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El Oasis PDF

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Si

en La ciénaga de los hipopótamos —la primera parte de la trilogía


«Señores de las Dos Tierras»—, el rey Seqenenra, perteneciente a la estirpe
de los Tao, inicia la lucha para expulsar a los invasores hicsos, en esta
segunda es el príncipe Kamose, su hijo y heredero, quien prosigue la
insurrección para unificar el reino y desalojar a los extranjeros. Con un
ejército de cincuenta y cinco mil hombres, las victorias y devastaciones se
suceden a lo largo del Nilo hasta que las tropas llegan a los muros de la
inexpugnable Het-Uart, la ciudad donde se encuentra Aqenenra Apepa, el
rey usurpador que ha tomado como esposa a Tani, la hermana menor del
príncipe. Ante la prolongación del asedio y la inminencia de las inundaciones,
Kamose decide esconder a sus soldados en un oasis del desierto hasta la
retirada de las aguas y tender allí una trampa a su mortal enemigo. Sin
embargo, a pesar de las victorias cosechadas, Kamose mantiene la
sospecha oculta de no ser el verdadero elegido por los dioses como rey de
Egipto.

ebookelo.com - Página 2
Pauline Gedge

El oasis
Señores de las Dos Tierras 02

ePub r1.1
brusina y liete 12.09.14

ebookelo.com - Página 3
Título original: The oasis
Pauline Gedge, 1999
Traducción: Valeria Watson

Editor digital: brusina y liete


ePub base r1.1

ebookelo.com - Página 4
Agradecimientos

Quiero dar las gracias a mi investigador, Bernard Ramanauskas, sin cuya capacidad
de organización y atención a los detalles no habría podido escribir estos libros.

ebookelo.com - Página 5
Personajes

LA FAMILIA

Kamose Tao, príncipe de Weset.


Aahotep, su madre.
Tetisheri, su abuela.
Ahmose, su hermano.
Aahmes-Nefertari, su hermana y esposa de Ahmose.
Tani, su hermana menor.
Ahmose-Onkh, hijo de Aahmes-Nefertari y de su hermano mayor y primer
marido, Si-Amón, ya fallecido.
Hent-ta-Hent, hija de Ahmose y Aahmes-Nefertari.

SIRVIENTES

Akhtoy, mayordomo primero.


Kares, criado de Aahotep.
Uni, criado de Tetisheri.
Ipi, escriba principal.
Khabekhnet, jefe de heraldos.

SIRVIENTAS

Isis, sirvienta personal de Tetisheri y más tarde de Aahotep.


Hetepet, sirvienta personal de Aahotep.
Heket, sirvienta personal de Tani.
Raa, niñera de Ahmose-Onkh.
Senehat, sirvienta.

PARIENTES Y AMIGOS

Teti, gobernador de Khemennu, inspector y administrador de diques y canales, y


marido de la prima de Aahotep.
Nefer-Sakharu, esposa de Teti y prima de Aahotep.
Ramose, hijo de ambos y prometido de Tani.

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Amonmose, Sumo Sacerdote de Amón.
Turi, compañero de infancia de Ahmose.

LOS PRÍNCIPES

Hor-Aha, nativo de Wawat y jefe de los medjay.


Intefde Qebt.
Lasen de Badari.
Makhu de Akhmin.
Mesehti de Djawati.
Ankhmahor de Aabtu.
Harkhuf, su hijo.
Sebek-Nakht de Mennofer.
Meketra de Nefrusi.

OTROS EGIPCIOS

Paheri, alcalde de Nekheb.


Het-Uy, alcalde de Pi-Hator.
Baba-Abana, guardián de embarcaciones.
Kay-Abana, su hijo.
Setnub, alcalde de Dashlut.
Sarenput, ayudante del gobernador de Khemennu.

LOS SETIU

Awoserra Aqenenra Apepa, el rey.


Halcón-en-el-nido Apepa, su hijo mayor.
Kypenpen, un hijo menor.
Nehmen, mayordomo del rey.
Yku-Didi, jefe de heraldos.
Itju, jefe de escribas.
Peremuah, custodio del Sello Real.
Sakhetsa, heraldo.
Yamusa, heraldo.
Pezedkhu, general.
Kethuna, general.

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Hat-Anath, cortesana.

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Prólogo
Hacia el final de la XII dinastía, los egipcios se encontraban en manos de una potencia
extranjera a la que conocían como los setiu, los soberanos del Bajo Egipto. Nosotros
los conocemos por el nombre de hicsos. Inicialmente penetraron en Egipto a través de
Rethennu, el país menos fértil del este, con el fin de alimentar a sus rebaños en la
exuberante región del Delta. Una vez instalados, los siguieron sus comerciantes,
deseosos de aprovechar las riquezas de Egipto. Hábiles en asuntos administrativos,
poco a poco fueron quitándole autoridad al débil gobierno egipcio hasta que tuvieron
todo el control en sus manos. Fue una invasión que se produjo casi sin derramamiento
de sangre, lograda a través de sutiles medios de coerción política y económica. A sus
reyes poco les importaba el país; lo saquearon para sus propios fines y, siguiendo las
costumbres de sus predecesores egipcios, consiguieron someter eficazmente al
pueblo. A mediados de la XVII dinastía, llevaban poco más de doscientos años
firmemente arraigados en Egipto, gobernando desde su capital del norte, Het-Uart, la
Casa de la Pierna. Pero un hombre del sur, Seqenenra Tao, príncipe de Weset, se
rebeló.
En el primer volumen de la trilogía «Los señores de las Dos Tierras», Seqenenra
Tao, hostigado y humillado por Apepa, el gobernante setiu, erigió la revuelta en lugar
de la obediencia. Con el conocimiento y la aprobación de su esposa Aahotep, de su
madre Tetisheri, de sus hijas Aahmes-Nefertari y Tani, y de sus hijos Si-Amón,
Kamose y Ahmose, planeó y llevó a cabo la revuelta. Era un acto desesperado que
estaba condenado al fracaso. Seqenenra fue atacado por Mersu, mayordomo de
Tetisheri, el cual actuaba como espía en su casa. A raíz de este ataque quedó
parcialmente paralizado. A pesar de sus heridas, marchó hacia el norte con un
pequeño ejército y encontró la muerte durante una batalla que libró contra los
superiores ejércitos del rey setiu Apepa, a las órdenes de su brillante y joven general
Pezedkhu.
Su hijo mayor, Si-Amón, debía adoptar el título de príncipe de Weset. Pero Si-
Amón, cuya lealtad estaba dividida entre la aspiración de su padre al trono de Egipto
y el rey setiu, fue engañado y, por mediación del espía Mersu, pasó información sobre
su padre a Teti de Khemennu, pariente de su madre y favorito de Apepa. En un
ataque de remordimientos, mató a Mersu y se suicidó.
Convencido del fin de las hostilidades, Apepa se trasladó a Weset y dictó una
sentencia estremecedora contra el resto de la familia. Se llevó como rehén a Tani, la
hija menor de Seqenenra, para evitar que Kamose, ahora príncipe de Weset, le creara
problemas en lo sucesivo. Pero Kamose sabía que era necesario elegir entre la lucha
por la libertad de Egipto y la pobreza y disgregación de todos los integrantes de su
familia. Eligió la libertad.

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Capítulo 1
Kamose se había hecho bañar y vestir en un estado de ánimo de consciente
tranquilidad. De pie, en el centro de su aposento, su sirviente personal le había
sujetado un shenti blanco alrededor de la cintura y le había calzado sencillas
sandalias. Sus arcones estaban abiertos y vacíos, puesto que su ropa ya había sido
embarcada en la nave. El pequeño sagrario que contenía una imagen de Amón ya
estaba en su camarote. En el espacio del suelo que había ocupado había un cuadro de
polvo. Sus lámparas, su taza favorita y su reposacabezas de marfil también lo
esperaban en sus nuevos destinos. Casi todas sus alhajas habían desaparecido,
utilizadas para comprar provisiones; pero Kamose cogió el pectoral que acababa de
encargar y se lo puso alrededor del cuello. El contacto fresco del oro, que con lentitud
se iba calentando al entrar en contacto con la piel, parecía arrojar sobre él un manto
de divina protección. Levantó los dedos para coger al dios de la eternidad que
descansaba en su pecho, en un gesto que ya se estaba convirtiendo en habitual.
—Envíame a Uni —le ordenó al sirviente que acababa de pintarle los ojos y
cerraba la caja de cosméticos que también desaparecería de allí—. Alcánzame el
casco. Yo mismo me lo pondré.
El hombre le pasó el casco y salió haciendo una reverencia.
A Kamose no le hacía falta espejo para ponerse el casco de cuero blanco sobre la
frente. Sus protecciones le rozaban los hombros y el borde estaba agradablemente
apoyado en su frente. Ponerse los brazaletes de jefe militar en las muñecas y
abrocharse el cinturón del que colgaban su espada y su daga eran actos que había
repetido en innumerables ocasiones; pero hoy, reflexionó sombríamente, era como si
nunca hubiera hecho nada de esto. Hoy son los pertrechos de la guerra. Dirigió una
sonrisa tensa a Uni cuando lo vio entrar.
—Akhtoy me acompañará —le dijo—. Por lo tanto, tú serás el mayordomo más
antiguo. Es tu obligación mantener el orden en la casa, Uni, así como atender a las
necesidades de mi abuela. Conoces las instrucciones que les he dejado a ella y a mi
madre con respecto a la siembra de mi territorio, la vigilancia del río y los informes
regulares que deben remitirme. Necesito también que me envíes informes. No —
añadió con impaciencia al ver que la expresión de Uni cambiaba—, no te pido la
información confidencial que ningún mayordomo leal se permitiría divulgar.
Infórmame acerca de la salud de las mujeres, de su estado de ánimo, y dime hasta qué
punto son capaces de afrontar los problemas administrativos que sin duda surgirán.
Las echaré de menos —terminó diciendo en voz baja—. Ya lo estoy haciendo. Quiero
verlas a través de tus palabras.
Uni asintió.
—Comprendo, Majestad. Cumpliré tus deseos. Pero si llegara a surgir un

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conflicto entre algo que tú deseas saber y que mi señora desea mantener en secreto, te
desobedeceré.
—Desde luego. Dile a Tetisheri lo que te he pedido. Gracias.
Uni se aclaró la garganta.
—Ruego que tengas un éxito absoluto, Divinidad —dijo—, y que regreses pronto
a la paz de este lugar bendito.
—Que así sea.
Despidió al mayordomo, lo siguió hasta el pasillo y luego salió con paso
mesurado por la desierta sala de recepciones hacia la luz de la mañana.
Ya lo estaban esperando, agrupados al borde del embarcadero, a la sombra que
daba la barca de juncos allí amarrada; la embarcación de Kamose, cuya cubierta
vibraba por la actividad frenética de hombres a quienes les queda poco tiempo. A
derecha e izquierda, a lo largo de las orillas del Nilo, las demás embarcaciones
despedían el olor dulce y un poco rancio de los juncos con que estaban construidas.
Más allá de la familia, a lo largo del sendero del río, los reclutas formaban filas en
medio de nubes de polvo y de una algarabía que se mezclaba con el rebuzno de los
burros cargados y los gritos de los oficiales. Pero alrededor del solemne y pequeño
grupo había silencio.
Kamose se les acercó con rapidez y ellos lo vieron llegar, con los rostros serios y
los ojos llenos de esa mezcla de incomodidad y gravedad que él también sentía.
Ahmose-Onkh era el único que se quejaba en brazos de su niñera, hambriento y
aburrido. Con el corazón apesadumbrado, Kamose notó que las mujeres se habían
arreglado con tanto esmero como si hubieran sido invitadas a una fiesta real. Sus
vestimentas de hilo casi transparentes, los rostros pintados y las pelucas engrasadas
habrían podido parecer insólitas en aquel momento del día, pero servían para
elevarlas por encima del ruido y del polvo, para alejarlas de la alta mole de la
embarcación y de las aguas todavía oscuras que tenían muy cerca, apartándolas de
aquel momento y de aquella circunstancia para ponerlas en otro plano, más
misterioso. Al acercarse a ellas y detenerse, Kamose recordó las reuniones familiares
en las ceremonias fúnebres.
Durante unos instantes se limitaron a mirarlo y él, a su vez, las miró. Tenían
mucho y a la vez nada que decirse, cualquier palabra que arrojaran al aire fresco
sonaría inevitablemente superflua. Sin embargo, las emociones que llenaban a cada
uno de ellos (amor, ansiedad, miedo, dolor por la separación) reducían el espacio
entre ellos y, en definitiva, acercaban sus cuerpos. Con los brazos enlazados para
mantenerse unidos y las cabezas bajas, se balanceaban con lentitud como si fuesen
también una embarcación egipcia a la deriva por aguas desconocidas. Cuando se
separaron, los ojos de Aahmes-Nefertari estaban llenos de lágrimas y su boca pintada
con alheña temblaba.

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—El Sumo Sacerdote ya está en camino —anunció—. Envió un mensaje. El toro
que eligieron para sacrificar esta mañana murió durante la noche, y no creyó que
quisieras elegir otro. Es un presagio terrible.
El pánico se le clavó a Kamose como un cuchillo y no luchó contra el repentino
dolor que le causó.
—Para Apepa, no para nosotros —objetó con firmeza—. El usurpador se apropió
del título de los reyes, Poderoso Toro de Ma’at, y al sacrificar un toro no sólo
habríamos invocado a Amón en nuestra ayuda, sino también llevado a cabo el primer
acto para destruir el poder de los setiu. Sin embargo, el toro ha muerto solo. No hay
necesidad de cortarle el cuello aquí, en el embarcadero. Es un buen presagio,
Aahmes-Nefertari.
—A pesar de todo, debes impedir que los soldados lo sepan, Kamose —
interrumpió Tetisheri—. Son seres muy simples para llegar a una conclusión tan
sofisticada y lo considerarán el augurio de un futuro desastre. Cuando hayas partido,
revisaré personalmente las vísceras de esa bestia y ordenaré que sea incinerada para
que no se mantenga ninguno de los efectos negativos que pudiera tener su muerte. No
olvides el halcón, Aahmes-Nefertari, y trata de no sobresaltarte y temblar ante cada
señal o terminarás viendo augurios en los restos de tu vino y calamidades en el polvo
que haya bajo tu lecho.
La dureza de sus palabras fue suavizada por la sonrisa poco habitual que se dibujó
en su rostro ajado.
—Todos creéis que no puedo ser fuerte —dijo la muchacha—. Pero os
equivocáis. No olvido al halcón, abuela. Un día mi marido será rey y yo seré reina. Es
por Kamose por quien me sobresalto y tiemblo, no por Ahmose ni por mí, y él lo
sabe. Le quiero. ¿Cómo no temer y observar los presagios que nos hablan de victoria
o de derrota? Sólo digo en voz alta lo que todos vosotros pensáis.
Se volvió hacia Kamose, levantando la barbilla.
—No soy una criatura, querido hermano —dijo con tono desafiante—. Demuestra
que el presagio está equivocado. Ejerce el sagrado poder de un rey ante el que todos
los presagios de fracaso se funden en la nada.
Kamose no pudo contestar ante la fuerza de sus palabras y la expresión de dolor
de su rostro. Se inclinó y la besó. Luego se volvió hacia su madre. Aahotep estaba
pálida bajo el maquillaje.
—Soy una hija de la luna —dijo en voz baja—, y mis raíces están en Khemennu,
la ciudad de Tot. Teti es mi pariente. Tú lo sabes, Kamose. Si te preguntas qué harás
allí, si temes administrar justicia porque la sangre de Teti es también la mía, no te
preocupes. Si la ciudad se muestra desobediente, púrgala. Si Teti se enfrenta a ti,
mátalo. Pero antes de actuar contra cualquiera de ellos, ofrece un sacrificio a Tot. —
Una ligera y amarga sonrisa torció sus facciones—. No dudo que el dios de mi

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juventud espera con ansiedad la limpieza que traerá tu espada. Sin embargo, te ruego
que, si puedes, tengas piedad de Ramose. Por el bien de Tani. No estaba en su mano
impedir que Apepa le prometiera nuestro territorio a su padre una vez que hubiera
desperdigado a esta familia. —Su sonrisa se congeló mientras trataba de controlarse
—. No cabe duda de que llegarán muy pronto al Delta las noticias de tu insurrección.
No nos atrevemos a pensar lo que eso significará para Tani. Pero debemos esperar
que Apepa no sea tan necio como para ejecutarla y que Ramose, si se le perdona la
vida, todavía la ame y trate de salvarla.
—Por ti haré todo lo posible por razonar con Teti —respondió Kamose con un
nudo en la garganta—. Sin embargo, ambos sabemos que no es posible confiar en él.
Si lo mato, será como último recurso. En cuanto a Ramose, su actitud en esto es
responsabilidad suya, pero me sobrecojo ante la posibilidad de destruirlo. La elección
ante la que se verá será dura.
—Gracias, hijo mío. —Se inclinó esforzándose para coger a su nieto y lo sostuvo
con fuerza; Kamose sintió entonces que su abuela le agarraba la muñeca. Los dedos
de la anciana eran como tenazas.
—Tú y yo nos entendemos muy bien —dijo—. Ninguna palabra suave en la
despedida podrá ocultar que vas hacia el norte para bañar con sangre este país. Tu
brazo se cansará y tu lea se sentirá enfermo. Cuida que no muera. Tienes mi
bendición, Kamose Tao, rey y dios. Te quiero.
Sí, pensó él cuando la mirada astuta y clara de su abuela se encontró con la suya.
Soy tu hijo en el espíritu, Tetisheri. Comparto el orgullo y la temeridad que endurecen
tu espinazo y te mantienen la sangre caliente en las venas. Sencillamente la miró y
asintió mientras ella retrocedía, satisfecha.
Cuando el Sumo Sacerdote se les acercó, la agitación dio paso a un repentino
silencio entre los que le rodeaban. Los soldados que ocupaban el sendero se apartaron
para dejar paso a él y a los suyos, y se inclinaron respetuosos antes de cerrar filas.
Amonmose vestía con toda la pompa. La piel de leopardo de su rango sacerdotal
cruzaba su hombro cubierto de blanco y en la mano llevaba el báculo con contera de
oro. Los jóvenes sacerdotes que lo flanqueaban sostenían incensarios encendidos y el
olor acre de la mirra llenó las fosas nasales de la familia en el momento en que le
ofrecieron sus respetos. Ahmose, que durante todo aquel tiempo había permanecido
en silencio y muy cerca de Aahmes-Nefertari, con las piernas muy abiertas y los ojos
con expresión grave bajo el casco, susurró a Kamose:
—No ha traído sangre ni leche para mezclar bajo nuestros pies cuando partamos.
—Es lo correcto —contestó Kamose, también en susurros—. El toro murió y no
debemos partir con la leche de la bienvenida pegada a las suelas de nuestras
sandalias. Sólo nos hace falta la voluntad protectora de Amón.
—Tengo miedo, Kamose —murmuró Ahmose—. Después de tanto planearlo,

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prepararnos y hablar, ahora todo parece irreal. Pero el momento ha llegado. Hoy, esta
mañana, bajo el deslumbrante sol, partimos al encuentro de nuestro destino y todavía
me parece estar soñando. Debería estar cazando en los pantanos y sintiéndome
hambriento, en lugar de ir vestido de jefe militar y rodeado por un ejército. ¿Nos
hemos vuelto locos?
—Si lo estamos, es la locura de quienes responden a la voz del destino-contestó
Kamose convencido de que nadie lo escuchaba, porque el Sumo Sacerdote iniciaba
ya sus oraciones. —A veces no se trata de una llamada, Ahmose. A veces es un difícil
imperativo y resulta muy arriesgado no obedecer. Comprendo que estamos
arrinconados en ese lugar tan inhóspito, y no vale la pena desear haber nacido en una
época más segura y menos turbulenta. Debemos justificarnos ante los dioses aquí,
ahora, en este día, en este mes. Me resulta tan odioso como a ti.
—¿Seremos recordados como los salvadores de Egipto o por el contrario seremos
vencidos y desapareceremos en la oscuridad de épocas futuras? —murmuró Ahmose,
hablando más para sí mismo que para su hermano, y ambos se irguieron a la vez
cuando Amonmose se volvió hacia ellos sujetando su báculo, y comenzó a entonar
los cánticos de bendición y de victoria. En las barcas y en el duro sendero, los
soldados se arrodillaron en silencio mientras que en el este, Ra, ya liberado de las
garras del horizonte, derramaba su luz dorada sobre la vasta asamblea y en lo alto,
como una mota oscura, un halcón se balanceaba en el viento de su aliento y los
observaba.
Cuando terminó la ceremonia, Kamose dio las gracias al Sumo Sacerdote, le
recordó que rezara a Amón todos los días por el ejército, besó a los integrantes de su
familia y, después de dirigir una última mirada a la pacífica casa bañada por el sol,
más allá del emparrado y de las palmeras, subió rápidamente la rampa de su
embarcación seguido por Ahmose. Los oficiales le recibieron con una reverencia y, a
un gesto suyo, Hor-Aha dio la orden de subir la rampa e iniciar el viaje. Liberada de
sus ataduras, la embarcación se alejó con rapidez de las escaleras del embarcadero. El
timonel cogió el timón con ambas manos. Kamose y Ahmose se instalaron en la
popa, donde los juncos les llegaban a la altura de la cintura. Las demás
embarcaciones ya maniobraban hacia el centro del río con la proa hacia el norte.
Ahmose levantó los ojos y, siguiendo su mirada, Kamose observó que la brisa
cada vez más fuerte de la mañana agitaba la bandera situada al final del mástil y la
desplegaba, revelando los colores reales de Egipto: el azul y el blanco. Sobresaltado,
Kamose dirigió una mirada inquisitiva a su hermano. Ahmose se encogió de
hombros, sonriente.
—Ninguno de nosotros pensó en este detalle —dijo—. Apostaría que es obra de
nuestra abuela.
Kamose miró a la orilla. La distancia que separaba la cubierta del embarcadero,

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donde se apiñaba su familia, era ya muy grande y la visión se distorsionaba por el
brillo del agua. Parecían tan pequeños, allí de pie, tan indefensos y vulnerables, que
se le encogió el corazón de pena, por ellos, por sí mismo, por el país que estaba a
punto de sumir en la guerra.
Entonces vio que Tetisheri se alejaba de los demás y levantaba un puño. La luz
del sol brilló en sus pulseras de plata mientras se le deslizaban por los brazos y el
viento ajustaba su vestido de hilo a su cuerpo enjuto. El gesto de su abuela era tan
desafiante y arrogante que la sensación de pena desapareció. Kamose respondió
alzando los dos puños y comenzó a reír mientras su hogar se alejaba y desaparecía de
su vista.
—Tengo hambre —le dijo a Ahmose—. Vamos al camarote a comer. El trayecto
hacia Qebt será fácil y navegaremos casi todo el tiempo por nuestro territorio. ¡Hor-
Aha, únete a nosotros!
Ya ha empezado, pensó exultante. La suerte está echada. Levantó la cortina del
camarote, la sujetó para que quedara abierta y se dejó caer sobre los almohadones.
Akhtoy hizo chasquear los dedos en dirección al ayudante del cocinero que esperaba
para informar a su amo de lo que se le podía ofrecer. Ahmose manoseaba el bastón de
caza que colgaba de su cintura, mientras cruzaba las piernas y se sentaba junto a su
hermano.
—Tuve que traerlo —explicó ante la mirada de asombro de Kamose—. Nunca se
sabe. Quizás se nos presente la oportunidad de cazar. Aunque sin Turi no será lo
mismo.
—No, no lo será —contestó Kamose—. Turi y tú habéis cazado y pescado juntos
desde pequeños. Espero que me hayas perdonado por haberlo enviado con su familia
al sur, lejos de todo peligro. La habilidad de su padre como albañil especializado en
la planificación y construcción de fortalezas de piedra es poco común hoy en día, y
me puede resultar muy útil más adelante. Hace muchos hentis que nadie aprovecha
esa experiencia, pese a que los conocimientos fueron pasando de generación en
generación en la familia de Turi.
Ahmose asintió.
—El padre de Turi se ha conformado con construir muelles —le aseguró a
Kamose—. No les tiene ningún respeto a los setiu, que desprecian la piedra y edifican
sus defensas con adobe. Ni siquiera tienen interés en construir monumentos de
piedra. Bajo sus aires de grandeza son muy poco civilizados.
—De todos modos —acotó Kamose con aire sombrío—, me han dicho que los
muros de los fuertes setiu son muy altos y tan resistentes como los de piedra. Ya
veremos. ¿Hay pan fresco? —le preguntó al paciente sirviente—. ¿Y queso? Bien,
comamos.
La flotilla llegó a Qebt al comienzo de la tarde y al poco rato de su llegada se

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presentó el príncipe Intef, seguido de sus oficiales. Kamose respondió con cortesía a
la reverencia de los recién llegados, ocultando el alivio que le produjo que Intef lo
invitara a tomar un refrigerio en su casa. Tenía el secreto temor de que los príncipes
que habían acudido a Weset convocados por él, hubieran vuelto a sus casas con un
débil entusiasmo que se disiparía rápidamente en los ratos de solitaria reflexión junto
a los estanques llenos de peces, pero por lo menos allí había un gobernador que
respondía a las peticiones de su señor.
Después de saludar a la esposa y a la familia de Intef y de beber la taza de vino
que se le ofreció en el fresco salón de recepciones del príncipe, Kamose mandó
llamar a sus escribas de reclutamiento, a los de asambleas y a Hor-Aha. Luego él,
Ahmose e Intef se retiraron al despacho del último para hablar de sus asuntos.
—La división de infantería no nos alcanzará hasta bien entrada la noche —le dijo
a Intef mientras se instalaban alrededor del escritorio de éste—. En cuanto se haya
efectuado el recuento de tus aportaciones, quiero ir en esquife hasta Kift y hacer mis
preces allí, en el templo. Sólo está siete estadios río abajo y, sin lugar a dudas, Min es
una representación de Amón y debe recibir mi homenaje. ¿Ya has delegado tu
autoridad? ¿Estás preparado para zarpar con nosotros?
Intef asintió.
—Lo mejor que he podido, Majestad —replicó—. Este territorio quedará en las
manos capaces de mi gobernador ayudante en Kift. La siembra ha comenzado. La
completarán las mujeres. —Cambió de posición en la silla—. Ha habido una
considerable confusión entre los reclutas —añadió con franqueza—. Me ha resultado
muy difícil explicarles por qué deben abandonar sus hogares y marchar contra
individuos a quienes consideran sus compatriotas desde hace mucho tiempo. Muchos
se negaron y mis oficiales se vieron prácticamente obligados a arrastrarlos al río.
Tampoco hemos tenido tiempo de entrenarlos. Los encontrarás poco disciplinados.
—Los distribuiré entre los hombres de Weset —contestó Hor-Aha, pese a que la
mirada culpable de Intef estaba fija en Kamose—. Mezclados con ellos, aprenderán
con rapidez tanto la disciplina como los motivos de nuestra marcha.
Se produjo un silencio corto e incómodo. La mirada de Intef se clavó en el
medjay y se volvió inexpresiva.
—Es posible que no reciban con agrado las órdenes que les impartan oficiales que
no sean del territorio de Herui —comentó con cautela.
Kamose intervino con rapidez en aquel momento de velada hostilidad.
—Les estoy pidiendo mucho a tus campesinos y a tus leales oficiales, Intef —dijo
en tono tranquilizador—. Tu autoridad no será usurpada. Tus jefes militares tendrán
que responder ante ti y serás tú quien comande tus tropas en la batalla, pero bajo mi
dirección. A veces, esas órdenes las recibirás de boca del príncipe y general Hor-Aha.
Te pido que me perdones si te recuerdo que ni tú ni tus oficiales, y menos aún tus

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campesinos, habéis visto acciones militares ni participado en ellas desde hace muchos
años, mientras que él sí lo ha hecho.
—Pero, sin duda, la cacería de los integrantes de la tribu kushita en ese maldito
desierto no tendrá nada que ver con una campaña contra ciudades civilizadas—
replicó Intef con frialdad.
Kamose suspiró imperceptiblemente. Me lo temía, pensó con resentimiento.
¿Tendremos que enfrentarnos a las mismas mezquindades con Lasen y Ankhmahor y
los demás, antes de poder lograr un ejército egipcio unificado?
Hor-Aha había cruzado los brazos y se inclinó hacia atrás, con la cabeza ladeada.
—Intentemos ser todos sinceros, príncipe —dijo con tranquilidad—. Yo no te
gusto y no confías en mí. Soy negro y extranjero. ¿Con qué derecho seré el jefe
militar de los egipcios de mi señor? ¿Qué derecho tengo al título que se me ha
concedido recientemente? Pero lo que tú opines de mí no me importa. Sólo piensa
que, al denigrarme, demuestras desconfianza en el juicio de tu rey porque él ha
considerado conveniente nombrarme general y elevarme a la nobleza. Y lo ha hecho
porque tengo experiencia en esas escaramuzas del desierto de las que tú no sabes
nada, y porque sé controlar a los hombres. Con gran alegría me pondré a tus órdenes
si puedes demostrar que en ese campo tus conocimientos son superiores a los míos y,
si Su Majestad lo desea, renunciaré a mi autoridad. Hasta entonces, ¿no basta saber
que luchamos por una causa en la que ambos tenemos comprometido el corazón? ¿No
podemos trabajar como hermanos?
Esa palabra le resultará a Intef difícil de tragar al ver la piel negra y los ojos
renegridos de Hor-Aha, pensó Kamose. Sin embargo, Hor-Aha ha sido inteligente al
plantear sus comentarios como preguntas. Intef tendrá que responder.
Pero antes de que éste pudiera hacerlo, intervino Ahmose. Hasta entonces había
escuchado con inquietud, cambiando de postura en la silla y tamborileando
ruidosamente con los dedos en la mesa. En aquel momento puso los pies en el suelo y
se inclinó hacia delante.
—Considéralo así, Intef —dijo con tono tranquilo—. Si vencemos y logramos
llegar a Het-Uart, este medjay habrá prestado un gran servicio a todos los nobles de
Egipto. Y, que los dioses no lo permitan, si fracasamos, podrán echarle toda la culpa
porque fue él quien trazó la estrategia para Kamose y para mí. De una u otra manera,
la responsabilidad pesa sobre sus espaldas. ¿Realmente quieres tenerla sobre las
tuyas?
Esa vez el silencio fue de incredulidad. Intef miró a Ahmose con dureza y
Kamose estuvo a punto de contener el aliento. Has ido muy lejos, le advirtió
mentalmente a su hermano. ¿Eres así de simple, querido Ahmose, o comprendes
mejor que yo el uso de la sinceridad fingida? Hor-Aha estaba relajado, era imposible
descifrar su expresión.

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De repente, Intef lanzó una carcajada.
—Tienes razón, príncipe, y yo me comporto como un necio. Es una decisión
sensata poner a los campesinos de este territorio junto a los tuyos, y si tú o Vuestra
Majestad —al decirlo se inclinó ante Kamose— lo hubierais propuesto, habría
aplaudido tanta sabiduría. Pero me gustaría mandar a mis hombres en cualquier
batalla que Apepa nos presente.
—De acuerdo. —Kamose asintió. Ahmose había vuelto a su ausente inquietud y,
sin duda, Hor-Aha se dio cuenta de que no convenía que sonriera.
—¿Cuántos hombres has reunido? —le preguntó Kamose a Intef.
—Entre Qebt, Kift y los alrededores del territorio, dos mil doscientos —contestó
Intef sin vacilar—. También he ordenado abrir los graneros para el escriba de
asambleas, pero te ruego, Majestad, que no cojas más de lo necesario. Debe quedar
algo de Egipto cuando todo esto termine.
En aquel momento los interrumpió el mayordomo de Intef para anunciar la
llegada de ambos escribas, y Kamose y Ahmose se levantaron para salir.
—Ahora iré al templo de Kift —dijo Kamose—. Hor-Aha, encárgate de distribuir
a los hombres de Intef y ordénale a Paheri que requise las embarcaciones disponibles.
Cuantas más tropas podamos embarcar, con más rapidez nos moveremos.
—Pudo haberse convertido en un enfrentamiento —comentó Ahmose mientras
salían al cegador sol de la tarde—. Tal vez sería prudente limitar la autoridad de Hor-
Aha sólo a los medjay.
—¡No pienso poner en peligro nuestro éxito para complacer a un príncipe
mezquino! —replicó Kamose—. Hor-Aha ha demostrado muchas veces que es amigo
nuestro y un soldado leal a nuestra familia, y por lo tanto a Egipto. Seguirá siendo
jefe supremo bajo mis órdenes, Ahmose, y los nobles deberán acostumbrarse a ello.
—Creo que te equivocas, Kamose —objetó su hermano en voz baja—. Hostiga a
los nobles y ofenderás a alguien más que a unos pocos hombres. También perderás la
confianza de sus oficiales. La escena que acabamos de presenciar se repetirá con
Lasen y los otros a medida que vayamos hacia el norte. Hor-Aha comprendería que
limitaras su poder, por lo menos hasta que Egipto esté seguro.
—¡No ofenderé a un amigo! —exclamó Kamose acalorado. Ignoraba por qué las
palabras de Ahmose habían causado su enfado. No sólo era porque temía que tal vez
su hermano tuviera razón, sino por algo más, algo oscuro—. Ellos han permanecido
sentados en sus palacios, bebiendo vino y comiendo el producto de sus territorios,
contentos en su anonimato, quizás hasta agradecidos mientras Apepa se burlaba de
nuestro padre y se esmeraba en destruirnos. Pero Hor-Aha ha arriesgado muchas
veces su vida por nosotros mientras ellos permanecían apartados y daban las gracias
por no estar involucrados. ¡Tienen suerte de que no los censure con dureza en lugar
de tranquilizarlos!

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Ahmose lo cogió del brazo y lo obligó a detenerse.
—¿Qué te pasa? —preguntó con tono urgente—. ¿Qué te ha hecho perder el
sentido común, Kamose? Necesitamos con desesperación la cooperación de los
príncipes y la buena voluntad de sus hombres. Eso lo sabes. Mantén a Hor-Aha en su
posición actual si ésa es tu decisión, pero deberías hacerlo con un poco de tacto. ¿De
dónde salen esa furia y esa mordacidad?
Kamose agachó los hombros. Entrecerró los ojos para mirar el azul profundo del
cielo y luego sonrió a Ahmose.
—Perdóname —dijo—. Tal vez envidie la falta de verdadera preocupación de
nuestros nobles cuando nuestra necesidad de venganza arde sin cesar en mi interior.
Todo está en mi cabeza. Ma’at se levantará o caerá con mis decisiones y me afecta
tener que cargar con un peso tan grande. Entremos en el sagrado recinto de Min y
trataré de dejar parte de mi furia a los pies del dios.
Custodiados por su guardia personal, embarcaron en un esquife y remaron río
abajo hasta Kift. La ciudad, más grande y activa que Qebt, soñaba con serenidad
durante la hora de la siesta y ambos pudieron completar en paz sus oraciones. Cuando
volvieron a Qebt no encontraron señales de los soldados de infantería, pero los
muelles eran una confusión de polvo, hombres y burros de carga entre los cuales Hor-
Aha les dirigió un saludo lejano y siguió dictando a su escriba.
Kamose y Ahmose se retiraron a la relativa tranquilidad del camarote. Ahmose
pronto se durmió tendido en los almohadones, pero Kamose seguía obsesionado, con
la barbilla en las rodillas y los ojos fijos, que no veían la forma inconsciente de su
hermano. Dos divisiones y media, pensó. Eso está bien. El próximo lugar es Aabtu.
Me pregunto cuántos hombres habrá reunido Ankhmahor. Es un príncipe más fuerte
que Intef, más quisquilloso en lo que se refiere a sus prerrogativas, pero más
inteligente. Creo que no permitirá que ningún prejuicio contra Hor-Aha nuble su
claridad de juicio.
A diferencia de ti, le dijo una voz interior. ¿Sabías que dentro de ti habita, como
un áspid, un desprecio absoluto por la sangre azul del sur de Egipto? ¿Cuántos
hombres?, se obligó a dirigir sus pensamientos a la logística de la campaña. ¿Y
cuándo tendré que comenzar a enviar exploradores? ¿En Badari? ¿Djawati? Mañana
dictaré mensajes para las mujeres. ¿Puedo dar mejores raciones a las tropas con la
esperanza de que tendremos comida disponible a lo largo del Nilo? ¿Habrá ordenado
Hor-Aha que se reúnan todas las armas que haya aquí, en Qebt? Empezaba a dolerle
la cabeza. Abandonó el camarote con los suaves ronquidos de Ahmose, le pidió
cerveza a Akhtoy y se refugió en la sombra que arrojaba la proa curva de la
embarcación para esperar noticias del resto de su ejército.
Éste llegó a Qebt después de la puesta del sol y los hombres cansados se dejaron
caer a la orilla del río donde recibieron comida y bebida. Kamose, Ahmose e Intef

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acababan de terminar su cena, sentados en cubierta bajo la tenue luz amarilla que
arrojaban las lámparas que colgaban de la borda y del mástil, Hor-Aha se les acercó y
les hizo una reverencia. Ante un gesto de Kamose, se sentó con las piernas cruzadas y
aceptó la taza de vino que le ofreció Akhtoy.
—Están cansados y doloridos por la marcha —dijo en respuesta a la pregunta de
Ahmose—, pero mañana ya se habrán recuperado. Nuestro jefe de reclutas ya está
dividiendo a los hombres de este territorio y reuniéndolos con los demás. —Se volvió
hacia Intef—. Está trabajando con uno de tus oficiales, príncipe. Agradezco tu
generosidad en este asunto. —Y añadió dirigiéndose a Kamose—: El instructor de
reclutas espera que al menos le permitas entrenarlos durante dos días, Majestad. ¿Qué
debo contestarle?
Kamose suspiró.
—Deben aprender todo lo que puedan mañana, mientras marchan —contestó—.
Si nos demoramos en cada parada, no llegaremos al Delta antes de que Isis llore y la
inundación podría significar un completo desastre. No, Hor-Aha. Lo lamento.
Debemos atenernos a nuestro plan original. Los medjay y todos los soldados que
tengan sitio en las embarcaciones que nos ha proporcionado Intef saldrán para Aabtu
al amanecer. Hay un día de navegación desde aquí hasta Quena, y tres hasta Aabtu.
Eso significa mucho más tiempo para los de infantería. —Se detuvo pensativo—. ¿Y
si entre Quena y Aabtu, mientras yo me adelanto para encontrarme con Ankhmahor,
los soldados nos alcanzan, duermen una noche entera y son allí sometidos a una
instrucción rudimentaria?
—No podrá ser, Majestad. Necesitamos balsas y no tenemos ninguna —dijo Intef.
—Debemos arreglarnos lo mejor posible —intervino Ahmose—. Por el momento,
la velocidad es menos importante que la necesidad de organizamos bien. Tu idea es
buena, Kamose.
—El ejército no debe estar en estado de alerta hasta Dja-Wati —señaló Hor-Aha
—. A pesar de que aparentemente todo Egipto está bajo el control de Apepa, de Qes
hacia el sur no se ha molestado en dejar guarniciones en las ciudades. De Dja-Wati
hasta Qes no hay más que unos treinta y tres estadios. Después de Qes, hacia el norte,
está Dashlut y creo que allí es donde podremos encontrar nuestra primera oposición
verdadera. Relajemos nuestro paso, señores, para que los hombres puedan prepararse
y para que podamos asimilar con mayor facilidad los que nos proporcionen los demás
príncipes.
Kamose asintió en señal de conformidad y pensó en Qes, aquel lugar maldito
donde el ejército de su padre fue atacado y vencido.
—¿Existe alguna señal de que Apepa se haya enterado de nuestro viaje? —
preguntó dirigiéndose a todos en general—. ¿Ha sido arrestado algún heraldo en el
río?

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Intef negó con la cabeza.
—No. Ha habido poco tráfico en el río. En el Delta todavía se festeja el
Aniversario de la Aparición de Apepa y los asuntos oficiales se han suspendido por el
momento. Creo que podremos llegar a Khemennu antes de que se dé la alarma.
Khemennu, volvió a pensar Kamose. Otro nombre que añadir a su ansiedad. ¿Qué
haré allí? ¿Qué hará Teti?
Imaginó el rostro de su madre, pálido e implacable, y se llevó el vino a la boca y
bebió con rapidez.
Zarparon al amanecer, dejando un Qebt adormilado que se hundió en el horizonte
mientras Ra se alzaba sobre él. Los soldados que se alineaban en la orilla sacudían y
doblaban sus mantas mientras los sirvientes del ejército se movían entre ellos con las
raciones matinales. Intef, a quien Kamose dio la oportunidad de elegir, prefirió
permanecer con sus campesinos para tranquilizarlos. Se quedó consigo a la mayoría
de sus oficiales.
—Os alcanzaré después de Quena —prometió—, y para entonces mis hombres ya
no tendrán necesidad de verme. ¡Ojalá tuviéramos carros, Majestad!
Carros, caballos, más hachas y espadas y más embarcaciones, pensó Kamose. Se
despidió amistosamente del príncipe y se preparó para un día de inactividad e
inquietud en el agua.
Dos noches y un día después, el Nilo doblaba hacia el oeste antes de enderezar su
curso hacia Aabtu y allí las embarcaciones se detuvieron en la orilla oriental. Kift y
Quena habían quedado atrás, y Kamose examinó con satisfacción el arenoso
aislamiento que tenía enfrente. Allí cambiaba el panorama de verdes campos, canales
rodeados de palmeras y pequeñas ciudades que por lo general descansaban los ojos
del viajero, y el desierto se apresuraba en una sucesión de dunas hasta la orilla misma
del río. Ninguna sombra aliviaba la visión de la arena caliente y de un cielo ardiente.
Ninguna sombra de seres humanos o de bueyes vagabundos se movía sobre él. Sería
un lugar perfecto para un par de días de instrucción militar. Kamose se volvió hacia
Hor-Aha, que estaba en silencio a su lado.
—Saldré hacia Aabtu en el acto —anunció—. Llevaré conmigo a los Seguidores.
Debería llegar allí mañana por la noche. Cuando lleguen las tropas de infantería,
déjalas descansar brevemente y luego ponías a trabajar. Mantenlos lejos de los
medjay, Hor-Aha. Lo último que queremos son las peleas que la ignorancia de esos
hombres pueda incitar.
—Te preocupas sin necesidad. Majestad —comentó el general—. Unas cuantas
batallas les enseñarán a todos, tanto a egipcios como a medjay, que se complementan
los unos a los otros. Creo que enviaré a los medjay al desierto con sus oficiales.
Tienen necesidad de sentir tierra firme bajo sus pies durante un tiempo. ¿Llevarás
contigo al príncipe Ahmose?

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Kamose vaciló antes de asentir al recordar la sorprendente actitud de su hermano,
que modificó la postura de Intef en Qebt, y pensó que no conocía bien a Ahmose.
Aquel joven de alegre disposición, enamorado de la caza, de la natación y de las
sencillas delicias de la vida en familia, maduraba misteriosamente. Kamose apartó la
mirada de la visión árida y comenzó a impartir sus órdenes.
Aabtu estaba en la orilla occidental y, cuando su embarcación se acercó a las
amplias escaleras del embarcadero de la ciudad, Kamose se alarmó al ver una
multitud de hombres que se movían en el aire polvoriento y rojo de la puesta del sol.
Sus pensamientos volaron hacia el norte. Apepa estaba enterado de su intento. Esos
hombres eran soldados setiu y Ahmose y él serían ejecutados de inmediato. Pero
Ahmose dijo:
—Es un espectáculo espléndido, Kamose. Por lo visto, Ankhmahor ha reunido
una fuerza aún mayor que la de Intef.
Con esas palabras Kamose volvió en sí con una carcajada temblorosa.
—Gracias a los dioses —consiguió decir—. Temí que… —Ahmose hizo una seña
y pusieron la rampa.
—Todavía no —dijo en voz baja cuando ambos bajaron a la orilla rodeados por
los Seguidores—. Todavía tenemos algo de tiempo.
El silencio comenzó a rodearlos cuando la multitud reconoció los símbolos que
Kamose llevaba en el pecho. Muchos cayeron de rodillas y muchos más se inclinaron
respetuosamente.
—Aabtu no es tan provinciana como Kift y Qebt —continuó diciendo Ahmose—.
Después de todo, aquí está enterrada la cabeza de Osiris y todos los años vienen
muchos peregrinos al templo para presenciar las representaciones sagradas. Aquí
también se venera a Khentiamentiu, éste es un lugar sagrado.
Habían dejado atrás la orilla y caminaban junto a un canal que conducía al templo
de Osiris y a la residencia de Ankhmahor, situada al lado mismo. Tras el círculo
protector de los guardias, las mujeres y los niños del pueblo corrían a verlos y luego
se alejaban avergonzados. Kamose vio que un oficial se abría paso hacia ellos.
Obedeciendo una orden suya, los Seguidores lo dejaron pasar. El hombre hizo una
profunda reverencia.
—Mi señor me dio instrucciones de estar atento a tu llegada, Majestad —explicó
—. Ya hace una semana que estamos listos para recibirte. Mi señor acaba de llegar a
casa desde el templo. Con tu permiso, le avisaré de que estás aquí.
—Antes de encontrarme con el príncipe, me gustaría presentarle mis respetos a
Osiris —replicó Kamose—. Di a tu señor que lo veré dentro de un rato. Por la
mañana no habrá tiempo. El santuario todavía debe de estar abierto —añadió
dirigiéndose a Ahmose mientras el hombre se inclinaba ante ellos y se retiraba.
El Sumo Sacerdote los recibió con expresión seria. El santuario estaba

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efectivamente abierto y él se disponía a entonar las oraciones de la tarde antes de
encerrar al dios hasta la mañana siguiente. Kamose y Ahmose se le unieron, se
postraron ante la imagen y Kamose avanzó hasta el pequeño tabernáculo que su
antepasado Mentuhotep-neb-Hapet-Ra, había erigido para la gloria del dios. Con el
rostro apoyado en el suelo de piedra, Kamose no rezó tanto a la deidad más
reverenciada de Egipto como al rey cuya sangre corría por sus venas y que había
edificado el viejo palacio en los antiguos días de preeminencia de Weset. Su templo
mortuorio estaba cerca del acantilado de Gurn, en la orilla occidental, frente a Weset,
otro lugar donde los sueños de los vivos se mezclaban con las sonoras sugerencias de
los muertos. Kamose le suplicó que lo ayudara y tuvo la sensación de que allí, en las
tinieblas cada vez más profundas, entre el perfume de flores marchitas y de incienso
rancio, el ka de su padre se le acercaba y la presencia de su antepasado real flotaba,
llevando consigo una paz temporal.
Los dos hermanos salieron a las últimas luces del anochecer, pero la extraña
tristeza de aquel momento del día se disipaba bajo la fuerza de las fogatas y de las
brillantes antorchas.
—Tengo hambre —dijo Ahmose—. Espero que el príncipe nos ofrezca una buena
cena.
El hombre que se les había acercado antes los esperaba. Se destacó entre las
sombras del atrio exterior de Osiris, les hizo una reverencia y les pidió que le
siguieran.
La propiedad de Ankhmahor no quedaba lejos de allí. El jardín del príncipe
resplandecía por una multitud de lámparas, bajo cuya luz el propio Ankhmahor se
acercó a saludarlos con rapidez, mientras sonreía y se inclinaba ante ellos.
—Majestad, Alteza, me alegro de veros —dijo—. Si deseáis refrescaros, la casa
de baños está lista y mi mayordomo me informa que pronto servirán la cena.
Decidme lo que deseáis hacer.
En los modales y el tono del príncipe no existe la cautela de Intef, ni tampoco su
deferencia, reflexionó Kamose mientras le daba las gracias a Ankhmahor y pedía que
lo condujeran a la casa de baños. Los dominios de Ankhmahor hablaban de una
mayor riqueza que la del gobernador del territorio de Herui y era evidente que allí
serían observadas las costumbres. No se hablaría de ningún asunto, por urgente que
fuera, hasta que el hambre de los invitados hubiera sido saciada. Ese respeto a las
antiguas costumbres resulta tranquilizador, pensó Kamose mientras lo rodeaba el aire
húmedo y perfumado de la casa de baños y los sirvientes se apresuraban a
desnudarlos a él y a Ahmose. Pero también habla de orgullo y de conciencia de un
alto linaje. ¡Oh! ¿Debes analizarlo todo?, se reprendió mientras cerraba los ojos bajo
el agua caliente que un sirviente vertía sobre su cuerpo. Acepta lo que ves y no veas
trampas ni peligros donde no los hay. Los verdaderos peligros ya son suficientemente

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amenazadores.
Más tarde, bañados, afeitados y cubiertos de aceite, los condujeron a un salón de
recepciones donde se mezclaban olores de comida, flores y perfumes, y los sentaron
ante mesas individuales sobre las que temblaban flores de primavera. La familia de
Ankhmahor, su esposa, sus dos hijos y sus tres hijas, se les acercaron para ofrecerles
su homenaje. Eran atractivos, delgados y de ojos oscuros, de facciones parecidas bajo
la galena y la alheña. Sus alhajas no parecían tanto un adorno sino parte de lo que
eran: aristócratas hasta la médula. Kamose se relajó al estar entre gente como él,
mientras Ahmose hablaba de caza con los hijos de Ankhmahor y lamentaba no poder
aprovechar los patos y animales salvajes de Aabtu, muchos de los cuales habían sido
convertidos en exquisiteces entre la sucesión de platos que les sirvieron.
Ankhmahor es valiente al poner todo esto en peligro, pensó Kamose. Para
nosotros es un asunto de supervivencia o destrucción, pero él podría seguir
disfrutando de esta seguridad. Como si el príncipe le hubiera leído los pensamientos,
miró a Kamose y dijo:
—El territorio de Abetch es rico y yo vivo bien. Pero siempre me acosa la sombra
del futuro porque me niego a dejarlo en manos de un noble de menor jerarquía y a
asistir a la corte de Apepa en el Delta. Cuando Apepa pasó por Aabtu rumbo a tu casa
para juzgaros, se detuvo aquí a pasar un día y una noche. Yo lo atendí bien, pero no
creo que le agradase. —Se interrumpió para beber—. Su mirada no perdía detalle. La
fertilidad de mis campos que llena graneros y almacenes, la opulencia de mi
propiedad, la belleza y la gracia de mi familia y tal vez, más que otra cosa, la alegría
de mis campesinos y sirvientes. No le di ningún motivo de queja y, sin embargo,
percibí desconfianza en él. —Ankhmahor se encogió de hombros—. Creo que sin tu
guerra habría sufrido el mismo acoso lento y cada vez más intenso que llevó a tu
padre a tomar una medida tan desesperada.
—A Apepa no le gusta que se le recuerden sus raíces extranjeras —contestó
Kamose con lentitud—. Le gusta mantener a los señores nativos de Egipto a su
alrededor, en el Delta, donde puede vigilarlos y también corromperlos gradualmente
con los dioses y las costumbres de los setiu. —Miró a Ankhmahor—. Pero fuera del
Delta, los nobles egipcios no olvidan con tanta facilidad que los pastores de ovejas
son algo abominable tanto para los dioses como para los hombres, y tampoco es
posible persuadirlos con sutileza a abandonar el recuerdo de la pureza de su sangre y
del verdadero Ma’at. Cuanto más hospitalario y respetuoso hayas sido, Ankhmahor,
más sal has puesto en la herida de su extranjería. Sin embargo, podrías reducir sus
sospechas enviando a uno de tus hijos al norte.
Ankhmahor rió y se levantó. En el acto, el arpista dejó de tocar y los sirvientes se
alejaron.
—Eso sería como abrir una herida en mi cuerpo y dejar que se infectara. Majestad

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—dijo con franqueza—. Mientras yo viva, ninguno de mis hijos será sometido a esa
corrupción. Mi hijo mayor, Harkhuf, viajará con nosotros y luchara a mi lado. Y
ahora, si Vuestra Majestad lo desea, nos retiraremos al estanque y hablaremos de
nuestros asuntos.
—Creo que pescaré esta noche con tus hijos, Ankhmahor —dijo Ahmose
mientras se levantaba. Su mirada se encontró con la de Kamose. «No me necesitas»,
fue el mensaje que éste leyó en los ojos de su hermano. «Este príncipe no nos creará
problemas».
—Muy bien, pero zarparemos al amanecer, Ahmose —contestó Kamose.
—Esto me hace falta —dijo su hermano con sencillez, y Kamose se levantó y
siguió al dueño de la casa por entre las columnas del vestíbulo hacia el jardín poco
iluminado.
Habían puesto almohadones junto al estanque. En la hierba había un frasco de
vino junto a matamoscas y mantos, todo iluminado por la parpadeante luz de una
antorcha que temblaba movida por la brisa perezosa e intermitente. Kamose se sentó
en el suelo y cruzó las piernas; hizo con la cabeza un movimiento de negación ante el
manto que le ofrecía Ankhmahor, pero aceptó un matamoscas y una taza de vino. Se
oía el zumbido de los mosquitos, un sonido agudo y sin embargo tranquilizador,
puesto que eran parte natural de las dulces noches de Egipto. Los grillos dejaban oír
sus cantos carentes de melodía. Una rana inadvertida se dejó caer en el estanque
formando ondas en el agua y meciendo los lotos que allí descansaban.
Ankhmahor se sentó junto a Kamose con un gruñido y recorrió sus dominios con
la mirada antes de fijarla en su invitado.
—No me gusta tu general Hor-Aha —dijo por fin—. Creo que su modo de ser tan
imperturbable nace de una excesiva confianza en la importancia que tiene para ti y en
su creencia de que es invencible como estratega militar. Por lo tanto, no es un hombre
previsible, Majestad. Tales excesos, por lo general, tienen sus raíces en un secreto
temor al fracaso. Es posible que tome una decisión equivocada y no sea capaz de
aceptar los consejos de otros a fin de cambiarla.
—Sin embargo, yo soy el jefe supremo y no estoy dominado por él hasta el punto
de no hacer ese cambio si fuera necesario —objetó Kamose. Sabía que las palabras
del príncipe no eran causadas porque Hor-Aha fuese extranjero pero no tenía ganas
de agradecérselo. Hacerlo habría implicado que esperaba menos de un integrante de
la más antigua aristocracia egipcia—. Además, Ankhmahor, planearemos en conjunto
nuestra estrategia y espero que todos, los príncipes, el general y yo, actuemos como si
fuéramos uno solo. Comprendo que los príncipes teman que el que esté en deuda con
ese hombre pueda debilitar mi capacidad para dirigir la guerra. Es cierto que le debo
mucho, pero Hor-Aha conoce su función. No se desviará de ella.
—Espero que tengas razón. —Ankhmahor se acercó un almohadón y apoyó en él

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un codo. Bebió un sorbo de vino—. Hubo muchas quejas por parte de los demás
cuando volvimos del consejo —confesó con franqueza—. Yo también me quejé. Pero
permite que ese hombre nos demuestre lo que vale, como lo ha hecho contigo, y
aceptaremos con gusto su autoridad en el campo de batalla.
—No considero que sean necesarios planes de batalla sofisticados hasta que
lleguemos al Delta —dijo Kamose—. Se trata de navegar de ciudad en ciudad,
venciendo toda resistencia, eliminando a los setius y asegurándonos de que los
alcaldes y gobernadores que vayamos dejando atrás nos sean completamente leales.
Creo que el primer problema lo encontraremos en Dashlut.
Ankhmahor asintió.
—De eso no me cabe duda, pero será en Khemennu donde se pondrá a prueba la
maestría de los medjay como arqueros y la obediencia de los soldados. A pesar de su
parentesco con tu madre, Teti no te aprecia, Majestad, y a sólo sesenta estadios de la
ciudad hay una fortaleza setiu.
—Un buen lugar para ponernos a prueba —contestó Kamose asintiendo—. Dime,
príncipe, ¿a cuántos hombres has reclutado? Parecen muchos.
—Lo son. —Ankhmahor se irguió. Había un lógico orgullo en sus movimientos y
en sus palabras—. Tengo mil ochocientos de mi territorio y otros ochocientos
reclutados en Quena. Doscientos de ellos son voluntarios. Eso reconforta mi corazón.
También he requisado treinta embarcaciones de diferentes tipos, desde esquifes de
pescadores hasta una embarcación utilizada para el transporte de granito desde
Swenet. Iba camino de Het-Uart, cargado con un trozo de piedra, creo que para ser
usada en una nueva estatua de Apepa en honor a su próximo jubileo, cuando la carga
se movió y la embarcación resultó dañada. Fueron a buscar otra a Nekheb y dejaron
aquí la estropeada. La hice reparar.
—Gracias-dijo Kamose tranquilo. —Tengo la intención de elegir a los soldados
profesionales de cada territorio y agruparlos como tropas de choque. Me gustaría que
tú las mandaras.
Ankhmahor, que en aquel momento se llevaba a la boca la taza de vino, la bajó.
—Vuestra Majestad es generoso —dijo en voz baja—. Me abruma tu confianza.
Pero ¿qué me dices del príncipe Ahmose? ¿No debería mandarlos él?
Kamose suspiró. Se cogió las rodillas y miró las estrellas que brillaban en el cielo
oscuro, y por fin cerró los ojos. Ahmose no debe estar con los hombres que
soportarán los peores ataques, tuvo ganas de decir. En muchos sentidos, Ahmose es
todavía un muchacho, poco complicado e inocente, con relámpagos de sorprendente
madurez, es cierto, pero todavía no está preparado para ser domado por la dureza y la
brutalidad de la guerra. Ha matado, pero para él matar fue, de alguna manera, parte
del sueño en que vive. Todavía no le ha llegado el momento de despertar.
—Si yo muero, mi hermano será el último varón superviviente de la casa de Tao

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—dijo en su lugar—. Si-Amón dejó un hijo que todavía no es más que una criatura y
a Egipto le hará falta un hombre para seguir la lucha. No estoy dispuesto a cuidar a
Ahmose para convertirlo en un cobarde, pero tampoco quiero exponerlo
innecesariamente al peligro. —Miró sus dedos sin verlos, ahora convertidos en puños
—. Mi abuelo Osiris Senakhtenra Glorificado dejó un hijo y tres nietos. Ahora sólo
quedamos dos.
—Tu razonamiento es comprensible —comentó Ankhmahor—. El riesgo que
corres es terrible, Majestad. Si caes derrotado, nosotros, los nobles, sólo perderemos
nuestras tierras y nuestras vidas, pero la Casa de Tao perderá la divinidad.
Kamose le dirigió una mirada penetrante, pero sólo pudo percibir comprensión
bajo las sombras que jugaban sobre el rostro de Ankhmahor.
—Entonces nos negaremos a considerar semejante cosa. —Kamose separó los
dedos, se relajó y sonrió—. Dime las armas con que cuentas, Ankhmahor; luego debo
dormir antes de partir mañana temprano.
Siguieron hablando durante largo rato, mientras la antorcha se iba quemando y la
jarra de vino se vaciaba. Kamose decidió dejar a los hombres de Aabtu donde estaban
para que se unieran al resto del ejército cuando éste pasara por allí. Las armas que
tenía Ankhmahor, aunque más numerosas que las de Intef, seguían siendo
decepcionantes. Sólo las guarniciones setiu del norte les proporcionarían las armas
que Kamose necesitaba, y hasta el momento únicamente podía confiar en que los
arqueros medjay se las arrebataran.
Agradeció la hospitalidad del príncipe y volvió a su esquife en la noche tranquila.
Cayó en un sueño tan profundo que no oyó a Ahmose cuando embarcó con la primera
luz de la mañana y no despertó hasta que sintió que la embarcación se estremecía
cuando abandonaba el embarcadero y los remeros lucharon para hacerla navegar
contra la corriente.
—Sabía que Ankhmahor no daría problemas —comentó Ahmose cuando, ante un
plato de pescado asado, ensalada y pan fresco, Kamose le contó la conversación que
mantuvieron junto al estanque—. Es valiente y además, como cabeza de una de las
más antiguas familias, puede estar seguro de obtener un cargo importante cuando
instales tu corte en Weset. Este pescado está muy bueno, ¿no te parece? —Hizo un
gesto con el cuchillo en cuya punta humeaba un trozo de pescado—. Disfruté
pescándolo; le di los demás al hijo menor de Ankhmahor para que los comiera su
familia. Ese muchacho es inteligente. Quiso saberlo todo acerca de Tani y de lo que
harás con ella cuando hayas liberado Het-Uart. —Sonrió con alegría mientras
Kamose fruncía el entrecejo—. No te preocupes —continuó diciendo Ahmose con la
boca llena—, le expliqué lo de Ramose y le dije que la mejor manera de hacer
realidad nuestras ambiciones en estos tiempos imprevisibles, es en el campo de
batalla. ¿Ankhmahor puede proporcionarnos algo más que algunas espadas sin filo y

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unos rastrillos, Kamose?
Te quiero, pero no sé qué pensar de ti, pensó Kamose mientras su hermano seguía
charlando con entusiasmo. ¿Es una actitud estudiada para ocultar un edificio
complicado que se erige con rapidez en tu interior, o eres un iluso? Bueno, yo te
confiaría mi vida como no se la confiaría a ningún otro. Eres un favorito de los dioses
y con eso debo conformarme.
Se reunieron con el ejército en la tarde del tercer día y en cuanto desembarcaron
recibieron el informe de Hor-Aha. Las divisiones estaban tomando forma, pero
todavía estaban lejos de ser las unidades de lucha que él e Intef imaginaban. La
respuesta de los campesinos a las órdenes era lenta pero cada vez más satisfactoria.
Comenzaban a sentir orgullo y las quejas disminuían. Durante tres días habían
luchado contra enemigos imaginarios.
—Pero nadie les ha dicho todavía que además de setius habrá egipcios entre esos
enemigos —señaló Hor-Aha mientras se sentaba ante Kamose a la sombra de una de
las embarcaciones de juncos—. Cuando se les diga, deberán estar entrenados para
acatar órdenes sin pensar. Es una difícil lección la que deben aprender.
Kamose no hizo ningún comentario.
—Hay mensajes de los príncipes de Badari y de Djawati —dijo Intef—. Han
terminado el reclutamiento y desean saber cuándo llegarás. Mesehti informa que más
allá de Djawati todo está tranquilo. Hasta ahora Qes y Dashlut ignoran nuestra
presencia.
—Envía a un explorador y un esquife a Badari y a Djawati —ordenó Kamose a
Hor-Aha—. Que les digan que zarpamos esta mañana, porque eso es lo que haremos.
Aabtu está organizado y listo.
—Mañana es el primer día de Pakhons —comentó Ahmose, y al oírlo todos se
quedaron en silencio. Acababa de empezar Shemu, la época más calurosa del año,
cuando los sembrados maduran y, después de la cosecha, Egipto espera sin aliento
que se produzca la inundación. De repente, Kamose se levantó.
—Traed a Ipi —ordenó—. Quiero dictar un papiro para todos los de Weset. —
Sentía una sobrecogedora necesidad de hablar con sus mujeres, de ser reforzado por
su abuela y tranquilizado por su madre, de tocar sus raíces—. Estaré en el camarote.
Avisa a los oficiales de que zarparemos dentro de un rato, general —añadió por
encima del hombro mientras subía la rampa.
Una vez en la intimidad del camarote, lanzó un largo suspiro de frustración, se
desató las sandalias y se las quitó, dejándolas a su lado. La ciudad de Qes estaba
alejada del río, amontonada cerca de los acantilados. ¿No podrían pasar frente a ella
durante la noche, sin que nadie advirtiera su presencia, para no tener que gastar
energías antes de encontrarse con la indudable hostilidad de Dashlut? Ipi llamó
suavemente a la puerta del camarote y Kamose le indicó que entrara, Ipi así lo hizo,

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saludó a su señor y preparó la escribanía y los pinceles para escribir el dictado. Al ver
el rostro tranquilo del escriba y observar sus movimientos rutinarios, Kamose sintió
que se relajaba.
Escribo también a mi casa, pensó. A los racimos que cuelgan del emparrado y
están cargados de uvas polvorientas, al estanque con sus hojas de sicomoro, a las
cálidas curvas de las columnas de la entrada sobre las que me gustaba pasar la mano
antes de internarme en la frescura del salón de recepciones; todos vosotros os unís a
mi voz y a mi recuerdo, porque os amo y sin duda la mejor parte de mí sigue allí,
donde mi aliento se confunde con el viento cálido que mueve la hierba por la mañana,
y con mi sombra unida a la vuestra cuando Ra desciende por detrás de los acantilados
del oeste. Abrió la boca y comenzó a dictar.

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Capítulo 2
Tres horas después de la puesta de sol del octavo día, la flota pasaba en silencio
frente al sendero que salía del río hacia el oeste, rumbo a la invisible ciudad de Qes,
con sus filas ahora incrementadas por todos los soldados profesionales que pudieron
proporcionar los príncipes. Detrás de Kamose navegaba Ankhmahor con doscientos
soldados de choque en una embarcación que en un tiempo se utilizaba para conducir
granito, y detrás de ellos iban los medjay en sus embarcaciones de juncos. Después
los seguía el resto de la flota. El príncipe Makhu de Akhmin había reunido
cuatrocientos reclutas y el príncipe Lasen de Badari otros ochocientos. Mesehti de
Djawati condujo hasta el río la sorprendente cantidad de tres mil hombres, de manera
que, en aquel momento, el ejército contaba con casi cuatro divisiones, cuya mayor
parte marchaba a tres días de distancia de los barcos, formando una hilera que se
movía lentamente y de la cual los oficiales no alcanzaban a ver la retaguardia.
A fin de mantener el secreto durante el mayor tiempo posible, Kamose decidió no
esperarlos hasta que los medjay hubieran asegurado Dashlut. En muchos sentidos, los
hombres de infantería eran un estorbo, mal armados o simplemente desarmados, poco
disciplinados y difíciles de manejar, pero sabía que se harían valer en el Delta
densamente poblado, donde ya no bastarían las flechas lanzadas desde el río.
Entonces, si los dioses lo permitían, las ciudades más ricas habrían entregado sus
espadas y sus arcos y él podría abandonar el barco y marchar a la cabeza de hombres
armados y listos para la batalla.
Cuando se reunió con los príncipes de Akhmin, Badari y Djawati, sus reacciones
fueron muy parecidas a la de Intef y, en menor medida, a la de Ankhmahor. Lo
recibieron con reverencia y demostraron sus deseos de cumplir con la promesa de
ayuda y lealtad, pero era evidente que no tenían deseos de compartir su
responsabilidad o, lo que era aún peor, de aceptar las órdenes de un negro de Wawat.
Todos aceptaron aplazar su juicio. Todos insinuaron, de una manera amable e
indirecta, que estaban arriesgando mucho al apoyar la reclamación del Trono de
Horus por parte de Kamose, mientras que el extranjero sólo arriesgaba un rápido
viaje por el desierto para regresar al lugar al que pertenecía en caso de que fracasaran.
En vano, y con una impaciencia creciente que amenazaba convertirse en ira,
Kamose hablaba de la fidelidad de Hor-Aha hacia Seqenenra, de su regreso a Weset
en cuanto Apepa se marchó cuando habría sido más sabio permanecer a salvo en
Wawat, de su actitud al haber sellado su compromiso con la casa de Tao aceptando la
ciudadanía egipcia y un título.
—Permanecerá con nosotros hasta que haya reunido un botín suficiente, y luego
desaparecerá-afirmó Lasen con franqueza antes de continuar la distendida
conversación que él y Kamose mantenían. —Los extranjeros son todos iguales y los

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bárbaros de Wawat son los peores de todos.
Ante aquellas palabras, Ahmose apretó el brazo de su hermano para impedir un
exabrupto de Kamose y éste apretó los dientes y contestó con palabras pacificadoras.
Comprendía la actitud de los príncipes. Egipto era una nación ocupada. El poder
estaba en manos de extranjeros. Fuesen setiu o de Wawat, todos eran sospechosos
ante los ojos de aquellos hombres.
Pero Hor-Aha no parecía muy afectado por los desaires que le hacían.
—Les demostraré que están equivocados —decía—. Dales tiempo, Majestad. Los
insultos no pueden herir a un hombre que tiene confianza en sí mismo y en su
capacidad.
A Kamose le parecía que esa actitud imperturbable ante los insultos era poco
natural, pero ahogaba las dudas que en él surgían recordando que Hor-Aha había sido
educado en una cultura completamente diferente, en la que tal vez no se considerara
sabio irritarse por cualquier provocación, Lasen tenía toda la razón del mundo cuando
se refería al temperamento bárbaro de aquellos hombres. Los habitantes de Wawat
eran primitivos en sus creencias y en su comportamiento, en sus venganzas tribales y
en las luchas que mantenían sus jefes por causas mezquinas; sin embargo, Hor-Aha
era diferente. Tenía más perspectiva que sus compatriotas. Había nacido con las
cualidades de un líder. Sus medjay le obedecían a su manera pagana sin chistar, y la
frialdad que demostraban cuando entraban en combate, su sorprendente habilidad con
el arco, la facilidad con que prescindían de comida y de bebida durante largos
periodos de tiempo, hablaba de un modo de vida desconocido para los campesinos
que sudaban y tropezaban rumbo al norte, bajo los latigazos verbales de sus oficiales,
soñando únicamente con sus pacíficos hogares.
Bueno, a Set con ellos, pensó Kamose con amargura mientras permanecía junto a
Ahmose en la proa de su embarcación, rodeado por la oscuridad de la noche y del
agua. El sonido amortiguado de los remos era casi imperceptible y los ocasionales
susurros del capitán al timonel le parecían, de alguna manera, siniestros. Miró hacia
la popa, negra contra el cielo apenas iluminado, pero no alcanzó a divisar la
embarcación de Ankhmahor ni la de Hor-Aha que les seguían. Hor-Aha es mi mano
derecha y tendrán que aceptarlo como tal. ¿Qué dirían si supieran que en cuanto se
me presente la oportunidad estoy decidido a que mis arqueros egipcios sean
entrenados por los medjay, para luego ponerlos a las órdenes de oficiales medjay
como unidades de acoso a los flancos enemigos?
A su izquierda discurría la orilla, y el sendero por el que los habitantes de Qes
llevaban bueyes y burros a beber sólo se veía como una estrecha cinta gris. Ahmose
también se volvió a mirarlo y Kamose supo que, lo mismo que los suyos, los
pensamientos de su hermano se remontaban al pasado. En el extremo más lejano de
esa cinta la sangre del padre de ambos se derramó en la arena y cambió para siempre

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sus vidas. Pero casi inmediatamente, el sendero desapareció y fue reemplazado por
una línea irregular de altas palmeras. Ahmose lanzó un suave suspiro.
—Dentro de un rato todas las embarcaciones habrán pasado por Qes —dijo en
voz baja—. No hemos visto nada ni a nadie, Kamose. Creo que podemos arriesgarnos
a dormir un rato antes de llegar a Dashlut. ¿Cuánto falta?
—Alrededor de sesenta estadios —contestó Kamose—. Los recorreremos con
rapidez. Además, quiero enviar exploradores. Debo saber si hay soldados en la ciudad
y cómo están dispuestas las casas. Debería ordenar que una de las embarcaciones
navegue más allá de Dashlut para interceptar a cualquiera que trate de huir y alertar a
Teti en Khemennu, pero como Khemennu sólo queda a sesenta estadios más al norte,
no tiene importancia. Estaremos sobre Teti antes de que pueda levantarse del lecho y
mucho antes de que logre despertar a sus setiu. —No hizo ningún intento de
disimular su tono de desprecio—. Sí, descansaremos, Ahmose. Y pasado Dashlut,
creo que volveremos a descansar.
Debió de traicionar los secretos pensamientos que había detrás de sus palabras,
porque Ahmose se volvió a mirarlo.
—Kamose, ¿qué piensas hacer en Dashlut? —preguntó con urgencia. Kamose se
llevó un dedo a los labios.
—Despertaré al alcalde y le daré la oportunidad de rendirse. Si se niega, destruiré
la ciudad.
—Pero ¿por qué?
—Por dos motivos. En primer lugar, porque es el dominio de Apepa que está más
al sur. En realidad, Qes no cuenta. Apepa gobierna todo Egipto, pero sus dedos sólo
llegan hasta Dashlut. Como es un necio, no se ha preocupado de destacar ninguna
guarnición más al sur, aunque Esna y Pi-Hator son efectivamente suyos y,
naturalmente, tiene un tratado con Teti, el hermoso, del norte de Kush. Por lo tanto
supuso que el resto de Egipto estaba seguro y, con la arrogancia de todos los que
viven en el Delta, nos consideró zafios, provincianos y débiles. Si arraso Dashlut
estoy enviando un mensaje a todo el país diciendo que estoy decidido a conquistar, no
a hablar. En segundo lugar, debo sembrar el terror a mis espaldas. Una vez que mis
fuerzas hayan pasado no debe quedar ninguna duda respecto a mis intenciones,
ninguna esperanza de recibir ayuda y ninguna intención de los administradores de
pedirla. Los setiu nos vencieron sin que se arrojara una sola flecha contra ellos.
Ahmose —terminó recalcando las palabras—, nunca volveremos a permitir tamaña
pasividad.
—No cabe duda de que en Dashlut hay setius —dijo Ahmose con ansiedad—.
Campesinos y artesanos. Pero también hay muchos egipcios. ¿Te parece sabio…?
—¿Sabio? —interrumpió Kamose con rudeza—. ¿Sabio? ¿No comprendes que si
nos detenemos en todos los pueblos para examinar al populacho y comprobar quién

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es setiu y quién no, quién se aliará con nosotros y quién lo hará sólo de palabra y
luego nos apuñalará por la espalda, nunca llegaremos al Delta? ¿Cómo distinguirás al
amigo del enemigo, Ahmose? ¿El hombre que sonríe será amigo y el que ponga mala
cara, enemigo?
—Eso no es justo —protestó Ahmose en voz baja—. No soy tan ingenuo como
crees. Pero me asquea la idea de un derramamiento de sangre tan indiscriminado.
¿Por qué no dejar tropas leales en cada pueblo a medida que avanzamos?
—Porque esa estrategia desangraría al ejército cuando cada hombre será
necesario en Het-Uart. ¿Cuántos soldados profesionales tiene Apepa en su ciudad?
¿Cien mil? ¿Más? Sin duda, no deben de ser menos. Además, cuando hayamos
logrado la victoria, los hombres querrán recoger sus ganancias y regresar a sus
hogares. No desearán quedarse en ciudades del norte y no los culpo. Entonces, si yo
fuera Apepa, si huyera y sobreviviera, conspiraría y volvería a atacar. Eso no debe
suceder.
—¡Dioses! ¿Cuánto hace que gestas esta actitud tan despiadada?
—¿Qué alternativa me queda? —susurró Kamose—. Odio tener que hacerlo,
Ahmose. ¡Lo odio! Debo mutilar Egipto si quiero salvarlo y todos los días rezo para
que al herirlo, no me condene. ¡Dashlut debe desaparecer! Ahmose retrocedió.
—Estás deseando que el alcalde se niegue a aceptar tu ofrecimiento de rendición,
¿verdad? ¡Kamose, lo sé, lo comprendo! No supe entenderlo antes. Pero me parece
horrible.
Kamose no pudo contestar. De repente tenía frío y le temblaba la mano que
levantó para asir su pectoral. Amón, ten piedad de mí, susurró. Es realmente horrible.
Amarraron las embarcaciones a la orilla oeste pero no pusieron las rampas.
Kamose mandó exploradores en los esquifes y se retiró al camarote, pero no pudo
dormir. Tampoco pudo dormir Ahmose. Permanecieron tendidos juntos en la
penumbra, y ambos supieron por la manera de respirar del otro que el sueño los
eludía. No había nada que decir. Kamose pensó en la mujer de sus sueños y escapó
brevemente en la fantasía que extrañaba y deseaba tanto. Sabía que su hermano
pensaba en Aahmes-Nefertari, quien con seguridad dormiría plácidamente en el lecho
que habían compartido con tanto júbilo en la casa cuya tranquilidad abandonaron con
el fin de salvarla.
Sin embargo, Kamose debió quedarse adormilado, porque despertó al oír unos
pasos que cruzaban la cubierta. Sacudió con suavidad a Ahmose por los hombros y,
cuando dio permiso para entrar, apareció la cabeza de Akhtoy junto a la cortina,
iluminada por la lámpara que tenía en la mano.
—Los exploradores han vuelto, Majestad. He ordenado que te traigan comida.
—Bien —contestó Kamose levantándose. Había dormido pero no descansado. Se
sentía pesado y lento—. Que también rompan ellos su ayuno, y mientras comen me

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afeitaré y me bañaré. Dile a Hor-Aha que reúna a los príncipes.
—¿Es muy tarde, Akhtoy? —preguntó Ahmose, que también se había levantado y
se desperezaba.
—Ra saldrá dentro de unas cinco horas, Alteza —contestó el mayordomo, y
después de poner la lámpara en el suelo, se retiró.
—Los exploradores han hecho su trabajo con rapidez —comentó Ahmose—.
¡Dioses, qué cansado estoy! Soñé que se me habían podrido todos los dientes y que se
me caían uno a uno.
—Eso no es más que una falsa impresión de debilidad —contestó Kamose—.
Después de Dashlut no te volverá a suceder.
Mantuvieron una apresurada reunión con el general y con los príncipes en la orilla
del río. La noche les envolvía cuando los exploradores les dieron su informe,
mostrándoles el plano de la ciudad y los detalles de la pequeña guarnición frente al
Nilo.
—No puede haber más de treinta soldados setiu en ella —le aseguraron a Kamose
—, y no vimos ningún guardia. Dashlut ofrecerá poca resistencia.
—Muy bien. —Kamose se volvió hacia Ankhmahor—. Todavía no me harán falta
tropas de choque —dijo—. Por lo tanto, te pido que te quedes atrás y que sigas a mi
embarcación por el este. Hor-Aha, ponte en mi flanco oeste con las embarcaciones de
los medjay a tu alrededor y que los Seguidores suban mi nave en el acto. ¡Vamos!
Se situó en la proa junto a Ahmose, rodeados por los guardias reales, mientras Ra
avanzaba invisible hacia su nacimiento y los estadios se sucedían llevándose consigo
los últimos rastros de su fatiga. A su izquierda, los remos de la embarcación de Hor-
Aha se hundían rítmicamente en la negra superficie del agua. A su derecha sólo se oía
el golpe de la corriente contra la embarcación de Ankhmahor y a sus espaldas
percibía la reconfortante presencia de los medjay, con los arcos preparados y los
negros ojos estudiando la oscuridad. En silencio comenzó sus oraciones de la mañana
y cuando Dashlut estuvo a la vista, en mitad de la suavidad de un amanecer perlado,
Kamose estaba listo.
Bajaron la rampa y las de las embarcaciones que lo flanqueaban y antes de que la
ciudad fuera consciente de su presencia, los medjay tensaban los arcos apuntando
hacia la dormida guarnición. No tuvieron que esperar mucho. Aparecieron dos
mujeres jóvenes, con ánforas vacías sobre las cabezas, hablando mientras se
encaminaban hacia el río. Se detuvieron estupefactas cuando la sombra matinal de las
tres grandes embarcaciones llenas de hombres armados cayó sobre ellas, y el ruido de
una de las ánforas al romperse contra el suelo resonó con claridad en el aire límpido.
Una de ellas gritó. Ambas se volvieron y corrieron lanzando alaridos por un sendero
angosto que separaba las casas de adobe mientras, impasible, Kamose las miraba
alejarse.

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—Nadie debe desembarcar y no se disparará ninguna flecha hasta que yo lo
ordene —le indicó a Hor-Aha—. Pero que todo el mundo esté preparado.
Los gritos de pánico de las muchachas agitaron la ciudad. Comenzaron a aparecer
rostros nerviosos, adormilados, intrigados y desconfiados, y una multitud
murmuradora empezó a reunirse a prudente distancia de los hombres que
permanecían silenciosos en cubierta. Algunos niños se les acercaban y los miraban
asombrados hasta que sus madres los obligaban a retroceder. Kamose esperaba.
Por fin, la multitud se abrió y Kamose sintió que su hermano se ponía tenso. Se
les aproximaba el alcalde de Dashlut y su paso confiado era contradicho por la
expresión de alarma de su rostro. Iba acompañado por dos oficiales claramente
recelosos. Se detuvieron cerca de la embarcación de Kamose y durante un instante
permanecieron sin hacer nada. Kamose continuó esperando. El alcalde respiró hondo.
—Soy Setnub, alcalde de Dashlut —exclamó—. ¿Quién eres tú y qué tropa es
ésta de hombres armados? ¿Viene del Delta?
—Te estás dirigiendo al rey Kamose I, bien amado de Amón —replicó el heraldo
de Kamose—. Posternaos.
Una sonrisa de burla iluminó los rostros de los presentes y el del alcalde.
—Creo tener el honor de estar hablando con el príncipe de Weset —dijo
inclinándose—. Perdóname, ¿pero no está el rey sentado en su trono de Het-Uart?
¿Qué pasa aquí?
Kamose se adelantó y miró hacia abajo.
—No estará por mucho tiempo en ese trono —dijo con tranquilidad—. Reclamo
mis derechos de nacimiento, Setnub, alcalde de Dashlut, y en nombre de Amón exijo
la rendición de esta ciudad.
Uno de los hombres que acompañaban a Setnub comenzó a reír y a sus espaldas
estalló un coro de risas. La gente del pueblo se divertía.
—Alteza, estás en el territorio de Mahtech —respondió enseguida el alcalde—. El
gobernador de este territorio es Teti de Khemennu y su amo es Su Majestad Awoserra
Apepa, que viva para siempre. Lo que pides no tiene sentido.
—Ha caído bajo la especial protección de los dioses —murmuró el otro oficial y
Kamose lo oyó.
—No, no estoy loco —retrucó—. Tengo aquí quinientos arqueros y cuatro
divisiones de soldados de infantería que marchan hacia Dashlut para dar peso a la
claridad de mi juicio. Setnub, te lo pregunto una vez más, ¿rendirás Dashlut o
aceptarás las consecuencias?
El alcalde enrojeció furioso.
—Tú eres un príncipe, Alteza, y yo no soy más que un administrador. No puedo
asumir tal responsabilidad. Por lo tanto, debes volver a Weset o seguir navegando y
elevar tu petición a nuestro gobernador.

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La condescendencia de su tono de voz causó indignación entre los Seguidores,
pero Kamose no se inmutó.
—Vivimos una época inquietante, Setnub —contestó con tranquilidad—. Un
hombre puede verse obligado a tomar muchas decisiones que sobrepasen su autoridad
o capacidad. Éste es uno de esos momentos. Ríndete o serás destruido.
El alcalde miró hacia la guarnición, de la que había salido un grupo de hombres
que empuñaban distintas armas y miraban a su alrededor con una confusión que se
convertía con rapidez en alerta.
—¿Rendirme? —gritó el alcalde—. ¡Realmente has perdido la cordura! Si lo
hiciera sería el hazmerreír de todos los administradores egipcios. ¡Perdería mi cargo y
tal vez hasta mi libertad!
—¿Qué prefieres, perder tu libertad o tu vida? —preguntó Kamose en voz baja—.
El alcalde palideció.
—¡Ridículo! —balbuceó—. ¡Recuerda Qes, príncipe Kamose, y vuelve a tu casa!
No lo comprende, pensó Kamose. Ve a mis soldados, pero no los ve. Ellos no
forman parte de la realidad de Dashlut en una mañana soleada y cálida, y por lo tanto
no existen. Con deliberación alargó una mano y el capitán de los Seguidores puso una
flecha en su palma.
—Kamose… —susurró Ahmose, pero Kamose no le hizo caso. Con calma puso
la flecha en su arco, levantó el arma, adoptó la postura correcta y apuntó con su mano
enguantada al centro del pecho del agitado alcalde—. En nombre de Amón y por la
gloria de Ma’at —susurró mientras disparaba la flecha. La vio clavarse
profundamente en el pecho del alcalde y notó que sus ojos se abrían con incredulidad
antes de que se desplomara en el suelo.
—¡Ahora, Hor-Aha! —gritó Kamose—. Pero no a las mujeres ni a los niños.
Le contestó un rugido triunfal que surgió de las gargantas de los medjay. A un
gesto del general, el aire se llenó de flechas y los habitantes del pueblo volvieron a la
vida. Acababan de ver caer a su alcalde en silencio por la sorpresa que duró hasta que
resonó la voz de Kamose. En aquel momento se separaron y, gritando aterrorizados y
cogiendo a sus hijos en brazos, se apresuraron a escapar. Kamose notó con
satisfacción que el primer ataque de los medjay fue dirigido contra la guarnición,
cuyos soldados, con valentía, trataban de cubrirse y de devolver los disparos. Pero su
sorpresa era tan grande que sus flechas se hundían sin causar ningún daño en los
bordes de juncos de las embarcaciones o iban a caer al Nilo. Y pronto, también los
soldados se volvieron y huyeron. Kamose asintió en dirección a Hor-Aha, quien
levantó un brazo y gritó una orden. Los hombres comenzaron a bajar de las
embarcaciones, algunos dejando los arcos y blandiendo hachas, dispersándose para
rodear la ciudad. Después de ese primer grito permanecían en silencio, una oleada de
muerte negra que se movía con rapidez y con una eficacia aterrorizadora a través de

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Dashlut, mientras sus habitantes gritaban y aullaban.
Kamose observaba. Durante un rato, la extensión polvorienta que había entre el
río y las casas estuvo desierta, con excepción de los cuerpos del alcalde y de sus
acompañantes, mientras la matanza continuaba en las angostas callejuelas, fuera de la
vista de los embarcados, detrás de los muros de adobe, más allá de la ciudad, donde
se extendían los campos. Pero antes de que transcurriera mucho tiempo, las casas, las
palmeras y las mismas embarcaciones parecieron formar un extraño teatro. El espacio
comenzó a llenarse de niños que corrían de un lado para otro en una enloquecida
parodia de juego antes de encogerse de miedo contra las paredes o de arrodillarse
sollozando, con los rostros ocultos en el suelo de tierra, como si al hacerse sordos al
clamor histérico que los rodeaba, pudieran hacerlo desaparecer. Las mujeres surgían
de las sombras polvorientas, algunas caminando como en una nube, otras corriendo
inútilmente de un grupo de niños a otro, y algunas aullando mientras tropezaban
cargadas de objetos que habían sacado instintivamente de sus casas y que apretaban
contra sus cuerpos, como si el contacto familiar de ollas y telas pudiera defenderlas.
Una de las mujeres se acercó a trompicones al pie de la rampa de la embarcación
de Kamose y permaneció mirándolo, las mejillas bañadas en lágrimas, los brazos
desnudos brillando con sangre que sin duda no era suya. Cogió el cuello del tosco
tejido de su ropa y luchó por desgarrarlo, respirando jadeante.
—¿Por qué? —gritó—. ¿Por qué? ¿Por qué?
Ahmose lanzó un gemido.
—No puedo ver esto —murmuró—. Iré a sentarme al camarote hasta que haya
terminado.
Se volvió. Los Seguidores que rodeaban a Kamose permanecían en silencio y
finalmente también la mujer se calló. Agitó un puño sucio y tembloroso, se acercó al
primer árbol que encontró y se dejó caer, encogida y llorando. Kamose le hizo una
seña al capitán de sus guardia personal.
—Dile al general Hor-Aha que reúna aquí los cadáveres y los haga quemar —
ordenó—. Quiero que se eleve una gran nube de humo. Quiero que el olor llegue a las
narices de Apepa, igual que el sonido de los hipopótamos de mi padre ofendía sus
oídos.
No volvió a hablar porque no confiaba en poder hacerlo. El hombre saludó, se
encaminó a la pasarela y Kamose entró en el camarote. Ahmose estaba sentado en un
banco de campaña, con los brazos cruzados y los hombros caídos.
—Casi todos los integrantes de la guarnición debían de ser setiu —dijo—.
Aunque supongo que ya no se siguen considerando extranjeros. En cambio, los
habitantes…
Kamose retrocedió.
—¡Ahora no, Ahmose! ¡Por favor! —Dio la espalda a su hermano y se dejó caer

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en el suelo, presa de un repentino ataque de angustia, y sintió que llegaban las
lágrimas.
Durante toda la tarde arrastraron a los muertos hasta la orilla del rio y cuando ya
no encontraron más, Kamose ordenó a Akhtoy y a sus sirvientes que condujeran a las
mujeres y los niños a sus casas. Después mandó que se encendiera el fuego y que las
embarcaciones se prepararan para zarpar. A la puesta de sol recibió noticias de sus
divisiones, que todavía marchaban hacia el norte, y decidió esperarlos a treinta
estadios de distancia, a mitad de camino entre las ruinas de Dashlut y el desafío de
Khemennu. Una vez terminada la desagradable tarea que Kamose le encomendó,
Akhtoy volvió a embarcar para encargarse de la cena de su amo, pero ni Kamose ni
Ahmose quisieron comer. Permanecieron sentados en cubierta con un jarro de vino
entre ellos, mientras Dashlut se iba perdiendo de vista y el humo negro y grasiento de
los cuerpos quemados se elevaba en una gruesa columna y manchaba el cielo que se
oscurecía pacíficamente.
Echaron amarras un rato después, y Kamose cayó en un sudoroso sueño del que
despertó sobresaltado cuando oyó el cambio de guardia. La noche era silenciosa. No
había viento y el río reflejaba la claridad de las estrellas cuando Kamose abandonó el
camarote. Al momento, su sirviente personal se levanto de la estera, pero Kamose le
indicó con un gesto que volviera a acostarse y se encaminó a la rampa que bajó con
rapidez. Contestó al saludo del guardia y tomó el angosto sendero que corría junto al
agua y que doblaba a la izquierda, alejándose instintivamente del leve pero todavía
identificable olor a carne quemada, y cuando las embarcaciones con su carga de
hombres dormidos se perdieron de vista, se metió en el río.
El agua estaba fría, lo que le obligó a jadear, pero se zambulló, sumergiéndose, y
se dejó llevar con lentitud por la corriente. Cuando los pulmones comenzaron a
suplicarle que les diera aire, alargó una mano y cogió un puñado de arena. Se frotó
con vigor, casi salvajemente, no para limpiarse físicamente sino en un esfuerzo por
borrar la agonía de Dashlut de su ka. Cuando tuvo la piel en carne viva, subió a la
orilla y, amparado por unos arbustos, comenzó a rezar. Dashlut no es más que la
primera, se dijo a sí mismo, a su dios, y mi ka ya grita su peligro y su dolor. Endurece
mi corazón, gran Amón, contra las cosas que tendré que hacer para que Egipto sea
purificado. No permitas que olvide jamás los sacrificios de mi padre y no dejes que
sean vanos. Perdóname el sacrificio de inocentes, pero no me atrevo a separarlos de
los culpables por miedo a la noche, que caería sobre mi país si llegara a fracasar.
No supo cuanto tiempo permaneció allí, pero el amanecer empezaba a definirse a
su alrededor y se levantó una brisa que lo alcanzó mientras volvía a la embarcación.
Los medjay estaban despertando y hablaban en voz baja. En la orilla se levantaban las
primeras llamas de las hogueras encendidas para cocinar. Akhtoy salió a su encuentro
cuando pisó la cubierta.

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—Ha llegado un papiro de Weset para ti, Majestad —dijo el mayordomo—.
¿Comerás antes de leerlo? —Kamose asintió—. Además, un explorador espera para
verte.
—Hazlo pasar.
Ahmose lo saludó con sobriedad cuando entró en el camarote y él le respondió
con bondad mientras esperaba que su sirviente personal le llevara agua caliente y
ropa limpia. Recibió al explorador y se enteró de las noticias mientras lo vestían.
Durante la noche se habían visto supervivientes de Dashlut que se encaminaban hacia
el norte por el límite de los campos y en un día más el ejército se les uniría. Kamose
se lo agradeció y, cuando el explorador se retiró, se dirigió a Ahmose.
—Hoy, antes del mediodía, Teti se esterará de lo sucedido en Dashlut —dijo—.
Eso es positivo. Espero que tiemble en sus sandalias cubiertas de alhajas.
—Pero se lo notificará enseguida a Apepa —comentó Ahmose—. Esa es una
buena y una mala noticia. El miedo se extenderá por los pueblos junto al río, pero
Apepa será advertido.
Kamose contempló el rostro triste de su hermano.
—¿Cómo te ha ido, Ahmose? —preguntó con suavidad—. ¿Has podido dormir?
Ahmose esbozó una sonrisa sombría.
—Tengo náuseas y estoy avergonzado —contestó—. Pero sé que lo que me dijiste
es cierto. No podemos distinguir al amigo del enemigo. Estoy resignado, Kamose.
Sin embargo, cuando llegue el momento, la expiación no nos resultará fácil.
—Lo sé. —Se miraron en un momento de mutua comprensión.
El sirviente personal de Kamose levantó el pectoral real y permaneció esperando.
Kamose lo cogió de sus manos, pero en lugar de ponérselo alrededor del cuello lo
dejó sobre la mesa.
—Hoy, no —dijo—. Puedes retirarte.
El hombre hizo una reverencia y salió, y Ahmose cogió el papiro.
—Es de nuestra abuela —comentó—. El sello es el suyo. Yo he recibido uno de
Aahmes-Nefertari y ya lo he leído. ¡Parecen estar tan lejos…! Bueno —suspiró—.
Esta mañana comeré en cubierta. Reúnete conmigo cuando quieras.
Kamose rompió el sello y desenrolló el papiro. El escriba de Tetisheri tenía una
mano única. Los jeroglíficos eran pequeños y las palabras estaban muy juntas pero
eran sorprendentemente fáciles de leer. Kamose se sentó en el borde del catre y le
llegó la voz de su abuela, cariñosa pero áspera:

A Vuestra Majestad, el rey Kamose Tao, salud. Te envío las oraciones y la


adoración de tu familia, querido Kamose, con nuestra preocupación por tu
bienestar. Fui a inspeccionar las entrañas del toro que murió, tal como te
prometí que haría, y encontré la letra “A” fácilmente visible en la grasa

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depositada junto a su corazón. Después de mucha meditación por mi parte y
de muchas oraciones a Amón por parte de su Sumo Sacerdote, hemos llegado
a la conclusión de que el peso de la letra, que representa no sólo al Gran
Dios sino también al usurpador, fue demasiado para que el toro pudiera
soportarlo. Amón luchó con Apepa y el corazón del toro falló. Aquí estamos
todos bien. Los sembrados crecen como deben. Mi vigilancia del río no ha
dado frutos, de manera que debo suponer que Pi-Hator ha decidido
permanecer en silencio por el momento. También aposté centinelas en los
bordes del desierto. Cuando recibamos la noticia de que has tomado
Khemennu, llamaré a mis soldados al perímetro de la propiedad y confiaré en
exploradores para que me den noticias del sur. Anoche soñé con tu abuelo
Osiris Senakhtenra Glorificado. “Te echo de menos, Tetisheri”, me dijo
cogiéndome la mano tal como él hacía. “Pero todavía no puedes reunirte
conmigo”. Cuando desperté hice un sacrificio por él, pero me alegro de que
mi hora no haya llegado. No moriré hasta que Egipto sea libre. Encárgate de
ello, Kamose.

Seguían su nombre y títulos escritos por su mano y Kamose dejó que el papiro se
volviera a enrollar mientras esbozaba una sonrisa de arrepentimiento. Me estoy
encargando de ello, abuela, le contestó en su interior, pero no creo que sea yo quien
ataque a los setiu en el Nilo y los aleje de Egipto. La «A» también significa Ahmose.
Le envió el papiro a Ipi y se reunió en cubierta con su hermano. Había recuperado
el apetito y comió y bebió hasta hartarse, mientras sentía que el calor del sol se le
hundía en los huesos y afirmaba su voluntad de vivir. Después mandó llamar a Hor-
Aha y escuchó el informe del general. Ningún medjay había sido herido en la batalla,
que en realidad no fue más que una masacre. Se habían incautado todas las armas de
la guarnición para distribuirlas entre los soldados campesinos que pronto llegarían.
No había enfermedades entre los arqueros, pero no les gustaba tener que comer tanto
pescado. Al oír eso, Kamose lanzó una carcajada que alivió parte de la carga de lo
sucedido en Dashlut.
—Pescado —dijo Ahmose con voz esperanzada—. Creo que esta tarde pescaré un
rato. No hay inconveniente en que lo haga, Kamose. No habrá preparativos para
nuestro avance hacia Khemennu y los exploradores nos mantienen informados de la
marcha del ejército.
—Llegará aquí mañana a primera hora, Alteza —le aseguró Hor-Aha.
Ahmose eligió dos soldados y un esquife y desapareció entre los altos juncos que
llenaban muchas de las pequeñas bahías creadas por el río. Kamose le advirtió que
prefería que no se alejara mucho de las embarcaciones, pero Ahmose simplemente
sonrió, le miró y se alejó, con la jabalina en una mano y la red en la otra. No tiene

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sentido que me preocupe por él, pensó Kamose. De alguna manera los dioses lo
protegen y envidio la atención especial que le prestan. ¡Ojalá él y yo pudiéramos
cambiar de lugar!
La tarde transcurrió sin acontecimientos especiales. Kamose pensó en la
posibilidad de llamar a sus oficiales, pero por fin decidió que por la mañana se
reuniría con todos, incluyendo a los príncipes. Bebió un poco de cerveza, jugó una
partida de un juego de tablero con Akhtoy y dedicó un rato muy triste a recordar a su
padre en compañía de Hor-Aha Caminó por la zona de seguridad que había ordenado
que se estableciera en la orilla oeste, más allá de donde estaban amarradas las
embarcaciones, habló brevemente con los centinelas y en su camino de regreso al río
observó unos grupos de mujeres y de niños que suplicaban furtivamente a los medjay
que habían bajado a tierra para jugar a los dados o sencillamente para recostarse en la
hierba húmeda bajo los árboles. Durante unos momentos se irritó. No se habían
saqueado las tiendas de Dashlut. Tampoco destruyeron sus sembrados. Las mujeres
tenían comida más que suficiente para ese día y para el año siguiente pero tal vez,
pensó mientras subía apresurado al barco, no estén mendigando comida sino un
pequeño reconocimiento de lo que los arqueros les han quitado. De lo que yo les
quité, se corrigió. El pan y la cebada no compensaban todas las noches y los días
solitarios que les esperaban.
Ahmose volvió antes de la puesta del sol. Kamose empezaba a preocuparse por él
cuando vio su esquife acercándose desde la orilla este. Muy pronto su hermano subía
la pasarela con entusiasmo, pidiendo cerveza y mirando a Kamose con una amplia
sonrisa. Se instaló en un banco junto a éste y aceptó el paño húmedo que su sirviente
le ofrecía para que se enjugara el rostro.
—¿Has pescado mucho? —preguntó Kamose, cuya preocupación acababa de
convertirse en alivio. Ahmose lo miró un instante y luego mostró una expresión
culpable.
—¿Pescar? Como no picaban, Kamose, pensé ir a echarle una mirada a
Khemennu.
—¿Qué has hecho? —El alivio de Kamose se convirtió en enfado—. ¿Cómo es
posible que seas tan imbécil? ¿Y si te hubieran reconocido y capturado, Ahmose? La
ciudad debe de estar en estado de alerta. ¡Tenemos exploradores para que corran ese
riesgo!
Ahmose arrojó la toalla en la palangana que su sirviente le presentaba y bebió un
trago de cerveza.
—Bueno, nadie me vio —dijo con obstinación—. Kamose, ¿crees que soy idiota?
Me acerqué cuando todos los habitantes sensatos roncaban para alejar el calor de la
tarde. Shemu ha comenzado y cada vez hará más calor. Los exploradores nos dieron
buenos informes, pero quería ver por mí mismo si Khemennu había cambiado desde

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la última vez que estuve allí y si se habían hecho preparativos debido a las
advertencias que sin duda les deben haber hecho los habitantes de Dashlut.
Kamose se abstuvo de preguntarle lo que había visto. Furioso, quiso castigar la
escapada de su hermano negándose a mostrar el menor interés, y luchó por sofocar su
ira.
—Te pido por favor que no lo vuelvas a hacer, Ahmose —dijo con dificultad—.
¿Qué has visto?
—Khemennu no ha cambiado en nada —replicó Ahmose enseguida—. Sigue
siendo muy hermosa. Las palmeras son las más grandes de Egipto y están tan juntas
que forman una espesura única. ¿Estás pensando en el suelo, Kamose? Los dátiles
están madurando. —Miró de reojo a su hermano y rió—. Perdóname —continuó
diciendo—. A veces me siento obligado a exagerar las facetas de mi personalidad que
encuentras más alarmantes. O deseables. —Terminó de beber la cerveza y dejó la taza
a un lado—. Los tejados de los edificios están llenos de gente, la mayoría mujeres y
unos cuantos soldados, y todos miran hacia el sur —le dijo a Kamose—. No cabe
duda de que han recibido noticias de nuestra llegada. Incluso hay hombres junto a los
muros del templo de Tot. Muchos soldados llenan los senderos y las arboledas entre
el río y la ciudad. Creo que la historia de la caída de Dashlut se exageró cuando fue
explicada.
—No tiene importancia —dijo Kamose con lentitud—. Nuestro ejército también
ha crecido y si no logramos vencer a las fuerzas setiu de Teti, entonces no deberíamos
estar aquí.
—De acuerdo. —Ahmose suspiró—. Había un grupo de patos al alcance de mi
jabalina —añadió con pena—. Estaban demasiado cerca de las escaleras del
embarcadero de la ciudad para que fuera seguro cazarlos, así que tuve que dejarlos en
paz. —Bostezó—. El sol me ha dado sueño. Creo que dormiré ahora, antes de comer.
—Al levantarse, su mirada se encontró con la de Kamose—. Todo va bien, Kamose,
de verdad —dijo en voz baja—. No te necesito como guardaespaldas. Ya tengo
suficientes.
Cayó la noche pero Kamose, acostado en su catre y oyendo los gritos regulares
del cambio de guardia de los centinelas, no quería dormir. Pensó en Khemennu tal
como la recordaba: higueras por todas partes, la brillante blancura de las casas
pintadas que se veía desde los troncos del palmeral, la gloria del templo de Tot donde
la esposa de Teti cumplía sus obligaciones de sirvienta del dios. Había asistido a
fiestas en la suntuosa casa de Teti, con su lago de azulejos azules y su bosque de
sicómoros a la sombra del otro templo, el que el padre de Teti erigió en honor a Set a
fin de ganarse los favores del rey.
Pensó en su hermano Si-Amón, sutilmente corrompido entre las vides y los
parques llenos de sol, y en Ramose, a quien quizás tendría que matar. Por fin, antes

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de que el sueño lo reclamara, pensó en Tani. ¿Estaría todavía a salvo? ¿Aún
suspiraría por Ramose o sus emociones se habrían convertido en indiferencia, como
el amor de un cachorro? Kamose esperaba que así fuera. ¡Ojalá lo supiera!
El ejército llegó entre una nube de polvo y gran agitación dos horas después del
amanecer y Kamose convocó el consejo en el acto. Lo celebraron en la orilla, puesto
que en su camarote no cabían todos. Habían pasado por Dashlut no mucho antes y,
cuando Kamose se levantó, los rostros que se volvieron a mirarlo eran solemnes.
—Dashlut fue una advertencia para Apepa y la promesa de un justo castigo al
norte —les dijo—. No lamento lo que hice. Lo volvería a hacer. Pero la de Khemennu
no será una masacre tan fácil. Su población es mayor y la proporción de soldados que
la custodian también. Han sido alertados. Nos esperan. Pero sólo han oído rumores de
la existencia de la infantería. Se mostrarán muy confiados. Tengo la intención de
acercarme a la ciudad por el río con los medjay e intentar parlamentar con Teti.
Naturalmente, los soldados que hay allí deberán morir, aunque Teti se rinda, pero
espero poder salvar a los habitantes.
—¿Y Teti? —preguntó el príncipe Intef de Qebt. A Kamose no le habían pasado
desapercibidas su inquietud ni las miradas de desconfianza que dirigía a Hor-Aha.
Todavía no se ha resignado a mi política, pensó con exasperación. Habrá que vigilarlo
de cerca—. Teti es tu pariente —decía Intef—. Más aún, es un noble. ¡Sin duda, no le
harás daño!
Sus palabras causaron un repentino cambio en la atmósfera de la reunión. Todas
las cabezas se alzaron y se volvieron hacia Kamose. Sé lo que estáis pensando, se dijo
éste en silencio. Si soy capaz de matar a un noble, ninguno de vosotros estará a salvo.
Muy bien. Meditad acerca de vuestra inseguridad. Os ayudará a manteneros leales a
mí.
—Teti será ejecutado —dijo con deliberación—. Está completamente entregado a
Apepa y comprometido con él. Sedujo a mi hermano Si-Amón para que traicionara a
mi padre y tuvo parte activa, aunque indirecta, en el cobarde ataque que sufrió
Seqenenra. Esos engaños son indignos de un noble e incluso de cualquier labriego
honesto, y Teti es un erpa-ha. Pero si todavía dudáis de su culpabilidad, considerad
que se le había prometido la posesión de mis territorios una vez que mi familia
hubiera sido separada y diseminada. No cabe duda de que es mi pariente, pero es una
relación que me avergüenza.
Sin necesidad de mirarlos uno a uno, calibró sus respuestas. Intef suspiró y puso
las manos en la mesa. Makhu y Lasen parecían meditar el asunto. Ambos tenían el
entrecejo fruncido. Pero el príncipe Ankhmahor asentía y una leve sonrisa se pintó en
los labios de Mesehti.
—Es justo —convino Ankhmahor—. Estamos arriesgando todo lo que tenemos.
El precio de perdonarle la vida a Teti es muy alto.

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—No tienes escrúpulos, Ankhmahor —objetó Lasen—. Se te ha concedido el
honor de mandar a los Valientes del rey. ¿Por qué vas a poner en peligro una posición
de tal confianza discutiendo con tú señor?
—Ese es exactamente el razonamiento retorcido que atrajo a la parte más baja de
la naturaleza de Teti —repuso Mesehti—. Si Ankhmahor manda es porque nuestro
señor ha reconocido su capacidad para hacerlo. Un poco de humildad es bienvenida
en el carácter de un noble, Lasen. No permitamos que este tema nos separe, aunque
nos resulte doloroso a todos.
—Agradezco que manifiestes tu disentimiento, Lasen —intervino Kamose—. No
me gustaría que mis nobles y mis oficiales me ocultaran sus pensamientos por miedo
a alguna mezquina penalización. Sin embargo, yo tomo las decisiones y he decidido
que, por el bien de nuestra seguridad en nuestro avance hacia el norte y por el bien de
Ma’at, Teti morirá por su traición. ¿Alguien desea expresar su disconformidad?
Nadie habló. Después de unos instantes durante los que Kamose observó que los
rostros se volvían inexpresivos, le hizo señas a Akhtoy para que los sirvientes
sirvieran vino y ofrecieran dulces.
—Muy bien —continuó diciendo—. Ahora oiré vuestro informe sobre el estado
de los campesinos que mandáis, y aceptaré las sugerencias que me hagáis acerca del
grado de experiencia que hay en las distintas divisiones. En Dashlut confiscamos
algunas armas más, y deben ser entregadas a los hombres que hayan demostrado
talento para utilizarlas.
—En Khemennu hay muchos carros y caballos —intervino Ahmose—. Debemos
capturar todos los que podamos. No tenemos aurigas, pero podemos entrenar a
algunos a medida que avancemos. Pedid a vuestros oficiales que mantengan los ojos
y los oídos muy abiertos con respecto a esa particular aptitud entre los hombres.
—Los aurigas deberían ser oficiales —murmuró Makhu, y Kamose cerró los
puños bajo la mesa.
—Entonces ascenderemos a los hombres que demuestren esa destreza —dijo con
frialdad—. Y ahora pasemos a otros asuntos.
Cuando terminó el consejo y los príncipes se retiraron a sus tiendas o a sus
embarcaciones, Kamose se alejó con su hermano y Hor-Aha, y después de alejarse
todo lo posible del ejército, se desnudaron y nadaron un rato. Luego se tendieron al
sol junto al río.
—¿En realidad qué piensas hacer en Khemennu? —preguntó Ahmose—.
¿Dejarás con vida a los civiles como les dijiste a los príncipes?
—Yo me estaba preguntando lo mismo —comentó Hor-Aha, que acababa de
soltarse las trenzas y se pasaba los dedos por el largo pelo negro—. Es una idea
peligrosa, Majestad. ¿Por qué masacrar a los habitantes de Dashlut y respetar
Khemennu, una ciudad llena de setius? Comerciantes, artesanos, ricos mercaderes, el

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grueso de la población está compuesta por extranjeros y el resto lleva muchos años
mezclándose con ellos, adoptando su manera de pensar y su modelo religioso.
Khemennu es un lugar tan enfermo como Het-Uart.
Kamose estudió a su general. Esas facciones armoniosas y oscuras no mostraban
la menor emoción. El agua que empapaba su gruesa cabellera le corría por los brazos
robustos e iba a caer a la arena. Tenía el entrecejo fruncido, pero Kamose estaba
convencido de que el gesto tenía más relación con los pensamientos de Hor-Aha que
con un sentimiento de preocupación por gente a la que, en realidad, prefería ver
muerta.
—Dudo ante una matanza así a causa de lo sucedido en Dashlut —contestó—. No
me fue fácil tomar aquella decisión, y otra matanza en Khemennu sería doblemente
horrible.
Hor-Aha le dirigió una rápida mirada.
—¿De manera que a mi rey ya le basta con lo hecho?
—No me gusta tu tono, general —intervino Ahmose—. Tal vez en Wawat la vida
de un miembro de la tribu no valga más que la de un animal, pero en Egipto no somos
bárbaros.
Hor-Aha lo miró con serenidad.
—Perdona mis palabras, Alteza —dijo con tranquilidad—. No fue mi intención
ofenderte. Pero los setiu no son gente, son bárbaros. Sólo los miembros de mi tribu en
Wawat y aquellos nacidos dentro de los límites de mi país de adopción son gente.
Ahmose parecía sorprendido, pero Kamose sonrió. Conocía la pintoresca creencia
de las tribus más primitivas de que no existía nada humano fuera de la sangre de sus
comunidades. Pero esa convicción, ¿está muy alejada de la sospecha egipcia de todos
los que habitan fuera de nuestras fronteras?, pensó. Ma’at es nuestro tesoro. No
pertenece a ningún otro lugar. Egipto es la tierra bendita, la única favorecida por los
dioses. En una época todos los ciudadanos lo creían con fervor, pero esa certeza ha
sido diluida en el intento setiu de corromper a nuestros dioses y de pervertir nuestro
modo de vivir. Hor-Aha tiene razón. Debemos restaurar la anterior pureza de Egipto.
Sin embargo, no pudo menos que pensar en aquella mujer que se detuvo junto a la
rampa de la embarcación y le gritó. ¿Habría comprendido su respuesta a la pregunta
agónica que le dirigía?
—Dashlut me puso los nervios de punta —le dijo a su hermano—. Pero Hor-Aha
ve las cosas con claridad, Ahmose. ¿Por qué una ciudad y no la otra? Khemennu debe
ser arrasada.
—A los príncipes no Ies gustará —contestó Ahmose.
—Los príncipes quieren hacer la guerra cuerpo a cuerpo, como nuestros
antepasados —contestó Kamose—. Es la manera honorable de hacerla. Pero esa
filosofía sólo puede mantenerse si el enemigo es tan escrupuloso como nosotros.

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Todavía no estamos en guerra. En Het-Uart es posible que lo hagamos, pero hasta
entonces nos estamos encargando de exterminar a las ratas que infectan nuestros
graneros.
Hor-Aha había comenzado a trenzarse de nuevo el pelo. Sonreía y asentía ante las
palabras de Kamose, y en aquel momento Ahmose pensó que el general no le gustaba
nada.
Por la tarde, Kamose se sentó bajo un árbol junto a Ipi y dictó una carta para su
familia en la que les contaba los acontecimientos de Dashlut y deseaba que estuvieran
bien. Estuvo tentado de impartirles órdenes con respecto al cuidado de la propiedad y
la vigilancia del río, pero desistió. Eran perfectamente capaces de tomar tales
decisiones por sí mismas. Mientras hablaba, observó la embarcación y las barcas que
cruzaban con lentitud el río hacia la orilla oriental y volvían para repetir el trayecto,
puesto que Khemennu estaba construida al este y los veinte mil hombres debían ser
transportados hasta esa orilla.
Los hombres todavía seguían embarcando y desembarcando cuando se instalaron
blancos en la orilla occidental y Ahmose y él pasaron largo rato con los príncipes,
practicando el tiro con arco. Hubo muchas risas y bromas educadas. Ankhmahor y
Ahmose demostraron ser los mejores hasta que invitaron a participar a varios
oficiales medjay que los observaban con cierta impaciencia. Éstos, con su serena
habilidad, vencieron con toda facilidad a los egipcios, quienes lo reconocieron de
buen grado, pero Kamose se preguntó si había sido una buena idea permitir que los
medjay participaran. Por una parte, tal vez los príncipes comprendieran ahora el
motivo por el que aquellos hombres desempeñaban un papel tan importante en sus
planes. Pero por otra parte, tal vez sus celos aumentarían. De todos modos, era
preferible estar celoso que muerto. Kamose recompensó a los medjay con una vaca
requisada en Dashlut para que la asaran y con una ración extra de vino.
Por la mañana todos se prepararon para continuar el viaje. Kamose todavía no
estaba listo para bajar a tierra. Puso a cuatro de los príncipes a cargo de las cuatro
divisiones de infantería bajo las órdenes de Hor-Aha, y aclaró que sus órdenes le
llegarían primero al general y luego a ellos, pero Ankhmahor navegó detrás de
Kamose con los Valientes del rey. Los medjay, protestando por el tiempo que todavía
debían navegar por ese maldito río, viajaban en las barcas y en la barcaza.
Kamose, que sabía que poco más de treinta estadios le separaban de Khemennu,
se puso en tensión cuando la flotilla soltó las amarras y comenzó a navegar río arriba.
Había llamado a los exploradores, pero por el momento no pudieron informarle de
ninguna novedad. Khemennu esperaba. No habría sorpresas. Pidió que le llevaran una
silla de campaña y, con Ahmose a su lado, permaneció sentado en cubierta, bajo los
juncos que formaban la proa. El ejército ya había quedado atrás y se podía seguir su
lento avance por la nube de polvo que levantaba. Kamose descubrió que echaba de

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menos la reconfortante presencia de Hor-Aha a sus espaldas. Rodeado por sus
guardaespaldas medjay, éste caminaba ahora con los príncipes. Sus órdenes
consistían en retener a los soldados de infantería hasta que los arqueros completasen
su cometido, y luego caer sobre la ciudad. No tenían nada que decirse. Los dos
jóvenes permanecían sentados en silencio mientras las orillas del río corrían a su lado
y Ra imitaba el recorrido de las barcas, adquiriendo más poder conforme ascendía al
cielo.
La primera visión que tuvieron de Khemennu fue un repentino ascenso del
horizonte hacia el este, donde se alzaban las famosas palmeras delineando los campos
y marcando las calles sombreadas de la ciudad. A una orden tajante de Kamose, las
embarcaciones comenzaron a acercarse y los arqueros se situaron en los tejados de
los camarotes y se alinearon en las cubiertas, con los arcos preparados. En aquel
momento los vieron. Se oyeron gritos. No eran voces de pánico, sino de alerta, y
Kamose vio aparecer hombres entre los árboles y entre los juncos y pastos que
rodeaban el Nilo para congregarse con rapidez entre el embarcadero y las casas
situadas detrás de las palmeras.
—Esto será fácil —comentó Ahmose—. Míralos, Kamose. Entre ellos casi no hay
arqueros y no nos pueden alcanzar con las espadas.
Así era. En la orilla brillaba una auténtica selva de espadas cuyas puntas
reflejaban la luz del sol, brillando amenazadoramente pero con impotencia, y el ruido
de dagas que se desenvainaban, igualmente inútiles, les llegaba con claridad por
encima del agua. Kamose lanzó un gruñido.
—¿Cuántos crees que son? ¿Doscientos, trescientos? Al menos, los oficiales no
han pensado en sacar los carros. Tal vez no conozcan la existencia de nuestra
infantería. Los mensajes de Dashlut probablemente fueron poco claros. Los medjay
se harán cargo de la mayoría, y si Hor-Aha lucha contra el resto antes de que puedan
organizar a la caballería, los habremos vencido antes de la caída del sol.
Unos instantes después estaban a la distancia conveniente y Kamose dio la orden
de atracar. El agua del río se estremeció cuando los remeros detuvieron la
embarcación, y Kamose y Ahmose se levantaron y se encaminaron a la borda lateral.
Kamose le hizo señas a su heraldo.
—Tráeme a Teti —ordenó. El heraldo se aclaró la garganta y su voz resonó contra
las palmeras.
—El rey Kamose, Poderoso Toro de Ma’at, bien amado de Amón, desea hablar
con el gobernador Teti de Khemennu —anunció—. Que comparezca Teti.
Hubo un movimiento entre los hombres que estaban junto a las escaleras del
embarcadero y luego se hizo una larga pausa. Por fin alguien se abrió paso entre la
muchedumbre, protegiéndose los ojos con la mano para mirar a las tres
embarcaciones llenas de arqueros.

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—Soy Sarenput, la mano derecha del gobernador-dijo el hombre. —El
gobernador no se encuentra aquí. En cuanto le llegaron noticias de tu cruel masacre
en Dashlut, príncipe, salió en dirección a Nefrusi para hablar con el príncipe Meketra,
que manda allí la guarnición.
—Entonces hablaré con su hijo Ramose.
Durante un momento, Sarenput no respondió. Cuando por fin lo hizo fue con
vacilación.
—El noble Ramose acompañó a su padre —dijo.
Kamose rió.
—De manera que Teti reunió a su familia y huyó como un cobarde. Y te dejó a ti,
Sarenput, para que defendieras Khemennu. Pero la ciudad no puede ser defendida.
Vuelve atrás y advierte a las mujeres y a los niños que permanezcan en sus casas si
desean vivir.
Lo recorrió una oleada de alivio. No tendré que matar hoy a Teti, pensó. Esa
necesidad había quedado postergada, gracias a los dioses. Vio que Sarenput miraba
los barcos con su carga mortal. Los soldados de la orilla también los miraban con
inseguridad. Después, como si se les hubiera dado una orden, se volvieron con las
armas todavía en las manos y corrieron a refugiarse a la seguridad de los muros.
Kamose levantó una mano. Al instante, una nube de flechas surgió de las
embarcaciones y cayó sobre ellos. Muchos fueron alcanzados. El resto se agazapó y,
con los escudos sobre la cabeza, corrieron hacia los muros. Los medjay volvieron a
disparar. Se podía ver a Sarenput quien, esquivando a los heridos y a los que caían,
trataba de llegar al amparo de la ciudad.
—No creo que esos soldados hagan prácticas frecuentes —comentó Ahmose—.
Escucha cómo gritan.
—No se imaginaban que serían atacados desde el Nilo —contestó Kamose con
tranquilidad—. No perseguiremos a los supervivientes, Ahmose, al menos no todavía.
El ejército llegará en cualquier momento.
Lo interrumpió un grito de Ankhmahor, y al volverse vio la nube de polvo que
anunciaba la llegada de Hor-Aha. Con aire sombrío, observó que aquélla se
ensanchaba hasta dejar a la vista la vanguardia de la infantería que marchaba en
formación de cuatro hacia Khemennu. No tenía necesidad de impartir ninguna orden.
Hor-Aha sabía lo que debía hacer. Ahora veremos lo dispuestos que están los
príncipes a seguir las indicaciones de un negro, pensó Kamose.
Pocos instantes después se empezó a oír el paso rítmico de los soldados, sólo roto
por los gritos esporádicos de los oficiales, y el repentino silencio del animal
acorralado cayó sobre Khemennu. Las mujeres habían desaparecido de los muros. El
tejado del templo de Tot estaba vacío y brillaba al sol, y Kamose, al mirarlo, recordó
de repente que su madre le había pedido que hiciera un sacrificio al dios antes de

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intentar tomar la ciudad. Ya era tarde. La infantería se acercaba a los muros y se abría
en abanico con las armas a punto, y ese silencio tan poco natural fue roto por el
rugido que precedía a la matanza. Kamose se volvió hacia el soldado que estaba a sus
espaldas.
—Los medjay deben zarpar de inmediato hacia Nefrusi —ordenó—. Deben
rodear el fuerte, todos, los cinco mil, y luego esperar. Encárgate de que los oficiales
los alimenten y les permitan descansar, pero que permanezcan alerta. Nadie debe
escapar del cerco que formen. Recuérdale al jefe militar que hay agua al oeste de
Nefrusi y que el Nilo se encuentra al este y debe ser vigilado. Eso es todo.
El hombre saludó y se alejó.
—El afluente del río corre desde Dashlut hasta Ta-She —señaló Ahmose—. De
ahí el nombre de Nefrusi, «Entre las orillas». Si yo fuera Teti, metería a mi familia en
una barca y navegaría hacia el norte con la mayor rapidez posible, evitando hacerlo
por el Nilo. Es posible que ya lo haya hecho, Kamose.
—Tal vez —asintió Kamose—. Sabemos que es un cobarde. Pero creo que se
detendrá el tiempo suficiente para calcular sus posibilidades de resistir en el fuerte.
No es un necio. Si huye dejando la defensa de Nefrusi en manos de Meketra y de
alguna manera éste llegara a vencernos, su credibilidad quedaría destruida y perdería
el apoyo de Apepa. Teti cree que sus posibilidades de huir son seguras, por lo que
puede dedicarse durante un tiempo a jugar a ser un héroe.
—¿Qué sabemos de Nefrusi? —preguntó Ahmose—. O del mismo Meketra.
¿Qué clase de hombre es?
Kamose se encogió de hombros.
—Nunca he estado al norte de Khemennu —contestó—. Los exploradores me han
dicho que el fuerte es grande, que tiene muros gruesos, que se encuentra más cerca
del Nilo que de su afluente y que las puertas del este y del oeste son lo
suficientemente grandes para permitir el paso de carros. Calculan que alberga un
contingente de unos mil quinientos hombres. Teti se sentirá seguro allí durante un
tiempo. En cuanto a Meketra… —Kamose vaciló—. En un tiempo fue el príncipe de
Khemennu y ahora es el jefe militar de Nefrusi. Es todo lo que sabemos de él. Por
ahora he hecho todo lo que he podido, Ahmose. Los medjay cubrirán con mucha
rapidez los treinta estadios que nos separan del fuerte y a media tarde lo habremos
rodeado. No importa la cantidad de setius que albergue, no podrá resistir mucho
tiempo nuestro asedio. Pero lo que me preocupa es justamente la necesidad de un
sitio, por corto que sea. No debemos perder tiempo ni comida en algo así, pero
Nefrusi no debe quedar en pie tras nuestro paso.
Había ido alzando la voz y terminó la frase casi a gritos para que se le oyera sobre
el ruido que les llegaba desde el otro lado del río. Una negra humareda subía por el
aire desde algún lugar cercano al templo, y mientras la observaban, vieron que las

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hojas secas de una palmera se prendían con grandes llamas. El sonido estridente del
pánico y de la muerte violenta que venía de más allá de los muros se convertía en un
tumulto invisible que les atronaba y les golpeaba el corazón de una manera casi
física.
A la caída del sol todo había terminado y la orilla del río estaba cubierta de
soldados que se curaban pequeñas heridas, saciaban su sed y guardaban en sus bolsas
de cuero el botín que acababan de conseguir. Muchos se habían arrojado al río para
lavarse la suciedad de la batalla y lanzaban lluvias de rojas gotas iluminadas por el
sol, como si la sangre que antes les manchaba el cuerpo ahora hubiera teñido el río.
Los oficiales se movían entre los soldados restaurando el orden con gritos alegres y
un arroyo más oscuro corría entre los hombres aliviados. Las mujeres y los niños de
Khemennu comenzaban a salir y miraban en silencio la actividad que se desarrollaba
a su alrededor. Kamose, que había permanecido de pie todas esas horas, notó que, a
pesar de la confusión reinante, no se atropellaban ni empujaban. Los soldados no les
hacían caso y Kamose tuvo la certera impresión de que era respeto, que no
indiferencia, lo que los obligaba a apartar la mirada y a alejarse de las mujeres.
Por fin apareció Hor-Aha rodeado por sus oficiales menores. Kamose lo vio
detenerse, hablar brevemente con ellos y embarcar en el esquife que lo esperaba.
Poco después se inclinaba ante los hermanos, llevando consigo el olor a quemado y el
hedor rancio de la sangre fresca.
—Queda poco en pie, Majestad —dijo en respuesta a la pregunta de Kamose—.
La mayoría de los hombres han muerto, como tú ordenaste. Por desgracia, los
incendios no se pudieron evitar. Encontramos las caballerizas, pero estaban vacías, y
los carros han desaparecido. Supongo que estarán en Nefrusi. He designado hombres
para que incineren los cuerpos, pero llevará tiempo. Khemennu no era Dashlut.
Se pasó una mano por la mejilla dejándola manchada de barro y Kamose pensó en
que el general había utilizado el pasado. Khemennu «era».
—Que los ciudadanos supervivientes se encarguen de los cuerpos —dijo—.
Nosotros debemos seguir adelante. He enviado a los medjay a Nefrusi. ¿Cómo te fue
con los príncipes, Hor-Aha?
El general sonrió con cansancio.
—No les di tiempo para discutir mis órdenes y después no habría tenido sentido
hacerlo —dijo con sequedad—. Están atendiendo las necesidades de sus hombres.
—Muy bien. Ve a encargarte de las tuyas y luego haz transportar a los soldados a
la orilla occidental. No deben comer ni dormir viendo lo que queda de Khemennu.
No debemos darles tiempo a pensar en lo que se ha hecho, por lo que conviene que
los alejes de la visión de la ciudad. Yo pienso zarpar y echar amarras esta noche cerca
de Nefrusi. Concédele al ejército cinco horas de descanso y llévalos allí. Puedes
retirarte.

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Cuando el general se alejó, Kamose cogió el brazo de su hermano.
—Quiero rezar —dijo—. Acompáñame, Ahmose.
—¿Rezar? —repitió Ahmose—. ¿Dónde? ¿En el templo? ¿Te has vuelto loco?
—Olvidé la promesa que le hice a Aahotep —contestó Kamose en voz baja—.
Necesito la indulgencia de este dios. He destrozado la ciudad y debo explicarle por
qué. Llevaremos con nosotros a Ankhmahor y a una tropa de Valientes. Estaremos a
salvo.
—De espadas y de dagas, tal vez, pero no de las miradas acusadoras de las
mujeres y de los sacerdotes —replicó Ahmose—. Estoy cansado, hambriento y
enfermo, Kamose.
No obstante, cruzó la cubierta detrás de su hermano y bajó con él al esquife que
los llevó a la orilla.
El sol ya se había puesto detrás de las colinas del oeste pero los últimos rayos de
su luz iluminaban con suavidad las paredes blancas de Khemennu, los ruidosos
soldados que se empujaban para subir a las barcas, los cuerpos sin vida caídos sobre
la arena y los grupos de mujeres que todavía se mantenían juntas. Kamose y Ahmose,
rodeados por los Valientes del rey, se acercaron a las puertas en medio de una ola de
silencio que les seguía a medida que eran reconocidos y reverenciados. Después, las
charlas se reanudaron y ellos se introdujeron en el desorden que reinaba en la ciudad.
Con excepción de los hombres que arrastraban cadáveres hacia la orilla,
Khemennu estaba desierta. No brillaba la luz de las velas en las sombras cada vez
más profundas de los portales, que habían vomitado el contenido de las habitaciones
a las calles de tierra. Cacerolas, telas manchadas, ornamentos, utensilios de cocina,
juguetes de madera, todo lo revisado y luego descartado por los soldados había sido
arrojado a las calles. Aquí y allá la oscuridad era perforada por llamaradas que
llevaban consigo el olor a carne quemada o a madera chamuscada. Oscuros charcos
que Ahmose supuso debían de ser orina de burro, se volvieron de un rojo profundo
con la luz y, con una exclamación de asco, Ahmose se volvió para encontrarse a
pocos centímetros con las paredes de una casa manchadas con la misma sustancia
repulsiva. De vez en cuando, gritos o lamentos apenas articulados surgían de una
oscuridad cada vez mayor y Ahmose agradeció con fervor ser precedido y seguido
por guardias.
Para alivio de Kamose, la avenida que conducía al templo parecía no haber
sufrido daños, y tampoco sus palmeras datileras, cuyas hojas mecía la brisa. Ningún
soldado se había atrevido a profanar aquella zona. Como obedeciendo a un silencioso
acuerdo, Ahmose y él comenzaron a caminar con mayor rapidez, pasaron bajo el
pilón de Tot y entraron casi a la carrera en el amplio atrio exterior. Allí se detuvieron
bruscamente. El gran espacio, rodeado de columnas, estaba lleno de gente. Mujeres y
niños se apoyaban contra las paredes o permanecían sentados muy juntos, rodeándose

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con los brazos intentando consolarse. Algunos hombres estaban tendidos en mantas y
sus quejidos armonizaban patéticamente con la melodía de silenciosos sollozos de
muchas de las mujeres. Los sacerdotes se movían de un grupo a otro con lámparas y
comida, y Kamose vio por lo menos a un físico arrodillado junto a una figura
informe, con sus frascos de ungüentos y de hierbas junto a sus manos ocupadas.
Kamose lanzó un largo suspiro.
—Todavía arden lámparas en el atrio interior —dijo en voz baja—. Ankhmahor,
quédate coa tus hombres bajo el pilón hasta que volvamos.
Con la manos en el hombro de su hermano comenzó a cruzar el atrio, y mientras
lo hacía las cabezas se volvían a mirarlos, rostros indistintos en la penumbra reinante.
Era imposible no percibir la creciente hostilidad que había en el aire.
—¡Asesinos! ¡Blasfemos! —dijo alguien, pero con tan poca vehemencia que
pareció un pensamiento, y los demás no imitaron el ejemplo. Kamose apretó los
dientes y la mano que tenía sobre el hombro de Ahmose.
El sonido de cánticos flotó hacia ellos ganando fuerza a medida que avanzaban.
—Los sacerdotes están entonando el himno de la noche —susurró Ahmose—.
Pronto cerrarán el templo.
Kamose no contestó. La sensación de paz que le sobrecogió al entrar en el
santuario había desaparecido, dejándolo frío y preocupado. Es muy tarde, pensó
consternado. Tot no se dejará aplacar. Debí haberlo recordado. ¿Cómo es posible que
lo olvidase? Perdóname, madre.
El cambio en el ambiente del atrio exterior o ese curioso grito apático debieron
alertar a los hombres que estaban reunidos alrededor del Sumo Sacerdote en la
entrada del santuario. Los cánticos vacilaron y se interrumpieron, y antes de que los
hermanos pudieran entrar en el atrio interior se encontraron cara a cara con los
servidores de Tot. Hubo un instante de silencio. A la luz de las lámparas, Kamose los
estudió. Ojos oscuros e inexpresivos devolvieron su mirada. Entonces el Sumo
Sacerdote se abrió paso entre ellos para acercarse.
—Te conozco, príncipe —dijo con voz ronca—. Recuerdo cuando eras un
adolescente. Muchas veces venías a adorar al dios con tu familia cuando tu madre
visitaba a su prima, una sacerdotisa de este templo. Pero ahora no traes adoración;
traes tormentos y muerte. ¡Mira a tu alrededor! No eres bienvenido en este lugar
sagrado.
Kamose tragó con fuerza, de repente tenía la garganta seca.
—Tot le dio Ma’at a Egipto junto con al don de la escritura —contestó con la
mayor tranquilidad posible—. No he venido a discutir contigo, Sumo Sacerdote. He
venido a humillarme ante el dios y a rogar su perdón por lo que le he hecho a esta
ciudad en nombre de ese mismo Ma’at.
—¿Perdón? —preguntó el hombre con voz aguda—. ¿Quiere decir que estás

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arrepentido, príncipe? ¿Desharías el horror que has causado?
—No —replicó Kamose—. Lo que busco no es el perdón por mis actos. Quiero
disculparme ante Tot por no haberle traído regalos y explicaciones antes de caer sobre
Khemennu.
—¿Traes algún regalo?
—No —contestó Kamose mirando directamente el rostro furibundo del sacerdote
—. Ya es muy tarde para eso. Sólo traigo el ruego de que me comprenda y la promesa
de una cura para su Egipto.
—El que está enfermo eres tú, príncipe Kamose, no Egipto. —La voz del Sumo
Sacerdote temblaba—. Ni siquiera te has lavado. Hay sangre en tus sandalias.
¡Sangre! ¿La sangre de Khemennu se te adhiere a los pies y quieres pisar este suelo
sagrado? ¡El dios te repudia!
Kamose sintió que su hermano se ponía tenso y se disponía a hablar, y decidió
impedirlo. Hizo un movimiento seco con la cabeza, se dio la vuelta y se alejó.
Después de un instante de vacilación, Ahmose lo siguió. Cuando llegaron al pilón,
Ankhmahor y los Valientes los rodearon y echaron a andar hacia el río.
La noche ya había caído por completo, y Kamose descubrió que se sentía al borde
del pánico mientras avanzaban por las calles desordenadas cuyas negras sombras sin
duda estaban habitadas por los espíritus de los caídos. Se sentía observado. Ojos
invisibles siguieron su avance con malevolencia y tuvo que resistir el impulso de
acercarse más a su hermano. Tot no me apoyará, pensó, pero no permitiré que eso
importe. Tot es un dios de los días pacíficos, de la sabiduría en la prosperidad y de
leyes de seguridad. Amón ha deseado que esto suceda. Amón protege al príncipe de
Weset y su poder no es el poder reposado y de lento conocimiento. De ahora en
adelante no me prosternaré ante ningún dios que no sea Amón. Debió de decir esas
últimas palabras en voz alta, porque Ahmose lo miró.
—El que hablaba era el Sumo Sacerdote, no el dios, Kamose-le dijo. —Tot
recordará la devoción de nuestra madre y la de su familia y no nos castigará.
—No me importa —replicó Kamose—. Amón será nuestra salvación. Debo
comer algo enseguida, Ahmose, o me desmayaré sobre este suelo maldito.
Antes de subir al esquife que los conduciría a la embarcación, Kamose se quitó
las sandalias empapadas en sangre y las arrojó al río. El olor acre a quemado llenaba
el aire cuando las oyó golpear contra el agua. Ahmose comenzó a toser, pero se
inclinó e hizo lo mismo.
—Comamos mientras los remeros nos alejan de aquí, Kamose —dijo—.
Khemennu fue un asunto sucio. Nefrusi es una guarnición, allí la lucha será limpia.

