Antologia Del Cuento Chileno Boliviano...
Antologia Del Cuento Chileno Boliviano...
Antologia Del Cuento Chileno Boliviano...
o Viscarra Fa
abre
Santiag
go de Chile, 1975
© Rolando D
Diez de Medina, 2015
La
a Paz-Bolivia
INDICE
Introducción p
por Guillermo V
Viscarra Fabre.
CHILE
Fernando Alegrría
LOS SIMPATIZAN
NTES.
Francisco Colo
oane
EL CABALLO DE
E LA AURORA
Manuel Rojas
UNA CARABINA Y UNA COTORRA
María Luisa Bo
ombal
LO SECRETO
onzález Vera
José Santos Go
ISMAEL O EL RE
ELOJ DE LA POBREZ
ZA
Romero Bascu
uñán
DON PIGUA
Guillermo Blancco
ADIOS A RUIBAR
RBO
Maité Allamand
d
LOS FUNERALES
S DEL DIABLO
Claudio Giacon
ni
AQUI NO HA PAS
SADO NADA
Carlos Droguettt
LA NOCHE DEL JJUEVES
Carlos Santand
der
VIA JE A ACAPULCO
Edesio Alvarad
do
EL VENGADOR
1
BOLIVIA
Augusto Céspedes
EL DIPUTADO MUDO
Man Césped
EL GALLO COCHINCHINO
Walter Montenegro
OTOÑO
Oscar Cerruto
IFIGENIA, EL ZORZAL Y LA MUERTE
Augusto Guzmán
LA CRUEL MARTINA
Jaime Sáenz
SOBRE EL ESPANTO EN LOS JARDINES BAJO LA LLUVIA
A mis hijos
Juan, Gonzalo y Ariel
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INTRODUCCION
Es tiempo de realizar la previsión de nuestros próceres que anhelaron una gran patria
americana. A través del pensamiento de sus escritores se puede advertir la ansiedad de una
unicidad total, sin que esto no quiera decir que cada país tenga peculiaridades muy propias que
son las que matizan la armonía del conjunto.
Sería maravilloso que un próximo día pudieran los habitantes de nuestras repúblicas
ostentar el pasaporte válido de Estados Unidos de Sudamérica.
Tan nuestras son nuestras penas y nuestras glorias, que un pueblo es espejo del otro y
casi siempre nuestras glorias han brotado de nuestras penas. Hay repúblicas en nuestra América,
como Bolivia, en que pese al tiempo transcurrido, el nativo sigue amasando su pan con la sal de su
soledad, confinado en un hermetismo térreo y asfixiante. Mirando en nuestro derredor, bien vale
preguntarse: "¿a dónde va la América y quién la junta y la guía? sola, y como un solo pueblo se
levanta. Sola pelea. Vencerá sola".
Cada uno de nuestros países tiene ingenios literarios cuya estatura no cede en elevación y
vigor a los más robustos ejemplares de otros continentes. Su producción ha roto la caparazón del
localismo para unirse a la voz universal. Unidad material y espiritual es el imperativo de este
momento, obligándonos a buscar en el hueso de nuestra naturaleza para alcanzar esa "percepción
y experiencia de lo propio".
Cada escritor es una ventana por la que se puede atisbar la vida privada de su país, con
sus interesantísimos detalles; todo depende de la vida interior y de la dignidad de que este
investido el narrador al penetrar en la atmósfera de su respectiva colectividad.
Valga esta oportunidad para expresar que de norte a sur de nuestra América va
levantándose el robledal de su voz. Ya, en anterior tiempo hubo una Sor Juana Inés de la Cruz que
asombró con su gaya plática culterana, y un otro nativo que emuló a don Miguel de Cervantes y
Saavedra escribiendo lo que a él se le olvidara. El siglo xx en trance de fruto en pleno y robusto
proceso de maduración insinúa evidencias óptimas conseguidas; ahí esta su perfil cultural en la
obra del venezolano Rómulo Gallegos, el colombiano Eustasio Rivera, ambos casi frenéticos al
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manejar el idioma, urgidos por la desmedida e ingente naturaleza espiritual y material de esta
América insólita y tangible.
Se está creando un idioma, un lenguaje cultural americano. La férvida poesía muestra sus
llagas en la voz de la chilena Gabriela Mistral, y el júbilo constelado en el verso metafísico y
cristalino del uruguayo Carlos Sabat Ercasty. La narrativa esta inmersa en la inusitada originalidad
del personaje americano tan complejo, tan nuevo y sorprendente.
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colombiano que trabaja con materiales realistas es Jesús Zárate Moreno, cuya narrativa descubre
el clima tenso y eléctrico de los soterrados rincones agrícolas de su patria.
Los materiales de nuestra realidad son: gentes desamparadas e ingenuas, sumos y licores
de un árbol luminoso de poesía, una crueldad congénita y finalmente, un raudal de dolor que de
pronto se convierte en un humorismo punzante. Se ha trabajado y se trabaja con la violencia, pero
también con imaginación, con ensueño, y una crecida dosis de fantasía.
Nuestras ciudades, nuestros campos y nuestras razas han producido frutos óptimos; ahí
esta Cesar Vallejo en cuya voz vibra todo el dolor y toda la angustia humanas para disolverse en la
muerte; Pablo Neruda, ese gigante arbóreo lleno de música de poemas de amor y florido de
metáforas que sólo él pudo extraer de su cantera de gemas; Manuel del Cabral, hecho de tierra
dominicana y altamente espiritual que construye con sus imágenes insólitas una prosa y una
poesía de proyecciones insospechadas; Nicolás Guillen, que es toda una caliente resonancia de
África asentada en América donde logró su mestizaje. Como un producto de la gran urbe, de la
tentacular metrópoli misteriosa como una jungla, Julio Cortázar escribe sus relatos llenos de
verbalismo mágico que está en el río idiomático de Buenos Aires, y Ernesto Sábato, ese
ecuménico ordenador del caos, junto con Jorge Luis Borges, ese prelado conspicuo de la inmensa
basílica de su ciudad natal, desde donde ejerce su influencia en los jóvenes escritores de habla
española. Bolivia y el Perú han contribuido a conformar la inquietante personalidad de un narrador
como Vargas Llosa; y luego, desde Colombia se nos viene una fragancia de especias como el
condimento de fábulas en las que pululan esperpentos psicológicos en una atmósfera de angustia
y alucinación, asimismo, Juan Rulfo exhibe su Pedro Páramo trágico y desvestido de toda
hojarasca retórica.
Manuel Rojas es la cumbre de toda la narrativa realista chilena, su expresión se eleva por
encima de las voces de Edwards Bello y Nicomedes Guzmán, hasta alcanzar la maestría en las
páginas de su novela Hijo de ladrón; con igual jerarquía, el escritor boliviano Man Césped, que
alcanzó el ápice en su magistral libro Símbolos Profanos, muestra su faceta de narrador en su fino
y gracioso relato "El gallo cochinchino".
Las dos mujeres que integran la Antología, María Luisa Bombal y María Virginia
Estenssoro, chilena y boliviana respectivamente, se distinguen, la primera por un estilo pleno de
sencillez y sugestión dentro de una noble calidad poética. Alone, el eminente crítico chileno dice de
ella: "antigua y moderna, tiene antepasados en la antología griega, en los remotos líricos, no
menos desnudos e inocentes, al par que se codea con las escuelas vanguardistas, mezclada en
sus filas sin sorpresa". María Virginia Estenssoro escribe en forma más directa, comunicando a su
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narrativa un "tenso clima de angustia" y una atmósfera de soledad y muerte a la sordina. El relato
de "El Occiso" es una elegía ahogada, sofocada en la garganta por la mano de la muerte, la muerte
es un vendaval que todo lo traspasa para mostrar un cadáver amasado con lo más lóbrego de la
noche. "El Occiso" es un cuerpo sin piel y un organismo de maquina humana al descubierto,
tornillos y resortes impúdicamente mostrados a la luz. Su estilo es penetrante y desprejuiciado.
José Santos González Vera ha vivido su narrativa antes de escribirla, su lenguaje justo y
preciso ha sido cuidadosamente escogido del habla de la clase media chilena a la que pertenecía.
Como un juglar se ha mezclado a la vida de su pueblo y ha conocido todo su diapasón social.
Heteróclito operario de innumerables oficios, los ha servido por conservar el de su agrado, que fue
el de escritor; sus temas son interesantes y su narrativa es ágil, fina y teñida de vaga melancolía y
humorismo. Como la mayor parte de los escritores chilenos de la presente Antología, fue
reconocido con el Premio Nacional de Literatura.
Al penetrar a la cruel atmósfera de "Don Pigua", el personaje creado por el escritor chileno
Homero Bascuñan, se piensa que ésta es la única vez que la muerte se arrepiente de su trágico
destino; "Don Pigua" siempre activo y alegre, con esa contenida alegría que a veces tienen los
hombres de los páramos y de las grandes alturas andinas, no debía morir y la muerte debió
ayudarle a burlar su trampa. Homero Bascuñan escritor recio, áspero, y al mismo tiempo tierno,
trabaja con los materiales sangrantes que le proporciona la realidad brutal del trabajador.
Oscar Cerruto es uno de los más altos exponentes de la poesía y de la narrativa boliviana.
Es autor de Cerco de Penumbras, un libro de cuentos que según Mariano Picón Salas, lo
"incorpora al grupo privilegiado de los grandes cuentistas de América".
Guillermo Viscarra Fabre, poeta y narrador boliviano, es autor de Clima, Criatura del Alba,
Poetas Nuevos de Bolivia (Antología), Juanita y Alejo en las Montañas (libro didáctico), Nubladas
Nupcias, El Jardín de Nilda, Veinte Rubíes para el Collar de Nilda, Cordillera de Sangre y Andes.
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Claudio Giaconi es un joven escritor chileno cargado de prestigio. Es una suerte de Alonso
Quijano moderno que lee de turbio en turbio y de claro en claro libros y más libros; ingresa en la
maraña de la filología y sale experto y erudito en idiomas. Muy pronto se convierte "así como en un
símbolo de la juventud". Su narrativa oscila dentro de temperaturas distintas, encontradas, pero
siempre expresiva y sorprendente. Esta como impulsado por el péndulo trágico de nuestro tiempo.
A fuerza de un verismo casi fotográfico, la narrativa del escritor boliviano Augusto Guzmán,
muchas veces ingresa en un clima truculento, sin dejar por ello el cuidado y la belleza del estilo.
Guzmán es autor de una preciosa novela La Sima Fecunda y una bien trazada biografía del obispo
Cárdenas (El Kolla Mitrado), además de una exhaustiva Historia de la Novela Boliviana. En la
literatura de la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia, su Prisionero de Guerra es un diario de
combatiente que pesa y conmueve por su valor humano.
EI poeta y narrador boliviano Jaime Sáenz, es un caso excepcional: una gran originalidad y
una rica inventiva. Su estilo es terso, sugerente y preñado de una profunda ternura, en suma,
realiza una interesante experiencia artística y literaria. Su solitaria casa allá en el valle de Miraflores
de la ciudad de La Paz, es el laboratorio de las ciencias ocultas del poema y el trabaja allí virtiendo
en sus probetas invisibles, filtros y licores imaginarios. Sus antepasados literarios se ocultan
diabólicamente entre la muchedumbre de filósofos y poetas malditos.
EI joven y ya famoso escritor chileno Carlos Santander ha buscado en las más inferiores
capas sociales ciudadanas el campo para crear sus ambientes y personajes, empleando para su
narrativa un lenguaje audaz y punzante. Viaje a Acapulco es un pequeño tratado de psicología de
la delincuencia con todas sus aberraciones, sus horrores y su consiguiente desolación. Sus
personajes emergen de la atmósfera crepuscular del calabozo carcelario, convertidos en seres
destrozados y anónimos, imposibilitados para toda redención y mutilados espiritualmente por la
crueldad de la ley.
Raúl Bothelo Gosálvez es uno de los narradores vitales de Bolivia. Autor de libros como
Borrachera Verde, Coca, Altiplano y multitud de cuentos y ensayos desperdigados en revistas y
periódicos locales y del extranjero. Lo fundamental en este escritor es su seguridad para atrapar el
paisaje boliviano y su profundo sentido psicológico para adentrarse en el espíritu de esfinge del
poblador de las estepas andinas. Es un narrador que emociona y que colma con su estilo cuidado,
rotunda y diáfano.
