo contamos con vos para hacer buen uso de él.
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Cuando vio a Ramsés venir hacia ella, Tuya percibió el poder intacto del
rey difunto. En la persona del joven faraón no había ninguna de las fisuras que
afectaban a la mayoría de los seres; estaba tallado en un solo bloque, como un
obelisco, y parecía capaz de resistir cualquier tormenta. La fuerza de la
juventud aún se añadía a esta apariencia de invulnerabilidad.
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—¡Qué bromista!
—¡No lo creas! Después hay que vigilar que sean colocadas en los
almacenes que les corresponde.
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—Explícate.
—No te inquietes.
—La jerarquía...
—La jerarquía tiene otras preocupaciones. ¿Quién te dice que no cierra los
ojos? Entonces, ¿qué porcentaje deseas?
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Bakhen asintió.
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—¿Qué temes?
—Nada semejante.
—Tampoco.
—Me desespero...
—Exijo que los mejores médicos del reino se ocupen de ti a cada segundo.
—No te inquietes.
—¿Cómo no hacerlo? Espero que nuestro hijo sea hermoso y nazca sano,
pero tu vida y tu salud me importan más que cualquier otra cosa.
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Por orden del faraón, se reunió un cónclave formado por los segundos,
terceros y cuartos profetas de Amón de Karnak, los grandes sacerdotes y las
grandes sacerdotisas de los principales santuarios de Egipto. Faltaron a la
llamada los de Dandara y Athribis, el primero demasiado mayor para viajar y el
segundo retenido en su residencia del Delta por enfermedad. En su lugar
enviaron a dos delegados provistos de un poder de representación.
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
Antes de la salida para la tradicional gira por Egipto que debía realizarse
durante el primer año de reinado, Ramsés se dirigió al templo de Gurnah, en la
orilla occidental de Tebas, en el que era venerado el ka de Seti, su poder
inmortal. Cada día, unos sacerdotes especializados llenaban los altares con
carne, pan, verduras y frutas, y recitaban letanías que mantenían presente en
la tierra el alma del rey difunto.
Cada cual tenía una información confidencial que poseía de una persona
autorizada o de un empleado de palacio. De fuentes fidedignas se creía saber
que la flota real se dirigiría primero dirección al sur, hasta Asuán, luego hacia el
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
norte, para descender el Nilo hasta el Delta. Los tripulantes estaban avisados:
sería necesario avanzar de prisa, habría que hacer un gran esfuerzo y las
escalas serían de corta duración. Pero todos se alegraban de la realización de
este viaje ritual durante el cual la pareja real tomaría posesión de la tierra de
Egipto a fin de mantenerla en armonía con Maat, la Regla eterna.
—¿Te sorprende?
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
—Comer bien garantiza una vida larga y beber poco preserva la energía y
la concentración. Mediante correo rápido he ordenado a los alcaldes y a los
grandes sacerdotes de las ciudades en las que nos detendremos que hagan
preparar locales para los miembros de nuestra expedición. Por supuesto, la
reina y tú dispondréis de un palacio.
—¿Respecto a ella?
—¿Cuáles son tus relaciones con los visires del norte y del sur?
—Yo pensaba...
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—Deberías dormir; mañana será un día pesado: por lo menos tendrás diez
entrevistas y tres recepciones. ¿Estás satisfecho con tu cama?
—Ya sólo faltan cojines blandos —estimó el secretario particular del rey.
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—¿Su nombre?
—Es inútil —juzgó el rey—, ese hombre habrá dado un nombre falso y no
tenemos tiempo de volver atrás para intentar encontrarlo.
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
—¡No tenéis por qué saberlo! ¡En el futuro, quiero registrar a toda persona
que suba al barco de su majestad, ya se trate de un general, un sacerdote o un
barrendero!
—Como queráis.
Romé salió de la cabina del rey. Furioso, Serramanna golpeó con el puño
en una viga que emitió un largo gemido.
—Habla claro.
—Contad conmigo.
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
muchas angustias. Por un lado, la familia real permanecía unida, y los dos
hermanos avanzaban cogidos de la mano. Por otro lado, el patriotismo de
Chenar y su voluntad de grandeza garantizarían la permanencia de la política
de defensa, indispensable para preservar la civilización de los asaltos de la
barbarie.
—Sorprendente.
—¿Hechos precisos?
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
—Te nombro jefe de los servicios secretos del Alto y del Bajo Egipto. Como
tus predecesores, tu función aparente consistirá en dirigir el servicio del correo
diplomático, por consiguiente, examinar los documentos que redactará Chenar.
En la orilla del canal que llevaba al embarcadero no había nadie. Era cierto
que, en este territorio sagrado, las riberas sólo eran abordables durante las
fiestas de la resurrección de Osiris. Pero la indiferencia y la pesada atmósfera
que presidía la recepción de la flota real sorprendieron a los viajeros.
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—Majestad...
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
Cada uno temía severas sanciones, pero el joven faraón se contentó con
exigir que duplicasen las ofrendas al ka de Seti. Dio la orden de crear un vergel,
plantar árboles, dorar las puertas, continuar la construcción del templo y
terminar las estatuas, realizar los ritos todos los días, y anunció que seria
construida un barca para la celebración de los misterios de Osiris. Los
campesinos que trabajaban las tierras del santuario serían eximidos de cargas,
y el templo mismo provisto de numerosas riquezas, a condición de que nunca
más fuera descuidado de aquel modo.
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
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Chenar estaba radiante porque Acha, al final de una cena muy exitosa,
acababa de comunicarle una fabulosa noticia. En la proa del barco que se
deslizaba por el Nilo, los dos hombres no serían oídos por los últimos invitados
que habían abusado del vino. El médico de a bordo cuidaba a un alto
funcionario que vomitaba, llamando la atención de los juerguistas.
—Exactamente.
—Es probable.
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
—Porque es Ramsés.
—Nefertari...
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
—Me he ido lejos, tan lejos... Un océano de luz y una voz musical que me
transmitía un mensaje.
—¿Qué decía?
—Escucha al más allá; ¿no es él el que guía la acción del faraón, desde el
nacimiento de Egipto?
Ramsés habría vuelto gustoso al barco para discutirlo con Ameni, pero no
pudo sustraerse a la visita al templo, a sus talleres y a sus almacenes. Por
todas partes reinaban el orden y la belleza.
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—Dicen que es severo, que está enfermo y que se siente incapaz de viajar.
—¿Y si dejarais que este viejo servidor de los dioses se ocupara de sus
flores?
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—Al contrario, majestad. Desea que se le deje terminar sus días en paz en
el recinto de este templo.
—No es la opinión del sabio Ptah-hotep, cuyas máximas nos nutren desde
el tiempo de las pirámides. Vuestra palabra es algo precioso y me gustaría
conocerla. ¿Quién estaría más cualificado, según vos, para ocupar el puesto de
gran sacerdote de Amón?
Después de dirigir los ritos del alba, haber degustado un copioso desayuno
y haberse bañado en el estanque contiguo al palacio, Ramsés y Nefertari se
prepararon a partir. Los miembros del clero los saludaron. De pronto, Ramsés
se apartó de la procesión y se dirigió al jardín, junto al lago sagrado.
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—¿Qué ocurre?
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Cuando la flota real iluminó las aguas del Nilo al atracar en el embarcadero
del templo de Karnak, todo Tebas se agitó. ¿Qué significaba el precoz regreso
de Ramsés? Los rumores más contradictorios circularon a toda velocidad. Para
unos, el rey quería suprimir el clero de Amón y reducir la ciudad al rango de
aldea provinciana; para otros, había caído enfermo durante el viaje y venía a
agonizar a su palacio, frente a la montaña del silencio. ¿La ascensión del joven
faraón no había sido demasiado rápida? El cielo castigaba sus excesos.
Tocado con la corona azul, vestido con una larga túnica de lino plisado y el
cetro de mando en la mano derecha, Ramsés era la majestad misma. Cuando
entró en el salón del templo donde se habían reunido los miembros del
conclave, cesaron las discusiones.
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Nadie protestó.
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Puesto que no tenían nada que perder, el segundo profeta se reunió con
Chenar en nombre de todos los sacerdotes de Amón hostiles a la decisión de
Ramsés. Fue recibido al borde de un estanque con peces, a la sombra de una
gran tela tendida entre dos estacas. Un criado le ofreció un zumo de algarrobo
y desapareció. Chenar enrolló el papiro que consultaba.
—Prescindiremos de ellas.
—Como segundo profeta, vos estabais designado para obtener ese puesto,
¿no es verdad?
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—Necesito ayuda.
—Pero cómo...
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—Le confío esta tarea a Bakhen, cuarto profeta de Amón, al que darás los
consejos y las instrucciones necesarias. Se encargará del final de la obra y
también se preocupará de la ampliación del templo de Luxor. ¡Qué maravilla,
cuando el patio de columnas, el pilón y los obeliscos vean la luz! Que los
trabajos vayan de prisa, Bakhen. Quizá el destino me ha otorgado una breve
existencia y deseo inaugurar esos esplendores.
