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Fénix Brillante - Ray Bradbury

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PREFACIO:

En el ao 1.947, cuando Ray Bradbury trataba de ser Ray Bradbury (faltaban tres aos para ver
publicadas sus Crnicas Marcianas), escribi un relato que fue sistemticamente rechazado por todas las revistas
a las que su autor tuvo a bien presentarlo. Este relato fue a parar al arcn de obras rechazadas (arcn que todo
escritor tiene en su casa) hasta que pudo ser felizmente rescatado y publicado en el nmero de mayo de 1.963 de
Fantasy & Science Fiction (maravilloso nmero dedicado en exclusiva a Ray Bradbury). Aunque Domingo
Santos lo tradujo y lo incluy en su antologa Llorad por Nuestro Futuro, publicada por Acervo en 1.978, est
versin est traducida directamente de dicho nmero del Fantasy.

FNIX BRILLANTE
(Bright Phoenix)
Era un da de abril del ao 2.022, la gran puerta de la biblioteca restall, secamente, como un trueno.
Hey, pens.
Jonathan Barnes estaba en las cortas escaleras que ascendan hasta mi escritorio, enfundado en su
uniforme de la Legin Unida que le caa tan mal como haca veinte aos.
Su altanera agresividad, marcada en su pausa, trajo a mi mente los diez mil discursos a los Veteranos
que haban surgido de su boca en los innumerables desfiles en los que haba participado, sudando y resoplando,
en los banquetes de patriotas a base de pollo fro y guisantes, seguramente cocinados por l mismo, en todos sus
proyectos abortados.
Jonathan Barnes subi con pesadez los peldaos de la escalera, marcando en cada pisada todo el peso
de su corpulencia y de su recin adquirida autoridad. Los ecos, repercutiendo en la alta bveda, le hicieron sin
duda darse cuenta de lo burdo de sus modales ya que, cuando lleg junto a mi escritorio, su voz impregnada en
alcohol fue apenas un susurro junto a mi rostro.
Vengo a por los libros, Tom.
Rebusqu entre mis fichas ndice de forma casual.
Ya le llamar cuando estn preparados.
Espere un momento... dijo.
Supongo que se refiere a los libros para la Obra Social de los Veteranos, no?, para distribuir entre
los hospitales.
No, no grit. He venido a por todos los libros.
Le mir, sin decir nada.
Bueno dijo, casi todos.
Estuve a punto de parpadear mientras continuaba buscando entre las fichas ndice.
La norma son diez volmenes mximo por persona y vez. Aqu est. Adems, su tarjeta de lector
caduc cuando usted tena treinta aos... hace otros treinta aos de ello. Lo ve? le tend su ficha.
Barnes apoy ambas manos en el escritorio e inclin hacia m su enorme corpachn.
Lo que veo es que est usted intentando interferir dijo. Su rostro se encendi, empez a jadear.
No necesito ninguna tarjeta de lector para efectuar mi trabajo!
Segua hablando en susurros, pero haba alzado la voz lo suficiente como para que una mirada de
pginas blancas suspendieran sus aleteos bajo la luz verdosa de las lmparas en las enormes estancias de paredes
de piedra. Algunos libros se cerraron con un sordo y casi imperceptible ruido.
Varios lectores alzaron unos rostros apacibles. Sus ojos, calmados por la quietud y el recogimiento de
aquel lugar, pedan silencio, como los del tigre cuando acude a beber a las aguas tranquilas. Viendo aquellos
ojos vueltos hacia nosotros, esos rostros serenos, pens en los cuarenta aos en que haba vivido, trabajado,
incluso dormido all, entre las silenciosas vidas arropadas en terciopelo de todos aquellos personajes
imaginarios. Siempre haba considerado mi biblioteca, y la segua considerando, como un oasis de frescor
donde, procedentes del ruido y la febril actividad diaria, los hombres acudan a baar sus mentes y a refrescar
sus cuerpos en la verdosa luz y en la suave brisa de las pginas al ser giradas. Tras lo cual, ya ms centrados,
con las ideas ms claras y los cuerpos ms relajados, podan sumergirse de nuevo en el ardiente horno de la
realidad, la noche, el trfico, la improbable vejez, la inevitable muerte. He visto a cientos de ellos penetrar en mi
biblioteca con ojos alucinados para verlos salir despus relajados y tranquilos. He visto a gentes buscndose en
vano a s mismas y hallando aqu la serenidad. He visto a realistas sumergirse aqu en el sueo y a soadores
hallar finalmente la realidad, en este refugio de piedra y mrmol donde cada libro est marcado por el silencio.
S dije finalmente. No le llevar mucho tiempo registrarse de nuevo. Rellene esta ficha y traiga

dos referencias que sean solventes...