EI escritor chileno Edesio Alvarado, se nutre del rico filón social de las clases trabajadoras,
para su fuerte narrativa tan característica. Procedente de la región sureña de su país, sabe
descubrir los secretos aspectos de la vida del campesino y del pescador de la región austral de
Chile.
Finaliza la presente Antología con el vigoroso relato del escritor y sociólogo boliviano
Josermo Murillo Bacareza, experto y analítico buceador del alma silenciosa del minero.
Es una insistencia superior por donde se la examine ésta, de que a fuerza de conocernos
lograremos traducir el íntimo mensaje de América que indudablemente se orienta hacia la meta de
un triunfo total de acciones e intenciones frente a la incertidumbre de aborrascados mirajes.
Debemos esforzarnos por militar en las filas de la fraternidad para hacer una sólida máquina con
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corazón y conciencia de los países de esta nuestra América, de remotos antepasados y de
innumerables posibilidades.
FERNANDO ALEGRIA
Su producción, de vasta resonancia, abarca todos los géneros literarios, incluido el teatro
con la escenificación de Como un árbol rojo, biografía de Luis Emilio Recabarren. Destaca en el
ensayo con La Poesía Chilena (1954), Walt Whitman en Hispanoamerica (1954). Breve Historia de
la Novela Hispanoamericana (1959) y Literatura Chilena del siglo xx (1965). Su novela más
conocida es Caballo de Copas (1958). aun cuando también ha reeditado Lautaro, joven libertador
de Arauco y La noche de los generales. En poesía, sobresalen sus volúmenes Viva Chile, mierda
(1965) y Decálogo de los pastores (1967). Sus cuentos han sido compilados en México, El poeta
que se volvió gusano y en Chile, bajo el título de Los mejores cuentos de Fernando Alegría.
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SIMPATIZANTES
Tenía hambre y por eso creo que acepté su invitación. Hambre y, además, esa curiosa
sensación de sed que de vez en cuando, no muy a menudo ya, me mueve con la prestancia de
otros tiempos cuando se podía decir de mí que era un atleta.
Pero acepté dudando. Era evidente que la invitación le traería problemas. Gastaría un
dinero que no le sobraba, más bien dicho rascaría cielo y tierra para encontrar unos pesos que no
debía gastar en mí, sino en él y en su familia.
Me miró con su cara ancha, tímida, sonriente, sus ojos azules, candorosos, aguardando mi
respuesta, levemente desesperado, como si un no de mi parte lo hubiese hecho llorar, y me repitió
varias veces:
-¿Viene, vendrá?
¿Qué diablos comeremos?, pensé mirando su chaqueta raída, sus pantalones parchados,
la camiseta polera sin botones, su barba rala, su cara limpia de hombre sin edad. Luego me
arrepentí de haber aceptado. Pude darle cualquiera excusa, causarle una decepción, dejarlo,
incluso, humillado. Pero así son las cosas y así es a veces la gente: nos matan por la misma
desazón con que quisiéramos perdonarlos.
Pienso que nos dimos ánimos mutuamente con esa sonrisa y esas palmaditas en la
espalda. EI llevaba marcado el terror de su gesto absurdo. Iría pensando en su mujer; la
explicación necesaria, la expresión de ella: impotencia, rabia reprimida, catástrofe. Los niños.
Estarían sucios, llorando, hambrientos. El suegro. ¡Quién sabe! Borracho. O peor, queriendo contar
sus historias largas, fomes, patéticas.
Nos colgamos de un micro y empezamos a ver los paraderos y las gentes aleteando, como
diciendo adiós desde alguna isla. Santorio, el amigo, me observaba y sonreía. El viento le daba de
frente en la cara. Iba contento. Con el codo me, tocaba yo la cartera, asegurándome. No es que
me llevara mucha plata, aunque había cobrado mi sueldo en la mañana, pero colgado de una
pisadera, la chaqueta volando, los brazos abiertos. Nunca se sabe.
-Le va a gustar -me dijo mirándome fijamente-, toda mi gente es muy amistosa y
querendona. Ya va a ver, el suegro es un poco pesado, pero sólo por la vejez. Chocho. Los cabros
los mandamos a la cama. Ni pío. Mi mujer llamará a su hermano. Comeremos a la suerte de la olla,
usted comprende.
-Y después -cómo le brillaron los ojos- el póquer perfecto. Cinco. Usted, yo, mi suegro, mi
cuñado y su mujer. ¡La estrella solitaria! Perfecto.
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cacho con pulso tembloroso, recuperaban fuerza, pedían su primera caña, se comían un sandwich
de arrollado, agarraban vuelo, una segunda caña, una tercera, una botella de blanco bien helada,
póquer de ases contra tres reinas, queso y aceitunas, una botella de Don Matías, pichanga, van a
ser las dos, que se jodan, un platito cualquiera, ¿porotos con plateada? ¿con plateada, dijo? ¿sólo
porotos?, pero ¿qué es esto?, ¿una fuente de soda?, ni que fuéramos congrios. Después por la
pendiente: se iban alineando las botellas, los platos, los vasos. ¿Las tres? ¿Vamos donde la Pecho
de Palo? ¿Está loco, compañero? Me capan. Debería estar en la oficina ya. Pierdo la pega.
Y se iban.
Pero nosotros no. En una mesa esquinada, como corresponde, se armaba la estrella
diurna: cinco puntas alertas, sabias, observadoras, temibles, agónicas. Las cartas se desplazaban
silenciosas con un resbalar de olas por las manos; a veces, un chasquido, una mueca disimulada,
un garabato entre dientes. Se bebía poco. Pilsener. Un borgoña. Chuflay. No nos veíamos. Ni
hacia falta. ¿Quienes éramos? Daba lo mismo. jubilado alguno, profesor otro, cierto periodista,
unos veguinos (verduras en la madrugada), de vez en cuando un zorzal. Ahí sí que sonaban los
vasos. Y mucho, mucho vivaracho, tiburón pasajero, oliendo la resaca, husmeando, mordiendo,
rara vez tragando, y pasando, luego, a mejores aguas.
Nuestra mesa era sagrada, así como nuestras sillas bajo la pupila mosqueada del reloj con
campana, respetados por el empleado público, el curado y su consorte, el concesionario y el mozo,
que nos conocían por nuestro nombre y nos sacaban lustre con un gangocho sucio y ágil.
¿Afuera? La pesada siesta del centro, echándose con su mole de sol contra el Santa
Lucía; a veces el atardecer rápido hacia la población, hacia el hogar, hacia la amiga que todavía
espera; a veces la noche pasada, sin hora, un solo vacío de luces y buses, la vaga, y extraña
carrera a ninguna parte, con los bolsillos vacíos.
Santorio jugaba y yo jugaba. De donde sacaba su plata, de donde sacaba la mía, carecía
de importancia. Arriesgaba poco y jugaba bien. Desaparecía por temporadas. ¿Punga? No lo creo.
Comerciante, quizás, mercado de las pulgas con sucursal en el centro. O, a lo mejor, electricista o
mecánico. Algo por el estilo. Con su propio horario. Pienso que jugando se hacia su sueldo. A
costillas de todos. De mi también. Aunque menos. A veces pensé que podía ser mueblista, por las
manos: firmes pero finas, hábiles, rápidas, una que otra gota de barniz, ligero olor a aguarrás.
Nunca intimamos. No se estilaba ahí. Salud, salud. Hasta luego, hasta luego. Humo y cenizas. Al
borde de la mesa, en la penumbra, con los dedos tiesos, nos despreciábamos, nos odiábamos, nos
aguantábamos.
La primera impresión fue desastrosa. Aquí cogotean en día claro. Detrás de la Avenida
Matta, calle corta, empedrada, llena de hoyos, restos de una vereda, simulacros de visillos en las
ventanas rotas de unas casitas de puertas tiznadas, allí donde soplan el cisco del brasero. A mitad
de la cuadra, una cochera inmensa, los tablones del portón sueltos mal clavados, olor a caballo, es
decir a bosta, pero no hay caballos sino esqueletos de autos, carrocerías sin ruedas, motores
abiertos, destripados, latas, llantas y pozas de aceite. Un solo ñato botado en el suelo con las
manos ocupadas en los restos de un micro.
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Y veo que en realidad hay una puerta y un largo corredor de tierra donde noto algunas
sombras echadas.
-Curados de mierda -dice Santorio-. En la noche no me importa, hace frío y nadie puede
negarle a nadie un techo. Curados o pelusas, está bien. Aunque el olorcito que dejan es de fosa
común. De día, es otra cosa.
Pasamos tratando de no pisarlos. Parece campo de batalla. Santorio se para frente a una
puerta. Tropiezo en una olla que luce un bambú amarillo y seco como un plumero. La puerta no
está cerrada. Santorio la empuja y entramos.
-A sus órdenes.
-Cómo le vaaaa...
¡Bah! No lo había visto. Es un hombre grueso, pálido, de facciones suaves, ojos muy
claros, bondadoso. Se levanta a saludarme y noto que tiene un brazo más corto que el otro. Lleva
una chaqueta blanca, como de enfermero o, tal vez, de mozo. Difícil decir porque la pieza es
oscura. pero limpia, ordenada. Siento en la nariz el polvillo que levantó una escoba reciente y la
humedad del agua rociada sobre las tablas.
-Mi cuñaaaa...
-A sus órdenes.
No la distingo bien.
-De ninguna manera, qué gusto tenerlo, pase no más... Aquí, aquí, en esta silla.
-¿Por qué? ¿Por qué? La mujer era delgada, pálida, con unos ojos oscuros muy intensos y
serios, bien vestida, segura de sí misma; ¿Para desplumarme? Claro que tenía mi sueldo en
billetitos en la cartera. pero ¿cómo iba a saber Santorio? Tampoco podían tocarme como un
casero. Pajarones serán otros. ¿Por qué, entonces? Debajo del delantal le noté un traje sastre,
gastado pero decente, y las medias eran finas y las piernas bien hechas, sin escándalo, pero bien,
bastante bien.
La cuñada era china. Esto me sorprendió y me desconcertó un tanto. Sin embargo, poco
tenía de raro. Había en esa pieza algo que trascendía más allá del conventillo; un aire a vecindario
de San Diego, me explico, paquetería de turcos, panadería de gallegos, botillería de chilenos,
peluquería de maracos, ¿se entiende?, algo internacional en ese sillón floreado y con hilachas, en
los pañitos de mesa y en las flores de papel, en el calendario del año pasado y en la fotografía de
un club de fútbol argentino, en el olor, eso sí, en el olorcillo a fritanga combinado con áspero aroma
a un pernil ya conocido pera no por eso desechado. Una pieza con mucha vida en la que van
amontonándose, como trofeos, algunas pobrezas y, presentimiento no más, una que otra viveza de
Santorio y su santoral.
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-Un millón de gracias. ¡Cómo se fueron a molestar! Yo le decía a Santorio, aquí, que cómo
se le ocurre, causarle tantas molestias, pues, señora.
-Pero si no es ninguna molestia.
-Salud, entonces.
Santorio estaba contento. Corría de un lado para otro, cambiaba de puesto las sillas más
desfondadas, pasaba pan, llenaba los vasos.
-Déjeme contarle una vez que jugué póquer con ladrillos -dijo el suegro.
Me volvió la confianza. No hay duda, pensé, Santorio echa una cana al aire, habrá ganado
una cartilla, yo soy factor decorativo, nada de misterio, ¡qué fregar!
-Salud, pues, Muy gracioso eso que cuenta. ¿Con ladrillos decía?
La primera inquietud me la produjo el vino. Tomábamos un litrié que parecía venir de algún
florero de esos que no les cambian el agua, me explico, traía no sólo el gusto de las acequias que
regaron las parras, sino el sedimento aterciopelado y salmonello. ¡Qué vinagrera!, pensé buscando
ya por la pieza a ver si tenían bicarbonato. Luego me preocupó que con el vino, para pasarlo, no
hubiera más que pan. No están preparados, pensé. Ni aceitunas. Aguantar, me dije, a lo hecho
pecho, como dicen las nodrizas.