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Capítulo 3
Nefrusi estaba a sólo treinta estadios río abajo de Khemennu, y Kamose le ordenó a
su capitán que buscara un lugar apropiado para atracar a unos cinco estadios al sur del
fuerte. La orden fue pasando de una nave a la siguiente y una a una fueron dejando
atrás las ruinas de la ciudad de Tot. Les sirvieron comida. Ahmose comió hambriento,
pero Kamose tuvo que hacer un esfuerzo por tragar el pan con hierbas y las verduras,
sin ningún apetito, pero consciente de que debía alimentarse. Bebió poco vino y se
sintió vencido por el cansancio antes de haber terminado la segunda taza. Entró en el
camarote a trompicones, se arrojó en el catre y se durmió de inmediato.
Tenía la sensación de que se acababa de acostar cuando lo iluminó una luz y la
voz de Akhtoy lo despertó.
—Perdóname, Majestad —dijo—, pero hay alguien que quiere verte con
urgencia.
Kamose luchó por abrir los ojos y, cuando lo logró, vio que Akhtoy se retiraba y
que aparecía Hor-Aha.
—Trae otra lámpara, Akhtoy —decía Ahmose, que ya estaba de pie poniéndose
un shenti alrededor de la cintura. Entumecido, Kamose se sentó y Hor-Aha le hizo
una reverencia. Él también llevaba el shenti como única prenda. Tenía las trenzas
deshechas y mechones de pelo negro le caían en el pecho. Su expresión era grave.
—¿Qué sucede? —preguntó Kamose, ya completamente despierto. El general
alzó una mano en un gesto tranquilizador.
—El ejército está acampado a salvo y los medjay han formado un cerco alrededor
del fuerte —dijo—. No te preocupes.
Pero el príncipe Meketra está fuera con media docena de soldados setiu. Ruega
que se le permita hablar contigo.
—¿Meketra? —Kamose parpadeó—. ¿Ha sido capturado?
—Mis arqueros lo detuvieron cuando trataba de pasar a través de sus líneas —
explicó Hor-Aha—. No iba al norte, sino al sur, de manera que presumo que no
trataba de hacerle llegar un mensaje a Apepa. Parece ansioso por verte.
—Hazlo pasar, entonces. Y Akhtoy, manda buscar a Ipi, pero antes consígueme
un shenti limpio.
El hombre a quien hicieron entrar era tan alto que se vio obligado a bajar la
cabeza para evitar el dintel de la puerta del camarote, y Kamose lo reconoció
enseguida. Calvo, de cejas muy pobladas sobre ojos de párpados pesados y una
prominente nuez, lo conocía de vista de sus juveniles visitas a Khemennu. Kamose
jamás había hablado con él. Era sencillamente uno de los innumerables invitados de
Teti, un hombre de la generación de Seqenenra que no interesaba en absoluto a los
niños que corrían por los jardines y jugaban con la colección de monos y gatos del

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dueño de la casa. Los recuerdos surgieron en la mente de Kamose, coloridos y dulces,
pero enseguida desaparecieron. Meketra se inclinó en una reverencia.
—Te pareces a tu padre, el noble Seqenenra, príncipe Kamose —dijo—. Y tú,
príncipe Ahmose; me siento honrado de estar en vuestra presencia.
—Nos volvemos a encontrar en extrañas circunstancias —comentó Kamose sin
comprometerse—. Me perdonarás si soy directo contigo, príncipe, pero ¿qué hace el
jefe militar de Nefrusi en mi embarcación en mitad de la noche? ¿Has venido a rendir
el fuerte y pedir mi misericordia? —Lo dijo con tono irónico y Meketra rió sin
alegría.
—En cierto modo, Alteza. ¿Qué sucedió en Khemennu?
Kamose y Ahmose intercambiaron miradas de sorpresa. Ahmose alzó una ceja.
—¿No lo sabes? —masculló—. ¿Nadie de Khemennu escapó a Nefrusi?
En aquel momento, y después de llamar a la puerta con discreción, entró Ipi y
ocupó su lugar a los pies de Kamose. Aunque despeinado y todavía con sueño, puso
la escribanía en sus rodillas desnudas, en ella colocó un papiro y cogió el pincel. El
ligero sonido, tan fuertemente unido a asuntos familiares, devolvió al camarote un
aire de normalidad. Ipi abrió el tintero, mojó un pincel y miró inquisitivamente a
Kamose.
—Quiero que tomes nota de esta conversación —le ordenó éste—. Siéntate, por
favor, Meketra. Akhtoy, sírvele vino al príncipe. Y ahora, señor, antes de contestar a
tu pregunta, dime por qué y cómo has llegado hasta aquí.
—Le dije a Teti que tomaría algunos exploradores y que trataría de averiguar el
estado y la posición de tu ejército —dijo Meketra sentándose en un banco y cruzando
las piernas—. Mentí. Mi intención era alcanzarte y lo he hecho, aunque no de la
manera que imaginaba. —Sonrió con tristeza—. Ignoraba que Nefrusi ya estaba
rodeado. Tus arqueros casi me acribillaron. He venido a proporcionarte toda la
información que te haga falta respecto al fuerte y al número y disposición de mis
tropas allí, y si lo deseas te abriré las puertas.
Hubo unos instantes de silencio durante los que Kamose estudió al príncipe
mientras reflexionaba. Meketra parecía tranquilo, con las manos juntas sobre los
muslos mientras recorría el camarote con la mirada. Quiere algo, pensó Kamose, por
eso se muestra tan tranquilo, y nosotros no le ponemos nervioso. Observó al príncipe
coger la taza de vino, llevársela a la boca, beber con delicadeza y volver a bajarla sin
que le temblaran las manos.
—¿Y por qué harías todo eso? —preguntó Kamose por fin. Meketra lo miró
imperturbable.
—Es muy sencillo, Alteza. Hace muchos años, yo era el gobernador del territorio
de Mahtech y el príncipe de Khemennu. Mi casa era la casa en la que ya habitaba tu
pariente Teti cuando tú eras un niño. Teti siempre la quiso y por fin Apepa se la

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concedió, junto con el gobierno del territorio y la autoridad sobre la ciudad, en
premio a su lealtad y, debo decirlo, por su talento poco común para espiar a sus
nobles vecinos. Teti mantenía informado a Apepa de las actividades del sur. Era una
herramienta muy valiosa. —Meketra sonrió—. Por mi lealtad y eficacia como
gobernador, se me permitió mandar la fortificación de Nefrusi. Vivo en las
habitaciones del jefe militar. Mi familia habita una casa modesta fuera de la
fortificación. Odio a Apepa y aborrezco a tu pariente. Te ayudaré a tomar el fuerte si
me prometes devolverme mi posición anterior. Por eso te pregunté cómo estaba
Khemennu.
El corazón de Kamose latía aceleradamente. No se atrevió a volverse a mirar a su
hermano.
—¿Quieres decir que no has recibido noticias del saqueo de Khemennu? —
preguntó deliberadamente—. ¿Nadie en el fuerte está enterado de nada?
Meketra hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Teti y su familia llegaron con una historia confusa acerca de un ejército
mandado por ti que había destruido Dashlut y que marchaba hacia su ciudad —dijo
—. Pidió que el fuerte estuviera en alerta. Yo impartí la orden. Desde entonces
estamos esperando.
—Entonces debo decirte que Khemennu ha sido pasada por las armas, que
Nefrusi está rodeada y que yo me encamino al norte con diecinueve mil hombres para
quitarle Egipto a Apepa —explicó Kamose—. Acepto tu propuesta, Meketra. En
cuanto caiga Nefrusi te daré los documentos que requieres y podrás comenzar a poner
orden en Khemennu.
Meketra se inclinó hacia delante.
—¿Matarás a Teti? —Kamose mantuvo una expresión impasible, pero algo en su
interior retrocedió ante el odio desnudo que se reflejaba en el rostro del príncipe.
Meketra buscaba una venganza personal. Bueno, yo también, se dijo. Yo también.
—Teti será ejecutado por traición —contestó—. Ahora, descríbenos el fuerte.
Meketra hizo un gesto y cuando Kamose asintió, Ipi le alcanzó un papiro y un
pincel. Con rapidez, el príncipe comenzó a dibujar Nefrusi.
—Aquí está el Nilo —dijo—, y éste es el afluente occidental. Tal vez haya unos
sesenta estadios entre el uno y el otro. Las tierras están cultivadas y bien irrigadas.
Ten cuidado con los canales. Aquí vive mi familia.
Trazó una cruz en el mapa y miró a Kamose.
—Ordenaré que no sea molestada —aseguró Kamose—. Prosigue.
—El fuerte está situado cerca del Nilo. Tiene dos puertas, una en el muro este y
otra en el oeste, ambas lo suficientemente anchas para permitir el paso de carros de
guerra. Los muros mismos son una buena defensa. Están hechos con adobes muy
gruesos, y son verticales por dentro pero inclinados hacia fuera en el exterior. Es

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imposible escalarlos. Si las puertas están cerradas, a un atacante no le quedará más
remedio que sitiarlo. Los arqueros patrullan la parte superior de los muros.
—¿Es ésta la forma habitual de los fuertes setiu? —interrumpió Ahmose—.
¿Todos los fuertes de Apepa en el norte se parecen?
—Sí. Los setiu prefieren edificarlos sobre colinas, pero Nefrusi está en el llano.
Unos están más fortificados, otros menos, pero todos se parecen. Apepa tiene una
serie de pequeñas guarniciones con las que os encontraréis en vuestro camino hacia el
norte, pero ninguna es tan poderosa como la del fuerte de Nag-ta-Hert, donde
comienza el Delta. Protege el corazón del poder de Apepa.
—En este momento no podemos preocuparnos por eso —dijo Kamose—. ¿Qué
hay dentro de Nefrusi?
—Aquí está el cuartel. Si atacas al amanecer, la mayoría de los soldados todavía
estarán haciendo sus abluciones. El arsenal está aquí y detrás están las cuadras. Y
aquí hay un pequeño tabernáculo de Reshep —movía el pincel con rapidez—. Y aquí
mis dependencias. Como puedes ver, el cuartel principal está más cerca de la puerta
occidental que de la oriental. Si estuviera en tu lugar, Alteza, concentraría mis fuerzas
en aquella puerta, pero atacaría ambas a la vez, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Kamose en un murmullo—. ¿Qué fuerzas hay?
Meketra se echó atrás y le entregó el mapa a Kamose.
—Mil doscientos hombres, cien aurigas y doscientos caballos. Los graneros y los
almacenes están repletos, pero dentro del fuerte la provisión de agua es limitada. Creo
que es así en todos los fuertes, puesto que el Nilo está muy cerca. Apepa no
sospechaba que se produciría una revuelta a gran escala. —Se levantó y se inclinó
ante ellos—. Debo volver enseguida. Les quitaré las trancas a las puertas justo antes
del amanecer, pero las dejaré cerradas. Abren hacia dentro. Dejarás en paz a mi
familia. Que el dios de Weset te conceda la victoria.
—Un momento. —Kamose también se levantó—. ¿Ramose fue a Nefrusi con su
padre? ¿Cómo está?
Meketra parecía perplejo.
—Está bien de salud, pero muy silencioso —dijo—. En realidad, Ramose no ha
dicho casi nada acerca de lo sucedido.
—Gracias. Retendré aquí a tu escolta, príncipe. ¿Ha quedado claro?
Meketra sonrió.
—Creo que sí, Alteza. —Hizo otra corta reverencia y salió.
Ahmose no habló hasta que el sonido de los pasos del príncipe se perdió en la
cubierta. Luego respiró hondo.
—¡Quién lo hubiera dicho! —exclamó—. ¡No conocemos bien nuestra historia,
Kamose! ¿Podemos confiar en él?
Kamose se encogió de hombros.

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—No nos queda otra alternativa —contestó—. Pero comprendo el peso del rencor
que lleva consigo. Apepa es un idiota. Ahmose, coge un par de Valientes y ve al
encuentro del ejército. No puede estar muy lejos. Dile a Hor-Aha que atacaremos en
cuanto amanezca. Aclárale que los habitantes de esta propiedad —dijo señalando el
mapa que acababa de darle a su hermano—, no deben sufrir ningún daño. Tampoco
Teti ni Ramose. —Se volvió hacia su mayordomo—. Akhtoy, debemos zarpar
enseguida hacia el norte. Díselo al capitán.
Poco después navegaban río arriba y Kamose ocupó su lugar habitual en la proa
con los ojos clavados en la orilla que se deslizaba junto a ellos. La luz de las estrellas
apenas se reflejaba en la trémula superficie del agua. Ankhmahor y un contingente de
Valientes acababan de embarcar a fin de proteger a Kamose durante la lucha que se
avecinaba. Permanecían en silencio detrás de él, con Ankhmahor a la izquierda. Hasta
la guerra puede convertirse en rutina, pensó Kamose. Ya he grabado esta costumbre
en mi conciencia. Levantarme en plena oscuridad, lavarme y comer con rapidez,
luego salir y ocupar mi lugar en este punto preciso de la cubierta, con los sentidos tan
alerta como el día anterior. La orden de dar muerte todavía no se ha convertido en una
costumbre familiar, pero lo será, lo será. Y también la visión de la sangre y el fuego.
Suspiró.
Un rato después, un explorador les hizo señas desde la orilla. Kamose dio la
orden de que se acercase y el hombre subió a la nave.
—Nefrusi está allí —dijo cuando Kamose le dio permiso para hablar—. Tal vez
alcances a distinguir la parte superior de sus muros, Majestad. El ejército ha llegado.
Marchó entre los campos y los árboles. El príncipe Ahmose pide que le permitas
permanecer con las tropas. Espera que les ordenes a los medjay que comiencen a
acercarse. Falta un rato para el amanecer.
—Muy bien. Pueden comenzar. Deben estar preparados para atacar las puertas
con la primera luz del día.
Kamose repasó el resto de las instrucciones pero no las expresó en voz alta: los
primeros blancos deben ser los arqueros de los muros. Deben asegurarse de que los
hombres no se junten y tropiecen unos con otros una vez que hayan traspasado las
puertas. Que vayan en seguida al cuartel. Contened a los caballos para que no causen
confusión. Rodead el arsenal para que los setiu no puedan reponer sus armas. Y por
encima de todo, cuídate, Ahmose.
Despidió al explorador y observó el esquife que llevaba al hombre a la orilla,
donde pronto desapareció en la oscuridad. Ankhmahor olisqueó el aire.
—Ra está a punto de nacer —exclamó—, y la noche de terminar, Majestad. —Su
tono estaba lleno de interrogantes. Kamose se volvió y se encaminó al camarote.
—Akhtoy, abre mi sagrario de Amón y prepara el incienso —pidió—.
Rezaremos, Ankhmahor, y luego desembarcaremos. Ya es el momento.

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El cielo estaba casi imperceptiblemente más pálido cuando salieron del camarote
y embarcaron en el esquife y, a un grito de Kamose, los Valientes que les seguían en
la otra embarcación los imitaron. Se reunieron en la orilla y comenzaron a caminar
por el sendero del río, Kamose en el centro de su guardia personal, precedido y
seguido por doscientos Valientes. Ya se distinguía la forma sin tejado del fuerte y
mientras Kamose lo miraba con ansiedad, resonó un grito. Algo informe cayó del
muro y, de repente, una docena de formas similares aparecieron allí arriba ante su
mirada, hombres agazapados que miraban hacia abajo. Otro grito resonó en el aire
límpido de la mañana. Y luego los medjay aullaron, el primitivo sonido tuvo como
eco casi inmediato un clamor a la izquierda de Kamose. Las figuras de la pared
fueron cayendo una a una. De una manera brusca la vegetación dio paso a un espacio
desnudo, las amplias escaleras del embarcadero contra las que se balanceaban dos
barcas, y Kamose y sus hombres se encontraron ante la elevación del fuerte.
La puerta estaba abierta y una masa de soldados se mezclaba con otra más oscura.
Los medjay hacían su entrada. A sus espaldas, entre el fuerte y el embarcadero, más
tropas avanzaban a trompicones. El ruido era ensordecedor. Kamose pudo distinguir a
los príncipes Lasen y Mesehti con sus portadores de estandartes, quienes con
tranquilidad impartían órdenes en lo que parecía un caos. No había ni rastro de Hor-
Aha ni de Ahmose, y Kamose supuso que debían de estar con el grueso del ejército
que atacaba la puerta occidental.
La luz aumentaba con rapidez. Largas sombras prolongaban la parte inferior de
los muros, y se extendían oscuras y cada vez más agudas hacia el río, mientras el
cielo se teñía de un suave rosa y en los árboles los pájaros iniciaban sus cantos
matinales. De repente Kamose y los Valientes se encontraron solos, acompañados
sólo por los cuerpos de los arqueros caídos que estaban en la arena, pisoteados por las
hordas que corrían desaforadas por encima. Más allá de las puertas, el ruido
continuaba: gritos, aullidos, los atemorizados relinchos de caballos, las fuertes voces
de los oficiales. Pero no se oyen sollozos histéricos ni voces de mujeres aterrorizadas,
pensó Kamose. En comparación con lo anterior, esto es limpio. Ahora, lo único que
tengo que hacer es esperar.
Mucho antes de que el mediodía acortara las sombras, la lucha por Nefrusi había
terminado; Kamose y sus hombres entraron en el amplio fuerte cubierto de cadáveres
y desechos. Mientras lo hacían se les acercaron Ahmose, Hor-Aha y Meketra.
Ahmose estaba empapado de sudor y cubierto de sangre. El hacha que colgaba de su
cintura y la espada que empuñaba también estaban rojas por la sangre.
—Esto no ha sido una batalla, Kamose —dijo—. Mira a tu alrededor. Fue como
atrapar conejos asustados en un prado. Impedí que entrara gran parte del ejército,
porque en caso contrario habríamos estado codo con codo aquí dentro. Hizo falta
menos de media división. Si las puertas no hubieran estado abiertas, la historia habría

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sido distinta. —Miró de reojo a Meketra, que estaba a su lado.
—Estamos en deuda contigo, príncipe —dijo Kamose—. Coge a tu familia y
dirígete a Khemennu. Todas las posesiones de Teti te pertenecen, yo te las entrego a
ti. Ve enseguida.
Le pareció ver un brillo de desilusión en los ojos del príncipe. Meketra quiere ver
morir a Teti, comprendió con desagrado. Está dispuesto a soportar la muda hostilidad
de los supervivientes con tal de poder ver morir a su enemigo. Después de usa ligera
vacilación, Meketra le hizo una reverencia y se retiró.
—Todos los príncipes bajo tus órdenes son traidores para los leales a Apepa —
dijo Ankhmahor en voz baja—. Entonces, ¿por qué Meketra me resulta tan
desagradable?
—Porque hay algo corrupto en su ka —contestó de inmediato Kamose—. Su
causa es justa, pero en él no hay honor. —Se volvió hacia su general—. ¿Qué
pérdidas hemos tenido, Hor-Aha?
—Ninguna, Majestad —contestó Hor-Aha inmediatamente—. Algunos rasguños,
pero nada más. Esta pequeña batalla inspirará mucha confianza a nuestros hombres.
A partir de hoy empezarán a ser soldados. —Le pasó a Kamose un papiro que terna
en la mano—. El hombre que llevaba esto fue apresado y muerto en cuanto comenzó
la batalla. No tenía la menor posibilidad de atravesar el cerco formado por los
medjay, pero eso es algo que Teti ignoraba.
Intrigado, Kamose desenrolló el papiro. Era un mensaje escrito apresuradamente.
«A Vuestra Majestad Awoserra Aqenenra Apepa, el Poderoso Toro de Ma’at, salud.
Debes saber que tu desagradecido y traidor sirviente Kamose Tao ha caído sobre tu
fuerte, aquí, en Nefrusi, con una gran fuerza de renegados. Envíanos ayuda enseguida
o pereceremos. Soy tu súbdito leal, Teti, gobernador de Khemennu e inspector de
Diques y Canales». Kamose lanzó una sombría carcajada.
—¿Qué creía? ¿Que por arte de magia Apepa recibiría el papiro y con la misma
magia enviaría un ejército hacia el sur para salvar su cuerpo inútil? Sigamos adelante.
Hor-Aha, ¿tus oficiales han distribuido las armas del arsenal? Encuentra hombres que
sepan cuidar caballos y ponlos a cargo de las cuadras. Los carros deben ser asignados
en primer lugar a los príncipes y luego a los jefes militares. Ahmose, vuelve a la
embarcación y lávate. Entrégale este papiro a Ipi para que lo archive y dile que haga
los arreglos necesarios para que el contenido de los graneros sea cargado en las
barcas que haya amarradas aquí. Hor-Aha, asegúrate de que Meketra y su familia
hayan partido y luego ordena que se quemen todas las cosechas de los alrededores.
También quiero que elijas a unos cuantos hombres capaces, los asciendas a oficiales y
los dejes a cargo de los setiu supervivientes. Quiero que se queden aquí y que se
encarguen de destrozar este lugar. Deseo que Nefrusi quede reducido a la nada. Y
saca a Reshep de su tabernáculo y destrúyelo a la vista de todo el mundo. ¿Dónde

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está Teti?
—Sigue en las habitaciones del jefe militar —contestó Ahmose—. Puse una
guardia para que lo custodiara, pero no mostró la menor intención de salir. Ramose
está con él. Está herido.
—¿Ramose participó en la batalla?
—Sí. Por suerte, lo reconocieron e impidieron que uno de los medjay lo
atravesara con una flecha. No me ha dado tiempo a hablar con él, Kamose.
¿Cómo es posible que un hombre tan íntegro descienda de Teti?, se preguntó
Kamose. He estado deseando comer este plato, pero ahora que me lo sirven, me
siento saciado y tengo ganas de huir.
—El sol calienta mucho y el hedor que nos rodea se está volviendo insoportable
—dijo en voz alta—. Acompáñame, Ankhmahor. Me enfrentaré a mi pariente pero no
dictaré sentencia hasta que tú vuelvas, Ahmose, y hasta que los príncipes se hayan
reunido.
Empezaba a dolerle la cabeza. Sabía que el dolor no se debía a ninguna causa
física y no le hizo caso. Se encaminó al edificio donde había madurado el
resentimiento de Meketra.
Los guardias situados ante la puerta de las habitaciones del jefe militar saludaron
y se hicieron a un lado, y Kamose entró mientras respiraba hondo. El edificio
constaba de dos habitaciones, una para dormir y otra más amplia, donde en aquel
momento estaban él y Hor-Aha, para la administración del fuerte. Era un lugar
desnudo que contenía poco más que los estantes donde estaban las cajas con informes
de los habitantes de Nefrusi, unos bancos y un escritorio con una silla detrás. El suelo
era de tierra, sin alfombrar, pero por el rabillo del ojo Kamose alcanzó a ver el borde
de una alfombra amarilla en la habitación del jefe militar, donde también percibió un
breve y furtivo movimiento.
A regañadientes dirigió su atención a los dos hombres que, ante su llegada,
acababan de ponerse en pie. Uno de ellos llevaba una venda atada alrededor de la
cintura. Estaba pálido y se movía con dificultad.
—Salud, Ramose —dijo Kamose en voz baja—. ¿Te duele mucho? —El joven
negó con la cabeza.
—Salud, Kamose —respondió con voz ronca—. Me alegraría de volver a verte si
las circunstancias no fueran tan dramáticas. En cuanto a mi herida, no es grave; sólo
incómoda. Me rozó una flecha.
Quisiera abrazarte y rogarte que me perdonaras por tu padre, por Tani, por el
desastre en que se ha convertido tu vida, pensó Kamose. Temo que ya no me tengas
afecto ni respeto. Sabes lo que debo hacer. No hay manera de evitarlo.
Con dificultad, se obligó a mirar a Teti. El hombre estaba descalzo y sin
maquillar. Sólo vestía un corto shenti sujeto sin apreturas a su gran estómago y

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Kamose supuso que, al haber sido despertado de repente por el ruido del ataque, se
puso lo primero que encontró y se fue al fuerte a esperar. Kamose podía sentir el olor
a miedo que desprendía, un olor ácido y humillante.
—Teti, no recuerdo haberte visto nunca así —dijo—. Te has convertido en un
anciano.
—Y tú ya no eres el joven apuesto y callado que solía coger fruta de mi jardín —
logró contestar Teti pese a haber comenzado a temblar—. Ahora eres un criminal,
Kamose Tao. Tus ilusiones no te llevarán mucho más lejos. Apepa te hará pedazos.
—Tal vez —replicó Kamose lleno de lástima por aquel hombre que había
presidido con tanta pompa y seguridad la próspera ciudad de Khemennu—. Creo que
te equivocas, pero aun en el caso de que esta guerra se vuelva en mi contra y yo, y
todos los que me apoyan, seamos destruidos, al menos habré hecho lo correcto, lo
honorable.
—¿Lo honorable? —exclamó Teti con voz quejumbrosa—. El honor reside en la
lealtad a los que tienen la autoridad, y sobre todo al rey. ¡Yo he sido honorable
durante toda la vida!
—Realmente lo crees, ¿verdad? —dijo Kamose—. ¿Pero fue honorable que
corrompieras a mi hermano Si-Amón hasta el punto de que no le quedara más
alternativa que quitarse la vida? ¿Fue honorable que planearas el ataque que sufrió mi
padre a manos de un miembro de nuestra casa? ¿Que aceptaras las propiedades de mi
familia en pago de tu así llamada lealtad? Todo eso va más allá de la fidelidad, Teti.
Pertenece a la codicia y a la insensibilidad. Son las acciones que han firmado tu
sentencia de muerte.
—¡Esto no es más que una venganza! —gritó Teti acalorado. Su rostro estaba
colorado y Kamose notó que el sudor le corría por las axilas—. ¡Tú habrías hecho lo
mismo en mi situación!
—No lo creo. ¡Oh, tío, sé lo que te llevó a comportarte así! Sé que tu abuelo
dirigió una insurrección contra Sekerher, el abuelo de Apepa, y que le cortaron la
lengua por su temeridad. Sé que tu padre, Pepi, sirvió largo tiempo en el ejército de
Apepa y así acabó con la ignominia que pesaba sobre tu familia. Esas cosas son
limpias. Pertenecen al reino de Ma’at, acción y consecuencia, incitan la conciencia de
un hombre para que haga lo que crea correcto. Si tus acciones hubieran nacido de
esas raíces, las aplaudiría, aunque no estuviera de acuerdo con ellas. —Hizo una
pausa y tragó con fuerza, consciente de que, en su furia, acababa de levantar la voz—.
Pero tú torciste esa lealtad y la convertiste en algo podrido —continuó algo más
tranquilo—, el dolor y la muerte de los de tu familia con tal de obtener un beneficio
personal. Podrías haber recurrido a nosotros y explicarnos la red con que trataban de
envolverte; le podrías haber suplicado consejo o ayuda a Seqenenra. No lo hiciste y
por eso voy a ejecutarte.

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Por fin las rodillas de Teti cedieron y se desplomó en el banco.
—No comprendes las presiones a que fui sometido, Kamose —dijo con voz
ahogada—. Para ti todo es blanco o negro, bueno o malo. No alcanzas a percibir las
sutilezas. Si supieras verlas no estarías matando a ciudadanos inocentes en tu loca
travesía por el Nilo. ¿Crees que no me quitaron el sueño las decisiones que debí
tomar? ¿Que no tuve remordimientos?
Las palabras de Teti causaban a Kamose un dolor casi físico y cruzó los brazos
para protegerse de él. ¿Qué sabrás tú de remordimientos?, gritaba una voz en su
interior. De las pérfidas necesidades que acosan mi lecho y envenenan mi comida. De
la pena y el horror que amenazan con corromper mi ka.
—Eso es exactamente lo que pienso, Teti —consiguió decir con dureza.
—Entonces, lo único que puedo hacer es suplicarte que tengas clemencia —rogó
Teti—. Soy un hombre destrozado, Kamose. No me queda nada. Ya no soy una
amenaza para ti. Te suplico que me dejes en libertad. Por el bien de mi hijo y de tu
madre, la prima de mi esposa. —En aquel momento puso una mano en la espalda de
Ramose—. No aflijas a mis seres queridos.
Ramose se puso tenso.
—Padre, ¡por Tot!, no supliques, —exclamó el muchacho.
—¿Por qué no? —balbuceó Teti—. ¿A ti qué te importa si suplico por mi vida?
Salvará la tuya, Ramose, pero está decidido a vengarse de mí, a pesar de lo que yo
diga. En ese hombre no existe la bondad. Ramose miró a Kamose.
—Por favor, Alteza, si puedes… —dijo con suavidad.
Kamose movió la cabeza una sola vez en señal de negativa.
—No. No puedo. Lo siento, Ramose. Hor-Aha, ve a la otra habitación y trae a mi
tía. —Hor-Aha se disponía a obedecer cuando la mujer apareció en la puerta. Hizo
una reverencia y se irguió orgullosa; con ternura, Kamose notó que iba maquillada y
decentemente vestida con prendas limpias, a pesar de que no había ni rastro de
ningún sirviente personal.
—Te saludo, Kamose —dijo con tono desolado—. He oído todo lo que ha
sucedido aquí. He vivido una buena vida y he servido a Tot en su templo con
honestidad y devoción. Estoy preparada para morir con mi marido.
Kamose estaba desconcertado. Me alegro de que tu marido no tenga tu misma
fuerza de carácter, pensó mirando aquel rostro envejecido y digno. Si fuera así, quizá
me hubiera sentido tentado a dejarlo en libertad.
—Eso no será necesario, tía —dijo—. Ni yo ni Egipto tenemos nada contra ti.
Eres libre de dirigirte al río. —Acababa de utilizar el eufemismo que describía a las
mujeres cuyos maridos habían muerto en una batalla y a quienes acababan de sacar
de sus casas. Ella esbozó una sonrisa gélida.
—¿Lo contrario de las mujeres a quienes se obliga a ir allí? —replicó—. No

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gracias, Kamose. No tengo donde ir.
—Mi madre te dará la bienvenida en Weset.
Durante un instante vaciló, pero enseguida alzó la barbilla.
—No tengo el menor deseo de aceptar la hospitalidad de aquellos que han
conspirado para arruinar Egipto y matar a mi marido, aunque sean mis parientes —
dijo—. No niego que Teti es débil, pero también lo son muchos otros hombres.
Tampoco niego que haya participado en esos despreciables actos de los que has
hablado, aunque no lo supe hasta mucho después. Pero soy su esposa. Mi lealtad le
pertenece. Sin él, no hay vida para mí.
—Kamose, si la dejas a mi cuidado yo me encargaré de ella —interrumpió
Ramose—. Me la llevaré lejos. Te prometo que no te crearé problemas.
—¡No! —exclamó Kamose con rudeza—. No, Ramose. Te quiero conmigo. Te
necesito. Tani te necesita. ¡Quiero devolverte a Tani!
La tristeza, rápidamente controlada, brilló en los ojos de Ramose.
—¿Y cómo lo harás? —respondió con rapidez—. Suponiendo que triunfes y
logres llegar a Het-Uart, suponiendo que puedas poner sitio a esa poderosa ciudad y
conquistarla, suponiendo que encuentres a Tani todavía con vida, ¿tienes el poder de
devolverle la inocencia de la juventud? ¿Borrar de su mente todo lo que ha sucedido
desde que Apepa se la llevó? ¿Has recibido alguna palabra suya? Porque yo no. —Se
sujetó con una mano el costado donde había sido herido por la flecha y se sentó en un
banco—. Fue un sueño, Kamose, y pertenece al pasado. Lo que tú y yo queremos ya
no tiene importancia.
Kamose lo miró fijamente.
—¿Todavía la quieres, Ramose?
—Sí.
—Entonces no tienes derecho a renunciar a ese amor ni a tu esperanza hasta que
el futuro se haya desvelado. Vendrás conmigo. —Se volvió hacia el general—. Hor-
Aha, le concederé algo de tiempo a mi tía para que se despida de su marido. Después
quiero que la pongas al cuidado de uno de mis heraldos y que los envíes a Weset.
Dictaré una carta para mi madre. Designa a un oficial para que escolte a Ramose
hasta mi embarcación.
No quedaba nada por decir. Kamose salió sintiéndose anciano y vacío. Después
de la penumbra de la habitación que acababa de abandonar, el sol lo sacudió como un
golpe caliente y se detuvo un momento con los ojos cerrados.
—Hor-Aha —dijo con pesadez—. Me asquea la palabra honor.
Un rato después, bajo la sombra de su dosel, observó que su tía, todavía muy
erguida y sin rendirse, caminaba por el sucio suelo del fuerte junto a un heraldo y
salía por la puerta del este. Acababa de dictar un mensaje apresurado a Aahotep y a
Tetisheri narrándoles lo sucedido desde su última carta y pidiéndoles que cuidaran a

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su tía. Sabía que la conciencia de su madre le impediría permitir que la mujer sufriera
más de lo que ya había padecido y tenía la esperanza de que en Weset pudiera
encontrar un poco de paz. Los cuerpos de los muertos eran arrojados por las puertas
oriental y occidental para ser incinerados, y Kamose pensó que si ganaba esa guerra
sucia, si un milagro le permitía volver a Weset como rey y vivir el resto de sus días en
paz, el recuerdo del hedor de la carne humana ardiendo eclipsaría todos los demás.
Los príncipes habían comenzado a llegar con sus sirvientes, ocupados en plantar
sombrillas y en abrir sus bancos de campaña. Lasen de Badari se inclinaba hacia
Mesehti de Dja-Wati, ambos enfrascados en una profunda conversación. Ankhmahor
estaba junto a un joven apuesto a quien Kamose reconoció como Harkhuf, su hijo.
Makhu de Akhmin hablaba, con rapidez y muchos gestos, con dos oficiales que lo
escuchaban con respeto, pero el príncipe Intef de Qebt estaba sentado solo, con los
ojos oscuros y pensativos fijos en la escena iluminada por el sol que tenía ante sí.
Ninguno de ellos se acercó a Kamose. Era como si supieran que el espacio que lo
rodeaba era temporalmente inviolable, y él lo agradeció. Se descubrió observando sin
pensar las sombras que se movían por el suelo cuando la brisa movía su dosel y
volvió en sí con esfuerzo. Es necesario que lo haga, se dijo con firmeza, esforzándose
por reunir los jirones de su resolución. Y debo hacerlo yo mismo.
Ahmose cruzó junto a Hor-Aha el patio cada vez más vacío del fuerte. Era
evidente que ambos se habían aseado y Ahmose lucía un casco amarillo, bajo cuyo
borde los ojos recién pintados con galena observaron la actividad que se estaba
desarrollando. Se acercó a Kamose, asintió con gravedad pero sin pronunciar palabra
y tomó asiento en el banco que su ayudante acababa de poner. Hor-Aha hizo una
reverencia y luego se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y permaneció
inmóvil. Una sensación de solemnidad cayó sobre los tres y durante un rato sólo
observaron la manera en que el interior del fuerte volvía a algo parecido a la
normalidad.
Entonces Kamose suspiró y se irguió.
—Hor-Aha, que cesen los trabajos —dijo—. Que salgan Teti y Ramose. ¡Ipi! —le
hizo una seña a su escriba que esperaba a cierta distancia, junto a otros sirvientes—.
Prepárate para tomar nota de la acusación y la orden de ejecución. Ahmose, quiero
que los príncipes se pongan detrás de mí.
Ipi se acercó mientras Ahmose asentía con aire sombrío y se encaminaba donde
estaban los nobles. Uno a uno lo siguieron y se pusieron detrás de Kamose, que había
salido del amparo del dosel.
Se hizo un silencio expectante. Por fin, los guardias apostados en la puerta de las
habitaciones del jefe militar se hicieron a un lado y salió Teti del brazo de su hijo. No
había hecho el menor intento de lavarse ni de cambiarse de ropa y seguía descalzo.
Pálido y parpadeante se detuvo irresoluto hasta que, a una palabra brusca del general,

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se adelantó. Kamose le hizo una seña a Ramose.
—No es necesario que seas testigo de la sentencia —dijo con delicadeza—. Si lo
deseas, puedes salir del fuerte.
Al oírle, Teti cogió el brazo de su hijo con ambas manos y le susurró algo al oído.
Ramose negó con la cabeza.
—Permaneceré junto a mi padre —exclamó—, pero te pido una vez más,
Kamose, que tengas piedad de él.
Por toda respuesta, Kamose se volvió hacia Ipi, que ya estaba sentado a sus pies,
con el pincel a punto sobre un papiro.
—Escribe —dijo—. Teti, hijo de Pepi, ex gobernador de Khemennu y
administrador del territorio de Mahtech, inspector de Diques y Canales, se te acusa de
haber planeado el asesinato del príncipe Seqenenra de Weset y de traicionar, y por lo
tanto de causar la ruina, a la casa de Tao, casa que está unida a la tuya por lazos de
sangre y de lealtad familiar. Se te acusa de traición contra el verdadero rey de Egipto
bajo Ma’at, Kamose I, por haber espiado en su contra en beneficio del usurpador
Apepa. Por el intento de asesinato se te sentencia a muerte.
El eco de su voz retumbó en los muros de adobe del fuerte. Percibió la tensión
cada vez mayor de los príncipes que lo rodeaban y el calor del sol que caía sobre su
cabeza. El silencio llenaba el vacío dejado por su proclama y Kamose luchó contra su
presión, consciente de las docenas de soldados que acababan de suspender sus
actividades y que lo miraban con avidez, esperando.
No debo mostrar ninguna debilidad, pensó. No debo tragar ostensiblemente, ni
carraspear, ni mirar al suelo. Éste es el momento que confirmará mi autoridad.
—Teti, ¿has rezado? —preguntó. Impasible observó a Teti, quien luchaba por
responder. El hombre lloraba en silencio; las lágrimas le corrían por las mejillas e
iban a caer sobre su pecho jadeante. Fue Ramose quien contestó por él.
—Mi padre ha rezado —dijo—. Está preparado.
Kamose alargó el brazo y Hor-Aha le alargó el arco y puso una flecha en la palma
de su mano. Kamose cerró los dedos en el arma. Él también estaba sudado, pero sabía
que no debía enjugarse. Puso la flecha en su lugar con detenimiento y alzó la otra
mano para sostenerla. Separó los pies, volvió los hombros hacia el blanco y comenzó
a tensar la cuerda del arco.
—Ramose, apártate —ordenó.
Mirando a lo largo de la flecha vio que el joven besaba a su padre, lo sujetaba
como si se tratara de una criatura a punto de perder el equilibrio y luego se alejaba de
él. A partir de ese momento sólo vio a Teti, que se balanceaba y lloraba mientras de
sus labios salían oraciones o admoniciones o simplemente los barboteos del terror.
Kamose aspiró, contuvo el aire, abrió los dedos de la mano izquierda y Teti se
tambaleó y cayó de lado. Una pequeña cantidad de sangre rodeaba el cabo de la

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flecha que acababa de atravesarle las costillas. Ramose corrió hacia el cuerpo
palpitante y cayó de rodillas, mientras detrás de Kamose surgía un suspiro colectivo.
Kamose le dio el arco al general.
—Vuelve a escribir, Ipi —le ordenó al escriba—. En este día, el decimoquinto de
Pakhons, se ejecutó la sentencia de muerte de Teti, hijo de Pepi, de la ciudad de
Khemennu, por intento de asesinato. Haz una copia antes de archivar el papiro y
envíala al sur, a mi madre. Akhtoy, ¿estás aquí? ¡Sírveme vino!
Los soldados, hablando excitados, volvieron a sus obligaciones mientras los
príncipes todavía permanecían mudos detrás de Kamose. Éste no les hizo caso y
bebió grandes tragos de vino, consciente de que le temblaban las piernas. Se limpió la
boca y estaba a punto extender la taza para que se la volvieran a llenar cuando vio
que se le acercaba Ramose. El joven le hizo una reverencia y levantó hacia él un
rostro inexpresivo. Las manos que acababa de poner en sus rodillas para hacer la
reverencia estaban teñidas en sangre.
—Kamose, permite que haga llevar el cadáver de mi padre a la casa de los
muertos de Khemennu —pidió con voz ronca—. Debe ser embalsamado y llorado, mi
madre deberá volver de Weset para su funeral. ¡No es posible que permitas que le
quemen!
—No, no lo permitiré —confirmó Kamose, obligándose a mirar a los ojos a su
antiguo amigo—. Pero es imposible mantener aquí al ejército durante los setenta días
de la momificación y el duelo por Teti. Debemos movernos, Ramose. Lo llevarán a la
Casa de los Muertos y haré que escolten a tu madre hacia el norte para su funeral.
Para entonces espero estar sitiando Het-Uart.
Ramose asintió con los labios apretados.
—Comprendo que no puedas hacer más, pero me perdonarás si no te quedo
agradecido.
Volvió a inclinarse en una reverencia y sin el permiso de Kamose, Hor-Aha lo
siguió, ordenando a voces a cuatro hombres que fueran en busca de una camilla y
pusieran en ella a Teti. Con Ramose a su lado, los portadores de la camilla se
encaminaron a la puerta del fuerte y Hor-Aha volvió.
—Los oficiales y soldados que deben quedarse a destruir la fortificación ya están
trasladando sus posesiones al cuartel, Majestad —le dijo a Kamose—. Nefrusi se ha
terminado. Necesito tus órdenes para formar al ejército y ponerlo en marcha.
Kamose se levantó y miró a los príncipes todavía reunidos a sus espaldas. Todos
lo miraron con tranquilidad.
—Hay alrededor de trescientos estadios de aquí a Het-Nefer-Apu, en el territorio
de Anpu —dijo—; y unos ocho o diez pueblos, y no sabemos en cuántos de ellos hay
guarniciones. Aquí hemos conseguido muchas armas, carros y caballos, una gran
bendición, pero ahora nos hace falta tiempo para saber cómo afectará esto a la

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naturaleza de nuestro ejército. Me propongo avanzar unos ciento treinta estadios
hacia el norte y descansar brevemente mientras os encargáis de que vuestros
campesinos aprendan el uso y cuidado de las hachas y espadas que se les entreguen.
En ese tiempo, los exploradores podrán darme un informe más completo de lo que
nos espera más adelante. ¿Tenéis algo que decir? ¿Alguna petición relativa a vuestro
bienestar y al de vuestras divisiones?
Nadie habló y Kamose los despidió, alejándose agradecido en dirección al río del
lugar donde la vida de Teti había llegado a su fin.
Las embarcaciones ya estaban cargadas con el botín conseguido en el arsenal y
los graneros de Nefrusi, y los soldados las rodeaban ruidosamente.
—Ahmose, manda buscar a los sacerdotes sem de Khemennu —dijo mientras se
alejaban del polvo y del griterío—. Asegúrate de que se les pague bien por la
momificación de Teti. Ramose no puede hacerlo. Lo he desheredado. Y dale
recuerdos a Meketra. Dile que le mantendré informado de la campaña.
—Querrás decir que lo apaciguarás aún más —replicó Ahmose—. No confío en
ese hombre, Kamose.
—Yo tampoco —admitió Kamose—, pero no ha hecho nada para atraer nuestras
sospechas. Debemos tratarlo como el aliado que ha demostrado ser.
—Hasta ahora —contestó Ahmose. Y subieron a la embarcación sin más
comentarios.
Ahmose cumplió los encargos que se le habían hecho y volvió a la caída del sol
junto a Ramose, con quien se había encontrado en la casa que ahora pertenecía a
Meketra. Ramose recogía unos efectos personales y recuerdos de familia en medio de
lo que Ahmose describió como un caos de cofres, muebles y sirvientes, mientras
Meketra tomaba posesión de la propiedad de Teti.
—La esposa de Meketra parecía saber exactamente dónde quería que se pusiera
cada cosa —le dijo Ahmose a Kamose mientras disfrutaban de la cena bajo los
últimos y suaves rayos de Ra—. Había dirigido la casa hace años, antes de que Apepa
se la concediera a Teti. —Miró a Ramose, que estaba sentado con una taza de vino
entre las manos, sin tocar la comida que tenía ante sí—. Lo siento, Ramose, pero no
es más que la verdad.
—Lo sé —contestó Ramose tajante—. Sólo ruego que Meketra encuentre
campesinos suficientes para cuidar bien los viñedos. Mi padre estaba orgulloso de las
vides y si este invierno no se podan, las uvas serán muy pequeñas y amargas. No le
resultará fácil, los habéis matado a todos.
Durante un momento, Kamose se preguntó cómo era posible que Ahmose y él
fueran los responsables de que se echara a perder la fruta de Teti, pero luego lo
comprendió. No contestó nada. ¿Podrás perdonarme algún día?, le preguntó a
Ramose en su mente tumultuosa. ¿Podremos volver a ser amigos o las frías

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exigencias de nuestra madurez en estas épocas difíciles nos apartarán cada vez más?
Para su alivio, Ahmose centró su atención en la comida y, en una neblina de
silenciosa extenuación. Kamose lo observó comer.
Esa noche, más tarde, le despertó el quedo sonido de un llanto. La embarcación se
mecía con suavidad mientras navegaba hacia el norte. Una luz débil oscilaba sobre su
catre mientras las lámparas puestas a popa y a proa se balanceaban con el
movimiento de la embarcación, y el único sonido era el dulce y constante murmullo
del agua bajo la quilla. Kamose sabía que flotaban, arrastrados con lentitud por la
corriente hasta el amanecer, tal como lo había ordenado el capitán. Se tendió de
espaldas y escuchó el sofocado sonido de desolación. Podía ser uno de los marineros
o una expresión de la nostalgia de alguno de los sirvientes, pero Kamose sabía que no
lo era.
Era el dolor de Ramose, que sollozaba su pérdida y su soledad bajo el manto de la
oscuridad. Debería levantarme y acercarme a él, pensó Kamose. Debería decirle que
yo también lo siento, que tampoco para mí queda ya un puerto seguro, unos brazos
que me den la bienvenida. Pero no. Si yo fuera Ramose, no querría que nadie fuera
testigo de mi angustia.
Cerró los ojos y tuvo la sensación de que los sonidos crecían en intensidad, que
llenaban el camarote y rebosaban la cubierta invisible para multiplicarse hasta que la
embarcación y el agua y las orillas del Nilo estuvieron cubiertas por la tristeza que
trasmitían. Todo, pensó Kamose con incoherencia, deseando taparse los oídos con las
manos, todo es dolor, los hombres que han muerto, las mujeres a quienes he dejado
viudas. En realidad no lo estoy oyendo, no es más que mi imaginación, es sólo
Ramose. ¡Oh, Ramose, qué necesidad tenemos de ayudarnos unos a otros! Sin
embargo, sabía que no había hecho más que conjurar una efímera imitación del
tormento que expresaba Ramose. Kamose mismo no sentía absolutamente nada.

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Capítulo 4
Tetisheri alargó una mano y Uni, su mayordomo, le dio el papiro. Luego dio un paso
atrás y permaneció esperando mientras ella lo sopesaba con el entrecejo fruncido.
—Hum —dijo—. Es muy ligero. Muy delgado. ¿Serán buenas o malas noticias?
¿Qué crees Uni? ¿Rompo el sello o me fortalezco antes con un poco de vino?
Uni lanzó un gruñido con el que no se comprometía y Tetisheri puso el papiro
sobre su falda roja. Se ha convertido en un juego, pensó mientras miraba sin ver el
jardín que la rodeaba. Desde mediados de Pakhons, los papiros llegan, grandes,
pequeños, pulcramente escritos o garabateados por Ipi en algún lugar incómodo, y
cada vez he vacilado. He perdido mi valentía, he dedicado un momento o un rato a
tratar de adivinar su contenido antes de romper el sello de mi nieto.
—Esta semana es uno grueso, Uni. ¿Veneno o medicina?
—Me resulta difícil decirlo, Majestad.
—Un papiro grueso significa tener mucho tiempo para dictarlo. Nada apresurado,
como los otros que llegaron de Nefrusi con la prima de Aahotep.
—Sin duda tienes razón, Majestad.
Y siempre el miedo. ¿Han matado a alguien? ¿Lo han herido? ¿Hemos sido
vencidos por fin? ¿El sueño se ha convertido en cenizas?
Pero hasta entonces no había habido ningún fracaso. Acababa de comenzar
Mesore, un mes de cosechas y de calor abrasador, cuando en Egipto el tiempo parecía
detenerse y tanto hombres como bestias luchaban contra el deseo de acostarse, de
dormir, mientras el río corría cada vez más bajo y los únicos lugares verdes estaban
en los recintos de los nobles y en las copas de las palmeras sedientas. En los campos
pequeños las hoces caían y se levantaban y, alrededor de los graneros, el aire estaba
lleno del polvo del trigo. Las vides se inclinaban bajo el peso de los racimos de uvas
negras y eran aliviadas de su carga, y el jugo fluía púrpura y preñado de promesas.
Cuatro meses, suspiró Tetisheri. Cuatro meses de continua tensión, de rápido
aumento del calor, de esta demostración de cobardía antes de que la cera se deshaga
entre mis dedos y salten hacia mí las figuras hieráticas de Ipi. Es un milagro que la
constante ansiedad no me haya dado muerte. Le arrojó el papiro al mayordomo.
—Léemelo tú, Uni —ordenó—. Hoy tengo los ojos cansados.
Obediente, el mayordomo cogió el papiro, rompió el sello y lo desenrolló. Hubo
un corto silencio durante el cual Tetisheri clavó la mirada en el estanque que
comenzaba al borde de la sombra que proyectaba su dosel. Uni se aclaró la garganta.
—Son buenas noticias, Majestad —dijo—. «Haz un sacrificio a Amón. Vuelvo a
casa».
—Dámelo. —Se lo arrancó de las manos y lo mantuvo abierto sobre las rodillas
mientras seguía con el dedo el flujo de las palabras—. Vuelvo a casa. ¿Qué quiere

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decir? —preguntó irritada—. ¿Huye de una batalla perdida o trae consigo la victoria?
¿Cómo voy a acudir a Amonmose en el templo si no lo sé?
—Me inclino a pensar —dijo Uni con cuidado—, que si Su Majestad estuviera
huyendo habría sido más concreto en su mensaje. Habría incluido una advertencia
para la familia e instrucciones. Además, Majestad, no ha habido ninguna insinuación
de desastre en sus cartas, ¡sólo frustración!
—Tienes razón. —Permitió que el papiro se enrollara y, pensativa, comenzó a
golpearse con él en la barbilla—. Ve a decírselo a Aahotep y a Aahmes-Nefertari. Ese
muchacho necio no ha puesto fecha en el comunicado, de manera que no podemos
saber cuándo aparecerá. Debemos estar preparados para verlo aparecer en cualquier
momento. —Se dignó dedicarle a Uni una de sus poco frecuentes sonrisas—. Tal vez
ya haya tomado Het-Uart y ejecutado a Apepa.
—Tal vez, Majestad, pero no lo creo.
—No, yo tampoco. Fue una tonta esperanza. Puedes irte.
Lo observó alejarse y desaparecer bajo la sombra de la entrada del salón,
súbitamente consciente de que su corazón palpitaba dolorosamente. Cualquier
sorpresa, agradable o no, agita mi cuerpo, pensó. Estoy comenzando a sentir mi edad.
Así que, mi bien amado Kamose, pronto veré tu rostro y te abrazaré y no será la
fantasía por la que me he dejado llevar mientras esperaba que me llegara el sueño.
Debes de haber cambiado. He de estar preparada para eso. Tus palabras no me han
indicado el estado de tu ka. Sólo me has hablado de escaramuzas y de pequeños
sitios, de incendios y de muertes; sin embargo, debajo de todo ello he percibido una
batalla más siniestra, invisible pero grave. Cuida de no dañar tu ka, te dije. ¿Me
hiciste caso, muchacho implacable? ¿O al destrozar esta tierra preciosa también has
destrozado tu alma?
Al poco rato percibió un movimiento junto a las columnas y Aahmes-Nefertari
salió corriendo de la oscuridad, con la ropa revoloteando alrededor de su cuerpo
mientras rodeaba el estanque. Iba descalza sujetando una fina capa blanca alrededor
de su cuerpo desnudo. Raa la seguía apresurada, con un par de sandalias en la mano y
un almohadón bajo el brazo. Aahmes-Nefertari se agachó bajo el dosel y permaneció
colorada y jadeante ante Tetisheri.
—¡Uni dice que hay grandes noticias! —exclamó mientras su sirvienta personal
ponía el almohadón en el suelo y se retiraba—. Perdona mi aspecto, Majestad, pero
estaba a punto de tomarme el descanso de la tarde. ¿Puedo ver el papiro?
—No, Aahmes-Nefertari, debes esperar hasta que lo haya visto Aahotep —
contestó Tetisheri—. ¡Siéntate, criatura! —Suavizó el tono de sus palabras poniendo
una mano en el codo de Aahmes-Nefertari—. Debes ser paciente. ¿Acaso no hemos
tenido que aprender todos a ser fuertes? Permite que una anciana guarde un rato más
su secreto.

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Con la humildad de la inmediata obediencia que tanto encanto le confería,
Aahmes-Nefertari se dejó caer en el almohadón y clavó los dedos de los pies en la
hierba.
—¿Han triunfado, verdad? —dijo con ansiedad—. ¡Por fin ha caído Het-Uart!
Semana tras semana las noticias han sido las mismas, ¡pero Uni dijo que las de hoy
son muy buenas! ¡Oh, cómo he rezado para que llegara este momento!
—Siempre sacas conclusiones apresuradas, Aahmes-Nefertari —dijo Tetisheri
con sequedad—. No, por lo que yo sé Het-Uart todavía sigue en pie. Aquí está
Aahotep.
La mujer se les acercaba con lentitud seguida de Senehat y, como siempre,
Tetisheri gozó al ver a su nuera. Su porte elegante, las caderas sensuales pero
discretas que se dibujaban bajo la túnica amarilla, las facciones perfectas, hablaban
tanto de la belleza como de la buena educación que cautivó a Seqenenra y satisfizo la
exigencia de las normas de Tetisheri. Aahotep hizo una reverencia al llegar bajo la
sombra que cobijaba a su suegra, se enderezó y miró a Tetisheri a los ojos.
—¿Es lo que esperábamos? —preguntó en voz baja.
Por toda respuesta, Tetisheri le entregó el papiro. Aahotep lo desenrolló sin
demora, lo leyó, sonrió y se lo pasó a Aahmes-Nefertari antes de volverse hacia su
sirvienta personal.
—Senehat, pon mi banco y luego trae vino. Lo celebraremos.
En el momento en que se instalaba, Aahmes-Nefertari lanzó una exclamación.
—¡Vuelven a casa! ¡Qué maravilla! —Se llevó el papiro a la boca—. ¿Habrán
salido ya del Delta? Ipi no lo dice.
—Tampoco dice que vuelvan todos a casa —aclaró Tetisheri—. Sólo dice
«vuelvo a casa». ¿Dónde está tu prima, Aahotep?
—Durmiendo en sus aposentos —contestó Aahotep—. Sería mejor ocultarle por
ahora esta noticia. Ignoramos si Kamose vuelve porque la inundación está a punto
comenzar o por alguna otra razón. Nefer-Sakharu es imprevisible. Sigue
desconsolada. Si no hubiera enviado a un guardia con ella al funeral de Teti, habría
huido después al Delta. No me cabe duda de que Kamose nos avisará justo antes de
llegar a Weset, y entonces podremos advertírselo.
Aahmes-Nefertari sólo las escuchaba a medias. En aquel momento se irguió.
—Le ha tomado mucho cariño a Ahmose-Onkh —dijo—. Mientras juega con él,
olvida por un rato a Teti. Y ya no llora tanto como antes.
—El dolor no dura —dijo Aahotep—. El tiempo lo dulcifica. Pero las cosas
profundas, los recuerdos y el amor, se niegan a morir. ¡Pobre mujer! Sin embargo,
¿no hemos sufrido todos de una manera terrible desde que le llegó a Osiris Seqenenra
la ofensiva carta de Apepa? Aquí está el vino. Olvidemos el pasado y brindemos por
esta bendita reunión.

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Después, cuando el suave efecto del vino fue sacando a flote los recuerdos de los
que nunca se hablaba por temor de lo que podría deparar el futuro, las mujeres
volvieron a la casa. Aahotep y Aahmes-Nefertari volvieron a sus lechos, pero
Tetisheri permaneció sentada ante la mesa de su habitación y le pidió a su
mayordomo que le alcanzara el pequeño arcón en el que guardaba todas las cartas de
Kamose. Ahora podré volver a leerlas, pensó, mientras daba permiso a Uni para que
se retirara y levantaba la tapa de oro de la caja. Estos papiros ya no pueden llenarme
de dudas, ni preocuparme por el siguiente movimiento del ejército, ni llenarme de
impotente exasperación por no poder cuestionar la sabiduría de las decisiones de
Kamose.
Los sacó todos y los ordenó con cuidado según las fechas que el escriba
consignaba en cada uno. Los primeros la hicieron vacilar, pero los apartó con un
movimiento súbito: no quería revivir las intensas emociones que acompañaron su
llegada. En aquellos días estábamos todas aterrorizadas, pensó. Kamose con su única
y miserable división de Weset, sin saber si los príncipes cumplirían o no su palabra, y
cinco mil medjay que podían haber demostrado que eran tan mortales como
ingobernables. ¡Gracias a todos los dioses por Hor-Aha! Y aquí, en casa, cada
mañana traía consigo la secreta y silenciosa certeza de que las hordas de Apepa
aparecerían en el río con el cadáver de Kamose colgado de un mástil. Cada papiro
podía haber contenido una maldición, pero no fue así, y poco a poco nuestro terror
comenzó a disminuir. Después vino el triunfo de Nefrusi, y a partir de aquel momento
abrir las cartas se convirtió en una ceremonia. Todavía eran preocupantes, leerlas
todavía nos exigía valor, pero la confianza volvía con rapidez.
A mí nunca me gustó el príncipe Meketra, pensó mientras descartaba el mensaje
en que Kamose narraba la toma del fuerte. Lo recuerdo bien desde los primeros días.
Siempre hubo en él algo malsano, como si fuera negligente para lavarse. Pero ahora
ha dado pruebas de ser otra cosa y supongo que debo revisar la opinión que me
merecía. Después de todo, ha pasado mucho tiempo desde que nos conocimos.
Eligió el papiro con fecha «Payni, día 2» y lo alisó. «Para Sus Majestades las
Reinas Tetisheri y Aahotep, honorables abuela y madre, salud», comenzaba diciendo.
«Esta noche nuestra embarcación está amarrada en Het-Nefer-Apu. Hemos tardado
siete días en llegar desde Nefrusi hasta aquí debido al creciente número de pueblos
con que nos encontramos a medida que nos acercamos al Delta. También nos ha
retenido nuestra ignorancia de todo lo que existe más al norte de Khemennu. A
medida que avanzamos debemos confiar en los informes de nuestros exploradores y
esperar a que nos lleguen. Nos enfrentamos a una guarnición, la vencimos y pasamos
a todos los soldados por la espada, pero la pequeña fortificación de Het-Nefer-Apu se
rindió en cuanto su jefe militar nos vio acercarnos. Parece que campesinos de
Khemennu y de Nefrusi han estado intentando llegar al norte en busca de protección,

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y llevan consigo historias de nuestro poder y exageran sobre lo despiadados que
somos».
En este punto, Tetisheri levantó la vista y fijó su mirada distraída en la pared
opuesta. ¿Exageradas?, se preguntó en silencio. ¿Qué tratas de decir, Kamose? Cada
una de tus cartas contiene palabras de carnicería junto a justificaciones de su
necesidad. Estuvimos de acuerdo en que era la única manera de asegurar tu
retaguardia sin mermar el ejército. Entonces, ¿por qué esa mentira tan sutil? ¿El
asesinato se ha convertido en rutina hasta que al dictar esta epístola sentiste una culpa
pasajera? ¿Es posible que los campesinos exageren aún más la brutalidad de esta
campaña? Hizo una mueca y siguió leyendo.
«La mitad de las fuerzas de la guarnición fueron ejecutadas y el resto puesto a
trabajar para reducir los muros a escombros. Yo no quería acabar con la vida del jefe
militar, pero éste no me dio elección posible, puesto que no sólo era de sangre setiu
sino completamente hostil a mí. Creo que aún ahora, después de haber sojuzgado toda
la tierra entre Weset y Het-Nefer-Apu, los setiu sólo nos ven como algo más serio que
una revuelta pasajera. Se lo oí decir al jefe antes de morir, y Teti pronunció las
mismas palabras. Mañana navegaremos hacia Henen-Nesut. ¡Ojalá pudiéramos tomar
el camino del oeste desde aquí hasta Uah-ta-Meh! Me gustaría explorar el oasis.
Ruega por nosotros. ¡Estamos muy cansados!».
Tetisheri levantó las manos y el papiro se enrolló con un susurro. Las últimas
palabras de Kamose le encogieron el corazón cuando las escuchó por primera vez de
boca de Uni. Y todavía lo hacían cuando ella y Aahotep se sentaron en el comedor.
«¡Estamos muy cansados!», pensó, repitiendo mentalmente las palabras del papiro.
No cansados de cuerpo, sino de espíritu. Sí. Y sin duda rezamos por vosotros todos
los días. Apartó aquel papiro y sacó el siguiente, permitiéndose un ligero asomo de
placer, el mismo que había sentido cuando la noticia de la muerte de Teti había
llegado a la propiedad. Lo ocultó para que no lo leyera su nuera porque, aunque
Aahotep sabía que la ejecución de su pariente era inevitable, le angustiaba
profundamente.
—No dirás más mentiras —dijo en voz alta—. Ni dictarás órdenes traicioneras y
engañosas. Es posible que yazcas embalsamado en tu tumba, pero estoy segura de
que el platillo de la balanza del Salón de los Juicios no se inclinó cuando tu corazón
fue puesto en él. Espero que a Sobek le hayas resultado un bocado jugoso.
Esa carta estaba fechada: «Payni, día 30». «Nos hemos abierto paso hasta Iunu
luchando —decía después de los saludos habituales—, y mañana entraremos en el
Delta y llegaremos a Nag-ta-Hert, que según los exploradores es un fuerte poderoso
edificado en un montículo. Allí hay por lo menos diez mil tropas acuarteladas. Es el
bastión de Apepa contra las incursiones del sur en el corazón de su tierra. Todavía no
sé cómo nos encargaremos de ellos. No puedo esperar que otro Meketra me visite

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durante la noche. He respetado la vida de la mayoría de los habitantes de Mennofer,
matando tan sólo a los soldados en activo, porque la ciudad y su territorio están
gobernadas por el príncipe Sebek-Nakht. Lo recordé en cuanto salió del Muro Blanco
rodeado de su séquito. Estuvo en Weset con Apepa en la época de nuestra sentencia y
fue el único príncipe con la valentía suficiente para hablar con nosotros en público.
Salió a cazar con Ahmose. Tal vez tú también lo recuerdes. Es un sacerdote de
Sekhmet, un erpa-ha y señor hereditario, y uno de los arquitectos de Apepa. Antes de
su muerte, su padre fue Visir del Norte. Su hospitalidad fue generosa y creo que no
influyó en ello el deseo de congraciarse conmigo. Con él visitamos las antiguas
tumbas de Saqqara, inspeccionamos el puerto, que estaba lleno de toda clase de
embarcaciones comerciales junto a nuestros barcos, y rendimos culto al dios en el
templo de Ptah. Después de una conversación que duró toda la noche, el príncipe ha
jurado que si dejamos Mennofer intacto no informará a Apepa de nuestras fuerzas y
debilidades, y que nos apoyará con todos los bienes y armas que nos sean necesarios.
Ahmose confía en él, pero él admira a cualquiera capaz de cazar un pato con jabalina
al primer intento. A mí el príncipe me gusta lo suficiente para creer que mantendrá su
palabra. Ankhmahor lo conoce bien».
Sí, lo recuerdo, pensó Tetisheri. Conocí a su madre, una mujer que participó
activamente y con severidad en la educación de sus hijos. Su sangre es pura. Pero
Kamose, la burla que haces de tu hermano me gusta aún menos ahora que cuando
recibí la carta. Sin duda comprenderás que un problema entre vosotros significaría un
desastre. Es un asunto más que deberemos tratar mientras estés aquí.
El siguiente papiro era ligero como un puñado de plumas y después de golpearlo
con una uña, Tetisheri lo depositó en el arcón. No debo leer este mensaje, pensó. Lo
sé de memoria. «Epophi, día 30. Nag-ta-Hert. Nos ha costado un mes sitiar y quemar
este maldito lugar. Muros inclinados, puertas fuertes, todo colina arriba. Diez mil
cuerpos contra los que disparar. Trescientos de los nuestros que enterrar. Rumores de
motín en la división de Intef. ¿Por qué no ha reaccionado Apepa?».
También masticaremos juntos ese hueso, le prometió Tetisheri en su mente. No es
lógico que Apepa todavía no haya recibido noticias del avance. ¿Dónde están sus
tropas? Envió a Pezedkhu a miles de estadios al sur, a Qes, para vencer a Seqenenra.
¿Qué espera esta vez? ¿Que se extienda el motín? ¿Será posible que presuma que con
el tiempo habrá insatisfacción en un ejército a cuyos hombres se les pide que maten
todos los días a compatriotas?
Bueno, tanto mejor, dijo para sí mientras abría la penúltima carta. Kamose y Hor-
Aha son capaces de sofocar los motines. Han roto las defensas del sur del Delta. Ya
no hay nada entre ellos y Het-Uart. Desenrollar esa misiva le produjo una gran
sensación de triunfo y la leyó en voz alta como si se encontrara ante una audiencia
reverente. «Mesore, día 13. Dicto estas palabras ante la visión de la gran ciudad de

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Apepa, sentado en mi embarcación, mientras a mi alrededor parece que el paraíso de
Osiris haya bajado a la tierra. Por todas partes hay un verde lujurioso, cortado por
múltiples y anchos canales, cuya agua es tan azul como el cielo, y que apenas se
alcanzan a ver por la gran profusión de árboles. Los pájaros llenan de música el cielo
y el aire huele a fruta madura. Ahora comprendo por qué los del norte llaman a
nuestro territorio el brasero del sur de Egipto, no cabe duda de que Weset es árido en
comparación con ésta desmesurada fertilidad.
»La ciudad de Het-Uart está edificada sobre dos montículos de poca altura, uno
de ellos más grande que el otro. Cada uno está defendido por muros macizos y altos
cuya superficie exterior cae en declive. Ambos están totalmente rodeados por canales,
que en esta época del año están secos pero que cuando están llenos deben hacer los
muros inaccesibles. He enviado heraldos a las cinco puertas del montículo principal
de Het-Uart para que griten mis nombres y títulos y exijan la rendición de Apepa,
pero no hemos obtenido respuesta. Las puertas permanecen firmemente cerradas y la
ciudad, amurallada en todo su perímetro de treinta estadios, es inexpugnable.
»Nuestras filas han crecido y se componen ahora de cerca de treinta mil soldados
de infantería, pero no tenemos tiempo de sitiar la ciudad. Si Isis desea llorar, la
inundación llegará dentro de dos semanas, y no quiero que el ejército pase aquí el
invierno. Por lo tanto, he ordenado una batida en el Delta. Ciudades, pueblos,
campos, viñedos y huertos deben ser incendiados para impedir que los ciudadanos de
Het-Uart tengan suficiente comida para aguantar el sitio que pienso imponerles
durante la próxima campaña. La inundación se encargará de hacer el resto. Todavía
ignoramos la cantidad de soldados que hay en los dos montículos, pero Hor-Aha
estima que deben de ser por lo menos cien mil, tal vez más. Apepa no los ha soltado.
¡Es un necio!».
Pero ¿lo es?, se preguntó Tetisheri mientras se levantaba, guardaba ese papiro y el
anterior en el cofre y cerraba la tapa. Si Het-Uart es tan inexpugnable, ¿por qué
arriesgar su ejército en una acción agresiva? Yo no lo haría. Dejaría que el ejército
sitiador se cansara de patrullar esos muros tan poco amistosos. Que agotara sus
provisiones hasta pasar estrecheces. Que sus corazones se fueran enfriando con el
transcurso de los días. Tendrás que ser muy inteligente para vencer a ambos
enemigos, los de dentro y los de fuera, Kamose, pensó Tetisheri cuando por fin se
sentó en el lecho y llamó a Isis para que le quitara las sandalias. Quemando la mitad
del Delta no lo lograras. ¿Cómo puedes lograrlo? Muy pronto tú y yo podremos
analizar este problema frente a frente.
Durante las dos semanas siguientes no llegaron papiros de los hermanos y
Tetisheri se volvió a encontrar luchando contra los ogros de su activa imaginación:
Apepa había abierto las puertas e inundado el Delta con aquellos cien mil soldados.
En su camino de regreso, Kamose había caído en una emboscada y muerto a manos

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de campesinos descontentos. Ahmose enfermó a causa de la humedad del Delta y
jadeaba moribundo mientras la flota le esperaba en algún riachuelo del norte.
Weset se preparaba para celebrar la llegada del Año Nuevo con grandes fiestas en
honor de Amón y de Tot, que había dado su nombre al primer mes. Los sacerdotes
cuya tarea consistía en medir la altura del río día a día esperaban con ansiedad el
menor cambio que anunciara la inundación. Aahmes-Nefertari pasaba los días en
nerviosa soledad, callando sus preocupaciones, pero Tetisheri y Aahotep iban al
templo de Amón y permanecían de pie, mudas, mientras Amonmose alzaba la voz en
súplicas y el incienso cubría los cuerpos de las sagradas bailarinas.
Fue allí donde las encontró el heraldo, saliendo del atrio exterior tras sus
oraciones, y se inclinó ante ellas. Tetisheri sintió que la mano de Aahotep se agarraba
a la suya cuando el hombre se irguió.
—Habla —ordenó. El hombre sonrió.
—Su Majestad llegará antes del mediodía —anunció—. Su embarcación me viene
pisando los talones.
Aahotep apartó los dedos de los de su suegra.
—Es una excelente noticia —dijo con tono tranquilo—. Gracias. ¿Están bien?
—Muy bien, Majestad.
Ella asintió con gravedad, pero le brillaban los ojos.
—Los esperaremos en el embarcadero. Heraldo, dile al Sumo Sacerdote que lleve
leche y sangre de toro inmediatamente.
Al cabo de dos horas, las escaleras del embarcadero estaban atestadas de
silenciosos observadores. Sobre ellos se agitaban los doseles, telas de lino blanco que
se alzaban y caían movidas por el viento caliente, bajo los cuales todos los habitantes
de la casa esperaban tensos y expectantes. Se habían puesto sillas para las tres
mujeres reales, pero ellas también estaban de pie, con los ojos entrecerrados para
protegerlos del reflejo del sol en el agua, mientras se esforzaban por mantener la vista
fija en el río. Tras ellas se agrupaban los sirvientes y los músicos, y junto a ellas,
Amonmose, con la piel de leopardo de su categoría sacerdotal, apoyaba una mano en
el hombro de un sacerdote que sostenía la gran urna de plata que contenía la leche y
la sangre. Los incensarios estaban encendidos y su humo se elevaba casi invisible en
el aire caliente. Nadie hablaba. Hasta Ahmose-Onkh permanecía callado en brazos de
su niñera.
El silencio no fue roto ni siquiera cuando la proa de la primera embarcación
asomó por la curva del río. Llegó como un sueño, los remos hundiéndose en el agua y
alzándose en un resplandor de gotas, y hasta que los presentes no oyeron los gritos de
advertencia del capitán no se rompió el hechizo. A la orden del capitán, los remos
fueron subidos a la embarcación como las patas de un gran insecto y la nave se
acercó con delicadeza al muelle. En una explosión de febril actividad, los sirvientes

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corrieron a asegurarla, apareció la rampa y empezaron a tronar los tambores y a
temblar las flautas; Amonmose cogió la unía de manos del acólito. Las sacerdotisas
sacudían los sistros. Pero Tetisheri ignoró el repentino estruendo. Recorrió con la
mirada los hombres agrupados en cubierta. Allí estaba Ahmose, moreno y fuerte, con
su casco rayado amarillo y blanco, las manos cubiertas de anillos apoyadas en las
caderas, el sol brillando en el oro que llevaba en el pecho, sonriendo con deleite a
Aahmes-Nefertari. Pero ¿dónde estaba Kamose?
Los soldados bajaron por la pasarela para formar una guardia y el príncipe
Ankhmahor los siguió. Tetisheri lo reconoció enseguida, pero su mirada no se detuvo
en él. Mientras entonaba las oraciones de bienvenida y de bendición, Amonmose
comenzó a verter la leche y la sangre sobre la piedra del pavimento y un hombre
empezó a bajar de la embarcación. Era delgado, con los músculos de los brazos
cubiertos de oro y las largas piernas como nudos retorcidos y, bajo el tocado azul y
blanco, su rostro parecía lleno de huecos. Alrededor de su cuello colgaba un pectoral
que Tetisheri conocía, Heh, arrodillado sobre el signo de heb, la Pluma de Ma’at, el
cartucho real rodeado por las alas de la Señora de los Muertos, el lapislázuli brillando
muy azul en su prisión de oro. Aturdida, Tetisheri elevó una vez más la mirada hacia
el rostro del hombre. Éste acababa de llegar al pie de la pasarela y caminaba por los
charcos pegajosos de leche y sangre, buscándola, mirándola; era Kamose.
—¡Dioses! —susurró Tetisheri horrorizada mientras se prosternaba junto a
Aahotep.
—Levantaos —las invitó una voz cansada y débil, tan débil como el cuerpo de la
que surgía. Y las mujeres se irguieron. Kamose les tendió los brazos—. ¿Es cierto que
estoy otra vez aquí? —preguntó, y las mujeres cayeron en sus brazos.
Tetisheri lo abrazó durante largo rato, mientras sentía su olor tan familiar, su piel
cálida contra la mejilla, y sólo vagamente consciente de que Aahmes-Nefertari
gritaba de alegría y que Ahmose pasaba por su lado como un relámpago amarillo.
Amonmose acababa de terminar sus cánticos y el fin de sus oraciones fue ahogado
por saludos y charlas. Kamose se apartó de sus parientes y se volvió hacia el Sumo
Sacerdote, cuya mano estrechó.
—Amigo mío —dijo con voz ronca—. He dependido mucho de tu fidelidad y de
la eficacia de tus oraciones a Amón por mí. Esta noche lo celebraremos juntos y al
amanecer iré al templo para ofrecer mi sacrificio.
Amonmose se inclinó ante él.
—Majestad, Weset se regocija y Amón sonríe —contestó—. Te dejaré para que
recibas la bienvenida de tu familia.
Retrocedió y Kamose habló a su familia:
—Madre, abuela, supongo que recordaréis al príncipe Ankhmahor. Es el jefe de
los Seguidores y también el de los Valientes del rey. He dejado a los demás príncipes

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con sus respectivas divisiones.
Ankhmahor hizo su reverencia y se excusó, impartiendo órdenes a sus soldados
mientras se alejaba. Ahmose y su esposa continuaban abrazados con fuerza, con los
ojos cerrados, balanceándose en un regocijo mutuo. Tetisheri luchaba por ocultar el
impacto que le producía la apariencia de Kamose, pero iba recobrando su
tranquilidad. Miró la embarcación que en aquel momento cruzaba el río y preguntó:
—Kamose, ¿dónde está el ejército? ¿Dónde está Hor-Aha? ¿Es esto todo lo que
has traído contigo?
Él le dirigió una sonrisa tensa.
—He traído a todos los medjay —contestó bruscamente—. Más tarde hablaré
contigo sobre lo que he dispuesto para el resto del ejército. Ahora lo único que quiero
es estar en los baños, bajo un diluvio de agua perfumada, y después dejarme caer
sobre mi lecho. —Su sonrisa tembló—. Os quiero a las dos, os quiero a todos. ¡Si mi
dignidad lo permitiera besaría a cada uno de los sirvientes reunidos aquí!
Las palabras rebosaban buen humor, pero la voz era entrecortada. Durante unos
instantes esperó con los labios apretados, recorriendo con la mirada la fachada de la
casa, los árboles sedientos, el brillo del sol sobre la superficie del estanque que se
alcanzaba a ver a través de las vides, y luego comenzó a caminar hacia las columnas
de la entrada. En el acto, los Seguidores lo precedieron y siguieron. Ankhmahor
caminaba a su lado.
—Parece extenuado —dijo Aahotep—. Enfermo.
—Durante un tiempo, sólo debe comer y dormir —concluyó Tetisheri—, ¿qué
sucede? —le preguntó al sacerdote we’eb que se le había acercado y esperaba
pacientemente a su lado.
—Disculpa, Majestad —dijo—, pero se me ha ordenado que te informe que el
Nilo ha comenzado a crecer. Isis está llorando.
Aquella noche el salón de recepciones estaba repleto y sus sombras ya no eran
recuerdos melancólicos de tiempos pasados. Las pequeñas mesas llenas de fruta y de
exquisiteces estaban situadas las unas junto a las otras y los invitados sentados casi
espalda contra espalda, con guirnaldas de flores y la piel brillando a medida que el
aceite fragante de los conos que llevaban sobre las pelucas se derretía y corría por sus
cuellos. Los sirvientes se abrían paso entre la ruidosa multitud, con jarras de vino y
bandejas de comida humeante en alto. La música se mezclaba con canciones dulces a
medida que las charlas crecían y decrecían. En el estrado, la familia, esplendorosa,
con prendas de lino recién almidonadas, polvo de oro sobre los ojos teñidos con
galena y alheña en la boca, recibía la adoración de quienes se acercaban a sus pies
para rendirles pleitesía. El alcalde de Weset y otros dignatarios, entre ellos
Amonmose, también ocupaban el estrado. Ahmose y Aahmes-Nefertari comían y
bebían con los brazos enlazados, hablando de tonterías, más pendientes de la voz del

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otro que de la palabras que pronunciaban.
Pero Kamose permanecía en silencio. Con su madre a la izquierda y Tetisheri a su
derecha, comía y bebía como un hambriento y miraba con expresión imperturbable el
alegre caos del salón. Behek se apoyaba en él y Kamose mantenía una mano en la
cabeza gris del perro, pasándole bocados de ganso asado y de pan de cebada mojado
en aceite de ajo. Ankhmahor tampoco tenía nada que decir. Por una vez en la vida,
Tetisheri contuvo su lengua, y después de unos intentos de hablar con su nieto, se
dedicó a gozar de la ocasión.
Egipto, con la pequeña excepción de la ciudad de Het-Uart, volvía por fin a estar
en manos de sus verdaderos soberanos. Ma’at estaba a punto ser restaurado. Allí,
esparcida en ruidos y risas, estaba la prueba de la superioridad de los Tao y del
victorioso derecho de su nieto de ascender al Trono de Horus. Habrá que purificarlo
antes de que Kamose se instale en él, pensó, cerrando los ojos e inhalando los olores
mezclados de cuerpos perfumados y de guirnaldas de flores que llegaban hasta su
nariz llevados por la brisa nocturna. Todo rastro del hedor de los setiu deberá ser
borrado, pero tallaremos la imagen de un setiu en el oro del escabel donde el rey
apoyará los pies. Sí, desde luego que lo haremos. Kamose tendrá que casarse, lo
desee o no, pero tal vez esperemos al año que viene, cuando haya caído Het-Uart. Me
pregunto si a Kamose se le habrá ocurrido enviarle un mensaje al alcalde de Pi-Hator
informándole de nuestro éxito. Me gustaría poder decirle yo misma lo pesado que era
tener que vigilar constantemente el río por temor de que pudiera filtrarse un mensaje
para Apepa. Pero todavía no le diré nada a Kamose, decidió, dolorosamente
consciente del codo de su nieto contra el suyo, de la casi inmovilidad de su cuerpo.
Ante todo debe recobrarse, recuperar fuerzas. Ahmose y él no han intercambiado una
sola palabra desde su llegada. Ahora tengo otras preocupaciones, pero no esta noche.
Lanzando un suspiro le tendió su taza a Uni para que se la llenara y bebió el vino con
gesto reflexivo. Esta noche, no.
Mucho después de que se llevara a los invitados a sus esquifes o, alegremente
borrachos, a sus literas, y cuando las lámparas del salón se habían extinguido,
Tetisheri seguía sin poder dormir. El exceso de vino y de estímulos hacían su efecto y
permanecía tendida, inquieta y alerta en su lecho, escuchando los pasos del guardia
ante su puerta. Hacía calor en la habitación, como si el bochorno del día se hubiera
confinado entre sus cuatro paredes. El camisón le irritaba la piel y su almohada
parecía llena de grumos. Se sentó, enlazó las manos y clavó la mirada en la oscuridad
pensando en lo que había cambiado la atmósfera de la casa con el retorno de su señor,
y enseguida se dio cuenta de que podía renunciar a su autoridad. Las decisiones
importantes serían tomadas por Kamose, por lo menos hasta que la inundación se
hubiera aplacado. Eso es, a la vez, un alivio y un engorro, pensó. Si debo ser honesta
conmigo misma, es necesario que admita que me gusta el poder inherente a mi

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posición como matriarca de los Tao. Trataré de tener cuidado y de no manifestar mis
juicios en ninguna conversación de índole militar que mi nieto y yo podamos
mantener. Y también está Aahotep. Durante los últimos meses nos hemos convertido
en confidentes y he descubierto que bajo su serenidad existe una tozudez y un modo
de ser implacable, idéntico al mío. No debe ser excluida de ninguna política que
Kamose y yo desarrollemos. Pero la verdad es que me gustaría excluirla. Quiero
excluir a todo el mundo. Tetisheri, eres una anciana muy dominante.
Apoyó la cabeza en el lecho y cerró los ojos, esperando inútilmente que se le
acercara el sueño; luego, con una exclamación de impaciencia, apartó la sábana y
buscó un manto. Al abrir la puerta saludó al guardia, le aseguró que no era necesario
que la acompañara y salió al jardín.
El aire de la noche era deliciosamente fresco, el cielo estaba lleno de estrellas y la
hierba todavía húmeda por el riego de la tarde. Debí ponerme las sandalias, pensó
sintiéndose culpable. Mañana, cuando Isis aceite mis pies, me gruñirá. Pero, a mi
edad, un olvido no tiene importancia. ¡Qué tranquilo está todo! Como si con el
regreso de Kamose la armonía de Ma’at ahogara a Weset en tranquilidad.
Apretando el manto contra su cuerpo comenzó a acercarse a la orilla del río. Los
escalones del embarcadero, ahora un poco fríos para sus pies, todavía estaban
pegajosos por la libación purificadora vertida por Amonmose, Tetisheri sonrió en la
oscuridad mientras caminaba. Fue un momento glorioso.
Los medjay habían abandonado sus embarcaciones para dirigirse al cuartel y el
conjunto de barcas vacías oscurecía la superficie del agua. Varios guardias estaban
reunidos ante una fogata en la arena, junto a las escaleras, charlando y riendo sin
estridencias. Al verla acercarse, se levantaron confusos, se inclinaron y durante unos
instantes Tetisheri permaneció con ellos, cómoda, como siempre que estaba entre
soldados. Ellos contestaron con respeto a sus preguntas respecto a su bienestar:
¿Estaban bien alimentados? ¿Sus capitanes los trataban con justicia? ¿Los problemas
físicos eran atendidos con rapidez por los físicos del ejército? Y Tetisheri resistió la
tentación de preguntarles sobre las campañas de Kamose. Por fin, les deseó una
buena guardia, volvió sobre sus pasos y se encaminó a la parte posterior de la casa.
Al llegar a la esquina se detuvo. Desde lejos, donde ella estaba, las habitaciones
del servicio eran un rectángulo bajo pegado al muro de la propiedad. Un poco más
cerca estaba la cocina, en ángulo recto con el patio, junto al que también estaba el
granero de la casa, y aún más cerca los arbustos y los montículos arbolados que
marcaban la división entre los dominios de los dueños y los de los sirvientes. Habían
sido plantados muy juntos para proteger la intimidad de la familia y bajo sus copas
algo se movió.
Tetisheri quedó petrificada, con una mano apoyada en la reconfortante rugosidad
de la pared de la casa, sin saber con seguridad lo que la había alarmado. Un guardia

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solitario debía de estar paseándose por allí. Tal vez la sombra encorvada fuese la de
alguna sirvienta que, igual que ella, no lograba dormir. Se balanceaba de un lado a
otro, como si se tratara de una mujer con una criatura en brazos, pero ninguna mujer
tenía los hombros tan anchos. Intrigada, aguzando los sentidos, Tetisheri trató de
penetrar la oscuridad con la mirada. La postura de aquellos hombros le resultaba
familiar, el movimiento rítmico que transmitía una agitación interior se iba
intensificando a medida que Tetisheri observaba, hasta que el espacio entre ella y el
hombre estuvo lleno de una silenciosa agonía.
De repente, Tetisheri sintió que alguien le tocaba el brazo. Se volvió sobresaltada
y se encontró con el rostro de Aahotep casi pegado al suyo.
—Yo tampoco podía dormir —susurró Aahotep—. El día ha estado lleno de
acontecimientos. ¿Qué miras, Tetisheri?
Por toda respuesta, Tetisheri señaló.
—Es Kamose —respondió también en susurros—. Míralo, se balancea como un
borracho.
—Como un borracho, no —contestó Aahotep con la vista fija en su hijo—. Como
un hombre que tiembla al borde de la locura. Volvió a casa justo a tiempo, Tetisheri.
Me siento impotente ante un dolor interior tan grande. No pronunció una sola palabra
durante la fiesta. Ni una sola.
—Por lo menos devoró todo lo que le sirvieron —le recordó Tetisheri en voz baja
—. Es una buena señal. Pero tienes razón, Aahotep. Me estremezco al pensar en el
estado al que podría haber llegado de no haberse visto obligado a volver a Weset por
la inundación. —Cogió a Aahotep del codo y la alejó de allí—. No debe enterarse de
que le hemos visto —dijo—. Ven a mis aposentos y hablaremos.
Volvieron sobre sus pasos, en silencio durante unos instantes, cada una de ellas
profundamente inmersa en sus preocupantes pensamientos, pero por fin Aahotep
rompió a hablar.
—En primer lugar, tiene necesidad de dormir mucho. Nuestro físico le puede
recetar un soporífero hasta que esté lo suficientemente tranquilo para dormir sin
ayuda. Debemos asegurarnos de que no deba soportar la carga de demasiadas
obligaciones.
—Senehat es una muchacha preciosa —dijo Tetisheri—. Dentro de unos días la
enviaré a sus aposentos. Creo que sanaría si pudiera olvidarse de todo haciendo el
amor. El motivo de todo esto son tantas muertes —prosiguió—. Muertes necesarias,
estuvimos de acuerdo en eso, pero Kamose ha cargado con el peso de éstas sobre su
conciencia durante muchos meses. Lo han destrozado.
—Entonces reza para que el invierno cicatrice sus heridas —dijo Aahotep en tono
sombrío—, o estaremos en el peor de los apuros. Esta noche extraño a mi marido,
Tetisheri. Seqenenra siempre parecía saber lo que se debía hacer. Yo me sentía segura

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cuando su presencia llenaba esta casa.
—Era una ilusión —contestó Tetisheri con brutalidad mientras entraban al
vestíbulo bajo la sombra de las columnas—. Mi hijo era un hombre valiente e
inteligente, pero no tenía el poder de garantizar nuestra seguridad, a pesar de que lo
intentó. Nadie puede garantizar esa seguridad, Aahotep. Kamose también lo está
intentando y ya casi ha triunfado pero no es esa la seguridad a la que te refieres,
¿verdad?
—No —contestó Aahotep—. Quiero tener la seguridad de no verme obligada a
tomar nunca una decisión de importancia. No quiero ser otra cosa que la viuda de un
gran hombre.
Acababan de llegar a la puerta de los aposentos de Tetisheri y el guardia la abrió
para que pasaran.
—Ve a despertar a Isis —le pidió Tetisheri—. Dile que nos traiga cerveza y tortas,
y aceite para mi lámpara. Pasa, Aahotep. Como no vamos a dormir, conviene que
esperemos el alba con una charla fructífera.
No pudieron sentarse con Kamose durante los días siguientes. El mes de Tot
comenzó con las tradicionales celebraciones, tanto la del crecimiento del río como la
de la aparición de la estrella Sopdet, y todo Weset participó de las festividades. Nadie
trabajaba. Las casas se abrían a parientes y amigos, y en el templo de Amón
resonaban las voces y los cánticos de sacerdotes y fieles. La llegada de dignatarios
mantuvo ocupada a Aahotep en la organización de los sirvientes; y al principio de la
segunda semana de Tot, la paz había descendido de nuevo sobre la casa, aliviada pero
desordenada.
Pero un flujo de otro tipo no cesó. Exploradores y heraldos llegados del norte
continuaban amarrando sus barcas en el embarcadero y desaparecían con Kamose y
Ahmose en el despacho de Seqenenra y en dos ocasiones, durante las fiestas, ambos
hombres fueron a hablar con los oficiales de los medjay, quienes disfrutaban de sus
particulares vacaciones. Las mujeres y los sirvientes debían llevar a cabo múltiples
obligaciones y hubo un suspiro de alivio colectivo cuando por fin, durante una
mañana calurosa y sin nubes, el ritmo se hizo más lento y la familia pudo reunirse en
el jardín bajo un dosel.
—Me encantan las celebraciones del Año Nuevo —dijo Aahmes-Nefertari.
Estaba sentada en un almohadón a los pies de su marido, apoyada en las piernas
desnudas de éste—. Siempre existe el pequeño temor de que el Nilo no llegue a
crecer e impida que haya siembra, y cuando por fin crece me sorprende haberme
preocupado. Además, me gusta el ciclo, que todo vuelva a empezar, las fiestas de los
dioses y las rutinas familiares, tanto en la casa como en los campos.
Ahmose la miró con cariño.
—Y yo tengo tiempo para cazar y pescar mientras la tierra se inunda —añadió

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con jovialidad—. ¡Olvidaste decir lo que te gusta tenderte en el fondo del esquife y
soñar despierta, Aahmes-Nefertari, mientras los patos vuelan sobre nuestras cabezas
graznando con ironía por mis esfuerzos con la jabalina!
Tetisheri lo miró con una mezcla de enfado y de incredulidad. Las semanas de
tensión, la brutal necesidad de matar e incendiar hasta llegar a las puertas mismas de
Het-Uart no parecían haber dejado ninguna marca en él. Era como si hubiera tenido
que hacer una larga visita a una persona tediosa y ahora se alegrase de estar otra vez
en su casa. Dormía bien en brazos de su esposa, comía y bebía con placer y sonreía a
todo el mundo. Siempre fue un muchacho con poca imaginación, pensó la abuela. No
me sorprende que no pueda sufrir. Es una desgracia que Kamose haya heredado la
sensibilidad que también Ahmose debería tener.
Pero no, se corrigió de inmediato. Lo que pienso no es justo. A Ahmose puede
faltarle esa cualidad de visionario que forma parte de la tortura que sufre Kamose,
pero su inteligencia es equivalente a la de cualquier otro hombre. Y sé perfectamente
que le gusta ocultar su personalidad detrás de esa fachada de buen humor. ¿Por qué lo
hará?
—Este año la inundación tiene un valor añadido —dijo con rapidez—. Permite
que vosotros dos descanséis y planeéis el futuro de la campaña y que el resto de la
tropa se reagrupe. —Se volvió hacia Kamose con deliberación—. ¿Dónde está el
ejército, Kamose?
Kamose sonrió y Tetisheri notó que sus ojos se habían aclarado en el poco tiempo
que llevaba en su casa. Su rostro, aunque todavía muy delgado, parecía haberse
llenado algo, pero la marca de sus experiencias seguía siendo muy evidente.
—La infantería está acuartelada en el oasis de Uah-ta-Meh —contestó Kamose—.
Está a setecientos cincuenta estadios del camino del Nilo y sólo hay dos maneras de
acercarse a él, ambas a través del desierto, desde Ta-She o desde el río. Hay agua más
que suficiente para la tropa y no les falta comida. Het-Nefer-Apu está situada
precisamente donde el camino al oasis se encuentra con el camino del Nilo, y está
controlada por la armada. De manera que no es posible que pase ningún mensaje del
Delta y nadie puede viajar a Uah-ta-Meh sin permiso de Paheri.
—¿Paheri? ¿El alcaide de Nekheb? ¿Qué está haciendo en Het-Nefer-Apu? —
preguntó Tetisheri con irritación—. ¿Y qué es eso de la armada?
Kamose se espantó una mosca del brazo. El insecto alzó el vuelo a regañadientes
y fue a posarse en el pelo de Aahotep.
—Como vosotros sabéis, Nekheb es famosa por sus marineros y por sus
constructores de embarcaciones —comenzó a explicar Kamose—. Ahmose y yo
decidimos tomar cinco mil soldados y embarcarlos en barcos de cedro. Los medjay
todavía ocupan las cien embarcaciones de junco que hice construir. Siguen en buenas
condiciones.

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—¿Y las embarcaciones de cedro? —interrumpió Tetisheri—. No tenemos
embarcaciones de cedro.
—Ten paciencia y te lo explicaré dentro de un momento —dijo Kamose—.
Además, Paheri es un experto en todo lo que se refiere al cuidado de las
embarcaciones y a la navegación. Le hemos encargado a Baba-Abana la tarea de
convertir a cinco mil soldados de la infantería en marinos de combate.
Ahmose se adelantó a la siguiente pregunta de su abuela. —Baba-Abana también
es de Nekheb— explicó. —Tal vez lo recuerdes, abuela, sirvió a las órdenes de
nuestro padre y ahora es el capitán de uno de los barcos. El y Paheri son amigos. Su
hijo Kay se distinguió en las batallas de los canales del Delta. En lo más duro de la
batalla se nos acercó a Kamose y a mí, cubierto de sangre y gritó: «Majestad, ¿a
cuántos setiu debo matar para que se me permita volver a mi tierra? ¡Ya he
despachado a veintinueve en esta pequeña guerra tuya!». Nos hizo reír. Fue la
primera vez que Kamose rió desde que salió de Weset.
Tetisheri frunció los labios.
—¿Y cuántos soldados de infantería hay en el oasis? —Cincuenta y cinco mil—
contestó Kamose. —Once divisiones. Creo que ahora hemos llegado al máximo de
nuestras posibilidades. Ya no habrá más reclutas. Traje conmigo a los cinco mil
medjay.
—Ajá. —Tetisheri se quedó pensando mientras observaba los juegos de sol y
sombra más allá del dosel—. ¿Pero fue prudente dejar el grueso del ejército en Uah-
ta-Meh, Kamose? La inundación impedirá el paso al oasis desde el Nilo, pero el
camino desde el Delta hasta Ta-She, y de allí al oasis, está abierto todo el año. Si
Apepa se entera de que las tropas están allí, puede marchar y rodearlas.
—Siempre que pueda confirmar que están allí —respondió Kamose con rapidez
—. En lo que a él concierne, no somos más que una chusma empeñada en incendiar y
conseguir botín. Los cinco mil hombres que dejé en Het-Nefer-Apu se estarán
entrenando durante todo el invierno con el río muy alto. No se pueden ocultar. Apepa
supondrá que son toda la fuerza que tenemos.
—¿Por qué? —objetó Tetisheri—. Tuvo la oportunidad de calcular el número de
tus divisiones durante el sitio del verano pasado.
—No —contestó Kamose con paciencia—. El sitio exigió la vigilancia de los
muchos estadios que tiene el muro de la ciudad. No se trataba de reunir a los
hombres. Había mucho ir y venir y, además, muchos de mis hombres estaban
ocupados en saquear los pueblos del Delta. El oasis es un lugar seguro, abuela. Está a
setecientos cincuenta estadios de Ta-She y a otros tantos del Nilo, y la gente de allí no
va a ninguna parte. Cualquier extraño que entre será arrestado de inmediato. ¿Dónde
más podíamos poner cincuenta y cinco mil hombres sin que los descubrieran? —
Tetisheri no estaba del todo convencida. Iba a volver a hablar cuando Aahotep se

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quitó del pelo la persistente mosca y se volvió hacia Kamose.
—Háblanos ahora de los barcos de cedro —pidió—. ¿De dónde salieron,
Kamose?
Los hermanos se miraron sonrientes y durante un instante las mujeres vieron en
Kamose al hombre que había sido.
—Hemos estado ocultándotelo para que sea una sorpresa —anunció Ahmose—.
Mientras sitiábamos Het-Uart, Paheri y Abana capturaron cincuenta embarcaciones
de cedro cargadas de tesoros, regalos de Año Nuevo para Apepa de parte de sus jefes
del este. Fueron tomadas con facilidad. Los marineros estaban confusos e ignoraban
lo que sucedía en el Delta porque habían zarpado de Rethennu, Kamose, manda
buscar a Neshi para que lea la lista.
Kamose asintió y le hizo una seña a Akhtoy.
—Debe de estar en los almacenes del templo —le indicó al mayordomo—. Que
venga, Akhtoy. —Cuando el mayordomo se hubo alejado después de hacer una
reverencia, levantó una mano—. Neshi ha demostrado ser un honesto y meticuloso
escriba del ejército, de manera que lo he nombrado tesorero real —explicó—. Se
toma su trabajo con mucha seriedad. Ha calculado a largo plazo las pérdidas de los
bienes dirigidos a Apepa en lo que se refiere a la disminución de rendimientos de la
corte, el ejército y el comercio hasta el último uten de peso. Por supuesto, Apepa no
recibirá nada de Teti este año. Todo el tráfico que provenga del sur debe pasar por
Weset. Preveo un futuro muy duro para el usurpador.
Esperaron en un silencio expectante. Con discreción, Uni les volvió a llenar las
tazas de cerveza. Ahmose comenzó a acariciar la cabeza de su esposa. Aahotep cogió
un dulce de la bandeja que había en la mesa y comenzó a mordisquearlo distraída,
mientras Tetisheri hacía resonar sus dedos cargados de anillos en el brazo de su
sillón, con el entrecejo fruncido.
—Supongo que ya habrás decidido cómo distribuirás ese tesoro —dijo por fin—.
Tenemos mucha comida para el invierno, Kamose, pero nos hacen falta lámparas,
aceite y utensilios domésticos. Entregamos al ejército todo lo que no fuera
indispensable.
—Y lo hiciste sin una sola queja, abuela —contestó Kamose—, pero las
necesidades de esta propiedad todavía están muy abajo en mi escala de prioridades.
¡Ah! Aquí está Neshi.
La litera del tesorero había sido apoyada en el suelo a cierta distancia, y él y su
escriba cruzaron con rapidez la hierba seca. El escriba forcejeaba con una gran caja
sobre la que se balanceaba la escribanía. Neshi se detuvo e hizo una reverencia y el
escriba lo imitó después de dejar su carga en el suelo. Tetisheri los estudió
detenidamente. El tesorero era un hombre joven, con las comisuras de la boca algo
caídas y una expresión de perpetua preocupación. También tenía grandes orejas y, en

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lugar de disimularlas acentuaba su tamaño colgando de ellas pendientes de oro.
Tetisheri lo aprobó. Un hombre así no sería intimidado con facilidad.
—Salud, Neshi —dijo Kamose—. Por favor, haznos un informe de los bienes
aprehendidos de los barcos de Apepa.
Neshi sonrió y le hizo una seña al escriba. Todos están contentos por lo ocurrido,
pensó Tetisheri con alegría. Ha sido un logro magnificado en sus proporciones reales
para que contrapesara las miserias de la campaña. Realmente, un regalo de Amón,
que conocía la desesperación de sus corazones. Pero cuando Neshi comenzó a leer el
papiro que le entregó el escriba, Tetisheri no pudo menos que contener el aliento ante
su elevado valor.
—Cuarenta bolsas de polvo de oro. Trescientas barras de oro. Cinco piezas de
lapislázuli de tres palmos de anchura de la mejor calidad. Quinientas barras de plata
pura. Sesenta piezas de turquesa verde de la mejor calidad. Dos mil cincuenta hachas
de cobre. Cien barriles de aceite de oliva. Noventa y cuatro bolsas de incienso.
Seiscientos treinta cántaros de grasa y quinientos de miel. En cuanto a maderas
preciosas, nueve largos de ébano y mil setecientos veinte largos de cedro.
—Me he quedado sin habla —exclamó Tetisheri.
—¡No del todo! —dijo Ahmose. Y todos rieron.
—¿Amón está satisfecho con su parte? —le pregunto Kamose al tesorero. Neshi
volvió a hacer una reverencia.
—Sí, Majestad —dijo—. No me cabe duda de que el Sumo Sacerdote vendrá en
persona a expresarte su gratitud.
—Gracias. Puedes retirarte. —Se volvió hacia Tetisheri—. Las hachas ya han
sido distribuidas entre las tropas. Eso lo hicimos antes de zarpar hacia aquí. Envié
casi todo el aceite al oasis, junto a la grasa y la miel. Las tropas no deben sufrir
privaciones en el poco probable caso de que sus abastecimientos llegasen a carecer de
estos bienes, y será mejor comenzar la próxima campaña con esos alimentos a mano.
Sin embargo, el oro, la plata y las piedras preciosas han sido almacenadas en la
tesorería de Amón para el día en que yo ascienda al Trono de Horus. Le he dado a
Amón, para su uso y para el de los ciudadanos de Weset, diez bolsas de polvo de oro
y cien barras de oro.
—¿Cómo llegó tanta cantidad de oro al Delta? —se preguntó Aahmes-Nefertari
—. No es posible que todo sea un tributo de Rhetennu, puesto que ese país no tiene
minas de oro. Sólo Kush y Wawat pueden suministrar esa clase de riquezas. ¿Y el
lapislázuli? Eso también proviene de Kush. Y ningún barco ha pasado por esta parte
del río bajo nuestra vigilancia, Kamose.
Éste se encogió de hombros.
—No lo sé —admitió—. Lo mismo sucede con el incienso. Tal vez Apepa haya
trazado rutas para caravanas desde Kush hasta el Delta para evitar Weset. Sólo

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podemos especular. De todos modos, fue un espectacular golpe de suerte que
debemos agradecerle a Amón.
—Sobre todo por el cedro —añadió Ahmose—. Lo podemos enviar a Nekheb y
mandar construir más embarcaciones para reemplazar las de juncos y utilizarlas para
establecer una división de la armada en el sur.
Tetisheri cogió la mano de Kamose y palpó los huesos sobre los que había
desaparecido la carne, mientras notaba que la piel de su nieto estaba tan fría como la
suya.
—Fue una sorpresa milagrosa-dijo con suavidad. —Una señal de aprobación por
parte de los dioses—. Vaciló deseando preguntar por Hor-Aha, cómo habían sido sus
relaciones con los príncipes, si podría controlarlos en el oasis durante los meses de
invierno. Cualquier cosa menos la pregunta que sabía que quemaba la lengua de
Aahotep. —Pero estamos deseando saber de un tesoro aún más grande, Kamose.
¿Hay noticias de Tani?
Kamose retiró la mano y se produjo otro silencio, esta vez lleno de inquietud.
Ahmose se movió incómodo en su silla y cruzó los brazos. Aahotep bajó la cabeza y
comenzó a estudiar su matamoscas. Aahmes-Nefertari se mordía el labio con los
dientes manchados de alheña.
—Tani —dijo Kamose con dificultad—. Cuanto más nos acercábamos al Delta,
más pensaba en ella. Durante las largas noches, Ramose y yo hablábamos
constantemente de ella. Atacaríamos Het-Uart, correríamos al palacio, entraríamos a
la carrera en el harén y Ramose la abrazaría y se alejaría con ella. Naturalmente que
sabíamos que estábamos soñando, pero era un sueño que nos resultaba necesario.
Muy necesario. —En su rostro apareció una expresión de angustia—. La realidad era
una ciudad rodeada de un alto muro y de puertas inexpugnables en la que no
podíamos entrar. Sin embargo, alcanzábamos a ver el palacio. Sus tejados son más
altos que los muros. Di la orden de no desperdiciar flechas en los soldados que
patrullaban la parte superior de la fortificación que lo rodea. ¿Qué sentido tenía? Las
mujeres del palacio se dieron cuenta enseguida de que no estaban en peligro y
comenzaron a reunirse todas las tardes en el tejado para mirarnos. Eran una bandada
de aves hermosas con sus brocados y sus velos.
Dejó de hablar y tragó con fuerza mientras se pasaba una mano por los espesos
cabellos y Tetisheri pensó estúpidamente que debía decirle a Akhtoy que se encargara
de que se los cortaran. Kamose miró casi suplicante a su hermano, pero Ahmose
miraba hacia otro lado.
—Nuestros soldados disfrutaban del espectáculo —continuó diciendo Kamose—.
Permanecían de pie, a la sombra de los muros, mirando a las mujeres y burlándose de
ellas. «Bajad y sabréis lo que es capaz de hacer un hombre de verdad», decían.
«Vuestro señor setiu es un impotente. ¡Bajad!». Las mujeres nunca respondían a las

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bromas y después de un tiempo las prohibí por temor de que no volvieran a salir al
tejado y por miedo de perder una oportunidad de ver a Tani. Pero ella no salió. Puesta
de sol tras puesta de sol permanecíamos Ahmose, Ramose y yo mirando hacia arriba
hasta que se nos endurecía el cuello y nos lloraban los ojos, pero ella nunca apareció.
—Debe de estar muerta o Apepa deliberadamente le prohibió que se mostrara —
intervino Ahmose—. Ramose quería pedir permiso para entrar en la ciudad con el
pretexto de parlamentar, pero Kamose no se lo permitió.
Kamose se volvió hacia su hermano.
—Jamás parlamentaremos con él —afirmó con furia—. ¡Nunca! ¡Ni por Tani ni
por nadie!
Tetisheri sintió que Aahotep se ponía tensa. Esa herida sin duda todavía estaba
fresca entre los hermanos.
—Tuviste razón al no querer parlamentar con Apepa —dijo Tetisheri enseguida
—. A estas alturas sería hacerle sospechar que somos débiles. Todos estamos
preocupados por el destino de Tani. Es el río oscuro que corre bajo todas nuestras
acciones y charlas. Pero Ahmose, por el bien de nuestra salud mental, debemos
suponer que sigue con vida. Debemos esperar, aun sin pruebas, que Amón haya
decretado que se la mantenga con vida.
—¿Dónde está Ramose? —quiso saber Aahotep—. Su madre querrá verlo.
—Decidió quedarse en Het-Nefer-Apu con la armada —contestó Ahmose—. Le
da la impresión de que si permanece más cerca del Delta, en lugar de estar en Weset,
es posible que Tani presienta su presencia. Es una fantasía romántica pero muy poco
lógica.
—Tal vez —dijo Kamose con voz ronca—. Pero debemos comprenderlo. Yo
conozco bien el poder de lo efímero.
¿Lo conoces realmente?, pensó Tetisheri, estudiándolo cuidadosamente. Me
pregunto a qué te refieres. Se levantó del sillón, hizo chasquear los dedos y miró a
Uní.
—Es momento de comer —anunció—. Aahotep, busca a tu prima y dile lo que
sucede con su hijo. Es probable que esté en el cuarto de los niños con Ahmose-Onkh.
Tus noticias son buenas, Kamose. Ahora descansa.
Se levantaron y Tetisheri se alejó, caminando hacia la casa bajo la protección de
una pequeña sombrilla con la que Isis le cubrió presurosa la cabeza.
El peso bochornoso de una tarde calurosa descendió sobre la casa. Tanto los
sirvientes como la familia se encerraron en sus habitaciones oscurecidas para tenderse
adormilados y lánguidos bajo el caliente aliento de Ra. Ahmose y su esposa hicieron
el amor y luego se quedaron dormidos, con los cuerpos sudados enredados. También
Aahotep, tras tratar de detener el flujo de las lágrimas de su prima, se dejó llevar por
un adormecimiento lleno de inquietudes. Pero Kamose permaneció despierto, su

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mente estaba lejos, con Hor-Aha y el ejército. Y Tetisheri, aunque bostezaba bajo los
dedos expertos de su masajista, no tuvo deseos de malgastar el tiempo en la
inconsciencia. Tenía mucho en qué pensar.
Cuando la casa empezó a volver a la vida y los primeros olores fragantes de la
cena comenzaban a llegar al jardín, Tetisheri se encaminó decidida a los aposentos de
su nieto, sólo para que Akhtoy le comunicara que Kamose había salido. Las
averiguaciones revelaron que no había salido en un esquife y que tampoco estaba en
el templo. Después de dirigir una mirada al cielo que comenzaba a adquirir el tono
perlado de la puesta de sol, Tetisheri cruzó el jardín y se abrió camino por entre los
escombros de la pared que separaba la propiedad del viejo palacio.
Pocas veces iba allí, temerosa de la caída de algún ladrillo que, a su edad, no le
resultaría fácil esquivar. Además, las habitaciones en penumbra y los pedestales
vacíos le producían a la vez enfado y melancolía, y le recordaban las profundidades a
las que había descendido su ilustre familia y a su hijo, a quien le gustaba meditar en
el tejado, donde por fin el largo brazo de Apepa logró destruirlo. Al notar lo que
intentaba hacer, el guardia que la seguía trató de disuadirla, pero ella le agradeció su
preocupación, le pidió que la esperara en la oscura entrada principal y se encaminó al
salón de recepciones.
En ese gran espacio siempre reinaban las tinieblas. Los pasos retumbaban, los
susurros eran ampliados y se convertían en centenares de voces fantasmales, por
todas partes el suelo estaba cubierto de trampas de piedras rotas y por agujeros casi
invisibles, como si el palacio llorara a sus antiguos habitantes y quisiera capturar
otros. Levantando su túnica y con los ojos clavados en las sandalias, Tetisheri pasó
frente al estrado donde antes se alzaba el Trono de Horus y tanteó su camino por los
pasillos hasta llegar allí donde, en otra época, gruesas puertas dobles de electro
custodiaban las habitaciones de las mujeres. Rayos de luz penetraban por las altas
ventanas intactas y no tuvo dificultad en encontrar la tosca escalera que conducía al
tejado. Murmurando una imprecación por la predilección de su nieto por los rincones
extraños para buscar intimidad, comenzó a subir.
Lo encontró donde sabía que estaría, sentado con la espalda apoyada contra la
ruinosa pared, con los brazos alrededor de las rodillas. No había señales de su
guardia. Kamose se movió un poco al verla aparecer, pero no la miró, y ella se quitó
la arena y el polvo que la cubrían antes de sentarse a su lado lo mejor que pudo.
Durante un rato permanecieron en silencio, ambos observando las sombras de la tarde
que se extendían sobre el tejado, hasta que Tetisheri dijo:
—¿Por qué crees que Apepa no ha respondido a tu desafío, Kamose? ¿Por qué no
ha hecho nada?
Él respiró hondo y negó con la cabeza.
—No lo sé —contestó—. Sin duda, en Het-Uart había tropas más que suficientes

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para luchar con nosotros y tal vez hasta para vencernos. Desde mi punto de vista, su
demora obedece a dos motivos. El primero se refiere al mismo Apepa. Es a la vez
cauteloso y muy confiado. Cauteloso en el sentido de que se niega a aceptar un
riesgo. Confiado porque sus antepasados han estado en el poder durante muchos
hentis y le legaron esos años de paz. Ni él ni su padre han tenido motivos para
empuñar la espada y sin duda Apepa ni siquiera se ha molestado en crear una red
eficiente de espías. Ha confiado por completo en informaciones esporádicas de
nobles como Teti. El segundo motivo es lógico. Cree que, sencillamente, nos
extenuaremos esperando y que por fin nos daremos por vencidos y volveremos a
nuestras casas. Entonces podrá soltar a sus soldados sin miedo a la derrota.
—Estoy de acuerdo —dijo Tetisheri, contenta de haber llegado a la misma
conclusión—. Pero no renunciarás. ¿Tienes algún plan para el verano? —Al mirarlo,
vio que sonreía con frialdad.
—Lo único que puedo hacer es continuar con el asedio y burlarme de él todos los
días, con la esperanza de exasperarlo lo suficiente para que abra las puertas y haga
salir al ejército —contestó.
—¿Y Ahmose está de acuerdo contigo? —Formuló la pregunta tentativamente y
la sonrisa de Kamose se convirtió en una carcajada sin humor.
—Ahmose considera que debemos retirarnos de Het-Uart y fortificar Het-Nefer-
Apu —dijo con amargura—. Quiere convertir ese lugar en nuestro límite del norte,
estableciendo allí tropas permanentes para impedir que Apepa avance hacia el sur.
Quiere utilizar las tropas que nos quedan para rehacer las ciudades que he destruido.
Imagina que debo conformarme con reinar sobre un Egipto todavía dividido, todavía
manchado por los pies de los pastores de ovejas. ¡Él desharía todo lo que yo he
hecho!
Tetisheri vaciló antes de hablar, consciente de que estaba a punto de entrar en un
espacio oscuro donde una palabra equivocada podía cerrarle la puerta en las narices.
—Lamento que Ahmose quiera seguir una política diferente —comenzó a decir
con cautela—. Pienso, como tú, que Egipto no quedará limpio hasta que los setiu sean
obligados a huir más allá de las fronteras. Pero también creo que Ahmose no ha
cambiado en su deseo de ver a Ma’at restaurado en todos los sentidos. Simplemente
es más paciente que nosotros. Tiene miedo de proceder precipitadamente y de
arriesgarse al fracaso. Tal vez fuera beneficioso construir un fuerte en Het-Nefer-
Apu, Kamose, a pesar de tu perspectiva del asunto de Het-Uart. De esa manera, el sur
estará protegido.
—Temeroso, sí-la interrumpió Kamose con vehemencia y Tetisheri notó que
acababa de comenzar a temblar. —Tiene miedo. Teme las purgas, las acciones
decisivas, se pasa la vida predicando discreción, prudencia. Discute cada movimiento
que hacemos Hor-Aha y yo.

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—¡Espero que no en público! —exclamó Tetisheri—. Es necesario que parezca
que estáis de acuerdo, Kamose. La disensión entre vosotros debilitará la moral de los
soldados y erosionará la fe de los príncipes.
Kamose se volvió hacia ella en un gesto salvaje.
—¿Crees que no lo sé? —preguntó agresivo—. ¡Díselo a mi hermano, no a mí!
Dile lo que me duele su falta de apoyo. Dile que tengo que ordenar una inmunda
masacre tras otra sin su comprensión ni su consuelo. ¡Dile que me veo obligado a
luchar contra su tácita desaprobación cuando lo que me hace falta es su fuerza! ¿La
responsabilidad de la opresión de Egipto debe caer sólo sobre mis hombros?
Tetisheri le tocó el brazo tembloroso y lo encontró sudado y frío. Alarmada,
comenzó a acariciarlo para tranquilizarlo.
—Tú eres el rey —le recordó en voz baja—. En tu divinidad estás solo. Aun en el
caso de que Ahmose estuviera de pie detrás de ti y fuera sólo un instrumento de tus
deseos, seguirías habitando el desierto de la singularidad. A pesar de lo que Ahmose
sienta, no creo que se oponga tanto a ti como tú crees, no puede evitar esa verdad.
Tus amigos deben ser los dioses, Majestad.
Notó que el pecho de Kamose se contraía y su mano se cerró sobre la de ella.
—Lo siento, abuela —murmuró—. A veces la razón me falla y comienzo a ver
fantasmas de traición donde no los hay. Quiero a Ahmose y sé que él me quiere a mí,
aunque no siempre esté de acuerdo conmigo. En cuanto a los dioses… —Apartó el
rostro y lo único que ella podía ver era la curva de su mejilla. El resto de sus
facciones estaba oculto por el pelo brillante—. Antes de incendiar Khemennu olvidé
hacer un sacrificio a Tot. Se lo prometí a Aahotep y luego lo olvidé. También olvidé
celebrar el aniversario del nacimiento de Ahmose, en Payni. Me está sucediendo algo
terrible.
Ella retiró la mano de la de su nieto, que la apretaba hasta causarle dolor, se
arrodilló ante él y le cogió el rostro entre las manos para obligarlo a mirarla.
—Kamose —dijo con tono deliberado—. No es tan importante como crees.
Hicimos sacrificios por Ahmose en el templo para señalar el comienzo de sus veinte
años. En cuanto a Tot, es el dios de la sabiduría. Él ve dentro de tu corazón. No lo
desatendiste a propósito. Tu cabeza estaba ocupada en una tarea que él mismo
aprueba. Si no tratas de alejar de tu mente esas fantasías, no cabe duda de que
enloquecerás y entonces, ¿dónde estará Egipto? —Alejó las manos por temor de que
él pudiera percibir a través de sus dedos los latidos de su corazón—. Ahora háblame
de la disposición del ejército. Quiero que me hables de la armada que estás formando.
Descríbeme el estado de ánimo de los príncipes. ¿Se inclinan ante las órdenes de Hor-
Aha? Vuelve a contarme la historia de Kay-Abana. Háblame de la captura de los
barcos de cedro, Kamose. ¡Kamose!
Él obedeció con lentitud, y Tetisheri notó con alivio que fruncía el entrecejo en un

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gesto de concentración. Mientras hablaba, cogió un trozo de ladrillo y comenzó a
hacerlo rodar distraído sobre su muslo. Sus palabras se volvieron cada vez más
tajantes y desapasionadas, el progreso de sus pensamientos era metódico, pero de vez
en cuando comenzaba a alzar la voz, las frases fluían con más rapidez, hasta que
hacía un esfuerzo por controlarse.
—He pensado construir una cárcel aquí, en Weset —terminó diciendo—. La
pondré a las órdenes de Simontu. Es el escriba de la prisión actual y un escriba de
Ma’at. Administra los graneros de la ciudad. Y quiero poner campesinos ordinarios a
sus órdenes.
—¡Una nueva prisión! —Fascinada aún por la lucidez de la anterior explicación
de Kamose, Tetisheri se sorprendió—. ¿Por qué, Kamose? En este territorio hay
pocos criminales.
Los labios de Kamose se arquearon.
—Será una cárcel para extranjeros —dijo—. Cumplirán su sentencia trabajando a
las órdenes de campesinos, porque no me cabe duda de que nuestros hombres más
sencillos parecen nobles en comparación con los de otra sangre.
—Tu padre no lo aprobaría.
—Si Seqenenra hubiera encarcelado a todos nuestros sirvientes con antecedentes
dudosos, no habría sido malherido —replicó—. Mersu habría estado encerrado. No
estoy dispuesto a correr más riesgos aquí, Tetisheri. No he pasado Weset por la
espada. No quiero hacerlo. Pero la amenaza de los setiu está en todas partes, incluso
en nuestra propia ciudad. Tengo la intención de hacer desaparecer a los extranjeros,
pero tendré piedad.
No los exterminaré, sino que los apartaré. —Se levantó y alargo la mano—.
Permite que te ayude, abuela. El sol se está poniendo y abajo el palacio estará oscuro.
Cógete a mi mano.
Ella aceptó el ofrecimiento sin hablar. Ahora la piel de Kamose le quemaba, pero
no podía apartar la mano. Necesitaba que la guiara a través de la oscura soledad del
palacio.
Toda la tarde y hasta bien entrada la noche, pensó en las palabras de Kamose,
analizándolas con la esperanza de poder descubrir hasta qué punto había enfermado
su alma. Kamose estaba extenuado, tanto física como emocionalmente, eso era
evidente, ¿pero seria su inestabilidad el resultado de un fatiga pasajera o tendría
raíces más profundas? Si él se hundía estarían condenados al fracaso, a menos que
Ahmose pudiera asumir el liderazgo del ejército. Sentada ante la mesa de cosméticos,
mientras Isis le cubría hábilmente con galena los párpados arrugados y le teñía las
manos con alheña, permitió que el dolor la atravesara.
Amaba a todos los miembros de su familia, los amaba con un orgullo fiero y
posesivo, pero Kamose fue su predilecto desde el día en que miró su pequeña cara

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solemne y reconoció en él una personalidad muy parecida a la suya. Los años de su
crecimiento reforzaron esa familiaridad. Entre ellos se había formado un lazo de ka y
de intelecto, un mudo consenso. Kamose era mucho más hijo suyo que de Aahotep, o
por lo menos era lo que en secreto deseaba, pero en aquel momento se preguntaba si
la tranquilidad de Aahotep no la habría heredado su segundo hijo en forma de una
fragilidad que sólo surgía a la superficie bajo un desasosiego extremo. Tener que
pensar en Kamose como un ser con defectos le resultaba doloroso. Debía buscar un
remedio.
Esa noche, durante la cena, mientras Kamose permanecía sentado con los ojos
cerrados, como antes, con Behek junto a su pierna, Tetisheri observó a Ahmose
mientras el joven comía y bebía, cubría de besos a su esposa y bromeaba de buen
humor con los sirvientes. Está a sus anchas, pensó. Hasta ahora nunca había notado
que se acercan a él con deferencia pero con la seguridad de no ser rechazados.
Kamose inspira respeto y temor, y eso está bien, es lo correcto, y sin embargo, ¿algo
tan frío como el respeto sin afecto sobrevivirá al fracaso de un rey en el intento de
mantener sana la cabeza de un dios? Hasta ahora nunca me había dado cuenta de que
Kamose no inspira afecto.
Con un suspiro, Tetisheri llevó la copa de vino a sus labios y bebió para ocultar el
relámpago de deslealtad a que esa perspicacia le llevaba. ¿Debo acercarme a Ahmose
con esta carga?, se preguntó. En realidad, ¿qué hay detrás de sus ojos límpidos y
plácidos? ¿Me rechazaría con una actitud superficial o me daría la sorpresa de la
sabiduría? Me avergüenza no saberlo. Lo he considerado con excesiva ligereza
durante mucho tiempo, prefiriendo deleitarme en el orgullo que me causaba su
hermano. ¡Oh, mi querido Kamose, quiero que seas fuerte, vital, que representes
todas las virtudes que te han sido legadas por tus nobles antepasados! Quiero que el
orgulloso legado de los Tao lo recibas tú, no Ahmose.
Aquella noche pidió una droga de amapola para poder dormir, pero los efectos
desaparecieron mucho antes del amanecer y la dejaron repentinamente alerta, llena de
pensamientos que bullían en su cabeza como abejas desorientadas. Resignada,
abandonó el lecho, abrió el sagrario de Amón y comenzó a rezar. Transcurrió un
tiempo antes de que se diera cuenta de que se dirigía a su marido muerto en lugar de
hacerlo al Dios de las Dobles Plumas.

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Capítulo 5
Por la mañana, Tetisheri montó en su litera y ordenó que la llevaran al templo de
Amón. El día era hermoso, con una frescura que desaparecería a medida que Ra se
hiciera más fuerte. Decidió viajar con las cortinas abiertas para poder gozar del
paisaje. El río crecía con lentitud y su corriente comenzaba a fluir con más rapidez en
las frías profundidades donde habitaban los peces, pero la superficie se ondulaba
cuando el viento golpeaba el agua. Las palmeras y los sicomoros parecían inclinarse
con avidez, como anticipando su inmersión anual, las ramas estaban llenas de aves
que anidaban y en los verdes herbazales de las zonas bajas, las garzas se
amontonaban aturdidas sobre sus patas delicadas, con el blanco plumaje despeinado
por el viento cálido.
Un grupo de niños desnudos entraba y salía corriendo del agua, lanzando gritos
de alegría. Al ver pasar a Tetisheri, se quedaron en silencio y se inclinaron en una
reverencia, y ella levantó una mano hacia ellos, sonriendo ante su inconsciente
felicidad. Para ellos la guerra no significa nada, pensó mientras contestaba a otra
reverencia de un grupo de mujeres y de muchachas jóvenes cargadas con ropa lavada.
Aquí, en Weset, están protegidos. Mi hijo murió para que así fuera. El mugido de
bueyes le indicó que había más tráfico en el camino y a regañadientes cerró las
cortinas, mientras escuchaba la advertencia de su guardia y percibía el movimiento de
los portadores de la litera para evitar el obstáculo. Le llegó el olor de los animales,
del cuero calentado por el sol y del estiércol, y eso la alegró. La realidad cósmica de
Ma’at parecía perfectamente equilibrada.
Percibió que la litera doblaba hacia el norte y luego que la depositaban en el
suelo. Isis, que la esperaba, se acercó a ella con una sombrilla. Tetisheri salió,
entrecerrando los ojos ante el súbito asalto de la luz del sol, y caminó hacia el templo.
A su izquierda, el tabernáculo del rey Osiris Sen Wosret se cocía al sol y más
adelante, a su izquierda, sus columnas se alzaban orgullosas contra el horizonte.
Detrás de ellas estaba el lago sagrado, un agradable rectángulo de piedra que
reflejaba con placidez el vivido azul del cielo. El precinto de Amón estaba enfrente,
en el extremo del sendero pavimentado, y mientras se acercaba, Tetisheri pudo
escuchar el chasquido de los címbalos y las voces de los sacerdotes que se alzaban en
oración. Estaban terminando los rituales de la mañana. Amón había sido lavado,
cubierto de incienso y alimentado. Se le acababa de ofrecer vino, flores y aceite
perfumado, y su majestad había sido adorada.
Al entrar en el atrio, Tetisheri hizo una pausa. Amonmose acababa de cerrar las
puertas de entrada al santuario y estaba poniendo el sello que permanecería en aquel
lugar hasta los ritos de la tarde. Al volverse, la vio, le hizo una profunda reverencia y
luego se le acercó con rapidez mientras se quitaba del hombro la piel de leopardo y se

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la entregaba a un acólito que se alejó reverente con ella.
—Salud, Amonmose —dijo Tetisheri—. He venido a ver el tesoro que ha traído
mi nieto.
El Sumo Sacerdote le devolvió la sonrisa y señaló los almacenes y las celdas de
los sacerdotes que se alineaban frente a la pared exterior del templo.
—Es agradable verte, Majestad —contestó con alegría—. Los bienes han sido
evaluados y separados. Su Majestad ha sido muy generoso con Amón y le estoy
agradecido.
—Su Majestad sabe todo lo que le debe al poder de Amón y a la lealtad de su
Sumo Sacerdote —contestó Tetisheri mientras se dirigían juntos al atrio—. Tú le has
entregado a Kamose mucho más que tu confianza, Amonmose, y te considera su
amigo.
—Cuando Su Majestad libere a Egipto de los extranjeros, ha prometido convertir
Weset en el centro del mundo y elevar a Amón a la condición de rey de los dioses —
dijo Amonmose—. Estamos viviendo épocas inquietantes. Cada uno de nosotros ha
sido llamado a examinar sus lealtades.
Vaciló, respiró para continuar, volvió a vacilar y en el momento en que llegaban a
la puerta del almacén y eran recibidos en la agradable frescura por un guardia, se
volvió a mirarla. Al notar su renuencia a hablar, ella dijo:
—Bueno, Amonmose. ¿Qué sucede?
—Se trata de los presagios, Majestad —masculló—. Desde el regreso de Kamose
no han sido buenos. La sangre del toro que sacrifiqué en acción de gracias era negra y
olía mal. Todas las palomas estaban podridas por dentro. Y te aseguro que no
exagero.
—¡Claro que no exageras! —durante un instante Tetisheri lo miró fijamente sin
verlo—. ¿Los sacrificios se hicieron en nombre de Kamose o en agradecimiento por
el resultado de esta guerra?
—Se hicieron sólo por Su Majestad, un regalo a Amón por haberlo mantenido a
salvo. Temo por su vida, Tetisheri, y sin embargo goza de buena salud, el ejército
prospera y la mayor parte de Egipto está de nuevo en manos de tu divina familia. No
lo entiendo, pero estoy muy preocupado. ¿Qué han decretado los dioses? ¿En qué los
ha ofendido? El destino de Egipto está en la persona de tu nieto. ¿A los dioses no les
importa?
—¡Tú eres el Sumo Sacerdote! ¡Tú deberías saberlo! —Le respondió Tetisheri,
pasando por alto que él hubiera utilizado su nombre a causa del pánico inmediato que
la poseyó—. ¿Por qué no se me dijo antes? ¡Ya hace casi una semana que Kamose ha
vuelto!
—Perdóname —murmuró Amonmose—. No quise angustiarte prematuramente.
Primero fue el toro y al día siguiente sacrifiqué a las palomas para estar seguro de que

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el primer presagio fuera cierto. Cuando quedó confirmado, consulté al oráculo.
Tetisheri tenía ganas de pegarle. La expresión de Amonmose, por lo general tan
abierta y sincera, era una mezcla de inseguridad y de alarma, y jugueteaba nervioso
con las mangas de su hábito.
—¿Y qué te dijo el oráculo? —masculló Tetisheri, con evidente deliberación.
Amonmose dejó caer los hombros y consiguió esbozar una sonrisa de
arrepentimiento.
—Lo siento —dijo enseguida—. He sido torpe e impreciso sólo a causa de mi
gran preocupación. El oráculo dijo estas palabras: «Hubo tres reyes, luego dos, luego
uno antes de que el trabajo del dios estuviera cumplido». Eso fue todo.
—¿Eso fue todo? ¿Entonces qué significa? ¿Para qué nos sirve si no tiene
sentido? —Su incomprensión aumentaba su mal humor y luchó por controlarlo—.
¿Se supone que debemos permanecer sentados discutiendo las interpretaciones hasta
que nos golpee un nuevo rayo de inspiración? Tres reyes, luego dos, luego uno. ¿En
nombre de Amón, qué significa?
Amonmose estaba acostumbrado a los exabruptos de Tetisheri. Entró en el cuarto
y volvió con un banco para que se sentara. Ella lo hizo con expresión ausente.
—Soy el Sumo Sacerdote —dijo—. También soy el Primer Profeta de Amón. El
Dios habla con el oráculo, pero la autoridad para interpretarlo es mía.
—¡Bueno, entonces deja de dar vueltas y cumple con tu deber!
Amonmose asintió.
—Hubo tres reyes, tres verdaderos reyes de Egipto —dijo—. Seqenenra, el
Poderoso Toro de Ma’at, bien amado de Amón, su hijo Kamose, el Halcón en el
Nido, y su hijo menor, el príncipe Ahmose. No podemos tener en cuenta al pobre Si-
Amón, que vendió sus derechos de nacimiento y pagó el precio. A tu hijo Seqenenra
lo mataron. En aquel momento tu nieto Kamose, el Halcón en el Nido, se convirtió en
el Toro Poderoso en Jugar de su padre.
—Ya sé dónde quieres llegar —dijo Tetisheri con voz ronca—. El trabajo del dios
ha comenzado pero no está todavía terminado y antes de que lo esté quedará sólo un
rey: Ahmose. —Se levantó con decisión—. Pero la profecía no establece el tiempo,
Amonmose, y todo mi ser se revuelve contra la suposición de que Su Majestad morirá
antes de que la vejez lo lleve a la Sala del Juicio. ¿Y si la obra del dios no termina
hasta que el último extranjero sea expulsado de nuestra tierra? Eso puede ser mucho
después de que Het-Uart haya caído y Apepa haya sido ejecutado. Además, ¿y si el
último rey fuese Ahmose-Onkh?
—Eso significaría que habría cuatro reyes —le recordó Amonmose—. Nos
estamos saliendo por la tangente, Majestad. Tal vez mi interpretación sea equivocada.
Tetisheri suspiró.
—No, no lo creo. Pero me niego a creer que Kamose no llegará a sentarse en el

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trono de Horus aquí, en Weset, una vez que se lo haya arrancado a Apepa. El dios no
se encolerizará si tratamos de alargar la sentencia del destino, por lo que ordenaré que
se doble la guardia de Kamose y que se vigile su comida y su bebida.
—Tal vez sucumba a la profecía en plena batalla.
—Es posible. —Movió una mano impaciente en dirección a los arcones y cajas
que la rodeaban—. Ya no tengo interés en examinar los tesoros. Dime, Amonmose,
¿has notado algún cambio en mi nieto desde su llegada?
El Sumo Sacerdote entrecerró los ojos y la miró con astucia.
—Majestad, tú y yo hemos sido aliados en el servicio al dios y en la continuidad
del destino de los Tao desde que llegué al templo como sacerdote We’eb. No me
harías esa pregunta si no tuvieras motivos para recibir una respuesta positiva. Soy el
fiel servidor de Su Majestad y mi primera lealtad es hacia él, pero si creyera que se ha
convertido en algo distinto, te lo habría hecho saber. —Se encogió de hombros—. Su
Majestad se muestra un poco brusco y muy preocupado. Eso es todo.
—Gracias. Por favor, no comentes el oráculo, Amonmose. La confianza de
Kamose no debe ser minada por un peso más, el de una maldición que tal vez no
sucumba durante hentis. Te veré el 22 de este mes para la celebración de la Fiesta de
la Gran Manifestación de Osiris.
Tetisheri aceptó la reverencia de Amonmose y salió caminando con rapidez hasta
su litera, seguida por Isis que la protegía del sol con la sombrilla.
Esto es cruel, pensó furiosa mientras la litera la conducía a la casa. Esto no es
aceptable, Amón, no es manera de pagar la devoción de mi nieto hacia Egipto. Se ha
vaciado por completo, ha sufrido y tú lo premias con la promesa de que estará muerto
antes de que tú reines sobre un país purificado. Hoy no me gustas. No me gustas
nada. Así continuó, furiosa, con los puños cerrados sobre el regazo para no sentir las
profundas emociones, el dolor y el temor, hasta estar preparada para que la
consumieran.
No volvió a entrar en la casa. Envió a Isis con un mensaje para Uni ordenándole
que le guardara la comida del mediodía y les indicó a los portadores de la litera que
continuaran detrás de los jardines, más allá de las habitaciones de los sirvientes y de
los graneros, donde habitaban los Seguidores de Su Majestad. Allí, la elite de los
guardias del rey contaba con un cómodo cuartel, con un estanque y un pequeño
parque, y su jefe, el príncipe Ankhmahor, tenía tres amplias habitaciones. Tetisheri
entró sin anunciarse, sobresaltando al escriba sentado en una estera en el suelo y
rodeado de papiros. El hombre dejó a un lado la escribanía y se levantó presuroso.
—Majestad —tartamudeó—. Es un honor. El príncipe no está aquí.
—Ya lo veo —contestó Tetisheri con sequedad—. Ve a buscarlo. Esperaré.
El hombre hizo otra reverencia y a Tetisheri le gustó comprobar que reunía todos
los papiros y los poma en su caja antes de salir. Sin duda había estado copiando

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información relativa a los Seguidores para archivarla. No estaba prohibido que ella la
viera, pero el protocolo requería que se lo pidiera al jefe, quien se habría enfadado
con su sirviente si éste los hubiera dejado al alcance de ojos no autorizados, aunque
fueran los de la misma Tetisheri.
Encontró una silla y se instaló mirando a la puerta abierta, escuchando el
estridente canto de los pájaros en los árboles, hasta que Ankhmahor entró en la
habitación. Se sacudió el polvo que cubría sus sandalias, luego le hizo una amable
reverencia y ella lo miró con el corazón más ligero.
—Me alegro de verte, Ankhmahor —dijo—. Me alegré al enterarme de que mi
nieto te había nombrado jefe de los Seguidores. Conocí a tu madre. Era una mujer
notable.
Él sonrió, permaneciendo con comodidad ante ella, y las orejeras de su casco de
rayas azules y blancas enmarcaban los rasgos que irradiaban la tranquila sobriedad en
que Kamose confiaba.
—Vuestra Majestad me halaga-contestó. —¿En qué puedo servirte?— No se
disculpó por haber estado ausente cuando ella llegó, cosa que a Tetisheri le gustó.
Cualquier signo de obsecuencia la irritaba. Se irguió.
—Quiero que me digas la impresión que tienes de Kamose ahora —empezó a
decir—. Seré sincera contigo, príncipe. Estoy preocupada por él. Desde que llegó a
casa ha estado encerrado en sí mismo y, cuando habla, sus palabras son amargas y a
veces hasta desequilibradas. —Hizo una pausa y luego continuó sofocando la
sensación de deslealtad que sentía—. Amo a mi nieto y su estado de salud es vital
para mí, pero en este caso hay más en juego que la salud mental de Kamose. ¿Se
encuentra en condiciones de seguir haciéndose cargo del ejército?
La pregunta ya había sido formulada y pendía en el aire como una condena.
Tetisheri se sintió disminuida por ella, como si algo de su omnipotencia hubiera
desaparecido cuando la formuló, y de repente tuvo mucha sed. Ankhmahor alzó las
cejas y, sin que se le invitara, se apoyó en el borde del escritorio.
—Creo que en otras circunstancias del país hubiera dicho que no —contestó con
franqueza—. Su Majestad ha viajado al norte con una temeridad y una brutalidad que
han horrorizado a muchos. Egipto es casi un páramo, pero es la acción de una purga,
planeada y ejecutada por necesidad y no por crueldad. Una acción así, por parte del
rey de un Egipto libre y estable y simplemente amenazado, digamos, por las tribus
del desierto, sería vista como una locura. Pero en el caso de tu nieto, la naturaleza de
sus actos ha tenido como resultado un sufrimiento personal. Ha sentido cada espada
que se clavaba en carne egipcia y ese dolor ha aumentado el odio que siente por los
setiu, tanto por obligarlo a esa actitud como por sentirlo tan profundamente. También
está la necesidad de vengar la muerte de su padre y el suicidio de su hermano. Arde
en el fuego que él mismo ha encendido, Majestad. Es posible que lo consuma, pero

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no antes de que haya completado su tarea. Cuenta con mi total lealtad.
—Y los demás príncipes, ¿cómo lo ven?
Ankhmahor sonrió con lentitud.
—Al principio les producía pánico el que tuviera éxito —dijo—. Aun cuando le
habían dado su palabra, querían ser dispensados de derramar sangre y de muchos
otros inconvenientes. Más tarde comenzaron a temerle, por lo que logró y por su
dureza.
Temor, pensó Tetisheri. Sí, temor.
—¿Y ahora? —insistió—. ¿Qué pasa con Hor-Aha?
La mirada de Ankhmahor era especulativa.
—Eres una reina de sorprendente intuición —dijo con suavidad—. Había oído
hablar de lo orgullosas e intratables que eran las mujeres Tao, pero no de su mente
masculina. Y no lo digo como una falta de respeto, Majestad.
—No estoy ofendida. Compartimos un largo linaje, Ankhmahor. ¿Y bien?
—A los príncipes no les gusta el general. Tienen celos porque consideran que
maneja a Su Majestad.
—Y Ahmose está de acuerdo con ellos.
Ankhmahor suspiró.
—Su Alteza es un hombre de gran percepción, moderado en sus puntos de vista y
en su manera de hablar. Comparte el afecto que su hermano siente por Hor-Aha y
reconoce su capacidad en asuntos de guerra, pero no es ciego ante el peligro de la
situación. Su Majestad lo es. La lealtad se ha convertido en el único parámetro por el
que juzga.
La sed de Tetisheri era cada vez mayor. Tragó con dificultad.
—¿Kamose podrá mantenerlos unidos? —preguntó directamente.
—Creo que sí, mientras continúe dándoles victorias. Si el sitio fuera mal el año
que viene, culparán de ello al general. Si Su Majestad lo defiende, habrá problemas.
Pero todo eso son condicionales y no me gusta entrar en ese campo.
—A mí tampoco me gusta, pero debo hacerlo —dijo Tetisheri—. Quiero que
aumentes la guardia sobre él, Ankhmahor.
—¿Puedo preguntar por qué?
Ella vaciló una vez más pero comprendió que confiaba en aquel hombre como
había confiado en su marido, sin reservas. Saberlo le resultó balsámico.
—Porque esta mañana Amonmose me dijo que los presagios sobre Kamose son
malos —confesó con franqueza—. Ha habido un oráculo poco favorable. En realidad
no temo que haya un ataque contra su persona mientras se encuentre aquí, pero
conviene tomar todas las precauciones posibles. —Se levantó con torpeza, sintiendo
las articulaciones entumecidas—. Gracias por tu candor, príncipe. No es necesario
que me envíes informes, puesto que podría ser considerado como una invasión a tus

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responsabilidades. —Sonrió—. Cuídalo.
Se encaminó a la puerta y se volvió para recibir su reverencia.
—Es un gran hombre, digno de lucir la Doble Corona, Majestad —dijo
Ankhmahor—. Rezo para que sea recordado con amor.
Lo dudo, pensó Tetisheri mientras se apresuraba a volver a la casa. Su gran
decisión de liberar Egipto, de salvar a su familia de la sentencia de Apepa, la valentía
de Seqenenra y nuestra desesperación, todo desaparecerá. Sólo perdurará la falta de
remordimientos de mi nieto. En tiempos futuros, pocos hombres serán los que sabrán
la verdad para testificar a su favor.
Una vez en sus aposentos, Tetisheri envió a Isis en busca de su comida.
—Pero primero tráeme cerveza o me desmayaré —ordenó.
Cuando ésta llegó, bebió agradecida antes de terminar con la comida que le había
sido servida. La conversación con Ankhmahor, por preocupante que hubiera sido, de
alguna manera la reconfortaba y, en el creciente sopor de una tarde calurosa, se tendió
en su lecho y durmió profundamente.
Después de hablar con Ankhmahor, Tetisheri se sentía más tranquila. Coincidía
con el príncipe en que la razón de Kamose, aunque amenazada, no se bloquearía y
con ese convencimiento se dedicó a asegurarse de que la cicatrización de sus heridas
interiores no sería detenida por ninguna carencia física. Recordando las palabras del
oráculo, le recordó con tranquilidad a Akhtoy que las comidas y las bebidas de Su
Majestad siempre debían ser probadas y se aseguró de que se le ofreciera la mejor
variedad de carnes, verduras y frutos secos.
Con sangre fría, pensó que una mujer en su cama le llevaría un necesario olvido y
mandó llamar a Senehat, la obligó a desnudarse, la examinó detenidamente, le ordenó
a Isis que la lavara, la afeitara y perfumara, y la envió a las habitaciones de Kamose
después de recordarle que ninguna ley egipcia la obligaba a cumplir con los deseos de
su señora en ese sentido y que si ella renunciaba al honor de compartir el lecho del
rey, alguna otra estaría ansiosa por aceptar. Senehat cumplió, pero muy pronto volvió
a Tetisheri bañada en lágrimas.
—¡No hice nada malo! —sollozó—. ¡Pero Su Majestad se negó a aceptarme! ¡Me
ordenó que me retirara! ¡Estoy avergonzada!
—¿Por qué, muchacha imprudente? —preguntó Tetisheri no sin bondad—.
Vuelve a tu habitación y no digas nada de este asunto si no quieres quedarte sin
lengua.
Senehat se retiró sollozando y por la mañana Kamose pidió que se le admitiera en
las habitaciones de su abuela. La besó y luego retrocedió.
—Supongo que fuiste tú la que me envió a Senehat, Tetisheri —dijo—. No soy un
desagradecido. Sé que te preocupa mi bienestar. Pero no me interesan los encuentros
sexuales y, si así fuera, elegiría a alguien más a mi gusto que esa pequeña sirvienta,

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por atractiva que sea.
—¿Entonces quién te gusta? —preguntó Tetisheri, insistente.
Él rió y fue una de las primeras veces que vio su rostro relajado desde su regreso,
pero enseguida una expresión curiosa, en parte de tristeza, en parte de deseo, le llenó
los ojos.
—Nadie a quien haya conocido —contestó con sencillez—. ¡No todos los
hombres que duermen solos son fanáticos o desviados, abuela! Tal vez yo esté más
cerca de ser lo primero, pero decididamente no soy lo otro. Por favor, deja de tratar
de manipularme.
La volvió a besar y de repente salió, dejándola disgustada e intrigada.
Durante las semanas siguientes continuó observándolo de cerca. Siempre había
sido un hombre solitario y continuaba prefiriendo su propia compañía, aunque
aparecía con regularidad en las fiestas familiares y llevaba a cabo sus deberes sociales
como cabeza de familia y príncipe de Weset. Sin embargo, había en él una frialdad
que no disminuía y cuando no estaba inmerso en una necesaria conversación, su
rostro era como una puerta cerrada tras la que ocultaba su verdadero carácter.
Reunió a los campesinos que no habían sido reclutados por el ejército y los puso a
trabajar en la construcción de la cárcel en pleno desierto, detrás de la ciudad. En
muchas ocasiones se le veía en medio del polvo que levantaban los obreros, con
Behek tumbado en la sombra que proyectaba su cuerpo y el de los guardias que lo
acompañaban.
Sólo en el templo parecía derretirse, convertirse en un ser ligero, y su joven
espinazo se inclinaba con facilidad para postrarse ante su dios, flexionando las
rodillas antes de caer al suelo junto a las amplias puertas del santuario. Los sacerdotes
que medían la altura del Nilo calculaban que ese año sería de catorce codos, un
magnífico llanto de Isis, y los siete días de la fiesta de Amón de Hapi, dios de las
aguas, que marcaba la mitad del mes de Paophi, fue una época de ruidosa
celebración. Kamose permaneció en el templo durante toda la semana, durmiendo en
la celda de un sacerdote y uniéndose a Amonmose y a los demás sacerdotes en todos
los ritos. Es como si la proximidad del dios pudiera ofrecerle una paz que no
encontraba fuera del sagrado recinto, pensaba Tetisheri cada vez que pasaba del dosel
del jardín a su habitación en un vano intento de huir de lo peor del calor de la
temporada. De alguna manera, los demonios de Kamose se aquietaban en presencia
del dios. No parece tener la energía de antes. Hay carne sobre sus huesos y sus ojos
ahora son claros. Me habla con el mismo afecto de antes y, sin embargo, ahora hay un
lugar en su interior que es completamente inaccesible para todos, incluyéndome a mí.
Y no me gusta que a veces se siente y tiemble quejándose de que está helado. No
tiene síntomas de ninguna enfermedad. Esa helada oscuridad está en su interior, en su
alma.