No necesito referencias dijo Jonathan Barnes. No para quemar libros
Al contrario dije. Para eso va a necesitar ms.
Mis hombres son mis referencias. Estn fuera, esperando a los libros. Son peligrosos.
Esos hombres siempre lo son.
No, no, me refiero a los libros, estpido. Los libros son peligrosos. Buen Dios, no hay dos que
piensen lo mismo. Siempre los mismos malditos dobles sentidos. Siempre la misma torre de Babel y la misma
saliva malgastada. Nosotros estamos aqu para clarificar, para simplificar, para sanear. Necesitamos...
Perdn dije, tomando un ejemplar de Demstenes bajo mi brazo. Es la hora de mi comida. Me
acompaa?
Estaba ya a medio camino de la puerta cuando Barnes, con los ojos desorbitados, pareci recordar el
silbato de plata que colgaba de su cinturn; lo llev hasta sus labios y lanz un prolongado pitido.
Las puertas de la biblioteca se abrieron bruscamente. Una marea de hombres uniformados de negro
penetraron ruidosamente escaleras arriba.
Les llam la atencin, con suavidad. Se detuvieron, sorprendidos.
Sin hacer ruido les indiqu
Barnes me sujet del brazo.
Se est oponiendo usted a nuestra actuacin?
No dije. Ni siquiera voy a pedirles la orden que les autoriza a esta invasin. Lo nico que les pido
es que guarden silencio mientras trabajan.
Los lectores se haban levantado de sus mesas ante el estrepitoso resonar de las pisadas. Les indiqu
que volvieran a sentarse. Se enfrascaron de nuevo en sus lecturas, sin que ninguno volviera a levantar la vista
hacia aquellos hombres, impecablemente uniformados de negro, que me miraban con una no fingida
estupefaccin. Barnes hizo un gesto con la cabeza. Los hombres avanzaron entonces con cuidado, de puntillas,
hacia las distintas salas de la gran biblioteca. Con precaucin extrema, procurando no hacer el menor ruido,
abrieron las ventanas. Hablaban en susurros, tomaban los libros de sus estanteras y los iban arrojando al patio
de abajo, todo en el ms completo silencio. De tanto en tanto lanzaban miradas furtivas a los lectores que, iban
volviendo las pginas de sus libros con tranquilidad, aunque ninguno os tomar aquellos volmenes, limitndose
a vaciar las estanteras.
Bien dije.
Bien? repiti Barnes.
Sus hombres pueden trabajar sin usted. Vamos fuera.
Y sal tan rpidamente que no tuvo ms remedio que seguirme, ardiendo con preguntas no
formuladas. Atravesamos el csped que rodeaba el edificio, all haba sido montado un horno porttil, una
enorme parrilla negra de donde surgan rojizos chorros que se convertan en azuladas llamas, a las cuales los
hombres precipitaban los pjaros silvestres y las aterciopeladas palomas que alzaban el vuelo en un frentico
batir de alas antes de caer heridos de muerte, consumindose entre las terribles llamas De todas las ventanas
surgan aterrorizados pjaros, que caan al suelo y eran empapados en gasolina antes de ser arrojados a las
destructivas y coloreadas llamas.
Es extrao murmur Barnes, sorprendido. Debera haber una multitud contemplando un
espectculo como este. Sin embargo no hay nadie. Cmo lo explica usted?
Lo dej con la palabra en el aire. Tuvo que correr para alcanzarme.
Llegamos al pequeo caf del otro lado de la calle. Me sent a una mesa y Barnes, irritado, sin ningn
motivo aparente, comenz a gritar en cuanto ocupamos nuestras sillas:
Camarero! Rpido, he de volver inmediatamente al trabajo!
Walter, el propietario, se acerc con el men en la mano.
Walter me mir.
Le gui un ojo.
Walter mir a Jonathan Barnes.
Walter dijo:
Ven conmigo y s mi amor, y probaremos de la felicidad el ardor.
Qu? Jonathan Barnes parpade.
Llmeme Ismael dijo Walter.
Ismael dije, empezaremos con un caf.
Walter volvi con el caf.
Tigre, tigre, brillante has de arder dijo, en la penumbra del bosque, al anochecer.
Barnes se qued mirando al hombre que se alejaba con un paso casual.
Qu demonios le ocurre? Est loco?

No dije. Pero sigamos con lo que me deca en la biblioteca. Explqueme.


