Callejones en Tinieblas y Otras Historia - Robert E. Howard
Callejones en Tinieblas y Otras Historia - Robert E. Howard
Callejones en Tinieblas y Otras Historia - Robert E. Howard
www.lectulandia.com - Página 2
Robert E. Howard
Callejones en tinieblas
y otras historias a puñetazos
ePub r1.0
Epicureum 26.03.14
www.lectulandia.com - Página 3
Título original: The Incredible Adventures of Dennis Dorgan
Robert E. Howard, 1975
Traducción: Francisco Arellano
Diseño de cubierta: Jim Ruth
www.lectulandia.com - Página 4
Prólogo: Un héroe del cuadrilátero
Robert E. Howard fue un gran escritor pero, para ello, tuvo que convertirse en un
escritor profesional. ¿Qué significaba eso en las primeras décadas del siglo pasado?
Entre otras cosas, a menos que uno fuese uno de los pocos elegidos por el público y,
sobre todo, por los críticos literarios de los periódicos más importantes y un niño
mimado de las grandes editoriales, venía a decir que uno tenía que escribir para las
revistas pulps. Y revistas pulps había muchas y de muchas cosas. Ya he dicho en otra
parte que había de bomberos, de detectives, de historias picantes, de aventuras, del
oeste, de deportes... Incluso he descubierto recientemente una que contiene textos de
los mitos de Cthulhu en un ambiente de Western: Weird Western. Nuestro amigo
Howard publicaba en todas ellas (véase la lista que apareció en Espadachinas), con
su nombre o con seudónimos (a veces, en el mismo número, con su nombre y con
seudónimo)... era un escritor profesional de verdad, de los que se ganan la vida
escribiendo. No era de esos que escriben una novela y comen de lo que ganan en un
banco, o como traductor, o vaya usted a saber de qué. Howard se ganaba la vida
escribiendo y se la ganaba bien. Por eso, cuando murió, era el más rico de su pueblo.
Y todo lo había conseguido con la pluma.
Durante el período de tiempo que transcurrió de 1929 a 1932, Howard estuvo
publicando las aventuras de un noble marino, Steve Costigan. Las historias de
Costigan aparecían en Fight Stories y Action Stories, dos magazines especializados
en relatos de aventuras, pero incapaces de absorber todas las historias que sobre el
tema se le amontonaban, de manera literal, a Howard encima de la mesa,
especialmente incapaces cuando en 1932 ambas cerraron sus puertas, dejando a
Howard colgado con bastante material inédito y sin vender. ¿Qué hacer? Como
Howard no paraba, llevaba publicando en Weird Tales unos años y había empezado a
hacerlo en la nueva revista de Farnsworth Wright, Oriental Stories (que, después de
nueve números, se transformó en Magic Carpet Magazine), de modo que no le costó
colocar en sus páginas el primer cuento de un nuevo personaje... que no era más que
el antiguo Sailor Costigan remozado y reconvertido en Dennis Dorgan, marinero de
segunda clase. El perro de Costigan, Mike, se transformó en el Spike de Dorgan; el
barco original, el Sea Girl, se convirtió en el Python; el nombre del autor de los
relatos también cambiaba y firmó aquellas nuevas aventuras como Robert Ervin, y las
aventuras de aquel nuevo héroe siguieron de cerca las de su otro hijo literario.
Howard consiguió vender tres historias a Magic Carpet Magazine, pero sólo una de
ellas vio la luz, concretamente la que da título al actual volumen: «Alleys of
Darkness» (que, curiosamente, apareció en el mismo número que «The Shadow of
the Vulture», la historia de Red Sonya; la primera bajo el seudónimo de Robert Ervin;
www.lectulandia.com - Página 5
la segunda bajo su verdadero nombre). Las demás, vendidas o no, se quedaron en el
cajón y pueden seguir su historia en nuestra habitual página de fuentes.
Dennis Dorgan es un personaje peculiar; no es un luchador serio y profesional
(queda algún tiempo para que tales tipos se vean en estas páginas), pero es alguien
curioso y que a mí me recuerda especialmente a dos personajes del mundo del tebeo
que siempre me han encantado: el primero, y especialmente, Popeye el Marino, la
genial creación de Segar. Esos combates a puño partido en un cuadrilátero enano
lleno de enemigos, esas peleas contra el más bruto del lugar, esos enfrentamientos
contra enemigos descerebrados que sólo saben usar los puños como solución a sus
problemas... eso es lo que nos vamos a encontrar aquí, al menos en su mayor parte.
Dennis Dorgan pelea como un verdadero gorila contra toda clase de adversarios,
dejando patentes sus intenciones combativas desde las primeras líneas de unos relatos
que mantienen unas constantes inamovibles. El segundo referente es Groo, el
personaje de Aragonés. Dorgan es tan descerebrado como Groo, tan irresponsable y
falto de visión e imaginación como Groo y, como a Groo, le acompaña un perro que
es fiel reflejo de su amo. Sus aventuras, otra vez como en Groo, ni llevan a ninguna
parte ni parecen venir de ninguna otra. Son paseos por su vida, altibajos de una
historia de la que nada sabemos, de la que nada podemos saber. Dorgan siempre llega
a un puerto que ya conoce (nunca hay paisajes que no sean urbanos, más que en una
ocasión y por los pelos) y allí tiene que luchar para conseguir un dinero que acabará
por perder. Aparecen pocas mujeres y, cuando lo hacen, o son remilgadas damiselas
de la alta sociedad o, en un par escaso de ocasiones, buscavidas con apariciones
mínimas, aunque intensas, en la historia. Dorgan es un personaje de Howard muy
extraño: no es un héroe, ni uno de esos personajes más grandes que la vida que tanto
le gustaban al padre de Conan. Es un fajador, alguien que recibe golpes y los
devuelve, pero sin esperar encontrar una moraleja a la vida.
Sus aventuras son, un poco como las de Wild Bill Clanton, algo sosas para
aquellos que esperan mucho de estos cuentos, pero son, como en todos los casos,
parte de una obra poco conocida de un hombre que jugó todos los palos posibles y
que fue dejando una obra enorme, dispersa, variada y desigual en cualquiera de los
muchos estilos que adoptó a lo largo de su carrera como escritor. Pero hay algo que
no se dice y que debe decirse: Howard fue un escritor de relatos para las revistas
pulp. Y como tal hay que considerarlo: es muy divertido y, en muchas ocasiones,
genial, pero en otras se dejó llevar por el terreno que pisaba y, como si fueran arenas
movedizas, fue engullido por él, dejando como recuerdo de su paso por aquella parte
del mundo estas historias que, por menores que sean, ni son despreciables, ni
olvidables, ni siquiera perdonables.
Mi opinión personal es que no podemos juzgar la obra de un autor sin conocerla
en su totalidad y, aunque estos cuentos sean meras rarezas o como quieran llamarse,
www.lectulandia.com - Página 6
son parte de una opera omnia compleja y diversificada que, en el fondo, buscaba algo
que pocos pueden presumir de dar: entretenimiento y diversión a la altura de nuestras
esperanzas. Hoy, cuando todo el mundo es tan valioso y entendido, estas cosas se
desprecian, pero estoy seguro de que dentro de cien años se seguirá hablando de
Howard (incluso de estas obras tan menores), pero no de nosotros. Mientras nos traga
el pantano, por lo menos podemos pasárnoslo bien.
PACO ARELLANO
www.lectulandia.com - Página 7
Las callejas de Singapur
Cuando el gong puso fin a mi combate con Kid Leary, en el Sweet Dreams, la sala de
boxeo de Singapur, yo estaba agotado pero contento. Los siete primeros asaltos
habían estado igualados, pero en los tres últimos había llevado al Kid por el ring de
un lado a otro, batiéndole como si fuera yeso. Sin embargo, no conseguí dejarle K.O.,
como había hecho en Shangai unos meses antes, cuando le tumbé en el duodécimo
asalto. El combate de Singapur estaba previsto a diez asaltos; uno más y le habría
noqueado.
De todos modos, fui tan superior a él que supe que había justificado los
pronósticos de los expertos que en las apuestas me daban ganador tres a uno. La
multitud aplaudía frenéticamente, el juez se acercaba, y yo me adelanté levantando el
puño derecho... cuando, para mi enorme estupor, ¡me apartó con un gesto brutal y
levantó el brazo del Kid, atontado y sangrante!
Durante un instante reinó el más profundo silencio, un silencio que sólo fue roto
por un grito aterrador que llegó desde la primera fila de asientos del ring. El árbitro,
Jed Whithers, soltó a Leary, que se derrumbó sobre la lona del cuadrilátero; luego,
Whithers se deslizó entre las cuerdas y se fue a la carrera como un conejo. Los
espectadores se pusieron en pie aullando. Recuperándome de la sorpresa, dejé escapar
una sarta de juramentos y salté del ring para lanzarme en pos de Whithers. Los
espectadores gritaban sanguinarios, rompían los asientos, arrancaban las cuerdas del
cuadrilátero y reclamaban la presencia de Whithers para colgarle de una viga. Pero
había desaparecido y la multitud estaba enloquecida.
Sorprendido, me abrí paso hasta el vestuario. Cuando llegué, me senté sobre una
mesa e intenté recuperarme de la impresión. Bill O'Brien y el resto de mi equipo
estaba allí, con espuma en los labios, porque habían apostado todo su dinero por mí.
Intenté llegar al vestuario de Leary y seguir golpeándole, pero cambié de opinión. No
había tenido nada que ver en la deshonesta decisión del árbitro. ¡Pareció tan
sorprendido como yo cuando Whithers le declaró vencedor del combate!
Mientras intentaba vestirme, mas entorpecido que ayudado por mis compañeros
rabiosos, cuyo lenguaje se iba haciendo cada vez más violento a medida que pasaban
los segundos, una silueta delgada y mostachuda irrumpió en el vestuario, abriéndose
paso con los codos entre el tropel de gente que me rodeaba; como si lo hiciera
bailando una giga fantástica, llegó a mi lado. Era el Viejo; su aliento apestaba a
alcohol y tenía lágrimas en los ojos.
—¡Estoy arruinado! —bramó—. ¡Estoy acabado! ¡Oh, es como si hubiera
cobijado una víbora en el vientre! ¡Dennis Dorgan, eres la gota que ha hecho
derramarse el vaso!
www.lectulandia.com - Página 8
—¡Espera un momento! —gruño Bill O'Brien—. No ha sido culpa de Dennis. Ha
sido ese maldito ladrón, ese hipócrita, esa rata, ese gusano de árbitro...
.
—¡Y pensar que me veo en el arroyo, a mi edad! —gritó el Viejo retorciéndose
los bigotes por los que resbalaba el agua salada de sus lagrimeos. Se dejó caer sobre
un banco y empezó a lloriquear como una magdalena—. ¡He perdido mil dólares...
cada centavo que pude amasar, rebañar o coger! —protestó.
—Vamos, todavía te queda el barco —le dijo alguien con cierta impaciencia.
—¡Ni eso! —se lamentó el Viejo—. Esos mil dólares son lo que les debo a esos
piratas, a McGregor, McClune y McKile. Una parte de lo que les debo, para ser
exactos. Estaban de acuerdo en que, si les daba esos mil dólares como pago parcial,
me darían una prórroga para que pudiera encontrar el resto del dinero. ¡Ahora, ese
dinero no existe y se quedarán con mi barco! ¡Con el Python! ¡Todo lo que tengo en
el mundo! Esos tiburones tienen menos corazón que un pirata malayo. ¡Estoy
arruinado!
Mis hombres se quedaron silenciosos, asombrados ante aquella noticia; yo le
pregunté:
—¿Por qué apostaste todo ese dinero?
—Oh, me hicieron beber —sollozó—. Y pierdo la cabeza cuando voy pedo.
Donnelly, McVey, esos canallas y los demás me liaron y, cuando me recuperé, me di
cuenta de que había apostado por ti mis mil dólares. ¡Y ahora estoy en la ruina!
Echó la cabeza hacia atrás y empezó a bramar como una morsa con un cólico.
Me contenté con lanzar un gemido de consternación y me sujeté la cabeza con las
manos, demasiado abatido como para decir algo. Los muchachos se dedicaron a
insultar a Whithers y, un momento después, se fueron en su busca con atroces
expresiones pintadas en el rostro. Los chicos se llevaron con ellos al Viejo, que no
dejaba de proclamar su infortunio a grandes voces.
Un poco después, me levanté suspirando y me puse mis ropas. En el pasillo no se
oía nada. Aparentemente, estaba sólo en el edificio, salvo por Spike, mi bulldog
blanco. Observé de pronto que estaba olisqueando la puerta de un armario. Rascaba la
puerta, gemía y gruñía. Llevado por una apremiante sospecha, me acerqué al armario
y abrí la puerta violentamente. En su interior, pude ver una forma encogida. La saqué
sin más miramientos y la obligué a incorporarse. Era Jed Whithers. Estaba blanco
como un sudario y temblaba y tenía telarañas en el pelo. Se encorvó tanto que daba
pena, esperando que yo le insultara salvajemente. Por una vez, estaba demasiado
furioso como para hacerlo. Probablemente yo estaba tan pálido como él, y sus ojos se
fueron entornando a medida que pudo leer las peores intenciones en los míos.
—Jed Whithers —-dije, empujándole contra el muro con una mano y
transformando la otra en un mazo—, ¡en este momento quisiera matar a alguien, y
www.lectulandia.com - Página 9
eso es algo que me pasa raras veces, puedes creerme!
—¡Por el amor del cielo, Dorgan —graznó—, no puedes asesinarme!
—¿No? ¡Dame una sola razón que me lo impida! ¡Vas verte en una silla de ruedas
para el resto de tus días! —rugí—. Has arruinado a mis amigos y a todos los que
apostaron por mí, mi capitán perderá su barco...
—¡No me pegues, Dorgan! —suplicó con voz rota, sujetándome el puño—. Me vi
obligado a hacerlo, lo juro ante Dios, ¡Dennis, tuve que hacerlo! Sé que la victoria era
tuya, sé que ganaste... ¡y por mucho! ¡Pero era lo único que podía hacer!
—¿Qué quieres decir? —pregunté, desconfiado.
—¡Sentémonos! —dijo sofocado.
A disgusto, le solté, y se dejó caer en un banco que había a su lado. Se quedó allí
sentado, limpiándose el sudor que le bañaba el rostro. Temblaba como una hoja.
—¿Se han ido todos? —preguntó.
—Aquí no queda nadie, salvo tú y mi bulldog devorador de hombres —respondí
siniestro, plantándome ante él—. Vamos... di lo que tengas que decir antes de que
pinte las paredes con tus intestinos.
—Me vi obligado a hacerlo, Dennis —dijo—. Un hombre me presionó.
—¿Qué clase de presión? —dije, receloso—. ¡Explícate!
—Bueno, me tiene a su merced —respondió—. Tengo que hacer cuanto dice.
Pero no tengo que pensar en mí mismo... Escucha, Dorgan, te contaré toda la historia.
Tienes la reputación de ser un buen tipo y voy a confiar en ti.
—No soy un luchador —reconoció—. Es demasiado fuerte para mí. No tendría ni
la sombra de una oportunidad.
—Conmigo las cosas serían diferentes —dije—. Vamos, Whithers, recupérate y
deja de llorar. Estoy dispuesto a ayudarte.
—¿Quieres decir que me ayudarás a recuperar ese documento?
—¡Claro que sí! —repliqué muy seguro de mí mismo—. ¡No puedo permitir que
le hagan esas cosas a una joven inocente! Además, ese canalla es el responsable de lo
que ha pasado esta noche.
Durante un momento Whithers se quedó sentado, y creí ver que una ligera sonrisa
se dibujaba en sus labios, pero debieron ser imaginaciones mías porque no sonreía
cuando me ofreció la mano y dijo con voz temblorosa:
—¡Dorgan, no has faltado a tu reputación!
Una observación como aquella no era obligatoriamente un cumplido; a veces se
cuentan sobre mí cosas que no son muy halagadoras. Pero la tomé como había que
tomarla y bramé:
—Ahora, ¡dime quién es esa maldita rata!
Miró inquieto a su alrededor y susurró:
—¡Ace Bissett!
www.lectulandia.com - Página 10
Gruñí sorprendido.
—¡Es un desalmado!
—Es un demonio en forma humana —dijo Whithers con amargura—. ¿Cuál es tu
plan?
—Extremadamente simple —dije—. Iré a su establecimiento, el Diamond Palace,
y le exigiré que me entregue el documento. Si se niega, le noquearé y se lo quitaré
por la fuerza.
—Harás que te maten —replicó Whithers—. Bissett es un hombre peligroso; no
te dejará actuar como pretendes. Escucha, tengo un plan mejor. Si conseguimos
llevarle a una casa que conozco, podremos registrarle y quitarle el documento.
Siempre lo lleva encima, pero dónde, es algo que ignoro. Vamos a hacer lo siguiente.
Le escuché atentamente, y el resultado fue que, cosa de una hora más tarde y
acompañado por Spike, recorría las estrechas callejas de la ciudad al volante de un
coche cerrado que Whithers había conseguido misteriosamente. Whithers no iba
conmigo; se encaminaba a preparar el lugar al que debía conducir a Bissett.
Subí por la calleja que bordeaba la parte trasera del Diamond Palace, el nuevo
establecimiento de Ace, bar y casa de juegos, y aparqué junto a la puerta posterior.
Era una sala de primer orden. Bissett conocía a gente de la mejor sociedad, sportmen
muy ricos, miembros del gobierno y personas del mismo calibre. Era lo que se llama
un soldado de fortuna, y había sido todo cuanto uno pudiera imaginar, pero
especialmente aviador, explorador, cazador de grandes fieras, oficial en diversos
ejércitos, en América del Sur y en China, ¡y no sé cuántas cosas más!
Un empleado indígena me detuvo ante la puerta y me preguntó lo que quería, y le
respondí que quería hablar con Ace. Me hizo entrar en la habitación que daba al
callejón y se fue a buscar a Bissett... lo que me venía de perlas.
Poco después se abrió una puerta y Bissett apareció... un tipo joven, alto y ancho
de hombros, con una mirada de acero y los cabellos rubios. Vestía un smoking y, en
resumidas cuentas, daba la impresión de ocupar un buen sitio bajo el sol. Según le
miraba, tan calmado y seguro de sí mismo, pensé en que el pobre Whithers tenía que
seguirle el juego y que el Viejo perdería su barco a causa de las maquinaciones
deshonestas de aquel individuo... mi mirada se enrojeció.
—Saludos, Dorgan, ¿qué puedo hacer por ti? —preguntó.
No dije nada. Me acerqué a él y le lancé un gancho a la mandíbula. No sé lo
esperaba, claro, y le pilló totalmente desprevenido. Se vino abajo y se quedó tendido
cuan largo era sobre el suelo de madera; no se movió.
Me incliné sobre él y le registré rápidamente; encontré un revólver de seis balas y
lo arrojé a un rincón. Música y ruido de jolgorio llegaron a mis oídos, apagados
ambos por los tabiques, pero estaba claro que nadie me había oído golpear a Bissett.
Le levanté y me le eché sobre los hombros... lo que no era tarea fácil, pues era tan
www.lectulandia.com - Página 11
alto como yo y flojo como una bayeta.
Pero lo conseguí y me encaminé al callejón. Crucé la puerta sin problemas, pero
la tuve que dejar abierta, pues tenía las dos manos ocupadas; justo cuando estaba
dejando caer a Ace sobre el asiento trasero del coche, escuché un grito estridente.
Dándome media vuelta vi a una joven que acababa de entrar en la habitación de que
yo salí unos momentos antes. Inmóvil, aterrada, me miraba fijamente. La luz que
emanaba por la puerta abierta nos iluminó de lleno a mi cautivo y a mí. La joven era
Gloiy O'Dale, la amiguita de Ace Bissett. A toda prisa cerré la portezuela del coche y
me puse al volante. Según me alejaba calle abajo envuelto por el rugido del motor,
me di vagamente cuenta de que Glory había salido corriendo del edificio y que
intentaba detenerme lanzando gritos desesperados.
* * *
Era ya bastante tarde y no había casi nadie por la calle. A mis espaldas pude
escuchar a Bissett que empezaba a moverse y a gimotear, y mandé a Spike al asiento
trasero para que le echara un vistazo. Seguía en las nubes cuando me detuve entre las
sombras cercanas al lugar que me indicara Whithers... un viejo edificio medio en
ruinas, cerca de un embarcadero abandonado y maloliente. Por allí no parecía vivir
nadie o, si tal era el caso, los que lo hicieran no daban señales de vida. Según bajaba
del coche, se entreabrió una puerta y vi el rostro de Whithers, blanco como una
sábana, que me miraba lleno de aprensión.
—¿Le tienes, Dennis? —susurró. Por toda respuesta, abrí brutalmente la puerta
trasera. Bissett cayó al suelo con la cabeza por delante, y se quedó tendido
lamentándose débilmente. Whithers dio un salto hacia atrás y profirió un gañido.
—¿Está muerto? —preguntó, aterrado.
—¿Protestaría como lo hace si lo estuviera? —repliqué irritado—. Ayúdame a
llevarle al interior. Luego le registraremos.
—Espera, antes voy a atarle —dijo Whithers.
Empezó a atar —muy a mi pesar— con cuerdas al pobre tipo in-consciente.
—Así es más seguro —declaró Whithers—. Este tipo es un demonio, y no
tenemos que correr ningún riesgo.
Luego, le levantamos y le llevamos al interior de una habitación débilmente
iluminada. La cruzamos y entramos en otra sala con mejor luz... las ventanas estaban
cubiertas por gruesos postigos, de tal forma que no se podía ver la luz desde la calle.
Me llevé la sorpresa de mi vida. En aquella habitación había otros cinco sujetos. Me
volví a toda prisa hacia Whithers.
—¿Eh, qué significa esto? —pregunté.
—Vamos, no te alteres, Dennis —dijo Whithers estirando a Bissett sobre el banco
en el que le habíamos sentado—. Son mis compañeros. Están al corriente del asunto
www.lectulandia.com - Página 12
que hay entre Bissett y mi hermana.
Me pareció escuchar una risa burlona y me di media vuelta para examinar a sus
supuestos «amigos». Mi mirada se concentró en un tipo rechoncho y grasiento, con
un traje llamativo y que fumaba un grueso cigarro; algunos diamantes brillaban en
sus dedos, al igual que en el alfiler que le sujetaba la corbata. Los otros eran meros
malandrines.
—¡Menuda banda de amigos has reunido aquí! —dije, irritado, dirigiéndome a
Whithers—. «Diamond» Joe Galt está mezclado en todos los asuntos sucios de
Singapur desde hace ya tres años. Ni si-quiera en el fondo de los Siete Mares se
podría encontrar a tipos más infames que Limey Teak, Bill Reynolds, Dutch
Steimann y Red Partland...
—¡Eh, tío! —dijo Red Partland levantándose y cerrando los puños; pero Galt le
sujetó por el brazo.
—Déjalo estar, Red —le aconsejó—. Calma, Dennis —dijo, dedicándome una
amplia sonrisa que me desagradó profundamente—. Es inútil que nos enfademos.
Nos hemos reunido aquí para ayudar a nuestro compañero Whithers a hacer justicia.
Eso es todo. Tú ya has hecho tu parte del trabajo. Ahora puedes irte, te damos las
gracias.
—No tan deprisa —rezongué.
En el mismo momento, Whithers intervino:
—¡Bisset vuelve en sí!
Todos nos volvimos y vimos que los ojos de Bisset estaban abiertos... y que
ardían de cólera.
—Vaya, malditas ratas —dijo a modo de saludo y poniéndonos a todos en el
mismo saco—, al fin me habéis pillado, ¿eh? —Su mirada se clavó en mí y me dijo
—: Dorgan, te consideraba un buen tipo. Si me hubiera imaginado que estabas metido
en esta historia, no habrías tenido ocasión de noquearme como lo hiciste.
—¡Oh, cierra la boca! —refunfuñé—. ¡No sé cómo te atreves a hablar así después
de lo que has hecho!
Galt me empujó a un lado y se acercó a Bissett. Vi que sus puños grasientos
estaban crispados, y que las venas se le abultaban en las sienes.
—Bissett —dijo—, te tenemos y lo sabes. Vacía lo que lleves en la chaqueta...
¿dónde está ese papel?
—¡Pobres locos! —se burló Bissett, debatiéndose y luchando contra sus
ligaduras; tenía el rostro rojo de rabia—. Os repito que ese papel no tiene ningún
valor.
—¿Y por qué te niegas a dárnoslo? —preguntó Whithers.
—¡Porque ya no lo tengo! —gritó Bissett—. Lo he destruido, exactamente como
ya os he dicho.
www.lectulandia.com - Página 13
—Miente —gruñó Red Partland—. Nunca destruiría una cosa como esa.
Representa millones. Dejadme, que le haré hablar...
Se adelantó moviendo los hombros y agarró a Bissett por la garganta. A mi vez,
sujeté a Red y le obligué a soltarle.
—¡Eso no! —siseé—. Es un crápula, de acuerdo, pero no permitiré que se torture
a un hombre indefenso.
—¡Caramba! —bramó Red, golpeándome en la mandíbula.
Esquivé el golpe y le hundí en el vientre el puño izquierdo hasta la muñeca. Se
derrumbó como si le hubieran cercenado las piernas.
Me di la vuelta, buscando bronca. Pero Galt se puso entre nosotros e hizo recular
a sus gorilas.
—¡Ya basta! —aulló—. ¡No luchéis entre vosotros! ¡De pie, Red! Vamos, Dennis
—dijo con una voz tranquila, dándome palmadas en el brazo, lo que casi me sacó de
mis casillas, cosa que no habían logrado sus palabras—. Pero debemos conseguir ese
documento. Ya sabes...
Súbitamente, se escuchó un ruido apagado.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Limey, pálido de repente.
—Es Spike —declaré—. Le dejé en el coche. Se habrá cansado de esperar y está
arañando la puerta para entrar. Voy a buscarle, pero volveré en seguida; si en mi
ausencia alguien le pone una mano encima a Bissett, le haré pedazos. Tendremos el
papel, pero nadie torturará a nadie.
Con estas palabras, salí de la habitación con largas zancadas, ignorando las negras
miradas que me dedicaron. Según cerraba la puerta a mis espaldas estalló una
animada conversación. Todos hablaban al mismo tiempo, con lo que no comprendí
gran cosa, pero la voz de Ace Bissett se alzaba de vez en cuando por encima de la
barahúnda, expresando cólera, no dolor. Me aseguré; no le hacían mal alguno.
Atravesé la habitación débilmente iluminada, abrí la puerta y dejé entrar a Spike;
luego, olvidando pasar el cerrojo —no estoy muy acostumbrado a los misterios—, di
media vuelta para volver a la otra habitación.
En el mismo momento escuché el ruido de una carrera precipitada. Me volví... la
puerta de entrada se abrió violentamente, y Glory O'Dale irrumpió en la estancia.
Estaba sin aliento, su traje había sido desgarrado y sus negros cabellos se le pegaban
a la cabeza a causa del sudor; sus ojos se mostraban tan húmedos y brillantes como
dos joyas negras bajo la lluvia. ¡Empuñaba el revólver de seis balas de Ace Bissett!
—¡Inmunda rata de alcantarilla! —gritó apuntándome con la pistola.
Contemplé la boca del revólver mientras la joven apretaba el gatillo. El percutor
golpeó con un ruido seco contra un cartucho defectuoso. Antes de que pudiera
disparar de nuevo, Spike saltó sobre ella. No le había enseñado a morder a una mujer,
de modo que no mordió a Glory. Simplemente se lanzó sobre ella, pero con tanta
www.lectulandia.com - Página 14
fuerza que la joven se fue al suelo y el revólver voló de su mano.
Lo recogí a toda prisa y me lo metí al bolsillo. Luego, intenté ayudarla a
levantarse, pero la muchacha me apartó la mano violentamente y se puso en pie de un
salto. Lágrimas de furor la corrían por las mejillas. ¡Maldita sea, estaba preciosa!
—¡Bruto! —chilló—. ¿Qué le has hecho a Ace? ¡Te mataré si le has hecho daño!
¿Está en esa habitación?
—Claro, y está sano y salvo —respondí—, pero se merece la soga...
Lanzó un grito estridente.
—¡No te atreverás! ¡No toques un pelo de su cabeza! ¡Oh, Ace!
Luego, me lanzó un sopapo, me arrancó un mechón de pelo y me pateó las tibias.
—Hay algo que me extraña, Glory —dije, evitando sus uñas—. ¿Cómo una chica
tan bonita como tú ha podido interesarse por un canalla como Bissett? Podrías
encontrar algo mejor. Yo mismo, por ejemplo...
—¡Oh, déjame en paz! —sollozó al tiempo que pataleaba—. Déjame pasar; sé
que Ace se encuentra en esa habitación... al entrar, oí su voz.
En aquel momento no se oía ningún sonido proveniente de la vecina estancia.
Evidentemente, todos, incluido Ace, escuchaban lo que pasaba en la sala en la que
nos hallábamos Glory y yo.
—No puedes entrar —dije—. Vamos a registrar a Ace y a buscar ese famoso
papel que incrimina a la hermana de Jed Whithers.
—¡Estás loco de atar! —gritó—. ¡Déjame pasar!
Se lanzó bruscamente sobre mí y me empujó con ambas manos. Aquel gesto fue
tan inesperado que caí al suelo de un modo ignominioso. Ella lo aprovechó para abrir
violentamente la puerta que daba a la otra habitación. Spike se lanzó sobre ella con la
mirada enrojecida. Pero le sujeté por el collar cuando pasó a mi lado.
Durante un instante, Glory se detuvo en el umbral, gritando triunfal, pero también
de miedo y de rabia, todo a la vez. Me levanté, jurando entre dientes y limpiándome
con la mano el polvo del pantalón. Glory atravesó la habitación a la carrera, evitó las
manazas de Joe Galt que intentó atraparla, y se lanzó apasionadamente sobre la
postrada forma de Ace Bissett, que hasta el momento no había demostrado tenerle
miedo a nada pero que palideció bruscamente y adelantó la mandíbula.
—No deberías haber venido, Glory, es una locura —murmuró.
—Vi que Dorgan se te llevaba en el coche —sollozó la joven, abrazándole y
tirando en vano de sus ligaduras—. Salté a otro vehículo que había allí mismo para
seguirte... estalló un neumático, no muy lejos de aquí... os perdí de vista. Seguí a pie,
vagando al azar por las calles oscuras, hasta que vi el coche de Dorgan, aparcado
delante de esta casa. Entré...
—¿Sola? ¡Dios mío! —gimió Ace.
—¿Sola? —repitió Galt lanzando un suspiro de alivio.
www.lectulandia.com - Página 15
Con el dorso de la mano apartó una mota de polvo del hombro de su chaqueta y
volvió a meterse el cigarro en la boca con un gesto muy estudiado y declaró:
—Bueno, ahora vamos a charlar un poco. Ven aquí, Glory.
La joven se apretó contra Ace, y éste dijo con una voz apagada que apenas era un
susurro:
—Déjala en paz, Galt.
Sus ojos eran como dos fuegos que ardieran bajo el hielo. Los matones de Galt
esbozaron sonrisas malignas y murmuraron entre dientes. Whithers estaba nervioso y
no dejaba de limpiarse el sudor de la frente. La atmósfera era tensa. Me sentía a
disgusto e impaciente; había algo que no me gustaba, pero no sabía el qué. En el
momento en que Galt se disponía a hablar, me hice cargo del asunto.
—Bissett —dije, atravesando rápidamente la habitación y mirándole fijamente a
los ojos—, la devoción que muestra esta mujer debería impresionarte aunque tu
corazón fuera el de una serpiente. ¿Por qué no intentas redimirte un poco?
Compórtate como un hombre y danos ese papel. Cuando a uno lo ama una mujer
como Glory O'Dale, ¿para qué aprovecharse de la inocencia de una pobre chica?
Bissett me miró con la boca abierta.
—¿De qué me habla? —preguntó a todo el mundo.
—Lo ignoro —dijo Glory, acercándose a él muy atemorizada—. Hace poco me
dijo algo parecido en la habitación contigua. A mi entender, ha recibido tantos golpes
en la cabeza que debe haber perdido la razón.
—Dorgan —dijo Bissett—, tú eres diferente de estos canallas. ¿Tienes
alucinaciones?
—¡No me la jugarás con esas cosas, víbora! —rugí—. Sabes muy bien por lo que
se te ha traído aquí... para obtener la confesión que tú le arrancaste con malas artes a
la hermana de Whithers... obligándole a éste a cometer villanías como privarme de mi
legítima victoria esta misma noche.
Bissett parecía totalmente anonadado, pero Glory se levantó de un salto y me
plantó cara.
—¿Quieres decir que crees que Ace ha obligado a Whithers a actuar de ese
modo? —me espetó.
—No es que lo piense —repliqué huraño—. Es que lo sé. Whithers me lo ha
dicho.
La joven saltó en el aire como si la hubiera picado un insecto.
—¡Pobre idiota! —aulló—. ¡Se han burlado de ti! ¡Jed Whithers no tiene ninguna
hermana! ¡Ha mentido! ¡Ace no tiene nada que ver en esa historia! ¡A Whithers le
pagaron para que declarara vencedor a Leary! ¡Mírale! —-Su voz cambió y se
transformó en un grito de triunfo al tiempo que señalaba a Whithers con un dedo
acusador—. ¡Mírale! ¿No ves lo pálido que está? ¡Si está azul!
www.lectulandia.com - Página 16
—¡Es mentira! —graznó Whithers, sudando la gota gorda y estirándose el cuello
de la camisa como si le fuese a estrangular.