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CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
—Es tan gigantesco que aún no me atrevo a hablar de él. Pensaré durante
el viaje. Si es posible llevarlo a cabo, estarás estrechamente asociado a él.
—¿Por qué?
—¿Cambiarás, Ramsés?
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Moisés sólo era un mandado. Había que golpear la cabeza, vengarse del
que lo sumía en la desdicha y la bajeza.
—¿Qué arriesgamos?
—Tengo miedo, querido. Este tipo de prácticas puede recaer sobre sus
autores.
—¡Y qué más da! ¡Tú has sido olvidada, despreciada, y yo soy objeto de
abominables humillaciones! ¡No podemos seguir así!
—Soy tu mujer.
La ayudó a levantarse.
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—¿Serán suficientes?
—Tienes mi palabra.
—Vamos.
Sary golpeó una puerta baja pintada de rojo, en la cual estaba clavado el
cadáver de un escorpión. Una vieja abrió, la pareja bajó una escalera de
madera que llevaba a una especie de gruta húmeda en la que ardían unas diez
lámparas de aceite.
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—¡Ramsés es mi hermano!
—Quizá podríamos...
—¡No, no puedo!
—No puedo...
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La pareja vagó por las callejuelas del barrio popular. Presa de un pánico
que le retorcía el vientre, Sary no encontraba el camino. Las puertas se
cerraban al acercarse ellos, las miradas los espiaban detrás de los porticones
entreabiertos. A pesar del calor, Dolente continuaba ocultando su rostro con un
chal.
Un hombre delgado, con perfil de ave rapaz, los abordó. Sus ojos verde
oscuro brillaban con un fulgor inquietante.
—¿Están perdidos?
—Sabremos defendernos.
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—Todo acto de magia negra contra el faraón esta castigado con la muerte,
¿lo ignoráis? No tengo intención de denunciaros, estad tranquilos.
La morada, con suelo de tierra batida, era modesta pero limpia. Una mujer
joven y rubia, rolliza, ayudó a Sary a tender a Dolente en una banqueta de
madera cubierta con un mantel y le ofreció agua.
—Es la verdad.
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—Porque mi familia fue perseguida, como la suya. Sólo tenemos una razón
para vivir: la venganza. Una venganza que dará el poder a Lita y expulsará a
los falsos dioses de la tierra de Egipto.
—Por supuesto que sí. Pertenece a una dinastía maldita que engaña al
pueblo y lo tiraniza.
—¡Es falso!
—¡Es un chantaje!
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29
El rey rompió el sello de arcilla que preservaba el naos, tiró del cerrojo y
abrió las puertas del relicario.
El rey iluminó la estatua divina, quitó las bandas de lino de color que la
cubrían, la purificó con agua del lago sagrado, le aplicó diversos ungüentos y la
vistió con nuevas bandas de tela pura. Luego, haciéndolas nacer con la voz, le
presentó las ofrendas que los sacerdotes, en el mismo momento, colocaban en
los numerosos altares repartidos por el templo. El mismo ritual se realizaba,
todas las mañanas, en todos los santuarios de Egipto.
1
Naos: parte interior y central de un templo, el sagrario. (N. Del T.)
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Cuando Ramsés salió del naos, todo el templo estaba despierto. Los
sacerdotes sacaban de los altares la parte de los alimentos purificados que
regresaban a los humanos: panes y pasteles salían de las panaderías de
Karnak, los carniceros preparaban la carne para la comida del mediodía, los
artesanos se ponían al trabajo, los jardineros adornaban con flores las capillas.
El día era apacible y dichoso.
Los dos carros se detuvieron ante la estrecha entrada del Valle. Ramsés
ayudó a Nefertari a bajar, mientras Serramanna, a pesar de la presencia de la
policía, inspeccionaba los alrededores. Incluso aquí, no estaba tranquilo. El
sardo observó a los policías que custodiaban el acceso y no notó nada anormal
en su comportamiento.
167
CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
La reina giró muy lentamente sobre sí misma, como si tomara posesión del
espacio y escudriñara la roca y las profundidades de la tierra. Luego se
inmovilizó, con los ojos cerrados.
El poder del Valle y la gravedad del momento unieron a la pareja real con
un nuevo vínculo, cuya intensidad luminosa notaron los picapedreros, los
canteros y el maestro de obras. Más allá de una mujer y un hombre
enamorados se afianzaba la presencia de un faraón y de una gran esposa real,
cuya vida y muerte estaban marcadas con el sello de lo eterno.
—Alargarás el primer pasillo, harás una primera sala con cuatro pilares;
profundizarás más en la roca y desarrollarás tu talento en la sala de Maat.
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Elegante, aérea, la reina se había quitado las sandalias para percibir mejor
la energía de la tierra. Sus pies desnudos rozaron la arena ardiente, fue de
derecha a izquierda, regresó sobre sus pasos, se sentó en una piedra plana, a
la sombra de una palmera.
—¿Puedes describirla?
—¿Y lo consiguió?
—¿Una pesadilla?
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—Nacerá aquí, en este suelo que has pisado con tus pies desnudos. Yo
también he pensado en ese aliado inmenso, con cuerpo de piedra y alma
construida con materiales eternos. Aquí será edificado mi templo de millones de
años, el Ramesseum. Quiero que lo concibamos juntos, como a nuestro hijo.
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30
Serramanna se alisó los bigotes, se vistió con una túnica violeta de cuello
abierto, se perfumó y comprobó su corte de cabello en un espejo. Teniendo en
cuenta lo que pensaba decirle a Ramsés, debía aparecer como un personaje
respetable y razonable cuyas opiniones contaran. El sardo había dudado mucho
antes de dar este paso. Pero sus deducciones no lo engañaban, y se sentía
incapaz de guardar una carga tan pesada en su pecho.
—Había pensado...
—Quién os ha advertido...
—Ese escorpión que debía picaros y estropear vuestro viaje... Alguien tuvo
que dejarlo en vuestra habitación.
—Y su conclusión te perturba.
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—Te aburrirías.
—Los míos.
—¡Entendido, majestad!
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—Dame tu palabra.
—Romé, el intendente.
—Lo ignoro... No, no, ¡no creo! ¡Y yo soy un fiel servidor del rey!
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—Mientes.
—Os equivocáis...
—¿Conoces a uno?
—Un amigo del rey, uno llamado Setaú... Pasa su vida con serpientes y
escorpiones. Dicen que habla su lenguaje y que le obedecen.
—¿Dónde se encuentra?
—¡No, no!
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había ofrecido una buena pista: la que llevaba a Setaú, uno de los amigos del
rey. El sardo hizo una mueca.
—Por completo.
—¿Fracaso total?
—Soy un ex pirata. Me gusta demasiado esta vida para que tome riesgos
inútiles.
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31
Ramsés había dado unas órdenes, y serían ejecutadas. Romé, que quería
tener una existencia tranquila preparando suculentas recetas, había logrado
caer rendido de admiración por ese rey exigente y apresurado. Era cierto que
trastornaba su entorno, parecía intolerable, ardía con un fuego que corría el
riesgo de quemar a aquellos que se le acercaban. Pero era tan deslumbrante
como el halcón fascinado por el alto cielo, encargado de protegerlo. Romé tenía
ganas de probar sus cualidades, incluso si para ello debía sacrificar su
tranquilidad.
—Registro obligatorio.
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—¡Te has vuelto loco, sardo! Ya que eres tan desconfiado, lleva tú mismo
este cesto al rey. Yo aún tengo mil cosas que hacer.
Serramanna levantó la tela blanca que cubría el cesto. Los higos eran
soberbios, ¿pero no ocultaban una trampa mortal? Los sacó uno a uno, con
mano inquieta, y los colocó en el muelle. Con cada gesto, esperaba ser asaltado
por la cola agresiva de escorpión.
Cuando el cesto estuvo vacío, sólo le quedó llenarlo evitando aplastar las
frutas maduras.
—Quizá, majestad.
—Ya no me pertenezco, Iset; hay más tareas que horas, y así está bien.
—Exacto.
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—¿Por qué?
—Amo a Nefertari.
—Deberías odiarme.
—¿Qué decides?
Romé se concedió unos minutos de descanso. A bordo del navío real, nada
desentonaba, a excepción de ese colosal sardo que no dejaba de espiarlo.
¿Acaso no había exigido un registro de todas las cabinas y de cada miembro de
la tripulación? Un día, aquel extranjero recibiría un mal golpe, y nadie lo
lamentaría. Su falta de respeto hacia eminentes personalidades ya le valía
sólidas enemistades. Sólo el apoyo del rey preservaba su posición. ¿Pero sería
duradero?
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El rey se sorprendió.
—Así lo espero.
—Lo olvidará.
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—¿Uno sólo?
—Entiendo que quieras esperar una señal del más allá —concluyó— y yo la
esperaré cada segundo a tu lado.
—Si no llega...
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—Nacerá, te lo prometo.