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Tetisheri tenía la sensación de que todo su mundo se había encogido a las
dimensiones del misterioso ka de Kamose. Sólo Kamose le llenaba la mente,
estuviera con quien estuviera, pero sabía que en esas ocasiones su lengua hablaba con
seguridad de otras cosas. La prima de Aahotep, Nefer-Sakharu pasaba menos tiempo
en compañía de Ahmose-Onkh a medida que su dolor comenzaba a disminuir y, bajo
el pretexto de permitir que la mujer encontrara la paz oyendo el relato de la ejecución
de su marido, Tetisheri pudo obtener una imagen clara de los acontecimientos que
rodearon el saqueo de Khemennu y de la victoria sobre Nefrusi. Sin duda,
Ankhmahor le hubiera descrito otros encuentros si ella se lo hubiera pedido, pero
Tetisheri tenía la sensación de que ya lo había llevado muy lejos en lo referente a su
lealtad al rey y, además, reconocía la urgencia de una invitación para desahogar una
preocupación tan peligrosa como la de su nieto.
Seguían llegando noticias de las tropas que pasaban el invierno en el norte. A
veces la información la enviaba Ramose, pero con mayor frecuencia era Hor-Aha
quien llenaba los papiros con su dictado acerca del estado del ejército. Siempre
incluía respetuosos saludos para Tetisheri, quien comenzaba a preguntarse si sus
palabras no serían una exagerada falta de sinceridad. Después de todo, no era más
que el miembro de una tribu, con gran capacidad para forjar planes militares, y los
días de la desesperada campaña de Seqenenra hacía mucho que habían pasado. ¿Se le
estaría olvidando a Hor-Aha su posición? Tetisheri pensó que Kamose no debió
nombrarlo príncipe hereditario. Hubiera sido mejor que lo dejara como general y que
situara a alguno de los otros príncipes sobre él en un sentido puramente honorario.
Comenzó el mes de Athyr, siempre época de aburrimiento para Tetisheri a pesar
de que el calor comenzaba a disminuir. Egipto se había convertido en un gran lago
moteado por la copa de las palmeras que estaban bajo el agua. Los campos estaban
cubiertos por sábanas de agua plateada. El único edificio en construcción era la cárcel
de Kamose, una construcción fea en la que trabajaban los campesinos cuando no
permanecían sentados frente a sus chozas calculando la cantidad de semillas que
podrían sembrar cuando la inundación cediera. Aahotep presidía el inventario anual
de la casa. Hasta el templo estaba silencioso. Había pocos festivales para aliviar el
lento paso del tiempo.
Sin embargo, Ahmose estaba contento. Todas las mañanas, con sus guardias, su
esquife, su jabalina y sus aparejos de pesca, desaparecía en los pantanos y reaparecía
por la tarde, embarrado y acalorado para entregar su botín de patos y peces a los
sirvientes con la esperanza de que los transformaran en delicias para la cena. A veces
lo acompañaba Aahmes-Nefertari, pero cuando Athyr se acercaba a su fin alegó que
ya no estaba en condiciones de seguir a su marido y prefería pasar las mañanas en
compañía de su madre o jugando a juegos de tablero con Raa.
Durante la tarde del último día de Athyr, cuando la familia ya había comido y

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Tetisheri se acababa de retirar a sus aposentos, le sorprendió enterarse de que
Ahmose estaba fuera y pedía que lo recibiera. Isis acababa de quitarle el maquillaje
de la cara y la alheña de manos y pies, y la estaba peinando. El primer impulso de
Tetisheri fue pedirle a Ahmose que se retirara y recibirlo por la mañana, cuando
estuviera maquillada, pero contuvo su vanidad y le dijo a Uni que le permitiera entrar.
—Perdóname, abuela, ya sé que es tarde —dijo mientras cruzaba la habitación y
se detenía con una reverencia—. Quería pasar contigo un rato sin interrupciones. He
sido egoísta con mis días, tratando de ganar el equivalente de un año de caza en estos
pocos meses, y mi madre ya me ha regañado por ello. —Sonrió con arrepentimiento
—. Incluso Aahmes-Nefertari me ha dicho que no le he prestado a mi familia la
atención que merece.
—No estoy en absoluto ofendida por tus ausencias, Ahmose —contestó Tetisheri
—. Nos vemos todas las noches durante la cena. Tu tiempo de descanso te pertenece
para que lo uses como te parezca, y siempre que cumplas con tus deberes con tu
esposa, no me quejaré. Pero no cabe duda de que has elegido una hora extraña para
recordar tus obligaciones hacia mí. —Le hizo señas a Isis de que se alejara e indicó
una silla que tenía al lado—. Puedes sentarte.
—Gracias. —Acercó la silla al banco donde su abuela estaba sentada y se sentó
con un suspiro—. Si quieres que te diga la verdad, me estoy cansando de matar seres
vivos. Aahmes-Nefertari dice que debo estar creciendo. Me hace bromas al respecto.
Tetisheri lo miró especulativamente a la luz amarillenta de las lámparas. De
hombros anchos y fuertes, la piel de Ahmose rebosaba salud y llenaba la habitación
de vigor masculino. Su pelo castaño rizado estaba atado hacia atrás con una cinta roja
de la que escapaban mechones que se enredaban alrededor de su cuello y que
enmarcaban la cara abierta y nerviosa. Pero sus ojos no sonreían. Se encontraron con
los de ella con una expresión seria. Tetisheri se volvió hacia Isis.
—Deja el peine. Puedes retirarte. Me acostaré sola. —Una vez que la mujer hubo
cerrado la puerta a sus espaldas, Tetisheri cruzó los brazos—. Tú no me engañas,
príncipe. ¿Qué deseas?
—No se trata de una cuestión de deseos —contestó él con tranquilidad—. En
realidad, no quiero consultarte nada. Sé que tu corazón pertenece a Kamose y que
deseas un Egipto revitalizado por su aliento. No lo niegues, Tetisheri. No me duele,
pero me obliga a desconfiar a la hora de reducir la distancia que nos separa a ti y a
mí.
—No lo niego —admitió ella—. Pero si por un instante piensas que pondría el
amor que le tengo a tu hermano sobre el bien de Egipto, te equivocas. Hacerlo
deshonraría el nombre de tu padre y me empequeñecería a mí.
—Tal vez haya tenido esperanzas de que me mandaras llamar para hablar sobre la
campaña de la temporada pasada, o por lo menos para informarme de lo que ha

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estado sucediendo aquí, pero no, prefieres llevar tus preocupaciones a Ankhmahor e
interrogar a la pobre Nefer-Sakharu cuando Kamose se niega a hablar contigo. No
soy ciego. ¿Me tienes miedo, abuela, o soy sólo un pobre individuo indigno de ser
tenido en cuenta?
Su tono no cambió. Seguía siendo moderado. Tenía las manos apoyadas en los
brazos del sillón y no había tensión en su cuerpo. Sin embargo, su compostura sólo
servía para acentuar la fuerza acusadora de sus palabras. Tetisheri tuvo que luchar
contra el relámpago de ira que le provocó. Tiene razón, pensó con resentimiento. No
debí ignorarlo. Debí escuchar la voz de mi conciencia.
—Te habría buscado, Ahmose —dijo con lentitud—, pero no quería que Kamose
imaginara que había perdido mi lealtad. Tal vez ésa te parezca una excusa poco seria,
pero Kamose es el rey. Él toma las decisiones que afectarán al progreso de la guerra.
No quise cerrar el camino que nos unía.
—Y entonces le llevaste tus preocupaciones a Ankhmahor. —Descruzó las
piernas y se echó hacia atrás, uniendo los dedos de ambas manos—. ¿Por qué lo
hiciste? ¿Porque es mayor que yo, más maduro, porque odia cazar? ¿Por qué? Y no,
antes de que comiences a protestar, te aseguro que él no se ha acercado a mí. Noté
que la guardia de Kamose se ha duplicado y cuando le pregunté por qué a
Ankhmahor, me dijo que fue a petición tuya. Debes decidir ahora, abuela, si confiarás
en mí o no. Si la respuesta es no, llevaré mi necesidad de consejo a otra parte.
Durante largo rato permanecieron inmóviles, mirándose. Los ojos castaños y
tranquilos de Ahmose se encontraron con la mirada reflexiva de Tetisheri. Este joven
me está desafiando, pensó sorprendida. No son celos, es la exigencia de que por fin se
le conceda lo que él considera que es su legítima posición. Y tiene razón. Si trato de
justificar ahora las dudas que me inspira me considerará débil y me dejará al margen
de su vida. Ni siquiera debo disculparme. Que así sea.
—Le confié una de mis preocupaciones a Ankhmahor. Ésta. —Le contó con
rapidez los presagios y las palabras del oráculo—. Tal vez no tenga nada que ver con
el futuro inmediato, pero consideré prudente tomar todas las precauciones posibles.
También me interesaba conocer la opinión de Ankhmahor sobre el estado mental de
Kamose. Si él se derrumba, la rebelión fracasará.
Ahmose alzó las cejas.
—Resulta desconcertante que pases con tanta rapidez de la frialdad a la completa
entrega —comentó—. Eres una mujer compleja, abuela. Supongo que el príncipe te
aseguró que la mente de Kamose seguirá sana, por lo menos durante un futuro
inmediato.
—¡Lo dices con tanta tranquilidad…! —casi gritó Tetisheri—. ¿Ya has perdido el
amor que le tenías a tu hermano?
—¡No! —contestó Ahmose golpeando el brazo del sillón con el puño cerrado—.

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Pero he aprendido con mucha dificultad a desligarme de su agonía. ¿Cómo crees que
pude permanecer a su lado y observar lo que las órdenes que impartía le hacían a su
ka? Kamose no tiene manera de huir de sus demonios, Tetisheri. Yo he sido
bendecido. Puedo conseguir el olvido en brazos de mi mujer, con la pesca, en el
momento en que mi jabalina surca el aire, mi conciencia vuela con ella. Esas cosas
engañan mis pesadillas y las ahogan. Kamose no tiene tanta suerte. Matamos a todas
horas, todos los días, durante semanas. Kamose sigue matando mientras se sienta en
el tejado del viejo palacio y mira fijamente al cielo. Será mejor para él que vuelva a
coger una espada de verdad.
Tetisheri estaba conmovida y esa vez no pudo ocultarlo.
—Cuéntamelo todo, Ahmose. Necesito saberlo.
Permaneció sentada muy quieta mientras la voz de su nieto llenaba el aire cálido
que los rodeaba. Él no le ocultó nada, le describió con calma el olor de la carnicería,
el saqueo, los alaridos perplejos de las mujeres, las noches sin descanso a menudo
interrumpidas por los informes de los exploradores que recorrían el río al resguardo
de la oscuridad, y Tetisheri no tuvo necesidad de cerrar los ojos para que todo se
desarrollara en su mente.
Cuando terminó de contarle los detalles del viaje de Kamose hacia el norte, se
refirió a la posición de responsabilidad de cada uno de los príncipes, junto a
conjeturas acerca de su lealtad hacia Kamose, él mismo y Hor-Aha.
—Het-Uart no caerá este año a menos que logremos hacer salir a Apepa de su
ciudadela —terminó diciendo—. Kamose está decidido a sitiar de nuevo la ciudad,
pero será tiempo perdido. Creo que los príncipes permanecerán a su lado durante una
estación más, pero si para la próxima inundación no hay resultados, comenzarán a
pedirle que les permita volver a sus casas y encargarse del gobierno de sus territorios.
—¿Entonces, qué crees que se debe hacer? —preguntó Tetisheri con la voz ronca
y la cabeza llena de imágenes brillantes y terribles.
—Ante todo, quiero conocer tu opinión —contestó Ahmose—. ¿Podemos beber
un poco de cerveza, abuela? Se me ha secado la garganta de tanto hablar.
¿Quién eres?, pensó mientras llamaba a Uni y lo enviaba a buscar bebidas, y a
pesar de que la pregunta que surgió con claridad en su mente fue seguida por una
sensación de tristeza. Tú no eres Kamose. No eres el rey. ¡Ojalá fuese tu hermano el
que estuviera sentado frente a mí, discutiendo estos asuntos con tanta lucidez y
habilidad!
—Debería establecer una guarnición en Hert-Nefer-Apu a pesar de que la ciudad
está muy lejos del Delta —dijo—. Debería construir un fuerte grande en las raíces del
Delta, en Iunu, y ocuparlo con tropas permanentes para impedir que Apepa marche
hacia el sur. Debería llenar Het-Uart de espías, gente que pueda trabajar allí y que
poco a poco le den una idea clara de la ciudad, desde la estructura de las puertas hasta

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el número y dirección de las calles, y la situación y cantidad de soldados del cuartel.
También debe conocer el temor de los habitantes. Todo costaría tiempo. —Vaciló—.
El paso del tiempo lo está volviendo loco. Tanto él como tú deseabais un avance
rápido y continuo hacia el norte y acabar cuanto antes con el peso del pie de Apepa
sobre nuestros hombros. Pero no será así, Tetisheri. Creo que tú lo has aceptado. Pero
Kamose no. Y no lo aceptará. Estoy cansado de discutir con él.
—¡Pero no lo abandonarás! —exclamó ella—. ¡No discutiréis en público,
Ahmose!
—¡Claro que no! —replicó él—. Todavía me consideras un necio, ¿no es verdad,
abuela? Te lo diré una sola vez. —Se inclinó hacia ella levantando un dedo—. Odio a
los setiu. Odio a Apepa. Juro por las heridas de mi padre, por el dolor de mi madre,
que no conoceré la paz hasta que un rey egipcio vuelva a reinar sobre un país
unificado. No estoy de acuerdo con las estrategias de Kamose, pero como súbdito leal
lo apoyaré, porque él y yo, todos nosotros, queremos lo mismo. —Se echó atrás y
cruzó los brazos—. Kamose se ha convertido en algo parecido a un caballo con
anteojeras. Ya no ve ni a izquierda ni a derecha, pero igual que ese caballo, corre en
la dirección correcta.
Uni llamó a la puerta y entró, depositó en silencio la cerveza y unos dulces y
recortó las mechas de las lámparas antes de retirarse con discreción. Ahmose vació su
taza de un trago y la volvió a llenar. Tetisheri lo observó detenidamente. Tras un
momento se mojó los labios.
—¿Quién lleva las riendas, Ahmose? —murmuró—. ¿Hor-Aha?
Ahmose consideró la pregunta mirando su cerveza, luego levantó la cabeza.
—El general es ambicioso e imperioso —contestó—. No cabe duda de que es un
estratega brillante. Ejerce un control absoluto sobre sus medjay, pero creo que no
sobre Kamose, a pesar de que éste confía en sus consejos más que en los míos. Con
toda franqueza, abuela, ese hombre me ha llegado a disgustar. Pero lo oculto. No
quiero enemistarme con él mientras siga siendo útil.
—¿Y sus medjay?
Ahmose lanzó un gruñido.
—Como sabes, Nithotep, la madre de Hor-Aha era egipcia. Supongo que vivía
cerca del fuerte de Buhen en Wawat y se ganaba la vida lavando la ropa de los
soldados.
—Lo ignoraba —contestó Tetisheri—. ¿Y su padre?
Ahmose se encogió de hombros.
—Obviamente, un miembro de la tribu, considerando el color y las facciones del
general. Pero Hor-Aha se considera ciudadano de este país. Se enorgullece de ello.
No traicionará a su rey. —Eligió el dulce más grande y lo mordió con fruición. Luego
se lamió la miel de los dedos y le dedicó una amplia sonrisa a Tetisheri—. Ahora que

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Kamose lo ha nombrado príncipe, quiere un territorio para poder gobernarlo. Kamose
le ha prometido algo en el Delta.
—¡Qué ridiculez! —exclamó Tetisheri—. No podemos permitir que un hombre
de una tribu gobierne un territorio.
Ahmose le sonrió.
—No te preocupes, Majestad. Transcurrirá mucho tiempo antes de que el Delta
sea lo suficientemente estable para ser bien gobernado. No es necesario que nos
preocupemos todavía por ese problema.
—Ahmose —preguntó entonces ella—, ¿nos hemos convertido en cómplices?
—En aliados, Majestad —respondió él con firmeza—. Aliados. Junto a Kamose;
siempre lo hemos sido. —Se levantó y se desperezó—. Gracias por tu real oído. ¿Nos
entendemos un poco mejor ahora? ¿Puedo retirarme? —Ella asintió y le tendió una
mano. Él la cogió entre las suyas, se inclinó y le besó la mejilla—. Duerme bien,
Tetisheri —‹lijo, y cerró la puerta con firmeza a sus espaldas.
El lecho de Tetisheri estaba preparado, la sábana doblada. Ella sabía que estaba
muy cansada, pero no se movió, permaneció sentada mirando el silencio, con la
mente trabajando a toda velocidad. Cuando la última lámpara comenzó a apagarse, se
levantó, pero sólo para apagar la débil llama. Puso un almohadón en el sillón en que
estuvo sentado Ahmose, se instaló en él, apoyó lo codos en la mesa y siguió con la
mirada clavada en la oscuridad.
El principio del mes de Khoiak y la fiesta de Hathor, diosa del amor y de la
belleza, marcaron el día siguiente. Después de una noche corta e insomne, Tetisheri
permaneció irritada y de pie junto a sus parientas femeninas en el santuario de
Hathor, cerca del centro de Weset, para rendir tributo a esa deidad apacible de cabeza
de vaca. Nunca había sentido mucha veneración por Hathor, porque creía menos en la
belleza para influir en las decisiones de los hombres que en la inteligencia. Durante el
acto dio con fuerza con el matamoscas a las moscas que se acercaban atraídas por su
dulzura.
El río había llegado a su máximo nivel y ahora comenzaría a bajar. El sol era
imperceptiblemente menos intenso, pero caluroso a pesar de todo, y Tetisheri tenía
ganas de arrancar el incensario de la mano del sacerdote y terminar por él su sonoro
cántico para poder volver a montar en la litera que la esperaba frente la multitud
respetuosa. Recordando, sin embargo, que Hathor fue en una época una diosa
vengadora que bañó a Egipto en sangre, le había llevado una chuchería y un papiro en
el que detallaba la cantidad de granos y otros bienes que los sacerdotes podían
esperar durante el año siguiente. Naturalmente, era mucho menor que el que se le
adjudicaba a Amón, pero el templo principal de Hathor, en Lunet, estaría en esa
ocasión atestado de regalos y de adoradores y la familia sólo debía preocuparse por
mantener su pequeño santuario y su modesto complemento de sirvientes en Weset. A

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pesar de su falta de verdadera devoción, Tetisheri se emocionó al ver la de Aahmes-
Nefertari. Con auténtica reverencia, la muchacha se prosternó sobre la roca
polvorienta, susurró las oraciones que los demás entonaban en voz alta y besó los pies
de la estatua con los ojos cerrados, como si se estuviera acercando a un amante. La
razón fue evidente cuando las mujeres se acercaron al lugar donde Kamose y Ahmose
las esperaban con vino, higos secos y tortas de dátiles puestos a la sombra sobre un
mantel de lino.
—Yo necesito más que eso —se quejó Tetisheri cuando los hombres se levantaron
para saludarla—. He comido muy poco y hemos salido muy temprano hacia el
santuario. ¿Dónde está Uni? Quiero verduras frescas y carne de gacela.
Ahmose le había servido vino y le acercaba la taza.
—Dentro de un momento, abuela —dijo—. Ven y siéntate. Aahmes-Nefertari
tiene que hacer un anuncio.
Sonrió a su esposa, que no se había instalado en los almohadones esparcidos por
el suelo. Ella le devolvió la sonrisa y respiró hondo.
—He estado reservando mis noticias para hoy, el día de Hathor —dijo—. Estoy
embarazada. El físico me dice que el niño nacerá en Payni, poco antes de que
empiece la siega.
—Así que os propongo que brindemos por la concepción de otro Tao —
interrumpió Ahmose. Rodeó con un brazo los hombros de la muchacha y la acercó—.
A pesar de lo que el futuro nos pueda deparar, los dioses han decretado que nuestra
sangre siga fluyendo.
Aahotep levantó su taza y bebió encantada.
—¡Bien hecho! —dijo—. Es un magnífico presagio. Seré abuela otra vez.
—Y una gran abuela —observó Tetisheri—. Felicidades a los dos. ¿Me preguntó
de qué sexo será la criatura? Consultaremos al oráculo y a un astrólogo.
Sus palabras estaban dirigidas a la cara sonrosada de Aahmes-Nefertari, pero sus
ojos miraban subrepticiamente a Kamose. Él sonreía igual que todos los demás y
Tetisheri no pudo detectar ninguna sombra de tristeza o de resentimiento en su
expresión. Está contento de todo corazón, se dijo, no le envidia esta felicidad a
Ahmose. Realmente no la quiere para sí mismo.
Pero Kamose, al notar su mirada, volvió el rostro hacia ella y la suposición de
Tetisheri se disolvió bajo una realidad más grave. Sabe que no sobrevivirá, pensó. De
alguna manera cree que su matrimonio, que tener hijos reales, no tiene ninguna
importancia porque Ahmose será quien se siente en el Trono de Horus y quien
perpetúe los dioses Tao en Egipto. Tal vez siempre lo haya sospechado. ¡Oh, mi
querido Kamose! La sonrisa de él, cuando los ojos de ambos se encontraron, era
irónica y levantó su taza hacia ella antes de llevársela a los labios.
—¿Qué sucede, Tetisheri? —preguntó Aahotep ansiosa—. De repente te has

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puesto gris. ¿Te sientes mal?
—La visita al santuario y luego mi anuncio han sido demasiado para ti, Majestad
—dijo Aahmes-Nefertari con bondad.
Tetisheri se mordió la lengua para no contestarle con desprecio. Yo me podría
quedar de pie para siempre en un lugar si fuera necesario, y recibir el impacto de
cualquier noticia, buena o mala y hacerlo mucho mejor que tú, tenía ganas de decir.
La criatura que llevas en tu seno debería ser hijo de Kamose, no de su hermano.
Ahmose la miraba con simpatía y una vez más se vio obligada a sofocar el
resentimiento que sentía. Este resentimiento pasará, trató de decirle con la mirada. No
es más que la muerte de las ilusiones de una anciana.
—El vino resulta ácido en un estómago vacío —consiguió decir—. ¡Isis!
¡Encuentra a Uni y haz que me traiga comida! Y siéntate a mi lado, Aahmes-Nefertari
y dime cómo te sientes. —Palmeó el almohadón que había junto a ella y la muchacha
obedeció.
—El físico dice que si llevo la criatura alta dentro de mí, será mujer —dijo
nerviosa—, y que si está situada baja será varón. Pero es muy pronto para predecir
nada. No me siento descompuesta, Majestad. —Se llevó las manos a las mejillas—.
Lamento hablar con tanta rapidez. Estoy excitada y al mismo tiempo tengo miedo.
Aahotep se inclinó y le palmeó una rodilla.
—Le darás muchos hijos a Egipto, Aahmes-Nefertari —aseguró—. Todos nos
alegramos por ti.
Aahmes-Nefertari dirigió una mirada de agradecimiento a su madre.
—A Ahmose no le importa si tenemos un niño o una niña —explicó—. Pero a mí
me parece que una niña sería mejor. De esa manera Ahmose-Onkh… —Se le fue
perdiendo la voz y bajó la mirada hacia su regazo.
—No te avergüences de lo que estabas a punto decir. —El que habló fue Kamose.
Estaba tendido de lado, con la cabeza apoyada en la palma de una mano y la mirada
en los pámpanos que se movían por encima de él—. Nunca debemos olvidar las
penosas realidades de estos días. Si tienes una hija llevará sangre divina, y Ahmose-
Onkh, al casarse con ella, conseguirá su cabeza de dios. Por supuesto, siempre que
Ahmose haya muerto. —Se sentó, cruzó las piernas y la miró—. De todas maneras,
nuestro linaje es real, y a veces no ha habido hermana para definirlo y reanimarlo.
Pero cuando la hay, es mejor, más fuerte, Ma’at queda renovado.
—Es duro lo que dices, querido hermano —dijo ella con delicadeza, todavía con
la mirada fija en su regazo—. Y me doy cuenta de que aunque eres el rey, hablas
como si no tuvieras intención de perpetuar tu linaje por ti mismo. Lo lamento por ti,
Kamose.
Nadie rompió el silencio que se hizo. Se extendió y espesó, como un peso que
impedía todo movimiento. El vino quedó sin terminar en las tazas y Uni, que llegaba

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de la casa seguido de sirvientes cargados de comida, vio fugazmente a la familia
como una colección de rígidas estatuas.
El mes de Khoiak pasó sin acontecimientos especiales. Los días de los dioses se
sucedían: la fiesta del Sacrificio, la Apertura de la Tumba de Osiris, la fiesta de
Romper la Tierra con la Azada, la fiesta de los Padres de las Palmeras. Hubo en total
once festividades en el templo para ocupar a los que estaban inactivos por la
inundación. Era una época que les gustaba a los campesinos, porque durante los días
santos estaban exentos de trabajar en la construcción y nada podían hacer en los
campos a causa del agua.
Con lentitud, el Nilo comenzó a volver a su cauce y el calor disminuyó. La vida
en la casa había adquirido una agradable rutina, y aparte de los informes regulares
que se recibían del oasis Uah-ta-Meh y de Het-Nefer-Apu, la familia podría haber
imaginado que habían vuelto a la paz y estabilidad de años anteriores. Ahmose
cazaba y pescaba a veces, pero ahora prefería acompañar a su esposa mientras ella
cumplía con sus pequeños deberes domésticos. Aahotep estaba ocupada con los
jardineros y con Simontu, el escriba de los Graneros, que había estado eligiendo
personal para la prisión ya terminada de Kamose, hasta que fue llamado para calcular
el grano que había que sembrar ese año.
Tetisheri, revitalizada por la temperatura más fresca y decidida a no seguir
preocupándose por la campaña, redactaba la historia de su familia y se sentaba junto
al estanque a dictársela a su escriba. En cuanto a Kamose, continuaba pasando mucho
rato solo en el tejado del antiguo palacio. A veces, los sirvientes que por casualidad
levantaban la vista hacia la pared divisoria, en su camino hacia la casa por el jardín,
creían ver a Seqenenra en esa figura inclinada y murmuraban una rápida oración
antes de reconocer a su hijo. Pero a pesar de su necesidad de soledad, Kamose parecía
haber recuperado gran parte de su anterior equilibrio mental. Su rostro había perdido
esa expresión tensa y acorralada que tanto impactó a su abuela y sus músculos,
enjutos y fuertes, estaban ahora más llenos.
Al final de la tarde, como por un acuerdo tácito, la familia salía al jardín y se
reunía alrededor del estanque para beber vino y hablar antes de que los llamaran para
la comida de la noche. Se sentaban o se tendían en la hierba fragante, observando con
pereza los mosquitos que sobrevolaban la superficie rojiza del agua, y preguntándose
cuánto tardaría un pez en salir a la superficie y alimentarse con el delicado insecto o
mordisquear los capullos de lotos recién abiertos en los que croaban los sapos
ruidosamente.
Una tranquilidad no buscada había descendido sobre todos como si al bajar, las
aguas se llevaran consigo las agonías y pesadillas de las semanas anteriores.
Alrededor de la propiedad comenzaban a surgir los campos, de un marrón profundo y
brillantes por la humedad, y se podía ver a los campesinos hundidos en la tierra hasta

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los tobillos, como en un trance.
—Será un año excelente —dijo Aahotep. Estaba sentada en el borde de piedra del
estanque, con los dedos dentro del agua—. Podremos sembrar más que el año pasado
y no habrá que enviarle a Apepa parte de la cosecha.
—Ni tampoco habrá que enviarle vino —añadió Ahmose. Tenía la cabeza
apoyada en el regazo de su mujer y ella le hacía cosquillas en la nariz con un manojo
de hierba—. Nuestro viñador informa de que no hay señales de nada que pueda
estropear las vides. ¿Dónde está Nefer-Sakharu? ¿Por qué no se une nunca a
nosotros? —Detuvo la mano de Aahmes-Nefertari y estornudó.
—Su dolor se ha convertido en odio —explicó Tetisheri. Estaba tirando papiros
uno por uno en un arcón que tenía a los pies mientras su escriba flexionaba los dedos
doloridos para poner la escribanía en orden—. No está agradecida por el refugio que
ha encontrado aquí. Sehenat dice que la ha oído hablando mal de ti, Kamose, a
Ahmose-Onkh, de manera que le prohibí que volviera a ver al niño. No sé qué hacer
con ella. —Arrojó el último papiro, sacudió su falda blanca y bebió el vino que Uni le
ofrecía.
—No tenemos dónde mandarla —intervino Aahotep, con la mirada clavada en las
ondas rojizas que formaba su mano en el agua—. Supongo que podríamos llevarla a
una celda del templo y pedirle a Amonmose que cuidara de ella, pero me parece una
actitud cruel y, en realidad, ella no es responsabilidad del Sumo Sacerdote.
—No, es nuestra responsabilidad —dijo Kamose con resignación. Había estado
inspeccionando los canales de riego con el inspector de Diques y Canales, y luego se
había zambullido en el Nilo para quitarse el barro. Sólo cubierto por un taparrabos,
descalzo y sin maquillar, con la piel brillante y el pelo todavía húmedo, no parecía
tener veinticuatro años—. Lamento tener que cargaros a vosotras con su cuidado,
pero no me queda otra alternativa. El río ya es navegable y Ahmose y yo partiremos
muy pronto. Haced que vigilen permanentemente a Nefer-Sakharu. Está desesperada
por ver a su hijo y lleva aquí tiempo suficiente para saber mucho de nosotros, de
nuestro estado de ánimo, de los habitantes de Weset, de nuestras cosechas,
información al parecer inútil pero importante para un estratega militar.
—¿Estratega? —bufó Tetisheri—. El único estratega de Het-Uart es Pezedkhu y
se está ahogando bajo la cobardía de Apepa. Es el único hombre al que hay que
temer, Kamose.
—Lo sé. No hemos recibido ninguna información sobre él. Creo que Apepa le
impedirá actuar hasta que una batalla sea inevitable.
Aahmes-Nefertari suspiró.
—Ha sido un mes maravilloso —dijo pensativa—. Muy tranquilo. Ahora
volveremos a hablar de guerra. ¿Cuándo me quitarás a Ahmose, Kamose? ¿Lo
enviarás aquí para el nacimiento de nuestro hijo?

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—No te puedo prometer nada —contestó Kamose—. ¿Cómo quieres que lo haga?
Tienes a tu lado a nuestra madre y a nuestra abuela, Aahmes-Nefertari. Tendrás que
ser valiente.
Ahmose cogió un mechón de pelo de su mujer y lo enroscó alrededor de su
muñeca.
—Serás valiente —repitió—. Todo irá bien y me lo harás saber enseguida. No
quiero tener que preocuparme por ti, Aahmes-Nefertari, y lo haré a menos que me
prometas que estarás tranquila, que no tendrás miedo y que no me echarás mucho de
menos.
—Estoy aprendiendo a tener una paciencia fatalista —dijo la muchacha con cierto
humor—. Y ahora contesta a mi pregunta, Kamose. ¿Cuándo partiréis?
—Tybi comienza dentro de tres días —contestó Kamose—. Esperaremos para
hacer ofrendas en la tumba de mi padre en recuerdo del día de su nacimiento; el
primer día del mes es doblemente sagrado para mí, ya que se celebra la Fiesta de la
Coronación de Horus, pero después nos iremos. Ya les he ordenado a los medjay que
preparen sus armas y se apresten para partir. —Miró a Ahmose con tranquilidad—.
Espero poder lograr un sitio con éxito durante esta estación.
Ahmose no contestó, continuó jugando con el pelo de su mujer, y fue Tetisheri
quien rompió el momento de tensión. —¿Debemos continuar vigilando Pi-Hator?—
quiso saber. Kamose negó con la cabeza.
—No, creo que ya no es necesario. De todos modos, tenemos el país en nuestro
poder, desde Weset hasta el Delta, y a un heraldo de Het-Uy le resultaría casi
imposible atravesar nuestras filas.
—Tal vez haya llegado el momento de ofrecerle al alcalde una mano amiga —
sugirió Aahotep. Se levantó y se puso bajo la sombra ya inútil del dosel—. Se ha
mantenido fiel al acuerdo al que llegó contigo, Kamose. No olvides que allí se
fabrican embarcaciones de todo tipo y que además hay una cantera de piedra caliza.
Ya se habrá dado cuenta de que el tiempo de rebelarse ha pasado. Podríamos
utilizarlo.
—No. —Ahmose soltó el grueso mechón que acababa de enredar y se sentó—.
Todavía no. No debemos dar a nadie la más leve impresión de que necesitamos algo.
Por ahora dejaría en paz Pi-Hator y Het-Uy.
Durante unos instantes reinó el silencio mientras todos sucumbían a la belleza del
momento. Pálidas sombras habían comenzado a deslizarse sobre el parque y ante
ellos la luz roja se retiraba dejando tras de sí una neblina suave que todavía contenía
el perfume de los capullos. El cielo era un arco azul oscuro que se aclaraba
suavemente hacia el azul perlado antes de ponerse rosado. Entonces Aahmes-
Nefertari se movió.
—Khoiak ha sido como la paz que reina antes de una tormenta en el desierto —

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dijo—. Precioso e inolvidable. Creo que todos viviremos de su recuerdo.
Tetisheri tragó el nudo que se le acababa de formar en la garganta.
—Se ha hecho tarde para la comida —dijo con aspereza.

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Capítulo 6
Doce días después, el noveno día de Tybi, la familia se reunió en el embarcadero para
despedirse. Era una fría mañana de primavera, el río fluía con fuerza y una fuerte
brisa movía las copas de los árboles y azotaba la superficie del Nilo. Embarcaciones
cargadas de excitados medjay se mecían entre una orilla y la otra. La embarcación de
los hermanos, con la bandera real azul y blanca flameando con violencia y la proa
golpeando el poste al que estaba amarrada, parecía un espejo de la impaciencia de
Kamose por zarpar. Ahmose y Ankhmahor estaban a su lado y los Seguidores detrás,
observando los rostros de sus seres queridos y los de los sacerdotes y sirvientes
reunidos para desearles buena suerte, mientras a sus espaldas los medjay reían y
gritaban en su extraño idioma y las maldiciones de los hombres que cargaban las
mercancías de última hora eran barridas por el viento.
Los meses de invierno traían una sensación de irrealidad. Había soñado volver a
su casa, una necesidad que crecía con cada estadio que lo alejaba de Weset, y sintió
una explosión de alegría cuando por fin los contornos familiares y amados de su casa
estuvieron de nuevo a la vista. Pero después de los abrazos, de las llorosas
bienvenidas, después de acostumbrarse al vino local y a la excelente comida, después
del bendito alivio de su lecho, entró en otro sueño, menos puro. Los demonios
contenidos tras tantas decisiones y acciones sangrientas se abrieron paso a través de
una guardia que ya no era necesaria y bailaron libres por las cavernas de su mente. Lo
sabía. De una manera fría y desapegada tuvo exacta conciencia de lo que le estaba
sucediendo, pero la extrema fatiga que también debía contener contribuyó a
sobrecogerlo y a impedirle luchar. Dormía y despertaba, comía y charlaba, pero en su
interior se sentía impotente.
Poco a poco los demonios se aburrieron y volvieron a vagar en la oscuridad de
sus pesadillas, pero para entonces había comenzado Khoiak y era demasiado tarde
para volver al regocijo de aquel día. Descubrió que había sustituido sueño por ilusión.
Los cuatro meses que pasó en la estabilidad de su casa ahora le parecían una fantasía
que vivió despierto.
Allí estaban sus mujeres, su abuela, madre y hermana, telas de lino planchadas
contra sus piernas por la fuerza del viento, ojos fijos en él con inquietud, tozuda
resolución y un triste afecto, pero pertenecían a un mundo en el que ya no podía
habitar, un mundo que había abandonado mucho tiempo antes. Trató de volver a él
sólo para descubrir que era un extraño.
Sabía que Ahmose no sentía nada de eso, pero la habilidad de aquél consistía en
meterse de lleno en las circunstancias presentes y apartar cualquier vivencia pasada,
como una trampa inútil. Si pensaba en ello era por razones prácticas. Navegaría hacia
el norte con felices recuerdos del tiempo pasado junto a Aahmes-Nefertari,

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anticipando su paternidad, con las esperanzas puestas en la estación siguiente a la
batalla, pero esas emociones no lo aplastarían. Dormiría profundamente allí donde
estuviera, comería y bebería agradecido lo que se le ofreciera, y llevaría a cabo con
ecuanimidad las tareas que le correspondieran. Lo envidio, pensó Kamose mientras se
acercaba a besar a su madre. No quisiera ser como él, pero lo envidio.
Aahotep olía a aceite de loto y sus labios generosos eran suaves bajo los de él.
Con una mano se sujetó el pelo agitado por el viento y con la otra le acarició la
mejilla.
—Que las plantas de tus pies sean firmes, Majestad —dijo—. Si por algún
milagro de los dioses puedes hacerle llegar un mensaje a Tani, dile que la amo y que
rezo todos los días por su seguridad.
Kamose asintió y se volvió hacia Tetisheri.
—Bueno, abuela —dijo sonriente—. Esta vez nuestra despedida no tiene la
inseguridad de la del año pasado. El Delta es lo único que nos queda por limpiar.
Ella no le devolvió la sonrisa, sólo lo miró inexpresiva con su rostro ajado.
—Conozco tu apuro —dijo—. También es el mío. Pero no cometas imprudencias,
Kamose. La paciencia de Ma’at es eterna. Envíame noticias con regularidad. Cuídate.
Vigila a Hor-Aha. —Alargó los brazos cubiertos de brazaletes—. Cumple con la
voluntad de Amón.
Aunque no sabía por qué, de repente él se sintió reacio a apretar la carne de su
anciana abuela contra la suya. Ya estoy demasiado tocado por la muerte, pensó
sombrío. El vigor de Tetisheri a pesar de su edad, debería ser una medicina para mí,
no un veneno. Ella triunfa sobre todos los síntomas de inminente desaparición. La
atrajo hacia sí y apretó sus huesos flojos contra su cuerpo, pero el impulso no pudo
evitarle un instante de repulsión.
—No me niegues tu favor, abuela —dijo con urgencia, sintiéndose culpable—.
Siempre nos hemos comprendido. Me destrozaría que cambiaras.
—El amor que te tengo nunca desaparecerá —le contestó ella irguiéndose—. Pero
Egipto es lo primero. Intento sobrevivir para verte sentado en el Trono de Horus,
Poderoso Toro, por lo tanto, cuídate.
—Hablas como Ahmose —contestó él casi en broma.
Tetisheri siguió mirándolo con expresión sobria y los ojos entrecerrados.
—Si hubieras querido mi consejo o el de cualquier otro, lo habrías pedido —dijo
con acidez—. Pero ya has decidido lo que harás cuando llegues al Delta. Ten cuidado,
Kamose. La rama seca se quiebra con más facilidad que la madera flexible con savia.
Tú eres el perfecto ejemplo de la rama frágil, dijo para sí. No hay nadie más
inflexible que tú, querida abuela, con tu espinazo tan rígido como un columna y tu
voluntad tan firme como la roca.
La actividad que se desarrollaba a su alrededor le evitó contestar y se volvió para

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ver a Amonmose, con todos sus ornamentos sacerdotales, que se acercaba flanqueado
por acólitos que portaban los incendiarios. No sabía si quemaban mirra, porque el
viento se llevaba el humo fragante. La familia se inclinó y esperó reverente mientras
Amonmose entonaba los cánticos de bendición y de partida, y la sangre y la leche
caían en el pavimento. Cuando terminó, Kamose le preguntó qué presagios le
revelaron los órganos del toro sacrificado.
—El animal estaba en perfecto estado de salud —le aseguró el Sumo Sacerdote
—. Corazón, hígado, pulmones, todos sin señales de enfermedad. La sangre que
corría por el suelo formó un mapa perfecto de los afluentes del Delta y el primer
lugar en secarse fue en realidad el más espeso, que además correspondía a la
localización de Het-Uart. Su Majestad puede viajar al norte con confianza.
—Gracias, Amonmose. ¿Hay algún pronunciamiento del oráculo?
Amonmose dirigió a Tetisheri una rápida y casi imperceptible mirada que a
Kamose no se le escapó. ¿Qué es esto?, se preguntó sorprendido. ¿Una confabulación
entre mi abuela y mi amigo? ¿Amón ha pronunciado palabras que no debo oír o, peor,
palabras que me llenarían de desesperanza? Se acercó al Sumo Sacerdote y le cogió
por el brazo.
—Te ordeno bajo pena de sacrilegio que me contestes —exigió—. ¡Si el dios me
ha hecho una profecía, entonces, como hijo elegido por él, tengo derecho a saberlo!
¿Se ha pronosticado algo respecto a la campaña de esta estación?
De nuevo hubo una silenciosa comunicación entre el Sumo Sacerdote y su abuela,
esta vez de alivio, y entonces Kamose comprendió que había formulado una pregunta
equivocada. ¿Y entonces qué?, pensó preocupado. Amonmose se cuadró y, a causa de
su movimiento, la cabeza de la piel de leopardo quedó colgada de su hombro y
pareció burlarse de Kamose.
—No, Majestad —dijo Amonmose—. No ha habido ninguna comunicación
directa de Amón acerca del éxito de esta etapa de la guerra. Aparte del excelente
augurio del sacrificio, por supuesto. —Chasqueó los dedos en dirección a uno de los
acólitos y el chico se adelantó avergonzado, llevando un pequeño envoltorio de lino
—. Tengo un regalo para ti de parte de los artesanos de Amón. Fue hecho con el oro y
el lapislázuli que capturaste y entregaste para uso del dios. El te está agradecido.
Intrigado, Kamose desenvolvió la fina tela. En ella había un brazalete cuadrado
de pesado oro. Lo adornaba el nombre de Kamose en lapislázuli, dentro de un
cartucho dorado, flanqueado por dos leones rampantes cuyos cuerpos, rodeados de
oro, eran también de lapislázuli. El grueso ornamento manifestaba tanto poder como
una belleza primitiva. Kamose lo miró fijamente, fascinado por el brillo de la luz del
sol en el metal precioso y por la belleza de la piedra azul. De los lados salían dos
fuertes cordones de lino trenzado. Tras un largo rato, Kamose cogió la pieza y se la
tendió a Amonmose.

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—Átamelo —ordenó, y el Sumo Sacerdote obedeció, apoyándolo en la parte
superior del brazo de Kamose y ajustando los cordones. Ante su contacto, Kamose
tembló. Algo en su interior se soltó, y cogiendo las manos de Amonmose con las
suyas, se las llevó a la frente—. He tenido paz en la casa de Amón durante estos
cuatro meses —dijo con voz ronca—. Di a los artesanos que tengo la intención de
llenar los almacenes de Amón con tanto oro que les hará falta más de una vida para
fundirlo. Gracias, Amonmose.
Se dio la vuelta, subió corriendo la rampa y se detuvo en la cubierta de la
embarcación, seguido de Ankhmahor. Con un último abrazo a su mujer, Ahmose se
les unió y Kamose ordenó al capitán que zarpara. Al momento, la proa de la
embarcación viró hacia el norte como si hubiera estado esperando que la soltaran, y
Kamose, al sentir que las maderas de la cubierta volvían a la vida, sintió una oleada
de añoranza.
—Esta vez es diferente —dijo Ahmose—. Vamos a continuar un trabajo bien
comenzado, ¿verdad, Kamose?
Kamose miró hacia las embarcaciones de los medjay que, con grandes gritos y
maldiciones de los capitanes, luchaban por situarse en sus puestos detrás de la suya.
La corriente era fuerte y los alejaba con rapidez del embarcadero, de los edificios de
la ciudad, de la multitud que los vitoreaba desde la orilla del río. Sobre la cabeza de
Kamose la gran vela se hinchaba, se deshinchaba, se volvía a hinchar y por fin se
llenó exultante con la brisa. Sus ojos volvieron a mirar al pequeño grupo, cuyos
integrantes ya tenían el tamaño de muñecos y desaparecían hacia el pasado. No los
saludó con los brazos y ellos tampoco lo hicieron.
—Ahmose —dijo con lentitud—. ¿Sabes algo acerca de una predicción del
oráculo?
Ahmose miró la orilla verde junto a la que navegaban.
—Ya le has hecho esa pregunta al Sumo Sacerdote —contestó después de una
pausa—. ¿Qué te hace creer que yo pueda saber algo que Amonmose ignora?
Ésa no es una respuesta, pensó Kamose, pero no insistió. La embarcación ya
había entrado en la curva del río que ocultaba Weset de la vista y su familia
desapareció.
El año anterior, la flotilla tardó ocho días en llegar a Qes, sin contar el tiempo que
Ahmose y él dedicaron durante el camino al reclutamiento. Esta vez no habría
demoras. Las embarcaciones serían amarradas todas las noches en bahías, las fogatas
para cocinar se encenderían en playas de arena y los marineros cantarían y beberían
cerveza sin necesidad de cautela. En cuanto a Ahmose y a mí, pensó Kamose
mientras se sentaba con comodidad bajo la sombrilla de madera cerca de la proa,
podremos dormir en paz durante muchas noches. Han partido heraldos rumbo a Het-
Nefer-Apu y rumbo al oasis. Nos esperan. Tenemos bajo nuestro dominio toda la

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tierra entre Weset y el Delta, y no habrá sorpresas. Ni siquiera tengo ganas de discutir
todavía el problema de Het-Uart. Ahmose puede pescar todo lo que quiera y yo puedo
estar ocioso, si es lo que elijo. Puedo imaginar que es un viaje de placer o un
peregrinaje a Aabtu, o incluso una expedición de caza. Puedo cerrar mi mente a todo.
—He notado que algunos campesinos ya trabajan la tierra —comentó Ahmose—.
Pocos de ellos son hombres. —Había estado inclinado sobre la borda de la
embarcación observando las dos orillas y ahora estaba de pie junto a su hermano—.
Es un poco pronto, pero la inundación parece haber cedido con más rapidez este año
que el anterior. No hay duda de que la corriente es rápida. Creo que llegaremos antes
de lo previsto. —Kamose asintió—. El trabajo no es particularmente arduo —añadió
Ahmose—. Sólo monótono. Las mujeres se encargarán adecuadamente de la siembra
y, tal vez, para la próxima primavera podremos devolverles a sus hombres. ¿Nos
quedaremos con los medjay, Kamose?
—¿Después de haber saqueado Het-Uart? —respondió Kamose con sarcasmo—.
Recorramos primero el río, Ahmose. Por mi parte estoy contento de poder disfrutar
de este momento.
—Bueno, está bien —contestó Ahmose de buen humor—. Debo confesar que es
agradable estar aquí, en una embarcación en mitad del Nilo, rodeados de nuevo de
hombres y emprendiendo una aventura que vale la pena. Hasta siento la necesaria
libertad de emborracharme un par de veces antes de unirnos al ejército. —Lanzó una
carcajada—. Los meses venideros no me inspiran ningún temor, Kamose.
—A mí tampoco —confesó Kamose—. Y estoy de acuerdo contigo. Aunque amo
a la familia, no siento haber dejado atrás los problemas domésticos.
—Y no es que nosotros hayamos tenido mucho que ver con ellos —comentó
Ahmose—. La mujeres parecen haber descubierto una extraordinaria habilidad, no
sólo para dirigir la propiedad, sino para mantener a raya a los soldados locales y
custodiar el río. El paso siguiente será que querrán ir a la guerra.
—Eso, sin duda, es cierto en Tetisheri —contestó Kamose, contagiándose
deliberadamente del estado de ánimo de su hermano—. Cuando era pequeña
abrumaba a Senakhtenra para que le permitiera aprender el uso de la espada y del
arco. No es muy femenina. Creo que le habría gustado nacer hombre. Todavía se
trenza el pelo muchas veces con los guardias de la casa. Los conoce a todos por su
nombre.
—Eso es muy triste —murmuró Ahmose—. ¿Alguna vez deseaste haber nacido
mujer, Kamose?
Kamose sintió que su optimismo desaparecía y no hizo ningún esfuerzo por
mantenerlo.
—Sí —dijo tajante—. No tener más responsabilidad que la de los asuntos
domésticos, no tener que tomar más decisiones que las alhajas que lucir, no ser más

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que un vehículo de la sangre de los dioses, no haber tenido que matar, en todo eso
envidio a las mujeres.
—Pero nuestras mujeres no son así —objetó Ahmose un instante después—.
Hablas como si las despreciaras, Kamose.
—¿Despreciarlas? No —dijo Kamose sin demasiada convicción. Su breve alegría
de esa mañana había desaparecido y sabía que no la recuperaría—. Sólo las envidio
de vez en cuando. Las mujeres pocas veces están solas.
Esa noche atracaron en Qebt. El príncipe del territorio estaba en el oasis con sus
tropas, pero Kamose recibió al representante de Intef y escuchó un informe sobre el
uso que se daría a los campos de la ciudad y sobre el estado de ánimo de la población.
El representante le dijo que Intef se mantenía en contacto con él para interesarse por
el bienestar de los habitantes del territorio y, al recordar el ácido intercambio de
frases que había habido entre Intef y Hor-Aha, Kamose se sintió tentado de pedir que
le mostrara los papiros, pero resistió esa curiosidad. Intef no apreciaría una muestra
de falta de confianza por parte de su rey y Kamose sabía que la voz que dentro de su
mente le susurraba una potencial traición provenía de su inseguridad.
A la mañana siguiente durmió hasta tarde y cuando se levantó la embarcación ya
navegaba hacia el norte y Akhtoy limpiaba los restos del desayuno de Ahmose. Éste
estaba sentado a la sombra, en la popa, rodeado de marineros que, a juzgar por la
fluida conversación, tenían mucho que decirse. Una explosión de carcajadas siguió a
Kamose mientras éste se apartaba para inclinarse sobre los haces de juncos que
formaban el perímetro de la cubierta.
—¡Ya hemos pasado Kift! —exclamó sorprendido a su mayordomo, que
permanecía a sus espaldas—. ¡A esta velocidad lo lógico sería que llegáramos a
Aabtu pasado mañana!
—¿Te lavarás primero o comerás, Majestad? —preguntó Akhtoy—. Hay pan,
queso y pasas de Corinto. El cocinero ruega tu indulgencia y espera poder embarcar
más comida fresca en Aabtu.
Kamose lo pensó.
—Ninguna de las dos cosas —dijo—. Dile al capitán que avance con mayor
lentitud. Nadaré. ¡Ahmose! ¡Acompáñame al agua! —llamó, tratando en vano de
sofocar la lombriz de celos que había comenzado a ondular en su corazón al notar que
moría la alegre conversación de popa. Los soldados se levantaron con rostros
solemnes—. No debes tratarlos con demasiada familiaridad —dijo en voz baja
cuando Ahmose se le acercó sonriendo—. Es peligroso crear la ilusión de que el
espacio que los separa de ti puede ser cruzado.
Ahmose le dirigió una mirada burlona.
—Claro que no lo pueden cruzar —dijo en voz baja—. Pero tampoco debemos
permitir que sea tan ancho que ni siquiera alcancen a verme. O a verte a ti. Kamose.

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¿Qué sucede? ¿Estás celoso de unos zafios?
No, pensó Kamose, odiándose por su mezquindad. Amón, ayúdame, tengo celos
de ti, Ahmose.
Los días siguientes fueron agradables; el constante fluir del agua bajo la quilla, el
paso invariable de las orillas, la simple rutina de la vida en la embarcación, todo
alimentaba la fantasía de que el viaje era de placer. Ni siquiera la llegada de
exploradores del norte y el despacho de heraldos en la misma dirección consiguieron
alterar el aire de relajación que no sólo los hermanos, sino también los medjay,
disfrutaban. Pasaban el tiempo en grupo junto a la borda, lanzando exclamaciones
ante el paisaje siempre cambiante o bailando con los brazos abiertos al son monótono
de sus pequeños tambores. A la caída del sol, el sonido comenzaba a convertirse en
un eco en los confines del agua, como si en las orillas del Nilo se alinearan medjay
invisibles que devolvieran el rítmico saludo de sus parientes en una especie de ritual
de la tribu.
Ahmose se quejaba de que el sonido le daba dolor de cabeza, pero Kamose
disfrutaba de lo bárbaro de la música. Despertaba algo primitivo en su interior, algo
que se insinuaba a través del rígido control que trataba de mantener sobre sus
pensamientos y que lo desvanecía si el ruido de los tambores se extendía hasta muy
tarde mientras reposaba adormilado en su catre de campaña. Muchas veces tenía la
sensación de que, bajo esa sensual compulsión, la mujer de sus sueños podría ir hacia
él, que tal vez la viera en sueños mientras sus defensas estuvieran bajas. Pero a pesar
de que la imagen de su subconsciente se suavizaba con la sensualidad que hacía tanto
tiempo que se negaba despierto, ella permanecía esquiva.
En Aabtu, Ahmose y él se detuvieron para adorar a Osiris y a Khentiamentiu, y
para presentar sus respetos a la esposa de Ankhmahor. Kamose permitió que el jefe
de sus Seguidores pasara una noche y buena parte del día siguiente en su casa antes
de zarpar rumbo a Akhmin, y con rapidez volvió a restablecer la rutina de la vida en
el río. Kamose no vio la necesidad de detenerse en Akhmin ni en Badari. El Nilo ya
había llegado a su altura habitual, los campos estaban desnudos y, desde su práctico
punto de vista, las tareas agrícolas se estaban realizando correctamente. Los diques se
estaban reparando, y no pasaba un solo día sin que viera mujeres con bolsas colgadas
alrededor de sus fuertes cuellos, arrojando lluvias de preciosas semillas en la tierra
que las esperaba. Se acercaron a Qes y lo pasaron sin problemas. Kamose tenía la
impresión de que los fantasmas de aquel lugar habían sido exorcizados el año
anterior, cuando la flota pasó en silencio junto al sendero que iba del pueblo al río, y
su mente estaba llena de recuerdos de su padre y del calor y la desesperación de la
última batalla de Seqenenra. Ahora el sendero resplandecía polvoriento bajo la
brillante luz matinal e invitaba al viajero a seguirlo hasta los acantilados y el racimo
que casas que se apiñaban más allá.

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—Parece muy tranquilo, ¿verdad? —comentó Ahmose mientras lo observaban—.
Me han dicho que Qes tiene un pequeño y bonito templo en honor a Hathor. Aahmes-
Nefertari siempre ha querido visitarlo. Cuando volvamos, debo acordarme de llevarla
allí. —Se volvió a mirar a Kamose—. Después viene Dashlut —dijo—. De allí en
adelante no creo que tengamos ganas de mirar las orillas, Kamose. El paisaje no será
tan idílico. Tal vez desees sentarte conmigo en el camarote y preparar la estrategia
que presentarás a los príncipes que nos esperan en el oasis. Llevamos mucho tiempo
dedicados al ocio.
—Supongo que debemos hacerlo —reconoció Kamose—. Pero no hay mucho
que pensar. ¿Trasladamos el ejército a Het-Uart y empezamos otro sitio o
permanecemos en el oasis hasta haber ideado otro plan más eficiente de victoria?
—¿Qué alternativa tenemos, aparte de iniciar de nuevo el sitio? —dijo Ahmose
—. Y esta vez debemos estar seguros de haber introducido espías en la ciudad con un
plan para que nos hagan llegar sus informaciones. —Tocó el brazo de Kamose—.
Ramose sería perfecto. Es inteligente y está lleno de recursos. Ha estado en Het-Uart
con su padre y haría cualquier cosa con tal de poder estar más cerca de Tani.
Kamose lo miró a los ojos. Ahmose le devolvió la mirada con frialdad.
—Te refieres a que Ramose sería un herramienta perfecta —dijo Kamose
pensativo—. ¿Pero podemos confiar en él, Ahmose? Hemos matado a su padre, lo
hemos separado de su madre, entregamos su herencia a Meketra. No cabe duda de
que es un hombre íntegro, ¿pero hasta qué punto podemos empujarlo? Además, —
miró las palmeras que se movían en la brisa-I Ramose es mi amigo.
—Razón de más para utilizado —insistió Ahmose—. O más bien para permitir
que él se deje utilizar. El afecto entre vosotros se remonta a muchos años atrás,
Kamose. Pienso en Hor-Aha.
Dejó de mirar a su hermano y observó la orilla. —Lo has nombrado príncipe. Lo
has puesto por encima del resto de los nobles a pesar del obvio resentimiento que les
provoca su capacidad. O por lo menos es lo que les dices. A mí me dices que es una
cuestión de lealtad. Eres lo suficientemente despiadado para premiar la lealtad coa el
peligro pero vacilas a la hora de someter la amistad a la misma prueba. ¿Es que la
lealtad es menos admirable que la amistad?— Kamose volvió la cabeza, pero
Ahmose se negó a mirarlo. Su mirada permaneció clavada en el plácido paisaje que
se deslizaba ante ellos. —¿No somos todos de provecho para la gran roca de tu
implacable voluntad? ¿Por qué no Ramose?
Porque a pesar de todo, Ramose me quiere, tema ganas de decir Kamose. Porque
los hombres que me rodean muestran rostros de obediencia y de respeto, pero no sé lo
que hay dentro de sus corazones, ni siquiera en el de Hor-Aha. Una y otra vez ha
demostrado la lealtad de la que tú hablas, pero sé que está teñida de ambición, no de
amor. No lo condeno. Estoy agradecido. Sin embargo, hay muy pocos que me quieran

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realmente, Ahmose, y los valoro demasiado para poner en peligro ese afecto.
—No —contestó por fin—. La lealtad puede ir más allá que la amistad, porque es
una emoción más duradera y profunda que sobrevivirá a muchos abusos antes de
morir. Pero Ramose ya ha sufrido mucho. Es así de simple.
La conversación viró hacia aguas más tranquilas, pero en los momentos de
quietud, Kamose recordaba las palabras de su hermano y se descubrió meditándolas
desapasionadamente. Ramose era, sin duda, un hombre inteligente y lleno de
recursos. Sin duda alguna conocía la ciudad de Het-Uart. ¿Si no fuéramos amigos de
la infancia, si él fuese uno de mis oficiales, vacilaría en convertirlo en un espía?, se
preguntó con tanta honestidad como pudo. ¿Estoy poniendo mi soledad por encima
del bienestar de Egipto? Por fin dejó de hacerse esa pregunta. Ya habría tiempo para
pensarlo durante el largo camino desde el Nilo hasta el Oasis.
Pasaron por Dashlut justo después del anochecer, cuando el reflejo del sol todavía
perduraba. Un silencio cayó sobre los viajeros cuando el pueblo, ya a oscuras, pasó
frente a ellos. Nada se movía. Ningún perro ladraba, ningún niño chapoteaba en el
agua, de los portales no surgía ningún olor a comida. Un largo parche de tierra negra
llenaba el terreno entre el río y las primeras casas, y al mirarlo, Kamose volvió a
sentir la flecha entre los dedos y el peso del arco cuando la lanzó. El nombre del
alcalde era Setnub y sus huesos permanecían mezclados con los de los habitantes de
la ciudad en aquel frío residuo de fuego.
—¿Dónde están? —murmuró.
Ahmose se movió.
—Están allí —dijo en voz baja—. Los campos están mal atendidos, pero alguien
ha estado intentando sembrar. Debe hacerse, Kamose. Ambos lo sabemos. Quedan las
mujeres y muchos niños. Dashlut no está completamente muerta.
Kamose no contestó y los medjay no rompieron el silencio hasta que la
melancólica ciudad desapareció tras ellos.
Pasaron la noche fuera de la vista de Khemennu, pero Kamose envió un mensaje
a Meketra advirtiéndole de su proximidad, y a la madrugada, una delegación esperaba
en el embarcadero para darles la bienvenida. Kamose bajó la rampa y pisó los
escalones para recibir el homenaje de los hombres allí reunidos y notó con alivio que
el príncipe no había desperdiciado los meses del invierno. No vio ninguna evidencia
de la carnicería del año anterior. Los muelles estaban en plena actividad. Mulas
cargadas cubrían el espacio entre el Nilo y la ciudad. Los niños corrían y gritaban y
un grupo de mujeres, hundidas hasta las rodillas en el río, golpeaban contra las
piedras la ropa que lavaban mientras charlaban.
—No has estado ocioso, príncipe —comentó Kamose con aprobación en el
momento en que Meketra se enderezaba de su reverencia, y juntos caminaron hacia la
ciudad. Meketra sonreía.

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—He recibido a los hombres supervivientes de Dashlut y a sus familias —explicó
nervioso—. No son muchos, pero los puse a trabajar inmediatamente. Las calles están
limpias y las casas encaladas. Naturalmente, muchas de ellas están vacías. Las viudas
se han mudado y viven con sus parientes. Trabajan en los campos de Khemennu a
cambio de alimentos de los graneros y almacenes. Todas las armas descartadas el año
anterior han sido recogidas y reparadas por si te hacen falta, Majestad. Todavía no
puedo abrir las canteras de Hatnub. No hay bastantes hombres para un trabajo tan
pesado. Cuando hayas ganado la guerra nos mandarás hombres, ¿verdad, Majestad?
Kamose luchó contra la irritación que le provocaban las palabras con las que
Meketra se felicitaba a sí mismo. El príncipe había logrado mucho desde que Kamose
le ordenó salir de Nefrusi y hacerse cargo del estado que antes gobernaba Teti. Las
calles habían sido rastrilladas para que no quedara en ellas tierra manchada de sangre,
la basura, retirada, y las casas volvían a brillar encaladas.
—Te felicito —consiguió decir, obligándose a hablar con calor—. Has actuado
muy bien, Meketra. Naturalmente, todavía no te puedo prometer nada, y aun cuando
hayamos triunfado tendré que mantener un ejército, pero no olvidaré tu petición. —
Acababan de llegar a la avenida que conducía al templo de Tot y Kamose se detuvo
—. Debo ofrecerle mis respetos al dios. Después romperemos contigo nuestro ayuno.
No esperó la reverencia de Meketra sino que se volvió con rapidez, con Ahmose a
su lado.
—Ten cuidado, Kamose —le susurró Ahmose cuando se acercaban al pilón—. No
debe saber que te disgusta. En realidad, ha hecho un verdadero milagro en este lugar.
—Lo sé —dijo Kamose—. La culpa es mía, no suya. Sin embargo, algo me dice
que por cada logro que obtenga espera ser ampliamente recompensado, en
preferencias o en bienes. Eso no es lealtad.
—Es una especie de lealtad —murmuró Ahmose con sequedad—, pero no la que
uno espera de un noble. Pero a pesar de todo es útil.
Leal, pensó Kamose. Útil. ¿Hemos vuelto a eso, Ahmose? Se inclinó y después de
quitarse las sandalias, comenzó a cruzar el amplio atrio exterior.
Reconoció al sacerdote que estaba en el atrio interior y que los observaba
acercarse. El hombre inclinó la cabeza en un saludo impersonal y nada se pudo leer
en su expresión. Cuando llegaron donde estaba, Kamose levantó sus sandalias.
—Esta vez no están manchadas de sangre —dijo. Los ojos fríos del sacerdote
pasaron de las sandalias al rostro de Kamose.
—¿Has traído un regalo, Kamose Tao? —preguntó.
—Sí —contestó Kamose con tranquilidad—. Te he dado al príncipe Meketra.
Déjame advertirte, sacerdote. Soy indulgente con tu velada insolencia porque la
última vez que entré en los dominios de Tot no estaba purificado, pero aquí acaba mi
tolerancia. Puedo ordenarle a Meketra que te haga reemplazar. Eres un hombre que

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no teme defender a su dios y su concepto de Ma’at, y te admiro por ello, pero no
vacilaré en disciplinarte si te niegas a tratarme con la reverencia que mi sangre exige.
¿Me has comprendido?
—Perfectamente, Majestad. —El hombre se hizo a un lado pero no se inclinó—.
Entra y haz tu homenaje a Tot.
Cruzaron el atrio interior, más pequeño, y se prosternaron frente a la puerta del
santuario, rezando en silencio, pero Kamose dudó que el dios escuchara sus palabras
porque no conseguía pensar en ellas. Recordaba a los dos heridos que estaban
tendidos en el atrio exterior, a las mujeres sollozantes, a los pocos y atareados físicos,
la atmósfera de hostilidad que Ahmose y él debieron vadear como si fueran agua
sucia. Khemennu jamás será mía, pensó mientras se levantaba. Fue de Teti, y por lo
tanto de Apepa, durante demasiado tiempo. ¿Y qué hay de ti, gran Tot, con tu pico de
ibis y tu pequeños ojos sabios? ¿Te regocijas al ver la reforma de Egipto o tu divino
deseo es opuesto al de Amón? Suspiró y el sonido se magnificó en ecos susurrantes.
Cogió el brazo de su hermanó y pasó junto a la exagerada reverencia del sacerdote, y
salieron a la luz brillante del sol.
Le resultó incómodo sentarse en el salón de recepciones de la casa a la que había
ido tantas veces durante su juventud y ver a extraños que se inclinaban sobre las
mesas minúsculas para hablarle con voces que no reconocía. La mayor parte de los
muebles de Teti habían desaparecido, pero Kamose notó que las piezas conservadas
por la mujer de Meketra eran las más hermosas y caras. Pensó en su madre quien, en
las mismas circunstancias, sin duda las habría regalado antes de beneficiarse a costa
de alguien caído. No soy justo, se dijo Kamose mientras sonreía y asentía a los que se
dirigían a él. Esta casa fue suya antes de pertenecer a Teti. Deben considerar su
contenido como una reparación por los años de exilio en Nefrusi. Pero la mujer de
Meketra no le gustaba más que el mismo Meketra y uno de los hijos del príncipe se
había puesto un aro que Kamose había visto colgando de una oreja de Ramose.
Meketra sonreía con tolerancia mientras su familia charlaba sin cesar, narrando a
los hermanos historias reales de las dificultades sufridas fuera del fuerte, la Maldad y
la grosería de la esposa de Teti y, por supuesto, los monumentales esfuerzos
realizados por Meketra para reconstruir Khemennu. Kamose se vio en la obligación
de recordarles con autoridad que estaban hablando mal de sus parientes políticos y
por fin, con considerable alivio, Ahmose y él se retiraron.
—Es probable que Apepa enviase a Meketra a Nefrusi para librar a Khemennu de
la lengua y de los chismes de esa mujer —comentó Ahmose cuando Ankhmahor y los
Seguidores los rodearon y emprendieron el camino a la nave—. Se ha librado de los
sirvientes de Teti, ¿lo has notado, Kamose?, pero en cambio ha conservado las
fuentes de plata que Aahotep le regaló a Nefer-Sakharu.
Subió la pasarela tras Kamose y se sentó bajo la sombrilla. Kamose hizo una seña

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al capitán y los marineros que estaban en tierra comenzaron soltar las amarras.
—Son muy mal educados —coincidió Kamose—. Pero ésa es una molestia leve.
Lo grave será saber si merecen o no nuestra confianza. Gracias a Amón es algo por lo
que no tenemos que preocuparnos ahora. ¡Akhtoy! Tráeme vino de Weset. Tengo la
sensación de tener la boca sucia.
Nefrusi quedaba a corta distancia a favor de la corriente y allí; lo mismo que en
Khemennu, encontraron grandes cambios. Mientras su embarcación amarraba a
últimas horas de la tarde, Kamose buscó en vano las gruesas paredes del fuerte y las
fuertes puertas que le habrían causado tanto retraso si no hubiera sido por Meketra.
Montones de escombros cubrían el terreno, junto a piedras rotas y ladrillos que los
campesinos revisaban en busca de algo útil para reparar sus viviendas o moler su
grano. El capitán que Kamose había dejado a cargo de la demolición, se encaminó a
la pasarela e hizo una reverencia al ver descender a Kamose y a Ahmose. Estaba
cubierto de polvo y sonreía. Kamose lo recibió con afabilidad.
—No he tenido problemas con los obreros setiu, Majestad —dijo el hombre en
respuesta a la pregunta de Kamose—. Creo que dentro de un mes el terreno estará
aplanado. ¿Qué debo hacer con los hombres entonces? He dejado en pie el cuartel
como refugio.
Kamose lo pensó.
—Pueden quedarse a vivir en el cuartel —decidió—. Tú y tus ayudantes podéis
mudaros a la casa que abandonó la familia del príncipe Meketra. Haz que los setiu
allanen este terreno y después de la próxima inundación podrán convertirse en
campesinos. Ya debes de conocerlos bien a todos. Mata a los que todavía estén
resentidos y continúa vigilando al resto para que ninguno de ellos pueda huir al norte.
Sepáralos de los campesinos locales, por lo menos hasta que haya tomado Het-Uart, y
envíame informes con regularidad. Has trabajado bien aquí. Me alegra poder dejar
Nefrusi en tus manos. ¿Necesitas algo?
El hombre se inclinó en una reverencia.
—Si vamos a convertirnos en un pueblo, sería conveniente tener un físico —dijo
—. También un sacerdote para que sirva en el santuario de Amón que me gustaría
edificar. Otro escriba también nos ahorraría mucho trabajo.
Kamose se volvió hacia Ipi, que escribía furiosamente.
—¿Lo has anotado? —preguntó, Ipi asintió—. Muy bien, tendrás lo que necesitas,
capitán, Ipi redactará un requerimiento para que lo lleves a Khemennu. Usalo
juiciosamente. Te dará también autoridad para entrar en los graneros y en los
almacenes, hasta que los setiu comiencen a producir trigo y verduras. Si se portan
bien, tal vez el año que viene podamos ofrecerles esposas.
El capitán miró a Kamose con incertidumbre, pero al ver la sonrisa del rey, rió.
—Las mujeres multiplicarían mis problemas, Majestad —dijo—. Son un lujo del

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que los extranjeros pueden prescindir, al menos por ahora. Te lo agradezco, Majestad,
y si me permites retirarme, volveré a mi trabajo.
—Que se descargue vino y carne para el capitán y sus soldados —ordenó Kamose
a su escriba mientras subía a la embarcación—. Y toma nota de que, si todo sigue
bien aquí, el capitán debe ser ascendido. —Se desperezó—. Hoy siento el corazón
ligero, Ahmose. No seguiremos el viaje hasta mañana. Het-Nefer-Apu está sólo tres
mil estadios de distancia con la corriente a favor y estamos yendo a buen ritmo.
Menhir todavía no está sobre nosotros.
—Me pregunto lo que veremos antes de llegar allí —murmuró Ahmose—. El año
pasado destruimos diez pueblos, Kamose. Supongo que los campos estarán llenos de
mala hierba.
Kamose no contestó. Se dio la vuelta bruscamente, entró en el camarote y cerró la
puerta.
Tal como predijo Ahmose, las tierras a partir de Nefrusi se veían abandonadas.
Extensiones marrones de tierra sin cultivar de la que sobresalían islotes de mala
hierba. Aquí y allá se habían desmoronado los canales de riego y sobre la tierra sin
atender había viejos nidos, huesos de animales, ramas de árboles y otros desperdicios.
Cerca de las aldeas destrozadas, grupos de mujeres y niños se inclinaban sobre
pequeños trozos de tierra que habían limpiado. Ni siquiera se enderezaron al ver
pasar la flotilla.
—Dales grano, Kamose —rogó Ahmose—. ¡A nosotros nos sobra!
Pero Kamose, con la boca convertida en una fina raya, negó con la cabeza.
—No. Deja que sufran. Les daremos campesinos de nuestro territorio que llenarán
esas casas miserables con niños egipcios, no con mulatos setiu. ¡Ankhmahor!
¡Ordena a los medjay que dejen de hacer ruido! ¡No está bien con la tristeza que nos
rodea!
Con sabiduría, Ahmose no intentó discutir con él y los hermanos no volvieron a
hablar mientras los tristes estadios iban pasando tras ellos.
Un día después de haber pasado por Het-Nefer-Apu, encontraron a los
exploradores que vigilaban permanentemente el tráfico del río y les resultó un gran
alivio que, incluso antes de ver la ciudad, se oyeran los sonidos de la armada, que
llenaban el aire límpido y se mezclaban con el polvo del campamento. Los medjay
comenzaron a hablar con excitación. El capitán de la embarcación de Kamose corrió
a ponerse junto al timonel, y alternativamente impartía órdenes y gritaba advertencias
a los capitanes de las grandes embarcaciones de cedro que llenaban el río. Los
heraldos de las orillas comenzaron a unir sus voces a la alegría general y Kamose oyó
las frases que pasaban de boca en boca: «¡El rey está aquí! ¡Ha llegado Su Majestad!
¡Preparaos para recibir al Poderoso Toro!». Los marineros salían de las tiendas que se
alineaban junto al Nilo para inclinarse con reverencia y mirar fijamente al rey, y más

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allá surgió la ciudad, un grupo de edificios bajos alrededor de los cuales caminaban
hombres atareados, burros y carros cargados. El clamor envolvió a los hermanos y
Kamose sintió que se relajaba después del peso de la melancolía y de los silenciosos
escenarios por los que habían pasado.
Ahmose y él, seguidos por Akhtoy y por Ipi, llegaron al pie de la pasarela y los
Seguidores tomaron de inmediato sus posiciones alrededor de los reales hermanos.
Después de conceder permiso a los oficiales medjay para que permitieran
desembarcar a los arqueros, Kamose se encaminó hacia la tienda más grande, un poco
alejada de las demás, pero antes de que llegara salieron Paheri y Baba-Abana y se les
acercaron por el sendero desigual. Ambos se arrodillaron y pusieron la cabeza en el
suelo. Kamose les pidió que se levantaran y juntos entraron en la tienda. Paheri
señaló un sillón y, después de aceptarlo, Kamose les hizo señas para que también se
sentaran. Ahmose se instaló en un banco, pero Paheri y Baba-Abana lo hicieron de
piernas cruzadas en la alfombra gastada. A pesar de que la tienda era espaciosa,
estaba escasamente amueblada. Del techo colgaba una lámpara que la brisa mecía con
suavidad. Había dos catres de campaña muy separados el uno del otro. En el extremo
cerrado de la tienda había una mesa y bajo ella un cofre. A su lado, un escriba hacía
una profunda reverencia. Detrás de la mesa había un sencillo sagrario de viaje hecho
de cobre. Frente a la abertura de la tienda esperaba un sirviente. Akhtoy se unió a él.
Ipi se instaló en la alfombra, junto a los pies de Kamose, y comenzó a arreglar la
escribanía.
Kamose examinó a sus dos oficiales navales, Paheri miraba a su alrededor con el
entrecejo levemente fruncido, sin duda comprobando en su mente una lista invisible.
Todo, desde su espalda recta hasta las manos tranquilamente juntas y su aire de
preocupada autoridad, hablaba de sus años de administrador en Nekheb. Sin
embargo, Baba-Abana estaba sentado con tranquilidad, el shenti arrugado sobre los
muslos, los dedos rugosos trazando ante sus piernas cruzadas un dibujo distraído en
la alfombra.
—Dadme vuestros informes —dijo Kamose. Paheri se aclaró la garganta, alargó
la mano para recibir el gran papiro que su escriba le entregó y le dirigió a Kamose
una mirada severa aunque impersonal.
—Creo que estarás muy satisfecho con lo que fiaba y yo hemos hecho con los
soldados que dejaste a nuestro cargo —dijo—. Todos nosotros, tanto oficiales como
soldados, hemos trabajado mucho para tener una armada eficaz. Mis operarios de
Nekheb se han asegurado de que las treinta embarcaciones de cedro que nos dejaste
estén perfectamente reparadas. Tengo un informe sobre cada una de ellas, los
nombres de sus oficiales y marineros y las habilidades de cada uno de ellos.
Aproximadamente uno de cada cinco soldados no sabía nadar cuando comenzamos su
entrenamiento. Ahora no sólo nadan, sino que también saben zambullirse.

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—Impusimos la regla de que si algún marinero dejaba caer al agua una de sus
armas era responsable de recuperarla —interrumpió Abana—. Al principio, tuvimos
que contratar a unos muchachos del lugar para que se zambulleran en busca de
espadas y hachas, y les negábamos cerveza a los marineros culpables, pero ahora se
han convertido en buenos marinos y ni siquiera pierden sus armas, y si les sucede se
zambullen para buscarlas.
Paheri volvió a abrir la boca y se disponía a leer el casi interminable papiro
cuando Kamose lo interrumpió.
—Supongo que tenéis copias de vuestras listas —dijo—. Entregádselas a Ipi y las
leeré con tranquilidad. De esa manera podré estudiar más a fondo su contenido. Os
felicito a ambos por las clases de natación. Un hombre que se ahoga durante una
batalla supone una pérdida tonta e innecesaria. Veo que he depositado mi confianza
en los hombres indicados. —No lo dijo para congraciarse con ellos y el halago fue
recibido como justo—. Ahora quiero que me habléis del entrenamiento.
Paheri asintió, pero antes de hablar le hizo una seña al sirviente que esperaba
junto a la entrada de la tienda. El hombre hizo una reverencia y desapareció.
—Baba y yo planeamos una estrategia —explicó Paheri—, pero fue Baba quien
se encargó de desarrollarla. Abandonamos los ejercicios en tierra firme. Los soldados
comieron, durmieron y se ejercitaron en las embarcaciones durante los primeros dos
meses, y después se les permitió levantar tiendas en la orilla si resultaban victoriosos
en uno de los combates que organizábamos cada semana.
—Me alegro de que Vuestra Majestad no estuviera aquí durante los primeros y
desgraciados intentos de batalla naval —dijo Abana con una sonrisa—. Barcas que
chocaban unas con otras, remos que se enredaban y se rompían, soldados que perdían
el equilibrio cuando sus embarcaciones se escoraban, capitanes que se maldecían
entre ellos. Y, por supuesto, una verdadera lluvia de espadas, hachas y dagas que se
hundían en el río. Aquéllos fueron días de frustración. A Vuestra Majestad le agradará
saber que sólo un puñado de armas fueron irrecuperables. —Enderezó las piernas y se
apoyó en las manos—. Garantizo que los marinos de Apepa parecerán novatos y
torpes al lado de los nuestros.
—No creo que Apepa tenga una fuerza naval preocupante —intervino Ahmose—.
Ha dejado los canales en manos de los comerciantes y los ciudadanos, y confía en lo
invulnerables que son sus puertas. ¿Y cómo está la moral de los soldados, Paheri?
¿Habéis tenido suficientes provisiones?
Paheri se permitió una levísima sonrisa.
—La moral de la tropa es excelente, Alteza. Me resulta difícil creer que esa
multitud de campesinos gruñones que reunisteis se haya convertido en lo que veréis
mañana. Los oficiales han preparado una demostración de habilidad y disciplina de la
que creo que disfrutaréis. En cuanto a las provisiones, hemos sido generosos. Si un

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soldado tiene hambre, no pelea bien. Tenemos grano y verduras suficientes hasta la
próxima cosecha. Todos los campos que rodean la ciudad ya han sido sembrados.
No cabe duda que puede enumerar la cantidad de trigo usado, la restante, y hasta
el peso de los granos sembrados, pensó Kamose con admiración. Era un buen alcalde
y se ha convertido en un excelente organizador.
En aquel momento entró un pequeño desfile de sirvientes con fuentes que
llenaron el ambiente del olor de comida caliente. A un gesto de Paheri comenzaron a
servirla y Kamose se dio cuenta de que por primera vez en muchos días estaba
hambriento. Este hombre no olvida nada, pensó mientras observaba el ganso asado y
relleno que otro sirviente depositaba en una mesa junto a la suya y luego pan
embebido en aceite de oliva. Le fueron mostrados dos jarros y Kamose eligió la
cerveza y observó con satisfacción el líquido oscuro que iba llenando su taza.
—Creo que te retiraré de la armada y te pondré al mando de la intendencia, Paheri
—bromeó mientras relamía el aceite de sus dedos.
El rostro de Paheri adquirió una expresión de ansiedad.
—Majestad, soy tuyo para lo que mandes, pero te ruego que consideres eso…
Kamose lanzó una carcajada.
—No soy tan necio como para alejar de sus embarcaciones a un constructor por
herencia de barcos —aclaró—. Sólo bromeaba, Paheri. Estoy más que satisfecho con
todo lo que habéis logrado aquí.
Mientras comían la conversación se generalizó, pero no se alejó de los intereses
de los militares. Abana interrogó a los hermanos sobre los medjay, preguntó de qué
parte de Wawat procedían, cuántas tribus diferentes formaban la división de cinco mil
hombres que Kamose mantuvo a su lado, cómo habían adquirido su habilidad
legendaria como arqueros. Kamose no logró percibir ninguna clase de prejuicio en su
voz, sólo un deseo de saber que trató de satisfacer en todo lo que pudo.
—Son preguntas que le debes hacer al general Hor-Aha —confesó por fin—. El
conoce mejor que nadie a los medjay, puesto que los trajo de Wawat. Lo único que sé
es que no habríamos podido avanzar por el río con tanta rapidez como lo hicimos el
año pasado sin su sorprendente habilidad con los arcos. Ni siquiera sé a qué extraños
dioses veneran.
—Les intrigan Wepwawet de Djawati y Khentiamentiu de Aabtu —dijo Ahmose
—. Ambos son egipcios, dioses chacal de la guerra. Pero parecen seguir una extraña
religión según la cual ciertas piedras o árboles contienen espíritus malignos a quienes
es necesario aplacar y todos llevan consigo un fetiche para protegerlos de sus
enemigos.
—¿Hor-Aha también? —preguntó Kamose sorprendido.
Ahmose asintió, con la boca llena de torta de sésamo.
—Lleva un retal de lino que nuestro padre utilizó una vez para empapar la sangre

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de una herida poco profunda. En una ocasión me lo mostró. Lo lleva doblado en una
pequeña bolsa de cuero cosida a su cinturón.
—¡Dioses! —murmuró Kamose, y cambió de tema.
Cuando terminaron de devorar la comida, Paheri los llevó a la ciudad para
inspeccionar los almacenes y luego las tiendas de los soldados. En todas partes
Kamose quedó impresionado por la pulcritud de las pertenencias de aquellos
hombres, por la limpieza de su ropa poco abundante, y por el cuidado con que
trataban sus armas. Las espadas relucían afiladas y limpias, las cuerdas de los arcos
estaban aceitadas, las cuerdas que unen las cabezas de las hachas con sus mangos no
estaban deshilachadas y estaban tensas. Kamose se movió deferente entre los
hombres, con una pregunta para uno, una palabra de aliento para otro, y mientras
avanzaba fue plenamente consciente de que por fin era el jefe supremo de una fuerza
que podría llamarse armada.
Antes de retirarse a su barco prometió que al día siguiente estaría presente en las
maniobras que Paheri y Abana querían que viera y recibió una gran cantidad de
papiros de manos del escriba de Paheri.
—Éstos son los informes redactados por nuestros exploradores en el Delta —
explicó Paheri—. Muchos te fueron enviados a Weset, Majestad, pero quizás quieras
refrescar tu memoria con estas copias. También encontrarás un papiro del general
Hor-Aha. Está sellado y llegó con instrucciones de serte entregado personalmente
cuando llegaras. He obedecido.
Kamose le pasó los papiros a Ipi.
—¿Habéis apresado espías setiu en las cercanías? —le preguntó a Paheri.
El hombre negó con la cabeza.
—Creí que tendría que enfrentarme a alguno, pero nuestros exploradores no han
encontrado ninguno más al sur de Ta-She. Opino que a Apepa no le interesa lo que
hacemos porque considera que Het-Uart es inviolable y no saldrá de su ciudad.
—Ésa es también mi opinión. Gracias.
Pensativo, subió la rampa y entró en el camarote seguido de cerca por Ipi. De
alguna manera debemos lograr que Apepa abra sus puertas, pensó. Será necesario
persuadirlo, pero ¿cómo? Se sentó en el borde de su catre lanzando un suspiro. La
mañana había estado llena de acontecimientos. La figura de Ahmose oscureció la
entrada y Akhtoy se inclinó para quitarle las sandalias a su rey.
—También estoy listo para pasar un rato en mi catre —dijo Ahmose bostezando
—. Esos dos han hecho maravillas aquí, Kamose. Creo que merecen alguna clase de
reconocimiento. ¿Piensas leer los despachos ahora? —preguntó mientras subía las
piernas al lecho.
—No. Más tarde. Te puedes retirar, Ipi. Akhtoy, dile al guardia de la puerta que
no se nos moleste durante un rato.

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Durmió como un niño, profundamente y sin soñar, y su despertar también fue
como el de un niño, súbito y con una profunda sensación de bienestar. Llamó a su
mayordomo, se hizo lavar y cambiar de ropa, pidió pan y queso y salió a sentarse
bajo la sombrilla de madera. Al poco, Ahmose se reunió con él. Comieron y bebieron
ligeramente y luego Kamose mandó buscar a Ipi.
—Será mejor que empecemos con el papiro de Hor-Aha. Léelo, Ipi —le dijo a su
escriba cuando el hombre estuvo sentado junto a sus pies descalzos.
Ipi rompió el sello y comenzó.
—«Para Vuestra Majestad el rey Kamose, Poderoso Toro de Ma’at y Vencedor de
los viles setiu, salud».
—Vencedor de los viles setiu —murmuró Ahmose—. Me gusta.
—«He dedicado mucho tiempo de este invierno a estudiar el asunto de Het-Uart y
a preguntarme cuál sería la estrategia de Vuestra Majestad durante la campaña de la
siguiente estación. Supongo que la elección del sitio de Het-Uart o bien la
fortificación de Nag-ta-Hert o de Het-Nefer-Apu contra una incursión del norte, junto
a una limpieza del territorio ya conquistado. Me gustaría proponer con humildad una
alternativa. Lo hago con audacia tan sólo porque soy el general de Vuestra Majestad y
porque Vuestra Majestad ha considerado adecuado consultarme anteriormente sobre
asuntos militares.
»Como Vuestra Majestad bien sabe, existen sólo dos caminos para entrar y salir
del oasis. Uno baja del lago de Ta-She y el otro corre hacia el oeste desde Het-Nefer-
Apu, lugar ya asegurado por la armada. Si se le pudiera informar a Apepa de que tu
ejército está en el oasis, y si sus generales pudieran ser persuadidos de abandonar
Het-Uart, se verían obligados a viajar a Uah-ta-Meh a través del desierto por Ta-She,
dado que la armada les impediría la posibilidad de acercarse a la otra ruta, la cual deja
al Nilo justo al norte de Het-Nefer-Apu.
»En ese caso, tú gozarías de dos ventajas. En primer lugar, el sendero del desierto
es muy rocoso y ambos senderos son muy estrechos. En segundo lugar, si tus tropas
se retiraran de Uah-ta-Meh hacia el Nilo y a la seguridad de Het-Nefer-Apu, los
oficiales de Apepa, además de lo que decidieran hacer, tendrían que enfrentarse a una
marcha extenuante para volver a Tah-She o avanzar en busca de tu ejército. Por lo
tanto, cuando se vieran obligados a enfrentarse tanto con el ejército como con la
armada, estarían cansados y desmoralizados. Confío en que Vuestra Majestad no se
sienta ofendido por mi temeridad al hacerte esta sugerencia. Espero con alegre
anticipación tu orden de volver con las tropas al Nilo o la llegada de tu real persona.
Extiendo mi devoción al príncipe Ahmose». —Ipi levantó la mirada—. Está firmado
príncipe y general Hor-Aha y fechado en el primer día de Tybi. ¿Quieres que te lo
vuelva a leer?
Kamose asintió y dirigió una mirada a Ahmose.

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Después de escuchar la segunda lectura, Kamose cogió el papiro y despidió a Ipi.
—A ver si lo entiendo —dijo Ahmose con lentitud—. Hor-Aha propone que de
alguna manera atraigamos a los setiu hacia el oasis y que, mientras llegan, nos
retiremos hacia el Nilo, para que cuando nos alcancen hayamos reunido todas
nuestras tropas, incluida la armada. Y así llegarán cansados y desmoralizados después
de un arduo viaje por el desierto.
—Eso parece.
—Está abogando por una batalla aquí, en Het-Nefer-Apu.
—En última instancia podría llegar a eso. —Kamose se golpeó pensativo la
barbilla con el papiro—. Pero ¿qué sentido tiene que Apepa se arriesgue a ese
movimiento cuando puede cerrar su ciudad igual que el año pasado y observarnos
desde las murallas correr de un lado para otro, como ratas muertas de hambre? El
tiene todas las ventajas. Puede permanecer allí sentado sin que nadie le moleste hasta
que nos veamos obligados a crear una frontera en Nag-ta-Hert o aquí, como lo señala
Hor-Aha, dividiendo Egipto en dos reinos o tierras, como hace muchos hentis. Con el
tiempo nos veríamos obligados a disgregar el ejército y a enviar a los hombres a
trabajar de nuevo la tierra para no enfrentarnos a la desaparición de los recursos
alimenticios, por no hablar de la desintegración de Egipto. —Suspiró—. Yo soñaba
con poder conquistar la ciudad durante este año, rompiendo los muros, deshaciendo
las puertas, pero mi sueño no era realista. ¿Tú qué crees?
Ahmose se mordió el labio.
—Existen varios problemas —dijo por fin—. Habría que convencer a Apepa de
que puede destruirnos en el oasis. Es un hombre cauteloso, por no decir tímido. No se
arriesgaría a tanto si no tuviera una gran posibilidad de éxito. Alguien tendría que
convencerlo de que creemos estar a salvo en Uah-ta-Meh. Alguien que pudiera actuar
convincentemente como traidor. Y, por otra parte, ¿por qué llegarían sus tropas a Het-
Nefer-Apu más extenuadas que las nuestras? El oasis tiene agua de sobra. Si los setiu
llegan al oasis y descubren que nos hemos ido, antes de seguirnos completarán sus
abastecimientos, tanto de agua como de comida, y nos alcanzarán en un excelente
estado de salud. No veo ninguna ventaja para nosotros en este plan.
—Salvo que si diera resultado nos ahorraríamos una segunda temporada de espera
ineficaz —dijo Kamose—. Los haría salir. Apepa no ha hecho el menor intento de
atacar a los cinco mil soldados que dejamos aquí con Paheri y Abana. Nos considera
demasiado desorganizados para preocuparse. Sabe que con el tiempo la rebelión se
desintegrará.
—Y será así, Kamose, a menos que podamos modificar nuestra táctica —dijo
Ahmose con suavidad—. La sugerencia de Hor-Aha es burda, debe ser
perfeccionada, pero es una alternativa que no habíamos considerado. Debemos ir al
oasis en lugar de hacer venir al ejército. Sabemos que no puede ser defendido y nunca

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pretendimos que lo fuera. Era simplemente un lugar muy secreto donde nuestros
hombres podían pasar el invierno. Pero debemos comprobar personalmente si este
plan sería o no conveniente como una trampa.
—¿A qué te refieres?
Ahmose se encogió de hombros.
—No estoy seguro, pero ¿y si una vez que llegaran los setiu no pudieran
conseguir agua fresca? ¿Y si fuera posible retirarnos al desierto y luego rodearlos?
Nunca hemos visto Uah-ta-Meh, Kamose. Por lo menos deberíamos ir a estudiar el
terreno. Tal vez entonces podríamos hacer algo decisivo. ¿De qué nos sirven una
espléndida marina y un ejército disciplinado si el enemigo no está dispuesto a luchar?
—Quería traerlos al este —dijo Kamose con desgana—. Perderíamos tiempo si
fuéramos al oasis sólo para descubrir que el plan de Hor-Aha es irrealizable. Sin
embargo, ¿quién puede asegurar que Amón no susurró el plan en el oído del general?
Volvamos a llamar a Ipi y sigamos con los despachos que Paheri nos entregó.
Aquella noche hubo una fiesta para los Taos y sus oficiales en casa del alcalde de
Het-Nefer-Apu. El ambiente era ruidoso y alegre. La inundación había sido buena,
estaba a punto comenzar una nueva campaña y no había escasez de cerveza. Ahmose
se entregó a las diversiones, pero Kamose, pese a estar deseando hacer lo mismo fue,
como siempre, un silencioso observador de las payasadas de sus compañeros. Su
mente estaba enfrascada en la propuesta del general, repasando las alternativas,
pensando en la manera de conseguir que diera resultado, buscando ocultas
dificultades. Soportó con amabilidad los festejos, sabiendo que se celebraban en su
honor, contestó a los saludos de los hombres y de las mujeres que llegaron hasta el
estrado para postrarse ante él y besarle los pies, pero mucho antes de que las lámparas
comenzaran a apagarse y los invitados borrachos cayeran inconscientes y saciados
sobre las mesas, estaba desando volver al silencio de su camarote.
A la mañana siguiente, él y un Ahmose muy pálido y somnoliento se instalaron en
un estrado junto al Nilo y observaron los ejercicios navales. Abana había organizado
una falsa batalla para demostrar la capacidad de sus marinos que, a plena luz del sol,
eran un espectáculo imponente. Las embarcaciones se movían de aquí para allí, las
órdenes de los oficiales resonaban agudas y claras, y los hombres obedecían con
precisión. Kamose quedó particularmente impresionado por el encuentro entre la
nave que debía ser abordada y los soldados que se aprestaban a hacerlo. Nadie cayó
al agua. Todos recuperaron en seguida el equilibrio necesario para luchar con las
espadas de madera que habían preparado para el ejercicio. Había marineros en la
orilla que proporcionaban blancos móviles para los arqueros que se alineaban en las
cubiertas balanceantes, y pese a ello las flechas disparadas encontraban siempre su
destino.
Los medjay, situados en los lugares desde donde podían tener los mejores puntos

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de vista, gritaban y silbaban en señal de aprobación. Paheri estaba sentado con los
hermanos, pero Abana se mantenía de pie sobre la embarcación que dirigía el
espectáculo, con los puños en las caderas y la voz resonando con claridad sobre las
aguas turbulentas mientras daba sus órdenes.
—¿Ves a ese joven de pie junto a Baba? —Le gritó Paheri a Kamose para ser oído
sobre tumulto—. Es su hijo Kay. Ha demostrado ser un buen soldado, pero lo más
importante es que es un excelente marino, igual que su padre, y sabe ganarse el
respeto de los hombres. Me gustaría recomendarlo para un ascenso, Majestad.
Kamose asintió sin contestar.
Cuando todo terminó y las embarcaciones se alinearon en una demostración de
destreza en las maniobras, Kamose se puso en pie y los alabó, aludiendo a episodios
de la batalla y concediéndoles el resto del día libre. Los hombres le vitorearon con
entusiasmo y a una orden de los oficiales comenzaron a dispersarse. Abana bajó
corriendo la pasarela de su embarcación, seguido por su hijo, y se acercó a Kamose
haciendo una profunda reverencia.
—Hace poco más de un año estos hombres eran campesinos —dijo Kamose—.
Los has transformado. Estoy admirado.
—Vuestra Majestad es muy bondadoso —replicó Abana sonriente—. Para mí ha
sido un placer poder hacer algo más que inspeccionar astilleros y reparar
embarcaciones para el comercio. Después de servir a las órdenes de tu padre Osiris
Seqenenra debo confesar que, hasta hace muy poco tiempo, mi vida me parecía
completamente trivial. —Cogió el brazo de su hijo y lo empujó hacia adelante—. Me
gustaría que dirigieras tu atención sobre mi hijo Kay.
Kamose observó con rapidez el pecho fuerte del muchacho, el pelo rizado y las
facciones iguales a las de Baba.
—¿Has estado a las órdenes de tu padre, Kay? —preguntó. El joven se inclinó
ante él.
—Así es, Majestad.
—¿Y qué piensas de la falsa batalla que hemos visto hoy?
Kay lo pensó un instante y luego contestó con audacia.
—La embarcación de mi padre, La ofrenda, estuvo bien. Su tripulación es la más
disciplinada de la flota. Me alegró comprobar que El brillo de Ma’at ha mejorado en
lo que se refiere a las maniobras rápidas. Sus marineros han tenido dificultades para
controlar la embarcación con suavidad. Pero La barca de Amen y La belleza de Nut
lograron mantener su ventaja por un pelo. Sus tripulantes todavía no dominan por
entero el arte de tirar con el arco sobre la cubierta de un barco en movimiento, pero
trabajan con denuedo y no cabe duda de que están mejorando.
—¿Cuál fue la embarcación que tuvo la peor actuación?
—El Norte —contestó Kay enseguida—. Los remeros estuvieron lentos, el

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timonel se dejó llevar por el pánico y cuando se les dio la orden de abordaje, los
marineros cayeron unos sobre otros.
—Es cierto —dijo Kamose sonriendo—. Entonces creo que debes ser el capitán
del Norte y conseguir que su tripulación mejore su rendimiento. Paheri te ha
recomendado para un ascenso. ¿Qué edad tienes?
—¡Majestad! —exclamó el joven—. ¡Eres generoso! Nada me gustaría tanto
como poner al Norte en óptimas condiciones de combate. Te prometo que la
convertiré en la mejor embarcación de la flota. Perdona mi exabrupto —terminó
diciendo ya más tranquilo—. Tengo veinte años.
—Muy bien. Espero que me sirvas con honestidad y con el mayor empeño como
capitán de tu barco. Puedes retirarte.
Kay hizo una reverencia y se alejó con el rostro iluminado de alegría. Lo
observaron correr hacia el Norte y quedarse allí, contemplando su nueva
responsabilidad.
—Haz lo que te parezca con el antiguo capitán del Norte —le dijo Kamose a
Baba—. Supongo que conoces sus debilidades. Colócalo en algún lugar donde sus
habilidades puedan resultarnos de utilidad.
—No te arrepentirás de la fe que has depositado en mi hijo —dijo Abana—. Y
gracias, Paheri, por haberlo destacado a los ojos de Su Majestad.
Kamose inclinó la cabeza.
—Tú y Paheri tenéis talentos diferentes-dijo, —pero nunca he visto a dos
hombres que se complementen tan bien. Dejo mi flota en buenas manos.
—Vuestra Majestad es bondadoso —respondió Abana—. Gracias. Me habría
resultado un inconveniente tener que actuar con deferencia con cualquier otro a quien
hubieras designando. Y a pesar de todo, suelo gritar a Paheri.
Ambos sonrieron. Por un instante, Paheri perdió su expresión seria y remilgada.
—Eres realmente generoso, Majestad, y haremos todo lo posible por honrar la
confianza que nos has dispensado —dijo—. ¿Tienes órdenes para nosotros? Supongo
que harás venir al ejército del oasis y que seguiremos río abajo hasta el Delta.
—No, no lo creo —contestó Kamose con cautela mientras miraba la ruidosa
escena que se desarrollaba a su alrededor. Más allá de las figuras protectoras de
Ankhmahor y de los Seguidores, la orilla del río estaba llena de hombres que
inspeccionaban sus heridas y rasguños, que metían las piernas sudadas en el río y que
se reunían en grupos excitados para analizar las tácticas del encuentro—. Tengo la
intención de viajar yo mismo hasta Uah-ta-Meh.
Con brevedad les explicó la parte principal de las sugerencias de Hor-Aha y ellos
le escucharon con atención.
—Es posible que dé resultado —comentó Paheri cuando Kamose terminó de
hablar—. He oído decir que el desierto que rodea el oasis es muy poco hospitalario.

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Además, cualquier ejército que marche desde Tah-She llegaría fatigado, aun en las
mejores condiciones. Por lo tanto, ¿debemos mantener la armada aquí hasta recibir
tus instrucciones?
—Sí.
—¿Tenemos tu permiso para hacer incursiones río abajo? No es conveniente que
estos hombres permanezcan ociosos, Majestad. Su moral es alta, pero sin algunas
escaramuzas dejarán fácilmente de creer en su habilidad. En cuanto acabe el
entrenamiento deberían entrar en acción.
—Lo sé —contestó Kamose—. Pero no quiero obligar a Apepa a atacar a Het-
Nefer-Apu en lugar de concentrar sus fuerzas en el oasis. Eso, por supuesto, si
logramos concebir un plan que lo lleve hasta allí. Si lo logramos, habrá lucha cuando
nos retiremos y él nos siga. Te enviaré informes con regularidad, Paheri. Hasta
entonces debes seguir entrenando a tus hombres. —Se levantó y de inmediato todos
los demás lo imitaron—. Partiremos hacia Uha-ta-Meh a la puesta del sol. Por lo
menos así recorreremos parte del camino en la frescura de la noche. Me habéis
levantado el ánimo. Por fin esta campaña está adquiriendo una forma coherente.
Podéis retiraros.
Ambos se inclinaron en una reverencia.
—Que las plantas de tus pies sean firmes, Majestad —dijo Abana.
Kamose los miró desaparecer entre la multitud antes de bajar de la plataforma y
dirigirse a Ankhmahor.
—Esta noche abandonaremos la nave. Encárgate de que haya dos carros
preparados. —Se volvió hacia Ahmose—. Akhtoy puede encargarse del equipaje e
Ipi puede enviar un heraldo que nos preceda con un mensaje. Hor-Aha y los jefes de
las divisiones tienen en su poder veintitrés de los carros que capturamos en Nefrusi.
Si nos llevamos dos, estaremos dejando cincuenta para los exploradores y oficiales de
aquí. ¿Crees que hago lo correcto, Ahmose?
Ahmose lo miró con curiosidad. Había duda en la voz de su hermano.
—Sin duda en cuanto al ascenso del joven Abana. En cuanto a lo de ir al oasis,
bueno, Kamose, todavía no tenemos la manera de saber qué es lo conveniente. Te
propongo que hagamos un sacrificio a Amón antes de irnos. ¿Te pasa algo?
—No —contestó—. Pero una cosa es dirigir un grupo desordenado de
campesinos gruñones y otra muy distinta es ser rey de un ejército formidable. Todo
está llegando a su fin, Ahmose. Lo siento. Mi destino se está cumpliendo, despierto
de un sueño para descubrir que es realidad y estoy algo atemorizado. Ven. Salgamos
del sol y vayamos en busca de algo para beber. Debo dictar una carta para Tetisheri
antes de que nos internemos en el desierto.
Se dio la vuelta mientras llamaba a Ipi y a Akhtoy y, mientras lo hacía, Ahmose
sintió que extrañaba su casa. Weset parecía muy lejano.

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Capítulo 7
Aunque un heraldo que llevaba la noticia de su llegada inminente fue despachado con
carro y auriga una hora después, Kamose y Ahmose no tomaron el sendero que se
alejaba del río hasta el anochecer. Al principio el camino corría entre campos todavía
desnudos cruzados por canales de riego y en ellos se alineaban imponentes palmeras.
Pero poco después, toda señal de cultivo desaparecía. La tierra que se extendía ante
ellos era estéril y triste, un paisaje interminable de arena, interrumpido aquí y allí por
zonas de grava que a la luz incierta teman el aspecto de charcas de agua. El sendero
era todavía visible, una angosta cinta que se extendía hacia la nada, y durante varias
horas lo siguieron en un silencio que se intensificaba a medida que la noche se hacía
más oscura. Kamose conducía su carro, con Ankhmahor de pie vigilando a su lado.
Ahmose lo seguía, y a su lado los guardias marchaban sombríos. En la retaguardia
iban las mulas cargadas.
En algún momento cercano a la medianoche, Kamose dio orden de detenerse,
desengancharon los caballos y les dieron agua. Después de poner guardias, los
hermanos se envolvieron en sus mantos y se tendieron en la arena junto al sendero.
Ahmose se durmió casi enseguida, pero Kamose estuvo mirando el cielo moteado de
estrellas como un gran dosel que lo envolvía todo. El aire era maravillosamente
fresco. Ningún sonido rompía el silencio profundo que lo rodeaba. A pesar de las
actividades del día anterior y del suave dolor de los músculos, no acostumbrados a
trabajar con carros, no estaba cansado. Su mente, tantas veces inquieta, estaba
tranquila. Estoy haciendo lo correcto, se dijo con sensación de paz. Mis dudas
desaparecieron en cuanto dejamos atrás Het-Nefer-Apu. Es agradable estar en el
desierto, sin responsabilidades durante unos días. Me siento como cuando era niño y
Si-Amón vivía. Casi no hacíamos más que cazar y pescar y organizar excursiones de
caza en las afueras de Weset. Durante los años que han transcurrido he envejecido.
Ahmose murmuró en sueños, se movió inquieto y puso un brazo en el cuello de
Kamose, y el hechizo se rompió. Sonriendo con tristeza, Kamose cerró los ojos.
Se levantaron al amanecer, comieron con rapidez y ya seguían sus largas sombras
hacia el oeste antes de que Ra hubiera logrado aclarar el horizonte a sus espaldas. Los
caballos avanzaban resignados a través de un calor cada vez mayor y pronto Kamose
se detuvo para que pusieran sombrillas en los carros. A pesar del agua que había
bebido con las lentejas y el pan tenía sed, el sudor humedecía su ropa y el reflejo de
la luz en el suelo aumentaba su dolor de cabeza. Si apenas es soportable para
nosotros, que hemos sido criados en el horno que es el sur, pensó, ¿cómo lo será para
los soldados acostumbrados al clima suave del Delta que no conocen más que huertos
y jardines? Sonrió con los dientes llenos de arena. El plan de Hor-Aha le parecía cada
vez más viable a medida que los estadios pasaban bajo las ruedas de los carros.

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Seis horas después se vieron obligados a acampar y pasaron el resto del día
guareciéndose bajo cualquier sombra que lograban encontrar.
—A pesar de todo, estamos viajando con rapidez —comentó Ahmose en
respuesta a un gruñido de Kamose—. Dentro de dos días, tal vez menos, veremos el
oasis. Las mulas están bebiendo más agua de lo que supusimos, pero todavía nos
queda suficiente por si quieres lavarte. En cuanto a mí, no me molestaré en hacerlo
hasta que nuestra tienda esté armada junto a los pozos de Uah-ta-Meh. Un invierno
aquí debe de haber endurecido considerablemente a las tropas, Kamose.
—Pero nosotros nos hemos convertido en seres muy delicados —contestó
Kamose—. El sol es nuestra medicina, Ahmose. La debemos tomar para volver a ser
fuertes.
A la puesta de sol del tercer día vieron una ondulación negra contra el rojo del sol
poniente y supieron que era el lugar al que se encaminaban. Con impaciencia,
Kamose ordenó avanzar a pesar del calor y la incomodidad de la tarde para no perder
tiempo, de manera que fue una caravana extenuada la que se detuvo cuando un
explorador apareció junto al sendero y los desafió.
El oasis de Uah-ta-Meh estaba a setecientos cincuenta estadios al nordeste de Ta-
She, y a la misma distancia del Nilo hacia el este. Era una larga y desigual depresión
de una longitud de ciento diez estadios de norte a sur, con un pueblo en cada extremo.
Entre ellos corría un sendero zigzagueante a través de un paisaje de negras rocas
dentadas y dunas de arena. El pueblo del norte era un grupo de chozas apoyadas al
azar sobre unas rocas y unas fuentes que alimentaban una vida verde en una tierra que
de otra manera hubiera sido árida. Había charcas, arbustos y hasta un par de
palmeras, y fue allí donde Kamose bajó del carro, le entregó las riendas al sirviente
que esperaba y se volvió a recibir la reverencia de su general.
Había caído la noche y el aire olía a agua y al aroma dulce de las flores que
brotaban por todas partes. El reflejo quieto de las estrellas en el agua de las charcas
desapareció cuando los caballos y las mulas de carga inclinaron sus cabezas para
beber. Resonaron gritos cuando los hombres descargaron las posesiones de los
hermanos, con sus movimientos iluminados por antorchas anaranjadas, muy pronto la
tienda fue montada bajo una palmera mientras Akhtoy permanecía de pie impartiendo
órdenes. Kamose le ordenó a Hor-Aha que se levantara y durante unos instantes
ambos se estudiaron.
—Es agradable volver a verte —dijo Kamose por fin—. Tenemos muchas
noticias que dar y recibir, pero antes de que hablemos necesito beber un poco de
cerveza. Cuando nuestra tienda esté lista, quiero que me bañen. Había olvidado lo
implacable que es el desierto.
Hor-Aha rió. No ha cambiado nada, pensó Kamose mientras el general los
conducía a otra tienda. Pero ¿por qué iba a cambiar? El invierno parecía transcurrir

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con mucha lentitud en Weset y, sin embargo, hace sólo cinco meses que lo vi partir
desde Nefer-Apu. Tiene el pelo más largo, eso es todo.
Agradecido, entró en la tienda de Hor-Aha y se dejó caer en un banco. Ahmose se
sentó en el suelo con un suspiro de alivio | el sirviente de Hor-Aha les ofreció la
cerveza que Kamose tanto deseaba. Fuera continuaba el estruendo producido por su
llegada, pero dentro de la tienda, las paredes de lino suave iluminadas por la luz de
una única lámpara proporcionaban una gran paz. Kamose se bebió la taza de cerveza.
—No pudimos ver gran cosa del oasis mientras nos acercábamos —dijo—.
Estaba muy oscuro. Pero parece un lugar muy desolado, Hor-Aha. ¿Cómo lo ha
soportado el ejército?
—Muy bien, Majestad —respondió el general. Cruzó las piernas con un brillo de
tobilleras de oro, que resultaban lujosas y exóticas en contraste con su piel negra—.
Hay mucha agua, pero las tropas están divididas. Por desgracia las de este pueblo no
bastan para cubrir las necesidades del ejército, pero en el extremo sur hay un pozo
muy hondo. Por lo tanto, decidí dividir a los cincuenta y cinco mil hombres entre los
dos pueblos. Eso hace que la comunicación sea mucho más difícil entre los oficiales
pero que la distribución de agua sea más fácil. No han holgazaneado. —Se inclinó y
sirvió más cerveza a Kamose—. Los únicos días de fiesta han sido los de celebración
de los festivales de los dioses. Han estado haciendo maniobras en el desierto,
prácticas de supervivencia, simulacros de batalla, y tengo el orgullo de poder decir
que se han convertido en una eficaz fuerza de combate. He sabido que ahora también
cuentas con una armada.
—Así es. —En un instante de curiosidad, Kamose miró el cinturón del hombre.
Era de cuero viejo con adornos de turquesa verde. Hor-Aha lo había usado desde que
Kamose lo conocía y en aquel momento éste deseó conocer el secreto que contenía.
Sin embargo, no quiso avergonzar a su general y tampoco quería ver el trozo de lino
manchado con la sangre de su padre. Por lo menos en aquel momento.
—¿Dónde están los príncipes? —quiso saber Ahmose—. ¿Y Ramose? ¿Cómo
está?
—El heraldo vino directamente a mí con el mensaje de vuestra llegada, Alteza —
explicó Hor-Aha—. Me contuve y no les dije que llegabas, para que te recobraras del
agotador viaje. Ramose tiene buena salud. Me pidió que lo destinara fuera, en el
desierto, como explorador del camino de Ta-She, y estuve de acuerdo. Lo he
mandado llamar. —Dirigió una mirada inquisitiva a Kamose—. ¿Deseas ver a los
príncipes esta noche?
—No —contestó Kamose—. Estamos sucios, hambrientos y cansados. Mañana
aún será pronto para hablar de estrategias. ¿Les explicaste tu plan, general?
Hor-Aha negó con la cabeza y una vez más sus blancos dientes resplandecieron.
—Quise ahorrarme la humillación de sus críticas —explicó—. Si crees que la

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idea tiene algún mérito, contaré con tu apoyo cuando se la presente a ellos, Majestad.
Si no es así, por lo menos no me habré hundido más ante sus ojos.
—Si tu idea, Hor-Aha, no tuviera mérito, Ahmose y yo no estaríamos aquí —dijo
Kamose con irritación—. ¿Los príncipes te han dado problemas?
—No, pero han tenido poco que hacer, aparte de dictar cartas para sus familias,
cazar todo animal que encontraban por aquí y entrenar a sus divisiones bajo mi
supervisión. No ha habido conflictos entre nosotros.
En aquel momento Akhtoy interrumpió la conversación y Kamose se puso en pie.
—Nuestra tienda está lista —dijo—. Reúnete con nosotros dentro de una hora
para comer, Hor-Aha.
No esperó la reverencia del general sino que salió seguido por Ahmose. Fueron
hasta su tienda y, mientras Ankhmahor ocupaba su lugar fuera, se rindieron al placer
del agua caliente y de las manos firmes de sus sirvientes personales.
—Mira esto —dijo Ahmose—. Una alfombra en la arena, dos catres miserables,
dos sillas sencillas y una mesa. Por no mencionar la lámpara. Un ambiente austero,
Kamose, pero que me resulta maravilloso después de haber dormido tres noches a la
intemperie.
—La tienda es más amplia que nuestro camarote del barco —dijo
automáticamente Kamose. Notaba una leve tristeza y transcurrieron unos instantes
antes de que lograra identificar su causa. Hor-Aha y los príncipes. Maldijo en voz
baja—. Si consigo que el plan de Hor-Aha dé resultado, los príncipes estarán
tranquilos bajo su autoridad.
La respuesta de Ahmose fue sofocada por la toalla que le aplicaban con vigor en
el pelo mojado.
—No lo creo —dijo por fin—. Simplemente provocará más celos. Pero si es
evidente que tú das todas las órdenes no tendrá importancia. No lo llames por su
título de príncipe en presencia de los demás.
—¿Por qué no? —replicó Kamose.
La cara de Ahmose emergió colorada y brillante.
—Si lo haces estarás sembrando males y recogerás una cosecha peor —dijo con
tranquilidad—. ¿Dónde está el aceite? Tengo los brazos quemados por el sol.
Más tarde se sentaron con Hor-Aha junto a la negra charca cuya superficie ahora
reflejaba la luz de las antorchas. Mientras comía, Kamose permaneció claramente
consciente de los estadios de desierto nocturno que rodeaban ese pequeño enclave de
actividad humana en absoluto silencio. Se preguntó qué dios mandaría en el océano
de arena, si Shu, dios del aire, o Nut, la diosa cuyo cuerpo se arqueaba sobre la tierra,
o tal vez Geb, cuya esencia lo vivificaba. Lo más probable era que a las tres deidades
les atrajera su cualidad de soledad intemporal. Él mismo se sentía atraído, aunque no
tanto como cuando era niño. En aquella época, el desierto era un interminable patio

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de juegos. Ahora, la falta de límites le hablaba a su ka, susurrándole la claridad de
visión que le podía dar, los misterios de la eternidad que podía revelar a quien se
rindiera a su suprema cualidad de ser algo distinto. Reconoció su llamada como una
invitación a apartar las dolorosas obligaciones de la guerra comenzada por su padre,
de huir, y se obligó a volver a la conversación que en aquel momento mantenían
Ahmose y Hor-Aha. El general preguntaba por el estado de sus medjay y Ahmose le
relataba la falsa batalla naval. Kamose escuchaba sin hacer comentarios.
Por la mañana, ambos hermanos se vistieron con esmero. Kamose se hizo poner
un shenti de borde dorado y sandalias con piedras preciosas. El pectoral real se
apoyaba en su pecho con el contrapeso colgando entre sus omóplatos desnudos y
llevaba atado en el brazo el grueso amuleto que le entregó Amonmose. Un casco de
lino de rayas blancas y azules enmarcaba su rostro maquillado y una cruz egipcia de
plata colgaba de una de sus orejas. Llevaba las palmas de las manos teñidas con
alheña. Cuando Ahmose y él estuvieron listos salieron de la tienda a la brillante luz
del sol. Hor-Aha ya los esperaba junto al contingente de tropas que los escoltaría.
Ankhmahor estaba de pie en el carro de Kamose y, detrás de él, el auriga hablaba con
suavidad a los pequeños caballos. Kamose dirigió una rápida mirada a su alrededor,
ese lugar que la noche anterior parecía tan pacífico.
Más allá de la charca más grande, junto a la que alzaron su tienda, había otras
charcas, todas rodeadas de juncos y de palmeras enanas. De muchas de ellas surgían
angostos canales de riego llenos de agua que iban hacia pequeños campos rodeados
de adelfas que crecían en un desorden lleno de capullos blancos y rosas. De la arena
salían rocas negras y afiladas entre las que las cabras buscaban su camino y por
donde iban y venían bandadas de gansos.
Los habitantes del pueblo habían construido sus chozas amontonada y
desordenadamente en el extremo más alejado de sus cultivos, para no desperdiciar ni
un centímetro de tierra cultivable. Ningún árbol daba sombra a los tejados desiguales.
En la distancia, entre una maraña de arbustos, ñores y animales del ejército que se
arracimaban en los bordes de las charcas para beber su ración matinal de agua,
Kamose apenas vio movimiento ante aquellas chozas pobres y desoladas.
—Mantenemos a los habitantes del oasis lejos de las tiendas —explicó Hor-Aha
al ver la dirección de la mirada de Kamose—. No podemos impedir que saquen agua
de las fuentes que hay en las rocas y tampoco que traigan sus rebaños de cabras y de
vacas a las charcas, pero no les permitimos vagar por todas partes. El ejército está
acampado más allá del pueblo. El príncipe Intef ha pedido que se le conceda el honor
de recibirte en su tienda. El príncipe Lasen está con él. Los príncipes Makhu y
Mesehti vienen del pueblo situado al sur. Anoche los mandé llamar.
Kamose apoyó una mano en la madera caliente de su carro y subió.
—¿Cuánto tardarán? —preguntó—. ¿Y qué hay de Ramose?

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—Deberían llegar dentro de cuatro horas, Majestad. Todavía no tenemos noticias
de Ramose.
—Entonces inspeccionaré las tropas antes de saludar a Intef y a Lasen.
Muéstranos el camino, Hor-Aha.
Durante gran parte de la mañana, Kamose le pidió a Ankhmahor que lo condujera
con lentitud entre las filas de pequeñas tiendas en las que vivían sus soldados, y se
detuvo a menudo para examinar sus armas y preguntarles si tenían alguna necesidad o
alguna queja. Ya no se parecían en nada a los campesinos que los príncipes habían
arrastrado desde su campos. Parecían casi negros, por lo quemados que estaban por el
sol del desierto bajo cuyos rayos marchaban y hacían sus ejercicios de instrucción;
estaban delgados y musculosos por la disciplina a que los sometían sus oficiales,
todos tenían una manera similar de mirar y de moverse que produjo una honda
satisfacción en Kamose. Recibió la reverencia de los oficiales y habló con los físicos
del ejército. Habían tratado las habituales fiebres, enfermedades oculares y parásitos,
pero ninguna epidemia grave había puesto en peligro la eficacia de las fuerzas.
Por fin, Kamose consultó con el escriba de asambleas todo lo referente a la
intendencia. Luego le pidió a Ankhmahor que dirigiera los caballos hacia dos grandes
tiendas un poco alejadas de las demás. Los dos guardias que las custodiaban se
irguieron cuando Ankhmahor les gritó una advertencia. Kamose bajó del carro y
Ahmose se le unió, desperezándose.
—Ha sido impresionante —comentó—. Debemos suponer que las tropas
acuarteladas en el otro extremo del oasis también están en excelentes condiciones
para la lucha. ¿Quién lo hubiera dicho hace un año, Kamose? Ahora quiero beber
algo fresco.
—Ordena que lleven los caballos a la sombra y que les den de beber —le dijo
Kamose a Ankhmahor—. Y ven con nosotros. Tú eres el príncipe en quien más
confío y quiero que participes de la discusión. Hor-Aha, haz que me anuncien.
Entró en la sombra de la tienda presa de una oleada de inquietud. No quiero
felicitarlos aquí por sus logros, pensó. No quiero ver sonrisas de indulgencia por ellos
mismos en sus rostros. Todavía estoy resentido porque permitieran que la
desesperada petición de libertad de mi padre no fuera secundada. Tal vez sea un
sentimiento mezquino, pero no lo puedo evitar.
En la débil y fresca luz del interior de la tienda hubo una gran agitación. Los
príncipes se habían levantado e hicieron una reverencia cuando entraron Kamose y
Ahmose. Estaban allí los cuatro. Kamose los saludó, les pidió que tomaran asiento y
él se sentó en un sillón que habían puesto a la cabecera de la mesa que dominaba la
tienda, con Ahmose a su lado. Instantes después entró Ankhmahor y la reunión
estuvo completa.
Kamose los recorrió lentamente con la mirada y ellos lo observaron con aire

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solemne. Los príncipes, como los soldados a quienes mandaban, habían cambiado
durante los meses de desierto. Debajo de la galena y las alhajas, de los pliegues de su
ropa de lino, tenían la piel más oscura y el blanco de los ojos resultaba más
sorprendente y puro en sus rostros cubiertos de finas arrugas causadas por los vientos
secos. Kamose se revolvió y levantó su taza de vino.
—Habéis convertido a la chusma en un ejército —dijo—. Estoy satisfecho. ¡Por
la victoria!
Los príncipes se distendieron, levantaron sus tazas y bebieron con él. Entonces
hubo ruido de platos y murmullos cuando comenzaron a comer.
Durante un rato intercambiaron noticias, hablaron de las proezas de sus
divisiones, hicieron bromas y rieron mientras los sirvientes ponían cuencos para que
se limpiaran las manos mientras retiraban los platos vacíos, pero por fin Kamose
pidió que los sirvientes se retiraran, levantó una mano y se hizo un silencio
expectante.
—No me cabe duda de que debéis preguntaros por qué estoy aquí en lugar de
pediros que os reunáis conmigo en Het-Nefer-Apu. El motivo es éste. El príncipe
Hor-Aha me ha propuesto un plan para conseguir que Apepa salga de su fuerte, si eso
es posible. Necesito conocer vuestras opiniones.
Los observó mientras explicaba el plan de Hor-Aha, sus pensamientos eran
distintos a las palabras que con tanta facilidad surgían de sus labios. La atención de
los príncipes se dirigió hacia el general, sentado a la izquierda de Kamose, y éste no
pudo menos que notar la frialdad con que lo miraban. No les había gustado que les
recordaran que el general negro llevaba un título que lo ponía en un plano de igualdad
con ellos. Argumentarían contra todo lo que Hor-Aha propusiera.
La boca de Mesehti se abrió en cuanto Kamose cerró la suya.
—Esta estrategia no es descabellada —afirmó—. A ninguno de nosotros nos
entusiasmaba la idea de otra frustrante temporada de sitio. Este invierno hemos
hablado mucho acerca de lo que podría hacerse, pero no encontramos soluciones.
Seguro que no incluisteis a Hor-Aha en los conciliábulos, pensó Kamose.
—Y ésta tampoco es una solución —intervino Intef con resentimiento—. Se basa
en demasiadas suposiciones. Suponer que Apepa recibe la noticia de nuestra
presencia en el oasis con alegría en lugar de hacerlo con sospecha. Suponer que
podamos retiramos con tiempo más que suficiente, en lugar de ser sorprendidos en
este maldito agujero. Suponer que las fuerzas de Apepa lleguen a Het-Nefer-Apu
fatigadas en lugar de hacerlo con ganas de luchar. Suponer que, combinados, nuestro
ejército y nuestra armada logren vencer a lo que sería un ejército superior en lugar de
ser vencidos y tener que reagruparnos con grandes pérdidas. —Su tono fue sarcástico
en todo momento—. No podemos permitirnos el lujo de correr ningún riesgo, y
menos uno tan absurdo como éste.