—¡No lo es! —se sublevó Glory, rozando la histeria—. ¡Recibió dinero para
hacerte perder el combate! ¡Y éste es el hombre que lo hizo!
¡Teatralmente señaló con dedo acusador a «Diamond» Joe Galt!
Galt se levantó de un salto; sus ojillos porcinos brillaban con un destello feroz.
Masticaba el cigarro con aspecto airado.
—Bien, Galt, ¿qué tienes que decir? —pregunté, totalmente desorientado y
anonadado.
Tiró al suelo el cigarro y profirió una imprecación. Su rostro se veía violáceo y
convulsionado.
—¿Qué tengo que decir? —gruñó—. ¿Qué te propones, Dorgan? ¡Empiezas a
cabrearme muy en serio!
Deslizó la mano en el bolsillo de la chaqueta y la sacó casi en el acto, y vi la boca
de una pequeña automática de aspecto maligno.
—Esto va a impedir que me noquees como hiciste con Red, ¡estúpido gorila! —
dijo con una sonrisa llena de maldad—. Puedes estar seguro de que la damita ha
dicho la verdad. Whithers te timó... ¡eres tan ingenuo como un cordero que bala junto
a su madre!
»Cuando le descubriste en tu vestuario, te contó la primera tontería que se le
ocurrió, sabiendo que eres un auténtico merluzo cuando se trata de algo relacionado
con una dama. Cuando caíste en la trampa y te ofreciste a ayudarle, maquinó a toda
prisa y te arrastró a este tinglado. Queremos robar a Bissett desde hace mucho
tiempo. Porque tiene algo que deseamos mucho. Pero es demasiado astuto y coriáceo
para nosotros. Ahora, gracias a ti, está a nuestra merced, y con él su joven amiga.
Vamos a machacarle un poco para que nos dé lo que queremos, y tu cerrarás el pico,
¿entendido?
—¿Quieres decir que nunca ha existido Constance Whithers, ni nada fue como
me lo contó? —dije lentamente, intentando ver con claridad toda aquella historia.
Una risotada saludó mi comentario.
—Pues no, patán —se burló Galt—. ¡Está vez te han pillado bien, pardillo!
Un velo rojo enturbió mi visión. Lanzando un grito furioso, me lancé sobre Galt
temerariamente, sin tener en cuenta el revólver que empuñaba. Todo pasó muy
deprisa. Galt apretó el gatillo en el mismo momento en que Spike, que había
permanecido cerca de él durante un buen rato, cerró las mandíbulas sobre la pierna de
aquel crápula. Este lanzó un alarido y saltó frenéticamente; el disparó estalló y la bala
me pasó tan cerca que la pólvora me chamuscó el pelo, pero justo en el mismo
momento en que mi puño derecho se estrellaba en el rostro de Galt, aplastándole la
nariz, haciéndole saltar todos los dientes y fracturándole la mandíbula. Según caía al
www.lectulandia.com - Página 17
suelo, Spike le saltó a la garganta.
Un segundo más tarde, los matones de Galt se lanzaron sobre mí. Luchamos por
toda la habitación convertidos en un feroz amasijo de brazos y piernas, rompiendo las
mesas y las sillas que se pusieron en nuestro camino. Spike, cuando se dio cuenta de
que Galt estaba in-consciente, perdió el interés y acudió en mi ayuda. Oí que Red
Partland lanzaba un aullido cuando los colmillos de Spike desgarraron los fondos de
su pantalón. Pero yo mismo tenía mucho que hacer. Puños y zapatos con remaches de
hierro volaban hacia mí y me impactaban; un pulgar intentó arrancarme un ojo. Clavé
los dientes en el susodicho pulgar, pero la mano no se detuvo pese a todo.
Mientras estrangulaba a Limey Teak, inmovilizado bajo mi peso, los otros tres se
dedicaban a machacarme las costillas e intentaban convertir mi cabeza en picadillo;
en ese momento me di cuenta de que un nuevo elemento entraba en liza. Se escuchó
el sonido provocado por la pata de una silla al impactar con un cráneo de piedra, y
Jed Whithers se vino abajo con un lloriqueo. ¡Glory O'Dale me estaba echando una
mano!
Un instante más tarde, Dutch Steinmann lanzaba un penetrante alarido, y Bill
Reynolds me soltó para ocuparse de Glory. Cuando me di cuenta de que Limey
aflojaba, me levanté, librándome de Steinmann, que estaba sobre mis hombros, justo
a tiempo de ver a Reynolds esquivando la pata de una silla con la que Glory intentaba
derribarle golpeándole en el cráneo; tiró al suelo a la chica con una sonora bofetada.
Bissett lanzó un terrible grito de rabia, pero yo estaba aún más furioso que él. De un
salto, me lancé sobre Reynolds y ambos rodamos por el suelo. El choque fue tan
violento que Reynolds casi se rompe la cabeza. Tan enloquecido que no podía
razonar, empecé a machacarle el rostro y a golpearle donde podía. Estaba ya en las
nubes, pero yo habría seguido golpeándole de manera indefinida de no ser porque
Dutch Steinmann distrajo mi atención rompiéndome una silla en la espalda.
Me levanté entre los restos de la silla y le lancé un gancho de izquierda que casi le
arranca la oreja y le mandó rodando hasta un rincón. Luego, busqué a Red Partland
con la mirada, y vi que se intentaba tirar por una ventana de la que había arrancado
los postigos. Estaba echo un asco, con la ropa convertida en jirones y sangraba como
un cerdo y olía casi peor. Spike no parecía decidido a renunciar a su presa. Sus
mandíbulas eran como un cepo aferrado a lo que quedaba de los pantalones de Red y
se apoyaba con las patas en la pared de la ventana. Red tiró con todas sus fuerzas
haciendo un esfuerzo desesperado, y cayó a la calle. Escuché cómo sus lamentos se
perdían en la noche.
Sacudí la cabeza —estaba lleno de sudor y la sangre me corría por los ojos— y
recorrí con centelleante mirada el campo de batalla lleno de muertos y moribundos...
al menos, hombres desvanecidos... algunos gemían sonoramente, mientras que otros
dormían con placidez. Glory se estaba levantando, atontada y con las piernas flojas.
www.lectulandia.com - Página 18
Spike olisqueó a cada una de las víctimas, una por una, y Ace suplicaba que alguien
le desatara. Glory se acercó al lugar donde estaba caído, atado junto a un banco hecho
pedazos, y yo la seguí un poco más despacio. Un golpe me había roto al menos una
costilla. Tenía una herida bastante ancha en el cuero cabelludo y la sangre me corría
por el pecho, donde Limey Teak intentó —para su desgracia— clavarme un cuchillo.
Tenía la impresión de que uno de aquellos canallas me había golpeado por la espalda
con una cachiporra, hasta que recordé que, en la pelea, en un momento dado, había
caído sobre algo duro que llevaba en el bolsillo. Me di cuenta de que era el revólver
de Ace Bissett. Me había olvidado por completo de que lo llevaba encima. Lo tiré
disgustado a un rincón; las armas de fuego son una trampa y una engañifa.
Parpadeé —al menos con mi único ojo útil, porque el otro llevaba cerrado un
buen rato— mirando a Ace, mientras Glory se ocupaba de sus ligaduras.
—Reconozco que me había equivocado contigo —le dije mientras le echaba una
mano a Glory—. Te presento mis excusas y si quieres algún tipo de reparación, estoy
a tu disposición, aquí mismo o cuando quieras.
—Gran Dios, Dorgan —dijo, abrazando a Glory—. No tengo ningún interés en
combatir contigo. No sé muy bien lo que significa todo esto, pero empiezo a
entenderlo.
Todavía un poco atontado, me dejé caer sobre un banco, ¡el único que, por un
verdadero milagro, no había resultado destruido durante la pelea!
—Hay algo que me gustaría saber —dije—. ¿De qué papel estaban hablando?
—Oh, claro —dijo—. Hace cosa de un año, le presté un servicio a un sabio ruso
medio loco, y decidió agradecérmelo a su estilo. Me dijo, en presencia de Galt, que
me iba a dar una fórmula que haría de mí el hombre más rico de la Tierra. Poco
tiempo después, encontró la muerte en una explosión ocurrida en su laboratorio, y en
su cuarto encontraron un sobre dirigido a mí y que contenía una fórmula. Galt se
enteró de aquello y, desde aquel día, me ha perseguido de un modo encarnizado,
intentando por todos los medios hacerse con el documento. Estaba convencido de que
la famosa fórmula de la que habló el ruso representaba millones. De hecho, se trataba
nada más que de un montón de sandeces sin sentido, los inventos de un loco... ¡Esa
fórmula era un procedimiento que permitía la fabricación artificial de diamantes! Una
verdadera locura... y así se lo dije a Galt, aunque nunca quiso creerme.
—Y Galt me tomó por un imbécil —medité—. Pero dime, Glory, ¿cómo sabías
que Galt le pagó a Whithers para que declarara vencedor a Leary aunque la victoria
fuese mía?
—Lo ignoraba —reconoció la joven—. Me limité a acusar a Galt para que
estallara la pelea.
—¡Estoy perdido! —murmuré.
Justo en aquel momento, una de mis víctimas, que parecía haber recobrado el
www.lectulandia.com - Página 19
sentido mientras hablábamos, se puso a cuatro patas y empezó a dirigirse con mucha
cautela hacia la ventana. Era Jed Whithers. Le alcancé a tiempo y le obligué a
ponerse en pie.
—¿Cuánto te pagó Galt para que declarases vencedor a Leary?
—Mil dólares —balbuceó.
—¡Aflójalos, y date prisa! —ordené.
Con mano temblorosa sacó de la chaqueta un fajo de billetes. Les conté; eran mil
dólares justos.
—Date la vuelta y mira las estrellas por la ventana —dije secamente.
—Pero no veo las estrellas —protestó.
—¡Oh, las verás! —le prometí mientras balanceaba el pie y le mandaba por
encima del hueco que daba a la calle.
Mientras sus lamentos se iban perdiendo al final de la calleja, me volví hacia Ace
y Glory y dije:
—Esto le ha debido reportar un buen montón de dinero a Galt, porque, en caso
contrario, no le habría dado a Whithers una suma parecida. Bueno, este dinero que
fue ganado con tan malas artes servirá para una buena causa. El Viejo ha perdido todo
su dinero por culpa de Whithers y su podrida decisión. Estos mil dólares le permitirán
conservar su barco. Ahora, vámonos. Quiero encontrar al propietario del Sweet
Dreams y concertar otro combate contra el Kid Leary mañana por la noche... ¡y esta
vez será con un árbitro honesto!
www.lectulandia.com - Página 20
El mono de jade
Había llegado a Hong Kong apenas hacía hora y media cuando alguien me golpeó en
la cabeza con una botella. No fue algo que me sorprendiera especialmente... los
puertos asiáticos están llenos de tipos que buscan a Dennis Dorgan, marinero de
segunda clase, a causa del uso poco considerado que les he dado a mis puños... Sin
embargo, aquello me irritó.
Iba caminando por un callejón sombrío, ocupándome de mis propios asuntos,
cuando alguien dijo «¡Psst!» y, cuando me volví y dije «¿Qué?»... ¡bang! cayó sobre
mi cráneo la susodicha botella. Aquello me exasperó tanto que le largué un porrazo a
mi invisible agresor y luego nos enzarzamos y luchamos en la oscuridad durante un
buen rato, y el modo en que gruñía y resollaba cuando hundí en su blando cuerpo mis
puños de acero, fue música celestial para mis oídos. Finalmente, sin soltarnos el uno
del otro, salimos titubeando de la calleja para seguir abanicándonos bajo un farol de
luz tenue donde me libré de él y le lancé un gancho con la derecha, y la única razón
por la que mi puño no le noqueó fue porque contuve el golpe en el último instante. Y
la razón por la que contuve mi golpe fue porque en mi agresor reconocí no a un
enemigo, sino a un compañero de a bordo... una mancha para la reputación del
Python>. Jim Rogers, para ser más precisos.
Me incliné sobre él para ver si seguía con vida... porque bloquear con la
mandíbula uno de mis ganchos de derecha, aunque lo frenase en el último segundo,
no era un asunto para desdeñar... pasado un momento, parpadeó y abrió los ojos, y
declaró, completamente groggy:
—¡Esa última ola debe haberse llevado todo lo que había sobre el puente!
—No estamos a bordo del Python>, merluzo —repliqué irritado—. Levántate y
explícame por qué te has ido a meter con un hombre de tu misma tripulación, cuando
tienes a tu disposición toda una ciudad llena de chinos.
—Quería dinero, Dennis —dijo, avergonzado.
—¡Y qué! No veo la relación —gruñí, porque detesto que me cuenten cuentos.
—Tienes cincuenta dólares —dijo con un tono acusador—. Pero te apuesto lo que
quieras a que te negarías a prestármelos para que me compre un mono de jade, ¿o me
equivoco?
—Escucha, Jim —le dije—. No tienes que preocuparte. Un día, a un maldito
holandés, le golpeé como acabo de hacer contigo y, durante varias semanas, se creyó
el emperador de la China, y llevaba la camisa por fuera del pantalón. Pero ahora ya
está bien y tú también te recuperarás. No creo que tu cerebro se haya visto afectado
de un modo irremediable.
—¡Mil rayos, no deliro! —declaró encolerizado—. He conocido a una chica que
www.lectulandia.com - Página 21
tenía un mono de jade que vale una fortuna. Está dispuesta a venderlo por cincuenta
dólares. Yo sabía que tú tenías esos cincuenta dólares y yo... bueno, que no quería
pedírtelos prestados porque como era todo el dinero que tenías y estabas en tierra...
quería darte un suave golpe en la cabeza y quitarte los cincuenta dólares... y luego
devolvértelos... ¡te lo juro, Dennis!
Le miré con más pena que cólera.
—Y pensar —me lamenté— que mi reputación es tan frágil que incluso un
compañero de a bordo puede imaginarse que podría tumbarme de un simple
botellazo, como si yo fuera un vulgar estibador. ¡Yo, el campeón del Python>, el
navío más orgulloso que surca los Siete Mares! Y además, no tengo esos cincuenta
dólares. Cuando salí de los muelles me metí en una partida de fan-fan y lo perdí todo.
Lanzó un gemido y dijo:
—¡Qué mala suerte tengo! ¡Cada vez que tengo ocasión de hacerme con algo de
dinero, el Destino pasa sigiloso a mis espaldas y me de una patada en el culo con una
bota de clavos! ¡Lástima, porque esa muñeca era bastante guapa!
—¿Quién es? —pregunté, saliendo bruscamente de mi ensimismamiento.
—Betty Chisom es la muñeca que tiene el mono de jade —gimió—. Dennis, me
apena enormemente ver a una chica tan guapa en problemas. Tiene que vender su
mono de jade para pagarse un billete de barco hasta Australia, o Shangai, o algún otro
lado, que lo he olvidado. En todo caso, puede hacerlo con cincuenta dólares.
—¿Y en este momento dónde esta? —pregunté.
—¿Y qué vas a hacer? —replicó—. No tienes los cincuenta dólares.
—Pero tengo conciencia —dije, frunciendo el ceño—. No dejaré que una joven
de raza blanca malviva en un país extranjero rodeada de paganos chinos.
—Bueno —dijo—, la dejé en la trastienda del American Bar mientras yo me iba a
reunir la suma necesaria. Supongo que seguirá allí, esperando a que vuelva. No la dije
cómo pensaba conseguir los cincuenta dólares.
—Iré allí para hablar con ella —-declaré—. El mono de jade no me interesa, pero
quizá pueda ayudarla.
—Quieres ese mono —dijo acusador.
—No quiero nada, excepto el respeto que me debe un merluzo que acaba de
intentar noquearme —gruñí—. Si saco algún beneficio de todo este asunto, procuraré
que recibas la mitad de lo que saque yo mismo. Ahora llévate de aquí tus malditos
huesos mientras yo me acerco vigilante hasta el American Bar, para ayudar a esa
preciosidad en apuros dueña de un mono de jade.
Y con estas palabras me encaminé al bar en cuestión, y en la tras-tienda encontré
a una muñeca que esperaba pacientemente. Era muy bonita, distinguida y todo, y no
era, a todas luces, el tipo de chica que uno puede esperar encontrar en un lugar como
aquel. Pillado por sorpresa, me quité la gorra y me quedé plantado, embarazado,
www.lectulandia.com - Página 22
mientras la joven me miraba con curiosidad.
—Su amigo Jim no ha podido venir, miss Chison —balbuceé finalmente—. Por
eso he venido yo en su lugar.
—¡Oh, qué lástima! —exclamó la joven—. Por mister Rogers, quiero decir. Él...
él debía encontrar un dinero para comprar algo que me pertenece...
—Sí, e intentó noquearme, pero pasó todo lo contrario. De hecho, en aquel
momento no llevaba ni un céntimo en los bolsillos, y si he de ser sincero, ahora
tampoco. Pero me dijo que estaba en un atolladero y quizá... bueno, pensé... me dije...
Balbuceaba que daba pena oírme y sudaba de tal manera que habría preferido
enfrentarme a todo un ejército de canallas o algo así de fácil antes de seguir allí
plantado.
—¿Quiere usted decir que le gustaría ayudarme? —preguntó.
—Eso es —reconocí a toda prisa—. No tengo dinero, pero...
—Siéntese, se lo ruego —me dijo la joven.
Cuando obedecí, la muchacha apoyó los codos sobre la mesa y colocó el mentón
entre las manos; luego, me preguntó:
—¿Por qué quiere ayudarme?
—Bueno, eh... —titubeé—, cualquier hombre blanco digno de ese nombre
reaccionaría del mismo modo al ver a una joven en apuros, sola y desamparada y
rodeada de chinos. Este no es lugar para usted. Si no estuviera en la ruina...
—Aprecio su bondad, pero no podría aceptar la caridad de nadie. Nosotros, los
Chisom, tenemos orgullo, aunque sea a nuestro propio estilo. Pero poseo un objeto
que quiero vender, y que vale mucho más que la suma que le pedí a mister Rogers. Es
inútil que le aburra contándole como llegué hasta aquí para verme en la indigencia.
Pero, si tuviera cincuenta dólares, podría irme y encontrarme con alguien que... que
se preocuparía por mi bienestar. ¡Mire!
Apoyó algo encima de la mesa, frente a mí. Era una estatuilla de unos doce
centímetros de alto, un mono verde esculpido en una materia parecida al vidrio.
—¿Sabe lo que es esto? —me preguntó. Luego, en voz baja, con algo que podía
pasar por un susurro de temor, añadió—: ¡Es el mono de Yih Hee Yih!
—¿Qué me dice? —apunté, prudentemente—. ¿Y cómo ha llegado aquí?
—Es el secreto del mandarín Tang Wu —me explicó—. Durante miles de años,
esta estatuilla ha encarnado el poder de la China imperial. Fue el símbolo de los
Manchúes y, antes de ellos, el fetiche de Genghis Khan, el único dios al que adoró.
Su valor intrínseco representa varios miles de dólares; como pieza de museo, su
propietario podría pedir lo que quisiera; como símbolo de la China, es de un valor
inestimable. Naturalmente, usted habrá oído hablar del mandarín Tang Wu, el señor
de la guerra de Cantón.
Era la primera vez que oía pronunciar aquel nombre, pero no abrí la boca porque
www.lectulandia.com - Página 23
no quería parecer un ignorante.
—Pues bien —siguió diciendo—, no se separaba nunca de esta figura cuando
partía a la guerra. La estatuilla iba atada a su estandarte real, en la vanguardia de sus
tropas... y sus soldados lo barrían todo a su paso... algo psicológico, ya me entiende;
pero la estatuilla fue robada. El portaestandarte murió y, en medio de la confusión de
la batalla, un bandido manchú se apoderó de la estatuilla y huyó.
»Aquel bandido fue ejecutado por los japoneses, y éstos se llevaron el mono de
jade. Un hindú lo robó a su vez, y se lo vendió a mi hermano como si fuera una
baratija, pues ni el uno ni el otro conocían su verdadero valor. Mi hermano me lo hizo
llegar, y cuando lo tuve en mis manos me di cuenta de que era el mono de Yih Hee
Yih. Mi intención era entregárselo al mismísimo Tang Wu —me había enterado de
que ofrecía diez mil dólares al que recuperase la estatuilla—, pero, con la guerra
declarada, no me he atrevido a emprender ese viaje. Ahora debo volver a Australia lo
antes posible. Por eso estoy dispuesta a vender el mono por una suma irrisoria.
—¡Maldita sea! —protesté, mientras la cabeza me daba vueltas pensando en los
diez mil dólares—. ¡No es justo que usted se vaya a sacar sólo cincuenta dólares
cuando el merluzo que lo compre se llevará diez mil!
—Ya ve —suspiró—, pero si no encuentro los cincuenta dólares los diez mil no
me serán de ninguna utilidad. Se lo ruego, ¿no puede ayudarme?
Se inclinó hacia mí, entrelazando sus hermosos y blancos dedos, mirándome con
esos ojos que tienen las mujeres débiles cuando le piden ayuda a un hombre fuerte y
valeroso con puños de acero. ¡En aquel mismo segundo habría saltado del palo mayor
del Python para acudir en su ayuda!
—Si no estuviera navegando con unos marinos de agua dulce de la peor especie...
—dije con amargura—. ¿Se olvidarían de su dinero para ayudar a una joven en
apuros? ¡Seguro que no! ¡Se lo juegan todo en las partidas de fan-fan y a los dados,
malditos becerros! Y ahora que podríamos sacar diez mil dólares de ese macaco, no
tenemos ni un centavo. ¡Qué el diablo se los lleve a todos! Si pudiera encontrar un
combate contra algún pardillo... ¡Eh, un instante! ¡Tengo una idea! — Me levanté de
un salto y añadí con voz febril—: ¡Espéreme aquí! ¡No se mueva en una hora y
media! ¡Cuando vuelva, traeré dinero!
Dándome la vuelta, salí del bar como una tromba y me alejé a grandes pasos calle
abajo.
Enfilé hacia el Quiet Hour Arena, una sala de boxeo dirigida por un tipo que
atendía al nombre de Spagoni, un local situado en el barrio de peor fama de todo el
puerto. Llegué a la taquilla casi sin aliento. Desde el interior llegaban ruidos extraños,
un jaleo indescriptible, como si unos cuantos gladiadores estuvieran luchando con los
leones. El tipo de la taquilla era un inglés, un pelirrojo con hombros como
cabrestantes.
www.lectulandia.com - Página 24
—¿Ha terminado el combate principal? —le pregunté.
—Empezó hace un instante —rezongó.
—No tengo dinero —fue lo primero que le dije.
—¿Y yo qué quieres que haga? —se burló.
—Quiero que me dejes entrar, hijo de un babuino inglés, cara de cerdo, de
rodillas pellejudas y cabeza de madera —respondí, refrenando mi legítima
indignación.
—¡Lárgate de aquí a toda prisa, gorila perfumado con agua de mar! —me gruñó.
Exasperado más allá de lo soportable, hice volar mi puño derecho y le golpeé de
lleno en el mentón, y el inglés cayó dormido con el sueño de los justos, con una
pálida sonrisa en sus labios mal afeitados, como dicen los poetas.
Cuando me di cuenta de que el controlador de los billetes había cerrado la puerta
con cerrojo desde el interior, para poder ver el combate tranquilamente, tuve que
derribarla. El follón hizo aparecer al controlador, un mestizo, que se mostró bastante
grosero y me amenazó con un cuchillo. Empezaba a sentirme mal recibido en
aquellos lugares, pero hice callar mi resentimiento y le di un baño al mestizo,
mandándole a dormir a un rincón; luego, bajé a toda prisa al salón central, donde me
detuve a la altura de la primera fila de asientos del ring.
En el cuadrilátero, dos pardillos, casi dos bailarinas de claqué, saltaban de un lado
para otro y esbozaban gestos amenazadores. La multitud empezaba a murmurar. Los
clientes habituales del Quiet Hour Arena se burlaban del boxeo técnico; lo que ellos
querían era sangre... litros de sangre. Si alguno de los boxeadores no dejaba el
cuadrilátero a bordo de una camilla —y el otro debía sostenerse con la ayuda de sus
segundos— se imaginaban que el combate había sido amañado, y empezaban a
demoler el local.
En el caso presente, su irritación estaba más que justificada. Yo conocía a los dos
becerros que estaban dando aquella demostración de valses en lugar del combate
central... dos remilgados que sabían golpear pero que no tenían la menor intención de
que se derramara su sangre. Spagoni había sido tan estúpido que los había pagado por
anticipado, y ambos púgiles movían los puños sin el menor entusiasmo. Los
espectadores se impacientaban cada vez más, hablando entre ellos y agitándose
inquietos en sus asientos.
Inmediatamente, me acerqué al ring y me quedé allí, de pie, sin dejar ver a nadie,
lo que aumento su indignación. Luego, empecé a bramar:
—¡Eh! ¿Se están haciendo arrumacos o qué? ¡Qué peleen o que los echen! ¡Vaya
dos pringados! ¡Eh, besaos y haced las paces!
Todo cuanto necesita una multitud descontenta es un portavoz con voz tonante.
Todo el mundo empezó a vociferar, a jurar y a aullar como lobos. Los susodichos
boxeadores dejaron de blandir los puños y se dieron la vuelta para ver cuál era el
www.lectulandia.com - Página 25
origen de aquel jaleo. Soy un hombre que destaca fácilmente en medio de cualquier
multitud, y me vieron al instante.
—¡Eh, si es Dorgan! —dijo uno de ellos.
—¿Qué quieres hacer, quieres que estalle una revuelta general? —preguntó el
otro.
—¡Siempre pongo un puño y final a todo lo que empiezo! —bramé, deslizándome
veloz entre las cuerdas.
Avanzaron hacia mí, belicosos. En el mismo momento, los espectadores
empezaron a arrojar cosas muy diversas. El aire se llenó de huevos podridos,
coliflores mustias y un poco de todo lo demás. Los bailarines de ballet y el árbitro
corrieron a poner a salvo, seguidos por los proyectiles y los gritos furiosos de la
multitud.
Avancé con mucho cuidado sobre la alfombra de legumbres podridas, esquivé
algunas nuevas y, una vez en el centro del cuadrilátero, me dirigí a la multitud con
una voz que, en otras ocasiones, había valido como sirena contra la bruma.
Los espectadores estaban de muy mal humor e intentaron cubrir mi voz con sus
aullidos, pero no tardaron en comprender que era inútil intentar oponer sus ridículas
cuerdas vocales a las mías, y cuando agotaron todas sus municiones, se calmaron y
me dejaron continuar.
—Acabáis de asistir a una triste parodia del noble arte del boxeo —bramé—.
¿Estáis contentos?
—¡No! —aullaron.
—Pues podéis estar tranquilos, ratas de cloaca —rugí—, porque vengo a dar la
ocasión de ver acción de verdad, un verdadero combate. Me apuesto cincuenta
dólares a que soy capaz de batir a cualquier hombre de esta sala que se atreva a subir
al ring, y eso ahora mismo.
Durante un segundo se hizo el silencio mientras todos contaban su dinero... la
inconsciencia y la ignorancia de los hombres nunca deja de sorprenderme. Luego, un
tipo gigantesco se levantó y le reconocí en el acto. Era «Espadón» Connolly, el
marino más duro que haya servido nunca a bordo de un barco negrero.
—¡Pues yo tengo cincuenta dólares que dicen que eres un maldito embustero! —
bramó, blandiendo en su puño un fajo de billetes.
—¡Acércate y sube al ring!—rugí, mientras empezaba a quitarme algo de ropa.
Suelo llevar un calzón de boxeo bajo mis ropas de civil siempre que me doy una
vuelta por algún puerto, para estar siempre dispuesto a subir a un cuadrilátero sin
perder tiempo.
—Vas a tener que esperar un momentín —gruñó—. Voy a ver si en el vestuario
hay un calzón de boxeo para mí. Cuando vuelva, le confiaremos nuestro dinero a
Spagoni.
www.lectulandia.com - Página 26
La multitud gritaba feliz y contenta, pues conocían nuestra reputación. Connolly,
moviendo los hombros, se dirigió hacia los nichos que servían de vestuarios y yo le
hice a Spagoni un gesto para que se me acercara. Se frotaba las manos, encantado; era
una ocasión inesperada para él... un combate que ponía histéricos a los espectadores;
¡y que no le costaría ni un centavo!
Le llevé a un rincón y le dije:
—Spagoni, te estoy haciendo un favor enorme luchando contra Connolly en tu
sala sin que nadie me lo haya pedido. Por eso, cuando «Espadón» vuelva y te dé sus
cincuenta dólares y te pida que recojas los míos, le dirás que ya lo has hecho antes.
—Pero no me has dado nada —protestó—. ¿Quieres que le mienta?
—Spagoni —dije, pasándole el brazo por los hombros y sonriéndole
amablemente pero clavando mi mirada en la suya, lo que consiguió que se le erizaran
los pelos de la nuca—, te aprecio como a un hermano. Tú y yo siempre hemos sido
camaradas. Nunca te pediría que hicieras algo deshonesto, y lo sabes. Así que,
cuando vuelva Connolly, le dirás sencillamente que ya te he confiado mi dinero, a
menos que quieras pasarte lo que te queda de vida en una silla de ruedas.
—Si ganas, nadie sabrá nada —susurró, temblando ligeramente—. Pero
supongamos que... qué pierdes...
—¿Perder yo? —farfullé—. ¡Deja de decir idioteces! De todos modos, Connoly
se contentaría con aplastarte la nariz... lo que sería muy poca cosa en comparación
con lo que yo te haré si no actúas como te he dicho.
En el mismo momento apareció Connolly, abriéndose paso a través de la
multitud, acompañado por tres o cuatro haraganes de su barco. Subió sobre el ring y
puso en manos de Spagoni un fajo de billetes.
—Aquí está mi dinero —gruñó—. Pon tu parte, Dorgan.
—Oh, Spagoni ya tiene cuanto va a sacarme —le aseguré—. ¿Verdad, Spaggi,
viejo amigo? —le pregunté, agitando ligeramente mi puño ante su pálida faz.
—¡Oh, sí —admitió este último—. ¡Positivamente seguro y cierto!
—¡Perfecto! Entonces, empecemos —gruñó Connolly dirigiéndose hacia su
rincón.
Yo me senté en un taburete, en mi rincón, donde me lo había dejado mi segundo,
un mestizo que trabajaba para Spagoni. Éste levantó las manos para reclamar
silencio. Lo obtuvo, lo mismo que consiguió una botella de cerveza vacía que le
impactó en un lado de la cabeza.
Se tambaleó ligeramente, sonrió melosamente y empezó a hablar:
—Señores y señoras... perdonen, aquí no hay señoras. En este rincón «Espadón»
Connolly, del Indignación, 98 kilos. Y en este otro rincón, Dorgan el Marino, del
Python, 95 kilos. Ya les conocen...
—¡Sí, les conocemos! —aullaron los irritados espectadores—. ¡Cierra la boca y
www.lectulandia.com - Página 27
que empiece el combate o te linchamos, maldito...!
Spagoni se esfumó sin hacerse rogar más, el gong resonó y empezó la matanza.
Yo y «Espadón» éramos de la misma opinión. Abandonamos nuestros respectivos
rincones, ambos decididos a borrar al otro de la superficie del globo con el primer
golpe. El resultado de aquella prisa excesiva fue que ambos fallamos... y que nos
fuimos a la lona, para gran hilaridad de la multitud.
Nos levantamos, sin que nuestras intenciones hubieran cambiado a pesar de aquel
molesto incidente, y Connolly intentó alegrar aquel brillante momento con un gancho
de derecha que me permitió observar mi propia columna vertebral. Me vengué de él
hundiéndole el puño derecho hasta la muñeca en el estómago, lo que transformó su
rostro en una máscara verdosa muy llamativa. Habría podido acabar con él en aquel
instante, pero me tomé un momento para preguntarle si estaba mareado. La
observación le puso tan furioso que su puño me rompió el labio superior cuando lo
estampó sobre mis dientes delanteros... lo que me envió a la lona.
Irritado por tamaña desventura, me puse en pie y me lancé contra él, con los dos
puños por delante. Aguantó mi asalto sin rechistar, incluso con gran placer.
Intercambiamos potentes golpes en el centro del cuadrilátero. En cosa de unos
momentos, las luces parecían flotar en el seno de una niebla rojiza, y el ring giraba y
oscilaba bajo nuestros pies como el puente de un navío cargado con grano. Ninguno
de los dos escuchó el sonido del gong y nuestros respectivos segundos tuvieron que
separarnos por la fuerza; uno de los de Connolly aprovechó para darme una buena
patada en el vientre, y yo le repliqué con un directo al mentón que le envió dando
tumbos por entre las cuerdas y caer en las primeras filas de espectadores, donde se
quedó tendido, durmiendo placenteramente, hasta el final del combate.
Mi segundo empezó a echarme agua en la cara y a masajearme la nuca con un
trapo húmedo, pero le dije irritado que mejor sería que se ocupase de mi labio
partido, que seguía aún entre mis dientes. No consiguió gran cosa y, como el gong
volvió a sonar, no se le ocurrió otra cosa que sacar la navaja y cortar el trozo de carne
incrustado. Quedé como inundado en sangre, pero me sentí tan bien que me levanté
para el segundo asalto.
Los espectadores, nada más ver que la sangre me chorreaba por la boca y el
mentón, lanzaron un aullido de excitación, pensando que se me habría estallado una
vena o cosa parecida, y Connolly se apresuró para alcanzarme dispuesto a la matanza,
con la guardia abierta y moviendo los brazos como si fueran las aspas de un molino.