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Sobre la gran mesa había dos ramas de acacia muy flexibles, unidas en un
extremo por un hilo de lino. La varita de brujo que Seti había utilizado para
encontrar agua en el desierto. ¡Cuán importante había sido aquel instante en la
educación del príncipe Ramsés, aún inconsciente de su destino! Comprendió
que el faraón luchaba con los elementos, con el misterio de la creación, iba al
corazón de la materia y hacía brillar su vida secreta. Gobernar Egipto no era
solamente dirigir un Estado sino dialogar con lo invisible.
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Con los dedos a veces entumecidos por la edad, Homero mezcló hojas de
salvia y las introdujo en la cazoleta de su pipa, un gran caparazón de caracol
que empezaba a ennegrecerse satisfactoriamente. Entre dos bocanadas, se
concedía un trago de un vino fuerte, perfumado al anís y al coriandro. El poeta
griego estaba sentado en un sillón provisto de un cojín blando, disfrutando de la
dulzura de la tarde al pie de su limonero, cuando su doncella le anunció la visita
del rey.
—Me alegro de veros con buena salud. ¿Estáis satisfecho con vuestras
condiciones de vida?
Héctor, el gato blanco y negro, saltó a las rodillas del poeta y ronroneó.
—¿Habéis avanzado?
—No estoy descontento de las palabras que Zeus dirige a los dioses:
«Enganchad al cielo un cable de oro. Si tiro de él con fuerza, arrastraré la tierra
y el mar; lo ataré al Olimpo, y ese mundo permanecerá suspendido en los
aires.»
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—He escrito estas frases: «¿Para qué los llantos, que hacen estremecer el
alma, ya que tal es la suerte que los dioses han impuesto a los mortales,
condenados a vivir en el dolor?» Vos no escaparéis al sino común y, no
obstante, vuestra función os sitúa más allá de esa humanidad sometida al
sufrimiento. ¿No es a causa del faraón, y de la perennidad de la institución
desde hace tantos siglos, que vuestro pueblo cree en la felicidad, la disfruta con
glotonería e incluso consigue construirla?
Ramsés sonrió.
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—¿La crecida?
—¿Los rebaños?
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—Por supuesto.
—¿Cómo te ha recibido?
—¿Atormentado?
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—¿Es un reproche?
—Ameni es inmutable.
—No, Nefertari.
—La presiento.
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33
1
Un codo = 0,52 m
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—¿Conoces la fecha?
—No es un error.
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El hermano mayor del rey anuló sus citas y concedió un día de permiso al
personal de su ministerio, a instancias de sus colegas del gobierno.
Singularizarse habría sido una falta grave. ¿Por qué Ramsés era favorecido con
tanta suerte? En pocas horas su popularidad había superado la de Seti. Muchos
de sus adversarios estaban alterados, preguntándose si era posible combatirlo.
En vez de seguir adelante, Chenar debía redoblar la prudencia y tejer su tela
con lentitud.
Un inmenso pájaro azul, parecido a una garza, daba vueltas por encima de
la ciudad.
¡Un cuento para niños, tonterías inventadas por los sacerdotes, pamplinas
para divertir al pueblo! Pero el fénix daba vueltas, con un vuelo de una
amplitud magnífica, como si descubriera Menfis antes de elegir su dirección.
Si hubiera sido arquero, Chenar habría abatido el ave para probar que sólo
era un pájaro migrador asustado y desorientado. ¿Debería dar la orden a un
soldado? ¡Ninguno habría obedecido y habrían acusado al ministro de locura!
Todo un pueblo comulgaba en la visión del fénix. De pronto, el clamor se
atenuó.
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Loco de rabia, Chenar comprendió que los dioses proclamaban así una
nueva era. La era de Ramsés.
Ramsés leía los informes que acababan de llegarle. Ese increíble ascenso
de las aguas, hasta el nivel ideal, era una bendición para Egipto. En cuanto al
inmenso pájaro azul que toda la población de Menfis había admirado, se había
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posado en la punta del obelisco del gran templo de Heliópolis, rayo de luz
petrificado.
—Que pase.
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Cuando Seti llevó a Ramsés a Heliópolis, decidió hacerle pasar una prueba
de la que dependería su futuro. Hoy franqueaba como faraón la puerta del
recinto del gran templo de Ra, tan amplio como el de Amón de Karnak.
—¿Lo dudáis?
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—¿Me seguís?
—Mostradme el camino.
El sol del mediodía era tan deslumbrador que el fénix estaba sumido en la
luz.
El disco de oro no le quemó los ojos, vio al fénix crecer, batir las alas y
ascender hacia los confines del cielo. Durante largo rato, la mirada del monarca
no se separó del resplandor que iluminaba el azul y creaba el día.
—En verdad sois Ramsés, el hijo de la luz e hijo del sol. Que vuestro
reinado proclame su triunfo sobre las tinieblas.
Ramsés comprendió que jamás tendría nada que temer de ese sol del que
era la encarnación terrestre. Comulgando con él, se alimentaría de su energía.
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Una inundación milagrosa, el regreso del fénix, una nueva era... esto era
demasiado para Chenar. Deprimido, con la cabeza vacía, consiguió sin embargo
poner buena cara durante las ceremonias organizadas en honor de Ramsés,
cuyo reinado, colocado bajo tales auspicios, se anunciaba notable. Nadie
dudaba de que los dioses hubieran elegido a ese hombre joven para gobernar
las Dos Tierras, mantener su unión y aumentar su prestigio.
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—Un malestar...
La reina sonrió.
—Servir es el acto más noble que un ser humano puede realizar. Es por él,
y sólo por él, como se llega a alcanzar la plenitud. Hem, «el servidor»... Esta
sublime palabra ¿no designa a la vez al hombre más modesto, al destajista de
una cantera o al obrero agrícola, y al hombre más poderoso, al faraón, servidor
de los dioses y de su pueblo? Desde la coronación he vislumbrado otra realidad.
Ni tú ni yo podemos contentarnos con servir. También tenemos que dirigir,
orientar, manejar el timón que permitirá a la nave del Estado ir en la buena
dirección. Nadie puede hacerlo en nuestro lugar.
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El rey se entristeció.
—Cuando mi padre murió, tuve la misma sensación. ¡Qué bueno era sentir
la presencia de un ser superior, capaz de guiar, aconsejar y ordenar! Gracias a
él, ninguna dificultad era insuperable, ninguna desdicha irremediable.
—El sol está en ti, Ramsés; da la vida, hace crecer las plantas, los
animales y a los humanos, pero también puede desecar y matar si se vuelve
demasiado violento.
—El desierto es el más allá en la tierra, los humanos no edifican sus casas
en él. Allí sólo se construyen las moradas eternas que atravesarán las
generaciones y agotarán el tiempo. ¿Acaso el faraón no se siente tentado de
sumergir su pensamiento en el desierto olvidando a los hombres?
—Todo faraón debe serlo, pero su mirada también debe hacer florecer el
Valle.
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En el límite de los cultivos, Serramanna echó pie a tierra y ató las riendas
del caballo al tronco de una higuera. Murmuró unas palabras al oído del animal
para tranquilizarlo y avanzó sin hacer ruido hacia la granja-laboratorio de
Setaú. Aunque la luna apenas era creciente, la noche estaba clara. La risa de
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200
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—¿A estas horas? No sólo me impides hacer el amor con Loto, sino que
además mientes de manera grosera.
—Exigencias de seguridad.
Las dos cobras se habían acercado al sardo. Los ojos de Setaú estaban
llenos de furor.
—Esta, sí.
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—Les hacen hundir los granos que han sembrado —respondió Nedjem, el
ministro de Agricultura—. La crecida ha depositado una enorme cantidad de
légamo en las orillas y los cultivos; gracias a él, el trigo será vigoroso y
abundante.
—Es bonito el campo —dijo Kha—, pero prefiero los papiros y los
jeroglíficos.
—Si quieres.
202
CHRISTIAN JACQ RAMSES 2 EL TEMPLO DE MILLONES DE AÑOS
El granjero se sorprendió.
—¿Quieres complacerme?
—¡Por supuesto!
203
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36
Tan atlético como Ramsés, con los hombros anchos, la frente amplia
coronada por una abundante cabellera, barbudo, con el rostro curtido por el sol,
Moisés entró con lentitud en el despacho del rey de Egipto.
Una suave luz penetraba por las tres ventanas a claustra, cuya disposición
aseguraba una agradable circulación de aire. El calor de finales del verano se
volvía agradable.
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—¿Lo he pretendido?
—He concebido un inmenso proyecto del que he hablado con Nefertari. Ella
y yo estimamos que había que esperar una señal antes de concretarlo. La
crecida y el fénix... El cielo me ha ofrecido dos señales, la Casa de Vida me ha
confirmado que se abría una nueva era, según las leyes de la astronomía.
Terminaré la obra empezada por mi padre, tanto en Karnak como en Abydos;
pero este tiempo nuevo debe ser marcado por creaciones nuevas. ¿Es vanidad,
Moisés?
—El mundo está a punto de cambiar, los hititas constituyen una amenaza
constante. Egipto es un país rico y codiciado. Éstas son las verdades que me
han llevado a concebir mi proyecto.
