Arqueologia 23
Arqueologia 23
Arqueologia 23
ISSN: 1669-5186
Editorial Antropofagia. Libertad 1358 piso 4 dto. H CP: C1016ABB Ciudad Aut onoma de Buenos Aires, Argentina. www.eatropofagia.com.ar
Indice
Conferencia Esther Hermitte L@s mestiz@s no nacen sino que se hacen. Homenaje a Esther Hermitte (1921-1990) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Verena Stolcke Dossier de trabajo de campo Hablando Terror: Trabajo de campo en medio del conicto armado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 Kimberly Theidon Historias de la antropolog a argentina Instrucciones y colecciones en viaje. Redes de recolecci on entre el Museo Etnogr aco y los Territorios Nacionales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49 Andrea Pegoraro El Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti: los usos del tiempo en una colecci on de pasados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 Andrea Roca Del seminario permanente Ambig uedad y superposici on de identidades: crianceros argentinos y chilenos en el Alto Neuqu en Rolando Silla Comentario de Rita Segato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Panoramas tem aticos Panorama de la antropologia visual en argentina 1983-2005 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113 Mar an Moya y Camila Alvarez Art culos de investigaci on La moral de los inmorales. Los l mites de la violencia seg un sus practicantes: el caso de las hinchadas de f utbol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 Pablo Alabarces y Jos e Garriga Zucal Las relaciones entre m edicos y pacientes en el marco de una epistemolog a integral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 Octavio A. Bonet (Re)aparecer en democracia: silencios y pasados posibles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 Brenda Canelo y Ana Guglielmucci Anuario de Estudios en Antropolog a Social. CAS-IDES,2005. ISSN 1669-5-186
La ecolog a de los colonos. B usquedas de inclusi on en un territorio ambientalista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187 Brian G. Ferrero El trabajo pol tico o la pol tica como vocaci on de servicio: obligaciones y relaciones interpersonales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199 Julieta Gazta naga Ahorristas de vacaciones: de Villa Gesell al HSBC. Moralidades, familia y naci on Diego Zenobi Colaboraciones Con Elias en China. Proceso civilizatorio, restauraciones locales y poder en la China rural contempor anea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237 Susanne Brandtst adter Comentarios de libros Estigmas y valores etno-nacionales y la constituci on de escenarios laborales informales . . . . . . . . 259 Comentario al libro de Patricia Vargas Bolivianos, paraguayos y argentinos en la obra. Identidades etnico-nacionales entre los trabajadores de la construcci on. . . . Sergio Visacovsky Dar y recibir. La sutileza de las formas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 262 Comentario al libro de Laura Zapata La mano que acaricia la pobreza. Etnograf a del voluntariado cat olico. . . . Adriana Gorlero Las nuevas etnograf as homoer oticas en Argentina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 265 Comentario al libro de Horacio S vori, Locas, Chongos y Gays. Sociabilidad homosexual masculina durante la d ecada de 1990. . . . Carlos Eduardo Figari Antrop ologos en acci on . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 270 Comentario al libro de Isla, Alejandro y Paula Colmegna comps. Pol tica y poder en los procesos de desarrollo. Debates y posturas en torno a la aplicaci on de la antropolog a. . . . Andrea Mastr angelo Antropolog a del American dream de los ej ercitos latinoamericanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 280 Comentario al libro de Lesley Gill The School of the Americas. Military Training and Political Violence in the Americas, . . . M aximo Badar o En memoria Santiago Alberto Bilbao (1930-2006) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 286 Sergio E. Visacovsky Ciro Ren e Laf on (1923 2006) Rosana Guber . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 287 . . . . . . . . . . . 217
L@s mestiz@s no nacen sino que se hacen. Homenaje a Esther Hermitte (1921-1990)
Verena Stolcke 1
. . .dir eis de nuestra parte a los caciques y a los otros principales que nos queremos que los indios sean bien tratados como nuestros buenos s ubditos y vasallos, y que ninguno sea osado de les hacer mal ni da no...porque somos informados que algunos cristianos de las dichas Islas, especialmente de La Espa nola, tienen tomadas a los dichos indios sus mujeres e hijas y otras cosas contra su voluntad, luego como lleg aredes, dar eis orden como se les vuelvan todo lo que les tienen tomado contra su voluntad, y defender eis so graves penas, que de aqu adelante ninguno sea osado de hacer lo semejante, a si con las indias se quisieren casar, sea de la voluntad de las partes y no por de fuerza (Instrucci on al Comendador Frey Nicol as de Ovando, Gobernador de las Islas y Tierra Firme del mar Oc eano, Granada, 16 septiembre 1501, en Konetzke 1956: 4-5). A los hijos de espa nol y de India o de indio y espa nola, nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; fue impuesto por los primeros espa noles que tuvieron hijos en Indias, y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su signicaci on, amo yo a boca llena, y me honro con el. (Garcilaso se la Vega, Comentarios Reales de los Incas, libro IX, cap. XXXI, Buenos Aires, Emec e Editores, 1943 (1606). Dos Mundos ha puesto Dios en las Manos de Nuestro Cat olico Monarca, y el Nuevo no se parece a el Viejo, ni en el clima, ni en las costumbres, ni en los naturales; tiene otro cuerpo de leyes, otro consejo para gobernar; mas siempre con el n de asemejarlos: En la Espa na Vieja s olo se reconoce una casta de hombres, en la Nueva muchas, y diferentes. (Francisco A. Lorenzana Arzobispo de M exico desde 1766 hasta 1772 citado en Katzew, 1996: 108). Conoc a Esther Hermitte a inicios de los a nos setenta en Buenos Aires. Hubo poco tiempo para hablar de nuestros respectivos trabajos. Por lo tanto me alegr o en especial la oportunidad que me ofreci o este homenaje para familiarizarme otra vez con su obra. Esther Hermitte fue una na y original etn ografa. Nadie escapa enteramente de las modas acad emicas pero Hermitte fue una antrop ologa original. Sorprende que en los tiempos actuales que exaltan con tanta insistencia las identidades y diferencias etnicas su aportaci on cient ca pionera est e pr acticamente olvidada. En el primero y principal de sus trabajos etnogr acos en Chiapas, M exico, entre 1959 y 1961, Hermitte se hab a distancia de los es1
tudios convencionales sobre la ladinizaci on de la poblaci on ind gena de entonces (Hermitte 1964). Por ladinizaci on se sol a entender el mestizaje de la poblaci on aut octona con los blancos europeos y/o la adopci on por sus integrantes o por los mestizos de los valores, el lenguaje y las costumbres de las elites criollas descendientes de espa noles o de otros europeos dominantes. En su trabajo de campo en una comunidad Tzetzal encapsulada en una creciente poblaci on ladina, Hermitte document o, en contraste, lo que hoy se llamar an formas de resistencia ind gena. Los miembros de la comunidad estaban, en efecto, adoptando la lengua espa nola y abandonando su vestimenta tradicional pero manten an su propia interpretaci on
Universidad Aut onoma de Barcelona. VStolcke@telefonica.net. Conferencia dictada el d a 9 de diciembre de 2005, CAS-IDES, Buenos Aires.
del mundo, sus mecanismos de regulaci on social, su concepci on no dualista de la persona y su noci on espiritual de las enfermedades y la curaci on a pesar del dominio de los ladinos.
Introducci on
En este homenaje a Esther Hermitte quiero recuperar la pregunta sobre c omo se dieron las relaciones entre elites de procedencia europea y comunidades ind genas, entre conquistadores y conquistados. Pero quiero dar un paso atr as en esa larga historia y analizar las circunstancias socio-culturales e ideol ogicas que dieron origen a las nuevas gentes del Nuevo Mundo y las densas relaciones entre ellas. Las discordancias y crecientes ambig uedades en los modos de reinterpretar esa larga historia hacen necesaria esa retrospecci on antropol ogico-hist orica. Como bien se nalaba Julio Cort azar ya hace alg un tiempo: Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden cansarse y enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos, (pues) hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, echas de la comunicaci on, p ajaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las o mos caer como piedras opacas; empezamos a no recibir de lleno su mensaje o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez m as como signos vivos y a servirnos de ellas como pa nuelos de bolsillo, como zapatos usados. (citado por Redacci on de SERPAL 2001:1). Algo similar ha ocurrido, creo, con palabras tan claves de la antropolog a social como en la formaci on de la sociedad colonial hispano-americana como cultura, mestizaje, identidad, raza, casta que hoy se han vuelto tan ubicuas como ambiguas. Seg un el Diccionario de la Lengua Espa nola, mestizaje reere al cruzamiento de razas diferentes que resulta en un conjunto de individuos nuevos, que engendra mestizos, pero tambi en hace referencia a la mezcla de culturas distintas que da origen a una nueva (Real
Academia Espa nola, Diccionario de la Lengua Espa nola, 22a. edici on, 2001). El t ermino mestizaje ha ingresado al lenguaje popular y medi atico haciendo referencia a casi todos los tipos de mezcla. No queda claro si la palabra es utilizada en un sentido literal, anal ogico o metaf orico. El elemento m as profundo y crucial en la vida y en la historia de una palabra es su origen, en tanto que atesora las circunstancias de su nacimiento, las caracter sticas de su lugar de origen, la memoria de sus signicados, su etimolog a. De aqu que en este art culo voy a trazar el origen y la trayectoria de los mestizos, uno de los nuevos tipos de gentes o personas engendrados por la sociedad y la historia colonial hispano-americana. La trivializaci on del t ermino mestizaje ha tenido como una de sus consecuencias una suerte de inversi on conceptual-ideol ogica. Las palabras pueden excluir y enmascarar los procesos hist oricos. Pero aqu mostrar e que en el desarrollo de la sociedad colonial, la designaci on de las relaciones sexuales entre hombres espa noles y mujeres ind genas como mestizaje, en sentido literal, y para designar sus productos en tanto mestiz@s; en lugar de resultar de diferencias raciales autoevidentes de facto, produjo e institucionaliz o esas distinciones grupales socio-pol ticamente signicativas, estim andolas como su causa. En efecto, actualmente la noci on de mestizaje signica diferencias socio-culturales preexistentes, y las consolida como si fueran realidades supra-hist oricas. Por lo tanto, el estudiar mestizos de cara al resultado obvio de diferencias raciales o culturales es inapropiado, puesto se trata del producto de otros factores que en s mismos no est an relacionados con las diferencias grupales, tales como la organizaci on familiar y los valores hisp anicos, el tipo de uso de la poblaci on ind gena dictada por la econom a y varias otras clases de elementos intermedios (Lockhart, 1998: 332 n.22).
Un Nuevo Mundo
El imperio colonial espa nol y su contraparte portuguesa fueron los pioneros en la expan si on europea en Africa y Am erica, para Adam Smith el evento m as notable en la historia humana. Sus imperios sobrevivieron, m as homog eneos que diversos, en el siglo diecinueve, cuando sus sucesores, los poderes coloniales brit anico y franc es, apenas iban adquiriendo su denitiva sonom a. Hasta 1815 Espa na y Portugal no s olo eclipsaron la expansi on ultramarina europea sino que ense naron al Viejo Mundo c omo conquistar y colonizar grandes territorios en el Nuevo Mundo para tornar provechosos sus vastos recursos naturales y humanos. Las posesiones espa nolas en M exico y Per u eran vistas como las primeras colonias mezcladas en las que una minor a de colonizadores ib ericos crearon un tipo de sociedad completamente nuevo, desconocido hasta entonces, a partir de una gama completa de gentes desconocidas, engendrados por la subyugaci on de las poblaciones ind genas y la explotaci on de los crecientes contingentes de esclavos negros importados de Africa. El principal objetivo de la empresa colonial era, sin duda, el bienestar nacional y el benecio personal. Pero en ese momento, cuando la religi on era inseparable de la pol tica, la Iglesia Cat olica jugaba un rol tan importante como el que tuvo la Corona, en modelar la pol tica colonial americana espa nola y portuguesa, y las interrelaciones con los hasta entonces s olo fugaz o completamente desconocidos pueblos ind genas, y m as tarde con los esclavos africanos. En Brasil, Portugal estableci o la primera plantaci on colonial que fue trabajada por el mayor n umero de esclavos africanos jam as transportado a las Am ericas, bajo el control de una peque na minor a de colonizadores europeos, quienes se empe naron, como hicieron los espa noles, en imponer su civilizaci on, instituciones y cosmolog a metropolitanas al Nuevo Mundo. Pese a las dicultades de comunicaci on y control debido a las enormes distancias que separaban a los establecimientos coloniales de sus metr opolis, Espa na y Portugal consolidaron un herm etico sistema de administra-
ci on directa que contrasta con el ulterior, mucho menos opresivo, gobierno colonial brit anico (Fieldhouse, 1982). Una perspectiva transatl antica es indispensable para comprender y estimar, no s olo el proyecto econ omico y pol tico, de colonizaci on y explotaci on de los recursos humanos y naturales, en los nuevos territorios durante los siglos que siguieron a la conquista, sino tambi en el patr on socio-pol tico que ordenaba las nuevas clases de gentes en el Nuevo Mundo. Este patr on fue el exito de la din amica rec proca entablada entre los principios administrativos metropolitanos, tanto los espirituales-religiosos como los valores sociales relativos al honor social y la jerarqu a, y las circunstancias locales geo-pol ticas. Los mestiz@s y toda la compleja jerarqu a de nuevas categor as sociales implantada por la administraci on colonial y los colonizadores, impusieron una dimensi on social adicional que, sin embargo, suele ser pasada por alto. El mestizaje tuvo que ver, primero y antes, con el sexo y la sexualidad; no obstante, estos nunca deben ser disociados de los signicados sociales en los cuales el intercambio sexual y las relaciones involucradas est an invariablemente fundados. Los ideales de g enero relacionados con el honor social, la moralidad sexual y el matrimonio que suscribieron las relaciones de poder entre los conquistadores y colonizadores y con la poblaci on ind gena, jugaron un rol decisivo en la creaci on de la sociedad colonial. Un c odigo de moral sexual fue una dimensi on constitutiva de la doctrina de la Iglesia Cat olica, algo que la Contrarreforma reforz o y que vinculaba expl citamente la virginidad y la castidad de la mujer, el honor familiar y la preeminencia social, consagrados en la doctrina de la limpieza de sangre subrayada e implementada en el Imperio Espa nol a trav es del poderoso Santo Ocio de la Inquisici on. Y las relaciones de g enero tienen que ver con la moralidad y el poder. Los ideales de la limpieza de sangre estructuraron pol tica, moral y simb olicamente las identidades sociales y jerarqu as tanto como el modo de su perpetuaci on a trav es del tiempo. En el Nuevo Mundo, sus nuevas clases de gentes plantearon nuevos dilemas pol ticos y conceptuales para la limpieza de sangre.
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cedido en tanto ignorantes de las sagradas escrituras. Sus almas peque nas necesitaban el tutelaje de la Corona y de la Iglesia Cat olica, quienes compart an la incumbencia de instruirlos en la u nica y verdadera fe cristiana (Pagden 1982). En tanto gentiles, los habitantes originales de la Am erica Hispana tambi en eran tomados como de sangre pura... sin mixtura de contagio u otra maldita secta (Konetzke 1962: 67). En principio, los Caciques (los gobernantes ind genas) y otros principales (autoridades) disfrutaron de las prerrogativas sociales, dignidades y honores de la nobleza espa nola. En mucho decretos Reales, la Corona expresaba su gran inter es respecto de que los naturales (nativos) de las Indias no sean abusados o maltratados (Konetzke 1953). Con todo, la pr actica colonial fue otra. Por ejemplo, ya los reportes de 1501, allegados a la Metropolis a trav es del gobernador Nicol as de Ovando de La Hispaniola, denunciaban a los colonizadores espa noles en la isla por el hecho de haber tomado en contra de su deseo a las esposas e hijas de los caciques y otras autoridades (Konetzke 1953: 4-5, 9). Desde su llegada, Ovando encontr o trescientos colonizadores castellanos que viv an con mucha libertad y hab an tomado las mujeres locales m as bellas y distinguidas como mancebas (concubinas) (citado en Konetzke, 1943: 219). Pero es de notar que el propio gobernador Ovando tuvo un hijo mestizo en la isla, llamado Diego (Lockhart 1994: 186). La Corona reaccion o frente a este y otros abusos, incitando a los sacerdotes a notar que los indios disfrutaban de la libertad de matrimonio y a casarlos en la Iglesia de acuerdo a los santo sacramentos, e inst o a los espa noles a casarse con las mujeres nativas -y a las espa nolas a hacer lo mismo con los nativos-, a un cuando los indios no estaban bautizados tal como lo requer a un temprano decreto; por lo tanto, en aras de incrementar la evangelizaci on tambi en creci o la poblaci on isle na (Konetzke 1953: 61, 62; Konetzke, 1946; R podas 1977:230-236). Con todo, el creciente n umero de mestiz@s proven a, en su mayor a, de hijos nacidos fuera del matrimonio. En 1533 la Audiencia y la Canciller a Real de Tenutztitl an, Nueva Espa na, requiri o a la Corona que provea un amparo para el gran n umero de v astagos que los espa noles
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hab an concebido con las mujeres ind genas, y quienes hab an sido abandonados por sus padres y viv an entre los indios en la miseria, algunos de ellos en peligro de inanici on y de muerte (Konetzke 1953:147, 427). Sin embargo, los espa noles tambi en pod an dejar a los v astagos concebidos con las mujeres ind genas junto con ellos para que recibiesen una educaci on cristiana, tal como lo suger a un decreto real 1535 (Konetzke 1953: 168). Las mujeres indias se convirtieron en miembros ntimos de la mayor a de las familias de los conquistadores y de los primeros colonizadores instalados en el Nuevo Mundo. Pese a las quejas de la Iglesia, raramente los espa noles aceptaron casarse con las mujeres indias, salvo cuando ellas descend an de las elites ind genas. Hay tambi en registradas cantidad de instancias en las que los conquistadores -Hern an Cortes, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Hernando de Soto, por ejemplo- desposaron a sus antiguas concubinas indias fuera de cierta subordinaci on espa nola a casarse con mujeres socialmente apropiadas de la Metr opolis (Mir o Quesada 1965: 12-13; Ares Queija 2004b; Konetzke 1953: 187, 193). Y para los espa noles tampoco era inusual tener m as de una familia, una en la Pen nsula y otra en la Am erica Hispana (Cook & Cook 1991). Casando a sus anteriores concubinas indias con alg un espa nol de menor rango y cas andose luego con una mujer socialmente apropiada proveniente de la metr opoli. Ares Queija ha examinado el primer registro de bautismo de la Catedral de Lima, en ese entonces, la u nica parroquia de la ciudad. Para esa epoca, el bautismo era obligatorio y los individuos eran bautizados, tanto si nac an de manera leg tima o ileg tima. Los registros se reeren al per odo que va desde 1538 a 1547. En ese momento, no exist an registros separados que indicaran la calidad de los progenitores (su posici on socio- etnica). Este temprano registro contiene un total de 833 entradas de nuevos
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bautismos, de los cuales 347 eran v astagos de espa noles y mujeres nativas -exceptuando tres instancias donde el padre era indio y la madre espa nola-, 75 de padre negro y madre india, salvo un caso; 20 eran v astagos mulatos, de espa noles y mujeres negras o mulatas. Ambos progenitores eran presumiblemente de extracci on espa nola s olo en 120 entradas (Ares Queija 2000: 78-80). Harth-Terr e ha mostrado que el eufemismo utilizado para la concubina india en el registro bautismal era su india (su mujer india), no obstante, la presencia del padre junto con la madre india en la ceremonia del bautismo, indica su cohabitaci on bajo el mismo techo al menos durante el embarazo. S olo en una docena de entradas durante toda la d ecada falta el nombre del progenitor. En ese caso, el hijo era registrado simplemente como el hijo de un cristiano y una mujer india (Harth-Terr e 1965: 132-133). Los mulatos eran un fen omeno familiar para los conquistadores de la pen nsula. El hecho de ser mulat@ fue usualmente registrado en las entradas bautismales. Sin embargo, el t ermino mestizo, aparece por primera vez en las entradas bautismales en 1539, s olo en la entrada del hijo de Pedro, un indio que serv a como mitayo para Don Pedro de Villa Real, el mayordomo de Don Francisco Pizarro (Harth-Terr e: 135). La celebrada Historia General y Natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Oc eano de Fern andez de Oviedo, publicado entre 1535 y 1557, tambi en hace referencia a los mestizos americanos, los mestizos son hijos de cristianos e de indios (1851-1855: I: 105). 2 Inicialmente, la descendencia de mujeres indias y hombres espa noles no era tipicada como una categor a social separada. Ellos tambi en eran considerados como espa noles, siendo preferentemente bautizados como tales. Y los administradores coloniales y colonizadores usualmente empleaban la frase descriptiva hijo de espa nol tenido en india (hijo de espa nol
En el Corpus de la Real Academia Espa nola mestizo es identicado por primera vez en 1487 en un documento concerniente a la refutaci on de la difamaci on de un her etico, cuyo autor, tal como el argumenta, no pod a ser ni cristiano Viejo ni uno Nuevo ni un mestizo; las entradas siguientes son desde 1513 y reeren al mestizo de un perro. La primera entrada que reere a Hispanoam erica es tomada de Fern andez de Oviedo (http://corpus.rae.es/cgibin/crpsrvEx.dll). Alvar tambi en sugiere que el t ermino mestizo ya era conocido en la Pen nsula antes de la conquista (Alvar1987: 162).
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con una mujer india) para designarlos (Konetzke 1953: 147, 168). S olo cuando su cantidad, presencia social y peso legal crecieron en la sociedad colonial, la denominaci on descriptiva fue sustituida gradualmente por una nueva y precisa clasicaci on de categor as sociales. El t ermino mestizo (del lat n mixticius, en el sentido de mezclado) se volvi o, por lo tanto, una denominaci on institucionalizada para identicar a los v astagos de los espa noles con las mujeres indias. A diferencia de las diversas denominaciones regionales para las gentes mezcladas, la de mestizo se torn o una designaci on no ocial para percibir tributos o privilegios, acceso o exclusi on de los ocios p ublicos o religiosos, etc., y as fue utilizada en los registros bautismales y de matrimonio (Alvar 1987). Con el tiempo, el poder performativo de la categor a, ratic o la separaci on y desigualdad de los progenitores de los mestizos en la lucha simb olica respecto de la ubicaci on socio-pol tica colonial. El progenitor indio era usualmente la madre y era percibida de status inferior. Adem as, los mestizos ocuparon una posici on socio-pol tica muy ambivalente, debido a que los ib ericos ten an en cuenta la descendencia de modo bilateral. As , un individuo es la creaci on, la fusi on, la mezcla, de ambos progenitores. A causa de la regla de descendencia bilateral, el matrimonio leg timo entre iguales fue decisivo para preservar y perpetuar los honores sociales. A trav es de sus madres, los mestizos descend an de los habitantes originales del Nuevo Mundo; a trav es de sus padres, descend an de quienes se apropiaron y ocuparon la tierra a trav es de la conquista. 3 La posici on social ambivalente de los mestizos fue mejorada, en tanto ellos no nacieran fuera del matrimonio, algo que, por otra parte, socavaba el valor social y moral de sus madres.
Ser mestizo
En la Am erica Hispana colonial, los indios que sobrevivieron al catastr oco colapso de su poblaci on nativa (Sanchez-Albornoz 1984) y el
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creciente grupo intermedio de los mestiz@s, prontamente fueron econ omicamente desaventajados y socialmente discriminados. El reconocimiento formal de los indios como vasallos de la Corona no los proteg a de las desposesiones de sus tierras y medios de subsistencia, ni del desprecio de los espa noles. A mediados de siglo, muchos espa noles ve an con desconanza y aprehensi on a los mestizos. Estos fueron progresivamente clasicados, en su conducta y posici on social, junto con los mulatos. Por ejemplo, desde los a nos 1540 en adelante ya no hay m as registros de decretos reales que demandasen a los colonizadores a casarse con las indias con quienes cohabitaban. Al contrario, insistentemente se les ped a a los colonizadores a casarse con mujeres de la Pen nsula o a llevar consigo a sus mujeres e hijos. A tal punto era esto as que, en 1538, el Virrey de la Nueva Espa na se le propuso al Rey, quien consinti o enviando un decreto real que compel a a los encomenderos (poseedores de concesiones de tierras) que estaban en posici on de hacerlo, a desposar mujeres de la Pen nsula, con el atractivo de mejorar sus chances en la distribuci on de tierras e indios (Konetzke 1953: 187,193). A un con todo, para los espa noles del per odo de la conquista, el tener dos o varias sirvientes-concubinas al mismo tiempo no signicaba algo inusual (Lockhart 1998: 230-237). El gobernador del Virreinato del Per u junt oa los espa noles que satisfac an sus deseos lujuriosos con las indias que ten an en sus hogares; pero en lugar de plantearles que estaban compelidos a casarse con ellas, las autoridades suger an que a ning un espa nol le era permitido tener una mujer india sospechosa viviendo con ellos, embarazada o que haya dado a luz recientemente, m as all a de estrictas necesidades de servicio dom estico (Konetzke 1953: 209). La posici on de los mestizos se deterior o al tiempo que la jerarqu a social colonial se fue volviendo m as compleja. Los conquistadores de la primera generaci on y las autoridades no ahorraron esfuerzos en asegurar derechos formales de propiedad a sus v astagos mestizos, a trav es de su legitimaci on mediante decreto real (Ko-
Al mismo tiempo se desarroll o un rico l exico de t erminos populares regionalmente distintivo que alud a a las especiales caracter sticas sociales o de personalidad atribuidas a los mestizos (Alvar 1987).
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netzke 1953: 298). Una minor a de conquistadores y colonos desposaron a las madres indias de sus hijos. En la ciudad de Mexico, Nueva Espa na, los espa noles de la Pen nsula fundaron en 1548 el Colegio de San Juan de Letr an denominado Colegio de Mestizos. Algunos mestizos fueron exitosos en ser ordenados sacerdotes, tal como el infame andino perseguidor de idolatr as de origen desconocido, Francisco de Avila (Bernand & Gruzinski 1999: 316-319). El cronista de la conquista, el Inca Garcilaso, hijo ileg timo de un espa nol y una princesa inca, fue seguramente el m as distinguido entre los mestizos que buscaban honores de la Pen nsula (Bernand & Gruzinski 1999: 95). Sin embargo, el tratamiento privilegiado del que disfrutaron algunos mestizos fue excepcional, e introdujo desigualdades sociales entre los propios mestizos, lo que reforzaba su posici on social y pol tica ambivalente. As como en general iban perdiendo terreno social y pol tico, para la d ecada de 1560 la reputaci on de los mestizos empeor o notablemente. Pasaron a ser considerados malintencionados y de malas inclinaciones (Ares Queijo 1997: 42; Konetzke, 1953). Estos eran ep tetos morales pol ticos que suger an que los mestizos no eran conables. En sus reportes, las autoridades coloniales llamaban insistentemente la atenci on hacia el hecho de que los mestizos estaban conduciendo desordenadamente las vidas de los indios. As , en 1568 el Virrey del Per u, Francisco de Toledo, inform o al Rey que dado que sus madres eran indias, cuando los mestizos cometen un crimen se visten como indios y se esconden entre sus parientes maternos (Konetzke 1956: 436). Una vez que la Corona tuvo exito en instalar una maquinaria administrativa efectiva, los decretos reales siguieron limitando las oportunidades de avance socio-econ omico de los mestizos. A mitad de siglo, los mestizos ya se clasicaban con los mulatos y zambos - no obstante, esta era una nueva categor a social que designaba el creciente n umero de v astagos engendrados por hombres negros y mujeres indias, y se nalada la diferencia en status que era atribuida a los negros por contraste con los indios - y compart an algunas de sus incapacidades sociales. Los mestizos ya no fueron admitidos en los seminarios para obtener una educaci on, ni al
clero, y al igual que a los indios y mulatos, pese a que o precisamente porque se sab a que eran excelentes arcabuceros, se les prohibi o cargar armas (Konetzke 1953: 256, 436, 479, 490-491). Tambi en se les impidi o tener ocios p ublicos y reales as como concederles encomiendas, esto es, tener concesiones de tierras reales. La conquista militar y pol tica siempre es tambi en una conquista econ omica. Aquello que fue un premio en la conquista de las Indias no fue el territorio per se, sino los indios que habitaban el Nuevo Mundo y su trabajo. Con las encomiendas de tradici on medieval ib erica, la Corona recompensaba los servicios individuales de los conquistadores. Estas concesiones de tierras habilitaban a los conquistadores al tributo y al trabajo que los vasallos indios deb an a la Corona. En contrapartida, los encomenderos eran compelidos a velar por el bien espiritual y mundano de sus indios. No obstante, los abusos existieron. Los indios trabajaban pr acticamente por nada y su tasa de muerte fue extraordinariamente alta (Crosby 1973; Cook 1981). Las Leyes de Burgos de 1512 fallaron en mejorar la condici on de los indios y en detener su declive poblacional. La encomienda no era una instituci on hereditaria. Desde 1513 en adelante las concesiones de tierra fueron adjudicadas por dos vidas, la del adjudicatario y su heredero. S olo a Hern an Cort es le fue adjudicada una encomienda en perpetuidad. Sin embargo, las elites coloniales demandaban insistentemente la perpetuidad de las encomiendas para permitir a sus descendientes, entre ellos sus v astagos mestizos, consolidar su poder econ omico y pol tico. La Corona y los funcionarios coloniales se opon an a estas recurrentes demandas porque amenazaban la soberan a de la Corona. El desplazamiento de los indios de una encomienda a otra tambi en fue permitido tempranamente (Pacheco R os 2002). El reemplazo laboral fue gran freno a la explotaci on de la totalidad de los recursos coloniales. A mitad de siglo, el Virrey del Per u Francisco de Toledo creaba las reducciones de indios, con la ayuda de misioneros y caciques, en aras de mejorar la fuerza de trabajo ind gena. Las reducciones comportaron grandes dislocaciones y concentraciones de indios en los denominados pueblos
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de indios que contaban con sus propias autoridades. Despu es de 1540, las reducciones se tornaron en un modo generalizado de asegurar el trabajo ind gena en las colonias hispanoamericanas, aunque a menudo fracasaron por los altos niveles de explotaci on que prevalec an en ellas (Coello de la Rosa 1998; Coello de la Rosa 2000). El temprano proyecto de los Franciscanos de establecer dos rep ublicas separadas, de espa noles e indios, prob o su car acter ut opico hacia nales del siglo XVI. En la isla de La Hispaniola los espa noles hicieron in utilmente sus primeros esfuerzos colonizadores al intentar segregar los municipios espa noles de las ciudades indias. Los decretos reales que prohib an a espa noles, mestizos y mulatos residir en las ciudades indias para proteger a los indios del maltrato, la explotaci on y el abuso eran recurrentes en el siglo XVIII (Konetzke 1953: 491, 513, 554, 572, 566).
vas. Las guerras fraticidas entre los conquistadores, respecto de los derechos de propiedad sobre la tierra, el poder y los honores sociales, que rasgaron al Virreinato del Per u desde la conquista y el primer asentamiento, pueden dar cuenta de esta diferencia (The Harkness Collection 1936). Por contraste, el Virreinato de Nueva Espa na sigui o siendo leal al Rey en su mayor parte hasta las luchas de independencia de comienzos del siglo XIX, con excepci on de la sospechada conspiraci on de los encomenderos en la d ecada de 1560, y la rebeli on criolla contra las reformas procuradas por el Virrey, en 1624 (Bernand & Gruzinski 1999, II: 140; Canny & Pagden 1987: 62; Wachtel 1992). En tiempos de inestabilidad pol tica, el lugar ambivalente de los mestizos en la sociedad colonial pod a llegar a ser cr tico. Las situaciones de malestar pol tico que ambas regiones del Imperio espa nol compart an a mitad del siglo XVI pueden ayudar a echar luz sobre la cambiante percepci on y ubicaci on sociales de los mestizos. Algunos autores han sabido sugerir que para los a nos 1560 las autoridades coloniales ve an a los mestizos con desconanza, como una amenaza pol tica (Ares Queijo 1997; L opez Mart nez 1964). Los enfrentamientos entre los descendientes de los conquistadores y las elites criollas con la Corona, respecto de la altamente discutida aplicaci on de la herencia de las encomiendas, no menos que las revueltas indias contra la dominaci on colonial, seguramente pon an a prueba las lealtades divididas de los mestizos. En denitiva, las conictivas aplicaciones de la perpetuidad de las encomiendas y las sublevaciones indias contra la dominaci on colonial, eran dos a reas contempor aneas de conicto que desaaban la soberan a de la Corona y que implicaban potencialmente a los mestizos.
Criollo es la designaci on colonial de los v astagos de los espa noles de la Pen nsula nacidos en las Indias. El t ermino se desparram o para Luso y Am erica francesa. En la colecci on de documentos coloniales de Konetzke, la denominaci on de criollo aparece por primera vez en uno de los numerosos reportes del Consejo de Indias y disposiciones reales sobre el perturbador tema de la perpetuidad de las encomiendas, datado de 1602. El Consejo de Indias, una vez m as, argumenta contra la perpetuidad, porque los encomenderos perpetuos podr an maltratar a los indios y provocar todo tipo de conictos y confusiones, en tanto los Criollos son desordenados en sus gastos; el tributo indio deber a ser siempre empe nado, lo que acarrear a problemas sin n para los indios por parte de los acreedores. . . (Konetzke 1958: 92-93). Pero en una carta de 1567 que Ares Queijo reproduce, Lopez Garc a de Castro, en ese momento gobernador del Per u y presidente de la Audiencia, reere a la rebeli on de 1567 se nalando que estas tierras est an llenas de criollos quienes son los que nacieron aqu , y llenas de mestizos y mulatos . . . (Ares Queijo 2004c: ?).
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Los mestizos tambi en ten an intereses en las prolongadas disputas respecto de la perpetuidad de las encomiendas. Para la segunda mitad del siglo XVI, los beneciarios de las encomiendas se hab an vuelto una suerte de aristocracia colonial. La cuesti on de la perpetuidad de las concesiones de tierra se torn o en un esqueleto de la lucha por el poder entre las elites criollas 4 y la Corona (cf. Konetzke 1953: 340356; 1958: 90-94). En 1542, Carlos V decret o que ninguna nueva encomienda se conceder a de all en adelante, as como que las que ya exist an no pod an ser pasadas a sus herederos, y para asegurar el crecimiento de la poblaci on ind gena, prohibi o la esclavizaci on de los indios, a un aquellos tomados en guerras justas, y su explotaci on para servicios personales (Konetzke 1953: 215-220). Pero los rumores de que el Rey nuevamente estaba buscando limitar la herencia de las encomiendas fueron sucientes para causar una inquietud y descontento generales entre quienes ten an indios en sus concesiones de tierras. Un gran descontento se encendi o a causa de un Rey distante que desatend a los intereses de los hijos de los conquistadores, cuyas fortunas depend an de los benecios derivados de ser encomenderos (Kahler 1974). Las protestas generalizadas surgidas entre las elites coloniales en los Virreinatos del Per u y de Nueva Espa na, forzaron a la Corona a remover los p arrafos m as rigurosos de las Leyes Nuevas (Konetzke 1953: 222-226). 5 A los hijos mestizos de los conquistadores y colonizadores les fueron concedidas encomiendas. Ellos ten an, por lo tanto, un inter es personal en adherir a las quejas de los encomenderos. Esta anidad de intereses hac a a los mestizos totalmente sospechosos para la administraci on colonial, y les daba m as probabilidades de ser acusados, si no de abrigar diagramas de sedici on contra la Corona, al menos de respaldar a las elites criollas. Este fue probablemente el caso que se dio en el Virreinato del Per u durante la inestable crisis que corr a en la d ecada de 1560, y tambi en en el de Nueva Espa na, en ocasi on de la denominada revuelta de los encomenderos de
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1566. Seg un los rumores de la d ecada de 1560, el impedir revueltas por parte de los espa noles contra los representantes de la Corona, causadas por el descontento hacia las pol ticas metropolitanas, parece haber sido com un adem as de la preocupaci on de que los indios podr an rebelarse. En el Virreinato de Nueva Espa na, la sospechada conspiraci on Cort es-Avila -que suele ser referida como la revuelta de los encomenderos de 1566 contra el Rey espa nol-, es otro indicador de que las elites coloniales compart an quejas vis-` a-vis la Corona. Quien era sospechado de liderar la conspiraci on de los encomenderos en Nueva Espa na era Don Mart n Cort es, segundo Marqu es del Valle de Oaxaca. Mart n Cort es ilustra bien las tensiones latentes entre la Corona y los descendientes de los conquistadores nacidos en Am erica, y los primeros colonizadores, frecuentemente mestizos. Martin Cort es fue el hijo ileg timo que Hern an Cort es tuvo con la famosa india Marina, o Malintzin o Malinche, su int erprete y compa nera en la conquista (Lanyon 2004: 148). Martin Cort es fue legitimado y promovido por su padre. A comienzos de la d ecada de 1560, Martin Cort es volv a de Espa na. La tierra dada en perpetuidad a Hern an Cort es hab a sido conrmada, pero ahora el t tulo de Martin parec a haber sido modica se dirigi do en la Metr opolis. El o hacia la Audiencia de Nueva Espa na por sus derechos sobre las tierras, y lo acusaron de haber amenazado en pos de la independencia de la colonia. Finalmente, Mart n Cort es fue condenado como uno de los l deres conspiradores y se exili o en la Pen nsula (Kahler 1974; La colecci on Harkness en la Biblioteca del Congreso de los EEUU 1974; Bernand &b Gruzinski 1999: 139144; Lanyon 2004:148-179). Un serio impedimento para los mestizos, en lo tocante a ser herederos de los t tulos y propiedades de sus padres espa noles, fue, por supuesto, su frecuente ilegitimidad. Con todo, cuando en 1556 el Concilio de Indias consult o al Rey de revisar las Leyes Nuevas, propuso que, en ausencia de un heredero leg timo nacido en leg timo matrimonio, los hijos na-
Para 1629 las encomiendas eran concedidas por tres generaciones en el Virreinato del Per u y por cinco a nos en el de Nueva Espa na, para ser nalmente abolidas en 1718.
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turales (hijos nacidos fuera del matrimonio con solteras que pod an casarse) sean intitulados para heredar una encomienda (Konetzke 1953: 346-347). Esta normativa era aplicada expl citamente a los mestizos y no, tal como se enfatizaba, a los hijos de mujeres negras porque estas asquerosas uniones deben prevenirse en tanto no hay esperanza de que terminan en matrimonio, dado que nadie querr a casarse con una negra a quien haya dejado embarazada (Konetzke 1953: 347). Otros ociales de la Corona, como el Virrey del Per u, Conde de Nieva, eran rmes en su defensa por la perpetuidad de las encomiendas respecto de las posibilidades reales de los mestizos, e inclusive de los mulatos, en suceder las concesiones de tierras de sus progenitores espa noles. Tal como advert a al Rey en un informe de 1562, la posibilidad de los espa noles de casarse con las mujeres indias tendr a calamitosas consecuencias para la conservaci on y el gobierno de las colonias. El gran n umero de mestizos y mulatos que los espa noles hab an concebido con mujeres indias o negras amenazaba con da no y agitaci on en las colonias. Por lo tanto, el recomendaba que se les prohiba a los espa noles desposar indias, esclavas o extranjeras, bajo pena de renunciar a la encomienda y primogenitura, y, por el contrario, obligarlos a casarse con espa nolas para poblar esos territorios espa noles (Levellier 1921, I: 395; Ares Queijo 2000: 44; Ares Queijo 2004c: 16 - draft) 6. Sus contempor aneos estaban seguramente advertidos del hecho de que una prohibici on matrimonial de este tipo dif cilmente pod a prevenir contra los nacimientos ileg timos de mestizos y mulatos. En efecto, ellos eran ociales de la Corona, como el oidor (juez) Serrano de Vigil of Lima quien, en aras de detener el aumento de la poblaci on de mestizos y zambiagos, lleg o al punto de sugerir que se les proh ba a espa noles y negros tener intercambios sexuales con indias so pena de que sus v astagos sean declarados escalvos (Ares Queijo 2004c: 16-17 - draft). La Corona no interfer a, sin embargo, con la libertad de
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matrimonio, consagrada por la Iglesia Cat olica hasta nes del siglo XVIII. Pero el tema controvesial de los v astagos ileg timos de los espa noles fue resuelto formalmente declarando el derecho a heredar de estos, cuando no hubiese v astagos leg timos ni viudas a suceder en la encomienda que obstruya a las autoridades coloniales (Konetzke 1953: 559-566; Canny & Pagden 1987:53). Las revueltas de los indios en contra de la dominaci on colonial, fueron otra fuente de inestabilidad pol tica. En el Virreinato del Per u, la inquietud de la poblaci on ind gena dur o hasta el levantamiento de Tupac Amaru, en 17801783; en contraste con el de Nueva Espa na, donde hab an desarmado a la poblaci on nativa para siempre. Los mestizos pod an y quer an ponerse del lado de sus parientes indios, apoyando y a un participando en las rebeliones ind genas, tal como las autoridades coloniales advert an insistentemente. En la d ecada de 1570, en el Virreinato del Per u, las elites incas se rebelaron contra la Corona con la esperanza de desprenderse del yugo de la dominaci on espa nola. Los u ltimos soberanos incas, desde Manco Capac II en adelante, establecieron su capital en Vilcabamba para escapar a las normas de los conquistadores. Desde Vilcabamba acosaron a las tropas espa nolas con guerra de guerrilla por muchos a nos hasta que, en 1572, un gran contingente de tropas espa nolas bajo las o rdenes de Mart n Hurtado de Arbieto conquist o la fortaleza y tom o prisionero a T upac Amar u y a sus seguidores. T upac Amar u fue apresado por alta traici on y ejecutado p ublicamente en Cuzco, d andole un nal ejemplar a la dinast a inca. Ares Queijo demostr o las conexiones que exist an entre algunos mestizos y el fuerte Inca en Vilcabamba. Hizo esto, adem as de documentar la participaci on activa de un n umero signicativo de mestizos de Cuzco en, al menos, un levantamiento planeado en 1567, m as all a de seis sospechadas conspiraciones contra las autoridades de la Corona (Ares Queijo 2000: 44, 46-48; Bernand & Gruzinski 1999: 68-80).
Mis muy especiales agradecimientos a Berta Ares Queijo por enviarme la Carta informaci on a S.M. del Conde de Nieva, Virrey del Per u, y comisarios del Per u, acerca de la conveniencia de perpetuar las encomiendas y repartimientos de indios del Conde de Nieva, Los Reyes del 4 de mayo de 1562, que contiene dicha propuesta.
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espa nolas de nacimiento, honor, pureza, sangre y fe, estaban ntimamente relacionados. Cuando, para comienzos del siglo XVIII, los mulatos, pardos, zambos, zambaigos y otras castas de origen viciado se volvieron numerosos, la limpieza de sangre como un criterio b asico de clasicaci on social comenz o a aparece con una creciente frecuencia en los documentos ociales en que se basaban los requisitos de admisi on para el sacerdocio, los seminarios y los cargos p ublicos (Konetzke 1962: 824). La expansi on transatl antica del Imperio espa nol fue la prolongaci on pol tica e ideol ogica de los Reinos Cristianos peninsulares. La legitimidad de la conquista de las Indias resid a en el compromiso de la Corona de desplegar la fe cristiana en los nuevos dominios. S olo a los antiguos cristianos les estaba permitido asentarse en los nuevos territorios. Los tipos de pueblos a los cuales se estimaba como amenaza para la unicaci on cristiana del Nuevo Mundo, y como un peligro para la nueva evangelizaci on de las Indias, ten an la entrada prohibida. Los africanos participaron como esclavos en las primeras expediciones al Nuevo Mundo. Los primeros negros, mulatos y esclavos llegaron desde la Pen nsula en el s equito de los conquistadores, y fueron conocidos como negros ladinos, negros mansos o negros de Castilla o Portugal, porque eran familiares con sus respectivos lenguajes e idiosincrasias y se asum a bautizarlos. La primera instrucci on real en la que los Monarcas Cat olicos autorizaron la entrada de los esclavos negros en sus posesiones de ultramar, estaba dirigida al gobernador Ovando en 1501,
En 1806 un funcionario de la Corona comparaba retrospectivamente la ubicaci on social relativa de los mestizos contrast andolos con los mulatos, en respuesta a una solicitud de un mulato para que su descendencia sea dispensada de su condici on de mulatos y puedan acceder a tener cargos. De acuerdo al funcionario de la Corona, se pod a distinguir tres per odos en la condici on de los mestizos en los primeros tiempos que siguieron a la conquista. Sin denegar ellos su origen y naturaleza los mestizos fueron al principio excluidos de los cargos y empleos p ublicos porque eran ne otos, viciosos y ten an malos h abitos, eran bastardos de nacimiento ileg timo y no pod an, por lo tanto, ser empleados de los juzgados ni notarios. Siguiendo el primer y segundo Concilio, y en vista del miedo de los sacerdotes que conoc an los lenguajes ind genas, los mestizos fueron entonces admitidos al sacerdocio a un cuando eran ileg timos. Dada cuenta de tales abusos, los obispos luego decretaron eso, en aras de que, para ser ordenados, los mestizos tuvieran que presentar prueba satisfactoria de su origen adecuado (Konetzke 1962: 821-824). Tan tarde como en 1806 un abogado real respondi o a una solicitud que ven a de Caracas para dispensar de la condici on de pardo (mulato) en forma negativa, se nalando que las prerrogativas sociales de los mestizos no deb an hacerse extensivas a los negros y mulatos porque . . .la evidencia muestra que los individuos que pertenecen a estas castas corruptas (cargan) una notable inferioridad en comparaci on con los blancos y los mestizos leg timos. Sin embargo, los mestizos ileg timos eran una subdivisi on de las castas corruptas, incapaces de obtener exenciones reales (Konetzke 1962: 823-824).
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ordenando que a ning un moro o jud o, tampoco her etico, ni reconciliado ni cat olicos conversos recientemente a la fe cristiana, salvo si eran esclavos negros u otros esclavos que hayan nacido en las posesiones de nuestros s ubditos cristianos, le estaba permitido llegar a Hispanoam erica (citado en Friedemann 2005: 2). El edicto de los no cristianos y/ o her eticos en su pasaje a las Indias fue r apidamente extendido a sus descendientes y prevaleci o tambi en en el siglo XVIII. Para 1513, el Rey dio la instrucci on de que ning un hijo o nieto de un individuo calcinado por la hoguera de la Inquisici on, ni tampoco el hijo de un reconciliado, ni el hijo o nieto de un jud o o un moro entre a las Indias (Konetzke 1953: 59). Las persecuciones brutales de la Inquisici on, los fallos y ejecuciones de jud os en Am erica demuestran que una cantidad desconocida de nuevos cristianos, m as jud os conversos que moros, fueron, sin embargo, a Hispanoam erica presumiblemente escapando de la persecuci on en la Pen nsula (Silverblatt 2004) 9. Se ha estimado que, aproximadamente, de 10 a 15 millones de africanos fueron transportados a Am erica (Curtin 1969; Klein 1999). Cuatro quintos del total de los esclavos africanos que arribaron al Nuevo Mundo fueron transportados durante los 150 a nos que van desde comienzos del siglo XVIII a mitad del XIX (Klein 1986: 93). Ellos fueron transpor9
tados a la Indias para sustituir la fuerza de trabajo ind gena que hab a sido diezmada por el trabajo forzado en las minas, las reducciones, las hambrunas, enfermedades y conictos armados, tal como procedi o la expansi on imperial (Sanchez-Albornoz 1984). Cuando la poblaci on ind gena de las principales regiones del Imperio r apidamente declinaba, hacia nes del siglo XVI, los colonos y administradores demandaron con creciente insistencia reemplazos a la Corona. En el u ltimo quinquenio del siglo XVI, el comercio de esclavos africanos alcanz o un primer pico (Sanchez-Albornoz 1984). La doctrina religiosa ib erica de la pureza de sangre de los honores y distinciones sociales, experiment o una notable revitalizaci on cuanto m as y m as esclavos africanos arribaban a Hispanoam erica. A nes del siglo XVII, la sociedad colonial se hab a vuelto extraordinariamente compleja y uida. Lejos de constituirse en un orden social jer arquico cerrado e impermeable, un mosaico multicolor de desigualdades hab a desarrollado intrincadas intersecciones entre nacimiento, clase socioecon omica, honor y sangre en la intensa lucha por el status social, especialmente en la zona intermedia de la sociedad. Entre las elites y peninsulares, la obsesi on por el matrimonio y el nacimiento leg timos como prueba de la pureza de sangre se intensic o en las generaciones sucesivas. En
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Silverblatt quien cita a Liebman (1975:31-32) indica que el apogeo de la caza de jud os en las Am ericas fue alcanzado entre 1635 y 1649. En este per odo, los inquisidores de M exico, quienes fueron los m as activos en la persecuci on de los jud os, y los de Per u hablaban sobre la gran conspiraci on de los jud os. En M exico casi 300 jud os fueron puestos a prueba por la Inquisici on, comparados con los aproximadamente 180 en Per u (Silverblatt: 2004: n.3, 263-264). Esta fue la dram atica consecuencia de la persecuci on de los jud os, que en Espa na comenz o en el siglo XIV (Nirenberg 1996). En 1348, las leyes espa nolas de Las Siete Partidas ya hab an declarado a los jud os una naci on extranjera. Esta estigmatizaci on fue seguida de varias leyes que revelan la animosidad creciente contra los jud os, tal como en toda Europa. Hasta el siglo catorce, los jud os y tambi en los musulmanes hab an vivido pac camente en la Pen nsula ib erica, a menudo en estrecha asociaci on con la Corte y la nobleza. Pero luego hubo una oleada de ataques contra las juder as y masacres sangrientas de jud os se desparramaron a trav es de Castilla, Aragon, Catalunya, Valencia y Sevilla en el seno de nuevas tensiones pol ticas entre nobles y cortesanos. Para escapar a la persecuci on, la p erdida de la propiedad, e inclusive a la muerte, los jud os se sintieron compelidos a convertirse al cristianismo o a buscar refugio en el vecino Portugal, donde prevalec a una atm osfera menos represiva para con los jud os. In 1449, luego de una renovada revuelta popular, el Concilio de Toledo adopt o el primer estatuto de pureza de sangre. Esta vez, la c olera popular estaba dirigida contra los nuevos cristianos (jud os conversos) adinerados, cuyas propiedades fueron conscadas. Esta revuelta se dijo haber sido disparada a causa de un nuevo y pesado impuesto que impuso la Corona, seg un se arma, instigada por un inuyente mercader converso. En 1536 fue fundada una rama portuguesa de la Inquisici on que persegu a a los jud os convertidos al cristianismo. En 1734 la Corona insist a que todas las distinciones y honores (sean eclesi asticos o seculares) acordados a los castellanos nobles ser an acordados para todos los caciques y sus descendientes; y a los indios menos ilustres o sus descendientes, que sean limpios de sangre sin mezcla o de una secta condenada . . .para lo que las determinaciones reales se encuentran calicadas a trav es de Su Misericordia by Your Mercy para cualquier empleo honor co (Konetzke, 1962: 217).
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la Pen nsula ib erica, las ordenes seminaristas y religiosas requer an una prueba geneal ogica de la pureza de sangre a sus miembros desde el siglo XV. En Hispanoam erica, la prueba de la pureza de sangre comenz o a ser m as rmemente demandada para la admisi on en todos los tipos de cargos p ublicos y religiosos y en el matrimonio, al tiempo que se multiplicaban las nuevas clases de gentes dado que sus aspiraciones de mejorar su posici on socio econ omica reforzaban la desconanza geneal ogica general. Como he indicado anteriormente, los descendientes de la poblaci on nativa original eran tanto vasallos de la Corona como gentiles, y pose an sangre pura (Konetzke 1962: 66-69, 217). 10 Era ileg timo, por lo tanto, reputar a los indios como de mala raza, tal como, por ejemplo, el Consejo de Indias instruy o a las autoridades coloniales de la Habana en 1778 (Konetzke 1962: 437). La mixtura de ancestros de muchas castas era tambi en, por contraste, una constante fuente de incertidumbre geneal ogica, porque pod an estar contaminados con ancestros negros africanos o mulatos y/ o porque su nacimiento ileg timo tornaba imposible determinar su verdadero origen. 11 De este modo, en 1768 el Rey instruy o a la Audiencia de Lima a prohibir la admisi on a los Colegios Reales y a la Universidad para graduarse en derecho a todos aquellos que no hayan atestiguado debidamente su legitimidad y pureza de sangre, en vistas del da no perjudicial hecho a la Rep ublica y al buen gobierno a causa de la multitud de abogados de oscuro nacimiento y modales enfermos que abundan en este Reino . . .a remediar esta injuria que es tan da nosa al p ublico al tiempo que es vergonzoso para quienes no est an manchados por la asquerosa blasfemia del tan vil nacimiento de zambos, mulatos o a un castas peores, con quienes los hombres de regular condici on se sienten avergonzados de tener relaciones sexuales. . . (Konetzke 1962: 340-341).
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La palabra casta que actualmente se asocia con el sistema de casta indio, fue introducida en el sur de Asia como un concepto ib erico que refer a a la gente denida por sangre. En la Am erica espa nola, casta inicialmente se nalaba la limitada naturaleza de las desigualdades de poder entre los colonizadores espa noles, los indios y los esclavos africanos. Pero en cambio, con el tiempo, casta se transform o en un t ermino gen erico que refer a a la gran cohorte de gente mezclada (Schwartz & Salomon, 1999: 444). Nadie aparece teni endolo investigado, sin embargo, en la Am erica espa nola y bajo esas circunstancias, cuando casta refer a al linaje, transformaba su signicado en mezcla.
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experiment o un cambio de signicado en Hispanoam erica (Boxer 1978:92). La doctrina ib erica de la limpieza de sangre fue u nica en la Europa medieval tard a en tanto sistema legal y simb olico que suscribi o la persecuci on de cr menes contra el cristianismo (sobre todo juda smo e islamismo), y fue introducida al comienzo de la modernidad. La Inquisici on espa nola fue la u nica corte con jurisdicci on sobre la limpieza de sangre, y mediaba entre los te oricos de la estigmatizaci on y la exclusi on, y la gente, popularizando la idea de que todos los conversos eran sospechosos. 12 Mucho ha sido escrito respecto del refuerzo de los estatutos de la pureza de sangre por parte de la Inquisici on espa nola, y sobre la atm osfera de desconanza y aprehensi on que provocaban las investigaciones geneal ogicas en la Pen nsula Ib erica (Sicro 1979; Canessa de Sanguinetti 2000: p.106; Z un iga 1999). A un es poco lo que se conoce de los or genes y el signicado simb olico de la limpieza de sangre. El ideal de la pureza de sangre se basaba en una ideolog a geneal ogica que enraizaba en el honor y el status para legitimar el nacimiento de antiguos cristianos como prueba de pureza, esto es, de sangre cristiana. Este ideal atribuye una responsabilidad especial a los hombres sobre el control de la sexualidad de las mujeres, en el hecho de asegurar su virginidad y castidad antes del matrimonio y, conforme a eso, prevenir que la sangre impura se inltre en el linaje. La pureza de sangre fue entendida como la cualidad de no tener un ancestro que haya sido moro, jud o, her etico o penitenciado (alguien condenado por la Inquisici on). Los honores sociales y las prerrogativas estaban enmarcados en t erminos religiosos y culturales, no s olo por canon legal sino por la voluntad divina de Dios; la sangre pura testicaba una fe cristiana genuina y constante. La oposici on entre pureza e impureza, que no permit a gradaciones de pureza espiritual, hac a referencia a cualidades morales. La sangre impura era entendida como aquella que cargaba con la mancha indeleble
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de descender de los jud os que mataron a Jesucristo, y de los musulmanes que rechazaron reconocer a Jesucristo como el hijo de Dios. La sangre era concebida en un sentido metaf orico, como veh culo de pureza de fe que transmit a vicios y virtudes religiosos y morales de una generaci on a la otra. (Z un iga 1999: 429-434). La pureza de sangre era determinada a trav es de las investigaciones geneal ogicas que buscaban determinar la fe religiosa, en un contexto donde el Catolicismo era la u nica y u ltima fuente de sentido y conocimiento sobre el orden en la sociedad y el universo. La importancia de la genealog a como prueba de descender de ancestros cristianos a trav es de generaciones, transform o la conducta sexual de las mujeres cristianas en la garant a de origen puro. En el siglo XV, comenzaron a ser demandadas las pruebas de sangre que reservaban los cargos civiles, eclesi asticos y militares de distinci on social a los viejos cristianos. Las alianzas matrimoniales entre viejos y nuevos cristianos han sido, para los u ltimos, un camino para adquirir status social ocultando sus or genes. Ahora a los cristianos tambi en se les requer a presentar pruebas de sangre para casarse, y la Inquisici on pod a impedir autorizaciones de matrimonio cuando el background puro de las familias involucradas estaba abierto a la duda. Cualquier persona nacida fuera del matrimonio se volv a sospechado de impureza (Tucci Carneiro 1988: 99). De acuerdo con los preceptos cristianos , la conversi on al catolicismo como la u nica fe verdadera pod a, sin embargo, redimir la mancha que portaban los no-creyentes. A trav es del bautismo, jud os y musulmanes pod an ser como los gentiles (D az de Montalvo, citado en Kamen 1985: 158). Los gentiles, en tanto que diferentes de los ineles o her eticos, eran ne otos genuinos porque hab an sido ignorantes de las leyes de Dios antes de la conversi on, tal fuera el argumento que fuese luego aplicado a los nativos americanos. Las intensas disputas entre los funcionarios de la Inquisici on y entre las elites, respecto del
La inquisici on hab a sido creada por una bula promulgada por el Papa Sixto IV en 1478, autorizando a los monarcas cat olicos a designar a los eclesi asticos para que investiguen y castiguen a los her eticos, especialmente a los conversos sospechosos de la pr actica clandestina del judaismo (Kamen 1985; Boxer 1978).
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refuerzo de los estatutos aumentaron en lo concerniente a la limpieza de sangre. En consecuencia, en la Pen nsula los antiguos cristianos genuinos terminaban siendo pocos, puesto que la nobleza, no menos que la gente com un, pose a desde hac a mucho tiempo intermatrimonios con musulmanes y jud os. Los desastrosos efectos pol ticos, de cara a la unidad religiosa y nacional del Imperio Espa nol, que tuvieron las investigaciones de la pureza de sangre, tambi en fueron evidentes para muchos pensadores contempor aneos durante el siglo XVII. Los opositores advert an sobre las consecuencias econ omicas y demogr acas de los estatutos y de la gran cantidad de conversos fugados de la Pen nsula. Ellos argumentaban que los estatutos eran, sobretodo, contrarios a los c anones o leyes civiles, as como a la tradici on b blica, porque negaban a los conversos el benecio de la redenci on a trav es de la puricaci on del bautismo. Las opiniones chocaban respecto a s la pureza de sangre era materia de la pr actica religiosa o si se refer a a una suerte de rasgo esencial, innato. Pese a estos disensos, se prob o imposible librar a Espa na de lo que se hab a vuelto un obsesiva ansiedad respecto de los honores y distinciones sociales, que, luego aumentaron en lo concerniente al nacimiento, matrimonio y legitimidad (Sicro 1979: 259-342). A los conquistadores y colonizadores en Am erica le resultaba familiar la esclavitud africana, puesto que la esclavitud form o parte de la sociedad ib erica del siglo XVI, especialmente en Andaluc a, y s olo declin o en el XVIII precisamente cuando la esclavitud africana se expandi o enormemente en las plantaciones alrededor de la regi on del Caribe. Los portugueses dominaban el comercio de esclavos desde Africa occidental hasta la pen nsula Ib erica. Las primeras cargas de esclavos arribaron a mediados del siglo XV. Durante la primera mitad del siglo XVI, en Granada la mayor a de los esclavos proced an de lo que se conoc a como Guinea, ahora Senegal, Gambia, Guinea Bissau, Guinea Conakry, parte de Mali y Burkina Faso (Martin Casares 2000). Los piratas espa noles tambi en capturaban esclavos verbe res de fe musulmana en el norte de Africa. Y cuando los moriscos (musulmanes conversos) se rebelaron en la vigilia de Navidad de 1568,
se tornaron igualmente expuestos a ser esclavizados. Durante el siglo XVI un porcentaje estimado del 14% de la poblaci on de Granada, predominantemente mujeres, eran esclavas utilizadas en el servicio dom estico (Martin Casares 2000). En los ojos de los contempor aneos no exist a una casta m as baja que la de los negros y esclavos originarios de Guinea. Los tracantes portugueses de esclavos en Luanda, por ejemplo, conceb an a los esclavos africanos negros como brutos sin inteligencia ni entendimiento y casi, si uno puede decirlo, seres irracionales (citado en Boxer 1963: 29). Los escla vos del norte de Africa disfrutaban del doble benecio de pertenecer a la, en cierto modo superior, aunque despreciada, cultura musulmana. Los manumisos esclavos negros, negros nacidos libres o mulatos portaban la mancha de descender de esclavos b arbaros. En la opini on popular de la pen nsula, el color oscuro de su piel revelaba su calidad cultural manchada. Contrastando con la intensa controversia escol astica que despert o la justicaci on de la conquista de Am erica, es decir la naturaleza de los indios y su esclavitud (Pagden 1982); los pensadores contempor aneos, los pol ticos y la Iglesia en Espa na y Portugal, no sent an remordimientos morales respecto de la esclavizaci on de negros africanos. Nadie disputaba la justicaci on aristot elica de su esclavitud natural. Conquistadores, administradores coloniales y el clero, transportaron esas ideas socio religiosas, ideales y ansiedades al Nuevo Mundo. En la Am erica espa nola colonial, el principio de la limpieza de sangre identicaba y colocaba a los esclavos negros, y a todos los sospechosos de descender de ellos, aparte del resto de la poblaci on. La sangre negra signicaba sangre impura, y presentaba la indeleble contaminaci on de la esclavitud de esos africanos que, de acuerdo a las ideas europeas tomadas de Arist oteles, estaban por debajo de la palidez de la civilizaci on en tanto descend an de los b arbaros esclavos africanos de Guinea. Una sonom a negra o mulata era el signo visible de esta genealog a b arbara. La introducci on de esclavos africanos en una escala masiva import o dos problemas, uno econ omico y otro moral. La magnitud del
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tr aco de esclavos plante o considerables dicultades econ omicas y pol ticas de organizaci on y control para Espa na (Bowser 1984:139). Y en las colonias algunos misioneros tem an que grandes cantidades de esclavos africanos pudiesen corromper las fr agiles almas de los nativos, quienes hab an llegado tan recientemente al cristianismo. Los esclavos africanos eran vistos como irremediablemente impuros. De aqu que, mientras que la sangre espa nola estaba pensada como pasible de prevalecer sobre la india en tres generaciones de mestizaje, la mancha de la sangre negra era indeleble (Katzew 1996:11-12). 13 Los estudiosos de la sociedad colonial hispano americana han ignorado el importante rol socio pol tico que jug o la doctrina de la limpieza de sangre en la creaci on de la sociedad hispano americana. O bien, en lugar de preguntarse por el signicado metaf orico de la noci on medieval de sangre, tomaron a las diferencias fenot picas entre la poblaci on colonial en funci on de su valor, y partieron de asumir que la limpieza de sangre representaba un principio racialista de clasicaci on social. 14 Los estudiosos de la jerarqu a de g enero relacionada con las desigualdades sociales tambi en han tendido a asumir a la raza y/ o a la clase social como estructuradoras de la sociedad colonial (Socolow 1978; Arrom 1985; Socolow 1987; Silverblatt 1987; Seed 1988; Lavrin (ed.) 1989;
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Due nas Vargas 1996; Ramirez 2000). Twinam es una excepci on. En su detallado estudio de las din amicas de los honores sociales, matrimonio, legitimidad y g enero en la sociedad colonial Hispanoamericana, ella indag o en los precedentes metropolitanos de la limpieza de sangre basados en las peticiones dieciochescas de legitimaci on real, donde destaca las discriminaciones sociales individuales de nacimiento ileg timo, sufridas a causa de las incertidumbres respecto de la pureza de sangre en tanto que prueba de pureza social. Tal como ella concluye, Para el siglo XVIII el v nculo entre limpieza, legitimidad y honor estaba completamente institucionalizado en las tradiciones discriminatorias que la historia espa nola hab a combinado (Twinam, 1999: 47). Sin embargo, Twinam emplea nuevamente raza y pureza de sangre de modo indistinto para la Espa na medieval tard a, argumentando que los estatutos de pureza de sangre manten an alejados a los racialmente mezclados e ileg timos de poseer un cargo (Twinam 1999: 47, mi enfasis; Silverblat 2004). 15 Genuinas excepciones en esta tendencia a relacionar la limpieza de sangre con la raza, son Schwartz y Salomon, y tambi en Z un iga. Ellos han insistido con raz on en que el uso colonial temprano de un lenguaje geneal ogico de nacimiento y sangre para denir las fronteras sociales, debe distinguirse del racismo moderno que hace su aparici on
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Tal como Katzew cita de la Idea compendiosa del Reyno de Nueva Espa na (1774) de Pedro Alonso OCrouley ...las calidades y linajes de que estas castas se originan; son espa nol, indio y negro, sabido es que de estas dos u ltimas ninguna disputa al espa nol la dignidad y estimaci on, ni alguna de las dem as quiere ceder a la del negro, que es la m as abatida y despreciada...Si el compuesto es nacido de espa nol e indio sale la mancha al tercer grado, porque se regula que de espa nol e indio sale mestizo, de este y espa nol castizo, y de este y espa nol sale ya espa nol...porque se encuentra que de espa nol y negro nace el mulato, de este y espa nol morisco, de este y espa nol tornatr as, de este y espa nol tenteenelaire, que es lo mismo que mulato, y por esto se dice y con raz on que el mulato no sale del mixto, y antes bien como que se pierde la porci on de espa nol y se liquida en car acter de negro, o poco menos que es mulato. Por lo que respecta a la confecci on de negro e indio sucede lo mismo; de negro e indio, lobo: de este e indio chino, de este e indio albarazado, y todos tiran a mulato. (Katzew, 1996: 109). Kamen, por ejemplo, sugiere para la Pen nsula ib erica que aquello que comenz o como una discriminaci on religiosa y cultural se transform o, alrededor de mediados del siglo XVI, en una doctrina racista del pecado original del tipo m as repulsivo (Kamen, 1985: 158). Sin embargo, de acuerdo con Seed, durante los primeros dos siglos luego de la conquista, en el Virreinato de M exico, donde la oposici on prenupcial de los padres ocurr a predominantemente entre grupos socioecon omicos pr oximos de espa noles y criollos por motivos de riqueza, la limpieza de sangre no era un tema en una sociedad estructurada por la raza. Cuando la legislaci on real expl citamente demand o pruebas de la limpieza de sangre en funci on de hacer exitosa la oposici on de los padres al matrimonio, hacia nales del siglo XVIII, las razones de disenso fue la disparidad racial (Seed 1988: 330, n.6; R podas 1977). En la d ecada de 1980, se desarroll o una gran controversia respecto de la estructura social colonial cuando los defensores de la visi on de que la identidad etnica condicionada la ubicaci on social de un individuo en la sociedad colonial tard a criticaron a historiadores como Seed, quien manten a que la clase social se hab a vuelto m as importante que la raza (Garavaglia & Grosso 1994: 39-42; Arrom 1985).
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s olo en el siglo XIX (Schwartz & Salomon 1999: 443-478; Schwartz 1995; Z un iga 1999). De hecho, el examinar los signicados simb olicos que informan las categor as y jerarqu as sociales desarrolladas en la sociedad colonial hispanoamericana de cara al antecedente metropolitano, no es sino trivial por varias razones. En primer lugar, cuando se aplican signicados culturales presentes al pasado, el an alisis hist orico corre el riesgo del anacronismo. Las categor as de ubicaci on social que he examinado no s olo suscrib an la identicaci on y el tratamiento de las poblaciones ind genas y de los esclavos africanos, restringiendo sus chances de mejora social en modos particulares, lo mismo se aplicaba a sus v astagos mezclados. En efecto, durante los dos primeros siglos que siguieron a la conquista, la doctrina de la limpieza de sangre era una conceptualizaci on moral y religiosa de ubicaci on social y discriminaci on. Pero esta interpretaci on religiosa no hizo a la temprana jerarqu a social de honores ni mejor ni peor que el moderno racismo, s olo la hizo hist oricamente especica. A un cuando los estudiosos usan el controvertido t ermino de raza en un sentido descriptivo antes que anal tico, esto sigue siendo hist oricamente enga noso, porque elude la pregunta fundamental de c omo los americanos entend an la identidad social y las desigualdades en su propia epoca. En segundo lugar, interpretar cualquier ideolog a que enra za las cualidades sociales y al status en el nacimiento, la genealog a, el linaje o la descendencia en un sentido racialista implica, en u ltima instancia, la insostenible conclusi on de que todas las sociedades premodernas, incluyendo las tradicionalmente estudiadas por los antrop ologos, estaban organizadas en funci on de l neas raciales (Nirenberg 2000: 42; Schwartz 1995:189). Finalmente, dado que los modos de clasicaci on e identicaci on social que estructuran una sociedad modelan el modo en que se organiza su reproducci on social, el signicado simb olico que revest a la limpieza de sangre tuvo consecuencias para el modo en que eran forjadas socio-pol ticamente las concepciones y las relaciones entre hombres y mujeres. Como mostrar e m as adelante, si bien cuando el estatus social es predicado respecto al nacimiento, la
sangre, este indica una descendencia concebida sobre todo para ser bilateral, las mujeres y el control de su sexualidad se volvieron decisivos para los hombres en su competencia por y para reproducir los honores sociales pese a las proezas o m eritos socio-pol ticos individuales. Esto se debe a que s olo las mujeres son las que pueden garantizar un nacimiento leg timo y socialmente adecuado. Como dice el antiguo adagio, mater semper certa est.
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porque en ese caso prevalece su agravio a la injuria de los padres del prominente pues a ellos no se sigue notable deshonra ni grave da no del casamiento y a ella s de no casarse (citado en Martinez-Alier 1974: 101). Esta es una muy elocuente ilustraci on de la estrecha asociaci on que se desarroll o en el Imperio colonial espa nol entre la jerarqu a social, las concepciones de la sexualidad femenina, el honor familiar, las relaciones de g enero y el orden del Estado. El cuerpo sexuado se volvi o tan importante como para estructurar toda la f abrica sociocultural y etnica engendrada por la conquista espa nola del Nuevo Mundo. Cuando la sociedad colonial se volvi o pol ticamente organizada y simb olicamente conceptualizada, las normas sociales, jur dicas y religiosas respecto de la moralidad sexual y las relaciones de g enero interactuaron en m ultiples formas con la desigualdad sociopol tica. El g enero no reere a las mujeres per se sino a la concepci on socio-pol tica de las mujeres en sus relaciones con los hombres, en tanto que seres humanos sexualmente identicados. La experiencia de la Am erica hispana colonial permite trascender la letan a convencional de clase, raza y sexo/g enero, sexualidad, porque provee un ejemplo especialmente claro de c omo gen ero/sexo, etnicidad/raza y clase interactuaban en el nuevo sistema de identicaci on, clasicaci on y discriminaci on social que emergi o en el Nuevo Mundo. He argumentado que durante los dos primeros siglos despu es de la conquista, la doctrina de la limpieza de sangre concern a m as a lo moral-religioso que a las cualidades raciales. La categor a moderna de raza fue introducida en el Nuevo Mundo reci en en el siglo XVIII. No obstante, ambos sistemas de jerarquizaci on social ten an en com un, el hecho de que basaban el status socio-pol tico en la genealog a. La jerarqu a social estaba basada en el nacimiento y en las l neas de descendencia bilaterales. Pero qu e se pensaba que era aquello transmitido a trav es de la sangre cambi o desde cualidades moralesreligiosas redimibles hacia caracter sticas grupales morales e intelectuales innatas. A causa de que se pensaba que la posici on social estaba determinada primero y sobre todo
por la genealog a, en su fervor por salvaguardar sus honores sociales cum pureza de sangre, las elites coloniales aspiraban a casarse entre ellas para asegurar la pureza social condicionada a trav es del nacimiento leg timo de sus v astagos. De lo contrario, bajo estas circunstancias, las clases bajas dif cilmente pod an casarse. Las elites coloniales reproduc an el c odigo de honor metropolitano adapt andolo al nuevo ambiente colonial, esto tornaba a la b usqueda de pureza dependiente de una moralidad sexual donde la virginidad y la castidad de las mujeres estaban puestas como valores superiores. El v nculo entre pureza social y virtud sexual femenina se manifestaba en una ideolog a de g enero que dotaba a los hombres del derecho y la responsabilidad de controlar los cuerpos y la sexualidad de sus mujeres. Esto era as , precisamente, porque el valor social de un individuo depend a primordialmente de los antecedentes geneal ogicos de ella/ el, en lugar de ser algo adquirido a trav es de las acciones o el comportamiento. Mientras que los hombres pod an ganar honores sociales a trav es de haza nas heroicas, pero luego necesitaban seguir el c odigo de honor para no perderlos, las mujeres s olo pod an perder su honor/virtud. Precisamente, por el peso estructural de la genealog a en determinar el status social, la sociedad colonial se hab a vuelto, hacia el siglo XVIII, un complejo y uido escalonamiento de desigualdades -el resultado de las interrelaciones entre el criterio moderno de clase socioecon omica y el de raza. El aumento notable de peticiones de legitimaci on real en esa epoca, particularmente en los territorios del Caribe y en la zona norte de Sudam erica, es una indicaci on de la intensa preocupaci on de las elites respecto dela pureza de sangre, especialmente en esas regiones donde el n umero de esclavos africanos a un segu a en aumento. El matrimonio y el nacimiento leg timos no eran s olo la prueba de la calidad moral de los progenitores; la pureza de sangre hab a ganado una nueva prominencia a causa de los numerosos v astagos mezclados producto de uniones sexuales espor adicas y del concubinato de europeos y criollos con mujeres indias o mestizas, o con mujeres de background africano, que ahora difuminaban las fronteras de los grupos y cuya
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movilidad social ascendente tem an los primeros en tanto amenazaba la preeminencia social de las elites (Twinam 1999: 258-260). M as que nunca, el nacimiento ileg timo se volvi o un signo de infamia, mancha y defecto, tal como lo declaraba un decreto real de legitimaci on en 1780 (Konetzke, 1962: 173). El dilema clasicatorio impuesto por los exp ositos ilustra el cambiante criterio de la jerarquizaci on social. El Rey hab a concedido el benecio de la legitimidad a exp ositos, lo que los intitulaba con todos las maneras de cargos religiosos y seculares. Pero en Hispanoam erica, los exp ositos estaban bajo sospecha constante porque su origen era desconocido. Tal como pensaba un juez del Consejo de Indias, las leyes que beneciaban a los exp ositos no deb a adoptarse en los dominios americanos a causa de la gran variedad de castas que han resultado de la introducci on de negros y de su mezcla con los nativos del pa s. Aquellos exp ositos quienes por su apariencia y bien conocidos signos denotaban que eran mulatos u otras castas igualmente indecorosas no deb an ser ordenados (Konetzke 1962: 392). Los extraordinarios cuadros de castas producidos por los pintores del g enero en la Nueva Espa na durante la d ecada de 1870, son sintom aticos de las agudas sensibilidades sociales que tres siglos de mestizaje en lugar de disminuirlas, s olo las aumentaron. Estas pinturas suelen venir en conjuntos de diecis eis, y cada una de ellas retrata un par de sonom as y color de piel diferentes acompa nadas por un v astago mixto. A trav es de una primera mirada, las pinturas representan meticulosamente la notable clasicaci on de matices, textura de cabellos, vestidos, e inclusive conducta moral, que los contempor aneos percib an entre las grandes cantidades de gentes de sangre mezclada (Katzew 1996; Schwartz & Salomon 1999: 493). Pero en realidad representan un proceso, a saber, el de la constituci on de la crecientemente diversa poblaci on colonial y, por lo tanto, sugiere la inestabilidad social que resultaba de la notable uidez socio racial de la sociedad colonial. Fue en este contexto de uidez social y competencia por el status, que el lenguaje de la limpieza de sangre perdi o su primera connotaci on religiosa y moral, y ad-
quiri o, en lugar de ello, un signicado racial moderno. Para estimar este cambio en el signicado simb olico de la pureza de sangre en la sociedad colonial, tenemos que mirar a Europa una vez m as. En Europa el despliegue del moderno individualismo y la declinaci on de la monarqu a estuvo acompa nando por nuevas teor as de c omo los individuos deb an vincularse con otros en funci on de sus caracteres naturales (Guillaumin citado en Stoler l995: 37). Con el advenimiento, a nes del siglo XVII, de la losof a natural experimental que buscaba descubrir las leyes naturales que gobernaban la condici on humana, se abandon o la ontolog a teol ogica anterior. Luego de la publicaci on de los trabajos de William Petty, Edward Tyson y Carl Linnaeus, la humanidad ya no era una totalidad perfecta, divinamente creada en el orden de la naturaleza sino que estaba separada en dos, tres, sino m as, grados potenciales de seres humanos; l ease razas. El inter es de los naturalistas respecto a los seres humanos era en tanto que criaturas f sicas y miembros de sociedades organizadas. El enfasis ya no estaba puesto en la unidad humana sino en las diferencias f sicas y culturales. Este inter es en la pluralidad de seres humanos iba a resonar durante generaciones a trav es de los tratados y tomos de teor a racial y social (Hodgen 1964: 418.). Un art culo an onimo publicado en Francia, en el Journal des Savants de 1684, muestra uno de los primeros usos del concepto de raza en un sentido que se acerca a su signicado moderno. Su autor distingue cuatro o cinco especies o razas de hombres a las que diferenciaba por sus caracter sticas antropol ogicas, centralmente el color de la piel y su h abitat geogr aco. Sin embargo, el autor vacilaba en ver a los indios americanos como una raza aparte. El Journal de Savants estaba entre las principales publicaciones europeas. El art culo era un signo de los tiempos (Gusdorf, 1972: 362-363). Esta nueva noci on de raza se desarrollaba, sobre todo, en paralelo con el nuevo modelo bisexual que sosten a que hombres y mujeres eran inconmensurables, y que sus u teros naturalmente dispon an a las mujeres a la maternidad y la domesticidad (Laqueur 1990: 155). Es dif cil decir
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exactamente cu ando hizo su pasaje al Nuevo Mundo esta nueva noci on de raza, pero sin duda lo hizo; al menos no hay duda de que elev o la ansiedad de elites coloniales respecto de su pureza geneal ogica. Con todo, pese a su nuevo signicado racial, el lenguaje de una calidad de pureza de sangre menos tangible persisti o en las colonias hispano americanas; esto era as porque el fenotipo, al mismo tiempo que en el siglo XVII adquir a nueva relevancia social, se hab a vuelto, ante todo, signo inseguro del antecedente geneal ogico de una persona (Martinez-Alier (Stolcke) 1974).
Independencia?
Debajo de la pelea de peticiones de preeminencia y ascenso social no s olo yace la realidad de sociedades divididas entre indios, mestizos, morenos (negros), pardos (mulatos), esclavos, libertos (esclavos liberados), sino tambi en una dividida entre criollos y gachupines o peninsulares (espa noles nacidos en la Metr opoli). En el siglo XVIII, estas divisiones tambi en estaban reejadas en la existencia de registros bautismales separados, para naturales y otro para espa noles y otras castas, que es preciso sepa su calidad, pues la de naturales, la de espa noles puros, la de mestizos hijos de espa nol e India, la de castizos - que son hijos de mestizo e India - est an declarados por limpias:; mas no son asi los negros, mulatos, coyotes, lobos, moriscos, quarterones y otras mezclas. (Avisos para la acertada conducta de un p arroco en Am erica (post 1766) citado en Alvar 1987: 48-49). Las tensas relaciones entre las elites criollas y peninsulares fueron agravadas de manera creciente a causa de las Reformas Borb onicas del siglo XVIII, las cuales tendr an grandes consecuencias para el orden colonial. Para contener los avances pol ticos que hab an hecho los criollos en la administraci on colonial durante un siglo, y para limitar su autodeterminaci on, la Corona intent o una vez m as limitar los cargos a los espa noles peninsulares, a trav es de demandar a todos los ociales reales que hayan ido a una universidad castellana (Canny & Pagden 1987: 62.). El creciente antagonismo y los
sentimientos morticados entre criollos y peninsulares encontraron expresi on, entre otras cuestiones, en las disputas respecto de la pureza de sangre. Los criollos se ofendieron por las sospechas latentes en torno a sus antecedentes geneal ogicos. En Caracas, durante un apasionado conicto en torno a los requisitos para legitimar la admisi on a los cargos p ublicos que dur o desde 1770 a 1776, los criollos demandaron que a los espa noles les sea requerida, tal como a ellos, la prueba de su pureza de sangre y de su origen claro. El juez del Consejo de Indias que estaba a cargo del caso advirti o sobre las peligrosas consecuencias de que, si el descontento de los criollos no era mitigado, pod a llegarse, inclusive, a una guerra civil y a la p erdida de toda la provincia (Konetzke 1962: 413.). En la Metr opolis, la Corona fue m as exitosa en expandir su jurisdicci on. El 23 de marzo de 1776, Carlos III promulg o la Pragm atica Sanci on para evitar el abuso de contraer matrimonies desiguales. El matrimonio era un sacramento, y la Corona respetaba la exclusiva jurisdicci on que la Iglesia ten a sobre el matrimonio as como el principio de la libertad de matrimonio. La Pragm atica Real introduc a el requisito del consentimiento paterno para los casamientos de hijos de familia. En lo sucesivo, el matrimonio s olo pod a ser realizado con el acuerdo de los padres bajo la amenaza de ser desheredado (Mart nez-Alier 1974). El principio doctrinal que tambi en gobernaba la pr actica eclesi astica en las colonias era la libertad de matrimonio, que apoyaba el derecho de los j ovenes a elegir libremente sus esposos y a rechazar la oposici on paterna al matrimonio por razones de pureza de sangre, algo que seguramente intensic o las preocupaciones de las elites coloniales respecto de sus honores sociales. La Pragm atica Real fue, en efecto, extendida a Hispanoam erica en in 1778. Teniendo presente que los mismos o mayores perjudiciales efectos se causan de este abuso en mis Reinos y Dominios de las Indias por su extensi on, diversidad de clases y castas de sus habitantes...(y) los grav simos perjuicios que se han experimentado en la absoluta y desarreglada libertad con que se contraen los esponsales por los apasionados e incapaces j ovenes
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de uno y otro sexo. (Konetzke 1962: 43842). Esto sumaba una prohibici on virtual de matrimonio interracial. Mulatos, negros, coyotes eran, sin embargo, excluidos de los efectos de la Pragm atica Real, y pod an continuar cas andose libremente, presumiblemente porque no ten an m eritos de valor social que proteger. A los indios y mestizos se les requer a, no obstante, obtener el consentimiento de la sangre pura de los padres para casarse, al igual que a los espa noles y criollos. Tal como declar o en 1871 la Audiencia de M exico en la regulaci on de la Pragm atica Real, Los mestizos, hijos de espa nol e India y por el contrario, y los castizos merecen distinguirse de las otras razas, como lo hacen por varias consideraciones las leyes y la com un estimaci on. . . (Konetzke 1962: 476). La Prelatura deb a instruir, por lo tanto, a los cl erigos que si alg un indio quer a casarse con una persona de dicha casta entonces los padres ser informados del severo da no que sobrevendr a para sus familias y comunidades (477). Es llamativo que el Rey casi simult aneamente instruy o al Virrey del Per u de retirar con discreci on, junto con los panetos difamatorios que circulaban contra los tribunales y magistrados reales, la historia del Inca Garcilaso (los Comentarios reales de los Incas de 1609) porque donde han aprendido estos naturales muchas cosas perjudiciales. . .aunque nunca debi o de permitirse la profec a del prefacio de dicha Historia. (Konetzke 1962: 482-483). Como indiqu e antes, la sociedad colonial no era un orden social jer arquico impermeable. La parafernalia del matrimonio legal fue necesaria y bienvenida precisamente porque, m as all a de la preocupaci on respecto a la pureza de sangre, siempre hubo mujeres y hombres blancos listos para desaar el orden pol tico y racial, y sus valores sociales y morales, queriendo casarse en contra de la corriente. Finalmente fue
s olo en Cuba, la perla del Caribe, donde la Pragm atica Real se arraig o y fue implementada sin variar en rigor, al tiempo que los esclavos africanos continuaron llegando a sus costas para guarnecer las plantaciones de az ucar que estuvieron en expansi on hasta 1870. En el continente, las guerras de independencia liberaron a Am erica de la dominaci on espa nola pero no as a su poblaci on nativa, los mestizos y los descendientes de los africanos, de la discriminaci on y la desigualdad. Esto se debi o, en parte, a la tr agica iron a de que los criollos eligieron la rep ublica francesa que asum a una naci on culturalmente y racialmente homog enea como modelo pol tico para la construcci on de la naci on. Esta opci on pol tica introdujo el dilema de c omo construir una naci on en un mundo habitado por tantas clases de gentes. En algunos de los proyectos nacionalistas americanos se desarroll o una distinci on entre los indios vivos y los muertos, sus ancestros, para invocar el pasado ind gena. En otros, como Argentina, simplemente ocultaron su pasado ind gena y africano. Pero el espec co rol pol tico que jugaron los ind genas m ticos en los modelos ideol ogicos nacionales desarroll o enormemente una variedad tal como, por ejemplo, entre Per u y M exico. Adem as de la diferencia de densidad de poblaci on ind gena en ambos pa ses, tambi en se ha sugerido que la frecuencia relativa y la intensidad de las revueltas ind genas antes de la Independencia dan cuenta de la intensidad de las tensiones etnico-raciales as como del lugar acordado a los mestizos en la sociedad y en la ideolog a criolla. Los intelectuales mexicanos han dise nado a su pa s como una naci on mestiza, mientras que en Per u ha persistido una aprehensi on latente entre la elite criolla hispan ola y blanca respecto de la poblaci on ind gena (Canny & Pagden 1987: 66-67; Gutierrez 1990). Pero esta es otra historia. . .
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Introducci on
El prop osito que me lleva a elaborar este art culo es el deseo de trazar ciertas deniciones y proponer ciertas preguntas sobre lo que concierne a la investigaci on de la violencia pol tica. Desde 1995 he desarrollado trabajo etnogr aco en comunidades rurales de Ayacucho, la regi on peruana m as gravemente afectada por la guerra entre Sendero Luminoso, las rondas campesinas y las Fuerzas Armadas del Per u. Es as que he concentrado mi trabajo en los temas de trauma psicosocial, movimientos religiosos, derechos humanos y reconciliaci on. Sin lugar a dudas, uno de los principales factores que ha motivado este trabajo ha sido mi voluntad de contrarrestar aquellos argumentos referentes a una cultura de violencia o la violencia end emica que usualmente han sido atribu dos a la Regi on Andina y, particularmente, a los campesinos que habitan en las alturas (Bolton 1974, Montoya 1992, Vargas Llosa et al. 1983). En efecto, tal como Malcolm Deas alguna vez not o, la excavaci on de conictos pasados, preferiblemente violentos, ha sido el modo dominante de la historia andina elaborada local e internacionalmente hasta tal punto que ahora es ampliamente aceptada como natural hasta por los mismos historiadores que otrora hubieran visto a este factor dominante sospechosamente (1997:391). Consciente de estas perspectivas, inici e mi trabajo comprometida a encontrar explicaciones que fueran m as all a de los argumentos esencializantes, fueran estos invocados por un imaginario cultural o por un imaginario biol ogico. De acuerdo a esta convicci on, entonces, he situado como ejes centrales en mi trabajo ciertas preguntas: C omo es que la gente compone
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y descompone la violencia letal en un contexto hist orico en particular? Qu e les sucede a las relaciones sociales y a las identidades de grupo en este proceso? Qu e pesa en la construcci on de comunidad como una identidad estrat egica, bien durante la guerra, durante la transici on a una paz tentativa? Atra da por estas preguntas, me destin e a estudiar la vida social y la sociabilidad en circunstancias de guerra y conicto armado. Como argumentar e, establezco que no es posible ni siquiera una m nima observaci on cuando la gente est a en guerra. Uno no puede simplemente observar y preguntar Qu e pas o?. Quieras o no, ya eres un participante. Cuando el terror se entreteje en la constituci on misma de una comunidad, las palabras ya no son simples veh culos de informaci on. Las palabras se vuelven armas y el simple acto de preguntar algo inmediatamente conlleva otros signicados, evidenciando que planeas hacer algo con la respuesta. Consciente de estas variables, quiero discutir los desaf os y la importancia del trabajo de campo cuando uno est a rodeado de terrors talk habla de terror.
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nas, y las fuerzas armadas peruanas. El Partido Comunista Peruano, Sendero Luminoso, inici o su campa na para derrotar al estado peruano en 1980 mediante un ataque calculado en la villa andina de Chuschi. Fundada por Abimael Guzm an, esta banda de revolucionarios se posicion o como la vanguardia de la revoluci on, dispuesta a llevar a la naci on a una inminente utop a comunista (Degregori 1990; Palmer 1992; Starn 1995a). Bas andose en teor as Marxistas de combate de guerrilla, planearon una revoluci on de arriba hacia abajo en la cual Sendero Luminoso movilizar a al campesinado, rodear a a las ciudades y estrangular a a la costa urbana en sumisi on. Sin embargo, la marcha infatigable hacia el futuro que Sendero hab a formulado fue prontamente interrumpida. La respuesta inicial del gobierno fue, primero, inspirada por m etodos brutales de guerra contra-insurgencia m etodos seg un los cuales cualquier campesino andino se volv a un terrorista. De tal forma, muchos campesinos se rebelaron contra la revoluci on (Starn 1995). Mientras muchas comunidades permanec an in situ) y se organizaban en rondas campesinas para defenderse en contra de Sendero, muchas otras escapaban de la regi on en una forma de exodo masivo. De hecho, un estimado de 600,000 personas escap o de la sierra sur-centro, devastando unas 400 comunidades campesinas (Coronel 1995). A la hora en que el estado declar o la victoria sobre los Senderistas en 1992, 30,000 ya hab an sido asesinados y 5,000 desaparecidos (Americas Watch 1992). A un as , estad sticas agregadas ofuscan la intensidad verdadera en el departamento particular de Ayacucho. Por ejemplo, de los 7,000 casos de desapariciones forzosas actualmente bajo investigaci on de la Defensor a del Pueblo, 60% ocurrieron en Ayacucho (Rojas-P erez 2000:64). Como Rojas resalta, las caracter sticas claves de los desaparecidos en el Per u eran cuatro: joven, andino, campesino y quechua-hablante (Rojas-P erez 2000:65). De tal forma, una etnograf a de la violencia pol tica del Per u demuestra desde ya que la muerte y la distribuci on estaba fuertemente distribuida por clase, etnicidad y g enero. En adici on a las estad sticas que dan raz on del impacto de la guerra en el Per u rural, en-
fatizo el grado hasta el cual la guerra se experiment o como una revoluci on cultural un ataque en contra de pr acticas culturales dominantes y lo que, b asicamente, estaba implicado en vivir como ser humano en estos pueblos. Bajo continua amenaza de ataques senderistas, la vida comunal se vio severamente distorsionada. Tanto las celebraciones familiares como las comunales se suspendieron, los pobladores comenzaron a ir s olo espor adicamente a sus mercados semanales con temor a viajar por caminos remotos, y muchos lamentan que deb an hasta dejar a sus seres queridos enterrados en el mismo lugar en el que mor an, enterr andolos de prisa, como animales. S e que la frase violencia deshumanizante ha sido reducida a un simple clich e en la mayor a de los medios. Sin embargo, la atenci on al lenguaje de los comuneros indica exactamente cu an apropiada es esta frase en este contexto espec co. El vivir y morir como perros, el insistir en que la vida de uno ya no era vida, demuestra el grado en el que la violencia pol tica efectivamente sobrepasaba toda fuerza aceptable: la violencia de la guerrilla superaba cualquier cosa que los campesinos se hubiesen alguna vez podido imaginar. Como muchos campesinos me han dejado saber, los Senderistas mataban a la gente en maneras que nosotros ni matar amos nuestros animales. Chancaban las cabezas de la gente con piedras, los aplastaban como sapos. Otros pobladores hasta describieron c omo era que para poder enterrar a sus seres queridos fallecidos, deb an salir a inspeccionar el a rea con bolsas, acumulando partes de cuerpos, tratando de imaginarse c omo poder juntarlas para darles, una vez m as, alguna potencial forma humana. Es importante entender el rol de la violencia en este gran proyecto hist orico del Senderismo para poder verdaderamente tener una concepci on del curso de la guerra. Como nota Degregori La sange y la muerte deb an ser familiares para aquellos que hab an decidido convertir palabras en acciones armadas. La alusi on evang elica al Rendentor la palabra hecha carne era totalmente reconocible por los Senderistas, anunciando la actitud de Guzm an y Sendero frente a la violencia. La carne era redentora. La violencia no era la partera de
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la historia. Era la Madre misma (Degregori 1997:67). Abimael Guzm an hasta insist a que cada pueblo deber a pagar su cuota de sangre. Efectivamente, ser an millones de vidas las que concertar an el precio de la guerra liderada por Sendero, la cuota fenomenal. Para muchos comuneros, el precio de la guerra era simplemente demasiado alto. En vez de estar sin defensa y atrapado entre dos armadas, los campesinos rurales comenzaron a organizarse y negociar alianzas, por s mismos, con los principales protagonistas. Por medio de estas rondas campesinas, comenzaron a matar a la guerrilla y a los que cre an eran sus simpatizantes. As , cuando habitantes de Huaychao mataron a siete Senderistas, trayendo sus cabezas ensangrentadas a la polic a local, la atenci on de la naci on vir o a los olvidados del pa s.
Haciendo guerra
Era a un el comienzo de la guerra interna en el Per u cuando ocho periodistas y su gu a se dirig an a la villa alta de Huaychao, localizada en el departamento de Ayacucho. Hab an arribado desde Lima para investigar rumores que los indios hab an estado matando a los Senderistas las guerrillas que se hab an posicionado como la vanguardia en lo que a la revoluci on se reere, prestos a luchar una guerra por el bien de los pobres del campo. En 1983 la guerra en el interior a un ten a una calidad misteriosa, dadas las profundas rupturas que caracterizan al Per u. De hecho, en parte, ya que la guerra era a un un misterio para la mayor a de los peruanos, estos periodistas reconoc an su viaje como una expedici on en busca de la verdad. Pasaron la noche en la ciudad de Huamanga antes de partir en la madrugada en rumbo a Huaychao. Su ruta los llev o a trav es de Uchuraccay, adonde llegaron sin ser anunciados, acompa nados por su gu a quechua-hablante. Aunque la siguiente secuencia de eventos est a abierta a debate, las fotos tomadas por uno de los periodistas, mientras cada uno, uno por uno, mor a, determinaron una cosa: que los comuneros rodearon a los periodistas y comenzaron a matarlos tir andoles rocas, piedras, y machetes. Y luego de cortarles las lenguas y
sacarles los ojos, los enterraron boca abajo en las en tumbas cercanas a la supercie en la pendiente que atraviesa el largo de la comunidad. Luego de las matanzas, el gobierno estableci o una comisi on investigadora para determinar que hab a pasado y por qu e hab a ocurrido. Comandada por el novelista Mario Vargas Llosa, la comisi on estaba compuesta por tres antrop ologos, un psicoanalista, un jurista y dos ling uistas, mandados a estudiar al Otro etnico habitando las alturas del Per u, a conocer las circunstancias de las muertes de aquellos periodistas. En su reporte, los autores dieron inicio a su investigaci on revisando material existente sobre la historia de la etnograf a de los Iquichanos, un grupo etnico supuestamente comprendido de los pueblos de Carhuahur an, Huaychao, Iquicha y Uchuraccay, entre otros (iii). Tal como ellos lo resumen, La historia de los Iquichanos est a caracterizada por largos per odos de casi total aislamiento y erupciones cuasi-b elicas temporales de estas comunidades en los eventos de la regi on o de la naci on (Vargas Llosa et al 1983:38). La belicosidad de los Iquichanos forma el principal componente de la historia presentada, as como tambi en la noci on de latencia etnica: Ciertamente, es dif cil denir al grupo Iquichano como una tribu en el estricto sentido de la palabra, pero parece evidente, dada la informaci on examinada, que los Iquichanos poseen una organizaci on y estructura etnica intercomunal latente que constantemente se manifesta en situaciones cr ticas, marcando un alto grado de solidaridad regional. Es probable que las circunstancias del mes de enero precipitaron una manifestaci on de estas latencias. (Vargas Llosa et al 1983:45). De esta forma, el reporte que la comisi on produjo insist a en dos factores explicativos claves: la primitividad de los habitantes de las alturas, que supuestamente viv an tal como hab an vivido en los tiempos de la conquista, y la intr nsicamente violenta naturaleza de los Indios (Vargas Llosa et al. 1983). Bas andose en un substancial fragmento de la literatura que
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enfatiza la violencia end emica de los Andes, los miembros de la comisi on atribuyeron las matanzas a la extensa cultura de violencia que caracteriza a los pobladores. En un ampliamente circulado Informe de la Comisi on Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay, la comisi on sugiri o que uno no pod a en realidad culpar a los pobladores ellos no estaban haciendo sino lo que les ven a naturalmente. Resaltando el rol de la incompatibilidad de culturas como el verdadero culpable, los autores armaron que la muerte de los ocho periodistas en los territorios Iquichanos prove a evidencia denitiva de que a pesar de 400 a nos de contacto entre la cultura Europea y la cultura andina todav a no hab a sido posible entablar un verdadero di alogo (Vargas Llosa et al. 1983: 77). Enraizaban sus descubrimientos en la aserci on de que dos mundos irreconciliables coexisten en el Per u el mundo civilizado, moderno, y coste no peruano, con Lima como centro, y el mundo tradicional, salvaje y arcaico peruano, extendi endose por todas las comunidades del altiplano, particularmente en Ayacucho. De alguna manera, en alguna forma de adaptaci on perversa del concepto de pisos ecol ogicos propuesto por Murra, la civilizaci on nunca hab a sido capaz de escalar las agrestes laderas monta nosas del interior peruano (Murra 1975). En efecto, en una entrevista subsiguiente con el peri odico Caretas, Vargas Llosa elabor o su perspectiva sobre la noci on de los dos Per us consistiendo de aquellos hombres que participan en el vig esimo siglo y hombres como estos comuneros de Uchuraccay que viven el el d ecimo noveno siglo, o tal vez hasta en el siglo dieciocho. La enorme distancia que existe entre los dos Per us es lo que acelera esta tragedia. Por tal, estas comunidades andinas no eran m as que exhibiciones de museo, congeladas en el tiempo y puestas fuera de la historia, resultando en un mundo andino que est a tan atr as y tan violento (Caretas 1983:28-34). En un art culo elocuente en referencia al Informe, Enrique Mayer not o que el resultado fue un texto antropol ogico m as que un reporte factual de investigaci on. El contenido antropol ogico de la comisi on le di o un aura de experiencia leg tima sobre asuntos ind genas (Mayer 1992:476). En realidad, empero, en vez
de producir un genuino texto antropol ogico, la Comisi on no sigui o ninguna indicaci on ni ning un esencial componente de metodolog as antropol ogicas nunca adentr andose al ambito de trabajo de campo y manteniendo experiencias ntimas con las personas estudiadas. Algunos a nos m as tarde en la novela Adi os, Ayacucho (1986), Julio Ortega brind o un no tan ligeramente cubierto comentario pol tico sobre los eventos de Uchuraccay, sugiriendo que la antropolog a como disciplina fue una de las fatalidades de la masacre. Como el lo demuestra, si es que todo lo que los antrop ologos pueden realmente hacer es ofrecer un reejo de la salvaje primitividad de los otros, ser a m as apropiado entonces tambi en contar a la antropolog a como uno de los tantos muertos de Uchuraccay. Estos debates constituyeron el contexto de mi trabajo en Per u. Decid concentrarme en las alturas de Huanta, la provincia de Ayacucho que incluye Uchuraccay, Huaychao, Iquicha y Carhuahur an. Comenc e mi trabajo en 1995, cuando casas quemadas, iglesias destru das, y el miedo a un moldeaban el panorama. Ciertamente, las categor as de conicto y postconicto tratan de imponer un orden en el ujo constante de la experiencia humana pero, en realidad, la vida diaria se opone a esta f acil dicotom a. Aunque la historia ocial narra que la guerra acab o en 1992 con la captura de Abimael Guzm an, el l der de Sendero Luminoso, hasta este d a las comunidades est an armadas, y los hombres adultos y en algunos pueblos, tambi en las mujeres adultas est an requeridas de servir en las patrullas de defensa. Para estos pobladores, la posibilidad de ataques futuros es a un palpable.
Hablando Terror
Era 1996. Ya hab a estado en el pueblo de Carhuahur an por algunas semanas cuando nalmente conoc a Miguel, del comando de Los Tigres una unidad especial de auto-defensa que era pagada para vigilar cada noche. Estaba interesada principalmente en el por qu e la gente del pueblo hab a adicionado esta unidad extra aparte de la ya existente ronda campe-
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sina. Me acerqu e a Miguel de mano y brazos extendidos, coment andole cu an feliz estaba de conocerlo y ansiosa de poder hablarle. No obstante, a mi llegar, el smplemente se posicion oa la defensiva, cogiendo su rie con recelo, manteni endolo agarrado m as rmemente por sobre el hombro. Me mir o rmemente a los ojos, dici endome, Qu e es lo que quieres hablar conmigo? Le comenc e a explicar de a poco, sinti endome cada vez m as nerviosa con cada palabra inapropiada que escapaba mi boca. Le trat e de hacer recordar que el alcalde me hab a presentado en la asamblea general alg un tiempo atr as. Intent e explicarle qu e hac a all , delucidando mi investigaci on. Le indiqu e mi inter es en la historia del pueblo, c omo hab a sobrevivido durante la guerra, y c omo ahora reconstru a su comunidad. Pero, a esto, el ni se inmut o. Todo lo que recib fue una mirada desconada, confundida. Si no fuese por el oportuno aparecimiento de un grupo de ni nos peque nos, no hubiese sabido c omo proseguir. Ni bien se acercaron, comenc e a comentar sobre cu an bellos eran los gorritos de las ni nas con sus ores y lazos. Trataba de hacer conversaci on, hablar ligera, sobre cualquier cosa. Poco yo sab a, sin embargo, de que esto, en las condiciones en las que estaba, era iron a. Aquella noche en mi cuarto, comenc e a pensar en lo que estaba pasando. Mi experiencia con Miguel, ciertamente, no era u nica. Cuando reci en hab a llegado, muchas personas inventaban nombres para s mismas. Mis notas de campo preliminares est an pobladas por una sarta fantasmal de seud onimos. Como entender a ya despu es, por a nos la guerrilla hab a llegado a cada pueblo acompa nada de una lista de nombres. Dicha lista era le da, los comuneros a cuyos nombres pertenec an eran separados de sus familias, habr a un juicio de justicia popular, seguido de la matanza de todos aquellos que apareciesen en la lista. Los soldados tambi en arrivaban con sus listas de supuestos simpatizantes Senderistas, a muchos de los cuales mataban o desaparec an. Pero no era tan s olo la guerra la que hab a tornado los nombres en elementos tan poderosos. En cualquier pueblo, enemigos y exenemigos viven lado a lado denominados Sen-
deristas, ex-Senderistas, ex-soldados, mujeres que quedaron viudas durante los ataques. Sin duda, este es un panorama social ampliamente cargado. Sumado al espectro de la violencia pol tica est a la hist orica pr actica de hechicer a. Estas pr acticas son a veces movilizadas y utilizadas para nuevos usos, mientras preocupaciones sobre alianzas sospechosas durante la guerra conllevan a ansiosas dudas sobre sa na, deseos de venganza y delitos en el presente. Una gura clave en el diagn ostico de la brujer a es Don Te olo, el curandero. Te olo es un hombre peque n simo. De hecho, su mote es El Piki, que en Quechua signica piojo. Te olo es llamado en toda ocasi on que las hojas de coca o s ntomas de enfermedad deben ser interpretados. Tambi en es buscado cuando alg un perpetrador de brujer a ha sido determinado o tal vez, tambi en, cuando alguien debe ir a las monta nas a hablar con sus dioses, los apus, apus que acabaron ali andose con los Senderistas durante los a nos de la guerra, en revancha por el olvido de los campesinos. Te olo estaba muy preocupado por m cuando llegu e, pregunt andose que es lo que yo har a con todo lo que podr a descubrir o aprender. Durante una de nuestras primeras conversaciones, Te olo me lanz o un nada oculto reto, Entonces, quieres saber qu e hago por la vida? Las palabras que utilizo son tan poderosas que podr a destru rte con tan s olamente pronunciarlas. Quieres entonces que las diga en voz alta? Crees en verdad tener el poder de confrontar mis palabras? Tr as eso, se comenz oa re r, contento por la obviedad de mi malestar. era, Me sent , s , muy peque na y sin poder. El despu es de todo, el hombre que dominaba el lenguaje que le permit a escalar los picos altos alrededor de Carhuahur an y conversar con los dioses de las monta nas para solicitarles consulta y domar su odio. Con esto, me gustar a resaltar las dicultades metodol ogicas relacionadas a la investigaci on durante tiempos de guerra, ya que esta va m as all a de las consideraciones normales de establecer grados de conanza. En Per u, o sobre muertes muertes sufridas y muertes perpetradas. Sab a qui enes eran los ex-guerrillas, y por qu e se les hab a permitido retornar, sus se-
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cretos mantenidos guardados ante los soldados de la base. Sab a qu e hab a pasado con Don Mario Quispe, el presidente de la comunidad que hab a demandado que los soldados dejaran de abusar de las mujeres. Su cuerpo nunca hab a sido hallado. All , en la omnipresente, g elida puna, comenc e a recordar el trabajo de Favret-Saada y los campesinos para los que ella hab a trabajado. En su libro Palabras Mortales: Brujer a en el Bocage, Favret-Saada examina brujer a en las provincias de Francia. Como ella escribe, Proyectando lo que investigar a, escrib que quer a estudiar las pr acticas de la brujer a, puesto que por m as de un siglo, folkloristas han estado en desacuerdo sobre ellas, y ya que el tiempo de entenderlas verdaderamente ha, en mi opini on, llegado. Estando ya en el campo, sin embargo, todo lo que encontr e fue lenguaje. Por muchos meses, los u nicos datos emp ricos que encontr e o que pud e anotar eran palabras. (FavretSaada 1980:9). Como ella llega a ver, la brujer a no es nada sino palabras al aire, pero palabras emitidas con poder, y no necesariamente con sabidur a alguna o informaci on (FavretSaada 1980:9). En suma, no existe ninguna posici on neutra con las palabras que se pronuncian: en la brujer a, las palabras pueden comenzar guerras (Favret-Saada 1980:10). Y en la guerra, las palabras acarrean terror. Rumores sobre qui en ha visto tal cosa o hecho tal otra se vuelven cuestiones de vida o muerte. Reexionando sobre su aserci on de que el lenguage, las palabras, son actos, la proposici on frecuente de etnogr afos que arman que la palabra hablada es s olamente un medio de transmitir informaci on es destruida. En el campo de la brujer a, por ejemplo, las palabras son acciones que pueden determinar destinos, y quien sea que est e en la posici on de determinar estos futuros tiene, sin lugar a dudas, un dominio formidable de una de las principales herramientas. El saber, nos demuestran ambas, mi experiencia y la de Favret-Saada, no es neutral. Por tal raz on, insistir en que uno simplemente est a aqu para estudiar inherentemente obliga a las personas a indagar qu e es lo que uno viene a saber. Los paralelos entre Francia y mi campo de estudio son sorprendentes. Ambos, la brujer a
y la guerra, conllevan relaciones sociales que son tensas, ocultas, peligrosas, violentas y potencialmente letales. Una vez m as surge la convicci on de que no existe, bajo estas circunstancias, lugar neutral desde el cual uno pueda preguntar Qu e sucedi o aqu ? me dir as algo sobre la guerra? Es indudable que no hay forma de mantenerse neutral en tal contexto. Sin querer, uno se adentra autom aticamente al habla del terror.
