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Tiempo de Bastardos - Paula Cifuentes

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Beatriz de Portugalhija de

Pedro I y de Ins de Castro,


tras la prematura muerte de su
madre a manos de los enviados
de su abuelo, se ver obligada a
vivir una existencia vertiginosa
convertida en alguien que no
desea ser. Desde un lugar que
nunca tendra que haber
ocupado, presenciar los
secretos ms luctuosos de una
monarqua en pleno cambio
donde la ley se adapta a los
deseos de unos pocos y la
religin es partidista, y donde el
nico afn es conquistar el
poder a cualquier precio. Slo
cuando Beatriz acepte que es
como todos los que la rodean,
podr entender por qu alguien
muy cercano pretende
asesinarla.
Paula Cifuentes aporta en
Tiempo de bastardos una joven
y fresca mirada para
descubrirnos aspectos
desconocidos de una bella,
inteligente y excepcional mujer
cuya vida estuvo plagada de
numerosos claroscuros, como
los supuestos amores
incestuosos que vivi con
alguien de su propia familia.
Paula Cifuentes
Tiempo de
bastardos
ePub r1.0
Red_S 14.11.13
Ttulo original: Tiempo de bastardos
Paula Cifuentes, 2007
Ilustraciones: Romi Sanmart
Diseo/Retoque de portada: NUUN

Editor digital: Red_S


ePub base r1.0
A mis abuelos

Las mujeres son ms de fiar,


pues carecen de memoria para
lo importante.
Oscar Wilde, Carta a Robert
Ross desde la crcel de
Reading.
N o soy tan mala. O no lo fui. El
juicio no me da miedo.
Superada la muerte, todo se ve de
diferente modo. Y no me refiero
slo a la opinin, que es cambiante,
sino al acto ms sencillo de
observar. El mundo es de colores,
el interior del cuerpo humano,
ahora lo s, slo rojo. Pero para los
fantasmas, o por lo menos para los
que estn en el trnsito que as
nos llaman, todo es gris. Eso es
algo que he aprendido ahora. Tuve
que esperar a morirme para
hacerlo. No recuerdo quin me
prepar para este momento, pero lo
hizo francamente mal. Si pudiera,
me aparecera ante l y le dictara
un verdadero libro sobre la muerte.
Sera de enorme ayuda para todos
aquellos que vengan despus de m.
La verdad es que cuando uno cruza
la lnea, nada es como lo
imaginamos.
No me queda mucho tiempo, o
quiz s. Quin sabe? Me sentar,
contemplar a los que me miran con
ojos compungidos, a los que ponen
flores sobre mi tumba, a los que la
pisan o pasan de largo incluso; y
esperar mi turno, como quien va al
carnicero.
Desde aqu, no s si por la
compaa o el entorno de la
catedral, tan aburrida, todo se
vuelve prosaico, innecesario casi.
Incluso la propia muerte. Me
gustara llorar por m, sentir pena al
verme tendida en ese atad de
cuerpo presente, pero sera
totalmente falso y no creo que
pudiera aportar ningn punto en mi
favor. Supongo que mi destino ya
est fijado, slo es cuestin de que
alguien venga y me diga adonde ir.
Confiar, todo lo que no lo hice en
vida, en las instancias ultraterrenas.
Ya no puedo cambiar nada. Mi
pasado est escrito. Espero slo
que la lectura que hagan quienes
tienen que decidir sea benigna. Eso
es todo.
INTRODUCCIN

C ayeron, los dos. La muerte les


sorprendi al final del
descenso, entre las rocas. Su agona
ya nadie la recuerda. Su memoria
ha quedado aprisionada en un siglo
en el que lo nico que hay son
catedrales y peste. Corra el ao
1366.

Si se hubieran escuchado los


gritos, si entre la algaraba que
rodeaba al alczar alguien hubiese
podido distinguir los alaridos;
quiz ese mismo alguien hubiera
estado a tiempo de observar, e
incluso evitar, lo que estaba por
ocurrir. Ver cmo se agitaban las
faldas de ella en el aire, cmo las
manos de l buscaban intilmente
un lugar donde agarrarse entre los
muros del alczar, cmo sus ojos se
ponan blancos. Ver cmo ella
doblaba su cuerpo y se retorca
antes de chocar contra las rocas.
Ver cmo el cuerpo de l caa
encima del de ella y cmo su carne
se abra en dos. Ver cmo la sangre
de ambos se mezclaba tiendo de
rojo la orilla.
El nio por la venta el
ama en el ro.
El sacerdote mir molesto a
aquel que se haba atrevido a
interrumpir el momento ms
sagrado de la ceremonia. Sus cejas
formaban una lnea recta por
encima de sus ojos, lo mismo que si
hubiera sido trazada con escuadra y
cartabn. Su boca se hundi entre
sus mejillas orondas con un gesto
de desaprobacin, como si su
garganta tuviera algn sistema
automtico de ventosa. Aquel
desconocido no slo haba
conseguido que todos los asistentes
dejaran de mirar la sagrada forma,
y lo que es ms: de mirarlo a l,
sino que logr incluso asustarlo, de
tal modo que casi se le cay al
suelo el trozo de pan consagrado.
Ahora ya no saba qu hacer. Deba
continuar con la misa, pero sus
manos sudaban y haban empapado
el pequeo crculo,
reblandecindolo. Carraspe dos
veces. Nadie le prest atencin.
Suscipe, Snete Pater,
omnpotens aetrne Deus, hanc
immacultam Hstiam dijo, y el
latn, aprendido a fuerza de vara de
avellano y de coscorrones, le
pareci hueco y poco divino. Sin
nadie que lo escuche, se dijo,
resulta como hablar a ovejas.
Ovejas sin pastor.
En realidad se senta muy
cansado, no slo mentalmente.
Haba estado toda la jornada de
viaje y el da siguiente no se
presentaba muy distinto. Sigui
rezando, con tono de autntica
devocin, pero en su fuero interno
rogaba porque no tuviera que
volver a compartir silla con el
francs ese, aliado de su seor, con
quien lo haban sentado y del que ni
se acordaba de su nombre. Oh, mon
Dieu: en Pars esto es mejor. Es lo
nico que deca. Y l, con ganas de
replicarle: pues volved all si os
place! Pero eran la nica ayuda del
rey en su lucha fratricida y tena que
aguantar, con estoicismo cristiano,
y tragarse sus pensamientos. Cmo
se puede hacer, pensaba, y con tan
poca vergenza, gala de tantsima
estulticia!
Mir al rey y luego a la reina y
sus ojos vagaron por el resto de sus
fieles: nadie le prestaba atencin.
Se sinti herido en su amor propio.
Tantos aos, se dijo, de encierro,
de estudios, de tonsuras. Tantos
aos de ocupar incmodos sitiales
en abadas perdidas de la mano de
Dios Dios le perdone, de
besar los pies a obispos ilegtimos,
de arrastrarse al ritmo de letanas y
de confesiones. Tantos, se dice,
como para acabar as: ninguneado
por un chiquilicuatro como aquel
mensajero. Lo que le faltaba.
Qu sucede? Qu sucede?
decan.
El murmullo haba comenzado
en las filas traseras y, como si se
tratara de una marejada, poco haba
tardado en llegar a los escabeles.
Hasta el mismo sacerdote, todava
con la hostia en la mano, comenz a
preguntarse: qu sucede?
Se llamara apstata, tiempo
despus (y en consonancia hara la
correspondiente penitencia), pero la
curiosidad se haba impuesto a su
deber. Al fin y al cabo, nadie se
atreve a interrumpir una misa, que
es santa y que adems cuenta con la
presencia del rey, si no tiene un
motivo suficiente.
El infante, seor, con el ama.
En el ro repiti el mensajero.
Y aquel que se fijara en l con
atencin descubrira que, a la altura
de su ingle, la tela de sus calzas se
haba vuelto ms oscura y que esta
misma oscuridad le trazaba un
camino paralelo a la pierna, hasta
la altura del tobillo.
La reina solt un grito y si no
hubiera estado sentada, habra
cado redonda al suelo.
Doa Juana le murmur
una de sus damas de compaa, y,
en un alarde de originalidad, le
pregunt: Qu os sucede?
La reina, plida como los cirios
que flanqueaban al prroco, ni se
molest en contestar. Agit su mano
derecha y abri su boca unas tres
cuartas, en un perfecto ejercicio de
contorsionismo del maxilar inferior.
Dicen, los que la vieron, que
recordaba a los lenguados.
Nadie entendi su gesto, el
porqu de tanta alharaca: quiz
poseyera una mente privilegiada
que le permiti comprender qu
haba sucedido. O quiz
simplemente pecara de exceso de
teatralidad. El rey, sin embargo, se
levant, y con paso decidido apart
al mensajero, que se haba quedado
en medio de la puerta, tan callado
como la misma muerte. El sonido
de las botas regias retumb en la
capilla e hizo estremecerse al cura,
como si de repente una corriente
helada hubiera acariciado su nuca.
Apret con ms fuerza el cuerpo del
Seor entre sus dedos. Tal contacto
le produjo una precisa sensacin de
calidez.
Apenas transcurrieron unos
instantes cuando el resto de
concurrentes decidi ir tras l.
Incluso la reina, sobreponindose,
se levant tambin y sigui a su
esposo.
El sacerdote no lo dud. Su
misin apostlica poda esperar,
que antes que nada l serva a su
rey y deba estar siempre a su lado.
Una gota de sudor se haba
desprendido de su frente y rodaba
por su espalda hasta el lugar donde
sta pierde su santo nombre.
Las damas se rean nerviosas y
buscaban, con un descuido muy bien
meditado, los brazos de los
hombres para poder colgarse de
ellos en busca de soporte. Ellos se
llevaban la mano al cinto,
lamentando haber tenido que
quitarse las dagas y puales antes
de entrar en el alczar, bajo las
rdenes del rey.
Una vez abandonado ste, y sin
genuflexiones ni gestos
reverenciales ni nada de nada, el
nivel de las conversaciones se hizo
ms audible. El sacerdote ech una
ltima mirada atrs y le pareci que
las tallas de las paredes y del altar
lo miraban lnguidamente, como si
les diera pena que las abandonase.
A sus castos odos llegaban retazos
de frases. Prest atencin.
Vaya una nochecita dijo el
conde de Norea mientras se
frotaba las manos.
Doa Casilda Lpez de Ayala,
encumbrado miembro de la realeza
al servicio de su majestad la reina
(y conocida tambin por su no
menor fealdad), lo mir con
admiracin.
Pero dijo no os
preocupa lo que puede haber
sucedido?
El hombre le devolvi la
mirada, consciente de su hombra.
Seora, la verdad sea dicha,
aqu, entre nosotros: nada puede
importarme menos.
Mi seor replica ella con
un muy calculado sofoco, no
visteis acaso a la reina? Casi
pierde el sentido!
Veamos, el seor rey de lo
que tiene que preocuparse es de los
asuntos de fuera y no de lo que
ocurra en palacio. Cunto alboroto
para lo que sin duda ser slo un
problema domstico!
Ay! Sois tan valiente!
Cunta razn tenis.
El resto de dilogos eran de la
misma guisa. Todos juntos, entre el
sonido de las espuelas de ellos
contra la piedra del suelo y el frufr
de los trajes de ellas, anduvieron
por los corredores del alczar,
como quien sabe adonde va, hasta
llegar al lugar donde haba tenido
lugar el pequeo problema
domstico. La sala estaba
tenuemente iluminada por unas
velas camufladas en las esquinas,
de tal modo que hasta los dorados
tic las paredes parecan oscuros y
avejentados.
El rey fue el primero en
asomarse y, despus de hacerlo, no
pudo evitar trazar la seal de la
cruz sobre su pecho. El conde de
Iovar, que estaba junto a l,
contara ms tarde que vio cmo
palideca, con 1111 tono similar al
de su mujer, y cmo le temblaba la
nuez en el gaznate. El rey, que
jams vacilara en ningn torneo, en
ninguna batalla, perdi la
compostura cuando menos era de
prever, cuando el peligro
supuestamente se alejaba por fin de
l: con su hermano en el destierro y
sus enemigos bajo control.
Slo era su hijo, a qu tanto
nmero! pens alguno de los
desaprensivos que lo rodeaban.
El sacerdote, que durante el
trayecto haba ganado posiciones
mediante codazos, ya se haba
situado junto a l y se haba
asomado al lugar que durante siglos
habra de ser llamado maldito.
Porque a pesar de la lejana, del
agua del ro que haba intentado
borrar todas las huellas, del revuelo
de miembros desgajados; an se
poda distinguir la cara del
primognito del rey y de aquella
que se haba encargado de vigilar
todas sus horas de infancia.
Tuvo deseos de correr, de
ponerse a chillar. La sangre le
martilleaba en el cerebro y buscaba
ansiosamente algn prrafo en la
Biblia que le explicara el porqu.
En su mano todava senta la forma
ardiendo, ya que, con la
precipitacin del momento, no
haba llegado a decidir qu hacer
con ella. Se la trag de un golpe y
la sinti pegajosa en su garganta,
deslizndose, en realidad, como un
caracol peludo.
La madre lloraba
desconsoladamente olvidando que,
antes que madre, era reina. Se
asom y sus piernas flaquearon.
Tuvo que agarrarse al clrigo,
quien, si no hubiera tenido buenos
reflejos, no hubiera tardado en
seguir el destino rumbo al vaco de
los dos cadveres. Seora
exclam, tenga cuidado!.
Por qu? Por qu?
repeta la seora, que ya no era
digna ni regia.
Las mujeres haban sacado sus
pauelos y los hombres,
disimuladamente, salan de la
habitacin para airearse.
El rey se gir sin hacer caso de
su mujer. Sus ojos ardan con furia.
Pensaba: ha sido Pedro, mat a mi
madre, la mat a ella y tambin a mi
hijo. Pensaba: quien lo haya hecho
lo va a pagar. Pensaba: quiero estar
solo.
Hizo que le subieran los restos
(mezclados como quedaron los de
ella y los de l) hasta esa misma
Sala del Solio y orden que los
depositaran sobre una mesa. Todos
aquellos que quedaban en la
estancia y que lo vean no podan
evitar las arcadas, los cuchicheos,
las miradas de reojo. Hay algo
macabro en alguien que llora por
unos jirones de carne. Slo el cura
miraba con autntico pesar al rey.
Escuchadme dijo, y su voz
apenas tembl, sus ojos no se
separaban de los restos de los dos
cadveres, es momento de duelo,
sin duda. Mi hijo habr de ser
enterrado como se merece y todas
las campanas repicarn a muerto.
Pero, ahora, preferira estar solo
con l. As que os rogara que tras
salir, cerrarais la puerta.
La reina no hizo siquiera
ademn de quedarse. Pareca
dormida, como una mueca. Sus
damas fueron las encargadas de
llevarla a sus habitaciones.
El sacerdote, antes de cerrar la
puerta, an pudo ver cmo su seor
se acercaba a su hijo y pona su
mejilla sobre su vientre reventado.
1

(DEL HIJO).

Q uiz el nio no tena prisa. O


quiz la que no la tena era
yo. Sola mirar por la ventana
aquella misma ventana geminada
donde otro nio y otra mujer
saltaron haca ya tanto tiempo y
cuya memoria el tiempo consigui
borrar para recordarme que la
vida segua adelante, aunque todo a
mi alrededor pareciera tan quieto y
callado a veces. Recordar que
exista aquello que un buen da
decidi crecer en mi interior. O un
mnimo de cario o esperanza. Pero
ni eso.
Nunca tuve llamada alguna. Si
esper or coros de arcngeles,
recibir la visita de algn ente
especial que me dijera:
Enhorabuena, ha llegado tu
momento, o simplemente una
conciencia feliz, me equivoqu.
Lleg de pronto, como un familiar
inoportuno. Ser madre, para m y
quiz para todas las mujeres de mi
familia era slo un oficio: el
precio de nuestra sangre. La tortura
que empezaba nueve meses antes
del nacimiento y que slo acababa
con nuestra muerte. As sucedi con
mi madre. Perdi la cabeza,
literalmente, por nosotros.
Los nios, la condena. Prefera
sangrar todos los meses.
Por eso las nuseas no haban
desaparecido aunque pasaran los
tres meses de rigor. O por eso me
era imposible olvidar el da que me
di cuenta de que algo que no
consegua precisar haba cambiado
en mi cuerpo.
Hoy no me encuentro bien,
creo que me voy a quedar en la
cama. Dgale al despensero que lo
atender ms tarde.
Se gira y sus ojos se vuelven
felinos. Y con su bigote, slo
espero que malle. Pero en vez de
eso, responde:
Ests embarazada.
Y lo dice as, tranquilamente,
como quien habla del tiempo o de
la comida del da. Mientas tanto
dobla paos. Me atraganto. La miro
con cara de pasmo.
Qu decs? No desvariis.
Y desciendo la vista hasta mi
estmago, bajo las enaguas, tan
blanco y firme como siempre y casi
llego a dudar de su palabra. Mi aya
tiene que estar equivocada, esto no
me puede estar pasando a m. Es
una broma, slo eso.
Pero desgraciadamente tiene
razn. El monstruo haba
comenzado a crecer apropindose
de mis fuerzas. Desde el principio
tuvo que demostrar su lugar, estoy
aqu, madrecita, ya he llegado. El
milagro de la vida, me ro yo. El
nico milagro era que pudiera
comer sin tener que vomitar tras el
ltimo bocado.
Mi querido. Sancho de
Trastmara fue el que ms se
alegr. De un modo u otro senta
que haba vencido a la naturaleza y
a una mujer que no siempre le haba
puesto las cosas demasiado fciles.
Cada vez que pasaba a su lado me
reprochaba que, de puro vieja,
nunca tuviera descendencia. Deca,
o por lo menos lo pensaba, que
tena el vientre reseco.
Brindemos exclam dando
una palmada al aire.
Slo pude escapar de la
situacin alegando que el vino
poda hacerle mal al nio, que
necesitaba dormir y que ya
tendramos tiempo de sobra para
celebrarlo. l asinti. Puedes
retirarte, dijo. Qu considerado,
pens. Como si necesitara de su
permiso! Supongo que entonces
por los gritos y rumores que hasta
mi alcoba llegaron lo celebrara
con sus caballeros y con la primera
mujer que se cruz en su camino y
que acabara en su lecho. Que mi
marido, cuando perda el control
cosa muy habitual en l, era
incapaz de distinguir la gorda de la
flaca, o la fea de la realmente
monstruosa.
No s cunto llor esa noche.
Llor hasta que no pude ms. Me
saba sola y me senta enferma.
Enferma de nio indeseado. Y
aunque ya era mayor, nunca precis
tanto de alguien que me consolara.
Tentada estuve incluso de clavarme
un pual o qu s yo en el vientre
para acabar con el que habra de
ser mi propio hijo (como un trozo
de carne atravesado en un palo).
No te preocupes, hija ma
me deca mi aya acaricindome el
pelo, piensa que de esta forma te
libras de los deberes maritales.
Y yo lloraba ms fuerte porque
despus de tantos aos los deberes
maritales no eran ms que simple
rutina que apenas duraban. Dejarles
afanarse sobre ti, cerrar los ojos,
vaciar la mente. Y, sin embargo, el
tener un nio era de por vida.
Nacera, como todos, entre
sangre, mi propia sangre pensaba
con el dramatismo propio de la
situacin derramada por ese
bicho indeseado.
Lo vea crecer, revolverse en
mis tripas como unos gases
inoportunos y pellizcaba all donde
deba de alojarse. Vete, le
murmuraba.
Daba igual lo que hiciera,
pensaba, nunca conseguira
parecerme a mi madre o a esa otra
mujer. Nunca podra querer a ese
nio. No recuerdo si fue al cuarto o
quinto mes de gestacin cuando mi
marido tuvo la necesidad de dejar
el castillo e irse a reunir con el
obispo de Segovia: Juan Sierra.
Pronto se celebraran cortes y haba
asuntos que tratar con su hermano,
el rey, que a la sazn se encontraba
no muy lejos de all, en Toro,
creando una nueva ordenacin de la
moneda. Y para ponerse de acuerdo
con la curia antes de que el resto
del clero y los campesinos se les
echaran encima con sus demandas.
Yo me alegr como cada vez
que parta. Por fin tendra toda la
hacienda para m sola, para ir a
pasear, a montar a caballo (a pesar
de los consejos de todos aquellos
que vean en esa simple aficin un
peligro para el futuro fruto de mis
entraas). Llamar incluso a los
comediantes de algn castillo
cercano, o a los poetas y trovadores
para que nos informaran de las
ltimas modas en Francia o en
Inglaterra. El castillo, en tiempo de
mujeres.
Se acabaron los gritos en el
patio, pens, los banquetes, las
fulanas. Incluso un embarazo como
el mo, difcil e indeseado, podra
hacerse llevadero en esa situacin.
Y quin sabe me dije, quiz
pueda incluso tener lugar un
desgraciado accidente y oh!, adis,
pequea larva.
Sin embargo, esta vez iba a ser
distinto, ya que le dio igual que
estuviera embarazada o que todo el
mundo le desaconsejara un viaje
que durara tantas horas.
Te vienes conmigo y su
boca se torci en la media sonrisa
que tanto odiaba, su dedo, como un
alfiler, se clava en mi pecho.
Har que ensillen tu caballo y
partiremos nada ms amanecer, que
el viaje es largo y los caminos,
peligrosos.
Hice como que me desmayaba,
mand traer sales, hierbas que me
reanimasen.
Estis bien no pregunta,
afirma. Siempre tan encantador,
preocupado por su mujer, por su
salud.
Yo, tirada en el suelo cual
guiapo.
Y todas a mi alrededor: ay,
cunta crueldad.
Supongo que si lo hizo no fue
para fastidiarme, sino para tener a
su hijo cerca. No se fiaba de m. Y
aunque l fehacientemente supiera
que yo jams haba conocido a otro
hombre (en el sentido bblico)
desde que me casara con l - a
pesar de que he de reconocer que
algunas veces estuve tentada de
hacerlo, algo en su naturaleza le
haca dudar de todo. La
desconfianza en persona. Recelaba
siempre: del aire por si traa
tormenta, de los amigos que lo
abrazaban por si en la mano
escondan algn pual, de su misma
familia. Pero de todos los recelos
yo creo que precisamente este
ltimo era el nico que no era
infundado, cuntas guerras haban
trado ya a Castilla y cuntas ms
habran de traer las pugnas entre
hermanos, hijos, cuados y dems
familia de mi marido! Cuntas
muertes todava! Y la suya por
encima de todas.
Nada, nada mueve las
manos como si agitara moscas
Empezad a empaquetar las cosas.
Aunque no quisiera ir a
Segovia, el viaje me hizo bien.
Apenas vomit y a pesar de dormir
donde bien podamos, descans
como nunca. Me haban preparado
un carromato, pero yo me negu en
redondo a subirme en l: no era
slo que pretendiera llevarle la
contraria por definicin, como
acertadamente dira (slo queris
llevarme la contraria; y yo, de
verdad?, cmo podis pensar eso
de m?), sino que amaba montar a
caballo.
En las posadas dormamos en
habitaciones separadas y en los
caminos no coincidamos: por lo
menos en eso estbamos de
acuerdo, cuanto menos se nos viera
juntos, mejor.
Es extraa la libertad que se
siente sobre la montura. Parece
como si una parte de ti misma se
volviera animal, salvaje casi.
Aunque siempre subsiste el miedo,
ste es reconfortante. Y cuando
logras que el animal obedezca a la
ms mnima inclinacin de tu
cuerpo, que parezca que de verdad
sabe lo que ests pensando, te
embarga una sensacin de poder
que es muy difcil de experimentar
en cualquier otra situacin. Con mi
caballo, a diferencia de lo que
senta con mi marido, exista la
complicidad.
l, Sancho, disfrutaba lo mismo
que yo: al clavar sus espuelas y
soltar las riendas, dejaba de fruncir
el entrecejo y su rostro se relajaba
como si no tuviera ms obligacin
en la vida que guiar a su montura
por el camino ms rpido y seguro.
Incluso al finalizar la jornada era l
quien se encargaba de revisar la
comida, el agua, la silla y los
cascos. Vindolo as, casi poda
olvidar todo lo que lo odiaba desde
siempre, desde que mis ojos se
clavaron en l. Odio a primera
vista.

No s por qu tras la muerte de


mi padre, mi hermano tard tanto en
buscarme un esposo. Es cierto que
pasada la veintena mi cuerpo poda
haberse vuelto, para el ideal
masculino, menos apetecible. Pero
importa en realidad? Una esposa,
segn ellos, no tiene por qu ser
joven, que eso se reserva a las
amantes, sino poseer otros atributos
que yo posea holgadamente. Mi
precio poltico segua siendo el
mismo. Y oportunidades, vaya que
si las hubo. Cualquier conde
hubiera aceptado mi mano (y la
herencia que me corresponda,
sobre todo por parte de mi madre)
encantado de su suerte. Adems, sin
pecar de falsa modestia, por ms
que se empearan las voces
maledicientes por lo general
mujeres verdaderamente viejas y ya
casi sin dentadura segua siendo
bella, como mi madre.
Supongo que Fernando, que se
vio, sin comerlo ni beberlo, de
pronto coronado como rey no
terminaba de sentirse a gusto en su
papel. El pobre fue siempre algo
indeciso y tras la marcha de su otra
hermana y de Juan, slo quedaba yo
a su lado.
Y si finalmente consinti en mi
matrimonio, no fue tanto por la
dichosa paz esa de Santarem que
tuvo que firmar con Castilla, sino
porque mi cuada Leonor, quien a
pesar de que nos llevramos bien,
no vea el momento de librarse de
m.
Es curioso, porque todo el
mundo cuando habla de ella se
refiere a la pobre raptada y forzada
a casarse con un hombre a quien no
quiso. Pero a todos stos los
invitara a convivir un da con sus
reyes para que se dieran cuenta de
la enorme estupidez de sus
palabras. Mi hermano era apuesto,
s, incluso a pesar de su mandbula
cada, que bien sabe hacer
disimular a todos los pintores que
lo retratan. Pero ya est, se es su
nico atributo: si fue pacfico, si
fue un buen rey, es porque se ha
sabido rodear de buenos consejeros
y de una mujer que contrarresten su
flaqueza. Fue el rey pasmado. El
inconsciente. El pusilnime. Y
nunca hubo rapto alguno. Todo fue
un plan brillantemente orquestado
por una mujer que s que merece ser
reina. Se libr de su marido y
consigui casarse con el rey sin
parecer por ello una aprovechada, o
como diran las lenguas ms
afiladas: una vbora. Y si este reino
de Portugal no ha pasado ya a
manos castellanas, es porque, como
se dice vulgarmente, fue ella la que
llevaba las calzas. Y por ello no
poda dejar de caerme bien. Y
aunque supiera que yo a ella
tampoco le resultaba indiferente,
tena que librarse de m. Una pena.
Las cosas de palacio requieren
su tiempo, pero ella apenas lo
necesit.
Que se case dijo un da
durante la cena.
Y es que a pesar de llevar
diadema real, sus modales no eran
muy reales precisamente.
Me qued callada, mirando.
Tena curiosidad por ver cul sera
la reaccin de mi hermano.
Se atragant, sorbi el vino y
una mancha roja se le dibuj
alrededor de los labios.
Qu? pregunt finalmente.
Mira, amor que as le
llamaba, incluso en pblico, no
ves que ests negndole su futuro?
Yo tambin la miro de hito en
hito. En verdad esa mujer tiene
facilidad de palabra: negndome
mi futuro? Acaso casndome
tendr mejor futuro que
quedndome con mi hermano en el
trono?
Me contengo. Espero que sea mi
hermano quien me defienda.
N o s, Leo que as le
responda l, como un verdadero
imbcil, t crees?
No se pueden esperar a hablar
de ello en su alcoba, como un
matrimonio bien avenido, sino que
tienen que airear mi futuro, como
ella dice, delante de todo el mundo.
Muerdo un trozo de pan.
Claro! Es la mejor manera
de demostrar a Castilla nuestra y
remarc el nuestra buena
voluntad. De verdad piensas que
con las cinco galeras y la expulsin
de los emperejilados Enrique
tendr bastante? No, no. Ya sabes
cmo van estas cosas. Y t, amor,
quieres la paz duradera,
recuerdas? Y qu mejor signo de
buena fe que casar a tu propia
hermana con cualquiera y
remarc cualquiera de sus
nobles?
A estas alturas mi boca ya deba
de estar abierta a la altura de mi
mesa. A qu espera mi hermano
para interceder por m? No
tendra que haber dicho, Beatriz
es mi hermana, ha de quedarse
conmigo, es de vital importancia
para el reino. Pero en vez de eso
responde:
S, quiz tengas razn.
Y ella se arrellana en su silla y
coge una uva con dos dedos. Y en
vez de aplastarla, que es lo que yo
hara en su lugar, se la mete en la
boca y la mastica.
A estas alturas mi boca ya deba
estar abierta a la altura de mi mesa.
A qu espera mi hermano para
interceder por m? No, tendra que
haber dicho: Beatriz es mi hermana,
ha de quedarse conmigo, es de vital
importancia para el reino. Pero en
vez de eso responde:
S, quiz tengas razn.
Y ella se arrellana en su silla y
coge una uva con dos dedos. Y en
vez de aplastarla, que es lo que yo
hara en su lugar, se la mete en la
boca y la mastica.
La boda se celebr el nueve de
abril de mil trescientos setenta y
tres. Y llova.
Con mi casamiento haban
pretendido solucionar el problema
de las luchas entre los dos reinos.
Mi persona era la venda para los
desaguisados que haba provocado
la no muy lcida cabeza de mi
hermano. ste, que nunca se
distingui por sus grandes miras
polticas, haba apoyado durante las
guerras fratricidas que haban
enfrentado al rey Pedro I con
Enrique de Trastmara a aqul que
precisamente perdera. As que una
vez ms, derrotados por las huestes
castellanas y reunidos en mil
trescientos setenta y uno en
Alcoutim, Fernando se avino a
casarse con otra Leonor: la hija del
rey Enrique, sumado a otras
condiciones econmicas menos
gravosas, a cambio de que el nuevo
rey castellano no invadiera
Portugal. Pero entonces se cruz en
su camino precisamente la otra
Leonor, Leonor Telles (hermana,
por cierto, de una de mis damas de
mayor confianza), y todas las
buenas intenciones: la Paz de
Alcoutim y el tratado de Tui, se
fueron, literalmente, al garete. Y mi
cuada, que siempre haba visto en
m una influencia perniciosa en las
decisiones de mi hermano, decidi
que el mejor modo de matar dos
pjaros con la misma piedra era
firmar una nueva paz con la que
librarse de Castilla y de m.
Mi aya se encarg de colocarme
el tocado con unas horquillas que se
incrustaron tanto en mi cabeza que,
cuando me las quit, tuve que
palparme el crneo para ver si se
haba convertido finalmente en un
colador.
Estaos quieta me deca.
Y estoy convencida de que si
hubiera tenido los catorce aos
habituales entre las futuras esposas,
en vez de los veintisis que
ostentaba, no hubiera dudado en
arrearme un tortazo. Al llegar a la
catedral (que nunca me pareci
tanto una fortaleza como en ese
momento), se me cal toda la cola
del traje y el tocado, demasiado
largo, de barro. As que el paseo
hasta el altar result una verdadera
tortura. Las telas me tiraban de la
frente como si quisiera arrancarme
el cuero cabelludo. Y el traje
dejaba un reguero de barro a mis
espaldas. Me senta como un buey,
uncida a ese traje tan recamado con
perlas y puntillas, escogido ex
profeso por mi querida Leonor.
Qu telas ms divinas
deca. Te quedarn que ni
pintadas.
Hecha un cuadro que iba!
Porque adems se empe en
maquillarme ella misma y los
frescos de la catedral no tenan
nada que envidiar a mi cara.
Al final del altar me esperaban
el legado pontificio y mi futuro
marido. Sancho, me haban dicho
que se llamaba. Hermano del rey.
Hijo de la amante del otro rey, su
padre. Y yo lo repeta: Sancho,
Sancho, Sancho, como si se me
fuera a olvidar. Mientras vea pasar
las caras de satisfaccin de todos
aquellos que haban acudido a las
bodas de los hermanos de los reyes:
don Fernando el Inconsciente y don
Enrique el de las Mercedes.
Aunque poca merced me hizo a m,
pensaba, al darme como marido un
ser semejante a aqul!
Eran hijos de Alfonso XI de
Castilla y Leonor de Nez de
Guzmn Ponce de Len. En
definitiva, otro hijo ilegtimo.
Como yo.
Tenis mucho en comn
concluy Leonor.
Al menos, intentaba
consolarme: no tiene joroba, ni es
tuerto, ni le faltan dientes, ni tiene
una pierna ms larga que otra.
Poda haber sido peor. Y sin
embargo ya lo detestaba. Puede que
fuera por su actitud, con una mano
en la cintura como si tuviera mucha
prisa: venga, vamos, avanza (el
tocado tirndome hacia atrs), que
cuanto antes terminemos con esto,
mejor. O por cmo me mir, de
arriba abajo, como en un mercado,
detenindose ostentosamente en
aquellos lugares que le llamaban
ms la atencin. No lo s, pero lo
odi.
Quise decirle: esto es una
broma, no me quiero casar contigo
como t tampoco conmigo. Mejor
nos vamos como hemos venido y
Dios con todos.
Quieres a esta mujer?
Y l: S, s por duplicado.
Qu significa el verbo querer
en una ceremonia tan absurda como
sta?, me pregunto.
Y mi aya llorando
aparatosamente, se suena.
Al menos, pienso, no le huele el
aliento. Sigo buscando motivos
para explicar mi repulsin. Desisto.
Me limito a odiarle, simplemente.
Y t, quieres a este
hombre?
Noto la mirada lacerante de mi
hermano sobre la nuca, o quiz sea
slo el maldito tocado.
S contesto.
Me resigno. Slo quiero que
todo termine, cuanto antes mejor.
Como una enfermedad, aunque
luego las secuelas sean casi peores
que sta.
Marido y mujer, por fin.
Anillos, beso en la mejilla y hasta
la noche, querida, que tengo asuntos
de los que ocuparme.
Y luego la noche de bodas,
despus del banquete. Nada
extraordinario. Ni casados mejoran,
pienso.
Ya est? le pregunto con
mi tono ms cnico. Eso es
todo?
Y la desilusin de l.
No quiero ser la nica que odie
de nuestra pareja. Somos marido y
mujer, compenetrados en todo, no?
Hasta que la muerte nos separe.
Se levanta, con su ropa entre las
manos y, todava desnudo,
abandona la alcoba.

Llegamos a Segovia a finales de


otoo. A pesar de que nunca haba
estado tan lejos del mar, algo en su
paraje me record el lugar donde
me haba criado. El aire rezumaba
espliego y las ramas crujan bajo
nuestros pasos. Y la luz, que se
desliza por encima de las lomas y
picachos. La estepa se extenda sin
sombra de rboles ms all de lo
que nuestros ojos podan abarcar y
rebaos dispersos de ovejas con
su lana bien espesa en espera del
invierno salpicaban las lomas.
Sorprenda, a pesar de la
luminosidad, lo spero, lo cicatero.
Dnde vamos a alojarnos?
le pregunt a una de mis damas.
Ella se sonri y no sin motivo.
Tendra que haber sido ya la
mujer de la casa la que indicara lo
que se haca con las despensas, la
que supiera lo que suceda en cada
habitacin, la que tendra que
conocer en cada momento los
deseos de mi marido pero haca
mucho tiempo que haba renunciado
a ese papel, si alguna vez lo tuve.
Aunque tampoco me molestaba
demasiado.
Bien, Blanca pens, hoy
eres la sustitua. Y te alegras por
ello. Mas pobre de ti, que en apenas
dos meses vers como eres
relegada.
En verdad llegu a sentir pena
por ella. Me caa bien. Era casi mi
nica amiga. Se crea importante,
nia ma, y no sera yo quien le
destrozara las esperanzas. Ya se
encargara el futuro de hacerlo por
m.
Haba entrado dos semanas
antes del viaje a mi servicio y
apenas tard tres das en caer ante
el mpetu de mi seor esposo.
Calcul su edad: ms o menos
quince aos cuatro menos de los
que yo tena cuando me cas. Era
en verdad bonita. No tena de qu
extraarme.
Cmo te llamas? le
pregunt el da que me la trajeron a
palacio. Haca unos das que haba
muerto otra de mis damas de
compaa y pronto me vi en la
necesidad de tomar otra que la
reemplazara.
Blanca me bautizaron, seora
me contest.
Blanca, nombre de reina. No
obstante, ella slo era la hija de un
noble venido a menos. Retorca sus
manos alrededor de su falda, pero
su cara, redonda como el pan,
pareca tranquila.
Y sabes coser, Blanca?
S, seora me contest.
Tena ojos color miel y las mejillas
salpicadas de pecas. Las cejas
tambin eran gruesas y oscuras,
pero le quedaban bien, juzgu. El
pelo castao caa por su frente y en
una gruesa trenza por detrs de la
espalda. S, pens, tiene manos de
costurera. Y no s por qu le di
tanta importancia a este detalle.
Nunca me haba importado ir
vestida con andrajos.
Bien, pues pronto podrs
aprender las tareas que te
corresponden. Y no tiembles, nia,
que vers como esto no es tan malo.
En realidad no temblaba, pero
era lo que tena que decir como
seora: ser magnnima, ante todo.
Ella hizo una reverencia,
demasiado ostensible como para
ser considerada correcta. Haba,
quiz, una ligera burla. Pero prefer
pensar que slo era un problema de
modales.
Me haba cado bien. Y siempre
confi en mis primeras impresiones.
Pronto supe de lo que suceda
por las noches entre mi marido y mi
nueva dama. Tambin ella era
consciente de que yo lo saba, pero
no por eso disminuy la confianza
mutua que haba ido surgiendo entre
nosotras. Sola venir a mi lado al
caer la tarde (con el vaso de agua
con miel que tan bien le haca a mis
nuseas), se sentaba a mi lado y,
apartndose la trenza con un gesto
de desenfado completamente
meditado, me contaba todo lo que le
pasaba por la mente, guardndose
para s, por pudor y quiz por
consideracin, aquello que suceda
de puertas para adentro en la
habitacin de mi marido. A m me
gustaba la llaneza no carente de
irona con la que hablaba de todos
aquellos por los que habra tenido
que mostrar un mnimo de respeto.
Sinceramente, creo me
contaba; sus brazos, esponjosos,
alrededor de su talle que las
cocineras tienen razn, que el
tonelero est posedo de verdad,
pero por el espritu de la bebida,
que cuando nadie lo ve, hunde la
cabeza en uno de los barriles y no
la saca hasta que el demonio ha
entrado en su cuerpo.
Y yo me rea, porque recordaba
su cara roja y la cantidad de
espumarajos blancos que le salan
de la boca cuando se hablaba con
l.
Por el espritu de la bebida?
S, claro. No lo conocis?
adelanta su mano y me coloca el
cabello detrs de la oreja. El que
pone los ojos vidriosos e hincha la
tripa de los hombres. El que slo se
va por las letrinas, mi seora,
cuando deciden desahogarse.
Tuerce la boca y contiene la
risa. Y hay en su gesto
despreocupacin. Y, sin embargo,
me doy cuenta de que sus palabras
me miden, siempre, como si
quisieran comprobar mis lmites.
No me importa: lo achaco,
equivocadamente, a la necesidad de
situarse del que llega de nuevas a
un lugar del que no conoce las
reglas. Y as, con ella, la tarde se
haca ms breve y cuando llegaba la
noche (y ella, tan discretamente, se
iba) no senta el haber estado con
una nia de quince aos, sino con
una igual. Acaso porque nunca
haba compartido nada con alguien
de mi edad y ella era lo ms
cercano que conoc a una amiga. Y
aunque con el tiempo llegara la
traicin e intentara matarme, mis
sentimientos hacia ella nunca
cambiaron.
Cada da descubra en ella un
detalle nuevo: un lunar, una
expresin, un gesto que, por ser
demasiado fugaz, antes me haba
pasado desapercibido.
Blanca era franca, directa. Cosa
sta que se agradeca en una corte
donde todo era: como gustis, como
deseis, a sus rdenes, mi seora.
Para que luego, cuando te dieras la
vuelta, comenzaran los cuchicheos y
cada uno hiciera lo que le viniera
en gana. Como ponerte veneno en la
comida, por poner un ejemplo.
Cuando estbamos juntas
apenas notaba la diferencia de
edad. Y lleg un momento en el que
lo olvidamos por completo. Ella me
daba la frescura que haba perdido
haca mucho tiempo, rodeada
siempre de gente tan principal. Y
yo, a cambio, le ense los modales
que le seran necesarios si algn
da se decida a tomar esposo. La
espalda recta, las manos recogen
los pliegues de los vestidos as, y la
cabeza inclinada, pero tampoco
demasiado. Es una muestra de
respeto, no una humillacin. Si te
agachas demasiado, pensarn que
pueden hacer contigo lo que les
venga en gana. Y han de pensar que
dominan, pero sin hacerlo en
realidad. En eso consiste la
influencia. Entiendes? (nunca fui
demasiado buena en las
explicaciones, sobre todo en temas
maritales en los que mi propio
esposo se haba revelado como un
autntico fiasco).
S, s, claro.
Ella, al menos, era inteligente y
no necesitaba que le repitiera las
cosas.
Adems tena unas manos
prodigiosas para la costura. Y un
apetito que no le iba a la zaga. No
s cmo lo haca, pero siempre
consegua traer algn dulce metido
en su falda para comerlo cuando, ya
entrada la noche, regresaba a mi
alcoba todava con el olor de los
flujos de mi marido y, mientras los
dems dorman, nos quedbamos
las dos solas jugando a las damas o
contando secretos a la vez que
untbamos pan en mantequilla y lo
regbamos con miel.
Me hablaba de sus padres: de
cmo su padre mandaba que
probaran todo lo que la nia y se
llamaba a s misma nia coma
por temor a que se le quemara la
lengua, que ya se sabe, como me
dijo y (que yo desconoca del todo),
que es una de las maneras que tiene
el demonio de posesin: a travs de
la lengua.
De cmo la madre le enseaba
a limpiar el trigo, a preparar
cerveza o de cmo perdi su
virginidad precisamente detrs de
un trigal con el hijo de uno de los
labriegos de su padre.
Quera ser cura me contaba
mientras apurbamos la luz de los
ltimos cabos de las velas y por
ello tena que estudiar las letras y
los nmeros. Y yo me enamor de
l porque precisamente escribi mi
nombre en la arena del erial del
moro. O dijo que lo hizo, porque yo
ni mi firma s hacer y poda haber
escrito cualquier cosa, que no me
hubiera enterado.
Y yo me rea:
Y qu tal con el curita?
preguntaba.
Pues no s si llegara al de
nuestro Seor algn da, pero el
camino de las mujeres se lo tena
muy transitado, que tena una
experiencia que ya quisieran para s
otros menos devotos!
Adems posea una intuicin
especial, un sexto sentido por el
que saba que haba temas que era
mejor no tratar. Por ello, y aunque
lo quera saber todo de mi corte
portuguesa, de mis caballeros, de
mis damas (y yo se lo cont con la
misma franqueza), nunca me
pregunt sobre mi padre y mucho
menos sobre mi madre. Cosa que
agradec desde lo ms profundo.
Hay recuerdos que es mejor que no
sean tales. Mi pasado tena que ser
eso y slo eso. La cicatriz era
demasiado reciente.
Fue con el tiempo como me di
cuenta de en qu consista en
realidad lo que ms me llamaba la
atencin de ella: la capacidad de
abstraccin que posea. Era capaz,
durante unos instantes, de perderse
en sus pensamientos sin enterarse
de lo que suceda a su alrededor. Se
quedaba mirando una mosca, una
nube o una mesa como si fueran los
objetos ms trascendentales que
jams tuviera ante sus ojos. Y en
verdad pareca que su inteligencia,
siempre alerta, en cierto modo se
desconectara y descansara,
plcidamente, en la visin de
aquellas banalidades. Haba algo en
ella del animal que intuye el
peligro. Se ha criado en el campo
me dije, es normal que su
actitud sea as (como si la corte
donde yo me criara fuera mucho
ms segura). Pero conmigo nunca
se mostr desconfiada. Me
calibraba, s, pero con respeto,
nunca con miedo.
No obstante, a pesar de todas
sus virtudes y capacidades, el
dominio del caballo no estaba entre
ellas. Blanca, a pesar de venir del
campo, apenas saba mantenerse
sobre la silla. Y el viaje hasta
Segovia result para ella una
verdadera pesadilla.
Ay se quejaba, ay
como si con el primer ay no hubiera
sido suficiente.
Y yo:
N o queris ir en el
carromato?
Me miraba de frente, ofendida,
que otra cosa no, pero era orgullosa
hasta decir basta.
Por favor, seora! Si los
hombres no me vencen, lo va a
hacer un animal!
Y yo no poda dejar de darle la
razn. Los siguientes ayes eran
murmullos.
Ante mi pregunta de dnde
bamos a dormir, contest:
Dicen los soldados, seora,
que vamos a alojarnos en el alczar
tiraba de las riendas con tanta
fuerza que pareca que al pobre
caballo se le fueran a salir los ojos
de las rbitas.
Suspir aliviada. A pesar de
que los castillos como aquel
alczar que ya podamos divisar
siempre resultaran mucho ms fros,
psimos para un estado como era el
de embarazada, en el que me dolan
todas las articulaciones; tambin
ofrecan mucha ms privacidad de
la que poda otorgar cualquier casa
de cualquier noble, por muy grande
que fuera. Al menos, si era lo
suficientemente grande, me deca,
tendra menos oportunidades de
encontrarme con mi marido. Y
entonces, menos posibilidad de
discutir.
Creo, la verdad, que fue don
Juan Manuel, to y amante ocasional
de mi madre en sus aos de
juventud, quien dijera que se poda
ir desde Navarra hasta Granada
alojndose todas y cada una de las
noches en un castillo. En realidad
era fcil de prever que acabaramos
alojndonos en uno de ellos y mi
pregunta era quiz un poco absurda.
As que si esta vez Blanca haba
pretendido medirme, la vara habra
sido indudablemente corta.
Cruzamos la puerta de San Juan
y atrs dejamos las jornadas de
camino en las que en nada haba
tenido que pensar para adentrarme
en otras en las que todo seran
quebraderos de cabeza.
Los segovianos nos recibieron
como reyes. Mataron incluso un
cerdo en nuestro honor y estuvimos
comiendo chorizo y morcillas un
mes entero. Colgaron mantones de
las ventanas de las casas y a nuestro
paso arrojaban flores y plantas que
nuestros caballos, tan delicados
como los hombres, pisoteaban sin
conmiseracin alguna.
La verdad es que el lugar bien
mereca la atencin de cualquier
trovador o poeta que se precie. Y
no slo la ciudad, tan entraable su
interior como adusta su apariencia,
sino el mismo castillo. Se trataba
de un bonito palacio, construido
con el paso del tiempo y sin
embargo ajeno a l. Se alzaba en un
risco, entre el cruce de dos ros,
como si hubiese emergido de ellos.
Horadada la roca durante milenios,
era ahora un pedestal el risco sobre
el que se alzaba. Alto y de
apariencia frgil. Pareca que
estuviera fabricado con arena de tan
blanco que era, lo que haca que
relumbrara cuando el sol envolva
alguna de sus fachadas. Cientos de
golondrinas lo sobrevolaban
lanzando gritos al aire. Recordaba,
no s por qu, a una concha que se
queda varada en la playa. Un foso
lo rodeaba por su cara ms
septentrional y las enredaderas,
largas, colgaban como barbas de
sus paredes, excavadas
directamente en la roca de la
montaa en la que haba sido
erigido. La vegetacin tan verde de
las orillas contrastaba vvidamente
con el color pardo de las estepas,
que desde ese promontorio se
extendan hasta el infinito. Daban
ganas de pasar las manos por su
superficie. A pesar de ser tan
grande, de que pareciera surgir de
las mismas piedras donde haba
sido construido, del peligroso corte
que descenda al Eresma y al
Clamores con aquellas aristas que
hubieran podido amedrentar hasta
al escalador ms valiente, daba
sensacin de liviandad, como las
nuevas catedrales que se estn
construyendo. Y la luz, que pareca
emanar directamente de l.
Y era como la ciudad:
atemporal, bello por salvaje. De
apariencia mansa y despreocupada,
pero custodio de secretos que es
mejor olvidar.
Porque dice la historia que
haba sido erigido por el mismo
Alfonso I el Catlico, hogar del
aguerrido conde Fernn Gonzlez y
morada predilecta de Alfonso X.
Pero el nmero de sus leyendas no
le iba a la zaga al de ancdotas de
sus encumbrados moradores. Se
deca, por ejemplo, que una mujer
haba sido encerrada en sus laderas
por un amor imposible como tiempo
atrs le pasase al mismo Merln;
que haba sido erigido sobre un
monasterio saqueado y que el da
de las nimas los monjes
asesinados se levantaban de sus
tumbas, o que una mujer, amante de
reyes, se haba suicidado entre sus
muros tras la muerte de su hijo.
Y si yo en un primer momento
me re de tanta zarandaja propia de
viejas chismosas que no tienen nada
mejor que hacer que entretenerse
inventando historias, sin embargo,
pronto pude ser testigo de que las
leyendas a veces son ms verdicas
de lo que debieran.
En cualquier momento me
dijo Blanca podr salir volando.
Y si no me ech a rer en ese
momento vaya ocurrencia, un
castillo volador, dnde se ha visto
, fue porque yo tambin lo
pensaba.
La comitiva al completo se
haba detenido para contemplarlo y
slo mi marido mostraba una ligera
impaciencia.
Hay que avanzar, hay que
avanzar gritaba. Y la fusta se
hunda en el flanco de su
cabalgadura y apartaba, con la
grupa y la fusta, a los serviles
segovianos que queran ver al
hermano de su seor el rey.

Me acomodaron en la mejor
habitacin: en la misma, me
dijeron, donde se alojara su
majestad la reina Juana. De las
paredes colgaron tapices y
cubrieron el suelo con alfombras.
Armadas con palos, mis damas se
encargaron de vaciarlo de ratones,
araas y cualquier otro inquilino
ocasional. A pesar de que yo
pretend ayudarlas, mi ama se neg,
y haba algo en sus ojos que me
hizo aceptar que los trabajos duros
se haban acabado para m.
Pues tanto mejor dije.
Me tumb en la cama y clav
los ojos en el techo. Y entonces lo
supe, desde el primer momento
supe que mi aya se haba
equivocado, que las arduas labores
no se haban acabado para m, que
mi verdadero periplo empezaba
entonces. Y que por ms que
limpiramos esa habitacin, nunca
estara vaca de presencias no
deseadas. Y lo que era peor: que en
esa cama nunca dormira sola. Y
que ella, la que pronto habra de
caer por la ventana, necesitaba
tanto de m como yo de ella. Tuve
fro y me arrebuj en la capa de
viaje, que todava no me haba
quitado.

Los das pasaban con una


parsimonia desesperante. Los tratos
de mi marido no avanzaban y el
viaje, que apenas iba a ser de una
semana, se transform en meses de
espera, recluidos en la fortaleza.
Me senta encerrada. Slo sala del
alczar para cruzar a la catedral,
que apenas estaba a treinta pasos
del foso. El resto de jornadas
recorra los pasillos como alma en
pena, qu irona. Cuarto del cordn,
de las pias, de la galera. Torres
arriba y torres abajo. Fosos,
cocinas, caballerizas, patios,
terrazas. Slo repela las cocinas y
las g a rita s de guardia.
Y aqu hablaba con mi
tripa, ya gorda y redonda
tenemos otra vez el saln del trono.
Interesante, verdad?
Otra vez por aqu, seora?
me preguntaban los soldados de
guardia.
Y yo:
Otra vez, fulano, mengano
que ya me los conoca a todos.
Y cuando por fin pudimos dar
sus negocios por concluidos, el
invierno estaba tan avanzado (y
tambin mi embarazo) que mi
marido, en un ataque de sensatez,
decidi que era mejor quedarnos
all.
Total dijo,
Alburquerque no se va a mover de
donde est.
Quise protestar:
No, yo creo que
Pero me cort, en seco.
Y punto dijo, como haca
mi padre.
Bastardo, dije entre dientes.
Y tambin entre dientes me re de
mi broma. A veces puedo ser muy
ingeniosa.
Haba llegado el invierno, y la
ciudad se haba cubierto de nieve.
Todo el bullicio que nos recibi el
primer da se haba transformado en
silencio y en oscuridad. Incluso los
mercados, que se celebraban
puntual y religiosamente todos los
jueves, fueron aplazados hasta que
llegaran estaciones ms benignas.
Las ovejas haban terminado su
periplo hacia el sur, por lo que, en
una ciudad lanera como era
Segovia, la fabricacin de paos se
interrumpi e incluso vimos cmo
descenda el nmero de burcratas
y juristas de su majestad el rey, ya
que sin ganado ni ferias ni
mercados que controlar su funcin
como garantes de la seguridad y
como cobradores del montazgo
resultaba absurda y casi
inapropiada. Y hay que decir que el
Honrado Consejo de Mesta, que tan
ocupado haba estado desde los
tiempos de Alfonso el Sabio,
encontr, durante aquellos meses
especialmente crudos del invierno
del setenta y tres, momentos de
sosiego y casi aburrimiento.
Incluso los mercados, que se
celebraban puntual y religiosamente
todos los jueves, fueron aplazados
hasta que llegaran estaciones ms
benignas. Las ovejas haban
terminado su periplo hacia el sur,
por lo que en una ciudad lanera,
como era Segovia, la fabricacin de
paos se interrumpi e incluso
vimos como descendan el nmero
de burcratas y juristas de su
majestad el rey, ya que sin ganado
ni ferias ni mercados que controlar
su funcin como garantes de la
seguridad y como cobradores del
montazgo resultaba absurda y casi
inapropiada. Y hay que decir que el
Honrado Consejo de Mesta, que tan
ocupado haba estado desde los
tiempos de Alfonso el Sabio,
encontr durante aquellos meses
especialmente crudos del invierno
del setenta y tres momentos de
sosiego y casi aburrimiento.
Mi caballo olvid lo que era
ser montado por m y muri ese
mismo invierno, por una infeccin
que no supieron diagnosticarle a
tiempo (o eso me dijeron, aunque
quiz tuvieron necesidad de carne y
acab en un puchero), porque
cuando este hecho tuvo lugar, yo
estaba tan dbil que apenas poda
moverme. Llor por l.
Pareca adems que el invierno
tambin haba llegado dentro del
palacio porque incluso los cantos
que siempre acompaaban a las
largas y tediosas horas de costura
se haban acallado. La gente andaba
huraa por los pasillos y,
sorprendida, no tard en comprobar
que nadie deseaba quedarse solo en
ninguna habitacin. El ambiente
estaba enrarecido, pero slo yo
pareca notar que haba algo ms:
un motivo ms all del mal tiempo.
Mi percepcin, supongo que con el
embarazo, se haba agudizado.
2

(DEL HIJO).

P orque empez desde el


principio. No es producto,
como dijeron muchos, de lo
avanzado de la gestacin. Delirios
de preada, los llamaron, pero se
equivocaban (y los que deliraban
eran en realidad ellos). Los no
natos son molestos, te tiran de la
piel del estmago, de los riones, te
provocan dolor en los huesos,
incomodidad al tumbarte y otra
sintomatologa tan variada como
asquerosa y que por pudor omitir.
Pero, que yo sepa, no provocan
ensoaciones. Eso lo hace el vino,
que los que dicen semejantes
majaderas beben, pero no la
pequea larva que yo llevaba en el
estmago. S lo que vi y slo con el
tiempo pude llegar a comprender
por qu haba sido yo, y no otro, la
que lo vio.
Desde el primer da se me
apareci.
Estaba ah, lo s, esperando
redimirnos a las dos. La necesitaba
porque slo a travs de ella, de su
historia, de saber por qu cayeron
ella y su hijo a travs de la ventana
de la Sala del Solio, conseguira
aceptar el futuro con mi propio hijo
y con mi esposo, y superar el
pasado que mis padres me haban
legado.
Porque slo sabiendo lo que era
y lo que haba sido podra
salvarme. Aunque todava no era
consciente de ello.

Vena siempre por la noche. Las


causas, perfectamente lgicas: con
la oscuridad, se aseguraba de que
todos durmieran y adems
consegua hacer ms visible su
materia incorprea. Y es que al
principio no era ms que un jirn,
un pedazo de humo que creca al
lado de mi cama. Un milagro, pens
en un primer momento. Pero, claro,
yo nunca he sido alguien digno de
recibir milagros de ninguna clase,
as que tuve que esperar un poco
ms para comprobar la verdadera
naturaleza del fenmeno. Una pena,
no me hubiera importado nada
hacer de mi alcoba un lugar de
peregrinacin.
Intent convencer a todas. Es
cierto!, les deca. Y ellas, mis
damas, como buenas mujeres a mi
servicio, asentan y decan:
Un jirn! Por supuesto,
seora! Por qu no habra de ser
real?
Y no necesitaba ser muy
perceptiva como para darme cuenta
del ligero retintn de sus palabras.
Muy bien, no me creis. Esta
noche la veris y remarqu la
porque nunca dud de su naturaleza
femenina. Intuicin, supongo, un
sexto sentido.
Esperamos despiertas hasta el
amanecer, pero oh, sorpresa!, esa
noche no vino o no se apareci
, ni al da siguiente, ni tampoco
el posterior. En vez de convencer a
nadie, consegu, en su lugar,
plasmar la cara de todas ellas con
unas preciosas ojeras negras.
Bueno, y un tono de animadversin
nada merecido. Yo! Que slo
pretenda proporcionarles una
nueva experiencia! Qu
desagradecidas!
As que, cuando por fin regres,
me sentaba y miraba a travs de
ella. No me molestaba ni en intentar
despertar a nadie. Saba que, en
cuanto lo hiciera, desaparecera.
Aquella fantasma slo quera que la
viera yo.
Hay algo curioso en observar la
muerte tan de cerca. En cierto modo
se le pierde respeto. Tiene tambin
algo de obsceno: un alma sin
cuerpo, la desnudez ms rotunda. A
travs de ese fantasma yo poda
mirar y no ver nada, slo
fragmentos de los muebles que
estaban detrs. Tendra que esperar
todava un tiempo para que sus
rasgos fueran algo ms perfilados.
Y cuando por fin consigui la
suficiente materialidad, procur
vestirse, como si se avergonzara de
marchar por la no vida en pelota.
El miedo que poda sentir por
ella fue creciendo conforme su
presencia se fue afianzando. Era
totalmente irregular en sus horarios,
en los das de sus apariciones. A
veces se quedaba durante largo
tiempo y otras apenas unos
instantes, los suficientes como para
confirmarme que haba venido, que
no se haba dado por vencida.
La naturaleza del fantasma.
Quin poda decirme que no poda
o que no quera causarme ningn
mal? El que no hiciera ningn
movimiento, el que se limitara a
mirarme, todava me intranquilizaba
ms. Cmo poda estar segura de
que no se lanzara a mi yugular a
pegarme mordiscos cuando sus
dientes hubieran tomado ya el
suficiente cuerpo? Los fantasmas no
provocan temor porque hayan visto
el ms all, al fin y al cabo todos
hemos de verlo algn da; sino
porque, cuando se est con uno de
ellos, aunque sea un ser etreo, la
sensacin de indefensin persiste
siempre, por encima de todas las
dems. Con qu armas me
preguntaba se puede vencer a
alguien que ya est vencido?. Ni
crucifijos, ni flores, ni agua bendita,
ni nada. Llen mi cuarto de madera,
que decan que traa suerte, hasta
que casi pareci una serrera. Pero
ni con sas. Me demostr que, si
ella se quera aparecer, seguira
hacindolo. No me molest en
cambiar ni de habitacin, hubiera
servido de algo para quien puede
moverse por donde quiera?
Llegado cierto da, le ped
ayuda a Blanca. La incapacidad de
resignarse siempre fue uno de mis
rasgos ms distintivos.
Blanca le dije, s que no
me crees. Que te parecen todo
ensoaciones, pero tenis que
ayudarme a saber quin es.
Y ella:
No s, seora, cmo
podramos hacerlo. No se ha dado
cuenta de la cantidad de gente que
ha podido morir en este castillo.
Tardaramos toda la vida en
investigarlos a todos!
No, no es a todos, es una
mujer, como de mi edad. Eso
descarta a muchsimos.
S, pero dnde podramos
buscar?
Ha de existir algn archivo,
en el monasterio por ejemplo, o en
la catedral. All han de guardar
memoria, no?
Bueno, y no se le ha
ocurrido que quiz pueda ser
incluso un fantasma que se haya
mudado aqu, que ni siquiera
muriera entre estos muros?
Vi que era intil, que cada vez
que lo intentaba, topaba con una
pared. Me senta incomprendida. Y
la culpa la tena el fantasma por
otorgarme el privilegio de
aparecerse tan slo ante m.
Si las noches las inverta en
desentraar los rasgos de la muerte,
los das eran de una perfecta
monotona. Rezbamos por las
maanas y por las noches.
Comamos tres veces oficialmente y
otras tantas no tan oficiales.
Leamos, cosamos, conspirbamos.
Los hombres, en diferentes
habitaciones, hacan lo mismo.
Durante aquellos meses en los
que nos adentramos ms en el
invierno, ni un juglar ni un bufn ni
nada vino a interrumpir la fuerza de
la costumbre. Tampoco era poca
de torneos, ni siquiera de guerra.
Slo poda esperar que mi hijo, o
se muriera o decidiera precipitar el
parto para que pudiramos
marcharnos de una vez de all.
Afortunadamente, tena a Blanca
a mi lado para distraerme con todas
sus historias de la infancia y con
aquella imaginacin que la llev a
interpretar numerossimos retablos,
caricaturas de los miembros del
alczar y su capacidad para
inventar juegos como el de
perseguirnos en la oscuridad o el de
crear muecos con almohadones
para hacer carreras con ellos en el
ro.
Vivamos en el mismo lugar,
pero slo aqullas que yacan con
alguien mantenan contacto con los
hombres. Incluso en la iglesia nos
sentbamos en diferentes sitios. As
que mis encuentros con Sancho, si
ya fueran contados en
Alburquerque, desaparecieron casi
por completo. Ver a alguien con
barba por mis habitaciones
(excepto quiz la de mi propia aya)
se convirti en algo excepcional.
Con el nico que me top,
aunque tan slo por su tamao, fue
con el Quiste, que pareca poseer el
don de la ubicuidad: sola estar
siempre en el lugar ms inoportuno
en el momento ms inesperado.
Qu tal, seora?
preguntaba, que, educado, lo era un
rato.
Muy bien y me callaba el
nombre. Tema que la lengua se me
deslizara ms all y pronunciara un
apelativo que no le hubiera sentado
nada bien.
Adonde vais?
A donde vos no podis ir.
Algo que nunca me dijeran al
casarme es que, al hacerlo con mi
esposo, no slo me una a l, sino a
toda su mesnada. Yo llevaba una
dote generosa, l, un generoso
squito de despojos humanos. El
peor, sin duda, el Quiste. Y aunque
su desaparicin fue demasiado
rpida, el recuerdo que dej es
imborrable y tan grande como el
tamao de sus muslos.
Ya el da de la ceremonia lo vi,
sentado en uno de los bancos de la
catedral con toda la rotundidad de
su peso. De tal modo que, al
combarse, los dos hombres que
estaban a su lado se apoyaban en
las grasas de sus hombros. Miraba
todo con sus ojillos mientras se
relama, seguramente pensando en
el trozo de pan que se comera
cuando el sacerdote acabara de
bendecirlo.
Se crea ungido de alguna
prerrogativa especial por parte de
mi marido, porque fue el primero en
felicitarme, antes incluso que mi
hermano. Mi ms sincera
enhorabuena dijo, ahora
viviremos juntos, no es as?.
Mir con espanto a mi aya, que
tena idntica cara de horror. Sus
ojos clavados en el fluctuante pecho
de mi interlocutor. S, supongo (y
maldeca para mis adentros). Baj
la vista y descubr que lo haba
infravalorado: aquel hombre era
una caja de sorpresas y no slo la
masa grasienta que pareca a
primera vista, quin hubiera
podido imaginar que se pudiera
tener semejante cantidad de pelos
negros en los nudillos de las
manos?
No obstante, a pesar de esa
profusin de oscuro vello y de la
proteccin de sus grasas, deba de
pasar fro porque no era raro verlo
temblando al lado del fuego. Sola
llevar por los hombros una pelliza
de lo que, en un tiempo vetusto,
hubo de haber pertenecido a un
animal, pero que ya ola a lo mismo
que su dueo.
Segn me contaron, dorma
tambin con un gorro que le cubra
las orejas, de las que, por cierto,
asomaba otra enorme mata de
cabellos negros. Pero, de su
anatoma, si haba algo que
sorprenda sobre todo lo dems,
quiz por lo obvio, era sin duda la
carencia de huesos. Pareca como
si, al haber estado rodeados de
grasa durante tanto tiempo, hubieran
terminado por convertirse en parte
de ella. Sus articulaciones se
doblaban de un modo caprichoso.
Incluso me parece que vi alguna vez
como su brazo poda enroscarse
sobre s mismo como si fuera una
espiral.
Cuando se suba encima del
caballo, sus pies no alcanzaban los
estribos. Un paje, aleccionado ya en
este tipo de menesteres, se
abalanzaba sobre stos para
acortarlos. Y daba verdadera pena
comprobar cmo el pobre equino
abra los ollares para no asfixiarse
bajo la mole que le haban cargado
a cuestas.
Gustaba de lidiar en justas y
torneos. Se acercaba hasta el
gradero del palenque donde las
damas nos refugibamos del rigor
de sol y, tras hacer una reverencia
ridcula, sacaba un mugroso
pauelo lleno de manchas Dios
sabe de qu, que un da hubiera de
robar a una mujer descuidada, y se
lo acercaba a la nariz.
Ganaba siempre,
ineludiblemente. Pero tambin
jugaba con ventaja: ajustaba la
lanza entre las grasas de su costado
y all permaneca firme y dispuesta
a llevarse por delante a cualquiera
que se cruzara en su camino.
Yo creo que lo odiaba porque
intua que me mostraba, de un modo
totalmente fsico, lo que intua que
mi marido esconda en su interior:
una masa informe, oscura y sobre
todo peligrosa. Si no, no se
aclaraba que fueran tan amigos los
dos.
Viviendo con dos seres
semejantes, lo difcil era no caer en
la desesperanza y pensar que todos
los hombres son iguales, sin
importar qu hagan. Sancho y el
Quiste se haban convertido para
m, y sin saberlo, en el paradigma
de lo masculino.
Tuvieron suerte. Este concepto
de ellos cambiara radicalmente en
las jornadas posteriores a nuestra
llegada a Segovia. Y no porque
ellos hicieran algo especialmente
notorio, sino porque un caballero
de verdad, de cdice, vino para
redimirlos (aunque luego se
terminara descubriendo como el
peor de todos).
Lleg solo. Ni siquiera precis
de un paje que lo acompaara.
Vena andando porque, como
despus nos contara, haba dejado
su montura en una posada cercana.
No creo que ninguno viramos nada
sospechoso en esta actitud, aunque
jams trajera su montura a palacio:
casi como si se preparara para salir
huyendo.
Marchaba tranquilo porque
silbaba al andar y su meloda
llegaba hasta las almenas de la
torre donde Blanca y yo nos
encontrbamos. Cruz el puente con
el paso seguro de quien sabe
adonde va. Al meterse bajo las
puntas del rastrillo, lo perdimos de
vista.
Nosotras seguimos hablando sin
darle mayor importancia al asunto.
Aquel hombre que mucho antes
de lo que imaginamos cambiara
por completo nuestra vida poda
ser cualquiera: desde un enviado
del senescal hasta un pequeo noble
de la comarca.
La siguiente vez que me
encontrara con l sera durante la
cena. Mi marido, en un alarde de
generosidad, hizo preparar un
banquete en su honor. Mand, como
hacen todos los hombres que se
creen con poder, que nos
pusiramos nuestras mejores galas.
Pero, debido a lo abultado de mi
tripa, hube de contentarme con una
falda que ms pareca de arpillera
que de delicada muselina.
Blanca, unos puestos ms all,
estaba radiante: haba pasado la
tarde con Sancho sin sospechar que
sera una de las ltimas en las que
lo hiciera.
Colocaron al desconocido a mi
diestra, de modo que, a lo largo de
la cena, tuve oportunidades de
sobra como para darme cata de lo
cuidado de sus modales en perfecto
contraste con mi marido o con el
Quiste, quien, como una sombra,
repeta todo lo que haca Sancho. El
homenajeado, como bien pude
observar, pareca recin sacado de
un cdice palaciego: jams sorba
el vino o meta la carne en el
cuenco de la sal. Si coga la comida
con la mano, lo haca slo con dos
dedos (la de Sancho, como una
garra, apresaba el costillar
completo y se apresuraba a
devorarlo). Nuestra conversacin,
como era de esperar, fue tambin de
una rectitud encomiable.
Entonces, decs que os
llamis Rodrigo? pregunt.
Deglute con perfecta correccin
antes de contestar. Al hacerlo
muestra unos dientes regulares.
Dependiendo del lado con el que te
mire, descubro, pasa de una dulzura
casi infantil a unas facciones que
podran haber sido perfectamente
cinceladas con martillo. La dureza
de stas no deja de ser
tremendamente bella, casi mayor
que ese otro lado tan regular. Sus
labios se abren como una brecha,
rojos. Se pasa la lengua antes de
contestar (el brillo que deja a su
paso es como el del barniz sobre un
mueble recin pulido).
S, Rodrigo contesta, con
una voz cristalina, para servirle,
doa
Beatriz respondo con
celeridad, Beatriz de Portugal.
No mastica, me doy cuenta,
mientras hablo con l; el resto de
hombres no dudara en hacerlo,
incluso con la boca abierta.
Encantado dice.
Lo mismo digo.
Tiendo mi mano por encima de
la mesa, por encima de la comida y
l, sin levantarse, la besa. Sus
labios, todava hmedos, dejan una
huella cuyos rebordes hubiera
podido trazar a la perfeccin de
haberlo querido.
Mientras pienso en Sancho, en
su grosera, en su simplicidad. Ni a
presentarnos se ha dignado: nos ha
sealado nuestros asientos y se ha
desentendido de nosotros. Y que me
lo haga a m tiene un pase, pero
que lo haga con su invitado de
honor!
Lo ojeo de perfil, a mi siniestra,
mientras mastica sin descanso. Una
baba, que como una telaraa une
sus dientes, se dibuja al trasluz
cuando abre la boca. Giro la
cabeza, de nuevo, para mirar a
quien se sienta al otro lado. La
imagen es infinitamente ms
reconfortante. El contraste es tan
grande como el resultado de
comparar mi falda con la que lleva
Blanca. Una punzada de envidia.
De dnde la habr sacado? Pienso.
Y qu os trae a Segovia?
L o mismo que a vuestro
marido.
Ah contesto. Es una
manera como otra cualquiera de
eludir mi pregunta.
Y vos dice l, no sois
la hermana del rey de Portugal?
S contesto incmoda.
Apart los ojos de l y los
dirig al mismo lugar en el que mi
marido tena puestos los suyos: el
generoso escote de Blanca.
Y la hija de continu sin
darse cuenta de mi incomodidad.
S cort, tajante, de Ins
de Castro y del rey Pedro.
Se qued mudo; su sonrisa, tan
perfecta, congelada en la cara.
Qu culpa me dije tiene
l? No has sido justa, no te conoce
de nada, deberas disculparte,
Beatriz, te ests poniendo a la
misma altura que Sancho. S, pero
por qu?
Callo, mejor no hacerlo.
Olvidar lo que ha sucedido. Tus
padres han de volver al rincn de la
memoria donde estuvieron siempre.
As que continu
suavizando el tono pertenecis al
squito del rey Enrique.
Era lo nico que pude averiguar
sobre l antes de sentarnos a cenar.
S, desde nio en su voz no
hay rastro de rencor. Su cordialidad
es extrema. Y, como si quisiera
agradarme, contina: Conozco a
Enrique y a sus hermanos de toda la
vida. Casi se podra decir que nos
criamos juntos contiene un
cloqueo.
Entonces, lo sabis todo
sobre Sancho inquiero con
desgana, cortesa en estado puro,
que una tambin ha sido bien
educada.
S, el pequeo Chito, que as
lo llamaba su madre, lo sabais?
El pequeo Chito. Una risotada
se me escapa entre los dientes. Me
cubro con la manga. Rodrigo me
mira asombrado. Qu
descortesa, me digo.
Disculpadme, es por la
emocin que me produce enterarme
de cualquier detalle del pasado de
mi esposo, es tan reservado!
Aunque sin duda ya sabris esto.
S, claro, el pobre! Le
marc tanto la tragedia de su
madre!
S, su madre
S, qu desgracia, tan buena y
acabar as: asesinada de un modo
tan brutal.
Me mira y se calla. Enrojece
como si le hubieran dado una
bofetada. Para empeorar ms la
situacin, dice:
Lo siento, no recordaba que
vuestra madre tambin
No sucede nada le digo. La
desazn, en cambio, se extiende por
el pecho. Mi mente intenta volver al
vaco, a la conversacin cordial,
impersonal donde no haya ninguna
referencia al pasado. Y hasta
cundo pensis quedaros?
Hasta que acabe mis
gestiones.
Cmo les gusta a los hombres,
pienso, la palabra gestin.
Y eso, ser mucho?
En su cara hay coquetera, hay
seguridad, hay confianza. Pero de
pronto me muestra de nuevo su lado
ms dulce. Y es en ste, descubro
no sin sorpresa, donde es ms
difcil profundizar en sus
pensamientos.
Todo se ver contesta.
Y por fin se lleva un trozo de
pan a la boca.
Sin saber muy bien por qu, me
siento derrotada.

Tras la conversacin de la cena


fui consciente de que algo haba
sido removido de su lugar. La tierra
se haba apartado y lo que
permaneca enterrado surgi como
el pecio de un barco al que un golpe
de tormenta vuelve a sacar a flote.
Durante das camin de un modo
errabundo por el palacio. El pasado
me pesaba ms incluso que la tripa.
Esquivaba a la gente. Me refugi en
el mutismo, en la oracin. Si una
vez consegu desterrarlo, me deca,
podra volver a hacerlo. No poda
permitir, bajo ningn concepto, que
aquella Beatriz llorona volviera
otra vez. Haba crecido y todo se
haba quedado atrs. Muerto,
muerto y remuerto.
Bastante tena, pensaba, con la
fantasma esa que se dedicaba a
aparecrseme por las noches para
tener que soportar tambin todos
aquellos de los que ya me
deshiciera en su momento.
Hay quienes se anclan a lo que
les sucedi y no hay manera de
sacarlos de all. Crean una burbuja
en la que intentan reproducir, una y
otra vez, como si se tratara de un
bucle, un momento determinado,
una relacin determinada, una
imagen determinada. Hay otros que,
sin embargo, prefieren mantener sus
ojos clavados en un punto fijo del
horizonte y no moverlos de all y
avanzar, y llegar cuanto ms lejos
mejor. No creo que ninguna de estas
actitudes sea ms loable que la otra.
El trmino medio, en lneas
generales, me parece la actitud ms
perfecta. Pero no me caracterizo
precisamente por ser coherente con
mis ideales de vida. As que adopt
la nica salida que cre posible, la
de los que rehyen cualquier
contacto con el pasado y se centran
en vivir el da a da con la
esperanza de que en algn momento
puedan volver la vista atrs y
encontrar, en vez del camino
andado, la nada ms absoluta.
Pero de pronto, sin entender
muy bien cmo, haba girado ciento
ochenta grados, y en vez de seguir
hacia delante, marchaba en
direccin contraria, adentrndome
en la maraa oscura que era la
Beatriz de mi infancia, la Beatriz
que fui.
3

(DEL PADRE).