Según llegaba, le recibí con un restallante gancho de izquierda en la mandíbula.
Despegó del ring y, de no haber estado construido con acero macizo, se habría roto el
cuello al caer. De hecho, el árbitro contó hasta nueve, y cuando se levantó, su mirada
era algo más que vidriosa. Ataqué en el acto, pero se batió en retirada, atontado,
encogido sobre sí mismo y protegiéndose cuidadosamente. Le perseguí por todo el
www.lectulandia.com - Página 28
ring, intentando que bajase la guardia, martilleándole los brazos y la parte alta de su
cabeza, que era todo lo podía ver.
Al fin, exasperado, balanceé el puño derecho y lo aplasté contra su nuca.
Connolly cayó cuan largo era, sobre el vientre. Me dispuse a volver a mi rincón,
seguro de que el baile había terminado, cuando, ¡splash! , uno de sus ayudantes le
echó por encima un cubo de agua helada y Connolly volvió a la vida lanzando un
frenético aullido. Se levantó, con la mirada llena de furor, y lanzó un feroz gruñido.
Evidentemente, ¡me hacía responsable del baño de agua helada! Se arrojó contra mí
imprudentemente. Me dispuse a abatirle... pero en el mismo instante mi pie resbaló en
la lona empapada en agua... y mi gancho de izquierda le pasó por encima de la cabeza
silbando y el me alcanzó de pleno con un derechazo en el plexo solar. Mientras caía,
le envíe un feroz golpe a la mandíbula, y cuando el asalto terminó ambos estábamos
tendidos en el cuadrilátero.
Nuestros segundos nos llevaron a nuestros respectivos rincones y nos sentaron
como pudieron en los taburetes que habían sacado. Vi muy claramente cómo
Connolly se deslizaba de su asiento en tres ocasiones mientras los suyos intentaban
que aspirase unas sales. En cuanto a mí, estaba plegado en dos, completamente
hundido, y no conseguía ni recuperar el aliento ni incorporarme. Finalmente, mi
segundo me apoyó la rodilla en la espalda, me sujetó por los hombros y dio un buen
tirón, con lo que me estiré, más o menos, y empecé a sentirme mejor.
Vi que los segundos de Connolly le quitaban el guante derecho y le ponían algo
en la mano, pero me dolía tanto el estómago que no le pude decir nada al árbitro. De
todos modos, en el Quiet Hour Arena los árbitros no se preocupan mucho por lo que
pasa entre los asaltos... ni durante los asaltos, si hemos de ser sinceros. Tienen miras
muy amplias en lo referente a golpes bajos, algunas trampas y cosas así.
Siempre me recupero muy deprisa, y me sentía en plena forma cuando me levanté
para el tercer asalto. Avancé, impaciente por volver al trabajo, pero Connolly se me
acercaba lentamente, aunque se batió en retirada cuando ataqué.
Lanzaba fintas con la izquierda, y mantenía alta la derecha, y la multitud aullaba
para que fuese a rematarlo. Cosa que hice, no porque me apremiaran aquellos
alaridos, sino porque no tengo mucha paciencia y no me gusta juguetear cuando estoy
luchando.
Me lancé a la carga, disparé un gancho de izquierda cuando le vi agachar la
cabeza, y lo seguí de un derechazo... ¡bang!Me encontré tumbado de espaldas en el
centro del ring, con la impresión de que mi cráneo se había roto en mil pedazos. La
multitud aullaba frenéticamente, pero, al parecer, ¡los espectadores estaban muy lejos
de donde yo me encontraba! En medio de una niebla que no dejaba de girar, escuché
que el árbitro estaba contando, y vi vagamente a Connolly apoyado en las cuerdas y
mirándome con una mueca cruel. ¡Entonces lo comprendí todo! ¡Llevaba cerca de
www.lectulandia.com - Página 29
media libra de plomo en el puño derecho! ¡Tras la caricia que me había dedicado, no
podía equivocarme!
Intenté levantarme para masacrar a Connolly, pero no tenía fuerza en las piernas.
—¡Cinco! —-dijo el árbitro.
—¡Diez mil dólares! —gruñí, arrastrándome hacia las cuerdas.
—¡Seis! —contó el árbitro.
Aquellas malditas cuerdas parecían estar a mil millas de distancia. Estiré el brazo,
pero fallé en mi intento por alcanzarlas y di con la nariz en la lona.
—¡Siete! —dijo el árbitro.
Volví a estirar el brazo y, en esta ocasión, alcancé las cuerdas y empecé a
incorporarme.
—¡Ocho! —siguió el árbitro.
—¡Una joven en apuros! —jadeé, apoyado sobre una rodilla.
—¡Nueve! —contó el árbitro.
Pero yo ya estaba en pie, agarrado a las cuerdas, titubeante y mareado.
Connolly llegó como un huracán para acabar conmigo y movía su puño derecho
lleno de plomo como un hombre que manejase un martillo. Pero le vi llegar a una
milla de distancia y, según siseaba al romper el aire, bajé la cabeza, me solté de las
cuerdas y basculé hacia delante, lanzándome contra Connolly. Mi derecha casi le
levanta del suelo y tuvo que agarrarse a las cuerdas para no caer.
Me aferré a él, estrechándole con la fuerza de un oso gris mientras la multitud no
dejaba de gritar. Connolly juraba y se debatía, el árbitro intentaba vanamente que yo
le soltara. Pero cada segundo que pasaba sentía que una nueva energía corría por mis
piernas medio muertas y, cuando al fin solté a mi adversario, ¡era de nuevo todo un
hombre!
Connolly se lanzó sobre mí, agitando su maldito puño derecho, y casi se cae
llevado por su propio impulso cuando falló el golpe. En ese mismo momento,
comprendí que estaba a mi merced. «Espadón» siempre llegaba al K.O. de su
enemigo con la mano derecha. Pero en esta ocasión tenía tanto plomo en su puño que
no podía calibrar bien sus golpes. Debía balancear su mano derecha como si fuera
una cachiporra... pesada y lentamente.
Al verle, me eché a reír y busqué el cuerpo a cuerpo. No presté la menor atención
a su puño izquierdo. Evité su izquierda y me mantuve a distancia de su derecha,
golpeándole con ambos puños. Cada vez que mandaba su derecha yo podía apartarla
o esquivarla fácilmente. No llegaba a tocarme. Sudaba, gruñía, soplaba, golpeaba y
fallaba... mientras tanto, yo le iba machacando golpeándole en el estómago con los
dos puños. Connolly no colocaba mal sus golpes de izquierda y yo tenía el rostro
ensangrentado, pero aquella mano no estaba cargada con dinamita. Al fin,
desesperado, volvió a soltar la derecha; la esquivé y como respuesta le envié el puño
www.lectulandia.com - Página 30
izquierdo contra su mandíbula, un golpe en el que puse todo lo que me quedaba. Hice
que mi golpe naciera desde la cadera y habría podido derribar a un buey sin mayores
problemas. Connolly cayó estrepitosamente y no se movió mientras el árbitro contó
hasta diez.
El vocerío de la multitud llenaba la sala cuando mis segundos arrancaban de las
manos de Spagoni los cincuenta dólares del guerrero vencido, recuperaba mis ropas y
salía del local a la carrera. Mientras atravesaba las calles como una tromba, la gente
se apartaba a toda prisa de mi paso, como si pensaran que yo era un borracho o un
loco, ¡pero aquello me daba exactamente igual!
Naturalmente, miss Chisom me esperaba en la trastienda del American Bar.
Aparentemente, tenía encima de la mesa una buena colección de vasos vacíos, pero
no presté mayor atención. Miss Chisom emitió un pequeño suspiro al ver mi horrible
aspecto. Tenía los dos ojos amoratados, el rostro lleno de heridas y magulladuras, ni
siquiera había tenido tiempo de quitarme la sangre seca.
—¡Bondad divina! —exclamó—. ¿Qué le ha pasado?
—¡Aquí está la pasta! —jadeé, poniendo los billetes entre sus de-dos—. ¡Deme el
macaco!
Lo puso en mis manos y yo lo estreché firme pero respetuosamente; ¡tenía la
impresión de tener entre mis manos diez mil dólares!
—Indíqueme su dirección —la pedí—. Me marcho a Cantón esta misma noche,
ya sea a pie o a nado. Quiero compartir con usted el dinero que obtenga de Tang Wu.
—¡Claro que se la enviaré! —respondió—. Ahora debo partir... ¡y gracias!
Se largó con tal velocidad que me sorprendió. Me quedé allí plantado, inmóvil y
con la boca abierta. Luego me senté para recuperar el aliento y examinar la estatuilla.
En éstas andaba cuando el barman apareció.
—¡Eh, Dorgan, la dama que se acaba de marchar me ha dicho que tú pagarías
todas las consumiciones que se ha tomado en tu ausencia!— ¡Hay que ver cómo
corría esa chica calle abajo...!
—¿Eh? —-murmuré, algo sorprendido—. Dime, Joe, tú que has estando en
Cantón... ¿conoces a un mandarín llamado Tang Wu?
—¿Tang Wu? —dijo—. Nunca ha habido en China un mandarín con ese
nombre...
En aquel mismo instante descubrí un trocito de papel pegado en la parte inferior
de la estatuilla y, cuando leí lo que ponía me quedé sin voz, anonadado, y lancé un
alarido que hizo que al barman se le erizaran los pelillos de la nuca.
Mi aullido tuvo un eco y Jim Rogers apareció como una tromba.
Al ver el mono emitió un gemido.
—¡Así que lo has conseguido! —bramó—. ¡Sabía que me engaña-rías!
¡Dijiste que me darías la mitad de lo que sacases por él! Exijo mi parte o llamo a
www.lectulandia.com - Página 31
la policía...
—Si te diera la mitad de lo que he recibido esta noche no sobrevivirías...
¡Así que te vas a tener que contentar sólo con el diez por ciento!
Y le di con todas mis ganas... un puñetazo en el mentón. Deposité
cuidadosamente sobre su pecho el mono de jade de Yih Hee Yih y luego me fui,
pensativo. Esto es lo que ponía en el trozo de papel pegado en la base de la estatuilla:
www.lectulandia.com - Página 32
El rubí Mandarín
Nunca olvidaré la noche en la que luché contra Butch Corrigan en el Peaceful Haven,
la sala de boxeo de los muelles de Hong Kong. Butch parecía más un gorila que un
ser humano, y se comportaba como tal. Fue una noche dura para un marino, incluso
para Dennis Dorgan, el campeón del Python. En el tercer asalto me lanzó tal directo a
la mandíbula que caí de cara, hundiendo la nariz totalmente en la lona; intentaba
desclavarla cuando me salvó la campana. En el cuarto asalto, me echó la cabeza hacia
atrás, tan lejos que pude contarme las pecas de la espalda. En el quinto, me tiró por
encima de las cuerdas y uno de sus compañeros me rompió una botella en el cráneo
mientras intentaba volver al ring. Fue lo del botellazo lo que me puso de mal humor;
Butch estaba muy cerca de mí y hundí en su vientre peludo el puño izquierdo hasta el
codo para, acto seguido, golpear como si lo hiciera con un mazo su oreja derecha
mientras el pobre hombre intentaba incorporarse. Ya estaba medio noqueado a fuerza
de machacarle su mandíbula de acero y aquel último golpe, que prácticamente
arrancó desde mi talón derecho, le desmoralizó tanto que se fue al suelo y se olvidó
de levantarse. Sus acólitos debieron llevársele, con los pies por delante, y arrojarlo a
un abrevadero de caballos para que volviera a la vida.
Informado por el árbitro de que la matanza había terminado, me volví medio a
tientas a mi vestuario, donde, tras limpiarme con una esponja húmeda la sangre y el
sudor del ojo que me quedaba sano —porque el otro llevaba cerrado ya un buen rato
— me vestí lo mejor que pude sin ayuda de mis segundos. Éstos ya se habían largado
para participar en una partida de dados que se estaba celebrando en el callejón que
había a espaldas de la sala de boxeo. Luego, me encaminé hacia el despacho de
Dutchy Tatterkin, el dueño del Peaceful Haven, para recoger mi dinero. Según salía
al pasillo, me llevé una sorpresa al tropezarme con el manager de Corrigan, con
espuma en los labios.
—¿Dónde está Dutchy? —le pregunté.
Se rió como si fuera una hiena atrapada en un cepo para lobos.
—¿Que dónde está Dutchy? —repitió sarcásticamente—. ¡Ya me gustaría
saberlo! ¡Ha volado! ¡Ha desaparecido! ¡Ha izado velas y se ha largado!
—¿Qué? —bramé convulsamente.
—¡Sí! ¡Después de todo lo que he hecho por él!
—¡Pero no puede hacer eso! —aullé con desesperación—. ¡Me debe cincuenta
dólares por la paliza que le he dado a tu chico esta noche!
—¡Tus cincuenta dólares! —replicó el manager con un tono feroz—. ¿Y yo qué?
Yo he trabajado años y años para ese mamón y he derramado mi sangre por todas las
salas de boxeo desde aquí hasta...
www.lectulandia.com - Página 33
Le dejé allí plantado, mientras él seguía informando de sus desgracias al mundo
entero y entré como una tromba en el cuchitril que le servía a Dutchy de despacho.
No estaba allí. Ni nada, porque el despacho estaba totalmente vacío; ni siquiera
quedaban la mesa o las sillas. Era algo innegable, Dutchy se había ido para siempre,
durante el combate, dejándonos plantados. Butch y yo teníamos que cobrar cincuenta
dólares cada uno. Acepté con filosofía la pérdida de Butch pero, cuando pensé en mis
cincuenta dólares, lo vi todo rojo. En el acto partí en busca de Dutchy, sabiendo que,
lo más probable, es que hubiera abordado algún barco nocturno. Pero estaba tan loco
de rabia que estaba dispuesto a seguirle a nado.
Según salía como un tornado a la calle, colisioné con un joven indígena. Me
levanté y empecé a insultarle, porque se me había puesto en medio, hasta que me di
cuenta de que era el malayo que fregaba y hacía los recados en el Peaceful Haven.
Tenía una marca en el cráneo como si le hubieran golpeado con la pata de una silla.
—¿Dónde está Tatterkin? —rugí, agarrándole por el cuello de la camisa.
—Él partir —dijo de mala gana—. Él no pagarme lo que deber; yo decirle que
darme sillas y mesa del despacho para vender. Pero cuando ir a buscar hombre para
comprar, Tatterkin fue quien vendió. Me pegó con porra cuando protestar.
—Vale, ¿y dónde se ha ido? —aullé, levantándole del suelo, sin darme cuenta de
que se movía como si fuera un banderín.
—Si te digo, él matarme —respondió.
—Si no me lo dices —le aseguré—, ¡te voy a dar una patada en el culo que no vas
a olvidar!
—Él ladrón —admitió—. Te enseño. Tú coger, ¿eh?
Como estaba demasiado irritado para hablar, me contenté con hacer chirriar los
dientes, lo que pareció satisfacerle porque, cuando le deposité en el suelo echó a
correr a toda prisa, y tuve que seguirle a través de un dédalo de callejones sombríos y
tortuosos, infestados de ratas y llenos de malos olores. Finalmente, se detuvo en la
esquina de una calle y me señaló una casa situada entre los muelles. Parecía
abandonada, pero acabé por ver una lucecita que se filtraba a través de los postigos de
una ventana.
—Tatterkin allí —dijo—. Tú cogerle. Yo marchar.
Y lo hizo, tan rápido y ligero como un fantasma. Me quedé en la esquina,
observando la casa.
* * *
Mis enemigos pretenden que todo mi cerebro se encuentra en mis puños, pero
ninguno de esos cobardes ha sido nunca capaz de reflexionar tan deprisa como yo lo
hice en aquel momento. Sabía que Tatterkin habría podido salir de Hong Kong de
haberlo querido así. El hecho de que no lo hubiera hecho demostraba que tenía alguna
razón para quedarse; y las únicas razones que Tatterkin había tenido siempre eran
www.lectulandia.com - Página 34
deshonestas. La luz que se filtraba por los postigos era la única que había por los
alrededores. Estaba rodeado de viejas casas medio en ruinas que parecían
completamente abandonadas. ¡Era un lugar ideal para cometer un asesinato!
Por eso, en lugar de dejarme guiar por mi instinto natural y cargar como un toro
furioso para hundir la puerta de la casa en cuestión, me deslicé sin hacer ruido a lo
largo de las paredes de un agrietado almacén, me agaché y atravesé la calleja a la
carrera, pegándome a la ventana cuando llegué junto a ella. Los postigos estaban
cerrados, pero la guillotina estaba levantada, como pude observar al mirar entre los
intersticios de la madera. En el interior de la habitación, una lámpara de petróleo
estaba fija en el techo, y pude ver a cinco hombres sentados alrededor de una mesa,
bebiendo alcohol y manteniendo un conciliábulo... cinco caras sombrías y estriadas,
de aspecto terrible y patibulario. Los conocía a todos: uno de ellos era el hombre a
quien andaba buscando; los otros eran sus compinches... la clase de escoria que se
puede encontrar en cualquier puerto asiático. Eran Tom Kells, Jack Frankley, Bill
McCoy y un chino llamado Ti Ying, un pirata del río como yo ya sabía desde hacía
un tiempo.
McCoy estaba diciendo:
—¿Crees que Yut Ling intenta dárnosla?
—¿Qué quieres decir con ese de dárnosla? —replicó Frankley—. ¿Cómo iba a
hacerlo?
—Diez mil dólares es mucho dinero —dijo McCoy—. Podría traer consigo a toda
una banda de hatchetmen y llevarse el cuerpo sin pagarnos nada.
—Bueno —dijo Tom Kells—, Mike Grogan está ahí fuera vigilando las calles. Si
ve que Yut Ling se acerca con una banda, nos hará la señal convenida y estaremos
preparados para recibirles. No os pongáis nerviosos. Yut Ling no llegará antes de una
hora o algo más.
—Vaya —declaró Tatterkin—, estaré más tranquilo cuando estemos en el mar,
sanos y salvos. Esta noche me he sacado un pequeño suplemento, cien dólares, pero
que alguno de esos dos animales, ya sea Butch Corrigan o Dennis Dorgan, te rompa
la mandíbula, ¡vale mucho más de cien dólares! De todos modos, estaba a punto de
cerrar la sala, y creo que he hecho bien en sacar algún beneficio justo antes de
retirarme del juego. ¡Pero eso no quiere decir que quiera encontrarme con alguno de
esos dos individuos!
—¡Bah, olvídalos! —resopló McCoy—. Aunque aparecieran como dices, ¿qué
iban a hacer contra todos nosotros? El que me pone de mal humor es ese maldito
inspector inglés, sir Cecil Clayton. Está en Hong Kong buscando el rubí Mandarín.
Ya sabéis que, cuando detuvieron al chino que lo había robado, no lo llevaba encima.
Clayton intenta recuperar el rubí. Pero el chino se niega a decir dónde lo ha
escondido.
www.lectulandia.com - Página 35
—Lo que me gustaría saber —dijo Tatterkin— es cómo pudiste capturar tan
fácilmente al tipo encerrado en la habitación del fondo. Parece bastante despierto.
—Bah, un juego de niños —se vanaglorió Frankley—. ¡Sólo un engaño sin
importancia! Cuando ofreció pagarnos para ayudarle a ponerle la mano encima a Yut
Ling, fingimos que aceptábamos, pero advertimos a Yut Ling. Luego, saltamos sobre
él cuando menos se lo esperaba y le maniatamos. Yut Ling nos ofreció por sus huesos
más de lo que él mismo ofrecía por Yut Ling.
—De todos modos, me gustaría que todo este asunto ya estuviera terminado y que
ya nos hubiésemos largado —dijo Tatterkin, llenándose un vaso—. Estas viejas
barracas abandonadas me dan escalofríos.
—No te mosquees —susurró Kells—. Dentro de una hora, Yut Ling estará aquí.
Le entregamos al tipo de la habitación del fondo, nos da por él los diez mil dólares
convenidos y nos largamos a Australia con el capitán Sullivan. Veremos su jeta en
menos...
Yo había pegado la oreja a una grieta para escucharles mejor cuando ¡wham!,
algo chocó contra mí, por detrás, tan brutalmente que mi cabeza atravesó los
postigos. Todos los tipos de la habitación gritaron sorprendidos y se levantaron de un
salto. A mi espalda pude escuchar la voz de Mike Grogan que bramaba:
—¡Ya le tengo, muchachos! ¡Es el maldito Dennis Dorgan!
Juraron como demonios y luego gritaron:
—¡Sobre todo, no le sueltes! ¡Bajemos la guillotina de la ventana y cortémosle la
cabeza!
Y es lo que hicieron, y con tanto ardor que el marco saltó hecho pedazos y los
fragmentos de cristal cayeron tintineando por el suelo. Bueno, tengo que decir una
cosa: ¡si hay algo que me vuelve loco furioso es que me destrocen una ventana de
guillotina en la nuca! Aullé ultrajado, tiré y me solté, con los fragmentos del marco
de la ventana alrededor del cuello. Le golpeé a Mike Grogan en la mandíbula, tan
fuerte que se le saltaron los cordones de los zapatos. Luego, estreché con el brazo
alrededor de su cuello y le arrastré conmigo mientras cruzaba por el hueco de la
ventana y entraba en la habitación, sin tener en cuenta las botellas vacías y las patas
de sillas que enarbolaban los defensores. ¡Juraban como una banda de piratas!
Una vez llegué entre ellos, solté a Grogan, que cayó sobre el suelo —donde se
quedó cómodamente tendido para que todo el mundo le pateara a su antojo— y
empezó la carnicería. Es lo que hago mejor. Durante unos minutos aquello fue como
un torbellino de puños, botas, botellas y patas de sillas, sin hablar de la mesa que voló
hecha pedazos ante los diversos ataques de la jauría enzarzada en feroz combate.
No tardé en salir de la barahúnda y me levanté, como Neptuno saliendo de las
profundidades del océano, sujetando a Dutchy Tatterkin por el cuello.
—¡Sucia rata! —rugí, dominado por una rabia legítima, escupiendo sangre y
www.lectulandia.com - Página 36
mirando con el ojo que tenía aún abierto de un modo lo más funesto posible—.
¿Dónde están mis cincuenta dólares?
—¡Tom! —llamó—. ¡Bill! ¡Ti Ying! ¡Mike! ¡Jack! ¡Auxilio!
Ti Ying y Grogan no podían responder a sus lamentos, porque los había
noqueado. Pero McCoy escuchó la llamada del clan. Apareció súbitamente a mis
espaldas y me rompió en el cráneo la pata de una mesa. En el mismo instante,
Tatterkin me puso la zancadilla y caí encima del montón de inertes combatientes,
pero arrastré a Dutchy en mi caída, con lo que la patada que me lanzó McCoy le
alcanzó a él en las costillas, así que se retorció como una anguila con retortijones.
Kells se lanzó a por mis ojos, y profirió un horrible aullido cuando le mordí el pulgar
hasta el hueso. Luego, me levanté una vez más haciendo un esfuerzo prodigioso,
justo a tiempo para lanzarle a McCoy una patada en el vientre. Acto seguido,
Frankley se lanzó contra mí, enarbolando una silla, pero le esquivé y le golpeé en
pleno estómago, tan fuerte que cayó al suelo; le seguí casi en el acto y Kells se nos
echó encima.
En aquel momento, el viejo suelo podrido cedió y todos caímos al sótano... yo, la
banda de truhanes, trozos de suelo, los restos de las sillas y de la mesa y todo lo que
uno pueda imaginarse. Tuve la suerte de aterrizar sobre dos o tres de aquellos pájaros,
lo que amortiguó el golpe... por suerte para mí, porque la caída fue de más de tres
metros y medio. Me debatí y conseguí levantarme frenéticamente antes de que
aquellos crápulas hicieran lo mismo, pues se habían quedado sin aliento tras la
caída... o se habían roto la cabeza al golpearse contra cualquier cosa.
La linterna del techo del piso superior seguía luciendo, y vi que si alguna vez
existió una escalera que conducía a aquel sótano los peldaños se habían desintegrado
a fuerza de años. El suelo había cedido en un punto cercano a la puerta que daba a la
habitación del fondo, y el único modo de salir de la habitación de la cueva era saltar,
agarrarse al borde del umbral de la puerta y alzarse a pulso.
Había todo un racimo de seres humanos debajo de aquella puerta y Bill McCoy
ya estaba poniéndose de pie, aunque todavía estaba como doblado por la mitad. Tomé
impulso, salté y aterricé sobre su espalda. No se vino abajo con mi peso porque los
que yacían bajo él le sujetaban formando una masa muy firme.
Salté de nuevo con todas mis ganas, agarré el reborde del suelo que delimitaba el
umbral de la puerta y me elevé a toda velocidad. McCoy aullaba como un diablo; los
otros gemían, juraban y se lamentaban:
—¡Auxilio! ¡Me muero! ¡Estoy muerto! ¡Me han roto los riñones! ¿Qué ha
pasado, un temblor de tierra?
Encontré una silla junto a la puerta y en un momento rompí una de las patas.
Mientras tanto, los tipos de abajo comprendieron finalmente dónde se encontraban y
dijeron:
www.lectulandia.com - Página 37
—¡Mil tormentas! ¡El maldito suelo ha cedido y nos hemos caído en esta cueva!
—¿Dónde está ese maldito marino? —exclamó Tom Kells—. Tiene que haber
caído con nosotros. Quiero matarle antes de morir. Casi me ha arrancado el pulgar.
—Al diablo tu pulgar —aulló Frankley—. Me ha destrozado las costillas a
patadas y, antes, me hizo saltar tres dientes.
—¡Maldita sea, eso no es nada, muchachos! —gimió McCoy, tendido de tripa
sobre el barro—. ¡Miradme a mí! Acaba de saltarme encima de la espalda y
prácticamente me ha partido por la mitad. Ya no está aquí. Ha conseguido salir.
—¡Auxilio! —pidió Tatterkin—. ¡Acaba de morderme una serpiente!
—No es una serpiente —gruñó Frankley—. Aquí sólo hay ratas. ¡Esta vieja cueva
está infestada!
—¡Quiero salir de aquí! —empezó a mugir Dutchy—. Este lugar es húmedo y
está lleno de barro. Me apuesto lo que sea a que hay filtraciones de agua. Con la
marea alta esta cueva se llenará de agua. ¡Y supongo que todas estas ratas tendrán la
peste bubónica! ¡Socorro!
—¡Oh, cierra la maldita boca! —dijo Frankley—. Voy a inclinarme. Tom podrá
trepar sobre mis hombros y agarrarse al borde del suelo y salir a pulso de esta maldita
cueva. Luego, podrá ir a buscar una cuerda y nos ayudará a salir de aquí. Es cosa
buena que tengamos algo de luz.
Pusieron en marcha su plan y, justo en el momento en que Kells se agarraba al
borde del suelo, abatí la pata de la mesa que llevaba conmigo y le propiné un terrible
golpe en los dedos. Lanzó un atroz aullido y volvió a caer en la cueva, sobre la
espalda de Frankley, que bramó:
—¡Estás completamente loco, cabrón!
—¡Cierra la boca! —aulló Kells lamiéndose los dedos—. ¡Ese maldito marino
está ahí arriba armado con una cachiporra! ¡Acaba de romperme los dedos!
Y a continuación todos empezaron a jurar abominablemente, con lo que me
asomé a la cueva y les grité:
—¡Ya basta, inmundas ratas de cloaca! ¡Ya me he cansado de oíros jurar como si
fuerais malditos cosacos!
—¡Déjanos salir, Dorgan! —me suplicaron.
Repliqué, implacable:
—Sólo cuando Dutchy me haya dicho dónde están los cien dólares que nos robó a
Corrigan y a mí.
Kells se limpió la sangre, el sudor y el barro que le manchaban el rostro; luego, le
dijo a Dutchy:
—¡Dale el dinero, por amor del Cielo!
—¡Ya no lo tengo! —se lamentó Dutchy—. ¡Lo perdí!
—¡Eres un mentiroso, holandés cabeza de muía! —gruñó Frankley—. Dale el
www.lectulandia.com - Página 38
dinero ahora mismo. ¿Quieres que perdamos diez mil dólares por tu testarudez?
Pero Tatterkin juró que su fajo de billetes se le debió caer del bolsillo cuando se
hundió el suelo. Le insultaron a sus anchas, y empezaron a discutir, y Kells y
Frankley le dieron una buena tunda a Tatterkin y le quitaron la ropa a tirones; como
no le encontraron dinero encima, llegaron a la conclusión de que decía la verdad;
empezaron a buscar los billetes por el barro. Mientras tanto, me senté, cerca del
umbral de la puerta, con la pata de la mesa en la mano esperando a que recuperaran el
dinero.
Grogan volvió en sí y unió sus lamentos a los de McCoy, con lo que la melopea
resultaba horrorosa. Poco después, Ti Ying recuperó el conocimiento, pero seguía tan
en las nubes que no parecía entender dónde se encontraba, ni lo que pasaba a su
alrededor. Hay que decir que le había propinado un espléndido gancho de derecha en
el mentón justo antes de que el suelo se derrumbase.
* * *
Mientras permanecía allí sentado, escuchando serenamente la conversación
animada que provenía de la cueva, percibí unos ruidos apagados a mis espaldas, y me
di media vuelta a toda velocidad. Había tres puertas en aquella habitación: la puerta
ante la que me encontraba sentado, una lateral que daba al callejón y una más que
daba a la habitación del fondo. El sonido provenía de la del fondo. Vi que los
merluzos de la cueva estaban bastante ocupados en sus cosas como para darse cuenta
de lo que yo pudiera hacer. Me levanté sin hacer ruido y fui a abrir la puerta en
cuestión. Había un hombre en aquella habitación, atado y amordazado; con la cabeza
estaba golpeando el suelo, como si pretendiese llamar mi atención.
Le solté y vi que era un chino. Pero no un coolie ordinario, ¡atención! Era un tipo
esbelto, de aspecto despierto y de mirada atenta.
—¿Quién diablos eres? —le pregunté.
—Soy Soo Ong, un detective —respondió—. Trabajo con sir Cecil Clayton. Hace
unos meses robaron una colección de piedras preciosas entre las que se encontraba
una joya de gran valor llamada el rubí Mandarín. Un hombre, Ki Yang, fue detenido,
aunque era inocente, y condenado mediante pruebas falsas. Desde entonces me ocupo
de demostrar su inocencia y encontrar al verdadero ladrón... Yut Ling. Estos hombres
prometieron ayudarme, pero me han traicionado. Me capturaron, con la intención de
venderme a Yut Ling, que desea matarme porque sabe que soy el único hombre del
mundo fue conoce la identidad del verdadero ladrón.
—No tiene nada que temer —le aseguré—. ¡Estoy aquí para echarle una mano!
—¡Eh, Dorgan! —bramó Frankley desde la cueva—. ¡No conseguimos encontrar
el maldito fajo de billetes!
—¡Seguid buscando! —les sugerí.
Soo Ong miraba por una ventana que daba al callejón que había a espaldas del
www.lectulandia.com - Página 39
edificio. Me hizo un gesto para que me reuniera con él.
—¿Dijo que estaba dispuesto a ayudarme?
—Ayudaría a cualquiera que quisiera atrapar a un ladrón —dije decidido.
—¡En ese caso, necesito su ayuda urgentemente! —dijo—. Miré por este hueco
de los postigos. ¿Puede ver a un hombre?
La calle estaba a oscuras, pero vi que un hombre se acercaba furtivamente a la
casa.
—Es un espía de Yut Ling —me informó Soo Ong—. Acaba de asegurarse de que
no hay ningún peligro antes de que su amo se presente. Es demasiado fuerte para mí,
y no tengo armas. ¿Querría capturarle para mí? No le haga daño, pero átele y
amordácele; luego, lo trae hasta aquí, a la habitación del fondo. Yo vigilaré la cueva.
Le dije que estaba de acuerdo, y él se fue al umbral de la puerta. Cuando le vieron
los que estaban en el sótano, se callaron bruscamente, como si les hubieran rebanado
la garganta. No escuché más sonido que el que provocó Tatterkin al respirar
sonoramente, como si estuviera sufriendo un ataque de nervios.
El hombre del callejón se dirigió a toda prisa a la ventana desde [a que le
observaba; mientras tanto, yo había quitado los cerrojos de los postigos. Les empujó
y los abrió sin hacer ruido. Pasó por el hueco de la ventana y le sujeté por el cuello
con la mano izquierda al tiempo que le golpeaba en la mandíbula con la derecha.
Antes de que pudiera volver en sí lo tenía atado y amordazado con las cuerdas que
antes hicieran lo mismo con Soo Ong. Era un hombre blanco, vestido con harapos,
sucio y apestoso como un vagabundo de los muelles.
Volví junto a la puerta y le hice a Soo Ong un gesto con la cabeza; me respondió
en voz baja:
—Estos tipos son poca cosa... no vale la pena detenerles. Si están aquí cuando
llegue Yut Ling, armarán jaleo y él se dará a la fuga. Dejemos que se vayan.
—Se irán cuando me hayan dado los cien dólares —dije testarudo.
Frankley me escuchó, y dijo feroz:
—¡Que el diablo se te lleve, Dorgan, es imposible echarle mano al fajo de Dutchy
y ninguno de nosotros lleva dinero encima!
Soo Ong reflexionó un instante y, al fin, dijo:
—Ti Ying puede salir de la cueva.