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que Senderista inminente. El vac o retumbar de una monta na se nala la abertura desde la cual la guerrilla reaparecer a para luego, una vez m as, desaparecer, como tragada por la tierra por la tierra. Efectivamente, los campesinos me aseguraban constantemente que les hab a tomado tanto tiempo a las fuerzas de seguridad capturar a Abimael Guzm an, porque este se pod a transformar en una roca, un a rbol, una fuente mientras los soldados simplemente buscaban a un hombre un hombre y nada m as. Eventos, sonidos, im agenes todas estos eran se nales que pod an ser ampliamente le das como advertencias y alarmas de males por venir. El signicado adicionado tambi en llama a la duplicidad y a la duplicaci on. Los comuneros aprenden que la supervivencia puede muy bien ser dependiente de saber qu e cara mostrar a los soldados, que faz hacer presente a la guerrilla. La gente vive vidas p ublicas y vidas secretas, enmascarando sus conexiones ya de por s conictivas. Muchas veces escuch e decir que la guerrilla est a de dos caras y que uno nunca podr a verdaderamente saber cu al de estas se tornar a. La duplicidad acarrea el rumor, y el rumor crea divisiones. Como White nota, si es que si pudi eramos historizar el chisme, podr amos apreciar los l mites y los v nculos de una comunidad. Qui en dice qu e de qui en y a qui en: c omo se articulan las alianzas y aliaciones de los conictos de la vida diaria (White, 2000:65). Tal como los campesinos intentan crear comunidad como una identidad estrat egica que les permite hacer demandas al estado a manera de suprimir conictos internos de forma de presentar un frente unicado al estado y a las organizaciones nogubernamentales el chisme se vuelve explosivo. De hecho, muchas autoridades de pueblos crearon una Ley Contra Chismes en un d ebil intento de controlar el poder de las palabras para destruir pueblos enteros. Reconociendo el poder hiriente de meras palabras, fue necesario que las mismas autoridades trataran de controlar las complejidades de la econom a verbal. Durante los primeros a nos de mi investigaci on, frecuentemente o quejas exhortando que hay que imponer el orden ac a. Yo sugiero que este es un lamento multidimensional. Ciertamente, los campesinos demandan que las auto-
ridades comunales reestablezcan sus deberes y que comiencen a implantar una especie de orden a la vida diaria. Sendero hab a visto bien atacar y matar a las autoridades comunales, porque sab an bien que as efectivamente descabezar an las estructuras locales del poder estructuras que eran vistas como barreras al proyecto revolucionario. Sin embargo, en complemento de eso, yo creo que el deseo de orden tambi en indicaba la importancia de otro plano. Dada la precaria naturaleza de la vida en la regi on, la disrupci on de los rituales, y el contexto social altamente tenso, todos los sistemas de referentes se hab an visto desplazados. Es as que los campesinos ahora hacen lo posible por arreglar los signicados perdidos y hacerlos nuevamente funcionales, llev andolos otra vez al nivel en los que otrora fueron compartidos y estables.
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gente no hablar a si es que uno llega preguntando. Adicionalmente, uno no simplemente puede limitarse a la observaci on. Nunca te dejar an, en primer lugar, si es que tu intenci on fuera la de abrir tu boca. Inevitablemente, llega el momento en el que uno debe adquirir una posici on. De otra forma, la gente te har a recordar que est as demasiado implicada en la cuesti on como para rehusarte. La balacera y el griter o me sacaron de mi cuarto. Un grupo de gente se hab a reunido afuera del calabozo el cuarto que los ronderos utilizaban para mantener capturados a sus prisioneros durante la noche. Me abr camino entre la gente y as hall e soldados que usaban sus ries para empujar hacia afuera todas las mujeres que trataban adentrarse al calabozo. V a mam a Juliana y a mam a Sosima gritando a los soldados. Mientras me acercaba a Juliana, me enter e que su pareja Esteban era uno de los j ovenes hombres atrapados adentro. La leva los hab a llevado hasta Carhuahur an. Sin embargo, el solo hecho de llamar a aquellos individuos hombres, semblaba ser una inconsistencia, un eufemismo para referirse a los muchachos casi adolescents encerrados en el calabozo. Juliana estaba inconsolable: si bien era cierto que Esteban era en gran parte menor, el, ella reconoc a, era una buena pareja para ella, trayendo regularmente regalos y peque nos zapatos rosas pl asticos a su peque na hija Shintaca. Era como un noble padrastro, un trabajador empe noso. Juliana no permitir a entonces que se lo llevaran tan f acilmente. Las madres de los otros dos hombres tambi en estaban protestando, y sin haber pasado mucho tiempo, estas ya estaban agarrando los ries de los soldados, intentando quit arselos de las manos. La gente sab a que yo ten a una c amara y me ped a que fuera corriendo y la trajera. Los campesinos comenzaron as a exhortarme de que tomara fotos de los soldados mientras luchaban con las mujeres. As , comenc e a acercar la c amara, deseando fotograar sus caras. Form e parte del griter o y el manoseo. Prontamente, los soldados comenzaron a retroceder. Imag nome
ahora que el ser fotograados empujando con las culatas de ries a d ebiles mujeres sin armas no les ven a bien. El mayor se acerc o a m y en frente de los soldados me pidi o que llevara las fotos a la Defensor a del Pueblo para mostrarles lo sucedido. El Mayor Rimachi y las mujeres as consiguieron liberar a los j ovenes hombres. Las mujeres fueron efectivas neg andose a retroceder bajo ninguna circunstancia. Antes de este episodio, siempre me hab a mantenido sigilosa en toda negociaci on con los soldados, siempre consciente de que mis acciones podr an tener consecuencias no intencionadas para los pobladores con los que viv a y trabajaba. Si bien a m un simple avi on me podr a f acilmente llevar a la seguridad completa, para los comuneros con los que yo viv a un vuelo no era posible. No obstante, en la situaci on descrita, no exist a otra opci on. Si no me hubiese mantenido a la par de las mujeres que manoseaban esos ries, tir andoselos de sus manos, qui en hubiese sido yo en una situaci on en la que los soldados meramente atacaban a las mujeres? Hab a pasado ya demasiadas noches alrededor de precarias cocinas de barro y ollas vac as y manchadas, enter andome de c omo los soldados hab an tratado a las mujeres y muchachas jovenes cuando la base era totalmente operacional. Conoc a muy bien las historias. Por lo tanto, o bien escog a una parte, un campo, un aliado yo, o tal era escogido para m . Luego del episodio narrado, me reun con el Defensor del Pueblo en Huamanga, as como con el director del Consejo Nacional de Derechos Humanos (CONADEH) en Lima. Estos grupos sab an muy bien que la leva continuaba funcionando totalmente a pesar de armaciones ociales que negaban rotundamente la pr actica. Las fotos prove an prueba de que lo ocurrido ese d a podr a haber ido m as alla del abuso rutinario de los habitantes rurales del campo. Las mujeres, de tal forma, hab an iniciado la diferencia y las fotos eran testimonio de esto. Scheper-Hughes pregunt o alguna vez, Qu e es lo que exime a la antropolog a y a los antrop ologos de la responsibilidad humana de tomar una posici on etica, o hasta pol tica, ante la
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resoluci on de eventos hist oricos, privilegiados como son de poder atestiguarlos? (ScheperHughes 1995:411). Efectivamente, ella discierne entre el antrop ologo como testigo y el antrop ologo como espectador. Mientras no concuerdo con su llamado a una antropolog a con coraz on femenino (conozco demasiados hombres que valen la pena como para seguir su llamado a la acci on en t erminos tan sexualizados), s concedo su insistencia del rol del antrop ologo como testigo comprometido. El simple acto de observar reduce el mundo sensual y la crucial naturaleza y signicado de eventos como este a ser nada fuera de simples espect aculos. Se convierte en la o ptica del observador distante para el cual el mundo no pasa de encapsular un proyecto intelectual antes de representar un mundo actual en el cual uno est a ampliamente involucrado. En 1999 el gobierno de Fujimori orgullosamente promocion o el hecho de haber alcanzado no solamente paz dentro de sus bordes pero tambi en a lo largo de ellos. El acuerdo de paz con el Ecuador hab a sido rmado y los Senderistas hab an sido, en gran parte, relegados a la historia excepto, es claro, en aquellos casos en los cuales el discurso del terrorismo serv a como extensa justicaci on a m edidas autoritarias. La ret orica militarizada del estado entonces viraba a La Guerra Contra la Pobreza. Como parte de la fase de an alisis de necesidades de la iniciativa contra la pobreza, numerosas reuniones se mantuvieron a lo largo y ancho del pa s para determinar c omo y d onde el estado deber a concentrar sus recursos. Una de tales reuniones fue convenida en Huanta, una peque na ciudad localizada en el valle bajo las villas de las alturas en las que yo viv a. De tal manera, l deres comunales se dirigieron a Huanta, donde tratar an de arg uir en favor de la inclusi on de sus comunidades en el programa. El mayor de Huanta, Milton C ordoba, otorg o a todos aquellos asistentes una bienvenida muy orida, seguida por los ingenieros del estado. Luego, la discusi on se abri o a las doscientas personas presentes, inspiradas a hablar sobre sus prioridades y ne-
cesidades. Reconoc a muchas autoridades comunales que conoc a de antes; entonces me sent e en la parte de tr as de la habitaci on para escuchar. Mayor Rimachi todo el tiempo se volteaba y me miraba. Originalmente, pensaba que estaba tratando de explicarse c omo aquella Kimberly cubierta de lodo y bloqueador de sol pod a ser la misma Kimberly sentada atr as en la sala, con el l apiz de labio remplazando el labelo. Pero no, mediante tales acciones el en realidad me estaba pidiendo que me parara y hablara. Me sent profundamente inc omoda la antrop ologa gringa d andole voz a la poblaci on rural. Tal es que mi trasero se empe no en mantenerse pegado a mi asiento. Pero a poco el promotor de salud y el Mayor Rimachi comenzaron a indicar moviendo sus cabezas que deber a pararme y hablar. Indudablemente, entend an la pol tica racial. Sin lugar a dudas, captaban totalmente la pol tica de clase: Una mujer blanca lo que es m as, una antrop ologa de Berkeley ser a f acilmente escuchada. Pod a servir de algo. Notando mi inactividad, nalmente Mayor Rimachi susurr o fuertemente desde a trav es de la sala, T u has vivido con nosotros por largo tiempo. Nos conoces. P arate y h ablales. H ablales sobre nuestras vidas y por qu e necesitamos este programa. Este momento me mostr o precisamente c omo alzarse en una postura determinada pod a, de hecho, conllevar m as que un sentido gurativo. Estoy ampliamente consciente de las crescientes cr ticas a las ONGs, la agenda humanitaria, y el discurso del desarrollo, m as generalmente (i.e. Escobar 1995; Ferguson 1990; Fisher 197). Comparto la preocupaci on de estos autores en lo que concierne la necesidad de alternativas al desarrollo. Tambi en, entiendo su advertencia de que el aparato del desarrollo pueda, en efecto, despolitizar problemas estructurales o pol ticos imponiendo soluciones t ecnicas. A un as , empero, no estoy convencida. A t ermino de la guerra interna peruana, la respuesta del estado ha sido la pacicaci on y reconstrucci on por medio de inversiones masi-
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vas proyectos de infraestructura en el llamado Trapecio Andino, conformado por los departamentos de Ayacucho, Apur mac y Huancavelica. Estos proyectos han tra do silos, escuelas, puestos de salud y carreteras a pueblos antes remotos. Una vista r apida al enfasis puesto en las obras p ublicas indicar a una continuaci on de la tradici on largamente establecida del clientelismo. Sin embargo, tal perspectiva estatista ofusca la pol tica de la percepci on y la experiencia. Alonso (1994) nota c omo la extensi on del nacionalismo como una estructura de sentimiento as como tambi en los valores y pr acticas locales puede develar una interpretaci on muy diferente de las pol ticas desarrollistas. Un tema recurrente en estas comunidades es la convicci on de que Ahora vamos a vivir como civilizados. Esta frase reeja una intensa internalizaci on del racismo por parte de la poblaci on rural, acompa nado de un deseo de participar y obtener la clase de servicios que anteriormente s olo estaban disponibles en locaciones urbanas. A trav es de los Andes, habitantes de las alturas claman por el progreso y desarrollo del pueblo. Pero una lectura materialista de obras p ublicas ignora completamente el valor simb olico inclu do en estos proyectos. El derecho de demandar tales servicios y de verse merecedor de ellos indica un nuevo sentido y nivel de integraci on nacional y ciudadan a a favor de un sector tradicionalmente marginalizado de la poblaci on. Con seguridad, no estoy sugiriendo que los antrop ologos deban retornar a una posici on necesariamente aprobadora del desarrollo ni que se tornen brokers culturales aconsejando a entidades gubernamentales y no-gubernamentales c omo ser culturalmente sensibles y que incluyan algunos rostros marrones en sus brochures publicitarios. Pero al mismo tiempo reconozco que la gente desea recibir acceso a estos productos y servicios y ser a igualmente paternalista intentar protegerlos de estas instituciones. Por m as dif cil que esto haya sido, a lo largo de mi tiempo en Per u, trabaj e, o intent e trabajar, a favor de la gente que estudiaba. Siempre que era posible, utilizaba los resultados de mi disertaci on para apoyar posiciones que
arg u an en favor de la construcci on de nuevas escuelas, para hacer recomendaciones sobre en qu e lugares programas de educaci on biling ue podr an tener verdaderos efectos, etc. Utilic e mis entrevistas con ni nos para demandar que profesores particularmente abusivos fueran reemplazados. Escuch e las cr ticas de los pobladores a las ONGs y sus inn umeras encuestas y workshops. D sugerencias a las ONGs sobre c omo se podr a recongurar la participaci on una muy diferente a la participaci on de arriba a abajo que de cierta manera no es nada dis mil a la simple re-estructuraci on del control (Fisher 1997:455). Y siempre que fue posible, prove a las autoridades comunales de copias de reportes y recomendaciones que ONGs produc an para que as los comuneros pudieran tener una idea de qu e era lo que les hab a sido prometido a comparaci on de qu e recib an. En el campo, estos temas ciertamente jalan al antrop ologo en muchas direcciones; los particulares etnogr acos de la situaci on retan todo paradigma o construcci on teor etica con la que uno pueda haber ingresado. Comenc e este articulo con una serie de preguntas a cerca de la violencia. Me gustar a volver a ellas ahora. Cuando me sent e a considerar estos puntos, una Comisi on de la Verdad estaba siendo formada en el Per u. Mientras miembros de esta Comisi on determinaban su composici on y metodolog a, activistas en el area de derechos humanos suger an que la Comisi on comenzara su trabajo de verdad, justicia, reconciliaci on, y exigencia y b usqueda de responsabilidades en Ayacucho, la regi on del pa s que m as claramente sufri o con la guerra interna. Eventos contempor aneos hab an ya destru do y desplazado el slogan pol tico con el cual Fujimori hab a maquinado su tercera y fraudulenta victoria: Per u, un pa s con Futuro. Cada vez m as frecuentemente, se reconoc a que adem as de apreciar el futuro, Per u deb a primero revisar su pasado reciente y desaar la historia ocial que hab a sido grabada tan fuertemente. Feldman escribi o que la representaci on etnogr aca puede pluralizar y expandir qu e g eneros narrativos y qu e voces son admisibles. Esto es particularmente cierto cuando la etnograf a se practica en contra de las culturas de informaci on estraticada y monof onica y las
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culturas de estado. La multiplicaci on de voces hist oricas no es simplemente cuesti on de representaci on textual para ser empleada cuando sea que la estraticaci on del discurso en la sociedad es interrumpida por una voz previamente cancelada. Por lo contrario, estamos atestiguando la emergencia activa y creativa de nuevos actores pol ticos (Feldman 1995:229). Los sujetos politicos n oveles con los cuales yo trabaj e dieron a la Comisi on importantes deniciones de justicia, reparaci on y reconciliaci on (Theidon 2004). En mis estudios, explor e c omo los pobladores rurales entienden la violencia pol tica que se ha moldeado desde 1980, as como tambi en c omo ellos interpretaban el mandato para matar que surgi o en el contexto del conicto armado. Explor e c omo la circunstancia de guerra da forma a la vida moral, desaando nociones simples de conducta humana aceptable y el signicado de vivir en una comunidad humana. Utilic e un acercamiento geneal ogico para analizar c omo los or genes de interpretaciones morales son espec cos del contexto y no absolutos. Investigu e c omo los cambiantes horizontes morales de los pobladores contaban notablemente con elementos del catolicismo y la cristiandad evang elica, temas psicoculturales, y la apropiaci on de discursos extralocales sobre la militarizacion y desmilitarizaci on de la vida diaria (Theidon 2000; 2001). Hall e que entre muchas de las herramientas de resoluci on de conicto disponibles a los comuneros estaban los actos de conciliaci on p ublicos que procuran alcanzar compromisos entre las partes agravadas. Analic e tambi en leyes de regulaci on de chisme divisivo y la pr actica de arrepentimiento el acto comunal de confesar las acciones de uno a manera de pedir perd on de los cong eneres. Trac e la reincorporaci on de los arrepentidos, los ex-guerrilla, de vuelta a la vida comunal. Adicionalmente, analic e temas psicoculturales que enfatizaban la mutabilidad de la identidad individual, resaltando la posibilidad de recuperar a aquellos miembros de la comunidad que hab an ca do fuera de la humanidad. Sugiero que las condiciones materiales tienen un rol fundamental en estas pr acticas. Tamayo Flores, en su estudio del derecho consuetudina-
rio peruano, nota la importancia de las formas comunales de trabajo como las faenas y el ayni (Tamayo Flores 1992). Estas formas comunales de labor establecen una interdependencia entre los pobladores que activamente participan de ellas y que las practican dada la agreste geograf a de la regi on que hace la introducci on de nuevas tecnolog as casi imposible. Es as que el recurso a la labor comunal se convierte en una necesidad para sobrevivir, requiriendo la cooperacion de familias y poblaciones. No es sorpresa, bajo este lente de an alisis, entonces, que un nombre otorgado a los ex-Senderistas que son incorporados en las villas, es runa masinchik literalmente gente con la que uno trabaja. La noci on de la vuelta a la humanidad de los Senderistas es central en el problema. De hecho, durante la guerra misma, los pobladores arman que iban a las monta nas en busca de los Senderistas para tratar de convencerlos de que se vuelvan nuevamente humanos. Aparte de ir atr as de los Senderistas para convertirlos, los Senderistas tambi en retornaban a los pueblos, confes andose humanamente y pidiendo perd on. En medio de este panorama social tan cargado, los pobladores efectivamente trataban de buscar medios y avenidas por v a de las cuales podr an reconstruir verdaderas relaciones humanas y, principalmente, una comunidad moral. En uno de sus escritos sobre resoluci on de conictos, Rubinstein nota que un tema recurrente en la literatura antropol ogica es que todo comportamiento social lleva una dimensi on simb olica. Aunque el conicto b elico y la construcci on de relaciones sociales pac cas tienen mucho que ver con consideraciones econ omicas y materiales, est an tambi en relacionadas a aspectos simb olicos que deben ser tomados en consideraci on para poder genuinamente resolver conictos, evitar guerras, o mantener paz establecida (Rubinstein 1988:28). De tal manera, las pr acticas desarrolladas por estos campesinos de hacer y deshacer la violencia proveen un importante discurso en contra de los argumentos de violencia end emica, otorgando a un m as importante informaci on sobre la naturaleza de las nociones de justicia, responsabilidad, y reconciliaci on en la regi on. Analizar
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estos procesos a nivel local en conjunci on al di alogo de los debates a nivel nacional resalta la centralidad de aliar descubrimientos pol ticos con el an alisis cultural. El adentrarse al habla del terror y quedarse all , en ese ambiguo espacio de muerte, puede ser la u nica manera en la que un antrop ologo puede comenzar a entender c omo individuos hacen, y deshacen, pasada la guerra.
Conclusiones
Concluyo enfatizando la importancia de las metodolog as antropol ogicas para estudiar los temas discutidos en este art culo. Antrop ologos que trabajan con los sujetos de violencia pol tica as como tambi en en la reconstrucci on y reconciliaci on demuestran la importancia del
trabajo de campo de largo plazo en permitirnos entender los aspectos cotidianos del proceso reconstructivo los micro-espacios en los cuales el modo de vida humano es re-establecido despu es de largos per odos de violencia dehumanizante. Al t ermino de la guerra, no son simplemente las instituciones pol ticas y sistemas econ omicos aquellos que tienen que ser reconstru dos. Las personas mismas deben tambi en reconstruir sus vidas como entes sociales, reentablando principalmente todo lo relacionado a sus previas relaciones humanas. En estas circunstancias, existe un rol para los antrop ologos, pues la antropolog a es, al nal de cuentas, la disciplina que se dene como aquella que estudia la vida humana. Y precisamente, es esta la que los campesinos intentan reconstruir.
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Instrucciones y colecciones en viaje. Redes de recolecci on entre el Museo Etnogr aco y los Territorios Nacionales
Andrea Pegoraro 1
Resumen
En este trabajo se examina la manera en que se formaron las primeras colecciones del Museo Etnogr aco Juan Bautista Ambrosetti de la Facultad de Filosof a y Letras de la Universidad de Buenos Aires durante los a nos 1904-1917. En primer lugar, se exploran las estrategias desplegadas por su primer director, Juan B. Ambrosetti, para reunir colecciones de las m as diversas culturas del mundo y su participaci on en redes internacionales de intercambio de objetos y publicaciones entre instituciones cient cas. Luego se analiza en particular el tendido de una red de recolecci on local de objetos ind genas. Para esto u ltimo se utilizaron los canales administrativos y burocr aticos estatales, a trav es de los cuales se distribuyeron las instrucciones elaboradas por el director del Museo sobre los objetos a reunir, d onde encontrarlos y como enviarlos hacia la instituci on.
Abstract
This work analizes the way the rst ethnographic collections of the Juan Bautista Ambrosetti museum of the Facultad de Filosof a y Letras de la Universidad de Buenos Aires were organised between the years 1904-1917. On the rst place, I will explore the strategies developed by its rst director, Juan B. Ambrosetti, in order to acquire colections comming from the most diverse cultures of the world, describing his participation in an international network of exchange of ethnographic objects and publications between cientic institutions. Afterwards, I will analize the constitution of a local network for collecting local indigenous objects. For this purpouse, he used the state bureacracy writing instructions on the objects to be collected, where to nd them and how to delivered them to the museum.
Introducci on
A lo largo del siglo XIX y principios del XX, la recolecci on de objetos etnogr acos y arqueol ogicos de las sociedades desaparecidas ocup o un lugar central en la organizaci on institucional de las pr acticas antropol ogicas. (Parezzo,1987). La creaci on de museos etnogr acos en diferentes partes del mundo, signicaron una nueva forma de pensar la historia humana con enfasis en el valor emp rico de la cultura material (Penny, 2002:25). Y c omo se nala Dias (1987) se convertir an en los laboratorios del saber antropol ogico. Una de las caracter sticas de los museos era que su existencia como tales y el mutuo re1
conocimiento de sus pares, se produc a con la inserci on institucional en una red de canje de publicaciones, materiales y de informaci on, que incluso no siempre se hac a en t erminos institucionales sino a trav es de circuitos ya establecidos por individuos y saberes concretos (Podgorny, 2005). En parte de la informaci on que se intercambiaba, se presentaban las colecciones del museo, la cantidad que ten an, la manera en la que se dispon an y el criterio con el que se las ordenaba. Esto signicaba una exposici on del museo a la mirada cient ca y, era fundamental porque como se nala Sheets-Pyenson (1987), precisamente los directores de los museos reco-
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noc an las instituciones por las colecciones que ten an para presentar y ofrecer en canje. Los directores de los museos etnogr acos al igual que los que dirig an otros tipos de museos, compartieron circuitos de comunicaci on formando parte de redes de informaci on a trav es de las cuales se transfer a el conocimiento sobre diversas culturas y regiones del mundo que despertaban el inter es de cient cos, directores y curadores de museos. (Penny 2002:97) Sus colecciones se incrementaron gracias a donaciones, compras a comerciantes que abastec an a diferentes museos y nanciando expediciones de su personal y cient cos ligados a ellos. A su vez, desde el interior de estas instituciones se construyeron redes de recolecci on utilizando a investigadores y/o acionados que viv an en localidades distantes a los centros metropolitanos. Estos colaboradores locales dar an lugar a la gura del corresponsal 2. Estos u ltimos eran aquellos agentes cuya actividad se centraba en sociedades geogr acamente lejanas a las instituciones metropolitanas y ten an la misi on de hacer descripciones del paisaje, de reunir objetos, relevar vocabularios, creencias, costumbres y h abitos, de forma que se pudiera tener un panorama de la vida de aquellas sociedades. En algunos ca2
sos eran miembros de la comunidad acad emica, en otros, viajeros, estudiosos, profesores universitarios; miembros del gobierno ya sea nacional, provincial o de las colonias, y algunos acionados que resid an en los lugares de recolecci on, como misioneros, m edicos, abogados, militares, comisarios, jueces o comerciantes. La mayor parte de las veces no actuaron en forma aislada sino que estaban ligados a las instituciones cient cas que les hab an encomendado la misi on, convirti endose en parte de estas redes a trav es de las cuales circulaban instrucciones sobre los tipos de objetos que deb an recoger, c omo y qu e datos reunir. 3 En estas redes quedaban envueltas personas que no ten an inserci on formal en a mbitos cient cos institucionalizados, y si bien su conocimiento como se nala Latour (1987:206) pod a considerarse ambiguo e impreciso, en el centro cient co se convertir a en un conocimiento fundado, preciso y claro. Pero adem as, en la medida en que la distancia no permit a el registro y la observaci on directa del cient co, este elaboraba instrucciones que adoptaban la forma de sugerencias y reglas para que los objetos pudiesen ser transportados, no se deterioraran en el viaje y contuvieran informaci on suciente y entendible para ser trabajados
Algunos trabajos sobre la formaci on de las colecciones para los museos y la funci on de los emisarios para adquirirlas en otros pa ses son por ejemplo: Kohlstedt, Sally. Henry A Ward: The merchant naturalist and American Museum development, Journal of society for the bibliography of natural history, 1980. Lopes M. Margaret, O Brasil descobre a pesquisa cientica., Hucitec, Sao Paulo, 1997. P erez Goll an, Jos e A. Mr Ward en Buenos Aires. Los Museos y el proyecto de naci on a nes del siglo XIX, en Ciencia Hoy, v 5(28) 1999, pp 52-58. Podgorny Irina, Los gliptodontes en Par s: la colecci on de mam feros pamp eanos en los museos europeos del siglo XIX, en Montserrat, Marcelo (comp) La ciencia en la Argentina entre siglos: textos, contextos e instituciones, Manantial, Buenos Aires, 2000, pp 309-329. Pyenson Lewis, Functionaries and seekers; Latin America: Missionary diusion of exact science, 1850-1930, en Quipu, v2, pp 387-420. Sheets-Pyenson, Susan. Cathedrals of science. The development of colonial natural history museums in the late nineteenth century. McGill-Queens, Kingston, 1988. Algunos trabajos sobre el tendido de redes y la confecci on de instrucciones para la recolecci on de espec menes de historia natural y etnograf a son: Bourguet, Marie Noelle. 1997. La collecte du monde: voyage et histoire naturelle (n XVII` eme si` ecle-debut XIXsi` ecle. En Blanckaert Claude et al (eds). Le Mus eum au premier siecle de son histoire. Paris: Mus eum National dHistoire Naturelle; Bravo, Michael, 1996. Ethnological Encounters. En: Jardine.N, Secord J.A. y Spary E.C. Cultures of natural history. Cambridge: Cambridge University Press; Latour, B. Science in Action. How to follow Scientists and Engineers through Society. England: Open University Press, 1987; Podgorny I. 2001.El caminos de los f osiles: Las colecciones de mam feros pampeanos en los museos franceses e ingleses del siglo XIX: En Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia. Vol LIII, Fasc 2, pp 97 a 115; Podgorny, I y Schaner, W. 2000. La intenci on de observar abre los ojos, narraciones, datos y medios t ecnicos en las empresas humboldtianas del siglo XIX, En Prismas,4. Universidad Nacional de Quilmes. Pp 217 a 227; Podgorny, I. 2002. Ser todo y no ser nada.Paleontolog a y trabajo de campo en la Patagonia argentina a nes del siglo XIX. En: Visacovsky S, y Guber, R. (comp).Historia y estilo de trabajo de campo en Argentina. Buenos Aires, Antropofagia, pp. 31 a 77. Latour, B. Science in Action. How to follow Scientists and Engineers through Society. England: Open University Press, 1987:212
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en el gabinete. El objetivo de ellas era dirigir, orientar y pautar el comportamiento del recolector en el campo y teniendo en cuenta que los museos eran una instituci on creada en ambitos urbanos, esta era la forma en que desde el centro se pod a actuar a la distancia sobre otros puntos (ibid). 4 Espec camente, ello signicaba tener determinado control sobre lo que se recog a de forma que, por un lado, se adecuara a lo pedido y, por otro, se garantizara las condiciones de su traslado hasta la instituci on. En Argentina desde nes del siglo XIX, una de las caracter sticas de la pr actica de la arqueolog a, la etnograf a y la antropolog a era que se articulaba a trav es de instituciones privadas, las asociaciones, la amistad, los v nculos de parentesco, la comunidad de origen, los grupos pol ticos y los clubes, y de las instituciones estatales como las c atedras universitarias y los museos. Esto generaba, adem as de rivalidades, una red de alianzas e intercambio que se extend an sobre el pa s facilitando el trabajo de campo, la obtenci on de informaci on y de colecciones (Podgorny 2004:151) En este contexto, la Facultad de Filosof a y Letras de la Universidad de Buenos Aires cre o el Museo Etnogr aco en el a no 1904 como un gabinete de investigaci on, ense nanza y difusi on de la prehistoria y la etnograf a americana. Este ser a un a mbito destinado a la formaci on de profesionales en el trabajo de campo y de gabinete, construy endose en este u ltimo actividades que involucraron a personal t ecnico, investigadores y estudiantes para las tareas de catalogaci on, restauraci on y el arreglo de las colecciones en secciones de estudio e investigaci on. Para formar sus colecciones su primer director, Juan B. Ambrosetti 5 (1865-1917), se insert o en redes internacionales de comunicaci on e intercambio; asimismo, a nivel nacional la estrategia fue privilegiar sus relaciones personales y v nculos cient cos forjados en diferentes
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espacios acad emicos, como forma de garantizar la formaci on del acervo del nuevo museo y facilitar la tarea arqueol ogica en el campo. Este trabajo tiene dos prop ositos. Por un lado, describir de manera general la forma en que Ambrosetti, quien dirigi o la instituci on entre 1904 y 1917, form o las colecciones y se insert o en redes internacionales de canjes de publicaciones y materiales que le permitieron reunir un acervo de diferentes culturas, obtener informaci on sobre posibles donantes, colecciones disponibles para el canje en otros museos y recibir cat alogos de ventas de colecciones de comerciantes que abastec an a museos del pa s, europeos y norteamericanos. Por otro lado, se analizar a en particular la construcci on de una red de recolecci on a nivel local para reunir objetos etnogr acos de grupos ind genas que viv an en regiones del interior del pa s a trav es del aparato burocr atico del Estado nacional; es decir, por medio de personal del Ej ercito y los agentes administrativos de los gobiernos de los Territorios Nacionales.
Documento 9 B-3-11. Archivo de Documentos de la Facultad de Filosof a y Letras. UBA En el a no 1886 Ambrosetti se incorpor o al Museo provincial de Entre Rios como Director de la Secci on de Zoolog a; en 1895 fue designado Director perpetuo del Museo Arqueol ogico y Etnogr aco del Instituto Geogr aco Argentino, y desde 1902 a 1904 estuvo a cargo de la Secci on de Arqueolog a en el Museo Nacional de Buenos Aires. El Dr. Carlos Indalecio G omez era Consejero de la Facultad de Filosof a y Letras de la UBA y Ministro plenipotenciario en Alemania. Las 16 piezas arqueol ogicas que obsequi o a Juan Ambrosetti para el Museo, proced an de su nca en Pampa Grande, Provincia de Salta.
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en el a no 1904 con un primer conjunto de objetos de bronce calchaqu es y peruanos donados por uno de los miembros del Consejo Directivo de la Facultad, Indalecio G omez 7. Este nuevo museo es el primero en la regi on en especializarse en colecciones antropol ogicas en sentido amplio, sin colecciones de historia natural tal como predominaba en otros museos del pa s. Esta particularidad se reejaba tanto en los materiales reunidos en las expediciones, en las donaciones recibidas y en las compras, entre las cuales no hab a ejemplares de historia natural (Podgorny, 2000), como en la organizaci on de las colecciones que ingresaban en tres secciones generales: Etnograf a, en la cual se quer a mostrar la diversidad de culturas contempor aneas; Arqueolog a, cuyo objetivo era
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reconstruir el pasado del hombre americano, y Antropolog a, para la comparaci on de los rasgos f sicos de los ancestros del hombre 8. El primer proyecto de su director fue la elaboraci on de un plan de expediciones sistem aticas 9 dentro del territorio argentino bajo el punto de vista arqueol ogico y etnogr aco, que no solo tuvieran por objeto reunir colecciones para el nuevo museo, sino datos exactos de los yacimientos de las piezas y todos los materiales posibles destinados a publicarse en monograf as sucesivas que ilustrasen esas colecciones y que ya iniciaran por decirlo as , el estudio sistem atico de las culturas prehist oricas de la Rep ublica Argentina (Ambrosetti, 1908:983). Estas expediciones se realizar an al noroeste del pa s, en especial a la regi on calcha-
Las secciones estaban subdivididas en: Secci on de antropolog a: conten a f osiles argentinos, calcos, f osiles ex oticos, cr aneos y esqueletos argentinos; cr aneos y esqueletos ex oticos, bustos y retratos; La secci on Arqueolog a Argentina conten a colecciones calchaqu es y de otras culturas del territorio argentino; Secci on de arqueolog a Americana y general, conten a objetos que se adquir an en expediciones a pa ses lim trofes y objetos donados o ingresados por canjes con museos europeos y norteamericanos; La Secci on de Etnograf a Argentina estaba formada por objetos folkl oricos e ind genas y una secci on de etnograf a Americana y Extraamericana que reun a objetos ind genas y ex oticos Por nota al Decano de la Facultad, Dr. Norberto Pi niero le informa el 4 de diciembre de 1904 el Plan de Expediciones que se realizar a como complemento de la C atedra de Arqueolog a Americana: 1. La exploraci on met odica de las llamadas cumbres de Calchaqui, en la Serran a del Aconquija es a mi modo de ver, lo que m as urge, dada la numerosa poblaci on que all vive y lo poblado de esos campos y cerros que hace que en breves a nos desaparezcan todos los vestigios dejados por los antiguos habitantes. 2. La exploraci on sistem atica de esa regi on requerir a varios a nos. 3. Para trazar el plan de conjunto es menester realizar una exploraci on preliminar. 4. En esta exploraci on preliminar se explorar a la regi on de la Pampa Grande y de las grutas pintadas, y si es posible se visitar a tambi en Taf y se estudiar an los Menhires que all se encuentran.
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(Doc. 99 B-3-10) Archivo Facultad de Filosof a y Letras. UBA El Instituto Geogr aco Argentino lo env a en 1895 como director perpetuo del Museo Arqueol ogico y Etnogr aco, junto a Mario Garino y a Eduardo Holmberg a Pampa Grande (Provincia de Salta) y al Valle Calchaqui. En 1896 vuelve a Salta y Catamarca, en un viaje auspiciado por el mismo Instituto. En 1897 ofrece una conferencia Por el Valle Calchaquien el XXV aniversario de la Sociedad Cientica Argentina. En 1903 presento en el XIII Congreso Internacional de Americanistas en Nueva York, un trabajo sobre las vinculaciones entre los calchaquies y los pueblos del sudoeste de Estados Unidos. A su regreso viaja a Europa a entregar al Ministerio de Educaci on P ublica una colecci on arqueol ogica de piezas calchaquies adquirida al Dr. Ad an Quiroga, como retribuci on del gesto que el gobierno italiano hab a tenido con el argentino al obsequiar una obra de Piranesi para el Museo de Bellas Artes. Tambi en ofrece la conferencia I Calchaqui que se public o en Bolletino della Societ a Geogr aca Italiana de Roma. Su producci on bibliogr aca de arqueolog a sobre la region Calchaqui va a ser abundante y a comenzar con Notas de arqueolog a calchaqui (1896) que se public o en el Bolet n del Instituto Geogr aco Argentino. Las cumbres del Valle Calchaqu , en la Serran a del Aconquija, eran el primer lugar para explorar; Ambrosetti manifest o adem as la urgencia de esta expedici on debido a que la numerosa poblaci on de dicha regi on, pon a en peligro los vestigios dejados por los antiguos habitantes. El consejero de la Facultad Indalecio G omez ofreci o su nca en Pampa Grande (Salta) para llevar a cabo la primera expedici on, lo que fue aceptado por Ambrosetti y realizada en enero de 1905. Para ello solicit o al Decano N. Pi nero que la Facultad consiga del Ministerio de Instrucci on P ublica los pasajes que sean necesarios y mil pesos moneda nacional, suma que se emplear a para gastos de fotograf a y equipo, pago, manutenci on de campo, pago y mantenimiento de peones y arrieros, embalaje de las piezas, etc. En esta primera expedici on lo acompa naron el Profesor Francisco Capello y los alumnos Salvador Debenedetti y Mario Guido. Ver. Doc. 95, Caja B-3-10. Archivo FFy L. UBA
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qu , zona que hab a empezado a ser estudiada sistem aticamente tanto por Ambrosetti como por Samuel Lafone Quevedo y Ad an Quiroga en la u ltima d ecada del XIX. (Fern andez, 1982). Efectivamente Ambrosetti hab a realizado expediciones encomendadas por el instituto Geogr aco Argentino, de cuyo Museo Arqueol ogico y Etnogr aco fue director, y adem as hab a dictado conferencias y escrito trabajos sobre el tema. 10 En estas expediciones, que eran anuales y que se realizaban aprovechando el receso estival, participaban profesores y alumnos. Consideradas como un complemento para los estudiantes de los cursos te oricos de la materia Arqueolog a Americana, daban la posibilidad de aprender los m etodos y t ecnicas del trabajo de campo y adem as, las tareas de laboratorio que se hac an en el Museo interviniendo directamente sobre las colecciones que se recogiesen. 11 Esto transformaba al Museo en un espacio en el que se articulaba la ense nanza te orica con la pr actica y como sintetizara Salvador Debenedetti, los benecios que se obten an de la ense nanza impartida en el Museo era el conocimiento que adquir an los alumnos de la arqueolog a americana a trav es de sus fuentes originarias, con material de exacta procedencia e indudable documentaci on; asimismo, las monograf as estar an basadas en el estudio directo de los objetos, material que incluso era empleado en los trabajos pr acticos de materias anes como por ejemplo geograf a humana, antropolog a, entre otras. 12 Adem as, se convoc o a estudiantes a participar directamente en algunas tareas internas de la instituci on, as por ejemplo, el arreglo de la Secci on de Antropolog a, compuesta por cr aneos y esqueletos, qued o a cargo de Juliane Dillenius y Manuela de Basald ua. Para poder realizar estas expediciones, las autoridades de la Facultad hab an asignado al Museo un presupuesto ordinario de 2500 pesos anuales que alcanzaba para solventar los gastos de una expedici on arqueol ogica anual a la regi on noroeste del pa s. Con esta suma se
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cubr an los traslados, peones, alimento y alojamiento, mientras que los pasajes en ferrocarril estaban a cargo del Ministerio de Instrucci on P ublica. Adem as de las colecciones arqueol ogicas locales, Ambrosetti tambi en quiso que las colecciones del Museo sirvieran para dar cuenta de un modo m as general de todas las culturas no europeas, mostrando en sus salas la diversidad de la cultura del hombre. A trav es de las donaciones, canjes con otro museos, compras y el encargo de misiones etnogr acas, se logr o reunir un acervo que abarcaba sociedades de diferentes per odos y de las m as diversas regiones del mundo. La donaci on, que fue desde el comienzo de la instituci on una fuente fundamental para el enriquecimiento del acervo, dependi o tanto de la voluntad de interesados en el proyecto de creaci on y sostenimiento del Museo como del pedido p ublico que hiciera su director. De hecho, como una forma de estimular a los posibles donantes Ambrosetti expresaba: Para los nes de este museos que son a la vez did acticos y de investigaci on, cualquier objeto producto de la industria del hombre primitivo o de cultura ex otica llenar a un vac o. Nos permitimos llamar especialmente la atenci on de todas las personas de buena voluntad as como tambi en de los coleccionistas, sobre la importancia de fomentar este museo universitario abierto a todos los estudiosos sin distinci on alguna, que quieren aprovechar el material en el conservado. 13 Se pueden encontrar dos tipos de donaciones: aquellas de objetos de las sociedades ind genas que habitaban el territorio nacional, que proven an desinteresadamente de personas que ten an v nculos afectivos, familiares o cient cos con el director, que pose an alg un objeto propio que consideraban de inter es para el Museo, que adquir an una pieza en un viaje al interior y la donaban, o que simple-
Vease informe de Salvador Debenedetti al Ing. Manuel Lapido, miembro del Consejo Directivo de la Facultad de Filosof a y Letras. Archivo Facultad de Filosof a y Letras. UBA Memoria anual, a no 1912.
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mente eran coleccionistas y se desprend an de algunas piezas de su colecci on particular. Tambi en a nivel institucional entre los museos nacionales y universitarios circulaban colecciones y donantes que eran derivados entre los directores de acuerdo a la naturaleza de las colecciones que ofrecieran. Por ejemplo, en 1907 Juan Dom nguez, Director del Museo de Farmacolog a de la Universidad de Buenos Aires, don o al Museo Etnogr aco 7 piezas de alfarer a procedentes de Tilcara; un a no despu es Ambrosetti don o una piel de lagarto a dicho Museo; lo mismo hizo en 1913 con el Museo Nacional de Historia Natural a cargo de Angel Gallardo, y en 1911 Carlos Zuberbuler, director del Museo de Bellas Artes, don o al Museo cr aneos y antig uedades calchaqu es pertenecientes a la antigua colecci on Ad an Quiroga. Otro tipo de donaciones estuvo relacionada con materiales de Africa, Asia, Ocean a y de ind genas del resto de Am erica del Sur. Gran parte de estas colecciones eran ofrecidas en venta por comerciantes europeos o norteamericanos a trav es de cat alogos ilustrados con fotograf as y descripciones. Este mercado de objetos estaba basado en redes internacionales de comunicaci on que se apoyaban en conexiones diplom aticas (Penny 2005:52). Ministros, c onsules y embajadores que trabajaban en el exterior ociaban de intermediarios entre los museos de sus pa ses y los comerciantes y el uso de canales ociales de comunicaci on supon a facilitar las adquisiciones. En el caso particular del Museo Etnogr aco, la correspondencia entre el director y estos funcionarios, estuvo referida por un lado a la posibilidad que ellos ten an a trav es de sus conexiones locales de ubicar colecciones para la compra, y por otro lado encargarles su intervenci on en el despacho de las colecciones hacia el Museo de modo de facilitar los tr amites. Sin embargo, el Museo no pod a afrontar estas compras ya que la mayor parte del presupuesto que ten a asignado se destinaba a las expediciones arqueol ogicas; en este sentido po14
demos decir que estas donaciones se trataban m as bien de un sistema de mecenazgo, en el que Ambrosetti decid a una compra que era solventada por un donante al que le enviaba una carta tipo, en la cual solicitaba su ayuda patri otica en pos de una instituci on universitaria de alta cultura. A cambio, le ofrec a que una sala del museo llevase su nombre o el de alg un familiar (Dujovne, Pegoraro, P erez Goll an, 1997:541). Otra modalidad para formar colecciones era insertarse en las redes de relaciones cient cas que se asentaban en gran medida en viajes y encuentros en congresos -particularmente los de americanistas- y que se manten an a trav es de la correspondencia. Estos espacios eran propicios para acordar canjes de colecciones, ya que se den a el tipo de materiales que se intercambiar an, ya sea estos arqueol ogicos, antropol ogicos o etnogr acos, la equivalencia con los objetos a intercambiar y las condiciones de env o. 14 Al igual que otros museos, como el de La Plata, los canjes se asentaban sobre los objetos duplicados (Garc a y Podgorny, 2001). Este tipo de objeto, denido tambi en como doble, era un original que ya se encontraba en la instituci on y que hab a que darle salida por cuestiones de espacio y de orden de las colecciones, ya que el inter es estaba en reunir series completas cubriendo todos los tipos, y los duplicados deb an destinarse a los canjes o donaciones. (Dujovne, Pegoraro, P erez Goll an, 1997). Por ejemplo, el Smithsonian Institution de Washington manten a ya desde 1878 un activo programa de intercambio de materiales duplicados, siendo sus destinatarios bibliotecas, escuelas, universidades y museos. (Parezzo, 1987). En 1909 Ambrosetti recibi o una carta del Secretario Asistente del National Museum of the Smithsonian Institution, R. Rathbum, quien a trav es de Holmes, en aquel momento Jefe del Bureau of American Ethnology y curador del a rea de Arqueolog a Prehist orica, hab a recibido su carta proponiendo un can-
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Juan B. Ambrosetti realiz o un primer viaje al Congreso Internacional de Americanistas en Nueva York en 1903. A partir de all , asisti o a los otros encuentros: Viena ( 1908); Buenos Aires (1910); Londres (1912); Estados Unidos (1916); all mismo concurri o al Congreso Cient co Panamericano que se realiz o en Washington. Legajo de colecciones. Archivo de Documentos del Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti, FFyL. UBA.
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je de materiales duplicados arqueol ogicos del noroeste argentino por los equivalentes de etnograf a. 15 Tambi en el American Museum of Natural History de Nueva York ofrec a r eplicas en yeso de objetos de los indios norteamericanos. Precisamente, gracias a la intensa correspondencia que mantuvo Ambrosetti con Clark Wissler, curador del Departamento de Etnolog a de este u ltimo Museo, se pudo obtener en 1908 en calidad de canje una colecci on de las Filipinas y de 20 bustos de indios americanos tomados al natural. Como contrapartida, se entregaron duplicados arqueol ogicos recogidos en el noroeste de la Argentina por las expediciones del Museo Etnogr aco. 16 Esto signic o para el Etnogr aco la inauguraci on de esta modalidad de intercambio, y para aquel Museo, el primer grupo de piezas arqueol ogicas procedentes del noroeste argentino. 17 La misi on etnogr aca, consist a en la compra de objetos que se le encargaba a cient cos, viajeros, estudiantes, profesores, amigos, y parientes, que realizaban viajes al interior del pa s o a otros pa ses de Am erica del Sur. Por un lado, estas eran gratuitas o modestamente subvencionadas porque precisamente se aprovechaba el viaje de la persona a quien se le hac a el encargo, de modo que el director solo deb a afrontar la suma hab an gastado en la compra de los objetos. El tiempo de que dispon a el colector y la capacidad de establecer relaciones eran factores que se deb an tener en cuenta y de hecho, el director del Museo aprovechaba sus v nculos con pobladores locales, ya sean estos peones, due nos de estancias o ingenios, para que les dieran albergue o los asistieran en la b usqueda de objetos. A pesar de que las misio16 17 18
nes signicaron un gasto de dinero nmo teniendo en cuenta el que se utilizaba para las expediciones arqueol ogicas, esto era considerado un gasto extra de la instituci on y se afrontaba u nicamente con el dinero sobrante del presupuesto ya asignando al Museo y deb a adem as, contar con la autorizaci on del Decano de la Facultad. Para el a no 1907, la etnograf a de las sociedades ind genas argentinas ten a escasa representaci on dentro de las salas del Museo. La secci on contaba con 41 objetos, 16 de ellos recogidos en expediciones arqueol ogicas y el resto ingresados por donaciones. A diferencia de las arqueol ogicas, que en ese a no llegaban aproximadamente 2380 piezas, la escasa cantidad de objetos planteaba dos problemas. Por un lado, cumplir con el objetivo de la instituci on de presentar culturas americanas y extraamericanas; por otro lado, la imposibilidad de responder a la demanda de museos de Europa y Estados Unidos ya que no hab a duplicados sucientes para intercambiar. La Secci on deb a ser llenada con objetos de grupos ind genas contempor aneos; tobas, mocov es, matacos y guaran es de los Territorios Nacionales del Chaco y Misiones y grupos del Territorio de Santa Cruz deb an estar representados en las vitrinas de la sala. Las dos primeras regiones presentaban particularmente ciertas facilidades para reunir colecciones, ya que ten an estancias, ingenios, obrajes y yerbales que funcionaban como enclaves productivos en las m argenes de los r os del Alto Uruguay y Alto Paran a, y para cuyo trabajo se utilizaba mano de obra ind gena estacional. De esta forma, esos enclaves se hab an convertido en espacios de uidas relaciones de
Legajo de colecci on. Archivo de Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti FFyL. UBA Archivo de correspondencia # 93. Division of Anthropology Archives. American Museum of Natural History. New York. Las colonias militares de las regiones del Alto Uruguay y del Alto Paran a funcionaron como albergue de viajeros. En muchos casos se hab a originado de puestos militares, convirti endose paulatinamente en poblados, dot andose de destacamentos de ingenieros, m edicos y ocinas de tel egrafos entre otros. Ambrosetti, en su descripci on sobre las colonias describi o el conocimiento que sus pobladores ten a de los caminos y regiones aleda nas y la posibilidad que se ten a de obtener de ellos informaci on sobre los caminos, parajes ind genas, identicaci on de objetos ind genas e incluso yacimientos arqueol ogicos. En su trabajo sobre los indios Kaingangues describe la informaci on que le dio un teniente: Mi amigo el teniente brasilero Edmundo Barros me ha comunicado que ha visto, en Guarapuava, Kaingangues adornados con vinchas de plumas en la cabeza, pero puestas de diferente modo que los que usan los indios generalmente, es decir, que las plumas, en vez de dirigirse arriba sobre la frente, ca an al contrario, para abajo y atr as sobre la espalda. Para una descripci on m as detallada de la estructura de las colonias ver: Ambrosetti, Juan B . Colonias militares en Misiones En: Bolet n Geogr aco Argentino, t VIII, Buenos Aires, 1893, pp 504-507.
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contacto y comercio entre los indios, los colonos blancos y los hacendados 18. En 1909 Ambrosetti organiz o por primera vez una expedici on etnogr aca al Chaco y Jujuy enviando a su ayudante Salvador Debenedetti, quien deb a recorrer los ingenios azucareros para reunir objetos etnogr acos. Tres meses despu es Debenedetti regres o con 430 objetos ceremoniales y de uso dom estico de diferentes grupos ind genas. Paralelamente, otra modalidad para acceder a ese tipo de colecciones fue convocar a funcionarios de gobierno para que colaborasen en esa tarea. Incluso dos a nos antes, en 1907 hab a enviado la primer carta al jefe del Ej ercito que estaba por emprender una campa na al Chaco. La posibilidad de utilizar a estos funcionarios, estaba de hecho en el decreto de la fundaci on del Museo; el tercer art culo aclaraba esto: 3) el decano solicitar a por la v a que corresponda a los gobiernos de la naci on y de las provincias, un ejemplar de cada uno de los objetos etnogr acos que tuviesen repetidos en las instituciones que de ellos dependiesen. Para que participasen los funcionarios de gobierno, Ambrosetti construy o una red de recolecci on a trav es de la cual circulaban instrucciones sobre el tipo y cantidad de objetos que se deb an recoger y los datos que ten an que acompa narlos. Esta modalidad funcionaba a trav es de expedientes que segu an las v as administrativas y jerarqu as burocr aticas, desde el Decanato hacia los funcionarios del Estado, Cuerpo Mayor del Ejercito y Direcci on General de Territorios Nacionales 19-, derivando ellos a su vez las instrucciones hacia sus subordinados, el Ejercito hacia los Regimientos de Caballer as, y la Direcci on General de Territorios Nacionales hacia las Gobernaciones provinciales, comisarios de zona y juzgados de paz. Esta red ofrec a diferentes ventajas. Una de ellas consist a en que el Museo pod a acercar la etnograf a de aquellos lugares hasta el interior de sus salas sin tener que organizar
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una expedici on, y afrontar todos los gastos que demandase, tales como traslados o alimentos, porque se aprovechaban las personas que ya se encontraban en las regiones del interior y que recib an las instrucciones elaboradas por el director. Otra ventaja era aprovechar precisamente el conocimiento que estas personas ten an de los lugares ya sea porque hab an nacido all , porque trabajaban en estos lugares, porque recorr an las zonas asiduamente y porque ten an relaciones con pobladores locales, colonos e ind genas. Adem as, el Ejercito conoc a bien esta regi on desde la primer ocupaci on militar. Y en particular, la idea de utilizar al Ej ercito y las gobernaciones a trav es de jerarqu as institucionalizadas era facilitar la transmisi on de las instrucciones, ya que estas se derivaban por medio de circulares ociales y cumpl an con las instancias administrativas de cada organismo estatal. En este sentido podemos decir que esta modalidad gener o una relaci on despersonalizada y formal entre el director del Museo y los recolectores, porque ellos enviaban las respuestas a sus jefes o superiores jer arquicos que les hab an enviado las instrucciones y estos u ltimos eran quienes se comunicaban con el director del Museo, ya sea para intercambiar informaci on, recibir nuevas instrucciones o avisar del env o de una colecci on. Tambi en el uso de una red permit a no solo acortar las distancias geogr acas sino el tiempo. La preocupaci on que compart an diferentes museos, entre otros el de La Plata y el Etnogr aco, era lo que ellos consideraban como la inminente desaparici on de las sociedades ind genas por el contacto con el resto de la sociedad nacional y, en consecuencia, la vertiginosa p erdida de su tradicional objeto de estudio. Parte del proceso de transculturaci on de la sociedad ind gena era la p erdida de sus costumbres y sus lenguas. Parad ojicamente ped an la recolecci on de objetos culturales de grupos que precisamente debido a este contacto estaban
Muchos otros museos recib an donaciones del Ej ercito como por ejemplo el Museo Nacional de Santiago de Chile, que recibi o de ociales de la Marina, especimenes de historia natural recogidos durante un relevamiento hidrogr aco (Bolet n del Museo Nacional de Santiago de Chile, t 1, 1908). El Museo de Farmacolog a de la Facultad de Ciencias M edicas de la UBA, recibi o ejemplares de plantas del Capit an de Fragata Vicente e. Montes y posteriormente del Capit an Hogbeg (Cat alogo de colecciones, 1909)
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desapareciendo. Sin embargo, las colecciones etnogr acas cumpl an as un papel fundamental: como documentos materiales de las m as diversas formas de la actividad humana, ellas se constitu an en el registro palpable de la diferencia y, era fundamental estudiarlas antes que desaparecieran.(Podgorny, 2004) Esta urgencia queda de maniesto en la primer nota enviada por Ambrosetti al Decano de la Facultad en el a no 1907, explicando la necesidad de convocar al Ejercito: En v speras de iniciarse la campa na de avance de fronteras en el territorio del Chaco por las tropas nacionales, creo que ser a muy oportuno solicitar del jefe de dichas fuerzas, general D. Carlos ODonell, que se sirviera ordenar a los jefes encargados de las operaciones de vanguardia la reuni on y env o de objetos etnogr acos con destino al Museo de esta Facultad. . .las tribus del Chaco tienden a alejarse cada vez m as o a desaparecer debido al contacto del hombre blanco; y por esto es que es urgente reunir el mayor material posible, con el cual se puedan estudiar sus usos y costumbres, y hacer las comparaciones etnogr acas necesarias. 20 En el caso del Territorio Nacional Misiones y de Santa Cruz, fueron utilizadas las comisar as de las zonas. Esto ten a dos ventajas: por un lado, las comisar as contaban con cierta infraestructura -tel egrafos y medios de transporte- que se pod an utilizar en caso de tener que buscar los objetos en lugares distantes; en 1915, el gobernador de Santa Cruz manifestaba que a pesar de las dicultades que ten an para adquirir los objetos y los pocos medios de transporte de que dispon an, los utilizar an para la misi on y solamente eran necesarios 500 pesos moneda nacional para comprar los objetos 21; por otro
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lado, los comisarios eran por lo general antiguos pobladores del lugar, conoc an a la gente de su jurisdicci on y pod an obtener informaci on a trav es de otros pobladores locales, ya sean estos m edicos, maestros, farmac euticos, ingenieros, telegrastas. El comisario de Itacaruar e -Misiones- le informaba al Gobernador sobre la b usqueda que hab a hecho para descubrir los cementerios de la era precolombina: (. . .)he practicado. . .y resultado que si bien, en epocas anteriores han aparecido en Tabay grupos de tres o cuatro indios Caingua, hoy con motivo de la paralizaci on de los trabajos en los obrajes se han retirado hacia el norte del territorio, no conoci endose lugar donde hallan sepultado alg un cuerpo de aquellos ni la existencia de los objetos que usaban los mismos pues en la actualidad todos poseen armas y u tiles modernos. . .seg un datos de algunos viajeros frente a Paran a existen colonias de Indios Guayanas y Cainguas(..). 22 A su vez el Gobernador en su carta al director del Museo, reconoc a el papel fundamental de los comisarios porque los consideraba los empleados que m as noticias pueden suministrar por su conocimiento y relaciones con los habitantes de los departamento. En el caso de que el gobernador considerase que ellos no pod an cumplir con la tarea, el mismo orientaba la red y hacia el encargo a otra persona que encontrase competente; es el caso por ejemplo del Gobernador de Resistencia, que aludiendo que en las cercan as de la ciudad no se pod an conseguir objetos, le entreg o 100 pesos y el listado de objetos al ingeniero Jefe de la navegaci on del r o Bermejo, Lamberto Plancker, a n de que a su vez, hiciera extensivo el pedido al capit an del vapor que hac a la carrera en dicho r o.
Carta de Ambrosetti al Decano de la Facultad. Documentos 31. Caja B-5-10 Archivo Facultad de Filosof a y Letras. UBA. Carta del Gobernador de Santa Cruz al Director General de Territorios Nacionales respondiendo a la circular n 82. Doc. 88 Archivo Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti FFyL. UBA. Carta del Comisario al Gobernador de Misiones. Documento Archivo del Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti, FFyL. UBA. Carta del Comisario de Concpci on Agosto al Director de Territorios Nacionales. Archivo de Documentos del Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti, FFyL. UBA.
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Algunas veces eran los mismos comisarios los que guardaban alg un objeto ind gena y lo ofrec an en donaci on al Museo, como por ejemplo el comisario de Concepci on Agosto en Misiones que ofreci o una punta de lanza, una chapita y un crisol. 23 De esta forma los mismos comisarios extend an la red incluso mas all a de sus jurisdicciones. Y aunque muchas veces la recolecci on no ten a los resultados esperados, la informaci on que le enviaban al director del Museo conten a datos referidos a la situaci on de los ind genas en algunas localidades, ingenios u obrajes, y que pod a ser usada en alguna expedici on futura. Si bien la b usqueda materiales para el Museo se hac a por encargo del director, a continuaci on se examina, como en la estrategia de tender una red y garantizar su funcionamiento de manera adecuada, era necesario estandarizar las observaciones y remitir instrucciones acerca de qu e observar y recoger en el campo.
La confecci on de instrucciones
La construcci on de una red y la confecci on de instrucciones para estos recolectores de objetos etnogr acos estuvieron emparentadas con las utilizadas por otros museos, institutos y sociedades cient cas de diferentes partes del mundo abocadas a la recolecci on de especimenes de historia natural. En Europa se elaboraron en el inicio del siglo XVIII ligadas a los viajes y a la recolecci on de especimenes fundamentalmente zool ogicos y bot anicos para los gabinetes de curiosidades y jardines bot anicos. Esto no fue una actividad trivial para los viajeros y supuso dicultades para todos ellos en el momento de la colecta y el env o a las metr opolis. El clima y los cambios ecol ogicos provocaban la muerte o deterioro de la ora y fauna enviada antes de llegar a su destino europeo. (Bravo, 1996; Podgorny y Sch aener,2000) Ante esto, como explica Bourguet (1997:343), surgieron por la necesidad de la ciencia de la metr opolis
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y constituyeron gu as de indagaci on que dirig an, reglaban y disciplinaban la curiosidad de los viajeros, exploradores y emisarios. Instru an c omo secar animales, etiquetar e identicar los especimenes. Redactadas en sus or genes esencialmente por naturalistas daban un lugar secundario a los datos antropol ogicos, englobando incluso tanto la antropolog a f sica como el estudio de las lenguas, los h abitos y las costumbres Sin embargo una vez en el terreno los naturalistas hac an investigaci on etnogr aca, lo que gener o que las instrucciones para reunir material etnogr aco siguieran estos modelos precedentes de la historia natural. (Dias, 1991) Al igual que para estos recolectores de especimenes de historia natural enfrentaban diversidad de problemas, los etn ologos e instituciones cient cas se encontraron con dicultades en el momento de realizar el trabajo de gabinete debido a la inadecuada recolecci on de datos que hab an hecho los recolectores. Como remedio a esto, desde el siglo XIX los etn ologos -como lo hab an hecho los naturalistas- intentaron organizar y disciplinar a los observadores en el campo confeccionando instrucciones y cuestionarios donde especicaban qu e se deb a observar y registrar. (Bravo, 1996:343-344). As por ejemplo, en Inglaterra a mediados de ese siglo la Sociedad Protectora de Abor genes construy o una red de agentes a trav es de sus colonias brit anicas en Africa; los etn ologos que participaron intercambiaron informaci on sobre vocabularios y recogieron objetos (ibid:342). En Estados Unidos el Smithsonian Institution encarg o a soldados, exploradores y misioneros llenar listas de vocabularios y cuestionarios para poder comprender la sociedad ind gena norteamericana. (Hinsley, 1994:48, 2000, 184). En Francia los primeros modelos de encuestas y gu as que se constituyeron en m etodos de observaci on referidos a la codicaci on etnogr aca datan tambi en del siglo XIX; las encuestas administrativas y ensayos sobre metodolog a etnogr aca referidos a la recolecci on de objetos etnogr acos de los
En Francia es con Paul Sebilliot con quien se inauguran las encuestas orales y su metodolog a. Sebilliot esboza bajo la inuencia de la Sociedad de Tradiciones Populares las instrucciones en 1887 para la recoleccion de objetos etngracos. En 1897 con el 1 Congreso de Etnograf a Tradicional, elabora junto a Landrin las Instrucciones sumarias
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denominados pueblos salvajes, y de objetos de las provincias, se caracterizaban ya no solo por instruir sobre los objetos materiales sino tambi en sobre tradiciones orales y modos de vida. 24 (Dias, 1987) Por ejemplo, las instrucciones de Jean Marie Deg erando producidas por la Societedes Observateurs de LHomme, publicadas en 1800, proveyeron un listado detallado de preguntas. (Bravo, 1996) En Inglaterra muchos etn ologos criticaron a los colectores por hacer preguntas equivocadas, omitir informaci on crucial necesaria para los estudios comparativos y la descripci on de los fen omenos ex oticos y fant asticos. De esta forma la Ethnological Society produjo y distribuy o un Manual of Ethnological Inquiry en 1852 para los misioneros, ociales militares, hombres de ciencia que estuviesen en las colonias y otros viajeros. (ibid, 344). En Am erica del Sur las instrucciones fueron utilizadas desde mediados del siglo XIX por diferentes museos (Podgorny, 2002), en el contexto local fueron elaboradas, entre otros, por Samuel Lafone Quevedo en 1892 desde el Museo de La Plata. Recordemos que Ambrosetti elabor o la primer instrucci on en 1907, ligada a la carta que le env a el Jefe del Ej ercito. En ella se reeja que la validez cient ca que el director daba a los objetos estaba en la informaci on que los acompa naba. Dos a nos antes hab a recibido una donaci on de dos momias enviadas por un teniente del Ej ercito desde la provincia de Jujuy. 25 Al recibir los cuerpos momicados sin informaci on, Ambrosetti le pidi o un informe en el que detallara las condiciones de su hallazgo, fecha, y lugar exacto, se nalando asimismo que el ejemplar carec a de valor cient co. 26 La falta de estos datos no solo dicultaba la tarea del cient co en el gabinete sino que no se correspond a con sus criterios de poseer piezas con un valor cient co indiscutido. Este valor lo otorgaba precisamente la informaci on sobre el contexto, toda aquella documentaci on que permitiera rastrear la historia del objeto, su
origen, uso y t ecnica de decoraci on o manufactura. De esto incluso se va a jactar su director a no tras a no en las memorias institucionales se nalando, que la importancia del museo radica principalmente en sus grandes series argentinas y algunas americanas, en el inter es de muchas piezas u nicas, en el criterio cient co con que han sido recogidas y de esta forma en los servicios que pueden prestar a la investigaci on y a la ense nanza. 27 Estos criterios respetaban y segu an las discusiones de la etnolog a internacional, que desde nes del XIX y principios del XX remarcaba que el valor y calidad de los objetos se alejaba de los par ametros est eticos para armar la importancia de la informaci on que el colector deb a adjuntar sobre su origen y funci on en la cultura que lo hab a creado. Franz Boas, trabajando con la colecci on Jacobsen en Berl n, mencion o las limitaciones de la investigaci on por la falta de informaci on, e insisti o en que todo colector deb a incluir el nombre del objeto en lenguaje local, su origen geogr aco, su linaje y su asociaci on con historias y canciones. Boas argumentaba que esta informaci on -que pronto se convirti o en criterios est andares- era cr tica para entender el signicado del objeto en la cultura que lo hab a creado (Penny,2002:85). En 1907, cuando Ambrosetti env a las instrucciones para la recolecci on de objetos etnogr acos al Ej ercito, se lo remite al Coronel Isidro Arroyo, quien a su vez se lo env a al General ODonell. En estas, junto al listado de los objetos se adjuntaron las recomendaciones: Tejidos de toda clase, caraguata, lana, etc. Adornos de la cabeza, gorros, sombreros, ornamentos de plumas, vinchas, etc Collares de cuentas, semillas, dientes, etc. Pulseras y tobilleras de cuero, cuentas, etc. Objetos y u tiles para tatuarse o pintarse la cara y el cuerpo, etc. Taparrabos y fajas.
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relativas a las colecciones provinciales de objetos etnogracos.(Dias, 1987:90) El donante fue el Teniente P erez. Archivo de Documentos del Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti. FFyL. UBA. Ambrosetti, Juan B. 1907. Exploraciones arqueol ogicas en la ciudad prehist orica de La Paya. Valle Calchaqu Provincia de Salta. Campa nas 1906-07, En: Revista de la Universidad de Buenos Aires, a no IV,t III. Memoria 1914-1915. Archivo de Documentos del Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti, FFyL. UBA.
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Cueros pintados de nutria, etc. Quillangos de cuero con o sin pintura. Adornos de los labios (tembet a), orejas, aros, botoques, etc. Armas de toda clase Bolsas, redes, hamacas Cinturones de cuero, bra, etc Utiles de caza y pesca (zgas, trampas, redes, anzuelos, etc Instrumentos de m usica (autas, tambores, violines, trompetas, etc Utiles e instrumentos de los m edicos o brujos Porongos de baile, matracas, etc Pipas y u tiles para fumar Objetos de alfarer a (platos, ollas, c antaros, etc) Mates y porongos para conducir agua Bateas y canoas de madera con su pala Utiles de agricultura Idolos, amuletos, fetiches Juguetes de ni nos Toda clase de objetos peque nos como peines, cucharas, anzuelos, etc, que tengan en sus bolsitas si es posible todo el contenido y que no se extraiga nada. Aparatos para hacer fuego Madera grabada y objetos de juegos No importa que vengan muchos duplicados, en los objetos etnogr acos suele haber diferencias muy interesantes. Los objetos deber an venir acompa nados si es posible, del nombre del indio que tengan y esto ser a f acil obtenerlo de los prisioneros de indios mansos. Indispensable ser a que traigan todos el nombre de la tribu o naci on a que pertenecen. 28
Precisamente a trav es de las instrucciones se enfatizaba la importancia de la informaci on y el contexto etnogr aco. Se ped a los nombres ind genas y nombre de la tribu o naci on a la
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que pertenecen, adem as intentaba rescatar el propio vocabulario nativo guiando la b usqueda hacia los prisioneros de los indios mansos. En efecto, si bien Ambrosetti ten a en cuenta que los recolectores conoc an los objetos ind genas y sab an d onde encontrarlos, las instrucciones no dejaban de ser imprescindibles como homogeneizadoras del criterio cient co y en ellas, de hecho, extend a hacia los recolectores tanto la forma de trabajo dentro del museo, como as tambi en la experiencia que el hab a adquirido en diferentes viajes a nes del siglo XIX antes de ser director de la instituci on. 29 Esto facilitaba adem as la primer tarea que enfrentaba el cient co dentro de la instituci on, que consist a en asentar los objetos que ingresaban en los cat alogos o libros de entrada, para lo cual deb an seguir el criterio ya establecido: n umero, tipo de objeto, procedencia, pa s o regi on, nombre de tribu o naci on y observaciones. En este u ltimo campo se aclaraba la funci on y datos particulares que se hubiesen podido encontrar. En denitiva, a trav es de estas instrucciones parec a poder garantizarse la uniformidad de los datos recolectados a los efectos que no se perdieran en una colecci on de heterogeneidades, no tanto en su lugar de origen sino en los centros donde deb an ser archivados con un criterio u nico. (Podgorny,I y Sch aener, W,2000:220) La recomendaci on de enviar bolsitas con todo su contenido sin que se extraiga nada, de forma de no disociar los objetos de su contexto y perder la documentaci on, que era lo que les daba un valor cient co irremplazable. Pedir a los recolectores que mantengan el contexto de cada uno de los objetos era adem as lo que permit a a los cient cos transmitir a sus disc pulos el conocimiento que se desprend a del objeto. La misma forma asum an las instrucciones enviadas a las gobernaciones de Santa Cruz en 1911.
Documento 31. B-5-10.Archivo de Documentos de la Facultad de Filosof a y Letras. UBA . Entre los viajes realizados por Juan B. Ambrosetti a estas regiones y de los que resultaron descripciones etnogr acas de las sociedades ind genas se destacan: el primero a Misiones en 1891, el segundo en 1892, como Jefe de la expedici on Nordeste del Museo de La Plata; en 1893 a La Pampa; en 1894 el tercer viaje a Misiones por encargo de la Sociedad Geogr aca Argentina; en 1895 a Salta, bajo los auspicios del Instituto Geogr aco Argentino. Adem as acompa no al Capit an Romero al Chaco por primera vez, sin misi on cient ca. Para una biograf a de Ambrosetti ver C aceres Freyre 1963, Juan B. Ambrosetti. Ediciones culturales argentinas. Secretar a de Cultura.
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I. u tiles de agricultura de fabricaci on y uso propio de los indios II. Prendas de vestir y adornos. (Se recomienda especialmente la adquisici on por compra, canje, etc) de yicas o bolsitas con todo su contenido de objetos y utensilios peque nos de cada indio o india III.Instrumentos de m usica y objetos de alfarer a. Se recomienda mucho la adquisici on de los objetos que utilizan los curanderos para curar enfermos. Nota) Se recomienda especialmente la recolecci on del mayor n umero de estos objetos no solo por sus variaciones de la t ecnica, dibujo, simbolismo, etc, sino por el n umero de las colecciones, que ser a de gran valor para establecer canje con los dem as museos del extranjero. 30 En los intercambios con otros museos, uno de los requisitos era garantizar la procedencia de las piezas y su autenticidad. Esto se aseguraba a trav es de los objetos, ya que por un lado, el n umero de inventario que se escrib a sobre cada uno de ellos era una forma de garantizar que eran originales del Museo y no falsicaciones; por otro lado, el listado de los objetos que se enviaba iba acompa nado de informaci on que conten a el lugar del hallazgo, contexto, a no y forma de recolecci on. Las instrucciones tambi en dirig an sobre el tipo de embalaje y los cuidados que se deb an tener cuando se enviaban las piezas. El prop osito era evitar la p erdida, fractura o mezcla de las piezas. As Ambrosetti ped a que fuera de los objetos de alfarer a, los dem as podr an embalarse en fardos de arpillera. 31 Esto se asentaba sobre la experiencia que hab a ido acumulando el personal del Museo ya que
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uno de los reclamos que recib a Ambrosetti de los museos del exterior, era que parte de las colecciones que el les hab a enviado en canje, llegaban completamente rotas y deterioradas. Clarck Wissler se quejaba, que el deciente embalaje de las colecciones arqueol ogicas hab a provocado la p erdida parcial de la colecci on 32. La posibilidad que tuvieron de reunir objetos para el Museo, el Ejercito, las comisar as y los juzgados de paz, fue absolutamente diferente. De hecho, estos u limos no remitieron ninguno aludiendo la falta de originales, al alejamiento de los indios y en la circulaci on de objetos modernos que eran fabricados para el turismo y no proven an de los ind genas. En el caso del Ejercito, aunque s enviaron objetos, la recolecci on de ellos signic o enfrentar una combinaci on de condiciones clim aticas adversas con el paulatino alejamiento de los indios de zonas pobladas por regimientos de caballer a. La carta del Mayor Pedro Cen oz, a cargo del regimiento C9 de caballer a de l nea en el a no 1909 ilustra esto: la regi on en la que opera mi regimiento es la peor de la zona, ba nado de riachos y terrenos bajos que en epocas de lluvias se convierten en unos lodales intransitables. M as a un, la custodia de nuestras tropas es a objeto de vigilar los parajes obligados de ellos, y esto mismo contribuye a que no se vea uno solo. Hubiera sido para mi un verdadero placer contribuir en esa obra civilizadora y cient ca. 33 En 1909 y en 1912/13, Pedro Cen oz y Francisco Guerrero enviaron colecciones de etnograf a de los ind genas del Chaco. Cen oz envi o 28 objetos, lo cual fue informado por Ambrosetti al
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Registro Obra 1911. Documento Archivo Museo Etnogr aco Juan Bautista Ambrosetti. FFyL. UBA Para una idea de las tareas de laboratorio que se realizaban transcribimos aqu , el informe de la Memoria anual del a no 1908: Limpieza y restauraci on de todo el material procedente de la tercera campa na, limpieza, restauraci on, jaci on de dientes a toda la colecci on de cr aneos, cuyo n umero pasa de 200, en la mayor parte sin cat alogo. Arreglo y distribuci on de los mismo para dejar preparada e instalada la secci on antropol ogica que actualmente ocupa un local adecuado con 7 armarios, con vidrieras y cajones y 2 mesas vidrieras. Arreglo de 8 vidrieras de pared. Limpieza y arreglo de la colecci on peruana Doc. 41, caja B-5-10. Archivo FFyL. UBA Carta de Clark Wissler a Juan Bautista Ambrosetti en 1908. Division of Anthropology Archives American Museum of Natural History. Legajos de Documentos. Archivo de documentos del Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti FFyL. UBA. Documento 72. B-5-10. Archivo de Documentos de la Facultad de Filosof a y Letras. UBA.
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Decano de la Facultad: Este hecho adem as del valor de los objetos, tiene importancia pues es el primer paso que se da respecto de la cooperaci on de los se nores jefes del Ej ercito Nacional en el fomento del Museo de esta Facultad y es por esto que pido al Sr. Decano quiera agradecer al Sr. Mayor Cen oz este env o como merece y en forma que estimule esa cooperaci on que tanto necesitamos. 34 A pesar de los problemas que ten an los recolectores para reunir colecciones, no dejaron de mantener la comunicaci on con la instituci on intercambiando informaci on. El uso de las redes telegr acas en particular ten a la ventaja de la rapidez del env o de los datos (Podgorny y Sch aner,2000). Los telegramas y cartas en los que se intercambiaban opiniones, datos y experiencias -ya sea condiciones clim aticas, lugares transitables, contacto con ind genas-, fueron un recurso de acercamiento entre la capital y el interior. De hecho, fueron la u nica instancia a trav es de la cual el director del Museo obtuvo informaci on de segunda mano de los comisarios, soldados y jueces de Paz que viv an en el interior del pa s.
Comentarios nales
En este articulo se procur o mostrar de qu e forma el primer director del Museo Etnogr aco,
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Juan B. Ambrosetti, tendi o redes de recolecci on hacia regiones geogr acas del pa s que nunca se incluyeron dentro del plan sistem atico de expediciones elaborado como parte del programa institucional. Recordemos que el plan de expediciones, se hab a organizado como parte del entrenamiento para los alumnos y adem as, estaba enfocado en la arqueolog a del noroeste argentino, en particular la cultura calchaqu , tema incluso al que estaba dedicado Ambrosetti y que formaba parte del contenido curricular de la materia que dictaba. 35. As , a ciertas zonas no cubiertas en el programa de expediciones como por ejemplo los Territorios Nacionales del Chaco, la Mesopotamia y Santa Cruz, se busc o acceder por otras v as. Las colecciones del Museo fueron reunidas a partir de diferentes mecanismos que utiliz o su director. En t erminos generales podemos considerar que estos eran instancias informales o formales de acuerdo a la v a que utilizaba para obtener la colecci on. La primera se asent o sobre sus v nculos personales, de amistad y parentesco e incluso cient cos; estos u ltimos se sostendr an con colegas con los cuales manten a una relaci on personal o epistolar. En general eran directores o curadores de otros museos con quienes acordaba realizar canjes, compras conjuntas o donaci on de colecciones. La segunda, se bas o por un lado en relaciones formales y la relaci on que se establec a, era a trav es de mecanismos institucionales y ociales. Estos u ltimos comprendieron, los canjes internacionales, pa-
El primer programa que present o Ambrosetti es de 1905 y se llamaba: Arqueolog a de la regi on Noroeste de la rep ublica (Calchaqui). Los puntos del programa eran los siguientes: Antecedentes hist oricos. Estado Actual de los trabajos Fuentes y materiales para este estudio Regiones especiales de la civilizaci on extinguida del noroeste argentino. Sus caracter sticas Yacimientos m as importantes Alfarer a: formas, tipos, lugar prominente de este arte en aquella civilizaci on Simbolismo: evoluci on de los s mbolos cardinales: El sapo, la serpiente y el avestruz. Simbolos diversos o especiales, la cruz, los animales miticos. VII. El empleo de la piedra, hueso, madera y otras industrias VIII.El uso y empleo de los metales IX. El folklore de la regi on X. La vida ordinaria de esos pueblos seg un los documentos arqueol ogicos XI. La vida accidental o extraordinaria de los mismos. Guerra, ceremonias religisas XII. La muerte y sus necropolis. Vease Doc.3. Caja B-2-8. Archivo Facultad de Filosof a y Letras. UBA I. II. III. IV. V. VI.
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ra los cuales se necesitaba la autorizaci on del Decano de la Facultad. Este tipo de relaci on se constru a tanto en los congresos cient cos, como tambi en a trav es de diplom aticos y funcionarios del gobierno nacional en el extranjero y cient cos de aquellos museos que visitaban el Etnogr aco. Por otro lado, como se examin o en este trabajo, el tendido de una red sobre el territorio nacional fue otra estrategia para reunir informaci on y colecciones a trav es del aparato burocr atico del Estado nacional. Esta red, abr a canales de comunicaci on por medio de las jerarqu as desplegadas para el control del territorio, y fue precisamente el uso particular de esta red formal de autoridades, circulares institucionales y emisarios locales lo que permiti o obtener objetos e informaci on de aquellos lu-
Agradecimientos:
Un borrador de este trabajo fue discutido en el seminario de historia de la ciencia que coordinaba Irina Podgorny y Alfonso Buch en la Universidad de Quilmes. Quiero agradecer muy especialmente a la primera, por la dedicada lectura de los borradores de este art culo, sus comentarios y gu a bibliogr aca. A los que participaron de la discusi on, M aximo Farro, Javier Nastri y Susana Garc a. A esta u ltima por su minuciosa lectura y generosas sugerencias.
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Otras fuentes
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El Museo Etnogr aco Juan B. Ambrosetti: los usos del tiempo en una colecci on de pasados 1
Andrea Roca2 Resumen
Debido a sus condiciones de aparici on y desarrollo, la historia ha sido comprendida como una ciencia propia de la civilizaci on, identic andose con ella; mientras tanto, todos aquellos pueblos que no entraban en sus organizadas secuencias fueron dirigidos hacia el dominio de la antropolog a. Esta discontinuidad colonial permiti o que se destinara a las sociedades ind genas hacia museos de antropolog a y arqueolog a, reservando para la civilizaci on occidental los museos de historia; en los primeros, la exhibici on de una obligatoria alteridad result o reforzada por medio de estructuras temporales que permit an incorporar a aquellas sociedades observadas en t erminos de pasado=distancia respecto del presente civilizado del observador occidental. Considerando tales or genes, el presente art culo propone una reexi on sobre los actuales usos del tiempo en el Museo Etnogr aco Juan Bautista Ambrosetti. En primer lugar, se se nalan brevemente las caracter sticas heredadas de los museos etnogr acos en general, y las formas que adquirieron los usos del pasado dentro del siglo de vida de esta instituci on en particular. Posteriormente (y privilegiando al p ublico escolar) se exponen las din amicas de intercambio que tienen lugar durante las actuales visitas guiadas a este museo, argument andose que a trav es de diferentes articulaciones temporales no incluidas en las muestras resultan posibles otras transmisiones de conocimiento que exceden las informaciones organizadas por sus objetos y narrativas. Por u ltimo, se propone entender a las visitas guiadas como un momento en el cual particulares reformulaciones del pasado modican e interpelan el presente del visitante.
Abstract
Due to the conditions of its emergence and development, History has been understood as a science devoted to the study of and identied with Civilization, while all those peoples that didnt tted into its organized sequences where assigned to the domain of Anthropology. This colonial discontinuity supposed the assignation of indigenous societies to Anthropology and Archaeology museums, while History museums were set aside for Western Civilization. In the former, the exhibition of a mandatory otherness was reinforced through time structures that allowed for the incorporation of those societies in terms of past=distance regarding the Western observers civilized present. Taking into consideration those origins, this paper proposes a reection upon current uses of time at the Juan B. Ambrosetti Ethnography Museum. In the rst part, the features inherited by the Juan B. Ambrosetti from ethnography museums in general, as well as the particular uses of the past that came about throughout its centenarian existence, are briey sketched. Then, the exchange dynamics that take place in the guided tours (particularly those oered to elementary schools) are described. It is argued that the use of an alternative set of time articulations not included in the current exhibitions would allow for several modalities of transmission of knowledge capable to go beyond the information conveyed by exhibitions organized according to criteria based on the objects
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El presente art culo sintetiza algunos de los temas abordados en mi Tesis de Maestr a, Objetos alheios, hist orias compartilhadas: os usos do tempo em um museu etnogr aco Doctoranda PPGAS MN UFRJ. andreacmroca@hotmail.com
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and the narratives. Finally, guided tours are interpreted as occasions when specic reformulations of the past modify and questions the visitors present.
Introducci on
Durante mi trabajo de campo en el Museo Etnogr aco Juan Bautista Ambrosetti (de aqu en m as, ME), una de mis informantes me explicaba cu an dif cil resultaba convocar al llamado p ublico general a las visitas guiadas que ofrece esta instituci on todos los nes de semana. Al decirme ...ellos vienen a mirar objetos? y nosotros les queremos contar historias!! parec a organizar por un lado las expectativas que este museo cree reconocer en el p ublico que lo visita, y por el otro la intencionalidad hist orica de la propia instituci on. He de utilizar estas dos armaciones como punto de partida para aproximar algunos de los problemas, ejes y supuestos abordados a lo largo de mi investigaci on. 3 Armar que ellos vienen a mirar objetos supone reconocer en el p ublico la naturalizaci on de un tipo de uso determinado sobre los museos en general: estos ser an visitados para mirar en ellos aquello que fue seleccionado y combinado para la observaci on. Sin duda, hemos aprendido a ingresar a los museos bajo este car acter de observadores, del mismo modo en que hemos incorporado que todo cuanto all se encuentra puede ser agrupado bajo la categor a observado. Es justamente en esta relaci on observador/observado donde los museos de arte, por ejemplo, encuentran su raz on de ser: las piezas que ellos exponen fueron realizadas directamente para ser exhibidas, admiradas, contempladas e incluso consumidas; m as all a de estas diferencias, podr amos armar que desde su origen dichas piezas cargan con diferentes grados de intencionalidad expositiva. No es el caso de los museos etnogr acos. Ellos nacieron a partir de una divisi on taxativa entre antropolog a e historia. La mayor a de los objetos que ellos exponen no fueron he3
chos para ser exhibidos: por el contrario, la voluntad expositiva que portan dichos objetos y all los re une no es ni la de sus productores, ni la de sus due nos. En estos museos, observador/observado no dene una relaci on l ogica entre algo que fue hecho para ser exhibido y alguien que lo contempla: a pesar de encontrarse l ogicamente metaforizada, observador/observado fue, antes que nada, una relaci on asim etrica de conocimiento y poder. Si aquellos pueblos no ten an historia (Wolf, 1982), obviamente sus objetos tampoco la ten an; de tal modo, los prop ositos coloniales que agruparon inicialmente aquellos acervos permitieron clasicarlos coherentemente bajo las mismas ret oricas del estatismo y de la sincron a (Asad,1973; Cliord, 1995a, 1995b). En el contexto de un museo etnogr aco, una frase tal como ellos vienen a mirar objetos carga con la historicidad de esta relaci on colonial. Mientras tanto, los visitantes del ME no se aproximan a sus vitrinas como una t abula rasa: de acuerdo con las indagaciones de las ideas previas que realiza el Area de Extensi on Educativa de esta instituci on, la palabra etnogr aco se encuentra asociada o al estudio de las razas, o al de los pueblos primitivos, o al de una raza ind gena; grosso modo, podr amos armar que el ME es visitado con la expectativa de encontrar cosas de indios. Junto a este supuesto hemos de considerar, adem as, que la idea de museo se encuentra directamente vinculada a la noci on de conservaci on, por lo cual se espera tambi en un encuentro con cosas viejas, resguardadas del pasaje del tiempo. De tal modo, las expectativas y supuestos que conuyen y se articulan en las visitas al ME pueden resumirse de la manera siguiente:
El objetivo de la tesis fue la identicaci on y an alisis de los usos del tiempo en el ME, principalmente en el contexto de las visitas guiadas. Las observaciones y entrevistas tuvieron lugar entre enero/marzo de 2005 y agosto/septiembre del mismo a no. Dado que esta investigaci on traza una continuidad con la realizada para mi Tesis de Licenciatura, he recuperado algunos materiales de mi anterior trabajo de campo, comprendido entre 2002 y 2003 (Roca, 2003: La vecindad de los objetos: lo propio y lo ajeno en los sistemas clasicatorios del Museo Hist orico Nacional y el Museo Etnogr aco - FFyL, UBA - Director: Dr. Pablo Wright).
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1) ellos los observadores vienen solamente a observar 2) a los observados, que son indios 3) y a sus cosas, que son viejas.
ind genas hacia los museos de antropolog a y/o arqueolog a, y se reservara para la civilizaci on occidental los museos de historia (P erez Goll an y Politis, 2004); es decir: la construcci on de la alteridad result o adjudicada como una tarea propia a los museos etnogr acos. La ret orica del colonialismo coloc o a las sociedades ind genas en dominios claramente separados del nuestro, principalmente a trav es de representaciones ahist oricas y narrativas evolucionistas. As construidos, desde y para el mundo moderno, los museos etnogr acos almacenaron y conservaron en su arquitectura a la piedra angular de su identidad: el ellos que le permit a pensarse como un nosotros, una imagen especular invertida que, constru da sobre un discurso europeo previo basado en una alteridad intr nseca, conllevaba a la diferencia como un hecho en s mismo, como condici on siempre presente y anterior a cualquier posible semejanza. El lenguaje universalizante propuesto por la antropolog a decimon onica, el estatus m as bien ilustrativo de la etnograf a en este per odo y el culto a la expansi on de Occidente y su progreso indenido ten an su corolario en esta clase de organizaci on museol ogica. Estas generalizaciones, sin embargo, habr an de tomar rumbos diferentes en la proyecci on del Museo Etnogr aco de la Ciudad de Buenos Aires: mientras sus referentes museol ogicos contempor aneos vinculaban visiblemente a la antropolog a con las ciencias naturales, este fue concebido desde el comienzo como un museo etnogr aco en el marco de una ya existente facultad de Humanidades. Creada en 1896, la Facultad de Filosof a y Letras de la Universidad de Buenos Aires (FFyL - UBA) funda este museo el 8 de abril de 1904, dependiendo desde entonces de dicha instituci on. Como se nala Leonardo F goli (1990;2004), la deseada e imprescindible incorporaci on inmigratoria tra a de la mano la amenaza de un exotismo creciente, torn andose importante clasicar y sistematizar un pasado argentino; a trav es del ME, se crear a entonces uno de los espacios institucionales dentro del cual pudiera desarrollarse tal exigencia hist orica. Sus posteriores
Los peculiares caminos abordados por el ME han sido expuestos en el primer cap tulo de mi tesis, dedicado por
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rumbos habr an de enmarcarse sucesivamente dentro de la tensi on entre las inuyentes herencias de las ciencias naturales y las demandas historicistas requeridas por diferentes idearios de corte nacionalista. 4 Las direcciones de Juan Bautista Ambrosetti (1905/1917) y de Salvador Debenedetti (1917/1930) conforman la etapa fundacional de este museo (Laf on, 1958; Calvo y Arenas, 1987). Su creaci on surge como una extensi on de la c atedra de Arqueolog a Argentina de la FFyL: en ella, el relevamiento sistem atico del pasado del territorio nacional a un era realizado desde el lenguaje de las ciencias naturales, en el marco de la perspectiva evolucionista de principios de siglo. M ultiple y heterog eneo, el acervo acumulado inicialmente albergaba pretensiones de universalismo; colocado a disposici on de los investigadores, estos nucleaban en la arqueolog a sus conocimientos en historia, antropolog a f sica, ling u stica, etnograf a y folklore (Ambrosetti, 1908,1912; Laf on, op.cit.; F goli, 1990). Una segunda etapa de consolidaci on y sistematizaci on de la disciplina (Calvo y Arenas, op.cit.) puede dise narse entre las direcciones de F elix Outes (1930/1938) y Francisco de Aparicio (1938/1946). 5 Bajo la direcci on del primero es incorporado el Instituto de Investigaciones Geogr acas a la estructura interna del ME, creando con el el Departamento de Antropogeograf a (Outes, 1931; Laf on, op.cit.; Calvo y Arenas, op.cit.; F goli, op.cit.). La focalizaci on sobre el supuesto determinismo medioambiental habr a exigido un desplazamiento y re-
localizaci on de las ciencias del hombre hacia los estudios etnogr acos, por los cuales comenzar an a aparecer en tiempo presente otros actores que exceder an a aquellos que, desde la preeminencia de la arqueolog a, hab an sido dirigidos hacia el pasado a partir de la organizaci on visible de sus objetos representativos. Adem as, Outes ampl a la l nea de investigaci on universitaria al nuclear su producci on intelectual en la Sociedad Argentina de Antropolog a. Francisco de Aparicio continuar a la estructura establecida por su predecesor, enriqueci endola a su vez con otra sociedad de orden estudiantil, Akida (Souto, 1996; Guber, 2004). La llegada del Gral. Per on al gobierno (1946) cancelar a la apertura de estos nuevos horizontes, inaugur andose entre 1947 y 1984 un tercer per odo 6 marcado principalmente por las direcciones de los italianos Jos e Imbelloni (1947/1955) y Marcelo B ormida (1966/1973). El primero de ellos traer a consigo el difusionismo racista de la Escuela Hist orico-Cultural de Viena y a un grupo de cient cos europeos con los cuales compartir a las doctrinas nacionalistas italianas y germ anicas. 7 La antropolog a f sica constituir a el centro original de las ciencias del hombre, estudiando a este en tanto organismo, luego creador de culturas para identicar despu es los contenidos y contornos de aquellos c rculos culturales que lo conducir an a su origen. 8 Por su parte, B ormida desplazar a el predominio de la antropolog a f sica hacia el de una etnolog a fenomenol ogica, instalando mediciones esta vez en el terreno de las mentalidades y los mi-
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entero a una historia de esta instituci on (Roca, op.cit., 12-56). Sin extenderme sobre ella en esta oportunidad, introduzco brevemente algunos precedentes por los cuales contextualizar y hacer visibles ciertas pr acticas del ME que dentro del siglo de vida de la fuerte tradici on arqueol ogica asumida por sus autoridades actualmente se reconocen diferentes. Hemos de considerar, adem as, que la mayor a de sus actuales integrantes pertenece a dicha disciplina, la casi totalidad de los proyectos de investigaci on que all tienen su lugar de trabajo son arqueol ogicos, y que en su ambito se dictan algunas materias y seminarios tan s olo para la orientaci on arqueol ogica de la carrera de Ciencias Antropol ogicas de la FFyL, UBA. Durante un breve lapso entre 1946 y comienzos de 1947, el profesor Romualdo Ardissone ocupar a el cargo de director interino (v ease www.museoetnograco.lo.uba.ar). Seg un la p agina web anteriormente citada, las direcciones del ME comprendidas durante este per odo fueron las siguientes: Jos e Imbelloni (1947-1955); Salvador Canals Frau (1955-1958); Enrique Palavecino (1958-1966); Marcelo B ormida (1966-1973); el llamado Triunvirato (1973-1975, compuesto por Miguel Palermo, Arturo Sala y Jorge De Persia); Juan Manuel Suetta (1975); Jean Vellard (1975-1984). Oswald Menghin, Miguel de Ferdinandy, Branimiro Males, entre otros. Respecto a estas y otras llegadas de cient cos europeos y sus contactos en Argentina, v eanse F goli, 1990, 2004; Kohl & P erez Goll an, 2002; Perazzi, 2003; L azzari, 2004; Guber, op.cit.; Roca, op.cit.,32-38. Entrevista a Jos e Imbelloni, Revista Mundo At omico, 1952, A no III, n 8, pp.35-39.
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tos para el relevamiento objetivo de la cultura concreta, entendida como contenido de conciencia de los individuos portadores (B ormida y Califano, 1976; citado en Gurevich y Smolensky, 1987). Para ambos, el n u ltimo de la antropolog a ser a la reconstrucci on de los patrimonios (B ormida, 1976; Madrazo, 1985; Herr an, 1990; Perazzi, 2003; F goli, 1990, 2004; Guber, op.cit.). A pesar de criticar al evolucionismo por su car acter conjetural, dichas reconstrucciones se basaban en una intuici on hist orica y/o morfol ogica que colocaba a la antropolog a en un plano tan especulativo cuanto aqu el. Subyacente a ellas, tanto Imbelloni como B ormida presentaban una idea de cultura que, a la manera de un inventario autoexplicativo de bienes materiales o mentales, era posible analizar prescindiendo de toda consideraci on sociol ogica. Como se nalan varios autores, desde los lugares de poder ocupados y/o dirigidos por sendas guras se mantuvo a la antropolog a porte na ocial al margen de las discusiones que ten an lugar en el resto del mundo, encerr andola en una fuerte posici on historicista que rechazaba cualquier explicaci on nomot etica/generalizadora, so pena de tornarla naturalista (Bartolom e, 1982; Madrazo,op.cit.; Herr an,op.cit.; F goli, 1990; Guber y Visacovsky, 1998, 1999). Esta pobreza e inmovilidad te oricas tambi en congelar an el espacio del ME hasta el retorno de la democracia, en 1983. 9 A partir de 1987, un proyecto denido de museo universitario (P erez Goll an, 1997 [1987]) colocar a como objetivo del ME eliminar la idea de pueblos sin historia y devolver a los ind genas su lugar en la historia argentina (Dujovne, 1995). Si bien la antropolog a hab a emprendido dicha tarea hac a d ecadas, 10 la especicidad de este se nalamiento reside en la articulaci on entre una recuperaci on del tiempo y la historia a trav es de objetos, por un lado, y dentro de un museo
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que durante varias d ecadas traz o sus intereses en sentido contrario, por otro.
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Durante el breve intervalo ocupado por el Triunvirato hubo, sin embargo, intentos de renovar al ME; v eanse Gurevich y Smolensky, 1987; Roca, op.cit., 43-45). Estoy reriendo principalmente al ya cl asico trabajo de Eric Wolf (1982) Europe and people without history, y tambi en a los Comaro cuando arman: Si permitimos que la conciencia hist orica y la representaci on puedan tomar formas muy diferentes de aquellas de Occidente, entonces gente de cualquier parte resulta ser que ha tenido historia desde siempre. (Comaro & Comaro, 1992:5; mi traducci on), sin mencionar aqu los inn umeros trabajos realizados desde la antropolog a del colonialismo, la etnohistoria y la antropolog a hist orica. Al respecto, v ease la hu da de lo actual en L azzari, 2004; tambi en Guber y Visacovsky, 1999; Podgorny, 2004.
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conrmando entonces a trav es de dicha relaci on la distancia y/o exclusi on del presente civilizado. A trav es de tal estatismo, tras los objetos-reliquias de los observados quedaban ocultos los tiempos de su producci on y de sus productores, los de sus signicados, los de sus intercambios, los de sus conictos y luchas, los de su colecci on, los de su llegada al ME; es decir, los tiempos de su vida social (Appadurai, 1986). Del mismo modo, resultaban eclipsados todos aquellos tiempos del pasaje colonial que al observador le habr an permitido constituirse como tal. De acuerdo con la perspectiva de Johannes Fabian (1983), los usos antropol ogicos de determinados conceptos y estructuras temporales ser an, por encima de todo, un acto pol tico al poseer la capacidad de establecer los modos en los cuales aproximaciones y distancias permitir an o no un conocimiento determinado del Otro. Las virtudes de los mecanismos temporales sus posibilidades de denir, localizar, caracterizar y generalizar convierten al propio tiempo en una medida de identidad. El inter es de Fabian se dirige entonces a la identicaci on de construcciones temporales en las producciones antropol ogicas, interpret andolas como un elemento clave para la elaboraci on de distancias entre el s mismo y el Otro, dado lo cual portar an una naturaleza ideol ogica. Seg un este autor, la contemporaneidad compartida durante el trabajo de campo entre el investigador y los sujetos que estudia se convierte, al nalizar este per odo de permanencia, en un alocronismo que negar a aquella coexistencia y que colocar a a aquellos mismos sujetos ahora s olo objeto de an alisis en otro tiempo, m as o menos distante pero siempre diferente al del investigador. Esta ret orica de la alteridad pareciera ser un modo propio y hasta necesario del discurso antropol ogico: en el se evidenciar a un uso esquizog enico del tiempo debido a la contradicci on entre aqu el del trabajo de campo (que envuelve interacciones personales en tiempo presente) y el del discur12
so antropol ogico (que acaba siendo construido en t erminos de distancia espacial y temporal). Esta disociaci on es lo que permitir a, seg un Fabian, que la ausencia del Otro en nuestro tiempo se convierta en la marca de presencia en nuestro discurso. Ahora bien: es claro que el autor localiza esta distancia entre el trabajo de campo y la producci on te orica resultante de esa investigaci on particular. Dado que esta sucesi on de instancias emp ricas y te oricas no acontece de dicha forma dentro de un museo etnogr aco, podr a argumentarse que la perspectiva de Fabian no tiene lugar aqu ; sin embargo, las exposiciones del ME constituyen por s mismas registros que no s olo reejan modos de ser y hacer del propio museo sino que, 12 seg un sus actores, son producciones antropol ogicas derivadas de investigaciones anteriores. Lejos de constituirse como datos inocentes o naturales, cada construcci on temporal localiza a aquellos que el museo representa en su m aquina del tiempo; son construcciones que se insertan a su vez en una cadena m as amplia de temporalizaci on que le conere sentido y la impregna de consecuencias. De la manera formulada por Fabian, la d ada presencia/ausencia permite a su vez una serie de asociaciones con otros pares dicot omicos que se refuerzan entre s , tales como pasado/presente, ellos/nosotros, su tiempo/nuestro tiempo, exclusi on /inclusi on, distancia/proximidad. Si bien a un nivel abstracto estas dicotom as resultan importantes y necesarias, no debiera interpretarse que penetren los discursos de forma directa y absoluta; as y todo, la idea de totalidad en ellas contenida es necesaria para mantenerla en paralelo y poder trabajar sobre los m ultiples signicados particulares que la desarticulan y que permiten, adem as, establecer diferencias a efectos comparativos. En este sentido, resulta conveniente entonces desconectar tales oposiciones y trabajar en cambio sobre movimientos y transformaciones temporales, los cuales ofrecen
En el caso de un museo etnogr aco, la cantidad de decisiones te oricas e ideol ogicas de las cuales depende la producci on de las visibilidades habilitadas en sus muestras permite que estas puedan ser interpretadas como registros materiales que cristalizan y/o ilustran, de alguna manera, los modos de ser y hacer de la instituci on (v ease Roca, op.cit:13; tambi en los o rdenes visibles de existencia en los museos etnogr acos, en Oliveira, 2005).