D e pequea se sentaba en los


campos de convento. Le
gustaba excavar la arena hmeda
con las uas y le dolan los dedos,
pero segua hacindolo porque la
tierra comenzaba a salir oscura y
tambin los cantos rodados, tan
redondos, y que luego ella coga y
esconda dentro de su faltriquera. A
veces incluso descubra alguna que
otra lombriz. Las apretaba entre sus
dedos y cuando dejaban de moverse
o se partan en dos, las tiraba de
nuevo a la tierra y las pisaba con
sus chapines hasta que crujan
debajo. Y saba que su madre
habra de regaarla. Y hara que le
trajesen agua y frotara sus dedos
dicindole que era una dama, una
hija de rey y que no tena que
comportarse as, que qu sera de
ella el da de maana. Sin que ella
llegase a comprender qu
significaba ninguna de las dos
cosas, ni dama, ni infanta ni nada.
Pero le gustaba el tacto de las
lombrices, y que su madre la mirara
con ojos acuosos y encontrar races
que estuvieran tan bien enterradas
que tuviera que rasparse las manos
para poder arrancarlas y que ya no
fuera una hija de alguien, sino una
campesina ms que ayuda a sus
padres a recolectar antes de que
hiele o vengan los enviados del rey
o la iglesia y no queden ms que
tres adarmes de mies que llevarse a
la boca.
Recuerda tambin que su madre
rezaba todas las noches y los
obligaba a coger los rosarios y
repetir con ella los mimos salmos
hasta que las manos, duras ya, no
sentan ni el correr de las cuentas.
Tenemos sueo, decan. Y la
madre, que en ese momento se
pareca a la Virgen, los miraba y
les daba un beso en la frente, entre
clido y breve, y les deca que se
acostaran, que Dios velara por
ellos y por su sueo, que ella se
tena que quedar rezando.
Por qu, madre, rezas tanto?
le preguntaba ella.
Y la madre suspiraba profundo
y deca:
Porque a veces rezar es lo
nico que te queda.
Pero ella segua sin entender,
porque su madre habra sido santa
si no hubiera tenido hijos (que ya se
sabe que las santas, como las
monjas, lo tienen prohibido). No se
peleaba con nadie, no gritaba
porque siempre hablaba quedo,
incluso cuando la regaaba. Y no
mataba animales, ni aplastaba
lombrices, ni pegaba a Juan ni
regaaba a Dions, que a veces
tanto se lo merecan.
Pero t has de dormir. A la
cama, Beatriz. Y suea con los
ngeles.
Madre porque no quera
dormir y tena miedo de su
habitacin, donde se quedaba sola y
sonaban ruidos y haba demonios
, eres feliz?
Y la madre retiraba su cara,
cerraba los ojos y bajaba las manos
hasta que el rosario tocaba el suelo
de piedra; no contestaba y la hija,
que no saba nada, s que poda
intuir que la felicidad en un
convento aunque no se viva
dentro de sus muros es pecado.
Hija ma contestaba
finalmente, y pasaba el torso de su
mano por su mejilla y estaba suave
porque ella era una verdadera dama
y no meta sus manos en la tierra,
slo podra no serlo creyendo que
vosotros sois infelices.
Ella senta deseos de morder
entonces esa mano que la
acariciaba. No es cierto, quera
decirle. No (aunque saba que las
madres no mienten y que ella se
deba al cuarto mandamiento)
intentes engaarnos. No eres feliz
porque nosotros lo seamos. Lloras,
madre, que te he visto. Y tu sonrisa
no es de verdad, parece la de una
estatua, siempre la misma, y te
encoges bajo tu crespina y te crees
que nadie se da cuenta. Ests triste.
Por qu no eres feliz? Como la
princesa del cuento. Que no lo era,
te acuerdas? Pero al final s. T lo
dijiste. La princesa tena todos los
motivos para ser feliz y no lo era,
te acuerdas?
Entonces ella tambin, como
rabiosa, tena ganas de llorar y
abrazarse a su cuello y aspirar su
olor para hacerlo suyo.
Madre deca finalmente,
no te vayas.
Y la madre entonces torca la
boca con esfuerzo y sus ojos
brillaban.
Pero adonde habra de irme.
Anda, dame un beso. Y ten cuidado
de no despertar a tus hermanos.
Entonces sonrea de verdad y su
boca estaba llena de dientes, no
como la de la madre Dulzura, que
era un agujero negro como el
mismsimo infierno porque siempre
que poda meta la mano dentro del
frasco de miel cuando todas estaban
de rezos y crea que nadie la vea.
Corra por los pasillos
escapando de las sombras, porque
su aya haca largo tiempo que
dorma, y saltaba dentro de su cama
y ocultaba su cabeza bajo la frazada
y ya no rezaba ni nada, sino que
permaneca con los ojos abiertos
hasta que por fin vena el sueo.
En cierto modo saba que vivan
en una espera. No aguardaban a que
viniera el padre, no, aunque pudiera
parecerlo: su llegada, la de l, era
slo el respiro que rompa la rutina.
Era lo otro, lo oscuro, lo fro y la
sensacin de ausencia. A veces la
angustia era incluso ms grande que
ellos mismos.
La traicin siempre acaba
revirtiendo sobre quien la cometi
deca la madre. Y cuando lo
haca, a veces incluso lloraba.
Beatriz se prometi que ella nunca
habra de llorar.
Pero nosotros, a quin
hemos traicionado? se atrevi un
da a preguntarle.
No, hija, no es a quin se
haya traicionado, sino quin pueda
sentirse traicionado.
La madre cosa y la aguja suba
y bajaba sobre la tela. La nia,
muda, la miraba.
S, y quin puede sentirse
traicionado?
Y la aguja, inmvil en el aire, y
la mano tiembla y se agarra a la tela
y los pliegues hoscos.
Beatriz, no es fcil ser uno
mismo. Siempre hay gente que te
dir lo que debes hacer.
Como la conciencia, como
el ngel de la guarda?
S, bueno, ms o menos.
Porque esa gente se creer que
tienen derecho a decirlo. Aunque
sepan que se equivocan. Se tornan
en adalides de su propia conciencia
y pretenden imponerla al resto.
Creen que todo lo que dicen va a
misa, que todo lo que piensan sigue
un criterio universal
No lo entiendo.
S, son personas que no han
sabido seguir su camino solos, que
necesitaron ayuda y que cuando la
recibieron pensaron que los
consejos que les habas dado eran
verdades absolutas que ya les
pertenecan y por ello pueden ir
dando lecciones a todo el mundo.
O, fjate, aquellos otros que, por
dar gusto a los dems y hacer lo que
les haban dicho que estaba bien,
sin querer escuchar su propio
criterio y tomar sus propias
decisiones, se volvieron
amargados.
Como una religiosa?
Una religiosa?
S porque Beatriz
recordaba con rencor el dolor en la
nuca que le dejaron los afilados
dedos de la madre Mara de la Cruz
cuando la descubri ojeando dentro
del sagrario. Eso es pecado,
blasfemia, te vas a ir derecha al
infierno. Pecado mortal. Las gotas
de saliva que tiemblan en sus labios
y en el bigote. Y sus uas
incrustadas en su cuello y la sangre
que repercute en sus odos. Beatriz
controla las ganas de pegarle una
patada. Cunto cinismo. Porque ella
misma, de vez en cuando, lo abra y
se quedaba horas extasiada
mirndolo y deca que as
alcanzara la santidad y casi, deca,
poda escuchar cmo Dios le
hablaba.
Como cualquier persona,
Beatriz, hasta la religiosa ms
santa, porque no somos infalibles y
todos nos equivocamos. Pero lo
malo es no ser capaz de
reconocerlo. Por cierto, no me gusta
que hables as de las madres. Ya
sabes lo que os quieren.
Y la nia no entenda por qu su
madre se empeaba en decirlo todo
tan difcil. Por qu sus palabras
siempre eran lecciones y sus gestos,
caricias hasta el agobio (le
recordaban, aunque no se atreviera
a reconocerlo, a una despedida que
se alarga demasiado).
Eres la mayor, Beatriz, y
tendrs que cuidar de tus hermanos.
Tienes que comprender lo que te
digo porque un da sers la nica
que pueda explicrselo.
Y a ella se le escapaba la risa
entre los agujeros de los dientes
que se le haban comenzado a caer,
igual que a la madre Dulzura, y
asomaba la lengua entre ellos.
No, madre, que no escuchan y
no comprenden nada. Ni siquiera
Juan. Explcaselo t, que sabes
hacerlo.
Y la madre volva a coger la
aguja y reclinaba su cuello tan
blanco (que llamaran de garza) para
que la hija pudiera ver los huesos
de la espalda bajo la camisa.
El aya, que haba permanecido
en la sombra como un cazador, se
acercaba entonces y la coga de la
mano.
Escucha a tu madre, que
algn da faltar.
Y ella negaba con la cabeza.
Que no, que me ha dicho que no,
que adonde podra irse sin
nosotros. Y las madres no mienten.
La madre a veces tambin
jugaba con ellos. Dejaba su costura
o su libro o su rosario y los
persegua. Y las monjas los
miraban, escondidas en sus celdas
como murcilagos. Beatriz se meta
entre los arbustos y contena la
respiracin, la tela se le rompa con
las ramas, pero no importaba
porque su madre no la regaaba
nunca y volva a zurcirlo con tanta
gracia que pareca que el sastre que
lo tejiera en verdad lo hubiera
querido as. Tambin sus ayas
jugaban y era gracioso verlas correr
tras los dos nios y su seora, con
las faldas levantadas (sus
pantorrillas como de pollos y tan
peludas como sus menudillos),
acaloradas, resoplando y diciendo
palabras que los infantes no
tendran que haber escuchado nunca
y mucho menos estando tan cerca de
un convento.
Los pelos rubios se escurran
por debajo de la almaizara de doa
Ins. Y se le pegaban a la mejilla,
como un arabesco o como los
volantes que slo se pona los
domingos y cuando llegaba el
padre. Sus ojos entonces se volvan
azules y ya no eran como alfileres,
sino que se expandan, generosos,
por sus pupilas. Hasta ella, en esas
ocasiones, olvidaba que era una
dama y que exista el vaco. Su risa
estallaba, franca, y Beatriz tambin
rea, como ella, y todo tena
sentido. Y cuando se cansaba de
correr, se echaba en la hierba y
segua riendo porque todava le
gustaba escucharse de este modo,
jadeante con sus hijos, liberada, el
alma tranquila porque lo que haba
de ser sera, pero no an.
El da que el padre regresaba al
convento (precedido de sus
hombres y de sus caballos y de sus
perros, todos sudando y tan llenos
de pelos y de barro y de manchas)
tambin jugaba con ellos. Corra a
pillarlos como sala a cazar al
monte, con la misma fiereza. Su
presa favorita era la mayor y
Beatriz tena que hacer mprobos
esfuerzos para alejarse de l y de su
aliento y de su olor, tan
desagradable. Cuando la atrapaba y
Beatriz senta su mano en el
hombro, cmo tiraba de ella hacia
s y cmo el cuerpo se le inclinaba
hacia delante presto a caer, echaba
de menos estar a solas con su madre
y con sus dos hermanos. Haba en
ese gesto de su padre, que no era
ms que un juego, la posesin que
Beatriz notara sobre ella,
cercenante, no mucho tiempo
despus. Los dedos del padre se
enredaban entre su ropa como si
buscaran un ms all, y de pronto se
senta cansada y, disgustada, lo
miraba con un gesto simtrico al de
l cuando se enojaba. Se zafaba
dando un fuerte tirn a la tela y el
padre se quedaba, con la mano en el
aire, vindola correr.
Qu mal humor tiene esta
nia dira despus agarrando a
doa Ins por el talle cuando ya la
noche caa y era tiempo de regresar
a la casa.
Y ella:
De alguien lo habr
heredado.
Y el padre tambin se rea
escandalosamente. Beatriz reprima
un escalofro porque le pareca
burda y acaso cruel. Y las monjas
asomaban su cabeza entre las
ventanas de las celdas sonriendo
con sus bocas casi melladas porque
en el fondo, se deca Beatriz, no
eran tan malas personas y se
alegraban de que el padre hubiera
vuelto y que se encontrara con la
madre.
Sin embargo, no fue a su padre
al primer hombre que vio desnudo.
Recuerda que ese da le haban
prohibido que saliera al jardn
porque llova, el agua haba
formado charcos y se haba
acumulado en las rocas y si sala,
como haba dicho su madre, podra
caerse y descalabrarse. Pero se
aburra en la casa. Dions dorma y
Juan se aplicaba sobre una pizarra
porque deca que algn da sera
como Ovidio. El aire fro se colaba
por los resquicios y Beatriz
acercaba a ellos su boca para
aspirarlos. Su madre deca que
cosiera, que es la mejor manera de
pasar las horas muertas. Pero ella
odiaba coser y odiaba que las
llamaran horas muertas porque las
horas no se mueren.
Las horas no se mueren,
verdad, madre?
En cierto modo s, porque
son horas que ya no volvern.
Entonces, mejor llammoslas
horas idas, no?
Y la madre:
Beatriz, hija, que cuando te
aburres, mira que te pones pesada
y su tono, a pesar de todo, es
clido. Por qu no os acercis a
la iglesia a confesaros? Sin duda, el
padre no se habr marchado todava
y seguro que tienes algo que quieres
descargar de tu conciencia.
Acept. Detestaba estar
encerrada. Y adems le gustaba el
olor del convento, que era siempre
a pan recin hecho y a verduras y a
miel. La acompaaba su aya, que
tambin quera confesarse porque la
carne es dbil, mi nia, y ms la de
las viejas. Marchaba por el borde
de la acequia mientras el agua
rebotaba en el canal y en el lago y
en el ro, poco ms abajo. Ten
cuidado. Y ella, ya, que no soy
pequea.
Era luminoso, o as al menos lo
recordara, con profusin de vanos
y de piedra clara, de estructuras
erguidas y finas como races. Pero
ese da, con la lluvia y la niebla que
vena del Mondongo, se le antoj
particularmente oscuro. Las
ventanas de la iglesia parecan
incluso surcos de lgrimas, tan
negros y sucios sobre la piedra que
ya era gris. Los contrafuertes le
parecieron de pronto como parches
que el maestro de obra colocara
para evitar que santa Clara se
cayera: arena, cal, argamasa y
piedra, rodando hacia el ro. Los
arcos apuntados ya no le parecan
esbeltos, sino incluso chatos, como
si por el peso del agua y del cielo,
tan ceniciento, tambin se hubieran
encogido. La sensacin de peso que
ya senta se le acrecent al ver los
diablos de las arquivoltas y de los
capiteles.
La iglesia estaba casi vaca.
Slo una monja contemplaba la
custodia (o por lo menos lo
intentaba, que de vez en cuando su
cabeza caa hacia delante y se le
cerraban los ojos y volva a
ponerse recta, deprisa, como si
nadie la hubiera visto). No ola ni a
incienso ni a cera porque el olor a
madera hmeda resultaba ms
fuerte. Mientras andaban y sus
pasos resonaban en las bvedas, su
respiracin, la de las dos, se iba
haciendo ms insidiosa.
Anda, nia, ve a buscar al
padre y salgamos de aqu.
No saba dnde haba podido
meterse. No estaba ni en las
cocinas, ni en la biblioteca, ni por
el claustro. Las monjas que la vean
la saludaban con un movimiento
ligero de la cabeza, pero volvan a
bajar los ojos porque estaban en la
hora del silencio y era pecado
siquiera el abrir la boca para
bostezar.
Siempre que haba subido a los
pasillos de las celdas, haba sido
acompaada por su madre. Pero ese
da se atrevi a hacerlo sola. No lo
reconocera nunca. A pesar de que
se haba criado casi toda su vida
all, las religiosas no dejaban de
imponerle un cierto temor. Siempre
vestidas tan de oscuro y siempre
santigundose y siempre andando
silenciosas, pero no como su
madre, que eran pasos sosegados,
sino rpidos y ansiosos y
bisbiseantes. Y luego la cantinela
de que has de portarte bien, no
debes disgustar a tus padres, el
primer mandamiento y el quinto y la
devocin y los rosarios, que son
como armas porque siempre que
una se descuida, zas, la cogen por
banda y lo sacan de entre sus
mangas y empiezan: primer misterio
doloroso.
Beatriz crea que las monjas
eran como mariposas que un da
fueron tan guapas como su madre
pero que se encerraron dentro de
sus capullos, que eran sus celdas, y
salieron convertidas en mujeres
agobiadas por el peligro de una
eternidad demasiado larga. As que
se imaginaba que en sus
habitaciones tena que haber algo
que, si la tocara, hara de ella un
ser obsesionado con el cielo y con
el pecado y con el castigo. Andaba
alejndose de las puertas y slo
escuchaba el silencio y el ruido que
haca su ropa hmeda: al otro lado
de los postigos no pareca haber
nadie.
De pronto se par. En esa celda
se mova algo. Aljate, le dijo su
cerebro. No quieras ver qu sucede.
Pero esos sonidos le eran
familiares (aunque no consiguiera
ubicarlos). No, Beatriz, no mires,
no lo hagas. Y ella, cllate,
conciencia, no hables. Su piel se
eriz mientras se agachaba para
mirar por el ojo de la cerradura.
All, lo primero en lo que se
fij fue en que el prroco se haba
subido los ropajes hasta la altura de
la cintura, dejando desnuda la parte
inferior de su cuerpo. Se los
sostena con las dos manos, como
hacen las mujeres cuando pretenden
cruzar un ro y no quieren que se les
mojen los bajos de las faldas.
Beatriz sinti una mezcla de risa y
de asco al verlo as, tan gordo que
la cintura caa sobre su pelvis, y tan
lleno de pelos y con ese pingajo
que le sala de la entrepierna y que
a duras penas consegua elevarse. Y
luego su culo, tan blanco (es
curioso, pens, nunca me habra
imaginado que los sacerdotes
tambin tenan culo) y las piernas
tan llenas de vello negro que apenas
se distingua la piel y que no era
como el de su aya, mucho ms fino
y sedoso, sino grueso como los
surcos de barro que se forman en
los eriales o como los pelos de los
cerdos.
Sor Clara se haba remangado
tambin la ropa y estaba
despatarrada con las rodillas
dobladas y apoyadas en el suelo de
la celda, donde permaneca
tumbada mientras el otro, frente a
ella, la miraba y su nariz llena de
venillas verdes se hinchaba como
cuando desde el plpito deca en
latn que en el infierno se queman
las almas de todos aquellos que
ofenden a Dios y que el castigo
habr de ser terrible y para siempre
porque si el perdn de Dios es
infinito, tambin lo es su ira.
Despeg su ojo del agujero con
celeridad. La monja que pas a su
lado mene la cabeza con
desaprobacin y ella, con su mejor
sonrisa, se volvi para regresar a la
iglesia, donde el aya se haba
quedado dormida junto con la otra
monja, que ya no custodiaba la
sagrada forma porque tambin
haba cado en los brazos del sueo
(o ms bien sobre el hombro del
aya, las dos mujeres, tan juntas,
intentndose dar calor en un da tan
fro).

Cuando el padre iba a


visitarlos, la madre incluso se
olvidaba de rezar. Apuraba la cena
y los mandaba presurosos a
acostarse. Las ayas se daban
codazos mientras cenaban los
cinco.
Madre preguntaba Beatriz
con malicia, por qu, si cuando
padre est aqu estamos seguros,
hemos de dormir con ellas y
sealaba con el dedo las tres
gallinas que eran las mujeres
encargadas de criarlos.
Doa Ins se pona nerviosa, se
retorca las manos, bajaba los ojos
y al lado de la boca se le hundan
dos hoyuelos.
Hija, por Dios, que hay cosas
que no se preguntan.
Y el padre abra la boca y se
rea y sus hombros suban y bajaban
y su tripa.
Cuntaselo, mujer, que ya no
es tan nia.
S, madre, cuntamelo.
Y la madre se pone seria y
clava los ojos en el padre.
N o es procedente.
Y hunda sus manos en el
cuenco que haca las veces de
lavadero como si de pronto se
hubiera sentido sucia.
El padre entonces se levantaba
(la pesada silla cruja) y daba un
beso en la nuca de doa Ins, justo
a la altura del esternn.

Saba, aunque no quisiera


pensar en ello, que era la favorita
de su padre. Ella prefera que no
hubiera sido as. Le daba envidia
que su madre cogiera a Dions entre
sus brazos y lo arrullara mientras el
padre la haca sentarse encima de
sus rodillas.
Ven aqu, Beatriz.
Y ella obedeca frunciendo las
cejas sobre su frente, apretadas
como un puo.
Mira qu guapa tu madre, as
habrs de ser t algn da.
Y la haca saltar, como si fuera
pequea, y ella notaba los huesos
duros, justo debajo. Y la espada,
que nunca se quitaba, enganchada al
cinto, se le clavaba a la altura de la
cadera.
Doa Ins se giraba hacia ellos.
Sus pasos, recuerda Beatriz, apenas
hacan ruido, como quien est
acostumbrado a andar descalzo.
Eran como un susurro. Algn da,
pensaba, yo tambin andar como
ella.
Ves, Pedro? Ya somos una
familia deca en sordina para no
despertar al nio. No deberas
irte.
Entonces el padre dejaba de
mover las piernas y Beatriz se
quedaba tensa, esperando.
Incluso Juan, que hasta ese
momento apenas prestara atencin a
sus progenitores, miraba con
curiosidad.
Las cosas no son tan fciles,
has de saber. Mi padre cada da lo
pone ms difcil.
Ya, tu padre.
S, y tambin tus hermanos.
Basta, Pedro, no quiero
hablar de ellos. No mientes a mi
familia.
No, Ins, eso s que no. T
has sacado el tema. Y has de saber.
Hemos vivido al margen demasiado
tiempo.
Y as hemos de seguir.
Dions se haba despertado y
mova las manos intentando atraer
la atencin materna. Las tres ayas
se haban pegado an ms a la
pared como si quisieran
desaparecer tras de ella. Beatriz
palpaba las piernas del padre, que
estaban todava ms duras, en
tensin. Y escuchaba porque saba
que, en aquellas medias palabras,
se encontraba el motivo de que su
madre llorara, Juan tuviera
pesadillas por las noches y que a
ella se empearan en decirle que
era una dama y que no tena que
mancharse y que tena que aprender
a leer y a comportarse como
corresponda a su rango. Y la causa
de que las monjas, en ocasiones, y
cuando doa Ins no miraba, se
acercaran a ella y le pasaran la
mano sobre el pelo: pobrecita,
pobrecita y deslizaran una pieza de
fruta sobre su regazo.
Y luego est Fernando.
Doa Ins entonces mira a su
segundognito, a Juan, con una
cierta nostalgia. Y l, desde el
suelo donde hasta hace unos
instantes jugara, le devuelve la
mirada. Beatriz sigue el dibujo de
los ojos y se da cuenta de que, si
ella es igual que su madre (al
menos segn las palabras de
quienes la rodean), su hermano,
slo dos aos menor que ella, ya
tiene la cara del padre. Se re por
dentro al pensar en que algn da
Juan tendr barba y sabr montar a
caballo sin caerse y acaso dar
rdenes como lo hace Pedro y todos
se aprestarn a servirle como si
fuera alguien importante.
Ins, es mi hijo,
comprndelo. Y el futuro rey.
L o s, Pedro, pienso en l
todos los das. Y en su madre, que
no se me olvida lo que le hicimos.
Sabes? A veces tengo la impresin
de que viene a recordrmelo. Me
defraudaste, me dice. Y su aliento
huele a muerte. Eras mi hermana,
me dice. Y me engaaste, primero
con mi padre y luego con mi
marido.
Bueno, cario. Est muerta y
as ha de seguir, para qu
preocuparnos? y con sus manos
agarra la cintura de su hija y ella
las nota, sobre su carne, sin
atreverse a mover ni un msculo.
Pedro, por qu no lo traes a
vivir con nosotros? Al nio, digo.
Entonces l se re y su risa es
terrible. Silban en la cabeza de
Beatriz, que se encoge y tiene ganas
de alejarse de l, que es su padre, y
agarrarse a Juan. Dions sigue
llorando.
Ins, cmo podra? qu
amargura hay en su voz. T sabes
que mi padre jams lo consentira.
Ni nadie. Te odian, Ins. Lo sabes.
Pero soy tu mujer y en algn
momento tendrn que aceptarlo.
Pero nunca permitirn que el
futuro rey se cre con la que durante
aos fuera la concubina de su
padre, la madrastra usurpadora.
Ins entonces cae al suelo,
suave, con su hijo entre los brazos.
Sus ojos se vuelven secos y duros.
Nunca dejar de ser la
concubina. Nunca. Y estos nios
nunca sern hijos tuyos. Lo sabes,
no? Por lo menos ante los ojos de
todos ellos. No sern ms que los
bastardos. Por ms que ya nos
hayamos casado. No tendrn nada.
Dios! Cmo van a aceptarlos tus
futuros sbditos, si ni siquiera t
eres capaz de hacerlo?
Eres injusta, Ins. Sabes lo
mucho que los quiero. Y sabes a
todo lo que he renunciado por ti.
Slo es cuestin de tiempo, ya lo
sabes.
No, Pedro, por nosotros.
Como lo hice yo, te recuerdo. Y si
de verdad quieres que seamos una
familia, no puedes continuar con
esta farsa. Soy tu mujer, Pedro, y
deberan saberlo. Y yo debera
criar a tus hijos. Incluso a los de
Constanza.
All, desde el suelo, parece
frgil, de barro. Las manos del
padre tiemblan en la cintura de la
hija. Beatriz mira las cortinas, el
ligero movimiento con que se
mecen.
Pero ese hijo no es tuyo, Ins.
Ni su hermana. Son de la muerta.
T ya tienes a Dions, a Juan y a
Beatriz.
S, gracias por recordrmelo.
Pero se lo debo. Era mi prima, casi
mi hermana y la enga. Jur que
estara con ella siempre y en
cambio le quit lo que ms quera.
Y slo digo que Fernando estara
mucho mejor aqu con sus hermanos
en vez de con un abuelo que lo odia
porque todos los das le recuerda la
traicin del hijo, tu traicin, Pedro.
Conmigo.
Ha subido el tono. O quiz
simplemente se haya vuelto ms
amenazador. Juan se llev las
manos a los odos. Estaba
agachado, la cabeza entre las
piernas, y al verlo as, a Beatriz le
dio por pensar que pareca un gato
ovillado. O un bicho bola de los
que corran por la acequia.
Algn da, Ins, algn da lo
aceptarn y sers reina y yo, rey.
No lo entiendes verdad?
Despus de tantos aos sigues sin
entenderlo. Pedro! La corona me
importa un ardite. Portugal me
importa un ardite. Mis hermanos me
importan an menos. Slo quiero
estar contigo y con los nios,
incluso con Fernando o Mara, que
no dejan de ser hijos de mi casi
hermana, es tanto pedir? Es tanto
pedir para una mujer querer estar
con su esposo?, formar una familia
de verdad? hay desesperacin en
su voz. Ha ido bajndola y las
ltimas palabras apenas se le
entienden.
Entonces l se levant dejando
a Beatriz en el suelo, como si fuera
una nia pequea (todava senta la
presin de sus dedos en su cintura).
Juan segua sin moverse y Dions
lloraba, pero ms bajito, cansado.
Pedro llevaba puesta su cota porque
tintineaba al andar. Y doa Ins lo
miraba desde el suelo, casi
arrepentida y las mejillas rojas.
Y lo estars, Ins. Estaremos
todos juntos. Pronto, ya vers.
Ins lo mira y asiente. Parece
decir: claudico, es imposible
discutir contigo. El padre entonces
se queda ms tranquilo. Ha retirado
la mano de la empuadura y la ha
puesto sobre su cabeza, con un
cierto patetismo, como si quisiera
bendecirla. Beatriz la mira con
atencin y sabe que aunque la
discusin ha terminado (y que
pronto los mandarn a dormir,
rpido, llevoslos, dir el padre, y
coger a la madre de la mano y se
encerrarn en la habitacin de ella,
y se acostarn porque eso es lo que
hacen los esposos), ve que su
madre tiene un gesto que conoce
bien. Al fin y al cabo, ella suele
imitarla en la orilla del ro, cuando
no la miran las monjas ni las ayas,
para que no le digan que la
presuncin es pecado. En los ojos
de doa Ins hay nostalgia y hay
vaco, como siempre que hablan del
futuro.
Llevoslos, rpido.
Y el aya se despega de la pared
y la coge de la mano.
Vamos, es hora de dormir
dice.
Y Beatriz nota la vaharada del
aliento de su aya, con olor a ajo
para las enfermedades (y para el
demonio, aade), al que ya est
acostumbrada, pero que le revuelve
el estmago porque no es el de su
madre y esa noche no van a rezar
juntas.

No pasara mucho tiempo antes


de que se enterara de que su padre
era hijo de Alfonso IV de Portugal.
Para ella, su abuelo (al que
entonces apenas conoca) era slo
el buitre que planeaba sobre todas
las discusiones de sus padres. Y l
tena la culpa de todas ellas. Haba
aprendido a odiarlo a fuerza de
escuchar su nombre con rencor. Lo
apodaron el Bravo, pero ella lo
llam siempre el Resentido (aunque
en los momentos en los que el dolor
era menor y recordaba incluso sus
enseanzas cristianas, se llegaba a
preguntar si la resentida no sera
ella. O su padre. Y la respuesta era
siempre que s, porque les iba en la
sangre, su sangre real).
Algn da lo odiars haba
vaticinado su madre.
Y ella:
Ya lo hago, madre.
No, lo hars por darme gusto
a m. Porque yo no podr hacerlo.
Vivira con l, ms adelante, y
siempre le pareci terrible y
siempre lo odi con todas sus
fuerzas. Era, sabra con el tiempo,
como la otra cara de su padre, la
que tuvo cuando ya no estaba Ins,
con la que mirara a Beatriz y por la
que ella llegara a pensar que todos
los hombres son as sobre todo
su marido, cuando los arrastra la
venganza o la lujuria, o ambas
cosas.
Ah! dira, stos son tus
bastardos.
Y Dions, sin haber cumplido
siquiera el ao y ya hurfano, en los
brazos de su hermana, sera el
nico que poda mostrar desinters
verdadero.
S, padre contestara don
Pedro, y ms vale que os
acostumbris a ellos porque son
vuestros nietos y algn da, si vivs
para verlo, sern grandes de este
reino.
Estaba frente a ellos, rodeado
de prpuras y dorados y se sentaba
sobre el trono con la misma
comodidad con la que poda
tumbarse sobre su lecho, como si
incluso durmiera en l.
Ella, tan triste que ya haba
comprendido el vaco del que le
hablara su madre. En su mente la
llama Ins porque le duele recordar
que, hasta haca unos das, todava
poda decir madre y que le
contestara. Viva an.
El rey no se inmut. Lade la
boca ligeramente. Sus manos
tamborileaban sobre sus rodillas.
Sus cejas eran negras y finas, y su
labio tambin a fuerza, segn la
opinin de Beatriz, de tantos aos
de crueldad. Su frente, altiva, pero
surcada de oscuras arrugas
producto, decan en la corte, de las
preocupaciones que le daba el
heredero.
Guapos nios contest.
Es una pena que tengan que crecer
sin madre.
La rodilla del padre cruji al
cambiar el peso de su cuerpo de
diestra a siniestra. Tanto Juan como
Beatriz permanecan inmviles, a su
lado. Se sentan pequeos. Juan
incluso respiraba trabajosamente,
como cuando corra o se pona
nervioso y entonces su aya le pona
la cabeza dentro de un odre y le
coga la mano y le deca: ya pas,
ya pas.
S, como vuestro otro nieto,
Fernandito. Por cierto, padre, qu
tal anda de salud?
Beatriz se sorprendi de que su
padre pudiera hablar de su otro hijo
con tanto desprecio. Y, sin
embargo, haba en su voz cierta
impostura.
Acaso, se pregunt la nia,
hablar de mis hermanos y de m
del mismo modo cuando no estamos
delante?
El rey inclin la cabeza y a
Beatriz le pareci que su cara era
como la de esos peces de ro que
pasan el da rastreando los lechos
en busca de comida y que te aspiran
los dedos cuando los metes en el
agua: los ojos abiertos, ligeramente
estrbicos.
No debierais hablar as de
vuestro hijo contest
quedamente.
Os equivocis, padre,
Fernando ya no es hijo mo. Os lo
regalo. Criadlo como os parezca.
Dadle el mismo tipo de educacin
que me disteis. Enseadle lo
mismo, padre, que me mostrasteis a
m. Pegadle como lo hacais
conmigo. Castigadlo. Llamadle lo
que me llamabais. Llevoslo de
putas, si es vuestro gusto. Pero no
os extrae si algn da es Juan y
seal al aludido con el ndice sin
dejar de mirar al padre quien
ocupe vuestro real trono, padre.
Nadie puede soportaros. Y no me
extraara que Alfonso prefiriera
morir a seguir viviendo con vos.
Ah! replic el abuelo.
Que eso de ah es un nio?
Entonces la nia tiene que ser la
otra. Y yo hubiera jurado que era
al revs!
Es el siglo de los bastardos
haba dicho su madre el da antes
de morir.
Y Beatriz, mirando a su abuelo
y a su padre (que no eran sino la
misma versin de hombre repetida
en el tiempo), se dio cuenta de que
tena razn. Era su siglo.

Fue su aya la que le cont cmo


haba sucedido. No tena sentido
esconderlo, dijo. Y Beatriz neg
con fuerza porque quera saberlo,
porque haba tenido que esperar a
que mataran a su madre y que se los
llevaran del convento, incluso haba
tenido que enfrentarse a su abuelo
(eres un viejo odioso, le haba
dicho con toda la fuerza de sus ocho
aos) para enterarse de quin era
por fin.
N o habrs de decrselo a tu
padre.
Que no.
Jralo.
Y bes sus dedos en cruz
mientras pensaba que se era un
pecado gordsimo y que tendra que
rezar mucho y que si se muriera en
ese instante, se ira de cabeza al
infierno porque ya no tena monjas
ni madre que le dijeran que todo
estaba bien, que los nios no se van
al infierno porque a Dios le gustan
los nios.
Lo juro.
El aya entonces ech un vistazo
a su alrededor para cerciorarse de
que en la estancia no haba nadie.
Recemos dijo cambiando
de opinin.
Por qu?
Porque voy a faltar a una
promesa a una difunta y eso es muy
grave, nia.
Anda, por favor.
Y Beatriz acerc su mejilla
hasta el pecho abundante de esa
mujer que la criara cuando naci.
La cogi de la manga, busc su
mano.
Venga, por favor.
La mujer se estremeci y sus
ojos se le aguaron. Pobre nia,
pens, pobres todos. Tan solos.
Pobrios. Y doa Ins, qu buena
era.
Ni palabra, Beatriz.
La nia la acarici y la piel de
la mujer era rugosa como las
nueces, y no como la de su madre,
siempre tan suave incluso cuando
muerta.
Que no, que no, que no voy a
decir nada.
4

(DEL HIJO).

J ams cre demasiado en el


diablo. Y sin embargo es l, y
no otro, el culpable de esta historia.
Prefiero pensarlo as.
Son demasiadas personas,
demasiadas vidas truncadas para
que haya una causa que no sea un
profundo desprecio a la bondad, la
maldad ms absoluta. Y si la gente
muri, me resulta ms fcil creer
que no hay verdaderos culpables,
que no fueron aquellos que me
rodeaban.

Nunca hasta entonces haba


utilizado nada que me cubriera la
cabeza excepto el luctuoso da de
mi boda. Las causas eran varias y
comprensibles. Supongo que en
primer lugar estaba mi rebelda
innata hacia mi condicin de
casada. Luego, el que me recordara
demasiado a las monjas de mi
infancia. Y en tercer lugar, que, por
ms que pese al que tenga que
hacerlo, yo segua siendo una mujer
guapa. No en vano mi madre haba
sido la beldad de su poca. An las
crnicas enardecen su cuello de
cisne, su tez dorada, su pelo (y su
dudosa castidad).
A pesar de que por culpa del
nio apenas reconociera mi cuerpo,
mi cara segua siendo la misma.
Incluso mi marido tuvo que
admitirlo. Aunque luego, siempre
tan encantador, aadi para
estropearlo que nunca una faz haba
podido engaar tanto y ocultar peor
carcter. Mi pelo era como el de mi
madre, el orgullo de mi aya (mi
padre, incluso cuando ya era mayor,
me haca sentarme en sus rodillas y
me lo acariciaba poniendo los ojos
en blanco). Todos los das lo
cepillaba dos veces al menos y
sola llevarlo trenzado hasta la
mitad. Adems me lo lavaba una
vez a la semana con ortigas, que,
aunque piquen en la piel y haya que
tener cuidado, consiguen un brillo
como ningn otro tipo de hierba.
Pero un da, sin embargo,
comenc a perderlo. Y no eran
pelos sueltos de los que se quedan
agarrados en el peine, sino
mechones completos. Se puso de
color ceniciento y apenas tena que
cogerlo entre mis dedos para que se
quebrara por la mitad.
Tanto baarse mascullaba
mi aya y frotarlo. Tanta ortiga,
que no es sino comida de burros y
caballos. Ya deca yo.
Y yo asenta, sin fuerza para
rebatirla. Blanca me trajo todo tipo
de mejunjes. Intent cientos de
modos de ocultar lo inocultable:
puso flores que no s de dnde sac
en pleno invierno, trenz lazos,
cubri los agujeros con tanta maa
que pareca que haba dedicado
toda su vida a este tipo de tarea. E
incluso el da que decid que no
poda seguir as, que ya se
comentaba demasiado en la ciudad
y que aceptaba cubrirme con el
velo, ella misma bord, en el
terciopelo ms fino que hall a su
alcance y con hilo dorado, un
motivo de arabescos que nada tena
que envidiar a los de la mismsima
reina.
Te han ojado deca mi aya
, es puritsimo mal de ojo.
Luego cambiara de opinin. Y
el supuesto hechizo lo transformara
en una conspiracin con asesinatos,
envenenamientos y dems. Pero a
esas alturas ya mi cabello me
importara una higa y sobre todo el
tener que cubrirlo. Me pasaba el
da tumbada en la cama mirando un
techo que termin por aprenderme
de memoria.
Aunque de todos modos hubiera
dado igual. Porque lo que yo crea
era que el nico culpable era el
nio.
Quieres verme muerta,
verdad? Pues eres tan inteligente
como tu padre, porque si muero yo,
tambin lo hars t. Que lo sepas
le deca.
La enfermedad.
De pronto un da te encuentras
ms cansada de lo habitual. Los
paseos se hacen ms cortos. Bebes
ms agua. Decides que ese da no
vas a salir, que prefieres acostarte,
dormir. Viene tu aya o cualquier
persona preocupada mnimamente
por tu salud. Frunce los labios
ste es un requisito necesario, si no
frunce los labios, es que no ests
tan grave, menea la cabeza y
comienza a murmurar en voz baja.
Ests toda empapada.
Te cambia de camisn, te da a
oler agua de rosas. Y cuando
aparecen las rosas, ya tienes la
confirmacin: ests enferma.
Y si adems te traen, como
hicieron conmigo, un crucifijo para
que lo reces, es que lo ests de
gravedad.
Bueno, y si encima sacan un
pauelo y se ponen a sollozar a tu
lado, como si esperaran que seas t
la que los consueles, es que puedes
despedirte: te ests muriendo.

Apenas poda moverme de la


cama, sino para dar alguna que otra
vuelta por los jardines o pasarme
horas recostada junto a la ventana.
Incluso leer se me haca pesado y
necesitaba a alguien que lo hiciera
por m.
Las noches todava eran peores.
No poda dormir y daba vueltas y
vueltas en la cama. Adems
siempre tena fro, por ms que me
echaran encima alamares y
edredones, que encendieran
braseros y que la chimenea siempre
estuviera llena de pilas de lea y
rescoldos.
Blanca tard poco en meterse
conmigo dentro del lecho para
abrazarme (lo haca, claro, despus
de venir de la cama de mi marido y
su olor, que antao me hubiera
repugnado, se me haca casi
necesario). Slo a travs del
contacto de sus pies calientes poda
darme cuenta de lo helados que
estaban los mos.
Me levantaba gritando.
N o estoy sola, hay alguien.
Y ella me acariciaba y me
abrazaba ms fuerte.
No, no te preocupes, que no
hay nadie.
S, hay alguien, pensaba. Esa
sombra que me roba las fuerzas, da
a da. Es ese espritu, ese demonio
o lo que sea.
Pero me callaba, no me crea.
Nunca lo haba hecho y estaba tan
a gusto abrazada a ella! Y Blanca:
Shhh, tranquila, duerme.
(Me recuerda a la manta a la
que me abrazaba cuando era
pequea y que mi madre cogi un
da y deshizo a golpe de tijera).
Y el nio, en medio de nosotras.

Mi empeoramiento fue
perceptible para todos. Me traan
comida varias veces al da. Y por
ms que me obligaba a tragrmelo
todo, segua adelgazando a ojos
vistas. A pesar de que nunca fui de
constitucin gruesa, comprobar
cmo, cada maana, los huesos se
me iban marcando ms y ms, cmo
las mejillas se me hundan, cmo la
nariz y las orejas y los ojos cada
vez me parecan ms grandes, no
dejaba de sorprenderme.
Blanca se haba encargado de
organizar los almuerzos. Y no haba
da en el que no tuviera una tarta o
un bizcocho o un flan, que coma
ms pensando en ella y en mi aya
que en m misma. En realidad, todo
lo que tragaba me saba igual: a una
mezcla de saliva y de vmito.
Con lo que comes me
recriminaban las dos, que te ests
quedando tan delgada!
Bueno exclamaba,
como si yo tuviera la culpa!

Por esa poca de mi


convalecencia, cuando an tena
fuerzas para protestar, experiment
un estado de indolencia general. Si
me hubiera muerto, me hubiera ido
sin hacer grandes aspavientos. Slo
el nio consegua obligarme a
respirar (el aire me raspaba en la
boca y siempre me saba mal, como
si pasara el da masticando hiel).
Era incapaz de lavarme por las
maanas, incluso lo ms necesario
para una supuesta dama como yo:
cabeza, manos y brazos. Me
dispensaron incluso de ir a la
catedral los domingos y, como cada
da, escuchaba directamente la misa
desde el cuarto del cordn.
Todas las maanas vena el
Quiste. Llamaba a la puerta y no
esperaba a que le permitiera la
entrada. Jams se quitaba las
espuelas y sus andares, su sonido,
conseguan enervarme y, por ende,
empeorar mi estado. Al
desplazarse, su ropa apenas
consegua controlar el movimiento
fluctuante de sus carnes. Se
plantaba al lado de mi cama y me
miraba con sus ojillos porcinos.
Cada da levantaba uno de sus
dedos con forma de morcilla y me
preguntaba:
Cmo os encontris?
Bien contestaba yo todos
los das, su mano sobre mi vientre,
que palpa
Entonces se daba media vuelta y
sala de nuevo. Mis damas se
apresuraban a abrir las ventanas,
poco tiempo, el suficiente como
para alejar su olor a urraca
mezclada con tocino.
Cmo se puede distinguir en
l las partes del cuerpo? me
pregunt un da Blanca. Es
imposible saber dnde acaba una
pierna y dnde comienza la tripa.
Es la cosa ms redonda que he visto
nunca.
Pero es de una redondez
imperfecta apostill yo, est
llena de pliegues, de dobleces.
Y nos echamos a rer las dos a
la vez al imaginrnoslo desnudo,
con esa tripa flcida que deba de
cubrirlo todo, todo.
Y casi lograba olvidar lo mal
que estaba, que me iba a morir.
Con los dobleces no me refera
slo a su anatoma. El Quiste era un
ser oscuro, impredecible. Se deca
que era capaz de cortar una cabeza
de un tajo y pelear, despus,
durante horas. Me recordaba a las
cucarachas a las que, cuando
ramos pequeos, mi hermano
arrancaba la cabeza. Despus de
tenerlas durante tres das en una
caja, las soltaba en la cama de la
dama que se terciara. Y la pobre
cucaracha, viva todava, empezaba
a correr hacia los cojines, en donde
sola quedarse (hasta que la dama
desconsiderada en cuestin la
aplastara de un manotazo).
El Quiste, a pesar de su tamao,
era tremendamente gil. Y
tremendamente retorcido. Slo se le
conocan dos debilidades: las
mujeres y la bebida. Y por obtener
cualquiera de las dos no hubiera
duda en vender a su madre.
Haba sido amigo de mi marido
durante toda su vida. Y su fidelidad
hacia l, hay que reconocerlo,
siempre fue incuestionable. Pero es
que, ya se sabe, a buen rbol todo
el mundo se arrima. Y otra cosa no,
pero mi amado Sancho entenda
como el que ms de buenos caldos
y mejores lupanares. Y tena que
ser una compaa agradabilsima
para alguien como el Quiste.

Mis damas no tuvieron ningn


miedo cuando llevaron sus c a mas
a mi misma habitacin. Les dijeron
que lo hacan para que estuvieran
conmigo, la pobre enferma. Y lo
vieron como lo ms natural.
Obviamente, seran la sangre ms
pura de Castilla y tambin guapas,
listas y limpias, pero su percepcin
dejaba bastante que desear. El
fantasma segua aparecindose
estuvieran ellas o no.
Sin embargo, la antigua
servidumbre, la que estaba all
antes de que nosotras llegramos,
entraba en la habitacin
persignndose. No s por qu, pero
alguien hubo de hablar con mi
marido y, un da, entr seguido de
un cura que se dedic a echar agua
bendita por toda la habitacin.
Est bien el nio? le
pregunt a mi aya.
S, mi seor.
Pues que siga estndolo.
Se fue, y el cura tras l. Y yo,
como una tonta, me ech a llorar.
Pero el agua no s si estara mal
bendecida o qu: el espritu sigui
aparecindose, como entre jirones
de humo, tal y como lo vena
haciendo desde la primera noche.
He de reconocer que mi pobre
aya tambin lo pas mal aunque
por motivos diferentes a los mos
. Ya en mi nacimiento haba
asistido a mi madre y, a pesar de
que siempre me pareci que haba
estado igual, en los ltimos meses,
me di cuenta, asombrada, de que
haba envejecido muchsimo.
Por las noches se acercaba y me
besaba en la frente, como haca Ins
en las horas largusimas en las que
Blanca todava no estaba conmigo
porque tena que cumplir con mi
marido. Meneaba la cabeza
compungida y se sentaba a mi lado,
esperando que me durmiera. En el
fondo, como me daba pena, cerraba
los o jos y comenzaba a respirar
acompasadamente, simulando un
sueo que tardara en llegar. Slo
as ella consegua quedarse
tranquila como para dejarse
embargar por la somnolencia.
Y las sombras, siempre
movindose. A pesar de que echara
las mantas por encima de la cabeza,
segua vindolas. Siempre. Su
muerte vino a despertarme de mi
estado de semiinconsciencia.
Necesit tenerla entre mis brazos,
fra y reseca, la carne como una
correa, para comprender el peligro
del que ella haba intentado una y
otra vez avisarme y que yo me
haba negado a ver.
En cierto modo, comenc a
notar ms su ausencia que su
presencia.
Cuando todava viva, era el ser
que te tapa por las noches, que te
recoge los finales de los trajes para
que no te los pises, que cambia el
agua de los jarrones. Pero, de
pronto, el agua apesta y nadie se da
cuenta de dnde viene el mal olor.
Se la haba llevado la muerte;
nuestro pasado volva a nosotros.
En forma de fantasma o de
recuerdo. En el fondo daba igual.
Pero no estbamos a salvo de l.
N o me fo de ella me
haba dicho refirindose a Blanca
justo antes de que todo sucediera,
de que los acontecimientos se
precipitaran y ya no hubiera vuelta
de hoja.
Y yo me re.
Por qu? Porque se acuesta
con Sancho? Vamos, Cata
Pero, mrate, no ves qu te
est haciendo?
No, qu me est haciendo?
Entonces ella baj el tono,
como si quisiera contarme un
secreto, me dijo en portugus:
Te est matando. Y al nio.
Quiere quedarse ella sola.
Re ms fuerte.
Bueno, mientras mate slo al
nio, estar bien.
Me miraba espantada (ya
cadver, en cambio, no tiene
expresin).
Y qu ganara matndome?
No ves que es ms cmodo as?
Que su posicin es la ideal? Que
ella nunca podr casarse con mi
marido?
Parece mentira sus ojos
marrones me miraban directamente,
sus cejas, una lnea apenas que
vos digis eso y dijo as, digis,
en vez de tutearme siendo hija de
quien sois y estando en la posicin
en la que estis.
En otras circunstancias este
comentario me hubiera dolido, que
lo de ser hija bastarda, por ms que
me empeara, segua siendo como
una sanguijuela que chupaba
demasiada sangre. Pero me dio
igual. Sin entenderlo muy bien,
tena confianza ciega en Blanca.
Tenis razn. Es mala. Mala
malsima le dije para que dejara
el tema, para que me dejara dormir.
O por lo menos intentarlo.
Algn da veris que no es
tan blanca la paloma como parece.
Y lo malo es que ya ser demasiado
tarde.
La enterraron bajo una capa de
nieve.
La verdad es que mi cuarto
pareca una posta ms que el lugar
donde un enfermo intenta
recuperarse. Entre las visitas del
Quiste, de mis damas, de la aya, de
mi marido y de Rodrigo de
Verdolaza, no haba quien cerrara
los ojos durante ms de media hora
seguida.
Yo era la enferma. Pero deba
de ser una enferma de las que
producen ternura y no asco, porque
la gente no me rehua como
hubiera preferido, sino que
generaba una especie de
expectacin en la que cada nuevo
sntoma era acogido con ovaciones.
Si me sala por fin una pstula,
todos: oh! Si la boca se me llenaba
de calenturas, todos: oh! Si las
manos me temblaban al coger un
vaso y derramaba el agua por
encima de m, todos: oh!
Tienes que recuperar fuerzas,
se empeaban en decirme. Y estoy
segura de que se crean, por su
comentario, no slo
extremadamente originales, sino
incluso protectores.
Pero en vez de irse y dejarme
hacerlo en paz, se quedaban all,
dndome conversacin o
simplemente mirndome o
respirndome en la oreja como si
fuera un animal disecado o una
pieza interesante de una cubertera
con sus oh y sus ah cada vez
que haba un cambio en mi estado.
Me entraban ganas de decir:
cuando muera, cortad y esparcid
mis restos, como los de una santa.
As me podris contemplar siempre
que queris.
Haba incluso algunos, como el
Quiste, que se tomaban ms
confianzas y ponan su mano sobre
mi vientre. En realidad, cada uno
tena sus costumbres. Y resultaba
entretenido, a falta de otra
diversin, analizarlos a travs de
stas.
Mi aya, cuando todava viva,
entraba nerviosa, sacuda el aire
con sus manos (su bigote, siempre
chorreando sudor). Uf, uf, deca.
Me coga la cabeza entre sus
manos. Me miraba directamente a
las pupilas. Soltaba la cara y me
tapaba con la colcha, hasta la nariz.
Luego remeta los pliegues por
debajo del plumazo para que
quedara atrapada cual mosca en una
tela de araa. A la vez me hablaba
del envenenamiento, de lo mala
malsima que era Blanca porque la
haban visto hacer tal o cual cosa.
Y yo: s, s. O me limitaba a
encoger los hombros con ese
movimiento que no quiere decir
nada pero que todo el mundo
interpreta como un s tajante. A
veces me recordaba a un hurn, tan
delgada, con esa nariz cortante que
lo huele todo. Y esos ojos pequeos
y agudos movindose de aqu para
all.
Sancho, el da que ya no poda
prorrogar ms su labor de buen
marido, se decida a visitarme
tambin. No llamaba nunca a la
puerta. Tachn, tachn. Casi
necesitaba un cortejo de trompetas.
Redoble de tambores. Abre de un
golpe. Se acerca al lecho. Se queda
al lado. No intenta tocarme. Me
mira, con sus ojos oscuros, de
arriba abajo. Los brazos cruzados
detrs de su espalda. Firmes.
Todo bien?
S contesto.
Y pienso: Mi seor.
Y l: Bien, bien. Se da media
vuelta. Choca una mano contra la
otra tras su espalda. Un, dos, tres,
marchen.
Y luego don Rodrigo, tan gentil.
Llamaba al portn, tres golpes. Y
no entraba hasta que le deca: S,
claro, pasad. Apenas sonaban sus
pasos. Se acercaba y no tena miedo
a los espacios: invada mi territorio
con la seguridad del que sabe que
no va a ser expulsado. Se acercaba,
me coga la mano, me la acariciaba
y todo sin dejar de mirarme a los
ojos. Os encontris bien?
Necesitis algo?. Y despus se
sentaba y comenzaba a contarme
ancdotas graciosas de sus viajes,
de su vida en la corte con el rey
Enrique, el hermano de mi marido.
De cmo coga la carne con slo
dos dedos, de cmo mandaba que le
cambiaran las sbanas todos los
das y de cmo besaba a los perros.
As, por el hocico. Y me daba un
beso clido, totalmente inocente, en
la mejilla. O as lo crea yo.
Don Rodrigo me recordaba a
los gatos. Tan suaves, tan
inteligentes. Se juntaba a m y poda
sentir la piel de su palma, que me
recorra la mano y el comienzo del
brazo. Y su voz era susurrante. Y
los ojos verdes, Rodrigo tena los
ojos ms verdes que haba visto
nunca.
Blanca, al contrario, se me
acercaba con naturalidad y
confianza. En el camino entre la
puerta y el lecho hablaba, todo el
rato, sin parar y no me analizaba
con los ojos, ni se empeaba en
buscarme cambios ni nada de nada,
porque saba exactamente cmo
habra de encontrarme.
Simplemente, separaba el embozo
(con ms fuerza si lo haba
remetido mi aya), se descalzaba y,
de un salto, se meta junto a m, me
apartaba el pelo de la cara, me
cubra con sus brazos y se quedaba
callada. Por fin alguien dejaba de
hablarme, de preguntarme cmo
estaba. Y en su silencio poda por
fin dormirme.

Y de pronto un da Blanca, sin


saber yo por qu que no quiso
explicrmelo y yo ni me atrev a
preguntrselo, dej de ir a la
cama de mi marido. Ya no tena que
aguardar su presencia. Y su olor era
slo el de ella. Se quedaba
abrazada a m, ms fuerte que
nunca, da y noche. Pero se dorma
pronto y entonces era yo la que me
quedaba sola, despierta, los ojos
abiertos. Y vea al fantasma, viejo
conocido, que da a da se iba
haciendo ms corpreo.
La leyenda se haca realidad y
su presencia, tan cierta como las
muertes que aconteceran, porque la
vi, por entero, y no como la primera
noche: un espectro que, a pesar de
todo, bien pude haberme imaginado.
Era real. Tanto como poda serlo
yo.
Fue entonces cuando supe que
ese castillo ocultaba un secreto que,
si no averiguaba pronto, terminara
con todos nosotros. Y que, quisiera
o no, tena que escucharlo.
Fue un da normal. Blanca me
haba subido la comida y me la
haba dado, cucharada a cucharada,
hasta que no qued nada en el plato.
El Quiste haba entrado
sorprendentemente temprano en la
alcoba y, mirando a Blanca con una
lascivia muy poco controlada (yo,
para l, ya no era ni mujer) y tras
cuatro palabras de rigor, se haba
vuelto a ir.
Todo bien? pregunt.
Blanca ni se molest en
contestarle.
El amor se palpaba en el
ambiente.
Largaos dije yo desde mi
cama. Que bastante es estar enferma
y ver fantasmas como para tener
que aguantar la compaa de los
infectos caballeros de mi marido.
l, impulsado por la costumbre, se
acerc y puso la mano sobre mi
vientre. Como si fuera un amuleto.
Quiero decirle: Lo siento, no soy
el maestro Mateo, por ms que me
sobis la tripa, os vais a ir al
infierno. Blanca se haba
despegado de m. Y yo tambin lo
hubiera hecho en su lugar. El olor
que desprenda esa cosa porcina
que sudaba por todos sus poros era
nauseabundo.
Largaos, no me habis odo?
Entonces se dio cuenta de que
estaba all y apart por fin los ojos
de mi amiga.
Qu tal est el nio?
Como vos, exactamente
contest.
Mosquitos chupadores de
sangre.
Cuidaos y aade:
Blanca.
Qu hombre ms acosador
murmura ella cuando por fin
desaparece la ltima onza de grasa
tras la puerta. Y respiramos.
Pas la maana y cay la tarde.
Brillaban las antorchas y a mis
pies alguien haba tenido la feliz
ocurrencia de extender una piel de
oveja a la que ni la cabeza se
haban molestado en quitarle. As
que lo primero que vea nada ms
despertarme, y lo ltimo tambin al
dormirme, eran los ojos de ese
bicho o el agujero donde
estuvieron hasta que alguien
decidi hacer una manta con l.
Luego, al anochecer, y como
todos los das, lo ms parecido a no
hacer nada, que en mi estado eso
era lo que buscaba: la anulacin
absoluta. Y que me dejaran
tranquila. Jugamos a adivinar el
pensamiento, a las damas, a las
tablas, a los reyes.
Mir por la ventana y la
tormenta nocturna se haba
calmado. El paisaje estaba nveo.
Demasiado. Angustiaba pensar que
nada pudiera mancillarlo. Incluso
se oa algn que otro pjaro
nocturno. Adems, mi marido se
haba ido fuera del alczar. Creo
que de cacera o alguna actividad
igual de trascendente, as que ni se
oan sus gritos ni los de los pajes,
que, ante la falta del seor, haban
decidido tomarse un da de asueto y
haban escapado del castillo en
busca, me imagino, de lugares ms
clidos, y nos haban dejado a las
mujeres y al servicio solos,
completamente.
Esa misma maana, justo
despus de la visita del Quiste,
haban partido montados en sus
caballos. No pude ms que
alegrarme y no precisamente por
verme libre de la presencia
masculina, que tampoco soy tan
egosta, sino que con el mal tiempo
que haba hecho los das
precedentes, las pobres bestias y
no me refiero a los hombres
apenas haban tenido la oportunidad
de salir de sus cuadras y como
siguieran as, no slo tendramos
fantasmas de humanos, sino tambin
de caballos. Y eso era lo que nos
faltaba.
Ya se van me dijo Blanca
sentada en el alfizar. Aunque yo
hubiera podido suponerlo, que
estaba enferma pero no sorda y la
algaraba que formaban no era
pequea precisamente.
As que pasamos un da de
absoluta tranquilidad. Me leyeron y
me qued dormida. El nio, que
ltimamente haba estado muy
nervioso, tambin decidi darme
unas horas de reposo ante lo que me
esperaba. Como si lo supiera, como
si desde mi mismo estmago
hubiera sido capaz de prever el
horror que me aguardaba.
Cay la tarde y prendieron las
antorchas. Jugamos, y cuando nos
cansamos, Blanca se tumb junto a
m y me sonri.
Est s triste? quise
preguntarle. Qu te pasa
ltimamente? Pero se dio media
vuelta y suspir.
Est bien, no voy a estar
rogndote, si no quieres
contrmelo, all t.
En realidad lo saba, saba que
tena que ver con mi marido y por
eso prefera mantenerme en mi
ignorancia. Total me dije,
pronto me iba a ir al otro mundo,
qu ms daba?.
Y pas el tiempo. La sangre
dbilmente me golpeaba en las
muecas. Blanca respiraba con la
misma parsimonia con la que Eva
lo hubo de hacer el primer da de la
creacin (aunque por dentro, y
aunque yo no lo imaginara, el
secreto la abrasara y ya supiera que
la traicin estaba cerca y que no
haba de temblarle el pulso cuando
la cometiera).
Y de pronto, las arcadas. De
nuevo, tras tres jornadas de
descanso, que las llevaba contadas.
Ya estamos. Otra vez.
La rutina de quitarle las mantas,
de apartar el cuerpo de Blanca,
saltar sobre l, y sobre todos los de
aquellas que duermen en el suelo. Ir
de puntillas porque hace fro y ni
siquiera me he echado algo por los
hombros. El aire tan denso que se
atraganta. O es mi propia lengua,
que intenta hacer de muro. No hay
guardias, ni perros. El castillo est
desierto.
Piensa en algo alegre me
digo.
Y me viene a la mente la imagen
de un rgano.
Porque tengo miedo y soy
consciente, aunque intente
negrmelo.
Venga, Beatriz, que lo puedes
hacer mejor, un rgano? Piensa en
las fresas, en las nubes, en el agua
con hierbabuena y limn.
Pero la imagen del rgano
persiste. Y quiz, me doy cuenta,
sea por asociacin de ideas porque
hay viento, en esa sala que cruzo
ahora mismo, se ha levantado el
aire y me agita los bajos del
camisn.
Cunto lirismo. As se deberan
aparecer todos los muertos. Entre el
fro que haca, el aire que soplaba y
las arcadas que me recorran el
cuerpo. Y ella no encontr otro
momento mejor para mostrarse.
Estaba sentada en una silla.
Vesta de negro (claro, de qu otro
color habra de vestir una muerta?).
Y me miraba con unos ojos tan
vivos como los mos.
Ven dijo. Y su voz era
dulce, extraamente. Y clara.
Yo obedec, aunque estuviera
muerta, y lo nico que me pidiera el
cuerpo fuera ir corriendo a mi cama
y esconder la cabeza debajo del
cabezal.
Es curioso, tantos aos
temiendo eso mismo: que hubiera
alguien debajo de mi colchn, que
dentro de los bales pudiera
ocultarse una presencia no deseada,
que en la noche surgiera algn
diablo de las sombras, y cuando
finalmente sucede, me quedo quieta
y no slo eso, sino que obedezco
sus rdenes. Ven, dijo. Y yo,
obediente cual borrego, fui a
ponerme a su lado (hasta que pude
distinguir sus olores y tocar sus
ropajes, que eran tan reales como
los mos).
S? pregunt. Y ya no
quedaban ni rastros de las arcadas.
Hola, Beatriz.
S, me dijo hola. A la manera
de los viejos amigos y con su voz
en un tono tan bajo que apenas la
oa. Es mi muerta, pienso. Y qu
iba a decir yo?
Hola.
La miro a la cara esperando
encontrarle cuernos, o agujeros en
la nariz como los de las serpientes,
orejas picudas, o unas cuencas
vacas como las de la piel de la
oveja que tengo encima de mi cama.
Pero es perfectamente normal: una
mujer que, de no estar muerta, no
hubiera resaltado ni lo ms mnimo.
Bueno, exagero: era guapa. Morena,
de pelo rizado y boca pequea. Los
ojos, negros, lloraban (oh, sorpresa,
nunca imagin que los muertos
pudieran llorar).
Sealo una de las lgrimas.
Por qu lloras? pregunto.
Porque estoy triste no ha
sido hiriente ni su voz cortante,
simplemente natural.
Muy inteligente por mi parte,
me mereca una contestacin as,
pienso. Ella contina:
Porque estoy muerta.
Aj! Quin est siendo obvia
ahora?
Ay, pobre. Lo siento.
Es lo nico que se me ocurre
decir.
Y ella asiente.
Pero no te creas que se est
tan mal; de muerta, quiero decir.
Me siento a su lado, en el suelo.
Me da igual si est helado.
No todos los das se tiene la
posibilidad de hablar con un
difunto. Y ella era casi una
conocida, habindose aparecido
todas las noches.
No?
No, una vez que te
acostumbras, se hace llevadero. A
estas alturas de la conversacin, mi
mente comenz a trabajar: empec a
preguntarle lo que todo el mundo
hara si de pronto un da se
encontrase con alguien as.
Pero no tendras que ir al
cielo? pregunt.
S, claro. Pero con esto del
albedro que nos dio el Seor, pues
me preguntaron: Quieres ir?. Y
yo prefer quedarme.
Y eso?
No s por qu. Fue todo as de
simple. Como la misma muerte. Al
poco ya me pareca que toda esa
situacin era normal y que, si no
dos amigas, ramos por lo menos
dos conocidas que se encuentran en
el mercado y comienzan a charlar:
qu tal la familia, el nio, su
esposo. Bien, bien. Ay, no sabes
Ya ves, tena todava algn
asuntillo pendiente.
Ah, s?
S, descubrir cmo mor, por
ejemplo.
Claro, eso es importante. Y
qu tal lo llevas? pregunt,
cuando en realidad quera saber:
Qu tiene que ver todo eso
conmigo?.
Bueno, no va mal. An me
quedan piezas por colocar, pero ya
comienza todo a cobrar sentido. Me
lo deba, sabes? Por m y por el
nio y seala mi vientre con su
dedo de muerta.
Por el nio? lo cubro con
mis manos.
No, no se, no tu hijo se
re y su risa es indescriptible, como
un sonajero, casi. El mo! El
que cay conmigo!
Ah asiento como si supiera
de lo que me est hablando.
Bueno, aunque siendo franca,
ahora tambin por el tuyo, Beatriz.
Por el mo?
S, por el tuyo. Y por ti. Te
estn matando, Beatriz, por mi
culpa.
Quin? pregunto.
Quin me est matando?
Y sonre, con toda su boca de
muerta.
Ah! T te crees que si yo he
tenido que morir para averiguarlo,
te lo voy a decir as como as? No,
yo ya no tengo nada que perder.
An me quedan muchos aos de
vagar por este palacio y creme que
es francamente aburrido. Slo te
aviso, porque me caes bien y
porque me recuerdas mucho a m,
con un orgullo tan ciego que no te
permite ver qu sucede a tu
alrededor. Espero, por tu bien, que
no sea demasiado tarde, porque si
no acabars dando vueltas conmigo
por estos pasillos. Aunque la
verdad es que no me importara, me
caes bien.
Y se levant y, echando a
correr, se lanz por la ventana (por
la misma de la que cayera para
morir).
Yo no tard en seguirla, pero en
direccin opuesta.
Resulta imposible describir el
alivio que sent cuando de un salto
me met en la cama. Con el embozo
de las sbanas me cubr hasta la
cabeza y me abrac con fuerza a las
rodillas. Temblaba. An recuerdo
el sabor del labio cuando la sangre
comenz a gotear de tan fuerte
como lo morda. Blanca gimi
levemente.
Busqu su mano, pero,
reptando, se alej de m.
Est bien me deca, est
bien.
Y la noche, oscura, entrando
por la habitacin.
Porque ahora saba que esa
muerta y mi aya y yo misma no
ramos sino partes del mismo
crculo. Y que esa muerta era tan
inocente como yo. Y que haba
alguien en ese alczar que no
buscaba sino el olvido.
Haba temido estar con ella y
ahora tema no volver a verla. Y
esto fue precisamente lo que
sucedi: nunca ms vino a
visitarme. Slo yo podra sacarme
las castaas del fuego y cuando esto
sucediera, cuando sus palabras se
volvieran hechos y el peligro,
inminente, no habra nadie a mi
lado.
5

(DEL PADRE).

S i en un principio fueron dos, al


final una imagen se superpuso
a la otra. Parece como si los
recuerdos que vinieron despus se
encargaran de suplantar a los
primeros, distorsionarlos o
enterrarlos de un modo tan profundo
que incluso ahora resulta difcil, y
tambin doloroso, limpiarlos de la
tierra que durante tanto tiempo han
acumulado y sacarlos a una luz que
descubre todas sus aristas. Las
primeras imgenes de mi padre son
borrosas, incompletas. Y sin
embargo su presencia se afianza
con el tiempo hasta llenarlo todo.
Desgraciadamente.
Si el recuerdo de mi madre
resulta distorsionado, la culpa slo
se me puede achacar a m y a una
muy prematura desaparicin. Sin
embargo, el de l, ay, qu poco
tiene que ver. Mi padre se encarg
de pisotear cualquier resquicio
anterior a la muerte de mi madre.
Su imagen siempre ser parcial por
ms que yo, en un esfuerzo de
benevolencia absoluta, consiga
ceirme slo al pasado ms lejano.
Pero el concepto que nos formamos
de las personas cambia con el
tiempo y la imagen primigenia que
pude tener de l se convirti en la
otra, en la oscura. Y puestos a
buscar culpables, slo l puede ser
acusado.
Me gustara poder hablar de
Pedro como lo hacen las crnicas:
privarlo de cualquier valoracin,
desvestirlo de cualquier adjetivo
para referirme a l con la mayor
inocencia posible. No existen
narradores capaces de no
decantarse no aspiro a tanto, es
un sinsentido. Al hablar de un
suceso, por ms casual que ste sea,
comenzamos a valorarlo. Es
importante, y lo s, mantenerse
inclume, intentar ser lo ms
distante posible; sobre todo si lo
que pretendemos contar se ha
convertido en el eje de nuestra
vida.
se es mi caso.
No, no pretendo juzgarlo, que
sea otro el que lo haga. Al fin y al
cabo, de qu servira? No creo que
ese juicio pudiera hacer de l una
persona ms desgraciada de lo que
fue y lo que es seguro es que no va
a hacer de m una persona ms feliz.
Si lo cuento es para, en ltima
instancia, apartarlo de m. Si
hubiera querido perdn o
comprensin, hubiera acudido al
prroco y hace mucho que prescind
de l. Ya no busco redimirlo u
odiarlo, ya no quiero encontrar el
porqu, ni siquiera aspiro a
olvidarlo. Es imposible porque
forma parte de mi vida. Sera como
pretender arrancarme un brazo, una
mano o algo igual de necesario. Mis
recuerdos son mi yo pasado, los
cimientos. Pero he de dejar de vivir
en l y slo vacindome por
completo podr volver a llenarme
de algo que sea ms parecido a un
futuro.
Alguien me dijo una vez que las
cosas importantes lo son por s
mismas, que es intil redundar en
ellas, cargarlas de descripciones
que no aportaran ms que una
distorsin que lleva siempre a la
falsedad, al ocultamiento y a la
impostura. Y bastante he vivido en
ella durante todos estos aos. No,
he de hablar de l descarnadamente,
y en el fondo, aunque no sea el fin
buscado, conseguir vengarme.
Curioso: la venganza a travs de la
verdad.
Entonces, el primer peldao
pasa por reconocer la importancia
que tuvo mi padre, ni ms ni menos.
El segundo, hablar de l, y
conocerme a m. Porque negrselo
sera ridculo, l vio en m algo que
ni siquiera intua: el recuerdo de mi
madre.

Y sin embargo, el primer


recuerdo que me viene a la mente al
pensar en l es su mano, grande, los
dedos speros, las uas mordidas,
los nudillos desollados. Y el
bofetn que me peg.
Mi madre jams nos haba
tocado. Y nuestras ayas, como
mucho, cuando ramos pequeos y
siempre en el culo. No es que
furamos unos nios ejemplares,
que ms bien no, pero estbamos
sometidos a una vigilancia tan
continua que eran pocas las
ocasiones que tenamos para
organizar alguna trastada. Y cuando
las hacamos, nos cuidbamos
mucho de escapar de las
acusaciones, de eludir la culpa.
Cuestin de sangre, supongo, no
dejbamos de ser descendientes de
reyes. Y pase lo que pase, nos
haban enseado, siempre habr
alguien por debajo de vosotros para
cargar con placer incluso,
decan, los fardos que no queris.
La labor de los grandes no consiste
en pedir perdn. Tienen la
obligacin de ser consecuentes. Y
si os equivocis, habis de
rectificar, nunca diris que fue un
error, sino que era parte del plan.
Lo que no se sabe no se tiene por
qu perdonar. Nadie ver que
habis cado si no os ven
levantaros. La debilidad es
imperdonable. No lo mezclis,
nios, con la humanidad. Sed los
ms piadosos cuando tengis que
serlo, conceder indultos con
ligereza. Esos signos no os quitarn
respeto y s os aportarn el cario
de vuestros vasallos. Pero
manteneos firmes en vuestras
decisiones. Un hidalgo dubitativo
es como un rbol endeble, termina
aplastado. Slo aquellos que tienen
fortaleza merecen gobernar. Y pedir
perdn resulta un signo de
debilidad. Os habis equivocado y
no slo reconocis que no sois
infalibles, sino que admits el
poneros en un plano inferior al de
vuestros sbditos: hacindoles
partcipes de vuestros errores, les
dais herramientas para que puedan
juzgaros. Mentid si hace falta, hasta
el final. Si no rectificis, siempre
habr duda de que lo que digis o
hagis es cierto. Y la gente quiere
ser engaada, sobre todo por sus
dirigentes. La verdad no juega a
favor de nadie, y mucho menos de
vosotros mismos. La mentira es ms
cmoda y ms segura para ellos. Y
sobre todo es necesaria para
vosotros.
Quiz no nos lo dijeran as, sino
con otras palabras. Quiz ese
discurso que tuve que aprender
cuando fui a vivir a la corte del
abuelo fuera en realidad implcito y
no hubiera nadie que se atreviera a
expresar lo que por todos era
conocido. Todos mentan con una
apabullante facilidad. No se
inmutaban al hacerlo. Era parte de
sus vidas. Me sorprend incluso yo,
que haba vivido toda mi vida en un
mundo de ficcin construido en
torno a una gran mentira, la de mi
madre, la gran mentirosa aunque
lo hiciera por nuestro bien. La
verdad es que en esa corte llena de
cazadores y de pedigeos de
manos largas, de hombres barbudos
y sarnosos ocultos tras armaduras
que pretendan decir algo de su
estirpe, de mujeres embadurnadas
en aceites que preconizaban un
amor elevado y luego se acostaban
con el caballerizo o porquero de
turno, los maestros no abundaban
y mucho menos los de tan
elevadas enseanzas morales.
Pero la mentira era algo habitual.
Ni siquiera se consideraba pecado.
Una frase que lo refleja muy
bien es precisamente la que me dijo
mi padre cuando sus recuerdos ya
no son tan difusos, cuando su
presencia se hace constante y lo
siento como una amenaza y me
gustara poder olvidarlo, escapar
de l, pero no puedo.
Que no vea tu mano derecha lo
que hace tu izquierda, dijo. Y
mientras introduca una de ellas
no recuerdo muy bien cul de las
dos por dentro de mi escote.

El bofetn lleg de improviso.


No me lo esperaba (quiz si lo
hubiera hecho, no lo recordara
ahora con tanta precisin). Fue en
la cara, en la mejilla izquierda, con
toda su palma abierta. El dolor se
extendi desde el cuello hasta la
oreja, pasando por el labio. Era un
dolor clido, lleno de rabia. Me
qued paralizada.
Y l, mirndome, como si el
ms sorprendido, aquel a quien el
golpe y el dolor lo hubieran cogido
ms de improvisto, fuera l. Sus
ojos azules se aclararon y se
abrieron, como su boca. No s lo
que le haba dicho, qu tipo de
contestacin le habra dado o qu
respuesta airada y fuera de lugar
por mi parte le haba hecho perder
los papeles. Posiblemente me lo
mereca. Pero hasta ese momento yo
no haba sido nada para l, su
concepto de nosotros se cea al
que le deba mi madre, como un
informe breve, antes de ponerse a
hablar de problemas que slo les
ataan a ellos dos. Tambin hay
que reconocer que era una poca
delicada, como pude saber ms
adelante, que estaba peleando con
su padre, mi abuelo, y andaba
conspirando en la sombra para
conseguir derrocarlo y arrebatarle
la corona. Incluso que algunos de
sus ms ntimos amigos haban
muerto en no s qu batalla, que el
matrimonio con mi madre cada da
se vea peor y que mi abuela y el
cortejo de brujas en las que
incluyo a sus consejeros que la
rodeaban andaban todo el da
candidata arriba, candidata abajo,
para buscarle una nueva esposa.
Yo no saba nada de todos estos
detalles. Y aunque lo hubiera
sabido, habra servido de algo? Ya
haba cado. No es que su presencia
tuviera demasiada importancia en
mi vida, no voy a engaarme.
Nunca estaba en casa y cuando lo
haca, apenas nos prestaba atencin,
tan centrado siempre en su padre y
sus problemas. Era como el to que,
despus de un viaje, pasa para
narrar sus hazaas y trae un
pequeo presente que, para un nio,
siempre supone una alegra
momentnea en un primer instante,
pero luego es slo un objeto que
acumular polvo en un rincn.
No, en esos primeros recuerdos,
no contbamos para l.
No se haba metido nunca en
nuestra educacin. Le daba igual
cmo furamos vestidos. Si nos
preguntaba: Qu tal andis?, lo
haca por pura cortesa para con mi
madre, porque ella no dejaba de
invertir cientos de horas en
nosotros y as consegua darle una
importancia ficticia a un trabajo que
ni valoraba ni lo iba a hacer nunca.
Una manera, como otra cualquiera,
de ganarse su cario. Le hacamos
gracia, no lo niego. Eramos como la
planta que se riega todos los das.
Te sientas, la miras y frunces el
ceo si ves que est mustia y te
deleitas con orgullo del que
piensa que es mrito propio, que es
gracias a l que salga adelante si
le sale alguna flor. Una planta que
no molesta. Hala, a la cama,
deca, sin distinguir quin era su
hijo y quin su hija. Nos vea en su
conjunto, en la especie genrica de
hijos.
Nos contaba sus historias a la
luz de la lumbre para poder
recrearse en su propia voz. Por eso
a veces eran inconexas y se saltaba
trozos y avanzaba y retroceda sin
un orden prefijado. Por eso a veces
retomaba la historia del da anterior
y cambiaba escenarios y personajes
a voluntad. Por eso, otras veces, las
repeta punto por punto.
Nunca nos rea, pero tampoco
nos alababa ni se inquietaba si
llorbamos. Convivamos, cuando
tenamos que hacerlo, con la
cordialidad y la frialdad suficiente
como para que ninguno se
inmiscuyera en el espacio del otro:
l respetaba cuando nuestra madre
nos vesta y nos llevaba a misa o
nos tomaba las oraciones sin
acercarse. Y nosotros hacamos lo
propio cuando se encerraban en su
habitacin y comenzaban las risitas
y los chilliditos.
Con el tiempo incluso intent
mantener alguna que otra
conversacin con nosotros. Bonito
tiempo, ha escampado. S, la
comida estaba muy buena. En fin,
dilogos en los que, como mucho,
todo se calificaba como bueno o
malo: La familia, bien; la salud,
bien. Finalizado todo con un gentil
gracias, que para algo uno es
noble.
Luego, los consejos: Podras
intentar tal, o quiz fuera mejor
cual. Y Juan y yo: Gracias,
gracias, padre, tiene razn. Y l se
estiraba, tan magnnimo, sonriente:
Ya he cumplido por hoy, deba
de pensar.
Con ese primer bofetn entr a
formar parte de su vida. La
sorpresa se sobrepuso al dolor. El
extrao se haba atrevido a
cruzarme la cara. Me llev la mano
hasta ella. Y mi mano pequea
intent cubrir todo el espacio que
atravesara la de mi padre, ms
grande. Supongo que en mi cara
haba entonces un gesto simtrico al
de l. Alarg sus brazos, los dos
estirados, intentando tocarme, pero
yo ya haba dado un paso hacia
atrs. Recuerdo, es curioso, que el
sol se reflejaba en su nariz y
brillaba. Haba perdido elegancia,
de pronto, no quedaba nada de ella.
Tu padre ser rey algn da, me
haba dicho mi aya. Y el extrao,
que nos visitara con despego pero
con cordialidad, se revisti de un
podero que hasta entonces no
tuviera. Tonta de m, que an
desconoca la realidad: ignoraba
que los reyes no van a todas partes
montados en corceles blancos, que
las coronas no son tan brillantes
como en los cuentos y que pueden
dejar de ser esos hombres galantes
y apuestos para transformarse en
unos viejos a los que se les ven los
agujeros de la dentadura al sonrer,
que protestan por las articulaciones
y que se tiran pedos al levantarse
del trono. Cuando me enter de que
mi padre sera rey algn da, me
alegr por l como si fuera un
conocido que de pronto consiguiera
lo que se propuso. Era alegra, no
lo voy a negar, pero no orgullo. Es
ilustrativo, porque mientras vea
natural que l poseyera semejante
ttulo, nunca pens en qu lugar
quedaba yo, si era princesa, infanta
o qu: l era, ya lo he dicho, un
elemento decorativo en mi vida del
que poder presumir, pero que, sin
embargo, es fcilmente
reemplazable.
La alegra por l dur poco:
hasta que comprend que, por su
causa, por ser precisamente rey,
todo lo que me hiciera, incluso lo
ms antinatural, le sera siempre
perdonado.
Hija dijo.
Y fue la primera vez que o esa
palabra en su boca. Madre, Juan
pens, dnde estis?. Tena
ganas de echar a correr,
encontrarlos, y a la vez deseaba
quedarme all, mirando a ese
extrao que de pronto, y al
llamarme hija, se consideraba mi
padre. Esa palabra se convirti en
una imposicin. Vengo a recuperar
mi sitio, pareca decir. T eres
mi hija, yo soy tu padre. Y si l
reconoca lo inevitable, cunto
tiempo podra yo seguir siendo slo
parte del mundo de mi madre?
Nunca haba querido ser mi
referente, ejercer como tal. Su
presencia, el lazo sanguneo
incluso, era slo una circunstancia
que apenas haba hecho mella en
nuestras vidas, que los dos
habamos aceptado como inevitable
pero insustancial: l tena su vida y
yo, la ma.
Me senta desconcertada, por
qu querra de pronto cambiar su
sitio? No, no tena espacio para l.
No lo aceptaba. Lo siento
hubiera querido decirle, el trato
no me interesa. Pero no era una
transaccin comercial, no una justa.
Pareca un usurero que se
aprovecha de su posicin
predominante. Quieres a tu
madre? pareca decir, bueno,
pues ahora tendrs que aceptarme a
m tambin. Haba inclinado los
hombros hacia adelante, todava
intentando tocarme. El vello de los
brazos le llegaba justo al final del
antebrazo. Y fue por causa de esos
pelos negros que retroced un poco
ms. En un mundo en el que slo
conoca la desnudez femenina y
siempre incompleta y la
andrgina de mi hermano pequeo,
la certeza de que existan otras
formas desconocidas y no slo eso,
sino incluso repugnantes aunque
slo fueran esos pelos tras los que
no poda intuir nada ms, hizo
que me sintiera de pronto confusa y
asqueada. Era otra especie, muy
diferente a lo que yo conoca. Una
carne cubierta de pelos negros,
unos dedos speros, gruesos como
garras, y unos ojos que te rastrean
por dentro y por fuera en los cuales
es difcil adivinar qu hay detrs. O
acaso lo saba tan bien que por eso
retroced todava un poco ms.
l me haba reconocido, hija,
haba dicho. Y a pesar de que no
haba utilizado ningn posesivo, un
ma que incluso habra podido
quitar rotundidad al hija, haba
esculpido, as, de pronto, la marca
del cantero en mi cara. Pedro lo
hizo, pareca decir el sonido del
guantazo que an resonaba en mi
oreja izquierda. De pronto formaba
parte de sus propiedades. Y con su
mano extendida, slo pareca estar
deseando asir aquello que le
perteneca.
Es difcil imaginar qu hubiera
pasado si en ese momento yo llego
a hacerle frente. Negar que tena
poder sobre m, humillarlo en vez
de quedarme mirndolo atrada
como atraen siempre las cosas
repugnantes. Puede que slo
hubiera conseguido prolongar un
poco ms mi libertad y que de todos
modos hubiera terminado
imponindose, al fin y al cabo, l
era dueo y seor y poda disponer
a su antojo. Pero no quiero evitar
pensar que quiz todo hubiera sido
diferente y negando su papel en mi
vida, impidindole la entrada o
expulsndolo de un modo tan
brusco como el que l haba
utilizado para hacerse un hueco en
mi rutina, hubiera conseguido
cambiar un futuro en el que ese
primer hija pronunciado con una
cierta culpabilidad sera sustituido
por otras palabras que an me duele
recordar y en las que la
culpabilidad no aparece ni
remotamente.
Beatriz dijo.
El pelo le caa por los hombros,
salvaje. Y toda su postura, tan
quieta, pareca en tensin.
Hija, Beatriz. Sus palabras.
Con la primera demostraba que ya
era suya, que le perteneca. La otra
me confera una entidad propia. Ya,
por ms que quisiera, nunca sera
parte del colectivo nios: Por
favor habra dicho, llevaos los
nios a acostar. Y nuestras ayas,
sumisas, nos habran cogido en
bloque y en bloque nos habran
desnudado. No, Juan se haba
convertido en hombre y yo, en
mujer porque con su sola mirada y
con dos simples palabras mi padre
me haba definido. Y Dios form
al hombre con polvo del suelo, e
insufl en sus narices aliento de
vida, y result el hombre un ser
viviente. Si Dios se vali de su
aliento, mi padre, llamando con un
nombre que en realidad me haba
pertenecido toda la vida, me otorg
una nueva entidad. De nada me
servira intentar ampararme en mi
hermano, buscar confundirnos de
nuevo carne y huesos, ser uno otra
vez para que nadie pudiera
distinguir dnde comenzaba yo y
dnde acababa l. Ni siquiera, y lo
saba, podra refugiarme en mi
madre. Hija, haba dicho para
unirme a l. Y Beatriz.
Como quien dice: Lzaro,
levntate y anda, no mires atrs
porque nadie te va a acompaar, ya
no tienes a nadie que te indique el
camino.
Lo vea con los ojos del
descubridor. Y slo l estaba
ntido, con la mancha del sol
brillando en su nariz, con esos
pelos negros que, como cuerdas,
ascendan por su brazo hasta
perderse en la manga, con esos
hombros tan anchos, echados hacia
delante con la decisin del que
quiere algo y sabe que lo puede
obtener. El resto del paisaje se
desdibuja en mi memoria: podra
haberme pegado en el jardn, en el
convento, en las lindes del ro.
Podra haber sido la maana o el
atardecer. Todo lo que no fuera l,
su figura, sus actitudes o mis
pensamientos, aparece confuso en
mi memoria (acaso pertenecen a
aquellos recuerdos que quise borrar
y consegu hacerlo).
A pesar de todo, recuerdo tan
claro como si lo viera ahora que
una gota de sudor se desliz por su
frente hasta su mejilla donde el
comienzo de la barba comenzaba a
despuntar, dejando tras de s un
rastro viscoso. Las mejillas, tan
prominentes, rodeando esa nariz
aquilina que pareca que te apuntara
siempre, acusadora. Y la gota,
centro total de mi atencin, una
especie de refugio porque me
permita evadirme de esos ojos que
no dejaban de mirarme, con
fijacin. Esos ojos que de pronto
descubr que eran almendrados
igual que los de mi hermano y que,
sin embargo, miraban de un modo
tan diferente (y tan atrevido).
Repleg la mano que hasta
entonces me tendiera y se la quit
de la mejilla con un movimiento
brusco (la humedad se extendi
hasta el comienzo del cabello). Y
entonces, lo curioso es que ya no
dese echar a correr, sino quedarme
clavada all mismo, hundir mis
piernas en la tierra. Y comenc a
llorar. Su mano ya no se detuvo.
Avanz los tres pasos que lo
separaban de m y recogi una de
mis lgrimas entre sus dedos.
Hija volvi a decir.

