El Oasis PDF
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Pauline Gedge
El oasis
Señores de las Dos Tierras 02
ePub r1.1
brusina y liete 12.09.14
ebookelo.com - Página 3
Título original: The oasis
Pauline Gedge, 1999
Traducción: Valeria Watson
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Agradecimientos
Quiero dar las gracias a mi investigador, Bernard Ramanauskas, sin cuya capacidad
de organización y atención a los detalles no habría podido escribir estos libros.
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Personajes
LA FAMILIA
SIRVIENTES
SIRVIENTAS
PARIENTES Y AMIGOS
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Amonmose, Sumo Sacerdote de Amón.
Turi, compañero de infancia de Ahmose.
LOS PRÍNCIPES
OTROS EGIPCIOS
LOS SETIU
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Hat-Anath, cortesana.
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Prólogo
Hacia el final de la XII dinastía, los egipcios se encontraban en manos de una potencia
extranjera a la que conocían como los setiu, los soberanos del Bajo Egipto. Nosotros
los conocemos por el nombre de hicsos. Inicialmente penetraron en Egipto a través de
Rethennu, el país menos fértil del este, con el fin de alimentar a sus rebaños en la
exuberante región del Delta. Una vez instalados, los siguieron sus comerciantes,
deseosos de aprovechar las riquezas de Egipto. Hábiles en asuntos administrativos,
poco a poco fueron quitándole autoridad al débil gobierno egipcio hasta que tuvieron
todo el control en sus manos. Fue una invasión que se produjo casi sin derramamiento
de sangre, lograda a través de sutiles medios de coerción política y económica. A sus
reyes poco les importaba el país; lo saquearon para sus propios fines y, siguiendo las
costumbres de sus predecesores egipcios, consiguieron someter eficazmente al
pueblo. A mediados de la XVII dinastía, llevaban poco más de doscientos años
firmemente arraigados en Egipto, gobernando desde su capital del norte, Het-Uart, la
Casa de la Pierna. Pero un hombre del sur, Seqenenra Tao, príncipe de Weset, se
rebeló.
En el primer volumen de la trilogía «Los señores de las Dos Tierras», Seqenenra
Tao, hostigado y humillado por Apepa, el gobernante setiu, erigió la revuelta en lugar
de la obediencia. Con el conocimiento y la aprobación de su esposa Aahotep, de su
madre Tetisheri, de sus hijas Aahmes-Nefertari y Tani, y de sus hijos Si-Amón,
Kamose y Ahmose, planeó y llevó a cabo la revuelta. Era un acto desesperado que
estaba condenado al fracaso. Seqenenra fue atacado por Mersu, mayordomo de
Tetisheri, el cual actuaba como espía en su casa. A raíz de este ataque quedó
parcialmente paralizado. A pesar de sus heridas, marchó hacia el norte con un
pequeño ejército y encontró la muerte durante una batalla que libró contra los
superiores ejércitos del rey setiu Apepa, a las órdenes de su brillante y joven general
Pezedkhu.
Su hijo mayor, Si-Amón, debía adoptar el título de príncipe de Weset. Pero Si-
Amón, cuya lealtad estaba dividida entre la aspiración de su padre al trono de Egipto
y el rey setiu, fue engañado y, por mediación del espía Mersu, pasó información sobre
su padre a Teti de Khemennu, pariente de su madre y favorito de Apepa. En un
ataque de remordimientos, mató a Mersu y se suicidó.
Convencido del fin de las hostilidades, Apepa se trasladó a Weset y dictó una
sentencia estremecedora contra el resto de la familia. Se llevó como rehén a Tani, la
hija menor de Seqenenra, para evitar que Kamose, ahora príncipe de Weset, le creara
problemas en lo sucesivo. Pero Kamose sabía que era necesario elegir entre la lucha
por la libertad de Egipto y la pobreza y disgregación de todos los integrantes de su
familia. Eligió la libertad.
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Capítulo 1
Kamose se había hecho bañar y vestir en un estado de ánimo de consciente
tranquilidad. De pie, en el centro de su aposento, su sirviente personal le había
sujetado un shenti blanco alrededor de la cintura y le había calzado sencillas
sandalias. Sus arcones estaban abiertos y vacíos, puesto que su ropa ya había sido
embarcada en la nave. El pequeño sagrario que contenía una imagen de Amón ya
estaba en su camarote. En el espacio del suelo que había ocupado había un cuadro de
polvo. Sus lámparas, su taza favorita y su reposacabezas de marfil también lo
esperaban en sus nuevos destinos. Casi todas sus alhajas habían desaparecido,
utilizadas para comprar provisiones; pero Kamose cogió el pectoral que acababa de
encargar y se lo puso alrededor del cuello. El contacto fresco del oro, que con lentitud
se iba calentando al entrar en contacto con la piel, parecía arrojar sobre él un manto
de divina protección. Levantó los dedos para coger al dios de la eternidad que
descansaba en su pecho, en un gesto que ya se estaba convirtiendo en habitual.
—Envíame a Uni —le ordenó al sirviente que acababa de pintarle los ojos y
cerraba la caja de cosméticos que también desaparecería de allí—. Alcánzame el
casco. Yo mismo me lo pondré.
El hombre le pasó el casco y salió haciendo una reverencia.
A Kamose no le hacía falta espejo para ponerse el casco de cuero blanco sobre la
frente. Sus protecciones le rozaban los hombros y el borde estaba agradablemente
apoyado en su frente. Ponerse los brazaletes de jefe militar en las muñecas y
abrocharse el cinturón del que colgaban su espada y su daga eran actos que había
repetido en innumerables ocasiones; pero hoy, reflexionó sombríamente, era como si
nunca hubiera hecho nada de esto. Hoy son los pertrechos de la guerra. Dirigió una
sonrisa tensa a Uni cuando lo vio entrar.
—Akhtoy me acompañará —le dijo—. Por lo tanto, tú serás el mayordomo más
antiguo. Es tu obligación mantener el orden en la casa, Uni, así como atender a las
necesidades de mi abuela. Conoces las instrucciones que les he dejado a ella y a mi
madre con respecto a la siembra de mi territorio, la vigilancia del río y los informes
regulares que deben remitirme. Necesito también que me envíes informes. No —
añadió con impaciencia al ver que la expresión de Uni cambiaba—, no te pido la
información confidencial que ningún mayordomo leal se permitiría divulgar.
Infórmame acerca de la salud de las mujeres, de su estado de ánimo, y dime hasta qué
punto son capaces de afrontar los problemas administrativos que sin duda surgirán.
Las echaré de menos —terminó diciendo en voz baja—. Ya lo estoy haciendo. Quiero
verlas a través de tus palabras.
Uni asintió.
—Comprendo, Majestad. Cumpliré tus deseos. Pero si llegara a surgir un
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conflicto entre algo que tú deseas saber y que mi señora desea mantener en secreto, te
desobedeceré.
—Desde luego. Dile a Tetisheri lo que te he pedido. Gracias.
Uni se aclaró la garganta.
—Ruego que tengas un éxito absoluto, Divinidad —dijo—, y que regreses pronto
a la paz de este lugar bendito.
—Que así sea.
Despidió al mayordomo, lo siguió hasta el pasillo y luego salió con paso
mesurado por la desierta sala de recepciones hacia la luz de la mañana.
Ya lo estaban esperando, agrupados al borde del embarcadero, a la sombra que
daba la barca de juncos allí amarrada; la embarcación de Kamose, cuya cubierta
vibraba por la actividad frenética de hombres a quienes les queda poco tiempo. A
derecha e izquierda, a lo largo de las orillas del Nilo, las demás embarcaciones
despedían el olor dulce y un poco rancio de los juncos con que estaban construidas.
Más allá de la familia, a lo largo del sendero del río, los reclutas formaban filas en
medio de nubes de polvo y de una algarabía que se mezclaba con el rebuzno de los
burros cargados y los gritos de los oficiales. Pero alrededor del solemne y pequeño
grupo había silencio.
Kamose se les acercó con rapidez y ellos lo vieron llegar, con los rostros serios y
los ojos llenos de esa mezcla de incomodidad y gravedad que él también sentía.
Ahmose-Onkh era el único que se quejaba en brazos de su niñera, hambriento y
aburrido. Con el corazón apesadumbrado, Kamose notó que las mujeres se habían
arreglado con tanto esmero como si hubieran sido invitadas a una fiesta real. Sus
vestimentas de hilo casi transparentes, los rostros pintados y las pelucas engrasadas
habrían podido parecer insólitas en aquel momento del día, pero servían para
elevarlas por encima del ruido y del polvo, para alejarlas de la alta mole de la
embarcación y de las aguas todavía oscuras que tenían muy cerca, apartándolas de
aquel momento y de aquella circunstancia para ponerlas en otro plano, más
misterioso. Al acercarse a ellas y detenerse, Kamose recordó las reuniones familiares
en las ceremonias fúnebres.
Durante unos instantes se limitaron a mirarlo y él, a su vez, las miró. Tenían
mucho y a la vez nada que decirse, cualquier palabra que arrojaran al aire fresco
sonaría inevitablemente superflua. Sin embargo, las emociones que llenaban a cada
uno de ellos (amor, ansiedad, miedo, dolor por la separación) reducían el espacio
entre ellos y, en definitiva, acercaban sus cuerpos. Con los brazos enlazados para
mantenerse unidos y las cabezas bajas, se balanceaban con lentitud como si fuesen
también una embarcación egipcia a la deriva por aguas desconocidas. Cuando se
separaron, los ojos de Aahmes-Nefertari estaban llenos de lágrimas y su boca pintada
con alheña temblaba.
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—El Sumo Sacerdote ya está en camino —anunció—. Envió un mensaje. El toro
que eligieron para sacrificar esta mañana murió durante la noche, y no creyó que
quisieras elegir otro. Es un presagio terrible.
El pánico se le clavó a Kamose como un cuchillo y no luchó contra el repentino
dolor que le causó.
—Para Apepa, no para nosotros —objetó con firmeza—. El usurpador se apropió
del título de los reyes, Poderoso Toro de Ma’at, y al sacrificar un toro no sólo
habríamos invocado a Amón en nuestra ayuda, sino también llevado a cabo el primer
acto para destruir el poder de los setiu. Sin embargo, el toro ha muerto solo. No hay
necesidad de cortarle el cuello aquí, en el embarcadero. Es un buen presagio,
Aahmes-Nefertari.
—A pesar de todo, debes impedir que los soldados lo sepan, Kamose —
interrumpió Tetisheri—. Son seres muy simples para llegar a una conclusión tan
sofisticada y lo considerarán el augurio de un futuro desastre. Cuando hayas partido,
revisaré personalmente las vísceras de esa bestia y ordenaré que sea incinerada para
que no se mantenga ninguno de los efectos negativos que pudiera tener su muerte. No
olvides el halcón, Aahmes-Nefertari, y trata de no sobresaltarte y temblar ante cada
señal o terminarás viendo augurios en los restos de tu vino y calamidades en el polvo
que haya bajo tu lecho.
La dureza de sus palabras fue suavizada por la sonrisa poco habitual que se dibujó
en su rostro ajado.
—Todos creéis que no puedo ser fuerte —dijo la muchacha—. Pero os
equivocáis. No olvido al halcón, abuela. Un día mi marido será rey y yo seré reina. Es
por Kamose por quien me sobresalto y tiemblo, no por Ahmose ni por mí, y él lo
sabe. Le quiero. ¿Cómo no temer y observar los presagios que nos hablan de victoria
o de derrota? Sólo digo en voz alta lo que todos vosotros pensáis.
Se volvió hacia Kamose, levantando la barbilla.
—No soy una criatura, querido hermano —dijo con tono desafiante—. Demuestra
que el presagio está equivocado. Ejerce el sagrado poder de un rey ante el que todos
los presagios de fracaso se funden en la nada.
Kamose no pudo contestar ante la fuerza de sus palabras y la expresión de dolor
de su rostro. Se inclinó y la besó. Luego se volvió hacia su madre. Aahotep estaba
pálida bajo el maquillaje.
—Soy una hija de la luna —dijo en voz baja—, y mis raíces están en Khemennu,
la ciudad de Tot. Teti es mi pariente. Tú lo sabes, Kamose. Si te preguntas qué harás
allí, si temes administrar justicia porque la sangre de Teti es también la mía, no te
preocupes. Si la ciudad se muestra desobediente, púrgala. Si Teti se enfrenta a ti,
mátalo. Pero antes de actuar contra cualquiera de ellos, ofrece un sacrificio a Tot. —
Una ligera y amarga sonrisa torció sus facciones—. No dudo que el dios de mi
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juventud espera con ansiedad la limpieza que traerá tu espada. Sin embargo, te ruego
que, si puedes, tengas piedad de Ramose. Por el bien de Tani. No estaba en su mano
impedir que Apepa le prometiera nuestro territorio a su padre una vez que hubiera
desperdigado a esta familia. —Su sonrisa se congeló mientras trataba de controlarse
—. No cabe duda de que llegarán muy pronto al Delta las noticias de tu insurrección.
No nos atrevemos a pensar lo que eso significará para Tani. Pero debemos esperar
que Apepa no sea tan necio como para ejecutarla y que Ramose, si se le perdona la
vida, todavía la ame y trate de salvarla.
—Por ti haré todo lo posible por razonar con Teti —respondió Kamose con un
nudo en la garganta—. Sin embargo, ambos sabemos que no es posible confiar en él.
Si lo mato, será como último recurso. En cuanto a Ramose, su actitud en esto es
responsabilidad suya, pero me sobrecojo ante la posibilidad de destruirlo. La elección
ante la que se verá será dura.
—Gracias, hijo mío. —Se inclinó esforzándose para coger a su nieto y lo sostuvo
con fuerza; Kamose sintió entonces que su abuela le agarraba la muñeca. Los dedos
de la anciana eran como tenazas.
—Tú y yo nos entendemos muy bien —dijo—. Ninguna palabra suave en la
despedida podrá ocultar que vas hacia el norte para bañar con sangre este país. Tu
brazo se cansará y tu lea se sentirá enfermo. Cuida que no muera. Tienes mi
bendición, Kamose Tao, rey y dios. Te quiero.
Sí, pensó él cuando la mirada astuta y clara de su abuela se encontró con la suya.
Soy tu hijo en el espíritu, Tetisheri. Comparto el orgullo y la temeridad que endurecen
tu espinazo y te mantienen la sangre caliente en las venas. Sencillamente la miró y
asintió mientras ella retrocedía, satisfecha.
Cuando el Sumo Sacerdote se les acercó, la agitación dio paso a un repentino
silencio entre los que le rodeaban. Los soldados que ocupaban el sendero se apartaron
para dejar paso a él y a los suyos, y se inclinaron respetuosos antes de cerrar filas.
Amonmose vestía con toda la pompa. La piel de leopardo de su rango sacerdotal
cruzaba su hombro cubierto de blanco y en la mano llevaba el báculo con contera de
oro. Los jóvenes sacerdotes que lo flanqueaban sostenían incensarios encendidos y el
olor acre de la mirra llenó las fosas nasales de la familia en el momento en que le
ofrecieron sus respetos. Ahmose, que durante todo aquel tiempo había permanecido
en silencio y muy cerca de Aahmes-Nefertari, con las piernas muy abiertas y los ojos
con expresión grave bajo el casco, susurró a Kamose:
—No ha traído sangre ni leche para mezclar bajo nuestros pies cuando partamos.
—Es lo correcto —contestó Kamose, también en susurros—. El toro murió y no
debemos partir con la leche de la bienvenida pegada a las suelas de nuestras
sandalias. Sólo nos hace falta la voluntad protectora de Amón.
—Tengo miedo, Kamose —murmuró Ahmose—. Después de tanto planearlo,
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prepararnos y hablar, ahora todo parece irreal. Pero el momento ha llegado. Hoy, esta
mañana, bajo el deslumbrante sol, partimos al encuentro de nuestro destino y todavía
me parece estar soñando. Debería estar cazando en los pantanos y sintiéndome
hambriento, en lugar de ir vestido de jefe militar y rodeado por un ejército. ¿Nos
hemos vuelto locos?
—Si lo estamos, es la locura de quienes responden a la voz del destino-contestó
Kamose convencido de que nadie lo escuchaba, porque el Sumo Sacerdote iniciaba
ya sus oraciones. —A veces no se trata de una llamada, Ahmose. A veces es un difícil
imperativo y resulta muy arriesgado no obedecer. Comprendo que estamos
arrinconados en ese lugar tan inhóspito, y no vale la pena desear haber nacido en una
época más segura y menos turbulenta. Debemos justificarnos ante los dioses aquí,
ahora, en este día, en este mes. Me resulta tan odioso como a ti.
—¿Seremos recordados como los salvadores de Egipto o por el contrario seremos
vencidos y desapareceremos en la oscuridad de épocas futuras? —murmuró Ahmose,
hablando más para sí mismo que para su hermano, y ambos se irguieron a la vez
cuando Amonmose se volvió hacia ellos sujetando su báculo, y comenzó a entonar
los cánticos de bendición y de victoria. En las barcas y en el duro sendero, los
soldados se arrodillaron en silencio mientras que en el este, Ra, ya liberado de las
garras del horizonte, derramaba su luz dorada sobre la vasta asamblea y en lo alto,
como una mota oscura, un halcón se balanceaba en el viento de su aliento y los
observaba.
Cuando terminó la ceremonia, Kamose dio las gracias al Sumo Sacerdote, le
recordó que rezara a Amón todos los días por el ejército, besó a los integrantes de su
familia y, después de dirigir una última mirada a la pacífica casa bañada por el sol,
más allá del emparrado y de las palmeras, subió rápidamente la rampa de su
embarcación seguido por Ahmose. Los oficiales le recibieron con una reverencia y, a
un gesto suyo, Hor-Aha dio la orden de subir la rampa e iniciar el viaje. Liberada de
sus ataduras, la embarcación se alejó con rapidez de las escaleras del embarcadero. El
timonel cogió el timón con ambas manos. Kamose y Ahmose se instalaron en la
popa, donde los juncos les llegaban a la altura de la cintura. Las demás
embarcaciones ya maniobraban hacia el centro del río con la proa hacia el norte.
Ahmose levantó los ojos y, siguiendo su mirada, Kamose observó que la brisa
cada vez más fuerte de la mañana agitaba la bandera situada al final del mástil y la
desplegaba, revelando los colores reales de Egipto: el azul y el blanco. Sobresaltado,
Kamose dirigió una mirada inquisitiva a su hermano. Ahmose se encogió de
hombros, sonriente.
—Ninguno de nosotros pensó en este detalle —dijo—. Apostaría que es obra de
nuestra abuela.
Kamose miró a la orilla. La distancia que separaba la cubierta del embarcadero,
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donde se apiñaba su familia, era ya muy grande y la visión se distorsionaba por el
brillo del agua. Parecían tan pequeños, allí de pie, tan indefensos y vulnerables, que
se le encogió el corazón de pena, por ellos, por sí mismo, por el país que estaba a
punto de sumir en la guerra.
Entonces vio que Tetisheri se alejaba de los demás y levantaba un puño. La luz
del sol brilló en sus pulseras de plata mientras se le deslizaban por los brazos y el
viento ajustaba su vestido de hilo a su cuerpo enjuto. El gesto de su abuela era tan
desafiante y arrogante que la sensación de pena desapareció. Kamose respondió
alzando los dos puños y comenzó a reír mientras su hogar se alejaba y desaparecía de
su vista.
—Tengo hambre —le dijo a Ahmose—. Vamos al camarote a comer. El trayecto
hacia Qebt será fácil y navegaremos casi todo el tiempo por nuestro territorio. ¡Hor-
Aha, únete a nosotros!
Ya ha empezado, pensó exultante. La suerte está echada. Levantó la cortina del
camarote, la sujetó para que quedara abierta y se dejó caer sobre los almohadones.
Akhtoy hizo chasquear los dedos en dirección al ayudante del cocinero que esperaba
para informar a su amo de lo que se le podía ofrecer. Ahmose manoseaba el bastón de
caza que colgaba de su cintura, mientras cruzaba las piernas y se sentaba junto a su
hermano.
—Tuve que traerlo —explicó ante la mirada de asombro de Kamose—. Nunca se
sabe. Quizás se nos presente la oportunidad de cazar. Aunque sin Turi no será lo
mismo.
—No, no lo será —contestó Kamose—. Turi y tú habéis cazado y pescado juntos
desde pequeños. Espero que me hayas perdonado por haberlo enviado con su familia
al sur, lejos de todo peligro. La habilidad de su padre como albañil especializado en
la planificación y construcción de fortalezas de piedra es poco común hoy en día, y
me puede resultar muy útil más adelante. Hace muchos hentis que nadie aprovecha
esa experiencia, pese a que los conocimientos fueron pasando de generación en
generación en la familia de Turi.
Ahmose asintió.
—El padre de Turi se ha conformado con construir muelles —le aseguró a
Kamose—. No les tiene ningún respeto a los setiu, que desprecian la piedra y edifican
sus defensas con adobe. Ni siquiera tienen interés en construir monumentos de
piedra. Bajo sus aires de grandeza son muy poco civilizados.
—De todos modos —acotó Kamose con aire sombrío—, me han dicho que los
muros de los fuertes setiu son muy altos y tan resistentes como los de piedra. Ya
veremos. ¿Hay pan fresco? —le preguntó al paciente sirviente—. ¿Y queso? Bien,
comamos.
La flotilla llegó a Qebt al comienzo de la tarde y al poco rato de su llegada se
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presentó el príncipe Intef, seguido de sus oficiales. Kamose respondió con cortesía a
la reverencia de los recién llegados, ocultando el alivio que le produjo que Intef lo
invitara a tomar un refrigerio en su casa. Tenía el secreto temor de que los príncipes
que habían acudido a Weset convocados por él, hubieran vuelto a sus casas con un
débil entusiasmo que se disiparía rápidamente en los ratos de solitaria reflexión junto
a los estanques llenos de peces, pero por lo menos allí había un gobernador que
respondía a las peticiones de su señor.
Después de saludar a la esposa y a la familia de Intef y de beber la taza de vino
que se le ofreció en el fresco salón de recepciones del príncipe, Kamose mandó
llamar a sus escribas de reclutamiento, a los de asambleas y a Hor-Aha. Luego él,
Ahmose e Intef se retiraron al despacho del último para hablar de sus asuntos.
—La división de infantería no nos alcanzará hasta bien entrada la noche —le dijo
a Intef mientras se instalaban alrededor del escritorio de éste—. En cuanto se haya
efectuado el recuento de tus aportaciones, quiero ir en esquife hasta Kift y hacer mis
preces allí, en el templo. Sólo está siete estadios río abajo y, sin lugar a dudas, Min es
una representación de Amón y debe recibir mi homenaje. ¿Ya has delegado tu
autoridad? ¿Estás preparado para zarpar con nosotros?
Intef asintió.
—Lo mejor que he podido, Majestad —replicó—. Este territorio quedará en las
manos capaces de mi gobernador ayudante en Kift. La siembra ha comenzado. La
completarán las mujeres. —Cambió de posición en la silla—. Ha habido una
considerable confusión entre los reclutas —añadió con franqueza—. Me ha resultado
muy difícil explicarles por qué deben abandonar sus hogares y marchar contra
individuos a quienes consideran sus compatriotas desde hace mucho tiempo. Muchos
se negaron y mis oficiales se vieron prácticamente obligados a arrastrarlos al río.
Tampoco hemos tenido tiempo de entrenarlos. Los encontrarás poco disciplinados.
—Los distribuiré entre los hombres de Weset —contestó Hor-Aha, pese a que la
mirada culpable de Intef estaba fija en Kamose—. Mezclados con ellos, aprenderán
con rapidez tanto la disciplina como los motivos de nuestra marcha.
Se produjo un silencio corto e incómodo. La mirada de Intef se clavó en el
medjay y se volvió inexpresiva.
—Es posible que no reciban con agrado las órdenes que les impartan oficiales que
no sean del territorio de Herui —comentó con cautela.
Kamose intervino con rapidez en aquel momento de velada hostilidad.
—Les estoy pidiendo mucho a tus campesinos y a tus leales oficiales, Intef —dijo
en tono tranquilizador—. Tu autoridad no será usurpada. Tus jefes militares tendrán
que responder ante ti y serás tú quien comande tus tropas en la batalla, pero bajo mi
dirección. A veces, esas órdenes las recibirás de boca del príncipe y general Hor-Aha.
Te pido que me perdones si te recuerdo que ni tú ni tus oficiales, y menos aún tus
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campesinos, habéis visto acciones militares ni participado en ellas desde hace muchos
años, mientras que él sí lo ha hecho.
—Pero, sin duda, la cacería de los integrantes de la tribu kushita en ese maldito
desierto no tendrá nada que ver con una campaña contra ciudades civilizadas—
replicó Intef con frialdad.
Kamose suspiró imperceptiblemente. Me lo temía, pensó con resentimiento.
¿Tendremos que enfrentarnos a las mismas mezquindades con Lasen y Ankhmahor y
los demás, antes de poder lograr un ejército egipcio unificado?
Hor-Aha había cruzado los brazos y se inclinó hacia atrás, con la cabeza ladeada.
—Intentemos ser todos sinceros, príncipe —dijo con tranquilidad—. Yo no te
gusto y no confías en mí. Soy negro y extranjero. ¿Con qué derecho seré el jefe
militar de los egipcios de mi señor? ¿Qué derecho tengo al título que se me ha
concedido recientemente? Pero lo que tú opines de mí no me importa. Sólo piensa
que, al denigrarme, demuestras desconfianza en el juicio de tu rey porque él ha
considerado conveniente nombrarme general y elevarme a la nobleza. Y lo ha hecho
porque tengo experiencia en esas escaramuzas del desierto de las que tú no sabes
nada, y porque sé controlar a los hombres. Con gran alegría me pondré a tus órdenes
si puedes demostrar que en ese campo tus conocimientos son superiores a los míos y,
si Su Majestad lo desea, renunciaré a mi autoridad. Hasta entonces, ¿no basta saber
que luchamos por una causa en la que ambos tenemos comprometido el corazón? ¿No
podemos trabajar como hermanos?
Esa palabra le resultará a Intef difícil de tragar al ver la piel negra y los ojos
renegridos de Hor-Aha, pensó Kamose. Sin embargo, Hor-Aha ha sido inteligente al
plantear sus comentarios como preguntas. Intef tendrá que responder.
Pero antes de que éste pudiera hacerlo, intervino Ahmose. Hasta entonces había
escuchado con inquietud, cambiando de postura en la silla y tamborileando
ruidosamente con los dedos en la mesa. En aquel momento puso los pies en el suelo y
se inclinó hacia delante.
—Considéralo así, Intef —dijo con tono tranquilo—. Si vencemos y logramos
llegar a Het-Uart, este medjay habrá prestado un gran servicio a todos los nobles de
Egipto. Y, que los dioses no lo permitan, si fracasamos, podrán echarle toda la culpa
porque fue él quien trazó la estrategia para Kamose y para mí. De una u otra manera,
la responsabilidad pesa sobre sus espaldas. ¿Realmente quieres tenerla sobre las
tuyas?
Esa vez el silencio fue de incredulidad. Intef miró a Ahmose con dureza y
Kamose estuvo a punto de contener el aliento. Has ido muy lejos, le advirtió
mentalmente a su hermano. ¿Eres así de simple, querido Ahmose, o comprendes
mejor que yo el uso de la sinceridad fingida? Hor-Aha estaba relajado, era imposible
descifrar su expresión.
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De repente, Intef lanzó una carcajada.
—Tienes razón, príncipe, y yo me comporto como un necio. Es una decisión
sensata poner a los campesinos de este territorio junto a los tuyos, y si tú o Vuestra
Majestad —al decirlo se inclinó ante Kamose— lo hubierais propuesto, habría
aplaudido tanta sabiduría. Pero me gustaría mandar a mis hombres en cualquier
batalla que Apepa nos presente.
—De acuerdo. —Kamose asintió. Ahmose había vuelto a su ausente inquietud y,
sin duda, Hor-Aha se dio cuenta de que no convenía que sonriera.
—¿Cuántos hombres has reunido? —le preguntó Kamose a Intef.
—Entre Qebt, Kift y los alrededores del territorio, dos mil doscientos —contestó
Intef sin vacilar—. También he ordenado abrir los graneros para el escriba de
asambleas, pero te ruego, Majestad, que no cojas más de lo necesario. Debe quedar
algo de Egipto cuando todo esto termine.
En aquel momento los interrumpió el mayordomo de Intef para anunciar la
llegada de ambos escribas, y Kamose y Ahmose se levantaron para salir.
—Ahora iré al templo de Kift —dijo Kamose—. Hor-Aha, encárgate de distribuir
a los hombres de Intef y ordénale a Paheri que requise las embarcaciones disponibles.
Cuantas más tropas podamos embarcar, con más rapidez nos moveremos.
—Pudo haberse convertido en un enfrentamiento —comentó Ahmose mientras
salían al cegador sol de la tarde—. Tal vez sería prudente limitar la autoridad de Hor-
Aha sólo a los medjay.
—¡No pienso poner en peligro nuestro éxito para complacer a un príncipe
mezquino! —replicó Kamose—. Hor-Aha ha demostrado muchas veces que es amigo
nuestro y un soldado leal a nuestra familia, y por lo tanto a Egipto. Seguirá siendo
jefe supremo bajo mis órdenes, Ahmose, y los nobles deberán acostumbrarse a ello.
—Creo que te equivocas, Kamose —objetó su hermano en voz baja—. Hostiga a
los nobles y ofenderás a alguien más que a unos pocos hombres. También perderás la
confianza de sus oficiales. La escena que acabamos de presenciar se repetirá con
Lasen y los otros a medida que vayamos hacia el norte. Hor-Aha comprendería que
limitaras su poder, por lo menos hasta que Egipto esté seguro.
—¡No ofenderé a un amigo! —exclamó Kamose acalorado. Ignoraba por qué las
palabras de Ahmose habían causado su enfado. No sólo era porque temía que tal vez
su hermano tuviera razón, sino por algo más, algo oscuro—. Ellos han permanecido
sentados en sus palacios, bebiendo vino y comiendo el producto de sus territorios,
contentos en su anonimato, quizás hasta agradecidos mientras Apepa se burlaba de
nuestro padre y se esmeraba en destruirnos. Pero Hor-Aha ha arriesgado muchas
veces su vida por nosotros mientras ellos permanecían apartados y daban las gracias
por no estar involucrados. ¡Tienen suerte de que no los censure con dureza en lugar
de tranquilizarlos!
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Ahmose lo cogió del brazo y lo obligó a detenerse.
—¿Qué te pasa? —preguntó con tono urgente—. ¿Qué te ha hecho perder el
sentido común, Kamose? Necesitamos con desesperación la cooperación de los
príncipes y la buena voluntad de sus hombres. Eso lo sabes. Mantén a Hor-Aha en su
posición actual si ésa es tu decisión, pero deberías hacerlo con un poco de tacto. ¿De
dónde salen esa furia y esa mordacidad?
Kamose agachó los hombros. Entrecerró los ojos para mirar el azul profundo del
cielo y luego sonrió a Ahmose.
—Perdóname —dijo—. Tal vez envidie la falta de verdadera preocupación de
nuestros nobles cuando nuestra necesidad de venganza arde sin cesar en mi interior.
Todo está en mi cabeza. Ma’at se levantará o caerá con mis decisiones y me afecta
tener que cargar con un peso tan grande. Entremos en el sagrado recinto de Min y
trataré de dejar parte de mi furia a los pies del dios.
Custodiados por su guardia personal, embarcaron en un esquife y remaron río
abajo hasta Kift. La ciudad, más grande y activa que Qebt, soñaba con serenidad
durante la hora de la siesta y ambos pudieron completar en paz sus oraciones. Cuando
volvieron a Qebt no encontraron señales de los soldados de infantería, pero los
muelles eran una confusión de polvo, hombres y burros de carga entre los cuales Hor-
Aha les dirigió un saludo lejano y siguió dictando a su escriba.
Kamose y Ahmose se retiraron a la relativa tranquilidad del camarote. Ahmose
pronto se durmió tendido en los almohadones, pero Kamose seguía obsesionado, con
la barbilla en las rodillas y los ojos fijos, que no veían la forma inconsciente de su
hermano. Dos divisiones y media, pensó. Eso está bien. El próximo lugar es Aabtu.
Me pregunto cuántos hombres habrá reunido Ankhmahor. Es un príncipe más fuerte
que Intef, más quisquilloso en lo que se refiere a sus prerrogativas, pero más
inteligente. Creo que no permitirá que ningún prejuicio contra Hor-Aha nuble su
claridad de juicio.
A diferencia de ti, le dijo una voz interior. ¿Sabías que dentro de ti habita, como
un áspid, un desprecio absoluto por la sangre azul del sur de Egipto? ¿Cuántos
hombres?, se obligó a dirigir sus pensamientos a la logística de la campaña. ¿Y
cuándo tendré que comenzar a enviar exploradores? ¿En Badari? ¿Djawati? Mañana
dictaré mensajes para las mujeres. ¿Puedo dar mejores raciones a las tropas con la
esperanza de que tendremos comida disponible a lo largo del Nilo? ¿Habrá ordenado
Hor-Aha que se reúnan todas las armas que haya aquí, en Qebt? Empezaba a dolerle
la cabeza. Abandonó el camarote con los suaves ronquidos de Ahmose, le pidió
cerveza a Akhtoy y se refugió en la sombra que arrojaba la proa curva de la
embarcación para esperar noticias del resto de su ejército.
Éste llegó a Qebt después de la puesta del sol y los hombres cansados se dejaron
caer a la orilla del río donde recibieron comida y bebida. Kamose, Ahmose e Intef
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acababan de terminar su cena, sentados en cubierta bajo la tenue luz amarilla que
arrojaban las lámparas que colgaban de la borda y del mástil, Hor-Aha se les acercó y
les hizo una reverencia. Ante un gesto de Kamose, se sentó con las piernas cruzadas y
aceptó la taza de vino que le ofreció Akhtoy.
—Están cansados y doloridos por la marcha —dijo en respuesta a la pregunta de
Ahmose—, pero mañana ya se habrán recuperado. Nuestro jefe de reclutas ya está
dividiendo a los hombres de este territorio y reuniéndolos con los demás. —Se volvió
hacia Intef—. Está trabajando con uno de tus oficiales, príncipe. Agradezco tu
generosidad en este asunto. —Y añadió dirigiéndose a Kamose—: El instructor de
reclutas espera que al menos le permitas entrenarlos durante dos días, Majestad. ¿Qué
debo contestarle?