Se nos había acabado el tema de conversación, a pesar de que el viejo seguía como si
nada, haciéndole empeño a ser chistoso. EI cuñado sonreía callado y tan circunspecto que daban
ganas de abrazarlo. La china, su mujer, si que no decía ni pío, ni hacía ruido, pero se fijaba en
todo, interesada, como si estuviera visitando el país.
Por fin nos sentamos a la mesa. Pasaron cosas pequeñas y rápidas, no muchas, fritas.
Hay que tragar el vino, pensé, borrarlo, acabar con él. Pero no se acababa nunca. En cambio, el
salpicón y el pescado se terminaron de repente, y note angustiado que todos nos habíamos
quedado con hambre.
¡Qué vergüenza! Si lo que tengo es hambre, pero no de pan. A lo mejor viene un asado.
Ilusiones. No vino asado ni vino nada. Se acabó. Nos quedamos callados, ensayando los dientes,
rascando la mesa, observándonos de reojo, con odio.
La Sarita contó que trabajaba en unos baños turcos, más de cien horas al día. Los
guatones que se ven. Y los colisas. Trabaja como china, dijo el suegro, pero en seguida miró a la
china y se asustó.
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-Por eso tiene tanto tiempo Santorio -le dije-, queriendo agradarlo.
-¿No es cierto? Por que si no, ¿se da cuenta? Todo el día esperando a la Sarita en la casa
sería un suplicio.
-¿Y qué les parece si jugamos un ratito? -preguntó Santorio, y, sin esperar la respuesta,
abrió la cómoda otra vez y sacó una baraja. Se le había congestionado el rostro y en el pecho y en
la espalda le noté la camiseta muy sudada.
Cuando echó las cartas sobre la mesa hubo un movimiento general de agrado, un
desahogo. Por primera vez desde mi llegada sentí que nos entendíamos. Yo observaba. Sin
impertinencia, se comprende. Inventariando. Cuantos parches, cuánta suela rota, y los paquetitos
de todo, de sal, de azúcar, de té, en papel de diario, y los gangochos y los platos y la tetera, por la
cresta, con más manchas que un leopardo, y las cucharas de plomo torcidas y las botellas vacías y
otras con aceite o parafina o que sé yo, y el excusado que se alcanzaba a ver de perfil.
-Como guste.
-¿Baratito? No más que para entretenerse. Que no se sufra. No estamos nada entre
tahúres.
-A cien pesos.
-¿Pagamos la real?
Jugaban bien. Nadie se desmedía. Sesión familiar. La de costumbre: se abre con un par de
jotas. EI suegro doblaba, el yerno se iba al plato. Santorio recogía y la china impasible. En un
rincón la Sarita contaba que uno de los chiquillos tenía fiebre. Podía ser la guata. O gripe. Aliviol.
Es mucho mejor el dominal. Con pisco. No hay Dada. Se le pasa solo. Es de puro mañoso, no más.
Del tema del chiquillo pasó al tema de estar fregados, ¡Cómo se quejaba! Vivían al día. Vivían
empeñados y no hay ya qué empeñar. La jubilación del suegro no alcanza ni para el micro cuando
hay que ir a cobrarla. ¿No se la ajustan? El es el que se ajusta los pantalones. La cueca de la
inflación. Para quejamos los chilenos somas campeones.
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Full de reinas -dije con voz muy fuerte, sin poder contenerme, como si jugara en Miraflores,
y golpeé las cartas en la mesa. Recogí los porotos con una sola barrida de la mano y de repente
me di cuenta de que había barrido al suegro. Por escuchar la conversación le mandé varias veces,
sin prestar atención, y él no se corrió. Lo limpié. Amontoné los porotos algo cohibido y traté de
sonreír. EI suegro parecía perro apaleado.
-Será jetón -dijo Santorio-, ¿cómo se atreve a apostar con una miserable pichanga? Y a
subir...
Empezaron a retarlo como a un niño chico. Pensé que era broma, pero no, se pusieron
pesados.
Esto no puede ser. Me dije. Hay que perder y después irse agradecido. Me imaginé
saludando cariñosamente y desdeñando la pérdida con un gesto elegante y diciéndoles: "No se
preocupen pero si no es nada".
Se acabó el litriado y la Sarita salió a pedir un poco de azúcar para hacer una tacita de té.
EI chiquillo enfermo había vomitado mientras tanto y ya no chillaba, se quejaba con un murmullo
de gato. Pensé que podía perder entregándome al cuñado. Empezé a doblar con escalera rota.
Que me vea, que me vea y doble. Nada, el cuñado cayó como mansa paloma: se fue al plato. Tuve
que recoger los porotos y de una mirada calculé la ganancia. Debo haberme puesto pálido porque,
entre broma y broma, les habría ganado unos cincuenta escudos. Qué barbaridad. La plata de la
semana. Del mes. Miré a Santorio y me enternecí. La Sarita dejó de hablar, el suegro se mordía las
uñas, el yerno seguía sonriente sin quitarles la vista a los naipes. En Miraflores habría sido la hora
del pánico. Boté un full de ases. Inútil. La suerte, como un perrito faldero, se acomodaba a mis pies
y me lamía y me lamía. Dieron las doce. En el dormitorio sólo se oía el soplar agitado del niño
enfermo. Una gotera golpeaba la olla en la cocina. A la radio se le murieron las pilas.
Santorio sacaba y sacaba porotos. Tenía los ojos irritados, pero el pulso firme. Había dos
soluciones: o detener el juego e irme con la cochina sensación de haber desplumado a esta santa
familia, o devolverle la plata a Santorio. Pensé que esto último era lo apropiado o justo. Formé la
frase necesaria, imaginé la escena, me dispuse a hablar y me encontré con su mirada. EI tahúr
experimentado, el psicólogo de garito, me adivinó la intención y me desarmó con una cólera
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despreciativa, sarcástica, en la que había aún cierta luz de simpatía, de admiración totalmente
absurda por mí y por lo que yo era. Bajé la vista y me concentré en las cartas.
Como quiera, amigo, pero por nosotros no se apure. Somos trasnochadores por
naturaleza. ¿No es cierto?
Y empezaron a contar los porotos que le había ganado, y cada fila, cada montoncito de
cinco escudos era un garrotazo que les caía a todos sobre la cabeza. Hasta la luz se había hecho
mas amarillenta y las sillas, el hule de la mesa, los paquetes de diario, todo se desintegraba, viejo
y pobre.
Me eché la plata a la billetera, sentí el bulto que hacia mi sueldo, intocado, y me despedí.
Santorio insistió en acompañarme. Salimos a la Avenida Matta envueltos en un aire frío, azul,
anunciador de escarchas. Ni una nube, todo calma, brillante. En los bares quedaban ya pocas
sombras, desdibujadas en las mamparas opacas.
Esperamos el micro. Cuando apareció a lo lejos, Santorio se puso frente a mí, con su cara
abierta de niño Jesús italiano, el pelo revuelto, la camiseta sudada, y me abrazó. Sentí sus brazos
fuertes a mi alrededor, el toque rápido nervioso de sus dedos en mis hombros, en el pecho, y
devolví su sonrisa emocionado.
Subí de un salto al micro. Al meter la mano al bolsillo para pagar pensé en los malditos
escudos del póquer y traté de sacar la cartera sin tocarlos. Hundí la mano y se me fue hasta el
fondo. Un vacío tibio, grande. Empezé a hurgar con desesperación. Nada. El chofer me miraba
dudoso. Los pasajeros se fijaron en mi ahora y algunos empezaron a sonreír. Me busqué en todos
los bolsillos.
AUGUSTO CESPEDES
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EL DIPUTADO MUDO
Pido la palabra.
EI rayo de sol, afilado entre una alta columna y el borde del cortinón rojo, se escurrió hasta
plena hemiciclo, abrillantó con bruñido de plata cincelada el micrófono e hizo pestañear al
Honorable Tadeo Nájera que se disponía a hablar. La atmósfera se iluminó con un huracán de
corpúsculos que habrían dado a la asamblea aspecto de interior de catedral si no fuese que en las
catedrales no se fuma. Las espirales de humo se enredaron en un rayo de sol.
-Pido la palabra.
Desde su elevada testera, el Presidente con corbata de moño y labios de riñón, emitió la
frase ritual:
-Tiene la palabra el Honorable Nájera.
Un centenar de rostros y bustos atrincherados en los pupitres se volvió hacia el orador que
se puso de pie, como si se suspendiera él mismo con los pulgares bajo las solapas. Su cabeza
rapada y mulculosa empezó a transfigurarse. Era el orador de mejor labia en la asamblea y
ocupaba el pupitre de la fila superior, precisamente encima de Hintenso, de modo que las miradas
concentradas parecían dirigirse también a éste. Cada vez que Nájera hablaba, Hintenso debía
dejar de dormitar. Formaba parte del auditorio pero, puesto de cara a él, integraba en cierto modo
el discurso mismo del cual percibía, sin verla, la escenificación que se operaba a sus espaldas.
..."y he aquí que la oposición nos expone este caprichoso, risueño e irritante paralogismo:
que el Gobierno publique sus gastos reservados que, por su misma definición, ¡son reservados!”.
Risas y aplausos. Hintenso escuchaba, un poco torcido el cuello para esquivar el rayo de
luz, sintiéndose vigilado por centenares de ojos convertidos en órganos de audición. imposible salir
al urinario. Ni siquiera encender un cigarrillo, porque ese acto suyo quebraría el orden
geométricamente escalonado entre el discurso y la atención colectiva. ¡Qué contraste
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espectacular! Nájera, la más eminente y verbosa figura del Parlamento, y sentado a medio metro
de él, Hintenso que jamás había podido hablar ni siquiera un minuto.
Entre los aplausos de la mayoría, Hintenso se sentía blanco de las miradas severas del
grupo opositor, cuyos componentes, con los brazos cruzados, guardaban la consigna de no
interrumpir al orador para no ser señalados como enemigos de una inversión de capital extranjero.
Por fortuna la luz del día se replegó. Huyó el tropel de polvo proclamado por el sol, se disiparon las
formas del humo de los cigarrillos y el ambiente adquirió calma de estanque sobre el que la palabra
de Nájera dibujó ondas moderadas, sin dejar de agitar algunas para salpicar a la bancada
opositora, mojada como un arrecife. Hintenso sintió un alivio al comprobar que los espectadores ya
no parecían mirarle, como si hubiera desaparecido. Sólo Nájera existía ante la atención del
auditorio que se hacía más redonda, tan sin pliegues ni pensamientos como la calva del Ministro
de Inversiones Foráneas que había sido ecónomo del palacio presidencial.
Ahora Nájera ingresaba al maestoso: manos extendidas con las palmas hacia abajo,
magnetizando a toda la asamblea, incluso a los opositores a quienes cesó de afrentar para tocarles
la fibra del patriotismo. "Cuando se trata de los grandes negocios del Estado, cuando se trata del
porvenir de la patria, no hay, no debe haber, egregios colegas, ni demócratas ni totalitarios; todos
formamos un solo ejército, el ejército del Desarrollo, guiados por ese símbolo que es la rueda
dentada del Progreso nacional y cristiano".
Las palomas de los aplausos revolotearon entre las columnas y describieron círculos
alrededor de las bancas y los escritorios. Los opositores no aplaudieron, pero hicieron ademanes
de asentimiento que fueron elogiados por la prensa como indicios de su patriotismo.
Las manos de los diputados más próximos se extendieron para felicitar al orador. Hintenso
no lo hizo. Mientras aún sonaba el aguacero de los aplausos se escurrió y salió a tomar en el bar
una tableta efervescente. La elocuencia de Nájera le provocaba acidez en el esófago. Su
verbosidad ofendía su silencio de diputado consagrado como el más taciturno en la historia del
parlamento.
Otra categoría de silencio, sano y terso, conoció en su mocedad. Vibraba el aire del trópico
y el cafetal le reservaba una sombra confidencial y callada que, por cierta magia botánica, era
impenetrable a los mosquitos.
EI suelo era limpio y allá, con su elocuencia natural, sabía atraer a algunas compañeras de
paseo convenciéndolas para desviarse del camino real y penetrar por el sendero. No fue de
naturaleza taciturna en su adolescencia ni en su primera juventud.
Su padre, don Higinio, gran propietario de cafetales y cañaverales, se adjudicaba más bien
facultades parlamentarias. Diputado eterno por la provincia, decidió trasmitirle ese derecho a su
hijo.