Fue, creo recordar, la nica vez


que llor hasta que sobrevino la
muerte de mi madre (en la que las
lgrimas vencieron; fue superior a
mis fuerzas, y an me lo reprocho).
Aquella gota de agua que cogiera
entre sus dedos y que luego, si la
memoria no me falla, se llevara a la
boca; y sin yo quererlo, nos haban
unido y slo mantenindome firme
podra alejarme de l. Slo as
podra volver a estar ms cerca de
mi madre. No haba medias tintas.
A mis padres era imposible
quererlos por igual. No lo
permitan. Un cario exclua al
otro. Eran demasiado posesivos,
vivan demasiado dentro de su
realidad individual, como para
poder compartir nuestra filiacin en
partes alcuotas. Y a pesar del amor
que se tuvieran que no pienso
cuestionar, les resultaba
imposible concebir que nosotros,
criaturas ajenas a ellos dos,
pudiramos quererlos de igual
modo, en justa proporcin. O eras
de uno o lo eras del otro. Es lgico
imaginar que su cario entonces era
paralelo: ellos queran a uno u a
otro, por entero, por ms que Juan y
yo intentramos cambiarlo. Mi
madre a Juan, mi padre a m. Un
crculo tan vicioso como absurdo
porque al final todo caa en saco
roto.
Y esta reflexin, que tan dura
puede parecer (Honrars a tu
padre y a tu madre, lo s), no slo
me la hice yo, sino el propio Juan,
quien, por ms que lo intentara, no
consegua que nuestro padre posara
su vista en l ms de unos instantes.
Padre le deca, mira lo que
he hecho. Y el otro: S, s, claro,
claro, lo que t digas.
Fue desde el bofetn cuando mi
madre se alej definitivamente de
m. Y no es que cambiara su actitud.
Siempre tan rotunda, tan correcta.
Segua rezando conmigo como
haba hecho hasta entonces, y
ensendome modales. Incluso
cuando me tropezaba o buscaba
consuelo por cualquier rabieta, me
acoga entre sus brazos y me deca,
como hasta siempre haba hecho,
no ocurre nada, ya pas. Pero
eran sus caricias mucho ms breves
y ms mecnicas. Era la inflexin
de su voz, tan monocorde aun
cuando buscara consolarme, era
cmo se echaba ligeramente hacia
atrs cuando la rozaba, lo que me
hizo saber que mientras mi padre
haba ignorado mi presencia, haba
tenido todo su cario, pero que una
vez que l haba decidido
entregarse por completo, ya se
supona que tena mi carencia
emocional completa y ella poda
dedicarse a Juan. Su cario hacia
m, sin dejar de ser aparente, se
haba acabado. Sin posibilidad de
modificacin. Un nio se da cuenta.
Todo esto slo ahora puedo
plasmarlo, entenderlo. En su
momento era algo que me
desconcertaba por completo. A
pesar de que viviramos solos,
alejados de cualquier tipo de
familia que podra clasificarse
como convencional, algo en m me
deca que no era normal, que en
nuestras relaciones, las de los
cuatro, haba algo raro.
De la noche a la maana mi
madre me rechazaba,
educadamente, como haca con cada
uno de sus protegidos cuando vea
que sus penas se alargaban
demasiado y ella tena otros
menesteres de los que ocuparse.
Era intil el haber protestado, haber
reclamado mi inocencia: el mal ya
estaba hecho. No entenda las
causas, el porqu de todo ese
maremgnum de sentimientos
encontrados: yo corriendo detrs de
mi madre y mi padre pisndome la
sombra. Juan detrs de l y mi
madre: Juan, Juanito, ven
conmigo. Era ms bien, se me
ocurre ahora, una carrera en la que
slvese quien pueda y en la que no
hay direcciones marcadas y slo
cuando chocas con otro de los
participantes, te das cuenta de su
presencia, de que no corres solo.
(Aunque la nica direccin posible
fuera el precipicio al que todos nos
encaminbamos).
Slo mucho tiempo despus he
comprendido que no existen
familias perfectas como no existen
amores perfectos. Somos egostas y
mi ncleo familiar representaba ese
egosmo en su mxima esencia.
Slo nos preocupbamos de
nosotros mismos y slo fijbamos
la vista en el otro (mi padre en m,
yo en mi madre, mi madre en mi
hermano, mi hermano en mi padre)
cuando ste poda suplir nuestras
ausencias.
Seguamos un cdigo
perfectamente definido. En esa
bsqueda de la complicidad,
sabamos interpretar cualquier
gesto.
Y a pesar de mi corta edad,
entenda que lo ltimo que deba
hacer en el mundo si quera
mantener alejado a mi padre era
llorar.
Llorar era un gesto de
complicidad que no quera volver a
tener con l. No iba a volver a ser
dbil en su presencia, palabra.
Aguanta, me deca. Y aunque no
estuviera en casa, porque se
encontrara cazando o gestionando
esos asuntos que tan importantes
eran siempre, si me senta al borde
del llanto, me lo prohiba
tajantemente. No has de llorar,
Beatriz. Cmo si no pensaba
podra fortalecerme lo suficiente
como para no hacerlo cuando l se
encuentre aqu?. Quien cae una
vez vuelve a repetirlo, pensaba.
As que si por ejemplo l me
vea tropezar mientras jugaba con
mi hermano, se apresuraba hasta
donde estaba y me preguntaba: Te
has hecho dao?. Yo contraa los
labios y me levantaba. No, padre,
no se preocupe. Y l,
decepcionado, volva donde mi
madre cosa (en ese prtico que
tanto recuerdo, sedente, reclinada
sobre su costura y all, su figura tan
guapa, tan inaccesible). Ella
levantaba la cabeza y sus ojos
vagaban desde donde yo estaba, con
indiferencia, hasta los de l. Y ya el
gesto no era diferente, o por lo
menos as me lo pareca: una
mezcla de reproche y de
comprensin.
Desde que mi padre repar en
mi existencia, el proceso de
acercamiento haba sido cada vez
ms constante y sin duda ms
insidioso. Ests bien?, sola
preguntar. Quieres algo?. Y yo:
No, no, gracias reverencia,
reverencia, todo bien, padre.
Y su sonrisa dibujada tras una
barba en la que esconda la cara de
mi madre cuando crean que no los
veamos y la coga por su cuello y
buscaba sus labios (luego, mi
madre, con la barbilla roja y una
sonrisa tonta). Y mi madre: Qu
bueno tu padre, siempre tan
preocupado por ti (y en su tono no
encuentro ninguna acusacin
velada, es una voz neutra, porque
yo ya no pertenezco a su crculo,
nuestra relacin, la de mi padre y la
ma, nos pertenece nicamente a
nosotros). Y Juan tuerce la boca
porque, que yo sepa, Pedro nunca le
ha preguntado si estaba bien o si
quera algo.

Un ao antes de la muerte de
Ins, naci Dions. De cuatro,
pasamos a ser cinco. Y el crculo
familiar y sus relaciones se hicieron
todava ms complejas. El
equilibrio inestable en el que nos
habamos mantenido hasta entonces,
el limitado crculo en el que
corramos sin mayor problema
porque incluso a las pequeas
rozaduras e incomodidades se
termin acostumbrando el cuerpo
salt por los aires cuando apareci
la palanca que era mi nuevo
hermano pequeo. No fue un
cambio radical aunque, a la larga
y visto con la perspectiva del
tiempo, s que pudiera parecerlo,
sino paulatino, un proceso en el que
cada uno defini claramente su
postura y, como en un acuerdo
tcito, fueron menos permitidas las
injerencias en las relaciones de los
otros: Juan era de mi madre, yo, de
mi padre y Dions, el fardo que
pasaba de brazo en brazo hasta que
alguien decidiera en qu lugar
habra de situarse (alguien que
pronunciara su nombre y dijera:
Hijo, reclamando su propiedad).
Los nueves meses anteriores mi
madre se los haba pasado postrada
en cama. Qu te sucede?, le
preguntaba Juan. Y ella: Un regalo
de Dios. Pues menudo Dios
pensaba yo, que te hace vomitar,
te impide dormir por las noches, te
ha hecho estar hinchada como un
odre. Mira, Juan deca, pon
tu mano aqu. Y l: Se mueve, se
mueve.
A m nunca me invit. Nunca me
dijo: Ven, Beatriz, pon la mano
sobre mi vientre, es tu hermano.
Sin embargo, mi padre me coga
en brazos, me aupaba en sus
hombros y me llevaba al ro, me
enseaba las pieles de los animales
que cazaba, adiestrar a los alanos,
cmo orientarse en el monte. Me
mostraba incluso cmo se utilizaba
un arma. Agrrala con firmeza,
deca. Mantente recta en la
montura. Golpea con decisin el
estafermo. Es un animal, Beatriz,
estn hechos para morir, no han de
darte pena.
Abandon la costura. Tengo
que hilar el ajuar, deca a mi
padre. Y l me miraba con el
desprecio del soberbio: no es que
menospreciara este tipo de deberes
femeninos como otros de sus
amigos o incluso su propio padre,
sino que lo que en realidad le dola
era no saber hacer algo. Cambiante
y caprichoso: todo tena que
probarlo y todo tena que salirle
bien a la primera. Si no era as,
montaba en clera consigo mismo y
lo pagaba con los dems. Si he de
ser justa, la inteligencia de mi
padre era mayscula. Poda hacer
lo que se propusiera. Un ser
brillante para cualquier tipo de
deduccin o estrategia. Eso s, a la
hora de comprender al hermano, se
encontraba con un escollo
insalvable: consigo mismo. Juzgaba
los comportamientos ajenos a
travs del suyo propio. Slo
consideraba aceptables los fallos
que l mismo pudiera cometer.
Despreciaba al intil, al que
malgastara sus talentos, al
inconsecuente, al cobarde, al que,
pudindose medir con l, prefera
no hacerlo. Del mismo modo que
slo entenda que se pudiera
dedicar el tiempo a las actividades
que l crea imprescindibles. Todo
lo dems resultaba una prdida de
tiempo. Su inteligencia slo era
comprable a su testarudez. Ahora
bien, que los asuntos en los que la
empleara no fueran del todo
aceptables, que los propsitos que
se hiciera y que por regla general
siempre consegua fueran oscuros
e hicieran dao a los que lo
rodearan, eso ya es otro cantar.
No te preocupes, Beatriz, que
el da que lo necesites, tendrs el
mejor de todos.
Sin una madre de verdad, sin un
referente femenino ms all de los
hoscos comentarios de mi aya
que a pesar de su buena intencin y
de todo el cario que le pudiera
tener, no era precisamente el mejor
ejemplo para una nia que se
supone que habr de llegar a ser
alguien en su pas, me transform
en lo que en realidad tendra que
haber sido mi hermano.
Yo era casi como un mozo de
cuadras, un paje como otro
cualquiera. Pero l (y esto supongo
que tampoco se lo perdonar
nunca), tras ocupar el vaco que
haba dejado su hermana, aprendi
a leer y a escribir e incluso a tejer y
a rezar en voz alta con la voz
atiplada que cualquier seorita
debiera poseer. Sus gestos
adoptaron la languidez y la
cadencia que a m me faltaban.
Incluso sus facciones se suavizaron
y sus manos eran largas y finas
mientras que las mas, llenas de
costras y de raspones, parecan ms
bien las de un cocinero.
Juan, el nio que aprendi a ser
mujer en todos los sentidos.

El da que mi madre se puso de


parto, sorprendentemente, quiso que
los dos estuviramos con ella. Mi
padre, a pesar de que la costumbre
aconsejaba que esperara fuera,
decidi quedarse y no haba nadie
all con la autoridad suficiente
como para rebatirlo y obligarlo a
salir de la habitacin. Haca un
calor sofocante. La chimenea
ardiendo (mi padre apoyado contra
una de ellas, el codo izquierdo en la
repisa, la cabeza inclinada hacia
atrs, los ojos entornados que
vagaban de un lugar a otro de la
habitacin). No recuerdo cuntas
personas habra all atendindola,
seran cinco o seis, a lo sumo, entre
el sacerdote, las damas y la partera.
Pero, llegado un momento, a m me
pareci que slo estbamos
nosotros cuatro. Tanto es as que, si
puedo reproducir nuestras actitudes,
sera incapaz de describir cmo fue
el parto en s, quin hizo qu,
cules fueron los consejos de la
comadrona, qu oraciones nos
hicieron rezar. No recuerdo la
sangre o los paos mojados. No
recuerdo el olor a brea de las
lmparas, el incienso. Ni siquiera
recuerdo cul fue la cara de mi
hermano al nacer.
Veo, por ejemplo, como mi
hermano la miraba horrorizado
mientras la mano de ella retorca la
carne de su brazo. Veo la boca de
ella gritando, las piernas separadas,
el cuello tan largo, estirado como el
de un caballo que intenta llegar a la
rama de un rbol. Veo la cara de mi
padre, sin inquietud o ansiedad,
mirando a mi madre y luego a m
con ojos circunspectos, la sonrisa
de satisfaccin del que se ha salido
con la suya. Me recuerdo a m,
paralizada en mitad de la sala,
dudando si acercarme a la silla de
partos o a mi padre o quedarme
all, mirando cmo mi madre se
retorca. Y ella lloraba. S, las
lgrimas que le faltaron el da de su
muerte le rodaban cara abajo.
Sufra. Y resulta paradjico que
padeciera ms en el momento de
traer a la vida a un nuevo ser que
viendo cmo le cortaban su cabeza
con tanta facilidad. As es la
muerte, supongo, siempre ms
rpida que la vida.
Y de pronto, el nio que ya
haba nacido comenz a llorar.
Y nosotros, que hasta entonces
pareciramos estatuas, salimos de
nuestro letargo.
Es un varn dijo la
comadrona.
Y todos: ah, con indiferencia,
porque en una familia donde los
papeles estaban invertidos, poda
importar realmente?
Dions no tuvo tiempo de
trastocar nada. Slo conocera a mi
madre por lo que le contaron de
ella. Y mi padre tampoco quiso
ocuparse del pequeo. Al da
siguiente de la muerte de mi madre,
lo mand a vivir con su ama de
cra. Despus, cuando ya no tena
edad para estar con ella, encarg su
educacin a los mejores maestros
eso s, y lo olvid. Nunca dijo:
Dions, hijo. Y Dions fue
siempre el nio hurfano de padre y
de madre, sin comprenderlo ni
poder evitarlo porque nunca supo
de las reglas del juego.
Posiblemente l se busc otros
modelos (no creo que nos
reconociese incluso como sus
familiares: se cambi incluso el
apellido, borr su estirpe paterna y
reneg de la materna). Y he de
decir, aunque no me enorgullece,
que yo tampoco le hice demasiado
caso. Ni siquiera cuando viva con
nosotros. Era, ya lo he dicho antes,
el elemento que ayud a definir ms
nuestros papeles dentro del juego
familiar (aunque al hacerlo su
figura se desdibujara hasta perder
cualquier sentido).
La sala de parto era, por fin me
daba cuenta, un lugar desordenado,
de atmsfera agobiante. Cuntas
horas habamos estado all
encerrados? Olor a sudor, a sangre,
a leche rancia aunque esto ltimo
no s si es slo una asociacin de
ideas al recordar los pechos
hinchados de mi madre. Y todos:
Felicidades, felicidades. Y el
cura: Deo gratias y bla, bla, bla.
Y mi padre: S, un placer. Todo
tan impostado, tan ficticio.
Segua all y mis ojos buscaban
un horizonte ms all de la ventana.
Quera salir de la estancia y a pesar
de que fuera llova, alejarme,
esconderme al otro lado de la
pared, lejos de la jofaina en la que
la sangre se mezclaba con agua y
con ese lquido blanco que naci
despus de mi hermano (como las
primeras gotas de leche sucia al
ordear una vaca). Me senta
apresada. Y la chimenea escupa
humo y, apoyado en ella, mi padre
sonrea con falsa placidez a quienes
se le acercaban para darle la
enhorabuena. Haba tenido un
hermano y eso me haca sentirme
menos hija todava. Me
desconcertaba esa cosa rosa de la
que todos decan: Qu guapo,
qu bonito, es como el sol
(cmo puede ser esa carne roja
como el sol?).
Mi madre, todava sentada en la
silla de partos, haba echado la
cabeza para atrs enseando su
nuez, el comienzo de sus camisas,
todas manchadas. Tena los ojos
cerrados y su respiracin era
tranquila. Las piernas abiertas
todava, las manos entre ellas,
flcidas. Y Juan a su lado. Atento a
cualquier gesto, acaricia el lugar en
el que ella se haba aferrado hasta
entonces. Y su cara es de dolor.
Nadie ha preguntado por el
nio. A nadie le importaba. De
hecho, creo que incluso se lo
llevaron para baarlo y nadie se
dio ni cuenta.
6

(DEL HIJO).

M orir. dicen que es un


trmite. Que duele ms la
vida que la muerte. Yo soy la
perfecta dolorosa porque siempre
me gust ese sufrimiento que es la
vida. Aunque, he de reconocerlo,
hubo momentos en los que decid
que ya no poda ms (y si no me
mat, fue porque la Providencia no
lo quiso). Y otros en los que fue la
propia vida la que intent acabar
conmigo.
Hala me dije, se acab lo
que se daba. Ya no puedo ms. Ah
se queden todos. S, estoy media
muerta. Y ese fantasma absurdo,
pues tambin, que dentro de poco
podr explicarme a qu vino todo
ese nmero de la ventana.
Y luego los pensamientos
elevados: Dios me quiere con l,
es intil seguir luchando (es casi
una ofensa). S buena cristiana,
Beatriz, djate llevar.
Y luego los pensamientos
altruistas: Qu bondad en la
muerte, me digo. Por lo menos,
as Blanca y Pedro podran ser
felices y tener bastardos, decenas
de bastarditos que los cuiden
cuando estn viejos y se les caiga el
moco a la hora de masticar (pero a
Pedro, aunque no lo supiera, slo le
quedaba otro ao de vida y sera
yo, y ese hijo tan legtimo como
indeseado, quienes lo
enterrramos).
Y finalmente, los pensamientos
vengativos: Bueno, pues este nio
del demonio se viene conmigo. As,
los dos juntos, como en vida. Ja,
me ro. Y con el paso de los aos
nadie sabr que pudo haber nacido
y todo este dolor que ahora siento
se convertir en cenizas tambin. Ni
de lpida dispondr. Ser un nio,
o una semilla, o una larva.
Condenado al olvido ms absoluto.
Ser mi venganza me dije por
todos estos meses en los que se ha
deleitado en hacerme vomitar. Quit
pro quo. Los dos compartiendo
fretro, por los siglos de los siglos.
Y cuando llegue el juicio final,
tambin. Porque t, querido hijo, ni
siquiera llegaste a existir (slo yo
viv tu vida).
Me pregunto: En la otra vida,
las mujeres que murieron sin dar a
luz, llegarn a hacerlo?. Y como
estoy tan enferma, soy yo la que me
contesto. Y la respuesta es que no,
porque no hay parto sin sangre y no
me imagino un cielo lleno de partos
sangrantes, ni nios llorones y
mucho menos a nuestro Seor
preocupndose en limpiar los
paales. Qu horror de eternidad
sera si no!
Y es que, lo reconozco, mi
cultura es limitada. No s cundo se
resucita: si tras la muerte o al final
de los tiempos (aunque creo que
una vez muerta, tampoco estars
para plantearte ese tipo de
cuestiones). Y luego eso de la
resurreccin de la carne ya es otro
cantar.
Una vez le pregunt a un
sacerdote que, llegado ese
momento, cmo sabra Dios dnde
se encontraban todos los huesos de
los santos, si nos dedicamos a
desperdigarlos por ah. Pero, claro,
yo era pequea y no entenda bien
eso de la omnipotencia y de la fe
ciega. El sacerdote, que creo
recordar que era un obispo, se
recost en su sitial prpura, cruz
sus dedos largos sobre el pecho y
me dijo: Ah, nia, malo es que
pienses, que te hagas preguntas,
pero ni se te ocurra cuestionar la
religin!. Y yo: Padre: que no la
cuestiono, que slo quiero
comprenderla. Y l, como siempre
haca en esos casos, sac a relucir
el tema de que si cuestionaba a
Dios, a sus dogmas, a su fe (amago
de protesta, desisto), cmo podra
entrar en el reino de los cielos? Y
yo, voz compungida, cabeza entre
los hombros: Claro, padre, soy
pecadora. Y l, tan benevolente:
Toma, nia. Y me da un trozo de
hueso de santa Cecilia en un
escapulario. Para que cuando
quieras dudar aade, que el
seor te gue. (Y me pregunto qu
clase de oficio tendr el que se
dedique a hacer los escapularios
con los huesos de los muertos).
Fue uno de los primeros regalos
que le hice a Blanca. An me
emociona pensar en la cara que
puso. Me pregunt:
Qu es exactamente?
Lo coga sobre la palma como
si quemara, pero la curiosidad
termin vencindola.
Creo que un trozo de santa
Cecilia le respond, de la
pierna, me parece. Pero trae, que te
lo pongo.
Y se lo anud al cuello.
As que, durante mi
convalecencia, cada vez que se
agachaba a mi lado, poda ver cmo
la cadena rodaba esternn abajo y
se quedaba colgando frente a sus
senos, a la altura de mi nariz.
Adems, cuando andaba,
tintineaba como la campanilla de un
becerro, as que poda saber en
todo momento y con toda certeza
dnde se encontraba. Y durante
aquellos das en los que estaba en
las ltimas, Blanca, con su
escapulario de santa Cecilia, no
estuvo junto a m. De no separarnos
ni un instante, Blanca desapareci
casi por completo.
Aunque el cambio se produjo
bruscamente: de pronto, sin motivo
aparente todava, ya no estaba;
en ese momento me pareci que
mediaba un decurso lento, de
muchos das. Sus visitas haban
sido, para m, como las de un ro
que se angosta en verano, poco a
poco. Cuando en realidad se haba
producido, como suele decirse, de
la noche a la maana. Vena, es
cierto, a darme todos los remedios
posibles, a colocarme los cojines, a
cambiar el fuego del brasero y a
preguntarme: Qu tal estis?
Necesitis algo?. Pero incluso en
esos momentos haba una nueva
entonacin en sus frases que
incluso yo, en mi estado, pude
percibir, a la que, sin haber
disminuido la inquietud al hacerlas,
se haba sumado un tono que luego,
con los aos, clasifiqu de tristeza.
Pero esa tristeza slo sera
comprensible, por entero, tiempo
despus. En aquellos momentos su
actitud me irritaba profundamente:
crea ver, aunque me equivocara,
cierto victimismo. Y esto me
enervaba.
Vamos a ver le dije un da
, me vas a contar lo que te pasa
o vas a dejar que me muera sin
habrmelo dicho?
Y ella parpadea tres veces, se
tira de la manga del vestido.
Perdn, seora?
Mira, Blanca, cre que a estas
alturas ya nos conocamos lo
suficiente como para no tomarme
por tonta.
No, seora, claro que no.
Entonces, me vas a decir de
una vez qu te sucede?
Yo, seora
Y en su voz, por primera vez,
haba vacilacin. Y claro, quiz si
la hubiera dejado terminar de
explicar lo que en el fondo estaba
deseando contarme, todo hubiera
podido acabar de un modo muy
diferente y tantas muertes y tantas
citaciones absurdas hubieran
podido evitarse. Pero yo, y sirva
como eximente, estaba cegada por
mi propio dolor que me estaba
muriendo!.
Y no poda centrarme ms que
en intentar localizarlo. Y la que yo
crea mi mejor amiga de pronto no
slo me escamoteaba su compaa,
sino que se dedicaba a engaarme.
Es por tener que hacerte
cargo de m? Es eso, Blanca?
Y ella, que ya se ha recuperado
de ese momento de vacilacin en el
que a punto estuvo de contarme su
secreto, contesta:
No, seora S, seora.
Bueno, en qu quedamos.
Que no me molesta cuidaros,
que lo hago encantada, pero es que,
seora, os estis muriendo!
En fin, que no se puede ser ms
franca.
S, Blanca, me muero
como si no hubiera quedado lo
suficientemente claro.
Y yo no puedo veros as.
Y yo, que estoy deseando
creerla, rompo a llorar y me
inculpo por haber llegado a pensar
que me ocultaba algo que va ms
all de la preocupacin y de la
angustia de ver una moribunda
como yo.
Estoy dbil, slo quiero dormir
y entre sus brazos, que huelen a
vainilla y a naranja, uno se siente
reconfortado.
Me quiero morir le digo,
no aguanto ms.
Y mientras lo digo, algo se me
deshincha en el pecho.
No digis eso.
Estoy cansada, Blanca, me
quiero morir. No tiene sentido mi
vida trago saliva, me duele al
hacerlo.
Se re un poco, su risa tambin
me duele.
Seora, tenis ms motivos
para seguir viviendo que ninguna
otra persona que conozca.
Me revuelvo: cmo se atreve a
cuestionar mis pocas ganas de
continuar con esta existencia?
No! grito (o por lo menos
creo hacerlo). Voy a morir,
Blanca, tengo que hacerlo. Nada
tiene sentido. Es mejor as.
Me aprieta ms contra su pecho,
que es blando, y me pasa la mano
por el pelo, supongo que
esquivando las calvas. As, entre la
tela de su traje y su piel, tan clida,
no puedo verle la cara: es
imposible saber lo que piensa.
No digis eso, seora.
Y su tono es tambin neutro. No
desvela nada (aunque de todos
modos estoy centrada slo en m
misma).
No, no puedes comprenderlo,
verdad? A ver, Blanca, que me
quiero morir.
Silencio.
Tienes una idea de lo que es
el sufrimiento? Sabes acaso lo que
es la agona, con maysculas?
Porque yo, como todo enfermo,
crea que mi dolor era nico, que
slo yo podra experimentarlo.
No contesta, no lo s.
Pero yo sigo:
Sabes lo que es tener un hijo
que te chupe las pocas fuerzas que
te quedan?
No contesta resignada, tras
unos momentos de vacilacin.
Y luego ese dolor, dentro, tan
dentro que no sabes de dnde viene.
Y que prefieres el dolor fsico,
clavarte un cuchillo, lo que sea,
para distraerte, porque es tan
grande que, si no estuvieras
postrada en cama como estoy yo,
saltaras, pegaras a alguien en
realidad, descubro, tengo ganas de
abofetearla o te tiraras por la
ventana.
Y ella, que no dice nada.
Me callo yo tambin.
Y las lgrimas.
Blanca digo por fin,
aydame a morir.
Qu? carraspea. Se echa
hacia atrs, mi cabeza, tan pesada,
va con ella.
S, que me ayudes, que eres
la nica que puedes hacerlo.
No entiendo.
Y yo me desespero. Dios,
Blanca, que eres inteligente, de
otra forma quieres que te lo pida?
Que me ayudes a salir del
frasco.
Del frasco
Me armo de paciencia. Va a ser
ms difcil de lo que pareca.
S, Blanca, que me ayudes a
empuar el pual, que me des el
veneno, que me mates.
Ya lo haba entendido.
Su mano, ahora quieta sobre la
cabeza. La ma busca mi vientre
abultado.
Bueno, y?
Eres mi dama pienso,
tienes que hacer lo que yo te diga.
Y eres mi amiga, tienes que
hacer lo que yo te diga.
No s, est segura?
Cmo no voy a estarlo. T
crees que te levantas un da as y
decides, bueno, venga, que la
muerte se est demorando mucho,
qu pesada, y a m, que me placa
morir hoy T crees que me
mueve el ideal esttico: que he
pensado que tal da o cual da
quedara muy bien escrito sobre mi
lpida?
No, no, claro su tono es
inquieto, levanto los ojos y los
suyos no me miran, sino que vagan
de un lado a otro de la habitacin.
Entonces?
Y el nio?
Ya estamos con el nio.
Qu nio? me mira la
tripa hinchada. Ah! se
Bueno. De todos modos, no tendra
fuerzas para dar a luz. Nacera
muerto. Y para qu hacerle pasar
por ese trmite tan engorroso de
salir aqu, a este valle de lgrimas,
pudindose quedar para siempre
donde est?
Y luego se equivoca y se
sonroja.
Y vuestro marido.
Bueno contesto sin
molestarme, seguro que se apaa.
Hasta ahora no creo que mi vida le
haya sido demasiado necesaria.
Seguro que busca a otra.
Y comienza a llorar y, aunque
no llore por m, sus lgrimas me
mojan el pelo.
No lloris, que tampoco es
tan difcil, que todos hemos de
morir antes o despus y que est el
cielo esperando. Y que mira, que
mucho mejor llegar antes. Siempre
prefer los caminos rectos.
Pero, seora responde,
si os quitis la vida, no iris al
cielo.
Siempre sacando pegas.
Y yo tampoco aade.
Menudencias, pienso. Si hay
algo que de toda la vida me
fastidi, fue tomar una decisin y
que todos aquellos quisquillosos
que me rodeaban se dedicaran a
buscarle problemas.
Mira, Blanca, si yo ya me
estoy muriendo. En realidad, slo
ayudaramos a Dios, aceleraramos
su trabajo. Con la cantidad de
almas que habr de llevarse
diariamente al cielo, seguro que
hasta nos lo agradece.
Suena mal pienso, tengo
que buscar ms argumentos. O me
dejar seguir viviendo.
En realidad querra hablarle de
los beneficios que tendra para ella
mi desaparicin, decirle: Mira que
cuando yo me vaya tendrs a mi
marido, ese gran conde, para ti
sola, con todo su condado y con
toda mi dote, todava sin tocar. Lo
tendrs entera para ti, sin hijos
engorrosos, sin amantes ni mujeres
legtimas (slo alguna que otra
mujer de buena vida, que ya sabes
cmo es). Y podr hacerte su mujer
porque con los tiempos que corren
ahora cualquiera puede ser mujer
de un grande (y te lo digo yo, que
de eso s bastante). Y podrs
despreciar al Quiste por ti misma.
Insultarlo si gustas. Y podrs
quedarte con todas mis cosas, si
quieres, porque lo dejar en mi
herencia: todo para ti, para Blanca,
la amiga que me ayud.
Pero no los encontr, no
aquellos que no me avergonzaran.
En realidad, Blanca tendra que
haber aceptado. Yo, en su lugar, lo
habra hecho.
No, seora, no vais a morir.
Yo voy a descubrir qu os pasa y
vais a salir de sta me ha cogido
la cara con las manos y me mira
fijamente.
Tenis que hacerlo por el que
viene en camino. Y por vos, tenis
que hacerlo tambin por vos. Y por
m y por todos los que pueden
llegar a necesitaros.
Este discurso me pregunto
, a qu viene?. Ya me he
enterado de que no quiere acabar
con mi vida. Pero, encima, que no
me sermonee. Sigue, y parece
querer convencerse a s misma:
No veis que slo es
cansancio? Os duele, s, pero eso
quiere decir que os estis curando,
que algo de lo que habis tomado
va a salvaros.
Est bien, lo que me faltaba:
ahora resulta que el dolor cura.
Beatriz me toma la mano
, prometedme que vais a sacaros
esa idea de la cabeza.
Una mosca enorme. Blanca es
una enorme mosca. Slo le falta
frotarse las patas. Qu vergenza
pienso, todava no me he
muerto y ya est revoloteando a mi
alrededor.
Cul? La de matarme?
S.
Me coge la cabeza con ms
fuerza, hasta que los dedos se
hunden bien profundos en mis
mejillas. Me hace dao.
Est bien miento.
Bueno, pues voy a traeros un
vaso con leche en el que s que
echar sus potingues, esos con los
que quiere curarme. Pero
mientras tanto, me voy a llevar
vuestra daga. Intentad dormiros.
Y claro que me dorm! Si por
lo menos tard tres horas en
traerme el vaso de leche prometido!

El autoengao siempre me ha
parecido la poltica ms poderosa.
En eso consiste la manipulacin, a
mi parecer. La meta de cualquier
gobernante es, sin duda, obligar a
pensar a sus sbditos que todo lo
que hacen es siguiendo sus
impulsos interiores. Sois vosotros
los que lo quisisteis, me lavo las
manos. Y Dios, para m, por lo
menos en esa poca, era el perfecto
manipulador (o por lo menos sa
era la visin que quera que tuviera
de l). Me deca: Tu vida no es
tuya, no puedes disponer de ella a
tu voluntad. Me deca: Vive, hija
ma. Como antes dijera: Creced y
multiplicaos. Entonces, cmo
poda reprochar nada a mi padre o
a mi marido o a mis cuados o a
todos los que me rodeaban si se
buscaban mujeres sustitutas? Qu
bonito me obligaba pensar,
todo el da por ah, repartiendo la
semilla del seor, llenando el
mundo de nios, porque de ellos es
el reino de los cielos.
Todava me parece or a mi aya
diciendo (como si hubiera sido mi
madre) que para eso estamos las
mujeres, para traer al mundo los
hijos de los hombres. Y son
siempre los hijos de los hombres,
nunca de las mujeres. Y la veo,
sentada en la iglesia, sacando un
pauelo, sonndose, con los ojos
clavados en m: precio poltico que
ha pagado mi propio hermano para
conseguir la paz con Castilla. En mi
cuarto ya han puesto las sbanas
blancas sobre mi cama (que as han
de quedarse, tan blancas) y sobre la
mesa del escritorio han dejado una
mesa de frutas para poder
encontrar, como alguien ha dicho, la
inspiracin de la fertilidad. Y luego
el crucifijo, sobre la pared.
S que tengo edad para casarme
(de hecho, hace tiempo que la
rebas) y mi futuro esposo tampoco
es un jovencito precisamente. Y
cuando llego a su altura, siento
deseos de decirle: Mira, que casi
mejor que lo dejemos, esto no es
ms que un trmite. Bueno, pues en
buena hora y despus, cada uno por
su lado y Dios con todos.
Pero me mira con ojos que
exigen silencio. Y vuelve a girarse
hacia el nuncio, que sin duda ha de
ser mucho ms interesante que yo.
Nunca he entendido muy bien
qu relacin directa hay entre las
bodas y los lloros. En los funerales
se empean en decirte: No llores,
que has de ser fuerte. O no llores,
que es mejor as, estaba sufriendo.
O mejor, no llores, que est con
Dios.
Y piensas: S, menudo
consuelo. Pero optas por dejar de
llorar slo para que paren de
intentar coaccionar tu derecho a un
buen llanto.
Y, sin embargo, en las bodas,
hay libertad absoluta para
deshacerse en lgrimas. Y cuanto
ms emotivo sea el discurso del
sacerdote, mayores sern los
quejidos de los asistentes (en
realidad, yo creo que ellos se
recrean precisamente en este
hecho). Si dice: La amars y
respetars por siempre, las
lgrimas salen, como fuentes, de los
ojos de ellas los de ellos estn
secos porque, aparte de ser
hombres, la mayora estn casados
y conocen la gran falacia que son
estas palabras, a m, las bodas
siempre me parecieron una
diseccin. Como el da de matanza,
todos nos arreglbamos.
Y luego, sin mancharnos lo ms
mnimo, nos sentbamos en un
banco para ver cmo son otros los
que hacen el trabajo sucio cuando
nuestra mente slo piensa en el
banquete de despus.
Y dice el cura: En la salud y
en la enfermedad. Pero, claro, si tu
marido no ha estado a tu lado en la
salud, cmo va a estarlo en la
enfermedad?
No, mi querido Sancho estaba
demasiado ocupado como para
venir a verme (aunque supongo que
yo tambin tuve algo de culpa,
bastante era con tener que aguantar
mi convalecencia como para tener
que soportarlo a l tambin).
Qu haces aqu?
El, que ha asomado su cabeza
entre la puerta. Me cubro con las
mantas, hasta la cabeza, hasta que
slo se me ve la cara entre ellas.
He venido a verte.
Se acerca. Su olor es a monte, a
heces de monte.
Ah contesto.
Me toca la frente.
Tienes fiebre.
Y yo pienso: Pues claro, como
que estoy enferma. Qu perspicaz.
Ah contesto.
Tienes que cuidarte.
Algn comentario inteligente
que aadir a eso?
Se sienta en la cama.
No puedes morir.
Y pienso: Ya est, ya se lo han
dicho y viene aqu a decirme lo que
puedo o no hacer. Juguetea con sus
dedos, los hace girar. En la frente
todava siento la presin de su
mano. Me reconcentro en mi odio:
lo odias, Beatriz, recurdalo.
Y est el nio dice.
Y de pronto ya no tengo que
reconcentrarme en mi odio. Brota
naturalmente.
Entonces la extremauncin
ser un poco ms larga, supongo.
Ests muy desmejorada.
Por no decir que ests muy fea,
que se te notan los huesos, que los
ojos se te salen de las rbitas, que
hueles a vmito, que tienes la boca
llena de llagas y la cabeza casi
pelada.
Miro a todos los lados: Si
Blanca estuviera aqu pienso,
no se hubiera atrevido a entrar.
Y t, qu tal ests?
pregunto.
Sigo pensando: Por qu ha
venido, qu quiere?. No tengo
nada que dejarle.
Bien aade, y
preocupado.
Enarco las cejas.
Preocupado por ti, por
vosotros.
Quiero decirle: Sancho, que
nos conocemos, que llevamos ya
varios meses casados, que no hay
nadie en la habitacin y puedes
dejar esa estampa de marido
perfecto. Pero contesto: Ah.
Necesitas algo? Me han
dicho que hay un cirujano en Burgos
muy bueno. Que las sangras que
hace apenas dejan marca.
Bueno, pienso: Otra
sanguijuela ms. Tengo una que me
chupa la sangre por dentro, por
qu no tener otra que me lo haga
desde fuera?.
S, que puede venir a veros.
Pero tenis que aguantar hasta que
llegue.
As que ya lo has hecho
llamar.
Y quiero aadir: Sin
consultarme.
Y l:
S.
Y pienso: Era de prever, no
me iba a dejar morir tranquila.
Tiene que demostrar que hizo lo
posible. Aunque sea atiborrndome
de remedios, de consejos, de visitas
de cirujanos.
Gracias no se da cuenta de
mi tono irnico. Pero quiero
dormir.
S dice, tienes que
dormir, que tienes que curarte.
Desde cundo pienso mi
marido se ha convertido en mi
padre (el que nunca tuve)?.

Cuando se est enfermo, como


yo lo estaba, la vida se ve desde el
otro lado. Supongo que no soy la
primera en decirlo ni la ltima
. Y llega un momento en el que ni
el dolor importa ya, que te sientas
en la cama y miras a los que tienes
alrededor con una sonrisa que es de
placidez. Las causas dejan de ser
importantes. Olvidas quin eres, el
porqu de tu situacin. Apoyas tu
cabeza, durante horas, entre tus
rodillas. Cierras los ojos, a veces.
Y los vuelves a abrir y no sabes
cunto tiempo ha pasado. Y poco a
poco dejas de sentir. Y si alguien te
toca, lo percibes con los ojos y ya
no por la piel. Y te hablan y
asientes y sonres. Te tratan
entonces como un mueco: te
peinan, te colocan la bacinilla
(cuando ellos gustan y no cuando t
tienes ganas), te limpian la nariz, te
mueven las manos. Entonces
tambin comienzan a hablarte, a
todas horas, sin esperar respuesta.
Slo por el mero hecho de poder
orse a ellos mismos. Y casi sabes
que si pudieran, moveran tu boca, y
lo haran como titiriteros.
El enfermo da pena. Pero
cuando es uno quien se est
muriendo, los que dan pena son los
dems. Todo el da corriendo de un
lado a otro, afanndose en cosas
que, de pronto te das cuenta,
resultan intiles.
Y si al principio te desesperas:
Tengo tantas cosas por hacer
todava piensas, no he
plantado un rbol, no he tenido un
hijo, no he escrito un libro, llega
un momento en el que incluso esto
deja de tener sentido y casi te
alegras de no haberlo hecho: menos
responsabilidades que dejars atrs
cuando te llegue la hora.
Y dan ganas de decir: Bueno,
un poco de alegra, por favor. As
pretendis que me cure? Con esas
caras tan largas?.
Y luego esa mana persecutoria
de todos de que el enfermo tiene
que estar a oscuras. Como si la
oscuridad ayudara a curar. Vamos a
ver, dnde est la relacin, la
coherencia? Yo todo el da:
Descorred las cortinas. Abrid la
ventana. Y ellos hirviendo ollas y
ollas de agua caliente que no s
para qu utilizaban, cerrando
ventanas y encendiendo slo
pequeas velas que iluminen las
esquinas (como si ya estuviramos
en mi velatorio).
Y todos pasndote la mano por
la frente: Tiene fiebre, dicen. Y
menean la cabeza. Y ya est, eso es
todo. Y quiero decirles: S, tengo
fiebre, me duele el estmago, se me
cae el pelo, vomito sangre. Pero
ellos slo reparan en la fiebre (y
menean la cabeza).
Luego digo: Quiero un perro.
Porque me apetece abrazarme a l,
que duerma en mis pies. Las
princesas aclaro siempre han
tenido perros que allan tras su
muerte.
Pero yo no soy princesa, sino
una enferma que se muere. Y los
enfermos no pueden tener perros
porque, como la luz, estn
prohibidos. Y todos hablan en
susurros cuando se dirigen a ti.
Pero despus se olvidan y gritan
y se dan cuenta y vuelven a bajar el
tono como si hubieran cometido un
pecado mortal. Y quieres decir:
Por favor, no os cortis, qu
estabais diciendo?. Pero no tienes
fuerzas para ello.

Mi aya se empe en que era


Blanca la que estaba intentando
matarme.
No lo entiendes?
Niego con la cabeza.
No contesto. Y mi voz es
un hilo.
Ella es la que tiene ms
motivos. De hecho, es la nica que
tiene motivos para mataros.
Y mi marido quiero decir,
pero decido guardar las fuerzas
para una respuesta mejor. En su
lugar, pregunto:
No me estn matando, me
estoy muriendo, que es diferente.
Ay, mi nia agita su
enorme pecho, tiembla, qu
equivocada ests.
Siento ternura por esta mujer. A
pesar de su bigote, de sus cejas tan
unidas, de las arrugas que ha tenido
siempre. Me parece de una belleza
rara de explicar.
Te estn envenenando. Y no
intentes negrmelo. He visto
demasiados envenenamientos en mi
vida. Incluso yo he ayudado un
poco. Ya sabes, siempre me
gustaron las plantas. Y s
perfectamente cules son los
sntomas. Y t los tienes.
Pero Blanca no.
Y quiero decirle que Blanca me
hubiera podido matar si hubiera
querido, que yo misma se lo ped. Y
que Blanca, a pesar de todo, es mi
amiga.
Me toma la mano, que se ve tan
pequea entre lo grande y spera
que es la suya.
S, es Blanca, Beatriz, pero
ests cegada y es normal. No te
preocupes, mi nia, que yo
averiguar quin es y le extraer el
remedio a la fuerza si hace falta.
Vuelvo a mirarle las manos: s,
seran muy capaces de ahogar a
alguien.
Bueno claudico, est
bien.
Aunque en el fondo creo que se
equivoca. Que nadie me envenena.
Que es slo la esperanza a la que se
aferra. Que mi pobre aya me quiere,
que es la nica que lo ha hecho
sinceramente en mi vida.
Pero al da siguiente la muerta
era ella. Y no yo.
7

(DEL PADRE).

M is recuerdos ms lejanos
y, sin embargo, a los que
me aferr con ms insistencia se
remontan a una madre que en nada
se pareca a aquella que muri
asesinada en la Quinta del Pombal.
No s, quiz me equivoque e intente
dar cuerpo a una imagen con retazos
que saqu de aqu y all, un
monstruo andrgino construido a
partir de escenas obtenidas en una
infancia en la que todo lo miraba
sin el filtro de la susceptibilidad.
Los mecanismos de la memoria son
extraos y no busco comprenderlos.
Pero pienso si no consigo
entenderla, no podr saber quin
soy o por qu hice lo que hice.
Quiera o no quiera, mi vida est
ligada a la suya. Y slo analizando
sus actos con un mnimo de
escepticismo y de distanciamiento
llegar a comprender mis propios
impulsos. Por ms que me lo
niegue, a veces me parece estar
viviendo momentos que no me
corresponden. Incluso hechos que
nadie dudara en calificarlos como
banales no son sino imgenes de
sucesos ya vividos que ella misma
me cont. Es cierto, a veces me
siento usurpadora de su vida.
Hubo una poca en la que
renegu de ella, la olvid, busqu
una orfandad verdadera y me
constru un pasado a mi medida.
Pero la ficcin no dur. Incluso
su recuerdo me era necesario.
Haba muerto, s, y tendra que
aprender a vivir sin su presencia,
me dije. No pude. Cuanto mayor era
el esfuerzo por alejarla de mi
mente, ms creca su presencia
una presencia, debo decir, cada vez
ms distorsionada. Cre un
fantasma ajustado a mis
necesidades, el prototipo de la
madre que me hubiera gustado
tener. Puede que incluso trastocara
momentos vividos junto a ella, o
que incluso los inventara, porque la
memoria es caprichosa y ms
durante la infancia. Adapt, lo
reconozco, circunstancias que
hacan una madre en consonancia
con lo que yo buscaba y la revest
con una ptina de grandiosidad que
sin embargo ahora encuentro
exagerada. Ante la falta de un
referente materno, constru un
recuerdo ideal que daba respuesta a
todas las preguntas que me
planteaba. Ella no estaba, por
ejemplo, para explicarme lo que es
la menstruacin, y me respond con
mis palabras puestas en su boca: lo
que tendra que haberme dicho si no
se hubiera dejado matar.
Ahora la disculpo a ella y me
disculpo a m. Fueron los hechos
pasados los que decidieron su
destino y los hechos futuros los que
me obligaron a asumir una vida que
no me perteneca. Nada tena que
ocurrir, pero pas. Y slo el tiempo
me permite desnudarla (tanto de los
atributos que yo le adjudiqu, como
de aquellos de los que la priv) y
verla tal cual era y entender por qu
hizo lo que hizo y por qu, aun con
su ausencia, su pensamiento y su
recuerdo revisten todo de sentido.
Mi madre era fuerte, pensaba
entonces, porque no tena motivos
para ser dbil. Lo he contrastado y
todos aquellos que la conocieron
opinan lo mismo. Qu fortaleza
tena, dicen intentando buscar en
m esa misma caracterstica. Era
dicen con demasiada frecuencia
como la roca que se coloca en el
camino y que no slo seala la
direccin correcta, sino que es
punto obligado de descanso para
aquel que est aquejado de fatiga.
Era repiten ya con lgrimas en
los ojos el centro de apoyo, el
pilar de los tristes. A las puertas
de casa siempre haba un amigo en
busca de consuelo o un familiar con
asuntos tan urgentes que las
necesidades de sus hijos quedaban
en un segundo plano. Estoy
ocupada, cario. Y haba que
esperar el turno, sorbindose los
mocos hasta que ella terminara con
el desvalido de turno. No es un
reproche, sera estpido a estas
alturas. Adems supongo que esa
espera de consuelo termin
fortalecindonos: en la cola que se
formaba en sus cuartos, daba
tiempo a reflexionar y encontrar los
motivos de lo que nos haba
sucedido. Si se hubiera lanzado
para protegernos como una gallina,
nunca habramos aprendido lo
importante que es saber
sobreponerse rpidamente para
seguir jugando sin tener que
escuchar, mientras aguardamos
nuestro turno, los grandes pesares
de esa lavandera que haba sido
estuprada por el primer gan que
estuviera a mano (sin que llegara a
atisbar por un momento lo que
significa el estupro ni lo que es un
gan).
No s si era la distancia con la
que te tomaba de la mano y te
consolaba: ese no te preocupes
que deca con tanta espontaneidad
y, no obstante, con tanta conviccin.
Pero la cantidad de acogidos que
acudan a ella no dejaba de
aumentar por das. Resultaba tan
creble, tan entero al mismo tiempo,
que no era difcil terminar buscando
su pecho para dejarse consolar. La
recuerdo sentada, mirando
fijamente a los ojos del pesaroso
que tocara, las manos sobre las
rodillas, la espalda ligeramente
adelantada, los labios contrados. A
primera vista poda parecer que su
actitud era de plena atencin, pero
tras una observacin ms detallada
uno se daba cuenta enseguida de
que en realidad se trataba de un
vaco de sentimientos. Cuando
estaba con sus acogidos o con mi
padre o con mis hermanos, no
lloraba nunca, se mostraba entera y
firme, y si se permita expresar
cualquier tipo de impulso, era
simplemente aquel que su
interlocutor esperaba de ella. Haba
hecho de sus gestos una mscara sin
fisuras con la que, a la vez que
pareca altruista en extremo, se
guardaba de contar aquello que en
realidad la afliga.
Por eso a veces me pregunto si
alguien lleg a conocerla en
verdad.
En aquellos primeros tiempos
(cuando ni siquiera haba nacido
Dions) todo en mi madre tena un
ligero tinte de impostura. Sus besos
y sus caricias siempre resultaban
medidos, bajo control. Y no es que
no los profiriese con generosidad,
pero haba algo en ellos que los
haca demasiado increbles. Incluso
los que dedicaba a mi padre. Eran
fugaces, como si se avergonzara de
ellos. Pasados los aos, cuando
comenc la labor de entender el
porqu de su conducta, cre que esa
rapidez (que yo una a la frialdad)
no era ms que producto del
egosmo por el que ella dejaba de
ser el centro de su propia vida para
entregarse, aunque fuera
mnimamente, a los dems. Mi
madre, ya lo he dicho, fue siempre
el centro de todos aquellos que la
rodeaban y era entendible que no
quisiera dejar de serlo.
Ese tipo de pensamientos
(producto de una poca en la que el
rencor era mayor que el recuerdo)
produjeron otros de los que ahora
me avergenzo. En realidad,
pensaba, si mi madre mostraba
hacia nosotros un poco de cario,
no era sino para que todo el mundo
la viera hacindolo.
Recuerdo, por ejemplo, una
escena con la parcialidad que me
da el haberla vivido en primera
persona que viene a refrendar
esta opinin. Estbamos las dos
solas en el jardn. Mi padre se
haba ido de cacera, o quiz eso
me haban inducido a creer (porque
las mentiras sobre mi padre en boca
de mi madre y de todos aquellos
que la rodeaban se sucedan con
apabullante facilidad), y mi aya
haba ido a ayudar a la de Juan. El
resto de la servidumbre, o al menos
as pensbamos, se encontraba
dentro de la casa. Mi madre estaba
sentada en un travesao de piedra
que haba en la fachada norte sin
prestarme la menor atencin. Lea,
creo. Yo, aprovechando que nadie
me vea, me acerqu al chamizo
donde guardaban los aperos del
jardn y cog una azada. La levant
sobre mi cabeza, como tantas veces
haba visto hacer al jardinero, pero
med mal mis fuerzas. Tan pronto
estuvo en el aire, se resbal de las
manos y cay con tanta celeridad
que no me dio tiempo a apartar los
pies. La hoja de la azada atraves
tela y piel y lleg hasta clavarse en
la tierra. En un primer momento no
me asust. La sangre no me daba
asco y el dolor no era tan intenso
como sera despus. Me sent y tir
de ella hasta que el filo volvi a
salir tan limpiamente como haba
entrado. Entonces me levant y
corr hacia mi madre no porque me
estuviera mareando, que eso
tambin sucedera ms tarde, ni
porque quisiera que me curara, que
ya haba aprendido que ella era la
menos apta para ese tipo de
menesteres (s, aunque parezca
increble, tena temor a la sangre,
como si pudiera prever que el da
de su muerte fuera a sangrar tanto),
sino que corr hacia ella como
cualquier nio que acaba de hacer
un descubrimiento y que quiere
compartirlo con alguien.
En un primer momento me mir
con asco. Y digo me mir porque
apenas repar en mi pie. Se qued
quieta, as, mirndome, toda entera.
Y yo dije: Madre. Y ella as,
inmvil. Y yo: Madrecita. Ya
comenzaba el dolor y la pierna me
temblaba.
Pero ella segua mirndome,
como decepcionada. Y slo se
movi cuando mi aya sali de la
casa, gritando como una posesa y
pidiendo ayuda. Mi madre entonces
alarg su mano y me cogi la ma y
no hizo nada ms. Slo cogerme de
la mano.
Aunque no voy a negar que su
necesidad de ostentacin era
notoria, en realidad pienso ahora
que, si mi madre no expresaba ms
los sentimientos que tena y no
me cabe la menor duda, fue por
puro instinto: necesidad de
supervivencia. Se saba en peligro
y tena que estar siempre preparada
para lo que habra de venir. Y es
curioso que precisamente bajara la
guardia cuando su fin se encontraba
ya tan prximo.
Porque con el tiempo incluso
las rocas (incluso las que sirven
para indicar el camino) terminan
lascndose y mi madre ya estaba
muerta cuando sus asesinos la
degollaron.
Mi memoria funciona mejor con
el decurso del tiempo. Los aos son
los nicos que han permitido que
me distanciara y que supiera en
dnde terminaba ella y dnde
comenzaba yo. Si bien es cierto que
algunas lagunas las he suplido con
imaginacin, el retrato que tengo de
ella ahora quiz no sea del todo
fidedigno, pero sin duda es ms
aproximado que el que me hice
cuando de pronto ella falt. Tras su
muerte buce en los recuerdos y los
archiv de un modo catico. El
resultado consista en un conjunto
de trazos imposibles de encajar y
de los que incluso ella se hubiera
espantado.
Y aunque la identificacin sigue
siendo muy grande, no es como en
ese momento en el que se me oblig
a adoptar su papel en todos los
sentidos. De Beatriz, me convert en
Ins, la muerta.
Me resulta imposible recordar
el momento exacto en el que toda la
fortaleza de mi madre se deshizo.
Comenz a llorar como el resto de
los mortales y aquellos que durante
tanto tiempo la visitaran dejaron de
hacerlo. En el fondo, supongo,
cuando estamos sumidos en nuestro
dolor, odiamos pensar que a nuestro
lado tenemos a alguien que es ms
desgraciado que nosotros. Lloraba
por cualquier motivo. Y luego rea
como una loca. Y cuando nos
perda de vista, comenzaba a decir:
Mis nios, mis nios, dnde estn
mis nios?. Y venga caricias y
besos. Y luego los curas, y las
monjas, a todas horas.
En el fondo, mi madre tena que
morir porque ya estaba muerta, su
interior era un vaco que intentaba
llenar rezando y golpendose el
pecho entonando un mea culpa que
ya no deca nada para ella porque
con el tiempo las penas son menos
penas y para ella, aunque no
quisiera reconocrselo, haba
dejado de tener sentido martirizarse
por la muerte de una amiga, de una
prima casi hermana, que en realidad
le importaba tan poco.
Esa amiga que fue ms
importante que nadie (y de la que
tendr que hablar).
Y la muerte.
Es cierto que los recuerdos que
guardo de ella estn distorsionados
porque la memoria es frgil y sobre
todo con aquello con lo que hemos
estado fuertemente ligados.
Adems, con su muerte, constru
una imagen que matiz la otra: dbil
y llorona. Era la nica manera que
tena, por ejemplo, para perdonar,
sobre todo, que se casara con mi
padre, prototipo a mis ojos de
todo lo deleznable.
Si la imagen de mi madre
resulta algunas veces borrosa, sin
embargo, la de l es demasiado
ntida. Supongo que la culpa la
tiene la fuerza de la repeticin de
unos actos que no por ser constantes
dejaron de parecerme nunca
repugnantes. Quiz la palabra
estupro no me deca nada cuando
era pequea, pero de pronto cobr
un significado enorme, ms grande
de lo que estaba preparada para
cargar. Hay cosas que nadie
debiera permitir, por mucho que
quien las haga sea el rey. Y yo, qu
diablos, por ms que me pareciera
a mi madre, no dejaba de ser su
hija. No s cmo lo permitieron.
Como arma para defenderme slo
tena la memoria, y el recuerdo de
que mi madre s que lo haba
querido, tanto que le haba incluso
prometido amor eterno (l, tengo
que decirlo, pronto olvid la
promesa o quiz slo buscara otra
manera de honrarla a travs de mi
cuerpo, no lo s).
La Iglesia, que tantos aos me
reprochara mi actitud, cerr los
ojos. Y me decan los curas:
Confisate, hija, porque todos
podemos caer en la tentacin.
Entonces la que me senta sucia era
yo. Y culpable, sin saber muy bien
por qu o cmo evitarlo. Entonces:
Padre, debera cerrar la puerta
por las noches? Atrancarla?. Y
l: No, hija, no, que ya sabes que
amars a tus padres sobre todas las
cosas. Sobre todas las cosas?.
Y l: S, mi hija, reza tres
avemaras por la salvacin de tu
alma.
Puede ser, pienso con la
indiferencia que me han dado los
aos, que mi madre no supiera
cmo era el hombre con el que se
casara. Y aunque ella no fuera un
dechado de virtudes, no hubo nada
en su conducta que yo en verdad le
pueda reprochar. Sin embargo, en la
de l, no encuentro nada loable.
Pero es mejor que lo olvide.
As, las imgenes de mi madre se
superponen a las otras y todo tiene
sentido.
Recuerdo cmo mi madre
alarg el brazo para coger el
peinador y cmo la manga se le
levant dejando descubierta la
mueca. Si en ese momento apenas
le di importancia, fue porque
desconoca qu significaba esa
marca abultada ms blanca que el
resto de la piel. Y posiblemente
hubiera seguido desconocindolo si
yo misma no hubiera llegado a
tenerla no mucho tiempo despus.
No s los motivos que la llevaron a
quererse marcar as casi, dira,
como una res, pero sospecho que
no fueron muy diferentes de los
mos. Es curioso, las dos nos
hicimos la misma cicatriz por causa
del mismo hombre: fina, alargada y
que atravesaba la mueca de un
modo paralelo a las venas. Alguien
me dijo alguna vez que toda pasin
deja marca y supongo que entonces
la pasin que ella senta por mi
padre fue tan fuerte que slo le
qued el cuchillo y el agua
hirviendo. En esos momentos, y lo
digo por experiencia, no se piensa
en el infierno. Dicen los sacerdotes
que es pecado pretender disponer
de nuestra vida porque pertenece a
Dios. El suicidio. Pero cuando
decides que es preferible la muerte,
nadie es dueo de tu vida porque ya
ni la consideras tal. Y Dios,
francamente, te importa un ardite.
S, mi madre intent quitarse la
vida. Y yo tambin (parece que
ahora, cuando lo escribo, consigo
quitarme un peso de encima). El
reproche, sin embargo, acude a mis
labios. Que intentara quitarse la
vida no deja de significar que, de
pronto, todo dej de importarle: y
en ese todo estbamos nosotros. Y
estoy yo.
Cuando a mi madre vinieron a
asesinarla, ya estaba preparada. Su
actitud fue irreprochable. Muri
como cualquier herona de tragedia
griega. Pero se equivocan los
grandes escritores de la antigedad:
las mujeres no mueren con valenta,
sino con resignacin. A las mujeres
les importan poco las heroicidades
porque esos ideales como el honor
son mucho menos importantes que
la vida diaria. Si una mujer se deja
matar, es porque, simplemente, o ha
renunciado a la vida o piensa que
con su muerte consigue mucho ms
que con su existencia. A pesar de
que mi madre llorara a todas horas,
de que tuviera miedo y ordenara
comprobar todas las cerraduras
antes de irse a dormir, de que
recelara tanto incluso de su propia
sombra que todos los pasadizos
de casa tuvieran que estar
permanentemente iluminados; en
la hora de la verdad, se mantuvo
firme. Se haba resignado.
Por qu me preguntara
tiempo despus no luch y
permaneci as, tan quieta, mientras
le cortaban la cabeza (casi como si
esperara la comunin)?. Tena,
por lo menos, que haber pensado en
nosotros. Pero no me mir. Y yo
estaba all, junto a ella. Peg sus
brazos al cuerpo y se dej matar.
Un golpe seco. Cuando el verdugo
reban el cuello que tantas veces
ensalzaran los poetas, ella, y yo lo
saba, ya no estaba all. Mi madre
haba vuelto a ser aquella que yo
recordara en la infancia: la persona
fuerte que se ocultaba en el escudo
que le otorgaba su belleza. Con ella
lo haba conseguido todo (incluso
su perdicin y la de todos nosotros)
y su muerte tena que estar a la
altura. De tal patetismo fue que no
emiti sonido alguno, se dobl
sobre sus rodillas y cay al suelo.
El pilar de los tristes, qu paradoja.
No recuerdo su sangre a
pesar de que la hubo, sin duda, ni
qu dijeron los asesinos, ni siquiera
si yo chill o me limit a
contemplarla.
S que puedo decir que una
sensacin se impuso sobre todas las
dems: el abandono. Y tambin la
traicin. Haba muerto, y ya no era.
Y tena la obligacin de seguir
siendo, no poda dejarme as!
Y ni miedo ni repulsin,
simplemente, el deseo de coger su
cabeza, que ha rodado alejndose
de su cuerpo, y obligarla a mirarme
para que comprobara por ltima
vez lo que estaba dejando atrs. En
el fondo supongo que los celos,
porque ella haba encontrado una
salida y yo no.
No s cundo se comienza a
tener conciencia de que existe la
muerte. Un nio pequeo, supongo
que no podr reconocer en toda su
amplitud las repercusiones de una
palabra que le resulta tan abstracta
como lejana. Pero yo estoy segura
de que a m me daba miedo porque
la muerte aun privada de infierno
o purgatorio supona la ausencia,
el no ser. Y eso hasta un nio
pequeo sabe lo que supone el que
de pronto algo te falte y no
entiendas el porqu y nadie sepa
explicrtelo o te den explicaciones
almibaradas, como cario, es que
est en un sitio mejor. Y tambin,
para qu negarlo, porque era una
idea presente en mi vida: pareca
que todos aquellos que me rodearan
tuvieran que recordarme
continuamente que un da lo que
conoces se acaba y comienza un
ms all en el que, lo primero,
habr de ser un juicio implacable (y
yo pensaba: Qu bonito, empezar
una vida eterna con el peso de un
juicio divino sobre tus espaldas).
La muerte y la resurreccin,
confesaos, porque el juicio se
acerca y toda esa invectiva en la
que slo se ven las espaldas del
sacerdote de turno y las manos,
arriba y abajo, y los gritos que
retumban y la confesin y el perdn
de Dios, que es eterno.
En mi corta vida ya haba
entrado gente y otra se haba ido y
en el fondo era como si se hubieran
muerto, porque si volva a verlas,
no las recordaba: haban dejado de
existir.
Sin embargo, la idea de que mi
madre habra de morir me resultaba
improbable, por no decir
imposible. Estaba ciega, lo
reconozco, porque a pesar de las
seales que nos enviaba, no quera
ver. Fue despus, cuando ya no
senta ni abandono, ni rencor, ni
angustia cuando pude contemplar
con la suficiente laxitud todos
aquellos pequeos detalles en los
que, en su momento, apenas haba
reparado.
Recuerdo por ejemplo una
noche. Yo apenas tendra seis aos
y Juan, cuatro, pero ya era
consciente de que si mi padre, que
estaba en casa, intentaba volcarse
en m, tenerme cerca, mi madre
prefera a mi hermano pequeo. No
es que hiciera ningn tipo de
agravio entre los dos, su actitud
siempre fue igual de correcta e
irreprochable con ambos. Ya lo he
dicho: nos regaaba por lo mismo
aun con la diferencia de sexo y
sus rdenes siempre iban en plural.
Pero haba, en su manera de tocar a
mi hermano, en su manera de
mirarlo, un estremecimiento
especial que no senta conmigo, lo
reconozco. No tena envidia,
aunque pueda parecer lo contrario,
ni siquiera tuve que aprender a
resignarme, porque siempre haba
sido as: era un papel asumido
tiempo atrs.
Igual que mi madre, los dos
tenamos miedo a la oscuridad.
Y como mi aya, la suya sola
apagar el fuego de la chimenea
entrada la noche porque todo se
puede prender, nios, y podis
acabar los dos chamuscados en
vuestras camas sin enteraros. Y
despus se iban a dormir juntas, a
la zona del servicio, y nos dejaban
solos, mirando el lugar donde los
rescoldos de la chimenea an
brillaban un poco. Porque el fuego
no nos repela como a ellas, sino
que nos atraa de un modo extrao y
casi preferamos soportar el peligro
de ver arder nuestras estancias
antes que enfrentarnos a la
oscuridad en la que reina el diablo
y sus aclitos y en la que ellas eran
capaces de abandonarnos con tanta
tranquilidad. La casa se quedaba a
oscuras y el silencio se volva
imposible, los ruidos de los
ratones, de los animales que
merodeaban, de pasos en los
pasillos. Asustada, me esconda
bajo las frazadas y esperaba a que
llegara el sueo con la esperanza de
que la noche se fuera pronto.
Pero si mi miedo era
maysculo, el de Juan no iba a la
zaga. Al otro lado de mi cuarto
comenzaba a escuchar sus lloros,
bajos al principio y luego ms
fuertes. Y la pena y la
responsabilidad de ser la mayor me
embargaban y me atreva a dejar la
seguridad de mi cama y a abrir la
puerta y a cruzar el pasillo y andar
descalza y a notar como el aire me
golpeaba en la nuca para alcanzar
su cuarto y meterme junto a l en la
cama y as, abrazados, dormir hasta
que llegase el amanecer.
Pero un da, mi madre se me
adelant. Y yo le ced el terreno
como la cosa ms natural del
mundo; al fin y al cabo, ella era la
madre, la encargada de protegernos.
De un modo aleatorio, decidimos
turnarnos. Si una llegaba antes, la
otra se retiraba sin decir palabra y
mantenamos as un equilibrio en el
que nadie luchaba por el cario del
otro, sino por la propia
supervivencia. Ya he dicho antes
que los tres tenamos miedo a la
oscuridad y la respiracin de Juan
tena un efecto tranquilizador. Por
qu, me pregunto ahora, no
dormimos nunca juntos. No lo s.
Existen comportamientos extraos y
casi absurdos, que repetimos una y
otra vez hasta el momento en el que
nos paramos y nos preguntamos su
causa (e incluso por qu no hemos
reparado en ellos antes). Y es
entonces, y no antes, cuando
dejamos de cometerlos. Y nosotras
nunca nos lo preguntamos,
simplemente acudamos, en orden
riguroso, ante los lloros de Juan y
dormamos con l, o nos
retirbamos segn habamos
llegado antes o despus.
Fue una noche en la que yo
llegu ms tarde cuando recib la
primera impresin de que no todos
nuestros miedos iban a ser tan
sencillos de superar como el que
los dos tenamos a la oscuridad.
Viva en un mundo de rutinas
cotidianas sin fisuras que mi madre,
las monjas y las ayas haban creado
a medida para7 nosotros, para que
no descubriramos qu haba ms
all. Y si hubo deslices como el
de aquella noche, pequeas
intuiciones de que se nos ocultaba
algo, apenas duraron unos instantes.
Supongo que la confianza que
habamos depositado en nuestra
madre era tan grande que jams
pudimos imaginarnos que nos
estuviera engaando o siquiera
ocultando parte de una verdad que
pronto tendramos que conocer.
Juan lloraba ms alto de lo
normal. No s si porque haba
credo ver un monstruo, o haba
odo algo y ni siquiera el pecho de
mi madre consegua tranquilizarlo.
Sus lloros resultaban tan
angustiosos que fue la primera vez
que, en el marco de la puerta, dud
si deba entrar yo tambin para
tranquilizarlo. A pesar de que mi
madre lo hubiera visto como una
intromisin, una manera de echarle
en cara que no era capaz de
tranquilizar a su propio hijo, los
quejidos de mi hermano eran tan
dolorosos que no pude reprimirme.
Asom mi cabeza dispuesta a entrar
en su habitacin, cuando o la voz
de mi madre. Me detuve.
No cre que pudiera estar
espiando. A pesar de que saba que
yo nunca sera receptora legtima de
lo que le estaba diciendo. Pareca
que, aunque no hubiera sabido que
estaba all, en cierto modo tambin
quisiera que yo me enterara: Ea
dijo, no llores, todo se va a
pasar. Y lo dijo sin nfasis, como
quien repite una cantinela. Por ello
no di la menor importancia a sus
palabras, ni Juan tampoco. Los
sollozos de mi hermano cada vez
eran ms fuertes y mi madre
callaba, obstinadamente, casi como
si ese se va a pasar fuera una
verdad incuestionable y quisiera
concedernos el tiempo necesario
como para asimilarla en todo su
conjunto.
Yo no lo vea as. Apenas
concibo que, a pesar de todo el
tiempo que ha pasado, consiga
recordar con tan clara memoria sus
palabras exactas. En realidad, lo
nico que haba comprobado es que
mi madre era incapaz de consolar a
mi hermano. Y, entonces, y por
ende, tampoco a m. De pronto, mi
madre ya no era infalible. Y Juan
tambin hubo de percibirlo porque
su lloro ya no era igual, sino que
tena un matiz mucho ms pesaroso,
profundo. Venga, cario, que ests
a salvo.
Los vea como el espectador de
una pelea en la que siente que
debiera participar, pero hay algo
que se lo impide y se pone excusas
que termina por creerse. Y yo no
dejaba de ser una intrusa. Y l:
Tengo miedo. La confirmacin de
que la presencia materna no es
suficiente ya, que el miedo al final
tambin le ha vencido a ella. Y mi
madre: Ya pas, ya pas. Como
si su sola presencia pudiera volver
a recuperar su antigua fortaleza.
Yo estoy aqu. Y Juan entonces
se mueve, percibo su movimiento.
Pero te irs, dice, y concluye ah,
no dice que tendr que dormir solo,
ni que quiere que est con l toda la
noche. No, simplemente dice te
irs, como un hecho definitivo,
consumado.
La voz de mi madre entonces
raspa. S, me ir dice, pero
nunca lejos de vosotros (y de
pronto yo vuelvo a estar entre ellos,
aunque sigo sin atreverme a
abandonar el refugio de mi puerta).
Como la Virgen, Juan, que no la
puedes ver, pero que sabes que est
ah.
Quiz el ejemplo de la Virgen
me ponga nerviosa ahora que s que
las cosas que haca con mi padre,
las que hizo en un pasado que
todava no conoca pero que ya
comenzaba a intuir, eran las ms
alejadas de los atributos virginales
que con tanta facilidad se atribua,
pero ste cumpli su cometido:
Juan dej de llorar.
El silencio se hizo tenso.
Permanec en mi esquina sin
atreverme a ir hacia ellos o
regresar a mi cuarto. Estaba
paralizada y no por lo que mi madre
acababa de confirmarnos: que algn
da iba a faltar, sino porque de
pronto me di cuenta de que acababa
de asistir a una escena preparada de
antemano. Mi madre de pronto ya
no era la vctima, sino nosotros.
Ella lo haba manipulado, con su
sutileza de siempre, para decir o
hacer algo que quera que los dos
viramos y que yo, tan pendiente de
esta nueva actitud, esta forma de ser
tan ajena a la idea que me haba
formado de ella, no captaba del
todo. El mensaje se haba diluido
(ya he dicho que no entraba ni por
asomo dentro de mis
consideraciones) y, sin embargo, su
manera de decirlo, el tono que
haba utilizado, la inflexin de su
voz, cmo haba pronunciado con
firmeza todas las palabras, como si
lo llevara ensayado, seguan all.
Tendra que habrselo repetido
varias veces, practicar la
entonacin para que sonara casual.
Y fue esa supuesta casualidad la
que me puso en alerta. Ella,
siempre tan ptrea, tan comedida,
acababa de demostrarme que
tambin era dbil, que tambin
fallaba y que, aunque me cueste
reconocerlo, nos tena miedo, o por
lo menos a lo que pudiramos
decir. Si mi madre necesitaba
ensayar sus palabras, acaso era
porque no fuese tan segura como
aparentaba. Por segunda vez en una
misma noche, haba fallado. Y si la
primera vez, cuando intentara
consolar a Juan, haba sido algo
imprevisible y por tanto
perdonable, la segunda vez nos
haba demostrado algo mucho ms
doloroso: las madres tambin se
equivocan, las madres tambin son
inseguras y, por tanto, las madres
tambin mienten. Y en cunto ms,
me pregunt, nos habra mentido.
Poda intuir en la semipenumbra
las caricias de mi madre, cmo mi
hermano haba agachado la cabeza
para buscar el hueco entre su brazo
y su hombro y cmo ella haba
comenzado a subir y bajar su brazo,
con su parsimonia habitual,
limpiando unas lgrimas que
tambin poda imaginar. Slo vea,
sin embargo, la espalda de ella,
ligeramente inclinada, las manos de
l, que en esa oscuridad eran ms
claras que el resto y que rodeaban
las espaldas de mi madre y un
brazo, el de ella, que sube y baja y
vuelve a subir y vuelve a bajar. Una
mezcla de extremidades y de telas y
de murmullos.
Yo, recuerdo, haba cogido mis
enaguas entre los dedos y las haca
girar como en una espiral cada vez
ms pequea, hasta sentirlas cada
vez ms prietas ellas y ms
apresados ellos. El contacto de la
tela me otorgaba una sensacin de
realidad que no hubiera podido
experimentar de otro modo. Me
senta como si estuviera en la
frontera de dos mundos. Y aunque
no crea que existan acontecimientos
que marcan un antes y un despus en
la vida de uno, sino que los
cambios estn latiendo dentro de
nosotros y al final si salen es
porque as tena que ser; siempre, al
recordar que es lo que hago
ahora, son los hechos puntuales
los que nos remiten a esos
momentos en los que existen
pequeas inflexiones, pequeas
desviaciones que plantean las
famosas preguntas del quiz habra
cambiado algo si, y que no por ser
absurdas, porque ya estn fuera de
lugar, podemos evitar dejar de
hacernos. Por ejemplo esa noche:
quiz si me hubiera dado media
vuelta y hubiera vuelto a mi cama,
habra sido todo distinto? Y si
hubiera llegado antes que mi madre
para consolar a Juan, habra
cambiado en algo el futuro? Y quiz
si me hubiera acercado a ellos
desde el principio, habra mi
madre preferido callarse aquello
que tena que decirnos? Y la
respuesta es siempre no. El futuro
era as, estaba decidido. Y mi
madre iba a terminar
demostrndonos su flaqueza (y
tambin su humanidad) antes o
despus por ms que intentramos
eludir su visin. S, es cierto que
esa noche podra haber sido
diferente. Pero el cambio ya estaba
en ella. Y tambin en m.
De pronto, sin mediar nada, me
di cuenta de que mi presencia se
haba convertido en algo hostil. Mi
madre ya haba cumplido con lo que
se haba propuesto y la funcin se
haba terminado.
No s cundo mi madre detect
que estaba all, o si lo supo desde
el principio. La percepcin fue algo
tan inexplicable como real. Yo
saba que mi hermano ya no lloraba,
pero que ella haba comenzado a
hacerlo. Igual que ella saba que yo
estaba en la puerta mirndolo todo,
sin atreverme a entrar o salir
porque no haba sido invitada ni
lo iba a ser. Y, sin embargo, mi
presencia era requerida. Igual que
saba que lo haba visto todo pero
que mi actitud hacia ella no iba a
cambiar. Simplemente, no le daba
importancia cmo habra de
drsela, si en el fondo slo haba
cumplido su propsito, si ella era
mi madre y me conoca mejor de lo
que me cuesta reconocer!. Como
demuestra el hecho de que jams se
volviera a hablar de esa noche, ni
de su actitud ni de sus palabras,
pertenecan a la serie de hechos que
era mejor callar. Al fin y al cabo,
podan perturbar la estabilidad, el
nido endeble en el que vivamos y
que tanto esfuerzo le haba costado
construir. Y yo, a pesar de mi edad,
ya era consciente.
No pens en ningn momento
que me estaba equivocando, que el
juicio que estaba emitiendo poda
variar un poco de la realidad. A
pesar de que hubiera actitudes en
mi madre que no entendiera y otras
que incluso se me escaparan, haba
algunas certezas que me parecan, y
an hoy me lo parecen,
incuestionables.
Y si lo hice, no fue porque ella
buscara engaarme (lo prueba el
que no negara ni ocultara las cosas,
slo viva aparte), sino porque yo
no quera ver.
Ya lo haba dicho: S, me ir.
Y Juan lo saba y yo no quera ni
intuirlo. No me atreva, supongo.
Permanec en el resquicio de la
puerta. La noche y el fro y las
enaguas enroscndose en torno a
mis dedos. Juan dorma y mi madre
lo miraba y yo, a su vez, a ella. Y
me parece extrao porque por un
momento me pareci la ms frgil
de los tres. Segua manteniendo el
aplomo y la elegancia que sus
admiradores ensalzaban y aquellos
que buscaban su consuelo
necesitaban. La ficcin en la que
vivamos, entretejida con silencios
y verdades que slo se intuyen, era
el ncleo de su fortaleza, aunque no
fuera, como me di cuenta mucho
despus, ms que los estertores de
un espejismo en el que haba vivido
desde que conoci a mi padre. El
muro que levantara y que con el
tiempo fue haciendo ms y ms
grande y por tanto ms endeble
no s si para protegernos a mis
hermanos y a m o a ella,
simplemente (aunque sospecho que
es ms bien esto ltimo).
No obstante, esa sensacin de
fragilidad, ese levantamiento del
cortinaje dur apenas unos
momentos. Se puso de pie, despus
de apartar la cabeza de Juan de su
regazo, y se dirigi hacia la puerta
donde me encontraba yo. Su paso
era tan firme y seguro como
siempre. Se dirigi hacia m
consciente de que estaba all. Nada
la traicionaba. Nada haba que
consiguiera hacerla sentir incmoda
o descolocada: en realidad, pareca
que continuara en su papel.
Esperaba que me dijera: Vas a
coger fro, es muy tarde o
cualquiera de esas frases rutinarias
con las que poda refugiarse y
volver a su rol de madre perfecta y
sin otros sentimientos ms all de
los que le inspirbamos. No dejaba,
me deca, de haber tenido un
momento de flaqueza. Esperaba, no
s, que me mirara o que rehuyera
mis ojos. Que hiciera cualquier tipo
de gesto que delatara su
nerviosismo. Pero me equivoqu.
Sus gestos eran los mismos de
siempre. Nada haba en ella que
denotara una actitud extraa. En
qu mentira haba estado viviendo?
Siempre haba sido as?, me
preguntara despus. Pero en ese
momento slo la miraba mientras
buscaba una seal que no era capaz
de definir.
Pas su dedo ndice por mi
mejilla y continu su camino, hacia
su cuarto, como si ya no estuviera
all (incluso como si nunca lo
hubiera estado) y mi presencia se
hubiera transformado en algo tan
circunstancial y ajeno como que
fuera llova una vez ms y que las
campanas del convento haban
comenzado a doblar.
Y si se me olvid lo que haba
escuchado, creo ahora, fue porque
le di mucha ms importancia a ese
gesto posterior. Por qu tendra
que preocuparme deb de pensar
, si mi madre falta algn da, si
ahora ya no estoy segura de nada
que provenga de ella?. Mi madre
se haba transformado en un
personaje de ficcin. Me pregunt:
Es su cario una impostura?
Cul es mi madre de verdad: la
que me persigue durante el da para
que diga mis oraciones o la que
durante la noche me deja descalza
en mitad del pasillo y que dice que
se va a ir, como un hecho
consumado?.
Vendran otras seales ms
adelante, de eso estoy segura. Mi
madre quera transmitirnos que
algn da no estara para que, en el
momento en el que eso sucediera,
estuviramos preparados. Pero me
resulta imposible discernir si se
equivoc en el mtodo, si nosotros
nos negamos a verlo o lo aplazamos
inconscientemente o si en realidad
todo sucedi demasiado pronto,
cogindonos a todos de improviso.
El da de su muerte slo ella estaba
preparada.
Su cabeza vol.
Y yo, irracionalmente, ech las
culpas a mi padre Y lo hice sin
motivos aunque s que los
hubiera. Y lo odi, sin motivos
tambin aunque ms adelante
tuviera tambin motivos de sobra
para hacerlo.
8

(DEL HIJO).