Kamose suspiró.
—Deben aprender todo lo que puedan mañana, mientras marchan —contestó—.
Si nos demoramos en cada parada, no llegaremos al Delta antes de que Isis llore y la
inundación podría significar un completo desastre. No, Hor-Aha. Lo lamento.
Debemos atenernos a nuestro plan original. Los medjay y todos los soldados que
tengan sitio en las embarcaciones que nos ha proporcionado Intef saldrán para Aabtu
al amanecer. Hay un día de navegación desde aquí hasta Quena, y tres hasta Aabtu.
Eso significa mucho más tiempo para los de infantería. —Se detuvo pensativo—. ¿Y
si entre Quena y Aabtu, mientras yo me adelanto para encontrarme con Ankhmahor,
los soldados nos alcanzan, duermen una noche entera y son allí sometidos a una
instrucción rudimentaria?
—No podrá ser, Majestad. Necesitamos balsas y no tenemos ninguna —dijo Intef.
—Debemos arreglarnos lo mejor posible —intervino Ahmose—. Por el momento,
la velocidad es menos importante que la necesidad de organizamos bien. Tu idea es
buena, Kamose.
—El ejército no debe estar en estado de alerta hasta Dja-Wati —señaló Hor-Aha
—. A pesar de que aparentemente todo Egipto está bajo el control de Apepa, de Qes
hacia el sur no se ha molestado en dejar guarniciones en las ciudades. De Dja-Wati
hasta Qes no hay más que unos treinta y tres estadios. Después de Qes, hacia el norte,
está Dashlut y creo que allí es donde podremos encontrar nuestra primera oposición
verdadera. Relajemos nuestro paso, señores, para que los hombres puedan prepararse
y para que podamos asimilar con mayor facilidad los que nos proporcionen los demás
príncipes.
Kamose asintió en señal de conformidad y pensó en Qes, aquel lugar maldito
donde el ejército de su padre fue atacado y vencido.
—¿Existe alguna señal de que Apepa se haya enterado de nuestro viaje? —
preguntó dirigiéndose a todos en general—. ¿Ha sido arrestado algún heraldo en el
río?
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Intef negó con la cabeza.
—No. Ha habido poco tráfico en el río. En el Delta todavía se festeja el
Aniversario de la Aparición de Apepa y los asuntos oficiales se han suspendido por el
momento. Creo que podremos llegar a Khemennu antes de que se dé la alarma.
Khemennu, volvió a pensar Kamose. Otro nombre que añadir a su ansiedad. ¿Qué
haré allí? ¿Qué hará Teti?
Imaginó el rostro de su madre, pálido e implacable, y se llevó el vino a la boca y
bebió con rapidez.
Zarparon al amanecer, dejando un Qebt adormilado que se hundió en el horizonte
mientras Ra se alzaba sobre él. Los soldados que se alineaban en la orilla sacudían y
doblaban sus mantas mientras los sirvientes del ejército se movían entre ellos con las
raciones matinales. Intef, a quien Kamose dio la oportunidad de elegir, prefirió
permanecer con sus campesinos para tranquilizarlos. Se quedó consigo a la mayoría
de sus oficiales.
—Os alcanzaré después de Quena —prometió—, y para entonces mis hombres ya
no tendrán necesidad de verme. ¡Ojalá tuviéramos carros, Majestad!
Carros, caballos, más hachas y espadas y más embarcaciones, pensó Kamose. Se
despidió amistosamente del príncipe y se preparó para un día de inactividad e
inquietud en el agua.
Dos noches y un día después, el Nilo doblaba hacia el oeste antes de enderezar su
curso hacia Aabtu y allí las embarcaciones se detuvieron en la orilla oriental. Kift y
Quena habían quedado atrás, y Kamose examinó con satisfacción el arenoso
aislamiento que tenía enfrente. Allí cambiaba el panorama de verdes campos, canales
rodeados de palmeras y pequeñas ciudades que por lo general descansaban los ojos
del viajero, y el desierto se apresuraba en una sucesión de dunas hasta la orilla misma
del río. Ninguna sombra aliviaba la visión de la arena caliente y de un cielo ardiente.
Ninguna sombra de seres humanos o de bueyes vagabundos se movía sobre él. Sería
un lugar perfecto para un par de días de instrucción militar. Kamose se volvió hacia
Hor-Aha, que estaba en silencio a su lado.
—Saldré hacia Aabtu en el acto —anunció—. Llevaré conmigo a los Seguidores.
Debería llegar allí mañana por la noche. Cuando lleguen las tropas de infantería,
déjalas descansar brevemente y luego ponías a trabajar. Mantenlos lejos de los
medjay, Hor-Aha. Lo último que queremos son las peleas que la ignorancia de esos
hombres pueda incitar.
—Te preocupas sin necesidad. Majestad —comentó el general—. Unas cuantas
batallas les enseñarán a todos, tanto a egipcios como a medjay, que se complementan
los unos a los otros. Creo que enviaré a los medjay al desierto con sus oficiales.
Tienen necesidad de sentir tierra firme bajo sus pies durante un tiempo. ¿Llevarás
contigo al príncipe Ahmose?
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Kamose vaciló antes de asentir al recordar la sorprendente actitud de su hermano,
que modificó la postura de Intef en Qebt, y pensó que no conocía bien a Ahmose.
Aquel joven de alegre disposición, enamorado de la caza, de la natación y de las
sencillas delicias de la vida en familia, maduraba misteriosamente. Kamose apartó la
mirada de la visión árida y comenzó a impartir sus órdenes.
Aabtu estaba en la orilla occidental y, cuando su embarcación se acercó a las
amplias escaleras del embarcadero de la ciudad, Kamose se alarmó al ver una
multitud de hombres que se movían en el aire polvoriento y rojo de la puesta del sol.
Sus pensamientos volaron hacia el norte. Apepa estaba enterado de su intento. Esos
hombres eran soldados setiu y Ahmose y él serían ejecutados de inmediato. Pero
Ahmose dijo:
—Es un espectáculo espléndido, Kamose. Por lo visto, Ankhmahor ha reunido
una fuerza aún mayor que la de Intef.
Con esas palabras Kamose volvió en sí con una carcajada temblorosa.
—Gracias a los dioses —consiguió decir—. Temí que… —Ahmose hizo una seña
y pusieron la rampa.
—Todavía no —dijo en voz baja cuando ambos bajaron a la orilla rodeados por
los Seguidores—. Todavía tenemos algo de tiempo.
El silencio comenzó a rodearlos cuando la multitud reconoció los símbolos que
Kamose llevaba en el pecho. Muchos cayeron de rodillas y muchos más se inclinaron
respetuosamente.
—Aabtu no es tan provinciana como Kift y Qebt —continuó diciendo Ahmose—.
Después de todo, aquí está enterrada la cabeza de Osiris y todos los años vienen
muchos peregrinos al templo para presenciar las representaciones sagradas. Aquí
también se venera a Khentiamentiu, éste es un lugar sagrado.
Habían dejado atrás la orilla y caminaban junto a un canal que conducía al templo
de Osiris y a la residencia de Ankhmahor, situada al lado mismo. Tras el círculo
protector de los guardias, las mujeres y los niños del pueblo corrían a verlos y luego
se alejaban avergonzados. Kamose vio que un oficial se abría paso hacia ellos.
Obedeciendo una orden suya, los Seguidores lo dejaron pasar. El hombre hizo una
profunda reverencia.
—Mi señor me dio instrucciones de estar atento a tu llegada, Majestad —explicó
—. Ya hace una semana que estamos listos para recibirte. Mi señor acaba de llegar a
casa desde el templo. Con tu permiso, le avisaré de que estás aquí.
—Antes de encontrarme con el príncipe, me gustaría presentarle mis respetos a
Osiris —replicó Kamose—. Di a tu señor que lo veré dentro de un rato. Por la
mañana no habrá tiempo. El santuario todavía debe de estar abierto —añadió
dirigiéndose a Ahmose mientras el hombre se inclinaba ante ellos y se retiraba.
El Sumo Sacerdote los recibió con expresión seria. El santuario estaba
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efectivamente abierto y él se disponía a entonar las oraciones de la tarde antes de
encerrar al dios hasta la mañana siguiente. Kamose y Ahmose se le unieron, se
postraron ante la imagen y Kamose avanzó hasta el pequeño tabernáculo que su
antepasado Mentuhotep-neb-Hapet-Ra, había erigido para la gloria del dios. Con el
rostro apoyado en el suelo de piedra, Kamose no rezó tanto a la deidad más
reverenciada de Egipto como al rey cuya sangre corría por sus venas y que había
edificado el viejo palacio en los antiguos días de preeminencia de Weset. Su templo
mortuorio estaba cerca del acantilado de Gurn, en la orilla occidental, frente a Weset,
otro lugar donde los sueños de los vivos se mezclaban con las sonoras sugerencias de
los muertos. Kamose le suplicó que lo ayudara y tuvo la sensación de que allí, en las
tinieblas cada vez más profundas, entre el perfume de flores marchitas y de incienso
rancio, el ka de su padre se le acercaba y la presencia de su antepasado real flotaba,
llevando consigo una paz temporal.
Los dos hermanos salieron a las últimas luces del anochecer, pero la extraña
tristeza de aquel momento del día se disipaba bajo la fuerza de las fogatas y de las
brillantes antorchas.
—Tengo hambre —dijo Ahmose—. Espero que el príncipe nos ofrezca una buena
cena.
El hombre que se les había acercado antes los esperaba. Se destacó entre las
sombras del atrio exterior de Osiris, les hizo una reverencia y les pidió que le
siguieran.
La propiedad de Ankhmahor no quedaba lejos de allí. El jardín del príncipe
resplandecía por una multitud de lámparas, bajo cuya luz el propio Ankhmahor se
acercó a saludarlos con rapidez, mientras sonreía y se inclinaba ante ellos.
—Majestad, Alteza, me alegro de veros —dijo—. Si deseáis refrescaros, la casa
de baños está lista y mi mayordomo me informa que pronto servirán la cena.
Decidme lo que deseáis hacer.
En los modales y el tono del príncipe no existe la cautela de Intef, ni tampoco su
deferencia, reflexionó Kamose mientras le daba las gracias a Ankhmahor y pedía que
lo condujeran a la casa de baños. Los dominios de Ankhmahor hablaban de una
mayor riqueza que la del gobernador del territorio de Herui y era evidente que allí
serían observadas las costumbres. No se hablaría de ningún asunto, por urgente que
fuera, hasta que el hambre de los invitados hubiera sido saciada. Ese respeto a las
antiguas costumbres resulta tranquilizador, pensó Kamose mientras lo rodeaba el aire
húmedo y perfumado de la casa de baños y los sirvientes se apresuraban a
desnudarlos a él y a Ahmose. Pero también habla de orgullo y de conciencia de un
alto linaje. ¡Oh! ¿Debes analizarlo todo?, se reprendió mientras cerraba los ojos bajo
el agua caliente que un sirviente vertía sobre su cuerpo. Acepta lo que ves y no veas
trampas ni peligros donde no los hay. Los verdaderos peligros ya son suficientemente
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amenazadores.
Más tarde, bañados, afeitados y cubiertos de aceite, los condujeron a un salón de
recepciones donde se mezclaban olores de comida, flores y perfumes, y los sentaron
ante mesas individuales sobre las que temblaban flores de primavera. La familia de
Ankhmahor, su esposa, sus dos hijos y sus tres hijas, se les acercaron para ofrecerles
su homenaje. Eran atractivos, delgados y de ojos oscuros, de facciones parecidas bajo
la galena y la alheña. Sus alhajas no parecían tanto un adorno sino parte de lo que
eran: aristócratas hasta la médula. Kamose se relajó al estar entre gente como él,
mientras Ahmose hablaba de caza con los hijos de Ankhmahor y lamentaba no poder
aprovechar los patos y animales salvajes de Aabtu, muchos de los cuales habían sido
convertidos en exquisiteces entre la sucesión de platos que les sirvieron.
Ankhmahor es valiente al poner todo esto en peligro, pensó Kamose. Para
nosotros es un asunto de supervivencia o destrucción, pero él podría seguir
disfrutando de esta seguridad. Como si el príncipe le hubiera leído los pensamientos,
miró a Kamose y dijo:
—El territorio de Abetch es rico y yo vivo bien. Pero siempre me acosa la sombra
del futuro porque me niego a dejarlo en manos de un noble de menor jerarquía y a
asistir a la corte de Apepa en el Delta. Cuando Apepa pasó por Aabtu rumbo a tu casa
para juzgaros, se detuvo aquí a pasar un día y una noche. Yo lo atendí bien, pero no
creo que le agradase. —Se interrumpió para beber—. Su mirada no perdía detalle. La
fertilidad de mis campos que llena graneros y almacenes, la opulencia de mi
propiedad, la belleza y la gracia de mi familia y tal vez, más que otra cosa, la alegría
de mis campesinos y sirvientes. No le di ningún motivo de queja y, sin embargo,
percibí desconfianza en él. —Ankhmahor se encogió de hombros—. Creo que sin tu
guerra habría sufrido el mismo acoso lento y cada vez más intenso que llevó a tu
padre a tomar una medida tan desesperada.
—A Apepa no le gusta que se le recuerden sus raíces extranjeras —contestó
Kamose con lentitud—. Le gusta mantener a los señores nativos de Egipto a su
alrededor, en el Delta, donde puede vigilarlos y también corromperlos gradualmente
con los dioses y las costumbres de los setiu. —Miró a Ankhmahor—. Pero fuera del
Delta, los nobles egipcios no olvidan con tanta facilidad que los pastores de ovejas
son algo abominable tanto para los dioses como para los hombres, y tampoco es
posible persuadirlos con sutileza a abandonar el recuerdo de la pureza de su sangre y
del verdadero Ma’at. Cuanto más hospitalario y respetuoso hayas sido, Ankhmahor,
más sal has puesto en la herida de su extranjería. Sin embargo, podrías reducir sus
sospechas enviando a uno de tus hijos al norte.
Ankhmahor rió y se levantó. En el acto, el arpista dejó de tocar y los sirvientes se
alejaron.
—Eso sería como abrir una herida en mi cuerpo y dejar que se infectara. Majestad
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—dijo con franqueza—. Mientras yo viva, ninguno de mis hijos será sometido a esa
corrupción. Mi hijo mayor, Harkhuf, viajará con nosotros y luchara a mi lado. Y
ahora, si Vuestra Majestad lo desea, nos retiraremos al estanque y hablaremos de
nuestros asuntos.
—Creo que pescaré esta noche con tus hijos, Ankhmahor —dijo Ahmose
mientras se levantaba. Su mirada se encontró con la de Kamose. «No me necesitas»,
fue el mensaje que éste leyó en los ojos de su hermano. «Este príncipe no nos creará
problemas».
—Muy bien, pero zarparemos al amanecer, Ahmose —contestó Kamose.
—Esto me hace falta —dijo su hermano con sencillez, y Kamose se levantó y
siguió al dueño de la casa por entre las columnas del vestíbulo hacia el jardín poco
iluminado.
Habían puesto almohadones junto al estanque. En la hierba había un frasco de
vino junto a matamoscas y mantos, todo iluminado por la parpadeante luz de una
antorcha que temblaba movida por la brisa perezosa e intermitente. Kamose se sentó
en el suelo y cruzó las piernas; hizo con la cabeza un movimiento de negación ante el
manto que le ofrecía Ankhmahor, pero aceptó un matamoscas y una taza de vino. Se
oía el zumbido de los mosquitos, un sonido agudo y sin embargo tranquilizador,
puesto que eran parte natural de las dulces noches de Egipto. Los grillos dejaban oír
sus cantos carentes de melodía. Una rana inadvertida se dejó caer en el estanque
formando ondas en el agua y meciendo los lotos que allí descansaban.
Ankhmahor se sentó junto a Kamose con un gruñido y recorrió sus dominios con
la mirada antes de fijarla en su invitado.
—No me gusta tu general Hor-Aha —dijo por fin—. Creo que su modo de ser tan
imperturbable nace de una excesiva confianza en la importancia que tiene para ti y en
su creencia de que es invencible como estratega militar. Por lo tanto, no es un hombre
previsible, Majestad. Tales excesos, por lo general, tienen sus raíces en un secreto
temor al fracaso. Es posible que tome una decisión equivocada y no sea capaz de
aceptar los consejos de otros a fin de cambiarla.
—Sin embargo, yo soy el jefe supremo y no estoy dominado por él hasta el punto
de no hacer ese cambio si fuera necesario —objetó Kamose. Sabía que las palabras
del príncipe no eran causadas porque Hor-Aha fuese extranjero pero no tenía ganas
de agradecérselo. Hacerlo habría implicado que esperaba menos de un integrante de
la más antigua aristocracia egipcia—. Además, Ankhmahor, planearemos en conjunto
nuestra estrategia y espero que todos, los príncipes, el general y yo, actuemos como si
fuéramos uno solo. Comprendo que los príncipes teman que el que esté en deuda con
ese hombre pueda debilitar mi capacidad para dirigir la guerra. Es cierto que le debo
mucho, pero Hor-Aha conoce su función. No se desviará de ella.
—Espero que tengas razón. —Ankhmahor se acercó un almohadón y apoyó en él
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un codo. Bebió un sorbo de vino—. Hubo muchas quejas por parte de los demás
cuando volvimos del consejo —confesó con franqueza—. Yo también me quejé. Pero
permite que ese hombre nos demuestre lo que vale, como lo ha hecho contigo, y
aceptaremos con gusto su autoridad en el campo de batalla.
—No considero que sean necesarios planes de batalla sofisticados hasta que
lleguemos al Delta —dijo Kamose—. Se trata de navegar de ciudad en ciudad,
venciendo toda resistencia, eliminando a los setius y asegurándonos de que los
alcaldes y gobernadores que vayamos dejando atrás nos sean completamente leales.
Creo que el primer problema lo encontraremos en Dashlut.
Ankhmahor asintió.
—De eso no me cabe duda, pero será en Khemennu donde se pondrá a prueba la
maestría de los medjay como arqueros y la obediencia de los soldados. A pesar de su
parentesco con tu madre, Teti no te aprecia, Majestad, y a sólo sesenta estadios de la
ciudad hay una fortaleza setiu.
—Un buen lugar para ponernos a prueba —contestó Kamose asintiendo—. Dime,
príncipe, ¿a cuántos hombres has reclutado? Parecen muchos.
—Lo son. —Ankhmahor se irguió. Había un lógico orgullo en sus movimientos y
en sus palabras—. Tengo mil ochocientos de mi territorio y otros ochocientos
reclutados en Quena. Doscientos de ellos son voluntarios. Eso reconforta mi corazón.
También he requisado treinta embarcaciones de diferentes tipos, desde esquifes de
pescadores hasta una embarcación utilizada para el transporte de granito desde
Swenet. Iba camino de Het-Uart, cargado con un trozo de piedra, creo que para ser
usada en una nueva estatua de Apepa en honor a su próximo jubileo, cuando la carga
se movió y la embarcación resultó dañada. Fueron a buscar otra a Nekheb y dejaron
aquí la estropeada. La hice reparar.
—Gracias-dijo Kamose tranquilo. —Tengo la intención de elegir a los soldados
profesionales de cada territorio y agruparlos como tropas de choque. Me gustaría que
tú las mandaras.
Ankhmahor, que en aquel momento se llevaba a la boca la taza de vino, la bajó.
—Vuestra Majestad es generoso —dijo en voz baja—. Me abruma tu confianza.
Pero ¿qué me dices del príncipe Ahmose? ¿No debería mandarlos él?
Kamose suspiró. Se cogió las rodillas y miró las estrellas que brillaban en el cielo
oscuro, y por fin cerró los ojos. Ahmose no debe estar con los hombres que
soportarán los peores ataques, tuvo ganas de decir. En muchos sentidos, Ahmose es
todavía un muchacho, poco complicado e inocente, con relámpagos de sorprendente
madurez, es cierto, pero todavía no está preparado para ser domado por la dureza y la
brutalidad de la guerra. Ha matado, pero para él matar fue, de alguna manera, parte
del sueño en que vive. Todavía no le ha llegado el momento de despertar.
—Si yo muero, mi hermano será el último varón superviviente de la casa de Tao
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—dijo en su lugar—. Si-Amón dejó un hijo que todavía no es más que una criatura y
a Egipto le hará falta un hombre para seguir la lucha. No estoy dispuesto a cuidar a
Ahmose para convertirlo en un cobarde, pero tampoco quiero exponerlo
innecesariamente al peligro. —Miró sus dedos sin verlos, ahora convertidos en puños
—. Mi abuelo Osiris Senakhtenra Glorificado dejó un hijo y tres nietos. Ahora sólo
quedamos dos.
—Tu razonamiento es comprensible —comentó Ankhmahor—. El riesgo que
corres es terrible, Majestad. Si caes derrotado, nosotros, los nobles, sólo perderemos
nuestras tierras y nuestras vidas, pero la Casa de Tao perderá la divinidad.
Kamose le dirigió una mirada penetrante, pero sólo pudo percibir comprensión
bajo las sombras que jugaban sobre el rostro de Ankhmahor.
—Entonces nos negaremos a considerar semejante cosa. —Kamose separó los
dedos, se relajó y sonrió—. Dime las armas con que cuentas, Ankhmahor; luego debo
dormir antes de partir mañana temprano.
Siguieron hablando durante largo rato, mientras la antorcha se iba quemando y la
jarra de vino se vaciaba. Kamose decidió dejar a los hombres de Aabtu donde estaban
para que se unieran al resto del ejército cuando éste pasara por allí. Las armas que
tenía Ankhmahor, aunque más numerosas que las de Intef, seguían siendo
decepcionantes. Sólo las guarniciones setiu del norte les proporcionarían las armas
que Kamose necesitaba, y hasta el momento únicamente podía confiar en que los
arqueros medjay se las arrebataran.
Agradeció la hospitalidad del príncipe y volvió a su esquife en la noche tranquila.
Cayó en un sueño tan profundo que no oyó a Ahmose cuando embarcó con la primera
luz de la mañana y no despertó hasta que sintió que la embarcación se estremecía
cuando abandonaba el embarcadero y los remeros lucharon para hacerla navegar
contra la corriente.
—Sabía que Ankhmahor no daría problemas —comentó Ahmose cuando, ante un
plato de pescado asado, ensalada y pan fresco, Kamose le contó la conversación que
mantuvieron junto al estanque—. Es valiente y además, como cabeza de una de las
más antiguas familias, puede estar seguro de obtener un cargo importante cuando
instales tu corte en Weset. Este pescado está muy bueno, ¿no te parece? —Hizo un
gesto con el cuchillo en cuya punta humeaba un trozo de pescado—. Disfruté
pescándolo; le di los demás al hijo menor de Ankhmahor para que los comiera su
familia. Ese muchacho es inteligente. Quiso saberlo todo acerca de Tani y de lo que
harás con ella cuando hayas liberado Het-Uart. —Sonrió con alegría mientras
Kamose fruncía el entrecejo—. No te preocupes —continuó diciendo Ahmose con la
boca llena—, le expliqué lo de Ramose y le dije que la mejor manera de hacer
realidad nuestras ambiciones en estos tiempos imprevisibles, es en el campo de
batalla. ¿Ankhmahor puede proporcionarnos algo más que algunas espadas sin filo y
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unos rastrillos, Kamose?
Te quiero, pero no sé qué pensar de ti, pensó Kamose mientras su hermano seguía
charlando con entusiasmo. ¿Es una actitud estudiada para ocultar un edificio
complicado que se erige con rapidez en tu interior, o eres un iluso? Bueno, yo te
confiaría mi vida como no se la confiaría a ningún otro. Eres un favorito de los dioses
y con eso debo conformarme.
Se reunieron con el ejército en la tarde del tercer día y en cuanto desembarcaron
recibieron el informe de Hor-Aha. Las divisiones estaban tomando forma, pero
todavía estaban lejos de ser las unidades de lucha que él e Intef imaginaban. La
respuesta de los campesinos a las órdenes era lenta pero cada vez más satisfactoria.
Comenzaban a sentir orgullo y las quejas disminuían. Durante tres días habían
luchado contra enemigos imaginarios.
—Pero nadie les ha dicho todavía que además de setius habrá egipcios entre esos
enemigos —señaló Hor-Aha mientras se sentaba ante Kamose a la sombra de una de
las embarcaciones de juncos—. Cuando se les diga, deberán estar entrenados para
acatar órdenes sin pensar. Es una difícil lección la que deben aprender.
Kamose no hizo ningún comentario.
—Hay mensajes de los príncipes de Badari y de Djawati —dijo Intef—. Han
terminado el reclutamiento y desean saber cuándo llegarás. Mesehti informa que más
allá de Djawati todo está tranquilo. Hasta ahora Qes y Dashlut ignoran nuestra
presencia.
—Envía a un explorador y un esquife a Badari y a Djawati —ordenó Kamose a
Hor-Aha—. Que les digan que zarpamos esta mañana, porque eso es lo que haremos.
Aabtu está organizado y listo.
—Mañana es el primer día de Pakhons —comentó Ahmose, y al oírlo todos se
quedaron en silencio. Acababa de empezar Shemu, la época más calurosa del año,
cuando los sembrados maduran y, después de la cosecha, Egipto espera sin aliento
que se produzca la inundación. De repente, Kamose se levantó.
—Traed a Ipi —ordenó—. Quiero dictar un papiro para todos los de Weset. —
Sentía una sobrecogedora necesidad de hablar con sus mujeres, de ser reforzado por
su abuela y tranquilizado por su madre, de tocar sus raíces—. Estaré en el camarote.
Avisa a los oficiales de que zarparemos dentro de un rato, general —añadió por
encima del hombro mientras subía la rampa.
Una vez en la intimidad del camarote, lanzó un largo suspiro de frustración, se
desató las sandalias y se las quitó, dejándolas a su lado. La ciudad de Qes estaba
alejada del río, amontonada cerca de los acantilados. ¿No podrían pasar frente a ella
durante la noche, sin que nadie advirtiera su presencia, para no tener que gastar
energías antes de encontrarse con la indudable hostilidad de Dashlut? Ipi llamó
suavemente a la puerta del camarote y Kamose le indicó que entrara, Ipi así lo hizo,
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saludó a su señor y preparó la escribanía y los pinceles para escribir el dictado. Al ver
el rostro tranquilo del escriba y observar sus movimientos rutinarios, Kamose sintió
que se relajaba.
Escribo también a mi casa, pensó. A los racimos que cuelgan del emparrado y
están cargados de uvas polvorientas, al estanque con sus hojas de sicomoro, a las
cálidas curvas de las columnas de la entrada sobre las que me gustaba pasar la mano
antes de internarme en la frescura del salón de recepciones; todos vosotros os unís a
mi voz y a mi recuerdo, porque os amo y sin duda la mejor parte de mí sigue allí,
donde mi aliento se confunde con el viento cálido que mueve la hierba por la mañana,
y con mi sombra unida a la vuestra cuando Ra desciende por detrás de los acantilados
del oeste. Abrió la boca y comenzó a dictar.
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Capítulo 2
Tres horas después de la puesta de sol del octavo día, la flota pasaba en silencio
frente al sendero que salía del río hacia el oeste, rumbo a la invisible ciudad de Qes,
con sus filas ahora incrementadas por todos los soldados profesionales que pudieron
proporcionar los príncipes. Detrás de Kamose navegaba Ankhmahor con doscientos
soldados de choque en una embarcación que en un tiempo se utilizaba para conducir
granito, y detrás de ellos iban los medjay en sus embarcaciones de juncos. Después
los seguía el resto de la flota. El príncipe Makhu de Akhmin había reunido
cuatrocientos reclutas y el príncipe Lasen de Badari otros ochocientos. Mesehti de
Djawati condujo hasta el río la sorprendente cantidad de tres mil hombres, de manera
que, en aquel momento, el ejército contaba con casi cuatro divisiones, cuya mayor
parte marchaba a tres días de distancia de los barcos, formando una hilera que se
movía lentamente y de la cual los oficiales no alcanzaban a ver la retaguardia.
A fin de mantener el secreto durante el mayor tiempo posible, Kamose decidió no
esperarlos hasta que los medjay hubieran asegurado Dashlut. En muchos sentidos, los
hombres de infantería eran un estorbo, mal armados o simplemente desarmados, poco
disciplinados y difíciles de manejar, pero sabía que se harían valer en el Delta
densamente poblado, donde ya no bastarían las flechas lanzadas desde el río.
Entonces, si los dioses lo permitían, las ciudades más ricas habrían entregado sus
espadas y sus arcos y él podría abandonar el barco y marchar a la cabeza de hombres
armados y listos para la batalla.
Cuando se reunió con los príncipes de Akhmin, Badari y Djawati, sus reacciones
fueron muy parecidas a la de Intef y, en menor medida, a la de Ankhmahor. Lo
recibieron con reverencia y demostraron sus deseos de cumplir con la promesa de
ayuda y lealtad, pero era evidente que no tenían deseos de compartir su
responsabilidad o, lo que era aún peor, de aceptar las órdenes de un negro de Wawat.
Todos aceptaron aplazar su juicio. Todos insinuaron, de una manera amable e
indirecta, que estaban arriesgando mucho al apoyar la reclamación del Trono de
Horus por parte de Kamose, mientras que el extranjero sólo arriesgaba un rápido
viaje por el desierto para regresar al lugar al que pertenecía en caso de que fracasaran.
En vano, y con una impaciencia creciente que amenazaba convertirse en ira,
Kamose hablaba de la fidelidad de Hor-Aha hacia Seqenenra, de su regreso a Weset
en cuanto Apepa se marchó cuando habría sido más sabio permanecer a salvo en
Wawat, de su actitud al haber sellado su compromiso con la casa de Tao aceptando la
ciudadanía egipcia y un título.
—Permanecerá con nosotros hasta que haya reunido un botín suficiente, y luego
desaparecerá-afirmó Lasen con franqueza antes de continuar la distendida
conversación que él y Kamose mantenían. —Los extranjeros son todos iguales y los
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bárbaros de Wawat son los peores de todos.
Ante aquellas palabras, Ahmose apretó el brazo de su hermano para impedir un
exabrupto de Kamose y éste apretó los dientes y contestó con palabras pacificadoras.
Comprendía la actitud de los príncipes. Egipto era una nación ocupada. El poder
estaba en manos de extranjeros. Fuesen setiu o de Wawat, todos eran sospechosos
ante los ojos de aquellos hombres.
Pero Hor-Aha no parecía muy afectado por los desaires que le hacían.
—Les demostraré que están equivocados —decía—. Dales tiempo, Majestad. Los
insultos no pueden herir a un hombre que tiene confianza en sí mismo y en su
capacidad.
A Kamose le parecía que esa actitud imperturbable ante los insultos era poco
natural, pero ahogaba las dudas que en él surgían recordando que Hor-Aha había sido
educado en una cultura completamente diferente, en la que tal vez no se considerara
sabio irritarse por cualquier provocación, Lasen tenía toda la razón del mundo cuando
se refería al temperamento bárbaro de aquellos hombres. Los habitantes de Wawat
eran primitivos en sus creencias y en su comportamiento, en sus venganzas tribales y
en las luchas que mantenían sus jefes por causas mezquinas; sin embargo, Hor-Aha
era diferente. Tenía más perspectiva que sus compatriotas. Había nacido con las
cualidades de un líder. Sus medjay le obedecían a su manera pagana sin chistar, y la
frialdad que demostraban cuando entraban en combate, su sorprendente habilidad con
el arco, la facilidad con que prescindían de comida y de bebida durante largos
periodos de tiempo, hablaba de un modo de vida desconocido para los campesinos
que sudaban y tropezaban rumbo al norte, bajo los latigazos verbales de sus oficiales,
soñando únicamente con sus pacíficos hogares.
Bueno, a Set con ellos, pensó Kamose con amargura mientras permanecía junto a
Ahmose en la proa de su embarcación, rodeado por la oscuridad de la noche y del
agua. El sonido amortiguado de los remos era casi imperceptible y los ocasionales
susurros del capitán al timonel le parecían, de alguna manera, siniestros. Miró hacia
la popa, negra contra el cielo apenas iluminado, pero no alcanzó a divisar la
embarcación de Ankhmahor ni la de Hor-Aha que les seguían. Hor-Aha es mi mano
derecha y tendrán que aceptarlo como tal. ¿Qué dirían si supieran que en cuanto se
me presente la oportunidad estoy decidido a que mis arqueros egipcios sean
entrenados por los medjay, para luego ponerlos a las órdenes de oficiales medjay
como unidades de acoso a los flancos enemigos?
A su izquierda discurría la orilla, y el sendero por el que los habitantes de Qes
llevaban bueyes y burros a beber sólo se veía como una estrecha cinta gris. Ahmose
también se volvió a mirarlo y Kamose supo que, lo mismo que los suyos, los
pensamientos de su hermano se remontaban al pasado. En el extremo más lejano de
esa cinta la sangre del padre de ambos se derramó en la arena y cambió para siempre
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sus vidas. Pero casi inmediatamente, el sendero desapareció y fue reemplazado por
una línea irregular de altas palmeras. Ahmose lanzó un suave suspiro.
—Dentro de un rato todas las embarcaciones habrán pasado por Qes —dijo en
voz baja—. No hemos visto nada ni a nadie, Kamose. Creo que podemos arriesgarnos
a dormir un rato antes de llegar a Dashlut. ¿Cuánto falta?
—Alrededor de sesenta estadios —contestó Kamose—. Los recorreremos con
rapidez. Además, quiero enviar exploradores. Debo saber si hay soldados en la ciudad
y cómo están dispuestas las casas. Debería ordenar que una de las embarcaciones
navegue más allá de Dashlut para interceptar a cualquiera que trate de huir y alertar a
Teti en Khemennu, pero como Khemennu sólo queda a sesenta estadios más al norte,
no tiene importancia. Estaremos sobre Teti antes de que pueda levantarse del lecho y
mucho antes de que logre despertar a sus setiu. —No hizo ningún intento de
disimular su tono de desprecio—. Sí, descansaremos, Ahmose. Y pasado Dashlut,
creo que volveremos a descansar.
Debió de traicionar los secretos pensamientos que había detrás de sus palabras,
porque Ahmose se volvió a mirarlo.