Esta decisión habría seguido su curso patriarcal si no incubara igual proyecto el doctor
Peramás, terrateniente vecino que deseaba también hacer diputado a su hijo. Don Higinio era
amigo del Presidente Vitalicio y asociado con él en su juventud en el comercio de aborígenes para
la zafra. EI doctor Peramás, amigo del Presidente Constitucional (hijo natural del Vitalicio y a quien
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se le llamaba el Generalicio), socio de este en el monopolio de máquinas tragamonedas y de
abarcas de llantas usadas.
Puja de billetes, alcohol con naranja, ron en cantidades oceánicas, choques a puño y a
cuchillo, encuentros a bala, discursos y boletines, dieron realmente a la elección un cariz de
libertad.
Hintenso, próximo a la treintena, moreno de cabellos ensortijados, labios gruesos y dientes
muy blancos, recorría a caballo o en auto los caminos de la extensa provincia, ondulantes entre
naranjales y bananeros, pronunciando discursos, bebiendo del mismo vaso que sus partidarios y
exhibiendo guayaberas de colores que atraían a las muchachas. Hintenso no olvidó nunca la tarde
del accidente. En un amplio canchón de una casa de hacienda al pie de una colina boscosa,
Hintenso empinado sobre una mesa arengaba a un numeroso grupo de campesinos. Decía:
"Peramás quedara convertido definitivamente en Peramenos..." cuando brotó de la colina, como
una bandada de pájaros, una alevosa pedrea. Repuestos del pánico los partidarios de Hintenso
ahuyentaron a los alevosos a balazos y solamente después advirtieron que su candidato yacía en
el suelo sin sentido, con la cabeza ensangrentada. Trasladado al sanatorio más próximo se
comprobó una conmoción cerebral. Deliraba continuamente y su delirio consistió en proferir dislate
tras dislate durante veinticuatro horas. Poco a poco recuperó el sentido y sanó en el transcurso de
una semana. Pudo asistir a la plaza de la capital del distrito el día de la elección, con una venda en
la cabeza, a sellar su triunfo. Los electores le alzaron en hombros y le condujeron hasta el balcón
del municipio. Su tez morena, sus dientes brillantes y su venda fueron aclamados.
Es entonces que, al hablar, su discurso exteriorizó los mismos rasgos de incoherencia que
los pronunciados durante su delirio en el sanatorio. Cada frase disparatada que lanzaba provocaba
vítores y aplausos, pero Hintenso comprobó angustiado que su vocabulario se evadía
inconteniblemente hacia el absurdo.
Cuando pensó "éste es el perfecto triunfo de un domingo de gloria" se oyó decir: "éste es el
proyecto triunfo de un domingo de la gran siete" y, al terminar, cuando quiso decir "¡Viva el Partido
Progresista!", su boca pronunció: "¡Viva el Podrido de la Siesta!". La multitud delirante aclamó este
final con estruendosos vítores y disparos de escopeta.
Hintenso observó que si bien la masa no había entendido sus equivocaciones, en cambio
algunos vecinos notables que estaban a su lado le miraron estupefactos. Le acometió el pánico y
pretextando su estado de salud se despidió rápidamente. Apenas llegado a su casa se cerró a
solas en su dormitorio e improvisó un monólogo comprobando que el lenguaje obedecía a su
pensamiento. Sacó en consecuencia que la presencia del público ocasionaba su extravío verbal.
Un año. Murió su padre haciéndole jurar que jamás cedería la diputación a su rival
Peramás. Un año y ni un discurso. Su conciencia le acusaba a diario de dejar pasar, buscando
fútiles evasivas, toda oportunidad de romper la virginidad de su mutismo. Pero apenas le venía la
idea de hablar, el gusanillo del temor de incurrir nuevamente en la incoherencia y el dislate
reprimía su intención. Esta inhibición, día que pasaba, le apartaba más del mundo de la
comunicación fonética, marginándolo de sus colegas, cual un hombre que no supiese nadar entre
atletas que hacían cabriolas en la piscina de los debates. El símil se completaba con la cumplida
asistencia de Hintenso a las sesiones, atraído por el deporte de su predilección que estudiaba en
sus detalles y estilizaciones.
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Los bustos de Demóstenes, Cicerón, San Juan Crisóstomo (llamado Pica de Oro)
Mirabeau, Castelar y dos oradores de la historia local, le miraban desdeñosamente desde la
cornisa encima de la testera. El escuchaba que no sólo hablaban con desenvoltura oradores natos
como Nájera, sino que todos, aun los palurdos y paletos, se ponían de pie y audazmente
platicaban, insensibles a la crítica ajena como a la autocensura.
Unos de pie, otros sentados, unos sanos y otros "templados", atrapaban los temas al vuelo
como la iguana alas moscas: aumento de peaje a los campesinos transportadores de hortalizas,
gavelas a las vendedoras del mercado, gravámenes al ingreso a los cines y a los pasajes de
tranvía, etc., en contrapunto con votos de felicidad y larga vida al Vitalicio y a su heredero el
Generalicio, oraciones en honor de los colores de la bandera y leyes de estímulo a la Empresa
Privada y a la inversión del Capital, palabras que en boca de todos los padres de la Patria parecían
siempre articuladas con mayúscula.
Todos peroraban. Circuido por las ondas acústicas del recinto, con los ojos oblicuos
entornados, enlazaba con el humo de los cigarrillos en el vacío ambarino el rumor de lentas
palabras.
Se dormía ante el Ministro del Tesoro, que sumaba durante horas enteras los intereses de
la deuda consolidada y de los empréstitos flotantes y de los bonos de primera, segunda y tercera
hipoteca, convertidos en un nuevo tipo sumamente ventajoso.
No podía hablar, no por ignorancia ni por falta de ideación y razonamiento sino porque algo
siniestro, criado y engordado dentro de él, un parasito empinado sobre su diafragma estaba, como
un agente de tránsito, siempre vigilante para cerrar la vía de su respiración si pretendía hablar en
público. EI aire entraba por sus fauces a su ancha caja torácica y de allá no salía más que en
forma de cuchicheo. Día que pasaba, sesión que se sumaba, su inhibición se fraguaba como el
cemento, cada vez más átono y compacto.
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Después de largos días de reflexión fue a consultarlo.
-Doctor -le dijo en voz muy baja- mi caso es raro: no puedo hablar.
-Vamos ...hablando está usted.
-Se trata de una disfasia atípica, de origen traumático, con prolongaciones neuróticas.
Usted es víctima del complejo de Hipólito.
-No, Hipólito Irigoyen, Presidente de la República Argentina, que jamás habló en público.
-Y el remedio...
-La explicación que le daré ahora es ya una receta. La pedrada que recibió en la cabeza le
causó solamente un trauma orgánico, transitorio, del que sanó perfectamente. Sus centros de
ideación, el motor del lenguaje, la fisiología de la locución, todo anda bien. Pero usted, al entrar en
maldita hora al parlamento y empecinarse en no hablar, permitió que ese trauma se traslade a su
subconsciente. Ahí lo tiene usted, aposentado como un lobanillo que de seguir creciendo tapará a
su señoría como las valvas de una ostra... con su Señoría dentro ¡Qué demonios!
-Grave relativamente, porque un diputado, vamos, debería decir algo para justificar la dieta.
Pero no incurable. Se ha hecho usted un mito de una tontería. Disipe el mito y para conseguirlo,
empiece con practicas de autodefensa que vayan eliminando el lobanillo, digo su represión.
Dígame: ,como se empieza un discurso en la Cámara?
Cinco sesiones de este ejercicio tuvieron éxito. Hintenso pudo decir de corrido "Pido la
palabra", pero solamente en presencia de Tinajeras y Ollé que le pasó la cuenta por mil dólares.
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Bajo el dombo pintado de Famas, Glorias y Libertadores, resonaba una voz:
"Pido la palabra".
"Pido la palabra".
¿Habría calculado el sabio profesor español hasta dónde esa sencilla fórmula
parlamentaria tenía una potencia creadora?
Hintenso, en sus largas sesiones de oyente mudo, descubrió que la concesión del uso de
la palabra por el Presidente no era sólo una concesión simbólica sino una dádiva real, un acto
mágico del Presidente, quien con esa frase cabalística hacía donación efectiva de la facultad de
hablar. Cuando decía: "Tiene la palabra el honorable diputado", ese diputado hablaba. Y a la
inversa, cuando el Presidente decía: "El honorable diputado no tiene la palabra", ese diputado no
podía hablar.
Esta observación llevó a Hintenso a comprender que la palabra no era solamente un acto
mecánico, una expulsión regulada del aire a través de las cuerdas vocales, la vibración de ondas
articuladas por la maraca lenguo-palatino-dental, sino que debajo de la cúpula del Parlamento
había un tesoro en el que estaban depositadas las ideas con sus diversos sellos de sustantivos,
adjetivos, verbos, adverbios, interjecciones, todas las partes de la oración objetiva. Cada diputado
tenía su cuenta corriente de palabras y era el Presidente el depositario de la llave de ese tesoro
idiomático. En el granero de las ideas puras aguardaba el discurso su destino y era el Presidente
quien, con una frase esotérica, concedía a cada diputado su lote de cláusula tribunicia. El paladar
era también una cúpula.
No deseó más solicitarla ,ni se preocupó más del psiconalista Tinajeras, de quien supo que
se había ido dejando este diagnóstico:
"No he hallado clientes aislados. Pero este país se está hundiendo con sus complejos
colectivos".
Cuarto año de diputación. Ningún discurso. Se dedicó a interpretar los discursos de sus
colegas o de los ministros, de acuerdo a su fisonomía: canarios y tordos de altos timbres, albañiles
que construían con ladrillos de cifras una muralla que el Ministro de la Deuda Externa sólo podía
derribar con la dinamita del voto de la mayoría, dejando una polvareda de escándalo; batracios de
mirada aviesa y voz ronca que croaban apoyando al gobierno o cocodrilos traídos de la selva que
se dormían sobre el pupitre volcando los vasos de cocacola, porque generalmente acudían a las
sesiones después de una gran noche de juerga.
Hintenso dejó el incómodo asiento que tenía delante de Nájera y se trasladó a uno de fila
posterior, colocado sobre el fondo de la gran cortina roja, al lado del honorable Kunkar que muy
raramente hablaba.
Desde ahí contemplaba a los diputados, sus maniobras y sus palabras: las veía, huecas y
elásticas como pelotas.
Se vivía una época de palabras. El mundo del sonido articulado había reemplazado al
mundo real. Desde el extranjero llegaban cargamentos de palabras: Civilización, Cristianismo,
Democracia, Empresa Privada, Libertad, Inversión Privada, Desarrollo, Progreso, palabras que
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oponían su brillo a aquellas oscuras y sacrílegas: Totalitarismo, Dictadura, Intervencionismo
Estatal, Universidad Libre,
Los vocablos, los números y las locuciones, salían como láminas ya impresas de la boca
de prensa plana del jefe de la oposición, progresista moderado. El Honorable Plotino González, de
imaginación tropical, convocaba a la ninfa Hegeria y a los cisnes de Iduna y el Honorable
Anzoleaga, escéptico y festivo, a arlequines y payasos de caras enharinadas que entraban
levantando la cortina como a la pista de un circo, enganchados giraban como ruedas, armaban
figuras plásticas que rápidamente se deshojaban para terminar saliendo cada uno con un volteo
final, mientras las banderolas de las galerías flameaban clamorosas y los taquígrafos se miraban
confusos e impotentes.
No le interesaba el contenido de los discursos, sino que apreciaba el perfil de las frases. En
el fondo de su curul se sentía sumergido en un acuario que le recordaba el de San Francisco que
admiró cuando estuvo allá, donde nadaban lujosos peces estriados en azul y rosa, con aletas de
tul, liderizados por hipocampos. Y él, dentro de su escafandra en el acuario, ya no oía, veía las
palabras y atribuía colores a las vocales, como el poeta francés Rimbaud.
El Presidente, dueño y señor de la palabra, seguía repartiendo las hostias del sacramento
del verbo. El réprobo Hintenso renunció a pedirlas, sólo abría la boca para bostezar.
Pasado otro tiempo ya no le interesó siquiera la piel del lenguaje. Concurría a la Cámara
solamente por hábito. Tampoco visitaba su provincia, aunque esta le reelegía automáticamente.