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—Yo también dudo en considerar un plan tan imprudente —dijo Makhu de
Akhmin—. Pero nuestras alternativas son limitadas. En realidad, amigos, sólo
tenemos una. El sitio. Durante todos estos meses de discusiones ninguno de nosotros
ha presentado ninguna idea digna de ser tenida en cuenta. Het-Uart es una fortaleza.
No podemos apoderarnos de ella abiertamente. Eso es seguro.
—Siempre nos queda la posibilidad de pedirle a Shu que nos eleve y nos haga
volar sobre esos muros —acotó Lasen con tristeza—. De manera que analicemos una
a una las suposiciones de Intef para ver si logramos superarlas. ¿Cómo recibiría
Apepa la noticia de nuestra presencia en el oasis? Creo que con indiferencia. No le
importa dónde estamos ni lo que hacemos.
—Le importaría si supiera el ejército que tenemos y la imposibilidad de defender
el oasis —dijo Mesehti volviendo a hablar. Tenía el entrecejo fruncido y formaba
pequeñas montañas con las migas de la mesa—. Apepa cree que los cinco mil
hombres que pasaron el invierno en Het-Nefer-Apu constituyen todo nuestro ejército.
¿Qué sentiría si supiera que tenemos aquí otros cincuenta y cinco mil? Primero,
sorpresa; después, alarma. Luego vendría la tentación. Se le presenta la oportunidad
de aprovechar la estupidez de los oficiales de Tao. —Se volvió hacia Kamose—.
Perdóname, Majestad. Estoy tratando de entrar en la mente de Apepa. Se pondrá
nervioso, se preguntará cuánto tiempo intentaremos permanecer aquí, si sería mejor
esperar a ver si movemos las tropas a una posición aún más indefensa o arriesgarse a
hacer una rápida marcha a través del desierto para sorprendernos aquí. Consultará a
sus oficiales para que le aconsejen.
Sus oficiales, pensó Kamose. Pezedkhu. Un estremecimiento le recorrió la espina
dorsal. Pezedkhu, a quien había visto de pie en su carro mientras él, Ahmose, Hor-
Aha y Si-Amón se escondían detrás de una roca después del desastroso combate de
Qes. Las palabras de Pezedkhu resonaron con frialdad, con arrogancia, en medio de
esa carnicería. «Él es Poderoso. Es invencible. Es el Amado de Set. Arrastraos a
vuestra casa si podéis y lameos las heridas con vergüenza y en la desgracia…». Los
dedos de Kamose tocaron la cicatriz que apenas se le notaba en la mejilla, lo único
que quedaba de la cuchillada que le cortó el rostro.
—Pero ¿podríamos retirar nuestros hombres al desierto hasta que llegaran los de
Apepa y luego caer sobre ellos? —preguntó—. ¿Podríamos mantener a nuestras
tropas allí durante días mientras vigilamos el oasis? Sería un riesgo aún mayor que el
que queremos que asuma Apepa.
—No, Majestad, no podríamos —dijo Hor-Aha—. Tendríamos que empezar a
retiramos hacia Het-Nefer-Apu en cuanto nuestros espías nos informasen de que
Apepa abandona el Delta, llegar al Nilo con tiempo para beber y descansar, y
volvemos contra los otros ejércitos a medida que se acerquen al este.
—Pero ¿por qué iba Apepa a arriesgar su ejército? —preguntó Ankhmahor. Había

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estado escuchando con atención la discusión, observando a cada uno de los que
hablaban, con el cuerpo relajado. En aquel momento se irguió y se inclinó para coger
la jarra de agua que había delante de él. El calor había aumentado en la tienda y todos
los presentes sudaban—. ¿Por qué su primera suposición no sería pensar que esto es
una trampa?
—Alguien tendría que ir hacia él y convencerlo de que no lo es —dijo Ahmose
con lentitud—. Alguien en quien esté convencido que puede confiar. Tendríamos que
enviar a un espía que permita que lo arresten y que tenga el ingenio y la sutileza de
simular temor y confesar lo que sabe. Un soldado común, tal vez. ¿Un presunto
desertor? ¿Alguien deseoso de obtener una recompensa?
—No existiría una segunda oportunidad —dijo Mesehti—. Si el espía fracasara y
nosotros esperáramos en vano recibir alguna noticia, estaríamos perdiendo un tiempo
valioso. La estación pasará con rapidez y no es nada fácil conducir a cincuenta y
cinco mil hombres hasta Het-Uart y organizar otro sitio.
Durante unos instantes reinó el silencio, sólo roto por el ruido intermitente del
matamoscas de Intef y el sonido de la conversación de los guardias que estaban fuera
de la tienda. Kamose se disponía a decir que se retiraran para pensar en lo que se
había dicho durante la mañana, cuando fuera de la tienda se oyó una voz conocida. La
cortina de entrada a la tienda se abrió dando paso a Ramose. Su corto shenti se
pegaba a sus muslos sudados y sus sandalias dejaban pequeños montones de arena
mientras se aproximaba a la reunión. Se arrodilló y besó los pies de Kamose.
—Perdona mi sudor y mi suciedad, Majestad. Recibí tu llamada y salí de
inmediato. Dormí debajo del carro y no he ido a mi tienda para que me lavaran.
En un movimiento impulsivo, Kamose se inclinó y cogió los hombros calientes
del hombre que tenía delante.
—Me alegro de volver a verte, Ramose —dijo—. ¡Levántate!
Ramose obedeció y cogió la taza de agua que Ankhmahor le tendía. Después de
beber, saludó a Ahmose y se sentó en una silla vacía. Sacó un arrugado papiro del
cinturón y lo entregó a los presentes.
—Mi soldado y yo interceptamos a un heraldo setiu que se encaminaba hacia el
sur por el sendero de Ta-She —explicó—. Llevaba esto. Está detenido en la choza
que hace las veces de prisión.
En medio del murmullo general que acababa de causar la noticia, Kamose cogió
el papiro, lo desenrolló, lo leyó con rapidez y levantó la mirada.
—El hombre iba camino de Kush —informó—. Tomaba los senderos del desierto,
muy apartados del Nilo. Esto confirma nuestra sospecha de que Apepa cree que todas
nuestras fuerzas están centradas en Het-Nefer-Apu. El heraldo eligió esa ruta para
evitar a Paheri y a la armada. Gracias a todos los dioses estabas alerta, Ramose,
porque en caso contrario tanto Kush como el Delta estarían enterados de la fuerza que

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tenemos aquí.
—¿Nos darás las noticias? —urgió Ahmose.
Kamose asintió.
—El papiro dice lo siguiente: «Awoserra, el hijo de Ra, Apepa. Salud a mi hijo el
soberano de Kush. ¿Por qué actúas allí como soberano sin hacerme saber que conoces
lo que Egipto me ha hecho, cómo Kamose me ha cercado en mi tierra a pesar de que
no lo he atacado? Ha decidido arrasar estas dos tierras, la tuya y la mía, y ya las ha
devastado. Por lo tanto, ven al norte. No seas tímido. Él está aquí, en mi territorio. No
hay nadie que pueda hacer nada contra ti en esta parte de Egipto. Quiero que sepas
que no le daré reposo hasta que hayas llegado. Y luego tú y yo nos dividiremos las
ciudades de Egipto».
Una carcajada, en parte de burla, en parte de alivio, sacudió a los presentes
cuando Kamose terminó de leer.
—¡Qué fanfarrón! —exclamó Mesehti—. «No le daré reposo». Fuimos nosotros
los que no le dimos reposo.
—«No seas tímido» —citó Ahmose—. El cobarde permanece sentado y seguro en
Het-Uart mientras nosotros recuperamos lo que nos pertenece casi sin encontrar
oposición, ¿y se atreve a llamar tímido a Teti el Apuesto?
—¿Qué crees que habría hecho Teti-en si hubiera recibido el mensaje, Majestad?
—quiso saber Lasen—. Apepa lo llama hijo.
—Sólo trataba de congraciarse con el príncipe de Kush —respondió Kamose—.
Tal como dijo mi hermano, Teti-en no es setiu. Es un misterio, el Caído, un egipcio
que eligió abandonar Egipto y unirse a las tribus kushitas, pero parece no tener el
menor interés en utilizarlas para la conquista. Ha firmado tratados con Apepa, pero es
imposible saber si estaría dispuesto a cumplirlos. Si todavía piensa como un egipcio,
leería la petición de Apepa y luego esperaría a ver lo que sucede. De todos modos,
para traer guerreros desde Kush para ayudar a Apepa primero tendría que marchar a
través de Wawat, y los medjay odian a los kushitas. Luego tendría que entrar en el
Alto Egipto, e inmediatamente estaría en tierras controladas por nosotros.
—Por suerte no se ha movido hasta ahora, pues casi todos los hombres de los
pueblos de Wawat están aquí con nuestro ejército —señaló Ahmose—. En Weset no
se ha interceptado a ningún heraldo kushita. Tal vez conviniera enviarle una nota a
Tetisheri y advertirle que refuerce la vigilancia del río, a pesar de que a Weset no le
quedan suficientes soldados para repeler un ataque de los kushitas. Lo único que
podemos esperar es que, si llegara el caso, los medjay que quedaron en Wawat y los
soldados que todavía hay en Weset retrasarían el avance. Lo último que necesitamos
es que se forme un frente allá abajo.
—Lo sé —admitió Kamose—. Lo único que podemos hacer es confiar en que la
inactividad de Teti-en signifique una actitud de neutralidad temporal. Recuerda que

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su capital en Kush está muy lejos de Egipto. Creo que sólo vendrá al norte si su
pequeño reino se ve amenazado.
—Estoy de acuerdo —coincidió Ahmose—. Considerara ante todo sus ventajas.
¿Y ahora qué harás, Kamose?
—No estoy seguro.-Kamose se levantó y se estiró. —Pero la ignorancia de Apepa
me ha levantado el ánimo. Espero que la mayoría de sus consejeros y oficiales sean
tan necios como él.
Ramose miró a su alrededor.
—Veo que he llegado demasiado tarde para participar de la reunión estratégica,
Majestad. ¿Marchamos hacia el Nilo?
Kamose negó con la cabeza y señaló al general, y Hor-Aha le hizo un breve
resumen de su propuesta y de la conversación que siguió. Cuando terminó de hablar,
Kamose les pidió que se levantaran.
—Lo dejaremos hasta mañana —dijo dirigiéndose a todos—. Volved con una
visión más clara de la manera en que esto puede lograrse. Ramose, lávate y reúnete
con Ahmose y conmigo para la comida.
Los príncipes hicieron sus reverencias y se dispersaron con rapidez. Cuando los
hermanos y Ramose estuvieron solos, éste preguntó en voz baja:
—Majestad, ¿cómo está mi madre?
Kamose lo miró a los ojos.
—Está bien, pero sigue manteniéndose muy apartada de los demás —contestó
con honestidad—. No creo que sea ya por dolor, Ramose. Está enfadada porque no le
permití morir con Teti.
Ramose asintió.
—Siempre ha tenido mucha fuerza de voluntad, igual que su prima, tu madre. La
echo de menos.
Al volver a su tienda, Kamose se sintió repentinamente extenuado. Después de
entregarle el papiro a Ipi para que lo copiara y lo archivara, se tendió en el catre y
pronto se quedó dormido y no despertó hasta que los largos dedos de la puesta de sol
se extendían sobre la alfombra.
Lavado, maquillado y con ropa limpia, Ramose se reunió con Kamose y Ahmose
y comieron junto al estanque. Las antorchas arrojaban luz anaranjada sobre las
palmeras y la suave brisa fresca y agradable de la noche movía las llamas. Los
sirvientes caminaban descalzos sobre las rocas y la arena, y las risas de invisibles
soldados llenaban el aire. En lo alto, en la oscuridad aterciopelada del cielo, las
estrellas brillaban sin parpadear.
Cuando el jarro de vino se había terminado y los hombres comían ya sin mucho
entusiasmo los últimos dátiles, Ahmose se echó hacia atrás con un suspiro de
satisfacción.

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—Esta noche hay optimismo en el aire —dijo—. Se percibe en las voces de los
hombres. Lo siento como un viento de cambio, como un buen augurio. ¿Qué crees,
Ramose? Tú has estado muy silencioso.
Ramose le dedicó una sonrisa.
—Lo siento mucho, Alteza, —dijo—. He estado pensando mucho acerca del plan
del general. Es bueno. Sólo tiene dos defectos.
—¿Cómo es posible persuadir a Apepa de abandonar su ciudad y cómo podemos
estar seguros de que sus tropas estarán más fatigadas que las nuestras cuando lleguen
a Het-Nefer-Apu? —intervino Kamose.
Ramose asintió.
—Exactamente.
Kamose lo vio fruncir el entrecejo y sintió que se le encogía el estómago. Sé lo
que va a decir, pensó con fría certeza. Es obvio y sin embargo yo trataré de evitarlo.
¿Y Ahmose? Sintió la mirada de su hermano y los ojos de ambos se encontraron.
Ahmose asintió una vez, un gesto imperceptible. Ramose levantó la cabeza.
—No sé cómo lograr el segundo objetivo —dijo—, pero tengo una solución para
el primero. Envíame a mí a Apepa, Kamose. Soy el vehículo perfecto para
traicionarte por tres motivos.
—Prosigue —dijo Kamose con una voz sin inflexiones. Su corazón latía con más
fuerza.
—Uno es Tani —comenzó a decir—. Todavía estoy enamorado de ella y huí de ti
para poder volverla a ver. El otro, la ejecución de mi padre, un motivo para convertir
en odio mi afecto por ti. Y por último, mi herencia, mis propiedades de Khemennu
que le has dado a Meketra. Si Apepa no lo sabe, yo se lo diré. Le daré toda la
información que quiera a cambio de un encuentro con Tani y de la oportunidad de
luchar con los setiu contra ti. Tal vez pida también que se me devuelva Khemennu
por mi lealtad. —En el silencio que se hizo miró a ambos hermanos—. Mis palabras
no os sorprenden, ¿verdad? Ya habíais pensado en mi ofrecimiento. —Se volvió hacia
Kamose—. Majestad, no vaciles en utilizarme, que no te lo impida nuestra larga
amistad o una sensación de culpa por la destrucción de mis esperanzas. Las hundió
Apepa, no tú, y mi padre fue el causante.
Kamose estudió el rostro sincero y sintió que una tristeza inusitada le envolvía.
Era una emoción suave, llena de nostalgia.
—Mereces vivir el resto de tu vida en paz, Ramose —dijo, y el joven hizo un
gesto salvaje y se echó hacia atrás.
—Tú también. No tiene sentido luchar contra el destino. Hacerlo nos convierte en
seres cada vez más incapaces de hacer elecciones sensatas. Debo ser yo, Kamose.
Ninguno de los príncipes serviría. Con excepción de Ankhmahor, y tal vez de
Mesehti, son muy abiertos a la seducción una vez que se alejan de tu control. No

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puedes confiar completamente en ellos. —Se levantó y apoyó las manos en la mesa
—. No podéis enviar a un oficial cualquiera. No tendría la sutileza necesaria para
enfrentarse a Apepa y hacer desaparecer sus sospechas. Debo ser yo.
¿Pero cuál es el motivo que te impulsa?, se preguntó Kamose. ¿Una falta de fe en
el futuro? ¿Vengarte de Apepa? ¿Una genuina necesidad de ver a Tani? ¿O será la
oportunidad de poder huir de mi presencia? Se estremeció.
—No quiero hacerlo —dijo—. Si algo saliera mal, no quiero tener tu muerte o tu
encarcelamiento sobre mi conciencia. Ya te he hecho sufrir demasiado.
Ramose entrecerró los ojos.
—Hice mi elección hace años —replicó—. Ya estamos a fines de Mekhir,
Majestad. La primavera avanza. Debes decidirte.
—Pero antes debo pensar. —Kamose se levantó y Ahmose con él—. Ve a dormir,
Ramose. Mañana volveremos a hablar.
Cuando Ramose se marchó, Kamose alejó a su hermano de las antorchas, y
cuando llegaron al extremo del bosquecillo de palmeras y estuvieron solos, con la
inmensidad del desierto que huía de ellos bajo la pálida luz de las estrellas, se dejó
caer en la arena y dobló las piernas. Ahmose se sentó a su lado. Durante unos
instantes no hablaron, permitiendo que el profundo silencio que los rodeaba se
introdujera en ellos. Entonces Kamose habló.
—No puedo permitir que corra el riesgo. Es muy peligroso.
Ahmose no contestó enseguida pero Kamose percibió su lenta apreciación.
—No te entiendo, Kamose —dijo después de un momento—. Hasta ahora has
sido despiadado con todo y todos los que amenazaran con convertirse en un
obstáculo. El hecho de que Het-Uart sea inexpugnable te ha estado volviendo loco y,
sin embargo, cuando se te presenta la oportunidad de lograr tu meta, muestras una
sensibilidad muy poco característica en ti. ¿Por qué?
—Creí que se trataba de nuestra meta, no sólo de la mía —contestó Kamose
enfadado—. ¿No comprendes que Ramose es un nexo con el pasado, con un tiempo
más benigno, y que cada vez que lo miro no sólo recuerdo el dolor que le causé sino
también el hombre que yo solía ser? Si logro mantenerlo vivo será como si, de alguna
manera, hubiera preservado lo mejor de Egipto, como si quedara algo inocente y
precioso después de tanta matanza y tantos incendios. Como si todavía quedara algo
de mí mismo.
—¡Ahora no te puedes permitir esos caprichos! —protestó Ahmose—. ¡Kamose!
¡Ahora no! ¿Dónde estaba esa indulgencia cuando destruimos Dashlut? Cuando
matamos a los lugareños mientras navegábamos hacia el norte. Este plan es bueno.
Lo podemos utilizar para matar soldados, para debilitar a Apepa y, tal vez, para
echarlo de Egipto. Ramose lo sabe. ¡Si te hace falta un hombre para recordarte lo que
fuiste, es que tienes un grave problema!

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Una docena de respuestas tajantes surgieron a la boca de Kamose, palabras
crueles de justificación, pero con un gran esfuerzo, se las tragó. Se alegró de que, en
la luz débil, Ahmose no pudiera ver la tensión de su rostro. Sabía que su hermano
tenía razón, lo sabía con la cabeza, pero su corazón gritaba una negativa. Ramose era
Tani, era arrojar jabalinas a los patos en los pantanos durante las tardes de verano,
eran reuniones familiares en el jardín de Teti en Khemennu, él, Si-Amón y Ramose
tendidos en la hierba mientras las mariposas se sentían atraídas por la luz de las
lámparas, y la conversación de los adultos era el sonido de la seguridad.
—Todo eso se ha ido —dijo Ahmose en voz baja como si hubiera visto las
brillantes visiones que poblaban la mente de su hermano—. Todo se ha ido, Kamose.
Ya nunca podrá volver. Deja que Ramose también se vaya. Necesitamos que lo haga.
Por el bien de Egipto.
Kamose cerró los puños en la arena fría.
—Muy bien —concedió—, pero quiero que me des una explicación coherente de
cómo se hará, Ahmose. Tal como están las cosas, no dará resultado.
Ahmose lanzó una fuerte bocanada de aire y, a pesar de su angustia, Kamose
reconoció que había sido un suspiro de alivio.
—No dará resultado si Ramose llega solo y hace lo posible para que lo arresten
—dijo Ahmose—. Ni tú ni yo lo creeríamos y tampoco lo hará Apepa. Los espías
pueden ir y venir con tranquilidad de Het-Uart si la ciudad no está sitiada. No.
Ramose debe ir como escolta. Debes dictarle una carta a Apepa y hacérsela llegar por
medio del heraldo que Ramose capturó. Éste lo acompañará para estar seguro de que
el hombre la entrega. De esa manera, Ramose confirmará la información que el
heraldo dará a Apepa cuando decida convertirse en un renegado con tal de poder ver
a Tani y podrá acercarse a los guardias de cualquier puerta de la ciudad y exigir que
lo lleven al palacio. Puede comenzar su entrevista con frialdad, hasta con hostilidad,
y luego empezar a debilitarse. Si tenemos suerte, Apepa incluso puede llegar a
hacerle ofrecimientos que lo induzcan a traicionarnos. Ramose no tendrá necesidad
de mentir. Podrá decir toda la verdad.
Kamose se movió, inquieto.
—¿Y después qué le sucederá?
—Eso sólo lo podemos suponer. Apepa no lo mantendrá en el palacio. Creo que
lo encarcelará o le exigirá que le ofrezca pruebas de su nueva alianza tomando las
armas contra nosotros bajo la mirada vigilante de un oficial setiu. —Levantó los
hombros y alargó las manos en un gesto de desconcierto—. ¿Cómo saberlo? Pero
puedes tener la seguridad de que Ramose comprende perfectamente lo que está
haciendo y que quiere hacerlo. Permíteselo, Kamose. Morirá feliz, siempre que pueda
volver a ver a Tani.
Algo en el interior de Kamose reaccionó con cinismo. ¡Qué emocionantemente

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Cándido!, pensó burlón. ¡Qué dulce y romántico! Ramose se aferra a su fantasía
como si fuera un niño. Pero la vergüenza lo hizo rechazar ese pensamiento con
rapidez. No, Ramose lo había perdido todo. Lo único que le quedaba era el amor que
sentía por su hermana.
—Puedes ser muy persuasivo cuando quieres, Ahmose —dijo en voz alta—. Por
supuesto que tienes razón. Le dictaré una carta a Apepa, me burlaré de él para que se
ofenda de tal manera que si no deja salir a su ejército hará el ridículo. La enviaré con
Ramose y el heraldo setiu. Sería mejor que Ramose fuera a Het-Nefer-Apu en un
carro y que luego navegara hasta el Delta. Son dos días hasta el Nilo y posiblemente
cuatro desde allí a Het-Uart. Seis días en total. Debemos añadir tres días para
audiencias, discusiones y demás en el palacio. En total nueve días. Otros cuatro o
cinco para que los generales de Apepa pongan al ejército en pie de guerra. Eso son
catorce días. Dentro de diez debemos tener exploradores observando la boca del
Delta y también el sendero del desierto en Ta-She. ¡Que Amón se apiade de nosotros
si nos encontramos con las tropas setiu! En cuanto sepamos que han salido de Ta-She,
marcharemos hacia Het-Nefer-Apu, nos uniremos a Paheri y ala armada y nos
preparamos para la batalla. ¿Estás satisfecho? —Se levantó limpiándose la arena del
shenti.
—Sí. Kamose, ¿crees que Apepa nos atacará con fuerzas dirigidas por Pezedkhu?
—Preguntó con voz nerviosa.
Kamose sentía la misma ansiedad, pero cuadró los hombros.
—Pezedkhu es el mejor estratega que tiene —respondió sombrío—. Nosotros
tenemos una cuenta importante que saldar con el general. Déjalo venir, y quiera
Amón que muera bajo nuestras espadas y flechas. Es todo un riesgo, Ahmose. Lo
único que podemos hacer es confiar en la suerte.
Una vez en la tienda, bañado por la luz amarillenta de la lámpara que había en su
mesa, Kamose se paseó mientras dictaba dos cartas. Una de ellas era para Tetisheri, y
en ella le contaba el ruego de Apepa a Teti-En y le pedía que no descuidaran la
vigilancia del río. Incluía saludos para el resto de la familia y la esperanza de que el
embarazo de Aahmes-Nefertari siguiera un curso normal. Después dictó otra dirigida
a Apepa. Comenzó con dificultad, pero se fue caldeando a medida que narraba con
tono burlón todas las agresiones, los pueblos incendiados y las guarniciones
exterminadas. Habló del apoyo recibido de los príncipes, esos hombres que aceptaron
todo lo qué Apepa les ofreció a lo largo de los años y qué ahora se lo arrojaban a la
cara. Disfrutó describiendo el saqueo del fuerte de Apepa en Nag-ta-Hert, y terminó
alardeando y asegurando que era sólo una cuestión de tiempo que Hetuart sufriera
idéntico destino.
Insultó, se burló y finalizó el venenoso mensaje con las palabras «tu corazón está
destrozado, infame setiu que solía decir: “Soy el Señor y no hay nadie que me iguale

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desde Khmun y Pihathor hasta Het-Uart”», y firmó él mismo el papiro como
«Poderoso Toro, Amado de Amón, Amado de Ra, Señor de las dos Tierras y los Dos
Reinos, Kamose, que vive por Siempre».
Ahmose escuchaba desde su catre. Mientras Ipi sellaba los dos papiros y Kamose
bebía agua, sediento, dijo:
—¿Piensas decirles a los príncipes lo de la carta, Kamose?
Kamose le sonrió. Tenía la sensación de haberse quitado de encima una pesada
piedra que colgaba de su cuello y de habérsela arrojado a Apepa. Se sentía ligero y
hasta un poco mareado.
—Muchas veces estamos de acuerdo, pero en silencio, ¿no es así, Ahmose? —
dijo—. No. No les diré nada. Lo único que ganaría sería preocuparlos. Después de
tantos e imperdonables agravios que escuchará Apepa por boca de su escriba cuando
le lea este papiro, si él resultara victorioso no habría para ellos la menor posibilidad
de perdón. Los he implicado a todos. Mañana Ramose puede tomarse el día para
hacer los preparativos del viaje, y partirá pasado mañana. Los príncipes pueden saber
lo demás, por supuesto. Y tú y yo exploraremos este oasis mientras esperamos
noticias de los exploradores. Estoy inquieto. Creo que caminaré un rato. ¿Me
acompañas?
Ahmose hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Prefiero dormir. Lleva contigo a Ankhmahor. No salgas solo, Kamose.
¿Por el bien de mi seguridad o de mi estado de ánimo?, se preguntó Kamose.
Dejó caer la tela de la entrada de la tienda y se internó en la noche.
Durante la reunión de la mañana siguiente, Kamose informó a los príncipes que
había decidido aprobar el plan de Hor-Aha y que Ramose acompañaría al soldado
setiu a Het-Uart. Se mantuvo en silencio con respecto a la carta. No se sentía culpable
al no comunicarles esa información. Era el rey y no tenía ninguna obligación de
hablarles de otra cosa que no fueran sus órdenes, a menos que les pidiera consejo.
Los príncipes no pusieron objeciones, en realidad parecían aliviados al saber que el
largo invierno de inactividad pronto llegaría a su fin.
Más tarde, mandó llamar a Ramose, le entregó el papiro y le dio instrucciones.
Debía ser evidente que escoltaba al heraldo para asegurarse de que el hombre no
huyera a Kush, en un exceso de celo en el cumplimiento de su deber, para hacer
llegar de palabra el mensaje de Apepa, o a su casa, declinando toda responsabilidad.
—Una vez estés en el palacio, tendrás que actuar según tu intuición —le dijo a
Ramose—. Pide que te permitan ver a Tani antes de partir, una vez cumplido con tu
deber como heraldo. Después muestra cierta vacilación. Cualquier sugerencia que yo
pueda hacerte es inútil, Ramose. Despierta las sospechas de Apepa, di le todo lo que
sepas, pero sácalo de la ciudad.
—Lo haré lo mejor que pueda —dijo Ramose—. Si no pudiera volver para

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reunirme contigo, Kamose, debes seguir confiando en que te he sido fiel. ¿Tienes
algún mensaje para Tani?
—Te podría hablar todo el día de lo que tengo para ella en mi corazón —contestó
Kamose—. Dile que todos rezamos por ella, que está constantemente en nuestros
pensamientos, que la amamos. No quiero que se angustie, Ramose. Y tampoco quiero
que desperdicies el precioso tiempo que puedas estar con ella hablándole de su
familia.
Hubo una pausa antes de que Ramose dijera con cautela:
—¿Crees que todavía seguirá con vida, ahora que has roto el acuerdo con Apepa?
—No hubo ningún acuerdo —se apresuró a decir Kamose—. Sólo hubo la
promesa de Apepa de que no le haría daño mientras el resto de nosotros hiciéramos lo
que se nos decía. Debemos suponer que vive, que Apepa no es tan necio como para
matar a una mujer de la nobleza. Creo que es un hombre insignificante, Ramose, que
se alegra con sus actos indignos y que enmascara con una innoble misericordia su
temor a cualquier decisión limpia. Debió de ejecutarnos a Ahmose y a mí, y desterrar
a nuestras mujeres. Es lo que yo habría hecho. Considerando su cobardía, creo que
existen muchas posibilidades de que Tani esté viva.
Ramose se le acercó.
—Si puedo, huiré con ella —dijo—. Si se nos presenta la menor oportunidad,
correremos. ¿Tengo tu permiso para intentarlo, Majestad?
—Siempre que hayas terminado el trabajo que te has ofrecido a hacer —contestó
Kamose—. Eso es más importante que tu angustia personal, Ramose. —Los dos
hombres se miraron fijamente durante un instante, muy tensos, pero enseguida
Kamose se acercó y abrazó a Ramose—. Tú y yo siempre nos hemos querido, pero
ahora soy rey y debo poner las exigencias de mi cargo por encima de las alegrías de
la fraternidad, perdóname.
Ramose se apartó de él.
—Yo también te quiero, Kamose —dijo—. Haré todo lo que esté en mi mano para
cumplir la misión a la que me he comprometido. Pero también pretendo apoderarme
de Tani en pago de todos los sufrimientos que me has causado. El afecto no tiene
nada que ver con eso. Es justicia.
—Comprendo. —Kamose luchó por mantener una expresión apacible mientras el
impulso de justificarse subía como bilis por su garganta.
Hice lo que debía hacer, se dijo. ¡Sin duda lo debes comprender, sin duda lo
sabes! ¿Crees que me resultó fácil disparar una flecha al pecho tembloroso de tu
padre? Pero fue fácil, lo contradijo otra voz interior, la voz que ahogaba sus dudas y
recelos. Más fácil que ser destrozado por las lealtades en conflicto. ¡Oh Toro
Poderoso!, más fácil que soportar el suave dolor de la angustia de un amigo. El brazo
de la retribución debe ser implacable.

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—Entonces no queda más que decir, aparte de despedirme formalmente de ti —
dijo en voz alta.
Ramose hizo una reverencia. Ambos se quedaron sin saber qué decir, cada uno de
ellos buscando una palabra o un gesto para dar un fin aceptable al que podía ser su
último encuentro. Pero el silencio entre ambos se hizo más profundo. Por fin Kamose
sonrió, inclinó la cabeza y se alejó.

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Capítulo 8
Detrás de Ramose, a la hora en que el sol pierde el color del amanecer, el oasis era
una nebulosa en el horizonte del oeste. Delante, el camino de Het-Nefer-Apu
avanzaba hacia el este como una angosta cinta de tierra apisonada partiendo el
desierto. Su apariencia lisa era engañosa y Ramose, sentado en el suelo del carro, con
la espalda apoyada en el recalentado lateral, tuvo que sujetarse cuando las ruedas
pasaron sobre rocas semiocultas y sobre zonas de grava suelta. Frente a él, el soldado
setiu también saltaba y se balanceaba, con los pies cubiertos por sandalias plantados
entre los de Ramose y las manos atadas apoyadas en el suelo del vehículo entre sus
muslos oscuros. Era un hombre de piel morena, con una mata de pelo negro
despeinado y una barba negra que le rodeaba los labios gruesos. Sus ojos, como uvas
brillantes, pocas veces se apartaban de la cara de Ramose, pero no tenían una
expresión definida. Ramose se preguntó si todos los servidores de Apepa serían tan
desaliñados o si ése había sido elegido para que pareciera un campesino o un nómada
en su camino hacia el sur. El auriga permanecía de pie bajo la sombrilla protectora,
por encima de los dos pasajeros, canturreando y hablando de vez en cuando con los
dos pequeños caballos cuyos cascos levantaban una constante nube de polvo.
Alrededor de las piernas del auriga se amontonaban bolsas de comida y pellejos
llenos de agua.
Ramose luchó contra sus ganas de dormitar mientras el calor se intensificaba. No
porque fuera probable que el setiu intentara escaparse, a menos que fuera capaz de
matar a ambos hombres y robar el carro, cosa harto improbable. Llevaba las muñecas
muy bien atadas y uno de sus tobillos estaba sujeto al borde superior del carro. Será
una molestia constante una vez que lleguemos a Het-Nefer-Apu, pensó Ramose. Si
quiero dormir, todas las noches me veré obligado a atarlo a un árbol. Apartó los ojos
del rostro del hombre para mirar el sendero barrido por el viento.
Fue muy complicado tener que hacer marchar al ejército desde el Nilo al Oasis,
pensó. Cuando llegaron se vieron obligados a golpearlos, para alejarlos de las fuentes,
hasta poder formar filas ordenadas; y eran sureños, campesinos fuertes
acostumbrados a las privaciones y al calor implacable de Shemu. ¿Cómo
reaccionarán los millares de hombres de Apepa después de tres jornadas como
aquéllas? Ellos, que eran hombres blandos del Delta, habitantes de una ciudad donde
sólo habían conocido huertos y viñedos. Del Delta a Ta-She, de Ta-She a Uah-ta-Meh
y de allí a Het-Nefer-Apu. ¿Serán bastantes dos oportunidades para reponer agua?
Hor-Aha ha concebido un plan excelente.
Ramose se enjugó el sudor de los ojos. Se había puesto una gruesa capa de galena
para evitar el reflejo de la arena, pero de todos modos le ardían. También le ardía el
costado. Se levantó y permaneció un rato de pie junto al auriga, pero no le gustaba la

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sensación de tener al setiu allí, a sus pies, y muy pronto volvió a ocupar su incómoda
posición. El hombre estaba dormido, con la cabeza caída sobre un hombro. No había
hablado desde que lo sacaron de la choza que había sido su prisión. Ramose se alegró
de que aquellos ojos negros estuvieran ahora cerrados, y él mismo se rindió a una
inquieta somnolencia.
Tardaron tres días en cruzar el desierto, comiendo alimentos fríos por la noche y
envolviéndose en mantos cuando el fresco de la puesta del sol se convertía en un frío
incómodo. Antes de dormir, Ramose ataba a su prisionero a uno de los radios de las
ruedas del carro. El hombre comía y bebía sin hacer comentarios, cada vez que se le
decía que lo hiciera. No mostraba malhumor ni vacilación, sólo una gran indiferencia.
No vieron a nadie y en el desierto no se oía ni se veía nada, salvo a ellos mismos.
Al anochecer del tercer día los caballos alzaron las cabezas y apresuraron el paso.
—Huelen agua —comentó el auriga—. Estamos cerca del Nilo.
Ramose se puso en pie y miró hacia delante. Una tina línea de vegetación rompía
la monotonía de tierra y cielo. La vio crecer y, un rato después, avanzaban bajo su
sombra. Más allá se encontraba la ciudad de Het-Nefer-Apu, y las tiendas y los
barcos de la armada de Kamose.
Ramose estaba cansado, pero pidió que lo llevaran a los aposentos de Paheri.
Después de ordenarle al auriga que diera agua y comida a los caballos y que
examinara el estado del carro, dejó al setiu al cuidado de los guardias de Paheri con
las mismas instrucciones que había recibido él.
Paheri estaba solo, sentado, esperando su cena. Saludó a Ramose con gran
cordialidad.
—Come conmigo —dijo señalando las fuentes que lo rodeaban—. ¿O prefieres
bañarte primero? ¿Qué noticias traes del oasis?
Con placer, Ramose acercó un banco, y cuando terminaron de comer le había
narrado a Paheri las intenciones de Kamose y el papel que él desempeñaría en el
asunto.
—Su Majestad te mantendrá informado —dijo—. En cuanto a mí, necesito dormir
y luego seguir mi camino. ¿Puedo contar con uno de tus esquifes, Paheri? Quiero
viajar por el río, en parte porque ahorraré tiempo, pero también porque de esa manera
mi prisionero tendrá menos posibilidades de escapar. Envía el carro de nuevo al oasis.
Aquí tengo un papiro que debe ser llevado a Weset. Entrégaselo a un heraldo de
confianza.
No mucho después, Ramose pidió a Paheri que lo disculpara y se sumergió con su
ropa sucia en el río. Cuando tanto él como la ropa estuvieron limpios ya había
anochecido por completo, y caminó hasta la tienda que le habían destinado, pasando
entre grupos de hombres que se arremolinaban alrededor de fogatas, cuyo humo se
mezclaba de una manera agradable con el olor de la carne asada. Quería asegurarse

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de que el setiu había sido alimentado y de que le hubieran permitido lavarse, pero
cambió de idea al ver la manta pulcramente doblada a los pies del catre en que
dormiría. Mañana ya soportaré bastante esa mirada vacía, pensó mientras se quitaba
las sandalias y se tendía con un suspiro. Además, los soldados de Paheri son
disciplinados y cumplen con lo que se les ordena.
Se tapó con la manta, cerró los ojos y se dejó llevar por la fantasía que fue su
consuelo y su esperanza desde el momento en que, junto a su padre, observó que los
músculos de Kamose se tensaban mientras doblaba el arco. Al principio la conjuraba
para borrar el recuerdo de aquel día porque, como una pesadilla recurrente, las
escenas, los ruidos, y hasta los olores de la plaza del fuerte de Nefrusi se
materializaban a pesar de sus intentos por evitarlo cada vez que se preparaba para
dormir. La sensación de los dedos de su padre agarrándose a él llenos de pánico,
sudados de terror. El olor ácido de ese sudor. El silencio absoluto que cayó sobre los
hombres que instantes antes trabajaban febrilmente, hasta el punto de que sus
sombras inmóviles parecían siniestras sobre la sangre que cubría la tierra caliente.
Los príncipes que rodeaban a Kamose, sus rostros impávidos, y el mismo Kamose,
entrecerrando los ojos para apuntar la flecha, el reflejo del sol en sus anillos cuando
tensó el arco, la tranquilidad de sus manos. Esa maldita frialdad de sus manos…
Incapaz de borrar las imágenes que amenazaban con mantenerlo en un estado de
infelicidad definitiva, Ramose se había aferrado a lo único que podía sostenerlo y, al
hacerlo, se adentró en una prisión completamente distinta, pero prisión al fin y al
cabo. Se sentaba con Tani en el embarcadero de la propiedad de los Tao, los brazos de
ambos enlazados, el hombro tibio de ella apoyado contra el suyo. Una brisa fresca la
despeinaba y movía la superficie del Nilo, que se dividía en fragmentos de luz
reflejada. Ella decía algo trivial, haciendo gestos con las pequeñas manos, el rostro a
veces vuelto hacia él, a veces hacia el río, pero Ramose no la escuchaba. Tras una
sonrisa fija, su atención estaba concentrada en el suave movimiento de la perfumada
prenda de lino contra su pantorrilla, en la sensación que le producía la piel de Tani al
tocar la suya, en el timbre de su voz.
No había nada sexual en la imagen. Ramose sabía que permitir que sus fantasías
se convirtieran en sexuales no haría más que añadir más infelicidad. De manera que,
en brazos de su fantasía, se tranquilizaba y dormía. A veces, la fantasía se confundía
con un sueño, y él y Tani permanecían juntos hasta el amanecer, pero otras, su padre
regresaba y Tani iba desapareciendo, como un fantasma efímero bajo el poder de la
agonía de Teti. Por eso Ramose estaba convencido de que sólo teniendo a su amor,
cumpliendo las mutuas promesas que se habían hecho en tiempos más felices,
lograría que el pasado descansara en paz.
Conocía, con el inútil dolor del afecto de un hijo, los desastrosos defectos del
carácter de su padre. Había perdonado a Kamose, su rey, ese inevitable acto de

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venganza, pero luchaba contra la marcada diferencia que veía entre el Kamose rey y
el Kamose amigo. Respetaba y temía al rey, pero su amor era para su amigo. Sin
embargo, ya no había una diferencia visible entre ambas figuras y Ramose temía que
el amigo estuviera siendo lentamente devorado por la divinidad. Sabía dónde estaban
su deber y su lealtad, pero no le resultaba fácil recuperar el júbilo que en un tiempo
sentía ante esas virtudes. De modo que se aferraba a Tani, a los recuerdos y a la
última esperanza de una futura solución.
Por la mañana comió frugalmente pan fresco, hojas de lechuga recién cortadas y
queso de cabra, antes de dirigirse al río y mandar a buscar al prisionero setiu. Un
esquife pequeño estaba amarrado a la orilla, esperándolo con su dotación de dos
remeros y un timonel, con la vela triangular todavía caída contra el mástil. Ramose
subió, se aseguró de que el valioso papiro para Apepa todavía estuviera en su mochila
y se sentó y observó la llegada del prisionero al muelle. Sin duda se le había
permitido lavarse y asearse un poco. Llevaba el pelo y la barba peinados, y el rato de
sueño lo había refrescado. Con voz seca, Ramose le ordenó que se sentara de
espaldas al mástil y le indicó al guardia que lo había custodiado que lo atara a la
madera. Zarparon a la luz del amanecer y el piloto eligió la corriente que los llevaría
al norte.
El primer día llegaron casi hasta la entrada de Ta-She. Habían navegado en paz a
través de una quietud que al principio fascinó a Ramose. Después de haber pasado
meses en el oasis y de su rutina como explorador en el desierto, el verde exuberante
de la primavera le resultó paradisíaco. Pero muy pronto tomó conciencia de que, de
los abundantes canales que alimentaban los pequeños campos, muy pocos eran
usados por campesinos que alzaban el agua para verterla en la tierra fértil y entre los
pocos que vio notó que todos eran mujeres. Los pueblos estaban silenciosos y
parcialmente destruidos. Por cada campo en que la cosecha era prometedora, había
dos que habían sido sembrados y abandonados a la maleza. A veces se veía a niños
chapoteando desnudos en los canales u observando mientras los bueyes que estaban a
su cuidado bebían el agua del Nilo, y en esos momentos Ramose lograba imaginar
que Egipto no había cambiado, pero bajo el optimismo de la estación, el país tenía un
aire de melancolía. Kamose ha hecho bien su trabajo, pensó Ramose. Ha abierto una
franja de destrucción tan ancha que no queda nadie con la fuerza de voluntad
necesaria para oponérsele.
La segunda tarde lo encontró amarrado en Lundu, pero no abandonó el esquife
para recorrer la ciudad. Su prisionero todavía no había hablado, aparte de breves
demandas de agua o de sombra. Ramose cumplió y atendió las necesidades del
hombre, teniendo en cuenta el informe que éste sin duda le haría a Apepa. Incluso le
permitió nadar junto a dos marineros mientras él lo vigilaba desde la orilla. Durante
la noche permanecía atado al mástil, tendido en una manta y roncando de vez en

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cuando.
Al entrar en el Delta, Ramose tomó el afluente amplio del este, y al tercer día de
viaje pasó Nag-ta-Hert. Las ruinas del fuerte setiu, que Kamose sitió y luego
destruyó, estaban desiertas bajo el sol caluroso. Mientras el esquife de Ramose
navegaba hacia el norte, se veían por todas partes pruebas del saqueo de Kamose —
viñedos destrozados, huertos arrasados— y Ramose trató de no recordar las semanas
en que las tropas rodeaban Het-Uart, las patrullas del río, así llamadas por Kamose en
un destello de humor negro, recorrían el Delta de un extremo al otro matando e
incendiando. Ramose permanecía junto a los hermanos y despertaba todos los días
bajo la alta presencia de los gruesos muros de la ciudad. Luego recorría en el carro de
Kamose los alrededores de Het-Uart, y en sus horas de desesperación, cuando no se
requería nada de él, permanecía mirando el tejado del palacio de Apepa y rezando
para poder ver a Tani, aunque sólo fuera por un instante. Entonces Kamose ordenó
que los soldados se alejaran, y las mujeres dejaron de arracimarse, como aves de
todos colores, para espiar a los hombres que había abajo.
Ramose no dudaba que los riachuelos del Delta estaban llenos de exploradores de
Apepa, pero también de embarcaciones como la suya, y no le preocupaba la idea de
un desafío. No vio ningún soldado setiu. La influencia de Apepa parecía comenzar y
terminar en las puertas de su ciudad. Debe saber lo que le ha sucedido a Egipto,
pensó Ramose mientras su embarcación viraba hacia el oeste preparándose para
internarse en el riachuelo que conducía a los canales que rodeaban Het-Uart. ¿No le
interesará? ¿O espera que Kamose se extenúe y vuelva definitivamente a su casa? El
prisionero lo volvía a mirar y en los ojos negros había una expresión de intriga y un
brillo como de admiración.
Ramose no tenía ganas de darle explicaciones. El sol ya se ponía y las puertas de
la ciudad debían de estar cerrándose. Ahora la embarcación se internaba en un canal y
allí, más allá de los árboles y los arbustos que crecían en la tierra húmeda junto al río,
más allá de la amplia extensión de agua y de la planicie que tenía la dureza de la
piedra por los millares de pies humanos y de patas de animales que pasaban sobre
ella, se alzaba el muro sur de ciento cincuenta brazos de altura. Ramose sabía que las
cinco puertas estaban fuertemente custodiadas. Mientras miraba pensativo a través de
las hojas de los árboles, se debatió entre la conveniencia o no de acampar junto al
canal durante la noche. Muchas otras embarcaciones eran amarradas y sus
tripulaciones se tendían en la hierba, a la orilla del río, para desatar sus paquetes de
comida o desenrollar mantas, fuera del camino de las mulas cargadas que al amanecer
harían cola para ser admitidas en la ciudad. Las orillas del canal estaban llenas de
mercaderes, labriegos con productos frescos, fieles que esperaban visitar el gran
templo de Seth o los santuarios menos importantes de los dioses bárbaros de los setiu.
Yam, el dios del mar; Anath, la consorte de Seth, con sus cuernos de vaca y sus orejas

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bovinas en un blasfemo parecido a Hathor; Samash, el dios del sol; y, por supuesto,
Reshep, el de los cuernos de gacela y el shenti con borlas que llevaba la muerte a los
enemigos del rey. Ramose los recordaba a todos de sus visitas infantiles a la ciudad,
pero más vivido era el recuerdo de Reshep, tendido en el polvo de Nefrusi antes de
que los soldados de Kamose lo destrozaran en mil pedazos y lo arrojaran al fuego
junto a los muertos.
En las orillas también había pequeños grupos de soldados setiu, hombres que
llevaban espadas curvas a la cintura y chalecos de cuero, y Ramose podía imaginar su
respuesta si el prisionero los llamaba. Tal vez lo arrestaran por espía. Y también cabía
la posibilidad de que lo mataran en el acto. Ramose se acercó al hombre.
—Te voy a devolver a tu amo —dijo sin preámbulos—. Tengo un mensaje para
él. Por lo tanto, no tengo la intención de pasar aquí la noche. Tú y yo subiremos a la
puerta. Si tratas de atraer la atención de esos soldados, no vacilaré en cortarte el
cuello. —Sin esperar respuesta, se volvió hacia su tripulación—. Gracias. Volved a
Het-Nefer-Apu y decidle a Paheri que he llegado a la ciudad. Marchaos enseguida.
Deteneos en algún lugar tranquilo por la mañana.
Cogió su bolsa, bajó por la pasarela y permaneció en la orilla con el prisionero a
su lado mientras el esquife zarpaba. Sabía que debía acercarse a las puertas de la
ciudad mientras todavía brillaran los últimos rayos de luz, pero se detuvo para
observar los remos del esquife que se hundían en el agua y que luego viraban para
poner proa hacia el sur, hacia la libertad. Un sentimiento de nostalgia lo sacudió, una
mezcla de soledad, miedo a lo que debía hacer y deseo de estar sentado en la cubierta
de la pequeña embarcación que pasaba con lentitud junto a los otros barcos
amarrados. El timonel estaba subiendo la vela para aprovechar lo que quedaba del
viento de la tarde, el viento norte que lo llevaría a la seguridad. Con un
estremecimiento interior, Ramose cogió el extremo de la cuerda que ataba las
muñecas del prisionero y juntos comenzaron a acercarse a Het-Uart.
Hacía muchos años que Ramose no visitaba la ciudad. Había ido de vez en
cuando acompañando a sus padres, que iban a ofrecerle regalos a Apepa en el
Aniversario de su Aparición, cuando se esperaba que los gobernadores de todos los
territorios afirmaran su lealtad al rey, pero el viaje siempre le resultaba tedioso y
Ramose, a quien no le entusiasmaba mucho la vida de la corte, decidió quedarse en su
casa al llegar a la mayoría de edad. Sin embargo, recordaba haberse sentido un enano
cuando, de niño, estaba a la sombra de los altos muros. No tuvo esa sensación cuando
estuvo allí con Kamose, pero en aquel momento volvió a sentir lo mismo que en la
infancia. Hizo lo posible por sacudírsela, pero a medida que se acercaban a los muros
exteriores, oscuros en los lugares hasta los que no llegaba la luz de las antorchas, la
sensación se intensificaba. Más de treinta brazos de ancho, se dijo. Los muros tienen
más de treinta brazos de ancho en su parte superior y a nivel del suelo son aún más

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anchos. Ningún ejército egipcio podrá conquistar jamás este lugar sitiándolo; una vez
que entre, nunca lograré salir.
Se reprendió por tener pensamientos tan pesimistas y llegó a la puerta, donde se
detuvo y miró hacia atrás, hacia el dibujo de las fogatas que cubrían la tierra por la
que él y el setiu habían subido. Los ciudadanos del Delta y aquellos que se habían
quedado fuera de la ciudad se preparaban para pasar la noche. Había seis guardias en
la puerta, hombres musculosos con botas y chalecos de cuero, con las espadas curvas
sujetas a la cintura, pero con hachas amenazadoras apoyadas detrás de ellos, contra la
pared. No mostraron la menor alarma al ver que Ramose se les acercaba.
—La puerta está cerrada —dijo uno de ellos con expresión de desprecio—. Debes
esperar tu turno para entrar en la ciudad por la mañana.
En la débil luz, sin duda no había visto que el setiu tenía las manos atadas.
—Traigo un mensaje urgente de Kamose Tao —contestó Ramose con
tranquilidad—. Pido que se me admita de inmediato.
—Tú y cien más —se burló el guardia—. Las puertas sólo se pueden abrir por
dentro. ¿Dónde está tu insignia de heraldo?
Ramose cogió el antebrazo del setiu y lo levantó.
—Aquí —dijo—. Yo soy Ramose, hijo de Teti de Khemennu. Haz abrir esa
puerta, necio. No esperaré ni suplicaré como un ciudadano común.
El soldado lo estudió detenidamente y dirigió una mirada dura al prisionero.
—Te reconozco —dijo dirigiéndose directamente al hombre—. Saliste de Het-
Uart hace semanas por esta misma puerta. ¿Te capturaron? ¿Por qué te devuelven?
—Ese no es asunto tuyo —interrumpió Ramose con rudeza—. Es asunto de
Apepa. ¡Mándale avisar enseguida!
—Su nombre no debe ser mencionado —dijo el soldado en voz alta, pero había
perdido parte de su seguridad. Levantó la mirada y gritó—: ¡Hoil, abre la puerta!
Siguiendo la dirección de su mirada, Ramose vio las sombras de más hombres
armados en el muro.
No hubo respuesta, pero instantes después una de las hojas de la gran puerta
comenzó a abrirse hacia dentro. El soldado los hizo pasar y los siguió con rapidez.
—Esperad aquí —ordenó.
Kamose lo vio subir por el ancho pasadizo iluminado por antorchas. La puerta se
cerró.
Cortadas en el duro adobe había pequeñas habitaciones, y el hombre que acababa
de abrir la puerta les hizo señas de que entraran en una de ellas. Había bancos
apoyados en la pared y, en el centro, una mesa con una jarra de cerveza y los restos
de una comida. Junto a las platos había armas de todo tipo. Dos soldados levantaron
la mirada con interés al ver entrar a Ramose. Éste no les hizo caso, y obligó al setiu a
sentarse a su lado en uno de los bancos. Los demás pronto volvieron a concentrarse

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en el juego de dados. Ramose y su prisionero permanecieron sentados en silencio.
Transcurrieron varias horas, y Ramose ya empezaba a desear haber esperado fuera de
la ciudad hasta la mañana, cuando reapareció el primer soldado. Lo acompañaba un
oficial que les hizo una inclinación superficial.
—¿Eres en realidad Ramose de Khemennu? —preguntó. Ramose asintió—.
Entonces el Uno ha enviado un carro para ti. Desata a tu prisionero.
Ramose se levantó y de un tirón obligó al setiu a hacer lo mismo.
—Todavía no —dijo con tono agradable—. Él también tiene algo que decirle a
Apepa.
El hombre titubeó. Por toda respuesta se adelantó y después de sacar una daga
cortó la cuerda hasta que ésta cayó al suelo. El setiu se frotó las muñecas, pero su
expresión no cambió.
—Seguidme, los dos —dijo el oficial de mala manera. Ramose lo siguió y salió al
aire fresco.
El carro los esperaba. Sin más comentarios los subieron, a él con brusquedad, y el
oficial se puso detrás de ellos. A una palabra del auriga, el carro comenzó a moverse.
Salieron del túnel del pasaje y Ramose miró a su alrededor.
Rodaban con rapidez por una calle ancha llena de puestos de mercado vacíos bajo
los que se apilaban las sobras del día. Detrás de ellos, las hileras interminables de
desiguales casas de adobe que Ramose recordaba de su infancia. El carro pasó por un
cruce de caminos y vio más casas desiguales detrás de cuyas ventanas desnudas
brillaban luces de velas. Ante ellos, la gente iba de aquí para allí o se reunía en los
zaguanes a charlar. A veces las hileras de casas estaban interrumpidas por angostos
callejones y a veces, bajo un par de árboles mal formados, se veía la señal de una
fuente. Trozos de tierra muy pisoteada indicaban la presencia de tabernáculos, donde
las figurillas de los dioses se refugiaban en pequeñas hornacinas sobre columnas de
granito, a cuyos pies había sencillos altares. El zumbido del ajetreo de la ciudad era
constante, una mezcla de voces humanas, ladridos, rebuznos, el ruido sordo de las
ruedas de carros, pero más o menos después de diez estadios de marcha, el ruido
comenzó a disminuir. El mal olor, sin embargo, persistía. Una combinación de
estiércol de burro y de desperdicios humanos ofendió el olfato de Ramose y se
adhirió a su ropa y a su piel.
El carro había entrado en la parte más noble de Het-Uart. Altas paredes horadadas
por puertas discretas flanqueaban el camino y Ramose sabía que, detrás de ellas, los
jardines y las casas de los ricos se extendían como diminutos oasis. Los peatones eran
menos abundantes, más silenciosos, iban vestidos con más elegancia, y muchas veces
eran precedidos por guardias. Al llegar a otro cruce de caminos, vieron el templo de
Seth, las banderas de sus pilones flameaban en la brisa de la tarde, una luz que
cortaba la oscuridad y destacaba el atrio exterior, donde algún sacerdote hacía sus

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ofrendas. El oficial dijo algo y los caballos doblaron a la izquierda y, en aquel
momento, Ramose vio una verja muy grande, más allá de la cual había un patio. El
patio de maniobras, pensó, y el cuartel. ¿Cuántos soldados tendrá Apepa? El doble
que nosotros, o por lo menos eso dicen los rumores. Seguían avanzando junto a otra
pared que parecía extenderse hasta el infinito, un alto muro que al poco rato Ramose
situó como el límite exterior del castillo. Entonces el carro comenzó a avanzar más
despacio y se detuvo frente a unas altas puertas de cedro. Una puerta lateral mucho
más pequeña estaba abierta, y allí los esperaba un heraldo vestido de blanco y azul,
los colores de la realeza egipcia. Pero su bastón no terna nada de egipcio. Era un palo
largo y blanco, parecido a una espada, del que surgían cintas coloradas. En la punta
descansaba, del color de la sangre, la imagen del dios. Seth sonrió a Ramose bajo su
sombrero cónico y sus cuernos de gacela. No se parecía al Set egipcio, el dios
pelirrojo y lobuno de las tormentas y el caos, a pesar de las declaraciones de los setiu
de que ambos dioses eran uno y el mismo.
El oficial que los condujo hasta allí volvió a montar en el carro sin mediar
palabra, pero el heraldo sonrió a Ramose y le pidió que entrara. Una puerta más que
se cierra a mis espaldas, pensó Ramose mientras él y su compañero obedecían. No
debo recordar los estadios que me separan del oasis. Debo recordar que, en algún
lugar de este laberinto, Tani está comiendo, o la están maquillando, o habla con una
amiga. Debo seguir pensando en ella. Tal vez presienta mi presencia. Tal vez en este
mismo instante haga una pausa, levante la cabeza como si oyera que alguien le
susurra detrás de su lámpara y frunza el entrecejo sorprendida mientras su corazón
late apresuradamente.
El heraldo lo conducía por un ancho sendero entre miles de estadios de parque
arbolado. De ese sendero partían muchos otros. Aquí y allí, Ramose pudo ver el
reflejo de luz en el agua. A intervalos regulares se alineaban las estatuas, extrañas
formas que no podía identificar pero que le recordaban vagamente a sus dioses
familiares. Casi todos eran barbudos y tenían cuernos. Sabía que cuando era niño
corría despreocupadamente entre ellas, eso lo sabía, pero ahora, bajo la luz azulada de
la luna, parecían cubiertas por un misterioso aire de extranjería. Cuando terminaron
los arbustos, comenzaron los parterres de flores. El heraldo cruzó un patio de grava,
donde había multitud de literas cuyos portadores estaban sentados o acostados en la
hierba que lo bordeaba y, en aquel momento, Ramose pudo escuchar la música y los
sones alegres de una fiesta.
La fachada del palacio se alzó para recibirlo, hileras de columnas a cuyos pies se
congregaban soldados y sirvientes iluminados por innumerables antorchas. A su
derecha, Ramose pudo ver el origen del ruido. Salía de un salón que se abría a las
columnas. Pudo ver una multitud de cortesanos que se movían de aquí para allí
bañados por la luz de las lámparas. Ante ellos estaba el salón de recepciones, pero

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estaba en semipenumbra, y el heraldo dobló hacia la derecha, llevando a Ramose y a
su estoico compañero a un lateral del palacio donde había una pequeña puerta en
mitad de la pared. La abrió y se inclinó ante Ramose invitándolo a entrar, pero
impidió que el setiu lo siguiera.
—Hay un refrigerio para ti en la mesa —dijo el hombre con afabilidad—. Come y
bebe todo lo que desees. La espera será larga, pero en su momento serás llamado. Me
han dicho que tienes un mensaje para el Uno. ¿Es verbal o escrito?
—Escrito. —Ramose sacó el papiro de la bolsa y se lo entregó. El heraldo lo
cogió, volvió a inclinarse ante él y salió, cerrando a sus espaldas la puerta con
suavidad.
Ramose respiró hondo y miró a su alrededor. La habitación era pequeña, pero
estaba confortablemente amueblada con sillas bajas doradas y una mesa elegante en
la que había una fuente con un ave asada y fría, unas rebanadas de pan negro, trozos
de queso de cabra sobre hojas frescas de lechuga, varias tartas dulces y un jarrito de
vino. En el suelo de madera vio esparcidos almohadones de colores vivos. Las
paredes de color ocre estaban desnudas, pero cerca del techo había pintada una cenefa
con un dibujo negro de círculos. Una luz cálida y constante surgía de tres lámparas de
alabastro que colgaban de tres de las cuatro columnas de las esquinas y en la cuarta
resplandecía un sagrario dorado. Estaba cerrado. Ramose no se molestó en abrirlo.
Fue rápidamente hacia la puerta por la que acababa de entrar y la abrió de golpe,
pero se topó con la cabeza de un guardia con casco que se volvió a mirarlo. La cerró
y fue hacia la otra puerta que podría proporcionarle una vía de escape, pero también
estaba vigilada. No quiero huir, pensó Ramose sombrío mientras volvía sobre sus
pasos. Debo vivir este asunto hasta el final. Pero tengo un poco de miedo.
Siguiendo un impulso se arrodilló de espaldas al opulento sagrario, conjuró la
imagen de Tot, dios de Khemennu, y recreó en su mente los soportales del atrio
exterior del templo y las sombras que siempre caían sobre su rostro cuando entraba
descalzo al atrio interior, hacia donde estaba el dios con su hermoso pico curvo de
ibis y sus sabios ojos negros. Con deliberación, Ramose imaginó la imagen de Tot y
comenzó a rezar.
Hacía muchos meses que no se dirigía al tótem de su ciudad, porque se sentía
incapaz de soportar los recuerdos que le traía a la mente, pero en aquel momento
confió sus miedos y sus dudas a los oídos emplumados del dios, y le rogó que le
concediera sabiduría para encontrar las palabras exactas que decir a Apepa, cuya
presencia llenaba aquel lugar; le rogó que le diera fuerzas para mantener su propósito
con firmeza. Cuando terminó de rezar fue consciente de una saludable necesidad de
comer y, acercando una de las sillas, se dispuso a hacerlo, disfrutando del toque de
ajo en el aceite que daba sabor a la lechuga y del vino cuya sequedad le fascinó.
Después se echó hacia atrás en la silenciosa calma que lo rodeaba, consciente de que

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rezando y comiendo acababa de recuperar su equilibrio. Estoy muy sucio, pensó.
Debo lavarme antes de enfrentarme a Apepa, pero tal vez la falta de agua haya sido
deliberada, para ponerme en desventaja.
Había pensado tenderse en el suelo con uno de los almohadones bajo la cabeza,
pero descubrió que estaba completamente despierto y pacíficamente alerta. Estás
conmigo, Gran Tot, ¿verdad?, le dijo en su interior al dios. No has abandonado a tu
hijo en este lugar de blasfemia. Sonrió, suspiró y se sentó a esperar.
La noche se hizo más profunda. Incluso allí, en aquel lugar que empezaba a
parecer cada vez más apartado de cualquier realidad externa, Ramose tuvo conciencia
de las horas que transcurrían hacia un amanecer todavía muy lejano. Las veía con
claridad con los ojos de su ka, una sucesión de formas oscuras e indistintas que fluían
después de Ra, mientras éste se movía en el cuerpo de Nut a fin de renacer, y que
llevaban con ellas los dolores y las soledades de su pasado. No tenía la sensación de
un peso que lo abandonaba, simplemente un optimismo que le recordaba la
resistencia sin esfuerzo de la niñez, cuando él y sus compañeros podían nadar, luchar
y correr todo el día sin cansarse.
Todavía seguía sentado muy erguido en la silla cuando la puerta se abrió y entró
un hombre rasurado, con un shenti largo hasta el suelo y pulseras de plata.
—Soy Sakhetsa, jefe de heraldos de Su Majestad —dijo con una leve vacilación
en la voz al encontrar a Ramose completamente despierto—. Su Majestad te verá un
momento antes de retirarse. Sígueme.
Obediente, Ramose se levantó y salió de la habitación que, durante unas horas, se
había convertido en el santuario de su dios.
Pronto se sintió perdido. Siguiendo al jeté de heraldos recorrió un pasillo tras
otro, todos iluminados por antorchas, pasó frente a puertas cerradas y puertas abiertas
a la oscuridad, caminó por patios en penumbra en los que las fuentes interpretaban
una música discordante, pasó entre columnas bajo techos en los que resonaban sus
pasos. En todas partes había guardias que se alineaban frente al ocre monótono de las
paredes, hombres de gran tamaño que permanecían de pie, inmóviles, con los guantes
de cuero descansando en el mango de hachas inmensas. Y sobre todos ellos corría el
mismo motivo laberíntico que decoraba la parte superior de las paredes de la
habitación donde Ramose había estado esperando. Hundido en un pasajero silencio,
el palacio dormía durante las breves horas que separaban el fin de la fiesta y el ruido
del amanecer.
Después de lo que le pareció un rato muy largo, Sakhetsa se detuvo frente a una
puerta doble de cedro, donde intercambió unas palabras con los soldados que la
flanqueaban, y Ramose entró tras él. Allí el pasillo era más pequeño y estaba más
iluminado, la decoración de las puertas era más elaborada. En el otro extremo, había
más puertas dobles. Un hombre que estaba sentado en un banco frente a una de ellas

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se levantó. Igual que el heraldo, iba vestido de blanco, pero su shenti tenía bordes de
oro. Gruesos brazaletes de oro rodeaban su antebrazo y sus tobillos. Era mayor, y los
lóbulos de sus orejas parecían alargarse por el peso de las cruces egipcias de oro que
colgaban de ellas. Parecía cansado. Se le había corrido la galena y tenía los ojos
colorados. A pesar de todo, sonrió.
—Soy el mayordomo primero Nehmen —dijo en tono seco.
Ramose se volvió a tiempo para ver que Sakhetsa desandaba sus pasos por el
largo pasillo. Nehmen hizo un gesto de impaciencia y Ramose, muy erguido, entró y
se situó ante la presencia de Apepa.
No tuvo mucho tiempo para estudiar el ambiente en que estaba, pero miró a su
alrededor mientras Nehmen lo anunciaba. La habitación era grande, bien iluminada y
hermosa, con un estilo que sólo consiguió definir como extranjero. Las paredes, allí
donde no estaban cubiertas por esteras tejidas en los mismos colores y dibujos
resplandecientes que ya había visto, estaban pintadas con escenas de montañas con
los picos blancos cuya base mojaba un océano. Pequeñas embarcaciones navegaban
en esa gran extensión de agua y bajo ellas nadaban exóticas criaturas.
A la izquierda, el paisaje era interrumpido por una puerta sobre la que estaba
pintado un gran toro de cuernos de oro que lanzaba llamas por el hocico. A la
derecha, un sirviente cerraba en aquel momento otra puerta en la que estaba
representado un dios del mar. Raal-Yam, supuso Ramose, con maleza enredada en la
barba y las piernas ocultas en un remolino de agua blanca. En los rincones había
muchas lámparas altas con forma de caracol. Las patas de uno de los sillones habían
sido talladas con figuras de muchachas de pechos desnudos que sostenían el asiento.
Llevaban faldas cortas y plisadas, y el pelo peinado en alto en rizos atados con cintas.
Las curvas redondas y el morro romo de un delfín formaban el respaldo del sillón, y
otros delfines de plata sostenían los recipientes y las tazas que descansaban en la
mesa junto a la que estaba sentado Apepa, con las piernas cruzadas y las manos
cubiertas de anillos unidas sobre las rodillas.
Durante un instante, a Ramose lo sobrecogió el terror. No son de los nuestros,
pensó. A pesar de la galena y de la alheña, del lino fino y de los títulos, son incapaces
de ocultar que son extranjeros. Esas formas son keftianas, esas imágenes redondeadas
nada tienen que ver con las líneas limpias y sencillas del arte egipcio. ¿Cómo no me
di cuenta cuando era niño? ¿Por qué no tuve nunca la menor curiosidad? Los setiu no
hacían ningún esfuerzo por ocultar esta contaminación dentro de su ciudad. Sólo en
los pueblos fingen ser idénticos a los egipcios. Es evidente que están enamorados de
la isla de Keftiu, pero ¿habrán hecho algo más que comerciar con los keftianos?
¿Existirá entre ellos un tratado de ayuda mutua? El instante de pánico pasó y Ramose
se adelantó preguntándose si debía prosternarse ante Apepa, aunque ya lo estaba
haciendo, con los brazos extendidos y la cara contra el suelo. Esperó.

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—Levántate, Ramose, hijo de Teti —dijo Apepa—. Me concedes la reverencia
completa que le debes a tu rey, pero tal vez te estés burlando de mí. Estoy cansado y
de mal humor. ¿Por qué estás aquí?
Ramose se levantó, y por primera vez en muchos años vio la cara del enemigo.
Los ojos grandes y muy juntos lo estudiaron meditabundos. Aun viéndolo
sentado, Ramose comprendió que Apepa era un hombre alto, más alto que los
guardias que Ramose había visto hasta entonces. No estaba encorvado por la edad.
Tenía hombros anchos y, bajo la falda suelta que lo cubría, sus piernas eran largas y
bien formadas, como las de una mujer. Ya le habían lavado el maquillaje. La frente
alta y espesas cejas negras le conferían un aspecto noble que por desgracia le era
negado por una barbilla muy débil y puntiaguda, un cuello algo delgado, y una boca
que, aunque rodeada por las arrugas que produce la risa, en reposo caía hacia abajo.
Sus mejillas estaban tan hundidas que la luz de la habitación destacaba sus huesos. Y
llevaba el pelo oculto por un gorro de lana suave.
Un hombre joven estaba de pie a sus espaldas, con un brazo apoyado en el
respaldo del sillón. Su parecido con Apepa era sorprendente. Los mismos ojos pardos
miraban a Ramose con un interés hostil y la barbilla era idéntica. A los pies de Apepa
estaba sentado un escriba que sofocaba un bostezo, con la escribanía en las rodillas y
un pincel en la mano.
A la izquierda de Apepa había un hombre todavía vestido y maquillado, con un
báculo azul y blanco en la mano, colores que indicaron a Ramose que era un visir.
Tenía el papiro que éste había llevado del oasis. Ramose observó detenidamente a los
cuatro hombres, uno a uno, y luego miró directamente a Apepa a los ojos.
—Vine a traerte el mensaje que tiene en la mano tu visir —contestó tranquilo.
Apepa hizo un gesto con la mano, como rechazándolo.
—Esto no es un mensaje —dijo con desprecio—. Es un alarde ofensivo que no
contiene una sola palabra de conciliación ni una sugerencia práctica para acabar con
la situación ridícula que vivimos en Egipto. Estoy profundamente ofendido. Te lo
vuelvo a preguntar. ¿Por qué has venido a Het-Uart? ¿Por qué me has devuelto a mi
heraldo?
Ramose sabía que no podía vacilar en su respuesta. Los ojos de todos los
presentes lo miraban casi sin pestañear.
—Mi señor Kamose pensó, al principio, enviarte al heraldo con su mensaje —
contestó—. Pero quería asegurarse de que el hombre volviera aquí y que no siguiera
hacia Kush, al encuentro de Teti-en, antes de volver al Delta. —Tuvo la satisfacción
de notar que Apepa vacilaba durante un instante—. Por lo tanto, era necesario que
alguien lo escoltara.
—Comprendo. —Apepa respiraba con lentitud, reflexivo—. Pero ¿por qué te
eligió a ti?, un hombre al que maltrató, un hombre de cuya lealtad se podía sospechar.

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—Porque hemos sido amigos desde la infancia —contestó Ramose—. Porque a
pesar de la necesidad que lo obligó a ejecutar a mi padre y a privarme de privilegios,
sabe que le soy leal, a él y a su causa. Confía en mí. —Puso un leve énfasis en la
palabra «confía».
Apepa entrecerró los ojos y el joven que estaba apoyado en el respaldo del sillón
se enderezó y cruzó los brazos.
—¿Y por qué aceptaste el encargo?
Ramose lo miró en silencio. Era una pregunta inesperada que revelaba una mente
compleja que no creía que existiera en Apepa. Contestó con cautela, con la sencillez
de la honestidad.
—Aquí está el mayor y más querido de mis tesoros —dijo—. La princesa Tani.
Tuve la esperanza de que al cumplir la orden de mi señor tal vez también pudiera
satisfacer a mi ka viéndola.
El joven lanzó una carcajada. El visir sonrió con altanería. Pero Apepa siguió
mirando fijamente a Ramose.
—¿Ah, sí? —dijo con sarcástica suavidad—. ¿Todavía la amas? ¿Después de
tanto tiempo, Ramose?
Ramose bajó la cabeza y fijó la mirada en el pie real, todavía manchado por
rastros de alheña.
—Sí, todavía la amo —confesó—. En ese sentido, no soy más que un muchacho
necio y no me avergüenza admitirlo.
—¿Y si te dijera que ha muerto? —preguntó Apepa—. Que cuando recibí la
primera noticia de la loca rebelión de Kamose la hice decapitar como a un rehén, en
venganza por la perfidia de su hermano.
Presa de pánico, Ramose intentó mantenerse inexpresivo. Piensa en lo que
realmente has venido a hacer, se ordenó con firmeza. No permitas que este hombre te
haga perder el equilibrio.
—Diría que un acto así está muy por debajo de la dignidad y de la misericordia de
un rey de Egipto —contestó—. Además, la muerte de una mujer noble haría poco por
afianzar la lealtad de tus príncipes, Majestad. Creo que estás jugando conmigo.
—Tal vez. —Se hizo un corto silencio durante el que se pudo oír el roce del
pincel del escriba en el papiro.
Entonces Apepa descruzó las piernas, frunció los labios y dijo con suavidad:
—¿Cómo fue capturado mi heraldo, Ramose, hijo de Teti? Ramose pensaba que
continuaría diciendo que se le había ordenado que tomara el camino del desierto para
alejarse de toda posibilidad de ser descubierto, que era casi absurdo que lo hubieran
apresado allí donde no había más que calor y desolación. Pero enseguida se dio
cuenta de que el setiu todavía no había sido interrogado, que Apepa no sólo buscaba
información sino que estaba poniendo a prueba su decisión de medir las palabras y su

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inteligencia. Ramose alzó las cejas.
—No lo sé, Majestad.
—Claro que lo sabes. —Apepa hizo una seña con la mano y un sirviente salió de
las sombras, le llenó la taza y retrocedió en silencio. Apepa bebió un sorbo de vino—.
Dices que eres amigo de los hermanos Tao, por lo tanto debo presumir que asistes a
sus consejos. ¿Cometió mi heraldo la torpeza de caer en un campamento de nómadas
leales a ellos? ¿O había soldados vagando por el desierto? —Bebió otro sorbo y luego
se llevó una servilleta de lino a los labios para enjugárselos—. Esos dos jóvenes son
muy necios o muy inteligentes. Si un simple oficia1 hubiera escoltado a mi hombre
hasta Het-Uart no habría despertado mis sospechas. Habría leído aquel papiro
ridículo y luego dado muerte al oficial o lo habría sacado de la ciudad antes de que
pudiera lograr la impresión más superficial; Pero te enviaron a ti, su valioso
compañero, con una carta tan zafia y frívola que ni siquiera vale la pena hacerla
copiar para los archivos. Tu no has tratado de ocultarte en la ciudad y reunir
información como lo haría un espía. Has pedido que te traigan aquí, al palacio. ¿Por
qué? En esa pequeña cabeza tuya hay una fortuna en información sobre Kamose y su
revuelta. ¿Se supone que debo torturarte para sonsacártela, Ramose? ¿O me calmarás
con mentiras después de algunas vacilaciones?
—La tortura nunca ha sido un sistema utilizado en Egipto, Majestad —le
interrumpió Ramose con franqueza, aturdido por la perspicacia de Apepa. Lo has
subestimado, Kamose, pensó casi con desesperación. Lo has juzgado débil porque
hasta ahora no ha hecho nada por proteger su poder sobre Egipto. Pero ¿y si tuviera
más perspectiva que tú? ¿Y si no le interesara una reputación de valentía y de
audacia, y prefiriera ganar a fuerza de paciencia y de astucia? Y, sin embargo, tal vez
lo conozcas y por eso estés tan deseoso de sacarlo de su caparazón—. Ya te lo he
dicho —contestó, alzando la voz deliberadamente y cerrando los puños
ostentosamente—. Supliqué a mi señor que me encargara esta misión. Se lo rogué y
cuando a regañadientes me lo concedió, caí de rodillas e importuné a los dioses
rogándoles que tuvieran piedad de mí y que me permitieran ver a la mujer que es para
mí más valiosa que la vida.
El joven que estaba detrás del sillón de Apepa se volvió hacia una silla y tomó
asiento, arreglándose el shenti de lino y negando con la cabeza.
—Hay algo patético en un adulto que se deja llevar ciegamente por la pasión —
comentó—. ¿No lo crees, padre? Y en este caso, hasta tus peligrosas fauces reales.
Tal vez tendrías que haber mirado con más atención a la princesa Tani cuando llegó,
pero tal como está ahora…
—Tranquilo, Kypenpen —dijo Apepa con seriedad—. ¿Llevado ciegamente?
Todavía no lo sabemos. La verdad es que pareces un poco ridículo, Ramose. Pero,
por el momento, no consigo adivinar si estás realmente enamorado de Tani o si nos

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estás ofreciendo una magnífica actuación. —De repente, se levantó e hizo sonar el
gong que tenía en la mesa. En el acto se abrió la puerta y entró Nehmen, haciendo
una reverencia—. Dale una habitación a este hombre. Dile a Khetuna que debe ser
estrechamente vigilado. No debe abandonar su aposento hasta que yo lo llame
mañana. Ramose, puedes retirarte.
Ramose hizo una inclinación y se volvió, siguiendo al mayordomo al pasillo.
Tenía la sensación de haber sido liberado de las fauces del león, pero en cuanto
estuvo solo comenzó a temblar.
La habitación a la que lo condujeron contenía poco más que un lecho, una mesa y
un banco. Una lámpara de arcilla despedía una luz incierta que sólo alcanzaba a
iluminar las paredes color mostaza y el suelo desnudo, pero la habitación estaba lejos
de ser una celda. No tenía ventanas, sólo tres angostas aberturas cerca del techo para
que por ellas entrara aire y la luz del día. Ramose se quitó el shenti, el cinturón y las
sandalias con dedos temblorosos y se dejó caer en el lecho, cubriéndose con una tosca
manta. Ya no le importaba si estaba o no limpio. Debo pensar en mañana, se dijo.
Debo tratar de imaginar cada pregunta que Apepa me pueda hacer, inventar toda
posible respuesta. No me gusta mucho su hijo Kypenpen. Hay algo en sus ojos…
Pero es Apepa quien debe creerme, no su hijo. Que Tot me acompañe, me proteja y
me conceda sabiduría. ¿Seré realmente un personaje tan ridículo? Se inclinó y apagó
la lámpara.
Ene el acto, el cansancio lo abatió y se quedó dormido. Despertó cuando una
forma se inclinó sobre él y, al sentarse, la sombra se convirtió en un muchacho de
expresión nerviosa. Tras él había un soldado.
—¿Estás despierto? —preguntó el muchacho con premura—. Te he dejado
comida en la mesa. Cuando hayas comido, he de llevarte a la casa de baños.
Ramose apartó la manta y apoyó los pies en el suelo. El muchacho retrocedió aún
más.
—¿Qué pasa? —preguntó Ramose, todavía medio dormido—. ¿Mi olor es tan
ofensivo?
El niño se puso colorado y miró al guardia.
—Ha oído rumores estúpidos en la cocina —dijo el hombre con rudeza—. Se
supone que eres un fiero general de Weset que ha venido a dictarle condiciones al
Uno. Apresúrate y come.
—Tal vez la gente del pueblo sepa más que sus amos —murmuró Ramose
acercando la bandeja. Había pan, aceite para empaparlo, ajo y una taza de cerveza.
Comió y bebió con rapidez, incómodo bajo la mirada de los otros dos y cuando hubo
terminado se envolvió con la manta y siguió al niño. El soldado fue tras ellos.
La casa de baños era muy grande, una habitación abierta al cielo con el suelo
inclinado para desaguar, un pozo, un horno para calentar el agua y numerosos bancos

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de baños, muchos de los cuales estaban ocupados por cuerpos delgados y desnudos.
Más allá de una puerta, Ramose pudo ver más cuerpos, sentados en bancos y
relucientes por el aceite con el que se los masajeaba. El estruendo de voces, mezclado
con el ruido de la caída del agua era tremendo. Sirvientes de baños, armados de
toallas, cajas de natrón y tarros de ungüentos, corrían de un lado para el otro. De los
calderos encendidos brotaba humo. Mientras inhalaba el aire húmedo y perfumado,
Ramose miró a la multitud con rapidez, con la esperanza de ver la figura delgada y
graciosa de Tani pero ella no estaba allí. Si está con vida, se debe bañar en los
aposentos privados de las mujeres reales, se recordó mientras dejaba caer la manta y
se subía a uno de los bancos de baños desocupado. Esta casa de baños debe de ser
para los cortesanos comunes. Un sirviente se le acercó de inmediato y el soldado se
aproximó más a él.
—No debes hablar con nadie —le ordenó—. Mantén la boca cerrada.
El niño había desaparecido. Ramose asintió y cerro los ojos cuando el primer
chorro de agua caliente cayó deliciosamente sobre su cabeza.
Regresó a su habitación con el pelo limpio y cortado, el cuerpo afeitado, había
dejado atrás la mugre. Su espíritu se animó. El niño había reemplazado su ropa por
una muda limpia; un taparrabos inmaculado, shenti y camisa almidonados y unas
sandalias, pero había dejado el cinturón de Ramose. Mientras se vestía
metódicamente, Ramose se volvió hacia el soldado.
—Deseo rezar —dijo—. ¿Hay un santuario de Tot en Het-Uart?
—Puede ser que lo haya —replicó el hombre secamente—. Pero tengo órdenes de
mantenerte en esta habitación hasta que el Uno te mande llamar.
—¿Y debes permanecer pegado a mis talones? —se quejó Ramose.
La actitud del soldado comenzaba a enfurecerlo. El guardia se encogió de
hombros.
—No. Puedo montar guardia frente a tu puerta.
—Entonces vete.
Cuando la puerta se cerró, Ramose se sentó en el lecho lanzando un suspiro de
alivio. Sonidos ahogados le llegaban del pasillo y se filtraban por las altas aberturas
de las paredes. Pasos, charlas ininteligibles, alguien que cantaba. Tuvo la sensación
de encontrarse en un oasis de silencio mientras el mundo giraba a su alrededor. Se
resignó a esperar.
Las delgadas líneas de sol habían ido bajando por la pared opuesta y casi habían
llegado al suelo cuando se volvió a abrir la puerta y un brazo le indicó por señas que
lo siguiera. Ramose se estaba paseando con la cabeza baja, aburrido e impaciente, y
se alegró de obedecer la orden silenciosa. Fue un soldado distinto quien lo guió a
través del laberinto de pasillos y patios. El hombre lo miraba constantemente por
encima del hombro para asegurarse de que Ramose no se perdiera entre la gente que

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iba de aquí para allí.
Los cortesanos pasaban junto a ellos envueltos en nubes de perfume, con las
alhajas tintineando y las prendas de lino flotando a su alrededor, mientras sus
sirvientes trotaban tras ellos cogiendo gatos con ojos de zafiro, cajas de cosméticos o
escribanías. Muchos iban envueltos en capas de apretados tejidos, de intrincados
dibujos y vivos colores, y algunos vestían faldas largas hasta el suelo de la misma
lana gruesa. Como sabía que ésa era la típica vestimenta setiu, Ramose pensó que
esas prendas quedarían mejor si estuvieran cubriendo un suelo desnudo. Pocas
personas notaron su presencia y las que lo hicieron sólo le dirigieron una mirada
desinteresada.
Por fin el soldado se detuvo frente a una puerta doble, al final de un ancho pasillo
con el suelo de azulejos verdes. A cada lado de la puerta estaba sentado el dios Seth y
sus ojos de granito miraban fijamente el camino que acababa de recorrer Ramose.
Los cuernos que salían de sus rizos de piedra tenían la punta de oro y multitud de
collares de lapislázuli colgaban de su pecho estrecho. Odiándolo, Ramose apartó la
mirada cuando Nehmen apareció entre las estatuas y el soldado retrocedió. El
mayordomo primero sonrió. Parecía más descansado. La expresión ojerosa había
desaparecido de su rostro meticulosamente maquillado.
—Salud, Ramose —dijo con afabilidad—. Confío en que hayas dormido bien. El
Uno te aguarda.
No esperó respuesta. Abrió las puertas e hizo pasar a Ramose.
La luz lo cegó enseguida, una explosión brillante que lo confundió y lo obligó a
parpadear. Pero después de un momento se dio cuenta de que estaba en un extremo
del amplio vestíbulo cuyo techo se alzaba hasta perderse de vista y cuyo suelo
resplandeciente se extendía hasta un estrado que iba de una pared a otra. Detrás del
estrado había una columnata por la que entraba el sol a raudales, inundando todo el
espacio con su gloria. Ramose divisó árboles fuera, temblando en la brisa, y escuchó
el eco ahogado del canto de los pájaros. También vio una fila de soldados, alineados
como estatuas, todos mirando hacia fuera, hacia el sol de la tarde.
Pero no fue nada de aquello lo que le hizo detenerse un instante, con un nudo en
la garganta. En el centro del estrado había un trono, el Trono de Horas, único por su
poder y belleza, bajo el alto dosel de tela de oro. El cayado de la Eternidad y el
Asiento de la Riqueza con el respaldo curvo estaban festoneados con cruces egipcias,
las amenazadoras cabezas de león en los que terminaba cada brazo rugían una
advertencia. Las delicadas alas de turquesa y de lapislázuli de Isis y Neith se alzaban
como abanicos de los brazos, bajo los cuales caminaba un rey con el cayado y el
látigo en las manos, con Hapi detrás y Ra delante. Ramose imaginaba el gran Ojo de
Horus que llenaba la parte trasera del respaldo, el Ojo Wajet puesto allí para proteger
al rey de cualquier ataque por la espalda. ¡Oh, Kamose!, exclamó Ramose en su

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interior. Querido amigo. Gloriosa Majestad. ¿Esas cruces egipcias sagradas alguna
vez alimentarán vida en tu piel? ¿Las diosas alguna vez disfrutarán del encanto de
rodearte con sus alas protectoras? ¿Sufren ellas la misma humillación que tú, cada
vez que Apepa apoya su cuerpo extranjero en ese oro frío y apoya los pies en el
reposapiés real?
Alguien tosió con amabilidad a su lado y él se volvió con torpeza. Un hombre
esperaba, vestido íntegramente de blanco y sujetando un bastón de contera de plata.
—Soy el jefe de heraldos Yku-Didi. Sígueme —dijo. Atravesó el vestíbulo por la
derecha del estrado y, al verlo acercarse, los soldados que custodiaban las puertas a
las que se aproximaba las abrieron—. El noble Ramose.
Tuvo la sensación de que la habitación estaba llena de gente. El mismo Apepa,
resplandeciente, vestido de lino amarillo con hebras de oro y un casco también
amarillo, estaba de pie ante una mesa ancha. A su derecha había un hombre más
joven a quien Ramose no reconoció pero supuso, por su parecido con el rey, que
debía de ser otro de sus hijos. A su derecha estaba sentado alguien que Ramose estaba
seguro que conocía. Moreno, de facciones toscas y una nariz que dominaba el rostro,
hizo que una oleada de preocupación recorriera la columna vertebral de Ramose. No
usaba pintura ni alhajas, con excepción de una gruesa banda de oro en el musculoso
antebrazo. Un anillo ovalado de plata, con un dibujo que Ramose no pudo distinguir,
adornaba sus dedos gruesos. Le cubría la cabeza un sencillo casco rayado, blanco y
negro, cuyo borde le cruzaba la amplia frente, bajo la que destacaban unos ojos
negros e inteligentes. A su lado, otro hombre observó a Ramose cruzar el salón con
considerable interés. Usaba una cinta roja alrededor del pelo oscuro y rizado y tenía
la barba brillante de aceite. Detrás de Apepa estaba el mismo visir que Ramose había
visto el día anterior, y a sus pies el escriba ya tenía la escribanía apoyada en las
rodillas.
A1 principio, Ramose no vio al setiu al que se había acostumbrado a considerar
suyo. Él, al igual que el jefe de heraldos, iba completamente vestido de blanco. Su
barba había desaparecido y llevaba el pelo muy corto. De no haber sido por la
suprema indiferencia de su mirada, Ramose no lo hubiera reconocido. De manera que
era también un heraldo real. ¿Lo habría dejado en libertad tan fácilmente si hubiera
sabido que no era un soldado común?, pensó Ramose mientras se detenía ante la
mesa. Miró su contenido mientras trataba de tranquilizarse. Papiros, la carta de
Kamose entre ellos, fuentes de tortas de miel y de higos, tazas de vino, dos jarros y
un mapa del oeste del desierto, se extendían bajo los dedos delgados, cuidados y
cubiertos de joyas de Apepa. Ramose contuvo un estremecimiento. El momento de la
prueba había llegado. Hizo una profunda reverencia, se enderezó, se llevó las manos
a la espalda y levantó la mirada hasta el rostro de Apepa.
—Veo que te has recuperado de tu arduo viaje, Ramose, hijo de Teti —dijo

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Apepa, casi sin mover los labios pintados de alheña para sonreír—. Te has lavado y
has descansado. Bien. Deseo que sepas ante quienes te encuentras.
¿Por qué insistirá en unirme al nombre de mi padre?, pensó Ramose con ira.
También lo hizo anoche. ¿Creerá que al hacerlo me obliga a recordar lo leal que fue
mi padre con él y el destino que tuvo como resultado? ¡Como si necesitara que me lo
recordara!
—A mi derecha se encuentra mi hijo mayor, Halcón en el Nido Apepa —dijo el
rey—. A mi izquierda, el general Pezedkhu, y junto a él, el general Kethuna, jefe de
mi Guardia personal.
¡Por supuesto, Pezedkhu!, se dijo Ramose. El estratega más hábil de Apepa. La
maldición de Seqenenra y la espuela de Kamose a su necesidad de venganza. ¡Con
razón mi ka se estremeció cuando lo vi!
—Detrás de mí está mi visir y Guardián del Sello Real, Peremuah. Ya conoces a
mi heraldo, Yamusa. Y ante mí —alisó el mapa con sus largos dedos—, está un
asunto que nos preocupa a todos. Yamusa nos ha dado unos datos sorprendentes.
Deseamos que los corrobores. Ahora comprendemos por qué lo capturaron. —Su
sonrisa desapareció. Los labios reales formaron una línea dura—. ¿Cuánto hace que
Kamose acuartela tropas en el oasis de Uah-ta-Meh?
Ramose se mantuvo inexpresivo.
—No lo puedo decir, Majestad.
—¿Cuánto tiempo piensa mantenerlas allí?
—No lo puedo decir.
—¿Cuántos soldados tiene bajo sus órdenes en el oasis?
Con toda deliberación, Ramose se apoyó en la otra pierna.
—Majestad —dijo en voz baja—. Mis órdenes fueron que te entregara el papiro
de mi Señor. Eso fue todo. No se me permite más.
—¿Y, sin embargo, pretendes que te permita hablar con la princesa Tani? ¡Oh, sí!
Está viva —añadió Apepa con impaciencia al ver la expresión de Ramose—. Lo
esperas… ¿a cambio de qué? ¿De entregarme la misiva más grotesca, más ofensiva
que he visto en mi vida? ¿Se supone que te lo debo agradecer y concederte el mayor
deseo de tu corazón como pago a dicha blasfemia? ¿Hasta qué punto eres insensible,
hijo de Teti? ¿Qué secreto desprecio me tienes? ¿Con qué desdén juzgas mi intelecto?
Puedes agradecer a los dioses estar vivo, hoy, aquí, en lugar de haber sido decapitado.
¡Responde a mis preguntas!
Al escuchar detenidamente las palabras del rey, Ramose no tuvo duda de que
detrás de ellas había inseguridad, incertidumbre y algo de miedo. Hasta el día
anterior, Apepa ignoraba por completo la existencia de la fuerza del oasis. Su
complacencia había sido alterada. Confiaba en la palabra de su heraldo Yamusa y sin
embargo no quería que la información que le daba fuese cierta. Debía ser corroborada

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antes de creerla. A pesar de lo peligroso de su situación, Ramose sonrió para sí.
—Te ruego que me perdones, Munífico Uno —dijo con calma y con humildad—.
Pero tengo confianza en el honor que tú, como vivo representante de Ma’at,
personificas. Apelo a ese honor. Yo he cumplido con las responsabilidades que me
encargó mi Señor. Por lo tanto, permite que regrese a él sin haber sido manchado por
la traición.
—Tu boca está manchada de hipocresía. —Apepa se inclinó en la mesa—. Tú no
crees que yo sea el vivo representante de Ma’at. Tú no me adoras como a tu rey. Tu
adoración la reservas para ese hijo de un insignificante noble sureño, cuyas ilusiones
de divinidad no son más que una presuntuosa Locura. ¡Mira lo que te ha hecho,
Ramose! Mató a tu padre, te robó tu heredad, destrozó tu futuro y luego, con
magnanimidad, permitió que terminaras aquí, donde puedes perder incluso la vida.
¿Y llamas amigo a ese hombre? ¿Tu Señor? —Levantó las manos en un gesto de
exagerada exasperación—. Mira a tu alrededor. Mira la inmensidad de mi palacio, la
riqueza de mis cortesanos, el tamaño y la fuerza de mi ciudad. ¡Esto es Egipto! ¡Esta
es la realidad! Y ahora, ¿hablarás conmigo?
Tenía el don de la persuasión. Arrepentido, Ramose reconoció que el poder del
argumento de Apepa trataba de colarse entre sus defensas. El rey no era ningún
aficionado en el arte de la sutil seducción. Estaba induciendo a Ramose a verse como
un pobre y engañado provinciano, seguidor de otro provinciano igualmente necio y
soñador, y Ramose debió recordarse que la totalidad del país, desde Weset hasta Het-
Uart, pertenecía ahora a los Tao y que por imponentes que parecieran Het-Uart y su
palacio, el espejismo no era Kamose, sino Apepa y su zona de influencia cada vez
menor.
—Lo lamento, Majestad —dijo con timidez—. Tus palabras pueden ser ciertas,
pero por honor estoy obligado a hacer sólo lo que se me ha encomendado. Sin duda,
tu heraldo te ha dicho todo lo que deseas saber.
—¡Si así fuera no te lo estaría preguntando a ti! —replicó Apepa—. Y permite
que te recuerde que, según tus palabras, insististe en que se te encomendara esta
misión con la secreta esperanza de que al cumplir tus órdenes pudieras también
cumplir tu pequeño propósito. ¿Lo sabe Kamose?
Ramose negó con la cabeza, mintiendo con facilidad.
—No.
—Entonces no eres tan escrupuloso como pretendes hacemos creer.
Permaneció en silencio durante unos instantes y con sus ojos rodeados de galena
escrutó la cara de Ramose. Luego se echó hacia atrás y le hizo una seña a Yamusa,
susurrándole algo al oído. Yamusa asintió, hizo una reverencia y salió de la
habitación. Apepa volvió a fijar su atención en Ramose.
—La cuestión es ésta —dijo en un tono amable—. ¿Tu deseo de ver a la princesa

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es más importante que el correcto cumplimiento de tu deber? Creo que podría serlo.
Ramose se adelantó un paso.
—Majestad —empezó a decir dando un tono de desesperación a su voz—, no
creo poder decirte respecto al oasis más de lo que ya te habrá contado tu heraldo. Él
estuvo allí. Lo vio todo. ¡No me necesitas! ¡Permíteme ver a Tani! Te lo ruego, y
luego déjame ir.
Apepa y el visir sonrieron. De repente, todos sonreían, y con el corazón latiéndole
aceleradamente, Ramose supo que estaba a punto de ganar. A pesar de su fama,
ganaría. Tuvo la esperanza de que su aspecto fuese lógicamente agónico.
—No lo vio todo —objetó Apepa—. Y aunque así fuera, hay muchas cosas que
quiero saber que él no puede decirme. Por ejemplo: ¿a cuántos príncipes ha reunido
Kamose? Si ha estado o no negociando con los kushitas. Si ha dejado o no tropas en
Weset. —De repente se sentó, cruzó los brazos sobre el mapa y miró fijamente a
Ramose—. Te permitiré ver a la princesa si me das una información. ¿Cuánto tiempo
hace que esas tropas llevan acantonadas en Uah-ta-Meh?
Ramose tragó ruidosamente.
—¿Me lo juras, Majestad?
—Lo juro por las barbas de Sutekh.
—Supongo que esa información no puede ser perjudicial, puesto que pertenece al
pasado —dijo Ramose vacilante—. Muy bien. Kamose me envió al oasis después de
la última estación de campaña. Después, él volvió a su casa en Weset.
—Gracias. Kethuna, llévalo al salón de recepciones.
La atmósfera de la habitación había cambiado. Ramose lo supo desde el momento
en que el general se levantó y rodeó la mesa. Notó susurros y movimientos de
inquietud. El hijo de Apepa cogió una jarra y se sirvió vino mientras le hacía un
comentario a su padre.
El único que no se movió fue Pezedkhu. Permaneció sentado, dándole vueltas al
anillo de plata en su dedo moreno, con la cabeza inclinada hacia un lado y una
expresión interrogativa. No confía en mi actuación, pensó Ramose mientras se volvía
para seguir a Kethuna. Presiente la falta de sinceridad. Juzga bien. Lo único que
puedo hacer es rezar para que interprete mi actitud como debilidad.
Khetuna lo condujo por donde había llegado hacia el estrado, el trono, y lo detuvo
justo detrás de la hilera de soldados.
Entre dos musculosos guardias, Ramose podía ver un amplio y agradable jardín.
Los árboles frutales desparramaban sus flores blancas y rosadas en el césped verde.
Los sicomoros más altos daban retazos de sombra donde grupos de cortesanos, en su
mayoría mujeres, se sentaban o se tumbaban en un desorden de mantos, almohadones
y juegos de tablero. Delante, en el extremo de uno de los múltiples senderos que
cruzaban el lugar, resplandecía un gran estanque cuya superficie estaba cubierta de

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lirios y de blancas flores de loto.
—No tendremos que esperar mucho —dijo Kethuna—. Ella siempre pasea por el
jardín después de la comida del mediodía, antes de tenderse en su lecho a dormir la
siesta. ¡Mira! ¡Allí está el visir! La está buscando.
Ramose miraba como loco de un lado a otro. Hay muchas mujeres aquí, pensó
con incoherencia, muchos colores, muchos rostros y, sin embargo, la reconoceré en
cuanto la vea. ¡Tani! ¡Aquí estoy! De repente vio a Peremuah, con su bastón azul y
blanco, que caminaba con lentitud entre las mujeres y se detenía de vez en cuando
para hablar con una o con otra. Al verlo pasar, todos se inclinaban ante él. En dos
ocasiones, Ramose vio un brazo lleno de pulseras que señalaba hacia un lado. Luego
el visir se perdió de vista. Ramose descubrió que apretaba su shenti con todas sus
fuerzas. Apenas podía respirar.
Peremuah reapareció caminando junto a una figura delgada, cubierta por un
manto cuyas borlas flotaban a su alrededor cuando se movía. El pelo coronaba la
cabeza pequeña en cascadas de rizos oscuros atados con cintas amarillas y una banda
de oro le rodeaba la frente ancha. Más oro le cubría los tobillos y brillaba en sus
muñecas cuando gesticulaba hablando con el hombre que la acompañaba. Tenía el
rostro vuelto hacia otro lado, pero era Tani, Tani en el paso vivo, Tani en la manera de
inclinar la cabeza, Tani en el movimiento tan recordado de su manera de mover los
dedos.
Peremuah le tocó el codo y la hizo detenerse justo frente al abierto salón de
recepciones. Se hizo a un lado y, al hacerlo, la obligó a cambiar de posición mientras
hablaba y, por fin, Ramose pudo ver el rostro que llevaba grabado en el corazón. Iba
maquillada, la boca generosa y alegre rosada por la alheña, los párpados verdes y
resplandecientes de polvo de oro, la galena negra acentuando sus grandes ojos. A sus
casi dieciocho años, ya no era una adolescente delgada que comenzaba a florecer. La
madurez le había ensanchado las caderas e hinchado los pechos, confiriéndole parte
de la dignidad y de la realeza de su madre, pero en sus movimientos rápidos y en la
risa inconsciente seguía siendo la muchacha que se sentaba a su lado y pasaba un
brazo a través del suyo, entrecerrando los ojos para mirarlo en la fuerte luz del sol,
con los labios incitantes entreabiertos sobre dientes fuertes y jóvenes.
¿Por qué ríes, Tani?, exclamó Ramose en su interior. Yo te amo, todavía te amo,
siempre te amaré y mi risa ha sido teñida por el dolor desde que Apepa te llevó.
¿Finges alegría por obligación, igual que yo? Estoy aquí. ¿No sientes mi presencia?
Te podría llamar desde estas grandes columnas. ¿Reconocerías mi voz? Como si
acabara de leerle los pensamientos, Kethuna le puso una mano en el brazo, como una
advertencia. Y en aquel momento, Peremuah se inclinó ante Tani y se alejó de ella
con rapidez. Ramose la vio hacer un gesto impaciente y enseguida aparecieron unas
sirvientas que la siguieron mientras ella seguía caminando y se perdía de vista. Una

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de ellas era Heket, a quien Ramose recordaba vagamente de sus visitas a Weset.
Algo en el gesto imperioso de Tani y en la respuesta de las sirvientas despertó la
preocupación de Ramose mientras recorría el vestíbulo lleno de ecos tras las espaldas
fuertes de Kethuna, pero hizo lo posible por disimular lo que sentía antes de
enfrentarse a la mirada de Apepa. Necesitaba poner en juego toda su inteligencia para
interpretar la escena siguiente de aquel drama, pero durante un rato estuvo perdido en
la fuerza sobrecogedora de un sueño vuelto a la vida con intensidad. No fue necesario
que simulara angustia y confusión cuando volvió a aproximarse a la mesa.
Apepa lo invitó a sentarse y, mientras lo hacía, Ramose se dio cuenta de que
estaba bañado en sudor.
—Bueno, hijo de Teti —dijo Apepa con tranquilidad—. ¿Qué te parece?
—Que es incomparablemente hermosa —contestó Ramose con voz ronca.
—Sí, lo es, y todavía está llena del fuego de los desiertos del sur. Se ha convertido
en una persona muy popular entre mis cortesanos. ¿Te gustaría hablar con ella?
¡Oh, dioses!, pensó Ramose desesperado. Ya no tengo necesidad de seguir
actuando. No debo ocultar nada. Aunque hubiera ido a Het-Uart con la severa
advertencia de Kamose de no revelarle nada al enemigo, en este momento estaría
dispuesto a perder mi honor. Se pasó la lengua por los labios resecos.
—¿En qué condiciones? —graznó.
—Sin condiciones —contestó Apepa enfático.
—Contesta a todas las preguntas que yo o mis generales te hagamos. Cuando esté
convencido de que te has vaciado de toda la información que tienes, haré los arreglos
necesarios para que veas a Tani a solas y sin que se os interrumpa. ¿Estás de acuerdo?
Vaciado. La palabra sonó hueca en la cabeza de Ramose. Vaciado. Vacíame
entonces, tal como Kamose quería, porque me he convertido tan sólo en una cáscara
llena de amor por Tani que desea tu caída, vil setiu. Todo lo demás ha desaparecido.
No tenía necesidad de alargar el momento, pero dejó pasar un instante para que
Apepa pudiera ver en su rostro la lucha interior. Entonces se rindió, bajando la cabeza
y dejando caer los hombros.
—Estoy de acuerdo —dijo por fin. Enseguida Apepa golpeó un gong y entró
Nehmen—. Ordena que traigan comida. Algo caliente —dijo Apepa—. Después
mantén a todo el mundo alejado de esta puerta. —Llamó a Ramose con un dedo—.
Acércate y mira este mapa. Itju, ¿estás preparado para anotar las palabras? —En la
puerta, donde seguía sentado, el escriba asintió—. Bien. Ramose, ¿cuántos soldados
hay en el oasis?
—Kamose tiene allí cuarenta mil soldados —dijo Ramose—. ¿Bajo el mando de
quién? ¿De qué príncipes?
—De su general wawat, Hor-Aha. Y a sus órdenes están los príncipes Intef,
Lasen, Mesehti, Makhu y Ankhmahor.

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—Recuerdo al general de Wawat. —La voz profunda pertenecía a Pezedkhu—.
Luchó a favor de Seqenenra en Qes. Bajo su negro pulgar tiene arqueros medjay.
¿Dónde están los medjay, Ramose?
—Kamose los llevó consigo a Weset durante la inundación —contestó Ramose—.
Volvieron al norte con él y ahora se han unido a la armada, en Het-Nefer-Apu.
—Estamos enterados de las tropas que hay en Het-Nefer-Apu —continuó
diciendo Pezedkhu pensativo—. De manera que Kamose está tratando de entrenar
una armada. ¿Mandada por quién?
—Por Paheri y Baba Abana de Nekheb. —Ramose notó que el general trazaba
con un dedo el sendero desde Het-Nefer-Apu cruzando el desierto hasta Uah-ta-Meh.
—¿Qué planes tiene Kamose para esos cuarenta mil hombres? —preguntó Apepa.
—Otro sitio, Majestad —le contestó Ramose—. Tiene la intención de unirlos a
las fuerzas de Het-Nefer-Apu y volver a rodear Het-Uart, pero esta vez con
embarcaciones llenas de marineros, además de la infantería. Cree que este año tendrá
éxito si puede utilizar las embarcaciones para bloquear los canales que rodean la
ciudad.
Apepa rió sin ningún humor.
—¡Qué imbécil! Het-Uart es inexpugnable. No puede sitiarla con éxito. ¿Pero por
qué los envió al oasis?
—Para que quedaran ocultos a tu vista —contestó enseguida Ramose—. Habría
hecho falta un gran esfuerzo para llevarlos hasta Weset y luego traerlos cuando el río
bajara. Además, todavía son chusma. Hor-Aha necesitaba un invierno y mucho
espacio para entrenarlos.
—Ya estamos en Phamenoth —dijo Pezedkhu—. Han pasado dos meses desde el
principio de la estación de campaña. ¿Por qué no se ha movido Kamose?
La mirada de Ramose se encontró tranquilamente con los ojos perceptivos del
general.
—Porque los hombres todavía no están listos y porque los príncipes han tenido
diferencias entre ellos —informó Ramose sin dudar—. Les ofende la posición de
Hor-Aha. Todos quieren estar por encima de él. Cuando Kamose llegó tuvo que
sofocar un pequeño motín.
Apepa lanzó una exclamación de satisfacción pero la expresión de Pezedkhu no
cambió.
—De repente eres muy generoso con tus informaciones, Ramose —dijo casi en
un susurro.
Ramose se echó atrás.
—He traicionado a mi señor por una mujer —dijo con sencillez—. ¿Qué sentido
tienen ahora los melindres? Ya le he asegurado a mi ka un peso poco favorable en el
Salón de Osiris.

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—Eso depende de cuál de las causas sea la justa —dijo Apepa con impaciencia
—. Me pregunto cuánto tiempo permanecerá Kamose donde está.
Ramose notó el brillo de especulación de sus ojos. Pezedkhu negó con la cabeza.
—No, mi rey.
—¿Por qué no?
—Porque no confío en este hombre —explicó señalando a Ramose.
—Tampoco yo, pero el testimonio de Yamusa coincide con lo que hemos oído.
Kamose está allí. Su ejército está allí. El oasis es imposible de defender porque está
totalmente abierto. En once días podríamos caer sobre Kamose con el doble de
hombres y borrarlo de este mundo.
—¡No! —Pezedkhu se levantó—. Escúchame, Poderoso Toro. Aquí, en la ciudad,
estás a salvo. Tus soldados están a salvo. Podemos vencer a Kamose sin correr
ningún riesgo. Basta con que nos quedemos aquí sentados con paciencia y
permitamos que se extenúe con un sitio tras otro, todos infructuosos. Así tenemos la
seguridad de volver a conquistar Egipto. ¡No te dejes llevar por la tentación!
Por toda respuesta, Apepa golpeó el mapa con un dedo.
—Desde el Delta hasta Ta-She, seis días. De allí al oasis, otros cuatro. Piénsalo,
Pezedkhu. En dos semanas, la victoria puede ser mía. ¿Cuál es el riesgo? Sólo algo
mayor que no correr ningún riesgo. Caer sobre el oasis, degollar a la chusma, marchar
otros cuatro días y tomar por sorpresa a las tropas en Het-Nefer-Apu.
—El riesgo es el agua, Majestad.
—Pero hay agua en Ta-She, agua en el oasis, agua en el Nilo.
—¿Y si Kamose nos estuviera esperando fresco y descansado? Nosotros
habríamos marchado durante cuatro días desde Ta-She cruzando ese maldito desierto.
—Lo venceríamos porque somos más numerosos. —Apepa se recostó en el
respaldo del sillón—. Aun en el caso de que Ramose esté mintiendo con respecto al
número de soldados y los ojos de Yamusa lo hayan engañado, tenemos soldados de
sobra para predecir un resultado exitoso en cualquier batalla. Los dioses nos han
enviado una preciosa oportunidad. En el oasis nos enfrentaríamos a Kamose en una
batalla campal con una notable ventaja, y venceríamos.
—Esta actitud temeraria no es habitual en ti, Majestad protestó Pezedkhu.
Apepa había abierto la boca para contestar cuando entró Nehmen, que cruzó el
salón seguido por sirvientes cargados de comestibles. Con rapidez y eficacia pusieron
las bandejas de platos calientes en la mesa, retiraron las tazas usadas, llenaron
recipientes con agua perfumada junto a los que dejaron una servilleta de hilo, antes de
salir con una reverencia. Apepa hizo un gesto.
—Tú también puedes comer, Ramose —autorizó. A pesar de su austero desayuno,
Ramose no tenía hambre, pero no quería parecer arrogante. Picoteó con amabilidad la
comida.

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—¿Están bien armadas las tropas de Kamose? —preguntó Kethuna.
—Comenzaron con cualquier tipo de arma tuvieran a mano —contestó Ramose
—. Más adelante, cuando saquearon las guarniciones y los fuertes, consiguieron
hachas, espadas, arcos y los carros y caballos que encontraron en Nefrusi y en Nag-
ta-Hert. El problema de mi señor siempre ha consistido en enseñar a los campesinos a
usar las armas. Sólo los medjay y los soldados de Weset no necesitaron tiempo para
eso.
No continuó porque sabía que los que lo escuchaban recordarían los motivos que
había dado para la larga estancia del ejército en el oasis.
—¿Cómo son los hermanos? —La pregunta la hizo el hijo de Apepa.
Ramose lo pensó con rapidez y decidió decir la verdad.
—Mi señor Kamose es un hombre duro, pero justo. Le gusta estar solo. Es
valiente. Os odia a vosotros, los setiu, por lo que le hicisteis a su padre y por lo que
tratasteis de hacer a su familia, y está deseando vengarse. No se detendrá hasta
lograrlo o morir en el intento. Es leal con aquellos que le son leales. Su hermano es
más manso. Es un pensador. Ve más allá que Kamose.
—Eso quiere decir que es más peligroso —dijo Pezedkhu, y Ramose pensó
impactado que así era.
—Supongo que lo es. Está siempre a la sombra de Kamose. Casi nunca se hace
notar, aunque siempre se siente su presencia.
Apepa introdujo los dedos en un cuenco y se los secó cuidadosamente con una
servilleta de hilo.
—Debemos tomar decisiones —dijo—. Ramose, por el momento te volverán a
llevar a tu habitación. Sin embargo, quiero hacerte otras dos preguntas. ¿Dónde está
el príncipe Meketra?, y, aparte de las tropas que tiene en el oasis y en Het-Nefer-Apu,
¿Kamose tiene alguna otra gran concentración de efectivos?
—A Meketra se le ha devuelto Khemennu y el gobierno de su territorio —
contestó Ramose con un resentimiento que no pudo disimular—. Kamose no ha
dejado fuerzas de importancia en ninguna parte, con excepción de Uah-ta-Meh y Het-
Nefer-Apu, pero su casa está bien defendida por los guardias de la familia. —Se
levantó—. ¿Cuándo puedo hablar con Tani?
—Eso depende de cuando terminemos nuestra charla —dijo Apepa con afabilidad
—. Se te mandará avisar mañana. El soldado que monte guardia junto a tu puerta se
encargará de que se te lleve cualquier cosa que necesites. Puedes retirarte.
Con un corto asentimiento, Ramose se dio la vuelta y se dirigió a la puerta, pero
todavía oyó que Apepa el joven decía en voz baja:
—Padre, supongo que no los dejarás estar a solas, ¿verdad? Tani es ahora sa…
—¡Silencio! —exclamó Apepa.
Las puertas se cerraron en silencio detrás de Ramose.

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Capítulo 9
El resto del día transcurrió con extrema lentitud para Ramose. Lo escoltaron a su
habitación, donde permaneció estrechamente vigilado, de manera que no pudo hacer
otra cosa que pasearse de un lado a otro y pensar. Estaba satisfecho por haber podido
cumplir tan satisfactoriamente las instrucciones de Kamose. Había convencido a
Apepa de que el ejército era más pequeño de lo que en realidad era, que estaba menos
preparado para una batalla y era menos disciplinado, y convirtió la poca satisfacción
de los príncipes en un motín del que Apepa estaba ansioso por aprovecharse. No era
tan fácil persuadir al general Pezedkhu. Naturalmente, tenía la responsabilidad de ser
cauteloso, pero a menos que pudiera presentar argumentos convincentes para apoyar
su sugerencia de que todo no era tal y como Ramose había descrito, Apepa
prescindiría de sus objeciones y abogaría por vaciar Het-Uart. Y Apepa tenía la
última palabra. Lo peor ya había pasado.
He cumplido con mi misión, pensó Ramose mientras se paseaba por la habitación,
pasando distraídamente los dedos por las paredes, mirando sin ver los escasos
muebles. Y ahora, si Apepa cumple su palabra, puedo esperar el encuentro con Tani.
Más allá, mi futuro es oscuro. Es evidente que Apepa no puede dejarme en libertad.
¿Me ejecutará o me mantendrá permanentemente prisionero en el palacio? ¿Será
posible planear una huida con Tani? Todo depende de nuestra conversación, de que su
amor por mí haya sobrevivido.
¿Y por qué no va a sobrevivir?, pensó preocupado. ¿Por qué debo suponer que sus
afectos se han alterado en poco más de dos años? Por lo que vi en el jardín, se
respondió, el visir se inclinó hacia ella como si se tratara de una mujer con autoridad
y su séquito era grande. Bueno, el mismo Apepa dijo que se había convertido en una
persona muy popular entre los cortesanos. Esa inclinación del visir puede haber sido
tan sólo una muestra de respeto. ¿Y qué conclusión puedo sacar de la silenciosa
protesta del joven hijo de Apepa ante su padre? «Su persona es ahora sa…». Su
persona es ahora ¿qué? ¿Sagrada? Y de ser así, ¿cómo? ¿Por qué? Ramose detuvo el
flujo de sus anhelantes especulaciones con gravedad. Sólo debo esperar, se dijo, y
todo se aclarará.
Se acercó a la puerta, la abrió y se dirigió al guardia.
—Ordena que me traigan cerveza —dijo—. Y si en el archivo del palacio hay
papiros con cuentos o con historias, también los quiero. Estoy aburrido.
Todo lo que solicitó le fue facilitado con rapidez y pasó el resto del día leyendo.
Poco a poco la luz fue siendo cada vez menos intensa y por fin desapareció, pero
Ramose no se molestó en encender la lámpara. Cuando por fin no pudo ver lo
suficiente para seguir leyendo, se quitó la ropa y se enroscó en el lecho.
Lo despertaron con comida y luego lo escoltaron hasta la casa de baños, donde lo

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lavaron, afeitaron y untaron con aceite. Le proporcionaron ropa limpia y una vez más
lo dejaron solo. La solitaria inactividad comenzó a pesarle y empezó a pensar que tal
vez lo mantuvieran allí prisionero, y que no sólo soportaría días de soledad, sino
semanas, y quizás hasta años. Preferiría morir, se dijo con furia. Hizo un esfuerzo por
no perder la calma, rezó sus oraciones a Tot e hizo ejercicios físicos que había
aprendido de niño para no perder la fuerza ni la flexibilidad, pero nada calmó su
ansiedad. Y por fin sucumbió a ella, se sentó con las piernas cruzadas en el suelo y
observó los cuadrados de luz que se reflejaban en la pared.
A mediodía le llevaron más comida, pero no tenía hambre, aunque bebió la
cerveza que también le sirvieron con un alivio que rayaba el pánico; un rato después
se abrió la puerta y el guardia lo llamó. Debo restablecer mi disciplina interior, se dijo
mientras recorría detrás del guía los vestíbulos atestados de gente. He pasado todo el
invierno en el desierto. Mi ka se ha expandido para ocupar un lugar tan ilimitado. He
de prepararme para que se encoja hasta tener las dimensiones de la celda de una
prisión.
Lo hicieron pasar a la misma habitación donde había sido interrogado el día
anterior, pero esta vez había más hombres alrededor de la mesa. Jefes militares, juzgó
Ramose por la similar vestimenta de todos ellos. La mesa estaba cubierta de tazas y
platos usados, papiros y mapas. Ramose hizo una reverencia y esperó. Apepa se
dirigió a él de inmediato.
—He decidido enviar veinticuatro divisiones a atacar a Kamose —dijo tajante—.
Sesenta mil hombres bajo las órdenes de Pezedkhu viajarán de Het-Uart hasta Het-
Nefer-Apu para enfrentarse allí a lo que él llama su armada. Los otros sesenta mil
saldrán del Delta y cruzarán el desierto hacia Ta-She, y de allí al oasis, para destruir
el ejército enemigo. Kethuna estará al mando de esas tropas y tú irás con él. Si todo
va bien, habremos logrado una tenaza perfecta.
Veinticuatro divisiones, calculó Ramose con rapidez. Ciento veinte mil hombres
divididos en dos mitades. Kamose tiene cincuenta y cinco mil en el oasis y diez mil
en Het-Nefer-Apu. Son dos a uno contra él, pero si logra reunirse con Paheri y la
armada, tal vez salga victorioso. Es un riesgo terrible.
—Ya he despachado exploradores por las rutas del desierto —prosiguió diciendo
Apepa—. Mis generales tardarán cinco días en preparar el ejército y para entonces
espero tener noticias y saber si Kamose sigue en Uah-ta-Meh o si ha salido para Het-
Nefer-Apu. Tengo confianza en que todavía siga allí. ¿Tú qué crees, hijo de Teti?
Creo que te desprecio, hijo de Sutekh, pensó Ramose con tanta claridad y ansias
de venganza que tuvo miedo de haber pronunciado las palabras en voz alta. Me lo
estás contando porque estás seguro de que moriré en la batalla. Bueno, yo te diré lo
que eres, pero no antes de haber visto a Tani.
—Es probable que todavía siga en el oasis, Majestad —contestó Ramose con

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tranquilidad—. Pero no por mucho tiempo, porque en caso contrario la estación de
campaña estará demasiado avanzada para una batalla.
—Déjalo allí —murmuró Pezedkhu—. Deja que vaya de un lado al otro con sus
ilusiones. Esto es una locura.
Apepa no le hizo caso.
—Un comentario poco comprometido —dijo—. Pero supongo que ahora ya no
sabes más que nosotros. —Estudió un instante a Ramose y éste lo miró fijamente—.
No te di el pésame por la ejecución de tu padre. Teti era mi súbdito fiel. Es una pena
que tú hayas elegido conspirar en su caída. Mis generales borrarán del mapa a
Kamose y a sus seguidores, y habrá grandes recompensas para los que hayan tenido
el coraje de permanecer fieles a mí, su verdadero rey. Tú podrías haber conseguido
que se te devolvieran tus tierras. Pero nos traicionaste primero a mí y luego a
Kamose. No eres de confianza y por lo tanto no te necesito más.
—Entre un propósito y su cumplimiento hay un golfo que cruzar, Awoserra —
masculló Ramose conteniendo su furia—. No puede ser cruzado con promesas
agradables y vacías. Ten cuidado de que tus generales no caigan en ese abismo.
Los hombres que rodeaban la mesa murmuraron indignados; todos menos
Pezedkhu, que seguía sentado e inexpresivo con la barbilla apoyada en una mano.
Apepa no parecía sentirse ofendido. Su fría sonrisa consiguió reducir las palabras de
Ramose al nivel de una simple bravata.
—No quiero mantenerte encerrado durante los próximos días —dijo—. Puedes
disfrutar de la libertad de palacio, con tu guardia, por supuesto. Por ahora la princesa
Tani no saldrá de las habitaciones de las mujeres. Se te enviará a verla la víspera de tu
partida. Puedes retirarte.
Dudo que haya ampliado los límites de mi prisión por lástima, pensó Ramose
mientras se alejaba. Voy a morir y él lo sabe. Con toda maldad le proporciona a un
condenado una última visión de lo que le será arrebatado. Pero frustraré sus
intenciones. Me niego a mirar los placeres de este lugar con los ojos de un muerto
que camina, lo haré con la alegría de un hombre enamorado de la vida. ¡Patético
pastor de ovejas! ¿Qué sabes tú del alma de un egipcio? Me niego a ser humillado.
Cogeré lo que me ofreces y más, y si hay justicia entre los dioses, Kamose te
aplastará como la bestia desagradable que eres. Lo único que deseo es vivir para
verlo.
No volvió a su habitación. Resuelto a no hacer caso del silencioso soldado que lo
custodiaba, vagó por los vestíbulos y los patios del palacio, permitiendo que sus pies
lo llevaran donde quisieran. Cuando se cansó, se sentó en la hierba de un pequeño
patio abierto junto a una fuente, y con sequedad le pidió a un sirviente que pasaba por
allí que le llevara fruta y vino. Mientras esperaba, levantó el rostro hacia el sol de la
tarde. Comió con lentitud, deleitándose, y luego se encaminó a la casa de baños y

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ordenó que le hicieran un masaje. Permaneció tendido en el banco mientras el
masajista de manos firmes le amasaba los músculos y le calentaba la piel, inhaló el
aroma de aceites perfumados y se permitió dormitar. El hombre terminó su trabajo y
Ramose se lo agradeció, luego le pidió que le indicara el camino a los jardines.
Cuando salió al aire cálido de la tarde, el sol ya se poma y los árboles arrojaban
largas sombras sobre los muchos senderos que corrían hacia todos lados en el
dominio de Apepa. Pero algunos pájaros todavía cantaban y el tardío zumbido de
abejas en los frutales en flor perseguía a Ramose mientras éste vagaba, deteniéndose
para sacudir los pétalos fragantes sobre su cabeza u observar los colores de los
parterres. A medida que el sol se ponía, los cortesanos se iban hacia palacio. Al pasar
a su lado, miraban a Ramose y a su cansado escolta con curiosidad y lo saludaban con
amabilidad. Ramose siguió adelante hasta llegar al muro. Había soldados sobre él y
más allá la ciudad invisible. Ramose volvió sobre sus pasos y cuando entró en el
palacio la noche había caído y las lámparas y las antorchas estaban encendidas.
Pensó en la posibilidad de mezclarse con los invitados de Apepa en la fiesta del
gran salón del que surgían voces y risas. Habría distracciones. Magos, quizás, o
cantantes. Sin lugar a dudas habría bailarines y buena música. Él también podía
asistir si quería, pero al analizar lo que deseaba descubrió que extrañaba el silencio y
la quietud que reinaban en el oasis cuando las tropas se retiraban a sus tiendas. Nada,
salvo las frases desafiantes de los centinelas, rompía ese silencio soñado.
Sonriendo con ironía, buscó los pasillos desiertos. A veces su paso era impedido
por guardias que custodiaban puertas cerradas y en esos momentos comprendía que
estaba cerca de los aposentos reales, de la tesorería o de las dependencias
administrativas, pero por lo general se le permitía recorrer con toda libertad el
laberinto que era Het-Uart. Volvió muy tarde a la habitación y, en cuanto entró, oyó
que el extenuado soldado le cedía sus responsabilidades a otro. Sonriente, Ramose se
acostó y se durmió en el acto.
A la mañana siguiente, mientras iba a la sala de baños, se dio cuenta de que el
ambiente de palacio había cambiado. Había pequeños grupos de cortesanos
descuidados, hablando excitados. Los sirvientes se movían con mayor decisión. Las
mujeres susurraban tapándose la boca con las manos. Al subir a un banco de piedra
de la sala de baños, Ramose se encontró junto a una mujer joven y muy hermosa cuya
sirvienta personal le echaba agua caliente sobre la larga cabellera negra. La muchacha
le sonrió, recorrió el cuerpo desnudo de Ramose sin segundas intenciones y luego le
miró el rostro con expresión de aprobación.
—Te he visto aquí varias mañanas —dijo—. No eres un invitado, porque en ese
caso estarías usando una casa de baños privada. ¿Eres un nuevo criado? —Ramose
sintió que el guardia se le acercaba.
—No exactamente —contestó con cautela—. Se podría decir que soy un heraldo.

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No disfrutaré durante mucho tiempo de la hospitalidad del rey.
—Es una pena. —Bajó de la piedra y tendió los brazos para que su sirvienta
pudiera rodearle el cuerpo con una toalla—. ¿De dónde eres? —preguntó mientras se
escurría el pelo empapado—. No pareces kefitiano. Siempre los hay en el palacio. Tal
vez seas sureño. ¿Es así? ¿Qué noticias hay de más allá del Delta?
Ramose lanzó una carcajada.
—Hablas como si todo lo que hay al sur del Delta fuera un desierto —bromeó—.
¿No conoces el sur?
—No, nunca he estado más allá de la ciudad de Iunu. Mi padre es un escriba
ayudante de la Superintendencia de Ganado, y todo el ganado del rey está en el Delta.
Además, ¿qué puede haber allí, aparte de pequeños pueblos y un par de templos, y
estadios y estadios de campos? Dicen que ahora ni siquiera existe eso, que el príncipe
de Weset lo ha arrasado todo como una bes —tía rabiosa—. Cogió el peine que le
ofrecía su sirvienta y comenzó a pasárselo por el pelo mientras miraba de reojo a
Ramose. —A mí me gustaría conocer a un animal así. Pero supongo que jamás tendré
esa oportunidad. El palacio bulle con la noticia de que el rey hará salir al ejército a
luchar contra ese Kamose.
Ramose fingió sorprenderse.
—¿Todo el ejército?
—Bueno, no —comenzó a decir ella—, no todo el ejército, sólo… —Pero antes
de que pudiera terminar la frase, el soldado se interpuso con rudeza.
—Este hombre es prisionero del rey —dijo en voz alta—. No digas nada más.
Ocúpate de tus asuntos.
Ella alzó las cejas y ni siquiera se molestó en mirar al guardia.
—¿En serio? —preguntó inmutable—. ¿Entonces por qué se te permite usar la
casa de baños públicos? ¿Cuando estés limpio volverán a llevarte a una celda? ¿Qué
has hecho?
—Nada malo —le aseguró Ramose—. Soy del sur. —De repente se le ocurrió una
idea—. Si por casualidad ves hoy a la princesa Tani, dile que Ramose está aquí.
Ramose. Se me ha concedido un encuentro con ella, pero…
El soldado cogió a la muchacha del brazo y la alejó de mala manera.
—¡Basta! —aulló—. ¡Una sola palabra más y también te haré arrestar a ti!
—No conozco a nadie con ese nombre —contestó la muchacha por encima del
hombro mientras la empujaban hacia la sala de masajes—. Pero yo soy Hat-Anath y
si puedes huir, ven a mis aposentos. ¡Quítame la mano de encima!
El guardia la soltó y ella desapareció entre nubes de vapor.
Ramose soportó sus abluciones intrigado. ¿Cómo era posible que Hat-Anath ni
siquiera conociera la existencia de Tani? Pero el palacio era grande, había cientos de
cortesanos y servidores, y tal vez una pequeña princesa de una oscura ciudad lejana

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del sur no despertara ningún interés. Además, estaba el asunto del ejército de Apepa.
Si se componía de más de veinticuatro divisiones, tal como la muchacha insinuó, ¿a
cuántos hombres controlaba el rey? ¿Y de dónde salían? Ramose maldijo en su
interior al soldado entrometido. Un instante más y se habría enterado de algo valioso.
¿Pero de qué me habría servido esa información si no puedo salir de aquí para
transmitírsela a Kamose?, pensó. Además, tendrá que enfrentarse a Pezedkhu y a
Kethuna antes de volverse hacia el resto de las fuerzas de Apepa.
A pesar de su decisión de disfrutar todo lo posible de aquellos días en el palacio,
Ramose no conseguía apartar de su mente aquellos dos enigmas, ni siquiera cuando
continuaba con sus exploraciones. Al final del segundo día de su relativa libertad,
había atravesado el palacio de una punta a la otra, y al tercero se contentó con pasar
de un rincón tranquilo del jardín, que le gustaba particularmente, a una parte del
tejado, donde podía sentarse al amparo de un muro y contemplar toda la extensión del
palacio. La vista incluía parte del cuartel. Una constante nube de polvo hablaba de la
actividad frenética que había mientras el ejército se preparaba para movilizarse. A
veces, hasta llegaba a oír las órdenes dictadas a gritos por los oficiales y, de vez en
cuando, el sol se reflejaba en los radios de la rueda de algún carro.
El tejado era el lugar preferido de muchas de las mujeres, que tenían esteras y
almohadones esparcidos bajo sus elegantes doseles. Al principio simularon no hacerle
caso. Intercambiaban chismes, jugaban a juegos de tablero y trabajaban con pereza en
sus telares, tejiendo las telas de muchos colores que usaban. Pero al cuarto día lo
recibieron con calidez, le ofrecieron vino y dulces y lo incluyeron en sus charlas.
Ramose hablaba con ellas con cautela, con el soldado siempre pegado a sus talones.
No se animaba a preguntar por Tani, temeroso de que el soldado pasara el informe a
sus superiores y Apepa le negara la entrevista prometida. Tampoco la buscaba entre
esos rostros delicados y maquillados. Sabía que se le había ordenado que
permaneciera en sus aposentos.
El rey no lo volvió a llamar. Sin embargo, durante la noche del cuarto día,
Ramose se hizo bañar y poner ropa limpia. Pidió los servicios de un experto en
cosmética y permaneció sentado con docilidad mientras el hombre le pintaba los ojos
y las sienes con galena y untaba con aceite su pelo indisciplinado. No tenía joyas, ni
pendientes que le rozaran el cuello, ni anillos o pulseras que resaltaran la fuerza de
sus manos, pero supuso que a Tani no le importarían esas cosas. Cuando se quedó
solo, prendió la lámpara y se sentó a esperar.
Transcurrió aproximadamente una hora y Ramose empezaba a preguntarse con
desesperación si Apepa faltaría a su palabra, cuando se abrió la puerta. Allí estaba el
heraldo Sakhetsa, espléndido con sus vestiduras blancas.
—Ahora puedes acompañarme —dijo—. A ella se le ha dicho que irás a verla.
A Ramose las palabras le resultaron ominosas, pero con el corazón palpitante se

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levantó y siguió a Sakhetsa al pasillo.
El camino ya le resultaba familiar. En sus exploraciones se había acercado a las
imponentes puertas dobles hacia las que lo conducían. En la ocasión anterior, los
guardias con distintivos blanquiazules apostados ante la puerta lo obligaron a
retirarse. Pero ahora, éstos se inclinaron ante Sakhetsa y abrieron la puerta de par en
par. Ramose entró.
El lugar era suntuoso. Por todas partes las lámparas reflejaban el resplandor del
oro. Suaves alfombras abrazaban sus pies calzados con sandalias. Delicadas sillas de
cedro con incrustaciones de plata emitían un suave perfume. Había una mesa baja de
ébano con cuadrados de marfil, para jugar a perros y chacales, junto a una alta
lámpara dorada, y las pequeñas figuras de animales que se utilizaban en el juego
habían sido minuciosamente talladas en alabastro. Las paredes estaban decoradas con
pinturas de montañas y un océano, todo en blanco, azul y verde.
A través de una abertura a su derecha, Ramose pudo ver el dormitorio, el lecho
cubierto con sábanas de lino con bordes dorados, el arcón que había a sus pies
descansando sobre bocas abiertas de peces de oro. En la penumbra vio una mesa de
cosméticos, cuyos botes y frascos tenían la forma de caracoles y que brillaban con el
destello del oro del desierto. Ramose vio el movimiento de un shenti corto y oyó un
ruido ahogado, pero no se trataba de la persona a quien el heraldo se dirigía en aquel
momento.
Una mujer estaba de pie en el centro de la habitación, con el rostro muy blanco
pero compuesto y las manos delicadamente enlazadas. Los anillos brillaban en sus
dedos teñidos con alheña. Bandas de oro rodeaban sus brazos desnudos. La túnica
roja que le caía hasta los tobillos resplandecía por el hilo de oro entretejido. Una
delgada banda de oro le cruzaba la frente y se internaba en su cabellera peinada en
alto, con una larga gota de oro descansando entre sus negras cejas. Los labios teñidos
de alheña estaban entreabiertos. Respiraba con rapidez y el temblor de sus pechos que
subían y bajaban movía sus pendientes de lapislázuli.
—Majestad, éste es Ramose, hijo de Teti —decía Sakhetsa—. Ramose, inclínate
en una reverencia ante la reina Tautha.
Ramose se volvió a mirarlo, indefenso. Debe de haber algún error, quería gritar.
Esta persona se parece a Tani, se parecía a Tani en la distancia del jardín, por lo tanto
me engañé, Apepa me ha engañado. ¿Dónde está la hija de Seqenenra?
—Gracias, Sakhetsa, te puedes retirar. —La mujer hablaba con la voz de Tani.
Chasqueó los dedos y se volvió con la inclinación de cabeza típica de Tani cuando
salió una sirvienta del dormitorio y se inclinó ante ella—. Tú también te puedes
retirar, Heket. Espera fuera.
Mientras la habitación se vaciaba y las puertas se cerraban con delicadeza,
Ramose permaneció inmóvil como un necio, con los pensamientos convertidos en un

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caos. Estoy soñando, susurró hablando para sí mismo. Es una pesadilla y pronto
despertaré en mi pequeña celda, todavía deseando verla.
La mujer se acercó un paso, su túnica brillaba. Sonrió.
—Ramose —dijo—. Apepa me lo dijo hace un rato. Disfruta de sus pequeñas
sorpresas. Es una de sus pocas costumbres que me disgustan.
El intervalo se alargó. Ramose sintió que cada uno de sus nervios se ponía tenso.
Luchó desesperadamente por restablecer un equilibrio interior. Cuando lo consiguió,
la realidad cayó sobre él. Casi oyó el estruendo de su caída, cuando todo lo que lo
rodeaba volvió a adquirir sus dimensiones y la mujer se convirtió en… en… Terna la
garganta seca como una tormenta en el desierto.
—Tani —graznó.
Ella se mordió los labios.
—Tampoco te lo dijo a ti, ¿verdad? —dijo—. Lo siento, Ramose. Fue una
crueldad.
Ramose tragó con fuerza.
—¿Decirme qué? —susurró—. ¿Por qué te llamó reina el heraldo?
—Porque lo soy —contestó ella con naturalidad—. Ven a sentarte, Ramose, te
tambaleas como un borracho. Permíteme servirte un poco de vino.
Obedeció con torpeza. Le parecía tener las piernas desconectadas del resto del
cuerpo y estuvo a punto de caer en el sillón. La observó coger una jarra, verter el
líquido oscuro en una taza y empujarla a través de la mesa hacia él. Con cuidado,
Ramose se llevó la taza a la boca. El vino le pareció agrio y le quemó la garganta
reseca.
—Explícamelo —graznó—. No lo comprendo.
Ella acercó otro sillón y lo miró con aire solemne. Cuando el vino comenzó a
tranquilizarlo y creció su estabilidad interior, a Ramose le pareció ver piedad en
aquellos ojos grandes, pintados con galena. ¿Piedad?, se repitió en su interior. ¡Oh,
dioses, piedad no! ¡Cualquier cosa menos eso!
—Firmé un contrato matrimonial con Apepa —dijo Tani con voz serena—. Ahora
soy una reina. La reina Tautha.
En aquel momento Ramose supo que había piedad en la mirada de Tani. Lo
inundó la incredulidad y una fría desolación, pero la realidad también lo enfureció.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Te amenazó, Tani? ¿Te obligó a firmar ese contrato a
raíz del levantamiento de Kamose? ¿Matrimonio o muerte, fue ésa la elección que te
dio? ¿Fue una venganza contra tu hermano? De ser así, ese contrato no significa
nada. Puede ser deshecho. ¡Dioses! ¡Si supieras que pensar en ti me ha mantenido
cuerdo durante el terror de los últimos dos años, que los recuerdos que abrigaba han
sido mi almohada durante la noche y mi espada durante el día! ¿Y te has casado con
él?