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—Quieres decir...
—¿Pero...Menfis?
—Menfis es la balanza de las Dos Tierras, la unión del Delta y del valle del
Nilo; continuará siendo nuestra capital económica y nuestro centro de
regulación interna. Pero es necesario ir más al norte y más al este, Moisés, no
debemos abandonamos en nuestro soberbio aislamiento, no debemos olvidar
que ya hemos sido invadidos, y que Egipto se presenta como una presa
tentadora.
—En caso de peligro debo actuar muy de prisa. Cuanto más cerca de la
frontera esté, menos tiempo tardarán en llegarme las informaciones.
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Moisés vaciló.
Ramsés sonrió.
—Explícate.
—Seti llevaba el nombre de Set, el asesino de Osiris, pues su poder era tal
que supo pacificar la fuerza de destrucción, al sacar de ella la luz oculta y
utilizarla para construir.
—Temo comprender...
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—Menos de un año.
—¡Imposible!
—Los hebreos son gentes más bien díscolas. Cada clan tiene su jefe.
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—En los plazos que impones, creo que será imposible tener éxito.
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37
Cuando Moisés residía en Tebas, Sary había tenido que batirse en retirada.
Desde su partida, redobló la agresividad. La víspera había golpeado a un
muchacho de quince años con un bastón, acusándolo de no transportar los
ladrillos lo bastante rápido de la fábrica al barco.
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—Las leyes...
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amor y la paz: ¿no era ése el mensaje del rey perseguido y de su descendiente,
Lita? Y ese mensaje anunciaba un magnífico futuro, digno de Egipto y de su
civilización.
Se levantó y se inclinó.
—No es un consuelo.
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—¿Os interesa?
—Pues bien...
—Yo no os la pido, Meba. Pero hay otro terreno en el que se puede atacar
a Ramsés: el de las ideas.
—No os sigo.
—Akenatón fue perseguido, Atón no. Ninguna ley prohíbe su culto, sus
adoradores son numerosos y están decididos a imponerlo. Akenatón fracasó,
nosotros triunfaremos.
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—¡Me repugnas!
—¡Ah, lo olvidaba!
—¿Qué, dime?
—Tráemela.
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La alta mujer morena reapareció con la misiva. Sary rompió el sello del
papiro, lo desenrolló y lo leyó.
—¡Es... es maravilloso!
—La carta está firmada por Moisés, supervisor de las obras reales.
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—Pronto lo sabrás.
217
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—Jamás te atreverías...
Moisés apartó a Sary, que escupió en las huellas de los pasos del hebreo.
Como los demás altos funcionarios del ministerio, Acha oró en la capilla
situada a la izquierda de la entrada al edificio y depositó narcisos en el altar de
Thot. Antes de inclinarse ante los complejos informes de los que dependía la
seguridad del país era bueno implorar los favores del escriba divino.
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—Si sólo fuera eso... Ayer, Moisés se dirigió a los hebreos y les reveló el
proyecto de Ramsés: ¡construir una nueva capital en el Delta!
—Estáis seguro...
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—Necesito hablarte.
—Eso se llama sia, intuición directa, sin razonamiento y sin análisis. Seti
tomó numerosas decisiones gracias a ella, estimaba que se transmitía de
corazón de faraón a corazón de faraón.
—Las señales han aparecido, Ramsés; con tu reinado se abre una nueva
era. Pi-Ramsés será tu capital.
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Fue ahí donde Seti confrontó a Ramsés con el poder. Sería ahí donde
Ramsés construiría su capital.
223
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Con el índice de la mano derecha, Moisés identificó uno a uno los edificios
cuyas dimensiones habían sido precisadas por el monarca.
—¿Sin embargo?
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—A la que crea la función del faraón. ¿No será en este templo donde
celebrarás tu fiesta de regeneración?
—Para que este rito se lleve a cabo, un faraón debe haber reinado treinta
años. Emprender desde hoy la construcción de semejante templo sería una
injuria al destino.
—No pensar en ello habría sido una injuria a mi suerte. En el año treinta
de mi reinado, durante esa fiesta, estarás en la primera fila de los dignatarios,
en compañía de nuestros amigos de infancia.
—He repartido a los hebreos en dos grupos. El primero llevará los bloques
de piedra hasta las obras de los templos, donde trabajarán bajo la dirección de
los maestros de obra egipcios. El segundo fabricará miles de ladrillos destinados
a tu palacio y a los edificios civiles. La coordinación entre los grupos de
producción será dificultosa. Temo que mi popularidad sea destrozada
rápidamente. ¿Sabes cómo me llaman los hebreos? Masha, «¡el salvado de las
aguas!»
—Es una vieja leyenda babilónica que les gusta mucho; han hecho un
juego de palabras con mi verdadero nombre, Moisés, «aquel que nació», pues
estiman que yo, un hebreo, estoy bendecido por los dioses. ¿Acaso no he
recibido la educación de los nobles y no soy amigo del faraón? Dios me ha
salvado de las «aguas» de la miseria y del infortunio. Un hombre que se
beneficia de tanta suerte merece ser seguido. Razón por la cual los ladrilleros
me conceden su confianza.
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Como sus colegas, Abner se decidió a sudar para mezclar légamo del Nilo
con paja picada y obtener, en un periquete, la mezcla. Varias áreas2 habían
sido puestas a disposición de los obreros, que mojaban el légamo con el agua
sacada de una zanja unida a un canal. Luego, con gran entusiasmo
acompañado por cánticos, trabajaban el material con la azada y el pico para
hacer más resistentes los futuros ladrillos.
1
38x18x12 centímetros.
2
De 6.000 m² cada una aproximadamente.
226
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—Hago mi trabajo.
—Mal.
—¿Explicate?
—¡Es falso!
—Te queda una solución: comprar mi silencio con tus ganancias. Así pues,
tu falta será borrada.
227
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—Eres un hebreo, entre tantos otros; tú pagas por los demás, eso es todo.
—Respóndeme, en seguida.
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40
Ofir no era el primer extranjero que propagaba las ideas originales, pero sí
era el único que intentaba resucitar la herejía desechada por los sucesores de
Akenatón. Su capital y su sepultura habían sido abandonadas, ningún cortesano
había sido inhumado en la necrópolis cercana a la ciudad de Atón. Y todos
sabían que Ramsés, tras haber sometido a su voluntad a la jerarquía de
Karnak, no toleraría ningún disturbio religioso. Ofir también tuvo cuidado en
destilar en dosis infinitesimales críticas contra el rey y su política, sin provocar
la reprobación.
El mago progresaba.
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—¡Ramsés es mi hermano!
—¡Ya nos ha hecho mucho daño! Por supuesto, respetaré vuestra decisión,
pero ¿por qué dudar más tiempo? ¡Ramsés avanza! Y cuanto más avanza, más
se refuerzan sus protecciones mágicas. Si aplazamos nuestra intervención,
¿lograré aniquilarlas?
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La alegría reinaba entre los obreros; no sólo los alimentos seguían siendo
excelentes y abundantes, sino que también las primas anunciadas eran pagadas
con regularidad, teniendo en cuenta el esfuerzo de cada uno. Los más animosos
amasarían un hermoso peculio y podrían instalarse en la nueva capital o en
cualquier otra ciudad en la que comprarían una pequeña extensión de terreno.
Además, un servicio de sanidad bien equipado se ocupaba de los enfermos y
dispensaba cuidados gratuitos; al contrario que en otras obras, la de Pi-Ramsés
no sufría con la presencia de simuladores que intentaban obtener un permiso
pretextando males imaginarios.
231
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Abner le habría hablado a Moisés de las afrentas que le hacía sufrir Sary,
pero temía las represalias, debido a las buenas relaciones del egipcio con la
policía. Si Abner fuera señalado como perturbador, sería expulsado del país y
jamás volvería a ver a su mujer y a sus hijos. Desde que pagaba, Sary ya no lo
hostigaba y casi se mostraba amable. Como lo más duro parecía haber pasado,
el hebreo se encerró en el silencio y amoldó los ladrillos con el mismo ardor que
sus colegas.
Los ladrilleros se inclinaron ante el faraón, quien los felicitó uno a uno,
llamándolos por su nombre. El anuncio de la distribución de pelucas nuevas y la
entrega de jarras de vino blanco del Delta provocó una explosión de alegría;
pero el presente que emocionó más a los obreros fue la atención que el rey
tuvo por los ladrillos recientemente moldeados. Tomó varios en la mano y los
sopesó.
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233
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Como estaba previsto, los templos crecían más lentamente que los
edificios profanos. Sin embargo, la entrega de los bloques se efectuaba sin
retraso, y los especialistas en arrastrar las barcazas desde tierra, entre los
cuales habían numerosos hebreos, los traían con regularidad a las obras.
—El lago del palacio será espléndido —anunció Moisés—; preveo el final de
su excavación para mediados del mes próximo. Tu capital será hermosa,
Ramsés, pues está construida con amor.
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—¿Qué sucede?
—¿No es...peligroso?
—¿Cómo lo sabéis?
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—Majestad...