Auparon a Ti Ying y le ayudaron a trepar; cuando llegó arriba le quité el puñal.
Soo Ong miró fijamente a Ti Ying, y este último se puso a temblar. Soo Ong dijo:
—Dale a este blanco el fajo de billetes que le has quitado a Tatterkin del bolsillo.
Ti Ying se puso verde, pero sacó del bolsillo del pantalón un rollo de billetes que
le tendió a Soo Ong. Cuando los de la cueva lo vieron, aullaron como lobos.
—¡Si me hubieras dado el dinero antes... antes habrías salido de la cueva! —
exclamé.
www.lectulandia.com - Página 40
El chino se encogió de hombros y respondió:
—Los hombres blancos son estúpidos. Yo ya sabía que nos dejarías salir
igualmente cuando vieras que no encontrábamos el dinero.
—¡Espera a que te pille! —le prometió Tom Kells con un tono muy sanguinario.
Soo Ong sacó cien dólares del fajo y me los entregó; luego, trescientos o
cuatrocientos dólares, se los devolvió a Ti Ying.
—¡Deja que me vaya antes de que los demonios blancos salgan de la cueva! —
suplicó Ti Ying recogiendo el dinero.
—¡Sal por detrás! —le ordenó Soo Ong.
En cuanto le oyó, Ti Ying echó a correr como una liebre.
Los del sótano tenían espuma en la boca.
—¡Déjanos subir! —vociferaban—. ¡Ya tienes tu pasta, Dorgan, y ese maldito
ladrón se ha marchado con lo que teníamos!
—Si os dais prisa, podréis cogerle —les dijo Soo Ong—. Se ha ido por la calleja
trasera.
Les dejamos salir de la cueva, uno por uno. Pero no tenían ganas de pelear. Soo
Ong estaba atento, sujetando en la mano el cuchillo de Ti Ying, y yo contaba con mi
fiel pata de mesa. Cada hombre, según salía de la cueva, atravesaba corriendo la
habitación del fondo sin echar siquiera una mirada al tipo que estaba atado en el
rincón y se iba como una bala hacia el callejón con intenciones claras de alcanzar a Ti
Ying. El último en salir fue Dutchy Tatterkin. Yo mismo le ayudé y le escolté hasta la
puerta, e incluso le eché una mano a trasponerla con una buena patada en el culo.
—¿Cómo supiste que Ti Ying tenía el dinero de Dutchy? —le pregunté a Soo
Ong.
—Conozco a Ti Ying —respondió.
—¿Y por qué le devolviste el dinero robado? —quise saber.
—Para que se lanzaran en su busca y se quitaran de en medio —declaró—. Todos
intentarán alcanzar a Ti Ying y quitarle el dinero antes de que lo hagan los demás. Así
podremos esperar tranquilamente la llegada de Yut Ling. No tardará mucho.
Sorprendí su conversación.
Yut Ling debía llegar por el callejón al que daba la puerta lateral, y Ti Ying y los
otros se habían largado en dirección contraria. Soo Ong me dijo que esperase en la
habitación del fondo, y se sentó, con las piernas cruzadas ante la puerta lateral,
sujetando en la mano el largo y fino puñal de mango de marfil de Ti Ying.
Acabábamos de instalarnos cuando escuché que alguien se acercaba furtivamente
por la calleja. Sonaron unos ligeros golpes en la puerta. Soo Ong se levantó y abrió la
puerta, retrocediendo en el acto para permanecer en la sombra. Un chino grasiento, de
piel brillante y sonrisa afectada, entró en la habitación. Se quedó quieto cuando vio a
Soo Ong saliendo de la oscuridad. Parecía petrificado y su rostro adquirió el color
www.lectulandia.com - Página 41
verdoso de algunos peces.
—¡Traidor! —dijo Soo Ong.
Y con éstas, hundió hasta la guarda el puñal en el corazón de Yut Ling.
Me sentí bañado en sudor en el acto. ¡No esperaba nada parecido!
—¡Maldita sea! —exclamé—. ¡Así no es como suelen actuar los detectives! Al
menos en América...
—Cada país tiene sus métodos —replicó Soo Ong—. ¡Pero un traidor merece la
muerte en todos los países!
Se inclinó y tomó un pequeño estuche de cuero de uno de los bolsillos interiores
de la túnica de Yut Ling.
—Estaba seguro de que no se separaría de él por nada del mundo —murmuró—.
Ni siquiera en presencia de unos ladrones que ya se imaginaban su culpabilidad.
Tomó un trozo de papel y un lápiz y garabateó algunas palabras en inglés; luego,
enrolló el papel alrededor del estuche y me lo entregó.
—Déselo al hombre blanco que se encuentra en la habitación del fondo y desátele
—dijo.
Antes de que yo pudiera decir una sola palabra, desapareció en la noche y yo me
quedé allí, en compañía del cadáver de un chino con un mendigo sólidamente atado.
* * *
Empezaba a presentir vagamente que había algo extraño en todo aquel asunto. Me
daban escalofríos cada vez que echaba un vistazo a Yut Ling, tendido en el suelo con
un puñal clavado en el pecho. Finalmente, me fui hasta la habitación del fondo y llevé
al tipo maniatado hasta un lugar donde hubiera algo más de luz. Le quité la mordaza
y lo primero que dijo casi me hizo caerme de culo.
—¡Canalla! —gruñó—. ¡Te ahorcarán por esto!
—¿Qué? —dije.
El cabello se me erizó, porque, pese a los harapos, reconocí a quien me
imprecaba.
—¡Cecil Clayton! —boqueé—. ¡El policía inglés!
—¡Str Cecil Clayon, rufián! —vociferó—. Dorgan, ¡nunca me hubiera imaginado
que algún día podría verte envuelto en un asesinato!
—¡No he sido yo quien ha matado al chino! —protesté.
—Lo sé —dijo—. He oído lo que pasaba, pero tú...
—¡Nada de nada! —protesté, soltándole—. No he hecho otra cosa que ayudar a
ese detective, Soo Ong...
—¿Detective? —se burló—. ¿Te crees que soy un imbécil? ¿Te atreves a
pretender que ignorabas que era Ki Yang, el hombre que robó el rubí Mandarín?
—¿Eh? —exclamé—. Pero dijo que había sido Yut Ling quien había robado...
—Eso es lo que pretendió durante todo el proceso —aulló sir Cecil—. Juró que
www.lectulandia.com - Página 42
Yut Ling era el verdadero culpable y él una víctima de una trampa, pero fue incapaz
de probar lo que decía. Yut Ling era un soplón que trabajaba para la policía... un
individuo poco recomendable pero indispensable. Si sabía que Ki Yang estaba aquí es
sorprendente que no nos lo hubiera advertido. Yo seguía la pista de Ki Yang desde
que se evadió de prisión, hace ya una semana. Esta misma noche volví a encontrar su
rastro. Pudo haber dejado Hong Kong, pero prefirió retrasarse para vengarse de Yut
Ling. ¡Pobre diablo!
—Yut Ling no tenía intención alguna de decirle lo que pretendía hacer —dije—.
Había venido hasta aquí para entregar diez mil dólares a una banda de malhechores a
cambio de Ki Yang, a quien habían secuestrado. Quería eliminarle, ¡pura y
simplemente eso!
—Estás loco o borracho —se limitó a decir sir Cecil mientras se incorporaba.
—Ni lo uno ni lo otro —repliqué, herido en mi fuero interno—. ¿Y si Yut era el
hombre que robó el rubí? Esa gema vale más de diez mil dólares. ¿Y si Yut Ling
sabía que no era otro que él mismo quien había robado el rubí? Puede que pensase
que valía la pena gastar diez mil dólares para librarse definitivamente de Ki Yang.
—Es ridículo —protestó sir Cecil—. ¡No intentes liarme con una historia tan
abracadabrante! Me atengo a los hechos: Ki Yang ha asesinado a Yut Ling, y tú has
sido su cómplice. Deberás responder de...
—Oh, no, no me detendrá —rugí—. Es inútil que eche mano a su revólver. Lo
tengo en mi bolsillo desde que le noquee. No iré a la cárcel por haber cometido un
error. Creí que Ki Yang era un detective y que no hacía más que ayudar a la ley. Es
posible que haya caído en si ridículo, pero no iré a prisión, ¿me entiende? Voy a salir
por aquella puerta; y le daré un buen consejo: ¡no intente impedírmelo! Pero, antes de
partir, tengo aquí algo que Ki Yang me dijo que le entregase. Tomó este estuche de
las ropas de Yut Ling después de matarle. También hay un mensaje.
Sir Cecil tomó el paquete y leyó la nota en voz alta. El contenido de la misma era
el siguiente:
Sir Cecil Clayton, un inocente no pude probar su inocencia mientras se encuentra
en prisión. La astucia debe ser combatida con astucia. No puedo probar que Yut Ling
robara el rubí, pero la joya hablará por sí misma. Este hombre blanco, a quien he
hecho creer que era un detective para que me ayudara, puede ser garante de que el
rubí se encontraba en el bolsillo de Yut Ling. Su respetuoso servidor, Ki Yang.
—¡Ésta sí que es buena! —exclamó sir Cecil. Abrió violentamente el estuche de
cuero. Una piedra de color rojo fuego, tan gruesa como un huevo de paloma, rodó a la
palma de su mano.
—¡Así que Yut Ling era el ladrón! —rugió—. ¡Inmundo crápula! Juro que... su
asesinato es un homicidio que nunca llegará a conocimiento de la corte si puedo
impedirlo. Dorgan, te presento mis disculpas. Es evidente que cometiste un error y
www.lectulandia.com - Página 43
que actuaste de buena fe; al hacerlo, además, ayudaste a la justicia. Este asunto queda
zanjado; la joya volverá a manos de su propietario, el verdadero ladrón ha recibido su
merecido —aunque haya sido de una manera ilegal— y un hombre inocente ha
demostrado su inocencia. ¡Esta noche has hecho un buen trabajo!
—¡Bah, no ha sido nada! —dije, modesto—. Pero ahora tengo que irme a buscar
a Butch Corrigan. Tengo cincuenta dólares que le pertenecen y, de no haber venido
hasta aquí, nunca los habría recuperado. ¡Pero, qué quiere usted, Butch no es tan listo
como yo!
www.lectulandia.com - Página 44
Los Cobras Amarillas
www.lectulandia.com - Página 45
—-Desconfío de todo el mundo —respondió—. Hay Cobras Amarillas por todas
partes, incluso en las más altas instancias. He encontrado un escondrijo, un lugar
donde nadie podría pensar que un blanco llegaría a esconderse... una cabaña
abandonada en los muelles, en el barrio del llamado Callejón de las Casas Podridas.
He alquilado una habitación en un hotel para europeos para ocultar mis huellas... si es
que me han seguido hasta aquí. Al alba debo abordar un vapor con destino a Japón.
Mi única oportunidad de seguir con vida es ocultarme y huir. Esos demonios han
asesinado a gente encerrada en habitaciones totalmente herméticas y ante las mismas
narices de la policía.
—¿Crees que les has dado esquinazo? —indagué.
—Lo ignoro —me respondió—. Su espía más tenaz es un euroasiático, un tipo
alto y delgado de rostro caballuno, con una cicatriz que le va desde la oreja izquierda
a la mandíbula. No le he visto en Busán, pero...
—Ven a bordo del Python, podrás quedarte a bordo hasta mañana —sugerí.
Le propuse quedarme con él toda la noche para vigilarle, pero me dijo que
prefería estar solo. Debo reconocer que un hombre de mi apariencia y temperamento
no pasa desapercibido en una multitud. Le acompañé hasta su hotel. Nos estrechamos
la mano, me dijo adiós en voz alta y, luego, susurró:
—Subiré a mi habitación a la vista de todos. Luego, cuando caiga la noche, saldré
discretamente por una puerta lateral y me iré a mi escondite. Si la suerte me sonríe, te
veré en los muelles, al alba... ¡durante unos cinco segundos!
Subió a su habitación y yo me fui a dar una vuelta, aunque sólo fuera para
distraerme mientras llegaba la hora del combate. En un bar, participé en una partida
de dados con unos marineros franceses, durante una hora o poco más, y luego me
puse a buscar un sitio donde comer algo. Una comida copiosa no es aconsejable para
un hombre que tiene que mantener un combate, pero, por lo que sé, una colación
ligera —por ejemplo, un filete con guarnición y una buena jarra de cerveza— nunca
le ha hecho mal a nadie. Estaba cruzando la calle cuando ¡zip!, un coche giró por la
esquina y se lanzó contra mí a toda velocidad; casi me aplasta. Di un salto hacia atrás
y lancé un rugido de cólera, amenazando con el puño al conductor y profiriendo
algunos insultos que despertaron el interés de los que paseaban a mi alrededor. Vi
claramente el rostro del hombre sentado junto al conductor cuando el coche pasó a mi
lado a mi lado como un destello, y su rostro despertó en mi interior un vago recuerdo.
Luego, entré en un garito y, con mi acostumbrada dignidad, pedí algo de manduca.
Mientras esperaba, intenté recordar lo que me había recordado aquella cara
entrevista. Una cara alargada, de tinte amarillento, con una enorme cicatriz en la
mejilla izquierda. ¡Bruscamente me di cuenta, como si fuera un fogonazo! Me levanté
de un salto y lancé un aullido que casi hizo que se estrangulase de terror uno de los
clientes del local. ¡Un rostro de caballo con una cicatriz! ¡Era el espía euroasiático
www.lectulandia.com - Página 46
que Jack Randall me había descrito!
Sin prestar atención a los alaridos del propietario del garito, que insistía para que
volviera a pagarle la comida que no había llegado a probar, crucé la puerta del
establecimiento como una tromba y me alejé calle abajo a la carrera. Tenía un negro
presentimiento. Sabía que le había pasado algo —o que le iba a pasar— a Jack
Randall.
Me dirigí rápidamente a la cabaña en cuestión, situada en el Callejón de las Casas
Podridas... un sórdido barrio indígena, cercano a los muelles.... casuchas medio en
ruinas, pegadas unas a otras. Reinaba un silencio mortal; no había luces, y la luna
estaba oculta tras las nubes. Escuché el chapoteo del agua golpeando en los pilares
medio hundidos, y me estremecí al pensar en los muchos cadáveres que habrían
oscilado al compás de las mareas de aquellas aguas oscuras.
Jack me había indicado cómo llegar a su escondrijo; sin embargo, me costó
mucho encontrarlo. Cuando al fin vi la cabaña, sentí un escalofrío. La puerta de
bambú estaba abierta, medio arrancada, y ningún ruido provenía del interior de la
choza, tan negro como la boca del infierno. Me deslicé al interior, esperando que me
apuñalaran por la espalda, y encendí un fósforo. No había nadie... ni nada, salvo un
jergón de paja y una silla destrozada... y un charco de sangre en el suelo. Jack
Randall había desaparecido y no había modo alguno de saber a dónde se había ido.
Mientras estuve allí no dejé de escuchar el sonido de las aguas chapoteando en los
pilares del muelle, a mis pies.
Detesto devanarme los sesos. Denme un problema que se pueda resolver
partiéndole a alguien la cara y estaré contento. Cuando me enfrento a algo que no
puedo dominar con mis enormes puños, me siento completamente desamparado. Me
quedé allí plantado y, cuanto más me esforzaba por reflexionar, más vértigo sentía.
Finalmente, decidí que sólo podía hacer una cosa... reunir a la tripulación del
Python y registrar Busán de arriba abajo, casa por casa, piedra por piedra, hasta que
encontrásemos a Jack... o lo que quedase de él. Me fui a la sala de boxeo de Dutchy y
me encontré con Bill a punto de que le diera una apoplejía.
—¿Dónde estabas? —aulló—. ¡La multitud te espera hace más de una hora! Bull
Richardson, tu adversario, ya está sobre el ring y...
—Oh, cállate —dije, sin aliento—. Dutchy, debemos dejar el combate para más
tarde.
Dutchy gimió.
—¡Imposible! —aulló, tirándose del pelo—. Los espectadores querrán que se les
devuelva el dinero y no puedo hacerlo. Ya se lo he dado a un tipo, mi principal
acreedor, y se ha marchado en cuanto lo ha pillado. ¡Mi reputación quedaría
arruinada! Te lo ruego, Dennis. ¡Piensa en todo lo que he hecho por ti!
Se puso a llorar como una doncella.
www.lectulandia.com - Página 47
—¡Muy bien! —aullé, perdiendo un poco los papeles—. Tendrás tu maldito
combate, pero no me quedaré más de quince segundos en ese maldito ring. Bill, dile a
los de la tripulación que estén listos para marcharse en cuanto machaque a ese
merluzo. ¡Cada minuto cuenta! —bramé, quitándome la ropa, subiéndome el calzón
de boxeo y poniéndome unos guantes desgastados que encontré en un armario—.
¡Vamos!
Salí del vestuario y me dirigí a paso de carga hacia el pasillo central, sin ponerme
el batín ni prestar la menor atención a los comentarios furiosos de la delirante
multitud. Vi a mi adversario, en su rincón, mirándome con chispas en los ojos, y le
grité:
—¡Quítate la bata y prepárate! ¡Que alguien toque la campana! ¡Empieza el
combate! ¡Esta noche, al diablo con las formalidades!
El cronometrador, aunque sorprendido por mi intempestiva llegada, golpeó la
campana mientras yo pasaba entre las cuerdas como un rayo. Richardson se quitó la
bata y se lanzó a por mí. La multitud grito sorprendida, pero aquellos tipos no estaban
más preocupados que yo por la etiqueta.
En mi precipitación, cometí un error. Richardson estaba dispuesto, y la campana
sonó antes de que yo estuviera en el centro del cuadrilátero. Ni siquiera tuve tiempo
de alzar los guantes. Richardson se me echó encima y me recibió entre las cuerdas
con un terrible derechazo a la cabeza. Rebotando contra las cuerdas, le hice titubear
con un gancho de izquierda por debajo del corazón al tiempo que lanzaba la derecha
como un huracán contra su mandíbula, pero la suerte no estaba de mi lado. Mi pie
resbaló y caí cuando recibí uno de los golpes más duros que me hayan dado en mi
vida.
Escuché que alguien contaba y me di cuenta de que estaba tendido de espaldas en
el centro del cuadrilátero.
Una idea pasó por mi mente: Jack Randall estaba siendo torturado y asesinado en
aquel mismo momento, mientras yo seguía tumbado en aquel maldito ring... si no
llevaba ya muerto un buen rato. Me incorporé a duras penas, totalmente dominado
por el pánico, y comprendí en el acto lo bien fundada que estaba mi suposición de
que un combate de boxeo exige concentración. Si yo no hubiera estado pensando en
Jack Randall, habría bloqueado el gancho de izquierda de Richardson según me
levantaba. De hecho, me alcanzó en pleno mentón; puso en el golpe todas sus fuerzas.
Hice un vuelo corto, girando varias veces sobre mí mismo, y caí de tripa sobre el
tapiz, en medio de una oleada de consternados aullidos de los tripulantes del Python y
gritos de admiración de los ingleses repartidos por la sala.
Se dice muy a menudo que cuando un boxeador cae de este modo, con la cabeza
por delante, está acabado. Pero ya me había pasado montones de veces, y el àrbitro
todavía no había contado hasta diez. Con todo, aquello no era una visita de placer.
www.lectulandia.com - Página 48
Intenté recurrir a mi notable vitalidad, para que me ayudara a levantarme y machacar
a Bull Richardson, pero, de hecho, fue algo exterior a mí lo que me devolvió a la
vida. Tendido de bruces, con la cabeza bajo la última cuerda, medio apoyado en los
codos, miré de un modo impreciso la mancha flàccida que formaban los rostros
burlones que tenía ante mí. Luego, mi vista se aclaró ligeramente y me ñjé en una
cara en particular que parecía flotar en el seno de un mar de brumas... un rostro
alargado y amarillento, de expresión astuta y repulsiva, con una cicatriz que iba desde
la mejilla a la mandíbula.
Me recuperé en el acto y lancé un mugido de sorpresa. Un escuálido euroasiático,
sentado en primera fila, estaba justo ante mí. Sin dejar de mirarme, se levantó burlón,
me hizo un gesto insultante y se alejó hacia la salida. Al parecer, estaba tan
desanimado por mi lamentable actuación que no podía seguir presenciándola.
El árbitro aún no había contado hasta «diez», y me parecía muy lejano. A decir
verdad, me había olvidado por completo del árbitro y de Bull Richardson. Me levanté
de un salto y, para estupor frenético de la multitud, empecé a cruzar las cuerdas.
—¡Se ha deshinchado! —aullaron los espectadores locos de rabia—. ¡Intenta
huir! ¡Sujétale, Bull! ¡Machácalo!
Pasaba el pie entre dos cuerdas cuando el instinto de conservación me obligó a
darme la vuelta, justo a tiempo para poder bloquear la zurda de Richardson con la
boca. Caí sobre las cuerdas, y comprendí que para poder salir de aquel ring iba a
tener que dejar K.O. a aquel inglés. Tomando impulso y lanzando un rugido de furia,
abatí mi terrible puño derecho contra su mandíbula, un golpe en el que puse toda la
fuerza de mis músculos de acero. Bull Richardson planeó por la mitad del ring, cayó
y golpeó la lona con los hombros; luego, dio un peligroso salto y desapareció por las
cuerdas del otro lado del cuadrilátero. ¡Contar hasta diez estaba de más!
Sin perder un segundo, me quité los guantes y bajé del ring de un salto, apartando
a mis admiradores a derecha e izquierda según se me acercaban para felicitarme.
—¡Seguidme! —bramé. Media docena de combates enfrentaban ya a los hombres
del Python con los haraganes del Ashanti—. ¡Reúnelos a todos, Bill, y ocúpate de la
policía! ¡Sigúeme, Spike!
Me abrí pasó entre las apretadas filas de amigos y adversarios, indiferente a los
puños que volaban por todas partes y rebotaban sobre mi cráneo diamantino. Iba por
el pasillo central y llegué a la salida por la que el euroasiático de la cicatriz había
desaparecido. Salí a la calle como un ciclón, vestido únicamente con mi calzón de
boxeo.
El euroasiático estaba montando en un vehículo tirado por un caballo, uno de ésos
en los que el cochero va en un asientito ridículo.
—¡Eh, no ices el ancla tan deprisa, marinero de agua dulce de color amarillo! —
bramé enfilando hacia él—. ¡Tengo que decirte un par de cosas!
www.lectulandia.com - Página 49
No podía saber lo que quería, pero, evidentemente, no tenía la conciencia muy
tranquila. Se quedó pálido, saltó al carruaje, sea cual sea su nombre, le dijo algo al
cochero y éste empezó a azotar a su caballo con el látigo y el vehículo partió a
vertiginosa velocidad. Rugiendo enfurecido, pegue un terrible salto y aterricé en el
interior del vehículo; de hecho, caí exactamente encima del euroasiático, al que sujeté
por la garganta. Lanzó un alarido y sacó un cuchillo, pero yo apretaba su muñeca con
una presa de acero y la batalla empezó. El caballo estaba loco de pánico con todo el
jaleo, y se lanzó al galope, enloquecido; las calles desfilaban a toda velocidad. El
indígena, en su percha, había perdido el control del animal; se contentaba con
agarrarse a su asiento y aullar como un condenado. Durante un momento vi que Spike
corría siguiendo el vehículo.
Medio tumbados en el asiento, el euroasiático y yo entablamos un feroz cuerpo a
cuerpo. El tiro brincaba, daba tumbos y bandazos como una barca de salvamento
dominada por la tormenta; íbamos de un lado a otro con los golpes y casi sin aliento,
y creí por un momento que se me habían roto todas las costillas. Formábamos un
furioso lío de brazos y piernas; el euroasiático intentaba lacerarme a navajazos,
mientras yo, con una mano, apartaba el cuchillo que me amenazaba y con la otra, de
manera alternativa, le hacía la cara papilla y procuraba estrangularle. No tardó su
rostro amarillo en virar al rojo.
Las ruedas del vehículo proyectaban chispas al golpear en los adoquines de la
calle, y los indígenas se apartaban y huían en todas direcciones, lanzando gritos
frenéticos. Giramos en una esquina, a tal velocidad que el coreano fue proyectado de
su asiento y echó a volar, con los brazos y las piernas abiertos, como si fuera un
murciélago. Yo y el euroasiático caímos sobre el suelo del vehículo, sin soltarnos, y
nuestras cabezas golpearon con un ¡bop! que se debió escuchar a varias manzanas de
distancia de donde nos hallábamos. El euroasiático se quedó fláccido y le arranqué el
cuchillo de entre los dedos; luego, me arrodillé sobre su pecho y hundí en su cuello
mis dedos de acero.
—¿Qué has hecho de Jack Randall? —jadeé, permaneciendo en aquella posición
a costa de grandes esfuerzos, porque viajábamos a una velocidad insensata y las
ruedas del vehículo apenas tocaban el suelo—. ¡Responde o te arranco la garganta!
Se ahogaba y su rostro estaba violáceo; tenía la cara hecha papilla y sus ropas
eran meros harapos.
—¡Te lo diré! —siseó, entre los traqueteos de las ruedas y los bandazos del
enloquecido carricoche—. Le hemos llevado... al almacén de Tao Tsang... en el
muelle siete.... ¡arghh, para, me estás estrangulando!
¡Crash! El maldito carrusel giró a toda velocidad en una esquina y la parte trasera
golpeó en un muro de piedra. El vehículo voló hecho pedazos; el aire se llenó de
radios de ruedas, tornillos, remaches y trozos de madera. El caballo siguió su loca
www.lectulandia.com - Página 50
carrera, arrastrando lo que quedaba de los arneses. Me levanté, atontado, entre los
diversos escombros, y me palpé cuidadosamente para ver si seguía con vida. Al
parecer, estaba sano y salvo, de una pieza, salvo algunas heridas un poco por doquier
y contusiones y cortes aquí y allá. En cuanto al euroasiático, yacía en el suelo, sin
conocimiento, con una buena brecha en el cuero cabelludo.
Spike llegó y se sentó sobre sus cuartos traseros; la lengua le colgaba al menos
treinta centímetros. Miré a mi alrededor, preguntándome dónde estaba, y mi corazón
dio un salto. ¡La suerte me sonreía por fin! Pero lo más seguro es que el euroasiático
le hubiera pedido al cochero que le llevara al almacén de Tao Tsang, y el caballo
había seguido en aquella dirección cuando se quedó sin bridas. En todo caso, me
encontraba muy cerca del muelle número siete. Me di cuenta de que una multitud de
indígenas empezaba a formarse a mi alrededor y a mirarme con la boca abierta,
tomándome, sin duda alguna, por algún tipo de loco peligroso —recordemos que no
iba vestido más que con un calzón de boxeo y que tenía la cara tumefacta y
ensangrentada—; eché a correr a toda velocidad y me metí en un callejón, seguido
por Spike.
Nadie intentó detenerme y, en poco tiempo, las voces de los indígenas se
perdieron a mis espaldas. No tardé en ver ante mí el almacén de Tao Tsang, inmenso,
sombrío y tenebroso.
El lugar estaba desierto y silencioso y no oía otra cosa que el eterno chapoteo
contra los pilares. No había luz alguna; las farolas, pocas y muy separadas, no estaban
encendidas. Aparentemente, no había un alma, pero yo sabía que Tao Tsang no era
hombre que dejase sus bienes sin vigilancia. Natural de Cantón, aquel chino tenía
muy mala reputación, pero nadie había conseguido nunca probar sus deshonestas
actividades.
Persuadido de que el euroasiático me había dicho la verdad, decidí examinar los
almacenes, aunque tuviera que entrar en ellos de mala manera. Escuché atentamente,
intentando distinguir los ruidos que me informarían de que la tripulación del Python
llegaba a la carrera para echarme una mano. Estaba seguro de que habían echado a
correr detrás del caballo enloquecido, y que los indígenas les dirían hacía dónde me
había encaminado tras abandonar los restos del carruaje. Esperaba que llegasen
bramando y rugiendo en cualquier instante, según era su costumbre. Pero no
conseguía oírles y no podía esperar mucho tiempo más.
Encontré una ventana cuyos barrotes no parecían muy sólidos. Con infinitas
precauciones, intenté arrancar uno de ellos. Tensé las corvas e hice uso de mi fuerza
prodigiosa; las venas se me abultaron en las sienes. Uno de los extremos del barrote
quedó suelto, lo que provocó un ruido espantoso. Me quedé inmóvil, atento, pero no
pasó nada. Saqué el otro extremo del barrote y lo aparté; pude sacar otros dos, incluso
más fácilmente que el primero. No había cristal, y solamente unos gruesos postigos
www.lectulandia.com - Página 51
que me limité a empujar. En el interior, todo estaba sumido en la oscuridad, y
silencioso. Planté las manos en el alféizar y me disponía a cruzar el hueco de la
ventana cuando Spike gruñó, me sujetó por el calzón y me obligó a retroceder. En el
mismo momento, algo me rozó la cabeza, silbando, tan cerca que me cortó un
mechón de cabellos. Extendí las manos hacia las sombras, y mis dedos se cerraron
sobre una mano que sujetaba un hacha de reducidas dimensiones. Alguien lanzó un
rugido de fiera e intentó liberarse.
Electrizado por el peligro que corría, di un golpe seco y conseguí que la mitad del
cuerpo de mi cautivo pasase por la ventana. En la luz tenue que nos envolvía, vi que
sujetaba a un amarillo de grandes dimensiones, con el torso desnudo y el cráneo
completamente afeitado. Antes de que pudiera soltarse, mi puño se aplastó contra su
mandíbula con la fuerza de un mazo y el hombre cayó por la ventana, totalmente
inconsciente.
Temblaba como una hoja y estaba cubierto de un sudor helado. ¡Me había librado
por los pelos! Si Sipke no hubiera detectado el peligro, habría pasado al interior de
aquella oscura estancia donde estaba emboscado aquel sanguinario hatchetman, con
lo que mi cabeza estaría en aquel mismo momento sobre el suelo y en medio de un
verdadero mar de sangre. ¡Menudo fin para Dennis Dorgan! Escuché atentamente,
pero no oí más ruidos y, aparentemente, Spike no olisqueaba la presencia de otros
orientales. Sin miramientos, pasé el cuerpo de mi víctima de la ventana y lo dejé caer
inerte sobre el suelo. Sabía que aquel asesino tardaría en volver en sí.
Miré a Spike; olisqueaba a su alrededor, pero no dijo nada. Pasé por el hueco de
la ventana y ayudé a Spike a reunirse conmigo. Avanzamos a tientas entre cajas y
sacos llenos de cachivaches y artilugios. Si había más hatchetmen en aquella parte del
almacén, habrían escuchado todos los golpes que me di en las espinillas cuando
tropecé con un barril lleno de clavos.
Escuché a Spike gimiendo suavemente en la oscuridad, y me dirigí hacia él. Le
encontré al pie de una escalera ascendente. Olisqueaba los peldaños y, a continuación,
empezó a subir, tan silencioso como un fantasma, y le seguí haciendo el menor ruido
posible. Sin duda, arriba había alguien.
Una vez en el rellano, distinguí un rayo de luz que se filtraba por debajo de una
puerta. Unos segundos después me pegaba al paño de la puerta en cuestión. Me atreví
a mirar por el hueco de la cerradura, esperando que me clavaran un alfiler en el ojo.
Lo que vi me heló la sangre en las venas. Había encontrado a Jack Randall.
La habitación no tenía ventanas, pero si algo parecido a una buhardilla, y una
única puerta, a la que yo estaba pegado por lo que pude ver. Estaba iluminada por
unas lámparas de factura europea, y vi a cinco hombres. Uno de ellos era el
mismísimo Tao Tsang. Sentado en un rincón, como un ídolo amarillo, no había en él
nada que indicara que estaba vivo, salvo sus ojos de serpiente. Otros dos eran unos
www.lectulandia.com - Página 52
amarillos gigantescos de ojos rasgados, muy parecidos al hatchetman que había
noqueado en la planta baja. El cuarto era un hombre alto y delgado, vestido con unas
sederías que le habrían costado un buen fajo de billetes. El quinto era Jack Randall.
Estaba colgado de un gancho sujeto al techo; atado con cuerdas que le cortaban la
carne; la sangre le corría por las muñecas.
—Has conseguido escapar de nosotros mucho tiempo —decía el hombre vestido
de seda en un inglés tan bueno como el mío—. Pero para cada camino teníamos
previsto un fin. Eras seguido desde el momento en que pisaste Busán. Nuestros espías
te vieron entrar en el hotel, y te vieron salir furtivamente para llegar al Callejón de las
Casas Podridas, ¡como ya sabes! ¿Has tenido tiempo de meditar sobre la locura que
cometiste? ¡Intentar alterar los designios de los honorables Cobras Amarillas... qué
inconsciencia!
—¡Mátame y acabemos, cerdo abyecto! —dijo Randall con voz seca.
El manchú sacudió la cabeza.
—Tu muerte no será tan dulce —ronroneó—. Los Cobras Amarillas no tratan con
sus enemigos. ¡Mira!
Uno de los demonios de ojos rasgados trajo un brasero lleno de carbones
ardientes. El manchú —si es que lo era— tomó unas pinzas de acero y las hundió en
las brasas, luego sopló por encima para hacerlas brillar. Por mi parte, me sentía
enloquecer; todos mis miembros temblaban como si tuviera fiebre y los pelillos de la
nuca se me erizaron. ¡Era demasiado! Lanzando un aullido de lobo sediento de
sangre, me lancé con todo mi peso contra el panel de la puerta y el impacto la arrancó
de sus goznes. Llevado por el impulso, caí entre los restos de la puerta, y Spike me
pisoteó cuando se lanzó a la carga, impetuoso e imparable.
