El Capitan Blood
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El Capitan Blood
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Rafael Sabatini
El Capitán Blood
ePub r1.3
Titivillus 22.1.15
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Título original: Captain Blood
Rafael Sabatini, 1922
Traducción: Laura Lecocq
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Capítulo I
El mensajero
Y ahora tal vez adivinaréis por qué la caliente, intrépida sangre heredada de los
aventureros antepasados de su madre de Somersetshire se mantenía fría en medio de
todo este fanático fervor de rebelión, por qué el turbulento espíritu que una vez lo
había sacado del tranquilo mundo académico que su padre le había impuesto, se
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mantenía ahora quieto en la verdadera mitad de la turbulencia. Os daréis cuenta cómo
miraba a esto hombres que se reunían bajo los estandartes de la libertad —los
estandartes tejidos por las vírgenes de Taunton, las niñas de los seminarios de Miss
Blake y Mrs. Musgrove, quienes— según dice la balada —habían desgarrado sus
enaguas de seda para hacer colores para el ejército del Rey Monmouth. El verso
latino, desdeñosamente lanzado tras ellos mientras alborotadamente bajaban por la
calle empedrada, revela su mente. Para él eran tontos abalanzándose con locura a su
ruina.
Verán, sabía demasiado sobre este sujeto Monmouth y la bonita mujerzuela
oscura que lo había dado la vida, para ser engañado por la leyenda de legitimidad,
sobre cuya fuerza se levantaba esta rebelión. Había leído la absurda proclamación en
el cartel colocado en la Cruz de Bridgewater —como había sido colocado también en
Taunton y otros lugares— estableciendo que —ante la muerte de nuestro Soberano
lord Charles Segundo, el derecho de sucesión a la corona de Inglaterra, Escocia,
Francia e Irlanda, con los dominios y territorios que les perteneces, legalmente
descendía y recaía en el muy ilustre y altamente nacido Príncipe James, Duque de
Monmouth, hijo y heredero del mencionado Rey Charles II.
Lo había movido a la risa, al igual que el posterior anuncio de que James, Duque
de York primero causó que el mencionado Rey fuera envenenado, e inmediatamente
usurpó en invadió la Corona.
No sabía cuál era mayor mentira. Porque el Sr. Blood había pasado la tercera
parte de su vida en los Países Bajos, donde el mismo James Scott —que ahora se
proclamaba a sí mismo James II por la gracia de Dios, Rey, etcétera— vio la luz
hacía unos treinta y seis años, y conocía la historia que allí se contaba sobre su real
paternidad. Lejos de ser legítimo —por virtud de un pretendido casamiento secreto
entre Carlos Estuardo y Lucy Walter— era posible que este Monmouth que ahora se
proclamaba Rey de Inglaterra no fuera ni siquiera el hijo ilegítimo del difunto
soberano. ¿Qué sino ruina y desastre podría ser el fin de esta grotesca pretensión?
¿Cómo se podría esperar que Inglaterra alguna vez se tragara esta mentira? ¡Y era en
su nombre, para sostener su fantástico reclamo, que estas muchedumbres del Oeste,
dirigidos por unos pocos escuderos Whigs[2], habían sido seducidos para la rebelión!
Rió y suspiró a la vez; pero la risa dominó el suspiro, porque el Sr. Blood no era
dado a la compasión, como la mayoría de los hombres autosuficientes; y era muy
autosuficiente; la adversidad le había enseñado a serlo. Un hombre de corazón más
tierno, teniendo su visión y su conocimiento, hubiera encontrado causa para las
lágrimas en la contemplación de estas ardientes, simples, inconformistas ovejas
yendo hacia adelante con paso vacilante, escoltados al campo de batalla de Castle
Field por esposas e hijas, novias y madres, apoyados en la ilusión de que iban a tomar
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el campo en defensa del Derecho, la Libertad y la Religión. Porque sabía, como todo
Bridgewater sabía desde hacía unas horas, que era la intención de Monmouth
presentar batalla esa misma noche. El Duque iba a liderar un ataque sorpresa contra el
ejército real bajo las órdenes de Feversham quien acampaba en Sedgemoor. El Sr.
Blood suponía que lord Feversham estaría igualmente bien informado, y si su
suposición estaba equivocada, por lo menos estaba justificada. No iba a suponer que
el comandante realista fuera tan poco hábil en su trabajo.
El Sr. Blood sacudió las cenizas de su pipa y se tiró para atrás para cerrar su
ventana. Al hacerlo, su mirada viajando derecho a través de la calle encontró
finalmente la mirada de esos ojos hostiles que lo observaban. Había dos pares, y
pertenecían a las señoritas Pitt, dos amigables, sentimentales solteronas que
superaban a cualquiera en Bridgewater con su adoración al apuesto Monmouth.
El Sr. Blood sonrió e inclinó su cabeza, porque estaba en términos amigables con
estas damas, una de las cuales incluso había sido por un pequeño tiempo su paciente.
Pero no hubo respuesta a su saludo. Por el contrario, los ojos le devolvieron una
mirada de frío desdén. La sonrisa en sus finos labios se volvió un poco más ancha, un
poco menos agradable. Entendió la razón para esta hostilidad, que había crecido
diariamente en la pasada semana desde que Monmouth había dado vuelta el cerebro
de las mujeres de todas edades. Las Srtas. Pitt, entendió, le reprochaban que él, un
hombre joven y vigoroso, con entrenamiento militar que sería muy valioso para la
Causa, se mantuviera aparte; que fumara plácidamente su pipa y cuidara sus geranios
en este atardecer de todos los atardeceres, cuando hombres de espíritu se dirigían al
Campeón Protestante, ofreciendo su sangre para colocarlo en el trono adonde
pertenecía.
Si el Sr. Blood hubiera condescendido a debatir esta materia con las damas, les
habría explicado que, habiendo tenido su cuota de vagabundeo y aventuras, ahora
estaba embarcado en la carrera para la que originalmente se había preparado y para la
que había estudiado; que era un hombre de medicina y no de guerra; un curador, no
un asesino. Pero ellas le hubieran contestado, lo sabía, que por esta causa era
obligación para todo hombre que se llamara tal tomar las armas. Le hubieran indicado
que su propio sobrino Jeremy, quien era un marinero, el principal de un barco —el
que para la mala suerte de este joven había anclado en este momento en la Bahía de
Bridgewater— había dejado el timón para tomar un mosquete en defensa del
Derecho. Pero el Sr. Blood no era de los que argumentaba. Como ya dije, era un
hombre autosuficiente.
Cerró la ventana, corrió las cortinas, y se dirigió a la agradable habitación
iluminada por velas, y a la mesa en la que la Sra. Barlow, su ama de llaves, estaba
sirviendo la cena. A ella, sin embargo, le reveló en voz alta sus pensamientos.
—Estoy fuera de favor con las vírgenes avinagradas de enfrente.
Tenía una voz vibrante y agradable, cuyo sonido metálico era suavizado y
disminuido por el acento irlandés que en sus andanzas nunca había perdido. Era una
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voz que podía ser seductora y acariciadora, o comandar en tal forma que obligaba a la
obediencia. Ciertamente, toda la naturaleza de este hombre estaba en su voz. Por el
resto, era alto y delgado, moreno de piel como un gitano, con ojos asombrosamente
azules en esa cara oscura y bajo esas cejas negras. En la mirada, esos ojos, a los
costados de una intrépida nariz de alto caballete, eran de una singular penetración y
una firme arrogancia que combinaba con los firmes labios. Aunque vestido de negro,
como correspondía a su profesión, lo hacía con la elegancia derivada del gusto por la
ropa que es más común en los aventureros, de los que había formado parte, que en los
médicos, como era ahora. Su chaqueta era de fino tejido, y estaba abrochada con
plata; había volantes de encaje en sus muñecas y un lazo de encaje en su cuello. Su
gran peluca negra estaba tan sedosamente enrulada[3] como la de cualquiera en
Whitehall.
Viéndolo así, y percibiendo su real naturaleza, que era notoria en él, se podría
haber especulado por cuánto tiempo un hombre así estaría contento con permanecer
en este pequeño lugar del mundo en que la suerte lo había colocado hacía unos seis
meses; por cuánto tiempo continuaría ejerciendo el oficio para el que se había
preparado antes de empezar a vivir. Difícil de creer cuando se conocía su historia,
previa y posterior, pero es posible que si no fuera por el truco que el Destino estaba
por jugarle, hubiera continuado su pacífica existencia, completamente adaptado a la
vida de un doctor en este paraíso de Somersetshire. Es posible, pero no probable.
Era el hijo de un médico irlandés, junto con una dama de Somersetshire en cuyas
venas corría la sangre de pirata de los Frobishers, la que explicaba cierta actitud
indómita que se había manifestado temprano en su temperamento. Esto había
alarmado profundamente a su padre, quien para ser un irlandés era de una naturaleza
profundamente pacífica. Había resuelto pronto que el niño siguiera su honorable
profesión, y Peter Blood comenzó rápidamente a aprender y curiosamente ávido de
conocimiento, satisfizo a su padre recibiendo la edad de veinte años el grado de
—baccalaureus medicinae— en el Colegio Trinity en Dublín. Su padre sobrevivió
sólo tres meses a esa satisfacción. Su madre había fallecido unos años antes.
Entonces, Peter Blood heredó unos cientos de libras, con los que se largó a ver el
mundo y dar un poco de rienda suelta a su inquieto espíritu. Una serie de curiosas
circunstancias lo llevaron a entrar al servicio con los holandeses, entonces en guerra
con Francia; y una predilección por el mar lo hizo elegir su servicio en este elemento.
Tuvo la ventaja de una comisión bajo las órdenes del famoso de Ruyter, y peleó en el
Mediterráneo en la batalla en la que el gran almirante germano perdió la vida.
Luego de la Paz de Nimeguen sus andanzas se vuelven difusas. Pero sabemos que
pasó dos años en una prisión española, aunque no sabemos por qué llegó allí. Puede
ser por esto que cuando fue liberado puso su espada a favor de Francia, y sirvió con
los franceses en su lucha contra los españoles de Holanda. Habiendo llegado a la edad
de treinta y dos años, su apetito por la aventura estuvo satisfecho, su salud resentida
por una herida mal curada, de repente fue invadido por nostalgia de su hogar. Tomó
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un barco en Nantes con la intención de cruzar a Irlanda. Pero el navío fue desviado
por una tormenta a la Bahía de Bridgewater, y como la salud de Blood había
empeorado durante el viaje, decidió desembarcar allí, sumado a que era la tierra natal
de su madre.
Así que en enero de aquel año de 1685 llegó a Bridgewater, con una fortuna
similar a la que tenía cuando salió para Dublín hacía once años.
Porque le gustó el lugar, en el que su salud se recuperó rápidamente, y porque
consideraba que había pasado suficientes aventuras para toda la vida de un hombre,
decidió establecerse allí, y finalmente ejercer la profesión que había abandonado con
tan poco provecho.
Ésa es toda su historia, o lo que interesa hasta esa noche, seis meses más tarde,
cuando se luchó la batalla de Sedgemoor.
Considerando que la acción que se llevaba a cabo no era su asunto, como
realmente no lo era, e indiferente a la actividad de Bridgewater esa noche, el Sr.
Blood cerró sus oídos a sus ruidos y se fue temprano a la cama. Estaba pacíficamente
dormido mucho antes de las once, hora en la que, como sabréis, Monmouth marchó
con su horda rebelde por el camino Bristol, rodeando el pantano que se extendía entre
él y el ejército real. También sabréis que su ventaja numérica —posiblemente
contrabalanceada por la gran fortaleza de las tropas regulares de otro bando— y las
ventajas derivada del ataque sorpresa sobre un ejército más o menos dormido, se
perdieron por las equivocaciones y la mala dirección aún antes de estar al alcance de
Feversham.
Los ejércitos entraron en colisión cerca de las dos de la mañana. El Sr. Blood
dormía tranquilamente a pesar del distante ruido de cañones. No fue hasta las cuatro
de la mañana, cuando el sol se levantaba para dispersar los últimos vestigios de la
bruma sobre el campo de batalla, que se despertó de su tranquilo descanso.
Se sentó en la cama, restregó el sueño de sus ojos, y se repuso. Golpes tronaban
en la puerta de su casa y una voz llamaba incoherentemente. Éste era el ruido que lo
había despertado. Pensando que tuviera que ver con algún urgente caso obstétrico[4],
cogió su bata y pantuflas para ir abajo. En el descanso casi choca con la Sra. Barlow,
recién levantada y en estado de pánico. Calmó sus frases incoherentes con una
palabra de tranquilidad, y fue él mismo a abrir la puerta.
Allí en la oblicua luz del recién amanecido sol estaba parado un hombre sin
aliento y con los ojos desorbitados, y un caballo que echaba humo. Cubierto de polvo
y suciedad, sus ropas desordenadas, la manga izquierda de su jubón colgando en
jirones, este joven abrió sus labios para hablar, pero por un largo momento
permaneció sin habla.
En este momento el Sr. Blood reconoció en él al joven capitán de barco, Jeremy
Pitt, el sobrino de las damas de enfrente, uno que había sido arrastrado por el
entusiasmo general al remolino de esa rebelión. La calle se levantaba, despierta por la
ruidosa llegada del marinero; las puertas se abrían, y las cerraduras se corrían dejando
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ver cabezas ansiosas e inquisitivas.
—Respirad, respirad, —dijo el Sr. Blood—. Nunca se ha llegado más temprano a
ninguna parte por apresurarse.
Pero el joven, con ojos enloquecidos no prestó atención a este consejo. Se lanzó
al discurso, sin aliento, sin resuello.
—Es lord Gildoy, —jadeó—. Está mal herido… en la granja Oglethorpe, por el
río. Lo llevé allí… y… y me mandó por vos. ¡Venid! ¡Venid!
Habría cogido al doctor y lo habría llevado por la fuerza en bata y pantuflas. Pero
el doctor eludió su mano demasiado ansiosa.
—Por supuesto, iré, —dijo.
Estaba angustiado. Gildoy había sido un patrón muy amigable y generoso para él
desde que estaba allí. Y el Sr. Blood estaba suficientemente ansioso para hacer lo que
pudiera para pagar esta deuda, con pena de que la ocasión hubiera llegado y de esta
manera, porque sabía bien que el noble había sido un agente activo del Duque.
—Por supuesto, iré. Pero primero permitidme coger alguna ropa y otras cosas que
puedo necesitar.
—No hay tiempo que perder.
—Tranquilo ahora. No perderé tiempo. Nuevamente os digo, iréis más rápido
yendo con tranquilidad. Entrad… tomad una silla. Abrió la puerta de una salita. El
joven Pitt desechó la invitación.
—Esperaré aquí. Apuraos, en nombre de Dios. El Sr Blood fue a vestirse y a
buscar un maletín con instrumentos.
Las preguntas sobre la naturaleza de la herida de lord Gildoy podían esperar hasta
que estuvieran en camino. Cuando se puso las botas, dio a la Sra. Barlow
instrucciones para el día, que incluían una cena que estaba destinado a no comer.
Cuando finalmente salió, con la Sra. Barlow mascullando tras él, encontró al
joven Pitt en una muchedumbre de asustados pueblerinos, a medio vestir, en su
mayoría mujeres, que habían venido apuradas por noticias de cómo había salido la
batalla. Las noticias que les dio podían leerse en las lamentaciones con que turbaron
el aire de la mañana.
A la vista del doctor, vestido y con botas, el maletín de instrumentos bajo su
brazo, el mensajero se desembarazó de los que lo rodeaban, sacudió su cansancio y a
las dos tías llorosas que se le asían con fuerza, y tomando las riendas de su caballo,
subió a la silla.
—Venid, señor, —gritó—. Montad detrás de mí.
El Sr. Blood, sin desperdiciar palabras, hizo lo que se le decía. Pitt tocó al caballo
con sus espuelas. La pequeña muchedumbre se apartó, y así, en la grupa de un
caballo con dos jinetes, asido del cinturón de su compañero, Peter Blood salió a su
odisea. Porque este Pitt, en quien no veía más que el mensajero de un caballero
rebelde herido, era en realidad el verdadero mensajero del Destino.
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Capítulo II
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muchacho le rindió a su caso el tributo de un suspiro. Luego se arrodilló para hacer su
tarea, desgarró el jubón y la ropa interior para dejar al desnudo el lado herido del
caballero, y pidió agua y vendas y lo que necesitaba para su tarea.
Todavía la estaba llevando a cabo media hora más tarde cuando los dragones
invadieron la casa. El ruido de cascos de caballos y rudos gritos que avisaban su
llegada no lo inquietaron en absoluto. Por un lado, no era fácil inquietarlo, y por otro,
su tarea lo absorbía. Pero su señoría, que había recobrado el conocimiento, mostró
considerable alarma, y Jeremy Pitt, cubierto de manchas de la batalla, corrió a
esconderse en un armario. Baynes estaba intranquilo, y su esposa e hija temblaban. El
Sr. Blood los tranquilizó.
—¿Qué pasa, qué hay que temer? —dijo—. Éste es un país cristiano, y los
hombres cristianos no hacen la guerra sobre los heridos ni sobre los que los curan.
Todavía tenía, como veis, ilusiones sobre los cristianos. Levantando un vaso con el
cordial, preparado bajo sus instrucciones, —añadió—: Dad tranquilidad a vuestra
mente, mi señor. Lo peor está hecho.
Y entonces llegaron haciendo ruido sobre las losas del pavimento, una docena de
hombres de tropa, con gruesas botas y sacos color langosta, del regimiento de Tánger,
dirigidos por un robusto sujeto, de ceño oscuro, con una buena cantidad de galones de
oro en el pecho de su saco.
Baynes se mantuvo firme, su actitud a medias desafiante, mientras su esposa e
hija se encogieron con renovado temor. El Sr. Blood, en la cabecera del canapé, miró
por encima de su hombro para hacer un reconocimiento de los invasores.
El oficial ladró una orden, lo que provocó en sus hombres un alto, luego siguió
hacia adelante con arrogancia, su mano enguantada en el pomo emplumado de su
espada, sus espuelas sonando musicalmente mientras se movía. Anunció su autoridad
a los ocupantes de la casa.
—Soy el Capitán Hobart, de los dragones del Coronel Kirke. ¿A qué rebeldes
amparáis?
El casero se alarmó ante esta feroz agresividad. Se expresó en su voz temblorosa.
—Yo… yo no estoy amparando rebeldes, señor. Este caballero herido…
—Puedo verlo yo mismo. El capitán pateó el piso mientras marchaba hacia el
canapé y se inclinó al herido de tez grisácea.
—No es necesario preguntar cómo llegó a este estado y el origen de sus heridas.
Un maldito rebelde, y con esto me basta —y añadió dirigiéndose a sus dragones—:
¡Fuera con él, muchachos!
El Sr. Blood se colocó entre el canapé y la tropa.
—En nombre de la humanidad, señor —dijo, con una nota de rabia—. Esto es
Inglaterra, no Tánger. El caballero es un caso grave. No puede ser movido sin peligro
por su vida.
El Capitán Hobart se mostró divertido.
—¡Oh, debo ser cuidadoso con las vidas de estos rebeldes! ¿Creéis que es para
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beneficiar su salud que nos lo estamos llevando? Hay horcas plantadas a lo largo del
camino desde Weston hasta Bridgewater, y él servirá para una de ellas tanto como
para otra. El Coronel Kirke les enseñará a estos inconformistas idiotas algo que no
olvidarán en generaciones.
—¿Estáis ahorcando hombres sin un juicio? Por cierto, entonces estoy
equivocado. Estamos en Tánger, parece, después de todo, a donde pertenece vuestro
regimiento.
El capitán lo examinó con ojos inflamados. Lo miró desde las suelas de sus botas
de montar hasta la cima de su peluca. Notó la delgada, activa complexión, la
arrogante postura de la cabeza, el aire de autoridad revestía al Sr. Blood, y un soldado
reconoció a otro soldado. Los ojos del capitán se entrecerraron. El reconocimiento
fue más adelante.
—¿Y quién demonios seréis vos?, —explotó.
—Mi nombre es Blood, señor, Peter Blood, a vuestro servicio.
—¡Sí, sí! ¡Codso! Ése es el nombre. Estuvísteis al servicio de Francia una vez, ¿o
no?
Si el Sr. Blood se sorprendió, no lo demostró.
—Estuve.
—Entonces me acuerdo de vos —cinco años atrás, o más, estuvisteis en Tánger
—. Eso es. Conocí a vuestro coronel.
—Por mi fe, puede ser que renovéis el trato. El capitán rió desagradablemente.
—¿Qué os trae aquí, señor?
—Este caballero herido. Me fueron a buscar para atenderlo. Soy médico.
—¿Un doctor, vos? —Y se echó a reír ante lo que consideraba una mentira.
—Medicinae baccalaureus, —dijo el Sr. Blood.
—¡A mí no me habléis en francés, hombre! —espetó Hobart—. ¡Habladme en
inglés!
La sonrisa del Sr. Blood lo incomodó.
—Soy un médico ejerciendo mi profesión en la ciudad de Bridgewater.
El capitán se burló.
—A la que llegasteis por el camino de Lyme Regis siguiendo vuestro Duque
bastardo.
Fue el turno del Sr. Blood para burlarse.
—Si fuerais tan grande como vuestra voz, mi querido, serías es mayor hombre
que existió.
Por un momento el dragón se quedó sin habla. El color se profundizó en su cara.
—Me encontraréis suficientemente grande como para colgaros.
—Por Dios, sí. Tenéis el aspecto y las maneras de un verdugo. Pero si practicáis
vuestro oficio con mi paciente acá, estarías colocando una soga alrededor de vuestro
cuello. No es del tipo que podéis llevaros sin que haya preguntas sobre el hecho.
Tiene el derecho a un juicio, y el derecho a un juicio por sus pares.
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—¿Por sus pares?
El capitán fue tomado por sorpresa con estas tres palabras, en las que el Sr. Blood
había hecho énfasis.
—Seguro que sólo un tonto no hubiera preguntado su nombre antes de ordenar
llevarlo a la hora. El caballero es lord Gildoy.
Y entonces su señoría habló por sí mismo, con una débil voz.
—No oculto mi asociación con el Duque de Monmouth. Asumiré las
consecuencias. Pero, si os place, las tomaré después de un juicio —por mis pares,
como ha dicho el doctor.
La tenue voz cesó, y fue seguida por un momento de silencio. Como es habitual
en muchos hombres fanfarrones, había una dosis de timidez en lo profundo de
Hobart. El anuncio del rango de su señoría había tocado esas profundidades. Y temía
a su coronel Percy Kirke que no gustaba de los fanfarrones.
Con un gesto estudió a sus hombres. Debía considerar. El Sr. Blood, observando
su pausa, añadió datos para su consideración.
—Debéis recordar, Capitán, que lord Gildoy tendrá amigos y parientes en el
partido Tory, quienes tendrán algo que decir al Coronel Kirke si su señoría es tratado
como un delincuente común. Debéis ir con cuidado, Capitán, o, como dije, es esa
cuerda en vuestro cuello la que llevaréis esta mañana.
El Capitán Hobart desdeñó la advertencia con una explosión de desprecio, pero
actuó haciéndole caso, sin embargo.
—Tomad el canapé, —dijo—, y llevadlo en él hasta Bridgewater. Alojadlo en la
cárcel hasta que reciba órdenes sobre él.
—Podría no sobrevivir el viaje, —protestó Blood—. No debe ser movido.
—Peor para él. Mi tarea es recoger rebeldes. Confirmó su orden con un gesto.
Dos de sus hombres tomaron el canapé, y se apresuraron a partir con él.
Gildoy hizo un débil esfuerzo para tender una mano hacia el Sr. Blood.
—Señor —dijo— quedo vuestro deudor. Si vivo, veré como pagaros.
El Sr. Blood se inclinó por respuesta; luego se dirigió a los hombres:
—Llevadle firmemente, —ordenó—. Su vida depende de ello.
Cuando su señoría fue sacado de la sala, el Capitán se animó. Se dirigió al casero.
—¿Qué otro maldito rebelde cobijáis?
—Ningún otros, señor. Su señoría…
—Nos hemos ya encargado de su señoría. Nos ocuparemos de vos en un
momento cuando hayamos registrado la casa. Y, por Dios, si me habéis mentido… —
Se detuvo, gruñendo, para dar una orden. Cuatro de sus dragones salieron. En un
momento se los oyó moviéndose ruidosamente en el cuarto adyacente. Mientras
tanto, el capitán estaba investigando por la sala, haciendo sonar el friso con la culata
de una pistola.
El Sr. Blood no encontró motivo para quedarse.
—Con vuestro permiso, os deseo un buen día, —dijo.
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—Con mi permiso, os quedaréis, —le ordenó el Capitán.
El Sr. Blood se encogió de hombros y se sentó.
—Sois cansador —dijo—. Me pregunto si vuestro coronel no lo ha descubierto
aún.
Pero el Capitán no le prestaba atención. Se agachaba para coger un sombrero
sucio y con tierra en el que había prendido un pequeño manojo de hojas de roble.
Había quedado cerca del armario en el que el infortunado Pitt había buscado refugio.
El Capitán sonrió malévolamente. Sus ojos rastrearon por la habitación, descansando
primero sardónicamente en el casero, luego en las dos mujeres en el fondo, y
finalmente en el Sr. Blood, quien estaba sentado con las piernas cruzadas en una
actitud de indiferencia que estaba lejos de reflejar sus pensamientos.
Entonces el Capitán se dirigió a su presa, y tiró de una de las alas de la maciza
puerta de roble. Cogió al acurrucado ocupante por el cuello de su jubón, y de un tirón
lo colocó en medio de la sala.
—¿Y quién demonios es éste?, —dijo—. ¿Otro noble?
El Sr. Blood tuvo una visión de las horcas que había mencionado el Capitán
Hobart, y de este desafortunado joven marinero yendo a ocupar una de ellas, colgado
sin un juicio, en el lugar de la otra víctima que se le había burlado al Capitán. En el
momento inventó no sólo un título sino toda una familia para el joven rebelde.
—Por Dios, lo habéis dicho, Capitán. Es el Vizconde Pitt, primo en primer grado
de Sir Thomas Vemon, quien está casado con la Sra. Moll Kirke, hermana de vuestro
coronel, y en un tiempo señora de compañía de la reina del Rey James.
Tanto el Capitán como su prisionero tragaron saliva. Pero como el joven Pitt
reaccionó y se mantuvo firme, el Capitán largó un grueso juramento. Examinó a su
prisionero nuevamente.
—Está mintiendo, ¿no es verdad?, —interrogó, tomando al joven por el hombro y
mirando de cerca su cara—. ¿Se arrepentirá?, ¡por Dios!
—Si creéis eso, —dijo Blood—, colgadlo, y veréis lo que os sucede.
El dragón miró al doctor y luego a su prisionero.
—¡Pah! —Lanzó al muchacho en las manos de sus hombres—. Llevadlo a
Bridgewater, y también a ese sujeto, —indicó a Baynes—. Le mostraremos lo que
sucede al albergar y confortar a rebeldes.
Hubo un momento de confusión. Baynes luchaba en las garras de la tropa,
protestando vehementemente. Las aterrorizadas mujeres gritaban hasta que fueron
silenciadas por un terror mayor. El capitán se dirigió hacia ellas. Tomó a la niña por
los hombros. Era una linda criatura, con una cabeza dorada y suaves ojos azules que
miraban suplicando, lastimeramente a la cara del dragón. Se inclinó hacia ella, sus
ojos refulgentes, la tomó por el mentón en su mano, y la dejó temblando por su brutal
beso.
—Es una señal, —dijo con una mueca de sonrisa—. Que esto os mantenga quieta,
pequeña rebelde, mientras termino con estos bandidos.
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Y giró nuevamente, dejándola casi desmayada y temblando en los brazos de su
angustiada madre. Sus hombres esperaban órdenes, los dos prisioneros fuertemente
atados.
—Lleváoslos. Que el Comandante Drake se haga cargo de ellos. —Su ardiente
ojo nuevamente buscó a la encogida niña—. Me quedaré un rato para registrar el
lugar. Puede haber otros rebeldes escondidos aquí. —Como un pensamiento postrero,
agregó—: Y llevaos este sujeto con vos. —Indicó al Sr. Blood—. ¡Moveos!
El Sr. Blood se despertó de sus meditaciones. Había estado considerando que en
su maletín de instrumentos había un bisturí con el que podría llevar a cabo una
operación benéfica en el Capitán Hobart. Benéfica, es decir, para la humanidad. En
todo caso, el dragón estaba obviamente pletórico y muy adecuado para un sangrado.
La dificultad residía en la oportunidad. Estaba preguntándose si podría llevar al
capitán afuera con alguna historia de un tesoro escondido, cuando esta última
interrupción puso fin a esta interesante especulación.
Intentó ganar tiempo.
—Realmente, me vendría bien, —dijo—. Porque Bridgewater es mi destino, y si
no me hubierais detenido estaría en mi camino en este momento.
—Vuestro destino será la prisión.
—¡Bah! Seguramente bromeáis.
—Hay una horca para vos, si lo preferís. Es simplemente una cuestión de ahora o
más tarde.
Rudas manos apresaron al Sr. Blood, y el precioso bisturí quedó en el maletín
sobre la mesa, fuera de su alcance. Se liberó de las garras de los dragones, dado que
era fuerte y ágil, pero lo volvieron a apresar inmediatamente, y lo tiraron al piso. Lo
colocaron boca abajo y ataron sus muñecas en su espalda, luego bruscamente lo
arrastraron hasta que se paró nuevamente.
—Lleváoslo, —dijo Hobart secamente, y se volvió para dar sus órdenes a los
otros soldados—. Id a buscar en la casa, desde el ático hasta el sótano; luego
reportaos a mí acá.
Los soldados salieron en fila por la puerta que llevaba al interior. El Sr. Blood fue
arrojado por sus guardias al patio, donde Pitt y Baynes esperaban. Desde el umbral de
la sala, miró hacia atrás al Capitán Hobart, y sus ojos color zafiro llameaban. En sus
labios temblaba la amenaza de lo que haría a Hobart si sobrevivía a todo esto. Pero
recordó que pronunciarla sería probablemente extinguir sus posibilidades de
ejecutarla. Porque hoy los hombres del Rey eran los dueños del oeste, y el oeste era
visto como un país enemigo, sujeto a los peores horrores de la guerra ejecutados por
el sector victorioso. Aquí un capitán de caballería era, por el momento, señor de vida
y muerte.
