Doctrina Monroe
Doctrina Monroe
Doctrina Monroe
Contenida en el Mensaje del presidente de los Estados Unidos del 2 de diciembre de 1823.*
James Monroe
Por propuesta del Gobierno Imperial Ruso, hecha por medio del ministro del emperador residente
aquí, se han trasmitido, plenos poderes e instrucciones al ministro de los Estados Unidos en San
Petersburgo para que arregle, mediante negociación amistosa, los derechos e intereses respectivos
de las dos naciones en la costa noroeste de este continente. Una propuesta análoga ha sido hecha
por Su Majestad Imperial al Gobierno de Gran Bretaña, la que ha sido aceptada igualmente. El
Gobierno de los Estados Unidos se ha sentido deseoso, mediante este procedimiento amistoso, de
manifestar el gran valor que ha atribuido invariablemente a la amistad del emperador y su afán de
cultivar el mejor entendimiento con su gobierno. En las discusiones a que ha dado origen este
interés y en los arreglos mediante los cuales pueden terminar, se ha juzgado apropiada la ocasión
para afirmar como un principio en el que están implicados los derechos e intereses de Estados
Unidos, que los continentes americanos, por la condición libre e independiente que han asumido y
mantienen, no deben ser considerados en adelante como sujetos a la futura colonización por
ninguna de las potencias europeas.
*
Citado por Perkins, Dexter. Historia de la Doctrina Monroe. Trad. Luis Echávarri. Buenos Aires, Editorial
Universitaria de Buenos Aires, 1964, 384 pp. (Biblioteca de América), pp. 322-324.
podríamos ver cualquier interposición con el propósito de oprimirlos, o de controlar de cualquier
otra manera su destino, por cualquier potencia europea, de otro modo que como la manifestación de
una disposición inamistosa con respecto a los Estados Unidos. En la guerra entre esos nuevos
gobiernos y España declaramos nuestra neutralidad en el momento de su reconocimiento, y a esto
nos hemos adherido y seguiremos adhiriéndonos, siempre que no se produzca un cambio que, a
juicio de las autoridades competentes de este Gobierno, haga un cambio correspondiente, por parte
de Estados Unidos, indispensable para su seguridad.
Los últimos acontecimientos en España y Portugal demostraron que Europa sigue todavía
inestable. De este hecho importante no se puede aducir una prueba más fuerte que la de que las
potencias aliadas hayan tenido que considerar conveniente, basándose en algún principio satisfactorio
para ellas, intervenir por la fuerza en los asuntos internos de España. Hasta qué punto puede ser
llevada tal intervención, de acuerdo con el mismo principio, es una cuestión en la que todas las
potencias independientes cuyos gobiernos difieren de los de ellas están interesadas, inclusive las
más remotas, y seguramente ninguna más que los Estados Unidos. Nuestra política con respecto a
Europa, que fue adoptada en una etapa temprana de las guerras que durante tanto tiempo han
agitado a esa parte del mundo, sigue siendo, no obstante, la misma, que consiste en no intervenir en
los asuntos internos de ninguna de sus potencias; considerar al gobierno de jacto como el
gobierno legítimo para nosotros; cultivar relaciones amistosas con él y mantener esas relaciones
mediante una política franca, firme y viril, satisfaciendo en todos los casos las reclamaciones justas
de cada potencia y no sometiéndonos a los daños que nos cause ninguna. Pero con respecto a esos
continentes, las circunstancias son eminente y claramente diferentes. Es imposible que las
potencias aliadas extiendan su sistema político a parte alguna de cualquiera de los dos continentes
sin poner en peligro nuestra paz y felicidad; ni puede nadie creer que nuestros hermanos del sur, si
se les deja obrar por su cuenta, lo adoptarían espontáneamente. Es igualmente imposible, por lo
tanto, que nosotros contemplemos tal intervención en cualquier forma con indiferencia. Si tenemos
en cuenta la fuerza y los recursos relativos de España y esos nuevos Gobiernos, y la distancia que
los separa, tiene que hacerse evidente que ella no puede dominarlos. Sigue siendo la política natural
de los Estados Unidos dejar que las partes actúen por su cuenta, con la esperanza de que las otras
potencias hagan lo mismo.