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Tani levantó una mano.
—No fui amenazada ni coaccionada —dijo en voz baja.
Ojalá pudiera explicártelo, Ramose, para hacerte ver… —Hizo una pausa,
buscando las palabras indicadas y él fijó su atención en el rostro de Tani, a punto de
explotar de furia—. Llegué aquí sin amigos, temerosa, sabiendo lo que Kamose
planeaba hacer y segura de que cuando las noticias de su rebelión llegaran a Het-Uart,
me matarían. Traté de vivir día a día, hora a hora. Había decidido que si debía
sucumbir, lo haría con valentía. Pero él fue bondadoso conmigo. Más que bondadoso.
Dijo que nada de lo sucedido era culpa mía, que yo no era culpable de la ingratitud de
mi familia. Cuando cayó Khemennu se me acercó angustiado, porque sabía que te
amaba, y rezó para que siguieras a salvo. Me hizo regalos, me invitó a acompañarlo
al templo de Sutekh, me permitió sentarme a su izquierda en las fiestas. Me trató con
honor, no como a un rehén. Yo estaba sobrecogida. Me confesó su afecto…
Ramose alzó una mano, horrorizado.
—Te sedujo —dijo con tono salvaje—. Y tú ni te diste cuenta. Llevó a cabo
contra Kamose la venganza más exquisita que pudo imaginar, y a pesar de tu
inteligencia, del honor que juraste conservar, ¡caíste en su trampa! Permitiste que te
diera un nombre setiu. Permitiste que te condujera a los dominios de Sutekh. —
Golpeó la mesa con violencia y el vino saltó dentro de la taza—. ¡Maldita sea, Tani,
le permitiste que compartiera tu cama! ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido? Le
diste lo que me habías prometido a mí, se lo diste a un inmundo extranjero. ¿Dónde
está la muchacha honesta y valiente a quien yo adoraba? ¡Se ha convertido en setiu y
la he perdido!
—No fue así. —Vaciló, pero él la interrumpió.
—¿De vendad? —preguntó con sarcasmo—. ¿Entonces cómo fue? ¿Te
enamoraste de él como una pobre muchacha campesina o la codicia fue la que dictó
tus acciones? ¡Tuvo que ser una cosa o la otra! —Se alejó de la mesa y comenzó a
pasearse, incapaz de seguir quieto—. Veo que me he equivocado al juzgarte, Tani.
Eres frívola. Confundí tu superficialidad con alegría y optimismo. Lo mismo le
sucedió a tu familia. ¿Sabes el daño que esta noticia les hará a Kamose y a tu madre
cuando la reciban? Y créeme que la recibirán. Apepa esperará para comunicárselo
hasta el momento en que pueda hacer el mayor daño posible a la causa de la libertad
de Egipto.
La rodeó, se le acercó, se inclinó sobre ella deseando herirla, deseando que
sangrara como sangraba él, mientras a su alrededor giraba una tormenta de
esperanzas perdidas y de desilusiones.
—No te engañes creyendo que esa serpiente te ama —aseguró—. ¡No eres nada
para él, sólo un arma para ser usada contra el enemigo!
Tani lo alejó de un empujón y se levantó, agarrándose a los brazos de su sillón.

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—¡Cállate, Ramose! —gritó—. ¡Basta! ¡Basta! ¡Estás equivocado! Hiéreme todo
lo que quieras ya que sientes que merezco tu condena, pero te equivocas. Entonces yo
te amaba. Y todavía te amo. Tú y yo teníamos un sueño, pero eso fue todo. ¡Un
sueño! En otra época podríamos habernos casado y ser felices. En otra época los
burros podían tener alas y levantar el vuelo. Los dioses son quienes deciden estas
cosas y para nosotros dispusieron que nuestro amor no pudiera madurar. Hay en
juego cosas más importantes.
—Hay en juego cosas más importantes —la imitó con brutalidad—. ¿Y cómo
puedes saberlo, aquí, entre brocados y oro? ¿Abrigas la arrogante ilusión de haber
hecho un sacrificio para una gran causa al convertirte en una reina setiu? ¿Qué te
hace creer que eres tan importante?
—Ya sé que jamás me podrás perdonar la angustia que te he causado —dijo ella
en voz baja—. Pero, Ramose, mira a tu alrededor. Hace pocos días que estás en Het-
Uart. Yo llevo aquí casi dos años. Apepa lanzará ciento veinte mil hombres contra
Kamose. Aquí hay más de doscientos mil acuartelados y la mitad de ellos son reclutas
de Rethennu. Apepa mandó pedir refuerzos a sus hermanos del este y el Delta está
lleno de ellos. Es imposible que Kamose gane. Estuvo perdido desde el principio.
Empecé a darme cuenta a los pocos meses de mi estancia forzosa. Me resistí mucho
tiempo a la seducción de Apepa, tiempo durante el cual pensé mucho. —De repente
se le llenaron los ojos de lágrimas—. Te deseaba a ti. Quería volver a casa. Deseaba
que Apepa ordenara mi ejecución. Pero cuando supe que al final Kamose sería
vencido, decidí no sólo que sobreviviría sino que firmaría el contrato matrimonial.
Como reina legal tengo muchos derechos que un simple rehén o una concubina no
tienen. Aproveché el afecto de Apepa, sí, pero no por los motivos que supones.
Kamose fracasará. Lo traerán aquí prisionero. Entonces, como reina, podré interceder
por él y por mi familia desde una posición de poder. Eso es todo. Créelo o no lo creas.
Como quieras.
—Pero, Tani —dijo él con urgencia—, ¿por qué crees que Kamose no tiene
posibilidades de conquistar Egipto? Padeces la ceguera que parece afectar a todos en
el palacio y probablemente también en la ciudad. Sólo ves la riqueza de este lugar, el
número de soldados del cuartel, lo inexpugnable que es Het-Uart. ¿Estás enterada de
que hoy en día Kamose es el amo de todo el país, con excepción de esta ciudad? ¿De
que ha llevado a cabo una campaña intrépida y que ya nadie se le opone, aparte de
Apepa? Apepa lo sabe, pero es obvio que sus cortesanos no y tú tampoco.
Abrió la boca para seguir hablando, para contarle el plan de su hermano para
sacar a las tropas de la ciudad y llevarlas a la destrucción, pero de repente se dio
cuenta de que hacerlo era un peligro. No podía confiar en ella, y eso le rompió el
corazón. Su cólera desapareció.
—No, no lo sabía —dijo ella en voz baja—. Estaba enterada de lo de Khemennu

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y de la caída del fuerte de Nefrusi, pero se me hizo creer que eran victorias aisladas,
que Kamose no podía controlar a los campesinos y que las ciudades y los pueblos no
lo apoyarían.
—Quemó todas las ciudades y pueblos —le informó Ramose secamente—. No
está dispuesto a correr riesgos.
Ella alzó hacia él sus ojos grandes y llenos de lágrimas no vertidas.
—Me alegro —susurró—. ¡Oh, me alegro tanto, Ramose! Tal vez haya sido
engañada, como dices. ¿Qué hará Kamose ahora? ¿Y qué me dices de ti? —Ramose
obvió deliberadamente su primera pregunta.
—Debo marchar con el general Kethuna al oasis de Uah-ta-Meh —dijo como si
se tratara de algo sin importancia—. Apepa tiene la intención de que muera allí.
Ella frunció los labios y estudió detenidamente el rostro de Ramose.
—Kethuna es un general muy bueno, pero un hombre insignificante —dijo—.
Pezedkhu se aseguraría de que se te diera una oportunidad de luchar por tu vida, pero
Kethuna no lo hará. Puedo tratar de sobornarlo.
—No. —Ramose volvió a dejarse caer en el sillón y bebió lo que le quedaba de
vino, poniendo después con cuidado la taza en la mesa—. Tal vez eso sea lo que
Apepa espera que hagas y debe de querer poner a prueba tu lealtad. Créeme, Tani, no
soy un necio. Haré todo lo posible por permanecer con vida.
—Si lo haces, si lo logras —dijo ella vacilante—, te pido por favor que no le
digas a Kamose en qué me he convertido. Verte es suficiente castigo para mí.
Ramose se pasó las manos por la cara en un gesto de fatiga y de resignación.
—¡En qué enredo se ha convertido todo esto! —dijo con cansancio—. Como un
necio, imaginé que cuando me vieras caerías en mis brazos lanzando gritos de alegría
y que, juntos, planearíamos la manera de huir de Het-Uart, corriendo al encuentro de
Kamose, y luego iríamos a Weset. Mi madre está allí ahora ¿sabes? —Ramose esperó
una respuesta y al no recibirla se levantó—. Apepa ha cumplido su palabra. He
hablado contigo. ¡Cómo se debe de estar riendo! Estás aún más hermosa que antes,
Tani. Creo que ha llegado la hora de que regrese a mi miserable habitación.
—No quiero que me sigas amando, Ramose —dijo ella con sobriedad—. No hay
futuro en ello. Ramose lanzó un gruñido.
—Hay un futuro —la corrigió—. Pero tal vez ninguno de los dos estemos en él.
Que el tótem de tu territorio te cuide, Tani.
—Y que Tot de Khemennu esté contigo, Ramose-contestó ella con voz
temblorosa. —Que las suelas de tus sandalias sean resistentes.
Si Tani hubiera dado un paso hacia él, por vacilante que fuera, Ramose la habría
estrechado en un abrazo. Pero el momento pasó. Se encaminó a la puerta y miró hacia
atrás. Ella estaba de pie muy erguida, con los brazos caídos, y lloraba en silencio. Él
no pudo cerrar la puerta a sus espaldas.

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Una vez en su celda llamó pidiendo vino y cuando se lo entregaron se sentó en el
lecho y procedió a emborracharse, llenando la taza y bebiendo con fría
determinación. No podía I pensar y no quería sentir.
Despertó al amanecer con la cabeza palpitante y una sed enloquecedora, y dio la
bienvenida a ambos males. Es mejor sufrir dolor físico que permitir que la angustia
entre en el alma, razonó mientras comía, lo bañaban y lo vestían por última vez en el
palacio. En cuanto terminó de atarse las sandalias, el soldado que lo custodiaba le dio
la bolsa y le ordenó que saliera. Ramose lo siguió por los vestíbulos aún adormilados
hasta el jardín donde brillaba el sol naciente en el rocío. Allí se detuvieron, porque el
mismo Apepa los esperaba rodeado por personajes que intentaban ocultar sus
bostezos. Ramose, con la cabeza dolorida y los ojos palpitantes, no se inclinó ante él.
—No es necesario que te preocupes, hijo de Teti —dijo Apepa a modo de saludo
—. La cuidaré. Mi esposa primera le tiene mucho cariño.
Ramose lo miró desafiante. Sabía que le estaban poniendo un anzuelo y que no
debía responder. No quería darle a Apepa la satisfacción de saber que su golpe había
dado en el blanco, pero ya no le importaba.
—Te odio —dijo con claridad—. Todo Egipto te odia. No perteneces a este lugar
y un día dejarás de pisar esta tierra sagrada. —Se adelantó un paso y con una alegría
casi insana vio que Apepa retrocedía—. Tu dios no tiene poder contra las fuerzas
combinadas de las sagradas divinidades que han decidido apoyar tu caída. Me
despido de ti.
Esperaba una reacción inmediata, que una espada le separara la cabeza del torso o
por lo menos una explosión de furia, pero Apepa sólo alzó las cejas. Los murmullos
de los presentes murieron en un espantado silencio. Volviéndose, Ramose les dio la
espalda con desdén y se encaminó hacia las puertas del palacio, con su escolta
pisándole los talones.
Lo condujeron a un carro que lo esperaba, y su guardia se lo entregó a un oficial y
se retiró sin pronunciar palabra. Después le ataron las manos y lo llevaron por donde
había venido, por las calles de la ciudad, directamente hacia la planicie angosta
situada entre Het-Uart y su canal protector.
Entró en el caos. Nubes de polvo le oscurecían la vista y dentro de ellas hombres
y caballos aparecían y desaparecían como fantasmas. En todas partes reinaba una
ruidosa confusión. Los hombres gritaban, los caballos relinchaban, los burros de
carga percibían la general agitación y rebuznaban constantemente. El auriga de
Ramose ahogó una maldición al tratar de abrirse paso entre la chusma. En este
momento podría escapar, pensó Ramose. Podría saltar de este vehículo y perderme
entre esta locura antes de que este hombre lograra volver la cabeza. Pero cuando se
preparaba a saltar el carro se detuvo, el auriga le entregó las riendas a un muchacho
que ya sujetaba las de otros carros similares y la oportunidad pasó. Con habilidad, el

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oficial cogió la cuerda que colgaba de las muñecas atadas de Ramose y la ató al carro.
—Quédate aquí —dijo innecesariamente y desapareció.
Lanzando un suspiro, Ramose se dejó caer al suelo sin hacer caso de la mirada de
curiosidad del muchacho. Todavía le dolía la cabeza.
No tenía manera de saber cuánto tiempo permaneció allí sentado, entre el polvo
que levantaban los soldados que formaban filas, pero sus articulaciones habían
comenzado a protestar contra tanta inmovilidad. Le entregaron un odre lleno de agua
y una bolsa de pan, que Ramose puso en su bolsa, y luego lo llevaron a formar entre
una tropa de infantería que esperaba en silencio la orden de marchar. Una de sus
muñecas estaba atada a la del soldado de su izquierda. Vio a Kethuna pasar por allí en
su carro, pero el general ni siquiera lo miró. Mucho más adelante se elevó un
estandarte, un amplio tablero de madera pintado de rojo sobre un poste alto, y
enseguida se oyó una orden.
—Por fin partimos —murmuró el soldado—. Me prometí la semana pasada y
ahora, como si no tuviera ya bastante, debo vigilarte para que no trates de huir.
¿Cómo te llamas?
La columna se puso en marcha. Ramose se acomodó la mochila sobre los
hombros.
—No creo que mi nombre tenga ya ninguna importancia —contestó—. Pero soy
Ramose, de Khemennu, en el territorio de Un.
—He oído que Khemennu es un territorio que ya no vale nada —gruñó el soldado
—. El enemigo lo saqueó. ¿Perdiste parientes en esa batalla? ¿O estabas con los que
degollaban a mansalva? ¿Eres un criminal común o un espía?
—Aquí todos estamos en el territorio que no vale nada —dijo Ramose sombrío, y
el soldado no insistió.
Si hubiera estado libre para mover los brazos, Ramose casi habría disfrutado de
los primeros días de la expedición, en la que los sesenta mil hombres de Kethuna
zigzagueaban a lo largo del Delta. Estaban a fines del mes de Phamenoth, el clima era
frío, los huertos dejaban caer sus últimos capullos y los viñedos formaban dibujos de
diferentes matices de verde, con las oscuras hojas de las vides cubriendo el verde más
pálido de las uvas. En los canales y en sus afluentes, el agua tranquila reflejaba un
cielo alto y muy azul. En los alrededores de Het-Uart, las depredaciones causadas el
año anterior por los soldados de Kamose todavía se veían. Árboles quemados se
alzaban negros y esqueléticos. Viñedos secos susurraban con tristeza en el aire
perfumado. Parches de tierra renegrida marcaban los lugares donde se habían
quemado cadáveres y, de vez en cuando, huesos de animales salpicaban los caminos,
pero cuando las tropas se acercaron al límite occidental de los magníficos cultivos del
Delta, la naturaleza paradisíaca del Bajo Egipto volvió a invadirlo todo.
La tarde del tercer día acamparon al abrigo del último bosque de palmeras antes

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del comienzo del desierto. Ramose y su guardia se unieron a un grupo de soldados
que se sentaban alrededor de una de las múltiples fogatas que iluminaban el
crepúsculo. Los hombres charlaban mientras comían, pero Ramose permanecía en
silencio, con la vista clavada en la arena que se extendía ante él. Tenía la muñeca
herida, pero no le importaba ese pequeño dolor. Sus pensamientos pasaban de Tani a
Kamose, y a la posibilidad de su muerte inminente. Al examinar su corazón, no
encontró resentimiento contra la muchacha a quien había amado durante tanto
tiempo, comprendió que había exagerado ese amor para sobrevivir al horror de
Khemennu y a los desesperados días siguientes. Sin embargo, ella todavía le
inspiraba ternura, una ternura cálida y constante, y sabía que ese sentimiento
sobreviviría a su muerte y al peso de su ka. Era algo eterno, destinado por la justicia
de Ma’at.
Cuando la luz débil fue dando paso a la oscuridad y el desierto se convirtió en
algo indistinto, tuvo la sensación de ver figuras furtivas de hombres entre las dunas.
Se preguntó si Kamose habría enviado exploradores hasta el Delta. Los fantasmas se
disolvieron mientras trataba de localizarlos, pero uno adquirió solidez y se convirtió
en un explorador de avanzada que se les acercó sin miedo y pasó por la hilera de
fogatas para ir a informar a Kethuna.
A la mañana siguiente partieron temprano hacia Ta-She. Se advirtió a los soldados
que llenaran su odre de agua y que sólo bebieran durante los descansos de la marcha.
El trayecto no era peligroso, puesto que el sendero era muy transitado durante las
inundaciones, cuando el camino del río estaba inundado, y les esperaba un gran
depósito de agua. Sin embargo, al final del primer día, había quejas entre los
soldados. Muchos de ellos estaban demasiado extenuados para comer y prefirieron
tenderse enseguida en la arena y dormir. Otros habían desobedecido a los oficiales y
vaciado sus odres antes de que el feroz calor del desierto cediera.
Ya eran más sensatos cuando acamparon el segundo día, pero Ramose, al ver las
ampollas que tenían en los pies y las desagradables quemaduras del sol en los
hombros y los rostros, sintió un impaciente desprecio. Los generales de Apepa eran
unos idiotas. Las tropas no habían hecho maniobras en el desierto. Nacidos en el
Delta o recién llegados de la suave temperatura de Rethennu, su entrenamiento se
limitaba a falsas batallas dentro de Het-Uart y eran demasiado blandos para resistir
los rigores de la arena caliente y de un sol sin rastros de humedad.
Él mismo estaba cansado. Los músculos le dolían por efecto de la marcha, pero
eso era todo. El soldado a quien estaba atado no había sufrido mucho, pero también
se quejó a uno de los físicos del ejército, alegando que tenía dolor de cabeza y
escalofríos. Cuando el físico se alejó, el hombre llamó a uno de los oficiales que
pasaban y le preguntó si podían librarlo de Ramose, por lo menos durante el día, pero
el oficial, al volver de la tienda de Kethuna, le informó que el general había denegado

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su petición.
—Al menos te podrían atar a algún otro y darme un rato de descanso —dijo el
soldado con resignación—. Espero que se acuerden de cortar la cinta de cuero que
nos une antes de que me hagan falta los dos brazos para blandir el hacha.
De repente a Ramose la situación le resultó cómica, pero tuvo el tino necesario
para no reír. Se le ocurrió que, tal vez, el desierto resultara un enemigo más
implacable que Kamose y sus tropas endurecidas.
Ta-She apareció en el horizonte al amanecer del séptimo día, pero llegaron al
vasto oasis a última hora de la tarde. Los soldados rompieron filas sin esperar el
permiso para hacerlo y corrieron hacia el reflejo del agua entre las palmeras sin
escuchar los gritos de sus oficiales. Ramose los miró alejarse con un secreto placer. A
pesar de que también tenía calor y estaba sediento, caminó con tranquilidad mientras
su guarda tropezaba a su lado. Cuando llegaron a los campos cultivados, los
pobladores de Tjehenu salieron a contemplar aquella oleada de militares
indisciplinados, y Ramose los miró con rapidez con la esperanza de ver algún rostro
familiar, seguro de que allí, en Ta-She, sin duda habría espías de Kamose. Pero no
reconoció ninguno de los rostros oscuros.
El ejército permaneció en Ta-She durante el día y la noche siguientes, mientras se
comprobaban los equipos y los hombres disfrutaban de un leve respiro. Nadaron,
comieron y bebieron con renovado y ruidoso buen humor, pero sus heridas no
cicatrizaron en tan corto periodo de tiempo y, a pesar de que la marcha comenzó
siendo optimista, la tierra implacable bajo los pies llagados y el calor terrible que caía
sobre los cuerpos despellejados, pronto los obligaron a un paso cansino y lento.
Ramose sintió una paz cada vez mayor a medida que los estadios iban pasando bajo
sus sandalias. La vida en el desierto seguía siendo vida. Consciente de cada una de
sus calurosas aspiraciones, de cada grano de arena que se adhería a su cuerpo, de cada
gota de sudor que caía por su espalda, se maravilló ante el misterio de su existencia,
ante los recuerdos que eran sólo suyos. Aquel viaje por el desierto sería el último para
él antes del que le abriría las puertas de la Sala del Juicio. Su final sería diferente al
que había pensado y, sin embargo, no tenía miedo. No viviré para ver a Kamose
triunfante y coronado en Weset, pensó imperturbable. No volveré a saludar a mi
madre hasta que lo haga de pie junto a mi padre. Nunca tendré a Tani desnuda en mis
brazos ni veré a mis hijos crecer fuertes en el jardín de la propiedad que pudo haber
sido mía. Y sin embargo, estoy contento. He amado. He mantenido mi honor. He
dado pruebas de lo que valgo ante hombres y dioses. El desierto, este lugar de magia
única y árida, ¿conservará mi cuerpo para que los dioses puedan encontrarlo? Lo
único que puedo hacer es rezar para que así sea.
Era la cuarta noche desde que el ejército salió de Ta-She listo para la batalla. El
oasis de Uah-ta-Meh estaba cerca, una ominosa negrura contra un cielo lleno de

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estrellas. Se había corrido la voz de que los exploradores enviados por el general no
habían detectado allí ninguna actividad, pero no se habían acercado mucho por temor
a ser descubiertos. Nada podía ocultar la llegada de sesenta mil hombres, pero era
mejor que el enemigo tuviera sólo unas horas de aviso en lugar de un día. La
infantería marchaba ya en formación de batalla, cada división detrás de un escuadrón
de veinticinco carros precedidos por el portaestandarte.
Los hombres durmieron sin romper filas, incómodos. Ramose no pegó ojo. Sabía
que Kamose y sus tropas se habían marchado, que Kethuna no encontraría más que a
los habitantes del oasis y que se vería obligado a iniciar otra larga marcha a través de
la arena, esta vez en dirección al Nilo. Los hombres se habían preparado para la
acción. Su decepción ante la realidad, junto a la perspectiva de más calor y dolor, les
resultaría desmoralizadora. Kamose y Paheri, frescos y nerviosos, estarían esperando
la llegada de aquellos hombres frustrados. Me pregunto si entonces todavía estaré con
vida, pensó Ramose. Lo dudo. Kethuna ordenará que me maten en cuanto encuentre
el oasis desierto. ¡Bueno, por lo menos entonces me librarán de mis ataduras!

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Capítulo 10
Al amanecer, despertaron a los hombres y les ordenaron comer y beber. Lo hicieron
en silencio, enfrascados en sus pensamientos a medida que el momento de la batalla
se acercaba. Unos rezaban. Otros manoseaban amuletos mientras guardaban el resto
de sus raciones y se apretaban las tiras de las sandalias.
Apareció un oficial y, para alivio de Ramose, cortó el cuero que lo unía a su
guardián. Pero la sensación de libertad no le duró mucho. Con rudeza se le ordenó
seguir al oficial hasta la vanguardia, donde Kethuna ya estaba en su carro, detrás de
su auriga y rodeado por un escuadrón. La luz del sol naciente resplandecía en los
vehículos mientras los caballos movían sus cabezas emplumadas. El desierto
sembrado de piedras ya despedía su brillo cegador. Ramose se protegió los ojos con
las manos cuando levantó la vista para mirar al general. Durante unos instantes
Kethuna lo observó, impasible.
—Tengo órdenes de situarte en la vanguardia de mis tropas —dijo—. Es lo único
que se me ha ordenado. Si el enemigo te reconoce antes de matarte, mejor para ti.
Pero si descubro que le has mentido al Uno o interpretado mal la situación aquí en el
oasis, debo ejecutarte de inmediato. Camina al lado de los caballos.
Por toda respuesta, Ramose se inclinó y ocupó su lugar delante del carro. A pesar
de su aparente tranquilidad, sus pensamientos hervían. Evidentemente, no habría
nadie para presentar batalla. El oasis estaría vacío de soldados. ¿Kethuna le echaría la
culpa a él? ¿O supondría que habían salido demasiado tarde para interceptar a
Kamose en su avance hacia Het-Uart y que sería responsabilidad de Pezedkhu luchar
con su ejército a lo largo del Nilo? ¿Tendría oportunidad de desaparecer en alguno de
los pueblos del oasis durante los primeros instantes de confusión? Dieron la orden de
iniciar la marcha y se alzaron los estandartes. Ramose se encogió mentalmente de
hombros. No me permitiré tener esperanzas, pensó. Sucederá lo que los dioses deseen
y pase lo que pase me sentiré satisfecho.
El carro comenzó a avanzar y Ramose con él, sintiendo el reconfortante olor a
caballo y a cuero. El oasis fue tomando forma con lentitud, se fue convirtiendo en
parches de suelo verde y en bosques de palmeras contra el cielo azul. Allí donde el
horizonte absorbía el calor, nada se movía. Las responsabilidades de Ramose como
explorador habían comprendido ese sendero y notó que las tiendas que en aquella
época se alzaban hacia el norte habían desaparecido. Los caballos tropezaban al pisar
las piedras afiladas, negras y relucientes bajo sus cascos. El auriga les hablaba con
suavidad. De los millares de hombres que los seguían sólo se oía un tenue susurro de
pasos.
Marcharon durante unas dos horas mientras el oasis crecía e iba llenando el
horizonte. Estaba silencioso y pacífico. No se oían gritos de alarma desde las

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palmeras. Un murmullo colectivo comenzó a alzarse desde la infantería, detrás de
Ramose, y éste oyó que Kethuna maldecía y luego decía:
—Se ha ido. El oasis está vacío.
Dio la orden de detenerse y, agradecido, Ramose se dejó caer en el suelo, a la
sombra de las dos bestias sudorosas. El general parecía haberse olvidado de él.
Llamaron a un explorador y Ramose lo vio desaparecer por el sendero sembrado de
piedras que cruzaba las altas dunas y entraba en el pueblo.
Se desató un murmullo de charlas, una oleada de alegre excitación cuando los
hombres se dieron cuenta de que la batalla no tendría lugar aquella mañana y ese
optimismo fue confirmado más tarde con el regreso del explorador. Ramose, todavía
agazapado junto al carro, sonrió al escuchar sus palabras.
—Señor, he tardado más de lo debido —le dijo el hombre a Kethuna sin aliento
—. Esto es muy extraño. El oasis ha sido abandonado. No hay soldados, pero
tampoco pobladores.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kethuna.
El explorador vaciló. Ramose podía verle los pies mientras pasaba el peso del
cuerpo del uno al otro.
—Los pobladores se han ido —repitió el explorador—. Las chozas están vacías.
Y también lo están los campos. No hay animales, sólo unas cuantas cabras.
El explorador y Ramose esperaron. El silencio se alargaba. Ramose casi oía
pensar al general mientras los oficiales que lo rodeaban se movían inquietos y
susurraban. Por fin Kethuna despidió al explorador y llamó a Ramose.
—O Kamose ya se ha retirado a Het-Nefer-Apu o está oculto en las cercanías del
oasis esperando que nosotros lo ocupemos para poder rodearnos. El oasis no es fácil
de defender. Sin embargo, ayer los exploradores se aventuraron hasta el campo y no
informaron acerca de ningún movimiento de tropas. ¿De cuál de las dos cosas se
trata, hijo de Teti?
—No tiene sentido que me lo preguntes a mí-replicó Ramose. —Le dije la verdad
al rey. Cuando me marché, Kamose y su ejército estaban aquí. Si ha cambiado de
planes durante estas semanas, ¿cómo quieres que lo sepa?
Kethuna respiraba agitado.
—Quizás los exploradores de Kamose nos divisaron hace días y le alertaron.
Debo elegir entre arriesgarme a ir al oasis o rodearlo y continuar la marcha hacia el
río.
Uno de sus oficiales habló.
—Los hombres necesitan agua, general —le recordó—. De otro modo no podrán
llegar hasta el Nilo.
Kethuna continuó pensativo mirando fijamente a Ramose.
—Es evidente que hemos llegado demasiado tarde para atrapar aquí a Kamose —

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dijo con lentitud—. Sin embargo, estoy inquieto. Hay algo en la situación que no
encaja. ¿Qué estoy pasando por alto, Ramose?
—El general eres tú, no yo —replicó Ramose con temeridad a pesar de que él
también sentía una curiosa amenaza en aquella tranquila escena—. Como te he dicho,
el único plan que conozco de mi señor es el de iniciar otro sitio.
—Si se fue, ¿por qué se llevó consigo a los pobladores? —preguntó otro oficial
—. ¿Para qué los necesitaba?
No los necesitaba, pensó Ramose de repente. Pero tampoco podía dejarlos. ¿Por
qué? Tengo la razón dándome vueltas en la cabeza, pero no consigo descifrarla. ¡Oh,
Kamose, implacable y retorcido! ¿Qué has hecho? Bajó los ojos para que Kethuna no
se diera cuenta de que se le iluminaban.
—Tal vez se llevó consigo el ganado, pero no a los lugareños —dijo Kethuna—.
Tal vez estaba escaso de víveres, y los pobladores se vieron obligados a seguido o
morir de hambre. —Movió la cabeza con ira—. Estas especulaciones son vanas.
Debo decidir nuestro siguiente paso. El sol está cerca de su zenit. Que los hombres
descansen y coman aquí. Cuando hayan terminado ya habré tomado mi decisión.
Ramose volvió a su lugar de sombra vigilado por el auriga, que había recibido
órdenes a tal efecto. En aquel momento las sombras que arrojaban los pacientes
animales eran más cortas y pálidas. Abrió la mochila y sacó un poco de pan y el
pellejo de agua medio vacío. Lo sacudió, dudando entre beber o no, luego se reprochó
su tontería. Kamose iba al encuentro de Paheri y los pozos del oasis esperaban la
llegada de las tropas sedientas de Kethuna, incluyéndolo a él. A pesar de todo, hizo
una pausa antes de llevarse el odre a la boca. Por el rabillo del ojo vio que el resto de
los hombres bebían copiosamente y se derramaban el precioso líquido sobre el rostro,
sin duda razonando igual que él, que cerca había agua en abundancia. Uno de los
caballos, al oler el agua que se derramaba a su alrededor relinchó con suavidad.
Ramose bajó su odre. El corazón empezó a latirle desordenadamente. ¿Cuánta
agua queda para los caballos en el carro de los burros?, se preguntó. Los caballos
odian el desierto. No están hechos para lugares áridos. A mi alrededor los hombres
gastan agua porque creen que hay en abundancia a un tiro de piedra de aquí. Hor-Aha
jamás permitiría una presunción semejante, pero Hor-Aha es un hijo del desierto y
Kamose fue criado al borde del desierto cruel. No como estos doloridos hijos del
Delta tan quemados por el sol. Doloridos. Quemados por el sol. Y que pronto
volverían a tener sed.
Ramose permaneció sentado, muy quieto. ¿Será posible?, se dijo cuando ese
pensamiento informe que le rondaba tomó forma. ¿Se podía hacer? ¿Y de manera que
un ejército quedara completamente destruido? Con razón te llevaste todo contigo,
hasta los animales, mi despiadado amigo. Nunca, ni en sus más exageradas
conjeturas, Kethuna podría llegar a una conclusión tan sorprendente. Pezedkhu tal

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vez sí, pero si él estuviera aquí en lugar de Kethuna, aunque sospechara la verdad, se
sentiría atrapado en un punto del que no podía regresar.
Pero ¿sería verdad o estaría sufriendo un ataque de locura? Ramose miró el
camino, las dunas llenas de rocas, los árboles ocultos a medias. Tenía la garganta seca
y estaba deseando beber, pero no se animaba.
Kethuna no tardó en volver seguido de sus oficiales. Sin duda, acababan de tomar
una decisión. Se oyeron gritos y los soldados comenzaron a luchar por levantarse.
Los estandartes ondulaban. Kethuna subió a su carro. De manera que seguían
adelante. Ramose comprobó el tapón de su odre y el ejército de Apepa comenzó a
cubrir los últimos estadios que lo separaban del oasis.
Antes de pasar entre las dunas, la vanguardia de Kethuna se adelantó y se abrió en
abanico, los carros rodaron con rapidez y sus ocupantes prepararon los arcos y las
flechas. Al mirar hacia atrás, Ramose vio una fila de soldados que parecía una
serpiente cuya retaguardia se perdía entre el polvo. Una mezcla de ansiedad y
excitación se apoderó de él cuando se vio obligado a caminar más cerca de los
caballos. Alargó una mano y tocó al animal más cercano, que tenía el flanco caliente
y sudado. Enseguida sintió en la muñeca el golpe del látigo del auriga y retrocedió.
El pueblo del norte ya estaba a la vista, un grupo de chozas de adobe detrás del
verde de los sembrados, las pequeñas casas oscurecidas por los troncos de las
palmeras y los arbustos. Más cerca estaba el estanque donde Kamose puso su tienda
y, a su alrededor, el suelo estaba lleno de los desperdicios que habían dejado las
tropas. Los caballos de Kethuna apresuraron el paso al oler agua, de manera que
Ramose se vio obligado a correr. El auriga trataba de contenerlos sin mucho éxito y
Kethuna le gritaba furioso agarrado a los lados del vehículo. Jadeante y a
trompicones, temeroso del golpe del látigo, Ramose intentaba mantenerse a la par. El
estanque ya estaba cerca, se hallaban casi sobre él, y a pesar de su incomodidad, la
intriga crecía dentro de Ramose. Los arbustos de alrededor habían sido cortados. En
la arena se alzaban tocones amarillentos. En muchos lugares, las plantas habían sido
arrancadas de raíz dejando depresiones desordenadas en los lugares donde antes
crecían.
Los caballos llegaron al borde del estanque y se detuvieron. Bajaron las cabezas.
Detrás de los carros los soldados rompieron filas, con los odres listos y ya inclinando
las rodillas. Respirando con fuerza, Ramose observó la superficie del agua. En ella
flotaban pétalos blancos y ramas gruesas destrozadas que sobresalían como huesos
marrones. Alguien ha arrancado los arbustos, los cortó en trozos y los arrojó
metódicamente al estanque, pensó Ramose. Pero ¿por qué? Parece un acto de
mezquindad, ¿pero con qué propósito? Los hocicos de los caballos vacilaban al borde
del líquido, con los ollares muy abiertos, relinchaban con suavidad. Los soldados se
arrodillaban para llevarse esa vida húmeda a los labios. Detrás de ellos, sus

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compañeros esperaban nerviosos que les llegara el turno de saciar su sed. Toda la
zona estaba llena de tropas alegres.
Pero Ramose, al percibir la ráfaga de dulce perfume floral que le llevó la brisa,
retrocedió horrorizado y con las rodillas temblorosas. Lo que los caballos olían en su
angustia era la muerte, la muerte que se deslizaba por las gargantas de los hombres
inclinados sobre ese estanque de apariencia inocua. Petrificado de miedo, observó la
alegre confusión. El oasis está lleno de esto, pensó. Desde aquí hasta el pueblo del
sur, crece con profusión alrededor de cada fuente, hermosa e inofensiva, hasta que
inadvertidamente alguien mastique sus hojas, aplaste sus semillas o coma miel hecha
de sus flores.
O beba el agua en la que ha estado sumergida.
Una burbuja de risa histérica se expandió en su interior y apretó los dientes para
sofocarla. ¡Es perfecto!, volvió a pensar. ¡Es sorprendente, lógica y malditamente
perfecto! Adelfa, tan blanca y delicada, y sin embargo basta con tocarla para que se
irrite la piel. ¿La inspiración fue tuya, Kamose, o de Ahmose, o tal vez de Hor-Aha?
No, esto no es cosa del príncipe ni del general. Esto lleva sello de una mente
sofisticada que busca con frialdad una victoria a cualquier precio. Kamose, saludo tu
astucia. Hubo un golpe a sus espaldas cuando Kethuna saltó al suelo. El general
apareció a su lado con el látigo de su auriga en la mano y el rostro repentinamente
ojeroso.
—¡Alejaos del agua! —gritó con la voz ronca por el pánico. Corrió hacia la orilla
del estanque y comenzó a azotar a los hombres que ya estaban bebiendo y a los que
empujaban para acercarse—. ¡Está envenenada, estúpidos! ¡Retroceded! ¡Retroceded!
De repente, Ramose volvió en sí y miró con rapidez a su alrededor. Los soldados
que habían bebido el agua ya estaban tendidos en el suelo, doblados sobre sí mismos
y sufriendo arcadas. Los caballos relinchaban, los oficiales perplejos se
arremolinaban, los millares de soldados que iban llegando del desierto, ignorantes de
lo que sucedía, exigían ruidosamente que les permitieran llenar sus odres. Cuando
Kethuna volviera a dominar a su ejército, enviaría exploradores al sur para comprobar
si allí el agua era pura, pero Ramose sabía que la obra debía de haber sido total, que
Kamose no habría dejado un sólo estanque, pozo o fuente sin envenenar en los
veintisiete estadios que comprendían Uah-ta-Meh, y que Kethuna y sus hombres
estaban perdidos.
La verdad era que había otro oasis en Ta-Iht, setecientos cincuenta estadios más al
sur, pero en cuanto estuvieran allí, el ejército del general estaría atrapado. De Ta-Iht
al Nilo había casi el doble de distancia que de Uah-ta-Meh al río, y aunque las tropas
lograsen soportar la marcha hasta Ta-Iht sin agua y luego sobrevivir una marcha aún
más larga hasta el Nilo, saldrían del desierto cerca de Khemennu y tendrían que
avanzar hacia el norte, donde Kamose los esperaba en Het-Nefer-Apu. No, pensó

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Ramose mientras retrocedía y se alejaba de ese caos de hombres aterrorizados que
vomitaban. Kethuna tratará de limitar sus pérdidas. Irá directo al Nilo tomando el
sendero hacia Het-Nefer-Apu. Y sin agua la mayoría de sus hombres morirán.
Resguardándose entre los árboles y las rocas que había por todas partes, Ramose
poco a poco se fue acercando al pueblo del desierto. Su posición no era mucho mejor
que la de los soldados que no habían bebido las aguas contaminadas, a pesar de que
su instinto lo llevó a conservar la escasa cantidad de líquido que quedaba en su odre y
que los demás literalmente arrojaron al suelo. Pero sabía que no le alcanzaría hasta
llegar a una zona segura. También sabía que Kethuna enviaría oficiales para que
revisaran el pueblo en busca de cualquier resto de agua pura que los pobladores
hubieran dejado tras de sí, y quería encontrarla antes que ellos. Transcurrirían horas
antes de que el general lograra restablecer alguna clase de orden en sus filas.
Ramose fue de choza en choza, revisando cada rincón, investigando cada olla y
cacerola, pero sólo logró agregar más o menos media taza del líquido negruzco y
rancio a las preciosas gotas que conservaba en su odre. No había bebido desde
primera hora de la mañana. Su cuerpo aullaba para que lo aliviara, pero conocía los
síntomas de la sed cuando amenazaba la vida y todavía no estaba en un peligro tan
extremo. Las casuchas de adobe eran frescas, pero se obligó a abandonarlas. Cuando
Kethuna recobrara la lucidez reclamaría la vida de Ramose, convencido de que él
sabía desde el principio lo que Kamose haría. Al caminar por la parte trasera del
pueblo, Ramose descubrió una duna circular con rocas negras diseminadas a sus pies.
Allí se enroscó sobre sí mismo en la poca sombra que había, cavó un pozo entre la
arena y las rocas y, cubriéndose la cabeza con el manto, se quedó dormido.
Lo despertó el sonido de voces cercanas y, al levantar una punta del manto, vio
que el desierto estaba cubierto de una luz rojiza. El sol se poma. El suelo transmitía la
vibración de los pasos de los soldados que lo buscaban y él permaneció quieto,
tratando de respirar en silencio, hasta que se alejaron. Entonces salió de su agujero y
se levantó cautelosamente. Permaneció un instante erguido y dolorido mientras la
sangre volvía a correrle por las piernas, antes de subir a la parte superior de la duna y
mirar detenidamente hacia abajo, hacia el pueblo, y más allá, hacia el estanque. Toda
la zona estaba inmersa en una actividad que ahora era frenética y tenía un propósito.
Sin duda, Kethuna había logrado volver a imponer su autoridad. Los soldados
entraban y salían de las chozas del pueblo y caminaban de un lado a otro, cerca del
agua. Pero después de observarlos durante unos instantes, Ramose se dio cuenta de
que la escena era extrañamente silenciosa. Nadie reía ni charlaba. No se habían
encendido fogatas para cocinar. ¡Pobres diablos!, pensó. ¿Son conscientes de que ya
están muertos? Se deslizó por la arena hasta la parte profunda de la duna, destapó el
odre y se permitió un trago pequeño de agua. Luego se sentó a esperar.
Llegó el crepúsculo y luego la oscuridad. Una a una las estrellas fueron

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adquiriendo vida hasta que la gran cúpula del cielo se encendió de resplandecientes
puntos de luz. La luna era nueva, plateada entre las estrellas que la rodeaban. Ramose
se tendió con los brazos extendidos, acariciado por la bendita frescura de la noche del
desierto. En aquel momento, escuchó los gritos y los sonidos tenues de millares de
hombres que se preparaban para marchar. Los caballos protestaban y sus relinchos
tenían el sonido de una súplica animal. Ellos también morirían en una muda
incomprensión, de alguna manera más triste que la de los hombres que avanzaban
tropezando hacia el final de sus vidas.
Kethuna había tomado el único camino que le quedaba. Abandonaba el oasis de
noche. Conduciría a su ejército hacia el sur hasta dar con el sendero de Het-Nefer-
Apu y luego se encaminaría hacia el este. Y yo los seguiré, se dijo Ramose. No tengo
la menor intención de adelantarme a ellos para que me encuentren y me quiten la
vida. Sólo yo tengo posibilidades de sobrevivir. No quería verlos marcharse.
Continuó tendido en silencio, mirando el cielo, hasta que el último sonido del paso
del ejército hubo desaparecido.
Le resultó difícil vencer el impulso de levantarse de un salto y seguirlos, pero
avanzarían más lentos que él, que iba solo, y no debía alcanzarlos. Sentía terror de
terminar siendo lo único que quedara con vida en aquel lugar maldito, le temía al
calor del día, cuando tendría que luchar contra la tentación de beber su escasa
provisión de agua, les temía a los fantasmas y espíritus que ahora quedaban en
libertad para vagar invisibles por el oasis, pero le rezó a Tot, abandonó la duna y se
fue al pueblo.
Reinaba un silencio profundo. No aullaba ningún perro ni mugía ningún buey ni
lloraba en sueños ninguna criatura. Las puertas estaban abiertas como negras bocas y
la tierra aplanada se veía desnuda a la luz de las estrellas. Ramose había decidido
pasar el resto de la noche en alguna de las chozas, pero el aire de abandono que
tenían lo hizo cambiar de idea. Entró en una, sacó con rapidez una estera y una
manta, y permaneció debajo de un árbol hasta el amanecer. Cuando los primeros
rayos de sol lo golpearon con un calor ya casi insoportable, se retiró a una choza que
lo recibió en pleno día con la promesa de frescura y amparo. Comió algo de su pan, y
se permitió otro trago de agua. Sabía que no debía gastar sus fuerzas vagando por el
pueblo. Se resignó al aburrimiento y al pánico que le producían las interminables
horas de calor. Se sentó en un rincón de la pequeña habitación y empezó a pensar en
Kamose, en Tani, en las maravillas del palacio de Het-Uart. Se imaginó en la cálida
humedad de la casa de baños, caminando por un jardín lleno de flores, apoyado en la
borda del barco de Kamose, mientras el tumulto del ejército de su amigo giraba a su
alrededor con alegría.
Sólo una vez se levantó, con el corazón latiéndole con rapidez, cuando oyó que
alguien se acercaba. Abrió un poco la puerta y espió, pero su visitante sólo era una

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cabra que, al verlo, baló un par de veces y se alejó. Las cabras son inmunes al veneno
de la adelfa, recordó Ramose riéndose en su interior del miedo que acababa de pasar.
Las cabras podían ingerir cualquier cosa sin que les hiciera daño. Se preguntó cómo
les iría a las tropas de Kethuna y ese pensamiento lo dejó serio. Volvió a su rincón.
Se volvió a dormir, no por cansancio sino por aburrimiento, mientras el día
transcurría. A la puesta del sol salió, comió algo de pan y bebió un trago de agua.
Luego se puso la mochila sobre los hombros, se colgó el odre alrededor del cuello y
comenzó a caminar por el sendero que corría por el centro del pueblo. Al doblar por
el camino de Het-Nefer-Apu pudo acelerar el paso, porque hasta entonces había
tenido que sortear fuentes llenas de brotes de adelfa y las ramas rotas le dificultaban
avanzar.
Caminó a buen paso por la arena más suave, junto al desorden dejado por la
multitud de pies calzados con sandalias que la habían pisado recientemente. De vez
en cuando tropezaba en los lugares donde los carros se habían salido del camino más
firme, dejando profundas huellas. Mientras Ra se hundía en el horizonte y el desierto
adquiría su color, la sombra de Ramose se alargó delante de él. A lo lejos le pareció
ver una especie de neblina que tal vez fuera la retaguardia del desgraciado ejército de
Kethuna, pero no podía estar seguro. Durante un rato, cuando el sol desapareció y las
estrellas todavía eran pálidas, temió no haber tomado el buen camino, porque la luz
era incierta y toda la tierra parecía encontrarse en una silenciosa agitación, pero muy
pronto el brillo de las estrellas se hizo más blanco y pudo caminar con confianza. El
aire era agradablemente fresco. Ramose midió con cuidado su respiración y su paso,
para no provocarse sed, y se negó a imaginar que las depresiones irregulares que lo
rodeaban fuesen charcas de agua. No había forma de saber la hora. El tiempo no
significaba nada allí donde sólo había rocas y arena. Había tardado poco más de dos
días en llegar a Het-Nefer-Apu en carro. Sabía que podría cubrir más o menos la
misma distancia a pie en cuatro días si mantenía su velocidad y no se quedaba sin
agua. Pero ¿y los soldados? Cansados, deshidratados y temerosos, ¿a qué velocidad
marcharían? ¿Cuánto faltaba para que comenzaran a vacilar? Les daba seis días a los
supervivientes para caer en brazos de los hombres de Kamose que los esperaban. Y
sin duda vacilarían. Sonrió sombrío mientras seguía caminando. Luchar sería lo
último que tendrían en la mente. Morirían con las gargantas hinchadas y con el olor
del Nilo en las fosas nasales. Pero no quiero alcanzarlos, pensó de repente. Me tengo
que resignar a la velocidad que llevan y, por lo tanto, debo racionar aún con más
severidad el agua que me queda. Se le hundió el corazón y el sonido suave de sus
sandalias se convirtió en ominoso. Debo hacerlo, se dijo con firmeza. Si no me dejo
llevar por el pánico me resultará fácil llegar hasta el río.
Cerró los oídos al ritmo inexorable de sus pasos y se obligó a pensar en que
Pezedkhu tardaría alrededor de diez días en conducir a sus millares de hombres de

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Het-Uart a Het-Nefer-Apu. Había salido de la ciudad al mismo tiempo que Kethuna.
Si a los soldados de Kethuna les costaba seis días cruzar el desierto además de los
once hasta el oasis por el camino de Ta-She, significaba que ya hacía siete días que
Pezedkhu estaba en Het-Nefer-Apu. ¿Habría atacado a Kamose? ¿O al descubrir que
éste se había unido con Paheri habría reunido sus fuerzas a la espera de los refuerzos
que suponía le llevaría Kethuna desde el oasis? Poco a poco Ramose se dejó absorber
por las cifras y suposiciones, hasta el punto de que las primeras luces del amanecer lo
cogieron por sorpresa. Se detuvo y alzó los brazos para agradecer a Ra su majestuoso
renacimiento. Entonces, al darse cuenta de que tenía hambre y sed y que estaba muy
cansado, buscó un lugar para tenderse y dormir durante todo el día.
Un grupo de rocas a su izquierda le ofrecía cierta protección, pero mientras
caminaba hacia ellas recordó que a los escorpiones les gustaba la misma sombra que
él buscaba. Pensó en sus desagradables cabezas, en sus patas y en las colas curvas. Se
estremeció al pensar en sus picaduras y en que se sentiría enfermo y débil y sería
incapaz de seguir caminando si era víctima de ellas. La intensidad de su temor lo
cegó por un instante, pero casi enseguida recuperó la sensatez. Era mejor exponerse a
los escorpiones que al sol. Se adelantó y examinó las rocas, dando la vuelta a las más
pequeñas y, al no encontrar ningún ser vivo, se tendió y se tapó la cabeza con el
manto. Debo mantenerme alerta para no permitir que me vuelva a asaltar el mismo
miedo, pensó mientras cerraba los ojos. El desierto puede enloquecer a un hombre
que viaja solo. Ahora me dormiré y olvidaré que tengo ganas de comer y de beber.
Durmió profundamente y se obligó a volver a la inconsciencia cada vez que
despertaba y veía que el sol todavía brillaba en el cielo y, por fin, se sentó a
contemplar otra puesta de sol. Se desperezó y sacudió su manto. Un pálido escorpión
cayó a la arena y volvió a refugiarse en la sombra. Con un repentino estremecimiento,
Ramose volvió al sendero. Mientras caminaba masticaba un poco de pan duro que
tragó con un sorbo de agua tibia. No le bastó, pero se sintió invadido por una oleada
de optimismo. Una vez más, su sombra lo precedía mientras Ra se metía en la boca
de Nut, y el anochecer lo confundió brevemente. Entonces cayó la noche y se dedicó
sombríamente a su tarea.
A juzgar por su fatiga, había caminado durante la mitad de la noche cuando la
brisa le llevó el olor a madera quemada. Se puso alerta y salió del trance en que
estaba para mirar hacia delante, pero el desierto continuaba quieto y silencioso ante
él. Durante largo rato continuó caminando, agudizando sus sentidos. El olor era cada
vez más fuerte. Por fin logró distinguir una serie de formas que no eran las de los
armoniosos movimientos de las dunas, pero transcurrió un rato antes de que llegara al
lugar donde estaban. Entonces se quedó inmóvil, mirándolos fijamente.
Kethuna había quemado los carros. Allí estaban, un gran montón de ruinas
humeantes, ejes ennegrecidos que señalaban el cielo, radios rotos que asomaban entre

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los asientos de junco, grandes ruedas que parecían intactas hasta que Ramose dio un
puntapié a una de ellas y se deshizo en una lluvia de carbonilla. Doce divisiones,
veinticinco carros por escuadrón, pensó Ramose. Trescientos carros. Aquí están las
ruinas de trescientos carros. ¡Dioses! ¡Lo que hubiera podido hacer Kamose con
ellos! Evidentemente, ése era el motivo por el que el general los había quemado. Su
situación es desesperada y sabe que si los abandona Kamose mandará hombres a
buscarlos. ¡Qué desperdicio! Sin embargo, bajo el impacto sufrido por Ramose había
una profunda felicidad y su paso era más ligero cuando dejó atrás esa lamentable
destrucción.
Hacia el segundo amanecer, encontró los primeros cuerpos. Entre el frío gris que
anunciaba la llegada de Ra, los vio tendidos, los unos sobre los otros, ante un carro de
los que tiraban los burros. No había señales del animal y los barriles que contenían el
agua que cargaban estaban tirados en la arena; antes de examinar los cadáveres,
Ramose fue directo hacia ellos. No sólo estaban vacíos sino que el interior estaba
completamente seco. Ramose calculó que debían de llevar allí por lo menos un día.
Desilusionado, se volvió hacia los soldados. Aquellos hombres no habían muerto
de sed. Era evidente que habían luchado y se habían matado entre ellos por el agua de
los caballos. Presentaban diferentes tipos de heridas, pero la mayoría de ellos había
muerto a causa de las flechas que todavía surgían de sus pechos. De manera que
Kethuna se las está arreglando para mantener cierta disciplina, pensó Ramose
mientras se dedicaba a revisar los cuerpos. Supongo que ordenó a los oficiales que
distribuyeran el agua que quedaba en estos barriles, pero los hombres tenían
demasiada sed para aceptar las gotas que les correspondían y comenzaron a atacarse
unos a otros. Después de todo, no había agua en el oasis para volver a llenar los
barriles de los caballos. Los caballos beben mucho y apuesto a que no quedaba nada
de lo cargado en Ta-She. No lo suficiente para seis mil hombres y mucho menos para
sesenta mil. ¡Pobres setiu! ¡Pobres amantes del Delta! Y pobre Ramose, terminó
pensando con ironía mientras arrojaba lejos el último odre de agua. Ni una gota para
mí. Podrían haber esperado para atacarse a que al menos uno hubiera recibido el agua
que le tocaba y que yo tanto necesito. Los he revisado para nada. Estoy sudando y
extenuado, y me obligan a seguir caminando hasta haberlos perdido por completo de
vista, porque por la mañana las hienas y los buitres vendrán a darse un festín con sus
cuerpos, y no quiero descansar oyendo cómo se los comen.
Frustrado y resignado, siguió caminando bajo el resplandor cada vez más intenso
del sol. Por fin, al mirar hacia atrás por centésima vez, comprendió que ya no se veía
nada. Estaba demasiado cansado para buscar un refugio. La furia lo hizo temerario.
Bebió dos sorbos de agua de su odre, se acostó allí donde se acababa de detener, se
cubrió la cara con el manto y se durmió.
Por la noche comió un poco, se mojó los labios y lamentó su actitud de la mañana

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al ver que el odre colgaba vacío de sus manos. Después se esforzó en no pensarlo y
comenzó a caminar. Estaba cansado y desanimado. Su estómago gruñó, protestando
por el poco apetitoso pan, y se le ocurrió que lo mejor sería arrojar lo que le quedaba
porque comerlo le daría más sed. No tenía miedo de caminar con hambre. Ahora sólo
podía matarlo la falta de agua. No tardó mucho en llegar al primero de los caballos.
Estaba tendido a la luz de las estrellas, un montículo oscuro cruzado en el sendero.
Ramose supuso que había caído a causa de la deshidratación, hasta que se acercó y
comprobó que tema la yugular cuidadosa y profundamente cortada. Había algunas
manchas oscuras donde había sangrado, pero no lo suficiente para el copioso río de
sangre que debió derramar. Ramose se enderezó y miró a su alrededor. Más animales
yacían desordenadamente entre las rocas. Y todos habían corrido la misma suerte.
Ramose los recorrió con cuidado antes de volver a encaminarse hacia el este. No
hacía falta que un testigo le contara lo ocurrido. Los imbéciles habían degollado a los
caballos para beber su sangre. Bueno, no les saciará la sed durante mucho tiempo,
pensó sombrío. La sangre es salada. Lo único que han hecho ha sido prolongar su
agonía y acortar sus vidas. ¿Habrá ordenado esto Kethuna o se estará apresurando
todo lo posible, dejando que los rezagados se las arreglen como puedan? ¿Cuándo me
encontraré con una retaguardia viva? No quiero pasar a los soldados. Si lo hiciera, no
cabe duda de que me matarían. Pero si avanzo con más lentitud estaré en peligro de
morir de todas maneras. Casi se me ha acabado el agua. Lanzó una maldición, se
encogió mentalmente de hombros y siguió caminando.
Tenía esperanzas de poder respirar con más libertad cuando dejara atrás los restos
lastimosos de los caballos, pero a partir de entonces nunca estuvo solo. Comenzó a
pasar a través de una grotesca y silenciosa compañía que el contraste entre formas y
sombras del desierto hacía más siniestra. Dedos rígidos se clavaban en la arena, ojos
fríos reflejaban las estrellas, algunos apoyados contra los otros en una burda
imitación de compañerismo. Era como si hubiera habido una guerra entre seres
humanos y algún maligno poder sobrenatural capaz de matar sin un solo golpe.
Y en cierta forma esa es la verdad, pensó Ramose mientras recoma con lentitud,
con excesiva lentitud, aquel paisaje de horror. Han provocado al desierto. ¡Yo no os
hice esto!, les dijo mentalmente a los sorprendidos fantasmas que sentía que lo
rodeaban. Echadle la culpa a la ignorancia y a la idiotez de vuestro superior y a la
inteligencia de mi Señor, ¡no a mí! Caminando, rezando y haciendo lo posible para
acallar el pánico que lo invadía, siguió avanzando a trompicones.
Ramose no se detuvo cuando amaneció sino cuando le obligó el cansancio. Era el
principio de su cuarto día fuera del oasis. Si hubiera podido moverse con rapidez
habría alcanzado a ver el horizonte roto por el bendito perfil de las palmeras que
anunciaban las márgenes del Nilo. Pero no sabía la distancia que todavía le separaba
de Het-Nefer-Apu. A pesar de su desesperación por huir del ejército mudo que lo

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rodeaba, sabía que debía caminar más despacio. Era mucho esperar que los sesenta
mil soldados de Kethuna hubieran muerto allí. Trató de calcular el número de cuerpos
cubiertos de arena que se extendían a cada lado del camino, pero era imposible.
Parecían no tener fin. Se cocían tiesos en el calor, hinchándose bajo un sol
indiferente, y se ofrecían como alimento para hienas y buitres… y para Kamose. Sus
armas inútiles, ya medio enterradas en la arena, brillaban impotentes a su alrededor.
Tratar de dormir allí era inconcebible. Ramose ni siquiera podía apartar la mirada
de ellos por temor a que se alzaran y se le acercaran sigilosamente. Ese terror era algo
a lo que no pudo sobreponerse. Envolvió una roca con su manto y se sentó con la
espalda contra la piedra caliente y las rodillas recogidas, bajó el manto hasta las cejas
y observó el cauteloso acercamiento de los basureros del desierto.
Dormitó varias veces, sólo para despertar con el corazón latiendo aceleradamente
al ver a las hienas junto a los cadáveres con la boca llena y escuchar a los buitres
sobre las cabezas cubiertas por cascos de cuero. Se obligó a permanecer donde estaba
hasta la puesta de sol, ya convencido de que no se podría alejar de la carnicería hasta
que dejara atrás el desierto. Sin embargo, por fin se levantó y le dio a su cuerpo algo
que hacer. No comió. Arrojó el resto de pan, bebió las últimas gotas de agua, vació la
mochila de todo su contenido con excepción de la daga y del odre del que tal vez
lograría exprimir algunas gotas más y se obligó a seguir adelante. La cabeza había
empezado a latirle a cada paso que daba y estaba cubierto de sudor frío. Conocía las
señales de advertencia de la extrema fatiga. Si muero aquí los dioses no me
encontrarán, pensó. Si no me momifican no llegaré al paraíso de Osiris. Sólo me
queda esperar que Kamose se acuerde de mandar grabar mi nombre en algún lugar
del que no pueda ser borrado.
No creyó que fuera capaz de soportar nada más, pero en lo más profundo de la
noche, cuando se inclinó para volver a atarse una sandalia suelta, alguien le susurró
algo. Por un instante Ramose se quedó petrificado, no se animó a enderezarse ni a
mover los ojos. El sonido se repitió, leve, susurrante, la llamada de un fantasma, y
hubo un pequeño movimiento a su derecha. Volvió la cabeza. Unos ojos vivos se
encontraron con los suyos. Los labios resecos del hombre se movieron.
—Agua —susurró.
Ramose se arrodilló a su lado.
—No tengo —dijo—. Debes creerme. Lo siento. Me he bebido lo último que me
quedaba hace un rato. —Ignoraba por qué sentía que debía justificar su negativa ante
el moribundo. Después de todo, sólo le había dicho la verdad—. ¿Quién es tu dios?
—preguntó.
La boca se abrió y se cerró sin surgir de ella ningún sonido. Los ojos suplicaban
con incomprensión. Ramose se puso en pie y se alejó.
Fue sólo el primero. En adelante Ramose escuchó los susurros de los moribundos

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y supo que los supervivientes del ejército de Kethuna no debían de estar muy lejos.
Sus sospechas se confirmaron cuando otro amanecer comenzó a llenar el cielo y ante
sí vio una nube de polvo. En ella podía distinguir una multitud de figuras negras. A su
alrededor, la tierra seguía llena de muertos y de moribundos, de armas y de mochilas
abandonadas. No sintió nada mientras seguía a los vivos y le resultó sorprendente
sentir que le cedían las piernas antes de tomar una decisión consciente de descansar.
Muy bien, les dijo con ternura. Trataremos de dormir ahora. Se tendió donde sus
piernas lo habían decretado y se cubrió la cara con las manos. Olía los muertos, pero
ya no le importaba.
Era noche cerrada cuando salió de una insensibilidad parecida a la de una persona
drogada. Le dolía el cuerpo. Cuando se levantó temblando, latigazos de dolor le
recorrieron las piernas y las caderas. Danos agua gritaban su garganta, su estómago,
sus intestinos. Tenía la lengua seca como un papiro contra los dientes. Todavía no, les
dijo con severidad. Primero hemos de caminar. Hemos de ganarnos la bebida. Se
tambaleó y luchó por volver a controlar primero su mente y luego su cuerpo. Le
resultaba difícil entrar en el fiero odio de las estrellas, pero lo hizo, vacilante al
principio pero luego con mayor facilidad. Sin duda todavía me quedan dos días en mi
interior, se dijo. Recuerdo haber calculado seis días para que el ejército llegara al río.
Hoy, esta noche, sí, ésta es mi quinta noche. Lo puedo lograr. Convirtió la frase en
una canción para sus pies, lo puedo lograr, lo puedo lograr, y bajando la cabeza siguió
adelante.
No sabía cuanto tiempo llevaba caminando cuando volvió en sí de repente y se
dio cuenta de que no tenía ningún recuerdo de lo ocurrido desde la puesta de sol. La
escena no parecía distinta. ¿Me habré movido?, se preguntó. ¿O habré estado quieto
en el mismo lugar? Claro que me he estado moviendo, se dijo con firmeza y vio que
había sutiles muestras de que había avanzado algo. Un viento suave le llevó a las
fosas nasales, ahora sensibles a cualquier muestra de humedad, una levísima
bocanada húmeda que llegaba del este, hacia donde se extendía monótonamente el
sendero. Sin embargo, algo faltaba y comprobó con alegría que el desierto estaba
limpio de nuevo. Ningún cuerpo corrompía el aire o el suelo. Los soldados que
tuvieron la suerte de recibir el agua de los caballos o que fueron lo bastante sabios
para contenerse antes de entrar en el oasis maldito, habían logrado sobrevivir. De
manera que habrá batalla, pensó enfrascado en la tarea de levantar un pie y volverlo a
apoyar ante el otro en el suelo. A menos que Kethuna se rinda enseguida. No le
valdrá de nada. Kamose lo matará. El pie se alzó. Ramose sonrió. El otro pie lo
siguió. Siguió caminando, sin saber que lo hacía en círculos, como un borracho.
Salió el sol, pero Ramose sólo tuvo conciencia de él como de una incomodidad
más. Apretó los dientes, con la mente aferrada a la más leve muestra de cordura,
siguió adelante, ya casi sin saber por qué lo hacía. No levantó la mirada. Cuando tuvo

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la sensación de que la arena brillante estaba más cerca de su rostro de lo que debía, se
dio cuenta de que se había caído. Sus piernas se negaban a levantarse, de manera que
permitió que se quedaran donde estaban. Tanteó en busca de su manto pero no lo
pudo encontrar y tampoco encontró su mochila. No recordaba haberlos perdido.
Permaneció tendido, con la mejilla apoyada en la arena caliente, escuchando un
apagado rugido que le llegaba de alguna parte, mucho más adelante. Gritos y aullidos
de hombres destacaban en aquel estrépito, sofocados por la distancia y por su
respiración. Estoy oyendo Het-Nefer-Apu, pensó con incoherencia. Oigo el fluir del
Nilo. Oigo a mi señor reunido por fin con los setiu. Casi te salvaste, Ramose, hijo de
Teti. Casi lo lograste. Hiciste todo lo posible pero no fue suficiente.
Cayó en un sueño en el que Kamose le ofrecía un bol de agua resplandeciente que
tendía con ambas manos. No alcanzaba a cogerlo y Su Majestad se impacientaba.
¿Qué te sucede, Ramose?, preguntaba, creí que tendrías sed. No, pensó Ramose, sólo
tengo sueño. Pero Kamose no le permitía dormir. Éste no está muerto, decía Kamose.
Termina enseguida con él y luego buscaremos una sombra donde pasar el resto del
día hasta que termine la batalla ¡Escucha el ruido!
Espera, dijo otra voz. Lo reconozco. No es setiu. Es el noble Ramose. He sido
explorador con él. ¿Qué está haciendo aquí fuera y medio muerto? Alcánzame el odre
de agua y luego monta la tienda. Si lo dejamos morir, el rey nos dirá palabras muy
duras.
Adormilado, Ramose abrió los ojos. Estaba acostado de espaldas. La sombra de
un hombre caía sobre él. Algo le golpeó con suavidad los labios y lo obligaron a
abrirlos. Se le llenó la boca de agua. Tragó con frenesí y luego volvió la cabeza hacia
un lado y vomitó en la arena.
—¡Cuidado! —advirtió el hombre—. Bebe a sorbos, Ramose, o te matará.
Ramose obedeció. No había bebido mucho cuando le quitaron el odre. Manos
capaces lo levantaron por los hombros y lo arrastraron hasta el refugio de una tienda.
Quería pedir más agua, pero estaba muy cansado.

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Capítulo 11
Kamose estaba sentado en la hierba, en un pequeño bosque de tamariscos que apenas
daba sombra, con las rodillas recogidas, la barbilla apoyada en ellas, la mirada
nerviosa fija en el desierto a su izquierda. Ante él resplandecía su carro y los dos
caballos esperaban pacientes con las cabezas gachas, con el auriga junto a ellos. A su
derecha, donde el sendero desaparecía en las profundidades de los troncos de
palmeras y de la vegetación irrigada antes de llegar a Het-Nefer-Apu y al río,
esperaban su hermano y Hor-Aha. El general estaba inmóvil, con las piernas
cruzadas, y Ahmose apilaba pequeñas ramas para que formaran un dibujo, mientras
canturreaba desafinado en voz baja.
Once días después de la partida de Ramose del oasis les llegó la noticia de que
había podido entrar en Het-Uart. De eso hacía ya un mes y una semana. Pharmuthi
llegó y se fue, y en aquel momento estaban en Pakhons. Los campos alrededor de
Het-Nefer-Apu mostraban los primeros y tiernos brotes de un nuevo cultivo cuando
Kamose y su hermano los cruzaron rumbo a Uah-ta-Meh, y ahora ya estaban verdes y
altos con la promesa de una buena cosecha, pero Kamose les prestó muy poca
atención.
Diecisiete días después de que Ramose desapareciera en la ciudad de Apepa, un
cansado explorador anunció que un ejército se aproximaba a Ta-She desde el norte.
Apepa había mordido el anzuelo. Kamose, tenso de preocupación y de excitación,
interrogó al explorador con brusquedad fuera de su tienda.
—¿Qué tamaño tiene el ejército? —preguntó.
—Aproximadamente igual al del ejército que Vuestra Majestad tiene acuartelado
aquí —contestó el hombre con voz fatigada—. Me resultó imposible hacer un cálculo
más exacto sin arriesgarme a ser capturado. Kamose asintió.
—¿Se habían puesto en marcha antes de que te marcharas?
—Sí.-El explorador sonrió y en su rostro aparecieron arrugas de placer sucias de
tierra. —Los observé durante el día que les costó llenar sus odres y los barriles para
los caballos. En cuanto salieron de Ta-She y tomaron el camino hacia el sur, corrí.
Eso fue hace un día y medio.
Kamose lo miró un momento en silencio. El hombre había recorrido setecientos
cincuenta estadios a pie en un día y medio. ¿Se habría parado a dormir?
—Avanzan con rapidez, Majestad —continuó diciendo el explorador—. Estarán
aquí dentro de tres días.
Una oleada de pánico recorrió a Kamose, pero desapareció enseguida.
—¿Quién los manda? —preguntó.
—Lo lamento, pero no pude descubrir a las órdenes de qué general avanzan —se
disculpó el explorador. Se balanceaba sobre sus pies. Kamose lo despidió y le dijo

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que podía descansar todo el tiempo que necesitara, y enseguida se volvió hacia Hor-
Aha, que estaba a su lado.
—¿Lo has oído?
—Sí, Majestad. Debemos movernos enseguida.
—Encárgate, entonces.
Quería decir más, compartir la excitación que bullía en su interior, darse el lujo de
comentar las conjeturas que le llenaban la mente, pero Hor-Aha ya se alejaba
impartiendo órdenes a gritos. Kamose hizo una pausa antes de enviar a uno de los
siempre presentes guardias en busca de Ahmose, y entrecerró los ojos mientras
observaba el desierto caluroso y plácido, con sus hileras de tiendas extendiéndose
mucho más allá del estanque, los arbustos espaciados y el grupo de chozas del
pueblo.
De modo que Ramose pudo cumplir su misión. ¿Dónde estará ahora? ¿Oculto con
Tani en algún lugar anónimo cercano al límite del este de Egipto? ¿Muerto, quizás?
¿O lo obligarían a marchar junto al ejército de Apepa? Los sonidos de una partida
inminente comenzaban a llenar el aire. Kamose vio que un carro iba a toda velocidad
hacia el pueblo del sur del oasis. Las tiendas que momentos antes se alzaban como un
vasto grupo de pequeñas pirámides, ahora temblaban y se desmoronaban entre nubes
de polvo. Más cerca, la zona alrededor del estanque estaba llena de soldados cuyos
oficiales los habían formado en filas. Se arrodillaban y ponían sus odres bajo el agua
y Kamose supo que, en aquel momento, en todas partes, alrededor de cada fuente,
pozo y estanque, se llevaría a cabo el mismo ritual hasta que cada uno de sus
cincuenta mil hombres tuviera suficiente agua para llegar al Nilo. Es una pena, muy
pronto las tropas setiu estarán haciendo exactamente lo mismo, pensó mientras les
ordenaba a sus guardias que buscaran a su hermano en aquel creciente desorden.
¡Ojalá se los pudiera privar de alguna manera de lo que más falta les hará cuando
lleguen! Pidió un banco, se sentó y observó.
Ahmose no tardó en reunirse con él, y le puso una mano en el hombro mientras se
sentaba.
—Me he enterado de la noticia —dijo—. A los príncipes les costará el resto del
día reunir las tropas, repartir alimentos y preparar la intendencia. Podremos salir
mañana al amanecer. ¿Por qué habrá enviado Apepa un contingente igual al nuestro,
Kamose?
—Me he estado preguntando lo mismo —confesó Kamose—. Parece una acción
arrogante y estúpida. Me da mala espina.
—A mí también. —Ahmose se movió inquieto sobre la arena—. Sólo puede
haber una explicación. Que haya dividido el ejército y enviado la otra parte río arriba
hasta Het-Nefer-Apu, para luchar con Paheri y Baba-Abana, vencer a la armada antes
de que podamos reforzarla con la infantería y así encerrarnos entre una fuerza hostil a

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nuestra espalda y otra al frente, esperando que salgamos del desierto.
—Estoy seguro de que no es capaz de tener pensamientos tan sutiles —contestó
Kamose.
—No —interrumpió Ahmose—. Pero Pezedkhu sí. Temo a ese hombre, Kamose.
Kamose bajó la mirada hasta la cabeza inclinada de su hermano.
—Yo también —confesó—. Bueno, lo único que podemos hacer es seguir nuestro
plan. Ya es demasiado tarde para trazar otro. Me gustaría que hubiera alguna manera
de poder debilitar el ejército que viene detrás de nosotros. Tengo confianza en el
enfrenamiento de Hor-Aha y estoy seguro de que los setiu estarán cansados, ¿pero
bastará ese cansancio para inclinar la balanza a nuestro favor? Si tu suposición es
correcta, si llegamos a Het-Nefer-Apu y encontramos a Paheri y a Abana vencidos,
no será suficiente. En ese caso, las posibilidades estarán dos a uno en nuestra contra.
Ahmose no contestó y entre ambos se hizo un silencio sombrío que les aisló del
caos ordenado que había alrededor del estanque. Los soldados que sostenían sus
odres vacíos empujaban a los que ya se alejaban del estanque. Los oficiales gritaban
en la orilla, los burros que se alejaban hacia los árboles rebuznaban sin cesar.
Mientras Kamose observaba, un oficial que llevaba el brazalete de instructor fue
accidentalmente empujado por un soldado que luchaba por alejarse del agua. El
oficial se agarró a uno de los gruesos tallos de adelfa que crecían al borde del
estanque y consiguió mantener el equilibrio. Lanzando maldiciones comenzó a
examinarse la mano y el antebrazo mientras otros se metían en el agua para sacar con
rapidez las escasas hojas en forma de espada que había arrancado del arbusto y que
en aquel momento flotaban inocentemente en el agua.
Kamose sintió un escalofrío, luego calor y al mismo tiempo Ahmose lanzó una
exclamación y le apretó una pierna. Levantó la vista y las miradas de ambos
hermanos se encontraron. Ahmose alzó las cejas. Kamose asintió. El corazón había
comenzado a latirle con fuerza. Se volvió y gritó:
—¡Ankhmahor! —Instantes después salía de la sombra de su tienda el jefe de los
Seguidores. Kamose se puso en pie. Se dio cuenta de que temblaba.
—Elige oficiales veteranos, hombres que puedan comprender el propósito de
estas instrucciones —dijo con tono urgente—. Envíalos a cada fuente, pozo y
estanque del oasis. Encárgate de que uno de ellos vaya a todos los pueblos. En cuanto
todos los hombres hayan llenado sus odres y cuando también estén llenos los barriles
para los caballos, quiero que corten todas las adelfas, que las arranquen de raíz, y que
las arrojen al agua. Haz todo lo que sea necesario para asegurarte de que todas las
fuentes queden contaminadas. Todas, Ankhmahor. No podemos pasar ninguna por
alto, porque entonces sería inútil habernos tomado ese trabajo. Que aplasten los
arbustos para que salga la savia. Asegúrate de que después ningún soldado se acerque
al agua. Y nadie debe beber de su odre hasta la primera vez que nos detengamos

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mañana, para que no la desperdicien esta noche.
Ankhmahor escuchaba con asombro no disimulado, pero cuando Kamose terminó
de hablar su expresión era sombría.
—Los estás condenando a una muerte casi segura si no consiguen saciar su sed
aquí, Majestad —dijo—. Será un final cruel.
—La guerra es cruel —contestó Kamose tajante—. Sé que has considerado lo que
significa el número de hombres que han enviado aquí a luchar con nosotros.
Debemos aumentar nuestra ventaja por todos los medios posibles.
El príncipe hizo una reverencia y se alejó.
—¿Y los habitantes de los pueblos, Kamose? —preguntó Ahmose, ahora junto a
su hermano—. Sin agua también morirán.
—Tienen la desgracia de estar en el centro de esta brutalidad —contestó Kamose
—. ¿Qué quieres que haga, Ahmose? ¿Dejarles una fuente en alguna parte? Sería
ridículo. Los setiu la secarían antes de seguirnos, frescos y dispuestos a vencemos.
—Lo sé. Pero si abandonas a los habitantes a un destino tan terrible, lograrás el
descontento de todos los soldados de tu ejército, por no hablar de los príncipes, que
comenzarán a debatir su decisión de confiar en ti. Se opusieron con fuerza a las
matanzas del año pasado. Te ganarás más enemigos de los que ya tienes. ¡Por favor,
Kamose!
Kamose se encontró de nuevo luchando contra su ira, que parecía estar siempre a
un paso del descontrol. ¡No me importa, Ahmose!, tenía ganas de gritar. ¡No me
obligues a preocuparme! Pero como había hecho infinidad de veces, se tragó su
locura y se enfrentó con calma a su hermano.
—¿Entonces qué te gustaría que hiciera? —repitió.
—Ordena que algunos hombres les digan a los lugareños que embalen sus
pertenencias, reúnan los animales y marchen con nosotros. Los habitantes del oasis
son personas duras y sufridas. No nos estorbarán. Y son inocentes, Kamose. No
merecen un destino tan terrible.
Y tampoco lo merecían los habitantes de Dashlut ni los de los otros pueblos que
ordenaste destrozar, decían sus ojos. ¿O estaré imaginando esta acusación?, pensó
Kamose. ¿Sospechará Ahmose el dolor que soporté el año pasado y al que aprendí a
no hacer caso por necesidad?
—Tienes razón —se obligó a decir—. Te puedes encargar de eso, Ahmose.
Envenenar el agua con adelfas fue una inspiración que nos envió Amón a ambos, ¿no
crees?
Ahmose también sonrió.
—¡Sin duda lo fue! —dijo—. Y ahora abandonemos este lugar tan árido y
propinémosle a Apepa la paliza que merece.
Al anochecer, todo estaba listo. Durante todo el día las tropas se habían estado

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entrenando en el extremo más alejado del oasis, un ejército de hombres tostados por
el sol, endurecidos, que llevaban armas que les resultaban tan familiares como las
hoces con las que en otra época trabajaban. Obedeciendo a sus oficiales formaron
filas a lo largo del sendero del este y, sentados en sus escudos de madera, se
dedicaron al juego y a charlar mientras esperaban que cayera la noche.
En cuanto anocheció, Ankhmahor le comunicó a Kamose que el agua del oasis ya
era imbebible. Kamose recibió la noticia con frialdad. Sabía que no era necesario que
le insistiera al príncipe. El estanque junto al que se paseaba estaba lleno de trozos de
plantas y los pétalos de las flores flotaban en la superficie cada vez más oscura del
agua.
La tienda que compartían los hermanos no se desarmaría hasta el amanecer, y
mientras Ankhmahor situaba a los Seguidores a su alrededor y Kamose y Ahmose se
volvían para entrar en aquel fresco refugio, se produjo una fuerte conmoción en el
extremo del estanque. Ankhmahor hizo chasquear los dedos y envió a dos de sus
hombres a averiguar lo que sucedía. Kamose observó mientras los corpulentos
soldados caminaban hacia el lugar donde un campesino medio desnudo les gritaba a
los oficiales que intentaban contenerlo. Los Seguidores regresaron en seguida.
—Es el jefe de este pueblo, Majestad —comenzó a explicar uno de ellos—. Desea
hablar contigo.
—Entonces, permitídselo.
A una llamada del guardia los oficiales dejaron en libertad al hombre, que de
inmediato cruzó corriendo la arena y cayó hecho un ovillo a los pies de los hermanos.
—Levántate —dijo Kamose con impaciencia—. ¿Qué deseas?
Antes de ponerse en pie el hombre besó la polvorienta sandalia de Kamose, quien
se encontró ante un rostro de piel dura y arrugada, con un solo ojo muy hundido y
castaño. El otro, de un azul desteñido, lo miraba sin ver.
—Majestad, Gran Uno, Favorito de los Dioses —balbuceó el hombre—. No soy
yo el indicado para juzgar tus decisiones, puesto que eres infalible, elegido por los
inmortales…
—No he comido desde esta mañana —interrumpió Kamose—, dentro está mi
comida, enfriándose. ¿Qué deseas?
El jefe del pueblo frunció los labios y clavó la mirada en el suelo.
—La gente de mi pueblo ha vivido en armonía con tus soldados durante muchos
meses —tartamudeó—. Hemos compartido carne, grano y agua. No les hemos
robado. Y a cambio envenenan nuestros pozos y nos ordenan abandonar nuestras
cosechas y nuestros hogares para seguirlos por el desierto. Estamos sorprendidos y
atemorizados. ¿Qué te propones hacer con nosotros, bien amado del dios de Weset?
Ahmose se puso tenso y abrió la boca para hablar, pero Kamose alargó una mano
y se lo impidió.

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—El dios de Weset es Amón —respondió Kamose con amabilidad—. Hoy has
aprendido algo nuevo, jefe. En cuanto a tus preocupaciones, era necesario envenenar
el agua. No tengo ninguna necesidad de darte explicaciones, pero he decidido
hacerlo. Una fuerza setiu viene hacia aquí, hacia tu precioso oasis, para destruirme y
posiblemente para destruiros también a vosotros. Al envenenar el agua, los he
atrapado. No tema ningún deseo de condenar a inocentes egipcios a una muerte
segura; por lo tanto, ordené la evacuación de vuestros pueblos. Cuando lleguemos a
Het-Nefer-Apu se os pondrá al cuidado del alcalde de la ciudad.
El jefe tragó y su nuez de Adán se movió convulsivamente contra la piel de su
cuello.
—Pero Majestad, no deseamos vivir junto al Nilo. ¿Cuándo podremos regresar a
nuestros hogares del oasis?
Kamose suspiró.
—Busca a uno de los físicos del ejército y pregúntale cuánto tardarán las aguas en
estar limpias —dijo—. Se trata de eso o de morir de sed. Agradece que haya pensado
en vosotros en medio de asuntos tan importantes.
Le hizo una seña a uno de los Seguidores y se volvió hacia la luz de las lámparas
que iluminaban la tienda.
—¿Y bien? —preguntó a Ahmose cuando se sentaron a la mesa y Akhtoy
comenzó a servirles—. ¿Estás satisfecho? ¿Fui magnánimo? ¿Crees que ahora los
campesinos me amarán?
Ahmose tendió su taza para que le sirvieran vino y no contestó.
Cruzaron el desierto en cuatro días sin ningún inconveniente y fueron recibidos
con ansiedad por Paheri y Abana. Kamose ordenó que el ejército montara el
campamento al borde de los cultivos, estableció un fuerte perímetro de centinelas y
ordenó que los exploradores volvieran sobre sus pasos para esperar la llegada de los
setiu supervivientes. Paheri no tenía noticias de la suerte corrida por Ramose.
Kamose sabía que si su amigo hubiera logrado huir, habría encontrado la manera de
hacérselo saber, de modo que era probable que Ramose marchara con los setiu y que
pereciera con ellos. Pero Ramose no es un necio, se dijo Kamose cuando se sentó
fuera de la tienda de Paheri, a la sombra de las embarcaciones, mientras se le leían los
informes diarios. Si alguien es capaz de llegar, es él. Debo quitármelo de la cabeza
por el momento y concentrar mis pensamientos en lo que es, no en lo que podría ser.
Aquel día, Ahmose y él pasaron revista a las tropas que habían dejado en Het-
Nefer-Apu, se reunieron con los príncipes y con los jefes de ambos ejércitos para
hablar sobre la estrategia en la batalla si una importante fuerza setiu llegara hasta el
Nilo, dictaron cartas dirigidas a las mujeres de Weset y nadaron y tiraron al blanco.
Entonces llegó Pezedkhu, justo antes del amanecer del segundo día. Kamose
despertó cuando alguien le tocó el hombro, en la penumbra distinguió el rostro de

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Ankhmahor y una sombra más alta llenaba la entrada de la tienda. Kamose se sentó
enseguida en el catre. Se encendió una llama que los cegó durante un instante.
Akhtoy reemplazó la lámpara ahora encendida. Ankhmahor hizo una reverencia.
—Majestad, ha llegado el enemigo —dijo sin preámbulo— tu explorador espera
para darte los detalles. Me he tomado la libertad de alertar a todos tus jefes militares.
Hor-Aha ya está fuera.
—Puede pasar. —Kamose se pasó la lengua por los dientes. Cuando se levantó,
Akhtoy le envolvió con rapidez la cintura con un shenti y luego se volvió hacia
Ahmose. El explorador entró e hizo una reverencia y detrás de él apareció el rostro
negro de Hor-Aha, con los ojos hinchados y somnolientos y la gruesa trenza
despeinada.
—Habla —dijo Kamose al explorador.
—Es el general Pezedkhu, Majestad —dijo—. Está al norte, tal vez con diez
divisiones. Está distribuyendo sus tropas de oeste a este, desde el borde del desierto
hasta el río, y el grueso del ejército está concentrado en el desierto. Sus centinelas y
los nuestros están tan cerca que si gritaran podrían oírse. Tiene un contingente de
carros. Si caminases veinte pasos a lo largo del borde del río oirías a los caballos. No
intenta mantener su presencia en secreto.
Kamose cruzó los brazos sobre el pecho desnudo. En la tienda, el aire era frío.
—¿Cómo sabes que se trata de Pezedkhu? —preguntó.
—Me quité las insignias, dejé las armas al cuidado de uno de mis soldados, me
até el pelo hacia atrás y me uní a los lugareños que habían comenzado a reunirse para
saber lo que sucedía —dijo el hombre lacónicamente—. No parecen tener deseos de
iniciar la batalla todavía. No tuve oportunidad de hablar con ninguno de los setiu. Los
oficiales pronto nos obligaron a alejarnos.
—Gracias —dijo Kamose—. Puedes retirarte. Hor-Aha, pide a los príncipes que
se reúnan fuera de la tienda de Paheri. Akhtoy, despierta a los cocineros. Nos hace
falta comida caliente. De paso dile a Ipi que nos espere con los escribas del ejército.
Envíame a mi sirviente personal.
El mayordomo hizo una reverencia y salió junto a Hor-Aha. Ahmose, Kamose y
Ankhmahor se quedaron a solas.
—¿Por qué no ha atacado Pezedkhu? —se preguntó Ahmose en voz alta.
—Porque sus exploradores son tan buenos como los nuestros —contestó Kamose
—. Le han dicho que la infantería está aquí y no en el oasis. Sabe que allí no hubo
ninguna batalla. Si hubiera llegado antes que nosotros habría atacado a Paheri y lo
habría vencido, y luego se habría sentado a esperar que la otra mitad de las fuerzas de
Apepa llegaran de Uah-ta-Meh victoriosas o que nosotros saliéramos del desierto con
ese ejército a nuestras espaldas. Pero ha calculado sus posibilidades y no las
considera seguras. Tiene sesenta mil hombres. Y nosotros una fuerza combinada de

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ochenta mil.
—Consolidará su posición —intervino Ankhmahor—. No hará nada hasta que se
le unan sus compañeros.
—Que si todo va según lo planeado, en este momento se están muriendo de sed
—comentó Ahmose con un entusiasmo poco característico, que demostraba tanto el
temor que le tenía al general setiu como su alivio de que en aquel momento las
posibilidades de triunfo fueran mayores para los egipcios.
—Podemos estar seguros de que el plan de atraparnos en una especie de tenaza no
fue de Apepa —aseguró Kamose mientras se frotaba vigorosamente los antebrazos—.
¡Dioses, qué frío hace esta mañana! Déjanos solos, Ankhmahor.
Acababa de entrar el sirviente personal y esperaba con un recipiente lleno de agua
hirviendo. Detrás de él, su ayudante llevaba toallas. Akhtoy preparaba ropa limpia.
Cuando el príncipe levantó la tela de la entrada de la tienda, Kamose vio su figura
recortada contra el cielo. El sol ya salía.
Menos de una hora después, lavados, vestidos y calzados, los hermanos se
reunieron con la multitud de jefes militares que los esperaban frente a la tienda de
Paheri. Cuando se inclinaron ante él, Kamose vio a Kay, el hijo de Abana.
—¿Qué haces aquí? —preguntó mientras se sentaba e indicaba a los demás que
hicieran lo mismo alrededor de la larga mesa. El joven le sonrió disculpándose, pero
con un atisbo de desafío.
—Dicen que el general setiu tiene una flota de poderosas embarcaciones ocultas
en el Nilo, Majestad —replicó—. Si mis marineros deben luchar contra el enemigo,
quiero estar bien preparado.
—El Norte fue el peor durante el simulacro de batalla —dijo Kamose con
sequedad—. Además no es cierto, Pezedkhu no tiene embarcaciones. Los medjay y
los marineros lucharán en tierra firme. Y tú, Kay-Abana, no eres un jefe superior. No
sigas haciéndome perder tiempo. —Los demás hombres escuchaban el diálogo con
sonrisas de superioridad apenas disimuladas. De repente, Kamose sintió pena por Kay
—. Sin embargo, eres un hábil capitán de navío y tus superiores tienen buen concepto
de ti. Puedes quedarte siempre que mantengas la boca cerrada. Y ahora que nos
sirvan, Akhtoy. Debatiremos nuestra situación mientras comemos.
Mientras les servían la comida, Kamose les comunicó el informe del explorador,
y apenas habían comenzado a comer cuando comenzaron a llegar exploradores, uno
tras otro, que les llevaban detalles del despliegue de Pezedkhu, que se multiplicaba
con celeridad. El general no estaba preparando un ataque. Tal como supuso Kamose,
ponía centinelas y enviaba exploradores para que le avisaran cuando llegara el otro
ejército de Apepa.
—Quiero que los medjay desembarquen y que tengan libertad para maniobrar en
el desierto —le dijo Kamose a Hor-Aha—. Atacarán los flancos de cualquier fuerza

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que llegue desde el oeste. Paheri, el resto de los marineros debe permanecer en el río
para reforzar mi destacamento del este, por si Pezedkhu tratara de abrirse paso por
allí. Intef, Mesehti, Lasen, vuestras tropas y la mayor parte de los carros se deben
reunir a lo largo del límite de los campos, mirando hacia el oeste. No me preocupa
mucho el terreno que hay en el centro. Es difícil avanzar por campos sembrados y
atravesados por canales de riego y por líneas de árboles. Pero pondremos un
destacamento al norte de la ciudad, por si acaso. No creo que sea necesario. Pezedkhu
nos atacará en arco, fuerte en cada uno de sus extremos y ligero en el centro. El
extremo occidental contendrá el grueso de sus tropas.
Mientras hablaba, la zona donde los hombres se sentaban se fue iluminando poco
a poco con la limpia claridad de la mañana. Se levantó la brisa, un aire cálido que
pronto se convertiría en calor, y en contacto con ella la vegetación temblaba y se
movía. A lo largo de la orilla los soldados se estaban levantando, se acercaban al agua
para lavarse y las fogatas de la noche anterior se reavivaban. Durante un rato,
Kamose contestó a las preguntas de los príncipes a medida que se aclaraban detalles
de su estrategia, luego los despidió para que cumplieran con sus deberes y éstos se
dispersaron.
—¿Tratarás de parlamentar con Pezedkhu? —preguntó Ahmose mientras
caminaban hacia la sombra de su tienda rodeados por los Seguidores. Kamose le
dirigió una mirada aguda.
—¡Por supuesto que no! ¿De qué nos serviría? —preguntó. Ahmose se encogió
de hombros.
—No estoy seguro. Fue sólo un pensamiento pasajero. Pezedkhu debe de estar
más enterado que su amo de que todo Egipto, menos el Delta, está en nuestras manos.
Tal vez se le pueda persuadir de cambiar de bando.
Sorprendido, Kamose sonrió.
—Es una idea interesante —contestó—. Pero sospecho que el general es un
hombre leal. Sería como si Apepa tratara de corromper a Hor-Aha. Inimaginable.
Veremos lo que sucede en los próximos días. Si logramos una victoria completa
alteraremos la confianza de Pezedkhu y a lo mejor también su fidelidad.
Eso había pasado dos días antes. En aquel momento, Kamose, suspirando, trataba
de contener su irritación por el canturreo desafinado de su hermano. Pezedkhu no
había hecho ningún otro movimiento. La nube de polvo creada por los movimientos
del ejército flotaba en la distancia como una leve amenaza, que no crecía ni
disminuía. Muchas veces se alcanzaba a ver a sus exploradores en la distancia, puntos
negros que temblaban muy lejos contra un horizonte distorsionado por el calor y el
reflejo de la luz sobre las dunas del desierto. Los exploradores de Kamose también
recorrían aquellos terrenos, ganando solidez a medida que se aproximaban y luego
desapareciendo con lentitud en el desierto, después de entregar informes poco

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importantes.
Después de tanto tiempo mirando hacia el oasis, a Kamose comenzaban a arderle
los ojos, pero no quería abandonar su vigilancia y sabía que todos sus hombres, desde
Ankhmahor hasta el menos importante de los soldados de infantería, sentían la misma
tensión. También sabía que ninguno podría aguantar esa actitud de vigilancia y la
inactividad durante mucho más tiempo. En ese caso, la preparación para la batalla
sería menor. El miedo a lo desconocido se arrastraría hasta ellos y las fantasías
comenzarían a debilitarlos.
Todas las mañanas, Kamose mantenía reuniones con sus jefes militares y con los
príncipes, pero había poco que decir. Todos los preparativos para la batalla estaban
listos y Kamose empezaba a preguntarse qué haría si Pezedkhu continuaba allí
sentado en una actitud pasiva, si por algún milagro el ejército que llegaba del oasis no
se presentaba. ¿Tomaría la iniciativa y atacaría al general? La perspectiva era
tentadora. Los dedos le ardían de ganas de empuñar el arco. Las armas que colgaban
de su cinturón, la daga y la espada, protestaban por su inactividad. Si apartaba la
mirada de la arena brillante, podía ver a sus hombres en una línea irregular donde el
verde se unía con el ocre, millares de hombres sentados o tendidos bajo la escasa
sombra de las palmeras y las acacias, intercambiando chismes, jugando, dormitando
bajo la mirada de los oficiales. Todos esperaban, lo mismo que él.
Pero por fin, a media tarde del tercer día, durante los peores momentos de calor,
cuando los ciudadanos de Het-Nefer-Apu dormían y Kamose ardía en deseos de
imitarlos, vio un carro que se acercaba por el sendero con las lanzas brillando al sol.
Se acercó hasta donde él estaba y se detuvo en una nube de polvo, los caballos
sudados y jadeantes. El explorador saltó al suelo y corrió hacia él. Kamose se levantó.
—¡Ya están aquí, señor! —gritó el explorador—. A dos horas de distancia, pero
no más. Vienen en condiciones lamentables. Será como matar ganado en un corral.
La somnolencia de Kamose desapareció. Se le aclaró la mente y los latidos de su
corazón comenzaron a ser fuertes y rítmicos. Ahmose y Hor-Aha se acercaron.
—¿Cuántos? —ladró Kamose.
El explorador estaba tan excitado que prácticamente bailaba.
—¡No muchos, Majestad! —contestó—. ¡Ya son tuyos, Majestad! Mis caballos
necesitan agua. ¿Me das permiso para retirarme?
Kamose se lo dio y se volvió hacia Hor-Aha. Los ojos negros fijos en los suyos
brillaban, los blancos dientes resplandecían entre los labios entreabiertos.
—Dio resultado, general —susurró Kamose—. Dio resultado. Alerta a los jefes
militares. Que los medjay empiecen a moverse. Quiero que formen un círculo para
mantener al enemigo agrupado mientras se acerca al río. Manda decir a Paheri que
esté listo y forma aquí mis divisiones, en el sendero. Advierte ante todo a los oficiales
que están más cerca de las fuerzas de Pezedkhu. Él también debe de haber recibido la

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noticia y supongo que atacará enseguida.
Ahmose ya se alejaba pidiendo a gritos que le llevaran su carro.
Habían discutido respecto a la posición que debía ocupar en la batalla. Kamose
quería que condujera las divisiones que en muy poco tiempo estarían entrando en el
desierto. Pero Ahmose no estuvo de acuerdo.
—No quiero estar a salvo —replicó respondiendo a la propuesta de Kamose—.
Tengo la intención de capitanear las divisiones que se enfrenten a Pezedkhu a menos
que tú me des una orden directa impidiéndomelo, ¡oh, Poderoso Toro! ¡Deja ya de
tratar de protegerme!
Kamose no tuvo más remedio que ceder y ahora lo lamentaba al ver a su hermano
subir al carro detrás del auriga alejándose en dirección a las fuerzas hostiles del norte.
Bueno, ya era tarde para modificar órdenes. A su derecha, los hombres formaban
filas y los soldados tomaban las armas y comenzaban a converger en el sendero,
obedeciendo las órdenes que los oficiales les impartían a gritos. Más hombres habían
comenzado a salir de detrás de los árboles, a espaldas de Kamose, y la multitud se
abría para dejar pasar los carros que se adelantaban para formar la vanguardia.
Kamose se les acercó y, al verlo, su auriga cogió las riendas. Kamose se puso detrás
de él y dio la orden. Comenzaron a avanzar hacia la cabeza de la ruidosa multitud.
Al oeste el horizonte ya no era claro. Lo enturbiaba una neblina gris. Kamose
creyó poder distinguir figuras, pero su naturaleza todavía no era clara. ¿Habrán
sobrevivido los caballos?, pensó con ansiedad. ¿Cuántos oficiales estarán todavía en
pie? ¿Están dirigidos o avanzan desordenados? ¿Ramose estará entre ellos? ¿Y los
carros? No tenía tiempo para hacer más conjeturas. El carro de Hor-Aha se puso junto
al suyo.
—Todas las divisiones se mueven en las posiciones indicadas, Majestad —gritó
—. Los hombres de Pezedkhu también están preparados, pero todavía no se ha
disparado una sola flecha. Su Alteza controla el frente del norte. Los exploradores
penetran en la zona enemiga.
Kamose aceptó el informe del general con un gesto. Pezedkhu acaba de enterarse
de que la suerte se le ha vuelto en contra, pensó. Ahora tiene un número menor de
hombres. ¿Actuará precipitadamente, arrojándose contra nosotros? Si lo hace,
Ahmose será quien libre la verdadera batalla.
El eco de las voces que lo rodeaba disminuía. Las órdenes de los oficiales eran
tajantes y claras en el aire caliente, un coro de voces tranquilas y controladas. A
derecha e izquierda rodaban sus escuadrones y al volverse vio que marchaban las
divisiones, el sol brillando sobre el bosque de espadas y deslizándose por sus hojas.
Lo sobrecogió el orgullo. Tú has logrado esto, Seqenenra, padre, pensó con un nudo
en la garganta. Estos hombres, estos egipcios fuertes y morenos que marchan con
paso igual hacia la victoria, con el pelo negro al viento y los shentis blancos, están

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aquí porque tú te atreviste a desafiar el poder de los usurpadores. Tu visión ha
transformado el rostro de este país, convirtiendo a campesinos en soldados y
elevando los rostros avergonzados de los príncipes hacia un paisaje de recuperada
dignidad.
El sudor comenzó a gotearle por el borde del casco y alzó una mano enguantada
para secárselo. Sacó una flecha que sostuvo sin apretarla, con la mirada clavada en la
distancia, donde la neblina oscurecía el cielo. Se veía claramente que aquellas formas
eran hombres, aunque no podía decir ni cuántos eran ni en qué estado estaban. Ya
podía ver a los medjay, avanzando sin esfuerzo ante los carros. Allí, en el centro, con
los pies descalzos ignorantes del calor de la arena, parecían hienas negras y delgadas.
Mientras observaba, el carro de Hor-Aha se apartó de los demás y comenzó a girar a
la derecha. Se inclinó hacia delante, le dijo unas palabras al auriga y su carro fue
hacia la izquierda, lejos del sendero, con Ankhmahor y los Seguidores con ellos.
En aquel momento Kamose podía ver el panorama del inminente encuentro. Los
medjay, en aparente desorganización, moviéndose para flanquear al enemigo, los
carros a los lados y en el centro, y la infantería, fila tras fila de hombres que hacían
temblar la tierra con su inexorable avance. Kamose pensó un instante en su hermano
y luego decidió olvidar aquella familiar preocupación. Ahmose sería un buen jefe
militar y estaba apoyado por excelentes oficiales y por hombres disciplinados.
Alguien empezó a cantar, una voz aguda que se alzaba sobre el crujido de los
arneses y el sonido apagado de millares de sandalias. «Mi espada está afilada, pero
mi arma es la venganza de Wepwawet. Llevo el escudo en el brazo, pero mi
protección es el poder de Amón. En realidad, los dioses están conmigo, y volveré a
sentir que las aguas del Nilo abrazan mi cuerpo cuando el enemigo de mi Señor esté
sin vida a mis pies…». Otros se le unieron y la canción comenzó a crecer entre las
filas. Kamose sonrió al jefe de su guardia.
—No es una canción de campesinos, Ankhmahor —gritó—, es de soldados.
Ankhmahor le devolvió la sonrisa.
—Ahora todos son soldados, Majestad —contestó, y sus palabras casi fueron
ahogadas por la música. Pero poco después resonó la orden de silencio y el sonido se
acalló.
A partir de ese momento la atención de Kamose no estaba fija en la nube de polvo
sino en lo que la causaba, una gran cantidad de hombres que se le acercaban con
lentitud. Al principio, Kamose sintió miedo porque parecían marchar en formación,
pero cuando se acercaron se dio cuenta de que tropezaban con piedras que cualquier
soldado sano habría sorteado y que su paso era dolorosamente desigual. Mientras los
miraba oyó con claridad una orden dada en las primeras filas y los soldados sacaron
las espadas, pero lo hacían con torpeza y con una gran falta de coordinación, y
Kamose vio como uno de los hombres trataba de obedecer con desesperación y con

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los movimientos de un borracho, pero no terna fuerzas para sacar el arma de su
cinturón.
Están casi muertos, pensó Kamose en un rapto de dolor inusual. Debería ordenar
que los rodearan y los desarmaran, no sería difícil, pero entonces ¿cómo alimentarlos
y qué hacer con ellos después? Además, mis hombres ansían actuar, deben luchar, y
yo necesito enviarle un mensaje irreconciliable a Apepa.
Los medjay formaban un semicírculo a ambos lados del enemigo, con los arcos
en la mano y las flechas preparadas. El carro de Hor-Aha avanzaba con menos
rapidez y el general miraba en dirección a Kamose, con el brazo levantado,
esperando. Kamose levantó su brazo y por un instante fue poderosamente consciente
del sol que derramaba calor y luz cegadora sobre la arena, del sombrío silencio que
había caído sobre sus tropas, del gusto salado del sudor en sus labios, luego hizo un
gesto. Con un grito, Hor-Aha señaló a los medjay y obtuvo un rugido como respuesta,
el rugido que surgió de las gargantas de los hombres de su tribu. Kamose se volvió y
su señal fue reconocida. Roncos gritos llenaron el aire, y su ejército se lanzó contra
los setiu.
No fue una batalla, sino la matanza de hombres casi locos de sed, débiles y
demacrados, que intentaban obedecer las órdenes de oficiales tan extenuados y
confusos como ellos. Tropezando y dando vueltas, con las espadas colgando de
manos temblorosas, los mataron sin remordimiento. Kamose no sintió nada cuando
toda la frustración de sus tropas se liberó en un torrente ensordecedor de lujuria de
sangre y los setiu fueron cayendo por centenares, casi sin emitir un sonido. No tenían
carros. Era evidente que habían sobrevivido gracias al agua destinada a los caballos, y
cuando Kamose se dio cuenta de que no habría resistencia, ordenó que sus carros se
retiraran. También los medjay, después de esperar en vano blancos móviles, estaban
visiblemente desilusionados y permanecían de pie junto a los carros. Mucho antes del
anochecer, todo había terminado. Cuando el ruido empezó a disminuir, Kamose, junto
a Hor-Aha y Ankhmahor, rodeó la carnicería con el carro. Sus hombres revisaban a
los muertos en busca de botín, caminando con descuido por los charcos oscuros de
sangre que poco a poco se hundía en la arena ávida. Ankhmahor levantó la mirada.
—Los buitres vuelan en círculos —dijo, y Kamose notó que le temblaba la voz—.
Los basureros no pierden tiempo, Majestad. Esto ha sido lo más terrible que hemos
hecho jamás.
—Hor-Aha, permite que los hombres conserven todo lo que encuentren —ordenó
—. Recuerda a los oficiales que se deben cortar las manos. Quiero saber con
exactitud cuántos setiu han caído. Envía exploradores por el sendero. También quiero
saber dónde están los carros. Si todavía están enteros, podremos utilizarlos.
Hor-Aha asintió y saltó al suelo, poco después Kamose vio que los oficiales se
dispersaban entre los muertos. La hachas empezaron a alzarse y a caer, cortando la

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mano derecha de los muertos para hacer el recuento de los caídos.
Kamose exhaló una bocanada de aire.
—Bueno, Ankhmahor, ya está hecho —comentó con una deliberada ligereza que
estaba lejos de sentir. En realidad sólo sentía una especie de insensibilidad, como si
hubiera bebido demasiada amapola—. Trae a los Seguidores y buscaremos a
Ahmose. No tiene sentido pedir a estos hombres que acudan en apoyo de mi hermano
a menos que él y Paheri estén en apuros. Me preocupa que no hayamos recibido
noticias de nuestro segundo frente. —Creyó que el príncipe hablaría. Los ojos
pintados con galena de Ankhmahor mostraban preocupación. Una punzada de rabia
traspasó la armadura de indiferencia de Kamose y cogió la muñeca de Ankhmahor—.
Tal vez ahora nos podamos permitir el lujo de una guerra honorable, con reglas que
ambos bandos reconozcan. Pero lo dudo, príncipe. Ésta ha sido una revolución sin
código y continuará así. Sé que cuando se escriba la historia de Egipto no saldré bien
parado. Sin embargo, sin duda habrá lectores que detrás de mis actos sabrán ver los
principios que me son queridos. —Señaló con un dedo la carnicería que se llevaba a
cabo muy cerca de ellos—. Esos setiu eran soldados. Los soldados comprenden que
se les paga por pelear, pero también por morir. Nadie les dice de qué manera tendrán
que morir. Admiro la valentía de esos hombres que cruzaron el desierto muriendo a
cada paso y permanecieron de pie para dejar su vida a manos de otros soldados, pero
no siento pena por ellos. Cumplieron con su deber. Te quiero, Ankhmahor. Por tu
devoción a Ma’at, tu inteligencia, tu apoyo constante y silencioso. Te suplico que no
me lo quites. Necesito tu corazón, así como tu obediencia.
Ankhmahor esbozó una pequeña sonrisa, asintió una vez y bajó del carro.
Después de hacer una reverencia profunda, caminó hasta donde lo esperaba su auriga.
Kamose lo observó subir de un salto al vehículo, con el blanco shenti
arremolinándose alrededor de sus largos muslos y los brazaletes de oro de jefe militar
resplandecientes en la tarde clara.
—Vamos —le ordenó Kamose a su auriga.
Con una sacudida, el carro se liberó de la arena que le rodeaba las ruedas, y junto
a Ankhmahor y los Seguidores se encaminó hacia Het-Nefer-Apu.
Acababa de llegar bajo la sombra de los árboles cuando vio el carro de su
hermano que se acercaba a ellos. Apenas se habían detenido cuando Ahmose
comenzó a gritar.
—¡Pezedkhu ha retirado sus tropas! ¡Se bate en retirada, Kamose! Los
exploradores me informaron de que has hecho una masacre. Vuelve a formar tus
divisiones y démosle caza. Ochenta mil hombres contra los sesenta mil que tiene él.
¡Mira! —Señalaba excitado el norte donde se levantaban nubes de polvo.
Kamose pensó con rapidez.
—¿Hubo lucha?

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—Unas cuantas escaramuzas, nada más. Kay-Abana desembarcó a sus hombres y
persiguió el flanco este de Pezedkhu mientras huían. Hubo algún derramamiento de
sangre, pero todavía no conozco los detalles. Pezedkhu se negó a presentar batalla,
Kamose. Conocía el estado de los hombres que salían del desierto. Sopesó sus
posibilidades y decidió huir. ¡Apresúrate!
En aquel momento los carros se habían puesto a la par. Ahmose golpeaba el borde
de su vehículo con la palma de la mano en una agonía de impaciencia, su séquito iba
tenso detrás de él, y todas las miradas estaban fijas en Kamose. Una docena de
escenas pasaron por la mente de éste antes de que contestara. Negó con la cabeza.
—No, Ahmose. Deja que se vaya. No serían ochenta mil contra sesenta mil.
Cuatro de nuestras divisiones están allí, cansadas, con las espadas romas y las flechas
usadas. Deben descansar y refrescarse antes de perseguir a más setiu. Eso nos deja
cuarenta mil hombres. Cinco mil pertenecen a las embarcaciones. Tendríamos que
sacarlos del río. Pezedkhu se moverá con rapidez. Mantenlo bajo la vigilancia de los
exploradores, pero creo que debemos permitir que regrese a Het-Uart.
—¡Ese cobarde! —balbuceó Ahmose—. No envió a un solo hombre a ayudar a
sus compañeros. ¡Ni a uno solo, Kamose!
—Claro que no —replicó Kamose en voz baja—. Y nosotros tampoco lo
habríamos hecho. Sabía que estaban perdidos y se negó a enviar más hombres a la
muerte. Tendrá que darle un desagradable informe a su amo, Ahmose. Lo
compadezco. Pero piensa. Hemos reducido la fuerza de los setiu a unos sesenta mil
hombres. Da la vuelta a tu carro, nos encontraremos en la tienda.
Cuando se acercaron al Nilo los vitorearon, tanto los ciudadanos como los
soldados que habían esperado con Ahmose. Paheri y los dos Abanas estaban frente a
la tienda de los hermanos. Sólo el más joven de los Abana parecía dolorido y se
irguió de su reverencia con expresión de dolor. Kamose se detuvo y lo miró de arriba
abajo.
—Me han dicho que desembarcaste a los hombres del Norte y perseguiste al
enemigo —comentó—. ¿Quién te ordenó hacerlo, muchacho impulsivo?
Kay se puso rojo como la grana.
—Majestad, pude ver que se filtraban a través de los árboles, dirigiéndose hacia el
oeste, en dirección al desierto —contestó acalorado—. Nuestras órdenes eran
permanecer donde estábamos por el momento, pero mi barco estaba anclado en la
posición más al norte del río. Vi que los setiu se movían para entrar en el desierto. No
pude esperar. Tuve que perseguirlos.
—Sin duda se retiraban al desierto para abandonar Het-Nefer-Apu y regresar al
Delta —señaló Kamose con suavidad—. ¿Perdiste a alguno de mis marinos?
Kay se sintió ofendido.
—¡Por supuesto que no, Señor! Conseguimos matar a veintiocho setiu. Se

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negaban a detenerse y a pelear. No hacían más que huir a la carrera.
—Y tú te sentiste obligado a restaurar la reputación de tu barco después de su
pobre comportamiento en el simulacro de batalla-dijo Kamose. —¿Cortaste las
manos de los muertos?
—No, señor. —El rostro de Kay se iluminó—. Pero les quitamos unas
espléndidas espadas y hachas.
Todos los presentes lanzaron una espontánea carcajada.
—Fue un acto valiente pero estúpido, Kay —advirtió Kamose—. En el futuro
espero que obedezcas las órdenes de tus superiores, que tal vez sepan un poco más
que tú en lo que se refiere a estrategia. No seas impaciente. Ya te llegará el día.
Pasó junto a todos sabiendo que, a diferencia de la de ellos, su risa había sido
forzada. La ira que explotó contra Ankhmahor fue la única emoción que sintió y su
corazón había vuelto a su anterior insensibilidad pétrea.
Ankhmahor los había seguido al interior mientras los Seguidores ocupaban sus
posiciones alrededor de la tienda. Kamose le señaló un banco y él se sentó al borde
del catre.
—Vino, Akhtoy —pidió—. Pero no mucho. Hemos de analizar los informes que
pronto empezarán a llegar desde el campo de batalla.
Mientras el mayordomo servía el vino se hizo un silencio. Entonces Ahmose
levantó su taza.
—Un agradecimiento a Amón —dijo con solemnidad mientras bebían.
El líquido llegó al estómago de Kamose haciéndolo entrar en calor, pero no calmó
su sed. Presa de un extraño impulso, cogió la jarra de agua fresca que siempre tenía
junto al catre y la bebió toda, permitiendo que las últimas gotas le cayeran en el
cuello y rodaran sobre su pecho.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Ahmose—. ¿Hemos perdido hombres?
Kamose no contestó y después de una leve vacilación Ankhmahor habló.
—No lo creo. Alteza, pero lo sabremos con más seguridad cuando los oficiales
nos den sus informes —dijo—. Tampoco conocemos el número de la fuerza que
vencimos. La cuenta de las manos nos lo dirá.
Kamose lanzó un gruñido.
—¿Que vencimos? —preguntó con dureza—. No usaré esa palabra hasta que Het-
Uart sea nuestra y Apepa cuelgue de la pared de su palacio. Nadie fue vencido.
Muchos hombres han sido masacrados, muertos en una verdadera carnicería. Quiero
saber qué destino ha tenido Ramose. Nada de esto habría sido posible si él no hubiera
engañado a Apepa.
—Tal vez nunca lo sepamos —comentó Ahmose—. ¿Y ahora qué, Kamose?
¿Marchamos hacia el norte y sitiamos Het-Uart? ¿Sabemos cuántos soldados tiene
Apepa todavía?

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Kamose suspiró. La jarra estaba vacía y sin embargo él seguía teniendo sed.
—Valoraremos este día, permitiremos que los hombres lo celebren y duerman,
mantendremos una reunión con los príncipes y luego decidiremos qué hacer —le dijo
a su hermano—. Debo dictar una carta para Tetisheri, pero lo haré más tarde. Si
quieres que te diga la verdad, Ahmose, lo único que tengo ganas de hacer es tenderme
en nuestra casa de baños de Weset, mientras el masajista me unta la piel con aceite y
mi esquife espera junto a las escaleras del embarcadero con mi red y mi jabalina. —
Una voz ahogada pidió permiso para entrar y Kamose se irguió con un suspiro—. Ha
llegado el primer informe. Permitid que entre el explorador.
Durante el resto de la tarde y hasta después de la puesta del sol los hermanos
escucharon un constante y multiplicado informe de la victoria. Primero, dentro de la
tienda y luego en la frescura de la tarde, junto al río, recibieron a un oficial tras otro.
Por fin terminó el recuento de las manos. Se había dado muerte a diez mil diecinueve
setiu, cuyos cuerpos eran, en aquel momento, comida para los depredadores del
desierto y sus armas estaban en posesión de los exultantes egipcios, que comenzaron
a beber y a cantar en cuanto se encendieron las fogatas para cocinar. No había
soldados malheridos en las divisiones de Kamose. No habían perdido un solo
hombre.
Los príncipes comenzaron a reunirse bajo las antorchas donde Kamose y Ahmose
bebían vino, y contestaron a las preguntas de Kamose, asegurando que las armas se
estaban limpiando y afilando, los arneses reparándose y los soldados alimentándose.
—Beberán y cantarán hasta el amanecer —se quejó Intef—, pero supongo que se
lo merecen. Sólo espero que en su borrachera no se enfrenten a los lugareños.
—Esta noche los oficiales patrullarán la ciudad —le contestó Lasen—. No creo
que debamos preocuparnos. En realidad, los ciudadanos de Het-Nefer-Apu parecen
tan aliviados como nosotros de ver destruidos a los setiu. Si hubiera ganado,
Pezedkhu no habría sido bondadoso con ellos.
—¡Qué ruido! —exclamó Makhu mirando más allá de esa zona de paz que los
rodeaba, donde los Seguidores formaban un círculo de protección—. Mañana esos
hombres serán un espectáculo lamentable. ¿Les piensas conceder un día de descanso,
Majestad?
—Sí. —Kamose se irguió en su silla—. Un día para que duerman. Tal vez dos.
Espero tener noticias de los carros de los setiu antes de abandonar este lugar. Envidio
las celebraciones de los soldados. Si nosotros nos emborrachamos debe ser
educadamente, en la intimidad de nuestras tiendas y en un momento en que no
esperemos ninguna amenaza. ¿Dónde está tu hijo, Ankhmahor?
—Patrullando las calles —contestó Ankhmahor—. Majestad, creo que hablo en
nombre de todos si pregunto lo que piensas hacer durante el resto de la estación de
campaña. El mes de Pakhons ya está avanzado. Dentro de tres meses más el río

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comenzará a crecer. Mandas un gran número de soldados y, si tu intención es
continuar hacia Het-Uart, tendrás poco tiempo para un sitio.
Vaciló e Intef tomó la palabra.
—Somos tus nobles —dijo de una manera muy directa—. Somos los primeros
que debemos conocer tus intenciones. —Dirigió una mirada de soslayo a Hor-Aha,
sentado en silencio en el suelo, fuera del alcance de la luz de las dos lámparas de la
mesa—. Nos sentimos honrados cuando nos pides consejo. ¿Te lo podemos dar
ahora?
Kamose suspiró interiormente al ver sus rostros nerviosos.
—Muy bien —respondió.
Intef se inclinó hacia delante.
—Este año le hemos dado un golpe formidable a Apepa —empezó diciendo—.
No sólo Pezedkhu se ha visto obligado a retroceder, sino que ya no hay ninguna duda
de que todo Egipto, salvo una porción del Delta, está en tus manos. Deseamos que
descartes cualquier pensamiento de otro sitio hasta el año que viene. Todos hemos
estado recibiendo cartas regulares de nuestras familias y de nuestros territorios.
Hacemos falta allí, Majestad. Se acerca el tiempo de la cosecha y los hombres que
deberían estar en los campos sirven a tus órdenes. Es demasiado esfuerzo para que las
mujeres lo hagan solas. Cada grano de trigo, cada cabeza de ajo es preciosa
considerando las depredaciones que llevamos a cabo durante la campaña del año
pasado.
—De manera que queréis que disgregue el ejército, temporalmente, por supuesto,
y que permita que os llevéis a vuestros campesinos a sus hogares para la cosecha. —
Había algo en la avidez de Intef que a Kamose no le gustaba. Sus ojos, que a la luz
amarillenta parecían febriles, se movían sin cesar. Frotaba sus dedos cubiertos de
anillos—. ¿Cuándo tuvisteis el tiempo suficiente para discutir esta proposición,
señores?
—Mientras esperábamos la llegada del ejército oriental de Apepa, Majestad —
explicó Lasen con tono conciliador—. Debatimos el asunto y decidimos que si
resultábamos victoriosos te lo pediríamos.
—¿Y si no? —El tono de Ahmose era frío.
Lasen alargó las manos en un gesto interrogante.
—Nunca dudamos de que el plan de Vuestra Majestad para destruir al enemigo
tendría éxito, de modo que perdimos poco tiempo en pensar en la alternativa —dijo
—. Y resulta que el plan dio resultado.
—No habéis respondido a la pregunta de Su Alteza —dijo Kamose tajante—. Y
no olvidéis que mi hermano y yo sólo fuimos responsables de los detalles del plan.
Lo concibió el príncipe Hor-Aha.
Se hizo un silencio incómodo. Intef bajó la vista para mirarse los dedos. Lasen

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hizo una pequeña mueca. Mesehti, Makhu y Ankhmahor simplemente observaron a
Kamose quien, instantes después, comenzó a sonreír.
—Como supongo que habréis notado, ha habido ascensos entre mis marinos y
marineros —dijo con un tono que parecía irrelevante—. Por ejemplo, por
recomendación de Paheri, nombré a Kay-Abana capitán de barco. También ha habido
ascensos entre las filas de vuestros soldados, sobre todo de soldados rasos de
infantería a aurigas, con el consiguiente título de oficiales, por consejo vuestro. Pero
no he hecho nada por ascender a ninguno de los arqueros medjay, a pesar de que se
han comportado con una capacidad ejemplar y que han obedecido a su príncipe sin
demora. —Inclinó la cabeza hacia Hor-Aha, que permanecía inmóvil y cuyo cuerpo
renegrido se confundía con la noche que lo rodeaba. Solamente el brillo de sus ojos y
la mancha blanca de su shenti denunciaban su presencia. Ahmose puso una mano en
la rodilla de Kamose en señal de advertencia, pero él no hizo caso del gesto—. El
capitán del barco en que navegaron los ha ponderado con entusiasmo, pero su
príncipe no ha dicho nada. ¿Por qué? Porque como buen jefe militar, el príncipe no
tiene deseos de crear disensiones entre sus soldados. —Golpeó la mesa con fuerza
con la palma de la mano—. Creía que ahora, después de haber marchado y luchado
juntos, habríais superado ese peligroso prejuicio, pero veo que me equivocaba. Tengo
la intención de ascender a cien medjay al rango de instructores y los distribuiré entre
vuestras divisiones. Cada uno tendrá bajo su mando a cien de los mejores arqueros de
cada división, y ellos, a su vez, instruirán a otros. Se les darán privilegios y
responsabilidades de oficiales. Y ahora escucharéis mis decisiones. Podéis licenciar a
vuestras divisiones. Tres mil soldados de vuestras tropas pueden regresar a sus casas
hasta que haya pasado la inundación. Mil se quedarán aquí para defendernos del
norte. Mil más irán a Weset conmigo en servicio activo. Por lo tanto, dejo once mil
hombres en Het-Nefer-Apu y me llevo once mil a Weset. Discutiré con Paheri las
disposiciones para la armada. Todos vosotros vendréis conmigo a hacer sacrificios en
el templo de Amón antes de volver a vuestros respectivos territorios. Durante ese
tiempo, antes de la próxima estación de batalla, me enviaréis informes regulares
sobre el estado de vuestros dominios. ¿Estamos de acuerdo?
Era evidente que los príncipes estaban deseando intercambiar miradas, pero no se
animaron. Miraron con solemnidad a Kamose, que permanecía sentado y les sonreía,
hasta que Intef se aclaró la garganta.
—Somos tus sirvientes, Majestad —dijo vacilante y luego continuó con más
confianza—: Es prudente custodiar nuestra frontera del norte por la presencia de los
setiu y también con Teti el Apuesto en Kush, y te agradecemos que nos permitas a
nosotros y a nuestros campesinos volver a ver a nuestros seres queridos. En cuanto al
asunto de los medjay… —Tragó con fuerza pero fue Lasen quien siguió hablando.
—Creo que todos estamos de acuerdo en que la gente de esa tribu se ha

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comportado de forma magnífica, Majestad —dijo—. Muchos merecen un ascenso,
pero que sea dentro de sus filas. Que aquellos que elijas como oficiales se pongan al
frente de los de su tribu. Si los pones al frente de egipcios, habrá problemas.
Kamose inclinó la cabeza, burlón.
—Me parece recordar una objeción similar que se me hizo hace unos meses —
dijo—. Entonces no tema sentido. Ahora es simplemente estúpida. Un grupo de
campesinos ha sido convertido en un ejército al que los medjay se han unido. Y
quiero recordarles que nos han sido indispensables. He dicho. Que así sea.
Se levantó, y ellos con él, reverenciándolo en silencio, pero Kamose leyó la ira en
los erguidos espinazos que se inclinaban ante él.
Hizo señas a Ankhmahor y a Hor-Aha para que lo siguieran y se alejó. Entró a su
tienda mientras Akhtoy se apresuraba a encender las lámparas. Ahmose se volvió a
mirarlo.
—Kamose, no creo que… —empezó a decir, pero Kamose alzó una mano.
—Yo, sí —dijo con claridad—. Sabes que es justo y que corresponde, Ahmose.
—Sí, pero deberías tener más tacto para recordarles a los príncipes que están bajo
tu dominio absoluto —dijo Ahmose—. Tener problemas en las filas es una cosa.
Tener problemas entre los nobles es algo completamente distinto. Esperemos que la
gloria de este día aplaque su ira.
Los cuatro hombres se instalaron con comodidad en almohadones diseminados
por la alfombra que ocultaba la tierra.
Kamose despidió a los sirvientes. El ruido de la alegría que reinaba en las orillas
del río era un fondo constante para la conversación. La música les llegaba en
ocasiones entre los gritos de los soldados, ya alegremente borrachos, y los de las
mujeres que se les habían unido.
—Espero que el alcalde de la ciudad y los oficiales puedan controlar la situación
—comentó Ahmose—. Sería triste salude Het-Nefer-Apu dejando una sensación de
malestar, después de tantos meses de excelente cooperación entre el ejército y los
habitantes.
—No creo que sea necesario que nos preocupemos —contestó Kamose distraído,
mientras pensaba con impotencia en Ramose—. Los hombres están alegres y por lo
tanto serán dóciles. Gruñirán y se quejarán mañana cuando les duela la cabeza, pero
no ahora.
Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el borde de su catre, un
brazo en el colchón y la mano del otro sosteniendo una taza de vino.
—He tenido noticias de la gente de mi tribu en Wawat, Majestad —dijo
inesperadamente Hor-Aha—. Me llegaron ayer. Perdóname por no habértelo dicho
antes, pero estábamos ocupados con Pezedkhu. Hay problemas en el sur.
—¿Qué clase de problemas?

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Hor-Aha dejó su taza y se llevó un dedo a los labios.
—Los kushitas están aprovechando el hecho de que mucha gente de Wawat esté
aquí contigo. Van hacia el norte, hacia el territorio de Wawat. No les he dicho nada de
esto a mis medjay. Si lo hiciera, querrían volver de inmediato a sus casas a defender
sus pueblos.
Ankhmahor frunció el entrecejo.
—Sé muy poco del territorio que hay más allá de las cataratas —dijo—, pero
recuerdo mis lecciones de historia. Los hombres de Kush siempre han codiciado
Wawat. ¿Por qué?
—Oro —dijo Ahmose. Estaba tendido de lado, con la cabeza apoyada en un codo
—. Wawat tiene oro y Kush lo quiere para comerciar. Nuestros antepasados
edificaron varios fuertes en Wawat con el único propósito de defender el oro. Yo
también recuerdo mis lecciones. La historia de las tierras más allá de Weset es de la
mayor importancia para nosotros, los del sur. Wawat es nuestro vecino.
—¿Hay que actuar con urgencia? —le preguntó Kamose desanimado a su
general.
—Todavía no es imperativo —contestó Hor-Aha—. Pero si Vuestra Majestad no
permite que los medjay vuelvan a sus casas, no lucharán bien.
—Me pregunto si detrás de estos problemas en Wawat no estará Teti-en —
murmuró—. He estado pensando en la conveniencia de otro sitio a Het-Uart, sobre
todo ahora que Pezedkhu conoce el tamaño de nuestra fuerza. No me gustaría darle la
oportunidad de preparar una campaña más exitosa. Pero no puedo marchar al norte si
existe la posibilidad de que se abra un nuevo frente en el sur. ¿Teti-en tiene sus ojos
puestos en Weset?
—No lo creo —objetó Ahmose—. Se ha mostrado indiferente a las dificultades
de Apepa. Es más probable que esté utilizando nuestra preocupación por el norte para
marchar sobre Wawat y anexionárselo para sus fines. Una vez que controle Wawat,
también controlará los antiguos fuertes. ¿Crecerá su ambición? Ésa es la cuestión.
—Te pido disculpas Alteza, pero ésa no es la cuestión, ni para mí ni para los de
mi tribu —intervino con vehemencia Hor-Aha—. Los medjay te han resultado
indispensables. Han recorrido un largo camino para luchar por ti. Ahora esperarán
que tú luches por ellos.
—¿Qué? ¿Entrar en Wawat? —preguntó Ahmose parpadeando.
Kamose retiró la mano que apoyaba en el colchón y se la pasó por el pelo. Su
mirada se encontró con la de Hor-Aha y por primera vez vio una expresión de desafío
en esos ojos. Eso lo sobresaltó.
—Dime, general ¿los medjay son miembros de mi ejército o simples aliados? —
preguntó con tranquilidad—. En definitiva, ¿quién los manda, tú o yo? ¿Estamos
hablando de un motín dentro de mi ejército o de los derechos inherentes a una

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alianza?
De repente, en la habitación reinó un silencio total. Ankhmahor estaba sentado,
con las dos manos alrededor de su taza de vino y los ojos bajos. Kamose y Hor-Aha
continuaban mirándose, tensos. Fue Ahmose quien rompió el incómodo silencio.
—Es sin duda un asunto muy delicado —dijo con tono tranquilizador—, que
hasta ahora no hemos tenido necesidad de considerar. Pensemos en ello como en algo
irrelevante, Kamose. Si Wawat está en peligro por causa de Teti-en, entonces es
probable que también Weset esté amenazado. Sería sensato llevar al sur una pequeña
fuerza punitiva. Después de todo, les has dicho a los príncipes que piensas dejar una
fuerza de once mil hombres aquí, en Het-Nefer-Apu. Si Apepa sigue actuando como
antes, no saldrá del Delta. Por ahora nuestro flanco norte está a salvo. Podríamos ir al
sur durante la inundación.
Mi querido Ahmose, siempre pacificador, pensó Kamose pero no lo dijo. En su
lugar se obligó a asentir en dirección de su general, y frunció los labios como si
estuviera reflexionando.
—Tengo una deuda contigo y con los medjay —dijo con la mayor calma posible
—. Lo único que tenías que hacer era pedir mi ayuda, Hor-Aha. Siempre he confiado
en ti. ¿No podías confiar en mí?
Tuvo el placer de ver que el general apartaba la mirada y bajaba los ojos.
—Te pido perdón, Majestad —dijo en voz baja—. Me pone nervioso pensar que
los medjay puedan ser considerados por los príncipes como salvajes dispuestos a huir,
puesto que los desprecian, a ellos y a mí. Los hogares de esos hombres están
amenazados. No es posible pretender que antepongan a eso el bienestar de Egipto. En
algunos aspectos no cabe duda de que son tan primitivos como niños. Con humildad
te ruego que nos ayudes en Wawat.
¿Con humildad?, pensó Kamose levantando su taza y bebiendo para ocultar una
expresión de desdén que no pudo evitar. No hay un sólo hueso humilde en tu
poderoso cuerpo negro, mi inteligente general. Si decido ir a Wawat no será para
devolverles unas cuantas chozas a tus salvajes extranjeros.
—Tráeme el mensaje que has recibido —dijo—. Quiero verlo. Lo que pides
requiere cierta estrategia, Hor-Aha, y estoy cansado. Ha sido un largo día. Tráemelo
mañana por la mañana.
Era evidente que Hor-Aha había comprendido sus palabras con claridad. Dejó la
taza, se levantó e hizo una reverencia.
—Vuestra Majestad es generosa —dijo en una voz sin inflexiones y, volviéndose,
salió de la tienda.
Ankhmahor también se levantó.
—He de inspeccionar una vez más la guardia antes de retirarme a dormir —dijo.
Pero al llegar a la salida de la tienda, vaciló—. Ten cuidado, Kamose. Ten mucho

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cuidado.
Su reverencia fue lenta y deliberada, una señal de genuino respeto. Después salió.
Los hermanos se miraron en un tregua que sólo se extendía hasta donde llegaba la
luz amistosa de las lámparas. Fuera continuaba el eco de los de gritos, cánticos y
risas. Entonces Ahmose dijo:
—¿Qué acaba de suceder aquí, Kamose?
Kamose se quitó las sandalias y se arrojó en el catre.
—Que nuestro querido general acaba de cometer un error —dijo tajante—. Hor-
Aha dejó que viéramos la verdadera naturaleza de su ka.
—Está preocupado por sus compatriotas —protestó Ahmose—. Su preocupación
y el miedo a que tú no lo comprendieras le hicieron proceder sin cautela.
Kamose lanzó una carcajada llena de resentimiento.
—¿Sin cautela? ¡Sí, naturalmente! Nos ha amenazado, Ahmose. ¿O no te diste
cuenta?
—Creo que eres muy desconfiado —contestó Ahmose acercándose y sentándose
en el catre de Kamose—. Míralo con cordura, Kamose. Kush rodea Wawat. Hor-Aha
quiere licenciar a los medjay para que se encarguen de solucionar el problema. Nos es
leal, pero comprende a sus hombres. Nos dice exactamente lo que teme si no los
dejamos en libertad o no los ayudamos. ¿Qué tiene eso de malo? ¿No valoras la
honestidad?
—Por supuesto que la valoro —replicó Kamose—. No fueron las palabras que
pronunció sino lo que oí en su voz y lo que vi en sus ojos, un relámpago arrogante
pero astuto. Somos hombres sensatos. Los dos vemos la necesidad de hacer algo al
respecto. Ambos sabemos que podemos conquistar aún más la lealtad de los medjay
mandando tropas egipcias a Wawat. Con ello sofocaríamos al mismo tiempo las
ambiciones que Teti-en pueda tener y nos aseguraríamos esos viejos fuertes. Hor-Aha
es un hombre inteligente. Comprende todo esto. Nos lo podría haber planteado de
otra manera. —Cruzó las manos sobre el pecho desnudo y volvió la cabeza para mirar
a Ahmose—. Pero de alguna manera se equivocó. Nos permitió ver algo de su bien
oculta ambición. Creo que quiere llegar a ser un príncipe independiente de Wawat.
Tai vez no enseguida, pero sí con el tiempo. Con nuestra inadvertida ayuda.
—Pero, Kamose, lleva la sangre de nuestro padre en su cinturón —le recordó
Ahmose—. Quería a Seqenenra. Nos ha servido con absoluta lealtad.
—Todo eso es cierto —admitió Kamose—. Pero han pasado años desde la muerte
de nuestro padre. Los hombres cambian. Las circunstancias cambian. Surgen
oportunidades que a veces pueden despertar oscuros anhelos en el corazón de un
hombre y modificarlo por completo.
—¡Esto es una locura! —exclamó Ahmose—. Estás hablando de alguien que es tu
amigo, a quien defendiste contra nuestros príncipes, Kamose. ¡Hor-Aha es como de

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nuestra familia!
Kamose esbozó una extraña sonrisa. —¿Lo es?— susurró. —Ya no lo sé. En todo
caso, Ahmose, tenemos una razón mucho mejor para marchar a Wawat que el rescate
de los medjay, a pesar de que nos interesa conservar la simpatía que nos tienen.
Necesitamos oro. Oro para comerciar con Keftiu. Oro para pagar a los príncipes. Oro
para reconstruir el viejo palacio. Hasta ahora el oro de Wawat ha caído en los cofres
de Apepa, pero se acabó. No se lo diremos a Hor-Aha, por supuesto. Nos
mostraremos realmente preocupados por nuestros aliados medjay. ¿Crees que les
podríamos ofrecer a los medjay un hogar en Egipto, Ahmose? ¿Edificarles una ciudad
donde puedan vivir con sus familias y lograr que formen parte permanente del
ejército que intento mantener? Hor-Aha sabe perfectamente bien lo importantes que
son para nosotros. ¡Maldito sea! ¿No hay nadie en quien verdaderamente pueda
confiar?
—Tal vez no —contestó Ahmose pensativo—. ¿Pero qué rey ha podido depender
de alguien, aparte de los dioses? Te equivocas con respecto a Hor-Aha, Kamose.
Debes meditar estas sospechas y verás lo infundadas que son. Has de volver a casa
durante una temporada. Yo también. Me gustaría estar allí con Aahmes-Nefertari
cuando dé a luz el mes que viene.
La expresión de Kamose se suavizó.
—Lo había olvidado —dijo como disculpándose—. Pezedkhu borró todos los
recuerdos de mi mente. Volveremos a Weset y luego iremos al sur, a Wawat.
Durmió bien, y más profundamente cuando tuvo conciencia de que el griterío del
exterior se había apagado. Cuando despertó el sol ya brillaba y el ambiente era
inusitadamente tranquilo. Ahmose todavía estaba en el catre y roncaba con suavidad,
de lado, con la mejilla contra la palma de la mano. Kamose se puso un par de viejas y
gastadas sandalias, se ató a la cintura el shenti del día anterior y salió al reflejo
cegador de la mañana.
Los Seguidores, que estaban a cada lado de la tienda, presentaron armas y
saludaron, y un hombre que estaba agazapado a cierta distancia se levantó y sonrió,
con una taza en una mano y un trozo de pan en la otra. Estaba delgado, con grandes
ojeras, y extrañamente descamado, pero Kamose lo reconoció con una profunda
alegría.
—¡Ramose! ¡Ramose! —exclamó, y se le acercó para envolverlo en un fuerte
abrazo—. ¿Cómo has llegado aquí? ¿Has estado toda la noche fuera de la tienda?
¡Supongo que no! Yo creí… Bueno, no sé lo que creí. Akhtoy, ¿dónde estás?
¡Comida caliente enseguida! —Soltó a Ramose, quien depositó su taza en el suelo y
sacudió las gotas de agua derramadas sobre su mano.
—Dos de tus exploradores me encontraron en el desierto —explicó—. Me
trajeron ayer, pero tuvieron que esperar hasta que terminara la batalla. Yo estaba

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extenuado, Majestad. Tenía que dormir.
Kamose tenía ganas de volver a abrazarlo. Si los guardias no hubieran estado
mirando habría vuelto a la tienda bailando. Rodeó con un brazo los hombros de
Ramose y lo condujo dentro, donde Ahmose estaba sentado en su catre con ojos
somnolientos.
—Me preguntaba qué serían todos esos gritos —murmuró—. ¡Ramose! Sabía que
tarde o temprano aparecerías. Tienes un aspecto terrible. Bienvenido. Dame un
momento para que aprecie la mañana y luego comparte también conmigo tus noticias.
—Créeme, Alteza, estoy aquí después de salvar grandes dificultades —dijo
Ramose—. No tengo prisa por contar mis aventuras. Todavía estoy saboreando la
belleza de la seguridad y la libertad.
Sonreía, pero Kamose notó que cuando se sentó en un banco le temblaban las
rodillas. Akhtoy, rápido y eficiente como siempre, entró seguido de su sirviente con
la primera comida del día. Comenzó a servirla en la mesa. El pan todavía estaba tibio,
recién salido de los hornos de la ciudad, y los dátiles frescos brillaban sobre su cama
de hojas de lechuga, las primeras de la estación. Las percas del Nilo lanzaban un
fragante olor a ajo. Oscura cerveza llenaba las tazas. A un gesto de Kamose los tres
comenzaron a comer y cuando las fuentes estuvieron vacías, Kamose arrojó la
servilleta de lino sobre la mesa e invitó a su amigo a hablar.
—Pero antes que nada, háblanos de Tani —pidió Ahmose—. ¿La has visto? ¿Está
bien?
Una sombra cruzó por el rostro curtido por el sol de Ramose. Bebió un sorbo de
cerveza y lo tragó con lentitud antes de hablar.
—No os gustará lo que tengo que decir —advirtió—. Tani es ahora una de las
esposas de Apepa.
Continuó contándoles su encuentro con la muchacha, repitiéndoles con claridad y
resentimiento las palabras pronunciadas por ambos. Para Kamose era evidente,
aunque él mismo escuchara con una incredulidad cada vez mayor, que la intensidad
de aquel encuentro había marcado a Ramose para siempre y que las cicatrices nunca
desaparecerían.
—No traté de persuadirla de que huyera conmigo —confesó Ramose—. No
habría tenido ningún sentido. Ha sido engañada por esa porquería extranjera. —
Apretó los dientes y luchó por controlarse antes de continuar hablando—. Os envía su
amor y os suplica que la comprendáis.
—¿Qué la comprendamos? ¡Está completamente loca si imagina que la perdonaré
o que olvidaré su traición! —explotó Kamose—. Esta noticia destrozará a nuestra
madre. ¿Qué puedo decirte, mi amigo? Nada puede calmar tu dolor.
Ahmose se había quedado blanco.
—Pensaremos en ella como una víctima de la guerra —dijo con voz ronca—.