Bajo los manzanos en el huerto, el Sr. Blood y sus compañeros de desventura
fueron atados uno a otro con un cinto de cuero. Y a la orden áspera de su
comandante, la pequeña tropa comenzó su camino a Bridgewater. Cuando se alejaban
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tuvieron la mayor comprobación de la terrible suposición del Sr. Blood de que para
los dragones éste era un país enemigo conquistado. Había ruidos de tablones
arrojados, mobiliario aplastado y derribado, los gritos y risas de hombres brutales,
anunciado que la caza de rebeldes no era más que un pretexto para el pillaje y
destrucción. Finalmente, por sobre todos los sonidos, llegó el aullido de una mujer en
la mayor agonía.
Baynes se detuvo en su marcha, y se volteó, su cara color ceniza. Como
consecuencia, fue tironeado con la soga que lo ataba al cinto de cuero, y arrastrado
por una yarda o dos antes que el comandante lo hiciera pararse, maldiciéndolo y
golpeándolo con la parte plana de su espada.
Se le ocurrió al Sr. Blood, mientras marchaba hacia delante entre los manzanos
cargados de frutos en esa fragante, deliciosa mañana de julio, que el hombre —tal
como largamente había sospechado— era la obra más vil de Dios, y que solamente un
tonto podría haberse dedicado a sanar una especie que era mejor que fuera
exterminada.
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Capítulo III
O fue sino hasta dos meses más tarde —el 19 de setiembre si queréis tener el
día exacto— que Peter Blood fue llevado a juicio, bajo la acusación de alta
traición. Sabemos que no era culpable de esto; pero no necesitamos dudar
que era muy capaz de ello por la época en que fue enjuiciado. Esos dos meses de
inhumana prisión, imposible de relatar, habían llevado su mente a un frío y mortal
odio al Rey James y sus representantes. Dice algo sobre su fortaleza que en esas
circunstancias todavía tuviera una mente. Pero, terrible como era la posición de este
hombre totalmente inocente, debía ser agradecido por dos cosas. La primera de ellas
era que hubiera sido llevado a juicio; la segunda, que su juicio se llevara a cabo en el
día indicado, y no un día antes. En la misma demora que lo exacerbaba, residía —
aunque no lo sabía— su única chance de evitar la horca.
Fácilmente, si no fuera por su buena fortuna, podría haber sido uno de los
arrastrados en la mañana de la batalla, elegidos más o menos por azar, de la
desbordada prisión de Bridgewater para ser sumariamente colgado en la plaza del
mercado por el sediento de sangre Coronel Kirke. En el Coronel del Regimiento de
Tánger había una rapidez mortal que lo habría hecho disponer de manera similar de
todos los prisioneros, muy numerosos por otra parte, sin no hubiera sido por al
vigorosa intervención del Obispo Mews, quien puso fin al consejo de guerra en el
campamento de batalla.
Aún así, en la primera semana después de Sedgemoor, Kirke y Feversham se las
ingeniaron para llevar a la muerte a más de cien hombres después de un juicio tan
sumario que no era un juicio en absoluto. Necesitaban carga humana para las horcas
que plantaban en la campaña, y poco les importaba cómo se la procuraban o qué
vidas inocentes tomaban. Después de todo, ¿qué era la vida de un campesino? Sus
ejecutores estaban ocupados con sogas y cuchillas y calderas de alquitrán. Os evito
los detalles de tan nauseabunda pintura. Después de todo, estamos ocupados con el
destino de Peter Blood y no con la de los rebeldes de Monmouth.
Sobrevivió para ser incluido en uno de esos melancólicos traslados de prisioneros
quienes, encadenados por parejas, fueron enviados desde Bridgewater hasta Taunton.
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Los que estaban tan mal heridos que no podían caminar eran llevados en carros, en
los que eran brutalmente amontonados, sus heridas sin cubrir y supurando. Algunos
eran tan afortunados como para morir en el camino. Cuando Blood insistió en su
derecho a ejercer su oficio para aliviar algo de este sufrimiento, fue declarado
inoportuno y amenazado con ser azotado. Si tenía un arrepentimiento ahora, era no
haber estado con Monmouth. Esto, por supuesto, era ilógico; pero difícilmente podéis
esperar lógica de un hombre en su posición.
Su compañero de cadena en esa terrible marcha era el mismo Jeremy Pitt que fue
el agente de su presente desgracia. El joven marinero había permanecido como su
cercano compañero después de su arresto en común. Por eso, casualmente, habían
sido encadenados juntos en la desbordada prisión, donde fueron casi sofocados por el
calor y el hedor durante esos días de julio, agosto y setiembre.
Retazos de noticias se filtraban en la prisión desde el mundo exterior. Algunos tal
vez fueron deliberadamente permitidas entrar. Una de éstas fue la ejecución de
Monmouth. Creó profunda desazón entro los que estaban sufriendo por el Duque y
por la causa religiosa que había defendido. Muchos rehusaron creerlo. Una historia
loca comenzó a circular sobre un hombre parecido a Monmouth que se había ofrecido
para morir en su lugar, y que Monmouth había sobrevivido para llegar nuevamente a
su gloria y liberar a Zion y llevar la guerra a Babilonia.
El Sr. Blood escuchó la historia con la misma indiferencia con la que recibió las
noticias de la muerte de Monmouth. Pero algo vergonzoso que escuchó en conexión
con este hecho lo dejó no tan indiferente, y sirvió para reforzar el desprecio que se
estaba formando por el Rey James. Si Majestad había consentido en ver a Monmouth.
Haber hecho eso si no era para perdonarlo era un hecho execrable y condenable sin la
menor duda; porque el único otro motivo para conceder esa entrevista era la malvada
satisfacción en ver la súplica humillada de su desafortunado sobrino.
Luego escucharon que lord Grey, quién después del duque —en realidad, tal vez,
antes que él— era el principal dirigente de la rebelión, había comprado su perdón por
cuarenta mil libras. Peter Blood encontró esto coherente con el resto. Su desprecio
por el Rey James explotó finalmente.
—Bueno, aquí hay una criatura despreciable y maligna para sentarse en un trono.
Si hubiera sabido lo que sé de él, no dudo que hubiera dado causa para estar donde
me encuentro hoy. Y, luego con un súbito pensamiento: —¿Y dónde estará lord
Gildoy?—, preguntó.
El joven Pitt, a quien se dirigía, giró hacia él una cara de la que el bronceado del
mar se había borrado casi completamente durante esos meses de cautividad. Sus ojos
grises eran redondos e interrogantes. Blood le contestó.
—De verdad, nunca hemos visto a su señoría desde ese día en Oglethorpe. ¿Y
dónde están los otros nobles que capturaron?, los verdaderos dirigentes de esta
rebelión. El caso de Grey explica su ausencia, creo. Son hombres acaudalados que
pueden pagar su rescate. Aquí esperando la horca están los desgraciados que los
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siguieron; los que tuvieron el honor de conducirlos se van libres. Es una curiosa e
instructiva vuelta de tuerca de la manera en que usualmente son las cosas. ¡Por Dios,
es un incierto mundo, totalmente!
Rió, y se instaló en ese espíritu de burla, envuelto en el cual entró más tarde en el
gran salón del Castillo Taunton para su juicio. Con él iban Pitt y Baynes. Los tres
debían ser juzgados juntos, y su caso abriría los procedimientos en ese aciago día.
El salón, incluso las galerías —rebosantes de espectadores, muchos de los que
eran mujeres— tenía colgaduras escarlatas; un agradable capricho, éste, el del
Presidente del Tribunal Supremo, quien naturalmente prefería el color que reflejaba
su propia mente sanguinaria.
En el rincón más alto, sobre un estrado, se sentaban los cinco jueces con sus
ropajes escarlatas y pesadas pelucas oscuras, y en el centro en su trono el Barón
Jeffreys de Wem.
Los prisioneros entraron en una fila con sus guardias. El ujier gritó pidiendo
silencio bajo pena de presión, y mientras en murmullo de las voces gradualmente se
desvanecía, el Sr. Blood examinó con interés a los doce hombres justos y de bien que
componían el jurado. No parecían ni justos ni de bien. Estaban asustados, incómodos.
Eran doce hombres temblando, colocados entre la espada de la justicia sedienta de
sangre del presidente del tribunal y la pared de sus propias conciencias.
Desde ellos, la mirada calma y deliberada del Sr. Blood, pasó a considerar a los
jueces comisionados, y particularmente al presidente, ese lord Jeffreys, cuya terrible
fama lo precedía desde Dorchester.
Vio un alto y delgado hombre en la parte joven de los cuarenta, con una cara
ovalada delicadamente hermosa. Había manchas oscuras de sufrimiento o insomnio
bajo los ojos entrecerrados, haciendo más notorio su brillo y su gentil melancolía. La
cara estaba muy pálida, salvo por el vívido color de los carnosos labios y el agitado
rubor en sus mejillas. Había algo en esos labios que estropeaban la perfección de ese
rostro; una falla, evasiva pero innegable, estaba allí para estropear la fina sensibilidad
de esa nariz, la ternura de esos oscuros ojos y la noble calma de esa pálida frente.
El médico que había en el Sr. Blood miraba al hombre con peculiar interés,
descubriendo mientras lo hacía la mortal enfermedad que su señoría sufría, y la vida
irregular y dispersa que llevaba a pesar de ella, o tal vez por ella.
—Peter Blood, ¡levantad vuestra mano!
Abruptamente fue llamado a la realidad de su posición por la áspera voz del
empleado de la acusación. Su obediencia fue mecánica, y el empleado leyó la
acusación que proclamaba a Peter Blood como un falso traidor contra el Muy Ilustre
y Muy Excelso Príncipe James Segundo, Rey, por la gracia de Dios, de Inglaterra,
Escocia, Francia e Irlanda, su supremo y natural señor. Le informaba que, no teniendo
miedo a Dios en su corazón, sino siendo movido por el diablo, había fallado en el
amor y verdadera y debida obediencia hacia el mencionado Rey, y había sido
motivado a disturbar la paz y tranquilidad del reino y promover una guerra y rebelión
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para deponer al mencionado Rey de su título, honores y real nombre de la corona
imperial, y mucho más en el mismo tono, al final del cual era invitado a decir si era
culpable o no culpable. Respondió más allá de lo que era preguntado.
—Soy completamente inocente.
Un pequeño hombre con un rostro agudo sentado en una mesa delante y a la
derecha de él, levantó su cabeza. Era el Sr. Pollexfen, el auditor de guerra.
—¿Sois culpable o no culpable? —espetó este malhumorado caballero—. Debéis
respetar las palabras.
—¿Las palabras son el problema? —dijo Peter Blood—. ¡Oh no culpable! —Y
siguió, dirigiéndose al tribunal—: En este mismo tema de las palabras, si permiten
sus señorías, no soy culpable de nada que justifique estas palabras que he oído usadas
para describirme, salvo lo que sea por falta de paciencia para haber estado confinado
por dos meses y más en una fétida prisión con gran peligro de mi salud e inclusive mi
vida.
Habiendo comenzado, podría haber agregado mucho más, pero el Presidente del
Tribunal interpuso una gentil, más bien suplicante, voz.
—Mirad, señor: porque debemos observar los métodos comunes y usuales del
juicio, debo interrumpiros ahora. ¿Sois ignorante de las formas de la ley?
—No sólo ignorante, mi señor, sino hasta ahora muy feliz en esa ignorancia.
Podría haber estado muy conforme de no haber tenido esta relación con ellas.
Una pálida sonrisa momentáneamente iluminó el pensativo rostro.
—Os creo. Seréis atentamente escuchado cuando llegue vuestra defensa. Pero
cualquier cosa que digáis ahora es irregular e impropia.
Ilusionado por al aparente simpatía y consideración, el Sr. Blood respondió, como
le fue requerido, que quería ser juzgado por Dios y su país. Frente a esto, habiendo
pedido a Dios que le procurara un buen dictamen, el empleado llamó a Andrew
Baynes a levantar su mano y prestar juramento.
De Baynes, quien se declaró no culpable, el empleado pasó a Pitt, quien
valientemente aceptó su culpabilidad. El Presidente del Tribunal se agitó con esto.
—Vamos: eso es mejor, —dijo, y sus cuatro cofrades escarlata asintieron—. Si
todos fueran tan obstinados como sus dos rebeldes compañeros, nunca
terminaríamos.
Después de esta acotación ominosa, pronunciada con una frialdad tan inhumana
que provocó un escalofrío en la corte, el Sr. Pollexfen se puso de pie. Con gran
prolijidad estableció el caso general contra los tres hombres, y en particular el caso
contra Peter Blood, cuya acusación se haría primero.
El único testigo llamado por el Rey era el Capitán Hobart. Testificó rápidamente
sobre la manera en que había hallado y hecho prisioneros a los tres acusados, junto
con lord Gildoy. De acuerdo a las órdenes de su coronel, habría ahorcado a Pitt en el
momento, pero fue detenido por las mentiras del prisionero Blood, quien lo llevó a
creer que Pitt era un par del reino y una persona de consideración.
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Cuando terminó la evidencia del capitán, lord Jeffreys miró a Peter Blood.
—¿El prisionero Blood quiere hacer alguna pregunta al testigo?
—Ninguna, mi señor. Ha relatado correctamente lo que ocurrió.
—Me alegra tener vuestra admisión de ello sin los embustes que son usuales en
gente como vos. Y debo decir que aquí los embustes os servirían de poco. Porque
siempre llegamos a la verdad al final. Estad seguro de ello.
Baynes y Pitt admitieron en forma similar la exactitud de la evidencia del
Capitán, frente a lo cual la escarlata figura del Presidente del Tribunal suspiró
aliviado.
—Siendo así, sigamos, en nombre de Dios; porque tenemos mucho que hacer. No
había ahora signos de gentileza en esa vos. Era rápida y áspera, y los labios a través
de los que pasaba estaban curvados con burla.
—Entiendo, Sr. Pollexfen, que la perversa traición de estos tres bandidos está
establecida —en realidad, admitida por ellos— y no hay más que decir.
La voz de Peter Blood retumbó vigorosa, con una nota que casi parecía contener
risa.
—Con la licencia de su señoría, hay mucho más que decir.
Su señoría lo miró, primero en absoluto asombro por su audacia, luego
gradualmente con una expresión de duro enojo. Los labios escarlatas cayeron en
líneas crueles y desagradables, que transfiguraron totalmente sus facciones.
—¿Y ahora qué, bandido? ¿Nos haréis perder el tiempo con subterfugios inútiles?
—Solicito que vuestra señoría y los caballeros del jurado me oigan en mi defensa,
como vuestra señoría prometió que sería oído.
—Y lo seréis, villano, lo seréis. —La voz de su señoría era cortante como un
cuchillo. Se retorció mientras hablaba, y por un instante sus facciones se
distorsionaron. Una delicada mano, blanca como la de un muerto, en la que las venas
se veían azules, sacó un pañuelo con el que secó sus labios y luego su frente.
Observándolo con sus ojos de médico, Peter Blood vio que era presa del dolor de la
enfermedad que lo estaba destruyendo—. Lo seréis, pero después de vuestra
admisión, ¿qué defensa queda?
—Vos juzgareis, mi señor.
—Para eso estoy sentado acá.
—Y también vosotros, caballeros. Blood miró al juez y luego al jurado. Estos
últimos se movieron inconfortablemente bajo el fulgor confiado de sus ojos azules.
La arremetida de lord Jeffreys les había quitado el espíritu. Si ellos mismos hubieran
sido los prisioneros acusados de traición, no los habría interpelado con más ferocidad.
Peter Blood se adelantó osadamente, erguido, dueño de sí mismo, y melancólico.
Estaba recién afeitado, y su peluca, aunque sin rulos, por los menos estaba
cuidadosamente peinada y arreglada.
—El Capitán Hobart ha testificado hasta donde él sabe —que me encontró en la
granja Oglethorpe en la mañana de lunes después de la batalla en Weston. Pero no os
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ha contado qué hacía yo allí.
Nuevamente el juez interrumpió.
—¿Y qué podríais estar haciendo allí en compañía de rebeldes, dos de los cuales,
lord Gildoy y vuestro compañero ahí, ya han admitido su culpa?
—Es lo que ruego que se me permita explicar a su señoría.
—Imploro lo hagáis, y en nombre de Dios, sed breve, hombre. Porque si tengo
que ser molestado con los dichos de todos vosotros, perros traidores, podría estar
sentado hasta la sesión de la primavera.
—Estaba allí, mi señor, en mi calidad de doctor, para curar las heridas de lord
Gildoy.
—¿Qué es esto? ¿Nos decís que sois un doctor? Graduado del Colegio Trinity de
Dublín.
—¡Gran Dios! —gritó lord Jeffreys, su voz de repente creciendo, sus ojos en el
jurado—. ¡Qué bandido sin vergüenza es éste! Escuchasteis al testigo declarar que lo
había conocido en Tánger hace unos años, y que entonces era un oficial al servicio de
Francia. ¿Oísteis al prisionero admitir que el testigo había dicho la verdad?
—Pues, realmente lo hizo. Sin embargo, lo que os estoy diciendo es también
verdadero, y muy verdadero. Durante unos años fui un soldado, pero antes fui médico
y lo he sido nuevamente desde enero pasado, establecido en Bridgewater, y puedo
traeros cien testigos para probarlo.
—No hay necesidad de desperdiciar nuestro tiempo con eso. Os juzgaré por
vuestra propia lengua bribona. Solamente os preguntaré esto: ¿Cómo es que vos, que
os presentáis como un médico atendiendo pacíficamente un llamado en la ciudad de
Bridgewater os encontrabais con el ejército del Duque de Monmouth?
—Nunca estuve con el ejército. Ningún testigo juró eso, y me animo a decir que
ninguno lo hará. Nunca fui atraído por esta rebelión. Vi la aventura como una locura
perversa. Me permito preguntar a su señoría —(su acento se marcó más que nunca)
—, ¿qué podría yo, quién nació y fue criado un papista, estar haciendo en el ejército
del Campeón Protestante?
—¿Un papista, vos? —El juez lo miró sombríamente un momento—. Sois más
bien un llorón, hipócrita presbiteriano. Os digo, hombre, puedo oler un presbiteriano
a cuarenta millas.
—Entonces me tomo la libertad de maravillarme que con una nariz tan fina su
señoría no pueda oler a un papista a cuatro pasos.
Hubo una ola de risas en las galerías, instantáneamente silenciada por la fiera
mirada del juez y la voz del ujier.
Lord Jeffreys se inclinó hacia delante sobre su escritorio. Levantó esa delicada
mano blanca, aún apretando su pañuelo, y emergiendo de una cascada de encaje.
—Dejaremos vuestra religión fuera de esto por el momento, amigo, —dijo—.
Pero tomado nota de lo que os digo. Con un índice amenazante llevó el ritmo de sus
palabras. Sabed, amigo, que no hay religión que permita a un hombre mentir. Tenéis
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una preciosa alma inmortal, y nada en el mundo tiene mayor valor. Considerad que el
gran Dios del Cielo y la Tierra, ante Cuyo tribunal vos y nosotros y todas las personas
se presentarán en el último día, se venganza de vos por cada falsía, y con justicia os
enviará a las llamas eternas, os hará caer en el pozo sin fondo de fuego y azufre, si os
desviáis un ápice de la verdad y nada más que la verdad. Porque os digo que de Dios
no os podéis burlar. Por lo que os ordeno que respondáis con la verdad. ¿Cómo
llegasteis a ser capturado con esos rebeldes?
Peter Blood lo observó un momento con consternación. El hombre era increíble,
irreal, fantástico, un juez de pesadilla. Luego se repuso para contestar.
—Me fueron a buscar esa mañana para socorrer a lord Gildoy, y consideré que
era mi deber por mi profesión responder al llamado.
—¿Lo hicisteis? —El juez, terrible ahora en su aspecto su cara blanca, sus labios
torcidos rojos como la sangre de la que estaban sedientos lo miró con burla malvada.
Luego se controló con un esfuerzo. Suspiró. Retomó su gentil queja de antes—.
¡Dios! Cómo desperdiciáis nuestro tiempo. Pero tendré paciencia con vos. ¿Quién os
fue a buscar?
—El Sr. Pitt, aquí presente, como lo atestiguará.
—¡Oh! El Sr. Pitt atestiguará —siendo él mismo un traidor confeso. ¿Es ése
vuestro testigo? También está el Sr. Baynes aquí, quien puede responder a eso.
—El bueno del Sr. Baynes tendrá que responder por él mismo; y dudo que pueda
salvar su cuello de la soga. Vamos, vamos, señor, ¿son éstos vuestros únicos testigos?
—Podría traer otros de Bridgewater, que me vieron partir esa mañana en la grupa
del caballo del Sr. Pitt.
Su señoría sonrió.
—No será necesario. Porque, escuchadme, no pienso perder más tiempo con vos.
Solamente contestadme esto: Cuando el Sr. Pitt, como pretendéis, vino a buscaros,
¿sabíais que había estado, como lo habéis oído confesar, siguiendo a Monmouth?
—Lo sabía, mi señor.
—¡Lo sabíais! ¡Ha! —Su señoría miró al asustado jurado y emitió un a risa corta
y punzante—. ¿Y a pesar de ello fuisteis con él?
—Para socorrer un hombre herido, como es mi sagrado deber.
—¿Vuestro sagrado deber, decís? —Una llamarada de furia brilló en él
nuevamente—. ¡Buen Dios! ¡En qué generación de víboras vivimos! Vuestro sagrado
deber, bribón, es con vuestro rey y vuestro Dios. Pero dejémoslo pasar. ¿Os dijo a
quién quería que socorrierais?
—Lord Gildoy —sí.
—¿Y sabíais que lord Gildoy había sido herido en la batalla y en qué bando había
luchado?
—Lo sabía.
—¿Y aún así, siendo, como queréis que creamos, un verdadero y leal súbdito de
nuestro Señor Rey, fuisteis a socorrerlo?
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Peter Blood perdió su paciencia por un momento.
—Mi tarea, mi señor, era con sus heridas, no con su política.
Un murmullo de las galerías e incluso del jurado aprobó lo dicho. Sirvió sólo para
llevar a su terrible juez a una furia más profunda.
—¡Jesús! ¿Es que hubo en el mundo un villano más sin vergüenza que vos? —
Giró, la cara blanca, hacia el jurado—. Espero, caballeros del jurado, que noten la
terrible conducción de este traidor, en la que podéis observar el espíritu de este tipo
de gente, villano y diabólico. Ha dicho él mismo lo suficiente para colgarlo una
docena de veces. E incluso hay más. Contestadme esto, señor: ¿Cuando embaucasteis
al Capitán Hobart con vuestras mentiras sobre la situación de este otro traidor Pitt?
¿Cuál era vuestra tarea entonces?
—Salvarlo de ser ahorcado sin juicio, como estaba siendo amenazado.
—¿Qué interés teníais si el infeliz era colgado o no?
—La justicia concierne a cada súbdito leal, porque una injusticia cometida por
alguien que tiene una comisión del Rey es en algún sentido una deshonra a la
majestad del Rey.
Era una astuta, aguda acometida dirigida al jurado, y revela, creo, lo alerta de la
mente del hombre, lo dueño de si mismo que era en los momentos de mayor peligro.
Con otro jurado hubiera causado la impresión que deseaba causar. Tal vez incluso
podría haber causado su impresión en estas pobres ovejas pusilánimes. Pero el
temible juez estaba allí para borrarla.
Jadeó ruidosamente, luego se lanzó violentamente hacia delante.
—¡Dios del Cielo!, —tronó—. ¿Ha habido alguna vez otro bribón engañoso y
desvergonzado? Pero he terminado con vos. Os veo, villano, os veo con una soga
alrededor de vuestro cuello.
Habiendo dicho esto, regocijándose, malignamente, se tiró hacia atrás
nuevamente, y se compuso. Fue como si cayera un telón. Toda emoción desapareció
de su pálida cara. Nuevamente volvió esa gentil melancolía. Hablando después de
una pausa momentánea, su voz era suave, casi tierna, pero cada palabra corrió
agudamente a través de la silenciada corte.
—Si conozco mi corazón no está en mi naturaleza desear el mal a nadie, mucho
menos deleitarme en su perdición eterna. Es por compasión a vos que he usado todas
estas palabras —porque debéis cuidar vuestra alma inmortal y no ponerla en riesgo
con falsedades y prevaricación. Pero veo que todas las penas del mundo, y toda la
compasión y caridad se pierden en vos, y por tanto no os voy a decir nada más. Giró
nuevamente hacia el jurado un rostro de apenada belleza—. Caballeros, debo
indicaros que la ley, de la que somos sus jueces, dice que si cualquier persona se
encuentra en actual rebelión contra el Rey, y otra persona —que real o actualmente
no está en rebelión— con conocimiento lo recibe, alberga, conforta o ayuda, dicha
persona es tan traidor como si portara armas. Nos debemos a nuestros juramentos y
conciencias y os indicamos la ley, y vos estáis obligados por vuestros juramentos y
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vuestras conciencias a declararnos por vuestro veredicto la verdad de los hechos.
Luego de esto, procedió a su resumen, mostrando cómo Baynes y Blood eran
ambos culpables de traición, el primero por haber albergado un traidor, el segundo
por haberlo ayudado, curando sus heridas. Insertó en su discurso alusiones aduladoras
a su señor natural y soberano por derecho, el Rey, a quien Dios había colocado por
encima de ellos, y con vituperaciones hacia Monmouth, de quien —en sus propias
palabras— se animaba valientemente a afirmar que tenía menos derecho a la corona
que el más humilde de los súbditos de legítimo nacimiento. Explotó en frenética
retórica.
Y luego se hundió hacia atrás como exhausto por la violencia que había usado.
Por un momento estuvo quieto, mojando sus labios nuevamente; luego se movió
incómodo, una vez más sus facciones mostraron dolor, y con unos pocos gruñidos,
unas casi incoherentes palabras, despidió al jurado para que considerara su veredicto.
Peter Blood había escuchado la desmedida, blasfema y casi obscena injuria de
semejante andanada con una distancia que después, en retrospectiva, lo admiró.
Estaba tan asombrado por el hombre, por las reacciones ocurriendo en él entre su
mente y su cuerpo, y por sus métodos de intimidar y obligar al jurado a la matanza,
que casi olvidó que su propia vida estaba en juego.
La ausencia del aturdido jurado fue breve. El veredicto encontró a los tres
prisioneros culpables. Peter Blood miró alrededor a la corte con colgantes escarlatas.
Por un instante la espuma de caras blancas pareció hundirlo. Luego fue él mismo
nuevamente, y una voz estaba preguntándole si tenía algo que decir en su favor,
porque no se escaparía de la pena de muerte, siendo culpable de alta traición.
Rió, y su risa vibró sobre la muerta quietud de la corte. Era todo tan grotesco,
semejante parodia de justicia administrada por ese personaje escarlata de ojos tristes
quien era también una parodia, el venal instrumento de un brutal rey vengativo y sin
piedad. Su risa sacudió la austeridad del mismo personaje escarlata.
—¿Os reís, señor, con la soga alrededor de vuestro cuello, en el mismo umbral de
la eternidad en la que tan de repente vais a entrar?
Y entonces Blood tomó su revancha.
—Por mi fe, estoy en mejor posición para la alegría que vuestra señoría. Porque
tengo esto que decir antes de que dictéis sentencia. Su señoría me ve —un hombre
inocente cuya única ofensa es haber practicado la caridad— con una soga alrededor
de mi cuello. Su señoría, siendo el juez, habla con conocimiento de lo que me
sucederá. Yo, siendo médico, puedo hablar con conocimiento de lo que le sucederá a
su señoría. Y os digo que no cambiaría lugares con vos —que no cambiaría esta soga
que colocáis alrededor de mi cuello por la roca que lleváis en vuestro cuello. La
muerte a la que me podéis condenar es liviana y placentera en contraste con la muerte
a la que su señoría ha sido condenado por el Gran Juez cuyo nombre su señoría usa
tan libremente.
El Presidente del Tribunal de Justicia estaba sentado tieso, su cara color ceniza,
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sus labios crispados, y mientras se pudo contar hasta diez no hubo ningún sonido en
la paralizada corte después que Peter Blood terminó de hablar. Todos los que
conocían a lord Jeffreys lo miraban como la calma antes de la tempestad, y se
prepararon para la explosión. Pero no llegó.
Lenta, débilmente, el color volvió a la tez cenicienta. La figura escarlata perdió su
rigidez y se inclinó hacia delante. Su señoría comenzó a hablar. En una voz baja y
rápidamente —mucho más rápidamente que en otras ocasiones y de una manera
totalmente mecánica, la manera de un hombre cuyos pensamientos están en otro lado
mientras sus labios hablan— declaró la sentencia de muerte en la forma prescrita, y
sin la menor alusión a lo que Peter Blood había dicho. Habiendo terminado, se
recostó exhausto, sus ojos a medio cerrar, su frente brillante con sudor.
Los prisioneros se retiraron.
El Sr. Pollexfen —un Whig de corazón a pesar de la posición de juez defensor que
ocupaba— fue escuchado por uno de los jurados mientras murmuraba al oído de un
compañero del consejo:
—Por mi alma, ese valiente bribón le ha dado un susto a su señoría. Es una
lástima que lo cuelguen. Porque un hombre que puede asustar al Jeffreys podría
llegar muy lejos.
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Capítulo IV
Mercancía humana
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por diez años antes de recuperar su libertad. Se deban precisas instrucciones a los
encargados para que el traslado fuera inmediatamente llevado a cabo.
Sabemos por el secretario de lord Jeffreys cómo el Presidente del Tribunal
prorrumpió en insultos esa noche, en ebria furia contra esta clemencia mal ubicada a
la que Su Majestad había sido persuadido. Sabemos cómo intentó por carta inducir a
Su Majestad a reconsiderar su decisión. Pero James se mantuvo en ella. Era —aparte
del beneficio indirecto que lograba de ella— una clemencia totalmente a su estilo.
Sabía que perdonar vidas de esta forma era convertirlos en muertos vivientes.
Muchos sucumbirían en el tormento de los horrores de la esclavitud en las Indias
Occidentales, y así serían envidiados por sus compañeros sobrevivientes.