Me levanté como un rayo; Spike saltó y cerró las mandíbulas de acero en la
garganta del hatchetman que se encontraba junto al brasero. Juntos, rodaron por el
suelo. El otro asesino sacó un puñal al tiempo que me arrojaba contra él. La hoja me
rozó el cuello, haciendo correr un poco de sangre, y sentí que sus costillas se rompían
como si fueran de cartón cuando le metí un derechazo seguido de un buen golpe con
la zurda. Saltando por encima de su forma postrada, me arrojé contra el manchú. Vi
un reflejo metálico en su mano, y escuché una detonación, tan cerca de mi oreja que
la pólvora me quemó el rostro. Pero había fallado... gracias a la intervención de Jack.
Colocado justo a espaldas del manchú, se había balanceado al extremo de la cuerda y
le había golpeado con los pies, haciéndole perder el equilibrio en el momento en que
el canalla disparaba contra mí.
Antes de que pudiera volver a apretar el gatillo, le agarré la muñeca y se la retorcí
con todas mis fuerzas; los huesos de su brazo cedieron y crujieron como ramas
muertas. Un gemido se escapó de los labios del manchú, pero, con su mano izquierda,
separando los dedos como si quisiera formar una pinza, me lanzó un golpe a los ojos
www.lectulandia.com - Página 53
y sus uñas me rasguñaron la cara. Loco de dolor, le mandé un cañonazo con la
derecha a la mandíbula, lo que le obligó a dar una vuelta completa sobre sí mismo y
caer de espaldas, golpeándose en la nuca y quedando en el suelo sin sentido.
Me volví hacia Tao Tsang y le vi alejarse a toda prisa hacia la pared; Jack me
advirtió:
—¡No dejes que se escape!
Tao Tsang era demasiado rápido para mí, pero no para Spike. En el momento en
que llegó junto a la pared, Spike saltó y aterrizó de lleno en los hombros del chino.
Tao Tsang se fue al suelo, lanzando un maullido de gato herido. Spike, rápido y
mortal, se le tiraba a la garganta, hundiendo las mandíbulas en la túnica de seda del
chino.
—¡Detenle, Dennis! —me suplicó Jack, oscilando como un péndulo al extremo
de la cuerda—. No le dejes matar a ese demonio... ¡representa nuestra única
oportunidad de salir vivos de aquí!
—Suéltale, Spike —ordené—. Y vigílale.
Spike hizo lo que le decía, y Tao Tsang se quedó postrado en el suelo, temblando
de miedo. Corté las ataduras de Jack; estaba tan anquilosado que no podía mantenerse
en pie. Mientras se frotaba los brazos y las piernas para reactivar la circulación, eché
un vistazo a los otros Cobras Amarillas. Los dos a los que había noqueado seguían en
las nubes, claro, y el hatchetman del que se había ocupado Spike estaba muerto, con
la garganta cortada.
—Vámonos de aquí —le dije a Jack.
Me dirigía hacia la puerta cuando mi amigo me sujetó por el brazo.
—¡Espera! —exclamó—. ¿No has oído nada?
En la planta baja se acababa de abrir una puerta con mucho cuidado, pero el
murmullo de voces apagadas llegó hasta nosotros.
www.lectulandia.com - Página 54
En alta sociedad
Soy impopular en la Sala de Boxeo de los Muelles de Frisco desde la noche en que el
presentador subió al ring y anunció: —¡Señoras y señores! La dirección lamenta
anunciarles que el combate que debía enfrentar a Dorgan el Marino contra Jim Ash
no podrá celebrarse. Dorgan acaba a tumbar a Ash en los vestuarios, y están
reanimando a este último con ayuda de un pulmonor.
—¡Vale, pues que Dorgan se enfrente a otro! —bramó la multitud.
—No es posible —dijo el presentador—. Alguien le ha echado un frasco de
tabasco en los ojos.
Esta es la historia a grandes rasgos, salvo que no era salsa tabasco. Yo estaba
tumbado en una mesa, en mi vestuario, mientras mi segundo me daba unas friegas,
cuando entró un tipo de aspecto erudito, gafas oscuras y una enorme barba blanca.
—Soy el doctor Stauf —declaró—. La comisión me ha encargado que le examine
para ver si está usted en condiciones de boxear.
—De acuerdo, pero dese prisa —le indicó mi ayudante, Joe Kerney—. Dennis
debe subir al ring en menos de cinco minutos.
El doctor Stauf dio unos golpecitos en mi poderoso torso, me examinó los dientes
y efectuó un examen completo.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Ajá! —añadió—. Tus ojos tienen un problema. ¡Pero lo
arreglaré!
Sacó de su maletín un frasco y un cuentagotas y, acto seguido, levantándome los
párpados, dejó caer en mis ojos unas cuantas gotas de producto.
—Si esto no hace de usted otro hombre —dijo—, es que no me llamo Barí... digo,
Stauf.
—¡Eh, qué está pasando? —pregunté, sentándome y sacudiendo la cabeza—.
Tengo la impresión de que se me están dilatando los ojos, o algo parecido.
—Un producto muy saludable —dijo Stauf—. A fuerza de moverse por callejones
oscuros, ha conseguido usted estropearse la vista. Pero este producto se la devolverá
y... ¡yow!
Sin más advertencia, Spike, mi bulldog blanco, le mordió una pierna. El doctor
Stauf se puso a dar vueltas como un peón y, para mi mayor sorpresa, las gafas oscuras
y la barba que lucía cayeron al suelo, dejando al descubierto las facciones crispadas
por el dolor de Foxy Barlow, el manager de Jim Ash.
—¿Qué significa esta mascarada? —rugí, saltando de la mesa.
Joe Kerney recogió el frasco y olisqueó su contenido.
—¡Es belladona! —aulló—. ¡Dentro de tres minutos estarás completamente
ciego!
www.lectulandia.com - Página 55
Lancé un furioso rugido y quise arrojarme contra Barlow, pero éste, a costa de un
frenético esfuerzo, consiguió liberar la pierna desgarrada del cepo que formaban las
mandíbulas de Spike, y echó a correr como alma que lleva el diablo.
—¿Cómo es que no le hemos reconocido? —gimió Joe—. Teníamos que
habernos imaginado que esos canallas intentarían dejarte fuera de combate antes de
que subieras al ring. ¡Pero Spike le identificó en cuanto le olió de cerca!
Le aparté de un empujón y salí impetuosamente, aunque medio ciego, al pasillo,
donde vi una silueta ataviada con un albornoz que supe que era Ash abandonando su
vestuario. Mis ojos se dilataban a tal velocidad que aquel merluzo no era más que una
simple mancha.
—¡Maldito hijo de una puta mestiza! —rugí, abalanzándome sobre él
esgrimiendo el puño en dirección a su mandíbula, como un hombre que manejase un
martillo.
Por suerte, no le alcancé de lleno, pero cuando salí de la sala, guiado por John,
que me había ayudado a vestirme, seguían intentando reanimar a Ash.
Joe me llevó a su habitación en el hotel, y durante veinticuatro horas estuve tan
ciego como un murciélago. Cuando me restablecí un poco, lo bastante como para
distinguir algo, todo era tan borroso y poco definido que era incapaz de desplazarme
por mí mismo.
—Hay algo que me extraña —le dije a mi amigo con tono agrio—. ¿Cómo se les
ocurrió todo esto a esos merluzos? Ash es especialmente estúpido, y Barlow no es un
dechado de inteligencia.
—El primo de Ash, natural del este, es quien le ha incitado a hacerlo —respondió
Joe—. No le conozco, pero es un boxeador coriáceo, al parecer, y un tipo astuto, por
lo que hemos visto. Red Stalz me contó que Ash le dijo a ese primo que debía
encontrarse a un hombre con quien temía combatir, y el primo le aconsejó que te
echara esas malditas gotas. Pero ese merluzo de Barlow te puso tal cantidad que te
habrías quedado ciego antes de subir al ring si no lo hubiéramos descubierto a
tiempo. El primo tenía en mente que per-dieras la vista cuando el combate hubiera
comenzado. Pero Barlow lo echó todo a perder.
—Bueno, ¿qué puedo hacer hasta que mi vista vuelva a ser normal? —me
lamenté.
—Comprarte unas gafas —me aconsejó Joe.
Así que fui al oculista, donde me gasté la mayor parte de mi escaso dinero en
comprar un par de gafas con una gruesa montura de asta. Joe me miraba con estupor.
—¡Buen Dios! —exclamó—. Nunca hubiera pensado que unas gafas pudieran
transformar a un hombre hasta ese punto. Eh, con esos anteojos pareces dulce como
un cordero y un hombre tímido. Mírate en el espejo.
Lo hice y me escandalicé. Sin mis orejas de coliflor, habría podido pasar por un
www.lectulandia.com - Página 56
profesor o vaya usted a saber qué cosa.
—¿Cuánto tiempo tendré que llevar estas orejeras? —le pregunté al especialista.
—Una semana, quizá algo más —dijo—. Le han administrado una dosis terrible
de belladona. Es imposible decir con precisión cuando recuperarán sus pupilas su
aspecto normal.
Volví a Los Ángeles. Una vez hube pagado el billete de tren, me quedé arruinado
y, naturalmente, incapacitado para boxear. Para arreglar las cosas, mientras
haraganeaba por mi habitación en el hotel, el gerente vino a verme y me dijo que si
no le pagaba en el acto todo lo que le debía, tendría que echarme a la calle, con lo que
me largué a los billares para ver si algún compañero me prestaba unos dólares.
—Dennis —dijo Jack Tanner, el primero con quien me encontré—, te juro que no
llevo encima ni un mísero dime... pero, dime, podrías dar una pequeña exhibición de
boxeo, ¿verdad? Si te lo pido es porque he conocido a un tipo, en el gimnasio de
Varella, que buscaba un peso pesado. Quería organizar una pelea amistosa con
ocasión de una fiestecita. Ven, se dónde encontrarle.
Nos fuimos hasta el gimnasio y Jack me dijo:
—Ah, ahí está el tipo, hablando con Varella.
Con ayuda de las gafas pude distinguir a un hombre de cierta edad, muy bien
vestido y con un bastón con empuñadura de oro.
Varella se fijó en mí y se me acercó.
—¡Hola, Dennis, encantado de verte! Podrías ocuparte del asunto de este
caballero, ¿sí o no? Señor, le presento a Dennis Dorgan. Podría valerle, ¿eh?
—No he oído su nombre, señor...
—Soy Horace J. J. Vander Swiller III —dijo el caballero mirándome a través de
uno de esos artilugios... un monóculo—. ¡Cáspita, que individuo más singular! ¡La
ropa y el aspecto de un matón de los muelles, pero el rostro de un hombre dedicado a
los estudios!
—¡Bah, son estas malditas gafas! —protesté—. Sin ellas soy un hombre como los
demás. ¡Mire!
Me las quité y Horace III lanzó una exclamación.
—¡Bondad divina! ¡Qué increíble diferencia! ¡Vuelva a ponérselas, se lo suplico!
Gracias, creo que usted es el adecuado... Como le decía a mister Varella, busco un
púgil para una pequeña demostración amistosa en mi club, El Ateniense. Debe ser un
peso pesado y gozar de cierta reputación.
—He aplastado narices desde Galveston a Singapur —repliqué.
—¿De verdad? Bueno, en ese caso será usted conocido. Cuento con el concurso
de mister Johnny McGoorty. Será su adversario...
—¿Ese boxeador de tres al cuarto que acaba de llegar a la Costa Oeste? —
pregunté—. Bueno, ¿cuál es el fin de la pelea y a cuánto ascenderá mi parte, si puedo
www.lectulandia.com - Página 57
permitirme preguntarlo?
—Usted y mister McGoorty recibirán quinientos dólares cada uno —respondió
Horace—. Esta pequeña demostración se da en honor de mister Jack Belding,
invitado por los miembros de nuestro club. Hemos organizado esta fiesta para él.
—¿Se refiere usted a Gentleman Jack Belding, el futuro campeón? —pregunté.
—Exactamente —respondió Horace—. Mister Belding es un caballero encantador
y no se corresponde con la idea que suele uno hacerse de los boxeadores.
—Eso es lo que he oído decir —rezongué—. Ya era todo un fenómeno en la
universidad, un atleta aficionado, antes de convertirse en boxeador profesional. Por lo
que sé, causa estragos en la alta sociedad del este.
—Mister Belding es tan hábil en un salón como en el ring —replicó Horace,
frunciendo el ceño—. Un joven muy cultivado, con excelentes relaciones, y muy bien
recibido en la alta sociedad. La fiesta de esta noche será la apoteosis de las
celebraciones de nuestro club en honor a tan notable invitado. Ha aceptado ser el
árbitro... de hecho, ha sido suya la idea de esta demostración, para que las damas
puedan asistir a un típico combate de boxeo sin la lamentable brutalidad y la efusión
de sangre que definen los verdaderos combates.
—¿Entiendo que será un encuentro totalmente amistoso? —pregunté.
—Ciertamente. De cualquier modo, esperamos que no deje de ofrecernos acción,
aunque inofensiva, en ese combate y que nos demuestren las diversas técnicas del
boxeo —fintas, guardias, contras y todo lo demás— de un modo tan realista como sea
posible, pero sin dar golpes malintencionados y sin llegar a emplear ninguna de esas
brutales estrategias que son tan frecuentes en los modernos combates de boxeo.
—Entendido —dije—. Por quinientos dólares, aceptaría cargar con un tigre de
Bengala. Creo que me las arreglaré para echar unos bailes en su demostración
amistosa.
—Una cosa más —dijo—. Su ropa no es la adecuada. Deberá llevar algo que no
desentone con lo que lleven nuestros invitados antes de ponerse los calzones, lo
mismo que después de la exhibición.
—¿Qué es lo que no le gusta? —pregunté, impaciente—. He comprado esta ropa
en Barnaby Coast.
—Y sin duda es muy adecuada para los muelles —declaró Horace—, pero debe
comprender que no es lo más adecuado para un club donde todos sus miembros son
verdaderos caballeros.
—Bueno, pues es todo lo que tengo —gruñí—. Si lo que llevo puesto no le gusta,
¿por qué no me lo compra usted?
—Tal es mi intención —dijo—. Venga... vamos al sastre.
—Oh, un almacén de ropa masculina bastará —observé—. No soy tan difícil.
Fuimos a una tienda de ricachones, y las cosas no tardaron en torcerse.
www.lectulandia.com - Página 58
—Algo un poco deportivo, me parece —pidió Horace—. Un traje que sugiera a
alguien que ha pasado por la universidad... un playboy de la alta sociedad, viril pero,
sin embargo, erudito.
Los empleados me tomaron de la mano y, antes de que me diera cuenta, me
encontraba metido en un pantalón de golf de cuadros, una camisa deportiva de seda
—así llaman a esas cosas— con un ridículo lazo de mariposa, una chaqueta con un
cinturón a la espalda, calcetines de fantasía de un color amarillo chillón y unas
zapatillas de tela sin tacones. Y me olvido de un sombrero panamá de ala ancha.
Horace insistió para que se ocuparan de mis alborotados cabellos, que peinaron hacia
atrás y me pegaron a las sienes con ayuda de gomina... ¡Bueno, ya basta!
—Mírese en el espejo —me dijeron con orgullo.
Lo hice. Acto seguido, me dejé caer en una silla con la cabeza entre las manos.
—¡No puedo salir así a la calle! —gemí—. Al menos, denme una barba falsa:
¡tendré que matar a los amigos que me vean vestido de este modo!
—¡La metamorfosis ha sido notable! —exclamó Horace—. La ropa, asociada con
esas gafas que lleva, han transformado a un rufián de los muelles en una persona de
apariencia distinguida que podría pasar por cualquier estudiante atlético de nuestras
universidades... ¡Espere! Un último detalle, un par de guantes de piel de cabritillo, de
color malva, para ocultar, en la medida de lo posible, esas enormes manos velludas.
¡Ya está! Estoy encantado. Ahora podrá afrontar sin temor las miradas de los
miembros e invitados del club. El traje es único... original... y sugiere la intrusión
fortuita de la actividad física en la vida de un hombre estudioso e introspectivo,
perteneciente a la mejor sociedad. Da usted la impresión de salir del campo de golf de
alguna universidad.
—O de un circo —dije secamente—. Tengo la impresión de que el primer
alfeñique que se me acerque puede darme una palmada en los hombros y echarme al
suelo.
Spike me dio la espalda y se sentó, mirando recto ante él y negándose a
concederme la menor atención.
—No hagas eso, Spike —le dije, irritado—. Sé que te avergüenzas de mí, ¡y yo
me avergüenzo de mí mismo! Pero debemos ganar algo de pasta.
—Habrá que olvidarse de ese perro de aspecto brutal —dijo Horace—. Pero, no,
si lo pienso mejor puede llevarlo con usted. Dará un poco de ambiente a nuestra
velada.
—Lo piense mejor o peor —rezongué—, Spike me acompaña, porque si no no
voy. Me obliga a vestir con estas ropas ridículas, Doble Jota III, pero no se librará de
Spike.
Subimos a una limusina y el chófer nos condujo al club. Era un lugar anonadante.
Los miembros eran todos tan ricos como Creso, y el local parecía un verdadero
www.lectulandia.com - Página 59
castillo. Un gran muro de piedra rodeaba los jardines, y vi que habían alzado un ring
en el césped, a un lado de la casa club, con muchas sillas alrededor y faroles sujetos
por encima del cuadrilátero y colgados de los árboles.
—Algunas de las damas se encuentran en el salón de té —dijo Horace—. Venga,
se las presentaré. Se interesan enormemente en la psicología y, desde que mister
Belding demostró ser un caballero tan fascinante, las damas del club sienten un vivo
interés por todas las personas que tengan algo que ver con el mundo del pugilismo.
Las va a apasionar, estoy seguro. Cuando llegue mister McGoorty, le haré entrar.
Procuré comportarse como un caballero, al menos tanto como le sea posible, y
responda educadamente a las preguntas que le formulen esas damas. ¡Recuerde que
representan el culmen de la cultura y el refinamiento!
—Siempre he sido un caballero —protesté—. Nunca le he soltado un guantazo a
una dama en toda mi vida.
Horace sacudió la cabeza como si tuviera sus dudas y entramos en el local, donde
un dispuesto maitre se hizo cargo del sombrero y el bastón de mi acompañante. Quiso
también quedarse con mi panamá, y Spike se le tiró a una pantorrilla; había que oír
los gritos del tipo. Aparté a Spike y Horace se enfadó.
—Un animal extremadamente violento —dijo.
—No, en lo más mínimo —repliqué—. Es que el pobrecito creía que iban a
quitarme el sombrero.
—Eh, dígame —se interesó Horace—, no atacará a mister McGoorty cuando suba
al ring, ¿verdad?
—Nunca —respondí—. Sabe lo que tiene que hacer, y sabe lo que hago yo. Pero
si alguien por la calle me busca las vueltas, ¡se ocupa de él!
Horace parecía ligeramente inquieto, pero me condujo a un vestuario y me enseñó
una buena colección de calzones de boxeo, de seda, colocados encima de una mesa.
Dejé el panamá en una silla y vi que Spike le miraba de un modo misterioso.
Luego, Horace me guió hasta otra habitación donde media docena de damas
vestidas con trajes de noche bebían té y anunció:
—Señoras, éste es Dennis Dorgan, uno de los participantes de nuestro combate
amistoso de esta noche.
Todas levantaron la nariz y me miraron como si fuera una medusa o algo igual de
repulsivo.
—¡Caramba! —dijo una de ellas—. Así que usted es un boxeador profesional,
mister Dorgan.
—Sí, señora —dije.
—Pues no parece uno de esos individuos —observó otra—. ¿No encuentra esa
profesión demasiado burda para un hombre que, por lo que sé, se dedica al estudio?
—Sí, señora —admití, y eso que sólo me hacía una vaga idea de lo que me quería
www.lectulandia.com - Página 60
decir.
—Siéntese y tome una taza de té —me dijeron—. Usted es universitario, mister
Dorgan, eso está claro... ¿A qué hermandad pertenece?
—Bueno —confesé—, soy marinero de segunda.
Todas se rieron entre dientes.
—Qué sentido del humor tan deliciosamente original, mister Dorgan —dijo una
de ellas—. Dígame... ¿cómo un hombre con una cultura tan vasta como la suya puede
ejercer una profesión tan brutal? ¿No le resulta difícil soportar a unos individuos tan
increíblemente primitivos?
—Bueno —contesté—, me basta con atacarles con ambos puños y golpearles en
la cabeza y el estómago hasta que esos merluzos se van a besar la lona.
Parecieron desorientadas. Una me dijo:
—¿Cuántos azucarillos en su té, mister Dorgan?
—Sin azúcar —respondí—. Me gusta el whisky seco.
Tomé la taza, la olisqueé con desconfianza y la alcé educadamente hacia las
damas al tiempo que exclamaba con voz jovial:
—¡A su salud!
Y me lo bebí de un trago. Nunca olvido lo que hay que hacer.
Una especie de consternado silencio reinó en el ambiente durante un momento,
hasta que una de las damas preguntó:
—Mister Dorgan, ¿qué piensa de Einstein?
—¿Se refiere a Abbie Einstein, de San Diego? —dije—. Bah, es listo, de acuerdo
pero sería incapaz de abrir una caja de cartón y no tiene estómago.
Al oírlo, Spike se levantó, enfurruñado, y se dirigió hacia los vestuarios, con un
brillo enigmático en la mirada. Las damas me miraban con cierto estupor. Para mi
enorme alivio, Horace llegó acompañado de otro tipo y dijo:
—Le presento a mister Dolan, del Tribune, que va a escribir acerca del match
amistoso para su periódico.
—Hola, Billy —le saludé, levantándome y dándole la mano, muy contento por
encontrar al fin a alguien de mi mundo.
—Mister Dorgan, mister Dolan —dijo Horace al tiempo que Billy me tendía la
mano con la mirada inexpresiva.
—Mister Dorgan... ¡maldita sea! ¡Pero si es Dennis! —exclamó.
—Claro, ¿no me habías reconocido? —pregunté embarazado.
—No —dijo—. ¡Pareces un estreñido profesor de universidad! Dennis Dorgan
con un pantalón de golf. Que me...
—Hum... ¿Querrían usted y mister Dorgan hablar más tranquilamente en la
smoking room? —sugirió Horace mirando inquieto a las damas, cuyos ojos
empezaban a hacerles chiribitas.
www.lectulandia.com - Página 61
Me alegraba irme de allí, y Horace nos siguió.
—No se deje ver más hasta que empiece el combate —dijo secamente—, y no
intente mezclarse con los invitados en el baile que se celebrará a continuación. Debí
imaginarme que su conducta sería algo incalificable. Presentarle a la gente de la alta
sociedad, ¡bah! No se mueva de aquí hasta que vaya a empezar el combate.
—Me va de perlas, amigo —dije, sirviéndome algo de beber (había visto una
botella encima de la mesa)—. Billy, ¿te has traído la cámara de fotos?
—No —respondió—. ¿Por qué?
—Para advertirte que no me sacaras ni una foto vestido así —rezongué—. ¿Qué
pasa ahora?
Horace había vuelto con un haragán de aspecto bastante duro.
—Mister McGoorty, le presento a mister Dorgan y a mister Dolan —dijo Horace.
Extendí la mano, pero McGoorty se limitó a mirarme con la boca abierta; luego,
se echó a reír como si fuera una hiena.
—¿Dorgan el Marino? —indagó— ¿El grizzly devorador de hombres de la Costa
Oeste? ¿El terror de los puños de acero y la mandíbula de granito que nació en un
lecho de cactus de Texas y se afiló los dientes en un monstruo de Gila? ¡Oh, esto es
demasiado! ¿Eh, Dorgan, te han dejado salir de la guardería para este combate?
—Escucha una cosa, maldito hijo de... —empecé a decir con voz sanguinaria.
Pero Horace se apresuró a intervenir:
—¡Caballeros, se lo ruego! Venga, mister McGoorty, le presentaré a las damas.
Salieron de la habitación e hice chirriar los dientes cuando oí que McGoorty se
reía entre dientes y se volvía a mirarme los pantalones de golf.
—Billy —pregunté—, ¿dónde he visto antes a ese merluzo?
—No lo sé —dijo—. Acaba de llegar de Chicago. Mira por esta ventana, vale la
pena el espectáculo. ¡Es la monda!
Enormes limusinas descargaban su carga en el césped, y los asientos iban siendo
ocupados rápidamente por gentes ataviadas con sus mejores galas. La crema de la alta
sociedad de Los Ángeles estaba allí. Entorné los ojos y conseguí distinguir una
silueta alta rodeada de un enjambre de admiradoras.
—Gentleman Jack ha llegado, ¿verdad? —dijo Billy con un tono sarcástico—.
Seguro que sabe comportarse con la gente de la alta sociedad. «Un fenómeno de la
universidad que ha conquistado los laureles del cuadrilátero». «El hijo querido que
llega a la cima». «El preferido por la alta sociedad que va a conseguir el título». He
escrito titulares muy parecidos a éstos, tanto que ya estoy harto. Espero que lo
derriben en el próximo combate. Ven, te ayudaré a prepararte.
—¿No deberías mezclarte con la multitud y entrevistar a todo el mundo? —
pregunté.
—¡Tonterías! —se burló—. Toda esa gente es muy parecida. Podría hacer el
www.lectulandia.com - Página 62
artículo dormido.
En aquel momento Horace apareció en la habitación.
—¡Venga, venga! —dijo bruscamente—. El combate va a empezar— ¿A qué
espera?
—Creía que Gentleman Jack querría conocernos a McGoorty y a mí antes del
combate —dije, con un ligero sarcasmo.
—¡Bah! —dijo Horace, enfurruñado—. Un hombre de su importancia no podría
tratar con los subalternos de su profesión.
Fuimos al vestuario y me puse unos calzones de boxeo y un batín. Luego, llamé a
Spike. Salió de la ducha que había allí mismo con una sonrisa de satisfacción en su
rostro, como si hubiera hecho un buen trabajo.
—¿Vas a dejarte las gafas para subir al ring? —me preguntó Billy.
—Sí —dije—. Sin ellas sería incapaz de llegar. Ya me las quitaré cuando nos
metamos en harina.
Billy se echó a reír.
—Te aseguro —dijo— que nunca habría pensado que unas gafas pudieran
cambiar el aspecto de un hombre hasta ese punto. ¡Incluso con un calzón de boxeo
pareces un devorador de libros!
En el mismo instante, Horace reapareció para decirnos que ya era hora de salir.
Yo, Billy y Spike seguimos a Horace y salimos de la barraca y nos dirigimos hacia el
ring cruzando el césped. Mientras pasábamos entre las sillas ocupadas por hombres
vestidos de smoking y mujeres con trajes escotados, oí que una dama exclamaba:
—¡Oh, mira! Qué curioso... ¡un boxeador con gafas! ¡Qué individuo más extraño!
Y un pajarito la contestó:
—Extraño es el término más adecuado, querida. Tengo la impresión de que
apenas podrá defenderse en este combate, por amistoso que sea.
Subí al ring chirriando ligeramente los dientes. McGoorty ya estaba allí, junto a
un tipo con smoking que le servía de segundo.
—Miembros del club, señoras y señores —anunció Horace—. Éste es el gran
momento que todos estaban esperando, el punto culminante de los festejos que hemos
organizado en honor de nuestro distinguido invitado, mister Belding.
Todo el mundo aplaudió, y Horace siguió hablando.
—Estos caballeros, mister Dorgan y mister McGoorty, van a celebrar un combate
amistoso con el que harán una demostración de la ciencia de su profesión, dando a
nuestra concurrencia la ocasión de ver toda la sutileza del noble arte del boxeo, sin
mostrar la brutalidad que los modernos combates han hecho patente. Mister Jack
Belding arbitrará el combate.
Belding subió al ring y saludó al público, y la multitud aplaudió frenéticamente,
en especial las damas. Era la figura principal del espectáculo; McGoorty y yo
www.lectulandia.com - Página 63
estábamos simplemente para hacerle valer.
Nos llamó al centro del cuadrilátero y nos dio las recomendaciones de costumbre,
como si aquello fuera un combate normal, repitiéndolas, como si quisiera que todo
pareciese verdad. Escuché que las damas murmuraban entre ellas:
—¿No es soberbio?
Por mi parte, miraba furioso a McGoorty, que se reía para sus adentros. Luego,
me quité bruscamente las gafas y arrojé el batín a un rincón. McGoorty se atragantó
al ver mi musculoso cuerpo y mis feroces facciones, y escuché que un murmullo
recorría las primeras filas de asientos alrededor del ring.
—¡Bondad divina! —exclamó una dama—. ¡Es un gorila!
Nos retiramos a nuestros respectivos rincones y le confié las gafas a Billy; me
alboroté el pelo engominado. Sin aquellas malditas gafas, McGoorty era como una
mancha blanca y deforme, sentada en su rincón.
El gong resonó y Gentleman Jack saltó con ligereza hacia el centro del
cuadrilátero. Chasqueó los dedos y nos dijo, lo bastante fuerte como para que le
oyeran las damas:
—¡Vamos, muchachos! ¡A la faena, y no remoloneéis!
Me di cuenta de que a corta distancia no veía tan mal. Nos metimos en harina,
pero aquello era sólo una demostración, así que nos entretuvimos con fintas muy
exageradas, bloqueos sin sentido y mucho juego de piernas... en fin, debo reconocer
que era McGoorty quien hacía la mayor parte del trabajo. Un pegador nunca
demuestra su ventaja en un combate amistoso. Además, yo estaba lastrado con mi
falta de visión. No soy lento, pero no actúo con mucha agilidad.
McGoorty saltaba y brincaba a mi alrededor, trabajándome el rostro con la
izquierda; de vez en cuando, me largaba un gancho con la derecha. Pero, cuando lo
hacía, yo le devolvía un derechazo en las costillas. Así que cambió de táctica y se
mantuvo cada vez a mayor distancia.
Me agarré a él y bramé en su oído, encolerizado:
—¡Venga! ¡Esta gente no ha venido hasta aquí para verte hacer el ridículo! Han
venido a ver una demostración científica. ¿Cómo puedo hacer mi trabajo si estás tan
lejos que ni siquiera puedo verte?
—Eso es problema tuyo —se burló.
Aquello me irritó tanto que, sin reflexionar, le mandé un violento gancho de
izquierda que hizo que se le movieran todos los dientes. Ese golpe fue seguido de un
derechazo al vientre; McGoorty se lanzó contra mí, me sujetó y gruñendo me
inmovilizó los brazos.
—¡Eh, que es un combate amistoso! —silbo ferozmente—. ¡Ve más tranquilo,
maldita sea!
Gentleman Jack nos dio una palmada en el hombro, diciendo:
www.lectulandia.com - Página 64
—¡Vamos, vamos, muchachos, separaos!
Haciendo un esfuerzo heroico para dominarme, refrené mis intenciones de
romperle la cara, y el resto del asalto se desarrolló de una manera cortés. Bailando y
saltando, nos endiñábamos ligeros golpes e intercambiábamos caricias.
Empezamos el segundo asalto del mismo modo, y me di cuenta de que aquellos
ejercicios conseguían cansarme la vista. Lanzaba golpes al azar, pero cada vez eran
más desafortunados.
—Dorgan —aulló Belding—, ¡eres lamentable! Recupérate y demuestra que
tienes algo de clase, si es posible, porque si no te voy a echar del cuadrilátero.
Oí que una dama decía:
—¿No te parece que mister Belding es maravillosamente autoritario?
Me irrité tanto que me adelanté y golpeé a McGoorty más fuerte de lo que
pretendía. Gruñó y contraatacó con un zurdazo al mentón. Me vengué con un
derechazo en la cabeza. Un instante más tarde, nos explicábamos francamente,
asestándonos muy buenos golpes. Con el sudor, el calor y todo lo demás, no veía ya
casi nada y me costaba distinguir quién era McGoorty y quién Belding, pero,
mientras hubiera quien me devolviera los golpes, más o menos sabía quién lo hacía.
Escuché un vago murmullo proveniente de las primeras filas de asientos, y Belding
nos separó por la fuerza.
—¡Parad ya, animales! —silbó—. ¡Esto no es un combate de verdad! ¡Actuad con
calma o tendré que daros una tunda a los dos y no veréis un centavo!
—¡Vete a lavarte el polisón, bailarín de ballet! —gruñó McGoorty.
Sin embargo, aflojamos la presión y nos mostramos más tranquilos en lo que
quedaba de aquel asalto y en el siguiente.
Casi cuando íbamos a llegar al cuarto asalto, me agarré a McGoorty le dije al
oído:
—Acabo de acordarme de a quién me recordabas. ¿No serás un pariente cercano
de Jim Ash, de Frisco?
—Sí, soy su primo hermano —dijo—. ¿Por qué?
—¡Ah! —bramé—. ¡Así que fuiste tú, maldito cabrón, quien le aconsejó que me
dejara ciego!, ¿verdad? ¡Espera un poco, que te voy a dar las gracias!
Le partí la boca con un gancho de izquierda que sonó como un latigazo. Escupió
sangre y trozos de dientes; luego, se lanzó sobre mí con la ferocidad de un gato
montés. Las damas y Horace J. J. aullaron desesperados, pero no me di casi ni cuenta.
Todo lo veía rojo y McGoorty tenía espuma en los labios.