—Kamose, ¿qué piensas hacer en Dashlut? —preguntó con urgencia. Kamose se
llevó un dedo a los labios.
—Despertaré al alcalde y le daré la oportunidad de rendirse. Si se niega, destruiré
la ciudad.
—Pero ¿por qué?
—Por dos motivos. En primer lugar, porque es el dominio de Apepa que está más
al sur. En realidad, Qes no cuenta. Apepa gobierna todo Egipto, pero sus dedos sólo
llegan hasta Dashlut. Como es un necio, no se ha preocupado de destacar ninguna
guarnición más al sur, aunque Esna y Pi-Hator son efectivamente suyos y,
naturalmente, tiene un tratado con Teti, el hermoso, del norte de Kush. Por lo tanto
supuso que el resto de Egipto estaba seguro y, con la arrogancia de todos los que
viven en el Delta, nos consideró zafios, provincianos y débiles. Si arraso Dashlut
estoy enviando un mensaje a todo el país diciendo que estoy decidido a conquistar, no
a hablar. En segundo lugar, debo sembrar el terror a mis espaldas. Una vez que mis
fuerzas hayan pasado no debe quedar ninguna duda respecto a mis intenciones,
ninguna esperanza de recibir ayuda y ninguna intención de los administradores de
pedirla. Los setiu nos vencieron sin que se arrojara una sola flecha contra ellos.
Ahmose —terminó recalcando las palabras—, nunca volveremos a permitir tamaña
pasividad.
—No cabe duda de que en Dashlut hay setius —dijo Ahmose con ansiedad—.
Campesinos y artesanos. Pero también hay muchos egipcios. ¿Te parece sabio…?
—¿Sabio? —interrumpió Kamose con rudeza—. ¿Sabio? ¿No comprendes que si
nos detenemos en todos los pueblos para examinar al populacho y comprobar quién
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es setiu y quién no, quién se aliará con nosotros y quién lo hará sólo de palabra y
luego nos apuñalará por la espalda, nunca llegaremos al Delta? ¿Cómo distinguirás al
amigo del enemigo, Ahmose? ¿El hombre que sonríe será amigo y el que ponga mala
cara, enemigo?
—Eso no es justo —protestó Ahmose en voz baja—. No soy tan ingenuo como
crees. Pero me asquea la idea de un derramamiento de sangre tan indiscriminado.
¿Por qué no dejar tropas leales en cada pueblo a medida que avanzamos?
—Porque esa estrategia desangraría al ejército cuando cada hombre será
necesario en Het-Uart. ¿Cuántos soldados profesionales tiene Apepa en su ciudad?
¿Cien mil? ¿Más? Sin duda, no deben de ser menos. Además, cuando hayamos
logrado la victoria, los hombres querrán recoger sus ganancias y regresar a sus
hogares. No desearán quedarse en ciudades del norte y no los culpo. Entonces, si yo
fuera Apepa, si huyera y sobreviviera, conspiraría y volvería a atacar. Eso no debe
suceder.
—¡Dioses! ¿Cuánto hace que gestas esta actitud tan despiadada?
—¿Qué alternativa me queda? —susurró Kamose—. Odio tener que hacerlo,
Ahmose. ¡Lo odio! Debo mutilar Egipto si quiero salvarlo y todos los días rezo para
que al herirlo, no me condene. ¡Dashlut debe desaparecer! Ahmose retrocedió.
—Estás deseando que el alcalde se niegue a aceptar tu ofrecimiento de rendición,
¿verdad? ¡Kamose, lo sé, lo comprendo! No supe entenderlo antes. Pero me parece
horrible.
Kamose no pudo contestar. De repente tenía frío y le temblaba la mano que
levantó para asir su pectoral. Amón, ten piedad de mí, susurró. Es realmente horrible.
Amarraron las embarcaciones a la orilla oeste pero no pusieron las rampas.
Kamose mandó exploradores en los esquifes y se retiró al camarote, pero no pudo
dormir. Tampoco pudo dormir Ahmose. Permanecieron tendidos juntos en la
penumbra, y ambos supieron por la manera de respirar del otro que el sueño los
eludía. No había nada que decir. Kamose pensó en la mujer de sus sueños y escapó
brevemente en la fantasía que extrañaba y deseaba tanto. Sabía que su hermano
pensaba en Aahmes-Nefertari, quien con seguridad dormiría plácidamente en el lecho
que habían compartido con tanto júbilo en la casa cuya tranquilidad abandonaron con
el fin de salvarla.
Sin embargo, Kamose debió quedarse adormilado, porque despertó al oír unos
pasos que cruzaban la cubierta. Sacudió con suavidad a Ahmose por los hombros y,
cuando dio permiso para entrar, apareció la cabeza de Akhtoy junto a la cortina,
iluminada por la lámpara que tenía en la mano.
—Los exploradores han vuelto, Majestad. He ordenado que te traigan comida.
—Bien —contestó Kamose levantándose. Había dormido pero no descansado. Se
sentía pesado y lento—. Que también rompan ellos su ayuno, y mientras comen me
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afeitaré y me bañaré. Dile a Hor-Aha que reúna a los príncipes.
—¿Es muy tarde, Akhtoy? —preguntó Ahmose, que también se había levantado y
se desperezaba.
—Ra saldrá dentro de unas cinco horas, Alteza —contestó el mayordomo, y
después de poner la lámpara en el suelo, se retiró.
—Los exploradores han hecho su trabajo con rapidez —comentó Ahmose—.
¡Dioses, qué cansado estoy! Soñé que se me habían podrido todos los dientes y que se
me caían uno a uno.
—Eso no es más que una falsa impresión de debilidad —contestó Kamose—.
Después de Dashlut no te volverá a suceder.
Mantuvieron una apresurada reunión con el general y con los príncipes en la orilla
del río. La noche les envolvía cuando los exploradores les dieron su informe,
mostrándoles el plano de la ciudad y los detalles de la pequeña guarnición frente al
Nilo.
—No puede haber más de treinta soldados setiu en ella —le aseguraron a Kamose
—, y no vimos ningún guardia. Dashlut ofrecerá poca resistencia.
—Muy bien. —Kamose se volvió hacia Ankhmahor—. Todavía no me harán falta
tropas de choque —dijo—. Por lo tanto, te pido que te quedes atrás y que sigas a mi
embarcación por el este. Hor-Aha, ponte en mi flanco oeste con las embarcaciones de
los medjay a tu alrededor y que los Seguidores suban mi nave en el acto. ¡Vamos!
Se situó en la proa junto a Ahmose, rodeados por los guardias reales, mientras Ra
avanzaba invisible hacia su nacimiento y los estadios se sucedían llevándose consigo
los últimos rastros de su fatiga. A su izquierda, los remos de la embarcación de Hor-
Aha se hundían rítmicamente en la negra superficie del agua. A su derecha sólo se oía
el golpe de la corriente contra la embarcación de Ankhmahor y a sus espaldas
percibía la reconfortante presencia de los medjay, con los arcos preparados y los
negros ojos estudiando la oscuridad. En silencio comenzó sus oraciones de la mañana
y cuando Dashlut estuvo a la vista, en mitad de la suavidad de un amanecer perlado,
Kamose estaba listo.
Bajaron la rampa y las de las embarcaciones que lo flanqueaban y antes de que la
ciudad fuera consciente de su presencia, los medjay tensaban los arcos apuntando
hacia la dormida guarnición. No tuvieron que esperar mucho. Aparecieron dos
mujeres jóvenes, con ánforas vacías sobre las cabezas, hablando mientras se
encaminaban hacia el río. Se detuvieron estupefactas cuando la sombra matinal de las
tres grandes embarcaciones llenas de hombres armados cayó sobre ellas, y el ruido de
una de las ánforas al romperse contra el suelo resonó con claridad en el aire límpido.
Una de ellas gritó. Ambas se volvieron y corrieron lanzando alaridos por un sendero
angosto que separaba las casas de adobe mientras, impasible, Kamose las miraba
alejarse.
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—Nadie debe desembarcar y no se disparará ninguna flecha hasta que yo lo
ordene —le indicó a Hor-Aha—. Pero que todo el mundo esté preparado.
Los gritos de pánico de las muchachas agitaron la ciudad. Comenzaron a aparecer
rostros nerviosos, adormilados, intrigados y desconfiados, y una multitud
murmuradora empezó a reunirse a prudente distancia de los hombres que
permanecían silenciosos en cubierta. Algunos niños se les acercaban y los miraban
asombrados hasta que sus madres los obligaban a retroceder. Kamose esperaba.
Por fin, la multitud se abrió y Kamose sintió que su hermano se ponía tenso. Se
les aproximaba el alcalde de Dashlut y su paso confiado era contradicho por la
expresión de alarma de su rostro. Iba acompañado por dos oficiales claramente
recelosos. Se detuvieron cerca de la embarcación de Kamose y durante un instante
permanecieron sin hacer nada. Kamose continuó esperando. El alcalde respiró hondo.
—Soy Setnub, alcalde de Dashlut —exclamó—. ¿Quién eres tú y qué tropa es
ésta de hombres armados? ¿Viene del Delta?
—Te estás dirigiendo al rey Kamose I, bien amado de Amón —replicó el heraldo
de Kamose—. Posternaos.
Una sonrisa de burla iluminó los rostros de los presentes y el del alcalde.
—Creo tener el honor de estar hablando con el príncipe de Weset —dijo
inclinándose—. Perdóname, ¿pero no está el rey sentado en su trono de Het-Uart?
¿Qué pasa aquí?
Kamose se adelantó y miró hacia abajo.
—No estará por mucho tiempo en ese trono —dijo con tranquilidad—. Reclamo
mis derechos de nacimiento, Setnub, alcalde de Dashlut, y en nombre de Amón exijo
la rendición de esta ciudad.
Uno de los hombres que acompañaban a Setnub comenzó a reír y a sus espaldas
estalló un coro de risas. La gente del pueblo se divertía.
—Alteza, estás en el territorio de Mahtech —respondió enseguida el alcalde—. El
gobernador de este territorio es Teti de Khemennu y su amo es Su Majestad Awoserra
Apepa, que viva para siempre. Lo que pides no tiene sentido.
—Ha caído bajo la especial protección de los dioses —murmuró el otro oficial y
Kamose lo oyó.
—No, no estoy loco —retrucó—. Tengo aquí quinientos arqueros y cuatro
divisiones de soldados de infantería que marchan hacia Dashlut para dar peso a la
claridad de mi juicio. Setnub, te lo pregunto una vez más, ¿rendirás Dashlut o
aceptarás las consecuencias?
El alcalde enrojeció furioso.
—Tú eres un príncipe, Alteza, y yo no soy más que un administrador. No puedo
asumir tal responsabilidad. Por lo tanto, debes volver a Weset o seguir navegando y
elevar tu petición a nuestro gobernador.
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La condescendencia de su tono de voz causó indignación entre los Seguidores,
pero Kamose no se inmutó.
—Vivimos una época inquietante, Setnub —contestó con tranquilidad—. Un
hombre puede verse obligado a tomar muchas decisiones que sobrepasen su autoridad
o capacidad. Éste es uno de esos momentos. Ríndete o serás destruido.
El alcalde miró hacia la guarnición, de la que había salido un grupo de hombres
que empuñaban distintas armas y miraban a su alrededor con una confusión que se
convertía con rapidez en alerta.
—¿Rendirme? —gritó el alcalde—. ¡Realmente has perdido la cordura! Si lo
hiciera sería el hazmerreír de todos los administradores egipcios. ¡Perdería mi cargo y
tal vez hasta mi libertad!
—¿Qué prefieres, perder tu libertad o tu vida? —preguntó Kamose en voz baja—.
El alcalde palideció.
—¡Ridículo! —balbuceó—. ¡Recuerda Qes, príncipe Kamose, y vuelve a tu casa!
No lo comprende, pensó Kamose. Ve a mis soldados, pero no los ve. Ellos no
forman parte de la realidad de Dashlut en una mañana soleada y cálida, y por lo tanto
no existen. Con deliberación alargó una mano y el capitán de los Seguidores puso una
flecha en su palma.
—Kamose… —susurró Ahmose, pero Kamose no le hizo caso. Con calma puso
la flecha en su arco, levantó el arma, adoptó la postura correcta y apuntó con su mano
enguantada al centro del pecho del agitado alcalde—. En nombre de Amón y por la
gloria de Ma’at —susurró mientras disparaba la flecha. La vio clavarse
profundamente en el pecho del alcalde y notó que sus ojos se abrían con incredulidad
antes de que se desplomara en el suelo.
—¡Ahora, Hor-Aha! —gritó Kamose—. Pero no a las mujeres ni a los niños.
Le contestó un rugido triunfal que surgió de las gargantas de los medjay. A un
gesto del general, el aire se llenó de flechas y los habitantes del pueblo volvieron a la
vida. Acababan de ver caer a su alcalde en silencio por la sorpresa que duró hasta que
resonó la voz de Kamose. En aquel momento se separaron y, gritando aterrorizados y
cogiendo a sus hijos en brazos, se apresuraron a escapar. Kamose notó con
satisfacción que el primer ataque de los medjay fue dirigido contra la guarnición,
cuyos soldados, con valentía, trataban de cubrirse y de devolver los disparos. Pero su
sorpresa era tan grande que sus flechas se hundían sin causar ningún daño en los
bordes de juncos de las embarcaciones o iban a caer al Nilo. Y pronto, también los
soldados se volvieron y huyeron. Kamose asintió en dirección a Hor-Aha, quien
levantó un brazo y gritó una orden. Los hombres comenzaron a bajar de las
embarcaciones, algunos dejando los arcos y blandiendo hachas, dispersándose para
rodear la ciudad. Después de ese primer grito permanecían en silencio, una oleada de
muerte negra que se movía con rapidez y con una eficacia aterrorizadora a través de
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Dashlut, mientras sus habitantes gritaban y aullaban.
Kamose observaba. Durante un rato, la extensión polvorienta que había entre el
río y las casas estuvo desierta, con excepción de los cuerpos del alcalde y de sus
acompañantes, mientras la matanza continuaba en las angostas callejuelas, fuera de la
vista de los embarcados, detrás de los muros de adobe, más allá de la ciudad, donde
se extendían los campos. Pero antes de que transcurriera mucho tiempo, las casas, las
palmeras y las mismas embarcaciones parecieron formar un extraño teatro. El espacio
comenzó a llenarse de niños que corrían de un lado para otro en una enloquecida
parodia de juego antes de encogerse de miedo contra las paredes o de arrodillarse
sollozando, con los rostros ocultos en el suelo de tierra, como si al hacerse sordos al
clamor histérico que los rodeaba, pudieran hacerlo desaparecer. Las mujeres surgían
de las sombras polvorientas, algunas caminando como en una nube, otras corriendo
inútilmente de un grupo de niños a otro, y algunas aullando mientras tropezaban
cargadas de objetos que habían sacado instintivamente de sus casas y que apretaban
contra sus cuerpos, como si el contacto familiar de ollas y telas pudiera defenderlas.
Una de las mujeres se acercó a trompicones al pie de la rampa de la embarcación
de Kamose y permaneció mirándolo, las mejillas bañadas en lágrimas, los brazos
desnudos brillando con sangre que sin duda no era suya. Cogió el cuello del tosco
tejido de su ropa y luchó por desgarrarlo, respirando jadeante.
—¿Por qué? —gritó—. ¿Por qué? ¿Por qué?
Ahmose lanzó un gemido.
—No puedo ver esto —murmuró—. Iré a sentarme al camarote hasta que haya
terminado.
Se volvió. Los Seguidores que rodeaban a Kamose permanecían en silencio y
finalmente también la mujer se calló. Agitó un puño sucio y tembloroso, se acercó al
primer árbol que encontró y se dejó caer, encogida y llorando. Kamose le hizo una
seña al capitán de sus guardia personal.
—Dile al general Hor-Aha que reúna aquí los cadáveres y los haga quemar —
ordenó—. Quiero que se eleve una gran nube de humo. Quiero que el olor llegue a las
narices de Apepa, igual que el sonido de los hipopótamos de mi padre ofendía sus
oídos.
No volvió a hablar porque no confiaba en poder hacerlo. El hombre saludó, se
encaminó a la pasarela y Kamose entró en el camarote. Ahmose estaba sentado en un
banco de campaña, con los brazos cruzados y los hombros caídos.
—Casi todos los integrantes de la guarnición debían de ser setiu —dijo—.
Aunque supongo que ya no se siguen considerando extranjeros. En cambio, los
habitantes…
Kamose retrocedió.
—¡Ahora no, Ahmose! ¡Por favor! —Dio la espalda a su hermano y se dejó caer
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en el suelo, presa de un repentino ataque de angustia, y sintió que llegaban las
lágrimas.
Durante toda la tarde arrastraron a los muertos hasta la orilla del rio y cuando ya
no encontraron más, Kamose ordenó a Akhtoy y a sus sirvientes que condujeran a las
mujeres y los niños a sus casas. Después mandó que se encendiera el fuego y que las
embarcaciones se prepararan para zarpar. A la puesta de sol recibió noticias de sus
divisiones, que todavía marchaban hacia el norte, y decidió esperarlos a treinta
estadios de distancia, a mitad de camino entre las ruinas de Dashlut y el desafío de
Khemennu. Una vez terminada la desagradable tarea que Kamose le encomendó,
Akhtoy volvió a embarcar para encargarse de la cena de su amo, pero ni Kamose ni
Ahmose quisieron comer. Permanecieron sentados en cubierta con un jarro de vino
entre ellos, mientras Dashlut se iba perdiendo de vista y el humo negro y grasiento de
los cuerpos quemados se elevaba en una gruesa columna y manchaba el cielo que se
oscurecía pacíficamente.
Echaron amarras un rato después, y Kamose cayó en un sudoroso sueño del que
despertó sobresaltado cuando oyó el cambio de guardia. La noche era silenciosa. No
había viento y el río reflejaba la claridad de las estrellas cuando Kamose abandonó el
camarote. Al momento, su sirviente personal se levanto de la estera, pero Kamose le
indicó con un gesto que volviera a acostarse y se encaminó a la rampa que bajó con
rapidez. Contestó al saludo del guardia y tomó el angosto sendero que corría junto al
agua y que doblaba a la izquierda, alejándose instintivamente del leve pero todavía
identificable olor a carne quemada, y cuando las embarcaciones con su carga de
hombres dormidos se perdieron de vista, se metió en el río.
El agua estaba fría, lo que le obligó a jadear, pero se zambulló, sumergiéndose, y
se dejó llevar con lentitud por la corriente. Cuando los pulmones comenzaron a
suplicarle que les diera aire, alargó una mano y cogió un puñado de arena. Se frotó
con vigor, casi salvajemente, no para limpiarse físicamente sino en un esfuerzo por
borrar la agonía de Dashlut de su ka. Cuando tuvo la piel en carne viva, subió a la
orilla y, amparado por unos arbustos, comenzó a rezar. Dashlut no es más que la
primera, se dijo a sí mismo, a su dios, y mi ka ya grita su peligro y su dolor. Endurece
mi corazón, gran Amón, contra las cosas que tendré que hacer para que Egipto sea
purificado. No permitas que olvide jamás los sacrificios de mi padre y no dejes que
sean vanos. Perdóname el sacrificio de inocentes, pero no me atrevo a separarlos de
los culpables por miedo a la noche, que caería sobre mi país si llegara a fracasar.
No supo cuanto tiempo permaneció allí, pero el amanecer empezaba a definirse a
su alrededor y se levantó una brisa que lo alcanzó mientras volvía a la embarcación.
Los medjay estaban despertando y hablaban en voz baja. En la orilla se levantaban las
primeras llamas de las hogueras encendidas para cocinar. Akhtoy salió a su encuentro
cuando pisó la cubierta.
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—Ha llegado un papiro de Weset para ti, Majestad —dijo el mayordomo—.
¿Comerás antes de leerlo? —Kamose asintió—. Además, un explorador espera para
verte.
—Hazlo pasar.
Ahmose lo saludó con sobriedad cuando entró en el camarote y él le respondió
con bondad mientras esperaba que su sirviente personal le llevara agua caliente y
ropa limpia. Recibió al explorador y se enteró de las noticias mientras lo vestían.
Durante la noche se habían visto supervivientes de Dashlut que se encaminaban hacia
el norte por el límite de los campos y en un día más el ejército se les uniría. Kamose
se lo agradeció y, cuando el explorador se retiró, se dirigió a Ahmose.
—Hoy, antes del mediodía, Teti se esterará de lo sucedido en Dashlut —dijo—.
Eso es positivo. Espero que tiemble en sus sandalias cubiertas de alhajas.
—Pero se lo notificará enseguida a Apepa —comentó Ahmose—. Esa es una
buena y una mala noticia. El miedo se extenderá por los pueblos junto al río, pero
Apepa será advertido.
Kamose contempló el rostro triste de su hermano.
—¿Cómo te ha ido, Ahmose? —preguntó con suavidad—. ¿Has podido dormir?
Ahmose esbozó una sonrisa sombría.
—Tengo náuseas y estoy avergonzado —contestó—. Pero sé que lo que me dijiste
es cierto. No podemos distinguir al amigo del enemigo. Estoy resignado, Kamose.
Sin embargo, cuando llegue el momento, la expiación no nos resultará fácil.
—Lo sé. —Se miraron en un momento de mutua comprensión.
El sirviente personal de Kamose levantó el pectoral real y permaneció esperando.
Kamose lo cogió de sus manos, pero en lugar de ponérselo alrededor del cuello lo
dejó sobre la mesa.
—Hoy, no —dijo—. Puedes retirarte.
El hombre hizo una reverencia y salió, y Ahmose cogió el papiro.
—Es de nuestra abuela —comentó—. El sello es el suyo. Yo he recibido uno de
Aahmes-Nefertari y ya lo he leído. ¡Parecen estar tan lejos…! Bueno —suspiró—.
Esta mañana comeré en cubierta. Reúnete conmigo cuando quieras.
Kamose rompió el sello y desenrolló el papiro. El escriba de Tetisheri tenía una
mano única. Los jeroglíficos eran pequeños y las palabras estaban muy juntas pero
eran sorprendentemente fáciles de leer. Kamose se sentó en el borde del catre y le
llegó la voz de su abuela, cariñosa pero áspera:
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depositada junto a su corazón. Después de mucha meditación por mi parte y
de muchas oraciones a Amón por parte de su Sumo Sacerdote, hemos llegado
a la conclusión de que el peso de la letra, que representa no sólo al Gran
Dios sino también al usurpador, fue demasiado para que el toro pudiera
soportarlo. Amón luchó con Apepa y el corazón del toro falló. Aquí estamos
todos bien. Los sembrados crecen como deben. Mi vigilancia del río no ha
dado frutos, de manera que debo suponer que Pi-Hator ha decidido
permanecer en silencio por el momento. También aposté centinelas en los
bordes del desierto. Cuando recibamos la noticia de que has tomado
Khemennu, llamaré a mis soldados al perímetro de la propiedad y confiaré en
exploradores para que me den noticias del sur. Anoche soñé con tu abuelo
Osiris Senakhtenra Glorificado. “Te echo de menos, Tetisheri”, me dijo
cogiéndome la mano tal como él hacía. “Pero todavía no puedes reunirte
conmigo”. Cuando desperté hice un sacrificio por él, pero me alegro de que
mi hora no haya llegado. No moriré hasta que Egipto sea libre. Encárgate de
ello, Kamose.
Seguían su nombre y títulos escritos por su mano y Kamose dejó que el papiro se
volviera a enrollar mientras esbozaba una sonrisa de arrepentimiento. Me estoy
encargando de ello, abuela, le contestó en su interior, pero no creo que sea yo quien
ataque a los setiu en el Nilo y los aleje de Egipto. La «A» también significa Ahmose.
Le envió el papiro a Ipi y se reunió en cubierta con su hermano. Había recuperado
el apetito y comió y bebió hasta hartarse, mientras sentía que el calor del sol se le
hundía en los huesos y afirmaba su voluntad de vivir. Después mandó llamar a Hor-
Aha y escuchó el informe del general. Ningún medjay había sido herido en la batalla,
que en realidad no fue más que una masacre. Se habían incautado todas las armas de
la guarnición para distribuirlas entre los soldados campesinos que pronto llegarían.
No había enfermedades entre los arqueros, pero no les gustaba tener que comer tanto
pescado. Al oír eso, Kamose lanzó una carcajada que alivió parte de la carga de lo
sucedido en Dashlut.
—Pescado —dijo Ahmose con voz esperanzada—. Creo que esta tarde pescaré un
rato. No hay inconveniente en que lo haga, Kamose. No habrá preparativos para
nuestro avance hacia Khemennu y los exploradores nos mantienen informados de la
marcha del ejército.
—Llegará aquí mañana a primera hora, Alteza —le aseguró Hor-Aha.
Ahmose eligió dos soldados y un esquife y desapareció entre los altos juncos que
llenaban muchas de las pequeñas bahías creadas por el río. Kamose le advirtió que
prefería que no se alejara mucho de las embarcaciones, pero Ahmose simplemente
sonrió, le miró y se alejó, con la jabalina en una mano y la red en la otra. No tiene
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sentido que me preocupe por él, pensó Kamose. De alguna manera los dioses lo
protegen y envidio la atención especial que le prestan. ¡Ojalá él y yo pudiéramos
cambiar de lugar!
La tarde transcurrió sin acontecimientos especiales. Kamose pensó en la
posibilidad de llamar a sus oficiales, pero por fin decidió que por la mañana se
reuniría con todos, incluyendo a los príncipes. Bebió un poco de cerveza, jugó una
partida de un juego de tablero con Akhtoy y dedicó un rato muy triste a recordar a su
padre en compañía de Hor-Aha Caminó por la zona de seguridad que había ordenado
que se estableciera en la orilla oeste, más allá de donde estaban amarradas las
embarcaciones, habló brevemente con los centinelas y en su camino de regreso al río
observó unos grupos de mujeres y de niños que suplicaban furtivamente a los medjay
que habían bajado a tierra para jugar a los dados o sencillamente para recostarse en la
hierba húmeda bajo los árboles. Durante unos momentos se irritó. No se habían
saqueado las tiendas de Dashlut. Tampoco destruyeron sus sembrados. Las mujeres
tenían comida más que suficiente para ese día y para el año siguiente pero tal vez,
pensó mientras subía apresurado al barco, no estén mendigando comida sino un
pequeño reconocimiento de lo que los arqueros les han quitado. De lo que yo les
quité, se corrigió. El pan y la cebada no compensaban todas las noches y los días
solitarios que les esperaban.
Ahmose volvió antes de la puesta del sol. Kamose empezaba a preocuparse por él
cuando vio su esquife acercándose desde la orilla este. Muy pronto su hermano subía
la pasarela con entusiasmo, pidiendo cerveza y mirando a Kamose con una amplia
sonrisa. Se instaló en un banco junto a éste y aceptó el paño húmedo que su sirviente
le ofrecía para que se enjugara el rostro.
—¿Has pescado mucho? —preguntó Kamose, cuya preocupación acababa de
convertirse en alivio. Ahmose lo miró un instante y luego mostró una expresión
culpable.
—¿Pescar? Como no picaban, Kamose, pensé ir a echarle una mirada a
Khemennu.
—¿Qué has hecho? —El alivio de Kamose se convirtió en enfado—. ¿Cómo es
posible que seas tan imbécil? ¿Y si te hubieran reconocido y capturado, Ahmose? La
ciudad debe de estar en estado de alerta. ¡Tenemos exploradores para que corran ese
riesgo!
Ahmose arrojó la toalla en la palangana que su sirviente le presentaba y bebió un
trago de cerveza.
—Bueno, nadie me vio —dijo con obstinación—. Kamose, ¿crees que soy idiota?
Me acerqué cuando todos los habitantes sensatos roncaban para alejar el calor de la
tarde. Shemu ha comenzado y cada vez hará más calor. Los exploradores nos dieron
buenos informes, pero quería ver por mí mismo si Khemennu había cambiado desde
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la última vez que estuve allí y si se habían hecho preparativos debido a las
advertencias que sin duda les deben haber hecho los habitantes de Dashlut.
Kamose se abstuvo de preguntarle lo que había visto. Furioso, quiso castigar la
escapada de su hermano negándose a mostrar el menor interés, y luchó por sofocar su
ira.
—Te pido por favor que no lo vuelvas a hacer, Ahmose —dijo con dificultad—.
¿Qué has visto?
—Khemennu no ha cambiado en nada —replicó Ahmose enseguida—. Sigue
siendo muy hermosa. Las palmeras son las más grandes de Egipto y están tan juntas
que forman una espesura única. ¿Estás pensando en el suelo, Kamose? Los dátiles
están madurando. —Miró de reojo a su hermano y rió—. Perdóname —continuó
diciendo—. A veces me siento obligado a exagerar las facetas de mi personalidad que
encuentras más alarmantes. O deseables. —Terminó de beber la cerveza y dejó la taza
a un lado—. Los tejados de los edificios están llenos de gente, la mayoría mujeres y
unos cuantos soldados, y todos miran hacia el sur —le dijo a Kamose—. No cabe
duda de que han recibido noticias de nuestra llegada. Incluso hay hombres junto a los
muros del templo de Tot. Muchos soldados llenan los senderos y las arboledas entre
el río y la ciudad. Creo que la historia de la caída de Dashlut se exageró cuando fue
explicada.
—No tiene importancia —dijo Kamose con lentitud—. Nuestro ejército también
ha crecido y si no logramos vencer a las fuerzas setiu de Teti, entonces no deberíamos
estar aquí.
—De acuerdo. —Ahmose suspiró—. Había un grupo de patos al alcance de mi
jabalina —añadió con pena—. Estaban demasiado cerca de las escaleras del
embarcadero de la ciudad para que fuera seguro cazarlos, así que tuve que dejarlos en
paz. —Bostezó—. El sol me ha dado sueño. Creo que dormiré ahora, antes de comer.
—Al levantarse, su mirada se encontró con la de Kamose—. Todo va bien, Kamose,
de verdad —dijo en voz baja—. No te necesito como guardaespaldas. Ya tengo
suficientes.
Cayó la noche pero Kamose, acostado en su catre y oyendo los gritos regulares
del cambio de guardia de los centinelas, no quería dormir. Pensó en Khemennu tal
como la recordaba: higueras por todas partes, la brillante blancura de las casas
pintadas que se veía desde los troncos del palmeral, la gloria del templo de Tot donde
la esposa de Teti cumplía sus obligaciones de sirvienta del dios. Había asistido a
fiestas en la suntuosa casa de Teti, con su lago de azulejos azules y su bosque de
sicómoros a la sombra del otro templo, el que el padre de Teti erigió en honor a Set a
fin de ganarse los favores del rey.
Pensó en su hermano Si-Amón, sutilmente corrompido entre las vides y los
parques llenos de sol, y en Ramose, a quien quizás tendría que matar. Por fin, antes
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de que el sueño lo reclamara, pensó en Tani. ¿Estaría todavía a salvo? ¿Aún
suspiraría por Ramose o sus emociones se habrían convertido en indiferencia, como
el amor de un cachorro? Kamose esperaba que así fuera. ¡Ojalá lo supiera!
El ejército llegó entre una nube de polvo y gran agitación dos horas después del
amanecer y Kamose convocó el consejo en el acto. Lo celebraron en la orilla, puesto
que en su camarote no cabían todos. Habían pasado por Dashlut no mucho antes y,
cuando Kamose se levantó, los rostros que se volvieron a mirarlo eran solemnes.
—Dashlut fue una advertencia para Apepa y la promesa de un justo castigo al
norte —les dijo—. No lamento lo que hice. Lo volvería a hacer. Pero la de Khemennu
no será una masacre tan fácil. Su población es mayor y la proporción de soldados que
la custodian también. Han sido alertados. Nos esperan. Pero sólo han oído rumores de
la existencia de la infantería. Se mostrarán muy confiados. Tengo la intención de
acercarme a la ciudad por el río con los medjay e intentar parlamentar con Teti.
Naturalmente, los soldados que hay allí deberán morir, aunque Teti se rinda, pero
espero poder salvar a los habitantes.
—¿Y Teti? —preguntó el príncipe Intef de Qebt. A Kamose no le habían pasado
desapercibidas su inquietud ni las miradas de desconfianza que dirigía a Hor-Aha.
Todavía no se ha resignado a mi política, pensó con exasperación. Habrá que vigilarlo
de cerca—. Teti es tu pariente —decía Intef—. Más aún, es un noble. ¡Sin duda, no le
harás daño!
Sus palabras causaron un repentino cambio en la atmósfera de la reunión. Todas
las cabezas se alzaron y se volvieron hacia Kamose. Sé lo que estáis pensando, se dijo
éste en silencio. Si soy capaz de matar a un noble, ninguno de vosotros estará a salvo.
Muy bien. Meditad acerca de vuestra inseguridad. Os ayudará a manteneros leales a
mí.
—Teti será ejecutado —dijo con deliberación—. Está completamente entregado a
Apepa y comprometido con él. Sedujo a mi hermano Si-Amón para que traicionara a
mi padre y tuvo parte activa, aunque indirecta, en el cobarde ataque que sufrió
Seqenenra. Esos engaños son indignos de un noble e incluso de cualquier labriego
honesto, y Teti es un erpa-ha. Pero si todavía dudáis de su culpabilidad, considerad
que se le había prometido la posesión de mis territorios una vez que mi familia
hubiera sido separada y diseminada. No cabe duda de que es mi pariente, pero es una
relación que me avergüenza.
Sin necesidad de mirarlos uno a uno, calibró sus respuestas. Intef suspiró y puso
las manos en la mesa. Makhu y Lasen parecían meditar el asunto. Ambos tenían el
entrecejo fruncido. Pero el príncipe Ankhmahor asentía y una leve sonrisa se pintó en
los labios de Mesehti.
—Es justo —convino Ankhmahor—. Estamos arriesgando todo lo que tenemos.
El precio de perdonarle la vida a Teti es muy alto.
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—No tienes escrúpulos, Ankhmahor —objetó Lasen—. Se te ha concedido el
honor de mandar a los Valientes del rey. ¿Por qué vas a poner en peligro una posición
de tal confianza discutiendo con tú señor?
—Ese es exactamente el razonamiento retorcido que atrajo a la parte más baja de
la naturaleza de Teti —repuso Mesehti—. Si Ankhmahor manda es porque nuestro
señor ha reconocido su capacidad para hacerlo. Un poco de humildad es bienvenida
en el carácter de un noble, Lasen. No permitamos que este tema nos separe, aunque
nos resulte doloroso a todos.