O dio los imprevistos. Odio las


imposiciones. Odio que me
digan que las cosas son inevitables,
que, por ms que lo intente, son
imposibles de cambiar. Si tan
inmutables son pienso, deben
de ser lo suficientemente obvias
(incluso para m) como para que
nadie me tenga que estar diciendo
nada. Sus comentarios sobran.
Prefiero los que dan las cosas por
sentado y se equivocan a
aquellos que se empean en dar
vueltas sobre un asunto como si no
hubiera quedado lo suficientemente
claro. O como si su interlocutor
fuera un patn y ellos poseyeran el
don de la omnisciencia.
S, soy un ser positivo, lo
reconozco, todo me encanta y todo
lo acepto, qu se le va a hacer?
Odio a la gente que se cree con
autoridad suficiente como para
juzgar lo que los dems hacen. Odio
en general los juicios en tercera
persona, las personas que dicen:
Es o debe ser, en vez de: Yo
creo que, mi opinin es, estara
mejor, debe de ser o quisiera
que. A todas stas les gritara
que sus decisiones no son palabra
de Dios, que simplemente pueden
estar ms o menos equivocados. Y
odio a los que dicen la ltima
palabra sin aportar nada, acabando
con y punto o y ya est o esto es
as, nia y te callas. S, odio a los
que te hacen callar con el nico
criterio de que son la autoridad y
estn por encima de ti.
Yo promet que nunca sera as
y que escuchara todos los
argumentos que tuvieran que darme.
Y por eso decid escuchar a
Blanca.
No, seora, yo no he sido, yo
no la he matado.
Su tono es tranquilo, como si
comentramos de qu color vamos
a hacer el traje de los domingos o si
queda mejor esta u otra puntilla.
Decido adoptar yo tambin un
tono similar:
Ests segura?
Si lo hubiera hecho, seora,
yo creo que me acordara.
S pienso, eso est
claro.
Mira, Blanca, no estoy
diciendo que hayas sido t. Pero
que t eras la que tenas ms
motivos. Slo eso.
Ms motivos? Por qu?
Y de pronto me siento culpable:
voy a decirle a esta mujer, que es
el nico apoyo que me queda en
esta vida, que es una asesina porque
mat a mi aya porque sta crea que
me estaba envenenando? Suena, me
doy cuenta, demasiado absurdo. Y
Blanca envenenndome? Por qu?
Me repito: no te mat cuando tuvo
oportunidad para ello. Poda
incluso haberte dado veneno y que
no se notara. Con lo dbil que
estoy, cualquiera hubiera podido
pensar que si fallec, lo hice por
cansancio. Y nadie hubiera podido
inculparla. Matarme Blanca? Y
por Sancho? (se me atraganta la
idea). Sin embargo, no lo hizo
aunque yo se lo exigiera. Qu
motivos tendra entonces para matar
a mi aya? Lo reconozco: no se
llevaban bien, de hecho, no se
podan ni ver. Pero la gente no va
matando por ah a aquellos con los
que no se lleva bien. Para eso estn
las guerras, pienso que son mucho
ms civilizadas y se rigen por
reglas estrictas. No, no pudo
hacerlo Blanca.
Me convenca de lo contrario:
me senta incapaz de decirle, as, de
pronto: Mira, amiga, mal que te
pese, ya s lo que me ests
haciendo, quieres librarte de m, no
lo niegues.
Me escapo por la tangente.
No lo s. Y me han dicho que
te vieron por las cocinas a esas
horas.
Claro replica, como a
treinta personas ms.
Treinta?
S, entre cocineros,
cocineras, despenseros, pinches,
caballeros, soldados. Seora, eso
pareca una audiencia.
La verdad es que las cocinas
nunca me haban gustado
demasiado. Sin entenderlo muy
bien, asociaba ese lugar a un
paritorio. Ver all esas enormes
ollas, cociendo todo el rato agua, y
la gente que da vueltas sobre s
misma como peonzas con las caras
rojas, todos agobiados y todo el
rato de aqu para all; el olor a
hierbas que intentan ocultar el de la
sangre y el de la carne que se abre
del animal que, como la parturienta,
est sobre una mesa esperado a que
le hagan lo que tienen que hacerle.
Desmenuzarlo.
Supongo que se era uno de los
mayores reproches que poda
hacerme mi marido. El gobierno de
mi casa lo tena cualquiera menos
yo. Pero mi padre siempre dijo que
es signo de inteligencia ser
consciente de las propias
limitaciones. Y yo lo era y por eso
tom la opcin de delegar siempre
en alguien ms apto. Una filosofa
de vida.
Pero t qu tenas que hacer
all?
Porque, que yo supiera, nunca
haba delegado en ella ese tipo de
operaciones.
Se revuelve incmoda. Parece
nerviosa.
De verdad queris saberlo?
Y sus ojos me dicen: No,
seora, no lo deseis.
Quiero? y me doy cuenta
de que, con este tipo de respuestas,
voy a perder la poca autoridad que
me queda. Quiero repito esta
vez ms convincente.
Vuestro esposo me impuls a
ir.
Lo que era, como pude saber
despus, totalmente cierto.
Filosofa de la delegacin: todo
lo que concerna a mi marido se lo
haba dejado a Blanca. Y la verdad
es que cumpla perfectamente con
su cometido.
Bueno, ya me he cansado de
esta pltica, por favor, Blanca,
acrcame eso, que me voy a
levantar.
Empujo el embozo de la cama
con el pie.

No s si la muerta (como he
comenzado a llamarla en mi mente
cuando me refiero a ella, mi pobre
aya!) tena razn, si me estaban
envenenando o no; pero desde que
le lleg su hora, parece que yo he
comenzado a recuperar las fuerzas.
Por lo menos me he dicho, he
de averiguar qu sucedi con ella.
Lo que ms me sorprendi fue
verla desnuda. A pesar de todos los
aos en los que conviviramos, que
ella no pasaba un da sin que me
viera de este modo, camisa ms,
camisa menos. Yo jams pude intuir
que, por debajo de esos ropajes
oscuros, poda tener un cuerpo que
era tan viejo como ella misma. De
tan previsible poda dar esta pena.
Daban ganas de abrazarlo y eso
hice, cuando nadie me vea, cuando
en la intimidad del cuarto donde la
baaba, poda incluso permitirme
llorar.
Yo me hago cargo de todo.
Yo preparar su funeral.
Mi marido frunce el entrecejo
(todo lo que puede porque ya de
por s sus cejas estaban bastante
unidas). Quiere protestar, decirme:
volved a la cama. Pero estamos
rodeados de gente y no es cuestin
de montar una escenita conyugal.
Me salgo con la ma.
La bao despacio. Le quito la
sangre reseca que sali de su pecho
y gote hasta sus tobillos. La
cicatriz aparece entonces perfecta
entre sus bordes blanquecinos. Es
como una cortina, descubro, por la
que se puede mirar el interior de la
muerta. Y toda ella recuerda a un
rbol que se agost, desde dentro
hacia afuera. Sus brazos nudosos,
su piel, que es spera y como en
capas, incluso su sangre de pronto
me parece resina. Y miro su interior
esperando descubrir el mismo
vaco que tienen siempre los
rboles viejos. Por ese agujero
pienso se le ha escapado la vida.
Demasiado pequeo me digo
para acabar con ella as, tan
sbitamente. Los rboles mueren,
pienso. Aunque sigan en su sitio
durante aos, ya no corre vida por
sus ramas. Y su interior, o lo que yo
puedo ver a travs de esa pequea
ventana que tiene la forma del arma
que la mat, me parece de una
perfeccin abrumadora. Esta
mujer me digo estaba llena de
perfeccin.
Llaman a la puerta.
S?
La cabeza de mi marido se
asoma. Me abalanzo sobre el
cuerpo desnudo de mi aya. La cubro
con mis brazos.
Qu haces aqu? le
increpo.
Cmo se atreve. El cuerpo de la
muerta, tan fro contra el mo. Ya
casi rgido del todo. Con dificultad
la han metido en el barreo. No s
cmo la van a sacar.
He venido a ver si
necesitabas algo.
Pero este hombre, no se da
cuenta de las cosas?
Pues no, claro que no.
Y aado: Slo que te vayas,
que nos dejes tranquilas.
Y su cabeza enorme se retira y
vuelve a cerrar la puerta.
Y nos quedamos de nuevo las
dos solas. Es un cadver, me
digo. Slo eso. Y le mojo el pelo, a
ella, que tan pocas veces se ba en
vida. Le mojo el pelo y se lo froto,
con fuerza.

Qu queris que diga de


ella?
Perdone?
Bueno, seora, o acaso
prefiere ser usted la que, como
introduccin o como despedida,
diga unas palabras sobre la difunta.
El pobre clrigo, tan joven, me
mira como si fuera un espectro. Y
la verdad es que quiz tenga un
poco pinta de eso: de tan delgada,
tan plida y con esas pstulas y
esos pelos mugrientos. Noto que
quiere salir corriendo a la vez que
dice apestada, apestada!.
S, claro lo pienso, de
acuerdo?
Entonces comenc a
preguntarme qu sera lo que podra
destacar de esa mujer que haba
compartido mi vida. Y, si en un
primer momento pensara que seran
cientos de cosas de las que poda
hacer mencin, que poda hablar de
ella durante horas, enseguida
comprend que no iba a ser tan
fcil. Mi discurso resultara
perfectamente insustancial, me dije.
Podra explicar cmo torca la boca
al rer, cmo se peinaba primero el
lado izquierdo y luego el derecho,
cmo se persignaba y deca
Jess; cada vez que me vea
haciendo algo que no le gustaba.
Hablar del olor que desprenda su
piel cada vez que preparaba pulpo,
su plato favorito. Hablar tambin de
su acento, tan cerrado que incluso a
m me costaba entenderlo. Y sin
embargo, me di cuenta, no sin
horror, de que nada poda decir de
ella que no fueran meras
impresiones, pequeos detalles
incoherentes que en nada ayudaran
a retratar a esa mujer que me haba
dedicado, con absoluta devocin,
tantos aos de su vida. Ni un
amante, ni un marido, ni un amigo
especial. Y aunque a veces su
presencia resultara agotadora, el
hecho era innegable: haba hecho de
m y de mi corte el centro de su
vida.
Resulta obsceno investigar entre
las cosas que pertenecieron a un
difunto. Yo buscaba un trozo de su
pasado que me permitiera creer un
discurso sobre la persona que fue.
En su lugar slo encontr futuro: la
ropa que se iba a poner al da
siguiente, las hierbas con las que
preparara mis infusiones, el cojn
que estaba tejiendo, las agujas.
Ningn recuerdo pasado. Nada.
Y la rabia. Porque haba en ella
detalles que me molestaban: como
que estornudara tan alto o que se
pintara tanto los ojos con carbn
que a veces pareciera que se
dedicaba a ir golpendose all con
todas las puertas que se
encontraban en su camino.
Y estaba muerta y yo no haba
podido olvidarlos. Incluso, bajo la
luz del recuerdo, conseguan
exasperarme todava ms.
Me deca: Piensa, Beatriz.
Algo habr hecho esta buena mujer
por lo que merezca ser recordada.
Pero a quin podra interesar una
vida construida de pequeos
momentos, de impresiones fugaces,
del da a da?
Luego en el funeral: si se habla
de la humildad del difunto, es que
en realidad nunca hizo nada
importante. Si se menciona su
generosidad, si sta se refiere a su
familia, es que era un victimista; si
es con los pobres, es que era rico.
Si dicen de l que fue comedido, es
que era tacao. Si ahorrador, avaro.
Si se dice que fue justo, es que no
dud en tomarse la venganza por su
mano. Si se dice que am, es que
tuvo varios amantes. Y si fue
amado, es que tuvo muchos hijos
(aunque no todos con la misma
persona). Si se habla de la
pulcritud, que era un manitico. Si
de la calma, es que era perezoso.
De la perseverancia, un cabezota.
Si de la constancia, un pesado. Slo
hay que saber leer entre lneas.
Sus exequias fueron breves.
Todo gratitud por mi parte. Y
flores, muchas flores, para que
suplieran la falta de palabras. Dije:
Gracias, gracias por todo. Y ya
est. Volv a sentarme para que el
sacerdote pudiera decir: Podis ir
en paz.
As que adis. Lgrimas, flores,
pauelos. Ahora soy yo la que no se
quiere dejar ir. Que me quieren
matar, est bien, pero no se lo voy a
poner tan fcil, no, seor, qu se
han credo? Con mi aya se han
muerto mis ganas de fallecer. Ahora
he de vivir por ella, para que su
sacrificio no sea en balde. Porque
eso ha sido, un sacrificio en toda
regla con cuchillo y sangre a
borbotones (que durante ms de dos
das estuvieron fregando las
cocinas) y cientos de oraciones y de
rosarios, por su alma y por la del
asesino. Me anudo un pauelito a la
cabeza y si estoy calva, importa en
realidad? Al fin y al cabo, mi
cabeza es como mi tripa, redonda y
grande. Ya le crecern los pelos. Si
estaba siendo envenenada o era el
nio quien me mataba, importa en
realidad? No van a poder conmigo.
Durante noches enteras aguardo
que el fantasma se me vuelva a
aparecer. Pero debe de estar
ocupada en otros menesteres. La
llamo: Espritu, lo que seas, por
favor, aydame. Las noches son
tranquilas. Ni sombra. Nada.
Cuando estaba enferma, no se
cansaba de visitarme, ahora que
comienzo a recuperar las fuerzas, se
dedicar a molestar a otra persona.
Y pienso: Yo, la verdad, en su
lugar, tambin lo hara.
A ver, Beatriz, cntrate, qu es
lo que sabes? Qu es lo que
tienes? En primer lugar, una muerta
que se te aparece para visitarte por
las noches y que te dice que ests
en peligro y que si te lo dice no es
por ti, sino por el nio, que no es tu
hijo, sino otro nio del que nada
sabes. En segundo lugar, un marido
que se acuesta o se acostaba con tu
mejor amiga. En tercer lugar, una
mejor amiga que te oculta algo y a
la que tu aya crea culpable de
intentar envenenarte. En cuarto
lugar, esa misma aya yaciendo bajo
la tierra, y por ltimo, una
sanguijuela que es tu propio hijo y
un quiste que no se cansa de
perseguir a tu mejor amiga. Y qu
hago yo con todo esto? Paso a paso,
a su ritmo.
Dios sabe que nunca me gust
coser, me pareca una prdida
absoluta de tiempo. Adems, me
recordaba demasiado a mi madre y
a su mana persecutoria de las
nias tienen que aprender a hacer
algo con su tiempo. Replico:
Pues a m se me ocurren cientos de
cosas mejores. Contrarrplica:
Obedece, Beatriz, soy tu madre y
hars lo que yo te diga. As que lo
de hilar y deshilar sola dejrselo a
alguien mejor dotado. Y, sin
embargo, esta madeja en la que se
haba convertido mi vida tena que
desenredarla si no quera acabar
como el fantasma: arrojada por la
ventana o envenenada o quin sabe
qu.
Paso a paso: averiguar quin es
la fantasma y ver qu quiere.
Mi aya, que en paz descanse,
deca que hay dos maneras de
conocer a la gente: por lo que hace
y por lo que piensa. Como yo no
poseo poderes sobrenaturales, esta
segunda opcin habra de dejrsela
a alguien ms apto. Yo tendra que
conformarme con la simple accin.
Primer problema: que la mujer de
la que estaba intentando saber ms
estaba muerta, as que, en vez de
averiguar qu es lo que haca,
tendra que investigar qu es lo que
hizo para conocer, de una vez, de
quin se trataba.
Adonde vais? me
pregunt Blanca.
S, claro, t puedes esconderme
lo que quieras. Puedes entrar y salir
de mi cama como Pedro por su
casa, y yo no voy a poder
guardarte un secreto? Ah, no. Que
vale que en mi convalecencia
tuvieras que cuidarme, pero se
acab, que lo sepas.
Por ah contest, sealando
un punto incierto.
Pues no os resfriis, cubrios
con esta manta, y calzaos con estos
borcegues que os tej. Y no tardis,
que enseguida os subirn la comida.
Y yo: No, no, no te preocupes,
Blanca. S, lo que quieras, como
digas. Ha asumido, de pronto, el
papel de la difunta.
En mi mente ya estaba claro a
quin habra de preguntar.

Soy una mujer atpica, lo


reconozco. No me gusta airear mis
problemas ms que con gente a la
que escojo muy cuidadosamente.
No creo adems en el
arrepentimiento. No creo en el
perdn. Me parece algo atrasado:
en esta poca de progreso en la que
vivimos es imposible hacer borrn
y cuenta nueva: los errores son
necesarios, de los errores se
aprende. As que a m que no venga
un sacerdote o quien sea a decirme:
Aqu no ha pasado nada. No,
seor, son mis fallos, tan mos
como mis aciertos. Y por ellos, por
la suma de los dos, soy quien soy
hoy en da. Y era por esto que si
recurra al sacramento de la
confesin, era slo por guardar las
formas. Siempre he credo que hay
que barrer hacia dentro, sobre todo
las victorias, que son las que ms
envidias y disgustos provocan a la
larga en los que te rodean. Que los
hombres de religin, por mucho
secreto que tengan que guardar, al
final terminan apropindose de las
debilidades de sus feligreses y, tras
hacerlas suyas, por qu no
proclamarlas a los cuatro vientos?
Vamos a ver, alguien cuya vocacin
es de predicador, se le puede
pedir que guarde un secreto de por
vida? He de decir que hay
excepciones, pero precisamente por
stas llegu a la certeza de que no
me equivocaba. Y si quera
averiguar algo de esa mujer, el
camino ms fcil y corto sera
hablar con el hombre que la
confesaba.
Decan que estaba loco, que no
slo le haba trastornado ser espa y
confidente en primera persona de
los tejemanejes entre Enrique y su
hermano Pedro, sino el haber
vivido tambin en primera persona
los problemas de la Iglesia cuando,
entre un papa y otro, decidieron
trasladar sus santas sedes primero a
Avin, luego a Roma y despus
vuelta a empezar. Entre tanta
mudanza, tanta apariencia y dems,
el pobre hombre haba terminado
por perder el juicio y, aunque se
supona que perteneca a una orden
de gente sensata como la de los
dominicos, haba optado por
apartarse de las conspiraciones del
mundo y refugiarse en la torre a la
que denominaron como la del
Observatorio de Alfonso X,
exactamente la que daba ms al
norte, para que el sol en su decurso
as dijo no pudiera molestarlo
en sus cavilaciones. Y nadie lo
haca, que es una de las
caractersticas que tiene la
santidad: que te dejan tranquilo.
La verdad es que, vindolo all,
yo tambin me plante hacerme
santa. La comida, la cama, los
libros, las velas. Porque se haba
rodeado de ellas y se dedicaba a
mirar por la ventana a un cielo sin
sol. Y yo, que me lo imaginaba
vestido con harapos y agarrado a
una calavera! Me dijo: Pasa,
entra.
Y yo:
Padre, le molesto?
No, hija ma, ven, sintate a
mi lado.
Mira entonces mi cabeza, mi
tripa y se cruza de brazos.
Es de su marido, verdad?
Por supuesto, padre.
Entonces, qu os trae por
aqu?
Y pienso: acaso las mujeres
slo hablan de infidelidades, de
hijos ilegtimos?.
Pues vacilo la fantasma,
y la ventana de la Sala del Solio.
Querra hablaros de
Me escucho y veo lo absurdo de
mi pregunta. Casi hubiera sido
mejor haberme inventado alguna
infidelidad.
As que me dice, y sus ojos
brillan se te ha aparecido.
S, padre espero, pienso,
que estemos hablando del misma
fantasma, a vos tambin?
No, no. Pero s que anda por
ah.
Me ha cogido las manos y me
las aprieta hasta que se ponen
blancas. Estn igual de fras que las
de l.
No me gustan los sacerdotes.
No me gusta su doble moral. Y ste,
revestido de ese solipsismo y esa
pretendida superioridad, me gusta
todava menos. Y, por favor, que
me suelte las manos!
Y aade:
Ya me hubiera gustado. Y
qu tal est?
Pues muerta, quiero
contestarle, pero cambio de
opinin. Si pretendo sacarle
informacin, ser preferible que
utilice mi mejor tono.
Siento que su nariz aguilea
casi se me clava entre un pulmn y
otro pulmn. Sus orejas son
grandes. Y al hablar, se mueven.
Me concentro en ellas (as, por lo
menos, no tendr que aspirar su
aliento con olor a alcohol).
Pues muy bien. Muy guapa,
en verdad.
S, siempre fue guapa. La
llamaban la bruja. Y es que tena
una belleza que hechizaba. Pero se
equivocaban todos, era una santa,
sabes? Siempre tan preocupada
por todos: por el rey, por la reina,
bueno, y sobre todo por el nio.
Se levanta y se acerca a la
mesa, donde tiene pliegos y pliegos.
Por fin mis manos se tintan de rojo
de nuevo: la sangre vuelve a ellas.
Las froto y las escondo entre los
pliegues de mi falda, por si acaso
tiene tentaciones de volver a
apresarlas. Coge una jarra y se
sirve una copa de vino (espero que
sin bendecir) y la apura de un trago.
Despus se limpia con la manga.
Gustis?
No, no contesto mirando
mi tripa.
Ah! Claro! As que se os ha
aparecido. Curioso, curioso.
Pero vos la conocais?
S, hija, muy bien. No haba
da que no visitara mi
confesionario. Una verdadera santa,
ya os digo.
Ah, s?
Se pone tenso, de pronto.
Pero, eso pertenece al
secreto de confesin.
Ya estamos con esa monserga!
Padre, que est muerta y remuerta!
Me callo, una vez ms (me
sorprendo de mi contencin).
Decido dar una respuesta ms
correcta.
Pero, padre, ella me pidi
que hablara con vos invento
rpido, siempre fui hbil, que os
echaba mucho de menos. Que los de
arriba sealo al techo no la
dejan hablar con vos porque,
bueno, ya sabis, pero que yo, y
stas fueron sus palabras: podra
hacer del hilo conductor que se
rompi con su muerte. Y as
podrais estar juntos de nuevo.
Siento que con esta ltima frase
he ido demasiado lejos, que no va a
tardar en echarme indignado.
Cmo os atrevis! Dir: infamia!
Pecado! Y me llamar mentirosa,
porque lo primero que le haba
preguntado era que si la conoca y
luego voy y le suelto toda esa
filpica en la que yo daba por hecho
que no podan vivir el uno sin el
otro.
En vez de eso, se sienta otra vez
a mi lado.
Y del nio? pregunta,
qu te ha dicho del nio?
Aj! Ya est hecho.
Poco, la verdad, que est
bien, junto a ella, como debe ser.
Claro ya no me mira,
parece que habla consigo mismo,
madre e hijo, juntos, no poda ser
de otro modo.
Claro digo yo.
Slo falta el padre. Aunque
no creo que el rey tarde mucho en
estar con ellos.
El rey? Enrique?
No os lo cont?
Me mira con suspicacia.
No, veris, es que tena un
poco de prisa. Me dijo que vos os
encargarais, que ella tena que
ocuparse de asuntos de arriba y
vuelvo a sealar al techo. Me
sorprendo de mi sangre fra.
Un ngel! Si la hubierais
visto, viva, me refiero. Vena todas
las tardes, con lgrimas en los ojos,
y me deca: Padre, he pecado. Si
os digo la verdad, nunca mujer
alguna me pareci tan pura.
No s pienso, alguien que
va teniendo hijos del rey por ah no
me parece excesivamente pura.
Esta vez no me contengo:
No s, padre, ese hijo era
ilegtimo.
Se levanta. Mueve las manos al
hablar, su boca se contrae como la
de los monstruos de los capiteles. Y
escupe: sus babas salpican mi traje.
No, seor! Ese hijo era un
nio del amor. Vos no tenis idea
de cmo se queran! Amor de
verdad, nia. Del puro.
No he venido pienso a
cuestionar el amor de nadie. Me
importa una higa, la verdad.
Lo s, padre, lo s me
sealo de nuevo la tripa como si mi
embarazo fuera tambin producto
del milagro del amor, como l
mismo dice.
Se tranquiliza.
Tenais que haber visto los
funerales. Alfombraron de flores la
ciudad. No qued un rincn sin
cubrir. Todava flota en el ambiente
el jazmn, lo olis?
Y yo:
S, claro, padre, est por
todas partes.
Y cmo lloraban.
Se le salta una lgrima, rueda
por su mejilla, vieja y hundida, y
cae sobre el embozo de la cama.
Todo el mundo. Era una
santa, ya os lo digo. Por eso tuvo
que saltar.
Una santa completa, me digo.
No slo se acuesta y tiene hijos con
el rey, sino que encima se suicida.
Santsima.
Claro digo, cualquiera
lo hubiera hecho en su lugar.
No, cualquiera no, slo ella.
Slo una mujer as podra amar
tanto como para sacrificar su vida
por su hijo.
Sacrificarse?
S, me da igual lo que diga el
resto, que ella lo tir y eso. No es
cierto. Yo soy el nico que lo s.
S cmo lo quera: a l y al padre.
Y s que fue un descuido, que el
nio se cay y que ella, no
pudiendo soportar el dolor, se tir
tras l. Es o no puritsimo amor?
Amor del de verdad.
Yo estaba oficiando en ese
momento. Y cuando los vieron, ah,
podr olvidar alguna vez esa cruel
imagen? Su cuerpo, tan perfecto.
Tendrais que haberlo visto, qu
piel de melocotn, qu uas
pequeas y sonrosadas
Y el rey?
Lloraba, l tambin. Porque
l la quera y hubiera dado la vida
por ella. Pero l estaba en misa,
conmigo, los dos impotentes. Por
eso no pudo hacerlo, como dicen
las malas lenguas: l no la empuj.
Se tir ella, por el nio. No quera
librarse de ella. Era una santa,
sabes?
S, s, y la reina?
Ella estaba con l. Plida,
claro. Porque, aunque destrozada,
segua siendo bonita. Era un
cadver precioso. Tan blanco, tan
puro.
Y el nio?
Pregunt, cuando en realidad
quera saber si mi marido saba
toda esta historia, si incluso la
habra vivido. Si l la haba visto.
Incluso el Quiste. Me doy cuenta de
que todos en realidad pudieron muy
bien haberla conocido.
Tan guapo como la madre. Y
con la gallarda del padre. Puedes
verlo, si gustas, enterrado en la
catedral. Con una vela encendida
siempre. El rey orden que se diera
misa por su alma todas las semanas,
tanto lo quera!
Porque pregunto de qu
ao estamos hablando?
De 1366.
Justo recin coronado rey. S,
Sancho y todos los suyos tuvieron
que estar con l. Por si acaso, lo
confirmo.
Y haba mucha gente en el
alczar?
Claro, nia! Estaba toda la
corte, no veis que Segovia es el
camino ms corto entre Burgos y
Toledo? No faltaba un caballero.
Todos llorando, claro.
Y no pudo hacerlo Pedro o
alguno de sus sicarios?
Pero estis sorda? Se tir!
Cuntas veces tengo que
decroslo?
S, padre, estaba hablando
del nio.
Se cay, criatura!
He de comer pienso,
tengo hambre y si no lo hago
volver a enfermar. No s quin es
todava ni a qu viene toda esta
historia. Pero si hago caso a mi
intuicin, dos cosas estn claras: ni
ella se tir ni este sacerdote puede
decirme mucho ms.
Padre le digo, me tengo
que ir.
Pero me mira con ojos
expectantes, se agarra a la copa que
ya est vaca no os ha dejado
ningn mensaje para m?
Y yo:
S, claro, ya se me olvidaba.
Me dijo que rezarais, que rezarais
mucho y que os apretarais el cilicio
y que durmierais en el suelo. Por la
salvacin de su alma.
Y l:
S, s.
Y que hagis ayuno y que no
bebis tanto.
9

(DEL PADRE).

U n no, seco. Es lo nico que


dijo.
El cuerpo segua all. Nadie se
haba atrevido a moverlo. Las
piernas desvencijadas, los brazos
en cruz, la cabeza a escasa
distancia. Y mi padre, que se
acerca a ella (o a sus restos). Sus
pasos son inseguros. Nosotros, Juan
y yo, lo miramos, en la distancia. Se
le adelanta uno de sus perros, que
se acerca a olisquear el cadver. El
pie de mi padre no duda, le arrea
semejante patada que el animal
pierde el equilibrio y cae entre
gemidos sobre el pecho de la que
fuera mi madre. Se levanta,
retorciendo primero las patas de
atrs, despus las de delante, y sale
corriendo. Mi padre ya ha llegado
hasta ella. Le coge una de las
manos. La suelta con precipitacin.
En su cara hay asco, hay dolor, una
rabia aosa igual que la ma.
Despus, vomita.

Pas la noche en vela. Intua el


peligro, perciba que se acercaba
un nuevo comienzo. Las piezas del
ajedrez haban cado. Sin reina, se
haba acabado todo. Era el
momento de empezar de nuevo, de
definir posiciones. Los que haban
sido slo peones de pronto se
convertan en guerreros. Ins haba
muerto y se haba llevado mi
seguridad. La echaba de menos,
pero no por lo que era, sino por lo
que representaba. Y esto, adems,
me haca sentirme culpable, qu
clase de hija era? Tan poco me
importaba en realidad su muerte?
Cuando poda haberme preguntado:
qu clase de madre haba sido
ella?
Me hubiera gustado que esa
noche Juan llorara. Me habra dado
la excusa que buscaba, el clavo al
que aferrarme: Todo sigue igual
pensara, Ins ha muerto, s,
pero nada ms va a cambiar. Juan
me sigue necesitando. Existe la
certeza todava, an hay
estabilidad. Todo igual. Y
levantar el alhamar de su lecho y
encogerme junto a l. Acariciarle.
Creer que era yo la que lo
consolaba cuando en realidad lo
nico que haca era buscar
consuelo. Y sin embargo,
permaneca callado, tan despierto
como yo, a la espera de lo que l
tambin poda adivinar que
sucedera. Todo cambiaba.
Y la noche, a travs de la
ventana. Los ruidos que terminan
hacindose montonos pero que, en
vez de ayudarte a conciliar el
sueo, resultan cada vez ms
insidiosos. Un rescoldo final que
salta en la chimenea, que llamea
por ltima vez. Y los pasos, que se
acercan. Es mi padre, lo s, su
respiracin ya suena al otro lado de
la puerta. No pensar en la amenaza.
Es tu padre me digo, slo
desea tu bien.
Nia, los hombres slo piensan
en una cosa. La sabidura hablando
a travs de mi aya. En qu
piensan? En qu van a pensar?
Vamos, Beatriz, que lo sabes
perfectamente.
Poda saber mi padre cul era
mi bien? Se haba preocupado
alguna vez por otro bien que no
fuera el suyo propio? Los besos que
me daba, no eran calculados?
Llegu incluso a pensar que en
realidad l haba propiciado la
muerte de mi madre, que esos pasos
llegaban por fin a una meta que le
haba costado demasiado trabajo
sin darme cuenta de que era al
contrario, que si mi padre buscaba
mi presencia, era porque crea
hallar en m lo que haba perdido.
Una noche terrible en la que
tendran que haber aullado los
lobos, en la que las lechuzas
tendran que haber sobrevolado mi
ventana, en la que la naturaleza
tena que haber puesto de algn
modo de manifiesto que lo saba,
que no permaneca ajena a esa
mano que ya se alzaba para bajar el
picaporte. Y no ese silencio.
Y la muerta, mi madre. Buscaba
su olor en m. Una prueba de que no
me haba abandonado del todo a mi
suerte. Y me preguntaba: habra
entrado ella alguna vez en mi cuarto
mientras dorma? Me habra
besado en la frente como haca con
Juan?
Y de recin nacida, me habra
cogido como a Dions y me habra
cantado, bajito?
Me encog, pequea, como un
guisante. Pensaba en los monstruos
que estaran debajo de la cama. Los
monstruos de Juan. Cuntas noches
pens con rencor me he pasado
consolndote. Dicindote: no
existen, Juan, no hay monstruos
debajo de tu cama. Y yo temiendo
por ellos, cuando el monstruo ya
haba salido y me esperaba del otro
lado de la puerta.
Empez por desvestirse l
primero. Lento, firmemente. Me
miraba con fijeza y a la vez saba
que no era a m a quien vea.
Recuerdo las arrugas en torno a sus
ojos, el pelo, que le caa suelto y
largo por los hombros, todava con
el olor del monte.
Y su cuerpo, de pronto, tan
completo y tan desnudo. El miedo y
la fascinacin porque estaba
haciendo algo prohibido y era nia
y l, sin embargo, no.
Quiz pienso ahora no
fuera una verdadera violacin. Al
fin y al cabo, no pretendi herirme,
aunque lo hiciera. Ni intent
engaarme. No me pregunt: Te
duele?. Mi cuerpo no le produjo la
mayor sorpresa, pareca que se lo
esperaba tal y como lo vea. Me
desnud con ternura y me abraz,
apretndome contra su pecho hasta
que los escuch, all al fondo, los
recuerdos de todas las noches que
hubo de hacer ese mismo gesto con
mi madre. Y ya no tuve ni miedo ni
fascinacin. Mi madre estaba
muerta y mi padre me abrazaba, mi
padre buscaba mis labios con los
suyos.
Y s pens, es esto lo que
hacen todos los padres con sus
hijas.
Doli como un desgarro. Y l
empeado en tapar mis ojos con su
mano. Y yo procurando no chillar
para que Juan no se enterase, para
que si el espectro de mi madre
comenzaba ya a vagar por los
pasillos de la que llamaran Quinta
de las Lgrimas, no tuviera que
enterarse tampoco.
Ins dijo de pronto.
Respiraba con dificultad. Al hablar
le sala un pitido incmodo.
Abri los ojos y result curioso
porque, a pesar de la oscuridad en
la que todo haba sucedido, los vea
difanos, brillantes. Como si hasta
entonces hubieran estado cubiertos
con una nebulosa, una pelcula que
lo cegaba tanto como a m sus
manos.
Ins repiti.
Y rompi a llorar. Su
respiracin, cada vez ms afanosa.
Acerqu mi mano a su cara (que
raspaba) y recog una de sus
lgrimas, tal y como l hiciera,
entre mis dedos. Despus me los
limpi entre las sbanas, muy
despacio para que fuera consciente
de un gesto que, a pesar de no
comprender toda su trascendencia,
me pareca que poda demostrar
mejor mi pensamiento que cualquier
otro. Acababa de cortar el hilo.
Nuestra relacin, a partir de
entonces, tendra que regirse segn
distintos patrones. El ya no podra
protegerme, limpiarme las lgrimas
o los mocos porque ya no era mi
padre. Aunque l quisiera volver a
serlo, yo no lo aceptara. No
despus del dolor. Le haba cogido
la lgrima con desapego y me la
haba limpiado. Era como decir:
Puedo prescindir de ti, padre,
puedo borrarte de mi vida, puedes
hacer t lo mismo?.
En realidad las ideas me
avasallaban. Una amalgama de
sentimientos encontrados en los que
se mezclaba la decepcin, el dolor
y sin embargo la victoria. Slo
ahora puedo ponerlo en palabras,
expresar de lo que, o por mi edad, o
por lo precipitado e inesperado de
la situacin, o incluso por miedo,
fui incapaz.
Mi madre haba muerto por la
maana y mi padre buscaba mi
cuerpo al anochecer.
Quera decirle: Te has
quedado contento, no? Eso es lo
que queras. Ya lo tienes. No era
Ins, no te diste cuenta? Pero ahora
me has convertido en ella. Ya no
soy hija, y no soy Beatriz. Me
acabas de dar un nuevo nombre, una
nueva vida. Porque eso es lo que le
hacas, no? No era por yacer con
ella, no, verdad? Para eso podras
haber ido a cualquier prostbulo,
era por poseerla, hacerla tuya y de
nadie ms. Le cerrabas los ojos a
ella tambin y te quedabas dentro
de ella, prolongando el tiempo de
separacin para no ver que era
independiente, que poda vivir sin
ti. Era el nico modo que tenas,
no? La encerraste aqu, la rodeaste
de monjas, le diste tres hijos.
Pensabas que as nadie podra
arrebatrtela. Pero, padre, no
pensaste en la muerte, verdad?
Con ella no contaste. Te venci,
padre. Tanta inteligencia, de qu te
ha servido?.
Y el asesino: mi abuelo. Aquel
contra el que pretendiste medirte te
ha vencido en tu propio terreno. Y
se ha llevado a mi madre.
Y yo, que era la que haba sido
deshonrada por quien tendra que
haber sido su protector en las horas
posteriores al asesinato de su
madre, no senta ganas de llorar,
sino de quedarme sola. Que se
vaya pens, estoy cansada.
Y l, que segua llorando,
apoy su cabeza en mi pecho (tan
plano como corresponde a una nia
de mi edad) y lo bes, brevemente.
Despus cogi su ropa y, todava
desnudo, sali por la puerta. Se
call por fin el silbido de sus
pulmones.
Me recost en la cama.
Y es extrao porque en ese
momento comenc a sentirlo. Mi
olor era el de mi madre. Ella me lo
haba negado durante aos. Se lo
daba a mi padre, se lo daba a mi
hermano. Y yo, que era su reflejo,
que la idolatraba, que viva para
ser como ella o por lo menos eso
pensaba, jams sent que haba
estado lo suficientemente cerca
como para haber dejado su rastro
en mi ropa, en mi piel. Y haba
tenido que ser mi padre el que me
diera ese trozo de mi madre que
faltaba, y que, sin embargo y de
pronto, ya no quera.
Me sent sucia y no por lo que
mi padre me haba hecho, sino por
lo que ella no hiciera cuando estuvo
a tiempo, cuando todava no era un
fantasma.
No me gusta tu olor dije,
me desagrada. Es sucio e
impersonal. Lo llevabas con
vergenza.
Lo entend de golpe: ese olor
era el de la culpabilidad. El de ella,
por haber traicionado a su prima. El
de l, por haber abusado de su hija.
El mo y el de Juan, por haber
comprendido cosas que nunca
tendramos que haber supuesto.
Pasaba ya la medianoche. Las
antorchas del pasillo estaban
apagadas. Y en el cielo, la mayor
oscuridad. Comprend que tras esa
noche algo haba cambiado
definitivamente: las tinieblas
siempre me haban acongojado. El
demonio se mueve entre las
sombras, me haban dicho. Siempre
roba las almas cuando no podemos
defendernos. Y yo me lo imaginaba
lanzndose sobre el inconsciente de
turno, agarrndose a su cabeza y
sorbiendo su alma a travs de la
oreja. Y el pobre desalmado ya,
agitando sus manos intilmente
porque es incapaz de ver qu es lo
que le est atacando. No, cuando
caa la noche, me refugiaba entre
las sbanas y si me atreva a salir,
era slo para reunirme con Juan,
con quien la oscuridad pareca ser
menor. Y sin embargo, despus de
que mi padre se fuera y me dejara
sola, el miedo que siempre me
acompa se haba desvanecido. La
noche no slo no me desagradaba,
sino que me atraa. Qu podra
sucederme en ella? Al fin y al cabo,
si los demonios pueden ocultarse en
ella, yo tambin. Pens: He dejado
de pertenecer a la claridad, he sido
marcada y todos habrn de darse
cuenta. Slo la noche puede
protegerme. Ya no soy una nia de
la luz.
Y de pronto me di cuenta de la
gran falacia: cmo poda decir que
haba sido alguna vez nia de la
luz?
Los nios son luminosos
deca mi madre, los nios son
hijos del da.
Me re desde dentro, profundo.
Hijos del da? Cunto cinismo.
Los nios, de pronto descubr, los
hijos no son ms que el producto de
ese dolor que te llega hasta la boca
del estmago, de ese olor a sudor
tan salado y tan sucio, de los
movimientos frenticos de alguien
que se da prisa para terminar
pronto: del frenes, de la rozadura,
de la batalla y de la posterior
retirada en tablas. Alguien que tiene
que recurrir a la noche porque sabe
que lo que hace es oscuro, abyecto
y repugnante. Y que te tapa los ojos
para que no veas nada de luz. Todo
ha de suceder en la ms densa
oscuridad. Nadie ha de verlo, ni
siquiera la que est debajo. As
habamos sido concebidos. Juan y
yo y todos los hijos de la luz. Por
un padre que de hija quera
convertirme en madre.
Sent deseos de limpiarme, de
salir fuera, bajar al ro y baarme y
recuperar mi propio olor corporal
para volver a ser yo (aunque
continuara siendo hija o Beatriz, y
por tanto parte de l).
Me puse en pie y una gota de
sangre, la confirmacin de que
hiciera lo que hiciera ya no
volvera a ser la misma, una gota de
sangre, tan pequea que slo lleg
hasta la altura del tobillo, se
desliz desde aquel agujero que
nunca fue tan negro como
desconocido.

El agua estaba fra. Desnuda, en


mitad de todo y ni fro ni miedo,
sino la sensacin de que el agua cae
por mis hombros y se cuela en mis
ojos, en mi nariz, en mi boca y en
mi pubis. El monasterio cercano es
una mole que intuyo en la neblina
que sube del ro y que me rodea.
En l pienso ya est el cuerpo
de mi madre. Y las monjas que nos
vieron nacer estarn velando
alrededor. Sujetarn cirios con sus
manos y llorarn tambin porque
as est escrito, as lo quiere Dios,
cuando en realidad lo que desean es
irse a dormir a su celda. Quiz
incluso se alegran porque al da
siguiente podrn abstraerse de su
rutina diaria y la muerte de mi
madre se convertir, casi, en una
fiesta de guardar un motivo de
regocijo interior. Acgela en tu
seno, seor, dirn. Como ella a
Dions. En el seno del seor, que
ser grande y gordo porque tendr
que albergar a todas las almas que
van al cielo. Est con Dios, me
dirn. Dentro de Dios. Cmo
entrarn all? me pregunt.
Darn patadas en su vientre? Y
quin sino Dios podr apoyar su
mano sobre l y sentirlo all,
movindose?. Y luego me re.
Hund la cabeza en el ro y el agua
que mata, porque baarse es de
vanidosos y la vanidad es uno de
los pecados capitales por los que te
vas de cabeza al infierno.
Sal cuando ya me dolan los
dedos. No saba nadar, pero
tampoco tema poder ahogarme. No
pensar, ser parte de lo que me
rodea. Ni siquiera escapar, de qu
me servira? Hubiera eso podido
cambiar lo que ya se haba
consumado? Y s: l podra
repetirlo, todas las veces que
quisiera. Era mi padre. Podra
volver a mi habitacin, abrir la
puerta, taparme los ojos. Pero
hubiera sido peor? Existe
aberracin ms all de la
aberracin? Incluso, si por
casualidad no lo hubiera vuelto a
repetir, habra encontrado perdn
por mi parte? Se puede perdonar
un hecho as? Irme o quedarme, en
realidad, ya daba igual.

Cuando despert al da
siguiente, mi padre ya se haba
marchado. No se qued ni para el
funeral. Se haba llevado todas sus
cosas, todos sus animales. Cre que
escapaba de m, cuando su
propsito era muy diferente.
Tras el entierro, tras los
quejidos y el luto, comenz el
silencio. Pareciera que tuviramos
que evitar hacer cualquier ruido,
como si alguien durmiese y
temiramos despertarlo. Nadie nos
oblig a ello, nadie nos dijo nunca:
Nios, no hablis tan alto. Era
casi como un acuerdo tcito. Y la
nica manera que tenamos para
refugiarnos en nuestros
pensamientos. O mejor, para no
pensar. Por no tener que hablar,
llegu incluso a evitar encontrarme
con mi hermano. En el fondo
supongo que tema que empezara a
decir lo que yo no quera escuchar:
ese recuerdas cuando madre?
que, sin duda, hubiera jalonado
todas nuestras conversaciones, de
haberlas tenido. O peor, la echo
de menos. Que lo resuma todo y
lo expresaba tajante. Tema
enfrascarnos en una conversacin
que inevitablemente girara en torno
al pasado porque, a pesar de que
intentramos negrnoslo, todava
vivamos en l. Pero, sobre todo,
tema que mi hermano quisiera
hablar de aquello que habra
transformado a ese padre que aun
no hacindole caso, habindole
incluso abandonado, l continuaba
adorando: en el monstruo que en
realidad era. Preferible estar ciego.
Y su actitud, a pesar de ser
reprochable, era igual a la de todos
aquellos que nos rodeaban.
Yo no renegaba de lo que haba
sucedido aquella noche. A pesar de
ser incapaz de comprender todo lo
que abarcaba, los negros
mecanismos que haban saltado
tanto en mi padre como en m,
entenda con extraa lucidez el acto
que habamos consumado. De un
modo que no alcanzo a vislumbrar,
sobre todo si se tiene en cuenta la
edad que tena y el ambiente en el
que me haba criado: siempre
rodeada de monjas y de mujeres
sujetas a la vergenza, saba qu
era lo que mi padre haba hecho
conmigo. Y no hablo del aspecto
interno del acto, que todos mis
pensamientos vagaban en un mar de
dudas que no saba cmo
conexionar; no, me refiero al
aspecto ms fsico de la palabra: el
sexo. La palabra de la que nadie me
haba querido hablar menos quiz
las alusiones veladas de mi aya:
Es un hombre, ella, una mujer, ya
sabes lo que quieren los
hombres y que, sin embargo, yo
haba sabido entrever espiando a
travs de los ojos de las cerraduras
o apoyando la cabeza en la pared
que daba al cuarto de mis padres.
Resulta difcil para un adulto
darse cuenta de todo lo que los
nios son capaces de enterarse. Se
habla delante de ellos con la
impunidad que da el no entienden,
no saben qu sucede. Y s, es
posible que se les escape el sentido
de las conversaciones de los
mayores, que los temas de los que
traten les suenen extraos y ajenos.
No obstante, como seres que buscan
espejos en los que reflejarse, saben
intuir actitudes, conocen cundo los
mayores guardan secretos, cundo
hay algo de lo que no quieren que
se enteren, cundo bajan el tono,
cundo actan con falsa
naturalidad. Los nios son los
grandes detectores de mentiras.
Sobre todo cuando stas vienen de
parte de sus padres.
Tras la muerte de mi madre, a
pesar de mantener una vida de la
que el ojo ajeno hubiera incluso
podido decir que era igual a la de
antao, haba pequeos detalles que
confirmaban que nada era cierto,
que nos mantenamos en una
realidad impostada en la que los
nervios estaban a flor de piel y que,
si actubamos como lo hacamos,
no era slo porque era el papel que
mejor nos supiramos, sino porque
era el ms cmodo.
De pronto hasta mi aya rehua
esos temas que tantas chanzas y
tanto jolgorio le haban provocado
en el pasado. Y no era porque
respetara esa ley del silencio que
todos parecamos cumplir el
respeto a la muerte de mi madre,
sino por algo que intua en m.
Cuando estaba delante, callaba de
pronto como si hubiera sido pillada
en falta y se limitaba a mirarme con
ojos estrbicos, a pasar su mano
por mi pelo y a decir: Pobria,
pobria, tan joven y ya sin
madre.
Juan dej de llorar por las
noches cuando comprob lo intil
de aquel acto: nadie acudira para
espantarle sus monstruos. La noche
era mi aliado y tendra que ser el
suyo. As me dije con rencor
tendr que aprender a convivir con
sus miedos. No me pesaba la
conciencia. Lo haba puesto en mi
mismo plano: jugaramos en
igualdad de condiciones. Y ni l
pens en apoyarse en m, ni yo en
protegerlo. Nunca me reclam nada,
como tampoco intent inspirarme
pena o conmiseracin. Cada uno
continu con una rutina, a la que nos
aferrbamos porque era la nica
capaz de otorgarnos identidad, la
nica en la que nos sentamos
reconocidos: l sigui tejiendo y yo
cazando con unas armas que cada
da resultaban menos pesadas.
Nadie se preocup por
corregirnos. Aunque pienso
ahora hubiera sido lo ms
normal. Saltaba a la vista que
nuestro comportamiento era
desviado y sin embargo a nadie le
extraaba, y ya no s si por el
respeto que les mereca la memoria
de mi madre y su modo de
educarnos o por la fuerza de la
costumbre, la inercia que nos
impulsaba a seguir viviendo tal y
como habamos hecho: modo
absurdo quiz de evitar que todo
se derrumbara.
Reconstruimos nuestra rutina
como si nada hubiera cambiado.
Juan y yo comamos y cenbamos
solos, pero en la mesa siempre
haba dos platos ms: uno por la
madre que tendra que haber estado
y otro por el padre que poda llegar
en cualquier momento. La cuna de
Dions segua donde la dejara su
ama el da que se lo llevaron. Y no
para recordarnos su existencia
que en realidad no nos importaba
demasiado, sino porque a nadie
se le ocurri cambiarla de lugar.
Incluso por las noches, antes de
acostarme, rezaba tal y como lo
hiciera con mi madre: guardando
silencio en los momentos en los que
era ella la que tendra que haber
hablado. Santa Mara, madre de
Dios, ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte. Amn. Y vuelta a
empezar: Santa Mara, madre de
Dios.
As vivimos durante ao y
medio. Aguardbamos la vuelta del
padre porque as habamos sido
educados. No es que, y a pesar de
que diramos esa impresin, le
echramos de menos ninguno de los
dos o por lo menos yo, que
cmo pretendo adentrarme en los
pensamientos de mi hermano si ni
siquiera me atreva a acercarme a
l fsicamente?. Su ausencia
siempre fue cotidiana y su regreso,
algo que tarde o temprano
terminara por producirse.
Pero volvi y lo hizo, como no
poda ser de otro modo, como lo
haba hecho siempre. Y otra vez las
escenas se solapan y ya no estoy
segura de lo que viv antes o
despus.
Recuerdo, como un momento
recurrente, que siempre que llegaba
era al atardecer. El sol caa en
lontananza cuando emerga l
rodeado de sus perros y sus
seguidores (siempre tan exagerado,
padre, tan poco sorprendente).
Entonces su cara se baaba de
tonalidades naranjas que le
conferan, por ms que me lo
prohibiera y que me obligara a
desenmascararlo, cierta sensacin
de irrealidad que consegua
hacerme olvidar al ser vil que era
para volver a adoptar el papel de
hroe que tuvo antes de que mi
madre muriese.
Desmontaba sin apenas
agarrarse a las riendas. Su pierna
pasaba por encima de la quijada
con la seguridad del que lo hace
cientos de veces al da. Lo primero,
el brazo, perfectamente cincelado
mediante golpes atizados a Dios
sabe quin. Y la mano grande, los
dedos tambin (como cadenas). No
apoyaba los pies en los estribos.
Saltaba desde la silla y caa al
suelo y sus espuelas se clavaban en
el barro y salpicaba. Las gotas
oscuras llegaban hasta nosotros
como moscas oscuras que
manchaban los trajes que mi madre
nos mandara poner muy de maana
cuando viva, y despus de que
el mensajero que siempre lo
preceda nos anunciara su visita. El
resto de la jornada esperbamos
que llegara la tarde y la
alargbamos con frases que apenas
transmitan nerviosismo y s mucha
contencin. Y ansiedad.
Y luego, cuando mi madre ya
estaba muerta, seguamos vistiendo
con las ropas que ella nos hiciera
ex profeso y que se nos haban
quedado pequeas. Juan, por propia
iniciativa, haba tenido que
aadirles un palmo entero de una
tela que le dieran las monjas. No
recuerdo los zapatos que llevaba
porque seguramente ni me los
cambi. Deban de ser los que
utilizaba para ir a cazar al monte o
ir a coger bayas. Sin embargo,
puedo reproducir con exactitud la
claustrofobia que me produca ese
traje, que era en realidad como las
tripas que envuelven los chorizos.
A pesar de que mi hermano tena
una habilidad extraordinaria con la
aguja, las costuras me apretaban y
las notaba como clavos contra mi
piel. No poda subir ni bajar los
brazos e incluso tena dificultades
para andar, dando zancadas
grandes. Me resulta difcil pensar
en el color del traje. Quiz porque,
de tan desvado, era imposible
saberlo. O quiz porque en realidad
tampoco me import demasiado.
Recuerdo a la perfeccin, sin
embargo, cul era el color de la
cinta que me haba cruzado en el
pecho: marrn oscuro, del color de
las bridas, porque precisamente eso
era: un trozo de cuero que haba
cortado con el cuchillo que ahora
penda de ella.
Todo el mundo lo vio, pero
aquellos que convivan conmigo ya
se haban acostumbrado a verme
ataviada as y mi padre tampoco
hizo ningn ademn de sorpresa.
Hola, Beatriz dijo, como
quien saluda a un amigo al que
acaba de ver hace un rato. Y en
efecto, me pareca que ese ao y
medio no haba tenido lugar en
realidad y que esa tarde (que ya era
casi la noche) comenzaba
exactamente en el momento de mi
bao en el ro.
Se agach y pas la mano, con
un gesto en el que cre entrever la
crispacin, sobre mi cabeza. Yo
hube de contener las ganas de
echarme para atrs. Me pareca que
detrs de la aparente cordialidad
que reinaba en tan esperado
reencuentro, todos aquellos que nos
rodeaban esperaban un gesto que
les confirmara lo que acaso no
saban y slo podan intuir.
No obstante, por ms que me lo
propusiera, fui incapaz de sonrer.
Aquel gesto debi de ser, en
cambio, un rictus extrao porque
Juan se me qued mirando con la
incomodidad del amigo que procura
no fijar su atencin en el grano de
su interlocutor.
Hola, hijo dijo finalmente
volvindose hacia l.
Echando la vista hacia atrs y
comprobando lo bien que
represent toda la escena, no pude
evitar pensar que lo llevaba todo
ensayado. Como mi madre. Nos
haba dicho exactamente lo que
necesitbamos or. Beatriz, me
haba llamado (para diferenciarme
de este otro Ins que dijera antes de
partir: el nombre con el que me
haba bautizado cuando se
encontraba protegido por la
intimidad de mi alcoba y el silencio
de la noche de luto).
Y luego a mi hermano: hijo,
pronunciando bien todas y cada una
de sus letras cuando tan
necesitado estaba de padre y de
madre, cuando incluso haba
perdido a su hermana. Esto me
hizo pensar que en realidad l tena
ms miedo que nosotros al
reencuentro y que incluso durante
ese ao y pico que tard en volver
llegara a sentir cierta culpabilidad.
No eran imaginaciones mas.
No slo los padres no son
infalibles, sino que pueden llegar a
reconocer sus errores, aunque lo
hagan disimuladamente, como era el
caso. Y si se siente culpable,
nunca ms me dije, nunca
volver a visitarme por la noche,
nunca ms ese dolor. Podremos
enterrar a Ins y descansar todos,
sin monstruos que nos levanten de
la cama y nos impulsen a buscar
proteccin en brazos ajenos.
Pero luego me di cuenta. No es
que llevara preparado ese
reencuentro porque algo le
oscureciera el nimo, le remordiera
en la conciencia; sino que todo
responda a un plan perfectamente
trazado. Mi padre iba a ser rey y
cualquier error en su conducta
aunque fuera delante de sus hijos
bastardos o de sus criados-poda
llegar a ser fatal. De hecho, tras ese
ao y medio, sus gestos resultaban
incluso ms calculados; su pose,
aristocrtica, como si se prepara
para el gran momento. Comprob
con horror, tras mirarle apenas unos
instantes, que no se senta
esencialmente culpable por lo que
me hiciera, sino que haba hecho de
la actuacin un medio de conducta,
que era su nueva manera de ser,
pero que debajo de tanta educacin
y tanta sonrisa y tanta mano
convenientemente colocada en mi
pelo, mi padre segua siendo el
mismo hombre. Ese Beatriz y ese
hijo eran pura poltica: la manera
ms cordial de captarnos para su
bando. Sois mis hijos pareca
decir entre esa actitud melosa,
tenis que estar a mi lado para todo
lo que os requiera. Lo que sea.
Pas varios das con nosotros.
Sus gestos eran corteses y distantes;
sus palabras, comedidas. Todo en
l era una pose. Si alguien hubiera
dicho: Preparados, listos, ya, l
no podra haber estado ms
preparado. No cometa deslices. A
pesar del gasto de energas que
tena que suponerle, no menguaba
su actitud, que de tan corts llegaba
incluso a resultar empalagosa.
Como en los viejos tiempos, ni
l se meta en nuestras tareas ni
nosotros en las suyas. No buscaba
su presencia y mucho menos la
rehua. Si en un primer momento me
choc su nueva actitud, pronto
prefer ignorarla aunque lo
normal hubiera sido espiarlo hasta
cogerlo en una renuncia. Pero,
simplemente, no me importaba. Mi
padre era algo del pasado. Haba
tenido o al menos as lo pensaba
tiempo suficiente para
sobreponerme a esa noche. Cre que
ya lo haba asimilado todo y con
tanto xito como para llegar a
perdonarle. Esto me haca sentir
orgullosa de m misma: habamos
echado un pulso y yo lo haba
vencido.
Mientras su cordialidad era una
impostura, un reto para su fuerza de
voluntad, lo mo se poda definir
como simple indiferencia.
Me equivocaba.
No pasara mucho tiempo o
quiz s, pero se hizo tan corto que
ahora los recuerdo muy cercanos el
uno del otro antes de darme
cuenta de mi error. Nada estaba
olvidado, nada superado; lo que
cre que haba expulsado de m
simplemente haba quedado
almacenado en el desvn de la
memoria cubierto con una sbana
tan ligera que l slo tuvo que tirar
levemente y toda la angustia, todo
el miedo y toda la vergenza
volvieron a reflotar.
Al repetir lo que yo cre que
slo poda hacerse una vez, el
castillo que yo pens de piedra
result ser de adobe. Se derrumb
por completo. Mi padre haba
vuelto. E Ins con l.
Su verdadero ser estaba latente
debajo, esperando resurgir. No s
los motivos por los que no me toc
ms que lo necesario durante los
das que convivi con nosotros.
Quiero pensar que me vio muy nia
y prefiri seguir esperando a que
llegara un momento en el que lo que
hiciera conmigo no estuviera tan
mal visto por todos aquellos que lo
rodeaban. Estaba en plena
campaa. Su misin en esos das
consista en reclutar aliados y tena
que medir muy bien todos los actos
para calibrar sus consecuencias.
Cualquier desliz poda resultar
imperdonable. As que venci su
inteligencia y su amor por la tctica
y la manipulacin y consigui
sobreponerse a sus instintos. Por lo
menos ante los ojos de los que lo
rodeaban.
Su presencia, como ya he dicho,
sin ser incmoda, me descolocaba.
Qu estaba haciendo en esa casa?
Qu era lo que en realidad le haba
impulsado a ir a la Quinta del
Pombal? No cre que hubiera sido
por nosotros. Y tengo que
reconocer que esta vez me
equivocaba.
No s por qu tard tanto. Quiz
no estaba decidido del todo a
hacerlo. Era, supongo, un paso
importante para l: agachar la
cabeza ante su padre.
Pero al quinto da de su estancia
en la que no haba dado ms
muestras de su presencia que la voz
imperante pero corts con la que
reclamaba que le llevaran la
comida a sus habitaciones, se
acerc a nosotros y nos dijo:
Empaquetad vuestras cosas. No
nos planteamos para qu, por qu.
Obedecimos con tal de no tener que
entablar una conversacin en la
que, tras responder nuestras
primeras preguntas, hubieran
seguido otras de las que en realidad
no queramos saber su respuesta
(jalonadas con un reproche corts,
con un tono hiriente, con la irona
que todo buen rey tiene que
aprender a utilizar: porque la irona
es signo de inteligencia y aunque no
lo seis, se os exige que por lo
menos lo aparentis).
Apenas haba amanecido
cuando nos pusimos en marcha.
Slo las ayas venan con nosotros.
El resto del servicio se qued al
cuidado de la casa: por si algn da
se produca un regreso que nunca
tuvo lugar.
No nos despedimos de nadie.
Las monjas que tan bien nos haban
cuidado en realidad no dejaban de
ser, ante nuestros ojos, un conjunto.
Al principio, cuando entraba una
novicia en el convento, todava
podamos apreciar rasgos
distintivos en su cara, en sus
expresiones, en su manera de andar.
Pero con el tiempo todas
terminaban por transformarse en
parte del todo, con simtricos
gestos de contencin y rasgos de
amargura y, no obstante,
dichosas ellas, que (si lo queran,
claro) podan mantenerse alejadas
de los varones sin que nadie les
cuestionara su decisin!. Y luego
el resto del servicio, con el que
apenas habamos tenido contacto.
Ni otro amigo (ni siquiera Dions,
que continuaba creciendo tan
paralelamente a nosotros como
ajeno). No nos dio pena dejar atrs
la casa en la que nos habamos
criado, en la que haban llegado a
asesinar a nuestra madre. El
equipaje era ms bien escaso y si
en realidad lo llevaba, no era
porque precisara nada de l, sino
para que mi padre no pudiera
pensar que cuestionaba sus rdenes.
A pesar de tanta cordialidad y tanta
reverencia aqu, reverencia all, si
en algo estaba segura de que no
haba cambiado era en su mal
carcter, su pronto cuando algo no
sala como haba dispuesto, su
intransigencia. Lo saba muy bien.
Por ms que me pesara, yo era
igual.
Montaba a horcajadas, como los
hombres. Me negu a viajar en el
carro junto a las ayas. Al fin y al
cabo, galopaba mucho mejor que mi
hermano y a l nadie se le ocurri
decirle que se fuera con las mujeres
(aunque l estuvo a punto de
hacerlo tras caerse dos veces
seguidas y que el caballo, al que
llam bestia del infierno, se
echara a galope tendido y casi lo
estampara contra un rbol).
No recuerdo la impresin que
me produjo el castillo del abuelo;
no guardo memoria de esos
primeros instantes. A pesar de que
fuera consciente de que slo con
ese pequeo desplazamiento fsico
se estaba produciendo un cambio
importante en mi vida, su imagen
primera est velada en mi memoria,
oculta quiz en el nerviosismo que,
sin duda, deba de sentir. Llena
estoy, sin embargo, de esa imagen
posterior que creci tanto como un
rbol y que recrea los primeros
momentos que pas all (y que me
asaltan por ms que intent
esconderlos entre sus races).
10

(DEL HIJO).

N o voy a negar que Blanca


pudiera estar
envenenndome. De hecho, con el
tiempo comenz a parecerme algo
ms que una posibilidad. El veneno
es eficaz, limpio y seguro. Nadie
podra acusarla. No as si hubiera
querido matarme a sangre fra como
yo se lo ped. Y sin embargo, la
certidumbre de que lo que coma
estaba envenenado me daba igual,
por qu? Es fcil preguntrselo
pero difcil de responder. Ella era,
supongo, como esos novios que
todo el mundo se empea en decir
que no te convienen, o esos
maridos. Pero sirve de algo? En el
primero de los casos, afortunada t,
que has conseguido estar con la
persona a la que quieres. En el
segundo, ya ests casada y con eso
de la indisolubilidad del
matrimonio mejor aceptar que s,
que puede ser la persona que menos
te conviene pero que va a serlo
hasta que la muerte os separe,
amn. Y fastidiarse, no queda otra.
Quiz lo mejor entonces sera
acelerar sta. Conseguir que sea
precisamente la muerte la que te
libre de la pareja y de tanto
juramento ante Dios: una cada
desafortunada, una seta echada
sobre el plato indicado, una araa
que, oh, casualidad de la vida, se
pasea sobre su cabecero. Librarse
del marido y luego acudir a la
iglesia como viuda compungida.
Opcin que tendra que habrseme
ocurrido antes de toda esta historia
que tuve que vivir en mis carnes.
S, en el fondo era una buena
esposa: no slo hasta entonces no
haba engaado a mi marido, sino
que incluso no haba intentado
asesinarlo. Poda darse con un
canto en los dientes.
Amantsima mujer y sobre todo
buena amiga. Y no iba a estropearlo
todo por una sospecha. Reconozco,
s, que las sospechas eran notables
y patentes, que mi estado haba sido
lamentable, que la muerte de mi aya
era motivo ms que de sobra como
para hacer de ella objeto de mi
odio o por lo menos de mis
pesquisas. Pero no lo hice. Porque,
al fin y al cabo, a Blanca la haba
escogido yo y no me iba a
desentender de ella por cualquier
pequea contrariedad que se nos
presentara.
La fantasma tena razn. A mi
alrededor sucedan demasiadas
cosas que yo me haba negado a ver
durante un tiempo que habra que
considerar como vital sobre todo
para la difunta. Todos aquellos
que me rodeaban tenan una vida
con problemas propios que yo, tan
ensimismada en mi enfermedad,
haba ignorado (sin darme cuenta de
que esos problemas que crea
ajenos me ataan de un modo
insospechado). Nunca fui
demasiado curiosa. Supongo que mi
amor propio me negaba la
posibilidad de profundizar en la
vida de los dems. Adems no
aguantaba a la gente cotilla. Me
pareca que Dios haba cometido un
grave error al olvidarse meterlo en
su catlogo de pecados: No te
inmiscuirs en la vida ajena. Y si
lo haces: derechito al infierno, sin
escaleras intermedias.
Pero por una vez tendra que
salir de m misma y saber, por fin,
qu estaba sucediendo.
Empecemos me dije
precisamente por la persona que
tengo ms cerca. No slo es la ms
cmoda, sino la que parece que
tiene ms que ocultar. Y de que
ella fuera mi sombra, me convert
yo en la suya. Espiaba su manera de
comer, cmo se vesta, cmo se
desvesta, hasta, supongo, hacerla
sentir incmoda.
Sucede algo?
Y yo:
No, por?
Se sube un tirante, el otro. Me
da la espalda, su cabeza por encima
del hombro. Contengo las ganas de
silbar.
No s. Me miris raro.
Bueno, ser la enfermedad,
que me ha dejado un poco atontada
y me cuesta centrar la vista a veces.
Ya.
La segua por pasadizos,
alcobas, pasillos. Pero siempre
terminaba por darme esquinazo. No
slo yo no haba terminado de
recuperar mis fuerzas, sino que mi
enorme tripa me impeda moverme
con la velocidad y el cuidado
necesario. As que fueron tambin
numerosas las ocasiones en las que
hubo de atraparme in fraganti
detrs de columnas, esquinas y
sitios poco oportunos para
esconderse.
Vos por aqu?
Y yo:
Ya ves, pasaba por esta
esquina. Bonito lugar.
S, bonito lugar.
Fue poco lo que averig.
Estaba cambiada, eso s. Ms
guapa, dira yo. Tena la cara ms
redonda, ms dulce. Andaba
adems con una cadencia especial,
como si se recreara en cada uno de
sus pasos. Y canturreaba, cuando se
crea sola. Canciones de barcos
sobre la mar, viento en popa y no s
qu (aunque nunca hubiera estado
en el mar).
Quiz me dije es que
nunca me haba dedicado a mirarla
con tanta atencin como entonces lo
haca. Descubr tambin aspectos
de su carcter que hasta antes no
percibiera. Por ejemplo, su
meticulosidad: antes de vestirse,
quitaba todos los pelos de sus
ropajes y vigilaba que no tuvieran
ninguna mancha. Si las haba, las
frotaba casi con rabia. Las mantas
siempre estiradas, ni una arruga
sobre ellas y su pelo,
permanentemente trenzado, ningn
cabello se mova de su lugar. Le
gustaban los animales, sobre todo
los perros. Se saba los nombres de
todos y, por la manera que stos
tenan de responder a sus llamadas,
tampoco su presencia deba de
serles indiferente. Adems era
presumida: se miraba en cualquier
superficie que pudiera reflejar su
imagen. Y no tena concepto alguno
de la propiedad: me coga todo lo
que necesitara, devolvindolo, eso
s, con la meticulosidad de la que
ya hablara antes.
Y, como sospechaba: mi marido
ya no se la beneficiaba. No saba
los motivos, quiz haba sido ella la
que hubiera decidido cortar por lo
sano, o quiz fuera al revs, aunque
lo dudaba. Pero el hecho era
incuestionable: cada uno haca su
vida independientemente y
procuraban no encontrarse nunca
solos. Sus conversaciones, las que
tuvieron, siempre fueron formales:
Han trado los pollos?
S, seor, ya estn en la
despensa.
Y los han limpiado?
En ello estn ahora mismo,
seor.
Bien, bien.
Bien, bien.
Se acostaran, de seguro, con
otras personas que ya no quise
profundizar en ello: mi afn curioso
se limitaba simplemente a aquello
que pudiera afectarme de un modo
directo, pero lo que estaba claro
es que, juntos, ya no.

Luego el Quiste. La verdad es


que era poco lo que poda (y
quera) averiguar sobre l. Beba
como un descosido. Y coma del
mismo modo: vaca, pollo, rata, le
daba lo mismo. Pero sobre todo,
cerdo, sus congneres. Una vez,
justo unos das antes de que
muriera, me atrev a preguntarle qu
opinaba de la antropofagia.
Me mir sorprendido, con esos
ojitos redondos y respingones suyos
y con la chuleta a medio morder
gotendole por el brazo peludo.
Mi marido, a mi lado, sofoc
una risotada.
Pero el Quiste no se enter.
Perdone?
Yo creo que ni saba lo que
significaba. Otro autntico dechado
de virtudes con una inteligencia
apabullante.
Cada noche se llevaba una
mujer diferente al lecho, pagando,
supongo, porque no creo que haya
otro modo con el que pudiera
haberlo conseguido. Y si todas eran
distintas, me imagino que no era
porque a l le importara mucho,
sino porque, simplemente, ellas no
querran repetir.
Con eso no quiero decir que no
tuviera cualidades, que las tena:
era voluntarioso y obsesivo. Estaba
empeado en conseguir a Blanca y
le daba igual a quin tuviera que
saltarse o matar para lograrlo. La
persegua por todas partes, cosa
que puedo jurar porque fueron
multitud las ocasiones en las que
me choqu con l mientras dur la
persecucin de mi amiga.
Es gracioso porque ahora que
ya est bien enterrado lo que mejor
recuerdo eran sus calzas rojas y
cmo stas le apretaban a la altura
del muslo formando dos gruesas
rosquillas.