—¿Sí, doctor?
Ramsés se levantó.
—Pero...
—¡Hable, doctor!
236
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Cuando el doctor Pariamakhú volvió a aparecer por décima vez creyó que
el rey iba a saltarle a la garganta.
—Sí, majestad.
—¿Nefertari?
—La reina está viva, con buena salud, y tenéis una hija.
237
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—Deseo verlas.
—El cordón del amuleto que debíamos ponerle alrededor del cuello se ha
roto. Es un mal presagio, majestad, muy mal presagio.
—Esperamos a la profetisa.
Ésta se presentó minutos más tarde y, con las seis comadronas, recreó la
cofradía de las siete de Hator, encargadas de percibir el destino del recién
nacido. Formando un círculo alrededor de él, unieron sus pensamientos para
desvelar el futuro.
Con aspecto sombrío, la profetisa salió del grupo y avanzó hacia el rey.
—No mientas.
—Podemos equivocarnos.
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—¿Cómo te sientes?
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La mirada de Nefertari era tan clara, tan confiada, que Ramsés fue incapaz
de disimularle la verdad.
Nefertari se desvaneció.
—¿La salvaréis?
—No comprendo nada; ¡ahora está tan tranquila! Quizá la hipótesis de las
comadronas sea la buena, pero me parece absurda.
—¡Hablad!
—Creen en un maleficio.
—Precisamente por eso juzgo esta idea inverosímil. Sin embargo, quizá
deberíamos convocar a los magos de la corte...
—¿Y si el responsable fuese uno de ellos? No, sólo me queda una única
posibilidad.
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—No me gustan las criaturas, pero ésta es una pequeña maravilla. La obra
de Nefertari, por supuesto.
—De un maleficio.
—¿Aquí, en palacio?
—Lo ignoro.
—¿Cómo se manifiesta?
—Rehúsa alimentarse.
—¿Y Nefertari?
—Está desamparado.
—Sólo tu poder la mantiene con vida... Es lo que temía. Pero... ¿en que
pensáis en este palacio? ¡Esta niña ni siquiera lleva un amuleto protector!
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—Actuemos.
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Colocó el primero sobre el vientre del bebé y el segundo sobre sus pies.
Meritamón no tuvo ninguna reacción.
—Dale tu poción.
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—Dásela tu mismo.
—Nada, Ramsés.
—¿Y la pequeña?
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—Si me atreviera...
—Atrévete.
—¿Aún te queda vino tinto del Fayum, del año tercero de Seti?
—Es el amigo quien te ruega que aceptes este presente. ¿Cómo has
adquirido la ciencia que ha salvado a Meritamón?
—Explícate.
—He tenido que emplear grandes recursos, pues el ataque era serio. Hay
maleficio extranjero en este asunto, sirio, libio o hebreo; si no hubiera utilizado
tres marfiles mágicos, no habría logrado romper el campo de fuerzas negativas.
Y no quiero recordar la voluntad de hacer morir de hambre a un niño de
pecho... Un espíritu particularmente perverso, en mi opinión.
—Me sorprendería. Tu enemigo está familiarizado con las fuerzas del mal.
—¿Volverá a hacerlo?
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—No tengo la menor idea. Un demonio de esta talla sabe disimularse con
arte consumado. Quizá ya te hayas cruzado con él; te habrá parecido amable e
inofensivo. Quizá se oculta en un antro inaccesible.
—¿Y si es insuficiente?
Pi-Ramsés crecía.
Aún no era una ciudad, pero edificios y casas tomaban forma, dominados
por la imponente masa del palacio, cuyos basamentos de piedra emulaban
tanto a los de Tebas como a los de Menfis. El ardor en la tarea no flaqueaba.
Moisés parecía infatigable, la intendencia seguía siendo ejemplar. Viendo el
resultado de sus esfuerzos, los constructores de la nueva capital, desde los
maestros de obra a los peones, deseaban ver la culminación de la obra. Había
algunos que tenían la intención de establecerse en la ciudad edificada por sus
manos.
Dos jefes de clan, celosos del éxito de Moisés, habían intentado cuestionar
su autoridad. Sin esperar siquiera que el joven hebreo se defendiera, la
totalidad de los ladrilleros había exigido que permaneciera en su puesto. Desde
ese instante, Moisés, sin ser consciente de ello, aparecía cada vez más como el
rey sin corona de un pueblo sin país. Construir aquella capital le robaba tanta
energía que sus angustias se habían disipado. Ya no se preguntaba acerca del
dios único y sólo se preocupaba por la buena organización de las obras.
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—Así es.
—La reina está muy bien, nuestra hija también. Meritamón será tan bella
como su madre.
—Aún lo ignoramos.
—Hay que ser infame para atacar a una mujer y su hijo, ¡y loco para herir
a la esposa y a la hija del faraón!
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—Un criminal es un criminal, sea cual sea su pueblo. Pero creo que te
equivocas.
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—¿Nada más?
—No, tranquilízate.
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—Ramsés debe tener otros niños y otros hijos. Si estimas que retirarme a
un templo es indispensable...
—Nefertari...
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—Lo que tú pienses me es indiferente. Sea cual sea su hábito, los piratas
siempre serán piratas.
—Para ser jefe de seguridad, estás muy mal informado. ¿Ignoras que he
salvado a la hija de la pareja real?
—Probémoslo, ¿quieres?
—¿Adónde vas?
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depositado sobre el altar unos racimos de uva, higos, bayas de enebro y piñas
de pino. En este lugar de reposo, el alma de Seti vivía en paz, alimentada por la
esencia sutil de las ofrendas.
Allí fue donde Seti anunció que Ramsés le sucedería. El joven príncipe no
sintió el peso de las palabras de su padre. Vivía un sueño, bajo la sombra
protectora de un gigante cuyo pensamiento se movía como la barca divina a
través de los espacios celestes.
Sólo reinaba desde hacía un año pero hacía mucho tiempo que ya no se
pertenecía.
—¿Nada sospechoso?
—Nada.
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—Déjame solo.
A la derecha estaba la sala del carro real con cuatro pilares. Allí serían
conservados el timón, la caja, las ruedas y las demás piezas del carro ritual de
Ramsés, para que fuera reconstruido en el otro mundo y permitiera al monarca
desplazarse por él, derribando a los enemigos de la luz.
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Luego reinaba otra vez la roca, apenas desbastada por los cinceles de los
picapedreros. Necesitarían varios meses para abrir y decorar la sala de Maat y
la morada de oro en la que sería instalado el sarcófago.
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45
—¿Y tú, Doki, estás más preocupado por los asuntos de este mundo?
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—Mis jóvenes subordinados han comprendido que mal pie no impide buen
ojo —precisó Nebú—. La misión que el rey me ha confiado será realizada sin
descanso, y no toleraré ni inexactitud ni pereza.
Ramsés sonrió.
Los mandobles entre Ramsés y Nebú dejaron a Doki sin habla. Si el gran
sacerdote continuaba desafiando así al monarca, su cólera no tardaría en
estallar.
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—Os lo apruebo, pero primero es necesario acrecentar el ka, ese poder del
que sois depositario.
Para calmar la fiebre que se había apoderado de él, Doki bebió varias
copas de cerveza fuerte. Sus manos temblaban, un sudor helado corría a lo
largo de su espalda. Después de haber sufrido tantas injusticias, ¡por fin la
suerte le sonreía!
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Pero el espectáculo al que Bakhen asistía desde hacía al menos una hora lo
sumía en la desesperación. Procedente de las canteras de Asuán, una barcaza
de setenta metros de largo, que transportaba el primero de los dos obeliscos,
giraba sobre sí misma en medio del Nilo, atrapada por un remolino que no
señalaba ninguna carta de navegación. En la parte delantera del pesado navío
de sicomoro, el marinero, que sondeaba sin cesar el río con una larga pértiga
para evitar la varada en un banco arena, había visto demasiado tarde el
peligro. Aterrorizado, el hombre de la caña había hecho una falsa maniobra; en
el mismo instante en que éste caía al agua, uno de los dos timones se rompía.
El otro, bloqueado, había quedado inservible.
Este naufragio era un espantoso fracaso del que no se repondría. Con toda
justicia sería considerado el responsable de la pérdida de un obelisco y de la
muerte de varios hombres. ¿No había sido él, demasiado apresurado, quien
había ordenado la salida de la barcaza sin esperar la crecida? Inconsciente de
los peligros que hacía correr a la tripulación, Bakhen se había creído superior a
las leyes de la naturaleza.
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El cuarto profeta de Amón habría dado con gusto su vida para impedir este
desastre. Pero el barco cabeceaba cada vez más, y unos siniestros crujidos
probaban que el casco no tardaría en romperse. El obelisco era un perfecto
acierto. Sólo faltaba el dorado del piramidión, que habría resplandecido bajo los
rayos del sol. Un obelisco condenado a desaparecer en el fondo del Nilo.