—Agradezco que manifiestes tu disentimiento, Lasen —intervino Kamose—. No
me gustaría que mis nobles y mis oficiales me ocultaran sus pensamientos por miedo
a alguna mezquina penalización. Sin embargo, yo tomo las decisiones y he decidido
que, por el bien de nuestra seguridad en nuestro avance hacia el norte y por el bien de
Ma’at, Teti morirá por su traición. ¿Alguien desea expresar su disconformidad?
Nadie habló. Después de unos instantes durante los que Kamose observó que los
rostros se volvían inexpresivos, le hizo señas a Akhtoy para que los sirvientes
sirvieran vino y ofrecieran dulces.
—Muy bien —continuó diciendo—. Ahora oiré vuestro informe sobre el estado
de los campesinos que mandáis, y aceptaré las sugerencias que me hagáis acerca del
grado de experiencia que hay en las distintas divisiones. En Dashlut confiscamos
algunas armas más, y deben ser entregadas a los hombres que hayan demostrado
talento para utilizarlas.
—En Khemennu hay muchos carros y caballos —intervino Ahmose—. Debemos
capturar todos los que podamos. No tenemos aurigas, pero podemos entrenar a
algunos a medida que avancemos. Pedid a vuestros oficiales que mantengan los ojos
y los oídos muy abiertos con respecto a esa particular aptitud entre los hombres.
—Los aurigas deberían ser oficiales —murmuró Makhu, y Kamose cerró los
puños bajo la mesa.
—Entonces ascenderemos a los hombres que demuestren esa destreza —dijo con
frialdad—. Y ahora pasemos a otros asuntos.
Cuando terminó el consejo y los príncipes se retiraron a sus tiendas o a sus
embarcaciones, Kamose se alejó con su hermano y Hor-Aha, y después de alejarse
todo lo posible del ejército, se desnudaron y nadaron un rato. Luego se tendieron al
sol junto al río.
—¿En realidad qué piensas hacer en Khemennu? —preguntó Ahmose—.
¿Dejarás con vida a los civiles como les dijiste a los príncipes?
—Yo me estaba preguntando lo mismo —comentó Hor-Aha, que acababa de
soltarse las trenzas y se pasaba los dedos por el largo pelo negro—. Es una idea
peligrosa, Majestad. ¿Por qué masacrar a los habitantes de Dashlut y respetar
Khemennu, una ciudad llena de setius? Comerciantes, artesanos, ricos mercaderes, el
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grueso de la población está compuesta por extranjeros y el resto lleva muchos años
mezclándose con ellos, adoptando su manera de pensar y su modelo religioso.
Khemennu es un lugar tan enfermo como Het-Uart.
Kamose estudió a su general. Esas facciones armoniosas y oscuras no mostraban
la menor emoción. El agua que empapaba su gruesa cabellera le corría por los brazos
robustos e iba a caer a la arena. Tenía el entrecejo fruncido, pero Kamose estaba
convencido de que el gesto tenía más relación con los pensamientos de Hor-Aha que
con un sentimiento de preocupación por gente a la que, en realidad, prefería ver
muerta.
—Dudo ante una matanza así a causa de lo sucedido en Dashlut —contestó—. No
me fue fácil tomar aquella decisión, y otra matanza en Khemennu sería doblemente
horrible.
Hor-Aha le dirigió una rápida mirada.
—¿De manera que a mi rey ya le basta con lo hecho?
—No me gusta tu tono, general —intervino Ahmose—. Tal vez en Wawat la vida
de un miembro de la tribu no valga más que la de un animal, pero en Egipto no somos
bárbaros.
Hor-Aha lo miró con serenidad.
—Perdona mis palabras, Alteza —dijo con tranquilidad—. No fue mi intención
ofenderte. Pero los setiu no son gente, son bárbaros. Sólo los miembros de mi tribu en
Wawat y aquellos nacidos dentro de los límites de mi país de adopción son gente.
Ahmose parecía sorprendido, pero Kamose sonrió. Conocía la pintoresca creencia
de las tribus más primitivas de que no existía nada humano fuera de la sangre de sus
comunidades. Pero esa convicción, ¿está muy alejada de la sospecha egipcia de todos
los que habitan fuera de nuestras fronteras?, pensó. Ma’at es nuestro tesoro. No
pertenece a ningún otro lugar. Egipto es la tierra bendita, la única favorecida por los
dioses. En una época todos los ciudadanos lo creían con fervor, pero esa certeza ha
sido diluida en el intento setiu de corromper a nuestros dioses y de pervertir nuestro
modo de vivir. Hor-Aha tiene razón. Debemos restaurar la anterior pureza de Egipto.
Sin embargo, no pudo menos que pensar en aquella mujer que se detuvo junto a la
rampa de la embarcación y le gritó. ¿Habría comprendido su respuesta a la pregunta
agónica que le dirigía?
—Dashlut me puso los nervios de punta —le dijo a su hermano—. Pero Hor-Aha
ve las cosas con claridad, Ahmose. ¿Por qué una ciudad y no la otra? Khemennu debe
ser arrasada.
—A los príncipes no Ies gustará —contestó Ahmose.
—Los príncipes quieren hacer la guerra cuerpo a cuerpo, como nuestros
antepasados —contestó Kamose—. Es la manera honorable de hacerla. Pero esa
filosofía sólo puede mantenerse si el enemigo es tan escrupuloso como nosotros.
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Todavía no estamos en guerra. En Het-Uart es posible que lo hagamos, pero hasta
entonces nos estamos encargando de exterminar a las ratas que infectan nuestros
graneros.
Hor-Aha había comenzado a trenzarse de nuevo el pelo. Sonreía y asentía ante las
palabras de Kamose, y en aquel momento Ahmose pensó que el general no le gustaba
nada.
Por la tarde, Kamose se sentó bajo un árbol junto a Ipi y dictó una carta para su
familia en la que les contaba los acontecimientos de Dashlut y deseaba que estuvieran
bien. Estuvo tentado de impartirles órdenes con respecto al cuidado de la propiedad y
la vigilancia del río, pero desistió. Eran perfectamente capaces de tomar tales
decisiones por sí mismas. Mientras hablaba, observó la embarcación y las barcas que
cruzaban con lentitud el río hacia la orilla oriental y volvían para repetir el trayecto,
puesto que Khemennu estaba construida al este y los veinte mil hombres debían ser
transportados hasta esa orilla.
Los hombres todavía seguían embarcando y desembarcando cuando se instalaron
blancos en la orilla occidental y Ahmose y él pasaron largo rato con los príncipes,
practicando el tiro con arco. Hubo muchas risas y bromas educadas. Ankhmahor y
Ahmose demostraron ser los mejores hasta que invitaron a participar a varios
oficiales medjay que los observaban con cierta impaciencia. Éstos, con su serena
habilidad, vencieron con toda facilidad a los egipcios, quienes lo reconocieron de
buen grado, pero Kamose se preguntó si había sido una buena idea permitir que los
medjay participaran. Por una parte, tal vez los príncipes comprendieran ahora el
motivo por el que aquellos hombres desempeñaban un papel tan importante en sus
planes. Pero por otra parte, tal vez sus celos aumentarían. De todos modos, era
preferible estar celoso que muerto. Kamose recompensó a los medjay con una vaca
requisada en Dashlut para que la asaran y con una ración extra de vino.
Por la mañana todos se prepararon para continuar el viaje. Kamose todavía no
estaba listo para bajar a tierra. Puso a cuatro de los príncipes a cargo de las cuatro
divisiones de infantería bajo las órdenes de Hor-Aha, y aclaró que sus órdenes le
llegarían primero al general y luego a ellos, pero Ankhmahor navegó detrás de
Kamose con los Valientes del rey. Los medjay, protestando por el tiempo que todavía
debían navegar por ese maldito río, viajaban en las barcas y en la barcaza.
Kamose, que sabía que poco más de treinta estadios le separaban de Khemennu,
se puso en tensión cuando la flotilla soltó las amarras y comenzó a navegar río arriba.
Había llamado a los exploradores, pero por el momento no pudieron informarle de
ninguna novedad. Khemennu esperaba. No habría sorpresas. Pidió que le llevaran una
silla de campaña y, con Ahmose a su lado, permaneció sentado en cubierta, bajo los
juncos que formaban la proa. El ejército ya había quedado atrás y se podía seguir su
lento avance por la nube de polvo que levantaba. Kamose descubrió que echaba de
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menos la reconfortante presencia de Hor-Aha a sus espaldas. Rodeado por sus
guardaespaldas medjay, éste caminaba ahora con los príncipes. Sus órdenes
consistían en retener a los soldados de infantería hasta que los arqueros completasen
su cometido, y luego caer sobre la ciudad. No tenían nada que decirse. Los dos
jóvenes permanecían sentados en silencio mientras las orillas del río corrían a su lado
y Ra imitaba el recorrido de las barcas, adquiriendo más poder conforme ascendía al
cielo.
La primera visión que tuvieron de Khemennu fue un repentino ascenso del
horizonte hacia el este, donde se alzaban las famosas palmeras delineando los campos
y marcando las calles sombreadas de la ciudad. A una orden tajante de Kamose, las
embarcaciones comenzaron a acercarse y los arqueros se situaron en los tejados de
los camarotes y se alinearon en las cubiertas, con los arcos preparados. En aquel
momento los vieron. Se oyeron gritos. No eran voces de pánico, sino de alerta, y
Kamose vio aparecer hombres entre los árboles y entre los juncos y pastos que
rodeaban el Nilo para congregarse con rapidez entre el embarcadero y las casas
situadas detrás de las palmeras.
—Esto será fácil —comentó Ahmose—. Míralos, Kamose. Entre ellos casi no hay
arqueros y no nos pueden alcanzar con las espadas.
Así era. En la orilla brillaba una auténtica selva de espadas cuyas puntas
reflejaban la luz del sol, brillando amenazadoramente pero con impotencia, y el ruido
de dagas que se desenvainaban, igualmente inútiles, les llegaba con claridad por
encima del agua. Kamose lanzó un gruñido.
—¿Cuántos crees que son? ¿Doscientos, trescientos? Al menos, los oficiales no
han pensado en sacar los carros. Tal vez no conozcan la existencia de nuestra
infantería. Los mensajes de Dashlut probablemente fueron poco claros. Los medjay
se harán cargo de la mayoría, y si Hor-Aha lucha contra el resto antes de que puedan
organizar a la caballería, los habremos vencido antes de la caída del sol.
Unos instantes después estaban a la distancia conveniente y Kamose dio la orden
de atracar. El agua del río se estremeció cuando los remeros detuvieron la
embarcación, y Kamose y Ahmose se levantaron y se encaminaron a la borda lateral.
Kamose le hizo señas a su heraldo.
—Tráeme a Teti —ordenó. El heraldo se aclaró la garganta y su voz resonó contra
las palmeras.
—El rey Kamose, Poderoso Toro de Ma’at, bien amado de Amón, desea hablar
con el gobernador Teti de Khemennu —anunció—. Que comparezca Teti.
Hubo un movimiento entre los hombres que estaban junto a las escaleras del
embarcadero y luego se hizo una larga pausa. Por fin alguien se abrió paso entre la
muchedumbre, protegiéndose los ojos con la mano para mirar a las tres
embarcaciones llenas de arqueros.
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—Soy Sarenput, la mano derecha del gobernador-dijo el hombre. —El
gobernador no se encuentra aquí. En cuanto le llegaron noticias de tu cruel masacre
en Dashlut, príncipe, salió en dirección a Nefrusi para hablar con el príncipe Meketra,
que manda allí la guarnición.
—Entonces hablaré con su hijo Ramose.
Durante un momento, Sarenput no respondió. Cuando por fin lo hizo fue con
vacilación.
—El noble Ramose acompañó a su padre —dijo.
Kamose rió.
—De manera que Teti reunió a su familia y huyó como un cobarde. Y te dejó a ti,
Sarenput, para que defendieras Khemennu. Pero la ciudad no puede ser defendida.
Vuelve atrás y advierte a las mujeres y a los niños que permanezcan en sus casas si
desean vivir.
Lo recorrió una oleada de alivio. No tendré que matar hoy a Teti, pensó. Esa
necesidad había quedado postergada, gracias a los dioses. Vio que Sarenput miraba
los barcos con su carga mortal. Los soldados de la orilla también los miraban con
inseguridad. Después, como si se les hubiera dado una orden, se volvieron con las
armas todavía en las manos y corrieron a refugiarse a la seguridad de los muros.
Kamose levantó una mano. Al instante, una nube de flechas surgió de las
embarcaciones y cayó sobre ellos. Muchos fueron alcanzados. El resto se agazapó y,
con los escudos sobre la cabeza, corrieron hacia los muros. Los medjay volvieron a
disparar. Se podía ver a Sarenput quien, esquivando a los heridos y a los que caían,
trataba de llegar al amparo de la ciudad.
—No creo que esos soldados hagan prácticas frecuentes —comentó Ahmose—.
Escucha cómo gritan.
—No se imaginaban que serían atacados desde el Nilo —contestó Kamose con
tranquilidad—. No perseguiremos a los supervivientes, Ahmose, al menos no todavía.
El ejército llegará en cualquier momento.
Lo interrumpió un grito de Ankhmahor, y al volverse vio la nube de polvo que
anunciaba la llegada de Hor-Aha. Con aire sombrío, observó que aquélla se
ensanchaba hasta dejar a la vista la vanguardia de la infantería que marchaba en
formación de cuatro hacia Khemennu. No tenía necesidad de impartir ninguna orden.
Hor-Aha sabía lo que debía hacer. Ahora veremos lo dispuestos que están los
príncipes a seguir las indicaciones de un negro, pensó Kamose.
Pocos instantes después se empezó a oír el paso rítmico de los soldados, sólo roto
por los gritos esporádicos de los oficiales, y el repentino silencio del animal
acorralado cayó sobre Khemennu. Las mujeres habían desaparecido de los muros. El
tejado del templo de Tot estaba vacío y brillaba al sol, y Kamose, al mirarlo, recordó
de repente que su madre le había pedido que hiciera un sacrificio al dios antes de
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intentar tomar la ciudad. Ya era tarde. La infantería se acercaba a los muros y se abría
en abanico con las armas a punto, y ese silencio tan poco natural fue roto por el
rugido que precedía a la matanza. Kamose se volvió hacia el soldado que estaba a sus
espaldas.
—Los medjay deben zarpar de inmediato hacia Nefrusi —ordenó—. Deben
rodear el fuerte, todos, los cinco mil, y luego esperar. Encárgate de que los oficiales
los alimenten y les permitan descansar, pero que permanezcan alerta. Nadie debe
escapar del cerco que formen. Recuérdale al jefe militar que hay agua al oeste de
Nefrusi y que el Nilo se encuentra al este y debe ser vigilado. Eso es todo.
El hombre saludó y se alejó.
—El afluente del río corre desde Dashlut hasta Ta-She —señaló Ahmose—. De
ahí el nombre de Nefrusi, «Entre las orillas». Si yo fuera Teti, metería a mi familia en
una barca y navegaría hacia el norte con la mayor rapidez posible, evitando hacerlo
por el Nilo. Es posible que ya lo haya hecho, Kamose.
—Tal vez —asintió Kamose—. Sabemos que es un cobarde. Pero creo que se
detendrá el tiempo suficiente para calcular sus posibilidades de resistir en el fuerte.
No es un necio. Si huye dejando la defensa de Nefrusi en manos de Meketra y de
alguna manera éste llegara a vencernos, su credibilidad quedaría destruida y perdería
el apoyo de Apepa. Teti cree que sus posibilidades de huir son seguras, por lo que
puede dedicarse durante un tiempo a jugar a ser un héroe.
—¿Qué sabemos de Nefrusi? —preguntó Ahmose—. O del mismo Meketra.
¿Qué clase de hombre es?
Kamose se encogió de hombros.
—Nunca he estado al norte de Khemennu —contestó—. Los exploradores me han
dicho que el fuerte es grande, que tiene muros gruesos, que se encuentra más cerca
del Nilo que de su afluente y que las puertas del este y del oeste son lo
suficientemente grandes para permitir el paso de carros. Calculan que alberga un
contingente de unos mil quinientos hombres. Teti se sentirá seguro allí durante un
tiempo. En cuanto a Meketra… —Kamose vaciló—. En un tiempo fue el príncipe de
Khemennu y ahora es el jefe militar de Nefrusi. Es todo lo que sabemos de él. Por
ahora he hecho todo lo que he podido, Ahmose. Los medjay cubrirán con mucha
rapidez los treinta estadios que nos separan del fuerte y a media tarde lo habremos
rodeado. No importa la cantidad de setius que albergue, no podrá resistir mucho
tiempo nuestro asedio. Pero lo que me preocupa es justamente la necesidad de un
sitio, por corto que sea. No debemos perder tiempo ni comida en algo así, pero
Nefrusi no debe quedar en pie tras nuestro paso.
Había ido alzando la voz y terminó la frase casi a gritos para que se le oyera sobre
el ruido que les llegaba desde el otro lado del río. Una negra humareda subía por el
aire desde algún lugar cercano al templo, y mientras la observaban, vieron que las
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hojas secas de una palmera se prendían con grandes llamas. El sonido estridente del
pánico y de la muerte violenta que venía de más allá de los muros se convertía en un
tumulto invisible que les atronaba y les golpeaba el corazón de una manera casi
física.
A la caída del sol todo había terminado y la orilla del río estaba cubierta de
soldados que se curaban pequeñas heridas, saciaban su sed y guardaban en sus bolsas
de cuero el botín que acababan de conseguir. Muchos se habían arrojado al río para
lavarse la suciedad de la batalla y lanzaban lluvias de rojas gotas iluminadas por el
sol, como si la sangre que antes les manchaba el cuerpo ahora hubiera teñido el río.
Los oficiales se movían entre los soldados restaurando el orden con gritos alegres y
un arroyo más oscuro corría entre los hombres aliviados. Las mujeres y los niños de
Khemennu comenzaban a salir y miraban en silencio la actividad que se desarrollaba
a su alrededor. Kamose, que había permanecido de pie todas esas horas, notó que, a
pesar de la confusión reinante, no se atropellaban ni empujaban. Los soldados no les
hacían caso y Kamose tuvo la certera impresión de que era respeto, que no
indiferencia, lo que los obligaba a apartar la mirada y a alejarse de las mujeres.
Por fin apareció Hor-Aha rodeado por sus oficiales menores. Kamose lo vio
detenerse, hablar brevemente con ellos y embarcar en el esquife que lo esperaba.
Poco después se inclinaba ante los hermanos, llevando consigo el olor a quemado y el
hedor rancio de la sangre fresca.
—Queda poco en pie, Majestad —dijo en respuesta a la pregunta de Kamose—.
La mayoría de los hombres han muerto, como tú ordenaste. Por desgracia, los
incendios no se pudieron evitar. Encontramos las caballerizas, pero estaban vacías, y
los carros han desaparecido. Supongo que estarán en Nefrusi. He designado hombres
para que incineren los cuerpos, pero llevará tiempo. Khemennu no era Dashlut.
Se pasó una mano por la mejilla dejándola manchada de barro y Kamose pensó en
que el general había utilizado el pasado. Khemennu «era».
—Que los ciudadanos supervivientes se encarguen de los cuerpos —dijo—.
Nosotros debemos seguir adelante. He enviado a los medjay a Nefrusi. ¿Cómo te fue
con los príncipes, Hor-Aha?
El general sonrió con cansancio.
—No les di tiempo para discutir mis órdenes y después no habría tenido sentido
hacerlo —dijo con sequedad—. Están atendiendo las necesidades de sus hombres.
—Muy bien. Ve a encargarte de las tuyas y luego haz transportar a los soldados a
la orilla occidental. No deben comer ni dormir viendo lo que queda de Khemennu.
No debemos darles tiempo a pensar en lo que se ha hecho, por lo que conviene que
los alejes de la visión de la ciudad. Yo pienso zarpar y echar amarras esta noche cerca
de Nefrusi. Concédele al ejército cinco horas de descanso y llévalos allí. Puedes
retirarte.
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Cuando el general se alejó, Kamose cogió el brazo de su hermano.
—Quiero rezar —dijo—. Acompáñame, Ahmose.
—¿Rezar? —repitió Ahmose—. ¿Dónde? ¿En el templo? ¿Te has vuelto loco?
—Olvidé la promesa que le hice a Aahotep —contestó Kamose en voz baja—.
Necesito la indulgencia de este dios. He destrozado la ciudad y debo explicarle por
qué. Llevaremos con nosotros a Ankhmahor y a una tropa de Valientes. Estaremos a
salvo.
—De espadas y de dagas, tal vez, pero no de las miradas acusadoras de las
mujeres y de los sacerdotes —replicó Ahmose—. Estoy cansado, hambriento y
enfermo, Kamose.
No obstante, cruzó la cubierta detrás de su hermano y bajó con él al esquife que
los llevó a la orilla.
El sol ya se había puesto detrás de las colinas del oeste pero los últimos rayos de
su luz iluminaban con suavidad las paredes blancas de Khemennu, los ruidosos
soldados que se empujaban para subir a las barcas, los cuerpos sin vida caídos sobre
la arena y los grupos de mujeres que todavía se mantenían juntas. Kamose y Ahmose,
rodeados por los Valientes del rey, se acercaron a las puertas en medio de una ola de
silencio que les seguía a medida que eran reconocidos y reverenciados. Después, las
charlas se reanudaron y ellos se introdujeron en el desorden que reinaba en la ciudad.
Con excepción de los hombres que arrastraban cadáveres hacia la orilla,
Khemennu estaba desierta. No brillaba la luz de las velas en las sombras cada vez
más profundas de los portales, que habían vomitado el contenido de las habitaciones
a las calles de tierra. Cacerolas, telas manchadas, ornamentos, utensilios de cocina,
juguetes de madera, todo lo revisado y luego descartado por los soldados había sido
arrojado a las calles. Aquí y allá la oscuridad era perforada por llamaradas que
llevaban consigo el olor a carne quemada o a madera chamuscada. Oscuros charcos
que Ahmose supuso debían de ser orina de burro, se volvieron de un rojo profundo
con la luz y, con una exclamación de asco, Ahmose se volvió para encontrarse a
pocos centímetros con las paredes de una casa manchadas con la misma sustancia
repulsiva. De vez en cuando, gritos o lamentos apenas articulados surgían de una
oscuridad cada vez mayor y Ahmose agradeció con fervor ser precedido y seguido
por guardias.
Para alivio de Kamose, la avenida que conducía al templo parecía no haber
sufrido daños, y tampoco sus palmeras datileras, cuyas hojas mecía la brisa. Ningún
soldado se había atrevido a profanar aquella zona. Como obedeciendo a un silencioso
acuerdo, Ahmose y él comenzaron a caminar con mayor rapidez, pasaron bajo el
pilón de Tot y entraron casi a la carrera en el amplio atrio exterior. Allí se detuvieron
bruscamente. El gran espacio, rodeado de columnas, estaba lleno de gente. Mujeres y
niños se apoyaban contra las paredes o permanecían sentados muy juntos, rodeándose
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con los brazos intentando consolarse. Algunos hombres estaban tendidos en mantas y
sus quejidos armonizaban patéticamente con la melodía de silenciosos sollozos de
muchas de las mujeres. Los sacerdotes se movían de un grupo a otro con lámparas y
comida, y Kamose vio por lo menos a un físico arrodillado junto a una figura
informe, con sus frascos de ungüentos y de hierbas junto a sus manos ocupadas.
Kamose lanzó un largo suspiro.
—Todavía arden lámparas en el atrio interior —dijo en voz baja—. Ankhmahor,
quédate coa tus hombres bajo el pilón hasta que volvamos.
Con la manos en el hombro de su hermano comenzó a cruzar el atrio, y mientras
lo hacía las cabezas se volvían a mirarlos, rostros indistintos en la penumbra reinante.
Era imposible no percibir la creciente hostilidad que había en el aire.
—¡Asesinos! ¡Blasfemos! —dijo alguien, pero con tan poca vehemencia que
pareció un pensamiento, y los demás no imitaron el ejemplo. Kamose apretó los
dientes y la mano que tenía sobre el hombro de Ahmose.
El sonido de cánticos flotó hacia ellos ganando fuerza a medida que avanzaban.
—Los sacerdotes están entonando el himno de la noche —susurró Ahmose—.
Pronto cerrarán el templo.
Kamose no contestó. La sensación de paz que le sobrecogió al entrar en el
santuario había desaparecido, dejándolo frío y preocupado. Es muy tarde, pensó
consternado. Tot no se dejará aplacar. Debí haberlo recordado. ¿Cómo es posible que
lo olvidase? Perdóname, madre.
El cambio en el ambiente del atrio exterior o ese curioso grito apático debieron
alertar a los hombres que estaban reunidos alrededor del Sumo Sacerdote en la
entrada del santuario. Los cánticos vacilaron y se interrumpieron, y antes de que los
hermanos pudieran entrar en el atrio interior se encontraron cara a cara con los
servidores de Tot. Hubo un instante de silencio. A la luz de las lámparas, Kamose los
estudió. Ojos oscuros e inexpresivos devolvieron su mirada. Entonces el Sumo
Sacerdote se abrió paso entre ellos para acercarse.
—Te conozco, príncipe —dijo con voz ronca—. Recuerdo cuando eras un
adolescente. Muchas veces venías a adorar al dios con tu familia cuando tu madre
visitaba a su prima, una sacerdotisa de este templo. Pero ahora no traes adoración;
traes tormentos y muerte. ¡Mira a tu alrededor! No eres bienvenido en este lugar
sagrado.
Kamose tragó con fuerza, de repente tenía la garganta seca.
—Tot le dio Ma’at a Egipto junto con al don de la escritura —contestó con la
mayor tranquilidad posible—. No he venido a discutir contigo, Sumo Sacerdote. He
venido a humillarme ante el dios y a rogar su perdón por lo que le he hecho a esta
ciudad en nombre de ese mismo Ma’at.
—¿Perdón? —preguntó el hombre con voz aguda—. ¿Quiere decir que estás
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arrepentido, príncipe? ¿Desharías el horror que has causado?
—No —replicó Kamose—. Lo que busco no es el perdón por mis actos. Quiero
disculparme ante Tot por no haberle traído regalos y explicaciones antes de caer sobre
Khemennu.
—¿Traes algún regalo?
—No —contestó Kamose mirando directamente el rostro furibundo del sacerdote
—. Ya es muy tarde para eso. Sólo traigo el ruego de que me comprenda y la promesa
de una cura para su Egipto.
—El que está enfermo eres tú, príncipe Kamose, no Egipto. —La voz del Sumo
Sacerdote temblaba—. Ni siquiera te has lavado. Hay sangre en tus sandalias.
¡Sangre! ¿La sangre de Khemennu se te adhiere a los pies y quieres pisar este suelo
sagrado? ¡El dios te repudia!
Kamose sintió que su hermano se ponía tenso y se disponía a hablar, y decidió
impedirlo. Hizo un movimiento seco con la cabeza, se dio la vuelta y se alejó.
Después de un instante de vacilación, Ahmose lo siguió. Cuando llegaron al pilón,
Ankhmahor y los Valientes los rodearon y echaron a andar hacia el río.
La noche ya había caído por completo, y Kamose descubrió que se sentía al borde
del pánico mientras avanzaban por las calles desordenadas cuyas negras sombras sin
duda estaban habitadas por los espíritus de los caídos. Se sentía observado. Ojos
invisibles siguieron su avance con malevolencia y tuvo que resistir el impulso de
acercarse más a su hermano. Tot no me apoyará, pensó, pero no permitiré que eso
importe. Tot es un dios de los días pacíficos, de la sabiduría en la prosperidad y de
leyes de seguridad. Amón ha deseado que esto suceda. Amón protege al príncipe de
Weset y su poder no es el poder reposado y de lento conocimiento. De ahora en
adelante no me prosternaré ante ningún dios que no sea Amón. Debió de decir esas
últimas palabras en voz alta, porque Ahmose lo miró.
—El que hablaba era el Sumo Sacerdote, no el dios, Kamose-le dijo. —Tot
recordará la devoción de nuestra madre y la de su familia y no nos castigará.
—No me importa —replicó Kamose—. Amón será nuestra salvación. Debo
comer algo enseguida, Ahmose, o me desmayaré sobre este suelo maldito.
Antes de subir al esquife que los conduciría a la embarcación, Kamose se quitó
las sandalias empapadas en sangre y las arrojó al río. El olor acre a quemado llenaba
el aire cuando las oyó golpear contra el agua. Ahmose comenzó a toser, pero se
inclinó e hizo lo mismo.
—Comamos mientras los remeros nos alejan de aquí, Kamose —dijo—.
Khemennu fue un asunto sucio. Nefrusi es una guarnición, allí la lucha será limpia.
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Capítulo 3
Nefrusi estaba a sólo treinta estadios río abajo de Khemennu, y Kamose le ordenó a
su capitán que buscara un lugar apropiado para atracar a unos cinco estadios al sur del
fuerte. La orden fue pasando de una nave a la siguiente y una a una fueron dejando
atrás las ruinas de la ciudad de Tot. Les sirvieron comida. Ahmose comió hambriento,
pero Kamose tuvo que hacer un esfuerzo por tragar el pan con hierbas y las verduras,
sin ningún apetito, pero consciente de que debía alimentarse. Bebió poco vino y se
sintió vencido por el cansancio antes de haber terminado la segunda taza. Entró en el
camarote a trompicones, se arrojó en el catre y se durmió de inmediato.
Tenía la sensación de que se acababa de acostar cuando lo iluminó una luz y la
voz de Akhtoy lo despertó.
—Perdóname, Majestad —dijo—, pero hay alguien que quiere verte con
urgencia.
Kamose luchó por abrir los ojos y, cuando lo logró, vio que Akhtoy se retiraba y
que aparecía Hor-Aha.
—Trae otra lámpara, Akhtoy —decía Ahmose, que ya estaba de pie poniéndose
un shenti alrededor de la cintura. Entumecido, Kamose se sentó y Hor-Aha le hizo
una reverencia. Él también llevaba el shenti como única prenda. Tenía las trenzas
deshechas y mechones de pelo negro le caían en el pecho. Su expresión era grave.
—¿Qué sucede? —preguntó Kamose, ya completamente despierto. El general
alzó una mano en un gesto tranquilizador.
—El ejército está acampado a salvo y los medjay han formado un cerco alrededor
del fuerte —dijo—. No te preocupes.
Pero el príncipe Meketra está fuera con media docena de soldados setiu. Ruega
que se le permita hablar contigo.
—¿Meketra? —Kamose parpadeó—. ¿Ha sido capturado?
—Mis arqueros lo detuvieron cuando trataba de pasar a través de sus líneas —
explicó Hor-Aha—. No iba al norte, sino al sur, de manera que presumo que no
trataba de hacerle llegar un mensaje a Apepa. Parece ansioso por verte.
—Hazlo pasar, entonces. Y Akhtoy, manda buscar a Ipi, pero antes consígueme
un shenti limpio.
El hombre a quien hicieron entrar era tan alto que se vio obligado a bajar la
cabeza para evitar el dintel de la puerta del camarote, y Kamose lo reconoció
enseguida. Calvo, de cejas muy pobladas sobre ojos de párpados pesados y una
prominente nuez, lo conocía de vista de sus juveniles visitas a Khemennu. Kamose
jamás había hablado con él. Era sencillamente uno de los innumerables invitados de
Teti, un hombre de la generación de Seqenenra que no interesaba en absoluto a los
niños que corrían por los jardines y jugaban con la colección de monos y gatos del
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dueño de la casa. Los recuerdos surgieron en la mente de Kamose, coloridos y dulces,
pero enseguida desaparecieron. Meketra se inclinó en una reverencia.
—Te pareces a tu padre, el noble Seqenenra, príncipe Kamose —dijo—. Y tú,
príncipe Ahmose; me siento honrado de estar en vuestra presencia.
—Nos volvemos a encontrar en extrañas circunstancias —comentó Kamose sin
comprometerse—. Me perdonarás si soy directo contigo, príncipe, pero ¿qué hace el
jefe militar de Nefrusi en mi embarcación en mitad de la noche? ¿Has venido a rendir
el fuerte y pedir mi misericordia? —Lo dijo con tono irónico y Meketra rió sin
alegría.
—En cierto modo, Alteza. ¿Qué sucedió en Khemennu?
Kamose y Ahmose intercambiaron miradas de sorpresa. Ahmose alzó una ceja.
—¿No lo sabes? —masculló—. ¿Nadie de Khemennu escapó a Nefrusi?
En aquel momento, y después de llamar a la puerta con discreción, entró Ipi y
ocupó su lugar a los pies de Kamose. Aunque despeinado y todavía con sueño, puso
la escribanía en sus rodillas desnudas, en ella colocó un papiro y cogió el pincel. El
ligero sonido, tan fuertemente unido a asuntos familiares, devolvió al camarote un
aire de normalidad. Ipi abrió el tintero, mojó un pincel y miró inquisitivamente a
Kamose.
—Quiero que tomes nota de esta conversación —le ordenó éste—. Siéntate, por
favor, Meketra. Akhtoy, sírvele vino al príncipe. Y ahora, señor, antes de contestar a
tu pregunta, dime por qué y cómo has llegado hasta aquí.
—Le dije a Teti que tomaría algunos exploradores y que trataría de averiguar el
estado y la posición de tu ejército —dijo Meketra sentándose en un banco y cruzando
las piernas—. Mentí. Mi intención era alcanzarte y lo he hecho, aunque no de la
manera que imaginaba. —Sonrió con tristeza—. Ignoraba que Nefrusi ya estaba
rodeado. Tus arqueros casi me acribillaron. He venido a proporcionarte toda la
información que te haga falta respecto al fuerte y al número y disposición de mis
tropas allí, y si lo deseas te abriré las puertas.
Hubo unos instantes de silencio durante los que Kamose estudió al príncipe
mientras reflexionaba. Meketra parecía tranquilo, con las manos juntas sobre los
muslos mientras recorría el camarote con la mirada. Quiere algo, pensó Kamose, por
eso se muestra tan tranquilo, y nosotros no le ponemos nervioso. Observó al príncipe
coger la taza de vino, llevársela a la boca, beber con delicadeza y volver a bajarla sin
que le temblaran las manos.
—¿Y por qué harías todo eso? —preguntó Kamose por fin. Meketra lo miró
imperturbable.