Y así sucedió que Peter Blood, y junto con él Jeremy Pitt y Andrew Baynes, en
lugar se ser colgados, arrastrados y descuartizados como sus sentencias establecían,
fueron enviados a Bristol, y allí embarcados con unos cincuenta más en el Jamaica
Mercante. Debido al confinamiento bajo las escotillas, mala alimentación y agua
contaminada, se declaró una enfermedad entre ellos por la cual once murieron. Entre
ellos estuvo el desafortunado casero de la granja Oglethorpe, brutalmente arrancado
de su pacífico hogar entre los fragantes huertos de manzanas por el pecado de haber
practicado clemencia.
La mortandad hubiera sido mayor a no ser por Peter Blood. Al principio, el patrón
del Jamaica Mercante había respondido con juramentos y amenazas a las protestas
del doctor contra permitir que los hombres fallecieran de esta manera, y la insistencia
de que le entregaran el botiquín médico y le permitieran cuidar a los enfermos. Pero
luego, el Capitán Gardner vio que podría ser llamado al orden por las importantes
pérdidas de la mercancía humana y por ello estuvo de acuerdo en apoyarse en las
habilidades de Peter Blood. El doctor trabajó a conciencia y con ardor, y lo hizo tan
adecuadamente que, por sus cuidados y al mejorar las condiciones del cautiverio,
evitó la propagación de la enfermedad.
Hacia mediados de diciembre, el Jamaica Mercante ancló en la bahía Carlisle, y
desembarcó a los cuarenta y dos rebeldes convictos sobrevivientes.
Si estos desgraciados habían imaginado —como muchos parecían haberlo hecho
— que llegaban a algún país agreste y salvaje, la perspectiva, de la que tuvieron un
vistazo antes de ser empujados a los botes a los lados del barco, fue suficiente para
corregir la impresión. Contemplaron una ciudad de proporciones suficientemente
imponentes, con casas construidas bajo nociones europeas de arquitectura, pero sin
los amontonamientos habituales en las ciudades europeas. El campanario de una
iglesia se elevaba dominando los techos rojos, un fuerte guardaba la entrada de un
ancho puerto, con cañones mostrando sus bocas entre las almenas, y la amplia
fachada de la casa del gobernador se revelaba colocada dominante en una suave
colina por encima de la ciudad. Esta colina era vivamente verde como una colina
inglesa en abril, y el día era como los que abril da a Inglaterra, habiendo terminado
recién la estación de fuertes lluvias.
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En un espacio ancho y empedrado frente al mar encontraron un guardia de
uniforme rojo, designado a recibirlos, y una muchedumbre —atraída por su llegada—
que en vestimenta y maneras se diferenciaban poco de una muchedumbre en un
puerto del hogar salvo en que contenía menos mujeres y un gran número de negros.
Para inspeccionarlos, allí en el muelle, llegó el Gobernador Steed, un caballero de
baja estatura, macizo, de cara roja, vestido con tafeta azul cargada de una prodigiosa
cantidad de encaje, quien cojeaba un poco y se inclinaba pesadamente sobre un fuerte
bastón de ébano. Detrás de él, y con el uniforme de coronel de la milicia de Barbados,
se balanceaba un hombre alto y corpulento, quien sobresalía con la cabeza y los
hombros por encima del Gobernador, con la malevolencia claramente escrita en su
enorme semblante amarillento. A su lado, y fuertemente contrastando con su
brutalidad, moviéndose con juvenil gracia, venía una delgada joven con un traje de
montar a la última moda. El ancha ala de un sombrero gris con una pluma de avestruz
escarlata daba sombra a un rostro ovalado en el que el clima del Trópico de Cáncer
no había dejado huella, tan delicado y claro era. Rizos de cabello marrón rojizo caían
por sus hombros. Había franqueza en sus ojos de almendra y la compasión sustituía
es este momento la picardía que normalmente habitaba su joven y fresca boca.
Peter Blood se encontró mirando con sorpresa este rostro picante, que parecía
aquí tan fuera de lugar, y viendo su mirada devuelta, se movió inconfortable. Fue
consciente de la triste figura que tenía. Sin lavarse, con el pelo enmarañado y una
barba negra que desfiguraba su cara, y el una vez espléndido traje de casimir negro
con el que había sido tomado prisionero ahora reducido a jirones que no hubieran
servido ni para un espantapájaros, no estaba apto para la inspección de esos delicados
ojos. Sin embargo, continuaron inspeccionándolo, con asombro y compasión casi
infantil. Su dueña sacó una mano para tocar la manga escarlata de su compañero, y el
hombre giró su gran cuerpo con un gruñido de mal humor y se enfrentó a ella.
Mirando hacia arriba a su rostro, ella le hablaba ansiosamente, pero el Coronel
claramente le prestaba menos de la mitad de su atención. Sus pequeños ojos, muy
juntos a una nariz carnosa, habían pasado por encima de ella y estaban fijos en el
rubio y robusto joven Pitt, quien estaba parado al lado de Blood.
El Gobernador también se había detenido, y por un momento el grupo de los tres
se paró a conversar. Lo que la dama decía, Peter no lo pudo oír porque ella bajó su
voz; la del Coronel le llegó en un tronar confuso, pero la del Gobernador no era ni
considerada ni indistinta; tenía una voz aguda que se escuchaba de lejos, y
creyéndose ingenioso, deseaba que fuera oída por todos.
—Pero mi querido Coronel Bishop, tenéis la primera elección de este primoroso
ramillete de flores, a vuestro precio. Después de ello mandaremos al resto a subasta.
El Coronel Bishop asintió en reconocimiento. Elevó su voz al contestar.
—Vuestra excelencia es muy amable. Pero, por mi fe, que son un lote flacucho,
probablemente de poco valor en la plantación. Sus ojillos los inspeccionaron
nuevamente, y su menosprecio por ellos profundizó la malevolencia de su rostro. Era
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como si estuviera molesto con ellos por no estar en mejor condición. Luego llamó
aparte al Capitán Gardner, el patrón del Jamaica Mercante, y por unos minutos
estuvo hablando con él repasando una lista que el último sacó a su pedido.
De repente, dejó de lado la lista y avanzó solo hacia los rebeldes convictos, sus
ojos estudiándolos, sus labios fruncidos. Delante del joven marinero de Somersetshire
se detuvo, y estuvo un instante considerándolo. Luego apretó los músculos del brazo
del joven con sus dedos y le hizo abrir la boca para ver sus dientes. Frunció sus
toscos labios nuevamente y asintió.
Habló con Gardner por encima de su hombro.
—Quince libras por éste.
El Capitán hizo un gesto de desilusión.
—¡Quince libras! No es ni la mitad de lo que pensaba pedir por él.
—Es el doble de lo que estaba dispuesto a dar, —gruñó el Coronel—. Pero sería
barato en treinta libras, su excelencia.
—Puedo conseguir un negro por eso. Estos puercos blancos no sobreviven. No
están hechos para el trabajo.
Gardner explotó en protestas sobre la salud, juventud y vigor de Pitt. No era de un
hombre que hablaba sino de una bestia de carga. Pitt, un muchacho sensible, se
mantenía mudo y sin expresión. Sólo la ida y venida de color y palidez de sus
mejillas denotaba la lucha interna por medio de la que mantenía su control.
Peter Blood estaba repugnado por el despreciable regateo.
Atrás, alejándose lentamente de la línea de prisioneros, caminaba la dama
conversando con el Gobernador, quien sonreía afectadamente mientras rengueaba a
su lado. No estaba consciente del repugnante negocio que el Coronel estaba llevando
a cabo. Blood se preguntaba si era indiferente a él.
El Coronel Bishop giró sobre sus talones para seguir adelante.
—Llegaré a veinte libras. Ni un penique más, y es el doble de lo que podríais
obtener de Crabston.
El Capitán Gardner, reconociendo lo terminante del tono, suspiró y abandonó la
lucha. Bishop estaba llegando al final de la fila. Para el Sr. Blood y un joven delgado
a su izquierda, el Coronel no tuvo más que una mirada de desprecio. Pero el
siguiente, un coloso de mediana edad de nombre Wolverstone, quien había perdido
un ojo en Sedgemoor, le llamó la atención y el regateo recomenzó.
Peter Blood se mantenía allí en el brillante sol e inhaló el fragante aire, diferente a
cualquier aire que jamás había respirado. Estaba cargado de un extraño perfume,
aroma de flores, pimiento y especias aromáticas. Se perdió en especulaciones inútiles
nacidas de esa singular fragancia. No tenía ganas de conversar, y tampoco Pitt, quien
se mantenía a su lado, y que estaba afligido de momento por el pensamiento de que
finalmente estaba por separase de este hombre con quien había estado hombro con
hombro a través de estos tempestuosos meses, y a quien había llegado a querer y
buscar para consejos y ayuda. Una sensación de soledad y miseria lo afligía en
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contraste con la que lo pasado en este tiempo carecía de importancia. Para Pitt, esta
separación era el doloroso final de todos sus sufrimientos.
Otros compradores vinieron y los miraron, y siguieron de largo. Blood no los
miraba. Y entonces al final de la línea hubo un movimiento. Gardner hablaba en voz
alta, haciendo un anuncio al público general de compradores que había esperado a
que el Coronel Bishop hiciera su elección de esa mercancía humana. Cuando terminó,
Blood, mirando en su dirección, notó que la niña hablaba con Bishop, apuntando a la
linea con un látigo de montar de puño de plata que llevaba. Bishop hizo sombra a sus
ojos con la mano para mirar en la dirección que ella apuntaba. Luego lentamente, con
su pesado paso, se aproximó nuevamente acompañado de Gardner, seguido por la
dama y por el Gobernador.
Siguieron marchando hasta que el Coronel estuvo donde Blood. Habría pasado de
largo, pero la dama tocó su brazo con el látigo.
—Pero éste es el hombre al que me refiero, —dijo.
—¿Éste? —El desprecio sonó en su voz. Peter Blood se encontró mirando en un
par de ojillos marrones hundidos en una cara amarilla y carnosa como pasas en un
pastel. Sintió el color subir a su cara bajo el insulto de esta inspección desdeñosa—.
¡Bah! Un saco de huesos. ¿Qué haría yo con él?
Se marchaba cuando Gardner lo detuvo.
—Puede ser delgado, pero es fuerte; fuerte y sano. Cuando la mitad de ellos
estaba enferma, y la otra mitad enfermándose, este bribón se mantuvo sobre sus
piernas y curó a sus compañeros. Si no fuera por él hubiéramos tenido muchas más
muertes. Digamos quince libras por él, Coronel. Es bastante barato. Es fuerte, os digo
—fuerte y duro, aunque sea delgado. Y es el tipo de hombre que puede soportar el
calor cuando llega. El clima nunca lo matará.
Se escuchó una risita del Gobernador Steed.
—Ya oís, Coronel. Confiad en vuestra sobrina. Su sexo conoce un hombre cuando
lo ve. Y rió, complacido con su ingenio.
Pero rió solo. Una nube de molestia corrió por el rostro de la sobrina del Coronel,
mientras el mismo Coronel estaba demasiado absorto en la consideración de esta
oferta como para seguir el humor del Gobernador. Torció sus labios un poco,
acariciando su mentón con su mano, mientras Jeremy Pitt casi había dejado de
respirar.
—Os doy diez libras por él, —dijo el Coronel finalmente.
Peter Blood rezó que la oferta fuera rechazada. Por alguna razón que no os podría
dar, había tomado con repugnancia la idea de convertirse en propiedad de este
grosero animal, y de alguna forma en la propiedad de la joven con ojos de almendra.
Pero era necesario algo más que repugnancia para escapar de su destino. Un esclavo
es un esclavo, y no tiene poder para cambiar su suerte. Peter Blood fue vendido al
Coronel Bishop —un comprador desdeñoso— en la ignominiosa suma de diez libras.
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Capítulo V
Arabella Bishop
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El extraño se detuvo al ser abordado.
—Una dama debería conocer su propiedad, —dijo.
—¿Mis propiedad?
—La de su tío, al menos. Dejad que me presente. Me llamo Peter Blood, y valgo
exactamente diez libras. Lo sé porque es la suma que vuestro tío pagó por mí. No
todos los hombres tienen la oportunidad de conocer su propio valor.
Lo reconoció entonces. No lo había visto desde aquel día en el muelle hacía un
mes, y que no lo hubiera conocido inmediatamente a pesar del interés que entonces
había despertado en ella, no es sorprendente, considerando el cambio que había
ocurrido en su apariencia, que no era la de un esclavo.
—¡Dios mío!, —dijo ella—. ¡Y os podéis reír!
—Es un logro, —admitió—. Pero no lo he tomado tan mal como podría.
—Eso he escuchado, —dijo ella.
Lo que había escuchado era se había descubierto que este convicto era médico. El
tema había llegado a los oídos del Gobernador Steed, quien sufría endemoniadamente
de gota, y el Gobernador Steed había pedido prestado a este sujeto a su comprador.
Sea por pericia o por buena fortuna, Peter Blood le había llevado al Gobernador un
alivio que su excelencia no había obtenido de ninguno de los dos médicos que
ejercían en Bridgetown. Entonces la señora del Gobernador había querido que la
tratara por sus migrañas. El Sr. Blood había encontrado que no sufría más que de mal
humor, el resultado de natural petulancia agravada por la insípida vida de Barbados
para una dama con sus aspiraciones sociales. Pero le había recetado medicinas,
igualmente, y ella se había creído mejor bajo sus prescripciones. Luego de ello, su
fama se había expandido por Bridgetown, y el Coronel Bishop había encontrado que
lograba mayor beneficio de su nuevo esclavo dejándolo ejercer su profesión que
poniéndolo a trabajar en la plantación, para lo que había sido originalmente
adquirido.
—Es a vos, señora, que tengo que agradecer por mi comparativamente buena y
limpia situación, —dijo el Sr. Blood—, y me alegra tener esta oportunidad para
hacerlo.
La gratitud estaba más en sus palabras que en su tono. Ella se preguntó si se
burlaba, y lo miró en una franca búsqueda que otro habría encontrado desconcertante.
Él tomó la mirada por una pregunta, y la contestó.
—Si otro dueño de una plantación me hubiera comprado, —explicó—, es difícil
que mis brillantes habilidades hubieran salido a luz, y yo estaría con la hoz y la azada
en este momento tal como los desgraciados que desembarcaron conmigo.
—¿Y por qué me agradecéis por ello? Fue mi tío quien os compró.
—Pero no lo habría hecho si vos no se lo hubierais pedido. Percibí vuestro
interés. Y al mismo tiempo lo lamenté.
—¿Lo lamentasteis? —Había un desafío en su voz de niño.
—No me han faltado experiencias en esta vida pero ser comprado y vendido fue
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una nueva para mí, y difícilmente estaba en el ánimo de amar a mi comprador.
—Si os señalé a mi tío, señor, es porque os tuve piedad. Había una cierta
severidad en su tono, como reprobando la mezcla de burla y arrogancia con la que él
parecía hablar.
Continuó explicándose.
—Mi tío puede pareceros un hombre duro. Sin duda lo es. Todos son hombres
duros, estos hacendados. Es la vida, supongo. Pero hay otros peores. Está el Sr.
Crabston, por ejemplo, en Speightstown. Estaba en el muelle, esperando para
comprar lo que dejara mi tío, y si hubierais caído en sus manos… Un hombre de
temer. Ése es el por qué.
Él estaba un poco asombrado.
—Este interés en un extraño… —comenzó. Luego cambió la dirección de su
indagación—. Pero había otros tan merecedores de conmiseración.
—No parecíais como los demás.
—No lo soy —dijo.
—¡Oh! —Lo miró, levantando la cabeza—. Tenéis una buena opinión de vos
mismo.
—Por el contrario. Los demás son valerosos rebeldes. Yo no lo soy. Ésta es la
diferencia. Fui uno de los que no tuvo la capacidad de ver que Inglaterra necesita una
purificación. Yo estaba conforme de seguir con el oficio de médico en Bridgewater,
mientras que los que son mejores que yo daban su sangre para sacar un sucio tirano y
su corte de bribones.
—¡Señor! —le observó—. Creo que estáis hablando de traición.
—Espero no ser oscuro, dijo.
—Hay algunos aquí que os habrían azotado si os oyeran.
—El Gobernador no lo permitiría. Tiene gota, y su señora migraña.
—¿Dependéis de ello? —Su voz era francamente desdeñosa.
—Seguramente nunca habéis tenido gota; probablemente ni siquiera migraña, —
dijo.
Ella hizo un pequeño gesto impaciente con su mano, y miró lejos un momento,
hacia el mar. De repente lo miró nuevamente, su ceño ahora fruncido.
—Pero si no sois un rebelde, ¿por qué estáis aquí?
Él vio lo que sospechaba, y rió.
—Por mi fe, es una larga historia —dijo.
—¿Y tal vez una que no queréis contar? —Escuetamente se la explicó.
—¡Mi Dios! ¡Qué infamia! —gritó, cuando hubo terminado.
—¡Oh, es un dulce país Inglaterra bajo el Rey James! No hay necesidad de
tenerme más compasión. Considerando todo, prefiero Barbados. Por lo menos aquí se
puede creer en Dios.
Miró primero a la derecha, luego a la izquierda mientras hablaba, desde la
distante mole del monte Hillbay hasta el océano sin límites rizado por los vientos del
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cielo. Entonces, como si el hermoso paisaje lo volviera consciente de su pequeñez y
de la insignificancia de sus males, calló pensativo.
—¿Es esto tan difícil en otro lado? —le preguntó, y estaba muy grave—. Los
hombres lo hacen difícil.
—Ya veo. Rió un poco, con una nota de tristeza, le pareció a él.
—Nunca soñé a Barbados como el espejo del cielo en la tierra, —confesó—. Pero
sin duda conocéis el mundo mejor que yo. —Tocó el caballo con su pequeño látigo
con mango de plata—. Os felicito por el alivio a vuestras desgracias.
Él inclinó la cabeza y ella siguió adelante. Sus negros se pusieron de pie, y fueron
trotando tras ella.
Por un rato Peter Blood siguió de pie allí, donde ella lo dejó, mirando las aguas de
la Bahía Carlisle brillando al sol, y los barcos en el espacioso puerto donde las
gaviotas volaban ruidosamente.
Era un hermoso panorama, reflexionó, pero era una prisión, y al anunciar que lo
prefería a Inglaterra había llevado a cabo esta casi comprensible forma de alardear
que consiste en disfrazar nuestras desgracias.
Giró y retomó su rumbo, con largos pasos hacia el pequeño amontonamiento de
cabañas construidas de terrones y zarzas, una villa en miniatura enclavada en una
empalizada que habitaban los esclavos de la plantación, y donde él mismo estaba
alojado con ellos.
Por su mente sonaba el verso de Lovelace:
Los muros de piedra no son la prisión.
Ni son jaula las rejas de hierro.
Pero le dio un nuevo significado, totalmente opuesto de lo que su autor pretendió.
Una prisión, reflexionó, es una prisión, aunque no tenga muros ni barrotes, no
importa qué tan espaciosa sea. Y como lo vio esa mañana cada vez lo vio más claro
mientras pasaba el tiempo. Diariamente pensaba cada vez más en sus alas cortadas,
en su exclusión del mundo, y menos en la libertad fortuita que disfrutaba. Ni siquiera
el contraste de su comparativamente liviana tarea con la de sus infortunados
compañeros le traía la satisfacción que una mente diferentemente constituida hubiera
sacado de ello. Más bien la contemplación de su miseria aumentaba la amargura que
iba llenando su alma.
De los cuarenta y dos que habían desembarcado con él del Jamaica Mercante, el
Coronel Bishop había comprado no menos de veinticinco. Los restantes habían ido a
plantaciones menores, algunos de ellos a Speightstown, otros aún más al norte. Qué
había pasado con los últimos, no podía decir, pero entre los esclavos de Bishop, Peter
Blood iba y venía libremente, durmiendo en sus alojamientos, y sabía que soportaban
una miseria embrutecedora. Trabajaban en las plantaciones de azúcar desde el alba
hasta el anochecer, y si su trabajo decaía, estaban los látigos de los vigilantes y sus
hombres para apurarlos. Estaban en harapos, algunos casi desnudos; vivían en la
mugre, estaban mal alimentados con carne salada y tortas de maíz, comida que para
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muchos de ellos fue demasiado nauseabunda y dos de ellos se enfermaron y murieron
antes que Bishop se percatara que sus vidas tenían un cierto valor en el trabajo para
él, y aceptó la intervención de Blood para un mejor tratamiento a los que estaban
enfermos. Para evitar la insubordinación, uno de ellos quien se había rebelado contra
Kent, el brutal supervisor, fue azotado hasta la muerte por negros bajo la mirada de
sus compañeros, y otro que había intentado huir a los bosques fue perseguido, traído
nuevamente, azotado y marcado en la frente con las letras F. T. (Fugitive Traitor)
para que todos lo conocieran como un traidor fugitivo por el resto de su vida.
Afortunadamente para él el pobre sujeto murió como consecuencia de los latigazos.
Después de ello, una apática resignación sin espíritu se instaló entre los restantes.
Los más rebeldes fueron aplacados, y aceptaron su indescriptible destino con la
trágica actitud de desesperanza.
Sólo Peter Blood, escapando de estos sufrimientos excesivos, permaneció
inmutable externamente, mientras en su interior el único cambio en él era un odio a
sus semejantes cada día más profundo, un deseo de escapar de este lugar cada día
más profundo, de este lugar donde el hombre desafiaba tan tontamente el hermoso
trabajo de su Creador. Era un deseo demasiado vago para ser una esperanza. Una
esperanza aquí era inadmisible. Pero no se hundió en desesperanza. Colocó una
máscara de risa en su melancólico rostro y siguió su camino, cuidando a los enfermos
para provecho del Coronel Bishop y usurpando cada vez más los resguardos de los
otros dos hombres de medicina de Bridgetown.
Inmune a los castigos degradantes y las privaciones de sus compañeros, pudo
conservar el respeto a sí mismo, y era tratado sin mayor dureza incluso por el
desalmado hacendado a quien había sido vendido. Debía todo a la gota y la migraña.
Había ganado la estima del Gobernador Steed, y —lo que era más importante— de la
señora del Gobernador Steed, a quien sin vergüenza y cínicamente adulaba y hacía
reír.
Ocasionalmente veía a la Srta. Bishop, y rara vez se encontraban aunque a veces
ella se detenía para conversar con él, mostrando su interés. Él mismo nunca estaba
dispuesto a demorarse. No iba a ser engañado por su delicado exterior, se decía, su
gracia, sus cómodas y aniñadas maneras, y su agradable aniñada voz. En toda su vida
—y había sido variada— no había encontrado un hombre más bestial que su tío, y no
podía dejar de asociarla con él. Era su sobrina, de su misma sangre, y algunos de sus
vicios, algo de la crueldad sin remordimiento del rico hacendado debía, argumentaba,
habitar el agradable cuerpo de ella. Argumentaba esto muy a menudo con sigo
mismo, como contestando y convenciendo un instinto que decía lo contrario, y
argumentándolo la evitaba cuando era posible y era heladamente educado cuando no
lo era.
Justificable como era su razonamiento, lógico como podía parecer, sin embargo
hubiera hecho mejor en haber confiado en su instinto que haber entrado en conflicto
con él. Aunque la misma sangre que la del Coronel Bishop corría por sus venas, la de
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ella estaba libre de los vicios de su tío, porque esos vicios no eran naturales a su
sangre; eran, en el caso del Coronel, adquiridos. Su padre, Tom Bishop —el hermano
del Coronel— había sido un alma gentil, caballerosa y amable, quien, con el corazón
roto por la temprana muerte de su joven esposa, había abandonado el viejo mundo y
había buscado aliviar su pena en el nuevo. Había llegado a las Antillas, trayendo con
sigo a su pequeña hija, entonces de cinco años, y se había dedicado a la vida de la
plantación. Había prosperado desde el comienzo, como sucede cuando no interesa
prosperar. Entonces había pensado en su hermano menor, un soldado con una
reputación un tanto indómita. Le había aconsejado venir a Barbados y el consejo, que
en otro momento William Bishop hubiera recibido con desprecio, le llegó en un
momento en que su indómito carácter le estaba trayendo ciertas consecuencias que
aconsejaban un cambio de clima. William llegó, y fue admitido por su generoso
hermano como socio en la próspera plantación. Unos seis años más tarde, cuando
Arabella tenía quince, su padre murió, dejándola al cuidado de su tío. Tal vez fue su
único error. Pero la bondad de su naturaleza le impedía ver la realidad de otros
hombres, sin embargo le había dado una educación a su hija que le había desarrollado
independencia de carácter, con la que sin duda contó incondicionalmente. Siendo las
cosas así, había poco cariño entre tío y sobrina. Pero ella leal con él, y él era
circunspecto en su comportamiento hacia ella. Toda su vida, y a pesar de su
temperamento, había tenido respeto por su hermano, cuyo valor tuvo la inteligencia
de reconocer; y ahora era como si algo de ese respeto hubiera sido transferido a la
hija de su hermano, quien era también, en algún sentido, su socia, aunque no tomaba
parte activa en el negocio de la plantación.
Peter Blood la juzgaba —como casi todos juzgamos— con insuficiente
conocimiento.
Pronto tuvo motivos para corregir este juicio. Un día, cerca de fines de mayo,
cuando el calor comenzaba a ser opresivo, se arrastró a la Bahía de Crlisle un navío
inglés, herido y destrozado, el Orgullo de Devon, su quilla quebrada, su borda una
ruina, su palo de mesana tan abatido que sólo unas astillas quedaban para indicar el
lugar donde había estado. Había tenido un encuentro cerca de la Martinica con dos
barcos de tesoro españoles, y aunque el capitán juraba que los españoles lo habían
atacado sin provocación, es difícil evitar la sospecha de que el encuentro se había
generado de otra manera. Uno de los buques españoles había huido del combate, y si
el Orgullo de Devon no lo persiguió fue probablemente porque no estaba en estado de
hacerlo. El otro había sido hundido, pero no antes que el barco inglés traspasara a sus
bodegas el tesoro que llevaba. Era, de hecho, uno de los actos de piratería que eran
una perpetua fuente de problemas entre las cortes de St. James y el Escorial, con
quejas emanando ahora de un lado y ahora del otro.
Steed, sin embargo, según la moda de la mayoría de los gobernadores coloniales,
estaba deseoso de silenciar su razonamiento y aceptar la historia del marino inglés,
sin prestar atención a la evidencia que podría negarla. Compartía el odio tan merecido
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por los arrogantes, vencedores españoles que era común en los hombres de todas las
demás naciones desde las Bahamas al continente. Por lo tanto, dio al Orgullo de
Devon el refugio que buscaba en su puerto y todas las facilidades para su reparación y
abastecimiento.
Pero antes de esto, bajaron de su borda una serie de marinos ingleses tan heridos
y quebrados como el barco mismo, y junto con ellos cerca de media docena de
españoles en el mismo estado, los únicos sobrevivientes de una partida de abordaje
del galeón español que había invadido el barco inglés y no pudieron lograr la retirada.
Estos heridos fueron colocados en una larga fila en el muelle, y los médicos de
Bridgetown fueron llamados en su ayuda. Peter Blood fue enviado para dar una mano
es ese trabajo, y en parte por hablar castellano —el que hablaba tan fluidamente como
su propia lengua nativa— parte por su condición inferior de esclavo, le dieron como
pacientes a los españoles.
Ahora Blood no tenía motivos para querer a los españoles. Sus dos años en una
cárcel española y la subsiguiente campaña en la Holanda española le habían mostrado
un aspecto del carácter español que no era en absoluto admirable. Sin embargo llevó
a cabo sus deberes de doctor a conciencia, aunque sin emoción, e incluso con una
cierta cordialidad superficial hacia cada uno de sus pacientes. Estaban tan
sorprendidos de ser curados en vez de ser sumariamente ahorcados que manifestaban
una docilidad rara en su especie. A pesar de eso, eran evitados por los caritativos
habitantes de Bridgetown quienes fluían al improvisado hospital con regales de frutas
y flores para los marineros ingleses heridos. Ciertamente, si los deseos de algunos de
esos habitantes se hubieran cumplido, los españoles habrían sido dejados morir como
gusanos, y de esto Peter Blood tuvo un ejemplo casi en el comienzo.
Con la asistencia de uno de los negros enviado para ese propósito, estaba
arreglando una pierna quebrada, cuando una profunda y ronca voz, que había
aprendido a conocer y le desagradaba como ninguna voz de otro ser humano,
abruptamente lo increpó.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —Blood no levantó la cabeza de su tarea. No lo
necesitaba. Conocía la voz, como ya he dicho.
—Estoy colocando una pierna quebrada, —contestó, sin dejar su labor.
—Puedo ver eso, tonto. —Un cuerpo de buey se interpuso entre Blood y la
ventana. El hombre medio desnudo sobre la paja giró sus ojos negros para mirar hacia
arriba con miedo. No precisaba conocer el idioma inglés para saber que aquí venía un
enemigo. La áspera nota de la voz expresaba suficientemente el hecho—. Puedo ver
eso, tonto; tanto como puedo ver lo que es el bandido. ¿Quién os dio permiso para
colocar piernas españolas?
—Soy un doctor, Coronel Bishop. El hombre está herido. Yo no discrimino,
cumplo mi tarea.
—¡Lo hacéis, por Dios! Si lo hubierais hecho, no estarías ahora acá.
—Por el contrario, es porque lo hice que estoy acá.
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—Sí, conozco ésa vuestra mentira. —El Coronel ironizó; y luego, observando que
Blood continuaba su tarea imperturbable, se puso realmente enojado—. ¿Dejaréis eso
y me atenderéis cuando hablo?
Peter Blood pausó, pero solo por un instante.
—El hombre está sufriendo, —dijo brevemente, y retomó su tarea.
—¿Sufriendo, verdad? Espero que lo esté, el maldito perro pirata. ¿Pero me haréis
caso, vos bribón insubordinado?
El Coronel se expresó en un rugido, furioso por lo que entendía como un desafío,
un desafío que se expresaba en el más sereno desconocimiento de su persona. Su
larga caña de bambú se levantó para golpear. Los ojos azules de Peter Blood captaron
su destello, y habló rápidamente para detener el golpe.
—No insubordinado, señor, estoy actuando bajo las expresas órdenes del
Gobernador Steed. El Coronel retrocedió, su gran rostro color púrpura. Su boca cayó
abierta.
—¡El Gobernador Steed! —repitió como un eco. Luego bajó su caña, giró, y sin
otra palabra a Blood se fue hasta el final de la tienda donde el Gobernador se
encontraba en ese momento.