Se le mencionaba como a una estrella con sólo sus iniciales: H. H. H. (el diputado de las
Tres Haches Mudas) y file invitado a presidir el comité urbano de lucha contra los ruidos molestos.
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bandeja, sin tintinear. Hasta en el amor, él que había sido tan bullicioso, se comportaba con la
taciturnidad de un vampiro.
¡EI deber de hablar! Hintenso no había pensado en eso. Se le presentó en el décimo año
de su mandato, cuando hizo una visita a su provincia, invitado por la Developpment Corporation y
la Compañía Nacional del Oro y del Gas. Esa visita trastornó su vida en igual medida que había
sido trastornada su provincia.
En los antiguos pueblos las casas se derruían, el pasto crecía en las calles, la gente
andaba descalza apartándose al paso de rugientes automotores, los niños con enormes barrigas,
las mujeres siempre embarazadas, ennegrecidas por una vejez prematura que no les impedía
preñarse cada año. Los niños cubiertos con sólo la camisa. Los dueños de viejas propiedades
vagaban como salidos de un hormiguero aplastado.
Todos lo rodearon. EI viejo hotelero que le asiló cuando estuvo herido de la pedrada,
medio alcoholizado detrás de su mostrador vacío, le mostró por la ventana el hotel que habían
construido los gringos para su uso exclusivo.
-Todo aquello es del Generalicio -le dijo mostrándole un panorama de tejados simétricos.
Se lo obsequió la Continental.
El gerente de la Nacional del Oro y del Gas le invitó a tomar un coctel en su residencia. Los
mozos de chaqueta blanca, los gerentes en manga de camisa. Le diseñaron sus proyectos.
-Todo esto -le dijo el gringo- necesita ahora la aprobación del Congreso. Una simple
formalidad para los inversionistas.
Hintenso recuperó su yo, se sintió otra vez entre los suyos cuando los vecinos del pueblo y
otros venidos de la provincia vecina, reunidos en asamblea le recibieron en el salón del Municipio,
en peligro de hundimiento por su vejez. Propietarios, mineros, maestros, comerciantes,
campesinos, estudiantes, artesanos, amas de casa. Hintenso sentado en la testera descubrió una
generación de nuevos ojos que se concentraban en él.
"Honorable: habrá visto usted que antes que se apruebe el Contrato por el Congreso, todas
esas compañías ya se han apoderado de la provincia.
Primero tomaron el oro, ahuyentando a los buscadores de las riberas del río. Después el
petróleo. Ahora dice que buscan uranio. No sabemos qué tiene que hacer el uranio con la
ganadería y las piñas, pero también las toman. La caña también, y el caucho, ¡maldita provincia tan
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rica!, expropian, asolan, expulsan a los nativos, sin indemnización, para que trabaje la draga. La
policía está con ellos.
-Señor diputado: ya hay prohibición de transitar por determinados lugares. Tienen policía
propia y otorgan pasaportes.
Una hora duraron las exposiciones. Finalmente el Presidente de la Junta de defensa del
pueblo hizo una síntesis:
-Honorable, es una cosa bárbara. El gobierno está asociado a esta barbaridad. Sólo nos
queda usted, digno heredero de su ilustre progenitor.
Nunca le hemos exigido nada. Es la primera vez que le pedimos que rompa su silencio.
Hintenso tosió, se puso la mano al pecho y en voz muy baja dio su respuesta:
El Ministro de Bellas Artes, inició una serie de artículos en los diarios -todos
subvencionados- saludando la era augural de la Segunda República que se abría con el Contrato.
Un movimiento de colmena elevaba la temperatura de los salones y pasillos del Congreso. Los
diputados conferenciaban en grupo con los agentes de la Financiera y después uno a uno.
-Doctor Hintenso, ¡mi viejo, mi dilecto amigo! Tenemos que llevar con decoro este
grandioso plan. Su voto es el más importante.
Los leyó diez veces, veinte veces, en el diván, en la cama, en el watercloset. Analizó,
comparó, examinó, enjuició, le dio vueltas al asunto y concluyó: "Nunca hubiera imaginado tanta
desvergüenza. Tengo que hablar, no hay otro recurso, tengo que hablar. ¡Y el maldito Tinajeras
que ya no está aquí”.
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"Ilustres ministros y egregios diputados: en los días de mi lejana infancia yo reverencié el
Capital; en los días de mi dorada juventud yo amé el Progreso, pero ¡ah! honorables patricios, ya
próximo a la madurez me posee la inquietud de descubrir que más hay bajo la piel ebúrnea de
esas deidades contemporáneas...".
Los días que faltaban los ocupó en repetir el discurso de memoria, colocado delante del
espejo, pronunciando la frase cabalística: "Pido la palabra". Y después: "Ilustres ministros y
egregios diputados: en los días de mi lejana infancia...".
Notó con júbilo que el entrenamiento aclaraba su voz. Afuera los camareros se alarmaron
al oír una voz desconocida en su cuarto.
El público hacía cola para entrar custodiado por escuadrones de soldados provistos de
bombas lacrimógenas. En las calles vecinas los carros blindados aguardaban en manadas.
Enfrente a la escalinata principal grupos de estudiantes vociferaban y ostentaban carteles: "Abajo
el contrato". "Gobierno civil". "El chancho al horno" (se referían al honorable Nájera). "Los
siameses comen a cuatro carrillos" (se referían a dos ministros pequeños y voraces) .
Pero no era tanto el calor de la atmósfera como la violencia que caldeó desde el comienzo
de la sesión. El contrato había resquebrajado la unidad monolítica de la misma mayoría a causa de
que un grupo había recibido coimas de privilegio más altas que otro.
Cosa curiosa, Hintenso ya no veía las palabras, sino que las escuchaba normalmente.
Calmado el primer alboroto, desde el estrado ministerial se dio lectura al Contrato, ya
encuadernado en terciopelo verde con cintas doradas.
Hintenso maduraba su táctica. Llamó al ujier y le instruyó que le echara doble whisky en la
limonada. A su lado, el honorable Kunkar miraba asombrado a su pasivo colega transformado en
una fragua.
EI Ministro de Bellas Artes, asesor literario del Contrato, con su pequeña nariz de búho,
sus anteojos de ratón y escandalosa vocecilla de enano, apeló a los dioses indígenas
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transportándolos "a la era augural del cohete interplanetario y el existencialismo que impone abrir
paso libre a la generosa inversión extranjera".
Le siguió su colega siamés el Ministro de la Deuda Pública, también enano, de cara grande
y gruesas cejas, que sorprendió al público por el contraste de su tamaño con una voz de bajo que
diríase de un gigante. "Se descubren cada día nuevas minerales radiactivos" -dijo con voz de
trueno.
-EI oro es viejo, pero el contrato es nuevo -replicó hacienda temblar el micrófono.
Entre tanto circulaba entre los diputados opositores este pareado, original del honorable
Anzoleaga:
Llenaba el ámbito la voz de Tadeo Nájera que se puso de pie secándose la frente con un
pañuelo. "Esta sudando petróleo" murmuró el honorable Kunkar entrando en confidencia con
Hintenso, pero este no le respondió, preocupado, preocupadísimo porque su intención era hablar
después de Nájera.
"...parece también alarmar el plazo de 99 años... ¡noventa y nueve años son un minuto en
la vida de los pueblos!".
"...se olvida que al término de ese período las maquinarias pasarán a poder del Estado,
gratuitamente. ¿Se imaginan mis ilustres colegas la enorme cantidad de maquinaria que se habrá
acumulado en ese periodo de noventa y nueve años?
"¡Pido la palabra!" "¡Pido la palabra!" Había llegado el momento. Hintenso se sintió elevado
por el huracán colectivo.
Bebió whisky con limonada, se puso de pie, apoyó ambas manos sobre el pupitre para
tomar impulso y pronunció también:
-¡Pido la palabra!
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Cobró mayor confianza y con voz que dominó a las demás vociferó:
-¡Pi-do-la-pa-la-bra!!
Dirigió la vista hacia el sector donde estaban de pie Hintenso y su vecino Kunkar, les miró
fijamente y exclamó:
Y continuó repitiendo integro, sin fallar en una sílaba, todo el discurso de Hintenso
El estrepito hacía temblar la cúpula. Todos los diputados estaban de pie. En vano el
Presidente agitaba la campanilla con una mano y hacía señas de callar con la otra. Nuevamente,
entonces, comenzó a girar alrededor de Hintenso el carrousel de las palabras pintadas, con formas
de caballitos, de autos, de aviones, en rotación centrífuga que desde el centro se extendió hasta
los bordes del hemiciclo intentando llevar a Hintenso en su giro junto con los bustos de Cicerones y
Dantones de la cornisa. Se inflaron las cortinas, los pilares dóricos ondularon como columnas
salomónicas por las que el público de las tribunas resbalaba hasta los pupitres. La mechedumbre
de las galerías parecía venirse abajo como invadiendo una cancha de fútbol; el Presidente tocaba
la campanilla, los diputados alzaban los brazos y abrían las bocas, la campanilla, gritaba y las
bocas sonaban como campanillas. La repercusión de los ruidos y las voces se acercaba y se
alejaba de Hintenso, oprimido por una atmósfera compacta de bultos sordos que reculaban
empujándose sobre su banca mientras el de pie luchaba por apartarlos. Luchaba por apartarlos
para escuchar su nombre porque entre la algazara y entre las cabezas que le estorbaban adivinó
que se leía la lista para la votación final.
Su nombre... Venía la F... Fajardo? sí... Fernández? sí... Fragoso? no... La G... Gallardo?
sí... García? sí y los diputados y ujieres seguían parados delante de él tapándolo.
Entonces el oyó: "Hintenso? y él gritó: "No, no" pero indudablemente no le oían porque el
Secretario repitió: "¿Honorable Hintenso?" y sintió voces desconocidas que chillaban: "¡Sí, dice
que sí!" mientras él repetía enronquecido: "¡No, he dicho que no!!!" hasta que el Secretario pasó al
siguiente nombre al mismo tiempo que un silencio de gruesas cortinas descendió sobre Hintenso,
se introdujo en sus sesos, se derramó entre sus neuronas y le empapó de tinta sin pensamiento.
"...¡Pido la palabra, presidente! He dicho que no, que no, mil veces no, y ahora
fundamentaré mi no. Me robaron mi discurso en el aire, al vuelo, pero me hicieron un favor porque
era un discurso melifluo y cartuchón. Ahora puedo improvisar otro, otro y más claro. Premisa
mayor: en este negocio de vender mi provincia están asociados el Vitalicio, su mujer, su suegro y
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los ganapanes de sus cuñados, y en el negocio subsidiario tiene participación el zonzo de su hijo,
el Generalicio que, si no fuera por eso, ser hijo del antedicho, no habría pasado de Teniente
Segundo. Y los partidos demócratas, los ministros, la prensa libre y la mayoría del congreso,
bribonísimos colegas, están comprados por las compañías que explotan este rackett del
Desarrollo. Premisa menor: pero yo, Honorato Hintenso, hijo legítimo de mi pueblo no me alquilo,
yo no acepto meter el dedo en el engranaje de progreso extranjero y peonaje nacional. Conclusión:
la consigna es aprobar el Contrato, pero a esas compañías que pretenden envasarnos en lata y
vendernos en el mercado mundial, les doy este aviso económico: que ninguno de sus geólogos
con casco, ni sus piratas nucleares ni tan sólo un jefe de public-relations entrará allá, y si van
acompañados de marines les expulsaremos a dinamita, a machete o a tiros de Mauser modelo
1906! Mi voz es ahora, honorables sobornados, como el ruido del avión que en la noche os obliga
a mirar hacia arriba...".
-Doctor... ¡doctor!
EI ujier alarmado le sacudía por los hombros. Hintenso despertó. Su discurso se borró
inaudito dentro de él.
EI recinto se había llenado de penumbras, los pliegues del cortinón en que apoyaba su
nuca casi le cubrían. Se levantó apoyándose en el ujier.
-Cerca de medianoche.
-¿Quién ganó?
Tomado del brazo por el empleado recorrió el Salón de los Pasos Perdidos, un largo
pasillo, las escaleras donde aún se movían porteros y barrenderos. Cruzaron la explanada y el ujier
llamó a un taxi.