—Es muy sencillo, Alteza. Hace muchos años, yo era el gobernador del territorio
de Mahtech y el príncipe de Khemennu. Mi casa era la casa en la que ya habitaba tu
pariente Teti cuando tú eras un niño. Teti siempre la quiso y por fin Apepa se la
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concedió, junto con el gobierno del territorio y la autoridad sobre la ciudad, en
premio a su lealtad y, debo decirlo, por su talento poco común para espiar a sus
nobles vecinos. Teti mantenía informado a Apepa de las actividades del sur. Era una
herramienta muy valiosa. —Meketra sonrió—. Por mi lealtad y eficacia como
gobernador, se me permitió mandar la fortificación de Nefrusi. Vivo en las
habitaciones del jefe militar. Mi familia habita una casa modesta fuera de la
fortificación. Odio a Apepa y aborrezco a tu pariente. Te ayudaré a tomar el fuerte si
me prometes devolverme mi posición anterior. Por eso te pregunté cómo estaba
Khemennu.
El corazón de Kamose latía aceleradamente. No se atrevió a volverse a mirar a su
hermano.
—¿Quieres decir que no has recibido noticias del saqueo de Khemennu? —
preguntó deliberadamente—. ¿Nadie en el fuerte está enterado de nada?
Meketra hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Teti y su familia llegaron con una historia confusa acerca de un ejército
mandado por ti que había destruido Dashlut y que marchaba hacia su ciudad —dijo
—. Pidió que el fuerte estuviera en alerta. Yo impartí la orden. Desde entonces
estamos esperando.
—Entonces debo decirte que Khemennu ha sido pasada por las armas, que
Nefrusi está rodeada y que yo me encamino al norte con diecinueve mil hombres para
quitarle Egipto a Apepa —explicó Kamose—. Acepto tu propuesta, Meketra. En
cuanto caiga Nefrusi te daré los documentos que requieres y podrás comenzar a poner
orden en Khemennu.
Meketra se inclinó hacia delante.
—¿Matarás a Teti? —Kamose mantuvo una expresión impasible, pero algo en su
interior retrocedió ante el odio desnudo que se reflejaba en el rostro del príncipe.
Meketra buscaba una venganza personal. Bueno, yo también, se dijo. Yo también.
—Teti será ejecutado por traición —contestó—. Ahora, descríbenos el fuerte.
Meketra hizo un gesto y cuando Kamose asintió, Ipi le alcanzó un papiro y un
pincel. Con rapidez, el príncipe comenzó a dibujar Nefrusi.
—Aquí está el Nilo —dijo—, y éste es el afluente occidental. Tal vez haya unos
sesenta estadios entre el uno y el otro. Las tierras están cultivadas y bien irrigadas.
Ten cuidado con los canales. Aquí vive mi familia.
Trazó una cruz en el mapa y miró a Kamose.
—Ordenaré que no sea molestada —aseguró Kamose—. Prosigue.
—El fuerte está situado cerca del Nilo. Tiene dos puertas, una en el muro este y
otra en el oeste, ambas lo suficientemente anchas para permitir el paso de carros de
guerra. Los muros mismos son una buena defensa. Están hechos con adobes muy
gruesos, y son verticales por dentro pero inclinados hacia fuera en el exterior. Es
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imposible escalarlos. Si las puertas están cerradas, a un atacante no le quedará más
remedio que sitiarlo. Los arqueros patrullan la parte superior de los muros.
—¿Es ésta la forma habitual de los fuertes setiu? —interrumpió Ahmose—.
¿Todos los fuertes de Apepa en el norte se parecen?
—Sí. Los setiu prefieren edificarlos sobre colinas, pero Nefrusi está en el llano.
Unos están más fortificados, otros menos, pero todos se parecen. Apepa tiene una
serie de pequeñas guarniciones con las que os encontraréis en vuestro camino hacia el
norte, pero ninguna es tan poderosa como la del fuerte de Nag-ta-Hert, donde
comienza el Delta. Protege el corazón del poder de Apepa.
—En este momento no podemos preocuparnos por eso —dijo Kamose—. ¿Qué
hay dentro de Nefrusi?
—Aquí está el cuartel. Si atacas al amanecer, la mayoría de los soldados todavía
estarán haciendo sus abluciones. El arsenal está aquí y detrás están las cuadras. Y
aquí hay un pequeño tabernáculo de Reshep —movía el pincel con rapidez—. Y aquí
mis dependencias. Como puedes ver, el cuartel principal está más cerca de la puerta
occidental que de la oriental. Si estuviera en tu lugar, Alteza, concentraría mis fuerzas
en aquella puerta, pero atacaría ambas a la vez, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Kamose en un murmullo—. ¿Qué fuerzas hay?
Meketra se echó atrás y le entregó el mapa a Kamose.
—Mil doscientos hombres, cien aurigas y doscientos caballos. Los graneros y los
almacenes están repletos, pero dentro del fuerte la provisión de agua es limitada. Creo
que es así en todos los fuertes, puesto que el Nilo está muy cerca. Apepa no
sospechaba que se produciría una revuelta a gran escala. —Se levantó y se inclinó
ante ellos—. Debo volver enseguida. Les quitaré las trancas a las puertas justo antes
del amanecer, pero las dejaré cerradas. Abren hacia dentro. Dejarás en paz a mi
familia. Que el dios de Weset te conceda la victoria.
—Un momento. —Kamose también se levantó—. ¿Ramose fue a Nefrusi con su
padre? ¿Cómo está?
Meketra parecía perplejo.
—Está bien de salud, pero muy silencioso —dijo—. En realidad, Ramose no ha
dicho casi nada acerca de lo sucedido.
—Gracias. Retendré aquí a tu escolta, príncipe. ¿Ha quedado claro?
Meketra sonrió.
—Creo que sí, Alteza. —Hizo otra corta reverencia y salió.
Ahmose no habló hasta que el sonido de los pasos del príncipe se perdió en la
cubierta. Luego respiró hondo.
—¡Quién lo hubiera dicho! —exclamó—. ¡No conocemos bien nuestra historia,
Kamose! ¿Podemos confiar en él?
Kamose se encogió de hombros.
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—No nos queda otra alternativa —contestó—. Pero comprendo el peso del rencor
que lleva consigo. Apepa es un idiota. Ahmose, coge un par de Valientes y ve al
encuentro del ejército. No puede estar muy lejos. Dile a Hor-Aha que atacaremos en
cuanto amanezca. Aclárale que los habitantes de esta propiedad —dijo señalando el
mapa que acababa de darle a su hermano—, no deben sufrir ningún daño. Tampoco
Teti ni Ramose. —Se volvió hacia su mayordomo—. Akhtoy, debemos zarpar
enseguida hacia el norte. Díselo al capitán.
Poco después navegaban río arriba y Kamose ocupó su lugar habitual en la proa
con los ojos clavados en la orilla que se deslizaba junto a ellos. La luz de las estrellas
apenas se reflejaba en la trémula superficie del agua. Ankhmahor y un contingente de
Valientes acababan de embarcar a fin de proteger a Kamose durante la lucha que se
avecinaba. Permanecían en silencio detrás de él, con Ankhmahor a la izquierda. Hasta
la guerra puede convertirse en rutina, pensó Kamose. Ya he grabado esta costumbre
en mi conciencia. Levantarme en plena oscuridad, lavarme y comer con rapidez,
luego salir y ocupar mi lugar en este punto preciso de la cubierta, con los sentidos tan
alerta como el día anterior. La orden de dar muerte todavía no se ha convertido en una
costumbre familiar, pero lo será, lo será. Y también la visión de la sangre y el fuego.
Suspiró.
Un rato después, un explorador les hizo señas desde la orilla. Kamose dio la
orden de que se acercase y el hombre subió a la nave.
—Nefrusi está allí —dijo cuando Kamose le dio permiso para hablar—. Tal vez
alcances a distinguir la parte superior de sus muros, Majestad. El ejército ha llegado.
Marchó entre los campos y los árboles. El príncipe Ahmose pide que le permitas
permanecer con las tropas. Espera que les ordenes a los medjay que comiencen a
acercarse. Falta un rato para el amanecer.
—Muy bien. Pueden comenzar. Deben estar preparados para atacar las puertas
con la primera luz del día.
Kamose repasó el resto de las instrucciones pero no las expresó en voz alta: los
primeros blancos deben ser los arqueros de los muros. Deben asegurarse de que los
hombres no se junten y tropiecen unos con otros una vez que hayan traspasado las
puertas. Que vayan en seguida al cuartel. Contened a los caballos para que no causen
confusión. Rodead el arsenal para que los setiu no puedan reponer sus armas. Y por
encima de todo, cuídate, Ahmose.
Despidió al explorador y observó el esquife que llevaba al hombre a la orilla,
donde pronto desapareció en la oscuridad. Ankhmahor olisqueó el aire.
—Ra está a punto de nacer —exclamó—, y la noche de terminar, Majestad. —Su
tono estaba lleno de interrogantes. Kamose se volvió y se encaminó al camarote.
—Akhtoy, abre mi sagrario de Amón y prepara el incienso —pidió—.
Rezaremos, Ankhmahor, y luego desembarcaremos. Ya es el momento.
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El cielo estaba casi imperceptiblemente más pálido cuando salieron del camarote
y embarcaron en el esquife y, a un grito de Kamose, los Valientes que les seguían en
la otra embarcación los imitaron. Se reunieron en la orilla y comenzaron a caminar
por el sendero del río, Kamose en el centro de su guardia personal, precedido y
seguido por doscientos Valientes. Ya se distinguía la forma sin tejado del fuerte y
mientras Kamose lo miraba con ansiedad, resonó un grito. Algo informe cayó del
muro y, de repente, una docena de formas similares aparecieron allí arriba ante su
mirada, hombres agazapados que miraban hacia abajo. Otro grito resonó en el aire
límpido de la mañana. Y luego los medjay aullaron, el primitivo sonido tuvo como
eco casi inmediato un clamor a la izquierda de Kamose. Las figuras de la pared
fueron cayendo una a una. De una manera brusca la vegetación dio paso a un espacio
desnudo, las amplias escaleras del embarcadero contra las que se balanceaban dos
barcas, y Kamose y sus hombres se encontraron ante la elevación del fuerte.
La puerta estaba abierta y una masa de soldados se mezclaba con otra más oscura.
Los medjay hacían su entrada. A sus espaldas, entre el fuerte y el embarcadero, más
tropas avanzaban a trompicones. El ruido era ensordecedor. Kamose pudo distinguir a
los príncipes Lasen y Mesehti con sus portadores de estandartes, quienes con
tranquilidad impartían órdenes en lo que parecía un caos. No había ni rastro de Hor-
Aha ni de Ahmose, y Kamose supuso que debían de estar con el grueso del ejército
que atacaba la puerta occidental.
La luz aumentaba con rapidez. Largas sombras prolongaban la parte inferior de
los muros, y se extendían oscuras y cada vez más agudas hacia el río, mientras el
cielo se teñía de un suave rosa y en los árboles los pájaros iniciaban sus cantos
matinales. De repente Kamose y los Valientes se encontraron solos, acompañados
sólo por los cuerpos de los arqueros caídos que estaban en la arena, pisoteados por las
hordas que corrían desaforadas por encima. Más allá de las puertas, el ruido
continuaba: gritos, aullidos, los atemorizados relinchos de caballos, las fuertes voces
de los oficiales. Pero no se oyen sollozos histéricos ni voces de mujeres aterrorizadas,
pensó Kamose. En comparación con lo anterior, esto es limpio. Ahora, lo único que
tengo que hacer es esperar.
Mucho antes de que el mediodía acortara las sombras, la lucha por Nefrusi había
terminado; Kamose y sus hombres entraron en el amplio fuerte cubierto de cadáveres
y desechos. Mientras lo hacían se les acercaron Ahmose, Hor-Aha y Meketra.
Ahmose estaba empapado de sudor y cubierto de sangre. El hacha que colgaba de su
cintura y la espada que empuñaba también estaban rojas por la sangre.
—Esto no ha sido una batalla, Kamose —dijo—. Mira a tu alrededor. Fue como
atrapar conejos asustados en un prado. Impedí que entrara gran parte del ejército,
porque en caso contrario habríamos estado codo con codo aquí dentro. Hizo falta
menos de media división. Si las puertas no hubieran estado abiertas, la historia habría
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sido distinta. —Miró de reojo a Meketra, que estaba a su lado.
—Estamos en deuda contigo, príncipe —dijo Kamose—. Coge a tu familia y
dirígete a Khemennu. Todas las posesiones de Teti te pertenecen, yo te las entrego a
ti. Ve enseguida.
Le pareció ver un brillo de desilusión en los ojos del príncipe. Meketra quiere ver
morir a Teti, comprendió con desagrado. Está dispuesto a soportar la muda hostilidad
de los supervivientes con tal de poder ver morir a su enemigo. Después de usa ligera
vacilación, Meketra le hizo una reverencia y se retiró.
—Todos los príncipes bajo tus órdenes son traidores para los leales a Apepa —
dijo Ankhmahor en voz baja—. Entonces, ¿por qué Meketra me resulta tan
desagradable?
—Porque hay algo corrupto en su ka —contestó de inmediato Kamose—. Su
causa es justa, pero en él no hay honor. —Se volvió hacia su general—. ¿Qué
pérdidas hemos tenido, Hor-Aha?
—Ninguna, Majestad —contestó Hor-Aha inmediatamente—. Algunos rasguños,
pero nada más. Esta pequeña batalla inspirará mucha confianza a nuestros hombres.
A partir de hoy empezarán a ser soldados. —Le pasó a Kamose un papiro que terna
en la mano—. El hombre que llevaba esto fue apresado y muerto en cuanto comenzó
la batalla. No tenía la menor posibilidad de atravesar el cerco formado por los
medjay, pero eso es algo que Teti ignoraba.
Intrigado, Kamose desenrolló el papiro. Era un mensaje escrito apresuradamente.
«A Vuestra Majestad Awoserra Aqenenra Apepa, el Poderoso Toro de Ma’at, salud.
Debes saber que tu desagradecido y traidor sirviente Kamose Tao ha caído sobre tu
fuerte, aquí, en Nefrusi, con una gran fuerza de renegados. Envíanos ayuda enseguida
o pereceremos. Soy tu súbdito leal, Teti, gobernador de Khemennu e inspector de
Diques y Canales». Kamose lanzó una sombría carcajada.
—¿Qué creía? ¿Que por arte de magia Apepa recibiría el papiro y con la misma
magia enviaría un ejército hacia el sur para salvar su cuerpo inútil? Sigamos adelante.
Hor-Aha, ¿tus oficiales han distribuido las armas del arsenal? Encuentra hombres que
sepan cuidar caballos y ponlos a cargo de las cuadras. Los carros deben ser asignados
en primer lugar a los príncipes y luego a los jefes militares. Ahmose, vuelve a la
embarcación y lávate. Entrégale este papiro a Ipi para que lo archive y dile que haga
los arreglos necesarios para que el contenido de los graneros sea cargado en las
barcas que haya amarradas aquí. Hor-Aha, asegúrate de que Meketra y su familia
hayan partido y luego ordena que se quemen todas las cosechas de los alrededores.
También quiero que elijas a unos cuantos hombres capaces, los asciendas a oficiales y
los dejes a cargo de los setiu supervivientes. Quiero que se queden aquí y que se
encarguen de destrozar este lugar. Deseo que Nefrusi quede reducido a la nada. Y
saca a Reshep de su tabernáculo y destrúyelo a la vista de todo el mundo. ¿Dónde
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está Teti?
—Sigue en las habitaciones del jefe militar —contestó Ahmose—. Puse una
guardia para que lo custodiara, pero no mostró la menor intención de salir. Ramose
está con él. Está herido.
—¿Ramose participó en la batalla?
—Sí. Por suerte, lo reconocieron e impidieron que uno de los medjay lo
atravesara con una flecha. No me ha dado tiempo a hablar con él, Kamose.
¿Cómo es posible que un hombre tan íntegro descienda de Teti?, se preguntó
Kamose. He estado deseando comer este plato, pero ahora que me lo sirven, me
siento saciado y tengo ganas de huir.
—El sol calienta mucho y el hedor que nos rodea se está volviendo insoportable
—dijo en voz alta—. Acompáñame, Ankhmahor. Me enfrentaré a mi pariente pero no
dictaré sentencia hasta que tú vuelvas, Ahmose, y hasta que los príncipes se hayan
reunido.
Empezaba a dolerle la cabeza. Sabía que el dolor no se debía a ninguna causa
física y no le hizo caso. Se encaminó al edificio donde había madurado el
resentimiento de Meketra.
Los guardias situados ante la puerta de las habitaciones del jefe militar saludaron
y se hicieron a un lado, y Kamose entró mientras respiraba hondo. El edificio
constaba de dos habitaciones, una para dormir y otra más amplia, donde en aquel
momento estaban él y Hor-Aha, para la administración del fuerte. Era un lugar
desnudo que contenía poco más que los estantes donde estaban las cajas con informes
de los habitantes de Nefrusi, unos bancos y un escritorio con una silla detrás. El suelo
era de tierra, sin alfombrar, pero por el rabillo del ojo Kamose alcanzó a ver el borde
de una alfombra amarilla en la habitación del jefe militar, donde también percibió un
breve y furtivo movimiento.
A regañadientes dirigió su atención a los dos hombres que, ante su llegada,
acababan de ponerse en pie. Uno de ellos llevaba una venda atada alrededor de la
cintura. Estaba pálido y se movía con dificultad.
—Salud, Ramose —dijo Kamose en voz baja—. ¿Te duele mucho? —El joven
negó con la cabeza.
—Salud, Kamose —respondió con voz ronca—. Me alegraría de volver a verte si
las circunstancias no fueran tan dramáticas. En cuanto a mi herida, no es grave; sólo
incómoda. Me rozó una flecha.
Quisiera abrazarte y rogarte que me perdonaras por tu padre, por Tani, por el
desastre en que se ha convertido tu vida, pensó Kamose. Temo que ya no me tengas
afecto ni respeto. Sabes lo que debo hacer. No hay manera de evitarlo.
Con dificultad, se obligó a mirar a Teti. El hombre estaba descalzo y sin
maquillar. Sólo vestía un corto shenti sujeto sin apreturas a su gran estómago y
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Kamose supuso que, al haber sido despertado de repente por el ruido del ataque, se
puso lo primero que encontró y se fue al fuerte a esperar. Kamose podía sentir el olor
a miedo que desprendía, un olor ácido y humillante.
—Teti, no recuerdo haberte visto nunca así —dijo—. Te has convertido en un
anciano.
—Y tú ya no eres el joven apuesto y callado que solía coger fruta de mi jardín —
logró contestar Teti pese a haber comenzado a temblar—. Ahora eres un criminal,
Kamose Tao. Tus ilusiones no te llevarán mucho más lejos. Apepa te hará pedazos.
—Tal vez —replicó Kamose lleno de lástima por aquel hombre que había
presidido con tanta pompa y seguridad la próspera ciudad de Khemennu—. Creo que
te equivocas, pero aun en el caso de que esta guerra se vuelva en mi contra y yo, y
todos los que me apoyan, seamos destruidos, al menos habré hecho lo correcto, lo
honorable.
—¿Lo honorable? —exclamó Teti con voz quejumbrosa—. El honor reside en la
lealtad a los que tienen la autoridad, y sobre todo al rey. ¡Yo he sido honorable
durante toda la vida!
—Realmente lo crees, ¿verdad? —dijo Kamose—. ¿Pero fue honorable que
corrompieras a mi hermano Si-Amón hasta el punto de que no le quedara más
alternativa que quitarse la vida? ¿Fue honorable que planearas el ataque que sufrió mi
padre a manos de un miembro de nuestra casa? ¿Que aceptaras las propiedades de mi
familia en pago de tu así llamada lealtad? Todo eso va más allá de la fidelidad, Teti.
Pertenece a la codicia y a la insensibilidad. Son las acciones que han firmado tu
sentencia de muerte.
—¡Esto no es más que una venganza! —gritó Teti acalorado. Su rostro estaba
colorado y Kamose notó que el sudor le corría por las axilas—. ¡Tú habrías hecho lo
mismo en mi situación!
—No lo creo. ¡Oh, tío, sé lo que te llevó a comportarte así! Sé que tu abuelo
dirigió una insurrección contra Sekerher, el abuelo de Apepa, y que le cortaron la
lengua por su temeridad. Sé que tu padre, Pepi, sirvió largo tiempo en el ejército de
Apepa y así acabó con la ignominia que pesaba sobre tu familia. Esas cosas son
limpias. Pertenecen al reino de Ma’at, acción y consecuencia, incitan la conciencia de
un hombre para que haga lo que crea correcto. Si tus acciones hubieran nacido de
esas raíces, las aplaudiría, aunque no estuviera de acuerdo con ellas. —Hizo una
pausa y tragó con fuerza, consciente de que, en su furia, acababa de levantar la voz—.
Pero tú torciste esa lealtad y la convertiste en algo podrido —continuó algo más
tranquilo—, el dolor y la muerte de los de tu familia con tal de obtener un beneficio
personal. Podrías haber recurrido a nosotros y explicarnos la red con que trataban de
envolverte; le podrías haber suplicado consejo o ayuda a Seqenenra. No lo hiciste y
por eso voy a ejecutarte.
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Por fin las rodillas de Teti cedieron y se desplomó en el banco.
—No comprendes las presiones a que fui sometido, Kamose —dijo con voz
ahogada—. Para ti todo es blanco o negro, bueno o malo. No alcanzas a percibir las
sutilezas. Si supieras verlas no estarías matando a ciudadanos inocentes en tu loca
travesía por el Nilo. ¿Crees que no me quitaron el sueño las decisiones que debí
tomar? ¿Que no tuve remordimientos?
Las palabras de Teti causaban a Kamose un dolor casi físico y cruzó los brazos
para protegerse de él. ¿Qué sabrás tú de remordimientos?, gritaba una voz en su
interior. De las pérfidas necesidades que acosan mi lecho y envenenan mi comida. De
la pena y el horror que amenazan con corromper mi ka.
—Eso es exactamente lo que pienso, Teti —consiguió decir con dureza.
—Entonces, lo único que puedo hacer es suplicarte que tengas clemencia —rogó
Teti—. Soy un hombre destrozado, Kamose. No me queda nada. Ya no soy una
amenaza para ti. Te suplico que me dejes en libertad. Por el bien de mi hijo y de tu
madre, la prima de mi esposa. —En aquel momento puso una mano en la espalda de
Ramose—. No aflijas a mis seres queridos.
Ramose se puso tenso.
—Padre, ¡por Tot!, no supliques, —exclamó el muchacho.
—¿Por qué no? —balbuceó Teti—. ¿A ti qué te importa si suplico por mi vida?
Salvará la tuya, Ramose, pero está decidido a vengarse de mí, a pesar de lo que yo
diga. En ese hombre no existe la bondad. Ramose miró a Kamose.
—Por favor, Alteza, si puedes… —dijo con suavidad.
Kamose movió la cabeza una sola vez en señal de negativa.
—No. No puedo. Lo siento, Ramose. Hor-Aha, ve a la otra habitación y trae a mi
tía. —Hor-Aha se disponía a obedecer cuando la mujer apareció en la puerta. Hizo
una reverencia y se irguió orgullosa; con ternura, Kamose notó que iba maquillada y
decentemente vestida con prendas limpias, a pesar de que no había ni rastro de
ningún sirviente personal.
—Te saludo, Kamose —dijo con tono desolado—. He oído todo lo que ha
sucedido aquí. He vivido una buena vida y he servido a Tot en su templo con
honestidad y devoción. Estoy preparada para morir con mi marido.
Kamose estaba desconcertado. Me alegro de que tu marido no tenga tu misma
fuerza de carácter, pensó mirando aquel rostro envejecido y digno. Si fuera así, quizá
me hubiera sentido tentado a dejarlo en libertad.
—Eso no será necesario, tía —dijo—. Ni yo ni Egipto tenemos nada contra ti.
Eres libre de dirigirte al río. —Acababa de utilizar el eufemismo que describía a las
mujeres cuyos maridos habían muerto en una batalla y a quienes acababan de sacar
de sus casas. Ella esbozó una sonrisa gélida.
—¿Lo contrario de las mujeres a quienes se obliga a ir allí? —replicó—. No
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gracias, Kamose. No tengo donde ir.
—Mi madre te dará la bienvenida en Weset.
Durante un instante vaciló, pero enseguida alzó la barbilla.
—No tengo el menor deseo de aceptar la hospitalidad de aquellos que han
conspirado para arruinar Egipto y matar a mi marido, aunque sean mis parientes —
dijo—. No niego que Teti es débil, pero también lo son muchos otros hombres.
Tampoco niego que haya participado en esos despreciables actos de los que has
hablado, aunque no lo supe hasta mucho después. Pero soy su esposa. Mi lealtad le
pertenece. Sin él, no hay vida para mí.
—Kamose, si la dejas a mi cuidado yo me encargaré de ella —interrumpió
Ramose—. Me la llevaré lejos. Te prometo que no te crearé problemas.
—¡No! —exclamó Kamose con rudeza—. No, Ramose. Te quiero conmigo. Te
necesito. Tani te necesita. ¡Quiero devolverte a Tani!
La tristeza, rápidamente controlada, brilló en los ojos de Ramose.
—¿Y cómo lo harás? —respondió con rapidez—. Suponiendo que triunfes y
logres llegar a Het-Uart, suponiendo que puedas poner sitio a esa poderosa ciudad y
conquistarla, suponiendo que encuentres a Tani todavía con vida, ¿tienes el poder de
devolverle la inocencia de la juventud? ¿Borrar de su mente todo lo que ha sucedido
desde que Apepa se la llevó? ¿Has recibido alguna palabra suya? Porque yo no. —Se
sujetó con una mano el costado donde había sido herido por la flecha y se sentó en un
banco—. Fue un sueño, Kamose, y pertenece al pasado. Lo que tú y yo queremos ya
no tiene importancia.
Kamose lo miró fijamente.
—¿Todavía la quieres, Ramose?
—Sí.
—Entonces no tienes derecho a renunciar a ese amor ni a tu esperanza hasta que
el futuro se haya desvelado. Vendrás conmigo. —Se volvió hacia el general—. Hor-
Aha, le concederé algo de tiempo a mi tía para que se despida de su marido. Después
quiero que la pongas al cuidado de uno de mis heraldos y que los envíes a Weset.
Dictaré una carta para mi madre. Designa a un oficial para que escolte a Ramose
hasta mi embarcación.
No quedaba nada por decir. Kamose salió sintiéndose anciano y vacío. Después
de la penumbra de la habitación que acababa de abandonar, el sol lo sacudió como un
golpe caliente y se detuvo un momento con los ojos cerrados.
—Hor-Aha —dijo con pesadez—. Me asquea la palabra honor.
Un rato después, bajo la sombra de su dosel, observó que su tía, todavía muy
erguida y sin rendirse, caminaba por el sucio suelo del fuerte junto a un heraldo y
salía por la puerta del este. Acababa de dictar un mensaje apresurado a Aahotep y a
Tetisheri narrándoles lo sucedido desde su última carta y pidiéndoles que cuidaran a
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su tía. Sabía que la conciencia de su madre le impediría permitir que la mujer sufriera
más de lo que ya había padecido y tenía la esperanza de que en Weset pudiera
encontrar un poco de paz. Los cuerpos de los muertos eran arrojados por las puertas
oriental y occidental para ser incinerados, y Kamose pensó que si ganaba esa guerra
sucia, si un milagro le permitía volver a Weset como rey y vivir el resto de sus días en
paz, el recuerdo del hedor de la carne humana ardiendo eclipsaría todos los demás.
Los príncipes habían comenzado a llegar con sus sirvientes, ocupados en plantar
sombrillas y en abrir sus bancos de campaña. Lasen de Badari se inclinaba hacia
Mesehti de Dja-Wati, ambos enfrascados en una profunda conversación. Ankhmahor
estaba junto a un joven apuesto a quien Kamose reconoció como Harkhuf, su hijo.
Makhu de Akhmin hablaba, con rapidez y muchos gestos, con dos oficiales que lo
escuchaban con respeto, pero el príncipe Intef de Qebt estaba sentado solo, con los
ojos oscuros y pensativos fijos en la escena iluminada por el sol que tenía ante sí.
Ninguno de ellos se acercó a Kamose. Era como si supieran que el espacio que lo
rodeaba era temporalmente inviolable, y él lo agradeció. Se descubrió observando sin
pensar las sombras que se movían por el suelo cuando la brisa movía su dosel y
volvió en sí con esfuerzo. Es necesario que lo haga, se dijo con firmeza, esforzándose
por reunir los jirones de su resolución. Y debo hacerlo yo mismo.
Ahmose cruzó junto a Hor-Aha el patio cada vez más vacío del fuerte. Era
evidente que ambos se habían aseado y Ahmose lucía un casco amarillo, bajo cuyo
borde los ojos recién pintados con galena observaron la actividad que se estaba
desarrollando. Se acercó a Kamose, asintió con gravedad pero sin pronunciar palabra
y tomó asiento en el banco que su ayudante acababa de poner. Hor-Aha hizo una
reverencia y luego se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y permaneció
inmóvil. Una sensación de solemnidad cayó sobre los tres y durante un rato sólo
observaron la manera en que el interior del fuerte volvía a algo parecido a la
normalidad.
Entonces Kamose suspiró y se irguió.
—Hor-Aha, que cesen los trabajos —dijo—. Que salgan Teti y Ramose. ¡Ipi! —le
hizo una seña a su escriba que esperaba a cierta distancia, junto a otros sirvientes—.
Prepárate para tomar nota de la acusación y la orden de ejecución. Ahmose, quiero
que los príncipes se pongan detrás de mí.
Ipi se acercó mientras Ahmose asentía con aire sombrío y se encaminaba donde
estaban los nobles. Uno a uno lo siguieron y se pusieron detrás de Kamose, que había
salido del amparo del dosel.
Se hizo un silencio expectante. Por fin, los guardias apostados en la puerta de las
habitaciones del jefe militar se hicieron a un lado y salió Teti del brazo de su hijo. No
había hecho el menor intento de lavarse ni de cambiarse de ropa y seguía descalzo.
Pálido y parpadeante se detuvo irresoluto hasta que, a una palabra brusca del general,
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se adelantó. Kamose le hizo una seña a Ramose.
—No es necesario que seas testigo de la sentencia —dijo con delicadeza—. Si lo
deseas, puedes salir del fuerte.
Al oírle, Teti cogió el brazo de su hijo con ambas manos y le susurró algo al oído.
Ramose negó con la cabeza.
—Permaneceré junto a mi padre —exclamó—, pero te pido una vez más,
Kamose, que tengas piedad de él.
Por toda respuesta, Kamose se volvió hacia Ipi, que ya estaba sentado a sus pies,
con el pincel a punto sobre un papiro.
—Escribe —dijo—. Teti, hijo de Pepi, ex gobernador de Khemennu y
administrador del territorio de Mahtech, inspector de Diques y Canales, se te acusa de
haber planeado el asesinato del príncipe Seqenenra de Weset y de traicionar, y por lo
tanto de causar la ruina, a la casa de Tao, casa que está unida a la tuya por lazos de
sangre y de lealtad familiar. Se te acusa de traición contra el verdadero rey de Egipto
bajo Ma’at, Kamose I, por haber espiado en su contra en beneficio del usurpador
Apepa. Por el intento de asesinato se te sentencia a muerte.
El eco de su voz retumbó en los muros de adobe del fuerte. Percibió la tensión
cada vez mayor de los príncipes que lo rodeaban y el calor del sol que caía sobre su
cabeza. El silencio llenaba el vacío dejado por su proclama y Kamose luchó contra su
presión, consciente de las docenas de soldados que acababan de suspender sus
actividades y que lo miraban con avidez, esperando.
No debo mostrar ninguna debilidad, pensó. No debo tragar ostensiblemente, ni
carraspear, ni mirar al suelo. Éste es el momento que confirmará mi autoridad.
—Teti, ¿has rezado? —preguntó. Impasible observó a Teti, quien luchaba por
responder. El hombre lloraba en silencio; las lágrimas le corrían por las mejillas e
iban a caer sobre su pecho jadeante. Fue Ramose quien contestó por él.
—Mi padre ha rezado —dijo—. Está preparado.
Kamose alargó el brazo y Hor-Aha le alargó el arco y puso una flecha en la palma
de su mano. Kamose cerró los dedos en el arma. Él también estaba sudado, pero sabía
que no debía enjugarse. Puso la flecha en su lugar con detenimiento y alzó la otra
mano para sostenerla. Separó los pies, volvió los hombros hacia el blanco y comenzó
a tensar la cuerda del arco.
—Ramose, apártate —ordenó.
Mirando a lo largo de la flecha vio que el joven besaba a su padre, lo sujetaba
como si se tratara de una criatura a punto de perder el equilibrio y luego se alejaba de
él. A partir de ese momento sólo vio a Teti, que se balanceaba y lloraba mientras de
sus labios salían oraciones o admoniciones o simplemente los barboteos del terror.
Kamose aspiró, contuvo el aire, abrió los dedos de la mano izquierda y Teti se
tambaleó y cayó de lado. Una pequeña cantidad de sangre rodeaba el cabo de la
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flecha que acababa de atravesarle las costillas. Ramose corrió hacia el cuerpo
palpitante y cayó de rodillas, mientras detrás de Kamose surgía un suspiro colectivo.
Kamose le dio el arco al general.
—Vuelve a escribir, Ipi —le ordenó al escriba—. En este día, el decimoquinto de
Pakhons, se ejecutó la sentencia de muerte de Teti, hijo de Pepi, de la ciudad de
Khemennu, por intento de asesinato. Haz una copia antes de archivar el papiro y
envíala al sur, a mi madre. Akhtoy, ¿estás aquí? ¡Sírveme vino!
Los soldados, hablando excitados, volvieron a sus obligaciones mientras los
príncipes todavía permanecían mudos detrás de Kamose. Éste no les hizo caso y
bebió grandes tragos de vino, consciente de que le temblaban las piernas. Se limpió la
boca y estaba a punto extender la taza para que se la volvieran a llenar cuando vio
que se le acercaba Ramose. El joven le hizo una reverencia y levantó hacia él un
rostro inexpresivo. Las manos que acababa de poner en sus rodillas para hacer la
reverencia estaban teñidas en sangre.