Peter Blood rió entre dientes. Pero su triunfo se basaba menos en consideraciones
humanitarias que en la reflexión de que había frustrado a su brutal dueño.
El español, entendiendo que en este altercado, cualquiera fuera su naturaleza, el
doctor había estado de su lado, se aventuró en voz baja a preguntar qué había pasado.
Pero el doctor sacudió su cabeza en silencio y continuó con su trabajo. Sus oídos
intentaban captar las palabras entre Steed y Bishop. El Coronel estaba tumultuoso, su
gran osamenta doblándose encima de la pequeña y recargada figura del Gobernador.
Pero el pequeño petimetre no iba a ser amedrantado. Su excelencia era consciente de
que tenía la fuerza de la opinión pública para darle apoyo. Algunos había, pero no
eran la mayoría, que tenían la cruel visión del Coronel Bishop. Su excelencia hizo
valer su autoridad. Era por sus órdenes que Blood se había dedicado a los heridos
españoles, y sus órdenes debían ser acatadas. Nada más había para decir.
El Coronel Bishop tenía otra opinión. En su punto de vista, había mucho más para
decir. Lo dijo, con gran circunstancia, alto, vehemente, obsceno, porque podía ser
fluidamente obsceno cuando estaba enojado.
—Habláis como un español, Coronel, —dijo el Gobernador y así provocó una
herida al orgullo del Coronel que resentiría por más de una semana. De momento lo
dejó en silencio, y lo mandó golpeando los pies fuera de la tienda con una furia para
la que no encontraba palabras.
Dos días más tarde las señoras del Bridgetown, las esposas e hijas de los
hacendados y comerciantes, hicieron su primera visita de caridad al muelle, trayendo
con ellas regalos para los marineros heridos.
Nuevamente Peter Blood estaba allí, vigilando a los sufrientes bajo su cuidado,
moviéndose entre esos desafortunados españoles a quien nadie aliviaba. Toda la
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caridad, todos los regalos eran para los miembros de la tripulación del Orgullo de
Devon. Y esto Peter Blood lo encontró totalmente natural. Pero levantando de repente
su mirada de una herida que estaba vendado nuevamente, una tarea en la que había
estado absorto por unos momentos, vio con sorpresa que una dama, separada de la
multitud, colocaba unos plátanos y un paquete de suculentas cañas de azúcar sobre la
capa que servía de manta a uno de sus pacientes. Estaba elegantemente vestida con
seda color lavanda y la seguía un negro semidesnudo con un canasto.
Peter Blood, sin su saco, las mangas de su rústica camisa arrolladas hasta el codo,
y con un jirón sucio de sangre en su mano, quedó inmóvil mirando un momento. La
dama, girando ahora para mirarlo de frente, sus labios entreabiertos en una sonrisa de
reconocimiento, era Arabella Bishop.
—El hombre es español, —dijo, en el tono de alguien que corrige un error, y
también teñida no muy débilmente por algo de la burla que había en su alma.
La sonrisa con la que ella lo estaba saludando desapareció de sus labios. Frunció
el ceño y lo miró un instante, con creciente arrogancia.
—Así lo percibo. Pero sigue siendo un ser humano, —dijo.
Esa respuesta, y su implícito reproche, lo tomó por sorpresa.
—Vuestro tío, el Coronel, tiene una opinión diferente, —dijo cuando se recuperó
—. Los considera gusanos que deben ser dejados a morir por sus heridas infestadas.
Ella captó la ironía ahora más clara en su voz. Continuó mirándolo.
—¿Y por qué me decís esto?
—Para advertiros que podéis estar incurriendo en el disgusto del Coronel. Si fuera
por él, nunca se me habría permitido vendar sus heridas.
—¿Y pensasteis, por supuesto, que yo debo ser de la misma idea que mi tío? —
Había fuerza en su voz, un brillo de desafío amenazante en sus ojos color almendra.
—No quisiera ser rudo con una dama, ni siquiera en mis pensamientos, —dijo—.
Pero que les dejéis regalos a ellos, considerando que si vuestro tío lo llega a saber…
—Pausó, dejando la frase sin terminar—. Bueno, ¡está pronto! —concluyó.
Pero la dama no estaba satisfecha.
—Primero me imputáis inhumanidad y luego cobardía. ¡Por mi fe! Para un
hombre que no quiere ser rudo con una dama ni siquiera en sus pensamientos, no está
mal. Su risa aniñada vibró, pero la nota en ella chocó en sus oídos esta vez.
La vio, le pareció, por primera vez, y vio lo mal que la había juzgado.
—Realmente, ¿cómo iba a adivinar que… que el Coronel Bishop pudiera tener un
ángel por sobrina? —dijo imprudentemente, porque era imprudente como los
hombres los son cuando están arrepentidos.
—No podíais, por supuesto. No debéis pensar a menudo que os podéis equivocar.
Habiéndolo puesto en su lugar con esto y su mirada, se volvió a su negro y la canasta
que llevaba. De ella sacó ahora las frutas y golosinas con las que estaba cargada, y las
apiló en las camas de los seis españoles, de modo que cuando terminó la canasta
estaba vacía y no había nada para sus compatriotas. Éstos, realmente, no lo
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necesitaban —como sin duda ella observó— porque habían sido suficientemente
abastecidos por las demás.
Habiendo vaciado su canasta, llamó a su negro, y sin otra palabra o mirada para
Peter Blood, se fue del lugar con su cabeza en alto y el mentón hacia delante.
Peter la miró partir. Luego suspiró.
Lo sorprendió descubrir que el creer que había provocado su furia le preocupaba.
No habría sido así ayer. Era porque había tenido la revelación de su verdadera
naturaleza.
—Mala suerte, ahora, me lo merezco. Parece que no sé nada de la naturaleza
humana. ¿Pero cómo demonios iba a adivinar que una familia que puede engendrar
un ser maligno como el Coronel Bishop también pueda engendrar una santa como
ésta?
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Capítulo VI
Planes de fuga
UEGO de esto, Arabella Bishop fue diariamente a la tienda del muelle con
regalos y frutas, y luego con dinero y ropas para los prisioneros españoles.
Pero arregló sus horas de visita para no encontrar a Peter Blood allí.
También las propias visitas del doctor estaban siendo más breves a medida que sus
pacientes mejoraban. Que todos se curaran bajo sus cuidados, mientras que casi un
tercio de los heridos bajo los cuidados de Whacker y Bronson —los otros dos
cirujanos— murieran por sus heridas, sirvió para aumentar su reputación en
Bridgetown. Pudo no ser más que fortuna de guerra. Pero la gente del pueblo no lo
vio así. Llevó a un creciente abandono de las prácticas de sus colegas libres, y un
mayor incremento de sus propias tareas y beneficio para su amo. Whacker y Bronson
juntaron sus cabezas para diseñar un método para terminar con este intolerable estado
de cosas. Pero no nos anticipemos.
Un día, fuera por accidente o por destino, Peter Blood vino caminando por el
muelle una hora más temprano de lo usual, y entonces se encontró con la Srta. Bishop
que se retiraba. Se quitó el sombreo y se quedó a un lado para darle paso. Ella lo
tomó, con el mentón en alto, y los ojos desdeñando mirar a cualquier lugar en donde
pudiera verlo.
—Srta. Arabella, —dijo en un tono de ruego.
Ella se volvió consciente de su presencia, y lo miró con un aire que intentaba
descubrir si había burla en él.
—¡La!, —dijo—. ¡Es el hombre de mente gentil! —Peter gimió.
—¿Estoy fuera de perdón sin ninguna esperanza? Lo solicito muy humildemente.
—¡Qué condescendiente!
—Es cruel burlarse de mí, —dijo, y adoptó un aire de humildad burlona—.
Después de todo, no soy más que un esclavo. Y podéis estar enferma un día de éstos.
—¿Y qué, entonces?
—Sería humillante para vos mandarme a buscar si me tratáis como un enemigo.
—No sois es único doctor en Bridgetown. Pero soy el menos peligroso.
De repente comenzó a sospechar de él, reconociendo que se estaba permitiendo
chancearse con ella, y de alguna manera ella lo había permitido. Se puso tiesa, y miró
por encima de él nuevamente.
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—Opináis con mucha libertad, creo, —le reprochó—. Privilegio de doctor.
—No soy vuestra paciente. Recordadlo por favor en el futuro. Y con esto,
indudablemente enojada, se fue.
—Ahora, o es una arpía o yo son un tonto, ¿o son las dos cosas? —preguntó al
azul del cielo, y luego entró a la tienda.
Fue una mañana de eventos estimulantes. Cuando se iba, más o menos una hora
más tarde, Whacker, el más joven de los dos médicos, se reunió con él —una
condescendencia sin precedentes, porque hasta ahora ninguno de ellos había hablado
con él saldo el ocasional y agrio— ¡buenos días!
—Si vais a lo del Coronel Bishop, caminaré con vos una parte del camino, Doctor
Blood, —dijo. Era un hombre bajo, robusto, de cuarenta y cinco años, con fofas
mejillas y ojos duros color azul.
Peter Blood estaba sorprendido. Pero lo disimuló.
—Voy a la casa del Gobernador, —dijo.
—¡Ah! ¡Por supuesto! La señora del Gobernador. —Y rió, o tal vez se burlo.
Peter Blood no estaba muy seguro—. Ella ocupa una gran parte de vuestro tiempo, he
oído. ¡Juventud y buena figura, Doctor Blood! Son inestimables ventajas en nuestra
profesión como en otras, particularmente cuando concierne a damas.
Peter lo miró.
—Si queréis decir lo que parece que queréis decir, mejor se lo decís al
Gobernador Steed. Puede divertirlo.
—Seguramente me malinterpretáis.
—Eso espero.
—Os enojáis fácilmente. —El doctor pasó su brazo enlazando el de Peter—. Os
aseguro que quiero ser vuestro amigo para ayudaros. Ahora, escuchad. —
Instintivamente su voz bajó de tono—. Esta esclavitud en la que os encontráis debe
ser singularmente fastidioso para un hombre con vuestras dotes.
—¡Qué intuición! —exclamó sardónico el Sr. Blood. Pero el doctor lo tomó
literalmente.
—No soy tonto, mi querido doctor. Reconozco a un hombre cuando lo veo, y a
menudo puedo leer sus pensamientos.
—Si me decís cuáles son los míos, me podréis convencer de eso, —dijo el Sr.
Blood.
El Dr. Whacker se acercó más aún mientras caminaban a lo largo del muelle. Bajó
su voz a un tono aún más confidencial. Sus duros ojos azules examinaban la
sardónica cara morena de su compañero, que le llevaba una cabeza de altura.
—¡Cuán a menudo os he visto mirando al mar, vuestra alma en los ojos! ¿Acaso
no sé lo que pensáis? Si pudierais escapar de este infierno de esclavitud, podríais
ejercer la profesión de la cual sois un ejemplo como un hombre libre con placer y
para vuestro propio beneficio. El mundo es grande. Hay muchas naciones aparte de
Inglaterra donde un hombre con vuestros dones sería cálidamente bienvenido. Hay
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muchas colonias además de estas inglesas. —Bajó la voz aún más hasta que no era
más que un susurro. Sin embargo, no había nadie que pudiera oírlos—. No está muy
lejos la colonia holandesa de Curaçao. En esta época del año el viaje puede ser
llevado a cabo sin peligro en una nave liviana. Y Curaçao puede ser sólo un escalón
para el gran mundo, que estará abierto para vos una vez libre de esta servidumbre.
El Dr. Whacker cesó. Estaba pálido y un poco fuera de aliento. Pero sus ojos
continuaron estudiando a su impávido compañero.
—¿Y entonces?, —dijo después de una pausa—. ¿Qué decís a esto?
Pero Blood no respondió inmediatamente. Su mente estaba en tumulto, y estaba
luchando por calmarla para tener un buen examen de esto que le habían lanzado
creando tan enorme disturbio. Comenzó donde otro hubiera terminado.
—No tengo dinero. Y para eso es necesario una bonita suma.
—¿No os dije que quiero ser vuestro amigo?
—¿Por qué? —preguntó Peter Blood, sin poder entender.
Pero no escuchó la respuesta. Mientras el Dr. Whacker confesaba que su corazón
sangraba al ver a otro doctor languideciendo en la esclavitud, estándole negada la
oportunidad que sus méritos de podían brindar, Peter Blood se lanzó como un águila
sobre la obvia verdad. Whacker y su colega querían deshacerse de alguien que
amenazaba con arruinarlos. La lentitud de decisión nunca fue un defecto de Blood.
Saltaba donde otros se arrastraban. Y entonces este pensamiento de evasión nunca
acariciado hasta el planteamiento del Dr. Whacker, germinó instantáneamente.
—Ya veo, ya veo, —dijo, mientras su compañero todavía estaba hablando,
explicando, y para seguirle la mentira al Dr. Whacker, también él fue hipócrita—. Es
muy noble de vuestra parte, como hermanos, como debe ser entre hombres de
medicina. Desearía hacer lo mismo en un caso similar.
Los duros ojos brillaron, la voz pasó a ser tumultuosa mientras el otro preguntó
demasiado ansiosamente.
—¿Aceptáis, entonces? ¿Aceptáis?
—¿Aceptar? —Blood rió—. Si me apresan y me traen de vuelta, cortarán mis alas
y me marcarán de por vida.
—Seguramente lo cosa vale un poco de riesgo. Más trémula que nunca era la voz
del instigador.
—Seguramente, —aceptó Blood—. Pero se necesita algo más que coraje. Se
necesita dinero. Una chalupa podría ser comprada por veinte libras, quizás.
—Lo tendréis. Serán un préstamo, que nos devolveréis —me devolveréis, cuando
podáis.
El delator —nos— tan rápidamente corregido completó el entendimiento de
Blood. El otro doctor también estaba en el negocio.
Estaban alcanzando la parte habitada del muelle. Rápida, pero elocuentemente,
Blood expresó su agradecimiento, donde sabía que ningún agradecimiento se debía.
—Hablaremos nuevamente de esto, señor —mañana, concluyó—. Me habéis
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abierto las puertas de la esperanza.
En esto por lo menos expresó la pura verdad. Era, realmente, como si una puerta
se hubiera abierto de repente hacia el sol de escapar de una oscura prisión en la que el
hombre había pensado pasar su vida.
Estaba ansioso de estar solo, para enderezar su mente agitada y planear
coherentemente lo que debía hacerse. También debía consultarlo con alguien más. Y
ya sabía con quién. Para semejante viaje necesitaba un navegante y un navegante
estaba a la mano en Jeremy Pitt. Lo primero era el consejo del joven marino, quien
debía asociarse con él en esta tarea si se llevaba a cabo. Durante todo el día su mente
estuvo agitada con esta nueva esperanza, y estaba enfermo de impaciencia para que
llegara la noche y discutir el tema con el compañero elegido. Como resultado, Blood
llegó temprano esa tardecita a la espaciosa valla que encerraba las cabañas de los
esclavos junto con la gran casa blanca del capataz, y encontró la oportunidad de unas
pocas palabras con Pitt, sin ser visto por los demás.
—Esta noche, cuando todos duerman, ven a mi cabina. Tengo algo que decirte.
El joven lo miró, sacudido de su letargo mental en el que últimamente lo
sumergía la vida deshumanizada en la que vivía, por el tono de Blood. Luego asintió
entendiendo, y se separaron.
Los seis meses de vida en la plantación de Barbados habían hecho una marca casi
trágica en el joven marino. Su antiguamente brillante actividad lo había abandonado.
Su rostro se volvía vacío, sus ojos estaban embotados y sin brillo, y se movía de una
forma furtiva, como un perro demasiado golpeado. Había sobrevivido a la mala
alimentación, el excesivo trabajo en una plantación de azúcar bajo un sol sin piedad,
los latigazos del capataz cuando su trabajo decaía, y la mortal vida animal, sin alivio,
a la que estaba condenado. Pero el precio que pagaba por sobrevivir era el precio
usual. Estaba en peligro de convertirse en algo no mejor que un animal, de hundirse
al nivel de los negros que a veces trabajaban a su lado. El hombre, sin embargo,
todavía estaba allí, todavía no estaba inactivo, simplemente torpe por desesperanza; y
el hombre en él rápidamente sacudió la torpeza y despertó a las primeras palabras que
Blood le dijo aquella noche. Despertó y lloró.
—¿Escapar? —jadeó—. ¡Oh Dios! —Tomó su cabeza con sus manos, y comenzó
a sollozar como un niño.
—¡Sh! ¡Calma ahora! ¡Calma! —Blood le recriminó en un suspiro, alarmado por
el llanto del muchacho. Cruzó hasta estar a su lado, y puso una mano sobre su
hombro para contenerlo—. Por amor de Dios, contrólate. Si nos oyen nos azotarán a
los dos por esto.
Entre los privilegios gozados por Blood estaba el de una cabaña para él, y estaban
solos en ella. Pero, después de todo, estaba construida con ramas unidas por lodo, y
su puerta estaba compuesta por cañas de bambú, a través de la cual el sonido pasaba
muy fácilmente. Aunque el predio estaba cerrado en la noche, y todo alrededor
dormía —era pasada la medianoche— una ronda no era imposible, y un sonido de
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voces llevaría a que los descubrieran. Pitt se dio cuenta de ello y controló su estallido
de emoción.
Sentados muy cerca hablaron en susurros por una hora o más, y durante todo ese
tiempo los sentidos de Pitt se fueron despertando, frente a la preciosa perspectiva de
la esperanza. Precisarían reclutar a otros para la empresa, una media docena por lo
menos, diez de ser posible, pero no más.
Debían elegir lo mejor de los sobrevivientes de los hombres de Monmouth que
Bishop había adquirido. Era deseable que conocieran el mar. Pero de éstos había sólo
dos en el infortunado grupo, y su conocimiento no era muy completo. Eran
Hagthorpe, un caballero que había servido en la Marina Real, y Nicholas Dyke, que
había sido un oficial menor en los tiempos del anterior rey, y había otro que había
sido artillero, un hombre llamado Ogle.
Acordaron antes de separarse que Pitt comenzaría con estos tres y luego
procedería a reclutar seis u ocho más. Debía moverse con el mayor cuidado,
sondeando a sus hombres muy a fondo antes de informarles nada, y aún así evitar
darles todos los datos de modo que una traición pudiera desbaratar los planes que
todavía debían ser afinados al detalle. Trabajando con ellos en la plantación, a Pitt no
le faltarían oportunidades para aproximarse a sus compañeros esclavos.
Pitt le aseguró que todo se haría así, y volvió a su propia cabaña y a la paja que le
servía de cama.
Llegando la próxima mañana al muelle, Blood encontró al Dr. Whacker en un
humor generoso. Habiendo consultado con su almohada, estaba preparado para
adelantarle al convicto cualquier suma hasta treinta libras que le permitirían adquirir
un bote capaz de sacarlo de la colonia. Blood expresó su agradecimiento
efusivamente, sin delatar que veía claramente la verdadera razón de la generosidad
del otro.
—No es dinero lo que precisaré, —dijo—, sino el barco mismo. ¿Quién me
vendería un barco e incurrir en las penas de la proclama del Gobernador Steed? ¿La
habéis leído, sin duda?
El rostro del Dr. Whacker se ensombreció. Pensativamente se restregó el mentón.
—La he leído, sí. Y no me animo a procuraros el barco. Puedo ser descubierto. Lo
seré. Y la pena es una multa de doscientas libras además de prisión. Me arruinaría.
¿Lo veis?
Las altas esperanzas en el alma de Blood comenzaron a hundirse. Y la sombra de
la desesperanza oscureció su cara.
—Pero entonces… —vaciló—. Nada se puede hacer.
—No, no: las cosas no están tan desesperadas. —El Dr. Whacker sonrió un poco
con los labios apretados—. He pensado en eso. Debéis ver que el hombre que compre
el bote vaya con vos, así no está acá para contestar preguntas después.
—¿Pero quién irá conmigo salvo hombres en mi misma posición? Lo que yo no
puedo hacer, ellos tampoco.
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—Hay otros detenidos en la isla que no son esclavos. Hay muchos acá por
deudas, y estarían muy felices de abrir sus alas. Hay un sujeto, Nuttall, de profesión
constructor de navíos, a quien conozco y estaría dispuesto a tomar una oportunidad
como la que le podéis brindar.
—¿Pero cómo un deudor podría tener dinero para comprar un bote? La pregunta
se hará.
—Seguramente. Pero si lo organizáis bien, os habréis ido todos antes de que
suceda.
Blood asintió comprendiendo, y el doctor, colocando una mano sobre su manga,
desenvolvió la estratagema que había concebido.
—Os daré el dinero enseguida. Habiéndolo recibido, os olvidaréis que fui yo
quien os lo dio. Tenéis amigos en Inglaterra —parientes tal vez— que os mandaron el
dinero a través de uno de vuestros pacientes en Bridgetown, cuyo nombre como
hombre de honor no divulgaréis bajo ningún concepto porque lo pondríais en un
problema. Ésa es vuestra historia si hay preguntas.
Se detuvo, mirando fijamente a Blood. Blood asintió. Aliviado, el doctor
continuó:
—Pero no habrá preguntas y trabajáis con cuidado. Vos arregláis el tema con
Nuttall. Lo enroláis como uno de vuestros compañeros y un constructor de barcos
puede ser un miembro muy útil para vuestra tripulación. Lo contratáis para encontrar
una chalana[5] cuyo dueño esté dispuesto a vender. Y preparad todo antes de que la
compra se haga efectiva, así podréis escapar antes de que las inevitables preguntas se
formulen. ¿Me seguís?
Tan bien lo siguió Blood que antes de una hora consiguió ver a Nuttall, y
encontró al sujeto tan dispuesto al negocio como había indicado el Dr. Whacker.
Cuando dejó la constructora de navíos, estaba acordado que Nuttall buscaría el bote
requerido, para lo que Blood enseguida tendría el dinero.
La búsqueda llevó más de lo que esperaba Blood, quien esperaba
impacientemente con el oro del doctor oculto encima de su persona. Pero al fin de
tres semanas, Nuttall —con quien se encontraba diariamente— le informó que había
encontrado un a chalana adecuada, y que su dueño estaba dispuesto a venderla por
veintidós libras. Esa nochecita, en la playa, lejos de la vista de todos, Peter Blood le
dio esa suma a su nuevo socio, y Nuttall partió con instrucciones para completar la
compra al fin del día siguiente. Debía traer el bote al muelle, donde cubiertos por la
noche Blood y sus compañeros convictos se reunirían con él y partirían.
Todo estaba pronto. En la tienda, de la que los heridos ya habían sido retirados y
que desde entonces había quedado vacía, Nuttall había escondido las necesarias
provisiones: pan, queso, agua y algunas botellas de vino de Canarias, una brújula,
cuadrante, mapas, reloj de arena, bitácora, cuerdas, un lienzo encerado, algunas
herramientas de carpintero, una linterna y velas. En las empalizada, todo estaba
igualmente pronto. Hagthorpe, Dyke y Ogle habían aceptado unirse a la aventura y
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otros ocho habían sido cuidadosamente reclutados. En la cabaña de Pitt, que
compartía con otros cinco convictos, todos de la partida en busca de la libertad, se
había construido una escala de cuerdas en secreto durante esas noches de espera. Con
ella remontarían el vallado y llegarían al espacio abierto. El riesgo de ser detectados,
haciendo poco ruido, era casi nulo. Aparte de encerrarlos a todos en el vallado de
noche, no había otras precauciones. Después de todo, ¿quién sería tan tonto de
suponer que se podía esconder en la isla? El mayor peligro era ser descubiertos por
los propios compañeros que dejaban atrás. Era por ellos que debían ser cautos y
silenciosos.
El día previsto para ser el último en Barbados fue un día de esperanza y ansiedad
para los doce asociados a la empresa, no más que para Nuttall en la ciudad.
Hacia el atardecer, habiendo visto a Nuttall partir para comprar y traer la chalana
al lugar predeterminado del muelle, Peter Blood llegó despacio hacia el vallado, justo
cuando los esclavos volvían de los campos. Se quedó al lado de la entrada para
dejarlos pasar, y aparte del mensaje de esperanza que brillaba en sus ojos, no tuvo
ninguna comunicación con ellos.
Entró al vallado y mientras los demás rompían la formación y se dirigían a sus
respectivas cabañas, vio al Coronel Bishop hablando con Kent, el capataz. Los dos
estaban de pie en la mitad del espacio verde para el castigo de los esclavos
indisciplinados.
Mientras avanzaba, Bishop giró para mirarlo, rezongando.
—¿Dónde habéis estado todo este tiempo? —ladró, y aunque una nota
amenazante era normal en la voz del Coronel, Blood sintió su corazón apretándose
con aprensión.
—Estuve con mi trabajo en la ciudad, —contestó—. La Sra. Patch tiene fiebre y
El Sr. Dekker se torció un tobillo.
—Envié por vos a lo de Dekker, y no estabais. Os ha dado por haraganear, mi
buen compañero. Tendremos que apuraros uno de estos días si no dejáis de abusar de
la libertad que disfrutáis. ¿Os olvidáis que sois un rebelde convicto?
—No se me da la oportunidad, —dijo Blood, que nunca podía aprender a
contener su lengua—. ¡Por Dios! ¿Seréis atrevido conmigo?
Recordando todo lo que estaba en juego, volviéndose de repente consciente de
que de las cabañas ansiosos oídos escuchaban, instantáneamente practicó una
sumisión inusual.
—No atrevido, señor. Yo… lo lamento que me hayáis estado buscando…
—Sí, y lo lamentaréis más. El Gobernador tiene un ataque de gota, grita como un
caballo herido, y a vos no se os podía encontrar. Vamos, hombre —rápido a la casa
del Gobernador. Se os espera, os digo. Mejor prestadle un caballo, Kent, o tardará
toda la noche en llegar.
Lo empujaron, chocando con una renuencia que no se animaba a mostrar. El
hecho era desafortunado, pero no sin remedio. La fuga estaba prevista para la
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medianoche, y fácilmente estaría de vuelta para entonces. Montó el caballo que Kent
le procuró, con la intención de apurarse lo más posible.
—¿Cómo entraré al vallado, señor? —preguntó al partir.
—No entraréis, —dijo Bishop—. Cuando hayan terminado con vos en la casa del
Gobernador, os darán un catre hasta la mañana.
El corazón de Peter Blood se hundió como una roca en el agua.
—Pero…, —comenzó.
—En marcha, dije. ¿Estaréis allí hablando hasta que oscurezca? Su excelencia os
espera. Y con su caña el Coronel golpeó los ijares del caballo tan brutalmente que la
bestia saltó casi tirando al suelo a su jinete.
Peter Blood partió con un ánimo cercano a la desesperanza. Y había motivos para
ello. Posponer la huida hasta mañana era ahora necesario, y un atraso podía suponer
el descubrimiento de la transacción de Nuttall y la formulación de preguntas de difícil
respuesta.
Tenía la intención de volver en la noche, una vez que su trabajo en la casa del
Gobernador estuviera terminado, y desde fuera del vallado hacer saber a Pitt y los
otros su presencia, y así reunirse con él para que su proyecto pudiera ser llevado a
cabo. Pero en esto no contó con él.
Gobernador, a quien encontró realmente con un severo ataque de gota y un ataque
casi igual de severo de mal humor por la demora de Blood.
El doctor tuvo que quedarse atendiéndolo constantemente hasta bien pasada la
medianoche, cuando finalmente pudo aliviarlo un poco mediante una sangría.
Después de esto se podría haber retirado. Pero Steed no quería oír hablar de ello.
Blood debía dormir en su propia habitación para estar al alcance de la mano en caso
de necesidad. Era el Destino jugándole una mala pasada. Por esa noche la huida debía
ser definitivamente abandonada.
Recién a tempranas horas de la mañana Peter Blood logró hacer una escapada
temporaria de la casa del Gobernador sobre la base de que precisaba ciertos
medicamentos que debía ir a buscar él mismo.
Con este pretexto, hizo una excursión a la ciudad que se despertaba, y fue derecho
a buscar a Nuttall, a quien encontró en un estado de pánico lívido. El desafortunado
deudor, quien había estado sentado esperando toda la noche, creyó que todo se había
descubierto y que su propia ruina estaba involucrada. Peter Blood lo tranquilizó.
—Será esta noche, —dijo, con más seguridad de la que sentía—, aunque tenga
que sangrar al Gobernador hasta la muerte. Estad pronto como la noche pasada.
—¿Pero si hay preguntas mientras tanto? —preguntó Nuttall. Era un hombre
delgado, pálido, de facciones pequeñas, con ojos débiles que ahora parpadeaban
desesperadamente.
—Contestad lo mejor que podáis. Usad vuestro ingenio, hombre. No me puedo
quedar más. Y Peter fue al boticario por sus pretextadas drogas.
Cerca de una hora después de que se había ido vino un oficial de la Secretaría a la
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mísera casucha de Nuttall. El vendedor del bote había —como lo requería la ley
desde la llegada de los rebeldes convictos— debidamente informado la venta en la
oficina de la Secretaría, para obtener el reembolso del depósito de diez libras que
cada tenedor de un barco pequeño debía depositar. La oficina de la Secretaría
pospuso el reembolso hasta obtener confirmación de la transacción.
—Nos han informado que habéis comprado una chalana al Sr. Robert Farrell, —
dijo el oficial.
—Es así., dijo Nuttall, quien consideró que para él esto era el fin del mundo.
—No estáis apurado, parece, para declararlo a la oficina de la Secretaría. El
emisario tenía la adecuada arrogancia burocrática.
Los ojos de Nuttall pestañearon a una velocidad redoblada.
—¿De… declararlo? Conocéis la ley.
—Yo… Yo no sabía, con vuestra licencia.
—Pero está en la proclama publicada el último enero.
—Yo… yo no sé leer, señor. No… no sabía.
—¡Bah! —El mensajero lo cubrió con su desprecio.
—Bueno, ahora estáis informado. Ved de estar en la oficina de la Secretaría antes
del mediodía con diez libras para del depósito que estáis obligado a efectuar.
El pomposo oficial partió, dejando a Nuttall con un sudor frío a pesar del calor de
la mañana. Agradecía que el sujeto no había hecho la pregunta que más temía, que
era cómo él, un deudor, tenía dinero para pagar una chalana. Pero sabía que era
solamente una tregua. La pregunta sería formulada con toda seguridad, y el infierno
se abriría para él. Maldijo la hora en que había sido tan tonto como para escuchar la
charla sobre la huida de Peter Blood. Pensaba que era muy posible que todo la
conspiración fuera descubierta, y el probablemente sería ahorcado, o por lo menos
marcado y vendido como esclavo, tal como esos otros malditos rebeldes convictos,
con quienes había sido tan loco como para asociarse. Si sólo tuviera las diez libras
para la infernal fianza, que hasta el momento no había entrado en sus cálculos, era
posible que todo fuera hecho rápidamente y las preguntas pospuestas hasta más tarde.