Explicar? dijo Barnes. Dios mo, todos quieren saber las razones. Est bien, se lo explicar: es un
experimento de importancia capital. Esta ciudad nos servir de prueba, si la quema de libros funciona aqu,
funcionar en todas partes. No lo quemamos todo, no, no. Se habr dado cuenta de que mis hombres tan slo
desalojan ciertas categoras de libros. Eliminamos alrededor de un 49'2 por ciento. Luego informaremos del
xito al comit central del gobierno...
Excelente dije.
Barnes se qued mirndome fijamente.
Cmo puede estar usted tan alegre?
El problema de cualquier biblioteca indiqu es dnde meter los libros. Usted me ayuda a
resolverlo.
Cre que usted evidenciara... miedo.
Siempre he estado rodeado de gentuza.
Perdn?
Todas las cosas tienen nombre. Los que queman libros son gentuza.
Maldita sea, soy el Jefe Censor de Green Town, Illinois!
Lleg un nuevo camarero, portando una humeante cafetera.
Hola, Keats dije.
La estacin de las brumas y el dulzor de la fruta madura dijo el camarero.
Keats? pregunt el Jefe Censor. Su nombre no es Keats.
Oh, qu tonto soy dije. Este es un restaurante griego. No es cierto, Platn?
El muchacho llen mi taza.
El pueblo dispone siempre de algn campen que empuja hacia adelante y lo alimenta de
grandezas... Esta y no otra es la raz de la cual surge el tirano; cuando aparece el primero, es un protector.
Barnes se inclin hacia adelante para mirar mejor al camarero que permaneci inmutable. Luego
tom su caf y sopl.
Como le deca, nuestro plan es tan simple como el que uno ms uno son dos...
Casi nunca he conocido a un matemtico que fuera capaz de razonar dijo el muchacho.
Maldita sea! Barnes dej su taza sobre la mesa, con brusquedad. Paz! Lrgate de aqu antes de
que pierda la paciencia, Keats, Platn... Holdridge, este es tu nombre. Ahora lo recuerdo: Holdridge! Qu es
toda esa jerga?
Slo imaginacin dije. Vanidad.
Maldita sea la imaginacin y al infierno con la vanidad. Puede usted comer solo si quiere, me largo
inmediatamente de esta casa de locos. Y Barnes se trag el caf de un sorbo, mientras el dueo y el camarero lo
miraban y al otro lado de la calle el fuego arda con orgullo en las entraas de la monstruosa parrilla. Nuestras
silenciosas miradas hicieron que Barnes se estremeciera, con la taza en una mano y una gota de caf colgando de
su mentn.
Por qu? Por qu no gritan? Por qu no luchan contra m?
Yo estoy luchando dije, tomando el libro que haba trado bajo mi brazo. Lo abr por la pgina que
deca DEMSTENES, dej que Barnes viera bien el nombre, la enroll en forma de cigarro, la prend,
contempl la creciente llama y murmur-: Aunque el hombre pueda escapar a todos los dems peligros, jams
podr escapar completamente a aquellos que no reconocen, a una persona como l, el derecho a existir.
Barnes salt, de pie, gritando, me arranc el cigarro de la mano, lo pate, y el sali del lugar dando
un portazo.
Lo nico que poda hacer era seguirle.
En la puerta, Barnes tropez con un hombre ya anciano que entraba en el caf. El viejo estuvo a punto
de caer. Lo sostuve del brazo.
Profesor Einstein dije.
Seor Shakespeare respondi.
Barnes huy.
Lo encontr de nuevo en el csped ante la antigua y hermosa biblioteca, donde los hombres de negro
desprendan olor a gasolina a cada movimiento y seguan transportando brazadas de palomas abatidas, de
moribundos faisanes, todo un otoo de oro y plata que caa de las altas ventanas. Y todo silenciosa,
pausadamente. Mientras esta tranquila y casi serena pantomima continuaba, Barnes permaneca inmvil,
gritando en silencio, ahogando los gritos que pugnaban por surgir por entre sus dientes apretados, su lengua, sus
labios, sus mandbulas, acallndolos de modo que nadie los pudiera or. Pero los gritos surgan igualmente de
sus ojos muy abiertos, en relmpagos que estallaban en sus puos crispados y daban color a su rostro, ahora
blanco, ahora rojo, mientras me miraba fijamente, miraba al caf, a su maldito propietario y al terrible camarero