Chenar comía seis veces al día y engordaba a ojos vistas. Esto le ocurría
cuando perdía la esperanza de conquistar el poder y tomar por fin su revancha
sobre Ramsés. La bulimia lo tranquilizaba, le permitía olvidar el nacimiento de
una nueva capital y la insolente popularidad del rey. Ya ni siquiera Acha lograba
confortarlo. Era cierto que empleaba argumentos convincentes: el poder
gastaba, el entusiasmo de los primeros meses de reinado se deshilacharía, las
dificultades de todo orden se acumularían en el camino de Ramsés... Pero nada
concreto corroboraba estas hermosas palabras. Los hititas parecían paralizados,
sensibles al eco de los milagros realizados por el joven monarca.
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—Insiste.
—Despídelo.
—¿Su nombre?
—Ofir, es libio.
—Se oculta.
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—¿Qué propones?
—¿Qué desastre?
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—¡Así que eres capaz de provocar que venga el faraón! Bonita hazaña, en
verdad, que merece ser grabada en los anales.
Bakhen temía que una terrible sanción sucediera a esas irónicas palabras.
Pero la mirada penetrante de Ramsés se desvió y se orientó hacia la barcaza.
Las maniobras de descarga se efectuaban sin dificultad.
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—Cuando Luxor esté terminado, producirá ka, una energía que necesito lo
más pronto posible. Moviliza a los mejores artesanos.
—Queréis...
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Tocado con una peluca que le ocultaba las orejas y le caía sobre la frente,
Doki estaba irreconocible.
—No.
—Soy soltero.
—¿Quién no lo desearía?
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—¿Cuáles?
—¿Si no?
Doki se levantó.
—La tenéis.
—Sólo os pediré que grabéis unos jeroglíficos en una estela —reveló Doki.
—¿Y...esa fortuna?
El escultor se estremeció.
—En efecto.
269
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—Es un gran honor para nosotros —declaró Ofir con una voz profunda que
hizo estremecer a Chenar—. No nos atrevíamos a esperar semejante favor.
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—Ya sabéis que los que practican la magia negra son condenados a pena
de muerte.
—En efecto.
Los ojos del mago se contrajeron, a la manera de un gato; sólo quedó una
rendija, que volvió su mirada insostenible.
—¿Su nombre?
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—Sí, mi general.
—No puede ser cierto... ¡Según este informe, unos nubios sublevados
habrían atacado el convoy militar que llevaba el oro a Egipto!
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48
La pareja real estaba asistida por unos treinta ritualistas venidos del
templo de Karnak; a su cabeza, el gran sacerdote Nebú, el segundo profeta,
Doki, y el cuarto, Bakhen. A partir del día siguiente, pondría a trabajar a dos
arquitectos y sus equipos. Ramsés había fijado que el templo de millones de
años tendría una extensión de cinco hectáreas. Además del santuario mismo,
incluiría un palacio y numerosas dependencias, entre ellas una biblioteca,
almacenes y un jardín. Esta ciudad sagrada, económicamente autónoma,
estaría dedicada al culto del poder sobrenatural presente en el ser del faraón.
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—«Que sea sellada cada boca viva que hablara contra el faraón
pronunciando malas palabras o que tuviera la intención de pronunciarlas contra
él, de noche como de día. Que este templo de millones de años sea el recinto
mágico que proteja al ser real y rechace el mal.»
274
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El escultor se adelantó.
—Yo, majestad.
Así pues, el viejo Nebú, aliado de las fuerzas de las tinieblas y vendido a
los enemigos del faraón, había traicionado a Ramsés. El rey tuvo ganas de
romperle la cabeza con el mazo de fundación, pero una extraña energía, que
subía del suelo sacralizado, esparció un calor benéfico en su árbol de vida, la
columna vertebral. En su corazón se abrió una puerta que modificó su visión.
No, no era la violencia lo que había que emplear. Y el gesto muy discreto que
Nebú acababa de realizar le confirmó esa opinión.
—Levántate, escultor.
El hombre obedeció.
—Es él.
275
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Doki huía.
—Por supuesto.
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—¿Qué propones?
—Mi existencia fue una larga serie de días felices y apacibles, pero siento
un gran pesar: no vivir lo suficiente para ver terminado vuestro templo de
millones de años.
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—Vela por este árbol, Nebú; crecerá con mi templo. Quieran los dioses que
algún día pueda descansar bajo su sombra benéfica, olvidar el mundo y a los
hombres, y ver a la diosa de Occidente, que se manifestará en su follaje y en
su tronco, antes de tomarme la mano.
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—Un amigo.
—¡Ofir!
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—Divagas, Ofir.
280
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—Es evidente...
—Un simple creyente que, como Akenatón, está convencido de que el dios
único reinará sobre todas las naciones, después de haberle bajado la testuz al
vanidoso Egipto.
Moisés debió haber despedido a aquel demente desde hacía rato, pero su
discurso le fascinaba. Ofir formulaba ideas enterradas en el pensamiento del
hebreo, ideas tan subversivas que se había negado a darles consistencia.
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—Medita mis palabras y prepárate para actuar. Nos volveremos a ver sin
tardanza.
Cada una de las palabras de Ofir cruzaba su memoria como una ola,
arrastrando sus objeciones y sus miedos. Aunque Moisés no quería reconocerlo
todavía, aquél era el encuentro que esperaba.
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Uno y otro sabían que su pensamiento era uno y que ningún problema los
separarla. Al crear juntos el templo de millones de años habían realizado el
primer acto mágico de la pareja real, fuente de una aventura en la que sólo la
muerte pondría un aparente final.
—¿Cuáles?
—Engendrar hijos.
—Según los astrólogos, será de una naturaleza más bien meditativa, como
el pequeño Kha.
—Todo depende de las circunstancias y del mundo que nos rodea. Esta
noche, nuestro país es la serenidad misma, ¿pero qué será de él mañana?
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—¿Víctimas?
—Lo ignoramos.
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Como en su viaje anterior, las colinas desérticas, los islotes verdes, el cielo
completamente despejado y la delgada franja verde que resistía el asalto del
desierto fascinaron a Ramsés. Este país de fuego, a la vez violento y más allá
de todo conflicto, se parecía a su alma.
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—Ha sido un incidente deplorable, cierto, pero no hay que darle más
importancia de la que realmente tiene.
—El mensaje que os fue enviado era quizá demasiado alarmista, pero
¿cómo no iba a regocijarme la llegada de vuestra majestad?
—¿Y el oro?
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—Ya no te necesito.
—No, majestad, pero las filas de esos bandidos parecen haber aumentado.
Por eso vuestra presencia y vuestra intervención nos parecieron
imprescindibles.
—¿Es indispensable?
—No será un paseo de recreo, Setaú. Sin duda nos toparemos con un gran
adversario.
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—Nada.
Según el mapa que poseía, el rey podía avanzar sin temor hasta el corazón
de una región desértica, pues se habían excavado pozos a lo largo del camino.
Desde hacía varios años, ningún minero había pasado sed, según los informes
de la administración de Nubia.
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—Seco, majestad.
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A dos pasos de él, una víbora emitía un silbido ronco, provocado por una
brutal expulsión del aire contenido en sus pulmones. Cuando la molestaban, se
volvía combativa y atacaba.
—¡Buen golpe! —se felicitó Setaú—. Sólo tenía una posibilidad sobre diez
de lograrlo.
—Qué encantadora es, esta silbante, con sus tres colores, azul pálido, azul
oscuro y verde. Una señorita muy elegante, ¿no encuentras? Afortunadamente
para ti, su silbido se oye de lejos y es fácil de identificar.
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—Este país está privado de agua desde el alba de los tiempos y moriremos
de sed. Nadie ha logrado jamás excavar un pozo duradero. ¡Será en el más allá
donde tendremos que buscar una fuente!
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—Es insensato.
Serramanna se acercó.
—Majestad...
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—Regresad sin tardanza. Los soldados sin jefe corren el riesgo de perder la
cabeza.
Bajo los ojos petrificados de los infantes, el rey abandonó el antiguo pozo
y se aventuró en el desierto rojo, en dirección a una loma pedregosa que subió
a paso tranquilo. Desde la cumbre descubrió una región desolada.
Una voz hablaba en el cuerpo del rey, una voz que venía del más allá y
que tenía la amplitud de la de Seti. El dolor en el plexo se volvió tan
insoportable que obligó a Ramsés a salir de su inmovilidad y a descender el
promontorio. Ya no sentía el calor inexorable que hubiera aplastado a cualquier
viajero. Semejante al de un oryx, su ritmo cardíaco había disminuido.
Con la lengua seca, la piel quemada por el sol y los músculos doloridos, los
soldados desplazaron el bloque y excavaron en el lugar indicado por el rey.
Alcanzaron una enorme capa de agua a cinco metros de profundidad y lanzaron
gritos de alegría que subieron hasta el cielo.
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Serramanna se sublevó.
—Ni un segundo.
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El amigo de infancia de Ramsés dormía cada vez menos. Soñaba con los
ojos abiertos con una tierra fértil en la que reinaría el dios de su corazón, un
país en el que los hebreos gobernarían por sí mismos y del que defenderían las
fronteras como su bien más preciado.