—Kamose, permite que haga llevar el cadáver de mi padre a la casa de los
muertos de Khemennu —pidió con voz ronca—. Debe ser embalsamado y llorado, mi
madre deberá volver de Weset para su funeral. ¡No es posible que permitas que le
quemen!
—No, no lo permitiré —confirmó Kamose, obligándose a mirar a los ojos a su
antiguo amigo—. Pero es imposible mantener aquí al ejército durante los setenta días
de la momificación y el duelo por Teti. Debemos movernos, Ramose. Lo llevarán a la
Casa de los Muertos y haré que escolten a tu madre hacia el norte para su funeral.
Para entonces espero estar sitiando Het-Uart.
Ramose asintió con los labios apretados.
—Comprendo que no puedas hacer más, pero me perdonarás si no te quedo
agradecido.
Volvió a inclinarse en una reverencia y sin el permiso de Kamose, Hor-Aha lo
siguió, ordenando a voces a cuatro hombres que fueran en busca de una camilla y
pusieran en ella a Teti. Con Ramose a su lado, los portadores de la camilla se
encaminaron a la puerta del fuerte y Hor-Aha volvió.
—Los oficiales y soldados que deben quedarse a destruir la fortificación ya están
trasladando sus posesiones al cuartel, Majestad —le dijo a Kamose—. Nefrusi se ha
terminado. Necesito tus órdenes para formar al ejército y ponerlo en marcha.
Kamose se levantó y miró a los príncipes todavía reunidos a sus espaldas. Todos
lo miraron con tranquilidad.
—Hay alrededor de trescientos estadios de aquí a Het-Nefer-Apu, en el territorio
de Anpu —dijo—; y unos ocho o diez pueblos, y no sabemos en cuántos de ellos hay
guarniciones. Aquí hemos conseguido muchas armas, carros y caballos, una gran
bendición, pero ahora nos hace falta tiempo para saber cómo afectará esto a la
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naturaleza de nuestro ejército. Me propongo avanzar unos ciento treinta estadios
hacia el norte y descansar brevemente mientras os encargáis de que vuestros
campesinos aprendan el uso y cuidado de las hachas y espadas que se les entreguen.
En ese tiempo, los exploradores podrán darme un informe más completo de lo que
nos espera más adelante. ¿Tenéis algo que decir? ¿Alguna petición relativa a vuestro
bienestar y al de vuestras divisiones?
Nadie habló y Kamose los despidió, alejándose agradecido en dirección al río del
lugar donde la vida de Teti había llegado a su fin.
Las embarcaciones ya estaban cargadas con el botín conseguido en el arsenal y
los graneros de Nefrusi, y los soldados las rodeaban ruidosamente.
—Ahmose, manda buscar a los sacerdotes sem de Khemennu —dijo mientras se
alejaban del polvo y del griterío—. Asegúrate de que se les pague bien por la
momificación de Teti. Ramose no puede hacerlo. Lo he desheredado. Y dale
recuerdos a Meketra. Dile que le mantendré informado de la campaña.
—Querrás decir que lo apaciguarás aún más —replicó Ahmose—. No confío en
ese hombre, Kamose.
—Yo tampoco —admitió Kamose—, pero no ha hecho nada para atraer nuestras
sospechas. Debemos tratarlo como el aliado que ha demostrado ser.
—Hasta ahora —contestó Ahmose. Y subieron a la embarcación sin más
comentarios.
Ahmose cumplió los encargos que se le habían hecho y volvió a la caída del sol
junto a Ramose, con quien se había encontrado en la casa que ahora pertenecía a
Meketra. Ramose recogía unos efectos personales y recuerdos de familia en medio de
lo que Ahmose describió como un caos de cofres, muebles y sirvientes, mientras
Meketra tomaba posesión de la propiedad de Teti.
—La esposa de Meketra parecía saber exactamente dónde quería que se pusiera
cada cosa —le dijo Ahmose a Kamose mientras disfrutaban de la cena bajo los
últimos y suaves rayos de Ra—. Había dirigido la casa hace años, antes de que Apepa
se la concediera a Teti. —Miró a Ramose, que estaba sentado con una taza de vino
entre las manos, sin tocar la comida que tenía ante sí—. Lo siento, Ramose, pero no
es más que la verdad.
—Lo sé —contestó Ramose tajante—. Sólo ruego que Meketra encuentre
campesinos suficientes para cuidar bien los viñedos. Mi padre estaba orgulloso de las
vides y si este invierno no se podan, las uvas serán muy pequeñas y amargas. No le
resultará fácil, los habéis matado a todos.
Durante un momento, Kamose se preguntó cómo era posible que Ahmose y él
fueran los responsables de que se echara a perder la fruta de Teti, pero luego lo
comprendió. No contestó nada. ¿Podrás perdonarme algún día?, le preguntó a
Ramose en su mente tumultuosa. ¿Podremos volver a ser amigos o las frías
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exigencias de nuestra madurez en estas épocas difíciles nos apartarán cada vez más?
Para su alivio, Ahmose centró su atención en la comida y, en una neblina de
silenciosa extenuación. Kamose lo observó comer.
Esa noche, más tarde, le despertó el quedo sonido de un llanto. La embarcación se
mecía con suavidad mientras navegaba hacia el norte. Una luz débil oscilaba sobre su
catre mientras las lámparas puestas a popa y a proa se balanceaban con el
movimiento de la embarcación, y el único sonido era el dulce y constante murmullo
del agua bajo la quilla. Kamose sabía que flotaban, arrastrados con lentitud por la
corriente hasta el amanecer, tal como lo había ordenado el capitán. Se tendió de
espaldas y escuchó el sofocado sonido de desolación. Podía ser uno de los marineros
o una expresión de la nostalgia de alguno de los sirvientes, pero Kamose sabía que no
lo era.
Era el dolor de Ramose, que sollozaba su pérdida y su soledad bajo el manto de la
oscuridad. Debería levantarme y acercarme a él, pensó Kamose. Debería decirle que
yo también lo siento, que tampoco para mí queda ya un puerto seguro, unos brazos
que me den la bienvenida. Pero no. Si yo fuera Ramose, no querría que nadie fuera
testigo de mi angustia.
Cerró los ojos y tuvo la sensación de que los sonidos crecían en intensidad, que
llenaban el camarote y rebosaban la cubierta invisible para multiplicarse hasta que la
embarcación y el agua y las orillas del Nilo estuvieron cubiertas por la tristeza que
trasmitían. Todo, pensó Kamose con incoherencia, deseando taparse los oídos con las
manos, todo es dolor, los hombres que han muerto, las mujeres a quienes he dejado
viudas. En realidad no lo estoy oyendo, no es más que mi imaginación, es sólo
Ramose. ¡Oh, Ramose, qué necesidad tenemos de ayudarnos unos a otros! Sin
embargo, sabía que no había hecho más que conjurar una efímera imitación del
tormento que expresaba Ramose. Kamose mismo no sentía absolutamente nada.
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Capítulo 4
Tetisheri alargó una mano y Uni, su mayordomo, le dio el papiro. Luego dio un paso
atrás y permaneció esperando mientras ella lo sopesaba con el entrecejo fruncido.
—Hum —dijo—. Es muy ligero. Muy delgado. ¿Serán buenas o malas noticias?
¿Qué crees Uni? ¿Rompo el sello o me fortalezco antes con un poco de vino?
Uni lanzó un gruñido con el que no se comprometía y Tetisheri puso el papiro
sobre su falda roja. Se ha convertido en un juego, pensó mientras miraba sin ver el
jardín que la rodeaba. Desde mediados de Pakhons, los papiros llegan, grandes,
pequeños, pulcramente escritos o garabateados por Ipi en algún lugar incómodo, y
cada vez he vacilado. He perdido mi valentía, he dedicado un momento o un rato a
tratar de adivinar su contenido antes de romper el sello de mi nieto.
—Esta semana es uno grueso, Uni. ¿Veneno o medicina?
—Me resulta difícil decirlo, Majestad.
—Un papiro grueso significa tener mucho tiempo para dictarlo. Nada apresurado,
como los otros que llegaron de Nefrusi con la prima de Aahotep.
—Sin duda tienes razón, Majestad.
Y siempre el miedo. ¿Han matado a alguien? ¿Lo han herido? ¿Hemos sido
vencidos por fin? ¿El sueño se ha convertido en cenizas?
Pero hasta entonces no había habido ningún fracaso. Acababa de comenzar
Mesore, un mes de cosechas y de calor abrasador, cuando en Egipto el tiempo parecía
detenerse y tanto hombres como bestias luchaban contra el deseo de acostarse, de
dormir, mientras el río corría cada vez más bajo y los únicos lugares verdes estaban
en los recintos de los nobles y en las copas de las palmeras sedientas. En los campos
pequeños las hoces caían y se levantaban y, alrededor de los graneros, el aire estaba
lleno del polvo del trigo. Las vides se inclinaban bajo el peso de los racimos de uvas
negras y eran aliviadas de su carga, y el jugo fluía púrpura y preñado de promesas.
Cuatro meses, suspiró Tetisheri. Cuatro meses de continua tensión, de rápido
aumento del calor, de esta demostración de cobardía antes de que la cera se deshaga
entre mis dedos y salten hacia mí las figuras hieráticas de Ipi. Es un milagro que la
constante ansiedad no me haya dado muerte. Le arrojó el papiro al mayordomo.
—Léemelo tú, Uni —ordenó—. Hoy tengo los ojos cansados.
Obediente, el mayordomo cogió el papiro, rompió el sello y lo desenrolló. Hubo
un corto silencio durante el cual Tetisheri clavó la mirada en el estanque que
comenzaba al borde de la sombra que proyectaba su dosel. Uni se aclaró la garganta.
—Son buenas noticias, Majestad —dijo—. «Haz un sacrificio a Amón. Vuelvo a
casa».
—Dámelo. —Se lo arrancó de las manos y lo mantuvo abierto sobre las rodillas
mientras seguía con el dedo el flujo de las palabras—. Vuelvo a casa. ¿Qué quiere
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decir? —preguntó irritada—. ¿Huye de una batalla perdida o trae consigo la victoria?
¿Cómo voy a acudir a Amonmose en el templo si no lo sé?
—Me inclino a pensar —dijo Uni con cuidado—, que si Su Majestad estuviera
huyendo habría sido más concreto en su mensaje. Habría incluido una advertencia
para la familia e instrucciones. Además, Majestad, no ha habido ninguna insinuación
de desastre en sus cartas, ¡sólo frustración!
—Tienes razón. —Permitió que el papiro se enrollara y, pensativa, comenzó a
golpearse con él en la barbilla—. Ve a decírselo a Aahotep y a Aahmes-Nefertari. Ese
muchacho necio no ha puesto fecha en el comunicado, de manera que no podemos
saber cuándo aparecerá. Debemos estar preparados para verlo aparecer en cualquier
momento. —Se dignó dedicarle a Uni una de sus poco frecuentes sonrisas—. Tal vez
ya haya tomado Het-Uart y ejecutado a Apepa.
—Tal vez, Majestad, pero no lo creo.
—No, yo tampoco. Fue una tonta esperanza. Puedes irte.
Lo observó alejarse y desaparecer bajo la sombra de la entrada del salón,
súbitamente consciente de que su corazón palpitaba dolorosamente. Cualquier
sorpresa, agradable o no, agita mi cuerpo, pensó. Estoy comenzando a sentir mi edad.
Así que, mi bien amado Kamose, pronto veré tu rostro y te abrazaré y no será la
fantasía por la que me he dejado llevar mientras esperaba que me llegara el sueño.
Debes de haber cambiado. He de estar preparada para eso. Tus palabras no me han
indicado el estado de tu ka. Sólo me has hablado de escaramuzas y de pequeños
sitios, de incendios y de muertes; sin embargo, debajo de todo ello he percibido una
batalla más siniestra, invisible pero grave. Cuida de no dañar tu ka, te dije. ¿Me
hiciste caso, muchacho implacable? ¿O al destrozar esta tierra preciosa también has
destrozado tu alma?
Al poco rato percibió un movimiento junto a las columnas y Aahmes-Nefertari
salió corriendo de la oscuridad, con la ropa revoloteando alrededor de su cuerpo
mientras rodeaba el estanque. Iba descalza sujetando una fina capa blanca alrededor
de su cuerpo desnudo. Raa la seguía apresurada, con un par de sandalias en la mano y
un almohadón bajo el brazo. Aahmes-Nefertari se agachó bajo el dosel y permaneció
colorada y jadeante ante Tetisheri.
—¡Uni dice que hay grandes noticias! —exclamó mientras su sirvienta personal
ponía el almohadón en el suelo y se retiraba—. Perdona mi aspecto, Majestad, pero
estaba a punto de tomarme el descanso de la tarde. ¿Puedo ver el papiro?
—No, Aahmes-Nefertari, debes esperar hasta que lo haya visto Aahotep —
contestó Tetisheri—. ¡Siéntate, criatura! —Suavizó el tono de sus palabras poniendo
una mano en el codo de Aahmes-Nefertari—. Debes ser paciente. ¿Acaso no hemos
tenido que aprender todos a ser fuertes? Permite que una anciana guarde un rato más
su secreto.
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Con la humildad de la inmediata obediencia que tanto encanto le confería,
Aahmes-Nefertari se dejó caer en el almohadón y clavó los dedos de los pies en la
hierba.
—¿Han triunfado, verdad? —dijo con ansiedad—. ¡Por fin ha caído Het-Uart!
Semana tras semana las noticias han sido las mismas, ¡pero Uni dijo que las de hoy
son muy buenas! ¡Oh, cómo he rezado para que llegara este momento!
—Siempre sacas conclusiones apresuradas, Aahmes-Nefertari —dijo Tetisheri
con sequedad—. No, por lo que yo sé Het-Uart todavía sigue en pie. Aquí está
Aahotep.
La mujer se les acercaba con lentitud seguida de Senehat y, como siempre,
Tetisheri gozó al ver a su nuera. Su porte elegante, las caderas sensuales pero
discretas que se dibujaban bajo la túnica amarilla, las facciones perfectas, hablaban
tanto de la belleza como de la buena educación que cautivó a Seqenenra y satisfizo la
exigencia de las normas de Tetisheri. Aahotep hizo una reverencia al llegar bajo la
sombra que cobijaba a su suegra, se enderezó y miró a Tetisheri a los ojos.
—¿Es lo que esperábamos? —preguntó en voz baja.
Por toda respuesta, Tetisheri le entregó el papiro. Aahotep lo desenrolló sin
demora, lo leyó, sonrió y se lo pasó a Aahmes-Nefertari antes de volverse hacia su
sirvienta personal.
—Senehat, pon mi banco y luego trae vino. Lo celebraremos.
En el momento en que se instalaba, Aahmes-Nefertari lanzó una exclamación.
—¡Vuelven a casa! ¡Qué maravilla! —Se llevó el papiro a la boca—. ¿Habrán
salido ya del Delta? Ipi no lo dice.
—Tampoco dice que vuelvan todos a casa —aclaró Tetisheri—. Sólo dice
«vuelvo a casa». ¿Dónde está tu prima, Aahotep?
—Durmiendo en sus aposentos —contestó Aahotep—. Sería mejor ocultarle por
ahora esta noticia. Ignoramos si Kamose vuelve porque la inundación está a punto
comenzar o por alguna otra razón. Nefer-Sakharu es imprevisible. Sigue
desconsolada. Si no hubiera enviado a un guardia con ella al funeral de Teti, habría
huido después al Delta. No me cabe duda de que Kamose nos avisará justo antes de
llegar a Weset, y entonces podremos advertírselo.
Aahmes-Nefertari sólo las escuchaba a medias. En aquel momento se irguió.
—Le ha tomado mucho cariño a Ahmose-Onkh —dijo—. Mientras juega con él,
olvida por un rato a Teti. Y ya no llora tanto como antes.
—El dolor no dura —dijo Aahotep—. El tiempo lo dulcifica. Pero las cosas
profundas, los recuerdos y el amor, se niegan a morir. ¡Pobre mujer! Sin embargo,
¿no hemos sufrido todos de una manera terrible desde que le llegó a Osiris Seqenenra
la ofensiva carta de Apepa? Aquí está el vino. Olvidemos el pasado y brindemos por
esta bendita reunión.
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Después, cuando el suave efecto del vino fue sacando a flote los recuerdos de los
que nunca se hablaba por temor de lo que podría deparar el futuro, las mujeres
volvieron a la casa. Aahotep y Aahmes-Nefertari volvieron a sus lechos, pero
Tetisheri permaneció sentada ante la mesa de su habitación y le pidió a su
mayordomo que le alcanzara el pequeño arcón en el que guardaba todas las cartas de
Kamose. Ahora podré volver a leerlas, pensó, mientras daba permiso a Uni para que
se retirara y levantaba la tapa de oro de la caja. Estos papiros ya no pueden llenarme
de dudas, ni preocuparme por el siguiente movimiento del ejército, ni llenarme de
impotente exasperación por no poder cuestionar la sabiduría de las decisiones de
Kamose.
Los sacó todos y los ordenó con cuidado según las fechas que el escriba
consignaba en cada uno. Los primeros la hicieron vacilar, pero los apartó con un
movimiento súbito: no quería revivir las intensas emociones que acompañaron su
llegada. En aquellos días estábamos todas aterrorizadas, pensó. Kamose con su única
y miserable división de Weset, sin saber si los príncipes cumplirían o no su palabra, y
cinco mil medjay que podían haber demostrado que eran tan mortales como
ingobernables. ¡Gracias a todos los dioses por Hor-Aha! Y aquí, en casa, cada
mañana traía consigo la secreta y silenciosa certeza de que las hordas de Apepa
aparecerían en el río con el cadáver de Kamose colgado de un mástil. Cada papiro
podía haber contenido una maldición, pero no fue así, y poco a poco nuestro terror
comenzó a disminuir. Después vino el triunfo de Nefrusi, y a partir de aquel momento
abrir las cartas se convirtió en una ceremonia. Todavía eran preocupantes, leerlas
todavía nos exigía valor, pero la confianza volvía con rapidez.
A mí nunca me gustó el príncipe Meketra, pensó mientras descartaba el mensaje
en que Kamose narraba la toma del fuerte. Lo recuerdo bien desde los primeros días.
Siempre hubo en él algo malsano, como si fuera negligente para lavarse. Pero ahora
ha dado pruebas de ser otra cosa y supongo que debo revisar la opinión que me
merecía. Después de todo, ha pasado mucho tiempo desde que nos conocimos.
Eligió el papiro con fecha «Payni, día 2» y lo alisó. «Para Sus Majestades las
Reinas Tetisheri y Aahotep, honorables abuela y madre, salud», comenzaba diciendo.
«Esta noche nuestra embarcación está amarrada en Het-Nefer-Apu. Hemos tardado
siete días en llegar desde Nefrusi hasta aquí debido al creciente número de pueblos
con que nos encontramos a medida que nos acercamos al Delta. También nos ha
retenido nuestra ignorancia de todo lo que existe más al norte de Khemennu. A
medida que avanzamos debemos confiar en los informes de nuestros exploradores y
esperar a que nos lleguen. Nos enfrentamos a una guarnición, la vencimos y pasamos
a todos los soldados por la espada, pero la pequeña fortificación de Het-Nefer-Apu se
rindió en cuanto su jefe militar nos vio acercarnos. Parece que campesinos de
Khemennu y de Nefrusi han estado intentando llegar al norte en busca de protección,
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y llevan consigo historias de nuestro poder y exageran sobre lo despiadados que
somos».
En este punto, Tetisheri levantó la vista y fijó su mirada distraída en la pared
opuesta. ¿Exageradas?, se preguntó en silencio. ¿Qué tratas de decir, Kamose? Cada
una de tus cartas contiene palabras de carnicería junto a justificaciones de su
necesidad. Estuvimos de acuerdo en que era la única manera de asegurar tu
retaguardia sin mermar el ejército. Entonces, ¿por qué esa mentira tan sutil? ¿El
asesinato se ha convertido en rutina hasta que al dictar esta epístola sentiste una culpa
pasajera? ¿Es posible que los campesinos exageren aún más la brutalidad de esta
campaña? Hizo una mueca y siguió leyendo.
«La mitad de las fuerzas de la guarnición fueron ejecutadas y el resto puesto a
trabajar para reducir los muros a escombros. Yo no quería acabar con la vida del jefe
militar, pero éste no me dio elección posible, puesto que no sólo era de sangre setiu
sino completamente hostil a mí. Creo que aún ahora, después de haber sojuzgado toda
la tierra entre Weset y Het-Nefer-Apu, los setiu sólo nos ven como algo más serio que
una revuelta pasajera. Se lo oí decir al jefe antes de morir, y Teti pronunció las
mismas palabras. Mañana navegaremos hacia Henen-Nesut. ¡Ojalá pudiéramos tomar
el camino del oeste desde aquí hasta Uah-ta-Meh! Me gustaría explorar el oasis.
Ruega por nosotros. ¡Estamos muy cansados!».
Tetisheri levantó las manos y el papiro se enrolló con un susurro. Las últimas
palabras de Kamose le encogieron el corazón cuando las escuchó por primera vez de
boca de Uni. Y todavía lo hacían cuando ella y Aahotep se sentaron en el comedor.
«¡Estamos muy cansados!», pensó, repitiendo mentalmente las palabras del papiro.
No cansados de cuerpo, sino de espíritu. Sí. Y sin duda rezamos por vosotros todos
los días. Apartó aquel papiro y sacó el siguiente, permitiéndose un ligero asomo de
placer, el mismo que había sentido cuando la noticia de la muerte de Teti había
llegado a la propiedad. Lo ocultó para que no lo leyera su nuera porque, aunque
Aahotep sabía que la ejecución de su pariente era inevitable, le angustiaba
profundamente.
—No dirás más mentiras —dijo en voz alta—. Ni dictarás órdenes traicioneras y
engañosas. Es posible que yazcas embalsamado en tu tumba, pero estoy segura de
que el platillo de la balanza del Salón de los Juicios no se inclinó cuando tu corazón
fue puesto en él. Espero que a Sobek le hayas resultado un bocado jugoso.
Esa carta estaba fechada: «Payni, día 30». «Nos hemos abierto paso hasta Iunu
luchando —decía después de los saludos habituales—, y mañana entraremos en el
Delta y llegaremos a Nag-ta-Hert, que según los exploradores es un fuerte poderoso
edificado en un montículo. Allí hay por lo menos diez mil tropas acuarteladas. Es el
bastión de Apepa contra las incursiones del sur en el corazón de su tierra. Todavía no
sé cómo nos encargaremos de ellos. No puedo esperar que otro Meketra me visite
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durante la noche. He respetado la vida de la mayoría de los habitantes de Mennofer,
matando tan sólo a los soldados en activo, porque la ciudad y su territorio están
gobernadas por el príncipe Sebek-Nakht. Lo recordé en cuanto salió del Muro Blanco
rodeado de su séquito. Estuvo en Weset con Apepa en la época de nuestra sentencia y
fue el único príncipe con la valentía suficiente para hablar con nosotros en público.
Salió a cazar con Ahmose. Tal vez tú también lo recuerdes. Es un sacerdote de
Sekhmet, un erpa-ha y señor hereditario, y uno de los arquitectos de Apepa. Antes de
su muerte, su padre fue Visir del Norte. Su hospitalidad fue generosa y creo que no
influyó en ello el deseo de congraciarse conmigo. Con él visitamos las antiguas
tumbas de Saqqara, inspeccionamos el puerto, que estaba lleno de toda clase de
embarcaciones comerciales junto a nuestros barcos, y rendimos culto al dios en el
templo de Ptah. Después de una conversación que duró toda la noche, el príncipe ha
jurado que si dejamos Mennofer intacto no informará a Apepa de nuestras fuerzas y
debilidades, y que nos apoyará con todos los bienes y armas que nos sean necesarios.
Ahmose confía en él, pero él admira a cualquiera capaz de cazar un pato con jabalina
al primer intento. A mí el príncipe me gusta lo suficiente para creer que mantendrá su
palabra. Ankhmahor lo conoce bien».
Sí, lo recuerdo, pensó Tetisheri. Conocí a su madre, una mujer que participó
activamente y con severidad en la educación de sus hijos. Su sangre es pura. Pero
Kamose, la burla que haces de tu hermano me gusta aún menos ahora que cuando
recibí la carta. Sin duda comprenderás que un problema entre vosotros significaría un
desastre. Es un asunto más que deberemos tratar mientras estés aquí.
El siguiente papiro era ligero como un puñado de plumas y después de golpearlo
con una uña, Tetisheri lo depositó en el arcón. No debo leer este mensaje, pensó. Lo
sé de memoria. «Epophi, día 30. Nag-ta-Hert. Nos ha costado un mes sitiar y quemar
este maldito lugar. Muros inclinados, puertas fuertes, todo colina arriba. Diez mil
cuerpos contra los que disparar. Trescientos de los nuestros que enterrar. Rumores de
motín en la división de Intef. ¿Por qué no ha reaccionado Apepa?».
También masticaremos juntos ese hueso, le prometió Tetisheri en su mente. No es
lógico que Apepa todavía no haya recibido noticias del avance. ¿Dónde están sus
tropas? Envió a Pezedkhu a miles de estadios al sur, a Qes, para vencer a Seqenenra.
¿Qué espera esta vez? ¿Que se extienda el motín? ¿Será posible que presuma que con
el tiempo habrá insatisfacción en un ejército a cuyos hombres se les pide que maten
todos los días a compatriotas?
Bueno, tanto mejor, dijo para sí mientras abría la penúltima carta. Kamose y Hor-
Aha son capaces de sofocar los motines. Han roto las defensas del sur del Delta. Ya
no hay nada entre ellos y Het-Uart. Desenrollar esa misiva le produjo una gran
sensación de triunfo y la leyó en voz alta como si se encontrara ante una audiencia
reverente. «Mesore, día 13. Dicto estas palabras ante la visión de la gran ciudad de
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Apepa, sentado en mi embarcación, mientras a mi alrededor parece que el paraíso de
Osiris haya bajado a la tierra. Por todas partes hay un verde lujurioso, cortado por
múltiples y anchos canales, cuya agua es tan azul como el cielo, y que apenas se
alcanzan a ver por la gran profusión de árboles. Los pájaros llenan de música el cielo
y el aire huele a fruta madura. Ahora comprendo por qué los del norte llaman a
nuestro territorio el brasero del sur de Egipto, no cabe duda de que Weset es árido en
comparación con ésta desmesurada fertilidad.
»La ciudad de Het-Uart está edificada sobre dos montículos de poca altura, uno
de ellos más grande que el otro. Cada uno está defendido por muros macizos y altos
cuya superficie exterior cae en declive. Ambos están totalmente rodeados por canales,
que en esta época del año están secos pero que cuando están llenos deben hacer los
muros inaccesibles. He enviado heraldos a las cinco puertas del montículo principal
de Het-Uart para que griten mis nombres y títulos y exijan la rendición de Apepa,
pero no hemos obtenido respuesta. Las puertas permanecen firmemente cerradas y la
ciudad, amurallada en todo su perímetro de treinta estadios, es inexpugnable.
»Nuestras filas han crecido y se componen ahora de cerca de treinta mil soldados
de infantería, pero no tenemos tiempo de sitiar la ciudad. Si Isis desea llorar, la
inundación llegará dentro de dos semanas, y no quiero que el ejército pase aquí el
invierno. Por lo tanto, he ordenado una batida en el Delta. Ciudades, pueblos,
campos, viñedos y huertos deben ser incendiados para impedir que los ciudadanos de
Het-Uart tengan suficiente comida para aguantar el sitio que pienso imponerles
durante la próxima campaña. La inundación se encargará de hacer el resto. Todavía
ignoramos la cantidad de soldados que hay en los dos montículos, pero Hor-Aha
estima que deben de ser por lo menos cien mil, tal vez más. Apepa no los ha soltado.
¡Es un necio!».
Pero ¿lo es?, se preguntó Tetisheri mientras se levantaba, guardaba ese papiro y el
anterior en el cofre y cerraba la tapa. Si Het-Uart es tan inexpugnable, ¿por qué
arriesgar su ejército en una acción agresiva? Yo no lo haría. Dejaría que el ejército
sitiador se cansara de patrullar esos muros tan poco amistosos. Que agotara sus
provisiones hasta pasar estrecheces. Que sus corazones se fueran enfriando con el
transcurso de los días. Tendrás que ser muy inteligente para vencer a ambos
enemigos, los de dentro y los de fuera, Kamose, pensó Tetisheri cuando por fin se
sentó en el lecho y llamó a Isis para que le quitara las sandalias. Quemando la mitad
del Delta no lo lograras. ¿Cómo puedes lograrlo? Muy pronto tú y yo podremos
analizar este problema frente a frente.
Durante las dos semanas siguientes no llegaron papiros de los hermanos y
Tetisheri se volvió a encontrar luchando contra los ogros de su activa imaginación:
Apepa había abierto las puertas e inundado el Delta con aquellos cien mil soldados.
En su camino de regreso, Kamose había caído en una emboscada y muerto a manos
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de campesinos descontentos. Ahmose enfermó a causa de la humedad del Delta y
jadeaba moribundo mientras la flota le esperaba en algún riachuelo del norte.
Weset se preparaba para celebrar la llegada del Año Nuevo con grandes fiestas en
honor de Amón y de Tot, que había dado su nombre al primer mes. Los sacerdotes
cuya tarea consistía en medir la altura del río día a día esperaban con ansiedad el
menor cambio que anunciara la inundación. Aahmes-Nefertari pasaba los días en
nerviosa soledad, callando sus preocupaciones, pero Tetisheri y Aahotep iban al
templo de Amón y permanecían de pie, mudas, mientras Amonmose alzaba la voz en
súplicas y el incienso cubría los cuerpos de las sagradas bailarinas.
Fue allí donde las encontró el heraldo, saliendo del atrio exterior tras sus
oraciones, y se inclinó ante ellas. Tetisheri sintió que la mano de Aahotep se agarraba
a la suya cuando el hombre se irguió.
—Habla —ordenó. El hombre sonrió.
—Su Majestad llegará antes del mediodía —anunció—. Su embarcación me viene
pisando los talones.
Aahotep apartó los dedos de los de su suegra.
—Es una excelente noticia —dijo con tono tranquilo—. Gracias. ¿Están bien?
—Muy bien, Majestad.
Ella asintió con gravedad, pero le brillaban los ojos.
—Los esperaremos en el embarcadero. Heraldo, dile al Sumo Sacerdote que lleve
leche y sangre de toro inmediatamente.
Al cabo de dos horas, las escaleras del embarcadero estaban atestadas de
silenciosos observadores. Sobre ellos se agitaban los doseles, telas de lino blanco que
se alzaban y caían movidas por el viento caliente, bajo los cuales todos los habitantes
de la casa esperaban tensos y expectantes. Se habían puesto sillas para las tres
mujeres reales, pero ellas también estaban de pie, con los ojos entrecerrados para
protegerlos del reflejo del sol en el agua, mientras se esforzaban por mantener la vista
fija en el río. Tras ellas se agrupaban los sirvientes y los músicos, y junto a ellas,
Amonmose, con la piel de leopardo de su categoría sacerdotal, apoyaba una mano en
el hombro de un sacerdote que sostenía la gran urna de plata que contenía la leche y
la sangre. Los incensarios estaban encendidos y su humo se elevaba casi invisible en
el aire caliente. Nadie hablaba. Hasta Ahmose-Onkh permanecía callado en brazos de
su niñera.
El silencio no fue roto ni siquiera cuando la proa de la primera embarcación
asomó por la curva del río. Llegó como un sueño, los remos hundiéndose en el agua y
alzándose en un resplandor de gotas, y hasta que los presentes no oyeron los gritos de
advertencia del capitán no se rompió el hechizo. A la orden del capitán, los remos
fueron subidos a la embarcación como las patas de un gran insecto y la nave se
acercó con delicadeza al muelle. En una explosión de febril actividad, los sirvientes
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corrieron a asegurarla, apareció la rampa y empezaron a tronar los tambores y a
temblar las flautas; Amonmose cogió la unía de manos del acólito. Las sacerdotisas
sacudían los sistros. Pero Tetisheri ignoró el repentino estruendo. Recorrió con la
mirada los hombres agrupados en cubierta. Allí estaba Ahmose, moreno y fuerte, con
su casco rayado amarillo y blanco, las manos cubiertas de anillos apoyadas en las
caderas, el sol brillando en el oro que llevaba en el pecho, sonriendo con deleite a
Aahmes-Nefertari. Pero ¿dónde estaba Kamose?
Los soldados bajaron por la pasarela para formar una guardia y el príncipe
Ankhmahor los siguió. Tetisheri lo reconoció enseguida, pero su mirada no se detuvo
en él. Mientras entonaba las oraciones de bienvenida y de bendición, Amonmose
comenzó a verter la leche y la sangre sobre la piedra del pavimento y un hombre
empezó a bajar de la embarcación. Era delgado, con los músculos de los brazos
cubiertos de oro y las largas piernas como nudos retorcidos y, bajo el tocado azul y
blanco, su rostro parecía lleno de huecos. Alrededor de su cuello colgaba un pectoral
que Tetisheri conocía, Heh, arrodillado sobre el signo de heb, la Pluma de Ma’at, el
cartucho real rodeado por las alas de la Señora de los Muertos, el lapislázuli brillando
muy azul en su prisión de oro. Aturdida, Tetisheri elevó una vez más la mirada hacia
el rostro del hombre. Éste acababa de llegar al pie de la pasarela y caminaba por los
charcos pegajosos de leche y sangre, buscándola, mirándola; era Kamose.
—¡Dioses! —susurró Tetisheri horrorizada mientras se prosternaba junto a
Aahotep.
—Levantaos —las invitó una voz cansada y débil, tan débil como el cuerpo de la
que surgía. Y las mujeres se irguieron. Kamose les tendió los brazos—. ¿Es cierto que
estoy otra vez aquí? —preguntó, y las mujeres cayeron en sus brazos.
Tetisheri lo abrazó durante largo rato, mientras sentía su olor tan familiar, su piel
cálida contra la mejilla, y sólo vagamente consciente de que Aahmes-Nefertari
gritaba de alegría y que Ahmose pasaba por su lado como un relámpago amarillo.
Amonmose acababa de terminar sus cánticos y el fin de sus oraciones fue ahogado
por saludos y charlas. Kamose se apartó de sus parientes y se volvió hacia el Sumo
Sacerdote, cuya mano estrechó.