que, desde la puerta, le hacan gestos amigables. El incinerador de Baal saciaba su enorme apetito, esparciendo
chispas por todas partes, y Barnes contemplaba aquel ciego sol rojo que arda y llameaba en su estmago.
Ustedes dije con voz suave a los hombres de negro, se detuvieron. Recuerden las Ordenanzas
Municipales: se cierra a las nueve en punto. Por favor, procuren terminar antes de entonces. No me gustara
quebrantar la ley... Buenas noches, seor Lincoln.
Ochenta dijo un hombre, pasando a nuestro lado, y siete aos...
Lincoln? el Jefe Censor se gir, lentamente. Ese es Bowman. Charlie Bowman. Le conozco,
Charlie, venga aqu un momento... Charlie... Chuck!
Pero el hombre se haba alejado, y los coches pasaban, y de tanto en tanto, mientras el fuego segua
ardiendo, algunos hombres me saludaban y yo les saludaba, y era Hola seor Poe!, o un gesto amable a algn
extranjero cuyo nombre sonaba algo as como Freud, y nuestras voces eran alegres al saludarnos, y el seor
Barnes se estremeca cada vez como si fuera atravesado por un dardo de fuego que continuara ardiendo en su
interior y consumiera su vida. Y nadie se detena a ver el espectculo.
De pronto, por alguna razn oculta, el seor Barnes cerr los ojos, abri mucho la boca, inspir
profundamente y grit:
Alto!
Los hombres, en el piso de arriba, dejaron inmediatamente de arrojar libros por las ventanas.
Pero dije, an no es la hora de cerrar.
Es la hora de cerrar! Todo el mundo fuera! Profundos pozos haban devorado las pupilas de
Jonathan Barnes. Hizo una sea, indicando que bajaran. Obedientes, todas las ventanas descendieron como otras
tantas guillotinas, y se oy el ruido de las contraventanas al cerrarse.
Los hombres de negro, la sorpresa reflejada en sus semblantes, descendieron y salieron fuera.
Jefe Censor met en su mano la llave que no quera aceptar, le obligu a tomarla, vuelva usted
maana, mantenga el silencio y termine con su trabajo.
Sus ahora insondables y vacos ojos intentaron en vano mantener mi mirada.
Cunto... cunto tiempo hace que dura...?
Esto?
Esto... y... esto... y ellos.
Intent, sin xito, sealar el caf, los coches que pasaban, los tranquilos lectores que salan ahora de
la acogedora biblioteca, saludando con la cabeza cuando pasaban a nuestro lado en el fro aire del anochecer,
amigos, todos ellos amigos mos. Sus ciegos y crispados ojos devoraron la oscuridad que era ahora mi rostro, su
lengua paralizada murmur no sin esfuerzo:
Creen ustedes, estpidos, que van a engaarme a m, a m, a m?
No contest.
Cmo pueden estar seguros dijo de que no voy a quemar gente, como ahora quemo libros?
No contest.
Lo dej de pie, inmvil, all en medio de la noche.
En la biblioteca, comprob los ltimos volmenes de los que se iban, mientras la noche llegaba
finalmente y la gran mquina de Baal segua vomitando la humareda de su mugriento fuego sobre el alto csped
all donde el Jefe Censor permaneca inmvil como una estatua de cemento, sin ver siquiera cmo sus hombres
se marchaban. Su puo se levant bruscamente y algo rpido y brillante fue a golpear contra el cristal de la
puerta de entrada. Luego Barnes se gir y se fue tras el Incinerador que resonaba contra el pavimento, una
panzuda urna funeraria que dejaba tras ella jirones de negros velos de duelo, humo, y olor a papel quemado.
Me sent y escuch.
En las salas de lectura ms alejadas, sumidas en una dbil penumbra, se oa an un suave y otoal
tornar de hojas, el sonido de un brisa ligera, movimientos infinitesimales, el gesto de una mano, el destello de un
anillo, el brillar de una pupila vivaz como la de una ardilla. Algn viajero nocturno se haba demorado entre las
estanteras ahora medio vacas. Con una tranquila serenidad, las aguas se deslizaban suavemente hacia un quieto
y distante mar. Mi gente, mis amigos, uno por uno, salan del acogedor mrmol, de la clida luz verdosa, a una
noche mejor de lo que nunca me hubiera atrevido a esperar.
A las nueve, sal para recoger la llave que Barnes haba arrojado contra la puerta. Acompa al ltimo
lector, un hombre viejo, hasta fuera, y mientras cerraba aspir a pleno pulmn el fro aire, mir a la ciudad, a la
hierba amarilleada por las chispas, y dijo:
Crees que volvern?
Dejemos que lo hagan. Ya estamos preparados para recibirlos, no?
El anciano sujet mi mano.
Y el lobo cohabitar con el cordero, y el leopardo yacer con el antlope, y el ternero y el joven len
andarn juntos.

Bajamos juntos los ltimos peldaos.


Buenas noches, Isaas dije.
Buenas noches, seor Scrates dijo.
Y cada cual tom su camino en la oscuridad.

POSTFACIO (es absurdo que no exista esta palabra):


S, este relato es el embrin de lo que, seis aos despus, en 1.953, se convertira en Fahrenheit 451.
Puede ser simple, puede ser slo una curiosidad, puede ser muchas cosas, pero slo por una de sus frases ya creo
que vale la pena. Una frase que, desgraciadamente, resume la actitud de muchas personas desde el principio de
los tiempos hasta nuestros das:
Cmo pueden estar seguros de que no voy a quemar gente, como ahora quemo libros?

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