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Debemos hacerlo, Kamose, o nos veremos reducidos a la impotencia cada vez que la
recordemos. Tani es un sacrificio, parte del precio que la familia ha pagado a los
dioses a cambio de la victoria. Por lo menos, todavía vive. Es algo que debemos
agradecer.
—No quiero seguir hablando de ella —replicó Kamose. Su incredulidad se había
convertido en ira que le palpitaba en los oídos y los ojos, hasta el punto que apenas
podía ver u oír por la fuerza de los latidos—. La recordaré como era en los días de su
inocencia. ¡Niego todo lo demás!
Ramose lo miró con tristeza.
—Yo he tenido tiempo de asumirlo, Majestad —dijo—. Desde que estuve con ella
en aquella habitación tan lujosa, y la vi tan hermosa, tan inalcanzable… desde
entonces he caminado de la mano de la muerte. Sus palabras permanecerán en mi
mente como los colmillos de la serpiente, pero no volveré a pensar en la época en que
la amaba y planeábamos un futuro juntos. Hacerlo sería rechazar el regalo de la vida
que los dioses me concedieron en el desierto. Estoy decidido a mantener mi atención
fija en el presente, mientras mi ka herido lo soporte.
—¡Pero no lo comprendo! —rugió Kamose—. ¡Nunca lo comprenderé! Es una
Tao. ¿Cómo es posible que haya podido apartar el orgullo de su familia en favor de
ese… de ese…? —Se le estranguló la voz. No podía respirar.
—Nuestra venganza será echar a todos los setiu de los límites de nuestro país,
Kamose —dijo Ahmose con urgencia—. No gastaremos energías en recriminaciones.
No perderemos de vista nuestra meta. Ahora, Ramose, necesitamos que nos hables de
Het-Uart, del palacio, de las tropas que siguen acuarteladas allí, de tu experiencia con
el ejército del este. —Sus palabras eran tranquilizadoras, pero le temblaba la voz—.
¿Quién mandaba el ejército, murió en el desierto?
Ramose asintió y miró a Kamose.
—El general asignado al ejército del este se llamaba Kethuna —dijo—. Ha
muerto. Ayer, cuando los exploradores me traían a la ciudad, vi su cuerpo tendido en
el campo de batalla. A Pezedkhu no le gustaba el plan, pero Apepa insistió en llevarlo
a cabo. Es realmente un imbécil. Los ciento veinticuatro mil hombres que salieron de
Het-Uart representaban aproximadamente la mitad de las fuerzas combinadas de
Apepa. Le han enviado refuerzos sus llamados «hermanos» de Rethennu. Continúan
entrando al Delta por el camino de Horas… —siguió hablando.
Kamose hizo todo lo posible por concentrarse en lo que decía su amigo pero el
fuego de su ira y de su dolor continuaba quemándolo; sólo cuando Ramose empezó a
hablar del pánico y de la frustración del ejército cuando descubrieron que el agua del
oasis era imbebible volvió completamente en sí. Entonces escuchó con atención.
—Ojalá hubiera estado contigo mientras caminabas hacia el Nilo —dijo con
maldad—. Los carros incendiados, los soldados tambaleándose, cayendo y jadeando

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por necesidad de agua. ¡Ojalá hubiera estado allí! Lo saboreo, Ahmose. Me regocijo.
Perdóname, pero no lo puedo evitar. Ahora volveremos a casa. Los exploradores
volverán hoy con la noticia de que los carros se han perdido. El recuento de las
manos se ha completado. Tenemos en nuestro poder las armas del enemigo. —Se
levantó con cuidado porque sentía un fuerte dolor en el estómago—. Gracias,
Ramose. Eres un hombre valiente, un egipcio que merece este magnífico país. Te has
ganado una esposa real, un título principesco, una propiedad fértil. Me avergüenza no
podértelos conceder ahora mismo.
Ramose también se levantó y lo miró de frente.
—Majestad, estoy cansado de cuerpo y alma —susurró—. Se dice que los dioses
toman a aquellos a quienes aman y por quienes son amados, y los ponen a prueba y
los tientan hasta que se convierten en algo tan puro y fuerte como una espada nueva
en manos de grandes guerreros. Tal vez me amen de una manera extraordinaria,
porque he aceptado todo lo que se puede esperar que un hombre acepte y sin embargo
sobrevivo. Ahora quiero que me dejen en paz. Permíteme nadar y cazar patos en los
pantanos de Weset, y que les haga el amor a mujeres sin rostro. Permíteme tener a mi
madre entre mis brazos. Llévame a casa contigo, Gran Uno, ¡llévame a casa!
¡Necesito cicatrizar!
Hizo una reverencia, puso las palmas de ambas manos en el pecho de Kamose y
salió de la tienda.

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Capítulo 12
Dos días después, el ejército partió hacia el sur. Treinta y tres mil hombres jubilosos
recogieron sus mochilas y sus tiendas con presteza tras recibir la noticia de que
regresarían a sus casas hasta que la cosecha y la siguiente inundación hubieran
pasado. Los once mil restantes, que debían permanecer en Het-Nefer-Apu, no estaban
tan contentos, pero con sabiduría Kamose decretó que las licencias que hubieran
acumulado podían disfrutarlas en periodos de tiempo determinados, durante los que
podrían volver temporalmente a sus pueblos. Intentaba mantener a todos los medjay
cerca, acuartelándolos en la ribera occidental, frente a Weset. Le había dicho a Hor-
Aha que montaría una expedición punitiva a Wawat, pero que sería después de las
celebraciones de Weset. Hor-Aha recibió la noticia con su acostumbrada frialdad.
Kamose no vio ni rastro de la chispa de arrogancia que el general había demostrado,
pero a diferencia de Ahmose, no olvidó lo que sabía que Hor-Aha había revelado
inadvertidamente. Lo archivó en su mente para tenerlo en cuenta más adelante.
Después de mucho pensarlo, decidió dejar también la armada en Het-Nefer-Apu,
y les sugirió a Paheri y a Baba-Abana que dieran permisos a los marineros de forma
rotativa para que también ellos pudieran pasar una temporada en sus pueblos. Pero
insistió en que los capitanes de los barcos, incluyendo a los dos amigos, lo
acompañaran a Weset junto a los príncipes y los oficiales de mayor rango. El botín de
las embarcaciones capturadas esperaba en la tesorería de Amón y había premios que
entregar y ascensos que anunciar.
Se obligó a llenar el tiempo con los preparativos del viaje: dictó cartas para la
familia y para Amonmose anunciando su llegada, leyó los inventarios de armas y de
la intendencia, inspeccionó los caballos, se reunió con el alcalde de Het-Nefer-Apu
para enterarse de cualquier queja que pudiera tener el jefe de la ciudad respecto a la
presencia continuada de una parte del ejército y para concederle el derecho de enviar
a los soldados desocupados a ayudar en los trabajos de la cosecha. No le quedó
tiempo para sentir dolor por Tani. Reconocía el peligro que entrañaba pensar en el
dolor y la furia que todavía ardía en su interior. Ya habría tiempo de sumirse en el
dolor cuando cerrara la puerta de su aposento en Weset y estuviera por fin solo.
De manera que una gran multitud de hombres, carros y animales comenzó a
dirigirse al sur, unos en embarcaciones, otros marchando por la orilla, entre canciones
y risas. A medida que transcurrían los días las filas iban mermando, los hombres se
despedían de sus compañeros y se alejaban para dirigirse a sus casas y, por fin, en una
soleada tarde de verano, una flotilla muy pequeña se aproximó a Weset. Es casi como
al principio, pensó Kamose en la proa de su embarcación, con Ahmose y Ramose en
silencio detrás de él y los príncipes sentados en almohadones a la sombra del
camarote. Sólo nos mantenía una salvaje esperanza y cinco mil arqueros extranjeros.

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Ahora Egipto es casi nuestro, sólo nos falta Het-Uart. Sobre su cabeza, el viento del
norte hinchaba las velas y su embarcación dejaba tras de sí una estela cristalina. Ibis
blancos caminaban por las orillas, con paso lento y señorial dignidad, y más allá de
los arbustos, los sembrados de su territorio se veían espesos y dorados. Durante un
instante de éxtasis, el corazón se le hinchó de alegría y de orgullo, pero esas
emociones se habían convertido en algo desconocido y no pudo hacerlas perdurar.
Mucho antes de que la ciudad estuviera a la vista, comenzaron a oír un sonido
bajo y confuso que crecía a medida que los remeros avanzaban río arriba. Los
príncipes se levantaron y se pusieron codo con codo junto a la borda. El ruido creció,
era cada vez mayor, se convirtió en un rugido constante y, de repente, Kamose vio el
gentío que se alineaba en la orilla oriental. Saludaban y gritaban en señal de
bienvenida, arrojando flores que llovían sobre el agua. Los medjay respondieron al
tumultuoso recibimiento gritando y bailando encantados en cubierta. Kamose levantó
un brazo como respuesta al frenético homenaje y el ruido creció.
Cuando la embarcación real se puso en paralelo al canal que conducía al templo
de Amón, Kamose vio que los sacerdotes estaban reunidos, con sus blancas y anchas
vestiduras resplandeciendo bajo la fuerte luz del sol. Permanecían en silencio, pero
cuando la embarcación llegó junto a ellos, se arrodillaron todos a la vez, con los
brazos extendidos y la frente apoyada en el suelo.
Ahmose inspiró con fuerza.
—Creí en nuestra victoria —susurró entre el ruido—, pero hasta este momento ha
sido como un sueño. ¡Lo logramos, Kamose!
Kamose no contestó. No lo hemos logrado, Ahmose, pensó con frialdad. Como
hábiles físicos hemos contenido la putrefacción, pero todavía se puede extender. ¡Oh!
¿Por qué será que no puedo sentir nada? Como, duermo y bebo, y sin embargo estoy
muerto por dentro. No siento la fiebre de mis compatriotas ni la excitación de los
príncipes, sólo el dedo helado del temor. ¿Qué sucederá el año próximo? ¿Cómo
lograremos anular la resistencia de Het-Uart? ¿Qué planes estará elaborando Apepa
contra nosotros? ¿Creen estos necios que lo peor ya ha pasado?
La densidad de la multitud había disminuido y ya pasaban frente a los arbustos
que dividían la ciudad de su propiedad. Kamose se puso tenso. Oyó que Hor-Aha
ordenaba que las embarcaciones que conducían a los medjay viraran hacia la orilla
occidental, donde todavía se alzaba su cuartel. De repente, tuvo ganas de agazaparse,
de ocultar los ojos para no tener que recibir la carga de los rostros de sus familiares.
Le asaltó el pánico. Ahora pasaban frente a las ruinas del viejo palacio, esplendoroso
aún a pesar de sus muros resquebrajados. Empezaban a verse las escaleras del
embarcadero, que brillaban cuando el agua cubría los escalones, y más arriba el corto
sendero que desaparecía entre los árboles, la casa grande que se alzaba detrás.
Sus familiares, con los sirvientes arremolinados detrás, estaban allí: todos

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sonreían con ansiedad, con excepción de su abuela y la madre de Ramose, Nefer-
Sakharu, con las pelucas y las túnicas flotando en la brisa. Cuando el capitán
comenzó a dar las órdenes y la embarcación se acercó al embarcadero.
Aahmes-Nefertari hizo un esfuerzo para levantarse de la silla donde estaba
sentada, con la túnica apretada al vientre hinchado por el embarazo. A otra orden del
capitán, lanzaron un cabo a tierra y pusieron la rampa. Habían llegado.
Pero Kamose no se podía mover. Pesado como una piedra, permanecía enraizado
a la cubierta mientras Ankhmahor y los seguidores bajaban por la rampa, subían los
escalones y formaban un sendero protegido que él sabía que debía recorrer. Ahmose
le tocó un brazo.
—Ya podemos desembarcar, Kamose —susurró—. ¿A qué esperas? ¿Ocurre
algo?
Kamose no pudo responder. El pánico le invadió la mente. No quiero estar aquí,
pensó. Ésta es la matriz de la que ya he salido. Éste es el lugar de ensueño del que tal
vez nunca vuelva a despertar.
—¡Kamose! —exclamó Ahmose con urgencia mientras Behek bajaba corriendo
las escaleras, levantando torrentes de agua. De un salto llegó a la rampa, patinó,
recuperó el equilibrio y, ante la carcajada general de todos los hombres, se lanzó
hacia su amo. Kamose sintió la nariz fría que se le apoyaba en la mano y vio los ojos
brillantes de su perro. El hechizo se rompió. Se inclinó y acarició la suave cabeza;
cuando se enderezó, logró que sus piernas cruzaran la rampa y lo llevaran hasta el
pavimento caliente con Behek pegado a sus talones.
Brazos suaves lo rodearon. Cabelleras perfumadas le rozaron las mejillas y el
cuello. Murmullos y gritos de bienvenida llenaban el aire. Por el rabillo del ojo vio
que Ahmose y Aahmes-Nefertari se unían en un abrazo y se mecían de un lado para
el otro, y también vio a Ramose abrazando a su madre, y tuvo ganas de llorar por ese
vacío en su interior, que no era más que soledad. Después de abrazarlo brevemente
contra su cuerpo reseco, Tetisheri lo estudió con calma.
—Estás tan tostado por el sol que se diría que eres un campesino del desierto —
dijo por fin—. Pero tienes buen aspecto, Majestad. Es maravilloso volverte a ver.
—Estoy muy bien, abuela —contestó obediente—. En cuanto a ti, creo que
vivirás eternamente. No has cambiado. Ella lanzó una de sus carcajadas repentinas y
poco habituales. —Los dioses sólo reclaman a los virtuosos— dijo con una sonrisa.
—Veo que has traído contigo a los príncipes. ¿Dónde los instalaremos a todos? Pero
ven. Uni ha puesto doseles junto al estanque. Comeremos y beberemos, y juzgaré el
valor de esos hombres. ¿Los has convertido en buenos jefes, Kamose, para que
puedas quedarte en casa mientras ellos llevan a cabo la campaña del año próximo?
¿Ya tienes planes para apoderarte de Het-Uart? ¿Y Tani? Tus informes no hablaban
de ella a pesar de que Ramose pasó cierto tiempo en el palacio. Son malas noticias,

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¿verdad?
Habían comenzado a caminar por el sendero que conducía al jardín. Aahotep se le
acercó y enlazó un brazo con el de su hijo. Detrás los seguía el resto del séquito
hablando animadamente. Kamose quería apartarse de ambas mujeres y correr hacia
los árboles bajo cuya sombra pasaban.
—Ahora no, Tetisheri —dijo tenso—. Éste no es el momento. ¿Por qué tienes la
cabeza tan dura? Yo, nosotros, todos necesitamos descansar. Hemos de darle las
gracias oficialmente a Amón, habrá que entregar recompensas y todos debemos
divertirnos antes de volver a pensar en el futuro.
—Perdóname —dijo Tetisheri, y él se detuvo y se volvió hacia ella, desesperado.
—No. Soy yo quien debe disculparse —consiguió decir—. Tienes razón. Las
noticias referentes a Tani son muy malas y ninguna de vosotras tendría que oírlas. Sin
embargo, esta noche debemos agasajar a los príncipes. Después os lo contaré todo.
Habían llegado al estanque y al agradable césped que lo rodeaba. Grandes doseles
los protegían del sol. Bajo su sombra había montones de almohadones. La familia se
instaló mientras Uni, con muchas reverencias, dirigía a los demás hacia los refugios
adyacentes. Aparecieron sirvientes cargados con bandejas cubiertas de fuentes,
servilletas y jarras. Los músicos ocuparon su lugar junto al estanque lleno de lirios.
Tetisheri se levantó y alzó una mano imperiosa. Al instante las conversaciones
cesaron.
—Príncipes de Egipto, jefes militares y amigos —empezó diciendo—. Os doy la
bienvenida al corazón de Egipto. Habéis logrado la victoria pasando grandes
sufrimientos y desesperanzas. Ahora es tiempo de celebrarlo. Comamos y bebamos
juntos y recordemos que si no fuera por la valentía de mi hijo Osiris Seqenenra, este
día sería igual a cualquier otro. Mi mayordomo.
Uni está a vuestra disposición mientras estéis aquí. ¡Larga vida y felicidad para
todos!
Se volvió a sentar entre una tormenta de aplausos. Los sirvientes comenzaron a
alejarse. Los músicos llenaron el aire de melodías.
Aahmes-Nefertari estaba en una silla. Ahmose, que se había hecho un nido de
almohadones a sus pies, se arrodilló y apoyó el rostro en el vientre de su mujer.
—¡Te he extrañado tanto! —murmuró cogiéndole la mano—. No sabes lo que me
alegra que esta criatura haya esperado para nacer a que yo llegara. ¿Tu salud ha sido
buena, hermana mía?
Ella le acarició la cabeza y luego lo alejó con suavidad.
—Ahmose, ¿acaso no te escribí un montón de papiros diciendo lo aburrido y
previsible que era este embarazo? ¿Y ahora que me ves tan gorda y poco atractiva,
todavía me amas? —Su mirada se encontró con la de Kamose.
¿Qué me estará diciendo?, se preguntó Kamose. Sonríe con la boca, pero no con

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los ojos. ¿Su salud no habrá sido buena? Un sirviente se inclinó ante ella ofreciéndole
comida y el lazo entre Aahmes-Nefertari y él se rompió.
Comió la fruta de su territorio, bebió su vino y sintió que recuperaba un frágil
equilibrio cuando su nariz se llenó con los olores de su infancia y sus oídos oyeron
las voces que significaron seguridad y paz para él durante sus años de crecimiento.
Ante él estaba la casa con las paredes encaladas protegiendo sus recuerdos, las
puertas invitando a habitantes que procrearían otros, pero supo que cuando se
levantara, cruzara el césped y entrara en su casa, ésta ya no lo reconocería. No había
cambiado. Era él quien se había alejado por el río con un oscuro deseo interior que
ahora exudaba por todos sus poros, una nube invisible que disminuía la gloria de la
tarde dorada y lograba que la multitud alegre que lo rodeaba pareciera una aburrida
pintura sobre un papiro quebradizo.
Observó a Ramose y a Nefer-Sakharu, sentados con las rodillas juntas bajo el
dosel donde los príncipes bebían y reían. Madre e hijo se inclinaban el uno hacia el
otro, con expresión solemne, hablando seriamente en murmullos. Su mirada se dirigió
a Ankhmahor, quien se golpeaba el tobillo con un dedo al compás de la música. A su
lado, su hijo Harkhuf le hablaba animado, y de vez en cuando el príncipe asentía o
sonreía, pero sus pensamientos no estaban en las palabras de su hijo. Kamose suspiró
en un esfuerzo por sacudir la tristeza que todavía lo envolvía, se irguió y pidió más
vino.
A medida que saciaban su apetito, los príncipes comenzaron a alejarse del dosel y
a acercarse uno a uno a presentar sus respetos a Tetisheri, ante quien se inclinaban y
cuyas manos besaban. Ella habló con todos, interesándose por sus familias,
preguntando qué división mandaban y lo que habían hecho, Kamose pensó que su
abuela era una gran señora, inteligente, indomable y orgullosa. Sin embargo, a pesar
de su estado de ánimo, no le pasó desapercibido que los príncipes Intef e Lasen,
después de intercambiar algunas palabras amables con su abuela, se acercaron a la
madre de Ramose y dedicaron el resto del tiempo a hablar con ella. Se puso en pie y
mandó llamar a Paheri, a Baba-Abana y a su hijo Kay, y se los presentó a su familia.
Al oír sus nombres las facciones severas de Tetisheri se relajaron. Los invitó a tomar
asiento e inició una animada discusión sobre Nekheb, la construcción de
embarcaciones y la estrategia de la lucha en el río. El estado de ánimo de Kamose
mejoró un poco. Se excusó y los dejó.
Por la tarde, los integrantes de la familia se reunieron en los aposentos de
Tetisheri. Akhtoy y un ocupado Uni habían logrado acomodar a los huéspedes y
designaron sirvientes para que los atendieran. Hor-Aha había cruzado el río para
informar que los medjay estaban instalados en su cuartel, contentos de estar de nuevo
en tierra firme. Ankhmahor se hizo cargo de los guardias de la casa, los puso bajo las
órdenes de los Seguidores y organizó las guardias antes de decidir que dormiría con

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sus hombres.
Ramose pidió que se le permitiera compartir las habitaciones de su madre y
después de algunas vacilaciones Kamose aceptó. Sabía que la pausa entre la petición
de Ramose y su concesión había dolido e intrigado a su amigo, pero algo en el modo
en que los dos príncipes se habían acercado a Nefer-Sakharu y la forma en que ella
los había saludado, le había preocupado. No podía definir la causa. Después de todo,
se dijo irritado, Teti era amigo de casi todos los príncipes al norte y al sur del Nilo.
Intef e Lasen conocían a su viuda desde hacía años. Debió de ser una alegría para ella
volver a verlos y sentirse en libertad de hablar de Teti con ellos y con Ramose, para
revivir viejos tiempos. No cabía duda de que ella no había podido encontrar mucha
paz allí, con la familia de quien había ejecutado a su marido. Pero esas motivaciones
no acababan de convencerle y su pequeña ansiedad no desaparecía.
Sin embargo, cuando recorrió los pasillos de la casa iluminados con antorchas y
Uni lo hizo pasar a los aposentos de su abuela, trató de hacerlos a un lado. El resto de
la familia ya estaba allí. Tetisheri estaba sentada junto a una mesa, con los pies
apoyados en un escabel, los dedos cubiertos de anillos curvándose alrededor de una
taza de vino. Frente a ella, Aahmes-Nefertari también ocupaba una silla. La
muchacha se había hecho quitar el maquillaje y el pelo negro le caía como una
cascada sobre los hombros. Estaba envuelta en un manto blanco y delgado que ella
mantenía pegado a su cuerpo, a la altura del vientre. Kamose pensó que parecía
cansada. Al verlo acercarse, ella le dirigió una sonrisa.
—Raa descubrió a Ahmose-Onkh arrastrando la serpiente de la casa por el salón
de recepciones —le contó—. Por suerte la sujetaba por detrás de la cabeza. Gritó
cuando Raa se la quitó de las manos y la arrojó al jardín. Podría haber mordido a ese
niño idiota. Ruego que la serpiente no se ofenda y se niegue a volver. Eso sería una
señal de mala suerte.
Una vez más, Kamose percibió la mirada que le dirigía, en parte especulativa, en
parte atemorizada, antes de que ella apartara la vista.
—La serpiente no lo mordió porque no es más que una criatura —comentó—. Y
volverá en busca de su leche por el mismo motivo. —Se sentó en el suelo junto a
Ahmose y apoyó la espalda contra la pared.
—No es un mal augurio, Aahmes-Nefertari —dijo Aahotep. Estaba sentada en un
banco frente a la mesa de cosméticos de Tetisheri, su larga trenza le caía hacia delante
por un hombro y colgaba sobre el pecho cubierto de tela roja—. Ahmose-Onkh se
está convirtiendo en un chiquillo malcriado. Ahora que has vuelto a casa, Ahmose,
quizá puedas imponerle un poco de disciplina.
—¿Yo? —preguntó Ahmose sorprendido—. ¿Qué puedo hacer yo con una
criatura de dos años? ¡Me aterroriza!
—Haz como si estuvieras adiestrando a un perro —aconsejó Tetisheri—.

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Prémialo cuando sea obediente. Castígalo cuando se porte mal y no haga caso. Un
amo perezoso e indulgente tendrá un perro desobediente y no creo que los niños sean
muy distintos a los perros. —Volvió su mirada severa hacia la infortunada Aahmes-
Nefertari—. Tú no eres perezosa, pero no cabe duda de que has sido muy indulgente
con el niño. También lo ha sido su niñera. De ahora en adelante, cada vez que lo
miréis debéis imaginar que tiene piel gris y una larga cola.
Todos rieron, pero se pusieron serios rápidamente. El momento de unión y
comprensión de la familia dio paso a un silencio de desconfianza, fruto de preguntas
no formuladas. Kamose pensó en la madre de Ramose, que había pasado mucho
tiempo con Ahmose-Onkh cuando llegó a la casa.
—Habladme de Nefer-Sakharu —pidió—. ¿Todavía sigue acongojada?
Aahotep se apresuró a contestar.
—¿Acongojada? —repitió casi con desprecio—. Si el malhumor y un deseo muy
definido de reclusión pueden ser interpretados como congoja, sí, todavía está
acongojada. No sé si recuerdas que tuvimos que alejarla de Ahmose-Onkh, Kamose.
Las sirvientas la oyeron criticándonos a todos ante él y nunca se sabe si lo que se le
dice a una criatura pequeña permanece en su recuerdo. Es una mujer muy poco
agradecida.
Y tal vez peligrosa, pensó Kamose. Pero no hizo comentarios. Los anillos de
Tetisheri golpearon la mesa.
—Basta de charla —dijo—. Queremos saber de Tani. Tú dictaste muchas palabras
respecto a la incursión de Ramose en el castillo de Apepa, Kamose, pero lo que no
dijiste nos ha causado muchas horas de preocupación. Dilo ahora.
Kamose la observó desde su posición en el suelo. Tetisheri lo miraba fijamente,
con la expresión cuidadosamente compuesta, pero él la conocía lo suficiente para
presentir la preocupación existente bajo las arrugas de su rostro curtido por la edad.
Eso aumentó su renuencia a hablar, pero tragó con fuerza, levantó las rodillas y
comenzó a repetir los acontecimientos que Ramose le había contado con tanto
resentimiento.
Sus palabras fueron como flechas que herían a cada uno de los que escuchaban y
se clavaban en ellos profunda y dolorosamente. Aahmes-Nefertari separó las manos
que tenía entrelazadas, las llevó a los brazos del sillón y comenzó a agarrarse con
fuerza a la madera dorada. Poco a poco el color desapareció de su rostro. Aahotep fue
hundiéndose con lentitud en el banco hasta que apoyó la frente en las rodillas. Incluso
Ahmose, que ya conocía el destino elegido por Tani, sintió el escozor de las palabras
de su hermano mientras éste explicaba el matrimonio de Tani con el enemigo, su
título de reina, el nombre que los setiu le habían puesto. Ahmose doblaba y alisaba el
borde de su shenti y mantenía la mirada clavada en el techo. La única que permanecía
inmóvil era Tetisheri, que apenas parpadeaba y cuyos ojos no se apartaban de la boca

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de Kamose. Pero éste tuvo la impresión de que el tiempo se llevaba consigo la
vitalidad de su abuela, convirtiéndola en una antigua carcasa en la que la vida la
había hundido.
No estaba seguro del tiempo que habló. Las palabras no podían modificar nada.
Por fin cerró la boca y los envolvió un pesado silencio.
Kamose esperaba una explosión de furiosa indignación por parte de su abuela,
pero cuando ella habló lo hizo con suavidad.
—¡Pobre criatura! —dijo—. ¡Pobre Tani! Fue a Het-Uart con tanto coraje, sin
saber qué sería de ella, decidida a permanecer fiel a la familia a pesar de todos los
tormentos a los que podía someterla Apepa. Pero no estaba preparada para una tortura
tan sutil que no le tocó el cuerpo y que no reconoció como un ataque a su inocencia.
¡Y pobre Ramose! Su alianza con esta familia ha sido para él una maldición.
Aahmes-Nefertari empezó a llorar.
—¿Cómo pudo hacer una cosa así? —explotó con tono histérico—. ¿Cómo pudo
entregarle su cuerpo a ese… a ese viejo reptil, al asesino de su padre, al blasfemo?
—Tranquilízate, Aahmes-Nefertari, o desfigurarás a tu hijo con tu violencia —le
aconsejó su madre. Había luchado por erguirse y se cogía la trenza con ambas manos,
como si se tratara de un salvavidas. Aahmes-Nefertari continuó sollozando.
—¡La idea de que nuestra sangre se mezcle con la de Apepa en alguna criatura
bastarda que Tani pueda tener me enferma! —dijo Aahotep en voz alta y con tanto
veneno que Kamose sufrió un impacto—. ¡No diré más! ¡No lo volveré a pensar! ¡No
puedo soportarlo! ¿Qué diría Seqenenra?
—Diría que Tani es una víctima de la guerra —contestó Kamose con dureza. Al
ver el excesivo rubor de las mejillas de su madre y el brillo poco natural de sus ojos
se levantó, cogió la taza de vino de manos de su abuela, se la llevó a Aahotep, la
rodeó con los dedos temblorosos de su madre y la ayudó a llevársela a los labios. Ella
bebió el vino y luego alejó a su hijo de un empujón.
—Es fácil para ti hablar así —dijo—. ¡Una víctima de la guerra! Todos somos
víctimas de la guerra y sin embargo hemos mantenido nuestra integridad. —El vino
brillaba en su boca. Algunas gotas colgaban temblorosas de su negra trenza—.
Vosotros, los hombres, podéis purgar vuestros sufrimientos con la acción. Marchar,
sudar, blandir vuestras espadas, hundir vuestro dolor con derramamiento de sangre.
Pero ¿y nosotras? Tetisheri, tu hermana, yo. ¿Cómo podemos librarnos de este dolor?
¿Podemos cazar? ¿Nadar? ¿Comer mucho? ¿Dormir muchas horas? —con un solo
movimiento echó atrás la cabeza, bebió todo el vino que contenía la taza y luego la
puso boca abajo en la mesa—. Esas amables actividades no son suficientes para
quemar un dolor que crece y sigue creciendo dentro del corazón. Sois afortunados,
hijos míos. Podéis morir matando.
Se levantó con torpeza, haciendo caer el banco al suelo, y se encaminó a la

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puerta. Los demás la observaban en un silencio lleno de asombro. Cuando Aahotep se
hubo ido, Tetisheri se aclaró la garganta.
—Tani es su hija —dijo—. Siente esto más que los demás, incluso más que yo.
Por la mañana lo verá con más cordura.
Pero Kamose, con el fiero discurso de su madre todavía resonando en sus oídos,
no estaba tan seguro. Volvió a fijar la atención en su hermana.
—Ahmose, llévala a sus aposentos y que Raa la acueste. Toma una cucharada de
miel, Aahmes-Nefertari, te tranquilizará y te ayudará a dormir. Ahora vete.
La muchacha asintió y permitió que su marido la ayudara a levantarse de la silla.
Había dejado de llorar. Juntos llegaron a la puerta.
—¿Puedo volver, Tetisheri? —preguntó Ahmose.
Ella lo miró durante largo rato y de repente su rostro se iluminó con una sonrisa.
—¡Claro! —dijo—. Hasta que llegues, tu hermano y yo no pronunciaremos una
sola palabra.
No lo dijo con sarcasmo. Ahmose asintió y él y Aahmes-Nefertari salieron. Uni
apareció bajo la puerta.
—¿Vuestra Majestad necesita algo? —preguntó.
—Sí. Trae más vino, dos tazas limpias y todos los dulces que hayan quedado de la
comida en el jardín —ordenó Tetisheri—. Y asegúrate de que Kares y Hetepet estén
con Aahotep. Dile a Kares que dentro de un par de horas me traiga noticias del estado
de su ama. Dile a Isis que me desvestiré sola esta noche. Puede acostarse. —El
mayordomo salió con una reverencia. Tetisheri se puso muy erguida y comenzó a
pasearse—. Me duelen las articulaciones. ¿Por qué me duelen si es verano? Por lo
general, sólo me sucede en las noches frías de invierno. ¡Ah Kamose! La noticia de
Tani ha borrado la alegría de tu victoria. Debemos traerla a casa cuando por fin mates
al impostor. Coge ese almohadón del suelo y ponlo en mi silla. Gracias. Tenemos
mucho de que hablar cuando vuelva tu hermano y los huesos de mi anciano trasero
sobresalen como los de la pelvis de un burro.
Continuó caminando de un lado a otro hasta que con un discreto golpe, Uni y otro
sirviente entraron y pusieron vino y dulces en la mesa. Ahmose regresó cuando éstos
se retiraban. La puerta estaba cerrada. Tetisheri se instaló en el sillón.
—¿Está dormida? —quiso saber.
—Todavía no, pero ya está más tranquila —contestó Ahmose. Cogió un plato y
una taza de vino y volvió a ocupar su lugar en el suelo. Kamose se le unió.
—Nos quitaremos a Tani de la cabeza —dijo Tetisheri con decisión—. No de
nuestros corazones ni de nuestras oraciones, por supuesto, pero no ganamos nada con
interminables insultos a Apepa y acusaciones a Tani. Quiero que me habléis de la
campaña y de la batalla. El oasis, la marcha por el desierto, el envenenamiento de las
fuentes de agua del oasis, todo. Esta tarde, Abana y Paheri me dieron una clara visión

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de la composición de la armada, de su moral y de sus propósitos, de manera que no
me aburráis con cosas que ya sé. Tienes buenos hombres, Kamose.
Los hermanos se miraron y luego levantaron sus tazas en un silencioso acuerdo.
—Te saludamos, abuela —dijo Ahmose con una sonrisa—. Realmente eres una
fuerza imposible de detener.
—¡No seas impertinente! —dijo ella mientras bebía, pero era evidente que el
comentario de su nieto le había agradado.
Ese gesto hizo más ligera la atmósfera sombría que reinaba en la habitación, que
de repente se convirtió en un refugio agradable. Las lámparas despedían un reflejo
constante, suavizando el rostro de Tetisheri, creando sombras cálidas y uniéndolos a
los tres. La comida en la mesa tenía un olor dulce que se mezclaba con el delicado
sabor del vino, y Kamose pensó cómo se acumulaban a lo largo de una vida los
recuerdos de simples placeres sensuales, que son, en definitiva, lo que proporcionan
cordura e integridad. No tenía hambre. Mientras Ahmose comía todo lo que tenía en
el plato y se volvía para servirse más, Kamose bebió su vino y comenzó a hacer un
recuento de todo lo sucedido desde que salieron de Weset. Había mucho que contar
que no había podido incluir en los informes regulares que dictaba. Tetisheri
escuchaba con atención, y a veces lo interrumpía bruscamente con preguntas.
Cuando Ahmose terminó de comer se unió al diálogo, y poco a poco Kamose se
dio cuenta de que había tomado las riendas de la conversación. Ni su hermano ni su
abuela parecían haberse dado cuenta de que él permanecía en silencio. Había entre
ellos una armonía desconocida hasta entonces. Ahmose hablaba con fluidez y
claridad, contestando a Tetisheri con sonrisas y gestos, y ella a su vez se animó, se
inclinó hacia delante y sus dedos envejecidos se movían como abanicos en el aire
quieto. Kamose los miraba sorprendido, pero poco a poco su sorpresa disminuyó y
volvió a experimentar esa sensación de trastorno que casi lo había acobardado al
llegar en la embarcación.
Se comprenden, pensó. Después de años de amable distanciamiento, de repente
han aprendido a respetarse. ¿Cuándo sucedió? ¿Y cómo? La abuela siempre había
juzgado a Ahmose como un muchacho dulce pero un poco necio, y Ahmose se
irritaba ante lo que él consideraba un modo de ser dominante. He perdido mi lugar en
su estima. He sido degradado. Los celos surgieron en su interior, pero desaparecieron
con la misma rapidez con que habían aparecido. Ya no formo parte de este lugar ni de
esta familia, pensó con tristeza. Soy un Tao, gobierno este territorio, pero el
muchacho que era ya no existe. Es como si él hubiera muerto y yo, esta imitación de
Kamose, hubiera llegado de algún lugar lejano para reemplazarlo. No es simplemente
la guerra lo que me ha cambiado. He cambiado, pero creo que he estado dirigiendo
mis pasos hacia este momento desde el día en que Si-Amón se suicidó. Los quiero a
todos, mis auténticos parientes, pero nunca podré volver a estar entre ellos.

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Volvió en sí y se dio cuenta de que la conversación había cesado y de que ambos
lo miraban inquisitivamente.
—Lo siento —dijo con esfuerzo—. ¿Qué decíais?
—La abuela te preguntaba qué planes tienes para la próxima estación —explicó
Ahmose—. Después de la acción de gracias y de las celebraciones vendrá la
inundación, ¿y entonces qué, Kamose?
Kamose había estado tan enfrascado en sus reflexiones que ignoraba si habían
hablado de la petición de Hor-Aha respecto a los medjay. Habló vacilante. A pesar del
vino que había bebido, estaba sobrio y terna la garganta seca.
—Los kushitas amenazan Wawat —dijo ordenando sus pensamientos—. Hor-Aha
quiere que llevemos una fuerza punitiva al sur para ayudarlos. Tal vez sea una buena
idea.
Tetisheri enseguida se puso en guardia.
—¿Por qué? —preguntó—. Deja que los salvajes resuelvan sus problemas. No
nos podemos permitir atraer la atención de los kushitas. No podemos abrir un nuevo
frente en el sur y dividir nuestras fuerzas.
—¿No crees que tenemos una deuda con Hor-Aha? —preguntó Kamose—. ¿Y si
no ayudamos a los medjay y desertan de nuestro ejército?
—Hor-Aha ha sido bien recompensado por su lealtad hacia esta casa al ser
promovido a general y al recibir un título de príncipe, además de habérsele prometido
un territorio para gobernar en el Delta —replicó Tetisheri—. Ésa fue una decisión
estúpida, Kamose. A la larga servirá para que te ganes la oposición de todos los
nobles egipcios.
—La madre de Hor-Aha era egipcia —le recordó Kamose—, y a pesar del color
de su piel, él se considera egipcio. En cuanto a la revuelta de los medjay, no me
preocupa. Es más probable que desaparezcan. —Enderezó las piernas, se levantó del
suelo y se sirvió más vino. Luego ocupó la silla que Aahmes-Nefertari había dejado
vacía—. No. Hay mejores motivos para hacer una incursión punitiva a Wawat y
rescatar a las familias de los medjay de sus desagradables vecinos.
—Teti-en —dijo ella enseguida. No era una pregunta sino una afirmación.
Kamose asintió.
—Él es uno de los motivos. Estás enterada del explorador que fue interceptado en
el oasis. Llevaba una petición de auxilio de Apepa a Teti el Apuesto. Es evidente que
la petición no llegó a su destino, pero si Teti-en se considera un aliado de Apepa no
podemos descartar que se produzca en algún momento un ataque desde el sur. Debe
de estar enterado de lo que ha estado sucediendo en Egipto.
—Pero sin duda lo sucedido lo mantendrá quieto —objetó Ahmose—. Ya hemos
hablado antes de esto, Kamose. Teti-en pudo haber intentado una pequeña incursión
en Egipto, tal vez incluso atacar Weset. Primero hubiera tenido que conquistar

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Wawat, pero tal vez lo habría logrado. Ahora que tenemos todo el país en nuestro
poder menos una ciudad y sus alrededores, ya es tarde para él. Su derrota sería
segura.
—De todos modos, no me gusta tener una amenaza a mis espaldas, por pequeña
que sea-contestó Kamose. —Pero hay un motivo más poderoso que me ha llevado a
decidir ayudar a los medjay—. Su taza estaba de nuevo vacía, aunque no recordaba
haber bebido. —Voy a reclamar las rutas del oro. Necesitamos oro, y mucho, para los
dioses, para nosotros si me coronan rey, para pagar a los príncipes y para volver a
edificar Egipto. No sabemos nada de los fuertes que nuestros antepasados erigieron
para salvaguardar las minas de oro; ignoramos si todavía continúan en pie, si las
tribus se han apoderado de ellos. A los setiu no les han interesado porque tienen el
oro y porque Teti-En tiene un tratado con ellos. Yo recuperaré esos fuertes.
—Así que ya estás decidido —dijo Tetisheri—. A los príncipes no les gustará.
Querrán volver a sitiar Het-Uart el próximo invierno.
Ahmose le dirigió una mirada de advertencia que Kamose no pasó por alto.
—¡Los príncipes no ven más allá de sus aristocráticas narices! —explotó—.
Harán lo que se les diga o sufrirán mi cólera. Tengo casi todo Egipto en mis manos y,
sin embargo, me siguen mirando por encima del hombro, temerosos de despertar una
mañana y descubrir que por arte de magia Apepa lo ha reconquistado todo. ¡Son unos
cobardes!
—Distanciarte de ellos podría significar perderlo todo —le advirtió Ahmose
enseguida—. Hay un punto medio entre mantenerlos seguros y obligarlos a hacer
todo lo que tú quieras, Kamose.
La furia de Kamose se evaporó y sólo contestó con un gruñido. Tetisheri se
levantó de la silla.
—Id a la cama —dijo—. Estoy muy cansada. ¿Iréis mañana al templo y
dispondréis los preparativos para la acción de gracias, Kamose?
—Sí. —Ahmose y él ya se dirigían a la puerta—. Felices sueños, abuela.
Tetisheri les hizo señas de que salieran y la puerta se cerró con suavidad tras
ellos.
El guardia apostado en el pasillo los saludó mientras caminaban hasta sus
respectivos aposentos.
—Has llegado a un acuerdo con Tetisheri —comentó Kamose cuando se
detuvieron frente a la puerta de Ahmose, antes de separarse.
Ahmose sonrió.
—Supongo que podría llamarse así —contestó—. Es más que una tregua. La
última vez que estuvimos aquí me armé de valor y fui a sus habitaciones para exigir
que me reconociera. Me recibió bien. Creo que hasta le causé respeto porque me
defendí. He tardado mucho tiempo en crecer. —Se encogió de hombros y dirigió una

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mirada astuta a Kamose—. Sin embargo, no debes temer, porque sigues siendo su
favorito. A mí siempre me juzgará y tendré que ofrecerle pruebas, sin esperanzas de
un veredicto final.
Sus palabras hicieron que Kamose se sintiera mezquino. Le devolvió la sonrisa a
su hermano y se alejó.
Entró en sus habitaciones y permaneció unos instantes empapándose de su
familiaridad. Hacía muchos meses que no se acostaba en ese lecho, que no se sentaba
en ese sillón, que no observaba a su sirviente personal subiendo las cortinas de la
pequeña ventana. Había deseado estar allí, hasta el punto de que en su imaginación
muchas veces cerraba la puerta y se volvía a mirar los objetos que le hablaban de su
verdadera identidad, y en cuyo mudo abrazo podría pensar en Tani y hasta llorar por
ella. Y ahora que su reconfortante fantasía se había hecho realidad, la invitación
estaba allí, pero no deseaba aceptarla. No estoy listo, se dijo con resignación.
Dormiré en el camarote de la embarcación. Cogió su almohada y una manta, apagó la
lámpara que Akhtoy había dejado encendida y salió de la casa con la intención de
dirigirse al embarcadero. Pero de alguna manera, sus pies tomaron el sendero que
llevaba al muro que rodeaba el viejo castillo y a la columnata de la entrada.
La oscuridad lo envolvió pero no la temía, como tampoco temía a los escombros
ni a las traicioneras cavidades que esperaban para torcer tobillos o romper huesos.
Las vastas habitaciones no tenían secretos para él. Susurró un saludo reverente a los
fantasmas que habitaban aquellos majestuosos espacios y luego subió la polvorienta
escalera para salir por fin al tejado. Apartó las pequeñas piedras sueltas, dobló la
manta y se acostó en ella. Durante largo rato permaneció contemplando las estrellas,
que eran como puntos de plata en la negrura del cielo. Con lentitud, su mente se
vació. La paz que sabía que no encontraría en ninguna parte salvo allí, en aquella
melancólica ruina, comenzó a cubrirlo, y por fin suspiró, cerró los ojos y se durmió.
En cuanto el sueño empezó supo lo que era y a pesar de estar dormido cayó en
una jubilosa anticipación. Se encontró de pie en el lugar donde creía estar acostado,
en una luminosa mañana de verano. Más allá del borde del tejado del palacio, las
copas de las palmeras se mecían en el viento y alcanzaba a ver trozos del río, cuya
superficie brillaba al sol. Pero no era el paisaje lo que le fascinaba. Un fuerte impulso
lo obligaba a volverse hacia el lugar donde se erigía el templo de Amón. Sabía, en
alguna parte de su mente dormida, que no se podía ver el canal que llevaba al atrio
exterior, pero su mirada lo encontró con toda facilidad. Esperó, casi sin respirar.
Ella salió de las leves sombras del pilón y comenzó a caminar por el borde del
canal del dios. Tenía la cabeza baja. En una mano sostenía un arco y una flecha,
ambos resplandeciendo con el brillo del oro, y en la otra una gran espada de plata con
punta de oro. Sus vestiduras eran militares: un corto y vulgar shenti de hilo, un ancho
cinturón de cuero, sandalias de cuero y un gorro de cuero que ocultaba su pelo. La

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última vez que la vi también llevaba armas, pensó Kamose sin aliento, pero eran mías
y se alejaba. Esta vez se acerca. ¡Si mira hacia arriba, podré verle el rostro! Corrió
hasta el extremo del tejado y miró hacia abajo, con el corazón palpitante, tenso y fijo
en la visión que acababa de llegar al sendero del río y que ya iba hacia él. Cerró las
manos convirtiéndolas en puños y deseó que ella levantara la cabeza, pero continuaba
mostrándole sólo la parte superior de su casco y su largo y exquisito cuerpo a medida
que caminaba entre la luz y las sombras.
Estaba casi frente a él cuando Kamose vio una caja en el polvo, junto al sendero,
con la tapa abierta para revelar su contenido. Por un instante Kamose olvidó a la
mujer, porque en el interior de la caja, en un lecho de damasco, estaban los símbolos
reales. La luz se movía con lentitud sobre las curvas de la Doble Corona blanca y
roja, y lanzaba destellos en el oro, el lapislázuli y el jaspe del cayado y del látigo que
descansaban a ambos lados de la corona. Mientras los miraba, casi en trance, dos pies
calzados con sandalias entraron en su campo de visión. La mujer acababa de
detenerse. Va a coger la caja, pensó Kamose excitado. Me la va a traer. La mujer se
inclinó y puso las armas con actitud reverente a ambos lados de la caja, y luego alzó
los brazos desnudos e hizo una pronunciada reverencia a los sagrados símbolos de los
reyes de Egipto. Pero no los tocó. Se enderezó, se volvió y entró por el amplio
agujero del muro del palacio, donde antes estaba la entrada principal, y desapareció
de la vista de Kamose.
Con una exclamación, se dio la vuelta y se dirigió a la escalera que conducía a las
habitaciones de las mujeres con la intención de correr y encontrarse con ella, pero al
dar el primer paso le sobrevino una parálisis que le impidió moverse. Apretó los
dientes con ansiedad y tuvo que esforzarse para lograr que sus pies le obedecieran.
Imaginó que la oía entrando en la penumbra. La mujer estaba en la escalera. La subía
con paso suave y seguro. ¡Viene hacia mí!, gritaba Kamose en silencio. Por fin se
cumplirá el mayor deseo de mi corazón y cicatrizará la herida de mi alma. Te he sido
fiel, misteriosa mensajera del dios. No he deseado más abrazo que el tuyo. ¡Cúrame!
¡Cúrame!
Ella acababa de llegar al tejado. Apoyó una delicada mano en el muro. Flexionó
una rodilla morena. Él pudo ver su rostro, la mirada de unos ojos oscuros y
almendrados, la curva de una mejilla. Ella le cantaba con voz aguda como la de un
pájaro. Y entonces Kamose se despertó jadeante, agarrándose al muro del tejado con
ambas manos en un amanecer sin viento. Tenía los pies enredados en la manta. Las
aves revoloteaban a su alrededor, llenando sus oídos con sus melodías matinales
mientras se alimentaban. Confuso y dolorido por la pérdida, completamente sudado,
se encaminó a trompicones al lugar desde donde podía mirar la entrada del viejo
muro. Por un momento creyó ver la caja todavía junto al sendero, pero cuando
parpadeó, comprobó que allí no había más que tierra pisoteada, hierba y el fresco

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fluir del río. Cayó de rodillas.
—¡Amón, no! ¡Amón, no! —gimió una y otra vez, hasta que el dolor de su ka
silenció su lengua y sólo pudo mecerse rodeándose el cuerpo con los brazos mientras,
a sus espaldas, el sol se libraba del desierto horizonte y comenzaba a llenar el aire con
su fuego.
Tenía la intención de bañarse y luego dirigirse al templo para saludar a
Amonmose y hablar con él respecto al gran acto de acción de gracias, pero caminó
por el jardín hasta que hubo cesado de temblar y se le aclaró la mente. La casa
despertaba cuando se encaminó a los aposentos de su hermana. A su paso se
inclinaban los sirvientes cargados de prendas de Uno limpias, jarros de agua y
bandejas que despedían el olor del pan recién cocido. La guardia cambiaba y los
soldados nocturnos entregaban con cansancio sus puestos a los de la mañana. Las
escobas levantaban polvo. Las puertas estaban abiertas. Kamose oyó el ladrido
profundo de Behek que le llegaba desde alguna parte del exterior.
Al llegar a la puerta de Aahmes-Nefertari, Kamose llamó. Instantes después la
puerta se abrió y Raa lo miró con expresión inquisitiva.
—¿Mi hermano está aquí? —preguntó Kamose.
La sirvienta negó con la cabeza.
—No, Majestad. Su Alteza acaba de bajar a nadar al río.
—Si Aahmes-Nefertari está despierta, quiero hablar con ella. Por favor,
anúnciame.
Raa se inclinó ante él y cerró la puerta. Kamose esperó. Luego la sirvienta lo hizo
pasar y salió al pasillo, y Kamose se acercó al lecho de su hermana.
La habitación daba al este, lo mismo que todos los dormitorios de la familia, para
que pudieran disfrutar del sol suave de la mañana y para que el calor de la tarde no
pudiera penetrar. Raa ya había ordenado la habitación y levantado la cortina que
cubría la pequeña ventana, de manera que un rayo de luz blanca cruzaba el suelo de
baldosas azules y llenaba la habitación con una luz agradable. Había una silla, en la
que estaba la túnica que Aahmes-Nefertari usaría aquel día, un poco alejada de la
ventana y cerca de ella estaba abierta la mesa de cosméticos, que exhibía los botes y
frascos que contenían el perfume y los útiles de maquillaje de su hermana. Debajo de
la mesa había un pulcro par de sandalias. En un rincón, el sagrario de Sekhmet, la
diosa leona, estaba cerrado, y el incensario lleno de ceniza gris, pero junto al lecho
había una pequeña imagen de Bess, gorda y sonriente, protectora de las familias.
Kamose la recordaba. Bess ocupaba un lugar de honor en los aposentos de Tetisheri
hasta que debió proteger a la integrante embarazada de la familia, y Kamose, que
tenía tres años cuando nació Ahmose, recordaba haber visto a Bess en idéntico lugar
junto al lecho de su madre. El recuerdo incluía la risa de su padre y Kamose apartó de
su mente a Si-Amón para no emocionarse.

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Su hermana todavía estaba en la cama, recostada en almohadones y bajo un
desorden de sábanas, con el rostro somnoliento y el largo pelo cubriéndole los
hombros. Le tendió una mano y él se acercó, pero la sonrisa de bienvenida de ella se
borró al verle el rostro.
—¡Kamose! —exclamó—. ¿Qué has estado haciendo? ¿Te emborrachaste
anoche? —Lo volvió a mirar con detenimiento y su sonrisa volvió—. Has dormido en
el viejo palacio, ¿verdad? Estás cubierto de polvo.
Cogió la mano que ella le ofrecía y la besó con ternura.
—Tienes razón —admitió—. Me encanta el viejo palacio. Voy allí para tener
intimidad y para pensar, Aahmes-Nefertari. ¿Te encuentras bien esta mañana?
Ella hizo una mueca.
—Estoy bien, pero muy incómoda. Espero impaciente la hora en que esta criatura
se decida a nacer. ¡Me encuentro tan fea! Y a menudo siento tanta pereza que ni
siquiera me levanto.
Kamose alzó las cejas.
—Ahmose te adora —dijo—. Nunca serás fea para él. Y en cuanto a la pereza,
¿para qué te vas a levantar hasta que asistas a mi gran ceremonia de acción de
gracias?
Ella suspiró y se echó hacia atrás.
—Sí —asintió—. La ceremonia de acción de gracias. Ha sido un año maravilloso,
¿no crees? Se han concebido hijos, ganado batallas y tú y Ahmose estáis en casa otra
vez. —Se mordió los labios—. Pero Tani… Cuando me he despertado no me
acordaba, pero luego volvió a mi memoria y todavía estoy furiosa. El enfado no se
me pasó durmiendo. Trato de sentir el amor que en un tiempo le tenía, pero ha
desaparecido. Ya ni siquiera le tengo lástima. Nos ha traicionado a todos. Supongo
que imaginé que Ahmose y tú venceríais a Apepa y rescataríais a Tani, que todos
volveríais a casa triunfantes, que ella se casaría con Ramose y que todo sería como
antes. Pero ya nunca lo será. Estaba vagando en un sueño infantil, pero se me ha
borrado. He crecido en una sola tarde.
Sus palabras eran idénticas a las de su marido. Kamose la escrutó detenidamente.
Sin duda había algo distinto en ella, tal vez en los ojos. Estaban tan claros como
siempre pero su brillo parecía haber adquirido cierta dureza.
—Trata de no amargarte —dijo con rapidez y ella rió. Fue un sonido duro.
—¿Amargarme? ¿Y lo dice el rey cuya sed de venganza ha desangrado a Egipto
como si se tratara de un toro ofrendado para el sacrificio? No te alarmes, Kamose —
añadió cambiando súbitamente de expresión—. Fue un medio para lograr un fin y
todos lo reconocemos como necesario. Egipto ahora renace. Por ello mereces todos
los honores. Pero no puedes negar que hay mucha amargura en tu corazón.
Kamose negó con la cabeza.

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—No lo niego, Aahmes-Nefertari. Perdona mis palabras condescendientes.
Permanecieron un rato en un silencio lleno de los últimos coros del amanecer y
del lejano murmullo de las voces de los jardineros que habían comenzado su trabajo
matinal. Por fin Aahmes-Nefertari dijo:
—No vienes con mucha frecuencia a mi habitación, Kamose. ¿Querías hablarme
sobre algo en particular?
—Sí. —La miró directamente a los ojos—. Quiero que me digas lo que me estás
ocultando.
—¿Qué? —Parecía sorprendida, pero Kamose creyó ver un brillo, tal vez un
espasmo de miedo en su rostro y en el movimiento de sus dedos en la sábana
arrugada.
—Tú lo sabes —dijo con dureza—. Lo he visto dos veces en tus ojos desde mi
regreso. Dos veces en un mismo día, Aahmes-Nefertari. Por favor, te pido que no me
mientas.
Ella frunció los labios.
—Trato de no mentir nunca, Kamose. En realidad, no estoy segura de saber a qué
te refieres.
—Entonces permite que te ayude. Confiaré en ti, hermana, y a cambio me lo dirás
todo. ¿De acuerdo?
Ella asintió, vacilante.
Kamose se levantó del lecho y se dirigió a la ventana. Ahora que había llegado el
momento de quitarse aquel peso de encima, le resultaba difícil empezar. Mantuvo el
rostro apartado de ella.
—Era más feliz cuando estaba solo —se aventuró a decir en voz baja—. Aun
cuando éramos niños, a pesar de que os quería y jugaba, cazaba y me bañaba, había
algo en mi interior que sólo se sentía bien en un lugar solitario.
—El viejo palacio —sugirió ella—. Cuando éramos niños y papá nos advertía que
nos mantuviéramos alejados de él, tú lo desafiabas.
Kamose se volvió para sonreírle.
—Sí. Pero lo que quiero que comprendas no es mi necesidad de soledad. Es mi
continua renuencia a casarme, a tomar una esposa. Sin duda se relaciona con mi
deseo de vivir una vida de celibato, pero no es el motivo principal. No soy virgen,
Aahmes-Nefertari. Tampoco me negué a casarme contigo, a pesar de que era mi
derecho, porque te encontrara desagradable. ¡Ni mucho menos! No podía
considerarlo, querida mía, a causa de otra mujer.
—Pero Kamose…
Él alzó una mano.
—Espera. Esta mujer no es de carne y hueso. Me visita, pocas veces, en mis
sueños. Fue ella quien me indicó cómo debía organizar la rebelión después de que

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Apepa vino a dictar nuestra sentencia y toda esperanza parecía perdida. Antes de eso
solía pensar que no era más que la personificación de todo lo que quería, la mujer
perfecta creada por los deseos de mi ka, pero nada más.
Hizo una pausa y miró el jardín bañado por el sol. Una cosa es llegar a la
conclusión de que me ha sido enviada por el mismo Amón, reflexionó, y otra muy
distinta, expresar en palabras esa deducción. Resulta aterrador tener pruebas de que
me encuentro bajo el escrutinio directo de un dios, a pesar de que le rezo todos los
días.
—No la había vuelto a ver hasta anoche —continuó diciendo—. Durante los
meses de campaña la extrañé y la deseé como si se tratara de una amante. Nunca le he
visto el rostro, Aahmes-Nefertari. Sólo el hermoso cuerpo delgado y el pelo
magnífico. Pero he llegado a creer… —Se volvió hacia ella. Aahmes-Nefertari lo
miraba asombrada—. He llegado a creer que viene a mí con los mensajes del mismo
Amón. Te diré lo que hizo anoche y luego tú interpretarás sus acciones. Tengo la
sensación de que podrás hacerlo.
—Pero Kamose, no soy sacerdotisa, no soy una de las Purificadas —protestó
Aahmes-Nefertari—. Deberías acudir al templo para que te den una interpretación.
A Kamose sus palabras sólo le parecieron una desesperada defensa. Sonrió y las
ignoró. Le contó el sueño detenidamente, sin prescindir de ningún detalle, y a medida
que lo volvía a vivir se sintió invadido por tanta tristeza y frustración que varias veces
se vio obligado a dejar de hablar. A medida que él continuaba, Aahmes-Nefertari se
iba agitando cada vez más, hasta el punto de que cuando terminó de hablar estaba
sentada muy recta, estrujando la sábana con ambas manos.
—Y ahora —dijo Kamose acercando una silla al lecho—, he confiado en ti,
querida. Te ha llegado el turno de ser honesta conmigo.
Esperaba otra negativa y hasta las lágrimas a las que ella era tan afecta, pero poco
a poco Aahmes-Nefertari fue soltando la sábana y relajándose. Cruzó los brazos sobre
su vientre hinchado.
—La gente cree que no eres perceptivo porque casi siempre estás callado —dijo
después de una larga pausa—. Creen que estás continuamente enfrascado en ti mismo
y que no oyes las palabras que vuelan a tu alrededor y menos aún el significado
semioculto que hay detrás de una mirada o un gesto. —Suspiró—. Eres un hombre
inteligente, Kamose. Un gran guerrero con una integridad y una disposición que te
hacen fácilmente respetable, pero difícil de amar. Por supuesto que no me refiero a la
familia. Parece que hemos subestimado tus poderes de percepción. Perdónanos por no
querer causarte más dolor.
Kamose se dio cuenta de que estaba buscando una manera de expresar algo
horrible.
—Continúa —dijo tenso.

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—El invierno pasado, cuando estuviste aquí, antes de zarpar de nuevo hacia el
norte, Amonmose hizo dos sacrificios en tu nombre, un toro y algunas palomas. La
sangre del toro estaba enferma y las palomas estaban podridas por dentro. Amonmose
se angustió. Fue al oráculo de Amón para pedirle una explicación.
A Kamose comenzó a dolerle el estómago.
—Esos sacrificios —preguntó—, ¿eran por mi éxito en las batallas o sólo por mí?
Ella tragó audiblemente.
—Sólo por ti. El oráculo se pronunció y Amonmose, uno de los Purificados, lo
interpretó. ¡Oh, Kamose! —explotó apasionadamente—. ¡Ya sabes lo que son los
oráculos! ¡Ocultan sus mensajes en un lenguaje oscuro que con toda facilidad se
puede leer equivocadamente! ¡Por favor, prométeme que tomarás con ligereza lo que
voy a decir!
—Eso depende de lo que sea y si está o no de acuerdo con mi interpretación del
sueño —contestó él—. ¿Por qué estás enterada de todo esto?
—Una tarde, junto al estanque, oí hablar del tema a mi madre y a mi abuela.
Creían que estaba dormida. Suponen que soy superficial, que no me interesa lo que
oigo y mucho menos analizarlo.
—Lo siento —dijo Kamose con suavidad y ella se encogió de hombros.
—No tiene importancia. Ahmose sabe que no es así y es lo único que me importa.
—¿Le has contado lo del oráculo?
—No. Es mejor.
—¿Y cuál fue el pronunciamiento del oráculo? —No lo quería escuchar. Ahora
que había llegado el momento vacilaba, y sabía que las palabras serían ciertas y su
destino inexorable.
Aahmes-Nefertari miró sus brazos cruzados.
—Hubo tres reyes, luego dos, luego uno antes de que se cumpliera la obra del
dios —dijo casi en susurros—. No es muy difícil de comprender, Kamose.
—No —convino él tras unos instantes, súbitamente consciente de que la
habitación se estaba recalentando a medida que el sol se alzaba en el firmamento, a
pesar de que tenía los pies y las manos muy fríos—. La vi detenerse junto a la caja. El
corazón me dio un salto dentro del pecho. Creí que después de depositar las armas
reales, tomaría los símbolos del poder y me los entregaría. La lucha casi ha
terminado, me dije en mi sueño. Pronto me coronarán bien amado de Ma’at, Señor de
las Dos Tierras y los Dos Reinos. Pero dejó la caja allí. Se me acercó con las manos
vacías… Nunca me sentaré en el trono de Horus, ¿verdad, Aahmes-Nefertari? Nunca
usaré la Doble Corona. Esa gloria le pertenecerá a Ahmose. Entonces, ¿moriré
pronto?
Aahmes-Nefertari apartó la sábana, se acercó al borde del lecho, se inclinó hacia
delante y lo abrazó.

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—Tal vez ese «uno» a que se refiere el oráculo tampoco sea Ahmose —dijo—.
Tal vez sea Ahmose el que muera.
La abrazó con fuerza en reconocimiento de la generosidad de sus palabras, pero
negó con la cabeza contra la mejilla cálida de su hermana.
—Eso no concuerda con mi sueño —dijo—. No. Ahmose y yo, juntos, casi
hemos completado el trabajo de liberar Egipto, pero será privilegio suyo y no mío
reclamar el último premio. —La apartó con suavidad y se levantó—. Gracias por
decírmelo. Gracias por no tratarme como Tetisheri y Aahotep te tratan a ti. Quiero
pedirte algo. —Ella lo miró intrigada—. Por favor, no compartas esta conversación
con Ahmose. Ambos sabemos que no lo convertiría en un hombre arrogante, pero se
preocuparía mucho por mí. —Logró esbozar una sonrisa mientras la besaba y se
dirigía a la puerta—. ¡Te quiero, hermana!
—Y yo a ti, Kamose. —Lo miraba de frente, como un intercambio entre iguales.
Kamose se sintió algo reconfortado al cerrar la puerta a sus espaldas, y se
encaminó a sus habitaciones.

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Capítulo 13
La acción de gracias a Amón por la inspiración y la ayuda prestada a la casa de Tao
que culminó con la gran victoria en el desierto, cerca de Het-Nefer-Apu, fue la
celebración más suntuosa que se recordaba. El oro de los barcos del tesoro
capturados, que había sido almacenado en el templo, fue utilizado por Kamose para
asegurarse de que no se reparara en gastos en la ceremonia y en la fiesta que le
siguió. El homenaje que él mismo realizaría, ante los millares de personas que se
esperaba que llenaran el atrio exterior y los pocos y selectos invitados que estarían de
pie en el atrio interior, se celebraría a última hora de la tarde, pero durante la mañana
elegida, Kamose, sencillamente vestido con un shenti, un gorro de lino y sandalias,
caminó en el silencio que precede al amanecer para saludar a Amón en un acto de
especial deferencia.
Cuando Kamose lo recorrió, el sendero del río estaba desierto, y en ese silencio
expectante que precede a la salida del sol, llegó al canal y dobló por su plácida orilla.
Delante se alzaban los pilones gemelos, formas oscuras contra un cielo todavía
hundido en la noche a pesar de que las estrellas se iban borrando, y los muros que
encerraban el sagrado recinto corrían hacia ambos lados y se perdían en la penumbra.
Pero un punto de luz bailaba en el atrio exterior. Al llegar hasta él, Kamose hizo una
reverencia y Amonmose se inclinó brevemente.
—¡Purifícate! —pidió mientras le pasaba la lámpara a un acólito y, obediente,
Kamose siguió al muchacho bajo los pilones hacia el lago sagrado, con su tranquila
superficie negra. Allí se quitó la ropa y caminando por una de las cuatro rampas de
piedra que conducían hasta el agua, sumergió en ella todo su cuerpo, permitiendo que
el líquido le entrara en los ojos y la boca. Al salir recibió ropa limpia de manos del
muchacho, se secó con rapidez, se puso las sandalias y volvió al lugar donde lo
esperaba el Sumo Sacerdote.
—Estoy purificado —dijo.
Amonmose hizo un gesto. Kamose lo siguió a través del desierto atrio exterior y
entraron en el atrio interior.
Allí, el tejado impedía la entrada de otra luz que no fuera la de los rayos del sol al
ponerse, y a esa hora la oscuridad estaba iluminada por antorchas. Los sacerdotes de
menor jerarquía acababan de finalizar la procesión hasta el altar del centro, con sus
ofrendas de comida, cerveza, vino, aceite y flores, que eran purificadas rodándolas
con agua del lago sagrado y consagradas con incienso. Kamose hizo una profunda
aspiración. El templo, lo mismo que el viejo palacio, siempre le hablaba a aquella
parte de su ser que necesitaba la cordura de las órdenes divinas y la seguridad de la
continuidad. En aquel momento, rodeado del perfume de flores frescas y del olor
entre dulce y ácido del incienso, sintió que se relajaba. A sus espaldas oyó que se

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reunía el coro del templo, una serie de murmullos y algunas toses, pero no se volvió.
A la luz de las antorchas, Amonmose se acercó al santuario, su larga túnica blanca
resplandecía y la cabeza de leopardo, cuya piel tenía sobre un hombro, le golpeaba
con suavidad una cadera. Al llegar a la puerta hizo una pausa, esperando la señal del
acólito que estaba en el tejado del templo y que le indicaría que el sol acababa de
aparecer en el horizonte. Al poco se oyó el grito. Entonces, Amonmose rompió el
sello de las puertas y las abrió de par en par. Enseguida se iniciaron los cánticos de
los sacerdotes:
«¡Elévate, gran dios, en paz! ¡Elévate hermosamente en paz!».
El coro reunido detrás de Kamose respondió y su música resonó en la habitación.
«¡Has salido! Estás en paz. Elévate hermosamente en paz. Despierta a la vida,
dios de esta ciudad».
Una vez más se oyó la voz del solista y de nuevo el coro le replicó.
«Tu frente despierta en la belleza, ¡oh, radiante rostro que no conoce la cólera!».
Amonmose hizo una seña y Kamose entro con el a la presencia de Amón.
En el santuario, el pequeño y secreto corazón del templo, Amón estaba sentado
sonriendo con bondad, las llamas anaranjadas de las antorchas deslizándose como
aceites preciosos sobre su piel dorada. Las dos plumas de avestruz que recordaban su
antigua personificación como el Gran Graznador salían delicadamente de la corona
que le rodeaba la frente. Con las manos en las rodillas miraba a Kamose como si lo
reconociera. A su izquierda, la barca sagrada en la que hacía sus poco frecuentes
viajes descansaba en su pedestal. A su derecha, el cofre de cedro exquisitamente
tallado que contenía los utensilios que Amonmose necesitaba para llevar a cabo las
abluciones del dios, y otro altar en el que estaban los ofrecimientos de la tarde
anterior.
Con rapidez, Kamose se inclinó a besar las manos y los pies de la estatua y luego
retrocedió. Amonmose, en un gesto ritual que estaba lleno de afecto, abrazó al dios,
llevando así su alma desde el cielo a su lugar en el templo. Cantó cuatro veces con
suavidad: «Adoro tu Majestad con las palabras elegidas, con las oraciones que
aumentan tu prestigio, en tus grandes nombres y en las sagradas manifestaciones bajo
las que te revelaste el primer día del mundo», y los devotos saludos eran
acompañados por las voces del coro.
Amonmose comenzó las tareas de su cargo, retirando los ofrecimientos de la
noche y reemplazándolos con los regalos que estaban en el altar del atrio interior,
lavando, pintando y vistiendo al dios y presentándole los retales de lino blanco, azul,
verde y rojo que representaban la totalidad de Egipto. Al amparo de los movimientos
del Sumo Sacerdote y de la música que surgía del santuario, Kamose habló en voz
baja.
—Mi Señor, protector de Weset y sostén de mi familia —dijo con un nudo en la

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garganta—. Reconozco tu omnipotencia, Venero tu benigno poder. Hoy vendré a ti
con toda la pompa y con la vestimenta de mi cargo, pero ahora estoy humildemente
frente a ti, como tu hijo. Te agradezco la victoria que has querido regalarle a mi
ejército. Te agradezco los sagrados sueños que me has enviado y por los que me has
hecho conocer tus deseos. Te agradezco el privilegio de limpiar de este país la
mancha de pies extranjeros para que puedas caminar por la tierra de Egipto sin dolor,
y te prometo que si me das Het-Uart te elevaré sobre todos los dioses y que todas las
rodillas en Egipto se hincarán ante tu gloria.
Pero no te agradeceré por tu oráculo, dijo para sí. Tal vez algún día Ahmose tenga
motivos para estar donde estoy yo ahora y rendirte homenaje por tus palabras, pero tu
deseo me parece difícil. ¡Oh, Poderoso!, aunque, por supuesto, es justo. Perdóname
este pequeño rincón de miedo que anida en mi alma.
Observó a Amonmose a través del agradable humo del incienso gris mientras
cogía el recipiente de alabastro lleno de aceite, introducía en él el dedo meñique de la
mano derecha y tocaba con gesto reverente la frente del dios, para que estuviera
protegido de todo mal y de influencias impuras y pudiera realizar su divino trabajo
sin impedimentos. Hizo la ofrenda de las sales, cinco granos de natrón de Nekheb,
cinco granos de resina, cinco granos de sales inferiores. Permite que llegue hasta aquí
con la Doble Corona sobre mi cabeza para santificar mi divinidad, a pesar de ese
espantoso oráculo, pensó Kamose apasionado. ¡Ten piedad de mi agonía, Amón!
Concédeme el último premio a las noches sin dormir y a los días llenos de muertes.
Pero en la leve y enigmática sonrisa del dios, no leyó ningún cambio, ninguna
sensación de que el poder que llenaba el santuario se ablandara.
Amonmose casi había completado los ritos de la mañana. Varias veces roció el
suelo y las paredes del santuario con agua sagrada antes de velar el rostro del dios.
Vació sobre el suelo el incienso sin usar. Con una escoba en la mano, el Sumo
Sacerdote comenzó a salir de la habitación retrocediendo y mientras lo hacía iba
barriendo las huellas de sus pasos. Kamose, con una última mirada al ser sublime que
de alguna manera se había convertido también en el compañero de su alma, precedió
a Amonmose, quien cerró con llave las puertas y las volvió a sellar con arcilla. Los
cantantes callaron, se prosternaron ante las puertas y comenzaron a dispersarse.
Amonmose se volvió hacia Kamose y sonrió.
—Ven a la sacristía, Majestad —dijo—. Tengo algo que mostrarte.
El atrio exterior estaba ya bañado por el sol límpido de las horas tempranas y el
cielo era de un azul delicado. A Kamose le hacía ruido el estómago. De repente se
sentía hambriento, pero acompañó al Sumo Sacerdote a una de las pequeñas
habitaciones laterales que rodeaban la parte interior del atrio. Un acólito esperaba
para librar a Amonmose de la piel de leopardo. Amonmose se la quitó, se encaminó a
una de las grandes cajas de almacenaje que había contra la pared, levantó la tapa y

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sacó un collar. A pesar de no estar iluminado por una luz directa, resplandecía.
—Los joyeros de Amón se han tomado la libertad de hacer diez como éste —le
dijo a Kamose—. Amón decretó la victoria para ti. Por lo tanto, los hombres
trabajaron con la certeza de que querrías conceder el Oro de los Favores a aquellos
que, bajo tu mando, se hayan distinguido.
El Oro de los Favores. Durante unos instantes Kamose ni siquiera pudo hablar.
Cogió el pesado collar de manos de su amigo y lo miró emocionado. Cada uno de los
gruesos anillos de oro tenía una intrincada filigrana. Kamose sabía la cantidad de
horas de trabajo que suponía realizar un tesoro semejante.
—No sé cómo agradecértelo, Amonmose —dijo con voz ronca, volviendo a poner
el collar en manos del Sumo Sacerdote—, ni el Oro de los Favores ni el Oro de las
Moscas ha sido concedido desde que los que ahora vivimos tenemos memoria. Sólo
puedo prometerte que dentro de los cofres de Amón caerá mucho más oro del que te
imaginas. —Rodeó a Amonmose con sus brazos—. Envíaselos a Akhtoy. No te quepa
duda de que los distribuiré en la fiesta de esta noche. Lleva contigo a los artesanos.
No es una costumbre aceptada que simples artesanos sean invitados a una ocasión tan
solemne, pero deseo reconocer públicamente la fe que tuvieron en mí.
En aquel instante de intimidad se sintió tentado de confiar su problema al Sumo
Sacerdote, de interrogarlo acerca de las palabras del oráculo, de poner en palabras sus
inseguridades, pero mantuvo la boca cerrada. Le gustara o no, entre él y el hombre
que lo miraba sonriente, existía un abismo de sangre y de posición, pequeño pero
imposible de cruzar. Se despidió de él, cruzó el atrio y salió de las sombras de los
pilones al fuerte calor de la mañana de verano.
Por la tarde, vestido con telas recamadas en oro, una corona de oro y lapislázuli
sobre la peluca, y el pectoral real descansando sobre su pecho moreno, fue llevado al
templo entre la multitud casi histérica que llenaba el camino del río. Detrás, sus
mujeres se balanceaban en las literas, las cortinas levantadas por orden suya, aunque
Tetisheri protestó por la necesidad de exhibirse ante las miradas del pueblo. Los
Seguidores lo precedían y seguían. Ankhmahor caminaba al lado de Kamose. Los
heraldos voceaban sus títulos. Detrás iban los príncipes, caminando con sus shentis
inmaculados y levantando el polvo del camino con sus sandalias enjoyadas. Con ellos
iban los oficiales.
A lo largo de toda la carretera, los vendedores habían instalado puestos en los que
ofrecían de todo, desde toscas imágenes de Amón hasta amuletos de la suerte que
proporcionarían a quien los usara parte de la magia de aquel día bendito. Otros
ofrecían filetes de carne de hiena, pescado frito, tiernas verduras recién cogidas y
aderezadas con menta o perejil, fuerte cerveza negra, y todo lo necesario para
fortalecer a la gente que había comenzado a reunirse no mucho después de que
Kamose regresara pensativo a su casa, gente que había esperado con paciencia pero

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ruidosamente la posibilidad de atisbar la procesión. Pequeñas barcas de todo tipo
llenaban el río. Los niños arrojaban pétalos de flores al agua.
El atrio exterior del templo estaba atestado por aquellos afortunados que
consiguieron abrirse paso a codazos hasta posiciones privilegiadas. Los jóvenes
sentados en las columnas gritaban con insolencia a los que luchaban debajo. Los
heraldos tardaron algún tiempo en abrir paso al séquito real, pero por fin las literas
fueron depositadas en el atrio interior.
Allí estaban ya el alcalde de Weset y otros notables locales, vistiendo sus mejores
trajes. Se prosternaron ante Kamose, Ahmose y los demás miembros de la familia, se
pusieron de pie para observar a Su Majestad acercarse a las puertas cerradas del
santuario y encender los incensarios que se le tendían con respeto. Una vez
prendidos, Kamose los cogió de manos de los acólitos y, sosteniéndolos en alto,
comenzó el rito de acción de gracias. Su voz profunda se alzaba sobre el clamor del
atrio exterior y por fin lo acalló. El coro del templo entonó su alabanza y él
permaneció en silencio. «Salud a ti, Amón, Señor de la Tierra roja, vivificador de la
Tierra Negra. Salud a ti, Amón, que has permitido que los invasores fueran aplastados
bajo los pies de tu hijo Kamose. Salud a ti, por quien Egipto vive, por cuyo corazón
Egipto se sustenta». Los bailarines sagrados, con el largo pelo negro suelto y
címbalos en los dedos, giraban y se inclinaban en señal de adoración. Kamose se
arrodilló y luego se tumbó cuan largo era en el pavimento de piedra para rendir
público homenaje al dios de Weset.
No había llevado ningún tributo. No tenía nada material que ofrecer. Pero
mientras permanecía tendido, con los ojos cerrados y la mejilla apoyada en el suelo,
le ofreció a Amón mentalmente los cuerpos disecados de los setiu que quedaron en el
desierto y la sangre extranjera que se derramó en las afueras de Het-Nefer-Apu.
Acéptalos, Amón, suplicó. Es alimento para un Ma’at debilitado. Acéptalo como una
muestra del tiempo en que todo Egipto estará limpio.
Después de la ceremonia, fueron llevados a casa en medio de fuertes
aclamaciones. Ankhmahor apostó guardias en el embarcadero y alrededor del muro
que rodeaba la propiedad, para desalentar a cualquier ciudadano excesivamente
celoso que quisiera darle las gracias personalmente a Kamose, pero la muchedumbre
comenzó a dispersarse no mucho después de que Kamose y la familia se perdieran de
vista. El mediodía había traído el calor irrespirable del verano del sur. Nadie quería
estar fuera de su fresco hogar de adobe. Dentro del dominio de los Tao descendió un
pesado silencio. Los habitantes fueron a sus aposentos y hasta Kamose se durmió por
la tensión y la excitación de la ocasión, despertando cuando el primer bronce del cielo
anunciaba una esperada puesta de sol.
La fiesta que tuvo lugar en el salón de recepciones de Kamose sería recordada
durante muchos años por los invitados. La esperanza y el triunfo impregnaban el aire

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caliente iluminado por antorchas, mezclado con el perfume de la inmensa cantidad de
flores que cubría las mesas pequeñas y que rodeaban el cuello de los ruidosos
invitados, se alzaba en la exuberancia del aroma de la gran variedad de platos y vinos
presentados por sirvientes que vestían los colores azules y blancos de la casa real.
La cosecha estaba a punto de empezar y las fuentes estaban adornadas por largas
hojas de lechuga, relucientes guisantes verdes, nidos de brotes de cebollas, rodajas de
rábanos, todo bañado en aceite de oliva y de sésamo y con fuerte sabor a eneldo,
alholva, coriandro, hinojo y comino, todo cultivado por los jardineros de Tetisheri.
Patos, gansos, pescados y carne de gacela, asada y al vapor, se amontonaban para ser
cogidos por dedos nerviosos. El jugo púrpura de granadas manchaba las telas finas.
Las uvas, que colgaban del emparrado que se arqueaba sobre el sendero que iba del
embarcadero a la casa, reventaban con increíble dulzura dentro de bocas anhelantes.
Había higos bañados en miel y pasteles de nueces. Jarra tras jarra de vino dorado o
tinto se abría y se vertía en tazas que se alzaban sobre hombres y mujeres, sentados
con las piernas cruzadas en los almohadones.
Los esfuerzos de los músicos se ahogaban en la algarabía y las risas de los
presentes, pero de vez en cuando se podía oír el resonar de tambores o el gemido de
las flautas antes de que la algarabía los volviera a ahogar. A medida que avanzaba la
noche, el calor comenzó a derretir los conos de cera perfumada atados a las pelucas
de los invitados, añadiendo otro perfume penetrante a los aromas que surgían entre
las columnas.
Los integrantes de la familia, con los príncipes y el Sumo Sacerdote, estaban
sentados en un estrado en un extremo del salón. Aahmes-Nefertari, ruborizada pero
sin duda feliz, comió poco y luego se echó hacia atrás y observó a los invitados
cubiertos de joyas. Tenía una mano apoyada en el muslo de su marido. Ahmose
consumía todo lo que se le ponía delante con alegre dedicación, y de vez en cuando le
ofrecía algún bocado o un sorbo de su vino. Aahotep terminó de comer con su
habitual y metódica dignidad; hablaba con el príncipe Lasen, que estaba junto a ella.
Tetisheri probaba las exquisiteces que Uni le ofrecía, pedía cerveza en lugar de vino,
e ignoraba a Nefer-Sakharu, que se había emborrachado enseguida y se quejaba de
que la carne no estaba suficientemente cocida. Ramose la observaba con una sonrisa
indulgente. Desde el encuentro había pasado casi todo el tiempo con ella, caminaban
por el jardín, la llevaba a navegar al río en uno de los esquifes de Kamose y jugaba
con ella a juegos de tablero en sus habitaciones. No parecía molestarle el tono de
superioridad con que ella se dirigía a su hostigado sirviente. Ahmose-Onkh, vestido
con poco más que un taparrabos, gateaba encantado entre los invitados, arrancando
comida de sus platos con sus manos regordetas y mascullando medias palabras
mientras se la metía en la boca. Su niñera lo seguía nerviosa.
Kamose comió hasta saciarse, puso los codos sobre la mesa y con una taza de

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vino entre las palmas de las manos estudió el salón que durante tanto tiempo había
permanecido vacío. Poco a poco había ido adquiriendo un ambiente melancólico, de
manera que la familia lo evitaba, prefiriendo pasar por otras puertas. Sin embargo, en
aquel momento cumplía sus funciones y los susurros de un pasado desgraciado se
silenciaban, sobrecogidos por el alegre caos del presente. La voz aguda de Nefer-
Sakharu interrumpió sus pensamientos y la miró pensativo. Fue tan valiente, tan
silenciosamente real en aquel día espantoso en que me vi obligado a ejecutar a Teti,
pensó. Desde que llegó aquí ha cambiado, se ha vuelto irritable y descontenta. No
puedo culparla, pero esta noche no quiero pensar si representa una amenaza, si es
capaz de pervertir la lealtad que Ramose me profesa, si su lengua de mujer puede
llegar a alejar a un príncipe. O a dos. Suspiró. Una cosa más que debo recordar. La
picadura de una hormiga puede no ser tan dolorosa como la de un escorpión, pero a
pesar de todo se siente.
—¿Qué te sucede, Kamose? —preguntó Tetisheri de repente—. Tu suspiro es
como el de una criatura a quien apartan de su juguete para llevarla al baño. Que es
justamente lo que Ahmose-Onkh necesita en este momento. ¡Míralo! ¡Un pequeño
príncipe bañado en miel!
—Estaba pensando en Teti —contestó Kamose. Tetisheri miró a la madre de
Ramose, malhumorada pero más tranquila, con un plato de pescado frente a ella.
—No, no pensabas en Teti —dijo Tetisheri—. Estoy de acuerdo contigo, Kamose.
Habrá que observarla mientras los príncipes estén aquí. Es una campesina poco
agradecida y una molestia. Lástima. La recuerdo muy bien en la época en que era una
señora agradable y la bondadosa esposa de un gobernador.
—La guerra nos ha cambiado a todos —dijo Kamose—. Hemos viajado por un
camino largo y oscuro para llegar hasta esta reunión. Nos regocijamos, pero estamos
heridos.
—No tanto como Apepa —contestó ella—. Ha perdido su país. Y hablando de
serpientes, ¿sabías que la de la casa no ha vuelto? Aahmes-Nefertari está preocupada.
Cree que es una maldición que pesa sobre su embarazo. Kamose lanzó una carcajada.
—¡Querida hermana! —rió—. Siempre tan supersticiosa. Me apiado de cualquier
serpiente que se sienta atraída por el olor de la leche. Tendrá que enfrentarse a
Ahmose-Onkh. —Se levantó y asintió en dirección al heraldo, situado en un extremo
del estrado, y a Akhtoy, que estaba detrás de él.
Cuando Kamose se puso en pie, el ruido comenzó a decrecer y ante la voz
resonante del heraldo cesó por completo.
—¡Silencio para el Poderoso Toro de Ma’at, Vivificador de las Dos Tierras,
Vencedor de los setiu, bien amado de Amón, Su Majestad, el rey Kamose Tao!
En el inmediato silencio que se produjo, Kamose estudió el mar de rostros que se
alzaban hacia él, indistintos a pesar de las antorchas que ardían en las paredes. La luz

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anaranjada destacaba un pendiente aquí, un adorno para el pelo allá, el brillo de una
taza de plata, y creaba largas sombras que cruzaban sobre todos los presentes.
Prevalecía un estado de ánimo de vibrante alegría.
—Ciudadanos de Weset, servidores de Amón, enamorados de Egipto —empezó
diciendo—. Esta noche celebramos la culminación de dos años de lucha, de
corazones doloridos y de victoria. Esta noche podemos entrever, como si miráramos
hacia un oasis a través de la fuerza cegadora de una tormenta en el desierto, el fin de
la dominación setiu y la gloria de Ma’at completamente restaurada. Todos vosotros
me habéis seguido con fe. Me habéis entregado vuestra confianza. Vuestras armas se
han alzado por mí. Por lo tanto, como compensación, os prometo una administración
justa cuando el Trono de Horus descanse una vez más en su lugar de honor, aquí, en
Weset, y cuando una verdadera y sagrada Encarnación se siente sobre él. —Hizo una
pausa, repentinamente consciente de la mirada de su hermano fija en él. Se volvió y
le hizo una seña a Akhtoy, quien puso en sus manos un pequeño y fragante cofre de
cedro—. En los días de mis antepasados, antes de que los setiu llegaran con sus
dioses corruptos y nos obligaran a luchar como bestias salvajes y no como hombres,
era costumbre que el rey premiara al guerrero con el Oro de los Favores y, a los
valientes, con el Oro de las Moscas. Estoy orgulloso de poder revivir esta antigua y
honorable práctica. —Abrió la tapa del cofre del que sacó el primer collar,
sopesándolo en sus manos—. Los joyeros de Amón, anticipando nuestra victoria, han
vuelto a crear el Oro de los Favores. Están aquí esta noche. A ellos les ofrezco mi
agradecimiento por la belleza de su trabajo, por su fe en mí y en el poder de Amón,
del que nunca dudaron.
Se oyó un murmullo de sorpresa y de admiración cuando levantó el collar. Sus
anchos y apretados aros tenían el valor de diez años de cosecha de cualquiera de sus
propiedades, y lo sabían.
—¡Ramose! —gritó Kamose—. Quiero que te adelantes y seas el primero en
recibir la gratitud de tu Señor. Te otorgo el Oro de los Favores por haber puesto
voluntariamente tu cabeza entre los dientes de la serpiente para que fuera posible
vencer al enemigo en el desierto. Ten la seguridad de que cuando hayamos ganado
definitivamente, te encontrarás entre las personas más poderosas de todo Egipto.
Ramose se había apartado de su madre para acercarse al estrado. Estaba de pie,
incómodo, y miraba a Kamose con la sonrisa en los labios.
—Esto es algo inesperado, Majestad —dijo—. Sólo cumplí con mi deber.
—Y al hacerlo, lo perdiste todo. Acércate más, amigo mío. Este oro te quedará
perfectamente. —Se inclinó y lo pasó sobre la cabeza de Ramose—. Recibe el Oro de
los Favores y el Favor de tu rey —dijo en voz alta.
Hacía hentis que esas palabras no se oían en Egipto y todos lo sabían. Un silencio
reverente llenaba el salón. Durante unos instantes nadie se movió, pero de pronto

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estalló un aplauso cerrado acompañado de gritos de «¡Ramose, Ramose!» y de «¡Viva
Su Majestad!». Una lluvia de flores, de las ya casi marchitas que formaban las
guirnaldas de los invitados, llovió sobre Ramose cuando hizo una reverencia y volvió
a su lugar, junto a su madre. Ella lo miraba sorprendida. Cuando el joven se sentó a
su lado, Nefer-Sakharu lo abrazó.
—Ahora te toca el tumo a ti, príncipe Ankhmahor —dijo Kamose—. Durante
toda la noche has estado recorriendo el salón, comprobando que los Seguidores
estuvieran alerta. ¿Has comido? Ven aquí.
Ankhmahor estaba en el otro extremo del salón, observando la oscuridad más allá
de las palmeras. Sobresaltado, se volvió al oír la voz de Kamose y esquivando a la
multitud que llenaba el centro del salón, se adelantó.
—Ankhmahor, jefe de los Seguidores —dijo Kamose—. Me seguiste sin dudar a
pesar de tener mucho que perder al hacerlo. Tu presencia ha sido para mí consuelo y
fortaleza. Tu coraje en la batalla resulta difícil de superar. Recibe el Oro de los
Favores y el Favor de tu rey.
Ankhmahor bajó la cabeza con aire grave y el pesado collar cayó sobre su pecho.
—Vuestra Majestad es generoso —dijo el príncipe en voz baja—. No merezco
este honor, pero juro servirte mientras tenga aliento en el cuerpo. Mi familia y yo
seremos siempre tus sirvientes.
—Lo sé —contestó Kamose—. No tiene sentido que te ofrezca más tierras ni
mayores riquezas porque ya eres un hombre rico, pero te prometo un cargo de visir si
el dios desea que yo me convierta en el Uno. Eres sabio y de confianza.
Kamose volvió a dirigirse al salón y Ankhmahor se refugió en las sombras de la
periferia de la multitud.
—¿Kay-Abana, estás aquí? —preguntó el rey—. ¿Dónde estás?
—Creo que todavía estoy aquí, Majestad —retumbó la voz de Abana desde
alguna parte del salón—. Pero confieso que, esta noche, la calidad de tu vino me ha
hecho dudar hasta de mi existencia.
Entre carcajadas luchó por levantarse. Kamose lo miró con burlona solemnidad.
—¿Quién es la mujer que te coge la pierna e intenta susurrar advertencias en tu
oído arrogante?
—Es mi futura esposa, Idut —respondió Kay de inmediato—. Las mujeres de
Weset son muy bonitas. Las he estado admirando desde mi llegada. Idut es la más
hermosa de todas y la llevaré conmigo a casa, a Nekheb. El capitán de un barco debe
ser respetable.
—Comprueba que su padre esté de acuerdo —dijo Kamose de buen humor—. Y
ahora ven aquí. —Kay llegó al estrado a trompicones—. Mereces una muestra de mi
real disgusto. Fuiste el único oficial que desobedeció una orden.
—Mostré iniciativa —protestó Kay con expresión ofendida—. Me comporté

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como debe comportarse un oficial.
—Entonces tienes mi real agradecimiento, y eso debería ser suficiente para
cualquier hombre —replicó Kamose.
—Pero Majestad, ¿acaso no fui capitán de una de tus embarcaciones e hice una
excelente demostración de competencia? —objetó Kay en broma—. ¿No fui el único
oficial que llevó a su gente contra los setiu que huían? ¿No merezco yo también una
muestra de tu real gratitud?
Kamose se rió. Había algo sano, limpio y tranquilizador en Kay. Se obligó a
mirarlo con expresión severa.
—Paheri dice que eres un hombre de medios modestos, que te contentas con tu
pequeña casa, tu trabajo de constructor de embarcaciones y tus pequeñas propiedades
en las afueras de Nekheb —dijo—. Dice que no necesitas recompensas, que prefieres
una vida sencilla.
Abana hizo una reverencia algo inestable.
—Paheri tal vez exagere el grado de mi alegría —contestó arrastrando las
palabras—. Nekheb está tan cerca del paraíso de Osiris como yo deseo estar en esta
vida, pero tal vez haya algún lugar más cercano. En cuanto a construir
embarcaciones, ¿qué habría hecho Vuestra Majestad sin mis expertos conocimientos
y los de mi padre?
—Realmente, ¿qué? —convino Kamose devolviendo la amplia sonrisa de Abana.
Entre gritos de «Nekheb es un pozo árido» y «los constructores de embarcaciones
huelen a juncos podridos», Kamose puso el oro alrededor del cuello del muchacho.
—Recibe el Oro de los Favores y el Favor de tu rey —dijo-Como un castigo más,
Kay-Abana, te entregaré cien araras de tierra en tu provincia y diecinueve campesinos
para que las trabajen. Por supuesto, una vez que hayamos tomado Het-Uart.
Kay volvió a inclinarse en una reverencia.
—Por supuesto, Majestad. Por lo tanto, así como la noche sigue al día, estoy
seguro de que podré reclamar el generoso regalo de Vuestra Majestad. Te deseo vida,
prosperidad y salud.
Volvió a su lugar considerablemente más sobrio y permitió que Idut tirara de él
hasta el suelo. Kamose cuadró los hombros y continuó con las recompensas.
Uno por uno, los príncipes se acercaron al estrado para que se les impusiera el
collar de oro. Kamose les dijo que, lo mismo que Ankhmahor, no teman necesidad de
más tierras pero prometió una redistribución de gobernaciones y con eso debían
contentarse. Recibieron sus premios con muda compostura.
Hor-Aha fue el último príncipe en ser honrado y Kamose, al verlo caminar con
confianza hacia el estrado, descubrió que no tenía palabras para su mayor estratega.
Puso el collar sobre las negras trenzas del general y le tocó la oscura mejilla antes de
alejarse. En aquel momento, las miradas de ambos se encontraron. Hor-Aha levantó

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las cejas y sonrió. A pesar de su shenti festivo, del Ojo de Horas que llevaba en el
pecho y de los anillos que cubrían sus dedos, todavía usaba el sencillo cinturón con el
gastado bolsillo que contenía su amuleto secreto, la sangre de Seqenenra. Con un
estremecimiento de desagrado, Kamose se obligó a no mirarlo. Entonces Hor-Aha se
retiro y los jefes merecedores del Oro de los Favores ocuparon su lugar, Paheri entre
ellos.
Por fin llegó el turno de los medjay. Dos de ellos se habían destacado por su
valentía. Fueron hacia el estrado caminando silenciosamente, mirando a Kamose con
ojos brillantes como cuentas. Los baratos collares de arcilla y las cintas que se habían
atado en el pelo en honor a la fiesta les daban un aspecto aún más incongruente entre
los nobles y los notables de Weset. Kamose les sonrió, les habló de la habilidad y la
valentía de los medjay y les agradeció lo que habían hecho, pero no pudo ignorar el
silencio avergonzado que cayó sobre ellos.
—¡Que se vayan a Set! —le gruñó a Ahmose cuando la ceremonia llegó a su fin y
él se sentó y le hizo señas a Akhtoy de que le llenara la taza—. ¡Su fino linaje los
ahoga! ¿Por qué no comprenden que sin los medjay todavía estarían allí fuera,
luchando por llegar a Het-Uart, y quizás en peligro de verter parte de su noble sangre
azul? A veces los odio, Ahmose.
Su hermano soltó la mano de Aahmes-Nefertari y se volvió a mirarlo.
—Ya hemos hablado de esto mil veces, Kamose —dijo en voz baja—. Sus
sospechas y prejuicios son imposibles de cambiar. Lo único que podemos hacer es
limitarlos, cuidando de no restregarles por las narices tus preferencias por los
guerreros Wawat y por un general negro. Deja que se sientan tranquilamente
superiores y no tendrá importancia. No hubo Oro de Favores para el príncipe
Meketra. Ni siquiera está aquí. ¿Por qué?
Kamose se movió inquieto.
—No luchó en ninguna batalla —contestó con rudeza—. Lo único que hizo fue
traicionar a Teti. El Oro de los Favores no es para personas como él.
—Al menos debiste invitarlo a la ceremonia de Acción de Gracias y a la fiesta —
urgió Ahmose—. Todos los demás príncipes están aquí. Pronto llegará a Khemennu
la noticia de que hubo grandes celebraciones en Weset de las que él fue excluido.
¿Cómo crees que se sentirá? ¿Feliz de que lo hayas dejado tranquilo en Khemennu?
No. Estará resentido y ofendido. No se le ocurrirá considerar que no merece el Oro de
los Favores. Creerá que lo has despreciado deliberadamente y que no lo tienes en
cuenta.
—Entonces habrá acertado —contestó Kamose—. No lo he despreciado
deliberadamente, Ahmose, pero ese hombre no me gusta ni confío en él. No lo puedo
evitar.
—Estoy de acuerdo en tu opinión sobre él. —Ahmose suspiró y se volvió hacia

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su esposa—. Lo único que espero es que no nos estemos creando problemas para el
futuro. Tampoco confías en Intef ni en Lasen, pero están aquí.
Ese comentario no obtuvo respuesta. Kamose terminó de beber el vino con
premura, les rogó a los invitados que siguieran divirtiéndose y salió del salón en
silencio. Ya estaba harto.
No había lugar en la casa al que no llegara el creciente ruido de la fiesta. Incluso
en sus habitaciones y con la puerta cerrada seguía oyendo los gritos de los borrachos
y la risa de sus invitados. Y el jardín, hacia donde huyó cubierto por un manto, no
estaba más tranquilo. Luz y ruido salían de las columnas del salón de recepciones y
se esparcían con lentitud a través de los arbustos que estaban entre la casa y el muro
protector. Vagó hacia el río, contestando a los avisos de los guardias a medida que
pasaba, y por fin llegó al embarcadero donde se balanceaban la barca familiar y un
par de esquifes.
A cierta distancia, a derecha e izquierda, estaban amarradas las demás
embarcaciones, oscuras proas cuyos mástiles se alzaban hacia el cielo estrellado.
Durante un instante, Kamose pensó en la posibilidad de usar el catre del camarote que
había compartido con Ahmose durante tantas semanas, pero desconfió de su deseo de
retirarse a un lugar que le resultaba tan confortable y familiar, tanto física como
mentalmente. Le dirigió una palabra al paciente soldado que vigilaba el río, se
arrebujó bien en el manto y se tendió dentro de uno de los esquifes. Se quedó casi
inmediatamente dormido.
No oyó que se vaciaba el salón cuando cerca de la madrugada la multitud
borracha y saciada se dispersó rumbo a la ciudad o a las habitaciones que Tetisheri les
había adjudicado. Ni se movió cuando, con los primeros rayos del sol, los sirvientes
comenzaron a prepararse para un nuevo día. Volvió a la conciencia sólo cuando
Akhtoy se inclinó sobre él, llamándolo. Kamose se sentó, parpadeando bajo la
brillante luz del sol.
—Hace horas que te busco, Majestad —dijo el mayordomo con cierta irritación
—. Su Alteza comenzó a tener dolores de parto poco después de retirarse para pasar
la noche. El físico y su madre se encuentran con ella. Si deseas reunirte con su
Alteza, lo encontrarás desayunando junto al estanque.
—Gracias, Akhtoy —dijo Kamose descendiendo del esquife. El agua que le lamía
los pies estaba fría y se le comenzó a aclarar la cabeza—. Comeré con Ahmose. Por
favor, envíame a mi heraldo. Y no me mires así. Me bañaré más tarde.
Con una reverencia Akhtoy subió al muelle, se puso las sandalias y desapareció
por el sendero. Kamose lo siguió lentamente.
Encontró a Ahmose sentado en la hierba, bajo un dosel, con pan, queso y una
fuente de fruta a su lado. Con un gesto invitó a Kamose a protegerse del sol.
—Me despertó justo cuando me estaba durmiendo —dijo sin ningún preámbulo

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—. No está preocupada, sólo contenta de no tener que soportar un día más de
embarazo con este calor. Aahotep se asegurará de que todo vaya bien, y hay un
sacerdote para quemar incienso en honor a Bess. —Con habilidad cortó una granada
y empezó a quitarle las semillas con una cuchara. Kamose lo miró con curiosidad.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿No estás preocupado?
—¿Por Aahmes-Nefertari? No —decidió Ahmose—. Éste será su tercer hijo. Es
joven, fuerte y está sana. Pero me preocupa Egipto. —Miró a Kamose con expresión
anhelante—. Todavía nos enfrentamos a la posibilidad de morir en una batalla. Tú o
yo. Si nos matan a los dos, el único heredero del Trono de Horus, lo hayamos
recuperado o no, sería Ahmose-Onkh. Los niños son vulnerables, Kamose. Mueren
con facilidad.'Mueren de repente. Hoy, Ahmose-Onkh está perfectamente, corretea
alegremente por todas partes, molestando a las serpientes y volviendo loco al servicio
doméstico. Pero mañana puede tener fiebre y al día siguiente ser llevado a la Casa de
los Muertos. Entonces ¿quién sería el heredero de Egipto? Tú te niegas a casarte y a
tener hijos. Nosotros, los Tao. debemos tener hijos varones —se quejó—. Si Aahmes-
Nefertari da a luz una niña, estaremos en una situación precaria.
—Lo sé —admitió Kamose, pensando en su padre y en Si-Amón. Seqenenra tuvo
tres hijos. Quedaban dos. Y uno de nosotros no sobrevivirá, pensó sombrío. De
acuerdo al oráculo seré yo, pero ¿no he sabido siempre, en alguna parte profunda de
mi ka, que sólo Ahmose recibirá la gloria de una vida larga en la cúspide de la
nobleza de Egipto?—. Podrías tomar una segunda esposa, Ahmose.
Hubo un largo silencio. Ambos fijaron la mirada en la nube de moscas que
empezaba a cubrirlos y que luego se posaba sobre la granada abierta y su jugo de
color púrpura. Después, Ahmose se aclaró la garganta.
—Crees que no vivirás mucho tiempo más, ¿verdad, Kamose? —preguntó con
suavidad—. Estás enterado de lo que dijo el oráculo. Yo también. Aahmes-Nefertari
nos lo contó a ambos. Sin embargo, rezo con fervor para que sea un error. —Con
gestos salvajes y rápidos, muy poco comunes en él, comenzó a matar moscas con el
matamoscas—. He pensado en la posibilidad de tomar otra esposa. Pero no tentaré a
Ma’at, por lo menos todavía. Podrías reconsiderar tu deber, Kamose, y casarte y
darnos hijos reales. Además, sean cuales fueren mis legítimos derechos, Aahmes-
Nefertari no está preparada para aceptar que yo plante mi semilla en otra parte. Ha
sufrido mucho con la pérdida de Si-Amón, con la muerte de su primer hijo, por ser
entregada a mí en lugar de casarse contigo, con la traición de Tani. Ella y Tani teman
una intimidad que a nosotros, los hombres, no nos resulta fácil de comprender. Su
vida ha sido una privación tras otra. No nos debe sorprender que parezca débil y
propensa a la emotividad.
—Aahmes-Nefertari ha cambiado —dijo Kamose sin pensar—. Cuando hablé con
ella después de dar la noticia sobre Tani, había algo en ella que no había visto antes.

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Firmeza. Casi una frialdad objetiva. No sé si ha cambiado para bien o para mal. Me
dijo que había crecido.
Las moscas volvían a rondar la fruta y esa vez Ahmose no les hizo caso.
—La espera es dura —dijo, y Kamose comprendió que acababa de cerrar el tema
—. ¿Quieres que salgamos a nadar, Kamose? El jardín ya es un homo. ¿O prefieres
comer?
Kamose negó con la cabeza y miró con desagrado el pan cada vez más duro y el
trozo sudado de queso de cabra. Al levantar la vista vio que se acercaba su heraldo.
Ahmose y él se levantaron cuando el hombre se inclinó ante ellos.
—¿Me mandaste llamar, Majestad?
Kamose asintió.
—Lleva un mensaje a todos los príncipes y a los jefes militares —dijo—. Quedan
en libertad para regresar a sus casas para atender sus cosechas y sus asuntos
familiares. Quiero que me envíen informes regulares, que deberán dirigir a mi abuela,
acerca del estado de sus posesiones. Deben estar preparados para ser llamados
después de la inundación. Mi permiso se extiende en particular al príncipe
Ankhmahor. Dile que delegue su autoridad sobre los Seguidores en su segundo. El
príncipe Hor-Aha no se irá todavía. Yo mismo hablaré con él más tarde. Eso es todo.
—Extrañarás a Ankhmahor —dijo Ahmose cuando el heraldo se hubo retirado—.
Pero por lo menos conservas a Hor-Aha. Me gustaría que cambiaras de idea con
respecto a Wawat. Odio el sur. Hace un calor insoportable y está poblado por tribus
no civilizadas. No quiero ir a ese lugar.
Kamose se estaba quitando el shenti y las sandalias. Desnudo, comenzó a caminar
por el sendero que llevaba al río.
—Yo tampoco —respondió por encima del hombro—. ¡Pero piensa en el oro,
Ahmose!
Sin embargo, a él mismo le costaba mantener los pensamientos fijos en el oro.
Mientras se zambullía en las agua tibias del Nilo, pensó en los estadios que lo
separarían de Weset, en el tiempo que tardarían en llegar a los desiertos de Wawat los
informes de Tetisheri respecto a los príncipes, en el vacío peligroso que dejaría y que
cualquier cosa podría llenar. Cualquier cosa. O cualquiera.
Todavía no había noticias de la casa cuando los hermanos salieron empapados a
las escaleras del embarcadero y volvieron por el jardín. Una vez maquillado y
vestido, Kamose le pidió a Ahmose que lo acompañara a la orilla occidental para ver
a los medjay. Juntos cruzaron el río en un barca de remos y los llevaron en literas
hasta el cuartel. Allí, en la arena dura de la orilla occidental no crecía la hierba. No
había árboles que dieran sombra. Y, sin embargo, a los medjay no parecía
importarles.
Hor-Aha salió de la pequeña casa que Kamose le había hecho construir, y los tres

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caminaron entre las construcciones de adobe, saludando a los arqueros y escuchando
sus quejas. Eran pocas. Los medjay eran hombres pragmáticos, nunca cuestionaban y
eran fácilmente controlables por una mano firme, pero mientras caminaban en el
calor insoportable bajo las inadecuadas sombrillas con que los protegían, Hor-Aha le
advirtió a Kamose que sus compatriotas estaban inquietos. Querían volver a sus
hogares en Wawat y comprobar por sí mismos cómo soportaban sus pueblos los
ataques de los kushitas. Se someterían a sus órdenes, pero poco a poco comenzarían a
desaparecer.
—Han oído rumores de que los príncipes se van —dijo Hor-Aha con franqueza
—. Dicen que han luchado con más valentía que los príncipes. Sus oficiales lucen el
Oro de los Favores. ¿Por qué no pueden volver a sus casas?
—¿Lucen el Oro? —preguntó Ahmose de buen humor—. ¡No se supone que deba
ser usado! ¡Qué extraños y salvajes son!
—Volverán a luchar por ti si vas con ellos a Wawat y solucionas el problema de
su tierra —insistió Hor-Aha.
Kamose se secó una gota de sudor de la sien y miró a su general.
—Entonces iremos a fin de mes —capituló de repente.
Eso nos dará tiempo de estudiar los mapas de Wawat que aún haya en los
archivos del templo. Apepa conoce las rutas del oro, pero nosotros les hemos perdido
la pista desde hace tiempo. Debo dejar un destacamento en Weset, Hor-Aha. ¡Estoy
seguro de que lo comprenderás!
—Entonces permite que los soldados locales cumplan con su deber, Majestad —
contestó enfáticamente Hor-Aha—. Mis medjay tienen que volver a sus hogares.
Kamose sintió que Ahmose lo miraba con expresión burlona. Estaba deseando
reprender al general por su lenguaje irrespetuoso, pero resistió la tentación.
Reconocía lo que provocaba su ira. No era ofensa, sino miedo.
Ahmose y él almorzaron en la frescura de las habitaciones de Kamose. Las
mujeres no habían aparecido. La casa estaba silenciosa. Kamose esperaba que
Ahmose fuera a sus habitaciones para dormir la siesta, pero para su sorpresa, su
hermano se tumbó en el suelo.
—Si estoy solo, me preocuparé —fue todo lo que dijo antes de cerrar los ojos.
Durante un rato, Kamose, tendido en su lecho con la cabeza apoyada en la palma
de una mano, miró a su hermano, observando su lenta respiración y sus manos
cruzadas sobre el pecho, las ondulaciones de sus párpados mientras soñaba. Le
quiero, pensó con cariño. A pesar de todas las tragedias que la vida nos ha deparado,
confío por completo en él, pues su naturaleza es constante. Está siempre presente y su
firmeza es como la de una roca en la que me apoyo sin reflexionar. Sin embargo,
merece más. Merece ser protegido y que le diga que es un ser precioso para mí. Las
lentas respiraciones de su hermano le resultaban tranquilizadoras. Kamose se dejó

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caer de espaldas y se durmió.
Cuando despertaron, había comenzado la larga y calurosa caída del sol hacia su
ocaso. Después de saciar su sed, salieron al jardín y se sentaron a observar los peces
del estanque, a la sombra de los árboles que lo rodeaban, que subían hasta la
superficie del agua, con las bocas abiertas para devorar los primeros mosquitos.
—En verano hay algo que me devuelve al seno materno —murmuró Ahmose
bostezando—. Me siento intemporal, no me preocupa absolutamente nada. Me siento
aletargado.
Y yo me siento como un fantasma obsesionado por una ilusión, pensó Kamose.
Pero no contestó.
Al ponerse el sol, la casa volvió a cobrar vida. Aromas deliciosos comenzaron a
surgir de la parte trasera. El ruido del servicio que se preparaba para servir la cena
devolvió todo a la normalidad. Kamose se dio cuenta de que no había comido en todo
el día y de que por fin tenía hambre; entraba a la casa cuando se le acercó
Ankhmahor.
—Majestad, he hecho lo que me has pedido —dijo en respuesta a la pregunta de
Kamose—. Mi hijo permanecerá aquí y mandará tu guardia personal. Está ansioso
por hacerlo. Yo volveré en cuanto la cosecha de Aabtu haya terminado. Si la
inundación ya ha comenzado, puedo venir por la ruta del desierto.
A Kamose se le cayó el alma a los pies. A pesar de saber que Ankhmahor merecía
esa licencia, tema ganas de rogarle que se quedara. Cinco meses sin su presencia era
mucho tiempo.
—No es necesario que te apresures a volver —dijo—. Muy pronto iré a Wawat
para poner orden en los pueblos de los medjay. No volveré hasta que la fuerza de la
inundación haya disminuido.
Ankhmahor lo miró pensativo.
—Te pido perdón, Majestad, ¿pero crees que es una medida sabia? —preguntó—.
¿Qué haría Apepa si se enterara de que estás lejos y apartado de Egipto por la
inundación?
—La inundación también lo estorbará a él —le recordó Kamose—. El país se
convierte en un gran lago y las tropas deben moverse por su perímetro. Creo que iré
en barco para poder volver más rápido a casa. No quiero hacerlo. Todo en mi interior
me grita que tenga cuidado. Pero es mi deber.
Ankhmahor abrió la boca para protestar, pero la volvió a cerrar enseguida. Hubo
un momento de silencio antes de que volviera a hablar.
—Lo comprendo —dijo—. Forma parte de la armonía de Ma’at que debe ser
mantenida. He estado hablando con los demás príncipes. Están concluyendo sus
preparativos para marcharse. Se despedirían de ti si no fuera por el inminente
nacimiento que habrá en la casa. Es un gran día para tu familia.

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Kamose lo abrazó.
—Que las plantas de tus pies sean firmes, Ankhmahor —dijo—. Dale recuerdos a
tu esposa.
—Despídeme de tu abuela —pidió Ankhmahor—. No quiero molestarla en este
momento. Te deseo una espléndida cosecha, Majestad, y un viaje seguro a las tierras
del sur.
Kamose lo observó alejarse con una sensación de profundo pesar.
Un rato después, Aahmes-Nefertari dio a luz una niña, y Kamose y Ahmose
abandonaron la cena para atender la llamada de Uni. Cuando entraron en la
habitación, su hermana había abandonado ya el banco de partos y estaba sentada en el
lecho amamantando a su hija. El pelo de Aahmes-Nefertari, humedecido por el sudor,
le cubría las mejillas y colgaba sobre sus hombros desnudos. Frente a la imagen de
Bess, un leve hilo de humo de incienso subsistía en la habitación calurosa y cerrada, y
Raa se disponía a levantar las cortinas de la ventana cuando Kamose se acercó a la
muchacha y le besó la frente caliente.
—¡Bien hecho! —dijo, y se hizo a un lado.
Ahmose se dejó caer en el lecho desordenado, tomó la mano de su mujer en una
de las suyas y con la otra empezó a acariciar con suavidad a su hija.
—¡Mira la mata de pelo negro que tiene ya en la cabeza! —exclamó con
admiración—. ¡Y qué nariz tan delicada! Ya es muy bonita, Aahmes-Nefertari.
Su esposa rió.
—Está colorada, arrugada y es muy glotona —contestó. Luego adquirió una
expresión solemne—. Ahmose, sé que querías un hijo varón. Por favor, perdóname.
¿Crees que tal vez estaba embarazada de un varón y que mi furia contra Tani lo
angustió tanto que se refugió tras una forma femenina?
Ahmose se inclinó y las envolvió a ambas en un fuerte abrazo.
—No, querida mía —dijo—. Y no te preocupes. Te amo. Amo a esta criatura.
Podemos tener muchos más hijos, tanto varones como mujeres. ¿Cómo no va a ser
preciosa esta pequeña, cualquiera que sea su sexo? ¿Cómo puedes culparte por algo
que decretaron los dioses? Nos regocijaremos juntos en tu seguridad y en su salud. Es
perfecta, ¿no te parece?
Siguieron hablando en murmullos mientras la pequeña dejaba escapar el pezón de
su madre y se quedaba dormida. Kamose, después de mirarla con cariño durante un
rato, salió en silencio al pasillo y de allí pasó a la frescura del salón de recepciones,
donde encontró a su madre y a su abuela que ya estaban comiendo.
—Sí, está bien —dijo Aahotep en respuesta a la pregunta de Kamose, mientras
éste se instalaba en un almohadón a su lado y acercaba su plato—. El parto ha sido
largo para tratarse de un tercer embarazo, pero normal. El calor no ayudó.
—Es una pena que se trate de una niña —intervino Tetisheri. Parecía cansada. La

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telaraña de arrugas que le cruzaba el rostro parecía más pronunciada. Sus párpados
pintados de azul estaban hinchados y debajo de la galena tenía profundas ojeras. Pero
la mirada que le dirigió a Kamose fue tan aguda como siempre—. Un hijo varón no
es suficiente. Ahmose-Onkh está cada día mejor, pero nunca se sabe. Nos hacen falta
dos o tres más para que el linaje esté asegurado.
—Ahora no, Tetisheri —suplicó Aahotep con cansado humor—. Voy a terminar
de comer y luego quiero dormir mucho. Consultaremos a los astrólogos. Le pondrán
un nombre a la criatura y nos darán un pronóstico para el futuro, pero nada de ello es
importante. Sabes tan bien como yo que Aahmes-Nefertari estará de nuevo
embarazada antes de que termine la inundación. Habrá abundantes varones Tao.
—Espero que tengas razón —contestó Tetisheri. Masticó reflexivamente y luego
se volvió hacia Kamose—. Los príncipes y sus parientes se han ido. Oí la algarabía
de la partida desde los aposentos de Aahmes-Nefertari. Ya estamos a principios de
Epophi, Kamose. ¿De verdad has decidido ir a Wawat? Ankhmahor cree que no
deberías ir.
Kamose asintió y se sirvió una taza de vino. —Ya lo sé— comentó. —Me lo dijo.
¿Tienes secretos con el jefe de mis Seguidores, abuela?
—En realidad, no —contestó ella con evidente agrado—. Pero nos tenemos
simpatía y a ambos nos preocupa tu bienestar. ¿Le pediste su opinión?
—Realmente, Tetisheri, tu necesidad de controlarnos a todos a veces es muy
enojosa —contestó Kamose, sin saber si irritarse o echarse a reír—. No es
Ankhmahor quien debe tomar la decisión.
—No, pero su consejo es sensato. Es un hombre sabio. Kamose bebió cerveza.
—No necesito sus consejos —replicó—. Y tampoco te pediré el tuyo. Es
imposible no prestar atención a Wawat si queremos mantener contentos a los medjay.
Su madre, que había estado escuchando con atención la conversación, intervino
de repente.
—Nos preocupa la defensa —dijo con lentitud y firmeza—. Durante dos
campañas, Tetisheri y yo hemos dirigido a los soldados y observado el río. Hemos
enviado espías a Pi-Hator. Podemos volverlo a hacer, pero es una gran
responsabilidad, Kamose.
Kamose estuvo a punto de dejar caer su taza.
—¿Tenéis espías en Pi-Hator? ¿Por qué no me lo habíais dicho?
Aahotep se encogió de hombros.
—No había necesidad. Tú ya tenías demasiadas preocupaciones. Además, Het-
Uy, el alcalde, ha respetado su acuerdo contigo y lo seguirá haciendo después de tu
rotundo éxito de este invierno. Nos pediste que lo vigiláramos y a nosotras nos
pareció sensato hacer un poco más. Eso es todo. Y hablando de espías, ¿has
considerado la posibilidad de reclutar hombres en Het-Uart? Debe de existir alguna

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manera de vencer esos muros. Ninguna defensa es completamente invulnerable.
Además, los espías podrían hacerte saber el estado de ánimo de los ciudadanos, el
número y la disposición del resto de las tropas de Apepa, qué continúan haciendo los
comercios, y te proporcionarían toda clase de información importante. —Esbozó una
leve sonrisa—. Tal vez, incluso encontrarías hombres dispuestos a esparcir rumores
de sedición y de incertidumbre dentro de la ciudad. Todo Egipto sabe que Het-Uart es
lo único que queda entre tú y una nación unida. Desmoralízalos, Kamose. Dales
malos sueños.
Miró a Tetisheri y entre ellas pasó una chispa de mutua complicidad. Kamose lo
notó con sorpresa y con un pequeño estremecimiento. Durante un pasajero instante,
dejó de reconocer a esas mujeres que habían gobernado su infancia y dirigido su casa.
Durante un breve instante, el sexo y hasta su edad desaparecieron para darle la
impresión de que eran dos depredadoras que se enfrentaban en un acuerdo emocional
que lo impactó.
—Creo que dejaré el asunto en vuestras manos —dijo aturdido—. No cabe duda
que estáis más que capacitadas para llevarlo adelante. Es cierto que las mujeres
aventajan a los hombres en la práctica de subterfugios, manipulaciones y engaños.
Su madre rió.
—Pareces una oveja aturdida, hijo —bromeó—. No sé si sentirme halagada o
sorprendida ante tu sorpresa. Es posible que seamos mujeres, pero también somos
Tao. No nos falta coraje ni inteligencia. ¿Quieres que te sirva más cerveza? —
Kamose asintió como un necio, con la mirada clavada en los dedos largos y graciosos
de su madre mientras ella le servía la cerveza—. Por eso jamás perdonaré a Tani.
Nunca. Y ahora, Tetisheri, deberíamos acostarnos y visitar a Aahmes-Nefertari más
tarde. ¿Crees que convendrá que contratemos a otra niñera o piensas que Raa podrá
encargarse de Ahmose-Onkh y de la nueva criatura?
Mientras hablaba se levantó y Tetisheri la imitó con muchas quejas sobre sus
articulaciones. Se inclinaron distraídas ante Kamose, salieron del salón y lo dejaron
mirando pensativo en la penumbra.

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Capítulo 14
Kamose envió a Ipi a los archivos del templo en busca de cualquier mapa de Kush y
Wawat que hubiera sobrevivido a las turbulencias de los años pasados, desde que sus
antepasados edificaron fuertes en el sur y establecieron rutas regulares de comercio.
Al principio, los setiu más humildes obtuvieron permiso para apacentar su ganado en
el Delta durante las estaciones secas de Rethennu, después de lo cual regresaban a sus
tierras. Poco a poco se fueron asentando en la maravillosa vegetación del Delta y
establecieron allí poblados permanentes. Los siguieron compatriotas más
acaudalados, hombres ambiciosos e inteligentes que tomaron un interés activo y
depredador en la débil administración de Egipto. Se los conocía a lo largo del mundo
como buenos comerciantes, distribuían mercancías entre las islas del Gran Verde y se
aventuraban a lugares lejanos en busca de fortuna, cosa que les había ganado el
desprecio de los egipcios. Eran intermediarios, proveedores de mercancías, amigos de
regatear y comerciantes, cuyos barcos y caravanas proporcionaban cualquier cosa a
cualquiera con tal de que se les pagara el precio indicado.
Pragmáticos hasta lo más profundo del alma, adaptaban sus dioses, su modo de
vivir y sus ideologías para que agradaran a cualquier nación que recibiera lo que
ofrecían. Igual que camaleones, sus colores cambiaban según las circunstancias en
que se encontraran, pero bajo su amable disfraz eran una raza extranjera para todo el
mundo, con excepción de ellos mismos. Cuando pusieron sus ojos en el Delta, rico,
seguro y estratégico para sus negocios, halagaron a los perezosos y complacientes
egipcios y les proporcionaron una sensación de seguridad, y luego, de forma gradual
y casi imperceptible, quitaron de las manos del rey las riendas del gobierno y el
control de las rutas de comercio.
Los fuertes de Wawat y de Kush no significaban nada para ellos, por lo que los
dejaron vacíos y permitieron que se fueran desmoronando con lentitud en el feroz
clima del sur. Pero la riqueza de esos países, el oro, las pieles de leopardo, los
colmillos de elefante, las especias, huevos y plumas de avestruz, los atrajeron como
la miel a las moscas. También lo hizo el comercio de esclavos. Egipto desconocía la
posibilidad de que un ser humano fuera dueño absoluto de otro, hasta que los setiu se
lo enseñaron. Indefensos, los egipcios vieron pasar con rapidez y eficacia la
abundancia del sur a manos de sus amos.
Pero ahora la recuperarían. Ipi volvió del templo con tres mapas, el más reciente
de los cuales tenía muchos hentis de antigüedad y había sido dibujado por el gran rey
Osiris Senwasret, el tercero de ese nombre, que había mandado excavar un canal,
denominado el Camino de Khekura, a través de la primera catarata, para que sus
soldados y embarcaciones de tesoros pudieran trasladarse con mayor facilidad. El y
sus predecesores edificaron una cadena de fuertes en la frontera entre Wawat y Kush

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para proteger las minas de oro de los salteadores locales, pero no pudieron anticipar
mis necesidades, pensó Kamose mientras se inclinaba sobre el antiguo papiro.
—Esta información es insuficiente —comentó mientras dejaba que el mapa
volviera a enrollarse—. Hor-Aha, ¿en qué condiciones se encuentra el fuerte más
grande de Buhen?
El general vaciló.
—Buhen es el fuerte que está más al norte de la cadena —contestó—, pero marca
el límite sur del territorio de Wawat. Hace tiempo que no lo he visto. Ha sido tomado
por nativos del pueblo, que no deben de tener medios significativos de defensa. Será
fácil sacarlos si Su Majestad desea repararlo y volver a dirigirlo.
—Es posible que lo haga —contestó Kamose—. Sin embargo, antes debo poner
orden en Wawat. ¿Sigue siendo navegable el canal de mi antepasado?
—Eso no te lo puedo decir. —Hor-Aha negó con la cabeza—. Los medjay y yo
vamos por tierra en nuestros viajes a Wawat. Tal vez sea un dato que te puedan
proporcionar los marineros de Nekheb.
—El oro ha seguido llegando de Kush por el río —señaló Ahmose—. Los setiu lo
han estado extrayendo. ¿Pasaron la primera catarata en caravana o utilizaron el Nilo
durante todo el trayecto?
—Lo que me preocupa es el tiempo —dijo Kamose—. El río comenzará a crecer
dentro de poco más de un mes, pero yo tengo mucho que hacer aquí antes de que
partamos. Si no encontramos obstáculos imprevistos más abajo de Swenet, podemos
estar en Wawat antes de la inundación. En caso contrario, y si llevamos
embarcaciones, podemos quedar atrapados.
—Lleva las embarcaciones de todos modos —urgió Ahmose—. Podemos volver
a casa por el río cuando la inundación comience a descender. No me gusta esta
empresa más que a ti, Kamose. Si hay problemas, estaremos lejos de casa.
En silencio, Kamose estuvo de acuerdo. Le devolvió los mapas a Ipi e indicó que
la reunión había concluido.
En los dos meses que quedaban antes del comienzo de Mesore, Kamose hizo lo
posible por prestar atención a los asuntos locales. Inspeccionó la cárcel que había
hecho edificar el año anterior, por motivos que apenas recordaba, y que en aquel
momento lo llenaba de una mezcla de presentimientos y de ansiedad. Escuchó las
estimaciones de la cosecha que acababa de empezar. Sería un año excepcional y le
recordó a Ipi, quien escribía rápidamente sentado a sus pies mientras los distintos
mayordomos rendían sus informes, que anotara detenidamente la cantidad que iría a
parar a Amón.
Cruzó el río hacia la orilla occidental para comprobar cómo andaban los trabajos
de la construcción de su tumba. Como todos los demás nobles, la había iniciado en
cuanto llegó a la mayoría de edad. Los albañiles y artistas involucrados en la

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construcción y decoración le dieron una efusiva bienvenida, pero la visita lo
deprimió. Todavía era joven, no tenía más que veinticuatro años. Las tareas que se
estaban realizando no eran urgentes, no había ninguna necesidad de acelerar el
alisado de las paredes entre las que descendió a la fresca oscuridad de la habitación
donde con el tiempo yacería.
¿Cómo llenarán los artistas estos vacíos?, se preguntó. No tengo esposa ni hijos.
No habrá bonitas escenas de felicidad familiar, ni pacíficos logros cumplidos a lo
largo de una vida dedicada a servir a mi territorio. En lugar de ello he dado muerte,
he incendiado y he luchado. Las pinturas resplandecerán con el rojo de la sangre, el
azul de las lágrimas y ésa será la historia de mi vida. ¿Me atrevo a ordenar un registro
así considerando que no he liberado Egipto y que mis hechos posiblemente no serán
redimidos por el entierro de un rey? Hizo un esfuerzo por prestar atención a los
artistas, miró sus bocetos y contestó a sus preguntas, y les aseguró que no había
necesidad de que se apresuraran en su trabajo, cuando lo único que quería era decirles
que depositaran sus herramientas y se fueran de allí.
Al salir, casi cegado por la penumbra del lugar, se quedó mirando la planicie
arenosa que separaba el risco de Gum, que tenía a sus espaldas, y la delgada cinta
verde detrás de la cual estaba el Nilo. A su derecha, la pirámide de Osiris
Mentuhotep-Neb-Hapet-Ra abrazaba las rocas caídas y, ante él, esparcidas aquí y allá
en la caliente aridez, se alzaban otras pequeñas pirámides, cada una de ellas con su
patio y el muro que la rodeaba. Allí yacían sus antepasados, momificados y
justificados, los reyes de su amado país a cuya sombra él se escondía como un enano.
Éstos no eran los poderosos dioses del principio, cuyos monumentos se alzaban en
toda su majestuosa inmensidad cerca de la entrada del Delta. Estaban más cerca de él
en tiempo y familiaridad, hombres de fuerza y sabiduría cuya sangre divina, aunque
diluida, teñía la suya. No debo avergonzarme en vuestra presencia, les dijo
mentalmente a las estructuras que se reflejaban trémulas en el calor del mediodía.
Hice lo que pude y haré más si Amón lo desea. Envidio el tiempo que os tocó vivir,
por turbulento que fuera, y la paz de la que ahora disfrutáis.
Los sacerdotes astrólogos, después de consultar sus cartas astrales, llegaron a la
conclusión de que la recién nacida de Aahmes-Nefertari debía llamarse Hent-ta-Hent.
Era un nombre seguro, no comprometido y sin connotaciones negativas. Fueron
igualmente conservadores en sus predicciones referentes al futuro de la criatura. Sólo
dijeron que gozaría de buena salud durante los años que los dioses le dieran.
—No es mucho —se quejó Aahmes-Nefertari a Kamose en una de las frecuentes
visitas que él hacía a la criatura—. Primero le ponen un nombre anodino y luego
evitan todo pronóstico definido. —Se inclinó sobre la dormida recién nacida y le tocó
con suavidad la cabeza con la punta del dedo para quitarle una gota de sudor que
tenía en la sien—. Si va a morir, deberían decírmelo. Ya he perdido un hijo. No

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quiero entregarle mi corazón a ésta si me va a ser arrebatada. —No había lágrimas en
su voz. Hablaba con calma y cuando miró a su hermano fue con tranquilidad—.
Además, Ahmose quería un varón. La familia necesita otro varón.
Kamose le rodeó los hombros calientes con un brazo sin apartar la mirada de
aquel pequeño fardo que dormía.
—Los astrólogos pueden equivocarse —aseguró—. No debes cerrar tu corazón
por las palabras de unos cuantos ancianos, Aahmes-Nefertari. Hent-ta-Hent es
inocente. Necesita tu amor.
—Y yo necesito a Ahmose. —Se liberó de la mano de su hermano y lo miró con
frialdad—. Nuestro matrimonio no ha sido más que una serie de despedidas seguidas
por periodos de miedo intenso y de unos breves momentos de júbilo. Si tú lo llevaras
contigo al Delta para atacar Het-Uart, no me sentiría como me siento. ¿Pero por qué
debes arrastrarlo contigo a Wawat? ¿Es esto todo lo que me espera? ¿El aburrimiento,
tener hijos y esta especie de viudez? ¡Permite que esta vez se quede en casa conmigo!
—Lo necesito —contestó Kamose—. Llevaré conmigo a Wawat a los medjay y a
mil hombres de nuestro territorio. Los príncipes y los jefes militares se han marchado.
No puedo controlar solo los acontecimientos del sur.
—Tienes a Hor-Aha. —Kamose no contestó enseguida y ella se precipitó a decir
—: Ya no confías por completo en tu general, ¿verdad, Kamose? ¿Por qué no?
¿Sucedió algo durante la última estación de campaña?
Él hizo un movimiento negativo con la cabeza, impresionado por la percepción de
su hermana.
—No —contestó—. No sucedió nada. Pondría mi vida en manos de Hor-Aha sin
pensarlo y sé que él me defendería hasta su último suspiro. Es que… —No logró
poner en palabras sus sentimientos—. No son más que leves inquietudes. Tal vez el
reflejo de la antipatía que les inspira a los príncipes.
—Tal vez. ¿Ahmose lo comparte? —La recién nacida se inquietaba por el sonido
de sus voces y ambos se acercaron a la puerta.
—No estoy seguro —contestó Kamose una vez que llegaron al vestíbulo—.
Muchas veces es difícil saber lo que piensa.
Ella lo miró de frente.
—No, no lo es —contestó—. Por lo menos para mí.
Había un brillo de ira en sus ojos. Se volvió y Kamose la miró caminar hacia el
cuadro de luz blanca del final del pasillo. Hasta su manera de caminar es distinta,
pensó. Las semillas del carácter de Tetisheri comienzan a brotar en ella. Algo de su
vulnerabilidad ha desaparecido y con ella gran parte de su modestia. Algún día será
una mujer formidable y sin embargo siento algo de tristeza por la tierna muchacha
que era, tan dada a las lágrimas nerviosas.
Una tarea que llevó a cabo con placer fue dictar los dos textos que serían tallados

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dentro del sagrado recinto del templo de Amón. Mientras se paseaba por el despacho
de su padre, con Ipi sentado a sus pies junto al escritorio, no cuidó sus palabras, en
las que encontró el manto de orgullo con el que cada vez le resultaba más difícil
rodearse. En el primer texto describió el primer consejo que celebró con los príncipes,
en los días oscuros y llenos de incertidumbre anteriores a la llegada de los medjay, y
su desesperado viaje hacia el norte. Habló como un rey, repitiendo los títulos que
deseaba oír en su honor cuando ocupase el Trono de Horus. «Horus manifiesto en su
Trono, bien amado de las Dos Diosas de los repetidos monumentos, el Horus de Oro,
el que hace la Felicidad en los Dos Reinos, rey del Alto y del Bajo Egipto,
Uaskheperra, Hijo de Ra Kamose que recibió la vida por siempre, Bien amado de
Amón-Ra, Señor de Karnak». En el lenguaje formal de los documentos y
pronunciamientos oficiales, pasó a describir las palabras, las decisiones y los eventos
que recordaba tan bien. «Los hombres me vitorearán como el poderoso gobernador de
Weset», y terminó en una explosión de deseos que sabía que no era más que un
engaño a sí mismo. «Kamose, el Protector de Egipto».
El segundo texto comenzaba con su asalto a Khemennu y seguía con una crónica
de cómo fue interceptada la carta de Teti dirigida a Apepa, la marcha hacia el norte, la
destrucción del oasis y la consiguiente victoria sobre Kethuna y sus hombres
extenuados.
—Llévale los textos a Amonmose y dile que nombre un tallador para que los
grabe en la piedra —le dijo al escriba.
Deberán ser esculpidos en los límites del atrio exterior, para que todos sepan
cómo he querido devolver Egipto a los egipcios. —Se dejó caer en el sillón de su
padre y observó a Ipi mientras éste limpiaba sus pinceles, cerraba los frascos de tinta
y se ponía de pie flexionando sus dedos cansados—. En realidad son para las
generaciones futuras. Quiero que se me recuerde con bondad, Ipi. Quiero que la gente
comprenda.
—Lo sé, Majestad —contestó Ipi—. También sé que crees que pronto estarás de
pie en el Salón de los Juicios. Tus palabras no pueden esconder las cosas que veo
debajo de ellas. Sin embargo, si Amón lo desea, tal vez no sea así. ¡Tengo grandes
deseos de sentarme a tus pies junto al Trono de Horus!
Kamose no pudo menos que sonreír.
—Gracias, amigo —dijo—. Ve a hacer lo que te he indicado.
Cuando Ipi salió, con la escribanía bajo el brazo, Kamose siguió sentado, mirando
el reflejo de sus manos enlazadas en la bruñida tapa de la mesa. No quiero estar de
pie en el Salón de los Juicios, pensó con cansancio. Quiero navegar en la Barca
Celestial con las otras encarnaciones del dios después de haber dejado la Doble
Corona y los Emblemas Reales de un país unido a mi sucesor. ¡No me hagas esto,
Amón, mi Padre! Permite que los oráculos se equivoquen y en los años venideros

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recordaré mis agonías actuales y reiré.
Con un deliberado acto de fuerza de voluntad, trató de permitir que lo inundara la
paz del verano. El calor hacía más lento el paso y el hablar de los habitantes de la
casa, el templo y la ciudad, pesaba en las hojas débiles de los árboles, sobre las vides
polvorientas de las que los jardineros arrancaban los grandes racimos morados, pero
por más que lo intentaba, la paz lo evitaba como si tuviera conciencia y supiera que él
ya no era una criatura del silencio. Nadaba, rezaba en el templo, comía los manjares
cada vez más deliciosos que se le servían a medida que progresaba la cosecha, y hasta
jugaba con un encantado Ahmose-Onkh, pero era un impostor, un actor deseando
vivir su papel y sin embargo obligado a esperar impaciente el tiempo que faltaba para
que su actuación llegara a su fin.
Recibió las noticias del inspector de Embarcaciones con un culpable alivio. Las
barcas que irían a Wawat habían sido inspeccionadas y reparadas, y estaban listas
para zarpar. Enseguida ordenó al escriba de reclutas que fuera al campamento de los
medjay, y a los escribas menos importantes que fueran a la ciudad y a los campos
cercanos para reunir a los dos mil reclutas que le hacían falta para sumar a los de la
tribu. Llamó al escriba de asamblea y redactó la relación de provisiones de comida y
cerveza que debían ser cargadas, y de las armas que era necesario limpiar, afilar y
distribuir. No había excitación, ni siquiera miedo, en esos preparativos, simplemente
una sensación de familiaridad. Wawat no representaba ningún desafío. Era sólo una
expedición punitiva. Kamose mandó avisar a su hermano de que zarparían al
amanecer de la mañana siguiente, pero no le dio la noticia personalmente. No quería
ver la cara de su hermana.
Pidió una reunión con su madre y su abuela después de la siesta en las
habitaciones de Tetisheri. Uni lo hizo pasar a una habitación llena de corrientes de
aire caliente provenientes de los abanicos que balanceaban dos muchachas junto a la
ventana. Era evidente que Tetisheri acababa de levantarse. Las sábanas estaban
arrugadas y tiradas en el suelo. Estaba sentada, cubierta por una túnica, con el pelo
gris despeinado y la pintura del rostro corrida. Bebía agua de una gran taza. Aahotep
estaba apoyada en el marco de la ventana y los abanicos de plumas de avestruz casi le
cepillaban la espalda mientras miraba el cansado jardín. Al oír entrar a Kamose, se
volvió y sonrió.
—He oído la actividad que hay en el río —dijo a modo de saludo—. Supongo que
presagia tu partida, Kamose. Esta tarde no he podido dormir. Él se le acercó con
rapidez y le besó la mejilla. Olía a aceite de loto y a esencia de capullos de acacia.
—Lamento que el ruido te haya impedido descansar-contestó él.
Aahotep rió.
—No, no lo lamentas, porque es inevitable. Además, estaba demasiado nerviosa
para poder cerrar los ojos.