¡Por fin conocía la naturaleza del fuego que devoraba su alma desde hacía
tantos años! Podía nombrar ese deseo inextinguible, se ponía a la cabeza de un
pueblo que él conduciría hacia su verdad. Y la angustia le oprimía la garganta.
¿Aceptaría Ramsés semejante sedición y tal negación de su propio poder?
Moisés debería convencerlo, hacerle aceptar su ideal.
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Tras él caminaba Setaú, que llevaba las sandalias blancas del monarca. A
pesar de la gravedad de la situación, pensó en Ameni, el portasandalias del
faraón, que hubiera quedado estupefacto al ver a su amigo afeitado, con peluca
y taparrabo, y con aire de dignatario de la corte, salvo un detalle: un curioso
saco amarrado a la cintura colgaba a su espalda.
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Con dos plumas fijadas en la parte trasera de la cabeza y sujetas con una
cinta roja, los músculos prominentes, el jefe de los insurgentes blandía un
venablo decorado con plumas de avestruz.
—Nubios y egipcios vivían en paz. Tú has roto esa armonía matando a los
escoltas del oro y robando el metal destinado a los templos de Egipto.
—¡Me burlo de tu ley, faraón! Aquí yo hago la mía. Otras tribus están
dispuestas a unirse a mí. Cuando te haya matado, seré un héroe. Todos los
guerreros se pondrán bajo mis órdenes, ¡expulsaremos para siempre a los
egipcios de nuestro suelo!
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—Así es.
Setaú, que no había apartado los ojos de los dos nubios, abrió el saco y
soltó la víbora de las arenas que había aprisionado. Deslizándose por la arena
ardiente con la rapidez de la muerte rapaz, mordió al nubio en el pie antes de
que hubiera terminado su gesto.
—Ya está más frío que el agua y más ardiente que una llama —indicó
Setaú mirando al jefe directamente a los ojos—. Su cuerpo está sudando, ya no
ve el cielo, la saliva cae de su boca. Sus ojos y sus cejas se crispan, su rostro
se hincha; su sed se vuelve intensa, va a morir. Ya no puede levantarse. Su piel
toma un tono púrpura antes de ennegrecerse, un temblor se lo lleva.
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león de Ramsés, con la boca abierta. La fiera desgarró el pecho del nubio con
sus garras y cerró sus mandíbulas sobre la cabeza del desdichado.
A una señal de Serramanna, los arqueros egipcios apuntaron con sus arcos
a los nubios desamparados; los infantes se precipitaron sobre sus enemigos y
los desarmaron.
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—¿Para qué?
—Yo sólo soy Setaú, y puedo divertirme con serpientes venenosas; pero tú
eres el amo de las Dos Tierras. Tu muerte sumiría el país en el desorden.
—No la despilfarres.
—Es inagotable.
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habían abierto los ojos, pero habían permanecido silenciosos, como si supieran
que su amo estaba seguro.
Era él, el gran macho de amplias orejas y largos colmillos que Ramsés
había salvado al extirparle una flecha de la trompa, varios años antes.
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Cuando los vio llegar, el nubio echó a correr. Creyó escapar, pero su pie
tropezó con una roca que apenas sobresalía de la arena, y quedó tendido a
orillas del Nilo. Los egipcios le retorcieron los brazos y lo condujeron ante el
rey.
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—Abu Simbel.
—Puedes irte.
Serramanna se adelantó.
—¡Majestad!
—Vuestra seguridad...
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—No lo creo.
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—Algunos meses. Moisés ha dado tal impulso a los ladrilleros que éstos
han mantenido un ritmo de trabajo extraordinario.
—En Nubia.
—No sueñes, Ofir; los mensajeros reales han hecho llegar excelentes
noticias. Ramsés incluso ha realizado un nuevo milagro descubriendo una capa
de agua en el desierto, y su ejército ha creado una zona agrícola. El faraón
traerá el oro robado y lo ofrecerá a los templos. Una expedición exitosa, una
victoria ejemplar.
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Esa noche, el hebreo iba a degustar una perca del Nilo con sus
compañeros y a jugar al juego de la serpiente, esperando que sus peones
avanzarían regularmente por las casillas, sin caer en las múltiples trampas
inscritas en el cuerpo del reptil. El ganador era el que llegaba primero al final
del recorrido, y Abner sentía que la suerte le sonreía.
Sary llevaba una túnica libia, con anchas franjas verticales amarillas y
negras, ajustada a la cintura con un cinturón de cuero verde. Su rostro estaba
cada vez más demacrado.
—¿Qué quieres?
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—Sigue tu camino.
—Tengo prisa.
—El pequeño Abner es un hombre razonable, ¿no? Desea tener una buena
vida en Pi-Ramsés, pero sabe que las cosas buenas tienen un precio. Y ese
precio lo fijo yo.
—¡Lárgate!
Sary se alejó. Abner se puso en cuclillas, las nalgas sobre los talones,
hundido.
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Ramsés le masajeó suavemente los pies, luego le besó las piernas y dejó
que sus manos recorrieran su cuerpo flexible, dorado por el sol. Ella era el
jardín en el que crecían las flores más raras, el estanque de agua fresca, el
lejano país de los árboles de incienso. Cuando se unían, su deseo tenía la
potencia de la corriente tormentosa de la crecida y la ternura de una melodía
de oboe en la paz del ocaso.
Nefertari no tuvo tiempo de protestar, pues los labios del rey se posaron
en los suyos. Bajo el efecto del viento del norte, las ramas del sicomoro se
inclinaron, respetuosas y cómplices.
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La nueva fachada de Luxor los dejó asombrados. Los dos obeliscos, los
colosos reales y la masa a la vez poderosa y elegante del pitón formaban un
conjunto perfecto, digno de los más grandes constructores del pasado.
El viejo se inclinó.
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—El equipo de Luxor estará aquí desde mañana. Así dispondré de efectivos
numerosos y cualificados.
—Quizá.
—¿Cómo se llama?
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—Comenzar una obra, en una región tan lejana, ¿no presenta dificultades
insuperables?
—Insuperables en apariencia.
—Es verdad, pero triunfaré. Desde que contemplé Abu Simbel, no dejo de
pensar en ello. Ese elefante era un mensajero del invisible. Su nombre
jeroglífico, Abu, ¿no es el mismo que el del lugar, y no significa «comienzo,
inicio»? El nuevo comienzo de Egipto, el inicio de su territorio, debe situarse
allá, en el corazón de Nubia, en Abu Simbel. No existe ningún otro medio para
pacificar esa provincia y hacerla feliz.
—¡Por supuesto que sí! ¿Pero no es la expresión del ka? El fuego que me
anima se convierte en piedra de eternidad. Luxor, Pi-Ramsés, Abu Simbel son
mi deseo y mi pensamiento. Si me contentara con gestionar los asuntos
corrientes, traicionaría mi función.
Moisés subió al techo del palacio y contempló la ciudad. También él, como
el faraón, había logrado un milagro. La labor de los hombres y la rigurosa
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Abajo, cerca de una de las entradas secundarias del palacio, estaba Ofir.
—Ven.
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—Al contrario, Moisés. Has llegado a la misma conclusión que yo, y eso es
lo que te asusta. Si Akenatón fue vencido y perseguido fue porque no se atrevió
a utilizar la violencia contra sus enemigos. Sin ella no se puede ganar ningún
combate. ¿Quién sería lo bastante ingenuo para creer que Ramsés abandonará
una sola parcela de su poder a cualquiera? Nosotros le venceremos desde el
interior y vosotros, los hebreos, os sublevaréis.
—Si preparas a tu pueblo para el combate, saldrá vencedor. ¿No está Dios
con vosotros?
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Desde hacía tres años, Ramsés reinaba con la misma autoridad que Seti, a
la que se añadía la llama de la juventud. El rey aparecía como un torrente
capaz de arrastrar cualquier obstáculo. Nadie tenía la capacidad de oponerse a
sus decisiones, incluso si su programa de construcciones desafiaba la razón.
Subyugados, la corte y el pueblo parecían golpeados por el estupor debido al
dinamismo de un monarca que había barrido a todos sus oponentes.
Raia cerró la puerta del almacén y pegó la oreja a ella durante largo rato.
Seguro de estar solo, metió la mano en el interior del jarro, cuyo cuello estaba
marcado con un discreto punto rojo, y retiró una etiqueta en madera de pino en
la cual unas cifras precisaban las dimensiones del objeto y su lugar de
procedencia.
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—Discutámoslo, ¿quieres?
—Exacto.
—Parecéis turbado.
—Mucho más, Raia, mucho más... Es la suerte del mundo la que está en
juego. Tú y yo seremos los actores principales del drama que se va a
interpretar.
—Tú serás mi contacto con mis aliados del exterior. Buena parte de mi
estrategia descansa en la calidad de tus informaciones.
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—Ya me he acostumbrado.
—Serás rico, Raia, muy rico. No seré ingrato con aquellos que me hayan
ayudado a tomar el poder.
El mercader se inclinó.
—Hoy es un gran día, Raia. Más tarde recordaremos que marcó el inicio del
declive de Ramsés.