De mi marido no quise
investigar demasiado. Cuanto
menos supiera de l, mejor. Si nos
encontrbamos en alguna alcoba,
media vuelta, cabeza en alto y
deshacer el camino, con dignidad,
que una no deja de ser hija de
reyes. Todo lo dems: su vida, sus
quehaceres, sus anhelos me
importaban una higa.
Y luego, don Rodrigo, qu decir
de l. Sin saberlo, por ms que me
empeara en espiarlo, jams podra
verlo como lo haca con los dems:
sin distorsin, lmpidamente. Ya
poda ser el peor monstruo de la faz
de la tierra, que hubiera continuado
creyendo que era un ngel.
El amor, qu cosa ms tonta.
Tena veintisis aos, haca tiempo
que esa palabra se haba reducido
en la prctica a un cortejo muy bien
planeado con el fin de llevarse al
uno o a la otra al lecho de la
manera ms legtima, pasando o no
por la vicara. Eso en el plano til.
En su concepcin ms inservible, la
belleza por la belleza: los poemas,
las canciones, las cintas de colores,
los pauelos dejados caer con
disimulo, los perfumes, los conejos
dentro de una cesta de mimbre, los
suspiros, las margaritas deshojadas,
los filtros amorosos, las serenatas:
la mejor manera de llenar el tiempo
con una ocupacin fcil, agradable
y que puede que incluso llegue a
dar un resultado satisfactorio para
ambas partes cuando por fin se
encuentren en un lugar ms privado
sin necesidad de tanta zarandaja.
Yo poda decir: No me he
enamorado nunca. Y creerlo de
verdad.
Y sin embargo pensaba que
Rodrigo era perfecto, que todo lo
que haca no poda estar mal. Daba
lo mismo que me hablara de las
nubes o del color del pulgn del
espino: escuchaba con
arrobamiento sus palabras. Estaba
enferma de tontera: coma mucho y
de pronto dejaba de hacerlo.
Lloraba por las noches abrazada a
la almohada. Me quedaba durante
horas mirando las velas, las
estrellas, los ojos de los gatos o
cualquier cosa que brillara
mnimamente. Da que no lo vea,
da que estaba de mal humor. Me
pellizcaba las mejillas cuando
poda encontrrmelo por los
pasillos. Dejaba caer pauelos
perfumados a su lado que
normalmente eran atrapados por un
perro antes de que l pudiera hacer
ademn de agacharse. Meta tripa,
como si as pudiera disimular mi
embarazo. Trenzaba mis cuatro
pelos o los cardaba para que
pareciera una melena de verdad, de
princesa de cuento y no de bruja
mala.
Y todo era perfecto: su manera
de desmontar el caballo, su manera
de llevar los animales que mataba
colgados del cinto, su risa abriendo
tanto la boca, su olor incluso.
Analizaba cada una de sus frases:
ha dicho que le dolan los pies,
pero en realidad ha querido decir
que no estaba cmodo, que prefera
retirarse. Eso significa que est
incmodo conmigo. Y las lgrimas,
tan amargas, sin saber por qu, sin
entender de pronto qu significa esa
soledad que me oprime el pecho.
Era consciente de mi propia
dependencia, lo que consegua
desesperarme. Yo soy pensaba
la que poda prescindir de todos,
y ahora mrate. No me dola que
l me ignorara, que hiciera
promesas que luego no cumpla
(esta tarde ir a visitaros, qu
os parecera salir maana a
montar?), sino que consiguiera l,
hombre y por lo tanto ser inferior,
despertar en m esa ansiedad capaz
de tenerme todo el da esperndolo
con una sonrisa de espantapjaros.
Pero era inevitable: cada da que
me propona algo, yo, cual mema
profunda, me alborozaba hasta el
delirio. Y, mientras pasaban las
horas y l no vena, senta cmo me
hunda en una tristeza cargada de
suspiros y de ms abrazos a la
almohada. Le echaba la culpa, le
reprochaba mentalmente: Podra
haber sido un da tan perfecto!, pero
lo pas esperndote. Y luego me
recriminaba a m misma: Beatriz,
haz algo, no dejes que te hunda de
este modo. Ordenaba y limpiaba
entonces la habitacin, cambiaba
sbanas, quitaba la ceniza, encenda
velas. Peda que me trajeran bollos
y me empachaba. Estar gorda,
pensaba, pero no por un embarazo
sino porque yo quiero. Y me
prometa no pensar ms en l. All
l me deca, t vales mucho
ms. Ya se dar cuenta.
Rodrigo era interesante y
consegua hacerte rer con slo una
mueca. Tanta virtud tena su
contraprestacin en no menos
defectos todos perdonables para
m: Como a todos los hombres, le
gustaba beber, arrimarse a las
mujeres, menta, engaaba y
siempre terminaba salindose con
la suya. Era adems un orador
consumado y aunque estuviera
defendiendo una tesis que no
apoyaba en absoluto, con tal de
discutir y que acabaras dndole la
razn, era capaz hasta de renegar de
su religin. Esa mezcla de
inteligencia y de seguridad haca de
l un ser entre irresistible y un hijo
de su madre. Hasta se llevaba bien
con los hombres.
Supongo que nos trataba a todas
del mismo modo. Pero yo cre ver
en su actitud una deferencia
especial hacia mi persona, ms all
de mi situacin de mujer de la casa.
Es cierto que era galante con
cualquier fmina que se cruzara en
su camino y no tendra que haber
interpretado sus comentarios o sus
invitaciones como un trato de favor
(sobre todo a tenor de lo que
llegara a descubrir de l), pero yo
estaba ciega por completo y crea
que, en su vida, slo estaba yo. Y si
por ejemplo no llegaba a su cita o
sus conversaciones eran tan cortas,
no era por m, sino por nuestra
respectiva posicin: yo de preada,
l de amigo de mi marido y de su
hermano, de invitado en una casa
que no le pertenece.
Por su alcoba, me haban dicho,
haba pasado la mitad de mi corte y
la otra parte no tardara en hacerlo.
Tiempo despus, cuando pude
reprochrselo, me dira:
Celosa?, y le respondera: Qu
va, ya lo sabis, podis acostaros
con quien queris (mientras aada
para mis adentros: Siempre y
cuando lo hagis pensando slo en
m). Ay, qu tontina. Y yo,
como verdadera tontina, callada
cual muerta porque una vez ms: los
problemas hay que barrerlos hacia
dentro y lo que te falta es encima
espantarlo con tu mal humor, tus
envidias y tus miedos.
Si intento visualizarlo, lo veo
cruzado en jarras, con el mentn
levantado y rindose. Siempre
rindose. Para l todo tena gracia,
incluso el acabar como acab.
Y s, hubo ocasiones en las que
me dije: A ti lo que te pasa es que
ests enamorndote. Pero el amor
me replicaba es un asco, una
peste: no sirve para nada, sino para
provocar infidelidades y lloros.
Me lo imaginaba entonces como una
fiebre que te supuraba en costras
verdes y en mocos, verdes tambin.
Y yo llegu a ser una autntica
infectada.

A la fantasma saltarina, que as


haba comenzado a llamarla, no
haba manera de analizarla
directamente. Me esquivaba ella
tambin. No vena por las noches.
Y yo, pendiente de la mnima
corriente de aire, de cualquier
escalofro, me cans de esperarla.
La llamaba: Eh, por favor, acudid
a mi presencia, vestida de negro, a
ver si as se inspiraba, pero ni por
sas. Si quera saber quin haba
sido, tena que hacerlo a travs de
los retazos que me dibujaban los
dems: de las historias, de los
recuerdos. Y seguir investigando y
analizando todo lo que me dijeran.
La cita fue en la iglesia de la
Veracruz, supongo que para darle
un carcter ms mstico. Decan que
estaba encantada, que estaba
construida en no s qu punto de
confluencia de energas especiales
de la tierra. Decan adems que la
construccin en s no tena
comparacin con ninguna de ningn
otro lugar del mundo. Que no era un
santuario y de hecho no
funcionaba como tal, sino un
martyrium. Antes de entrar lo rode
en todo su permetro: cont sus
doce lados, me par delante de la
torre y suspir. El fro. Me arrebuj
en la capa. Pens en mi marido, en
Blanca, en todos aquellos. Nadie
me buscara. Pas la mano por una
de sus fachadas, la ms oriental. La
piedra, dorada. Sin junturas. Y el
tmpano. Tambin decan que haba
sido de los templarios y que de vez
en cuando se poda ver alguno de
sus fantasmas rondando la zona. Yo,
que antao me hubiera redo de esa
leyenda, comprob que estaba
asustada. Que tiene un pase
encontrarse con el fantasma de una
suicida no peligrosa, pero de ah a
toparse con el de un caballero,
vestido con su armadura fantasmal,
montando su caballo fantasmal y
blandiendo su fantasmal espada, ah,
eso ya era otro cantar: un abismo
por el que no estaba dispuesta a
arrojarme.
Templarios, brujas,
fantasmas, en qu locura he ido a
meterme.
No soy crdula, no pienso que
haya un destino escrito ni sucesos
maravillosos capaces de alterarlo.
Si alguna vez particip en un
hechizo u aquelarre, fue ms por
curiosidad que por creencia. La
magia me pareca algo fuera de los
tiempos que corran. Lo de las
brujas y magos y tal haba estado
muy bien en la poca del rey
Arturo, pero yo no dejaba de ser
hija de quien era y si de algo fui
consciente desde pequea, es de
que no hay arma ms poderosa que
el miedo (y ms atrayente). Y que
cuanto ms grande es ste y ms
irracional, mayor la sujecin. Y la
magia. Multitud de veces me haban
llamado bruja, pero no creo que
precisamente por mi capacidad de
hechizar a nadie.
Recuerdo que mi madre le tena
un miedo atroz a todos esos temas.
Nos atiborraba a ajos, nos llenaba
el cuarto de crucifijos y de patas de
conejo, de agua bendecida, de
trboles, de huesos y trozos de telas
de santos, de piedras cogidas en tal
sitio y a tal hora. Vamos, que si yo
llego a ser un fantasma y ver todo
aquello, me doy media vuelta no ya
por el miedo, sino por el mal gusto
de la que decor la alcoba.
Y bueno, todos aquellos que
ofrecan pociones de tres al cuarto
para la calvicie, para la impotencia,
para el mal de ojo, para el
patizambo, para los nios
atrofiados, para la peste, para las
arrugas, para las varices, para el
pecho cado, para estar ms rubia,
para tener los ojos ms azules, el
cutis ms blanco, el culo ms alto,
las piernas ms firmes; hechos,
indudablemente, con babas de
caracol y hierbas que cuanto peor
huelan, mayor efecto deben de
hacer. Todos aquellos no merecan
ni mi consideracin. Qu decir.
Prefera mi culo flcido, mis pelos
en las piernas, estar casi calva y no
encontrar nunca el amor verdadero
a estar bebindome mejunjes que lo
nico que consiguen es hacerte un
agujero en la tripa y que te arda la
garganta.
Pero de ella me haban dicho
que tena algo que me poda
interesar. Y yo soy interesada por
naturaleza, as que acept vernos.
Tras empujar el grueso portn,
entr en la iglesia.
El interior era todava ms
curioso que el exterior. Y haca
todava ms fro. Anduve por el
transepto sin atreverme a entrar en
la estancia interior. Estaba sola.
Las velas, encendidas, alargaban
las figuras de las paredes, los
santos, las vrgenes. Me persign.
No hay vicara me dije. La
nica salida es la puerta por la que
he entrado. Y los vanos, tan
pequeos, si me quedara encerrada,
no tendra manera de escapar. Ya
est, me dije, ya lo han conseguido.
Ahora un cuchillo y se acab
Beatriz y luego: Vamos, no
seas aprensiva. Una mujer menos en
el mundo, quin lo va a sentir?
Llorarn, me encerrarn dentro de
un atad, los brazos cruzados sobre
el pecho y los ojos cerrados y se
acab hijo, marido y la indisoluble
unidad del matrimonio. Ser una
fantasma ms que se dedique a dar
vueltas diciendo que los muertos,
en el fondo, no lo pasan tan mal y
que mejor que nos muramos todos.
Me puse por fin en el centro de
la iglesia, justo en mitad de esa
extraa construccin que se alzaba
como un templete de piedra gris.
Prob a hablar: Hola?. Y el eco
repiti, magnificada, mi palabra.
Qu pena no ser templario me
dije. Ir por ah, cargndome a
quien quisiera amparado por la
religin. Y luego que escriban
sobre ti, que te achaquen hechos
sobrenaturales.
Por fin lleg y dej de divagar.
La haba visto alguna que otra
vez por el palacio: en una corte tan
necesitada de afrodisacos, de
abortos, de afeites y pociones; no
haba corte que se preciara sin su
bruja. La del alczar de Segovia era
una bruja, todo hay que decirlo, con
bastante fama en la zona. Haba
quienes decan que poda volar por
las noches, que coma gatos, ratas y
sapos. Al hablar gestualizaba
mucho y haca ruidos con la boca:
fusss, fasss, zasss, ratapln, plan,
plon.
Yo no s cmo eran sus
pociones, pero de abortos saba un
rato. Te tocaba el vientre. Viene
de pies, deca.
Y la madre en cuestin:
No podra hacer que no
venga de ninguna manera?
Eso es pecado afirmaba
siempre por si acaso a la dienta se
le escapaba ese pequeo detalle.
Bueno, un pecado ms, uno
menos
Me pueden mandar a la horca
por hacerlo.
Entonces la mujer en cuestin
slo tena que hacer sonar la bolsa.
Dios sabr hacer odos
sordos.
Est muy agarrado a vuestro
vientre, seora. Os saldr caro.
Os pagar lo que sea.
Cruja los dedos frente a ella,
se arremangaba y sonrea con su
boca mellada.
Sacaba entonces una bolsa
negra, una copa de barro. Verta de
una jarra agua sobre sta y despus
echaba unas hierbas de la citada
bolsa.
Ahora, seora, vamos a
conjurar al demonio, a Satn y si
dice alguna vez algo de lo que ha
visto aqu, si cuenta nada de nada,
vendr en persona y la arrastrar
por los pelos con l y nadie volver
a verla en la faz de la tierra.
Y la pobre mujer, que slo
quiere verse libre del nio:
S, s, lo que sea, pero
rpido, que mi marido vendra al
anochecer y no quiero que se
encuentre con el percal.
Porque teme ms al marido que
a que el mismo diablo venga y la
lleve por los pelos (y me pregunto
yo: por qu siempre han de
llevarte por los pelos?, y las
calvas como yo?).
Y empezaba la bruja a decir un
discurso muy largo en lo que se
supone eran latines o una lengua
mucho ms antigua. Haca beber el
lquido que siempre haba de saber
repugnante y segua bailando hasta
que la mujer en cuestin se dorma,
de puro aburrimiento. Cuando se
despertaba, el nio, o lo que
llevaba dentro, y la bruja haban
desaparecido (junto a su bolsa de
dineros).
Si lo hubiera sabido antes, yo
quiz tambin habra recurrido a
sus servicios.

Entr con seguridad, como si


supiera de antemano que estaba
all:
Buenos das, seora.
Y yo:
Buenos sean, bruja.
Ya est a mi altura. Huele a
polillas y a achicoria. Y es fea.
Tiene un lunar peludo en la mejilla.
Quisiera preguntarle: Por qu las
brujas son siempre tan feas?. En
vez de eso digo:
Por qu me ha hecho venir?
Ah me contesta, porque
en el castillo se oye todo, todo se
sabe. Y lo que tengo que contaros
slo vos podis escucharlo.
Tiene los ojos separados, como
los peces. Y cuando te mira no
sabes si es a ti o a lo que te rodea.
Pues espero que sea
importante porque la verdad es que
aqu hace un fro de diablos me
persigno y no creo que sea lo
mejor para una embarazada.
Bonito nio me dice, como
si pudiera ver a travs de mi piel.
Pretende impresionarme,
pienso.
S, como su padre contesto
. Y qu es eso que quera
decirme?
Decirle no, contarle. Quiero
hablarle de Ins.
De Ins?
S, de su suicidio. Bueno, de
su asesinato.
Bueno, y cunto me va a
pedir por contrmelo.
Lo justo, mi seora, que vos
sois una mujer generosa y yo, una
pobre bruja que vive de la limosna
ajena.
Y cmo s que lo que me
vais a contar me interesa?
Ay, mi seora, cmo querra
yo engaarla? Y ms en este recinto
sagrado se arrodilla, se persigna
. Jess de mi vida, lbranos del
mal a esta seora tan buena y tan
guapa y tan generosa.
Est bien respondo
cortndole su plegaria, os dar lo
que queris.
Y pienso: total, es el dinero de
mi marido.
Ya saba yo que erais buena y
dulce. La mismsima Virgen!
Y yo:
S, s, lo que digis. Tomad y
contadme lo que queris.
Volc la faltriquera sobre su
regazo. Y sin apartar la vista de los
dineros, comenz a hablar:
Yo la vi nacer, seora. Yo
ayud en su parto. Y ya desde
entonces fue asesina, os lo juro.
Mat a su madre. Le arranc a
mordiscos la vida. Rodeadita de
sangre. Nunca vi parto igual, tanta
sangre que ni un cerdo, mi seora,
ya sabis a qu me refiero. Habis
visto alguna vez un pulpo?
Asent.
Bueno, entonces sabris qu
aspecto tena la nia. Toda moco y
tan roja, con esos dedos como
tentculos y esos labios que se
agarraron al pezn de su madre
fallecida y no haba manera de
soltarla. Desde el primer momento
supe que estaba maldita. Por eso no
poda abandonarla. Me la llev
conmigo y me propuse criarla como
me criaron a m.
Ya me imaginaba cmo.
Tentada estuve de decirle: Llvese
a mi hijo cuando nazca, que de
seguro que es del tipo de nios que
necesita.
Era guapa, la condenada. Ya
de nia. Es ms: tena esa seguridad
que vuelve locos a los hombres, ya
sabis a qu me refiero. Llevaba
siempre un tocado que yo creo que
se lo sac a un muerto. Y un traje
que se cosi ella misma, siempre
fue muy hbil con las manos, con
unas telas que compr con el dinero
obtenido de vender su virgo. Y
todava le sobr, crame, para
darse un atracn de pasteles.
De pronto haba olvidado lo
inadecuado de la conversacin en
semejante lugar. Pregunt:
Mercado de virgos?
Huy, s, seora. El vuestro,
por ejemplo, se cotizara altsimo.
Bueno, como le deca. Lleg un
momento en el que lo saba todo, ya
nada poda aportarle: mis
conocimientos eran pocos para ella,
verdadera hija del diablo. Y tenais
que ver cmo me trataba, la
desgraciada. Yo, que la haba
criado bajo mis faldas. Consigui
trabajo en la corte de doa Juana. Y
no tard en acostarse con todo
hombre, incluso con el cura, pero
no me haga mucho caso, que yo soy
inculta, mi seora, y no tengo idea
de nada. Pero haba uno que se le
resista: el rey, mi seora, don
Enrique. Y era tan gracioso!
Porque l, que no tena reparos en
llevarse a quien fuera al lecho, le
daba cada desplante que ya se
imagina. Yo por entonces me haba
convertido en habitual en la corte,
ya sabis, la nobleza siempre ha
tenido ms miedo que el pueblo
llano al futuro y no haba da que no
me requirieran para una u otra cosa.
As que poda ser testigo de los
intentos de mi ahijada y de las
palabras de repulsa de nuestro
seor.
Nos hemos sentado en el suelo,
la espalda apoyada contra la pared.
Se rasca el brazo, cubierto con una
pelusilla rizada.
As que, ya no pudiendo ms,
viene a m un da y me dice: Ay,
madrecita, porque me llamaba as,
sabis? Su hipocresa llegaba
hasta ese extremo. Ay, madre,
ayudadme a conseguirlo. Doy lo
que sea. Por favor. Sera la
solucin de todos nuestros
problemas. Os imaginis la
cantidad de oro que podramos
ganar?. Y yo, claro, porque no
dejaba de ser mi hija y las entraas
siempre pesan. S, mi nia que
as la llamaba yo, hay un mtodo,
y lo sabis. Cul?, me
pregunt. Lo saba, claro que lo
saba: su alma. Y la de su hijo, el
primero que tuviera. Me dijo: Sea,
porque mi alma ya est perdida y
teniendo al rey a mi lado, podr
hacer cuantos hijos sean menester.
As que lo hizo, vendi su alma y el
futuro de su primognito. Y no veas.
Nunca he visto un hechizo con tanta
potencia. No slo cay el rey
rendido a sus pies, sino todos
aquellos que slo se haban
acostado con ella porque, segn me
consta, en ese tipo de labores era
una autntica maestra. Hasta vuestro
esposo, si me permits decirlo, cay
rendido. Bueno, ya sabis cmo son
los hombres: ni uno se salv. Sobre
todo su majestad, que la persegua
como un autntico conejo.
Y entre tanto arrumaco y tanta
mano bajo la falda y tal, no tard en
quedarse embarazada. Y aun en este
estado, seguan reclamndola
porque nunca he visto un embarazo
ms precioso. Naci el nio y con
l la hora de pagar el precio. Pero
ella lo pospona siempre: Maana
lo har, me deca. Y yo: Nia,
que con estas cosas no se juega, que
ya sabis cmo se las gasta el de
all abajo, y eso. Pero no me
escuch. Pareca que flotaba con su
nio y su marido, porque as
comenz a llamarlo. Mi marido.
Toso. Busco un pauelo entre la
manga. Noto cmo me estoy
resfriando. Y pienso que la historia
es apasionante, pero no veo el
momento de regresar a mi lecho.
Y claro, sucedi lo que tena
que suceder. Al final, vino el diablo
y los empuj a los dos, por la
ventana. Primero a l y luego a ella.
Fantstica narracin, seora
bruja, se lo agradezco, pero si no le
importa, debo retirarme.
Me puse de pie. Y ella,
agarrndome por la falda.
Espere un momento, seora.
Le voy a dar un consejo y por ste
no le voy a cobrar nada: gurdese
las espaldas porque ni el trigo ni el
mirlo son tan blancos como los
pintan.
Y yo:
Gracias, muy amable.
11

(DEL PADRE).

E xtraa palabra el odio. Quiz


no odiara a mi padre, o a mi
madre. Nunca lo verbalic, nunca
me dije: Mujer, he ah a tus
progenitores, los que han hecho de
ti lo que eres, son culpables,
dialos.
No. Los quera en la misma
medida que los odiaba porque
estaba llena de ellos (y me quera y
me odiaba del mismo modo a m
misma). Personalizaban, ellos dos,
los sentimientos ms encontrados
porque estaban demasiado cerca de
m incluso cuando ya ni siquiera
vivan.
A mi abuelo, al contrario, lo
odiaba en toda la extensin de la
palabra. Te matar pensaba.
Cavar tu tumba con mis manos
pero no la pisar para que nadie
pueda creer jams que fuiste
humilde. No te ganars el cielo
gracias a mis pasos. No, abuelo, ah
te quedas. O mejor: el olvido. Que
nadie te recuerde. Ningn juicio
en su contra o en su favor, sino el
ms absoluto silencio. Muerto ya
para todos.
Cunto hay de recreacin en mi
odio? Me aferr a l casi como va
de escape? He magnificado tanto
mi rencor para ser menos imparcial
con mis padres? Personalizo en mi
abuelo todo lo que en realidad
senta y que no poda expresar de
otro modo?
No tengo respuestas para estas
preguntas. Pero de verdad
importa? Quiz mi inquina hacia l
pudiera ser menor, no lo niego. Y
sin embargo seguira ah, agarrado
en mi estmago como una lcera.
Adems, me cri en esa aversin,
son las nicas aguas en las que s
bogar. Y sin odio no podra
entender quin soy ahora y por qu.
Y hoy lo que tengo por seguro es
que mi abuelo es una persona que
merece ser odiada.
Era un ser rencoroso, infectado
por el poder. Tena todos los
motivos para ser feliz y no lo era.
De hecho, lo nico que pareca
hacerle feliz era su propio
sentimiento perpetuo de infelicidad.
Bueno, y fastidiar la vida a todos
los que lo rodeaban. Slo estando
completamente a disgusto consegua
dormir por la noche (y, aun as,
estoy convencida de que en sueos
nicamente pensaba en cmo hacer
para que el da siguiente fuera
todava peor que el anterior).
Tacao hasta la extenuacin. No se
fiaba nunca de nadie. Por eso
dorma con todos sus tesoros
metidos en un bal de su alcoba. Y
si el da no haba sido lo
suficientemente productivo como
para poder conciliar el sueo, los
sacaba me consta uno a uno y
se dedicaba a admirarlos. Coma
poco y procuraba que los dems lo
hiciramos an menos. A pesar de
todo, su tripa era prominente, lo que
me hace sospechar que en ese bal
de los tesoros tena que guardar
otros de tipo culinario. As nos
tena a todos, delgados como una
corte de raspas de pescado
lastimosas. Los ataques a la
despensa resultaban frecuentes.
Cuando alguien sacaba la llave al
ama, se creaba una ola de
confraternizacin entre todos los
habitantes del palacio sin importar
la edad y atacbamos como
verdaderos cerncalos,
convenientemente organizados, eso
s, para que mi abuelo no pudiera
sospechar. Su odio se converta
entonces en ira. La sonrisita
malvada que tena siempre en su
cara se transformaba en una boca
semiabierta y en unos ojos saltones,
como los de una vaca a la que
tiraran demasiado de las ubres.
Pero cuanto ms se enfadaba, ms
la saquebamos mis hermanos y yo.
Si se produca un desafortunado
y horroroso gasto, como l deca,
pagaba su mal humor con
cualquiera que le pillara a tras
mano. Cuntas veces hube de ver
la cara de un aguerrido caballero
abofeteado porque simplemente
estaba all cuando se desataba uno
de sus frecuentes ataques de ira!
Aunque, he de decir en su defensa,
mi abuelo era justo, paridad ante
todo. Le daba igual la edad, el sexo
o la condicin. Golpeaba a quien
fuera siempre con la misma fuerza.
Lo bueno es que, tras tantos
aos de excesos alimenticios, de
vivir tan confortablemente y de
dormir a piernas suelta, mi abuelo
era un ser enclenque que se
aposentaba en su trono y se limitaba
a sealar con el dedo lo que quera
su bal, eso s, muy cerca de l
. Esto nos daba libertad absoluta
para investigar lo que nos viniera
en gana en el palacio. Y sus
bofetones eran considerados casi
como un honor regio.
Tena mi abuelo otras
peculiaridades que producan
verdadera risa. Por ejemplo, la
necesidad de decir la ltima
palabra. Es comprensible, por otra
parte, al pensar que era rey y que
estaba en su derecho. Pero, a veces,
esas palabras que tendran que
haber sido tajantes se convertan en
algo fuera de lugar. Preguntaba:
Habis ensillado los caballos?.
Y contestaba el caballerizo: S, mi
seor. Y entonces l deca:
Ensillados estn, pues, bien
ensillados (y la cara de tonto del
pobre caballerizo, que no sabe si
sonrer, si hacer una reverencia e
irse o si quedarse).
Para ser justa, si a mi abuelo lo
haban apodado el Bravo, era por
algo. Pero ese algo estaba tan atrs
en el tiempo que slo Matusaln
podra haber sido testigo de lo que
l llamaba sus proezas blicas.
La imagen de mi abuelo sosteniendo
una espada en su vejez tendra que
haber sido muy graciosa, qu pena
que no lo hiciera mientras
viviramos con l! No necesitaba la
espada para nada, con los bofetones
pona a todos en su lugar. En vez de
eso, se dedicaba a conspirar nuevas
tcticas con las que vencer a su
hijo, mi padre, sobre planos que
ms me recordaban a los dibujos de
un nio que a un plan estratgico o
trascendental.
Adems siempre tena que
llevar la razn. As que, si nunca se
equivocaba y era quien tena que
decir la ltima palabra, nadie
quera mantener una conversacin
con l en la que todo hubieran sido
monoslabos: S, mi seor; no,
mi seor (y punto). Para tener
que escuchar sus monlogos
pensbamos con el respeto debido,
por supuesto, casi mejor
evitarlo. As que, sentado en su
trono, esperaba a que alguien
entrara para sermonearlo y
nosotros, detrs de la puerta,
desebamos no tener que hacerlo.
Era del tipo de hombres que
slo se miran en el espejo cuando
estn a solas (que ya se sabe que
eso es propio de mujeres). Y que
cuando lo hacen, piensan: Qu
hombre soy. O su otra modalidad:
Cunta hombra tengo. Y esta
necesidad de autoadoracin se
llevaba todas sus energas, es
comprensible. No es que no
quisiera a los dems, es que se
quera demasiado a s mismo. l
era nico. Era rey, no? Haba sido
designado por Dios. Podra decirse
que l era el nuevo Adn sobre la
tierra, sin pecado concebido.
Pobres mortales nosotros y pobre
de aquel que pudiera parecer un
atisbo de peligro en su hegemona
de belleza, fuerza, inteligencia y
juventud.
Por eso odiaba a mi padre. Eran
idnticos en sus atributos fsicos:
con sus rasgos angulosos, su
barbilla puntiaguda que se
adivina incluso debajo de la espesa
barba, los ojos grandes, la nariz
tan recta como prominente. Pero
tambin en sus pulsiones ms
recnditas: el motivo que
impulsaba todas sus acciones,
escondido, eso s, en esa aura regia
de que todo lo que hacen es,
adems de incuestionable, por el
bien de sus sbditos. Slo buscaban
su propio bien, satisfacer sus
propios deseos; y sin embargo eran
capaces de hacer pensar a todos
que lo hacan por el suyo. Gracias,
gracias, tenamos que decirles. La
nica diferencia entre ellos era que
mi abuelo, tras aos de profesin,
haba perfeccionado tanto la tcnica
del engao que incluso a veces
llegaba a creerse su papel de
salvador de la humanidad. No
obstante, yo saba que entre tanto
revestimiento de tanta corte y tanta
zarandaja exista latente, bajo su
piel cetrina, el mismo monstruo de
mi padre. Tarde o temprano tendr
que salir, pensaba. Vivir con l se
converta entonces en otra espera:
aguardar a que esto sucediese.
El odio es cclico, circular,
perfecto. El odio no busca
contraprestaciones, excusas. Se
odia sin ms. Yo odiaba a mi
abuelo, l a m y a mi padre, y mi
padre a su padre (e intuyo que un
poco tambin a m). No entiendo
ese empeo de que todos nos hemos
de amar como hermanos (me
pregunto: de verdad tena
hermanos quien plante semejante
tesis?). El odio es tan necesario
como el infierno. Sin un lugar
semejante, podra haber cielo? Sin
odio, podra haber amor? Adems
puede llegar a ser incluso
reconfortante: sobre todo si piensas
que la persona a la que odias te
detesta de igual modo. Entonces no
hay por qu disimular.
Y mi abuelo no disimulaba su
odio hacia m. O hacia mi hermano.
Cre en un primer momento que
era por nuestra condicin de
bastardos (al fin y al cabo, l casi
pierde el trono su nico y
verdadero amor por culpa de un
hermanastro). Luego descubr que
no, que me equivocaba, e imagin
que la nica causa era que mi
abuelo era un odiador nato. Hasta
que finalmente me di cuenta, al
comprobar lo parciales que eran
mis suposiciones, de que no tena
que empearme en buscar el
porqu, ya que los motivos eran tan
infinitos como variados.
Desde que nos vio, nos odi.
Simplemente. O quiz vena de
antes.
Tras ese instante en el que dijo
que era incapaz de saber quin era
el chico y quin la chica, percib
que la convivencia con mi abuelo
no iba a ser un camino de rosas.
Yo era consciente como
todos los de la sala de lo
paradjico de la situacin. Pero lo
curioso es que nadie hizo ningn
gesto de extraeza: todos ramos
consumados actores. Mi padre nos
dejaba a nosotros, hijos bastardos
tambin, con su propio progenitor
para mientras tanto poderse ir a la
guerra a continuar destruyndole
todas sus fortificaciones y
consiguiendo que todos los
caballeros del reino se aliaran con
l. De broma macabra. An me
pregunto por qu mi abuelo se
avino a permitir que viviramos
con l. Y lo que es peor: por qu mi
padre prefiri llevarnos a esa corte
en la que no dejbamos de ser
intrusos, en vez de mantenernos en
nuestra casa de Coimbra.
Hay una cosa que sin embargo
me resulta difana. Uno de los
motivos por los que me odiaba mi
abuelo era porque yo era lo que
tanto mi hermano como mi
hermanastro tendran que haber
sido: un macho. A pesar de que
enseguida se encargara de
colocarme una dama de compaa
que corrigiera todos mis modales,
no poda seguirme las veinticuatro
horas del da (sobre todo cuando
ella se dedicaba a perseguir a un
paje cinco aos menor que ella
dicindole mi dons, mi dons, en
una perfecta muestra de lo que es el
amor corts. Aprende, nia, que
esto es una enseanza de verdad).
Y no bien me haba dejado sola,
que buscaba la compaa de Juan y
de Fernando, mi hermanastro, para
jugar a lo que calificaban como
juegos impropios de una seorita de
mi alcurnia. Fernando podra
parecer una persona dbil y
enfermiza eso nos deca todo el
mundo: Pobre Fernandino! Tenis
que cuidarlo y yo no digo que
no lo fuera, pero tena un puetazo
de siniestra que ya hubiera querido
para s el mismsimo Cid
Campeador si consegua arrertelo.
Pero normalmente no era as. La
suerte jugaba en mi favor. Fernando
poda ser mayor, pero yo era ms
fuerte. Y Juan era rpido, pero no
tanto. Reciba como el que ms.
Nos llevbamos bien. Formbamos
un grupo compacto porque era la
nica manera de mantenernos a
salvo del abuelo. Slo Mara, con
cinco aos ms que yo y tres ms
que su hermano, se mantena aparte
de nosotros. Menuda pcora, Mara
(y no lo digo slo por su cara
bovina).
Era la tpica hermana santurrona
que todos se dedican a idealizar
como modelo de conducta. Mira
Mara qu guapa, qu estilo, qu
manera de hablar. Ya podras
aprender de ella, Beatriz. Cuando
queran decir: Mira qu de afeites
se pone, qu de dineros saca al
abuelo para traerse telas de la
misma Francia, qu manera de
mover el culo tiene al andar. Y
claro, Mara, s, s bajada de
pestaas hasta tres veces, muchas
gracias. Y reverencia todas las
tetas se asoman, cara de
arrebolamiento, lengua para afuera,
como los perros.
Y Mara: Ven a mis
habitaciones, primita (porque la
muy ilusa nunca quiso reconocer
que yo era hermana suya), que te
voy a dar unas lecciones. Punto
uno: estilo. Se anda con las piernas
juntas, se sienta una con las piernas
juntas, monta a caballo (si tienes
que hacerlo) siempre a la grupa de
un hombre y con las piernas juntas.
Y yo pensaba: S, s, como si t
tuvieras problemas para abrirlas
cuando quieres. Punto dos: el
pelo. Hay que cepillarlo
diariamente, diez veces en cada
direccin. Adems hay que
plancharlo de vez en cuando. Y
yo, para qu, si lo tengo liso?. Y
ella, pues para estar guapa, para
qu si no.
La verdad es que era imposible
discutir con ella. Nadie lo haca. Al
final te terminaba doliendo la
cabeza y la tortura que podra haber
durado slo un par de horas se
alargaba hasta el atardecer,
momento en el que sus amantes
comenzaban a llamar a la puerta.
Mara la sociable. Menos mal que
estaba prometida y que pronto
habra de irse y la perdera de
vista, que si no hubiera intentado
cortarme las venas mucho antes de
lo que lo hice.
Mara despreciaba a su
hermano porque crea que se iba a
morir pronto y que entonces ella no
podra ser nunca la hermana del
rey. Ay, pobre de m, que me voy
a casar con un simple marqus,
deca mojando las faldas del
abuelo. Y luego, cada vez que se
peleaba con Fernando, zanjaba la
discusin diciendo: T calla, que
te vas a morir.
As no me extraa que el pobre
Fernando nos confesara un da que,
hasta que llegramos nosotros, su
mejor amigo era un fantasma. Un
fantasma?, le preguntamos. S, el
de un antiguo caballero que muri
aqu. Y nosotros: ah, porque no
era cuestin de maltratarlo tambin.
Un caballero con cola de
serpiente. Un demonio?,
preguntaba mi hermano. S, pero
uno bueno, porque yo quise que
mordiera a Mara y me dijo que no,
as que al final tuve que hacerlo
yo. Y nosotros: Claro, claro.
En realidad la vida, a pesar del
abuelo y de mi dama, no era tan
mala. Si la comparaba con la
tranquilidad de la Quinta, la vida en
palacio no permita el aburrimiento.
Siempre haba algn
descubrimiento que hacer, un hecho
que investigar, alguien a quien
consolar (o insultar). Y si un da te
quedabas enfermo en cama, te
costaba por lo menos otras dos
jornadas ponerte al da. Sobre todo
por las noches, que eran un trasiego
de ir y venir, de pasadizos y puertas
que se abren y se cierran, que a
veces incluso te encontrabas un
extrao en tu habitacin que te
deca: Buenas, me he equivocado
de camino, para la de la dama tal o
cual?. Todos muy caballerosos,
eso s, que para jolgorios y
desenfreno ya estaba la soldadesca
en el piso de abajo (piso que, por
cierto, se conoca muy bien mi
hermanastra). Tenamos deberes,
por supuesto. Juan tuvo que
aprender a montar a caballo y yo
retomar mis clases de costura. Pero
el pobre echaba tanto de menos su
antiguo quehacer que, por la noche
y a la luz de la ventana, se sentaba
en el alfizar y se dedicaba a tejer
lo que yo tendra que mostrar a mi
dama al da siguiente. El sacerdote
de palacio era el encargado de
ensearnos el catecismo, pero
habitualmente estaba tan ocupado
absolviendo a tanto pecador que
apenas le veamos el poco pelo que
tena, que el pobre era tan calvo
como la ocasin.
As que podamos dedicar las
tardes a ir al bosque.
En realidad fue el abuelo quien
lo propuso.
Estos nios dijo
refirindose a Juan y a m no
hacen nada en palacio. Mejor que
salgan a airearse un poco.
Y nosotros bajamos la cabeza y
emitimos un nooo algo
desfallecido para darle gusto, para
que no pudiera pensar que en
realidad s que nos apeteca.
Ay, abuelo terci Mara,
dejadme ir con ellos lgrimas y
movimiento de melena tan
planchada y tan requemada que ms
que seda (eso deca, tengo el pelo
como la seda, como la mies en
septiembre, cuando era ms
castao que el tronco de un olivo)
pareca tela de saco.
Pero Mara
Claro, los bastardos pueden
ir y nosotros, no.
Juan y yo nos mirbamos sin
entender nada. Mara, en el
bosque?
Los quieres ms a ellos.
Por supuesto que Mara vendra
ese y todos los das, que buena era
ella. Y por supuesto que fuimos
andando, no fuera a ser que el sudor
del caballo pudiera estropear sus
trajes o, peor, su fino cutis.
Para qu ha venido? me
pregunt Juan.
Yo me encog de hombros. En
realidad no me importaba
demasiado. Bastante tena con
contener la risa vindola caminar
entre los espinos.
Cuando ya llevbamos media
hora larga andando, primero ella,
despus los dems, se gir hacia
nosotros y nos dijo: Bien, dnde
est el hada del bosque?.
Detrs de m son un resoplido
de Fernando.
El hada del bosque?
Debe de ser cosa de familia,
me dije.
Claro, primita, que no la
conoces? Ah, claro, que t vienes
del campo.
Mir a Juan: dnde est la
lgica en su comentario? Le
pregunt con los ojos: No
tendramos que ser nosotros los que
al venir del campo la conociramos
mejor?. Esta vez fue mi hermano
quien se encogi de hombros.
En lontananza repic una
campana.
No, no la conozco
contest.
Pues es mi madre dijo.
Y se qued tan tranquila.
Perdn?
Claro, primita, de verdad te
crees que con esta belleza ma
podra haber nacido de una mortal
cualquiera? Yo soy inmortal, soy
perfecta, soy la hija del hada del
bosque.
Por supuesto contest.
Hay alguien que lo dude?
Movimiento de melena y se da
media vuelta mientras sigue la
bsqueda y captura del hada del
bosque, su madre. Nadie se encarg
de desmentrselo. Mientras ella
quisiera continuar con esa locura
suya, nosotros podramos salir de
palacio e ir a al bosque y a
veces, incluso, perderla de vista.

Los das se sucedan con


pasmosa monotona. El ataque de
mi padre se haca esperar. Pero
me deca cunto ms lo prepare,
ms tardar en volver, tanto mejor.
As que me amold a la rutina y
encontr en ella un rincn de solaz
y expansin donde poder detestar a
mi abuelo.
Las cenas resultaban el perfecto
paradigma de nuestra vida en
palacio: cmoda dentro de los
lmites que marcaba el pter
familias.
Normalmente, tanto Juan como
yo almorzbamos en otra mesa.
Slo Fernando y Mara tenan
derecho a compartir la de mi abuelo
encima del estrado. En su mesa, sin
que la comida fuera abundante, uno
no se quedaba con hambre. Todo lo
contrario que nosotros (pan blanco
para ellos, pan de centeno para los
dems). El resto de convidados nos
tenamos que conformar con las
sobras del tan pantagrulico
banquete, en el que lo nico que
abundaba eran los rbanos porque
justo detrs de palacio haba un
huerto de un labriego que pagaba su
tributo con tan nutritiva y deliciosa
raz. El administrador encargado de
vigilar la comida, al ver lo poco
que tardbamos en dar cuenta de la
comida, pronto comenzaba a
aburrirse y se acercaba a cualquier
mesa que le pudiera dar algo de
conversacin.
No obstante, cuando haba algn
invitado importante, el abuelo poco
tardaba en ponernos a su lado. Era
la manera de confirmar ante los
ojos del egregio convidado la
virilidad del pene del seor de la
casa o por lo menos de su hijo
y la grandiosidad de su prole.
(Cuando, si el husped hubiera
tenido un poco de vista, se hubiera
dado cuenta enseguida de que ante
semejante descendencia, la
virilidad de mi abuelo era
francamente cuestionable: una nieta
mayor que pareca un repollo de
mirada lasciva, un primognito que
era incapaz de comer con la boca
cerrada por una malformacin en el
labio superior, otra nieta a la que,
por ms que su dama le pegara
collejas para corregir sus modales,
slo le faltaba una barba para ser
un hombre. Y por ltimo, otro nieto
que se pasaba la cena lavndose las
manos porque nunca estaban lo
suficientemente limpias como para
llevrselas a la boca). Bueno, y
luego estaba mi abuelo, que tensaba
el brazo hasta que se le dibujaban
los tendones bajo la camisa cuando
quera alcanzar cualquier cosa que
estuviera encima de la mesa, por
ms que lo que fuera que hubiera
cogido no pesara apenas, para que
todos pudiramos admirar unos
msculos que slo vea l como
el fantasma de Fernando o el hada
de Mara: prerrogativas familiares,
supongo, transmitidas, como el
trono, por lnea descendente.
Esas cenas eran una pantomima
en la que el abuelo, con cara de
crucificado, miraba de un lado a
otro como si quisiera reprocharnos
nuestro buen comer. Gordos,
glotones, devoradores, muertos de
hambre, murmuraba. Y luego se
mirara las manos. Ay, qu
desperdicio, como si en vez de ese
cerdo pagado con los dineros de las
arcas del reino, esos mismos nietos
de los que presuma se dedicaran a
picotear en su propia carne.
Siempre he pensado que a la
hora del comer nos desnudamos sin
darnos cuenta. Las fachadas se caen
y la pudicia se muestra por
completo. Imposible esconderlo.
Por eso quiz disfrutara tanto con
los banquetes. Era una manera de
penetrar en la intimidad de los que
me rodeaban sin que ellos pudieran
percatarse.
Mi abuelo, como mi padre,
desmenuzaba con los dedos todo lo
que se iba a llevar a la boca y lo
colocaba en la escudilla,
perfectamente ordenado, para
despus devorarlo con ansiedad.
No coma demasiado. Le resultaba
imposible teniendo que vigilarnos a
todos.
Luego Mara, a su diestra, no
probaba bocado por eso creo yo
que la colocaba mi abuelo a su
lado: como ejemplo a seguir.
Supongo que a la pobre no le daba
el cerebro para tanto, hacer dos
cosas a la vez? Imposible dejarse
caer el vestido para poder mostrar
un hombro y masticar al mismo
tiempo. Por qu habra de
hacerlo?, me habra respondido,
de habrselo preguntado. Querida
primita, punto tercero: las seoritas
han de tener un talle delgado.
Mi hermano Juan, el pobre,
coma con una mezcla de miedo y
avidez. Coga rpidamente un
bocado y, con la misma velocidad,
se lo meta en la boca. Despus,
cuando ya lo tena dentro, lo
masticaba sin demasiados
aspavientos como si temiera que
alguien pudiese decirle: Abre,
escupe, escupe. Pero sus viajes
bandeja, mano, boca no cesaban
hasta que ya no quedaba nada
comestible a su alcance. Y despus
incluso se permita coger el pan
blanco y limpiar los restos de
acedera, de agraz o de zumo de
limn.
Y mi otro hermano siempre
coga trozos tan grandes que se le
terminaban haciendo una bola que
al final tena que escupir (mi abuelo
miraba con reprobacin tanto
desperdicio de comida pero nada
deca: tena que guardar la
apariencia delante de sus
invitados).
Cuando el abuelo se aburra,
bien porque el husped haba
resultado ser, aleatoriamente, un
hasto o un glotn, decida
dedicarse a uno de sus
entretenimientos favoritos:
atacarme a m, representante del
grupo de hijos bastardos.
Las mujeres, como las
plantas o los perros, es bien sabido
que no tienen alma deca.
Y yo la verdad es que no
entenda qu le haban hecho ahora
los perros.
No me sorprendi, sin embargo,
la afirmacin; era natural que l
quisiera demostrar siempre su
supremaca, incluso intelectual,
sobre todos aquellos que lo
rodeaban (e incluso me honr, por
qu negarlo, que se atreviera a
plantearme ese tipo de cuestiones).
Bueno respond yo,
menos mal que hay hombres para
recordrnoslo a nosotras, pobres
plantas, mujeres y perros. Lo bueno
de este hecho es que, tras nuestra
muerte, no habremos de ir al
infierno como aquellos afortunados
a quienes de poco les sirve tener
alma mirada directa que quiere
decir: S, como vos, abuelo.
Menos mal que vosotros, los
hombres, os encargaris de
poblarlo en nuestro lugar!
Qu dices, nia?
Que, si no tenemos alma, es
tan difcil que podamos ir al cielo
como al infierno. As que bien
podemos hacer entonces lo que nos
plazca en esta vida.
Ah, no. Sin duda tendris un
infierno esperndoos slo a vos.
Parece enfadado, pero creo
percibir que, por ms que le pese,
la respuesta le hace gracia. Peligro,
me dice el instinto. Siempre que mi
abuelo ve vencida su resistencia,
contraataca. Cmo yo, pequea
mujer invertida, me atrevo a poner
en tela de juicio sus sapientsimos
dogmas! Pero soy incapaz de
callarme.
Creado por Dios pregunto
a imagen y semejanza del
vuestro?
Mi hermano Fernando tose.
Escupe le digo tendindole
mi escudilla sin mirarlo.
A mi abuelo le late el cuello
como si algo quisiera salrsele de
dentro. Se lleva las manos a la
cabeza buscando una corona que
obviamente se ha quitado para
cenar. Me ro por dentro. Mi
abuelo, sin corona, es sin duda
mucho ms vulnerable. La liza, por
lo menos, est un poco igualada.
Juan se revuelve incmodo.
Sabe que el ataque tambin va
dirigido contra l y que por lo tanto
debera estar conmigo. Pero en este
tema, y yo lo s, prefiere pensar
como el abuelo acaso porque,
aunque no se lo haya confesado
nunca, tiene una cierta envidia
secreta de las mujeres.
Ya nadie come. Este hecho, que
tendra que haberle hecho feliz a mi
abuelo, pierde toda su enjundia.
Est demasiado ocupado
rebatindome, ponindose a mi
nivel.
Ninguno de los dos sabemos
demasiado de religin. Incluso
nuestra disputa podra ser
considerada hertica para odos
ms atentos que los del cura de
palacio, quien est siempre
ocupado escuchando cmo el vino
cae por su garganta. Lo que en
realidad se discute, y todos somos
conscientes, no es la incuestionable
existencia del cielo o el infierno
(somos gobernantes: el cielo para
disfrutarlo, la tierra para
dominarla), de las almas o siquiera
si stas existen; sino si, llegado el
momento en el que Fernndo por
cualquier motivo faltara, podra
llegar a reinar mi hermano o
incluso yo.
Mara se lleva un pauelo a la
frente. Ninguno de sus amantes la
mira.
S, un infierno contesta
finalmente donde os metan a
todas y no os dejen salir.
Y nos acompaarn, por
supuesto, las plantas y los perros.
En ese momento, si yo hubiera
sido l, me habra puesto en pie y
me hubiera arreado tal guantazo que
con dificultad habra podido sacar
su mano de mi mejilla. Pero l era
mejor que yo o por lo menos
llevaba ms aos ejerciendo como
rey, as que se limit a coger el
vino y con su mejor sonrisa
ofrecrselo al husped.
Quiere? pregunt.
El hombre, blanco, no pudo
evitar echarse para atrs, como si
mi abuelo, en vez de ofrecerle vino,
le estuviera dando matarratas.
No, no, gracias.
La cena continu. El abuelo
hizo entrar a los juglares y el
silencio en el que se haba
desarrollado nuestro dilogo se
convirti pronto en bullicio.
Puede decirse que a pesar de
sentirme triunfadora, mi abuelo
acabara teniendo una razn que no
le voy a negar por ms que lo odie.
Al Csar lo que es del Csar. Ni
Fernando, ni mi hermano ni yo
acabaramos heredando el trono.
Los bastardos crecen como las
setas y son, como l mismo hubiera
dicho, el peor parsito. Garrapatas.
El da que Mara tena que
abandonar el palacio, vino a
despedirse a mi habitacin. Llevaba
puesta su ropa de viaje (que era, sin
embargo, mucho ms elegante que
mi traje de domingo). Haba estado
llorando apoyada en la ventana
desde la maana. Quera parecer
lnguida, pero sus quejidos al final
haban terminado por cansarnos a
todos y slo podamos pensar:
Que se vaya. O pobre de su
futuro marido.
Llam a la puerta suavemente.
Sin necesidad de abrir, ya saba que
era ella quien estaba ah. Su olor la
preceda dondequiera que fuera.
Puedo pasar?
No esper a que contestara.
Entr y se sent junto a m, encima
de la cama.
No est tu dama? Ni tu aya?
No contest lacnicamente.
Tiene los ojos clavados en m.
Y su mirada, a pesar de que no la
busco, me parece triste y
dificultosa. Hay algo en ella de
indefensin.
Mara, la mayor, me ha buscado
a m, su hermana pequea.
Y lo que tiene que decirme le
resulta difcil. Sabe que sus
palabras se van a transformar en
una lanza que podr utilizar en su
contra. Me va a regalar algo que
quiz no sea mucho pero que para
ella, que apenas se ha dignado a
hablar conmigo para decirme
punto uno y punto dos, resulta
un mundo. Y aun as quiere hacerlo
y se acerca, humillada casi y
cercana. Baja la cabeza, recoge sus
manos debajo de su pecho, las
cruza, y sus pulseras tintinean como
un carilln.
Yo, sin embargo, tan dura.
Beatriz dice.
S?
Quera despedirme de ti.
Por qu?
Vacila un momento. La
debilidad con la que se supo ganar
a todos aquellos que la rodeaban ya
no es impostada. Y de pronto me
doy cuenta. Si mi hermana
aparentaba indefensin, era porque
en realidad lo era. Slo si los
dems, sus caballeros, como ella
los llamaba, crean que era todo
parte de un juego en el que ella
adoptaba el papel de dbil y ellos
el de fuerte, podra mantener a
salvo su verdadera personalidad.
Hay alguien me pregunto que
no tenga necesidad de actuar?.
Las pulseras se vuelven a
deslizar por su brazo cuando lo
sube para coger entre sus dedos la
cadena que se perda dentro de su
escote.
Porque no nos vamos a
volver a ver dice con sencillez.
Y de pronto sta tambin me
parece una impostura. Alguien que
durante tanto tiempo ha sabido
engaar a todos tiene que ser, sin
duda, una consumada comediante.
Mara, que siempre me pareci la
nota discordante, se convierte de
pronto en la culminacin de lo que
todos hubiramos querido ser. Y
entonces me apeno yo tambin.
Acabar as, pienso.
No digas eso replico.
Seguro que s.
Pero miento y ella sabe que lo
hago. Esto es as, querra poder
decirme. (Es el discurso que en
realidad todas pensamos pero
ninguna expresamos). Las mujeres
podremos tener alma, pero lo que
es seguro es que no poseemos
capacidad de decisin. Nos la han
quitado. Te casars, Beatriz, con
quien te digan. Y vivirs como
ellos quieran. Tendrs que parecer
frgil, abnegada, tierna. Y ser en el
fondo fuerte para luchar por los
hijos que tengas. Porque sabrs que
tu marido te engaa, que est en su
derecho y que tiene otros hijos con
otra. Y a ti no te quedar otra que
esconder a tus amantes de las iras
de aquel que puede matarlos si lo
desea, porque as lo dice la ley, y
velar porque sean tus vstagos y no
los de la otra los que hereden lo
nico que a ti te queda, el ttulo.
Han quemado tu amor, han
pisoteado lo que te haca mujer
esa carencia de alma quiz, e
incluso pretenden quitarle el
derecho a aquellos que tuviste entre
arcadas y en los que, ilusa de ti,
todava encuentras esperanzas de
remisin: aquellos en los que
depositas el tonto pensamiento de
que todo puede cambiar y ellos
podrn aprovecharse de la suerte
que t no tuviste. Pero un da te
haces vieja y ya tu belleza no slo
no atrae a aquellos con los que
calentabas tu cama, sino que incluso
llegan a tus odos canciones que la
maledicencia de los que te adulan
por la maana han hecho por la
noche para burlarse de tus tetas
cadas, de tu cintura gruesa, de tus
pies comprimidos en los chapines
cruzados de venas. Y lo peor es que
el da que escuchas esas canciones
lo haces en los labios de uno de tus
propios hijos.
Pero Mara no dijo nada de eso.
Dijo:
No te cases.
Y lo dijo todo.
Sac un pauelo (y por su olor
tan penetrante supuse que no era el
de llorar, sino el de los mareos).
Mara digo.
Y ella:
Beatriz.
Inclina la cabeza y se pone en
pie. La espalda estirada, la cabeza
altiva. Que una mujer siempre tiene
que estar perfecta. Sois hijas de
rey. Incluso dormidas habris de
parecerlo. Os casaris con un
grande. No llamar a la puerta.
Entrar y se meter en vuestra
cama. Y seguiris perfectas porque
sois hijas de rey. Y el hombre, que
es vuestro marido, os tendr que
ver siempre as, porque antes de ser
mujeres sois su mujer. No chillaris
si os hace dao u os produce placer
porque sois hijas de rey y la
perfeccin es lo primero.
Su espalda, tambin perfecta.
Toda ella. Tintinea al andar. Busco
mi cuchillo debajo de la cocedera.
Y cierra la puerta. Sin ruido.
12

(DEL HIJO).

A pareci primero ella. Me


dijeron: Seora, ha de
acudir a las cocinas.
Rezongu. Nunca me haba
gustado ese lugar.
No se asuste me dijeron.
A estas alturas, qu podra
asustarme?
Me sali al paso mi marido.
No deberais verlo.
Desde cundo, Sancho, vos
podis decirme lo que debo o no
ver?
Lo hago por vuestro bien.
De eso no me cabe la menor
duda.
Y segu andando, todo lo digna
que era capaz.
Atravesamos el patio. Estaba
amaneciendo y los estorninos
cruzaban el cielo. Todava se poda
ver la luna ponindose por el sur.
Bonita maana me dijo.
Las he visto mejores.
Que para galanteras o sutilezas
estaba yo.
Los pies se me hundan en la
nieve. Observ los techos del
alczar, todos cubiertos con una
manta blanca, como si Dios se fuera
de mudanza. El agua goteaba por la
piedra como estras y colgaba en
estalactitas deformes. Mir ms
all, y entre el cielo y el suelo, del
mismo color, slo se distingua el
crucifijo de la Veracruz.
Descendimos por la escalera
del patio. Alrededor de la entrada
estaba despejado y poda verse el
suelo original. Senta la sal que
haban echado para fundirla crujir
bajo mi peso. Uno de los guardias
me sostena por el brazo. El resto,
mi marido entre ellos, marchaba
detrs y el sonido de sus pasos
tena algo de chirriar de dientes.
Inusitadamente, la entrada estaba
desierta, cuando lo normal era ver
gente subiendo y bajando con
bandejas. Nos acompaaba una luz
azulada que se fue tornasolando a
medida que bajbamos.
Lo primero que me recibi al
entrar en las cocinas fue la
vaharada habitual de humo clido.
Y luego los olores: el del pescado
en descomposicin, el de las tinajas
donde la sangre de cerdo se
fermenta, el del ajo machacado, el
de las plantas aromticas que
cuelgan del techo como musgo: la
mejorana, el cilantro, el cebollino,
la pasiflora.
Beatriz, insisto en que es
mejor que no lo veis. Os lo ruego,
incluso.
Para ruegos estoy yo a estas
horas!
Y pens: Qu dolor de cabeza
da este hombre, es insufrible.
A la luz de los fogones, todos
parecan mucho ms plidos.
Enormes ojeras rodeaban sus ojos.
No, definitivamente, no me gustaba
aquel lugar, no me gustaba andar
por debajo de la tierra, se lo dejaba
a los topos, a las lombrices. A
pesar del fuego, de las velas, de los
hornos, era fro. Las esquinas
estaban cubiertas por lo que pareca
musgo verde.
Nadie lloraba, supongo que el
trabajar en cocinas curte de algn
modo. Tanta vscera y tanta entraa
tienen que fortalecer el nimo. Y ya
era el segundo cadver en el mismo
mes.
Estaba colgada por los pies de
una de las vigas. La cuerda, que
pasaba por encima a modo de
polea, haba sido atada a un clavo
de la pared. Sus brazos, estirados,
ni siquiera tocaban el suelo. Haba
vomitado y la mancha en el suelo
trazaba una lnea perpendicular
perfecta con su cuerpo. Giraba.
Haba veces que se le poda ver la
cara y otras el pelo, hmedo o
grasiento, que con la escasa luz que
haba no poda distinguirlo con
precisin. Tena los ojos abiertos y
la boca cerrada. Y las faldas caan
sobre su cadera, arrebujadas,
descubriendo unos muslos gruesos y
un pubis negro y peludo.
Descolgadla dijo mi
marido.
Cay como un fardo. Son ploc,
al golpear su crneo contra el suelo.
Se qued, con la falda todava sin
bajar y los brazos retorcidos.
Quin era?
Nadie contest.
Quin era? repet.
Por fin un hombre bajito con
ojos pequeos como de lagartija y
que desprenda un olor que repela
se acerc.
Una cocinera, seora.
No os he preguntado qu era,
sino quin era.
Se llamaba Vigila.
Vigila? Y dime, sabis
acaso por qu la han matado?
Guard silencio.
Eso es un s, no?
Me haba acercado a ella. En el
cuello tena otra cuerda con restos
de piel. Asfixia me dije, la
han asfixiado. Sus ojos brillaban
como perlas sobre las que incide la
luz.
Ya sabe, seora, por meterse
donde no la llamaban.
Y dnde se meti, si se puede
saber.
Gir su cabeza, como si buscara
auxilio. Comenz a llorar, una baba
gruesa cay desde su mejilla al
suelo.
Ay, seora, no me hagis
hablar, que sas son cosas de
grandes y yo soy un pobre hombre y
no tengo ni idea de nada.
Vamos a ver le haba
cogido por el brazo. Sancho, detrs
de m, me miraba. Me va a decir
lo que sabe.
Un chico entr corriendo.
Sudaba.
Seores! exclam. Han
de subir! Otro muerto! En el
pasillo!
Bueno murmur Sancho,
es que hoy es el da de muere y
vencers?

Yo crea que cuando reventabas


un grano, lo primero que sala era
la grasa y luego la sangre. Con el
Quiste, sin embargo, no fue as.
Seora me dijo Rodrigo,
no deberais estar aqu.
Bueno pens, es que se
han propuesto todos decirme lo que
tengo o no que hacer?.
Repugnante es el nico adjetivo
que se me ocurre. Todo sangre, ese
hombre era una bola de sangre. Lo
haba puesto todo pringando. Hasta
en el techo haba manchas. No fue
considerado ni en la hora de su
muerte.
Qu asco dije.
Sancho pareca deshecho. Se
acerc al despojo de lo que hasta
hace poco haba sido su amigo y
apoy sus manos sobre l, sobre su
sangre.
No va a volver a tocarme con
esas manos, pens.
Rodrigo se me acerc y me
cogi por el brazo. Es curioso,
porque en ese momento tuve deseos
de desmayarme.
De pronto pareci que a mi
marido le acometa una fiebre
inusitada. Agarr la empuadura
del pual que asomaba del cuello
de esa bola deforme que haba sido
el Quiste y tir con fuerza.
Sus ojos relampaguearon
cuando se gir para mirarme.
Qu es esto?! pregunt
tendindome la mano.
Bueno, y yo qu s
exclam sin mirar.
Fijaos con atencin, Beatriz,
que tenis que saberlo.
La sangre acudi a mis mejillas
en oleadas. Me agarr con ms
fuerzas al brazo de Rodrigo.
Es mi susurr.
S, vuestro pual.
Lo primero que pens: Qu
asco, no volver a utilizarlo. Lo
segundo: Cmo habr llegado
hasta ah, hasta el gaznate de esa
cosa. Lo tercero que pens:
Blanca!.
Blanca! exclam. Y esta
palabra pareci obrar como un
ensalmo.
Romp a llorar. Rodrigo se
abalanz a cubrirme con sus brazos.
Y mi marido a chillar como un
poseso:
Que la busquen por todo el
palacio, que la encuentren, que la
apresen, que la traigan aqu, que la
juzguen, que la maten, que la maten,
que la maten.
Pareca que estuviera loco de
verdad, que se quisiera precipitar
sobre mi cuello y morderme. Me
agarr ms fuerte a Rodrigo.
Y yo:
No, no, eso no, que es mi
amiga.
Y Rodrigo:
Vamos, seora, tiene que
volver a su cama.
Y yo de nuevo:
Que es mi amiga, no le hagan
dao.
Estaba, lo reconozco,
enajenada. Lo que me dola no era
la versin escabrosa de los dos
cadveres, sino la certeza de que
haba sido Blanca, y no otro, la
culpable de estas muertes.
Me llev casi en volandas.
Apoy mi cabeza contra su pecho.
La tripa, mi tripa, tan grande.
Tranquilizaos, seora. Y yo, a
lgrima viva. Blanca, no. Blanca,
no. Me pasaba un dedo por la
mejilla. Vamos, seora, que no
sucede nada. Que estarn en el
cielo. Y yo: No, el Quiste no, que
era gordo y feo. Y l, que abre la
puerta con el pie (todava poda
escuchar los gritos de mi marido).
Mi pual! exclamo, se me ha
olvidado. Ya lo recuperaris, mi
seora. No os preocupis. Y su
dedo, que dibuja mi mejilla, que
baja por mi cuello, que se detiene
en la perla que cuelga de l.
Empuja la puerta con el costado.
Retiraos todos dice a mis damas
, la seora tiene que dormir.
Una mancha oscura se ha dibujado
en su hombro. Son mis lgrimas,
pienso. Y mis mocos. Y vuelvo a
decir: Blanca!. Me deja en la
cama. Huele a caramelo me
digo su piel. El lecho se hunde
bajo mi peso. Me acurruco.
Escondo mi cabeza en el travesero.
Me tapa. No me quita los
escarpines, los noto, con la mezcla
de sangre y de nieve humedeciendo
las sbanas. Mi pual!. Y l:
Dormid, dormid. Y yo: He de
encontrarla. Y l responde:
Tratad de dormir, que os har
bien. Y acaricia mi frente y hunde
sus dedos entre mis cabellos y me
dejo hacer porque hay algo en su
gesto de mecnico y algo en sus
ojos de hipntico.
Y me duermo.
Cuando despierto, apenas entra
luz por el vano. Un filo se dibuja en
el suelo, justo a la diestra de mi
cama. l, Rodrigo, ha permanecido
todo el rato ah, mirndome. Y
ahora, sobre su mano doblada, ha
recostado su cabeza. Me levanto,
me quito los escarpines y descalza,
me acerco hasta l. Le toco el pelo.
Es suave. Paso mi dedo por su cara
(todava siento la marca que dej el
suyo). Se despierta. Me mira.
Sonre.
Buenas noches le digo.
Sigue sonriendo. Me coge,
dulce y firme, la cabeza entre sus
manos. Noto la sangre latiendo
contra mi piel. O es la suya. Ya no
lo s. Y sus ojos, tan verdes.
Gracias le digo.
Y l entonces, dulce y firme
todava, hunde sus labios entre los
mos como un aguijn. Un instante.
Me retiro. Me siento blanda,
perdida.
Tened cuidado le digo.
Os he hecho dao?
Y yo:
No, no es eso, la puerta est
abierta.
Y sabe que he claudicado. Su
sonrisa se expande, gozosa.
Estis segura?
Y yo respondo:
S.
Y me callo (cuando en realidad
quiero decirle que nunca he estado
tan segura).
Y la respiracin ya no tiene
ritmo. Ya no es ma.
Entonces se levanta. Me empuja
por los hombros hasta el lecho. Me
tumba. La tripa, el nio, forma una
montaa informe sobre las mantas.
No lo miris le digo, la
cubro con mis manos.
Y l se agacha, las aparta, la
besa.
Por qu no habra de
hacerlo? pregunta. Sois vos.
Me mira mientras sus manos
bajan hasta mis pies. Encojo los
dedos. Quiero que sean pequeos.
Hacerme pequea toda yo.
Y comienzan a trepar por mis
tobillos. Los besa tambin.
Rodea con sus dedos mis
gemelos. Y su piel, que es spera,
me recorre entera. Sube por mis
muslos como una araa, pienso.
Me hace cosquillas, ro. Y l
tambin, remos los dos con una
risa simtrica.
No se detiene en mi tripa.
Agarra el corpio, lo muerde.
Escucho el sonido de su mandbula
al cerrarse. Lo huelo, todo l y es
amargo, su olor es amargo. Y
necesario.
Es esto el vrtigo?, me
pregunto.
No, no veo la cara de mi
marido, no veo al Quiste, no veo a
Blanca. Me veo a m misma, tirada
en las mantas que antes fueron
testigo de mi enfermedad y que
ahora lo son de mi amor.
Se me llena la boca.
Amor, repito.
Y l: S, s, amor.
Su barba es ahora la que
recorre mis muslos.
Y luego el cuello, sin detenerse,
como si supiera perfectamente por
dnde ha de ir.
Y un escalofro. Soy infiel
me digo. Ahora soy como l. Ya
no podr juzgarlo.
Qu te pasa?
Quiero decir: Que tengo
miedo. Que tengo un nudo en el
estmago. Que te deseo y no.
Porque ahora soy infiel. Que te
necesito. Que ahora eres mo. Pero
contesto:
Nada, seguid.
La infelicidad me digo es
necesaria en el matrimonio. Pero
no fuimos nunca un matrimonio,
slo ante los ojos de Dios. Y Dios
no mira, no ve nada. Y yo no tengo
a quin serle fiel o infiel.
Espera digo.
Y me levanto. Dbil, la sangre
baja por mi cuello, de nuevo.
Me llevo las manos hasta la
cadena, me quito la perla, la arrojo
hacia la pared. El sonido es tenue.
Ahora digo.
Es tristeza me digo esto
que siento. Y nostalgia. Porque lo
he quemado. Ya no queda
inocencia. Y quiero llorar de nuevo
por esa prdida. Hagmosle un
funeral a su altura. Que le canten
alabanzas. La pureza.
Djate llevar me dice.
Y suena a poema.
Pienso en Blanca, en que
querra pedirle su opinin. Decirle:
Qu creis? Hago bien?. Pero
no est porque ha matado al Quiste,
a la cocinera y posiblemente me
quisiera matar a m. Y ahora vivo
en un castillo plagado de fantasmas.
Besa mis pechos, que son
grandes. No los reconozco.
Su saliva va dejando un rastro
sobre mi cuerpo. Puedo dibujar la
forma de sus besos. Hundo mis
manos en su pelo, detrs de sus
orejas.
El pecado de la concupiscencia.
Hacemos mal? le
pregunto.
Me mira con ese verde que es
puro.
Mal, Beatriz?
Y pienso en el mal, en todo lo
malo que he hecho en la vida, en mi
infancia, en la adulta que fui, que
soy. Y me digo: No, esto no est
mal, es perfecto. Pero me siento
dbil. Y el miedo.
No, no os preocupis.
Se tumba a mi lado.
No quiero perderlo. Ha sido
creado para m.
Ahora soy yo la que lo desnudo.
Mis manos tantean su ropa, sus
calzas, que caen hasta la altura de
sus tobillos, las empujo con mis
pies.
Pruebo sus labios. Y me saben a
todas las mujeres a las que ha
besado antes que yo. No soy nica.
Nunca lo ser. En ellos est su
memoria. El alma de todas. Se
quedaron atrapadas como se
quedar la ma. Tiene cientos
pienso, cientos de mujeres que
conocen el sabor de su sudor, que
han besado cada trozo de piel que
yo bese. Y las seguir teniendo
mientras est conmigo.
Y las tendr cuando yo no est.
Pero ahora es mo, esta noche es
mo. El verde de sus ojos. Mo. Y
los beso con fuerza porque quiero
hacerle sangrar, marcarle, s, como
a los cerdos, con el sello de mis
dientes en sus labios y que la
prxima vez que otra lo bese, diga:
Aqu, en este sitio exacto, sabe a
Beatriz.
Ay dice.
La boca se me llena de sangre.
Y ro. Porque ya no soy dbil. Su
sangre me ha henchido. Y ya
podemos ser slo uno.
Su cuerpo, como labrado. Sus
msculos en tensin. No tengo
miedo de su cuerpo porque es mo.
Del todo.
No hay posiciones. No es un
juego de ajedrez. Es un reencuentro.
Ser grande, sentirse poderosa.
Reina. Madre. Entender de pronto
qu es la vida (tener los ojos
grabados en la retina de todos
aquellos que murieron, del sonido
gorgoteante de la sangre del
Quiste).
Y luego ser ritmo, en su estado
ms perfecto. Convertirte en tiempo
y superarlo, por unos instantes. Que
no exista nada ms: el cuerpo y el
alma perfectamente unidos y luego
ni eso porque ya ni cuerpo, ni alma,
ni Beatriz, ni Rodrigo. Y gritar para
recuperar la conciencia. Chillar
todo aquello que te comprima y
extenderte, toda t, sobre el cuerpo
del hombre que te ha llenado.
Lo bes, despus, en la frente (y
su sudar era dulce).
Mira le dije sealando a
mi tripa, ahora ya te reconoce.
Dormimos abrazados, el uno
junto al otro.
Que no se entere tu marido
me murmur.
Pens: Por qu no? Importa
en realidad? Dnde est la gracia
si no?.
Le pregunt: Rodrigo, dnde
nacisteis?.
Os molestara si hablramos
maana?
Por supuesto que no. Buenas
noches.

Sancho ya lo saba, lo supo


desde el principio. No pas ni dos
das antes de que me citase en su
alcoba.
Llam a la puerta. Nunca haba
estado all, pero todo me era
familiar, como si ya lo hubiese
vivido, supongo que porque era su
naturaleza y no la decoracin la que
lo llenaba todo.
Pasad, sentaos dijo
mientras me indicaba una silla de
tijera.
Tom asiento como todas las
embarazadas: echando la espalda
para atrs, agarrando con una mano
el reposabrazos y con la otra
sujetndome la tripa (como si se
pudiera caer). El, ya sentado justo
en frente, me miraba con atencin.
Bien dije, qu
querais?
Hablar con mi mujer.
Mal comienzo pens si se
dedica a tratarme como una
posesin.
Bien, mi marido repuse,
vos diris.
Querra que comentramos
todos los hechos pasados.
Qu hechos?
Pues la desaparicin de
Blanca, el asesinato de la
cocinera
De Vigila le interrump.
S, de Vigila. Y de don
Pedro.
Y de Ins.
De Ins?
S, la mujer que salt.
Asiente, pasea su mano por el
mentn.
Tenis buen aspecto. Os ha
vuelto a crecer el pelo.
No os desviis, Sancho.
No me desvo, Beatriz.
Vuestro pelo es importante en todo
esto.
En qu sentido?
En que era Blanca quien os
envenenaba.
Cmo lo sabis?
Me lo dijo ella.
Quiero hundirme all mismo.
Hundirme en lo ms profundo.
Vos tambin lo creis?
Pero no me habis
escuchado? Lo s!
Me miro las muecas donde
haca tantos aos me hice los
cortes. Ahora slo quedan surcos,
como un ro que se deseca.
Y mi aya entonces?
Pues posiblemente la matara.
Por qu no hicisteis nada? Por
qu os callasteis? Sois hermano
del rey! Dnde queda vuestro
poder, dnde vuestro honor?! S la
respuesta. Es como yo. Ciego por
Blanca como yo lo estoy con
Rodrigo.
La matara repito.
Y a la cocinera, y al Quiste.
Ahora resulta me digo
que Blanca era una loca peligrosa
que iba matando a todos.
Y de pronto recuerdo a mi
hermano Fernando y su coleccin
de animales. Recuerdo la cesta
donde almacenaba los ratones.
Mira me deca. Se violan. Se
abalanzan los unos sobre los otros,
incluso en grupo. Y yo lo miraba,
el futuro rey observando el
comportamiento desviado de los
ratones de campo. Y luego: Mira,
las cucarachas nunca se separan de
las paredes. Intntalo. Y yo:
Ests de broma? (los bichos,
moviendo las antenas). Entonces l
los coga y los dejaba en medio de
otra cesta y los repugnantes insectos
corran hacia la pared y se
quedaban quietos (moviendo las
antenas). sas eran, recuerdo, las
cucarachas que coga Juan para
descabezarlas y dejarlas en las
camas ajenas.
Mira los murcilagos. Qu
solidarios son: regurgitan, sangre
incluso, para alimentar al
compaero. Y yo: S, una
delicia de animales!.
Sabes que los pjaros no
hacen pis?.
Y luego su mana de las abejas.
Sabes qu?. Y yo: No, claro
que no. Que las abejas reinas,
tras el apareamiento, echan a los
znganos del panal. Ah, s?.
S. Y tras das mueren de hambre.
Aproximadamente tres.
Aprenda mucho con Fernando.
Blanca, la pobre zngana sin
panal. Dando vueltas por ah.
Ah, pero yo crea que
pensabais que la haba matado yo,
que era mi pual el que se haba
encontrado.
Se levanta, me coge las manos.
Vos? Serais incapaz.
No s por qu, pero el
comentario me duele.
Pensis que no podra
hacerlo?
S.
Pues el pual era mo y os
ruego que me lo devolvis.
Est bien. Con una condicin:
que me digis dnde se esconde.
Sus manos me repugnan:
Perdn? Que yo os diga
qu? me ro, con mi risa ms
cruel. No os equivoquis, que si
alguien lo sabe sois vos, y no otro.
Me suelta de pronto y se da
media vuelta. Me habla de
espaldas.
Porque fuera mi amante
tendra que saber todo lo que hace?
Es lo natural, no?
Acaso vos sabis lo que
hace don Rodrigo?
A qu os refers?
Beatriz, que os tengo por
inteligente, no disimulis. Lo sabe
todo el mundo. Vuestra discrecin
brilla por su ausencia.
Y l se atreve a decrmelo!
No consiento que me hablis
as. De hecho, creo que hemos
terminado esta conversacin.
Me pongo de pie. Me coloco el
traje.
Vos habris terminado, pero
yo no, porque por ms que os pese,
los dos vamos a ser padres.
Vos lo seris, no yo. Este
hijo no es mo.
No digis sandeces.
Aunque contino os
debe de resultar normal: debis de
tener el mundo lleno de vuestros
hijos.
No replica con rapidez,
slo tengo ste se corta,
enrojece.
Se siente atacado, pienso al
ver cmo se lleva la mano al
costado. Aprovecho su debilidad.
Siempre me sent hombre: atacando
hasta el ltimo momento, sin
conmiseracin para con los cados.
Y eso por no hablar de todos
aquellos que no tuvisteis. O s?
Porque quin me dice que el hijo de
vuestro hermano, el de Ins, no era
en realidad vuestro.
Beatriz, desvariis.
No, no lo hago y lo sabis.
Vais a negar que os acostabais con
Ins?
La bruja?
Silencio, espero que contine.
Pronto ser la hora de comer. El
nio tiene hambre, se revuelve. Yo
tambin, quiero salir de all, me
sofoca el ambiente, me aplasta. No
lo soporto, no aguanto a ese hombre
que no deja de mirarme. Sus ojos,
tan oscuros, tan diferentes a los de
Rodrigo. Rodrigo! pienso,
dnde estis?.
S, como vuestro amante,
capaz de embotar a los ms
cuerdos. Si supierais, Beatriz, con
todas las que se ha acostado!
Eso no es de vuestra
incumbencia.
Tenis razn. Y no lo sera si
l mismo no lo pregonara a los
cuatro vientos.
No hace eso, ments.
Estoy cansada de estar de pie.
He de irme. De esto no saldr nada
bueno. No tiene sentido. Esta
conversacin es absurda.
Se re y su risa me sobrecoge.
Preguntadle a Ins, ya que
tanto hablis con ella de las
aventuras de semejante caballero.
Es el siervo de vuestro
hermano!
Se re, an ms fuerte.
Y qu? Acaso porque sea
mi hermano tendra que quererlo?,
y cunto menos a su siervo, a un
cretino integral como don Rodrigo!
Resulta despreciable. Una rata
no estara a su altura. Pienso en
Fernando, l encontrara un animal
mejor con que compararlo.
No, de vos no se espera tal
cosa. Querer? Vos?
El tambin se pone de pie.
Y vos? Me vais a ensear
vos lo que es el amor? Alma
frgida, el ser ms egosta que ha
pisado la faz de la tierra.
Cmo se atreve? No s en
qu momento me digo el
mundo ha comenzado a ir al revs.
Ahora es l el alma amorosa de la
habitacin! El, que tiene la
delicadeza de una estaca.
No he venido aqu a ser
insultada contesto, con mi tono
ms fro. Me voy. No intentis
volver a detenerme.
Idos. No tenis ni idea de lo
que es ser ultrajada.
Me parece que vos tampoco.
Se deja caer sobre la silla.
Sabis lo que es vivir
siempre a la sombra de un hermano
cuyo nico mrito es ser mayor?
su voz es ahora meliflua.
Sabis lo que es ser la
mayor pero por ser mujer tener
vetado todo? me giro, con rabia.
Qu sabr l? El seor conde
de Alburquerque y de Haro y de no
s cuntos seoros. Y yo qu, la
hija del rey, la hermana del rey, la
esposa de mi marido, la madre de
mi hijo. Y nada ms.
Si supierais todo lo que s yo
del rey, comprenderais por qu
Ins se tir por la ventana.
Me siento yo tambin, de nuevo.
Ins?
Habla como si yo no estuviera
all.
Se tir, estoy convencido.
Empuj al nio y detrs fue ella.
Estaba cansada de l, de que le
pegase, de que da s y da tambin
la cogiese por el brazo y la
amenazase con arrojarla fuera del
castillo.
Y la reina?
Callada, por miedo, que no
sabis el carcter que gasta mi
hermano me mira, largo. Nos
odiaba a todos, incluso a nuestros
padres. No poda perdonar ser el
bastardo, no ser el heredero
legtimo. Y lo pagaba con
cualquiera que tuviera a mano.
Mejor cuanto ms dbil. Y yo,
Beatriz, era de sus hermanos
pequeos. Y tan bastardo como l.
Nos encerraba en bales, nos
untaba de brea, nos obligaba a
comer
No me da pena, pienso. Es
penoso, s. Pero no siento tristeza
por l.
Entonces la conocais
Como todos, Beatriz. No era
una santa. Pero no se mereca
acabar como acab.
Defenestrndose.
Se regodea en la palabra.
Este alczar est maldito
murmuro.
S.
Y cundo nos vamos?
Cuando deis a luz. No
podemos arriesgarnos,
comprendedlo.
Y eso me siento. Como un
estuche. Qu ser de m cuando me
vace?
Muy bien, quedmonos. Vos
veris.
No me hablis en ese tono, no
me gusta.
Como si a estas alturas me
importase un ardite lo que os gusta!
Me voy. Ya no aguanto ms esta
pltica.
S, id. Volved con l. Es lo
mejor.
Me alegro de que lo
reconozcis.
Me he vuelto a poner de pie.
Con tanto ejercicio pienso,
no me extraara ponerme de parto
ahora mismo.
Espero que os satisfaga por
completo.
Creo, seor, que eso ni os va
ni os viene.
Sois mi mujer.
Bien pronto lo olvidis
cuando os llevis a quien queris a
dormir con vos.
Qu poca idea tenis de la
vida.
Porque no he tenido un
maestro como vos.
Como todas: ignorante,
desalmada, cobarde.
Estallo:
Y vos: pacato, palurdo,
acomplejado.
Cojo el picaporte. Lo aprieto
con fuerza. Lo giro.
Un momento, Beatriz, quiero
deciros una cosa su voz es
cansada. Todo en l, tan cansado,
como viejo.
Qu? suena seca mi voz.
Sabais que los ojos se
oxidan?
Qu?
Est loco, es un demente, mi
marido est fuera de sus cabales. O
acaso sea este castillo, que nos
vuelve a todos locos.
Mis ojos, que eran grises. Y
ya no. Ahora son oscuros. Como
vos.
Resoplo y cierro la puerta de un
golpe.
Sancho era en realidad el
noveno de diez hermanos. Pero en
el momento de nacer ya tres haban
muerto antes que l. Y slo uno le
sobrevivira: precisamente su
hermano, el rey Enrique. Pedro,
Sancho, Tello, Fadrique, Enrique,
Fernando, Juana, Juan, Sancho y
Pedro. As se llamaban por orden
de nacimiento.
Su madre no lo tuvo muy difcil
para encandilar a Alfonso XI y las
crnicas se hacen eco de la
influencia que lleg a ejercer sobre
l. Como Ins, mi madre, vena de
una familia rica, duea de extensas
tierras y que, como ella, no hubiera
necesitado de la sombra de ningn
rey para dar su paso a la historia.
Pero su amor fue ms grande y ste
le cost la vida.
Mientras vivi su amante,
Leonor tuvo una existencia
desahogada en la que poda dedicar
todo su tiempo a sus hijos. A pesar
de que nunca se sobrepusiera de la
temprana desaparicin de dos de
ellos: Sancho el Mudo y Fernando,
el advenimiento de los siguientes
colmaba en cierto modo el vaco
que haban dejado los vstagos
fenecidos. As, cuando Sancho, mi
marido, naci, poco podra prever
lo difcil que sera su vida en el
momento en el que su padre y su
madre desaparecieran. Lo tenan
todo: una madre que viva volcada
en su educacin, un padre al que, a
diferencia del mo, lo que ms le
importaba era su familia (la nueva,
la que se haba buscado, no la
legtima), una casa con jardines y
fuentes y preceptores encargados de
su educacin. Cuando iban a misa,
sus convecinos los aceptaban como
miembros de la nobleza. Y es
curioso porque, aunque Leonor, a
diferencia de mi madre, nunca se
casara con su amante, siempre fue
mejor aceptada en su reino que Ins
en Portugal.
Sancho era un nio tmido, de
ojos grandes y pelo rizado y negro.
Tena las manos blancas y grandes
y con ellas se agarraba a las faldas
de su madre cuando sus hermanos
se metan con l. Era delgado,
pequeo y a veces, al hablar,
tartamudeaba. Pronto aprendi que,
entre las peleas de los hermanos,
era mejor mantenerse apartado de
Tello y de Enrique. El primero, de
carcter irascible, tena un
derechazo capaz de hacerte caer de
espaldas con un solo golpe. No
obstante, su inteligencia no tena
punto de comparacin con la de
Enrique. Entre los dos formaban el
tndem perfecto: uno pensaba el
golpe y el otro lo ejecutaba. Ya
desde pequeo, Enrique demostr
sus dotes de liderazgo. Los mejores
aliados de Sancho ante sus envites
eran Juana y Fadrique, quien, a
pesar de ser gemelo de Enrique, no
tena nada que ver con l. Fadrique,
sin ser tan listo, era mucho ms
valiente y su dominio de las armas
le permitira, llegado el da,
convertirse en el Maestre de
Santiago. Posea adems una
capacidad asombrosa para
inventarse historias. Y siempre
pronunciaba las palabras justas
para consolarlo. Pero dejara de
hacerlo precisamente el da de la
muerte de su madre.
Primero fue el padre quien, en
1350, mora en el asedio de
Gibraltar vctima de la peste. La
viuda legal, llegado este momento,
se vio con las manos libres para
hacer con aquella que le haba
robado el marido, Leonor, lo que
quisiera. Porque ancha es Castilla.
La atrap primero y la encerr en el
Alczar de Sevilla. Posteriormente,
fue trasladada a Carmona. Y desde
all, la muerte no se hizo esperar.
Corra el ao 1352 y mi futuro
marido, Sancho, slo tena nueve
aos.