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perspectivas de uso diferentes. La realizaci on de una muestra del siglo XIX podr a suponer que responde a dicho siglo, excluyendo a todos los dem as; sin embargo, esta armaci on ser a incorrecta: en las exposiciones de este museo etnogr aco universitario los tiempos representados en las muestras se completan con aquellos invocados desde las visitas guiadas, en donde la dicotom a inclusi on/exclusi on se vuelve necesaria como punto de partida para analizarlas, aunque insuciente al momento de clasicar los tiempos elaborados en ellas y explicar la espacializaci on temporal y pol tica que ellos implican. Asumiendo su inserci on en la tradici on arqueol ogica del ME, su entonces director explicaba su posici on dentro de esta trayectoria: Ten a claro que quer a hacer un museo de arqueolog a, no otra cosa... (...) Hacer un museo de arqueolog a pero como parte de la investigaci on arqueol ogica, en donde el museo es parte de ese trabajo? plantea el problema entre la recolecci on de datos, las conclusiones, y el transferirlo, el darlo a conocer... (...) ...yo concibo a la arqueolog a como una antropolog a hist orica, muy vinculada con los problemas de la historia de las representaciones del pasado... No de reconstrucciones, sino de modelos para entender el pasado... (Entrevista, 14/02/05). Mientras que para las reconstrucciones se tratar a de equiparar la presencia material de objetos con una supuesta realidad de los hechos que pudiera entonces permitir la justicaci on de lo existente, pensar en modelos para entender el pasado supone, diferentemente, una limitaci on de las pretendidas capacidades informativas y/o autoexplicativas del objeto arqueol ogico, supedit andolas a una consideraci on de sus valores y no de sus apariencias dentro de sociedades en funcionamiento (Nastri, 2004; v ease tambi en Shanks & Tilley, 1987; Renfrew & Bahn, 2000). Asumir este car acter social en los objetos permite comprenderlos desde las m ultiples y cambiantes redes de relaciones que los denen continuamente, impidiendo de
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tal modo la atribuci on de propiedades esenciales, eternas y/o naturales, interpret andolos en cambio como objetos mutables denidos cultural e hist oricamente (Appadurai, op.cit.; Thomas, 1991). Esta toma de posici on resulta nodal al momento de concebir y proyectar las muestras. Al abrir los objetos en sus redes de relaciones sociales, se ampl an necesariamente sus historias, demand andose entonces una serie de movimientos temporales para representar museol ogicamente dichas ampliaciones. M as all a de un conocimiento de los objetos por medio de la relaci on observador/observado, se habilitar an otros conocimientos y v nculos con las historias que ellos representan, produci endose otras distancias y/o proximidades que no se encuentran contenidas en la orientaci on unidireccional de dicho par. Desde los dep ositos del ME llegan a las muestras cientos de objetos con tiempos rigurosamente destilados y clasicados: una posterior agrupaci on los somete a una s ntesis, en la cual pierden algo de sus edades e historias particulares para traducirse en cambio en conjuntos unicados por alg un relato, adquiriendo una existencia simult anea en la duraci on de la vitrina que los exhibe y contiene. Por su parte, estas se despliegan casi desorganizadamente: el tiempo de la muestra puede identicarse, s , como el siglo XIX para un caso o desde el 2000 a.C. hasta el siglo XVI, para otro; sin embargo, en las visitas guiadas las vitrinas no poseen un orden cronol ogico estricto, ni tampoco dise nan espec camente aperturas y/o cierres de per odos. No es su secuencia la que organiza el tiempo; m as bien, objetos y vitrinas ser an reunidos en un tiempo procesual a partir de una narrativa en donde el tiempo se arma, se dice, y nalmente se hace: al contar historias, particulares usos de conceptos y categor as temporales permiten la conguraci on de tiempos y temporalidades que las exceden. 13
Por temporalidad debe entenderse aqu a la unidad o s ntesis que, en la conciencia, organiza pasado, presente y futuro, es decir: tr atase fundamentalmente de una selecci on que retiene elementos del pasado, incluye algunos del presente y elige otros del futuro (v ease Comte-Sponville, 2001:35). De acuerdo a lo propuesto por Norbert Elias (2000), dicha selecci on no ser a individual, sino socialmente aprendida e incorporada.
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III - Las visitas guiadas: los usos del tiempo en una hora
El cuestionamiento de la d ada presencia/ausencia en las representaciones del Otro (Fabian, op.cit.) fue el punto de partida para complejizar las construcciones temporales implementadas en las visitas guiadas; para ello, he recurrido a la perspectiva de Norbert Elias (2000) y su se nalamiento acerca del car acter socialmente construido del tiempo, de las temporalidades y de la elaboraci on de sus secuencias. De acuerdo con este autor, desde el momento en que determinados modelos temporales se tornaron medios orientadores u tiles y ecaces para la vida social, confundimos la hibridez de su trazado con la naturalidad de su aplicaci on, olvidando que los actos temporales es decir, la instalaci on de tiempos, y m as a un en el dise no de la historia tienen lugar entre las personas y sus relaciones, articuladas simult aneamente entre conguraciones no s olo de tiempo y de espacio, sino tambi en de poder. Considerando de tal modo el car acter construido del tiempo, deno al tiempo de la visita como el momento en el cual valores, signicados y sentidos resultan articulados y/o incorporados a partir de una transmisi on de contenidos que excede la organizaci on objetual y narrativa de las muestras en s mismas (Roca, op.cit.:69). El ME cuenta actualmente con cuatro exposiciones permanentes; dos de ellas son De la Puna al Chaco: una historia precolombina y M as all a de la frontera. La primera se desarrolla en torno a las sociedades ind genas que habitaban lo que hoy se denomina Noroeste Argentino o NOA entre el 2000 a.C. y la llegada de los espa noles; la segunda intenta dar cuenta de formas de vida y creencias de las sociedades abor genes que habitaban Pampa y Patagonia
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en el siglo XIX, antes de la llamada Conquista del Desierto. 14 Los actores del ME clasican a estas muestras como arqueol ogica e hist orica, respectivamente; a su vez, son nombradas como NOA y mapuches. En ambas salas se realizan visitas guiadas tanto para escuelas como para p ublico general de aproximadamente una hora de duraci on, las cuales son concebidas y desarrolladas desde el Area de Extensi on Educativa (de aqu en m as, AEE). A su vez, cada muestra cuenta con una serie de recorridos tem aticos que, desarrollados generalmente en base a las areas de inter es de los gu as del ME, permiten conocer estas exposiciones desde perspectivas diferentes. En su mayor a, los gu as son estudiantes avanzados de la carrera de Ciencias Antropol ogicas de la FFyL - UBA. 15 Un primer di alogo establecido entre gu as y visitantes para el conocimiento de las ideas previas de estos u ltimos marca el comienzo de una din amica de intercambios que se extender a a lo largo de toda la visita: a trav es de este primer conocimiento, se identican y componen los temarios de cristalizaciones sobre los cuales se trabajar a preferentemente en cada oportunidad. Su conocimiento y exploraci on permite a los gu as llegar a las deniciones y explicaciones de alumnos y otros visitantes, conociendo entonces la l ogica sobre la cual se articulan; posteriormente, su abordaje se convierte en el veh culo adecuado para cuestionar o deconstruir las posibles distorsiones o prejuicios. Sin ser exactamente los mismos para cada una de las salas ni para la totalidad de las visitas, los temas alrededor de los cuales se nuclean las representaciones con las que llegan los visitantes al ME se concentran principalmente alrededor de: el concepto de raza, asociado a la palabra etnogr aco y a las representaciones
Entre el exotismo y el progreso y En el conf n del mundo completan el cuadro de muestras permanentes; respecto a los or genes, diagramaci on y contenidos de las cuatro exposiciones citadas, v ease Roca, op.cit., 64-69. El ME incorpora a los gu as a trav es de dicha instituci on. Los interesados presentan su curr culum y luego de una preselecci on inicial en la que se concertan algunas entrevistas, los elegidos ingresan al ME en calidad de pasantes con un contrato de dos a nos de duraci on. Al inicio, deben pasar por una serie de entrenamientos que comprenden la asistencia a visitas guiadas, el conocimiento de las actividades del AEE y del museo en general, como as tambi en la lectura del material bibliogr aco referente a las muestras. Sin poseer la estructura formal de un seminario, el tiempo promedio de preparaci on para el conocimiento y abordaje de cada sala es de aproximadamente tres meses (Entrevistas al personal del AEE).
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sobre una raza ind gena; la superioridad evolucionaria, ya sea desde una negaci on de capacidades previas o por diferencias de grado, vinculadas generalmente a cuestiones tecnol ogicas (de lo simple a lo complejo); tambi en, a partir de atributos temporales que colocan a Am erica a otra velocidad que la de los tiempos europeos, ligado esto u ltimo a la falta de profundidad temporal (los ind genas comienzan a existir a partir de los Incas o por la llegada de los espa noles); las ideas de frontera, ligadas a las representaciones de los estados-naci on y entendidas como l mites naturales y eternos; la homogeneidad ind gena, conformada desde una negaci on de la complejidad en todos los ordenes, directamente relacionada con la ima gen del buen salvaje y una visi on de sociedades est aticas en el tiempo; la localizaci on de las sociedades ind genas en espacios des erticos y con pocos recursos, asociado a las ideas de nomadismo y a la imagen de los indios como pobres; tambi en, la criminalizaci on del indio, traducida en las im agenes de sacricios humanos o en la asignaci on de pr acticas violentas; por u ltimo, la idea de una autenticidad perdida, transmitida en la b usqueda de elementos ind genas aut enticos para denir una identida. Considero conveniente colocar estas representaciones en el marco del trabajo de la ideolog a como jaci on de signicados planteado por Stuart Hall (1985). Al denirlo, Hall reere a la producci on de selecciones y combinaciones por medio de las cuales se generan una serie de equivalencias y diferencias que, agrupadas en torno a determinadas categor as, devienen estructuras de pensamiento y funcionan como sistemas de representaci on. Una vez jadas, estas series de equivalencias son las que permiten percibir la proximidad de ideas y representaciones en un sistema que se puede presentar no s olo como algo coherente, sino tambi en con car acter evidente. La articulaci on de las cristalizaciones presentadas m as arriba permite que, como un todo, los ind genas resulten asociados a escenarios des erticos como el Noroeste Argentino y la Patagonia, que por ser decientes en recursos no habr an permitido en ning un momento de su historia ni el desarrollo de grupos numerosos y mucho menos ning un tipo de en-
riquecimiento. Combinada, la precariedad de grupos y medioambientes s olo habr a generado peque nas comunidades n omades, homog eneas y atrasadas, sobre las cuales podr an trazarse s olo dos destinos: a) la imagen pr stina del buen salvaje traducida en comunidades igualitarias que habr an guardado aisladamente sus costumbres, creencias y tradiciones, o b) debido al entorno cuasi-eterno de una pobreza sin salida, la idea de grupos que (a veces hasta violentamente) desear an salirse de ella y apropiarse de las bondades de la civilizaci on. Frente a cualquiera de estas dos u nicas alternativas, el encuentro con los blancos acabar a deniendo a la aculturaci on como el inexorable yu ltimo destino; a su vez, todas estas condiciones y caracter sticas encuentran un n ucleo explicativo en el concepto de raza, organizando naturalmente todo lo que pareciera encontrarse tambi en naturalmente a la vista: son atrasados, viven aislados, son pocos, son pobres, son diferentes de nosotros. Este cuadro articulado de representaciones podr a parecer hasta caricaturesco: sin embargo, en las interacciones acontecidas durante las visitas guiadas podemos encontrar comentarios que contienen manifestaciones parciales o totales de estas ideas, arrastrando consigo una serie de presupuestos explicativos pr oximos a los aqu presentados. La diversidad de formas bajo las cuales aparece cada uno de los prejuicios se nalados y articulados alrededor de la categor a ind genas pone de maniesto la posibilidad de ramicaciones que (tan accesibles cuanto m ultiples) llenan de espesura a tales imaginarios y les otorgan consistencia. Con la perspectiva de Hall (op.cit.) en mente, he de referir a estos temarios como sistemas de prejuicios. De acuerdo con el personal del AEE, al conocimiento de estas ideas previas se van agregando, durante las visitas, consideraciones surgidas a partir de los objetos, las cuales contin uan revelando imaginarios construidos. Este segundo paso crea una experiencia social con el otro a trav es de intercambios capaces de producir identicaciones, permitiendo el establecimiento de lenguajes e intereses en com un a partir de los cuales 1) establecer revalorizaciones y actualidad de ciertos saberes, 2) indagar en los intereses cotidianos de alumnos y otros
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visitantes, o 3) promover una relaci on m as relajada y optimista hacia el conocimiento entre otras posibilidades. De acuerdo al orden establecido, he de presentar algunos ejemplos: 1) En las visitas a la sala del NOA, suele preguntarse a los alumnos si alguno de ellos sabe qu e es el chu no. 16 Comentando espec camente este momento, una de las gu as me comentaba que ...se da como una suerte de revalorizaci on de ciertos saberes. A veces se dan cuestiones de identicaci on complicadas, o m as bien forzadas; pero hay otras que se dan de manera espont anea y est an muy buenas. Por ejemplo: puede pasar que la maestra le diga a un chico Voooooos!!!, habl a vos, que sos boliviano!!!!, y ah es horrible... Pero en otros casos se da que el pibe que es boliviano no porque es se nalado te dice solito: ah, yo conozco un lugar as o mi abuela teje esto..., o mi abuela cocina el chu no as .... Y entonces vos ah le pregunt as: Ah!! y cu anto le dura el chu no a tu abuela? Como que hay posibilidad de decir cosas, de lo que es su vida cotidiana, o de lugares en los que vivi o su familia, o por sus parientes en el interior... y eso les permite contar cosas que los otros chicos no saben... Como que hay espacio para contar cosas que en otros espacios no se dan, y lo que saben estos pibes queda como enmarcado en el aura que puede tener un museo... Queda como jerarquizado... (Entrevista, 22/02/05). 2) Las drogas constituyen un tema de marcado inter es, especialmente entre los adolescentes. La aparici on de las semillas de cebil un alucin ogeno utilizado ceremonialmente durante siglos por las sociedades andinas provoca una gran inquietud y, frente a la insistencia de los chicos en denir a los miembros de estas sociedades como drogadictos, se propuso contestarles mir a, el cura en la misa toma vino, y no es un borracho por eso, no? (Reuni on en el AEE, 16/08/05). M as all a de la pertinencia o no de esta analog a, se trata de provocar una imagen chocante a trav es de la cual lograr una suerte de traducci on en t erminos cercanos y comprensibles. El encuentro con respuestas
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nuevas que no est an centradas ni en marcos legales, ni en explicaciones m edicas establecer a una identicaci on diferente y positiva con el ME, al reconocerlo como productor de otro tipo de conocimiento. 3) En cuanto a la relaci on entre dicho conocimiento y el p ublico escolar, es importante destacar aqu que todas las actividades propuestas son presentadas como tareas de investigaci on, emple andose siempre esta palabra para referir a lo que los alumnos hacen; inclusive, en algunas oportunidades se reexiona con ellos sobre esto, dici endoles: estamos haciendo lo mismo que los arque ologos: estamos investigando a trav es de los objetos, y atr as de los objetos hay personas, y a partir de ellos podemos saber algunas cosas. En segundo lugar, cuando los gu as no tienen una respuesta para las preguntas que surgen, se les explica que no est a mal que queden dudas respecto a alg un tema, ya que los arque ologos tambi en las tienen: hemos de tener en cuenta que estos comentarios son dichos por gu as que son, a su vez, investigadores. Por u ltimo, todo esto sucede dentro del contexto museo, un lugar de saber legitimado al que se presenta al comienzo de las visitas como un centro de investigaci on antropol ogica. La arqueolog a se torna el veh culo por el cual transmitir a los visitantes la idea de investigaci on, a partir de la propuesta de una relaci on horizontal establecida para ambos grupos frente al conocimiento: convertidos ellos tambi en en investigadores, las intervenciones resultan valorizadas desde el momento en que se las integra a las l ogicas del conocimiento de la diversidad que all se ense na. En las visitas para el llamado P ublico General, estas identicaciones resultan trabajadas a partir de una participaci on directa. Debiendo convocar al p ublico para conformar una audiencia, una vez reunida pareciera producirse una segunda convocatoria para identicar, en forma conjunta, las nociones aprendidas acerca de las sociedades ind genas, reexionarlas y cuestionarlas, gener andose espacios interactivos donde gu as y visitantes negocian sus
Tr atase de papas que, expuestas al fr o de la puna durante la noche, quedan congeladas, deshidrat andose luego debido al extremo calor durante el d a. Mediante esta t ecnica era posible trasladar f acilmente una gran cantidad de alimento de un lado a otro sin exceder la capacidad de carga de las llamas (tan s olo 30 kg).
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saberes. Los visitantes no son oyentes pasivos de un relato un voco, sino participantes en su confecci on; de esta manera, al socializarse las interrogaciones sobre los objetos, los relatos organizados sobre ellos abandonan el dominio de lo ajeno. Por u ltimo, se habilitar a una tercera instancia de intercambios a partir de actividades l udicas en las cuales, a trav es de reglas de juego que no se presentan de manera normativa, ni nos y adolescentes pueden entregarse libremente a la manifestaci on de dudas, vac os y opiniones, al mismo tiempo que ser informados o corregidos dentro del mismo marco exible de entendimiento, coloc andose con plasticidad conceptos complejos y dif ciles de transmitir. Al jugar, los chicos opinan sobre los objetos, transmitiendo de manera espont anea sus impresiones sobre ellos y sus portadores. El surgimiento de estas expresiones de primera mano permite que los gu as puedan retomarlas en el acto para problematizarlas dentro del mismo contexto l udico en el cual surgieron; 17 por otro lado, esta forma de trabajo ofrece una manera privilegiada de conocer y llegar a los m ultiples elementos e im agenes con los cuales se construyen y operan estas representaciones desde edades tempranas. Los juegos desarrollados (por ejemplo, en la sala del NOA, el armado de caravanas y de los grupos de actores sociales; 18 en mapuches, la organizaci on de una esta entre dos comunidades, o la interpretaci on de actores sociales a trav es de la m mica) involucran la producci on de escenarios y realidades etnogr acas a trav es de las cuales, en primer lugar, ense nar y reexionar sobre diferentes modos de vida; en segundo t ermino, permiten colocar a los alumnos en una situaci on donde se les exige actuar con
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la racionalidad de aquellos grupos, debiendo adem as deliberar, negociar y nalmente tomar una posici on; por u ltimo, las provocaciones implementadas por los gu as (para hacerlos pensar ) torna a estos juegos en un ejercicio reexivo que, al introducir consideraciones de orden pol tico, moral y c vico, contribuye a una constante discusi on para la formaci on de sujetos cr ticos: abordando cuestiones movilizadoras, estos enfrentamientos de ideas se transforman en una experiencia rica y agradable. Las instancias hasta aqu descritas est an atravesadas, a su vez, por una serie de entramados temporales que implican algo m as que poner en conexi on distintos momentos cronol ogicos (Roca, op.cit.:147-154). Las diferentes contextualizaciones construidas en las visitas guiadas no se reducen a la inserci on de un tiempo en otro, ni a una mera asociaci on entre ellos. Los contextos no est an ah como marcos de referencia a la espera de contenidos: ellos tambi en se construyen. De tal modo, no se trata de marcar que el chu no arqueol ogico del siglo XV a un existe en la actualidad del siglo XXI, sino de insertarlo en la contemporaneidad de la discriminaci on y el racismo en la Buenos Aires de dicho siglo; el armado de las caravanas desplaza a los supuestos niveles de inteligencia m as evolucionados hacia el pasado, demostrando la necesaria racionalidad que tambi en las arm o hace 500 a nos atr as; caciques mapuche del siglo XIX se introducen en el Senado de la Naci on para discutir las coimas y la corrupci on pol tica en torno a las diferencias entre autoridad y poder, la producci on del liderazgo y la legitimidad ; fotograf as y peri odicos actuales presentados en las visitas colocan a los ni nos ante una cosa vieja como un rewe (esculturas en madera de uso ceremonial ma-
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Un ejemplo particularmente claro fue una situaci on en la cual se puso en juego la imagen estereotipada del ind gena: en una visita con alumnos de 8 a nos, mientras se hablaba de los posibles elementos que se pod an ofrecer al jefe o curaca para legitimar su poder, uno de ellos propuso r apidamente regalarle una pluma para que se la ponga en la cabeza; la gu a hizo una intervenci on inmediata, explicando que ...no andaban con una pluma en la cabeza. Usaban, s , diferentes tocados hechos con plumas, que ten an signicados diferentes y que ni siquiera usaban todos... (Visita, 17/08/05). El juego del armado de las caravanas a trav es de los caravaneros ofrece grandes posibilidades pedag ogicas al permitir visualizar su pasaje por el mapa de lado a lado, conectando bienes, personas e ideas entre poblados localizados en pisos ecol ogicos diversos. Esta actividad l udica permite que el conocimiento sea incorporado a partir de la l ogica del pr oprio juego, aprendi endose entonces que la carga de la llama para el traslado de bienes no era arbitraria, sino que exig a una racionalidad.
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puche) para pedir, hoy, por la devoluci on de tierras; la movilizaci on y desarraigo de personas como forma de dominaci on utilizada por los incas y la desestructuraci on de los mapuche en la Conquista del Desierto instalan en la visita la violencia de los exilios pol ticos y la desarticulaci on de la sociedad argentina entre 1976 y 1983. Combinando pasados y actualidades, el ME hace expl cita la relevancia del conocimiento de la historia para cualquier explicaci on social contempor anea. El modo en que son construidos estos artefactos temporales e identitarios es lo que permite denir las acciones del ME como estrategias performativas: en sus exhibiciones, el tiempo no se indica, el tiempo se hace; en el ME se construyen estas reuniones y se crean actos temporales. Seg un Elias (op.cit.), el individuo aprende el concepto de tiempo desde su infancia, as como su instituci on social: hemos de tener en cuenta que es principalmente en la escuela en donde aprendemos a sistematizar el tiempo a trav es de conceptos tales como etapas, per odos, eras, etc., y que, adem as, la escuela utiliza al ME como complemento. Al cumplir las funciones de un museo universitario, el ME desarrolla tareas de investigaci on que luego da a conocer en su car acter de instituci on educativa. Las visitas a museos suelen formar parte de la curr cula escolar, siendo sugeridas como un complemento did actico a los contenidos trabajados en el aula (ya sea por la propia escuela, o desde los libros de texto). 19 De acuerdo con esto, podr a suponerse entonces que las visitas al ME fueran solicitadas por estar estudiando a los mapuches, los incas o a los pueblos originarios, lo cual efectivamente ocurre; sin embargo, los motivos de algunas docentes o bien exceden, o bien se apartan considerablemente de esta suposici on.
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Es el caso de los manuales de las editoriales Santillana y Kapelusz. Para un an alisis de la funci on pedag ogica de los museos, su potencial educativo y su relaci on con las escuelas, v ease Dujovne, 1995. Este Jard n de Infantes pertenece a una escuela p ublica de muy bajos recursos, y el transporte para llegar hasta el ME les costaba $ 90.- (es decir, a raz on de $ 5.- por alumno). La maestra me explicaba cu an costoso hab a sido obtener este dinero entre chicos de familias muy pobres, donde la mayor a de los padres no tiene trabajo. Seg un las propias maestras, la poblaci on de esta escuela es de clase media y la mayor a de los alumnos son hijos de profesionales.
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queremos trabajar con el racismo y los prejuicios, porque los jud os no somos los u nicos que sufrimos discriminaci on; las teor as que permitieron lo que pas o en Alemania son las mismas que sustentaron lo que pas o ac a.... Las ampliaciones de los contenidos curriculares toman varios y diferentes caminos. Declar andose habitu e del ME, una profesora de Historia de escuela secundaria me explicaba los diferentes usos que hab a hecho del museo desde que lo conociera: haciendo hincapi e en ...yo no s e ense nar historia si no es vinculada con el presente, analizando continuidades, permanencias y rupturas..., contaba que durante cuatro a nos hab a utilizado la sala de mapuches como instancia previa a los viajes que realizaba con sus alumnos a diferentes comunidades mapuche del sur del pa s, permaneciendo en ellas durante una semana: estos viajes antropol ogicos a comunidades en San Mart n y Jun n de los Andes le permit a trabajar hist oricamente los estereotipos construidos sobre los ind genas, siendo muy importante ...que los chicos llevaran preguntas, y que ellos [los mapuche] les contaran de s mismos, de su propia historia... y que conocieran otros modos de vida.. 22 Otros a nos, sus visitas al ME y a otros museos consistieron en buscar pruebas: habiendo propuesto como actividad en el aula hacerle juicio a guras hist oricas pol emicas como Rosas y Roca, los alumnos deb an encontrar en los museos visitados las evidencias sobre las cuales sostenerlo. Esta vez se encontraba asistiendo una visita guiada del NOA, teniendo como objetivo destacar las precondiciones locales en Am erica para que sus alumnos pudieran ...darse cuenta de la dimensi on del contacto, se nalando al mismo tiempo que el programa de la materia se focalizaba principalmente en Europa y que ella estaba en contra de tal enfasis. Esta oposici on tambi en hab a sido se nalada
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desde una profesora de un secundario para adultos. Seg un ella, la ense nanza de la historia pod a ...signicar dos cosas: o liberaci on, o dependencia. O tratamos de averiguar qu e pas o, o reproducimos lo que nos dicen que pas o. Reriendo a una an ecdota personal que la hab a marcado para siempre, 23 consideraba que para los pa ses latinoamericanos deb a ser secundario el estudio de por ejemplo Egipto, Grecia y Roma dentro de la llamada Edad Antigua, y fundamental el estudio de las civilizaciones americanas (habiendo asistido al ME justamente porque con su curso estaban estudiando a los Incas). Esta delimitaci on entre tiempos americanos y tiempos europeos tambi en hab a sido manifestada por una profesora de 1er.a no de escuela secundaria (alumnos de 13 a nos): Nosotros queremos un contexto americano, porque el programa nos manda empezar a partir de la Conquista, y eso ya es europeo. En otro caso, la ampliaci on curricular consisti o en una prolongaci on en el tiempo, siendo el ME el escenario elegido para extenderlo. Para un grupo de alumnos de 9 a nos, el programa comenzaba con el Poblamiento de Am erica llegando hasta la Revoluci on de Mayo de 1810: de tal modo, la tem atica de la exposici on de mapuches no entrar a en este per odo. Sin embargo, dado que uno de los puntos del programa es La relaci on de las comunidades con el medioambiente, la maestra argumentaba que para ella dicha relaci on s olo puede ser comprendida dentro de un proceso de usurpaci on y lucha por la devoluci on de las tierras ind genas que llega hasta hoy, manifestando que ...la usurpaci on se dio desde la llegada del hombre blanco: la Conquista del Desierto es un momento m as dentro de un proceso, dentro de una ideolog a de dominaci on... (...) Ellos [los alumnos] todo lo viven desde lo que es justo y lo que no es justo: saben que si hay alguien ocupando tierras, es porque ah hay algo... Yo se los di-
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Los viajes se suspendieron a partir del 2002: debido a la p erdida de la convertibilidad monetaria y la crisis econ omica resultante, no todos los chicos pod an nanciarse el viaje, lo cual la llev o a desistir de estas experiencias ...esenciales para interpretar el pasado y conocer el presente, la realidad en la que [los alumnos] viven.... Exiliada pol tica en la d ecada de los 70 y viviendo en Par s, hab a encontrado en la calle un libro de Historia para escuela secundaria: al hojearlo, los contenidos propuestos para los alumnos franceses eran los mismos que se estudiaban en las escuelas argentinas. En esta aparente historia universal, Am erica s olo participaba a partir de la Conquista: seg un la docente, esto era coherente y comprensible en t erminos europeos, pero aberrante en t erminos americanos.
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go, pero ellos tambi en lo saben: saben que la Patagonia hoy se vende por el agua... y lo relacionan con Irak y EEUU, por el petr oleo.... A sus clases lleva documentales y recortes de diarios ...para que vean que la comunidad ind gena no es una cosa del pasado... Por eso me gust o que les remarcaran en la visita que los ind genas no son ni la vincha, ni el arco, ni la echa... que son gente que se viste como nosotros... Cuando ven a los ind genas en esos formatos [reriendo a verlos en fotograf as y pel culas] los asocian m as a lo contempor aneo... (...) El museo no es simplemente una exposici on: para hacer un poncho hubo hombres que mataron ovejas, y hubo hombres que tejieron, y hubo hombres que los usaron... Hay procesos detr as de cada objeto, que no est a ah para ser mirado... o s , pero m as que nada para ser pensado... (...) Yo me inclin e por la historia porque, sino, no puedo explicar ni entender el presente... y si no puedo entender el presente, no puedo hacer nada para modicarlo... Si no es para conectarla con el presente, la historia no me sirve para nada.... M as all a de las diferentes b usquedas y/o motivaciones aqu presentadas, en la mayor a de las entrevistas y/o conversaciones con las docentes estas coincid an en se nalar la falta de bibliograf a escolar para abordar las sociedades ind genas, deniendo al material ya existente como prejuicioso, o desactualizado, o muy generalizante, o tendencioso, o que responde en mayor o menor medida a la llamada historia ocial. Se nalaron tambi en la necesidad de trabajar sobre la impronta que los alumnos traen de sus propios hogares (tanto a trav es de los padres como por la televisi on), reriendo a im agenes y/o versiones distorsionadas de la historia, de los ind genas, de la historia ind gena o de la historia argentina (estas formas variaban; tambi en, algunas veces esta impronta inclu a el reconocimiento de expresiones racistas en los alumnos que, aunque solapadas, surg an de vez en cuando en el contexto del aula. A partir de las conversaciones y entrevistas
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con las docentes se hizo maniesto, por un lado, la percepci on del ME como un museo de historia al cual acuden en procura de encontrar versiones diferentes que cuestionen al relato hegem onico (construido desde los tiempos europeos colocados por la historia universal, o desde el protagonismo de los tiempos del estado-naci on se nalados por los manuales de historia argentina). Por otro lado, la asistencia a las visitas guiadas me fue explicada desde la posibilidad de abordar temas tales como la exclusi on e inclusi on sociales, la diversidad etnica, el racismo y la discriminaci on, o el conocimiento de otras formas de vida que permitieran poner en tela de juicio los s olidos caminos que conducen al etnocentrismo. Las docentes entrevistadas justicaron su asistencia desde uno u otro grupo de expectativas (o incluso desde ambos) y, en casi todas las oportunidades, se hizo referencia a la recomendaci on anterior de otra/s docente/s y/o escuela/s. En un museo que no dispone de los medios sucientes para hacerse conocer a mayor escala y por lo cual su difusi on se realiza principalmente a trav es de este boca-a-boca encontramos, no obstante, una agenda siempre repleta de visitas para escuelas. 24 Su amplia auencia pone en evidencia la distancia existente entre el mundo cient co-acad emico y la producci on de material educativo en un lenguaje de divulgaci on: la ausencia de material bibliogr aco conduce a docentes y escuelas hacia el ME, en busca de un conocimiento que a un no se encontrar a disponible en un nivel apropiado para los primeros grados de ense nanza. Frente a esta cantidad de audiencia, en edad de formaci on y en procura de historias alternativas y/o abordajes de problemas sociales, las visitas guiadas se convierten en una oportunidad de dictar clases abiertas de antropolog a, pudi endose introducir temas tales como autoridad, legitimidad, poder, dominaci on, reciprocidad, jerarqu a, racismo, discriminaci on, exclusi on social, diversidad, complejidad social... y as en adelante, permitiendo reexionar sobre problemas de nuestra propia sociedad en me-
Las escuelas concurren a el todos los a nos, siendo frecuente que lo hagan m as de una vez. Tomando tan s olo el a no 2004, los establecimientos educativos que visitaron el ME suman un total de 387, de las cuales 226 eran instituciones p ublicas, y 161 instituciones privadas (Informe Institucional 2004 ).
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dio de una experiencia que no se olvida: un momento congurado entre lenguajes sencillos y comprensibles, juegos divertidos y emociones placenteras.
El personal del AEE reconoce y admite como v alido que a los nes de simplicar contenidos que faciliten una primera comprensi on, los estadios escolares iniciales necesiten de las dicotom as como una de las formas posibles de operativizar conceptos para la ense nanza; sin embargo, estos modelos binarios perduran generalmente a lo largo de todo el ciclo escolar y, por otra parte, sus formas parecieran operativizar prejuicios, m as que conocimiento acerca de estas sociedades. La reproducci on y/o mantenimiento de estos modelos estar a favorecida indudablemente por la falta de bibliograf a antes aludida, la cual pone al descubierto una disociaci on entre el mundo de la investigaci on y la educaci on; frente a este vac o, la instituci on museol ogica estar a funcionando como un nexo entre la instituci on universitaria y el p ublico, traduciendo un lenguaje cient co en uno de divulgaci on. Este nexo debe ser realizado te oricamente en una hora. Una hora de reloj es un recorte en el tiempo dentro del cual se pretende contener a otro recorte temporal, que depender a de lo que se quiera contar y las prioridades que para ello se establezcan: la formaci on y entrenamiento de los gu as incluye el aprender a lidiar con esta camisa de fuerza cronol ogica. Esta limitaci on es identicada principalmente en las introducciones de las visitas: la oportunidad de contar con una audiencia para instalar ante ella problemas antropol ogicos es interpretado por los gu as de una manera casi militante, como la gran misi on, y los reci en incorporados tienen grandes dicultades en restringir todo lo que sienten que debiera ser transmitido. Desde el AEE se asume que ...en una hora no se puede contar toda la verdad: hay que contar algo que se entienda. Podemos preguntarnos entonces cu ales ser an las supuestas priorida-
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La inuencia de ambos entornos es sentida particularmente con las escuelas religiosas. Muchas veces, estas solicitan expresamente que no se toque el tema religi on. Un gu a me contaba que haciendo una visita para una escuela jud a que hab a solicitado tal pedido, uno de los chicos le pregunt o si ven amos de los monos o de Dios: sin complejizar el tema de los monos, intent o explicarle que se trataba de dos teor as diferentes, pero que ...si somos creaciones divinas, somos todos, los indios y vos... Y si venimos de los monos, venimos todos de los monos, los indios y vos tambi en.. (Entrevista, 01/03/05). En todas las visitas guiadas, sin excepci on, diferentes objetos son puestos en circulaci on entre los visitantes. La posibilidad de tomar entre sus manos aquello que los museos suelen conservar bajo el monopolio de las vitrinas genera momentos de fuerte encantamiento, tanto desde la magia producida por tocar fragmentos de historia como tambi en por la excepcionalidad de la situaci on generada por el ME. Principalmente entre los ni nos, la observaci on y
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des sobre las cuales se construye algo para ser entendido en una hora de duraci on. De acuerdo a lo manifestado en las entrevistas, es fundamental que la transmisi on y construcci on del conocimiento sean presentadas como algo divertido. Ni nos y adolescentes juegan en el ME: dibujan, organizan estas o caravanas, hacen de caballos, de machis, de caciques, etc.; al igual que los adultos, tocan lo que en cualquier otro museo se les presentar a u nicamente detr as de las vitrinas. 26 Por un lado, hacerles pasar un buen momento persigue crear un visitante potencial de museos, haci endoles perder las ideas de distancia y solemnidad con las que suele imagin arselos: la posibilidad de abrir el di alogo entre estas instituciones y el p ublico es otra de las funciones que, impl citamente, lleva a cabo el ME. Por el otro, estas intervenciones did acticas ense nan a interrogar a los objetos y permiten que los visitantes no se olviden de aquello que vieron y escucharon, es decir: crean memoria. 27 En segundo lugar, m as all a de cu anto o cu antos nuevos conocimientos puedan ser incorporados, una hora es suciente para sugerir al menos que mucho de lo que escucharon o estudiaron no es cierto, o que se encuentra desactualizado, o que es en realidad mucho m as complejo de lo que cre an, generando un a mbito de discusi on y confrontaci on desde el cual establecer puntos de partida para otras indagaciones (quedando, si no claras, al menos cuestionadas algunas ideas). Por ah no romp es con ese estereotipo de indio, pero tampoco s e si en una hora lo pod es hacer... Tampoco s e si voy a poder evitar que digan raza... Pero s , por lo menos, present as la diversidad cultural como algo v alido... (...) Es un problema explicar qu e es indio, y qu e no es indio... y por qu e debi eramos pretender que lo tengan claro, cuando los antrop ologos tambi en tenemos el mismo problema... (Entrevista gu a,
01/03/05). Al mismo tiempo, una hora resulta insuciente para esclarecer conceptos que, pol emicos a un dentro del mundo acad emico, padecen adem as de una amplia banalizaci on en el sentido com un, siendo necesarios otros conocimientos y procesos temporales m as amplios para su discusi on (como sucede, por ejemplo, con el concepto de raza). El mismo gu a tambi en destacaba que si bien piensan que una hora es muy poco tiempo, se daba cuenta de que los chicos son esponjas que absorben mucho de lo que se les dice (haciendo referencia a an ecdotas con escuelas que vienen todos los a nos y que, debido a los comentarios de los chicos, percibe c omo recuerdan lo dicho en el a no anterior). Por u ltimo, el conocimiento es presentado como algo provisorio, es decir, lo que se sabe hasta hoy. Los vac os o distorsiones manifestados por cualquiera de los visitantes es retomado y transformado en pregunta, colocando al desconocimiento como una base v alida de aproximaci on, en lugar de hacer de el un elemento de exclusi on social (como suele suceder en la din amica de los museos; v ease Bourdieu, 1969; 1979).
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el tacto son generalmente demorados; inclusive, en algunos casos podr a decirse que los objetos son m as acariciados que tocados. Ver en Roca (op.cit., 157-162) la denici on del ME como lugar de creaci on de memoria. Problematizando la perspectiva de Pierre Nora (1984) y su caracterizaci on de los lugares de memoria como los espacios institucionales habilitados por la modernidad para jar, transmitir y nalmente cristalizar la memoria a partir de elementos concretos (objetos en el caso de los museos), propongo al ME no como custodio de una memoria cristalizada o como practicante de una vigilancia conmemorativa sino, por el contrario, como constructor de una memoria antes inexistente.
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les han cambiado; a un as , no hay una historia construida en t erminos de que estas sociedades est en incorporadas dentro de la historia: a un hoy, seguimos hablando de la historia de los Otros y de la historia ocial (...) Yo creo que hay instituciones que abordan el tema con otro nivel: entonces buscan informaciones alternativas... (Entrevista en el AEE, 09/02/05). Para la construcci on de historias alternativas a la ocial, el ME debe proponer otras representaciones: reconociendo la dicultad de introducir todas las rupturas necesarias para ello, pretende al menos explicitar la contingencia y arbitrariedad de tales im agenes. No obstante, m as all a de una historia en oposici on (en el sentido de negar las armaciones de la historia ocial, o en el de las manifestaciones m as bien maniqueas de algunos docentes), el ME presenta un conocimiento nuevo, a veces hasta impensado. El estatus hist oricamente ambiguo otorgado por el Estado a las comunidades ind genas (inclu das en lo socio-econ omico pero exclu das de lo socio-pol tico; ausentes en la historia pasada pero subalternas en la sociedad actual y por tanto presentes) es puesto al descubierto en el ME a partir de una reinterpretaci on de sus colecciones arqueol ogicas, etnogr acas o hist oricas. Desde la diversidad se nalada en todos los o rdenes, surge una proliferaci on de datos inimaginados que desestabiliza las representaciones anteriores: gran cantidad de personas, diversidad de grupos etnicos, movilidad sin nomadismo, cordilleras atravesables, desiertos poblados de ecosistemas y llenos de recursos, ind genas acaudalados, complejidades sociales, pol ticas, tecnol ogicas y simb olicas. Tomando la expresi on acu nada por Mark Thurner (1996), el ME estar a reponiendo en el marco hist orico a las comunidades pol ticas inimaginadas que por vac o o negaci on, quedaron fuera del pretendido proyecto totalizante del estado-naci on y el de su escritura. Pero hay algo m as. La puesta en movimiento y/o funcionamiento de los objetos contribuye no s olo a romper el estatismo de las vitrinas sino tambi en a poner en duda clasicaciones generalizantes y/o cristalizadas (as , un indio cazador puede ser presentado como tal, pero entre muchas otras cosas y no como algo
distintivo que justique una tipicaci on). A la profundidad social de los objetos (al presentarlos con personas atr as) se le agrega tambi en una profundidad temporal al posicionarlos dentro de procesos que nos orientan hacia algo m as que su mera observaci on: los objetos no son simples datos materiales, sino que est an insertos en una historia social desconocida, que modica nuestro presente y nos interpela dentro de el. Por ello, las cosas viejas que a un conserva el ME no constituyen una colocaci on est atica que se muestra en las vitrinas como algo distante, y que en virtud de tal distancia ser an siempre incorporadas en t erminos de diferencia: por el contrario, en el contexto de las visitas guiadas esas cosas viejas son puestas en funcionamiento para generar, junto al p ublico, una reinterpretaci on del pasado con el que cargan, y por ende una reformulaci on de recorridos y distancias entre esas cosas viejas y nosotros. Los sentidos acumulados en aquellos objetos coloniales han cambiado sin duda de direcci on, aunque transform andose en portadores de un particular mensaje reexivo: haci endose expl cita la necesidad de devolver a los ind genas un lugar en nuestra historia (Dujovne, 1995), el lenguaje de la deuda permea toda la ret orica del ME. Reconocer una deuda no implica simplemente el restablecimiento de lo adeudado sino que, por encima de todo, genera el lazo social correspondiente. La aceptaci on de una obligaci on de deuda es necesaria para la continuidad de una relaci on, es decir: para que dicha relaci on contin ue, es necesario devolver primero. De tal modo, esta relaci on trazada no en el pasado con comunidades pasivas, sino hacia el pasado con sus agentes hist oricos instala la experiencia del compromiso hist orico, para su continuidad en este presente. Al instalarse por intermedio de las devoluciones otras relaciones sociales, la puesta en juego de diferentes gram aticas temporales facilitar a que temas tales como la usurpaci on, el racismo, la discriminaci on, los distintos tipos de dominaci on, la exclusi on social, la lucha por la identidad y por la recuperaci on de tierras, el respeto hacia formas de vida diferentes y en constante movimiento, la dictadura militar y la p erdida de independencias entre otros sean compren-
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didos no s olo como procesos circunscritos a determinados contextos socio-hist oricos, sino que tambi en sali endose por fuera de las vitrinas y las paredes del ME puedan ser percibidos como hechos pol ticos en tiempo presente. Por ello, el ME no coloniza el pasado desde su sistema interpretativo, es decir: la puesta en escena del pasado no es un error ideol ogico, sino que responde a la devoluci on que desde tal puesta en escena se propone. No se trata de una inercia colonial que conducir a a las sociedades ind genas hacia aquel tiempo, para contenerlas s olo all : hay un proyecto de recuperaci on hist orica, trazado a partir de los objetos. El pasado es un proyecto, pero ya no de Naci on a ser legitimada (Hobsbawm y Ranger, 1984): no se trata de una denici on argentina del pasado y de la historia, sino de una redenici on de la historia y el presente de los argentinos. En las cosas viejas que exhibe el ME se podr a encontrar, seguramente, el pasaje y la acci on del tiempo, pero al ser colocadas con la actualidad de nuestra sociedad e historia, tambi en aparecer a un tiempo de la acci on, convocado por el car acter pol tico y moralmente reexivo desde el cual se nos presentan. He de agregar una u ltima consideraci on en relaci on a los usos del pasado. Lo hasta aqu expuesto no signica que dentro del ME no tuviera relevancia una exposici on en la cual fu eramos informados acerca de las condiciones actuales de existencia de cualquier grupo ind gena; por el contrario, su realizaci on es pol ticamente necesaria. Sin embargo, teniendo en cuenta el enorme caudal de prejuicios que se concentra alrededor de sus comunidades en un pa s que, para armarse blanco y europeo, se propuso exterminarlas primero y negarlas despu es, las sociedades ind genas no pueden hacerse visibles solamente en el tiempo de la pesquisa del investigador que las har a aparecer: una s olida aproximaci on hist orica es necesaria, antes, para comprender en profundidad que la situaci on actual de los ind genas no est a inserta en ning un devenir aislado sino que, por el contrario, se encuentra atravesada por (y es resultado de) relaciones hist oricas de dominaci on, resultando no imposible, pero s ilusorio e incompleto, analizar su actualidad sin ellas; adem as, su profundidad temporal nos interpela
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te como nosotros. Para entender estas y otras posibilidades de transformaci on, en las visitas guiadas se apela al desarrollo de una conciencia hist orica: es la historia la que ofrece modos de pensamiento y de comprensi on para la idea del cambio, de la transformaci on, de lo fugaz. Ese ind gena que se viste como nosotros no ser a el mismo que est a en las vitrinas si se nos ense na a observarlo con distancia, con paternalismo, con pena; por el contrario, es el mismo cuando somos ense nados a incorporarlo con la proximidad del compromiso hist orico y social que no podr a ser aprendido si no es a trav es de un s olido fundamento en el tiempo, capaz de sostener su propia construcci on en tiempo presente. Devolver este pasado es instalar contemporaneidad: es establecer, por el, el compromiso
a trav es del cual pueden trazarse hoy otras relaciones sociales. Las sociedades ind genas no son un dato tipicado dentro de las vitrinas, sino una recuperaci on hist orica, una conquista social puesta en escena entre las paredes de este museo para el conocimiento, la reexi on y la responsabilidad pol tica de sus visitantes. Si como se arma desde el ME, ...la Argentina es un pa s que en su devenir hist orico se ha conformado como una naci on multi etnica y pluricultural... (P erez Goll an, 1987:15), la dimensi on hist orica de estos procesos es tra da cr ticamente a trav es de sus vitrinas para nuestra explicaci on social contempor anea. El ellos que se investiga y cuestiona en las visitas implica la interrogaci on y el cuestionamiento del nosotros, y es esto lo que crea una contemporaneidad en tiempo presente.
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El siguiente trabajo es parte de mi tesis doctoral, Santos e nac ao: crianceros cat olicos na fronteira austral argentinochilena (Neuqu en), MN-UFRJ, 2005. Posteriormente fu e presentado en el Seminario Permanente del Centro de Antropolog a Social. IDES. 2006. Debo agradecer los comentarios realizados por Rita Segato, que me han permitido aclarar varios de los problemas planteados en el texto. Departamento de Antropolog a Social. UNICEN. Olavarria. rsilla@soc.unicen.edu.ar
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to inovador fosse inadequado para algu em com sua identidade (:38). Se nala tambi en que as fronteiras podem persistir apesar do que poder amos qualicar gurativamente de osmose das pessoas que as atravessam (:43) y considera que un grupo o un individuo pueden cambiar de identidad ` etnica. Pero la posibilidad de aceptar simult aneamente m as de una identidad etnica y/o nacional por una misma persona o grupo no queda en claro en este trabajo de Barth. En el caso Pathan, se nala que as fronteiras do grupo ` etnico cruzam os l` mites de unidades pol` ticas e ecol` ogicas. Como isso, um pequeno grupo pathan, usando a auto-identicac ao como criterio fundamental de identidades ` etnicas, poderia perfeitamente assumir obrigac oes pol` ticas correspondentes ao pertencimento a uma tribu baluchi ou adotar pr` aticas agricolas e pecuarias kohistani, mesmo assim continuar a identicar-se como pathans (:47) (Y aclara que) eu propio ouvi membros de sec oes tribais baluchi explicarem que eles na verdade eram pathans (:57). No da soluci on a esto, y s olo aclara que lo importante es que los grupos se rotulan, autoidentican y son identicados por otros 3. Lo que nos proponemos en este art culo es analizar diferentes tipos de autoadscripci on etnica y/o nacional en la Zona Norte o Alto Neuqu en. Se har a evidente que muchos contingentes quedan en una situaci on liminar, entre lo indio, lo chileno y lo argentino. Especialmente frente a la identidad chilena, existen una serie de manifestaciones ambiguas, y por sobre todo, casos en que los sujetos superponen identidades, sin que esto sea percibido como un problema, una mentira o una actitud hip ocrita. Veremos entonces que si bien es verdad que todas las autoadcripciones existen y son utilizadas por los diferentes grupos y personas en cuesti on, tambi en es verdad que mu3
chos sujetos quedan entre medio. Entendemos esta superposici on como el producto de sujetos que no portan categor as sino que son activos en la utilizaci on de estas. As , y como arma Cristina Toren We locate persons who, as active historical subjects and the objects of others actions, are at once both products and producers of innitely variable but not arbitrary meanings. Meanings are variable because they are made by human subjects, but they are never arbitrary because, inevitably, they are made in social relations, and thus always in reference to the meanings that others have made and are making. There is no society and there are no individuals (only the social relations in and through which we become who we are in play, in work, in eating together, in conversation, in war, in ritual, in love, in debate (en Ingold:1996:76). As , m as que dicotom as radicales (entre los diferentes crianceros, entre el pueblo y el campo, entre los de afuera y los nativos, etc.) lo que encontramos son personas o grupos insertos en un mundo continuo de peque nas diferencias entre un contexto y el otro. Tal cual lo se nala Nicholas Thomas: It must be recognized that there is great scope for slippage from the appropriate recognition of dierence, and the reasonable reaction against the imposition of European categories upon practices and ideas which, obviously, often are dierent, to an idea that other people must be dierent (1991:309) [. . .] The signicance of regional comparison arises from the fact that it is concerned with a plurality of others, a eld in which dierence emerges between one context and the next, and does not take the radical form of alterity in a gulf between observers and observed. Dierence is thus historically constituted, rather than a
S olo me estoy reriendo a Los grupos etnicos y sus fronteras, pues es un texto sistem aticamente citado en la academia local. Sin considerar, en este trabajo, todos los replanteos que el mismo Barth ha hecho sobre su propio trabajo posteriormente.
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fact of cultural stability. The contexts that can be explored are not necessarily fenced around as other cultures but include historical processes and forms of exchange and communication that have permitted cultural appropriation and transposition (:317) Intentaremos entonces describir como emerge la diferencia paulatinamente entre un contexto y el otro, y no de forma radical entre una cultura y/o sociedad y otra substancialmente diferente: um mundo continuo de pequenas diferenc as, ao inv es de grandes oposic oes, de semelhansas em cadeia no lugar de igualdades ou oposic oes bin arias (Velho,2003:9). Este abordaje nos permitir a comprender las superposiciones identitarias. Comenzaremos analizando una serie de sucesos hist oricos concernientes a la poblaci on y regi on en estudio para luego pasar a los casos producto de mi trabajo de campo.
eran un buen reservorio de esclavos para ser enviados a Santiago o a los encomenderos del norte del Pac co (Bechis,1985:94). Estas expediciones no s olo se efectuaban en el sector occidental de la cordillera, sino que desde por lo menos el siglo XVII, y con esta misma nalidad de buscar mano de obra ind gena para las encomiendas, los espa noles cruzaron hacia el sector oriental de la Cordillera (actual Neuqu en) (Curruhuinca-Roux,1993:46). La cordillera es una barrera natural. La altura de esta cadena monta nosa hace que los inviernos sean especialmente largos y con fuertes nevazones. Esto diculta el tr aco trasandino, y no es raro que a un hoy en d a alg un criancero muera al intentar cruzarla. A un durante el verano un temporal en la alta monta na puede tomar desprevenido al viajero, perderse en la tormenta de nieve y morir congelado. Pero estos inconvenientes no son un obst aculo insalvable. Entre las cadenas monta nosas existen pasos que, para qui en los conoce, permite la comunicaci on entre el oriente y el occidente de la cordillera. Este conocimiento social hace relativo la barrera natural. As en Neuqu en se conocen cerca de 150 pasos transcordilleranos. En lo que hoy es el departamento Minas existen unos 24. La cantidad de pasos existentes depende de las condiciones clim aticas de cada a no. Si el invierno fue de grandes nevazones y permanece demasiada nieve acumulada en el verano, los pasos ser an menos y estar an ubicados hacia el sur, donde la Cordillera es m as baja. Por el contrario, si durante el invierno no se producen grandes nevadas, habr a menos nieve en toda la cordillera y los pasos existentes ser an mayores. En la epoca de la colonia hab a dos pasos de importancia en el actual norte neuquino: el de Pichach en (cercana a la actual ciudad de Chos Malal) o boquete de Antuco, ocupado por mapuches y comerciantes chilenos, era el paso principal. Este sendero daba al fort n Antuco, que se situ o all justamente para cortar el paso ind gena. Don Ambrosio OHiggins en 1772 indujo a campesinos de Los Angeles a radicarse en esta regi on a n se cerrar el boquete de Antuco (Bengoa,2000:95). El otro paso era el de las lagunas de Epulaufquen (hoy parte del municipio de Las Ovejas), que con-
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duc a a Buta Mall n y los llanos de Chill an. Estos eran los principales pasos utilizados por los grupos ind genas para unir la pampa y Buenos Aires con el sur de la Capitan a de Chile; y en particular la ciudad de Concepci on, que a nes del siglo XVIII y en vista de su prosperidad econ omica fue rival de la ciudad de Santiago (Alvarez,1972). En este mismo siglo, los mapuches del Pac co continuaron incursionando hasta las pampas del Atl antico, ocup andolas plenamente a nes del siglo XVIII (Bengoa,2000:49). La ciudad de Los Angeles (en el Pac co y actual Chile) era en la pr actica una avanzada comercial en la frontera ind gena. De all part an caravanas para comprar animales y llegaban las tropillas de caballos y vacunos (:50). Al comenzar el siglo XIX la alianza entre los Arribanos (que habitaban en el Pac co), los Pehuenches (de la Cordillera) y Pampas de Calfulcur a (cercanos a Buenos Aires), dominaban las tres cuartas partes del territorio (:48). La zona tambi en fue entre 1813 y 1830 un refugio de grupos realistas asociados a los Pehuenches que se opon an a la independencia chilena (Bechis,2001:72). La movilidad y relaciones de estos grupos fue tan extensa que en 1827 a group of Chilean royalist made up of Creoles, Pehuenche and Borogan Indians, pushed by the last campaigns of the patriots in the Cordillera, moved to the Pampas with the aim of joining the Portuguese of Brazil (sic.) at war with Buenos Aires. Among them was chief Toriano, a very strong leader of the Pehuenche. This chief and his followers became friendly Indians of Buenos Aires government once Juan M. De Rosas reached the governorship of the province (Bechis,2002:179). Posteriormente existi o una poblaci on criolla estable dedicada a la agricultura y la ganader a controlado por un comisario que administr o justicia en nombre del Estado chi4
leno hasta 1879. Luego el capit an Recabarren tom o el asentamiento para la Argentina (Fern andez,1965:120). Tanto la Conquista del Desierto argentina como la Pacicaci on de la Araucan a en Chile son invasiones militares al territorio mapuche realizadas, por lo menos en su etapa nal, simult aneamente. Hacia 1870 ambas naciones consideran que una invasi on efectiva al territorio mapuche deber a combinarse con una acci on b elica conjunta. En Chile desde el r o BioBio hacia el sur, y en Argentina desde el Este y el Norte hacia el Oeste, arrincon andolos en la Cordillera, de donde no podr an cruzarla ya que simult aneamente estar a actuando desde el Pac co el ej ercito chileno 4. Una vez invadida la zona, la administraci on central de Neuqu en fue estrat egicamente instalada en el Fuerte IV Divisi on, luego denominado ciudad de Chos Malal. Esta fue capital del Territorio Nacional desde 1887 hasta 1904, cuando se traslad o al actual departamento de Conuencia, en el Centro-Este de la provincia. A nes del siglo XIX hab a varias razones para instalar el centro administrativo del territorio en el Alto Neuqu en. Una era la presencia de contingentes ind genas importantes en n umero que deb an ser contenidos. Pero tambi en se consider o un posible conicto entre Estados, por ello se oci o un criterio de seguridad y defensa militar controlando los pasos transcordilleranos en un momento en que se tem a un enfrentamiento b elico con Chile (Bandieri:1993,161). Con la llegada del Ej ercito Argentino comenz o el proceso de territorializaci on y nacionalizaci on de estas poblaciones, procurando homogeneizar individuos y grupos autoadscriptos como mapuches-pehuenches o chilenos en torno a una nueva adscripci on: la de argentino. Sin embargo esto ser a muy paulatino. El per odo 1895-1930 se caracteriz o por una presencia estatal casi nula en lo que se denomin o Territorio Nacional de Neuqu en. Por ello la anexi on militar no tuvo correlaci on con la integraci on en
Un militar de enlace entre argentinos y chilenos fue Manuel de Olascoaga, que entre 1871 y 1872 particip o como nexo con el ej ercito chileno asentado en la frontera con la Aracucan a, transform andose en aunador de criterios de ambos bandos (Bengoa,2000:261). Luego Olascoaga jugar a un papel relevante en la invasi on al actual Neuqu en, y fue el primer gobernador de ese Territorio Nacional.
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otros aspectos, que continuaron bajo la hegemon a del Pac co. La falta de un control fronterizo y las conexiones hist oricas que las poblaciones del Alto Neuqu en manten an con las poblaciones del Pac co hicieron que tanto los cronistas como la historiograf a actual consideren que el grueso de la poblaci on era de origen chileno. De nuestra parte alegaremos que la categor a de chileno es confusa al aplicarla al Alto Neuqu en, y evidencia en cierta medida la propia confusi on producida en la poblaci on debido a la invasi on militar y la implantaci on de una l nea de frontera internacional. Si consideramos que desde el siglo XVI la zona del Pac co conquistada por la monarqu a espa nola era denominada Capitan a General de Chile, podr amos decir que sus habitantes deben ser denominados chilenos. Pero esta no es una categor a de adscripci on nacional sino burocr atica, pues la Capitan a era s olo una unidad administrativa del imperio ib erico, y sus habitantes s ubditos de un rey europeo. El proceso de criollizaci on y las revoluciones nacionalistas que se desarrolla5
ron hacia principios del siglo XIX en Am erica transformaron paulatinamente a estos contingentes en chilenos, ahora s como representantes de un Estado-naci on 5. Es probable que en Chile la nacionalizaci on de la regi on ocurriera varias d ecadas antes, debido a que la regi on al norte del Bio-Bio fue tempranamente colonizada, y ya vimos como Chile fue un top onimo desde siempre. Pero del lado argentino, antes que se construyeran los puentes que comunican con las ciudades de Andacollo y Chos Malal, a nes de 1960, resultaba m as pr actico para los nativos ir a una ciudad chilena que argentina. Tampoco existi o una integraci on plena en el campo pol tico. Los Territorios Nacionales como Neuqu en eran entidades jur dicas que, a diferencia de las provincias, constitu an meras unidades administrativas sobre las que el gobierno central deb a ejercer una funci on de homogeneizaci on econ omica y social para llegar, cuando reunieran determinados n umero de habitantes, a la provincializaci on. Los habitantes que all viv an carec an del derecho al sufra-
Esta confusi on tambi en se aprecia en las fuentes del siglo XIX para la pampa. En algunos casos las denominaciones y autodenominaciones a identidades etnicas y/o nacionales se confunden. No queremos se nalar esto como una anomal a de la fuente, sino y todo lo contrario, resaltar su riqueza. Seg un Bengoa, Arauco y araucano proviene de un r o que se llamaba Rauco, al sur de la actual ciudad de Concepci on (Chile). Los mapuches de esa zona se denominaban Raucos y los espa noles transformaron en Arauco y araucanos. Luego se design o a todos los mapuches con ese nombre (2000:24). Respecto al t ermino Chile is a pre-Columbian word of uncertain origin. The Spaniards adopted the name very quickly so that Chile was Chile since unknown times (Bechis,1984:101). Rodolfo Casamiquela se nala que el t ermino araucano se utilizaba en el siglo XIX de manera vaga, en muchos casos como equivalente de chileno, en el sentido geogr aco pol tico de la palabra (1995:95). Ese parecer a ser el sentido que encontramos en, por ejemplo, Estanislao Zeballos, qui en les da el apelativo de indio chileno al que proviene allende los Andes, indio argentino a qui en ser a originario o habitara las pampas: Callvucur a (proveniente del Pac co pero instalado en la pampa) ped a a los caciques chilenos que lo sostuvieran con su inmenso poder, prometi endoles franquearles en cambio los caminos de las campi nas del Este, pobladas de ganados (...) Los indios chilenos, deslumbrados por los embajadores que regresaban cargados de regalos, emigraban a las tierras del opulento Se nor, y r apidamente cautivados por el agasajo que este les brindaba se convirtieron en sus vasallos m as eles, llamando a sus parientes y amigos a compartir la nueva suerte. Los indios argentinos, generalmente conocidos por pampas, no miraron con simpat a la invasi on extranjera; pero la comunidad de origen, de lenguas, de h abitos, de organizaci on pol tica y de religi on atenuaba la divisi on y la rivalidad (1961:35). El pasaje es ambiguo. Por un lado existen indios chilenos e indios argentinos; pero tambi en estos indios poseen una comunidad de origen, de lengua, de h abitos, etc. Adem as Zeballos utiliza conceptos de la diplomacia y pol tica internacional occidental (embajadores, invasi on extranjera y apelativos nacionales) para referirse a las relaciones entre los abor genes. Emplea as un juego ret orico que por un lado nos acerca al mundo ind gena, se nos hace m as aprensible, m as cotidiano. Tal vez esta demasiada cercan a pague el precio de la inexactitud. De todas maneras es claro que diferencia entre comunidades que si bien tienen un lazo com un al mismo tiempo est an divididas geogr acamente a trav es de la cordillera, y a esta divisi on Zeballos le da una categor a nacional, o que por lo menos en el futuro ser a confundida con una identidad nacional; y de all su peligrosidad. En realidad, el propio Calfulcur a contribuye a la confusi on. En una carta fechada el 27 de abril de 1861 dice: Tambi en le dir e que yo no estoy en estas tierras (enti endase la pampa) por mi gusto, ni tampoco soy de aqu , sino que fui llamado por Don Juan Manuel (de Rosas), porque estaba en Chile y soy chileno ; y ahora hace como 30 a nos que estoy en estas tierras (en Bengoa,2000:100). El soy chileno se podr a confundir con que es un ciudadano chileno del Estado naci on chileno. Sin embargo aqu chileno reere a que es de la regi on que desde siempre se conoci o como Chile.
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gio para la elecci on de autoridades nacionales y/o territoriales, y s olo pod an elegir autoridades comunales. En Neuqu en, reci en en 1951 los habitantes tuvieron la posibilidad de participar en las elecciones nacionales (Arias Bucciarelli,1999:32). En 1895 los departamentos del norte neuquino concentraban el 62% de la poblaci on provincial, de los cuales el 68% se autoconsideraba chileno. Podemos considerar dos motivos. Por un lado, y como ya vimos, exist a un asentamiento dependiente del gobierno chileno antes de la llegada del Ej ercito argentino. Este grupo es una poblaci on criolla preexistente a la constituci on de la naci on argentina. Pero adem as, en esta epoca el gobierno chileno se caracteriz o por expulsar poblaci on criolla, pues prioriz o en su nuevo territorio conquistado a los mapuches el asentamiento de inmigrantes de origen europeo; y los historiadores calculan que entre 1870 y 1895 se trasladaron a la argentina m as de 40.000 chilenos (Frapiccini, Rafart, Lvovich,1995:340). Tanto la poblaci on preexistente como la migrante se confunden en las cr onicas y an alisis. Estudios como los de Carmen Norambuena Carrasco (1997) o Enrique Mases y G. Rafart (1997) coinciden en que durante el siglo XIX la agricultura localizada en el centro y sur de Chile (en una latitud geogr aca paralela a la de Neuqu en), comenz o un proceso expansivo ntimamente relacionado con el aumento de la demanda de granos en Europa y Australia. La expansi on se resolvi o por una doble v a: la ampliaci on de zonas cultivadas y el incremento de las formas de explotaci on campesinas, incrementando sus obligaciones. Al mismo tiempo exist a un alto grado de concentraci on de la propiedad. En 1879 el 70% de tierra cultivada estaba en manos de 2300 propietarios y el 30% restante pertenec a a 27.000 agricul6
tores; para 1926, 249 propietarios concentraban 16.000.000 de hect areas, mientras otras 865.000 se distribu an entre 74.000 productores (Frapiccini, Rafart, Lvovich,1995:337). El gobierno chileno consider o que las tierras scales s olo pod an ser ocupadas por inmigrantes europeos o norteamericanos, lo que reforz o el proceso de concentraci on. La efectivizaci on de estas radicaciones implic o que parte de la poblaci on criolla o ind gena, que previamente ocupaba esas tierras, fueran despojados. Una de las alternativas fue cruzar la cordillera e instalarse en Argentina. Esta migraci on ruralrural pudo realizarse debido a la existencia de tierras libres en Neuqu en, con enormes extensiones scales o de due nos absentistas. Esta primac a de poblaci on chilena tambi en se aprecia en las cr onicas de la epoca. Uno de los viajeros que recorri o la regi on entre 1903 y 1904 fue el sacerdote salesiano Lino del Valle Carbajal ([1906]1985), quien describi o al campesino pobre chileno como de aspecto receloso, t mido y embustero; y lo comparaba negativamente con el gaucho argentino, generoso, jovial y franco con todo el mundo (1985:89). Pese a todo, consider o que los chilenos eran una poblaci on susceptible de asimilarse a la naci on argentina si se ejecutaban las pol ticas adecuadas y no se abusaba de ellos: Los chilenos miran con recelo a los argentinos, que no han conocido m as que revestidos de autoridad, no siempre administrada con ecuanimidad. El elemento chileno trabajador es para Neuqu en un buen brazo y mejor contratado y remunerado, es la u nica inmigraci on colonizadora en el territorio 6(1985:150). Qui en es o no chileno en esta regi on y epoca no es detallado con claridad. Pero la cita evidencia
Por el contrario, en 1970 el especialista argentino en cuestiones internacionales, Ricardo Caillet-Bois propone como urgente limitar e impedir la penetraci on de poblaci on chilena, reemplaz andola por argentinos o extranjeros europeos, pues considera a los chilenos como una poblaci on extranjera no asimilable y por lo tanto capaz de crear un problema futuro (:107). Ante estas disputas te oricas Hern an Vidal, al analizar la explotaci on del yacimiento estatal carbon fero de R o Turbio, provincia patag onica de Santa Cruz, se nala la paradoja de que mientras su explotaci on fue considerada una cuesti on de seguridad nacional (. . .) instrumento para consolidar la presencia pol tica del Estado en un espacio de soberan a disputada y atraer a un cintur on cultural de poblaci on nacional destinado a compensar el d ecit y los desequilibrios demogr acos en relaci on a las areas contiguas con Chile, (en la pr actica el yacimiento) dependi o desde sus or genes del reclutamiento masivo de ex-trabajadores rurales chilenos (2000:187).
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que al distinguir a los argentinos de los chilenos, Carbajal est a realizando al mismo tiempo una distinci on entre los que tienen el control del Estado y los que no. Por ejemplo, se reere a un habitante chileno llamado Jos e Roza Flores. El viajero reere que este hombre y su familia habitan all desde 1866. Carbajal no explica esta situaci on, si naci o del lado del Pac co y luego migr o hacia el otro lado de la Cordillera, o si naci o en el Alto Neuqu en e igualmente se considera chileno. Seguramente, Roza Flores, descripto como de unos 40 a nos de edad, chileno de nacimiento pero argentino de afecci on, se consideraba chileno, pues antes de 1880 respond a al grupo de criollos que viv an bajo la administraci on chilena. Pero una vez conquistado el territorio por las fuerzas argentinas esta adscripci on no parece tener sentido. Aunque no lo especique, es probable que Carbajal considere que todo aquel poblador que practica la ganader a trashumante es por denici on chileno, pues caracteriz o la poblaci on residente en el Alto Neuqu en por su alta movilidad, debido principalmente a esta forma productiva: Las peregrinaciones a las veranadas empiezan en noviembre, durando hasta los u ltimos d as de abril. En general estos lugares est an en los valles de las altas cordilleras, y en esta zona, entre los u ltimos auentes de los r os Nahueve, Varvarco y Neuqu en Superior. Como son chilenos, en su mayor a los veraneadores se internan hasta los valles, entre los macizos cordilleranos que pertenecen a Chile. Unos arriendan los valles de veraneos y otros se asientan donde
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les dan permiso o no hay otros ya establecidos. Vamos a la cordillera, me dice, cuando se han derretido las nieves, llevando cada pastor toda su familia y enseres correspondientes. Lo habitual es ir todos los a nos cada cual a un mismo lugar, donde muchos tienen construidos sus ranchos para repararse de posibles nevazones (1985:93). Tambi en en el Peri odico Neuqu en editado en Chos Malal de 1896 se puede leer que: desde el mes de enero a marzo la poblaci on del territorio va a Chile, de marzo a mayo vuelve de Chile, de junio a septiembre se asienta en los puestos de invernada y de octubre a diciembre marcha a las veranadas (en Frapiccini, Rafart, Lvovich,1995:344). Estos viajes estacionales hac an maniesto el escaso control estatal sobre la frontera internacional, ya que familias enteras acostumbraban a desplazarse conjuntamente con su ganado a las veranadas situadas en territorio trasandino. Sin embargo no parec a un problema para los pobladores, y evidencia que exist an espacios de frontera donde sus habitantes no reconoc an jurisdicciones ociales 7. El relato de Carbajal tambi en demuestra que exist a una complementariedad comercial y ecol ogica entre las poblaciones de ambos lados de la Cordillera. De Argentina se exportaba ganado, de Chile se tra an especialmente productos agr colas. Este intercambio se evidencia a trav es de la memoria de los pobladores del Alto Neuqu en. Seg un el hijo de un importante comerciante de la regi on durante este per odo, si bien el oro y los cueros eran enviados a Buenos Aires, a las pieles de zorros
Las cr onicas tambi en se nalan una serie de ujos de trashumantes provenientes de otras areas del Territorio Nacional hacia el departamento Minas. La Gu a Comercial Edelman de 1924 dice: Por sus numerosos pasos y la riqueza de sus industrias ganaderas y mineras, el departamento Minas puede considerarse como uno de los primeros del Territorio. En primavera y verano su poblaci on se duplica por la auencia de ganaderos de los departamentos vecinos, que tienen sus invernadas en (el departamento) Pehuenches y (la poblaci on de) Los Chihuidos y se trasladan con sus haciendas en dichas epocas a las veranadas del departamento Minas. Tanto en el departamento de Chos Malal, como en Minas, Norquin y Pehuenches, las circunstancias de ser scal la mayor parte de la tierra ha dado lugar a que se radique una poblaci on densa, compuesta casi exclusivamente de peque nos ganaderos y agricultores, a la inversa de lo que ocurre en los departamentos del sur, donde aquellos han sido paulatinamente desalojados por los grandes establecimientos de propiedad particular (en Debener,2001:333). Tanto la situaci on de que la mayor a de las tierras del departamento Minas son scales, como el hecho de que muchos crianceros de otros departamentos tienen sus veranadas en Minas contin ua hasta el d a de hoy. La poblaci on de Los Chihuidos que reere la cr onica todav a realiza la trashumancia y es el grupo que mayor distancia recorre desde sus invernadas hasta sus veranadas, teniendo que hacer un recorrido de aproximadamente un mes de viaje para llegar de un lugar a otro.
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los cazadores chilenos las tra an por arriba de la nieve, con fardo de, bueno este el comercio era importante porque todo val a, tanto las pieles como los cueros, como la lana. Todo ten a su valor, digamos se vend a al buen mercado. Encima ten amos el oro y ni hablar en la epoca de verano, los mal yamado contrabando que se yevaban los animales de ac a para Chile; y de ay a tra an en trueque, entre otras cosas poroto, az ucar. Digamos que ac a no hab a, porque ac a hab a que ir muy lejos a buscar az ucar. En cambio el poroto ac a no se daba por la monta na, porque es muy helado. La papa entonces, todas esas cosas que ac a no se cosechaba. M as all a de que algunos productos tuvieran como destino Buenos Aires, el relato evidencia que ni siquiera la ciudad de Neuqu en era el centro econ omico de la zona. Seg un Susana Bandieri (1993:154) la raz on es que hacia principios de siglo XX tres factores contribuyeron a intensicar el comercio ganadero con Chile: a. los grandes productores chilenos desahogaban sus campos de animales para utilizarlo en agricultura; b. la provincia argentina de Mendoza, tradicional proveedora de ganado a Chile, increment o la producci on vitivin cola disminuyendo las areas destinadas al pastoreo; c. la cordillera neuquina se convirti o en area marginal para la Argentina, pues el mayor esfuerzo de desarrollo del pa s se realiz o en la Pampa y el Litoral; entonces el Territorio funcion o como un espacio pr acticamente desvinculado del mercado argentino e integrado a Chile 8.
Esta vinculaci on no s olo fue econ omica: los habitantes del Alto Neuqu en al mismo tiempo mantuvieron fuertes lazos culturales y de parentesco con poblaciones chilenas que por otro lado tampoco fueron unidireccionales, ya que la poblaci on del Pac co tambi en participaba de costumbres provenientes del lado oriental. Un ejemplo se encuentra en una nota del peri odico Neuqu en de Chos Malal en torno a la Navidad de 1894 en donde podemos leer que la auencia de poblaci on de la vecina Rep ublica de Chile superar a a la de a nos anteriores, dado el inter es que han despertado las estas y teniendo en cuenta que todos los a nos se ha congregado media provincia de B o-B o, formando un enorme campamento de gente que se divierte (en FrapicciniRafart-Lvovich,1995:344). Estas vinculaciones de orden econ omico y cultural favorecieron a que en varios per odos de la historia del siglo XX estos contingentes poblacionales fronterizos fueran considerados por ciertos organismos del Estado argentino como peligrosos y nunca totalmente asimilados a la naci on, gener andose a partir de ellos teor as conspirativas de la sociedad. Al mismo tiempo hace que estas poblaciones tengan un alto grado de ambig uedad en cuanto a sus autoadcripciones identitarias, tanto etnicas como nacionales.
Debener por su parte analiza el arribo del ferrocarril a Zapala (Zona Centro) en 1913. Se nala que si bien facilit o la circulaci on de bienes y personas hacia el Atl antico, no signic o la desvinculaci on con los mercados del Pac co (2001:333). Bandieri tambi en encuentra una leve tendencia a redireccionar el ganado hacia el Atl antico. A partir del an alisis de las gu as (las tramitaciones vinculadas a la documentaci on del ganado que el criancero deb a, y debe, cumplir para realizar cualquier movimiento de hacienda, venta o traslado a campos de invernada o veranada) se observa una reorientaci on gradual de los circuitos tradicionales hacia el Atl antico que atraviesa en su conjunto la d ecada de 1920, y cuyo resultados m as signicativos se visualizan a partir de 1930 (2001:352). Los pobladores tambi en me comentaron de la importancia de la llegada del ferrocarril. Sin embargo tambi en hac an la acotaci on de que antes de la creaci on de caminos, un arreo de ganado a las ciudades chilenas llevaba 2 d as; a Zapala 30 d as. A eso se le sumaba que en Chile se obten an mejores precios.
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El pasado a Chile
Rita Segato ha se nalado que Na Argentina, o outro interior foi historicamente constru do como o estrangeiro ou at e como o inimigo, demonizando-o e justicando estrat egias extremadamente agressivas por parte do Estado nacional para armar-se frente a ele como uma m aquina capaz de extingu -lo, erradic a-lo ou devor alo numa s ntese em que n ao pudesse deixar trac o [e] todas as pessoas etnicamente marcadas, seja pelo pertencimento a uma etnia derrotada [os ndios e os africanos] ou a um povo imigrante [italianos, judeus, espanh ois etc.], foram convocadas ou pressionadas a deslocar-se das suas categorias de origem para, somente ent ao, poder exercer confortavelmente a cidadania plena (1997:242). En nuestro caso, el habitante que proviene de otra regi on en Neuqu en toma el apelativo y el monopolio de la argentinidad frente a ese otro interior que debe ser asimilado. Provenir de otro lado que no sea Neuqu en no signica necesariamente provenir de Buenos Aires, sino tambi en de otras regiones como cuyanos, puntanos, cordobeses, santafesinos, etc. Vidal ha se nalado que en la Patagonia argentina la frontera fue el lugar privilegiado para hacer patria (2000:193). En ese contexto, la gura del ciudadano-soldado, para qui en trabajar en la frontera es servir a la patria y para quien la
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defensa nacional es un problema integral que requiere que el gobierno coordine todos los recursos de la naci on (:194) es un elemento central en esta regi on. En Neuqu en poblar fue un acto de patriotismo, y los que ven an de otros lugares eran (y son) los que argentinizaban 9. En nuestro, caso esto se hace evidente en la categor a nativa los de afuera. Estos contingentes tienen la caracter stica que no nacieron all , si bien puede que est en viviendo en la zona desde hace varias d ecadas. Provienen de diferentes provincias del pa s. En general son profesionales (m edicos, ingenieros agr onomos), maestros, asistentes sociales, etc. Perciben los ingresos m as altos y tienen el control de las instituciones de nivel provincial o nacional. Los nativos que, pese a las amistades, simpat as o desprecio, se auto consideran parte de la regi on son crianceros que viven en el campo y son trashumantes, que viven en los pueblos y en este caso lo m as com un es que tengan alg un empleo p ublico o subsidio, o comercio adem as de sus campos y animales. En menor medida se pueden encontrar familias de origen mapuche que viven en comunidades o no, y algunas personas mayores que nacieron en Chile y migraron de j ovenes hacia Neuqu en. Las actividades ganaderas y de empleo p ublico y/o asistenciales se pueden encontrar combinadas. En general perciben salarios menores en relaci on a los de afuera, si bien algunas familias controlan el poder pol tico a nivel local 10. El monopolio de la argentinidad hace que muchos de afuera, en especial los t ecnicos en-
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Uno de los motivos que se esgrimen para la necesidad de esta argentinizaci on es la falta de poblaci on en la Patagonia. Esto siempre fue considerado un problema por parte del Estado argentino, y una de las causas por las cuales se considera en peligro de invasiones extranjeras. De hecho la regi on conforma el area de menor densidad poblacional del pa s con menos de 3 habitantes por Km2. En nuestro caso espec co, el departamento Minas posee una densidad mucho menor a un respecto a la media regional, entre 0,26 y 0,50 habitantes por KM2, y el departamento Chos Malal entre 0,51% y 0,60%. Respecto a la provincia del Neuqu en presenta una distribuci on demogr aca que reproduce en microescala a la del pa s en relaci on a Buenos Aires y el interior, ya que el departamento de Conuencia, donde se encuentra la capital provincial, tambi en denominada ciudad de Neuqu en, concentra el 68% de la poblaci on de la provincia (Peralta,1995:23). Aunque los pol ticos en general sean nativos, su nivel de vida tambi en es alto en relaci on a la media de la regi on. En 1999 el sueldo de un intendente rondaba los $2300, y un concejal $1000 (en ese entonces US$1 = $1). No consegu realizar una estad stica sobre sueldos en uno y otro grupo. Pero por ejemplo en Las Ovejas, las familias que viv an en lo que se considera el centro, donde vive la mayor para de los de afuera declararon un promedio de salario de $ 811,79; lo que viv an en el Pampa, un barrio con familias reci en llegadas del medio rural, declararon un promedio de menos de la mitad, $ 463,47, y los de las areas estrictamente rurales a un menos, $ 395,16. T engase en cuenta tambi en que el que viene de afuera posee gustos y pautas de consumo que son diferentes a la de los nativos y dan la sensaci on de que consumen productos m as caros y sosticados que los nativos. Por eso los crianceros dicen que esa gente, incluido yo, es rica.
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cargados de planes de educaci on, salud o desarrollo opinen que los crianceros no sirven debido a su origen chileno. En este contexto, la poblaci on del Alto Neuqu en queda en una situaci on liminar, con una argentinidad siempre puesta en duda. Como el Estado argentino reconoce el jus soli como referente a la adscripci on nacional, donde la persona naci o y d onde se registr o es un problema permanente para los habitantes de mayor edad, que sufrieron la territorializaci on y la constituci on efectiva a del l nea de frontera. Hablando con Fidelminda, una mujer de unos 60 a nos de Colomechic o, sobre ella y unos hacendados para los que trabaj o en su juventud, me dec a: R Digame, d onde naci o? F En Varvarco arriba. En un lugar que se llama Pichi nires; ay` a nac y ay` a me cri e. Y despu es anduve por muchas partes de empleada. R D onde estuvo empleada? F A donde lo Felipe Urrutia R Qui enes eran los Urrutia? F Eran de ac a, hab an nacido cerca pero, los padres los ten a donde el viv a, en Las Sillonas R Hab an nacido ac a del lado argentino? F Claro R No eran chilenos? F Eran chilenos, pero como los pasaban para Chile. Toda la gente antes, era pasada para Chile, porque ac a no hab a [Registro] Civil. R Pero eran nacidos ac a, en realidad F Hab an nacido ac a, los padres estaban ac a. Ellos eran dos nom as, eran la nada Martina y Don Felipe. Eran dos hijos que ten an y el se llamaba Bonifacio, y la se nora se llamaba, Petronila. R Y la se nora era, de d onde? F Y la se nora era, no s e de donde, si era chilena o de ac a de la Argentina. Lo que s e es que ellos lo pasaron de ac a a Chile.
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Mucha gente chilena que lo han pasado a Chile son nacidos ac a. Y un tal Noriega, ese hombre anduvo por las casas, andaba haciendo los registros civil. R Y usted se acuerda del a no? F No me acuerdo del a no, porque yo tendr a, como 14 a nos tendr a. R Y usted en qu e a no naci o? F No me acuerdo. Pero est a mi documento por ah . Y as que nosotros est abamos grandes cuando ya nos fueron a sacar la libreta (c vica), andaba un gendarme. Se llamaba (...) y andaba con un papel grande as , de empadronamiento. Entonces nosotros despu es tuvimos que ir a Chos Malal, a sacar la foto para que nos dieran el documento. R Y a usted tambi en la hab an pasado para Chile de chiquita? F No yo soy de Argentina, nacida argentina, yo nada chileno. Mi abuelo y mi padre s eran chilenos. Y mis t as y todos eran chilenos. Pero yo no, nac en argentina, soy de Argentina. Vemos en el relato de Fidelminda la idea de pasado a chile: aqu el ni no que naci o del lado argentino pero que se inscribi o en el registro civil chileno. Esto ten a que ver con la trashumancia y el comercio, ya que cuando en el verano se cruzaba la cordillera por diferentes motivos, algunos de los cuales ya explicitamos, tambi en se anotaban a los reci en nacidos. Es muy com un que se hable de esto, y es una conversaci on y una excusa permanente 11. Por los relatos esta pr actica acarre o una serie de problemas en cuanto se instal o en la regi on el Registro Civil argentino. Al considerar el jus soli como signo de otorgar la nacionalidad, todos estos contingentes poblacionales eran, desde el punto de vista jur dico, chilenos. Sin embargo, y al mismo tiempo alegaban que toda su vida e incluso su nacimiento hab an transcurrido en el territorio que reclamaba Argentina. Fidelminda no parece haber pasado por ese problema.
A principios de Siglo XX esto fue una preocupaci on de la opini on p ublica argentina. En El Diario editado en Buenos Aires en 1906 se lee: Hay que correr de todos modos el Desierto, abrir camino a la poblaci on argentina, que hace falta, porque no s olo la moneda, las costumbres, el acento, son en el Neuqu en, chilenos. Hay que agregar que los hijos de chilenos nacidos en aqu el territorio no son argentinos, pues inscriben sus nacimientos en Chile, como hijos de esa naci on (en Norambuena Carrasco,1997:97).
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Nunca fue inscripta del lado chileno y por ende no parece haber tenido inconvenientes en conseguir su ciudadan a argentina. Podr amos pensar que miente. A su favor alegaremos que tambi en existen casos de personas que se autodenominan chilenas, que cuentan sin ning un inconveniente que nacieron en Chile y que a determinada edad y por determinados motivos se instalaron en Argentina. Por ende, el pasado a chile es un problema y un caso independiente de otros fen omenos que se podr an inferir como ocultamiento de la identidad por razones estrat egicas o por miedo a sufrir represalias. No existe en este caso lo que para los negros en Norteam erica se ha denominado passing: os negros com apararencia de brancos negam suas identidades negras e comportam-se como se fossem brancos (Gow,2003:62), ya que no parecen estar intentando pasar de una identidad preestablecida a otra tambi en preestablecida 12. De los dos principios dominantes de doctrinas de nacionalidad, incorporados por los diversos sistemas jur dicos, Argentina prioriz o aquel que en general se considera m as inclusivo, el principio de jus soli (the law of soil), which made nationality dependent on birth in the territory of a state, characteristic of the Staatsnation typic of France, (en contra del principio de) jus sanguinis (the law of blood) which gave nationality an almost ontological quality since it made state membership dependent on a shared cultural heritage transmitted by descent typical of the Kulturnation
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conventionally associated with Germany (Stolcke,1997:66). Verena Stolcke arma que esto fu e as porque in the young American republics nationality was from the beginning based on unconditional jus soli, immigrants being traditionally regarded as potential citizens (:75). Tal vez esto sea verdad para los contingentes de inmigrantes europeos. Pero nuestra regi on, y a diferencia de una buena parte de la Argentina, se caracteriza por pr acticamente no haber recibido contingentes de inmigrantes europeos durante los siglos XIX y XX. As , las poblaciones aut octonas, que se vieron traspasadas por la imposici on de l mites internacionales generadas desde los centros de estos Estados-Naci on, parad ojicamente quedaron en una situaci on m as similar al que sufrieron las propias poblaciones europeas en territorio europeo al momento de la demarcaci on de sus fronteras internacionales 13. Pese a que legalmente el principio de Jus soli es el que rige, en la pr actica o por lo menos en algunos aspectos y momentos de la vida social, pareciera que el principio de Jus sanguinis no est a ausente, y el ser hijos de chilenos implica una uni on de sangre y un lazo cultural. Por ello, y pese a haber nacido en territorio argentino, son constantemente acusados de chilenos debido a sus formas de hablar, costumbres musicales, religiosas, etc. Simult aneamente, los crianceros arguyen un principio de jus soli extremo: no importa que se hayan anotado en los registros civiles chilenos, nacieron y vivie-
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Para el caso de los Cocama y ex-Cocama que analiza Gow, a desespecicac ao dos Cocama estaria ocorrendo precisamente no mesmo contexto em que emerge uma nova especicac ao, a de camponeses riberinhos de sangue misturado. Este autor considera que e mesmo poss vel que essa nova gente seja os cocama, e que o conceito de ex-cocama registre simplesmente seu nome em mutac ao (2003:62). No es lo que estamos armando aqu . Lo que nosotros percibimos no es un pasaje hacia otra categor a ya establecida o la aparici on de una nueva, sino m as bien la superposici on de categor as preestablecidas: la de argentino, chileno e indio. Muchos de los tems que se nala por ejemplo Tomke Lask en el proceso de constituci on de la frontera franco-alemana tambi en ocurrieron en Neuqu en: a) expropiaci on de tierras pertenecientes a grupos familiares del pa s fronterizo (2000:58); b) ruptura de lazos familiares (:59) quedando una parte del grupo familiar del otro lado de la Cordillera al punto que hoy ya pr acticamente no se reconocen; c) uni on entre lengua e identidad nacional (:64), si bien en nuestro caso el problema es el tipo de entonaci on y no la lengua en s , en ambos lados espa nol. Volviendo al primer punto, la expulsi on y expropiaci on de tierras a hacendados chilenos por parte de Gendarmer a Nacional tambi en se se nala para la Argentina en la misma epoca en otras provincias. Por ejemplo, Diego Escolar en San Juan (2000:265). Sin embargo, veremos que no en todos los casos los due nos que proven an del otro lado de la cordillera fueron perseguidos por la autoridades, y que incluso existieron grupos familiares que lograron ser excelentes articuladores con el Estado argentino.
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ron en suelo argentino y esa es la nacionalidad que deber an tener. La ambig uedad que Fidelminda plantea para la familia Urrutia es notable; pues la historiograf a arma que la regi on andina (posteriormente a la Conquista del Desierto) sigui o siendo utilizada por pastores y ganaderos chilenos (Debener,2001:330). Lo interesante es que la poblaci on local relativiza esta armaci on, alegando que el r otulo de chileno en muchos casos fue un error. Hacia el norte de La Matancilla, en un a rea denominada Aguas Calientes, los pobladores recuerdan dos familias de hacendados. Los primeros fueron los M endez Urrejola. No existe persona que actualmente viva y que los haya conocido. Sin embargo su recuerdo perdura, as como algunas construcciones, como corrales que se dicen fueron de ellos, a la altura de Ailinco. Cuando Tono, un criancero de La Matancilla que tiene su veranada en Aguas Calientes, me las mostr o, me hizo notar que el corral que supuestamente perteneci o a los M endez Urrejola est a construido de un tipo de piedra redondeada, que se considera in util para construir pircas de ese tipo. Por esta raz on considera que debi o ser muy trabajoso realizar el corral, y que se debi o utilizar mucha mano de obra. Por su tama no, de aproximadamente 100 metros por 50, estima que cabr an unas 4000 vacas, resaltando que no existe en la actualidad alguien de la regi on que posea tantos animales. Por lo que oy o hablar de personas mayores, los M endez Urrejola eran muy severos con sus empleados. Utilizaban el lugar para engorde y lo enviaban a Chile. Arrendaban las tierras a Purran, un cacique Pehuenche de importancia al momento de la Conquista del Desierto, y con qui en estos hacendados parecen haber tenido buenas relaciones. Con la llegada del ej ercito argentino, los M endez Urrejola debieron retirarse. En reemplazo lleg o la familia Urrutia, quienes ocuparon esas tierras. Como vimos en el caso de Fidelminda, sobre ellos si existen personas que los conocieron. Seg un los pobladores, los Urrutia eran un tipo diferente de personas, incluso diferentes de los M endez Urrejola: ten an dinero pero viv an de forma simple, como los dem as. Los Urrutia ten an muchos empleados. Fidel-
minda los denomina inquilinos, sin embargo esta categor a no es clara. Se denomina inquilinato a un tipo de instituci on que surgi o en el Pac co sur durante el per odo colonial. En un comienzo s olo implicaba concesiones precarias de tierras a cambio de las cuales se exig a un canon de tipo simb olico. Al aumentar la importancia de la producci on triguera, dicho canon fue adquiriendo una real signicaci on econ omica durante el siglo XVIII, para convertirse en el siguiente siglo en una forma de tributo pagada en trabajo, a la cual se le agreg o una remuneraci on salarial de poca monta en caso de que el inquilino realizara determinadas tareas. A mediados del siglo XIX, con el aumento de la demanda de granos, se incrementaron las obligaciones que pesaban sobre el inquilino, disminuyeron sus derechos tradicionales, en especial el de pastoreo, y se redujo la supercie destinada a tal actividad (Frapiccini,Rafart,Lvovich;1995:338). La historiograf a no reere a la existencia de inquilinato del lado argentino, mucho menos para Neuqu en y la Zona Norte, donde se resalta que estuvo caracterizada por campesinos minifundistas. Sin embargo algunos pobladores s lo hacen al referirse a estas familias de hacendados. De todas maneras, lo que por ejemplo Fidelminda explica no parece ser del todo inquilinato. Por un lado, personas como Fidelminda parecen haber sido m as empleadas asalariadas que inquilinos, pues si bien viv a en el asentamiento de los patrones, percib a un sueldo y no ten a ni campo ni animales propios. En el relato de los pobladores se hace hincapi e el hecho de que los Urrutia daban animales a quienes los precisaban, as como que prestaban bueyes para el momento de la siembra. La contraprestaci on parece haber sido el cuidado de los propios animales y cosechas de los Urrutia, practicas en este caso s m as similares con el inquilinato. Lo singular del caso es que se acostumbra a referirse el sistema de inquilinato para la regi on central de Chile como de fuerte explotaci on y carga sobre el campesino. En nuestro caso, los crianceros recuerdan con alegr a ese per odo, y hasta parecen extra narlo. Es com un que se diga que los Urrutia eran los mas ricos y muy buenos con la gente pobre, y que casi todos de los que hoy tienen animales
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en La Matancilla y aleda nos es gracias a los Urrutia 14. Los Urrutia ten an campos tanto del lado del Atl antico como del Pac co. Sin embargo, al momento de la llegada de Gendarmer a Nacional, hacia la d ecada de 1940, tambi en debieron retirarse. Dicen que muchos los ayudaron ocult andolos en sus casas, as como a otros chilenos. Seg un Fidelminda, algunos de los descendientes de los Urrutia viven en Chile, otros en Buenos Aires y diferentes lugares de Argentina. Pero ninguno se qued o con las tierras del lado argentino. Bandieri y Blanco se nalan que en el sur de la provincia, hacia mediados de la d ecada del 20 capitales anglo-chilenos realizaban inversiones en tierras en ambos lados de la cordillera. Una estrategia de controlar tanto los mercados del Pac co como los del Atl antico, donde las explotaciones estaban dotadas de importante tecnolog a y organizadas como verdaderas empresas de car acter capitalista en la que se empleaba un n umero considerable de mano de obra asalariada (2001:392). La Zona Norte parece haberse diferenciado en el hecho de que estos capitales eran s olo chilenos y por el contrario de muy baja tecnolog a: sin alambrados, sin mejora de las razas animales, sin una proletarizaci on de sus trabajadores. Pero seg un los relatos, el control de ambos mercados tambi en parece haber ocurrido en esta zona, si bien el mercado principal era el chileno. Observamos dos expulsiones de terratenientes chilenos en dos momentos hist oricos. Uno en 1880 con la Conquista del Desierto, y el otro que la poblaci on lo vincula a la llegada de gendarmer a, as que deber amos pensar en alg un momento de la d ecada de 1940. Por qu e tanto tiempo entre uno y otro? Y por qu e lo mismo en dos oportunidades diferentes? Tal vez la raz on sea similar a lo que ocurri o con las comunidades mapuches de Neuqu en. Claudia Briones se nala que los mapuches del sur
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del Neuqu en recuerdan dos tipos de personajes hist oricos: los grandes caciques guerreros, anteriores a la Conquista del Desierto, y los estancieros mapuches, caciques que ya no ten an el poder pol tico y militar de sus predecesores, pero s contaban con gran n umero de cabezas de ganado y eran considerados ricos (1988:11). La conquista militar argentina implic o la desarticulaci on de la sociedad mapuche y la ocupaci on militar de su territorio. Pero la ocupaci on civil argentina de tierras no se comenz o a efectivizar hasta comenzada la d ecada del 30. En este margen entre 1880 y 1930 pod an ocupar tierras scales o con propietarios ausentistas, as como alquilar campos linderos (:21). Hacia la d ecada 30 los alambrados imprimir an un sello denitivo a la vida mapuche en reservas. Imposibilitados de ocupar campos linderos o de alquiler para el pastoreo de los propios animales (tal como se ven a haciendo) los mapuche tendr an que reducir las majadas a lo que las tierras asignadas anteriormente, o efectivamente dejadas fuera de los alambrados de las estancias, pudieran tolerar (:14). En nuestra regi on el caso es diferente, pero las fechas hist oricas parecen ser similares. Los Pehuenches (comandados por el cacique Purran) y los hacendados chilenos se debieron retirar con la llegada del ej ercito argentino. Inmediatamente despu es, y al no efectivizarse en forma plena la conquista, volvi o a ocuparla una nueva familia argentino-chilena: los Urrutia, que ante la duda que ofrec an al gobierno argentino de su argentinidad, fueron expropiados de sus tierras por Gendarmer a, hacia 1940. Pero a diferencia del sur de Neuqu en, en la Zona Norte no aparecieron ni alambrados ni nuevas estancias, sino que qued o un grupo de campesinos trashumantes minifundistas. Sin embargo, no todos los poseedores de tierras considerados chilenos debieron huir. Otros consiguieron articular con el Estado argentino e insertarse como mediadores entre la locali-
N otese que a diferencia de las relaciones de inquilinato en Chile, profundamente jer arquicas, lo que resaltan los pobladores sobre los Urrutia es que pese a tener m as tierras y animales que ellos, eran iguales. Arnold Strickon ha se nalado que en la pampa h umeda en el siglo XIX las diferencias entre los criollos son de rango m as que de clase (. . .) El estanciero puede llegar a hacer vida social con sus trabajadores criollos, yendo con ellos a las carreras de caballos, asistiendo a una esta familiar, o aceptando que lo acompa nen cuando va al pueblo. El ser tratado como un igual es bien apreciado entre los criollos (1977:84). Vemos en nuestro caso una postura similar, en donde se valora que el patr on sea una especie de primus inter paris.
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dad y el centro. Por ejemplo, en Las Ovejas existe otro grupo familiar tambi en de apellido Urrutia. Sin embargo se dice que no tiene relaci on con los Urrutia de Aguas Calientes. Los Urrutia de Las Ovejas tienen una historia muy diferente. Seg un me lo relatara uno de sus descendientes, su bisabuelo era vascoespa nol y arrib o hacia mitad del siglo XIX a Chile. Todos los veranos sol a cruzar para el lado oriental de la cordillera, probablemente para comerciar, y en alg un momento decidi o quedarse. Su abuelo y su mujer se instalaron en Los Gua nacos, y uno de los hijos de este se cas o con una viuda que ten a tierras en Las Ovejas. Estos Urrutia tuvieron campos y comercio de ambos lados de la cordillera, consiguiendo controlar ambos mercados. Un criancero que viv a en el lado argentino iba a proveerse al comercio que los Urrutia ten an en Argentina y, te oricamente cuando este mismo criancero cruzaba sus animales al lado chileno, se los vend a a los mismos Urrutia, que tambi en ten an casa comercial en Chile. Pero al contrario de los Urrutia de Aguas Calientes, consiguieron instalarse como l deres pol ticos con la aparici on del Movimiento Popular Neuquino, hacia nes de la d ecada de 1950 y ser articuladores con el gobierno provincial. Lo que queremos resaltar es que no todos los grandes propietarios fueron acusados de chilenos (algo muy vago, ya que como vimos en la regi on cualquiera puede serlo o no).
taron a pasar a la cocina. En general los puestos de invernada se componen por una cantidad variable de piezas independientes construidas de barro sus paredes y el techo de paja de coiron. Una de estas piezas se utiliza como cocina, que en general es el lugar m as utilizado del puesto. Otras son dormitorios, galpones para guardar provisiones, pastos, animales, etc. A simple vista no existe diferencia exterior entre una pieza y otra. Si se ha construido una casa a partir de un plan provincial de vivienda, lo que no era el caso de este puesto, esta casa, con una cocina, dos habitaciones y un ba no, es probable que no sea utilizada como una casa en s , sino como una habitaci on m as; con el plus de que implican cierto status: indican que el intendente o el gobernador atendi o su pedido. Casi no me dejaron presentarme pues inmediatamente Juan comenz o a hablarme (en la escuela la maestra me hab a presentado ante los ni nos y le hab amos dicho que yo iba a visitar sus hogares), mientras Narcisa me cebaba mate y convidaba con tortas fritas. Juan me cont o y mostr o sus chalas, un tipo de calzado que est a compuesto de una suela de cuero y cordones que se atan sobre una gran cantidad de medias que se ponen en el pie. Me explic o que para esta epoca, comenzando el oto no, las comenzaba a usar porque eran buenas para el fr o y la nieve. Yo ya las hab a visto, pues en La Matancilla es com un su uso para las actividades laborales. Juan me explic o que antes todo era m as dif cil. Para abastecerse deb an ir hasta Andacollo, unos 50 KM de all , pues no exist an almacenes m as cerca. Que deb an ir en mula o hasta a veces de a pie. Que ahora exist an caminos y consideraba que en la actualidad todo es m as f acil. Al referirse a los caminos Juan hac a alusi on a las dos clases de v as de comunicaci on que existen en las zonas rurales de Neuqu en. Uno es la senda por la que s olo es posible transitar a caballo o de a pie. El otro es la ruta para la circulaci on de autom oviles, construida por el Estado o en algunos casos por empresas privadas (petroleras, mineras, etc.) que los precisan para circular con sus veh culos. Si bien en esta u ltima tambi en pueden circular caballos, lo habitual es que no lo hagan, y se trata de dos
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tipos de circulaci on y recorridos bastante diferentes. Incluso en t erminos ambientales, mientras los caminos destruyen y cambian completamente el paisaje, las sendas de caballos son casi imperceptibles y con un impacto m nimo. De todas maneras, los caminos han permitido que estas poblaciones se puedan movilizar y ante todo transportar mayor cantidad de bienes con mayor facilidad. Pese a eso tambi en consider o que ahora la gente es m as oja, porque quieren que el gobierno les haga todo. Le pregunto si d ecadas atr as no iban a Chile. Me dice que el fue cuatro veces, una lleg o hasta Santiago de Chile; iba con una persona que ten a que vender animales all . Me explic o que existen buenos pasos, pero que en la actualidad es dif cil cruzar debido a los Carabineros, la polic a de fronteras chilena. Me dijo que se comentaba que si encontraban a alguien cruzando quemar an los animales y matar an a la persona. Que en su opini on eso era mentira y que s olo lo dicen para asustarlos, pero s es verdad que a los animales encontrados los han matado y quemado. Tambi en me cont o que antes los padres castigaban mucho a sus hijos. Que ahora tampoco lo pueden hacer, pues se corre el riesgo de ir preso por ello. En su opini on esta prohibici on imped a la buena educaci on de los ni nos. Me cont o tambi en que antiguamente en todo el llano se sembraba trigo y avena; que hasta 50 bueyes han estado arando, que se trillaba con yeguas que pisaban el trigo hasta separar las semilla. Eso le parec a mejor que ahora, que nadie siembra 15. Le pregunto porque se dej o de sembrar. Me contest o que debido a la gran cantidad de conejos y liebres que se comen los sembrados. Me explic o tambi en que el nombre La Matancilla reere a que all hubo una gran matanza de indios. Que incluso existe un llano cerca de su puesto denominado la sepultura, por la gran cantidad de indios que se sepultaron.
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Me explico que la matanza la realizaron los espa noles cuando conquistaron para el gobierno argentino. Pese a que no se lo dije, hall e interesante que en su error hist orico vinculara la Conquista espa nola y la Conquista del Desierto. Me cont o tambi en que en una epoca esta regi on fue de Chile. Que en una veranada hay un lugar denominado El Pehuenche, debido a que una vez apareci o un indio, qued o s olo y se comi o un toro crudo, porque en su opini on los indios comen la carne cruda, que nalmente se entreg o a las autoridades para que hicieran lo que quisieran con el, para que lo mataran. Que nalmente lo llevaron a donde estaban los dem as indios, y se salv o de que lo mataran. Le pregunto si no hay m as indios por aqu , me dice que hay en la zona de Gua nacos; luego ambos se rieron y me dijeron que quedaban ellos, que son medios indios porque son un poco morocho 16. Me cont o tambi en que su padre en 1936 comenz o el puesto en ese lugar, y que en 1937 naci o el. Me asombr e de que estuviera al tanto de las fechas, algo que en general no es com un en los crianceros. Se quej o tambi en de que el actual intendente de Varvarco, del cual La Matancilla depende, no les da nada. Le pidi o que la comuna le construyese una casa, pues tiene que mover el puesto m as arriba, ya que est a muy cerca del arroyo y cuando el agua sube corre peligro de innundarse. Pero el intendente s olo le ha dado chapas para mejorar los techos. Luego de esta larga y variada conversaci on me desped y les ped que me explicaran c omo encontrar los otros puestos que estaban ubicados sobre el mismo arroyo arriba. Me se nalaron la senda, me dijeron los nombres de las familias de cada uno de los puestos y me advirtieron que en algunos no encontrar a a nadie debido a que estaban abandonados o sus habitantes se encontraban en el pueblo realizando tr amites. Tambi en les agradec por todo y les
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Es com un en La Matancilla decir que ya no existen cultivos ni estas referentes a la agricultura, como la trilla. Con seguridad hace unas d ecadas atr as la supercie cultivada ha sido mayor, as como la utilizaci on y manufacci on del trigo, evidente por la gran cantidad de restos de molinos que se encuentran, hoy todos en desuso. Sin embargo, muchos todav a cultivan y en epoca de cosechas son varias las familias que realizan la trilla. Si bien en este caso particular los fenotipos de Juan y Narcisa eran semejantes al tipo mongoloide, no se debe pensar que todos en la regi on sean as . De hecho muchos crianceros son de piel blanca, cabello rubio y ojos claros.
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dije que volver a. Me dijeron que cuando quiera pod amos seguir charlando, y ri endose Juan me dijo: aprendi o cosas de Chile. Podemos derivar muchas interpretaciones y problemas de este relato: sus evaluaciones sobre los tiempos pasados y los actuales, y c omo antes todas las actividades diarias eran m as dicultosas y a su parecer por esa misma raz on obligaba a todos ser m as unidos y emprendedores; c omo el gobierno desestimula el emprendimiento personal al mismo tiempo de que expresara su queja de que ese mismo gobierno no les hace la casa, como ya no se puede educar bien a los ni nos y tal vez muchas cosas m as. Pero en lo que estoy interesado en resaltar es sobre c omo Juan y su hermana nacieron en territorio argentino, incluso tiene presente la fecha. Se diferencia de los indios cuando se reere a que estos comen carne cruda y que los mataron a todos, pero inmediatamente y simult aneamente expresan que en realidad son medio indios por el color de su piel. Al mismo tiempo considera que todo lo que me cont o, sus costumbres, su historia, sus aventuras son cosas de Chile. Durante el lapso de una conversaci on Juan y su hermana fueron argentinos, chilenos e indios. Esto es sustancialmente diferente al fen omenos de passing o aculturaci on. No parecen estar interesados en ocultar alguna de sus identidades, cu ando frente a m les hubiera sido m as f acil reamrcar su argentinidad, sino que no tuvieron inconvenientes en mostras todas sus posibles identidades.