Tanto como el mensajero de la Secretaría había pasado por alto el hecho de que era
un deudor, también podían los otros de la oficina de la Secretaría, por lo menos por
un día o dos; y en ese tiempo él podría, esperaba, estar fuera del alcance de sus
preguntas. ¿Pero mientras tanto qué podía hacer sobre este dinero? ¡Y lo tenía que
encontrar antes del medio día!
Nuttall pescó su sombrero, y salió a buscar a Peter Blood. ¿Pero a dónde?
Vagando sin rumbo por la irregular callejuela sin pavimento, se animó a preguntar a
uno o dos si habían visto a Blood esa mañana. Pretendió no estar sintiéndose muy
bien, y realmente su apariencia lo sostenía. Nadie le pudo dar información; y como
Blood nunca le había contado la parte de Whacker en el negocio, pasó con su triste
ignorancia por delante de la puerta del único hombre en Barbados que gustosamente
lo habría salvado de su problema.
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Finalmente se determinó a ir a la plantación del Coronel Bishop. Probablemente
Blood estaría allí. Si no, Nuttall encontraría a Pitt, y le dejaría un mensaje con él.
Conocía a Pitt y sabía de su participación en el negocio. Su pretexto para ver a Blood
sería que necesitaba asistencia médica.
Al mismo tiempo que salía, insensible en su ansiedad al hirviente calor, para subir
a las alturas del norte de la ciudad, Blood dejaba la casa del Gobernador finalmente,
habiendo aliviado tanto la condición del Gobernador que le permitieron irse.
Teniendo un caballo, hubiera podido, si no fuera por un inesperado retraso, llegar al
vallado antes de Nuttall, en cuyo caso muchos eventos infelices se podrían haber
evitado. El inesperado retraso fue ocasionado por la Srta. Arabella Bishop.
Se encontraron en el portón del exuberante jardín de la casa del Gobernador, y la
Srta. Bishop, que iba a caballo, se sorprendió de ver a Peter Blood también
montando. Sucedió que él estaba de buen humor. El hecho de que la condición del
Gobernador había mejorado tanto como para devolverle su libertad de movimiento
había bastado para eliminar la depresión bajo la que había estado trabajando hacía
más de doce horas. En su rebote, el mercurio de su ánimo se había elevado más de lo
que las circunstancias merecían. Estaba dispuesto a ser optimista. Lo que había
fallado la noche anterior ciertamente no fallaría esta noche. ¿Qué era un día, después
de todo? La oficina de la Secretaría podía dar inconvenientes, pero no reales
inconvenientes por otras veinticuatro horas por lo menos, y por entonces estarían muy
lejos.
Esta alegre confianza fue su primer desgracia. La segunda fue que su buen humor
era compartido por la Srta. Bishop, y que ella no tenía rencor. Las dos cosas se
unieron para provocar el retraso con sus deplorables consecuencias.
—Buenos días, señor, —lo saludó ella agradablemente—. Hace cerca de un mes
que no os veo.
—Veintiún días exactamente, —dijo él—. Los he contado.
—Os aseguro que estaba empezando a creer que habíais muerto.
—Os agradezco la corona.
—¿La corona?
—Para adornar mi tumba, —explicó.
—¿Siempre debéis bromear? —preguntó con curiosidad, y lo miró gravemente,
recordando que sus bromas en la última ocasión la había llevado al enojo.
—Un hombre debe a veces reírse de sí mismo o se vuelve loco, —dijo—. Pocos
se dan cuenta. Por esto hay tantos hombres locos en el mundo.
—Podéis reíros de vos a vuestro gusto, señor. Pero a veces creo que os reís de mí,
lo que no es amable.
—Entonces, por mi fe, estáis equivocada. Sólo me río de lo cómico, y vos no sois
para nada cómica.
—¿Qué soy, entonces?, —preguntó, riendo.
Por un momento la observó, tan fresca y bella, tan completamente femenina y sin
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embargo tan completamente franca y sin dobleces.
—Vos sois, —dijo—, la sobrina del hombre que me posee como su esclavo. Pero
hablaba con tono ligero. Tan ligero que ella se sintió animada a insistir.
—No, señor, eso es una evasión. Debéis contestarme con la verdad esta mañana.
—¿Con la verdad? Contestaros ya es un esfuerzo. ¡Pero con la verdad! Bueno,
debo decir de vos que será afortunado quien se cuente como vuestro amigo. En su
mente había algo más para agregar. Pero lo dejó allí.
—Eso es muy amable, —dijo ella—. Tenéis un buen gusto para los cumplidos, Sr.
Blood. Otro en vuestro lugar…
—Por mi fe, vamos, ¿acaso no sé lo que otro hubiera dicho? ¿Acaso no conozco a
los hombres?
—A veces creo que sí, y a veces creo que no. De todos modos, no conocéis a las
mujeres. Estuvo ese caso de los españoles.
—¿Nunca os olvidaréis?
—¡Nunca!
—Mala elección de vuestra memoria. ¿No hay nada bueno en mí que rescatar en
su lugar?
—¡Oh, muchas cosas!
—¿Por ejemplo? Estaba casi ansioso.
—Habláis excelente Español.
—¿Eso es todo? —dijo con desilusión.
—¿Dónde lo aprendisteis? ¿Habéis estado en España?
—Eso sí. Estuve dos años en una prisión española.
—¿En prisión? —Su tono demostraba reservas con las que no quería dejarla.
—Un prisionero de guerra, —explicó—. Fui apresado peleando con los franceses,
al servicio de Francia, quiero decir.
—¡Pero sois un doctor! —exclamó ella.
—Eso es meramente una diversión, creo. De profesión son un soldado —por lo
menos es una profesión que seguí por diez años. No me dio gran cosa, pero me sirvió
mejor que la medicina, la que, como podéis observar, me llevó a la esclavitud. Creo
que a los Cielos les resulta más agradable que se mate gente que se la cure. Seguro
debe ser así.
—¿Pero cómo llegasteis a ser un soldado, y servir a los franceses?
—Soy irlandés, como veis, y estudié medicina. Por lo tanto —como estamos en
una nación perversa… Oh, pero es una larga historia, y el Coronel espera mi regreso.
Pero ella no iba a aceptar ser defraudada en su entretenimiento. Si esperaba un
momento cabalgarían juntos de regreso. Había venido solamente para preguntar por
la salud del Gobernador, a pedido de su tío.
Así que la esperó, y volvieron juntos a la casa del Coronel Bishop. Marchaban
muy lentamente, al paso, y alguno que pasó se maravilló de ver al doctor-esclavo
aparentemente en términos tan íntimos con la sobrina de su dueño. Uno o dos tal vez
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se prometió dejarle caer algún comentario al Coronel. Pero los dos marchaban
olvidados de todos los demás esa mañana. Él le contaba la historia de sus turbulentos
días de joven, y al final explicó más completamente de lo que había hecho hasta
ahora cómo había sido arrestado y juzgado.
La historia estaba apenas terminada cuando llegaron a la puerta del Coronel y
desmontaron, Peter Blood devolviendo su jaca a uno de los mozos de cuadra negros,
quien informó que el Coronel no estaba en la casa de momento.
Incluso entonces se demoraron un momento, al detenerlo ella.
—Lamento, Sr. Blood, que no supe antes, —dijo, y había una sospechosa
humedad en sus claros ojos almendra. Con una directa amigabilidad le tendió su
mano.
—¿Por qué, qué diferencia hubiera hecho? —preguntó él.
—Alguna, creo. Habéis sido duramente tratado por el Destino.
—Oh, pero… —Se detuvo. Sus agudos ojos de zafiro la observaron fijamente un
momento bajo sus frente oscura—. Podría haber sido peor, —dijo, con un significado
que trajo un tinte de color a las mejillas de ella y un temblor a sus párpados.
Se inclinó a besar su mano antes de liberarla, y ella no se lo prohibió. Luego se
dio vuelta y caminó hacia el vallado una media milla de distancia, y la visión de su
rostro fue con él, teñida con un rubor creciente y una timidez inusual. Olvidó en ese
pequeño instante que era un rebelde convicto con diez años de esclavitud por delante;
olvidó que había planeado escapar, lo que debía ser llevado a cabo esa noche, olvidó
incluso el peligro de ser descubierto que debido a la gota del Gobernador ahora lo
rondaba.
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Capítulo VII
Piratas
L Sr. James Nuttall marchó a toda velocidad, sin hacer caso al calor, desde
Bridgetown hasta la plantación del Coronel Bishop, y si algún hombre fue
creado para caminar rápido en un clima cálido, ése fue el Sr. James Nuttall,
con su corto y delgado cuerpo y su largas y huesudas piernas. Tan enjuto era que era
difícil creer que había algún fluido en él, pero fluidos debía haber porque llegó
sudando violentamente cuando alcanzó el vallado.
A la entrada casi choca con el capataz Kent, un rechoncho animal con las piernas
combas, los brazos de Hércules y la quijada de un bulldog.
—Busco al Capitán Blood, —anunció sin aliento.
—Estáis muy apurado, —gruñó Kent—. ¿Qué demonios ocurre? ¿Mellizos?
—¿Eh? ¡Oh! No, no. No estoy casado, señor. Es un primo mío, señor.
—¿Qué le pasa?
—Está muy mal, señor, —Nuttall mintió rápidamente sobre la clave que el mismo
Kent le había permitido—. ¿Está aquí el doctor?
—Aquélla es su cabaña. —Kent indicó sin cuidado—. Si no está allí, estará en
otro lado. Y se fue. Era una áspera bestia sin gracia en todo momento, más rápido con
su látigo que con su lengua.
Nuttall lo vio irse con satisfacción, e incluso tomó nota de qué camino había
tomado. Luego se dirigió a la cabaña, para verificar con mortificación que el Dr.
Blood no estaba. Un hombre con buen sentido se hubiera sentado a esperar, juzgando
que era la manera más rápida y segura de lograr su propósito. Pero Nuttall no tenía
buen sentido. Corrió afuera del vallado nuevamente, duró por un momento sobre qué
dirección tomar, y finalmente decidió ir a cualquier lado menos por donde había
salido Kent. Corrió a través de la reseca pradera hacia la plantación de azúcar que se
veía sólida como una muralla y brillando dorada en el encandilante sol de junio.
Había caminos que se cruzaban dentro de los bloques de la caña madura color ámbar.
En la distancia por uno de ellos, vio algunos esclavos trabajando. Nuttall entró por la
avenida y se dirigió a ellos. Lo miraron sin expresión cuando pasó a su lado. Pitt no
estaba entre ellos, y no se animó a preguntar por él. Continuó su búsqueda por casi
una hora, yendo y viniendo por esos caminos. Una vez lo vio uno de los custodias y
le ordenó que le dijera qué hacía. Buscaba, dijo, al Dr. Blood. Su primo estaba
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enfermo. El custodia le dijo que se fuera al diablo y saliera de la plantación. Blood no
estaba allí. Si estaba en algún lado, sería en su cabaña.
Nuttall pasó de largo, aceptando que se iría. Pero fue en la dirección equivocada;
fue hacia el lado de la plantación más lejano del vallado, hacia los densos bosques
que bordeaban la plantación. El custodia fue muy desdeñoso y tal vez muy cansado
por el calor del mediodía que se acercaba para corregir su curso.
Nuttall llegó al fin del camino, y dobló por la esquina, para encontrarse con Pitt,
solo, trabajando con una pala de madera en un canal de irrigación. Un para de
calzoncillos de algodón, sueltos y andrajosos lo vestía de la cintura a la rodilla; por
encima y por debajo estaba desnudo, salvo por un ancho sombrero de paja que
protegía su dorada cabeza de los rayos del sol tropical. Al verlo, Nuttall dio gracias
en voz alta a su Creador. Pitt lo miró, y el constructor de barcos desparramó sus
tristes noticias con triste tono. La conclusión era que debía recibir diez libras de
Blood esa misma mañana o estaban todos condenados. Y todo lo que logró por sus
fatigas y su sudor fue la condenación de Jeremy Pitt.
—¡Maldito seáis por tonto! —dijo el esclavo—. ¿Si es a Blood a quien buscáis,
por qué perdéis el tiempo acá?
—No puedo encontrarlo, —se quejó Nuttall. Estaba indignado por el
recibimiento. Olvidó el estado de los nervios del otro después de una noche de vigilia
ansiosa terminando en un alba de desilusión—. Pensé que vos…
—¿Pensasteis que puedo largar mi pala e ir a buscarlo para vos? ¿Eso es lo que
pensasteis? ¡Mi Dios!, que nuestras vidas puedan depender de un cabeza dura.
Mientras perdéis el tiempo aquí, las horas pasan. Y si un custodia os coge hablando
conmigo, ¿cómo lo explicareis?
Por un instante Nuttall quedó sin habla por tanta ingratitud. Luego explotó.
—Le pediría al Cielo no haber tenido nada que ver en este tema. ¡Lo desearía!
Deseo que…
Qué otra cosa deseaba nunca se supo, porque en ese momento del bloque de cañas
surgió un hombre grande vestido de tafeta color caramelo seguido por dos negros con
calzoncillos de algodón armados con machetes. No estaba ni a diez yardas, pero su
aproximación sobre el suave pasto no había sido escuchada.
El Sr. Nuttall miró desorbitado hacia ese lado e inmediatamente corrió como un
conejo hacia el bosque, haciendo lo más estúpido y delatador que en esas
circunstancias era posible para él hacer. Pitt gimió y se quedó quieto, apoyándose en
su pala.
—¡Alto ahí! —rugió el Coronel Bishop al fugitivo, y añadió horribles amenazas
junto con otras retóricas indecencias.
Pero el fugitivo siguió su carrera, sin siquiera girar su cabeza. Su última
esperanza era que el Coronel Bishop no hubiera visto su cara; porque el poder y la
influencia del Coronel Bishop era más que suficiente para colgar a cualquier hombre
que él pensara que estaba mejor muerto.
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Recién cuando el fugitivo desapareció en el chaparral el hacendado se recuperó lo
suficiente de su asombro indignado como para recordar a los dos negros que seguían
sus talones como sabuesos. Era una custodia sin la que nunca se movía en sus
plantaciones desde que un esclavo lo había atacado y casi estrangulado un par de
años atrás.
—¡Tras él, negros marranos! —les rugió. Pero en cuanto arrancaron, los detuvo
—. ¡Esperad! ¡Maldito sea!
Se le había ocurrido que para capturar al sujeto no era necesario ir tras él, y tal
vez perder un día cazándolo en ese bosque endemoniado. Estaba Pitt al alcance de la
mano, y Pitt le debía dar la identidad de su vergonzoso amigo, y también el motivo de
la conversación íntima y secreta que él había perturbado. Pitt, por supuesto, no estaría
dispuesto. Peor para Pitt. El ingenioso Coronel Bishop conocía una docena de
maneras —algunas muy entretenidas— de vencer la terquedad de esos perros
convictos.
Dirigió al esclavo un rostro inflamado por calor interno y externo, y un para de
ojos alumbrados por cruel inteligencia. Caminó hacia delante balanceando su ligero
bastón de bambú.
—¿Quién era ese fugitivo? —preguntó con terrible suavidad. Jeremy Pitt dejó
caer su cabeza un poco y movió con incomodidad sus pies descalzos. Vanamente
buscó una respuesta en una mente que no podía hacer otra cosa que maldecir la
idiotez del Sr. James Nuttall.
La caña de bambú cayó en los desnudos hombros del muchacho con fuerza
lacerante.
—¡Contéstame, perro! ¿Cuál es su nombre?
Jeremy miró al corpulento hacendado con ojos huraños, casi desafiantes.
—No sé, —dijo, y en su voz había un indicio de la rebeldía nacida en él por el
golpe que no se animaba, por salvar su vida, a devolver. Su cuerpo había
permanecido sin doblegarse bajo él, pero su espíritu se sacudía en tormento.
—¿No sabes? Bueno, esto es para apurar tu memoria. —Nuevamente descendió
la caña—. ¿Has pensado en su nombre ya?
—No lo he hecho.
—Testarudo, ¿eh? —Por un momento el Coronel lo miró de reojo. Luego su
pasión lo dominó—. ¡Tú perro desvergonzado! ¿Juegas conmigo? ¿Crees que te
puedes burlar de mí?
Pitt se encogió de hombros, movió sus pies nuevamente, y se encerró en un
silencio tenaz. Pocas cosas son más provocativas; y el temperamento del Coronel
Bishop no requería nunca mucha provocación. Furia bestial se despertó en él.
Fieramente ahora azotó esos hombros sin defensa, acompañando cada golpe con una
blasfemia, hasta que, golpeado más allá de lo tolerable, los rescoldos de su hombría
se despertaron en una llama momentánea y Pitt saltó sobre su torturador.
Pero cuando saltó, también saltaron los negros guardianes. Brazos de músculos de
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bronce se enroscaron haciendo crujir el frágil cuerpo blanco, y en un momento el
infeliz esclavo estuvo impotente, sus muñecas atadas a su espalda con una correa de
cuero.
Respirando con dificultad, su cara veteada, Bishop lo estudió un momento.
Luego:
—¡Llévenlo! —dijo.
Por la larga avenida, entre los dorados paredones de caña de unos ocho pies de
altura, el desgraciado Pitt fue empujado por sus negros captores, observado con ojos
llenos de miedo por su compañeros esclavos trabajando allí. La desesperación iba con
él. Qué tormentos lo esperaban inmediatamente le importaba poco, aunque sabía que
serían horribles. La fuente real de su angustia mental residía en la convicción de que
el elaborado plan de fuga de este insoportable infierno se había frustrado ahora en el
mismo momento de su ejecución.
Llegaron a la verde pradera y se dirigieron al vallado y a la blanca casa del
capataz. Los ojos de Pitt miraron a la bahía Carlisle, de la que había una vista clara
desde esta pradera. Amarradas al muelle había una serie de pequeños botes y Pitt se
encontró a sí mismo preguntándose cuál de ésas sería la chalana en la que con un
poco de suerte estarían ahora en el mar. Con enorme tristeza miró ese mar.
En la entrada al puerto, empujada por una brisa suave que escasamente rizaba la
superficie color zafiro del Caribe, llegaba una fragata de rojo maderamen, con la
bandera Inglesa en alto.
El Coronel Bishop se detuvo a mirarla, haciéndose sombra con su carnosa mano.
Aunque la brisa era muy leve, el navío no desplegaba velas más allá de la principal,
Las demás estaban arriadas, dejando una clara vista de sus líneas majestuosas, desde
su torre de mando hasta su espolón que brillaba en el enceguecedor sol.
Un avance tan tranquilo suponía un patrón poco conocedor de estas aguas, quien
prefería arrastrarse con cautela, sondeando su camino. A este ritmo demoraría una
hora, tal vez, antes de anclar en el puerto. Y mientras el Coronel la observaba, tal vez
admirando su graciosa belleza, Pitt fue llevado al vallado y atado al palo que esperaba
a los esclavos que necesitaban corrección.
El Coronel Bishop lo siguió prontamente, con paso tranquilo.
—Un perro amotinado que muestra sus colmillos a su amo debe aprender buenas
maneras con un látigo, —fue todo lo que dijo antes de ubicarse en el lugar del
verdugo.
Que con sus propias manos llevara a cabo lo que la mayoría de los hombres de su
posición dejarían, por respeto a sí mismos, en manos de los negros, da la medida de
su bestialidad. Fue casi saboreando, como gratificando algún salvaje instinto de
crueldad, que ahora azotó a su víctima en la cabeza y hombros. Pronto su caña se fue
rompiendo por la violencia. Conocéis, tal vez, el golpe de un bambú flexible cuando
está entero. ¿Pero os dais cuenta su cualidad asesina cuando se ha quebrado en varios
filos, cada uno como afilado como un cuchillo?
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Cuando, finalmente, por puro cansancio, el Coronel Bishop tiró los pedazos en los
que la caña se había transformado, la espalda del infeliz esclavo sangraba en carne
viva desde el cuello a la cintura.
Mientras tuvo la total conciencia, Jeremy Pitt no hizo ningún sonido. Pero a
medida que sus sentidos se fueron piadosamente durmiendo, se inclinó hacia delante,
y ahora colgaba en un acurrucado montón, gimiendo débilmente.
El Coronel Bishop, se acercó y se inclinó sobre su víctima, una sonrisa cruel en su
grosero rostro.
—Que eso te enseñe la adecuada sumisión, —dijo—. Y ahora, en relación a ese
tímido amigo tuyo, te quedarás aquí sin comida ni agua. Sin comida ni agua, ¿me
oyes?, hasta que dispongas decirme su nombre y ocupación. —Sacó su pie de la
baranda—. Cuando tengas suficiente de esto, avísame, que tenemos los hierros
candentes para ti.
Con eso giró sobre sus talones, y salió caminando del vallado, seguido de sus
negros.
Pitt lo había escuchado, como escuchamos en un sueño. Por el momento estaba
tan quebrado por su cruel castigo, y tan honda era la desesperación en la que había
caído, que no le importaba si vivía o moría.
Pronto, sin embargo, del sopor en que el dolor piadosamente inducía, una nueva
variedad de dolor lo despertó. El poste se encontraba en un predio abierto bajo los
rayos inclementes del sol tropical que se hundían en su carne lacerada hasta que
sintió como si la cruzaran con fuego. Y pronto, se sumó otro tormento aún más
indecible. Moscas, las crueles moscas de las Antillas, atraídas por el olor de la sangre,
bajaron como una nube sobre él.
No sorprende que el Coronel Bishop, quien conocía tan bien el arte de soltar
lenguas testarudas, no consideró necesario otro tipo de tortura. Toda su cruel
naturaleza no podía configurar un tormento más cruel que el que la naturaleza le
procuraba a un hombre en la condición de Pitt.
El esclavo se dobló en el poste hasta que estuvo en peligro de quebrarse las
piernas, y gritando en agonía.
Así lo encontró Peter Blood, como si se materializara ante sus ojos. El Sr. Blood
llevaba una gran hoja de palma. Habiendo sacudido con ellas las moscas que
devoraban la espalda de Jeremy, la colgó del cuello de Pitt con una tira de fibra, y así
lo protegió de futuros ataques como de los rayos del sol. Luego, sentándose a su lado,
colocó la cabeza del sufriente en su propio hombro y baño su cara con agua fresca de
una vasija. Pitt se estremeció y se quejó con un gran respiro.
—¡Bebe! —murmuró—. ¡Bebe, por amor de Cristo! —La vasija fue llevada a sus
labios temblorosos. Bebió ávida, ruidosamente, y no paró hasta haber vaciado el
recipiente. Más freso y revivido por el agua, intentó sentarse.
—¡Mi espalda! —gritó.
Había una luz inusual en los ojos del Sr. Blood; sus labios estaban apretados. Pero
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cuando los separó para hablar, su voz llegó fría y calma.
—Tranquilo, ahora. Una cosa por vez. Tu espalda no se está lastimando más al
presente, porque la cubrí. Quiero saber qué te pasó. ¿Crees que podemos estar sin un
navegante que vas y provocas a la bestia de Bishop hasta que casi te mata?
Pitt se sentó y se quejó nuevamente. Pero esta vez su angustia era mental más que
física.
—No creo que se necesite un navegante ahora, Peter.
—¿Qué es eso? —exclamó el Sr. Blood.
Pitt explicó la situación tan brevemente como pudo, con un habla entrecortada y
sin aliento.
—Debo pudrirme aquí hasta que le diga la identidad de mi visitante y el motivo.
El Sr. Blood se puso de pie, gruñendo en su garganta.
—¡Maldito sea el sucio negrero! —dijo—. Pero esto hay que arreglarlo de todos
modos. ¡Al diablo con Nuttall! Dé o no la fianza, explique o no explique el negocio,
la barca está en el muelle, y nosotros nos vamos y tú vienes con nosotros.
—Sueñas, Peter, —dijo el prisionero—. No nos vamos esta vez. Los magistrados
confiscarán el bote porque la fianza no está paga, aun cuando Nuttall no confiese el
plan por la presión, y terminemos todos con una marca en nuestra frente.
El Sr. Blood se dio vuelta, y con agonía en sus ojos miró al mar sobre cuyas aguas
azules había esperado con tanta ansiedad estar pronto viajando a la libertad.
El gran navío rojo se había acercado considerablemente por ahora. Lenta,
majestuosamente, estaba entrando a la bahía. Ya una o dos chalanas estaban zarpando
del muelle para abordarla. Desde donde se encontraba, el Sr. Blood pudo ver el brillo
de sus cañones de bronce montados en la proa sobre el curvado mascarón, y pudo
vislumbrar la figura de un marino inclinándose para dirigir la maniobra.
Una voz enojada lo sacó de sus desdichados pensamientos.
—¿Qué diablos estás haciendo?
El Coronel Bishop volvía al vallado, sus negros lo seguían siempre.
El Sr Blood volvió su cara a él, y sobre las oscuras facciones —que, realmente,
estaban ahora bronceadas al marrón dorado de un Indio— cayó una máscara.
—¿Haciendo? —dijo suavemente—. Pues, las obligaciones de mi oficio.
El Coronel, avanzando furiosamente, observó dos cosas. La vasija vacía en el
asiento al lado de su prisionero, y la hoja de palma protegiendo su espalda.
—¿Te has animado a hacer esto? —Las venas en al frente del hacendado
sobresalían como cuerdas.
—Por supuesto que lo he hecho. El tono del Sr. Blood era de una débil sorpresa.
—Dije que no tendría comida ni agua hasta que yo lo ordenara.
—Pero yo no os escuché decirlo.
—¿No me escuchaste? ¿Cómo me habrías escuchado cuando no estabas acá?
—¿Y entonces cómo esperáis que conozca vuestras órdenes? —El tono del Sr
Blood estaba realmente agraviado—. Todo lo que vi es que uno de vuestros esclavos
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estaba siendo asesinado por el sol y las moscas. Y entonces me dije, éste es uno de
los esclavos del Coronel y yo soy el doctor del Coronel, y seguramente es mi deber
cuidad la propiedad del Coronel. Entonces le di al joven un poco de agua y cubrí su
espalda del sol. ¿No estuve acertado, entonces?
—¿Acertado? —El Coronel estaba casi sin habla.
—¡Calma, ahora, calma! —El Sr. Blood le imploró—. Tendréis una apoplejía si
os dejáis llevar con un calor como éste.
El hacendado lo sacó de su camino con una imprecación, y sacó la hoja de palma
de la espalda de su prisionero.
—En nombre de la humanidad, ahora… —Blood comenzaba.
El Coronel giró hacia él con furia.
—¡Fuera de esto! —ordenó—. Y no te acerques a él si no te lo ordeno, si no
quieres ser tratado de la misma manera.
Estaba terrorífico en su amenaza, en su arrogancia conociendo su poder. Pero
Blood nunca se amilanaba. Se le ocurrió al Coronel, cuando se vio mirado fijamente
por esos ojos azules que parecían tan raros en esa cara tostada —como pálidos zafiros
colocados en cobre— que este bribón se estaba volviendo presuntuoso de un tiempo a
esta parte. Era algo que debía corregir. Mientras tanto, Blood estaba hablando
nuevamente, su tono calmado e insistente.
—En nombre de la humanidad, —repitió—, me permitiréis hacer lo que puedo
para aliviar su sufrimiento, u os juro que olvidaré al instante mis deberes de médico,
y no atenderé ningún otro paciente en esta isla infecta.
Por un instante, el Coronel estaba demasiado sorprendido para hablar. Luego:
—¡Por Dios!, —rugió—. ¿Osas tomar ese tono conmigo, perro? ¿Osas
imponerme condiciones?
—Lo hago. —Los firmes ojos azules miraban de frente a los del Coronel, y había
un demonio asomándose en ellos, el demonio de la temeridad que nace de la
desesperanza.
El Coronel Bishop lo consideró por un largo momento en silencio.
—He sido muy blando contigo, —dijo finalmente—. Pero se corregirá. —Apretó
sus labios—. Os golpearán con una varilla, hasta que no haya una pulgada de piel en
su sucia espalda.
—¿Haréis eso? ¿Y que hará el Gobernador Steed, entonces?
—No eres el único doctor en la isla.
Blood rió.
—¿Y le diréis eso a su excelencia, con la gota tan mal en sus pies que no puede
estarse en pie? Sabéis perfectamente que no tolerará otro doctor, siendo un hombre
inteligente sabe lo que es bueno para él.
Pero la pasión bestial del Coronel tan removida no era fácilmente aplacada.
—Si estás vivo cuando mis negros terminen contigo, tal vez recuperarás la razón.
Se volvió a sus negros para dar una orden. Pero nunca fue dada. En ese momento
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un terrible trueno ahogó su voz y sacudió el aire. El Coronel Bishop saltó, sus negros
saltaron con él, y o mismo hizo el aparentemente imperturbable Sr. Blood. Luego los
cuatro miraron juntos hacia el mar.
Allá abajo en la bahía todo lo que se podía ver del gran barco, ahora a distancia
de un cable del fuerte, eran sus mástiles envueltos en una nube de humo. De los
riscos una bandada de asustadas gaviotas se habían levantado y volaban gritando su
alarma.
Mientras estos hombres miraban desde la altura en la que se encontraban, sin
entender lo que había sucedido, vieron la bandera de Inglaterra bajar del mástil
principal y desaparecer en la nube que crecía. Un instante más tarde, y a través de la
nube se vio en reemplazo de ella la bandera roja y dorada de Castilla. Y entonces
entendieron.
—¡Piratas! —rugió el Coronel, y nuevamente—. ¡Piratas!
Miedo e incredulidad sonaban en su voz. Había palidecido bajo su bronceado sol
hasta que su cara estuvo del color de arcilla, y había una furia salvaje en sus ojillos.
Sus negros lo miraban, sonriendo estúpidamente, todo dientes y pupilas.
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Capítulo VIII
Españoles
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trotando tras él.
Blood giró hacia Jeremy Pitt. Rió desagradablemente.
—Bueno, —dijo— eso es lo que llamo una interrupción a tiempo. Sólo que lo que
salga de ella, —añadió como un comentario adicional—, solamente el diablo lo sabe.