—Amigo mío —dijo con voz ronca—. He dependido mucho de tu fidelidad y de
la eficacia de tus oraciones a Amón por mí. Esta noche lo celebraremos juntos y al
amanecer iré al templo para ofrecer mi sacrificio.
Amonmose se inclinó ante él.
—Majestad, Weset se regocija y Amón sonríe —contestó—. Te dejaré para que
recibas la bienvenida de tu familia.
Retrocedió y Kamose habló a su familia:
—Madre, abuela, supongo que recordaréis al príncipe Ankhmahor. Es el jefe de
los Seguidores y también el de los Valientes del rey. He dejado a los demás príncipes
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con sus respectivas divisiones.
Ankhmahor hizo su reverencia y se excusó, impartiendo órdenes a sus soldados
mientras se alejaba. Ahmose y su esposa continuaban abrazados con fuerza, con los
ojos cerrados, balanceándose en un regocijo mutuo. Tetisheri luchaba por ocultar el
impacto que le producía la apariencia de Kamose, pero iba recobrando su
tranquilidad. Miró la embarcación que en aquel momento cruzaba el río y preguntó:
—Kamose, ¿dónde está el ejército? ¿Dónde está Hor-Aha? ¿Es esto todo lo que
has traído contigo?
Él le dirigió una sonrisa tensa.
—He traído a todos los medjay —contestó bruscamente—. Más tarde hablaré
contigo sobre lo que he dispuesto para el resto del ejército. Ahora lo único que quiero
es estar en los baños, bajo un diluvio de agua perfumada, y después dejarme caer
sobre mi lecho. —Su sonrisa tembló—. Os quiero a las dos, os quiero a todos. ¡Si mi
dignidad lo permitiera besaría a cada uno de los sirvientes reunidos aquí!
Las palabras rebosaban buen humor, pero la voz era entrecortada. Durante unos
instantes esperó con los labios apretados, recorriendo con la mirada la fachada de la
casa, los árboles sedientos, el brillo del sol sobre la superficie del estanque que se
alcanzaba a ver a través de las vides, y luego comenzó a caminar hacia las columnas
de la entrada. En el acto, los Seguidores lo precedieron y siguieron. Ankhmahor
caminaba a su lado.
—Parece extenuado —dijo Aahotep—. Enfermo.
—Durante un tiempo, sólo debe comer y dormir —concluyó Tetisheri—, ¿qué
sucede? —le preguntó al sacerdote we’eb que se le había acercado y esperaba
pacientemente a su lado.
—Disculpa, Majestad —dijo—, pero se me ha ordenado que te informe que el
Nilo ha comenzado a crecer. Isis está llorando.
Aquella noche el salón de recepciones estaba repleto y sus sombras ya no eran
recuerdos melancólicos de tiempos pasados. Las pequeñas mesas llenas de fruta y de
exquisiteces estaban situadas las unas junto a las otras y los invitados sentados casi
espalda contra espalda, con guirnaldas de flores y la piel brillando a medida que el
aceite fragante de los conos que llevaban sobre las pelucas se derretía y corría por sus
cuellos. Los sirvientes se abrían paso entre la ruidosa multitud, con jarras de vino y
bandejas de comida humeante en alto. La música se mezclaba con canciones dulces a
medida que las charlas crecían y decrecían. En el estrado, la familia, esplendorosa,
con prendas de lino recién almidonadas, polvo de oro sobre los ojos teñidos con
galena y alheña en la boca, recibía la adoración de quienes se acercaban a sus pies
para rendirles pleitesía. El alcalde de Weset y otros dignatarios, entre ellos
Amonmose, también ocupaban el estrado. Ahmose y Aahmes-Nefertari comían y
bebían con los brazos enlazados, hablando de tonterías, más pendientes de la voz del
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otro que de la palabras que pronunciaban.
Pero Kamose permanecía en silencio. Con su madre a la izquierda y Tetisheri a su
derecha, comía y bebía como un hambriento y miraba con expresión imperturbable el
alegre caos del salón. Behek se apoyaba en él y Kamose mantenía una mano en la
cabeza gris del perro, pasándole bocados de ganso asado y de pan de cebada mojado
en aceite de ajo. Ankhmahor tampoco tenía nada que decir. Por una vez en la vida,
Tetisheri contuvo su lengua, y después de unos intentos de hablar con su nieto, se
dedicó a gozar de la ocasión.
Egipto, con la pequeña excepción de la ciudad de Het-Uart, volvía por fin a estar
en manos de sus verdaderos soberanos. Ma’at estaba a punto ser restaurado. Allí,
esparcida en ruidos y risas, estaba la prueba de la superioridad de los Tao y del
victorioso derecho de su nieto de ascender al Trono de Horus. Habrá que purificarlo
antes de que Kamose se instale en él, pensó, cerrando los ojos e inhalando los olores
mezclados de cuerpos perfumados y de guirnaldas de flores que llegaban hasta su
nariz llevados por la brisa nocturna. Todo rastro del hedor de los setiu deberá ser
borrado, pero tallaremos la imagen de un setiu en el oro del escabel donde el rey
apoyará los pies. Sí, desde luego que lo haremos. Kamose tendrá que casarse, lo
desee o no, pero tal vez esperemos al año que viene, cuando haya caído Het-Uart. Me
pregunto si a Kamose se le habrá ocurrido enviarle un mensaje al alcalde de Pi-Hator
informándole de nuestro éxito. Me gustaría poder decirle yo misma lo pesado que era
tener que vigilar constantemente el río por temor de que pudiera filtrarse un mensaje
para Apepa. Pero todavía no le diré nada a Kamose, decidió, dolorosamente
consciente del codo de su nieto contra el suyo, de la casi inmovilidad de su cuerpo.
Ante todo debe recobrarse, recuperar fuerzas. Ahmose y él no han intercambiado una
sola palabra desde su llegada. Ahora tengo otras preocupaciones, pero no esta noche.
Lanzando un suspiro le tendió su taza a Uni para que se la llenara y bebió el vino con
gesto reflexivo. Esta noche, no.
Mucho después de que se llevara a los invitados a sus esquifes o, alegremente
borrachos, a sus literas, y cuando las lámparas del salón se habían extinguido,
Tetisheri seguía sin poder dormir. El exceso de vino y de estímulos hacían su efecto y
permanecía tendida, inquieta y alerta en su lecho, escuchando los pasos del guardia
ante su puerta. Hacía calor en la habitación, como si el bochorno del día se hubiera
confinado entre sus cuatro paredes. El camisón le irritaba la piel y su almohada
parecía llena de grumos. Se sentó, enlazó las manos y clavó la mirada en la oscuridad
pensando en lo que había cambiado la atmósfera de la casa con el retorno de su señor,
y enseguida se dio cuenta de que podía renunciar a su autoridad. Las decisiones
importantes serían tomadas por Kamose, por lo menos hasta que la inundación se
hubiera aplacado. Eso es, a la vez, un alivio y un engorro, pensó. Si debo ser honesta
conmigo misma, es necesario que admita que me gusta el poder inherente a mi
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posición como matriarca de los Tao. Trataré de tener cuidado y de no manifestar mis
juicios en ninguna conversación de índole militar que mi nieto y yo podamos
mantener. Y también está Aahotep. Durante los últimos meses nos hemos convertido
en confidentes y he descubierto que bajo su serenidad existe una tozudez y un modo
de ser implacable, idéntico al mío. No debe ser excluida de ninguna política que
Kamose y yo desarrollemos. Pero la verdad es que me gustaría excluirla. Quiero
excluir a todo el mundo. Tetisheri, eres una anciana muy dominante.
Apoyó la cabeza en el lecho y cerró los ojos, esperando inútilmente que se le
acercara el sueño; luego, con una exclamación de impaciencia, apartó la sábana y
buscó un manto. Al abrir la puerta saludó al guardia, le aseguró que no era necesario
que la acompañara y salió al jardín.
El aire de la noche era deliciosamente fresco, el cielo estaba lleno de estrellas y la
hierba todavía húmeda por el riego de la tarde. Debí ponerme las sandalias, pensó
sintiéndose culpable. Mañana, cuando Isis aceite mis pies, me gruñirá. Pero, a mi
edad, un olvido no tiene importancia. ¡Qué tranquilo está todo! Como si con el
regreso de Kamose la armonía de Ma’at ahogara a Weset en tranquilidad.
Apretando el manto contra su cuerpo comenzó a acercarse a la orilla del río. Los
escalones del embarcadero, ahora un poco fríos para sus pies, todavía estaban
pegajosos por la libación purificadora vertida por Amonmose, Tetisheri sonrió en la
oscuridad mientras caminaba. Fue un momento glorioso.
Los medjay habían abandonado sus embarcaciones para dirigirse al cuartel y el
conjunto de barcas vacías oscurecía la superficie del agua. Varios guardias estaban
reunidos ante una fogata en la arena, junto a las escaleras, charlando y riendo sin
estridencias. Al verla acercarse, se levantaron confusos, se inclinaron y durante unos
instantes Tetisheri permaneció con ellos, cómoda, como siempre que estaba entre
soldados. Ellos contestaron con respeto a sus preguntas respecto a su bienestar:
¿Estaban bien alimentados? ¿Sus capitanes los trataban con justicia? ¿Los problemas
físicos eran atendidos con rapidez por los físicos del ejército? Y Tetisheri resistió la
tentación de preguntarles sobre las campañas de Kamose. Por fin, les deseó una
buena guardia, volvió sobre sus pasos y se encaminó a la parte posterior de la casa.
Al llegar a la esquina se detuvo. Desde lejos, donde ella estaba, las habitaciones
del servicio eran un rectángulo bajo pegado al muro de la propiedad. Un poco más
cerca estaba la cocina, en ángulo recto con el patio, junto al que también estaba el
granero de la casa, y aún más cerca los arbustos y los montículos arbolados que
marcaban la división entre los dominios de los dueños y los de los sirvientes. Habían
sido plantados muy juntos para proteger la intimidad de la familia y bajo sus copas
algo se movió.
Tetisheri quedó petrificada, con una mano apoyada en la reconfortante rugosidad
de la pared de la casa, sin saber con seguridad lo que la había alarmado. Un guardia
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solitario debía de estar paseándose por allí. Tal vez la sombra encorvada fuese la de
alguna sirvienta que, igual que ella, no lograba dormir. Se balanceaba de un lado a
otro, como si se tratara de una mujer con una criatura en brazos, pero ninguna mujer
tenía los hombros tan anchos. Intrigada, aguzando los sentidos, Tetisheri trató de
penetrar la oscuridad con la mirada. La postura de aquellos hombros le resultaba
familiar, el movimiento rítmico que transmitía una agitación interior se iba
intensificando a medida que Tetisheri observaba, hasta que el espacio entre ella y el
hombre estuvo lleno de una silenciosa agonía.
De repente, Tetisheri sintió que alguien le tocaba el brazo. Se volvió sobresaltada
y se encontró con el rostro de Aahotep casi pegado al suyo.
—Yo tampoco podía dormir —susurró Aahotep—. El día ha estado lleno de
acontecimientos. ¿Qué miras, Tetisheri?
Por toda respuesta, Tetisheri señaló.
—Es Kamose —respondió también en susurros—. Míralo, se balancea como un
borracho.
—Como un borracho, no —contestó Aahotep con la vista fija en su hijo—. Como
un hombre que tiembla al borde de la locura. Volvió a casa justo a tiempo, Tetisheri.
Me siento impotente ante un dolor interior tan grande. No pronunció una sola palabra
durante la fiesta. Ni una sola.
—Por lo menos devoró todo lo que le sirvieron —le recordó Tetisheri en voz baja
—. Es una buena señal. Pero tienes razón, Aahotep. Me estremezco al pensar en el
estado al que podría haber llegado de no haberse visto obligado a volver a Weset por
la inundación. —Cogió a Aahotep del codo y la alejó de allí—. No debe enterarse de
que le hemos visto —dijo—. Ven a mis aposentos y hablaremos.
Volvieron sobre sus pasos, en silencio durante unos instantes, cada una de ellas
profundamente inmersa en sus preocupantes pensamientos, pero por fin Aahotep
rompió a hablar.
—En primer lugar, tiene necesidad de dormir mucho. Nuestro físico le puede
recetar un soporífero hasta que esté lo suficientemente tranquilo para dormir sin
ayuda. Debemos asegurarnos de que no deba soportar la carga de demasiadas
obligaciones.
—Senehat es una muchacha preciosa —dijo Tetisheri—. Dentro de unos días la
enviaré a sus aposentos. Creo que sanaría si pudiera olvidarse de todo haciendo el
amor. El motivo de todo esto son tantas muertes —prosiguió—. Muertes necesarias,
estuvimos de acuerdo en eso, pero Kamose ha cargado con el peso de éstas sobre su
conciencia durante muchos meses. Lo han destrozado.
—Entonces reza para que el invierno cicatrice sus heridas —dijo Aahotep en tono
sombrío—, o estaremos en el peor de los apuros. Esta noche extraño a mi marido,
Tetisheri. Seqenenra siempre parecía saber lo que se debía hacer. Yo me sentía segura
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cuando su presencia llenaba esta casa.
—Era una ilusión —contestó Tetisheri con brutalidad mientras entraban al
vestíbulo bajo la sombra de las columnas—. Mi hijo era un hombre valiente e
inteligente, pero no tenía el poder de garantizar nuestra seguridad, a pesar de que lo
intentó. Nadie puede garantizar esa seguridad, Aahotep. Kamose también lo está
intentando y ya casi ha triunfado pero no es esa la seguridad a la que te refieres,
¿verdad?
—No —contestó Aahotep—. Quiero tener la seguridad de no verme obligada a
tomar nunca una decisión de importancia. No quiero ser otra cosa que la viuda de un
gran hombre.
Acababan de llegar a la puerta de los aposentos de Tetisheri y el guardia la abrió
para que pasaran.
—Ve a despertar a Isis —le pidió Tetisheri—. Dile que nos traiga cerveza y tortas,
y aceite para mi lámpara. Pasa, Aahotep. Como no vamos a dormir, conviene que
esperemos el alba con una charla fructífera.
No pudieron sentarse con Kamose durante los días siguientes. El mes de Tot
comenzó con las tradicionales celebraciones, tanto la del crecimiento del río como la
de la aparición de la estrella Sopdet, y todo Weset participó de las festividades. Nadie
trabajaba. Las casas se abrían a parientes y amigos, y en el templo de Amón
resonaban las voces y los cánticos de sacerdotes y fieles. La llegada de dignatarios
mantuvo ocupada a Aahotep en la organización de los sirvientes; y al principio de la
segunda semana de Tot, la paz había descendido de nuevo sobre la casa, aliviada pero
desordenada.
Pero un flujo de otro tipo no cesó. Exploradores y heraldos llegados del norte
continuaban amarrando sus barcas en el embarcadero y desaparecían con Kamose y
Ahmose en el despacho de Seqenenra y en dos ocasiones, durante las fiestas, ambos
hombres fueron a hablar con los oficiales de los medjay, quienes disfrutaban de sus
particulares vacaciones. Las mujeres y los sirvientes debían llevar a cabo múltiples
obligaciones y hubo un suspiro de alivio colectivo cuando por fin, durante una
mañana calurosa y sin nubes, el ritmo se hizo más lento y la familia pudo reunirse en
el jardín bajo un dosel.
—Me encantan las celebraciones del Año Nuevo —dijo Aahmes-Nefertari.
Estaba sentada en un almohadón a los pies de su marido, apoyada en las piernas
desnudas de éste—. Siempre existe el pequeño temor de que el Nilo no llegue a
crecer e impida que haya siembra, y cuando por fin crece me sorprende haberme
preocupado. Además, me gusta el ciclo, que todo vuelva a empezar, las fiestas de los
dioses y las rutinas familiares, tanto en la casa como en los campos.
Ahmose la miró con cariño.
—Y yo tengo tiempo para cazar y pescar mientras la tierra se inunda —añadió
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con jovialidad—. ¡Olvidaste decir lo que te gusta tenderte en el fondo del esquife y
soñar despierta, Aahmes-Nefertari, mientras los patos vuelan sobre nuestras cabezas
graznando con ironía por mis esfuerzos con la jabalina!
Tetisheri lo miró con una mezcla de enfado y de incredulidad. Las semanas de
tensión, la brutal necesidad de matar e incendiar hasta llegar a las puertas mismas de
Het-Uart no parecían haber dejado ninguna marca en él. Era como si hubiera tenido
que hacer una larga visita a una persona tediosa y ahora se alegrase de estar otra vez
en su casa. Dormía bien en brazos de su esposa, comía y bebía con placer y sonreía a
todo el mundo. Siempre fue un muchacho con poca imaginación, pensó la abuela. No
me sorprende que no pueda sufrir. Es una desgracia que Kamose haya heredado la
sensibilidad que también Ahmose debería tener.
Pero no, se corrigió de inmediato. Lo que pienso no es justo. A Ahmose puede
faltarle esa cualidad de visionario que forma parte de la tortura que sufre Kamose,
pero su inteligencia es equivalente a la de cualquier otro hombre. Y sé perfectamente
que le gusta ocultar su personalidad detrás de esa fachada de buen humor. ¿Por qué lo
hará?
—Este año la inundación tiene un valor añadido —dijo con rapidez—. Permite
que vosotros dos descanséis y planeéis el futuro de la campaña y que el resto de la
tropa se reagrupe. —Se volvió hacia Kamose con deliberación—. ¿Dónde está el
ejército, Kamose?
Kamose sonrió y Tetisheri notó que sus ojos se habían aclarado en el poco tiempo
que llevaba en su casa. Su rostro, aunque todavía muy delgado, parecía haberse
llenado algo, pero la marca de sus experiencias seguía siendo muy evidente.
—La infantería está acuartelada en el oasis de Uah-ta-Meh —contestó Kamose—.
Está a setecientos cincuenta estadios del camino del Nilo y sólo hay dos maneras de
acercarse a él, ambas a través del desierto, desde Ta-She o desde el río. Hay agua más
que suficiente para la tropa y no les falta comida. Het-Nefer-Apu está situada
precisamente donde el camino al oasis se encuentra con el camino del Nilo, y está
controlada por la armada. De manera que no es posible que pase ningún mensaje del
Delta y nadie puede viajar a Uah-ta-Meh sin permiso de Paheri.
—¿Paheri? ¿El alcaide de Nekheb? ¿Qué está haciendo en Het-Nefer-Apu? —
preguntó Tetisheri con irritación—. ¿Y qué es eso de la armada?
Kamose se espantó una mosca del brazo. El insecto alzó el vuelo a regañadientes
y fue a posarse en el pelo de Aahotep.
—Como vosotros sabéis, Nekheb es famosa por sus marineros y por sus
constructores de embarcaciones —comenzó a explicar Kamose—. Ahmose y yo
decidimos tomar cinco mil soldados y embarcarlos en barcos de cedro. Los medjay
todavía ocupan las cien embarcaciones de junco que hice construir. Siguen en buenas
condiciones.
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—¿Y las embarcaciones de cedro? —interrumpió Tetisheri—. No tenemos
embarcaciones de cedro.
—Ten paciencia y te lo explicaré dentro de un momento —dijo Kamose—.
Además, Paheri es un experto en todo lo que se refiere al cuidado de las
embarcaciones y a la navegación. Le hemos encargado a Baba-Abana la tarea de
convertir a cinco mil soldados de la infantería en marinos de combate.
Ahmose se adelantó a la siguiente pregunta de su abuela. —Baba-Abana también
es de Nekheb— explicó. —Tal vez lo recuerdes, abuela, sirvió a las órdenes de
nuestro padre y ahora es el capitán de uno de los barcos. El y Paheri son amigos. Su
hijo Kay se distinguió en las batallas de los canales del Delta. En lo más duro de la
batalla se nos acercó a Kamose y a mí, cubierto de sangre y gritó: «Majestad, ¿a
cuántos setiu debo matar para que se me permita volver a mi tierra? ¡Ya he
despachado a veintinueve en esta pequeña guerra tuya!». Nos hizo reír. Fue la
primera vez que Kamose rió desde que salió de Weset.
Tetisheri frunció los labios.
—¿Y cuántos soldados de infantería hay en el oasis? —Cincuenta y cinco mil—
contestó Kamose. —Once divisiones. Creo que ahora hemos llegado al máximo de
nuestras posibilidades. Ya no habrá más reclutas. Traje conmigo a los cinco mil
medjay.
—Ajá. —Tetisheri se quedó pensando mientras observaba los juegos de sol y
sombra más allá del dosel—. ¿Pero fue prudente dejar el grueso del ejército en Uah-
ta-Meh, Kamose? La inundación impedirá el paso al oasis desde el Nilo, pero el
camino desde el Delta hasta Ta-She, y de allí al oasis, está abierto todo el año. Si
Apepa se entera de que las tropas están allí, puede marchar y rodearlas.
—Siempre que pueda confirmar que están allí —respondió Kamose con rapidez
—. En lo que a él concierne, no somos más que una chusma empeñada en incendiar y
conseguir botín. Los cinco mil hombres que dejé en Het-Nefer-Apu se estarán
entrenando durante todo el invierno con el río muy alto. No se pueden ocultar. Apepa
supondrá que son toda la fuerza que tenemos.
—¿Por qué? —objetó Tetisheri—. Tuvo la oportunidad de calcular el número de
tus divisiones durante el sitio del verano pasado.
—No —contestó Kamose con paciencia—. El sitio exigió la vigilancia de los
muchos estadios que tiene el muro de la ciudad. No se trataba de reunir a los
hombres. Había mucho ir y venir y, además, muchos de mis hombres estaban
ocupados en saquear los pueblos del Delta. El oasis es un lugar seguro, abuela. Está a
setecientos cincuenta estadios de Ta-She y a otros tantos del Nilo, y la gente de allí no
va a ninguna parte. Cualquier extraño que entre será arrestado de inmediato. ¿Dónde
más podíamos poner cincuenta y cinco mil hombres sin que los descubrieran? —
Tetisheri no estaba del todo convencida. Iba a volver a hablar cuando Aahotep se
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quitó del pelo la persistente mosca y se volvió hacia Kamose.
—Háblanos ahora de los barcos de cedro —pidió—. ¿De dónde salieron,
Kamose?
Los hermanos se miraron sonrientes y durante un instante las mujeres vieron en
Kamose al hombre que había sido.
—Hemos estado ocultándotelo para que sea una sorpresa —anunció Ahmose—.
Mientras sitiábamos Het-Uart, Paheri y Abana capturaron cincuenta embarcaciones
de cedro cargadas de tesoros, regalos de Año Nuevo para Apepa de parte de sus jefes
del este. Fueron tomadas con facilidad. Los marineros estaban confusos e ignoraban
lo que sucedía en el Delta porque habían zarpado de Rethennu, Kamose, manda
buscar a Neshi para que lea la lista.
Kamose asintió y le hizo una seña a Akhtoy.
—Debe de estar en los almacenes del templo —le indicó al mayordomo—. Que
venga, Akhtoy. —Cuando el mayordomo se hubo alejado después de hacer una
reverencia, levantó una mano—. Neshi ha demostrado ser un honesto y meticuloso
escriba del ejército, de manera que lo he nombrado tesorero real —explicó—. Se
toma su trabajo con mucha seriedad. Ha calculado a largo plazo las pérdidas de los
bienes dirigidos a Apepa en lo que se refiere a la disminución de rendimientos de la
corte, el ejército y el comercio hasta el último uten de peso. Por supuesto, Apepa no
recibirá nada de Teti este año. Todo el tráfico que provenga del sur debe pasar por
Weset. Preveo un futuro muy duro para el usurpador.
Esperaron en un silencio expectante. Con discreción, Uni les volvió a llenar las
tazas de cerveza. Ahmose comenzó a acariciar la cabeza de su esposa. Aahotep cogió
un dulce de la bandeja que había en la mesa y comenzó a mordisquearlo distraída,
mientras Tetisheri hacía resonar sus dedos cargados de anillos en el brazo de su
sillón, con el entrecejo fruncido.
—Supongo que ya habrás decidido cómo distribuirás ese tesoro —dijo por fin—.
Tenemos mucha comida para el invierno, Kamose, pero nos hacen falta lámparas,
aceite y utensilios domésticos. Entregamos al ejército todo lo que no fuera
indispensable.
—Y lo hiciste sin una sola queja, abuela —contestó Kamose—, pero las
necesidades de esta propiedad todavía están muy abajo en mi escala de prioridades.
¡Ah! Aquí está Neshi.
La litera del tesorero había sido apoyada en el suelo a cierta distancia, y él y su
escriba cruzaron con rapidez la hierba seca. El escriba forcejeaba con una gran caja
sobre la que se balanceaba la escribanía. Neshi se detuvo e hizo una reverencia y el
escriba lo imitó después de dejar su carga en el suelo. Tetisheri los estudió
detenidamente. El tesorero era un hombre joven, con las comisuras de la boca algo
caídas y una expresión de perpetua preocupación. También tenía grandes orejas y, en
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lugar de disimularlas acentuaba su tamaño colgando de ellas pendientes de oro.
Tetisheri lo aprobó. Un hombre así no sería intimidado con facilidad.
—Salud, Neshi —dijo Kamose—. Por favor, haznos un informe de los bienes
aprehendidos de los barcos de Apepa.
Neshi sonrió y le hizo una seña al escriba. Todos están contentos por lo ocurrido,
pensó Tetisheri con alegría. Ha sido un logro magnificado en sus proporciones reales
para que contrapesara las miserias de la campaña. Realmente, un regalo de Amón,
que conocía la desesperación de sus corazones. Pero cuando Neshi comenzó a leer el
papiro que le entregó el escriba, Tetisheri no pudo menos que contener el aliento ante
su elevado valor.
—Cuarenta bolsas de polvo de oro. Trescientas barras de oro. Cinco piezas de
lapislázuli de tres palmos de anchura de la mejor calidad. Quinientas barras de plata
pura. Sesenta piezas de turquesa verde de la mejor calidad. Dos mil cincuenta hachas
de cobre. Cien barriles de aceite de oliva. Noventa y cuatro bolsas de incienso.
Seiscientos treinta cántaros de grasa y quinientos de miel. En cuanto a maderas
preciosas, nueve largos de ébano y mil setecientos veinte largos de cedro.
—Me he quedado sin habla —exclamó Tetisheri.
—¡No del todo! —dijo Ahmose. Y todos rieron.
—¿Amón está satisfecho con su parte? —le pregunto Kamose al tesorero. Neshi
volvió a hacer una reverencia.
—Sí, Majestad —dijo—. No me cabe duda de que el Sumo Sacerdote vendrá en
persona a expresarte su gratitud.
—Gracias. Puedes retirarte. —Se volvió hacia Tetisheri—. Las hachas ya han
sido distribuidas entre las tropas. Eso lo hicimos antes de zarpar hacia aquí. Envié
casi todo el aceite al oasis, junto a la grasa y la miel. Las tropas no deben sufrir
privaciones en el poco probable caso de que sus abastecimientos llegasen a carecer de
estos bienes, y será mejor comenzar la próxima campaña con esos alimentos a mano.
Sin embargo, el oro, la plata y las piedras preciosas han sido almacenadas en la
tesorería de Amón para el día en que yo ascienda al Trono de Horus. Le he dado a
Amón, para su uso y para el de los ciudadanos de Weset, diez bolsas de polvo de oro
y cien barras de oro.
—¿Cómo llegó tanta cantidad de oro al Delta? —se preguntó Aahmes-Nefertari
—. No es posible que todo sea un tributo de Rhetennu, puesto que ese país no tiene
minas de oro. Sólo Kush y Wawat pueden suministrar esa clase de riquezas. ¿Y el
lapislázuli? Eso también proviene de Kush. Y ningún barco ha pasado por esta parte
del río bajo nuestra vigilancia, Kamose.
Éste se encogió de hombros.
—No lo sé —admitió—. Lo mismo sucede con el incienso. Tal vez Apepa haya
trazado rutas para caravanas desde Kush hasta el Delta para evitar Weset. Sólo
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podemos especular. De todos modos, fue un espectacular golpe de suerte que
debemos agradecerle a Amón.
—Sobre todo por el cedro —añadió Ahmose—. Lo podemos enviar a Nekheb y
mandar construir más embarcaciones para reemplazar las de juncos y utilizarlas para
establecer una división de la armada en el sur.
Tetisheri cogió la mano de Kamose y palpó los huesos sobre los que había
desaparecido la carne, mientras notaba que la piel de su nieto estaba tan fría como la
suya.
—Fue una sorpresa milagrosa-dijo con suavidad. —Una señal de aprobación por
parte de los dioses—. Vaciló deseando preguntar por Hor-Aha, cómo habían sido sus
relaciones con los príncipes, si podría controlarlos en el oasis durante los meses de
invierno. Cualquier cosa menos la pregunta que sabía que quemaba la lengua de
Aahotep. —Pero estamos deseando saber de un tesoro aún más grande, Kamose.
¿Hay noticias de Tani?
Kamose retiró la mano y se produjo otro silencio, esta vez lleno de inquietud.
Ahmose se movió incómodo en su silla y cruzó los brazos. Aahotep bajó la cabeza y
comenzó a estudiar su matamoscas. Aahmes-Nefertari se mordía el labio con los
dientes manchados de alheña.
—Tani —dijo Kamose con dificultad—. Cuanto más nos acercábamos al Delta,
más pensaba en ella. Durante las largas noches, Ramose y yo hablábamos
constantemente de ella. Atacaríamos Het-Uart, correríamos al palacio, entraríamos a
la carrera en el harén y Ramose la abrazaría y se alejaría con ella. Naturalmente que
sabíamos que estábamos soñando, pero era un sueño que nos resultaba necesario.
Muy necesario. —En su rostro apareció una expresión de angustia—. La realidad era
una ciudad rodeada de un alto muro y de puertas inexpugnables en la que no
podíamos entrar. Sin embargo, alcanzábamos a ver el palacio. Sus tejados son más
altos que los muros. Di la orden de no desperdiciar flechas en los soldados que
patrullaban la parte superior de la fortificación que lo rodea. ¿Qué sentido tenía? Las
mujeres del palacio se dieron cuenta enseguida de que no estaban en peligro y
comenzaron a reunirse todas las tardes en el tejado para mirarnos. Eran una bandada
de aves hermosas con sus brocados y sus velos.
Dejó de hablar y tragó con fuerza mientras se pasaba una mano por los espesos
cabellos y Tetisheri pensó estúpidamente que debía decirle a Akhtoy que se encargara
de que se los cortaran. Kamose miró casi suplicante a su hermano, pero Ahmose
miraba hacia otro lado.
—Nuestros soldados disfrutaban del espectáculo —continuó diciendo Kamose—.
Permanecían de pie, a la sombra de los muros, mirando a las mujeres y burlándose de
ellas. «Bajad y sabréis lo que es capaz de hacer un hombre de verdad», decían.
«Vuestro señor setiu es un impotente. ¡Bajad!». Las mujeres nunca respondían a las
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bromas y después de un tiempo las prohibí por temor de que no volvieran a salir al
tejado y por miedo de perder una oportunidad de ver a Tani. Pero ella no salió. Puesta
de sol tras puesta de sol permanecíamos Ahmose, Ramose y yo mirando hacia arriba
hasta que se nos endurecía el cuello y nos lloraban los ojos, pero ella nunca apareció.
—Debe de estar muerta o Apepa deliberadamente le prohibió que se mostrara —
intervino Ahmose—. Ramose quería pedir permiso para entrar en la ciudad con el
pretexto de parlamentar, pero Kamose no se lo permitió.
Kamose se volvió hacia su hermano.
—Jamás parlamentaremos con él —afirmó con furia—. ¡Nunca! ¡Ni por Tani ni
por nadie!
Tetisheri sintió que Aahotep se ponía tensa. Esa herida sin duda todavía estaba
fresca entre los hermanos.
—Tuviste razón al no querer parlamentar con Apepa —dijo Tetisheri enseguida
—. A estas alturas sería hacerle sospechar que somos débiles. Todos estamos
preocupados por el destino de Tani. Es el río oscuro que corre bajo todas nuestras
acciones y charlas. Pero Ahmose, por el bien de nuestra salud mental, debemos
suponer que sigue con vida. Debemos esperar, aun sin pruebas, que Amón haya
decretado que se la mantenga con vida.
—¿Dónde está Ramose? —quiso saber Aahotep—. Su madre querrá verlo.
—Decidió quedarse en Het-Nefer-Apu con la armada —contestó Ahmose—. Le
da la impresión de que si permanece más cerca del Delta, en lugar de estar en Weset,
es posible que Tani presienta su presencia. Es una fantasía romántica pero muy poco
lógica.
—Tal vez —dijo Kamose con voz ronca—. Pero debemos comprenderlo. Yo
conozco bien el poder de lo efímero.
¿Lo conoces realmente?, pensó Tetisheri, estudiándolo cuidadosamente. Me
pregunto a qué te refieres. Se levantó del sillón, hizo chasquear los dedos y miró a
Uní.
—Es momento de comer —anunció—. Aahotep, busca a tu prima y dile lo que
sucede con su hijo. Es probable que esté en el cuarto de los niños con Ahmose-Onkh.
Tus noticias son buenas, Kamose. Ahora descansa.
Se levantaron y Tetisheri se alejó, caminando hacia la casa bajo la protección de
una pequeña sombrilla con la que Isis le cubrió presurosa la cabeza.
El peso bochornoso de una tarde calurosa descendió sobre la casa. Tanto los
sirvientes como la familia se encerraron en sus habitaciones oscurecidas para tenderse
adormilados y lánguidos bajo el caliente aliento de Ra. Ahmose y su esposa hicieron
el amor y luego se quedaron dormidos, con los cuerpos sudados enredados. También
Aahotep, tras tratar de detener el flujo de las lágrimas de su prima, se dejó llevar por
un adormecimiento lleno de inquietudes. Pero Kamose permaneció despierto, su
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mente estaba lejos, con Hor-Aha y el ejército. Y Tetisheri, aunque bostezaba bajo los
dedos expertos de su masajista, no tuvo deseos de malgastar el tiempo en la
inconsciencia. Tenía mucho en qué pensar.
Cuando la casa empezó a volver a la vida y los primeros olores fragantes de la
cena comenzaban a llegar al jardín, Tetisheri se encaminó decidida a los aposentos de
su nieto, sólo para que Akhtoy le comunicara que Kamose había salido. Las
averiguaciones revelaron que no había salido en un esquife y que tampoco estaba en
el templo. Después de dirigir una mirada al cielo que comenzaba a adquirir el tono
perlado de la puesta de sol, Tetisheri cruzó el jardín y se abrió camino por entre los
escombros de la pared que separaba la propiedad del viejo palacio.