Conclusiones
Vimos que en el caso de los crianceros, chilenos e indios, existen casos en donde su autoadscripci on est a superpuesta, y en donde no siempre esto puede ser visto como una simple forma de ocultar la identidad. En el caso del chileno, tambi en vimos que esta categor a es confusa ya que Chile hist oricamente fue una regi on antes que un Estado naci on. Entonces en muchos casos del siglo XIX chileno funcionaba como un topon mico m as que como una adscripci on nacional, como se ve claramente en la carta de Calfucur a. As , Chile y chileno son t erminos que se caracterizan por su multivoca-
lidad. Existe una cierta jerarqu a de estas identidades, en donde el mayor prestigio est a en ser argentino, luego chileno y por u ltimo indio, y es verdad que en muchos casos en especial se oculta la identidad india diciendo que se es chileno. Si bien debe considerarse la posibilidad de que pasar de una categor a a otra puede ser una forma nativa de modernizarse y civilizarse, como arma Gow para el caso de los Cocamas (tribales) y Ex-Cocamas (peruanos), no creemos que por lo menos en nuestro caso, sea una variante de la l ogica social ind gena (2003:70). Por el contrario pensamos que, sin negar el peso de la tradici on ind gena, tiene que existir una novedad con la aparici on de la colonia espa nola y el posterior nacimiento de los Estados nacionales americanos, y que estos dos fen omenos generaron sus propias tradiciones. No podemos ni asumir que la u nica tradici on existente es Europea (o argentina) debido a su poder de invasi on e inuencia, ni irnos al otro extremo de pensar que estas poblaciones viven y piensan como los americanos anteriores a la expansi on colonial europea. Por otro lado, es de considerar que en nuestro caso, la generaci on y mantenimiento de la identidad etnica y/o nacional no est a presentada como una dicotom a. Estas identidades aparecen como difusas, permeables, superpuestas y hasta ambiguas. Deber amos profundizar hasta qu e punto esto no es una potencialidad en vez de una anomal a. A nuestro entender, un aporte importante en este camino fue realizado por Edmund Leach, para qui en no debe considerarse a las sociedades que exhiben s ntomas de fraccionalismo y conicto interno que conducen a un cambio r apido como an` omicas o de decadencia patol ogica. Cuando las sociedades antropol ogicas son disociadas del tiempo y del espacio, la interpretaci on que se da al material es necesariamente un an alisis de equilibrio. Sin embargo, la realidad social no forma un todo coherente, en general est a llena de incongruencias; y son estas incongruencias las que, seg un Leach, nos pueden propiciar una comprensi on del cambio social. Leach considera posible que un individuo pretenda diferentes condiciones sociales en sistemas sociales diferentes simult aneamente. Para el propio individuo, tales sistemas se presentan como alternativas o
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incongruencias en el esquema de valores por el cual ordena su vida; y el proceso global de cambio estructural se realiza por medio de la manipulaci on de esas alternativas, aunque el individuo no sea conciente de estos procesos.
As , cada cual en su propio inter es se empe na en explotar la situaci on en la medida que lo percibe, y al hacerlo, la colectividad de individuos altera la estructura de la propia sociedad ([1954]1993:70) 17
Comentarios al art culo de Rolando Silla Ambig uedad y superposici on de identidades: crianceros argentinos y chilenos en el Alto Neuqu en. Comentario de Rita Segato
Elogi e, en la ocasi on, la ligrana hist oricoetnogr aca de Rolando Silla e hice dos comentarios a su texto, que ahora tengo la oportunidad de desarrollar un poco m as. Al hacerlo, observaciones que eran, en un principio, menos enf aticas y dirigidas exclusivamente a la exposici on o da en el Seminario Permanente de Antropolog a Social del IDES se transformaron inevitablemente en un comentario m as general sobre algunos aspectos de la disciplina y se extendieron un poco m as all a, en tono y contenido, de lo que fue el sereno di alogo con el autor en co-presencia. 1.El primer comentario se reere a la manera en que el autor cita la literatura antropol ogica. Cuando el autor cita etn ografos e historiadores locales muestra considerable conocimiento de la literatura regional y nacional sobre el proceso de la regi on y el texto alcanza sus momentos de mayor inter es. Lo mismo sucede cuando elabora su propio an alisis sobre la uidez de las identidades locales, consiguiendo revelar para el lector un cuadro v vido de los dilemas de la identidad en la regi on y situarlos en un contexto bien denido y examinado. Es en esos momentos que el autor logra tornar plenamen17
te inteligibles los tr ansitos identitarios que all se dan. Sin embargo, en varias ocasiones en que el autor intenta traer a colaci on autores cl asicos o representantes de una perspectiva antropol ogica no sensible a los dilemas de los estados post-coloniales y a los temas relacionados con la etnicidad o la racialidad en el seno de naciones nuevas, como Leach, L evi-Strauss y el m as contempor aneo Tim Ingold, el texto pierde en vigor e inter es y las citas parecen originarse m as en una ansiedad por alcanzar legitimidad disciplinar que en un real recorrido interpretativo. La raz on de las citas se vuelve inaut entica y la aspiraci on por ajustarse a un canon disciplinar que se considera establecido por padres fundadores o antrop ologos consagrados de los pa ses centrales nos distrae del eje de las cuestiones examinadas y pasa a substituir o cobra precedencia sobre una mirada densa, creativa y fuertemente situada en una perspectiva local sobre la etnograf a, como es sin duda la de Rolando Silla. Llamo referencias de legitimaci on a ese tipo de citas que no obedecen a una necesidad real de iluminar aspectos del trabajo de campo
Leach relata que en Alta Birmania los Chan ocupan los valles ribere nos donde cultivan arroz en campos irrigados; y son un pueblo relativamente sosticado. En cambio los Kachins ocupan las colinas donde cultivan arroz usando las t ecnicas de cultivo intinerante a trav es de rosa y quema. La literatura especializada trat o a estos u ltimos como salvajes primitivos y belicosos; muy diferentes a los Chans en apariencia, lengua y cultura, al punto que deben ser considerados de origen totalmente distinto. Sin embargo Leach se nala como algunas familias eran simult aneamente Kachin y Chan. Da el caso de Hpaka, que como Kachin era miembro del linaje del clan Lahtaw; pero como Chan era budista y miembro del clan Hkam, la casa real del Estado de M ong Mao. Se nala que no es raro encontrar un Kachin ambicioso que asuma los nombres y los t tulos de un pr ncipe Chan a n de justicar su pretensi on a la aristocracia, pero que apela simult aneamente a los principios gumlao de igualdad a n de huir de la obligaci on de pagar derechos feudales a su propio jefe tradicional. De esta forma, en las colinas de Kachin un individuo puede pertenecer a m as de un sistema de prestigio, a un si esos sistemas son incoherentes entre s (1993:74).
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y s meramente legitimar la perspectiva profesional del observador, y considero que ellas se originan muchas veces en una inseguridad ontol ogica de dos tipos de actores. En primer lugar, los muchos antrop ologos que hoy sienten que necesitan armar su canon profesional frente a la incertidumbre derivada de la intersecci on de sus temas por nuevos campos acad emicos de orientaci on transdisciplinar, as como, tambi en, frente a lo que podr amos llamar de crisis del objeto y crisis de la episteme antropol ogica, que nos exige repensar el campo y nuestra posici on y responsabilidades en y frente a el. En segundo lugar, los antrop ologos perif ericos, incluyendo aqu brasileros y argentinos entre otros, que, en muchos casos, a esa inseguridad ontol ogica agregan una inhibici on profunda para generar categor as te oricas a partir de su localizaci on geopol tica como sujetos. En este segundo caso, es evidente que la situaci on de colonizaci on del pensamiento nos alcanza a todos, as como una regla de fondo que orienta la divisi on mundial del trabajo intelectual y, en raz on de la asimetr a as generada, ja como interlocutores e evaluadores privilegiados de nuestro trabajo actores que no se encuentran entre nosotros y que no nos leen con el mismo respeto con que los leemos. El mal h abito de las citas de legitimaci on perjudica la autor a porque nos obliga a desviarnos de lo que es m as importante en nuestra estrategia argumentativa, cuando, muchas veces, como en este caso de la bella etnograf a de Silla, las mejores respuestas est an mucho m as cerca de nosotros. En s ntesis, para este primer punto, el art culo comentado es muy interesante cuando se sumerge en la historia regional y lanza sobre ella nueva luz a partir de sus datos etnogr acos. Le con verdadero placer las partes en que se relata la historia local y los momentos propiamente etnogr acos: all el texto alcanza su originalidad y hace su contribuci on. Este placer decay o por momentos cuando el ejercicio se volvi o acad emico y convencional por la introducci on de citas de legitimaci on. El esfuerzo que sigue es llevar a las u ltimas consecuencias lo que aparece en el art culo de Rolando Silla ya bien sugerido en un planteo inicial: la discusi on de la teor a general de la
identidad a partir de la historia regional, en un camino de direcci on inversa: hacer teor a desde la localidad, en vez de formatear la localidad con la teor a.
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2.El segundo comentario se reere a la necesidad de recurrir a un marco te orico que no se restrinja a la antropolog a cl asica para poder examinar la uidez de las identidades el alto Neuqu en. Por un lado, como expres e, la antropolog a cl asica me parece no ser el marco teorico m as adecuado para iluminar el universo observado por el autor. Esto es as porque nos encontramos aqu frente a campos de identidad antag onicos y estructurados asim etricamente por la clara localizaci on del poder en uno de los t erminos de las siguientes relaciones binarias: blanco/indio, colonizador europeo/habitante originario, capitalino/provinciano, argentino/chileno, radicado/migrante, etc. No se trata de identidades existentes en un vac o hist orico ni tampoco de un universo de sentido donde las relaciones de poder no se encuentran presentes, impregnando la escena. El texto muestra muy bien esos dos aspectos, pero recurre en varias ocasiones a una literatura te orica incapaz de contribuir al an alisis de estas dos caracter sticas: la historicidad de nuestros Estados Naci on y las relaciones de poder que estructuran las relaciones nacionales, raciales y etnicas en ellos. Me parece que llevar a serio la caracterizaci on de esa historia como una historia netamente post-colonial, donde la continuidad entre dos metr opolis la europea y la nacional, tal como propuso Partha Chatterjee, y la subalternizaci on de la poblaci on racialmente marcada representada por la serie: indio / provinciano / fronterizo / extranjero, considerando la dimensi on racial de la opresi on, como sugiere Anibal Quijano, contribuir a a ampliar el alcance interpretativo. La perspectiva ya cl asica de Fredrik Barth, hoy ya muy funcional y mec anica, as como poco preparada para abordar las relaciones de poder que atraviesan lo etnico en el mundo heredero de la colonia, deber a substituirse o comple-
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mentarse con las contribuciones de Stuart Hall sobre el tema de la identidad y las vicisitudes de la identicaci on en un mundo hegemonizado por la serie lanco/Europa/metr opoli/ elites del estado naci on. Finalmente, el car acter maleable y circulante de las posiciones de identidad no deber a asombrar al autor de la forma en que lo hace. Es interesante ver c omo esa circulaci on entre identidades se da para esta regi on particular, y esto es lo que el autor realiza de forma impecable. Pero el considerar esa uidez de las identidades como una caracter stica excepcional y atributo singular de los moradores de la regi on observada es un error. A pesar de las categor as que le lanzamos, el fen omeno que denominamos identidad es uido, incierto y circulante. Sucede, posiblemente, que su campo es un campo inexplorado, es decir, un campo no abordado hasta hace poco por los antrop ologos ni alcanzado por las luchas del movimiento social, es decir, un campo donde las personas no tienen ya una respuesta acu nada para la pregunta que los antrop ologos colocamos a nuestros nativos al respecto de su identidad. Por un lado, la manera en que la pr actica etnogr aca interpela las comunidades y, por otro, la forma en que hoy en d a los movimientos sociales las convoca a la reivindicaci on de recursos y derechos, exigen de las personas que sean capaces de respondernos de forma un voca qui enes son, es decir, cu al es la categor a etnico-racial que asumen como tarjeta de presentaci on. Pero esta categor a es en buena medida el resultado de interpelaciones del mundo exterior tanto de la antropolog a como de las luchas por la
expansi on de la ciudadan a, procesos que, me parece, poco hab an atravesado el campo cuando Rolando Silla lo abord o con su trabajo. Es evidente que sus nativos saben hoy sobre la identidad y sus premisas mucho m as o de forma diferente que antes de la interpelaci on etnogr aca que la investigaci on de nuestro autor introdujo en la escena local. Es necesario que aprendamos a ver el campo en movimiento: en el movimiento de la historia, en el juego del poder y en la activaci on de ciertos temas que nuestro trabajo, con sus categor as operativas, le imponepvi. En un contexto como el actual, en d onde presenciamos a menudo movimientos de recuperaci on de identidades que parec an hace mucho tiempo desaparecidas y de poblaci ones que se consideraban exterminadas, el planteo de Leach parace m as que actual. Armar amos entonces que en el plano de las identidades, lo importante no es la distinci on y separaci on de las entidades; y pareciera que Juan y su hermana, al igual que en las citas que analizamos sobre indios chilenos y argentinos, superponen los t erminos en vez de oponerlos. Esta superopsici on de identidades o su utilizaci on en forma ambig ua en ves de an omala tal vez sea un potencial, ya que el grupo en cuesti on estar a m as preparado para colocarse o quitarse r apidamente cualquiera de las categorias dependiendo del contexto en que necesiten actuar. Por el contrario, una denici on taxativa de sus identidades podr a impedirles acciones innovadoras y r apidas respuestas a procesos de transformaci on.
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Introducci on
La antropolog a se convirti o en una ciencia de palabras, sentenci o Margaret Mead en su conferencia ofrecida en el marco del IX ICAES celebrado en 1973 en Chicago 3. La declaraci on de Mead evidencia que la poca aceptaci on de la antropolog a visual no es un hecho curioso, propio de nuestro medio acad emico argentino. En absoluto, ni a un en los centros de producci on intelectual donde naci o le ha resultado sencillo a esta disciplina conseguir un reconocimiento como area de investigaci on leg tima, aut onoma y con status cient co. M as a un, las dudas no s olo son ex ogenas a la antropolog a visual. Los siguientes interrogantes han venido atribulando desde hace tiempo a los propios antrop ologos que trabajan con im agenes: es la antropolog a visual una disciplina cient ca homologable a las otras antropolog as (m edica, pol tica, econ omica, simb olica)?; se trata de un recurso t ecnico o es un recurso metodol ogico aplicable s olo en el contexto de una investigaci on tradicional en el campo antropol ogico? Puede hablarse de la antropolog a de las im agenes como un area de indagaci on de la realidad social con un status epistemol ogico reconocible y establecido? Las experiencias se han ido acumulando a lo largo de estos a nos, se han producido numerosos trabajos escritos y f lmicos, pero muchas de las preguntas centrales a un no tienen respuestas. Algunas bocanadas de ox geno ha disfrutado el cine antropol ogico tras el advenimiento de la antropolog a posmoderna, cuando el arte se acerc o a la ciencia y en algunos casos hasta intent o desplazarla. Las ambig uedades de la imagen f lmica ese dispositivo polis emico que dispara los sentidos, sin anclarlos, como alertaba Barthes pod an tolerarse en el nuevo esp ritu de la posmodernidad. Una de las maneras de sortear estas dicultades consisti o en recurrir a otras denominaciones posibles, tales como antropolog a de las im agenes, antropolog a de los medios, antropolog a de lo visual. Claro est a que de un modo u otro estas diferentes designaciones suponen a mbitos de incumbencia que se superponen entre s , pero que no abarcan los mismos contenidos. Adem as de que, por cierto, una modicaci on ret orica no soluciona los problemas de denici on conceptual. Acerca de los distintos roles o usos del dispositivo f lmico en antropolog a seg un el marco de referencia en cuesti on, como veremos m as abajo podemos enumerar algunos ejemplos que ilustran los derroteros por donde se han desarrollado las discusiones en este campo, plagado de ambig uedades, confusiones, conictos
El presente art culo est a basado en un an alisis intensivo pero no extensivo del material disponible sobre la antropolog a visual en Argentina. Hemos establecido un recorte temporal que coincide con la apertura democr atica de 1983, momento clave para los inicios de la antropolog a visual en nuestro pa s. Grupo de Antropolog a y Medios Audiovisuales (GAMA). CAS-IDES/UBA. marianmoya@bertel.com.ar. Agradecemos la colaboraci on para la elaboraci on de este art culo a Soledad Torres Ag uero, D ebora Lanzeni, Paulo Campano y Carlos Masotta. . . .anthropology became a science of words, and those who relied on words have been very unwilling to let their pupils use the new tools, while the neophytes have only too often slavishly followed the outmoded methods that their predecessors used. (Mead 1995:5)
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de intereses (profesionales e ideol ogicos), pero tambi en de potencialidades, creatividad, originalidad en la aproximaci on a la realidad, exploraci on de nuevos lenguajes y sistemas de comprensi on y comunicaci on. En las p aginas que siguen, exploraremos c omo esos caminos han guiado o desviado de su curso la producci on local en antropolog a visual.
Inicios hasta hoy. Breve recorrido hist orico por la produccion local
En los pa ses centrales, los or genes de la antropolog a visual se remontan a algunas producciones pioneras en los albores del siglo XX, aunque la reexi on te orica sistem atica sobre la disciplina comienza a partir de los a nos 50. En Argentina, la aparici on de la antropolog a visual 4 es m as tard a. En la d ecada del 80, se dio un importante impulso a la introducci on del pensamiento en antropolog a visual en nuestro medio local, con ideas provenientes principalmente de Francia, Estados Unidos y Gran Breta na. Sin embargo, pueden consignarse algunas experiencias previas a ese movimiento en nuestro pa s. En el marco de la Universidad Nacional de La Plata - espec camente en el grupo LARDA (Laboratorio de An alisis y Registro de Datos Antropol ogicos), Secci on Antropolog a Visual de la Divisi on Etnograf a, y en PINACO (Programa de Investigaciones sobre Antropolog a Cognitiva - CONICET)-, los antrop ologos ya ven an explorando las potencialidades del medio audiovisual y su aplicaci on en el trabajo antropol ogico a trav es de cursos y talleres, dependientes de las c atedras de Antropolog a y Etolog a. En la Universidad de Buenos Aires, de la mano de la antrop ologa cineasta Carmen Guarini se introdujo principalmente la corriente francesa hacia nes de los 80. Esta l nea de tra4
bajo e investigaci on planteaba el contacto con los sujetos a trav es de una c amara viva que participara en los sucesos que registraba provocando situaciones de b usqueda de una verdad oculta que surgir a por la misma situaci on de lmaci on. El principal exponente de dicha corriente, conocida como cinema verit e, fue Jean Rouch, quien conceb a el cine como una nueva forma de participaci on y de relaci on con el otro, involucrado de esta manera en la construcci on del lm. Cuando esta escuela lleg o a Buenos Aires, las condiciones locales de producci on eran diferentes a las francesas. Dentro del cine documental, y en la l nea de las realizaciones de la Escuela de Santa Fe, encabezada por Fernando Birri, hab a producciones con tem aticas propias de la antropolog a y abordajes etnogr acos pero sin un marco de reexi on te orica. Los problemas considerados entonces ten an que ver con limitaciones econ omicas y de estructuras de producci on y, en segunda instancia, con la inserci on al campo con una c amara. Todas las discusiones posibles quedaban dentro de los l mites de una peque na esfera de productores de im agenes, sin adscribir al corpus te orico de la antropolog a, ni apropiarse de las preguntas de esta disciplina. Hacia los 90, un tanto tard amente respecto de estos desarrollos en otros lugares, llega a nuestro pa s la inuencia de las corrientes observacionales aunque de manera dispersa. Herederos del cine directo 5 iniciado en los a nos 60 en Estados Unidos, Gran Breta na y Canad a, estos cineastas lmaban desde el modelo observacional: se concentraban en registrar detalladamente comportamientos cotidianos, bas andose para ello en una especial relaci on entre el realizador y los sujetos lmados, v nculo a partir del cual estos sujetos adquir an todo el protagonismo, mientras que la estructura de la pel cula apuntaba a respetar la l ogica de sus realidades.
Cabe aclarar que nos referimos a la incorporaci on de la reexi on sistem atica en el medio acad emico sobre temas que vinculan el cine con la antropolog a. En forma previa a la aparici on acad emica formal de la antropolog a visual, hubo algunos acercamientos a la tem atica desde otros ambitos, por ejemplo, algunas muestras de cine etnogr aco o las realizaciones cinematogr acas de documentalistas como Jorge Prelor an. Volveremos sobre estos antecedentes m as adelante. El Cine directo de Estados Unidos coincide con las corrientes conocidas como Candid Eye en Canad a y Free Cinema en Gran Breta na.
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El realizador procuraba pasar lo m as desapercibido posible, para lo cual era fundamental haber establecido previamente un buen v nculo con los sujetos. El principal esfuerzo estaba orientado a lograr que la presencia del cineasta no fuera intrusiva. De esta manera, tanto el cinema verit e (o cine verdad) como el cine observacional propugnaban un nuevo tipo de relaci on con los otros a partir de un conocimiento profundo, que hiciera posible que la imagen cinematogr aca se convirtiera no en el reejo de una realidad externa, sino de una interrelaci on social producida a trav es del encuentro entre el realizador y los sujetos. No obstante, la actitud que manten an quienes trabajaban desde una modalidad observacional (el lugar del antrop ologo en el campo) se correspond a con lo que David MacDougall 6 dene como ascetismo metodol ogico, donde la observaci on es plena, y el realizador no pregunta ni interpela a los sujetos; todo lo contrario de lo que propon a el cine participativo y provocador propuesto por el franc es Jean Rouch. Aunque se trate de un abordaje propio del g enero documental, la modalidad observacional ha resultado propicia para los antrop ologos interesados en una producci on de conocimiento a partir del lenguaje audiovisual, puesto que implica estrategias metodol ogicas paralelas al trabajo de campo antropol ogico cl asico basado en la observaci on participante. Es as c omo
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se convierte en la ortodoxia dominante dentro del cine antropol ogico en otras regiones 7, pero como dec amos antes, en nuestro pa s s olo ejerce inuencia de manera dispersa en manos de algunos realizadores individuales.
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Uno de los m as importantes te oricos y productores en antropolog a visual a nivel mundial desde los 70 hasta hoy. Como arma P. Henley (2001: 23), y (2003:1). Entre cineastas, sin formaci on antropol ogica, y antrop ologos visuales (algunos sin formaci on en cine) existe una clara distinci on de enfoques en lo que hace a las deniciones, objetivos, percepci on de roles de la antropolog a y el cine social, espacios de circulaci on y de presentaci on de resultados de sus respectivos trabajos. En el presente art culo hemos restringido la caracterizaci on del area de la antropolog a visual al campo de incumbencia de los antrop ologos. Pero veremos c omo la carencia de reexi on te orica y metodol ogica ha generado un sinn umero de confusiones y ambig uedades que se vislumbran en los resultados obtenidos en este campo. En este sentido, se destaca la producci on acad emica y cinematogr aca anglosajona, de EEUU y Gran Breta na especialmente, aunque Australia y Canad a tambi en han incursionado en estos campos. Tambi en es digna de menci on la producci on de Francia. Por su parte, Alemania cobra un menor protagonismo, aunque los alemanes, desde el IWF Wissen und Medien, en Gottingen, son muy activos en el area de la producci on y difusi on del cine antropol ogico a nivel mundial. Finalmente representantes de Italia, Sud africa y de los Pa ses Escandinavos han tambi en realizado aportes signicativos en el area, ya sea en la producci on de textos escritos, de lms y en la organizaci on de festivales y muestras de cine etnogr aco. Interesante resulta la expresi on escogida por Leroi Gurhan, lm etnol ogico, cuando la forma m as empleada es lm etnogr aco. Una y otra expresiones son expl citas en cuanto a los marcos de referencia respectivos. Leroi-Gourhan, Andr e. Cin ema et sciences humanes - Le lme ethnologique existe-t-il?, en Revue de g eographie humaine et dethnologie, Paris, N.3, 1948, pp.42-50. Guarini, C. Existe el cine etnogr aco? Ponencia presentada en el IV Congreso Argentino de Antropolog a Social, Olavarr a 1994.
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se hicieron eco, en general, de estas innumerables y poco provechosas deniciones. Hay producci on f lmica etnogr aca, pero la producci on textual sobre la misma no se dedica a la calicaci on de uno u otro lm como etnogr aco o no. A continuaci on, reproducimos una denici on de lme etnogr aco (o cine etnogr aco) aceptada por la antropolog a visual en el medio local y que elaborara Emilie de Brigard, exponente de la tradici on francesa : Es corriente denir el cine etnogr aco como un cine que revela patrones culturales. De esta denici on se sigue que todos los lms son etnogr acos, ya sea por su contenido, por su forma o por ambos. Algunas pel culas, sin embargo, son m as reveladoras que otras. (De Brigard, 1975) Rollwagen, autor que no se anda con rodeos a la hora de plantear los problemas de fondo de la antropolog a visual, acertadamente puntualiza que esta denici on es uno de los ejemplos de c omo se emplea la terminolog a antropol ogica sin un conocimiento del marco te orico de la disciplina. En efecto, si todos los lms que revelan patrones culturales son etnogr acos, entonces todos aquellos que hacen pel culas son etn ografos; llevado hasta su extremo l ogico, este argumento da lugar a la reducci on de cualquier diferencia entre un cineasta formado antropol ogicamente y el que no lo est a, porque lo que importa es el tema escogido y la objetividad de la c amara. Los productos de una posici on como esta deben reconocerse como de poca signicaci on para la creaci on de una teor a antropol ogica sobre la realizaci on cinematogr aca. (Rollwagen 1988: 327) La categor a cine etnogr aco supone, por un lado, que el tema del lme debe ser registrado cinematogr acamente; pero por otro lado, y no menos importante, es que etnogr aco signica que existe un marco disciplinario dentro del cual se inscribe el tema del lme. La etnograf a como descripci on cient ca realiza-
da dentro de un marco te orico se asocia con la disciplina antropol ogica. El problema es que las escuelas de cine etnogr aco focalizan en c omo la realidad a lmar ha de ser registrada, lo cual supone una discusi on cinematogr aca, totalmente desvinculada de la teor a antropol ogica. C omo interpretar las percepciones de la realidad debe ser un tema de problematizaci on en un marco de referencia antropol ogico. Y este marco de referencia, sostiene el autor, dentro del cual ha de desarrollarse el registro audiovisual antropol ogico de un sistema cultural, englobar a la elecci on de: los sistemas culturales, las perspectivas de investigaci on, las teor as, los estudios comparativos para el an alisis, y a un el an alisis se realiza articuladamente con el trabajo previo de los antrop ologos (Rollwagen 1988: 329). Ard evol, investigadora espa nola cuyos trabajos han sido tambi en consultados ampliamente a nivel local, dene el cine etnogr aco como la producci on audiovisual realizada a partir de una investigaci on antropol ogica y supone la combinaci on de dos t ecnicas: la producci on cinematogr aca y la descripci on etnogr aca (Ardevol 1998:217 ). Por su parte, Ruby, otro importante referente, sostiene que no hay com un acuerdo sobre la denici on del g enero, la creencia popular es que se trata de un documental sobre gente ex otica, ampliando el t ermino etnogr aco para entender cualquier exposici on cultural. El propio autor preere restringir el t ermino a lms realizados por o en asociaci on con antrop ologos Ruby asegura que la literatura sobre lms etnogr acos se vio obstaculizada por una falta de estructura conceptual que pudiera ser suciente para permitir la labor de la antrop ologos, teorizar acerca de c omo deben ser usados los lms para comunicar conocimiento. El resultado de esta falencia, sostiene el autor, ha conducido a una serie de problemas, a saber: 1. prohibiciones y prevenciones program aticas acerca de c omo se realiza el lm 2. el dilema entre ciencia y arte 3. cuestionamientos acerca de la precisi on, la imparcialidad y la objetividad
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4. la relevancia de las convenciones del realismo documental 5. el valor del lme en la ense nanza antropol ogica 6. la relaci on entre la antropolog a escrita y una antropolog a visual 7. la colaboraci on entre realizadores y antrop ologos, as como la producci on local de textos visuales Por ello, la exploraci on te orica est a limitada a si un lme etnogr aco es completo, preciso, objetivo e incluso cu ando es o no etnogr aco. En vista de este panorama, Ruby alienta un examen de las pol ticas y la ideolog a del lm etnogr aco (Ruby 1996: 1347) 13 El diagn ostico de este autor estadounidense -inuyente tambi en en la producci on escrita sobre antropolog a visual en nuestro medioes acertado pero deja fuera e intacta la cuesti on primordial: se puede realmente elaborar teor a en el marco de la antropolog a visual? Puede esta subdisciplina separarse de su car acter fenomenol ogico y adquirir un estatus epistemol ogico propio que el resto de las antropolog as reconozcan como leg timo?
quiera sea la realidad existente, esta solo puede conocerse por medio de observadores individuales. As , la naturaleza del marco cognitivo (en particular, el del marco te orico razonado) utilizado por el observador es fundamental en la observaci on de la realidad y en la recolecci on de esas observaciones por medios escritos o cinematogr acos. Seg un Rollwagen, la literatura sobre cine etnogr aco estar a dominada por la primera perspectiva. Sin embargo, otro enfoque cercano al segundo consignado por Rollwagen ha cobrado preponderancia en los u ltimos a nos, de la mano del avance posmoderno. Sara Pink (2001), antrop ologa visual brit anica, es una clara representante de esta tendencia y dice: antes que prescribir c omo hacer investigaci on visual, tomo de mi propia experiencia y de la experiencia de otros etn ografos en el uso de las im agenes en investigaci on y en la representaci on para presentar un rango de ejemplos posibles [. . .] En este libro adoptar e una visi on contrastante [a la visi on positivista]. . .Para incorporar lo visual apropiadamente, la ciencia social deber a, como lo ha sugerido MacDougall desarrollar objetivos y metodolog as alternativos (MacDougall 1997:293) antes que adjuntar lo visual a principios metodol ogicos y marcos anal ticos preexistentes. Esto signica abandonar la idea de una ciencia social puramente objetiva y rechazar la idea de que la palabra escrita es esencialmente un medio superior de representaci on etnogr aca (MacDougall 2001: 4) Pink reduce el material en bruto a experiencias, la propia experiencia etnogr aca (del investigador), pero no reclama, como lo hace claramente Rollwagen y con menos vehemencia Ruby, que la teor a antropol ogica gu e y enmarque esas experiencias, para poder dar lugar a explicaciones de procesos. De ah otra de las preguntas medulares de la antropolog a
Mientras que en el ambito acad emico anglosaj on se preere la expresi on ethnographic lm, en fr ances lm ethnograque, en espa nol se emplea indistintamente cine etnogr aco y lm etnogr aco.
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visual: el objetivo de la antropolog a visual es mostrar, describir, expresar, compartir una experiencia, interpretar o explicar procesos sociales? Poco se han explorado las respuestas posibles para estos interrogantes desde la producci on local. Adem as, ninguna de las tendencias mencionadas se detecta tan claramente en la producci on de conocimiento antropol ogico visual o no visual de los u ltimos tiempos, y tampoco se ha elaborado en nuestro medio acad emico local una perspectiva, escuela, corriente o ni siquiera algunas herramientas conceptuales y metodol ogicas m as acordes a las urgencias y necesidades locales o regionales. En suma, el problema m as acuciante de lo visual en antropolog a -afuera y aqu - es la falta de di alogo entre la producci on f lmica, la teor a de la disciplina y la metodolog a de la investigaci on. Sin este di alogo el surgimiento de una problem atica propia de lo visual en antropolog a se torna imposible. No obstante, un m erito ha tenido la antropolog a visual es su car acter de pionera o visionaria con respecto a las otras antropolog as 14: los antrop ologos visuales y a un los precursores (no antrop ologos) 15 se han adelantado a los cuestionamientos y descubrimientos de la antropolog a posmoderna. Esta percepci on, un tanto intuitiva y estimulada por la propia naturaleza del trabajo de campo f lmico, se ha debido, quiz as, a la ventaja de operar desde siempre en una zona franca entre el arte y la ciencia, posici on que le ha conferido m as ductilidad al antrop ologo cineasta en comparaci on con los antrop ologos no visuales para explorar otras a reas (de las emociones, las percepciones, la sensibilidad, la creatividad). En la Argentina, por el mismo clima anti-etnogr aco que imper o hasta casi los inicios de la d ecada de los 90, y los prejuicios ideol ogicos aparejados, las ideas posmodernas tuvieron que esperar un
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tiempo para instalarse en la discusi on. Pero una vez aceptada en el contexto local, la antropolog a posmoderna tambi en le ha venido como anillo al dedo a la antropolog a visual en su necesidad de justicar los cruces con el arte. Asimismo, el protagonismo que han cobrado los medios de comunicaci on y el m as f acil acceso a la tecnolog a por parte de la sociedad han contribuido, sin duda, a exibilizar la aceptaci on de esta disciplina. La tecnolog a est a ahora al alcance de la mano y se ha ido diluyendo ese halo de misterio que circundaba hasta no hace tanto a los aparatos tecnol ogicos. Sin embargo, a un quedan resistencias, incluso entre antrop ologos visuales locales, a incorporar en sus marcos anal ticos o interpretativos categor as propias de la antropolog a posmoderna que han sido introducidas con comodidad en la producci on de conocimiento de la antropolog a visual for anea: intertextualidad, reexividad, antropolog as locales o nativas, plurivocalidad, multivocalidad, etc. 16 Se desprende de este panorama a nivel mundial, que tanto la visi on positivista de la antropolog a visual como la visi on posmoderna son casi las dos caras de la misma moneda: una materialista (vulgar), empirista, y la otra, idealista, interpretativista. Ambas posturas sabemos que obedecen a imperativos sociopol ticos e ideol ogicos de determinados momentos hist oricos antes que constituir un aut onomo y as eptico devenir del conocimiento sobre la realidad social. Por esa misma raz on, en un contexto de producci on perif erico como nuestro medio acad emico, era necesario adaptar la antropolog a visual a las necesidades e intereses locales. La v a elegida habr a sido, como de alguna manera lo entendieron quiz as los pensadores y realizadores del cine documental de las d ecadas de
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Otra asignatura pendiente en antropolog a es una seria reexi on acerca de este descuartizamiento disciplinario en compartimentos estancos (antropolog a econ omica, m edica, pol tica, jur dica, etc.), que contradice las aspiraciones hol sticas de la disciplina. La pr actica en el campo de la antropolog a visual, tal y como lo estamos desarrollando en este art culo, demuestra que el despedazamiento disciplinar no es apropiado, al menos en lo que hace a los intereses, objetivos y a un a las potencialidades de esta pr actica. Tal es el caso de Dziga Vertov, Robert Flaherty, y posteriormente Jean Rouch. La discusi on en torno a estas categor as trasciende los objetivos del presente art culo, pero creemos que nos debemos una discusi on a fondo sobre el uso, abuso y/o recuperaci on de estas herramientas conceptuales y hermen euticas en el ambito de la antropolog a local.
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los 60 y 70, comprender la materialidad de la imagen y de la mirada, de qu e manera la percepci on visual y la construcci on de im agenes estar an condicionadas y determinadas por circunstancias pol ticas y sociales, coyunturales y estructurales, que trascendieran las modas te oricas extrapoladas de otros ambitos de producci on. En efecto, una perspectiva que propugna el enfasis en la especicidad y la experiencia y un reconocimiento de las similitudes entre la constructividad y la cci on (en el sentido cliordiano del t ermino) del lm y del texto escrito, cre o un contexto en el que el lme etnogr aco devino una forma m as aceptable de representaci on social (Pink 2001: 5) poco puede aportar a la soluci on de las urgencias estructurales locales. No se trata de desechar de plano los aportes posmodernos. Ya hemos dicho que de alguna manera estos pensamientos oxigenaron la ciencia antropol ogica local. Pero lo cierto es que en un contexto de producci on de conocimiento de lo social como el que ofrece Argentina, planteados de ese modo, desentonar an. Si tomamos en consideraci on las coyunturas pol ticas y sociales locales durante los a nos en que el posmodernismo tuvo su protagonismo y fue casi la moda indiscutida en los centros de producci on mundial, esas premisas, enfoques y objetivos, extrapolados en sus formatos originales, no se adecuaban a las necesidades locales. No era posible que estas propuestas ofrecieran v as de soluci on a problemas sociales cuando el foco estaba puesto exclusivamente en la creatividad individual del realizador etn ografo, en la mera relaci on en el campo entre nativo e investigador o en las interpretaciones casi psicologistas que a menudo propicia esta corriente. Entendemos que estas visiones, absolutamente funcionales a un programa pol tico neoliberal -que requiere soslayar las desigualdades o declararlas consecuencia natural de las condiciones de existencia- fomenta el individualismo, mistica la tecnolog a en desmedro de la ciencia, plantea como los ocos problemas que son de ndole pol tica y ofrece como datos des-
cripciones, interpretaciones, en lugar de indagar las causas que explican fen omenos sociales.
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y pensamiento vinculados a la disciplina, ha sido importada principalmente desde Francia, EEUU y Gran Breta na. Otra de las tendencias t picas es la de considerar como referentes del a rea a realizadores documentalistas sin formaci on en antropolog a, lo que ha sesgado la disciplina, durante mucho tiempo, hacia la discusi on sobre las formas en que se debe llevar a cabo la lmaci on en el campo, es decir, hacia meras disquisiciones sobre t ecnicas cinematogr acas, perdi endose por el camino la especicidad de la antropolog a. En efecto, en ocasiones, los referentes en antropolog a visual son cineastas o artistas de otros campos que exploran las potencialidades del cine para el enriquecimiento de sus labores en esas otras areas. Tal es el caso de Trinh-T-Minha, vietnamita en su origen, m usica y music ologa, que en los u ltimos a nos ha extendido sus intereses a la producci on audiovisual y acad emica, especializ andose en temas de g enero 17. Trinh proviene del campo del arte, por lo cual el posmodernismo le ha proporcionado una suerte de escudo protector para que sus escritos y sus lms, lejos de ser cuestionados, sean reconocidos como veh culos de conocimiento acad emico ya que, seg un aquella corriente, ciencia y arte se funden en la creatividad y las dotes interpretativas, producto de la subjetividad del autor. Pero lo m as interesante es que esta artista y acad emica, lejos de sentirse identicada con la antropolog a, se esfuerza por aclarar que no es antrop ologa y ni siquiera est a de acuerdo con la naturaleza de la pr actica antropol ogica, a la que acusa de autoritaria y colonialista 18. No obstante, Trinh es invitada de lujo en medios acad emicos antropol ogicos, son famosos sus cursos y conferencias alrededor del mundo y, parad ojicamente, en muchas ocasiones en calidad de antrop ologa visual. Aunque ni la misma Trinh se reconozca como parte de este mundo antropol ogico, se ha vuelto gura casi de culto en este medio: como intelectual reconocida y como representante de los que ahora
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tienen voz (como nativa). Cabe aclarar que Trinh es vietnamita, pero se form o en Francia y EEUU y hoy ocupa un importante cargo acad emico en la Universidad de California, Berkeley. El otro exponente no antrop ologo, pero referente obligado a la hora de cruzar el cine con la etnograf a es Jorge Prelor an. Argentino, de origen estadounidense por parte materna, Prelor an no desperdicia oportunidad para aclarar que su pensamiento y su obra no tienen ninguna relaci on con la antropolog a. M as a un, sostiene que su cine opera a la inversa del an alisis etnogr aco o antropol ogico cient co [. . .] para entrar en contacto con cierta gente que tal vez est a destinada a ser borrada por los cambios sociales y el progreso de la civilizaci on (sic ) (R os 1985: 105). Tiene raz on al separarse Prelor an de la antropolog a, ya que aparentemente sus intereses apuntan m as al salvataje cultural que a generar cambios en las vidas de los sujetos que lma. La concepci on de Prelor an sobre lo visual est a te nida de positivismo, aunque elija una modalidad de aproximaci on a sus personajes similar a la del antrop ologo: compartiendo la vida cotidiana, permaneciendo largos per odos de tiempo con sus sujetos f lmicos y estableciendo una relaci on de conanza lo sucientemente profunda como para que su personaje acceda a ser registrado por la c amara. Pero Prelor an no percibe las similitudes entre su estilo de contacto con sus personajes y la forma de aproximaci on al otro del antrop ologo, lo que lo lleva a elaborar pensamientos como el siguiente: mis pel culas no son antropol ogicas ni etnogr acas, sino documentos humanos, en los que s olo importa la realidad humana que se va a transmitir. Son vivencias intransferibles. Considero que el cine que hago no es absolutamente objetivo, sino m as bien sub-
Los trabajos de esta artista vietnamita han sido consultados y discutido en varias oportunidades por los antrop ologos visuales argentinos. Minha, Trinh-T Ciclo de Seminarios en Ochanomizu University, Tokio, Jap on. Mayo-Agosto 1998
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jetivo, y por lo tanto no es cient co. (R os 1985:111) Un antrop ologo posmoderno puede llegar a amar (porque coincidir a con Prelor an en la aproximaci on subjetiva a la realidad social) o a defenestrar tales declaraciones (porque el cineasta tilda a todos los antrop ologos de cient cos). Pero quiz as Prelor an no advirti o que, por lo menos en el contexto de la posmodernidad, tiene m as en com un con los antrop ologos que lo que el quisiera admitir: Realizo mis trabajos a la inversa de un cient co. Entro en contacto con uno, dos o tres individuos y trato de sumergirme en sus problemas, y con estos problemas se forma el universo de estas personas [. . .] En general, los trabajos antropol ogicos son racistas, por dos razones: 1) porque la antropolog a empez o siendo una ciencia racista, para tratar de controlar a los dominados; y 2) porque los antrop ologos son gente sosticada, culta, en el sentido urbano de civilizaci on. Van y miran y, qu e les llama la atenci on? Las cosas y los hechos distintos. Lo que trato de mostrar es que [. . .] esas personas no son diferentes de nosotros, pero que est an olvidadas y marginadas por una sociedad indiferente. (R os 1985: 115) Este fragmento parece revelar cierta ignorancia sobre el quehacer y los objetivos de la antropolog a, especialmente el tipo de antropolog a que se llevaba a cabo en Argentina en la epoca en que Prelor an se explayaba de este modo. Podr a quiz as entenderse en el contexto de alguna antropolog a norteamericana (aunque esto es poco convincente), pero no aqu donde, al amparo de las corrientes marxistas imperando en esos tiempos en los trabajos antropol ogicos, casi todo era contexto de producci on, marginalidad y clase social antes
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que etnograf a, cultura y acontecimiento cultural. Prelor an exacerba sus cr ticas, dice R os, cuando se lo intenta ubicar dentro de la categor a de cineasta etnogr aco o antropol ogico, ya que pone en cuesti on a quienes utilizan el cine como un simple instrumento de comprobaci on cient ca (R os 1985: 105). El antrop ologo decidido a recoger una documentaci on lmada, por lo general se hace acompa nar por un cineasta a quien indica lo que tiene que lmar, pero de este m etodo no surge necesariamente una cinta, est etica y dram aticamente construida. Los antrop ologos que lman no hacen cine, sino chas lmadas. (R os 1985: 115) En primer lugar, no puede armarse taxativamente que el antrop ologo siempre trabaje en colaboraci on con un cineasta, porque ni a un en epocas de Prelor an era esa la u nica modalidad generalizada. En segundo lugar, los objetivos del antrop ologo generalmente tienen que ver con los nes de la investigaci on, por lo cual no es la preocupaci on primordial lograr una pel cula cuidada est eticamente, sino que sea de inter es antropol ogico. Una construcci on dram atica es una necesidad propia del g enero de cci on, por lo cual no es siempre la preocupaci on del antrop ologo que est a intentando dar cuenta de una realidad social 19, la mayor a de las veces para ofrecer soluciones para el cambio 20. Y por u ltimo, no es cierto que las pel culas de antrop ologos sean siempre chas lmadas. Podr an serlo (y qu e habr a de malo en ello?), pero tambi en existen preocupaciones comunicacionales, expresivas y did acticas. La obra de Prelor an, debemos reconocerlo, vincul o la disciplina con el cine de forma sostenida y sistem atica entre los 60 y 70. Pese a sus declaraciones acerca de su obra como un m erito solitario, fue en realidad el clima
Aunque, como veremos m as abajo, la preocupaci on est etica puede abrir nuevas v as de exploraci on de la realidad social. Sin embargo, la estructura de conicto fue retomada tambi en por el g enero documental y por algunos realizadores desde el cine observacional, siendo congruente con la l ogica cient ca de problema - hip otesis - refutaci on o vericaci on.
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pol tico de la epoca lo que llev o a Prelor an a participar del proyecto nanciado por el Fondo Nacional de las Artes junto al folklor ologo Augusto Ra ul Cortazar para elaborar un mapa cultural del pa s. Muchos de los sitios por los que pas o lmando Prelor an en realidad estaban siendo trabajados por antrop ologos y ling uistas. Pese a que muchos lo tachan de reaccionario (especialmente por su concepci on de la pol tica como una supercial coyuntura en el largo tiempo de la historia), sus lms tuvieron un papel pol tico durante la dictadura, ya que se pasaban clandestinamente en algunos espacios indigenistas y bohemios. Incluso se comenta que durante esa epoca, en alg un cine-club del Interior, se ha llegado a pasar en el mismo programa Manos pintadas junto a La Hora de los Hornos de Fernando Solanas 21. En suma, si bien Prelor an ha realizado aportes signicativos al ambito del cine documental, su desprecio por la pr actica antropol ogica y su desconocimiento real de nuestra disciplina no lo habilitan a ser un representante de la antropolog a visual. Creemos que, ante lo expuesto, el propio Prelor an nos agradecer a esta separaci on que propiciamos entre su persona y el campo de la antropolog a en general y de la antropolog a visual, en particular. Sin embargo, las apreciaciones de Prelor an y de Trinh sobre la antropolog a no aluden solamente a la modalidad visual. M as bien ponen en tela de juicio la pr actica del antrop ologo social en general y exigen de nosotros (todos los antrop ologos) una seria reexi on sobre cuestiones eticas, pol ticas y sobre pol ticas de transferencia, comunicaci on y difusi on de nuestra disciplina. Sobre la problem atica que ata ne a todas las ramas de la antropolog a, queda pendiente una profunda reexi on y debate y, por cierto, con car acter de urgencia. Ahora bien. A todas esas observaciones cr 21 22
ticas que provienen no s olo de Trinh T Minha o de Jorge Prelor an hacia la antropolog a en general, la antropolog a visual ha de sumar las objeciones espec cas de la que es objeto desde el seno de la propia comunidad antropol ogica. Doble descr edito que exige al menos reexi on y autocr tica. En el a mbito local ha existido una clara renuencia a conferirle a la antropolog a visual un lugar reconocido como disciplina aut onoma y consistente, como dec amos m as arriba. Esta resistencia a aceptar la relevancia o el estatus acad emico del uso de los m etodos y t ecnicas audiovisuales a un en el marco de una teor a antropol ogica (tanto en su aspecto etnogr aco como en el trabajo de gabinete) se funda en argumentos del tipo es una aproximaci on demasiado empirista, no tiene rigor cient co, se trata de arte y poco tiene que ver con la ciencia. En nuestro medio, un agregado es el desprestigio que ha tenido la etnograf a desde la apertura democr atica, y la antropolog a visual, tan ligada como veremos al trabajo de campo etnogr aco y los mundos nativos 22, ha heredado esa pesada carga. De ah la tendencia a focalizar, desde hace unos a nos, en el cine de corte pol tico 23 En el siguiente apartado, abordaremos uno de los temas m as espinosos en la discusi on entre los antrop ologos visuales y no visuales: la disputa entre la palabra y el lm como veh culos de informaci on, comunicaci on y conocimiento.
En im agenes o en palabras?
Una imagen vale m as que mil palabras o una palabra vale m as que mil im agenes. La frase clich e y su inversi on nos remiten a una de las controversias medulares en el trabajo del antrop ologo visual. Qu e medio transmite
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Agradecemos esta informaci on a Carlos Masotta, quien realiz o junto a Paulo Campano una entrevista lmada a Jorge Prelor an, exhibida en el marco del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata en su edici on 2005. Se ha explorado muy poco en nuestro medio acad emico las potencialidades que ofrece el an alisis de la imagen para el trabajo antropol ogico, a excepci on de los propios registros fotogr acos y videogr acos de los antrop ologos. Por lo tanto, este aspecto de la antropolog a visual contin ua siendo una actividad poco desarrollada en nuestro pa s. No obstante, esta tendencia no es privativa de la antropolog a visual. La producci on de conocimiento antropol ogico desde los 80 hasta entrados los 90 prioriz o las tem aticas tradicionalmente m as sociol ogicas (temas urbanos, pobreza, marginalidad, clases sociales, etc.), como dec amos m as arriba.
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conocimiento o informaci on de forma m as clara, directa y sin ambig uedades: el texto f lmico o el texto escrito? Son mutuamente excluyentes o se trata de formas complementarias? Dicho de otro modo, desde la perspectiva de los antrop ologos visuales, la preocupaci on ser a c omo conseguir que el texto f lmico o la imagen puedan ser considerados en el mismo nivel valorativo que el texto escrito, especialmente en el medio acad emico antropol ogico. La imagen en movimiento y las representaciones escritas forman parte del proyecto del etn ografo (visual) para representar relaciones entre diferentes elementos (individuales, espec cos, abstractos, generales, entre teor a y experiencia) (Pink 2001:144), pero a un queda por debatir si se trata de medios complementarios, excluyentes o si est an gest andose otras formas expresivas que combinan ambas posibilidades -en las formas de hipermedia, hipertextos, etc.- al tiempo que se tiende a eliminar el texto escrito y el texto visual en sus formas actuales. N. Fern andez Bravo arma que la legitimidad de la escritura a la hora de comunicar conocimientos sobre lo social ha sido jaqueada en tanto conformaci on discursiva autorial y autoritaria (Clifford, 1988 y Geertz, 1987). En esta l nea, se podr a sostener que el lenguaje de la imagen fotogr aca podr a ser pensado al mismo nivel y con derechos equivalentes al de la escritura. As , las posibilidades de construir discursos cient cos otrora monopolizados por el lenguaje escrito, estar an ahora diseminados por espacios menos r gidos y tal vez m as permeables a la interpretaci on, tales como el de la fotograf a. Esta discusi on es de suma importancia para persuadir acerca de la validez de la antropolog a visual a los antrop ologos no visuales en el contexto local, dado que el cine, por su natura24
leza descriptiva, solo puede registrar lo acontecimental, lo espec co. Los documentales o etnograf as f lmicas necesariamente tratan sobre temas m as particulares: versan sobre acontecimientos puntuales, concretos. El abordaje de la realidad con una c amara requiere el registro de algo que sucede aqu y ahora, mientras que en el caso de los trabajos escritos es posible llevar a cabo un nivel de teorizaci on y de abstracci on mucho m as elevado. Hace unos a nos, Paul Henley (Henley: 1997) armaba que la antropolog a visual enfrenta una enorme dicultad cuando tiene que dar cuenta de tem aticas abstractas. Para este autor, esta era una de las razones que explicaban el escaso reconocimiento otorgado al uso de medios visuales en la disciplina antropol ogica. M as recientemente (Henley:2001), en su distinci on entre lo antropol ogico y lo etnogr aco, el mismo autor sugiere que la nueva tecnolog a (fundamentalmente a partir de la extensi on en el uso del video digital) si bien simplica los relatos etnogr acos de eventos particulares, tambi en alienta a la exploraci on de ideas antropol ogicas focalizadas visualmente, sin esa pesada carga de dependencia en las palabras. Por nuestra parte, creemos que cabr a considerar esta especicidad no como una desventaja, sino como una modalidad mucho m as exhaustiva para el an alisis, ya que ampl a las posibilidades de observaci on, a trav es de la innidad de capas de signos en el registro visual, pasibles de ser estudiados innumerables veces desde abordajes variados en las sucesivas observaciones diferidas 24. Esta posibilidad no est a a disposici on s olo del investigador, sino de quien quiera acceder a las lmaciones, documentos mucho m as accesibles y p ublicos que las notas del campo del cuaderno del antrop ologo cl asico. Adem as podr a decirse que se vuelve una instancia de participaci on, ya que el estar ah del antrop ologo en el campo es complejizado y enriquecido por la presencia
Si uno de los objetivos b asicos de la antropolog a es la descripci on y an alisis de los eventos observados por el investigador y en t erminos de los participantes, el uso de t ecnicas videogr acas permite efectuar sucesivas observaciones. El proceso de observaci on diferida de las im agenes posibilita la interpretaci on posterior (y a un sucesivas interpretaciones posibles) de los acontecimientos registrados, a nadiendo una singular dimensi on en la tarea de an alisis del material de campo. Se trata de un concepto metodol ogicamente relevante, aunque no es este el espacio para explayarnos en su riqueza.
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de una c amara. Las im agenes son poderosas herramientas en lo que hace a su capacidad de comunicar, mostrar, transmitir sensaciones, pero por su naturaleza visual no dicen nada por s mismas. Esta limitaci on de la imagen, conduce a muchos a hacerle decir cosas a las im agenes, recurriendo para ello al auxilio de otros recursos (como el montaje, la voz en o, la sobreimpresi on de textos). En el af an de preservar a ultranza el soporte audiovisual como medio, es un error muy extendido considerar que con im agenes se pueden explicar innumerables cosas. Dado que las urgencias de nuestro contexto sociohist orico son de car acter estructural y como tal han de ser presentadas, analizadas y explicadas, consideramos que el dispositivo f lmico -y m as a un el fotogr aco- aparecen como no del todo apropiados para explicar por s solos tales condiciones estructurales. El desaf o para los antrop ologos visuales locales es articular las potencialidades del medio f lmico con una s olida teor a antropol ogica, puesto que no se puede explicar solamente por medios cinemat ogracos: para ello creemos todav a que es necesario valerse de una antropolog a anclada en la palabra.
Pero tambi en puede comprenderse este viraje de enfoque tem atico y abordaje te orico metodol ogico en el seno de la antropolog a a la luz de las demandas de la realidad sociopol tica, que clamaba por respuestas desde las ciencias sociales. Este reclamo m as bien pol tico parec a no dar lugar a miradas etnogr acas. La antropolog a argentina de los 80 y parte de los 90 no pod a darse el lujo de focalizar en lo cultural, porque lo pol tico y lo social eran imperativos insoslayables. Esta tendencia tuvo su inuencia en la elecci on de tem aticas para los lms, pero carec a de un correlato en la producci on escrita en antropolog a visual. Otra de las tendencias locales fue recurrir a denominaciones alternativas de la disciplina. Antropolog a de la Imagen, Antropolog a de Medios, Antropolog a de Medios Audiovisuales, Cine etnogr aco, Etnobiograf as (la categor a ideada por Jorge Prelor an para etiquetar su producci on f lmica y al mismo tiempo distinguirse de la antropolog a), etc. En algunos casos, tales recursos apuntar an a abarcar m as aspectos que los que tradicionalmente han signado la producci on en esta a rea de trabajo con im agenes en la antropolog a, como en el caso de GAMA (Grupo de Antropolog a y Medios Audiovisuales). Cualquiera sea la denominaci on escogida y el enfasis, nunca quedan fuera de la discusi on los dos aspectos claves del trabajo con medios audiovisuales en antropolog a: 1. la imagen audiovisual como soporte (de contenidos antropol ogicos) en cuyo caso es portadora de datos o de informaci on (para la construcci on de datos). En este caso, algunos directamente se reeren a una libreta de campo f lmica, por su limitada funci on de recopilar informaci on durante el trabajo de campo. 2. la imagen audiovisual como producto de una determinada mirada, construida con nes comunicacionales por el cineasta/antrop ologo o bien, especialmente en los u ltimos tiempos, por los mismos sujetos f lmicos 25.
Sujetos f lmicos son los miembros del grupo registrado visualmente en el marco de un trabajo de campo f lmico.
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No obstante, recientemente algunos autores que otrora eran reacios a vincular la pr actica de la antropolog a visual o el cine etnogr aco con la teor a antropol ogica, gracias a la laxitud que en estas areas introdujo el aire posmoderno, se han atrevido a formular el deseo de concebir la antropolog a visual como un campo disciplinario que requiere teor a informada y fundamentada antropol ogicamente. Quiz as por urgencias contextuales, en la Argentina esta necesidad se hizo expl cita desde el mismo momento en que se introdujo la antropolog a visual en nuestro a mbito acad emico. Lo dicho m as arriba: las exigencias sociopol ticas de nuestra realidad, especialmente en el per odo post-dictadura y con el avance del neoliberalismo, presentaban un escenario totalmente dis mil al de la producci on de antropolog a visual en los centros de producci on antropol ogica mundial. En la Argentina, como en otros pa ses de Latinoam erica y de otras latitudes en emergencia, no pod amos darnos el lujo de pensar solamente en t erminos de subjetividades y selectividad en la observaci on, los movimientos de c amara o las ediciones perturbadoras de la realidad. A veces ni siquiera cont abamos con subsidios para disponer de una videocassetera! La u nica forma de acceder al trabajo visual, entonces, era la posibilidad de emplear equipos propios o prestados (situaci on vigente en la mayor a de los casos), lo que excluye y disuade de hacer uso del medio a muchos investigadores sin recursos nancieros como para aprovechar los benecios del trabajo antropol ogico f lmico. Sin embargo, esta situaci on est a cambiando poco a poco. Cada vez son m as los investigadores que, gracias a un mayor acceso a la tecnolog a (por la disminuci on de costos, la mayor disponibilidad de informaci on para el uso tecnol ogico, por ejemplo, v a Internet, etc.), hacen uso de la imagen en sus trabajos de campo Otro problema que se ha dado en el a mbito local es la existencia de una antropolog a visual atomizada, no exactamente por diferencias en las perspectivas te orico-metodol ogicas y ni siquiera ideol ogicas, sino por diferentes proyectos de realizaci on profesional. En efecto, algunos de los profesionales especializados en el area centran sus trabajos en la produc-
ci on de lms y pr acticamente no existe producci on en el campo te orico de la antropolog a visual. Esta orientaci on se debe a las dicultades generales para la producci on acad emica, a ciertas peculiaridades propias del medio cinematogr aco que se ltran en el medio antropol ogico visual (ciertos vicios narcisistas) y, por u ltimo, a causas u nicamente atribuibles al desarrollo hist orico de la antropolog a argentina en general: las trabas para constituir escuelas acad emicas o genealog as. Estas tendencias afectan la formaci on y el desarrollo profesional de las generaciones j ovenes, que se acercan con una genuina avidez por conocer y explorar las potencialidades de la antropolog a visual. Sin embargo, tales inquietudes terminan las m as de las veces abortadas por una sensaci on de orfandad te orica o la percepci on de una cierta carencia de referentes v alidos. En relaci on con esta situaci on, la ense nanza de la antropolog a visual y la especializaci on de antrop ologos en medios audiovisuales es una de las mayores deciencias que postergan el propio desarrollo disciplinar. Formalmente, la antropolog a visual integra el programa de las carreras, pero permanece relegada a seminarios optativos. Por otro lado, las estructuras institucionales no est en en condiciones de sostener una producci on local sistem atica en la que se inserten investigadores y estudiantes, los espacios de capacitaci on son pocos y en general est an dedicados al primer acercamiento a la antropolog a visual (historizaci on, pertinencia de la disciplina, uso y manejo b asico de una c amara, fugaz recorrido por las distintas corrientes, uso de lo visual en la denuncia social). Tales condiciones inciden asimismo en los criterios de evaluaci on de las tesis de licenciatura, que no incluyen como v alido otro formato que el texto escrito, mientras que los videos son considerados como mera ilustraci on de las presentaciones. Otro dato signicativo que se vincula al desarrollo del a rea en nuestro a mbito local es la escasa disposici on para el di alogo entre los diferentes investigadores y grupos de investigaci on. Prueba de ello fue la convocatoria que efectuamos para recopilar informaci on a los nes de elaborar el presente art culo. De 58 mensajes enviados en forma individualizada a pun-
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tos de todo el pa s, hemos recibido respuesta de 16 personas. A los mensajes enviados, hemos adjuntado una planilla para completar con los datos del investigador, lugar de investigaci on, publicaciones y producci on f lmica. De las 16 planillas completas y recibidas, tres no corresponden a profesionales vinculados al medio acad emico, sino que fueron enviadas por cineastas documentalistas con cierta conexi on con la antropolog a. Algunos investigadores (muy pocos) han colaborado desinteresadamente con este art culo y nos han proporcionado generosamente todo el material solicitado. Por u ltimo, quienes no respondieron a la convocatoria o enviaron tan s olo un mail formal de acuse de recibo sin aportar datos utilizables (una mayor a) han proporcionado sin quererlo una interesante y desoladora, aunque no sorprendente, informaci on acerca del estado en que se encuentran las ciencias antropol ogicas en nuestro a mbito local. Esta realidad obstaculiza la comunicaci on intra e interdisciplinaria, el crecimiento intelectual, individual y colectivo, y la producci on concreta en una especialidad en la que, por la propia naturaleza de su pr actica, deber a fomentarse el trabajo compartido y uido entre antrop ologos analistas de im agenes, antrop ologos productores de im agenes, antrop ologos no visuales, estudiantes y otros colegas interesados en abrevar en y/o contribuir con la antropolog a visual. Algunas de las facultades e instituciones con centros de antropolog a han contado o cuentan con un a rea espec ca relacionada con la imagen 26. De estas areas y laboratorios, s olo unos
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pocos disponen de una infraestructura adecuada para las necesidades de los investigadores (c amaras, aparatos de televisi on y videocaseteras, islas de edici on, etc.) y son menos los que tienen una videoteca con materiales de consulta para investigadores y estudiantes. Esta situaci on necesariamente acarrea deciencias en los proyectos de investigaci on, en la formaci on de estudiantes y en la especializaci on de antrop ologos. Lo cierto es que en la coyuntura actual de producci on audiovisual y desarrollo medi atico y tecnol ogico, el medio acad emico local no puede hacer caso omiso a un proceso de reexi on sobre lo visual en antropolog a. Este debate debe ser generado, como dec amos m as arriba, en t erminos y categor as antropol ogicas, dentro de y con la comunidad antropol ogica en general.
Relevamiento de la producci on 27 acad emica y extra acad emica en el marco de antropolog a visual
Nos interesa establecer a grandes rasgos dos grandes n ucleos problem aticos abordados en art culos y trabajos presentados en congresos en nuestro pa s 28, en el per odo considerado: por un lado, aqu ellos que reeren a la especicidad de la antropolog a visual como campo de conocimiento, y por el otro, los que se ocupan de diversas problem aticas sociales desde enfoques variados. En la primera categor a, el abordaje de la antropolog a visual como campo de conocimiento, se incluyen los si-
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Es el caso del Area de Antropolog a Visual, creada en el Instituto Nacional de Antropolog a (ahora INAPL) en 1987 y desaparecida al cabo de un a no; del Programa Antropolog a y Medios de la Facultad de Filosof a y Letras de la UBA, desde el a no 2004, y antes el Programa de Antropolog a Visual en la misma facultad creado en 1991; de la Secci on Antropolog a Visual de la Divisi on de Etnograf a en la Universidad Nacional de La Plata, que funciona desde hace m as de veinte a nos; del area correspondiente al Departamento de Antropolog a Sociocultural en la Escuela de Antropolog a de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad Nacional de Rosario; y m as recientemente en el Centro de Antropolog a Social del Instituto de Desarrollo Econ omico y Social (IDES), a partir de la conformaci on del Grupo de Trabajo de Antropolog a y Medios Audiovisuales (GAMA) en 2004. Nos referimos aqu a producci on tanto en el sentido acad emico del concepto-es decir como producci on de conocimiento acad emico- como tambi en en t erminos de lenguaje audiovisual - en tanto producci on cinematogr acaseg un el contexto en que aparezca la palabra. Se trata de las universidades de Rosario, La Plata, de Buenos Aires, Misiones, del Centro de la Prov. de Buenos Aires, C ordoba, R o Cuarto, Cuyo, y de los institutos de Antropolog a y Pensamiento Latinoamericano (INAPL), de Desarrollo Econ omico y Social (IDES) y de miembros del CONICET, as como en otras reuniones acad emicas llevadas a cabo en los u ltimos a nos.
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guientes n ucleos problem aticos: Ciencias sociales e imagen: debates pol ticos, eticos, est eticos e interpretativos en torno a antropolog a e imagen; im agenes, tecnolog as y medios en la construcci on pol tica de la realidad; la construcci on de la alteridad a trav es de las im agenes; conceptualizaci on de problemas a partir de entrevistas videogr acas; problem aticas en torno a la construcci on de la antropolog a visual como area disciplinar a partir de la formaci on de un a rea espec ca en la carrera de Antropolog a; Tipos de producci on audiovisual: diferencias entre lm documental y documentos visuales de trabajo destinados a la investigaci on; del video como forma de exploraci on o borradores f lmicos al video como forma de exposici on; Herramientas metodol ogicas: utilidad de la fotograf a en el trabajo etnogr aco; la imagen fotogr aca como recurso de la investigaci on de hechos pol ticos en la historia reciente; la fotograf a como herramienta para realizar una arqueolog a del comportamiento humano; aportes espec cos y desaf os t ecnico-metodol ogicos del registro audiovisual a proyectos de investigaci on; de la observaci on directa a la observaci on diferida; Dilemas eticos: traspaso tecnol ogico de herramientas audiovisuales a comunidades; las experiencias de realizaci on y edici on compartidas con los sujetos f lmicos, la transferencia y las condiciones de difusi on de las im agenes de otros.
Si bien la mayor a de estos abordajes parte de un trabajo etnogr aco sobre una tem atica en particular, en los casos consignados se trata del sustrato a partir del cual reexionar te oricamente sobre la antropolog a visual. En cambio, en los trabajos relevados en un segundo grupo, trabajos de contenido antropol ogico o sociol ogico, el objeto de estudio es abordado utilizando el soporte visual (video y fotograf a) como herramienta metodol ogica de registro y no como una forma particular de producci on de conocimiento. En otras
palabras, lo visual se entiende en estos casos como herramienta para alguna de las partes del proceso de investigaci on, pero no como un lenguaje particular con sus propias caracter sticas a partir del cual producir sentido para construir conocimiento. Pueden incluirse en este rubro trabajos que abordan tem aticas diversas como procesos organizativos, derechos ind genas, tierra y territorio; estereotipos en la representaci on de pueblos ind genas; asambleas populares; la construcci on de una antropolog a comprometida (en el af an de conferirle a la pr actica antropol ogica un sentido pol tico); estas populares; representaciones y pr acticas de actores rurbanos (rural y urbano), relaciones sociales y vinculaciones con el medio ambiente; convivencia entre pobladores de a reas protegidas o reservas naturales; proceso de desindustrializaci on en la Argentina: formas de subsistencia de trabajadores sin trabajo; migraciones internacionales; multiculturalismo; precariedad laboral; la pintura corporal como fuente de poder y divisi on social en grupos cazadoresrecolectores. Muchos de los autores que trabajan bajo esta modalidad son antrop ologos que provienen de otras a reas, como arqueolog a o antropolog a rural y, de este modo, se producen cruces entre los campos a partir de incursiones ocasionales (reiteradas pero no sistematizadas) en el uso de tecnolog as audiovisuales. Estos investigadores si bien reexionan sobre la imagen, lo hacen desde una perspectiva exclusivamente metodol ogica antes que gnoseol ogica, puesto que sus competencias est an m as ligadas a otros campos de conocimiento. Esta situaci on lleva a algunos a considerar que la antropolog a visual consiste meramente en la gura de un antrop ologo herramentado con una c amara, con las consiguientes cr ticas por falta de rigor cient co, y a ignorar los argumentos a favor de una antropolog a visual capaz de desplegarse en toda su dimensi on epistemol ogica y metodol ogica. Tanto los trabajos del primero como los del segundo grupo abordan en general t opicos antropol ogicos o sociol ogicos cl asicos para explorar cuestiones que resultar an m as apropiadas desde esta perspectiva (tales como mira-
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das y gestualidades, movimientos, formas de hablar y entonaciones, ritmos, temporalidades y administraci on del tiempo, distancias, espacios y usos del mismo, ruidos, sonidos y silencios, din amica de las acciones e interacciones, contextos edilicios, microcambios y reiteraciones). En este sentido, notamos en el panorama general relevado una ausencia de otro tipo de tem aticas tales como el arte y las emociones, terrenos considerados por amplios sectores de la antropolog a como no cient cos o por lo menos de dudoso inter es cient co. Quedan por explorar cuestiones, entonces, para las cu ales el trabajo con la imagen quiz as s pueda ofrecer respuestas: la est etica no es un sobrea nadido formal externo; es intr nseca al contenido de las im agenes. Probablemente los antrop ologos que trabajamos con im agenes estemos m as capacitados para adentrarnos en este terreno, ya que este enfoque est a entre los privilegiados para abordar la asignatura pendiente de la ciencia en su encuentro con el arte, adem as de servir, por cierto, como herramienta alternativa de conocimiento y comunicaci on.
rada y la reexi on te orica acerca de sus potencialidades para acceder al conocimiento sobre el otro es casi nula. En este sentido, podr amos hasta armar que, en tales condiciones, se vuelve una hermana menor o bastarda del cine. La ausencia de material bibliogr aco especializado en fotograf a es ilustrativa de esta disparidad. En efecto, Visual Anthropology. Photography as a Research Method, escrito en los a nos 70 por Collier y Collier 29 , es uno de los pocos manuales (probablemente el u nico) de fotograf a etnogr aca serio, a diferencia de la antropolog a audiovisual que cuenta con numerosos desarrollos a lo largo del tiempo 30. En los casos m as afortunados, se han organizado muestras de fotograf a etnogr aca. Sin embargo, en contextos de investigaci on, como dec amos, una de las principales falencias en el uso fotogr aco es la falta de rigurosidad, sistematizaci on y ausencia de marcos te oricos y metodolog as. Adicionalmente, en los u ltimos a nos, la masicaci on del uso de c amaras fotogr acas digitales ha facilitado ampliamente la accesibilidad al medio (pr acticamente cualquiera puede sacar fotos) lo cual ha redundado en una merma en el profesionalismo de esta pr actica. Este auge de las im agenes juega en contra de la rigurosidad cient ca requerida para la fotograf a etnogr aca. Es fundamental subrayar aqu una vez m as la necesidad de formaci on y especializaci on no s olo en t ecnicas sino tambi en en el manejo del lenguaje fotogr aco para quienes pretendan abocarse a esta rama de lo visual en antropolog a. Sin estos conocimientos b asicos, un antrop ologo c amara en mano no s olo no estar a en condiciones de hacer un uso ecaz del medio, sino que esta carencia puede incidir en una impropia recolecci on de la informaci on, adem as de afectar el procesamiento de los datos en una posterior utilizaci on con nes investigativos. Resulta sorprendente que en nuestro pa s
Collier J, y Collier, M. 1992 (1986) Visual Anthropology. Photography as a Research Method. Alburquerque: Univerity of New Mexico Press Algunos ejemplos, entre varios, de compilaciones y libros cl asicos sobre Antropolog a Visual: Hockings (1995), Banks y Murphy (1997) los n umeros de la Commission on Visual Anthropology Review , Pink (2001), Grimshaw (2001) las publicaciones de las reuniones cient cas Eyes Across the Water (1989, 1993); Grau Rebollo (2002)
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hoy la cuesti on de la objetividad-subjetividad de la fotograf a como forma de registro y el estatus incuestionable del documento fotogr aco siga siendo centro de las discusiones. Existe investigaci on fotogr aca neutral? es una de las preguntas-gu a en el seminario taller Fotograf a e Investigaci on, de Extensi on Universitaria en Filosof a y Letras de la UBA. Aunque este tipo de preguntas podr amos asegurar que hoy son asumidas como lugares comunes (y, por supuesto, su respuesta es negativa), en nuestro medio persisten como t opicos de reexi on v alidos. Lo notable es que esta situaci on se da al interior de la antropolog a, mientras que en la fotograf a documental hace ya mucho tiempo que se ha dejado atr as. La fotograf a se hace presente en congresos y jornadas de antropolog a 31, como tambi en en algunas instituciones a trav es de muestras que no siempre dan cuenta de un trabajo etnogr aco, sino que incluyen preferiblemente fotograf a documental sobre tem aticas antropol ogicas. Se trata por lo general de fotos est eticamente logradas, en el mejor de los casos (al estilo National Geographic), pero existe tambi en una l nea de fotograf a documental comprometida pol ticamente, que utiliza deliberadamente una est etica descuidada para dar cuenta de la preeminencia del registro de los hechos por sobre la forma en c omo estos hechos son mostrados. Tales muestras funcionan como decoraci on de las paredes de los lugares de paso en congresos y facultades. La mayor a de las veces son colgadas en los muros sin la menor informaci on contextual, y el resultado coincide con la percepci on del fot ografo y curador argentino Alberto Goldenstein: Una fotograf a aislada tambi en es materia virgen en cuanto a su signicaci on: pa31
ra denir su status o condici on necesita del contexto 32. Desde un criterio cient co, por su parte, Nicol as Fern andez Bravo plantea que cuando se propone a la fotograf a etnogr aca como una forma de producir conocimiento en un entramado narrativo, siempre debe ir acompa nada de una vigilancia contextual: la fotograf a no deber a estar aislada si se presume etnogr aca. Necesita de la serie para ser etnogr aca, de la misma manera que un concepto necesita de un texto para tener sentido antropol ogico 33. La falta de rigurosidad a la hora de curar estas muestras por parte de quienes est an a cargo de esos espacios 34 opera negativamente, frenando a un m as la aceptaci on de la fotograf a etnogr aca como area de conocimiento cient co. Para nalizar con el problema fotogr aco, parafraseemos al economista devenido en fot ografo documental Sebastiao Salgado: la u nica manera que conozco de comunicar a otros los problemas que aquejan a la mayor a de la poblaci on en el mundo (el hambre, las migraciones forzadas, la falta de tierras, el trabajo inhumano) es haciendo fotograf as bellas: de lo contrario, estas im agenes no estar an colgadas en las paredes de los principales museos y centros de exposici on del mundo, y no llegar an a los ojos de la gente que tiene el poder de modicar estas profundas problem aticas sociales.
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Resulta pertinente mencionar las Jornadas de Fotograf a y Sociedad que vienen teniendo lugar desde hace cinco a nos en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, y, aunque no son parte de la producci on en el marco de nuestra disciplina, algunas mesas y muestras abordan tem aticas de corte antropol ogico adem as de que antrop ologos son convocados como panelistas. Alberto Goldenstein es curador del Fotoespacio de Centro Cultural Ricardo Rojas, de la UBA. El extracto pertenece a su texto Acerca de la fotograf a, enviado de manera personal via e-mail. Nicol as Fern andez Bravo Las Fotograf as Etnogr acas como forma de discurso particular, Buenos Aires, Julio de 2002. Versi on disponible en www.documentalistas.org.ar. En no pocas ocasiones, los trabajos son recibidos a u ltimo momento y aceptados a un en p esimas condiciones de copiado y montaje, algo que resultar a improbable en cualquier espacio de fotograf a convencional.
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Documentales antropol ogicos y antrop ologos documentalistas: La producci on f lmica de antrop ologos en la Argentina
Ya hacia 1975, Jay Ruby sosten a que los antrop ologos visuales deber an ocuparse del estudio de comunicaci on visual y el desarrollo de c odigos antropol ogicos visuales, y preocuparse menos por producir bellas im agenes. Este problema, al cual aludimos en apartados anteriores, se da de manera recurrente en nuestro pa s, donde ocurren signicativos cruces: los antrop ologos incursionan en el campo cinematogr aco mientras que los realizadores documentales se empapan de perspectivas y tem aticas tradicionalmente consideradas antropol ogicas para sus lms. Aunque los lms documentales no fueran parte de una investigaci on cient ca y no fueran realizados por antrop ologos, muchos de estos cineastas han establecido un v nculo estrecho con los sujetos lmados (protagonistas) y han desarrollado un largo trabajo de campo. Los resultados han sido dispares. Por un lado, podemos destacar los documentales y otras producciones f lmicas realizadas por cineastas que han tratado tem aticas sociales a partir de un tratamiento profundo de problem aticas e inquietudes locales y de hecho han inuido en la producci on acad emica. Las obras de Jorge Prelor an, Trist an Bauer, Raymundo Gleyzer, Fernando Birri, Sim on Feldman, Gerardo Vallejos, Miguel Pereira, Rolando L opez, Luis Cuelle, Jorge Padov an, Miguel Mirra, Alejandro Arroz, Iv an Grondona, Eduardo Roberto Vacca, Ariel Ogando, Alejandro Fern andez Mouj an, Ulises Rossel, Hern an Montero, Eduardo Mignona entre otros son ejemplos de esas producciones. Algunos de
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estos realizadores eran o son documentalistas que se han acercado, a trav es de sus pel culas, a una mirada antropol ogica. Las primeras producciones audiovisuales realizadas por antrop ologos a nes de los 60 se caracterizaban por ser de ndole expositiva, es decir, se utilizaba el soporte audiovisual como t ecnica de registro para documentar formas de vida y actividades en extinci on: apelaban a relatos testimoniales o de im agenes que serv an para representar una realidad dada y privilegiaban la imagen por sobre la palabra. Gran parte de las pel culas producidas en esta epoca 35 consist an en retratos de grupos etnicos no occidentales: ind genas de la Argentina. Esta forma de presentar y representar visualmente la antropolog a se extendi o hacia mediados de los 80, momento en el que comenzaron a explorarse nuevas tem aticas y a producir pel culas sobre estas religiosas, festejos de carnaval en el norte de Argentina, procesos migratorios o medicina tradicional 36. La apertura hacia nuevas preocupaciones desde lo visual en la antropolog a continu o en la d ecada de los 90, con la realizaci on de pel culas que trataban sobre procesos identitarios, tem aticas urbanas, desparecidos, pobreza, educaci on, arqueolog a, variando tambi en, en algunos casos, las formas en las que la antropolog a visual era practicada y haciendo posible otras formas de interacci on con los sujetos en el campo. De esta manera, a mediados de los 90, se implementaron formas m as interactivas (sobre todo en el caso de las tem aticas relacionadas con la representaci on de ind genas, involucrados desde entonces como sujetos activos en la construcci on del lm a partir de la utilizaci on de la metodolog a tipo taller). As es como nuevos antrop ologos comienzan a explorar con el uso de la c amara en sus in-
En los a nos 60 se destaca la pel cula realizada por la antrop ologa Anne Chapman y la cineasta Ana Montes de Gonz alez: Los Ona: Vida y muerte en Tierra del Fuego, 55, 1968-1974. En esta d ecada se destacan las realizaciones de Ana Mar a Zannoti (Los corsos del Oeste, 20, 1988); la pel cula del cineasta Eduardo Mignona (Abor genes, 50, 1985), realizada en colaboraci on con dos antrop ologas: Ana Mar a Gorosito Kramer y Ruth Poujade; Carmen Guarini (A los compa neros La Libertad, 28, 1987); Anne Chapman (Homenaje a los Yaganes: los indios de Tierra del Fuego y Cabo de Hornos, 40, 1987-88); y las realizaciones del grupo LARDA- PINACO de La Plata (La contaminaci on ambiental: efectos en medios urbanos del area de Berisso, Ensenada y La Plata, 241989, Perles migratorios: caboverdeanos, polacos y griegos en al Argentina, 401985, La migraci on polaca en Argentina. Entrevista a colonos de Ap ostoles, Misiones, LARDA 22, 1984. Experiencia en Epidemiolog a Psiquiatrita, LARDA 27, 1983. Cabo Verde, la tierra y el hombre LARDA, 14, 1982).
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vestigaciones. La incorporaci on de tecnolog as audiovisuales (VHS, SVHS, Mini DV, Betacam) y de posproducci on (edici on no lineal, programas de edici on para PC) m as accesibles econ omicamente y f aciles de operar, podr a ser una de las razones que posibilitaron que cada vez m as antrop ologos escogieran la lmaci on como forma de registro antropol ogico. Desde el a no 2000 contin ua el aumento de producci on y de antrop ologos que experimentan con estas nuevas modalidades de hacer antropolog a. Sin embargo, la contracara de esta tendencia ha sido el caso de algunos antrop ologos que, habi endose formado como tales, se han alejado de la antropolog a y hoy se desempe nan por fuera de a mbitos acad emicos. Este giro se debe a que aducen no encontrar a mbitos y l ogicas propicias para el desarrollo de sus carreras profesionales en los circuitos de producci on y difusi on acad emicos. Es por fuera de la antropolog a que se dedican a desarrollar un cine comprometido con problem aticas sociales, por lo general, m as anclado en objetivos pol ticos (herederos del cine pol tico de los 60 y 70) y estil sticamente m as libres. Esta situaci on fue puesta de maniesto por Nicol as Bratosevich, uno de los antrop ologos consultado en ocasi on del relevamiento efectuado para este art culo: Es oportuno se nalar que no considero determinantes las denominaciones Antropolog a Visual o similares para caracterizar mi trabajo, as como los puntos de vista antropol ogicos etnogr acos, etc. que muchas veces recortan las muestras, investigaciones y producciones. (. . .) Sostengo en general una posici on cr tica en torno a la antropolog a por considerar que en Argentina a un mantiene sus lazos coloniales de origen, as como su impronta de clase para observar. Trabajo en un camino aut onomo que busca romper disciplinas, a mbitos cerrados y enclaves como forma de proponer y dise nar una pr actica distinta donde cuerpo, teor a y experiencia conuyan en el mismo nivel y en la misma persona. Por
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ello tambi en creo muy importante el prestar atenci on a los a mbitos donde se difunde la informaci on la investigaci on, la producci on te orica y audiovisual puesto que en general suben por la pir amide acad emica o profesional hacia c rculos cerrados de poder, dejando a la gente real expuesta y desinformada. Este tipo de producciones no s olo diere de las realizadas en el marco de proyectos de investigaci on en cuanto al tipo de trabajo o metodolog a, sino que su nanciaci on proviene de ONGs, fundaciones o instituciones dedicadas a la promoci on de actividades sociales 37. Esto resulta determinante sobre una l ogica de realizaci on que se enmarca en el terreno del cine m as que en el de la investigaci on cient ca: exige una planicaci on precisa de las etapas de pre-producci on, producci on y post-producci on f lmicas, sobre el armado del gui on, la est etica, la narraci on (hilo argumental) y la manera en que se presentan las im agenes y sonidos, dado que el p ublico al que est an destinadas no es acad emico o, al menos, no lo es exclusivamente. Por el contrario, tienen un objetivo expl cito de concientizaci on social, congruente con los nes de los organismos subsidiarios y no s olo de divulgaci on de conocimiento. Estos factores son mucho m as determinantes en nuestro pa s (y probablemente en otras areas de Am erica Latina o de otras latitudes perif ericas) que en los pa ses centrales, puesto que aqu las ciencias sociales cuentan con escaso nanciamiento y menos a un en el caso de producciones que se enmarcan en una zona a un tan cuestionada como lo es la ciencia en su cruce con el arte. Para la antropolog a que trabaja con medios audiovisuales, dec amos m as arriba, la necesidad de nanciamiento es crucial e ineludible, ya que no s olo deben ser sustentados los recursos humanos, sino tambi en los materiales y el equipamiento necesario, sin los cuales no puede emprenderse proyecto alguno en el ambito de la producci on antropol ogica de im agenes. Por otra parte, la elecci on de las tem aticas,
Como la Divisi on de Cultura y Creatividad de la Fundaci on Rockefeller, la fundaci on holandesa Jan Vrijman, la Ford Foundation o Alter Cin e, entre otras.
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el abordaje del problema y la presentaci on de los resultados de la investigaci on son factores que dependen de par ametros impuestos por los organismos que otorgan los subsidios. Tales condicionamientos econ omicos y tecnol ogicos se tornan entonces m as evidentes que en otras pr acticas de la antropolog a social. En nuestro pa s las posibilidades de nanciamiento para la investigaci on de cientistas sociales en general es cr tica y esta situaci on obstaculiza a un m as el acceso de los antrop ologos a la realizaci on de proyectos audiovisuales. Los organismos p ublicos de nuestro pa s act uan antes en calidad de avales no econ omicos de tales proyectos o colaboran con los mismos declar andolos de Inter es Cultural, como en el caso de la Secretar a de Cultura de la Naci on, municipios, gobiernos de las provincias, entre otros.
En la d ecada del 90, la televisi on comercial privada comenz o a desarrollar una estrategia nueva en el mercado, a partir de la segmentaci on del mismo a trav es de canales tem aticos. Estos canales est an orientados a audiencias espec cas, a diferencia de los canales estatales que apuntan, con propuestas diversas, a una u nica gran audiencia. Como dec amos, los canales tem aticos fueron una buena opci on para el mercado y los documentales se reposicionaron en su acceso a los p ublicos a trav es de la pantalla de televisi on e inclusive a trav es de su presencia en festivales. Algunas producciones de antrop ologos se han difundido por televisi on por cable, por ejemplo, a trav es del Canal de la Ciudad. Por su parte, los lms documentales etnogr acos cuentan con espacios espec cos de exhibici on en diversos pa ses. En Argentina, varios festivales y muestras documentales han conseguido instalarse y atraer p ublico en forma sostenida. Entre otros, podemos mencionar: Festival Latinoamericano de Video Rosario organizado por el Centro Audiovisual Rosario, dependiente de la Secretar a de Cultura y Educaci on de la Municipalidad de Rosario y TEA Imagen. Festival Nacional de Cine y Video Documental. Festival Internacional Tres Continentes del Documental, Buenos Aires. Estos dos u ltimos organizados por el Movimiento de Documentalistas. 38 Baci. Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires. www.baci.gov.ar Asimismo, los espacios de exhibici on de documentales vinculados a la antropolog a que han logrado consolidarse son las muestras del Instituto Nacional de Antropolog a y Pensamiento Latinoamericano (INAPL) y las muestras de museos, por ejemplo, del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, del Museo Etnogr aco de Buenos Aires adem as de las pro-
Desde 1996, a no del Primer Encuentro de Documentalistas, y que marca el inicio de lo que hoy es el Movimiento de Documentalistas, ha sido parte de su actividad desarrollar alternativas para la exhibici on de la producci on documental nacional. Ver www.documentalistas.org.ar
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yecciones ofrecidas en el marco de los diversos congresos de Antropolog a Social (muestras realizadas en los Congresos Argentinos de Antropolog a Social, la Reuni on de Antropolog a del Mercosur, Congreso Latinoamericano de Antropolog a, etc.). Cabe mencionar la Muestra Nacional de Cine y Video Documental Antropol ogico y Social organizada desde 1991 por el INAPL que tiene como objetivos, seg un gura en la p agina web del Instituto: convoca[r] cada a no a documentalistas, antrop ologos e investigadores de la realidad social, provenientes de otras disciplinas, para compartir la exhibici on de sus trabajos y debatir sobre objetivos, propuestas, posibilidades, n ucleos problem aticos, cuestiones te orico metodol ogicas y perspectivas a futuro del documental 39. Por otra parte, se han realizado muestras en nuestro pa s con lms de reconocidos festivales internacionales, tales como el Bilan du Film Ethnographique y del Margaret Mead Film Festival. En Buenos Aires una gran cantidad de escuelas, institutos, universidades con perl de realizaci on de TV y cinematogr aco han proliferado en los u ltimos a nos. De estas instituciones egresan anualmente nuevos realizadores que se integran, no sin dicultades, al saturado y concentrado mercado audiovisual. Sin embargo, en el ambito de la academia, y espec camente de la antropolog a y los medios audiovisuales, las producciones son, en comparaci on, todav a escasas y de baja circulaci on. Esto se evidencia en la baja proporci on de pel culas presentadas en los citados festivales de documentales y en las muestras espec cas tanto en Argentina como en el exterior.
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En sus ediciones han sido exhibidos m as de 700 documentales provenientes de todas las provincias de nuestro pa s y es el u nico festival de documentales a nivel nacional. www.inapl.gov.ar Rollwagen, J. 1998 La funci on de la teor a antropol ogica en el cine etnogr aco. Apunte Seminario de Antropolog a Visual, FFyL/UBA. Nos referimos espec camente a acciones concretas llevadas adelante por ONGs, organizaciones comunitarias, grupos etnicos, en el pedido de subsidios a entidades estatales e internacionales, cuya documentaci on es acompa nada por material visual (fotograf as y videos) producidos por antrop ologos visuales en contextos de investigaci on y facilitados posteriormente a los propios sujetos objeto de los registros. En algunos casos, son los propios nativos quienes solicitan el material lmado como documentos o pruebas.
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materiales necesarios para la investigaci on, y en la u ltima fase, ser a el perl de la audiencia esperada lo que determine c omo se editar a el material. No es tan s olo una ocasi on para mostrar qu e se ha producido sino tambi en es necesario comunicar los resultados de la investigaci on, lo cual supone un nuevo espectro de problemas epistemol ogicos, gnoseol ogicos y metodol ogicos que a un hace falta explorar desde el marco antropol ogico. Por otra parte, las transformaciones que se producen en la misma alfabetizaci on audiovisual espont anea de las audiencias, ahora mucho m as cerca del videoclip que del plano secuencia, demandar a que en la transferencia
del conocimiento antropol ogico el investigador adapte la construcci on de su discurso visual a esas nuevas tendencias, para que sea realmente aprehensible y estimulante. En este sentido, hasta las propias formas de narrar visualmente, que tienden a emular la linealidad del texto escrito, deber an ser revisadas y habr a que explorar otras posibilidades ofrecidas por las tecnolog as de multimedia. Gracias a la posibilidad de crear textos imag eticos abiertos, a diferencia de los libros y los lms terminados, los textos hipermedi aticos on-line podr an ser actualizados o alterados, adem as de contar con la posibilidad de establecer v nculos inmediatos con otros textos. (Biella 1994: 241).
per odo que va desde los ochenta hasta nales de los noventa, ya que desde 1997 en adelante, la disponibilidad a trav es de Internet es mucho mayor: trabajos de los a nos previos no est an en bibliotecas ni en los anales de los congresos publicados en Internet. El relevamiento de la producci on de pel culas documentales y/o etnogr acas realizadas por antrop ologos o por antrop ologos en colaboraci on con cineastas se realiz o a partir del archivo del Instituto Nacional de Antropolog a y Pensamiento Latinoamericano (INAPL) 42, seleccionada por ser una de las pocas videotecas especializadas en nuestro pa s, una de las m as abastecidas (con 1953 videos) y
El Instituto Nacional de Antropolog a y Pensamiento Latinoamericano es un organismo que depende de la Secretar a de Cultura de la Naci on, por lo tanto es representativo de las pol ticas de difusi on que sostiene el Estado argentino en lo que hace a las ciencias sociales, en general, y a nuestra disciplina, en particular. Por lo tanto, los criterios de archivo y clasicaci on del material all encontrado son reveladores, como consign aramos m as arriba, aunque dejamos este an alisis para una futura ocasi on. Otro dato importante es que si bien en 1987 se cre o un Area de Antropolog a Visual, esta no prosper o por razones principalmente de ndole burocr atica y fue desmantelada en 1988. Actualmente, las tareas de organizaci on y administraci on del area de Medios Audiovisuales est an en manos de personal administrativo del Instituto y no hay ning un antrop ologo encargado de su supervisi on.
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consultadas en relaci on al cine antropol ogico. El Area de Medios Audiovisuales del INAPL cuenta con una videoteca cuyo material permite conocer y valorizar realidades culturales, aspectos de la memoria colectiva de cada comunidad, provincia o regi on recreando tradiciones que hacen a la integraci on y aanzamiento de las manifestaciones culturales de nuestro pa s, as como tambi en de pa ses latinoamericanos. . .(www.inapl.gov.ar), El material en existencia all , entonces, no se limita a la producci on f lmica realizada exclusivamente por antrop ologos. Los videos est an clasicados por duraci on, director, producci on,
a no y sinopsis de la obra por lo que result o dif cil establecer un criterio metodol ogico de clasicaci on de las obras de los investigadores. La muestra fue ampliada relevando producciones de las p aginas web personales de los realizadores e informaci on provista por los propios investigadores. Agradecemos muy especialmente a quienes nos han conado sus respuestas, opiniones y materiales. Todo error de interpretaci on o percepci on que pueda haberse deslizado en la elaboraci on del presente art culo corre por nuestra cuenta.
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La moral de los inmorales. Los l mites de la violencia seg un sus practicantes: el caso de las hinchadas de f utbol
Pablo Alabarces 1 y Jos e Garriga Zucal2
Resumen
Este trabajo analiza las deniciones morales de los integrantes de una hinchada de f utbol sobre las acciones violentas que los tienen de protagonistas. Estas son parte de una forma de ser que los dene y los distingue, y constituye un complejo sistema de honor y prestigio que valora positivamente la valent a, el coraje, la bravura y el arrojo en un enfrentamiento f sico. Desde una mirada simplista y estigmatizadora, como la de los medios de comunicaci on, la del sentido com un y los funcionarios p ublicos, estos actores y sus pr acticas son concebidos como inmorales, ya que ejecutan y dan valor positivo a distintas acciones que est an ubicadas fuera de los l mites de lo aceptable. Sin embargo, y parad ojicamente, existen deniciones morales nativas que delimitan lo permitido y lo prohibido, lo justo y lo injusto en un acontecimiento violento. Descubrir y analizar estos l mites nos permite estudiar la constituci on de un espacio social donde estas pr acticas son aceptadas y, tambi en, analizar las relaciones con actores que ubicados por fuera de ese espacio se vinculan con los integrantes de la hinchada y, por ende, negocian con su c odigo moral. Palabras clave: Moral Violencia F utbol Honor-Aguante
Abstract
This paper analyzes the moral denitions of the members of a group of football fans (hinchada) about the violent actions that they star. These are part of a way of being that both denes and distinguishes them, and constitutes a complex system of honour and prestige that valorates positively the courage, the bravery and the surrending in a physical confrontation. From a simplistic and stigmatizing analysis, like the one of the media, the common sense and the civil servants, these actors and their practices are conceived as inmoral because they execute and give a positive value to dierent actions that are beyond the acceptable. However, and paradoxically, there are moral principles that dene what is allowed and what is forgiven, the fair and the unfair in a violent act. Discovering and analyzing these limits allows us to study the constitution of a social space where these practices are accepted, and also to analyze the relationships with another actors that are beyond that space but are related with the members of the hinchada; that means they also negociate their moral code with the actors outside their boundaries. Key words: Moral-Violence Football-Honour Aguante
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de un mapa moral respecto de la violencia, observar qui enes y c omo quedan dentro de estos m argenes y quienes y por qu e quedan fuera, marcando a la vez distintos tipos de alteridad, y las relaciones entre estas deniciones. Hace muchos a nos que estamos analizando temas vinculados a la violencia deportiva, tomando el f utbol como una arena propicia para hacer este estudio, armando que estudiar en el f utbol las caracter sticas de este fen omeno nos permite analizar particularidades m as amplias de nuestra sociedad. Hemos discutido, debatido y polemizado acerca de las concepciones de sentido com un sobre la violencia, enmarcando esta pr actica en acciones que est an vinculadas a otros fen omenos sociales (Alabarces y otros, 2000; Alabarces, 2004; Garriga, 2005; Alabarces y otros, 2005). En ese trayecto, hemos descrito y analizado largamente los sentidos de algunas de las tantas dimensiones f acticas de la violencia en el f utbol. A pesar del exhaustivo trabajo en este t opico, seguimos encontrando escollos conceptuales y emp ricos. El primero tiene que ver con la denici on de violencia. La violencia, de por s , es un concepto complejo y huidizo, que parece tener tantas deniciones como actores. La mayor parte de los investigadores (cfr. Isla y Miguez, 2002) no arriesgan una denici on universal de lo que es entendido como violencia sino que la buscan en los par ametros de enunciaci on de cada sociedad, en un tiempo determinado. Lo que se dene como violencia es parte de un debate que ata ne a cada cultura, donde las partes que discuten los sentidos de la misma no s olo tienen posiciones asim etricas de poder sino que presentan posturas contradictorias, inconclusas y confusas. El segundo problema, de orden emp rico, radica en la denici on nativa de la pr actica. La violencia no es un t ermino nativo de los miembros de una hinchada de f utbol. Ellos calican a sus pr acticas como combates o peleas; nunca mencionan que participaron de hechos violentos ni, menos a un, que son actores violentos, sino que arman ser sujetos con aguante. Sin embargo, los actores saben que as son catalogadas sus pr acticas. Es as que los violentos, identicados externamente de esa manera, conocen la representaci on estigmatizada
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que sobre ellos recae y en muchos casos juegan a dar valor positivo a pr acticas que para el resto de la sociedad tienen aspectos negativos. Las acciones violentas son marcas distintivas externa e internamente: mientras que para unos es se nal de irracionalidad y salvajismo, desde una concepci on interna son signos de pertenencia grupal que est an vinculados al honor y al prestigio. Esto se complejiza a un m as cuando encontramos que buena parte de los actores que desde un mundo moral determinado pero que presentan como universal se nalan a la violencia y a los violentos como irracionales, tienen a su vez concepciones graduales de la misma, posiciones poco claras, contradictorias y confusas; as , la violencia no siempre es tan mala y a veces tiene justicaciones entendibles. Es as que se denen tres mundos morales: los que conciben sus pr acticas de forma positiva aunque estas sean se naladas como violentas, en primer lugar; en segundo, los que ubicados en un universo moral solo en apariencia distante se nalan la violencia como negativa; y nalmente, los que de forma contradictoria y compleja aceptan en algunas ocasiones sus pr acticas. Seguimos en esto a Fassin y Bourdelais (2005), quienes denen un espacio moral como el demarcado por lo aceptable y lo inaceptable seg un cierto grupo social, una construcci on hist orica y din amica pero al mismo tiempo ambigua, ya que los l mites nunca son del todo claros o son demasiado m oviles. A simple vista parece que el l mite est a marcado por lo intolerable, pero en el an alisis queda claro que hay jerarqu as de lo intolerable. El objetivo de este trabajo es entonces observar c omo y cu ales son los sentidos que dan valor positivo a las pr acticas violentas y analizar las zonas de contacto de estos mundos morales. Con este objetivo hemos trabajado sobre los datos producidos en trabajos de investigaci on etnogr aca que realiz o Garriga entre los miembros de la hinchada de Hurac an y de Colegiales, y Alabarces con espectadores de San Lorenzo; asimismo, hemos recurrido a los an alisis de Alabarces sobre el relato de los medios de comunicaci on y al contexto general proporcionado por nuestro equipo de trabajo para comprender los l mites del mapa moral.
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sumas importantes de dinero para nanciar investigaci on sobre el t opico, lo que permiti o un crecimiento de la investigaci on aplicada. Lo mismo hizo el gobierno tatcherista, a partir, por supuesto, de las hip otesis m as elementales de la necesidad del control social. En ese contexto, el trabajo de Dunning y su grupo de la Universidad de Leicester, ya sin la presencia de Elias (instalado desde 1984 en Amsterdam, donde muri o en 1990) se focaliz o duramente en el hooliganismo, publicando en 1988 su texto fundamental: The roots of football hooliganism. An historical and sociological study (Dunning y otros, 1988), cuyas interpretaciones reiterar a, sin mayores variaciones ni mayor evidencia, hasta hoy (Dunning y otros, 2002). Dunning y sus colaboradores la luego llamada Escuela de Leicester sostendr an que en los hechos de violencia el protagonismo es de los sectores m as rudos de la clase obrera, especialmente los j ovenes, excluidos del proceso civilizatorio eliasiano. Frente a esta explicaci on, las respuestas s olo pod an ser represivas, en principio, y las preventivas s olo eran educativas, a los efectos de reducir la violencia innata de estos grupos para devolverlos al proceso civilizatorio. Como ser a se nalado a nos despu es en las perspectivas cr ticas, especialmente de Armstrong (1998) y Giulianotti (1993, 1994 y 1999), las hip otesis de Dunning eran funcionales a las pol ticas tatcheristas, que adem as nanciaron generosamente sus estudios (tanto a trav es de organos cient cos como del Football Trust, una agencia gubernamental creada en los 80). Las cr ticas de Armstrong y Giulianotti sobre las interpretaciones de Leicester no fueron s olo ideol ogicas; tambi en fueron metodol ogicas y emp ricas. Ambos desarrollaron largas investigaciones etnogr acas sobre los hooligans, lo que les permiti o criticar cierta mala informaci on del trabajo de Dunning: al centrarse sobre informaci on policial y de prensa, Dunning terminaba compartiendo el estereotipo de sus fuentes. Obviamente, la polic a inglesa solo deten a j ovenes rudos de clase obrera. La etnograf a revelaba que la composici on social de los hooligans brit anicos (Giulianotti trabajaba sobre los escoceses) era mucho m as diversa, lo que llev o a Armstrong y Giulianotti a soste-
ner la hip otesis de una violencia socialmente signicativa, con sentidos complejos. As , para Giulianotti la violencia o su ausencia pod a signicar distinci on: los hinchas escoceses eran profusamente violentos en su medio local, pero orgullosamente pac cos en sus viajes al exterior, como forma de distinguirse de los hinchas ingleses (not english hooligans, scottish fans, era su lema: Finn y Giulianotti, 1998). Esta intervenci on pol emica como dijimos, un debate que remit a a cuestiones disciplinares y metodol ogicas, pero tambi en a la relaci on entre los saberes acad emicos y la producci on de pol ticas p ublicas dej o al descubierto aspectos fundamentales de la violencia en aquellas latitudes, y tambi en dej o abierto un campo de debate. Ese campo fue en el caso argentino retomado por Archetti, indiscutido precursor, quien hace ya muchos a nos dio cuenta de que la violencia en el f utbol no era un fen omeno aislado y puramente aut onomo sino que estaba imbricado con otros fen omenos sociales, constituyendo el an alisis en sistemas m as amplios e instaurando las l neas de trabajo centrales en nuestra academia. Los debates en torno de la escuela de Leicester y los avances precursores de Archetti (1992 y 1994) tambi en se nalaron con claridad que la violencia en el f utbol tiene varios actores y que los sentidos de sus pr acticas remiten a otros tantos factores sociales. Por esto, cuando hablamos de violencia en el f utbol no decimos nada si no delimitamos actores, pr acticas y signicaciones involucrados. Esto es lo que intentamos hacer en nuestro trabajo, al analizar los sentidos que tiene la violencia para los integrantes de la hinchada. La hinchada es entonces el actor donde vamos a buscar algunos de estos sentidos, sabiendo que estos dialogan con otros, pero partiendo de las signicaciones que los nativos atribuyen a las pr acticas. Conociendo esta trama signicativa, intentaremos analizar los choques, negociaciones, pr estamos y apropiaciones que hacen de sus pr acticas los distintos actores sociales participantes en el fen omeno. Denir qu e es una hinchada no es tan dif cil como denir la violencia. Las hinchadas son grupos de espectadores jer arquicamente organizados reunidos en torno a un club de f utbol.
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Las hinchadas de f utbol conocidas com unmente como Barras Bravas, autodenominadas hinchadas o bandas, no son el u nico grupo que se organiza para seguir a su club, sino que existen otras asociaciones de espectadores como la Subcomisi on del hincha u otros grupos de hinchas militantes (Alabarces, 2004; Moreira, 2005). La hinchada, a diferencia de estos, tiene aceitadas relaciones con la instituci on, ya que recibe favores de parte de la dirigencia de los clubes: entradas, micros, dinero, ropa deportiva, etc. Estos favores est an, seg un ellos, bien ganados por ser los u nicos espectadores que tienen tres cualidades distintivas, que los diferencian, los aglutinan y los distinguen del resto de los espectadores: Ir a todos lados, alentar siempre y aguantar. La primera, ir a todos lados, est a vinculada con la delidad al equipo. Estos simpatizantes arman ser aquellos que, a pesar de las condiciones desfavorables, asisten a los partidos sin importar si la adversidad tiene facetas deportivas o clim aticas o de largas distancias. En algunas oportunidades, esta lealtad los arrastra a miles de kil ometros para ver un partido de su equipo o los presenta alentando en forma incondicional m as all a de las continuas derrotas o el descenso de categor a. La segunda cualidad, alentar siempre, est a vinculada al fervor. Ellos son los u nicos espectadores que durante todo el encuentro deportivo saltan y cantan, alentando a su equipo sin importar si este pierde, gana o empata. En un encuentro con Argentinos Juniors el equipo de Hurac an perd a tres a cero, y los integrantes de la hinchada, af onicos y euf oricos, saltaban gritando la grandeza del club y elogiando su propia actitud de no desilusionarse ante la derrota. La tercera cualidad, la de aguantar, ser a ampliamente desarrollada en estas p aginas y tiene que ver con las pr acticas violentas. Los miembros de la hinchada, seg un ellos mismos, ponen a disposici on del honor del club sus posibilidades violentas para no ser ofendidos por las parcialidades adversarias. Es decir que los pibes los miembros de la hinchada consideran que, subyacente al encuentro futbol stico, se dirimen cuestiones de honor y prestigio del club y de sus simpatizantes que s olo pueden
debatirse en el plano de la violencia. Un informante en una charla dec a al respecto: no sab es las veces que yo me jugu e la vida por Hurac an. En esta frase, el integrante de la hinchada relaciona el honor del club con la violencia y se muestra como actor en la defensa de la virtud de la instituci on.