Mientras una tercera descarga tronaba, recogió la hoja de palma y
cuidadosamente la volvió a colocar en la espalda de su compañero esclavo.
Y entonces llegó al vallado Kent, sudando y sin aliento, seguido de la mayor parte
de los trabajadores de la plantación, algunos negros, y todos en estado de pánico. Los
llevó a la pequeña casa blanca, para traerlos afuera nuevamente después de un
instante, armados ahora con mosquetes y algunos equipados con bandoleras.
Por este tiempo, los rebeldes convictos también llegaban, de a dos y de a tres,
habiendo abandonado su trabajo al verse sin custodias y sintiendo el espanto general.
Kent se detuvo un momento, mientras su guardia velozmente armada se lanzaba
hacia delante, para dar una orden a los esclavos.
—¡A los bosques!, —les ordenó—. Tomen hacia los bosques, y quédense allí
hasta que esto termine, y hayamos apresado esta basura española.
Después de eso salió apurado tras sus hombres, quienes se sumaron a los que se
agrupaban en la ciudad, para enfrentarse y superar a las partidas españolas que
desembarcaran.
Los esclavos lo habrían obedecido al instante si no hubiera sido por Blood.
—¿Para qué apurarse, y con este calor?, —dijo. Estaba sorprendentemente calmo,
pensaron—. Tal vez no haya necesidad de esconderse en los bosques y, de todos
modos, habrá tiempo suficiente para hacerlos cuando los españoles sean los dueños
del pueblo.
Y entonces, unido ahora con los otros rezagados, y sumando entre todos una
veintena —rebeldes convictos todos— se quedaron a observar desde su ventajoso
lugar la fortuna de la furiosa batalla que se libraba allá abajo.
El desembarco fue recibido por la milicia y por cada isleño capaz de empuñar un
arma, con la fiera resolución de hombres que saben que no habría clemencia en caso
de derrota. La crueldad del soldado español era proverbial, y ni siquiera en sus peores
momentos habían Morgan o L’Ollonais jamás perpetrado horrores como los que eran
capaces de realizar estos caballeros de Castilla.
Pero este comandante español conocía su oficio, que era más de los que
honestamente se podía decir de la Milicia de Barbados. Con la ventaja de la sorpresa,
que puso de un golpe al fuerte fuera de acción, pronto les mostró quién era el dueño
de la situación. Sus cañones se dirigieron ahora al espacio abierto detrás de muelle,
donde el incompetente Bishop había reunido a sus hombres, y redujeron a la milicia a
sangrientos jirones, cubriendo a las partidas de desembarco que llegaban a la costa en
sus propios botes y en los de los que se habían acercado al barco antes de que su
identidad fuera revelada.
A lo largo de la quemante tarde siguió la batalla, el ruido de los mosquetes
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penetrando cada vez más en la ciudad para mostrar que los defensores estaban siendo
obligados continuamente a replegarse. Al atardecer, doscientos cincuenta españoles
eran dueños de Bridgetown, los isleños estaban desarmados, y en la casa del
Gobernador, el Gobernador Steed —olvidada su gota por el pánico— junto con el
Coronel Bishop y otros oficiales menores, estaba siendo informado por Don Diego,
con una urbanidad que era en sí misma una burla, la suma que requería por rescate.
Por cien mil monedas de oro y cincuenta cabezas de ganado, Don Diego se
abstendría de reducir el lugar a cenizas. Y mientras el educado comandante arreglaba
estos detalles con el apopléjico Gobernador inglés, los españoles arrasaban,
festejaban, bebían y saqueaban a su terrible manera.
Blood, con gran osadía, se aventuró al atardecer a la ciudad. Lo que vio allí está
registrado por Jeremy Pitt a quien se lo contó en ese voluminoso libro del que la
mayor parte de mi narración se deriva. No tengo intenciones de repetirlo aquí. Es
demasiado detestable y nauseabundo, increíble, verdaderamente, que los hombres
puedan por algún motivo descender a semejante abismo de crueldad y lujuria.
Lo que vio lo hizo huir rápidamente, pálido, de ese infierno, cuando en una
estrecha callejuela una joven lo atropelló, sus ojos desorbitados, su cabello suelto tras
ella mientras corría. Atrás de ella, riendo y jurando en el mismo aliento, venía un
español de gruesas botas. Estaba casi sobre ella cuando de repente Blood se puso en
su camino. El doctor había tomado una espada de un hombre muerto un rato antes y
se había armado con ella por una emergencia.
Cuando el español frenó con furia y sorpresa, vio en la luz del atardecer el brillo
de la espada que Blood había rápidamente desenvainado.
—¡Ah, perro inglés! —gritó, y se abalanzó a su muerte.
—Espero estéis en un estado adecuado para encontraros con vuestro Hacedor, —
dijo Blood y lo atravesó con la espada. Lo hizo con oficio: con la combinada
habilidad del espadachín y el cirujano. El hombre se hundió en una pila casi sin un
quejido.
Blood giró a la joven, que se recostaba jadeando y sollozando contra una pared.
La tomó por la muñeca.
—¡Venid!, —dijo.
Pero ella se resistió con todo su peso.
—¿Quién sois vos? —preguntó asustada.
—¿Esperaréis a ver mis credenciales? —le dijo fuertemente. Había pasos que se
acercaban tras la esquina por la que había pasado la joven escapando del rufián
español—. Venid —la urgió nuevamente. Y esta vez, tal vez tranquilizada por su
claro acento inglés, fue sin otras preguntas.
Corrieron por el callejón y luego por otro, sin encontrar a nadie por gran fortuna,
porque ya estaban en las afueras de la ciudad. Salieron finalmente de ella, y el pálido,
físicamente enfermo, Blood casi la arrastró por la colina hacia la casa del Coronel
Bishop. Le contó rápidamente quién y qué era, y luego no hubo más conversación
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entre ellos hasta que llegaron a la gran casa blanca. Todo estaba en oscuridad, lo que
por lo menos era tranquilizador. Si los españoles hubieran llegado, habría luz. Golpeó
la puerta, pero tuvo que golpear nuevamente y luego otra vez antes de que le
contestaran. Y entonces fue por una voz desde una ventana en el piso de arriba.
—¿Quién está allí? La voz era la de la Srta. Bishop, un poco trémula, pero sin
duda su voz.
Blood casi se desmayó de alivio. Había estado imaginando lo inimaginable. Se la
había imaginado en ese infierno del que había salido recién. Pensaba que podía haber
seguido a su tío a Bridgetown, o cometido alguna otra imprudencia, y había quedado
helado de pies a cabeza por el solo pensamiento de lo que le podía haber sucedido.
—Soy yo, Peter Blood, jadeó.
—¿Qué queréis?
Es dudoso que hubiera bajado a abrir. Porque en un momento como éste era más
que probable que los desgraciados esclavos de la plantación se hubieran rebelado y
eso era un peligro casi tan grande como el de los españoles. Pero al sonido de su voz,
la joven que Blood había rescatado, miró entre las tinieblas.
—¡Arabella! —llamó—. Soy yo, Mary Traill.
—¡Mary! —La voz cesó arriba luego de esa exclamación, la cabeza fue retirada.
Después de una breve pausa, la puerta se abrió. En la amplia sala estaba Arabella de
pie, una tenue, virginal figura de blanco, misteriosamente revelada en la luz de la
única vela que llevaba.
Blood pasó adentro, seguido por su perturbada compañera, quien, cayendo sobre
el suave pecho de Arabella, se rindió a las lágrimas. Pero él no perdió tiempo.
—¿Quién está aquí con vos? ¿Qué sirvientes? —preguntó rápidamente.
El único hombre era James, un viejo negro.
—El único hombre, —dijo Blood—. Decidle que vaya a buscar los caballos.
Luego os vais a Speightstown, o incluso más al norte, donde estaréis a salvo. Aquí
estáis en peligro —en terrible peligro.
—Pero creí que la lucha había terminado… —comenzó, pálida y sorprendida.
—Y así es. Pero el pillaje está sólo comenzando. La Srta. Traill os contará en el
camino. En nombre de Dios, señora, creed en mi palabra y haced lo que os digo.
—Él… él me salvó, —sollozó la Srta. Traill.
—¿Te salvó? —La Srta. Bishop estaba horrorizada—. ¿Te salvó de qué, Mary?
—Eso puede esperar, —las urgió Blood casi enojado—. Tenéis toda la noche para
charlar cuando estéis fuera de esto, y lejos de su alcance. ¡Por favor llamad a James y
haced lo que os digo —en el acto!
—Estáis muy perentorio…
—¡Oh, Dios! ¡Estoy perentorio! ¡Hablad, Srta. Traill! Contadle que tengo
motivos para estar perentorio.
—Sí, sí —gritó la joven, temblando—. Haz lo que te dice —oh, por piedad,
Arabella.
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La Srta. Bishop salió, dejando a Blood y a la Srta. Traill solos nuevamente.
—Yo… nunca olvidaré lo que hicisteis, señor —dijo ella a través de sus lágrimas.
Era casi una niña, no más.
—He hecho cosas mejores en mi época. Por eso estoy acá, —dijo Blood, cuyo
ánimo parecía estar áspero.
Ella no pareció entenderlo, y tampoco intentó hacerlo.
—¿Lo… matasteis?, —preguntó con miedo.
La miró en la vacilante luz de la vela.
—Eso espero. Es muy probable, y no importa en absoluto —dijo—. Lo que
importa es que este sujeto James traiga los caballos. Y ya salía a acelerar los
preparativos para la partida, cuando su voz lo detuvo.
—¡No me dejéis! ¡No me dejéis aquí sola! —gritó con terror.
Se detuvo. Giró y volvió lentamente sobre sus pasos. Mirándola desde su altura,
le sonrió.
—¡Vamos, vamos! No hay motivo de alarma. Todo ha terminado. Estaréis lejos
pronto —lejos hacia Speightstown, donde estaréis a salvo.
Los caballos llegaron al fin, cuatro, porque además de James quien sería su guía,
la Srta. Bishop tenía a su dama de compañía, que no iba a ser dejada atrás.
Blood levantó el ligero peso de Mary Traill sobre su caballo, y luego se despidió
de la Srta. Bishop, que ya había montado. Dijo adiós y parecía que tenía algo que
agregar. Pero lo que fuera, quedó sin ser dicho. Los caballos arrancaron, y
desaparecieron en la luz de las estrellas de esa noche, dejándolo de pie allí frente a la
puerta del Coronel Bishop. Lo último que escuchó de ellos fue la vocecita de niña de
Mary Traill con una nota de temblor:
—Nunca olvidaré lo que habéis hecho, Sr. Blood. Nunca olvidaré.
Pero como no era la voz que quería oír, la manifestación le dio poca satisfacción.
Quedó allí en la oscuridad, observando las luciérnagas entre los rododendros, hasta
que las pisadas de los caballos se alejaron. Luego suspiró y se levantó. Tenía mucho
que hacer. Su visita a la ciudad no había sido por simple curiosidad de saber cómo se
conducían los españoles con la victoria. Había sido inspirada por un propósito muy
diferente, y había obtenido toda la información que necesitaba. Tenía una noche muy
ocupada por delante, y debía moverse.
Se fue rápidamente en dirección al vallado, donde sus compañeros esclavos lo
esperaban con profunda ansiedad y alguna esperanza.
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Capítulo IX
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la estrecha galería y se escondieron en el mismo alcázar. Se veían luces a lo lejos.
Bajo la gran linterna en la proa vieron la negra figura del otro guardián, caminando.
De abajo llegaban sonidos de la orgía: una voz profunda de hombre cantaba una
balada obscena a la que los demás respondían a coro:
—Por lo que vi hoy puedo creerlo, —dijo Blood, y susurró—. Adelante detrás de
mí.
Agazapados avanzaron, silenciosos como sombras, y se deslizaron sin hacer ruido
al centro de la nave. Dos terceras partes de ellos estaban armados con mosquetes,
algunos encontrados en la casa del capataz, y otros del acopio secreto que Blood
había tan laboriosamente juntado para la huida. Los restantes estaban equipados con
cuchillos y machetes.
Esperaron un instante, hasta que Blood estuvo satisfecho de que no había otro
centinela en el barco salvo el incómodo sujeto de proa. Su primera atención debía ser
para él. Blood mismo se deslizó hacia delante con dos compañeros, dejando a los
otros a cargo de Nathaniel Hagthorpe cuyo antiguo cargo de comisionado de la
Marina Real le daba el mejor título para esta función.
La ausencia de Blood fue breve. Cuando se juntó con sus camaradas, no había
ningún vigilante sobre la borda española.
Mientras tanto los parrandistas abajo continuaban festejando cómodos en la
convicción de su completa seguridad. La guarnición de Barbados estaba desarmada y
derrotada, y sus compañeros estaban en tierra, en completa posesión de la ciudad,
aprovechándose de los frutos de la victoria. ¿Qué había que temer? Incluso cuando
sus cuarteles fueron invadidos y se encontraron rodeados por una veintena de feroces,
peludos hombres medio desnudos, quienes —salvo porque parecían una vez haber
sido blancos— asemejaban una horda de salvajes, los españoles no podían creer a sus
ojos.
¿Quién habría soñado que un puñado de olvidados esclavos de una plantación se
animarían a hacer semejante cosa?
Los borrachos españoles, su risa súbitamente ahogada, las canciones muriendo en
sus labios, miraron, asombrados a los mosquetes que les apuntaban y con los que los
habían reducido.
Y entonces, del grupo de salvajes que los dominaban, salió un delgado y alto
sujeto con ojos azul claro en un rostro bronceado, ojos que brillaban con una luz de
maligno humor. Se dirigió a ellos en el más puro castizo.
—Os ahorraréis dolor y problemas si os consideráis mis prisioneros, y aceptáis
manteneros fuera de nuestro camino.
—¡Vive Dios! —exclamó el artillero, con un asombro más allá de las palabras.
—Si gustáis, —dijo Blood, y los caballeros de España fueron conducidos sin
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mayor problema después de uno o dos empujones de mosquete, a dejarse caer a
través de una escotilla a la cubierta de abajo.
Después de eso, los rebeldes convictos se refrescaron con los buenos víveres que
habían dejado los interrumpidos españoles. Paladear comida cristiana después de
meses de pescado salado y tortas de maíz era en sí misma una fiesta para estos
infelices. Pero no hubo excesos. Blood lo exigió, aunque requirió de toda la firmeza
de la que era capaz.
Había que hacer arreglos sin demora antes de poder abandonarse totalmente al
festejo de su victoria. Esto, después de todo, no era más que una escaramuza
preliminar, aunque era una que les permitía la llave para la situación. Faltaba
disponer las cosas para obtener el mayor beneficio de ella. Estas disposiciones
ocuparon la mayor porción de la noche. Pero, finalmente, estuvieron completas antes
de que el sol se asomara sobre el hombro del Monte Hillbay para desparramar su luz
sobre algunas sorpresas.
Fue pronto después del amanecer que el rebelde convicto que se caminaba sobre
la borda con peto y yelmo español, un mosquete español sobre su hombro, anunció la
llegada de un bote. Era Don Diego de Espinosa y Valdez llegando a bordo con cuatro
grandes arcones de tesoro, conteniendo cada uno veinticinco mil monedas de oro, el
rescate entregado a él al amanecer por el Gobernador Steed. Iba acompañado por su
hijo, Don Esteban, y por seis hombres que llevaban los remos.
A bordo de la fragata todo estaba tan calmo y en orden como debía estarlo. Estaba
anclada, su babor hacia la costa, y la escala principal sobre su estribor. Hacia ésta
vino el bote con Don Diego y su tesoro. Blood había dispuesto las cosas con
efectividad. No en balde había servido bajo de Ruyter. Abajo, una tripulación de
cañoneros esperaban prontos bajo las órdenes de Ogle, quien —como he dicho—
había sido artillero de la Marina Real antes de entrar en política y seguir la fortuna
del Duque de Monmouth. Era un sólido, resuelto sujeto que inspiraba confianza por
la propia confianza que tenía en sí mismo.
Don Diego montó la escala y pisó la borda, solo, y totalmente sin sospechar. ¿Qué
podía el pobre hombre sospechar?
Antes de que pudiera mirar a su alrededor, y pasar revista a esta guardia que lo
recibía, un golpe en su cabeza con la barra de un cabrestante eficientemente manejada
por Hagthorpe lo puso a dormir sin el menor alboroto.
Fue llevado a su cabina, mientras los arcones del tesoro entregados por los
hombres que habían quedado en el bote, eran izados a la borda. Terminado esto
satisfactoriamente, Don Estaban y los sujetos que habían traído el bote subieron por
la escala, uno por uno, para ser recibidos con la misma silenciosa eficiencia. Peter
Blood tenía ingenio para estas cosas, y casi, sospecho, un ojo para lo dramático.
Dramático, ciertamente, era el espectáculo que ahora ofrecían los sobrevivientes de la
invasión.
Con el Coronel Bishop a la cabeza, y el Gobernador Steed con su ataque de gota
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sentado en las ruinas de un muro a su lado, tristemente miraban la partida de los ocho
botes conteniendo a los cansados rufianes españoles que se habían hartado de rapiña,
muerte y violencias inenarrables.
Miraban, entre aliviados por la partida de sus crueles enemigos, y desesperanza
por los salvajes saqueos que, temporalmente por lo menos, habían hecho naufragar la
prosperidad y felicidad de la pequeña colonia.
Los botes se alejaban de la costa, con su carga de españoles riendo y burlándose,
aún lanzando desafíos a través del agua a sus víctimas sobrevivientes. Habían llegado
a medio camino entre el muelle y el barco, cuando de repente el aire fue sacudido por
el estallido de un cañón.
Un tiro redondo golpeó el agua a una braza del primer bote, lanzando una lluvia
sobre sus ocupantes. Se detuvieron con sus remos, sorprendidos y en silencio por un
momento. Luego, las palabras surgieron como una explosión. Muy enojados culparon
esta falta de cuidado del artillero, que debía saber que no debía saludar con un cañón
cargado con pólvora. Todavía estaban maldiciéndolo cuando un segundo disparo,
mejor dirigido que el primero, convirtió a uno de los botes en astillas, lanzando su
tripulación, viva y muerta, al agua.
Pero si silenció a éste, hizo gritar, todavía con mayor rabia, vehemencia y
sorpresa a las tripulaciones de los otro siete botes. En cada uno levantaron los remos
y de pie gritaban juramentos al barco, pidiendo al cielo y al infierno que les
informaran qué loco había suelto entre los cañones.
Justo en la mitad llegó el tercer disparo, deshaciendo un segundo bote, con
amenazante precisión. Siguió nuevamente un momento de asombrado silencio, luego
entre esos piratas españoles todo fue desorden y desesperación, y remar furiosamente
intentando salir para todas direcciones a la vez. Algunos iban a la costa, otros directo
al navío para descubrir qué pasaba. Que algo muy grave estaba sucediendo no había
más duda, particularmente porque mientras discutían, y maldecían dos nuevos
disparos llegaron sobre el agua y dieron cuenta de un tercero de sus botes.
El resuelto Ogle estaba haciendo excelente práctica, y totalmente justificando su
pretensión de saber algo de artillería. En su consternación los españoles habían
simplificado su tarea juntando sus botes.
Luego del cuarto disparo, las opiniones ya no estuvieron divididas. Siguieron
adelante, o lo intentaron, porque antes de cumplirlo dos botes más habían sido
hundidos.
Los tres botes restantes, sin preocuparse de los desafortunados que luchaban en el
agua por mantenerse a flote, se dirigieron nuevamente al muelle a toda velocidad.
Si los españoles no entendían nada de esto, los isleños en la costa entendieron
menos, hasta que para ayudar a su ingenio vieron la bandera de España arriarse del
palo mayor del Cinco Llagas, y la bandera de Inglaterra flamear en su lugar. Incluso
entonces algún aturdimiento persistió, y fue con ojos llenos de miedo que observaron
el regreso de sus enemigos, quienes podrían desquitarse con ellos la ferocidad
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alimentada por estos extraordinarios eventos.
Sin embargo, Ogle continuaba demostrando que sus conocimientos de artillería
no databan de ayer. Sus disparos siguieron a los españoles que escapaban. El último
de los botes voló en astillas cuando tocaba el muelle, y sus restos fueron sepultados
bajo una lluvia de piedras sueltas.
Éste fue el final de la tripulación pirata, quienes no hacía ni diez minutos habían
estado riendo contando las monedas de oro que les corresponderían a cada uno por su
parte en ese acto malvado. Cerca de tres veintenas de sobrevivientes intentaban llegar
a la costa. Si fue para su bien no lo puedo decir por la ausencia de registros de su
destino. Esta ausencia de registros es por sí misma elocuente. Sabemos que fueron
apresados cuando llegaron a tierra, y considerando la ofensa que habían provocado no
dudo que hayan tenido razones para lamentarse de haber sobrevivido.
El misterio de la ayuda que había llegado a última hora para vengarse de los
españoles, y para preservar para la isla el rescate de cien mil monedas de oro, aún
debía ser explicado. Que el Cinco Llagas estaba ahora en términos amigables no
podía ser dudado luego de las pruebas que había dado. ¿Pero quiénes, se preguntaban
los habitantes de Bridgetown, eran los hombres que estaban en su posesión y de
dónde habían salido? La única posible suposición se acercaba mucho a la verdad.
Una partida resuelta de isleños debían haber abordado el barco durante la noche, y
haberse apoderado de él. Faltaba ubicar la precisa identidad de los misteriosos
salvadores, y hacerles los debidos honores.
Con esta encomienda —la condición del Gobernador Steed no le permitía ir en
persona— fue el Coronel Bishop como emisario del Gobernador, escoltado por dos
oficiales.
Cuando bajó de la escala sobre el navío, el Coronel observó, junto al palo mayor,
los cuatro arcones de tesoro, uno de los cuales había sido casi totalmente su
contribución. Era un hermoso espectáculo, y sus ojos destellearon al contemplarlo.
En fila a cada lado, sobre el puente, estaba de pie una veintena de hombres en dos
ordenadas filas con corazas de pecho y espalda de acero, pulidos morriones españoles
en sus cabezas, haciendo sombra a sus caras, y mosquetes a su lado.
No era de esperar que el Coronel Bishop reconociera con una mirada en estas
enhiestas, acicaladas, marciales figuras a los desarrapados y mal cuidados
espantapájaros que tan sólo ayer trabajaban en su plantación. Aún menos se podía
esperar que reconociera de entrada al cortés caballero que avanzó a recibirlo, un
delgado y elegante caballero, vestido a la moda española, todo de negro con encaje de
plata, una espada de pomo de oro balanceándose al caminar en una vaina decorada
con oro, un ancho sombrero con una gran pluma colocado con esmero sobre rizos
cuidadosamente enrulados de un negro profundo.
—Sed bienvenido a bordo del Cinco Llagas, Coronel, querido, —una voz
vagamente familiar se dirigió al hacendado—. Hemos sacado lo mejor del
guardarropa español en honor a esta visita, aunque no era a vos a quien nos
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animábamos a esperar. Os encontráis entre amigos, viejos amigos vuestros, todos. El
Coronel miraba estupefacto. El Sr. Blood se divertía en todo este esplendor —dando
rienda a su gusto natural— su rostro cuidadosamente afeitado, sus cabellos
cuidadosamente arreglados, parecía transformado en un hombre más joven. De hecho
no parecía mayor de los treinta y tres años que tenía.
—¡Peter Blood! —Fue una explosión de asombro. La satisfacción vino enseguida
—. ¿Fuisteis vos, entonces…?
—Yo mismo fui —yo y estos mis buenos amigos, y vuestros. Blood despejó su
mano de una cascada de encaje y la dirigió hacia al fila de hombres de pie en guardia
allí.
El Coronel miró más de cerca.
—¡Por mi vida! —alardeó con una nota de estúpido júbilo—. ¡Y fue con estos
hombres que tomasteis el barco y disteis vuelta el juego de esos perros! ¡Fue heroico!
—¿Heroico, fue? ¡Es épico! Comenzáis a percibir el tamaño y profundidad de mi
genio.
El Coronel se sentó, se sacó su ancho sombrero y secó su frente.
—¡Me admiráis! —se atragantó—. ¡Por mi alma, me admiráis! ¡Haber
recuperado el tesoro y haber capturado este hermoso barco y todo lo que contiene! Es
algo para compensar las pérdidas que hemos tenido. Os merecéis una buena
recompensa por esto.
—Soy totalmente de vuestra opinión.
—¡Maldición! Merecéis mucho, y maldición, me encontraréis agradecido.
—Así es como debe ser, —dijo Blood—. La pregunta es cuánto merecemos y qué
tan agradecido os encontraremos.
El Coronel Bishop lo observó. Había una sombra de sorpresa en su rostro.
—Bueno —su excelencia escribirá a Inglaterra contando vuestra hazaña, y tal vez
una parte de vuestras sentencias sean perdonadas.
—La generosidad del Rey James es bien conocida, —ironizó Nathaniel
Hagthorpe, quien estaba allí, y entre los rebeldes de guardia alguno se animó a reír.
El Coronel Bishop se sobresaltó. Sintió la primer punzada de inquietud. Se le
ocurrió que tal vez no eran tan amigables como parecían.
—Y hay otro tema, —Blood retomó—. Está el tema de los azotes que se me
deben. Sois un hombre de palabra en estas materias, Coronel —aunque tal vez no en
otras— y dijisteis, creo, que no dejaríais una pulgada cuadrada de piel en mi espalda.
El hacendado desestimó el tema. Casi apreció ofenderlo.
—¡Vamos, vamos! Después de este espléndido acto vuestro, ¿suponéis que puedo
estar pensando en esas cosas?
—Me alegro que sintáis de esa manera. Pero estoy pensando que fue muy
afortunado para mí que los españoles no vinieran hoy en lugar de ayer, o estaría en el
mismo estado que Jeremy Pitt en este minuto. ¿Y en ese caso, dónde hubiera estado
el genio que dio vuelta las cartas con estos bribones españoles?
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—¿Por qué hablar de eso ahora?
Blood retomó: —entended que debo, Coronel, querido. Habéis hecho uso de una
gran cantidad de perversidad y crueldad en vuestro tiempo, y quiero que esto sea una
lección para vos, una lección que recordaréis— por el bien de los otros que vendrán
tras nosotros. Está Jeremy allí arriba con una espalda de todos los colores del arco
iris, y el pobre muchacho no se va a recobrar totalmente antes de un mes. Y si no
hubiera sido por los españoles tal vez estaría muerto, y yo con él.
Hagthorpe se adelantó. Era un alto, vigoroso hombre con un rostro bien formado
y atractivo, que demostraba su educación.
—¿Por qué desperdiciar palabras con el cerdo? —preguntó el exoficial de la
Marina Real. Tíralo por encima de la borda y terminemos con él.
Los ojos del Coronel giraron.
—¿Qué demonios queréis decir? —profirió.
—Sois un hombre de suerte, Coronel, aunque no adivináis la fuente de vuestra
buena fortuna.
Y ahora intervino otro, el moreno Wolverstone, con un solo ojo, menos dispuesto
a la clemencia que sus compañeros más caballeros.
—Hay que colgarlo del palo mayor, —gritó, su profunda voz áspera y enojada, y
más de uno de los esclavos de pie con sus armas le hicieron eco.
El Coronel Bishop temblaba. El Sr. Blood giró. Estaba muy calmado.
—Si te parece, Wolverstone, —dijo—, conduzco las cosas a mi manera. Ése es el
pacto. Por favor, recuérdalo. —Sus ojos miraron a lo largo de la hilera de antiguos
esclavos, dejando claro que se dirigía a todos—. Deseo que el Coronel Bishop salve
su vida. Una razón es que lo requiero como rehén. Si insistís en colgarlo, tendréis que
colgarme con él, o me iré a la costa.
Se detuvo. No hubo respuesta.
Blood retomó:
—Debéis entender que sobre un barco hay un solo capitán. Entonces, —se dirigió
nuevamente al asustado Coronel— aunque os prometo la vida, debo como habéis
escuchado manteneros abordo como rehén del buen comportamiento del Gobernador
Steed y de lo que queda del fuerte hasta que salgamos al mar.
—Hasta que vos… —El horror impidió al Coronel Bishop repetir el final del
increíble discurso.
—Justamente, —dijo Peter Blood, y se dirigió a los oficiales que acompañaban al
Coronel—. El bote os espera, caballeros. Habéis oído lo que dije. Informadlo con mis
saludos a su excelencia.
—Pero, señor… —comenzó uno de ellos.
—No hay más que decir, caballeros. Mi nombre es Blood, Capitán Blood, si os
place, de este barco el Cinco Llagas, tomado como botín de guerra de Don Diego de
Espinosa y Valdez, quien es mi prisionero abordo. Debéis entender que he dado
vuelta en juego no sólo con los españoles. Allí está la escala. La encontraréis mucho
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más conveniente que ser lanzados por encima de la borda, lo que sucederá si os
demoráis.
Se fueron, aunque no sin algún murmullo, sin tener en consideración los rugidos
del Coronel Bishop, cuya monstruosa ira era borrada por el terror de encontrase a
merced de estos hombres que tenían buenas razones para odiarlo, era consciente de
ello.
Una media docena de ellos, aparte de Jeremy Pitt que estaba incapacitado por
ahora, tenían un conocimiento superficial del arte de navegar. Hagthorpe, aunque
había sido un oficial de guerra, sin entrenamiento en navegación, sabía como manejar
un barco, y bajo sus instrucciones tomaron su rumbo de salida.
Levantada el ancha y desplegada la vela mayor, salieron hacia el mar abierto con
una ligera brisa, sin interferencia del fuerte.
Mientras navegaban cerca del extremo este de la bahía, Peter Blood volvió con el
Coronel, quien, bajo guardia e inmovilizado por el pánico, se había sentado
nuevamente en la borda.
—¿Sabéis nadar, Coronel?
El Coronel Bishop levantó su mirada. Si gran rostro estaba amarillo y parecía en
el momento extremadamente fofo; sus ojillos más espumosos que nunca.
—Como vuestro doctor, os prescribo un chapuzón para enfriar el excesivo calor
de vuestro humor. Blood se explicó agradablemente, pero sin recibir respuesta del
Coronel, continuó: —Es una gran suerte de vuestra parte que no tenga la naturaleza
sedienta de sangre de algunos de mis amigos aquí. Y he tenido mucho trabajo en
evitar que sean vengativos. Tengo mis dudas que seáis merecedor del trabajo que me
he tomado por vos.