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—Pues yo no —gruñó Tetisheri—. He dormido como un tronco. ¡Miradme!
Podrías haber esperado un rato para darme tiempo para bañarme y vestirme, Kamose.
—Lo lamento —repitió Kamose—. Pero permitiste que Uni me hiciera pasar. Por
favor, pide a tus portadoras de abanicos que se retiren, abuela.
—¡Ah! ¿Se trata de eso? —Se alegró y les hizo una seña con la mano a las
muchachas, que enseguida dejaron los abanicos y salieron haciendo reverencias—.
Un consejo de guerra.
En cuanto se marcharon las sirvientas, el aire se hizo irrespirable. Kamose sintió
que le sudaba la espalda mientras acercaba un banco para su madre y se sentaba al
borde del lecho de su abuela.
—Supongo que sí, que lo es en algún sentido —convino—. Mañana temprano
saldré para Wawat y espero avanzarme a la inundación. Pero una vez que esté en el
sur, quedaré atrapado por ella hasta que el agua comience a bajar. Tengo la intención
de volver a casa navegando por el agua restante de la inundación, pero tal vez no sea
hasta fines de Tybi.
—Dentro de seis meses —dijo Tetisheri pensativa—. Tiempo más que suficiente
para vencer a los salvajes que están asolando los pueblos de Wawat, para
inspeccionar Buhen, averiguar lo que está haciendo Teti-en y traer a casa un
cargamento de oro.
—¿Por qué voy a inspeccionar Buhen? —preguntó Kamose para ponerla a
prueba.
—Porque reparada y vuelta a fortificar, Buhen asegurará tus fronteras del sur
contra ese egipcio renegado —dijo con lentitud y claridad, como si le estuviera
hablando a un niño—. Entonces podrás volver a casa y concentrar tus energías en
Het-Uart, sin tener que preocuparte por la posibilidad de que se abra un segundo
frente en tu contra.
Kamose asintió.
—Os enviaré informes detallados de todo lo que suceda —dijo—. Durante mi
ausencia os dejo el control pleno de mis territorios, como hice anteriormente. Cuando
termine la cosecha quiero que ordenéis a Harkhuf, el hijo de Ankhmahor, que
continúe la instrucción militar en el desierto con lo que queda de las tropas de Weset
Todavía quedan dos mil hombres aquí. No deben estar ociosos durante la inundación.
Deben mantenerse en buen estado físico. Consultad con él con regularidad. —Hizo
una pausa esperando la respuesta, y al ver que no la había, continuó—: He estado
pensando en vuestra sugerencia de reclutar espías para Het-Uart. Es una idea
excelente. Y considerando que ya conocéis bien esta estratagema de guerra, también
la dejaré en vuestras manos. Ramose podrá ayudaros.
—¿No lo llevarás contigo? —preguntó Aahotep—. Ojalá lo hicieras, Kamose. Por
una parte se sentirá desilusionado porque lo dejas, y por otra, no me gusta que pase

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tanto tiempo con su madre.
Kamose levantó las cejas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiere decir que Ramose ha estado con su madre cada día desde tu regreso —
intervino Tetisheri—. Han comido juntos pese a que ella se niega a comer con
nosotros, la ha llevado en litera a Weset, han salido en barca y de noche le lee para
que duerma. Ella le ha exigido que le preste atención en todo momento. Nefer-
Sakharu nos odia a todos. Está constantemente vertiendo veneno en los oídos de su
hijo.
Kamose se maldijo por no haberlo notado él mismo. A pesar del creciente respeto
que le inspiraban las mujeres de su familia, no le gustaba quedar en una posición de
desventaja.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó.
Aahotep apoyó una mano conciliadora en su rodilla.
—No te culpes —dijo—. Has estado preocupado por asuntos más importantes.
Ramose se acuesta con Senehat. Ella nos lo cuenta todo.
Kamose miró alternativamente a su madre y a su abuela. Dos pares de ojos
astutos le devolvieron la mirada.
—¿Debo entender —dijo cuidando sus palabras—, que Nefer-Sakharu despertó
vuestras sospechas y que, deliberadamente, enviasteis a Senehat a seducir a Ramose y
a espiarlo?
—No, no lo hicieron —dijo una voz desde la puerta. Sobresaltado, Kamose se
volvió y vio a Aahmes-Nefertari que cruzaba la habitación con los labios apretados
—. Fui yo. Me opongo a ser excluida de esta deliberación, Kamose. Me opongo a que
me mimes y protejas como si fuese una niña. Tal vez veas a Tani cuando me miras,
pero te aseguro que no me parezco en nada a mi hermana. Estoy cansada de que me
trates así. Échame de aquí si quieres, pero la abuela me contará después todo lo que
hayáis hablado. Yo me responsabilizo de lo de Senehat. Por supuesto, antes lo
consulté con Aahotep. Senehat es inteligente y Nefer-Sakharu es muy tonta. No
sospecha nada. Tampoco lo sospecha Ramose. Senehat es bonita y vivaz. Tal vez
Ramose la encuentre parecida a Tani.
Kamose levantó una mano y se sintió un poco descompuesto.
—¿Estás tratando de decirme que Ramose está a punto de traicionarme de alguna
manera? —logró preguntar.
Aahmes-Nefertari negó con vehemencia con la cabeza.
—¡No, no! ¿Pero cuánto tiempo seguirá escuchando los vituperios de su madre
sin hacer algo? Su lealtad estará una vez más dividida. Ya está sufriendo. No le sirve
de nada que le pida a su madre que se calle. No le hace caso. Pero, Kamose, tampoco
se acerca a ti para advertirte que su madre nos desea mal. Debió haberlo hecho.

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—No puedo imaginar a Ramose comportándose como Meketra o como su padre
—dijo Kamose tembloroso—. ¡Dioses! Fue a Het-Uart por mí. Ha luchado a mi lado.
—Nosotras le queremos —remachó Aahotep—. Nos resulta odioso verlo
constantemente aguijoneado por esa avispa que es su madre. No conviertas esto en
una montaña. Pero no dejes aquí a Ramose.
—Entonces, ¿qué me aconsejáis? —preguntó—. Las tres estáis mejor informadas
que yo de lo que sucede en esta casa. —Lo dijo en tono cáustico, para ocultar el
pánico momentáneo y la sensación de repentino abandono que sentía.
—Llévalo contigo —insistió Tetisheri—. Es cierto que nos resultaría muy útil
para poner espías en Het-Uart, pero sería una crueldad enviarlo a esa ciudad. Es un
buen hombre. Dormiré mejor si sé que está contigo.
¿Para protegerme o para alejarlo de las tentaciones?, se preguntó Kamose. Pero
en lugar de preguntarlo inclinó la cabeza.
—Muy bien. Y ahora, continuemos. Quiero que enviéis a buscar a los príncipes a
fines de Khoiak. Deben estar aquí, esperándome, cuando regrese de Wawat. Het-Uart
debe caer el próximo invierno. Te enviarán a ti sus informes, abuela. Léelos
detenidamente y contéstalos en mi nombre. Hazme llegar tus pensamientos sobre sus
palabras cuando dictes cartas para mí. También quiero que pidas noticias de mi
armada en Het-Nefer-Apu. En el viaje hacia el sur visitaré a Paheri y a los Abanas en
Nekheb, y cuando sepa lo que piensan de la parte del río más allá de Swenet, los
enviaré al norte a reunirse con sus marineros e informarte a ti. —Miró las expresiones
intensas de las tres mujeres—. Estoy poniendo un gran peso sobre vuestros hombros,
pero no lo lamento. Habéis demostrado que sois capaces de llevarlo. —Su mirada
incluyó a su hermana y le sonrió pidiéndole disculpas—. Tened cuidado con los
príncipes. En particular con Intef y con Lasen. Intef no está lejos. Qebt está a sólo
ciento cincuenta estadios río abajo de Weset. Cualquier insinuación de subversión de
su parte puede ser aplastada con una visita formal de cualquiera de vosotras o de
todas a la vez. Pero Lasen, en Badari, se encuentra fuera de vuestro control directo.
Lo mismo sucede con Meketra, Mesehti y los demás.
—¿Subversión? —preguntó Aahmes-Nefertari—. Es una palabra muy fuerte,
Kamose.
—Lo sé. Tal vez sea demasiado fuerte para describir las quejas intermitentes y el
resentimiento que casi todos han mostrado desde la primera vez que los llamé.
Querían seguir disfrutando de la paz y prosperidad de sus pequeños dominios. Los
setiu nos han dejado en paz, dijeron. ¿Qué sentido tiene que les creemos problemas?
¿Por qué lo haces? Y lo dijeron a pesar de conocer el destino al que Apepa nos había
condenado. No olvido las palabras que pronunciaron. Vosotras tampoco debéis
olvidarlas. Ahora que han vuelto a sus casas, es posible que traten de desafiarme y de
quedarse allí.

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—¡Pero sin duda no Ankhmahor! —exclamó Aahotep.
—No, él no —admitió Kamose—. El ve la verdadera naturaleza de Egipto.
—Parte del problema se debe al poder que le has concedido a Hor-Aha —dijo
Tetisheri—. Ya te he advertido acerca de eso antes, Kamose. Átalo corto. Tal vez,
incluso podrías dejarlo en Wawat. Que ése sea su principado.
—¿Ahmose está enterado de las tareas que nos has encomendado? —preguntó
Aahmes-Nefertari.
—Se lo diré más tarde —dijo Kamose—. En caso contrario, habrá discusiones y
más instrucciones. Quería una reunión sencilla. —Se levantó del lecho—. Mañana
comienza Mesore. No estaré aquí para la Hermosa Fiesta del Valle. Cuando vayáis a
la tumba de mi padre para comer y hacer las ofrendas, hacedlas también en mi
nombre y en el de Ahmose. Gracias a todas. Por todo. Enviaré a las portadoras de
abanicos. —Se inclinó brevemente ante ellas y salió.
Aquella noche, los miembros de la familia comieron juntos y luego se fueron a
sus habitaciones. Kamose, tal como acostumbraba a hacer, cogió una manta y subió al
tejado del viejo palacio. Los medjay dormían a bordo de las embarcaciones, junto a
mil soldados más, reclutados en Weset y sus alrededores. Estaban apretados, pero
resignados, y sus sonidos apagados flotaban en el aire de la noche y a Kamose le
resultaron reconfortantes.
Es agradable pensar en mañana, en volver a ponernos en movimiento, se dijo
mientras permanecía tendido y escuchaba a sus arqueros y soldados de infantería
discutiendo en cubierta antes de envolverse en sus mantas. Preferiría zarpar hacia el
norte, pero Wawat es preferible a soportar la inundación aquí, en Weset. Aquí no soy
necesario. Tal vez no sea necesario en ninguna parte. El pensamiento no le causó
ninguna emoción y muy pronto cayó en la inconsciencia del sueño.
Incluso las despedidas se habían convertido en algo familiar. Las mujeres estaban
de pie en lo alto de las escaleras del embarcadero, como lo habían hecho otras veces,
y Kamose las besó, incluyendo a la niña que su hermana tenía en brazos. Amonmose
estaba allí, con acólitos e incienso. El hijo de Ankhmahor esperaba junto a la pasarela
de la embarcación, junto a los Seguidores. Akhtoy parecía abatido en cubierta. El
ritual de la partida se desarrolló sin grandes muestras de pesar y casi sin lágrimas.
Wawat no sería peligroso. Sólo el tiempo se interponía entre el momento de
embarque y el regreso a casa.
—Dentro de cinco meses esta pequeña se sentará sola —le comentó Ahmose a su
mujer—. No permitas que Raa le dé miel, Aahmes-Nefertari, pues le estropeará el
gusto por la comida. Mira a Ahmose-Onkh pidiendo a gritos los pasteles. No te
preocupes si mis mensajes tardan semanas en llegar —advirtió.
Ella le palmeó la mejilla.
—No tengo temor por ti ni por mí —dijo con tranquilidad—. Por supuesto que

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rezaré, pero estaré muy ocupada, Ahmose. Tráeme un poco de polvo de oro para los
párpados. Dicen que en Wawat se puede sacar del río con la mano.
Amonmose había dejado de cantar. Los capitanes esperaban y los timoneles
estaban preparados. Los marineros se aprestaban a izar las velas que se llenarían con
el viento de verano que soplaba del norte con una constancia razonable. Sólo Nefer-
Sakharu, un poco apartada de los demás, lloraba y se abrazaba a su hijo con
vergonzosa decisión, hasta que Ramose tuvo que arrancarse de sus brazos. Los tres
hombres pasaron a través de las filas protectoras de los Seguidores, subieron la
pasarela y se dio la orden de zarpar. Con una sensación de alivio culpable, Kamose
vio que la extensión de agua que lo separaba de su familia comenzaba a agrandarse.
Saludó una vez con la mano y volvió el rostro hacia el sur.

Mesore, día 3.
A la Gran Reina Tetisheri, mi abuela, salud.
El portador de esta carta debería ser Kay-Abana quien, con su padre
Baba, se encamina al norte, a Het-Nefer-Apu. Después de haber cargado una
cantidad de natrón y subido a pilotos que nos guiarán sin problemas hasta
Swenet, esperamos partir de Nekheb mañana por la mañana. He hecho
sacrificios en el templo de Nekhbet para pedir que, como protectora de reyes,
extienda sus alas sobre mí. Cuando pasamos frente a Pi-Hator dudé si
detenerme para recordarle a Het-Uy su juramento, pero me pareció una
innecesaria pérdida de tiempo. No dudo que ahora está enterado de que
controlo las tres cuartas partes de Egipto. También pasé Esna. Estos dos
puertos, donde los setiu gozan de simpatías, se encuentran aislados entre
Wawat y nosotros y, por lo tanto son inofensivos. Trata a los Abana con gran
cortesía y no olvides mantenerte en contacto con ellos por correspondencia
en cuanto lleguen a la armada. Te pido que compartas mis noticias con mi
madre y mi hermana.
Dictada al jefe de escribas Ipi y firmada por mi mano.

Kamose.

Mesore, día 10.


A la Gran Reina Tetisheri, mi abuela, salud.
La ciudad de Swenet es polvorienta y estéril, sólo rodeada por el árido
calor del desierto; sin embargo, su cementerio contiene las tumbas de muchos
de los poderosos reyes de Egipto y hay grandes canteras de granito que se

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extienden hacia el este desde el centro de este miserable grupo de casas.
Justo antes de llegar a la isla vimos que el Nilo se ensanchaba y a ésta
alzándose majestuosa en un río lleno de remolinos y de corrientes. Tengo
plena conciencia de que este lugar marca el límite formal entre Egipto y el
sur, porque justo después de Swenet se encuentra la primera catarata y allí el
Nilo se pone difícil, con olas que rompen en rocas lisas con tanta fuerza que
la corriente no puede menos que abrillantarlas. Sin embargo, son hermosas.
Están hechas de un material cristalino que las hace lanzar destellos rojos y
rosas cuando Ra las ilumina. Ahmose comentó que su color le recuerda el de
las uvas de Ta-She, tan lejos de aquí, tanto en distancia como en recuerdos.
Los pilotos que contratamos en Nekheb han vuelto a sus hogares y tengo
hombres del lugar que llevarán las embarcaciones a través de este torbellino.
Dicen que hace muchos hentis, el rey Osiris Senwasret hizo cavar un gran
canal a través de la catarata. Habíamos oído hablar de eso y lo he visto en
los mapas, pero unos trazos en un papiro no trasmiten el poder y el peligro
que significan las rocas para nuestras embarcaciones. Tengo serias dudas
sobre si podemos confiar en las habilidades del Divino tanto como en los
conocimientos de los nuevos pilotos, pero no me queda alternativa.
Aquí, el nombre de Teti de Khemennu es bien conocido. Había olvidado
que Teti era el inspector de Diques y Canales de Apepa, a pesar de que vivía
en Khemennu. Por cierto, pocos setiu se han aventurado más al sur de las
raíces del Delta. Su preocupación era de orden práctico. Mantenían abierto
el canal para que el oro pudiera fluir. De manera que quizá logremos pasar
ilesos las turbulencias.
Los medjay se excitan conforme se acercan a su tierra. Todas las tardes,
cuando se les permite desembarcar, cantan y bailan. Los de la infantería
miran con recelo todo este extraño territorio, pero hoy fueron con sus
oficiales al mercado de Swenet. Para una ciudad tan pobre como ésta, la
oferta de especias y otras cosas es impresionante. Ahora que me enfrento a
las cataratas, no deseo despedirme de Egipto y entrar en las tierras salvajes
de Wawat.
Confío en que habrás recibido el primer informe de los príncipes acerca
de sus cosechas y del estado de sus territorios. No te demores mucho en
recordarles su deber a los que sigan silenciosos. Renueva tu vigilancia sobre
el río. Tal vez, Het-Uy intente enviar un mensaje a Apepa al ver pasar mi
flota. No creo que la serpiente tenga la previsión ni el coraje de reunir una
fuerza para reconquistar Egipto mientras estoy ausente, pero los dioses
favorecen a aquellos que son lo suficientemente humildes para tomar en
consideración todas las consecuencias.

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Dictada al jefe de escribas Ipi y firmada por mi mano.

Kamose.

Mesore, día 19.


A la Gran Reina Tetisheri, salud.
Ya debe de haberse celebrado la Hermosa Fiesta del Valle. Recé por el ka
de mi padre e imaginé la multitud de gente que debe de haber invadido la
orilla occidental cargada de flores y de comida para sus muertos, los
sacerdotes con sus blancas vestiduras, los cantos y el leve olor a incienso que
debía de flotar en el aire. También recé por Si-Amón. Confío en que vosotras
también lo habréis hecho.
Sin embargo, ha habido poco tiempo para oraciones. Nuestro avance ha
sido lento por la necesidad de buscar bancos de arena ocultos en los lugares
donde el río se ensancha y es menos profundo. De acuerdo a lo que aseguran
los pilotos, estos bancos de arena se mueven de vez en cuando y, por ese
motivo, no pueden incluirse en los mapas. Esto es particularmente cierto en
verano, cuando el nivel del río es bajo. En dos oportunidades hemos perdido
un día desembarcando para que las embarcaciones fueran arrastradas a
tierra y luego deslizadas sobre troncos para evitar los rápidos y los bancos de
arena.
Wawat es un lugar de dura belleza. Grandes rocas que parecen toscas
pirámides se alzan de la tierra marrón claro, y muchas veces pasamos por
riscos que se abren para revelar el desierto que corre hacia un horizonte
desnudo. Cuando los riscos retroceden nos encontramos con inmensas
planicies atormentadas por vientos que han formado grandes dunas doradas
o que lanzan quejidos alrededor de curiosas formaciones rocosas que surgen
de la arena.
Al borde del río, entre las áridas planicies y el agua, hemos visto los
primeros pueblos pequeños: algunos se aferran a angostas franjas fértiles,
pero otros están rodeados de bosques de palmeras y sicomoros. Hor-Aha dice
que la bebida que se hace de los frutos de las palmeras que crecen aquí es
muy dulce, pero en su totalidad Wawat es un país solitario y desolado. He
notado que aquí la sombra de mi cuerpo cae exactamente entre mis piernas.
En este momento nos encontramos amarrados en Mi’am. Hay un gran
cementerio y un fuerte que no ha sido reparado, pero no he explorado
ninguno de los dos. El calor es indescriptible, un homo que arranca sudor del
cuerpo y quita el deseo de moverse. Los medjay están menos afectados por él

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y he enviado exploradores para que verifiquen el estado de los pueblos que
han sido atacados. Mi’am está en el centro de Wawat, un buen lugar como
base de operaciones. Nuestras tropas egipcias están desanimadas. Es el
resultado del calor y de la inmensidad de este desierto. Yo también siento que
mi ka vaga dentro de mi cuerpo, pero no puedo permitir que me invada tal
estado de ánimo. Espero los informes de mis exploradores y noticias vuestras.
Dictada al jefe de escribas Ipi y firmada por mi mano.

Kamose.

Mesore, día 21.


A la Gran Reina Tetisheri, salud.
Ayer recibí tu carta, junto a una de mi hermana para Ahmose y una para
Ramose de su madre. Te felicito por la vigilancia cuyo fruto fue interceptar el
mensaje enviado por Nefer-Sakharu al príncipe Meketra, en Khemennu,
rogándole que le enviara una escolta para que pudiera volver a su ciudad.
También le pedía una casa allí y su protección. Contra nosotros, presumo.
Dices que el tono de la carta era extrañamente formal, como si ya hubiera
concluido alguna clase de contrato o de acuerdo con él y que una carta
similar debía serle entregada al príncipe Lasen en Badari. Me sorprende que
no haya incluido a Intef en su correspondencia, pero tal vez la propiedad de
éste en Qebt esté demasiado cerca de Weset para que se sienta tranquila. Me
pregunto qué tramará. Confío en que habrás hecho sellar las cartas otra vez y
permitido que los heraldos las llevaran al norte. Si los dos príncipes
mencionan su contacto con ella en sus comunicaciones contigo, sabremos que
podemos confiar en ellos. De no ser así, debemos suponer que el tiempo que
ella pasó en su compañía ha dado frutos peligrosos. Tal vez no sea más que
un ferviente y hasta desesperado deseo de escapar y encontrarse con antiguos
amigos, pero sospecho algo más oscuro. Si Apepa consigue volver a controlar
Egipto, Nefer-Sakharu tiene posibilidades de ganar más que lo que ha
perdido. ¿Estaré lleno de vanas imaginaciones, Tetisheri? Continúa
vigilándola, pero no hagas nada. Es una mujer desagradable, pero si me
equivoco me arriesgo a merecer la desaprobación de los dioses.
Hemos pasado los últimos once días en escaramuzas con los
depredadores del desierto que han estado hostigando los pueblos de los
medjay. Parece que llegaron de Kush hace algún tiempo y poco a poco han
avanzado hacia el norte, rumbo al territorio medjay, al este del río, desde
Buhen casi hasta la primera catarata, en la amplia extensión de tierra

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llamada Khent-hen-Nefer. Han aterrorizado a las mujeres y los niños medjay,
pero no hay pruebas de que lo hayan hecho por orden de Teti-en. Cazarlos ha
sido caluroso, sucio y brutal. Son buenos arqueros, pero no tanto como los
medjay, que han tomado esta pequeña incursión con la feroz alegría de los
gatos sueltos en un granero lleno de ratas.
Los kushitas están mal armados. La mayoría de ellos sólo cuentan con
porras, otros tienen cuchillos y unos cuantos empuñan espadas de forja
sospechosamente egipcia. No usan más que taparrabos hechos de cuero de
gacela y caminan descalzos por una arena caliente que quemaría las plantas
de los pies de todos los que no fueran nuestros más sufridos campesinos.
Gritan mucho y sacuden sus porras. Los medjay contestan a los gritos y
entonces se produce la habitual confusión de carreras, disparos, heridas de
armas, sangre y sudor. Por la noche las hienas se encargan de devorar los
cuerpos. Nuestras pérdidas han sido tan pocas que casi no tienen
importancia. Mañana enviaré a mil medjay bajo las órdenes de Hor-Aha a la
parte nordeste de Khent-hen-Nefer para que maten a los kushitas rezagados.
No podemos permitir que se acerquen a nuestras fronteras. Wawat es una
excelente zona intermedia y debemos mantenerla en paz.
Envía a alguien al taller de los talladores y asegúrate de que los trabajos
que les encargué avancen bien. Quiero tenerlos instalados en el templo
cuando llegue a casa.
Dictada al jefe de escribas Ipi y firmada por mi mano.

Kamose.

Tot, día 3.
A la Gran Reina Tetisheri, a mi amada madre y a mi querida hermana,
salud en este tercer día del Año Nuevo.
Hubiera querido estar con vosotras el primer día de este mes, cuando
todo Egipto celebra el ascenso de la estrella Sopdet y nosotros, en Weset,
hacemos solemnes sacrificios a Amón. Estoy deseando saber qué augurios
descubrió Amonmose respecto a nuestra suerte durante el año venidero, cómo
está la pequeña Hent-ta-Hent y el volumen de la cosecha. Aquí todavía no
hay señales de que Isis esté llorando, pero confío en que honrará nuestros
esfuerzos por Ma’at y nos proporcionará una gran inundación.
Estoy dictando este mensaje en la cubierta de mi embarcación, a la hora
de la puesta del sol. El desierto, el viejo fuerte, las chozas de adobe de
Mi’am, las palmeras inmóviles, todo está en llamas por el reflejo rojo de Ra

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que es tragado por Nut, cuya boca, aquí en Wawat, parece tan ancha como el
mundo entero. Esta es la hora en que nuestros espíritus comienzan a
animarse. El frío del desierto comienza a invadir la brisa. Se encienden las
fogatas, y enseguida percibiremos el aroma de la comida que se cocina.
Akhtoy nos trae cerveza fresca que ha estado sumergida todo el día en el río.
Los habitantes del pueblo se acercan para recibir lo que los cocineros se
dignen a darles y, una vez que han comido, sacan sus pequeños tambores y
cantan para que los medjay puedan bailar. Muchas cosas nos resultan
familiares después de dos temporadas de campaña en el Nilo, pero el
ambiente de este país es extranjero, salvaje y poco hospitalario. Está fuera de
los límites de la civilización que llevamos con nosotros y cuya huella dejamos
allí donde nos instalamos.
Hor-Aha ha vuelto esta mañana con su tropa y con seis prisioneros, los
jefes de los pueblos que saquearon e incendiaron. Creo que los llevaré a
Weset y les mostraré el poder y las riquezas de Egipto para disuadirlos de
futuras incursiones. Hor-Aha sabe hablarles en su idioma, parecido a la
lengua de los medjay, algo más gutural. Una vez capturados se vuelven muy
mansos y sumisos, pero aun así Hor-Aha los ha puesto bajo vigilancia
continua.
Mañana pienso dejar aquí unos quinientos hombres y llevar el resto más
al sur, hasta Buhen. Ya no hay mucho más que hacer en esta zona. Tendremos
que ir a pie, puesto que el Nilo muestra una ligera crecida y hay que poner
las embarcaciones en lo alto de las orillas para evitar la inundación.
Suponemos que nuestro avance será lento y largo, porque hay muchos
pueblos en el camino y están todos infestados de kushitas. Estoy ansioso por
ver el gran fuerte de Buhen para saber si valdrá la pena repararlo y dotarlo
de una guarnición, y espero poder investigar la posibilidad de recuperar
enseguida las minas y las rutas del oro. Supongo que habréis recibido las
cartas que Ahmose ha dictado. Estoy seguro de que te ha dicho, Aahmes-
Nefertari, que allí donde vamos el oro puede ser recogido de las orillas del
no, y que se ve cómo brilla bajo el agua. Os quiero a todas.
Dictada al jefe de escribas Ipi y firmada por mi mano.

Kamose.

Paophi, día 7.
A la Gran Reina Tetisheri, salud.
Ojalá pudieras ver la absoluta grandeza de este lugar. El fuerte de Buhen

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está situado en el centro de una especie de bahía formada por sierras bajas
de arena. La bahía misma es una planicie muy fértil que se extiende a ambos
lados del Nilo y tiene muchos campos y palmerales. Aquí el río corre en línea
recta. No hay lugares angostos, rocas ni corrientes peligrosas, de manera que
los antiguos se vieron obligados a construir muelles de piedra para las
embarcaciones grandes. Los muelles no están en buenas condiciones y en este
momento están bajo el agua de la inundación.
Sin embargo, es el fuerte el que atrae la mirada. No lo describiré con
detalle, aparte de decir que tal vez un tercio de la población de Weset podría
caber dentro de sus muros de ladrillo. Es como una pequeña ciudad
fortificada. Dentro de su perímetro hay una ciudadela amurallada que
contiene casas, talleres y graneros, protegidos por muros más gruesos que
dos hombres tumbados con la cabeza de uno contra los pies del otro. Ramose
me dijo que le recordaba a la ciudadela de Het-Uart. Los antepasados de
Apepa decidieron edificar su palacio detrás de un escudo que nuestro
antepasado les proporcionó sin saberlo, el mismo antepasado que hizo erigir
este lugar invencible.
Dos grandes torres flanquean las puertas que dan acceso a los muelles de
piedra, pero la puerta más grande se abre al desierto, en el lado oeste. No
diré más respecto a sus dimensiones. Ahmose ha ordenado que sea copiado
en un papiro para poder estudiarlo mejor cuando volvamos a casa. Trata de
convencerme de que lo vuelva a utilizar, que deje tropas aquí, pero por el
momento no lo considero necesario. La capital de Teti-en, Defufa, está a más
de mil quinientos estadios al sur. Ya no creo que sea una amenaza. Los
bárbaros habitantes de Kush pertenecen a varias tribus y ninguna de las que
atormentan a los medjay pertenece a Teti-en. Además, mis soldados deben
concentrarse en terminar con los setiu que todavía quedan antes de que
decida dirigir mi atención hacia Kush. Los soldados acampados aquí podrían
proveerse de carne y verduras, pero el grano y otro tipo de vituallas habría
que enviárselo con regularidad desde Egipto, y Egipto todavía no está en
condiciones de preocuparse de Buhen.
Nos ha costado más de un mes llegar hasta aquí. El río, desde el sur de
Mi’am, está lleno de pueblos medjay, todos ellos más o menos controlados
por kushitas a los que era necesario eliminar porque allí vivían las familias
de nuestros arqueros, de manera que no sólo hemos luchado sino que nos
hemos visto obligados a permanecer un día o dos en cada pueblo mientras se
realizaban reuniones medjay. Estamos almacenando mucha buena voluntad
para el futuro, pero me irrita esta necesidad.
El mismo Buhen estaba gobernado por kushitas que se defendieron con

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fiereza y consiguieron mantener el fuerte durante tres días, aunque este éxito
se debió más al excelente diseño de la fortaleza que a la capacidad de
aquéllos para la guerra. Cuando conseguimos entrar hubo una gran matanza
y nuestros hombres todavía están ocupados en sacar a rastras los cadáveres
para quemarlos y en limpiar el desorden de chozas de juncos, inseguros
establos para animales y otros despojos del lugar donde vivían los salvajes.
He enviado a sus mujeres y niños al lugar de donde vinieron.
Ahmose y yo hemos hablado mucho acerca del oro. Era recogido por Teti
en Defufa y embarcado hacia el norte para Apepa en barcazas de muy poco
calado. No hemos visto rastros de dichas barcazas por ninguna parte, de
manera que suponemos que todas están en Defufa, y que posiblemente llevan
pudriéndose los dos años que dura nuestra campaña. Podemos pasar el mes
próximo construyendo más y organizar a los medjay locales para que las
llenen. Es absolutamente cierto que el oro puede recogerse prácticamente del
suelo y ser enviado por el Nilo. Pero ¿dónde están los egipcios que
organizarán la empresa? Nosotros podemos iniciarla, pero habrá que enviar
oficiales desde Weset para mantener trabajando a la gente. Buhen marca el
límite de Wawat con Kush. A menos que conquistemos Kush, no podremos
conseguir el oro que hay hasta Defufa, y no puedo gastar el tiempo ni los
hombres necesarios, por lo menos hasta que Apepa y los de su clase se hayan
ido. No quiero intranquilizar a Teti-en. Es un misterio. Ignoramos qué fuerzas
manda. Hasta ahora se ha mostrado indiferente a los sucesos de Egipto.
Dejémoslo en paz. Tal vez aceptaría firmar un tratado con él, pero si es un
hombre honorable mantendrá su convenio con Apepa.
Me alegro de que la cosecha haya sido tan buena y los graneros estén
repletos. También de que hayas recibido cartas de todos los príncipes,
incluidos los jefes de la armada. Por lo visto, en cuanto regrese podré iniciar
una marcha contra Het-Uart. Este año, si Amón lo desea, tal vez veamos el
fin de la presencia setiu en Egipto.
Dictada al jefe de escribas Ipi y firmada por mi mano.

Kamose.

Athyr, día 1.
A la Gran Reina Tetisheri, salud.
Me resulta difícil creer que sólo hace tres meses que estamos lejos de
Weset. Parecen tres años. Desde mi última carta me he aventurado un poco
hacia el sur para ver la segunda catarata que no comienza lejos, sobre el

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fuerte más pequeño de Kor. A pesar de que las aguas de la inundación siguen
creciendo, es posible comprender por qué los antiguos consideraron
necesario construir gradas. La catarata, llamada El Vientre de Piedra, se
extiende durante cientos de codos río arriba, a través de rocas de granito
caídas que parecen dientes esperando para destrozar cualquier embarcación
lo suficientemente temeraria para tratar de pasar. Su extremo norte es
transitable cuando el agua está crecida, arrastrando las barcas con cuerdas,
pero es imposible usar este sistema durante todo el trayecto.
En Iken, las gradas se extienden unos siete estadios y medio, hasta donde
hay un grupo de rocas tal vez lo suficientemente grandes para ser llamadas
islas que bloquean toda posibilidad de paso. Ahmose y yo las recorrimos en
su totalidad. Están en buen estado a pesar de que hace dos años que no se
usan. A mí me parecería más sensato desembarcar el oro en el extremo sur de
la catarata, llevarlo hasta el extremo norte y luego embarcarlo en otras naves
que lo estarían esperando. Pero tal vez sería un sistema muy poco práctico
por el volumen del cargamento.
Ya he cumplido con mi trabajo aquí. Akhtoy me ha preparado
habitaciones en Buhen, en la casa del jefe militar, que es muy cómoda. Las
comparto con Ahmose, a quien veo sólo por las tardes. Dedica mucho tiempo
a explorar la zona, a hablar con los habitantes del pueblo y a organizar
maniobras para evitar el aburrimiento, el suyo y el de las tropas.
Ramose y yo caminamos por los terraplenes de este lugar y observamos
fluir el río hacia el norte, hacia vosotras, o nos sentamos a hablar a la
sombra de los altos muros. Ramose habla de muchas cosas, pero no de su
madre, por lo tanto te aconsejo, Tetisheri, que no abandones tu vigilancia. No
quiero decir que Ramose tenga sentimiento de culpa en la conciencia, pero
Nefer-Sakharu puede haberle murmurado palabras llenas de maldad que
podrían enfurecerme y no se atreve a decírmelo por temor a poner en peligro
el bienestar de su madre. No me informas de más cartas entre Nefer-Sakharu
y los príncipes. ¿Será porque ella no ha vuelto a escribir o porque el
contenido de esas misivas no tenía mucha importancia para mencionarlo? Sin
embargo, estoy inquieto. Asegúrate de que los príncipes estén reunidos en
Weset a fines de Khoiak, tal como te pedí. No quiero que pasen más tiempo
del realmente necesario en sus propiedades.
Hor-Aha ha ido a visitar a su madre, Nithotep. Está deseando que llegue
el día en que pueda llevarla a vivir a la casa que le daré, en las tierras que
gobernará. ¿Sabías que lleva en el cinturón un recuerdo de su servicio con mi
padre? Está muy satisfecho con la limpieza de Wawat. Hemos asegurado la
lealtad de los medjay a un precio muy bajo.

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Se acerca el festival de Hapi. Haremos aquí nuestros sacrificios, pero por
favor, ruega con fervor al dios del Nilo para que nos lleve a salvo en su pecho
y que apresure nuestro regreso a casa cuando la inundación ceda.
Dictada al jefe de escribas Ipi y firmada por mi mano.

Kamose.

Khoiak, día 11.


A la Gran Reina Tetisheri, salud.
El día de hoy nos encuentra de nuevo en Mi’am después de caminar por
el desierto, al borde de la inundación. El río está demasiado crecido para
botar las embarcaciones, pero ya ha comenzado a bajar. Dentro de otra
semana arriesgaremos el regreso a Swenet y nos enfrentaremos a las
dificultades de la primera catarata. Ruego que podamos pasar.
Desde que recibí tu última carta he estado nervioso. ¿Por qué hace tanto
tiempo que Intef no te escribe? Qebt está a sólo ciento cincuenta estadios de
Weset Me alegro de que mi madre haya decidido ir a visitarlo personalmente
y su pretexto para hacerlo, una preocupación por su bienestar, me pareció
plausible. Las excusas por su silencio me parecen falsas. ¿Qué príncipe no
debe ocupar sus horas en resolver las peleas mezquinas de sus súbditos y en
discutir con sus mayordomos la distribución del grano después de la
cosecha? Al menos, aseguró que llegaría a Weset a finales de este mes. Los
demás príncipes también deben de estar preparándose para viajar. No soy
feliz, Tetisheri. Presiento que algo no va bien. Tengo vagas premoniciones y
desearía poder consultar al oráculo de Amonmose. Hazlo por mí, aunque
nada puede ser tan descorazonador como su último pronunciamiento. Trato
de no pensar mucho en ello, pero en esta inmensa y recalentada aridez, la
muerte no parece estar muy lejos, a pesar de la rutina y de los deberes de una
vida en marcha que deberían reconfortarme. Un desastre, un error, una
epidemia de fiebre, y nos encontraríamos a merced de una tierra implacable y
hostil. Estoy perdiendo el dominio de mis pensamientos y no tengo ningún
control sobre lo que pueda estar sucediendo en Egipto. Estoy desesperado
por dejar Wawat atrás.
Ahmose está aburrido, pero no se obsesiona. Cuando pasamos por Toska,
un pueblo medjay en la orilla oriental, cruzó el río en un esquife de juncos,
remando él mismo, para escribir nuestros nombres en las rocas que hay allí.
Me encolericé con él por haberse arriesgado tanto, pero se rió. «Me estoy
asegurando de que los dioses puedan encontrarnos si las cosas andan mal y

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nuestras tumbas son destruidas» dijo, pero creo que lo hizo por puro
aburrimiento. Los soldados lo vitorearon durante todo el camino.
Estoy sorprendido y contento de que Aahmes-Nefertari haya adquirido la
costumbre de observar a las tropas cuando se ejercitan en el desierto y de que
haya ofrecido pequeñas recompensas a los que se destaquen en las
maniobras. Se ha tomado muy en serio mis instrucciones. Transmítele mi
aprobación.
No volveré a escribir, abuela. Si todo va bien, te abrazaré en algún
momento de Tybi.
Dictada al jefe de escribas Ipi y firmada por mi mano.

Kamose.

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Capítulo 15
Había algo diferente en aquel regreso a la patria. No se trataba del ancho fluir de un
Nilo que todavía lamía la tierra de sus orillas, ni de la verde explosión de la nueva
vida que se veía en la orilla oriental. No estaba en el brillo de las escaleras del
embarcadero, donde los amarres, azules y blancos, dividían el agua en arroyos de
cristal mientras su embarcación se acercaba. El emparrado todavía se arqueaba sobre
el sendero que zigzagueaba hacia la casa a través de los sicomoros. La casa misma,
que se vislumbraba a través de las ramas enredadas, todavía se erguía entre los
parterres de flores y el césped, y sus paredes resplandecían tras haber sido encaladas
por los sirvientes, como cada primavera. El muro que dividía el jardín del viejo
palacio todavía se desmenuzaba, y el palacio mismo continuaba alzándose sobre él
con una dignidad cansada y aristocrática. Agarrando el borde de la embarcación con
las manos, con Ahmose y Ramose a su lado, Kamose sintió que se le henchía el
corazón al contemplar la escena tan familiar. Un poco más al norte, alcanzaba a ver la
parte superior del pilón del templo, piedra pálida apresada entre el cielo azul
profundo y las hojas temblorosas de las palmeras. A su izquierda, en la orilla
occidental, la arena se extendía hacia los riscos marrones, y sólo podía divisar el
templo mortuorio de su antepasado, Osiris Mentuhotep-Neb-Hapet-Ra, que brillaba
en contraste con las rocas.
Con el corazón palpitante de una extraña alegría estudió el panorama iluminado
por el sol en busca de un cambio, de algo diferente, algo que explicara la desaparición
de toda la tensión de su cuerpo y de que se le hubiera aclarado la mente, pero no
encontró nada. Todo estaba como debía estar, como siempre había estado, la casa, el
viejo palacio, el templo, la ciudad, unidos en una perspectiva que conocía desde la
infancia. El río estaba lleno de embarcaciones de todo tipo y tamaño, y las orillas
plagadas de soldados, de manera que supo que los príncipes habían llegado, pero ni
embarcaciones ni hombres explicaban el alivio y el regocijo que sentía.
No, pensó. No. El bendito Weset está igual. Soy yo quien ha cambiado. Algo me
ha sucedido en Wawat, un cambio tan sutil en mi ka que no llegué a detectarlo.
¿Cuándo? ¿Será un proceso que no he notado o un giro imperceptible por haber
mirado de una determinada manera, en un lugar iluminado por el sol, hacia una
determinada colina? ¿Será por ello que el peso que tanto me costaba llevar ha
desaparecido y ahora me animo a mirar hacia delante, a conquistar Het-Uart, a traer
de nuevo el Trono de Horus al Viejo Palacio y a sentir el peso de la Doble Corona en
mi cabeza? Cogió la muñeca de su hermano.
—Ahmose —dijo con voz ronca—. Ahmose… —Y el nudo que se le acababa de
formar en la garganta le impidió seguir hablando.
La embarcación tocó el embarcadero y a un grito del capitán bajaron la rampa.

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Los Seguidores formaron. Sin vacilar, Kamose corrió por la cubierta y bajó por la
madera caliente hacia los escalones de piedra. En el extremo del sendero vio que sus
mujeres corrían hacia él. Examinó brevemente su túnica y no encontró allí ninguna
mancha, ninguna señal de que se hubiera encogido. Les tendió los brazos, sonriente.
—¡Wawat es un lugar maravilloso! —exclamó—. ¡Pero Weset es mejor! —Las
abrazó con fuerza, contento de sentir sus carnes suaves, la fragancia de sus perfumes,
sus voces agudas y llenas de excitación. Sólo Tetisheri lo miró con recelo. Se liberó
de su abrazo, dio un paso atrás y lo estudió detenidamente.
—Pareces satisfecho con nosotras, Majestad —dijo con sequedad—. Bueno, no
estarás satisfecho mucho tiempo. Los príncipes están aquí y han traído consigo
muchos soldados. Muchos. El cuartel está lleno y la distribución de comida se ha
convertido en un dolor de cabeza. Por cierto, ignoraba que vendrían rodeados de sus
ejércitos, porque lo habría prohibido. No me gusta, Kamose.
En cualquier otro momento la habría reprendido por preocuparlo antes de tener
tiempo de bañarse, pero en ese instante simplemente frunció el entrecejo.
—A mí tampoco me gusta —contestó—. Pero todo depende de los motivos por
los que han considerado que deben protegerse con hombres armados. ¿Ha habido
problemas, Tetisheri? ¿Apepa ha dado señales de reaccionar? ¿Y qué me dices de Pi-
Hator y de Esna?
Ella negó vigorosamente con la cabeza.
—Nada de eso. Los mensajes de Abana desde el norte son buenos. El Delta ha
permanecido tranquilo. Pi-Hator, también. Los príncipes no tenían ningún motivo
para traer las centenares de bocas que estamos tratando de llenar.
Se detuvo. A sus espaldas, Aahmes-Nefertari lanzaba exclamaciones de júbilo por
la pequeña bolsa de polvo de oro que su marido había recogido con sus manos para
ella al borde del río. Ramose, con un brazo sobre los hombros de su madre, hablaba
con ella en voz baja. Ahmose-Onkh los seguía con Behek a su lado. El niño le
retorcía una oreja al perro.
—¿De qué se trata, abuela? —preguntó Kamose en voz baja—. ¿Qué presientes?
¿Los príncipes han sido respetuosos y obedientes?
Tetisheri se encogió de hombros.
—No he notado ningún cambio en su actitud hacia mí —declaró—, pero se
negaron a aceptar la sugerencia de Ankhmahor de destacar sus tropas en la orilla
oeste en lugar de hacerlo en el desierto, detrás del muro de la casa. Ankhmahor
volvió un poco antes que los demás. Ha estado tratando de mantener un poco de
orden pero, como es natural, los demás lo ven como uno de ellos y no tiene autoridad
para darles órdenes sin tu permiso. Lo único que ha podido hacer es mantenerlos, a
ellos y a sus comitivas, fuera de la casa.
Kamose sintió una punzada de verdadera alarma.

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—¿Y tú no podías impartirles órdenes a través de Ankhmahor? —preguntó.
—Te aseguro que lo he intentado —contestó—, y hasta cierto punto he tenido
éxito. Aahmes-Nefertari ha separado a nuestros hombres y los utiliza para que
patrullen la ciudad y por la propiedad. No ha habido incidentes, Kamose. No son más
que intuiciones, vagas sospechas de que no todo va bien. Me tranquiliza que hayas
vuelto.
Acababan de llegar al pórtico de la casa. Kamose se volvió y le hizo una seña a
Hor-Aha, que estaba muy atrás.
—Que los medjay crucen el río y se instalen —dijo cuando el general se le acercó
y le hizo una reverencia—. Después deja allí a tu segundo para que se encargue de
ellos. Te necesito aquí. Lleva a prisión a los kushitas. Dile a Simontu que los trate con
bondad. —Se volvió hacia su heraldo—. Khabekhnet, ve al templo y dile al Sumo
Sacerdote que estoy ansioso por ver mis textos tallados en piedra y que pasaré por allí
mañana por la mañana. —Se volvió nuevamente hacia Tetisheri—. Esta noche
celebraremos una fiesta y me dirigiré a los príncipes. Pero ahora me gustaría
bañarme, comer algo y hacer un recorrido por el cuartel. Por lo visto, debo llevar
conmigo a mi hermana para conocer los progresos que han hecho los hombres.
Tetisheri le dirigió una mirada astuta.
—Aahmes-Nefertari ha cambiado —dijo.
Kamose asintió.
—Así parece. —Alargó un brazo hacia su madre, pacientemente parada a sus
espaldas—. Siéntate conmigo cuando vuelva de la casa de baños, Aahotep. Quiero
hablar contigo.
Bañado y recién maquillado, comió bajo su dosel, junto al estanque, y poco
después Aahotep se le unió y se sentó con gracia en un almohadón, matamoscas en
mano. Kamose pensó en el excelente aspecto que tenía. Su piel resplandecía. La boca
generosa, anaranjada por la alheña, reveló el brillo de sus dientes blancos cuando ella
le dedicó una sonrisa de bienvenida. Las pequeñas arrugas que le rodeaban los ojos,
parcialmente ocultas por la galena, no hacían más que realzar su belleza oscura y
madura.
—Deberías volver a casarte —dijo él impulsivamente.
Ella sonrió sorprendida.
—¿Para qué? —preguntó—. ¿Y con quién?
Kamose rió.
—Perdóname, madre. Una pasajera reflexión llegó a mi lengua antes de
desaparecer. ¿Quieres un poco de vino? ¿Un pastel? —Ella negó con la cabeza—.
Entonces quisiera que me dieras tu opinión acerca de los informes que Tetisheri ha
estado recibiendo de los príncipes durante los últimos cinco meses. Supongo que los
habrás leído. Y háblame de Aahmes-Nefertari.

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Aahotep comenzó a mover el matamoscas de un lado a otro, con demasiada
lentitud para que la crin de caballo pudiera mover el aire cálido.
—Los informes han sido formales, obedientes y correctos en su redacción —dijo
con aire meditabundo—, y sin embargo a Tetisheri y a mí no nos gustaron, pero no
podemos explicarnos por qué. Algo en ellos sonaba a falso. Debes leerlos tú mismo,
Kamose. Tal vez hayamos vivido mucho tiempo rodeadas de traiciones y nos
asustamos de sombras que no existen. No lo sé. Desde que llegaron, nos separa de
ellos una amable distancia. No nos faltan al respeto, pero hay algo que no es correcto
tras sus modales finos, algo frío. Quizás hasta calculador. —El espantamoscas cayó
sobre su falda y ella lo acarició distraída—. Me recuerdan a Mersu.
Se hizo un silencio entre ambos y Kamose recordó el rostro cerrado y enigmático
del mayordomo de su abuela, cuya dócil obediencia ocultaba un odio criminal.
Pensativo, bebió un sorbo de vino.
—Son arrogantes y muchas veces discutidores —dijo—, pero saben lo que he
hecho por ellos, por Egipto. He abolido el temor de que en algún momento les sea
arrebatado lo que por nacimiento les pertenece. He recompensado con oro su
fidelidad. Haré más por ellos cuando hayamos limpiado Het-Uart. Y lo saben. Sin
embargo, no tomo con ligereza las impresiones que tenéis. Y ahora, ¿qué me dices de
mi hermana?
Aahotep movió los dedos en un gesto de perplejidad. —Habla con frecuencia de
Tani. Ya no con ira, sino como en una especie de concisa despedida, y es como si el
conocimiento de la traición de Tani alimentara una nueva energía en su interior.
Desempeña con la misma atención de siempre sus deberes en la casa, pero los
termina con rapidez, con mucha eficiencia, y luego dedica su tiempo a estar con los
soldados. No— dijo enfáticamente mientras hacía un gesto. —No se trata de nada
moralmente reprobable. No existe la más mínima sugerencia de eso. Se quita las
alhajas, se pone toscas sandalias y se sienta en el estrado mientras los hombres
practican y libran sus falsas batallas. Habla con los oficiales.
—Pero ¿por qué? —Kamose no sabía si reír o irritarse ante la imagen de Aahmes-
Nefertari, delicada y exigente, entre nubes de polvo, mientras las tropas simulaban
batallas y los capitanes gritaban—. No debe hacer el ridículo, madre. Sería fatal que
el hombre común creyera que puede mirar a las mujeres reales con familiaridad.
—Le tienen simpatía —respondió Aahotep—. Practican mejor cuando está
presente. Al ver que no podía convencerla de que no fuera, yo misma la acompañé
varias veces. Ha desarrollado una faceta muy desafortunada: la tozudez. Los hombres
la saludan, Kamose. Ella los llama, bromea con ellos. Creo que todo comenzó porque
quería demostrarte que no te equivocabas depositando tu confianza en ella, pero
descubrió que le divertía. Si fuera hombre sería un excelente jefe militar.
En aquel momento Kamose no pudo contener una carcajada.

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—Ahmose ha encontrado una esposa desconocida para él —dijo con una sonrisa
—. Eso debería dar más emoción al reencuentro.
De repente tuvo conciencia de que ya no estaban solos y se volvió para ver que, a
una discreta distancia, lo esperaban Ankhmahor, Hor-Aha y Ramose. Suspiró, se
disponía a levantarse cuando Aahotep lo detuvo cogiéndole la muñeca.
—Ya sé que tienes muchos asuntos que atender —dijo—. Pero hay una cosa más.
Tal vez no sea nada, pero… —Se mordió los labios—. Desde que llegaron los
príncipes, Nefer-Sakharu ha estado casi constantemente con ellos. Los entretiene en
sus habitaciones, se sienta junto a ellos durante las comidas, va en su litera a Weset
con aquellos que quieren divertirse en la ciudad. Ya sé que se siente sola. Ha sido
todo muy frívolo y posiblemente inofensivo. No tenía ninguna excusa para tratar de
impedirlo y no podía confinarla en sus habitaciones. Estuve a punto de hacerlo, y
varias veces, pero después de todo no ha hecho nada malo, a menos que se considere
que la ingratitud y el desagrado son una ofensa.
Kamose le cogió las manos suaves y se las besó mientras se levantaba.
—Debí de haber enviado a Ahmose al sur y quedarme yo aquí-dijo con
cansancio. —Aunque dudo que hubiera podido hacer más de lo que hicisteis vosotras
tres. Debo marcharme. Te veré esta noche.
Se dirigió con tranquilidad hacia los hombres.
Los príncipes y sus séquitos estaban presentes aquella noche en la sala de
recepciones. La mirada aguda de Kamose recorrió las cabezas cubiertas de pelucas y
de joyas, y de repente vio una figura alta, algo encorvada, que se echaba hacia atrás y
tendía una taza para que se la llenaran.
—¿Qué hace Meketra aquí? —le preguntó a su madre en voz baja—. ¡No le
ordené que se uniera a mi ejército!
Sentada a su lado, Aahotep partió un trozo de pan, hizo una pausa y miró a los
presentes.
—Llegó con Intef —contestó—. Me ha aburrido contándome todas las
maravillosas reformas que ha hecho en Khemennu. Se diría que él mismo ha
mezclado el barro y la paja. Lo siento, Kamose. Ignoraba que no tema permiso para
abandonar su ciudad. Hablaba como si hubiera recibido una invitación directa de ti.
Kamose lo observó pensativo. Tanto él como el resto de los nobles parecían tener
un excelente estado de ánimo; compartían chistes, bebían abundante vino y arrojaban
a los sirvientes los capullos de primavera que cubrían sus mesas, pero tuvo la
sensación de que en ese comportamiento había un desagradable trasfondo de
insolencia, como si estuvieran utilizando esa misma exuberancia para dejarlos fuera,
a él y a su familia.
Después de hacerle reverencias cuando entró en el salón, no le prestaron más
atención. Le contestaban cuando se dirigía a ellos pero continuaban hablando entre sí.

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—Se han comportado así casi todas las noches —le susurró Tetisheri al oído—.
Se emborrachan y molestan a los sirvientes como si fueran un grupo de niños
indisciplinados. ¡Pendencieros! Me alegrará mucho ver que te los llevas al norte,
Kamose. Unas buenas marchas calmarán el entusiasmo que les causa tanta tontería.
Pero después de estudiarlos con tranquilidad, Kamose llegó a la conclusión de
que no había nada pendenciero en ese comportamiento ruidoso. Más bien, la
estruendosa algarabía tenía un fondo de frialdad, como si estuviera calculada. Las
mujeres tienen motivos para estar inquietas, se dijo. Algo anda mal.
Más tarde, se levantó y les habló, les explicó todo lo que había hecho en Wawat y
les advirtió que al día siguiente esperaba que asistieran en el templo a la ceremonia de
acción de gracias, junto a la dedicatoria de los textos tallados, y que el día después
partirían para continuar la guerra contra Apepa. Lo escucharon con amabilidad,
levantando hacia él sus rostros maquillados, pero tanto en sus manos como en sus
cuerpos se notaba la inquietud.
—Mañana por la tarde nos reuniremos en consejo en las dependencias de mi
padre —ordenó con tono tajante—. Iybi avanza. Quiero estar en las afueras de Het-
Uart a principios de Mekhir.
Tenía ganas de gritarles, de romper el círculo invisible pero evidente con el que se
habían rodeado, de amonestarlos por haber inundado sus dominios con soldados
innecesarios, pero tuvo la sensación de que aquella manifestación de ira lo pondría en
desventaja. ¿Por qué será que siento que son leones a la espera de que me rompa y
huya?, se preguntó con ansiedad mientras se volvía a sentar en sus almohadones y
hacía señas a los músicos para que siguieran tocando. Debo preguntarle a Ahmose si
comparte mis sensaciones.
Pero aquella noche no pudo hablar con su hermano. Ahmose se retiró temprano
con su mujer y Kamose no quiso molestarlos. En compañía de Ramose y de
Ankhmahor hizo un lento recorrido por la casa, los tres silenciosos y enfrascados en
contemplar la fría belleza de los jardines bañados por la luna. Se separaron,
Ankhmahor fue a comprobar el cambio de guardia y Ramose a su lecho donde,
supuso Kamose, sin duda lo esperaba la seductora Senehat. Sin embargo, no se sentía
abandonado. Vagó bajo los árboles, rodeó el estanque de aguas plateadas por la luna y
por fin se encaminó al pasillo que conducía a sus aposentos. Su sueño fue profundo y
tranquilo.
Por la mañana, la casa y los terrenos se vaciaron y el templo se llenó, y una vez
más Kamose se prosternó ante su dios en acción de gracias por el éxito obtenido en
Wawat. Sus textos se habían erigido, dos gruesos bloques de granito casi tan altos
como él, con la crónica de sus campañas talladas en sus superficies. Él mismo leyó el
mensaje en voz alta y con un tono orgulloso que resonó a lo largo del sagrado recinto.
Bajo las palabras que pronunciaba, los que lo escuchaban oyeron otras verdades. Esto

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es lo que yo, Kamose Tao, he hecho. He apartado la vergüenza de los hombros de mi
familia. He vengado el honor de mi padre. He demostrado que soy digno de la sangre
de mis reales antepasados.
Cuando terminó, se volvió hacia los seis kushitas que habían sido conducidos al
templo y que en aquel momento estaban de pie entre sus guardias, con una expresión
de temor religioso en los rostros, los ojos negros recorriendo con rapidez a los
elegantes adoradores.
—Me he apoderado de vuestra tierra —les dijo con lentitud y tono deliberado—.
También eso será tallado en mis bloques de granito para que todo el que venga pueda
leerlo. Mirad a vuestro alrededor. Habéis tenido la oportunidad de ver el poder y la
majestad de Egipto. Habéis comprobado que cualquier intento futuro de invadir
Wawat será aplastado con todo el poder hostil de este país. Volved a vuestros hogares
y decid a los de vuestra tribu que Egipto es justo y misericordioso con aquellos que lo
merecen, pero que el castigo caerá rápido sobre aquellos que traten de amenazarlo.
Sois libres. Mis soldados os darán comida y podréis iros.
Cuando la multitud salía del templo entre nubes de incienso y las últimas notas de
los cantores, Kamose vio a su hermana a su lado. Había pasado entre los Seguidores,
quienes tras una palabra suya la dejaron pasar.
—Ahmose se ha adelantado con nuestra madre —dijo—. Yo quería hablar
contigo antes de tu reunión de esta tarde con los príncipes, Kamose.
—Pensaba hablar contigo antes de partir de Weset —le contestó él—. No hay
mucho tiempo para nada. ¿Has podido poner espías en Het-Uart?
—Hemos comenzado a organizar algo, pero es un proceso lento —contestó ella
—. Hemos estado trabajando a través de Paheri y de Kay-Abana mientras la armada
estaba desocupada. Ellos deben encontrar habitantes de la ciudad en quienes se pueda
confiar. En el Delta no te quieren, Kamose. Has destruido demasiado.
Se estaban acercando a sus literas. Los portadores se pusieron de pie, pero
Kamose los alejó con un gesto.
—Caminaremos —les gritó—. De modo que todavía no tenéis ninguna
información útil para mí. Era demasiado esperar que algún bondadoso ciudadano de
Het-Uart estuviera ansioso por abrir las puertas de la ciudad. Continúa trabajando en
el asunto, Aahmes-Nefertari. Llegará el momento en que la avaricia de los setiu
acabará beneficiándonos. Después de todo, lo que mejor saben hacer es conseguir
ganancias. —Lo dijo en tono ligero y la muchacha rió—. Me han dicho que has
ingresado en el ejército. ¿Quieres que te nombre oficial?
Esta vez Aahmes-Nefertari no respondió a su broma.
—Podrías hacer cosas peores —respondió—. Precisamente necesito hablar
contigo sobre el ejército, o más bien sobre nuestras tropas locales. Es evidente que
nuestra madre te ha dicho que mientras tú estabas ausente yo me he interesado mucho

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por sus actividades. —Lo miró y bajó la vista hacia sus pies calzados con sandalias
que dejaban leves huellas en la tierra del camino—. Todo comenzó porque pensé que
Ahmose-Onkh podría divertirse un rato si lo llevaba al campo de ejercicios que hay
junto al cuartel. Raa ha estado muy ocupada con Hent-ta-Hent. De manera que le pedí
permiso al jefe para sentarme en el estrado con Ahmose-Onkh y observar lo que
hacían. Naturalmente, el chiquillo se aburrió al poco rato y empezó a sollozar, pero
yo estaba fascinada. Hablé con el escriba de reclutamiento, con el de asambleas, con
los oficiales locales. Sé lo que los hombres comen y en qué cantidades. Sé cuántos
pares de sandalias deben repararse cada mes. Sé la cantidad de flechas que se rompen
durante las prácticas de tiro y sé afilar una espada. —Lo miró vacilante, temerosa de
que se riera, pero lo que vio pareció tranquilizarla—. He estado inventando falsas
batallas para que practiquen, pero no soy muy buena en estrategia, ya que no he
tenido ninguna experiencia en el campo. Divido a los hombres y sitúo algunos detrás
de rocas o en la cima de colinas, esa clase de cosas. Y me gusta mucho, Kamose. —
La sorpresa de su hermano era tan grande que no supo qué responder—. Le pedí
autorización al capitán de los guardias de la casa para que los hombres que han sido
responsables de nuestra seguridad puedan pasar algún tiempo en el desierto con el
resto de las tropas, para que ejerciten sus habilidades y sean sustituidos en turnos
rotativos por soldados muy competentes que no han gozado del privilegio de
custodiarnos. Él me permitió que lo hiciera. Está dando buenos resultados.
Kamose se permitió una sonrisa interior.
—Aahmes-Nefertari —dijo con suavidad—, tuviste razón en reprenderme por
quitarle importancia a tu capacidad, ¿pero no crees que estás llevando esto demasiado
lejos? No es necesario que me demuestres nada. Confío totalmente en ti.
Ella lo miró y se sonrojó.
—No me has escuchado —protestó acalorada—. Tu capitán aprueba que me
involucre. Los hombres esperan verme todos los días. Yo disfruto. No creas que me
he interesado por el entrenamiento y el bienestar de las tropas porque extraño a mi
marido o porque no puedo hacer muchos trabajos domésticos. —Se adelantó dos
pasos y luego se volvió a mirarlo de frente, obligándolo a detenerse—. Jamás quiero
ser tan débil como Tani. No quiero despertar una mañana y encontrarme sin fuerza de
voluntad o incapaz de mostrar mi coraje por haber permitido que traer hijos al mundo
y practicar las suaves artes de la feminidad me hayan llevado a la sumisión. He
estado cerca del peligro, Kamose. Sí, lo he estado. Pero ya no. ¡Te ruego que no me
prohíbas este servicio!
Kamose se abstuvo de señalar que no eran la maternidad ni las suaves artes de la
feminidad lo que habían hecho tomar el camino equivocado a su hermana, sino un
adversario poderoso y decidido. Las razones de Aahmes-Nefertari eran irracionales,
pero tal vez su miedo no lo fuera. Después de todo, pensó Kamose con rapidez, tiene

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un buen ejemplo de autoridad en su abuela.
—¿Por eso me has acosado hoy? —le volvió a preguntar—. Si es así, no debes
temer. Hablaré con mis jefes y capitanes. Si te elogian con sinceridad podrás
continuar tu trabajo con ellos siempre que comprendas que la palabra de mi jefe
supremo es ley. De los dos mil soldados que dejé aquí, en Weset, sólo quedarán mil.
Tengo la intención de llevarme al resto hacia el norte, con los medjay, por supuesto.
¿Serán suficientes para satisfacer tu sed de muerte y destrucción?
Durante breves instantes volvió a ver a la Aahmes-Nefertari de antes. Tenía los
ojos llenos de lágrimas y le temblaban los labios. La joven se puso de puntillas y le
besó la mejilla.
—Gracias, Majestad —dijo—. No, no te he acosado por eso, pero me alegro de
que este asunto esté arreglado. Ambos reanudaron la caminata. Durante un rato reinó
un silencio agradable entre ellos, sólo roto por el suave golpeteo de las sandalias de
los Seguidores. A lo lejos, en el río, una pequeña embarcación pasó con lentitud, la
vela triangular aleteando, su avance marcado por el rítmico golpe de un tambor que
un joven sentado a popa tenía bajo el brazo. Su estela lamía la orilla arenosa en
pequeñas y resplandecientes olas. Kamose no tenía prisa por escuchar lo que su
hermana tenía que decir. A pesar de la proximidad de su reunión con los príncipes,
era consciente de una creciente alegría. El resultado de su cosecha le sería ofrecido
bajo el dosel del jardín. El vino sería abierto. Se serviría cerveza oscura para mitigar
su sed. Y al día siguiente abandonaría Weset, una vez más, para dirigirse al norte. No
lamentaba marcharse, pero sabía que llevaría consigo la curación tan misteriosamente
lograda dentro de su alma y que mientras estuviera lejos le resultaría agradable pensar
en su casa y no le causaría ningún sentimiento de culpa.
Entonces Aahmes-Nefertari le habló sin volver la cabeza.
—Debes saber que ha habido problemas entre los príncipes Intef y Meketra y yo
—dijo—. La abuela, mamá y yo decidimos que puesto que podíamos contener esos
problemas no te lo diríamos, pero he estado pensando en el asunto, Kamose. Durante
el próximo sitio confiarás en todos los príncipes. En unos más que en otros. Si te
apoyaras en una rama que se rompiera, yo me sentiría responsable. No fue una gran
tormenta, sólo un soplo de viento del desierto.
—Estás pintando un cuadro confuso —interrumpió Kamose con impaciencia—.
Ya casi hemos llegado al embarcadero y tengo hambre. —Lo dijo con más dureza de
la necesaria, debido a un repentino presentimiento, y ella se disculpó enseguida.
—Lo siento —barboteó—. Verás, Intef y Meketra fueron un día al campo de
prácticas. Creo que les sorprendió verme allí. Querían sumar sus soldados a los tuyos,
mezclar las tropas y tomar el mando de los hombres. Naturalmente, habrían tenido
autoridad sobre un simple jefe militar y unos cuantos capitanes, y si en la casa nadie
se hubiera interesado por asegurarse de que los oficiales eran diligentes mientras tú

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no estabas, podrían haber entrenado a los hombres como les hubiera dado la gana. El
argumento que expusieron era lógico, Kamose. Aumentemos la cooperación entre los
soldados de nuestros territorios. Que se hagan amigos para mantener la solidez en la
batalla. —En aquel momento miró a su hermano. Las lágrimas habían desaparecido y
ya no le temblaban los labios sino que formaban una fina raya—. Meketra incluso se
quejó de que al ser apartado para poner Khemennu en condiciones, se le había negado
la práctica en el campo de entrenamiento y le hacía falta experiencia en una serie de
mandos. Mientras él e Intef me hablaban, miré a tus oficiales. Teman miedo de que
les dejara bajo el control de los príncipes. No comprendí qué podía tener de malo.
Después de todo, los entrenamientos y las falsas batallas eran sólo para mantener a
las tropas alerta y ocupadas. ¿Y qué sentido terna que los soldados llegados con los
príncipes estuvieran ociosos? Pero la insistencia de Intef de tomar el mando me
pareció muy apremiante. Había algo en aquello que no me gustaba. Así que me
negué. —Lanzó una corta carcajada—. Me presionaron todo lo que se atrevieron.
Noté el desprecio con que me miraron antes de hacerme una reverencia y marcharse.
Ordenaron a sus hombres que instalaran blancos e hicieron prácticas de tiro hasta que
abandoné el estrado. Fue como un desafío.
Kamose sintió que se le secaba la garganta. No estoy enfadado, pensó. ¿Por qué?
Enseguida encontró la respuesta. Porque la cólera sólo servirá para cegarme a algo
que debo examinar con frialdad.
—Aquella noche fui a los aposentos de los oficiales —siguió diciendo Aahmes-
Nefertari—. Me dijeron que habían sido invitados varias veces a beber con los
oficiales llegados con los príncipes y que nuestros soldados recibían regalos de los
hombres que estaban en las filas de aquéllos. No sé lo que significa, Kamose. Tal vez
sólo sea una cuestión de compañerismo, pero no lo creo. Tampoco lo creyeron la
abuela ni nuestra madre cuando se lo conté. ¿Me estoy comportando como una tonta?
¡Todos hemos vivido con inquietud durante mucho tiempo!
Habían llegado al embarcadero y cruzaban el pavimento de piedra. Al mirar hacia
la casa, Kamose alcanzó a vislumbrar la multitud detrás del emparrado y el reflejo del
sol en los doseles blancos. El murmullo de muchas voces le llegó con claridad. Están
esperando mi llegada para poder comer, pensó. Es un día de celebración. Seis
desconcertados kushitas y la nobleza de Egipto de pie en el templo mientras yo
narraba mis victorias. Tocó el hombro de su hermana.
—Procediste bien —dijo con voz tranquila—. Estoy orgulloso de ti, Aahmes-
Nefertari. ¿Lo sabe Ahmose?
Ella negó con la cabeza.
—Anoche teníamos cosas más importantes que hacer —dijo en tono desafiante—.
En todo caso, tú eres el rey. Mi deber era hablar primero contigo.
—Muy bien. Mañana me los llevaré a todos, pero no olvidaré tus palabras. Los

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utilizo, como bien sabes, pero no consigo que me gusten. ¿Qué han hecho por Egipto
en el pasado sino engordar y complacerse con las migajas que les arrojaban los setiu?
—Sentía que la furia crecía en su interior, ácida y desesperada—. Sin duda alguna les
advertiré a Ahmose y a Hor-Aha de lo que sucede, pero no quiero enfrentarme a Intef
y a Meketra por algo que tal vez no signifique nada —terminó diciendo mientras
luchaba contra la corriente irracional de traición y ofensa que lo recorría—. Se han
quejado, pero hasta ahora han sido obedientes y dignos de confianza. Todavía los
necesito. Vamos a romper nuestro ayuno.
Y ésa es la verdadera causa de mi herida, se confesó mientras pasaban bajo el
emparrado cargado de uvas y volvían a salir al sol. Los necesito, los necesito con
desesperación, pero ellos no me necesitan a mí.
Comió y bebió, sonrió y charló, recibió las reverencias y felicitaciones de la
alegre asamblea mientras luchaba por calmar la cólera y ver las palabras de su
hermana en su verdadera perspectiva. No tenía la intención de expresar su disgusto a
los príncipes, y mucho menos las nebulosas sospechas con respecto a su lealtad.
Hacerlo sólo los indignaría, tal vez con razón. Sin embargo, Aahmes-Nefertari y las
otras mujeres se habían alarmado por los eventos y, cuando la ira de Kamose por fin
desapareció, él mismo se hizo una pequeña pero definitiva advertencia.
Adormilados y saciados, por fin los huéspedes se fueron a dormir la siesta.
Kamose también se retiró a sus habitaciones, pero no durmió. Sentado en su sillón,
repasó mentalmente lo que pensaba decirles a los príncipes, los planes que tenía para
su tercera estación de campaña. Eran pocos y sencillos. Egipto era suyo hasta el
Delta, por lo que reuniría el ejército de cada territorio a medida que viajaba al norte,
rodearía Het-Uart y si fuera necesario echaría abajo los muros ladrillo por ladrillo
hasta cicatrizar la última herida de su país. Se había asegurado de que Kush y Teti-en
no serían una amenaza. Su flanco sur estaba seguro. Sólo Pezedkhu podía estorbar su
objetivo de lograr una completa libertad y si Pezedkhu se aventuraba a abandonar la
seguridad de la ciudad, lo vencería. Kamose no tenía en cuenta a Apepa. La lucha
sería entre él y el general, directa y limpia. Los planes de Apepa pertenecían al
mundo febril de las negociaciones y con él le resultarían inútiles. Lo único que
quedaba eran las armas reales y la buena estrategia militar.
A última hora de la tarde, los príncipes acudieron a la reunión. Kamose, sentado
junto a su hermano, Ramose y Hor-Aha, los observó entrar en la habitación con fría
objetividad. Le hicieron una reverencia y aceptaron su invitación de sentarse. Akhtoy
había preparado un refrigerio, pero nadie hizo ningún movimiento hacia las fuentes ni
las tazas. Todos parecen haber estado bebiendo durante horas, pensó Kamose. Tienen
los ojos turbios y la expresión malhumorada. Ocupan sus sillas como niños a punto
de ser reprendidos, con las manos en el regazo, y ninguno me mira a los ojos.
Ankhmahor es el único que me sonríe.

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Se aclaró la garganta y se levantó. Ipi, a su lado, con las piernas cruzadas en el
suelo, terminó de alisar el papiro que tenía en la escribanía y cogió el pincel.
—Servios vosotros mismos si tenéis hambre o sed —empezó diciendo Kamose
—. No quiero que nos interrumpa el movimiento de los sirvientes. Lo que tengo que
deciros no será largo. No tengo planes intrincados para nuestro viaje al norte, a
menos que alguno de vosotros haya concebido alguno para perforar las defensas de
Het-Uart. Meketra, no recuerdo haberte convocado aquí, alejándote de tus
responsabilidades en Khemennu. ¿Será que tienes un plan al respecto y deseas
compartirlo conmigo lo antes posible?
Meketra alzó el rostro pálido e inexpresivo, pero fijó los ojos en un punto bajo la
mandíbula de Kamose.
—No, Majestad —contestó—. Lamentablemente no tengo ninguna idea. Me
arriesgué a darte un disgusto viniendo a Weset porque la cosecha en mis tierras ya ha
terminado y la tarea de reedificar continúa sin mi supervisión personal. Durante un
tiempo no era necesario allí y quise compartir tu triunfo y tu ceremonia de acción de
gracias.
—Sin duda me disgusta —replicó Kamose—. Eres necesario donde yo lo ordeno,
Meketra. Antes de venir debiste enviar una petición explicando los motivos por los
que Khemennu quedaría al cuidado del sub gobernador. —Deseaba decir más,
castigar al hombre por su baja necesidad de hacerse ver con la mayor frecuencia
posible, pero señalar los defectos de Meketra en público sólo lograría aumentar el
evidente resentimiento que el príncipe sentía al verse excluido de la compañía de sus
pares en Weset—. ¿Debo suponer que tu presencia aquí, junto a un insólito número
de hombres, indica un deseo de viajar al norte con nosotros esta primavera? —
preguntó.
Meketra parecía sobresaltado y avergonzado. Kamose no esperó una respuesta.
No tenía la menor intención de incluirle en su viaje y cambió de tema con rapidez.
—Mañana, al amanecer, formaréis a vuestros hombres para la marcha —les dijo
—. Los medjay irán en las embarcaciones, igual que la otra vez. Tengo la intención
de llegar a Het-Uart con la mayor rapidez y permanecer allí el tiempo necesario hasta
que, si Amón lo desea, la ciudad caiga en mis manos. No hay necesidad de andarse
con rodeos. ¿Tenéis alguna pregunta?
Era como si se hubieran convertido en piedra. Todas las bocas permanecieron
cerradas. Todos los rostros se volvieron inexpresivos y todos los cuerpos se quedaron
inmóviles.
—¿Qué les pasa? —susurró Ahmose.
Al oír su voz, Intef levantó la cabeza. Su mirada se encontró con la de Kamose y
de repente sus ojos se llenaron de una expresión de odio tan intenso que éste
parpadeó impactado. Pero cuando el príncipe habló, lo hizo con una tranquilidad

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poco natural.
—Majestad, este año no deseamos ir al norte —dijo—. Hemos estado hablando y
no estamos contentos. Durante dos años te hemos seguido. Nuestros hijos están
creciendo sin nosotros. Nuestras esposas están cansadas de dormir solas. Nos hemos
visto obligados a delegar nuestra autoridad en nuestros mayordomos y nuestros
territorios sufren sin nuestra guía. Hemos estado ausentes durante las siembras y las
cosechas. Concédenos el permiso de regresar a casa. Todo Egipto es nuestro, salvo
una pequeña porción del Delta. Apepa no puede hacer nada. Deja que se cueza en los
jugos que le queden durante una estación o dos. Nosotros somos necesarios en otra
parte.
Kamose escuchó el discurso de Intef con una creciente incredulidad que le
aceleró la respiración y le hizo latir la sangre en los oídos. Recurrió al borde de la
mesa para apoyarse y estudió los rostros hoscos que tema delante.
—¿Tú no deseas? —consiguió decir—. ¿Eres necesario en otra parte? ¿Qué es
esta tontería? ¿No acabas de oír lo que le he dicho a Meketra? ¡Sois necesarios donde
yo os diga y no donde os gustaría estar! Y en cuanto a que Egipto es vuestro,
¿quiénes creéis que sois, príncipes arrogantes? ¡Egipto es mío por derecho de
nacimiento y por Ma’at! Me he roto el corazón para recuperarlo para todos. ¡Cómo os
atrevéis! —Había alzado la voz y estaba gritando. Sintió que los dedos de Ahmose se
le clavaban en los muslos bajo la mesa y el dolor le impidió seguir—. Yo soy el rey.
Olvidaré tu insolencia, Intef, siempre que no vuelvas a cuestionar mi supremacía. Nos
encontraremos mañana por la mañana. Podéis retiraros.
Se sentó y apretó las rodillas para impedir que le temblaran, pero los príncipes no
hicieron ningún gesto para salir. Lo estudiaron detenidamente. Entonces habló
Mesehti, con el rostro curtido por la intemperie arrugado por la resignación.
—Su Majestad tiene razón —insistió—. Hemos sido egoístas, hermanos. Nuestras
quejas también podrían ser las suyas. También él es necesario aquí, en Weset. ¿Sus
mayordomos y las mujeres de su casa no han cargado con tanto peso como los
nuestros? —Fijó en Kamose su mirada tranquila—. Es verdad que no estamos
contentos, Majestad, pero hemos olvidado que tampoco tú lo estás. Eres nuestro rey.
Perdóname.
—¡Traidor! —susurró alguien y Mesehti se volvió hacia él.
—¡Te dije que esto no daría resultado, Lasen! —gritó—. ¡Te dije que estábamos
cometiendo un pecado! ¡Kamose merece más que nuestras quejas cercanas al motín!
¡Si no fuera por él, todavía seguiríamos bajo el dominio de los setiu! Yo no quiero
tener nada más que ver con esas tonterías.
—¡Eso estará bien para ti! —replicó Meketra a los gritos—. ¡Mesehti de Djawati,
viviendo cómodamente bajo la sombrilla de los príncipes de Weset! ¡Para ti no hay
angustias! ¡Kamose destruyó Khemennu y luego pretendió que yo le devolviera la

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vida!
Ambos se habían puesto de pie y se miraban echando chispas por los ojos. Lasen
golpeó la mesa con el puño.
—¡Hemos visto a Kamose y a su hermano convirtiendo Egipto en un matadero!
—exclamó—. Los campos han tardado dos estaciones en recuperarse, y a los
campesinos les ha costado el mismo tiempo reedificar sus casas, ¿y él nos permite
ayudarlos? ¡No! Nos obligó a ser sus cómplices y ahora, una vez más, abandonamos
a nuestros campesinos para seguir el camino de la guerra. ¡Ya basta! ¡Permítenos
volver a nuestras casas!
Intef también se había levantado y su silla había caído ruidosamente al suelo
cuando la apartó de la mesa de un puntapié.
Kamose se mantuvo rígido. Su mirada se topó con la de Ankhmahor y asintió una
vez. Ankhmahor fue hacia la puerta. Hor-Aha se había puesto de pie y estaba junto a
Kamose, con una mano apoyada en el cuchillo que llevaba en el cinturón.
—Por lo menos con Apepa disfrutábamos de cierto equilibrio —escupió Intef—.
Él se ocupaba de sus asuntos y nos dejaba en paz para que prosperáramos como
mejor nos pareciera. No se entrometía. —Señaló a Kamose—. Y tampoco se habría
metido con vosotros si tu padre no hubiera cedido a su extrema arrogancia. Pero no,
Seqenenra no podía aceptar su lugar. «Soy el rey», decía, pero no recurría a nosotros,
sus hermanos, en busca de consejo o de ayuda. No necesitaba nuestros consejos.
¡Mandó a buscar eso a Wawat! —Esta vez señaló a Hor-Aha—. ¡Un extranjero, un
salvaje negro! Tu rebelión ya ha llegado muy lejos, Kamose. Permite que Apepa se
quede con el Delta. A nosotros no nos importa. ¿Por qué te va a importar a ti? Tienes
Weset. Y de todos modos, ¿quién eres? No eres más que ninguno de nosotros. Un
príncipe. Sólo un príncipe. Mi abuelo era el Portador de Sandalias de un rey.
—¡Cállate, Intef! —urgió Makhu de Akhmin, tirando del shenti de Intef—. ¡Estás
cometiendo un sacrilegio!
—¿Sacrilegio? —gritó Lasen—. Todo el mundo sabe que los Tao tienen la misma
sangre negra que corre por las venas de su favorito de Wawat. ¿Los padres de
Tetisheri no llegaron a Egipto desde Wawat? —Se volvió hacia Kamose—. Envía a tu
presunto general al lugar donde pertenece. Estamos cansados de seguirlo. ¡Y déjanos
volver a casa!
Lanzando una maldición, Hor-Aha se arrojó sobre la mesa, cuchillo en mano,
pero en aquel momento se abrió la puerta y los Seguidores entraron en la habitación
con Ankhmahor a la cabeza. Con rapidez aislaron a cada príncipe y la confusión
comenzó a desaparecer. Kamose se levantó con un gesto deliberado.
—Sentaos todos —ordenó.
Después de una breve vacilación, lo hicieron; Intef respiraba agitado, Lasen
blanco hasta los labios teñidos con alheña y Meketra simulando una altanería que no

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lograba ocultar su angustia. Cuando estuvieron todos sentados, Kamose los miró con
desdén.
—Sabía que teníais celos de Hor-Aha —dijo—, pero creí que llegaríais a respetar
su genio militar y que olvidaríais sus orígenes. Me equivoqué. También me
equivoqué al pensar que erais lo suficientemente inteligentes para comprender que
vuestra prosperidad bajo Apepa era una ilusión que él podía hacer añicos cuando
quisiera. Habéis demostrado que sois indignos de vuestros títulos principescos, por
no hablar de ser llamados egipcios. Todos sois setiu. No hay peor insulto. En cuanto a
mi aspiración al trono, mis antepasados gobernaron este país y todos lo sabéis. De no
ser así, no habríais respondido a mi llamada hace dos años, ni me habríais ayudado en
la guerra. No me asusta vuestra ridiculez, pero me indignan las sospechas que os
atrevéis a arrojar sobre las raíces de mi abuela. Los rumores son falsos. Fueron
esparcidos por los setiu por miedo a que algún día, nosotros, los herederos del
gobierno de estas tierras, despertáramos y nos rebeláramos contra su esclavitud. ¡Y
vosotros lo sabéis! —gritó disgustado y sin poder seguir manteniendo el control—.
¡El padre de Tetisheri, Cenna, era un smer, su madre fue Neferu a nebt-per! ¡Títulos
menores, pero nombres egipcios, ingratos! ¿Por qué me defiendo de vuestras
acusaciones? No valéis una sola palabra más. ¡Ankhmahor! —El capitán de sus
Seguidores alzó una mano—. Khabekhnet debe de estar fuera. Hazlo entrar.
Cuando el heraldo entró y le hizo una reverencia a Kamose, éste se dirigió a él:
—Mi escriba preparará un documento que llevarás a Khemennu —ordenó—.
Debe serle entregado al subgobernador del príncipe Meketra. El príncipe no regresará
a Khemennu y él asumirá el gobierno hasta que se nombre otro príncipe. —Meketra
lanzó una exclamación y Kamose se volvió hacia él—. Te di Khemennu en
agradecimiento por tus servicios. Te volví a poner en el poder. No hables. —Con un
movimiento de la mano despidió al heraldo y se volvió hacia Ankhmahor—. Arresta
a Intef, Lasen y Meketra. Escóltalos hasta la cárcel y entrégaselos a Simontu.
—Pero, Majestad —protestó Mesehti con debilidad—. Se trata de nobles, de
príncipes de sangre, sin duda tú…
—Son traidores y blasfemos —lo interrumpió Kamose—. Llévatelos,
Ankhmahor.
Cuando los tres salieron, visiblemente aturdidos y rodeados por guardias
impávidos, los restantes se miraron unos a otros presos de un gran impacto.
—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó por fin Ahmose—. Dioses, Kamose.
¿Acabamos de presenciar un motín? Mesehti, ¿a qué se debe esto?
Mesehti lanzó un suspiro.
—Las cartas han ido y venido entre nosotros durante estos últimos cinco meses
—admitió—. Estábamos contentos de estar instalados en nuestras casas. Algunos de
nosotros simplemente queríamos quedarnos allí. Estábamos cansados, Alteza. No nos

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parecía que tuviera sentido seguir acosando a Apepa. Y eso, unido a nuestra creciente
antipatía por ti, general —en aquel momento asintió como disculpándose ante Hor-
Aha—, encendió las brasas del fuego que se desató en esta habitación. Yo esperaba la
protesta y tu respuesta. No esperaba una furia tan venenosa.
—No ha sido tan sólo furia —le contradijo Ahmose—. Ha sido una rebelión. Y en
cuanto a acosar a Apepa, ¿no os dais cuenta de que mientras un extranjero se siente
en el Trono de Horus, Egipto estará avergonzado? Me cuesta creer que seáis tan
estúpidos como para anteponer vuestra comodidad a esa verdad.
—¿Qué harás, Majestad? —preguntó Makhu.
Kamose sonrió. Le resultaba difícil aclarar sus pensamientos y le dolía el pecho
por el impacto de lo vivido. Trató de considerar sus implicaciones.
—Si los ejecuto estaré enviando un mensaje de desunión a Het-Uart que
inevitablemente dará fuerzas a Apepa —dijo—. No quiero darle esa satisfacción a ese
ser viperino.
—¿Ejecutarlos? —preguntó Ramose horrorizado—. ¡No puedes!
—¿Por qué no? —preguntó Kamose—. Ejecuté a tu padre por algo parecido. Teti
llevó a cabo su traición, estos tres la llevaban en sus mentes. La diferencia es mínima.
—Levantó las manos—. Pero como os dije, no me atrevo a alentar a Apepa. Por lo
tanto, tengo pocas posibilidades de elección. Pueden permanecer en la cárcel hasta
que yo regrese a Weset antes de la próxima inundación. Hor-Aha, ¿bajo qué mando
puedo poner a sus divisiones? Ramose, sírvenos un poco de vino. Tengo la garganta
seca. —De repente tenía ganas de apoyar la cabeza en la mesa y llorar.
Durante la hora siguiente hablaron de sus alternativas, pero todos sufrían por la
escena que se había descontrolado con tanta rapidez y las sugerencias que hacían eran
apenas aceptables. Por fin decidieron que la partida se retrasaría una semana mientras
pensaban estrategias alternativas.
—Siempre puedes conceder títulos a los segundos de cada división —dijo
Ahmose al terminar la reunión—. Nombrar más príncipes.
—No es cosa sin importancia conceder títulos hereditarios —objetó Kamose—.
Además, los linajes deben contener por lo menos un asomo de aristocracia.
—Lo hiciste con Hor-Aha.
Kamose le dedicó una leve sonrisa.
—Lo hice, pero fue una excepción. ¿Sobre qué Egipto reinaré si sus territorios
son gobernados por gente del pueblo? Odio a esos príncipes, Ahmose, pero también
me aflijo por ellos. ¡Qué necios son!
—En Mennofer está Sebek-Nakht —dijo Ahmose pensativo—. Tienes un acuerdo
con él y me causó muy buena impresión. Podrías citarlo para que mandara una
división.
—No —respondió Kamose—. Todavía no. Él y Ankhmahor se parecen mucho.

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No cabe duda de que parece digno de confianza, pero Mennofer está muy cerca del
Delta. Demasiado cerca. Sin embargo, puedo escribirle a Paheri en Het-Nefer-Apu y
preguntarle qué sabe de él. ¡Dioses, qué lío!
Canceló la fiesta de despedida que su madre pensaba ofrecer, y se negó a ver a
Tetisheri cuando ella se presentó en persona en la puerta de sus aposentos exigiendo
saber qué había sucedido y por qué tres príncipes de Egipto languidecían en la cárcel.
Sin embargo, habló con Simontu del trato que se les debía dar.
—Concédeles los lujos que puedan necesitar —ordenó—. Permíteles caminar por
el complejo cuando quieran, custodiados, por supuesto. Permite que recen. No
olvides su rango, Simontu.
Detrás de la seguridad de sus puertas se obligó a comer. La comida tenía gusto a
ceniza y el vino estaba ácido como reflejo de la angustia de su espíritu. Cuando los
sirvientes terminaron de retirar los restos de su comida, le dijo a Akhtoy que no
dejara pasar a nadie, y poniendo un almohadón en el suelo, se sentó, puso los brazos
en el antepecho de la ventana y observó la quietud del jardín.
El sol comenzaba a ponerse y la luz cambiaba de un brillo duro a un suave
bronce. Las sombras de los árboles se alargaban con lentitud sobre el césped del
parque. Los insectos bailaban en el aire límpido, transformados en motas de oro
cuando Ra moribundo los tocaba. La habitación de Kamose daba al sendero que
conducía al embarcadero, por el que dos de los Seguidores iban andando y charlando.
Kamose oía sus voces, pero no las palabras que pronunciaban, y un instante después
desaparecieron de su vista.
Entonces pensó que en momentos de crisis similares, siempre buscaba la
intimidad y el solaz del viejo palacio, pero inconscientemente eligió sentarse en el
suelo de su habitación como un zorro herido. Un dolor mezclado con ira hizo presa
de él y por fin se dejó llevar. La furia era segura y le resultaba familiar, una emoción
contra la que había luchado desde que Apepa llegó a Weset y pronunció la sentencia
contra la familia, era un oscuro cuchillo dirigido primero hacia los setiu, luego hacia
los príncipes y por momentos hacia los dioses que decretaron ese doloroso destino
para él. Dejarse llevar por la ira, de alguna manera, le resultaba un alivio.
Pero el dolor lo hería de una manera intolerable. Su fuente era un pozo de
soledad, traición y fatiga espiritual que chorreaba quemándole el corazón, y que
contenía las lágrimas que nunca se permitió derramar. En aquel momento, lo hizo;
apoyó la cabeza en los brazos y lloró con libertad. Cuando volvió a levantar la vista,
tenía los ojos hinchados, el rostro, el cuello y el pecho empapados por su tristeza, el
sol se había puesto y el crepúsculo se arrastraba por el jardín, cálido y lleno de
penumbras.
Me gustaría volver a ser un niño, se dijo mientras se levantaba. Tener seis años,
sentarme al pie de un árbol con mi tutor, copiando los jeroglíficos en trozos de arcilla

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rota. Todavía puedo ver el pincel en mi mano, siento la lengua apretada entre los
dientes por el esfuerzo de aprender a escribir. En aquellos días Amón era un ser
supremo en su templo, sólo un poco más omnipotente que mi padre, que lo sabía todo
y podía hacer cualquier cosa. La vida era alegre y previsible. Me daban de comer con
una regularidad que yo no cuestionaba. El río fluía para mí solo, para que en él
flotaran mis barcos de juguete y para jugar conmigo cuando me lanzaba, desnudo, a
sus aguas. Tan irreflexivo como un animal, sano y seguro, vivía en la eternidad e
ignoraba que el tiempo iba pasando.
Se acercó con paso inseguro a la jarra de agua junto a su lecho, humedeció un
trapo y se lavó la cara, encendió la lámpara para iluminar la creciente oscuridad y
cogió su espejo de cobre. Miró el reflejo de sus facciones, distorsionadas por el llanto
pero todavía jóvenes y apuestas, la nariz aguda, la boca generosa, los ojos idénticos a
los de su padre, oscuros e inteligentes. Un rizo negro había caído sobre su frente
morena y lo empujó en un gesto que de repente le recordó las manos de su madre, los
dedos suaves que pasaban por las trenzas indisciplinadas, la voz dulce exclamando:
«Kamose, ¿quién os dio a ti y a Si-Amón esta mata de pelo tan poco habitual?».
¿Quién?, se preguntó Kamose mientras la superficie del espejo le devolvía el
movimiento de sus labios. ¿Algún anónimo habitante de Wawat, quizás? ¡Mentiras,
terribles mentiras!, pensó con violencia. Todos mienten. Apepa, Mersu, Si-Amón,
Teti, Tani, los príncipes, sus lenguas engañan, sus sonrisas son falsas. Y tú, Amón.
¿Tú también mientes? ¿He desperdiciado mis años corriendo detrás de un espejismo?
Movió la cabeza, bajó el espejo y se examinó los largos huesos de las piernas
cubiertos de músculos firmes, el pecho ancho, los brazos fuertes y las muñecas
flexibles, y tuvo conciencia de que los acontecimientos del día lo habían desquiciado
temporalmente, invitándolo a adquirir una nueva percepción acerca de sí mismo. Y
estaba demasiado cansado para luchar contra ella, aunque presentía su peligrosidad.
He vivido por Egipto, pensó aceleradamente. Me he aferrado a un ideal como una
virgen se aferra a su castidad, pero a diferencia de la mayoría de las vírgenes he
permitido que ese ideal se convirtiera en mi amo. He apartado todo lo demás.
Despilfarrándolo. Observó con intensa concentración el juego de la luz de la lámpara
en los valles y colinas de su cuerpo, su cuerpo juvenil, su cuerpo robusto. Se quitó el
shenti y observó sus genitales, la mata de pelo donde descansaba su masculinidad y
se sintió desesperar. También te he desperdiciado a ti, pensó. Te he sacrificado, lo he
sacrificado todo a una palabra. Libertad. ¿Y qué puedo ofrecerte en recompensa? Dos
años de lucha cuyos frutos fueron destruidos en un momento. No quiero reunir los
pedazos y volver a empezar. No quiero seguir adelante. Estoy desconsolado y
cansado hasta el fondo del alma.

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Capítulo 16
Permaneció de pie, desnudo, durante mucho rato, mientras el diluvio de dudas,
fantasías y recuerdos caía sobre él, traspasando la armadura de su certidumbre,
perforando la cáscara de su invulnerabilidad, hasta que alcanzó a ver con claridad su
ka, ahora indefenso, desprendido y tiritando en un mar de nada. Volvió en sí cuando
alguien llamó a la puerta.
—¿Qué sucede, Akhtoy? —graznó.
—Te pido disculpas, Majestad, pero Senehat está aquí. Dice que debe hablar
enseguida contigo.
—Dile que se vaya. No quiero que me molesten.
Hubo una serie de susurros y luego la voz de Senehat le llegó ahogada a través de
la puerta.
—Perdóname, Majestad, pero tengo algo importante que decirte. Algo que no
puede esperar.
Kamose se inclinó en busca de su shenti. En dos oportunidades no pudo
levantarlo y cuando logró hacerlo se lo puso con torpeza alrededor de la cintura.
—Entra entonces —dijo—. Pero será mejor que se trate de algo importante,
Senehat. No estoy con ánimo para frivolidades.
La puerta se abrió y se cerró, y la muchacha se le acercó haciendo reverencias.
Vestía una sencilla túnica de sirvienta de lino blanco bordeado de azul. Iba descalza y
la acompañaba una nube de perfume de loto. Fue como si golpeara a Kamose con una
fuerza casi física y tuvo que contenerse para no inhalarlo abriendo la nariz como un
perro.
—Perdóname, Majestad —repitió ella—. He estado tratando de verte a solas
desde que volviste de Wawat.
Kamose le estudió el rostro pero no vio en él ninguna insinuación de seducción.
Su expresión era solemne. Tenía el entrecejo levemente fruncido. Kamose tuvo
conciencia de una especie de desilusión que no fue más que una débil sensación bajo
el peso de su cansancio.
—Habla entonces —ordenó.
Ella levantó las manos y las enlazó.
—Como tal vez sepas, Su Alteza, la princesa Aahmes-Nefertari me pidió que me
acostara con el noble Ramose —comenzó a decir con sorprendente franqueza—. Yo
accedí a hacerlo. Los motivos que tenía la princesa para pedírmelo me parecieron
urgentes. No soy más que una simple sirvienta, pero soy una buena egipcia, Majestad.
También me he convertido en una buena espía.
Kamose le sonrió y con esa sonrisa su estado de ánimo mejoró.
—Siéntate, Senehat —le dijo indicándole una silla—. Bebe un poco de vino.

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Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No, no debo permanecer aquí mucho tiempo. Si mi señora Nefer-Sakharu
sospecha que he hablado contigo en privado tratará de matarme.
Kamose entrecerró los ojos.
—¿Matarte? Mi querida Senehat, si mi hermana supiera que te encuentras en un
peligro tan grande te alejaría enseguida de la influencia de esa mujer. ¿No estás
exagerando?
—¡No! ¡Te ruego que me escuches, Majestad! Hace algún tiempo me convertí en
la amante del noble Ramose. Es un hombre excelente, bondadoso y agradecido.
Aprendí a quererlo mucho, pero eso no impidió que informara de sus palabras a mi
señora. Agradezco a los dioses que sus charlas siempre hayan sido inocentes. Te
quiere. Es honesto. Es a su madre a quien debes temer. —Hizo una pausa,
considerando cuáles serían sus siguientes palabras y Kamose esperó con paciencia—.
Cuando lo llevaste al sur yo ya era parte del servicio personal de la señora Nefer-
Sakharu. La lavo en la casa de baños y la peino. Le sirvo cuando come y le hago la
cama. Ella me acepta por Ramose, pero rara vez me ve. Es una mujer para quien los
sirvientes son invisibles. Es superior a mí en sangre y en nivel social, pero su ka es
muy común. Soy sirvienta egipcia —dijo desafiante—. Tengo valor bajo el dosel de
Ma’at. No como los esclavos que venden los setiu.
Eres una pequeña bruja inteligente, pensó Kamose. Aahmes-Nefertari te eligió
bien.
—Comprendo —dijo en voz alta—. Sigue, Senehat. —No es un secreto que
Nefer-Sakharu te odia por haber ejecutado a su marido y por tener el afecto de su hijo
— dijo con franqueza. —Odia a tu familia por haberla recibido y por tratarla con
bondad. Se dice muchas veces que los favores producen resentimiento, ¿no es así?—
Kamose asintió. —Mostró mucho coraje y dignidad el día de la muerte de su marido.
Es lo que dicen sus sirvientes. Pero fue un momento de virtud que pronto pasó—. Se
acercó a la mesa y cogió una jarra. —¿Puedo cambiar de idea, Majestad? Gracias—.
Con la precisión que da la práctica se sirvió una taza de vino y bebió un sorbo. —
Todos nos alegramos cuando la princesa apartó a Ahmose-Onkh de su influencia,
pero eso sólo aumentó su hostilidad.
—Todo eso ya lo sé —dijo Kamose con suavidad—. Todavía no sabes cómo
decírmelo, ¿verdad, Senehat? Nefer-Sakharu es culpable de traición.
Ella lo miró angustiada y retiró con la punta de un dedo una gota de vino que
tenía en el labio.
—No todos los días se acusa a una noble —dijo—. Incluso ahora me acobarda, a
pesar de que desde hace tiempo le repito sus palabras a mi señora. Pero no esto. Esto
es sólo para ti, Majestad. Antes de que partieras hacia Wawat, Nefer-Sakharu hizo lo
posible por poner al noble Ramose en tu contra. Todos los días dejaba caer su veneno

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en los oídos de su hijo. Él estaba angustiado. Al principio trató de discutir con ella,
pero luego permaneció en silencio. Su madre se negaba a escucharlo. Algunas de las
cosas que le dijo eran mentira. Ramose me interrogó detenidamente acerca de la
manera en que se la trataba aquí, porque sus continuas quejas empezaban a dar sus
frutos. Yo lo tranquilicé y él me creyó. Le informé de todo esto a Su Alteza. Después
partiste y llegaron los príncipes. —Hizo una pausa para beber otro sorbo de vino con
la economía de movimientos típica de los sirvientes—. Antes de que llegaran, Nefer-
Sakharu había comenzado a escribirles. Dictaba cartas todas las semanas. Pero fue
estúpida. Utilizó a uno de los escribas de la casa y él, por supuesto, le mostraba a tu
noble abuela lo que había escrito.
Entiendo que en esos papiros no había nada realmente peligroso, sólo un intento
de conseguir la amistad de los príncipes. El daño vino después. Cuando los príncipes
llegaron los abrumó enseguida con invitaciones, visitas y pequeños regalos. Estaba
constantemente en su compañía, y yo con ella, para arreglarle los almohadones, poner
el dosel, arreglar la pintura de su rostro. Cosas que tú, en tu generosidad, pusiste a su
disposición. Les dijo cuál era la fuerza de tus defensores aquí, en la propiedad, y en
Weset. Les sugirió que tomaran el control de tus soldados para limitar tu poder, de
modo que te vieras obligado a escuchar sus consejos y sus deseos. Les recordó que
habías ejecutado a un aristócrata y que no tenías el menor respeto por su condición de
nobles, que su linaje no los protegería de tu crueldad, que los estabas utilizando.
—Eso es cierto —intervino Kamose—. Los he utilizado. Sigo utilizándolos.
—Sí, pero con benevolencia, y les has prometido grandes recompensas por el
apoyo que te prestan. ¡Si hasta les otorgaste el Oro del Favor! —dijo Senehat con
énfasis—. Al ver que ellos no objetaban sus quejas, se volvió más atrevida. Kamose
no es más que un carnicero, les dijo. Ha matado a egipcios inocentes. No es de
confianza. Escribidle a Apepa y preguntadle qué os daría a cambio de su cabeza.
Entonces habló el príncipe Intef. «Ya lo he hecho», dijo. Y después el príncipe
Meketra dijo: «Yo también. Kamose es un advenedizo y estamos cansados de su
guerra. Queremos volver a nuestros dominios y vivir en paz».
Y yo le devolví Khemennu a ese hombre, pensó Kamose con una punzada de
pena. Le restauré su principado. ¿Cómo es posible que alguien sea tan poco leal?
—¿Y qué me dices de los demás? —preguntó con un hilo de voz. Ni por un
instante puso en duda la historia de Senehat. Tenía el sonido deprimente de una
amarga verdad.
—Los príncipes Makhu y Mesehti discutieron con violencia con ellos —contestó
la muchacha—. El príncipe Ankhmahor no estaba allí. Creo que, conscientemente,
esperaron a que él estuviera ocupado en otra parte. Sabían que sería imposible
corromperlo. —Se encogió de hombros—. Por fin el príncipe Makhu y el príncipe
Mesehti aceptaron no mencionarte las negociaciones entre Apepa y los otros dos,

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siempre que cesaran en el acto esa traición. A cambio, estuvieron de acuerdo en
apoyar la petición de que demoraras la campaña siguiente un año más. Eso es todo,
Majestad. Cuando se corrió la voz entre los sirvientes de que tres príncipes habían
sido arrestados, supe que debía venir a hablarte. No pude hacerlo antes. Después de
eso ya no estuve presente en las deliberaciones entre los príncipes y Nefer-Sakharu.
Tal vez cambiaron de idea, dejando de lado esa locura, y no quería acusarlos sin
pruebas. Ipi nos dijo, en las habitaciones de servicio, que la prueba de su perfidia
surgió en la reunión que tuvieron contigo.
—Pero no todo —dijo Kamose con lentitud—. Ignoraba que estaban en contacto
con Apepa. ¡Oh, dioses! El veneno es tan sutil que hasta gotea en el centro de mi
seguridad. —De repente sintió un calambre en el estómago y luchó por mantenerse
erguido. Respiró despacio y esperó hasta que el dolor se fue calmando—. También
tendré que arrestarla a ella —murmuró—. No puedo permitir que se mueva con
libertad, esparciendo su maldad. ¡Lo siento tanto, Ramose! —Logró sonreír—.
Senehat, has actuado bien. Tu memoria es excelente y también lo es tu uso del
lenguaje. Es una pena que las mujeres no sean escribas. ¿Qué puedo darte a cambio
de tu lealtad?
Senehat puso con cuidado la taza en la mesa, se encaminó a la ventana, bajó las
cortinas y luego se quedó junto a la puerta. Kamose comprendió que sus movimientos
habían sido inconscientes mientras pensaba en su ofrecimiento.
—Cuando hayan terminado las luchas, me gustaría abandonar tu servicio y servir
en la casa del noble Ramose —contestó con candidez—. He sido feliz trabajando
para ti, pero lo sería más si trabajara para él.
¡Qué suerte tienes, Ramose!, pensó Kamose con ironía.
—Él no te ama —dijo con suavidad.
—Lo sé —contestó ella con sencillez—. Pero no tiene importancia.
—Muy bien. Ipi puede escribir tu libertad y quedará archivada hasta el momento
apropiado. Haré arrestar a Nefer-Sakharu por la mañana. ¿Estarás segura hasta
entonces?
—Creo que sí —contestó ella con gravedad.
—Entonces puedes retirarte. Sé buena con él, Senehat.
—Siempre, Majestad.
Y desapareció en un remolino de tela de lino.
Kamose quería salir apresuradamente y arrestar enseguida a Nefer-Sakharu,
arrastrarla a la cárcel, poner a ella y a los pérfidos príncipes contra una pared y
ejecutarlos enseguida, pero prevaleció la razón. Llamó a Akhtoy y pidió agua caliente
para que pudieran bañarlo en sus habitaciones, y cuando ésta llegó, permaneció de pie
y con los ojos cerrados para que su sirviente personal le lavara las lágrimas, el sudor
y la suciedad de aquel día terrible. El agua estaba perfumada con aceite de loto.

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Kamose inhaló el aire húmedo y sonrió con cansada resignación. Ramose merecía a
Senehat y le deseaba a su amigo cualquier frágil felicidad que pudiera conseguir de
las ruinas de su vida.
Una vez solo, retiró la sábana de su lecho y se acostó, apagó la lámpara y esperó
hasta que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Con lentitud emergió el perfil de
la ventana cubierta, un cuadrado de un gris leve lleno de las negras estrías de los
juncos. La luz de las antorchas del pasillo se colaba bajo la puerta y se convertía en
pálida y difusa al encontrarse con la negrura del suelo. El techo, con sus estrellas
pintadas, resultaba invisible. Debería ir enseguida a hablar con Ahmose, se dijo. Él y
Aahmes-Nefertari deben saber lo que me ha dicho Senehat. Nefer-Sakharu y los
príncipes deben ser juzgados en público para que Egipto no me condene como un
carnicero desalmado cuando ordene sus muertes.
Carnicero. Se movió inquieto bajo la sábana. Me llamaron carnicero. ¿Es eso lo
que soy? ¿Es así como me recordará Egipto, como una bestia salvaje que mató
campesinos e incendió pueblos en un largo ataque de lujuria sangrienta? Debo tener
tiempo para borrar esos hechos, por necesarios que hayan sido, pensó. Debo sentarme
en el Trono de Horus. Amón, debes concederme tiempo para gobernar con justicia,
para ver prosperar mi país, para promover el buen comercio, reedificar los templos
que se vienen abajo por negligencia, todas las cosas que jamás habrían sucedido sin
los dos años que he dedicado a hacer añicos lo que había.
Su dolor anterior le había dejado la cabeza palpitante y, a pesar de que estaba
cansado, el sueño lo eludía. Pensaba en los príncipes, en Nefer-Sakharu, en Senehat,
en lo que le dijo Aahmes-Nefertari en el camino del templo, y no lograba aquietar su
mente. Consideró la posibilidad de levantarse y dirigirse a las habitaciones de su
abuela, pero aquella noche no quería escuchar uno de sus sermones. Quería silencio y
quietud antes de la tormenta que se vería obligado a desatar por la mañana. Estaba
desesperado. Siguiendo un impulso abandonó el lecho y arrodillándose en la
oscuridad ante su sagrario de Amón comenzó a rezar.
—No quiero seguir adelante —le susurró a su dios—. Ya he perdido el
entusiasmo. Mis príncipes me abandonan. Su desprecio me hiere hasta el fondo del
alma. Todo mi trabajo y mis preocupaciones, todos los sacrificios de mi familia,
todos los desconsuelos, las lágrimas, el terror, todo ha acabado en esto. Estoy vacío.
Ya no puedo hacer más. Libérame, poderoso Amón. Concédeme permiso para
abandonarlo todo, aunque sea por un tiempo. Tu divina mano pesa sobre mi hombro.
Te suplico que la levantes y que no me condenes por mi debilidad. He hecho todo lo
que un hombre puede hacer.
Después de largo rato sintió que el torrente de sus palabras desesperadas se
secaba y entonces comenzó a invadirlo una tranquilidad que aquietó su mente y
calmó las tensiones de su cuerpo. Has estado rezando por tu muerte, le dijo con

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bondad una voz interior. ¿Es lo que realmente quieres, Kamose Tao? ¿Renunciar y
hundirte en la oscuridad? ¿Qué diría tu padre?
—Me halagaría por haberlo intentado —respondió Kamose en un susurro—.
Cállate ya. Creo que podré dormir. —Cogió una almohada, la puso en el suelo y,
apoyando en ella la cabeza, cerró los ojos. Sabía que seguiría adelante hasta que
Egipto estuviera limpio o los dioses tomaran su vida. Era un guerrero y no le quedaba
alternativa.
Despertó sobresaltado, con el corazón latiéndole apresuradamente, y se preguntó
si alguien habría pronunciado su nombre. Tenía la cadera y el hombro doloridos por
haber estado acostado en una superficie tan dura, y tras un instante se levantó y tiró la
almohada sobre el lecho con la intención de seguirla, pero cuando iba a hacerlo se
detuvo. Algo iba mal. Con los sentidos alerta, sondeó la oscuridad. Una leve claridad
todavía rodeaba los bordes de la ventana. El silencio era absoluto. Los muebles de su
habitación no eran más que formas vagas. No sabía cuánto tiempo había estado
dormido, pero se sentía descansado y le pareció que no podía faltar mucho para el
amanecer. Con el entrecejo fruncido permaneció sin decidir qué hacer, con la sábana
contra el muslo. Algo va mal. Algo pequeño. El silencio quizá fuera muy profundo.
La oscuridad, muy densa.
Entonces lo supo. La luz de las antorchas que ardían en el pasillo no se colaba
bajo su puerta. Tampoco percibía el menor sonido del Seguidor que debía montar
guardia allí. Avanzó con cautela y sólo su brazo extendido le impidió golpearse
contra el borde de la puerta que estaba abierta de par en par. Alguien ha entrado en mi
habitación mientras yo dormía en el suelo, pensó. Alguien que no me vio y salió con
tanta prisa que ni siquiera cerró la puerta. Debe de haber sido un sirviente o tal vez
alguien de la familia, de otra manera no habría podido atravesar la guardia. Entonces,
¿por qué se ha permitido que se apagaran las antorchas? Salió con cuidado al pasillo.
Entonces pudo ver mejor, porque la puerta del extremo del largo pasillo solía
estar abierta para permitir la entrada de la fresca brisa nocturna, y se dio cuenta
enseguida de que estaban vacíos los soportes puestos en la pared a intervalos
regulares para sostener las antorchas. Pero el suelo no lo estaba. A un lado del
cuadrado que le mostraba el perfil de las palmeras había un bulto informe, y
directamente frente a él, otro. El soldado estaba sentado contra la pared, con las
piernas extendidas y la cabeza caída sobre el pecho. En dos zancadas, Kamose estuvo
junto a él.
—¡Levántate, soldado! —dijo con dureza—. ¡Serás castigado por dormir mientras
estás de guardia!
Pero al levantar el pie del suelo notó que lo tenía pegajoso y que el hombre estaba
muerto. Se acuclilló junto al cadáver y lo examinó con atención. La sangre había
manado de la herida que el Seguidor tenía en el cuello, salpicando la pared y luego

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derramándose bajo él mientras moría.
Con rapidez, Kamose se retiró a las sombras de su cuarto y se detuvo junto a la
puerta, con los dientes apretados contra la multitud de voces que clamaban dentro de
su cabeza. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Quién más? ¿Cuántos homicidas? ¿Por qué?
¿Dónde estaban en aquel momento? Se obligó a pensar con claridad después del
impacto, pasada la arrolladora sensación de impotencia, negándose a pensar en un
Seqenenra malvadamente herido que se convirtió en una víctima de la doblez y el
engaño. Más tarde, se dijo febrilmente. Más tarde pensaré cómo ha dado vueltas y
más vueltas la rueda del destino para reemplazar el rostro de mi padre por el mío.
Ahora debo moverme. Armas. ¿Dónde están mis armas? Ankhmahor se las llevó para
repararlas después de Wawat. ¿Será parte de esto? Se negó a la invitación de perder
su coraje, miró con rapidez a ambos lados del silencioso pasillo. Se acercó al cadáver
de su Seguidor, desenvainó la espada del hombre, se apoderó de su cuchillo y corrió
hacia las habitaciones de su hermano.
No encontró ningún ser vivo en su camino. Tenía demasiada prisa para detenerse
a examinar los cadáveres tendidos a intervalos regulares, pero era evidente que
habían matado a todos los guardias de la casa. ¿Por qué no se resistieron?, se
preguntó durante un instante y supo enseguida la respuesta. Porque conocían a sus
atacantes. ¿Y dónde están los sirvientes? ¿Han huido? ¿O están muertos en sus
esteras en las habitaciones de servicio? ¡Dioses, este silencio me pone los pelos de
punta! Jadeante, se detuvo frente a la puerta de Ahmose. Un hombre estaba sentado
con la espalda contra la pared, la espada en la mano. Estaba completamente despierto.
Se puso en pie y saludó a Kamose, quien se le acercó con desconfianza.
—Tú sigues vivo —balbuceó Kamose casi sin aliento.
El hombre levantó las cejas.
—Majestad, estaba cansado, pero nunca me he quedado dormido estando de
guardia —contestó con aire arrepentido, sin duda sin comprender las palabras de
Kamose—. Mi guardia terminará pronto. Lamento haberme sentado.
Kamose tuvo ganas de sacudirlo.
—¡No se trata de eso, pedazo de necio! —susurró—. ¿Quién más ha estado aquí?
—La mirada del soldado recorrió el cuerpo de Kamose y se detuvo en sus pies
descalzos. Instantáneamente se puso tenso. Kamose bajó la mirada. El resultado de la
carnicería había salpicado sus piernas—. Tus compañeros han muerto —dijo tajante
—. He corrido sobre su sangre. ¿Alguien pidió ser admitido en las habitaciones de mi
hermano esta noche? —Temía la respuesta.
—Uno de tus oficiales acompañado por dos soldados de infantería vino hace un
rato para hablar con el príncipe —dijo el Seguidor, cuyo rostro luchaba por ocultar su
aturdimiento—. Pero el príncipe no está en sus habitaciones. Salió temprano para ir a
pescar. Ya no falta mucho para que amanezca, Majestad. No pidieron ver a la

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princesa. Se marcharon enseguida.
Un gran alivio inundó a Kamose.
—Ven conmigo —ordenó abriendo la puerta.
Ahmose y su esposa ocupaban una habitación más amplia que la de Kamose, una
concesión a su condición de casados. En la pequeña antecámara brillaba
pacíficamente una lámpara. Las dos puertas, una que daba al dormitorio y otra a la
habitación de los niños, estaban cerradas. Ante el sonido de su llegada, Raa se levantó
de su estera junto a la puerta de los niños y Sit-Hathor, la sirvienta personal de
Aahmes-Nefertari, lo miró desde la suya. Ambas mujeres ya estaban de pie cuando
Kamose cerró la puerta detrás de sí y del soldado.
—Raa, despierta a tu ama y luego viste a los niños —ordenó—. Sit-Hathor,
quiero que vayas a la habitación de Ramose. Dile que debe armarse y encontrar al
príncipe Ankhmahor. ¿Me has comprendido? —Ella asintió con los ojos muy abiertos
en la luz amarilla—. En el pasillo hay muchos cadáveres. Deberías ponerte tus
sandalias. ¿Crees que podrás ser valiente? Dile a Ramose que hemos sido
traicionados y que estamos en peligro. Yo estaré en el embarcadero para interceptar a
mi hermano. ¡Enseguida, Sit-Hathor!
Ella se había inclinado para recoger sus sandalias, pero se quedó mirándolo
fijamente. Enseguida volvió en sí y comenzó a atárselas. Raa había desaparecido en
el dormitorio y cuando Sit-Hathor se iba salió Aahmes-Nefertari envuelta en una
sábana y parpadeando somnolienta. Raa salió tras ella y entró en el cuarto de los
niños.
—¿Qué sucede, Kamose? —preguntó su hermana, adormilada.
Kamose esperó observándola hasta que sus facciones se aclararon y su mirada se
hizo más penetrante.
—Estás desnudo y creo que eso que tienes en las piernas es sangre —dijo—. Los
príncipes se han rebelado, ¿no es así? Ahmose ha ido a pescar. ¿Crees que estará a
salvo?
—No lo sé, pero mis conclusiones son iguales a las tuyas. Si anoche no hubiera
dormido en el suelo, estaría muerto. Seguirán intentándolo, deben saber que han
mostrado su juego y muy pronto recordarán que Ahmose-Onkh es también un Tao y
volverán aquí a eliminarlo. Debe sobrevivir, Aahmes-Nefertari. En caso contrario, no
quedará ningún rey en Egipto. —Al otro lado de la puerta oyó que la niña comenzaba
a llorar y que Ahmose-Onkh protestaba mientras la niñera Ies hablaba con voz
tranquilizadora—. Coge a tus hijos y ve al desierto. Este soldado te acompañará. ¡No
hay tiempo para que me discutas! —Casi le gritó al ver que ella abría la boca para
objetar algo—. He venido aquí directamente desde mis habitaciones. ¡No tengo idea
de lo que puede haber sucedido en el resto de la casa! ¡Vístete y haz lo que te digo!
Por toda respuesta, se dio la vuelta, entró en su dormitorio y Kamose esperó con

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impaciencia. Raa salió con Hent-ta-Hent en brazos y con Ahmose-Onkh de la mano.
—Hambre —exclamó el niño de mal humor.
Kamose se volvió hacia el soldado.
—Sácalos por la entrada trasera —dijo—. Coge la comida y la bebida que
encuentres por el camino. Aléjate por el desierto todo lo que resistan y ocúltalos hasta
la noche. Luego encuentra el camino hasta el templo de Amón. Permanece con ellos
en todo momento. —Tienes en tus manos el futuro de Egipto, tuvo ganas de añadir.
Tu vida no vale nada comparada con la de ellos. ¿Puedo confiar en ti? Se mordió la
lengua convencido de que no terna más alternativa que confiar en la lealtad de aquel
hombre y que no tenía sentido ofenderlo. Aahmes-Nefertari cerró de un portazo y
caminaba hacia él, con un shenti en la mano.
—Me he vestido como me ordenaste —dijo—. Ponte esto, Kamose. Es uno de los
shentis de Ahmose. Pero no iré con los niños. Ahmose me necesitará aquí. Y también
nuestra madre y la abuela.
Kamose, invadido por el miedo, tuvo ganas de levantarla y arrojarla al pasillo, de
gritarle, pero el brillo de los obstinados ojos de su hermana le reveló que no ganaría
nada con eso. No se molestó en discutir. Apartó las armas y se envolvió la cintura con
el shenti.
—Alteza… —dijo Raa nerviosa.
Aahmes-Nefertari se acercó y la empujó con firmeza hacia la puerta.
—Este Seguidor te cuidará —aseguró—. Haz todo lo que te diga.
Kamose le hizo una seña al soldado.
—Alza al príncipe, no permitas que lo manche la sangre —ordenó—. Reza
mientras caminas. ¡Apresúrate!
El soldado alzó a Ahmose-Onkh como si se tratara de un retal de lino y la
habitación se vació. Kamose no esperó. Volvió a tomar sus armas.
—Diles a Tetisheri y a Aahotep lo que sé —dijo mientras iba hacia la puerta—.
Quédate con ellas. No permitas que vaguen por la casa. Si llegan soldados, miénteles.
—Siguiendo un impulso se detuvo, volvió a entrar en la habitación, una vez más dejó
las armas y envolvió a su hermana en un abrazo—. Te quiero, lo siento tanto… —
susurró con total falta de lógica.
Ella lo abrazó con fuerza, con fiereza, antes de soltarlo.
—Encuentra a Ahmose y lucha contra ellos, Kamose —susurró—. Han de pagar
por lo que han hecho. Porque si no, no me quedará más remedio que matarlos yo
misma.
Fue un triste intento de chiste, pero levantó el estado de ánimo de Kamose, que
estaba más tranquilo cuando salió al todavía desierto pasillo.
Amparándose en las sombras recorrió la casa con los nervios tensos, esperando
que el enemigo surgiera ante él en cualquier momento. Exploró con rapidez el

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polvoriento salón de recepciones y lo encontró desierto. También lo estaban las
demás habitaciones públicas. Cuando salió a la entrada de las columnas, encontró
vida. Dos soldados se pusieron en pie junto a las altas puertas dobles y le hicieron una
inmediata reverencia; con alivio, Kamose los reconoció como Seguidores. Ignoraban
los acontecimientos, igual que el hombre que custodiaba la puerta de Ahmose, y
Kamose no perdió tiempo en interrogarlos.
—Haced guardia frente a las habitaciones de las mujeres —les ordenó—. No
permitáis que entre nadie a menos que se trate del noble Ramose o de vuestro
superior, el príncipe Ankhmahor.
No esperó a verlos marchar. Dobló a la izquierda y se encaminó hacia el sendero
que llevaba al embarcadero.
Pero de repente se detuvo y, lanzando un gemido, apoyó las manos en las rodillas
y se inclinó sobre ellas. Se le acababa de presentar un dilema, diabólico y horripilante
en su simplicidad. Igual que los soldados, tal vez Ahmose ignorara lo sucedido en la
casa. Estaba allí fuera, en alguna parte del río, sentado alegremente en su esquife con
un hilo de pescar en el agua. Existía la posibilidad de que los homicidas, quienes
fuesen, no se hubieran molestado en buscarlo. Esperarían su vuelta. Kamose observó
el cielo, en el que ya se notaban señales de la proximidad del amanecer. Un único
pájaro había comenzado a entonar su saludo matinal a la majestuosa salida de Ra y
ante los ojos febriles de Kamose, las siluetas de los troncos de los árboles que lo
rodeaban ya parecían más claras.
Si continuaba avanzando hacia el Nilo tal vez pudiera interceptar a su hermano.
Sin embargo, si las sospechas de Aahmes-Nefertari y las suyas fuesen ciertas y se
tratara de una revuelta, los príncipes tomarían a sus oficiales e irían directamente al
cuartel donde dormían los soldados de Weset. Antes de que sus oficiales hubieran
despertado del todo, los tres mil hombres del ejército estarían bajo control hostil, y él
se encontraría completamente indefenso.
Lo mejor que puedo hacer es quedarme aquí y ofrecer con mansedumbre mi
cuello al cuchillo, pensó con amargura. O corro al cuartel con la esperanza de llegar
allí antes que los príncipes y, casi con seguridad, sacrifico a Ahmose con las flechas
de los que sin duda lo deben de estar esperando, o trato de interceptarlo, le salvo la
vida y pierdo un reino.
Pero tal vez Ahmose ya esté muerto, le susurró la voz de su instinto de
supervivencia. No sabes nada. Estás haciendo suposiciones que podrían terminar con
tu vida por la posibilidad de que el cuerpo de Ahmose no esté ya flotando en la
superficie del río con la garganta cortada. Por lo menos, si vas al cuartel, estarás
intentando proteger a las mujeres y restaurar tu supremacía. Retrocede, rodea la casa,
corre hacia el cuartel. El hecho de no encontrarte a ti ni a Ahmose los ha confundido.
Tal vez ahora se estén acercando al campo de adiestramiento. Los dioses te han dado

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la oportunidad de vivir y de salir triunfante de este caos. Lo único que debes hacer es
volver. Después de todo, Ahmose pudo quedarse en el río para arrojar su jabalina
contra los patos antes de volver a casa. Para entonces todo puede haber acabado.
Amón, ayúdame, suplicó Kamose mientras permanecía inmóvil y tembloroso por
la indecisión. No sé qué hacer. Cualquier camino que elija es un camino de muerte.
¿Trato de advertir a Ahmose, lo cual es improbable que consiga, o trato de despertar a
mis oficiales, que posiblemente ya estén sometidos a la amenaza de las espadas de los
príncipes? No olvides a Ramose y a Ankhmahor. ¿Y si Ramose se encontró con el
príncipe y juntos tuvieron la misma idea que he tenido yo? ¿Y si fueron al cuartel?
Ankhmahor es bien conocido por mis soldados. O tal vez hayan cruzado el río para
alertar a Hor-Aha y a los medjay. Eso es lo que tenía que haber ordenado a los
soldados de la entrada. ¿En qué estaba pensando? No pensabas, se reprendió. Tu
mente estaba débil por el temor que te causaba la seguridad de tus mujeres cuando
sólo bastaba una acción veloz y decidida.
Tienes una tercera opción, le dijo otra voz, más suave y seductora que la anterior.
Podrías reunirte con los niños en el desierto, guiarlos al templo, pedirle asilo a
Amonmose. Después de todo, Ahmose-Onkh es el heredero legítimo de la divinidad,
¿no es así? Si Ahmose ya ha muerto y tus horas están contadas, ese niño es todo lo
que queda de la supremacía de los Tao. Estás seguro de que, por lo menos él, está
vivo todavía. Durante un instante, todo en Kamose se inclinó por ese plan. Su
columna vertebral se enderezó. Su mirada recorrió la creciente luz gris que anunciaba
la salida del sol en el horizonte del este. Pero luego comenzó a sonreír. Tal vez sea un
necio, admitió, pero no un cobarde. Soy hijo de mi padre. Nuestro gran sueño ha
terminado, pero en los años venideros otros lo recordarán y lo volverán a intentar.
Ahmose-Onkh, tal vez. ¿Quién puede saberlo? Esto no es más que humo, Kamose, y
no logras ver el fuego. Tu deber es ignorarlo por el bien de los de tu sangre, no tratar
de apagarlo. Dio un paso hacia el camino del río. Era lo más difícil que había hecho
en su vida, pero el segundo paso le resultó más fácil. Al amanecer, atravesó el jardín.
Esperaba encontrar soldados ocultos entre los arbustos, cerca de la escalera del
embarcadero, pero a pesar de que revisó ambos lados del sendero y de que se tumbó
detrás de un arbusto para observar los tranquilos escalones bañados por el río, no vio
a nadie. Entonces quiere decir que ya controlan el ejército, pensó angustiado. Pueden
arrestamos y matarnos a placer. Retrocedió y se puso bajo el emparrado, apretándose
contra las hojas oscuras, donde no podía ser visto desde la casa, y se dispuso a
esperar.
El coro de aves del amanecer estaba ahora en pleno apogeo, como Kamose sabía
que debían estar los Himnos de Alabanza que se cantaban en el templo. No podía
oírlos, pero imaginaba las palabras y la hermosa melodía con la que los sacerdotes
saludaban el nacimiento de Ra. Todas las mañanas, su aparición era santificada en

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una explosión de gratitud por la vida, por la cordura, por la ordenada belleza de
Ma’at. Kamose se rindió un momento al perfume de las flores de primavera, que
empezaba a llegarle impulsado por la brisa, y al beso de las hojas de la vid que
tocaban su piel. Su sombra comenzaba a proyectarse en el sendero, pálida y alargada
hacia el río. Una lagartija pasó sobre ella, moviendo la cola, con las uñas delicadas
arañando sin ruido, y desapareció en la hierba sin cortar. La luz que rodeaba a
Kamose se volvió dorada y supo que Ra acababa de asomarse al borde del mundo.
Con un temblor de esperanza, empezaba a pensar que, sin duda, Ahmose había
decidido permanecer en el río para cazar patos, pero oyó el ruido de los remos en el
agua y la voz de su hermano, fuerte y alegre. Alguien le contestó. Crujieron ramas y
resonaron pasos. Kamose abandonó el refugio del emparrado y echó a correr.
Había dos guardias con Ahmose. Uno de ellos acababa de saltar a un escalón
cubierto de agua del embarcadero y estaba atando el esquife. El otro ya había llegado
al pavimento de piedra y miraba automáticamente a su alrededor, siguiendo la
costumbre de su entrenamiento. Ahmose desembarcaba tras él, con una ristra de
peces atados con un hilo en una mano y sus sandalias en la otra. Al llegar a terreno
seco, dejó caer las sandalias y comenzó, riendo, a meter en ellas los pies. Todo esto lo
vio y lo notó Kamose con una claridad total. El borde del shenti de su hermano estaba
empapado y se le adhería a los muslos. Los peces brillaban y sus escamas reflejaban
el rosa y el azul del sol naciente. Ahmose tenía una mancha de barro en una mejilla.
Se había puesto un sencillo brazalete de oro, delgado y suelto, que cayó hasta sus
pulgares cuando bajó las manos para abrocharse las sandalias. Ambos guardias
estaban en aquel momento a su lado, y uno de ellos se arrodillaba para atarle las
sandalias.
Kamose ya casi había llegado hasta donde estaban. Entonces Ahmose levantó la
vista y lo vio.
—¿Qué haces levantado tan temprano, Kamose? —preguntó con tono alegre—.
¿Piensas salir a nadar? ¡Mira cuántos peces he pescado esta mañana! Creo que los
haré freír enseguida porque estoy hambriento. —Levantó los peces y los sacudió,
sonriendo.
En aquel momento Kamose sintió un golpe en el lado izquierdo, como si le
hubieran pegado un puñetazo, y dio un traspiés y se inclinó hacia delante. Al
recuperar el equilibrio, pensó que había tropezado, y transcurrieron unos instantes
antes de darse cuenta de que no se movía hacia Ahmose, de que había tropezado y
caído, y estaba ahora con la cara pegada a la superficie irregular del sendero, sin
fuerzas en las piernas. Trató de levantarse, pero las palmas de sus manos apenas se
apoyaban en la tierra. ¿Por qué gritará Ahmose?, se preguntó irritado. ¿Por qué no
viene a ayudarme alguno de los guardias? Sintió la vibración de pasos y con gran
esfuerzo logró volver la cabeza. Dos pares de pies pasaron corriendo por su lado. Oyó

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gruñidos, una maldición y un grito.
Entonces alguien lo tocó, lo levantó y lo apoyó, y con el movimiento el dolor
explotó en sus axilas, en su costado, a lo largo de su espalda. Sofocó su grito y
levantó la mirada a través de ojos borrosos por las lágrimas de dolor. Estaba acostado
en las piernas de su hermano, con el cuello apoyado en el brazo de Ahmose, y los
dedos cogidos a la mano de aquél.
—Te han disparado, Kamose. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa aquí?
Ahmose preguntaba a gritos, pero sus palabras le llegaron de muy lejos, porque
sin duda él, Kamose, estaba corriendo y Ahmose levantaba sus peces y sonreía, de
manera que tal vez fue un ave o una lagartija la que acababa de hablar. Kamose no
podía respirar. Tenía un nudo en el pecho. Había algo clavado en su garganta, pero
cuando abrió la boca se deslizó hacia fuera, caliente y mojado.
—Los príncipes —murmuró—. Ahmose, los príncipes.
—Sí, tienes razón —murmuró ella; estaba equivocado, no era Ahmose quien lo
sostenía, sino una mujer, y entonces supo que estaba soñando y que despertaría para
encontrarse enroscado en el suelo de su habitación frente a su santuario eje Amón y
que todo estaría bien.
—¡Tu rostro! —exclamó asombrado—. Por fin te veo el rostro y es de una
perfección increíble. Te amo, te amo. Siempre te he amado sólo a ti.
—Lo sé —contestó ella—. Me has servido con gran fidelidad, Kamose Tao, y yo
también te amo. Pero ahora ha llegado el momento en que debemos separarnos.
Se inclinó y lo besó con suavidad. Sus labios tenían gusto a vino de palma, y su
pelo, que caía sobre la cara de Kamose, llenaba su nariz con olor a loto. Cuando ella
alejó el rostro, Kamose notó que terna la boca y los dientes manchados de sangre.
—No me gusta este sueño —vaciló—. Debes sujetarme con más fuerza. No
permitas que me resbale.
—Te abrazaré para siempre, querido hermano —dijo en voz baja—. Tú carne
descansará en lo profundo de mis rocas y mientras fluyan las aguas de mi río y el
viento del desierto mueva la arena y las palmeras dejen caer sus frutos, cantarán tus
alabanzas. Ahora vete. Ma’at te espera en la Sala de los Juicios y yo prometo que tu
corazón será tan ligero en los platillos de la balanza que su Pluma pesará más que el
oro.
—Por favor… —se atragantó él—. ¡Oh, por favor…!
En su boca todavía temblaba el beso de ella, pero era Ahmose quien se alzaba
junto a él, su boca de un rojo oscuro, las facciones distorsionadas.
—¡Dioses, Kamose, no te mueras! —suplicó.
Pero Kamose, que miraba más allá, hacia donde el cielo se oscurecía y un
poderoso pilón había empezado a tomar forma, no pudo contestar. Se movían cosas
dentro de aquellas tinieblas, un brillo de metal suntuoso, un destello de luz percibido

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por un ojo teñido de galena, pero entre él y la visión se alzaba una sombra humana.
Trató de llamar a su hermano, de advertirle, pero estaba muy cansado. Entrecerró los
ojos y vio que la sombra se encogía, que alzaba el brazo y una mano enguantada
blandía una porra de madera, y entonces se encontró en el umbral de la Sala de
Juicios y esos detalles tan pequeños ya no tenían importancia.