El aguante
De las caracter sticas enunciadas arriba la tercera es la que compete a este trabajo. El aguante es un t ermino que tiene relevancia fundamental para los integrantes de una hinchada. Nunca descubriremos a uno de los pibes que no manieste a los cuatro vientos su aguante. El aguante remite a la hombr a, a la acci on violenta y al honor. Es necesario deshacernos de preconceptos y modelos condenatorios para comprender la l ogica inherente a este concepto nativo. De otra forma, no entender amos que la violencia, como acci on, es meritoria de honor y prestigio (Moreira, 2005); y que este honor se vincula en alguna dimensi on a la conformaci on de modelos masculinos. Para los pibes, pelearse contra una hinchada rival, apretar a espectadores que no son parte de la hinchada y enfrentarse con la polic a son pr acticas que nutren de honor a sus actores. Para los pibes, esta es la forma que tienen de expresar valent a, coraje, ausencia de temor, conocimientos de lucha y saberes de resistencia. En estos casos, el honor radica en la exteriorizaci on de una etica (Alabarces, 2004) que dene conductas positivas. Exteriorizaci on que s olo tiene validez cuando se hace de forma pr actica: para demostrar que se tiene aguante deben pelearse, ya que las posesiones discursivas del aguante son concebidas como falsas (Garriga, 2005; Dodaro, 2005). Es decir, uno puede recordar peleas o mostrar cicatrices para exhibir la participaci on en peleas y as demostrar la posesi on del aguante pero es siempre la pr actica la que testica dicha posesi on (Alabarces, 2004). Aquel que reh usa una lucha, un enfrentamiento mano a mano, no tiene cicatrices sucientes que puedan probar su aguante. Participar en episodios violentos es la prueba de posesi on del aguante. De esta forma, las
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pr acticas violentas se transforman en verdaderos ritos de paso. Este rito los inserta en el grupo, al mismo tiempo que los hace sujetos morales seg un sus par ametros. Un hincha nos comentaba c omo hab a sido su prueba de ingreso en la hinchada: Fuimos a buscarlos a los de Estudiantes, yo iba con los que iban al frente, de repente veo un gordo enorme que ven a corriendo, cuando me doy cuenta estoy solo, estaban todos como a media cuadra. Me dije me la juego y le di una pi na al gordo que lo dej e tirado. Cuando vieron que el gordo cay o todos vinieron para el frente y yo hac a punta. Despu es me dec an: bien pibe, como le diste a ese. Yo estaba re contento, imaginate, que hasta ese momento, como era muy pendejo no me daban cabida, me cagaban a pi nas y me mandaban a la mierda. Una buena pi na y cambi o todo. Pelearse permite el ingreso al grupo de pares, al mismo tiempo que arma el honor y el coraje. El acto de instituci on es un ejercicio social, que consagra a los practicantes como participantes y que suministra formas v alidas para actuar (Bourdieu, 1993: 117). El aguante, por esto mismo, al denir la pertenencia grupal opera conformando una distinci on. As podemos observar que otros espectadores de f utbol tienen un concepto parcial del aguante que no es el mismo que el de los miembros de la banda (Garriga, 2005). La diferencia radica en las peleas, en los combates; mientras algunos espectadores llaman aguante al fervor y a la delidad por el club de sus amores, los pibes se nalan el aguante como vinculado al enfrentamiento corporal. Esto dene dos mundos morales, pero que no est an escindidos sino que conviven no arm onicamente, pero conviven.
Con el objeto de preservar la condencialidad de nuestros informantes hemos decidido que todos los nombres que aparecen en este trabajo sean cticios.
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Nos estaban esperando los de Brown con los de Racing, eran much simos, sal an de todos lados. Nosotros llegamos en micros, creo que eran 4 o 5 micros, pero esos putos eran un mont on. Ese d a vaciamos siete cargadores, los cagamos a corchazos. Yo ten a un erro y tir e. Estaba re loco, me hab a tomado una l nea as (se nala con sus manos unos veinte cent metros entre el ndice de una mano y el de la otra, marcando la extensi on de la dosis de coca na que hab a ingerido). El gil cay o, estaba todo aujereado y le puse el erro en la boca, te juro que lo hac a boleta. Lito lo salv o, vino y me sac o de los pelos. Coco cuenta que con un arma de fuego (erro) estuvo cerca de asesinar a un contrincante y que este fue salvado por un colega (Lito). El uso de armas de fuego en las peleas parece estar permitido en ciertos casos: cuando el rival es superior en n umero o cuando corren peligro de ser robadas las banderas. Los c odigos morales o valores fundamentales no se traducen directamente al comportamiento: com unmente interceden las elecciones morales (Archetti, 2003: 165). La distancia entre c odigo moral y comportamiento sirve para analizar la posibilidad latente de asesinar al rival; los valores grupales parecen ser claros y taxativos en que las luchas y peleas no son a muerte, pero cuando estas acontecen y est a en peligro la propia vida la elecci on es subsistir a costa de la vida del rival. Matar no es parte de los valores del grupo pero s una elecci on posible cuando corre peligro la propia existencia de los luchadores. Ram on arma que las peleas no deber an ser para matar al rival sino s olo para sacarse la bronca. Ram on, mientras charl abamos mirando un partido de hockey sobre patines donde jugaba su hijo, dijo que el cre a que era necesario pelearse ante los rivales, para que no te pasen por encima, para marcarles qui en manda, pero que eso no deber a transformarse en una lucha sangrienta. Las tres posturas parecen estar de acuerdo en que las reglas del combate se forjan en la misma lucha y que, seg un el desarrollo de la pelea, algunas cosas est an permitidas y otras no.
Asimismo estos tres hinchas remarcaban que las peleas eran con pares de grupos adversarios y nunca con simpatizantes que no participaban de la hinchada rival. Ram on dec a que estaba bien pelearse con los pibes de San Lorenzo, con los de La Gloriosa, es decir los de la banda, pero no con los que no son parte del grupo: no pod es ir a pegarle a uno que no tiene nada que ver, capaz que le arruin as la vida a un guacho que no tiene nada que ver. Entre pares parece ser que, al compartir los mismos c odigos, pueden poner en juego su integridad y la del rival. Tito dec a que a los rivales que no son de la hinchada les robaba el gorrito o la camiseta del equipo contrario pero que no los golpeaba o que s olo los golpear a si se resist an o se hac an los valientes. En este sentido Coco era mucho m as claro, manifestaba que las peleas eran entre los del mismo palo, que el que no hace eso no tiene c odigos, es un acto de cobard a. Coco, luego de un enfrentamiento con hinchas de San Lorenzo en la ciudad deportiva de este u ltimo club, estaba sumamente disgustado con la cobertura que los medios hab an tenido de los incidentes. Dec a que los diarios hab an expresado que los Quemeros hab an atacado a ni nos y mujeres y el dec a que eso era mentira. Armaba que ellos estaban locos y que eran unas bestias, pero que nunca atacar an a los pibitos y a las mujeres, como dec an los medios, que eso era romper los c odigos y que ellos hab an combatido con los cuervos y que los hab an vencido. Seg un el, y por eso estaba enojado, los medios hab an omitido mencionar que el enfrentamiento hab a sido con la hinchada del club rival y que esta hab a sido derrotada. Los medios en este caso no s olo estigmatizaban a los violentos sino que expresaban en la misma operaci on la carencia de los atributos que los caracteriza. En una oportunidad, Coco coment o un episodio en el que pele o con varios hinchas rivales al nal de un partido y fue brutalmente golpeado; la golpiza tuvo un ensa namiento tal que, cuando estaba ca do en el piso por los golpes recibidos, le siguieron dando patadas hasta dejarlo desmayado. Igualmente, entre risas dijo que esas eran las reglas y que hab a que aguant arsela. Si los rivales son parte de una
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hinchada, todo est a permitido; si no son de la hinchada, pegarles es un acto de cobard a. Los c odigos que regulan los enfrentamientos parecen no ser tan claros como las reglas que dicen que no deben pelearse con hinchas que no manejen los mismos c odigos. La situaci on de enfrentamiento entre pares que reconocen los principios reguladores o los valores por los cuales pelean, el aguante, establece una situaci on de violencia donde no hay v ctimas, sino victimarios de ambos bandos. Esta postura es fundamental para entender por qu e luego de una pelea entre bandas no existen denuncias judiciales: las partes enfrentadas saben de antemano cu ales son los posibles desenlaces de un enfrentamiento. En el mes de octubre de 2005 un juicio, profusamente cubierto por la prensa no solo deportiva juzg o a miembros de la hinchada de Boca por golpear a pares de Chacarita Juniors; el juicio termin o con la negativa de los golpeados a testicar en contra de los golpeadores. La prensa hablaba de pacto maoso, de los c odigos secretos de los violentos. Y esta vez estaba cerca de la dimensi on del fen omeno. Un informante de Hurac an dec a que era correcta la actitud de los simpatizantes de Chacarita de no testimoniar contra los de Boca, ya que ambos grupos eran de la hinchada y si lo hac an estaban rompiendo los c odigos. En sinton a con esto, los integrantes de la hinchada de River, ac errimos contrincantes de Boca, desplegaron una bandera que dec a: Las barras no denuncian. Para los integrantes de la hinchada lo inconcebible, lo intolerable, es la falta de solidaridad entre pares en caso de enfrentamiento. Los hinchas no pueden aceptar que un colega reniegue de un enfrentamiento y huya abandonando a sus compa neros. Arman que los que reciben entradas, los que viajan en los micros de la hinchada, los que reciben ropa, deben pararse, o sea, pelearse. Los que no tienen esta actitud est an siendo poco solidarios con sus compa neros. Sobre ellos, los que no se bajan de los micros para pelear, recaen las peores sanciones, que pueden ir desde negarles entradas y favores hasta golpearlos brutalmente.
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xionando sobre un episodio de violencia entre las parcialidades de Hurac an y Defensores de Belgrano, Xavier repet a: es una locura, una locura. . .. Desde esta postura, la violencia en el f utbol es intolerable; de la misma manera, no s olo es intolerable la acci on violenta sino todo simbolismo que remita a estas pr acticas, tales como canciones, discursos y exhibiciones de trofeos de guerra. Otros informantes conciben estos episodios de la misma forma, pero con matices. O dicen que no participan y a veces lo hacen. O arman que en algunas circunstancias hay que tomar una actitud defensiva, no atacar pero si te atacan, reaccionar. Todos ellos cantan sin reparo las canciones en las que se arma que van a matar a un rival o prender fuego todo el barrio de Boedo, y no es aqu donde se contradicen con sus propias posturas, sino en las acciones. Ote, un se nor de unos cincuenta a nos, comentaba con sorpresa los feroces enfrentamientos ocurridos entre la parcialidad de Tigre y la polic a en el estadio de Hurac an. No pod a creer tanto salvajismo, en relaci on a las luchas cuerpo a cuerpo de los simpatizantes de Tigre con la polic a, y sobre estos u ltimos, no pod a entender tanta inoperancia ya que, seg un el, s olo saben reprimir y no prevenir. Momentos despu es, Ote coment o con total naturalidad c omo en el hall central del estadio que conecta a los vestuarios se enfrent oa golpes de pu no con un colaborador de Tigre y c omo desa o a otro a salir a la calle a arreglar los problemas. Ali, un hincha de Hurac an de treinta a nos, que tiene un empleo formal en el estado y un buen pasar econ omico, particip o en su juventud en la hinchada. Actualmente est a completamente en desacuerdo con sus pr acticas y cree que no conducen a nada. Pero en caso de un enfrentamiento con hinchadas rivales est a siempre cerca para intervenir si es necesario. Una tarde, en la cancha de Nueva Chicago, los locales rompieron una valla de alambre y cruzaron una tribuna inhabilitada para enfrentarse con los visitantes. Los pibes de Hurac an esperaban al lado del alambrado por si sus rivales
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se acercaban demasiado y hab a que enfrentarse. Muchos espectadores se fueron del estadio r apidamente, atemorizados, y otros se alejaron de la zona en que se estaban dando los disturbios, donde la hinchada se quedaba para demostrar su aguante. Ali y su grupo de amigos se quedaron cerca, sin participar directamente del conicto pero dentro de la zona peligrosa. Tanto es as que, con ellos, esquiv abamos piedras de gran tama no que ca an a pocos cent metros nuestro rompi endose contra el piso de la tribuna. De la misma manera, Ali y su grupo de amigos no van con la hinchada cuando el grupo viaja hacia estadios visitantes pero los acompa nan de cerca, por si pasa algo, dicen. Ali dice que no cree necesario tener una actitud ofensiva, que no hay que ir a buscar al rival, pero si este empieza una lucha hay que tener una actitud defensiva y quedarse, que es lo que hizo en el caso relatado de los piedrazos con Chicago. Para estos hinchas, lo intolerable no es la acci on violenta sino el desenlace tr agico de la misma: la muerte en una pelea o el ensa namiento es algo inaceptable. Un grupo de hinchas de Hurac an, que no participan de la hinchada, indignados con la forma en que Ol e present o la noticia del entrenamiento donde mostraron las banderas rivales, prepararon dos banderas destinadas al diario. Una de ellas dec a: Ol e, el banderazo es esta, remarcando que el peri odico no entend a la diferencia entre lo simb olico y lo f actico. La segunda armaba: Ol e: violencia es la muerte de Ulises. Los hinchas quer an marcar la diferencia entre cantar canciones y actuar violentamente pero, tambi en, se nalaban que lo verdaderamente intolerable no es mostrar una bandera robada o el mismo acto de robarlas sino el asesinato. 4 Lo intolerable, siguiendo a Fassin (2005), es aquello que marca el l mite de lo moralmente aceptado. Sin embargo, hay jerarqu as de lo intolerable: el periodismo, por ejemplo, suele horrorizarse ante las pr acticas b arbaras de los pibes pero no ante las de los plate stas. Esto pudo verse en plenitud en los incidentes
Ulises Fern andez, miembro de la hinchada de Hurac an, fue muerto a tiros en una emboscada de la hinchada de San Lorenzo en 1998.
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de mayo de 2005 en el estadio de Boca Juniors. Un espectador situado en las plateas invadi o el campo, golpe o a un jugador mexicano y se refugi o nuevamente en su sector, auxiliado por sus adl ateres. El ministro del Interior, An bal Fernandez, sostuvo que cuando la polic a intent o intervenir [fueron] agredidos por una cantidad importante de gente, que no son barrabravas, son socios. Tampoco en este caso uno va a hacer una batalla campal (Ol e, 16/5/05: el subrayado es nuestro). El comentario de la autoridad p ublica demuestra que hay jerarqu as respecto a lo intolerable de la violencia; un l mite que se mueve seg un las circunstancias y situaciones. Si los agresores hubieran sido los pibes, el acto hubiera sido intolerable, la represi on hubiera sido tolerada y la batalla campal, indetenible y justicada.
tienen elecciones morales que son contextuales. Lo mismo acontece con los dirigentes, que ante los medios de prensa se encuentran ligados a las concepciones condenatorias de la violencia en el f utbol pero ante los pibes, con quienes tienen relaciones personales, muestran otras perspectivas sobre los mismos hechos. Como dijimos con anterioridad, los miembros de la hinchada son sujetos sociales que han instituido como v alidos par ametros que no condenan la violencia; pero esta instituci on no los a sla, ni mucho menos, de otros actores sociales. En muchas circunstancias la posesi on del aguante es la herramienta que posibilita las interacciones (Garriga, 2005: passim). Los integrantes de las hinchadas tienen interacciones con dirigentes, pol ticos, vecinos, etc, en las que intercambian favores y servicios. El aguante es un bien simb olico que se distribuye entre los integrantes de la hinchada seg un su jerarqu a y sus conocimientos para la lucha. Tener aguante permite tener amigos, porque poseer este bien simb olico abre la posibilidad de tener contactos, puntas, relaciones, amigos, como llaman los hinchas a sus relaciones personales concebidas a trav es de la participaci on en la hinchada. Dos casos pueden ejemplicar este punto. El primer ejemplo es la relaci on personal entre Coco y Perro, un integrante de la hinchada y un pol tico de la zona. Ellos se conocen hace a nos, ambos compartieron juegos, drogas y peleas de j ovenes; uno de ellos cambi o los par ametros de su vida y hoy d a es un reconocido pol tico en Parque Patricios. En la actualidad, ambos se tratan como amigos, aunque la relaci on que tienen no pasa tanto por lo afectivo sino m as por lo instrumental (Wolf, 1980). Estos amigos intercambian favores y servicios. Coco consigue a trav es de la inserci on institucional de su amigo trabajos temporarios, medicamentos, ayuda econ omica, planes de asistencia social, etc. Por intermedio de esta relaci on personal, Perro tiene acceso a puntos complicados del barrio (las villas), se asegura gente en actos partidarios, ayuda en las
Distinta es la situaci on de la polic a, otro de los actores participantes. Obviamente, la polic a hace de la violencia su raz on de ser, pero como detentor de la violencia leg tima del estado; sin embargo, en el marco del f utbol, ejerce una violencia desbordada y pat etica por su propia condici on de leg tima. Para ampliar, ver Galvani y Palma, 2005.
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campa nas electorales, etc. La pertenencia a la hinchada y la posesi on del aguante es la clave que permite la interacci on por parte de Coco, mientras que la institucionalidad del Perro es lo que hace posible que la relaci on contin ue. Lo que mantiene el c rculo de intercambio es la necesidad mutua, necesidad que se recubre de lo afectivo, ya que en cada encuentro rememoran correr as de anta no, de los a nos en que eran m as amigos. El segundo ejemplo da cuenta de la relaci on que estableci o hace ya muchos a nos un dirigente del club y tambi en pol tico con un pibe de la hinchada. En este caso, la relaci on no tiene aspectos afectivos pero s de respeto y admiraci on mutua. Entre Lito y Xavier intercambian todo tipo de favores. Lito fue varias veces seguridad en actos partidarios de Xavier, y este se hab a comprometido a conseguirle un empleo formal en el a mbito p ublico. El trabajo nunca se concret o, pero Xavier ayuda econ omicamente a Lito cada vez que este se lo pide. Para Lito, Xavier est a en deuda con el y cada vez que lo necesita le pide una soga. En este caso, la admiraci on parece m as importante que la dependencia mutua: Xavier venera a Lito por ser un se nor de la hinchada, una persona de bien que adem as tiene aguante y Lito respeta a Xavier por ser uno de los dirigentes m as honestos que pasaron por el club. Lo moral de esta relaci on tambi en tiene su faceta material en el intercambio. Los dos ejemplos nos permiten observar los modos y formas en que dos mundos morales se relacionan y se contactan. En los dos casos, los actores que no son parte de la hinchada tienen una posici on clara frente a las pr acticas violentas que denen a los actores con los que tienen relaciones di adicas. Perro se dene como un ex barra que cambi o; plantea que la violencia no lleva a ning un lado pero no tiene una posici on de intolerancia ante los violentos; de hecho, sus principales relaciones en el barrio son miembros de la hinchada. En otros a mbitos de su vida p ublica tiene una posici on m as intolerante para con los violentos, haciendo p ublica una postura no violenta e incluso anti-violencia. Por el contrario, Xavier tiene una postura no violenta que lo ha caracterizado durante toda su trayecto-
ria como dirigente, y ha querido implementar pol ticas para prevenir y terminar con la violencia; sin embargo, tiene relaciones personales con Lito, a quien ayuda cuando puede. Estos casos no nos hablan de esquizofrenias o contradicciones: s de la complejidad de las relaciones que se establecen con y en torno de los actores de la hinchada, relaciones que van desde la complicidad hasta la tolerancia, pasando, no parad ojicamente, tambi en por el rechazo. Estamos frente a demandas y contrademandas morales con fundamentos visiblemente contrapuestos: porque, como arma Strathern, en la sociedad contempor anea somos bombardeados seducidos, mandatados, constre nidos por interpelaciones morales que son contradictorias (Strathern, 1997). Esta coexistencia no pac ca de moralidades simult aneas permite entender la posici on de aquellos que dicen no aceptar la violencia pero que ante situaciones determinadas participan de actos violentos portando otras deniciones morales. Los actores pueden jugar en dos mundos morales distintos; y este juego les hace tomar elecciones por ejemplo, participar en un combate que pueden ser inaceptables desde el otro mundo moral en el que participan.
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se en un estadio de f utbol est a bien, es justo, seg un los c odigos de honor del aguante. Los pibes dialogan con una posici on moral, estatal o de los medios de comunicaci on, que arma lo contrario 6. Entre estas dos posiciones hay un sinn umero de posturas intermedias, que no tienen enfoques claros, que los condenan a medias, que eval uan contextos y situaciones donde la violencia est a bien y donde est a mal. Para muchos de los hinchas, para los que est a bien pelearse en un estadio, son malas otras formas de violencia, como la pol tica o el terrorismo. Un hincha nos comentaba muy orgulloso c omo hab a descargado un cargador de un rev olver sobre una parcialidad rival y luego, acongojado, nos relataba c omo hab a colaborado en el auxilio de las victimas del atentado a la AMIA, expresando que no pod a entender tanta muerte y tanta violencia. Con esto queremos se nalar que la aceptaci on de la violencia, como marca que los dene e identica, tiene sus l mites, no es cualquier violencia. Son s olo las pr acticas que est an vinculadas al aguante . Esta acci on violenta es parte de un estilo que identica a los miembros de una hinchada, estilo que tiene asidero emp rico en otras dimensiones de la estilizaci on del cuerpo, del habla, de la masculinidad: lo que dene una est etica, una ret orica y, como venimos armando, una etica (Alabarces, 2004; Garri-
ga, 2005). Este estilo los ubica a medio camino entre la rebeld a y la deferencia; poseen diacr ticos que son rechazados terminantemente por unos y m as exiblemente por otros. Al mismo tiempo, son estos mismos diacr ticos los que los insertan en redes sociales de relaciones personales que permiten cubrir sus necesidades materiales. La elecci on del diacr tico es parte de las posibilidades estrat egicas que tienen al alcance de su habitus (Bourdieu, 1988). Esa elecci on puede ser entendida como ejercicio de rebeld a al tomar un diacr tico mal conceptualizado o estigmatizado por la mayor a de la sociedad en la que se insertan pero no mucho m as; ya que la elecci on de ese diacr tico tiene como objeto reproducirse en el mapa social, y no alternativizarlo. Frente al discurso hegem onico, las hinchadas arman a la vez la valoraci on positiva la violencia que est a bien de sus pr acticas y su instrumentalidad las ventajas que esta les provee. Pero no la instituyen en concepci on completa del mundo y de la vida, en cosmovisi on, en ideolog a, en programa de acci on: no proponen el aguante como modo de organizaci on total de la sociedad reclamo que saben imposible. Limitado a su condici on diacr tica, el aguante revela su mera condici on de estilo.
Bibliograf a
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Di alogo que pasa solo por la represi on, el estigma y la condena, nunca por la prevenci on ni por el intento de convivencia.
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Abstract
Since family medicine pointed out the diculty of maintaining a strict separation between biological, psychological and social spheres in the treatment of many illnesses, it has become obvious that the relations between the dierent components of the therapeutic encounter are inevitably complex. The emphasis on the three spheres has given rise to the concept of integrality, which - combined with the inclusion of uncertainty in the therapeutic relation - leads simultaneously to: (1) a shift in the physicians position, which may be described as a movement from compassion to pity; (2) a panoptic expansion of the gure of the physician to spheres that transcend the therapeutic relation; and (3) a reaction of disapproval from the patient. This paper proposes to analyze how the structure of this integral view generates these consequences. The data on which the paper is based are the results of ethnographic observations made in medical examinations in a university hospital, in the clinic of a municipal health program and in home visits by physicians working for the program. Key-words:Patient-physician relationships; Integrality; Medicalization; Family Medicine
Introducci on
Una amplia bibliograf a, emanada de las ciencias sociales, se ocupa en se nalar los problemas con que la biomedicina se enfrenta, por un lado, al situarse ante el tratamiento de determinadas enfermedades, y por otro, al conceptuar la relaci on m edico- paciente.
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A n de ampliar el primer punto, el de las dicultades generadas por el tratamiento de ciertas enfermedades, podemos citar a Baszanger (1989) y Mary Jo-Good (1992), quienes subrayan c omo el dolor cr onico coloca a la biomedicina frente a sus propios l mites. Desde
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otro enfoque, Taussig (1995) explicita que el enfasis puesto por la biomedicina en los aspectos biol ogicos le impide ver que las enfermedades son tambi en signos de relaciones sociales; y en esa l nea de pensamiento Le Breton (19901995) se nala por su parte que el dolor representa una cuesti on existencial en la vida del paciente quien, de este modo, se inscribe en una trayectoria individual y social. En relaci on con las dicultades que surgen al reexionar sobre el encuentro terap eutico entre m edicos y pacientes, recordamos el cl asico trabajo de Clavreul (1983), El Orden M edico, con el que el autor denuncia la deshumanizaci on de la pr actica como producto de las exigencias que supone el hecho de separar los componentes objetivos y subjetivos. Podemos, tambi en, citar los trabajos de Foucault (1991; 1996) en los cuales subraya la entronizaci on de la medicina a partir del siglo XVIII y sus consecuencias sobre la sociedad en general y sobre las relaciones terap euticas en particular. Si el objetivo de este trabajo fuera hacer un review de la producci on que cuestion o a la biomedicina a partir de los comienzos de la d ecada de 1960, la lista de autores con los que ejemplicarlo ser a interminable. Sin embargo, lo que nos interesa resaltar es que paralelamente a esta cr tica externa se desarrollaba una cr tica interna que surg a de los propios m edicos o, al menos, de aquellos que usualmente desarrollan una reexi on sobre sus pr acticas y, fundamentalmente, sobre las consecuencias ocasionadas por el rumbo que esta pr actica hab a tomado a lo largo del siglo XX. Esta cr tica interna derivar a luego en la constituci on de lo que, en la medicina de familia, se denomina nuevo paradigma m edico o, menos presuntuosamente, nuevo modelo m edico. Dicho modelo intentar a disminuir las consecuencias negativas del reduccionismo biom edico; asimismo, asoci andose a los desarrollos de la teor a de los sistemas y al pensamiento complejo, habr a derivado en una epistemolog a de la integralidad, la cual fundamentar a esa nueva pr actica m edica. 2
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El objetivo de este trabajo es caracterizar esa epistemolog a de la integralidad, apuntando a las consecuencias que provoca en los encuentros terap euticos entre m edicos y pacientes. Estas consecuencias pueden situarse en tres niveles, a saber: un cambio en la posici on del m edico, que puede ser descrito como un movimiento de la piedad a la compasi on; una expansi on pan optica de la gura del m edico a esferas que exceden la relaci on terap eutica y, por u ltimo, un reclamo disconforme del paciente.
Esa epistemolog a de la integralidad no s olo es propuesta desde la medicina de familia, sino que otras especialidades m edicas como la llamada Psiconeuroinmunoendocrinolog a, o en otros contextos Medicina Comportamental, y los cuidados paliativos se basan en la misma idea de una visi on integral de la persona.
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de la epistemolog a de la medicina de familia. Asimismo, nos acerca a la idea de integralidad, otro de los conceptos plausibles de referencia en este trabajo. El concepto de integralidad nos remite a diversos contextos de uso. En su trabajo sobre los sentidos de la integralidad, Ruben Mattos describe tres posibles contextos en los que el concepto es utilizado: como un modo de organizar las pr acticas de los servicios de un sistema de salud, como una forma de organizar los diferentes programas de gobierno con relaci on a la salud y, por u ltimo, en el sentido de una pr actica m edica integral como el sin onimo de una buena medicina (Mattos, 2001) Este u ltimo sentido es el que nos interesa, puesto que pone en juego la oposici on medicina reduccionista/ medicina integral. La medicina integral se propone como una forma de superar los problemas causados por esa actitud reduccionista, de base exneriana, que impregnaba los cursos de medicina. La integralidad se presentar a, entonces, como una actitud de los m edicos caracterizada por el rechazo a reducir al paciente a un aparato o a un sistema biol ogico que supuestamente produce el sufrimiento y, por lo tanto, la queja de este (Mattos 2001: 45) Vista de este modo, la integralidad se erige como una condici on necesaria para una pr actica m edica superadora del reduccionismo biologicista de la biomedicina. 3 De las diferentes caracter sticas que componen la epistemolog a integral que sirve de base
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a la medicina de familia ser an resaltadas tres, a saber: continuidad, integralidad e incertidumbre, puesto que no s olo marcan un punto de inexi on con la visi on mecanicista y reduccionista de la biomedicina sino que, adem as, de estas derivan las consecuencias que inuyen en la relaci on m edico-paciente, objetivo primero de este trabajo. Es necesario aclarar que este trabajo no se detendr a en la forma en que se institucionaliz o la medicina de familia en los diferentes contextos nacionales, lo cual conducir a a un an alisis de la relaci on con el sistema de salud en donde esa pr actica de la medicina integral se efect ua, o, en el contexto brasile no, a las relaciones con la especialidad Medicina Preventiva y Social con la que compartir a esta visi on integral. 4 El inter es se centra en la descripci on de ese enfoque integral de la pr actica de la medicina de familia y sus consecuencias en la relaci on m edico paciente. Esto no quiere decir que se ignore la existencia de diferencias derivadas de los contextos, sino que se priorizan los procesos convergentes entre ellos, en parte emanados de una literatura en com un, llevando a deniciones de pr acticas semejantes.
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Las observaciones etnogr acas, que consisten b asicamente en observaciones de consultas en servicios ambulatorios de medicina de familia, fueron realizadas en contextos diferentes, uno
Las primeras referencias a la categor a de integralidad pueden ser encontradas desde los nales de la d ecada de 1960, cuando la crisis de los sistemas de atenci on de salud propici o un debate sobre las bases te oricas y los resultados pr acticos de la estructuraci on de esos sistemas. Ese debate se asoci o en la d ecada de 1970 a las propuestas de sistemas de salud basados en la idea de atenci on primaria de salud y a la b usqueda de un sistema de atenci on que incorpore las distintas dimensiones de los sujetos y los determinantes socio-culturales del proceso de salud-enfermedad. Ese debate se dio tanto en Argentina (COMRA, 1986; Mu noz, 1993; Belmartino y Bloch, 1994; Mera, 1997; Zurro, 1997; Ceitlin, 1997), como en Brasil (Fleury Teixeira, 1994; Campos, 1997; Favorito, 2004). Los procesos de institucionalizaci on de la especialidad, tanto en Argentina cuanto en Brasil, comienzan en la d ecada de 1970 con la formaci on de las primeras residencias de medicina general (en Olavarr a, Argentina y en Rio de Janeiro, Porto Alegre y Recife, Brasil). Ambos procesos ganan fuerza con el retorno de la democracia en la d ecada de 80, cuando se multiplican las residencias m edicas y comienzan a crearse las c atedras y los Departamentos de Medicina General y Familiar en diferentes universidades de Argentina (UBA, UNLP) y de Brasil (UFRJ, UERJ, UFF, UFRGS). Finalmente, en Brasil, en la d ecada de 1990 se estructura el sistema u nico de salud (SUS) basado en el programa salud de la familia (PSF) y se orienta a las facultades de medicina para que modiquen sus programas de ense nanza para contemplar las nuevas orientaciones del sistema de salud. Para estas tem aticas ver (Feler 1994; Ceitlin y Gasc on, 1997; Oliveira, Koifman y Marins, 2004; Bonet, 2003). Las observaciones de las consultas fueron realizadas en los meses de marzo y abril de 1999 y marzo de 2000 en Argentina y entre mayo diciembre de 2000 en Brasil.
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en la Argentina y dos en Brasil. 5 En primer lugar, se hallan las diferencias entre pa ses, Argentina y Brasil; en segundo lugar, las diferencias entre pr acticas dentro de los subsistemas p ublico y privado; en tercer lugar se ubican las diferencias existentes entre las observaciones realizadas en contextos de pr acticas incorporadas a programas y aquellas realizadas en centros aislados; y, por u ltimo, podr an distinguirse los contextos de ense nanza (lugares donde funcionan residencias) de aquellos que no lo son. El contexto de observaci on etnogr aco en Argentina es un hospital de la ciudad de Buenos Aires en el cual funciona un servicio y una residencia de medicina de familia. La poblaci on atendida por el servicio tiene un plan de medicina prepaga, con lo que se demuestra una condici on econ omica distinta de los restantes contextos en los que realic e el trabajo de campo. 6 Uno de los dos contextos elegidos en Brasil se encuentra integrado a un programa de gobierno, congurando lo que denominamos centros incorporados a programas, en contextos de pr acticas no asociados a ense nanza. 7 El programa est a basado en la idea de distrito sanitario,
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por esa raz on, implica territorialidad y sectorizaci on del Municipio. Las poblaciones-objetivo del programa son consideradas de riesgo social. Esa idea de riesgo es lo que determinar a nalmente d onde tienen que ser construidos los centros de salud. 8 El segundo contexto de observaciones en Brasil pertenece al subsistema p ublico brasile no. Es un servicio ambulatorio de medicina de familia donde funciona una residencia en Medicina de Familia y Comunidad, ubicado en un hospital universitario de la ciudad de R o de Janeiro. La residencia tiene una estructura fuertemente organizada, lo que permite que los m edicos residentes que se est an formando no queden sin supervisi on durante las consultas. Como complemento de la formaci on se realizan trabajos de prevenci on en las comunidades vecinas al hospital y reuniones con grupos de pacientes seg un patolog as espec cas, como diab eticos o hipertensos. 9 La elecci on de los diferentes contextos se origin o en el inter es por observar los distintos grupos de m edicos de familia y, de ese modo, poder pensar las diferentes formas de pr actica. No era parte de los objetivos centrar el trabajo en cu ales son los problemas que esos contextos
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La pr actica de los m edicos que observe en el ambulatorio era exclusivamente de consultorio y de docencia, mas no realizaban visitas a domicilio, ni realizaban trabajos comunitarios de ning un tipo. Las consultas eran casi en su totalidad programadas, variaban en torno de 14 o 15 por d a, salvo si un paciente solicitase una consulta sin horario, lo que depender a de la agenda diaria del m edico y de la antig uedad de la relaci on entre este y el paciente. La explicaci on que daban para esa falta de trabajos comunitarios es que no ten an tiempo destinado para eso, sino u nicamente para la pr actica de consultorio; por otro lado, el tipo de clientela del servicio, de clase media, no necesariamente pertenece a los barrios pr oximos al hospital, sino que se encuentra distribuida por la ciudad. Vale la pena aclarar en este momento que el centro de salud elegido est a integrado en un programa, pero que este no es el Programa Salud de la Familia. Si bien tiene las mismas l neas estructurantes, como la integralidad y la enfasis en la promoci on y prevenci on, la estructuraci on del equipo es diferente. En cada area donde est a localizado el centro trabajan cuatro parejas formadas por un m edico y un auxiliar de enfermer a. A cada una de esas parejas le corresponde un sector, que incluye aproximadamente entre 200 a 250 familias, o de 1000 a 1200 personas. Cada una es responsable por la poblaci on que vive en el sector. Eso implica que todas las casas tengan que ser catastradas y que todas las personas que vivan en ellas deban estar registradas. La tarea se divide en dos bloques, en que se realizan trabajos diferentes; si a la ma nana se realizaron consultas en el consultorio, a la tarde, se trabaja fuera del mismo, congurando lo que se llama trabajo de campo. Este u ltimo tiene como objetivo no solo dar asistencia a los pacientes que no pueden desplazarse hasta el consultorio, sino tambi en posibilitar el control sanitario. El hospital al que pertenece el servicio no tiene emergencia, por lo que los pacientes que llegan a el son derivados de centros de salud de su area de inuencia o de otro hospital. Los encargados de realizar ese primer contacto con el paciente son los m edicos del servicio de medicina de familia. Una vez realizada esa primera consulta, el paciente es censado y, si no puede ser resuelto el problema, se establece una nueva consulta, que recibe el nombre de consulta programada; esta va a ser realizada en otra de las dependencias del servicio ambulatorio y, en adelante, el m edico con quien el paciente realizar a esa consulta ser a el m edico de ese paciente para todas las consultas que sean necesarias. El ambulatorio de medicina de familia s olo recibe adultos para su tratamiento. Para una discusi on sobre las diferentes posibilidades de organizaci on de las pr acticas de la medicina de familia ver Bonet (2003).
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ofrecen a la relaci on m edico-paciente, cuesti on que, sin embargo, sab a que se presentar a. Lo que s deseaba comprobar era c omo dentro de una misma categor a, a saber, medicina de familia, es posible encontrar dispares deniciones, diferentes trayectorias que llevan a enfatizar ciertas caracter sticas y no otras. 10 Es claro que estos diferentes contextos imprimen, a su vez, distintas din amicas e intereses a las pr acticas; sin embargo, encontramos entre algunos de ellos, el hospital de la ciudad de Buenos Aires y el hospital escuela en R o de Janeiro, una comunidad de lectura. Un ejemplo de esto son las referencias a Engel y su propuesta de modelo biopsicosocial, las cuales aparecen en un contexto que forma parte del sistema privado de salud en Argentina mientras que, en Brasil, en un contexto del sistema p ublico. Lo que unica esos dos contextos es que en ambos funcionan residencias de formaci on en medicina de familia y que se sit uan en el sector ambulatorio de hospitales. Lo que quiero expresar es que, pese a que existen variaciones en las pr acticas derivadas de las restricciones contextuales, por ejemplo en los sectores p ublicos, se aceptan en ellos las tres caracter sticas que resaltamos anteriormente como formadoras de la epistemolog a de la medicina de familia.
de las mu necas babushkas. Esto signica que siempre hay un nivel mayor que incluye al nivel que est a por debajo en la jerarqu a. (Engel, 1977, 1980). Bas andose en ese modelo es que Ian McWhinney construye su visi on de la medicina de familia. Voy a centrarme en el como ide ologo puesto que es esgrimido como referencia te orica tanto en Buenos Aires como en los dos grupos de R o de Janeiro con los que trabaj e. En un texto de 1975, el autor expresa que una de las caracter sticas de la medicina de familia, aceptada por los distintos grupos y tambi en resaltada por Engel, es el compromiso que esta especialidad tiene con la persona y no con alguna parte de ella o con un cuerpo de conocimientos. Este enfasis en la persona como una totalidad es asociada por el autor con la emergencia de una conciencia relacional, que exceder a el marco de la medicina; en sus propias palabras: no es accidente que la medicina de familia emerja en un tiempo en que las interrelaciones entre todas las cosas est a siendo redescubierta, cuando nos est an forzando para que percibamos la importancia de la ecolog a, cuando son cada d a m as reconocidas las limitaciones de los modos de pensamientos de los sistemas cerrados, y cuando los cient cos, especialmente los de las ciencias de la vida, est an comenzando a reaccionar contra los sesgos cient cos que se posicionan contra la integraci on y la s ntesis (Mc Whinney, 1975: 180). En un texto m as reciente, ese compromiso con la persona se completa con la idea de que la tarea del m edico de familia no termina con el n de la enfermedad o con la resoluci on del problema, sino que se puede establecer desde antes de la aparici on de un problema (1997: 16) Esa permanencia de la relaci on congura una de las caracter sticas de la especialidad, llamada continuidad, que se reere tanto a la relaci on m edico-paciente como la postura por parte del m edico de no separar al paciente de los contextos familiar y comunitario. La continuidad que se expresa en la proximidad, en la b usqueda de esa singularidad del paciente que conlleva la singularidad del m edico,
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nos coloca en el ambito de la relaci on dual, la cual estar a, al mismo tiempo, basada en el contexto de la familia y de la comunidad donde la relaci on es establecida. La continuidad, entonces, nos coloca en el ambito de las singularidades (del m edico, del paciente y de las enfermedades), y por esa misma raz on plantea un viejo problema del saber m edico que se presenta como una tensi on entre la generalizaci on y la singularizaci on del conocimiento. La b usqueda de esta generalizaci on, garant a de un lugar en el marco de las ciencias positivas, se topaba con la inconmensurabilidad del individuo. Esa tensi on est a maravillosamente expresada por Carlo Ginzburg al situar a la medicina como una disciplina indiciaria, es decir: disciplinas eminentemente cualitativas, que tienen por objetos casos, situaciones y documentos individuales, en tanto que individuales, y justamente por eso, alcanzan resultados que tienen un margen inevitable de casualidad (Ginzburg, 1989: 156). El paradigma indiciario es un m etodo interpretativo centrado en los residuos, en los datos marginales, en los indicios considerados reveladores de la totalidad; sin embargo c omo conciliar el deseo de un saber generalizante con unas enfermedades que toman diferente forma en cada individuo? La b usqueda de un saber positivo sobre el cuerpo aparece planteada en Foucault, cuando historiza el nacimiento de la Cl nica, se nalizando el nuevo posicionamiento del m edico junto al lecho del enfermo como un rasgo fundamental, en esas nuevas instituciones de cura que eran los hospitales. En adelante el sufrimiento de los hombres ser a el camino para la construcci on del conocimiento; pero, aunque el sufrimiento est e siendo focalizado, la meta ser a la b usqueda de ese conocimiento positivo. Todav a nos estaremos moviendo en el ambito de la generalizaci on o, mejor dicho, en el a mbito de una b usqueda generalizante. Es un sufrimiento, un cuerpo, que se muestra a un saber; todav a no estamos en el ambito de la proximidad y de la continuidad, donde un sufrimiento individualizado se muestra a un saber particularizado. Por medio de la continuidad ganan espacio
los indicios, lo menor. Lo particular de cada caso adquiere fundamental importancia para la explicaci on de la enfermedad. Cada s ntoma va a ganar sentido al ser colocado en el contexto donde se produce, en la particularidad del contexto familiar y comunitario y, tambi en, en la particularidad de la relaci on terap eutica donde es decodicado. As , la continuidad permite la generaci on de lazos afectivos entre m edicos y pacientes que se maniestan en la modalidad de las interacciones que se viven dentro de los consultorios. En una de las consultas que observ e en el servicio de medicina de familia del hospital privado de la ciudad de Buenos Aires, Maria, una m edica de familia, recibi o a Luisa, una paciente a quien, por las diferentes entradas al campo, encontr e en tres ocasiones. En la primera consulta la paciente entr o diciendo que hab a engordado mucho, habl o de cerca de 15 kilos, pero r apidamente comenz o a hablar de los kilos de la hija, que era obesa y que estaba en tratamiento por bulimia. La mujer le dijo a Mar a: yo quer a venir a decirte que estaba re-bien, pero no puedo, me agarr o una gripe con mucha mucosidad. Cont o que hab a ido a ver a otro m edico, quien le dio un remedio que la descompuso. La m edica le dijo, leyendo la caja del remedio: lo que te dio es bueno, pero algo fuerte. La paciente le respondi o: no te llam e porque no quer a molestarte, pero yo te llamaba porque vos me dabas conanza. Hasta acordamos ver a la Psic ologa y me hizo bien. Me acuerdo de Leo y no me escapo. Entonces quiere decir que est as mejorando, haciendo muchos progresos dijo la m edica, y Luisa respondi o: Si, pero estoy con muchas n auseas, pasando de este modo de una queja a otra. La m edica sali o luego del consultorio y le pidi o a la paciente que me contara su historia, ya que yo no sab a qui en era Leo. Me cont o que era su hijo, epil eptico, que hab a muerto ahogado en la piscina de la casa cuando ten a 18 a nos. En el momento de la consulta hab an pasado dieciocho meses desde el accidente. La hermana de Leo, entonces de 16 a nos, era quien hab a limpiado y llenado la piscina. La paciente dec a que su hija, en algunos momentos, comentaba que si no hubiera llenado la piscina nada habr a sucedido; sin embargo, seg un la opini on de la
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m edica, ese pensamiento era de la madre y no de la hija. Poco tiempo despu es de la muerte del hijo la paciente se hab a enterado que el esposo ten a c ancer de est omago. Luisa y su esposo se pusieron de acuerdo en ocultar la verdad a los otros dos hijos del matrimonio. Ella entonces hab a empezado a tener dolores en el est omago. Sin embargo la m edica, conociendo la historia familiar, no le pidi o una endoscopia a n de ahorrarle las incomodidades de ese examen y la mujer fue a otro centro de salud donde otro m edico s se la hizo. Conocer la historia familiar y la historia de Luisa era encuadrar sus s ntomas en una somatizaci on, algo que la paciente no aceptaba. Los resultados de la endoscop a no revelaron ninguna anormalidad; acto seguido la paciente volvi o a ver a su m edica y reconoci o que estaba somatizando. Cuando describ a su dolor en el est omago, la paciente refer a la aparici on de un sudor fr o que lo acompa naba, con dolores en los brazos e imposibilidad para moverse. Por otro lado, no pod a hablar de lo que hab a pasado con el hijo. Entonces ella y la m edica decidieron el inicio de una terapia. Meses despu es (momento de la consulta que observ e) la paciente visitaba a Mar a para decirle que estaba mejor y para llevarle unos regalos. En la segunda consulta, la m edica le pregunt o c omo andaba y Luisa le dijo que m as o menos, que hab a estado de vacaciones en Brasil, pero que no hab a podido disfrutar mucho porque estaba tomando unas pastillas para la presi on que la dejaban con una ojera en todo el cuerpo. Le pregunt o a la m edica si opinaba que por efecto de las pastillas ella iba a tener dolor de est omago, y recibi o como respuesta: No, digo que podr as tener algunas molestias, pero no las suspendas. Al comienzo de la tercera consulta con Luisa, la m edica me dijo: viste a qui en vamos a ver ahora? Si, ya vi, respond . Y ella me se nal o: son pacientes psiqui atricos que no asumen que lo son. Le ped unos an alisis, vamos a ver. Los an alisis estaban bien, s olo hab a aumentado un poco el peso, de lo que Luisa responsabilizaba al aumento de la dosis de un medicamento (Ri-
botril) , que la dejaba muy mareada. La consulta deriv o al tema de su enfermedad ps quica. Luisa dijo, abriendo el di alogo: cu anto me cuesta creer que sea ps quico y no f sico, pero tengo evidencia de que es as . Yo le dec a al psiquiatra que no sab a que despu es iba a volver a tener. A lo que su m edica respondi o: Luisa, eso no se cura, es como tener presi on alta, es cr onico y vas a tener que tomar medicaci on toda la vida. Luisa le respondi o entonces: estoy medio bajoneada por eso. La m edica termin o: y es jodido que te diga que no tiene cura, pero es as . En este ejemplo vemos c omo la m edica insisti o para que la paciente asumiera las caracter sticas ps quicas de la enfermedad. Esa insistencia se justica a partir del conocimiento derivado de la continuidad, de la proximidad. El m edico, que no conoc a la historia de somatizaciones de Luisa, le hizo la endoscopia, Mar a, en cambio, asoci o los s ntomas a una cuesti on psi. La epistemolog a integral que guiaba los pasos de Mar a le permiti o que, sin dejar de atender las cuestiones som aticas, fundamentara parte de sus decisiones en una lectura psicol ogica de los s ntomas. La segunda consulta, observada en el servicio de medicina de familia del hospital escuela de R o de Janeiro, nos permite ejemplicar c omo los s ntomas son le dos en contexto de un paciente particular y nos muestra, a su vez, c omo una relaci on de continuidad m edico-paciente no siempre deriva en una relaci on amable. El paciente, un hombre de unos 60 a nos, entr oa la consulta reprochando a su doctora que lo hab a mandado a hacer fuera del hospital un examen que hacen tambi en dentro de el. Llev o algunos ex amenes, una ultrasonograf a abdominal entre ellos, para que los analice y aun deb a hacerse otros dos ex amenes despu es de la consulta. El paciente le dijo que cre a que el examen de sangre no deb a indicar nada anormal porque no estaba comiendo nada, a lo que la m edica responde: olha, o colesterol est a um pouco alto e os trigliceridios tamb em. El tono en que lo dijo me permiti o interpretar la situaci on como una devoluci on del reclamo que el paciente le hab a hecho en el comienzo de la consulta. El paciente se quejaba de un ardor total
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en todo el costado derecho; la m edica le dijo a lista do senhor e grande y el respondi o eu quer a acabar com todo isso mas e imposs vel. La m edica continu o con el reproche: o problema e que o senhor continua procurando muitos m edicos y el paciente: ent ao vou deixar de vir aqui. Por que aqui? dijo la m edica. La conversaci on parec a desarrollarse en tono de chiste, pero demostraba que exist a entre ellos un conicto. O que o senhor faz de bom?. Do que o senhor gosta?, esas preguntas intentaron romper con la secuencia de agresiones. Gosto da boa comida respondi o el paciente. E o que e que est a incomodando agora?, A toss dijo el. El di alogo continu o: Como e a dor de cabec a?, n ao e dor de cabec a respondi o el paciente y la m edica le replic o: ent ao para que voc e quer ir ao m edico neurologista se n ao tem dor?, Eu quero saber o que o senhor acha que eu tenho a ? respondi o. O senhor quer outro a exame para saber?, E, eu deixo tudo isso. E o que e que o senhor acha que tem ai, que outro exame o senhor quer?. El paciente respondi o: De cinco meses para atr as peguei tudo isso, se voc e me da um rem edio para isso tudo, est a tudo bem?. Eu sinto o lado direito como se uma bala estivesse amassando; pode parecer que n ao, mas eu sinto. La m edica dijo: ningu em est a dizendo isso, A senhora n ao diz que eu gosto muito de m edicos?. Eu quero saber que tipo do sangue tenho. E para que voc e quer saber?, Para saber dijo. En un momento en que la m edica estaba escribiendo algo en la historia cl nica, el paciente me dijo: que coisa triste que e a velhice, muita coisa aparece. Yo respond mas tamb em tem coisa boa. Entonces la m edica dijo: eu quero que voc e tenha uma coisa que voc e goste y continu o vou conversar com os outros m edicos e vou rever seu prontuario. Le tom o la presi on y antes de que terminara el paciente le pregunt o: est a cuanto?. Lo auscult o. El paciente me dijo: la u nica m edica que da atenc ao e ela y ella respondi o mas voc e n ao me ouve. Un reclamo m as.
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Comenzaron a despedirse y la m edica dijo dia 7; el: estarei aqui. E os rem edios para a dor?. La m edica respondi o: Eu n ao vou dar outro rem edio. Vou conversar com o psiquiatra para ver se voc e precisa tomar antidepressivos. Esta consulta nos permite ver c omo la continuidad puede derivar en relaciones caracterizadas por la tensi on. Durante toda la consulta el paciente y la m edica intercambiaron reproches y descreencias al mismo tiempo que elogios. Por parte del paciente, el reproche se derivaba de la sensaci on de que la m edica no cre a que el tuviera dolor, raz on por la cual visit o a otros m edicos; la m edica por su parte, le recriminaba la visita a otros m edicos, no porque leyera esas Inter-consultas no-autorizadas como una desautorizaci on hacia su pr actica, sino porque el hecho de ver a tantos m edicos multiplicaba los estudios y las voces autorizadas que escond an la voz de ella. Esta relaci on m edico- paciente se daba en el marco de una b usqueda del paciente de un saber sobre su mal, b usqueda que la m edica encontraba in util, raz on por la cual el paciente entend a que ella no cre a en su dolor 11 Al nal, cuando la m edica no acept o darle remedios para aliviarlo, nos encontramos nuevamente con un s ntoma le do a partir de la relaci on de continuidad; no acept o darle remedios porque la interpretaci on que ella hizo del dolor y de los males que el paciente sufr a es que aparec an como un producto de la sensaci on que ten a de que la vejez es una cosa triste porque viene con muchas cosas , lo que conlleva una b usqueda sin n del origen de esas cosas, las que, por su propia caracter stica de ser sin n, ocasionan dolor. El an alisis de su paciente es realizado en base a su relaci on con el, los s ntomas son incluidos en la historia del paciente, en su cotidianeidad. Boltanski (1993) al trabajar la introducci on de la piedad en la construcci on de las pol ticas humanitarias, resalta la consecuencia de que esto llevar a a la necesidad de tomar el sufrimiento a distancia; en este sentido, la piedad
Le Breton escribi o sobre el tratamiento de los pacientes hipocondr acos, que el paciente piensa que si el sufre es porque alguna cosa tiene, como puede armar entonces que no tiene nada, sino para poner en duda su palabra(1995: 49).
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establecer a una distancia entre el sufrimiento de unos y la perspectiva contemplativa de otros. Boltanski expresa que la distinci on entre la piedad y la compasi on se establecer a por la introducci on de esa distancia, que permitir a la posibilidad de la generalizaci on. La compasi on se dirigir a a lo singular, a los seres singulares que sufren, sin buscar desarrollar capacidades de generalizaci on (Boltanski, 1993: 19). La compasi on nos colocar a en el nivel de los individuos, en el reino del lenguaje no verbal y de las expresiones corporales, de los indicios, de lo menor. Nos colocar a en el ambito de la proximidad y de la continuidad. La piedad, a diferencia de la compasi on, buscar a generalizar y, por esa raz on, establecer a una distancia entre el que sufre y el que observa el sufrimiento; pero esta distancia no puede ser tanta como para que pierda de vista los casos singulares que le dieron origen. En ese sentido, la piedad necesitar a de la proximidad de la observaci on, es decir, que los que sufren est en pr oximos a los que no sufren aunque, al mismo tiempo, debe conservar una distancia que le permita la generalizaci on. Podemos pensar que el pasaje de la compasi on a la piedad, o el pasaje de lo particular a lo general y viceversa, est a permanentemente puesto en juego en la pr actica m edica. Desde el momento en que el sufrimiento fue objeto del discurso m edico, cuando los m edicos se posicionaron frente al lecho del enfermo y establecieron el pasaje de un sufrimiento particular introduci endolo en un discurso generalizador como es el saber m edico, se estableci o un pasaje de la compasi on a la piedad, pasaje que habr a dado lugar a ese reproche de deshumanizaci on de la medicina. La medicina de familia, al situarse en el a mbito de lo particular, al centrar su b usqueda en las particularidades del sufrimiento del paciente, en la historia del paciente, intenta realizar el pasaje inverso. Podemos observar ese pasaje hacia la historia del paciente, hacia la compasi on o hacia lo particular en la primera consulta, cuando Maria, la m edica, analiza el dolor de estomago de la paciente en relaci on a su historia personal y a causa de ese conocimiento no solicita la endoscopia. Tambi en es posible observar el enfasis en lo particular, en la proximidad en la consulta
observada en el servicio del hospital de R o de Janeiro; esa proximidad, al mismo tiempo en que genera el conicto, permite entender las conexiones entre la queja y el dolor del paciente. Este pasaje hacia lo local es una consecuencia de la continuidad, ya que es esta la que posibilita que se genere el compromiso entre el m edico y el paciente, y que las enfermedades se inserten en el contexto familiar y comunitario.
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se relacionaba con la peste. Estos dos modelos tienen como objetivo instaurar una vigilancia constante sobre los individuos y las ciudades. El espacio, en adelante, ser a un espacio recortado, dividido y controlado. Estos modelos, a partir del siglo XIX, se unir an estableciendo el poder disciplinar de las instituciones psiqui atricas, hospitales y prisiones; este poder disciplinar encontrar a una gura arquitect onica en el pan optico. El principio del pan optico es ver sin ser visto: unidades espaciales que permiten ver sin parar y reconocer inmediatamente. El recluido es visto pero el no ve; objeto de una informaci on, jam as sujeto de una comunicaci on (Foucault, 1989: 204). La masa confusa, colectiva es cambiada por una colecci on de individualidades separadas. Por eso el pan optico tiene por efecto que los detenidos se hallen insertos en una situaci on de poder de la que ellos mismos son los portadores (Foucault, 1989: 204). Y posteriormente expresa: es capaz, en efecto, de venir a integrarse a una funci on cualquiera (de educaci on, de terap eutica, de producci on, de castigo) (Foucault, 1989: 210). El pan optico es un mecanismo de poder individualizante de clasicaci on, capaz de ser utilizado para modicar el comportamiento, de encauzar o reeducar la conducta de los individuos (Foucault, 1989: 207). Con la generaci on de la sociedad disciplinar se produjo una ramicaci on de los mecanismos disciplinares, una desinstitucionalizaci on de la disciplina; as , las disciplinas masivas y compactas se descomponen en procedimientos exibles de control, que se pueden transferir y adaptar (Foucault, 1989: 214). En la conguraci on de esa sociedad disciplinar la medicina siempre habr a jugado un importante papel, pero es en el momento en que esta se asocia a ideas provenientes del ambito de la salud p ublica cuando es m as f acil establecer relaciones con los diferentes modelos de lucha contra las enfermedades. Estos son los casos en los que la medicina de familia se practica en programas estructurados con la idea de area de inuencia y de poblaci on adscripta. Esto quiere decir que cada m edico tiene un grupo poblacional de un a rea determinada de la cual es responsable.
En el programa gubernamental brasile no donde realizamos las observaciones, el municipio est a dividido en tres sectores. Cada sector tiene sus areas de riesgo mapeadas y, siguiendo, aproximadamente, los l mites de las comunidades locales se establecen los m odulos en los que trabajar an cuatro equipos de m edicos (una pareja de m edico de familia y auxiliar de enfermer a). Dentro de cada sector, el m edico de familia tiene la obligaci on de realizar el catastro de todas las casas que existen y de sus ocupantes. El modelo de la divisi on del espacio, que se aplicaba como forma de controlar la peste, est a aqu nuevamente presente; este tipo de implantaci on de los modelos de medicina de familia, llevar an al extremo la idea de reticulaci on del espacio como medio para individualizar los sujetos. Pese a que pone en juego un dispositivo disciplinar por la reticulaci on del espacio, la medicina de familia no opera con el modelo de divisi on binaria, loco-no loco, normal- anormal, peligroso- inofensivo, con que se operaba en las instituciones disciplinarias como asilos y prisiones. En este dispositivo disciplinar la totalidad de los individuos, la totalidad del espacio podr a ser incorporado en la relaci on terap eutica. Es en ese sentido que la epistemolog a de la integralidad derivar a en una visi on pan optica: todas slas dimensiones de la vida social pasan a estar bajo el escrutinio de los m edicos; el pasaje de la enfermedad a la salud, que est a implicado en esa epistemolog a, ampl a la mirada del m edico para todo lo que est a en el espacio, sean individuos o no. El m edico ocupar a el lugar del vig a que est a en la torre del pan optico, pero ya no es una torre que est a en el medio de una estructura desde la cual se puede ver todo y no ser visto: ahora ser a una torre m ovil que va hasta el que precisa ser controlado y visto a n de recordarle que est a siendo controlado. Podemos trazar diferencias con el pan optico porque, a diferencia de este, en el caso de la medicina, la efectividad est a en relaci on con que el efecto de control lo realice el m edico. Si el pan optico despersonaliza el poder y cualquier individuo hace funcionar la m aquina (Foucault, 1989), en el caso de esta relaci on terap eutica del m edico y del paciente es el m edico quien hace funcionar el control.
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La armaci on anterior no pierde validez aunque sea posible reconocer que hoy el cuidado de la salud es una cuesti on que est a, sobre todo en la medicina de familia, compartida entre el m edico y la comunidad. Esta expansi on pan optica se explicita tambi en en las tem aticas que son abordadas en las consultas de consultorio. Si la visi on es integral, el m edico debe saber todo sobre el paciente y la explicaci on para una enfermedad puede provenir de cuestiones psicol ogicas, o de una problem atica social. As , nos encontramos con una embarazada que padec a s lis y no quer a tratarse porque, seg un la m edica, priorizaba la relaci on con su marido al embarazo; conclusi on que hab a dejado irritada a la m edica y hab a impedido una consulta que esclareciese las posibilidades de tratamiento 12. Nos encontramos con el desmoronamiento de un proyecto de vida y de un modelo de educaci on - fui criada para ter uma fam lia certinha expresaba tiempo despu es la paciente, que hab a acudido a la consulta en relaci on con un problema de obesidad y depresi on iniciados hacia el n de su matrimonio. Si bien la paciente establec a una relaci on entre sus problemas f sicos y su autoestima, era la m edica quien conrmaba la relaci on entre los problemas que se maniestaban en el cuerpo y la situaci on familiar de la paciente. 13 Como consecuencia de esa ampliaci on de la visi on del m edico, ingresan en la consulta los problemas de relaci on de parejas, como el de la mujer que era la amante de su ex-marido. Ten a dos problemas f sicos: una anemia cr onica y osteoporosis; sin embargo el problema era otro, seg un se desprendi o de su respuesta a la pregunta c omo and as? cuando entr o. Ella respondi o: Bien qu e voy a decir? Despu es de analizar los ex amenes, la paciente dijo estoy muy mal de a nimo Eso motiv o la pregunta de la m edica: y con el otro individuo? Igual
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Ese igual signicaba que despu es de una separaci on de dos a nos, el marido hab a vuelto a verla para ser amante; se encontraban en la casa de ella cuando las hijas del matrimonio no estaban. Mar a, la m edica, le aconsej o que buscara ayuda psicol ogica pero, como la paciente no ten a dinero para hacerlo, en las consultas con ella siempre se daban esas charlas. Seg un ella, no pod a hablar con nadie de su problema, a lo que Mar a respondi o conmigo s . Despu es del di alogo, donde la m edica intent o levantar la autoestima de la paciente, le tom o la presi on y esta se encontraba alta. Te pusiste nerviosa? le pregunt o y recibi o como respuesta: No, es esta angustia que tengo dentro. 14 Podr a agregar m as ejemplos que muestren esa ampliaci on de los intereses m edicos en las consultas como un resultado de basarse en lo que estoy llamando epistemolog a integral; por esta ampliaci on los m edicos comenzaron a escuchar este tipo de problemas. Pero quiero pasar a un ejemplo de c omo esta epistemolog a integral se maniesta cuando la pr actica es realizada bajo programa (que implicar a la territorializaci on y el empadronamiento de la poblaci on), porque es en esas situaciones donde la idea de una visi on pan optica alcanza su mayor expresi on. Esta expresi on m as acabada se derivar a del hecho de que la relaci on del m edico con el espacio donde la relaci on terap eutica se establece es m as pr oxima. El m edico trabaja en el espacio donde el paciente vive, no es este quien va a visitar al m edico a un espacio diferente, sino que lo visita en el centro pr oximo a su casa o, en la otra posibilidad de modalidad terap eutica, el m edico realiza una visita domiciliaria. Como se trabaja con la idea de poblaci on adscripta y de sector, cuando el m edico va al campo - expresi on utilizada para los momentos en los que se hace la visita domiciliaria - todo lo que observa es fuente de informaci on para el mantenimien-
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Observamos esa consulta en un consultorio del programa gubernamental de medicina de familia en Brasil. La interacci on posterior a la consulta demuestra esa falta de di alogo. La paciente despu es de la consulta se qued o llorando fuera del centro de salud y antes de que la m edica la hiciera entrar para hablar, se va a la casa. Poco despu es el marido lleg o para que le expliquen que hab a pasado, porque la mujer no le hab a sabido explicar. El di alogo de la m edica con el marido y su disposici on a realizar el tratamiento, esclareci o la situaci on, pero ya no pod a resolver el malentendido ocasionado por la imposibilidad de situarse en la posici on del otro. Consulta observada en el servicio ambulatorio de medicina de familia en el hospital escuela de Rio de Janeiro. Consulta observada en el hospital de la ciudad de Buenos Aires.
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to de la salud de su sector, que involucra no s olo a los habitantes, en ese caso sus pacientes, sino tambi en al ambiente - estado de los desag ues, terrenos abandonados con pastizales altos, hacinamientos de personas en viviendas precarias. En una de esas salidas al campo una m edica ten a cuatro visitas marcadas. La primera era u nicamente para conrmar unas vacunas y la paciente aprovech o para mostrar unos remedios que estaba tomando. La segunda visita, el principal objetivo de la salida, era a un paciente que no se pod a desplazar hasta el consultorio. La casa del paciente constaba de tres cuartos, uno de los cuales serv a de acceso a la vivienda, especie de garaje abierto hacia la calle; la separaci on de la casa con la calle se daba por medio de una reja, de modo que era posible desde la calle ver lo que acon tec a dentro de ese ambiente. Este es el lugar en donde se realiz o la consulta. El paciente sufr a de hipertensi on y diabetes y pocos meses antes hab a tenido un accidente cerebro vascular. La visita se realiz o en la primera hora de la tarde, raz on por la cual la glucosa del paciente se encontraba alta. Situaci on que condujo a preguntas acerca de la alimentaci on para ver de d onde proven a ese valor alto. En tanto se daba ese di alogo, entr o la vecina de enfrente con su hijo, que ten a catarro. Mientras la m edica auscultaba al chico, el paciente me cont o que el nunca antes hab a ido al m edico pero que, al tener un accidente en el tend on de Aquiles, le entr o la diabetes y despu es tuvo el ACV. Antes de ingresar en la casa del se nor, la m edica le hab a preguntado a una vecina, desde dentro del auto, c omo andaba, y la paciente hab a respondido: m as o menos. Cuando est abamos saliendo de la casa del paciente diab etico la mujer vino hasta el auto y le pidi o que le tomara la presi on, porque estaba sintiendo fr o y sudoraci on. Volviendo hacia el centro de salud, entramos en una casa de cuartos de alquiler; cada cuarto, que era completamente oscuro, ten a su ba no y su aparato de cocina. Golpeamos en dos cuartos, nadie estaba en casa y salimos. El comentario de la m edica fue que la primera vez que entr o se hab a quedado pasmada por la forma
en que viv an; hizo comentarios, adem as, sobre el basural que se estaba formando frente a la casa y sobre el caballo que estaba pastando en ese lugar (lo usaban para recolectar papeles en la calle, que era la fuente de ingresos). Posteriormente, visitamos otra casa a la que se entraba bordeando un peque no arroyo de agua pr acticamente estancada, que tambi en suscit o comentarios al respecto; nalmente, en la calle nos cruzamos con una mujer joven que hab a consultado el d a anterior acerca de la toma de anticonceptivos. La m edica le hab a prometido que se los iba a conseguir y ese d a le avis o que ya estaban esper andola. Esta salida es un ejemplo de c omo la mirada m edica fue ampli andose desde estar centrada en el cuerpo, en la enfermedad f sica, hasta el enfermo y el espacio que lo rodea. Esta expansi on pan optica de la mirada de la m edica que sale al campo tiene por objetivo el control del proceso de salud enfermedad, que necesita del trabajo conjunto de la comunidad para lograrlo. Est a claro para todos, pero tambi en est a claro para ella que es la responsable - al menos frente al programa del que forma parte.
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como ya empezamos a ver en los ejemplos de consultas - y, por otro, que el m edico debe evitar rotular al paciente. Esto signica que tiene que aceptar el no saber, al menos temporalmente, de lo que el paciente sufre. 15 Evitar rotular es no colocar un nombre a la queja del paciente, porque eso llevar a a que se lo trate de acuerdo a ese r otulo, ya que poner un nombre implica asignar una identidad que conlleva una forma de actuar (Bourdieu, 1985: 81). Pero si el no rotular desde la visi on de los m edicos puede ser una cosa positiva por el hecho de no encasillar al paciente en una gnoseolog a m edica, desde el punto de vista del paciente la cosa es completamente diferente. Es posible armar que el paciente tendr a frente a su enfermedad una actitud existencial, con esto quiero decir que el saber que el procura es para solucionar un problema que signica un corte en su vida; este problema involucra a toda su persona y su existencia y por esta raz on necesita de respuestas. El m edico, pese a que tambi en busca respuestas, tiene una actitud se podr a decir m as cognoscitiva que le exige prudencia y paciencia para resolver el problema que el paciente le plantea. La relaci on de cada uno con la enfermedad es completamente diferente, no s olo en t erminos de urgencia sino tambi en en t erminos de lo que representa esa enfermedad. La primera consulta que quiero acercar como ejemplo la observ e en el ambulatorio del hospital de R o de Janeiro. La m edica era una residente y estaba siendo ayudada por su supervisor. Por su parte, la paciente era una mujer de mediana edad quien, durante el n de semana anterior a la consulta, hab a comenzado a sentir dolores en la espalda y en la cadera que se expand an hacia la pierna. Se automedic oy mejor o. Se quejaba adem as de que se le hinchaba el cuerpo y de su presi on, que est a un poco alta, por lo cual tambi en tomaba remedios, seg un inform o. La m edica le pregunt o si hab a hecho alg un esfuerzo diferente durante el n de semana y la paciente respondi o que no. Le fue haciendo las preguntas y anotando en la historia cl nica. Se15
guidamente le pregunt o si orinaba normalmente y qu e era lo que estaba comiendo. La mujer le respondi o que no com a mucho, aunque igualmente no adelgazaba, por lo que m edica le pregunt o si se sent a ansiosa por alg un motivo, que eso podr a inuir. Cuando entr o el supervisor, la residente le explic o los problemas y agreg o que despu es de tomar Piroxican a la mujer se le hab an pasado los dolores. Por su parte, la paciente expres o que el dolor hab a sido insoportable y que despu es se le hab a pasado. El supervisor le hizo las mismas preguntas que la residente: si hab a hecho un mal movimiento y si la orina estaba diferente. Como era un cuadro que se ven a repitiendo, el supervisor le dijo: temos que ver porque se est a repitiendo esse cuadro. N ao sei; Entonces la paciente responde: Ah, n ao doutor, essa n ao. H a 5 anos que ningu em me diz nada. El m edico le dijo: Bom, isso n ao vai te matar; doenc a grave e a que incomoda. N ao e AIDS, n ao? pregunta la paciente. Voc e est a com essa preocupac ao?. Estou dijo ella. Por qu e? N ao sei se meu companheiro faz coisas fora. N ao, n ao e AIDS. Cancer?, N ao. Por que voc e est a com essas preocupac oes?. Porque ninghem me diz nada. El supervisor se dirigi o a la residente y le dijo: temos que nos centrar nessas preocupac oes y le pregunt o a la paciente: Voc e tem uma vida muito agitada?; N ao, j a tive dijo ella. Despu es de eso el supervisor comenz o a explicarle que el organismo opera como un todo y que las preocupaciones pueden cambiar el equilibrio hormonal. La paciente le pregunt o: voc e acha que essa hinchac ao toda pode ser para avaliar tupor causa disso? Pode ser. E do junto. N ao da para fazer um diagnostico agora le respondi o el supervisor. La paciente manifest o: eu quero saber o que e isso?. Eu tamb em querodijo el m edico. Ella entonces dijo: se me dizem que e nervoso e me d ao para tomar... Y el m edico la interrumpi o: n ao e nervoso. En ese momento la paciente me pidi o que saliera de la consulta, porque quer a hablar
Aunque ese rotular sea un vicio que contin ua operando, recordemos a la somatizadora o al hipocondr aco.
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una cosa a solas con la m edica. Cuando termin o la consulta, supe que ella no sent a deseo sexual desde hac a m as o menos un a no. La m edica me dijo despu es: Voc e pegou uma complexa, porque n ao tem uma coisa s o; e mais terceira vez que a veuma coisa din amica. E jo e sempre com os mesmos sintomas, sempre com o mesmo quadro. Mas ela n ao da uma brecha, n ao associa seus sintomas com suas emoc oes. Ela fala que tem um marido maravilhoso e que a relac ao e boa. Tem placas na aorta, mas os sintomas pelos que consulta n ao tem relac ao com isso. Como notei uma zona sens vel na parte de ves cula lhe pedi uma endoscopia. Tamb em como para que salga com alguma coisa na m ao. El reclamo de la paciente se deriva del hecho de que ella necesita de informaci on para calmar una sensaci on de incertidumbre que no tiene un valor metodol ogico sino que es una fuente generadora de ansiedad, de miedo y de descreencia (si no le dicen no es que no saben, sino que no le quieren decir). Ella reclama un nombre para su enfermedad, un alivio para su pena nos dice Le Breton (1995: 49), por eso la aceptaci on metodol ogica de la incertidumbre es doblemente dolorosa. En la consulta siguiente, observada en el servicio de medicina de familia del hospital en la ciudad de Buenos Aires, el reclamo del paciente proven a no de una falta de informaci on sino de un exceso. Esa abundancia de informaci on deriv o en un sentimiento de incertidumbre, porque lo que el paciente perdi o fue la certeza sobre su estado de salud. El m edico acept o esa incertidumbre como parte del proceso de tratamiento. El paciente era un hombre de 53 a nos, profesional liberal que consultaba por varios problemas, entre otros por c ancer de pr ostata. Cuando entr o a la consulta le dijo al m edico: tengo varias novedades- Me imagino, le respondi o el m edico. Comenz o diciendo que del chequeo hab a surgido un problema de bloqueo de una coronaria y que ten a un problema en la pared del ventr culo izquierdo, pero que los cardi ologos le hab an dicho que no iba a tener riesgos. El paciente dijo al m edico: mire Doctor, yo no tengo s ntoma de nada, no s e c omo vine a caer en todo esto. El m edico, que pare-
ci o no escuchar, le pregunt o: Con respecto a la pr ostata qu e hay?. El paciente comenz oa decir que le quer an hacer otra punci on, pero que el hab a decidido que no se la iba a hacer, a lo que el m edico inquiri o: C omo sigue la historia entonces?. El paciente le respondi o que no sab a, pero que como el ndice hab a arrojado valores buenos, el hab a decidido no hacerse la punci on, y seguidamente expres o: Mire, yo soy v ctima de la informaci on; yo no ten a nada. Yo entiendo lo de la medicina preventiva, pero.... El m edico lo interrumpi o dici endole: usted entiende que el hecho de que no tenga s ntomas no quiere decir que no tenga las cosas. Comenz o a explicarle que hay enfermedades que no dan s ntomas y le pregunta: no va a seguir viendo al onc ologo? El paciente le respondi o que los controles se los va a seguir haciendo. Acto seguido el paciente le mostr o los resultados de unos an alisis, le dijo que no estaban completos y le pregunt o me puedo hacer unos completos?. Se quej o de un dolor en la nuca y le pidi o si no pod a tomar algo o pasarse un gel, a lo que el m edico le respondi o: un gel s , para tomar no porque vamos a pasar el dolor de un lugar para otro. Cuando el paciente sali o de la consulta el m edico me dijo: estaba an arquico y lo entiendo, se siente atacado por el sistema y se deende. En esta consulta el paciente se queja, no por un dolor cr onico que acab o ti nendo toda su existencia, propiedad que Le Breton adjudica a ese tipo de dolor (1995: 29), sino por la ansiedad que le despierta el estado de incertidumbre. Este estado de incertidumbre es productor de dolor, no de un dolor f sico relacionado a una alteraci on org anica - en su caso no tiene s ntomas, no ten a nada hasta que los m edicos le informaron - sino que es un dolor existencial, que involucra al individuo como un todo. Lo que motiva la queja es la demanda de signicaci on que est a en juego en toda relaci on terap eutica, el sentimiento de que el m edico tiene una respuesta para el sufrimiento del paciente.
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A modo de conclusi on
Eric Galam, un m edico de familia franc es que se autodene como un m edico de ciudad, escribi o en un art culo sobre un pensamiento que lo persegu a en los comienzos de su pr actica: Ah, cu ando ver e mi primer S ndrome de Cushing! Cu ando sospechar e y diagnosticar e mi primer Parkinson! Ah estar e contento conmigo mismo, habr e justicado mis largos a nos de estudio. Podr e concretar las conductas a seguir que conozco bien (...) Cansado. Mis pacientes eran todos espasm odicos, nerviosos, fatigados o simplemente viejos (Galam, 1996:80). No quiero decir que todos los m edicos de familia tengan el mismo tipo de sentimiento que Galam tiene en relaci on a sus pacientes, ya que en las consultas que nos han servido de ejemplos se puede percibir la complejidad de los problemas que los pacientes presentan cuando visitan a los m edicos de familia. Lo que quiero expresar con esa frase es que la gran mayor a de los pacientes que consultan m edicos de familia podr an ser considerados funcionales (Le Breton, 1995: 46), lo cual quiere decir que no tienen una enfermedad 16 y que estas enfermedades se pueden o no manifestar anat omicamente. Esto se manifest o claramente en las consultas observadas: dolor de est omago acompa nado de problemas ps quicos, dolor de cabeza que complementaba con valores descompensados en el an alisis de sangre, presi on alta asociada a dolores en la espalda y la cadera que se expand an hacia la pierna. Como un modo de tratar a estos pacientes funcionales en toda su complejidad es que la medicina de familia habr a desarrollado esa epistemolog a de la integralidad, intentando as separarse de las explicaciones biologizantes. La necesidad qued o planteada desde el momento en que estos m edicos comenzaron a percibir que la biolog a de sus pacientes dialogaba con el contexto social y comunitario y, sobre todo, con su psiquis.
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No quise adentrarme, en este trabajo, en la discusi on de c omo ese modelo bio-psico-social podr a representar la imposici on de una visi on psicologizada del sujeto en contextos en los que encontrar amos otro tipo de visi on de mundo, tem atica ya trabajada, entre muchos otros, por Ropa (1983), Duarte (1986, 1994) y m as recientemente por Caretta (2002); o de c omo esos distintos componentes del individuo son diferentemente valorizados, por lo que lo biol ogico continuar a sobrescribiendo lo social y psicol ogico (Camargo Jr., 1997). Partiendo del presupuesto de que esa epistemolog a de la integralidad se encuentra en la base de la pr actica de la medicina de familia y de la imposibilidad de renunciar a ella, porque de ah deriva su identidad y la posibilidad de posicionarse diferencialmente respecto del modelo biologicista de la biomedicina, me propuse realizar un an alisis que podr a llamar de adentro, en el sentido de no cuestionar las consecuencias de la universalizaci on de una visi on psicologizada e individualizada de la persona, sino de analizar las consecuencias pr acticas de tres de las caracter sticas fundamentales de esa epistemolog a, que positivamente o negativamente producen sus efectos en las relaciones m edico-paciente. De este modo, podemos decir que la continuidad permitir a una mayor proximidad del m edico y del paciente, lo que traer a un di alogo m as productivo entre ellos derivado del conocimiento generado en la cotidianeidad de la relaci on. Este movimiento lo denimos como un pasaje de la piedad a la compasi on; sin embargo, puede ocurrir tambi en que, cuando el m edico no consigue realizar ese pasaje, la continuidad no arrojar a los resultados comentados anteriormente, tal como ocurri o en el ejemplo de la m edica del hospital escuela de R o de Janeiro. La condici on de integral de la medicina de familia acarrear a, por un lado, una superaci on del biologicismo de la biomedicina, lo cual permitir a que otras preocupaciones de los pacientes consigan entrar en el espacio de la consulta; pero, al mismo tiempo, esa b usqueda de un en-
Quiz as sea por esos pacientes que la clasicaci on internacional de enfermedades - nuevo intento de disminuir las manifestaciones de la individualidad sobre el saber m edico? - contenga un cap tulo S ntomas y s ndromes mal denidos.
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foque integralizador estar a generando una expansi on pan optica de la mirada m edica, dando al m edico el poder de hablar sobre nuevas dimensiones de la vida cotidiana que anteriormente se resolv an fuera de las consultas (inclusive cuando se exige del m edico respuestas que muchas veces, como demostramos con nuestras observaciones, exceden sus posibilidades de respuestas). La epistemolog a integral, de este modo, se
presentar a como un arma de doble lo que tensar a, a un m as, las relaciones entre m edicos y pacientes y tambi en entre las medicinas y las sociedades puesto que, si bien permitir a explicar algunas enfermedades y sufrimientos de pacientes que la biomedicina no consegu a explicar, posibilitar a, al mismo tiempo, un refuerzo en el proceso de medicalizaci ondisciplinarizaci on de la sociedad.
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Abstract
In this work we have proposed to explore the experiences of a group of returned exiles and ex-political prisoners, paying attention to the meaning that they themselves assign to their (re) appearance in the Argentinian society inside the context of the so-called democratic transition. It is these actors who have clearly expressed perceptions about their experience in the political militancy during the 60s and 70s and on the estate and para-estate persecution that contrasts some hegemony categories coined in the memory elaboration process about the last military dictatorship (1976-l983). Among these categories the one referred to as victims of estate terrorism has condensed a series of questions on the part of our interlocutors about how to report their experiences, what reminds us that to remember from the time being is part of a complex historical process with implications regarding the future. Key words: survivors, memories, silences, estate terrorism, democracy.
Introducci on
El presente trabajo surge de nuestras mutuas
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inquietudes en torno a las voces de sobrevivientes del terrorismo estatal y para-estatal de la d ecada del setenta en Argentina y a la posibi-
Doctoranda en Antropolog a, FFyL-UBA. brenda@disegnoencendido.com.ar Doctoranda en Antropolog a, FFyL-UBA. ana gugliel@yahoo.com.ar Recurrimos a la categor a de exiliado retornado y a la de ex presa pol tica con nes descriptivos para referirnos a sujetos que han transcurrido experiencias de exilio-retorno y/o prisi on-excarcelaci on por motivos pol ticos. Vale se nalar que, si bien las personas entrevistadas han estado exiliadas en diversos pa ses (Italia, Espa na, M exico, etc.) o detenidas en diferentes lugares (centros clandestinos de detenci on y/o prisiones de m axima seguridad), comparten haber estado exiliadas en Suecia o detenidas en el penal de Villa Devoto durante un tiempo prolongado. Aunque nuestros interlocutores no necesariamente se autoadscriben a partir de tales categor as, las mismas han resultado pertinentes para poder dar cuenta de algunos efectos de la represi on ejercida por la u ltima dictadura militar argentina sobre sus trayectorias personales. Para mayor informaci on v ease Guglielmucci, Ana (2003) y Canelo, Brenda (2004). Quedan excluidos de este an alisis otros actores tambi en afectados por la represi on estatal y para-estatal durante la d ecada del setenta y poco estudiados por las ciencias sociales (exiliados internos, familiares de detenidos-desaparecidos residentes en el interior del pa s, entre otros), pues ello requerir a un trabajo de investigaci on que excede los l mites de este art culo.
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lidad o inter es social -hist oricamente variablede escucharlas. Dichas inquietudes fueron plasmadas en nuestras respectivas investigaciones referidas, una de ellas, a las trayectorias de un grupo de ex presas pol ticas y, la otra, a lo acontecido con algunos exiliados retornados a la Argentina tras la u ltima dictadura militar 3. Tales estudios, adem as de remitir al mismo per odo hist orico y a problem aticas similares, conclu an en reexiones congruentes a las que fuimos arribando por caminos personales y te oricos diferentes. A partir de estos intereses compartidos, en este art culo nos proponemos explorar los sentidos que algunos exiliados retornados y ex presos pol ticos asignan a su (re)aparici on 4en el contexto de la llamada transici on democr atica, entendiendo que tal perspectiva requiere ser contextualizada hist oricamente ya que partimos de la premisa que los signicados dados al propio pasado se relacionan estrechamente con las valoraciones socialmente disponibles para pensarlo 5. Finalmente, considerando que en Argentina las formas ociales de hacer memoria 6 sobre la dictadura se constituyeron en torno a la gura de la v ctima inocente / integral / prepol tica (Catela da Silva, 2000; Vecchioli, 2000; Vezzeti, 2002; Palermo y Novaro, 2003), nos interesa indagar lo acontecido con estos actores ya que han condensado dos aspectos problem aticos para dichas formas ociales de hacer memoria: una historia de militancia que diculta su visualizaci on como v ctimas inocentes, y su
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La (re)aparici on y su contexto
Esperados por a nos, tanto el regreso a Argentina tras el exilio como la salida de la c arcel implicaron para nuestros entrevistados una gran variedad de dicultades supeditadas a su inserci on laboral, acad emica, afectiva y pol tica, entre otras, lo cual se vio acompa nado por una profunda sensaci on de extra neza. Desde su perspectiva, Argentina ya no era el pa s que hab an dejado: en muchos casos sus parejas, familiares y amigos hab an sido asesinados o estaban desaparecidos 7; las condiciones econ omicas generales se encontraban sumamente deterioradas; sus organizaciones pol ticas de pertenencia estaban desmembradas, al mismo tiempo que las modalidades de militancia pol tica y sus lecturas posibles hab an cambiado. De este modo, paralelamente a su (re)aparici on, los sobrevivientes descubr an que las pr acticas de militancia, y especialmente la opci on por la lucha armada, hab an perdido el respaldo social de anta no y que la violencia hab a sido p ublicamente resignicada como algo intr nsecamente negativo. Todo esto acarre o un esforzado trabajo de adaptaci on personal al nuevo contexto. En palabras de una mujer que estuvo detenida en la
Utilizamos el t ermino (re)aparecer para referirnos tanto a la situaci on de salir de prisi on como volver al pa s luego del exilio. Esta expresi on tambi en permite conectar metaf oricamente distintas maneras de desaparecer del espacio p ublico resultantes de las pr acticas represivas estatales y para-estatales de la d ecada del setenta. No obstante esta conexi on, consideramos indispensable no perder de vista la singularidad de cada una de estas experiencias. Asimismo, hablar de (re)aparecer y no de reaparecer sugiere la posibilidad (o no) de emerger en la escena p ublica como actor reconocido, situaci on supeditada a diversos factores, algunos de los cuales intentamos identicar aqu . Las entrevistas que sustentan este trabajo fueron realizadas entre los a nos 1997 y 2001, en el caso de la investigaci on referida a mujeres ex presas pol ticas, y entre 2000-2004, en lo que concierne al an alisis sobre los exiliados retornados. Ambos corpus de entrevistas fueron construidos en vista a la elaboraci on de nuestras respectivas tesis de licenciatura en Ciencias Antropol ogicas (UBA). De acuerdo a Ludmila da Silva Catela las formas ecaces para hablar del problema de los desaparecidos y lograr su reconocimiento como drama nacional fueron construidas a lo largo de los a nos por los familiares de los detenidos-desaparecidos apoyados por periodistas, abogados e intelectuales, entre otros (da Silva Catela, 2000: 74). Formas cuya ecacia se vincular a con su (re)apropiaci on por parte de diversas instituciones estatales que contribuyeron a legitimarlas ocialmente. Junto a dichas versiones coexistir an otras modalidades subterr aneas de entender ese pasado que, resguardadas en canales comunicativos ntimos e informales, tender an a pasar desapercibidas para la sociedad englobante (Pollak, 1989). Esta gura remite a una modalidad represiva implementada por la u ltima dictadura militar argentina, la cual consist a en el secuestro, tortura, asesinato y posterior ocultamiento del cuerpo de los disidentes pol ticos.
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c arcel de Devoto entre 1978 y 1982: La adaptaci on me cost o bastante, pensaba que me iban a llevar. Sent a que me hab a ido del pa s, no entend a de qu e hablaba la gente (...). Al salir no pude hacer ning un proyecto de los que pensaba que har a. Cuando estaba adentro pensaba que cuando saliera iba a ir cuando yo quisiera a comprarme puchos al quioskito de debajo de mi casa, que me iba a duchar tres horas. Cuando sal me qued e sentada en una silla sin poder hacer nada, tuvo que venir mi vieja a decirme que me ba nara. No pod a salir a la calle, se me ven a el techo encima, escuchaba el timbre y pensaba se acab o la visita, dur o bastante. Del mismo modo, un exiliado retornado menciona: (...) es como retornar a un pa s que no existe m as, porque las personas, los pa ses cambian, entonces hay una dicultad muy grande de readaptaci on, hasta en cuestiones simples como el lenguaje, cambian..., cambian el nombre de las cosas, las modas, el modo de decir. Entonces, uno se encuentra un poco extra nado. Como surge de los testimonios anteriores, conseguir un empleo, insertarse en la esfera pol tica 8 y recomponer los lazos familiares y afectivos no result o sencillo para los sobrevivientes de la represi on, sobre todo ante la ausencia de pol ticas estatales que atendieran a sus necesidades cotidianas. Sumado a este tipo de dicultades, tanto la salida de prisi on como el regreso a la Argentina fueron experimentadas por varios de nuestros interlocutores como instancias individuales o familiares disruptivas de procesos colectivos m as amplios que hab an sido desarrollados para afrontar las consecuencias de
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la persecuci on pol tica, el encierro y/o la expulsi on del territorio nacional. Entre estos procesos colectivos podemos mencionar las diversas formas de resistencia organizadas al interior de las c arceles y en el contexto exiliar, que estimulaban la creaci on de lazos comunitarios -no exentos de conictos- frente a las t acticas disciplinadoras, de-culturizantes y despolitizantes implementadas por las fuerzas represivas. Por ejemplo, en la c arcel de Villa Devoto, ante los dispositivos de aislamiento, mujeres que se autoadscrib an como presas pol ticas desarrollaron instancias de discusi on multipartidaria y diversas pr acticas colectivas tendientes a resolver necesidades cotidianas: alimentaci on, vestimenta, educaci on, higiene, comunicaci on con el exterior, donde el afecto jug o un rol determinante 9. En palabras de una de ellas: (...), est abamos juntas, nos ayud abamos, la cosa de no tener prejuicio con los cuerpos, nos abraz abamos, nos agarr abamos de las manos. No por casualidad los milicos un d a dijeron: prohibido abrazarse. Yo creo que en ese momento no tomamos conciencia de lo que signicaba, cu an importante era para que tuvieran que prohibirlo. El afecto y la socializaci on del afecto eran centrales, le amos juntas las cartas, discut amos todo, estudi abamos juntas... Todos los 22 de agosto se homenajeaba a los ca dos en Trelew. Todo se socializaba, se homenajeaba el 8 de octubre, el 1 de mayo. El d a que se iban compa neras les cant abamos, nos ligamos una paliza, pero les cant abamos... . Tambi en los testimonios de los exiliados retornados nos hablan de la relevancia de estos lazos: [En Suecia] se hac an muchos encuentros, porque la situaci on y las motivaciones del exilio eran iguales, porque Latinoam erica
Para gran parte de nuestros interlocutores, los partidos pol ticos tradicionales no representaban una alternativa interesante tanto por el tipo de pr acticas pol ticas que desarrollaban como por su posterior apoyo a las Leyes de Obediencia Debida (1986) y Punto Final (1987) y al Indulto (1990), que experimentaron como dolorosos retrocesos en sus luchas por verdad y justicia. Es importante se nalar que si bien estas pr acticas tend an a unicar al colectivo de las detenidas, se encontraban atravesadas por las respectivas jerarqu as internas correspondientes a cada organizaci on pol tica, condici on de clase y procedencia social.
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era una sola dictadura en esos tiempos no?. As que hab a mucha actividad: el comit e por los desaparecidos chilenos, uruguayos o argentinos, y muchos actos de repudio a las dictaduras. Con relaci on a la desarticulaci on de estas experiencias comunitarias, varias ex presas pol ticas rerieron haberse sentido desnudas al salir de la prisi on. Fuera del grupo y del espacio carcelario que otorgaba sentido a sus pr acticas en tanto pol ticas y permit a la continuidad del imaginario revolucionario, las mujeres sintieron que terminaba una etapa y comenzaba otra llena de miedos y fantasmas, signada por el aislamiento pol tico y el retraimiento personal 10. No obstante su relevancia de anta no, los lazos comunitarios construidos en el espacio carcelario y/o exiliar no fueron recreados al salir de prisi on o volver al pa s. As , en la Argentina post dictatorial, las experiencias de prisi on o exilio no condujeron a la conformaci on p ublica de colectivos de pertenencia basados en las mismas, a diferencia de lo acontecido con otros afectados directos por la represi on, como algunos ex detenidos-desaparecidos. Por el contrario, la reactivaci on de pertenencias en funci on de estos pasados comunes ha sido habitualmente rechazada por sus protagonistas como resultado de situaciones dis miles: un presente renovado, el deseo de ya no sentirse exiliados
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y/o ex-presos, trayectorias personales mutuamente cuestionadas por traicionar valores fundamentales ligados a un tipo de militancia, vivencias diferenciales de estas experiencias o la existencia de otras demandas econ omicas y sociales entendidas como m as fundamentales (como el no pago de la deuda externa, entre otras). As , a excepci on de situaciones puntuales como el impulso de leyes 11, fallos judiciales 12 o hechos p ublicos como las declaraciones de ex represores acerca de su participaci on en los llamados vuelos de la muerte 13, ex presos pol ticos y exiliados retornados no buscaron manifestarse colectiva y p ublicamente en tanto tales. Incluso una de las pocas veces que quisieron hacerlo, como en el caso de las revelaciones televisivas del ex capit an de corbeta Adolfo Scilingo, no pudieron conuir en un documento conjunto que expresara sus puntos de vista al respecto. En cualquier caso, en los escasos reencuentros que tuvieron lugar entre ex-presos y/o exiliados retornados ha prevalecido la necesidad de compartir recuerdos e informaci on sobre el devenir mutuo por sobre cualquier aspiraci on de reconstruir un proyecto pol tico previo. Es decir: dichas reuniones parecieran haber tenido como nalidad subyacente regenerar una trama afectiva donde (re)conocerse mutuamente, m as que reeditar una v a de identicaci on pol tica.
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Para mayor informaci on sobre la organizaci on interna de las detenidas pol ticas en la c arcel de Villa Devoto, v ease Guglielmucci, Ana (2003). Entre otras, el 2/1/92 se promulg o la ley 24.043 y el 28/12/94 se promulg o la ley 24.411, sancionadas por el Congreso de la Naci on. La primera estipulaba indemnizar a los presos que, entre el 6/11/74 y el 10/12/83, hubieran estado detenidos a disposici on del Poder Ejecutivo Nacional o sido juzgados por Tribunales Militares, mientras que la segunda conven a indemnizar a los causahabientes de desaparecidos y fallecidos como consecuencia del accionar de las Fuerzas Armadas. Asimismo, en 1998, el entonces diputado nacional L opez Arias, elabor o un proyecto de ley de Reparaci on al Exilio que tras varias modicaciones ha recibido en marzo de 2005 media sanci on en el Senado. Este proyecto de ley beneciar a a quienes durante el per odo comprendido entre el 6/11/74 y el 10/12/83 hubieran estado exiliados por razones pol ticas, incluyendo a los menores de edad nacidos con anterioridad o en el exilio, que en raz on de la persecuci on de sus padres o tutores legales hubieran debido permanecer forzosamente fuera del pa s. En estrecha relaci on con el impulso de este proyecto de ley se conform o en 1998 la Comisi on de Exiliados Pol ticos (COEPRA) que contin ua actualmente en actividad. Para m as informaci on ver www.cancilleria.gov.ar/exiliados Como el fallo de la Corte Suprema de Justicia de octubre de 2004 que reconoci o a Susana Yofre de Vaca Narvaja el derecho a ser indemnizada por el Estado dados los a nos de exilio. En el a no 1995, el ex capit an de corbeta Adolfo Scilingo reconoci o p ublicamente su participaci on durante la u ltima dictadura militar en los llamados vuelos de la muerte, que consist an en arrojar detenidos pol ticos al R o de la Plata para que sus cuerpos no fueran hallados. Adem as de reconocerlo, arm o que en las mismas circunstancias, como soldado, volver a a hacerlo, lo cual produjo en nuestros entrevistados una profunda sensaci on de impunidad. Reci en diez a nos despu es (2005) Scilingo debi o afrontar un juicio en Espa na en el cual fue condenado a 640 a nos de prisi on por torturar y asesinar a 30 personas.
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De esta forma, tanto las experiencias de c arcel y exilio de los sobrevivientes como sus perspectivas acerca de lo acontecido en el pa s en los a nos setenta (no exentas de fuertes autocr ticas hacia lo actuado por s mismos y por sus organizaciones pol ticas de pertenencia) han tendido a pasar inadvertidas para gran parte de la sociedad. En este punto, resulta pertinente atender a la ausencia de preguntas acerca de su experiencia, recurrentemente mencionada por nuestros entrevistados al caracterizar su (re)aparici on en democracia. Es el caso de un exiliado retornado, quien se nala que al regresar a Argentina: (...) se sab a que eramos refugiados, porque al nal no est abamos tan lejos, siempre por la familia, no est abamos tan lejos de donde hab amos vivido no? Entonces entre el barrio y j ovenes yo notaba que no me hac an ninguna pregunta. Nadie le daba bola no? Nos trataban como... digamos, con toda correcci on, pero ninguno preguntaba, decir: qu e pas o?. O, como evoc o una ex presa pol tica: Yo, cuando sal , (...) sent a que hab a como pactos de silencio entre la gente. Hubo mucha gente muy cercana a la familia que me vino a ver y no me pregunt o absolutamente nada: Hola! Qu e haces? C omo andas?. Despu es de a nos, porque sab an d onde hab a estado. Eso era tan distinto a la c arcel! Vos cuando entrabas hablabas qui en eras, d onde hab as estado, si hab as dicho algo, si ten as culpa, si no... Entonces, era un nivel de comunicaci on... Te mirabas con una compa nera y ya dec as Qu e pasa? Qu e est as pensando?. Todo era realmente sentido.
As , en plena transici on democr atica, los exiliados retornados y ex presos que (re)aparec an percib an en diversos a mbitos (viejas amistades, compa neros de trabajo, vecinos, algunos familiares y ex compa neros de militancia, entre otros) que su presencia incomodaba y que los relatos acerca de sus experiencias no despertaban mayor inter es. En relaci on con este desinter es, en el caso de la problem atica del exilio y del retorno, fue notoria su ausencia en las plataformas de los partidos pol ticos en vistas a las elecciones de 1983 (Dom nguez, 1987; Carsenio y otros, 1988; Jensen, 1998), situaci on que no registr o mayores modicaciones tras la victoria posterior de Ra ul Alfons n, dicult andose as la decisi on de retornar a la Argentina cuando esto comenzaba a tornarse factible 14. En cuanto a los ex presos pol ticos, si bien su problem atica fue incluida en las plataformas de algunos partidos (Partido Justicialista, Uni on C vica Radical, Partido Intransigente, Democracia Cristiana), reci en en 1989 fue dejado en libertad el u ltimo de ellos tras una larga disputa legal que denot o las dicultades y/o desintereses existentes en democracia para resolver causas iniciadas bajo el marco jur dico ileg timo de la represi on estatal de los setenta. Por otro lado, en relaci on con el desinter es mencionado por nuestros interlocutores, cobra relevancia la modalidad que tom o el tratamiento dado en la esfera p ublica a lo acontecido durante el autodenominado Proceso de Reorganizaci on Nacional (P.R.N.), el cual fue predominantemente informativo (Nunca M as -1984) y jur dico (Juicio a las Juntas -1985-). Habi endose priorizado la b usqueda de verdad y justicia, los (re)aparecidos fueron interpelados en diversos tribunales en tanto testigos, que deb an dar testimonio por los que no estaban, mientras que aspectos de su propia experiencia carcelaria y/o exiliar quedaban opacados frente al descubrimiento del horror.
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Si bien en junio de 1984 se cre o un organismo gubernamental - Comisi on Nacional para el Retorno de Argentinos en el Exterior (C.N.R.E.A.)- que ofrec a garant as pol ticas y apoyo econ omico para facilitar el retorno, se se nala que el mismo no diferenciaba entre exiliados pol ticos y emigrantes econ omicos y que era simplemente un organo asesor del Poder Ejecutivo limitado a sugerir pol ticas en el nivel ministerial o legislativo y sin facultad para vericar su cumplimiento (O.S.E.A. m.i.). La C.N.R.E.A. naliz o sus actividades el 31/12/85. En este paraje del Chaco en diciembre de 1976 varios detenidos pol ticos fueron fusilados por el Ej ercito Argentino. Para mayor informaci on v ease Alvarez y Guglielmucci (2002).
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Como ejemplo puede citarse el caso de la esposa de uno de los hombres asesinados en lo que se conoci o como la Masacre de Margarita Bel en 15, quien fue convocada a declarar al Juicio a las Juntas por lo ocurrido a su marido m as all a de que ella hab a estado detenida en forma clandestina, hab a sido torturada y abruptamente separada de su hijo nacido en cautiverio antes de ser puesta a disposici on del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) por las Fuerzas Armadas. Asimismo, parad ojicamente, muchos sobrevivientes convocados a testimoniar sintieron que pod an quedar socialmente inculpados en los procesos jur dicos iniciados, pues los mismos afectaban tanto a las juntas militares como a las c upulas de las principales organizaciones guerrilleras, al mismo tiempo que reavivaban una lectura de la violencia social pasada en clave de dos terrorismos enfrentados 16. Al respecto, vale la pena recordar que la reinstauraci on del sistema democr atico no implic o un quiebre completo en lo tocante a disposiciones tomadas por el P.R.N. (como causas judiciales y pedidos de captura que a un en 1985 segu an en curso) por lo que algunos ex presos y exiliados retornados manten an un estatus legal ambiguo frente al estado argentino a un en plena democracia. En este sentido fue muy importante el rol de algunos organismos de derechos humanos, los cuales dieron asesor a legal a quienes se encontraban en esta situaci on, adem as de brindar contenci on psicol ogica y algunos subsidios econ omicos. Entre ellos se puede mencionar al Movimiento Ecum enico por los Derechos Humanos, Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Pol ticas, el Centro de Estudios Legales y Sociales y la Ocina de Solidaridad con los Exiliados Argentinos 17.
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Respecto a la prensa escrita argentina, hacia octubre de 1983 comenz o a publicar notas elaboradas por exiliados en las que estos intentaban revertir la imagen negativa con que hasta entonces se los asociaba (Dom nguez, 1987). No obstante, siguiendo a Dom nguez (1987), la prensa no se esforzaba por crear condiciones para que el retorno fuera menos traum atico, sino que se limitaba a atender sus aspectos individuales, interes andose u nicamente por el regreso de personalidades importantes como artistas o cient cos. En lo relativo a los ex presos pol ticos, para la misma epoca, se publicaron en algunas revistas de difusi on limitada (como El Porte no o El Periodista) relatos redactados por ellos mismos en los que narraban an ecdotas de la vida en prisi on, a lo que se sum o la aparici on de libros como el de Carlos Zamorano (1984) referido a su trayectoria como preso pol tico. Sin embargo, el inter es period stico hacia la experiencia exiliar y carcelaria declin o abruptamente poco tiempo despu es de la apertura democr atica.
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Esta divisi on del campo social se enmarcaba en una representaci on identicable desde la dictadura (Bayer, 1988; Vezzetti, 2002), conocida luego como la Teor a de los dos demonios. Siguiendo a Vezzetti, los desarrollos m as concretos de esta teor a se produjeron en plena democracia, materializ andose en el Nunca M as y en el Juicio a las Juntas, n ucleos formadores de la experiencia social sobre la u ltma dictadura militar argentina. Desde esta perspectiva, dicha teor a ha condensado la signicaci on de ese pasado en la acci on de dos terrorismos enfrentados (Vezzetti, 2002: 40) cubriendo a la sociedad con un manto de inocencia y ajenidad respecto a lo acontecido. El objetivo principal de este organismo era la reinserci on de los ex exiliados en la sociedad argentina, esto es que dejaran de ser exiliados y fueran, dentro de lo posible, argentinos como todos. (Carsenio y otros, 1988: 16). Lo integraban miembros de diversos organismos de DDHH. Una excepci on en este sentido la constituyen quienes nacieron en el exilio o se exiliaron siendo ni nos, acompa nando a sus padres, que deenden su necesidad de contar su pasado y encuentran m as a menudo situaciones donde hacerlo espont aneamente. Para m as informaci on v ease Canelo, Brenda (2004).