Mentía. No lo dudaba en absoluto. Si hubiera seguido sus propios deseos en
instintos, ciertamente habría colgado al Coronel, y lo habría considerado un hecho
para ser aplaudido. Era el recuerdo de Arabella Bishop que lo llevaba a la clemencia,
y lo había conducido a oponerse a la venganza de sus compañeros esclavos hasta el
punto de casi propiciar un motín. Era solamente porque el Coronel era su tío, aunque
él ni siquiera lo sospechaba, que recibía tanta clemencia.
—Tendréis la oportunidad de nadar —continuó Peter Blood—. No es más que un
cuarto de milla hasta la costa y en condiciones normales podéis lograrlo. Por mi fe,
sois lo suficientemente gordo como para flotar. ¡Vamos! Ahora no estéis dudando o
será un largo viaje el que haréis con nosotros, y sólo el diablo sabe lo que os puede
pasar. No sois amado ni un ápice más de lo que os merecéis.
El Coronel Bishop se dominó y se pudo de pie. Un déspota sin piedad, que nunca
había tenido necesidad de controlarse en todos estos años, estaban condenado al
destino irónico de controlarse en este momento cuando sus sentimientos habían
alcanzado su más violenta intensidad. Peter Blood dio una orden. Una planchada fue
deslizada sobre la borda y bajada con cuerdas.
—Si os place, Coronel, —dijo con un elegante gesto de invitación.
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El Coronel lo miró y había un infierno en su mirada. Luego, tomando su decisión,
y poniendo la mejor cara ya que nada más podía ayudarlo allí, se sacó a puntapiés los
zapatos, se deshizo de su fino saco de tafeta color caramelo, y trepó a la planchada.
Se detuvo un momento, bien asido a las cuerdas con sus manos, mirando hacia
abajo con terror a la verde agua cerca de veinticinco pies más abajo.
—Sólo una pequeña caminata, Coronel, querido, —dijo una suave, burlona voz
tras él.
Aún colgado de las cuerdas el Coronel Bishop miró a su alrededor dudando, y vio
las caras marcadas de los hombres, las caras que tan sólo ayer hubieran palidecido
frente a su ceño fruncido, caras que ahora sonreían malvadamente.
Por un momento la furia dominó su miedo. Los maldijo en voz alta vehemente e
incoherentemente, y luego se soltó y caminó por la planchada. Tomó tres pasos hasta
que perdió el equilibrio y cayó a las verdes profundidades allá abajo.
Cuando salió a la superficie nuevamente, jadeando por aire, el Cinco Llagas
estaba ya unas millas a sotavento. Pero el rugiente saludo de burla de los rebeldes
convictos le llegó a través del agua, para llevar el hierro de rabia impotente más
hondo en su alma.
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Capítulo X
Don Diego
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—¿Despierto, eh? —dijo en español.
El hombre echado miró hacia arriba sorprendido, a un par de ojos azul claro que
lo miraban desde un rostro bronceado y sardónico, enmarcado por rizos negros. Pero
estaba demasiado sorprendido para responder.
Los dedos del extraño tocaron la parte de arriba de la cabeza de Don Diego, a lo
que Don Diego gritó con dolor.
—¿Suave, eh? —dijo el desconocido. Tomó la muñeca de Don Diego entre el
pulgar y el índice. Y finalmente, el intrigado español habló.
—¿Sois un doctor?
—Entre otras cosas. —El caballero moreno continuó su estudio del pulso del
paciente.
—Firme y regular, —anunció finalmente, y soltó la muñeca—. No habéis sufrido
gran daño.
Don Diego trabajosamente intentó sentarse en el sillón de terciopelo rojo.
—¿Quién diablos sois vos?, —preguntó—. ¿Y qué diablos estáis haciendo con mi
ropa y en mi barco?
Las cejas negras se levantaron, y una leve sonrisa curvó los labios de la ancha
boca.
—Aún deliráis, me temo. Éste no es vuestro barco. Éste es mi barco y éstas son
mis ropas.
—¿Vuestro barco? —repitió el otro, estupefacto, y aún más estupefacto añadió—:
¿Vuestras ropas? Pero… entonces… —Desorbitados sus ojos miraron a su alrededor.
Observó la cabina nuevamente, escrutando cada objeto familiar—. ¿Estoy loco? —
preguntó nuevamente—. ¿Seguro este barco es el Cinco Llagas?
——Es el Cinco Llagas.
—Entonces… —El español se desarmó. Su mirada se volvió aún más confusa—.
Válgame Dios, —gritó, como un hombre en estado de angustia—. ¿También me
diréis que sois Don Diego de Espinosa?
—Oh no, mi nombre es Blood, Capitán Peter Blood. Este barco, como este
elegante traje, es mío por derecho de conquista. Tal como vos, Don Diego, sois mi
prisionero.
Inquietante como era la explicación, sin embargo tranquilizó a Don Diego, siendo
mucho menos inquietante que las cosas que estaba comenzando a imaginar.
—Entonces… ¿no sois español?
—Halagáis mi acento castellano. Tengo el honor de ser irlandés. Estabais
pensando que había ocurrido un milagro. Y así es —un milagro ideado por mi genio,
que es considerable.
Sucintamente ahora el Capitán Blood despejó el misterio con una relación de los
hechos. Era una narración que cambiaba de rojo a blanco por turnos las facciones del
español. Puso una mano atrás de su cabeza, y allí descubrió, en confirmación de la
historia, una protuberancia grande como un huevo de paloma. Finalmente, observó
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desesperado al sardónico Capitán Blood.
—¿Y mi hijo? ¿Qué hay de mi hijo? —gritó—. Estaba en el bote que me trajo
abordo.
—Vuestro hijo está a salvo; él y la tripulación de ese bote junto con vuestro
artillero y sus hombres están cómodamente con grilletes bajo la escotilla.
Don Diego se hundió hacia atrás en el sillón, sus oscuros ojos brillando fijos en la
cara morena sobre él. Recobró su control. Después de todo, tenía el estoicismo propio
de su oficio. La suerte se había puesto en su contra en esta aventura. El resultado se
había dado vuelta en el mismo momento del éxito. Aceptó la situación con la actitud
de un fatalista.
Con total calma inquirió:
—¿Y ahora, señor Capitán?
—Y ahora, —dijo el Capitán Blood— para darle el título que había asumido ——
siendo un ser humano, lamento encontrar que no habéis muerto del golpe que os
hemos dado. Porque eso quiere decir que tendréis el trabajo de morir nuevamente.
—¡Ah! —Don Diego aspiró profundamente—. ¿Pero es eso necesario? —
preguntó, sin aparente perturbación.
Los ojos azules del Capitán Blood aprobaron su comportamiento.
—Preguntáoslo vos mismo, —dijo—. Decidme, como un experimentado y
sanguinario pirata, ¿qué haríais vos en mi lugar?
—Ah, pero hay una diferencia. —Don Diego se sentó para discutir el tema—.
Reside en el hecho de que alardeáis de ser un hombre humano.
El Capitán Blood se sentó sobre el borde de la larga mesa de roble.
—Pero no soy un tonto, —dijo—, y no permitiré que mi natural sentimentalismo
irlandés se coloque en el camino de mis obligaciones necesarias y adecuadas. Vos y
vuestros diez bandidos sobrevivientes son una amenaza en este barco. Más aún, no
está tan bien aprovisionada de agua y comida. Verdad que afortunadamente somos un
pequeño número, pero vos y vuestra gente lo incrementan inconvenientemente. Así
que mirado por donde sea, veis que la prudencia sugiere que nos privemos del placer
de vuestra compañía, y acallando nuestros blandos corazones por lo inevitable, os
invitemos a saltar por la borda.
—Ya veo, —dijo el español pensativamente. Levantó sus piernas del sillón y se
sentó en el borde, sus codos en sus rodillas. Había tomado la medida de este hombre,
y lo encontró con una urbanidad burlona y una distancia educada que coincidía con
su modo de ser—. Confieso, —admitió—, que hay mucha razón en lo que decís.
—Sacáis un peso de mi mente, —dijo el Capitán Blood—. No quisiera parecer
innecesariamente duro, especialmente desde que mis amigos y yo os debemos tanto.
Porque, no importa lo que haya sido para los demás, para nosotros vuestra invasión
en Barbados fue más que oportuna. Estoy contento, entonces, que aceptéis que no
tengo otra opción.
—Pero, mi amigo, no dije tanto.
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—Si hay alguna alternativa que podéis sugerir, estaré muy feliz de considerarla.
Don Diego acarició su negra y puntiaguda barba.
—¿Podéis darme hasta la mañana para reflexionar? Mi cabeza duele tan
endemoniadamente que soy incapaz de pensar. Y esto, debéis admitir, es un tema que
necesita serias reflexiones.
El Capitán Blood se puso de pie. De un estante tomó un reloj de arena de media
hora y lo colocó del tal forma que el bulbo con la arena roja quedó arriba, y lo puso
sobre la mesa.
—Lamento presionaros en esta materia, Don Diego, pero un turno es todo lo que
os puedo dar. Si cuando esta arena haba bajado no podéis proponer una alternativa
aceptable, con todo mi pesar tendré que pedir que vos y vuestros amigos os vayáis.
El Capitán Blood saludó con la cabeza, salió y pasó cerrojo a la puerta. Con los
codos en sus rodillas y la cabeza en sus manos, Don Diego se sentó mirando la arena
que filtraba del bulbo de arriba al de abajo. Y mientras observaba, las líneas de su
delgada cara morena se profundizaban. Puntualmente cuando los últimos granos
caían, la puerta se reabrió.
El español suspiró, y se sentó derecho para enfrentar al Capitán Blood que volvía,
con la respuesta por la que venía.
—He pensado en una alternativa, señor capitán; pero depende de vuestra caridad.
Es que nos dejéis en tierra en una de las islas de este pestilente archipiélago, y nos
dejéis para que nos arreglemos solos.
El Capitán Blood contrajo sus labios.
—Tiene sus dificultades, —dijo lentamente.
—Temía que fuera así. —Don Diego suspiró nuevamente, y se puso de pie—. No
digamos más nada.
Los ojos azul claro jugaron sobre él como puntas de acero.
—¿No teméis morir, Don Diego?
El español sacudió hacia atrás su cabeza, un frunce entre sus ojos.
—La pregunta es ofensiva, señor.
—Entonces dejadme ponerlo de otra manera —tal vez más feliz. ¿No deseáis
vivir?
—Ah, eso lo puedo contestar. Sí deseo vivir, y más aún deseo que viva mi hijo.
Pero ese deseo no me convertirá en un cobarde para vuestro entretenimiento, señor
burlón. Fue el primer signo del menor calor o resentimiento.
El Capitán Blood no contestó directamente. Como antes, se ubicó en la esquina de
la mesa.
—¿Estaríais dispuesto, señor, a ganar la vida y la libertad para vos, vuestro hijo, y
los otros españoles que están abordo?
—¿Ganarla? —dijo Don Diego, y los observadores ojos azules no dejaron de
observar el temblor que lo recorrió—. ¿Ganarla, decís? Si el servicio que proponéis
no hiere mi honor…
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—¿Podría ser culpable de eso?, —protestó el Capitán—. Reconozco que incluso
un pirata tiene su honor. —Y entonces explicó su oferta—: Si miráis por esa ventana,
Don Diego, veréis que parece que hubiera una nube en el horizonte. Es la isla de
Barbados bien a popa. Todo el día hemos estado nevegando al este a favor del viento
con un solo intento, poner la mayor distancia posible entre Barbados y nosotros. Pero
ahora, casi fuera de la vista de tierra, tenemos una dificultad. El único hombre entre
nosotros con conocimientos de navegación está delirando, de hecho como resultado
de un mal tratamiento que recibió en tierra antes de que lo trajéramos con nosotros.
Puedo manejar un barco en acción, y hay uno o dos hombres que me pueden asistir;
pero de los altos misterios del manejo de un barco y el arte de encontrar un camino
sobre el océano sin huellas, no sabemos nada. Llegar a tierra, e ir vagabundeando en
esto que llamáis con tanto acierto un archipiélago pestilente, es para nosotros un
desastre, como tal vez entendéis. Y llegamos a esto: queremos ir a la colonia
holandesa de Curasao lo más directo posible. ¿Me dais vuestra palabra de honor que
si os dejo libre nos llevaréis allí? Si es así, os dejaré libre con vuestros hombres al
llegar.
Don Diego bajó su cabeza a su pecho, y caminó pensando hacia las ventanas. Allí
se quedó mirando hacia afuera sobre el mar iluminado por el sol y la estela que
provocaba el barco sobre el agua, su barco, que estos perros ingleses le habían
burlado; su barco, que se le proponía llevar a salvo a un puerto donde lo perdería
completamente y probablemente sería reacondicionado para hacer la guerra sobre sus
compatriotas. Esto estaba en un plato de la balanza; en el otro estaban las vidas de
dieciséis hombres. Catorce le importaban poco, pero las restantes eran la suya y la de
su hijo.
Giró finalmente, con su espalda a la luz, el Capitán no pudo ver qué pálido estaba.
—Acepto, —dijo.
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Capítulo XI
Devoción filial
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españoles; pero mañana nunca llega, mi amigo.
—Pero este mañana llegará, quedad tranquilo. No importa qué tan temprano os
despertéis, veréis tierra, Don Pedro.
El Capitán Blood salió, satisfecho, y fue a visitar a Jerry Pitt, su paciente, a cuya
condición debía Don Diego la oportunidad de vivir. Por veinticuatro horas ahora la
fiebre había dejado al sufriente, y bajo los vendajes de Peter Blood su lacerada
espalda comenzaba a curar satisfactoriamente. Tan recuperado estaba que se quejaba
de su confinamiento, en el calor de su cabina. Para complacerlo, el Capitán Blood
consintió que tomara aire en la cubierta, y así, cuando las últimas luces del día morían
en el cielo, Jeremy Pitt salió apoyado en el brazo del Capitán.
Sentado en el brocal de la escotilla, el joven de Somersetshire llenó sus pulmones
con el fresco aire de la noche, y agradecido, sintió revivir. Luego, con el instinto del
marino sus ojos se pasearon por la bóveda del cielo, salpicada por una miríada[6] de
puntos dorados de luz. Por un rato la miró ociosamente; luego su atención se fijó
aguda. Su mirada se dirigió al Capitán Blood, de pie a su lado.
—¿Sabes algo de astronomía, Peter? —le preguntó.
—¿Astronomía? En realidad no puedo distinguir el cinturón de Orión de la faja de
Venus.
—¡Ah! Y supongo que todos los demás de esta tosca tripulación comparten tu
ignorancia.
—Sería más amable de tu parte suponer que la exceden.
Jeremy apuntó a lo lejos a una mota de luz en los cielos sobre estribor.
—Ésa es la estrella polar, —dijo.
—¿Realmente? Me pregunto cómo puedes distinguirla de las demás.
—Y la estrella polar casi sobre tu estribor significa que estamos yendo, por
supuesto, hacia el norte, noroeste, o tal vez norte por oeste, porque dudo que estemos
más de diez grados al oeste.
—¿Y por qué no deberíamos? —se preguntó el Capitán Blood.
—Me dijiste —¿no fue así?— que vinimos del oeste del archipiélago entre
Tobago y Grenada, dirigiéndonos hacia Curaçao. Si ése fuera nuestro rumbo presente,
tendríamos la estrella polar en ángulo recto con la quilla, por allá.
A instante Blood se sacudió su pereza. Se irguió con aprensión, y estaba por
hablar cuando un rayo de luz cortó la oscuridad sobre sus cabezas, viniendo de la
puerta de la cabina de popa que se había abierto. Se cerró nuevamente y se oyeron
pisadas. Don Diego se acercaba. Los dedos del Capitán Blood presionaron el
hombreo de Jerry poniéndolo alerta. Luego llamó al Don, y le habló en inglés, como
era su costumbre cuando otros estaban presentes.
—¿Nos ayudaréis en una pequeña disputa, Don Diego? —dijo a la ligera—.
Estamos discutiendo, el Sr. Pitt y yo, sobre cuál es la estrella polar.
—¿Sí? —El tono del español era cómodo, incluso con una leve risa en él, y la
razón para ella se explicó en sus próximas palabras—. ¿Pero no me decís que el Sr.
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Pitt es vuestro navegante?
—A falta de uno mejor, —rió el Capitán con aparente buen humos—. Ahora,
estoy dispuesto a apostarle cien monedas de oro que ésa es la estrella polar. Y dirigió
su brazo hacia un punto de luz en los cielos justo encima de ellos. Le dijo luego a Pitt
que si Don Diego lo hubiera confirmado, lo habría matado en ese instante. Lejos de
ello, sin embargo, el español dio rienda libre a su sarcasmo.
—Tenéis la certeza de la ignorancia, Don Pedro; y perdéis vuestra apuesta. La
estrella polar es ésa. Y la indicó.
—¿Estáis seguro?
—¡Pero mi querido Don Pedro! —El tono del español era de divertida protesta—.
¿Es acaso posible que me equivoque? Aparte, ¿no está la brújula? Venid y veréis qué
curso seguimos.
Su total franqueza, y la manera suelta de quien no tiene nada que ocultar
disiparon enseguida la duda que había surgido tan de pronto en la mente del Capitán
Blood. Pitt no estaba tan satisfecho.
—En ese caso, Don Diego, ¿me podéis explicar por qué si nuestro destino es
Curasao nuestro curso es éste?
Nuevamente no hubo la menor vacilación de parte de Don Diego.
—Tenéis razón de preguntar, —dijo, y suspiró—. Esperaba que no se observara.
He sido descuidado —oh, un descuido muy culpable. Siempre dejo de lado la
observación, es mi manera de ser. Soy demasiado confiado. Cuento demasiado con
mis instintos. Y entonces hoy encontré al observar el cuadrante que venimos medio
grado demasiado al sur, así que ahora Curasao está al norte. Ésta es la causa del
retraso. Pero estaremos allí mañana.
La explicación, tan completamente satisfactoria, y tan rápida y cándidamente
presentada, no dejaba lugar para más dudas sobre que Don Diego hubiera faltado a su
palabra. Y cuando Don Diego se retiró, el Capitán Blood confesó a Pitt que era
absurdo desconfiar de él. Cualquiera que fueran sus antecedentes, había probado su
calidad al anunciar que prefería morir antes de acometer cualquier acto que lastimase
su honor o su país.
Nuevo en estos mares de dominio español y a las costumbres de los aventureros
que navegaban por ellos, el Capitán Blood aún tenía ilusiones. Pero el próximo
amanecer las iba a destruir rudamente y para siempre.
Saliendo a la cubierta antes que despuntara el alba, vio tierra por la proa, como el
español había prometido la noche anterior. Unas diez millas hacia delante yacía, una
larga línea costera llenando el horizonte al este y al oeste, con una masiva península
justo en el curso del navío. Observándola, frunció el ceño. No pensaba que Curasao
fuera de tales considerables dimensiones. Ciertamente, se parecía menos a una isla
que al continente mismo.
A barlovento, contra la gentil brisa que soplaba hacia la costa, divisó un gran
barco, a estribor de ellos, que estimó a tres o cuatro millas de distancia, y —tanto
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como pudo juzgar de esa distancia— de un tonelaje igual o superior al de ellos.
Mientras la observaba, cambió su rumbo y se dirigió derecho a ellos.
Una docena de sus tripulantes estaban en movimiento en el castillo de proa,
mirando ansiosamente hacia delante, y los sonidos de sus voces y risas les llegaban a
través de la distancia al Cinco Llagas.
—Allí, —dijo una suave voz detrás de él en español—, está la Tierra Prometida,
Don Pedro.
Fue algo en esa voz, una disimulada nota de exultación[7], que despertó sus
sospechas, y completó la semiduda que había estado naciendo. Giró bruscamente para
enfrentar a Don Diego, tan rápido que la ladina sonrisa no se había borrado de las
facciones del español antes que los ojos del Capitán Blood estuvieron sobre ellas.
—Encontráis una extraña satisfacción a la vista de ella considerando todo, —dijo
Blood.
—Por supuesto. —El español restregó sus manos, y Blood observó que no
estaban firmes—. La satisfacción de un marino.
—De un traidor ¿tal vez? —Blood le preguntó tranquilamente. Y cuando el
español se retrajo con facciones súbitamente alteradas que confirmaban cada una de
sus sospechas, extendió un brazo en dirección a la costa distante—. ¿Qué tierra es
ésa? —ordenó—. ¿Tendréis la osadía de decirme que es la costa de Curasao?
Avanzó hacia Don Diego, de repente, y Don Diego, paso a paso retrocedió.
—¿Debo decirlos qué tierra es? ¿Debo?
Su fiera suposición de conocimiento pareció encandilar y aturdir al español. Aún
Don Diego no respondió. Y entonces el Capitán Blood arriesgó una adivinanza o tal
vez no tanto adivinanza. Una costa como ésa, si no era el continente, y sabía que el
continente no podía ser, debía pertenecer a Cuba o Hispaniola. Sabiendo que Cuba
era la que estaba más al norte y al oeste de las dos, razonó rápidamente que si Don
Diego pensaba traicionarlos se dirigiría al más cercano de los territorios españoles.
—Esa tierra, vos traidor y perjuro perro español, es la isla de Hispaniola.
Habiendo dicho esto, miró de cerca la cara morena, ahora pálida, para ver la
verdad o error de su conjetura reflejada en ella. Ahora el español retrocediendo había
llegado a la mitad de la cubierta donde la vela principal lo escondía de los ingleses
abajo. Sus labios se curvaron en una mueca de sonrisa.
—¡Ah, perro inglés! Sabes demasiado, —dijo casi sin aliento, y saltó al cuello del
Capitán.
Fuertemente entrelazados con sus brazos, oscilaron un momento y luego cayeron
juntos sobre la cubierta, los pies del español sacudidos por la pierna derecha del
Capitán Blood. El español contaba con su fuerza, que era considerable. Pero no fue
suficiente contra los resistentes músculos del irlandés, templados últimamente por las
vicisitudes de la esclavitud. Había contado con estrangular a Blood, y así ganar la
media hora que sería necesaria para traer al hermoso barco que se dirigía a ellos, un
barco español, obviamente, dado que ningún otro sería tan temerario como para
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navegar por esas aguas españolas de Hispaniola. Pero todo lo que logró Don Diego
fue delatarse completamente, y para ningún propósito. Se dio cuenta de esto cuando
se encontró sobre su espalda, sostenido en el suelo por Blood, hincado sobre su
pecho, mientras los hombres llamados por el grito de su Capitán llegaban al lugar.
—¿Diré una plegaria por vuestra sucia alma, mientras estoy en esta posición? —
El Capitán Blood se burlaba furiosamente.
Pero el español, aunque derrotado, ahora sin esperanza, forzó sus labios a sonreír,
y devolvió burla por burla.
—¿Quién rezará por vuestra alma, me pregunto, cuando ese galeón llegue junto
con vuestra borda?
—¡Ese galeón! —repitió el Capitán Blood con la comprensión repentina y terrible
de que era muy tarde para evitar las consecuencias de la traición de Don Diego sobre
ellos.
—Ese galeón, —Don Diego repitió, y añadió con profundo desprecio—: ¿Sabéis
qué barco es ése? Os diré. Es la Encarnación, el buque insignia de Don Miguel de
Espinosa, Admirante de Castilla, y Don Miguel es mi hermano. Es un encuentro muy
afortunado. El Todopoderoso, ya veis, cuida los destinos de la España Católica.
No había vestigios de humor o urbanidad ahora en el Capitán Blood. Sus claros
ojos refulgían: su cara estaba rígida.
Se puso de pie, entregando al español a sus hombres.
—Atadlo, —les ordenó—. Muñecas y tobillos, pero no lo lastiméis ni un sólo
cabello de su preciosa cabeza.
La instrucción era muy necesaria. Desesperados por el pensamiento que era
probable que cambiaran la esclavitud de la que habían escapado por una esclavitud
aún pero, le hubieran arrancado miembro por miembro al español en ese mismo lugar.
Y si obedecieron a su Capitán y se refrenaron, fue solamente porque una nota de
metal en su voz prometía para Don Diego Valdez algo mucho más exquisito que la
muerte.
—¡Escoria! ¡Sucio pirata! ¡Vos, hombre de honor! —el Capitán Blood apostrofó a
su prisionero. Pero Don Diego lo miró y rió.
—Me subestimasteis. —Hablaba en ingles, para que todos oyeran—. Os dije que
no temía la muerte, y os demuestro que no os temo a vos. No entendéis. Sois sólo un
perro inglés.
—Irlandés, si os place —lo corrigió el Capitán Blood—. ¿Y vuestra palabra,
tunante español? ¿Pensáis que daría mi palabra para dejar a vosotros, hijos de basura,
con este hermoso buque español, para ir a hacer la guerra contra otros españoles?
¡Ha! —Don Diego rió ruidosamente—. ¡Imbécil! Podéis matarme. ¡Pish! Está muy
bien. Moriré con mi trabajo bien hecho. En menos de una hora seréis prisioneros de
España, y el Cinco Llagas volverá a pertenecer a España.
El Capitán Blood lo contempló fijamente con un rostro que, si bien impasible,
había empalidecido bajo su profundo bronceado. Mientras estaba de pie allí en
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profundo pensamiento, se le reunieron Hagthorpe, Wolverstone, y Ogle. En silencio
observaron con él sobre el agua al otro barco. Había virado un punto en contra del
viento, y seguía hora una línea que en el final convergía con el Cinco Llagas.
—En menos de media hora, —dijo Blood de repente—, la tendremos a nuestro
lado, barriendo las cubiertas con sus cañones.
—Podemos luchar, —dijo el gigante tuerto con un juramento.
—¡Luchar! —ironizó Blood—. Poco armados como estamos, con escasos veinte
hombres, ¿cómo podemos pelear? No, hay sólo un modo. Persuadirlos que todo está
bien abordo, que somos españoles, para que nos deje continuar nuestro curso.
—¿Y cómo sería eso posible? —preguntó Hagthorpe.
—No es posible, —dijo Blood—. Si… —Y se interrumpió, sus ojos sobre el agua
verde. Ogle, con un dejo de sarcasmo, interpuso una sugerencia amargamente.
—Deberíamos enviar a Don Diego de Espinosa en un bote con sus españoles para
asegurar a su hermano el Admirante que todos somos leales súbditos de sus
Majestades Católicas.
El Capitán se dio vuelta, y por un instante pareció que iba a golpear al artillero.
Luego su expresión cambió: la luz de la inspiración brilló en su mirada.
—¡Por Dios! Lo has dicho. No teme la muerte, este maldito pirata; pero su hijo
puede tener un diferente punto de vista. La devoción filial es muy fuerte en España.
—Giró sobre sus talones abruptamente, y se dirigió a los hombres que rodeaban al
prisionero—. ¡Aquí! —les gritó—. Traedlo aquí abajo. Y guió el camino hacia abajo,
por la escotilla hacia las cubiertas inferiores donde el aire era rancio con el olor de
alquitrán las sogas. Siguiendo adelante, abrió la puerta de la espaciosa sala de
reuniones, y entró seguido por una docena de hombres que arrastraban al español.
Cada hombre abordo lo habría seguido si no fuera por la orden severa a algunos para
quedarse en cubierta con Hagthorpe.
En la sala, los tres firmes cañones de proa estaban en posición, cargados, sus
bocas colocadas a través de los puertos abiertos, precisamente como los artilleros
españoles los habían dejado.
—Aquí, Ogle, hay trabajo para ti, —dijo Blood, mientras el corpulento cañonero
se adelantaba a través del pequeño grupo de atentos hombres. Blood apuntó al cañón
del medio—. Haz que retrocedan ese cañón, —ordenó.
Cuando estuvo hecho, Blood se dirigió a los que retenían a Don Diego.
—Atadlo a través de la boca del cañón, —les ordenó, y mientras lo hacían, se
dirigió a los otros—. Al alcázar, algunos de vosotros, y traed a los prisioneros
españoles. Y tú, Dyke, ve arriba y ordena que icen la bandera de España.
Don Diego, con su cuerpo extendido en un arco a través de la boca del cañón,
piernas y brazos atados al soporte a ambos lados, sus ojos desorbitados, miraba como
un loco al Capitán Blood. Un hombre puede no temer morir, y sin embargo aterrarse
por la forma en que llega la muerte.
A través de labios helados lanzó blasfemias e insultos a su atormentador.
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—¡Loco bárbaro! ¡Salvaje inhumano! ¡Maldito hereje! ¿No os satisface matarme
en alguna forma cristiana? —El Capitán Blood le lanzó una maligna sonrisa, antes de
volverse a encontrar a los quince prisioneros españoles, que fueron empujados en su
presencia.
Mientras se acercaban, habían escuchado los gritos de Don Diego; ahora
observaban con ojos aterrorizados su situación. De entre ellos un elegante joven, de
piel color oliva, que se distinguía por su porte y su apariencia, se separó de los demás
con un grito de angustia:
—¡Padre!
Luchando entre los brazos que lo mantenían preso, llamó a los cielos y al infierno
para evitar ese horror, y finalmente, se dirigió al Capitán Blood para pedir una
clemencia que era al mismo tiempo feroz y humilde. Observándolo, el Capitán Blood
pensó con satisfacción que desplegaba el grado adecuado de devoción filial.
Posteriormente confesó que por un momento estuvo en peligro de doblegarse, que
por un momento su mente se rebeló contra el plan cruel que había planeado. Pero
para corregir ese sentimiento evocó en su memoria lo que estos españoles había
perpetrado en Bridgetown. Nuevamente vio la cara blanca de la niña Mary Traill
mientras volaba con horror ante el rufián que él había matado, y otras cosas incluso
más incontables vistas en ese terrible atardecer se levantaron ante los ojos de su
memoria para apuntalar su debilitado propósito. Los españoles se habían mostrado
sin piedad o decencia de cualquier tipo; llenos de religión, no tenían una chispa de
cristiandad. Un momento antes este cruel, vicioso Don Diego había insultado al
Todopoderoso con su presunción de que Él tenía una mirada benevolente para el
destino de la católica España. A Don Diego había que mostrarle su error.
Recobrando el cinismo con que se había acercado a su tarea, el cinismo esencial
para su adecuada culminación, ordenó a Ogle que prendiera una mecha y retirara la
protección de la boca de encendido del cañón donde estaba Don Diego. Entonces,
cuando el joven Espinosa explotó entre imprecaciones y ruegos, se volvió hacia él.