Blanca, como los znganos,


apareci tres das ms tarde. Qu
podra decirme ahora Sancho?
13

(DEL PADRE).

M i abuelo muri una semana


despus de que se fuera mi
hermana. No s si por la derrota
que le haba inflingido las hordas
de mi padre o por la pena que le
produca el saber que nunca habra
de volver a ver a Mara.
Se lo encontraron tieso en la
cama. Los ojos abiertos, una mano
tras la cabeza, la otra colgando por
el reborde, los dedos tambin
abiertos, la lengua fuera, ladeada, y
la mandbula tan cada que tuvieron
que desencajrsela para poder
prepararlo para su funeral.
Siempre cre que la muerte por
vejez era menos pattica que por
decapitacin. Me equivocaba.
El cuerpo de mi madre se vea
en su muerte delicado y, a pesar de
haber sido privado de su cabeza,
todava latente. Sangraba, s, pero
daban ganas de abrazarlo, de poner
la mano sobre el lmite de la herida
y hablar hasta que dejara de emitir
esos sonidos que eran como
gorgoteos o estertores.
El cuerpo de mi abuelo daba
ganas de cubrirlo con una sbana
para luego cogerlo por las puntas y
llevarlo as, directamente, hasta la
tumba que se haba hecho labrar
para la ocasin.
Privado de todas las joyas y
oropeles con las que sola vestirse,
se vea como lo que en realidad
era: un viejo que ha decidido dejar
de vivir. Los huesos eran bultos
deformes, como montaas. Las
piernas ligeramente abiertas, tan
delgadas. Y la boca, cual agujero,
como las de los peces que sacan del
agua y se ahogan.
Sus ojos vidriosos, que ya no
son tan oscuros, sino que estn
grises y el iris tambin, baado de
venas rojas.
Est seco y rgido. Me recuerda
a un trozo de carne que se ha
cocinado demasiado. Incluso puedo
percibir el olor a chamuscado que
desprende.
Nadie se acerca para cerrarle
los prpados. Los sentimos en
nuestra imaginacin, blandos,
resbaladizos (escondemos las
manos disimuladamente tras la
espalda).
No hay lloros, nos amparamos
en la excusa de que estamos
demasiado afectados. Ha sido
demasiado imprevisto decimos
como para reaccionar.
Al final alguien se acerca y
hace lo que haba que hacer: coge
la sbana, lo cubre y se santigua.
Ya vendr quien sea a prepararlo
para su funeral. Alguien tambin se
acerca a la ventana y la abre, entra
el aire y se lleva el olor a carne. Se
ha muerto el rey; sin embargo, en el
ambiente flota la impresin de que
el que acaba de pasar a la otra vida
no era ms que un hombre corriente.
Una vez vi a un ahogado. Lo
haban sacado del ro empujndolo
con un palo. Tena la cara hinchada
y tambin la tripa. Como mi abuelo.
A pesar de su delgadez, la tripa de
mi abuelo sobresala como si en el
ltimo momento de vida, alguien le
hubiera propinado un puetazo en
ese preciso lugar. Mi abuelo
dorma desnudo. Me re, entre
dientes. Ni siquiera en ese momento
sent pena por l, no me engaaba.
Estaba convencida de que hasta el
ltima instante l me haba
detestado. Dejar de hacerlo no slo
hubiera sido absurdo para m, sino
que l tampoco lo hubiera querido.
Coherencia ante todo.
Me dijeron que se haba muerto
de viejo. Nios, vuestro abuelo
vivi una vida larga y fecunda,
Dios lo ha llamado a su lado. Pero
yo estoy segura de que se muri de
un atracn, que por una vez haba
dejado su poltica ahorrativa y que
se haba despachado a gusto con las
reservas que guardaba en su bal
porque al abrirlo no haba el menor
rastro y tan slo un ligero tufillo a
salchichn.
No bien haban dejado de
doblar las campanas a difunto
cuando coronaron a mi padre. A rey
muerto, rey puesto. Si el entierro
del abuelo fue casi un trmite (su
piel cerlea ya no impona respeto
a nadie: lo encerraron bajo la
piedra y lo sellaron con ese olvido
que yo, cuando todava senta por l
algo cercano al odio, le dese). La
coronacin se prolong durante
das. Sacaron araas de todas
partes. Desempolvaron alfombras,
cortaron flores, cosieron y
recosieron trajes siguiendo las
nuevas modas.
Me vistieron como una mueca,
me llenaron de polvos, me
hundieron horquillas en el cuero
cabelludo y para terminar mi
proceso particular, colgaron una
cadena gruesa en mi cuello que al
andar sonaba como un cencerro.
Luego, cubrieron mi pelo,
empolvaron mi escote, perfumaron
mis manos. Hasta que dej de ser
yo.
Pareces otra, me dijeron.
No, no pareca otra, me haban
convertido en otra: en la que ellos
queran porque era la que mi padre
buscaba. Y su futuro, el de los
nuevos sbditos, estaba en la
felicidad de su monarca y con tanto
brocado y tanto tejido y tanta
puntilla era la que ellos buscaban,
la mueca del talle flexible con la
cara de Ins.
Haba vuelto del mismo modo
que se fuera. Si cre que en algo
cambiara, esper en vano.
Ins, dijo l.
Durante su ascenso al trono, me
miraba. Y eran iguales sus ojos. El
tiempo haba pasado, yo me haba
transformado y l no.
Aplasto la cabeza entre mis
manos, reclinada miro el techo, las
paredes, las vidrieras, el rosetn
que est a mis espaldas donde
quisiera perderme. Ha vuelto
pienso. Mi padre ha vuelto para
estar conmigo.
Y rezo, mientras tanto, en voz
alta porque estn coronando a mi
padre y Deo gratias, exultate,
jublate. La baba se desliza como
procesionarias sobre mis manos. Y
ya no s si es saliva o son lgrimas.
Y rezo.
Mientras el abuelo viva, estaba
a salvo. Lo odiaba, nunca me lo
negu, pero prefera vivir con ese
odio que sala de m y acababa en
l a continuar con esa sensacin
nueva que poda experimentar all,
agachada en esa iglesia que no por
tener una altura elevada deja de ser
sofocante. Ya no soy inconsciente
me digo, la inocencia se ha
perdido (y pens que era para
siempre cuando, sin saberlo, la
perdera una y otra vez, todava
muchas veces). Al menos con el
abuelo pienso tena la fortuna
de encontrar una lnea paralela que
me confirmaba que mi odio y el
suyo no eran estriles, sino
perfectos en su dualidad. Al menos
con el abuelo poda reconcentrarme
en mi rencor y vaciarme de
cualquier otro tipo de sentimiento.
La inquina lo llenaba todo y con eso
me bastaba. No buscbamos nada
ms. Convivamos con nuestra
aversin: l y yo, tan montona
como repetitiva. Pero ahora mi
padre ha vuelto y soy consciente de
que voy a caer una y otra vez en la
bsqueda del no pensamiento, del
estado de laxitud en el que no se
quiere ni el conocimiento ni la
comprensin. Mientras odiaba no
sufra, pero ahora, lo s, volver el
dolor, de nuevo. Y tardar en
aceptarlo. Tengo sed, me ahogo.
Murmullos a mi alrededor. La
iglesia est llena. Se forman nubes
de vaho por encima de las cabezas.
Queman incienso. Y es olor a
santidad que ensucia porque se
mezcla con el sudor, con los
perfumes, con el barro porque antes
de entrar llova y puede que siga
hacindolo.
Al lado de este palacio, me doy
cuenta, no hay ro al que huir. La
suciedad pienso tendr que
empezar a ser parte de mi vida.
Acostmbrate, me digo.
Porque fue durante la
coronacin cuando la certeza lleg,
tan grande como terrible, y supe que
daba lo mismo que yo olvidara a mi
madre, que aquellos rasgos que en
su momento fueran tan ntidos se
hubieran diluido en mi memoria,
que ya no pensara ni en su muerte ni
en su vida, si todos aquellos que me
miraban (sobre todo a travs de los
ojos de mi padre, el nuevo rey)
vean en m a la difunta, a la que
nadie quera olvidar.
He de resucitarlos, a los dos.
De nuevo mi padre y mi madre.
Volver a traerlos, de golpe, al lugar
que nunca han abandonado.
Me siento pequea, rodeada de
gente que no me ve. Las velas
humean. Dicen que estarn
encendidas hasta el da que Cristo
muera. Los cirios tan grandes.
Desde las columnatas, los demonios
se retuercen. Tienen los ojos
salidos, las lenguas partidas por la
mitad. Estn hechos en piedra
me digo, son de piedra. No
sienten.
Y la comprensin de que una
vez comienza el dolor, ste va
tejiendo su red y ya es difcil
librarse de l (y si lo hiciera, sera
mutilada, un ser incompleto, un
monstruo, formaba parte de m).
Lo miro all, sentado frente a
nosotros, con esa capa que huele a
polilla, a polvo, que parece manida
a pesar de que se hayan pasado toda
la maana cepillndola.
Sus manos agarraban lo que
pareca un cetro. No haba visto
cmo el obispo se lo entregaba,
pero poda imaginar su cara de
orgullo, de arrogancia, de falsa
modestia. Sus manos grandes y el
cetro, tan grande tambin, atrapado
entre ellas. Encaramado al trono, en
aquel sitial que lo eleva por encima
de nosotros. Lo aferra con
posesin, seguro de s mismo. Es
suyo, ya es suyo y nadie se lo va a
quitar.
El coro comienza a cantar. Sus
voces son como las de las cigarras,
hirientes.
Y mi dama, que sigue a mi lado:
Nia, recta, guarda la postura, no
llores, deja de ser t, convirtete en
lo que yo quiero, en lo que
queremos, que eres hija de tu padre,
el rey, y l ya tiene el cetro y todo
es suyo y tu eres su hija y busca tu
bien.
Y las mujeres suspiran como
tontas y se rifan quin ser la
primera en llevrselo a la cama,
porque ya no se acostarn con el
hombre, sino con el cetro.
Dios, que lo ve todo. Pero ya
no, porque est en el sagrario y lo
han encerrado y su cuerpo me
quema en la lengua y lo escupira si
no tuviera a mi dama al lado, que
me mira con esos ojos saltones, que
frunce los labios y que hace ese
ruido como de sapo que le sale de
la garganta, y que no dudara en
pegarme si me viera sacndomela.
Al otro lado, Fernando y Juan.
Tambin reclinados pero tan serios
que parecen estatuas y tan formales
que la gente que los ve mueve la
cabeza y dice: Idnticos a su
padre (porque nadie busca en
ellos los rasgos de sus madres).
Y mi otro hermano llora en
brazos de su ama, que lo aprieta
contra s y hunde su cabeza en su
pecho, pero el infante, que no es
Dions, sino otro hermano nuevo, no
se calla.
Ese nio representaba, aunque
en ese momento no me diera cuenta,
la confirmacin de la derrota. El
instinto de mi padre haba vencido
y por eso le coronaban rey y por
eso yo, que era su hija, tendra que
admitirlo en mi lecho.
Otro nio sin madre.
Me pregunt, sin embargo, el
porqu de que mi padre mantuviera
a mi otro hermano, Dions, lejos de
nosotros y que trajera a esa nueva
criatura tenida Dios sabe con quin
a vivir a palacio. ste es vuestro
hermano, dijo. Un nuevo hermano
nacido en la guerra paternofilial.
Una madre sin hijo. Qu habr
sido de ella?, pens. Quiz haya
muerto, pens. Tuvo suerte.
Forjado, me diran, en una noche de
batalla. De ah, supongo, el espritu
vengativo que guiara despus la
vida de aquel nio, su necesidad de
sangre, la necesidad de derrotar por
el placer de hacerlo, de humillar.
ste es vuestro hermano. Nadie
se sorprende. Juan y Fernando
detrs. Yo me acerco y pongo mi
mano sobre su frente y l abre su
boca y llora, la campanilla le
tiembla.
Sera rey, algn da: ese nio
que fue llamado Juan, como mi
hermano, y al que colocaron el
apellido de primero cuando accedi
al trono. Juan primero, fundador de
la dinasta de Avis. Lo apodaron
tambin el de la Buena Memoria
porque supo borrarnos a nosotros,
los otros bastardos, de las de todos
nuestros sbditos y quedarse, ya l
solo, con todo el poder. El grande,
el grandioso, el padre del pueblo.
Fernando y luego l. Un rey tras
otro. La historia contina. Y mis
hermanos y yo: Juan, Dions y
Beatriz, los hijos de mi madre,
relegados del trono, abocados al
olvido.
Y, sin embargo, puedo decir
que fuimos los que ms entendimos
los resortes del poder, los que los
vivimos hasta sus ltimas
consecuencias. ramos, aunque no
lo quisiramos, los que llevbamos
la sangre ms pura de mi padre, los
legtimos herederos de su estirpe, la
que empezara con Alfonso I el
Conquistador y que algn da
terminara con la muerte de mi
hermano Fernando (que ha pasado a
las crnicas, muy equivocadamente,
como el Hermoso). Juan de Avis no
tendra que haber heredado nunca,
pero lo hizo. Y ya no ser yo quien
discuta su proclamacin. Puede que
no lo aceptara como hermano, que
por llegar el ltimo y en
circunstancias que mi padre nunca
se avino a explicarme, no lo
quisiera demasiado, pero nunca me
opuse a l como rey.
Nuestro destino estaba escrito,
pero no como hijos de Dios, sino
como hijos de mi padre.
Volver, me dije. Ya lo haba
hecho. Mi padre haba regresado.
Dions, pienso. Mi nio, lo
ltimo hermoso y bueno que hizo mi
madre, y quiz, por primera y
ltima vez, lo echo de menos.
Dions poda servirme de escudo,
ser la empalizada cuando mi padre
no viera ms all de mi cuerpo,
pens. Y fuera deseo y lujuria todo
l. Otra vez, lo quera a mi lado
pero slo por la proteccin que
poda otorgarme. Mi padre es rey
ya y nadie, y mucho menos yo,
podr detenerle en sus deseos.
Mi Dions, suplantado por ese
otro nio que es rojo debajo de los
encajes y que an huele a sangre y a
lquido amnitico. Ese nio es otro
nio, no forma parte de nosotros.
En Fernando e incluso en Mara
poda descubrirme a m misma.
Pero en ese amasijo de lloros y
babas y vmitos y eructos que slo
sabe exigir (incluso cuando deja de
llorar) no encuentro ni un hilo que
nos una. Con l nunca se rompi la
red porque nunca la hubo. Llegara
a rey pero sera sangre nueva que
acabara con la antigua, con la de
sus mayores, con la de todos
nosotros. El nio de la guerra
comenzara una nueva dinasta en la
que, siempre segn l, slo haba un
horizonte de paz conseguido a
travs de la guerra, eso s.
Salimos de la iglesia. l
primero, luego nosotros. Su capa
arrastra, larga, y al llegar a la
puerta se la recogen para que no se
pringue en la porquera de la
entrada. Nosotros la sentimos,
insegura, debajo de nuestros pies.
Nos cubre hasta la altura de los
tobillos. Andamos sobre ella,
siguiendo una fila recta que ms
parece un cortejo fnebre. Vuelve a
llover y el agua deshace peinados y
moja trajes, puntillas, y las gotas de
lluvia repican en las espadas de los
caballeros que van detrs de
nosotros. Qu crees que va a
suceder ahora?, me pregunta Juan.
A su lado, Fernando, tan iguales los
dos, me doy cuenta de pronto, que
pienso que Ins tena razn, que los
tres (los cinco con Mara y con
Dions) podamos haber sido hijos
de la misma madre. No lo s, Juan.
Supongo que continuar aqu, en
palacio. Y quiero decirle:
Comportarnos como nos educaron
siempre, como hijos de reyes, vivir
con l. Aparentar a todas horas,
vivir en esa apariencia que ser
nuestra vida de ahora en adelante.
Y no te sientas bastardo quiero
decirle porque los dems no nos
ven as. Hemos sido aceptados.
Quiero decirle: Juan, a partir de
ahora tendrs que aprender a ser
ms hombre, dejar de coser, amar
la caza, ir a los prostbulos. Y yo
tendr que ser ms mujer. Y
Fernando, aprender a ser ms rey.
Sonro: No te preocupes, que ya
vers como todo va a salir bien.
Coge mi brazo y lo aprieta con el
suyo contra su cuerpo.
Cae la noche. Me recuesto en la
cama. El brasero a los pies,
todava. No me levanto para
quitarlo. En la palangana se han
quedado los afeites, los aromas, los
trazos tras los que escondieron mi
verdadero ser: mi edad. Cubro mis
piernas con las sbanas como si
ellas fueran las ms desprotegidas
. Me estiro como si quisiera
rebasar los bordes o hacerme
grande, saber que estoy sola en la
cama, ser consciente de que no
siento ausencia, que la soledad
buscada no es soledad.
Pero esa noche no aparece, ni la
siguiente. Duermo sin sueos,
profundo, porque deca mi madre
que si se duerme as, es como
morir: matar la conciencia.

En mi familia siempre hemos


sido exagerados. Nuestra estirpe
era grande. Los cambios en nuestras
actitudes no podan venir por
hechos casuales, por el simple paso
del tiempo. Nacamos a lo grande y
as debamos morir. La locura
decan es algo perdonable:
cuntos santos, profetas, reyes,
genios no seran en realidad
locos?. La ordinariez era sinnimo
de vulgaridad. Dramatizbamos en
exceso. Y as ambamos u
odibamos. El trmino medio
deca el abuelo es para la plebe
(y resulta curioso que su muerte
fuera de lo ms vulgarcita,
dormido, sin sufrimiento). Mejor
perder la vida por unos ideales que
vivir sin ellos. Y era todo una
mezcla de egocentrismo, de rabia y
de pasin que, aparte de
diferenciarnos, de llevarnos a
cometer los actos ms altruistas,
tambin nos forzaba a hacer los ms
brbaros.
Un grande que no hace grandes
cosas se convierte en polvo de la
historia. Y aadan si esas
cosas son terribles, el paso a las
crnicas se vuelve seguro. Por
eso, tanto mi padre, como mi abuelo
o como mi hermano no dudaron en
sacrificar todo lo que tenan. Lo
llamaron idealismo, cuando era, y
yo lo s mejor que nadie, puro
egosmo. A veces se me podan
escapar las causas profundas, el
porqu de sus actos, pero nunca el
verdadero fin. Y si mi padre hizo
desenterrar a mi madre y la mand
colocar a su lado, slo fue para
escapar de esa vulgaridad que su
padre le haba enseado a temer.
No haba hecho partcipe a
nadie de sus propsitos. Si en
secreto se haban casado, en secreto
habra de coronarla reina. Se
negaba a estar solo en el trono.
Gobernar dijo con la mujer
a la que amo. La sac de su tumba
y mont una parafernalia que,
supongo, y tal como l quera, por
ms que pasen los siglos, se seguir
recordando.
All estaba ella, Ins, mi madre.
Recuerdo que, a pesar de que la
piel se le haba hundido, los
cabellos ya no tenan color
trigueo, sino que pareca que se
los haban lavado con ceniza, que
los ojos, aunque cerrados, parecan
ms oscuros que nunca; su cuello
(unido con una gruesa cinta roja,
como un regalo) segua siendo
igual. Mi madre, cuello de garza.
La mand desenterrar y tras
vestirla con un traje que era mo, la
sent a su lado.
El tiempo se mezcla en mi
memoria y ya no s cuntos das
pasaron desde que l fuera
coronado rey hasta que orden que
rindieran pleitesa a ese cadver en
el que los rasgos de la muerte se
mezclaban con los de mi madre.
Poco, me imagino, porque los
recuerdo, una vez ms, seguidos en
el tiempo, casi solapados.
Uno a uno, la nueva corte que
antao fuera de mi abuelo y ahora
de mi padre se fue acercando al
trono. Uno a uno, doblaban su
rodilla ante la nueva reina, a la que
haban tenido que atar a la silla
para evitar que se venciera hacia
delante. Y todos, aquellas damas,
aquellos caballeros, acostumbrados
ya a las excentricidades de sus
monarcas y a pesar de que su
educacin tendra que habrselo
impedido, no podan evitar poner
cara de sorpresa e incluso de asco
cuando tenan que coger la mano de
la muerta, apenas huesos, y besarla.
Uno a uno, todos fueron pasando.
El saln estaba profusamente
decorado. Mi padre vesta las
mejores galas. Mejores incluso que
las de su coronacin.
Recuerdo a Fernando, a quien
slo el rencor poda unirle a esa
mujer (o lo que quedaba de ella),
sus gestos, su cara porque seran el
adelanto de los mismos que pondra
yo. Lo veo plegar su rodilla y bajar
su cabeza sobre esos dedos que
nunca lo tocaron en vida. Lo veo,
sus manos tiemblan. Gira la cabeza,
la boca contrada, intentando
esconderse en su cara. Sus rasgos
colricos y tristes al mismo tiempo,
como si aorara algo que nunca
tuvo, que acaso poseyera pero que
perdi. Me imagino que su madre, a
la que yo tampoco conoc. Le
sonro pensando que eso podra
acercarme a l, pero su boca, que
se haba vuelto a abatir sobre el
mentn, se abri todava ms con un
gesto de enfado y de asco que ya no
iba dirigido a la muerta, sino a m.
Quiz pens l tambin lo
ha visto: ha comprobado lo mucho
que me parezco a la difunta, a la
que le rob a su padre y le forz a
vivir con el abuelo.
Y me hubiera gustado echar a
correr hacia l, en ese mismo
instante, y haberle obligado a que
viera en m lo que me diferenciaba
de ella, lo que me haca nica.
Ves? le hubiera dicho, mi
pelo es ms corto, mi cara ms
afilada, mis dedos ms largos.
Somos diferentes, Fernando, has de
verlo!.
Y Juan, tan plido como ella.
Tambin la besa; padre asiente y
sonre desde su pedestal.
Me apeno por l, mi hermano.
La ltima vez que la vio era su
protegido. Ahora nuestro padre se
la haba arrebatado y la mantena
all, por encima de todos nosotros,
sentada como un pelele con la mano
cada sobre la unin de sus piernas
para que resulte ms fcil
acercarnos y besrsela.
Beatriz me dice, es tu
turno.
Las piernas me pesan. Los
terciopelos del suelo son como un
campo de ortigas en el que deseara
poder hundirme en ese mismo
momento. La lengua reseca, otra
vez. Y el paladar que sabe amargo,
como si hubiera regurgitado bilis
sin darme cuenta.
Quiero recordar los momentos
en los que ramos ella y yo todava.
En los que no haba Juan ni Dions.
Pero no los encuentro: mi memoria,
o est vaca o los ha borrado.
Pienso entonces en la Quinta del
Pombal, cuando todava no era la
Quinta de las Lgrimas. En las
tardes corriendo por los jardines y
las monjas mirando por las
ventanas; la arena, que estaba
hmeda, y que por ello resultaba
reconfortante.
La garganta, tan seca, que duele.
Y el latido a la altura de las orejas.
El pecho que se hincha y se
deshincha. Las piernas que, ajenas a
todo, siguen avanzando.
Me miran todos en silencio. O
quiz sea yo la que no puede orlos.
Busco la salida con los ojos y
pienso: Escapa, vete lejos.
Pero delante estn mis padres.
Y me digo: Beatriz, son tus
padres, no puedes escapar de
ellos. Y pienso: De verdad
resulta tan difcil encontrar una
nueva vida?.
Ella, la muerta, todava tan
guapa. El traje parece hecho a su
medida, a la medida de esos huesos
que, a travs de la tela, se dibujan
ntidamente.
Huele extrao. Como si la
muerte tambin le hubiera quitado
eso. No es desagradable, sino,
simplemente, diferente.
Y mi padre, que susurra algo as
como: Beatriz, besa a tu madre
(quiz no lo dijo y sea mi memoria
la que trampea los recuerdos, la que
los trastoca a su antojo segn un
criterio incomprensible).
Me acerco. Y la muerta: los
ojos cerrados, el cuerpo abombado
por las cintas que lo recorren, la
cadera adelantada, el pecho tan liso
como lo era el mo haca apenas
dos aos (ella es la que yo fui
pienso y yo soy ella ahora). Y
el traje, dorado y carmes, que visto
de cerca ya no es tan fino. Ni su
piel llena de surcos, ni sus labios
que son un hueco, como su nariz,
que ya no es tan recta, sino que se
hunde al final y muestra dos
agujeros que quieren llegar hasta su
mismo cerebro. Un monstruo. Pero
es bella en su monstruosidad.
Imposible negarlo. Espanta y atrae
al mismo tiempo contengo la
respiracin. La muerte la
transforma en belleza atemporal.
Voy a besar a una estatua, me
digo.
Entiendo de pronto a mi padre,
por qu lo ha hecho.
Su cuerpo es rugoso,
apelmazado. Se aplastan msculos
y huesos. No da miedo todos se
equivocan, tampoco asco. Est,
de pronto me doy cuenta, muy por
encima de todos nosotros. Aunque
parezca una marioneta con tanta
cinta y tanto hilo que la cruzan y la
atan a la silla.
Muerta es tan indolente como lo
era en vida.
Mi madre la beso estuvo
muerta desde siempre.
Y mi padre: Muy bien,
Beatriz.
Y yo agradecida porque me
llam Beatriz y no Ins, porque al
sacarla de su atad, me haba dado
una ltima oportunidad para
diferenciarme de ella, le sonre.
Volvi a mi lecho esa misma
noche.
Como la ltima vez, cubri mi
cuerpo con el suyo, me tap los
ojos, me bes en el vientre. A pesar
de que la barba y los cabellos le
haban crecido, de que descubriera
en l cicatrices que quiz fueran
nuevas o quiz no, de que sus
msculos estuvieran ms duros pero
tambin ms viejos (nuevas arrugas,
esta vez s, rodeaban los huecos sin
pelo de su cara), tampoco l haba
cambiado: mismo olor, idnticos
ojos de reconocimiento.
Descubro que somos dos viejos
conocidos, que el t y el yo se han
convertido en nosotros desde hace
mucho tiempo. Uno dentro del otro.
14

(DEL HIJO).

L a vida es una broma perfecta.


La mayor irona. Lo ms
ridculo es lo que al final termina
sucediendo. No aspiro a cambiarlo,
no quiero ser malinterpretada. Lo
que ocurre es que yo no tengo el
humor suficiente como para
pasarme todo el da rindome.
Supongo que Dios s puede hacerlo,
al fin y al cabo, tiene algo mejor
en lo que ocupar todas las horas de
su vida eterna? Y mientras tanto yo
me contentar con vivirla sin
cinismo. Es suficiente.
La predeterminacin. Me
dijeron una vez: Te casars,
tendrs dos hijos. Y yo repuse:
Por supuesto, cuntos si no?. Y
en mi mente, en ese momento, me
vea como cuando era pequea y
con mis hermanos pensaba en el da
de maana y nos preguntbamos
cuntos hijos tendramos cuando
furamos mayores y siempre eran
dos: la parejita. As que le dije a la
adivina que por favor se cobrara lo
que le deba. Y me march igual
que haba entrado: con la certeza de
que ni esa mujer ni yo sabamos
muy bien qu era lo que nos
deparaba el futuro (de hecho, al da
siguiente la mandaron a la horca
por estafa, qu bien hubiera hecho,
de haberlo previsto antes).
Si no creo en el destino, es
porque si yo fuera Dios me
parecera un completo aburrimiento
saber de antemano todo lo que ha
de sucederle tanto a l como a todo
lo que creara. Y s, ya lo s, cmo
me atrevo, pobre mortal, a
plantearme este tipo de cuestiones?
Pero pienso: ya que tiene que vivir
una vida eterna, mejor distraerse
con lo que les sucede a sus
criaturas que dedicarse a
manejarlas como vulgares
marionetas. Es lo lgico. Sentarse y
mirar.
Nos dicen que los designios del
Seor son inescrutables. Que su
forma de ser es insospechable. Que
no hay que aspirar a comprenderlo.
Se refugian en la fe. Cree, te
dicen. Pero a m el humor me
parece la forma ms excelsa de
inteligencia. Y Dios tena que ser
infinito en todos sus aspectos, en
todos los matices de su carcter,
sobre todo en ste. Y si yo quera
parecerme a l: ser su hija, hija del
Padre, tena que intentar rerme con
la misma fuerza omnipotente y
omnipresente, aprehender en
definitiva un sentido del humor que
se empeaba en rehuirme una y otra
vez: a m siempre me pareci que
los chistes del Seor son,
simplemente, incomprensibles (y a
veces muy malos).
Mi humor no es divino, qu se
le va a hacer. Soy mujer, limitada
por la naturaleza. Y s, puede que
no tenga inteligencia, ni alma ni
moral. Pero s necesidad de rer. Y
si hay algo que admiro, por encima
de todas las cosas: de la luz, las
tinieblas, el cielo, la tierra, es la
irona con la que stas fueron
creadas. Primero la tierra y el
cielo. Y luego la luz. Y dnde
viva el Altsimo hasta entonces
me pregunto, en las tinieblas?.
Y luego, tras das de trabajo, por
fin se decide a crear al hombre y,
cundo lo hace? Pues justo
despus de haber hecho lo propio
con los reptiles. Tendr su lgica el
planeamiento, pero prefiero no
pensar en ella. Y me dirn: el
hombre fue creado primero, y
despus la mujer. Y yo entonces
respondera cosa que no pienso
hacer que los sapos se les
adelantaron, les hace eso mejores?
(la respuesta a veces me pareci
demasiado obvia).
La vida resulta admirable y
divertida hasta extremos
insospechados. Quise bebera en su
totalidad y no me import hacerme
dao, herir, llorar o matar. Aunque
esto ltimo, lamentablemente,
escap a mi sentido del humor. No
he matado a nadie, lo confieso, pero
fue porque no encontr la
oportunidad. Candidatos s, s que
los hubo. Y sin embargo tambin
hubo otros a mi alrededor que no
perdieron oportunidad de degollar a
cualquiera que tuvieran a su mano,
como Blanca.
Una vez que huy me dije
, ya no sabremos nunca qu ha
sucedido. Y me resign. En
realidad era ms cmodo as: yo
tena a Rodrigo y por ende alguien
con el que quemar los das hasta
que llegara el del parto. Despus,
Dios proveera. La echaba de
menos porque no dejaba de ser mi
amiga, y ser una asesina no haca de
ella un ser despreciable. Conmigo,
aparte del detalle del veneno,
siempre se haba portado bien. As
que me dediqu a disfrutar del
mozo que la vida me haba
mandado y ya est, que para
elucubrar estn las mentes de los
reyes y de los gobernantes y (estaba
claro que yo no era ni una cosa ni la
otra).
Pero la vida dio otra vuelta de
molino. Y conjur los hechos para
que nada sucediera como ninguno
habamos planeado. Y Dios, arriba,
rindose y contemplando, como es
de rigor.

Nevaba sobre Segovia como


jams lo hiciera antes. Era bello.
Tena la inocencia del peligro. No
me cansaba de mirar los copos
caer, alargaba la mano por el
ventanal para sentirlos posarse
sobre mis dedos. Y luego, ya
transformados en agua. Las rocas
que, despus de las paredes del
alczar, bajaban hasta los dos ros
parecan dientes, dientes enormes,
blanqusimos. El Clamores y el
Eresma se unan, con furia, en un
remolino perfecto. All abajo
me dije, donde Ins y su hijo se
desnucaron. Y me imagin
entonces que esa nieve que haba
salpicado los rboles y despus las
laderas y que sorteaba la Veracruz
y segua, todava ms lejos, quin
sabe si hasta Burgos o hasta
Santiago, no era ms que las
salpicaduras de la sangre que
perdieron al chocar contra el suelo.
Y la imagen, a pesar de lo macabro,
no dejaba de ser bella.
Haca un da luminoso. El sol,
desaparecido porque era la propia
nieve la que lo alumbraba todo.
Las nevadas pens tienen
sabor a muerte.
Aquellos que tenan que salir a
la ciudad, a pesar de encontrase al
lado, decidieron posponerlo hasta
que escampara. De todos modos
alegaban, en un da como hoy
todo ha de estar cerrado, tenemos
provisiones de sobra: nadie se va a
morir de hambre por ahora.
Atrancaron las puertas. Y el viento
las agitaba y su sonido retumbaba
por todas partes.
Los segovianos hubieron de
pensar lo mismo: se parapetaron en
sus casas y no saldran hasta que
escamp. Desde la ventana del
alczar, en los momentos en los que
la intensidad de la nieve amainaba,
se poda ver cmo el humo de las
chimeneas formaba espirales tan
blancas como el mismo cielo.
Husme en al aire. Una nevada
me dije es una experiencia para
todos los sentidos. Pero los
olores: a madera de pino, a pias
quemadas, a castaas que se asan
en los rescoldos, no se
diferenciaban demasiado de los de
cualquier otro da de invierno.
Frente a los fuegos que se
haban encendido en las alcobas, se
hacinaban todos, extendiendo las
manos, dndose la vuelta para
calentar tambin las partes traseras
y rifndose quin haba de ser el
siguiente en acudir a la leera.
Juntaban hombro con hombro,
frotaban las manos, echaban su
propio aliento sobre ellas (como si
quisieran otorgarles vida propia).
Me dijeron, cuando tuve
necesidad de saberlo, que las
puertas de la ciudad permaneceran
tal y como haban estado durante la
noche, as que si alguien entr, tuvo
que hacerlo saltando. Y si alguien
quiso salir, o se llevaba una
escalera o se daba media vuelta y
regresaba por donde haba venido.
Y es en esa puerta, y no en la nieve,
donde reside toda la irona.
Rodrigo y yo habamos
colocado el brasero entre medias
de nosotros. No hablbamos,
nuestras conversaciones nunca
haban sido demasiado extensas.
Preferamos otro tipo de
compenetracin. l estaba,
recuerdo, en calzones y yo, en
paos menores tambin porque
haca fro y no era cuestin de
pasearse en pelota por la habitacin
y coger cualquier enfermedad. Yo
me encoga, planeando cmo
hacerlo para buscar el hueco del
hombro. l, mientras tanto,
extendido en toda su rotundidad.
Llamaron a la puerta:
Seora.
Un segundo contest.
Ahora salgo.
Me levant y me ech una
pelliza sobre los hombros. Rodrigo
no se movi. Tena los ojos
clavados en la pared y canturreaba,
bajito.
El mozo me miraba, nervioso.
Me cubr ms. El suelo estaba fro.
Encog los dedos. Slo pensaba en
regresar al lecho.
S? dije.
Vuestro marido me ha dicho
que os avise.
Qu quiere ahora ste?.
Pues decidle que espere. O
que venga l.
Pero, seora replic, me
ha dicho que es importante y que os
interesara. Es urgente que vayis.
Est bien rezongu, ya
voy. Y dnde decs que se
encuentra?
En las celdas, mi seora.
No me extra. Haca tiempo
que los lugares de vicio y
depravacin de mi marido, que as
los llamaba, no podan
sorprenderme. Las celdas, quin
podra ir a semejante lugar en un
da como aquel en el que lo nico
til que se poda hacer era
permanecer abrigado en la cama?

La tortura es necesaria, me
haba dicho alguien, creo que un
sacerdote. S, fue durante mi
infancia, cuando viva en el castillo
de mi abuelo.
Resulta fcil aceptar que tu
familia asesina con total impunidad
a quien le d le gana, estn en su
derecho. Lo tena aceptado, as
deba ser: los reyes matan, los
campesinos mueren, es ley de vida.
Pero lo que me produjo mayor
impresin fue conocer los medios
con los que lo hacan. La muerte
dej de ser una idea abstracta y se
concret en esas argollas, en esos
collares de metal, en esas poleas,
en esas tinajas, en esas sillas con
clavos qu decir: mi abuelo tena
un muestrario que ya quisiera para
s el mismo Herodes.
Las salas de tortura siempre son
fras, inhspitas. Aunque estn en
una torre, rodeadas de madera. Y el
olor: apestan a dolor, a orines, a
pelo quemado, a carne puesta a
hervir. Se cubren las ventanas, se
tapan los respiraderos porque lo
que se hace en la oscuridad no se
ve (y acaso se puede olvidar).
Y ste?
Fernando me miraba como si
fuera tonta de remate.
se es un cepo, Beatriz. Lo
colocan en medio de la plaza. Es
para los ladrones. Nunca lo habis
visto?
Hermano le digo, nunca
he vivido en la ciudad.
Entonces venid, que os
muestro este de aqu.
No s me dije si quiero
verlo.
Lo llaman la tortura de la
rata.
Asent con la cabeza.
Veis la jaula que est
abierta por abajo? Bueno, pues la
colocan encima de la tripa del que
sea. Y meten una rata dentro.
Despus comienzan a atosigarla con
fuego y tal, que ya sabis lo que
odian las ratas el fuego, como los
escorpiones, ya os lo cont, no?
Vuelvo a asentir. La nuca se me
agarrota. Los dedos de las manos,
tan fros.
Y de pronto:
No, Fernando, no quiero
saberlo.
Me siento cansada. Vieja
tambin. Esto soy yo pienso,
y todos nosotros. Y este que me
habla as es mi hermano, que un da
ser rey. Y esto que tengo delante
es la tortura de la rata que no busca
en realidad la muerte, sino el
sufrimiento por s mismo.
su nica escapatoria es
escapar mordiendo la tripa del
hombre.
Empiezo a retroceder. Tengo la
tripa revuelta.
Creo que no me encuentro
bien digo.
Pero l no me escucha. Pasea
por la habitacin, tan liviano.
Desliza su palma sobre los objetos
que ya no son tales. Me recuerda a
un hada, de aqu para all, y su voz
cantarina.
Y ste es el potro, y ste es el
quebrantacrneos, y ste es el
pndulo.
El peso de mi cuerpo se
concentra en los tobillos. Tocar
cualquiera de estas cosas me
digo te mostrara lo que no
quieres ver.
Cuntas personas pienso
habrn pasado por aqu? (como si
por ser un nmero mayor o menor
mi asco pudiera ser equivalente).
No me encuentro bien.
Ya nos vamos, dejadme que
os explique ste.
No hay maldad en sus actos. Se
recrea, es cierto, en todo lo que le
rodea. Es un nio que estrena
mundo. La brutalidad del
descubrimiento no es tal en l, slo
le gua la curiosidad. Mira, me
dice.
No, no, Fernando.
Es el de la cabra. Consiste en
untar los pies del reo con sebo y
dejar que la cabra los chupe hasta
llegar al hueso.
Y la ira, de pronto. No est
bien me digo. Cllate. Y ya
no s si se lo digo a mi mente o a
mi hermano.
Salgamos.
La puerta, a nuestras espaldas.
Fernando me mira y no hay
expresin en su mirada. Siempre
fue un nio vaco. Y yo, supongo,
una hermana empeada en llenar lo
que no me corresponda.
Fernando le digo, tenis
que prometerme que nunca los
utilizaris.
Qu cosa?
Nada de lo que hoy me
habis mostrado.
Por qu? El abuelo los usa.
No dice me gustan, me
divierten. Las referencias, para l,
son externas. Ah pienso est
mi baza.
Y la abuela? La habis
visto alguna vez hacer algo
semejante?
Me mira fijamente.
Ella no es reina. Ni hombre.
No sabe lo que son las guerras.
Y ni t ni yo lo sabemos, no
hemos vivido ninguna desisto.
Decido atacar por otro flanco: por
el de su sentimentalidad hacia los
animales. Pero pensis que est
bien que torturen de semejante
modo a una pobre ratita? O que
obliguen a una cabra a comerse a un
hombre? Qu asco le digo,
pinsalo, carne de hombre, de los
pies!
No admite.
Entonces! remato. Y
siento que he vencido apelando a su
amor por las criaturas no
racionales.

Que no quisiera saber no


significa que no supiera. Haca
mucho tiempo que haba dejado de
ser un alma cndida. Y era
imposible aislarse, vivir en una
burbuja, no darse cuenta de cmo la
gente sola entretenerse con lo
transgresor, con lo que exceda la
moral. Ver, por ejemplo, los brazos
con quemaduras de algunas damas.
O con marcas en las muecas de
cuerdas. Pero me deca no
los juzguis con acritud, Beatriz,
que ellos no han visto lo que t.
En mi mente, de nuevo, el potro, la
gota china, el enorme cubo de agua.
Por ello, todos los que en sus
juegos sexuales utilizaban cadenas,
cuerdas, fustas o cualquier otro
instrumento no podan ms que
parecerme unos depravados
inconscientes. Y la inconsciencia
es, la mayora de las veces, la
verdadera fuente del mal. Si haba
que escoger el mal menor, prefer
siempre a aquellos que atacaban de
frente a aquellos que se escudaban
en el no saba, pens. Los que
necesitaban acudir a lugares como
celdas o cuevas, los que utilizaban
animales (para espanto de mi
hermano) estaban en el mismo
nivel.
Y mi marido no era una
excepcin. Es cierto que nunca lo
haba descubierto armado con
ninguno de estos instrumentos. Del
mismo modo que tampoco me
haban llegado rumores de que los
utilizara. Pero mi imagen de l no
poda ser peor. Le haba creado un
retrato que comprenda cualquier
tipo de perversin. Y s, mi mente
respecto a l era perversa y
puede que hasta injusta pero era
mi manera de protegerme. Corazn
coraza, lo haban llamado:
clasificar a las personas en buenos
o malos absolutos, sin matices.
Tena que ver con su manera de
hacer el amor. Con desesperacin.
El acto carnal lo era por completo:
buscar el alma a travs del cuerpo
no tena nada que ver con l. Piel y
msculos. La posesin slo a travs
del fsico. No tema hacer dao o
hacrselo a s mismo. Morda,
pellizcaba, araaba por sentir que
lo que tena debajo era real. Te
coga, recuerdo, con sus piernas
como tenazas. El acto se desprenda
de cualquier sentido ms all de la
necesidad, de la urgencia.
Necesitaba, como si de un instinto
primario se tratara, tener conciencia
de las formas, del olor, de los flujo,
de la corporeidad y humanidad del
otro cuerpo que comparta con l
ese instante. No haba refinamiento
alguno: ni caricias, ni besos. La
brutalidad radicaba en su simpleza.
Se mostraba desnudo y era eso
quiz lo que me asustaba ms. La
verdad sin ambages. Sancho viva
la sexualidad absoluta. Y disfrutaba
de ella casi con desesperacin, con
dolor; como si fuera consciente de
que haba algo que le faltaba, pero
que, sin embargo, ese sentimiento
fuera totalmente innecesario para
vivir el momento en su plenitud.
No es que viera el cuerpo ajeno
como un objeto, sino que lo
sublimaba hasta tal extremo que lo
dems palideca a su lado. Me dijo:
En el sexo no hay nada sucio. El
lmite lo pones t. Pero l no
pona lmites. No haba misticismo
alguno, era el goce y la necesidad
en uno. Cualquier xtasis no era
ms que la respuesta de la carne
tras haber tocado el lugar adecuado.
El goce era el deseo y ya est.
Te transformaba en una cscara. Lo
de dentro, los pensamientos, las
ideas, los sueos, el amor, el dolor
incluso quedaban anulados ante el
mpetu de la prisa. Cuando haca el
amor se olvidaba de todo lo dems:
se permita gruir, chillar. Eran dos
cuerpos s, el mo tambin que
no responden ms que al momento.
Manos que tocan manos. Y
miradas, sobre todo despus.
Me entristeca pensar que daba
igual con quin lo hiciera. Que yo
me haba transformado en aquello
que precisamente odiaba: carne. Le
acariciaba, buscaba su nuca, el
pelo. Le hablaba slo por escuchar,
en algn momento, mi nombre. Y
sobre todo detestaba que lo lograra,
que me hiciera olvidar cualquier
sentimiento a travs del puro
hedonismo. Me senta ridcula,
pequea a su lado. l, que
consegua neutralizarlo todo (y
obligarme a no pensar en nada a m
tambin, aunque fuera slo durante
un instante). Entonces ya slo
quedaba el odio. Por qu eres
as?, le recriminaba. Y l me
miraba sin comprender. Dnde
est el error?, le preguntaba. Pero
se daba media vuelta y se quedaba
dormido. Y yo, mientras tanto, con
la conciencia de que mis preguntas
no tenan sentido porque viva
dentro de un bucle condenado a la
repeticin diaria.
Y que as seguira hasta que
algo vino a cambiar: el nio.

Atraves el patio con


determinacin. La nieve caa sobre
mis hombros. En el suelo se haban
formado algunas placas de hielo.
Me cruc con dos guardias, los
hombros y las cejas ya blancos. Los
salud con correccin. Todo
bien?. Sin novedad, seora. El
vaho, las orejas rojas, las narices.
La nieve cruja mientras se
dibujaba el camino por el que haba
pasado. Hay algo obsceno
pens en pisar la nieve virgen.
Y la quietud. No haba pjaros
que cruzaran el cielo. Los ruidos
eran frecuentes, pero nimios: la
gota que rueda y choca contra el
suelo, la piedra que se desprende
del tejado, el rbol que se agita y
luego se queda parado. Los pasos
se hacen ms audibles. Y la
tranquilidad de la nieve ya no es
tal. La blancura ya no es pureza.
Existen dos momentos que, como
diran los poetas, marcaron mi
vida: la primera vez que vi nevar y
la primera vez que vi el mar. De
ninguno de los dos guardo memoria.
Los he olvidado. Y, sin embargo,
deben de quedar escondidos en
algn lugar de mi mente porque no
puedo evitar estremecerme al
reencontrarme con cualquiera de
los dos. Quiz sea por la apariencia
de apacibles que tienen, cuando, en
realidad, son los ms taimados
elementos. Matan con frialdad
semejante. Y no dejan de ser
excelsos, admirables en su
perfeccin.
Llegu hasta las escaleras de
los calabozos y comenc a bajar.
Los primeros escalones estaban
completamente hmedos. A partir
del dcimo o as, slo se intuan
huellas de alguien que pas antes
que yo. Ya no reciba luz exterior y
slo las antorchas iluminaban mi
camino. El techo, adems,
descenda ms rpido de lo que lo
haca yo, as que al final casi hube
de ir inclinada.
No me ha dicho que me
acompaaba pens. Podra
haber tenido ese detalle, por lo
menos. No, se ha tenido que quedar
en la cama, dormitando. El fro
comenz a remitir. All abajo el
ambiente era ms clido que fuera.
Pero la culpa no la tiene l, yo
habra hecho lo mismo en su lugar.
Es Sancho, el nico, l sabr lo que
se hace. Con el da que hace y yo,
en mi estado, subiendo y bajando
escalones, ya ver como me
desnuque.
Toqu las paredes, una pelcula
hmeda las cubra. A qu
profundidad me encontrar
musit. Y quin habr
construido estos pasadizos?.
Bajaba y bajaba, hasta las entraas
de la misma roca. El diablo
pensaba siempre se esconde en
lo profundo, dnde si no podra
citarme mi marido? La piedra que
pisaba era irregular. Adems
estaba desgastada por su centro.
Quin sabe cuntos pies los habran
recorrido antes que yo. El aire
estaba estancado all y ola a aos
de encierro. El fuego slo se
agitaba cuando pasaba (lo perciba
en la nuca, a diferencia del que me
preceda, tan estancado). Pensaba
tambin en la pared que tena a mi
diestra. Tras ella, me deca est
el foso. Imagnate que revienta y
el agua nos arrastra a todos. En
algunos agujeros haban colocado
argollas tras las que haban hecho
pasar una gruesa cuerda. No la
soltaba, aunque me raspase las
manos.
El descenso se me haca
pesado. A la incomodidad se
sumaba el desasosiego. Si chillo
pensaba, nadie podr
escucharme. Correr es intil.
Andaba indefensa en un mundo que
ya no era el mo. Me sumerga en el
abismo al que mi marido me haba
guiado. Es este aire me dije
el que embota tu razn. Estar
descendiendo por siempre. Bajar
hasta lo ms profundo y luego
seguir, sin descanso. Las llamas,
desde las paredes, me pareca que
ardan con desgana, condenadas
ellas tambin a hacerlo por
siempre. Y el olor de la piedra
creca o quiz fuera yo, que,
privada de otro sentido, me
refugiaba en l. Las paredes eran
irregulares: en unas poda pasar con
los brazos estirados, pero de pronto
se juntaban hasta obligarme a
ladearme y rezar para no quedar
atorada como una vaca en el
matadero. Escuchaba mi
respiracin y este hecho, en vez de
tranquilizarme, me pona ms
nerviosa. En buena hora pens
tuve que casarme. Un verdadero
depravado.
Cuando llegu, lo encontr
sentado en el suelo. Tena las
piernas dobladas, plegadas sobre su
pecho, el mentn apoyado sobre sus
rodillas. Me recordaba a un ternero
perdido.
Vais a coger fro sentado en
el suelo le dije.
Levant la vista. La luz de la
antorcha que llevaba en mi mano
izquierda lo ilumin irregularmente.
Pens en la luna, en sus dos caras.
Qu querais, por qu me
habis hecho llamar?
Esto es el fin del mundo. He
penetrado en el interior del
inframundo y me encuentro con el
ser ms abominable. Qu alegra.
Yo no he sido. Fue ella
seala.
Y all estaba, acuclillada
tambin junto a la pared, tras los
gruesos barrotes de la celda. Tena
la cara cubierta con una capucha. Y
haba en su posicin, al contrario
que en la de mi marido, que pareca
de absoluta dejadez, una evidente
tensin. Como el caballero que se
prepara para el ataque (Sancho, en
cambio, el caballero derrotado).
Qu bonito exclam, el
reencuentro!
La que faltaba para crear el
marco ms buclico imaginable! Un
obseso, una asesina y la mole gorda
y casi calva que era yo.
Beatriz murmura ella.
Beatriz dice l.
S, bueno me dirijo a mi
marido, por fin la habis
encontrado, no? Ahora podris
enjuiciarla, demostrar a todo el
mundo vuestro poder. Juzgar a
vuestra amante, seguro que os
alegra. Pero si no os importa, a m
me queda todava un largo camino
de ascenso.
Me alegraba verla, he de
reconocerlo. Blanca haba
aparecido y sus manos, las mir con
la luz del fuego, que ahora sostenan
una capa alrededor de su cuello,
eran las mismas que durante tantos
meses me curaron. Hube de
contenerme para no agacharme yo
tambin y obligarla a besarme:
Bsame, todo est perdonado.
Pero si no lo hice fue porque
estaba l all y me dola que ella
hubiera acudido a verlo en primer
lugar y que hubieran hablado, los
dos, slo el Seor sabe durante
cuntas horas. Cuando se
encontraba con Sancho, Blanca se
converta en una prolongacin de
l. Y mi odio flua del uno al otro
con perfecta equivalencia. Los dos
juntos cobraban una entidad nueva
en la que mi furia poda fluir con
total tranquilidad.
Por supuesto! responde.
Ser juzgada y la colgarn, como es
menester. Es una asesina y morir
como tal.
Mi odio entonces es slo para
l. O por lo menos su intensidad es
mayor.
Me parece perfecto. Salid a
decrselo a todo el mundo. Por qu
no lo habis hecho ya? Todos
aguardamos vuestro veredicto con
impaciencia, oh, mi seor. Por qu
os guardasteis el secreto? Qu
desconsiderado.
Quiero herirlos, a los dos.
Estoy encerrada en una pesadilla,
pienso, con las dos persones a las
que tendra que querer ms en el
mundo pero a quienes detesto.
Porque, de pronto, descubro que del
amor ms sublime al odio ms
perfecto hay slo un paso. Y yo, lo
siento mucho, he cruzado la
frontera.
En algn lugar del mundo habra
alguien sintiendo simtrico dolor al
mo, pero me pareca ser la nica.
Era la traicin condensada en
aquellas dos personas y en aquel
calabozo en el que, aunque sin rejas
que me impidieran la salida, me
senta encerrada.
Porque yo se lo ped la voz
de Blanca es cansada y apagada.
Hay, no obstante, brutalidad en sus
palabras.
Bueno, por lo menos a vos os
hace caso.
Me lo debe.
Sancho se puso en pie. Sus uas
se agarraron a la roca, como si
hubiera hecho un tremendo
esfuerzo. Chirriaron. Sus piernas
temblaban.
Y por qu? pregunto,
por qu conmigo?
Me mira triste. Sois tonta?
Os habis dado un golpe en la
cabeza?, parece decir. Calla,
supongo que por no empeorar las
cosas. Pero su silencio es
suficientemente elocuente.
Bueno, os dejo solas.
Avisadme, Beatriz, cuando hayis
terminado.
Recordadlo le dijo
entonces Blanca ni una palabra a
nadie hasta que yo haya hablado
con ella.
Os he dado mi palabra.
Me siento excluida. Dilogo de
amantes, cunto amor en cada
palabra.
Bueno, si no os importa, ser
yo la que me retire.
No me escuchan. Se miran entre
ellos, sostenindose la mirada.
Hace tiempo que dej de
creer en vuestra palabra.
Al pasar, Sancho agit el aire.
Despus, la tranquilidad. Y el
silencio.
15

(DEL PADRE).

Q uise descubrir a mi madre a


travs de mi padre y me
equivoqu. Tena que hacerlo a
travs de m misma.
Por qu me pregunto
todos fueron conscientes menos yo?
Por qu esa cerrazn ma de negar
lo innegable?. Tard algn tiempo
en conocer puede que demasiado
, pero cuando lo hice, fue hasta
su ltimo extremo y el
comportamiento de mi madre,
aunque todava oscuro, dej de
antojrseme alejado o ajeno.
Aunque yo no entendiera qu
motivos la impulsaran a actuar de
tal o cual forma, senta que no slo
no poda hacerlo de otro modo, sino
que incluso todo estaba bien, que
era como deba ser, sin ms vuelta
de hoja.
No obstante, no era tan fcil de
aceptar.
Si mi padre amaba a mi madre,
era slo porque ella era la
superficie perfecta donde
reflejarse. Mi madre, a pesar de no
serlo en realidad, pareca
moldeable, una figura de barro
siempre dispuesta a plegarse a lo
que los dems queran. A m
tambin me sucedi: tambin vi en
ella lo que necesitaba. Magnifiqu
su figura, la idealic hasta
convertirla, si no en la madre
perfecta, s en la que necesitaba. Y
por eso pareca a todo el mundo
bella y buena. Le adjudicamos
virtudes que ahora s que nunca
posey. Y yo, que pretend que mi
madre quisiera a mi padre, que cre
que era lo normal, que as tena que
ser: hombre, tomars a tu mujer.
Llegu incluso a pensar que de
verdad lo hizo.
Y por ende yo me obligu
tambin a amarlo.
Y despus, viendo mi
imposibilidad que era idntica a
la suya, a la que en su momento
experiment, cmo negar a mi
madre el perdn cuando yo misma
era incapaz de hacerlo? No, no lo
quise. Afecto puede. Pero no amor.
Como ella. Slo apariencias.
Una vez aprend a comportarme
como mi madre, todo fue ms fcil.
Centrarse en uno mismo, aunque
hacer creer lo contrario; actuar
como los dems quieren, vivir de su
felicidad como un parsito y pensar
que lo que haces es siempre por los
dems. Slo buscaba ver a travs
de sus ojos; sentir, ya que era
incapaz, a travs de los sentidos
ajenos. Y luego poder decir, o por
lo menos pensar: No vivo por m,
sino por ellos. Y llegar a
crermelo completamente.
Dej de meditar las causas y
razones de mi comportamiento o el
de los dems. Actuar por el placer
de hacerlo: el acto por el acto.
Vivir sin sorpresa, entonces, la
aceptacin de lo que venga.
Y crecer as en esa corte en la
que nada cambia, donde la gente,
sus actitudes o su modo de ser eran
siempre igual.
Consolar al afligido y no
sonrer nunca, porque la envidia
ajena odia al feliz. El triste es
querido, el triste permite la
compasin. Les haca sentirse a
gusto consigo mismos: Pobre nia
decan, no llores, quieres una
manzana, un pasador, una peineta?.
Sobre mi mesilla se acumulaban los
objetos. Y todos: Tan guapa, tan
buena, tan dulce, tiene cara de
ngel.
Y si ellos estaban satisfechos,
su ideal cristiano cumplido, cmo
no iba a estarlo yo?
Era una felicidad, lo reconozco,
pausada, sin sobresaltos. Todo bajo
control: nmero de lgrimas,
pauelo, bajada de pestaas. No me
senta impostora, quin de todos
aquellos poda tener ms motivos
para sentirse infeliz que yo? Acaso
sus desgracias podan siquiera
compararse con las mas? No
falseaba. Viva de la exageracin,
lo reconozco, pero los motivos
estaban all. Dar pena se convirti
en mi mtodo de vida y descubr
que no era malo, sino todo lo
contrario: la gente se volcaba en
m, la gente me quera y era cmodo
y til.
A mi padre le inquietaba esa
actitud ma. Deja de hacerlo me
deca, te lo prohbo, pero no
poda castigarme o gritarme porque
de ese modo slo habra
conseguido darme ms motivos
para continuar hacindolo, para que
la gente buscara compadecerme y
para humillarlo, de forma indirecta,
tambin a l.
Cmo obligar a alguien a ser
feliz?, se preguntaba. Es
imposible, no existe modo alguno.
Sobre todo, y como era en mi caso,
cuando esa infelicidad era la fuente
de su contrario.
Haba encontrado, aun sin
proponrmelo, la manera de que
viera en m la individualidad que
siempre me neg. Comportndome,
es curioso, del mismo modo que
hiciera mi madre, haba por fin
hallado el modo de ser yo y serlo
en los dems. Fue mi poca de
resistencia, cuando todava me
crea nica, con una vida
independiente de la de todos. Me
llamaron adolescente. Es una mala
edad decan. Y aadan:
Pobre. Y yo: Gracias, s, es una
mala edad, soy desgraciada, pobre
de m. Porque buscaba dar pena,
porque no me repugnaba la idea de
dar lstima.
No te entiendo me haba
dicho Juan, no eres la misma.
Y yo: No, no lo soy.
Y l, que cruza las piernas
como si buscara una explicacin.
No lo puedes entender, hermano
mo.
l, de pronto, se siente
ofendido.
No, no lo puede entender,
pienso. Se levanta y se acerca a la
ventana, pasea su mano sobre ella,
apoya la cabeza sobre la piedra y
resopla; su respiracin es dolorida
y amarga.
Tengo que explicarme, que por
lo menos l lo comprenda. Pero
cmo decirle que el aliento de su
padre huele a carne y ajonjol, que
cuando te desviste, se acerca por
detrs, pone sus manos, que
siempre estn fras, sobre tu cuello
para poder girarte as, ms
fcilmente. Cmo explicarle
tambin que no, que no puedo ser la
misma porque l, aunque lo
parezca, no es mujer y yo no soy la
nia que conoci. Decirle que las
mujeres sangran y lo hacen todos
los meses, que se sienten
manchadas, se les hinchan los
pechos y la tripa, les duele la
espalda, el estmago se vuelve
pesado y apoyan las manos en su
vientre, se cubren los bajos con
trapos que, aunque son blancos,
sienten sucios. No te dejan andar,
tropiezas con ellos, te humedecen
los muslos. Que quieres estar todo
el da lavndote y el agua empapa
tu traje y todo se moja y se mancha
porque la sangre se extiende por
todas partes. No quieres mirar
porque es pecado, pero miras y ves
ese agujero que es grande como un
foso y sabes que por l se escurre tu
alma, gota a gota. Cmo
explicrtelo?, me digo. Saber que
eres mujer por fin y no sentirte
diferente, slo sucia, pegajosa,
molesta. El milagro no se produce.
Nada cambia en ti. Te engaaron:
viviste en la gran falacia. Ya me
ha venido, le dices a tu aya. Y ella
te da un beso. Calla, nia, no se lo
digas a nadie, no dejes que te
arrebaten esto tambin.
Pero no es tan importante
quiero decirle, no hay esa ruptura
de entraas que me imagin. Sigo
respirando, pensando, movindome
(incluso con los paos entre las
piernas). Del mismo modo que lo
he hecho siempre. Hoy me he visto
en el espejo le dira, y sigo
siendo la misma.
Y sin embargo s, quiz s,
quiz todo haya cambiado o vaya a
hacerlo porque aunque no me sienta
distinta (slo pesada y sucia si
acaso, pero por dentro soy la
misma), los otros, aquellos a los
que he decidido dedicar mi vida, se
empearn en verme de un modo
distinto y cada cosa que haga o deje
de hacer, cada palabra que diga,
todo aquello que antes hubieran
visto como una cosa anormal (antes
de esta especie de hemorragia que
se prolonga durante das) lo
encontrarn ahora lgico y dirn,
como si eso pudiera resumirlo todo:
Ah, claro, que ya es mujer.
Y decides no decrselo a nadie,
ni siquiera a ti, Juan, porque,
aunque no entiendes el porqu o
mejor, no quieres pensar en l,
intuyes que es mejor as. Te callas,
nia-mujer, y vives de la
conmiseracin ajena y de esa
infelicidad que no es tal y de que
continuamente te preguntes: Has
cambiado?. Y de que slo puedas
asentir, vagamente y sin nfasis, que
las nias tristes no deben mostrar
inters por nada. Y no aades nada
ms.
Juan le digo, lo siento.
S que con l no me valen las
lgrimas, que no le convencen.
Tendr que aceptarlo o no hacerlo.
l era de mi madre, yo de mi padre.
Lo sabe, las cosas cambian.
Y la cara de mi padre: As que
por fin. Sus dedos a la altura de
sus ojos. Los mira con atencin.
Y yo bajo la barbilla, la hundo
en el cuello. Y me siento entre
avergonzada y ofendida. S,
padre. Bien, dice, como si fuera
lo ms natural. Por fin, aade.
Como si l lo hubiera esperado ms
que yo y, llegado el momento,
tampoco le produjera demasiada
sorpresa. Quise preguntarle, de
pronto, lo recuerdo, si la Virgen
Mara tambin sangraba, si lleg a
hacerlo alguna vez. Pero s que no
debo. Slo mi madre podra
haberme respondido y, sin embargo,
intuyo que, de estar viva, tampoco
lo habra hecho.
Las cosas cambian le digo
a Juan.
Ya.
Se ha puesto recto.
Si lo viera ahora el abuelo
pienso, tan gallardo y regio,
tendra que aceptarlo como nieto,
como futuro rey.
Tiene las manos clavadas en la
cintura y su mueca no cae floja,
como siempre, a la altura de su
pecho. Pero el abuelo est muerto
(aprieto a la altura de mi cadera la
daga hasta que la noto clida contra
la piel). Y mi madre. Nadie
reconocer nunca en l ninguna
hombra y tendr que aceptar que es
un ser hermafrodita, que sus
impulsos no son naturales y que lo
que le gusta ser siempre secreto.
Mi hermano tendr que ir
acumulando su frustracin hasta que
ya no pueda ms. Es el precio de
ser quien es, de haber nacido en
cuna de reyes.
Perdname murmuro. Pero
no me oye, o no quiere hacerlo.
Sale de mi cuarto porque las
mujeres han de estar en sus
aposentos sin enturbiar las
actividades de los hombres. Me
siento en la cama con la sensacin
de que he vuelto a perder algo.

Recuerdo una frase que dijo


para s mi padre tras la parodia de
la muerta sacada de su tumba. Y si
lo hago, no es porque fuera
especialmente impactante: su vida
estaba llena de frases
grandilocuentes y fuera de lugar,
sino por el significado que cobrara
posteriormente.
En ese momento, cuando lo
dijo, slo yo pude escucharlo
porque estaba delante de l, con la
mano de mi madre todava entre las
mas y, aunque deseaba retirarme,
mi padre an no me haba otorgado
su permiso para hacerlo. Y no lo
hara.
All estaba mi cara, entre los
huesos en los que se haban
transformado sus manos y all
estaba yo, agachada frente a mi
madre (su olor de nuevo inunda mis
fosas nasales, llega hasta la
garganta, hasta la altura del
estmago y se queda en ese lugar).
Y mi padre, ausente: se haba
olvidado de mi presencia y de la de
toda la corte que lo miraba. Se gir,
apenas unos instantes, hacia la
muerta y dijo: Tienes mal aspecto.
An no puedes descansar,
verdad?.
Pens en ese momento que todo
era producto del nerviosismo. Que
l no haba dicho aquello o que yo
lo haba entendido mal. No me
dije, la locura no se extiende de
padres a hijos. Ni l est loco ni yo
lo estar. Ha sacado a mi madre de
su tumba, la ha sentado junto a l.
Le habla incluso, como si todava
viviera, pero no est loco. Es slo
su medio de ejercitar su poder, de
demostrarnos su dominio. Pero esa
frase me daba vueltas, una y otra
vez. Y an lo hace.
Pienso ahora que si la recuerdo
con tan clara memoria, no fue por lo
que contena, lo que quera
expresar, sino por lo absurdo y
malvado de la situacin: yo ah,
arrodillada, rindiendo pleitesa a un
cadver que no dejaba de ser el de
mi madre. Y quieta, me duele la
espalda, porque mi padre ya no
piensa en m ni en ella, sino en la
idea de venganza que ha comenzado
a fraguarse en su mente.
Se empe en que Ins se
revolva en su tumba, que su
fantasma le persegua por las
noches y que se le apareca para
decirle: Pedro, has de hacerlo por
m, has de vengarme. Y luego l,
acurrucado en el lecho, mi cabeza
bajo su hombro: He de vengarme,
Beatriz, es la nica manera de
sacarla de mi cabeza.
Me retuerzo, giro la cabeza, mi
espalda unida a su costado. No
quiero que me vea, que intuya lo
que quiero decirle: que el problema
no est en ella porque est muerta,
sino en su cerebro, que se empea
en seguir vindola (incluso en mi
cuerpo). Porque vive de una
obsesin. Que la ver por mucho
que la vengue. Porque igual que yo
busco que me consuelen, l quiere
dominar, imponer su criterio.
Quiero decirle: has creado una
figura articulada que se mueva
siguiendo tus rdenes. Paso al
frente, marchen. Decirle que no se
empee, que en realidad la
venganza le importa ms bien poco
porque lo que quiere es mantener su
dominio sobre ella.
Se coge la barba, clava la vista
en mi nuca, lo veo de reojo.
Pienso: te apropias de las
personas. Las quieres por completo,
su cuerpo, su alma. Junto a ti, todas
las horas del da. No soportas que
tus muecas tengan vida propia. Por
eso no soportas que me consuelen.
Por eso, incluso en tu muerte
quieres estar cerca de Ins y has
mandado construir esa tumba nueva.
(Tan ridcula, pienso).
T tambin lo quieres?
me pregunta.
Ahora, con el tiempo me cuesta
recordar con qu tono me plante
esa ltima cuestin. Si haba
vacilacin en su voz o era, por otra
parte nada extrao en su vida, slo
una pregunta retrica con la que
expresar en voz alta sus
pensamientos, hacerlos tangibles,
recrearse en sus ideas.
Mi padre no precisaba
interlocutores, no necesitaba a los
dems. Y si se rodeaba de ellos,
era para tenerlos slo como
posibles espectadores. Y digo
posibles porque adems deba ser
l quien te invitara a su
espectculo. sa es la razn de que
mis hermanos nunca fueran
partcipes de sus decisiones o de
cualquier otro tipo de seal que
mostrara que, al menos durante unos
instantes, haba reparado en ellos.
La venganza, otro de los actos
en los que el egosmo de mi padre
se haca ms latente.
Me dijo: T tambin lo
quieres.
Y yo, por fin: No, padre, no lo
quiero.
Me coge las mejillas con la
mano, me gira suavemente, me
obliga a mirarlo con sus dedos
incrustados en mi carne.
Es tu madre, Beatriz.
Quiero decirle: Y t, mi
padre.
Su cuerpo est fro, tiro de la
manta, que la acapara toda l.