Nos encontramos en medio de un torbellino de guantes de cuero de los que
chorreaban sudor y sangre, y se podían escuchar los impactos de nuestros golpes a
leguas a la redonda. McGoorty encajó un cañonazo que casi le arrancó la cabeza, con
lo que se lanzó sobre mí luchando a brazo partido. Cerró los dientes en mi oreja y
www.lectulandia.com - Página 65
empezó a masticarla como si fuera una col, al tiempo que yo expresaba mi
contrariedad en un lenguaje que hizo gritar como locos a los espectadores de las
primeras filas.
Le aparté, acariciándole al pasar con un gancho de izquierda que le rompió la
nariz y le obligó a retroceder dando bandazos. Belding aullaba y nos injuriaba, pero
no le prestábamos la menor atención.
Hacía ya un siglo que McGoorty era simplemente una mancha blanca y borrosa,
pero yo seguía hundiendo mis puños en ella, y sentía cómo oscilaba de un lado para
otro. La sangre me corría por la nariz, tenía los labios partidos y las orejas aplastadas.
Cada vez que colocaba un golpe, con todas mis fuerzas, algo me salpicaba el rostro, y
sabía que era la sangre de McGoorty. Alrededor del ring todo era confusión, aunque
los miembros de la alta sociedad se estaban ya dando cuenta de lo que era la amable
ciencia del boxeo, y de primera mano.
Mi vista iba de mal en peor, y si McGoorty hubiera seguido esquivándome,
saltando y bailando a mi alrededor, habría podido abatirme sin problemas, pero se
obstinó en hacerme cara e intercambiar golpes conmigo. Sentía que se debilitaba bajo
mis golpes asesinos, y puse todas mis fuerzas en un gancho de derecha que le alcanzó
de lleno. Sentí que McGoorty se apartaba tras recibir el golpe y que se alejaba de mí,
pero un segundo más tarde, una mancha borrosa se plantó ante mí y la golpeé
violentamente. En el acto, un concierto de gritos escandalizados se alzó alrededor del
ring. Oí un campanilleo y sacudí la cabeza para limpiarme el sudor y la sangre que
inundaban mi rostro, parpadeando con dolor, y me incliné sobre la forma difuminada
tendida sobre el tapiz. Entorné los ojos y la visión se me aclaró un poco y, para mi
enorme consternación, vi dos siluetas tendidas en la lona. ¡Mi último blanco fue
Gentleman Jack Belding!
Quise ayudarle a levantarse y darle una explicación, pero, con los ojos ardiendo,
se levantó de un salto y me lanzó un terrible derechazo a la mandíbula. Me fui de
culo a la lona y oí que Spike lanzaba un gruñido. Un instante más tarde, un
relámpago blanco cruzaba el cuadrilátero y Gentleman Jack lanzaba un terrible
alarido. Pese a mi falta de vista le vi dar vueltas sobre sí mismo como un derviche,
intentando que Spike soltará la presa que había hecho en su pantalón. ¡Craaac! hizo
algo, y el campeón de la Costa Este se encontró con tantos pantalones como los que
llevan los hotentotes.
Las damas de la alta sociedad empezaron a gritar como posesas, aunque algunas
se reían como hienas. ¡Era como estar de visita en el manicomio! Gentleman Jack
lloriqueó y corrió hacia las cuerdas, y oí que Horace bramaba:
—¡Llamad a la policía! ¡Haré que les detengan! ¡Les condenaré a perpetuidad!
Con aquellas palabras, McGoorty se levantó de un saltó, se deslizó entre la
cuerdas y echó a correr como un conejo. Agarré a Spike bajo el brazo y salí del ring
www.lectulandia.com - Página 66
por el otro lado. Fue como si saltara en la oscuridad más completa; fuera del
cuadrilátero todo estaba sumido en una espesa bruma. Avancé hacia algo, y por el
modo en que vociferaba me di cuenta de que era Horace. Sin duda pisoteé a otras
personas en mi ciega huida hacia la libertad, pero no puedo afirmar nada. Sólo tenía
una idea en la cabeza: llegar al vestuario, recuperar mis trapos y largarme antes de
que llegaran los policías.
La inmensa casa club apareció vagamente ante mí, y me di cuenta de algo que
podía ser una puerta abierta. La crucé a la carrera, sin frenar el paso... ¡crash! Sentí
que caía en el vacío y solté a Spike. ¡Wham! Aterricé sobre la espalda con un golpe
capaz de romper un yunque. Me incorporé titubeante, preguntándome si tendría algún
hueso sin romper en todo mi cuerpo. Había caído sobre un suelo de cemento. En
alguna parte, muy lejos, Spike gemía y arañaba con las patas algo de madera. Me
libré de los guantes de boxeo y empecé a parpadear como una golondrina, mirando en
todas direcciones. Comprendí dónde me encontraba. Mi maldita vista me había
conducido a una trampilla que daba al subsuelo. Me encontraba en una cueva. A mi
lado se encontraba un cajón lleno de carbón, y Spike había caído dentro de él.
Me disponía a ayudarle a salir cuando escuché que alguien bajaba a la cueva... de
un modo más normal que el que empleé yo... era alguien que jadeaba y juraba con
una voz que me resultaba familiar. Estiré el cuello prudentemente, escondido tras la
caja del carbón, y entorné los ojos. Era Belding, que buscaba refugio en la carbonera
huyendo de su ausencia de pantalones. Juraba como un carretero y procuraba
reordenar la poca ropa que Spike le había dejado. Me lancé sobre él como un lobo lo
hace sobre el ganado.
—¿Así que me golpeaste porque te di un mamporro de buena fe, verdad? —rugí.
Ambos rodamos por el suelo. No tenía la menor oportunidad contra él en un
combate regular en un ring, pero en una pelea donde todos los golpes estaban
permitidos era algo en lo que yo tenía ventaja, incluso con la poca vista de que
disponía. Hizo lo mejor que pudo e intentó arrancarme los ojos, pero le di un
cabezazo en el pecho, lo que le dejó sin aliento y, mientras lo recuperaba, le golpeé
tan fuerte en el mentón que se le levantaron los pelos de la cabeza. Le tumbé y me
senté sobre él. Estaba ocupado golpeándole a conciencia cuando me di cuenta de que
no estábamos solos. En una casa club moderna no existe nada parecido a la intimidad.
Unas cuantas manos intentaron arrebatarme mi presa, y les rechacé y conseguí
levantarme, mirando furioso a mi alrededor y parpadeando como una golondrina. Vi
vagamente a Horace —cuyas prendas estaba bastante maltrechas—, a Billy Dolan y a
una banda de enfadados miembros del club.
—¡Bruto! ¡Pirata! ¡Gángster! —bramaba Horace con voz histérica—. El
Ateniense no sobrevivirá a un escándalo como éste! ¡Pero mirad a mister Belding...
este gorila casi lo ha asesinado! ¡Hay que mantenerle a buen recaudo hasta que llegue
www.lectulandia.com - Página 67
la policía!
En el mismo momento se escuchó un sonido de garras; algo que parecía ser un
trasgo negro salió del montón de carbón dando un salto. Era Spike, totalmente
cubierto de hollín. Viendo que yo estaba en problemas, cargó gruñendo y los
atenienses se dispersaron como una nube de langostas. Gentleman Jack subió de
cuatro en cuatro los peldaños de una escalera que debía conducir a la parte delantera
del edificio, porque un concierto de gritos y risas femeninas, seguidos de un aullido
de desesperación, parecieron indicar que había caído en medio de un grupo de
damiselas. En un instante, salvo por mi presencia, la de Spike y Billy Dolan, el
subsuelo quedó vacío. Billy me sujetó la mano y me ayudó a cruzar el sótano, a subir
por una corta escalera y a llegar a un inmenso armario.
—Espérame aquí, que voy a buscarte la ropa —dijo.
Mientras esperaba junto al maldito armario, temblando y maldiciendo, pude
escuchar un terrible griterío por todo el local. Acto seguido, me di cuenta de que eran
los miembros del club persiguiendo a McGoorty. Billy no tardó en volver, con
aquella estúpida ropa de golf. Me vestí a toda prisa y Billy volvió a cogerme de la
mano y nos largamos. Salimos de la casa, cruzamos el jardín y atravesamos una
portezuela trasera. Nos alejamos y sólo nos detuvimos cuando estuvimos a buena
distancia de El Ateniense. Billy se echó a reír.
—¡Va a ser un artículo sensacional! —dijo, partiéndose de risa—. Y yo que decía
que todas la veladas de la alta sociedad eran iguales... tenía que haber sabido que todo
sería muy diferente cuando me enteré de que participabas en esta fiestecita. ¡Ya tengo
los titulares! Esas gallinas charlatanas de El Ateniense... ¡Y Gentleman Jack!
Esperaba hace mucho tiempo una ocasión como ésta. ¡Era para partirse de risa verle
correr en calzoncillos entre todos esos esnobs! ¡Ja, ja, ja, ja...!
—Préstame diez dólares, Billy. Te los devolveré en cuanto pueda volver a boxear.
No creo que sea muy prudente reclamarle al club mis quinientos dólares.
—No te lo aconsejo —dijo, buscando en el bolsillo los diez dólares que le
acababa de pedir—. Además, tienes que saber que si no te he traído el sombrero es
porque Spike se ha entretenido con él haciéndolo pedazos en la ducha antes del
combate.
—Y en cuanto recupere mi ropa normal, le daré lo que llevo puesto ahora para
que juegue con ello —rezongué—. Dame las gafas, Billy.
—Oh, las había olvidado por completo —dijo, entregándomelas.
Las tiré al suelo y las pisoteé con el talón hasta hacerlas añicos.
—Maldita sea, Dennis —protestó Billy—, no puedes ir por ahí sin gafas.
—Le pediré a Spike que me guíe hasta que mi vista vuelva a ser normal —gruñí
—. Sin estas malditas gafas nunca me habría visto en semejante aprieto. A partir de
ahora, navegaré sólo bajo mi verdadero pabellón. ¡De ese modo, nadie podrá
www.lectulandia.com - Página 68
tomarme por un profesor universitario o vete a saber qué otra cosa!
www.lectulandia.com - Página 69
Jugando a ser periodista
Cuando entré en la trastienda del bar Ocean Wave, Bill O'Brien, Mushy Hansen, Jim
Rogers y Sven Larson levantaron la nariz de sus respectivas cervezas y se echaron a
reír ruidosamente. Bill O'Brien exclamó:
—¡Si es el gran hombre de negocios!
—No hay más que ver el panamá y el bastón —dijo Jim Rogers, ahogándose de la
risa—. ¡Y el collar de ricachón de Spike!
Mushy suspiró melancólicamente.
—Vivir para ver, ¡Dennis Dorgan pavonéandose como si fuera un vulgar
pisaverde!
—¡Escuchadme todos, ratas de muelle! —dije, dominado por una legítima cólera
—. Si he hecho un enorme esfuerzo para vestirme como un caballero, no es cosa que
os tenga que permitir esos insultos. El camarero me ha dicho que os encontraría aquí.
¿Qué queréis?
—Si consigues sacar algo de tiempo de tus importantes transacciones —declaró
Bill con un tono cáustico—, «Hard-cash» Clemants, aquí presente, tiene una
proposición que hacerte.
El susodicho individuo estaba allí sentado, fumándose un enorme puro, barrigón y
más coriáceo que nunca.
—No os canséis —dije—. He colgado los guantes. He peleado con gorilas con
orejas de coliflor desde el día en que fui lo bastante alto para levantar los puños y...
—Sólo porque hayas tenido la suerte increíble de apostar por la yegua ganadora
en Tía Juana, ya te crees lo bastante bueno como para no volver a boxear —se burló
Rogers—. Quitar el pan de la boca a tus compañeros de a bordo, eso es algo...
—¡Cierra el pico! —rugí, blandiendo bajo su nariz un enorme puño curtido por el
sol—. ¿Cómo conseguí el dinero que aposté con aquella potranca? Enfrentándome
durante quince asaltos con el campeón de los pesos pesados de la Marina, bajo un sol
de plomo que casi fundía la resina del tapiz. Y mientras, vosotros estabais sentados
tranquilamente a la sombra, bebiendo whisky con soda y abanicándoos; luego, os
contentasteis con echaros al bolsillo el dinero ganado con las apuestas. A mí me dio
por apostar toda la pasta que me quedaba en un caballo que pagaba cincuenta a uno y
que llegó el primero. ¡Quitaros el pan de la boca! Ganasteis bastante dinero
apostando a mi favor... además, ya me he cansado de pelear. Es inútil que Ciernants
malgaste saliva porque...
—No quiere contratarte para un combate —dijo Bill, impaciente—. Si te callas un
segundo, podrá explicártelo...
—Así es —bramó «Hard-cash», masticando furioso su cigarro—. Es un asunto
www.lectulandia.com - Página 70
personal. He venido a verte porque necesito a un hombre en quien pueda confiar
plenamente. Compensas tu falta de cerebro con honestidad. Eh, muchachos,
¿conocéis ya a mi hijo Horace?
—No —respondieron a coro.
—Bueno, pues no os perdéis nada —rezongó—. Es como un pollo mojado. La
señora Clemants lo mandó a un colegio para ricachones desde su más tierna infancia,
y el resultado es que mi hijo se ha convertido en un cordero, en un alfeñique.
¡Músico! ¡Bah!
—Bueno, ¿y qué? —pregunté.
Las venas se le hincharon en las sienes y sus ojos ardieron, mordió el cigarro tan
furiosamente que sonó como si un caballo estuviera pateando un cactus.
—¿Y qué? —rugió—. ¿El hijo de Hard-cash ganándose la vida tocando el arpa?
No toca en una orquesta de jazz, cosa que sería pasable. ¡Una maldita arpa! Quiero
sentirme orgulloso. Quiero hacer de él un hombre. Quiero...
—Vale, vale, vale —le interrumpí impaciente—. ¿Qué quieres que haga?
—Simplemente lo que voy a decirte —gruñó, y todos se inclinaron sobre la mesa,
a la expectativa—. No juega al fútbol, ni al billar, no pelea, ni bebe whisky... en pocas
palabras, no hace nada de lo que hace un chico de su edad de lo más normal. Se me
ríe en la cara cuando le hablo de mis negocios, de mi trabajo como organizador de
combates. Ha sido criado entre algodones. Debería luchar para buscar su hueco bajo
el sol, como hice yo. ¡Debía ser educado por las duras, como me eduqué yo!
»Tiene en mente casarse con la hija de un contable más pobre que un indio
paiute... he preferido librarme de esos pringados, y le he obligado a salir con Gloria
Sweet.
—Una gran mejora —observé.
—En todo caso, no hay peligro de que Gloria quiera casarse con él —dijo Hard-
cash—. Pero la cuestión no es ésa. Ya llego al punto. Quiero que tú y tus compañeros
os llevéis a Horace a un crucero por el golfo de California, ¡y que hagáis de él un
hombre!
—Quizá Horace no quiera venir —sugerí.
—En efecto —dijo Hard-cash con una voz siniestra—. Deberéis «persuadirle».
—¿Embarcarle a la fuerza? —pregunté.
—Para hablar claramente —gruñó Hard-cash—, ¡sí! Os daré mil dólares, más
dinero para los gastos del crucero, y os procuraré un yate. En estos momentos está
amarrado en Hogan's Fiat. Quiero que le hagáis abandonar todas esas ideas estúpidas
que tiene en la cabeza. Haced de él un marino... ¡que vuelva con las manos
encallecidas y pelo en el pecho! ¡Que olvide todas esas memeces, los libros y la
música! ¡Haced de él la clase de hombre que su padre era cuando tenía su misma
edad!
www.lectulandia.com - Página 71
—¡Oh, espera un poco! —dije—. Me estás desanimando. A fuerza de cantar tus
propias alabanzas, te has hecho una reputación, como si hubieras luchado
continuamente para triunfar, y has acabado por creerte tus propias historias. No has
trabajado con las manos ni un solo día de tu vida. No tienes ni un solo callo en las
manos. Te dedicaste a los negocios desde muy joven organizando combates de boxeo
entre los vendedores de periódicos de las cuadras de tu viejo. ¡Luchar para triunfar!
¡Dejabas que los demás lo hicieran por ti, eso es todo! ¡Educarle por la malas! ¡Tú
eres lo bastante deshonesto para poderlo hacer por ti mismo!
Se puso escarlata y los ojos casi se le salieron de la cabeza, pero continué:
—Ahora, porque ese muchacho no está a la altura de lo que tú opinas que eras a
su edad, quiere que se le eduque a la fuerza y se le convierta en alguien que se te
parecerá, al menos, eso es lo que te imaginas. Vas a destruir la vida de ese muchacho
para siempre cambiando sus ideas y sus ambiciones, y únicamente porque crees que
no es digno de tu reputación de duro de pelar, tu fama de alguien que con sus puños
ha llegado a lo más alto... una reputación totalmente falsa y una mentira que te
cuentas a ti mismo. ¡No hay nada que hacer!
—¡Dennis! —suplicaron mis compañeros—. ¡Piensa en el dinero!
—¡Al diablo! —repliqué, con mi acostumbrada dignidad—. Deberá buscarse a
otro para que le haga el trabajo sucio. Que no cuente conmigo.
—¡Vamos, Dorgan! —me amonestó Clemants, aplastando el cigarro entre los
dedos.
—No hay nada que hacer —repetí con firmeza—. De todos modos, estoy
demasiado ocupado. Ahora soy un hombre de negocios. Billy Ash, del Tribune, me
encargó ayer mismo un reportaje: asistir al entrenamiento de Bull Clanton y Flash
Reynolds y tomar nota de mis impresiones y darles la forma de un artículo. Le oí dar
instrucciones de que lo que yo escribiera se publicara exactamente igual a como lo
hubiera escrito. ¡Y está aquí, en este periódico!
Orgullosamente, saqué del bolsillo un ejemplar del Tribune, lo desplegué y lo
agité ante sus atónitas miradas.
—Aquí, en las páginas deportivas, con mi nombre en letras bien grandes —dije
—. Billy me dijo que yo era tan conocido en la Costa Oeste que los lectores estarían
interesados en conocer mis opiniones. Este artículo debería vender una buena tanda
de asientos del ring. ¡Salud! Me largo al campo de entrenamiento de Reynolds. Tengo
ganas de ver lo que le parece lo que he escrito de él.
Con un gesto del panamá, flamante y nuevo, me fui, haciendo silbar el bastón
como le había visto hacer a Billy Ash, seguido de Spike, que tenía un collar nuevo
con una placa de oro.
Mientras llamaba a un taxi pensé un poco en mí mismo: seguro que Billy había
apreciado mi artículo, ¡y quizá incluso consiguiera un trabajo regular como periodista
www.lectulandia.com - Página 72
deportivo! Era Clemants quien había organizado el encuentro Clanton-Reynolds, que
se disputaría dentro de dos semanas, y aquello sería una buena propaganda que podría
hacer bajar el interés por encontrar localidades para el espectáculo de Shifty
Steinmann previsto para dentro de una semana, un combate que no contaba para el
título entre Terry Hoolihan y el campeón de los pesos medios «Pantera» Gómez. Era
la guerra abierta entre Clemants y Steinmann, pues cada uno de ellos intentaba
controlar todos los combates de boxeo de Frisco. Esperaba que Billy me pidiera que
le hiciera una entrevista a Hollihan, que se entrenaba en Oakland. Nunca le había
visto; acababa de llegar a la Costa Oeste proveniente de Chicago.
Dejé a Spike en el hotel, porque siempre se anda peleando con todos los perros
que se encuentra por la calle, y luego me dirigí al garito de Flash Reynolds. Según
entraba en el gimnasio, situado no muy lejos de los muelles, me sentí lleno de un
modesto orgullo. Sabía que habría leído mi artículo, y me preguntaba lo que diría al
respecto. Lo que dijo me dejó estupefacto.
Voces bastante altas llegaron a mis oídos desde la sala del gimnasio; abrí la puerta
y vi a Flash, a su manager, a sus segundos y a los sparrings inclinados sobre un
periódico abierto encima de una mesa, profiriendo juramentos que habrían
avergonzado a un hotentote. Se volvieron y Reynolds lanzó un aullido sanguinario.
—¡Aquí está el maldito hijo de puta! —bramó, blandiendo hacia mí uno de sus
puños con el que sujetaba el periódico.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté.
Su manager se sujetó la cabeza con las manos y gimió, y Reynolds se puso a
patalear y a bufar como si fuera un jaguar.
—¿Qué pasa? —aulló—. ¿Qué pasa? ¿Tú has escrito esto?
Me agitó el periódico ante la nariz, y respondí con modestia:
—Claro que he sido yo. ¿No has visto lo grande que han escrito mi nombre al pie
del artículo?
—¡Escucha esto! —aulló—. «Hoy he visto a Reynolds y a Clanton entrenándose
en sus respectivos gimnasios. Reynolds es un boxeador que tiene clase, y seria
todavía mejor si fuera capaz de golpear tan fuerte como para romper una caja de
cartón».
Reynolds interrumpió la lectura un instante, vencido por la emoción, y aprovechó
para dar algunos saltos en el aire. Luego, prosiguió:
—«Reynolds es ligero y rápido, y es una pena que tenga la mandíbula de cristal.
No creo que realmente sea tan gallina como dicen algunos. En fin, ¡el futuro nos lo
dirá! Tengo cierta propensión a hacer el siguiente pronóstico: Clanton podría
conseguir la victoria por K.O. en el primer asalto, pero Bull es tan lento como un
buey, no es muy avispado. Bull tiene un punch muy poderoso, y es una pena que sea
tan estúpido. Sin duda, será un combate pasable y, de momento, no pienso en ningún
www.lectulandia.com - Página 73
vencedor, pero para mi humilde opinión y para ser honesto, sería capaz de darles una
buena manta a los dos a la vez y en el mismo ring».
De nuevo, Reynolds fue dominado por la emoción y sólo pudo aullar sonidos
incoherentes, de un modo que les puso la carne de gallina a sus muchachos.
—Bueno, ¿y qué? —pregunté—. He dicho que eras un boxeador que tenía clase,
¿no? ¿Qué más halagos esperabas? ¿Quieres que mienta?
Al oír aquello, lanzó un horrible alarido.
—¡Me ocuparé de ti! —bramó—. El manager de Clanton te ha pagado para que
escribas todo eso y desanimarme. Pero no va a funcionar. ¡Estoy más tranquilo que
nunca!
Para demostrarlo, hizo añicos el periódico, los tiró al suelo, empezó a pisotearlos
y, acto seguido, movió la cabeza lanzando aullidos como si fuera una pantera. Al fin,
de un modo bastante impulsivo, se lanzó contra mí y me lanzó el puño derecho contra
la mandíbula, poniendo en el golpe todas sus fuerzas.
Me fui dando bandazos contra un muro y reboté en él; le alcancé en el mentón
con un gancho de derecha y se quedó dormido por un buen rato. Ignorando los gritos
frenéticos de su entrenador, me di media vuelta y me fui muy digno para verle la cara
a Bull Clanton, que pensaba que mis opiniones me habían sido «sopladas» por los
hombres de Reynolds, advirtiéndome que tomaría a sangre y fuego el campo de
entrenamiento de su enemigo.
De común acuerdo, nos tomamos de la mano y bailamos un poco, para desgracia
de los macizos de flores. Cuando nos separamos, nos levantamos e intercambiamos
algunos golpes con energía y violencia. Finalmente, le envié mi famoso «Iron Mike»
a la mandíbula y se hundió entre los restos de una palmera; no se movió más.
Limpiándome el sudor de los ojos, lancé centelleantes miradas a mi alrededor,
hasta que vi una familiar silueta que acababa de llegar a la carnicería y que me
miraba con la boca abierta. Era Billy Ash. Se acercó a mí llamándome por mi
nombre. Mis precedentes desventuras me habían llenado de amargura y me habían
desilusionado terriblemente. Me daba cuenta vagamente de que inocentes
comentarios provocaban resentimiento, y supuse que Billy querría echarme otro
rapapolvo. No estaba yo de humor para nuevas críticas, pero, al mismo tiempo, no
tenía ganas de pegarle a Billy. Me di media vuelta y me largué a toda velocidad,
ignorando sus gritos.
Salí de la acera con un salto poderoso y aterricé en el estribo de un taxi que
pasaba justo en ese momento. El chófer gritó sorprendido y juró.
—¡Cierra el pico! —le aconsejé, metiéndole un dedo en el oído—. ¡Llévame a
cualquier parte, y deprisa!
—¿Dónde? —preguntó, muy pálido.
—Al lugar más desierto y deshabitado que conozcas —dije—. ¡Adoro la soledad!
www.lectulandia.com - Página 74
Bueno, no dijo ni pío y sólo apretó el acelerador, y yo estaba tan absorto en mis
cosas que no me di cuenta de hacia dónde iba hasta que se detuvo cerca de un viejo
cartel que brillaba débilmente.
—¡Este es el lugar más desierto que conozco! —declaró.
Todavía estaba afectado por lo que me acababa de pasar, así que le pagué la
carrera como en trance y se largó a toda pastilla, como si estuviera convencido de que
le iba a rebanar la garganta.
Miré a mi alrededor y reconocí casi al instante el lugar en el que me encontraba.
Había estado tan absorto en averiguar por qué Clan- ton y Reynolds estaban tan
furiosos conmigo que no me había fijado en gran cosa. Unos aullidos capaces de
helarle a uno la sangre en las venas me sacaron del atontamiento.
Me encontraba en un lugar del puerto llamado Hogan's Fiat, una extensión
desolada cuyos únicos habitantes eran pescadores. No había nadie cerca de las
miserables cabañas, y el único signo de vida era un yate amarrado junto a un viejo
pontón en ruinas, a poca distancia de donde me encontraba. Parecía bastante espectral
en las tinieblas. Del yate llegaban sonidos de una lucha violenta; luego, una voz
aulló:
—¡Socorro! ¡Al asesino! ¡Policía!
La voz me parecía familiar; me dirigí al pontón. En el mismo momento en que
llegaba, un hombre descendió a toda prisa por la pasarela del yate, saltó a una barca y
empezó a remar frenéticamente hacia la orilla. Según se acercaba, le oí resollar y,
cuando me incliné desde el muelle, reconocí a Bill O'Brien.
Su rostro formaba un óvalo blanco en la penumbra. Levantó los ojos y exclamó:
—¿Eres tú, Dorgan?
—¿Quién quieres que sea, animal? —gruñí impaciente—. ¿Qué ha pasado?
Trepó al muelle y se reunió conmigo. No tenía muy buen aspecto. Su ropa estaba
desgarrada, tenía un ojo a la funerala y un chichón en el cráneo gordo como un
huevo.
—Déjame que recupere el aliento —jadeó—. ¡Es esa hiena... el retoño de Hard-
cash!
—¿Qué? —dije sobresaltado—. ¡Quieres decir que...!
—Yo y los chicos no estamos tan forrados como tú —se defendió—. Cuando te
marchaste, volvimos a hablar del asunto y le dijimos a Hard-cash que nosotros nos
encargaríamos del trabajo sin ti. Intentó hablar con su chico por teléfono, para que se
acercara al yate con cualquier motivo, pero los criados le dijeron que Horace había
salido. Dejó una nota diciendo que iba con Gloria Sweet a un club nocturno.
Clemants nos prestó su coche y nos fuimos al garito en cuestión. Le dimos un
mensaje a un camarero, algo así como que el acompañante de Gloria Sweet debía
salir un momento al exterior... todo el mundo conoce a Gloria Sweet, pero nadie
www.lectulandia.com - Página 75
conoce a Horace. Bueno, salió y le llevamos a un aparte. Mientras atraía su atención
y le pedía una cerilla, Mushy le noqueó con una cabilla. Le metimos al coche y le
trajimos aquí.
»Recuperó el conocimiento cuando ya le habíamos subido a bordo del yate.
Dennis, no sé lo que pretenderá su padre, ¡pero este chico es un tigre sanguinario! ¡Es
el mismísimo infierno! Intenté explicarle de qué se trataba, pero se comportaba como
si una hiena moteada estuviera manejando una sierra circular. Según Clemants, su
hijo era bastante amanerado, pero en todos mis viajes por los Siete Mares nunca antes
había oído a nadie maldecir como lo hacía Horace. Al principio, intentamos ser
amables con él, pero luego se lanzó contra nosotros. Un instante más tarde,
luchábamos para salvar la vida. Se libró de Mushy, de Sven y de Jim. Estaba a punto
de matarme cuando pude hacerme con una cabilla y atontarle, ¡pero sólo durante un
segundo! Le encerré con llave en un camarote. ¡Escucha!
Del yate llegó un eco sordo, como si alguien golpeara un tonel de hierro con un
martillo.
—Es él... golpeando la puerta con los puños —declaró Bill, temblando
ligeramente—. Por suerte, es una puerta blindada a prueba de balas; si no, ya la
habría echado abajo. Todo el yate es a prueba de balas; es el barco que el viejo
Clemants empleaba para hacer contrabando de ron.
»Cuando le hube encerrado, me di cuenta de que era demasiado trabajo para los
chicos y para mí, y tenía miedo de dejarle salir. Me largué a buscarte...
—Cada vez que os dejo solos, montón de merluzos, acabáis en un lío —dijo con
acritud—. Esto me recuerda aquella vez en la costa de África cuando tuve que
arrojarme desde la borda del Python al agua para llegar a nado a la orilla y ayudaros a
soltar a una fiera que habíais capturado. ¡Anda, sígueme!
Subimos a la canoa y remamos hacia el yate. El jaleo había cesado y Bill estaba
más nervioso que nunca. Dijo que, en su opinión, Horace pensaba en algún modo de
hundir el yate y ahogar a todos los que se hallasen a bordo. Trepamos por la pasarela
y vi tres cuerpos tendidos en el puente. Sven y Jim no no se movían, pero Mushy
Hansen estaba murmurando, y me pareció que balbuceaba:
—¡Las mujeres y los niños, primero!
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Bill, temblando como si tuviera fiebre.
¡Seguro que Horace le había causado una fuerte impresión!
—Voy a entrar a hablar con Horace —respondí—. Quédate aquí.
—¡Es un suicidio! —gritó Bill.
Resoplé despectivo, abrí la puerta de la cabina y entré. Me quedé quieto,
estupefacto. Nunca había visto a Horace, pero sí que me había hecho una idea de él...
muy diferente de la del joven pirata que rugía de cólera, con la mandíbula cuadrada y
mirada helada que se me enfrentaba en aquel momento. Raramente había visto un
www.lectulandia.com - Página 76
físico más terrible. De una altura y un peso medios, tenía un cuello de toro, hombros
muy anchos, torso poderoso y fina cintura, un cuerpo que se ve raramente, incluso en
un ring. Su rostro expresaba una dureza increíble, y sus ojos brillaban de un modo
sorprendente. Me quedé petrificado por el estupor.
Nuestro invitado emitió un ruido —que me recordó algo que oí en una visita que
un día hice a un zoológico— cuando me vio, y empezó a avanzar hacia mí con un
paso ligero, apretando los macizos puños.
—Otro, ¿eh? —gruñó con voz sanguinaria.
—Un instante, Horace —le dije—. Toda esta historia es una terrible
equivocación...
—¡Ja! —se echó a reír con una risa que era como pasar un rallador por un barrote
de hierro—. En efecto, es una equivocación... para ti. Han sido los apostadores
quienes os han encargado el trabajo, ¿verdad?
—Ignoro de qué hablas —repliqué con cierta irritación—. Si quieres saberlo, el
pájaro que ha tenido esta idea no ha sido otro que Hard-cash Clemants.
La mención del nombre de su padre pareció enloquecer a Horace. ¡Vi con horror
que tenía espuma en los labios!
—¡Oh, él! ¿De verdad? —rugió—. Bueno, cuando le encuentre también acabaré
con él...
—Vamos, Horace —contemporicé—. No es modo de hablar de tu...
Se volvió hacia mí como un leopardo hambriento.
—¿Cuánto os ha pagado ese canalla? —preguntó brutalmente—. Lo vais a
necesitar para pagar un abogado. ¡Haré cuanto pueda para que tú y los tuyos acabéis
en la cárcel por lo menos diez años por todo este asunto!
—¡Eh! No tan deprisa —dije severo—. No tengo nada que ver en todo esto, y no
permitiré que mis compañeros sean condenados injustamente. Te liberaré pero,
primero, debes prometerme que tendrás la boca cerrada.
—Claro —se burló—, y lo haré hasta que llegué a la estación de policía más
cercana.
—Veo que es inútil intentar discutir contigo —dije, exasperado por su
cabezonería—. Te repito que voy a liberarte, pero lo haré de tal manera que no podrás
volver aquí con los polis. Te voy a tapar la cabeza con un saco, para que no veas
dónde estás, te llevaré a tierra y te dejaré libre a cierta distancia.
—¡Vete al diablo! —se irritó, levantando los puños.
—Vamos, sé razonable —le aconsejé—. ¿Te crees que queremos acabar entre
rejas? Mira, un saco; si te estás tranquilo unos segundos...
Con un grito capaz de congelar la sangre, se lanzó sobre mí y me golpeó en la
mandíbula con un swing de derecha que era como un tornado. Me fui hacia atrás y me
golpeé en una mesa; se abalanzó contra mí lanzando golpes con la derecha y la
www.lectulandia.com - Página 77
izquierda, al cuerpo y a la cabeza. Yo era más alto y pesado que él, pero en él todo
eran músculos de acero. Uno de sus puñetazos me cerró un ojo, otro me arrancó un
trozo de oreja, uno más hizo que de mi nariz manara un río de sangre.
Revolviéndome, le envié de un mamporro al otro lado de la cabina, pero volvió casi
en el acto al ataque. Yo actuaba en legítima defensa; le aplasté el puño derecho en la
mandíbula, poniendo en el golpe todas mis fuerzas. Se fue al suelo, atontado.