—¡Paz! —gritó—. ¡Paz y escuchad! No tengo intenciones de enviar a vuestro
padre al infierno como merece, o incluso matarlo en absoluto.
Habiendo llevado al joven al silencio de la sorpresa con esta promesa —una
promesa bastante sorprendente dadas las circunstancias— procedió a explicar sus
intenciones en ese castellano sin faltas y elegante que afortunadamente dominaba —
tan afortunadamente para Don Diego como para él mismo.
—Es la traición de vuestro padre la que nos ha traído a esta situación y
deliberadamente al riesgo de captura y muerte sobre ese barco de España. Tal como
vuestro padre reconoció el barco insignia de su hermano, también su hermano ha
reconocido al Cinco Llagas. Hasta ahora, entonces, todo está bien. Pero pronto el
Encarnación estará lo suficientemente cerca como para percibir que no todo está
como debería. Más tarde o más temprano, adivinarán o descubrirán qué está mal, y
abrirá fuego. Ahora, no estamos en situación de luchar, como sabía vuestro padre
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cuando nos trajo a esta trampa. Pero lucharemos, si tenemos que hacerlo. No nos
rendiremos fácilmente a la ferocidad de España.
Colocó su mano en la mecha del cañón con Don Diego en su boca.
—Entended esto claramente: al primer disparo del Encarnación, este cañón
contestará con fuego. Estoy siendo claro, espero.
Pálido y temblando, el joven Espinosa miró en los ojos azules sin piedad que tan
fijamente lo miraban.
—¿Si está claro?, —tartamudeó, rompiendo el silencio en que se encontraban—.
Pero, en nombre de Dios, ¿cómo puede estar claro? ¿Cómo puedo comprender?
¿Podéis evitar la lucha? Si conocéis un modo, y si yo o los demás, podemos ayudaros
—si es lo que significáis— en nombre del Cielo decídmelo.
—Una lucha se podría evitar si Don Diego de Espinosa fuera a bordo del barco de
su hermano, y con su presencia le asegurara al Admirante que todo está bien con el
Cinco Llagas, que es verdaderamente un navío español como lo anuncia su bandera.
Pero, por supuesto, don Diego no puede ir en persona porque tiene… otros
compromisos. Tiene una leve fiebre —digamos— que lo retiene en su cabina. Pero
vos, su hijo, puede llevar esto a cabo y otras materias junto con el homenaje a vuestro
tío. Iréis en un bote con seis de estos prisioneros españoles, y yo —un distinguido
español rescatado de cautiverio en Barbados en vuestra reciente incursión— os
acompañaré para manteneros en circunstancias. Si vuelvo con vida, y sin accidentes
de ningún tipo para retrasar nuestra libre navegación en adelante, Don Diego salvará
su vida, tal como todos vosotros. Pero si hay la más pequeña adversidad, sea por mala
fe o mala fortuna —no me importa cuál— la batalla, como tuve el honor de explicar,
se abrirá de nuestro lado con este cañón, y vuestro padre será la primera víctima del
conflicto.
Pausó por un momento. Hubo un murmullo de aprobación de sus camaradas, un
inquieto movimiento entre los prisioneros españoles. El joven Espinosa se mantenía
de pie delante de él, el color yéndose y viniendo a sus mejillas. Esperaba algunas
directivas de su padre. Pero no vino ninguna. El coraje de Don Diego, parecía, se
había desvanecido en esta ruda prueba. Colgaba sin fuerzas en sus correas, y estaba
en silencio. Evidentemente no se animaba a alentar a su hijo a una negativa, y
presumiblemente lo avergonzaba pedirle que aceptara. Así, dejó la decisión
enteramente para el joven.
—Vamos, —dijo Blood—. He sido suficientemente claro, creo. ¿Qué decís?
Don Esteban mojó sus labios resecos, y con el dorso de su mano se secó el sudor
angustiado de su frente. Sus ojos buscaron por un instante sobre el hombro de su
padre, buscando una guía. Pero su padre seguía silenciosos. Algo como un sollozo se
escapó del muchacho.
—Yo… yo acepto, —contestó finalmente, y se dirigió a los españoles—. Y vos
aceptaréis también, —insistió con pasión—. Por la salvación de Don Diego y la
vuestra por la de todos nosotros. Si no, este hombre nos destrozará sin piedad.
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Dado que él se rendía, y su patrón no ofrecía resistencia, ¿para qué iban a
provocar su propia desgracia con un gesto de inútil heroísmo? Respondieron sin
dudar que harían lo que se les pedía.
Blood se volvió y avanzó hacia Don Diego.
—Lamento importunaros de este modo, pero… —Por un instante se detuvo y
frunció el ceño mientras sus ojos atentamente observaban al prisionero. Luego,
después de esta pausa casi imperceptible, continuó—, pero espero que no tengáis
nada más que este inconveniente, y dependéis de mí para acortarlo lo más posible.
Don Diego no contestó.
Peter Blood esperó un momento, observándolo; luego saludó y se retiró.
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Capítulo XII
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padre de Don Esteban. —Y en pocas palabras hizo un esbozo de las imaginadas
condiciones de su captura por esos malditos herejes que dirigían la isla de Barbados.
—Benedicamus Domino[8], —dijo el fraile al oír su relato.
—Ex hoc nunc et usque in seculum[9], —respondió Blood, papista para la ocasión,
con ojos bajos.
El Almirante y sus oficiales lo escucharon con simpatía y le dieron una cordial
bienvenida. Luego vino la temida pregunta.
—¿Pero dónde está mi hermano? ¿Por qué no vino él mismo a recibirme? —Fue
el joven Espinosa quien contestó esto:
—Mi padre está muy afligido por no tener tanto honor y placer. Pero
desgraciadamente, señor tío, está un poco indispuesto —oh, nada grave; pero
suficiente para mantenerlo en su cabina. Es un poco de fiebre, resultado de una leve
herida en la reciente invasión a Barbados, de la que resultó el feliz rescate de este
caballero.
—No, sobrino, no, —protestó Don Miguel con irónico repudio—. No puedo tener
conocimiento de esas cosas. Tengo el honor de representar en estos mares a Su
Majestad Católica, que está en paz con el Rey de Inglaterra. Ya me has contado más
de lo que es bueno que yo sepa. Voy a olvidarlos, y os pediré, señores, —añadió,
mirando a sus oficiales—, que también lo olvidéis. —Pero hizo un guiño a los
chispeantes ojos del Capitán Blood; luego agregó algo que extinguió de repente las
chispas—. Pero si Diego no puede venir a mí, entonces yo voy a verlo a él.
Por un momento el rostro de Don Esteban fue una máscara de pálido terror.
Luego Blood estaba hablando con esa voz baja, confidencial, que tan admirablemente
combinaba suavidad, firmeza y una sutil burla.
—Si os place, Don Miguel, eso es justamente lo que no debéis hacer lo que Don
Diego no desea que hagáis. No debéis verlo hasta que sus heridas estén sanadas. Éste
es su propio deseo. Es la verdadera razón de por qué no está acá. Porque la verdad es
que sus heridas no son tan graves como para impedirle venir. Fue la consideración de
la falsa posición en la que vos quedaríais si tuvierais de su propia boca el relato de lo
sucedido. Como su excelencia ha dicho, hay paz entre Su Majestad Católica y el Rey
de Inglaterra, y vuestro hermano Don Diego… —Se detuvo un momento—. Estoy
seguro que no necesito decir más. Lo que escucháis de nosotros es solamente un
rumor. Vuestra excelencia entiende.
Su excelencia frunció el entrecejo pensativamente.
—Entiendo… en parte, —dijo.
El Capitán Blood tuvo un momento de inquietud. ¿Dudaba el español de su buena
fe? Sin embargo, en vestimenta y habla se sabía impecablemente español, y ¿no
estaba allí Don Esteban para confirmarlo? Siguió adelante para permitir mayor
confirmación antes de que el almirante pudiera decir otra palabra.
—Y tenemos en el bote abajo dos arcones conteniendo cinco mil monedas de oro,
que debemos entregar a su excelencia.
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Su excelencia saltó; hubo una súbita agitación entre sus oficiales.
—Son el rescate exigido por Don Diego al Gobernador de…
—¡Ninguna otra palabra, en nombre del Cielo! —gritó el almirante con alarma—.
¿Mi hermano desea que me encargue de este dinero, para llevarlo a España en su
nombre? Bueno, es una materia de familia entre mi hermano y yo. Así puede ser
hecho. Pero no debo saber… —Se detuvo—. ¡Hum!
—Una copa de Málaga en mi cabina, si deseáis, —los invitó—, mientras los
arcones son levantados a la cubierta.
Dio sus órdenes sobre el embarco de los arcones, luego encabezó el camino a su
cabina, engalanada como de la realeza, seguido también por sus cuatro oficiales y el
fraile.
Sentado a la mesa allí, con el oscuro vino ante ellos, una vez que el sirviente que
lo llevó se hubo retirado, Don Miguel rió y se acarició su barbilla puntiaguda.
—¡Virgen santísima! Ese hermano mío tiene una mente que piensa en todo. Si
hubiera sido yo, habría cometido una gran indiscreción al aventurarme abordo de este
barco en semejante momento. Podría haber visto cosas que como Almirante de
España hubiera sido difícil para mí ignorar.
Ambos Esteban y Blood se apuraron a estar de acuerdo con él, y luego Blood
levantó su copa, y bebió a la gloria de España y la condenación del bruto James quien
ocupaba el trono de Inglaterra. La última parte de su brindis era, por lo menos,
sincera.
El almirante rió.
—Señor, señor, necesitáis aquí a mi hermano para refrenar vuestra imprudencia.
Deberíais recordar que Su Majestad Católica y el Rey de Inglaterra son buenos
amigos. Éste no es un brindis para proponer en esta cabina. Pero ya que ha sido
propuesto, y por alguien que tiene una causa personal para odiar a estos sabuesos
ingleses, buenos, lo honraremos —pero extraoficialmente.
Rieron, y bebieron para la condena eterna del Rey James, todo extraoficial, pero
más fervientes aún por lo mismo. Luego Don Esteban, inquieto por su padre, y
recordando la agonía que sufría Don Diego con cada instante que se demoraban, en
su terrible posición, se puso de pie y anunció que debían regresar.
—Mi padre, —explicó—, tiene apuro por llegar a Santo Domingo. Me pidió que
no me demorara más que para abrazaros. Si nos permitís partir, entonces, señor tío.
En esas circunstancias, —señor tío— no insistió.
Al salir, los ojos de Blood examinaron ansiosamente la línea de marinos en
tranquila charla con los españoles del bote que esperaban al pie de la escala. Pero sus
actitudes le mostraron que no había motivo para su ansiedad. La tribulación del bote
había sido sabía en sus comentarios.
El almirante se despidió de ellos, de Esteban afectuosamente, de Blood
ceremoniosamente.
—Lamento perderos tan pronto, Don Pedro. Desearía que pudierais hacer una
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visita más larga al Encarnación.
—Soy realmente poco afortunado, —dijo cortésmente el Capitán Blood—. Pero
espero que nos encontremos nuevamente.
—Eso es halagarme más de lo que merezco.
Llegaron al bote, y se alejaron del gran navío. Mientras se alejaban, con el
almirante saludándolos con su mano desde el puente, oyeron el silbido del
comandante del barco llamando a todos a su puesto, y antes de llegar al Cinco Llagas
vieron que el Encarnación se retiraba. Ondeó su bandera a ellos, y de su popa un
cañón saludó.
A bordo del Cinco Llagas alguien —que se supo después que fue Hagthorpe—
tuvo la buena idea de contestar de la misma manera. La comedia había terminada.
Pero había algo más como epílogo, algo que añadió un gusto irónico a todo lo
ocurrido.
Mientras pisaban la borda del Cinco Llagas, Hagthorpe avanzó a recibirlos. Blood
observó la rígida, casi asustada expresión de su rostro.
—Veo que lo has descubierto, —dijo quedamente.
Los ojos de Hagthorpe lo miraron preguntando. Pero su mente descartó cualquier
pensamiento que tenía.
—Don Diego… —comenzó, y luego se detuvo, y miró curiosamente a Blood.
Notando la pausa y la mirada, Esteban se adelantó, su rostro lívido.
—¿Habéis roto vuestra palabra, perros? ¿Le ha sucedido algo? —gritó— y los
seis españoles tras él comenzaron a clamar con preguntas furiosas.
—Nosotros no rompemos nuestra palabra, —dijo Hagthorpe firmemente, tan
firmemente que los aquietó—. Y en este caso no hubo necesidad. Don Diego murió
en sus ataduras antes que vosotros llegarais al Encarnación.
Peter Blood no dijo nada.
—¿Muerto? —gritó Esteban—. Lo matasteis, diréis. ¿De qué murió? —
Hagthorpe miró al muchacho.
—Si he de juzgar, —dijo—, Don Diego murió de miedo.
Don Esteban golpeó a Hagthorpe a través de la cara al escuchar esto, y Hagthorpe
le hubiera pegado a su vez, pero Blood se colocó entre los dos mientras sus
seguidores asían al joven.
—Déjalo —dijo Blood—. Provocaste al niño con tu insulto a su padre.
—No pretendí insultar, —dijo Hagthorpe, acariciando su mejilla—. Es lo que
sucedió. Ven a ver.
—Ya he visto, —dijo Blood—. Murió antes de que yo dejara el Cinco Llagas.
Estaba colgando muerto en sus ataduras cuando hablé con él antes de partir.
—¿Qué estáis diciendo?, gritó Esteban.
Blood lo miró gravemente. Sin embargo, a pesar de su gravedad parecía casi
sonreír, aunque sin alegría.
—Si lo hubierais sabido, ¿eh? —preguntó finalmente. Por un momento Don
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Esteban lo miró con los ojos muy abiertos, incrédulo.
—No os creo, —dijo finalmente.
—Sin embargo, deberíais. Soy un doctor, y conozco la muerte cuando la veo.
Nuevamente hubo una pausa, mientras la convicción llegaba a la mente del joven.
—Si lo hubiera sabido, —dijo finalmente con una voz gruesa—, estaríais
colgando del palo mayor del Encarnación en este momento.
—Lo sé, —dijo Blood—. Estoy considerando —la ventaja que un hombre puede
encontrar en la ignorancia de otros.
—Pero colgaréis de allí algún día, —amenazó el muchacho.
El Capitán Blood se encogió de hombros, y giró sobre sus talones. Pero no hizo
caso omiso de esas palabras, tampoco Hagthorpe ni los otros que las escucharon,
como quedó demostrado en un consejo realizado esa noche en la cabina.
El consejo se reunió para determinar qué se haría con los prisioneros españoles.
Considerando que Curasao estaba ahora fuera de su alcance, y estaban escasos de
agua y provisiones, y que Pitt todavía no estaba pronto para tomar a su cargo la
navegación del barco, habían decidido que, yendo al este de Hispaniola, y luego
navegando por la costa norte, podrían llegar a Tortuga, ese paraíso de los bucaneros,
en cuyo puerto sin ley no tenían riesgo por lo menos de ser recapturados. Era ahora la
pregunta de si debían llevar a los españoles con ellos, o dejarlos en un bote para que
pudieran llegar a la costa de Hispaniola, a no más de diez millas. Éste era el curso
defendido por Blood.
—No hay otra cosa para hacer, —insistía—. En Tortuga los desollarán vivos.
—Que es menos de lo que merecen, —gruñó Wolverstone.
—Y recordarás, Peter, —intervino Hagthorpe—, la amenaza de ese niño esta
mañana. Si escapa, y cuenta todo a su tío, la ejecución de la amenaza es más que
posible.
—Dice mucho a favor de Peter Blood que este argumento no lo convenciera. Es
una pequeña cosa, tal vez, pero en una narrativa en la que se cuenta tanto en su
contra, no puedo —dado que mi historia tiene la naturaleza de una reseña para la
defensa— permitirme dejar pasar una circunstancia que está tan fuerte a su favor, una
circunstancia que revela que el cinismo atribuido a él procedía de su razón y de una
serie de males que sufrió más que por sus instintos naturales.
—No me importan sus amenazas.
—Deberían, —dijo Wolverstone—. Lo sabio sería colgarlo, junto con los demás.
—No es humano ser sabio, —dijo Blood—. Es mucho más humano errar, aunque
tal vez es excepcional errar del lado de la clemencia. Seremos excepcionales. No
tengo estómago para matar a sangre fría. Al romper el alba, poned a los españoles en
un bote con un tonel de agua y un saco de vituallas, y que se vayan al diablo.
Ésta fue su última palabra sobre el tema, y prevaleció en virtud de la autoridad
que todos le habían reconocido, y que él había tomado firmemente. Al alba, Don
Esteban y sus seguidores fueron colocados en un bote.
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Dos días más tarde, el Cinco Llagas entró a la bahía de Cayona, diseñada por la
naturaleza para ser de los que se apropiaran de ella.
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Capítulo XIII
Tortuga
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opinión en contrario en algún lugar, que no era la intención de Blood ni la de ninguno
de sus compañeros de desgracia juntarse con los bucaneros quienes, bajo la
protección de un semioficial francés, hicieron de Tortuga un escondrijo del que
podían ejercer su comercio pirata sin piedad, básicamente contra España.
Pitt nos cuenta que la intención original de Blood era dirigirse a Francia u
Holanda. Pero en las largas semanas de esperar por un barco que lo llevara a uno u
otros de esos países, sus recursos mermaron y finalmente desaparecieron. También,
su cronista piensa que detectó signos de algún problema secreto en su amigo, y
atribuye a esto los abusos del potente espíritu de las Indias Occidentales de los que
Blood fue culpable en esos días de inacción, cayendo al mismo nivel de los salvajes
aventureros con quienes convivía en la costa.
No creo que Pitt sea culpable de poner excusas para su héroe. Creo que en esos
días había mucho que oprimía a Peter Blood. Estaba el recuerdo de Arabella Bishop,
y que su recuerdo ocupaba gran parte de su mente no podemos dudarlo. Estaba
enloquecido por el atormentador deseo de lo inalcanzable. Deseaba a Arabella, pero
sabía que estaba más allá de su alcance irrevocablemente y por siempre. También,
aunque pensaba ir a Francia o a Holanda, no tenía un claro propósito sobre qué hacer
cuando llegara a esos países. Era, después de todo, un esclavo fugado, un ilegal en su
propia tierra y un descastado sin hogar en cualquier otra. Quedaba el mar, que es libre
para todos, y particularmente tentador para los que se sienten en guerra con la
humanidad. Y entonces, considerando el espíritu aventurero que una vez lo había
mandado por el mundo por el simple gusto, considerando que este espíritu estaba
incentivado ahora por una falta de cuidado provocada por su ilegalidad, que su
entrenamiento y habilidades en marina de guerra fuertemente sustentaban las
tentaciones que se le presentaban, ¿podéis sorprenderos, u os atrevéis a condenarlo,
de que finalmente sucumbiera? Y recordad que estas tentaciones procedían no sólo de
los bucaneros aventureros con quienes se encontraba en las tabernas del antro
diabólico de Tortuga, sino del mismo M. d’Ogeron, el gobernador de la isla, quien
cobraba por costo del puerto una décima parte de los botines traídos a la bahía y que
sacaba provecho de otras comisiones.
Un oficio que podría tener un aspecto repelente cuando era descrito por
aventureros grasientos y medio borrachos, bucaneros, vagabundos, ingleses,
franceses y holandeses, se convertía en una digna casi oficial forma de corsario
cuando era defendida por el cortés caballero de mediana edad quien representando la
Compañía Francesa de las Indias Occidentales parecía representar a la misma
Francia.
Además —sin excluir al mismo Jeremy Pitt, en cuya sangre el llamado del mar
era insistente e imperativo— los que habían escapado con Peter Blood de la
plantación de Barbados, y que, en consecuencia, como él, no sabían a dónde ir,
estaban todos resueltos a unirse a la gran Hermandad de la Costa, como esos
vagabundos se llamaban a sí mismos. Y unieron sus voces a las otras que buscaban
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persuadir a Blood, pidiéndole que continuara en la jefatura que había gozado desde
que dejaron Barbados, y jurando seguirlo lealmente a cualquier lugar que los llevara.
Y así, para resumir todo lo que Jeremy ha registrado en la materia, Blood terminó
por ceder a las presiones tanto externas como internas, y se abandonó a la corriente
del Destino. Fata viam invenient[10], según su propia expresión de ello.
Si resistió tanto, creo que fue porque el recuerdo de Arabella Bishop lo refrenaba.
Que estuvieran destinados a no encontrarse nunca más no pesó al principio, o tal vez
nunca. Concebía el desprecio con que ella escucharía que se había convertido en
pirata, y el desprecio, aunque solamente imaginado hasta ahora, lo lastimaba como si
fuera una realidad. Y aún cuando superó esto, el recuerdo de ella estuvo siempre
presente. Hizo un compromiso con su conciencia de mantener su memoria activa. Se
prometió que su recuerdo le ayudaría a mantener sus manos tan limpias como un
hombre pueda en un oficio tan desesperado como el en que se estaba embarcando. Y
así, aunque no tenía tontas ilusiones de que nunca fuera suya, o volver a verla, su
memoria debía actuar como una influencia purificadora par su alma, amarga y dulce a
la vez. El amor irrealizable muchas veces permanece como el ideal que guía a un
hombre. Una vez tomada la decisión, se dedicó activamente al trabajo. Ogeron, el
más acomodaticio de los gobernadores, le adelantó dinero para el adecuado
equipamiento de su barco, el Cinco Llagas, al que renombró el Arabella. Esto fue
luego de algunas dudas, temeroso de mostrar de esa forma su corazón. Pero sus
amigos de Barbados lo consideraron una expresión de la ironía siempre lista de su
jefe.
A los veinte seguidores que ya tenía, agregó sesenta más, eligiendo sus hombres
con cautela y discriminación —y era un excepcional juez de hombres— de entre los
aventureros de Tortuga. Con ellos acordó los usuales artículos de la Hermandad de la
Costa bajo las que cada hombre sería pagado por una parte de los tesoros capturados.
En otros aspectos, sin embargo, los artículos eran diferentes. A bordo del Arabella no
habría nada de la indisciplina de los rufianes que normalmente prevalecían en los
buques bucaneros. Los que navegaban con él debían obediencia y sumisión en todos
los aspectos a él mismo y a los oficiales elegidos. A quien esta cláusula no le gustara,
podía seguir a otro jefe.
Hacia fines de diciembre, cuando la estación de los huracanes había terminado,
puso a la mar su bien equipado y bien tripulado barco, y antes de regresar en el mayo
siguiente de una travesía prolongada y llena de aventuras, la fama del Capitán Blood
había corrido como olas en el viento por el Mar Caribe. Hubo una lucha en el pasaje
Windward con un galeón español, que resultó en atrapar y finalmente hundir al
español. Hubo una invasión audaz llevada a cabo por una serie de apropiadas
piraguas sobre una flota española en el Río de la Hacha, de la que obtuvieron una
cantidad particularmente importante de perlas. Hubo una expedición por tierra hacia
las minas de oro de Santa María, en el continente, cuya historia es difícil de creer, y
hubo aventuras menores a través de las cuales la tripulación del Arabella volvió con
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prestigio y provecho aunque no totalmente ilesa.
Y entonces sucedió que antes que el Arabella volviera a Tortuga el mayo
siguiente para ser reparada —porque no estaba sin cicatrices, como podéis suponer—
su fama y la de su capitán Peter Blood había recorrido desde las Bahamas hasta las
Islas Windward, y desde Nueva Providencia hasta Trinidad.
Un eco de esto llegó a Europa, y en la Corte de St. James se presentaron airados
reclamos del embajador de España, a quien se le contestó que no debía suponerse que
este Capitán Blood tenía ninguna comisión del Rey de Inglaterra; que era, de hecho,
un rebelde proscrito, un esclavo evadido, y que cualquier medida que Su Católica
Majestad tomara contra él recibirían la cordial aprobación del Rey James II.
A Don Miguel de Espinosa, el Almirante de España en las Indias Occidentales, y
su sobrino Don Esteban que navegaba con él, no les faltaban ganas de traer al
aventurero a su castigo merecido. Con ellos, este negocio de capturar a Blood, que
ahora era un tema internacional, también era una materia familiar.
España, a través de la boca de Don Miguel, no ahorraba amenazas. El relato de
ellas llegó a Tortuga, y con él la seguridad de que Don Miguel estaba respaldado no
sólo por la autoridad de su propia nación, sino por la del rey inglés también.
Era una bravuconada que no inspiraba terrores al Capitán Blood. Tampoco era
probable que por ella que quedara a oxidarse en la seguridad de Tortuga. Por todo lo
que había sufrido en las manos de los hombres, había elegido a España como el chivo
expiatorio. Así consideraba que servía un propósito doble: ganaba sus
compensaciones y al mismo tiempo servía, no al Rey Estuardo, a quien despreciaba,
pero a Inglaterra y así al resto de la humanidad civilizada a quien la cruel, traidora,
codiciosa, intolerante Castilla buscaba excluir de sus relaciones con el Nuevo Mundo.
Un día, mientras estaba sentado con Hagthorpe y Wolverstone sobre un barril y
con una botella de ron envueltos en el aire cargado de alquitrán y tabaco de una
taberna, fue abordado por un espléndido rufián con una casaca de satén azul oscuro
adornada con oro, y una faja roja, de un pie de ancho, alrededor de la cintura.
—C’est vous qu’on appelle Le Sang[11]? —lo saludó el sujeto.
El Capitán Blood miró hacia arriba para considerar a quien preguntaba antes de
contestar. El hombre era alto, su constitución ágil y fuerte, con un rostro moreno y
aguileño, brutalmente bien parecido. Un diamante de gran valor refulgía en la limpia
mano, indiferentemente descansando en el pomo de su largo espadín, y había aros de
oro en sus orejas, medio ocultas por largos rulos de oleoso cabello color castaño.
El Capitán Blood se sacó el tabaco de entre sus labios.
—Mi nombre, —dijo—, es Peter Blood. Los españoles me conocen por Don
Pedro Sangre, y un francés puede llamarme Le Sang si le place.
—Bien, —dijo el llamativo aventurero en inglés, y sin mayor invitación tomó una
banqueta y se sentó a la grasienta mesa—. Mi nombre, —informó a los tres hombres,
dos de los cuales por lo menos, lo miraban con recelo—, es Levasseur. Tal vez habéis
oído hablar de mí.
El heroísmo de Levasseur
Amado mío:
Mi bien amado.
Estoy en la fragata holandesa Jongvrouw, que está por partir. Resuelto a
separarnos para siempre, mi cruel padre me manda a Europa a cargo de mi
hermano. Te imploro, ven a rescatarme. ¡Sálvame, mi bien amado héroe!
El bien amado héroe se emocionó hasta lo más profundo de su alma por este
apasionado ruego. Su fruncida mirada barrió la bahía buscando a la fragata
holandesa, que sabía partía hacia Amsterdam con una carga de cuero y tabaco.
No se la veía entre los barcos de ese angosto puerto. Rugió la pregunta.
En respuesta el indio indicó más allá del risco que constituía la defensa del
puerto. Una milla o más distante de él, se veía una vela en el mar.
—Allá va, —dijo.
—¡Allá! —El francés miraba a un lado y otro, su cara se ponía blanca. Su
temperamento cruel se despertó y se vengó sobre el mensajero—. ¿Y dónde has
estado que vienes ahora con esto? ¡Contesta!
El indio retrocedió aterrorizado ante esta furia. Su explicación, si la tenía, estaba
paralizada por miedo. Levasseur lo tomó por el cuello, lo sacudió dos veces, y lo tiró
contra los mástiles. La cabeza del hombre golpeó el borde de un cañón, y allí quedó,
muy quieto, un hilillo de sangre saliendo de su boca.
Levasseur chocó una de sus manos contra la otra, como sacudiéndose polvo.
El rescate
La trampa
Los embaucados
El Milagrosa
El encuentro
Ladrón y pirata
Hostilidades
Rehenes
Guerra
cinco millas hacia el mar desde Port Royal, donde los detalles de la costa de
Jamaica perdían su agudeza, el Arabella se detuvo, y la chalupa que llevaba
fue colocada a su lado.
El Capitán Blood escoltó a su huésped obligado al comienzo de la escala. El Coronel
Bishop, que por dos horas y más había estado en un estado de mortal ansiedad,
respiró libremente por fin; y a medida que la marea de sus miedos se retraía, del
mismo modo su profundo odio por este audaz bucanero retomaba su normal volumen.
Pero se mantuvo circunspecto. Si en su corazón se prometió que, una vez de vuelta en
Port Royal no evitaría ningún esfuerzo, no descansaría ningún nervio, para traer a
Peter Blood a su final morada en el muelle de ejecución, por lo menos mantuvo esa
promesa estrictamente para él.
Peter Blood no tenía ilusiones. No era, nunca llegaría a ser, el completo pirata. No
había otro bucanero en todo el Caribe que se hubiera negado a sí mismo el placer de
colgar al Coronel Bishop del palo mayor, y así finalmente liquidar el odio vengativo
del hacendado que hacía peligrar su propia seguridad. Pero Blood no era de éstos.
Además, en el caso del Coronel Bishop había una razón particular que lo detenía.
Porque era el tío de Arabella Bishop, su vida debía seguir siendo sagrada para el
Capitán Blood.
Y así el Capitán sonrió a la cara embotada e hinchada y a los pequeños ojos que
lo miraban con una malevolencia que no disimulaban.
—Un viaje seguro hacia el hogar para vos, Coronel, querido, —dijo como
despedida, y de su modo cómodo y sonriente nunca se podría haber soñado el dolor
que llevaba en su pecho—. Es la segunda vez que me servís de rehén. Estáis
prevenido para no servirme una tercera. No os traigo suerte, Coronel, como podéis
percibir.
Jeremy Pitt, el comandante, cerca del hombro de Blood, miró tristemente la
partida del gobernador. Detrás de ellos una pequeña muchedumbre de adustos y
bronceados bucaneros contenían su deseo de matar a Bishop como una mosca sólo
por su obediencia a la dominante resolución de su jefe. Habían sabido por Pitt, aún en
Port Royal, del peligro del Capitán, y aunque tan dispuestos como él a dejar el
servicio del Rey que se les había impuesto, resentían la forma en que se había hecho
M. de Rivarol
Cartagena
El honor de M. de Rivarol
Su Excelencia el Gobernador
sirve para transportes en aguas de poco fondo. (N. del Ed.) <<