Intento recordarme de nia,


pensar cmo era en aquel tiempo
cuando mis trajes no estaban
remendados, y una costurera me
tomaba medidas, la tela era gruesa,
pesaba y te obligaba a andar con la
espalda avanzada. Quiero recordar
cmo me vea desnuda en aquella
poca, aunque fuera pecado: con las
caderas a medio formar, con el
pecho que son dos bultos apenas
como si alguien me hubiera pegado
idnticos golpes a la misma altura.
Cbrete me dira mi aya tras
verme as, que Dios odia la
desnudez. Quiero recordar cmo
me reflejaba, cmo se iban
formando los rasgos de mi cara uno
a uno: cmo creca primero la
nariz, descoordinada del resto.
Luego la boca, un ojo y el otro,
todos a un ritmo diferente. Quiero
imaginar mis sensaciones ante los
primeros granos, si intentaba
esconderlos o no. Quiero saber qu
experimentaba por mor de tanta
vida todava y tanta, si no armona,
s belleza como mi madre.
Pensar que cuando andaba por los
pasillos no era indiferente a los
ojos ajenos y que yo tambin me
deleitaba en sus caras de asombro.
Pero mi memoria, tan anrquica,
me escatima aquello que me hubiera
gustado guardar; no obstante, se
aferra a aquellos acontecimientos
que, gustosa, hubiera preferido
sepultar.
Por eso, aquella noche.
Durante todo el da anduvo en
silencio. Sus pasos eran errticos;
sus rdenes, sin embargo, concisas.
Que cocinen el mejor
banquete, dijo.
Faisanes, cerdos, vacas,
capones, perdices, gallinas, pavos,
ocas, patos. Fauna y flora trada de
doquier se acumula en las cocinas,
queman madera, humean los hornos.
Todo ha de estar listo para la
noche.
Sacan manteles para las mesas
principales. Las otras las lijan, las
pulen, las limpian.
Las velas, quemad el incienso,
colgad tapices, cambiad el suelo.
Las esteras se apilan. Tras ellas
se van los perros, las moscas y las
larvas de todos los insectos que
pisamos al andar pero en los que
nadie repara.
Se encienden las chimeneas, se
brue la plata, se traen bancos de
todas las alas del palacio.
Est tranquilo. Lo persigo como
una sombra. Su gesto tiene algo de
estoico. Intento leer en sus
pensamientos, ver qu oculta, qu
nueva sorpresa nos espera. Nada
ya puede sorprendernos en l, me
digo. Pero s que me engao, que
una vez ms ese organizador de
espectculos que no teme trampear,
valerse de nuestros sentimientos, de
nuestros miedos, prepara algo que
nos sacar de la rutina y que
escribir con claridad su nombre en
la historia.
De la bodega suben toneles de
vino. Los acumulan lejos del fuego,
para que no se calienten.
Los grupos de juglares, poetas y
dems trovadores y acrbatas
practican sus nmeros en el patio.
Sus gritos ascienden por las
paredes.
Las damas, en sus aposentos
(que son los mos desde que mi
padre conoci el pecado original),
se afanan sobre los ropajes que
habremos de llevar esa noche.
Las mejores galas, orden mi
padre.
Se respira inquietud. O acaso
sea yo la que lo huele todo con ese
filtro: por la maana a frutos secos
y a vino especiado. Hasta que llega
la tarde y el olor de los perfumes de
los ramos de lavanda, de brea que
han colocado en los salones
suplanta a los otros, los habituales.
El impudor que otorga la
costumbre me permite estar ante l
en paos menores. Llevo,
simplemente, el velo que sostiene
mis pequeos pechos, luego la
camisa y sobre ella, el cors
cosido, el doblete y finalmente el
refajo. El traje que he de ponerme,
de mangas escarlatas y recamadas,
cae, como un guiapo, colgado de
un taburete. Y las perlas rozan el
suelo, como lgrimas que no
terminan de quebrarse.
Y mi padre: Ests lista?.
Se fija entonces en el ajedrez
con el que juego. Frente a m, mi
dama, que se ha levantado como si
el tablero la quemara o la hubiera
cogido cometiendo alguna falta.
S contesto. Aunque sea
falso y tenga el pelo suelto, todava
sin recoger.
Ests en jaque me dice.
Y yo:
Lo s.
Y recuerdo que dije eso, lo s,
porque en mi mente comenzaba a
intuir lo que iba a suceder pasadas
unas horas.
Y l:
No tardes.
Desde que haba sido coronado,
su manera de caminar haba
cambiado. No es que hubiera
ganado rapidez ni aplomo: sus
pasos, desde mi primera infancia,
recuerdo que siempre haban sido
tan firmes como sonoros. No, era
algo ms profundo, quiz una
cadencia especial, una seguridad
que no proviene de una educacin
esmerada, porque mis hermanos y
yo tambin la habamos tenido y
nuestros pasos no se parecan en
nada a los de l, sino de su ser ms
profundo.
Y quiz fuera, se me ocurre
ahora, que esa fuerza no vena de
sus pasos, sino del gesto de su cara,
que haba cambiado, que irradiaba
seguridad y confianza.
Porque mi padre, a diferencia
de mi madre, todo lo transmita:
viva para afuera. Y no porque lo
expresara con palabras, sino porque
consegua con un simple gesto de la
mano, un cruce de brazos, un
parpadeo, narrar ms que con otro
discurso.
No s si los dems invitados lo
captaran, supongo que s, pero esa
noche mi padre estaba exultante,
nervioso como habra de estar en su
noche de bodas: con el mismo
temor a lo desconocido, a lo que
puede salir mal, pero con un deseo
que sabes que al final terminar
imponindose al resto de temores.
Por primera vez daba rdenes
sin sentido, cambiaba de opinin
constantemente. Se llevaba algo a la
boca y lo escupa sin haber llegado
a salivar. Y es extrao porque
cuando coma, pareca otra persona.
Se volva menos posesivo. Coga el
pan con slo dos dedos, como si
hubiera sido consagrado. Y la
brutalidad que sola guiar todos sus
actos se volva de pronto dulzura.
Probaba con la lengua todo
aquello que iba a llevarse a la
boca. Morda poco y masticaba
despacio con un gesto que casi
pareca una sonrisa. No se
manchaba al comer. El cuidado que
apenas prestaba cuando haca otro
tipo de actividades lo focalizaba,
sin embargo, en esos alimentos que
por el modo de tratarlos hubieran
podido ser sus hijos.
Pero esa noche apenas prob
bocado.
Sus ojos vagaban de uno a otro
de los comensales, sin detenerse
ms que unos instantes (los
necesarios para catalogar actitudes)
antes de pasar al siguiente.
Y de pronto, en esa alegra tan
nueva en l, lo vi ms viejo y ms
acabado que nunca.
Era rey, lo tena todo. No bien
tena que formular un deseo para
que ste se cumpliera de inmediato.
Y esas posesiones suyas estaban
acabando con l: a pesar de que no
comiera, beba con profusin y en
verdad pareca que hubiera querido
sustituir la sangre del campo de
batalla por ese lquido que, aunque
no lo llenaba, s consegua
extenuarlo lo suficiente como para
no tener que pensar.
El tiempo haba pasado y con l
se haba ido su color oscuro del
pelo, de la piel. Ahora su cara era
gris. Tena los labios contrados,
pero tan ligeramente que tuve que
esperar a aquella noche para ser
plenamente consciente. Adems, su
pulso temblaba al coger cualquier
cosa, por muy ligera que sta fuera.
Y de pronto, la tripa, como una
protuberancia, redonda, un quiste
perfecto que se aloja entre los
huesos de su pelvis. Es la tripa del
abuelo: la marca de los reyes.
Me mira y sabe que lo estoy
observando, que tengo la vista
clavada en ese trozo de su carne
que debe de ser tambin su
vergenza. No me siento culpable
por mirarlo tan fijamente. No deja
de ser un cuerpo conocido y no me
siento irrespetuosa. En mi cara,
supongo, slo hay sorpresa.
l se limpia la boca con el
nico trozo de la manga que utiliza
para tal menester. Qu
esperabas?, parece querer
decirme.
De vuelta, la sorpresa:
descubro en l, por primera vez, un
gesto de resignacin.
Entonces recuerdo que
comenzaron las preguntas. Fui
consciente de lo que estaba
sucediendo a mi alrededor, de que
todo aquello no tena ms que un
fin, acercarnos ms a los tres: a mi
padre, a mi madre y a m. El
tringulo que, de ser completamente
desequilibrado, haba terminado
por igualar sus ngulos. Y daba
igual que estuviramos rodeados de
gente, a lo que habra de venir slo
tenamos entrada los que desde
siempre habamos sido actores,
directores y ejecutores de aquella
pantomima.
Por qu me digo tanta
resignacin?. Qu ha cambiado
en ti para que decidieras llevar a
cabo esta apoteosis sin contar con
nadie ms? Por qu esa vejez, ese
cansancio, as, de pronto, sin aviso?
Y todo se relacionaba con la noche:
la venganza de mi madre, el
agostamiento de mi padre, la
aceptacin definitiva de que yo era
parte de su crculo y de que estaba
a la misma altura que ellos, que no
haba tenido que interpretar porque
haba sido yo la que eligiera mi
papel en toda la funcin.
Y todo esa parafernalia, casi
como para una fiesta de despedida.
Debera sentirme orgullosa.
Supe adivinarlo antes que el resto.
Tambin, y siendo justa, tena ms
pistas que ellos. El momento final.
Y sin embargo todo el tiempo
anterior, que ahora s que fue una
espera, haba acabado por
consumirnos. Ya poco poda
sorprendernos. La tensin nos haba
mantenido suspendidos en la
cuerda, pero habamos terminado
por acostumbrarnos a ella y
podamos pasar, recorrer cada uno
de sus filamentos, con la mayor
tranquilidad. La capacidad de
escandalizarnos era algo que
perteneca al pasado. Y ese
trmino, que por fin se vea tan
cercano, no nos produca la menor
ansiedad ni angustia.
Sobre todo a mi padre, que
haba apoyado su cabeza en la mano
y miraba con aburrimiento.
La actividad del da no haba
sido ms que los ltimos retazos de
lo que arrastrramos desde
siempre. El nerviosismo haba sido
el ambiente en el que nos habamos
criado: mis hermanos y yo. El no
saber nunca cmo has de
comportarte. Aprender luego a
aceptarlo todo con naturalidad
como si as fuera, y no de otro
modo, como tuviera que ser. A
pesar de nuestro carcter irascible,
ya nada temamos: el miedo era
nuestro estado natural.
Las cosas son como son,
habra dicho mi madre. De frente no
conseguiremos cambiarlas.
Acptalas primero y despus,
cuando ya las conozcas, cuando las
hayas hecho tuyas incluso, trnalas
segn tu parecer. O destryelas si te
place. (Pero mi madre no estaba y
sus consejos, escasos como todo en
ella, siempre me resultaron
confusos y ya no recuerdo si quera
decir exactamente eso o justamente
lo contrario).
En esa noche, la sorpresa, junto
con la espera, haba muerto. Y
aunque el sufrimiento lo haba
hecho con ella, tambin la
capacidad de alegrarse.
Estamos cansados, mi padre y
yo. Y somos resignacin, los dos.
Fernando desliza su mano sobre
mi muslo. Y la deja all, perdida,
inmvil cuando s que en realidad
lo que buscaba era mi otra mano
para que se la apretara. Su
mandbula, aunque siempre fue
prognata, parece ahora irreal, como
si se le hubiera descolgado y
pendiera slo de dos cartlagos que
son como zarcillos. Est encogido,
tambin, con la mano que pos
cuando todava poda reaccionar,
sobre mi pierna.
Los invitados guardan silencio.
Sus ojos estn clavados en los dos
hombres que acaban de entrar. Los
ruidos se hacen ms patentes y
audibles: la madera de la chimenea
cruje, los muebles sobre los que
nos sentamos tambin. El sonido de
las respiraciones, de las telas.
Los dos hombres llegan
encadenados, rodeados por
guardias.
El primero tiene un ojo cerrado,
las manos por delante, ligeramente
adelantadas. Una cicatriz en mitad
de la cabeza, en mitad del pelo, que
est reseco como si hubieran
intentado curarlo. De cintura para
arriba, totalmente desnudo; manchas
que no s si son de sangre o de
barro lo recorren por completo.
Apenas se ve la piel debajo. Su
gesto, a pesar de esas manos que
parecen suplicantes, es decidido y
casi audaz. Aunque va descalzo y
las pocas uas que le quedan son
negras como si alguien se hubiera
deleitado en golperselas, su
paso es seguro.
Miro a mi padre de reojo y lo
veo llevarse un trozo de pollo a la
boca.
El segundo hombre va detrs.
Su cuero cabelludo no es ms que
cuatro manojos de pelos mal
puestos. Largo, eso s. Va desnudo
por completo. Y sus manos intentan
cubrir intilmente su sexo, que, en
el conjunto de la escena, casi
produce piedad. Se inclina sobre su
derecha, arrastra el pie izquierdo y
su labio, cruzado por una cicatriz
que le llega hasta la altura de la
oreja, todava gotea sangre.
Mi padre mastica, con su
parsimonia habitual. Frente a l, un
cisne asado y recubierto
posteriormente con pan de oro. Y
detrs de l, el paje encargado de
servirle.
Juan se recuesta en la silla,
apoya la cabeza en el respaldo. Por
la tensin se dibujan perfectamente
los msculos de su cuello.
Son los asesinos de mi madre,
los que le cortaron la cabeza, los
que mi abuelo envi a nuestra casa
para que la mataran a pesar de sus
splicas de que no lo hicieran
delante de sus hijos. Falta uno, pero
da igual, con estos dos es
suficiente. Su presencia lo llena
todo.
El espectculo contina:
Msica dice mi padre.
Las notas titubean, pero vibran
despus y suenan rotas, fuera de
lugar.
Que claven el poste
ordena.
Cinco hombres se acercan al
centro de la sala. Sobre sus
hombros llevan un tocn de madera,
de un tamao un poco superior al de
una persona.
Lo atan con cuerdas, tiran de l
hasta que queda recto,
perpendicular al suelo. El sonido
del martillo de pronto.
Y l sigue masticando,
impasible. Y Juan tambin, casi
mecnico y la carne, sin que se haya
dado cuenta, se le hace una bola en
la boca, como cuando era pequeo.
Y ya no s si tengo ganas de
levantarme en ese mismo momento
o de quedarme. Estamos jugando
al juego de mi madre, pienso.
Giramos todos en torno al crculo
que ella traz, que perfeccion con
su muerte. Creemos que tenemos un
albedro, que somos dueos de
nuestras decisiones, tambin cuando
ella viva. Nunca nos dijo qu hacer
o no. Hacerlo le hubiera supuesto
una derrota: verbalizar sus
propsitos hubiera demostrado que
su influencia sobre nosotros no era
perfecta. Permitir que pudiramos
dudar, otorgarnos la posibilidad de
cuestionarla, era una renuncia a ese
control frreo con el que, aunque
pareca que todo pasara de un modo
casual, lgico y circunstancial, nos
controlaba. Nos limitbamos a
seguir un plan: su plan trazado de
antemano.
Era me pregunt tan
retorcida? Poda serlo con esa
apariencia frgil, con ese miedo
que tena por las noches, con esa
necesidad de rezar a todas horas?.
Y la respuesta deslumbraba en su
rotundidad: la belleza, la
delicadeza, su paciencia, su saber
escuchar, no eran ms que las armas
de las que se vala mi madre para
imponer su criterio de pronto la
palabra deja un regusto amargo y
resulta pesada.
Miro a mi padre y siento algo
por l: pena. La misma que por
Juan, por Fernando o por m. Por
ms que se empee, ya no es rey.
Coron a su mujer cadver como
reina y ella se ha apropiado del
trono. Y l acta sin meditar,
porque tiene que hacerlo.
Un pas sin rey gobernado, me
ro, por una difunta.
Y mi risa, de pronto, suena fra
en la sala, que, a pesar de las
chimeneas, parece haberse quedado
fra tambin.
Los que me rodean me miran
con sorpresa. Fernando retira su
mano. Pestaean. Y yo tambin
porque mi risa, aunque yo no lo
buscara, ha sonado vengativa y
dichosa. Y nada ms lejos de mi
intencin.
Si mi padre se hubiera puesto
en pie, si se hubiera acercado a uno
de esos hombres, a cualquiera, y lo
hubiera cogido por la barbilla como
haca conmigo, sus dedos como
pinzas. Si hubiera sido l quien los
atara personalmente. Si hubiera
intentado insultarlo. O incluso
hubiera sido l quien cogiera el
cuchillo por el mango, y no uno de
sus guardias. Y hubiera sido l
tambin quien abriera su vientre,
all, como cerdos, mientras
nosotros cenbamos. Si hubiera
sido l quien clavara el cuchillo a
uno por delante, a otro por detrs,
como finalmente sucedi (el sonido
de las costillas al partirse); quiz
entonces mi pena por l hubiera
sido menor: habra comprendido
que era slo su voluntad la que le
guiaba, y no la del recuerdo.
Pero no fue as.
Mi padre, como todos, se qued
en su asiento. Masticaba y haca
ruido al hacerlo, mientras
desollaban a los asesinos.
16

(DEL HIJO).

M e acerqu al rincn donde


hasta entonces estuviera l.
Me encog, tambin, aunque no
tuviera fro. No quera mirarla. Me
concentraba en la llama, en sus
saltos, en cmo el rojo se
transformaba en naranja y luego en
blanco y en humo.
La respiracin de Blanca es
pesada, silba al salir de sus labios.
Ya no huele a ella, ya no es
malvavisco, centeno, miel, sino
leche agria. En la quietud de esos
calabozos, los olores se perciben a
la perfeccin. Tambin los sonidos:
el del agua deslizndose por los
escalones, formando charcos justo
en donde nos encontrbamos, en ese
recodo que parece el final del
mundo.
No voy a hablar primero, me
digo aunque es mucho lo que
quiero preguntarle. Es ella la que
me quera ver. Se quita la capucha.
Su cara, ms blanca, se descubre.
Su trenza, tan larga, se cuela entre
los barrotes.
No me echis toda la culpa a
m.
Callo, obstinadamente.
Ni a l, ni a vuestro marido;
las cosas son como son.
La excusa de los cobardes,
pienso.
Nadie tendra que saberlo, en
realidad. Pero a vos os lo deba.
Es tanto lo que desconocis!
Vaya!, qu considerada.
Ya me ha dicho Sancho que
estis con don Rodrigo.
Bien, lo que le faltaba a mi
marido. Qu poda esperar de l
en realidad?.
A vos tambin os enga,
verdad? Pero es imposible no
rendirse ante l. Su risa, es eso,
verdad? Es como una brisa de aire
fresco. Lo pensis a su vez, no?
Claro, todas lo hacemos. Y luego
sus manos, que te acarician como si
fueras la nica mujer en el mundo.
Eso es lo que le hace especial: que
sabe hallar en ti lo que te distingue
de las dems. Te lo pone delante de
los ojos. Es vuestra boca me
dijo a m lo que me vuelve loco,
Blanca.
Y a vos, Beatriz, qu es lo que
os hace nica?
Miro con tristeza mi tripa. Ese
montculo que no se cansa de
acariciar. Sois vos, me dijo
mientras lo besaba. Callo mientras
el dolor trepa y se agarrota en mi
garganta como la tenia.
Huele la debilidad. Sabe
cundo una mujer es vulnerable. No
s cundo se acerc a vos, aunque
supongo que cuando yo part. Es
como un tbano, os lo juro.
Conmigo lo tuvo ms fcil: Sancho
me haba echado de su lecho y yo
estaba destrozada. Lo quera. Y se
lo dije: Sancho, yo os quiero. Y
l: Pues yo no. Por favor, Blanca,
que estoy ocupado.
Siempre igual.
No, no le echis la culpa. l
lo crea, crea que me quera, pero
no lo haca en realidad. Yo le daba
todo lo que me peda y se fue mi
error. Tambin creer que, aunque
no del mismo modo, l me
corresponda. Sabis qu? Me he
dado cuenta de que el amor, como
el veneno, en cantidades muy
grandes, mata.
El suelo est cubierto por una
arena muy fina, el poso, supongo,
de aos de desgastarse la piedra. El
interior de su celda recuerda a un
pesebre. Las pajas se asoman por
debajo de los barrotes. Me duelen
los ojos, los cierro.
Pero no os engais. El amor
de Rodrigo es mucho ms cruel que
el de vuestro marido. Supongo que
no soy nadie para intentar mostraros
la realidad, pero, bueno, qu
puedo perder? Siempre hemos sido
francas la una con la otra. No serlo
en este instante no tendra razn.
Don Rodrigo ama con los sentidos.
Y cuando digo ama, me refiero a
hacer el amor. Supongo que ya lo
habais supuesto. Es el perfecto
estratega. Transforma el cuerpo de
la mujer en un campo de batalla.
Rastrea los puntos dbiles, traza
posiciones y ataca all por donde se
es ms vulnerable. S lo que me
digo, Beatriz, he tenido mucho
tiempo para meditar sobre ello.
Rodrigo conoce la manera de
sacralizar el momento. En
contraposicin con vuestro marido,
quiere que seamos conscientes de
todo. En Sancho hay necesidad de
olvido. En Rodrigo, sin embargo,
hay completa necesidad de
conciencia. El amor tiene en l
cierta apariencia de ingravidez, de
irrealidad. Da sensacin de venerar
el cuerpo ajeno, de volcarse en el
otro mientras que Sancho parece
reconcentrarse en s mismo y que lo
dems le resultara ajeno. Nada ms
falso. Vuestro marido busca llegar a
su amante travs de su propio
cuerpo. Rodrigo, al revs, ni
siquiera busca llegar. Es la perfecta
pantomima. Te sonre, te acaricia,
te recorre cada pliegue de tu cuerpo
murmurando: Te amo, te amo. Y
piensas: Soy nica. Pero la
delicadeza es su refugio. Sancho
quiz sea la indiferencia; Rodrigo,
la apariencia. Dice te amo como
si no se lo hubiera dicho nunca a
otra. Sancho calla, bueno, y gime,
ya lo sabis. Pero en esos gemidos
hay mucha ms humanidad que en
todo Rodrigo. No hablo, como
estaris pensando, desde el
obnubilamiento de la enamorada,
sino como aquella que se sabe
rechazada y que conoce las causas.
Por los dos, no vayis a pensar. A
pesar de que sepa fehacientemente
que Rodrigo volvera a admitirme
en su lecho si le interesara. Es
triste, permitidme que os lo diga,
saber qu es lo que falla: tener una
mente lo suficientemente fra como
para analizar que has hecho todo lo
posible y que no ha sido suficiente.
Empiezas a preguntarte sobre la
justicia del mundo.
Me siento desamparada.
Entiendo lo que me est diciendo y
no obstante me parece que se
encuentra lejana, y que su voz me
llega entrecortada. Me fijo en su
cara, uno de los barrotes le ha
dejado una marca roja en la mejilla.
Me decan de pequea: Los
hombres no son buenos. Pero yo
en realidad quera ser uno de ellos.
Y para ello tena que
comprenderlos. Se equivocan los
que dicen que son simples, o quiz
no. A veces la simplicidad es ms
compleja que lo opuesto, lo
supuestamente difcil. Como
Sancho. Con Rodrigo hubo tantas
mentiras que todo funcion a la
perfeccin. Se fastidi slo cuando
la realidad sali a relucir. Con
Sancho estuvo claro desde el
principio: no me quera, nunca lo
hara. Y siempre fue franco
conmigo, no pensis mal. Pero yo
me dije: alguien de instintos tan
primarios no puede ser tan difcil
de modificar. Su patrn de conducta
responde slo a la costumbre.
Rectificar, en algn momento,
cuando yo sea tan parte de su vida
que no pueda permitirse prescindir
de m.
Su voz se ha ido afianzando. Si
en un primer momento titubeaba, a
medida que avanzaba en su discurso
gan en seguridad. Su tono sigue
siendo triste, pero no hay
vacilaciones. Lo que dice tiene que
decirlo. Y yo debo escuchar.
No os asustaris si os digo
que siempre he dominado
voluntades. Mi secreto no responde
a la belleza. Mi olor corporal no es
un perfume, mi piel no es suave.
Soy ms consciente de mis defectos
que cualquier otro. Pero poseo algo
de lo que vos, permitidme que os lo
diga, carecis: seguridad en vos
misma y conciencia ajena. No es
empata, no os equivoquis. Slo
me importan las personas que me
importan. Al resto ya les puede caer
un rayo encima. No, es algo que va
ms all porque incide sobre todos
los dems y luego vuelve a ti: la
conciencia de saber qu es lo que
los dems piensan. Y comprender
entonces cmo van a actuar. Slo
Rodrigo poda entenderme. El haba
llegado a sublimar tanto la tcnica
que incluso lleg a convencerme a
m misma. S, la ladrona de
voluntades siendo robada por un
ladrn mucho ms hbil. Me
descubro ante l, Beatriz, si lo veis,
decdselo de mi parte.
Un mechn se ha desprendido
de su trenza y le cae por los ojos.
No se lo aparta, cuelga, como una
araa, balancendose mientras
habla. Qutatelo pienso, no
eres as, t, siempre tan pulcra.
Ah!, el amor. Supongo que
me ceg. Lo saba, siempre lo supe.
Algn da sera mujer. Estaba
escrito en mi destino. Y me lo
negaba. Saba que me enamorara.
Me lo decan todos: A todo cerdo
le llega su San Martn.
Encontrars la horma de tu
zapato. Pero era ms fcil pensar
que yo controlara la situacin. Que
podra decir, llegado el momento:
Basta, aqu se acaba todo,
encantada de conocerte. Porque el
amor, me lo haban dicho, corta
como un cuchillo. Pero pensaba que
no, a m no, no dejara que mis
sentimientos vencieran a mi
voluntad. Pero lo siento, me
enamor, como no tena que haberlo
hecho, del hombre que menos me
convena: del alma ms simple y
ms infantil que jams encontr.
Sancho, tu Sancho. Y mi madre,
ms razn que un santo! Los
hombres no son buenos, hija, mira a
tu padre. Y por culpa de mi
enamoramiento perd toda mi
influencia: ya no era yo la que
observaba, sino que, por primera
vez, estaba por encima la necesidad
de sentirme observada. Y mi
confianza fue menguando a medida
que descubra que l no podra
quererme. Me lo deca: No, no os
quiero. Yo me enfadaba, deca que
no querra volver a verlo, y me
daba la vuelta en la cama. Siempre
se dorma l antes que yo. No le
pesaba en la conciencia. No me
quera, por ende. Tenerme era
cmodo, primario: la mejor manera
de satisfacer sus instintos, su
necesidad de compaa con alguien
que est ah para que l, en cuanto
lo necesitara, pudiese llamarme. Y
lo peor es que a m, en cuanto lo
haca, se me iban todas las
congojas. Haba otra, lo saba.
Luchaba con un fantasma. Y tena la
guerra perdida de antemano. Pero
no por ello dejaba de desesperarme
cuando no me miraba ni de
alegrarme, hasta lmites
extraordinarios, inimaginables
incluso para m, cuando reclamaba
mi presencia. En el fondo siempre
pens que quedaba algo de
esperanza.
Busco su mano entre los
barrotes. Est fra, y hmeda, a
trozos, como si se hubiera limpiado
alguna lgrima sin que yo sea
consciente.
Utilic todas las armas que
tena a mi alcance. Sofistiqu tanto
mis artes amatorias que cualquier
meretriz se hubiera sonrojado a mi
lado. Prob los enfados, la
amabilidad absoluta. Una de cal y
otra de arena, me deca. Le
permita total libertad. Alej los
celos, porque es bien sabido que no
hay nada que los hombres odien
ms. Le arengaba, incluso, a que
compartiera la cama con otras Y
siempre su respuesta lacnica:
Est bien, si as lo queris. Era
como golpear un muro con los
puos.
Lo hizo, se solt de mi mano y
comenz a golpear la pared.
Cuando par, pequeas lneas
sonrojadas parecan haber creado
sonrisas en sus nudillos.
Atrap de nuevo su mano.
Sigui.
Todo! Hice todo lo posible!
Si mi cuerpo no bastaba me dije
, tendr que utilizar otras armas.
Cualquiera. El veneno si fuera
necesario.
El veneno, por fin habla de
l.
Agita la mano, como si quisiera
espantar algn pensamiento.
Cuando era pequea todos
mis amigos eran chicos. Y
jugbamos a la guerra. Yo era el
rey, mandaba a todos. Cada da
tenamos una aventura. Al principio
eran menos importantes, simples
trastadas, ya sabis, serrar la pata
de alguna silla, esconder la ropa de
nuestros mayores. Pero luego,
empezamos a ir ms en serio. Era la
manera que tenamos de demostrar
nuestra vala, de reafirmar la idea
de que estbamos creciendo, que ya
no nos podran decir: Nios, son
conversaciones de adultos, id a la
cama, que ya es tarde, dad un beso
a la abuela. Creamos la camarilla
del vmito: consista en vomitar
sobre la comida sin que los
cocineros se enteraran. Uno haca
guardia mientras otro entretena a
cualquiera que entrara con las
excusas ms banales, un dedo
cortado, un incendio, en fin,
cualquier cosa. Nos hicimos
verdaderos expertos. No
necesitbamos ingerir nada ni
meternos los dedos para que la bilis
cayera sobre los platos ya
preparados para el almuerzo. Ya
imaginaris nuestras risas cuando,
despus, todos los adultos
degustaban lo que nosotros
habamos regurgitado. Nosotros,
mientras tanto, tirbamos la comida
al suelo. Ni los perros la queran,
imaginaos cmo deba de saber. Y
qu cantidad de cocineros fueron
despedidos por nuestra culpa!
Despus de cada una de estas
aventuras, nos encerrbamos en una
habitacin y los chicos se bajaban
las calzas mientras gritaban como
verdaderos brbaros. Crean que,
tras semejantes hazaas, mostrando
sus partes se reafirmaban como
hombres y ya nadie considerara
que eran nios. Yo, su lder,
permaneca apartada. Y cuando me
preguntaban: Y vos?. Yo no
deca, yo no hago esas cosas. Y
no porque me avergonzara mostrar
lo que tena, sino lo que no tena.
Me desesperaba saberme nia. Ver
cmo mi pelo creca y nadie haca
nada por cortarlo. Cada da,
despus de rezar, me miraba all
donde est prohibido y murmuraba:
Por favor, que crezca, que
crezca, deca. Pero, como
comprenderis, permaneci igual.
En realidad, supongo, tena miedo
al rechazo, a que llegara un da en
el que me dijeran: No sois uno de
los nuestros, largaos. Ya os
imaginaris mi miedo cuando
comprob que mis pechos ya no
eran los diminutos bultos rosados
que siempre me acompaaran, sino
casi el nudo de dos ramas que
quieren crecer y que encima duelen.
Me golpeaban, justo en ellos, como
siempre hicieran y pona cara de
dolor. Me preguntaban: Estis
bien?. Y yo asentira con cara de
sorpresa: A qu os refers?.
Senta el fuego de la antorcha en
mi otra mano. El brazo,
durmindose y el hormigueo trepar
hasta mi hombro. Pero no me mov.
Y luego la sangre. Como una
mancha. Cuando la vi quise gritar.
Me restregu. No sabis con qu
fuerza. Yo creo que si sangr ms
copiosamente, fue de las heridas
que me hice. No tena que estar all.
No era yo la que sangraba. Me
dola con un dolor que ni siquiera
era tal. Un puetazo, una patada. Lo
hubiera aguantado mejor. No, era
como un dolor fino, insistente, que
iba desde mi espalda hasta mi
vientre. Era, cmo decirlo, como si
alguien estuviera rascando en mis
entraas, a oleadas. Vomit
tambin. Y luego le pregunt a mi
madre. Nia, no seas tonta, no
llores, es motivo de alegra. Ya
eres mujer. Y yo: Que no, madre,
que no quiero ser mujer. Esta
sangre es intil. Bobadas,
bobadas replic, es lo mejor
que tiene la mujer. Tu sangre,
hija ma, es vida en estado puro,
nacemos entre sangre, entre la
misma que t expulsars todos los
meses durante tu vida. Y qu
queris que os diga, Beatriz, pero a
m su discurso me son manido,
como si a ella se lo hubieran dicho
en su infancia con esas mismas
palabras pero no terminara de
crerselo. Hice lo que tena que
hacer.
Ella tambin, pienso.
Me vend los pechos y me
cubr con todo aquello que poda
mancharse. Me obligara, pens, a
amar la sangre. Si no puedes vencer
a tu enemigo, nete a l. La idea
consista en perderle el miedo.
Era mi propia sangre me dije,
nada ms. No haba cambiado. Era
slo una herida que nunca
cicatrizara. Sera, a partir de
entonces, como un tullido de guerra:
alguien al que le falta un brazo, o
una pierna (a m slo la sangre,
cada mes). Tena que transformar
esa prdida absurda en una hazaa.
Y lo consegu.
De pronto fui consciente de que,
aunque yo tambin la odiara en su
momento, ahora la echaba de
menos. Si no estuviera
embarazada me dije, seguira
sangrando. El nio se come
tambin mi sangre. Blanca segua
hablando:
Por eso tuve que convertirme
en la ms cruel de todos, tener las
ideas ms arriesgadas. Si me
teman, nunca me expulsaran del
grupo. As que de los vmitos,
pasamos a los campeonatos de
muerte. Tenamos que meter la
cabeza en una vasija y quien
aguantara ms tiempo con la cabeza
dentro venca. Aunque tuviera que
ahogarme, aunque me reventaran los
pulmones, me deca. Nunca me
vencern. Fueron multitud las veces
en las que ca redonda al suelo y
tuvieron que romper el barro para
sacarme de all porque yo me
negaba a perder.
O hacamos un pasillo y uno,
elegido a suertes, era apedreado
por el resto. Yo tambin pas, como
supondris, en multitud de
ocasiones, y no creo que la fuerza
con la que me arrojaban las piedras
fuera menor que con la que lo
hacan con el resto. Pero yo
siempre deca: ms fuerte, ms
fuerte, es eso todo de lo que sois
capaces? Porque me pareca que al
verme all, con las faldas que me
colocaba mi madre, como seorita
que era; sus manos les temblaban y
vacilaban. La violencia, les
arengaba, nos redime. Hemos de ser
fuertes: en cuerpo y alma. El dolor
existe, no lo neguis, disfrutadlo.
Consegu el dominio a travs del
terror. Perd miedo a mostrarme
desnuda. ste es mi cuerpo, les
deca.
Para hacernos ms fuertes,
comenzamos a envenenarnos.
Tombamos una dosis pequea,
todos los das. Slo as
conseguiramos ser inmunes. Hubo
enfermedades, prdidas incluso.
Muri uno de los nuestros.
Siempre hay bajas en combate,
dije. Ni siquiera mostr compasin
en ese momento. La guerra es as,
les dije. Me tenan miedo y, llegado
este momento, nadie denunci a
nadie: la violencia y el veneno no
slo nos haban fortalecido, sino
que haban creado unos lazos tan
fuertes que nadie se atreva a
romperlos.
Haba descubierto que no slo
con la influencia se consigue lo que
se quiere. Tuve una buena maestra:
la vida, la necesidad de
supervivencia. Me arm como slo
una mujer puede hacerlo. La cocina,
la costura: todas tareas de mujeres.
Pasarse las tardes encerradas en los
aposentos, no hallar ms consuelo
que en algn amante ocasional,
dejar que te marquen la senda los
hombres que te rodean. Y la muerte.
Todo se poda cambiar, el dominio,
me di cuenta, estaba en la aparente
sumisin. Era mujer y tena que
serlo por completo.
Me ro entonces para mis
adentros de mis primeras
enseanzas, de cuando todava
crea que ella era una criatura
necesitada de proteccin (la
influencia, le deca, cuando ella ya
haba empezado a utilizarla
conmigo).
Ya no necesitaba proponer
ninguna aventura descabellada. Mis
amigos haban podido comprobar
que poda matar y que ellos no
podan defenderse. Una lucha,
frente a frente, aparte de sangrienta,
es, seguramente, ms justa. Me di
cuenta de que no necesitaba mandar
para que me obedecieran. Descubr
tambin que mientras ostent el
poder de mando, tuve
enfrentamientos. Pero cuando me
retir a un segundo plano, mis
rdenes no slo se cumplan con
mayor celeridad, sino que nadie se
atreva a cuestionarlas. Por fin
haba llegado al punto que quera.
Estaba asqueada. Me dola la
frialdad con la que poda hablar de
lo que, a pesar de que todas lo
supiramos, no se debe decir.
Blanca haba perfeccionado el
papel de la mujer hasta sus lmites
ms grotescos. Es cierto que no
tenamos otro camino. Nacer ya nos
otorgaba una entidad que no
habamos pedido y cada cual
desarrollaba sus tcnicas de lucha.
Pero ella, inconscientemente (o
quiz todo lo contrario), haba
ampliado su dualidad hasta el
extremo ms rotundo: era un
hombre encerrado en un cuerpo de
mujer.
Y apareci Sancho. Y por
primera vez haba alguien que no
me escuchaba, que no me vea. A
diferencia de Rodrigo, que lo vea
todo, todo. Por ms que lo intent,
era slo alguien cmoda: guapa,
lista, limpia, s. Pero nada ms.
As que me dije si una
vez consegu someter criterios con
el veneno, por qu no hacerlo otra
vez? Comenc a suministraros una
dosis en vuestra comida. Conoca
los sntomas: lo que provocara en
vos. Eran todos problemas que muy
fcilmente podran ser achacables a
un embarazo dificultoso. Las
molestias habituales de su estado. Y
por qu a vos? Porque era la mejor
manera de retenerlo. Supongo que
intuiris el motivo.
Sabis? Es curioso el veneno.
Existen algunos que con slo una
gota pueden mataros. Otros que
hacen ms fuerte al que lo toma si
lo hace en la dosis justa. Y otros,
que es su ausencia la que mata. S,
llegado un momento, si yo hubiera
dejado de suministrroslo, os
habrais postrado en un estado de
ansiedad tal que hubierais muerto
seguro. Aunque tambin he de
deciros que, a la larga, el mismo
veneno se habra apropiado de
vuestras entraas y os habra
matado de igual modo. Slo era una
cuestin de tiempo. Y en ste
resida mi fuerza: el hacer
comprobar a vuestro marido que no
slo vos me necesitabais, sino l
tambin. Se lo cont todo. No
obstante, lo de que algn da el
veneno que tanto necesitabais os
acabara aniquilando, esto no se lo
dije. Si me echis, la vida de
vuestra mujer se ir con la de
vuestro hijo entre enormes
sufrimientos. No queris eso,
verdad?
Me grit, me dijo que cmo se
me ocurra. Que dejara de hacerlo,
me dijo, como si no me hubiera
escuchado. Sancho tiene un carcter
irascible, es fcil que pierda los
nervios, ya lo sabis. Pero nunca lo
haba visto as. Y yo le repet que
era imposible: que si lo haca,
morirais. Que en mi mano estaba
vuestra vida y la del nio, que si
quera conservaros, tena que seguir
conmigo. No pudo hacer nada. Se
calm. Me pidi que le dejara
descansar, que tena mucho que
pensar. Y yo continu matndoos
lentamente, como haba de ser.
Una de las cocineras me
ayudaba. Hubiera sido muy raro
verme todo el rato por ah, bajando
siempre a las cocinas, qu poda
hacer una dama como yo en un lugar
tan lgubre, tan poco adecuado? Le
ense a manejar el cuentagotas.
Pagu con creces su precio y me
prometi fidelidad. Le cre.
Siempre he juzgado bien a las
personas, ya os lo he dicho, s lo
que pienso y no me equivoqu. La
pobre no s por qu buscaba a
alguien como yo. Hay caracteres
que se complementan. Ella era el
asno y yo, su yugo. No saba andar
sin m.
Pero me atrevo a
interrumpirla no me querais?
y la pregunta, de tan fcil,
rechina en mis odos.
Claro! Y mucho! Pero las
cosas no son tan sencillos. No todo
es blanco ni negro, ni malo ni
bueno. Digamos, solamente que vos
estabais en el lugar equivocado con
la persona equivocada y que tena
que apartaros. Una pared,
entendis? Nunca me dije: Estoy
matando a Beatriz. Erais slo lo
que estorbaba, di lo que tena que
librarme en el momento en el que os
suministraba el veneno. Os lo daba
y ya estaba. El resto del da erais
mi amiga. No hubiera dudado en
dar la vida por vos si hubiera hecho
falta.
Pero, claro, vuestra aya no
tard en sospechar de m. Me
persegua por todas partes,
infructuosamente, porque, como ya
os he dicho, no era yo quien tena el
veneno. Me increpaba, me deca:
S lo que estis haciendo. Y yo le
responda: Ah, s?. Tan cnica.
S, y os detendr. Y yo pensaba:
S, claro, como si pudierais
hacerlo. Era lista, la condenada.
Como entenderis, nunca fue santo
de mi devocin, pero le reconoca
eso. Pareca una rata: siempre saba
dnde tena que husmear. Apareca
siempre en el momento preciso. A
veces, he de reconocerlo, me
agobiaba y le deca: Pero no
tenis nada mejor que hacer que
seguirme? Vuestra seora
murindose y vos slo deseando
curiosear en lo que hacen o dejan
de hacer los dems!. No hubo
modo. Comenz tambin a
prepararos la comida, por
separado. Ella misma lo probaba
todo. Yo me tuve entonces que
proveer de pasteles y dulces con
los que tentaros. La cocinera me
recriminaba, no entenda que dejara
de visitarla, me deca que me
echaba de menos. No entenda mi
actitud. No me molest en
explicrselo: tena otras cosas en
las que pensar: obligaros a comer
sin que vuestra aya se enterara.
Pero, como sabis, el fraude
no dur demasiado. Tambin lo
descubri y ya no se apartaba de
vos. Hasta el agua probaba! Al
final, tena que desaparecer.
As que fuisteis vos me
mira, sus ojos miel tan grandes.
No tena que haber sucedido.
Eso estaba fuera del plan. Y fue el
comienzo del fin. No creis que
sent ningn placer. S, la mat. No
me reproch nada. Mientras lo
haca, en realidad haba un gesto de
placidez en su cara, como si,
mientras lo hiciera, se regodeara en
la confirmacin de que ella, con su
inteligencia, me haba terminado
venciendo.
Cuando Sancho se enter, no
veis cmo se puso. Me cogi por
el brazo. Y ahora qu, qu hago
yo. La habis matado! No quiero
volver a veros, me dijo. Yo le
record entonces que la vida de su
mujer estaba en mi mano. Se gir
para retarme: Y la vuestra en la
ma. Curadla o no volveris a ver la
luz del sol. Conozco ms tormentos
que hombre alguno. Puedo haceros
sufrir, Blanca, como no habis
soado nunca. Curadla o vuestro
cuerpo colgar desnudo de las
almenas de este castillo. Os lo juro
por mi madre. Y ahora salid de mi
habitacin.
Recuerdo cada una de sus
palabras. Las llevo grabadas a
fuego aqu.
Se puso las manos a la altura
del pecho. Su respiracin eran casi
quejidos. Yo tena las piernas
entumecidas. Las estir.
Hice como me haba dicho.
Me tena en sus manos. Lo hubiera
hecho aunque hubiera sido la idea
ms absurda. No poda perderlo.
No os lo creeris, pero hubo
momentos en los que ni mi vida me
importaba. Comenc a bajaros las
dosis. Eso os provoc fiebres,
visiones, recordis? Fueron los
das en los que me hablabais de no
s qu fantasma. Eran delirios
os deca, slo eso. En realidad
estaba preocupada. Al cabo de los
das tena que haber remitido la
fiebre, pero no lo haca. Y luego las
visiones, nunca nadie las haba
tenido. Pero estabais empeada. Os
abrazabais a m. Me pedais que no
os dejara, recordis? Y al cabo de
los das comenzasteis a recuperar
las fuerzas. Aunque seguais
vindola, a la fantasma y a no s
qu nio.
Para entonces yo ya estaba con
don Rodrigo. No era lo mismo. A l
no lo quera. Nunca podra hacerlo.
Y saba que sus sentimientos no
pasaban del simple inters. Qu
pretenda de m? Nunca lo supe.
Quiz slo acostarse conmigo.
Nuestra relacin era de mutuo
acuerdo. Sancho me haba vaciado
y necesitaba alguien que me llenara.
Y Rodrigo, con su manera
complicada llena de sofisticacin
de amar, lo haca.
Hasta que empez a crecer.
Tenais razn, era como una larva.
Se agarra a tu estmago y tira de tu
piel. Come lo que t. Te roba
energas. Las ganas de vivir. Un
nio, Beatriz, el hijo de Sancho.
Me qued muda. Luego no soy
yo la que hablo (quiz sea el otro
nio, que quiere establecer un
dilogo con su nuevo hermano).
Ests diciendo que t
tambin
Se descubri la capa. Estaba
desnuda. Ms all del pecho, a la
altura del ombligo, un comienzo de
tripa. Pequea, s, pero una rplica
de la ma.
Rodrigo no tard en darse
cuenta. Tiene un olfato, ya os lo he
dicho, especial para todas esas
cosas. Me dijo: Es vuestro
momento de volver con l. Es
curioso porque era la primera vez
que hablbamos. No lo haba
echado de menos, yo no lo quera
para tener conversaciones elevadas,
para eso ya estn los sacerdotes. l
tena otra labor que cumplir. Pero
cuando lo hice, cuando me abr a l
y le cont todo lo que llevaba
dentro, y no me refiero slo a lo del
nio, pens que me ayudara. Le
cre, de verdad, pens que deseaba
socorrerme en realidad, que
buscaba mi bien. No es tan fcil
le repliqu hay algo que no me
perdonar nunca. Y entonces le
cont lo del veneno. Ni se inmut.
Pareca como si ya lo supiera.
Est claro, si queris volver con
Sancho me dijo, tenis que
hacer desaparecer a la cocinera. Es
la nica que puede delataros. Todo
se termina perdonando y l no
tardar en hacerlo. Beatriz ya est
mucho mejor. Sancho ha podido
comprobar con creces vuestra
buena fe. Y vais a ser madre de su
hijo! Con eso conseguiris su
perdn absoluto: su orgullo de
padre le podr. Un nuevo hijo,
Blanca, le vas a dar un nuevo hijo!
Y luego un da, cuando ya los tenga
a los dos entre los brazos, podris
deshaceros de la otra madre. Un
desgraciado accidente, una cada
del caballo, un tropezn en la
ventana y ya est, no ms Beatriz.
Tendris a Sancho para vos sola y
todo gracias a ese nio.
La pena. Rodrigo, mi Rodrigo,
dijo esas cosas. Blanca no miente,
me est diciendo la verdad. No
tiene por qu engaarme. Mi
Rodrigo.
Tena razn, me dije. Una
cocinera, quin puede echarla de
menos. Ya haba matado antes: ella
tena que desaparecer. Haba sido
til, pero ya no la necesitaba.
Quin pensara en ella? No tena
amigos, nadie la quera, la llamaban
chismosa. Decan que saba cosas.
Y s, saba mi secreto y por eso
tena que desaparecer. El me ayud,
me dijo que estaramos ms seguros
as. Sola no hubiera sido capaz de
atarle la cuerda a los tobillos y
alzarla. La pobre, ella s que tena
secretos, tantos que la abrasaban
por dentro. Y eran stos y no su
carcter los que le impedan tener
amigos. Viva a la defensiva en
espera de que alguien viniera a
rescatarla o sacrselos. Y ese
alguien la mat. Yo la mat. Y fue
la primera vez que sentira pena por
hacerlo.
Baj yo primero, como
habamos convenido. Llam a la
puerta de su alcoba: tres golpes,
como siempre. Sali en camisa. Se
me mostraba casi desnuda.
Conmigo no tena pudor. Me not
nerviosa. Me pregunt si estaba
bien. Y yo: S, no os preocupis.
Vamos a otro lugar le dije.
Ms privado, que quiero
comentaros una cosa. Y ella:
Pero seora, si aqu no hay
nadie!. Y yo: Hacedme caso, no
veis que lo hago por vuestro bien?.
Y ella, sin vacilacin, se pone a
ensalzarme. Y llora. S!
exclam. Sois la nica que os
habis preocupado por m en tanto
tiempo! Sois tan buena! Habis
confiado en m y yo, sin embargo,
os he traicionado! Y yo: Pero qu
decs, alma cndida, anda, vamos a
un lugar que yo me s. Por qu
habis tardado tanto en bajar? Ya
no confiis en m? Yo nunca os
traicionara, seora. Ya lo s, le
deca. Es por no habroslo
contado, verdad? Os lo ha dicho
don Rodrigo y por eso ya no me
necesitis como antes, es eso,
verdad?.
Y continu hablando y lloraba
a la vez. Y cuando llegamos donde
nos esperaba Rodrigo, yo ya no
estaba segura de nada. Vacil y sa
fue su perdicin. Demasiado tarde.
El se abalanz y la agarr por el
cuello, con sus manos, con las
mismas que tantas veces me haban
hecho gritar de placer a m. La
mat. Fue l, y sin embargo, su
muerte ya me pesaba en la
conciencia. Yo la haba conducido
hasta all. Incluso despus de
haberme contado lo que me haba
dicho. Y ella, silenciosa tambin,
me miraba, que no s qu mana
tienen los que van a morir, como si
quisiera decirme: Ya os lo avis.
Sus palabras, en mi cabeza. Porque
s que me lo avis.
Todo fue muy rpido. La
muerta, all tirada en el suelo y
Rodrigo, que me dice que corra a su
alcoba, que tiene all una cuerda
ms fuerte, que no sabe si con la
que haba llevado tendramos
suficiente como para atarla a la
viga. Y yo no me pregunto para qu
quiere atarla a la viga. Mi mente
est atascada en el momento en el
que ella se cae al suelo. Obedezco
como hubiera obedecido cualquier
otra orden. Dejo mis pies andar
solos, que me guen a su alcoba.
Voy, procurando no hacer ruido.
Saludo a la guardia, amigos, no
pasa nada, me digo. Todo bien?
La noche movidita? Como de
costumbre, ya sabis cmo es esto.
S, s, pues buenas noches, buenas
noches.
Y cuando llego all, ya estaba
esperndome: el Quiste. Era como
un pulpo, todo manos. Y su aliento:
Bsame me deca, vos me
habis llamado. Y yo: Estis
loco? Dejadme!. Y l, como
posedo: Os he esperado tanto
tiempo!. Y tiraba de mi ropa y su
lengua, tan viscosa, recorriendo mi
cuello. Y su aliento, como de
mofeta. Dejadme le deca,
dejadme. Vos me habis citado,
y yo: Desvariis, dejadme.
Porque en la cocina estaba la
muerta, Rodrigo me estaba
esperando y yo no estaba como para
aguantar la violacin de nadie, y
menos de esa bola grasienta. La
cuerda pensaba, la cuerda.
Pero su mano ya bajaba por mi
entrepierna y se haba sacado su
miembro y lo notaba restregarse
contra m. Record entonces
vuestro pual. Lo haba cogido por
si surga alguna complicacin.
Como vos, lo llevaba envuelto entre
la falda. Lo saqu, con frialdad. No
se dio cuenta. Grit cuando se lo
clavaba: Zorra. Me llam perra
del infierno. Y yo lo hund ms
fuerte. Alivio, sa es la palabra.
Sus manos me soltaron por fin. Y el
sonido, Dios!, nunca escuch algo
ms asqueroso. Le dieron como
espasmos. En el suelo. Ya os
imaginaris. Estaba cubierta de
sangre, hasta arriba. Me agach y le
tap su pene, que se le haba
quedado duro: no s por qu lo
hice, supongo que me daba pena.
A todo esto vino Rodrigo.
Qu habis hecho? Estaba
asustado. Lo habis estropeado
todo. Me cogi por los hombros,
me golpe. El, siempre tan perfecto,
me abofete. No Sancho, que tan
violento parece, sino Rodrigo,
siempre tan correcto. Me dio una
bofetada que casi me salta los
dientes. Huid, me dijo. Su tono,
tan diferente al de siempre! Os
matarn. Intent violarme,
repliqu. Quera que me abrazara,
pero estaba glido y slo me deca:
Huid, huid, escapad. Volv a
repetirlo: Intent violarme. Y l:
S, pero vos lo habis asesinado.
Me ayud a desvestirme. Haba
desgana en sus manos, parecan
otras. Me dio su capa. Pareca
como si le diera asco. Tir mis
ropajes a la chimenea. Y en todo
momento, os lo juro, pens que
dira: Yo me ir contigo. O por lo
menos: Yo os ayudar, no pasa
nada. Pero no, su mutismo era
igual a su prisa. Venga, vamos, no
os aturullis, las he visto ms
rpidas. Y luego: Venid, que
conozco un pasadizo por el que
podris escapar sin que os avisten.
Bajamos tneles, no s cuntos.
Tena miedo, pero tema ms
agarrar su mano, no s por qu. Y
ya en la puerta, si se le puede
llamar as a ese agujero cubierto
por la maleza, me orden: No
volvis, Blanca. De pronto not
que me hablaba de vos. Como si ya
no quisiera tener nada ms
conmigo. Todo estaba perdido.
Tendra que empezar de cero. Me
pas lo que quedaba de noche
corriendo por si Sancho mandaba a
alguien en mi bsqueda. En mi
mente comenzaron a hacerse claras
las palabras de la cocinera; vuestra
fantasma, Rodrigo, todo tena
sentido. Y comprend por fin el
grave error que acababa de
cometer.
17

(DEL PADRE).

L a muerte es sincera.
Ya mi padre ha muerto y
es como mi madre, su presencia no
corprea, el recuerdo que persiste,
intangible, s, pero que lo llena
todo. Tan ancho su espectro que a
veces ahoga.
Los ltimos das de mi padre
fueron tranquilos. Voy a morir,
dijo. Y poco tard en hacerlo. Se
terminaba, se consuma como una
fruta, desde dentro, en esa rutina
suya que ya no era ms que el
producto de la inactividad. En el
fondo mi padre fue siempre un
animal de tiro.
Cuando comenz a gobernar
buscaba el poder all donde fuera,
a cualquier precio. Poco bastaba.
Todo tena que ser suyo. Aunque en
realidad, se me ocurre ahora, mi
padre no ansiaba ms que los
obstculos en s mismos: era un
coleccionista de dificultades.
Cuanto ms obtusa se haca la
consecucin de sus propsitos, ms
empeo pona en ellos. Disfrutaba
del decurso, de las asperezas, que
limaba a golpe de mandoble la
mayora de las veces. Y luego,
cuando por fin obtena su ansiado
fin, casi poda decirse que se
olvidaba de l. Haba perdido todo
su inters. Amaba la lucha y odiaba
de igual modo la derrota que la
victoria. De ah quiz su fama de
fro, de calculador. Seor, hemos
perdido, podan decirle. Y l, sin
aspavientos, agita la mano. Bien,
dice. Y eso es todo. Cuando se
equivocaban. No era valiente, no
era fuerte, no era metdico. No se
recreaba en lo que obtena o perda.
Anhelaba el enfrentamiento
ferozmente, con desesperacin. Su
voluptuosidad en la venganza slo
responda al impulso de zanjar lo
que osaba oponrsele. Si le decan:
Seor, hemos perdido, l no
montaba en clera porque en
realidad disfrutaba de la derrota.
Un problema a su altura. Se
devanaba entonces el cerebro
durante das encerrado en s mismo
hasta dar con la solucin. Y cuando
por fin la llevaba a cabo y
triunfaba, entraba en un estado de
apata tal que ms pareciera
desencanto. El reto al final no haba
sido tan grande. Y l, decepcionado
con todo, sobre todo consigo mismo
por haber dado tanta importancia a
algo en el fondo tan nimio, se
sentaba en el trono y se limitaba a
comer, mecnicamente, lo que le
trajeran. Por las noches vena a mi
encuentro y se quedaba dormido
enseguida. Y as, hasta encontrar un
nuevo, llammosle, objeto de deseo
donde depositar su fiereza.
La venganza de mi madre
termin siendo para l un simple
acto de justicia. Una vez cumplida,
perdi todo inters. Y quiz fuera
mejor as: no hubiera podido
soportar escucharlo una y otra vez
como haca el abuelo,
narrando la batalla de cmo
muriera uno y el otro despus. No
hubiera podido aguantar, narrado de
sus labios, la distorsin de la
historia que yo misma haba
presenciado. Escucharlo as,
recrendose en un acto que todava
hoy me parece de brbaros, y no de
reyes.
Mi padre perdi incluso el
inters por reinar.
Con el tiempo, ese poder se
adue de l, hasta apropiarse de
su cuerpo entero y de su alma. El
lastre que se ciera a las espaldas
haba terminado por confundirse
con su propia piel. Soy seor y
rey, deca, y ms sonaba a
necesidad de convencerse que a
verdadero placer. En el camino se
haban quedado dos mujeres, un
padre y a saber cuntos hijos.
Todos precio de guerra, habra
dicho, de haberle preguntado.
Su vida como soberano, a pesar
de pequeos escollos, no le
produca mayores sobresaltos. Lo
que quera, por muy descabellado
que fuera, lo tena al alcance de la
mano. Mi padre se aburra. Invent
guerras que terminaron por cansarlo
de igual modo. La tctica, la
necesidad ofensiva o defensiva, la
bsqueda permanente de aliados o
caballeros fieles, de nuevos
ejrcitos, armas ms potentes;
dejaron de pronto de tener inters
para l.
Posiblemente hubiera
renunciado al trono, de haber
podido. Pero se deca: Si Dios
dispuso que fuera rey, quin soy yo
para negarme? No nac labriego, ni
sacerdote. Sino rey. Y he de ser el
mejor.
El planteamiento era
incuestionable. Cualquier telogo
se hubiera plegado ante l.
Cualquier buen cristiano, en
realidad. Menos mi padre. As se
justificaba, supongo. Porque a pesar
de que amase los retos por encima
de todas las cosas y de que su papel
como gobernante no le diera
mayores alegras, renunciar a l
hubiera sido un precio demasiado
alto, tanto que no lo poda asumir:
el malogramiento de toda su vida,
aquello por lo que siempre luch
contra su padre, cuando hizo falta.
Incluso, aadira, la fuente de la
que emanaba su necesidad perpetua
de superacin, de enfrentamiento.
El saberse por encima de todos los
dems le otorgaba la confianza
suficiente como para poder hacer
frente a cualquier dificultad. Se
amparaba en Dios porque le
resultaba fcil y conveniente, no
porque creyera en l.

La religin, en realidad, no era


ms que el arma del gobierno, la
manera ms fcil y cmoda de
encauzar a los sbditos para que
hicieran lo que l, su monarca,
quera con promesas de beneficios
que ni siquiera tena por qu
cumplir. Para qu deba de
preguntarse ofrecer dineros,
alimentos, mejores vestidos si con
la promesa del cielo consigo mucho
ms? De qu servira? Se reclutan
ms ejrcitos con la palabra de
Dios que con el sonido del oro. Y
la muerte siempre es por una causa
noble, existe una recompensa
mucho ms apetecible esperando
tras ella: el paraso prometido, el
edn. Un hombre que lucha por
religin, siempre lo hace ms
ferozmente, pues no tiene miedo.
Dios se lo quita. Sin embargo
aada, alguien al que se le paga
por guerrear, no piensa en morir
por cumplir con su seor (como
debe ser). Rehye la muerte como
la peste, incluso evita el
enfrentamiento si no es
estrictamente necesario. Cobarde
dice, y suspira. De qu le
serviran entonces sus salarios si
muere y no los puede gastar? Tiene
que mantenerse vivo para poder
disfrutarlos, es un hecho. Aunque
pierdan sus ejrcitos, aunque su rey
se hunda en la deshonra. El hizo
todo lo posible, contestara
mientras se acerca a la taberna ms
cercana a malgastar lo que mal
gan.
Un clero que favorece a su rey
deca es la mejor manera de
imponer la voluntad real sin tener
que hacer concesiones.
Estas ideas suyas le provocaron
no pocos enfrentamientos con la
Iglesia. sta, consciente de su
papel, no dudaba en aprovecharse.
Pedan y pedan prerrogativas,
monasterios, nuevos impuestos. Mi
padre, tan generoso, deca a todo
que s, pero luego capeaba sus
afanes usureros, haciendo
concesiones que muy pocas veces
resultaban importantes. Al final, los
sacerdotes acababan siempre
defraudados. Ponan la voz en grito,
mentaban a Dios, al diablo y
juraban tomar represalias. Se
sentan engaados (porque lo
haban sido). Y, aunque les
interesaba llevarse bien con la
corona, no dudaban en utilizar todas
sus artimaas por arrebatar un poco
de ese poder al que mi padre se
aferraba con tanto catolicismo. Su
relacin era de necesidad y tambin
de amor odio. Porque, aunque el
clero se lo negase, la figura del rey
les impona tanto respeto que eran
incapaces de condenar sus pecados.
Igual que mi padre vea en ellos la
personificacin de lo que l
siempre hubiera querido ser: un
embaucador nato que era admirado
y pagado por ello.
Tenamos siempre a nuestro
alrededor lo que mi padre
consideraba espas papales que
tomaban buena nota de todo lo que
haca o deca para luego cobrrselo
de un modo u otro. Pero Pedro, que
otra cosa no, pero manipulador
poda serlo tanto como ellos, se
amparaba en la interpretacin de
las Sagradas Escrituras, en una
retrica en la que citaba a tantos
santos y mrtires que era imposible
discernir quin haba dicho qu.
Con lo que al final resultaba
imposible cogerlo en un desliz o, si
lo hacan, haba retorcido tanto los
argumentos que, al final, hasta el
ms leguleyo de los clrigos
acababa por darle la razn y casi
pedirle disculpas por haberse
atrevido a dudar de l.
Reconoca, sin embargo, la
necesidad de un buen cura (como
de un buen vino o de una buena
mujer, se rea). Incluso los
admiraba. No haba da que no
fuera a misa y lo haca con
verdadera devocin. A pesar de ser
tan parco en palabras, mi padre se
descubra ante los buenos
discursos. Por ello que pusiera
todos sus sentidos en la homila y
que la comunin no le pareciera
ms que un mero trmite.
Mi padre, que se iba a morir.
Recuerdo el da que me regal
la cadena. Me dijo: Toma,
Beatriz. Se la descolg entonces
entre sus dedos ndice y corazn.
Los eslabones eran gruesos pero
ensamblados con tal maestra que
resultaba difcil averiguar dnde
estaba la juntura. Y al final de
ellos, colgando como una lgrima,
una perla, tan perfecta en su
redondez que pareca que haba
sido trabajada como la arcilla:
hacindola rodar hasta que no
quedara ninguna arista. Y el
brillante, puro como la pupila del
ojo que alguien extrajo de su
cuenca.
Toma, me dijo. Y en su voz
haba un poco de alegra contenida.
l, siempre tan comedido en sus
emociones (porque son smbolo de
debilidad y como rey, y como
padre, y como amante, uno ha de
mantenerse en su postura, no
dejarse llevar por arrebatos). Y
quiz tambin haba orgullo. Pero
orgullo de s mismo, por haber
encontrado una joya tan perfecta o
haber sido capaz de conseguir
suscitar en m algo que apenas
vislumbrara dos o tres veces antes:
mi atencin y, lo confieso, tambin
un atisbo de sorpresa.
Haca aos que compartamos
lecho.
Haba visto su cuerpo envejecer
al mismo tiempo que el mo
maduraba. Sus movimientos, sus
respuestas, sus arranques o
vacilaciones: todo era demasiado
previsible. Poda trazar a la
perfeccin la lnea descendiente de
sus pelos en la espalda, el pliegue
de su tripa sobre el pubis, los
huecos de sus costillas, el arco de
sus hombros cuando se sentaba
sobre sus tobillos para mirarme en
aquellos instantes en los que su
presencia se me antojaba
demasiado pesada y optaba por
hacerme la dormida. Saba por el
sonido de su respiracin cundo
haba algo que le preocupaba o
cundo prefera no pensar. En sus
gestos, a pesar de ser tan escasos,
tan ajustados a su papel, vea a la
perfeccin que, si se inclinaba
hacia delante, es que estaba
nervioso; si bajaba la vista o
miraba hacia la derecha, preparaba
una respuesta ingeniosa; si frunca
los labios, es que es que iba a
pronunciar ese y punto que ya
dijera su padre antes que l (y que
supongo que se remonta tiempo
atrs, hasta el comienzo de la
estirpe de los reyes).
Sus discursos eran precisos, sus
observaciones, comedidas y,
aunque me pese reconocerlo,
pertinaces. Si puedes no decir una
palabra, no la digas, era su lema.
Procuraba mantener un tono neutro
porque el respeto, segn l, no se
consigue gritando. Era un derecho
de herencia, afirmaba, se nace con
l, no se hace. Gritan los
caballerizos, los labriegos, los
vendedores. Un rey est por encima
de eso. Y punto.
No hablaba nunca de lo que
senta. Era casi como si se
avergonzara de tener sentimientos,
de que a veces sus apetencias
pudieran superar a su sabidura o a
su prudencia. Hacer gala de ciertos
rasgos de humanidad llegaba a
desesperarlo. Dios no es
misericordioso deca, porque
Dios no siente. La misericordia,
como la ira o cualquier otro
impulso debe ser condenado. Dios
es perfecto, Dios es razn pura.
Dios no atiende a caprichos, a
deseos, a cambios de actitud. Lo
sabe todo, lo ve todo, todo est
previsto para l y si juzga, Beatriz,
lo hace con la mayor frialdad. Slo
siendo perfectamente fro se es
justo. Los sentimientos matan la
capacidad de anlisis, te obnubilan,
te ciegan, te impulsan a cometer
errores que, para un rey, pueden ser
fatales.
Los habitantes de palacio
crearon en torno a l un halo casi
mstico: sus silencios dijeron que
se deban a un conocimiento no slo
de esta vida, sino de la prxima
(incluso visionario lo
llamaron!). Sus decisiones venan
inspiradas por el mismo Seor.
Todo aquel espectculo de mi
madre sacada en volandas de su
atad o el ajusticiamiento de
quienes fueran sus asesinos
mientras cenbamos, les parecieron
a sus ojos pacatos un plan divino
que, por tener precisamente esta
naturaleza, se escapaba d< toda
comprensin. No intentaban
comprender los motivos que
impulsaban a mi padre, recurran a
la fe ciega que era lo que mi
padre buscaba en realidad. Si
bien eran conscientes de que nunca
fue ningn santo (el que se acostara
con su hija les reafirmaba esta
opinin), le haban otorgado una
envoltura sobrenatural tal que sus
decisiones nunca fueron juzgadas ni
mucho menos cuestionadas. Mi
padre dispona a su voluntad. Le
pusieron cientos de apodos casi
ninguno ofensivo, pero al final
predomin el de el Justiciero. Y
l sonrea satisfecho al orse llamar
as.
Mi padre, como mi abuelo, era
hijo predilecto de Dios la
prolongacin de su semilla, lleg a
decir, y quin mejor que ellos
para disponer a su antojo, cambiar
destinos y vidas sin que sus
opciones fueran jams puestas en
tela de juicio? Nadie lo enjuiciaba
porque slo l, el justiciero, tena
esa capacidad.
Toma, Beatriz. Y esa cadena
colgaba de sus dedos como lo que
era, una ligadura. La primera en
doce aos de unin.
Su relacin conmigo, en todo
ese tiempo, no haba cambiado.
Slo haba ido perfilndose,
suavizando sus aristas hasta
conseguir que encajramos, como
dos cubos perfectos.
Nuestras expectativas haban
sido siempre las mismas. Si en
algn momento l haba intentado
innovar, crear situaciones sorpresa.
Pronto se pleg ante mi falta de
entusiasmo. Y supongo que
descubri que era mejor as, sin
juegos en los que tener que
supeditarnos al beneficio ajeno,
sino al placer propio. Si el amor es
un juego de equilibrios, lo nuestro
apenas me atrevo a calificarlo
era su perfecta anttesis. Cada uno
se procuraba la mayor satisfaccin
sin tener que preocuparse por lo
que el otro senta o experimentaba,
aunque, y gracias al paso del
tiempo, al final llegramos a
conocer las experiencias del otro
tanto como las propias.
Sin ningn otro tipo de fin; sin
la necesidad de tener que aparentar
inters por actitudes ajenas que ni
nos van ni nos vienen; sin tener que
indagar en el de enfrente,
preguntarse el porqu de sus
respuestas o de sus preguntas, si
hay un doble sentido: ha querido
decir, dice esto pero en realidad
busca lo otro, incluso si me quiere
no me quiere, nuestra relacin era
de una sencillez apabullante. Y
quiz por no tener nada que
ocultarnos, todo lo sabamos y lo
dbamos por hecho. La
complicidad resultaba absoluta
porque no tenamos nada que
aparentar. Nos reamos: hubiramos
sido un buen matrimonio, de haber
mediado algo ms (y no me refiero
al amor, que, sin duda, hubiera
destruido ese lazo que era ms
fuerte, ms estrecho).
Ya no necesitaba cubrir mis
ojos con sus manos, ya no
necesitaba llamarme Ins. Se
contentaba con pensarlo,
imaginarme en la idea que se haba
hecho de ella. Y yo, mientras tanto,
poda encerrarme en m misma,
analizar qu mecanismos se
despertaban en mi cuerpo cuando
tocaba uno u otro resorte. O poda
concentrarme en sus rasgos como un
ganadero que vigila sus reses. O
simplemente escapar de l,
imaginar nuevas situaciones y
nuevos lugares siguiendo los
caprichos de mi voluntad.
Nada de lo que hiciera poda
causarme dolor porque primero
estaba yo y luego estaba l.
Su papel, no lo voy a negar, era
imprescindible. Pero slo como
impulsor: l provocaba el
movimiento; el resto de
acontecimientos, la secuencia de
actos que venan despus, los
produca mi cuerpo (y como mucho
tambin mi inefable y tan negada
alma femenina).
Nuestras ilusiones nunca fueron
tales. Sabamos lo que haba, ni
ms ni menos. Estbamos en
pecado, vivamos en el. Pero como
a la enfermedad, a ste tambin
terminamos acostumbrndonos.
No es cierto que te reconcoma
la conciencia. No es cierto que se te
grabe a fuego en la carne o que lo
sientas como la marca de Can
sobre tu frente. El pecado no marca,
no deja una seal, sino que termina
siendo parte de ti mismo
indiscutiblemente y ya no se buscan
ni causa ni fines ni perdones. El
pecado de mi padre que se volvi
mo cuando acept que as haba de
ser por ms que me empeara en
negrmelo; el pecado con el que
comenc incluso a disfrutar y que
termin por transformarse en parte
indispensable en mi vida, porque
sin l, muchas de las cosas que
pensaba, que experiment o que me
llegaran a suceder nunca habran
tenido ni lugar ni sentido.
Podra condenarme por ello,
pero llegamos incluso a banalizar
sobre el tema. Leamos la Biblia y
110 para buscar argumentos con los
que defendernos precisamente: de
cmo el hermano viola a la hermana
y cmo luego lo matan. El no la
quiso escuchar deca mi padre,
sino que, siendo ms fuerte que
ella, la forz y se acost con ella.
Luego la odi Amnn con tal odio
que el odio con que la odi fue
mayor que el amor con que la haba
amado. Y Amnn le dijo:
Levntate; vete!. Ella respondi:
No! Porque este mal de echarme
es mayor que el otro que me has
hecho. Pero l no la quiso
escuchar. Leamos como nios que
saben que estn haciendo algo
prohibido y que por ello, se dan
cuenta, el placer es mayor. No
quiero decir con esto que nos
sintiramos poderosos, superiores a
la palabra de Dios. No, la
temamos, como es de rigor, y leer
sobre ello nos otorgaba un grado de
conciencia que a veces echbamos
de menos. Pecbamos y
necesitbamos recordarnos que lo
hacamos. Es triste, pero creo que
disfrutbamos con el sentimiento de
culpabilidad, de miedo.
Y sin embargo, en esos doce
aos en los que dej de ser la nia
que creciera bajo la falda de las
monjas para convertirme en una
mujer consciente de su ser, jams
me acost con otro hombre. Ni
siquiera busqu amor,
compaerismo, cercana. La
relacin que tena con mi padre
antinatural, incompleta, egosta
me alcanzaba.
Y respecto de l, creo que no
me equivoco. Tras ese nuevo hijo
que tuvo mientras nos mantena bajo
la proteccin del abuelo, no busc
prolongarse en nuevos vstagos, y
mucho menos, en otras mujeres. No
hubo deslices, podra jurarlo. Lo
hubiera percibido y l me lo
hubiera dicho. En una relacin
como la nuestra no haba
susceptibilidades que herir. Y si
alguna vez callamos algo, no fue
por temor o compasin, sino por
pereza u olvido. He visto a tal o
cual mujer, poda decirme su
gusto por las mujeres, a pesar de
todo, era notable. Y qu bella
est, he pedido que la retraten. Y
yo asenta sin celos. Ah,
contestaba. Es cierto, no me
extraa que la mandis pintar. Me
miraba entonces, sin curiosidad,
porque mi reaccin haba sido tan
previsible que, en el fondo, y
aunque no se lo confesara, lo haba
decepcionado. No os molesta?,
hubiera querido preguntar. Pero
optaba por no hacerlo porque saba
de antemano la respuesta. No,
hubiera contestado. Y hubiera sido
cierto.
Nos hicimos al mismo tiempo
confesores y confesantes. No
buscbamos perdn ni
comprensin, sino un espejo en el
que observar quines ramos. Nos
habamos transformado en cuerpos
que se encuentran consigo mismos,
voces que encuentran el lugar donde
todo lo que dicen les es devuelto,
magnificado. No, no buscbamos
comprensin aunque, sin duda, si
haba alguien que poda
otorgrmela, se era mi padre,
sino un alivio a la soledad.
La vida en palacio, plena de
fiestas, de gente que entra, que sale,
y otras que estn siempre donde
deben, convertidas en perros
falderos. En la que tampoco faltan
comidas y cenas que son
repeticiones siempre de la misma.
De amistades verdaderas pero
prohibidas y otras de pura
conveniencia. Una vida as, repleta
de comodidades y de boato, era en
realidad de absoluta supervivencia.
Nunca se estaba a salvo de la
maledicencia ajena, nunca se saba
cundo se iba a dar un paso en falso
y cundo todo resultaba intil: una
crcel de la que es imposible salir.
Se formaba un complejo sistema de
redes que nunca se conoca bien
dnde acababan. La cosa ms nimia
poda desembocar en un problema
de enormes consecuencias y, sin
embargo, un escndalo tan grande
(como podra haber sido la relacin
entre un padre y su hija) poda
llegar a verse como algo natural.
Eramos almas simtricas.
Sabamos cunto poda dar de s la
relacin y en qu momento la
cuerda poda dejar de estar tensa
para romperse definitivamente.
Jugbamos con las cartas boca
arriba: nuestro juego era idntico.
Y, a pesar de todo, haba pequeas
diferencias de las que los dos
ramos conscientes. Las habamos
aceptado porque estuvieron all
desde el origen. Y no por nuestra
primigenia pero slo en el
tiempo circunstancia de ser padre
e hija, sino por cmo empez
aquello: esa noche en la que fue l,
y slo l, quien impusiera su
criterio. La violacin de la que
nunca hablbamos pero que, por
ms que me lo negara, flotaba en el
ambiente, como un muro de humo
que, aunque no nos impeda el
contacto, creaba una cierta
atmsfera de irrealidad.
Mi padre saba que me tena a
su lado, que siempre que llamara a
la puerta, le abrira. Nunca se me
cruz por la mente oponerme a sus
deseos especialmente cuando
todava le pertenecan slo a l y yo
era una simple espectadora. Pero
tambin saba que no por aceptada
esa situacin en la que nuestros
roles eran tan divergentes podra
ser asumida. Siempre fuimos
conscientes de que l me necesitaba
ms que yo a l. Te irs me
deca, te irs con otro. Y yo
negaba porque mientras l viviera
no sucedera. No, padre, no me
ir. Y l: Es cierto, podrs
quedarte conmigo, hacer lo que yo
te pida. Y podr gustarte incluso.
Pero un da todo se acabar y yo
ser un recuerdo que palidecer
junto al del nuevo hombre que te
busques. Cmo podra
preguntaba yo buscarme
cualquier hombre, padre?, para
aadir: Nunca me dejaris, nunca
me lo permitiris. No mientras
viva, Beatriz, replicaba. Pero
llegar un momento en el que yo no
est y sers t la que elijas.
Comprobars as que todo lo que te
di no era ms que lo que deseabas
obtener de m.
ramos francos, terriblemente
francos. l saba que yo no lo
buscaba por s mismo, sino por lo
que provocaba. Y eso le dola.
Poda tener a todas las mujeres
del reino, poda incluso engaarlas,
obligarlas a amarlo, pero a m no.
Mi amor (como sospecho que
tambin el de mi madre) le estaba
vetado. Era su reto. Y quiz, si me
hubiera obligado, podra haberme
entregado a l tal y como deseaba,
amarlo como se debe, sin
limitaciones. Y puede que, una vez
logrado, su obsesin por m que
no lo puedo calificar de otro modo
se hubiera diluido. Mi padre, ya
lo he dicho, se aferraba a los
desafos. En el fondo, eso era yo. El
desafo en su forma ms perfecta:
por mi culpa se enfrent a la
Iglesia, a sus caballeros, a un reino
que poda comenzara cuestionar a
su gobernante. Y encima yo le pona
la mayor oposicin, la que le
incitaba en mayor manera: mediante
la pasividad y la sumisin me
negaba a entregarme por completo.
Lo saba yo, lo saba l: estbamos
sumergidos en un crculo del que
ninguno bamos a escapar porque
ninguno queramos hacerlo, pero
tampoco ceder.
Hubiera sido tan fcil quererle
y conseguir que todo se terminara!
Y sin embargo, su regalo me
emocion, he de reconocerlo.
Y por ende, tambin a l. Crey
ver un vislumbre de esperanza en
que todo podra cambiar. Pero se
estaba muriendo. Y era eso, y no la
perla, lo que me movi a esa
vacilacin en mi postura.
Me voy a morir, dijo. O me
muero. El tiempo ha borrado sus
palabras, pero persisten las
sensaciones.
En palacio no se hablaba de la
muerte. Estaba mal visto, resultaba
de mala educacin. Aunque
supiramos que vivamos para ella,
que para ella nos preparbamos.
Aunque nos preocupramos por
conseguir las mejores tumbas, de
legar a la Iglesia abundantes
dineros para misas y plegarias por
nuestra alma (cuando, en realidad,
vivamos de espaldas a ella). Y si
alguien tocaba el tema, lo haca
sutilmente como broma con sus
amigos. O totalmente en serio con
el clrigo. Pero nada ms. Y mi
padre, esta vez, sin necesidad de
curas interpuestos, lo haba dicho
en serio.
Tena que haber intuido ciertas
vacilaciones, ciertos titubeos,
ciertas toses fuera de lugar,
manchas en su pauelo que
esconda con demasiada presteza
. Pero prefer no verlo. Fui
consciente, como lo era con todo lo
que tena lugar en l, pero gir la
cabeza y me ampar en mi
solipsismo, en la necesidad que
tena, ms que nunca, de estar
conmigo misma. Supongo que me
asustaba verlo enfermo. Pensndolo
detenidamente, quiz no me
importaba que muriera porque
faltara, sino por lo que pasara
conmigo cuando esto sucediera. Me
lo negaba. No poda ser. Pero era.
Me voy a morir, dijo.
Tragu saliva. Es curioso cmo
reacciona el cuerpo en estas
situaciones. Primero el fro. Se
extendi, anegndolo todo. Saba
que tena que reaccionar, que mi
padre, tras su confesin, esperaba
que actuara de algn modo. Lo que
no poda hacer era quedarme tal y
como haba estado momentos antes:
boca arriba, la vista clavada en el
techo, con una mano bajo la nuca y
la otra, lo recuerdo perfectamente,
apoyada en mi muslo. Reacciona,
me dije. Me encog sobre m
misma. Y l suspir.
No pensaba en nada. Y no es
que tardara en reaccionar, es que
me haba quedado vaca de ideas.
Gir la cara, no quera que
comprobara que en nada se haban
modificado mis rasgos. Me
avergonc, incluso. Es esto lo que
en realidad sientes por tu padre?
Es este fro? Y luego, cmo
espera que reaccione?
Beatriz, me dijo. Y yo: S,
padre?. Y l, otra vez: Me voy a
morir.
Y de pronto siento deseos de
abofetearle, de levantarme de la
cama, sacudirle por los hombros y
chillarle: No, no puedes porque yo
estoy aqu y ahora tienes que vivir
por m.
Ha comenzado a llorar y sus
lgrimas resultan patticas. Est
desnudo y cada vez me conmueve
menos, me cansa, quiero vomitar,
pienso. Escondo la cabeza debajo
de la almohada.
Y l, como una salmodia: Me
voy a morir, me voy a morir, me
voy a morir (o puede que no lo
dijera y fuera yo la que me lo
repitiese una y otra vez).
Tose y sus carraspeos son de
viejos y todo l, ya huele a viejo, a
usado.
Me avergenzo tambin de
hallarme desnuda. Se est muriendo
y se atreve a verme as. Me encojo
ms, ya no es por fro. Sus lloros
continan, silenciosos. Abre bien
los ojos para que las lgrimas
fluyan con ms naturalidad. Y as,
tan abiertos, me recuerdan a los del
abuelo cuando nadie quera
cerrarlos, tan viscosos los dos, tan
iguales.
La imagen de mi padre se iba
desmoronando. No, no lo quera
tampoco lo odiaba. Pero hasta
ese momento lo haba admirado y
de pronto ya, ni eso. Era un viejo
que desnudo, sin corona, lloraba
porque tena miedo a la muerte. Y
lloraba en mi hombro (que buscaba
pero que yo le negaba) porque le
recordaba al de otra muerta, o al de
una juventud, la suya, que haca
mucho tiempo que haba perdido.
Tan bien que conoca su cuerpo
y tan poco haba reparado en l!
Las manchas, las arrugas, las
costras sobre bultos inclasificables
que quiz sean verrugas o quiz no.
Los pelos blancos que surgen por
todas partes, incluso en los lunares,
tan largos que dan vueltas sobre s
mismos.
Ha comenzado a toser. Se ahoga
en sus lgrimas. Una flema se
escapa por la comisura de su boca y
es verde y es roja. Se avergenza,
l tambin. La retira con su mano,
pero se queda pegada entre sus
dedos y los ata, como las patas de
las gallinas a las que retuercen el
cuello. Y sigue tosiendo, como un
perro viejo, las costillas se dibujan
cual surcos en su pecho, tan negros
en contraste con esa piel
blanqusima en la que podra verse
debajo, si de verdad quisiera
hacerlo, los caminos de las venas y
los capilares, la sangre que todava
se empea en transportar vida. Que
se agota.
Estiro la mano hacia mi mesa de
noche. El pauelo, tan blanco,
descansa sobre ella. Tan puro en
sus formas. Cambio de opinin.
Que se limpie entre las sbanas si
gusta.
Se muere.
Finalmente.
Me vuelvo a girar, vuelvo a
clavar la vista en el techo. Te
acuerdas le pregunto de
cundo viva madre?. Y es curioso
porque de pronto esa palabra que
haca aos que no pronunciara me
trae a la boca los mismos sabores
que la ltima vez que la dijera: la
acritud, el miedo a no entender
nunca el porqu de las cosas. l
tose y llora, pero ya lo hace sin
fuerzas, casi por inercia, como si se
resistiera a dejar de hacerlo. Era
zurda, padre, madre era zurda.
Cosa con la mano izquierda, con la
derecha sujetaba la tela. Y sabes?,
cuando yo lo haca con ella me
sentaba justo enfrente y procuraba
seguir su ritmo. Imitaba cmo torca
la boca, cmo clavaba los ojos en
la ltima puntada. As poda
imaginarme que estaba delante de
un espejo. Un espejo futuro,
entindeme, porque ella era madre
y yo, slo una nia. Madre se
apartaba el pelo con la izquierda,
padre, sin soltar la aguja. Y el hilo
no se rompa.
Se ha quedado quieto. Respira
por la boca. Tiene las piernas
dobladas y los brazos tambin
plegados, sobre l.
S que estoy siendo cruel. Pero
quiero serlo. Se est muriendo y no
debe hacerlo, no es justo. Me
enga, a m tambin. Era como
todos. Al final l tambin se iba a
ir. No me recreo en mi crueldad.
Simplemente, las palabras fluyen de
mi boca porque quiero decirlas y l
debe escucharlas. Nunca ha habido
secretos entre nosotros. No tiene
por qu haberlos ahora. El dolor
ajeno nunca nos import, ese punto
estaba claro. Sigo.
A madre le gustaba pasar el
dedo por encima de la llama de las
velas. Le gustaba el otoo porque
coga las hojas de los castaos y
poda desmenuzarlas sobre su falda.
Como las granadas, las granadas
tambin le gustaban, padre. Su
animal favorito era el petirrojo y no
s por qu, pero era as. Y sabes?,
cuando te caas al suelo te soplaba
en la herida y deca que as se iban
los demonios que entran por la
sangre. Tambin deca que las
madres no mienten, pero no era
cierto porque minti: dijo que no
tena miedo y lo tuvo, padre, yo lo
vi.
Ya no tose. Ni siquiera oigo su
respiracin. S que, con mis
palabras, lo estoy alejando de m y
de mi lecho, que en la
convalecencia que an le aguarda,
ya no va a buscar ms mi cuerpo.
Quiero que lo deteste. Me expando,
consciente de mi desnudez, por
encima de las mantas. Sigo.
Cuando estaba concentrada,
madre se rascaba la mejilla y
canturreaba. Adems, cuando se
levantaba por las maanas y
apoyaba los pies en el suelo, sus
rodillas crujan. Madre coma muy
despacio. Sabes, padre?, siempre
tenamos que esperarla y daban
ganas de decir: Vamos, madre,
mastica, traga.
Yo tambin me siento
atragantada y no es por comida ni
por flemas. Los recuerdos se cruzan
y ya no soy consciente de si me lo
estoy inventando, si lo que digo es
verdad o no. Y quiero hablar de la
muerte porque ella lo haca.
La muerte, padre. Madre deca
que nosotros bamos a morir. Y que
ella s tema a Dios, que por eso
rezaba. Que la muerte se disfraza
bajo tumbas de mrmoles, bajo
inscripciones grandilocuentes, bajo
flores y rboles para negar lo
innegable: que la muerte es negra y
es fea. As lo deca, padre, negra y
fea.
Pienso: No estoy siendo cruel,
no demasiado. Podra haber
hablado en ese momento de la tonta
tumba que se haba hecho construir.
Los dos juntos, haba dicho, los
pies del uno pegados a los pies del
otro, para que el da que nos
despertemos en la otra vida sea
nuestro rostro lo primero que
veamos. Pero no lo hice. No quera
ridiculizarlo. No. Slo quitarme ese
nudo que est en el final de mi boca
y que, de pronto descubro, siempre
ha estado ah.
Busco su mano con la ma. La
aprieto hasta que escucho el sonido
de sus huesos como el de un
cascabel. Crac, suena. No dice
nada.
sa es la herencia de madre,
padre. sa y su muerte. Su cabeza,
recuerdas? Madre no me dejaba
coger a Dions. Deca que los
recin nacidos son delicados, que
le podra aplastar, sobre todo la
cabeza. Tena un cuello gracioso
Dions, tan chiquitito.
Agua, dice.
Y yo me levanto y salgo de la
habitacin.
No volver a repetirse. Mi
padre se est muriendo y yo, por
seguir la costumbre, porque
siempre lo he hecho, porque no s
hacer otra cosa, voy a estar a su
lado hasta el final.
Luego, Dios ver.
18

(DEL HIJO).