Se había disipado todo murmullo, todo rumor, aún el de sus sienes. Una paz, un silencio
amigo y duradero, ya sin ninguna ansia de hablar.
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Apagó la luz de la lámpara y paso a paso fue hacia el velador cuya pantalla proyectaba un
pequeño círculo que se doblaba en un ángulo del Diálogo de la Elocuencia.
Abrió el cajón donde asomó la negra culata cuadrada de la Lugger. Comprobó que estaba
bala en boca. Se quitó el saco, se echó en la cama con las almohadas en la espalda y los pies
estirados, medio sentado, y esperó. Se desabrochó la camisa y apoyó la boca del cañón sobre la
pie desnuda... ¡Pum!
Durante tres horas las burbujas del aire ensangrentado brotaron de sus labios en silbantes
palabras que salían en tropel, impelidas por el huracán de los pulmones. "Señores diputados, dije
que no, no quisieron oírme... No... no... y no...".
"La palabra... por última vez pido la palabra". Después sólo un murmullo monótono movió
su labios. .
-Está rezando -dijo el cura y le dio la absolución.
EI entierro del diputado de las Haches Mudas fue ruidoso, con misa cantada, dobles de
campanas y banda de música. Todo el cortejo comentaba el suicidio y calló al oír los discursos de
los representantes del Vitalicio y del Generalicio, del Congreso, el Partido y de la Financier
Promotion. Luego volvió a sonar la banda militar con los tambores destemplados de la marcha
fúnebre.
Ya en el cementerio, poco antes del anochecer, en seguida del responso cantado, tronaron
cañonazos y salvas de fusilería y, en el momento de expedir su cuerpo en el buzón oscuro, un
desolado y larguísimo toque de corneta le abrió paso hacia el silencio sin mancha, al silencio que
nos precede y que nos aguarda.
FRANCISCO COLOANE
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EN EL CABALLO DE LA AURORA
Pasó como un bólido a la distancia, aventando algo oscuro e informe debajo de la panza, y
sólo se detuvo cuando se vio dentro del corral de tropillas.
-EI contador salió con él esta mañana- respondió Charlie, el capataz de campañistas.
-¿A dónde?
¿No es éste el "Cabeza Rota"? -inquirió el segundo, mirando de arriba abajo al humeante
zaino.
-No había otro, ya había largado la tropilla al campo cuando vino a buscar caballo, y no la
iba a rodear de nuevo para él solo.
-Cada cual tiene su tropilla, no me gusta que cualquiera ande descomponiendo mis
caballos.
Pasé a comer rápidamente algunas chuletas, cambié el zaino por otro caballo que me
facilitó un capataz, y con él del cabestro partí tras los rastros de Alfredo Handler, contador de la
estancia "Las Charitas", situada en la margen sureste del lago Toro, en la región patagónica de
Ultima Esperanza.
Por el camino no pude menos que ir pensando en la maldad que significaba haber
entregado a Handler, hombre no muy de a caballo, un animal como el "Cabeza Rota", producto del
último amanse del campañista Charlie. Este había sido un buen amansador en otros tiempos; pero
ahora ya viejo, con las clavículas y las piernas mal resoldadas, amansaba más con la cacha de su
rebenque que con la lonja. De esta manera, el zaino había quedado precisamente con ese nombre
por haberle roto el cráneo a cachazos, no pudiendo dominarlo con las piernas. Pero lo más grave
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fue que el caballo adquirió la peligrosa maña de bolearse, es decir, que se paraba en dos patas y
se lanzaba con el cuerpo atrás tratando de aplastar al jinete.
El viejo amansador no sólo se había vuelto malo con los animales, sino también con sus
semejantes, pues cada vez que alguien era volteado por un caballo, una sonrisa maligna florecía
en sus labios, y era una satisfacción poco disimulada en él dar el peor animal al recorredor de
campo más inexperto.
Todo ello me impulsó a interponerme para ir en busca del contador; no tenía confianza en
Charlie, quien era muy capaz de llevar el mismo caballo y hacérselo montar para verlo caer de
nuevo.
Además estimaba a Handler. Era un hombre demasiado culto y delicado para el rudo
ambiente de la Patagonia, y lo había conocido en sus buenos tiempos, cuando llegara como
ayudante de contador a la estancia Cerro Guido. Y digo sus buenos tiempos, porque así como los
lagos patagónicos van descendiendo al mar cada vez menos espejeantes, la mente de Handler,
fue, al parecer, sufriendo el mismo descenso, por su afición al whisky, decían algunos, o de sus
lecturas, en las cuales se enfrascaba días y semanas, decían otros. Lo cierto es que después de
haber sido un excelente contador en las grandes estancias de la Sociedad, llegó a serlo de la más
pequeña, esta de "Las Charitas", de unos cincuenta mil ovejunos, y así nombrada por la
abundancia de avestruces que se crían en sus praderas.
Al vadear un riacho pude observar los rastros frescos de un caballo que había pasado de
ida y vuelta, lo que me convenció de que en realidad el contador había viajado hacia Puerto
Consuelo, en la ribera sur del seno de Ultima Esperanza, donde a veces tenía que tratar asuntos
relacionados con embarques de cueros y lana. Apenas verifiqué los rastros puse espuelas y galopé
decididamente en esa dirección, con el otro caballo de tiro.
Declinaba la larga tarde de noviembre cuando los enrarecidos robledales que caracterizan
a la región costera de Ultima Esperanza me indicaron que me acercaba a Puerto Consuelo.
Poco a poco las sombras empezaron a envolver los ramajes del camino, dándoles esa
impresionante animación que seguramente los árboles contienen en sus savias, pero que no
logran transmitir en las tranquilas palmas de sus hojas. Me alarmé un poco, no tanto por la
inquietud nocturna de los ramajes como porque todavía no había dado con mayores rastros de
Handler.
Pronto apareció el cerro, de unos seiscientos metros de altura, en cuyo faldeo se encuentra
ubicada la famosa Cueva del Milodón, abertura de más o menos ochenta metros de ancho, por
treinta de alto y doscientos de profundidad. En ese mismo faldeo sur se encuentran otras cavernas
menores, y a unos tres kilómetros al este, una de casi la mitad del tamaño de la del Milodón.
El paraje se torna un poco raro aquí; posiblemente porque el incendio que destruyera los
bosques de fables circundantes dejó sólo negros esqueletos retorcidos, al pie de los cuales surgían
ya los renovales abrazándose dramáticamente a los espectros de sus antepasados. Sin embargo,
frente a la ancha boca de la Cueva del Milodón el fuego había respetado una orla boscosa que
daba al lugar un misterioso aire de jardín milenario.
Me detuve a inspeccionar los contornos, y no hallando a primera vista nada, decidí registrar
las cuevas menores, comenzando por la que quedaba más al este. En breve galope estuve en su
entrada, me bajé del caballo y penetré en ella voceando. Encendí algunos fósforos, pero las
sombras eran tan espesas, que la luz se volvió hacia mí encandilándome. Me interné cuanto pude
en aquella oquedad, pero tampoco encontré allí nada; lo mismo que en las otras de menor tamaño.
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Me dirigí entonces a la del Milodón; dispuesto a inspeccionarla en forma más minuciosa.
Mirada desde la distancia, el óvalo de entrada, con algunos peñazcos saledizos, semejaba la
bocaza de un gran sapo negro que se confundía con el cuerpo de la noche.
A poco de entrar, después de haber dejado los caballos amarrados junto a un roble, grité
con un grito largo llamando a Handler. La propia voz da a veces mucha seguridad en las sombras;
pero esta vez mejor no hubiera gritado, pues un lejano y desgarrante grito me contestó desde muy
adentro de la caverna. Atesando los nervios, recordé el fenómeno que me habían contado unos
ovejeros que en día de mal tiempo habían pasado a guarecerse allí; una persona vista a la
distancia, dentro de la cueva parece encontrarse a cientos de metros cuando no está a más de
diez. Alguna deformación podría ocurrir también con la voz devuelta por el eco a través de la
acústica milenaria y las colgantes estalactitas no serían muy ajenas a ese extraño efecto.
Vencí el temor con otro grito, que rebotó en forma menos rara en la oquedad de aquel
umbral prehistórico, y esta vez, detrás del eco surgió otro grito que, aunque me hizo de nuevo
temblar, me permitió reconocer en él, lleno de alegrías, el acento de Handler.
-¡Hola! -me replicó, y con un gesto vago me invitó a sentarme junto a él, mientras recogía
del suelo pelotillas de bosta seca con que alimentaba la fogata.
-Ando en su búsqueda -le dije, y agregué ansiosamente-: ¿le ha pasado algo grave?
-No sé nada... -me respondió con una voz un poco descuajada de la realidad, con ese
metal destemplado con que hablan las personas en los sueños.
Atisbé en derredor, tratando de encontrar la causa que supuse de aquel raro estado del
contador; pero no divisé ninguna botella de licor. Handler era algo dipsómano, y algunas veces el
whisky lo embrutecía tanto, que en más de una ocasión lo encontramos chapoteando en el lodazal
que se forma con los deshielos frente al comedor chico; pero esta vez demostraba no haber bebido
una sola gota de alcohol.
-¿Para qué? -me replicó-. ¡Espere un poco, tengo que decirle algo! Me senté junto a él, con
las piernas cruzadas, como hacen los caminantes, descansando sobre los talones.
Recogió un buen puñado de bosta seca del suelo, y luego otros, arrojándoselos a la fogata.
Era un estiércol muy seco que no se parecía ni al de los guanacos ni al de los caballos; más bien
una tierra parda, cuyo humo también tenía olor a tierra quemada.
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Dio un súbito resplandor y las sombras se refugiaron fantásticamente entre los nidales de
estalactitas; pero una bandada de sus jirones más densos empezó a revolotear en nuestro torno,
emitiendo grititos guturales como si fueran confusas palabras que brotaran de la misma piedra. Me
agaché sobrecogido de cierto pavor, y confieso que permanecí allí sólo al ver la expresión
impasible de Handler, quien parecía recibir con placer el aleteo de aquellos mariposones negros
que chillaban como pequeños fuelles desvencijados.
Más tranquilo quedé cuando uno de esos vestigios se detuvo sobre el hombro de Handler,
pues se trataba de murciélagos. EI pequeño mamífero volador nos miró a uno y otro con sus ojillos
como dos ascuas negras; restregó el hociquillo cual un diminuto cóndor que se limpiara el pico en
el borde del ala, y se quedó sobre el hombro del contador, parpadeando a la luz de las llamas; la
bandada se adosó de nuevo a sus nidales entre las estalactitas.
Handler miró al animalillo parado como un ratón sin cola sobre su hombro, luego a mí, con
su aire ausente, y en el rictus se desdibujó una sonrisa vaga, triste. Dejó caer las manos con un
gesto escéptico sobre sus rodillas, y me habló con una voz también lejana y perdida, mientras
miraba atentamente el fuego, como si fuera otra lengua que le comunicara algo, entreabriendo
remotas sombras del pasado.
-Fue cuando sobrevino la inmensa ola de frío -empezó diciendo, siempre con su trizado
acento. Todavía no aprendíamos a articular palabras; nuestro idioma no era más que como esos
chillidos guturales de los murciélagos; pero nos entendíamos perfectamente, y lo que no lo decían
los labios, lo expresaban nuestras manos, nuestros ojos, la cara toda.
"Del fuego sólo conocíamos lo que vomitaban los volcanes y el que lanzaba el rayo de
tarde en tarde sembrando la destrucción. Pero no sabíamos hacerlo para calentarnos, y entonces
la ola de frío nos impidió seguir viviendo en las praderas, donde cogíamos tallos y alguno que otro
animal dormido o enfermo. Las nutrias y los ratones eran nuestros preferidos, porque podíamos
matarlos, a piedrazos o a palos, engulléndolos crudos. O bien seguíamos las huellas del gran tigre
con dientes de sable, recogiendo a escondidas la carroña que el no comía".
"La ola de frío nos empujó hasta estos rincones boscosos. Muchos de los animales
pequeños perecieron y los más fuertes se refugiaron también en los bosques. Entre ellos un
pequeño caballo dorado como la luz del alba, que a veces acorralábamos entre los valles
estrechos para comerlo".