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—Dejadme solo.
—No sería la primera vez, en efecto; pero los hititas jamás habían llegado
tan hacia el sur.
—¿Certeza o hipótesis?
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—Hipótesis.
—Sea como sea, guardemos silencio tanto tiempo como sea posible.
—Por un lado, sólo ganaremos unos días, del todo insuficientes para
impedir una contraofensiva; por otro, mi secretario sabe que he recibido un
mensaje importante. Diferir su transmisión al rey despertaría sus sospechas.
Chenar sonrió.
—Un juego muy peligroso; ¿no se dice que Ramsés lee los pensamientos?
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Chenar las conocía. Pero juzgó preferible no revelar sus fuentes a Acha
pues, según la evolución de la situación, quizá estaría obligado a sacrificar a sus
amigos hititas.
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Mil defectos le saltaban a los ojos, ¿pero cómo remediarlos en tan poco
tiempo? Los ladrilleros habían aceptado prestar ayuda a otros cuerpos
profesionales, sobrecargados de trabajo. En el ardor de esos últimos
momentos, la popularidad de Moisés permanecía intacta. Su voluntad seguía
siendo comunicativa y arrebatadora, tanto más cuanto que el sueño se
transformaba en realidad.
A pesar del cansancio, Moisés pasaba largas veladas con sus hermanos
hebreos, escuchaba sus quejas y esperanzas, y ya no vacilaba en afirmarse
como el guía de un pueblo en busca de su identidad. Sus ideas asustaban a la
mayoría de los interlocutores, pero su personalidad les fascinaba. Cuando la
grandiosa aventura de Pi-Ramsés estuviera acabada, ¿no abriría Moisés un
nuevo camino a los hebreos?
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Moisés esperaba pasar las últimas horas de supervisor de las obras fuera
de la ciudad, paseando por el campo. Pero en el momento en que abandonaba
Pi-Ramsés, un arquitecto corrió hacia él.
—Pensamos...
—¿Cuántas?
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—Aquí está.
—Yo... me oculto.
Abner era hebreo. Moisés no podía castigarlo antes de haber oído sus
explicaciones. Comprendió que el ladrillero, desamparado, sólo le hablaría en
privado.
—Sígueme, Abner.
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—Este hombre ha cometido una falta grave. Absolverlo sería injuriar a sus
compañeros.
Moisés hizo subir a Abner a su carro y lo sujetó con una correa de cuero.
—¡Perdonadme, os lo ruego!
—Tengo miedo.
—¿Por qué?
—¿Quién?
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—Estaría justificado.
—Entonces, habla.
—¿El culpable?
—¿Su nombre?
—¡Se vengará!
—¿Confías en mí?
—Sary...es Sary.
La flotilla entró por el gran canal que llevaba a Pi-Ramsés. Toda la corte
acompañaba a Ramsés y Nefertari, impacientes por descubrir la nueva capital,
en la que en adelante habría que residir si se quería agradar al rey. Se habían
emitido muchas críticas veladas, que giraban alrededor del mismo reproche:
¿cómo podía rivalizar con Menfis una ciudad construida tan de prisa? Ramsés
corría sin duda hacia un fracaso estruendoso que le obligaría, tarde o temprano,
a olvidar Pi-Ramsés.
—No es el mejor momento, soy consciente de ello, pero sin embargo debo
abordar un tema grave.
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—¿No es el caso?
—Si creo en los informes que me han enviado, me temo que la situación
va a empeorar.
—Parece que los hititas han salido de la zona de influencia que nuestro
padre toleraba y han invadido Siria central.
—¿Estás seguro?
—Pensaré en ello.
—¿Eres escéptico?
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Ramsés bajó del carro. Él también llevaba la doble corona, iba vestido con
una amplia túnica de lino de mangas anchas, bajo la cual centelleaba un
taparrabo dorado sujeto por un cinturón plateado, y sobre su pecho lucía un
collar de oro.
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ninguna crítica, indicando que sus esperanzas habían sido colmadas, incluso
superadas.
Ramsés dio un abrazo solemne a Moisés. No existía más insigne honor por
parte de un faraón.
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—Pero de todos modos estarás bajo las órdenes de este pequeño escriba
tiñoso —afirmó Setaú—. En realidad, es él el que gobierna.
Apoyado en un pilar, con los brazos cruzados y los rasgos tensos, Moisés
no se atrevía a mirar a su amigo Ramsés. Tenía que olvidar al hombre y
dirigirse a un adversario, el faraón de Egipto.
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—¿Qué finges?
—Explícate.
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Sólo tuvo que efectuar un corto trayecto para llegar a la mansión de Sary,
al oeste de la ciudad, que estaba bordeada por un antiguo palmeral con árboles
vigorosos. Encontró al propietario a punto de beber cerveza fresca al borde de
un estanque con abundantes peces.
—Con un canalla.
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—Yo también soy hebreo. Pero podría partirte el brazo y dejarte inválido.
—¡No te atreverás!
—Ya no respira.
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—Dámelo.
Moisés se había pasado toda la noche dando vueltas sobre sí mismo como
un oso encerrado en una jaula. Se había equivocado al actuar así, al intentar
disimular el cadáver de un granuja, al huir de una justicia que lo habría
declarado inocente. Pero estaba Abner, su miedo, su vacilación... Y eran
hebreos, uno y otro. Los enemigos de Moisés no dejarían de utilizar ese drama
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—Moisés... ¡Moisés, soy yo, Abner! Si estás ahí, deja que te vea.
El hebreo apareció.
—¿Atestiguarás en mi favor?
Moisés se sublevó. Él, el supervisor de los trabajos del rey, el futuro primer
ministro de las Dos Tierras, ¡reducido al estado de criminal y fugitivo! En pocas
horas caía del pináculo al abismo... ¿No era Dios quien lo abrumaba con esta
desdicha para probar su fe? En vez de una existencia vacía y cómoda en un
país impío, Él le ofrecía la libertad.
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—Tú...
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—Majestad...
—¿Qué significa esta vacilación? Sea quien sea, será juzgado y condenado.
—Absurdo.
—¿Qué ha sucedido?
—Una riña que tomó mal cariz. Moisés y Sary se detestaban desde hacía
tiempo. Según mi investigación, ya se habían peleado en Tebas.
—Los escribas de la policía han tomado sus declaraciones por escrito, y las
han confirmado.
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—Moisés se defenderá.
Ramsés dio orden de registrar todas las casas de Pi-Ramsés, pero las
investigaciones no dieron ningún resultado. Policías a caballo se desplegaron
por el Delta, preguntaron a cantidad de aldeanos, pero no encontraron ninguna
huella de Moisés. Los guardias fronterizos del nordeste recibieron consignas
muy estrictas, ¿pero no era ya demasiado tarde?
Ramsés dejó que Vigilante saltara a sus rodillas. Loco de alegría, lamió las
mejillas de su amo y encajó la cabeza contra su hombro.
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hogar y muchas otras riquezas que la nueva capital necesitaba. Los barcos
traían asnos, caballos y bueyes. Los silos de trigo se llenaban, buenos vinos
eran depositados en las bodegas. Discusiones tan ardientes como en Menfis o
en Tebas empezaban a animar los círculos de comerciantes al por mayor, que
rivalizaban por ocupar los primeros puestos en el abastecimiento de la capital.
—Cada noche mino los fundamentos sobre los que descansa la pareja real.
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A pesar de sus disputas, la fuerza del hebreo había sido una ofrenda a la
construcción de su reino. En esta ciudad de la que había huido, Moisés había
dejado mucho de su alma. Su última conversación probaba que su amigo era
víctima de influencias perniciosas, aprisionado en unas ataduras de las que no
era consciente.
Ameni, con los brazos cargados de papiros, se dirigió a buen paso al rey,
que caminaba en todos los sentidos en la sala de audiencias.
—Que entre.
Muy cómodo, con una elegante túnica verde pálido que adornaba un ribete
rojo, el joven diplomático tenía el don de lanzar modas. Árbitro de la elegancia
masculina, parecía sin embargo menos fogoso que de costumbre.
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Con un trazo rabioso de tinta roja, Ramsés tachó del mapa el reino de los
anatolios.
—La diplomacia...
—Una zona fronteriza, en Kadesh, ¡lo sé! Pero los hititas no respetan nada.
Exijo un informe diario sobre sus actuaciones.
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—Creo que es víctima de una conspiración. Difunde sus señas por nuestros
protectorados, Acha, y encuéntralo.
—Moisés está...
—La guerra...
—¿Quién más, aparte de mí, podría mandar el ejército? Dejar avanzar más
a los hititas sería condenar Egipto a la muerte.
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—La guerra nos separa, Ramsés; ¿dónde encontraremos el coraje que nos
ayude a soportar esta prueba?
—En el amor que nos une, y que nos unirá siempre, suceda lo que suceda.
En mi ausencia eres tú, la gran esposa real, la que reinarás en mi ciudad de
turquesa.
—Tu pensamiento es justo —dijo ella—. No hay que negociar con el mal.
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