A veces correr se descubre


como la mejor salida. S,
definitivamente, tendra que haber
salido corriendo. Blanca estaba
encarcelada. No podra seguirme.
Decirle: Adis, ah te quedas con
todas tus historias, tu veneno, tu
pasado. Ya no me interesan. Y
subir las escaleras con todo el peso
de mi tripa, salir a la nieve de
nuevo, gritar despus lo ms alto
posible, hasta vaciarme por
completo.
Y me digo: Ella, mientras
tanto, que espere desnuda el
momento de pudrirse. O que venga
mi marido y la ahorque, por
asesina, por haber matado a mi
ama, a la cocinera, al Quiste. Por
haber intentado asesinarme a m
tambin. Tanto me es. Colgadla y
que se la coman los cuervos.
Matadla y con ella al nio que
todava es demasiado pequeo
como para hacer ningn mal, pero
que no tardar en cometerlo.
Asesinadla, como hizo Herodes,
como le sucedi a los hermanos de
Moiss, al hijo de Ins, no mi
madre, sino la otra, a todos los
nios no deseados que fueron en
realidad los ejes de mi historia.
Incluida a m, s, matadme, a m y a
mis hermanos, al rey y a su familia.
Me llamo Beatriz de Portugal: tan
bastarda como todos ellos.
No era un crculo vicioso
pens, sino una lnea que se
prolongaba hasta el infinito en una
proporcin creciente. Mi madre
tuvo hijos, yo los tendra y ellos, a
su vez, como una plaga, generaran
bastardos en serie. El siglo de la
peste, lo llamaron. Y ahora ya
saba por qu.
Y Blanca, que sin quererlo, ha
cruzado el Rubicn y ahora forma
parte de esa poltica de tener hijos
para conseguir dominar voluntades.
Me senta decepcionada porque
cre que ella era ms inteligente,
que sabra sustraerse de la
necesidad de extenderse y de
poblar la tierra por el mero hecho
de estar satisfecha consigo misma.
Me equivoqu: la carne, una vez
ms, haba terminado venciendo.
Quera correr, escapar de ella
porque all tirada (patente
estropicio de lo que el pasado
puede hacer en las personas) me
mostraba lo que era yo en realidad
bajo mis ttulos, mi linaje y mi
sangre.
Pero no lo hice. Ni siquiera le
solt la mano.
As que huisteis.
Asiente. No se preocupa por
cubrirse. Su desnudez me resulta
incmoda. Hay algo desgarrador en
verla tan sucia, tan desvalida.
Quiz me digo sea su tono,
que est todava ms desnudo que
su propio cuerpo. Y el poso de
cansancio que tiene al hablar.
Blanca haba representado la
vitalidad, las ganas de marchar
hacia delante, pero se ha agostado,
ella tambin, y su voz es la prueba
ms clara. Y parece mayor, sus
quince aos se han convertido en
eso, me digo, en esa conciencia de
que no ha podido cambiar nada. Y
es en esa debilidad, descubro,
donde encuentro motivos para
perdonarla.
S, lo ms lejos que pude. Ni
un caballo me llev. Nada en
absoluto, ninguna provisin.
Rodrigo me dijo adis y no se
qued ni para despedirme.
Arrebujada en la capa, buscaba su
olor, os lo podis creer? Me haba
abandonado a mi suerte y yo
todava buscaba su huella en m.
Me cruc con algunos
campesinos. Nadie me dirigi la
palabra. Supongo que los rostros de
los parias y de los fugitivos se
notan en la distancia. Y dan mal
fario. Mejor evitarlos. Corr con
todas mis fuerzas, pero no llegu
demasiado lejos. Estaba agotada
por todo lo sucedido durante la
noche. El amanecer me descubri a
la altura de la iglesia de la
Veracruz. Desde all senta el
alczar, tan grande, todava a mis
espaldas. Amenazador. Pero ya lo
echaba de menos. Mejor no
verlo, me dije, as que entr. No
haba nadie. Y el eco, os habis
dado cuenta del eco que hay en esa
iglesia?
Nunca me haba sentido
culpable por nada de lo que hiciera.
Siempre he sido demasiado
consciente de mis actos. En eso
supongo que nos parecemos,
verdad? Vos sois la primera que
renegis del pecado, de la
necesidad de perdn. Pero de
pronto, no s si por el sueo que no
haba dormido, los nervios o qu,
me ech a llorar. Me senta
responsable de todo lo que haba
sucedido. Y esa culpa me abnegaba
por completo, se haba atragantado
en mi garganta y me recordaba,
pensaris que es una majadera, a
un gato que quiere escupir una bola
de pelo y no puede. Estaba a la
entrada, agachada todo lo que
poda, llorando. Y es curioso
porque a la vez que lloraba no
poda dejar de pensar, y ni siquiera
mi lloro era pleno, saciador. A mi
mente acudan todas las lgrimas
que tena que haber derramado en
su momento y no lo hice. No s si
os lo he contado, pero en mi
infancia, cuando por fin comenc a
menstruar, me hice una promesa: ni
una lgrima ms, por ms que el
dolor fuera grande. Llorar es de
nias, los nios no lloran.
Luego qu asco, diris
record mi sangre, mi menstruo.
Esa misma regla, me dije, que se
me ha retirado y que tardar nueve
meses en regresar: y fue extrao
porque de pronto s, algo tan
repugnante como la menstruacin!
la echaba de menos, como si me
hubieran quitado algo que me
perteneca, un secreto tan ntimo
que nadie tena que haber sabido de
l.
Desconfo, a pesar de la piedad
que me produce. Siento que, en
cierto modo, Blanca se ha
apropiado de mi discurso, he
perdido originalidad. Y acaso, me
pregunto, es algo normal para
toda futura madre echar de menos la
visita peridica de la regla?.
Llor sin consuelo
continu. Sin gusto tampoco,
porque no me calmaba, me ahogaba
en la pena. Las lgrimas en realidad
casi conseguan entristecerme
todava ms: cuanto ms lloraba,
ms necesidad tena de seguir
hacindolo. Todo un espectculo.
Ya me imaginaris: con la ropa
destrozada de pasarme la noche
corriendo entre la maleza que rodea
los ros, con la sangre del Quiste
endurecindose en algunas zonas de
mi piel, con unos pelos que se han
enredado y que me caen sobre los
hombros que ni la Magdalena tena
cuando iba a ser lapidada.
Se persigna. Sus dedos se
hunden en su frente y despus en su
pecho desnudo. Dos huellas rojas
se le marcan a la altura del final de
las costillas.
Echaba de menos un hombro.
S, un hombro. El vuestro, sobre
todo. Porque aunque os gusta decir
que sois dura, inflexible, esto no es
ms que el recurso con el que os
pretendis engaar. Conmigo no lo
conseguisteis, Beatriz. En vuestro
hombro saba que podra hallar
comprensin porque siempre la
haba tenido. Recordarlo me
proporcionaba un ligero consuelo.
Aunque luego se desvaneciera al
recordar la mano de Sancho. Me
ech a llorar todava ms fuerte.
Habis pensado alguna vez
que hay partes del cuerpo que son
ms tristes que otras? Nadie
llorara por un pie, os lo aseguro, ni
por un sobaco. Pero cmo me dola
la ausencia de esa mano, de la nuca,
de la oreja incluso! Os necesitaba a
los dos, por motivos diferentes, ya
comprenderis.
Supongo que las lgrimas se
acumulan, porque no s, la verdad,
de dnde saqu tantas si no. Llegu
a pensar, qu tontera, que me
pasara llorando toda la vida.
Hasta que vino ella. La haba
visto alguna vez por palacio. Entr
con seguridad. Y se me qued
mirando. Sus manos agarraban
como una sanguijuela un pequeo
bolsito, una faltriquera, creo, pero
tan sobada que resultaba
irreconocible. Apenas haca ruido
al moverse. Se sent a mi lado y no
hizo nada ms. Yo ya no me senta
nada cmoda para seguir llorando.
No s, supongo que es un acto que
requiere cierta privacidad, como ir
al excusado, y esa mujer me pona
nerviosa, todo el rato mirando sin
decir nada. Pens que terminara
por cansarse y se ira. Pero no fue
as. Respiraba en mi oreja,
lentamente, con un aliento apestoso.
Al final, las lgrimas se me secaron
y no pude evitar preguntar:
Qu?. Y ella: Qu?. Y yo:
Que si queris algo. Y ella: No,
me parece que sois vos la que
queris algo de m. Mis ganas de
llorar haban desaparecido por
completo. Ni siquiera la pena o la
conmiseracin. Me vi de pronto
ridcula, sentada al lado de esa
mujer que ola a una mezcla de
sudor y de col. Me limpi los ojos.
Yo? le pregunt, qu puedo
querer de vos?.
Me mira, con ojos que parecen
de gata, aunque no s si es por el
reflejo de las paredes naranjas, y
me dice: Por ejemplo, para
libraros de ese nio que llevis ah
dentro. Me asust, retroced, mi
espalda pegada contra la roca,
como un mejilln: Cmo lo
sabis?. Mira, nia repuso,
que soy bruja. Y que s de esas
cosas. Ah, s? le pregunt,
entonces qu hacis en una
iglesia? Pues rezar, me
respondi con toda la sencillez del
mundo. Por mis pecados, como
todas. Entonces, queris que os lo
saque?.
La verdad es que dud, por
unos momentos. Si tena que
empezar una nueva vida, mejor
hacerlo sin rmoras. An no s por
qu, pero al final contest que no,
que prefera quedrmelo. Ese nio
era lo nico que me ataba a mi
antiguo yo, pens, pero tambin es
el nico que me recordaba quin
fui. Tenis mal aspecto, me dijo.
Supongo que no tuvo que utilizar
todo su instinto de bruja para hacer
tan aguda observacin. Se lo dije.
No estoy pasando un buen
momento, complet.
Entonces venid conmigo, que
yo os ayudar. No tengo con qu
pagaros, repliqu. Y ella: Seris
mi buena obra del ao. Y no os
preocupis, algn da me lo
devolveris. Que la vida es larga y
los caminos circulares, como las
deudas: todo se termina pagando.
Me ayud a levantarme y su mano,
aunque delgada, era fuerte. Nudosa
tambin, como la de un rbol o
alguien que se ha pasado muchos
aos revolviendo en la tierra.
Me fui con ella, a una casita
que tena ms all de Turgano. Y
all estuve hasta esta noche. Me
cuid bien. La monotona se instal
desde el comienzo. Ella traa la
comida, yo la cocinaba. La ayudaba
tambin a recolectar hierbas, ya
sabis de mi mano con los
vegetales y con las setas. No nos
llevbamos bien ni mal ni todo lo
contrario. Era una persona avara,
acostumbrada a vivir consigo
misma, a estar abstrada en sus
propias meditaciones; se iba, vena.
Se mova ligera: sus pasos eran
silenciosos. Su voz apenas se
escuchaba de tan baja que era. Me
llamaba: Blanca, me ayudis?. Y
ya est, slo me deca eso.
Esconda, eso s, todo el dinero
en una losa del jardn que jams me
atrev a curiosear. Se hubiera dado
cuenta enseguida. Pero no os
pensis que me aburra. Bastantes
cosas tena en las que pensar como
para hacerlo! Viva bien, no poda
quejarme. Poda haberme quedado
all por siempre. Estoy segura de
que mi hijo hubiera sido feliz.
Pens en hacerlo, en verdad,
ninguna preocupacin, slo campo
y silencio, pero al final decid que
no poda ser. Tena que volver, eso
es todo. No pas nada especial, por
si me lo vais a preguntar. Slo que
de pronto me di cuenta de que no
tena que estar all, que mi sitio
estaba aqu, como fuera, a cualquier
precio. Aunque me encerraran en un
lugar tan deplorable como ste. O
me colgaran.
En su voz no hay queja. Parece
resignada a su eleccin. De todos
modos, se lo recuerdo.
T escogiste volver, nadie te
oblig.
Tenis razn. No me quejo,
ya os lo he dicho. Ni echo la culpa
a nadie, no pensis.
Dice la verdad. Hay en su voz
un matiz de resignacin. Deja caer
las pestaas, sonre de lado.
No inculpo a Sancho,
siquiera. Ni a sus malos modos. Yo
hubiera hecho lo mismo. El resto de
la historia es breve: me desped de
la bruja, le regal vuestro
escapulario de santa Cecilia, nica
pertenencia de valor que por
entonces posea, y emprend el
camino de vuelta. Tras dos das de
marcha, entr en el alczar por el
mismo agujero por el que haba
escapado. Esquiv la guardia,
ocupada, ya podris suponer, en
otros menesteres. Y fui sin ningn
problema a su alcoba. Lo despert
lo ms suave que pude, pero qu
susto se llev! Si hubierais visto su
cara!
Se re y su risa resuena ttrica
entre las paredes del calabozo.
Apenas tard unos instantes
en lanzarme sus manos al cuello.
Espera le dije mientras me
ahogaba, no lo hagis. Senta
sus dedos aqu, veis? Todava
tengo que tener la marca. Y l:
Por qu no, por qu no tendra
que hacerlo?. La respuesta es
fcil: porque tengo a vuestro hijo
dentro. Me mira asustado. Me
palpa el estmago. S, dice. Mi
hijo. Parece hechizado. En el
fondo Rodrigo tena razn. Al final
a todos los hombres se les gana por
el estmago.
El resto, lo conocis a la
perfeccin. Acced a que me
encerraran si me daban la
oportunidad de hablar con vos.
Tuvo que hacerlo, me lo deba: yo
no hubiera vuelto, le dije, si no
hubiera llevado ese nio que era
suyo en las entraas. Y apel a ese
nio, le rogu que por l me diera
esa ltima oportunidad. Acept. Y
aqu me tenis.
Pero le pregunt si tanto
inters tenas en verme, por qu
fuiste primero a verlo a l y no a
m, directamente?
No dije que llegu bien a su
alcoba, pero no que l fuera mi
primera parada. Primero fui a veros
a vos. Abr la puerta y dormais,
tan plcidamente! Me acerqu. No
os podis imaginar las ganas que
tena de abrazaros. Pero de pronto
lo vi, a l, a Rodrigo, dormido
sobre vuestro pecho. Tena un ojo
abierto, de un color tan verde como
slo pueden serlo las profundidades
abisales. Afortunadamente, no me
vio. Y sabe la Virgen que ya no era
bello siquiera. La cocinera tena
razn: era el diablo, el diablo en
persona. Y dormido mostraba su
verdadera cara.
Me sent aturdida. As que
tambin ella, me dije. El influjo de
su persona tambin os haba
seducido. Y todo me repeta,
por mi culpa, por haberme ido.
Curiosa la culpa, no creis?
Acaso por haberme marchado le
haba facilitado el camino hasta
vuestra cama? Ahora lo dudo:
Rodrigo tiene herramientas
suficientes como para conseguir lo
que se proponga sin necesidad de
personas interpuestas y no creo que
por estar yo o cualquier otro se
hubiera contenido si lo que buscaba
era acostarse con vos. Pero
supongo que necesitaba sentirme
culpable por fin. No s, supongo
que es como el momento en el que
se muere alguien: enseguida le
salen ms amigos que los que tuvo
nunca y todo el mundo recuerda que
solan baarse juntos cuando eran
pequeos, o que coincidan en la
taberna y siempre pedan lo mismo.
As me pas a m. Quise mataros y
luego necesitaba salvaros. Y
librarme por fin de la deuda. Tena
que haberos avisado, en ese
momento incluso, pero cmo
hacerlo con l delante? guarda
silencio un momento, despus
retoma su explicacin. Os
habis dado cuenta de que el papel
de prostituta no es slo propio de
las mujeres? Rodrigo es el mejor
vendedor de su cuerpo que he visto
nunca. Y el precio es carsimo, os
lo juro. Adems poda resultar
demasiado tarde: que ya estuvierais
perdida sin remisin. Aun as, mi
obligacin consista en decroslo.
Os lo deba, a vos tambin. Y si en
algn instante tuve dudas y dese
volver sobre mis pasos, en ese
preciso momento se despejaron:
por una vez en la vida tena que ser
valiente, enfrentarme a l. Iba a ser
el primer hombre que me venciese?
La necesidad de hablar con
vos se hizo ms imperiosa, pero no
poda dejar que me viera, bajo
ningn concepto: poda volver a
escapar. Hice lo nico que poda
hacer.
Sal de nuevo y por fin me
dirig a la alcoba de Sancho. Y eso
es todo. Fin de la historia.
Entonces, os sentais
culpable? Era por eso que querais
verme? Tenais que hablar sobre
Sancho, criticar a Rodrigo por
haberos librado de quien os
molestaba? Es eso?
No s cunto tiempo pienso
llevar aqu. Las horas se
deslizan ajenas a nuestra
conversacin. Y es spero, el
tiempo. Blanca pienso,
cbrete. Veo cmo sus hombros
suben y bajan mientras respira. Su
pelo llega hasta el suelo. A veces
deja caer los prpados y otras, los
abre fijamente, me mira. Como esta
vez, tan abiertos que parecen los de
un pez.
No, no slo eso. Tena que
relataros lo que me dijo la
cocinera. El fantasma, recordis?
Y Rodrigo se pone nerviosa, sus
pmulos se elevan (como sus
pechos, que se agitan debajo de la
maraa de su pelo). Y yo me digo:
Bueno, otra excusa para que no me
vaya, qu pattico, ahora me sale
con temas sobrenaturales.
Existe, Beatriz, no os lo
inventasteis! Tenais razn. No era
el veneno. No era yo quien os lo
provocaba. Ayud, quiz un poco.
Pero no era por culpa ma por lo
que habais perdido el juicio,
estabais sana, en pleno uso de
vuestras facultades.
Y la ciega haba sido yo,
negndooslo.
Y luego, al veros con Rodrigo,
el verdadero culpable, me confirm
ms en la idea de que tena que
controslo. Os lo deba, lo mismo
que a Sancho la noticia de que iba a
ser padre. La bruja no se
equivocaba: todas las deudas se
terminan pagando.
Se ha alborozado, con una
alegra fuera de lugar. No me
digo tiene que estar compungida,
sacar el cilicio, andar descalza
sobre piedras afiladas, golpearse la
espalda con un ltigo, llorar
sangre. Ella s que ha perdido el
juicio! Por qu me pregunto
ha vuelto a palacio? Slo por su
hijo, slo por algo tan tonto como
lo de la fantasma?. Me dola que
no se diera cuenta de nada, su
inconsciencia: Mira, Blanca, le
dira, que te van a matar. Sancho y
su idea de justicia, lo recuerdas?.
Una vez ms era incapaz de ver ms
all de sus ojos. Que otro le sacara
las castaas del fuego. Vuelvo a
pensar en la huida. Le dira:
Adis, me vuelvo a mis aposentos,
ya nos veremos por aqu. No
tengo por qu ser yo me digo,
una vez ms, la que me haga cargo
de los problemas ajenos, la que
tenga que solucionarlos. Ella lo ha
querido as, que la mate. Pero
cmo hacerlo? No, no, Beatriz, es
su vida, que disponga de ella como
quiera. No tienes por qu cubrirle
las espaldas. Otra vez: esconder
bajo la alfombra los problemas
ajenos como con tu padre, como
con tu madre, con tus hermanos.
Siempre la mayor, la responsable,
la que est para todo el mundo.
La claridad de la idea me
apabullaba: Blanca haba venido
buscando mi proteccin. Y para
ello me tentaba con la historia del
fantasma.
Contarme qu cosa dije
finalmente, en una renuncia.
Quin era la fantasma.
Ah, pero si ya lo s. Se
llamaba Ins.
De pronto parece decepcionada.
Sigo hablando. Pretendo herirla. No
lo entiendo, s que la quiero, como
siempre. Pero supongo que todava
aletea en m el deseo de venganza.
No soy una herona de leyenda, qu
se le va a hacer. Y estoy cansada,
quiero dormir. Sigo:
Se cay, ella y su hijo. Y
como su muerte fue tan ridcula y le
doli en su amor propio (que los
fantasmas tambin tienen, no te
vayas a creer), se dedica a pasearse
por todo el palacio asustando a
quien puede. sa es la historia.
Bueno, y si no te importa, creo que
ya he pasado demasiado tiempo
aqu. Nos veremos pronto, supongo.
Me levanto: he tomado una
decisin. Por una vez voy a ser yo
la que gue mis pasos. No se mueve.
Baja la cabeza. Comienzo a subir
por los escalones. Su voz me llega
amortiguada:
Fue l, fue Rodrigo quien los
empuj, a ella y al nio.

De pronto lo supe: haba


perdido mi juventud en un viaje
circular. Y la culpa de todo la tena
mi esperanza, que, como un faro,
haba guiado mis pasos en un
camino que yo cre que discurra en
lnea recta. Aferrndome a ella
pens, hay posibilidad de
cambio. Me equivoqu: su luz
episdica me mostraba el camino
de ida, es cierto. Pero en el
momento en el que se eclipsaba, yo
deshaca mis pasos y volva
exactamente al mismo lugar del que
partiera.
Fue en ese momento cuando
comprend que todo giraba siempre
en torno al mismo crculo,
alrededor del mismo eje. El engao
poda haber permanecido oculto
durante mucho tiempo, pero al final
tena que manifestarse, de una u otra
forma. Era una espiral que termina
por confluir en su centro. Caera
por ella. Como todos. Me
recordaba a las muas, con los ojos
cegados, marchando por encima de
las huellas que ya pisaran y sin
pensar ms que en avanzar.
Poda taparme los ojos,
cubrirme los odos, pero la realidad
volva a m una y otra vez. Como a
Blanca. Y se era el motivo de que
ninguna de las dos huyramos.
Habra sido intil: nos persegua
nuestro pasado. Era parte de
nosotras. Mejor enfrentarse de cara
a l. Afrontarlo. Slo as
conseguira superarlo. Los hombres
se visten con coraza para la lucha,
nosotras crecemos con ella: todas
las madres, todas las esposas.
Es el siglo de los hijos no
deseados, de los fuera de lugar, de
los que no tenan que haber nacido,
pero lo hicieron. Yo lo fui y mi hijo
lo sera: as hasta el final de los
tiempos. Nosotras no los pedimos,
se instalaron en nuestras entraas
para chuparnos la sangre y la vida.
Tiempo de bastardos. Y no
contentos con eso, se empearan en
que habramos de quererlos.
Los sexos se diluan de pronto.
No importaba de quin fueras
familiar, de dnde procediera tu
estirpe todos ramos iguales, hijos
de un mtodo: tener el mayor
nmero de descendientes posibles.
La continuacin de la carne y la
sangre, le llamaban. Pero no lo era
en realidad.
La fuerza se impona a la
legitimidad. Y ya nada tena
sentido. Lo inmutable se destrua,
como si de una torre de Babel se
tratara, por los cimientos, por el
techo: poco importaba. Todo caa
bajo el peso del instinto y de la
necesidad de poder. La religin
adquira tintes partidistas entre
disputas locales de Avignon y de
Roma, la salvacin del alma se
compraba con bulas, las leyes se
modificaban en funcin del dinero
que podan aportar a las arcas. No
haba seguridad ms que la que
otorgaba la necesidad de
supervivencia. El orden del
universo, que hasta entonces haba
sido inmutable, se volva un
autntico desastre: la msica de las
esferas, un chirrido disonante. El
caos se extenda de la mano de
todos nosotros, de aquellos que nos
habamos apropiado del orden y
que lo hacamos saltar, como un oso
a travs de un aro.
La primera de todas las
mujeres, la que ms pesa en mi
conciencia, fue Constanza Manuel,
la prima de mi madre y con la que
Ins se criara cuando de pequea
fue a vivir con su to, el infante don
Juan Manuel. De mi ta segunda y
casi madrastra me contaron que,
cuando slo tena siete aos, la
obligaron a casarse con Alfonso, el
rey decimoprimero de Castilla,
futuro padre tambin de mi
amantsimo Sancho. Pero l, en uno
de esos reveses tan tpicamente
masculinos, pidi el divorcio. Dijo
que era demasiado pequea y se
sac de la manga no s qu motivos
de consanguinidad. En realidad
estaba ms interesado en el
matrimonio con otra de mis tas, la
hermana de mi padre: Mara de
Portugal, quien le proporcionaba
una posible alianza con el vecino
luso. As que Constanza, viuda y
con la castidad todava a salvo (por
su edad, que no por otra cosa),
tendra que esperar una segunda
proposicin de matrimonio. Le
lleg, por fin, cuando ya nadie
esperaba que pudiera casarse. Me
contaron que no pudo evitar rerse
al saber quin iba a ser su futuro
marido: el hermano de la mujer que
le arrebatara su primer cnyuge:
Pedro I el Justiciero, mi padre.
Se casaron, pero una vez ms
Constanza vera escatimado su
destino: no habra hombre sobre la
faz de la tierra que la quisiera.
Pasara a la historia como la reina
burlada (aunque su carcter, como
el de mi padre, fuera terrible y no
pudiera soportar las bromas). Sera
su prima, mi madre, quien le
arrebatara el cario y la compaa
de su esposo. A cambio, l slo le
dej dos hijos, mis hermanos:
Mara y Fernando.
La serpiente, mientras tanto, se
devoraba ms y ms, y estrechaba
el crculo en torno a nosotros;
porque Alfonso, mientras tanto,
haca lo propio con mi ta en
Castilla. Tras su matrimonio por
conveniencia con Mara, comenz a
frecuentar los lupanares ms
conocidos de la regin. No contento
con ello, termin enamorndose del
mismo modo loco con el que
supuestamente lo hiciera mi padre
de Leonor Nez de Balboa. Otra
mujer que ha pasado a la crnica
por poseer una belleza, si no
superior, s igual a la de mi madre.
Ser que las amantes siempre son
ms bellas que las esposas
legtimas? Los hombres, tan
preocupados por la bondad, la
sencillez, la honradez de sus
amantes. Ins y Leonor. Creyeron
las dos en el amor y por l fueron
asesinadas (aunque tambin por su
necesidad de medrar, para qu
mentir). Mi madre, por mi abuelo,
Leonor, por su hijastro. Eso s,
antes se aseguraron de esparcir en
el mundo su semilla, y Sancho y yo
no ramos ms que esas esporas
que soltaron antes de desaparecer
del mundo de los vivos y
transformarse simplemente en
historia.
Pero el mal ya estaba injertado:
lo llevbamos nosotros, los hijos de
los amores ilcitos, la raza de los
bastardos reales. En Castilla
comenz antes aunque Portugal
no tardara mucho en seguirle y
seran mis propios hermanos los
que libraran la cruenta batalla por
la corona. Los hijos bastardos
reclamaban lo que, decan, les
corresponda.
Y hasta la palabra rey se
devalu por completo, como una
moneda que ha sido utilizada
demasiado. No impona vasallaje,
no dominaba feudos, apenas
controlaba los dineros del reino,
nadie lo tema, hasta sus propios
hermanos se atrevan a levantarse
contra ellos, supuesto poder
legtimo! Ya lo dijo Duguescln: ni
quito ni pongo rey, slo sirvo a mi
seor. Y consigui, de este modo
tan prosaico, eliminar del mapa al
hijo de mi ta y en su lugar coronar
a mi cuado: Enrique, el bastardo,
el culpable tambin, en cierto
modo, de que mi madre muriera.
Tard mucho tiempo en
averiguarlo. La historia es
compleja, incluso para m, que hube
de vivirla en primera persona. Pero
cuando en Castilla comenz la
guerra entre el heredero legtimo y
el hermano carnal, muchos de los
caballeros que all vivan, cuya
valenta todo hay que decirlo
brilla por su ausencia, se exiliaron
a Portugal. Entre ellos, los
hermanos de mi madre.
Hay una caracterstica del
cobarde: siempre sern los mayores
conspiradores. No falla. Es falso lo
que se dice de la sed de batalla.
Los que luchan podrn, s, sentir el
furor en el campo de batalla
anegndoles los sentidos y
forzndoles a matar. Lo necesitan
para sobrevivir, para poder
proporcionar la estocada precisa y
no desfallecer en el intento al verse
rodeados de tanta sangre y saberse
en minora. Se volvern animales
desesperados por sobrevivir y
cometern los actos ms innobles.
Se escudarn en ideales absolutos,
los ms idiotas tambin: conquistar
el territorio santo, luchar contra los
infieles, luchar en definitiva por la
Santa Iglesia. Pero, por ms que
intenten negarlo, si pelean hasta
derramar la ltima gota de su
sangre, no lo hacen por ideas
superiores, por riquezas ni por el
amor a la patria, sino por puro
instinto de supervivencia. Matar, en
definitiva, para vivir.
Tras la batalla, su nimo decae.
La conciencia acude a ellos en
oleadas. Se dan cuenta de lo que
han hecho y de por qu lo han hecho
en realidad. Y sabrn, finalmente,
con la parsimonia que les da el
haberlo vivido en su propia carne,
que preferir la paz a la guerra no es
un acto de cobarda, sino de
inteligencia y, todava ms, de
experiencia.
Aquel que ha luchado, que ha
probado lo que es una herida sin
sentido, una muerte todava ms
absurda amparado slo en unos
supuestos ideales, sabr que la
guerra es la ltima solucin.
Mis tos eran todo lo contrario.
A ellos les resultaba muy fcil
alentar a los indecisos, conspirar en
la sombra, arengar a sus tropas para
que se levantaran contra alguien,
daba igual contra qu. Los que
luchan, y esto es una verdad
inmutable, siempre son los que
tienen que perder ms en la lucha.
Slo los que pueden obtener algo la
promueven.
Su recompensa, esta vez, fue la
muerte de mi madre, quien,
supuestamente, los haba ayudado
en sus propsitos.
Al final slo quedaron los hijos,
quienes, a pesar de no tener culpa
de nada, eran portadores de las
enfermedades de sus progenitores.
Nosotros: mis hermanos y los de
Sancho. Y mi hijo, y el de Blanca,
no seran ms que eso: las piedras
que se enganchan en los engranajes
y terminan por romperlos. Y
tambin, aunque yo no lo supiera, el
hijo de Ins, de la otra, de la que
cay por la ventana empujada por
la mano de mi amante, de Rodrigo.

Fue l, fue Rodrigo el que los


tir por la ventana.
Mis pasos comienzan a
retroceder. Blanca sigue sin
inmutarse. Medio desnuda en su
celda. Me recuerda a una medusa
que se queda varada en la playa.
Qu decs? Cmo lo
sabis?
Me lo dijo la cocinera
responde antes de morir.
Mientras la llevaba al cadalso me
lo cont todo.
Vigila?
S, Vigila asiente.
Y ella, cmo lo saba?
Lo escuch.
Rodrigo? No lo entiendo,
por qu tendra que hacerlo, por
qu tendra que matarla?
No me mira. Sus ojos
permanecen obstinadamente
clavados en el suelo.
Porque era la amante de la
reina: doa Juana.
Juana Manuel pienso, la
hermana de Constanza. La mujer
de Enrique. La reina, ilegtima,
puede, pero reina al fin y al cabo.
El crculo se cierra todava ms.
Qu bajo habis cado, querido
Sancho me digo, acostndoos
con la reina para hacerlo ahora
conmigo, simple sbdita de su
majestad!.
No os quiero contar lo obvio,
Beatriz, vos sabis que las amantes
del rey Enrique son tan numerosas
como conocidas.
Esto traa a Juana por el ro de
la amargura. No era que lo quisiera,
que ya sabis cmo son estas cosas:
un matrimonio de conveniencia,
hijos al canto, descendencia y en
eso se acaba todo. No eran celos
tampoco, no creis. Su odio a los
hijos ilegtimos de su marido tena
otro derrotero. Os recuerdo: corra
el ao 1366 y, si lo pensis,
Enrique acababa de matar a su
hermanastro en Montiel y por lo
tanto haba sido proclamado rey.
Hasta ese momento a Juana le haba
dado igual que su marido se
acostara con quien quisiera, al fin y
al cabo, los hijos que tuviera con
otras seran como los suyos:
bastardos sin ms posesiones que
un pequeo condado. Y adems,
ella haca lo propio. Pero de pronto
su instinto de madre pato
preocupada por sus patitos se
antepuso a todo lo dems. Tuvo
miedo, ms que por ella, por sus
vstagos. Todos aquellos hijos
bastardos con los que Enrique haba
ido regando el mundo podran
convertirse cualquier da en un
peligro para su propio hijo: Juan I,
y su acceso a la corona. Tena el
mejor ejemplo a su mano de que
esto no era una posibilidad remota.
Si Enrique se convirti de la noche
a la maana en rey, fue porque
acababa de eliminar a Pedro y no
por otra cosa.
No poda permitirlo. No saba
cmo, pero tena que deshacerse de
todos aquellos que podan luchar
contra el derecho natural de su hijo.
Su instinto de madre, alentado por
Rodrigo, tal y como hizo conmigo,
se sobrepuso a cualquier escrpulo.
Y acept lo inevitable, antes que
nada, ella estaba en el mundo para
velar por los intereses de sus hijos.
Acabara con todos y cada uno de
aquellos hijos de Enrique. Los
matara. A todos.
Y Vigila, por qu lo saba?
Porque sus compaeros
tenan razn, era una chismosa y ya
sabis que lo de que los muros de
los castillos son gruesos no es ms
que una entelequia, una ficcin.
Todo se termina sabiendo, sobre
todo si hay alguien que quiere
escuchar.
No s qu motivos impulsaban
a Rodrigo a alentar la muerte de
todos esos nios. Quiero pensar que
esta vez s que estaba enamorado de
la reina y que velaba por los
intereses de su amante. Quin sabe,
puede que incluso Juan y todos sus
hermanos fueran hijos del propio
Rodrigo y no de Enrique.
Negu con la cabeza sin llegar a
interrumpirla. En mi mente
comenzaba a aclararse el papel que
haba interpretado Rodrigo en toda
la historia y su personalidad se me
revelaba, por fin, tan clara que
provocaba nuseas. De pronto
entend por qu mi amante se
acostaba con todas aquellas que
podan protegerlo y el porqu de su
fijacin con los nios: como el mo,
el que pronto habra de nacer.
Sea como fuere, Juana acept
que todos esos ilegtimos tendran
que desaparecer. Pero escuchad con
atencin, Beatriz, se nombr a los
nios. Nunca se habl de las
madres. Juana ya sabra encontrar
los medios para librarse de ellas
dijo, sin tener que utilizar la
tcnica que as lo llamaba del
asesinato. Siendo reina, el
destierro o cualquier otra forma
menos agresiva resultaba fcil.
El primero tena que ser el
ms complicado de todos, as lo
haban convenido: aquel que menos
se separara de su padre, que
viajaba con la corte a todas partes y
que incluso jugaba con sus propios
hijos legtimos. Pedro, se llamaba,
como el rey desterrado. Curioso,
verdad? Se podra decir que se
trataba del nio de los ojos de
Enrique. Slo tenis que ver la
tumba que el rey mand construir
tras su muerte para haceros una idea
de su cario. La madre, segn se
rumoreaba en el palacio, era su
propia aya. No s lo que habr de
cierto en esta habladura, pero la
verdad es que el rey la trataba con
una deferencia especial, ms rara
que otra cosa.
Decan que no estaba
enamorado, que era algo ms, que
en verdad haba sido embrujado,
que le haban robado el alma, yo
qu s! Porque esa mujer no era
como todas sus amantes, ricas y de
buena posicin, que ya sabis lo
sibarita que es su majestad para
estas cosas; sino que vena del
campo y, antes de dedicarse en
cuerpo y alma al cuidado del nio
Pedro, haba incluso trabajado en la
cocina. All haba coincidido con la
propia Vigila.
Ins, se llamaba Ins. Es
vuestro fantasma, verdad?
asiento. Y la misma Vigila me
cont que era rara, que siempre
miraba a todo el mundo por encima
del hombro, pero que nadie se
atreva a decirle nada porque no
tena sombra y eso los asustaba.
Bruja, la llamaban y tocaban
madera cuando pasaba a su lado. Se
deca que si te rozaba el vientre, se
te retirara el menstruo. Que era su
tributo con el diablo porque haba
hecho un pacto con l para
conseguir el amor del rey. Por si
acaso, las mujeres guardaban una
cebolla bendita en su faltriquera.
La noche de su muerte fue en
realidad la nica que los reyes, con
su squito, pasaron en el alczar.
Venan de Burgos, donde
precisamente acababa Enrique de
ser coronado como seor de
Castilla y al da siguiente
continuaran el viaje hasta Toledo
para que este pueblo hiciera lo
propio. No tenan pensado quedarse
ms de unas horas: lo suficiente
como para que las monturas
descansasen y volver a partir, con
la misma celeridad con la que
haban llegado.
Me dijo la cocinera que se oy
un grito. Retumb en todas partes.
Incluso en las cocinas, y ya sabis
lo profundas que estn y el ruido
que suele haber all, sobre todo en
las horas de las comidas. Vigila me
cont que estaban preparando la
cena, que charlaban, pero que el
chillido se filtr por entre el
enrejado del techo y les hel la
sangre. Esas fueron sus palabras. El
grito haba sido sobrenatural. Como
si la tierra se abriera y salieran de
ella todos los demonios.
Como es de suponer, echaron a
correr al punto. Y se cruzaron con
todos los caballeros y todas las
damas que tambin salan de la
capilla donde haban estado dando
gracias a Dios por la jornada.
Juntos, en tropel, fueron hasta la
ventana de la Sala del Solio. Algo
les impulsaba a ir all, un misterio
divino, dijo la propia Vigila, una
fuerza mayor que su propia
voluntad. Era demasiado tarde: los
dos cuerpos ya reposaban abajo, en
el cruce de los dos ros. Y era, me
coment, la escena ms macabra
que viese jams. Una fiebre
colectiva se apropi del nimo de
los testigos. Pareca que la muerta
los hubiera maldecido antes de
precipitarse al vaco. De cualquier
modo, su presencia todava se
notaba, flotando en el ambiente.
Nadie se comportaba de un modo
normal: las mujeres chillaban
histricas; los hombres tambin,
como ratas. Hubo tirones de pelo,
desmayos, apoplejas. Se pisaron,
se abrazaron, se cogieron de los
brazos sin importar sexo o
condicin. Incluso el sacerdote, con
la hostia de la misa todava en la
mano, se la trag (y el pan, me
asegur, se le vea pegado a los
dientes) y comenz a llorar: No,
ella no, no tena que haber muerto,
deca. El rey pidi estar solo.
Subidme al nio y dejadme. Y
aadi: Maana marcharemos al
amanecer, como estaba previsto.
Nadie supo quin lo haba
hecho. El rey pag lo suficiente
como para acallar su conciencia
por abandonar a su hijo sin asistir
siquiera a sus funerales. Lo
despertaron al sonido del primer
gallo, como haba ordenado, y
subi a su cabalgadura. Le esperaba
una corona y no poda demorarse en
un lugar como aquel que ya nada
poda aportarle. Jur que nunca
volvera al alczar, a ese castillo
maldito, sas fueron sus palabras,
las dijo lo suficientemente en alto
como para que todos las oyeran.
Crea que, de este modo, se librara
de la mala sombra que lo persegua.
Sin darse cuenta de que en realidad
el asesino viajaba junto a l y
todava se atreva a llamarse su
amigo. Rodrigo, don Rodrigo de
Verdolaza.
Esa misma noche, mientras el
rey velaba el cuerpo de su hijo, otra
escena de muy diferentes
caractersticas tena lugar en otra
ala del castillo, creo que en el
tocador, pero no me hagis mucho
caso. Las palabras de la reina se
oan en todas partes. Vigila, que
sospechaba lo que haba ocurrido
en realidad, que ni Ins ni el nio se
haban tropezado, tal y como les
dijeran para que volvieran a sus
tareas, no dud en perseguir a los
amantes. Sospechaba que, cuando
ya todos durmieran, pasado el
primer momento de desconcierto, y
amparados por las sombras, se
reuniran y que por fin podra
enterarse de todo.
Sus expectativas no se vieron
defraudadas. La sombra que era l
embozado sali de su cuarto,
deslizndose pegado a las paredes
y se dirigi al de su seora. Ella lo
sigui y, tras cerrar la puerta,
acerc su ojo a la cerradura. Prest
atencin. Estaba acostumbrada a
hacerlo.
De este modo se enter de que
Juana era en realidad inocente y que
una vez ms haba sido Rodrigo
quien, como una verdadera puta de
Babilonia, y tras utilizar a la reina
para sus propsitos, los haba
asesinado a los dos. Eso le dijo la
misma reina, as lo llam: Puta de
Babilonia. Le pregunt que cmo
se le ocurra. Que no lo haban
planeado de ese modo, que era un
alma sangrienta y que la haba
colocado en una situacin muy
delicada. l replic que lo haba
hecho por ella. La reina no le crey,
le dijo que no saba por qu tena
tanto inters en librarse de Ins.
No era el nio, verdad?, le
pregunt. No era del nio de quien
querais libraros. Le interrog
sobre si tambin l se acostaba con
ella, con la muerta. Al fin y al
cabo complet, lo hace la
mitad de la corte. Rodrigo no
replic. Entonces los chillidos de
ella se hicieron todava ms
audibles. Me habis utilizado, slo
he sido el instrumento para
acostaros con quien querais. Toda
esa historia de que los hijos de mi
marido arrebataran el poder a los
mos era una falacia para que os
ayudara, no es cierto? Fuera le
grit, lrgate de mi vida. Le dijo
que no quera volver a verlo. l le
contest que no poda evitarlo, que
estaba en el squito de su marido y
que con l seguira, que no con ella,
porque estara con el rey para
siempre. Ella le amenaz con
denunciarlo. Se lo dir todo a
Enrique, dijo. Y l hizo lo mismo:
Yo tambin le contar vuestros
planes de matar a todos sus hijos, a
ver qu le parecen. Quisiera o no,
los dos estaban metidos en todo
aquello, le replic. Y si caa, ella
caera con l. La reina, a
regaadientes, tuvo que aceptarlo.
No me volveris a tocar, le dijo
amenazante. Y l: Est bien, con
absoluta tranquilidad.
Juana, indignada por completo,
sali de la alcoba donde se
encontraban y se encontr, oh,
sorpresa!, con la cocinera apoyada
en la puerta. Ni la mir. Sigui
andando con toda la dignidad que
poda, consciente del par de ojos
que la observaban. Rodrigo se
sent en una silla y rode su cabeza
con sus manos, por lo que no vio a
la mujer que cruzaba la puerta para
dirigirse de nuevo a las cocinas.
La reina nunca le dio
demasiada importancia a que
aquella sirvienta lo hubiera
escuchado todo. Al fin y al cabo,
era reina y seguira sindolo hasta
que la muerte la separara de su
marido. Quin podra creer los
delirios de una cocinera solipsista?
Y, sin embargo, a Rodrigo s que
tuvo que importarle. Ya sabis lo
que odia dejar cabos sueltos, la
cocinera, antes o despus, poda
transformarse en un peligro. Si no
la mat antes, fue porque no estaba
avisado de que unos odos extraos
se haban enterado de todo.
La cocinera lo intua. Supo, a
diferencia de nosotras, que detrs
de su apariencia angelical, ese
hombre era peligroso, que no tema
traficar con la muerte y asesinar a
quien hiciera falta para lograr sus
propsitos. Y tuvo claro desde el
principio que, despus de averiguar
todo aquello de Ins, si quera
conservar la vida, tena que
mantenerse separada de l. Era una
superviviente nata. As que, cuando
el cortejo parti al da siguiente,
decidi quedarse aqu, cuidando de
que el alczar se mantuviera en
funcionamiento, eso dijo. Y a nadie
pareci importarle (ya os he dicho
que no era muy querida). Pens que
as estara a salvo, que Rodrigo no
regresara porque Enrique tampoco
lo hara y como l mismo haba
prometido: Siempre estara con el
rey. Pero se equivoc.
A1 cabo del tiempo, siete aos
exactamente, Rodrigo volvi. Y lo
saba, por fin se haba enterado de
que, en aquel plan tan perfecto, un
cabo se le haba escapado. Juana,
quin sabe por qu o bajo qu
presin, haba tenido que contarle
lo de la cocinera curiosa. Y a pesar
de todos los aos pasados, de que
ya nadie se acordara de la muerta,
Rodrigo quera cerrar aquella
historia de un modo completo. En
eso se parece un poco a vos: odia
dejar cabos sueltos. Y para ello
tendra que desembarazarse de algo
tan tonto como una plebeya.
Volvera a Segovia y finiquitara el
pasado por fin.
Vigila era consciente: cuando
lo vio aparecer de nuevo por el
castillo, se dio cuenta de que l
haba vuelto para acabar con ella y
que slo era cuestin de das que la
encontrara y que ideara el modo de
terminar con su vida sin que se
notara demasiado. Tema que en
cualquier momento pudiera lanzarse
sobre l el Tribunal de Corte, que
ya sabis que esto ya no es lo que
era, y hoy en da a los nobles los
oidores los juzgan como si fueran
vasallos.
Le pregunt por qu no haba
huido antes si saba cules eran sus
propsitos. Me contest que porque
me tena a m para protegerla. Que
mientras me ayud se senta a
salvo. Pobre ilusa! No me
preguntis por qu, pero eso me
dijo. Continu: Pero ya no, mi
instinto me dice que el momento de
escapar ha llegado.
La mir con desaprobacin. Una
vez ms, Blanca haba traicionado a
quienes confiaran en ella. Por
conseguir lo que pretenda, se haba
llevado por delante a quien hiciera
falta. Y, sin embargo, me daba
pena. Eso la diferenciaba de
Rodrigo. A ella la comprenda; a l,
consciente ya de sus verdaderas
intenciones, de por qu su
necesidad de cerrar la historia en
palabras de Blanca, slo poda
detestarlo con todas mis fuerzas.
Por eso me pidi (mientras la
llevaba al matadero) que por favor
la ayudara a salir del palacio. O
por lo menos la escondiera. No la
escuch. Esta mujer, me deca,
tiene que morir: es la nica barrera
que me separa de Sancho. Me
cegaba mi deseo. Y yo, aunque no
fui quien la asfixiara, fui en
realidad la culpable de su muerte,
la empuj a los brazos de Rodrigo.
Adis, Vigila.

Y se persign de nuevo sobre su


pecho desnudo.
De pronto se me abrieron los
ojos. Todo tena sentido por fin.
Los flecos que quedaban eran
escasos. Pero poco tardara en
averiguarlos: Rodrigo respondera
ante m y si mis sospechas se vean
confirmadas, pronto tendra que
hacerlo tambin ante el rey en
persona. Ninguna Audiencia, ningn
alcalde de Corte lo absolvera
jams. Su delito era peor que
mortal. Se mereca un castigo ms
grande que la propia muerte.
Pensar en ello me provocaba
delirios.
Antes de marcharme de una vez,
pregunt precisamente sobre una de
las pequeas dudas que todava
palpitaban en mi mente deseando
apagarse. Y la respuesta, a pesar de
lo elusiva que era, me mostr de un
modo brutal (el nico que en
realidad hubiera podido
impactarme) una realidad que hasta
entonces me haba negado a ver:
Y Sancho? pregunt.
Por quin os dej? Quin era la
otra?
Y ella contest:
Beatriz, lo sabis
perfectamente.
19

(DE LOS DOS).

L a primera amante de Sancho


de la que yo tuve noticia
puede que no fuera la primera en
realidad. De hecho, es muy posible
que antes se hubiera ejercitado con
otras. No soy tan ilusa, hace tiempo
que dej de engaarme. Pero sta
en cuestin era frutera, traa todos
los das su mercanca al castillo de
Alburquerque y se volva a ir,
despus, sin fruta ya, y sin duda
mucho ms aliviada.
Llevaramos apenas dos
semanas casados. Nuestros
encuentros como marido y mujer se
cean a tres. Exactamente. El resto
del tiempo lo habamos invertido en
discutir o en sencillamente
ignorarnos. Todo siguiendo una
perfecta rutina, como un perfecto
matrimonio con aos de
convivencia. Sin embargo, como
pude averiguar tras atraparlo en
plena accin con aquella mujer, l
haba sabido sacar mayor provecho
a la condicin de casado que yo.
No lo culpo. La infidelidad,
pensara, vendra a aportar a
nuestro matrimonio aquello de lo
que careca: decisin por parte de
uno de los dos. Curiosa palabra:
infidelidad, infiel. Que se denomine
de igual modo, me digo, a los
moros que viven en el sur (y que
curiosamente se haban llevado la
vida de su padre y desencadenado
la muerte de su madre) que al
marido o a la mujer que se dedica a
engaar a su cnyuge.
No le reprocho nada. Tampoco
lo hice en su momento. Sancho era
como todos, no tena por qu haber
aguardado ningn milagro: que
hallara en m consuelo suficiente
como para no tener que engaarme.
Sobre todo teniendo en cuenta el
tipo de mujer insumisa, tan poco
cristiano, que era yo. Pero, por lo
menos pens, podra haber
esperado un poco ms: el tiempo de
un luto sin ir ms lejos. Al fin y al
cabo, mi cuerpo, que no mi
memoria, mereca un respeto por
pequeo que fuera.
No s quin cre el concepto de
matrimonio feliz. Son dos palabras
que se repelen. Como prncipe
soado. O mundo ideal. No quiero
ser negativa, quiz en un futuro
puedan existir y todo sea perfecto
tan lleno de amor, de amapolas, de
nubes de algodn, de corderitos
blancos, de sonrisas, de como
quieras, cario. Pero el
matrimonio, he descubierto que en
la mayora de los casos no es sino o
el deseo de alguien externo como
en mi caso fue el de mi hermano y
mi cuada con la suficiente
autoridad, o el producto de una
urgencia sobrevenida como un
embarazo, o un estado de pobreza,
o tambin la ltima esperanza de
una pareja a punto de separarse. No
pretendo, aunque parezca lo
contrario, hacer una disertacin
sobre el matrimonio (vista adems
mi gran experiencia) y mucho
menos sobre la felicidad. Sobre
todo porque ninguna de las dos
palabras se me podan aplicar. Me
cas como todas: con un
desconocido al que no quera por el
tutelaje de una cuada muy rpida
en desembarazarse del peligro.
Y la confirmacin de que era un
matrimonio ms bien vulgar y
ordinario me lleg al verlo desnudo
agarrndose a esa mujer como
quien trepa un risco y teme caerse.
No, en realidad, como una lapa a
una roca, porque era lengua todo l,
tan irrisorio. Al observarlos, con
tanta atencin como lo hice, no
pude evitar la carcajada.
Supongo que Sancho esperaba
que los encontrara, si no, qu
diversin, aparte de la obvia,
podra tener el ser infiel? Y
supongo que esperaba de m algn
tipo de reaccin, pero no
precisamente aquella que me
acometi. Porque la risa era
superior a mis fuerzas, incluso.
Me agarr al marco de la puerta
y comenc a retorcerme en
espasmos.
Los vea all, a los dos, ella
arriba (como caba esperar).
Y tan desnudos que ni una hoja
de parra les cubra sus partes
pudendas.
La pobre frutera debi de
pensar que estaba fuera de mis
cabales, al verme all riendo de un
modo desesperado, aferrada a la
madera y convulsionndome como
si estuviera aquejada de un extrao
baile de San Vito. Empuj a mi
marido quien, al despegarse de
ella, hizo un ruido de succin y
comenz a vestirse sin dejar de
mirarme. Sancho, mientras tanto,
fijaba sus pupilas de la una a la otra
alternativamente, encogido en la
cama como un bicho bola
escondiendo entre sus manos la
ereccin interrumpida. Y haba en
sus ojos, ahora me doy cuenta, un
gesto de desamparo. Exactamente la
misma mirada que me ech cuando,
tras subir de los calabozos, y llamar
a la puerta y esperar a que me
flanqueara la entrada, le dije:
Tenemos que hablar.
Es sobre Blanca, verdad?
Me vais a pedir que la indulte. Pues
ya os adelanto que no pienso
hacerlo. Y que si pensis rogarme,
no os humillis de ese modo y casi
mejor que os vayis por donde
habis venido.
Agitaba la mano. Y evitaba
mirarme. Casi como si se
avergonzara de que yo ya supiera
todo y que sus sentimientos no
guardaran secretos para m.
Ser egosta, lo s (siempre lo
fui), pero no haba pensado en
Blanca y en su posible liberacin
hasta ese momento. Y despus, la
verdad es que pas a segundo
plano.
No, no os equivoquis.
Vengo a preguntaros si ya sabe
alguien que Blanca est aqu.
No, todava no, pero dudo
que tarden mucho en hacerlo. Hay
guardias, tenis que saber.
Seguridad.
Entonces tenemos poco
tiempo, Sancho.
Suspir aliviada. Y sin embargo
tuve un mal presagio.
Mir alrededor de su
habitacin, como si buscara una
salida para escapar. O como si
temiera que hubiera alguien. Rode
su permetro detenindome, apenas
brevemente, en la mesa donde haba
dejado una pluma. Mis ojos se
deslizaron sobre la cermica de las
paredes, sobre la pizarra del suelo,
sobre el entablado del techo y slo
cuando me sent lo suficientemente
segura, segu hablando.
Tenis que bloquear, en
primer lugar, el pasadizo que baja
de las caballerizas al ro.
Se sent. Y, con un gesto de la
mano, me seal una silla idntica a
la suya para que hiciera lo mismo.
El pasadizo secreto?
Vos tambin lo conocis?
Pero cmo? pregunt.
Eso no os importa, creo, si
tenis tanta prisa.
Tom aire. Por esta vez me
dije, os la voy a permitir. Calla,
Beatriz, s ms inteligente, no hagas
caso a su grosera.
Tenis razn. Por favor,
bloqueadla.
S, pero por qu tendra que
hacerlo?
Para que no escape
contest, como si fuera la cosa ms
obvia del mundo.
Me mira interrogante. Sube los
hombros. Contino:
Para que no escape don
Rodrigo, claro.
En fin se re, quin es
ahora la que no puede controlar a su
amante?
Resopl. Sus ojos, clavados en
m. Forc tanto la sonrisa que los
dos das siguientes me dolieron los
pmulos.
Haced lo que os digo y
aad: Por favor.
Est bien accedi.
No me sorprendi que aceptase
con tanta facilidad. Se trataba slo
pens de utilizar la palabra
precisa. Y la informacin de la que
ahora dispona. Blanca me haba
otorgado la llave que abra la
puerta: mi marido era un arcn
abierto. Pasen y vean.
Por qu haba tenido que
preguntrselo a Blanca? Por qu
no fiarme de mi supuesto instinto
femenino? Porque quiz ste no
exista en realidad o quiz, pensaba,
la sencillez de sus sentimientos me
haba obnubilado hasta ese
momento. No haba querido ver.
Odiar siempre resulta ms fcil que
aceptar lo inaceptable, sobre todo
cuando es algo tan impuesto como
un matrimonio concertado por
motivos polticos. Pero por fin el
velo haba cado y ya no tema
hablar abiertamente. Jugaba con los
dados trucados, a mi favor (aunque
al aceptar la partida me hubiera
metido de cabeza en un juego del
que ya no podra prescindir, por
ms que me supiera ganadora.
Aunque me dije como si
quisiera engaarme en el amor no
tiene por qu haber vencedores ni
vencidos).
Daos prisa y volv a
aadir, por favor.
Se levant con decisin. El
sonido de sus botas era
amortiguado, suave, casi lo mismo
que las nubes que se posan en la
tierra para convertirse en niebla.
Abri la puerta y su voz de pronto
se me antoj diferente, tena un
matiz que antes jams escuchara.
A m, la guardia dijo.
La frase me dio risa. Aunque,
pienso ahora, cualquier cosa en ese
momento me hubiera dado risa. Me
agarr el estmago y all, muy
dentro, not moverse al nio.
Su hijo me dije. Mi hijo.
Mi pequea larva.
Cuando uno de sus soldados
lleg hasta su altura, le susurr las
rdenes. Escuch su murmullo con
cierta placidez. Apoy mi nuca en
el respaldo y mir el techo, el
trenzado de las vigas.
Volvi a mi lado. La puerta
volva a estar cerrada.
Ya est, he ordenado que lo
detengan. Y que lo traigan aqu.
Hasta entonces haba sido como
una muerta a la que hay que cerrar
los ojos porque ya es incapaz de
hacerlo por s misma. Atrapada en
mi propia rutina, haba necesitado
que Blanca me confirmara lo que
me haba negado a saber, para que
mi supuesta fortaleza se destruyera
como si de un castillo de naipes se
tratara.
Habis mandado vigilar el
pasadizo?
Por supuesto, es lo primero
que he hecho.
Volvi a sentarse a mi lado.
Notaba su respiracin revolverse
bajo su pecho. Y la ma, que,
llegado un momento, se hizo
idntica.
Permanecimos en silencio hasta
que, a la vez, decidimos cortar el
silencio.
Qu tal las cortes?
pregunt.
Qu tal los libros que os
regal?
Nos echamos a rer al mismo
tiempo. Su risa tena un cierto
timbre triste. O quiz fuera slo el
regusto a herrumbre. Sonaba a una
risa que no se ha utilizado durante
largo tiempo.
Volvieron a llamar a la puerta.
Entren.
Seor dijo la cabeza
coronada en gualda de un soldado
, que no est. Don Rodrigo ha
escapado, seor.
Cmo puede ser? Lo vieron
salir?
Mi desesperanza se expandi,
spera y cortante, agarrotando mis
msculos. Ya no pensaba en Sancho
ni en Blanca ni en m, sino en cerrar
la historia. Ins era importante en
mi vida, de pronto me di cuenta,
porque finalmente me haba
convertido en ella: a travs de su
cada y de la de su hijo, yo, en un
viaje inverso, haba podido
remontar mi pasado. Blanca tena
razn: si no consegua tirar del
ltimo hilo, no descansara en paz.
Y se lo deba. El crculo se
achataba. Nunca me dije con
desesperacin podr averiguar
qu sucedi con Ins, por qu fue en
realidad asesinada. Mis sospechas
se quedarn slo en eso. Mal, mal,
mal.
S, seor, el cuerpo de
guardia dice que escap por la
puerta principal, hace apenas unos
instantes. Y que, por la cantidad de
nieve cada en las ltimas horas, es
imposible que haya salido de la
ciudad. As que tiene que estar por
ah, en la ciudad, encerrado.
Que lo busquen. Y que
prohban abrir las puertas hasta que
aparezca y, mirndome a m,
agreg: Todava hay esperanza.
Asent. No poda escapar,
pens. Tendra que comparecer,
ante m, su amante, y por fin sera
yo la que lo juzgara.
Y el paso de la desesperanza a
la alegra fue rpido, precipitado
casi.
La puerta volvi a cerrarse.
Sancho me miraba y sus ojos, por
primera vez, no creaban en m ms
que una cierta sensacin de
placidez.
Es el momento pens de
decrselo. Es el da de las
resoluciones y no tiene sentido
postergarlo durante ms tiempo. Es
mi marido, al fin y al cabo. Si yo no
puedo decirle esto, quin puede si
no?
Ya lo s dije por fin. Mi
voz sonaba a latn, ligeramente
hueca. Me call.
Ech el cuerpo hacia delante,
sus antebrazos apoyados en sus
muslos, perpendiculares al suelo.
Las piernas, un poco abiertas.
Que sabis qu repone.
Tomo aire. Lo degluto. De
pronto me sabe pesado, como si
estuviera comiendo manteca. Y la
lengua pastosa.
Me lo dijo Blanca lo cual
era rigurosamente cierto.
Qu os dijo? volvi a
preguntar.
Lo digo, por fin (como quien
arroja un fardo lejos de s mismo).
Que s que me queris.
Entonces quien pierde el habla
es l. Y pienso que con nuestra
edad y con todo lo que hemos
vivido, que esto resulte tan difcil.
Y pienso: Por qu se lo he dicho?
Qu puedo ganar?.
Y pienso: Y qu puedo
perder?.
Sus manos se mueven nerviosas.
Parece que han cobrado vida
propia. Sus ojos se han abierto y me
miran del mismo modo que quien
intenta abrirse paso en la oscuridad.
Me doy cuenta de que tena
razn, de que son grises.
Calla y el silencio a veces es
tan incmodo! Se hace tan largo!
Y si pienso Blanca
estaba equivocada y de la que est
enamorado no es ella pero tampoco
yo, sino otra? Es una mentirosa. Ya
te ha engaado antes.
Adems, no s por qu me
digo me importa tanto su
respuesta.
Bueno dice por fin. Y si
fuera cierto, de qu me servira?
Hay algo ms triste que un
matrimonio sin amor: un
matrimonio con amor por slo una
de las partes.
Ya Rodrigo no importa, ni
Blanca, ni nadie de mi pasado ni de
mi futuro. En esa sala slo estamos
Sancho y yo.
Lo miro y por fin lo reconozco.
Me lo digo a m misma: Mira,
mujer, es Sancho, tu marido
(paladeo el tu, que tiene en realidad
forma de beso).
Qu poca idea tenis en mi
voz no hay cinismo, sino
aceptacin.
Es cierto contesta, pero
tienes que reconocer que contigo la
leccin no es nada fcil.
No, pero t tampoco lo pones
mucho mejor.
No.
Silencio. Y luego:
Sancho le digo, esto no
es Camelot, es Castilla. Aqu no
hay salidas que se cierran y que no
se vuelven a abrir. Ni t eres
Arturo, ni yo Ginebra (ni mucho
menos Rodrigo es Lancelot), sino
simplemente Sancho y Beatriz. Y ya
va siendo hora de que dejemos a un
lado todos estos ideales que nos
intentaron meter con calzador: del
amor corts, del honor perdido, de
las ofensas imperdonables.
Es eso pequeo titubeo
una segunda oportunidad?
No respondo, guardo
silencio un instante, me recreo en la
expectacin porque lo que viene es
seguro, es un nuevo comienzo en
el que se borran todos los desastres
anteriores.
Menos el nio replica.
Me miro el bulto de mi
estmago, tan grande ya (y tan
independiente de m).
Menos el nio contesto,
por fin.
Por qu, sin ms tiempo
aparente que el que medi entre mi
salida de los calabozos y mi
llegada a las habitaciones de mi
marido, pudo mi nimo cambiar
tanto?, por qu el amante se
convirti en odiado y aquel que
siempre detest dej de serlo as,
de pronto? Han sido muchas las
veces que me he planteado estas
preguntas y la respuesta sigue
siendo igual de incierta que el
primer da. Para poder
responderme necesitara un
conocimiento de m misma que no
poseo y que dudo que pueda tener
nunca. Y s, en ese momento me
pregunt si no estara loca.
Semejante volubilidad no se poda
explicar si no. O quiz, me dije, me
haban hechizado. sa hubiera sido
una causa muy lgica y muy acorde
con las circunstancias: tena todos
los ingredientes, hasta una bruja
cuyas intenciones nunca me
parecieron demasiado claras. Y sin
embargo pensar as, achacar mi
carcter y mis decisiones a causas
externas, habra sido una solucin
muy cobarde. No. La respuesta slo
poda estar en m, como siempre: en
mi pasado y en mis expectativas de
futuro.
En el fondo siempre supe que el
amante slo poda ser eso.
Desgraciadamente, en los tiempos
en los que tuve que vivir, a las
mujeres se nos poda matar por
adlteras, y aunque este hecho fuera
poco frecuente en mi clase social,
mi relacin con Rodrigo nunca
hubiera podido fructificar, incluso
si l hubiera sido una buena
persona y no el bastardo (y no lo
digo en sentido literal) e hijo de su
madre que al final result ser. Los
amantes, el amor corts, eran slo
el parche que intentaban suplir
matrimonios en los que lo nico que
reinaba era el rencor y la desidia.
Pero al final stos tambin
terminaban marchndose. Y todas,
sin excepcin, acabbamos viejas y
solas, comprobando cmo nuestra
esperanza se deshaca. Los
hombres, todos y cada uno,
terminaban dndonos la espalda,
trocndonos por otras ms jvenes
y con mejor posicin. Slo nos
quedaba poder comprar sus
favores. Y llegaba un momento en
el que el precio se volva
demasiado elevado, y ya ni eso.
Sin hijos a los que cuidar, sin
maridos a los que vigilar, sin
amantes a los que amar; la soledad
era lo nico que nos quedaba en la
vejez.
Por eso, aunque de un modo
indirecto, a todas se nos
aleccionaba para crearnos un
cortejo de damas que tambin
fueran amigas. Ya desde la cuna,
nuestras madres se preocupaban de
proveernos alguien que siempre
estuviera a nuestro lado y con la
que, llegado el momento, poder
compartir nuestra viudez. Es,
supongo, ley de vida. O por lo
menos el producto de cientos y
cientos de aos de educacin.
Las amigas eran lo nico que
resista el paso del tiempo.
La verdad, por qu negarlo, es
que mi carcter nunca fue dcil.
Todas estas enseanzas, que en su
momento me inculcara mi madre,
haban cado en saco roto. Si
alguien quisiera analizar las causas,
stas pueden ser muy sencillas:
debido quizs a que cuando me lo
dijo yo era muy pequea o que fue
otra manera de vengarme de ella:
echar por tierra todo lo que todava
nos uniera. No lo s.
Pero al final, la sensatez volvi
a m. En ese camino tan corto
fsicamente pero tan largo en mi
interior, me di cuenta de que tena
que escoger. Y lo hice del mejor
modo que pude. En la balanza, de
un lado, colgaba Rodrigo quien
se haba demostrado como un
animal, un bicho abyecto capaz de
cometer las peores felonas. Del
otro, una amiga y un marido al que
puede que no me uniera un amor
desbocado, lo reconozco, pero a
cuya presencia ya me haba
acostumbrado y por el que senta un
cierto cario del que supona que,
en algn momento, podra
convertirse en algo mayor (como al
final acab sucediendo). La
eleccin era fcil. Blanca me haba
intentado envenenar. Pero yo en su
lugar hubiera hecho lo mismo.
Saberlo, tener esta certeza, me
confera un poder que nos pona en
un mismo plano en el que ramos
iguales. Blanca ya no supona un
peligro porque la comprenda y
saba cmo iba a reaccionar. De
todos aquellos que me rodeaban, su
comportamiento era el nico que
me resultaba comprensible. La
perdon porque al hacerlo tambin
me perdonaba y me aceptaba a m
misma. Ella y yo no ramos las dos
caras enfrentadas de la moneda.
Y s, pareci radical. Pero, no,
en el fondo no lo era tanto.
Comenzaba un nuevo ciclo en mi
vida en el que tendra que
resituarme. Era cuestin de
supervivencia y mi razn venci a
mis sentimientos: aquellos que se
empeaban en querer a un asesino
como Rodrigo. Aprend, en esos
pequeos instantes, a odiarlo con
todas mis fuerzas. Del mismo modo
que antes lo hiciera con Sancho.

Seor, ya lo tenemos. Lo
hemos atrapado saliendo de la
carbonera cuando intentaba buscar
asilo en la catedral.
Bien, traedlo aqu.
Miro a travs de la ventana. El
sol sigue sin aparecer, pero la nieve
proporciona mayor luminosidad.
El sol en el suelo me digo, el
sol que germina de nuevo, que
vuelve a nacer. Una lnea de luz se
dibuja en mis pies y los recorre,
gozosa.
Sancho, tengo que pediros
algo le digo.
Que os deje a solas con l?
No contesto, me da igual
que escuchis lo que tengo que
decirle sus ojos se llenan de
agradecimiento. Me coge la mano.
Reprimo un escalofro. Porque ya
va siendo hora de que os enteris
del tipo de hombres de los que se
rodea vuestro hermano. Aunque,
bueno, no se puede decir que tus
elecciones sean mejores pienso
en el Quiste, pero me callo, de
pronto, no es tiempo de reproches.
Hemos hecho borrn y cuenta
nueva. Un nuevo comienzo. Sigo
hablando:
Es sobre Blanca. Y su hijo.
Resopla. Yo contino.
Quiero criarlo yo. Con su
madre, por supuesto. Son hermanos
y tienen que estar juntos. T sabes
mejor que nadie lo que sucede
cuando se separa a los que tenan
que haber estado unidos. Piensa por
ejemplo en Pedro, en tu hermano,
que por estar lejos gener un odio
que acab matando a vuestra madre.
Ya, pero no veis que es una
asesina? Intent asesinaros! No
preferiras criarlos a los dos t
sola?
No, Sancho giro la cabeza
de un lado a otro, busco su otra
mano y las uno. Son speras pero
clidas, las llevo a la altura de mi
boca. A los hijos no hay que
separarlos de sus padres.
Y no tenis miedo de que
intente haceros dao de nuevo?
No contesto sonriendo.
No lo veis? Blanca ya no es
amante, es madre. Y ser buena
madre. Como es buena amiga.
Estis segura?
No me dio tiempo a responder,
ya traan a Rodrigo, encadenado,
ante nuestra presencia.
Pasad dijo mi marido con
un gesto amplio.

Hay algo triste en ver a una


persona a la que idolatrabas
desnudo por fin de los ropajes con
los que lo revisti tu imaginacin.
No es que hubiera cambiado en su
apariencia, es que mi visin de l
era totalmente diferente. Sobre todo
si confirmaba mis sospechas.
Nos miraba desafiante. Tan
bello en su cada como el mismo
Satn.
No me podis colgar le
dijo, casi escupiendo, a Sancho.
Soy caballero, recordadlo. Slo me
puede juzgar el rey. Y no creo que
por matar a una cocinera vaya a
hacerlo.
Bueno repliqu yo. Sus
ojos se clavaron en m, como saetas
. Puede que por la muerte de
Vigila no os haga nada. Pero
seguramente no le har tanta ilusin
enterarse de que vos conspirasteis
con su mujer para asesinar a sus
hijos.
El imperio del miedo y de la
dominacin se haba terminado. Es
cierto, no sera hija de la luz (ya se
haba encargado mi padre de que no
lo fuera), pero por lo menos sera
madre, lo mejor que pudiese. Como
Ins. Sin un Rodrigo que pudiera
truncar mi futuro.
Not, a medida que yo me
creca, cmo l se vena abajo,
cmo esa seguridad con la que
haba entrado en la sala se
resquebrajaba. En el suelo
quedaban los despojos de lo que
haba sido. El torneo estaba a mi
favor.
Lo sabis? Pero cmo?
pregunt.
S, lo s todo contest,
me lo dijo Blanca. Y la cocinera.
Sancho permanece silencioso.
Escuchando. Su mano a escasa
distancia de la ma.
Esa cotilla! Saba que tena
que morir. En cuanto me lo dijo
Juana. As que lo vio.
Vigila le digo, se
llamaba Vigila.
Saba y habla para s
mismo que sera mi ruina.
Lo es le digo. Ahora o
nunca, pienso. Procuro que mi voz
sea convincente. En la mentira
reside el momento del
descubrimiento de las caretas. Qu
irona me digo que ahora sea
yo la que vaya a engaarlo a l.
Os vio, Sancho, vio lo que
hicisteis con el nio, con el hijo del
rey. Una y otra vez. Todas. Y vio
tambin cmo lo matabais.
Ha palidecido. Sus ojos verdes
se cubren de una neblina. No puedo
distinguir los lmites en sus pupilas:
todo tiene un color verduzco.
Como los reptiles, pienso.
Pedro murmura.
S, Pedro. Os vio repito.
Vio cmo abusabais de l, del nio.
Cmo lo violabais.
Al escuchar esta palabra vuelve
a recuperar la entereza.
Vio continuo cmo os
peleabais con Ins cuando sta
finalmente lo descubri. Y por ende
cmo tuvisteis que matarla a ella
tambin. Dos pjaros de un tiro: la
cacera perfecta. Eso s, protegido
siempre por su majestad la reina.
De puro retorcido el plan me
pareca admirable.
Me levanto, me acerco a l. Mi
tripa ya no es el lazo que nos une,
lo que le gustaba de m, sino la
distancia que nos separa. Por fin.
Por qu lo hicisteis?
Ahora es l quien se acerca a
m.
Porque quise murmura y
porque poda.
Sancho, a mis espaldas, tambin
se ha levantado. En su voz, cuando
habla, hay firmeza, hay poder y hay
asco.
Bien, ya he escuchado lo
suficiente.
Mira a la guardia.
Que se lo lleven al calabozo
de Blanca. Y que a ella la saquen,
la baen y la vistan.
Vuelve a sentarse. Recto, la
espalda contra el respaldo. A su
lado, yo hago lo mismo.
EPLOGO

E l destello de claridad no me
lleg con la muerte, como
suele suceder. Tuve suerte,
supongo. Abrir los ojos a tiempo
me permiti vivir, por fin, como
siempre haba deseado.
Blanca a mi lado, hasta el
ltimo momento. E incluso ahora,
cuando ya mi cuerpo descansa bajo
la tierra, sigue viniendo a visitarme,
deja flores sobre mi tumba y reza
por mi alma. Pobre! Si supiera de
lo poco que me sirven sus gestos!
No soy desagradecida, no quiero
parecerlo: verla aparecer por el
atrio me re conforta, me recuerda
los aos pasados.
No me equivoqu con ella. Fue
buena madre. Y su hija Leonor,
buena hermana para mis hijos: mi
Fernando y mi Leonor, Leonor
segunda, la llamaramos. O Leonor
bis. Las dos hermanas de nombre
igual que se convirtieron casi en
gemelas.
Adems la mana esa del
veneno desapareci por completo
En su lugar se hizo una experta en la
manufactura de mermeladas y
compotas.
No se cas. Yo tampoco. Tras
la muerte de Sancho dos aos
despus de nuestro matrimonio y sin
ni siquiera haber visto nacer a la
ltima de sus vstagos, decid
permanecer sin un hombre a mi
lado. Por fin era yo la que tomaba
las riendas de mi vida. Su muerte,
todo hay que decirlo, fue, como
caba esperar, a manos de los
enviados del rey Enrique, su propio
hermano.
Nos dijeron que la causa fue su
actitud belicosa en las cortes que
nos llevaran a Segovia. No quise
averiguar ms. La poltica, al
menos en lo tocante a mi
matrimonio, slo me haba trado
tristezas, desencantos.
Tanto Blanca como yo nos
refugiamos en la crianza de
aquellos que nos recordaban a
quien habamos perdido.
Construimos en Ledesma una
fortaleza, un recinto para mujeres e
infantes (como si estuviramos en
tiempo de guerra). Y all decidimos
esperar a que sucediera lo que
haba de tener lugar.
Mor sin mayores pesares. Me
enterraron junto a mi marido, tal y
como hiciera mi padre con mi
madre, en la catedral de Burgos.
Y ahora, tras mi muerte, slo
conservo la curiosidad. Me
pregunto si, cuando decida
abandonar esta iglesia (o cuando lo
decida quien tiene que hacerlo), me
encontrar con todos aquellos que,
quisieran o no, marcaron mi vida.
Me pregunto si me encontrar
con mi abuelo. Y si seguir
odindolo de igual modo.
Me pregunto si me encontrar
con mi padre. Y si por fin podr
sentir piedad por l (que es lo que
se merece).
Me pregunto si me encontrar
con mi hermana Mara. Y con todos
mis otros hermanos: desde Dions a
Fernando, pasando con Juan,
cuando ellos tambin mueran.
Me pregunto si me encontrar
con Sancho. Y si podr volver a
abrazarlo ahora que nuestra
corporalidad se convierte en
cenizas.
Me pregunto si me encontrar
con Rodrigo. Y si podr mirar a
travs de un alma tan opaca.
Me pregunto si me encontrar
con Ins, mi fantasma, para darle
las gracias por ensearme a ser
madre, gracias por no temer
arriesgar su propia vida, contra el
mismo diablo, por salvar a quien
quera: a su hijo Pedro (me
pregunto, tambin, si lo ver a l).
Y sobre todo me pregunto si
ver a mi madre. Y si al verla, me
sentir reflejada en ella.
Estoy cansada. Estar muerta
cansa. A pesar de tener toda la
eternidad.

Y pienso.

En realidad no fui tan mala.


Slo me limit a vivir como las
circunstancias me lo dictaron.
Espero que mi juicio no sea tan
terrible. Slo eso.
PAULA CIFUENTES. Paula
Cifuentes (Madrid, 1985) es una
escritora y traductora espaola.
Es ganadora de certmenes
literarios como el Ciudad de
Marbella de relato corto, el Aula
del peridico El Mundo o el
Jvenes Creadores del
Ayuntamiento del Madrid. Public
su primera novela, La ruta de las
tormentas con veintin aos, en el
ao 2006. Se trata de una ficcin
histrica sobre el entorno de
Cristbal Coln, narrada por el hijo
ilegtimo de este, Hernando Coln.
Un ao despus apareci
Tiempo de bastardos. De nuevo
perteneciente al gnero histrico,
esta obra se acerca a la figura de
Beatriz de Portugal, a la casa de
Borgoa y a una tumultuosa historia
monrquica en el siglo XIV.
La autora residi a los
dieciocho aos durante un ao
(2003-2004, segunda promocin)
en la Fundacin Antonio Gala para
jvenes creadores, junto a otros
artistas incipientes como Cristian
Crusat o Javier Vela.
Es licenciada en Derecho
espaol por la Universidad
Complutense y Derecho francs por
la Universidad de la Sorbona de
Pars.
Ha colaborado en varios
medios de comunicacin como
Diario Pblico,1 El Mundo y el El
Pas.2
Como traductora ha sido
finalista del Premio Rosetta de
traduccin.3

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