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dos por la angustia de no encontrar una escucha, de ser castigado por lo dicho o, al menos, de exponerse a malos entendidos. Es en este sentido que el silenciamiento de las propias experiencias carcelarias y/o exiliares no puede desligarse de tal ausencia de escucha, raz on por la que sostenemos que cuando nuestros entrevistados silencian su pasado, reproducen a nivel personal el desinter es que perciben por parte de diferentes actores sociales hacia esta parte de su trayectoria de vida. Tales silencios se manifestaron en nuestras investigaciones en formas variadas: rechazos expl citos a ser entrevistados y/o grabados, profundos silencios, cambios abruptos de tema y/o de sujeto de enunciaci on en el curso de las entrevistas (de primera a tercera persona o a sujeto impersonal), entre otras. Por otro lado, junto a este silenciamiento (auto)impuesto, en las restringidas manifestaciones de ex presos pol ticos y exiliados retornados encontramos la referencia impl cita a una jerarqu a de sufrimientos en la que se ubican en una posici on marginal de privilegio(cargada de culpas), diferente a la asignada a los detenidos-desaparecidos, a quienes consideran como m axima expresi on del sufrimiento. Tal categorizaci on ha establecido una distinci on b asica entre los muertos (las v ctimas por antonomasia) y los vivos (sobrevivientes), considerados como testigos fallidos (Agamben, 2000) puesto que nalmente est an vivos. Este lugar que nuestros entrevistados han optado ocupar en tal jerarqu a podr a haber contribuido a que se consideraran inhabilitados para hablar frente a quienes la pasaron mucho peor. Esta sensaci on es actualizada en el relato de una ex presa pol tica, quien indica: Yo empec e a recuperar cosas el a no pasado. Cuando Scilingo empieza a hablar en el 95, se me empieza a enloquecer la cabeza, empiezo a so nar cosas, cosas que no hab a vivido. Como que yo estaba en la ESMA [Escuela de Mec anica de la Armada] cuando yo nunca hab a estado. Pas e mucho tiempo haciendo traducciones al italiano de todo lo que eran las torturas. Torturas que me superaron, de alguna manera yo ligu e bastante poco, porque cuando yo caigo, es-
taba en Coordinaci on Federal la gente que hab a ca do en Monte Chingolo, entonces a m me daban bastante poco. Digamos, a m me queda un ri no n medio mal pero..., digamos, desde le punto de vista de los horrores, a m un horror m as chiquito. Incluso el machismo de los tipos, que a m no me violaron, un machismo benigno. Asimismo, una exiliada que volvi o a Argentina se nala: (...) en esos momentos no me gustaba decirlo-que hab a estado, s , que hab a, no? porque ac a mucha gente la hab a pasado mal, militara o no militara, la hab a pasado muy mal en la Argentina con estos, eh... con este gobierno tan impopular como el de los militares y tan criminal, y entonces no, a m no me gustaba decirlo, porque de alguna manera nosotros eh... la hab amos pasado bastante mejor que muchas otras personas... . Pues bien, tanto la centralidad que la categor a de v ctima inocente adquiri o en las construcciones hegem onicas post-dictatoriales acerca del pasado reciente, como los sentidos condensados en torno a la misma resultan especialmente signicativos al indagar aquellos invocados con relaci on a la (re)aparici on de exiliados retornados y ex presos pol ticos. Vale decir, en el proceso de transici on democr atica diversos actores ubicados en posiciones de poder habr an buscado desligarse de las fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias imponiendo una modalidad novedosa de referirse al pasado por la que, reemplazando las anteriores referencias a una guerra interna y a subversivos, comenzaron a expresarse en t erminos de represi on, terrorismo de estado, militantes j ovenes e idealistas y v ctimas inocentes (Palermo y Novaro, 2003). En este marco, s olo apelando a su inocencia es que los afectados directos por la represi on pod an ser concebidos como v ctimas y quienes mejor respond an a esta gura eran los detenidosdesaparecidos (Vezzetti, 2002). En sinton a con esto u ltimo, Palermo y Novaro han sostenido que en la llamada transici on democr atica
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los militantes revolucionarios no eran sujetos autom aticamente valorados sino que representaban un problema ya que asimilarlos requer a un esfuerzo de contextualizaci on y de (auto)cr tica de las formas de acci on pol tica predominantes en la izquierda y en el pa s en los setenta (2003: 490). As , en los procesos de recordaci on ociales se opt o por prescindir de este problem atico pasado de militancia revolucionaria, despolitizando a los alcanzados por la represi on de forma tal que los sobrevivientes pod an ser llamados a silencio si buscaban recuperar un papel combatiente en la memoria de ese pasado (da Silva Catela, 2000; Vezzetti, 2002: 119). De esta forma, en llamativa concordancia con lo referido por ex presos pol ticos y exiliados retornados, Vezzetti se nala que al quedar en libertad los sobrevivientes de los centros clandestinos de detenci on (CCD): encontraban una sociedad que prefer a no enterarse (...) eran heraldos indeseados y portadores de terribles certezas, o bien, para algunos que empezaban a vislumbrar la terrible extensi on de la matanza, se convert an en v ctimas sospechosas justamente por haber eludido la condena que recay o sobre las otras, las v ctimas integrales, que no sobrevivieron. (Vezzetti, 2002: 187) Intimamente relacionado con lo se nalado por Vezzetti, entendemos que la falta de explicaci on acerca de la supervivencia sirvi o en muchos casos para extender sobre los (re)aparecidos la sospecha de colaboraci on con las fuerzas represivas. Como se nala Pilar Calveiro: Poco importa su resistencia, la habilidad que haya desplegado para enga nar o burlar a sus captores, las solidaridades de las que haya sido capaz. La sociedad quiere entender por qu e est a vivo y el/ella no puede explicarlo. (Calveiro, 1998: 160) Si durante la dictadura se difundi o el lema por algo ser a que desapareci o, durante la transici on democr atica este lema pareciera haber sido reemplazado por el siguiente: por algo ser a que apareci o. Nuestros interlocutores consideran que ese algo por el que los persiguie-
ron e incluso desaparecieron fue su militancia y la lucha por sus ideales, mientras que el algo por el que aparecieron se vincul o m as al azar y a lo inexplicable que diculta, tanto para los otros como para s mismos, la comprensi on de su propia (sobre)vida. De este modo, la supervivencia a la maquinaria de tortura y aniquilamiento ha desconcertado incluso a nuestros entrevistados, quienes en muchos casos debieron sobrellevar, por esto, el estigma de la traici on. Estigma que fue claramente exacerbado por la din amica represiva que explot o una veta de la l ogica inherente a ciertas organizaciones revolucionarias que muchas veces catalogaban como traidor a quien se sal a de los par ametros morales, pol ticos e ideol ogicos jados por las mismas. Par ametros que no siempre eran claramente denidos. Por ejemplo, en el testimonio de un exiliado retornado, se hace referencia a las dicultades existentes tanto para decidir irse del pa s durante la dictadura como para no-retornar en democracia, controversia derivada en gran medida de los mandatos impuestos por algunas organizaciones revolucionarias, los cuales cada vez eran m as cuestionados: (...) hubo momentos en el que se iba era mal mirado por el que se quedaba. A veces, eso se reproduce tanto, hay tanta intolerancia... Cuando nosotros nos volvemos, algunos de los que volv amos puteaban al que se quedaba. (...) Entonces, ten amos que decir: muchachos, nosotros peleamos por el derecho a volver, no por la obligaci on de volver. Es una cuesti on personal, no es que sea mejor o peor. El estigma de traici on se entrecruzaba con un profundo sentimiento de culpa, ya sea por la propia supervivencia frente a la desaparici on y/o muerte de compa neros de militancia, familiares, pareja, hijos, amigos; la disrupci on de lazos familiares (por irse del pa s o estar presos) que dicultosamente pod an ser subsanados; o la toma de decisiones que implicaban abrirse del colectivo pol tico-moral en el cual militaban, entre otros motivos se nalados. Tal como observa una joven retornada del exilio respecto a las discusiones de los entonces adultos asila-
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dos en Suecia: (...) se criticaban determinada actitud pol tica, digamos. A alguno se lo acusaba de que hab a delatado, al otro no. Y tambi en hab a toda una cosa, en muchos militantes, de culpa de irse (...) Pero como que hab a muchos que sent an culpa y muchos que pretend an que el otro sintiera culpa por. . .viste? Como que hab a toda una pelea. Sumado a este sentimiento de culpa, muchos de nuestros interlocutores se rerieron a la persistente existencia de valoraciones sociales negativas acerca de su praxis militante pasada 19, lo cual dicult o su socializaci on en ciertos contextos presentes. Estas valoraciones son explicitadas e impugnadas en el siguiente testimonio de un exiliado retornado quien, simult aneamente, enfatiza su posicionamiento como protagonista m as que como v ctima de la historia: Con respecto al pasado, quienes hemos sido, de alguna manera, protagonistas, todav a somos vistos como, eh... como diablos no? Inclusive encontrarme con hijos de desaparecidos que siguen siendo vistos como los hijos de los diablos. Eso seguramente es parte de la no-s ntesis que se ha hecho del pasado todav a en esta sociedad donde ahora, bueno, han cambiado un poco los climas pol ticos (...) La autodenici on en tanto sujetos hacedores de la historia m as que como v ctimas inocentes y pre pol ticas, se reitera en la mayor a de los testimonios de ex presos y exiliados retornados quienes resaltan con orgullo -no exento de autocr ticas- su militancia. Este tipo de manifestaciones, muchas veces cuestionadas socialmente como reivindicativas, anacr onicas y
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oportunistas, contrastan notablemente con las construcciones hegem onicas del pasado.
A modo de cierre
Coincidentemente con la perspectiva de los investigadores citados anteriormente acerca de la valoraci on social de los sobrevivientes de la represi on estatal, consideramos que la historia de militancia pol tica que han encarnado los exiliados retornados y ex presos pol ticos y su condici on de sobrevivientes han dicultado su inclusi on entre las v ctimas inocentes e integrales valoradas en distintos a mbitos sociales inuidos por los procesos hegem onicos de construcci on de memorias durante la llamada transici on democr atica produciendo, por el contrario, su visualizaci on como sospechosos. Esta lectura del pasado, seguramente no ha constituido un repertorio ideol ogico propicio al que nuestros interlocutores pudieran recurrir para valorar positivamente su experiencia y autoadscribirse en t erminos de la misma desde un nosotros desaante (Rimstead, 1997). No obstante, el silenciamiento respecto al propio pasado no debe confundirse con su olvido 20. En este sentido, es ilustrativo lo se nalado por Sider (1997) seg un quien existe un conicto entre experiencia y silencio; entre, por un lado, aquello que le sucede a la gente en la realidad y en su comprensi on y, por el otro, lo que es y no es, puede y no puede ser, discutido, negociado, socialmente recongurado. (Sider, 1997: 75) 21 Y, entendemos que lo que puede o no ser discutido, se vincula ntimamente a la construcci on selectiva del pasado nacional, que produce el silenciamiento y marginalizaci on de los pasados no incorporables a dicho proyecto (Alonso, 1994). En relaci on con esto u ltimo, podemos armar que el silenciamiento por par-
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Una excepci on en este sentido la constituyen quienes nacieron en el exilio o se exiliaron siendo ni nos, acompa nando a sus padres, que deenden su necesidad de contar su pasado y encuentran m as a menudo situaciones donde hacerlo espont aneamente. Para m as informaci on v ease Canelo, Brenda (2004). Al respecto es signicativo c omo las marcas corporales resultantes de las torturas padecidas han constituido testimonios palpables, tenaces e inolvidables de la experiencia vivida. En este sentido, muchas veces las distancias experienciales con las generaciones subsiguientes fueron se naladas por nuestros entrevistados como obst aculos para la transmisi on y posible comprensi on de lo vivido por ellos.
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te de nuestros interlocutores de algunas de sus experiencias pasadas expresa la internalizaci on de deniciones sociales negativas por las que dichas experiencias son concebidas como prohibidas, indecibles o vergonzosas, tab u o impensables. En relaci on a la constituci on de algo / alguien en tab u o impensable, el trabajo de Mary Douglas Pureza y Peligro (2002 [1966]) se torna especialmente signicativo. De acuerdo con esta antrop ologa, la visualizaci on de algo como sucio, an omalo, desordenado o contaminante deriva de la imposibilidad de asignarle un lugar dentro del sistema clasicatorio socialmente instituido. V ctor Turner (1999 [1964]) retoma esta perspectiva y se nala que esta situaci on an omala o liminal afecta a aquellos sujetos que, en tanto ya no est an clasicados y, al mismo tiempo, todav a no est an clasicados, son estructuralmente invisibles, ambiguos y parad ojicos (1999 [1964]). Desde esta perspectiva consideramos que, en cierto sentido, los ex presos y exiliados retornados han sido sujetos inclasicables / ambiguos / invisibles dentro de las producciones hegem onicas del pasado. Como reere Nicol as Casullo, retornado desde el exilio: yo era para ellos un lenguaje indescifrable (...) una biograf a incontable que hab a gloricado la violencia, una identidad perniciosa a la sociedad y la gente (2001: 225). As , la condici on de nuestros interlocutores en tanto sobrevivientes / protagonistas permitir a actualizar un pasado del que la sociedad democr atica busc o desligarse, por lo que su visualizaci on posible habr a sido en tanto sujetos contaminantes / an omalos. De esta forma, el pasado que en ellos se encarna se ha convertido en un atributo indeseable, desacreditador, prohibido, indecible o vergonzoso, tab u o impensable que, proyectando un efecto intranquilizador sobre las seguridades cotidianas, ha sido destinado al olvido, a la incredulidad y al rechazo (Vezzetti, 2002). Al respecto consideramos que, tanto la opci on por distanciarse de este pasado vergonzante como la reivindicaci on acr tica del mis22
mo en tanto glorioso, constituyen dos caras del mismo proceso social que ha operado por a nos una par alisis de la reexi on sobre el rol de la violencia en los procesos pol ticos y de las complicidades civiles que han atravesado a la u ltima dictadura militar argentina. Si bien en estos u ltimos a nos se visualiza en diferentes a mbitos una apertura en la forma de acercarse a este pasado, es evidente que esto no resulta una operaci on sencilla. Ello se evidenci o en nuestras propias investigaciones, por ejemplo, en las preguntas que nosotras mismas nos sent amos habilitadas a realizar, en las respuestas dadas y susceptibles de ser o no reproducidas de acuerdo a las posibles audiencias, en la opci on de nuestros entrevistados por mantenerse en el anonimato, en los temores ante los posibles usos de la informaci on contenida en nuestros trabajos 22. As en nuestro intento de contextualizar y cuestionar los silenciamientos relativos a las trayectorias de exiliados retornados y ex presos pol ticos, detectamos nuestras propias limitaciones para tomar distancia de las formas hegem onicas de hacer memoria. Por ejemplo cuando, ante el silencio de nuestros entrevistados, preferimos no preguntar, o cuando nos pidieron apagar el grabador y autom aticamente apagamos nuestra cabeza. M as all a de estas dicultades, este art culo procura colaborar en pensar otros pasados posibles incorporando al registro de las memorias acerca de la dictadura voces generalmente silenciadas. En este sentido, nos preguntamos junto a da Silva Catela (2000) acerca de las razones por las que todav a no se han generado los espacios sociales que legitimen estas voces. Qu e peligros encubren?. Una versi on preliminar de este trabajo fue presentada en el Primer Congreso Latinoamericano de Antropolog a (Rosario, 11 al 15 de julio de 2005). Agradecemos muy especialmente los comentarios brindados por la Dra. Ludmila Da Silva Catela y la Dra. Beatriz Heredia, as como por los otros integrantes del panel y p ublico asistente. Asimismo agradecemos al Prof. Mauricio Boivin por el est mulo brindado para llevar a cabo este trabajo conjunto.
Para un an alisis de estas cuestiones y otras relativas a la posibilidad de que lo dicho en una entrevista realizada en la esfera privada sea difundido en la esfera p ublica v ease da Silva Catela (2000).
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Abstract
In the last few decades, the small and middle rural settlers the colonos from the state of Misiones (Argentina) were marginalized by several deep transformations associated to the programs of conservations of the rain forests enviroment and to the deepening of a productive scheme that excludes them. Given this framework, the colonos seek for a legitimate position in this new territoriality. In this paper, we intend to examine the ways in wich this legitimate position is built, taking as a starting point the local senses attributed to the concept of the ecology.
Introducci on
El ambientalismo puede ser pensado como un metarrelato de caracter sticas ut opicas, que establece un campo discursivo apto a la negociaci on pol tica, posibilitando alianzas entre diversos actores sociales (RIBEIRO; 1992). Seg un Arturo Escobar (1999:214), una de las caracter sticas del discurso ambientalista est a en dar una respuesta a la irrupci on de lo bi otico como problema central del orden moderno, que m as all a de que la biodiversidad tenga referentes biof sicos concretos, esta debe ser pensada como una invenci on discursiva reciente que implica una reconstrucci on de los sentidos sobre la naturaleza. El discurso ambientalista es constitutivo de la realidad, e implica transformaciones concretas sobre el espacio, las relaciones sociales y las formas de intervenci on en
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el ambiente. Este discurso adquiere dimensiones espaciales en la creaci on de nuevos territorios, por ejemplo d andole valor de singularidad a determinados ecosistemas o creando nuevas categor as de actores sociales. Tales territorios no son incidentales al ambientalismo sino que son constitutivos de este. A nivel global, estos proveen del escenario donde se plantea el estado del planeta, mientras que a niveles locales crean sujetos y articulan discursos acerca de las formas en que determinadas categor as de sujetos afectan al ambiente (BROSIUS 1999:281). Aqu denominaremos, siguiendo a Little (2001), territorios ambientalistas a aquellos espacios donde se observa la intervenci on de diversos actores desplegando discursos y pr acticas que se nalan tal reinvenci on de la na-
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turaleza con intereses expl citos por su conservaci on y/o alternativas de desarrollo ambientalmente sustentables. Estos territorios se constituyen en campos de disputa, donde interviene una pluralidad de intereses no plenamente coincidentes. En la provincia de Misiones, a partir de la d ecada de 1980, se comenz o a conformar un territorio ambientalista, debido a la expansi on de un frente constituido por un conjunto de actores que, desde diferentes perspectivas, generan discursos y pr acticas cuyo objetivo principal es la conservaci on de la selva paranaense. En una primera etapa, este frente llev o a cabo una notable expansi on de la cantidad de reservas naturales estrictas, no s olo excluyendo a los pobladores rurales de la conservaci on, sino tambi en present andolos como opuestos a esta. Posteriormente, en una segunda etapa, que se inici o a mediados de la d ecada de 1990, con el ingreso de nuevos actores al frente ambientalista, la conservaci on de la selva misionera se plantea desde la perspectiva del desarrollo sustentable, con lo cual comienza a abrirse una posibilidad de inclusi on de los productores agr cola. De manera conjunta a la expansi on de este frente tiene lugar otro proceso de transformaci on del espacio rural misionero. En la d ecada de 1990, se acent ua el modelo productivo basado en la foresto-industria y el turismo, acompa nado por la profundizaci on de pol ticas econ omicas de corte neoliberal que implic o el pleno ingreso de la econom a argentina a la globalizaci on de los mercados, la disminuci on en el precio de la producci on rural, la eliminaci on de las barreras al comercio exterior, la ausencia de pol ticas crediticias, y el retiro de la intervenci on gubernamental en la direcci on de las econom as regionales. Una de las principales consecuencias de tal proceso en Misiones, es la marginalizaci on y empobrecimiento de las familias de peque nos y medianos productores
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rurales, localmente denominados colonos. Los procesos y relaciones sociales que se desarrollan en el campo misionero son resultado tanto de las tendencias del capitalismo y las pol ticas ambientalistas como de la acci on de los diversos actores que participan en este espacio. Estos, despliegan estrategias e iniciativas que muestran que tales procesos no son unidireccionales. En este trabajo analizaremos los sentidos que para los colonos, cobra la experiencia de vivir en un espacio con una fuerte presencia de discursos e intervenciones ambientalistas. Tales discursos e intervenciones se ligan a procesos que los excluyen y marginalizan; transformaciones en las t ecnicas productivas colonas; transformaciones en las relaciones sociales a nivel local que se vinculan con el surgimiento de nuevas redes clientelares; y nalmente, el fortalecimiento de nuevas identidades sociales entre los colonos 2.
Esta investigaci on se realiz o gracias a una beca MAB Young Scientists Award 2004 UNESCO. En el proceso de ocupaci on del territorio se distinguen tres etapas. La primera, se inicia a nes del siglo XIX y se extiende hasta principios del XX y consisti o en la colonizaci on ocial de tierras p ublicas. La segunda se inicia en 1919, y adquiere su mayor relevancia entre 1920 y 1930, consisti o en la colonizaci on privada de tierras particulares a trav es de compa n as colonizadoras. En la tercera etapa, el poblamiento contin ua mediante la ocupaci on espont anea de tierras, sin la intervenci on del Estado o empresas colonizadoras.
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Durante todo el siglo XX, el territorio misionero cumpli o el rol de frontera agraria, esto es de un espacio abierto, apto para atraer poblaci on en busca de oportunidades de ascenso social. En este proceso las selvas fueron pensadas como espacios vac os, sobre los cuales se deb a llevar el progreso, transform andolas en espacios productivos. 3 Esto se tradujo en el fomento a la colonizaci on, primero mediante programas estatales y privados, y posteriormente abriendo el territorio a la colonizaci on espont anea (Bartolom e; 2000). A su vez, desde inicios del siglo XX se foment o la explotaci on forestal de la selva en manos de capitales privados. En su dimensi on simb olica, el espacio de frontera se crea al ser instituido como una zona desconocida y sin historia. Una de las cualidades de tales espacios, radica en su carencia de identidad, distingui endose de los espacios regionales. As como el discurso regionalista lucha por imponer marcas durables, propiedades ligadas al origen, el discurso sobre la frontera se sustenta en lo nuevo, lo cambiante, lo que no tiene su origen en el lugar (Schiavoni 1997:267). La creaci on de una frontera implica la conversi on de zonas poco pobladas en tabulas rasas donde lo que se pone en juego es el ordenamiento, la institucionalizaci on, la historia. Los frentes pioneros son procesos de fabricaci on del espacio regional en una gen etica de las regiones, para lo cual uno de los primeros pasos es el de quitar la identidad al lugar. En tal sentido, una de las ideas que funcionaron como motor en la expansi on de la frontera agraria, y que se encuentran presentes en las representaciones de los pobladores rurales sobre la naturaleza, es la de pensar las selvas como espacios vac os. La expansi on de la frontera agraria en Misiones naliz o en la d ecada de 1990, con el agotamiento de las tierras scales sin ocupantes. Actualmente, la poblaci on rural constituye un 30% del total provincial, asentada en peque nos lotes con una supercie promedio entre 10 y 25 hect areas (Schvorer; 2003). Las unidades productivas responden al modelo de agricultura familiar que se cristaliz o en la provincia durante la d ecada de 1990, fundado en la estabilizaci on de la peque na explotaci on a trav es de la especializaci on tabacalera, en contraposici on
al patr on cl asico de capitalizaci on mediante la plantaci on de perennes como la yerba mate, el t e y el tung (Schiavoni; 2001). Dentro de las chacras se desarrolla cierta diversicaci on productiva, a trav es de la ganader a, forestaci on y horticultura para el consumo dom estico. La ca da de los cultivos de yerba mate, t e y tung, y el paso al tabaco como cultivo predominante, est a acompa nada por la descapitalizaci on y empobrecimiento de los productores debida a los bajos precios y sus modalidades de comercializaci on. El cultivo del tabaco, no cuenta con el apoyo de las organizaciones de desarrollo agroecol ogico, dado que implica el uso de una variada gama de agroqu micos y el peri odico desmonte dentro de las unidades productivas. A su vez, requiere del trabajo de todo el grupo dom estico durante 10 meses al a no, con lo cual se reducen las posibilidades de lograr una producci on diversicada. Durante la d ecada de 1990, se acentu o notablemente la crisis de la peque na y mediana explotaci on rural misionera. Diversos factores han ido modicando la econom a y la sociedad provincial poniendo en jaque las posibilidades de reproducci on social de la peque na y mediana producci on agr cola. La retracci on del Estado en la regulaci on de mercados de la producci on local, llev o a la ausencia de pol ticas crediticias, y a eliminar los organismos reguladores de la producci on y comercializaci on de los cultivos. En 1991 el decreto del gobierno nacional de Desregulaci on Econ omica, golpe o duramente al sector agropecuario, desapareciendo instituciones (como la Comisi on Reguladora de la Yerba Mate) que interven an en los mercados de bienes y servicios, as como la legislaci on reguladora generada por los mismos, y por u ltimo la eliminaci on de fuentes de nanciamiento del sector agropecuario (tasas, intereses, etc.). Tales medidas contribuyeron a debilitar al Estado sin que ello implicara mayor eciencia del sector p ublico (Barsky 1993). Esto tiene lugar en un proceso de concentraci on capitalista de la producci on, manufactura y comercializaci on de los cultivos tradicionales en manos de acopiadores y molineros (particularmente es el caso de la yerba mate, t e y tabaco), quienes controlan los precios de la materia prima y generan mayor dependencia
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de los productores peque nos y medianos, los que se han ido descapitalizando y empobreciendo. Desde el Estado, las principales estrategias de desarrollo rural han sido el Programa de Cr edito Supervisado Fida-Bid (1992), el Programa Social Agropecuario (1993) y Cambio Rural (1993), los dos primeros orientados espec camente hacia los peque nos productores. M as all a de estos programas, seg un el INTA (2002) el sector de los peque nos productores ha visto disminuir sus ingresos en forma signicativa, debido a la fuerte ca da en los precios del tabaco, el t e y la yerba mate en la u ltima d ecada 4. Por su posici on marginal en el mercado y por el bajo o nulo nivel de capitalizaci on, las explotaciones rurales no han podido hacer frente a las uctuaciones de los precios en los mercados nacionales e internacionales, y fundamentalmente no han logrado revertir las consecuencias del proceso de concentraci on capitalista acentuado en las u ltimas d ecadas. En contraposici on, se observa una tendencia de crecimiento de la agroindustria y concentraci on de las actividades principales de la econom a en algunos pocos empresarios agr colas propietarios de molinos yerbateros, que en el transcurso de la u ltima d ecada tender an a controlar gran parte del circuito de producci on y comercializaci on de este producto (Schvorer; 2001). Estos procesos est an relacionados a cambios globales en la econom a, el Estado y la sociedad iniciados durante la d ecada de 1970, profundiz andose en los a nos 90, que en el noroeste misionero implicaron la transformaci on progresiva de un modelo productivo diversicado (explotaciones agrarias peque nas y medianas
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de yerba mate, tung, c tricos y forestales) a un modelo productivo cada vez m as concentrado en la explotaci on forestal (bosque implantado con pinos elliotis y taheda). Durante la d ecada del 90, la actividad del sector primario que experiment o el crecimiento m as importante ha sido la silvicultura, adquiriendo un peso relativo similar al de la agricultura; a su vez en el rubro exportaciones el mayor crecimiento fue el de la pasta celul osica. En esta etapa adem as se advierte la expansi on del bosque implantado de con feras en Misiones 5. La expansi on del sector forestal se produce acompa nada por un proceso de concentraci on de tierras, en el cual se observa que aproximadamente 230 propiedades mayores de 625 has. ocupan un 45% de esa supercie; a su vez, las explotaciones de m as de 5.000 has. representan el 35% de la supercie provincial, mientras en el otro extremo las unidades de 50 o menos hect areas representan el 87,8% del total de las explotaciones, ocupando tan s olo el 34,4% de la supercie provincial. Es paradigm atico el caso de la empresa forestal Alto Paran a S.A., propietaria de un 8% de la supercie provincial. (INTA; 2002). Hasta la d ecada de 1980 en Misiones predomin o la explotaci on forestal del bosque nativo en un sistema en el cual era com un que una vez explotado el monte, el propietario permitiese a familias colonas la ocupaci on de la tierra, con la expectativa de ser posteriormente indemnizado por el Estado. A partir de la d ecada de 1990, con la expansi on del sector forestal, las tierras adquieren mayor valor y toma fuerza el conicto entre ocupantes y quienes reclaman la propiedad de las tierras. En este conicto participan ONGs locales y sectores de la iglesia
En el a no 2001 la poblaci on con Necesidades B asicas Insatisfechas llegaba al 31,18% del total provincial (INDEC. Censo Nacional de Poblaci on, Hogares y Viviendas 2001). Seg un el economista Claudio Lozano (2002:7-8) (a partir basado en datos del INDEC y el SIEMPRO), en junio de 2002 la poblaci on misionera que se encontraba por debajo de la l nea de indigencia alcanzaba el 37.5 %, cuando el total del pa s era de 21,9%. A su vez, la poblaci on comprendida debajo de la l nea de pobreza en esa misma epoca era en Misiones el 68,1% del total provincial, el total del pa s alcanzaba 51,4%. (en Lapegna; 2004) La forestaci on, en un principio asociada a las grandes explotaciones, hoy se halla presente en toda la provincia a un entre peque nos productores como resultado del Plan Forestal impulsado desde el Gobierno Provincial, mediante el cual se subsidia al productor hasta tanto pueda obtener benecios de sus plantaciones. Los departamentos con mayor supercie ocupada con forestaci on y donde esta es la principal actividad econ omica son los de la Zona del Alto Paran a y Uruguay (Rodr guez et al 2002:26). Observamos que de las actividades industriales, la foresto industria aport o en 1999 el 55% del total. Le sigui o en proporci on la elaboraci on de Yerba Mate con el 16%. Es de destacar que la foresto industria fue la que m as creci o en la d ecada del 90: un 149%, muy por encima del promedio provincial para la actividad: 45%. En el per odo tambi en se destacan por su crecimiento los aserraderos (91%) (Schovrer; 2003).
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cat olica, que intervienen en la organizaci on de ocupantes, y el Estado provincial como mediador.
la aplicaci on de t ecnicas selectivas de forestaci on, prospecciones de biodiversidad, ecoturismo, etc. Persiguiendo intereses propios, de una u otra manera relacionados con la conservaci on de la naturaleza, diversos actores sociales crean un espacio pol tico de nuevas alianzas alrededor de objetivos espec cos, crean nuevas contradicciones, y producen una parcial superposici on de intereses pol ticos (Little, 2001). El frente ambientalista misionero se constituye en torno a un amplio abanico de actores, entre los que se destacan el Estado provincial principalmente desde el Ministerio de Ecolog a y Recursos Naturales Renovables y agrupaciones ecologistas locales, nacionales e internacionales. Tambi en, agencias de desarrollo rural tanto ociales como no gubernamentales, durante la d ecada de 1990 comenzaron a incorporar propuestas productivas agroecol ogicas y de desarrollo sustentable 6. M as recientemente, movimientos colonos est an integrando este discurso en sus reclamos productivos y por la tenencia de la tierra 7. Este sector no result o en un frente hegem onico y estable, sino m as bien en un campo en conicto, donde se generan discursos alternativos vinculados a la problematizaci on de la relaci on entre sociedad y naturaleza. A su vez, el discurso de la biodiversidad presente en Misiones ha resultado en un creciente aparato, que sistem aticamente organiza la producci on de formas de conocimiento y tipos de poder, ligando unas a otras a trav es de estrategias y proyectos concretos. La manifestaci on espacial mas concreta de esta tendencia la constituyen las Reservas Naturales. La mayor parte de las Reservas Naturales misioneras fueron creadas en un acelerado proceso, que tuvo lugar entre los a nos 1987 y 1997, cuando se pas o de dos a doce Reservas. En esos diez a nos, la supercie bajo reg menes de conservaci on pas o del 2,9% al 7,4%, es de-
Entre las ONGs ambientalistas con presencia en el area se destacan Fundaci on Vida Silvestre Argentina y WWF. Las principales agencias de desarrollo rural que han incorporado la perspectivas ambientalistas son INTA y PSA, entre las ociales, las ONGs INDES y APYDHAL, esta u ltima es un desprendimiento del Proyecto Rural de la Pastoral Social de la Di ocesis de Yguaz u Hacia nes de la d ecada de 1990 comenzaron a conformarse en Misiones movimientos sociales colonos que luchan por la propiedad de la tierra, en un conicto de intereses con los terratenientes de la zona. El discurso de estos colonos contiene consignas ambientalistas que reeren que la producci on colona puede llegar a ser ambientalmente m as sostenible que la producci on forestal promovida por los terratenientes.
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cir que creci o un 151% se pas o de 864 km2 en conservaci on a 2205 km2 (INTA; 2002); a esto debe agregarse la sanci on del Corredor Verde Misionero que abarca un 8% de la supercie provincial, que a un no se ha efectivizado. La creaci on de Reservas Naturales en este per odo tuvo uno de sus pilares en la idea de que eran necesarias r apidas acciones para conservar los u ltimos espacios de selva que aun no hab an sido ocupados por la producci on colona. De manera que en cierta forma, la creaci on de Reservas implic o una carrera contra los colonos por los u ltimos espacios de selva. La creaci on de las Reservas se bas o en la idea de que la naturaleza s olo puede ser protegida al ser separada de la convivencia humana. Esta l ogica bioc entrica se sustenta en una dicotom a entre naturaleza y sociedad. La concepci on de a reas naturales protectoras de la naturaleza salvaje se basa, seg un Diegues (2002) en el mito moderno que postula la existencia de un mundo natural intocado por la sociedad humana y por tanto distinguible del a mbito social. Por lo que es necesario conservar porciones del mundo natural en su estado original, antes de que sean intervenidos por el hombre.
Otra de estas manifestaciones puede notarse en las agrupaciones de productores ocupantes de tierras privadas que luchan por la propiedad de las mismas. La b usqueda de un lugar de pertenencia y legitimidad en el territorio ambientalista, tambi en lleva a reivindicaciones que se maniestan de formas no institucionales, sino que se dan en los discursos y las pr acticas cotidianas. Podemos ver esto a partir de los sentidos que cobra en las colonias, el termino de la ecolog a. En sentido amplio, para los pobladores rurales la ecolog a denomina al conjunto de actores, ideas, proyectos y pr acticas que se instalan en el a rea problematizando la relaci on sociedad-naturaleza, y proponiendo formas de producir y relacionarse con los recursos naturales diferentes a las que previamente se desarrollaban. Entre los sectores que conforman la ecolog a, se cuentan desde el Ministerio de Ecolog a provincial hasta agencias de desarrollo rural que proponen formas sustentables de producci on, consultores de organismos internacionales y evaluadores de organismos que nancian a las agencias de desarrollo. De esta manera el conjunto de actores que en este trabajo denominamos frente ambientalista, coincide con quienes forman parte de la ecolog a. En la idea local de la ecolog a es posible notar dos tipos de sentidos que sin ser opuestos pueden considerarse uno negativo y otro positivo. La ecolog a adquiere sentido negativo, en su aparente externalidad al mundo colono. Ya se se nale al Ministerio de Ecolog a o a agencias de desarrollo como los portadores de este discurso, el mismo se considera for aneo a las colonias. Para los colonos, el discurso ecol ogico es fundamentalmente urbano. Es en las ciudades donde se discuten estos problemas, donde determinados hechos pasan a ser ecol ogicos, donde se crea este t ermino, se originan las reglamentaciones conservacionistas y los proyectos de desarrollo sustentable, y donde se encuentran los cient cos, t ecnicos y pol ticos que construyen el saber ecol ogico. Precisamente uno de las razones por las que suelen recha-
Respectivamente Instituto de Desarrollo Social y Humano y Asociaci on de Promoci on Humana para el Desarrollo Agroecol ogico Local, agencias con sede en San Pedro ligada a la iglesia cat olica local.
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zarse estas ideas, es por ser una importaci on que poco tiene que ver con la vida local. Se considera a este un saber des-territorializado, construido por personas con un conocimiento fundamentalmente te orico del mundo rural, de un nivel de abstracci on que no termina de ajustarse a los problemas concretos de las colonias. As , la ecolog a es en parte vivida como una imposici on externa a la poblaci on. De tal forma que para los colonos, la ecolog a, imprime un nuevo orden sobre el territorio, buscando crear un territorio ecol ogico, lo cual trae aparejada la presencia de nuevos actores, la resignicaci on de los ya presentes, y el surgimiento de nuevos intereses que le dan sentido al mismo. Pero el principal factor del que deriva la valoraci on negativa de la ecolog a radica en la presencia de agentes de control ambiental. Por el a rea rural circulan inspectores forestales y guardaparques ambos dependientes del Ministerio provincial de Ecolog a controlando y sancionando el cumplimiento de las normativas ecol ogicas referentes a la extracci on de madera de ley, la quema de monte, caza, etc. Al ser considerados entre los responsables por la degradaci on de la selva, los colonos pasaron a ser sujetos a control. Para los colonos, la ecolog a ha implicado un cierre en el espacio, as como limitaciones en la movilidad y en la explotaci on de los recursos naturales. Si antes pod an desplazarse buscando tierras scales disponibles, si pod an entrar en los montes procurando caza, y hacer rozados sin temores aun careciendo de permisos, con la expansi on del frente ambiental sus posibilidades se redujeron y esas actividades pasaron a estar prohibidas y/o controladas. En tal sentido la ecolog a es vivida por los colonos como una fuente de sanci on; tal es as que el t ermino con que en el area rural se llama a los guardaparques es precisamente: la ecolog a. En general se relaciona la presencia en el area de la ecolog a controlando, con la disminuci on de la pr actica de la caza y la roza. En palabras de un productor local: La ecolog a no le deja cazar o quemar, antes se hac a rozado en el monte, ahora se hace para plan9
tar no m as, antes no era as . Ahora piden que hay que tirar capuera 9, pero para tirar el monte est a m as dif cil, porque se controla, hay que cuidarse m as. El temor de los pobladores hacia los agentes ociales de control ambiental se reeja tanto en el hecho de ocultar rozados clandestinos dejando cortinas de monte, de hacerlos lejos de los caminos por donde se supone transitan esos funcionarios. Como parte del conicto entre pobladores y conservacionistas, tambi en es posible asistir a cierta amenaza solapada de los colonos hacia las Reservas Naturales. Es com un escuchar en las colonias, que las Reservas Naturales podr an llegar a ser invadidas por colonos en busca de tierras y transformadas en colonias; con lo cual las selvas dar an paso a potreros, rozados y yerbales. La primera vez que el gobierno provincial invit o a asociaciones de colonos a participar de un taller de gesti on del la Reserva de Biosfera Yabot fue en el a no 1999 los pobladores no fueron convocados ni en la planicaci on de la Reserva, ni durante los primeros seis a nos de su existencia. En ese taller un productor local sentenci o que: si no se hace algo (dar una ayuda econ omica) para los que est an afuera de la reserva, se van a meter. As daba a entender que la Reserva de Biosfera no pod a estar ajena a las necesidades de la poblaci on de su a rea de inuencia, de lo contrario la poblaci on nalmente la ocupar a. Tales amenazas deben ser interpretadas en el marco de los conictos extendidos por toda la provincia, entre ocupantes de tierras y quienes reclaman la propiedad de las mismas.
Capuera es un t ermino local que denomina al espacio que ha estado bald o por varios a nos.
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fauna salvaje se debe a la caza furtiva, responsabilizan a la ecolog a de no cumplir ecientemente con su rol de controlar. Un antiguo colono al respecto, comenta que hasta hace quince a nos era impresionante la cantidad de bichos que hab a, pero se termin o ahora, yo no s e qu e hace la ecolog a, ganan su sueldo pero no cuidan. La valoraci on positiva de la ecolog a y las Reservas Naturales, suele vincularse con cierta a noranza por las caracter sticas de la regi on en el pasado cercano. Los relatos de los pobladores rurales sobre los tiempos en que se coloniz o la regi on, describen al norte misionero en t erminos paradis acos, como un lugar donde la fauna salvaje abundaba y de su caza viv an familias enteras, las chacras contaban con madera, el agua de los arroyos era l mpida, y la tierra colorada era virgen y rica. En el valor que los colonos le dan a la conservaci on, es posible notar la b usqueda de un lugar en estas nuevas propuestas. De manera que los colonos no se oponen de manera radical a la ecolog a, sino que tambi en buscan un lugar en la ecolog a. Esa b usqueda de inclusi on se maniesta por ejemplo, al considerar que entre los beneciados por la conservaci on del monte se encuentra: la humanidad, o todos nosotros, dos t erminos en que los colonos se incluyen. O tal como mencion o un ocupante de tierras scales si cuidamos el monte va a ser mejor para todos, para mis hijos, y despu es mis nietos, que van a poder ver el monte que les dejamos. De esta forma se disputar a un lugar legitimo en el nuevo territorio haci endose eco del discurso emergente. En la resignicaci on que los colonos hacen del discurso ambientalista, consideran que una de las principales causas de la deforestaci on de la selva misionera se encuentra en el tipo de explotaci on que ellos mismos realizan de los re10
cursos, fundamentalmente aquella que deriva del cultivo de tabaco, que implica el peri odico desmonte y el uso de agroqu micos. Es precisamente en este punto donde se establece un v nculo entre la b usqueda de un lugar en el territorio ambientalista y los reclamos por inclusiones en el modelo productivo imperante en la provincia. Los colonos canalizan en el reclamo de inclusi on en este nuevo territorio sus necesidades productivas. Un viejo colono emigrado del sur de la provincia maniesta que: . . .si a mi me diesen una subvenci on o algo, yo dejo una parte del monte. Si el gobierno me paga el valor de mil kilos de tabaco, un decir, y yo no tengo problemas econ omicos, no le voy a tirar el monte y todav a le voy a plantar a rboles adentro. Unicamente as que la gente va a dejar de tumbar. Porque a mi me gusta la plantita del monte, que vivan, me da l astima tumbar, pero no se puede hacer otra cosa. As como estamos, para m es imposible, tengo que seguir tumbando el monte. Es signicativo que los reclamos por formar parte de la ecolog a se vinculen a reclamos productivos y que ambos est en fundamentalmente dirigidos al Estado provincial, no s olo en tanto es uno de los principales gestores de las acciones conservacionistas, sino tambi en porque, hist oricamente ha sido uno de los m as importantes referentes de los colonos para formular sus demandas productivas.
En t erminos generales, la agroecolog a implica un tipo producci on que estimula la substituci on de la especializaci on productiva por una agricultura basada en la diversicaci on, conformando un sistema en el cual disminuye la dependencia de insumos industriales y de energ a f osil, disminuyendo a su vez la degradaci on de los recursos naturales y asegurando su sustentabilidad. Existe una amplitud de conceptualizaciones acerca de la agroecolog a que abarcan una vasta gama de intereses, desde sectores mas conservadores, que procuran ajustes a los actuales patrones productivos, hasta tendencias m as radicales que devienen mudanzas en todo el sistema agroalimentario. Este abanico envuelve una variedad de tendencias religiosas, ideol ogicas, y visiones del mundo que muchas veces llegan a ser antag onicas (Veiga, 1991). Tal amplitud de deniciones permite pensar a la agroecolog a m as como un proceso que como un objeto acabado, o un conjunto denido de ideas y pr acticas productivas.
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les: Programa Cambio Rural destinado a productores medianos, y el Programa Social Agropecuario destinado a peque nos productores, y las agencias no gubernamentales: INDES y APYDHAL. Las propuestas de estos agentes coinciden en basarse en alternativas de desarrollo sustentable y fundamentalmente agroecol ogico 10, que permitan la sustentables de las unidades productivas a largo plazo disminuyendo la degradaci on de los recursos naturales. La acci on de estas agencias constituye otro de los principales medios en que se vehiculiza la mirada ecol ogica hacia los productores. A partir de la presencia de tales agencias de desarrollo, en el a mbito de la colonia se tejen nuevas redes sociales y alianzas pol ticas que posibilitan la apropiaci on y resignicaci on de las ideas ambientalistas y particularmente agroecol ogicas. Para los productores, las propuestas agroecol ogicas no s olo representan cambios productivos, promesas de un uso sustentable de los recursos, as como una mejora en la calidad de vida. Tambi en implican transformaciones en las relaciones personales y grupales que trascienden las propuestas iniciales de las agencias de desarrollo. Los proyectos agroecol ogicos establecen encuentros entre los reclamos productivos de los pobladores y las consignas ambientalistas. En las alternativas productivas que proponen los proyectos agroecol ogicos se incorporan las necesidades e intereses de los pobladores locales a su vez que se mantiene el inter es por la conservaci on de la selva. Al incorporar tales modalidades productivas, los colonos encuentran una nueva forma de encauzar sus reclamos. El discurso de la biodiversidad y las propuestas agroecol ogicas, toman formas particulares y se encuentran en un permanente proceso de construcci on en cada una de las colonias. La intervenci on de los distintos actores del frente ambientalista genera una problematizaci on de la relaci on entre los saberes sobre la naturaleza, las pr acticas productivas y las relaciones de poder en el a mbito local, as como la b usquedas de nuevas legitimidades sobre el territorio. En las alianzas que se establecen entre las agencias de desarrollo rural y los colonos, los discursos agroecol ogicos circulan y son apropiados de manera diferencial, seg un la posici on
que cada actor juegue en dichas alianzas. Al ingresar a la estructura de dichas agencias, hay una permanente recreaci on de las pr acticas y de las percepciones del medio y el espacio, dando lugar a modalidades productivas h bridas donde se combinan las formas y cultivos tradicionales, con las agroecol ogicas. En este sentido, hablamos de un proceso de construcci on social de la agroecolog a, como un proceso activo y no acabado, en que el desarrollo agroecol ogico adquiere nuevos signicados y estar a fuertemente condicionado a la interacci on social de los actores participantes. En otros trabajos (Ferrero; 2004, Ferrero, Jelonche; 2003) analizamos diversos casos en que la incorporaci on que los productores hacen de las propuestas agroec ologicas, se desarrolla de forma paralela al inter es por ocupar lugares jer arquicos dentro de la estructura local de las instituciones. Con esto podemos ver que los intereses y la adopci on de este discurso y sus pr acticas se construye en el mismo proceso de incorporaci on a la estructura local de las agencias de desarrollo. Por tanto el lugar que cada productor vaya jugando dentro de esta estructura y su trayectoria en las instituciones, ir an vinculados a la incorporaci on activa de las ideas agroecol ogicas. Por otro lado, los sentidos que adquiere la agroecolog a en el ambito de colonias se construyen por mecanismos que van m as all a de los planteos de las instituciones portadoras de estas propuestas. Si bien esto implica crear nuevas relaciones sociales no jer arquicas, basadas en valores comunitarios como la solidaridad y la igualdad, la din amica de trabajo en la colonia deriva en otro tipo de relaciones, tales como alianzas clientelares, contrarias a dichos objetivos. Dichas alianzas, implican distinciones jer arquicas entre los individuos, en tanto derivan en diferencias de estatus y acceso diferencial a los recursos (Ferrero; 2004). Aunque tales relaciones entran en contradicci on con los valores pretendidos por las instituciones, son estas las que posibilitan que la propuesta for anea de la agroecolog a ingrese a la colonia y ocupe un lugar en el mundo colono. A su vez, las propuestas agroecolog cas en cierto modo vinculan los reclamos productivos de la poblaci on local y las ideas ambientalistas.
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Consideraciones nales
La constituci on de un territorio ambientalista en el campo misionero trasciende los objetivos de los agentes que conforman este frente. Las poblaciones rurales toman una actitud activa en este proceso, resignicando las pr acticas y las ideas ambientalistas, tanto relativas a la creaci on de reservas naturales como a los programas de desarrollo sustentable o agroecol ogico. Este territorio particular no se constituye s olo desde los objetivos de los actores ambientalistas, as como la posici on de los colonos no s olo implica amenazas de intrusi on a las Reservas Naturales o de realizar rozados clandestinos. Tambi en se desarrollan estrategias de incorporaci on al territorio ambientalista, por ejemplo en el trabajo que muchos productores realizan con agencias de desarrollo rural, incorporando as estas nuevas ideas y pr acticas. Con esto no s olo transforman sus chacras y su relaci on con el medio, sino que tambi en encuentran alternativas productivas. De manera que la constituci on de este nuevo territorio, trasciende el enfrentamiento entre perspectivas ambientalistas y desarrollistas, que podr an estar representadas por los agentes conservacionistas y por colonos, sino que hay permanentes apropiaciones de los elementos que nutren a cada perspectiva. As , al interior de muchas colonias, los principales responsables por la difusi on e implementaci on de ideas y pr acticas
ambientalistas, son colonos pertenecientes a las mismas comunidades. Por tanto, muchos peque nos y medianos productores rurales cuentan con una participaci on activa en la expansi on de la nueva mirada sobre la naturaleza. Este nuevo territorio se construye en una din amica de conicto entre distintos intereses. Las posiciones consecuentes se gestan tanto en los centros de poder, en las reuniones ecologistas globales, o tanto en las ciudades como sostendr an muchos colonos como en las periferias. En la selva misionera la idea de la ecolog a por un lado, funciona como herramienta pol tica a partir de la cual, por oposici on, los colonos pretenden restarle legitimidad a la intervenci on del Estado y las agencias que crean Reservas Naturales. Pero a su vez desde el concepto de la ecolog a, los mismos pobladores tambi en buscan construir una legitimidad propia sobre el mismo espacio. De esta forma, los colonos incorporan los principios del ambientalismo en sus reclamos territoriales y productivos. Pero los sentidos colonos de la ecolog a no se reeren s olo a cuestiones relativas a la conservaci on del medio sino tambi en a problemas productivos. El reclamo por un lugar en la ecolog a, se liga estrechamente a la necesidad de no dejar de formar parte del sector productivo de la provincia y de detener el proceso de empobrecimiento y marginalidad iniciado hace m as de una d ecada.
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El trabajo pol tico o la pol tica como vocaci on de servicio: obligaciones y relaciones interpersonales
Julieta Gazta naga1
Resumen
El objetivo de este trabajo es analizar c omo aparece el problema de la pol tica como vocaci on de servicio desde el punto de vista de la relaci on entre la juricidad y las relaciones personales, en el contexto del proceso de producci on de consenso en torno a la construcci on del recientemente inaugurado puente Victoria-Rosario. El an alisis ser a de tipo etnogr aco focalizando el proceso pol tico local ya que fueron los pol ticos y los gobiernos locales los que hegemonizaron dicho proceso. El texto se divide en tres partes. La primera contextualiza el caso, la segunda se ocupa de su an alisis siguiendo los debates antropol ogicos sobre las relaciones de intercambio, y la tercera parte, dedicada a las conclusiones, retoma el problema problema de la pol tica como vocaci on de servicio desde nuevos interrogantes. Palabras clave: pol tica- etnograf a- juridicidad- relaciones personales
Abstract
The aim of this paper is to analyze the problem of politics as a vocation to serve focusing on the connections between legal obligations and personal relationships within the particular frame represented by the process of consensus production that led to the building of the -recently inauguratedVictoria-Rosario bridge. In order to do this, we develop an ethnography of local political processes, since both the local politicians and the local governments hegemonized the above mentioned process. The papers is divided into three parts. The rst part is devoted to set the case into its wider context, while in the second one we analyze following the anthropological debates regarding relationships of exchange. Finally, in the third part we present some conclusions and return to the problem of politics as a vocation to serve introducing a few new questions. Key words: politics- ethnography - legal obligations - personal relationships
Introducci on
Al analizar la relaci on entre la juricidad y las relaciones personales desde una perspectiva antropol ogica se parte de una distinci on fundamental basada en ciertas caracter sticas del contexto donde se est a examinando dicha relaci on y los mecanismos a trav es de los cuales ella es moldeada. La historia de la disciplina muestra c omo, en el caso de las sociedades donde no existe una maquinaria (m as o menos) especializada de aplicaci on de justicia, las obligaciones jur dicas est an incrustadas en relaciones interpersonales. Esto fue ejemplarmente traba1
jado por Bronislaw Malinowski (1986), quien describi o el funcionamiento de la sociedad trobriandesa regido a partir de una conjunci on de fuerzas mentales o psicol ogicas y fuerzas sociales capaces de convertir ciertas reglas de conducta en leyes obligatorias. Tal como lo precis o Malinowski, el elemento legal de efectivo cumplimiento social estaba dado por los complicados arreglos rec procos, cuya caracter stica m as importante era la forma en que las transacciones se integraban en cadenas de servicios mutuos, cada uno de los cuales recompensado en
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fecha ulterior, y donde la forma p ublica y ceremonial de estos intercambios, junto a la vanidad y ambici on nativa, eran las fuerzas que salvaguardan el derecho. 2 Mientras que en las sociedades llamadas primitivas o simples, las reglas jur dicas se caracterizan por estar consideradas como obligaciones de una persona y derechos de otra, en las sociedades modernas, en cambio, la juridicidad y las relaciones interpersonales est an separadas desde un principio, ya que sus l ogicas se rigen seg un la distinci on entre el derecho personal y el derecho real. Ahora bien, la divisi on moderna que separa al mundo de las obligaciones emanadas de la inscripci on y el registro de la juricidad (cf.: Bourdieu, 1991) y al de las relaciones personales sumidas en la esfera ntima de los individuos, no resiste el peso y la uidez de la realidad: de hecho sucede que en los procesos sociales se entrecruzan. Esto fue, inclusive, advertido pioneramente por Marcel Mauss en el Essai sur le don, cuando se nalaba que una parte importante de nuestra moral y de nuestra vida se ha estacionado en esa misma atm osfera, mezcla de dones, obligaciones y de libertad (1979:246). 3 C omo se relacionan en nuestras sociedades la juridicidad y las relaciones personales, y qu e
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tipo de relaci on existe entre ambas? La sugerencia maussiana de Jacques Godbut para responder un interrogante como el mencionado es que, a un cuando estamos inclinados a considerar que existen dos grandes sistemas de acci on social (el mercado, donde se enfrentan y armonizan los intereses individuales, y el sistema pol tico, estructurado por el monopolio del poder leg timo), siempre estamos ante un sistema moral, puesto que antes de poder ocupar funciones econ omicas, pol ticas o administrativas, los sujetos humanos deben convertirse en personas (1997:25). Siguiendo esta sugerencia, a los efectos de indagar la mencionada relaci on en un contexto donde el principio de separaci on entre el derecho real y el derecho constituye un eje rector de los intercambios, analizar e el caso de c omo aparece el problema de la pol tica como vocaci on de servicio en lo que he denominado el proceso de producci on de consenso en torno a la construcci on del puente VictoriaRosario. El caso que abordar e se enmarca dentro de una investigaci on etnogr aca sobre un proceso pol tico relevado y analizado desde un punto de vista local, en la ciudad de Victoria 4, durante varias campa nas de campo entre los a nos 2000 y 2002. En dicho proceso, ciertos actores so-
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Seg un Malinowski, las dos operaciones l ogicas que intervienen en el cumplimiento efectivo de las obligaciones son la estructura rec proca de la relaci on, que interviene en la apreciaci on de las acciones de los actores por terceros, y el car acter p ublico de las acciones, que sanciona la norma de la reciprocidad, la respalda (Malinowski 1986).. Al examinar los hechos bajo una amplia y exible concepci on de derecho (las fuerzas que crean el orden, la uniformidad y la cohesi on), en lugar de preguntar por la naturaleza de la autoridad, del gobierno o del castigo, pone el foco del an alisis en aquello percibido como obligatorio, relativo a intereses y sentimientos sociales y personales (cf.: Parry 1986:454). Lygia Sigaud (1999) atribuye las discontinuidades en la interpretaci on del Ensayo sobre el Don al hecho de que desde los a nos 60, antrop ologos de diferentes tradiciones nacionales pasaron a convergir en que la obra conten a, ante todo, una teor a del intercambio, cuyo principio de explicaci on se basaba en la identicaci on entre la cosa dada y el esp ritu del donante (el hau). Sin embargo, la interpretaci on contempor anea al autor pon a el peso en las dimensiones relativas al derecho, las obligaciones y las prestaciones totales, enfatizando la preocupaci on de Mauss por la moral contractual y en c omo el derecho real permanece a un ligado al derecho personal. En referencia a la ciudad de Victoria, ciudad de 30.000 habitantes ubicada en la margen izquierda del r o Paran a, al sur-oeste de la provincia argentina de Entre R os. Dadas las coincidencias se naladas por nuestros interlocutores sus trayectorias personales y en funci on de c omo conciben su actividad ligada a la pol tica partidaria, hemos optado por referirnos a ellos con el t ermino pol ticos, para poner de relieve el modo en que ellos mismo se posicionan -am en de sus heterogeneidades- de cara al proceso tejido en torno a la construcci on del puente Victoria-Rosario. Seg un el contrato de concesi on, el aporte empresario es de $ 143.102.193, el del Estado Nacional es de $197.100.000 m as $ 34.500.000 por el cuarto carril y los viaductos de acceso en el puente principal; las provincias aportan $10.000.000 cada una. Estos montos fueron calculados durante la vigencia de la convertibilidad, cuando un peso argentino equival a a un d olar norteamericano. En referencia a su ubicaci on en la Mesopotamia, una porci on del territorio argentino completamente delimitada por cursos uviales, conformada por las provincias de Misiones, Corrientes y Entre R os.
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ciales socialmente posicionados como pol ticos 5 identicados con el Partido Justicialista, cargaron con el peso hegem onico de construir el consenso necesario para concretar la mencionada obra de infraestructura vial. Dicha megaobra que atraviesa el valle del r o Paran a a la altura de la ciudades de Victoria (en la provincia de Entre R os) y Rosario (en la provincia de Santa Fe), y cuyo costo rond o los cuatrocientos millones de pesos 6-, es denida por la ciudadan a local en t erminos de un anhelo centenario de una zona que se sent a aislada, dentro de una provincia que es como una isla dentro del continente. 7 En este sentido, el foco del trabajo tambi en estar a puesto en el proceso pol tico local ya que fueron los pol ticos y los gobiernos locales los que hegemonizaron el proceso social de producci on de consenso en pos de la construcci on del recientemente inaugurado puente Victoria-Rosario y son quienes llevan, hasta hoy, el peso de su desarrollo, principalmente en el aspecto jur dico- pol tico, si bien este a mbito tiene implicancias sobre otros tales como el econ omico y el sociocultural (Boivin y Rosato, 1999). El texto est a divido en tres partes. En la primera contextualizar e el caso, en la segunda analizar e el caso a la luz de los debates antropol ogicos sobre las relaciones de intercambio, haciendo hincapi e en la concepci on del intercambio como deuda. Finalmente, en las conclusiones volver e a la pregunta ya esbozada en la introducci on con el objeto de poder arribar a algunas conclusiones y animar nuevos interrogantes.
I. El puente
La concreci on del Victoria-Rosario es parte de un proceso que va m as all a de la construcci on de una obra de infraestructura vial. En principio, implic o la aplicaci on de una serie de dispositivos jur dicos y econ omicos enmarcados dentro del Sistema de Concesi on de la Obra P ublica 8, involucrando la participaci on
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jur dico-patrimonial de cuatro actores fundamentales (el Estado Nacional, los Estados provinciales de Santa Fe y Entre R os, y una Empresa Concesionaria elegida a trav es de un concurso p ublico). En este contexto, las obras del puente fueron ocialmente iniciadas el 24 de septiembre de 1998. Cinco a nos m as tarde, el 22 de mayo de 2003 -a pocos meses de vencido el plazo estimado para la construcci on-, en un acto multitudinario y no menos signicativo dada la inminencia del proceso eleccionario que nalmente hizo Presidente a N estor Kirchner, el Presidente Eduardo Duhalde inaugur o personalmente el viaducto. A partir entonces, las 5 horas que anteriormente demoraba cruzar de Vitoria a Rosario se redujeron a tan s olo 40 minutos. Otra de las caracter sticas salientes del proceso tejido en torno al puente es que a trav es de la obra se pusieron en vinculaci on directa dos contextos muy diferentes entre si: Rosario, la segunda ciudad del pa s (una gran urbe portuaria e industrial que supera el mill on y medio de habitantes) y Victoria, un contexto agr colaganadero y de servicios con poco m as de 30.000 habitantes (cf.:Boivin, Rosato y Balbi, 1996). En este sentido, la presencia diferencial del puente a cada lado, puso de relieve temores y expectativas variables, las cuales se maniestan en las caracter sticas materiales de la obra -i.e. el peaje u nicamente se cobra del lado santafesino, donde est a el puente principal- y en las representaciones sociales acerca de ella especialmente el tipo y la magnitud de los cambios que traer a aparejados-. 9 (Gazta naga, 2001 y 2002) Pero acaso la caracter stica que tal vez mejor dena el tipo de proceso en que se insert o el Victoria-Rosario, es que dentro suyo la obra hace las veces de puente entre otros puentes. En otras palabras, el Victoria-Rosario se constituy o en el eje de un denso entramado pol tico, de un proceso orientado a producir consenso en torno a su necesidad. Sin embargo, como veremos, el puente ingres o a la agenda de la pol tica nacional, es decir, pas o a ser necesario
El R egimen de Concesi on de la Obra P ublica surge de la ley 17520 y modicadora 23696, y ha sido planteada como un cambio de las relaciones entre estado y sociedad (cf.: Oszlack 1993). Esto fue analizado en Gazta naga 2001 y 2002.
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al abrigo del inter es de la Naci on, no s olo porque toda obra que no va por el lecho del r o excede a las competencias municipales y provinciales de gobierno sino porque era preciso que la Naci on contemplase en su agenda la posibilidad de destinar sus recursos para hacer esta obra, en desmedro de otras obras reclamas en diferentes puntos del pa s. Tal como lo relatan las cronolog a victorienses, el puente representa un anhelo centenario de una poblaci on que se sent a aislada. Las entrevistas realizadas a personas vinculadas con diversas instituciones locales (funcionarios del gobierno municipal, representantes del clero, peque nos y medianos comerciantes, productores agropecuarios, representantes de la c amara empresaria, miembros del sindicato de trabajadores municipales, trabajadores y personal que trabaj o en la obra del puente), el relevamiento documental (documentaci on elaborada por los gobiernos municipales y provinciales, notas period sticas de medios gr acos locales; cartas, telegramas y compilaciones hist oricas de habitantes de la ciudad) y las notas resultantes de la observaci on con participaci on en diversos eventos ritualizados (actos pol ticos, actos por el avance de las obras y diversas ceremonias civiles relacionadas con eventos de importancia en la comunidad), concuerdan en se nalar que desde hace m as de cien a nos los victorienses vienen luchando por conectarse. La historia centenaria del puente arranca a mediados del siglo XIX, a partir del hito que signic o para la ciudadan a local el reconocimiento del gobernador Urquiza 10 a las demandas de mejorar la vinculaci on entre las dos costas. Desde entonces, la necesidad de conexi on ha sido manifestada -m as o menos abiertamente y con mayor o menor fuerza- hasta nes de los a nos 1990, especialmente motorizada por ciertos intereses individuales y sec10 11
toriales que, por razones com unmente de tipo comercial, necesitaban del mejoramiento de la movilidad entre ambas costas del r o Paran a (empresarios del agro, pesqueros y comerciantes). Sin embargo, as como sistem aticamente fueron planteados diversos proyectos de conexi on -presentados a trav es de los representantes del gobierno municipal y del poder legislativo provincial-, estos tambi en fueron sistem aticamente desatendidos. 11 Las explicaciones para tama na negativa a concretar alg un tipo de conexi on m as directa entre las dos costas del Paran a suelen ser brindadas a partir del balance entre defensa y ataque resultante de la hip otesis de guerra con el Brasil que condicion o durante muchas d ecadas las fronteras argentinas y que tuvo repercusiones en la infraestructura vial. 12 Efectivamente, esta es una de las razones esgrimidas por parte de los gobiernos de turno. Sin embargo, esta tensi on simbolizada en la concepci on de c omo deb an ser las fronteras mesopot amicas, comenz o a modicarse desde mediados de 1980, y ya para nes de esa d ecada se hab an combinado dos elementos que propiciar an las bases argumentales para canalizar el reclamo local del drama pol tico y geogr aco desde un nuevo horizonte. Los cambios institucionales en el pa s (ligados al regreso al sistema democr atico de gobierno), se combinaron con aquellos acontecidos en el escenario europeo de la posguerra, donde la noci on de integraci on y su posterior objetivaci on en la conformaci on de bloques regionales comenzaron a plantear la posibilidad de una nueva clase de arquitectura pol tica pan-europea trascendiendo el viejo orden internacional basado en Estados Naciones competitivos (cf.: Shore, 2000). Tales acontecimientos coadyuvaron a transformar las concepciones en torno a las relaciones exteriores del pa s y esto no s olo se vio reejado en el proceso
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Justo Jos e de Urquiza fue gobernador de Entre R os entre los a nos 1841-44, 1860-64 y 1868-70. Los proyectos anteriores permanecieron como meras expresiones de deseo, acciones legislativas fracasadas o bien, si iniciados, nalmente truncos por inviables. En ellos dominaba la idea de una conexi on en t erminos uviales (hasta entonces el u nico modelo visto como factible), y hab an sido planteados enteramente desde el nanciamiento p ublico. Aqui tambi en cabe se nalar que en la ciudad de Rosario tambi en hab a grupos y comisones pro Rosario-Victoria, y que muchos de sus integrantes han actuado en conjunto con sus pares victorienses. (esto fue analizado en Gazta naga 2002). Este tema ha sido abordado en diversos tabajos, i.e. Lins-Ribeiro (1991), analiza las interpretaciones geopol ticas de la inuencia brasile na en Yaciret a.
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del Mercosur sino tambi en en el propio a mbito de la infraestructura tendiente a concretar integraciones f sicas. Analizando los estudios de factibilidad t ecnica y econ omica de la obra, y los decretos presidenciales que determinaron su concreci on denitiva, es posible advertir que la coyuntura nacional e internacional antes mencionada constituye una parte central en la justicaci on de la necesidad del puente. Sin embargo, el hecho de que se haya llegado en este momento y no en otro a la soluci on del problema del aislamiento de la zona no queda completamente explicado a trav es de la sinton a entre una demanda local y ciertos cambios en el contexto nacional e internacional (incluyendo aqu al argumento de la necesidad de inversi on del capital por parte de Empresas nacionales y multinacionales) En otras palabras, en un pa s decitario en materia de infraestructura p ublica por qu e el Victoria-Rosario?. Fueron ciertos pol ticos locales identicados con el Partido Justicialista, y sus allegados, quienes se encargaron de se nalarme que ellos, personalmente, tomaron la posta centenaria e hicieron suya la vocaci on de unir efectivamente las dos costas del Paran a. Ahora bien, c omo y a trav es de qu e mecanismos se lleg o a concretar una obra de esta magnitud? En las palabras de un ex intendente local -y legislador provincial en dos oportunidades- ellos comenzaron a plantear que la conexi on f sica entre Victoria y Rosario era necesaria para el Mercosur y para hacer la integraci on bioce anica 13. Es decir, fue a trav es de alinearse bajo el estandarte de la integraci on regional y de la conexi on del Atl antico con el Pac co que estos actores renovaron el argumento de la necesidad de conectar las ciudades de Victoria y Rosario. El razonamiento que estos promotores del puente esgrim an para ello era el siguiente: dado que las dos costas del Paran a ya hab an dejado de estar separadas desde nes de 1960 -cuando se construy o el T unel Subuvial Hernandarias a la altura de las capitales provinciales, Santa Fe
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y Paran a-, no bastaba con justicar la necesidad de la obra desde el punto de vista local; era preciso apelar a la integraci on regional. Los pol ticos que -hasta el d a de hoy- se arrogan la paternidad del puente, ya ven an trabajando en el a mbito de la integraci on regional desde nes de la d ecada de 1980 en lo que denen como la antesala del Mercosur. Ellos ven an participando activamente de la denominada integraci on entrerrianoriograndense, construyendo lazos con actores e instituciones del Estado brasile no de R o Grande do Sul, con el objetivo de consolidar un eje horizontal de desarrollo alternativo al eje vertical formado por Buenos Aires y S ao Paulo, (cf.: Boivin, 2004; Boivin y Rosato, 1999). Apelando entonces a esta trayectoria personal, se abocaron a trabajar pese a que ya nadie cre a desde el gobierno municipal y las legislaturas provincial y nacional, planteando que el Victoria-Rosario era una obra central para materializar la integraci on regional. Sin embargo, al tiempo que colocaban a su provincia en el epicentro de un proceso de integraci on regional a gran escala, estos pol ticos tambi en comenzaron a tender su propio puente en el escenario pol tico de concretar la obra vial. De qu e se trata este puente y c omo lo tendieron, est a en ntima relaci on con el modo en que ellos denen su actividad, la actividad pol tica, como una vocaci on de servicio.
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En referencia al eje de atracci on vinculante entre los paralelos 32 y 34 sur, que une el oc eano Pac co con el Atl antico, desde R o Grande do Sul, en Brasil, a Valpara so, en Chile, pasando por la Rep ublica Oriental del Uruguay y las provincias de Entre R os, Santa Fe, C ordoba, San Luis, Mendoza y San Juan. El Partido Justicialista (peronista por su fundador Juan Domingo Per on) data de entre 1945 y 1950.
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puente se constituy o en uno de los ejes centrales de la disputa interpartidaria y, especialmente, en el caso de los candidatos del Partido Justicialista, comenzaron a identicarlo como el proyecto centenario del peronismo 14 (el Partido que supo interpretar y ejecutar el anhelo victoriense ). La centenariedad del proyecto vinculada con la obra vial fue utilizada por los candidatos justicialistas en la campa na pol tica con vistas a las elecciones generales del a no 1999. Cuando asist an a los actos p ublicos realizados en la ciudad de Victoria, los candidatos locales y provinciales del justicialismo -partido que en ese momento estaba en el gobierno provincial y nacional-, alud an permanentemente al puente y al tema de la obra centenaria. Por ejemplo, en un acto p ublico, el candidato a gobernador, haciendo referencia al candidato a intendente, resaltaba que est e hab a formado sus equipos, tiene un proyecto, tiene un proyecto como dice de cara al futuro; y ese proyecto basado en esa obra centenaria que es el Victoria- Rosario, va a traer el desarrollo a nuestra ciudad. 15 En la contienda electoral, los candidatos del justicialismo tambi en asum an la paternidad del proyecto excluyendo a sus contendientes pol tico-partidarios del proceso de haber concretado el anhelo centenario. Esta exclusi on se hac a en dos sentidos, por la capacidad de trabajo y por tener, o no, ideas. As , los candidatos a concejales, a intendente, a legisladores provinciales y nacionales, y el propio candidato a gobernador, tomaban al puente como prueba irrefutable de su trabajo y lo contrapon an al hecho de que los radicales siempre se pelean entre ellos, nosotros tambi en nos peleamos, pero ponemos primero a las necesidad de la gente, por eso hacemos. En consecuencia, durante la campa na pol tica, no s olo el Partido (Justicialista) aparec a apropi andose de la historia y la paternidad del puente sino que sus candidatos, a trav es de los discursos p ublicos, daban cuenta de sus papeles protag onicos. Por ejemplo, el candidato a gobernador record o en varias oportunidades reri endose al nombre del candidato a intendente, fuimos diputados juntos, el era
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diputado provincial y yo era diputado nacional all a por el 86, y el present o el proyecto del mercado (...) y del puente Rosario-Victoria, y me llam o y me dice: mir a, necesitamos una mano de la Naci on, y le digo bueno, [y el candidato a intendente le dijo] no te parece que pido mucho? Y le digo No, hay que hacer ese puente, ese puente lo necesitamos mucho. Y me convenci o y me sub al puente(...) . En el mismo contexto electoral, el Partido tambi en realiz o encuestas enfocando expl citamente el tema del puente, con vistas a relevar las necesidades y las opiniones de la ciudadan a. Los resultados del Estudio de opini on en la ciudad de Victoria arrojaron que los habitantes de Victoria perciben que la inseguridad podr a agravarse, temen perder, con la construcci on del puente, esa caracter stica del pueblo seguro que a un conserva... pero con todo, conclu an en que en todos los rangos de edad y de nivel educativo puente tendr a un impacto positivo sobre la ciudad. 16 A trav es de la encuesta, los candidatos se apropiaron de sus resultados para luego transformarlas en sus proyectos. Por ejemplo, tal como se nalaba un candidato a concejal, estamos trabajando para preparar a la comunidad para afrontar nuevos desaf os como la transmisi on de enfermedades propias de las grandes urbes y el aumento de la delincuencia; monitorear permanentemente aspectos ambientales, lograr un desarrollo equitativo y equilibrado en el contexto de un plan de urbano de la ciudad para enfrentar la especulaci on inmobiliaria, y organizar el espacio f sico municipal para cumplir las funciones urbanas en armon a con la conexi on. En este sentido, el relevamiento de percepciones negativas sobre la obra se enfatizaba adelant andose a ellos y, paralelamente, proponiendo soluciones que se insertaban en proyectos. Ahora bien, as como la legitimidad de esta suerte de apropiaci on en el contexto electoral depende de c omo los candidatos conectan sus proyectos con las necesidades de la ciudadan a; en el caso particular del puente, el permit a subrayar simb olicamente el modo en que ambos t erminos (proyectos y necesi-
Para un an alisis desde el punto de vista de la campa na electoral, ver Rosato y Gazta naga 2001 Estudio de opini on en la ciudad de Victoria, Partido Justicialista (julio de 1999).
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dades) eran articulados a trav es de la idea de trabajo. Es decir, as como los proyectos eran planteados por los candidatos justicialistas ubic andose ellos mismos como responsables por su concreci on, este posicionamiento no era s olo a futuro (en su calidad de futuros representantes) sino que era una consecuencia l ogica del trabajo, una consecuencia de su trayectoria en la tarea permanente de idear y concretar proyectos m as all a del per odo electoral, como testimoniaba, por ejemplo, la concreci on del puente. Aqu cabe se nalar que a un cuando los candidatos se refer an al puente en t erminos de un proyecto, para ese entonces los pilotes del viaducto surcaban denitivamente el horizonte del r o, y localmente comenzaban a adquirir gran visibilidad los constructores y los organismos p ublicos de control y seguimiento de las obras, quienes difund an sus percepciones a trav es de la prensa, especialmente en los aspectos t ecnicos, y las implicancias econ omicas, sociales y medioambientales de la obra. Los candidatos hac an constantemente este juego de retrospectiva. La manipulaci on temporal les permit a consolidar su capacidad de trabajo como algo permanente y, en denitiva apuntar al reconocimiento social del mismo contrastando la idea de proyecto con su realidad incuestionable. As , si en el contexto electoral, la noci on de trabajo estaba relacionada con la campa na pol tica (por ejemplo, ocupando un lugar en las explicaciones sobre las expectativas de voto, sosteniendo que era mejor cuando no ten amos el puente, cuando no sab amos que iba a pasar, porque resulta que el hecho que nos den como ganador, en vez de incentivarnos y motivarnos, implica cruzarnos de brazos), sin embargo, los candidatos hac an un uso m as amplio de ella. El trabajo era tambi en la explicaci on para obtener votos, justamente porque ellos ven an trabajando. En este sentido, si hasta aqu podr a parecer que estamos frente a una apropiaci on de los impactos de una megaobra para utilizarlos en una coyuntura particular como es el per odo de elecciones, es notable c omo, tras perder las elecciones locales, provinciales y nacionales -si bien el Partido logr o algunas bancas de senadores y diputados provinciales y nacionales-, la paternidad exclusiva
del Victoria-Rosario sigui o y sigue siendo subrayada por estos mismos hombres -algunos ya fuera de la funci on pol tica profesional- con la misma o con mayor fuerza. En denitiva, entre la apropiaci on con vistas al c alculo electoral de un patrimonio preciad simo de la historia local y el trabajo de haberlo hecho posible, se extiende un largo y sinuoso camino imposible de ser reducido por una mera explicaci on de corte instrumental. A esta altura, ciertos interrogantes se imponen de manera ineludible por qu e los candidatos justicialistas se refer an al Victoria-Rosario como su proyecto y al que hicieron posible mediante su trabajo ? en qu e medida a trav es de ese trabajo lograron consensuar la necesidad del viaducto? de qu e tipo de trabajo se trata?
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tipo de conexi on planteada ni por su anclaje cronol ogico; ella tambi en implica el comienzo de otra historia, una historia que, en t erminos de un ex intendente y legislador provincial, es necesario contar, una historia verdadera, con nombres y apellidos concretos, de quienes trabajamos y quienes le pusimos el hombro a esto. Como veremos, la historia reciente de la conexi on, la del puente, se constituy o en la consolidaci on jur dico-institucional de todo un proceso de creaci on de consenso en torno a su necesidad, pero tambi en se constituy o en la consolidaci on de otros puentes, tendidos por sus promotores entre lo local y lo nacional. Movidos por la vocaci on de hacer efectivo el anhelo centenario de la poblaci on, los pol ticos locales que asumieron la tarea de promover el puente fueron tambi en quienes personalmente se encargaron de generar una serie de estudios de factibilidad (realizados entre nes de 1980 y principios de 1990 con la colaboraci on de la Universidad Nacional de C ordoba). 17 A un a sabiendas que por razones legales no iban a ser los estudios denitivos, estos pol ticos locales consideraban a la tarea de demostrar la factibilidad de la obra -en t erminos ingenieriles y presupuestarios - era un punto clave para interesar a la Naci on en el viaducto, de modo que la constituyeron en el caballito de batalla de su peregrinaci on por conseguir apoyo. En dichos estudios dejaban bien en claro que el proyecto vial pose a una amplia gama de bondades, esto era, potenciando el desarrollo interactivo entre las econom as regionales de las provincias vinculadas (el centro-sur de la Mesopotamia y el centro de la Pampa H umeda, ya que materializar a una alternativa al T unel Subuvial y al Puente Z arate Brazo Largo), y optimizando las inversiones en infraestructura vial ya efectuadas con vistas a consolidar f sicamente el Mercosur y el Mercosur ampliado (incluyendo la vinculaci on interoce anica este-oeste a lo largo del paralelo 32 sur). Sin embargo, en los argumentos esgrimidos por los promotores de la obra, la generalizada necesidadde la obra prontamente comenz o
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a tornarse m as precisa. Es decir, si en los inicios del proceso conectivo el puente fue insertado en la t onica de la historia centenaria, y promovido como un hecho local enmarcado en el ambito de discusiones pol ticas con la provincia y la Naci on; con la transformaci on del proyecto en obra, este se fue constituyendo en una serie de procesos de integraci on y geopol ticos allende la localidad. Estas transformaciones, como veremos, dependen de c omo los pol ticos que hegemonizaron el proceso de producci on de consenso en torno a su construcci on, insertaron la obra en la agenda nacional de gobierno; pero tambi en eran parte del hecho enfatizado por ello en torno a que El puente siempre fue m as bien un deseo que una decisi on pol tica. Claramente, la ausencia de decisi on pol tica era el correlato l ogico de que no exist a un inter es particular por parte del Gobierno Nacional en conectar f sicamente las ciudades de Rosario y Victoria. En consecuencia, dado que el Victoria-Rosario no era la u nica obra reclamada en el pa s (i.e. el proyecto del puente Buenos Aires-Colonia 18), sus promotores se vieron obligados a construir ellos mismos dicho inter es, emprendiendo lo que ellos denen como los movimientos por interesar en el puente, esto es, toda una serie de idas y vueltas a la Naci on, tanto del proyecto como de quienes lo allegaban. Quien en ese entonces se desempe naba como subsecretario de Obras y Servicios P ublicos de Entre R os, me coment o que uno de los grandes obst aculos que tuvieron que afrontar era la necesidad de un estudio de factibilidad t ecnica y econ omica que demostrase que no era una obra alocada ni fara onica. Justamente, fue en aras de dar por tierra estas sospechas que encargaron los estudios de factibilidad. Sin embargo, los estudios no alcanzaban para demostrar que la obra era necesaria. Tal como los promotores del puente fueron advirtiendo, el gran problema era que tampoco estaban dadas las condiciones para hacerlo, incluso la ley de obra p ublica no lo permit a. Factibilidad y condiciones jur dico-pol ticas eran los obst aculos que
Estudio preliminar sobre el cruce vial Rosario-Victoria y Estudio de Prefactibilidad Avanzada . En referencia a las discusiones con los funcionarios de la Comisi on Binacional del Puente Buenos Aires- Colonia, proyecto apoyado p ublicamente por el gobernador Sergio Montiel (1983-87, 1999-2003).
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deb an sortear para concretar el proyecto, y dado que ambos estaban ntimamente relacionados, de esta forma los encararon. Los promotores del puente subrayan que tuvieron exito al haber planteado el proyecto en el contexto de la reforma pol tica llevada a cabo en la d ecada de 1990. Dicha reforma, que entre otras cuestiones se aplic o a los par ametros de la Obra P ublica, signic o, de cara al proceso del puente, la posibilidad de contar con un conjunto de dispositivos jur dicos (ley de Reforma del Estado y ley de Emergencia Econ omica) que permitieron salvar las limitaciones del presupuesto p ublico. Tal como gura en los estudios de factiblidad, lo que hicieron los pol ticos fue plantear la concreci on del viaducto a trav es del Sistema de Concesi on de la Obra P ublica. De este modo, no s olo se ocuparon personalmente de demostrar que la obra era factible t ecnicamente sino que, tambi en, plantearon que su construcci on y explotaci on pod a dejarse en manos de capitales privados ya que los estudios contemplaban la rentabilidad del proyecto. Ahora bien, contar con los medios jur dicos pasibles de salvar el problema econ omico tampoco fue suciente para concretar el inter es nacional en la obra. Es decir, no s olo se trataba de constituir al puente en un tema posible sino que deb an lograr que la Naci on se interesase personalmente en proyecto. En t erminos de quienes hab an asumido semejante desaf o, les faltaba lograr que el Presidente de el OK a la obra. El visto bueno del presidente fue el punto nodal de todo el proceso de interesar a la Naci on en la obra. Y fue un punto nodal justamente porque no se deduc a autom aticamente de la coincidencia en el color pol tico. Es decir, la pertenencia al Partido Justicialista, no era un elemento de consenso en torno a la obra, puesto que se insertaba dentro de una dial ectica donde el Partido estaba cruzado por conictivas relaciones entre diferentes niveles pol tico-administrativos, donde municipios, provincias y Naci on compiten por la prioridad del nanciamiento de la obra p ublica. Siendo este el panorama, los promotores del puente apuntaron a combinar una progresiva institucionalizaci on del inter es en el puente con la realizaci on de un trabajo de persuasi on desplega-
do personalmente. En el a no 1990 los pol ticos locales elevaron a las autoridades nacionales el Informe de Prefactiblidad. Ese mismo a no marc o el comienzo de una serie completa de intercambios verbales, telef onicos y epistolares, y la concertaci on de reuniones y entrevistas (en la Capital Federal, en la capital provincial, y en las ciudades de Victoria y de Rosario) que ir an multiplic andose durante los a nos sucesivos. Fruto de esas reuniones, donde tambi en contaban con el apoyo de los legisladores nacionales de la provincia, pudieron lograr que las autoridades del Ministerio de Obras y Servicios P ublicos de la Naci on rmasen, en el a no 1991, un convenio que declaraba de inter es p ublico al complejo vial. La importancia de ese convenio radic o en que permiti o que el equipo t ecnico proVictoria-Rosario, que ven a reuni endose informalmente desde nes de la d ecada de 1980, comience a trabajar de manera ocial. Manteniendo esos contactos personales con las autoridades del Ministerio, que incluyeron severas discusiones y altercados, un a no m as tarde, lograron que el Presidente rubrique el decreto PEN-2045/92 donde declaraba de Inter es Nacional al proyecto. A trav es de la misma labor personal, los promotores del puente tambi en coadyuvaron a suavizar algunas asperezas con la provincia socia. Tal como me manifestaban, el hecho de que Rosario es la mayor ciudad de la provincia y presenta una relativa independencia en t erminos econ omicos y pol ticos respecto de la capital provincial, estaba el problema de la postura de Santa Fe en su car acter de localista y espec camente la del Gobernador Reuteman en su disputa Santa Fe con Rosario. Esta tarea se cristliz o cuando la legislatura santafesina ratic o el Inter es P ublico del emprendimiento. En el mismo sentido, el trabajo en el nivel nacional desplegado por los promotores de la obra se cristaliz o institucionalmente cuando los representantes del Ministerio del Interior y las provincias de Santa Fe y Entre R os rmaron un Acta Compromiso por la que cada una recibi o $ 1.200.000 para cubrir desequilibrios nancieros y emergencias por el costo de un nuevo y denitivo estudio de factibilidad. La transferencia de dinero a las provin-
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cias daba por sentado de una manera p ublica que el proyecto centenario del peronismo estaba m as pr oximo a ser una realidad, y todo hecho relativo a la presencia local de la Naci on era visto como prueba irrefutable de esto, por ejemplo, se nalando que estaba Manzano de Ministro y vino a Victoria a los efectos de entregar un subsidio de 1.200.000 pesos para llevar adelante los pliegos de factibilidad t ecnica. 19 En denitiva, los promotores del puente lograron la transformaci on de un anhelo local en un inter es nacional cambiando la escala de la necesidad del puente. Pero esta transformaci on no s olo tuvo que ver con c omo liberaron el planteo de su necesidad de la estrecha malla de lo local apelando a la met afora de la integraci on regional y capitalizando su propia trayectoria en la materia sino que tambi en fue clave el modo en que concentraron la ret orica del car acter necesario del Victoria-Rosario en la met afora integratoria. Es decir, los pol ticos locales encararon personalmente una labor que ellos denen como permanente y as fue c omo tejieron las redes de la promoci on pol tica del puente, esto es, articulando la institucionalizaci on de la necesidad de la obra con la gesti on personal interesar a las autoridades competentes. Esta tarea de nivel nacional (a trav es de viajes a la ciudad de Buenos Aires para reunirse con funcionarios nacionales, y a trav es de los diputados y senadores nacionales del justicialismo entrerriano) tambi en ten a su correlato en el escenario provincial. En este caso, mientras que durante el gobierno de Sergio Montiel
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(1999-2003, UCR-Alianza), debieron pelear la obra como oposici on desde la legislatura provincial 20; durante el gobierno de Mario Moine (1991-95, PJ) y el de Jorge Busti (1987-1991 y 1995-99, PJ) debieron sostener como ocialismo el apoyo que los mandatarios les hab an asegurado. 21 La Naci on formaliz o el llamado a Licitaci on P ublica de la obra como resultado de los convenios que ven an rm andose, y el 15 de abril de 1996 comenz o la venta de pliegos. Al cabo de casi un a no (exactamente, marzo del a no siguiente) ya hab an calicado tres Consorcios. 22 Una atm osfera de j ubilo rodeaba en ese entonces a la ciudad de Victoria, y especialmente a quienes se identicaban con el Partido Justicialista. Esto qued o demostrado cuando se conrm o un secreto a voces: el 20 de junio de 1997, luego de pasar por la ciudad de Rosario por las celebraciones del d a de la bandera nacional, el Presidente Carlos Menem ir a a Victoria a colocar la piedra fundacional del puente. Sin embargo, los exitos de esta gesta en torno al puente no llegaron a concretarse sin que sus promotores se viesen forzados a sortear nuevos avatares. A menos de una semana del arribo del Presidente a la ciudad de Victoria, los justicialistas locales se enteraron telef onicamente -por intermedio de algunos funcionarios del Ministerio de Econom a y Obras y Servicios P ublicosque la apertura de ofertas hab a arrojado resultados poco auspiciosos. Con los recuerdos a un frescos del u ltimo viaje a Buenos Aires y del festejo que compartieron con los funcionarios del Ministerio para ce-
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Para una discusi on sobre la relaci on entre el simbolismo del poder y la presencia de quienes ejercen la autoridad en el espacio f sico, ver Geertz 1994. Sergio Montiel, hombre del radicalimso entrerriano, fue gobernador de Entre R os entre 1999 y 2003. Si bien en ese contexto pol tico partidario, su liaci o partidaria a la Uni on Civica Radical estaba subsumida dentro de la Alianza (para el Trabajo, la Educaci on y la Justicia), desde el punto de vista de los pol ticos promotores del puente su postura opositora a la obra se explicaba en t erminos de la hist orica oposici on en el escenario pol tico argentino entre Justicialismo y Radicalismo. Cabe se nalar que as como la institucionalizaci on del inter es nacional en la obra fue forjada en base a las interacciones en el ambito de la pol tica, tambi en tuvo lugar una tarea similar orientada hacia el sector privado. Tal como los pol ticos me explicaban fue necesario hacer lobby con las empresas, promoviendo las bondades de invertir en la obra en base al potencial integrador del viaducto. Esto qued o plasmado en oportunidad de la realizaci on de una reuni on para presentar el proyecto del puente, donde entregaron copias de los estudios de factibilidad, en los cuales mostraban al puente como una inversi on ya que se preve a un aumento progresivo del tr aco nacional e internacional (esto fue analizado en Gazta naga 2002). En el proceso licitatorio del Victoria-Rosario se recurri o a un sistema de acopio y uso de la informaci on sobre el proyecto vial, denominado data room, que reun a y sistematizaba el trabajo de los pol tico que promov an el puente, cristalizado en los estudios de factibilidad (esto fue analizado en Gazta naga 2002).
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lebrar el n del proceso licitatorio, los pol ticos que se ve an comprometidos personalmente en el tema vieron tambalear su prestigio y su honor. Sin embargo, la noticia fue silenciada, y gracias a esto, los medios de comunicaci on reci en dieron a conocer el fracaso de la licitaci on varios d as despu es. Sin embargo, a un cuando la visita del Presidente Carlos Menem (1989-1995 y 1995-1999) a la ciudad de Victoria se desarroll o en un marco de relativa normalidad, esta fue notablemente una normalidad aparente. Durante el acto p ublico que se realiz o en Victoria -al aire libre, pese a las baja temperatura que hac a, ya que se instal o un palco en el predio donde luego se construir a la bajada del puente -, el Presidente arm o y si es necesario comprometo al comprometo al Ministro de Econom a a que saque los fondos sucientes para llevar adelante esta obra. En ese momento, s olo unos pocos llegaron a comprender el signicado de esas palabras: se trataba de la explicitaci on del apoyo a la obra. Y estos pocos fueron los mismos que inmediatamente se pusieron en contacto con los funcionarios nacionales para asegurarse que la obra se hac a. Tal como les hab a dicho personalmente el Presidente a los pol ticos que ven an promoviendo la obra: el puente segu a en pie, y los hechos se encargaron de demostrarlo ya que autoriz o por decreto PEN un segundo llamado a Licitaci on P ublica Nacional e Internacional de plazo reducido 3 meses, y en el mes de julio el consorcio empresario Puentes del Litoral 23 se consolid o como ganador. Ahora bien, no s olo qued o demostrado que el Victoria-Rosario segu a en pie el sino tambi en los puentes que los propios promotores ven an tendiendo personalmente. Efectivamente, un a no despu es y ya puesta en marcha la campa na pol tica con vistas a las elecciones generales de 1999, el presidente Menem volvi o a presidir un acto p ublico en la ciudad de Victoria, esta vez para inaugu23
rar las obras de lo que llam o su puente. Ese 20 de junio de 1998, nuevamente a pesar de las temperaturas extremadamente bajas (dado que el acto volvi o a desarrollarse a la intemperie, en el mismo lugar que el a no anterior), los discursos de las autoridades locales, provinciales y nacionales fueron aplaudidos masivamente por una concurrencia tambi en masiva de los victorienses. Claramente, se trat o de un evento que puso al descubierto el entrecruzamiento desigual de los valores locales y nacionales (cf.: Gluckman, 1987) y que dej o al descubierto tensiones y alineamientos claros entre los protagonistas.
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Puentes del Litoral seg un capital accionario: Impregilo Sociedad por Acciones, 22% ; Hochtief Aktiengesellschaft SA, 26%; Iglys SA, 4% ; Benito Roggio e hijos SA, 20%; Sideco Americana SA, 19%; y Techint SACeI., ; y las subcontratistas Boskalis& Ballast Nedam (dragado) y Trevi (pilotaje). La mayor a de estas empresas han participado en la construcci on de los principales viaductos que existen en el pa s. A esto se reeren los trabajos de Weber sobre que siempre debe existir alguna forma de fe y lo que el denomina el ethos de la pol tica como causa (Weber 1985, 1980).
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senso en torno a la construcci on de la obra, implic o una forma de hacer pr actico aquello que Weber deni o como una responsabilidad personal exclusiva por lo que [el pol tico] hace, una responsabilidad que no puede ni debe rechazar ni transferir (1985:33). Ellos forjaron un cociente entre la paternidad del proyecto, el trabajo para concretarlo y la responsabilidad por todo lo relacionado con la obras (inclusive antes y despu es de su concreci on material) que, desde su punto de vista, tuvo como denominador com un una vocaci on de servicio. Es esta vocaci on la que determin o el modo en que movilizaron los recursos materiales e inmateriales para lograr que el puente sea una realidad. Y es la misma vocaci on la que explica que el trabajo pol tico haya sido el motor y el eje de la trama de relaciones, a un cuando los pol ticos no pueden producir solos, ya que su trabajo depende del sistema de especialistas que colaboran con ellos (los medios de comunicaci on tienen esa funci on, as como determinados sectores sociales que participan insertando intereses particulares o individuales en los temas planteados). 25 Ahora bien, para constituirse en el motor del proceso de producci on de consenso en torno al puente, el trabajo pol tico requiere del reconocimiento de la vocaci on de la cual emana. El reconocimiento a esa vocaci on es pasible de cristalizarse en la institucionalizaci on del domino a trav es de los mecanismos que le otorgan una legitimidad basada en la legalidad (ejemplarmente a trav es del voto). Pero ese reconocimiento tambi en es funci on de la capacidad para que el trabajo pol tico pueda ocializar su vocaci on (y los productos del trabajo que emana de ella) a trav es de las acciones y el posicionamiento de cada uno de estos actores como profesionales de la pol tica. De este modo, la producci on de consenso est a apuntalada por la relaci on entre profesionales de la pol tica (Weber, 1980 y Skocpol 1989) y ciudadanos, y al mismo tiempo est a atravesada por una relaci on entre representantes, representados y representaciones. En otras palabras, producir consenso invo25
lucra un trabajo que, llevado a cabo desde el lugar de la pol tica, signica que ciertos actores posicionados se apropian de ciertas reivindicaciones, las hacen probables en el contexto del Estado, y las devuelven (transform andolascre andolas) como un eco de lo que la sociedad reclamaba. Al tomar en cuenta la densa trama de procesos pol ticos y jur dicos en la que los promotores pol ticos del puente insertaron la obra, queda claro que no s olo las campa nas electorales proveen espacios simb olicos de consensuaci on. El trabajo pol tico constituye un elemento central para estructurar las instancias que permiten pasar de lo posible a lo necesario en vistas de posicionarse en una instancia espec ca de creaci on de consenso como es la construcci on del dominio (cf.: Weber, 1996). En este sentido, los pol ticos que promov an el Victoria-Rosario institucionalizaron el puente que ellos mismos tendieron entre la genealog a del anhelo conectivo y el inter es nacional, aplicando la met afora de la integraci on a los contextos de inuencia del puente (i.e. el Mercosur y el corredor bioc eanico central), gestionando personalmente su necesidad y su factibilidad, y construyendo el plaf on de legitimidad que, como consecuencia de los dos elementos anteriores, refutaba la tan mentada acusaci on de que el puente era un capricho pol tico. C omo se entrecruzan en este proceso la juridicidad y las relaciones interpersonales? Para indagar en qu e medida ambas est an permanentemente presentes, es necesario separar anal ticamente dos elementos. Tales elementos son, la relaci on entre la gesti on personal y la institucionalizaci on de la misma, y la acci on del tiempo en y para con dicha relaci on. Pierre Bourdieu se nala que debido a su total inmanencia a la duraci on, la pr actica est a ligada con el tiempo, no s olo porque se juega en el tiempo sino adem as porque juega estrat egicamente con el tiempo y, en particular, con el tempo (1991:139). En el proceso tejido en torno a la concreci on del Victoria-Rosario,
Por supuesto que no es posible soslayar el hecho de que en este proceso operan actores tales como la sociedad concesionaria encargada de la construcci on y explotaci on de la obra, cuya participaci on no es menos relevante a la hora de analizar la multiplicidad de intereses interactuantes en dicho proceso (esto fue analizado en Gazta naga 2000).
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la acci on del tiempo aparece, en principio relativamente cristalizada, pero esto es as s olo si observamos la institucionalizaci on del proyecto vial. En cambio, al desmenuzar la g enesis del proceso que desemboc o en la consolidaci on jur dica del inter es nacional en la obra, queda puesto de relieve el lugar central que el tiempo jug o en favor de tornar reciente lo centenario. Y todo esto fue posible gracias a una caracter stica del trabajo pol tico, es decir, a su permanencia. Desde el punto de vista de c omo el puente se fue constituyendo en un inter es nacional, el proceso politico tejido en torno suyo aparece como la resultante de lo que Bourdieu dene como el proceso por el que un grupo aprende y se oculta su propia verdad, aun andose mediante una profesi on p ublica que legitima e impone lo que enuncia, deniendo t acitamente los l mites de lo pensable y lo impensable (Bourdieu, 1991:182). Y en la ocializaci on del puente , el trabajo pol tico es una de sus estrategias, las que tienen por objeto transmutar unos intereses ego stas, privados, particulares (...) en intereses desinteresados, colectivos, p ublicamente confesables, leg timos (op.cit:185). Siendo que la pol tica ofrece a las estrategias de ocializaci on su terreno de actuaci on, el producir consenso constituye un proceso de producci on y un producto donde a partir de la transformaci on sobre aquello que se pretende consensuar -en nuestro caso el puente - la piedra de toque de esta tarea es, en u ltima instancia, la propia representaci on social de la relaci on de representaci on. Aqu comienzan a tomar protagonismo una serie de elementos que muchas veces la ocializaci on de las relaciones deja a la sombra de los procesos pol ticos. Si bien el proceso de resignicaci on del anhelo centenario como un puente y como una obra de integraci on regional, fue posible a trav es de la utilizaci on de diferentes medios tales como las variables temporales, diferentes formas del pragmatismo (la necesidad del puente en funci on de mejorar la movilidad, la necesidad de inversiones, el desarrollo socioecon omico, incluyendo la sinton a con cambios mundiales), estos se basaron, de una u otra forma, en un trabajo personal.
Analizando c omo a medida en que las relaciones econ omicas se vuelven cada vez m as diferenciadas de otros tipos de relaciones sociales, las transacciones apropiadas para cada uno se van polarizando en t erminos de su simbolismo e ideolog a, Jonathan Parry advierte que la ideolog a del don, y opuestamente la idea completa del auto inter es econ omico son nuestra invenci on (...) por lo tanto, mientras que Mauss suele ser presentado como cont andonos que, de hecho, el don nunca es libre, creo que lo que realmente nos est a diciendo es el modo en que nosotros hemos adquirido una teor a de que s deber a serlo (1986:458, mi traducci on). Siguiendo esta provocativa armaci on, es posible comprender al proceso tejido en torno al Victoria-Rosario como parte de la construcci on de ese tipo de imaginario que, parad ojicamente, se transforma en condici on de ecacia para lo que aparece como su contraparte material. En otras palabras, asumiendo que el puente es siempre, y al mismo tiempo, una obra pol tica p ublica y de inversi on privada. La separaci on de lo personal y de lo real en la trama de las obligaciones jur dicas no puede ser el punto de partida para analizar c omo los pol ticos se ocuparon personalmente de construir el consenso necesario para construir un viaducto entre las ciudades de Rosario y Victoria. Siendo un proceso donde las condiciones de lo real y de lo posible estaban s olo relativamente prejadas en mecanismo jur dicos objetivos, es preciso indagar c omo aparece en nuestras sociedades aquello que constituye el coraz on de la organizaci on social en las primitivas (cf.: Parry, 1986). Es preciso ver c omo lo potencialmente obligatorio en t erminos legales se vuelve personalmente obligatorio. Bourdieu se nala que a partir de la institucionalizaci on las relaciones de poder y dependencia no se establecen ya directamente entre personas; se instauran, en la objetividad misma, entre instituciones, es decir, entre t tulos socialmente garantizados y puestos socialmente denidos (1991: 223). Esto signica que la producci on social del dominio deja de depender de la costos sima energ a que insume el mantenimiento permanente del trabajo y del proble-
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ma de econom a moral que genera. 26 Se trata del problema del gasto demostrativo (la necesidad permanente de la muestra, cuando se depende, en mayor o en menor medida, de ella para obtener la creencia y la obediencia de los otros), para cuya soluci on viene a jugar un rol clave la institucionalizaci on, ya que sustituye las relaciones entre unos agentes indisociables de las funciones que desempe nan y que s olo pueden perpetuar entreg andose por entero y sin cesar, por las relaciones estrictamente establecidas y jur dicamente garantizadas entre posiciones reconocidas (op.cit:221). En un contexto donde los mecanismos para que una obra p ublica de infraestructura ingrese a la agenda de gobierno tornan imprescindible un andamiaje jur dico y pol tico y administrativo altamente estructurado (cf.: Oszlak y ODonnel, 1982), al mismo tiempo la autoridad personal parece no poder perpetuarse duraderamente si no es a trav es de acciones que la rearmen por su conformidad a los valores que reconoce el grupo. A los pol ticos locales que promovieron el Victoria-Rosario les fue necesario trabajar cotidiana y personalmente en la producci on y reproducci on del consenso en torno a la obra y del propio reconocimiento a su trabajo. De acuerdo con la trayectoria de concreci on del puente y seg un las especicidades jur dicas de la obra, el conicto desatado en torno al proceso de licitaci on constituye un ejemplo privilegiado para ver la articulaci on entre la juricidad y las relaciones personales. Esta arena crucial, institucionalizada en la cual los grupos de poder pol tico-econ omico denen su participaci on en el proyecto (Lins Ribeiro, 1991:18) hizo l cita la articulaci on de diversos intereses. Pero sobre todo fue la realizaci on de un segundo llamado a licitaci on lo que conjug o la gesti on personal de la creaci on de inter es en la obra, suscrita a un proceso pol tico, con la din amica de un espacio altamente formali26
zado en t erminos jur dicos, de cuya legalidad depend a solucionar el fracaso del primer llamado. Asimismo, el proceso licitatorio es tan s olo un aparte del proceso m as amplio donde se intersecan la devoci on a una causa con la existencia de mecanismos objetivos para hacer de esa causa algo concreto (la l ogica de las obras p ublicas, en general). El proceso pol tico tejido en torno al puente, da cuenta de c omo siguen siendo necesarias las instancias personales y personalizadas de interacci on para objetivar proyectos espec cos. No siendo el trabajo pol tico el criterio legal denitorio de la obra p ublica, tampoco la legalidad es condici on suciente para explicar c omo lo obligatorio se vuelve deseable 27. Para dar al trabajo el lugar que merece como elemento central de cohesi on y reproducci on en procesos de reconversi on del capital simb olico, necesitamos ver a este capital como un cr edito en el sentido m as amplio del t ermino, puesto que se trata de un capital negado y reconocido como leg timo, es decir, no reconocido como capital. La reconversi on del capital econ omico en capital simb olico, que produce relaciones de dependencia disimuladas bajo el velo de relaciones morales, exige unos cuidados incesantes y todo un trabajo, indispensable para establecer y mantener las relaciones, y tambi en las inversiones, tanto materiales como simb olicas (i.e. la asistencia pol tica o econ omica), y tambi en la disposici on (sincera) a ofrecer esas cosas m as personales, m as preciosas por tanto, que los bienes o el dinero (...) como es el tiempo. . . (Bourdieu, 1991:216 y cf.: Bourdieu 1996). Como mecanismos de producci on de consenso el trabajo restituye la trayectoria de su legitimidad a condici on de que este se presente como algo permanente, es decir, la tensi on entre necesidad e inter es, es alimentada positiva y personalmente a partir del trabajo de que quienes se adjudican la paternidad del puen-
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En este sentido, Bourdieu parte del supuesto de que es en el grado de objetivaci on del capital donde reside el fundamento de las diferencias entre los modos de dominaci on (esto es, universos sociales donde las relaciones se hacen y deshacen mediante la interacci on interpersonal vs formaciones sociales mediatizadas por mecanismos objetivos e institucionalizados como el mercado, el aparato jur dico y el sistema de ense nanza (1991:218). C omo lo obligatorio se vuelve deseable, siguiendo a Durkheim (1992), implica una suerte de articulaci on entre el car acter impuesto de la norma y su aspecto de deseo. Esta relaci on constituye un t opico muy trabajado en el an alisis del ritual (V ease Turner 1968).
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te. No s olo estamos ante un caso donde el trabajo es el centro de un mundo de relaciones interpersonales, y entre individuos y personas morales, sino que el trabajo personal de gestionar el inter es en el puente, se introduce en un contexto donde otros mecanismos ser an, en principio los denitorios del modo en que, por ejemplo, un anhelo local, se convierte en una cuesti on socialmente sancionada y objeto de inter es p ublico. Desde este punto de vista, el trabajo que disimula la funci on de los intercambios interviene tanto como el que exige el desempe no de la funci on; ambos hacen a la propia denici on del trabajo pol tico. En denitiva, hay un elemento moral en la noci on de trabajo que lo dene como tal. Se trata de la pol tica como vocaci on de servicio, el m ovil que llev o a los pol ticos a tomar la posta centenaria de concretar el anhelo de una poblaci on que se sent a aislada. Este elemento moral tambi en deja en claro que de ning un modo el puente es un don. En este caso, aquello que aparece creando una deuda y creando obligaciones vinculantes es el trabajo, el otro puente, el puente personalmente tendido y cruzado por quienes se arrogan la paternidad de haber hecho posible el Victoria-Rosario. Dicho de otra forma, se posee para dar. Pero tambi en se posee al dar. El don que no es restituido puede convertirse en una deuda, una obligaci on duradera; y el u nico poder reconocido, el reconocimiento, la delidad personal o el prestigio, es el que uno se asegura cuando da (Bourdieu, 1991:212).