"En las praderas las mujeres y los niños eran de todos, y todos cuidábamos de ellos. Pero
cuando llegaron los hielos y con ellos el hambre y el frío, cada uno se apartó con una mujer a vivir
solo. Yo traje la mía a esta caverna; puse dos estacas marcando su entrada, y al que traspasaba
sus límites lo derribaba de un mazazo".
"En las praderas rebosantes de sol podía encontrarme con otros hombres y juntarme con
ellos para acorralar alguna bestia; pero cuando llegó la ola fría y me refugié en esta cueva, ya no
pude ver otros hombres sin odiarlos".
"Entre los animales había uno muy grande, que comía cogollos, como nosotros. Tenía una
piel gruesa cubierta de escamas como piedrecillas blancas, por entre las que salían sus cerdas
rojas como el sol de la tarde. Cuando se paraba sobre sus patas traseras afirmándose en la carta y
gruesa cola como en otra pata, alcanzaba con su largo hocico hasta el corazón de los altos
árboles, donde hallaba las ramas más tiernas para su alimento, y así parecía otro árbol más vivo
que se movía de ramaje en ramaje.
"Un día hostigue con un palo a uno de estos grandes animales y lo traje hasta la cueva.
Hice una cerca de piedras, encerrándolo, y le traje ramas y pastos para que permaneciera tranquilo
en cautividad. Cuando tenía hambre lo mataba a mazazos y con el filo de las piedras lo
descueraba, lo descuartizaba y me lo comía crudo. Tuve muchos rebaños de estos grandes
33
animales, unos tras otros, encerrados en la cueva que dividí en dos partes, una para ellos y otra
para la mujer y yo".
"Así resistí un buen tiempo la gran ola fría. La mujer tuvo un niño y lo envolvimos con
gruesas pieles para conservarlo, pero se murió de frío. Hice una cuevita allí en la piedra y lo
sepulte para que nos acompañara un poco, estando allí. AI poco tiempo la mujer también murió.
Hice otra cueva y la enterré al lado del niño, para que no estuviera tan sola.
-Desde aquí -continuo Handler- podía ver la gran ola blanca detenida en la otra orilla del
brazo de mar; pero en realidad avanzaba inexorablemente. De cuando en cuando la cresta de la
gran ola se agrietaba lanzando un ensordecedor trueno, y los hielos se desmoronaban un poco
más entre los bosques".
"En una ocasión en que los truenos aumentaron, salí corriendo en busca de otros hombres
que me acompañaran, pero cuando me acerqué a otras cavernas, salieron con sus garrotes y me
rechazaron como yo había hecho antes con ellos. ¡Ay!, como me hacían falta la suave mirada de la
mujer y la pequeña mano del niño".
"Un día los hielos tronaron tanto, que el bosque se llenó de los alaridos, relinchos y rugidos
de los animales espantados. Traté de salir de la cueva, pero una avalancha de bestias
aterrorizadas venía hacia acá, por el faldeo. Muchos siguieron cerro arriba, pero un grupo de ellos,
al ver la boca de la caverna, penetraron aquí. Recuerdo aún el pequeño caballo doradillo, como el
color de la aurora, que galopó hasta ese rincón, seguido del gran puma de dientes de sable y luego
del peludo gigante, de la nutria de los pantanos y otros mas".
"EI tiempo corrió tan inexorablemente como el tronar de los hielos, que se derrumbaban
cual tablazones gigantescas. Los animales y las aves seguían invadiendo cerros y bosques con
sus gritos despavoridos. Pero un estampido colosal resonó más fuerte que los otros, y la caverna
se entenebreció con una luz más turbia".
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"¡No, porque no graznan así! Es la mole cenicienta, es el gran animal, su largo hocico es el
que grazna y gime así, derribándose como una estropeada trompeta del juicio final. Los otros
también berrean lastimeramente, y avanzan, avanzan hacia mí más rápida e inexorablemente que
los mismos hielos".
"Todo se confunde, estampido, trueno, mugido, nutria de los pantanos, tos cavernaria,
ulular de peludo, ceniza de hielo y bosque, pájaro, pez, tallo, relincho del pequeño caballo de la
aurora".
Una pata enorme, sí; una pata enorme, cenicienta, avanza y avanza hasta hundirse en mi
pecha. ¡Ay, pero sobreviene un relámpago de pronto! Su luz atraviesa por las antiguas praderas
del sol donde los tallos son jugosos y los frutos cuelgan redondos. EI relámpago vuela, y en un
esguince ilumina toda la feliz vida pasada. Bosques que se sacuden como cabelleras sueltas en la
tempestad. ¡Soy el tallo más tierno, hijo del agua y del viento! El viento, el viento, que ahora me
descuaja y me arrebata por los aires. ¿Qué va a ser de mí? ¿Volveré otra vez a la rama de algún
bosque de donde ningún viento pueda arrebatarme? ¿O me iré definitivamente transformado en
errante ráfaga?".
"Los mugidos guturales, los últimos relinchos del caballo de la aurora se van apagando,
aplastados por la ceniza. EI último relámpago con su postrero esguince luminoso desprende ahora
a la mujer; desde la pared de piedras se desliza sigilosamente hacia mí, como si quisiera
acompañarme. Sonríe con tristeza porque viene a decirme adiós. Me acerco y le pregunto: “¡Cómo
esta el niño?". Con un gesto desvaído me responde que está bien.
¡Entonces el niño esta bien! ¿Pero no estaba muerto? ¿Cómo puede estar bien un muerto?
¿Viven? ¿No estaba muerta ella también? Me acerco y rozo su sonrisa cenicienta con mis labios.
¡Qué fríos son! Son como las praderas cuando avanzaron los hielos, como un cogollo muerto.
¡Ahora sé, me está fingiendo que está viva! ¡Su helada y suave carne de mujer miente! ¿Qué
quiere de mí si está muerta? ¡Ceniza que deja el trueno o su relámpago, me desprende de ella,
pero no sé hacia dónde voy! ¡Tal vez alguna eterna ráfaga errante me lleve hacia otra parte donde
cuaje de nuevo la vida! ¿Pero si renazco volveré a tener memoria de lo vivido ¡Debiera! Porque si
no, más vale no resucitar, porque el olvido es lo único que esta verdaderamente muerto".
-¡Vámonos, Handler! .-le dije, espantando de su hombro al animalejo, que se elevó como
un ínfimo cóndor, batiendo sus dos pequeños paraguas de cuero negro en vez de alado plumaje.
La noche de noviembre estaba fresca e iluminada afuera. Una luna llena avanzaba como
un gran diamante redondo por entre nubes algodonosas, que se confundían con las nieves eternas
de los altos picachos por el noroeste del seno de Ultima Esperanza. Más arriba, la Cruz del Sur
planeaba hacia las Nebulosas de Magallanes, que como dos ubres gigantescas alimentaban de
lechosa claridad a toda esa parte de la órbita.
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Pasada la medianoche llegamos a la península del lago Toro, cuyo extremo se corta por el
río más corto que posiblemente exista, pues no tiene más de treinta metros de largo y con su
corriente une a los lagos Maravilla y Toro.
Una nube de "jejenes", esos característicos mosquitos del lago Toro, nos envolvió
hostigándonos. Los dejé tranquilamente que se posaran sobre mis manos y picaran, para darme el
gusto de verlos caer, pues estos insectos mueren al chupar la sangre humana.
Los jejenes insistían en apelotonarse tras la nuca del contador y un hilillo de sangre
empezó a escurrir por el cuello, bajo la camisa.
Bajo el cuero cabelludo, en la base del cráneo, tenía una herida restañada, pero con la
picada de los mosquitos y sus propios manotazos se había desprendido la costra coagulada,
desangrándose de nuevo. Le amarré con un pañuelo la herida para defenderla de los mosquitos,
que continuaron hostigándonos hasta que abandonamos la zona boscosa para entrar en las
suaves colinas que dan comienzo a la plena pampa patagónica.
La ribera del lago se hizo más baja y plana, sin árboles, lo que permitió que la luz
argentada de las aguas trascendiera a los pastizales de coirón con rara luminosidad. Aún más
encantamiento adquirió esta luz de la luna reflejaba por la llanura de plata del lago y los coironales,
cuando penetramos en un extenso campo de paramelas, matojo cubierto de pequeñas y tupidas
flores amarillas, que alcanzaba hasta los corvejones de los caballos. Curiosa planta es esta
paramela de las riberas del lago Toro, de intenso perfume, cuyas hojas y tallos remplazan muchas
veces al té y a la yerba, aunque dicen que cuando se recarga la infusión da dolor de cabeza y
produce alucinaciones.
La plata del lago se transformó en oro puro cuando estuvimos metidos medio del campo de
paramelas. Los manojos florecidos al ser hollados triturados por los cascos de nuestros caballos,
exhalaron su perfume capitoso, que nos fue envolviendo, lo mismo que la luz dorada que nos hacía
imaginar andando por las praderas de la luna.
Del suelo se levantó de pronto un grupo de avestruces, un gran macho con sus cinco
hembras, que se lanzaron a correr, sesgando la llanura con jaspeado plumaje. Handler taloneó su
caballo y se lanzó en persecución las grandes aves. Mucho más veloces que el animal,
trasmontaron luego una colina, en cuya cumbre Handler sofrenó riendas.
A tranco lento continúe esperándolo pero al ver que permanecía en la colina como una
estatua ecuestre, me decidí pacientemente a ir a buscarlo. Montaba un alazán tostado, y cuando
me acerqué noté que ambos, hombre bestia, se habían incorporado al aura de aquella noche de
mágica belleza, en que las paramelas doraban la faz de la tierra con una luz más viva que la que
reflejaba nuestro muerto satélite.
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Me infundió respeto la impresionante quietud del hombre y la bestia. Ambos contemplaban
extasiados el vasto paisaje. Era como si hubiesen llegado al término de un largo galope, hasta una
orilla de donde se columbraba un mundo espectral, cuyo límite no se atrevían a traspasar.
En su precipitada fuga, las grandes aves habían hecho levantarse de sus nidos otros
grupos de avestruces, que empezaron a juntarse en el perfil de una colina cercana, atisbando,
curiosas como siempre, a los que habían venido a perturbar su nocturna paz.
-¡Qué bien ha hecho usted en venir -me dijo de pronto Handler-, porque así podrá haber
otros ojos que contemplen lo que ven los míos.
“Porque aquí -continuó- están las primeras siete colinas que surgieron mar. Entonces no
existíamos aún sobre la tierra, y en sus orillas, entre algas y hierbas, fueron ellos los primeros que
hollaron los prados de los primeros barros del mundo".
“La luz se alzó por primera vez de los pantanos en sus pequeños cerebros, y sus delgadas
lenguas atinaron los primeros sabores terrestres. Dejaron, eso sí, que sus grandes huevos los
empollara el sol, y un día en que el astro padre se enfrió un poco no supieron defender su origen.
Los huevos no germinaron y esas grandes especies perecieron".
-¿Quiénes?
-¡Los dinosaurios, los dinosaurios! -exclamó con júbilo-. ¡Allí están sobre sus primeras
colinas del mar!
-Son los avestruces que usted sacó de sus nidos -le advertí, señalando a las "charas" que
caminaban a grandes zancadas en el perfil de la otra colina, arreadas siempre por sus grandes
machos, cuyos cuellos altos y elásticos se movían ondulando como brazos que nos hicieran
significativas señales.
-¡Qué lástima que usted no pueda ver lo que mis ojos ven! -replicó con tristeza.
-¡Vamos, Handler! -le dije, tomándole suavemente una de las riendas y apartándolo hacia
la huella que conducía a las casas de la estancia.
Al rato, iniciábamos un buen galope para llegar cuanto antes. Al dejar el campo de las
paramelas y su embriagador perfume, la luz violeta que precede al amanecer invadió los vastos
coironales, desplazando rápidamente el embrujado reflejo que la luna enviaba aún desde la
cercanía de su ocaso. Como un latido lento pasó aquel resplandor violáceo, y la cruda luz de la
alborada reveló plenamente todos los contornos de la naturaleza patagónica. La brisa de la
madrugada sacudió a los pastos, despertándolos, y un diamante más glorioso reemplazó al de la
luna, rayando de través toda la tierra.
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-El corazón late -profirió Clifton, después de haberlo auscultado.
En aquel apartado rincón nadie podía pensar en un médico, y así fue que le aflojamos las
ropas como único auxilio y lo dejamos en reposo.