Cogí el saco y se lo puse en la cabeza, llamando a Bill O'Brien, que entró, pálido
y tembloroso y miró furioso al guerrero que estaba tendido en el suelo casi sin
creérselo. Pero me ayudó a atarle y a llevarle a la barca; luego, nos dirigimos a la
orilla.
Nos costó todo el trabajo del mundo izarle al pontón, porque según se recuperaba
empezó a patalear y a retorcerse en su saco como una anguila con calambres. Sin
embargo, al fin lo conseguimos y nos dejamos caer sobre las tablas del muelle, justo
lo suficiente para recuperar el aliento. En el mismo momento oímos que un auto
llegaba como una tromba por los muelles.
—¡Los polis! —aulló Bill.
Pero, antes de que pudiéramos huir, el vehículo llegó al pontón y se detuvo con
un chirrido de sus neumáticos; de su interior salió una figura familiar y barriguda. Era
Hard-cash Clemants, y tenía espuma en los labios. Su rostro parecía verdoso bajo la
tenue luz del farol, la única luz de todo Hogan's Fiat.
—¡Pandilla de idiotas! —bramó—. ¡Inútiles! ¿Dónde está mi hijo?
—No seas tan sarcástico —gruñó Bill, limpiándose un poco de sangre que le
corría por el cuero cabelludo—. Mil dólares no es lo suficiente para que nos
juguemos la vida. ¡Este caníbal no necesita un viaje por mar, sino una jaula en el
zoológico!
—¿De qué me hablas? —graznó Clemants—. Creía que vosotros, pandilla de
retrasados mentales, os ibais a ocupar de mi hijo y lo que ése ha hecho ha sido
fugarse de casa con la hija del contable. ¡Se han casado y se han ido a Los Angeles!
El padre de esa desvergonzada acaba de telefonearme.
—Entonces, ¿quién es este tipo? —preguntó Bill.
Quité a toda prisa el saco que cubría la cabeza de nuestro cautivo, liberando al
mismo tiempo una ristra de juramentos y maldiciones que escuchaba sólo muy de
cuando en cuando. Hard-cash lloriqueó y vaciló.
—¡Gran Dios! —aulló—. ¡Es Terry Hoolihan, el campeón de los pesos medios!
—Sí, y os atacaré a fondo —prometió Hoolihan con voz sanguinaria—, y cuando
haya acabado con todos vosotros, ¡mandaré lo que quedé a la jaula hasta el fin de
vuestras vidas!
—Pero era él quien estaba con Gloria Sweet... —empezó a decir Bill, anonadado.
—¡Horace no estaba con ella! —aulló Hard-cash, pataleando y saltando en el aire,
www.lectulandia.com - Página 78
loco de rabia—. ¡Nunca estuvo con ella! ¡Me engañó! ¡Ha usado a Gloria como
señuelo durante todo el tiempo! Salía con esa chica, Joan, cada vez que yo creía que
estaba con Gloria. ¡Os repito que se ha casado con ella! Con Joan, quiero decir. ¡La
hija de un contable! ¡Señor!
—¿Y cuál es la diferencia entre un contable honesto y un organizador de
combates amañados? —preguntó una voz dura.
Todos nos volvimos... excepto Hoolihan, que seguía atado y sólo podía mover un
poco la cabeza, que es lo que hizo. Vimos a Billy Ash. Estaba loco de rabia, como
nunca antes le había visto. Se acercó a Hard-cash.
—¡Di una sola palabra contra esa chica y te arranco la cabeza y la arrojo a la
bahía! —gruñó entre dientes—. Esa joven es mi hermana. Ignoro por qué se ha ido
con ese merluzo que tienes por hijo, pero ahora están casados. Así que vas a
ayudarles y a pagarlo todo.
—¡Prefiero arder en el infierno! —rugió Hard-cash.
Billy emitió una risa implacable.
—¿Sabes lo que ha pasado esta tarde? —dijo—. Dennis, aquí presente, ha ido a
ver a esos dos llamados boxeadores profesionales y les ha dejado K.O. a los dos en el
gimnasio de Reynolds.
Hard-cash dio un salto en el aire.
—¿Qué? ¡Dios mío! ¿Está en los periódicos? —bramó, dominado por el pánico.
—Todavía no —dijo Billy—. Yo era el único periodista presente. Pero si sigues
hablando mal del honor de Horace y Joan, esta historia figurará en primera plana, con
sus titulares y todo, en la edición de mañana por la mañana. Has hecho creer al
público que esos dos gandules tenían madera de campeones, y te has gastado ya
mucho dinero para intentar demostrarlo. ¿Qué dirías de un artículo en primera página
contando cómo Dennis noqueó a esos dos aspirantes a campeones? Si aparece ese
artículo, ¿cuántos billetes piensas que vas a vender?
Hard-cash empezó a temblar como una hoja y se limpió la frente con mano
lánguida.
—No hagas eso, Billy —suplicó—. He invertido mucho dinero en ese combate.
Si no saco algo de dinero, ¡estaré arruinado, hundido!
—Mira —replicó Billy—, tu enemistad con Shifty no es cosa mía. Pero si no
haces algo para ayudar a esos dos chicos, enciendo la mecha y toda la ciudad estará al
corriente de toda la historia.
—¡De acuerdo, Billy, de acuerdo! —dijo Hard-cash a toda prisa—. Les mandaré
un buen cheque mañana por la mañana a primera hora.
—¡Si no es pedir demasiado, alguien podría desatarme! —gritó Hoolihan,
encolerizado—. ¡Esperad a que vaya a buscar a mi abogado! Ignoro de lo que estáis
hablando, pero sé una cosa: Clemants contrató a unos tipos para que me raptaran y
www.lectulandia.com - Página 79
que no pudiera librar mi combate con Gómez. ¡Alguien va a verse entre rejas por esta
canallada, podéis creerme!
Billy le miró fijamente a los ojos.
—¿Oh, de verdad? —se burló—. ¿Te gustaría que tu mujer, a la que has dejado
tan contenta en Chicago, se enterase de tu aventura con Gloria Sweet?
—Espera —suplicó Hoolihan—. Por favor, no digas nada. Nunca has visto a una
mujer así de celosa. ¡Es una verdadera tigresa, me haría pedazos! ¿Olvidamos todo
esto y borrón y cuenta nueva, muchachos?
Mientras Bill O'Brien soltaba a Hollihan, Billy Ash se volvió hacia mí.
—Dennis —dijo—, ¿por qué te marchaste cuando llegué al gimnasio de
Reynolds? Te estuve buscando por toda la ciudad. Tu artículo ha causado sensación.
Me gustaría que escribieras alguno más del mismo estilo. ¡Una carcajada por línea!
¡La gente no querrá volver a leer la tira de daylies!
—Ignoro de lo que me hablas —respondí, herido en mi amor propio—. El
artículo me llevó mucho trabajo, lo mejor de mí mismo, eso sin hablar de una docena
de lápices y una resma de papel. ¡De todos modos, renuncio!
»Hard-cash, me gustaría que me encontrases un combate con los teloneros de
Reynolds-Clanton.
—¿Quieres decir que vuelves a boxear? —exclamó muy contento Bill O'Brien—.
¿Y yo y los muchachos podremos volver a ganar dinero apostando por ti?
—Quiero decir lo siguiente: me he dado cuenta de que el único modo con el que
puedo comunicarme con mis prójimos es mediante derechazos en la mandíbula —
respondí, con la dignidad habitual—. Habrá que pagarme por eso, ¿no os parece,
chicos?
www.lectulandia.com - Página 80
El gorila del Destino
Al entrar en mi vestuario, unos instantes antes del combate que me enfrentaría con
«One-Round» Egan, lo primero que vi fue un trozo de papel colocado encima de la
mesa con ayuda de un cuchillo. Pensando que sería alguien que me quería gastar una
broma, tomé el papel y lo leí. No tenía gracia. La nota decía sencillamente: «Túmbate
en el primer round; si no lo haces, tu nombre se verá revolcado por el barro». No
había firma, pero reconocí el estilo. Desde hacía algún tiempo, una banda de
camorristas de poca monta se encargaba del puerto, reuniendo dinero día a día
siguiendo métodos muy poco ortodoxos. Se creían muy listos, pero yo les tenía
filados. Eran serpientes, más que lobos; sin embargo, estaban dispuestos a todo para
conseguir algunos sucios dólares.
Mis cuidadores todavía no habían llegado; estaba solo. Rompí la nota y arrojé los
trozos a un rincón, junto con los comentarios apropiados. Aunque mis ayudantes no
llegaban, no dije ni pío. Cuando subí al ring, estaba loco de rabia y, cuando recorrí
con la vista la primera fila de asientos, me fijé en un grupo que, por la idea que tenía
en mente, era el responsable de la nota que encontré en el vestuario. Aquel grupo
estaba formado por Waspy Shaw, Bully Klisson, Ned Brock y Tony Spagalli...
apostantes menores y auténticos canallas. Me sonrieron como si estuvieran al
corriente de algún secreto, y comprendí que no me había equivocado. Refrené mis
ansias apasionadas y legítimas de deslizarme entre las cuerdas y saltar del ring para
abrirles la cabeza.
Al oír la campana, en lugar de observar a Egan, mi adversario, no dejé de vigilar a
Shaw con el rabillo del ojo: un individuo cuya cara parecía la hoja de un cuchillo, con
la mirada fría y un traje llamativo.
Waspy medio se levantó de su asiento cuando sonó el gong, y me hizo con la
cabeza un gesto de entendimiento. Aquello me puso tan furioso que olvidé por
completo la intención de concederle a Egan algunos asaltos, para que los
espectadores se fueran satisfechos. Los ecos de la campana todavía retumbaban en la
sala cuando crucé el ring como una bala, ignorando el directo de izquierda de Egan
que me abrió el labio, y le hice doblar las rodillas con un gancho de izquierda en el
hígado. Con el mismo movimiento, levanté el puño izquierdo hacia su mandíbula y su
cabeza saltó hacia atrás, entre sus hombros, como si se le hubiera roto la nuca. Acto
seguido, le hundí el puño derecho bajo el corazón... y terminó la carnicería.
La multitud lanzó un rugido de estupor y admiración. Me volví y le dirigí una
mueca malintencionada a Shaw y a sus esbirros. Se habían levantado de un salto y me
miraban con la boca abierta. Shaw estaba lívido y temblaba como una hoja. Solté una
carcajada atronadora, dura y burlona y, luego, saltando por encima de las cuerdas,
www.lectulandia.com - Página 81
volví a mi vestuario.
Mis cuidadores hicieron ademán de darme unas friegas, pero se volvieron a toda
prisa a la sala para asistir al siguiente combate. Despreciando semejante
entretenimiento, me vestí y salí por una puerta lateral, acompañado por Spike, mi
bulldog devorador de hombres.
En el momento en que avanzaba por la calleja oscura, una forma surgió ante mí,
haciendo chirriar los dientes. Reconocí a Waspy Shaw y me dispuse a partirle la
nariz, pues, aparentemente, estaba solo.
—Es inútil que levantes los puños —dijo, estrangulado de furor—. Nunca
participo en una pelea callejera. Me ocuparé de ti a mi manera, sucio estafador...
—Basta —dije, amenazante—. Yo no te he estafado, canalla....
—¿No leíste mi mensaje? —preguntó—. Entonces, ¿por qué no seguiste las
instrucciones? ¿Eres tan estúpido que no comprendiste que habíamos apostado un
montón de dinero a favor de Egan?
—¡Un montón de dinero! —resoplé—. ¡Si te encontrases un billete de mil
dólares, pesaría tanto que no te lo podrías meter en el pantalón, alfeñique!
¿Instrucciones? ¡Vete al diablo! Yo no trabajo para ti. ¿Qué más me da que hayas
perdido tu dinero apostando en mi contra? ¡Tienes mucha cara! Tienes que saber
algo, Waspy Shaw: no me das miedo. Sé que tú y tu banda le disteis una buena a Joe
Jacks en un callejón porque se negó a tumbarse, como le habíais ordenado, pero te
ruego que intentes hacer lo mismo conmigo. Llama a tu banda, que voy a regar sus
sesos por estos adoquines. ¡Ahora, lárgate lo más deprisa que puedas, que detesto el
olor a carroña!
—Lo lamentarás —prometió—. Ya te cogeré, Dorgan, y, comparado con lo que te
espera, Joe Jack tuvo hasta suerte. Waspy Shaw no olvida jamás.
Y con estas palabras se dio media vuelta y se marchó, deteniéndose sólo un
momento para mirarme con ira por encima del hombro y repetir:
—¡Acuérdate! ¡Waspy Shaw no olvida jamás!
El efecto dramático habría sido más impresionante si yo no le hubiera dado una
patada en el culo en el mismo instante, cosa en la que puse todo mi vigor. Waspy
cayó a cuatro patas en el arroyo, y sus gritos sanguinarios fueron música celestial
para mis oídos mientras me dirigía calle abajo con paso digno y sereno.
La noche todavía era joven; me fui en busca de mis conocidos por los bares y
salas de billar. Finalmente, llegué al Free and Easy, un bar situado junto al cabaret El
Gato Amarillo. Decidí acercarme a El Gato Amarillo para ver bailar a las chicas, pues
aquella sala era famosa por la belleza de sus artistas femeninas, pero el camarero me
dijo algo que me sacó de mis casillas —he olvidado de qué se trataba—, y perdí más
de una hora intentando sacarle de su error. Para rematar, completamente agotado por
su cabezonería, estaba a punto de saltar por encima del mostrador para demostrarle lo
www.lectulandia.com - Página 82
bien fundamentada que estaba mi argumentación, cuando sentí que alguien me
empujaba violentamente.
No le presté mayor atención, pensando que sería algún borracho, pero, un
segundo después, el tipo me empujó de nuevo, y esta vez tan fuerte que me hizo
derramar mi bebida.
Me volví y contemplé el rostro surcado por las cicatrices del individuo de aspecto
más coriáceo que hubiera visto jamás.
—Escucha —le dije—, ¿crees que no hay bastante sitio para los dos en este bar?
—¿Quién quiere saberlo? —replicó con un tono que me cabreó profundamente.
En el mismo instante, me fijé en que un tipo del mismo aspecto patibulario se
apretaba contra mí, al otro lado, y que un tercero estaba muy cerquita. Seguramente
pensaban que estaba más borracho de lo que me encontraba en realidad.
—¿Sabes quien quiere saberlo? —repliqué—. La rata que te ha pagado para que
me lo preguntes.
Y, sin advertirle, le lancé un puñetazo terrible a la mandíbula. Cuando un tipo te
anda buscando las vueltas, es inútil andarse con rodeos. ¡Golpea el primero, y hazlo
muy fuerte!
Según se iba al suelo, me volví a toda velocidad, agaché la cabeza para evitar un
botellazo y golpeé en el vientre del que manejaba el envase. Un puño americano me
golpeó en la nuca y me tambaleé; un aullido de dolor me dijo que Spike había pasado
a la acción.
El hombre de la botella me la rompió en el cráneo, sin efecto alguno, salvo que
me irritó; al momento, cuando vio que uno de sus compinches estaba en el suelo,
tieso y sin sentido, y que el hombre defendía su piel frente a un perro de mil
demonios de color blanco, empezó a retirarse prudentemente. Lanzó un gruñido sordo
cuando le hundí el puño en el estómago, con lo que renunció a luchar y huyó a la
carrera. Me lancé en su persecución, atontado pero feroz. Estaba medio loco de furia
y quería matarlo. Se precipitó a la sala trasera, pero, cuando se dio cuenta de que le
seguía muy de cerca, dio media vuelta, me enseñó los dientes como si fuera una rata
que ha caído en una trampa y levantó una porra. Lancé un rugido y me arrojé sobre
él. Antes de que pudiera golpearme en el cráneo con la cachiporra, le pegué en el
mentón con un golpe en el que puse todas mis fuerzas.
Las paredes eran tan frágiles como si fueran de cartón. El tipo echó a volar y
golpeó el muro con tanta violencia que lo hundió y lo atravesó, conmigo detrás,
llevado por el impulso de mi terrible puñetazo. Nos encontramos con la cabeza en la
habitación de al lado, y escuché que una mujer lanzaba un estridente alarido, pero
estaba tan ciego de rabia que apenas presté atención. Estaba encima de mi adversario,
entre el polvo y fragmentos de madera, y le apretaba la garganta y le golpeaba la
cabeza contra el suelo sin dejar de gritar:
www.lectulandia.com - Página 83
—¡Arrrrrggggghhhhhrrrrr!
Cuando me di cuenta de que ya no se movía, un vago destello de lucidez penetró
en la bruma roja que me envolvía, y le solté y miré a mi alrededor. Me encontraba en
una habitación cuyo aspecto era claramente femenino. Había un tocador y un espejo
como el que utilizan las chicas del music-hall, y trajes con lentejuelas y un montón de
abalorios colgados de la pared. También había una chica. Estaba acurrucada en un
rincón, con una mano en el pecho y los ojos abiertos como platos. Llevaba un traje de
baile, y comprendí que había irrumpido, muy a mi pesar, en los camerinos de El Gato
Amarillo. El agujero que había practicado en la mampostería se había llenado de
caras de expresión aterrada, y Spike se deslizó por la abertura con una sonrisa
satisfecha, sujetando entre las fauces lo que quedaba de un pantalón ensangrentado.
Me levanté y pretendí quitarme la gorra, pero me di cuenta de que la había
perdido en la carrera.
—Le pido perdón, señorita —dije, con mi habitual dignidad serena—. No es mi
costumbre entrar como una tromba en casa de ninguna tía. Me largo ya mismo y me
llevaré a éste tipo, aunque ya no valga más que para cebo de tiburones.
—¿Sabe... sabe usted quién es? —dijo con una voz teñida de respeto—. ¡Es
«Gorila» Baker, y acaba de dejarle K.O.!
—¿De verdad? —dije muy educado, considerando a mi víctima con algún interés
—. Supongo que usted no sabe quién soy yo, señorita, porque, de otro modo, el hecho
de que haya noqueado a ese merluzo la sorprendería mucho menos.
Le agarré por el cuello y le pasé por el agujero de la pared, con- fiándoselo a los
clientes del bar, que se le llevaron, junto con mi primera víctima, para echarles un
poco de agua y reanimarlos a todos. El desgraciado que había sufrido el ataque de
Spike fue conducido urgentemente a un matasanos para que le diera unos cuantos
puntos de sutura y algunas friegas.
Volví a pasar la cabeza por el agujero para repetirle mis disculpas a aquella
muñeca cuando entró en la habitación del dueño de El Gato Amarillo. Se arrancaba
los pocos pelos que le quedaban en el cráneo y se retorcía las manos desesperado.
—¿Qué es todo esto? —gimió—. ¡ Verdamnt, estoy arruinado! ¡Esos salvajes del
Free and Easy me han llevado a la ruina! ¿Qué ha pasado esta vez? \Ach, mein Gott,
un agujero en la pared! ¡Pero si podría pasar un tren por ahí! ¿Eso ha sido el estrépito
que he escuchado? Les demandaré, les exigiré daños y perjuicios...
—Oh, cálmate, Max —dijo la muñeca—. Esto puede repararse fácilmente, y lo
pagaré de mi propio bolsillo.
—¡Ni hablar! —dije indignado—. Yo pagaré todo lo que...
—¡Ja, ja! —aulló Max—. ¡Así que tú eres el bruto simiesco que ha organizado
todo esto!
—¡Sí, he sido yo! —respondí, belicoso, empezando a pasar de nuevo por la
www.lectulandia.com - Página 84
abertura—. ¡Y si no te gusta, te...!
—Himmel! —cloqueó—. ¡Atrás! ¡No te acerques! ¡Socorro!
Echó a correr como un conejo, a pesar de su corpulencia; saludé con la cabeza a
la joven y dije:
—Me va a tener que perdonar de nuevo, señorita. No la molestaré más. Mañana a
lo largo del día enviaré a alguien a que se encargue de todo esto...
—¡Espere! —dijo, viniendo hacia mí y tomándome de la mano—. No se vaya;
entre, se lo ruego. Quiero ver más de cerca al hombre que ha sido capaz de noquear a
«Gorila» Baker y hacerle pasar a través de un muro.
—¡Sí, aquí es! —dijeron algunas cabezas que se asomaban a la escena desde el
Free and Easy—. Vamos, Dennis, acaba ya con la charla. ¡Hay que irse!
—¡Fuera de aquí, ratas de cloaca! —rugí, volviéndome hacia ellos, dominado por
una cólera legítima—. ¡Fuera de mi vista! ¡Desapareced antes de que me olvide de
que soy un caballero!
Di un paso hacia ellos y se largaron lanzando terribles alaridos; o quizá se iban
riendo, no lo sé.
—Siéntese aquí —me dijo aquella preciosidad empujando una silla en mi
dirección.
Acepté. La pelea me había aclarado las ideas y mientras miraba, cada vez más
atentamente, a la chica en cuestión, mi corazón empezó a batir con fuerza en mi
pecho robusto y viril. Aquella muchacha era tan atractiva que me daba vértigo
mirarla. Se sentó en otra silla y me examinó atentamente, con un aire admirado, lo
que involuntariamente me hizo hinchar el pecho y enseñarle mis abultados bíceps.
—Usted debe ser Dorgan el Marino —dijo—. Y ese perro... ¿es Spike, el famoso
luchador?
—Vaya —expliqué—, nunca le he obligado a luchar en un ring, pero no hay un
solo perro en todo Oriente capaz de aguantarle más de cuatro asaltos. Dale la pata a la
dama, Spike.
Lo hizo, pero con una cierta frialdad. Las tiernas pasiones cuentan poco para
Spike; algunas veces, tengo la impresión de que carece de sentimientos.
—Me alegra haberles conocido a los dos —declaró la joven—. He oído hablar
mucho de ambos. Me llamo Teddy Blaine. Soy bailarina de El Gato Amarillo.
Acababa de terminar mi número cuando irrumpió en mi habitación.
—No sabe cuánto lo siento —dije—. Si hubiera sabido que la pared era tan frágil,
habría lanzado a ese merluzo en la dirección contraria.
—¿No se habrá roto usted la mano? —preguntó.
—¡Oh, no! —dije, levantando mi enorme puño para que pudiera verlo bien—.
Sólo me he arañado un poco los nudillos. Suelo meter los puños en agua salada y
whisky.
www.lectulandia.com - Página 85
Lo tocó con la yema de los dedos, tímidamente, y luego palpó con admiración
mis bíceps de acero.
—¡Caramba, es usted muy fuerte! —suspiró—. Eso me gusta. ¿Sabe que me cae
usted muy simpático?
—Bueno, usted tampoco está nada mal. ¿Y si nos fuéramos a algún sitio a comer
algo, para empezar?
La joven suspiró de nuevo y sacudió la cabeza, y sus ojos magníficos se tornaron
melancólicos.
—No me atrevo —dijo.
—¿Qué quiere decir con eso de que no se atreve? —-pregunté—. Creo que soy
tan caballero como cualquier hijo de...
—Oh, no se trata de eso —dijo a toda prisa, apoyando una mano en mi brazo.
Ante aquel contacto, violentos espasmos me recorrieron el cuerpo. No había
duda: el flechazo existe; personalmente, lo he experimentado al menos cincuenta
veces en toda mi vida. Temblaba emocionado y, tanto la amaba, que me habría
gustado aplastarle la cabeza a alguien.
—No, no se trata de eso —repitió—. Todo el mundo puede ver que es usted un
caballero— Pero... soy víctima de una persecución.
Con aquellas palabras, ocultó la cabeza entre sus delicadas manos y empezó a
llorar.
La miré, impresionado y horrorizado. Luego, me di cuenta de que mi viril brazo
la rodeaba por su estrecha cintura, ¡aunque no sabía cómo!
—¿Quiere decir... —dije, con un tono de horror absorto—... quiere decir que
algún puerco abyecto persigue a una joven tan atractiva como usted?
—Sí —sollozó, apoyando su cabeza en mi hombro de un modo de lo más normal.
—¡Dígame quién es! —gruñí—. ¡Le voy a hacer papilla!
—¡Ha hecho de mi vida un infierno! —gimió la joven—. Es camarero, en la
Yorkshire Tavem, en la calle de enfrente, y tiene una habitación en la pensión familiar
en la que yo misma vivo. Me vigila todo el tiempo, y le da una paliza a cualquier
hombre que me dirija la palabra o pretenda tener una cita conmigo. Casi ha matado a
media docena de jóvenes a cual más adorable.
»Paga a los chicos de la sala de fiestas para que me vigilen y le digan si hablo con
alguien. Cuando termina su trabajo en la Yorkshire, cruza la calle, viene aquí y me
acompaña a la pensión, eso cada noche. Nunca estoy sola; me es imposible escapar
de él.
—¿Quién es? —pregunté.
—Me ha dicho que si no puede tenerme, nadie me tendrá —se lamentó—. Todos
los hombres tienen miedo de salir conmigo. Es un bruto.
—¿Quién es, maldita sea? —pregunté, impaciente.
www.lectulandia.com - Página 86
—«Big» Bill Elkins —respondió la muchacha.
—Bill Elkins, ¿eh? —dije, pensativo.
—Sabía que tendría miedo de él —suspiró—. Como todo el mundo.
Di un salto, como si me acabara de apuñalar.
—¿Quién tiene miedo de Bill Elkins? —bramé con voz ultrajada—. Nunca he
dicho tal cosa. Repetía su nombre, eso es todo. En el mundo entero no hay bastantes
tipos llamados Elkins para que puedan darme entre todos una sola bofetada. Bueno,
póngase el sombrero, que se viene conmigo.
—Tengo miedo —sollozó—. Nunca me ha pegado, ¡pero sería capaz de hacerlo!
Piense en el escándalo... los dos, luchando por mí, en la calle, a la vista de todo el
mundo. Vigila este lugar mientras trabaja y apenas salgamos a la calle se escapará de
la taberna y se lanzará en su contra, mugiendo como un toro furioso. Prefiero soportar
su acoso... a menos que consiga llevarle a algún lugar apartado y le meta algo de
plomo en la sesera... o lo muela a puñetazos.
—¡Exactamente es eso lo que quiero hacerle! —dije, feroz—. Espéreme aquí;
cuando vuelva, será usted una mujer libre. Será la ami- guita de Dennis Dorgan, no la
de Bill Elkins.
—¡Oh, hágalo! —gritó, levantando de golpe su brillante mirada pasándome los
brazos alrededor del cuello—. ¡Péguele una buena paliza a mi salud!
Me dio un sonoro beso en los labios. Salí de El Gato Amarillo titubeando, en el
seno de una bruma de color rosa. Recuerdo vagamente que tropecé con los que
intentaban bailar, y que pisoteé a mucha gente, pero al fin llegué a la calle y la brisa
agitó mis húmedos cabellos.
Alcé los ojos hacia las estrellas que brillaban en el cielo, y grité con todas mis
fuerzas:
—¡Y pensar que ha sido gracias a un merluzo como «Gorila» Baker que he
encontrado el amor de mi vida! ¡La próxima vez que le vea, le estrecharé la mano y le
daré un billete de diez dólares! Es el Destino, no hay duda. El Destino, que utiliza
para sus fines no solamente violetas y rayos de luna, sino también gorilas. ¡«Gorila»
Baker ha sido un instrumento del Destino!
Luego, atravesé la calle en dirección a la Yorkshire Tavern.
En el mismo momento en que iba a entrar, escuché que Spike lanzaba un gruñido.
Dándome la vuelta a toda prisa, vi que la luz del bar iluminaba el rostro moreno de
Tony Spagalli.
—¿Qué haces aquí, sucia rata? —gruñí, alzando el puño—. Si me sigues...
—¡No me pegues! —protestó Tony—. No he hecho nada. ¿Acaso un hombre no
puede pasear tranquilamente por la calle?
—Pues procura no molestarme —le avisé—. Puedes decirle a tu jefe que me he
ocupado de los matones que me echó encima y que, si sigue por ese camino, le voy a
www.lectulandia.com - Página 87
dar lo suyo. ¡Ahora, lárgate, y date prisa!
Entré en la taberna, y dejé que todos vieran lo enfadado que iba.
Me detuve un momento en el quicio de la puerta, mirando desconfiado a la
multitud reunida alrededor de la barra sorbiendo alcohol, atiborrándose o jugando a
los dados. Mientras recorría la multitud con la mirada, un tipo alto se fue abriendo
paso entre la multitud. Llevaba traje y tenía todo el aspecto de un hombre que ya ha
terminado el trabajo y se vuelve a casa. Le atajé.
—¿Eres Bill Elkins? —pregunté.
—Sí, ¿qué pasa? —replicó.
—Me gustaría decirte un par de cosillas —le comenté.
—No tengo tiempo —gruñó—. Tengo una cita.
—Ya no, ¡ha sido anulada! —dije, con una mueca feroz—. Justamente de eso es
de lo que quería hablarte.
Se sobresaltó. Su rostro cuadrado, de color ladrillo, se llenó de sombras, sus ojos
centellearon.
—¿Qué me cuentas? —preguntó, con una voz que era un sordo ronquido al
tiempo que crispaba los puños involuntariamente.
—He oído por ahí —le recordé— que andas persiguiendo a Teddy Blaine.
Un destello salvaje empezó a arder en su mirada.
—¡Así que has estado hablando con mi amiguita! —gruñó—. Te voy a....
—Vas a recibir el impacto de una silla en la cabeza antes de que pase un minuto
—le advertí—. Deja de decir sandeces. ¿Quieres que todos estos mamones nos oigan
discutir sobre esa chica? Si tienes pelotas, ven conmigo. Vamos a buscar un sitio
donde estemos tranquilos y arreglemos nuestras diferencias... a puñetazos. El mejor
de los dos se quedará con Teddy.
—Tienes razón —aseguró—. Es inútil montar un escándalo en este bar de mala
muerte. Conozco un lugar ideal donde podremos liarnos a mamporros. No eres el
primer marino que se cree más listo que yo y al que he tenido que moler a palos a
causa de Teddy. Puede que yo esté un poco ido, pero si no puedo tenerla, no la tendrá
nadie. Estoy convencido de que si impido que los demás tipos se acerquen a ella,
acabará por aceptarme.
—Con lo primero que te vas a encontrar va a ser con una mandíbula fracturada —
le prometí—. ¡Vamos allá!
—Antes, tengo que arreglar un pequeño detalle —ladró—. ¡Me refiero a este
caníbal de cuatro patas que viene contigo! He visto cómo han quedado algunos de los
tipos a los que a mordisqueado. ¡En cuanto te pegue el primer puñetazo, se me echará
encima y me dejará las tripas al aire!
—Le dejaré en el American Bar —dije—. El barman es amigo mío.
Dejamos a Spike atado en la parte trasera del American Bar, pero no parecía muy
www.lectulandia.com - Página 88
contento. Luego, nos encaminamos al lugar elegido por Elkins. No dijimos ni una
sola palabra mientras cruzábamos las calles estrechas. Llegamos finalmente a una
plaza muy grande. En otros tiempos fue un barrio residencial, pero en aquel momento
todas las casas estaban medio en ruinas o habían sido derribadas, y árboles y arbustos
crecían por todas partes. Elkins se abrió paso entre los árboles de un bosquecillo y se
detuvo; me di cuenta de que había encontrado el lugar ideal.
Nos hallábamos en un vasto claro de suelo arenoso, rodeado de árboles por todas
partes. La luna brillaba sobre las frondas y el centro del claro estaba iluminado como
si fuera de día, pese al anillo de espesas sombras que nos rodeaba. Elkins se quitó la
chaqueta a toda prisa, lo mismo que la camisa; le imité. El lugar era muy tranquilo;
en alguna parte, un pajarillo cantó, y escuché cómo se rompía una rama con un ruido
seco, entre los árboles.
Elkins avanzó hacia mí, sin decir palabra. Sus dientes brillaban a la luz de la luna
y sus ojos ardían como los de un demente. Era muy fuerte y más alto que yo.
Me dirigí a su encuentro y nos encontramos en el centro del claro, reuniendo
fuerzas. Hubo un tiempo en el que Elkins fue boxeador profesional, y sabía cómo
emplear los puños. Era un buen pegador, como yo, y, de todos modos, estábamos
demasiado enfurecidos como para practicar un boxeo elegante, con juego de piernas,
fintas y todo lo demás, aunque fuésemos capaces de hacerlo.
Pegando los dedos de los pies a los del adversario, bajo la luz de la luna,
balanceamos los puños y empezamos a golpear. Muy pronto, la sangre y el sudor nos
chorreaban por el torso e impregnaban la arena que había a nuestros pies. Los únicos
ruidos que se oían eran el impacto de los golpes, el crujido de los huesos, los jadeos,
las respiraciones entrecortadas y el chirrido de la arena cuando nos movíamos.
Los oídos me zumbaban y los árboles oscuros giraban a mi alrededor como un
carrusel de caballitos de madera. Como un hombre que corre en una pesadilla, vi a
Big Bill Elkins ante mí; el sudor hacía que le brillaran los pelos de su poderoso
pecho, y su rostro tenía un aspecto espectral en el claro de luna. Una de sus cejas
estaba rota, y el párpado le caía sobre el ojo. La sangre la manaba de la nariz y de las
comisuras de los labios, y su oreja izquierda estaba desgarrada. Tenía el costado
izquierdo en carne viva, allí donde le había golpeado por debajo del corazón.
Yo estaba en mejor forma, aunque no mucho. Tenía un ojo a la funerala, los labios
hechos papilla y la mayor parte de la piel de la parte izquierda de la mandíbula había
desaparecido.