Pocas veces iba allí, temerosa de la caída de algún ladrillo que, a su edad, no le
resultaría fácil esquivar. Además, las habitaciones en penumbra y los pedestales
vacíos le producían a la vez enfado y melancolía, y le recordaban las profundidades a
las que había descendido su ilustre familia y a su hijo, a quien le gustaba meditar en
el tejado, donde por fin el largo brazo de Apepa logró destruirlo. Al notar lo que
intentaba hacer, el guardia que la seguía trató de disuadirla, pero ella le agradeció su
preocupación, le pidió que la esperara en la oscura entrada principal y se encaminó al
salón de recepciones.
En ese gran espacio siempre reinaban las tinieblas. Los pasos retumbaban, los
susurros eran ampliados y se convertían en centenares de voces fantasmales, por
todas partes el suelo estaba cubierto de trampas de piedras rotas y por agujeros casi
invisibles, como si el palacio llorara a sus antiguos habitantes y quisiera capturar
otros. Levantando su túnica y con los ojos clavados en las sandalias, Tetisheri pasó
frente al estrado donde antes se alzaba el Trono de Horus y tanteó su camino por los
pasillos hasta llegar allí donde, en otra época, gruesas puertas dobles de electro
custodiaban las habitaciones de las mujeres. Rayos de luz penetraban por las altas
ventanas intactas y no tuvo dificultad en encontrar la tosca escalera que conducía al
tejado. Murmurando una imprecación por la predilección de su nieto por los rincones
extraños para buscar intimidad, comenzó a subir.
Lo encontró donde sabía que estaría, sentado con la espalda apoyada contra la
ruinosa pared, con los brazos alrededor de las rodillas. No había señales de su
guardia. Kamose se movió un poco al verla aparecer, pero no la miró, y ella se quitó
la arena y el polvo que la cubrían antes de sentarse a su lado lo mejor que pudo.
Durante un rato permanecieron en silencio, ambos observando las sombras de la tarde
que se extendían sobre el tejado, hasta que Tetisheri dijo:
—¿Por qué crees que Apepa no ha respondido a tu desafío, Kamose? ¿Por qué no
ha hecho nada?
Él respiró hondo y negó con la cabeza.
—No lo sé —contestó—. Sin duda, en Het-Uart había tropas más que suficientes
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para luchar con nosotros y tal vez hasta para vencernos. Desde mi punto de vista, su
demora obedece a dos motivos. El primero se refiere al mismo Apepa. Es a la vez
cauteloso y muy confiado. Cauteloso en el sentido de que se niega a aceptar un
riesgo. Confiado porque sus antepasados han estado en el poder durante muchos
hentis y le legaron esos años de paz. Ni él ni su padre han tenido motivos para
empuñar la espada y sin duda Apepa ni siquiera se ha molestado en crear una red
eficiente de espías. Ha confiado por completo en informaciones esporádicas de
nobles como Teti. El segundo motivo es lógico. Cree que, sencillamente, nos
extenuaremos esperando y que por fin nos daremos por vencidos y volveremos a
nuestras casas. Entonces podrá soltar a sus soldados sin miedo a la derrota.
—Estoy de acuerdo —dijo Tetisheri, contenta de haber llegado a la misma
conclusión—. Pero no renunciarás. ¿Tienes algún plan para el verano? —Al mirarlo,
vio que sonreía con frialdad.
—Lo único que puedo hacer es continuar con el asedio y burlarme de él todos los
días, con la esperanza de exasperarlo lo suficiente para que abra las puertas y haga
salir al ejército —contestó.
—¿Y Ahmose está de acuerdo contigo? —Formuló la pregunta tentativamente y
la sonrisa de Kamose se convirtió en una carcajada sin humor.
—Ahmose considera que debemos retirarnos de Het-Uart y fortificar Het-Nefer-
Apu —dijo con amargura—. Quiere convertir ese lugar en nuestro límite del norte,
estableciendo allí tropas permanentes para impedir que Apepa avance hacia el sur.
Quiere utilizar las tropas que nos quedan para rehacer las ciudades que he destruido.
Imagina que debo conformarme con reinar sobre un Egipto todavía dividido, todavía
manchado por los pies de los pastores de ovejas. ¡Él desharía todo lo que yo he
hecho!
Tetisheri vaciló antes de hablar, consciente de que estaba a punto de entrar en un
espacio oscuro donde una palabra equivocada podía cerrarle la puerta en las narices.
—Lamento que Ahmose quiera seguir una política diferente —comenzó a decir
con cautela—. Pienso, como tú, que Egipto no quedará limpio hasta que los setiu sean
obligados a huir más allá de las fronteras. Pero también creo que Ahmose no ha
cambiado en su deseo de ver a Ma’at restaurado en todos los sentidos. Simplemente
es más paciente que nosotros. Tiene miedo de proceder precipitadamente y de
arriesgarse al fracaso. Tal vez fuera beneficioso construir un fuerte en Het-Nefer-
Apu, Kamose, a pesar de tu perspectiva del asunto de Het-Uart. De esa manera, el sur
estará protegido.
—Temeroso, sí-la interrumpió Kamose con vehemencia y Tetisheri notó que
acababa de comenzar a temblar. —Tiene miedo. Teme las purgas, las acciones
decisivas, se pasa la vida predicando discreción, prudencia. Discute cada movimiento
que hacemos Hor-Aha y yo.
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—¡Espero que no en público! —exclamó Tetisheri—. Es necesario que parezca
que estáis de acuerdo, Kamose. La disensión entre vosotros debilitará la moral de los
soldados y erosionará la fe de los príncipes.
Kamose se volvió hacia ella en un gesto salvaje.
—¿Crees que no lo sé? —preguntó agresivo—. ¡Díselo a mi hermano, no a mí!
Dile lo que me duele su falta de apoyo. Dile que tengo que ordenar una inmunda
masacre tras otra sin su comprensión ni su consuelo. ¡Dile que me veo obligado a
luchar contra su tácita desaprobación cuando lo que me hace falta es su fuerza! ¿La
responsabilidad de la opresión de Egipto debe caer sólo sobre mis hombros?
Tetisheri le tocó el brazo tembloroso y lo encontró sudado y frío. Alarmada,
comenzó a acariciarlo para tranquilizarlo.
—Tú eres el rey —le recordó en voz baja—. En tu divinidad estás solo. Aun en el
caso de que Ahmose estuviera de pie detrás de ti y fuera sólo un instrumento de tus
deseos, seguirías habitando el desierto de la singularidad. A pesar de lo que Ahmose
sienta, no creo que se oponga tanto a ti como tú crees, no puede evitar esa verdad.
Tus amigos deben ser los dioses, Majestad.
Notó que el pecho de Kamose se contraía y su mano se cerró sobre la de ella.
—Lo siento, abuela —murmuró—. A veces la razón me falla y comienzo a ver
fantasmas de traición donde no los hay. Quiero a Ahmose y sé que él me quiere a mí,
aunque no siempre esté de acuerdo conmigo. En cuanto a los dioses… —Apartó el
rostro y lo único que ella podía ver era la curva de su mejilla. El resto de sus
facciones estaba oculto por el pelo brillante—. Antes de incendiar Khemennu olvidé
hacer un sacrificio a Tot. Se lo prometí a Aahotep y luego lo olvidé. También olvidé
celebrar el aniversario del nacimiento de Ahmose, en Payni. Me está sucediendo algo
terrible.
Ella retiró la mano de la de su nieto, que la apretaba hasta causarle dolor, se
arrodilló ante él y le cogió el rostro entre las manos para obligarlo a mirarla.
—Kamose —dijo con tono deliberado—. No es tan importante como crees.
Hicimos sacrificios por Ahmose en el templo para señalar el comienzo de sus veinte
años. En cuanto a Tot, es el dios de la sabiduría. Él ve dentro de tu corazón. No lo
desatendiste a propósito. Tu cabeza estaba ocupada en una tarea que él mismo
aprueba. Si no tratas de alejar de tu mente esas fantasías, no cabe duda de que
enloquecerás y entonces, ¿dónde estará Egipto? —Alejó las manos por temor de que
él pudiera percibir a través de sus dedos los latidos de su corazón—. Ahora háblame
de la disposición del ejército. Quiero que me hables de la armada que estás formando.
Descríbeme el estado de ánimo de los príncipes. ¿Se inclinan ante las órdenes de Hor-
Aha? Vuelve a contarme la historia de Kay-Abana. Háblame de la captura de los
barcos de cedro, Kamose. ¡Kamose!
Él obedeció con lentitud, y Tetisheri notó con alivio que fruncía el entrecejo en un
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gesto de concentración. Mientras hablaba, cogió un trozo de ladrillo y comenzó a
hacerlo rodar distraído sobre su muslo. Sus palabras se volvieron cada vez más
tajantes y desapasionadas, el progreso de sus pensamientos era metódico, pero de vez
en cuando comenzaba a alzar la voz, las frases fluían con más rapidez, hasta que
hacía un esfuerzo por controlarse.
—He pensado construir una cárcel aquí, en Weset —terminó diciendo—. La
pondré a las órdenes de Simontu. Es el escriba de la prisión actual y un escriba de
Ma’at. Administra los graneros de la ciudad. Y quiero poner campesinos ordinarios a
sus órdenes.
—¡Una nueva prisión! —Fascinada aún por la lucidez de la anterior explicación
de Kamose, Tetisheri se sorprendió—. ¿Por qué, Kamose? En este territorio hay
pocos criminales.
Los labios de Kamose se arquearon.
—Será una cárcel para extranjeros —dijo—. Cumplirán su sentencia trabajando a
las órdenes de campesinos, porque no me cabe duda de que nuestros hombres más
sencillos parecen nobles en comparación con los de otra sangre.
—Tu padre no lo aprobaría.
—Si Seqenenra hubiera encarcelado a todos nuestros sirvientes con antecedentes
dudosos, no habría sido malherido —replicó—. Mersu habría estado encerrado. No
estoy dispuesto a correr más riesgos aquí, Tetisheri. No he pasado Weset por la
espada. No quiero hacerlo. Pero la amenaza de los setiu está en todas partes, incluso
en nuestra propia ciudad. Tengo la intención de hacer desaparecer a los extranjeros,
pero tendré piedad.
No los exterminaré, sino que los apartaré. —Se levantó y alargo la mano—.
Permite que te ayude, abuela. El sol se está poniendo y abajo el palacio estará oscuro.
Cógete a mi mano.
Ella aceptó el ofrecimiento sin hablar. Ahora la piel de Kamose le quemaba, pero
no podía apartar la mano. Necesitaba que la guiara a través de la oscura soledad del
palacio.
Toda la tarde y hasta bien entrada la noche, pensó en las palabras de Kamose,
analizándolas con la esperanza de poder descubrir hasta qué punto había enfermado
su alma. Kamose estaba extenuado, tanto física como emocionalmente, eso era
evidente, ¿pero seria su inestabilidad el resultado de un fatiga pasajera o tendría
raíces más profundas? Si él se hundía estarían condenados al fracaso, a menos que
Ahmose pudiera asumir el liderazgo del ejército. Sentada ante la mesa de cosméticos,
mientras Isis le cubría hábilmente con galena los párpados arrugados y le teñía las
manos con alheña, permitió que el dolor la atravesara.
Amaba a todos los miembros de su familia, los amaba con un orgullo fiero y
posesivo, pero Kamose fue su predilecto desde el día en que miró su pequeña cara
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solemne y reconoció en él una personalidad muy parecida a la suya. Los años de su
crecimiento reforzaron esa familiaridad. Entre ellos se había formado un lazo de ka y
de intelecto, un mudo consenso. Kamose era mucho más hijo suyo que de Aahotep, o
por lo menos era lo que en secreto deseaba, pero en aquel momento se preguntaba si
la tranquilidad de Aahotep no la habría heredado su segundo hijo en forma de una
fragilidad que sólo surgía a la superficie bajo un desasosiego extremo. Tener que
pensar en Kamose como un ser con defectos le resultaba doloroso. Debía buscar un
remedio.
Esa noche, durante la cena, mientras Kamose permanecía sentado con los ojos
cerrados, como antes, con Behek junto a su pierna, Tetisheri observó a Ahmose
mientras el joven comía y bebía, cubría de besos a su esposa y bromeaba de buen
humor con los sirvientes. Está a sus anchas, pensó. Hasta ahora nunca había notado
que se acercan a él con deferencia pero con la seguridad de no ser rechazados.
Kamose inspira respeto y temor, y eso está bien, es lo correcto, y sin embargo, ¿algo
tan frío como el respeto sin afecto sobrevivirá al fracaso de un rey en el intento de
mantener sana la cabeza de un dios? Hasta ahora nunca me había dado cuenta de que
Kamose no inspira afecto.
Con un suspiro, Tetisheri llevó la copa de vino a sus labios y bebió para ocultar el
relámpago de deslealtad a que esa perspicacia le llevaba. ¿Debo acercarme a Ahmose
con esta carga?, se preguntó. En realidad, ¿qué hay detrás de sus ojos límpidos y
plácidos? ¿Me rechazaría con una actitud superficial o me daría la sorpresa de la
sabiduría? Me avergüenza no saberlo. Lo he considerado con excesiva ligereza
durante mucho tiempo, prefiriendo deleitarme en el orgullo que me causaba su
hermano. ¡Oh, mi querido Kamose, quiero que seas fuerte, vital, que representes
todas las virtudes que te han sido legadas por tus nobles antepasados! Quiero que el
orgulloso legado de los Tao lo recibas tú, no Ahmose.
Aquella noche pidió una droga de amapola para poder dormir, pero los efectos
desaparecieron mucho antes del amanecer y la dejaron repentinamente alerta, llena de
pensamientos que bullían en su cabeza como abejas desorientadas. Resignada,
abandonó el lecho, abrió el sagrario de Amón y comenzó a rezar. Transcurrió un
tiempo antes de que se diera cuenta de que se dirigía a su marido muerto en lugar de
hacerlo al Dios de las Dobles Plumas.
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Capítulo 5
Por la mañana, Tetisheri montó en su litera y ordenó que la llevaran al templo de
Amón. El día era hermoso, con una frescura que desaparecería a medida que Ra se
hiciera más fuerte. Decidió viajar con las cortinas abiertas para poder gozar del
paisaje. El río crecía con lentitud y su corriente comenzaba a fluir con más rapidez en
las frías profundidades donde habitaban los peces, pero la superficie se ondulaba
cuando el viento golpeaba el agua. Las palmeras y los sicomoros parecían inclinarse
con avidez, como anticipando su inmersión anual, las ramas estaban llenas de aves
que anidaban y en los verdes herbazales de las zonas bajas, las garzas se
amontonaban aturdidas sobre sus patas delicadas, con el blanco plumaje despeinado
por el viento cálido.
Un grupo de niños desnudos entraba y salía corriendo del agua, lanzando gritos
de alegría. Al ver pasar a Tetisheri, se quedaron en silencio y se inclinaron en una
reverencia, y ella levantó una mano hacia ellos, sonriendo ante su inconsciente
felicidad. Para ellos la guerra no significa nada, pensó mientras contestaba a otra
reverencia de un grupo de mujeres y de muchachas jóvenes cargadas con ropa lavada.
Aquí, en Weset, están protegidos. Mi hijo murió para que así fuera. El mugido de
bueyes le indicó que había más tráfico en el camino y a regañadientes cerró las
cortinas, mientras escuchaba la advertencia de su guardia y percibía el movimiento de
los portadores de la litera para evitar el obstáculo. Le llegó el olor de los animales,
del cuero calentado por el sol y del estiércol, y eso la alegró. La realidad cósmica de
Ma’at parecía perfectamente equilibrada.
Percibió que la litera doblaba hacia el norte y luego que la depositaban en el
suelo. Isis, que la esperaba, se acercó a ella con una sombrilla. Tetisheri salió,
entrecerrando los ojos ante el súbito asalto de la luz del sol, y caminó hacia el templo.
A su izquierda, el tabernáculo del rey Osiris Sen Wosret se cocía al sol y más
adelante, a su izquierda, sus columnas se alzaban orgullosas contra el horizonte.
Detrás de ellas estaba el lago sagrado, un agradable rectángulo de piedra que
reflejaba con placidez el vivido azul del cielo. El precinto de Amón estaba enfrente,
en el extremo del sendero pavimentado, y mientras se acercaba, Tetisheri pudo
escuchar el chasquido de los címbalos y las voces de los sacerdotes que se alzaban en
oración. Estaban terminando los rituales de la mañana. Amón había sido lavado,
cubierto de incienso y alimentado. Se le acababa de ofrecer vino, flores y aceite
perfumado, y su majestad había sido adorada.
Al entrar en el atrio, Tetisheri hizo una pausa. Amonmose acababa de cerrar las
puertas de entrada al santuario y estaba poniendo el sello que permanecería en aquel
lugar hasta los ritos de la tarde. Al volverse, la vio, le hizo una profunda reverencia y
luego se le acercó con rapidez mientras se quitaba del hombro la piel de leopardo y se
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la entregaba a un acólito que se alejó reverente con ella.
—Salud, Amonmose —dijo Tetisheri—. He venido a ver el tesoro que ha traído
mi nieto.
El Sumo Sacerdote le devolvió la sonrisa y señaló los almacenes y las celdas de
los sacerdotes que se alineaban frente a la pared exterior del templo.
—Es agradable verte, Majestad —contestó con alegría—. Los bienes han sido
evaluados y separados. Su Majestad ha sido muy generoso con Amón y le estoy
agradecido.
—Su Majestad sabe todo lo que le debe al poder de Amón y a la lealtad de su
Sumo Sacerdote —contestó Tetisheri mientras se dirigían juntos al atrio—. Tú le has
entregado a Kamose mucho más que tu confianza, Amonmose, y te considera su
amigo.
—Cuando Su Majestad libere a Egipto de los extranjeros, ha prometido convertir
Weset en el centro del mundo y elevar a Amón a la condición de rey de los dioses —
dijo Amonmose—. Estamos viviendo épocas inquietantes. Cada uno de nosotros ha
sido llamado a examinar sus lealtades.
Vaciló, respiró para continuar, volvió a vacilar y en el momento en que llegaban a
la puerta del almacén y eran recibidos en la agradable frescura por un guardia, se
volvió a mirarla. Al notar su renuencia a hablar, ella dijo:
—Bueno, Amonmose. ¿Qué sucede?
—Se trata de los presagios, Majestad —masculló—. Desde el regreso de Kamose
no han sido buenos. La sangre del toro que sacrifiqué en acción de gracias era negra y
olía mal. Todas las palomas estaban podridas por dentro. Y te aseguro que no
exagero.
—¡Claro que no exageras! —durante un instante Tetisheri lo miró fijamente sin
verlo—. ¿Los sacrificios se hicieron en nombre de Kamose o en agradecimiento por
el resultado de esta guerra?
—Se hicieron sólo por Su Majestad, un regalo a Amón por haberlo mantenido a
salvo. Temo por su vida, Tetisheri, y sin embargo goza de buena salud, el ejército
prospera y la mayor parte de Egipto está de nuevo en manos de tu divina familia. No
lo entiendo, pero estoy muy preocupado. ¿Qué han decretado los dioses? ¿En qué los
ha ofendido? El destino de Egipto está en la persona de tu nieto. ¿A los dioses no les
importa?
—¡Tú eres el Sumo Sacerdote! ¡Tú deberías saberlo! —Le respondió Tetisheri,
pasando por alto que él hubiera utilizado su nombre a causa del pánico inmediato que
la poseyó—. ¿Por qué no se me dijo antes? ¡Ya hace casi una semana que Kamose ha
vuelto!
—Perdóname —murmuró Amonmose—. No quise angustiarte prematuramente.
Primero fue el toro y al día siguiente sacrifiqué a las palomas para estar seguro de que
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el primer presagio fuera cierto. Cuando quedó confirmado, consulté al oráculo.
Tetisheri tenía ganas de pegarle. La expresión de Amonmose, por lo general tan
abierta y sincera, era una mezcla de inseguridad y de alarma, y jugueteaba nervioso
con las mangas de su hábito.
—¿Y qué te dijo el oráculo? —masculló Tetisheri, con evidente deliberación.
Amonmose dejó caer los hombros y consiguió esbozar una sonrisa de
arrepentimiento.
—Lo siento —dijo enseguida—. He sido torpe e impreciso sólo a causa de mi
gran preocupación. El oráculo dijo estas palabras: «Hubo tres reyes, luego dos, luego
uno antes de que el trabajo del dios estuviera cumplido». Eso fue todo.
—¿Eso fue todo? ¿Entonces qué significa? ¿Para qué nos sirve si no tiene
sentido? —Su incomprensión aumentaba su mal humor y luchó por controlarlo—.
¿Se supone que debemos permanecer sentados discutiendo las interpretaciones hasta
que nos golpee un nuevo rayo de inspiración? Tres reyes, luego dos, luego uno. ¿En
nombre de Amón, qué significa?
Amonmose estaba acostumbrado a los exabruptos de Tetisheri. Entró en el cuarto
y volvió con un banco para que se sentara. Ella lo hizo con expresión ausente.
—Soy el Sumo Sacerdote —dijo—. También soy el Primer Profeta de Amón. El
Dios habla con el oráculo, pero la autoridad para interpretarlo es mía.
—¡Bueno, entonces deja de dar vueltas y cumple con tu deber!
Amonmose asintió.
—Hubo tres reyes, tres verdaderos reyes de Egipto —dijo—. Seqenenra, el
Poderoso Toro de Ma’at, bien amado de Amón, su hijo Kamose, el Halcón en el
Nido, y su hijo menor, el príncipe Ahmose. No podemos tener en cuenta al pobre Si-
Amón, que vendió sus derechos de nacimiento y pagó el precio. A tu hijo Seqenenra
lo mataron. En aquel momento tu nieto Kamose, el Halcón en el Nido, se convirtió en
el Toro Poderoso en Jugar de su padre.
—Ya sé dónde quieres llegar —dijo Tetisheri con voz ronca—. El trabajo del dios
ha comenzado pero no está todavía terminado y antes de que lo esté quedará sólo un
rey: Ahmose. —Se levantó con decisión—. Pero la profecía no establece el tiempo,
Amonmose, y todo mi ser se revuelve contra la suposición de que Su Majestad morirá
antes de que la vejez lo lleve a la Sala del Juicio. ¿Y si la obra del dios no termina
hasta que el último extranjero sea expulsado de nuestra tierra? Eso puede ser mucho
después de que Het-Uart haya caído y Apepa haya sido ejecutado. Además, ¿y si el
último rey fuese Ahmose-Onkh?
—Eso significaría que habría cuatro reyes —le recordó Amonmose—. Nos
estamos saliendo por la tangente, Majestad. Tal vez mi interpretación sea equivocada.
Tetisheri suspiró.
—No, no lo creo. Pero me niego a creer que Kamose no llegará a sentarse en el
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trono de Horus aquí, en Weset, una vez que se lo haya arrancado a Apepa. El dios no
se encolerizará si tratamos de alargar la sentencia del destino, por lo que ordenaré que
se doble la guardia de Kamose y que se vigile su comida y su bebida.
—Tal vez sucumba a la profecía en plena batalla.
—Es posible. —Movió una mano impaciente en dirección a los arcones y cajas
que la rodeaban—. Ya no tengo interés en examinar los tesoros. Dime, Amonmose,
¿has notado algún cambio en mi nieto desde su llegada?
El Sumo Sacerdote entrecerró los ojos y la miró con astucia.
—Majestad, tú y yo hemos sido aliados en el servicio al dios y en la continuidad
del destino de los Tao desde que llegué al templo como sacerdote We’eb. No me
harías esa pregunta si no tuvieras motivos para recibir una respuesta positiva. Soy el
fiel servidor de Su Majestad y mi primera lealtad es hacia él, pero si creyera que se ha
convertido en algo distinto, te lo habría hecho saber. —Se encogió de hombros—. Su
Majestad se muestra un poco brusco y muy preocupado. Eso es todo.
—Gracias. Por favor, no comentes el oráculo, Amonmose. La confianza de
Kamose no debe ser minada por un peso más, el de una maldición que tal vez no
sucumba durante hentis. Te veré el 22 de este mes para la celebración de la Fiesta de
la Gran Manifestación de Osiris.
Tetisheri aceptó la reverencia de Amonmose y salió caminando con rapidez hasta
su litera, seguida por Isis que la protegía del sol con la sombrilla.
Esto es cruel, pensó furiosa mientras la litera la conducía a la casa. Esto no es
aceptable, Amón, no es manera de pagar la devoción de mi nieto hacia Egipto. Se ha
vaciado por completo, ha sufrido y tú lo premias con la promesa de que estará muerto
antes de que tú reines sobre un país purificado. Hoy no me gustas. No me gustas
nada. Así continuó, furiosa, con los puños cerrados sobre el regazo para no sentir las
profundas emociones, el dolor y el temor, hasta estar preparada para que la
consumieran.
No volvió a entrar en la casa. Envió a Isis con un mensaje para Uni ordenándole
que le guardara la comida del mediodía y les indicó a los portadores de la litera que
continuaran detrás de los jardines, más allá de las habitaciones de los sirvientes y de
los graneros, donde habitaban los Seguidores de Su Majestad. Allí, la elite de los
guardias del rey contaba con un cómodo cuartel, con un estanque y un pequeño
parque, y su jefe, el príncipe Ankhmahor, tenía tres amplias habitaciones. Tetisheri
entró sin anunciarse, sobresaltando al escriba sentado en una estera en el suelo y
rodeado de papiros. El hombre dejó a un lado la escribanía y se levantó presuroso.
—Majestad —tartamudeó—. Es un honor. El príncipe no está aquí.
—Ya lo veo —contestó Tetisheri con sequedad—. Ve a buscarlo. Esperaré.
El hombre hizo otra reverencia y a Tetisheri le gustó comprobar que reunía todos
los papiros y los poma en su caja antes de salir. Sin duda había estado copiando
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información relativa a los Seguidores para archivarla. No estaba prohibido que ella la
viera, pero el protocolo requería que se lo pidiera al jefe, quien se habría enfadado
con su sirviente si éste los hubiera dejado al alcance de ojos no autorizados, aunque
fueran los de la misma Tetisheri.
Encontró una silla y se instaló mirando a la puerta abierta, escuchando el
estridente canto de los pájaros en los árboles, hasta que Ankhmahor entró en la
habitación. Se sacudió el polvo que cubría sus sandalias, luego le hizo una amable
reverencia y ella lo miró con el corazón más ligero.
—Me alegro de verte, Ankhmahor —dijo—. Me alegré al enterarme de que mi
nieto te había nombrado jefe de los Seguidores. Conocí a tu madre. Era una mujer
notable.
Él sonrió, permaneciendo con comodidad ante ella, y las orejeras de su casco de
rayas azules y blancas enmarcaban los rasgos que irradiaban la tranquila sobriedad en
que Kamose confiaba.
—Vuestra Majestad me halaga-contestó. —¿En qué puedo servirte?— No se
disculpó por haber estado ausente cuando ella llegó, cosa que a Tetisheri le gustó.
Cualquier signo de obsecuencia la irritaba. Se irguió.
—Quiero que me digas la impresión que tienes de Kamose ahora —empezó a
decir—. Seré sincera contigo, príncipe. Estoy preocupada por él. Desde que llegó a
casa ha estado encerrado en sí mismo y, cuando habla, sus palabras son amargas y a
veces hasta desequilibradas. —Hizo una pausa y luego continuó sofocando la
sensación de deslealtad que sentía—. Amo a mi nieto y su estado de salud es vital
para mí, pero en este caso hay más en juego que la salud mental de Kamose. ¿Se
encuentra en condiciones de seguir haciéndose cargo del ejército?
La pregunta ya había sido formulada y pendía en el aire como una condena.
Tetisheri se sintió disminuida por ella, como si algo de su omnipotencia hubiera
desaparecido cuando la formuló, y de repente tuvo mucha sed. Ankhmahor alzó las
cejas y, sin que se le invitara, se apoyó en el borde del escritorio.
—Creo que en otras circunstancias del país hubiera dicho que no —contestó con
franqueza—. Su Majestad ha viajado al norte con una temeridad y una brutalidad que
han horrorizado a muchos. Egipto es casi un páramo, pero es la acción de una purga,
planeada y ejecutada por necesidad y no por crueldad. Una acción así, por parte del
rey de un Egipto libre y estable y simplemente amenazado, digamos, por las tribus
del desierto, sería vista como una locura. Pero en el caso de tu nieto, la naturaleza de
sus actos ha tenido como resultado un sufrimiento personal. Ha sentido cada espada
que se clavaba en carne egipcia y ese dolor ha aumentado el odio que siente por los
setiu, tanto por obligarlo a esa actitud como por sentirlo tan profundamente. También
está la necesidad de vengar la muerte de su padre y el suicidio de su hermano. Arde
en el fuego que él mismo ha encendido, Majestad. Es posible que lo consuma, pero
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no antes de que haya completado su tarea. Cuenta con mi total lealtad.
—Y los demás príncipes, ¿cómo lo ven?
Ankhmahor sonrió con lentitud.
—Al principio les producía pánico el que tuviera éxito —dijo—. Aun cuando le
habían dado su palabra, querían ser dispensados de derramar sangre y de muchos
otros inconvenientes. Más tarde comenzaron a temerle, por lo que logró y por su
dureza.
Temor, pensó Tetisheri. Sí, temor.
—¿Y ahora? —insistió—. ¿Qué pasa con Hor-Aha?
La mirada de Ankhmahor era especulativa.
—Eres una reina de sorprendente intuición —dijo con suavidad—. Había oído
hablar de lo orgullosas e intratables que eran las mujeres Tao, pero no de su mente
masculina. Y no lo digo como una falta de respeto, Majestad.
—No estoy ofendida. Compartimos un largo linaje, Ankhmahor. ¿Y bien?
—A los príncipes no les gusta el general. Tienen celos porque consideran que
maneja a Su Majestad.
—Y Ahmose está de acuerdo con ellos.
Ankhmahor suspiró.
—Su Alteza es un hombre de gran percepción, moderado en sus puntos de vista y
en su manera de hablar. Comparte el afecto que su hermano siente por Hor-Aha y
reconoce su capacidad en asuntos de guerra, pero no es ciego ante el peligro de la
situación. Su Majestad lo es. La lealtad se ha convertido en el único parámetro por el
que juzga.
La sed de Tetisheri era cada vez mayor. Tragó con dificultad.
—¿Kamose podrá mantenerlos unidos? —preguntó directamente.
—Creo que sí, mientras continúe dándoles victorias. Si el sitio fuera mal el año
que viene, culparán de ello al general. Si Su Majestad lo defiende, habrá problemas.
Pero todo eso son condicionales y no me gusta entrar en ese campo.
—A mí tampoco me gusta, pero debo hacerlo —dijo Tetisheri—. Quiero que
aumentes la guardia sobre él, Ankhmahor.
—¿Puedo preguntar por qué?
Ella vaciló una vez más pero comprendió que confiaba en aquel hombre como
había confiado en su marido, sin reservas. Saberlo le resultó balsámico.
—Porque esta mañana Amonmose me dijo que los presagios sobre Kamose son
malos —confesó con franqueza—. Ha habido un oráculo poco favorable. En realidad
no temo que haya un ataque contra su persona mientras se encuentre aquí, pero
conviene tomar todas las precauciones posibles. —Se levantó con torpeza, sintiendo
las articulaciones entumecidas—. Gracias por tu candor, príncipe. No es necesario
que me envíes informes, puesto que podría ser considerado como una invasión a tus
Mesore, día 3.
A la Gran Reina Tetisheri, mi abuela, salud.
El portador de esta carta debería ser Kay-Abana quien, con su padre
Baba, se encamina al norte, a Het-Nefer-Apu. Después de haber cargado una
cantidad de natrón y subido a pilotos que nos guiarán sin problemas hasta
Swenet, esperamos partir de Nekheb mañana por la mañana. He hecho
sacrificios en el templo de Nekhbet para pedir que, como protectora de reyes,
extienda sus alas sobre mí. Cuando pasamos frente a Pi-Hator dudé si
detenerme para recordarle a Het-Uy su juramento, pero me pareció una
innecesaria pérdida de tiempo. No dudo que ahora está enterado de que
controlo las tres cuartas partes de Egipto. También pasé Esna. Estos dos
puertos, donde los setiu gozan de simpatías, se encuentran aislados entre
Wawat y nosotros y, por lo tanto son inofensivos. Trata a los Abana con gran
cortesía y no olvides mantenerte en contacto con ellos por correspondencia
en cuanto lleguen a la armada. Te pido que compartas mis noticias con mi
madre y mi hermana.
Dictada al jefe de escribas Ipi y firmada por mi mano.
Kamose.
Kamose.
Kamose.
Kamose.
Tot, día 3.
A la Gran Reina Tetisheri, a mi amada madre y a mi querida hermana,
salud en este tercer día del Año Nuevo.
Hubiera querido estar con vosotras el primer día de este mes, cuando
todo Egipto celebra el ascenso de la estrella Sopdet y nosotros, en Weset,
hacemos solemnes sacrificios a Amón. Estoy deseando saber qué augurios
descubrió Amonmose respecto a nuestra suerte durante el año venidero, cómo
está la pequeña Hent-ta-Hent y el volumen de la cosecha. Aquí todavía no
hay señales de que Isis esté llorando, pero confío en que honrará nuestros
esfuerzos por Ma’at y nos proporcionará una gran inundación.
Estoy dictando este mensaje en la cubierta de mi embarcación, a la hora
de la puesta del sol. El desierto, el viejo fuerte, las chozas de adobe de
Mi’am, las palmeras inmóviles, todo está en llamas por el reflejo rojo de Ra
Kamose.
Paophi, día 7.
A la Gran Reina Tetisheri, salud.
Ojalá pudieras ver la absoluta grandeza de este lugar. El fuerte de Buhen
Kamose.
Athyr, día 1.
A la Gran Reina Tetisheri, salud.
Me resulta difícil creer que sólo hace tres meses que estamos lejos de
Weset. Parecen tres años. Desde mi última carta me he aventurado un poco
hacia el sur para ver la segunda catarata que no comienza lejos, sobre el
Kamose.
Kamose.