Conclusiones
Quienes se adjudican la paternidad del puente, se posicionan ellos mismos como un puente. Este puente est a tendido en base a un trabajo llevado a cabo en el a mbito por excelen28 29
cia de la universalizaci on de los intereses -el trabajo pol tico, y como tal, implica la apropiaci on pol tica 28 de un proyecto (encarnada en la transformaci on de lo centenario a lo reciente) y su posterior donaci on en tanto que obra p ublica de infraestructura vial. El componente interpersonal de este proceso en un contexto donde era necesario institucionalizar el proyecto para asegurar su denitiva concreci on es el trabajo pol tico. Y este trabajo no s olo se apoya en la capacidad de otorgar signicados sino que nos enfrenta a lo que Bourdieu llama la operaci on fundamental de la alquimia social. Un tipo de operaci on donde el intercambio de dones es el paradigma de todas las operaciones por las que la alquimia simb olica produce esta realidad negando la realidad a la que apunta la conciencia colectiva como no-reconocimiento colectivamente producido, sostenido y mantenido de la verdad objetiva (Bourdieu, 1991:186). 29 Tanto la historia reciente como el proceso de producci on de consenso en torno a la construcci on del puente, ambos hacen referencia a que la conexi on entre Rosario y Victoria dej o de ser meramente un anhelo de conexi on entre dos orillas del Paran a, para convertirse en una tr ada, una obra p ublica, pol tica y de inversi on privada. El motor de esta transformaci on est a dado por el modo en que ciertos pol ticos locales identicados con el Partido Justicialista trabaron la relaci on entre la necesidad del puente y el despliegue de cierto tipo de trabajo, el trabajo pol tico. Este trabajo personal y personalmente orientado fue el mecanismo que permiti o hacer de un inter es local un inter es nacional, y fue el modo en que quienes hicieron suya la vocaci on de unir efectivamente las dos costas del Paran a, se posicionaron como aut enticos responsables por concretar el anhelo centenario de los victorienses. De este modo, no s olo protagonizaron la apropiaci on de una genealog a local sino que construyeron las ba-
La idea de apropiaci on pol tica incluye los elementos partidarios (i.e. el puente como la obra del peronismo) pero no se reduce a ella. Alvin Gouldner se nala que lo que une a los participantes del don no es su estatus, ni su inter es mercantil; es su historia, lo que sucedi o entre ellos antes (1960:170).. Esto es lo que plantea Edmund Leach (1976) cuando analiza las aplicaciones pr acticas de los t erminos kachin (gumsa) de propiedad, deuda y riqueza, y extrae la paradoja de que la existencia de la deuda no s olo puede signicar un estado de hostilidad sino tambi en un estado de dependencia y amistad.
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ses productivas de todo un proceso a trav es del cual ellos mismos transformaron pol ticamente el problema del aislamiento de la zona. En este contexto, el problema de c omo se relacionan la juridicidad y las relaciones personales, no puede derivarse y menos a un zanjarse a partir de la distinci on entre de si estamos trabajando en otras o en nuestras sociedades. Esta es otra forma de retomar lo que sugiere Godbut, respecto del don, que hay tomar en serio la dimensi on de fen omeno social total que Mauss ve a en el y dejar de pensarlo en el espacio de la sombra proyectada por la econom a moderna (1997:169). Esto, por supuesto no signica banalizar el lugar que tienen las obligaciones jur dicas vinculantes, puesto que a un si a menudo el Estado est a imbricado en relaciones estrechas con el don, no pertenece a su universo, sino a una esfera que se basa en principios diferentes. (Godbut, 1997:71). Se trata de indagar c omo esta moral y esta econom a act uan todav a hoy en nuestras sociedades de una forma constante, tal como apuntaba Mauss en sus conclusiones morales, . . .estudios de este tipo, permiten en e-
fecto, entrever, medir y sopesar los diversos m oviles est eticos, morales, religiosos y econ omicos, los diversos factores materiales y demogr acos, cuyo conjunto integran la sociedad y constituyen la vida en com un, y de la cual su direcci on consciente es el arte supremo, La Pol tica, en el sentido socr atico de la palabra (1979:263). En la medida que este trabajo haya podido demostrar la complejidad del proceso pol tico tejido en torno al Victoria-Rosario tambi en habr a puesto en evidencia las limitaciones la idea de que existe un dominio diferenciado o una esfera de valor llamada pol tica entre las que se divide la sociedad 30. Y si existe en la sociedad moderna un n ucleo duro de relaciones sociales que siguen insertas en un sistema de obligaciones, de v nculos sociales (Godbut, 1997:212), la pregunta que inmediatamente surge es de qu e modo se construyen socialmente los l mites de la pol tica desde el punto de vista del lugar que en ella le caben a las relaciones interpersonales.
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En la literatura antropol ogica reciente, la pol tica ha sido tratada con frecuencia como un dominio espec co donde operan actores especializados y supone reglas, valores y repertorios simb olicos propios. Este enfoque proviene de trabajos como los de Max Weber (1980, 1996), quien trat o a la pol tica como una de las esferas de valor en que se divide la sociedad moderna (cf.: Schluchter, 1981) y al Estado como una estructura burocr atica conformada por especialistas, y los de Emile Durkheim (1966), quien consideraba que el Estado moderno -locus clave pero no excluyente de la actividad pol tica- operaba sobre todo como productor de representaciones para la sociedad. Desde este punto de vista, el Estado se percibe en t erminos de soberan a nacional -una soberan a que es ejercida sobre un territorio determinado y en relaci on con un pueblo o pueblos; y la relaci on entre Estado y sociedad, se percibe como una relaci on de administraci on del espacio pol tico, incluyendo principalmente a la gente que vive en este espacio. Sin embargo, el trabajo pol tico, realizado por aquellos agentes que se consideran como tal en el marco de la legalidad estatal -los representantes-, que consiste, por ejemplo, en crear consenso sobre determinados temas, altera la sistematicidad de los l mites del campo propiamente pol tico. En otras palabras, no es suciente incluir en la agenda de gobierno determinados temas, sino que es necesario tambi en que la totalidad social de los representados sientan como propia y se sientan parte de esa iniciativa.
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Abstract
After the days of December 2001 -when part of the population of Buenos Aires city and some provinces demonstrated against De la R uas government - the conguration of certain actions of protest changed not only in relation to the way in which they had been staged until then, but also in relation to the spaces in which they were carried out. In this context the Steins - a family who fell victim to the banking corralito- decided to spend their holiday in the branch of the bank, as a way of protest. Dressed in swimsuits, ip-ops and sunglasses they placed there two folding chairs, little buckets and sea shells, and they exhibited a sign where the following could be read: This bank has kept my childrens future. Give it back to them. With the objective of recovering certain explanatory elements which can account for this social situation, I point out that this family opposes the familiar morality to others that they nd divergent such as those of the banks and politics. In addition, I understand that the established relation between the eort made by the parents and the future of their children is on the base of taking saving as a moral value. Money is included in the demand of the Steins not as an end in itself but as a means attached to the moral values of meritocracy and family, values which have characterized the participation of Argentine middle class in the historical narrative of social promotion. Keywords: Middle class- moralities - family - saving - meritocracy
Grupo de Trabajo e Investigaci on Etnogr aca sobre Clases Medias CAS-IDES. Doctorando Antropolog a FFyL-UBA - CONICET. diegozenobi@yahoo.com
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Presentaci on
1.Los espacios de protesta que la clase media ha construido y que se ven engarzados en la trama de la protesta social en nuestro pa s, no son ajenos a la construcci on de espacios culturales y a la construcci on hist orica de la identidad nacional. A su vez estos espacios dan cuenta de un universo diverso ideol ogica y pol ticamente. El mismo abarca a las asambleas populares de la capital federal, las marchas de los ahorristas estafados y a las demandas contra la inseguridad, principalmente. Si queremos comprender las particularidades de estas formas de protesta, las mismas deben ser puestas en relaci on con los modos de producci on cultural a trav es de los cuales la clase media 2 fue denida y construida como una comunidad moral y como una comunidad de status con el objetivo de dar cuenta de cu ales son las valoraciones que los sujetos imprimen a determinados procesos que los conducen a actuar de uno u otro modo y a realizar ciertas elecciones morales en detrimento de otras 3. Sobre estos temas tratar a el presente trabajo. 2. Me abocar e aqu al examen de un particular acto de protesta llevado a cabo por una familia que se autodene como de clase media. Dado que esta familia participa en el grupo de protesta conocido como ahorristas estafados
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se hace necesario caracterizar m nimamente a este grupo y recuperar parte de la historia que le dio origen. Hacia nes de 2001, el Ministerio de Econom a argentino impuso una medida que establec a lo que fue conocido popularmente como el corralito bancario. El corralito en cuesti on puso un cerco de ah la met afora a las extracciones en efectivo que depositantes y ahorristas pod an realizar a trav es de sus cuentas, siendo $250 el l mite semanal disponible para ser extra do de las cuentas particulares. Este cerco no ten a reparos ni hac a diferenciaciones entre grandes y peque nos depositantes, ni entre bancos nacionales y extranjeros. Las excepciones parciales previstas para tal retenci on eran tres: los mayores de 75 a nos, quienes debieran realizarse operaciones de urgencia y aquellos cuyos dep ositos fueran productos de indemnizaciones, quienes pod an retirar una parte sustancial del dinero de acuerdo con las condiciones y los l mites que les impon an el Estado y los bancos (diario Clar n 25/01/2002). Seg un el decir popular y el de los diversos analistas los motivos asociados que dieron lugar a las jornadas del 19 y 20 de diciembre 2001 fueron la promulgaci on de esta medida y la declaraci on del estado de sitio por parte del gobierno de Fernando de la R ua. A partir de estas jornadas con el cacerolazo generalizado como principal novedad cier-
Si bien rescato la pertinencia de hablar de clases medias fundada en la certeza de que resulta apresurado transformar categor as y conceptos en grupos discretos y relativamente homog eneos tales como una clase media a lo largo del texto utilizar e tanto el plural como el singular para referirme a este conjunto dado que no es esta una distinci on fundamental para los objetivos del trabajo. Un an alisis de tal construcci on no puede dejar de tener en cuenta c omo fue denida la clase media, cuando no por contraste o en t erminos negativos, por los discursos hegem onicos y a un por el intelectualismo nacional (cfr. Fava 2004). En la obra de varios pensadores nacionales, pueden rastrearse los ecos de una cierta estigmatizaci on ya sea en p arrafos aislados como en el caso de la obra de Juan Jos e Hern andez Arregui, Rodolfo Puiggr os o Jorge Abelardo Ramos o bien a partir de desarrollos m as sistem aticos como en el caso de Arturo Jauretche y Juan Jos e Sebreli. De acuerdo con Altamirano (1997) tal literatura ha funcionado como una literatura de morticaci on y expiaci on de la clase media. Desde desarrollos te oricos m as actuales se ha acusado a este conjunto de poseer una mentalidad reaccionaria y conservadora (Svampa 2003:20) y se ha se nalado a sus reclamos como parte de los intereses mezquinos de una clase poco solidaria (Gonzalez 2002; Lewcowicz 2003; Kauman 2002; Casullo 2002). Dado que la percepci on de la indignidad de ciertos objetos de estudio en el ambito acad emico se encuentra vinculada a una denici on social de la jerarqu a de tales objetos (Bourdieu 1990), sugerimos que en el dominio de la investigaci on social esta vinculaci on ha hecho de la clase media un objeto de estudio indigno. La atenci on desproporcionada por parte de las ciencias sociales a los grupos con los que los mismos investigadores simpatizan ha conducido a que sean descuidados movimientos que podr amos calicar como de tono m as bien conservador, conciliador, no radicalizados o no caracterizados como populares (Edelman 2001). Esta estigmatizaci on no se limita a nuestra clase media y a sus cr ticos. Para un ejemplo del mismo fen omeno en la sociedad norteamericana puede consultarse Johnston 2003.
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tas acciones de protesta vieron reconguradas sus modalidades. Pero tal modicaci on no s olo se dio en relaci on a los modos en los que las mismas hab an sido desplegadas hasta entonces sino tambi en en relaci on a los espacios en los que se desarrollaban. La ocupaci on de nuevos ambitos incluy o el traslado del cacerolazo y de los malestares de los clientes-ahorristas a los bancos que en tanto espacios alternativos a los centros simb olicos (Geertz, 1993) que hasta entonces hab an aglutinado este tipo de reclamos tales como la Plaza de Mayo o el Congreso se convirtieron en un nuevo a mbito de constituci on de subjetividades pol ticas. Es as que el conjunto de ahorristas estafados que se concentra tres veces a la semana en la esquina de Diagonal Norte y Florida se maniesta frente a diferentes sucursales bancarias ubicadas a lo largo de esa peatonal y despliega frente a ellas una serie de pr acticas particulares con el objetivo de reclamar por la restituci on de sus ahorros. Entre estas pr acticas podemos mencionar el hecho de martillar las chapas que cubren los frentes de los bancos, hacer ruidos apelando a diversas estrategias, prender fuego bolsas de basura, impedir el acceso o la salida de clientes y pintar con marcadores y aerosoles las vidrieras de tales entidades. En estas marchas es posible ver participar regularmente a Marco Stein 4. Marco quien es plomero y gasista de ocio y hace trabajos de este tipo por cuenta propia es un integrante muy conocido dentro del grupo de ahorristas estafados de Diagonal Norte y Florida. La base de su popularidad al interior del grupo radica, entre otras cosas, en el hecho de que es quien se ocupa de estimular la realizaci on de escenicaciones y actuaciones. El inter es por la realizaci on de representaciones teatralizadas o performances fue a lo largo de la historia de este grupo un ejercicio habitual: En 2002 en una marcha hicimos una representaci on y la idea era que la justicia
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nos ten a de esclavos. La gente vino con cadenas y con grilletes para engancharse en los brazos y yo iba disfrazado de Justicia con la toga blanca y con un l atigo. En otra oportunidad hicimos la representaci on de un campo de concentraci on. La sociedad actual se basa principalmente en la econom a, entonces Qu e me hablan de una sociedad con libertad si yo no tengo mi libertad econ omica? Soy un esclavo: estoy dentro de un campo de concentraci on. Me arm e un alambrado de p uas y aparec con un cartel que dec a Campo de concentraci on La Argentina. . .hubo mucha gente a la que no le simpatiz o esa acci on. Tambi en en otra oportunidad, justo el d a que mataron a Kostecki y Santill an 5, hicimos la teatralizaci on del nacimiento de un nuevo beb e que era la nueva Argentina. Un ahorrista trajo una camilla, otro se disfraz o de mujer embarazada, hab a uno que hac a de partera. . . 6 (V) Por su parte, la familia de Marco est a compuesta por el, su esposa Mabel, y sus dos hijos, Claudio y Laura. La edad de los padres ronda los 50 a nos y la de los j ovenes los 20. Al momento de llevar a cabo la intervenci on que me interesa analizar la hija mayor, Laura, estaba cursando su u ltimo a no del colegio secundario y Claudio cursaba el tercero. Las ocupaciones de Mabel estaban vinculadas, en tanto ama de casa, al trabajo en el hogar. La familia Stein adquiri o notoriedad p ublica en Enero de 2002 cuando realiz o un particular acto de protesta en el interior de una sucursal bancaria. Me interesa centrarme en el an alisis de esa situaci on social (Gluckman, [1966] 1987) en tanto evento localizado en el que se encuentran en juego los diversos factores que lo constituyen. Con el objetivo de recuperar ciertos elementos explicativos que den cuenta de esta situaci on social como ciertas representaciones sociales y valores morales implicados en la acci on primero narrar e sucin-
Los nombres propios fueron modicados para preservar la identidad de Marco y la de su familia. Se reere al asesinato a manos de la polic a de la provincia de Buenos Aires de los militantes piqueteros Maximiliano Kostecki y Dar o Santill an en el partido de Lan us el 26/07/2002. A lo largo del texto distingo en bastardillas los t erminos nativos.
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tamente lo ocurrido aquel mediod a. La reconstrucci on de los hechos que sigue a continuaci on fue realizada a partir de notas period sticas y fotograf as publicadas en diversos diarios y revistas. Algunos de esos recortes y fotograf as fueron provistos por el propio Marco. Asimismo tuve la ocasi on de realizarle dos entrevistas a este ahorrista estafado en su propia casa de Barrio Norte.
Acciones
El jueves 24 de enero de 2002 no ser a un d a m as para la familia Stein. Tampoco estas vacaciones ser an del tipo de aquellas a las que estaban acostumbrados. Hacia las 13.00 hs. de ese d a los integrantes de la familia realizar an una escenicaci on en el hall central de la sucursal Barrio Norte del banco HSBC a modo de protesta para reclamar por la restituci on de sus ahorros. Esta particular acci on los acercar a a todos los hogares del pa s a trav es de los medios de comunicaci on. Durante el a no de trabajo Marco ten a como hist orica costumbre ahorrar una parte de dinero para destinarla a las vacaciones familiares. El momento de vacaciones en el balneario de Villa Gesell representaban para la familia la epoca del encuentro familiar dado que durante el a no cada integrante del hogar se dedicaba a sus propias actividades y los momentos compartidos eran una excepci on. En el per odo de vacaciones, en cambio, la regla eran las comidas compartidas y las horas de playa en com un. A principios de 2002 la posibilidad de tomarse las vacaciones tan esperadas corr a serio peligro. La incertidumbre en torno a las vacaciones estaba vinculada desde un principio a la incertidumbre alrededor de los ahorros familiares depositados en el banco. Debe recordarse que en las semanas inmediatamente posteriores a la promulgaci on del corralito, las sucesivas modicaciones de la medida, la falta de informaci on en las sucursales bancarias y el clima social post-diciembre de 2001, contribu an al desconcierto y a la confusi on generalizada. Marco Stein, uno de los atrapados en este corralito, cansado de invertir horas de su tiempo
en las sucursales bancarias intentando recuperar (parte de) su dinero y luego de volver una y otra vez a su casa sin respuestas, comenz o a sospechar que recuperar sus ahorros iba a ser una tarea m as dif cil de lo que pensaba y que quiz as las vacaciones de Febrero en Villa Gesell no podr an concretarse. La dicultad y el esfuerzo necesario para recuperar el dinero retenido eran mayores d a a d a y esto hac a pensar a Marco que pasar tanto tiempo dentro del banco iba a implicar pasar las vacaciones dentro del banco mismo. Esta idea qued o resonando en su cabeza durante algunos d as. Finalmente decidi o que, si no iban a ser posibles las vacaciones familiares, lo justo y necesario era realizar una acci on que llamase la atenci on de los medios de comunicaci on: el objetivo era escrachar a los bancos, es decir dejarlos en evidencia frente a la poblaci on como estafadores: hicimos lo del banco para que quedara en la mente de alguien que el banco no me permiti o usar mi plata. De este modo, si bien la idea inicial de pasar las vacaciones en el banco ten a su causa en el tiempo que insum a a Marco estar en ese lugar haciendo tr amites para resolver la situaci on de sus ahorros, estaba claro que las vacaciones familiares no ser an posibles no tanto por este motivo sino porque esta instituci on no le permit a disponer libremente de su dinero. Marco traslad o estas inquietudes a su familia. En un primer momento encontr o resistencias dado que ning un integrante del hogar estaba dispuesto a hacer l o y a exponerse en p ublico. Al no encontrar consenso al respecto, logr o convencerlos a trav es de una idea que a el le resultaba muy simp atica y sobre todo que permit a manifestarse pero sin violencia, como le gusta subrayar a Stein. La idea que propuso a su familia era sencilla: ya que no pod an pasar las vacaciones en Villa Gesell, propon a que la familia fuera a veranear al banco a modo de protesta. La otra forma de lograr la movilizaci on familiar fue recordando que los ahorros en cuesti on eran de toda la familia y que una parte de los mismos estaba destinada a pagar el posgrado de sus hijos: hoy sin un posgrado no sos nada. . . dec a Stein. Por lo tanto, seg un su relato, lo que estaba involucrado en este episodio no era el dinero del padre sino el futuro
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de los hijos y la familia. Por otra parte era necesario que la familia se defendiera a s misma, dado que ni los jueces, ni los pol ticos, nos defendieron frente a los bancos. Desde el lugar ciudadano que reclama al Estado, Marco mencionaba la ausencia de este como arbitro entre las empresas y los ciudadanos haciendo referencia a un Estado que no se comport o como garante de los convenciones que garantizan el curso normal de las cosas y el cumplimiento de los pactos instituidos: ac a a nosotros no nos defendi o nadie, protestamos contra los bancos, pero tambi en contra el gobierno y la justicia. Con el objetivo de lograr la mayor difusi on posible Laura, por instrucci on de su padre, se ocup o el d a anterior de conseguir las direcciones de e-mail de los medios de comunicaci on m as importantes y envi o un mensaje que dec a: Ma nana jueves 24 de enero a las 13.00 hs. la familia Stein se va de vacaciones al banco en forma de protesta. Al d a siguiente, la familia Stein comenzaba a prepararse para el evento. Hacia las 12.30 del jueves 24 de enero de 2002 Mabel, Laura, Claudio y Marco se vistieron como si estuviesen yendo a la playa un d a de veraneo como cualquier otro a los que estaban acostumbrados. As , cada uno estaba vestido con trajes de ba no, ojotas, gafas de sol y gorros. Adem as de la vestimenta llevaban dos reposeras, baldecitos para jugar con la arena, caracoles, una lona para tomar sol, una pelota de f utbol y un bolso con una botella de gaseosa, un termo y un mate. A las 13.00 hs ingresaban al banco. Una vez adentro de la sucursal del HSBC Marco dio el primer paso al intentar abrir una de las reposeras. En ese momento un custodio de seguridad le se nal o que eso no estaba permitido, a lo que Marco respondi o -Yo soy cliente del banco y me quiero sentar. En el momento en que el custodio cuya intuici on le se nalaba que algo fuera de lo corriente estaba por ocurrir se dirigi o hacia el despacho del gerente, Claudio y Laura terminaron de abrir la
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otra silla, desplegaron una lona y se sentaron sobre ella. Mabel, ubicada en su reposera, cebaba mate mientras Marco desplegaba un cartel que hab a confeccionado para la ocasi on en el que pod a leerse: Este banco se qued o con el futuro de mis hijos. Devu elvanselo. Mientras tanto Claudio, tras desparramar arena y caracoles en el piso, jugaba con la pelota. Tras esta irrupci on los empleados de seguridad del lugar cerraron las puertas y los clientes que estaban siendo atendidos fueron obligados a salir por la puerta de servicio. A los pocos minutos el frente del banco estaba repleto de fot ografos de medios gr acos y de c amaras de televisi on. Durante casi dos horas los Stein no hicieron m as que charlar, tomar mate, jugar a la pelota y recibir la adhesi on de varios clientes del banco que tambi en eran v ctimas del corralito. Hacia las 15.00 hs. la familia decidi o dar por nalizado el acto de protesta. A la salida del banco, esta vez la sorpresa era para los Stein: dos patrulleros con las sirenas encendidas los estaban esperando. Sin embargo Marco estaba tranquilo porque, seg un sus palabras, Dejamos todo perfecto, todo en orden, cosa de que no se puedan quejar de lo que hicimos. . .as les demostramos que los que estuvieron mal fueron ellos. A pesar de la presencia policial nadie result o detenido. La familia Stein volvi o a su casa luego de que Marco dialogara con diversos medios de comunicaci on. Unas semanas despu es intentaron realizar nuevamente un acto de protesta con las mismas caracter sticas en otra sucursal del mismo banco pero la intervenci on no result o posible: la primera acci on de protesta hab a resultado lo sucientemente exitosa como para que el rostro de Marco resultara familiar a los empleados de todas las sucursales del HSBC. Por este motivo, en el segundo intento los custodios de seguridad apenas vieron acercarse a la familia pronta para veranear en el banco les impidieron el ingreso 7.
La reconstrucci on de los hechos fue realizada sobre todo en base al relato del padre de la familia. Desde ya, la perspectiva de Marco no da cuenta de las perspectivas plurales de otros integrantes de la familia y resulta muy probable que los otros miembros hubiesen relatado los hechos de otro modo. Puede resultar parad ojico que el presente trabajo intente hablar de la familia y trate s olo con la narrativa del padre de la misma, reproduciendo de este modo la estructura de g enero y autoridad propia de la estructura familiar. Sin embargo, como se nalo m as adelante, no voy a trabajar aqu sobre las particularidades del campo familiar.
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No resulta menor recordar que ese verano la familia Stein tuvo sus vacaciones a nes del mes de febrero tal c omo lo hac an a nos anteriores. A pesar de esto, las vacaciones como s mbolo elegido para desplegar el acto de protesta condensan excepcionalmente una relaci on que atraviesa todo el reclamo de los ahorristas estafados: el v nculo entre el dinero y el trabajo realizado para conseguirlo. Es este v nculo uno de los temas que profundizaremos en este trabajo.
Elecciones morales
Tal como se ve en la escena anterior, estamos frente al caso de una familia que en tanto v ctima del corralito bancario, se presenta como un cuerpo de acci on unicado que reacciona frente a la agresi on inmoral de los bancos y el Estado. Una de las consignas m as frecuentes en las marchas de los ahorristas estafados en las que participa la familia Stein, es la que se nala que Los pol ticos y los banqueros son unos inmorales! Aunque en ciertos contextos hay acciones que pueden ser consideradas como amorales cuando implican el desconocimiento de las causas y consecuencias de los propios actos 8, en este caso lo inmoral para los Stein tiene que ver en cambio con ignorar intencionalmente pactos, alianzas y relaciones establecidas con el objetivo de alcanzar los propios nes. En oposici on a esta gura de inmoralidad se construye la moral de los ahorristas estafados, conjunto de acci on anclado en sostener los pactos instituidos en los que sus integrantes creen, pactos que garantizaban la correcta salvaguarda del propio dinero en los bancos. Toda acci on social contiene una faceta moral, esto es, una dimensi on normativa donde se combinan representaciones respecto de la obligatoriedad y de la deseabilidad de ciertos cursos de acci on, y donde a dichas representaciones se asocian sistem aticamente contenidos emocionales socialmente leg timos (cfr. Balbi, 2004:62 y ss.). Para avanzar en el an alisis que
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nos interesa debemos distinguir en esta armaci on entre dos cuestiones diferentes pero ntimamente relacionadas. Por un lado la relaci on entre lo obligatorio y lo deseable y por el otro el papel de los sentimientos en la orientaci on de la acci on social. Con respecto al primer punto hay que distinguir que quiz as algo que uno desea hacer es tambi en algo que uno est a obligado a hacer, sin embargo decir que algo es deseable o vale la pena no implica que uno est e obligado a hacerlo (Archetti, 2003:163). Dado que, como aqu veremos, ciertos cursos de acci on no tienen un car acter obligatorio ni resultan de imperativos a priori, los valores morales no se traducen autom atica y directamente al comportamiento sino que median las elecciones morales (cfr. Archetti, op.cit). Por otra parte, a partir de enfatizar el car acter emotivo de las valoraciones morales puede sugerirse que lo que los actores consideran bueno o malo, correcto o incorrecto, no se apoya exclusivamente en argumentos y criterios racionales. Enfatizando en el papel de los sentimientos y en el car acter emotivo involucrado en la moral, entiendo que las acciones de este tipo no se basan de modo excluyente en imperativos racionales ni racionalizables. Es as que la alternativa posible entre intervenir o no plegarse a la propuesta de Marco fue evaluada por la familia y requiri o de alg un tiempo de meditaci on al respecto. No era obligaci on de ninguno de los integrantes sumarse a la propuesta paterna de intervenir p ublicamente. Frente a la disyuntiva presente, a saber, no exponerse en p ublico o aceptar participar del acto de protesta, los familiares de Marco decidieron tomar el camino que les parec a correcto: acompa nar el reclamo del padre de la familia y sostenerlo como un reclamo familiar. Hab a algo all que hac a que la participaci on de toda la familia fuese percibida lo como correcto y como lo que sus integrantes deb an hacer frente a la propuesta paterna. Pero tomar una u otra decisi on no era una obligaci on clara y rmemente establecida. Si as hubiera sido, no hubiese habido meditaciones de ning un tipo ni hubiese sido necesario
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el trabajo de Marco por construir un consenso apelando a la idea de que los ahorros son de toda la familia. Frente a las alternativas posibles la elecci on de acompa nar la propuesta paterna fue considerada como la postura correcta, buena, deseable o meritoria. Como acabo de se nalar, la moralidad no se impone monol ticamente sobre los sujetos sino que en los momentos de crisis la moralidad se presenta y se experimenta en t erminos de elecciones morales (op. cit., 219). Por este motivo, los actores sociales eval uan ciertas posibilidades dentro de las l neas de acci on imaginadas y toman el camino que consideran deseable, meritorio o, simplemente, conveniente. La unidad de la familia como un cuerpo de acci on es posible a partir de la elecci on moral por cumplir con las expectativas de reciprocidad familiar, es decir de intervenir padres e hijos rec procamente en la defensa de sus intereses, que se asienta en ciertas representaciones familiares sobre el valor moral del dinero y el ahorro, las que producen expectativas sobre c omo deben responder los integrantes de la familia de acuerdo con sus papeles de padres o de hijos. Mas adelante volveremos sobre este punto. Las expectativas de actuaci on parecen ser mutuas y puede notarse un benecio rec proco al actuar dado que los hijos no s olo protestan y reclaman por su propio futuro sino que tambi en lo hacen por los ahorros pertenecientes a sus padres y por ellos acumulados. El padre espera frente a su propuesta de intervenir en el espacio p ublico que sus hijos lo acompa nen en tal empresa dado que son ellos quienes van a hacer uso de los ahorros familiares destinados a solventar su propio futuro. Es as que los hijos tambi en deenden su derecho presente a hacer uso de los ahorros reunidos por el padre con el objetivo de asegurarles el provenir. En la demostraci on de la preocupaci on por defender los intereses de los otros integrantes de la familia se cumple con las expectativas generadas. Puede notarse entre los miembros de esta familia un sentido de defender los unos el derecho de los otros. Como veremos enseguida el hecho de que la movilidad ascendente no es un fen omeno de esfuerzo propio sino que requiere el apoyo social de los padres y quiz as de otros familiares es
lo que est a en la base del cumplimiento de las expectativas mutuas. En la familia todos reclaman por los intereses de todos: los padres por recuperar su recompensa por los a nos de trabajo y sacricio y por el futuro de sus hijos y los hijos por los ahorros de los padres que sienten como propios, dado que est an destinados a solventar su futuro. De este modo queda saldada la unidad de intereses de esta familia: ella puede movilizarse como cuerpo cuando los intereses de unos y otros se fusionan en la gura u nica que sugiere que los ahorros de los padres implican el futuro de los hijos y todos los integrantes responden de modo positivo a las expectativas generadas en consecuencia. Remont andonos m as all a de la elecci on familiar por actuar p ublicamente, podemos preguntarnos a trav es de qu e oposiciones y distinciones la constituci on de esta familia como un cuerpo de acci on resulta viabilizada. Ensayar e dos respuestas posibles al respecto. Por un lado es necesario analizar el modo en el que la familia Stein opone la moralidad familiar a otras que le resultan divergentes: me reero a aquellas moralidades representadas por los bancos y la pol tica. Por otra parte apelar e a la relaci on que establecen los propios sujetos implicados entre el esfuerzo de los padres y el futuro de los hijos. Como intentar e demostrar recurriendo al concepto de meritocracia, esta vinculaci on es realizada presentando al ahorro como un valor asociado a cualidades morales.
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liar como principio efectivo de cohesi on social es un principio construido socialmente que instituye el funcionamiento como cuerpo a un grupo que, a su vez, tiende a funcionar como campo. No me ocupar e aqu de analizar la familia como un campo, es decir que no me dedicar e a estudiar los principios y disputas que la constituyen y conictivizan en su interior sino que intentar e focalizar en la propia perspectiva de los actores en relaci on con aquello que se presenta como exterior a la misma y en las representaciones que orientan las decisiones y las intervenciones de los miembros. Una vez que se la nombra como tal e idependientemente de c omo se la constituya en contextos diversos, la familia parece ser para el sentido com un una unidad colectiva de la mayor importancia para los individuos al enfrentar los momentos de crisis y presiones del exterior. Uno de los modos de asegurar la integraci on del conjunto consiste en transformar a los individuos en, valga la met afora, miembros de un cuerpo, es decir integrantes de una unidad. Este pasaje hace nacer la unidad familiar, la integra y la corporiza. La familia como cuerpo es un grupo integrado en un nosotros capaz de pensar y actuar en funci on de ese nosotros. Este sentimiento de ser miembrosintegrantes es la condici on para que se efectivice la integraci on y se presente a los dem as como unidad dotada de una identidad reconocida. Este proceso integrador cierra al grupo hacia adentro y lo presenta como unidad frente a aquello que le resulta exterior. El discurso que la familia pronuncia acerca de s misma la presenta como un agente dotado de voluntad, capaz de pensar, de sentir y actuar conforme a ese pensar y sentir. Es as que se cristaliza su dominio como el dominio de una comunidad. Se nala Bourdieu (op. cit.) que una serie de prescripciones normativas relativas a la manera adecuada de vivir las relaciones dom esticas caracterizan las relaciones entre sus integrantes: entonces, desde es9
ta normatividad la familia debe ser el lugar el don, las relaciones personales la armon a y la solidaridad; debe ser el espacio de los afectos y la conanza. A su vez es concebida como un universo en el que las leyes ordinarias del mundo econ omico y el utilitarismo se hallan suspendidas. A diferencia de los mundos morales caracterizados por el intercambio comercial, econ omico, pragm atico y asociado a la consecuci on de nes individuales, la familia debe representar la refutaci on del esp ritu de c alculo y de la b usqueda de equivalencia en los intercambios, una esfera de relaciones por fuera del mercado. As como en las narrativas de Marco, desde ese ideal de familia como un mundo moral espec co, El lugar del dinero, el inter es y lo esp ureo viene a asociarse negativamente en modo contrastante con la gura de la familia que es el lugar de la conanza, del don -por oposici on al mercado y al mercader- de la philia (Pita, 2005:153) Hay bastante para decir entonces en el caso que nos ocupa dado que el espacio elegido por la familia Stein para realizar su reclamo en tanto familia estafada es justamente uno que sintetiza los valores a los que se opone la familia presentada como una comunidad: el banco. El banco aparece no s olo como s mbolo del mercado sino m as espec camente como s mbolo del mercado de capitales. La sucursal bancaria en tanto espacio culturalmente marcado por la circulaci on y el acopio de dinero se encuentra atravesado por una serie de valores que lo alejan y lo diferencian de aquellos que caracterizan a la familia: el inter es, el pragmatismo, el c alculo, etc. Me interesa recalcar la importancia de los valores en juego en cada uno de estos mundos morales divergentes 9 dado que por un lado, la manifestaci on familiar fue llevada a cabo en una sucursal bancaria ep tome del mercado y los valores
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La idea de moralidades divergentes me ha sido sugerida por el trabajo de Mar a Pita en el que la misma est a bien elaborada a partir del papel del dinero en el caso de un movimiento de demanda de justicia de familiares de v ctimas de la violencia policial (Pita 2005). Desde una visi on centrada en las relaciones al interior de la familia entendida como un campo podr a sugerirse que lo que el padre de familia presupone es obediencia de parte del resto de los integrantes.
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asociados al mundo de la econom a y por otro porque el padre de la familia presupone una cierta unidad familiar para lograr la movilizaci on de todos los integrantes 10. De este modo, el mismo acto en que se arma cierta normatividad sobre la unidad familiar y los valores que la sustentan, implica necesariamente una distinci on y una diferenciaci on con respecto al mundo del inter es econ omico. Aquello que es vivido como una fuerte crisis y desestabilizaci on impuesta por el corralito bancario intenta ser contenido a partir de la presentaci on de una familia unida que act ua como conjunto denido cuando se siente estafada, pr actica asentada sobre el discurso normativizado de la estabilidad y la unidad familiar. En este trabajo me interesa resaltar la dimensi on del deber en aquel discurso ideal sobre las relaciones familiares sin dejar de aclarar que estos presupuestos cognitivos y prescripciones normativas son de tipo ideal. Es decir que si analizamos de modo etnogr aco c omo se despliegan y encarnan estas prescripciones en el mundo real podremos acceder a una variedad de posibilidades que las tipolog as y elucubraciones te oricas no llegan a aprehender: en las acciones concretas, los actores sociales se ven tironeados por diferentes alternativas y no siempre las cosas son tan claras para ellos. Si bien es cierto que los actores toman decisiones que est an encuadradas en marcos morales y valorativos ideales que delimitan ciertas posibilidades imaginativas en relaci on a los cursos de acci on posibles, en las situaciones concretas estas prescripciones no son absolutas. Esto signica tal como sugiere el concepto de elecciones morales que las elecciones que se toman al decidir seguir un curso de acci on y no otro no son autom aticas ni est an determinadas por estos ideales a priori. En principio la familia aparece aqu con un sentido de organizaci on, de cuerpo, que puede ser movilizado cuando un agente externo -en este caso, adem as, presentado por los actores como moralmente opuesto- ataca los intereses que son vividos como comunes de parte de sus integrantes. Sin embargo, esto no implica una relaci on autom atica del tipo est mulo-respuesta sino que, como hemos visto, median otras posibilidades como el no exponerse en p ublico o
no hacer l o y negarse de este modo a la intervenci on p ublica. Esto nos permite sugerir que, aunque que la familia es pensada desde estos sujetos como un a mbito dominado por las relaciones afectivas y de solidaridad, la mediaci on del c alculo de las consecuencias de las propias acciones y la racionalidad tambi en tienen all un lugar. Pero no son s olo los bancos los se nalados como estafadores, corruptos e inmorales. Si bien el banco es elegido como centro simb olico para llevar a cabo la intervenci on, la pol tica en tanto actividad dominada por una moral del pragmatismo, como un dominio en donde todo vale, tambi en se ve contrastada con la pureza de la moralidad familiar.
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El solo hecho de salir a la calle y protestar, a defender tus derechos es una forma de hacer pol tica. Lo que pasa es que cuando uno piensa pol tica piensa partido justicialista, partido radical, partidos. . .pero la pol tica en s no es solamente partidaria. El salir a la calle o ir a la puerta de un banco a reclamar por el derecho de uno es una forma de hacer pol tica, lo que pasa es que no hay una ideolog a espec ca atr as, pero s se est a haciendo pol tica. Entonces este acto de protesta no es llevado a cabo desde una ret orica de familia=no pol tica, sino que implica un modo particular de actuar pol ticamente. Si bien es indudable que la familia se presenta como un dominio interior que interact ua en relaci on con un exterior, desde el momento en que se propone una actuaci on pol tica familiar el an alisis de la misma no puede reducirse a la cl asica oposici on que dicotomiza al enfrentar privado y familiar a p ublico y pol tico. Por este motivo considero necesario centrar el an alisis en la naturaleza de la dimensi on familiar de la protesta sin apelar a dicotomizaciones que rigidicen el an alisis. De acuerdo con esta postura la pregunta sobre porqu e estos sujetos recurren a la familia como cuerpo que interviene pol ticamente en el espacio p ublico y no a otras instancias de participaci on colectiva cobra especial relevancia. Con el objetivo de hilvanar algunas pistas en este sentido, debemos volver poner el foco sobre el conjunto de ahorristas estafados que se concentra en Diagonal Norte y Florida. Debe recordarse en este sentido que tal grupo de protesta funciona como un conjunto de acci on con una existencia real y efectiva que se da s olo en el curso de las marchas por Florida y que sus integrantes no han generado redes ni instancias organizativas m as all a de los encuentros trisemanales sobre esa peatonal 11. Por otra parte en las marchas del grupo la pol tica partidaria es impugnada ya que se considera que sus in11 12
tereses espureos no deben mezclarse con lo puro y transparente del propio reclamo. Dice Marco: En las protestas de los ahorristas se trat o de no mezclar pol tica. Por m as que uno al salir a la calle est a haciendo pol tica, no es pol tica partidaria. En las marchas dejaron de lado a los que ven an con ideas pol ticas partidarias. En el mundo de los ahorristas vas a encontrar de todas las ideas pol ticas, pero no hay pol tica partidaria. Sin embargo, en este grupo los partidos pol ticos no son los u nicos estigmatizados y despreciados por considerarlos interesados en hacer pol tica y nada m as. La misma reticencia se presenta al momento de conformar organizaciones de alg un tipo que nucleen a los estafados o de formalizar alguna asociaci on con personer a jur dica. Entonces entre los ahorristas estafados y la familia Stein es una familia de ahorristas estafados este rechazo a las modalidades organizativas no est a limitado al rechazo de las agrupaciones pol ticas partidarias. Comenta Marco que cuando alguien ven a a decir -Vamos a inscribirnos en la Justicia, presentemos una personer a jur dica 12 para hacer una asociaci on de ahorristas. . .la gente le escapaba a eso. . .la gente no quiere saber nada con hacer agrupaciones. De este modo, tenemos que en el curso de la acci on que nos ocupa hay dos dimensiones diferentes pero relacionadas entre s que intentan ser excluidas del ambito de la protesta: (a) las posibilidades de intervenir en el espacio p ublico desde un a mbito institucionalizado y formalizado, y (b) la pol tica entendida en un sentido partidario. Es decir que no aceptan la participaci on desde modalidades colectivas de organizaci on sean ellas partidarias o a un impulsadas por los propios damnicados. Las propuestas
En otra parte hemos sugerido que algunas caracter sticas del funcionamiento del grupo de Diagonal Norte y Florida pueden ser asimiladas al de los conjuntos de acci on (Zenobi 2004 b). La personer a jur dica es una forma legal que da la posibilidad a asociaciones o grupos de ser reconocidos frente a la justicia y las instancias formales como entidades constituidas.
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que hizo Marco a los gerentes de su sucursal del HSBC para intentar recuperar aunque sea una parte de su dinero conrma esta necesidad de actuar y buscar las soluciones a los problemas desde modalidades no colectivas de organizaci on: Tuve una reuni on con el gerente y le propuse: -H agame un cheque diferido de ac a a tres a nos. Yo voy en tres a nos cualquier sucursal del mundo y lo cobro. -No porque no nos lo permiten. . .Les digo, -Bueno, les hago otra propuesta: yo soy plomero y gasista: hago una factura y ustedes me contratan a m para hacer el mantenimiento del edicio. Yo les facturo todos los meses, pero yo para cambiar un cuerito soy muy caro entonces, todos los meses acepto que me hagan la reconversi on a 1,40 y la diferencia se las facturo. . .-No, no podemos hacer eso. . .; -Bueh. . .ustedes tienen propiedades y autos que salen a remate, yo ten a tanta cantidad de plata en su banco, nos jamos en el diario cuanto vale una propiedad similar y ustedes me entregan la propiedad -No, no podemos hacer eso, me respond an. . .Bueno no se cu antas propuestas les hice, legales todas, y no aceptaron ninguna. En un momento me cans e, me levant e y les dije -Lo que ustedes quieren es robarse la plata, no quieren buscar ning un arreglo. Desde aqu Marco se presenta como un cliente que reclama al banco y propone soluciones individuales porque se considera un cliente que est a negociando una disputa econ omica con una empresa. Dado el fracaso de la negociaci on en estos t erminos, apela entonces a la movilizaci on de los valores familiares con la intencionalidad de apostar a la escenicaci on m as adecuada para hacer visible la protesta. En este sentido tambi en debe recordarse que Marco se encarg o de que los medios de comunicaci on estuviesen presentes. Una vez que encuentra ago13
tados todos los canales de di alogo como cliente que intenta negociar con una l ogica y moral semejantes a las del banco, es la gura del padre la que aparece en escena. En el contexto de estas ideas, propone intervenir desde la familia que es un dominio moral particular cuyas prerrogativas y normatividad se distinguen y oponen por su naturaleza a la (in)moralidad de la pol tica y los bancos. Esta es entonces una intervenci on con una dimensi on pol tica que la atraviesa y que es sostenida por un profundo car acter moral a diferencia de la pol tica organizada y partidaria como una actividad dominada por los valores pragmatismo y el inter es espureo. Y es esta la particularidad de actuar en el espacio p ublico a sabiendas de la dimensi on pol tica implicada sin que ello deslegitime tal actuaci on: al actuar desde la familia la dimensi on pol tica no pretende ser eliminada o impugnada per se, sino que el modo de lidiar con ella es haci endolo desde la moral de la solidaridad, la reciprocidad y el desinter es, es decir desde la familia como u nica posibilidad asociativa en este contexto en el que asociarse y agruparse es percibido negativamente. Desde esta posici on los intereses familiares ser an mejor defendidos por la misma familia antes que por alguna organizaci on o agrupaci on cuyos valores est en vinculados por denici on al mundo de la pol tica y sean aquellos del pragmatismo, la etica de los nes u ltimos y el inter es, es decir una moralidad contraria a la de un reclamo puro o no espureo 13. Es as que como padre, cliente y ciudadano tras la persona de Marco Stein se articulan tres dominios de la vida social con moralidades divergentes, a saber, el de la familia, el del mercado y el de la pol tica. Sin embargo es la gura del padre de familia la que resulta resaltada por la intervenci on familiar. Es este dominio el que es elegido para enfrentarse a la impersonalidad del mercado, a la corrupci on de la pol tica y a la l ogica pragm atica e inmoral de ambos. M as abajo har e el intento de explicar la relevancia de esta elecci on mediante la puesta
No voy a sugerir aqu que esta familia no est e actuando de un modo pragm atico o interesado. Sin embargo, como se ver a en la pr oxima secci on, lo que me interesa recuperar es el modo en el que el dinero es presentado en relaci on al ahorro entendido como un valor moral.
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Meritocracia
Los elementos hasta ahora se nalados sugieren que la posibilidad de que la familia act ue como un cuerpo est a mediada por las elecciones morales que realizan sus integrantes. En el curso de tal acci on encontramos la presencia de diferentes posicionamientos identitarios de parte de Marco que se ven actuados a un tiempo. La impugnaci on de las posibilidades organizativas y las soluciones propuestas por este ahorrista en la negociaci on con el banco ilustran su accionar como cliente que intenta negociar la soluci on con una empresa. Sin embargo frente al agotamiento de la negociaci on en estos t erminos, entra en escena la gura del padre de familia que, a diferencia de la gura del cliente, implica una serie de valores que se nalan una posici on, un papel social y un status para reclamar que vinculados a una dimensi on normativa y moral fuertemente asociada al papel que debe cumplir el padre aprovisionador frente a la crisis y a los momentos de dicultad familiar. Este juego de posiciones solapadas, producto de una multiplicidad de clivajes que intersectan en un mismo sujeto, no termina aqu . Una tercera categor a entra en juego cuando el padre-cliente y los suyos se posicionan en el papel de ciudadanos que hablan protestando contra el Estado c omo ya he se nalado. Un modo posible de leer los sentidos condensados en la categor a de ciudadano aqu implicada tiene que ver con la forma en que Marco y su familia se sienten vinculados a un proyecto nacional. Desde esta lectura entiendo que el v nculo con el Estado-naci on no s olo es le do en t erminos de derechos pol ticos y c vicos que relacionan a los individuos con un Estado, sino que tambi en reere al hecho de sentirse part cipes de una comunidad imaginada (Anderson, 1993) con un proyecto na14
cional fuertemente marcado por una ideolog a meritocr atica del que ellos y las generaciones precedentes y venideras participan. Es en relaci on a este proyecto nacional que Stein se presenta como un padre de clase media. La articulaci on entre la gura del padre y del ciudadano, el nexo entre familia y naci on puede comenzar a entenderse desde aqu . Si los valores meritocr aticos resultan tan importantes es porque el trabajo ha sido un valor hist oricamente signicativo como generador de identidades sociales. Particularmente esto ha sido as con el trabajo en su concepci on moderna, es decir como trabajo asalariado y permanente. El trabajo como valor no est a limitado a una concepci on utilitaria y de satisfacci on de las necesidades, sino que est a presente como valor moral y simb olico. La relaci on entre trabajo y dignidad ha establecido hist oricamente que aquellas personas que se esfuerzan y logran obtener su recompensa por el trabajo realizado podr an alcanzar el ideal de una vida digna. El reconocimiento en dinero al esfuerzo del trabajador y de su familia podr a ser en parte acumulado, ahorrado, y destinado a proveer a su progenie de un futuro con una base m as s olida que aquella de la que parti o la generaci on paterna modelando de este modo un v nculo entre el pasado de una generaci on y el futuro de la siguiente y dando cuenta de una cierta narrativa hist orica de ascenso social. La meritocracia como ideolog a tendr a una cara negativa y una asertiva. En el primer caso niega el valor de ciertos atributos sociales como el lugar de origen, el color, la clase, etc., minimiza la importancia de las condiciones de origen de los actores al considerar desde un presente siempre proyectado a un promisorio futuro la posici on social de los mismos. En su dimensi on asertiva enfatiza que un criterio b asico de la organizaci on social deber ser la recompensa al buen desempe no individual de acuerdo con ciertos talentos, habilidades y esfuerzos (cfr. Martins Pinheiro Neves, 2000). Es decir que las situaciones de progreso personal y as-
La cl asica estigmatizaci on en relaci on a la clase media que propone que la misma es un conjunto poco solidario, de intereses mezquinos y que s olo reacciona cuando le tocan los bolsillos, parte de suponer aquella desvinculaci on naturalizada por parte de ciertos sectores medios entre el contexto social y las situaciones personales para ponerla en entredicho.
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censo social pueden ser construidas de acuerdo con los rendimientos y desempe nos individuales independientemente de la adversidad o positividad del contexto socioecon omico 14. De todos modos, en nuestro pa s la percepci on de las posibilidades de ascenso y movilidad est an referidas a la pertenencia a un conjunto social que a partir de su experiencia hist orica espera que el m erito personal sea recompensado y reconocido: ... a lo largo de varias d ecadas, en el imaginario de muchos argentinos la pertenencia a la clase media simbolizaba la posibilidad del ascenso social, la garant a de que el trabajo y su compensaci on manten an un v nculo indudable (Lvovich 2000: 51). Los Stein se sienten pertenecientes a una comunidad moral que comparte una serie de valores que hist oricamente la han identicado. Uno de estos valores es la esperanza de que las generaciones m as j ovenes puedan acceder a trav es de la educaci on a una mejor posici on social que la de las generaciones precedentes. El modo en el que los hijos pueden participar de tal narrativa de movilidad est a fundado en el reconocimiento meritocr atico al esfuerzo y al trabajo de los padres que encuentra su expresi on en las posibilidades del ahorro. A partir de diciembre de 2001, puede rastrearse en ciertos grupos de protesta la presencia de una ret orica de la tragedia personal que es vinculada a la experiencia colectiva de la crisis (Zenobi, 2004 a); Fava, 2004) generando de este modo un v nculo entre el contexto social y la situaci on particular. Es as que para Marco y su familia la construcci on de una narrativa en t erminos de tragedia personal es la base de su acci on pol tica y el aspecto negativo de la tragedia se ve realzado por estar inscripta en un contexto socioecon omico adverso. La intervenci on pol tica es posible en la medida en que resignican y traducen la experiencia personal en t erminos de intervenci on p ublica. As intervienen en el espacio p ublico en tanto universo de actividades pol ticas. Esta articulaci on entre experiencia personal y tragedia colectiva es presentada en este caso a trav es de los s mbolos elegidos por la familia Stein para caracterizar
su acto de protesta: las vacaciones y El futuro de mis hijos como met aforas maestras de aquel v nculo entre el esfuerzo personal y la merecida recompensa. Intentar e elucidar el modo en el que se da este pasaje del dominio personal a la intervenci on p ublica y el dispositivo all implicado.
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tas, normalmente nos bamos una semana a las playas de Villa Gessell.. Despu es nos tom abamos normalmente la u ltima semana de febrero. Me parece lo m as l ogico que despu es de un a no de trabajo puedas tomarte un tiempo de descanso porque te lo merec es. Para mi familia siempre fue primordial irse de vacaciones para poder estar todo el d a juntos durante una semana o diez d as porque durante el a no te ves para cenar y punto. La insistencia y la percepci on de una continuidad hist orica entre el m erito, el esfuerzo personal y la recompensa al trabajo encuentran su s ntesis en el normalmente. Esta marca presenta un punto de inexi on, se nalando la emergencia de un momento cr tico, al dar cuenta de una interrupci on en el curso de un proceso que hist oricamente ha sido vivido de otro modo: el quiebre de una sociedad meritocr atica es una de las claves de lectura m as difundida de la crisis de la clase media (Kessler, 2000:32). Si bien la escena de las vacaciones condensa la esencia de la ideolog a meritocr atica hay otro s mbolo que nos habla ya no s olo del v nculo entre el trabajo y la recompensa sino tambi en de la narrativa de ascenso social relacionada con un proyecto nacional que tiene como uno de sus ejes el mito-motor de la movilidad ascendente a partir de las posibilidades que brinda la educaci on. En este sentido quiz as m as que el s mbolo de las vacaciones, es el discurso alrededor de el futuro de mis hijos el que da un buen ejemplo sobre el particular. Entonces las posturas que denen a la clase media a partir del concepto de estilo de vida enfatizando en las pr acticas de consumo, pueden ser complementadas con una visi on que contextualice esa particularidad y la enmarque dentro de lo que signican la ideolog a meritocr atica y las esperanzas de movilidad social en relaci on a un proyecto nacional. Como ve amos en la escena descripta al principio del texto Marco busca el involucramiento de toda la familia porque entiende que la retenci on de los ahorros es un problema familiar:
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los ahorros acumulados en el pasado por los padres posibilitan el futuro de los hijos a trav es de las oportunidades brindadas por el acceso a la educaci on como pilar del mito-motor de la movilidad ascendente. La meritocracia vinculada a las posibilidades de ascenso social no es una cuesti on vivida individualmente sino de modo familiar. En las palabras de Marco hay un v nculo entre la recompensa que el ha tenido por sus a nos de esfuerzo y el lugar de la familia como espacio para compartir esa recompensa. Los m eritos personales encuentran su realizaci on en el a mbito familiar. El esfuerzo personal del padre derrama sus frutos sobre la familia a partir del lazo entre padre e hijos. La importancia de tal lazo se asienta en el hecho de que el mismo es estructuralmente importante en la familia de clase media porque a trav es de el uye la ayuda hacia los hijos m as j ovenes por parte de los padres (Bell, 1980). As lo conrma el cartel que exhibi o en el decurso del reclamo: Este banco se qued o con el futuro de mis hijos. Devu elvanselo. La sustituci on simb olica del signicante dinero, mi dinero o a un nuestro dinero, por el futuro de mis hijos da cuenta de que hay sentidos implicados en la protesta que exceden claramente la dimensi on econ omica de la misma. A esto nos referimos al se nalar que el ahorro no s olo es una necesidad utilitaria, sino que se presenta tambi en como un valor moral, es decir que los alcances de los sentidos puestos en juego en este reclamo van mucho m as all a de la dimensi on pragm atica del mismo: la posibilidad de ahorrar, (. . .) es algo absolutamente constitutivo de las clases medias (. . .) Si uno ahorra es para el futuro (...) [despu es del corralito] ya no se puede tener proyectos, ya no hay futuro y por lo tanto no hay expectativas de movilidad. En la Argentina uno de los datos m as importantes, desde nes del siglo XIX, era la movilidad social y las expectativas que creaba. (Torrado, en Caparr os 2002: 102-103, citado en Fava, 2004:53).
En otro contexto esto ha sido claramente demostrado por Miller (1999) quien ha sugerido una cierta correspondencia entre el sacricio y el consumo comprendidos a trav es de una teor a general del gasto y ha analizado c omo
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El ahorro aparece aqu como una preocupaci on moral antes que como una necesidad funcional y utilitaria 15. Si bien en situaci on de entrevista Marco me se nalaba apelando a una ret orica de la propiedad privada que el banco no me permiti o usar mi plata, es m a y yo la utilizo como quiero. Si quiero ir y jug armela toda en el casino y regal arsela a alguien, no pod a . . . en las situaciones p ublicas elige hablar indignado del futuro de los hijos y los a nos de esfuerzo que le llev o acumular los ahorros a ellos destinados. Para que la tragedia personal se traduzca en una intervenci on p ublica con intenciones de exito, no es posible reclamar la restituci on del dinero s olo desde el lugar de los derechos individuales y la propiedad privada. Se hace necesario alterar y transformar las cualidades del dominio de la econom a vinculado a valores de tipo ego stas e individuales y asociarlo a dominios socialmente valorados como el trabajo y la familia. El dinero es integrado al reclamo no c omo un n en s mismo sino como un medio atado a los valores morales de la meritocracia y la familia. La familia y el dinero en tanto elementos pertenecientes a mundos morales divergentes se articulan de este modo al sugerir que el futuro de los hijos descansa en el pasado de los padres, que el esfuerzo paterno-materno, es la base de los logros liales, en n, que el ascenso a una mejor posici on social por parte de los hijos ancla en las recompensas que tuvieron las generaciones anteriores por su trabajo. Es as que el dinero es incorporado al universo simb olico de valores familiares desde la puesta en relaci on entre un proyecto meritocr atico, las posibilidades de movilidad social y las expectativas hacia un futuro. La articulaci on entre la ideolog a meritocr atica y los valores de la familia permiten la transformaci on del dinero en un valor moral al ser reconocido como ahorro en tanto pr actica vinculada a un proceso hist orico nacional reconocido. Tanto desde nuestra perspectiva como desde el punto de vista de los actores, la clase media puede ser pensada a la vez en t erminos de una comunidad de status denida por un esti-
lo de vida particular como en el sentido de una comunidad moral anclada seg un los contextos espec cos en los valores de la familia, la meritocracia y el ahorro, como vimos en este caso. La pertenencia a esta comunidad moral explica y justica la pertenencia a una comunidad de status: se vive de determinada manera y se accede a determinadas prerrogativas como ciertos bienes y servicios (las vacaciones o el posgrado, en este caso) porque se han ejercitado a lo largo del tiempo ciertas pr acticas asociadas a cualidades morales como la pr actica del ahorro.
ciertas decisiones cotidianas se eval uan en t erminos de cuestiones morales acerca de acciones buenas y acciones malas.
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que se ubique en ellos a todos los sectores que no se inscriben en categor as sociales denidas con mayor claridad por su ubicaci on estructural (Lvovich, 2000: 51). Es ardua la tarea al tratar de establecer y (de)limitar zonas precisas de inscripci on para los sujetos que se dicen pertenecientes a la clase media. Se trata, en efecto, de conjuntos con fronteras imprecisas, que pueden ser vinculados al ejercicio de un estilo de vida, pero cuya historia y el imaginario desarrollado a su alrededor rememoran necesariamente los ecos de un proyecto nacional fundado en el mito-motor de la movilidad ascendente. Esto pudimos verlo en particular en el caso que aqu hemos estudiado: una familia en el contexto de la movilizaci on p ublica. En este contexto, el hecho de que los Stein se presenten como parte de la clase media puede ser pensado a partir una narrativa espec ca e hist oricamente construida que reere tanto a una historia como a un estilo de vida antes que desde una posici on estructural de clase o desde una econom a pol tica del consumo. Aquellos elementos percibidos como comunes y compartidos entre quienes se dicen de clase media deben buscarse en las experiencias hist oricas y en las creencias y pr acticas que esa experiencia ha generado. Como se vio en el caso de esta familia, una de las experiencias que remiten a ese imaginario hist orico es la del ascenso y la movilidad social vinculadas a la ideolog a meritocr atica de la que hemos hablado m as arriba. A este respecto, resulta sugerente que ciudadanos de clase media que buscaron en contextos semejantes otras formas de protesta y participaci on pol tica por el camino de las asambleas populares explicitaran su conictiva pertenencia a tal conjunto de maneras no tan diferentes a las de esta familia (cfr. Briones, Fava y Ros an 2004). Como he se nalado si bien el lugar de cliente est a presente en el curso del acto de protesta las guras del padre y la del ciudadano son las que lo articulan de modo primordial. Marco aparece como un ciudadano que se presenta primero como un buen padre que
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deende el futuro de sus hijos. Podr amos preguntarnos cu al es el nexo hist orico y funcional signicativo que permite articular estas dos posiciones. Entiendo que indagar en el modo de esta articulaci on permitir a comprender qu e tipo de legitimidad otorga a la intervenci on esta particularidad Que plus se pone en juego a trav es de esta puesta en relaci on y de qu e modo se da la misma? Para rastrear algunas respuestas posibles es necesario preguntarnos a trav es de qu e procesos hist oricos signicativos se articulan la gura del padre y la del ciudadano. Dado que esto excede las posibilidades de este escrito, intentar e poner en relaci on algunas cuestiones que considero signicativas con el objetivo de abrir el campo de an alisis y sugerir algunos caminos posibles. Para comprender c omo se vincula desde el discurso de estos actores la adscripci on a la clase media con el sentimiento de pertenencia a la familia y a la naci on, debe recordarse primero que la familia y la naci on no son entidades completamente aut onomas y separadas; por el contrario, el c rculo de la familia moderna es lo opuesto a una esfera aut onoma en las fronteras de la cual las estructuras del Estado se detendr an. Es la esfera en la cual las relaciones entre individuos son inmediatamente cargadas con una funci on c vica (Balibar, 1997:101. Traducci on propia). Este proceso de nacionalizaci on de la familia se da en conjunto con la subordinaci on de la existencia de todos los individuos a su estatus de ciudadanos de un Estado naci on, al hecho de ser nacionales. Pero esta puesta en relaci on entre familia y naci on no es autom atica ni mucho menos abstracta sino que se encuentra mediada por procesos hist oricos particulares en el curso de los cuales los sujetos construyen v nculos y sentimientos de pertenencia a diferentes comunidades: me pregunto entonces c omo puede pensarse la relaci on entre los sentidos de pertenencia a las diferentes comu-
Si bien cada una de estas comunidades tiene sus particularidades, podemos considerarlas comunidades en el sentido weberiano para quien comunidad es una relaci on social (. . .) en la medida en que la actitud en la acci on social (. . .) se inspira en el sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los part cipes de constituir un todo (1992:
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nidades a las que hemos hecho referencia, a saber, la familia, la clase media y la naci on en la medida en que los actores implicados en la escena que nos ha ocupado participan a la vez de todas ellas 16. En tanto familia de ciudadanos nacionales, los Stein se sienten vinculados a la naci on a trav es de una narrativa hist orica particular de la que la clase media fue tradicional protagonista. Tal narrativa da cuenta de un cierto proceso hist orico concreto la movilidad ascendente vinculado a cierta ideolog a la meritocracia que ha sido fundante de s mbolos y pr acticas como el ahorro y las vacaciones familiares. Puede insinuarse que el modo de participar de la universalidad de la naci on desde el lugar particular de la familia por parte de los Stein se da a trav es del sentimiento de pertenencia a una comunidad moral y de status tal como ellos mismos lo presentan, la clase media, que ha participado hist oricamente de la narrativa nacional del ascenso social. Recapitulando, uno de los modos en los que los individuos se sienten pertenecientes a la na-
ci on se da a trav es de la participaci on en cierta comunidad moral y de status la clase media en tanto a mbito imaginado de valores que modelan las posibilidades de acci on y especican ciertas prerrogativas. Construir su reclamo desde este lugar permite a la familia Stein invocar un v nculo cuasi-universal que apunta a una sensibilidad nacional desde el lugar de una familia particular que es mediado por la pertenencia a la clase media como una comunidad. Una versi on previa de este trabajo fue presentada en el seminario Desarrollos en la investigaci on hist orica y etnogr aca sobre las clases medias en la Argentina llevado a cabo en el IDES el 28 de octubre de 2005. Deseo agradecer a Claudia Briones, Fernando Balbi, los integrantes del Grupo de Investigaciones Etnogr acas sobre Clases Medias (Sergio Visacovsky, Patricia Vargas, B arbara Guerschman y Ricardo Fava), la comentarista In es Gonzales Bombal, y los evaluadores de la presente publicaci on la lectura cr tica y los comentarios realizados al borrador del presente trabajo.
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Colaboraciones
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Con Elias en China. Proceso civilizatorio, restauraciones locales y poder en la China rural contempor anea 1
Susanne Brandtst adter2 Resumen
Este art culo sostiene la relevancia de la teor a de Norbert Elias en torno al proceso civilizatorio y las conguraciones sociales del poder, en pos de una antropolog a pol tica del surgimiento institucional. El caso emp rico que aqu se discute es el surgimiento de instituciones aparentemente tradicionales en las regiones m as desarrolladas del sur rural de China -templos y linajes- luego de las reformas econ omicas. Aqu muestro c omo la teor a de Elias de las conguraciones sociales de estas instituciones, m as all a de las interdependencias locales y la competencia, est an relacionadas con el Estado y la sociedad civil , el pasado y el presente, y con su habilidad para combinar la competencia y la desigualdad con la producci on de una comunidad moral. El uso de Elias permite integrar estos contrastes aparentes porque en su teor a las instituciones sociales y la direcci on del cambio social no son el resultado de las intenciones humanas o los valores sino de las conguraciones sociales del poder que modelan las estrategias auto-interesadas y las moralidades colectivas. Palabras claves: China- sociedad civil - proceso civilizatorio - Elias - restauraciones locales poder
Abstract
This article argues for the relevance of Norbert Eliass Theory of civilizing process and social gurations of power for a political anthropology of institutional emergence. The empirical case dicussed here is the emergence of seemingly traditional institutions in the more developed regions of rural Southern China -temples and lineages- after the economic reforms. I show how Elias theory of social gurations of these institutions out of local interdependencies and competition, their relatedness with both the state and civil society, the past and the present, and their ability to combine competition and inequality with the production of a moral community. Using Elias allows integrating these apparent contrasts because in his theory social institutions ans the direction of social change are not the result of human intentions or values, but of social gurations of power that, in turn, shape self-interested strategies and collective moralities. Key words: China - civil society - civilizing process - Elias - local restorations - power
antrop ologos. Esta situaci on parece deberse a los alegatos de etnocentrismo y a las creencias ingenuas en el progreso humano que han sido tendidas contra ella. En su obra m as impor tante, Uber den Prozess der Zivilisation (El
Una versi on diferente de este art culo fue publicado en alem an en Sociologus 2000, 50(2). Agradezco a los revisores an onimos, as como a Chris Hann, Erdmute Alber y George Elwert por la ayuda de sus comentarios en aquella versi on temprana de este art culo. N. del T.: el art culo original fue publicado en Anthropological Theory Vol 3(1) marzo 2003 Sage (pp. 87-105) University of Manchester. susane.brandtstadter@man.ac.uk
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Proceso de la Civilizaci on), Elias se concentr o en los avances hist oricos del auto-control social y sistem atico en Europa, y los relacion o con desarrollos estructurales paralelos en las instituciones pol ticas y econ omicas. Elias sosten a que con el transcurso de varios siglos, los patrones de comportamiento en Europa cambiaron hacia una cierta estructura o en una cierta direcci on, es decir, desde un comportamiento menos limitado y estable, o civilizado, a uno que lo era en mayor medida. La fuerza sociol ogica detr as de estos cambios era la emergencia hist orica de ciertos balances de poder en la sociedad, los cuales habilitaron al mecanismo monop olico a tomar su curso, conduciendo, por un lado, a la construcci on del Estado y, por otro, a la expansi on de espacios internamente pacicados. La expansi on de espacios pacicados permiti o una nueva divisi on del trabajo en la sociedad, y el desarrollo de largas l neas de dependencias interpersonales que ning un individuo pod a controlar. Todas estas presiones fueron ejercidas sobre el comportamiento humano en pos de que permanezca estable y predecible a trav es de largos per odos de tiempo; una internalizaci on de la coerci on que, pasando a formar parte de un habitus, cambi o hist oricamente el car acter de las relaciones sociales y las personalidades sociales. La mayor a de los cr ticos han culpado al hecho de que Elias hizo de Europa el caso para mostrar su proceso civilizatorio, desde el inicio, los t erminos civilizado y civilizaci on huelen a juicio de valor. Esto ha oscurecido la relevancia que poseen para la antropolog a los principales hallazgos te oricos de Elias -notablemente la de los efectos de los cambiantes balances de poder en las relaciones sociales y en la formaci on de moralidades y nociones de la persona y el yo. Los procesos civilizatorios son procesos que permiten la concentraci on del poder en una cierta conguraci on social y la expansi on de espacios pacicados. Ellos, por lo tanto, pueden ser observados en todos los tiempos y lugares. Esta conguraci on social del poder y su pautada -pero no planeada- evoluci on, es lo que moldea intenciones, c odigos normativos y personalidades (cf. Elias, 1976b:321-36). Dado que Elias ve a la realidad social como el resultado de conexiones no intencionales entre acciones
interdependientes, su teor a evita la conclusi on de que un proceso de racionalizaci on de sistemas de valores o intenciones podr a ser un factor causal en la emergencia de un nuevo orden social. Un macro-sujeto hist orico hecho a partir de disposiciones individuales no tiene lugar en la teor a del cambio social de Elias (Bogner, 1989: 194-5). Las historias y sendas de la segunda gran transformaci on, el colapso de las econom as planicadas por el Estado y la emergencia de Estados postcoloniales, han planteado una oportunidad u nica para los antrop ologos, para repensar las principales cuestiones del cambio social. Al mismo tiempo, de cara a un nuevo g enero de estudios de transici on, muchos antrop ologos han reaccionado cr ticamente frente a los intentos de comprimir las historias y experiencias u nicas de los pueblos postsocialistas dentro del estrecho moldede los modelos occidentales de desarrollo. Este art culo sostiene que la teor a de Elias aborda muchas de las principales cuestiones con las que los antrop ologos se han comprometido al responder sobre la transici on desde el socialismo, tales como el surgimiento de nuevas instituciones sociales, la relaci on entre agencia econ omica y sistema de valores, entre derechos individuales y derechos colectivos, intereses privados y el bien social, tradici on y modernidad, y entre Estado, mercado y sociedad civil (ver i.e. Hann, 1996; Burawoy y Verdery, 1999). El art culo lleva a Elias a China para mostrar que sus conceptos de cambiantes conguraciones sociales de poder y de proceso civilizatorio arrojan nueva luz sobre las complejas y usualmente contradictorias din amicas sociales en per odos de cambio r apido. La experiencia de la China post-reforma aparece cargada de estas. Para muchos cient cos sociales, las reformas de mercado comparativamente exitosas del pa s, en el seno del estado socialista, han presentado un enigma. Los antrop ologos, generalmente menos interesados en establecer las condiciones de una transici on exitosa, han sido sorprendidos por la restauraci on de las instituciones de parentesco y religiosas, y el renacimiento de la vida ritual luego de 40 a nos de socialismo. En lo que sigue, espero mostrar que la teor a de Elias permite iluminar estas restau-
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raciones, no s olo porque rechaza las dicotom as entre tradici on y modernidad, estado y sociedad civil, o entre individuo y sociedad, sino tambi en porque resuelve la tensi on entre competencia individual por el poder y el prestigio, y el desarrollo de nociones de colectividad, conanza y responsabilidad en el comportamiento humano -una sociedad civil en un sentido m as fundamental (Hann, 1996)- en formas remarcablemente inusuales. Mi caso etnogr aco es la situaci on en Meidao, un pueblo en la provincia de Fujian, al sudeste de China, en los a nos 1990.
tar pol ticas de gobierno. Tambi en controlan la distribuci on de la tierra y las licencias de negocios, es decir, fuentes importantes para el exito econ omico en la nueva econom a socialista de mercado. Los pobladores, por otra parte, tienen pocos medios formales para proteger, tanto a ellos mismos como a su propiedad, de cuadros corruptos y predadores. Un nueva alianza partido-empresario y la transferencia de poderes que antiguamente estaban al nivel de equipos de trabajo hacia niveles de gobierno municipales vaci o crecientemente las antiguas propiedades colectivas, un desarrollo mostrado m as dram aticamente en los recientes proyectos de apropiaci on masiva de tierra por parte del Estado (ver Ho, 2001; Guo, 2001). En suma, casi todos los factores usualmente mencionados como una precondici on para una transici on exitosa, incluyendo la protecci on de derechos individuales contra el Estado, est an ausentes o d ebilmente desarrollados en China. Al mismo tiempo, las reformas econ omicas chinas han tenido una historia exitosa. Especialmente en las provincias costeras del sudeste, hay una econom a oreciente que se parece a los Estados Tigres de Asia del Este. Para mediados de los 1990, en Meidao casi nada quedaba de la era colectiva. Grandes casas modernas fueron reemplazando crecientemente los viejos hogares de la ciudad, y muchos pobladores compraron televisi on a color, equipos de audio y video. Han abierto varios comercios privados que venden de todo, desde bebidas y medicinas caseras, hasta videocasetes. Algunas familias se han especializado en la venta de estufas a gas modernas y heladeras, otras alquilan tractores, otras venden casa por casa vegetales e inciensos. El sistema p ublico de altoparlantes, que en el pasado transmit a diez horas diarias de propaganda partidaria, ahora esparce sobre los habitantes una mezcla de noticias ocasionales, m usica que recorre desde la Opera de Beijing hasta Hip Hop norteamericano, y anuncios publicitarios de compa n as privadas. Los mundos en que viven los habitantes se han vuelto globalizados: la producci on rural es ahora en su mayor parte para el mercado privado nacional e inclusive internacional, y el mercado, organizado en redes comerciales que incluyen las relaciones transoce anicas de
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China. Los j ovenes del pueblo viajan en barcos taiwaneses tan lejos como hasta las islas Fiji, y las j ovenes trabajan en factor as del mercado mundial en Indonesia, Singapur o la Rep ublica de Mauricio. A la inversa, el dinero proveniente de los parientes desde el Sudeste asi atico funda industrias rurales en lo que ya se conoce como el tri angulo de oro de Minnan 3. Nuevos mercados, mercanc as y medios de comunicaci on nalmente abrieron al viejo panal de c elulas autosucientes y autocontenidas que caracterizaba hist oricamente al mundo rural Chino (Shue, 1998). La transici on relativamente exitosa de China a una econom a de mercado dentro de un marco institucional de un estado socialista ha atra do mucho el inter es erudito. 4 Al mismo tiempo, la mayor a de los transit ologos han tendido a descuidar una tercera paradoja de la transici on en China -notablemente, el hecho de que en toda la China rural del sudeste (aunque no exclusivamente all ) encontramos una restauraci on de los templos comunitarios y grupos de parentesco corporativos que han tra do de vuelta dioses, fantasmas y ancestros para sus habitantes. Estas instituciones fueron restauradas luego de 40 a nos de socialismo, luego de numerosas campa nas que instaban a destruir el marco pre-revolucionario de la sociedad local. Por otra parte, en un ambiente rural cada vez m as comercial y globalizado, las instituciones restauradas son de car acter inherentemente local. Hist oricamente, la membres a en estas instituciones estaba vinculada a la residencia en un lugar particular, y enraizada en el compartir las propiedades corporativas, lo que den an la naturaleza de las relaciones y las propiedades colectivas (e.g. Faure y Siu, 1995).
Un reavivamiento tradicional?
En la China pre-revolucionaria, las instituciones religiosas y de parentesco constitu an la realidad organizacional m as importante de la
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sociedad rural. Las provincias costeras del sudeste de Fujian y Guangdong eran famosas por su rica vida ritual y sus poderos simos linajes, que sol an comprometer a varios miles de miembros y sol an poseer enormes cantidades de propiedad corporativa. El socialismo parec a haber acabado con ello. Destruy o la fuente de recursos m as importante del poder del linaje la riqueza corporativa y las tenencias de tierray desnud o a las viejas elites de la sociedad prerevolucionaria de su inuencia. Linajes y templos rituales fueron prohibidos en tanto que expresiones de superstici on y feudalismo, los edicios fueron demolidos, o utilizados para nuevos usos seculares, y las genealog as fueron incineradas. Sin embargo, luego de las reformas econ omicas, fue todo como si el antiguo marco de la sociedad rural simplemente estaba de vuelta de golpe. En el poblado de Meidao, como en muchos otros lugares, los habitantes reconstruyeron los templos y los edicios ancestrales con donaciones privadas y revivieron la vida ritual con la ayuda de expertos en rituales que viajaron al campo para ense nar la apropiada ejecuci on del ritual a los nuevos m edium de los templos (qitong ) y a los sacerdotes daoistas (daoshi ). Los l deres de los linajes y templos fueron re-electos y se reapropiaron de sus viejas tareas, tales como representar al grupo hacia el exterior y mediar en los conictos. Los l deres de los linajes de Meidao ten an reuniones regularmente con los representantes de los linajes relacionados de otras partes, y las aliaciones de linajes se constituyeron nuevamente en los clivajes pol ticos m as importantes en el poblado. El retorno de la tradici on en el marco de la trinidad formada por instituciones, rituales y l deres, es un proceso bien conocido en otras sociedades postsocialistas: tales restauraciones, verdaderamente aparecen como parte del proceso de transici on en s mismo. Aparentes retornos al pasado han incluido, por ejemplo, el reciclaje de las primeras elites socialistas e inclusive la restauraci on, bajo iniciativa popular, de cooperativas (Creed, 1999; Verdery, 1999).
Minnan, al sur del r o Min, es el nombre de cierta regi on geogr aca en la provincia de Fujian. Tambi en es el nombre de un lenguaje chino hablado all , y se usa para los grupos sub etnicos chinos Han que all viven. Para una visi on de conjunto ver Oi y Walder, 1999.
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Los antrop ologos generalmente sostienen que esas restauraciones no son el resultado de un retraso cultural sino que ellas remodelaron lo viejo como una respuesta a las exigencias de la audiencia (Burawoy y Verdery, 1999:12). Burawoy y Verdery han interpretado estos aparentes sostenimientos como respuestas locales al colapso de las estructuras del sistema, como una reacci on de mundos morales y colectividades locales contra las tendencias individualizantes del mercado y el marchitamiento del estado socialista, que erosionaron la propiedad colectiva y produjeron la exclusi on de los modernos medios de existencia para muchos en las areas rurales. En contraste con la ley de hierro de la expansi on del mercado, los antrop ologos han descubierto una ley de hierro de la resistencia al mercado que tambi en informa estas restauraciones locales (Burawoy y Verdery, 1999:7). En China la imagen parece m as compleja. Tambi en aqu encontramos una renovaci on de las instituciones tradicionales en a reas culturales remotas donde la gente ha experimentado una regresi on econ omica y se ha vuelto marginal dentro del nuevo proyecto de modernizaci on chino (e.g. Flower y Leonard, 1998). Pero la situaci on en las provincias costeras de Fujian y Guangdong, donde estas restauraciones han sido m as pronunciadas, es obviamente diferente tanto de la de las provincias del interior de China, como de la situaci on en Rusia y en algunas zonas rurales de Europa del este. Tampoco hay estructuras del Estado colapsadas en la China rural, ni las provincias costeras han sufrido una regresi on econ omica. Incluso la complejidad de las relaciones sociales para con estas instituciones torna dif cil el verlas simplemente como formas de resistencia local al Estado y al mercado; ya que justamente los cuadros y emprendedores locales, conjuntamente con miembros de la comunidad china en el extranjero suelen ser los iniciadores de estas restauraciones. A causa de la amplia variedad de contextos y tambi en por las desigualdades que estas instituciones locales mantienen en si mismas, los antrop ologos de China se han divido respecto a c omo comprender este fen omeno. Algunos han puesto de relieve continuidades es-
tructurales entre la era pre-revolucionaria, la socialista y la post-reforma. Potter y Potter (1990) sostienen que esas profundas similitudes estructurales entre los grupos y los viejos linajes hicieron sobrevivir a los u ltimos en la era colectiva. Luego de las reformas, la cultura tradicional est a reapareciendo porque la base econ omica y las estructuras sociales que eran expresadas a trav es de estas formas simb olicas son nuevamente importantes (1990:337). Gates (1996) se nala l neas de continuidad a un m as profundas. Ella sostiene que los linajes emergieron hist oricamente en un medio moldeado por la articulaci on entre el modo de producci on tributario del Estado y el modo de producci on nimio-capitalista a trav es del cual muchas familias se sosten an. En este ambiente, la met afora del parentesco misticaba la explotaci on econ omica en los linajes y escond a el car acter nimio-capitalista (y tambi en el capital acumulado) de un Estado predatorio, un contexto y una articulaci on que ella ve resucitada en la China de la post-reforma. Contra esto, Helen Siu (1989) sostiene que los rituales del presente son nuevas reconstrucciones: un reciclado de fragmentos culturales en un medio donde la presencia del Estado socialista ha sido largamente tomada como dada y donde el viejo sistema de s mbolos, creencias y pr acticas, donde existen el parentesco y los rituales religiosos, ha desparecido hace mucho. Las pr acticas rituales de la modernidad tienen motivos seculares, oportunistas y utilitarios, tales como la acumulaci on de prestigio y/o el desarrollo de redes de negocios, y esto es lo que los distingue de sus predecesores tradicionales. Tambi en Flower y Leonard sostienen que estas restauraciones son menos el producto de la resistencia que una mutua cooptaci on entre los intereses del Estado y los de la poblaci on local. Sin embargo, en oposici on a Siu, ellos remarcan el importante rol de los templos en la reconstituci on de una comunidad moral local y ven la reconstrucci on de los templos como un movimiento contra la mercantilizaci on de las relaciones que acompa na a las reformas de mercado (1989:228; ver tambi en Feuchtwang, 2000). A pesar de lo divergente de sus sus explicaciones, la mayor a de los antrop ologos han
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estado de acuerdo en comprender estas restauraciones como el resultado de intereses, estrategias o c odigos normativos de la poblaci on local. Este enfoque, por una parte, valora las formas locales de dar sentido al mundo en tanto que poseen un efecto sobre el cambio hist orico; por otra parte, sin embargo, torna dicultoso ver el auto inter es y las pr acticas morales, el cambio y la continuidad, y la expansi on del mercado y la resistencia a la mercantilizaci on, en alguna otra relaci on que no sea una oposici on de suma cero (o, en la versi on de Gates, como diferentes estrategias dentro de dos modos articulados). En lo que sigue, quiero mostrar que la noci on de conguraci on social del poder y de proceso civilizatorio de Norbert Elias ofrece una perspectiva diferente para las tensiones que estas formas locales sociales y culturales parecen combinar, a trav es del argumento de que ellas emergen de contextos competitivos donde estas instituciones acumulan poder y, al mismo tiempo, aumentan el grado de control sobre el proceso social. El concepto de conguraci on social tambi en permite una mirada renovada de por qu e el pasado est a presente en el presente: porque una larga historia de interacci on y habitus compartidos constituye en si misma un recurso de poder en un ambiente de cambio veloz.
recursos. La competencia, por lo tanto, ejerce constre nimientos particulares sobre el comportamiento y de este modo juega un rol central en la emergencia de las instituciones sociales. Situaciones altamente competitivas, tales como cuando la movilidad social aumenta el miedo de perder el estatus frente a otros, aumentan masivamente las interdependencias y por eso son unas de las m as poderosas en transformar los constre nimientos externos en auto-constre nimientos y en la transformaci on de los habitus personales (Elias, 1976b:365-6). La competencia por el poder y el prestigio aparece, as , en la teor a de Elias, como una motivaci on importante de la acci on humana y, al mismo tiempo, por los constre nimientos que ejerce sobre el comportamiento humano, tambi en aparece como el primer origen de las regularidades sociales o el orden social (Bogner, 1989:45). En la China Maoista, la conguraci on social del poder en la que actuaron grupos e individuos fue el sistema de estatus de clases pol ticas y el sistema comunitario y su sistema clientelar anexo. Se trataba de una conguraci on de poder que enfatizaba, ante todo, la competencia por los recursos pol ticos. Cu ales fueron las nuevas interdependencias y las conguraciones sociales del poder que emergieron, luego de la introducci on de la agricultura de contrato y el resurgimiento del mercado privado, que favorecieron la competencia econ omica y la restauraci on de las organizaciones del parentesco y de los templos en el sudeste rural chino?
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nos pobladores se han vuelto exitosos emprendedores rurales con amplios contactos, otros han recibido remesas de c onyuges o hijos que trabajan en el extranjero con contratos patrocinados por el gobierno, mientras que otros nuevamente apenas sobreviven a trav es del cultivo de min usculas parcelas de tierra, complementando ocasionalmente sus ingresos a trav es de trabajar como jornaleros para otros pobladores. Pero no fueron s olo las nuevas oportunidades para hacer dinero y las nuevas desigualdades econ omicas las que aumentaron la com petencia econ omica en el pueblo. Esta fue a un m as exacerbada a trav es de las pr acticas de los agentes locales del Estado, quienes usaron el control que les quedaba sobre los recursos para promover sus propios intereses econ omicos y, a trav es de un nuevo discurso nacional sobre la riqueza, instauraron como nuevos modelos nacionales a emular, a a quellos existosos econ omicamente (cf. Anagnost, 1989). En esta atm osfera el consumo conspicuo pas o a ser la principal marca de status y revirti o en el pueblo en una escala tal que desparram o la competencia en cada esfera de la vida. Los noveaux riches gastaron su dinero en s mbolos de modernidad y progreso tales como casas modernas varios pisos, muebles costosos, y electrodom esticos modernos. Bodas y funerales volvieron a ser los eventos principales para armar o aumentar el status social de una familia. Tal como me dijeron, una boda com un de pueblo le costaba en 1994 a la familia del novio 60000 renminbi, que eran aproximadamente los ingresos de tres a nos de trabajo contratado en el extranjero. De manera no sorprendente, la distribuci on desigual de riqueza y oportunidades econ omicas fue una gran fuente de mala sangre en Meidao. Los pobladores continuamente discut an qui en hizo cu anto dinero, cu anto hab a gastado cierta familia en una boda o en un funeral, cu an grande era la dote de una joven novia. Ellos relataban que robo se volvi o frecuente en el pueblo y que a veces inclusive los vecinos esperaban dinero para tender una mano, por ejemplo, en la reparaci on de una casa. Los pobladores que viv an en la parte moderna, recientemente construida, despreciaban a aquellos que viv an en la parte antigua
consider andolos retr ogrados, pobres e inferiores, mientras que los u ltimos se desquitaban llamando a los primeros codiciosos y sin renqingwei, sin respecto por lo sentimientos humanos y los est andares morales de comportamiento. Una joven caracterizaba la atm osfera con la frase todo el pueblo est a sufriendo de el mal de los ojos rojos (hongyanbing, i.e. celos). El desmantelamiento de las estructuras del sistema comunitario dej o en el pueblo a tres grupos compitiendo directamente con el otro: los cuadros locales, los empresarios del pueblo y los pobladores comunes. Asimismo, dado que el sistema de registro familiar a un ataba a estos grupos con el pueblo como lugar geogr aco y social, y sus recursos colectivos, su situaci on sigui o siendo de una alta interdependencia.
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de producci on o de la brigada, con la sociedad m as amplia. Los cuadros tambi en perdieron su antiguo status como elite u nica e indiscutida en el pueblo. Los benecios de sus cargos eran magros en comparaci on con lo que los empresarios rurales exitosos pod an ganar, y fueron estos y ya no los cuadros, a quienes los pobladores envidiaban y miraban como modelos a ser emulados. Este cambio se expresa de claramente en el desarrollo de viviendas. Al comienzo de los a nos 1980, cuando fue planeado un nuevo pueblo, los cadres de Meidao fueron los primeros en dejar sus oscuras, peque nas, e inc omodas casas para mudarse a las recientemente construidaslos cuadros. Diez a nos despu es, estas casas palidecieron en tama no y en confort contra aquellas construidas en los a nos subsiguientes por los nuevos ricos del pueblo. En esta situaci on, con menos vigilancia vertical y m as competencia horizontal, los cuadros privatizaron crecientemente el control y los recursos que proporcionaban sus cargos para favorecer sus propios parientes y amigos, forjar alianzas provechosas con los nouveaux riches del pueblo, o para minimizar la competencia proveniente de otros grupos. Sin embargo, en el largo plazo, estas pr acticas conducieronhacia una muy seria p erdida tanto de status como de su autoridad leg tima. En Meidao, los pobladores sospechaban a sus jefes de favoritismo y corrupci on, lament andose de que ellos retrasaban ilegalmente permisos importantes si los peticionantes no ten an la voluntad de pagar una cuota extra, de que monopolizaban importantes recursos econ omicos o que los distribu an entre los miembros de sus propias familias, que inclinaban las directivas del gobierno central en su propios intereses, y que desviaban impuestos hacia sus propios bolsillos. As , la acumulaci on ilegal de recursos econ omicos no signicaba el fortalecimiento del poder de los cuadros, sino lo opuesto (cf. Yan, 1995). Mientras que el gobierno central y sus pol ticas eran consideradas no malas (bu cuo ), el gobierno local era visto en caos (tai luan) 5. A sus espaldas, los cuadros eran llamados emperadores locales (tu huangdi ).
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no correspondieron rec procamente a la comunidad, los pobladores ricos r apidamente fueron acusados de ser codiciosos y de tener d ebiles est andares morales de reciprocidad y por lo tanto eran susceptibles de sufrir peque nos robos u otros hostigamientos perpetuados por los enfadados pobladores (Anagnost, 1989).
Pobladores comunes
Desde el punto de vista de los pobladores comunes de Meidao, los efectos de las reformas econ omicas han sido revolucionarios en varias maneras. Pese a que el pa s a un se autodenomina socialista, Beijing y el gobierno central, donde el socialismo es a un ocasionalmente puesto en escena, est an lejos. Nadie en el pueblo tomaba seriamente construcciones contradictorias en sus propios t erminos tales como econom a mercantil socialista, o luego econom a de mercado socialista, y prevalec a una apat a pol tica generalizada. Al mismo tiempo, con el boom econ omico que experiment o el sur de Fujian luego de las reformas, la mayor a de las familias del pueblo vieron su primera oportunidad para elevar su status desde andrajos a riquezas. Pero la alianza emergente entre cuadros y empresarios, la laxitud de los gobiernos locales para establecer sus propias reglas y la apropiaci on, por parte de autoridades municipales de poderes que anteriormente radicaban al nivel de los equipos de producci on, hizo cada vez m as dif cil la competencia para aquellos sin conexiones sociales y recursos tangibles. Pese a que los cuadros locales ten an en sus manos menos recursos coercitivos que antes de las reformas, y por lo tanto se volvieron m as dependientes de cooptar pobladores para cumplir su trabajo, tambi en se volvieron menos dependientes de la cooperaci on cotidiana de todos y cada uno de los pobladores tal como los l deres de los equipos de producci on lo hab an sido
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para la cumplimiento de sus cuotas. As , para ellos se volvi o m as f acil ignorar a un gran numero de pobladores comunes para concentrarce en mantener alianzas con unos pocos, pero relevantes. Los pobladores por su lado, ahora pod an optar entre varios patrones posibles en lugar de depender de uno solo, como lo eran del l der de su equipo de producci on. Pero con el nal del Estado de econom a planicada, los cuadros se volvieron, al menos en ciertos aspectos, menos predecibles y los pobladores comunes tuvieron menos oportunidades para entrar en relaciones de patronazgo. As , luego de las reformas, los pobladores comunes se encontraron en una situaci on m as precaria y compleja (cf. Oi, 1989:215-26). Los pobladores de Meidao me dijeron que para conseguir licencias de negocios y para los mejores puestos de trabajo no rurales, uno tiene que ir a trav es de la puerta trasera (houmen), pero que esta s olo estaba abierta a unos pocos. Ellos lamentaban que los cuadros despreciaban a la gente com un y hac an o dos sordos a sus problemas. Sin controles institucionales regulares, o acceso a un un sistema legal, las u nicas armas que los pobladores comunes pod an usar contra la discriminaci on cotidiana eran las de los d ebiles: no cooperaci on, chismes, desobediencia abierta, o escribir quejas y peticiones dirigidas a los altos niveles de gobierno, estrategias que siempre cargaban el riesgo de la represalia. Bajo Mao, con la notable excepci on de la epoca de la Revoluci on Cultural, las unidades del estado local y la burocracia gubernamental orquestaron la competencia por recursos pol ticos y organizaron la transformaci on del poder pol tico en estatus social. Luego de las reformas, el Estado local ha sido cada vez m as incapaz de continuar con esta transformaci on, quiz as porque sus propios representantes usan el poder de sus cargos para acumular riqueza privada. De este modo, donde el viejo marco socialista de las a reas rurales ya no puede in-
Por razones de espacio, s olo abordar e las restauraciones de linajes, que fueron la organizaci on social m as importante en el pueblo de Meidao, y no las de los templos. En Meidao as como en otros lugares donde los linajes eran fuertes, los representantes del linaje tambi en controlaban los comit es de los templos. Asimismo, en este contexto los linajes son m as interesantes dadas las desigualdades de clase y poder que sostienen. Puesto que son ellos los que median en la tensi on entre competencia, poder y la emergencia de comunidades morales de manera m as obvia.
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tegrar a diferentes grupos de status, ni orquestar la competencia en el pueblo, los grupos de parentesco corporativo y las organizaciones de los templos han emergido como nuevas conguraciones de poder en la China rural. Los linajes como una nueva conguraci on de poder e instrumento de control social 6 Tal como es evidente en el concepto de conguraciones sociales de Elias, el poder es central para c omo el comprende los procesos sociales. Mientras que el enfasis de Elias en la competencia podr a compartir una apariencia supercial con los enfoques marxistas (en el m as amplio sentido) sobre la realidad social, la conceptualizaci on de Elias del funcionamiento del poder y la competencia en la sociedad es muy diferente. Los enfoques marxistas ven al poder en gran medida como una fuerza represiva ligada al control de los medios de producci on y que restringe a los grupos subordinados tanto sus medios de expresi on, como sus oportunidades de vida. Aqu el poder est a l ogicamente ligado a resistencia. En la teor a de Elias del cambio social, son los cambiantes balances de poder, y no el ejercicio del poder por parte de ciertos grupos a trav es del control de los recursos, los que moldean los procesos hist oricos. Dado que estos cambios son el resultado de interdependencias no planeadas, el poder trabaja largamente en la historia como una fuerza an onima. Es socialmente productivo porque modela tanto las relaciones sociales como las nociones del yo. En este sentido, Elias no entiende al poder como un atributo individual sino como una cualidad estructural de las relaciones sociales o de las interdependencias sociales. Sus fuentes son polimorfas, ejercidas independientemente de las intenciones humanas, y trabaja ntimamente desde dos o m as lados (Bogner, 1989:36-41; cf. Elias, 1970:96-8) Elias atribuye un rol hist orico al poder que semeja las nociones foucaultianas de poder en tanto que una fuerza que produce personas, cuerpos y nociones del yo. El lazo que Elias establece entre la abstracci on del poder en el Estado, control creciente y nuevas formas de auto-disciplina, tambi en comparte una llamativa similitud con las exploraciones de Foucault en torno al funcionamiento hist orico del poder en las sociedades europeas. Sin embargo, el
enfasis de Foucault respecto a los renamientos de las t ecnicas de dominaci on, subraya los aspectos negativos de este proceso, donde la acumulaci on de conocimiento cient co y de nuevas t ecnicas de vigilancia produjeron cuerpos d ociles, almas domesticadas y nuevas pr acticas de exclusi on (e.g. Foucault, 1984). En el proceso civilizatorio de Elias, el poder est a emparentado con el control sobre el medio social y natural. El poder de un grupo o de una conguraci on social aumenta no s olo por una acumulaci on de recursos u ocasiones de poder sino tambi en por la coordinaci on, m as interna, entre la complejidad de posiciones sociales que logra. En este sentido, el poder es tambi en predecible y estable en la interacci on humana creada por cierta conguraci on (Bogner, 1989:36). Los resultados son interdependencias cada vez mayores y nuevas presiones para producir comportamientos responsables, predecibles y conables. Cuanto mayor y mas poderosa dicha conguraci on, mayor es la posibilidad de la transformaci on de constre nimientos externos en auto-constre nimientos y leal surgimiento de un nuevo habitus. Estas conguraciones luego tienden a marginar a los grupos menos integrados que compiten en la misma arena, o eventualmente asimilarlos e integrarlos. Este mecanismo monop olico es lo que Elia observ o en el surgimiento hist orico del Estado absolutista franc es, en El Proceso de la Civilizaci on. En lo que sigue, aplicar e la noci on de poder de Elias -tanto como motivaci on de la acci on humana como cualidad de las conguraciones sociales- al fen omeno de la restauraci on de los linajes en la China post-Reforma. Mostrar e que en el contexto altamente competitivo de la China rural, los grupos de parentesco corporativo proveen exactamente esta mayor integraci on que atrae recursos y permite la acumulaci on de poder. En tanto las elites de los linajes se apoderan de estos recursos, los linajes permiten tambi en la estabilizaci on del status de elite y la perpetuaci on de las desigualdades de prestigio y status; ellos son instrumento de control social. En la secci on siguiente, discutir e por qu e este enfasis en la competencia y el poder respecto del surgimiento de los linajes no traduce una visi on inv alida de ellos en el sentido de comunidades morales (de parentesco).
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En Meidao, los dos grupos de parentesco mayores comenzaron a reconstruir sus estructuras corporativas a mediados de 1980. Ambos reconstruyeron sus edicios ancestrales en sus sitios originales, uno de ellos nanciado completamente por parientes residentes en el extranjero, y ambos re-escribieron sus genealog as. Los comit es electos de los linajes se encargaron de administrar las cuestiones relacionadas con el linaje, tales como la escenicaci on de los rituales principales, el mantenimiento del edicio y la administraci on de los fondos. Inclusive fueron reconstruidas las estructuras de los linajes de mayor categor a que atravesaban las mayores areas, con linajes localizados en diferentes lugares los cuales enviaban regularmente sus representantes a las reuniones. En Meidao me dijeron que la autoridad de los l deres de los linajes era nuevamente tal, que la gente los escucha m as que a los cuadros. Los l deres de los linajes retomaron sus antiguas tareas, tales como representar al grupo hacia el mundo exterior y mediar en disputas tanto dentro del linaje como entre miembros de diferentes grupos. En esto fueron reemplazando cada vez m as al cuadro mediador (tiaojie weiyuan) ocialmente instaurado. La proyecci on de los linajes en el espacio del pueblo fue m as aparente en el caso de las nociones de derechos colectivos a los recursos del pueblo, concebido tradicionalmente como legados a las u ltimas generaciones por parte de los ancestros. Fui testigo de c omo los miembros de los dos linajes principales en Meidao ri neron en torno a los derechos sobre las tierras que, en la epoca de la descolectivizaci on fueron asignadas a familias de uno de los dos grupos, pese a estar en un area tradicionalmente perteneciente al otro. Y escuch e que un linaje menor disputo al Estado la propiedad de cierta parcela donde hab a sido construido un refugio para bombas en los a nos 1950; ellos quer an que les devuelvan su tierra para reconstruir el edicio ancestral en su lugar originario. Asimismo, el mecanismo monop olico tambi en estaba cambiando el paisaje pol tico de Meidao. Las estructuras institucionales del sistema comunitario hab an asegurado que los equipos de producci on de una brigada pose an recursos y fuerza aproximadamente similares,
a un cuando pod an existir grandes diferencias entre grupos de brigadas diferentes. Cuando colaps o este marco y fueron restaurados los linajes, los linajes mayores y con m as recursos de Meidao marginaron o asimilaron a los menores. Tal como me dijo el jefe de un linaje menor, un antiguo secretario del partido, las presiones (yali ) que ejercen los linajes mayores sobre los menores son muy fuertes. Tener el apellido equivocado f acilmente obstaculizaba el acceso a importantes redes clientelares y, por ende, a los recursos. La solidaridad del linaje tambi en aseguraba que en situaciones de conictos entre familias, los miembros de los linajes menores perdiesen regularmente. Como me cont o el jefe de un linaje, los miembros un linaje mayor una vez le destruyeron la casa a una familia de un linaje menor porque uno de los j ovenes re rehusaba a dejar de cortejar a una chica del linaje mayor. Como resultado de estas presiones, algunos miembros de mi grupo de informantes cambiaron su apellido (pudieron hacerlo ya que sus padres se hab an casado uxorilocalmente). C omo pudieron ganar los linajes en Meidao ese poder asombroso tras 40 a nos de represi on? Una respuesta obvia es que los linajes eran las u nicas instituciones que integraban a todos los grupos del pueblo, a la saz on competitivos pero interdependientes. Los comit es de linaje de Meidao comprend an, en n umero equivalente, representantes tanto de la nueva elite de hombres de negocios, cuadros locales inuyentes (tanto retirados como en actividad), parientes del extranjero y jefes de las diferentes ramas del linaje. Bajo el paraguas del culto ancestral, el linaje un a a los miembros de diferentes elites en competencia y envolv a en conjunto sus recursos: el poder pol tico y las conexiones burocr aticas de los cuadros actuales y retirados, el poder econ omico y las conexiones trasnacionales de la nueva elite econ omica, y la nueva/antigua autoridad ritual de los ancianos del linaje. Por otra parte, el linaje organizaba las conexiones exteriores y suministraba un marco institucional para las conexionesextra local es e incluso transnacionales mientras simult aneamente se manten a como una instituci on local que organizaba las relaciones entre los propios pobladores. En Meidao, los lina-
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jes no s olo inclu an parientes ausentes, residentes en el extranjero, sino que tambi en trataban activamente de involucrar a la comunidad extranjera a trav es de ofrecer a los miembros, a cambio de alguna donaci on para el edicio ancestral, tener su l apida ancestral en el edicio. Mientras tanto, los chinos en el extranjero usaban el linaje como una instituci on que los integraba y los engraciaba con la comunidad local, y realizaban inversiones en sus comunidades de origen como una forma de acumular prestigio y construir conexiones guanxi que apuntalasen los negocios. Los linajes tambi en estimaban las interdependencias existentes entre los pobladores y las elites, e integraban a a los pobladores comunes y las elites en una forma m as abarcadora de lo que pod an hacer las relaciones individualistas de patr on-cliente. Esto se constituy o en un nuevo marco para transformar poder en prestigio en el que las elites, organizando y manejando los fondos para su linaje, pod an contrabalancear su seria p erdida de reputaci on en tanto que cuadros corruptos y codiciosos hombres de negocios con una m nima inversi on de propiedad personal. Esto ayudaba a las elites a minimizar las resistencia e inspirar lealtad o al menos acallar el descontento en muchos pobladores comunes. Pero tambi en los pobladores pod an hacer c alculos en el ambito de la solidaridad del linaje en el caso de conictos con los extranjeros, y respecto de alcanzar algunos benecios de las conexiones y fondos que las elites depositan en su linaje. De este modo, los linajes en Meidao fueron restaurados como nuevas conguraciones de poder en una situaci on de competencia extrema y de altas interdependencias, moldeadas por la tensi on entre el Estado, la localidad y la econom a transnacional. Los miembros del linaje formaban una comunidad de intereses frente al mundo exterior, pero esta solidaridad externa iba de la mano con la competencia interna y marcadas diferencias de poder, prestigio y acceso a los recursos, tal como en la epoca previa a la Revoluci on. Esto, por cierto, fue la fuerza de los linajes como conguraciones sociales de poder: dado que integraban posiciones sociales diversas y orquestaban relaciones sociales altamente complejas, ejerc an el poder en su medio, y y obten an y atra an recursos.