Pero sentía que Elkins se estaba debilitando, y seguí trabajándomele y
demoliéndole. Le obligué a recular; mantenía la presión y le forzaba a pasear por todo
el claro. Estábamos bajo la sombra de los árboles. No veía prácticamente nada;
golpeaba un poco al azar. Elkins era como una enorme mancha blancuzca ante mí. En
un momento dado, me estrechó entre sus brazos y se aferró a mí frenéticamente; su
www.lectulandia.com - Página 89
respiración me silbaba en el oído.
—¡Fin del primer asalto! —gruñó—. ¡Déjame recuperar el aliento para que pueda
hacerte pedazos!
De momento, la ventaja era mía. Tenía más pulmones y aguante que él; además,
no había estaba todo el día currando, como él. Pero no tengo por costumbre abusar de
mi natural ventaja sobre los demás. Siempre procuro darle a mi adversario una
igualdad de oportunidades, y cuando le pongo K.O. siempre es de un modo
equitativo.
Por eso me aparté. Elkins dio unos cuantos pasos tambaleantes y cayó
suavemente sobre la arena. Su pecho subía y bajaba como una vela arrancada de un
mástil por un tifón, y se le podía oír jadear desde lejos.
Me senté en el tronco de un árbol, justo en las lindes de las sombras, y le dije:
—Elkins, esta situación no puede durar mucho más. ¿No lo comprendes? Uno no
se gana el corazón de una chica con las tácticas de un hombre de las cavernas...
¡oooooh!
Esta última exclamación fue totalmente involuntaria. De un modo tan inesperado
como cuando una cobra ataca en la oscuridad, un brazo desnudo se cerró alrededor de
mi cabeza y la empujó hacia atrás violentamente. Al tiempo, una hoja acerada se
apoyó en mi cuello. No pude hacer nada, no tuve tiempo. Me quedé sentado, con el
cuchillo mordiéndome la carne, de tal modo que un delgado hilo de sangre empezó a
correrme por el cuello. Sabía que si me movía me cortarían la yugular antes de que
pudiera levantar las manos. Todo lo que veía era la luna que brillaba a través de las
ramas oscuras que se alzaban sobre mi cabeza.
—No te muevas... o te corto el cuello —siseó una voz.
La reconocí en el acto; era Ahmed, un asesino malayo. Alguien se echó a reír y
entró en mi campo de visión, muy limitado... ¡Waspy
Shaw! Brock, Spagalli y Klisson estaban con él. Estaban por encima de mí y
empezaron a burlarse de mí desgracia.
—¡Vaya, Dorgan —dijo Waspy—, ahora no pareces tan listo! Te seguimos desde
que saliste de El Gato Amarillo. No te diste cuenta de que Tony estaba escuchando lo
que le decías a Elkins, ¿verdad? Habéis sido muy amables viniendo hasta aquí, donde
nadie iba a molestarnos.
—¿Eh, qué significa todo esto? —gruñó Elkins, levantándose casi de un salto y
dirigiéndose hacia el grupito de rufianes.
—¡No te metas! —ladró Shaw—. Quédate al margen. No te andamos buscando a
ti, Elkins. Supongo que no te opondrás a que nos ocupemos de este gorila, visto el
modo en que te está vapuleando. Todo sale a pedir de boca. Además, ¡tuya ha sido la
atención de traernos aquí a este perro sanguinario, al mismísimo Dorgan! ¿Qué te
parece todo esto, listillo?
www.lectulandia.com - Página 90
Yo lo veía todo rojo, pero con aquel cuchillo afilado como una navaja plantado en
mi garganta, comprendí que era el momento de demostrar lo diplomático que puedo
ser; me limité a responder:
—Vete a paseo, maldito patán. No me das miedo. ¡Siempre podré partirte el
cráneo a patadas!
—Lo que pretendas hacer vale una mierda —se burló Brock—. Venga, Waspy,
¿me lo cargo?
—Eh, ¿no iréis a largarle ahora que no puede defenderse? —preguntó Elkins.
—No te metas —le aconsejó Klisson.
—Eso es, no es cosa tuya, Elkins —dijo Shaw—. Será mejor que te largues.
Sujétale bien, Ahmed, y si hace cualquier movimiento, ¡te lo cargas! Yo voy a...
Lo que quería hacerme no lo supe nunca, porque, en el mismo instante, Elkins
lanzó un rugido, agarró la muñeca de Ahmed con una mano y le golpeó en la
mandíbula con la otra. Ahmed se fue al suelo, Elkins se le echó encima al tiempo que
Klisson le daba un golpe con su cachiporra.
Casi simultáneamente, me incorporé, como un muelle que es liberado; me corría
un poco de sangre por un ligero corte en la garganta y le golpeé tan fuerte a Klisson
que pude ver su espina dorsal mientras volaba por los aires. Brock se me echó
encima, por detrás, cerró un brazo alrededor de mi cuello y empezó a golpearme el
cráneo con su puño americano. Mientras tanto, Spagelli sacó un cuchillo y Waspy
Shaw un revólver. Me agaché con presteza y conseguí que Brock pasara por encima
de mi cabeza. Golpeó de lleno a Spagalli, y los dos rodaron por el suelo. Waspy Shaw
eligió aquel instante para disparar contra mí, y su primera bala me rozó el cabello; la
segunda se llevó un trozo de oreja pero, casi en el acto, una patada arrancó la pistola
de las manos de Waspy y le rompí tres costillas con un derechazo. Según caía, le
endilgué un gancho de izquierda en la mandíbula y, cuando tocó el suelo, estaba tan
tieso como un arenque en vinagre.
Me volví para ocuparme de Brock y de Tony, y escuché un ruido bastante raro,
como un tam-tam indígena. Al caer lo habían hecho sobre Elkins, que les había
agarrado por el cuello y golpeaba sus cabezas, una contra otra, mientras canturreaba:
—Me quiere... no me quiere...
Apartó a un lado los dos cuerpos inertes y se dirigió a mí:
—No te quedes ahí plantado como un idiota. Acércate y volvamos a donde lo
habíamos dejado.
—¡No puedo pelear con un hombre que acaba de salvarme la vida! —protesté.
—¡Excusas! —rugió sonoramente—, ¡Sobre gustos no hay nada escrito, como
dice el refrán, pero se trata de saber quién se quedará con Teddy!
—Es verdad —admití—. Bueno, levántate y sigamos con la carnicería.
Empezó a incorporarse, pero lanzó un aullido y volvió a caerse al suelo,
www.lectulandia.com - Página 91
profiriendo horribles juramentos.
—Creo que se me ha roto la maldita pierna —dijo con mucho esfuerzo—. ¿Cómo
puedo combatir contigo en estas condiciones?
—Déjame ver —sugerí.
Aulló y juró más alto todavía cuando le palpé la pierna en cuestión.
—Tengo la impresión de que se te ha roto el tobillo, o de que se te ha torcido —
dije—. Debe haberte ocurrido cuando Klisson te derribó. Bueno, te ayudaré a volver
a tu casa. Acabaremos la pelea cuando te hayas restablecido.
—¡Y mientras tanto saldrás con mi amiguita! —aulló.
—¡Claro que no! —protesté colérico—. No la volveré a ver hasta que puedas
luchar de nuevo.
Me pasó un brazo por el hombro y, con fuertes gruñidos, juramentos y gemidos,
nos alejamos lentamente bajo la luz de la luna. A nuestras espaldas, el claro quedaba
sembrado de cuerpos que empezaban a retorcerse y a gemir según iban recuperando
el conocimiento.
Acompañar a Big Bill Elkins a su casa no fue un viaje de placer. Casi debía
llevarle a cuestas, porque el pobre no podía apoyar el pie en el suelo. Pero al fin
llegamos y, entramos en la Yorkshire Tavern a altas horas de la noche, casi a punto de
amanecer. Me pregunté si Teddy me estaría esperando en su cuarto. No había pensado
que aquel asunto fuera a llevarme tanto tiempo.
Las calles estaban desiertas, y en la taberna no había nadie, salvo el que se
ocupaba de la limpieza y todo lo demás. Nos miró estupefacto.
—¡Habéis estado peleando vosotros dos! —-nos acusó—. ¿Qué te ha pasado en la
pierna, Bill?
—¡Un canario que me ha dado una patada! —rugió Elkins—. Cierra el pico y
tráeme linimento.
—De acuerdo —dijo el tipo—. Nunca hubiera imaginado que un canario pudiera
golpear tan fuerte. ¡Eh, espera un momento!
Buscó en el bolsillo del pantalón y sacó un trozo de papel muy arrugado.
—Es para ti, una nota; la han traído de El Gato Amarillo. Big Bill la tomó, la
desdobló y leyó rápidamente el mensaje; lanzó un terrible alarido. Me pasó el billete
por la nariz, sofocado hasta tal punto que estaba escarlata. Recogí el billete y lo leí.
Querido Bill:
Creo que esto te enseñará que no se puede ganar el corazón de una chica
noqueando a todos sus admiradores. Cuando Dorgan hizo que «Gorila» Baker
www.lectulandia.com - Página 92
atravesara la pared de mi camerino, comprendí que la Providencia me enviaba un
instrumento del que podría servirme. Engatusé al marino y le persuadí para que te
desafiara. Mientras estabais ocupados partiéndoos la cara el uno al otro, eso me
permitiría huir y casarme con un muchacho del que llevo enamorada mucho tiempo...
Jimmy Richard, el saxofonista de la orquesta de El Pez Martillo, la sala de fiestas que
hay un poco más abajo en esta misma calle. El pobrecito tiene tanto miedo de ti que
no se atrevía a acercarse a mí cuando andabas cerca. Se me ocurrió esta estratagema
y, cuando leas esta carta, ya estaremos casados y muy lejos. Era una jugarreta muy
fea para jugársela a un marino, pero una débil mujer tiene que emplear todo lo que
esté en su mano cuando se las tiene que ver con unos gorilas como vosotros. Adiós,
¡y ojalá y te rompas una pierna!
Te quiere, TEDDY.
www.lectulandia.com - Página 93
Un caballero de la Tabla Redonda
Aquella noche, en el Peaceful Haven Fight Club, cuando el árbitro levantó la mano
de Kid Harrigan, y la mía de paso, al acabar el combate, declarando que había sido un
enfrentamiento nulo, lo mismo habría podido golpearme la cabeza con la barra de un
cabrestante. Tenía la sensación de haber ganado a los puntos, y de largo. En el décimo
asalto, maltraté y paseé por el ring a un Kid totalmente groggy, y yo no soy hombre
que se deje arrebatar una victoria con impunidad. Sin embargo, si lo hubiera pensado
un momento, no le habría dado un mamporro al árbitro. Pero soy un hombre
impulsivo. El árbitro efectuó un corto vuelo y aterrizó en las rodillas de los
espectadores de la primera fila y, reconozco que fue algo impulsivo, le hice seguir a
Harrigan el mismo camino. A todo esto le siguió un período bastante confuso en el
que yo, cubos, patas de sillas, espectadores furiosos, policías y mi bulldog Spike
estuvimos tan entrelazados que soltarnos fue como resolver un rompecabezas chino.
Cuando finalmente pude salir de la comisaría, mi corazón estaba sumido en la
amargura y el desánimo.
Entré en un bar y me instalé en un rincón. Mientras estábamos allí sentados,
Spike y yo, aureolados por una grandeza solitaria, sorbiendo alcohol y meditando
sombríamente sobre las injusticias del mundo, Bill Stark apareció en el local. Era
fácil ver que Bill estaba de mal humor. Pidió una jarra de Schlitz y, como el barman
no entendía lo que le pedía, repitió el pedido bajo la forma de un aullido sanguinario
que consiguió que varios clientes se refugiaran debajo de las mesas. Abatió el puño
en el mostrador con tanta fuerza que la madera se agrietó y, a continuación, lanzando
miradas centelleantes a su alrededor, preguntó con voz alta y ruda si había alguien en
la sala que tuviera alguna objeción en cuanto a su presencia. Los clientes se
mantuvieron en un silencio pálido, luego me vio y se vino hacia mi mesa. Se sentó y
empezó a beber cerveza en silencio, mirando de un modo siniestro. Finalmente, posó
la jarra encima de la mesa, se limpió la boca con el dorso de la mano y declaró:
—¡El oficio se pierde! ¡Todo está podrido!
Me miró con ojos encendidos, como si esperase que le fuera a contradecir, pero
yo estaba totalmente de acuerdo con aquella sentencia.
—Sí —dije amargamente—. Tienes toda la razón. ¿Sabes lo que me ha hecho esta
misma noche el árbitro del Peaceful Haven?
Pero Bill sólo pensaba en sus propias miserias; era un boxeador de la vieja
escuela, un «hombre de acero». Su estilo era lanzarse sobre su adversario y golpearle
con los dos puños hasta tirarle a la lona. Era casi de mi estatura y tenía un cabello
entre rubio y rojo cortado muy corto, un pelo que se le solía erizar de un modo
belicoso. Su rostro, delgado y curtido, había perdido hacía ya mucho tiempo la poca
www.lectulandia.com - Página 94
belleza que pudiera tener a fuerza de encajar golpes. Era sólido como una roca y tan
difícil de romper como un yunque. De momento, tenía, como de costumbre, un ojo a
la funerala y numerosos moratones en la cara, lo que daba un aspecto aún más fiero.
—¡Mírame! —aulló, golpeando la mesa hasta que los vasos bailaron en el
mostrador—. He sido objeto de una venganza personal. Esta noche me he enfrentado
a ese patán de «One-punch» Driscoll en el Pleasure Hall. ¡«One-punch», ja! Yo era la
piedra miliar del boxeo internacional cuando él llevaba pantalones cortos. Encajé
todo lo que mandó durante seis asaltos, y en el séptimo le derribé de un gancho de
izquierda a la altura de la cintura. ¿Y qué pasó?¿Qué pasó? —bramó, con espuma en
los labios.
—¿Cómo voy a saberlo? —repliqué irritado—. Yo mismo estaba en otro
combate, así que...
—¡Te diré lo que pasó! —rugió—. ¡Ese árbitro malnacido declaró que había sido
un golpe bajo! ¡Me descalificó, a mí, que nunca le he dado un golpe malintencionado
a nadie en toda mi vida! ¡No era un golpe bajo! Le alcancé a la altura de la
cinturilla...
—En estos días todos los árbitros son ciegos, sordos y estúpidos —dije—. Está
noche uno de ellos me ha jugado una buena en el Peaceful Haven.
—Quisiera colgar los guantes —comentó alicaído.
—Yo también —respondí.
—Decidido, lo dejo —siguió, seducido al parecer por aquella idea—. Me ganaré
la vida de otro modo.
—¿Cuál?
Simplemente era curiosidad, no pretendía ser sarcàstico. Pero Bill estaba tan
furioso que interpretó mal mi pregunta.
—¡Soy perfectamente capaz! —rugió, mirándome iracundo—. ¡Tengo cabeza!
No sólo puedo machacar cráneos para ganarme el pan. No soy como tú.
—¿Qué quieres decir con eso? —exclamé, indignado—. Soy capaz de ganarme el
sustento fuera del ring tanto como tú.
—Sí —se burló—. A bordo de un navio mercante. Has surcado los mares y
peleado toda tu vida. No tienes coco para hacer nada más.
—¿Eso crees? —rugí—. Vale, escucha esta buena noticia: cuelgo los guantes, esta
misma noche, y renunció también al mar.
—¡Bah! —resopló—. Serías incapaz de permanecer seis meses en tierra sin
boxear para ganar algo que llevarte a la boca.
—¿De verdad? —exclamé, loco de rabia. ¡Bien, en mi bolsillo tengo cien dólares
que dicen que puedo arreglármelas tan bien como tú!
—¡Acepto la apuesta! —aulló, sacando un fajo de billetes—. Le confiaremos el
dinero a Joe. ¡Eh, Joe, acércate!
www.lectulandia.com - Página 95
El barman se apresuró a obedecer, limpiándose las manos en el delantal. Le
explicamos el asunto en dos palabras y le dimos cien dólares cada uno.
—Por lo que he entendido —dijo, doblando los billetes y metiéndoselos en el
bolsillo—, si uno de vosotros sube a un ring de aquí a seis meses, el otro se quedará
con todo el dinero.
—¡Exactamente! —ladró Bill—, Y lo mismo: si Dennis embarca antes de ese
tiempo, ganaré la apuesta y me quedaré con el botín.
Con estas palabras, tomamos otra copa para cerrar el trato.
—Estoy contento —declaró Bill—, porque así te librarás del polvo del ring de los
zapatos. Pese a todos tus defectos, eres demasiado buen tipo como para perder tus
mejores años en los actuales momentos del boxeo, dominados por víboras y
serpientes, y me refiero a los árbitros. ¡Oye, hagámonos socios! Con mi cerebro y tus
músculos triunfaríamos fácilmente.
—¡Chócala! —dije—. No abandonaremos, y nos dejaremos seducir por las
lenguas viperinas de los organizadores de combates. Además de lo fijado en la
apuesta, nos comprometemos solemnemente a renunciar al boxeo para siempre. ¿De
acuerdo?
Nos estrechamos la mano y pedimos otra ronda.
—¿Cuál será nuestro capital? —se informó Bill.
Hice inventarío de lo que llevaba en los bolsillos y me di cuenta de que la apuesta
de cien dólares casi me había limpiado. Me quedaba por todo quedar un dólar y
sesenta y cinco centavos. Bill tenía cinco dólares.
—Tenemos que buscar trabajo —declaró, tomando un periódico y abriéndolo ante
sí.
Necesitó menos de un minuto para recorrer completa la sección de ofertas de
trabajo; al fin, dijo:
—¡Eh, Dennis! Aquí hay un trabajo que nos viene que ni pintado.
Miré por encima de su hombro, en el lugar donde tenía clavado el dedo índice, y
leí: «Se necesitan dos hombres fuertes y robustos, que sepan guardar un secreto y
efectuar trabajos penosos; buena paga, con la posibilidad de ganar una inmensa
fortuna». Seguía una dirección.
—Esa indicación de «trabajos penosos» no encaja muy bien con la idea que tengo
sobre mi dignidad —declaró Bill—. Pero todo tiene un principio, y no tenemos
elección. Voy a buscar un cuartucho para que pasemos la noche; mañana por la
mañana, a primera hora, iremos a la dirección indicada y nos haremos cargo de ese
trabajo. Dennis —dijo, lleno de entusiasmo—, te apuesto lo que quieras a que nos
forramos. Empezaremos por abajo y a pequeña escala, pero no tardaremos en subir
por la escalera del triunfo y la fortuna, y cuando tengamos suficiente dinero,
montaremos un negocio honesto y próspero: carreras de caballos o un buen bar.
www.lectulandia.com - Página 96
Créeme, llevaremos anillos de diamantes en los dedos y...
Seguía llenándome los oídos con sus milagrosas ideas cuando me dormí, y me
sacó de la cama antes de que amaneciera al día siguiente, para irnos a solicitar el
empleo.
En la dirección indicada nos encontramos con un edificio en muy mal estado,
situado en un barrio bastante sórdido. Había un montón de casas abandonadas por los
alrededores, y la barraca en cuestión parecía deshabitada. Llamamos a la puerta
delantera y, como no obteníamos respuesta, dimos la vuelta por un estrecho callejón.
Así llegamos a un patio interior, rodeado por todas partes por muros de ladrillo. La
casa que buscábamos daba, por su parte trasera, a aquel patio. Media docena de tipos
estaban esperando ante una puerta... unos haraganes altos y fornidos, de aspecto
endurecido, que nos miraron de arriba abajo. Cuando se dieron cuenta de que no
éramos del barrio nos estudiaron con recelo.
—¿Qué venís a hacer aquí, desgraciados? —preguntó el más fuerte de todos.
—Venimos a solicitar trabajo —respondió Bill, manteniendo la sangre fría de un
modo notable.
—¡Vamos, largaos ahora que todavía podéis! —gruñó el duro de pelar, estirando
la mandíbula—. El trabajo ya no está disponible, ¿entendido?
—¡Y tú, toma esto para que esperes mejor! —replicó Bill, lanzándole un gancho
de izquierda al mentón.
El tipo cayó y los demás se lanzaron sobre nosotros lanzando aullidos de lobo.
Evidentemente, ignoraban quiénes éramos. Durante algunos minutos hubo bastante
jaleo en el patio, un jaleo puntuado con el impacto de nuestros puños en sus cráneos
duros como piedras y las dentelladas de Spike cuando mordía las perneras de sus
pantalones. Luego, como escribió el poeta, el tumulto y los sopapos terminaron, y
tuvimos el patio para nosotros solos. Los lamentos de los duros de pelar se perdieron
calle abajo, testigo viviente de la locura de los hombres... ¡media docena de
individuos que habían atacado a Dennis Dorgan, a Bill Stark y a Spike!
—¡Menudo morro el de esos tipos! —sorbió Bill—. ¡Impedir que llegáramos a lo
más alto! Llama a la puerta, Dennis.
Lo hice y, cuando se entreabrió ligeramente, una voz preguntó:
_¿Quiénes sois?
—Venimos a por el trabajo —respondí—. Leímos un anuncio en el periódico...
—¡Oh, sí; oh, sí! —dijo la voz—, ¡Entren!
La puerta se abrió del todo y vimos al hombre que había hablado.... un tipo alto y
flaco, muy viejo, al parecer, con una chaqueta con faldones y un sombrero de copa
muy lustroso.
—Soy el profesor Gallipoli Antipodes Jeppard —declaró—. Fui yo quien puso el
anuncio en el diario.
www.lectulandia.com - Página 97
—Yo soy Dennis Dorgan, y éste es Bill Stark —dije—. El perro es Spike.
Sacó del bolsillo un monóculo y estudio a Spike.
—¡Notable! —exclamó—. Una fealdad que ha llegado a tal punto... es casi
belleza, me atrevería a decir. La perfección de la desgracia. Cave canem!
—E pluribus onion —respondió Bill.
—Basta ya de meterse con el perro —protesté—. Este caballero tiene educación.
Bueno, ¿hablamos del trabajo?
—Naturalmente —dijo—. Claro. ¡Síganme!
La habitación en la que nos hallábamos olía a cerrado y no tenía ningún mueble.
Nos precedió por un pasillo amueblado del mismo modo, y cuyo papel pintado
colgaba medio arrancado, y descendimos por una escalera que conducía al sótano.
Entraba algo de luz por un ventanuco de rotos cristales, y una espesa capa de polvo
cubría el suelo y había telarañas por todas partes. Salvo aquello, no había nada más,
salvo unas cuantas palas y picos bastante viejos.
—Me gustaría que abriesen un agujero en el suelo de esta habitación —dijo—.
Un agujero circular, de un metro de diámetro.
—¿De qué profundidad? —quiso saber Bill.
—Eso depende —contestó el profesor—. Por el momento, soy incapaz de indicar
con la menor precisión la profundidad exacta y requerida. Digamos que el agujero
tiene que tener la profundidad suficiente para alcanzar el fin previsto.
—Bueno, vale —dijo Bill—. ¿Y la paga?
—Tres dólares cada treinta centímetros —respondió el profesor a toda prisa—. Se
les pagará cuando el trabajo haya terminado.
—De acuerdo —replicó Bill, asiendo una pala y poniéndose manos a la obra—.
Empezaremos ahora mismo.
El profesor se sentó en la escalera y nos observó sin decir nada. No era un trabajo
fácil. Primero, había que limpiar el suelo, que estaba lleno de ladrillos y cubierto de
cemento; al fin, cincuenta o sesenta centímetros más abajo, alcanzamos los cimientos
de piedra de otra casa que se encontró en tiempos en el lugar que se hallaba la que
ahora teníamos encima. Sudábamos y nos esforzábamos como bueyes, y a mediodía
no habíamos avanzado mucho. Hicimos una pausa, nos fuimos a comer algo a un
restaurante cercano y volvimos al tajo.
El profesor dijo que el número de hora necesarias para abrir aquel condenado
agujero no serían problema para él. Nos afanamos, porque pagaría cuando el trabajo
hubiese terminado, no al acabar el día. Cuanto antes acabásemos, antes nos pagarían.
Sólo nos pidió que mantuviéramos en secreto el trabajo y que no hablásemos con
nadie de lo que estábamos haciendo.
—Todo el mundo se quedará estupefacto cuando terminemos —dijo, frotándose
las manos, largas y escuálidas—. ¡Los tres seremos famosos! ¡El mundo entero nos
www.lectulandia.com - Página 98
aclamará!
Aquello animó a Bill, que dijo que se quedaba a dormir allí mismo, en el sótano,
para trabajar día y noche hasta que hubiéramos terminado; no le dije que no.
Pero cavar era un verdadero infierno en aquellos cimientos que parecían
prolongarse indefinidamente; el lugar debió ser una especie de vertedero público,
antes incluso de la construcción del primer edificio, pues el suelo estaba lleno de
piedras, latas de conserva, trozos de vidrio y cosas parecidas. El profesor insistía para
que el agujero fuese bien redondo y que midiera exactamente un metro de diámetro.
De vez en cuando nos pedía que nos detuviéramos un momento para verificar que
aquel era el diámetro exacto, lo que ralentizaba notablemente nuestro trabajo. Pero
decía que era necesario, y que lo que estábamos haciendo representaría un gran
avance para la ciencia y la humanidad en general.
Todos aquellos esfuerzos despertaron en mí un apetito voraz, y a la hora de cenar,
por la noche, estábamos completamente agotados. Yo no sabía cuándo comía el
profesor. La mayor parte del tiempo lo pasaba sentado en la escalera, mirándonos
cavar, y dando vueltas alrededor del agujero. Tampoco sabía dónde dormía llegada la
noche. Supongo que en alguna parte del piso superior. Sin embargo, yo no había visto
mueble alguno en toda la casa. Era como si nadie hubiera vivido allí en mil años. Bill
y yo dormíamos en la cueva, sobre un montón de andrajos que el profesor dispuso
para nosotros, y era mejor que muchas otras camas en las que había dormido a lo
largo de mi vida. Spike exterminó a todas las ratas, y como estábamos en verano, no
podíamos quejarnos.
Cavamos todo el día, deteniéndonos sólo para tomar un bocado, y trabajamos a la
luz de una vela hasta que estuvimos tan agotados que no podíamos dar una palada
más. Nos tendimos en el suelo y dormimos hasta que amaneció; nos levantamos y
volvimos a la faena.
Cuando nos despertamos para hacer frente a nuestro tercer día de trabajo, como
estábamos al límite del agotamiento, empecé a mostrarme algo gruñón, porque ya
tenía el estómago por los suelos, pero Bill declaró:
—El renombre y la fortuna no se obtienen sin esfuerzo. Quizá hoy el profesor
decida que el agujero es lo bastante profundo. Podemos seguir un poco más sin comer
nada.
Seguimos trabajando, pero a mediodía no podía más.
—Escuche —le dije al profesor, siempre sentado en su escalera, como de
costumbre—. Como dijo Napoleón, un soldado no puede conseguir la victoria si tiene
la tripa vacía. ¿Por qué no nos da un anticipo y nos compra algo de comer? Spike se
ha puesto ciego de ratas, pero yo no soy ni un bulldog ni un chino, y debo comer
regularmente si tengo que seguir cavando.
El profesor meditó un momento y luego declaró:
www.lectulandia.com - Página 99
—Dejen que yo me ocupe de ese asunto, amigos míos. En mi ardor científico no
me había percatado de los aspectos humanos de esta aventura. Iré a buscar algo de
comer. Es verdad que, por el momento, mis recursos financieros son casi nulos, pero
una mente superior está por encima de esas nimiedades.
Se largó y Bill dio unos cuantos picotazos más, reflexionando en lo que había
dicho el profesor. No tardó en preguntarme:
—¿Ha querido decir que no tiene dinero?
—Al parecer, sí —rezongué, hincando el pico en un enorme bloque de cemento.
—¡Hummmmmm! —dijo Bill, y sus cabellos empezaron a erizarse.
Unos instantes después, el profesor estaba de vuelta. Depositó ante nosotros
algunos artículos y declaró con un gesto magnánimo:
—¡Festejen y contenten al hombre interior, amigos míos!
Nos había traído una lata de espinacas y unas galletas saladas.
Mucha gente como Bill y como yo habíamos aprendido a no rechazar nada de lo
que se ofreciera, y aceptábamos cualquier cosa. Nos tomamos unos canapés de
espinacas con galletitas saladas. Luego, cuando volvíamos al trabajo, Bill preguntó:
—¿Creí entender que estaba usted arruinado?
—¡Ay, amigo mío, para expresarlo en el lenguaje del vulgum pecus —respondió
el profesor—, estoy sin blanca!
—Y entonces —preguntó Bill, sujetando el pico por encima de la cabeza—,
¿cómo va a pagarnos?
—Eso, amigos —dijo el profesor asumiendo un aspecto misterioso—, es un
asunto que se arreglará solo. No teman, amigos míos; cobrarán. Les doy mi palabra
de honor. Cuando acaben su trabajo, ¡la riqueza y la fama caerán en su regazo tanto
como en el mío! ¡El trabajo es duro, pero la recompensa será la adecuada, puedo
asegurarlo!
Aquello animó a Bill, que se puso a cavar el maldito agujero con energías
renovadas. Trabajamos como galeotos durante todo el día y, cuando llegó la hora de
la cena, el profesor nos trajo algunas galletas saladas y más espinacas de bote. Alabó
altamente aquellas guarrerías, me refiero a las espinacas, diciéndonos cuánto
alimento energético contenían; tanto habló que sentí un deseo histérico de hundirle la
susodicha lata en el gaznate. El agujero era ya tan profundo que debíamos emplear
una escala para subir y bajar, y Bill y yo empezamos a discutir sobre aquel particular.
Evidentemente, lo que íbamos a encontrar cuando acabáramos el agujero nos
reportaría un montón de pasta. Yo estaba convencido de que estábamos abriendo un
agujero hasta un yacimiento de oro cuya existencia, de un modo u otro, había llegado
a oídos del profesor. Bill, por su parte, pensaba que el profesor había dado con un
mapa que indicaba el emplazamiento exacto donde se hallaba enterrado un botín
pirata. Ambos teníamos los nervios bastante alterados gracias a todas las espinacas
Nada me pone de tan mal humor como ver a un bruto maltratando a un niño. Así que,
cuando vi a un gigantesco chino golpeando a un niño flacucho y lloroso a la entrada
de un callejón, no presté la menor atención a la regla que dice que en Peiping los
blancos deben ocuparse de sus propios asuntos y de nada más. De un mamporro,
obligué a aquel bruto a soltar al muchacho y luego le pateé el trasero vigorosamente
para enseñarle buenas costumbres. Tuvo el morro de amenazarme con un cuchillo.
Aquello me irritó, y le acaricié el mentón con un gancho de izquierda que le hizo caer
cuan largo era en el arroyo, cosa que obligó a los curiosos —todos los chinos lo son
— a dispersarse lloriqueando.
Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y
ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi
última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a
correr a toda velocidad.
Busqué con la vista el bar más cercano, me palmeé los bolsillos y suspiré
resignado. Me disponía a seguir mi camino cuando escuché que una voz declaraba:
—Amigo mío, parece que le gustan los niños.
Pensando que era alguien que se burlaba de mí por haberle dado la última moneda
a aquel mocoso chino, y como siempre soy muy susceptible con esas cosas, me di la
vuelta, encogí el labio superior y llevé hacia atrás el puño derecho.
—Sí, ¿y qué? —pregunté con voz sanguinaria.
—Algo muy digno de elogio, señor —dijo el tipo que había hablado y que, por
fin, podía examinar detenidamente.
Era un hombre alto, de una delgadez extrema y un rostro anguloso. Llevaba un
traje negro y lustroso cuya chaqueta tenía largos faldones; su cabeza estaba rematada
con un sombrero de ala ancha. Tenía un rostro serio y daba la impresión de no haber
sonreído en toda su vida; sin embargo, le encontré simpático.
—Le pido perdón —dije con dignidad—. Creí que me tenía que enfrentar a un
vulgar hijo de... bueno, con cualquier truhán.
Me miró de arriba abajo, meditando sobre mis poderosos y musculosos brazos, mi
torso impresionante y mi rostro feroz en el que se veían las marcas dejadas por cien
batallas.
—Un exterior rudo a veces alberga un alma generosa —observó—. Y esas orejas
de coliflor podrían esconder un corazón de oro. Un hombre que defiende a un niño no
puede ser malo, aunque se parezca a un gorila... oh, le ruego que me perdone. No me
he dado cuenta de que estaba hablando en voz alta. Soy el doctor Ebenezer Twilliger.
Soy el director de la misión de las colinas.
«The Jade Monkey» («El mono de jade») tenía que haber aparecido en Magic
Carpet Magazine, cosa que no pasó nunca, pues el último número que vio la luz de
esta revista fue el de enero de 1934. Su título original era «Sailor Dorgan and the Jade
Monkey»; cuando al fin fue publicado, apareció bajo el seudónimo de Patrick Ervin.
«The Yellow Cobra» («Los Cobras Amarillas») fue vendido a Magic Carpet
Magazine, pero nunca fue publicado. Título original en el manuscrito: «Sailor Dorgan
and the Yellow Cobra», bajo el seudónimo de Patrick Ervin.
«The Destiny Gorilla» («El gorila del destino») se titulaba originalmente «Sailor
Dorgan and the Destiny Gorilla», firmado por Patrick «Dorgan». Ante este error, el
propio Howard tachó la palabra «Dorgan» y escribió encima la palabra «Ervin». Otro
manuscrito inédito.