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Capítulo 17
Aahmes-Nefertari estaba aterrorizada. Mientras corría por los oscuros pasillos de la
casa, trató de no ver los cuerpos que se amontonaban en las sombras, cuerpos inertes
que a veces yacían impidiéndole el paso y se veía obligada a saltar sobre ellos. En un
loco intento por no contaminarse por la carnicería, levantó el borde de su túnica para
que no tocara los cadáveres cubiertos de sangre, pero no siempre podía esquivar los
charcos y pronto tuvo los pies y los tobillos empapados. De alguna manera eso no le
importaba tanto como la posibilidad de ensuciarse la túnica, por la humedad que
añadiría un peso a ésta y por las manchas que no desaparecerían lavándola.
En la entrada de las habitaciones de las mujeres, los dos guardias estaban tendidos
el uno sobre el otro, como si estuvieran abrazados. Con un estremecimiento, la
muchacha pasó sobre ellos, el pasillo afortunadamente estaba desierto y sintió un
gran alivio al pensar que los mayordomos, Uni y Kares, siempre se retiraban por la
noche a sus dormitorios en el sector del servicio, por lo que era probable que
estuvieran fuera de peligro. Una antorcha todavía ardía frente a la puerta de su madre.
Aahmes-Nefertari entró en el dormitorio. La sirvienta se levantó inmediatamente y
Aahotep se sentó en el lecho.
—Madre, vístete y ven a las habitaciones de la abuela —dijo Aahmes-Nefertari.
Sin asegurarse de que la hubiera oído salió, y corriendo recorrió la corta distancia que
separaba los aposentos de su madre de los de su abuela y entró.
Tetisheri tenía una gran antecámara donde concedía audiencias a los huéspedes y
a la que se retiraba para leer o pensar cada vez que quería intimidad Era un espacio
amplio, amueblado con grao formalidad. Muchas veces, Aahmes-Nefertari había sido
llamada a ese cuarto para ser reprendida, para recitar sus lecciones o para recibir
sermones respecto a la manera en que una princesa debía pensar y comportarse.
Desde allí, su abuela mantenía con mano firme la organización de la casa y las tres
mujeres se reunían para hablar sobre las responsabilidad^ que Kamose delegaba en
ellas cuando partía. Esas reuniones habían ayudado a Aahmes-Nefertari a aflojar la
tensión que siempre sentía cuando la puerta se abría para admitirla, pero aun en aquel
momento de extrema gravedad experimentó un sentimiento de preocupación
puramente adolescente. Sin embargo, pronto desapareció, cuando Isis abandonó su
estera con una amable indignación escrita en su rostro adormilado.
—No te he oído llamar, Alteza —dijo.
Por toda respuesta, Aahmes-Nefertari cogió una vela y, prendiéndola en la única
lámpara encendida, la usó para encender las otras dos de la habitación.
—Despierta a mi abuela, dile que estoy aquí y vístela con rapidez —ordenó—.
No me hagas preguntas, Isis. Sólo apresúrate.
La sirvienta desapareció por la puerta que conducía al santuario íntimo de

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Tetisheri, y Aahmes-Nefertari, sola en el silencio profundo que precede al amanecer,
comenzó a temblar. Sus pies habían dejado marcas marrón oscuro en el suelo
inmaculado. Al bajar la vista, vio la sangre seca que tenía entre los dedos de los pies
y que le rodeaba los tobillos como si fueran grotescas ajorcas. Con asco miró a su
alrededor en busca de agua, pero enseguida se detuvo. Murieron por su lealtad, pensó.
La sangre de esos hombres no me mancilla. Lavarla tan pronto sería ofensivo para el
sacrificio que han hecho.
Oyó ruidos en el pasillo y el corazón se le subió a la garganta, era su madre.
Aahotep entró poniéndose un cinturón alrededor de su túnica azul. Sus movimientos
eran tan mesurados y graciosos como siempre, pero miró nerviosa a su hija y, al
recorrerla con la vista, clavó los ojos en sus pies.
—¡Eso es sangre! —dijo en voz alta—. ¿Es tuya? ¿Estás enferma? ¿Dónde están
los niños? ¿Dónde está Kamose? ¿Está aquí? Has ensuciado todo el suelo, Aahmes-
Nefertari. Te deberías lavar enseguida.
Aahmes-Nefertari no contestó. Su madre asimilaría el impacto enseguida, lo sabía
y, de hecho, el rostro de Aahotep ya se estaba aclarando.
—¡Dioses! —suspiró—. ¿Qué ha sucedido?
En aquel momento Tetisheri entró en el sector iluminado por las lámparas, con el
pelo gris despeinado y la expresión fiera.
—Estaba soñando con higos frescos y con un anillo que perdí hace años —dijo—.
Tal vez haya alguna relación entre ambas cosas, pero ahora nunca lo sabré. ¿Qué
estáis haciendo aquí? —Miró fijamente los pies de su nieta durante lo que pareció un
largo rato y cruzó los brazos con lentitud. Para Aahmes-Nefertari fue un gesto de
protección—. ¿Estás herida? —preguntó. La muchacha negó con la cabeza—.
Entonces, habla rápido. Isis, cierra la puerta.
—¡No! —exclamó Aahmes-Nefertari alargando una mano—. No, abuela.
Debemos estar atentas por si se acerca alguien. Ha habido una revuelta, ignoro hasta
qué punto es seria. Todos los Seguidores que montaban guardia en la casa están
muertos. Kamose envió a Raa al desierto con los niños. Él ha ido al embarcadero para
advertir a Ahmose cuando éste vuelva de pescar. ¡Oh, gracias a los dioses que fue a
pescar! —Alzó la voz temblorosa, pero luchó por controlarla—. Kamose me dijo que
me quedara aquí, con vosotras. Creemos que han sido los príncipes.
—¿Cómo es posible? —preguntó Tetisheri—. Intef, Meketra e Lasen están en la
cárcel.
—Alguien debe haberlos soltado —sugirió Aahotep—. Nefer-Sakharu tal vez.
—Simontu y sus carceleros no pueden haber sido vencidos por una sola mujer —
objetó Aahmes-Nefertari— y Nefer-Sakharu no tiene la autoridad necesaria para
ordenar que se abran las celdas. Sus oficiales y soldados deben de haber atacado la
cárcel para liberarlos.

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—¿Y entonces, dónde se encuentran? —se preguntó Aahotep. Aahmes-Nefertari
le contestó con una boca que de repente se le había secado.
—Están en el cuartel, tomando el mando de nuestras tropas —dijo con voz ronca
—. Necesitan controlar a nuestros hombres antes de que nosotros podamos intervenir.
Tal vez no sea tan difícil como suponemos, considerando que sus soldados han estado
en contacto permanente con los nuestros y que los oficiales de los príncipes les han
estado haciendo regalos y ofreciéndoles fiestas. Nuestras fuerzas son superiores a las
que trajeron consigo, pero nuestros oficiales sentirán cierta confusión si reciben
órdenes de nobles que han sido más que bondadosos con ellos. Creo que los príncipes
enviaron a un pequeño contingente aquí, a la casa, para matar a Kamose y a Ahmose
mientras reunían a sus soldados y tomaban el cuartel. Pero Amón decretó que mis
hermanos debían salvarse.
Tetisheri se pasaba una mano huesuda por la cabellera despeinada. Había
comenzado a pasearse. Parecía tranquila, pero Aahmes-Nefertari notó que le
temblaba el brazo.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó en voz alta—. Los Seguidores están
muertos. Ahmose llegará al embarcadero sin sospechar lo que sucede, siempre que no
se hayan puesto soldados para tenderle una emboscada a su regreso, en cuyo caso ya
estará muerto. Kamose está completamente indefenso. ¿Y Ramose y Ankhmahor?
¿Podemos avisar a Hor-Aha de lo que sucede y a los medjay, en la orilla occidental?
—No lo sé —confesó Aahmes-Nefertari y Aahotep lanzó una exclamación de
frustración.
—Isis, ve a ver si la señora Nefer-Sakharu está en su lecho —ordenó—. Pero ve
en silencio. Si aún está allí, no la despiertes.
—Tengo miedo, Majestad —dijo la sirvienta mirando a su ama.
Tetisheri le hizo un gesto con la mano.
—No queda lejos, sólo a unos pasos —replicó—. ¡Apresúrate!
A regañadientes, la mujer salió de la habitación y hubo un tenso silencio.
—Si lo que suponemos es cierto, Kamose está completamente solo —dijo
Aahotep por fin—. No hay nadie que pueda ayudarlo. Nadie que los salve a él o a
Ahmose. ¡No puedo creer que todo lo que ha hecho termine así! —explotó con pasión
—. Sólo dolor y traiciones año tras año. ¿Y todo para qué? Más nos hubiera valido
aceptar con sumisión el destino que Apepa nos tenía preparado. ¡No puedo soportar
la idea de que, después de todo, él ganará!
—Debemos hacer algo —las urgió Tetisheri—. ¿De verdad Kamose espera que
nos quedemos aquí hasta que lleguen Intef o Meketra para regodearse?
Aahotep alargó las manos.
—¿Pero qué podemos hacer? —protestó con ira—. Sé razonable, Tetisheri. Las
palabras no mantendrán con vida a mis hijos.

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—Hablas como si ya hubieran sido vencidos —replicó la anciana—. Pero ¿qué
sabemos en realidad? Nada, excepto que los Seguidores están muertos y que Kamose
ha ido al embarcadero. Lo demás son suposiciones. Debemos averiguar la verdad.
En aquel momento volvió Isis, visiblemente pálida.
—¿Y? —preguntó Tetisheri.
—Mi señora Nefer-Sakharu no está en sus habitaciones —dijo la sirvienta—.
Tampoco está Senehat.
—Senehat debe de estar en las habitaciones de Ramose —dijo Aahotep con
cansancio—. O allí estaría en circunstancias normales. ¿Tienes alguna sugerencia,
Tetisheri?
—Yo tengo una sugerencia —dijo Aahmes-Nefertari con un hilo de voz. Había
estado escuchando el acalorado intercambio de palabras entre su madre y su abuela,
prestándoles poca atención, mientras pensaba furiosamente. Sin duda había algo que
se podía intentar, pero todo en su interior se encogía ante la audacia que significaba.
No soy más que una esposa y una madre, se dijo con desesperación. Si permanezco
aquí, en las habitaciones de mi abuela, los príncipes me perdonarán la vida por ello,
pero si me entrometo en lo que esté sucediendo, me matarán. Y entonces, ¿qué será
de mis hijos? No tengo el coraje necesario para esto. Sin embargo, a pesar del terror
que sentía, empezó a expresar su idea.
—He pasado mucho tiempo en el campo de entrenamiento, observando a los
hombres en sus prácticas y hablando con los oficiales —dijo ya más tranquila—.
Tengo la sensación de que me respetan. Permitidme que los ponga a prueba.
Pertenezco a la casa reinante. Si los oficiales me ven y me escuchan, se sentirán más
inclinados a obedecerme a mí que a los príncipes. —Hizo una pausa, tragó con fuerza
y se sujetó al respaldo de una silla—. Si los dioses me acompañan, los soldados no
sabrán que su rey y el hermano de éste han sido apresados o incluso muertos.
Temerán el desquite. Si actúo con la necesaria rapidez, podré deshacer cualquier daño
que los príncipes hayan hecho allá fuera. Pero si llego tarde, lo peor que me puede
pasar es que me arresten y me arrastren aquí. —Se encogió de hombros en un gesto
que esperaba resultara de indiferencia.
Las dos mujeres mayores se quedaron mirándola, Tetisheri con los ojos
entrecerrados y especulando, Aahotep con su habitual mirada inescrutable. Entonces,
Aahotep suspiró.
—Si alguien se anima a hacer esto, debo ser yo —dijo—. Mi autoridad tiene más
peso que la tuya, Aahmes-Nefertari.
Pero Tetisheri se adelantó, nerviosa.
—No, Aahmes-Nefertari tiene razón —dijo—. Los soldados la conocen. Están
acostumbrados a verla en el estrado con Ahmose-Onkh. Permite que vaya, Aahotep.
Es un buen plan.

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Aahmes-Nefertari sintió un espasmo de violento resentimiento al mirar el rostro
de su abuela. Eres realmente una mujer despiadada, pensó. Mi seguridad no te
preocupa. Lo único que te importa es la posibilidad de proteger el lugar de privilegio
que tu familia ocupa en Egipto. Si puedo hacer lo que he sugerido, no te importa si
vivo o muero al intentarlo.
—Después de todo, abuela —no pudo evitar decir en voz alta—, los Tao tienen
otro hijo para gobernar si Kamose y mi marido mueren. Ésa es tu única preocupación,
¿verdad? —Se volvió hacia su madre—. ¿Tengo tu permiso para ir, Aahotep?
Blanca hasta los labios, Aahotep asintió.
—No veo otra alternativa y no hay tiempo para pensar —dijo con la voz rota—.
Yo tampoco tengo la menor intención de esperar aquí y volverme loca, Aahmes-
Nefertari. Iré al embarcadero y, si no está custodiado, cruzaré el río y buscaré a Hor-
Aha. —Abrió los brazos y su hija se acercó para recibir su abrazo. Se abrazaron con
fuerza hasta que Aahotep se apartó—. Lleva armas contigo.
Aahmes-Nefertari salió al pasillo. Tuvo que apelar a todo su coraje para dirigirse
a la parte trasera de la casa, pero elevando una oración a Amón y recordando el rostro
de su marido, le resultó más fácil de lo que suponía.
Aahotep se preparó para seguirla.
—Si Nefer-Sakharu es tan tonta como para volver a sus habitaciones, debe ser
detenida aquí —le dijo a su suegra—. ¿Puedes encargarte de eso, Tetisheri?
La anciana frunció los labios.
—No por la fuerza de esta carcasa envejecida —dijo con voz ronca—. Puedo
tratar de amedrentarla, pero si decide volver a salir no podré detenerla. Se acerca el
amanecer, Aahotep. Uni ya habrá abandonado su lecho en las habitaciones de
servicio. Sólo puedo rezar para que no lo molesten y que pueda llegar a la casa. Él
podría retener a Nefer-Sakharu.
No había nada más que decir. Aahotep vaciló mientras mil conjeturas pasaban por
su mente. Resistió la necesidad de expresarlas y, por lo tanto, de retrasar el momento
de abandonar la ilusoria seguridad del ala de las mujeres, esbozó una leve sonrisa y
salió cerrando la puerta a sus espaldas.
El pasillo ya no estaba sumido en la oscuridad. La luz anterior al amanecer lo
iluminaba, y era más fuerte a medida que se acercaba a la entrada principal de la casa,
llevando los cadáveres tendidos en el suelo del reino de la pesadilla a la
atemorizadora realidad. Con esa claridad llegaba un leve frío y Aahotep se
estremeció. No les temía a los muertos. Ni permitió que su imaginación le presentara
la imagen de fantasmas recién creados flotando en las sombras que se disolvían con
rapidez. Era el terror por sus hijos lo que aceleraba su pulso y mantenía en alto su
mirada. La ira se desenroscó en su interior como una pequeña serpiente negra, una
emoción que la perseguía de vez en cuando desde que su marido volvió a ella metido

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en una caja llena de arena.
No se había alejado mucho, cuando al doblar una esquina se encontró con dos
soldados que iban hacia donde ella estaba. Era tarde para ocultarse. Se detuvo y
esperó a que se acercaran, con el corazón golpeándole el pecho. Tenía que haber
venido armada, pensó, pero no parecía importar porque los hombres ya se inclinaban
ante ella y las manos que empuñaban las espadas no se alzaron.
—¿Adónde vais? —preguntó.
—Su Majestad nos ordenó custodiar las habitaciones de las mujeres —contestó
uno de ellos—. Debemos manteneros a salvo.
—¡Así que Kamose vive! —exclamó alentada—. ¿Cuánto hace que lo visteis?
¿Adónde ha ido?
—Su Majestad salió de la casa cuando montábamos guardia junto a las columnas
—explicó el mismo soldado—. Lo único que nos dijo fue que os custodiáramos, ¿qué
está pasando, Majestad?
Aahotep los estudió, preguntándose si debía ordenarles que custodiaran la puerta
de las habitaciones de Tetisheri, antes de darse cuenta de que permaneciendo allí
estarían desperdiciados. Tampoco quería perder tiempo explicando una situación que
ni siquiera ella comprendía bien, porque si lo hiciera podían fallarle los nervios.
—Será mejor que me acompañéis —ordenó—. Estad preparados para matar a
cualquiera que no reconozcáis. —Se inclinó para sacarle un cuchillo del cinturón a un
cadáver tendido frente a las dependencias de Seqenenra, y al enderezarse comprobó
que la oscuridad de la noche había desaparecido por completo. Ra asomaba en el
horizonte.
Al comprobarlo, se sintió impulsada por una sensación de urgencia. Apresúrate,
le susurraba algo, apresúrate o llegarás tarde. Comenzó a correr por el pasillo, pasó
por la ancha entrada interior del salón de recepciones, por la pequeña habitación que
contenía los sagrarios familiares, y salió bajo las columnas, seguida por los dos
soldados jadeantes. El suelo de piedra estaba frío bajo sus sandalias y el aire era
fresco, pero el jardín ya estaba bañado en una resplandeciente luz y por el sonoro
canto de los pájaros. El calor le azotó la piel mientras se dirigía a las escaleras del
embarcadero, pero tan grande era su apuro que casi ni lo notó. Parte de su ser
consciente se quedaba atrás y observaba su carrera con sorpresa. ¿Esta eres tú,
Aahotep, adoradora de la luna, enamorada de la dignidad y del ejercicio de una
plácida autoridad, que ahora corres sin maquillarte y con el pelo y los vestidos al
viento?, preguntaba, y luego lo olvidó todo, sumida en el pánico porque acababa de
oír que alguien gritaba.
Salió al sendero a trompicones y se detuvo jadeante y con las piernas temblando a
causa de la desacostumbrada tensión. Más allá del emparrado de las vides, un grupo
de hombres forcejeaba. A pocos pasos de donde ella estaba, había uno tendido y

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evidentemente muerto, degollado. Otro un poco más lejos, con las piernas sobre la
tierra apisonada. Alguien lo acunaba, con la cabeza gacha y la espalda ancha
manchada de tierra. Con un grito, Aahotep reconoció a Ahmose. Volvió a correr, casi
sin notar que los soldados que la acompañaban ya habían corrido hacia el lugar donde
un hombre con los colores azul y blanco de la casa real intentaba contener a otros
tres.
Entre ella y la espalda agachada de su hijo menor corría otro hombre empuñando
con ambas manos una porra de madera. Su intención era evidente y, en un arrebato de
desesperación, Aahotep supo que alcanzaría a Ahmose antes que ella. Sus escoltas,
que luchaban, no habían percibido el peligro. Les gritó mientras corría y oyó otro
grito a sus espaldas, pero en aquel momento lo único que le importaba era avanzar. El
sudor le cubrió el cuerpo y le cayó en los ojos, pero no se dio cuenta.
El hombre de la porra ya estaba a una distancia suficiente para golpear a su
víctima. Comenzó a avanzar con más lentitud y levantó el arma.
—¡Ahmose! —gritó Aahotep, pero los gritos y las maldiciones de los soldados
empeñados en la lucha ahogaron su voz y Ahmose no la oyó. Siguió acunando el
cuerpo del hombre que sostenía con tanta fuerza. El atacante se detuvo, separó las
piernas y Aahotep tuvo la sensación de que, en el instante antes de golpear la cabeza
indefensa de su hijo, el mundo dejaba de existir. El tiempo mismo se convirtió en
algo aletargado. Ella no se movía y las hojas de los árboles en los márgenes del
sendero que zigzagueaba hacia la nada estaban atrapadas en la inmovilidad. El
silencio llenaba su cabeza. Lo único que podía oír era el ruido sofocado de su pulso y
sus sollozos.
Entonces, la porra descendió. Ahmose cayó hacia un lado. Pero con un grito
feroz, Aahotep clavó el cuchillo en la espalda de su agresor. Sintió un dolor agudo
que le recorrió el brazo desde la muñeca hasta el hombro y supo con terror que había
dado con una costilla. El hombre comenzó a darse la vuelta. Era el príncipe Meketra,
con una expresión de sorpresa y de incredulidad en el rostro. Jadeando y llorando,
Aahotep estuvo a punto de dejar caer el cuchillo, se recuperó y, cogiéndolo por la
empuñadura con ambas manos, lo alzó muy alto y se lo clavó a Meketra justo debajo
del hombro. Esa vez el cuchillo se hundió profundamente. Meketra cayó de rodillas
con torpeza y la arrastró consigo, con la mirada sorprendida clavada en el arma que
sobresalía incongruentemente de su cuerpo. Aahotep apoyó un pie en el pecho de
Meketra y sacó el cuchillo. Meketra cayó hacia atrás y Aahotep tras él, clavándole
esta vez la hoja del cuchillo en el cuello. Meketra abrió mucho los ojos y trató de
toser.
Aahotep no lo vio morir. Se acercó a Ahmose a gatas. Estaba tendido con los ojos
entrecerrados, tenía un lado de la cabeza convertido en una masa sanguinolenta y la
boca ensangrentada. Junto a él descansaba Kamose, con una flecha sobresaliendo del

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costado, una mano en el pecho y la otra abierta como si quisiera recibir algo en su
palma morena. Sonreía con suavidad, pero su mirada estaba fija. Estaba muerto.
De repente, el mundo volvió. Los pájaros comenzaron a cantar de nuevo. Los
árboles se movían al compás de la brisa de la mañana. La luz del sol iluminaba el
sendero. Y Aahotep, agazapada y mareada entre sus hijos, oyó un ruido de confusión
que llegaba desde el embarcadero. Sin duda ahora me matarán, pensó. El cuchillo.
Debo recuperar el cuchillo. Debo tratar de defenderme de alguna manera. Pero seguía
mirando fijamente en dirección al cuerpo de Meketra, en una especie de estupor,
incapaz de moverse.
Se oyeron órdenes. Pies firmes se le acercaron por detrás. Hundió los hombros
para contrarrestar el golpe que sabía que iba a recibir, pero en cambio oyó la voz de
Ramose.
—¡Oh, dioses, dioses, Kamose!
Y al volver la cabeza lo vio caer de rodillas a su lado.
—Majestad —dijo alguien más—. ¿Puedo ayudarte? ¿Estás herida?
Levantó la mirada con lentitud y vio a Ankhmahor delineado contra el brillo del
cielo. Asintió con cansancio y sintió que los brazos de Ankhmahor la rodeaban y la
alzaban.
—Aahmes-Nefertari —consiguió decir—. Déjame, Ankhmahor. Yo no te
necesito, pero ella sí. Ha ido al campo de adiestramiento para intentar recuperar la
fidelidad de nuestras tropas. Los príncipes…
No pudo terminar. Por el rabillo del ojo vio a Hor-Aha que corría, con el rostro
negro convertido en una máscara de furia. Cuando su mirada se detuvo en Kamose se
quedó petrificado. Después lanzó un grito, mitad aullido animal, mitad chillido, que
perforó el extraño letargo de Aahotep.
—¿Cuántos medjay has traído contigo, general? —preguntó.
Él la miró fijamente un momento, temblando como un caballo agitado.
—Le juré a mi amo que protegería a mi Señor —barboteó—. He fracasado en mi
deber.
Aahotep comprendió que se refería a Seqenenra.
—Éste no es el momento para eso, Hor-Aha —dijo con tono agudo—. ¿Cuántos?
Ante su tono, Hor-Aha volvió en sí.
—Quinientos, Majestad —contestó—. Están desembarcando en este momento.
—Entonces llévalos enseguida al cuartel —ordenó Aahotep—. Aahmes-Nefertari
está tratando de detener una insurrección. Ponte a sus órdenes. ¡Ahora, general! ¡Y tú
también, Ankhmahor! —Se volvió hacia Ramose, que se había levantado, pero no
podía apartar la mirada del cuerpo de Kamose. Él también estaba pálido hasta los
labios—. Ramose, tu madre está arrestada. Parte de esto es obra suya. Si la
encuentras, te suplico que no le permitas hablarte. No quiero que seas responsable de

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encarcelarla. ¿Comprendes?
Las lágrimas corrían por las mejillas de Ramose pero no parecía darse cuenta.
Asintió inexpresivo.
—Muy bien —siguió diciendo Aahotep—. Reúne a veinte hombres entre los
medjay. Quiero que Kamose sea llevado al salón de recepciones, pero Ahmose debe
ser llevado a su lecho. Todavía está vivo. La casa está llena de… —Vaciló y tragó
con fuerza—. Está llena de cadáveres, Ramose. Hazlos llevar a la Casa de los
Muertos.
De repente tuvo ganas de caer en los brazos de aquel muchacho, para que la
abrazara y la acariciara, y así aquietara la agonía que acababa de empezar. Pero sabía
que no podía. Kares corría hacia ella desde la parte trasera de la casa, seguido por Uni
y una docena de sirvientes. No puedo desmoronarme, pensó mientras se volvía hacia
ellos. Hay que llamar al físico para que atienda a Ahmose. Habrá que lavar a Kamose
y mandar a buscar a los sacerdotes sem. Kares debe hacer limpiar los pasillos. Habrá
que preparar comida para Tetisheri. Alguien debe ir a comprobar que Ahmose-Onkh
y la niña llegaron sanos y salvos al templo. No puedo desmoronarme. No hasta que
los príncipes estén en la cárcel y el ejército asegurado. Pero ¿y si triunfan los
príncipes? ¡Oh, hijos míos! Mis hermosos hijos. ¿Cómo voy a decirle a Tetisheri que
la luz de sus ojos ha muerto? Con un estremecimiento pasó sobre el cuerpo de
Meketra y se preparó para hablar con su mayordomo.
—¡Majestad! —exclamó acercándose a ella—. ¡Tienes las manos ensangrentadas!
—No es sangre, Kares —respondió con cansancio—. Es veneno. Dame tu brazo.
Estoy muy cansada y esta mañana hay mucho que hacer.
Aahmes-Nefertari fue hacia el cuartel y el amplio campo de entrenamiento
pasando por las habitaciones de servicio. Se había detenido en la casa el tiempo justo
para quitarle un cuchillo y un hacha pequeña a un Seguidor muerto, objetos que le
resultaban completamente extraños en la mano. Mientras salía corriendo de la
penumbra de la casa a la luz cegadora del amanecer, lamentó amargamente el día en
que salió del perímetro de la propiedad con un excitado Ahmose-Onkh de la mano. Si
hubiera permanecido dentro de los límites prescritos para una esposa y madre no
estaría en este lío, se dijo. Algún otro estaría empuñando estas armas con mucha más
habilidad que yo, algún hombre con autoridad y con una voz capaz de vencer
cualquier oposición. ¿Pero quién? Sus pensamientos siguieron fluyendo mientras se
acercaba a las habitaciones más amplias ocupadas por los mayordomos. Soy la única
que queda.
—¡Uni! —llamó mientras abría la puerta del servidor con el filo del hacha—. ¡Os
necesitamos enseguida en la casa, a ti y a Kares!
Uni ya había abandonado el lecho y estaba de pie, desnudo, junto a un recipiente
de agua del que salía vapor. Su expresión de sorpresa no duró mucho y ella no esperó

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a verle ponerse algo de ropa. Sabía que, como todo buen mayordomo, respondería de
inmediato y con eficiencia.
Una hilera de árboles crecía entre la parte trasera de las habitaciones de servicio y
el muro protector de la propiedad. La puerta que conducía al sendero que cruzaba los
campos en dirección al desierto, por lo general, estaba bien custodiada. En realidad,
esperaba encontrar allí dos fuertes brazos empuñando espadas para que la
acompañaran, pero ese día nadie le dio el aviso, pasó la verja y dobló a la derecha,
hacia el sendero que la llevaría a su destino.
Ya podía oír el tumulto. Los hombres gritaban y una nube de polvo flotaba sobre
la zona. Debí ponerme el casco de uno de los Seguidores muertos, ponerme una
pulsera de oficial, cualquier cosa para dar una impresión de control, se dijo. Me
siento torpe y tonta, sin pintar, despeinada, con la muñeca dolorida por el peso del
hacha mientras trato que el cuchillo no se me enrede en la túnica. No me he puesto un
amuleto protector. ¿Si muero hoy lo haré cómo una mujer valiente de la familia real o
pareceré una figura ridícula? Tenía ganas de llorar, de dejarse caer al suelo y apoyar
la cabeza en las rodillas. Quería que Ahmose apareciera por arte de magia, que
tomara las armas que ella llevaba y que la enviara a sus habitaciones con palabras de
alabanza por su intento. La imagen del rostro de su marido aumentó su desesperación,
pero también fortaleció su resolución. Si debo morir, que así sea, se dijo con firmeza.
No debo deshonrar a mis antepasados. No debo acostarme en el barro con Tani.
Ya alcanzaba a ver el campo de adiestramiento y la parte de atrás del estrado
desde el que se podían contemplar los movimientos de las tropas. En él había
alrededor de una docena de hombres y, sobresaltada, Aahmes-Nefertari reconoció
entre ellos a Intef y a Lasen. En la arena reinaba la confusión causada por soldados
que luchaban. Más hombres salían del cuartel. Aahmes-Nefertari comenzó a avanzar
más despacio y notó que, aunque muchos de ellos llevaban el shenti blanco con
bordes azules, señal de que pertenecían a las fuerzas reales, había más o menos el
mismo número que llevaban los colores de los príncipes. Todos iban armados.
La muchacha cuadró los hombros, sostuvo con fuerza el cuchillo en una mano y
el hacha en la otra y rodeó la esquina del estrado, subió los escalones y mientras en su
interior se encomendaba a los dioses, se mezcló con la pequeña multitud.
—¡A un lado, todos! —dijo con voz tajante. Por el rabillo del ojo vio al jefe del
cuartel, con los brazos en jarras, que fruncía el entrecejo al ver la multitud
indisciplinada de soldados que se movían en la arena. El instinto le dijo que debía
seguir hablando, mantener el tono frío e imperioso, de manera que le hizo un gesto
con el cuchillo—. Amón-Nakht, llama a un guardia para que me custodie y usa ese
cuerno que cuelga de tu cintura. ¡Mira esa chusma! Sopla hasta que dejen de gritar.
—Amón-Nakht miró inseguro en dirección a los príncipes y, con el corazón en la
boca, Aahmes-Nefertari dio un paso hacia él—. ¡Ahora! Tú y sólo tú eres responsable

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del orden y de la disciplina de las tropas aquí acuarteladas. ¿Debo recordarte tu
deber? ¿Cómo es posible que hayas permitido este caos? ¿No tienes orgullo?
Tras un instante de vacilación, Amón-Nakht se acercó a regañadientes al borde
del estrado, llamó a dos soldados de Weset y soltó el cuerno que llevaba en la cintura.
Intef lanzó un grito estrangulado y comenzó a hablar, pero Aahmes-Nefertari se
volvió hacia él.
—Ni tú ni tus tropas tenéis nada que hacer aquí, Intef —dijo alzando la voz—.
Sea cual sea el propósito que tuviste al mezclarlos con mis hombres, será mejor que
los separes antes de que haya derramamiento de sangre.
Los dos soldados a quienes Amón-Nakht había llamado subieron al estrado y la
flanquearon, ella sintió su confusión. Amón-Nakht no había dado el toque. Estaba de
pie, con el cuerno en la mano, y todo su cuerpo demostraba su indecisión. No puedo
ordenarles que me protejan, pensó Aahmes-Nefertari, ni puedo mostrar debilidad,
porque en ese caso estos hombres caerán sobre mí como leones.
Fue Lasen, no Intef, quien la desafió. Había estado hablando con un grupo de
oficiales de distintos cuerpos y al ver que Aahmes-Nefertari subía al estrado,
interrumpió su charla pero no hizo ningún otro movimiento. La observaba con
avidez, con los ojos entrecerrados. Luego se le acercó con imprudencia.
—Creo que eres tú la que no tiene nada que hacer aquí, Alteza —dijo con
grosería—. Este es un asunto de hombres. Vuelve a la casa. Intef y yo estamos
tomando el mando del ejército de Weset. A tus hermanos ya no se los considera
Señores de Egipto. Han perdido ese derecho por su arrogancia y por la ruina que han
traído durante los últimos dos años. Si no deseas ser molestada, vuelve a la casa.
Era una clara amenaza. Aahmes-Nefertari sintió que su ira crecía y con ella el
miedo se evaporó. Acercó su rostro al de él y lo empujó con la daga.
—El derecho de gobernar Egipto es un asunto de sangre y de procedencia —
susurró—. No tiene que ver con lo que opinen lombrices como tú, Lasen. —Señaló
con el hacha lo que ocurría en el campo de entrenamiento—. ¡Esos hombres nos
pertenecen a Kamose, a Ahmose y a mi!, son propiedad de los Tao. ¿Me has oído,
cobarde?
Se volvió, dolorosamente consciente de que le daba la espalda, y se acercó a
Amón-Nakht.
—Sopla ese maldito cuerno —ordenó—. O haré que te maten por traición en
lugar de arrancarte la nariz por insubordinación. —Pasó junto a Intef y Lasen con
todo el desprecio que pudo, y se enfrentó a los oficiales de Weset, con los que se jugó
su mejor carta—. Su Majestad y Su Alteza en este momento están acabando con la
insurrección instigada por estos príncipes. Los medjay recorren toda la propiedad. Si
me obedecéis enseguida, haré todo lo que pueda para que vuestra deslealtad no sea
castigada.

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—¡Pero eso no es posible! —explotó Intef—. Meketra me aseguró…
—¿Qué te aseguró? —preguntó Aahmes-Nefertari con desprecio, sin molestarse
en volver la cabeza—. ¿Lo fácil que le resultaría matar al rey? No es tan fácil matar a
una divinidad, Intef. —En aquel momento caminó hacia los príncipes—. ¿Bueno?
¿Os rendiréis o huiréis? Decididlo con rapidez. El rey y mi marido ya deben haberse
encargado de vuestro veneno y Hor-Aha vendrá a vengarse de vosotros.
La miraron durante lo que le pareció una eternidad. Sin vacilar, los desafió a
llamarla embustera, a preguntarle por qué ella, una mujer, había sido enviada a
restaurar el orden entre los soldados, que sin duda estarían mucho más dispuestos a
escuchar a alguien de su clase, por qué Kamose estaba dispuesto a exponer a su
hermana a un peligro extremo en lugar de haber enviado a un grupo de medjay
armados. Espero que consideren que mi presencia es un plan astuto de Kamose,
pensó mientras mantenía la mirada puesta en los príncipes. Ellos ya lo consideran
cruel y despiadado. Cualquier hombre dudaría antes de matar a una mujer, sobre todo
a una que pertenece a la familia real. ¿Cuánto tiempo puedo permitir que sus mentes
recorran todas sus dudas? ¿Hasta qué punto serán necios?
—¡Arrestadlos! —ordenó con rudeza a los oficiales silenciosos—. Llevadlos a la
cárcel. ¡No permitáis ninguna interferencia!
En aquel momento sonó el cuerno, estridente y sobrecogedor. Amón-Nakht sopló
cuatro veces hasta que el griterío del campo de entrenamiento se convirtió en un
murmullo de descontento y uno por uno todos los rostros miraron al estrado. Intef e
Lasen comenzaron a protestar, indignados por verse rodeados por los oficiales, pero
en los rostros de éstos ya no había dudas y los príncipes fueron sacados de allí.
Aahmes-Nefertari sabía que la batalla no estaba ganada del todo. Los soldados de
los otros territorios, al ver a sus príncipes conducidos a la cárcel, comenzaron a
protestar y muchos de sus oficiales todavía seguían ocupando el estrado. Aahmes-
Nefertari se apresuró a acercarse a Amón-Nakht.
—Haz el trabajo para el que fuiste entrenado —ordenó.
Ordénales que formen filas, con nuestras tropas en la retaguardia. Que depositen
las armas en el suelo, frente a ellos.
Esperó tensa mientras Amón-Nakht impartía órdenes aullando y los hombres
obedecían de mal humor. Todavía quedaban oficiales de Intef y de Lasen en el
estrado, a sus espaldas. Aahmes-Nefertari tuvo conciencia de que una palabra de
cualquiera de ellos, una orden que contradijera las suyas, produciría un disturbio,
pero permanecieron en silencio.
Por fin, miles de soldados formaron, con las espadas y las hachas junto a sus pies
llenos de polvo. Mientras los miraba detenidamente a través de la neblina, Aahmes-
Nefertari se dio cuenta de que tenía el cuchillo y el hacha cruzados en el pecho como
si fueran los emblemas reales. No modificó su posición.

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—Ahora diles esto —dijo en respuesta a la mirada interrogante del jefe militar—:
Deben volver a los cuarteles, junto a sus oficiales, cada ejército al que Su Majestad le
asignó, y permanecer allí. No deben tener más contacto con los soldados de Weset.
Cualquier hombre que salga será inmediatamente ejecutado. Las armas se quedarán
donde están. —Amón-Nakht asintió. Mientras él repetía sus instrucciones, Aahmes-
Nefertari se volvió hacia los oficiales que la miraban con desconfianza—. Aquellos
de vosotros que debíais fidelidad a Su Majestad a través de los príncipes, sois
culpables de traición y os habéis ganado la ejecución. Sin embargo, hasta que me
entere de los deseos de Su Majestad, os encerraréis con vuestros hombres y, tal vez,
al ayudar a impedir un desastre obtendréis el perdón. En cuanto a vosotros, oficiales
de Weset… —Hizo una pausa durante la que los obligó a mirarla—. Os conozco a
todos. ¿Acaso no he pasado muchas horas aquí, en vuestra compañía?
¿No me he preocupado por el bienestar de las tropas? Me avergüenzo de vosotros.
Uno de ellos alzó una mano.
—Alteza, ¿puedo hablar? —suplicó.
Aahmes-Nefertari asintió con brusquedad.
—Los príncipes nos ordenaron que nos reuniéramos aquí —explicó—. Nos
dijeron que Su Majestad y Su Alteza habían muerto y que ellos tomaban el mando de
los soldados egipcios. Nos amenazaron con castigarnos si nos negábamos a ordenar a
nuestros hombres que hicieran lo que ellos mandaban. ¿Qué podíamos hacer?
—Podríais haber pedido ver los cadáveres —replicó ella—. Podríais haber
exigido que lo verificara el general Hor-Aha. Os habéis comportado como
campesinos necios en quienes ya es imposible confiar. Pero os daré la oportunidad de
redimiros.
—En realidad no tengo otra alternativa, se dijo. No hay nadie que pueda mantener
el orden aquí hasta que lleguen los medjay. Si vienen. Si no se han unido a esta
revuelta, o peor, si no los han matado mientras dormían. Estoy de pie en el filo de la
navaja y sangro invisiblemente. —Os hago responsables de hacer cumplir mis
órdenes. No lo deleguéis en vuestros segundos. Vosotros mismos debéis organizar
guardias para vigilar las armas, hacer los arreglos necesarios para que los soldados
reciban comida y bebida en sus celdas y vigilar que nadie abandone el cuartel hasta
que el general Hor-Aha en persona o un integrante de la familia real dicten nuevas
órdenes. Su Majestad os nombró oficiales. ¿Sois capaces de llevar a cabo estos
pequeños deberes?— Lo dijo con tono burlón y los rostros que la miraban adoptaron
una expresión sombría. —Abandonad el estrado. Los hombres ya van a sus celdas.
Comprobad que van donde deben.
La saludaron, bajaron del estrado y se perdieron de inmediato entre la multitud.
Pero ella no se animó. No tengo medios para reforzar mis valientes palabras, se dijo.
Puede suceder cualquier cosa.

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Se volvió a reunir con Amón-Nakht y durante un momento ambos observaron en
un incómodo silencio a las tropas que se dispersaban. Luego Aahmes-Nefertari lo
enfrentó.
—A menos que pueda confiar en ti, las órdenes que acabo de dar a los oficiales no
tienen valor-dijo. —Tú eres el jefe de cuartel. Si hay sedición en tu corazón, no
puedo abandonar este estrado. Debo traer mi lecho y acampar aquí. Él la miró con
rápida perspicacia.
—Pero sin duda Su Majestad enviará un oficial de mayor grado para que se haga
cargo —objetó con amabilidad—. Soy sospechoso, Alteza. Falté a mi deber. Fui
influenciado por una autoridad superior. Lo lamento.
—¿Lo lamentas? —replicó ella—. Mi familia estuvo a punto de morir y de perder
la propiedad. La guerra de Su Majestad contra Apepa pudo convertirse en algo inútil,
todas esas muertes para nada, ¿y tú lo lamentas? ¡Dioses, Amón-Nakht! Tú y yo nos
hemos enorgullecido tanto de estos hombres, los hemos cuidado tanto y, sin embargo,
hoy vacilaste cuando te di mi primera orden.
—Estoy pensando que Su Majestad no habría enviado a su hermana a sofocar la
insurrección de haber podido venir él mismo —contestó—. Estoy pensando que si Su
Alteza se ve obligada a acampar aquí, en el estrado, es porque no hay nadie más que
pueda controlar una situación muy difícil. —La volvió a mirar, especulativamente,
pero con gran estima—. Estoy pensando que los príncipes son unos necios al no
haber llegado a la misma conclusión y te aseguro que lamento haber subestimado el
poder y la decisión de la Casa de Tao.
—Eso no te absuelve.
—¡Por supuesto que no! Dime, si quieres, Alteza: ¿Su Majestad está vivo
todavía?
Aahmes-Nefertari respiró hondo.
—Kamose ha tenido el talento de ascender a hombres inteligentes. —Suspiró y
decidió decirle todo a Amón-Nakht—. Ignoro cómo están las cosas en la casa. Casi
todos los Seguidores han muerto. Un momento antes de que yo viniera aquí, Kamose
iba al embarcadero a advertir a Ahmose. En cuanto a los medjay… —Se encogió de
hombros en un gesto fatalista—. Lo único que espero es que Ramose y Ankhmahor
hayan cruzado el río. Reza para que mis hermanos hayan recuperado la casa, pero…
no sé más que lo que acabo de decirte. —En un gesto que era impulsivo y decisivo, le
dio el hacha—. No podía permitir que el ejército se amotinara. ¿Tomarás mi lugar
aquí, Amón-Nakht, o me arrestarás y ordenarás a tus hombres que liberen a los
príncipes?
El militar cogió el arma con facilidad, como si no pesara nada.
—No estuve con Su Majestad en ninguna de sus campañas —dijo con franqueza
—. Cuando la división de Weset fue acuartelada aquí, me hice responsable de

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mantener el orden dentro del cuartel. Cuando dejaron sólo las tropas de la casa, me
encargué de los guardias de la casa y la propiedad, y mantuve la paz dentro del
territorio. Nací y me crié en Weset. Amo mi hogar y a los señores que han hecho todo
lo posible por mantenerlo a salvo. Recuerdo que, cuando vino Apepa, para nuestros
soldados fue humillante tener que obedecer a los oficiales setiu. Alteza, yo no quería
ver a Weset bajo la dirección de ningún príncipe que no fuera un Tao, pero nos
dijeron que todo había terminado, ¿qué podíamos hacer? No somos más que
soldados. Tenemos pocas cosas. Servimos a quien esté sentado en la cima del poder.
—Pero es posible que no todo haya terminado —interrumpió Aahmes-Nefertari
—. Y en este momento yo estoy sentada en la cima del poder. ¿Me mantendrás allí,
Amón-Nakht?
El militar inclinó la cabeza.
—Lo haré mientras pueda —dijo con tono grave—. Envíame noticias de la casa
en cuanto te sea posible, Alteza, y a los medjay. A los oficiales de los príncipes no les
gustará esto.
—Muy bien. —Sabía que él le había dado la respuesta más Cándida que podía
esperar—. Puedes retirarte, Amón-Nakht. Por ahora no traeré mi lecho al estrado.
El jefe militar no sonrió ante la pequeña broma. La saludó con sobriedad y se
encaminó a los escalones, pero de repente a ella se le ocurrió un pensamiento
angustioso y lo volvió a llamar.
—Supón que todo se haya perdido y que yo haya sido equivocadamente
optimista, y que el príncipe Ahmose-Onkh sea el único hijo real que quede.
¿Aceptarás mi cargo de regente y jefe supremo de mis ejércitos?
—Sí, Alteza —contestó él sin detenerse.
Aahmes-Nefertari permaneció unos instantes mirándolo cruzar el campo de
entrenamiento, ahora bajo la fuerza del sol de media mañana. Debí haberlo
interrogado acerca de los otros príncipes, Mesehti y Makhu, se lamentó. ¿Y dónde
estará Meketra? ¿Y Nefer-Sakharu? Pero tal vez, si le hubiera hecho demasiadas
preguntas habría mostrado mi inseguridad.
Entonces se rió en voz alta y, todavía empuñando el cuchillo abandonó el estrado
y se fue por donde había llegado. ¿Insegura? Meketra y esa perra tal vez tengan ya el
control de la casa. Tal vez todos los demás estén muertos. Quizás lo que he hecho
sólo tenga la fuerza de un soplo de aire.
Acababa de llegar a la verja y en el momento en que la pasaba, los árboles
comenzaron a agitarse. El sol cegador que se reflejaba en las paredes blancas de las
habitaciones de servicio se convirtió de repente en borrosas rayas de colores y el
sendero empezó a oscilar. Me voy a desmayar, pensó como si estuviera a una gran
distancia. Tropezando giró hacia la izquierda y consiguió llegar a la sombra de unas
acacias y, antes de derrumbarse, se apoyó contra el muro. Con la cabeza entre las

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rodillas esperó a que se le aclarase la vista y comenzó a llorar. La sacudían los
sollozos, resultado del terror sufrido durante aquella mañana. Se abrazó el cuerpo y
empezó a mecerse de un lado a otro bajo la amistosa sombra de las acacias. Lloraba
por una acción que le había quitado toda la fuerza de la mente y del cuerpo, por
Kamose y su soledad, por su marido, que se levantó del lecho para hacer algo sencillo
y que tal vez se hubiera ido de su lado para siempre. Cuando terminó de desahogarse,
se limpió el rostro con la túnica llena de polvo y se levantó temblorosa. El sol
brillaba. La brisa recorría el parque. Aahmes-Nefertari volvió al sendero y caminó
decidida hacia la casa.
Entró en silencio por la puerta de servicio, todavía empuñando el cuchillo ya casi
olvidado, caminó un corto trecho por el amplio pasillo y luego vaciló, escuchando. Se
oían voces bajas y, a cierta distancia, alguien lloraba, pero no había ruido de lucha.
Lo que hubiera sucedido, para bien o para mal, había tenido lugar mientras ella no
estaba. Avanzó hasta llegar a la puerta pintada que señalaba el comienzo del pasillo
más ancho que conducía a las habitaciones principales y pasó de la tierra apisonada al
suelo de cerámica. A esa hora, por lo general, los suelos habían sido barridos para
quitarles la arena, pero en aquel momento sus sandalias crujían a su paso y no se veía
a ningún sirviente con una escoba.
Continuó caminando con cautela, consciente de que el cuchillo que empuñaba no
era más que una bravuconada. Llegó al lugar donde el pasillo se dividía, continuaba
recto en dirección a la entrada principal y a las habitaciones públicas, a la izquierda
hacia las habitaciones de las mujeres y a la derecha hacia las de los hombres, y allí se
encontró con cuatro medjay que hablaban excitados. Al verla se irguieron e hicieron
una rápida reverencia.
—Alteza, Alteza —dijeron, y Aahmes-Nefertari comprendió que la casa se había
salvado.
—¿Dónde está Su Majestad? —preguntó.
Se pusieron firmes y la miraron con una expresión solemne en sus ojos negros y
brillantes. Uno de ellos señaló.
—Allá —dijo—, en la habitación grande.
Aahmes-Nefertari les dio las gracias y, mientras la envolvía una oleada de
gratitud hacia los dioses, corrió por el pasillo central. Kamose se había salvado.
Estaba en el salón de recepciones con Ahmose, Hor-Aha y los demás. Todo iba bien.
En su camino pasó junto a varios sirvientes de la casa que, arrodillados, limpiaban la
sangre derramada donde habían caído los Seguidores. Los cadáveres ya no estaban
allí. Todo ha vuelto a la normalidad, pensó con alegría, y yo he hecho mi parte y he
sobrevivido. Ya todo ha pasado.
Pero en la puerta se encontró con Akhtoy. El mayordomo estaba sentado en un
banco y su rostro estaba bañado en lágrimas. Se levantó con dificultad, se inclinó

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hacia ella y la frágil y reciente confianza de Aahmes-Nefertari desapareció.
—¿Qué pasa, qué pasa? —graznó—. ¿Está herido? ¿Y Ahmose, también lo está?
Akhtoy luchó por componer sus facciones antes de hablar, y el esfuerzo que hizo
para recomponer la cortesía anónima que enmascaraba su rango de mayordomo
aterrorizó a Aahmes-Nefertari.
—Su Majestad ha muerto —dijo el mayordomo con un temblor en la voz—.
Recibió un flechazo en el costado mientras iba al embarcadero a advertir a Su Alteza.
—Tragó y, como hipnotizada, Aahmes-Nefertari miró fijamente la garganta
convulsionada del hombre—. La señora Tetisheri envió a un soldado a buscarte pero
no te encontró. Estoy profundamente angustiado por haber tenido que ser yo quien te
dé esta noticia. Perdóname, Alteza. Tu marido, el príncipe, ha sido…
Pero Aahmes-Nefertari no esperó para oír más. Lo empujó y pasó al Salón de
recepciones.
El cuerpo de Kamose yacía en el gran escritorio que habían trasladado hasta allí
desde las dependencias de Seqenenra. Una de las paredes de la habitación llena de
columnas estaba completamente abierta al jardín y, a pesar de que no entraba
directamente la luz del sol, la escena era horriblemente clara. Un desarreglado
Amonmose, con un humeante incensario en la mano, estaba a los pies de Kamose,
cantando en voz baja. Ramose y Hor-Aha estaban junto al cuerpo mutilado, de cuyo
costado todavía sobresalía la flecha. Ankhmahor les daba la espalda a todos. Estaba
apoyado en una columna, con la cabeza gacha, y más allá, al borde del jardín, se
arracimaban los sirvientes, unos acuclillados en la hierba, otros reunidos en grupos,
todos silenciosos por el dolor.
Tetisheri estaba sentada en el extremo opuesto del salón, en el escalón inferior del
estrado donde comían la familia y los huéspedes importantes durante las fiestas.
Estaba inmóvil, con la espalda rígida, las rodillas juntas bajo la túnica azul, con las
manos cogiéndose los muslos. A Aahmes-Nefertari, en su turbación, ya le pareció
momificada, pues la piel arrugada del rostro estaba tensa y parecía cuero, los labios
finos dejaban al descubierto dientes amarillentos, los ojos se hundían bajo los
párpados hinchados. Miraba al frente y apenas parpadeó cuando su nieta se inclinó
ante ella.
—Abuela, ¿dónde está Ahmose? —preguntó Aahmes-Nefertari—. ¿Dónde está
mi madre? —Apoyó una mano en el pelo enredado de Tetisheri y su abuela se movió.
—Deben morir todos —susurró. Su aliento era cálido y fétido—. Debemos
cazarlos y degollarlos como animales salvajes que son.
—¿Dónde está Ahmose? —repitió Aahmes-Nefertari en voz mis alta, pero la
anciana no le hizo caso, y al sentir que una mano se apoyaba en su hombro se
enderezó.
—Está malherido —dijo Ramose—. Está en el lecho y el físico y tu madre se

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encuentran con él. ¿Dónde has estado, Alteza? Los sacerdotes sem han sido llamados
y Kamose debe ir a la Casa de los Muertos para ser momificado. Tu madre se negó a
entregarles su cuerpo hasta que tú regresaras, pero no dijo dónde estabas.
Aahmes-Nefertari lo miró a los ojos. Él también había estado llorando. Estaba
pálido y tenía los ojos hinchados.
—En parte, yo soy responsable de esto —dijo con la voz rota—. Si hubiera
comprendido lo profundo que era el odio de mi madre, si la hubiera denunciado a
Kamose…
—¡Ahora no, Ramose! —exclamó Aahmes-Nefertari—. Más tarde ya habrá
tiempo para recriminaciones ¡pero ahora no las puedo soportar! Debo ir a reunirme
con mi marido.
Sin embargo, a pesar de su frenética preocupación por Ahmose y el alivio
culpable que sentía porque seguía vivo, no conseguía apartarse del cuerpo de su tan
querido hermano mayor. Se acercó al escritorio entre la nube de mirra acre, la
salmodia del Sumo Sacerdote perforaba su tristeza, le acarició las mejillas, todavía
ensangrentadas y muy frías y apretó los dedos de Kamose contra su rostro.
—¡Kamose, oh, Kamose! —suspiró—. Los dioses te darán la bienvenida, porque
sin duda tu corazón será más ligero que la pluma de Ma’at, pero para nosotros, que
no volveremos a oír tu voz, no hay más que tristeza. Ojalá hubieras vivido el tiempo
necesario para saber que la rebelión ha fracasado y que no han deshecho tu trabajo.
Besó con suavidad la boca cubierta de sangre seca y se volvió hacia el Sumo
Sacerdote.
—Amonmose, ¿qué sabes de mis hijos? —preguntó.
El hombre dejó de cantar y se inclinó ante ella.
—Están a salvo en mi celda del templo, Alteza —aseguró con voz ronca, las
marcas de su dolor claramente visibles en su rostro—. La señora Nefer-Sakharu
también está allí. Me dijo que tú la habías enviado para que ayudara a Raa con
Ahmose-Onkh. Raa negó sus palabras y como yo ignoraba la verdad, puse a la señora
bajo la vigilancia de uno de los guardias del templo.
—Gracias —dijo Aahmes-Nefertari con expresión sombría—. Cuando retiren el
cuerpo de Su Majestad y regreses al templo, asegúrate de que Nefer-Sakharu no huya.
Es una embustera. —Percibió la mirada dolorida de Ramose, pero se negó a mirarlo.
Le hizo una seña a Hor-Aha y se alejó unos pasos con él; con rapidez, le explicó
lo sucedido en el campo de entrenamiento.
Mientras hablaba vio que la expresión del general cambiaba de un sufrimiento
pétreo a la incredulidad.
—¿Tú hiciste eso, Alteza? —exclamó en voz baja—. ¿Tú? ¡Realmente la Casa de
Tao ha sido bendecida con corazones de divino coraje! Ni Ankhmahor ni yo
conocíamos la verdadera magnitud de la amenaza. Creímos que el ataque a tus

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hermanos se limitaba a la propiedad.
—Mi madre, mi abuela y yo sospechamos más —explicó Aahmes-Nefertari—, y
si note lo dijeron fue porque la muerte de Kamose les borró todo lo demás de la
mente.
—Tu madre acuchilló a Meketra cuando él hirió a tu marido —dijo Hor-Aha—.
¿No lo sabías, Alteza? Ya la llaman la salvadora. El cuerpo de Meketra sigue tirado
en las escaleras del embarcadero. Ella ordenó que se lo dejara allí para que todos lo
vieran.
Aahmes-Nefertari lo miró con auténtica sorpresa. Había recibido un impacto tras
otro desde que Kamose fue a sus habitaciones y cada uno era un golpe nuevo, pero
todavía no estaba en condiciones de asumirlos. Ahora no, se dijo como le había dicho
a Ramose. Me ocuparé más tarde de todo eso.
—General, debes ir a los cuarteles para corroborar mis órdenes. Creo que el jefe
de cuartel, Amón-Nakht, es digno de confianza, pero el resto de los oficiales pueden
estar resolviendo desobedecerme y es absolutamente necesario contener a las tropas
que los príncipes trajeron consigo. Llévate contigo a todos los medjay de los que
puedas prescindir aquí. Si no, aún es posible que la muerte de mi hermano haya sido
en vano. Y envía a alguien a la cárcel para asegurarte de que Lasen e Intef están bien
custodiados. Trata de averiguar dónde están Mesehti y Makhu.
Hor-Aha la entendió enseguida. La saludó y fue al jardín. Después de dirigir una
última mirada al cuerpo que hasta hacía pocas horas había albergado el alma de
Kamose, Aahmes-Nefertari se encaminó a la puerta.
Cuando salía se cruzó con los sacerdotes sem. Al verla acercarse se echaron hacia
atrás, ocultando sus rostros y ajustándose la ropa alrededor del cuerpo para no
contaminarla pero ese día a Aahmes-Nefertari no le importaba que se los considerara
impuros.
—Momificadlo bien —les dijo—. Haced los cortes con reverencia y vendadlo
con respeto. Era nuestro rey.
Y ahora, Ahmose es el rey. La idea la golpeó con fuerza mientras se apresuraba
hacia las habitaciones de su marido. Ahmose debe retomar la liberación de Egipto.
¡Oh, dioses, no sé si soy digna de ser una reina!
La puerta de la habitación de Ahmose estaba abierta, y cuando ella entró su madre
se levantó de la silla puesta junto al lecho. Todavía vestía la túnica que Aahmes-
Nefertari le había visto horas antes, ahora manchada con sangre seca. Las manos que
le tendió a su hija también estaban sucias de sangre, pero Aahmes-Nefertari no se dio
cuenta. Lanzando un sollozo se arrojó en los brazos de Aahotep y ambas mujeres
permanecieron largo rato abrazadas, meciéndose y gimiendo. Luego Aahotep se
separó.
—Ya me contarás más tarde lo que ha sucedido allí fuera —dijo bruscamente—.

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Primero debes saber que Ahmose recibió un golpe violento en la cabeza y que está
inconsciente. El físico acaba de marcharse. Le ha cosido la herida y le ha aplicado
una mezcla de miel, aceite de ricino y madera de serbal junto a una pequeña medida
de tierra del cementerio de los campesinos para impedir la infección y secar toda
supuración. No tiene el cráneo fracturado, y eso es algo que debemos agradecerle a
Amón. Creo que la sorpresa de mi llegada debilitó el golpe del homicida.
—¿Vivirá?
Aahotep esbozó una sonrisa sombría.
—El físico considera que su estado es grave, pero no crítico. En su momento,
recuperará la conciencia.
—Es un débil consuelo. —Aahmes-Nefertari se hundió en la silla que acababa de
abandonar su madre y le señaló la túnica—. ¿Eso es…?
Aahotep lanzó una risa dura y en su rostro aparecieron desagradables arrugas de
extenuación y de desprecio. Para Aahmes-Nefertari sonó alarmantemente cercana a la
histeria.
—¿La dulce sangre de Kamose? No, no lo es. Apuñalé a Meketra dos veces. Es
su vida la que luzco en mi túnica y debo confesar, Aahmes-Nefertari, que me
vanaglorio de hacerlo. Cuando el cuerpo de ese hombre comience a pudrirse lo haré
llevar al desierto para que sea devorado por las hienas.
—Pero los dioses no lo encontrarán para juzgarlo —exclamó Aahmes-Nefertari
—. Su ka se habrá perdido.
Aahotep se encaminó a la puerta. —Me alegro— dijo con vehemencia. —No me
importa. Siéntate con Ahmose. Háblale. Reza por él. Yo voy a tumbarme en mi lecho
para dormir el sueño de los justos.
—Le salvaste la vida, madre —dijo Aahmes-Nefertari en voz baja, y notó que el
rostro de Aahotep se oscurecía.
—Si los dos soldados y yo hubiéramos llegado un poco antes al sendero, tal vez
hubiéramos podido salvar también a Kamose —dijo con amargura—. Mi marido y mi
hijo, ambos víctimas de esos malditos setiu. Cuando Ahmose abandone el lecho, le
haré jurar que atrapará a Apepa y lo arrojará al fuego en que se habrá convertido Het-
Uart. —Se llevó al rostro las manos cubiertas de sangre seca y luego las dejó caer—.
Perdóname, Aahmes-Nefertari. No soy yo.
La muchacha oyó que los pasos de su madre se alejaban por el pasillo y se volvió
hacia la forma inerte de Ahmose. Cuando abandone el lecho, se dijo en silencio, e
inclinándose sobre él lo estudió detenidamente.
Había recibido el golpe justo encima de la oreja derecha. Estaba tendido sobre el
lado izquierdo, en dirección a ella, respiraba ruidosamente, y el brazo caía doblado
sobre la sábana que lo cubría hasta la cintura. Había un brillo de sudor en su piel. El
aceite aplicado por el físico se había derretido un poco y corría por la mata de su pelo

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rizado. Aahmes-Nefertari cogió una tela de lino húmedo del cuenco que había en la
mesa y lo limpió con suavidad. Él no se movió ante el contacto de los dedos de su
mujer. La palidez de su rostro era alarmante.
—No debes morir, queridísimo esposo —dijo en voz baja—. Egipto te necesita,
pero yo te necesito más. Si no te recuperas, me veré obligada a calzarme un casco y
guantes y a conducir yo misma el ejército hacia el norte. ¿Puedes imaginar una
escena más inútil y ridícula? Ahmose-Onkh ya ha perdido un padre. ¿Debe perder
otro? ¿Me oyes, Ahmose? ¿Mis palabras resuenan en tus sueños?
Le cogió la mano, y cuando comenzó a acariciarla pensó que si debía derramar
más lágrimas tendría que ser en aquel momento, pero se había vaciado bajo las
acacias de esa respuesta tan femenina ante el desastre. Algo le decía que no volvería a
llorar por lo que era imposible modificar. ¿Para qué?
Los dioses decretaban el destino de los hombres y sólo aceptando sus deseos con
valor, sin acomodarse en la pasividad y en la compasión de sí mismo, esos designios
podían transformarse en ventajas. Sentada en aquella habitación silenciosa, con la
mirada fija en su marido herido, mientras su mente se volvía implacable, Aahmes-
Nefertari se deshizo de los últimos vestigios de la muchacha tímida que había sido.

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Capítulo 18
Durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche, Aahmes-Nefertari permaneció
junto a la cama de su marido, cuyo estado no variaba. El físico fue varias veces a
retirarle el ungüento y a volvérselo a aplicar y por fin, Aahmes-Nefertari, extenuada,
le pidió a Akhtoy que lo cuidara y se fue a dormir. Sólo cuando estuvo plenamente
segura de que los príncipes rebeldes estaban en la cárcel y sus hombres confinados en
el cuartel, mandó a buscar a sus hijos al templo. Volvieron a su cuarto con una Raa
igualmente cansada. Entonces Aahmes-Nefertari permitió que la niñera durmiera y
puso a sus hijos al cuidado de Senehat.
Nefer-Sakharu, muy vigilada, fue llevada a prisión. Protestó indignada durante
todo el camino, pero cuando Ankhmahor fue al dormitorio de Ahmose a preguntar
por su salud, le dijo a Aahmes-Nefertari que habían descubierto un cuchillo oculto en
la túnica de la mujer. Nefer-Sakharu insistía en que la despertó el sonido de pasos en
el pasillo, frente a su habitación, y que al asomarse a la puerta vio a los Seguidores
muertos. Atemorizada, cogió un cuchillo y se alejó corriendo de la casa en dirección
al templo, el único lugar seguro al que podía llegar a pie. Su historia era distinta a la
que le contó a Amonmose, a quien le dijo que había sido enviada por Aahmes-
Nefertari para ayudar a proteger a sus hijos y además, como le señaló Aahmes-
Nefertari a Ankhmahor, ningún Seguidor había caído tan cerca de las habitaciones de
las mujeres como para haber despertado a nadie.
—¿Te parece posible —le preguntó al príncipe— que su papel en la
confabulación fuera dar muerte a Ahmose-Onkh? Si Kamose y Ahmose ya habían
muerto, sólo quedaba un varón real. Los conspiradores debían saber que para que su
plan tu —ji viera un éxito completo, debían morir todos los varones Tao.
Ankhmahor vaciló.
—Esa es una acusación muy seria, Alteza —le recordó Ankhmahor con prudencia
—. No hay ninguna prueba de un plan tan malvado.
—Tenemos a Senehat como testigo del odio de esa mujer —replicó Aahmes-
Nefertari—. Y no cabe duda de que mintió respecto a sus movimientos de anoche. No
correré más riesgos, Ankhmahor. Debe ser juzgada igual que los príncipes.
—La ejecución de nobles llevará inseguridad al ejército y a los ciudadanos —
señaló él—. Esos hombres se dejaron influenciar y estuvieron dispuestos a unirse a la
rebelión; temerán correr la misma suerte. Todo es bastante terrible, pero la ejecución
de una mujer impactará a Egipto y correréis el riesgo de perder mucho apoyo.
—Entonces, ¿qué alternativa nos queda? —exclamó Aahmes-Nefertari,
demasiado cansada para ser diplomática—. Debemos demostrar, con la mayor fuerza
posible, que controlamos la situación y que pretendemos seguir controlándola. Si eso
implica ser despiadados, lo seremos, y dormiremos mejor por la noche al saber que la

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semilla de la traición ha sido arrancada, Ankhmahor. —Se puso en pie junto a la
cama de su marido, pero no soltó la mano inerte de éste—. Desde que mi padre
decidió atacar a Apepa por pura desesperación, hemos luchado contra los tentáculos
invisibles de la traición. Con demasiada frecuencia el enemigo ha usado la cara
sonriente de un sirviente de confianza, y ahora la de un pariente. Estoy cansada de
que nuestra bondad sea premiada con la perfidia, de que nuestro sueño de liberar
Egipto sea coartado por hombres que hablan bien pero que llevan la traición en sus
corazones. ¿Cómo es posible que sigamos creyendo en la confianza? Mira lo que ésta
le ha hecho a Kamose y a mi marido. Si puedes encontrar una solución para no
ejecutarlos a todos, estoy dispuesta a escucharla.
—Tienes razón —admitió Ankhmahor a regañadientes—, y sin embargo no se me
ocurre ninguna alternativa. Pero, Alteza, ¿no crees que debemos esperar a que
Ahmose se recupere para tomar medidas irreversibles? ¿Qué querría Su Alteza que
hiciéramos?
Ella le dirigió una extraña sonrisa torcida y volvió a dejarse caer en Ja silla.
—Su Alteza siempre ha defendido la moderación —dijo con voz ronca—. Tú lo
sabes mejor que nadie, Ankhmahor. Durante las campañas de Kamose, fue mi marido
el que suplicó clemencia, prudencia. La furia de un hombre que ofrece agua a un
sediento y es golpeado en la cara por su bondad, será mucho mayor que la de aquel
que ignora las necesidades del pordiosero y es atacado. Te prometo que cuando
Ahmose abra los ojos querrá venganza, y esa venganza comenzará con el exterminio.
Consultaré con mi madre y con mi abuela, pero puedes estar seguro de que
compartirán mi deseo de que se ejecute a Intef y a Lasen. Y tal vez también a Mesehti
y a Makhu. Ya veremos.
Era evidente que Ankhmahor no tenía respuesta y Aahmes-Nefertari pudo ver la
verdad de sus palabras en su expresión. Lanzó un suspiró y preguntó si podía
retirarse.
Aahmes-Nefertari durmió bien a pesar de su cansancio, y despertó al amanecer
aún cansada. Un baño la refrescó un poco y la comida, algo más. Después de abrir su
santuario y de rezar por la recuperación de su marido, fue a visitar a los niños y envió
a Senehat a las habitaciones de Ramose, habló con el físico, que no tenía nada nuevo
que decirle, y por fin se encaminó a las habitaciones de su abuela. Al verla
aproximarse, Uni se puso en pie ante la puerta cerrada y le hizo una reverencia. Ella
lo saludó distraída.
—Alteza, por favor, trata de convencer a mi ama de que coma algo —le rogó Uni
con el entrecejo fruncido de preocupación—. No ha comido nada desde que el
cadáver de Su Majestad fue traído a la casa, pero bebe mucho vino.
—¿Dónde está mi madre? —quiso saber Aahmes-Nefertari, consciente de la
preocupación que le producía la necesidad de enfrentarse a Tetisheri.

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—Creo que ha ido a la cárcel —contestó—. Deseaba hablar con la señora Nefer-
Sakharu.
—Comprendo.
Hace un mes me habría intimidado enfrentarme sola a mi abuela, pensó Aahmes-
Nefertari, pero ahora puedo hacerlo. Ahora puedo hacer muchas cosas. Uni le abrió la
puerta y entró.
El sagrario de Tetisheri también estaba abierto y las nubes de humo gris que
surgían de un incensario llenaban la habitación con una neblina que ahogaba. Cuando
avanzó fluyeron tras ella plumas de mirra ardiendo. Isis acababa de arreglar las
sábanas de la cama de Tetisheri y ésta estaba sentada junto al lecho, con una taza
llena de vino; la jarra medio vacía estaba en una mesa. Una fuente de pan fresco,
higos y queso marrón no había sido tocada y estaba en el suelo. La sirvienta parecía
sufrir.
—Isis, trae agua caliente y paños. —Le pidió Aahmes-Nefertari—. Tu ama
necesita que la laven. Apresúrate.
Isis salió con una mirada de alivio y Aahmes-Nefertari se acercó a la anciana, le
quitó la taza de las manos, se acercó a la ventana y arrojó por ella su contenido.
Tetisheri no protestó. Observó a su nieta lánguidamente y Aahmes-Nefertari se dio
cuenta de que estaba muy borracha. Cogió la fuente que había en el suelo, seleccionó
un higo y se lo tendió.
—Come, abuela —insistió—. Debes alimentarte.
Tetisheri parpadeó con lentitud.
—Puedo oler a Meketra —dijo con exagerado cuidado—. Cuando estaba vivo se
podía percibir en él el olor de la sedición y ahora siento el olor de su corrupción.
Aahmes-Nefertari le puso el higo en la mano.
—Ahora cerraré tu sagrario —dijo hablando con mucha claridad— y vaciaré el
incensario. Métete el higo en la boca, Tetisheri.
—No quiero comida —contestó la anciana frunciendo la nariz como una criatura
tozuda—. He estado rezando por Kamose. Pero rezar por Kamose no es tan agradable
como rezar con él, ¿verdad?
Aahmes-Nefertari se había acercado al sagrario y cerrado sus puertas doradas. Al
volverse vio que las lágrimas corrían por las mejillas de Tetisheri y sintió una
punzada de pánico. Esa era la mujer cuya fuerza de voluntad era irrompible. El apoyo
de la familia. Si Tetisheri se desmorona, mamá y yo quedaremos a la deriva, pensó.
¡No puedo hacer frente a este problema! Se arrodilló junto a su abuela, le quitó el
higo de las manos para tomarlas con las suyas.
—Kamose ha muerto —dijo con énfasis—. En este momento está tendido bajo
los cuchillos y los ganchos de los sacerdotes sem. No hay cantidad de vino capaz de
devolvérnoslo, Tetisheri. Ninguna oración lo hará entrar por tu puerta. Yo también lo

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quería y lloro por él, pero Ahmose sigue vivo. ¿No te importa lo que le suceda a él?
—No —contestó Tetisheri con una voz sin inflexiones—. Ahora no, hoy no.
Estoy cansada de llevar tanto peso, Aahmes-Nefertari, cansada de mi fuerza. Déjame
sola.
—Entonces, ¿ya no te importa el destino de Egipto? —insistió Aahmes-Nefertari
—. Ahmose será rey cuando hayan transcurrido los setenta días de duelo por Kamose.
¿A ti no te importa que Egipto todavía tenga un rey?
Tetisheri apartó sus dedos de las manos de Aahmes-Nefertari.
—Sí, me importa —dijo—. Pero ese rey no es Kamose. Debió ser Kamose.
Debiste casarte con él, no con su hermano.
Aahmes-Nefertari tuvo que contenerse para no cogerla por los hombros delgados
y sacudirla.
—Es necesario tomar decisiones con respecto al destino de los príncipes —dijo
con deliberación—. Mamá y yo necesitamos tus consejos, Tetisheri, necesitamos
todas tus facultades.
Tetisheri se volvió a mirarla con ojos vidriosos.
—¿Qué hay que decidir? —preguntó arrastrando las palabras—. Matadlos a
todos. Enviadlos al Salón de los Juicios y permitid que Sobek les destroce los huesos.
Aahmes-Nefertari se levantó, puso los brazos en jarras y miró a su abuela.
—Te lavarán, beberás un poco de leche y luego dormirás tu borrachera —ordenó
—. Te enviaré al físico para asegurarme de que no estás enferma. Todos sufrimos,
Tetisheri. Ya deberíamos estar acostumbrados a ello, ¿verdad? Pero yo no puedo. —
No quiero ser la mujer fuerte de la familia, tuvo ganas de añadir. Ésa siempre has sido
tú. Por favor, vuelve a nosotros, Tetisheri.
En aquel momento Uni abrió la puerta para dejar pasar a Isis y otra sirvienta que
llegaban con agua hirviendo y toallas. Aahmes-Nefertari se dirigió al mayordomo.
—Si soy necesaria, estaré en la cárcel —le informó—. Tu ama necesita ser
lavada, beber leche y volver a acostarse. No permitas que discuta contigo, Uni. Por lo
menos, esta vez. Isis puede ir a buscar al físico. Dejad las ventanas abiertas. Aquí el
aire está muy viciado.
Estoy furiosa contigo, Tetisheri, pensó mientras cruzaba la casa, iracunda y
herida. Kamose era la única estrella brillante de tu negro firmamento, tan
deslumbrante ante tus ojos ancianos y egoístas, que nunca pudiste ver la estrella que
había junto a él. ¿Era un amor genuino el que sentías por él, o una avara necesidad de
posesión que floreció con la muerte de nuestro padre? Tal vez no sepas amar. Tal vez
Kamose simplemente cabía en el molde del rey y en el carácter que tú inventaste en
tu mente, cosa que no sucede con Ahmose. Me duele por ti, mi querido marido, y mi
alma llora por tu muerte, Kamose, y sin embargo se me niega la indulgencia del
dolor. Hay mucho que hacer. Nunca le perdonaré a la abuela este rapto de compasión

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por ella misma. Nuestras vidas todavía penden de un hilo y romper los sellos de las
jarras de vino no nos salvará. Su mente siguió trabajando a toda velocidad, ardiendo
en el caos de sus emociones, hasta que llegó a la puerta de la cárcel de Kamose,
contestó al aviso de los guardias apostados a ambos lados y, al entrar, vio que
Ramose se le acercaba.
Se inclinó ante Aahmes-Nefertari con expresión tensa, y sus primeras palabras
fueron de preocupación por Ahmose.
—Sigue inconsciente —le informó Aahmes-Nefertari—. No ha habido ningún
cambio. ¿Has venido a ver a tu madre, Ramose?
Él asintió con aspecto de sentirse muy desgraciado.
—Se indigna, acusa y defiende su inocencia —contestó—. Espera que yo la
ponga en libertad, como si tuviera más autoridad que Simontu. ¿Qué será de ella,
Alteza? ¿La juzgarán?
Antes de responder, Aahmes-Nefertari lo miró con cautela. Era evidente que
Ramose estaba muy tenso, pero no tenía ganas de tratarlo con indulgencia.
—Fuiste el amigo más íntimo de Kamose —dijo—. Entre los que se confabularon
en su contra estuvo Nefer-Sakharu. Existen pruebas de que había recibido órdenes de
matar a mi hijo. ¿Qué harías tú con ella?
—Es mi madre —contestó sintiéndose cada vez más desgraciado—. ¿Cómo voy a
contestar a tu pregunta? Los dioses no juzgan con benignidad a los que no honran a
sus antepasados. Pero ella ha cometido traición y ha participado en la muerte de mi
Señor. —Sus ojos castaños se encontraron con los de ella. Estaban llenos de angustia
—. La ejecutaréis, ¿verdad, Aahmes-Nefertari?
Al oírlo llamarla por su nombre le inundaron los recuerdos.
—Lo que sea debe hacerse con rapidez —contestó—. Egipto debe comprobar que
nuestra reacción es rápida, definitiva, no podemos vacilar, para que la actitud de los
príncipes no se extienda. Y lo que es peor, Apepa puede presentir una debilidad y
movilizarse para recuperar el país, sobre todo con Ahmose herido e incapaz de dar
órdenes. —Le tocó con suavidad. Tenía la piel caliente y Aahmes-Nefertari sofocó la
necesidad de pasarle los dedos por el brazo, de acercarse a él y suplicarle que le diera
un apoyo masculino—. Sólo estamos mi madre y yo entre los logros de Kamose y un
desastre total. No creo que sea posible salvar a Nefer-Sakharu. —No me lo supliques,
Ramose, se dijo para sí. No supliques que una maldad sea tergiversada hasta parecer
un acto bueno. No me pidas que tuerza los divinos decretos de Ma’at por fidelidad
filial. Por favor, recuerda a Si-Amón.
Ramose sonrió con tristeza.
—Estoy avergonzado —dijo—. De mi padre, de mi madre, y sin embargo los
quiero. Soy el hombre más desafortunado en esta época llena de problemas, Alteza.
Creo que la paz siempre me será negada.

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Volvió a inclinarse ante ella, le dejó paso y Aahmes-Nefertari pudo seguir
adelante hasta que llegó a las puertas de madera de la cárcel.
La oficina de Simón tu, situada a la izquierda del pasillo que llevaba a las celdas,
era amplia y desnuda. Simontu se levantó del asiento que ocupaba tras el escritorio y
la saludó con gran reverencia. Sí, su madre todavía estaba dentro interrogando al
príncipe Intef. Ya hacía mucho rato que estaba con él. Le avisaría de que acababa de
llegar.
Aahmes-Nefertari ocupó la silla del director de la cárcel y esperó. El edificio
estaba en completo silencio y sabía que más de la mitad de las celdas estaban vacías,
y se preguntó, no por primera vez, por qué habría decidido Kamose restaurarlo,
¿planearía acaso llenarlo de soldados setiu una vez que hubiera tomado Het-Uart?
Sus planes siempre habían sido misteriosos y ahora ya no tendrían respuesta.
Al poco rato llegó su madre. Aahmes-Nefertari se puso respetuosamente en pie y
durante unos instantes ambas mujeres se miraron. Luego, Aahmes-Nefertari dijo:
—Tetisheri está borracha y Ramose, angustiado. ¿Qué vamos a hacer?
Aahotep le indicó a su hija que se sentara y ella hizo lo propio en la silla que
había ante el escritorio. Llevaba una túnica azul, el color del duelo. Tenía el rostro
cuidadosamente maquillado. Una delgada banda de oro con pequeños escarabajos de
jaspe le rodeaba la frente, y su sencilla peluca le llegaba a los hombros. El oro
brillaba en sus largos dedos.
—Me duele el brazo —comentó—. Me han dado masajes, pero todavía me duele.
Se requiere mucha fuerza para hundir un cuchillo en el cuerpo de un hombre. No lo
sabía. Sin embargo, es un dolor al que doy la bienvenida. He hecho doblar y guardar
en una caja mi túnica manchada. No se trata de orgullo, Aahmes-Nefertari. Servirá
para recordarme que no somos invulnerables si alguna vez nos sentimos invencibles.
—Aahmes-Nefertari no contestó y Aahotep siguió diciendo—: Estoy aquí desde el
amanecer, interrogando a Intef y a Lasen. No creo que tengan idea del peligro en que
se encuentran, a pesar de saber que yo maté a Meketra. Creen que, porque somos
mujeres y por lo tanto inútiles, no haremos nada hasta que Ahmose se recupere, y
confían en que él no sólo los perdonará sino que comprenderá la insatisfacción que
les causaba Kamose. Por supuesto que no me lo han dicho tan claramente —terminó
diciendo cuando Aahmes-Nefertari se inclinó hacia delante con una protesta en los
labios—, pero su actitud conmigo es deferente. No han cambiado mucho desde que
Kamose los instó a actuar hace dos años.
—¿Se refirieron a Mesehti y a Makhu?
Aahotep cruzó los brazos y los apoyó en la mesa.
—No. Debemos enviar a alguien a buscarlos a Akhmin y a Djawati, si no han
viajado directamente al Delta a prometerle lealtad a Apepa.
—Es posible que hayan vuelto a sus tierras, pues según Senehat discutieron en

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favor de Kamose —señaló Aahmes-Nefertari—. Si no deseaban participar de la
insurrección pero todavía sentían cierta lealtad hacia los otros príncipes, ¿qué
alternativa les quedaba sino huir?
—¡Le podrían haber advertido! —explotó Aahotep—. ¡Los muy cobardes!
Hubo otro silencio. Aahmes-Nefertari observó a su madre. Los dedos cubiertos de
anillos de Aahotep golpeaban la mesa con un ritmo singular. Respiraba
profundamente, sus pechos generosos subían y bajaban bajo la suave túnica azul,
tenía el entrecejo fruncido y, de repente, Aahmes-Nefertari la vio bajo una luz
distinta. Era como si la categoría en la que la había encasillado sin reflexión, madre,
esposa, dueña de la casa, pasara a un segundo plano para revelar facetas mucho más
complejas de su personalidad. No cabe duda de que se trata de mi madre, de la esposa
de Seqenenra, del árbitro de la casa, reflexionó Aahmes-Nefertari sorprendida, pero
incluso cuando ella, Tetisheri y yo nos reuníamos para hablar de las responsabilidades
que nos encargaba Kamose, siempre la vi como parte sustancial de la familia, sin
existencia fuera de ella. Aahotep, sin esos adornos, tiene entidad propia.
—Madre —se aventuró por fin a decir, algo atemorizada por la revelación—,
Ahmose no los perdonaría. Ni los comprendería. Han confundido la conducta pacífica
de mi marido con debilidad.
—Lo sé. —Aahotep se echó hacia atrás—. Deben ser tratados con severidad antes
de que otros comiencen a suponer que la rebelión no conlleva el castigo. Me dan
lástima sus mujeres y sus hijos, pero deben ser ejecutados enseguida.
—¿Y qué haremos con Nefer-Sakharu?
—Es el veneno que cae gota a gota y que contamina todo lo que toca —dijo
Aahotep—. ¿Qué mejor que terminar también con su vida? Si la exiliáramos, su
lengua seguiría moviéndose. No estaríamos a salvo, estuviera donde estuviese.
—Entonces sugiero que enviemos a Ramose en busca de Mesehti y de Makhu. De
esa manera no se verá forzado a ver a su madre finalmente deshonrada ni se sentirá
obligado a permanecer junto a ella. Quiero llorar a Kamose —terminó diciendo la
muchacha mientras se levantaba—. No puedo hacerlo hasta que todo esté arreglado.
Aahotep también se puso en pie.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo?
—Lo estamos.
—Me alegro. Le diré a Hor-Aha que seleccione a diez arqueros medjay y mañana
por la mañana el ejército irá al campo de entrenamiento para ver las ejecuciones.
Aahmes-Nefertari… —¿Sí?
Su madre acababa de interrumpirse y se mordía los labios teñidos con alheña.
—Lo que estamos a punto de hacer es algo terrible. Matar a nobles de Egipto.
Matar a una mujer. Es como si… —Hizo un gesto hacia los muros anchos y desnudos
de la habitación—. Es como si yo también estuviera en prisión, un lugar donde no

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existen las alternativas.
Aahmes-Nefertari rodeó la mesa y cogió la mano helada de su madre entre las
suyas.
—Nosotras no lo empezamos —dijo en voz baja—, pero es nuestro destino
terminarlo. Debo ir a acompañar a Ahmose. Ven conmigo y después iremos al templo
a rezar. Cuando volvamos, es posible que la abuela esté despierta y haya recuperado
la sensatez para ofrecernos sus consejos.
—No puedo imaginar que proponga una alternativa más compasiva —replicó
Aahotep—. Los querrá muertos a cualquier precio.
Todavía de la mano, ambas mujeres salieron al sol cegador del mediodía.
Por la tarde se encontraron con Tetisheri. Estaba pálida y débil por la resaca, pero
había recuperado la lucidez y se mantenía inflexible en su convicción de que los
príncipes debían morir.
—¿Por qué los vamos a perdonar? —dijo con tono tajante—. Mataron a Kamose
sin compasión y si no hubiera sido por tu coraje, Aahotep, también habrían dado
muerte a Ahmose. Deshaceos de ellos. No son dignos de llamarse egipcios.
—Entonces, ¿estamos completamente seguras? —preguntó Aahmes-Nefertari—.
Porque después no debe haber ninguna duda, ningún reproche.
Tetisheri le dirigió una mirada de desprecio desde las sábanas del lecho donde
descansaba.
—Yo no reprocho —dijo—. Y en cuanto a ti, mi pequeña guerrera, creo que tus
días de reproche ya han terminado. Ahmose se encontrará escaso de jefes militares
cuando se recupere. Tal vez deba ofrecerte una división. ¿La División de Hathor? —
Aahmes-Nefertari tragó con fuerza el nudo que acababa de formársele en la garganta.
£1 tono de su abuela era irónico pero no cabía duda de que sus palabras encerraban
un cumplido—. Y ahora, retiraos las dos. Si mañana debo estar con vosotras en el
estrado, es necesario que haga desaparecer los últimos efectos del vino.
Una vez fuera de la habitación, Aahotep se volvió hacia su hija.
—Dejaré a Ramose en tus manos —dijo en voz baja—. He de hacer llamar a Hor-
Aha. Esto te parecerá cruel, Aahmes-Nefertari, pero espero que Ahmose continúe
inconsciente hasta que todo haya terminado. Si abre los ojos antes del amanecer, nos
veremos obligadas a esperar su decisión. No creo que fuera capaz de soportar la
espera.
Aahmes-Nefertari apoyó una mano en la mejilla de su madre en una señal
silenciosa de acuerdo y se separaron.
Cuando Aahmes-Nefertari llamó a la puerta de Ramose, fue Senehat quien abrió.
Al ver a la princesa, le hizo una reverencia y se apartó.
—Tengo que hablar con Ramose en privado —dijo Aahmes-Nefertari mientras
pasaba por su lado—. Por favor, espera en el pasillo, Senehat.

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La sirvienta asintió y, cuando cerró la puerta a sus espaldas, Aahmes-Nefertari se
volvió hacia Ramose.
Él y Senehat habían estado compartiendo una comida. En la mesa había tazas, una
jarra de vino y varias fuentes vacías. Él se levantó al verla e hizo una reverencia y,
por su expresión, ella se dio cuenta de que Ramose sabía lo que iba a decirle.
—Quiero que cojas a un heraldo y a un guardia y que vayas a Akhmin y a
Djawati —dijo sin preámbulos—. Debemos conocer la actitud de Mesehti y de
Makhu. Rezamos por que sólo hayan huido a sus casas, pero si han ido al Delta
tendremos que enviar tropas para que los persigan. Por eso necesitas al heraldo, para
avisamos de lo que sucede en cuanto puedas. El asunto es urgente. Queremos que
embarques esta misma noche.
Él le dirigió una mirada interrogativa, entrecerrando los ojos.
—Habéis decidido ejecutar a mi madre —dijo con suavidad—. Por eso me
enviáis al norte.
No hay ninguna necesidad de andar de puntillas alrededor de la verdad, pensó
Aahmes-Nefertari. Sobre todo tratándose de Ramose.
—Sí —admitió—. Siempre has valorado la honestidad, viejo amigo. No vemos
otra alternativa que nos garantice seguridad. Quiero que sepas que nos angustia tu
destino, pero no el de ella. Recibirá lo que merece.
Ramose retrocedió hasta una silla en la que se dejó caer.
—¿Por lo menos me dirás cuándo será para que pueda rezar por su ka? Y, Alteza,
insisto en que sea momificada como corresponde. Yo pagaré los gastos.
Una vez más Aahmes-Nefertari tuvo ganas de arrodillarse a su lado y tomarlo en
sus brazos, esta vez por el bien de Ramose, no por el suyo.
—Por supuesto —contestó con voz tranquila—. Será mañana al amanecer. No
sabes cuánto lo siento, Ramose. No tengo palabras…
Él alzó una mano.
—No digas más, Aahmes-Nefertari —suplicó—. Haré lo que me has ordenado,
pero ahora necesito estar solo. Por favor, dile a Senehat que vaya a su habitación.
Tampoco soportaría su presencia.
Ahmose debe recompensarlo por todo lo que le hemos quitado a lo largo de los
años, se prometió con fervor Aahmes-Nefertari mientras cruzaba la casa cada vez
más oscura. Cuando Ahmose adquiera la divinidad, insistiré personalmente en que se
le dé una propiedad, un título de príncipe, monopolios comerciales, cualquier cosa
que quiera. Pero cuando se sentó junto a su marido todavía inconsciente, supo que
nada podría reemplazar la pérdida de Tani o aliviar el dolor de la herida producida
por la ignominia de sus padres. El poder no le calentará el lecho. El oro no borrará su
vergüenza. Y las promesas no harán desaparecer su sensación de culpa, pensó con un
suspiro. Todos, en mayor o menor grado, hemos sido víctimas de esta lucha, y no hay

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posibilidad de retroceder, ni para nosotros ni para Egipto.
Aquella noche no durmió. En una especie de necesidad confusa de expiación,
permaneció con Ahmose, levantándose de vez en cuando para estirar sus miembros
entumecidos o para recortar la mecha de las lámparas, pero casi todo el tiempo estuvo
pensativa, apoyada en el lecho. En dos ocasiones entró el físico, examinó a su
paciente y, tras decirle una palabra amable, volvió a salir. Akhtoy también entró
varias veces a la habitación con fruta y agua, pero Aahmes-Nefertari no bebió ni
comió. Calculaba el tiempo transcurrido por la intensidad del silencio, tanto dentro de
la casa como en el jardín desierto. Dos veces oyó el cambio de guardia frente a su
puerta, y durante la segunda guardia dejó a su marido y se retiró a regañadientes a sus
habitaciones. Era hora de vestirse y Ahmose todavía no había abierto los ojos. No
sabía si agradecerlo o entristecerse por ello. En el aire frío anterior al amanecer, ella,
su madre y su abuela fueron escoltadas al campo de entrenamiento por Ankhmahor y
los pocos Seguidores que habían escapado a la purga de los príncipes. El cadáver de
Meketra, ya hinchado y ennegrecido, era llevado por delante de ellos. Aahotep había
prohibido que lo amortajaran y Aahmes-Nefertari mantenía la mirada fija en los
cascos de los soldados para no ver la cabeza deformada del noble. Sin embargo,
podía sentir el olor a putrefacción que despedía el cadáver y que le llevaban las
primeras brisas de la mañana. No me estremeceré ni vacilaré ante lo que voy a ver, se
dijo con firmeza. Recordaré a Kamose y a mi padre. Pensaré en mis antepasados.
Pero sobre todo, conjuraré el rostro de mi hijo y dejaré que la ira se convierta en mi
armadura.
El gran terreno del campo de entrenamiento ya estaba lleno de soldados. Mientras
las tres mujeres subían al estrado, Aahmes-Nefertari notó que Hor-Aha había situado
las tropas de acuerdo a la alianza de éstas con los príncipes. Prácticamente no se oía
un sonido. El curioso y familiar silencio que siempre precedía la salida de Ra parecía
intensificado por esa asamblea inmóvil, fila tras fila de rostros vueltos hacia el
estrado.
A un pequeño gesto de Aahotep, el cadáver de Meketra fue puesto donde todos
pudieran verlo. Un estremecimiento recorrió las tropas. Amón-Nakht se adelantó e
hizo una reverencia, con Simontu a su lado.
—¿Está todo preparado? —preguntó Aahotep al gobernador de la prisión. Éste
asintió—. ¿Los príncipes y Nefer-Sakharu han terminado de rezar?
—Sí, Majestad —contestó Simontu—. Pero la señora Nefer-Sakharu está tan
nerviosa que nos resulta imposible tratar con ella. Hemos tenido que traerla hasta
aquí en un litera cerrada.
—Comprendo. Amón-Nakht, haz que los prisioneros se adelanten, átalos y luego
yo me dirigiré a las tropas.
Aahmes-Nefertari contuvo el impulso de golpearse el pecho para sujetarse el

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corazón, que había comenzado a golpear casi dolorosamente sus costillas y se
maravilló de la tranquilidad de su madre. Las facciones maquilladas de Aahotep no
revelaban más que cierta frialdad. Aahmes-Nefertari miró de soslayo a su abuela. El
rostro de Tetisheri permanecía impasible bajo su peluca. ¿A mí también se me verá
así, o mi agitación será percibida por todas las tropas?, se preguntó. Llevó las manos
a la espalda y apretó con fuerza los puños hasta que sintió que los anillos se le
clavaban en la carne.
Un desagradable desfile se aproximaba desde la cárcel. Al principio, Aahmes-
Nefertari no pudo ver a los príncipes debido a la cantidad de medjay que los
rodeaban, pero a medida que se acercaban y tuvieron que pasar frente a los restos de
Meketra, los vio con claridad. Tanto Intef como Lasen iban casi desnudos, sólo
cubiertos por un taparrabos. Intef temblaba. Lasen parecía aturdido y tropezaba con el
suelo en su andar descompasado. Aahmes-Nefertari dejó de observarlos,
impresionada, pero sólo para fijar su mirada en Nefer-Sakharu. La mujer vestía una
túnica azul sin cinturón e iba descalza. Caminaba apoyada en dos medjay, porque era
evidente que su terror le impedía soportar el peso de su cuerpo. Detrás de ellos
avanzaba Hor-Aha con diez arqueros.
En el centro de la arena se habían levantado tres estacas. Con una velocidad y
eficacia que Aahmes-Nefertari consideró increíble, los tres condenados fueron atados
a los postes. Intef permanecía desafiante, mirando el cielo que se iba iluminando,
pero Lasen tenía la barbilla hundida en el pecho. Nefer-Sakharu sencillamente se dejó
caer hasta que las correas que le ataban las muñecas la sujetaron. Entonces empezó a
gritar. A una brusca palabra de Hor-Aha, uno de los escoltas medjay se le acercó y le
cubrió la boca con la mano, pero Nefer-Sakharu se negó a callar. Luchó con
mordiscos y puntapiés, retorciéndose de un lado a otro hasta que, con una maldición
nacida de la exasperación, el medjay sacó un cuchillo y la degolló.
Aahmes-Nefertari lanzó un grito, horrorizada. El hombre limpiaba el cuchillo en
su túnica, mientras el cuerpo de la mujer todavía se estremecía. Hor-Aha corrió hacia
allí y echó hacia atrás el puño cubierto por un guante de cuero. El sonido del golpe
fue audible e Intef comenzó a reír.
—Eso no ha sido una ejecución, sino un homicidio —gritó—. Mira a los salvajes
en quienes has decidido confiar, Aahotep Tao. No son más que animales salvajes,
incluyendo al maravilloso general de Kamose. Dos años de disciplina militar no los
han convertido en soldados y ponerles shentis no los ha hecho egipcios. Siempre
serán bestias negras. ¿Y tú nos condenas a muerte por negarnos a ponernos a las
órdenes de uno de ésos? Kamose los nombró oficiales y les concedió el Oro del
Favor, pero no pudo convertirlos en seres humanos.
Aahmes-Nefertari no podía apartar la mirada del charco que iba formando la
sangre de Nefer-Sakharu. ¡Ayúdame, Amón, jamás olvidaré esto!, clamaba en su

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interior. Nunca me liberaré de este horror, de esta brutalidad. El recuerdo
permanecerá vivido y me manchará durante el resto de mi vida.
Hor-Aha estaba cortando las ataduras que ligaban a Nefer-Sakharu al poste y, a
una orden suya, el medjay que había perdido la paciencia fue levantado del lugar
donde había caído y atado en su lugar. Susurros y murmullos comenzaron a correr en
las filas de soldados que observaban la escena, y el tono tema un trasfondo de cólera.
—Tiene razón —dijo Tetisheri imperturbable—. Sin duda son salvajes. Pero
salvajes útiles. Es una pena que Hor-Aha no hubiera previsto lo sucedido. Nos hace
quedar muy mal frente al ejército.
Aahmes-Nefertari la miró con incredulidad y Aahotep se volvió de inmediato
hacia ella.
—¡Guárdate tus conclusiones, Tetisheri! —ordenó—. Los Seguidores no tienen
por qué oírlas. Ya sabes cómo murmuran los soldados. Y ahora cállate o haré te
arranquen la lengua. —Se adelantó con rapidez hasta el borde del estrado y Aahmes-
Nefertari notó que respiraba hondo—. Hombres de Weset y de todo Egipto. Los
condenados que tenéis ante vosotros van a morir. Su crimen no fue negarse a servir
bajo las órdenes del general, que ha probado su lealtad a este país y su valía, tanto
ante mi marido como ante mis hijos, en su lucha por liberarnos del yugo de los setiu.
La causa de su sentencia yace ahora en la Casa de los Muertos y si hubieran tenido
éxito en sus traicioneras intenciones, habría dos cadáveres en manos de los sacerdotes
sem. No ha habido juicio. No hay duda de la perfidia de estos hombres. Me duele la
desgracia que han arrojado sobre sus familias, pero no me han dejado elección. Su
Majestad confiaba en ellos y fue traicionado y muerto. General, cumple con tu deber.
Hor-Aha hizo una seña a sus arqueros, que ya estaban frente a Intef, Lasen y el
medjay impaciente. Cogieron sus arcos y pusieron en ellos la única flecha que cada
uno había llevado al campo de entrenamiento; mientras lo hacían, Aahmes-Nefertari
fijó su atención en el desierto. Su pecho se tensó y se aflojó, y sintió que sus hombros
se relajaban. La contemplación del rosa silencioso a lo largo de la negra línea
irregular del amplio horizonte producía una falsa paz y una ilusión de normalidad,
breve pero dulce, en el aliento fresco que precedía el fiero nacimiento del dios. Todo
terminará pronto, se dijo. Luego los soldados serán dispersados y se arrojará arena en
la sangre y yo podré caminar por el jardín hacia el temprano bullicio de la casa que
respira en libertad. Que respira en libertad…
Entonces la voz de Intef resonó por última vez, fuerte y clara, mientras Ra se
elevaba sobre el mundo y sus primeros rayos iluminaban la escena, arrojando largas
sombras sobre el suelo.
—Lamentaréis lo que vais a hacer —exclamó—. Estáis sentando un peligroso
precedente, Aahotep Tao. Tu sangre no es más antigua ni más pura que la nuestra.
Somos nobles y príncipes de Egipto, y si los nobles y los príncipes pueden ser

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tratados como simples criminales, ¿qué mensaje envías a la gente del pueblo? Si
podemos morir como chacales por un capricho tuyo, ellos pueden ser pisoteados
como lombrices. Kamose era un homicida vengador. Kamose…
Hor-Aha bajó el brazo que tenía alzado. Los medjay empuñaron sus arcos con la
facilidad que los hacía famosos y antes de que Aahmes-Nefertari pudiera seguir la
dirección de las flechas, éstas se habían hundido en sus blancos.
Se oyó un gran suspiro colectivo, seguido de un gran silencio. Aahmes-Nefertari
se descubrió apretando la tela de su túnica y cuando trató de soltarla se le pegó a la
palma sudada de la mano. Aahotep volvió a hablar.
—Algunos de vosotros estuvisteis tentados de seguir a esos hombres en la
traición y el deshonor —dijo, y Aahmes-Nefertari notó cierta tensión en su tono
aparentemente confiado—. También merecéis un castigo, pero obedecer a los
superiores está en la naturaleza del soldado, por lo que consideraré vuestra breve
deserción con cierta indulgencia. No lo volveré a hacer. Ha comenzado el periodo de
duelo por el rey y se os prohíbe abandonar Weset hasta que sea llevado a su tumba.
Eso es todo. Hor-Aha, ordena que rompan filas.
Los oficiales comenzaron a dar órdenes y las filas de rostros malhumorados
empezaron a dispersarse. Aahotep llamó a Amón-Nakht.
—Nefer-Sakharu debe ser llevada a la Casa de los Muertos —dijo—, pero los tres
príncipes deben permanecer donde están hasta mañana al amanecer, para que las
tropas puedan reflexionar acerca de su destino. Después serán llevados al desierto y
enterrados en la arena. Entrégales el cadáver del medjay a sus compañeros para que
hagan el ritual funerario que acostumbran. Hasta que el duelo oficial por Kamose
haya terminado, los hombres podrán hacer ejercicio, pero no deben pasar del
perímetro de la propiedad. Pon a prueba a los oficiales. Encárgales pocas
responsabilidades. —Vaciló, luego lo despidió y, volviéndose, abandonó el estrado—.
¿Qué más puedo hacer? —le murmuró a Aahmes-Nefertari mientras los seguidores se
movían para rodearlas e iniciar el camino hacia la casa—. Ahora todo depende de
Ahmose.
No volvieron a hablar hasta que estuvieron junto a la entrada de sus habitaciones.
Entonces Tetisheri se volvió hacia Aahotep.
—¡No me volverás a hablar de ese modo tan humillante! —exclamó furiosa—.
Cuida de no volver a exceder los límites de tu autoridad, Aahotep, porque no tendrás
mi preeminencia hasta que haya muerto.
Durante el camino a la casa, Aahotep había cogido el brazo de su hija y había
tropezado varias veces. Aahmes-Nefertari tuvo una conciencia cada vez mayor de la
tensión que los acontecimientos de esa mañana terrible habían creado en su madre.
En aquel momento, Aahotep estaba apoyada en la puerta de sus habitaciones, con el
rostro demacrado.

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—Merecías mi reprimenda, Tetisheri —dijo cansada—. Hablaste con una
arrogancia que no siempre es sabia. Si todas nos hubiéramos refugiado en la jarra de
vino, como hiciste tú, podrían haber sido Ahmose y Ahmose-Onkh los atados a los
postes, y en este momento tu vanidosa preeminencia dependería de la dudosa buena
voluntad de un par de príncipes pérfidos, quienes posiblemente nos habrían enviado
al río. —Acababa de utilizar el eufemismo que se refería al destino de las mujeres
que perdían sus hogares debido a la guerra, y Tetisheri tuvo la delicadeza de
encogerse—. Es Aahmes-Nefertari la que se ha convertido en preeminente, aunque
todavía no lo comprendas. Yo salvé la vida de su marido, pero su coraje salvó a
Egipto. Tu poder ha pasado a sus manos, de modo que ten mucho cuidado con lo que
dices de ahora en adelante. Id a comer algo, las dos. Yo necesito descansar.
La puerta se cerró a sus espaldas y Aahmes-Nefertari y Tetisheri se quedaron
mirándose con desconfianza. Tetisheri se irguió.
—Aahotep está extenuada —dijo por fin—. Le perdono sus palabras
irrespetuosas.
Aahmes-Nefertari contuvo una repentina carcajada. Cogió en sus brazos el
pequeño cuerpo de su abuela y la abrazó.
—Te quiero, Tetisheri —dijo con voz entrecortada—. Eres tan tozuda como un
burro y tan ruidosa como ellos cuando rebuznas. Más tarde iré al templo a rezar por
Kamose. Acompáñame.
Ahora podemos empezar a llorarlo con toda el alma, pensó al entrar en la
habitación de Ahmose. El horror ya ha quedado atrás. Sin embargo, mientras trataba
de convencerse, no podía dejar de ver a Nefer-Sakharu estremeciéndose contra el
poste de madera con la sangre manando de su cuello, mientras el medjay se inclinaba
con toda tranquilidad para limpiar el cuchillo en su túnica.
El sirviente personal de Ahmose estaba lavando a su amo y, al ver que ella se
acercaba al lecho, hizo una pausa para hacerle una reverencia. El perfume refrescante
de la menta llenaba el aire y Aahmes-Nefertari respiró hondo antes de inclinarse para
besar la mejilla de Ahmose.
—Han cambiado el ungüento —comentó.
El sirviente asintió.
—El físico ha estado aquí esta mañana, Alteza —le informó—. La herida
cicatriza bien y ya sólo necesita ser cubierta con miel. Además, Su Alteza ha
comenzado a moverse y de vez en cuando gime. El físico está muy satisfecho. Dice
que es probable que su Alteza abra los ojos en cualquier momento.
—Te (tejaré con tu trabajo y romperé el ayuno con los niños —dijo Aahmes-
Nefertari—. Más tarde vendré a acompañarlo.
Se alejó aliviada. Por mucho que amara a su marido, tenía una necesidad
desesperada de estar en compañía de seres inocentes.

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Comió sin apetito, jugó con Ahmose-Onkh, tuvo en brazos a su hija, pero nada
lograba borrar la visión que mancillaba su ka. Sólo en el templo, junto a una no
arrepentida Tetisheri, mientras Amonmose entonaba cánticos por Kamose, el
recuerdo perdió algo de su intensidad. Pero volvió para estropearle la cena y
amargarle el vino, y más tarde, cuando cogió la mano de Ahmose de esa manera que
se estaba convirtiendo en una costumbre, encontró que se interponía entre el rostro
tranquilo de su marido y las palabras que deseaba decirle. Así que permaneció
observándolo en silencio, tratando de concentrarse en la contemplación de la curva de
su mejilla morena, la agradable generosidad de su boca, en el aleteo de sus pestañas
mientras él recorría cualquier extraño sueño en su cabeza herida.
Cerca de la medianoche, demasiado cansada para dormir, salió al jardín bañado
por la luz de la luna y se sentó en la hierba, junto al oscuro espejo del estanque. Pero
allí, por primera vez, sintió miedo de los muertos. El rostro blanco y malvado de
Nefer-Sakharu la espiaba e Intef le susurraba algo a Iasen mientras se acercaban a su
espalda indefensa.
Luchó contra el terror con las armas recién adquiridas, confianza, coraje y fuerza,
y aunque el miedo comenzó a disolverse, estaba segura de escuchar sonidos
amenazadores. Suaves llamadas parecían llevadas por el aire de la noche, se oían
ligeros chapoteos desde el río y los arbustos del borde del jardín estaban vivos con
movimientos furtivos. No correré, se dijo con firmeza. Hay pescadores nocturnos en
el río, animales que hacen de las suyas entre los arbustos, guardias que se pasean, es
tan sólo la vida de la parte oscura del día.
Pero su frágil equilibrio la abandonó y se levantó con una exclamación cuando se
materializaron dos vagas figuras en la penumbra que fueron inexorablemente hacia
ella.
—Aahmes-Nefertari, te he estado buscando por todas partes —dijo su madre casi
sin aliento—. Debes volver de inmediato a la casa, donde los Seguidores puedan
vigilarte. Hay problemas en el cuartel. Los soldados están desertando. Han matado a
Amón-Nakht y a varios de nuestros oficiales.
Los fantasmas huyeron. Aahmes-Nefertari miró a su madre y luego el rostro
preocupado de Hor-Aha.
—Iré de inmediato al campo de adiestramiento —decidió—• ¿Y nuestras tropas,
general? ¿También huyen?
—Algunos, Alteza —contestó con voz ronca—. Los medjay, al mando del
príncipe Ankhmahor, intentan restablecer el orden, pero no podemos permitir que los
desertores lleguen lejos. Si no los detenemos enseguida, el pánico se extenderá por
todos los territorios.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó Aahmes-Nefertari, casi al borde del pánico.
—Porque no confían en mis palabras —contestó sombría Aahotep—. Temen

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correr el mismo destino que los príncipes cuando yo tenga tiempo de reconsiderar la
enormidad de su culpa. ¡Qué imbéciles! Ahora sin duda morirán.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Aahmes-Nefertari con la mente ya llena de todo
lo que podía decirles a los hombres que quedaban.
Pero su madre negó con la cabeza.
—Esta vez no —dijo con énfasis—. Debes permanecer al lado de tu marido. Eres
imprescindible, Aahmes-Nefertari. Tú y Ahmose sois el futuro de Egipto. Iremos
Hor-Aha y yo. Envía un heraldo al encuentro de Ramose: debe saber lo que está
sucediendo. Será necesario presionar a Mesehti y a Makhu para que con sus fuerzas
impidan que los desertores se esparzan por el norte e incluso lleguen a sus hogares en
Qebt y Badari. Hor-Aha se hará cargo de los soldados leales que quedan y los
perseguirá.
—El heraldo puede ir en una embarcación —intervino Hor-Aha—. Los desertores
estarán desorganizados en fierra firme y no se atreverán a robar embarcaciones. Te
enviaré a Ankhmahor con más guardias para la casa, Alteza. Asígnalos a los lugares
que te parezcan más importantes. —Era evidente que estaba ansioso por retirarse.
—¿Existe la posibilidad de que nos puedan atacar aquí? —preguntó Aahmes-
Nefertari.
—No lo creemos —le aseguró Aahotep—, pero es mejor estar preparados.
Apresúrate, Aahmes-Nefertari. Y no le digas nada a tu abuela. Más tarde alguien te
dará noticias.
No esperó más, Aahmes-Nefertari tampoco esperó a que ella y el general
desaparecieran en la oscuridad. Corrió hacia la casa, olvidando sus miedos. La
realidad acababa de traerle una amenaza mucho más peligrosa.
Akhtoy dormitaba en su banco frente a la puerta de Ahmose. Había insistido en
no moverse de allí ni de noche ni de día mientras Ahmose siguiera inconsciente, y
Aahmes-Nefertari se sintió más agradecida que nunca al verlo levantarse cuando
llegó.
—Akhtoy, búscame un heraldo con la mayor rapidez posible —ordenó—. Uno
que sea capaz de memorizar un mensaje. No hay tiempo para dictarle a Ipi.
El mayordomo se alejó presuroso y Aahmes-Nefertari se dejó caer en el banco.
Amón, que mi madre esté a salvo, rezó. No permitas que me quede sola con un
marido enfermo a quien proteger y otra rebelión que aplastar. ¡Ya es suficiente! Pero
cuando lo meditó, descubrió que había una firme decisión en su ib y que su mente
estaba clara.
Cuando Akhtoy volvió con un heraldo somnoliento y despeinado, ella le dio
sucintas instrucciones y luego, cuando llegaron los veinte soldados que le enviaba
Hor-Aha, ayudó con decisión a Ankhmahor a determinar los horarios y los puestos de
guardia de cada uno de ellos. Más de la mitad eran medjay y Aahmes-Nefertari se

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alegró. Ya no confiaba en los hombres de su territorio.
Antes de instalarse junto a Ahmose, recorrió la casa. Todo estaba en silencio. Los
niños y Raa dormían pacíficamente, y a través de la puerta cerrada pudo a oír los
ronquidos de Tetisheri. Los salones de recepción y las oficinas, las casas de baños y
las habitaciones recibieron su intrusión con muda y vacía familiaridad. Ya tranquila,
volvió a las habitaciones de Ahmose. Akhtoy volvía a ocupar el banco, y ella le pidió
que no se levantara y le contó sucintamente lo sucedido. Después se sintió por fin en
libertad de acompañar a su marido.
Supo de inmediato que estaba despierto. Lo notó en la pequeña tensión de su
cuerpo, en el principio de una leve inteligencia en su rostro.
—Ahmose —dijo en voz baja mientras se inclinaba sobre él—. Ahmose. Has
vuelto a mí. ¿Puedes abrir los ojos?
Vio que sus labios resecos se movían. Apareció su lengua y sus párpados
aletearon. Ella cogió una taza de agua y la sostuvo junto a la boca de su marido
mientras le levantaba la cabeza, pero él hizo un gesto de dolor y la alejó, de manera
que Aahmes-Nefertari mojó un trozo de lino limpio en el agua y lo apretó con
suavidad contra sus dientes. Él chupó el agua con avidez.
—Traté de abrirlos antes —susurró con voz rota—, pero la luz me hacía daño.
Tengo un dolor de cabeza insoportable, Aahmes-Nefertari. ¿Qué me ha sucedido? —
Trataba de tocarse la cabeza.
Ella le cogió la mano y volvió a apoyarla en la sábana.
—Tuviste un accidente, querido —empezó a decir; no quería contarle la verdad
por temor de que el impacto lo volviera a enviar al mundo de las sombras, pero
también tuvo que admitir que le asustaba lo que tendría que decirle. Ahmose frunció
el entrecejo y volvió a hacer un gesto de dolor.
—¿Un accidente? Recuerdo haber alzado lo que pesqué para que Kamose lo
viera. Recuerdo que él corrió hacia mí. Vi a Meketra y había soldados que salían del
jardín. —Se estaba agitando. Apretó la mano de ella con las suyas—. ¿Me caí,
Aahmes-Nefertari? ¿Fue así?
Ella comenzó a acariciarle la frente con la esperanza de que no le temblara la
mano.
—Calla, Ahmose —lo tranquilizó—. Creo que te han cosido la cabeza. No debes
quitarte los puntos. Estoy contenta de que hayas despertado, pero ahora debes dormir.
Voy a ir hasta la puerta para pedirle a Akhtoy que vaya a buscar al físico. ¿Te parece
bien? —Ahmose no contestó y ella se dio cuenta de que había vuelto a perder el
sentido. Se apresuró a salir al pasillo, habló brevemente con el mayordomo y volvió
al lecho, inquieta. Ahmose tenía la respiración profunda y regular, y cuando lo tocó lo
encontró fresco. Cuando el físico llegó, confirmó sus suposiciones de que dormía
normalmente.

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—Vigílalo cuidadosamente, Alteza —le recordó el físico—. Que beba agua si
tiene sed, pero nada de comida. Le prepararé una infusión de amapola para calmarle
el dolor. Ahora es sólo cuestión de tiempo; cicatrizará.
Pero tal vez no tenga tiempo, tal vez ninguno de nosotros lo tenga, pensó mientras
cerraba la puerta tras el físico. Hace mucho tiempo que mi madre se fue. Me prometió
que me enviaría noticias y no puedo dejar a Ahmose para ir al campo de
entrenamiento. Ni me animo a pedirle a Ankhmahor que vaya. He de saber que, al
menos, él está aquí, entre nosotros y la oscuridad.
No tuvo conciencia de que había amanecido hasta que entraron Akhtoy y el
sirviente personal de Ahmose, éste con un recipiente de agua caliente. Akhtoy apagó
la lámpara y enrolló las cortinas de la ventana. La luz pálida del amanecer inundó la
habitación y Ahmose se movió y suspiró.
—Tu madre acaba de llegar —le dijo Akhtoy a Aahmes-Nefertari en voz baja—.
Se encontró con nosotros cuando nos aproximábamos a la puerta. Está muy cansada
para saludarte, Alteza, pero me pidió que te transmitiera que el general Hor-Aha ha
salido con mil soldados a perseguir a los desertores, y que los hombres que quedan
están enterrando cadáveres. Hubo una escaramuza en el campo de entrenamiento,
pero ya está todo bajo control.
—Si Hor-Aha se ha ido, ¿quién está a cargo del cuartel?
—Mi señora Aahotep es ahora el jefe de cuartel, Alteza. Tengo entendido que el
general le ha confiado el mando.
Aahmes-Nefertari se sintió sacudida por los celos. Una vez más me relegan a la
casa mientras sucesos más importantes tienen lugar sin mí, pensó con resentimiento,
pero enseguida rió por su mezquindad. Estoy aquí con Ahmose y él mejorará, y eso
es lo único que importa.
—Deja el recipiente con el agua caliente —le ordenó al sirviente personal—. Esta
mañana lo lavaré yo misma. Akhtoy, haz que me traigan fruta y pan porque de
repente me siento hambrienta.
Al primer contacto del lino cálido con su piel, Ahmose abrió los ojos. La observó
mientras ella iba bañándolo metódicamente, y cuando terminó y le ofreció agua, la
bebió con ansiedad.
—Soñaba que estaba sentado junto al estanque y se me acercaba un enano —
comentó cuando ella le apoyó la cabeza en la almohada. Su voz ya era más fuerte—.
Iba vestido para la guerra, con cuero y bronce, y yo le temía. Es un mal augurio,
Aahmes-Nefertari. Significa que la mitad de mi vida será cortada. Me gustaría hablar
con Kamose después de comer. ¿O se ha ido al norte sin mí?
Una llamada a la puerta la salvó de tener que contestar. Era Akhtoy con su
comida y una pequeña redoma de alabastro. El mayordomo puso todo en la mesa e
hizo una reverencia.

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—Me alegro de que Su Alteza haya vuelto con nosotros —dijo—. El físico te
manda amapola por si la necesitas para aliviar el dolor.
—¿Qué haces aquí, Akhtoy? —preguntó Ahmose—. ¿Por qué no estás con
Kamose? ¿Ha nombrado un nuevo mayordomo? ¿Cuánto tiempo he estado
inconsciente?
Akhtoy y Aahmes-Nefertari intercambiaron una mirada y el mayordomo
permaneció mudo.
—¿Qué me estáis ocultando? —preguntó Ahmose con tono atemorizado—. Dame
un poco de amapola, Aahmes-Nefertari. La cabeza me duele terriblemente. Y después
quiero que me digas exactamente todo lo que ha pasado.
Aahmes-Nefertari hizo una seña y el mayordomo se retiró. Luego vertió unas
gotas del líquido lechoso en un poco de agua y la sostuvo junto a la boca de su
marido.
—Me lo tendrás que decir más tarde —murmuró él—. El dolor desaparece y no
puedo permanecer despierto.
Aliviada, Aahmes-Nefertari lo vio caer en el sueño de los enfermos.
Luego hizo llevar un catre al dormitorio para que Ahmose pudiera verla cada vez
que despertara, se acostó en él y se quedó dormida. Cuando Akhtoy la despertó, la
maravilló comprender que había dormido todo el día. Ra estaba a punto de entrar en
la boca de Nut y su luz mortecina llenaba el aire con un brillo rosa y difuso. Ahmose
seguía dormido.
—Tu madre está fuera —le dijo Akhtoy—. Desea hablarte. Yo me quedaré
sentado junto a Su Alteza.
Cuando Aahmes-Nefertari salió, Aahotep estaba hablando con el guardia de la
puerta. Se volvió hacia su hija con una sonrisa.
—Ya sé que Ahmose ha despertado —dijo—. Es una noticia maravillosa. Quería
decirte personalmente, Aahmes-Nefertari, que por el momento estamos a salvo.
Transcurrirá algún tiempo antes de que lleguen mensajes de Hor-Aha y de Ramose,
pero creo que lo peor ya ha pasado.
Aahmes-Nefertari la miró con curiosidad. Su madre estaba un poco ronca. Un
ancho rasguño le corría por debajo de la oreja para desaparecer bajo el escote de la
túnica y tema las manos en carne viva.
Al notar el escrutinio de su hija, la sonrisa de Aahotep se hizo más amplia.
—No puedo decir que sean cicatrices de batalla —admitió—. Cuando Hor-Aha y
yo llegamos al campo de entrenamiento, Ankhmahor ya estaba enzarzado en la lucha
que se acababa de desatar entre los hombres que intentaban desertar y los soldados
fieles. Hor-Aha corrió a ocupar su lugar. Ankhmahor trataba de librarse para poder
defenderme, pero le costó cierto tiempo. —Levantó sus manos heridas—. Permanecí
de pie muy cerca del conflicto. Era brutal, Aahmes-Nefertari, pero también

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extrañamente impresionante. No me podía mover. Hasta que, de repente, la lucha se
acercó hacia mí y me encontré en el camino de una espada. Me tiré al suelo y caí mal,
luego rodé hasta quedar debajo del estrado y allí me quedé. No era una postura muy
digna para un miembro de la realeza egipcia. Tu padre se habría horrorizado.
Hizo una pausa para aclararse la garganta, cosa que logró con dificultad.
—Se oían muchos gritos y maldiciones —continuó diciendo Aahotep—. No me
di cuenta de que también estaba gritando hasta que apareció Ankhmahor y me sacó
de mi escondite. Nos quedamos de pie y observamos el final. Fue una experiencia
que espero que no me vea obligada a repetir. Creo que de ahora en adelante estaré
más agradecida por las pequeñas tareas domésticas.
Aahmes-Nefertari se quedó mirándola.
—Pero, madre, siempre supuse que esas tareas te gustaban —dijo. Aahotep se
encogió de hombros.
—Me gustaban. Me gustan. Pero he llegado a la conclusión de que incluso una
habitante de la ciudad de la luna, si vive el tiempo suficiente entre los sureños de
sangre caliente, se dará cuenta de que por sus venas corre un poco de fuego. Ahora
voy al templo. Necesito purificarme de la sangre de Meketra. La furia ha
desaparecido, Aahmes-Nefertari, y su lugar lo está ocupando el dolor por la muerte
de Kamose. Transmítele mi amor a Ahmose y dile que mañana iré a verlo.
Ya nada podrá sorprenderme, pensó Aahmes-Nefertari mientras volvía al
dormitorio de Ahmose ya inmerso en las sombras de la tarde. Me miro en el espejo de
cobre y ya no logro reconocer a la mujer que se refleja en él. Miro a mi madre a los
ojos y veo a una desconocida. ¡Qué imprevisibles se han vuelto nuestras vidas! El
fondo de nuestro ser se ha derretido en el calor del sufrimiento y de la necesidad, sólo
para ser vertido en otros moldes cuyas formas definirá el futuro que todavía
permanece oculto.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Ahmose y se dio cuenta de
que había permanecido inmóvil frente a la ventana.
—Por favor, enciende la lámpara, Aahmes-Nefertari —pidió—. Me duele menos
la cabeza. Ya no me palpita tanto y tampoco me duelen los ojos.
Ella hizo lo que su marido le pedía, recortando la mecha de la lámpara de
alabastro, y se acercó a la ventana para bajar la cortina.
—¿Quieres más amapola? —preguntó, con la secreta esperanza de que bebería un
poco, se volvería a quedar dormido y podría retrasar las noticias que debía darle, pero
Ahmose hizo un gesto negativo con la mano y ella supo que había llegado el
momento.
—No —dijo él—. Quiero ver a Kamose. Tráelo si todavía está aquí, y si no, debo
leer sus despachos.
Aahmes-Nefertari se sentó en el banco junto al lecho.

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—Kamose no puede venir, querido —comenzó a decir vacilante—. Ha muerto.
Lo mataron mientras corría hacia ti. Estaba tratando de advertirte de que los príncipes
se habían rebelado y que tu vida estaba en peligro, pero antes de que llegara le
dispararon una flecha. Murió en tus brazos. ¿No lo recuerdas?
Ahmose estaba acostado de lado, con los ojos fijos en ella y, a medida que iba
hablando, Aahmes-Nefertari vio que su rostro cambiaba. Era como si algo en su
interior estuviera comiéndose su carne, dejando sólo una piel pálida que apenas
cubría los huesos. En aquel momento, la mano que tema apoyada en el pecho cogió la
sábana con fuerza. Rodó sobre sí hasta quedar de espaldas.
—¡Dioses! —susurró—. No. Me parece sentir el hilo en que había ensartado los
pescados. Lo veo corriendo por el sendero. Veo a Meketra. Veo… Veo… —Era
evidente que luchaba por recordarlo todo, Aahmes-Nefertari lo observaba angustiada
—. Veo, siento algo entre mis brazos, algo pesado, es un pescado grande… No, es
muy pesado para ser un pez. Siento piedras debajo de mí. Estoy arrodillado, sí. —Se
cubrió la cara con las manos—. ¡No puedo recordar, Aahmes-Nefertari!
—Ya lo recordarás —dijo para tranquilizarlo—. No te esfuerces ahora. Tu herida
es grave. Meketra te pegó con una porra de madera mientras sostenías a Kamose. El
golpe te habría matado si nuestra madre no hubiera logrado desviarlo. Ella lo apuñaló
dos veces.
Ahmose había vuelto a coger la sábana con los dedos.
—¿Nuestra madre? ¿Mató a Meketra? ¿Con un cuchillo?
—Sí. ¡Han sucedido muchas cosas, Ahmose! Trata de mantener la calma mientras
te las cuento.
Mucho antes de que hubiera terminado su narración, él ya lloraba en silencio,
empapando la almohada. Ella no interfirió en el dolor de Ahmose hasta que también
quedó en silencio. Entonces le enjugó el rostro, cogió las manos de su marido entre
las suyas y, apoyando la cabeza en su estómago, cerró los ojos.
Mucho después sintió que Ahmose comenzaba a acariciarle el pelo y ante el
contacto dulce y familiar se sintió cerca de las lágrimas.
—Y mientras tanto yo yacía inútil —dijo—. Inútil e incapaz, y aún ahora ni
puedo sentarme por el dolor que me causa. Perdóname por haberte dejado sola para
enfrentarte al ejército, por haberte hecho vivir una situación que ninguna mujer
debería afrontar.
—¡No seas necio! —le regañó ella—. ¿Qué posibilidades de elección teníamos?
No soy una mujer cualquiera, soy una Tao. Y también lo es mi madre, por
matrimonio y por tozudez. Nos portamos bien y estamos orgullosas de haberlo hecho.
Hor-Aha y Ramose rodearán a los desertores. Todo ha terminado, Ahmose. No
empieces a preocuparte, porque tu recuperación se retrasará.
Se sentó y apartó el pelo enredado de sus ojos, pero él no la soltó.

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—No habéis tenido noticias de ninguno de los dos —dijo—. No podemos
presumir nada hasta que las hayamos recibido.
—Es muy pronto para recibir despachos —le recordó Aahmes-Nefertari—. Pero
por el momento estamos a salvo. Ankhmahor todavía está aquí.
—Quiero verlo, pero no hoy. Dentro de un rato tomaré un poco más de amapola,
porque ha empezado a latirme la cabeza. Dime lo que piensas de Mesehti y de
Makhu. Retiraron sus tropas y huyeron. ¿Significa que todavía podemos confiar en
ellos?
Ella le contestó, consciente de que al hablar de asuntos prácticos Ahmose
retrasaba el momento de aceptar la muerte de su hermano. La puerta de la negación
todavía seguía firmemente cerrada, reteniendo el flujo de dolor, culpa y
remordimiento que ella sabía que con el tiempo su marido sentiría, pero por el
momento era necesario que, por su salud, hablaran de otras cosas y agradecía que así
fuera.
A partir de entonces, la recuperación de Ahmose fue lenta pero segura. El físico le
quitó los puntos y el pelo volvió a crecer alrededor de la cicatriz que tendría durante
el resto de su vida. Empezó a alimentarse un poco. Pero Aahmes-Nefertari, que había
abandonado toda tarea que la alejara de las proximidades del dormitorio de su
marido, muchas veces despertaba durante la noche al oírlo llorar y permanecía rígida
en su catre mientras él desahogaba su agonía. Le ordenaba a Akhtoy que le llevara los
niños y notó que coger a Hent-ta-Hent parecía reconfortarlo.
Aahotep lo visitaba con frecuencia. Él le agradeció que le salvara la vida con las
palabras sencillas y directas que le eran propias, pero no quería conocer más detalles
de aquel día y Aahotep, con su habitual sensibilidad, no se los dio. Tetisheri también
iba a verlo, pero entre ellos se hacían silencios tensos que muchas veces se
prolongaban durante un breve espacio de tiempo antes de que uno u otro sacara algún
tema convencional de conversación.
—Desearía que fuera yo quien estuviera muerto y no Kamose —le comentó
Ahmose a Aahmes-Nefertari—, y tiene la amabilidad necesaria para sentirse culpable
por ello. Le tengo lástima.
Aahmes-Nefertari no contestaba. Ahmose pronto pudo sentarse un rato en un
sillón junto a su lecho, y luego empezó a caminar vacilante por la habitación. Había
recuperado el apetito y por la mañana, cuando no dejaba ni una miga en su plato y
pedía más, Aahmes-Nefertari aplaudía encantada.
—Muy pronto volverás a pescar en el río —dijo, y la cara de Ahmose se
ensombreció.
—No creo que vuelva a pescar ni a comer pescado nunca más —contestó con
tristeza—. No podría hacerlo sin extrañar a Kamose. Además, cuando lo enterremos
en su tumba, seré rey y a los reyes se les prohíbe comer pescado. Es una ofensa a

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Hapi.
—Creo que mientras sólo seas príncipe, el dios del Nilo se alegrará de que hayas
amado tanto sus dominios —objetó ella—. Y estoy segura de que Kamose se
entristecería si dejaras de hacer lo que siempre te dio tanta alegría. Pero Ahmose negó
con la cabeza y no contestó. Por fin estuvo fuerte para vestirse y aventurarse a salir al
jardín, seguido por una excitada comitiva de sirvientes cargados de almohadones, una
sombrilla, el espantamoscas, pasteles y su caja de sándalo. Permaneció en la entrada
principal, parpadeando durante unos instantes bajo la fuerte luz del sol, y luego
avanzó con lentitud por la hierba en dirección al estanque. Después de cruzar el
sendero que llevaba al embarcadero, se detuvo y miró hacia abajo.
—Aquí fue donde lo cogí en mis brazos y lo mecí, aquí fue donde murió —dijo
en voz baja—. Lo he recordado, Aahmes-Nefertari. Lo he recordado todo. Espero no
olvidarlo nunca. —Después levantó la cara hacia el cielo, olió el perfume de las
flores de primavera y continuó su camino.
Hacía poco rato que estaban instalados junto al estanque cuando Aahotep se les
acercó presurosa, con dos papiros en la mano.
—¡Mensajes de Hor-Aha y de Ramose! —exclamó—. Todo ha terminado, ¡todo!
La rebelión ha acabado. Hor-Aha dice que, aunque se vio obligado a ejecutar a los
oficiales que nos traicionaron por segunda vez, trae a los soldados. Ya no les quedan
ganas de luchar. Ramose, Mesehti y Makhu llegarán juntos y juntos han ido a la caza
de los desertores de los territorios de Intef y de Lasen. ¿Les perdonarás su cobardía,
Ahmose?
Alargó una mano en la que volvían a brillar los anillos. M-d. —Eso depende de la
impresión que me causen cuando los tenga ante mí— replicó. —Hemos aprendido
una dura lección Aahotep. Tal vez haya llegado el momento de la reorganización y
creo que empezaré por el ejército. Tengo la intención de p marchar hacia el norte en
cuanto termine el periodo de duelo, pero no cometeré el error que llevó a Kamose a
su destrucción.
Su mirada se detuvo en el estanque, donde Ahmose-Onkh estaba sentado desnudo
en el borde, pataleando y levantando espuma mientras reía a carcajadas.
—Estamos a mediados de Mekhir. Se están sembrando los campos y tengo
semillas para esparcir por todo el Delta. —Dirigió una mirada especulativa a su mujer
y a su madre—. No tengo reparos en dejar Weset en manos de mis dos guerreras. Y
os juro a las dos que, en pago por lo que habéis hecho, pondré a vuestros pies un
Egipto unido. Entrégale los papiros a Ipi, madre, y ven a sentarte bajo la sombrilla.
Hoy sólo hablaremos de las libélulas que persiguen a los mosquitos y del sol que se
refleja en el agua.
Aahmes-Nefertari, sin darse cuenta, lo observó con curiosidad. Su marido era el
mismo y sin embargo no lo era; todavía era tranquilo y mesurado en sus palabras y

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gestos, pero aquel aire de vaga simplicidad que antes llamaba a engaño a tanta gente
había desaparecido. Ha cambiado, como todos nosotros, pensó con cierta tristeza. Le
derribaron siendo príncipe y se ha levantado rey.

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PAULINE GEDGE, nació en Auckland, Nueva Zelanda, y pasó parte de su infancia
en Inglaterra hasta que a la edad de once años su familia emigró a Canadá. Su carrera
de novelista se inicia el año 1977 con la publicación de La dama del Nilo, libro que
se convirtió inmediatamente en un enorme éxito de ventas. Basada en la vida de
Hatshepsut, la única mujer faraón que gobernó en el antiguo Egipto, esta
extraordinaria novela supuso para su autora el ganarse la fidelidad de millones de
lectores de todo el mundo, especialmente en Francia, Alemania, España, Suecia y
Noruega. Además de La dama del Nilo, Pauline Gedge ha escrito El papiro de
Saqqara, El faraón, La casa de los sueños, El templo de las ilusiones y Águilas y
cuervos.
Con la trilogía «Señores de las Dos Tierras», Pauline Gedge da un nuevo vuelco a su
carrera novelística al acercar a sus lectores el período comprendido entre la XII y la
XVIII dinastías, la época menos conocida de la historia de Egipto.

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