La restauraci on de los linajes beneci o primero a los poseedores de poder existentes: les permiti o combinar sus recursos en tanto la competencia fue transformada en cooperaci on, o al menos, coordinarla para su mutuo benecio. En tanta instituci on tradicional de parentesco, le permiti o a las elites rurales perseguir sus intereses econ omicos al mismo tiempo que ocultar sus recursos poni endolos al resguardo del campo de visi on de las unidades mayores del Estado, siempre vigilantes y posiblemente hostiles. Les permiti o a los chinos residentes en el extranjero hacer negocios con parientes en lugar de negociar con representantes del gobierno, ya que los ociales del gobierno local se desempe naban simult aneamente en los comit es de liderazgo de los linajes bajo la apariencias de ser miembros del comit e. Adem as, les permiti o transformar el poder econ omico y pol tico en status social al tiempo que acallar conictos de intereses con los pobladores comunes. Con lo cual, indudablemente los linajes se hicieron cargo de estabilizar el status de la elite y de perpetuar las desigualdades existentes en el contexto de la era de la post-reforma en China. Sin embargo, un excesivo enfasis en las estrategias econ omicas racionales de las elites como causa de la construcci on del linaje oscurece las interdependencias que las propias elites pon an en juego: que ellas a un depend an de la cooperaci on de los pobladores comunes y que la acumulaci on de riqueza no otorgaba directamente un aumento de poder y prestigio a nivel local (cf.: Yan, 1995). Y tambi en oscurece el hecho de que los linajes, en tanto que conguraciones, acumulaban y ejerc an poder, que este poder fortalec atodo lo respectivo a la conguraci on (aunque no del mismo modo) y ejerc a constre nimientos sobre todos los miembros respecto de actuar de forma estable y predecible. Lo que probablemente percib an los pobladores comunes como las mayores amenazas luego de las reformas fueron el aumento de la arbitrariedad por parte de los poseedores del poder (a lo que los pobladores normalmente llamaban caos, luan) y las alianzas de las elites que signicaron una completa marginalizaci on de los d ebiles. En este sentido, la emergencia de linajes constituye un proceso civilizatorio seg un Elias; un proceso que cre o espa-
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cios pacicados internamente a trav es de ejercer fuertes presiones sobre los miembros para que act uen en una forma estable y predecible y que, transformando constre nimientos externos en internos, redujo el caos social. En tanto los linajes acumularon recursos y redujeron la arbitrariedad al mismo tiempo. El ver motivos utilitarios detr as de las pr acticas rituales, como lo hace Siu (1989), o verlos como algo directo contra la comercializaci on de las relaciones sociales, como lo hacen Flower y Leonard (1998), no constituye una oposici on -o para decirlo de otra forma, signica que ambas visiones est an acertadas.
za en las comunidades, y que apuntalan tanto al Estado como a los mercados. En la misma obra, Flower y Leonard (1996) muestran c omo, en un pueblo de Sichuan, los intercambio de dones se extienden verticalmente hacia el Estado y horizontalmente en la sociedad en pos de (re)crear un orden moral y engendrar un espacio civil que abarque ambos. Asimismo, Feuchtwang (2000) sostiene que los cultos y festivales locales preservan el sentido de la buena conducta como comunidad y que la negociaci on con quienes detentan el poder local suele reejar cuestiones tales como corrupci on, desigualdad e inseguridad social. Para evitar que mi visi on de las restauraciones locales en tanto que proceso civilizatorio impulsadas por la competencia y las interdependencias econ omicas, sea interpretada tan s olo como otra teor a de las elecciones racionales de la cooperaci on humana, a continuaci on delineo una comparaci on con una teor a del comportamiento econ omico bien conocida para los antrop ologos, la econom a moral de los campesinos tal como fue elaborada por James Scott (1976). Scott traza una aguda distinci on entre, por un lado, lo que denomina la etica de la subsistencia de los pueblos campesinos pobres, donde los arreglos morales de redistribuci on e intercambio resguardan del hambre individual y garantizan un acceso m as equitativo a los recursos del pueblo, y por el otro, el principio de la maximizaci on del benecio individual en el contexto del capitalismo. Desde el enfoque de la teor a de Elias, las comunidades campesinas pobres bajo constante amenaza de hambrunas, existen en un contexto masivamente competitivo y una situaci on de alta interdependencia. Dado que estas situaciones inducen a la transformaci on de constre nimientos externos en auto-constre nimientos, es decir, a un proceso civilizatorio, la existencia de una econom a moral de los campesinos no tiene contradicci on con el enfasis de Elias respecto de la competencia como fuente de orden social. M as a un, dada la noci on de realidad social como conguraciones de poder, un proceso civilizatorio no puede ser el resultado de estrategias sino s olo de sus interdependencias involuntarias. C omo cambia el habitus de un grupo depende de las conguraciones sociales
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en que este compite por poder y prestigio -el habitus de los arist ocratas franceses emergi o en el marco de la conguraci on del absolutismo, donde los competidores ya no pod an usar la violencia sino que ten an que recurrir a las intrigas y medios pac cos similares (Bogner, 1989:24, 51-2; cf. Elias, 1976b:380-3). Conforme a Elias, un habitus y as tambi en las moralidades, est an moldeados en conguraciones sociales de poder; sin embargo, el probablemente hubiera rechazado el romanticismo rousseauniano que acecha detr as de la formulaci on de Scott. La restauraci on de los linajes como conguraciones sociales de poder y el reciclaje de las pr acticas rituales, tambi en resucitaron los c odigos normativos, moralidades y habitus asociados con los grupos de parentesco corporativos, una etica compartida del mismo modo por todos los miembros, elites y comuneros. Esta etica demanda que las elites correspondan rec procamente al grupo como un todo, por ejemplo, a trav es de nanciar los principales rituales; esto enfatiza la igualdad esencial de todos los miembros, la solidaridad frente al mundo exterior y un inter es por el bienestar del grupo. Puesto que los linajes incluyen poder y atraen recursos (contain power and draw in resurces), son capaces de ejercer coerciones y moldear el habitus de un grupo, el cual no s olo instala presiones sobre los pobladores respecto de escuchar a los l deres del linajes sino tambi en induce a los cuadros y empresarios rurales, en tanto que l deres de linaje, a comportarse en una forma predecible y, desde el punto de vista de la comunidad local, de formas moralmente m as aceptables. A su turno, el hecho de que los miembros del gobierno local privatizaron el Estado fue tambi en el resultado de la p erdida de poder de las unidades administrativas en forzar arbitrariedades y designar autoridad ileg tima. En otras palabras, pese a que el Estado Chino retuvo una fuerte presencia, policial, impositiva y en t erminos de establecimiento de pol ticas p ublicas, su poder a la hora de orquestar relaciones sociales, obtener obediencia a sus reglas y crear cohesi on social, responsabilidad y conanza fueron seriamente socavadas luego de las reformas. En este senti-
do, los linajes fueron m as que poderosos. Esto es evidente en las comparaciones que hacen los pobladores entre el manejo de los fondos ancestrales y los del Estado local: mientras que los agentes locales del Estado eran sospechados de desfalcar impuestos, el hecho de que los l deres de linajes o de templos pudieran hacer lo mismo con los fondos ancestrales o de los templos, los cuales pertenec an a los ancestros o a los dioses respectivamente, aparec a como algo impensable para la mayor a de los pobladores. Sea esto verdad o no, estas comparaciones muestran que la restauraci on de las instituciones locales tambi en funcion o como una econom a moral para los ojos de los pobladores comunes.
El pasado en el presente
Las instituciones aparentemente tradicionales de la China contempor anea no son entonces supervivencias culturales que re-emergieron luego de 40 a nos de supresi on sino un fen omeno causado por la tensi on entre dos fuerzas modernas: entre el Estado local y las unidades administrativas, cuya econom a moral socialista hab a sido basada en la titulaci on colectiva de los recursos del pueblo, y el vaciamiento de esta titulaciones en confrontaci on con la nueva econom a transnacional de mercado. Especialmente en lo tocante a la tensi on entre el Estado y las econom as locales, este ambiente comparte ciertas similitudes estructurales con la situaci on pre-revolucionaria (ver Gates, 1996), pero al mismo tiempo es lo sucientemente diferente como para enfatizar el singular sentido moderno de estas restauraciones locales. Este sentido moderno esta moldeado por la presencia de larga data del Estado socialista y su totalmente abarcativo proyecto de modernizaci on, que hab a cambiado dram aticamente las expectativas de los pobladores para con el Estado y sus representantes, y tambi en sus propias aspiraciones: los pobladores esperaban que el Estado local proveyese un marco para un desarrollo exitoso, que sus representantes sirviesen a los intereses locales y se comportasen en una forma moral, justa, y aspiraban a tener su derecho de compartir el reciente boom econ omico
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en China (ver tambi en Feuchtwang, 2002). En la China rural de la post-Reforma, linajes y templos est an entrampados con las estructuras del estado (socialista) local; a trav es de comprometer a sus representantes crearon espacios que abarcan al estado y la sociedad, en los cuales los intercambios rec procos imbuyen sus relaciones con un nuevo car acter (Flower y Leonard, 1996). En este sentido, estas instituciones locales restauradas son modernas en contenido pese a ser tradicionales en su forma: se les adhirieron nuevos signicados y sirven a nuevos nes que responden al particular r egimen de ciudadan a de la China post-Reforma. Pero por qu e esta forma tradicional ? Para Burawoy y Verdery, las aparentes continuidades signican solo que la acci on emplea s mbolos y palabras que no son creadas de novo sino desarrolladas usando formas ya conocidas, a un si es con nuevos sentidos y en pos de nuevos nes (1999:2). Sostendr e que hay una raz on a un m as fuerte para estas continuidades en tiempos de cambio r apido: en contextos altamente competitivos, los patrones de interacci on de larga permanencia proveen una conguraci on social con un nivel de poder y control que carecen las nuevas formas de interacci on o asociaci on, as como con una chance mejor para apoderarse de posiciones estrat egicas y recursos. Lo que en tales formulaciones com unmente se reconoce como redes de viejos muchachos (old boys networks) ha sido sociol ogicamente demostrada en el estudio de Elias sobre el poder, inclusi on y exclusi on en un vecindario ingl es, al que el llama Winston Parva (Elias y Scotson, 1965). En Winston Parva, Elias encontr o dos grupos claramente demarcados con obvias diferencias de status: los Establecidos y los Forasteros. Pocas diferencias (en t erminos de ocupaci on, educaci on, o cualesquiera que sean los indicadores usualmente utilizados por los soci ologos para la determinaci on del status) exist an entre estos grupos La diferencia principal entre ellos era el poder, o, m as espec camente, el poder implicado en la historia del asentamiento. Los Establecidos ten an un mayor per odo de interacci on en el cual hab an desarrollado una fuerte cohesi on social y un sentido de superioridad lo que les permiti o apoderarse de las posiciones
estrat egicas en asociaciones locales y monopolizar la producci on de conocimiento. Su poder sobre los Forasteros, es decir, los reci en llegados, se basaba exactamente en estos factores: mecanismos de control interno que permit an un alto grado de cohesi on y diferenciaci on internas, un habitus compartido y una identidad colectiva. Esto tambi en les dio al grupo de los Establecidos un carisma grupal mientras que los Forasteros sufrieron de un estigma grupal, que reforzaba los diferenciales de poder existentes. Esto torna plausible por qu e emergen formas de organizaci on construidas sobre patrones de interacci on establecidos y c odigos normativos enraizados, en ambientes altamente competitivos donde las reglas del (nuevo) juego no son claras a un: porque aquellos ejercen un alto grado de control sobre sus miembros y su ambiente, y por lo tanto pueden movilizar m as recursos que sus competidores. A este respecto se vincula la importancia persistente del parentesco, y las solidaridades locales juegan un factor importante durante todo el per odo colectivo en las restauraciones recientes . Mientras que la estructura del sistema comunitario preserva en s mismo la circunscripci on de las comunidades campesinas, los parroquialismos locales y la estructura de los grupos agnaticios co-residentes (Shue, 1998; Potter y Potter, 1990), la naturaleza clientelar de la pol tica y el hecho de que a la larga poco fue obtenido de las lealtades socialistas, garantiz o que el parentesco, la anidad y otros v nculos afectivos contin uen estructurando tanto alianzas como la distribuci on del poder y el status entre familias locales. En suma, probablemente a causa de la naturaleza tan revolucionaria (es decir coactiva e impuesta de arriba hacia abajo) de su implementaci on, el sistema comunitario nunca logr o reemplazar al parentesco y las solidaridades comunitarias con una nueva econom a moral socialista, sino que se fusion o con el nuevo colectivismo e igualitarismo en el funcionamiento de la econom a planicada por el Estado. Las nuevas instituciones rurales funcionaron porque construyeron y adaptaron viejas formas de asociaci on, mutualismo en el contexto rural (Ruf, 1998). Inclusive las reformas rurales en China no fueron simplemente una vuelta al pasado (res-
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pectivamente a la normalidad) luego de 40 a nos de socialismo sino que constituyeron otra revoluci on en una sociedad que dio por supuesta la presencia del Estado socialista, ciertos principios colectivistas y de desarrollo liderado por el Estado. En la medida en que la competencia por los recursos se volvi o competencia econ omica, las instituciones locales restauradas remplazaron a los grupos y brigadas de producci on como conguraciones sociales de poder que orquestaban las relaciones sociales en el campo, abarcando y comprometiendo a los cuadros locales. En lo tocante al Estado, la restauraci on de los linajes luego del desmantelamiento de los equipos de producci on puede ser entendido como un proceso de inversi on. A trav es de integrar a los representantes del Estado en los linajes y por lo tanto en su econom a moral, estas instituciones realzaron la responsabilidad y la conanza en las relaciones Estado-sociedad. Las unidades del Estado ya no constituir an el marco que contiene y moldea el parentesco y las lealtades comunitarias como lo era durante el per odo de Mao, sino, que el parentesco y las instituciones comunitarias restauradas han pasado a organizar el Estado local.
Conclusi on
Llevar a Elias a China ha sido un ejercicio de comparaci on y comparabilidad. Traslad o una de las grandes teor as de la sociedad y el cambio social, la teor a de Norbert Elias del proceso civilizatorio, que el desarroll o sobre las bases de cambios hist oricos de largo tiempo acontecidos en Europa, a un contexto cultural, social e hist orico completamente diferente: las realidades micropol ticas de la China rural contempor anea. Al usar a Elias para rever restauraciones aparentemente parad ojicas en una de las a reas rurales m as desarrolladas de China, he tratado de subrayar la importancia de las nociones de Elias de conguraciones sociales de poder y proceso civilizatorio para una antropolog a pol tica del surgimiento institucional. He mostrado c omo esta teor a de los cambiantes balances de poder en tanto que habilitadores y limitadores de fuerzas, nos permiten enten-
der c omo las instituciones locales emergen espont aneamente fuera de las interdependencias y las tensiones competitivas, c omo est an relacionadas con el Estado y el mercado al tiempo que constituyen una parte de la sociedad civil, c omo son el producto tanto del pasado como del presente, y c omo combinan la competencia por el poder y el prestigio y las desigualdades sociales con la producci on de una comunidad moral. En parte, esto se debe a que el enfoque de Elias no usa dicotom as tales como Estado y sociedad, sociedad e individuo o lo moderno y lo tradicional. Al contrario, todos ellos est an implicados con las cambiantes conguraciones sociales de poder que moldean la naturaleza de los individuos, de la sociedad y su relaci on con el Estado, de las estrategias auto-interesadas y las moralidades colectivas. En el enfoque procesual de Elias, la sociedad est a siempre en proceso de construcci on y el cambio, aunque tan solo sea en incrementos, es el estado de la sociedad. Mi caso emp rico, el sudeste rural de China, se prest o en si mismo f acilmente para reinventar a Elias en un contexto cultural, hist orico y pol tico diferente. Primeramente, esto se debe a que las particularidades chinas que hacen preguntarse a los estudiosos de China respecto de la utilidad de modelos occidentales de sociedad y desarrollo -tales como la p erdida de una distinci on clara entre estado y sociedad o la importancia de las redes y la construcci on relacional de la persona- son f acilmente integradas en la teor a de Elias, que pone atenci on a las interdependencias y sus consecuencias no planeadas, antes que a las acciones intencionales e individuos aut onomos, como fuerzas relevantes en el cambio social. En segundo lugar, China ha sido un caso interesante para reinventar e Elias dadas algunas de las complejidades y paradojas aparentes de su transformaci on, las cuales tambi en la distinguen de otros Estados postsocialistas. En China, no hubo un cambio de Estado como en la mayor a de los pa ses de la antigua Uni on Sovi etica y de Europa. Al menos en la regi on que concierne a este art culo, no hubo un desastre econ omico, no hubo fracaso de mercado ni un retorno a la econom a de subsistencia. No obstante, aqu tambi en encontramos restauraciones de instituciones lo-
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cales aparentemente tradicionales, en las que, adem as, el Estado y el mercado, esto es cuadros y empresarios, suelen ser agentes activos. En China, no hubo entonces una oposici on de suma-cero entre el Estado y la restauraci on local, auto inter es y moralidades colectivas, desigualdades y t tulos colectivos, expansi on de mercado y solidaridades tradicionales, tal como pareci o haber en otros pa ses. La teor a de Elias nos permite ver c omo estas paradojas dentro de una instituci on pueden ser resueltas a trav es de enfatizar la relaci on entre competencia y orden social, y entre poder y constre nimientos en el comportamiento humano. Nos permite ver diferencias en la habilidad del Estado para limitar arbitrariedades y orquestar la competencia, crear responsabilidad y conanza, una cualidad de las relaciones sociales que tambi en apuntala a los mercados. Por otra parte, su enfasis en las consecuencias no intencionales de la acci on intencional, y sobre el poder como una fuerza an onima que reside en las interdependencias sociales, nos ayuda a entender c omo esas instituciones pueden integrar actores que son, desde su posici on socioecon omica, adversarios antes que aliados. Tambi en nos permite una nueva comprensi on de c omo estas restauraciones pueden ser resultado de contextos que son tanto pasados como presentes, y de c omo ellas pueden al mismo tiempo ser tradicionales y contempor aneas. Estas restauraciones son contempor aneas en el sentido de que responden a un Estado que es claramente diferente del per odo pre-revolucionario, y son tradicionales en el sentido de que la tradici on, en tanto que patrones establecidos de interacci on y c odigos normativos compartidos, realza el poder y la habilidad de ejercer control en un ambiente de cambio social r apido. Ellas son el resultado de los contextos presentes en tanto surgen de la nueva tensi on entre el Estado, la econom a transnacional y la localidad. A su vez, son el resultado de contextos pasados en tanto que la conguraci on social de la era de Mao, que manten a vinculadas comunidad y parentesco mientras que al mismo tiempo establec a rmemente al Estado socialista
en los pueblos, provee de condiciones estructurales no intencionales para las restauraciones contempor aneas. El llamar a estas restauraciones de instituciones locales en la China contempor anea un proceso civilizatorio podr a parecer forzado y muy alejado del proceso original de construcci on del Estado y del control de afectos que Elias ten a en mente. Tal como he indicado en la introducci on, tan solo el uso del t ermino civilizatorio es capaz de producir escozor a la mayor a de los antrop ologos. Pero, como he tratado de mostrar en este art culo, la teor a de Elias puede ser utilizada en diferentes niveles de abstracci on. En la que tal vez sea su forma m as abstracta, simplemente describe un proceso de emergencia institucional con cambios en habitus que acompa nan y aumentan la predictibilidad y responsabilidad del comportamiento humano, el cual no es el resultado de intenciones individuales ni funcionales en t erminos del funcionalismo cl asico sino el resultado de interdependencias y balances de poder cambiantes. Dado que Elias no basa su teor a del proceso civilizatorio en ciertos sistemas de valores o en el liberalismo individual, permite la realizaci on de comparaciones entre sociedades manteniendo la sensibilidad a a historias particulares y a formas de dar sentido al mundo. Por otra parte, el radicalismo sociol ogico de Elias y su perspectiva externa y separada de los procesos sociales, pueden hacer sentirse inc omodos a los antrop ologos, interesados generalmente en comprender los puntos de vista locales de la gente. Sin embargo, la teor a de Elias no vuelve imposible esta tarea, simplemente insiste en que la direcci on del cambio social en s misma no puede ser explicada por intenciones o valores dadas las interdependencias en que los humanos act uan y que ellos no pueden controlar. Los linajes revivieron (en su forma moderna) porque fueron las formas m as poderosas, exibles e ingeniosas de organizaci on en el Fujian contempor aneo, y la raz on de esto yace en el pasado y en el presente de esta regi on.
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Comentarios de libros
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ci on de un edicio), pero tambi en en tanto locales (argentinos, porte nos, bonaerenses) o inmigrantes (bolivianos, paraguayos, del interior). Es decir, se trata de un espacio de trabajo (usualmente denido por la econom a o la sociolog a laboral como informal), en el que se encuentran actores que adscriben a diferentes categor as etnico-nacionales, que han conuido all atra dos por una oferta laboral que puede presentarse como un oasis en el desierto de un deprimido mercado de trabajo. Dadas estas condiciones, Vargas deb a o pod a tener ya una respuesta interpretativa antes de comenzar: seguramente, este deb a ser un a mbito en el que se pod a observar y constatar el ejercicio del prejuicio etnico de los locales poderosos (due nos y profesionales) respecto a quienes buscan con ansias entrar a trabajar en la obra, migrantes de pa ses lim trofes especialmente. Estos participar an en los puestos m as bajos de la escala (aquellos que los locales no quieren desempe nar), lo que se explicar a por obra y gracia de la discriminaci on etnica (contra el paragua, el bolita),
que expresar a/reforzar a/legitimar a en otra dimensi on la estructura desigual del sistema de clases. Sin embargo, habr a que empezar aclarando que este libro no viene a desmentir esto; lo que hace, a diferencia de otra producci on m as frecuente en las ciencias sociales dom esticas, es no concluir con aquello que constituye su punto de partida. Lo que el libro ha elegido mostrarnos es un aspecto en el que pocas veces, sino casi nunca, solemos reparar: que las identidades etnicas habitualmente estigmatizadas, en este caso expresadas a trav es de un sistema clasicatorio nacional, no se construyen s olo en un interjuego de diferencias que s olo pueden acarrear ventajas para algunos, y pesares para otros. Aunque en parte esto pueda ser as , Vargas se encarga de mostrarnos que la invocaci on o imputaci on de estas categorizaciones tambi en son recursos para obtener benecios en este a mbito laboral. A diferencia de una gran parte de los estudios sociol ogicos (y tambi en antropol ogicos) locales, que han procurado incesantemente mostrar c omo la discriminaci on posterga el acceso al mercado laboral de estos migrantes,
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o los condena a elegir los ocios no deseados, el libro nos muestra c omo en ciertos contextos determinadas formas de exhibir la adscripci on etnica se convierten en llave de acceso a las puertas del trabajo. Vargas ha podido arribar a esta conclusi on gracias a la realizaci on, en tanto mujer, de un trabajo de campo etnogr aco en un mundo masculino como pocos. A lo largo de los cinco cap tulos, las profusas descripciones que ilustran su argumento exhiben situaciones (en la que a menudo ella se representa como una actriz de la escena) que no se derivan s olo del discurso verbalizado proporcionado por las entrevistas en profundidad, sino de su participaci on cotidiana en las actividades de la obra, probada tanto por sus minuciosas observaciones del espacio (oscuro, h umedo, en el que hay que aprender a desplazarse, en el que el aire se vuelve irrespirable) o de las actividades orientadas a la construcci on del edicio, as como de las interacciones con los trabajadores, y de estos u ltimos entre si. Pero a esta base etnogr aca Vargas le sum o una herramienta anal tica important sima: el an alisis de red. Vargas sigui o de un modo directo a Larissa Lomnitz en C omo sobreviven los marginados, y a trav es de ella al antrop ologo brit anico James Clyde Mitchell (que, como miembro de la Escuela de Manchester, vaya casualidad, estudi o a los trabajadores migrantes de establecimientos mineros en Zambia) y otros como John Barnes, Elizabeth Bott y Adrian Mayer. Todo ellos estaban decididos a emprender investigaciones en contextos urbanos, partien-
do de la base que los enfoques anal ticos deb an complejizarse, por lo que produjeron un enfoque (que adopt o varias formas o modelos) en el que priorizaban el estudio de las conexiones diversas (y sus implicancias) entre actores y organizaciones. Guiada por esta perspectiva, Vargas nos muestra c omo la adscripci on nacional organiza la integraci on entre paisanos que comparten un mismo ocio, y c omo la misma se convierte en el medio a trav es del cual uno puede ser admitido o rechazado en un grupo de trabajo. El libro enarbola as una notable cr tica a la universalizaci on de los modelos basados en el principio del c alculo costo/benecio, aplicados sin m as para entender los modos en que un trabajador logra acceder a un puesto de trabajo en ciertos contextos; y, por consiguiente, pone en gurillas la pretensi on de ciertas pol ticas regularizadoras o blanqueadoras del mercado de trabajo. Por el contrario, nos muestra c omo los contratistas de las obras priorizan las relaciones personalizadas a la hora de convocar o elegir a los trabajadores. De poco servir a pasar las pruebas de la eciencia, o demostrar conocimiento de un ocio si no se arriba recomendado, si no se es amigo (o amigo de un amigo), pariente o vecino. La participaci on en esas redes y grupos garantizan la conanza en el postulante, en la medida que pueden predecir (o dar por descontada) su eciencia, algo que los c alculos de presupuestos, los antecedentes laborales y la misma entrevista de admisi on no pueden satisfacer. A la vez, resulta potencialmente conable (y puede acceder al empleo) quien
demuestre su pertenencia a una red grupal, por lo que quienes se presenten solos tendr an pocas expectativas de exito. A un m as: estos aspectos conformadores de la red se convierten en mecanismos de control de los trabajadores que participan en un grupo de trabajo (de alba niles, por ejemplo), en la medida que eliminar an, desde la perspectiva de los contratistas, por caso, las posibles circunstancias no previstas en la forma de reclutamiento v a la adscripci on etniconacional. Por otro lado, aquellas adscripciones que a priori pueden parecer ventajosas, pueden transformarse en problem aticas y poco conables en este contexto. As , alguien puede decir que tiene mala experiencia con los argentinos, o que a los nacidos ac a no les gusta trabajar, por lo que un aspirante que sea visto (o se presente como) argentino, puede, bajo ciertas circunstancias, tener pocas probabilidades de acceder a grupos de trabajo controlados y conformados por quienes se adscriben como bolivianos o paraguayos. Son estos descubrimientos, posibilitados por el trabajo de campo etnogr aco y el an alisis microsociol ogico, los que convertir an a Bolivianos, paraguayos y argentinos en la obra en una obra de referencia obligada para quienes quieran estudiar el mundo del trabajo y su relaci on con las adscripciones etnico-nacionales en la Argentina. El volumen consta de cinco cap tulos. En el primero, Vargas presenta el problema de investigaci on y desarrolla algunas de las discusiones y aportes de la antropolog a y las ciencias sociales en torno al trabajo, las migracio-
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nes (centrada fundamentalmente en autores latinoamericanos) y la etnicidad. El cap tulo II (El trabajo en la obra) describe el proceso de trabajo en la industria de la construcci on de inmuebles desde la perspectiva de la empresa y de los distintos grupos de trabajadores. Aqu , la escena est a centrada en la obra como espacio social, y a partir de ella Vargas describe las etapas y tareas ejecutadas, y muestra los diferentes sentidos que asumen las mismas desde el punto de vista de la empresa y de los trabajadores. Tambi en, Vargas ofrece aqu un fresco de las especializaciones t ecnicas de los trabajadores, de la organizaci on del trabajo, y del modo en que el mismo coadyuva a una visi on segmentada del tiempo del proceso de trabajo por parte de los trabajadores. En el cap tulo III (La empresa, los contratistas y los muchachos), analiza las relaciones entre comitentes, contratistas y empleados. As , describe los modos de ingreso a la obra, las formas de aprendizaje y transmisi on pr actica de los diferentes ocios, y los mecanismos de ascenso dentro de la jerarqu a laboral. Tambi en introduce aqu el modo en que las formas de adscripci on nacional participan en la organizaci on del
proceso de trabajo; aunque no existe una correspondencia entre ocios espec cos y adscripciones nacionales, concurren presupuestos en torno a c omo determinadas adscripciones nacionales implican particulares y mejores competencias laborales. En el cap tulo IV (Bolitas, paraguas y criollos) se analiza la importancia de las formas de adscripci on nacional para obtener una recomendaci on personal que le permita a alguien llegar a integrar uno de los grupos de trabajo en los que se organizan las tareas laborales. As , es posible observar c omo categor as identitarias tales como argentino, boliviano o paraguayo se actualizan en la obra, recibiendo seg un el los actores interactuantes y la situaci on espec ca sentidos peculiares, negativos y/o positivos, que se transforman en precondiciones de conabilidad personal y laboral. Finalmente, el cap tulo V (Tranquilidad y quilombos en la obra) se analizan los modos diversos que asumen los v nculos laborales entre la empresa y los trabajadores, y estos u ltimos entre si. Vargas nos muestra cu an crucial resulta el mantenimiento de la tranquilidad laboral, es decir, la ausencia de conictividad produci-
da por cuestionamientos al orden establecido, y c omo las adscripciones nacionales contribuyen a la misma. El cap tulo es un buen ejemplo de c omo las relaciones laborales no pueden ser reducidas a modelos formales, sino que demandan la comprensi on de los aspectos concretos, situacionales, culturales, que los atraviesan y constituyen. Por u ltimo, aunque no menos importante, quiero destacar c omo Vargas, adem as, nos abre en su introducci on, en p arrafos de un profundo sentimiento, una ventana biogr aca a trav es de la cual es posible entender el por qu e de su inter es por la migraci on, la adscripci on etniconacional y el trabajo. Ella nos cuenta con valent a y sencillez qu e implicaba ser hija de chilenos viviendo en Comodoro Rivadavia, c omo hab a sentido en carne propia las implicancias negativas de dicha adscripci on. Pero, tambi en, de c omo hab a podido constatar el papel mutable, contextual, de las categor as al migrar a Buenos Aires, y ver a su vez c omo el lugar que los chilenos ten an en el sur pasaba a ser ocupado por los bolivianos, los paraguayos y los peruanos.
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virtud de este libro: mapear las sutilezas para mostrar un mundo complejo, el universo de las Caritas argentinas instituci on que forma parte de la iglesia cat olica argentina desde 1947 solamente simple en apariencias. En nuestro pa s Caritas est a a cargo de veinticinco mil personas, la mayor a de ellas mujeres y laicas, denominadas voluntarias. Las mismas son coordinadas por sacerdotes. Estas mujeres ofrecen tiempo y trabajo en forma gratuita y esto es llamado por la comunidad cat olica servicio. El servicio consiste en la distribuci on de alimentos, ropas y dem as art culos de primera necesidad recibidos a trav es de varias v as (aportes privados como las donaciones y lo recaudado en colectas y aportes provenientes de ambitos p ublicos como los planes estatales) y distribuidos a aquellas personas que despu es de un minucioso an alisis realizado por las voluntarias son considerados necesitados. A partir de esto Zapata nos muestra c omo elementos que han sido clasicados como propios del mundo de lo femenino y lo privado no solo se adentran en un espacio de poder pol tico y econ omico sino que a trav es de ellos esta realidad
se congura de una forma particular. Vali endose de la descripci on de categor as nativas como las chicas, la cocina, la visita veremos c omo se establecen jerarqu as, espacios de poder econ omico, pol tico y religioso. El uso que ellas hacen de esto les permite acceder al a mbito pol tico y econ omico de la iglesia cat olica y a los benecios sociales del estado que llegan a Caritas en forma de planes sociales de asistencia. Para dar cuenta de la complejidad de su objeto Zapata recurre a una descripci on minuciosa de categor as nativas. Chicas, voluntarias y directora comparten un espacio a simple vista sin distinciones pero ser a el trabajo etnogr aco el que nos muestre c omo en el cotidiano se performan las diferencias. Como en una especie de estrategia de presentaci on la autora comienza describiendo un grupo de mujeres aparentemente homog eneo que reparte bienes a otro grupo tambi en homog eneo, atravesados por la oposici on categ orica entre inter es y desinter es. Para luego avanzar poco a poco en los vericuetos de los intercambios. A partir de la descripci on etnogr aca, voluntarias, bienes y
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beneciados se nos mostraran en toda su complejidad. Descubre y describe una forma de ser mujer y de ejercer poder a trav es del uso de elementos que tradicionalmente pertenecer an al a mbito femenino, dom estico y privado. A esto le agrega la caridad y el servicio en oposici on al inter es personalista o partidario. Estos valores para que sean vistos como socialmente positivos deben ser sostenidos por los actores sociales continuamente a trav es de sus pr acticas. Las voluntarias est an en permanente demostraci on de su genuino desinter es bordeando la barrera que divide al inter es del servicio, barrera que es estrat egicamente delimitada. Las diferencias entre los actores son sutiles pero tajantes. Sutiles por la insistencia en no marcar las diferencias y mostrar a chicas y voluntarias como iguales. Y tajantes porque es precisamente la distinci on, a partir de la posesi on diferencial de determinado capital simb olico, la que posibilita la distribuci on de bienes. Esta relaci on entre el dar y el recibir encuentra su signicaci on en la virtud teologal de la caridad y no solo est a rmemente sostenida por las creencias de aquellos que la practican dentro del voluntariado, sino que adem as es puesta a prueba continuamente a trav es de un c odigo etico compartido, del cual la descripci on de las pr acticas da cuenta de manera clara y minuciosa. Con estos elementos la autora logra ingresar a este campo, recorrerlo y salir para etnograarlo: Zapata ingresa al mundo nativo, da voz a los diferentes actores y establece un sentido anal tico cr tico que lejos de deslegitimar al propio objeto lo-
gra abrir nuevos canales de interrogaci on e instalar continuamente el debate. Esto debe ser valorado si tenemos en cuenta que se inscribe acad emicamente en un contexto donde objetos de investigaci on pertenecientes o vinculados a la esfera de grupos dominantes (iglesia, ej ercito, partidos pol ticos) son ignorados o solamente reconocidos desde una cr tica muchas veces signada por presupuestos que invalidan la comprensi on. En el cap tulo uno a trav es de la clasicaci on de las actoras Zapata muestra un complejo campo social en el que el prestigio y el poder mantienen un delicado equilibrio que se obtiene a trav es de la capacidad para recepcionar, manejar y distribuir bienes gratuitamente. Esta capacidad, reconocida y valorada por el grupo y puesta a prueba continuamente, implica ciertos capitales que se utilizan para sostener el equilibrio entre humildad y negaci on del ejercicio del poder. As nos muestra la creaci on de jerarqu as a partir de la presunci on de igualdad: esto supone una habilidad especial para equilibrar la demostraci on de los capitales que se posee para desempe nar un rol y la minimizaci on de ellos para lograr sostenerlos en el tiempo. En este grupo de iguales chicas, voluntarias y directora desempe nan continuamente los roles esperados. A partir de mostrar estas diferencias Zapata sigue avanzando en la descripci on de las voluntarias. Este punto es el que da sustento al cap tulo dos La creaci on de una virtud llamada voluntaria donde se describe el protocolo y el cuidado de las formas, las maneras y los discursos.
La puesta en juego de los capitales simb olicos y de la circulaci on de bienes da el marco adecuado a esta gura social, la actitud ante los bienes circulantes tambi en intervienen como elemento diferenciador. En el cap tulo tres Visitar y producir familias la autora logra develar c omo algo que pertenecer a a la intimidad, lo privado y lo particular como es la cocina y la heladera de un grupo conviviente, se transforma en un espacio de resignicaci on de poderes, valores y categor as. Al mostrar la circulaci on de alimentos, enseres y ropa pone en escena como estos bienes demarcan nuevos espacios de poder. La construcci on de la categor a familia beneciaria en oposici on a las llamadas por las actoras familias bien nos aporta el resto de la informaci on que sustenta este libro. En el cap tulo cuatro De casa en casa: la visita, muestra las formas adecuadas que deben performarse para ser un futuro beneciario. En este cap tulo la desconanza de las voluntarias (actitud ante el posible beneciario) y la gentileza (manera adecuada para acceso a los benecios) de los necesitados son conceptos a partir de los cuales se regula el encuentro que denir a el acceso al benecio. La visita se transforma as en el escenario imprescindible para denir a un mas los espacios ocupados por todos los actores, quienes se enfrentan en el campo y despliegan sus roles. Rescato particularmente en este libro la capacidad de la autora de describir con cuidadosa cautela, casi de puntillas, podr a decirse que con el mismo cuidado con que sus informantes tratan la circulaci on de bienes tan apete-
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cibles. En el relato, ambig uedad y ambivalencia, son palabras que est an presentes en todo momento. Como se sostienen? A trav es de las maneras correctas de pedir de dar, de conducirse. Los actores sociales tienen muy claro esto que al lector en un principio se le presenta como llano y simple (el uso de las maneras que marcan una posici on). El uso correcto es lo que le da orden a este campo social: de las palabras, de los bienes, de los espacios; hay una manera adecuada de pedir que se corresponde con una manera adecuada de dar.
Este libro nos acerca a un mundo femenino mostrado en toda su complejidad, donde la intimidad es develada continuamente para mostrar un mundo rico, atravesado por la pol tica y la iglesia, que desaf a la oposici on entre lo p ublico y lo privado; en el contexto descripto por la autora estas categor as est an muy lejos de pertenecer a ambitos diferentes, se entremezclan y son el sost en con el que legitiman sus pr acticas los agentes. Logra mostrar el rev es de la trama y unir mundos que aparentemente estar an separados uno del otro.
As , prestando atenci on a virtudes tradicionalmente asignadas a las mujeres (la gratuidad del trabajo, el servicio como vocaci on, el cuidado en el uso de las palabras y las maneras) Zapata capta esencialmente c omo las voluntarias construyen espacios de poder dentro de estas instituciones en ese cuidadoso conducirse y lo transforma en una etnograf a de las pr acticas cotidianas, los conictos, ambig uedades y particularidades de una de las instituciones religiosas de caridad m as importante de la Argentina.
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en una postura, que si bien no es puro interaccionismo simb olico, tampoco sumerge la acci on social en el constre nimiento absoluto de las estructuras sociales. S vori deja planteada la invitaci on y nos da pie para desenvolver la vasta discusi on sobre la creatividad de la acci on social. Asume, adem as, una decidida postura antiesencialista, no muy com un en los estudios acad emicos gay-l esbicos de Am erica Latina, a partir de una hermeneia que rescata los sentidos atribuidos por los actores en cuesti on a sus propias acciones y, sobretodo, la consideraci on de la no existencia de realidades previas a la constituci on discursiva de los agentes. No hay sustancia previa a la sociabilidad, arma S vori, en este sentido. Justamente este verdadero puzzle de categor as identitarias: los chongos que se consideran no homosexuales, el gay con su neutralidad ciudadana, la loca en tanto homosexual marcada y el puto no asimilado a la normatividad sexual nos hablan de autodesignaciones circunstanciales y contrapunt sticas que precisamente no denen nada en t erminos on-
tol ogicos. De esto se desprende que las identidades tampoco son lugares de llegada, sino identicaciones pasaporte que, m as que ser utilizadas gofmanianamente como selves escondidos bajo la manga, nos hablan de sociabilidad como proceso, siempre en acto. En denitiva, un juego de par afrasis y polisemia, que a la vez que sutura sentidos sobre el propio ser, en la actualizaci on de las pr acticas permanentemente los rebalsa. Por eso, el autor asume que su inter es antropol ogico: no es producir una clasicaci on plausible de sujetos, sino dar cuenta de una producci on cultural original y de la producci on social de fronteras entre, y, a trav es de las cuales son trazadas las trayectorias subjetivas de las personas en sus identicaciones, desplazamientos, encuentros y desencuentros cotidianos (S vori, 2005:24-5). Otra de las cuestiones que aborda es la discusi on sobre homoerotismo y homosociabilidad como una categor a superadora
CONICET. Investigador invitado del Grupo de Estudios sobre Sexualidades (GES) del Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA). Facultad de Humanidades - Universidad Nacional de Catamarca. gari38@yahoo.com.ar
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de lo estrictamente sexual, que, creo es algo muy poco discutido a un en Argentina y que es foco de no pocos debates en otros pa ses como el Brasil, en el campo de los estudios gay l esbicos. En este u ltimo pa s, en 1992, Jurandir Freire Costa introduce el concepto de homoerotismo recuperando el t ermino creado por Karsh-Haack en 1911 y utilizado por Sandor Ferenczi como cr tica al saber psicoanal tico de la epoca. Mediante ese t ermino, Freire Costa intenta por una parte, deslindarse de la palabra homosexualidad que connota no s olo perversi on, sino tambi en una idea de esencialidad universalista. El homosexual como especie (Foucault), como categor a etnica, no existe fuera de su formulaci on desde la interpelaci on cient co/literaria o de la reapropiaci on de los movimientos sociales de la modernidad. El homosexual no puede as ser visto como un sujeto previo a la espera de ser representado. Estas cciones fundacionalistas son acertadamente criticadas por Judith Butler: Quiz as, el sujeto, bien como la evocaci on de un antes temporal, sean constituidos por la ley como fundamento cticio de su propia reivindicaci on de legitimidad. La hip otesis prevaleciente de la integridad ontol ogica del sujeto frente a la ley puede ser vista como el vestigio contempor aneo de la hip otesis del estado natural, esa f abula fundante que es constitutiva de las estructuras jur dicas del liberalismo cl asico. La invocaci on performativa de un antes no hist orico se vuel-
g eneros sin una nalidad estrictamente er otica. Mi pregunta en este t opico, ser a si precisamente lo er otico y por eso la signicancia abarcadora del t ermino homoer otico no es un dato previo a la homosociabilidad en tanto esta s olo es plausible de entenon a la primera. Lo Por otra parte homoerotismo derse en relaci otico constituye un campermitir a conectar distintas rea- homoer as o menos exible de praclidades tanto culturales como po m hist oricas referentes a las pr ac- ticas/discursos que, como dijisticamente deticas er oticas entre individuos mos, contrapunt del mismo sexo biol ogico. Pro- nen posiciones de sujetos en conpongo, sin embargo, una uti- textos diferenciales pero que juslizaci on a un m as d uctil de la tamente se pueden agrupar como categor a homoerotismo. No me tales en virtud de la connotaon er otica homo. C omo enparece te oricamente f ertil ado- ci amos, si no, una sociabisarle dimensiones a modo ta- tender xon omico, como tampoco entrar lidad que, porque no preexiste en la pol emica en torno al si el como sustrato universal, dene otico en uso del prejo homo ser a ex- precisamente lo homoer acticas? Con esto quiero clusivamente masculino en el ca- sus pr so de que us aramos el sustanti- decir, como aporte a esta valioon que S vori de ahora vo latino homo (hombre) o en sa discusi as nos abre, que el concepto griego, homo (lo mismo) u ho- en m a necesamoi (semejante). Precisamente de homosociabilidad est cito en el de homoes fruct fero utilizarlo como pa- riamente impl limpsesto, con cierto viso de or- erotismo. Las tensiones que, seg un S vori, ganon, en el sentido derrideano, ublico y con la riqueza de sus m ultiples se dan entre espacio p ticas de identicapas sem anticas operando al privado y las pol dad y reconocimiento, destacanmismo tiempo (Figari, 2006). acter ntimo y no publiS vori introduce tambi en el do el car a en la epoca el concepto de homosociabilidad, citado que ten intentando capturar aquellas pr ac- asumirse, me parece otros de ticas que escapar an a lo estricta- los puntos altos de este libro. Esstica claramente lomente er otico y deni endolo en ta caracter relaci on a aquello que lo excede. cal, contrasta con cierto etnocenEs decir, toda una serie de ex- trismo de Stephen Brown, citado vori, en donde queda mapresiones culturarles asociadas al por S universo gay, que, si bien en niesto un claro sesgo universageneral implican un comentario lizante en el proceso de pasaje acerca de la distribuci on de pa- de una identidad sentada en el enero a una basada en el que peles de g enero en la sociedad, g ogico. Pano lo hacen apelando al registro este llama sexo biol de lo er otico (S vori, 2005:21). ra Brown (1999), mientras que en a promeEl ejemplo que elije es el tra- New York esto ocurrir nos 30, en argentivestismo o el transformismo, que diando los a utiliza elementos maniestos de na (Buenos Aires digamos de pave la premisa b asica para garantizar una ontolog a presocial de personas que consienten libremente en ser gobernadas, constituyendo as la legitimidad del contrato social (Butler, 2003 : 19-20).
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so) habr a acontecido reci en en los 90. Una clara visi on evolutiva y rostowniana sobre una especie de identidad global, a la que todos estar amos casi condenados. En este sentido la idea de la legitimidad del proceso de asumirse e identicarse no pasa, seg un S vori, por una pol tica de la identidad, al estilo americano, sino por la construcci on de una particular identidad discreta. Las formas de identicaci on se gestaban en lo p ublico/privado que constitu an los a mbitos de encuentro: el denominado ambiente gay que comenzaba a formarse a partir de la vuelta a la democracia en la Argentina, diferente del ambiente a secas referido a las redes de entendidos de tiempos anteriores. El papel del espacio en las interacciones sociales cumple un rol decisivo en relaci on a la constituci on de una identidad sea individual y/o colectiva. Este espacio est a constituido principalmente por lugares p ublicos que los gays privatizan en su utilizaci on espec ca y con lugares privados donde es posible reconocerse y constituirse como otros iguales. Lo esencial en este caso, no es tanto el lugar en s mismo, ni su mayor o menor dispersi on, sino la representaci on y reapropiaci on del colectivo sobre un mismo espacio en una situaci on de copresencia con otros segmentos sociales. Esto signica sostener que el espacio en s tambi en responde a una l ogica de la fragmentaci on, pero superpuesta. Es decir, espacio fragmentado no signica s olo un mismo espacio ocupado por segmentos sociales diferentes, sino que en un mismo espacio geogr aco varios segmentos sociales pueden realizar tra-
yectorias sedimentadas o rutinas que lo reican para ese segmento y que, aunque est en en copresencia f sica, el mismo espacio para cada segmento tiene un signicado diferente. No s olo puede haber una divisi on del espacio seg un franjas horarias, sino que en un mismo espacio-tiempo pueden coexistir varios espacios conjuntamente, de acuerdo con la reapropiaci on que del mismo realice cada segmento. Este fen omeno es com un en la conformaci on del gueto gay que, as como tiene sus espacios visibles (a un cuando se encuentren m as o menos camuados), tiene tambi en sus espacios invisibles, o mejor dicho s olo visibles para los miembros del mismo, a un cuando est en situados en lugares p ublicos y de gran circulaci on de otros segmentos. Podemos citar, a manera de ejemplo, el papel que juegan determinadas calles, paseos y ba nos p ublicos que S vori denomina lugares de yiro en las trayectorias de los sujetos gays, que pueden ser absolutamente diferentes al uso que le dan los otros sujetos. La inconmensurabilidad espacial es precisamente lo que garantiza la existencia de estos espacios m ultiples en un contexto de exclusi on. Por otra parte, esta regionalizaci on produce un cercamiento que posibilita mantener relaciones diferenciadas entre regiones anteriores y posteriores que los actores emplean para organizar la contextualidad de una acci on y el mantenimiento de una seguridad ontol ogica. Ambas regiones no implicar an una divisi on del propio-ser entre encubrimiento y revelaci on sino que operar an como un plexo complicado de
relaciones posibles entre sentido, normas y poder (Giddens, 1995:158). Sin embargo, en el caso de las identidades de los gays de la epoca, la disociaci on de las regiones anteriores y posteriores es muy marcada. La sanci on social de la identidad y la posibilidad que la misma da de invisibilizarse en cuanto la orientaci on sexual no se manieste abiertamente como una opci on p ublica permiten jugar con una m ascara y representar diversos papeles a la vez. Como ejemplica S vori, un individuo pod a actuar como chongo en el pub y luego pasar desapercibido como un gay m as en el boliche, para luego asumir una fachada heterosexual al regresar a su barrio y a su hogar (71). Esta regionalizaci on es lo que seg un S vori permite a los gays de la epoca visualizar un horizonte de comunidad. Pero claramente el autor percibe los l mites de tal planteo. La localizaci on, entendida en el sentido de Bourdieu, supone la posici on del sujeto dentro de un orden jer arquico cuya graduaci on estar a dada por la posesi on de los capitales (y su proporci on relativa dentro de ese orden). En las pr acticas producidas en boliches, bares, lugares de yiro y a trav es de c odigos de decencia y legalidad se pon an en pr actica recursos est eticos desde lo expresivo y eticos desde una moral, implementados ambos para normativizar una posible experiencia del ser gay. Y digo una posible experiencia del ser gay, porque el otro logro del trabajo de S vori es haber puesto de maniesto la precariedad de cualquier intento de constituci on identitaria o, m as bien, la doble dimensi on: por un la-
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do integradora como fuente de sedimentaci on y aprendizaje, y por otro, de recurrencia a diferentes posicionamientos de sujeto, de acuerdo con los contextos de circulaci on de las locas, chongos y gays de la epoca en Rosario. Las purezas en la constituci on de un ethos y una est etica, que variaba entre la masculinidad discreta y distinguida, la mariconer a medida y contextualizada, y la denostada mariconer a grosera, marcan asimismo la construcci on de identidades hegem onicas vinculadas a segmentos de p ublicos espec cos. Y si el horizonte de comunidad esta dado por los lugares de circulaci on, especialmente privados, como sostiene S vori, es claro que el determinante de la distinci on sea el consumo. Quedan as evidenciados los l mites de la comunidad sustentada en el consumo. La ciudadan a discreta, en denitiva, termina siendo la que necesita negociar con la polic a para subsistir. Es una discreci on negociada con la ley, que a su vez dene y asegura, en este juego, sus propias fronteras de exclusi on (no m as de cuatro travestis por noche en un local por ejemplo). Lo que sucede en la Argentina, con la instauraci on de una democracia de alg un modo limitada, sobretodo a partir de la legislaci on que de hecho opera v a c odigos contravencionales o de faltas, es tambi en una ciudadan a negociada, donde los sectores subalternos siguen pagando un alto costo (represi on y coima) por un tipo de identidad discreta que les permite subsistir en el cotidiano del anonimato. Baste pensar en las travestis que para
poder trabajar deben pagar peaje en cada esquina. Al igual que el derecho a constituirnos como comunitas en espacios, tambi en sometidos a la coima y a veces hasta la inseguridad extrema (recordemos Cromagnon). As , los derechos ciudadanos reconocidos en las instituciones jur dicas son sistem aticamente negados en la legislaci on contravencional, para ser nuevamente restituidos por la coima policial. En el an alisis sobre los discursos que se tejen en estos circuitos, S vori establece un campo que es el habla de las locas. Son ellas las que demarcan fronteras ling u sticas que atribuyen sentidos de pertenencia y exclusi on. El habla de las locas invierte el g enero feminiz andolo gramaticalmente en toda circunstancia, lo que se extiende tambi en a la universalidad de la posibilidad ontol ogica de la comunidad, en t erminos de roles sexuales. Es decir, su competencia ling u stica, adem as de denir quien est a autorizado para usar el c odigo y en que contextos de uso, extiende la condici on de pasividad a la totalidad de lo homosexual. No s olo desautoriza a aquella que se atreve a promulgarse como activa sino que concluye que incluso todo hombre es loca hasta que se demuestre lo contrario. Esta sugestiva interpretaci on que arriesga S vori es complementada, inmediatamente, con la denici on del chongo, como contrapartida de la loca. Qui en tiene la competencia ling u stica para denir un chongo? Acaso ellos No, de nuevo son las locas las que dirimen la cuesti on. Un chongo es aquel que no desea tener relaciones con homosexuales, de all su car acter
fantasm atico e imposible, puesto que las locas son las que tienen la autoridad ling u stica para determinar esa performance. Ellos no pueden siquiera enunciarla, de lo contrario perder an la condici on de chongo. S vori trabaja toda esta cuesti on con categor as de an alisis que suponen el uso perform atico del lenguaje que crea lo que enuncia, lo cual, por cierto, no es un posicionamiento distra do. Esto supone abandonar cualquier esencialidad previa en la consideraci on del objeto de estudio, cuesti on de la cual el autor parti o tambi en en su observaci on etnogr aca como premisa epistemol ogica y metodol ogica. Resulta sumamente auspicioso para los estudios gays l esbicos que Horacio S vori intente demostrar que no es necesaria la existencia de una comunidad previa que sostenga la pr actica ling u stica, ya que es precisamente esa pr actica la que crea sentido y hace lo real de la sociabilidad. Finalmente, por todo lo enunciado, por los desaf os que plantea y por los interrogantes que nos deja, celebro la publicaci on del libro de Horacio S vori. Adem as de ser una contribuci on innegable a su propio campo de estudio antropol ogico, es un aporte incuestionable a la teor a social latinoamericana, a partir de los t opicos te oricos que subyacen y nos cuestionan a lo largo de todo el trabajo. Para la Argentina, nalmente, es un trabajo liminar, que va a abrir discusiones pendientes, tanto en el campo acad emico como militante, lo que es a un m as auspicioso y revela tambi en la dimensi on pol tica y militante del autor y de su obra.
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Bibliograf a
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Otro criterio de agrupamiento permitir a separar los cap tulos entre aquellos que analizan experiencias de gesti on en las cuales formaron parte los propios autores (Bassoli y Carrasco; Font an e Isla), otro conjunto en el que la investigaci on forma parte de un proyecto acad emico (por ejemplo la elaboraci on de una tesis, como es el caso de Paula Colmegna o proyectos de investigaci on en los casos de Gaventa, Cornwall y Brock; Grillo) y un tercero donde los antrop ologos somos llamados a ocupar el lugar de consultor externo al proyecto en cuesti on (Archetti; Carpio; Hirsch). Todas sutiles diferencias de lugar que seguramente cuentan a la hora de estructurar una reexi on cient ca y etica de las pr acticas de intervenci on y que probablemente condicionan el extra namiento del investigador. Siendo las anteriores hip otesis que la obra rese nada contribuye a construir y que deber an analizarse a la luz de estas y otras experiencias de intervenci on. Alejandro Isla y Paula Colmegna eligieron preparar como Introducci on una revisi on de intenciones y propuestas te oricas para una antropolog a de las in-
tervenciones de desarrollo desde los programas de reconstrucci on de la Segunda postguerra Mundial (nes de la d ecada de 1940) hasta el presente en Inglaterra, Francia y Estados Unidos, con m nimas referencias a la producci on de representantes locales de la antropolog a aplicada. Con la categor a intervenciones de desarrollo, los autores buscan acotar los inn umeros signicados atribuidos al desarrollo y dejar de lado la necesidad de enrolarse en una corriente te orica de las ya consolidadas. As , engloban al amplio espectro de acciones que se dirigen, seg un objetivos expl citos, a mejorar la calidad de vida de poblaciones determinadas incluyendo como agentes de estas acciones al Estado, el sector privado y ONGs (:1) En este punto, y porque mi propia experiencia de campo al intentar aplicar la antropolog a ha sido signada por la presencia de la mano invisible del Banco Mundial, me pregunt e, por qu e en esta enumeraci on no est an incluidos los organismos multilaterales -BID, BM, OPS, OMS, PNUMA- y los fondos de cooperaci on internacional al desarrollo, que establecen el clima propicio (programa pol tico +
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pr estamo) para determinar medios, objetivos y modos de muchas intervenciones de desarrollo, generando visibilidad de temas y actores sociales que obligadamente se incorporan a las agendas p ublicas locales. Es necesario aclarar que no es que los organismos multilaterales y la Cooperaci on T ecnica Internacional est en ausentes por completo en el an alisis hecho en la Introducci on, sino que este tiende a privilegiar la reexi on sobre c omo el hacer antropolog a dentro de proyectos de intervenci on fue siendo considerado puertas adentro de la disciplina. As , Isla y Colmegna establecen tres momentos hist oricos -La Inspiraci on colonial y sus debates; Dilemas morales, demandas profesionales (1970-1985) y Detr as de nuevas alternativas (1985-presente)- en los que en las metr opolis y la periferia se van marcando inexiones de abordaje y cambios en el sentido de orientaci on de la antropolog a aplicada (Isla y Colmegna 2005 11-29). As , sostienen, los escritos compilados dan cuenta de distintos aspectos que el debate sobre la aplicaci on de la antropolog a tiene en las metr opolis en la actualidad y que hacen eco localmente. Isla y Colmegna consideran que los ejes que articulan la reexi on sobre la antropolog a aplicada en la etapa comprendida entre 1985 y la actualidad son: a. Considerar que la antropolog a de intervenci on es una forma de pr actica social (Ortner citado por Isla y Colmegna 2005:10) y por lo tanto un modo de antropolog a pol tica por lo que la
intervenci on del antrop ologo deben ser comprendida formando parte de un campo de fuerzas (Isla y Colmegna 2005:10, 25, 27 y 33) que no es modelado seg un la voluntad del antrop ologo. Y que, como ya se nalara Bartolom e, las recomendaciones hechas por el antrop ologo no son necesariamente las decisivas para el proyecto (Bartolom e 1982), ni su implementaci on tiene resultados completamente predecibles (Bartolom e 1982 e Isla y Colmegna 2005). b. Que existen postulados te oricos del desarrollismo que en el presente generan espacios para la aplicaci on de la antropolog a. Son estos la territorializaci on de lo etnico (Isla y Colmegna 2005:23); el reconocimiento de la existencia de un conocimiento local que debe haber sido compilado al momento de la intervenci on (Isla y Colmegna 2005:28); la obligatoriedad de la participaci on -y consulta- a los sujetos objeto de la intervenci on y el nanciamiento a su empoderamiento para que puedan hacer, decidir o criticar (Isla y Colmegna 2005:29). c. Se considera al Otro sujeto de la intervenci on como decision maker, un Otro con capacidad de agencia (Schneider citado por Isla y Colmegna 2005:23-24). d. Considerar que el desarrollo no es s olo acceso a bienes y servicios, sino tambi en cambio cultural en la valoraci on de los bienes y servicios del desarrollo industrial (Schneider citado por Isla y Colmegna 2005:23-24).
e. Es una necesidad que la antropolog a aplicada de esta etapa combine las acepciones del desarrollo como acceso a bienes, servicios y mejora de la calidad de vida con el asociado a mitigar los efectos desestructurantes de las intervenciones de desarrollo orientadas a incrementar las fuerzas productivas (Isla y Colmegna 2005:7 y 26). f. Se han moderado las expresiones de rechazo a la antropolog a aplicada, valorizando la posibilidad te orica de estudiar, en el contexto de las intervenciones desarrollistas, los procesos de cambio social (Ralph Grillo en Isla y Colmegna 2005:27). g. Del mismo modo, se han intensicado las experiencias de reexividad respecto de las intervenciones, lo que ha sido sistematizado en la propuesta de una antropolog a implicada que construye una interioridad exterior al sujeto colectivo del proyecto (Albert en Isla y Colmegna 2005:29). Repasar e ahora brevemente los contenidos de los art culos incluidos en la compilaci on, intentando articular un di alogo entre sus tem aticas y abordajes: El primero de ellos es de Eduardo Archetti. Esta monograf a sobre la producci on de cuyes en las tierras altas ecuatorianas alcanza una doble intensidad: en la discusi on te orica con la propuesta de Norman Long del interfase analysis y en transmitir v vidamente la experiencia de campo, tanto al niveles de los/as informantes campesinos, como en el del Ministerio de Agricultura que contrat o an-
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trop ologos para averiguar los motivos por los que los campesinos ecuatorianos prefer an la cr a de cuyes a la manera tradicional (...) y los motivos por los cuales no aceptaban el nuevo paquete tecnol ogico (Archetti 2005:44) desarrollado por agr onomos, veterinarios y extensionistas en un programa de Desarrollo Rural Integrado nanciado por el Banco Mundial. El art culo logra describir un encuentro de dos culturas: la campesina de las mujeres ecuatorianas y la de los modernizadores, demostrando que ambos est an ubicados en marcos de referencias contrarios entre s , a trav es de los cu ales ponen a prueba y se comunican ideas, representaciones y creencias. Estos marcos cognitivos no son independientes del medio social en que son producidos y su ecacia en la acci on y en la reproducci on se corresponde con aquel. S olo que el conocimiento moderno se presenta a si mismo como extraterritorial, mientras que el campesino aparece ligado a una cultura local, por lo que vincula el saber sobre el cuy con otros ordenes de la vida social. El trabajo de Bassoli y Carrasco publicado en segundo t ermino es la sistematizaci on de un programa de desarrollo local en una poblaci on rural de la Araucan a chilena. Este programa fue iniciativa de gobierno a gobierno (Italia-Chile), nanciado por la cooperaci on al desarrollo italiana. Lo ejecutaron una ONG italiana, instituciones contrapartes del Estado chileno (Ministerio de Salud, Universidad de la Frontera, SERPLAC, Municipio de Temuco) y la Coordinadora de Organizaciones Mapuche de Temuco entre 1991-95. Como referimos
antes, los autores fueron parte de la implementaci on del programa, en el que se decidi o que los t ecnicos -agr onomo, enfermera, soci ologos, asistentes socialesser an tambi en responsables sobre el proceso de organizaci on comunitaria. Los t ecnicos participantes conoc an a la poblaci on de experiencias de intervenci on anteriores, desde las cu ales arman que los pobladores de Maquehue ve an las intervenciones como obligaciones del Estado, y conoc an claramente la operatoria de los programas de desarrollo, realizando habitualmente la pregunta esta vez es ayuda o cr edito? (Bassoli y Carrasco 2005: 68). Apoyadas en relaciones asistencialistas, las reducciones o comunidades ind genas permanec an aisladas, los lazos a nivel supracomunidad o regi on se hab an perdido. Un obst aculo importante era que debido al alcoholismo, los adultos varones, no asum an liderazgos duraderos. La marca diferencial del programa de cooperaci on fue el concepto de desarrollo local como sin onimo de gobierno local autosustentable: menos estado asistencial y m as sociedad organizada (Bassoli y Carrasco 2005:73). Como estrategia y metodolog a propusieron negociaci on constante entre las comunidades y el equipo t ecnico (...) cada uno aportando sus saberes y sus intereses renegociando objetivos para cada microproyecto cada 6 meses. Trabajaron con familias y no con asociaciones o grupos de familia ya que estos u ltimos estaban vinculados con la cultura de la dependencia y el asistencialismo (Bassoli y Carrasco 2005:73-74).
La lectura del art culo de Bassoli y Carrasco nos promueve la siguiente reexi on. En la Introducci on, Isla y Colmegna se nalan la dicultad de incorporar recomendaciones de un consultor externo a los proyectos, algo de lo que, en alguna medida, tambi en se lamenta Archetti (Archetti 2005:44). En la sistematizaci on de Bassoli y Carrasco aparecen las dicultades del otro extremo: el encantamiento con las categor as prescriptivas (autosustentable, participaci on de las mujeres, local, empoderamiento, lecciones aprendidas) de las agencias nanciadoras y cierta miop a a la comprensi on de los conictos por la proximidad y el compromiso. Entre estos extremos, el ejercicio de la reexividad y las evaluaciones de pares parecen ser, al igual que en la investigaci on acad emica, nuestros aliados para preservar la tendencia a la objetividad y permanecer como ciencia. El art culo de Jorge Carpio tiene la espontaneidad de estar basado en una entrevista entre el y Paula Colmegna. Esta caracter stica es la clave para sembrar interrogantes para los que no siempre hay espacio en un texto ordenado en forma de art culo. De este modo, Paula deja que Carpio describa el proyecto de Desarrollo Integral Ram on Lista -DIRLI- que nanci o la cooperaci on internacional de la Uni on Europea en el Departamento con peores indicadores de pobreza de la Argentina (Ram on Lista, Formosa) de un modo poco formal y centr andose en los errores, perversidades y contradicciones en los que incurri o al ser bajado a terreno. Es-
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te proyecto implic o el desembolso de 40 millones de d olares, a lo largo de 4 a nos una inversi on gigantesca en un espacio reducido con una nma cantidad de habitantes (Carpio 2005:94-96). Si bien se supon a que la propuesta era la de implementar un proyecto de Desarrollo Rural Integrado, lo que hubiese implicado mejoras conjuntas en la participaci on de la poblaci on, los sistemas productivos, la infraestructura, etc., se hizo muy poco en este sentido. El programa se orient o exclusivamente a la construcci on de viviendas con mano de obra local. Mientras que con fondos del programa se proveyeron materiales, la direcci on de obra y salarios para hacer el trabajo (Carpio 2005:95). El problema de la t ecnica en la construcci on de las viviendas que describe Carpio, entra en di alogo con las teorizaciones de Archetti en el primer art culo del volumen, ilustrando nuevamente lo err oneo que puede resultar el marco cognitivo de la ciencia occidental, y como yerra al pretenderse universal. Lo que sucedi o en el DIRLI fue que para la construcci on de las casas se extrapol o una t ecnica que hab a sido exitosa por desempe no y bajo costo en Abisinia. Los bloques de arcilla construidos con la misma tecnolog a en Formosa se deshicieron con la primera lluvia. La reformulaci on de la t ecnica consumi o los dos primeros a nos del proyecto (Carpio 2005:95). Este inconveniente t ecnico, sumando a que el proyecto no inclu a la participaci on de la comunidad, ni la inclusi on de su perspectiva cultural fue lo que determin o que el uso de las viviendas fuera resistido y a veces se las re funcionali-
zara como corrales. En s ntesis: se trat o de un proyecto de desarrollo etnoc entrico, donde el objetivo fue impuesto por t ecnicos europeos en base a la informaci on dispuesta por el Estado argentino (indicadores de NBI), sin tener en cuenta las necesidades de otra cultura con uso semi-n omada del espacio. Carpio, relata estos inconvenientes exteriormente, ya que el fue contratado en el u ltimo a no de ejecuci on del proyecto para justicar las imposibilidad de dar cumplimiento al objetivo al componente Desarrollo de microempresas y las recomendaciones que hiciera no podr an ser implementadas (Carpio 2005:98, 100, 101), pues el proyecto estaba concluyendo. La espontaneidad del relato de su experiencia genera gratitud, pues transforma a la pol tica y al poder en din amicas tangibles: deja ver a las inversiones de desarrollo como generadoras de puestos de trabajo en la burocracia internacional y tambi en (y esto lo agrego yo) como consumidoras de tecnolog as y bienes de los pa ses donantes, lo que retroalimenta la relaci on de dependencia econ omica con ellos. Un u ltimo t opico sobre el que nos permite reexionar este ensayo es la vinculaci on entre las dos acepciones de desarrollo especicadas en el punto e) de esta rese na. La idea de Carpio es que prima la pr actica de los planicadores como ingenieros de lo social, lo que determina que el objetivo del desarrollo sea construir infraestructura -escuelas, hospitales, puentes- pero no a fortalecer organizaciones de la poblaci on. Las organizaciones sociales son la gran tarea (pendiente) del desarrollo (Carpio
2005:107 y 109). Desde mi punto de vista, este modo de hacer de los t ecnicos de la cooperaci on internacional es una caracter stica ligada tambi en a las culturas institucionales y no tanto a la formaci on de base de los t ecnicos. A diferencia de lo que Carpio relata para los proyectos de cooperaci on de la UE, en los proyectos de Banco Mundial los componentes de participaci on, medio ambiente, pueblos ind genas est an presentes obligadamente en la formulaci on de las pol ticas y los proyectos. Pero nalmente, al momento de la acci on, las consecuencias son las mismas: por cumplir con la participaci on en el plazo del proyecto, esta es una mera formalidad, en base a la cual se redacta un p arrafo del documento que se entrega a los nanciadores. El contenido de estas categor as del discurso debe tener correlato en pr acticas sociales de largo aliento. Por esto, certeramente se nala Carpio la participaci on, al igual que las pr acticas de minimizaci on del impacto ambiental y el desguardo a los derechos de los pueblos ind genas, deben tener continuidad en el tiempo (Carpio 2005:110) y correlatos en m ultiples a reas de gobierno para producir efectos duraderos. Esto no parecer a un objetivo dif cil si no se tuviera en cuenta que las pol ticas sociales cumplen tambi en otro rol pol tico: sostener la gobernabilidad, administrando los conictos. En este sentido el testimonio de Carpio, como t ecnico y funcionario, marca una inexi on en el modo de implementar la gesti on de pol ticas sociales en manos de Eduardo Amadeo, en la
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d ecada menemista. Donde, al recurrir al cr edito internacional para subsidiar pol ticas, se tecnic o la pol tica social para romper la red clientelar en la que anteriormente se basaba. Los t ecnicos, en su mayor a j ovenes graduados universitarios, se respaldaron mucho en los bancos y en los organismos internacionales que luchaban fuertemente contra los clientelismos enquistados. Entonces, ante las presiones contestaban si repartimos los fondos entre los pol ticos, el banco nos corta los fondos (Carpio 2005:112). Lo que, como han se nalado investigaciones recientes (Auyero 1997, Frederic 2004, Masson 2004; Svampa 2000 y la misma Colmegna 2005) incidi o sobre las redes sociales de la pol tica y el modo vern aculo de acceder a ellas. Como tambi en la relaci on ciencias sociales y pol tica y las redes de los t ecnicos y el mundo acad emico con las instituciones globalizantes. El art culo de Paula Colmegna es una s ntesis de su tesis de maestr a, donde realiza un an alisis etnogr aco del Programa de Atenci on a Grupos Vulnerables, una pol tica p ublica de desarrollo social nanciada a partir de un cr edito del BID en la d ecada neoliberal menemista. Aunque su eje de an alisis es describir c omo los discursos emitidos por el Estado y las entidades nanciadoras (...) (son) redenidos (...) durante (...)(la) implementaci on del Programa en cuesti on (Colmegna 2005:114), sus instrumentos de an alisis no son de las teor as pol ticas fundadas en el an alisis del discurso. Por el contrario, toma los enunciados como hechos sociales y discute en
base a ellos las nociones de poder y pol tica (Shore y Wright 1997) y ciudadan a civil y social (Fraser y Gordon 1994). A lo largo del art culo se describe c omo los conceptos de focalizaci on, participaci on y descentralizaci on que componen la tecnolog a de implementaci on en base a la que el BID y la Secretar a de Desarrollo Social pretenden luchar contra la cultura clientelar van estructurando pr acticas desde el mismo dise no de la pol tica en el Estado hasta la conformaci on de Organizaciones de la Sociedad Civil. El principal logro argumental del art culo es mostrar como, a pesar de las modicaciones introducidas en la focalizaci on de los beneciarios, para que la ayuda llegue a los realmente necesitados y no a intermediarios, la participaci on permaneci o, en gran parte, restringida a actores sociales que ya formaban parte del sistema de gesti on de recursos p ublicos (las manzaneras del Plan Vida, el Municipio) por lo que las redes de vecindidad, parentesco y clientela acabaron siendo una t actica (en el sentido de De Certeau) para lograr la supervivencia en un contexto donde la tasa de desempleo y subempleo sumadas alcanzaban al 44,9 A continuaci on de Paula C, Marcelino Font an presenta un art culo sobre su trabaj o como antrop ologo en el proyecto Articulaci on de sistemas m edicos en el Impenetrable chaque no implementado por UNICEF Argentina y la provincia del Chaco que se orient o a reducir la morbi mortalidad materno - infantil en la Zona sanitaria VI, Departamento de J. J. Castelli entre 1996 y 1998. Los responsables t ecnicos
de salud de la provincia, recurrieron a la antropolog a social en la sospecha que la variable cultural estaba constituyendo un fuerte obst aculo para el aumento de los partos institucionales, considerados la llave para lograr una disminuci on de la mortalidad (Font an 2005:160). El autor, considera que desempe narse bajo el paraguas institucional de UNICEF Argentina allan o sin dudas su trabajo debido a la fuerte imagen positiva de la instituci on (Font an 2005:165). Esta pertenencia institucional, result o sin embargo, un v nculo leve, que le permiti o trabajar en condiciones extraordinarias de independencia pol tica (Font an 1005:182) pero con apoyo de los responsables m aximos provinciales (Font an 2005:169), donde los participantes aceptaron tareas extras sin remuneraci on alguna (Font an 2005:168) -cuando lo habitual es que se paga a t ecnicos consultores que se superponen a las burocracias existentes- y dado que no administraba presupuesto, tuvo exibilidad para redise nar objetivos y metodolog a adecu andolas al terreno (Font an 2005:161). Estas condiciones extraordinarias no son, sin duda, casuales: reejan la idoneidad profesional adquirida en a nos de pr actica en contextos no acad emicos. En continuidad con esta habilidad en procurarse condiciones de posibilidad para su intervenci on, resulta particular y llamativo, c omo la subjetividad del t ecnico experimentado que es Marcelino construye la reexividad sobre el lugar pol tico de su pr actica profesional en una instituci on globalizante. Perfectamente documentado en la his-
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toria y la diversidad social local del Chaco inscribe su pr actica como contribuci on a la producci on de representaciones contrahegem onicas de la etnicidad aborigen y la diversidad social en los espacios institucionales de salud. De modo que si su pr actica como antrop ologo se enfrenta al modelo m edico hegem onico, tambi en deconstruye la noci on buen salvaje como modelo de la otredad sometida (Gramsci en Font an 2005:153-56). Aunque ejercitar la reexividad de este modo fue posible a posteriori de la experiencia directa, queda claro que orient o tambi en decisiones tomadas en campo: no se trabaj o s olo capacitando a comadronas como expresaron los funcionarios en una primera demanda, sino centrando el programa en ampliar la capacidad de comprensi on de la diversidad cultural en medicina reproductiva en los equipos de salud (se transri o metodolog a etnogr aca que fue aplicada por los equipos de salud, Font an 2005:171-172), se procur o incidir en cambios en la reproducci on acad emica de la pr actica m edica como sistema de control social e ideol ogico (introduciendo cursos de Antropolog a M edica en las Residencias de Medicina General, Font an 2005:170 y modicando la normativa sanitaria, Font an 2005:182) y se estructuraron alianzas estrat egicas con instituciones por fuera del sistema sanitario que podr an incidir negativamente en el proceso de cambio cultural (JUM en Font an 2005:171). Font an demuestra as su sabidur a en manejarse como gerente y como ejecutor de programas de desarrollo interinstitucionales, aun-
que es preciso se nalar que omite, quiz a porque su objetivo principal es otro, la referencia a versiones ya sistematizadas y de amplia circulaci on de la metodolog a que aplica (Scrimshaw y Hurtado 1987; Scrimshaw, Nevin and Gary Gleason eds. 1992) y el hecho que la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires imparte hace m as de 10 a nos formaci on en las llamadas Humanidades M edicas (antropolog a m edica, historia de la medicina, bio etica) en las residencias y en la carrera docente. El siguiente art culo es una investigaci on acad emica de John Gaventa, A. Cornwall y Karen Brock sobre la bibliograf a referida a la participaci on en las pol ticas sociales hacia la pobreza. Aunque los autores reconocen que los discursos contempor aneos hegem onicos de pol ticas sociales se basan en los conceptos de empoderamiento, participaci on, comunidad y los pobres como un sujeto social homog eneo (en carencias y necesidades, como en voluntad pol tica), eligen centrarse en los derroteros conceptuales por los cu ales la participaci on en inn umeros signicados es incorporada como estrategia de gesti on de pol ticas p ublicas por los organismos nancieros internacionales entre la d ecada de 1970 y el presente. La investigaci on est a centrada en un minucioso an alisis de la producci on te orica de los organismos nanciadores (bancos de fomento y cooperaci on al desarrollo), sus usinas de pensamiento y las cr ticas acad emicas a su producci on, con una teor a de an alisis del discurso y del discurso pol tico sencilla (combinan el posicionar hist oricamente a los
discursos con la relaci on entre discursos y disciplinas de Foucault -Gaventa, Cornwall y Brock 2005:196 y ss ). Y una referencia, m as bien breve, a las formas en que la participaci on tuvo lugar en pol ticas de pobreza en Uganda y Nigeria (Gaventa, Cornwall y Brock 2005 216-220). El principal logro del art culo es estructurar un abordaje te orico que permite analizar los procesos de formulaci on de pol ticas de pobreza de un modo din amico, multicentrado en diversos actores y maleable a intereses e inuencias, dejando de lado la concepci on basada en la secuencia l ogica de toma de decisi on racional, que representa a la pobreza como un fen omeno estrictamente econ omico y pretende la neutralidad en intervenciones meramente t ecnicas que ocurren en ausencia de agentes, posiciones e intereses pol ticos (Gaventa, Cornwall y Brock 2005:192-93). Los autores, parten de considerar que la neutralidad valorativa (la pol tica como soluci on t ecnica) es una argucia argumentativa que facilita la implementaci on de las acciones ya que al reducir la incertidumbre y aumentar la estabilidad y predictibilidad, facilita la reproducci on de las burocracias y la gobernabilidad (Colebatch en Gaventa, Cornwall y Brock 2005: 194, 199 y 201). En lo que considero realizan una simplicaci on es en la representaci on de lo hegem onico como dominante, ya que por momentos hace pensar que el efecto de verdad de la enunciaci on que los autores llaman ortodoxa (Gaventa, Cornwall y Brock 2005:207) de las pol ticas de pobreza, es tal, que de alguna
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manera, clausura la expresi on de otros discursos y de pr acticas subalternas en su cadena de equivalencias (Gaventa, Cornwall y Brock 2005:200-211). Cuando si enfocamos la dominaci on como un proceso de construcci on de hegemon a siempre imperfecto, ser amos te oricamente capaces de ver m as diversidades en las pr acticas tras los discursos constructores de hegemon a (m ultiples signicados desplaz andose por tras de un u nico signicante que opera como constructor de hegemon a, desplazando su sentido, seg un intereses de los agentes sociales). Del mismo modo que podr amos describir contradicciones entre un decir que puede ser hegem onico y pr acticas que pueden ser contrahegem onicas. Esta limitaci on en el an alisis es superada, sin embargo, en los momentos en que la investigaci on, da cuenta de c omo la teor a dominante sobre las pol ticas p ublicas de pobreza incorpora discursos de actores cr ticos. Por ejemplo: c omo se abrieron los espacios de acci on y consenso m as all a de los funcionarios estatales dando participaci on a ONGs, la subcontrataci on del estado a instituciones de la sociedad civil, ampliar la denici on de la pobreza m as all a de lo econ omico y otros conceptos que han sido integrados a la pr actica burocr atica de las instituciones nanciadoras. Cuando todav a mantenemos el recuerdo de las pol ticas de pobreza en Nigeria, que ante la incompetencia de un estado autoritario son casi totalmente gestionadas por ONGs (Gaventa, Cornwall y Brock 2005:217-19), la lectura del art culo de Oscar Grillo nos lleva a otro espacio vacan-
te de la gesti on estatal: el desarrollo en las comunidades mapuches de Neuqu en, Argentina. El autor analiza el proceso de puesta en marcha de un proyecto de etnodesarrollo mapuche que nanci o la Agencia Espa nola de Cooperaci on Internacional en el contexto de la co-gesti on junto a la Administraci on de Parques Nacionales del Parque Nacional Lan n. As , en un ambiente natural protegido, con el estado provincial en contra de la iniciativa y movilizando un movimiento social web (Alvarez et al citados por Grillo 2005:248 y 259) ocho comunidades mapuches obtuvieron derechos para invertir en manejo de producci on silvopastoril, reforzamiento cultural y turismo, 3 millones de pesos. Aunque por momentos desordenado en la presentaci on de la informaci on, el trabajo es eciente en mostrar como los mapuches de Neuqu en (Grillo 2005:239) poseen un capital pol tico transnacional ( dem 233-234) y el modo en que sus acciones locales anidan en redes y tejen audiencias globales que ponen en juego estrat egicamente en conictos locales (idem 244-47) de un modo que no hab a sido mostrado con anterioridad (Briones, Radovich y Balazote y V azquez citados por Grillo 2005: 248 y 258). A continuaci on, el art culo de Silvia Hirsch documenta el proceso de implementaci on de un programa de educaci on biling ue intercultural que surgi o sin metas claras, sin capacitaci on previa, ni apoyo estatal y que fue form andose sobre la marcha (Hirsch 2005:269). Su participaci on en este proceso fue posible gracias a un v nculo de casi dos d ecadas con las comu-
nidades guaran es del Noroeste argentino, lo que le permiti o involucrarse en la realizaci on de dos cursos (a nos 2000 y 2002) de antropolog a social para personal educativo del distrito Gral. San Mart n, Salta, frontera argentino-boliviana (Hirsch 2005:280). Hirsch parte de contextualizar la propuesta de educaci on intercultural biling ue entre las cuatro fases que atraves o la educaci on ind gena en Am erica Latina (castellanizaci on, transicional, biling ue bicultural y biling ue intercultural) y en la reforma normativa del estado nacional argentino (que incluye la Constituci on Nacional, la Ley de Comunidades Ind genas y la Ley Federal de Educaci on) y de la provincia de Salta (Ley de Promoci on y Desarrollo del Aborigen) que posibilitaron incluir en las escuelas el multiculturalismo, reconociendo el derecho ind gena a una educaci on respetuosa de su cultura (Hirsch 2005:271-275). Hirsch destaca, sin embargo, que este proceso de educaci on biling ue que habilit o la reforma normativa neoliberal en los 90 no fue organizado ni subsidiado por los ministerios de educaci on de la Naci on Argentina o la provincia de Salta, sino por ONGs, maestros vinculados con las escuelas y contactos transnacionales en la localidad. De alg un modo, en el mismo sentido que analiza Oscar Grillo (2005), la desatenci on del Estado de las poblaciones abor genes facilit o la expresi on de la identidad etnica con el apoyo nanciero y de capacitaci on internacional. En el caso de estudio de Hirsch, el apoyo internacional proviene de Bolivia, a trav es de la misma comunidad
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guaran , agrupada en la asociaci on Asamblea del Pueblo Guaran , que en base a su experiencia anterior en Bolivia, transere capacitadores, l deres y materiales did acticos (Hirsch 2005:275 y 279). El principal logro del an alisis de Hirsch es el reconocimiento de las fuerzas individuales que movilizan este proceso dentro de la comunidad, lo que le permite comprender el cambio educativo diacr onicamente y por fuera de la instituci on escolar. El protagonismo de los auxiliares biling ues guaran es es la clave para gestar un espacio de educaci on intercultural en el que la inversi on p ublica est a ausente. Estos roles individuales, comprendidos en su justo protagonismo, como articuladores entre la cultura escolar y las demandas de la comunidad, es aquello que la investigadora destaca como la marca distintiva de esta intervenci on. Y aquello que hace a la eciencia y perdurabilidad como un proceso de cambio que implica pasar del modelo educativo homogeneizador centrado en la castellanizaci on a la educaci on intercultural biling ue. En lo te orico, Silvia Hirsch hace una recuperaci on de Norman Long (1992) y su actor oriented approach de las intervenciones de desarrollo. Y en este sentido, su art culo dialoga con el de Archetti. Ya que, mientras Archetti (2005:40) enfoca las limitaciones que las instituciones sociales imponen a los sujetos, discute la relevancia que Long (1989 & 1990) da a las relaciones intersubjetivas y valoriza el an alisis institucional y la formaci on de una arena pol tica y luchas por el poder (Wolf 1990) en las inter-
venciones, Hirsch encuentra que en su caso, los sujetos han valorizado su habitus (Bourdieu) y su capacidad de agencia frente al vac o institucional del estado argentino, induciendo una valorizaci on positiva de la cultura y la lengua guaran (Hirsch 2005:28182). El art culo nal es de Alejandro Isla y se centra en una controversia entre el, en tanto gestor de un proyecto de Desarrollo Rural Integrado en Amaicha del Valle, Tucum an y Patricia Delia Mathews una tesista doctoral de Yale University que investig o sobre aquella intervenci on. El proyecto en cuesti on se ejecut o entre 1987 y 1990 en el contexto de Estudios Comparados de la Regi on Andina (ECIRA) siendo parte de un programa concertado entre la Universidad de Buenos Aires y el Movimiento Laici per lAmerica Latina, una ONG italiana (Isla 2005:288). Isla, aunque propone enmarcar el debate en una pol emica sobre los proyectos de desarrollo en la zona Aymara del norte de Potos , Bolivia, estructura su art culo como una r eplica a Mathews. Para el Mathews yerra en el nivel de an alisis de los conceptos que utiliza y las conclusiones a las que arriba son contradictorias (Isla 2005:288). All donde ella se nala etnocentrismo (en Isla 2005:247), falta de an alisis de la diferenciaci on (Isla 2005:297) y concluye que la estrategia de las ONGs dieren de las del Banco Mundial, pero envuelven actitudes clientel sticas similares hacia la poblaci on objetivo y sus sitios (en Isla 2005:302), Isla deende un s olido conocimiento previo de las relaciones so-
ciales locales y atribuye las causas del fracaso a otros factores (incidencia del contexto macroecon omico -hiperinaci on, inicios neoliberalismo- (Isla 2005:296), sub valoraci on de la migraci on temporaria como estrategia ocupacional -Isla 2005:293-, cierta ingenuidad al considerar campesinos a una comunidad donde priman los ingresos de origen p ublico -Isla 2005:290 y 291,292 -, etc. ). Y aunque el autor acepta algunos de los cuestionamientos de Mathews, centralmente el que considera que el proyecto imagin o una comunidad con m as peso y estructuraci on que la que en realidad ten a (Isla 2005:298, 290), le endilga, sin embargo, haber encubierto las conclusiones de su investigaci on a el y otros interlocutores en amaiche nos (Isla 2005:288 y 298) y que su principal informante perteneci o a una facci on contraria al proyecto en cuesti on que result o r apidamente marginada del mismo (Isla 2005:296 y 303). Marcas en el tono de la pol emica que se nalan dicultad en ambos investigadores para ejercer la reexividad y ejercitar la discusi on te orica con tolerancia y nes constructivos. Resulta relevante el planteo nal de Isla, en el que conceptualiza las intervenciones como campos (Bourdieu) de relaciones sociales densas, donde los expertosaportan a la ilusi on de factibilidad y los beneciarios reconocen capacidad de agencia apropi andose de recursos que no deben reintegran en un a mbito donde abundan las necesidades (Isla 2005:304).
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P arrafo nal
Dado que el debate sobre las consecuencias de las intervenciones antropol ogicas en programas de desarrollo y transformaciones sociales est a ligado directamente con los l mites y perl profesional de la disciplina, siguiendo a Ralph Grillo (1986) deber a ser un objeto de reexi on sobre el que cada generaci on de antrop ologos, en cada comunidad acad emica, deber a volver a sacar conclusiones para su propio tiempo y lugar (citado por Isla y Colmegna 2005:22). En este sentido, la compilaci on rese nada es una trascendente contribuci on para abrir debate sobre los usos, medios y nes de la antropolog a en la Argentina contempor anea. Llev andonos a indagar, tambi en, sobre la etica de la no intervenci on directa, dejando abiertas preguntas reexivas para nosotros en tanto antrop ologos nativos, nos cuestionemos sobre la ecacia de nuestra pr actica al intervenir en contextos culturales que, con identidades etnicas m as o menos denidas, conforman expresiones desvalorizadas por la cultura nacional uniformadora. Por otra parte, Isla y Colmegna (2005:8-9) se preocupan porque est a impl cito en el discurso del desarrollo que una mayor integraci on a la sociedad nacional de las minor as culturales y/o etnicas permitir a superar la pobreza, la marginalidad, etc. de estas poblaciones. Los operadores o demandantes de desarrollo
no denen con precisi on lo que entienden por integraci on...las sociedades ind genas siempre estuvieron integradas a la sociedad colonial y en el presente... Entonces, cu al ser a el benecio en t erminos de desarrollo de perder una identidad cultural espec ca -si la tuvieran- como es el caso de los Toba, Wich , etc.? Al respecto, propongo como respuesta hipot etica que pensemos que el desarrollo de las comunidades campesinas o ind genas debe entenderse como un enunciado obligado de los Estados que reconocen en la diferencia cultural una de las causas de la desigual participaci on de los benecios (v.gr. OPS Programa de Salud de los Pueblos Ind genas). Por lo que reconocer la diferencia cultural y darles acceso al desarrollo mediante pol ticas de acci on directa focalizadas, es un reconocimiento de su igualdad jur dica como seres humanos, lo que les permite ejercer el derecho a la diferencia. Esto es, los programas de atenci on o desarrollo a comunidades ind genas, al menos los surgidos en el ambito de Banco Mundial y las Naciones Unidas ya no proponen el desarrollo como aniquilamiento de las diferencias en un melting pot, sino como expresi on legitimante de la interculturalidad. Por otra parte, la Introducci on, como los art culos dejan abiertas preguntas que deseamos dejar escritas como propuesta para el di alogo: es leg timo re-
clamar que el desarrollo, en el sentido de incremento de fuerzas productivas, contribuya a no empeorar situaciones de pobreza o exposici on al riesgo de los grupos humanos afectados?; puede generalizarse a todas las intervenciones el valor de verdad de la perspectiva del actor?; qu e sucede cuando el punto de vista de los nativos entra en contradicci on con la moralidad del antrop ologo que participa en la intervenci on? En la Introducci on se sostiene que los tiempos acad emicos (...) chocan con el tiempo otorgado para la elaboraci on e implementaci on de un proyecto. Soluciones a este dilema han sido ya planeadas por el Rapid Assessment Procedures y Rapid Rural Appraisal (Scrimshaw y Gleason 1992) pero cu al es la ecacia metodol ogica de estas herramientas? qu e alternativas de validaci on tenemos a mano? c omo podemos mejorar nuestra performance en equipos interdisciplinarios? (y aqu me reero espec camente al desarrollo de t ecnicas de campo que incluyan el uso de mapas satelitales referenciados por GPS, an alisis en soporte inform atico de registros de campo digitales de audio e imagen y dem as herramientas de la tecnolog a que facilitan la captaci on del dato y su circulaci on en equipos interdisciplinarios). Conf o que por dejar(me) abiertas estas preguntas este volumen ser a una obra de referencia en pr oximos debates.
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na del canal de Panam a y, desde 1984, en el estado de Georgia (Estados Unidos), la SOA ha sido sindicada en diversas investigaciones period sticas e informes de organismos de derechos humanos como una escuela de asesinos. Sin desacreditar este mote, Lesley Gill considera que la SOA representa un escenario privilegiado para analizar c omo los Estados Unidos construyen y ponen en pr actica a trav es de los contactos militares transnacionales, su pol tica imperial en Am erica Latina. Para su investigaci on la autora asisti o a clases y a diversas actividades de la SOA y realiz o entrevistas con un amplio abanico de actores relacionados con la instituci on: estudiantes (militares latinoamericanos provenientes principalmente de los pa ses andinos) y profesores (ociales norteamericanos, muchos de ellos de origen latino), esposas e hijos de estos estudiantes que viven en Georgia mientras sus maridos realizan el curso, militares bolivianos, colombianos y hondure nos egresados de la SOA en d ecadas anterio-
res, habitantes del barrio en donde la est a ubicada la academia y militantes del movimiento social anti-SOA. La autora tambi en realiz o trabajo de campo en algunas de las poblaciones hacia las cuales se orientan las actividades de los militares latinoamericanos que realizan cursos en la SOA: los campesinos bolivianos y colombianos que habitan en zonas rurales dedicadas al cultivo de coca, y que se encuentran afectadas por la guerrilla, los grupos paramilitares y la intervenci on de fuerzas armadas entrenadas y apoyadas por fuerzas militares norteamericanas. El libro est a compuesto de ocho cap tulos. El cap tulo primero muestra c omo las autoridades de la SOA intentan que el paso de los militares latinoamericanos por esta academia militar represente para ellos una verdadera inmersi on en una American way of life denida desde la perspectiva de los blancos norteamericanos de clase media urbana privilegiada y marcada por el acceso a art culos de consumo principalmente armas y c amaras digitales- que no son accesibles
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para ellos en sus pa ses de origen. La autora muestra como esta experiencia contribuye a generar en estos militares la idea de que poseen un estatus diferente al resto de los ciudadanos de sus pa ses, sobre todo frente a las clases populares de las cuales provienen la mayor a de ellos, y a los sectores bajos de la clase media. El segundo cap tulo analiza la campa na implementada por las autoridades de la SOA para modicar el deterioro de la imagen p ublica de la instituci on y revertir el peligro de cierre al cual la hab a sometido un recorte de presupuesto votado por el congreso norteamericano en 1999. Inspir andose el libro 1984 de George Orwell, la autora sostiene que esta estrategia se basa en el doublespeak, en la adopci on de un lenguaje que reeja m as la intenci on de mejorar la imagen p ublica de la instituci on que de producir cambios sustantivos. El cat alogo actual de cursos de la SOA, por ejemplo, muestra un conjunto de t tulo de cursos como Civil-Military Operations, Humanitarian DeMining, Democratic Sustainment. Estos cursos fueron creados en los u ltimos a nos buscando mostrar a la SOA como una instituci on altruista, amiga de los civiles y en sinton a con la realidad social y pol tica de la post-guerra fr a. La autora muestra que detr as de la ret orica pol ticamente correcta de los t tulos de estos cursos brilla otra realidad: el curso Civilmilitary operations, por ejemplo, si bien aparece como un curso que instruye sobre la realizaci on de acciones de ayuda c vica y desarrollo local en comunidades, en realidad se trata de una
t actica para identicar simpatizantes de los grupos de guerrilla en la poblaci on civil. En el tercer cap tulo la autora analiza la historia de las relaciones de la SOA con los ej ercitos latinoamericano, y muestra c omo aquella ha sido desde su origen un instrumento central en la subordinaci on de los ej ercitos latinoamericanos al proyecto imperial de los Estados Unidos. En la actualidad, las opiniones respecto de la pol tica militar de los Estados Unidos, el pasaje por los cursos de la SOA y los contactos que all se establecen inuyen en el desarrollo de las carreras de los militares latinoamericanos en sus respectivos pa ses. Este proceso es analizado con mayor profundidad en el cap tulo cuarto. A partir de la biograf a de un militar boliviano, la autora muestra que al armar y entrenar un segmento de la clase media baja, al proveerla de canales de poder y movilidad social, y al asignarle la tarea de reprimir a los grupos que desaaban el poder pol tico y econ omico del estado, las fuerzas armadas bolivianas entrenadas y tuteladas por los Estados Unidos, contribuyen a agravar formas persistentes de opresi on racial y de clase en el pa s. En el cap tulo cinco la autora analiza el espacio de la SOA m as relevante en t erminos de construcci on de v nculos entre las elites militares latinoamericanas y los ociales norteamericanos: el Command and General Sta Ocer Course (CGS). Los ociales que asisten a este curso pasan un a no viviendo con sus familias en la ciudad en donde est a ubicada la SOA. A este curso tambi en asisten ociales norteamericanos que deben actuar como
gu as y apoyos locales de ociales latinos. Una de las principales tareas de estos ociales es la de transmitir a sus pares latinoamericanos los valores y las virtudes del modelo de democracia norteamericano. En el cap tulo seis la autora analiza el programa de formaci on en derechos humanos que la SOA comenz o en la d ecada de 1990. Seg un Gill, este programa apunta m as bien a apuntalar la legitimidad de una instituci on desacreditada que a reconocer los v nculos de la SOA con las violaciones a los derechos humanos en Am erica Latina. El objetivo es que, frente a preguntas relacionadas con casos hipot eticos en los que la acci on militar pone en peligro los derechos humanos de las personas, los ociales aprendan a repetir literalmente los art culos de la Convenci on de Ginebra. Antes que trabajar sobre dimensiones eticas y profesionales que involucra la violaci on de los derechos humanos, y de reexionar sobre el papel ocupado al respecto por los ej ercitos latinoamericanos y norteamericanos en determinados momentos hist oricos, el curso se asemeja m as bien a una escuela de leyes. Por otra parte, el cap tulo VII est a dedicado al an alisis del impacto en dos regiones rurales de Bolivia y Colombia de la acci on de las fuerzas armadas de estos pa ses y del apoyo recibidos por estos por parte de los Estados Unidos. El cap tulo VIII analiza el origen y caracter sticas del movimiento School of Americas Watch, que desde los a nos sesenta lucha por el cierre de esta academia militar. Uno de los principales m eritos del libro es mostrar que los
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militares norteamericanos conciben a su asistencia militar a los ej ercitos latinoamericanos, sobre todo de los pa ses andinos, como una pol tica civilizatoria que pretende inculcar valores democr aticos en militares que, seg un su perspectiva, est an naturalmente orientados a la violencia y el descontrol. El libro tambi en analiza con lucidez c omo los militares latinoamericanos y norteamericanos comparten y se identican con elementos de una cosmolog a pol tica que tiende a identicar a la mayor a de los movimientos sociales, m as all a de que est en integrados por sectores de clase media, por trabajadores o campesinos, como izquierdistas, guerrilleros, marxistas o terroristas. Por otra parte, el an alisis de Gill sobre los cursos de derechos humanos muestra con claridad que el mensaje m as importante que se transmite en ellos no es el respeto por los derechos humanos o la reexi on, a partir de ejemplos particulares, sobre los impactos de las pr acticas militares en las vidas de las personas. Por el contrario, estos cursos se transforman en seminarios de formaci on en relaciones p ublicas en donde los ociales aprenden a decir lo correcto frente a p ublicos diferentes sobre temas controvertidos. Gill realiza algunas reexiones respecto a los desaf os y dilemas que presenta el trabajo de campo con militares. Ella observa que ella nunca se encontr o con los monstruos que hab a imaginado sino con personas amables, cordiales y predispuestas a colaborar con su investigaci on. La autora alerta sobre los riesgos que enfrenta el /la antrop ologo/a que
trabaja sobre cuestiones de violencia pol tica, como la imposibilidad de percibir a sus interlocutores como personas comunes o los peligros de habituarse excesivamente a la perspectivas nativas que relativizan con racionalizaciones complejas, argumentos t ecnicos o posturas revisionistas la responsabilidad de los perpetradores de la violencia militar. Por otra parte, llama la atenci on que la autora no haya incluido en estas reexiones referencias al impacto de la dimensi on de g enero en el desarrollo del trabajo de campo en un mundo t picamente masculino como el militar. Para Gill los Estados Unidos son una suerte de gran hermano o de gran imperio que se arroga el derecho de velar por la seguridad y los intereses de Occidente, sobre todo de los pa ses m as pobres. La SOA es uno de los eslabones importante de la cadena del imperio: The School constitued part of a hydra headed, represive aparatus that includes armies, police forces, paramilitaries , training centers armed manufacturers, and think tanks (p. 234). Este imperio parece ser altamente efectivo en la imposici on de sus prop ositos a los militares de Am erica Latina. International military training whetted trainees appetites for the confortable, commodity lled good life that turned on acces to power, but to attaint it, young military careerist had to strike a Faustian bargain: they could wield power and reap the fruits of modernity but only in exchange for learning to kill and becoming the local enforces of US policies (p. 92). De todos modos, la ausencia de
referencias a la historia y a las corrientes ideol ogicas y pol ticas que han convivido a lo largo del siglo veinte en los ej ercitos latinoamericanos que tienen mayor protagonismo en el libro, impide tener una compresi on m as acabada en t erminos hist oricos de la naturaleza de los v nculos de estos ej ercitos con las fuerzas armadas norteamericanas. La autora examina estos v nculos desde la perspectiva de la historia de la SOA, pero no indica cu al es el lugar que ocuparon en la construcci on de estos v nculos las tradiciones pol ticas, ideol ogicas y profesionales de los ej ercitos latinoamericanos se nalados. Al no atender a estos aspectos internos de las instituciones militares y al establecer generalizaciones poco matizadas por pa ses sobre la inuencia del US Empire en las fuerzas armadas latinoamericanas, la autora contribuye a abonar un mito todav a persistente: el de los militares latinoamericanos brain washed en las academias militares norteamericanas. Si bien algunas de sus conclusiones se aplican a los ej ercitos de algunos pa ses de Am erica Latina y a momentos hist oricos espec cos, ellas carecen de validez para otros momentos y otros ej ercitos de la regi on. A su vez, es sorprendente en el libro la ausencia de referencias a trabajos cl asicos sobre esta tem atica ( Rouqui e, 1984; Nunn, 1992; Fitch, 1998, Loveman, 1999). De hecho, muchos de estos trabajos han alertado hace ya varios a nos sobre la dicultad que presentan los enfoques anal ticos que tienden a englobar a todos los ej ercitos latinoamericanos bajo un mismo patr on de comportamiento pol tico e ideol ogico y a
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sobrevalorar la importancia de la inuencia externa, sin distinguir claramente sus variaciones y matices a lo largo del tiempo. Alain Rouqui e, por ejemplo, escrib a en 1982: Hipot eticamente puede suponerse que los ociales que solicitan o aceptan realizar el curso de entrenamiento en las escuelas norteamericanas sienten alguna simpat a por ese pa s. Pero sus m oviles pueden ser variados o contradictorios (. . .) El alcance de las propagandas de las
orientations tours en los Estados Unidos, los regalos o los panetos a la gloria de la American Way of Life es muy limitado: en la mayor a de los casos es predicar a los conversos (1984: 164). El libro de Gill combina una s olida investigaci on etnogr aca con un enfoque anal tico fuertemente impregnado de una impronta de activismo pol tico y de denuncia antimperialista, y marcado por el contexto hist orico en el que fue realizado: los ata-
ques de septiembre de 2001, la invasi on norteamericana a Afganistan e Irak y las elecciones presidenciales norteamericanas de 2004. Si bien en algunas partes del libro el af an de denuncia de la autora opaca la riqueza de sus datos y sus interpretaciones, su trabajo constituye no obstante un rico aporte al escaso campo de estudios antropol ogicos sobre el mundo militar y la militarizaci on de las sociedades contempor aneas.
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europeos que tuvieron signicativa inuencia en la Argentina, el suizo Alfred M etraux y el alem an Roberto Lehmann-Nitsche. El modo en que ambos se diluyeron en la memoria de las generaciones contempor aneas debi o darle buenas razones para mantener y reforzar su desconanza hacia la academia. Recuerdo c omo le disgustaba el lenguaje, desde su punto de vista rebuscadamente infecundo, de los profesores universitarios. O c omo se enojaba con mi intenci on de rescatar su producci on, porque el estaba seguro de que semejante tarea no val a la pena. Incre blemente, el le daba la raz on a quienes, hoy, s olo se animan a resaltar sus dotes de trabajador de campo. Pero me resulta imposible ver en estas reacciones una muestra de ingratitud, porque mucho hab a signicado para varios de quienes estudiamos en los tiempos de la u ltima dictadura militar. Gracias a
alguna vieja c atedra de Folklore, su nombre circulaba como una leyenda ejemplar, que nos hablaba de un antrop ologo de campo que, en el pasado, hab a estudiado la dura vida campesina no como reservorio de tradiciones, sino como expresi on de condiciones reales de vida; era menester ver gente de carne y hueso, no abstracciones o idealizaciones. No s e si Bilbao sab a algo de cu anto signic o para muchos de nosotros, pero si acaso hubiese sido as , me gustar a pensar que el entendi o que lo mejor era apostar por la vigencia de la leyenda, porque ella ser a el u nico medio a trav es del cual se podr a materializar aquel ideal de un conocimiento que, bas andose en la pr actica, servir a como prevenci on de la par alisis a que conduce el autismo intelectual independizado de la experiencia.
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su nombramiento debi o hacer algunos tr amites: aliarse al Partido Justicialista y conseguir dos cartas de aval. Me pas e dos a nos haciendo chado en la biblioteca del Museo Etnogr aco, mientras daba clases de lat n en el Colegio Sarmiento de la Capital. En 1951 present o su tesis doctoral sobre Arqueolog a de la Quebrada de la Huerta, Quebrada de Humahuaca, Provincia de Jujuy dirigida por Casanova y que public o el Instituto de Arqueolog a en 1954. Despu es de la intervenci on de 1955, y tras el retiro de Casanova y de Imbelloni, Laf on permaneci o como profesor interino de Arqueolog a y director tambi en interino del Museo, para luego pasar a ser el adjunto del restituido Fernando M arquez Miranda en Arqueolog a. Fue a partir de la creaci on de la Licenciatura de Ciencias Antropol ogicas en 1958 que Laf on comenz o a hacer campo con sus alumnos en Jujuy (Huichairas, Punta Corral, Tilcara) y el Nordeste (Villa Paranacito) para los cursos de especializaci on en Arqueolog a e incursionando en el Folklore. Luis Orquera, y tambi en Hugo Ratier, Santiago Bilbao, Jorge Bracco a quienes alentara a publicar la revista de estudiantes Anthropol ogica fueron sus alumnos y algunos aparecen en sus art culos de Runa como parte de su equipo de campo. En 1968 recibi o el primer premio de la Comisi on Nacional de Cultura y Educaci on a los Estudios Regionales, por su trabajo Fiesta y Religi on en Punta Corral. Al cabo de su vida, Laf on entend a haber pagado dos pecados: acompa nar la misi on comercial del tercer gobierno de Per on a La Habana, con un stand del Museo Etnogr aco para la Exposici on Argentina en Cuba de 1974, y mantener un activo intercambio con los Sacerdotes del Tercer Mundo sobre la religiosidad popular. Estas malas andadas eran bastante congruentes con algunas de sus viejas persuasiones. Pensaba que la antropolog a social era un signo de modernizaci on y nacionalizaci on de la antropolog a, y que las ciencias antropol ogicas deb an acometer la necesidad impostergable
de emprender estudios de car acter integrativo con miras a incorporar denitivamente a la vida nacional a estas comunidades de cultura tradicional, antes de su total desintegraci on (Laf on 1969-70:275). Laf on qued o cesante en diciembre del 74 cuando el presb tero S anchez Abelenda intervino la Facultad de Filosof a y Letras bajo la gesti on de Ottalagano. Cuando fue a buscar sus libros, diapositivas y materiales de investigaci on al Museo Etnogr aco, no se le permiti o el ingreso. Un llamado telef onico an onimo le asegur o que jam as volver a a pisar la Universidad de Buenos Aires. Y as fue!. Desde entonces este entra nable profesor, arque ologo autoadscripto como Forjista y antrop ologo militante de la causa nacional, se dedic o a la ense nanza media y en profesorados, a escribir (Antropolog a Argentina (Bonum, 1977) y Los comienzos de la nacionalidad (AZ, 1997), desde su casa en Baneld, partido de Lomas de Zamora. Desde muy lejos en la distancia y en el tiempo, Santiago Bilbao lo recordaba como . . .el mejor profesor desde el punto de vista did actico y una persona generosa. Nos dio oportunidades a m as de uno sin pedir nada a cambio, por ejemplo falsas lealtades. Era sencillo, pero no admit a conanzudos, ni admit a que se criticara a los profesores en su presencia, ni que vinieran con chismes. Insist a que deb amos ser humildes porque la pomposidad que reinaba y reina? no se compadec a con la poca cosa que se hab a hecho y se hac a. Postulaba estu me llev diar los problemas nacionales. El oa muchos viajes de campo y la pasamos muy bien. Ense naba lo que sab a y admit a discusiones con paciencia. En n, un caso raro. . . .Con Laf on los postprocesados cometieron una gran injusticia al no reintegrarlo (diciembre 2003).
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