Tres días habían transcurrido desde la noche en que las alucinaciones de Handler me
hicieron sospechar sobre su juicio, dañado tal vez por el golpe recibido en la base del cráneo. Pero
lo extraño fue que durante esos tres días se había desempeñado normalmente en su oficina de la
contaduría; claro es que no lo veíamos nada más que en las horas de comida, y durante ellas
había hablado cuerdamente de cosas de rutina, si bien es cierto que ninguna vez se refirió a su
accidente, ni volvió a sus fantásticos relatos. Tampoco ninguno de nosotros hizo alusión a su caída
del caballo, guardando la discreción que siempre usa la gente de campo en estos casos.
Aunque nadie tenía deseos de almorzar ante la incógnita de nuestro compañero enfermo,
nos sentamos, más para acompañar al desaprensivo segundo. Pero nuestras primeras cucharadas
de sopa fueron interrumpidas por un débil quejido, como el de un ternero nuevo, que empezó a
emitir el postrado contador.
Poco a poco la mortal palidez fue desapareciendo y dio paso de nuevo a la vida, que
floreció en sus ojos con un destello gris. Era la vida, y nos sentimos muy aliviados después de
aquellos largos minutos en que la vimos desaparecer del rostro amigo.
Handler se incorporó a medias en el sillón y nos fue mirando uno a uno como si nos
reconociera después de un largo olvido.
-Se me boleó el caballo, -contestó, llevándose una mano a la nuca mientras miraba
extrañado en su derredor, y agregó-: ¿Pero dónde estoy? Yo, yo me caí del caballo frente a la
Cueva del Milodón.
-Eso sucedió el martes y hoy estamos a viernes -replicó el segundo, dejando de sorber
ruidosamente su sopa.
-El martes cayó usted del caballo -intervine-; el animal llegó desbocado a la estancia y fui a
buscarle hasta que di con usted dentro de la Cueva del Milodón. Lo encontré ya de noche. ¿No se
acuerda? ¿Estaba haciendo fuego en el interior de la cueva?
-No puede ser. Me acuerdo que el caballo se espantó a la vista de la cueva, se paró en dos
patas y se tiró para atrás. Sentí un golpe aquí en la cabeza y no supe más hasta ahora, en que
desperté creyendo que todavía estaba en ese mismo lugar.
-Eso pasó hace tres días -insistió el segundo-; mientras tanto usted ha trabajado en su
oficina y ha venido a comer con nosotros todos los días.
-Sí, usted.
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Handler inclinó de lado la cabeza como buscando algo que se le hubiera quedado atrás.
Cerró el ojo derecho con un rictus amargo y ocultó una mitad de la cara, como si una dolorosa
sombra hubiera caído sobre ella. Durante esos tres días no se había afeitado, y el repunte de su
barba entrecana, junto a la cabellera algo blanca ya, acentuaba esa impresión de hombre caído a
medias en el pasado.
Es mejor que tome un poco de sopa caliente -le dije, cuando sospeché que el segundo
insistiría curiosamente.
Pero Clifton tuvo un gesto comprensivo cuando, levantándonos de la mesa para el trabajo,
me dijo:
-No salga esta tarde al campo, quédese en el comedor chico acompañando a Handler.
-Bebamos un trago primero para matar los gusanos, -me dijo, sonriendo por vez primera.
-Gracias -le dije. Es conveniente que aclaremos este enredo primero y luego tomaremos.
-Bueno -me dijo abandonando la botella de mala gana y sentándose en otro sillón, frente a
la estufa en cuyo interior ya chisporroteaba cordialmente el fuego. ¡Pero parece que es usted el
que tiene que aclarármelo todo!
-agregó.
-¿De veras, Handler, que usted no recuerda nada de lo que ha hecho en estos tres días?
-No.
-No.
-Entonces quiere decir que usted estaba como en otros mundos desde que lo encontré
junto a su fogata en la Cueva del Milodón.
-¿Mi fogata?
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-Había hecho fuego con bostas secas cuando lo encontré, y a su lumbre me contó una
extraña historia.
-Sí, ese suelo tiene un metro y medio de una capa de estiércol milenario. Según Rodolfo
Hauthal, un paleontólogo, corresponde al del Gripotherium Domesticum, un megatérido que el
hombre interglacial de la Patagonia domesticó, encerrándolo en esa cueva como en un gran
establo. ¿Pero qué pude haberle contado yo con respecto a eso?
Narré a Handler lo más auténticamente que pude todo lo que él me había relatado, y como
he tratado de hacerlo ahora.
-Lo que le he recontado -rectifiqué-, pues no he hecho más que devolverle su curiosa
historia.
-¡Bastante curiosa! -exclamó Handler. ¡Pero más curiosa aún, porque, en este caso de
amnesia que parece que me produjo el golpe, lo que le conté en tal estado coincide totalmente con
las excavaciones que hizo Hauthal en la Cueva del Milodón a fines del pasado siglo!
"En efecto -continuó-, este investigador encontró allí dos sepulturas vacías y restos
humanos del hombre prehistórico que habitó en la Patagonia. Estaban estos restos debajo de la
capa de estiércol, junto a los de cuatro animales desconocidos hasta entonces por la ciencia y que
pertenecían a otros tantos órdenes diferentes. Por los cráneos que hallaron, otros huesos y
pedazos de piel, uno de esos animales tenía el tamaño de un rinoceronte y se semejaba más a un
oso hormiguero que a un perezoso. Hauthal comprobó que el troglodita mataba a este gran
desdentado, lo descuartizaba y se lo comía crudo, pues no sabía utilizar el fuego aún. Los cráneos,
que pueden verse en el Museo de La Plata y los pedazos de piel en el de Santiago y Punta Arenas,
revelan que fueron muertos a mazazos y que ese hombre primitivo se servía de laminas de piedra
para despedazar al gran animal.
"Pero lo que más llamó la atención de estos hombres de ciencia fueron los restos de un
pequeño caballo, que ahora se conoce con la denominación técnica de Onohippidium Saldiasi. De
este curioso animal se encontraron hasta los cascos, uno de los cuales todavía contenía la última
falange con el cartílago, y una corona de pelos en su nacimiento. Era un pelaje fino y de color
amarillo claro. No cabe duda de que se trataba de un remoto antepasado del caballo, que se
extinguió en la Patagonia dejando sólo ese rastro". ¡EI del caballo de la aurora de la vida!
-¿Y qué me dice usted de la visión que le hizo ver en modestas "charas" a grandes
dinosaurios? -inquirí, ya completamente cautivado por las revelaciones que de sus conocimientos
científicos me hacía Handler.
-¡Ah! -profirió, como tratando de escarbar en su memoria. ¡Los gigantescos reptiles que en
otros tiempos dominaron toda la vasta Patagonia, que, como usted sabe, es un lecho oceánico que
afloró a través de siete solevantamientos! Pues bien, el sabio inglés Huxley hizo el notable
descubrimiento, confirmado después por Scope y otros hombres de ciencia, de que estos antiguos
dinosaurios son los intermediarios entre ciertos reptiles y ciertas aves; estas últimas eran de la
familia a que pertenecen los avestruces, la más grande de nuestras aves vivientes -terminó el
contador, mientras el fuego, aunque oculto y domesticado entre sus paredes de hierro, seguía
lengüeteando desordenadamente.
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FERNANDO DIEZ DE MEDINA
Es autor de La Clara Senda, poemas; Imagen, poemas; El Velero Matinal, ensayo; EI Arte
Nocturno de Víctor Delhez, biografía; Franz Tamayo (hechicero del Ande), biografía; Thunupa,
ensayos; Pachakuti, política y polémica; Siripaka, política y polémica; Nayjama, mitología andina;
Libro de los Misterios, teatro simbólico; Literatura Boliviana, historia y crítica; La Enmascarada,
narraciones; Sariri, ensayos; Thunupa, ensayos (con dote trabajos nuevos); Seis Mensajes a los
Estudiantes, Palabras para los Maestros, Fantasía Coral, ensayos; EI Arquero, fragmentos; Sueño
de los Arcángeles, ensayos; Bolivia y su Destino, ensayos; EI Alfarero Desvelado, ensayos; Desde
la Profunda Soledad, ensayos, Cuaderno de Viaje, Mateo Montemayor, novela; Ollanta el Jefe
Kolla, tragedia; Laudes a la Esposa muy Amada, prosa poética; EI Guerrillero y la Luna,
narraciones, y La Teología Andina.
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EL LLAMO BLANCO
Era una suerte fabulosa que nadie podía explicarse. Mina que caía en sus manos entraba
en "boya"; mina que él abandonaba se iba para abajo. Sólo se le conocían victorias, jamás una
pérdida en negocios. Subió de cateador a millonario, casó con una dama aristocrática, y el humilde
hijo del pueblo llegó a convertirse en industrial. Tenía minas, fábricas, empresas comerciales.
No es verdad que el mestizo sea un ser inferior. Al contrario: toma del choque de las
sangres los jugos más fuertes, se renueva, se purifica, como si el sol indio renaciera en la
tremenda energía cansada del hispano. ¿Qué importan linajes; y diplomas? En el mundo
americano, hecho de urgencias febriles, sólo cuentan audacia y dinamismo. Su violenta
personalidad de aventurero no conocía obstáculos: defendió a tiros sus minas, ganó litigios con
astucia, aplastó a quienes obstruían su camino.
Pero el hombre más poderoso tiene su talón de Aquiles. Y el punto vulnerable del minero
Rengel era una hermosa jovencita, su hija menor, a quien amaba con locura. No es que ella lo
dominara, como sucede en ciertas familias cuando la abundancia de varones prestigia el hechizo
de la única hija. Leonora, en contraste con sus cuatro hermanos, que tenían mucho del genio
enérgico del padre, florecía fina y delicada, centro de amor para los cinco, tal vez porque al nacer
les robó la presencia de la otra, la que debió velar por ellos. Ni Rengel ni sus hijos querían
recordarla. Callaban. Un instinto secreto hizo que concentraran afectos en la pequeña, que se le
parecía asombrosamente en físico y espíritu. Y Leonora fue, para ellos, el rayo de ternura que
cruzaba sus vidas impetuosas.
Rengel quería a sus hijos tal como los había formado, hijos de su sangre violenta, de su
nobleza ingenita, devolviendo golpe por golpe, afrontando sólo a los fuertes, Habíalos criado en el
campo, a pleno sol, jineteando potros al pelo, escalando montañas; y sólo cuando los vio
mozallones los trajo a la ciudad educándolos en escuela práctica.
-Las profesiones y los títulos académicos no sirven para nada sentenciaba el viejo-. Hay
que pelearle a la vida como yo lo hice.
Hízoles aprender las astucias mercantiles, los introdujo a todas partes, para que
aprendieran a manejarse entre hombres. No quería que fueran "los hijos de Rengel", sino cada
cual, por su propia y vigorosa personalidad, un Rengel capaz, indomeñable. Los empujaba a
desenvolverse en múltiple actividad, en cuanto significara movimiento, lucha, vida intensa y febril,
inculcándoles al mismo tiempo nociones de orden y responsabilidad. Luis Alberto, Jorge, Esteban,
Octavio eran cuatro mozos arrogantes, atrevidos, en quienes desbordaba la atávica energía
mestiza. Tenían, además, al viejo que siempre estaba atizándoles con su temperamento bravío,
creándoles problemas sólo por el placer de observar cómo los resolvían, con su genio iracundo
que no era sino la válvula de escape a una demoníaca actividad.
No era la vida, no era el destino; era el viejo Rengel el gran antagonista de sus hijos, a los
que tallaba a zarpazos, fingiéndose duro, indiferente. Mas los muchachos conocían a su
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progenitor, adivinaban su amor escondido, comprendiendo que los quería varoniles y realistas,
lejos de sensiblerías fáciles. Y fueron creciendo como el padre los soñara: audaces, nobles,
eficientes.
Temible "tribu" la de los Rengel. El que no se estrellaba con la avasallante personalidad del
viejo, sentíase perdido ante la inteligencia de Jorge y de Esteban o la fría voluntad de Octavio y
Luis Alberto. Luchadores de raza, vivían buscando no pendencias ni disputas fútiles, sino causas
mayores para emplear su desbordada energía. Su fortuna era cosa aparte; no la hacían sentir.
Muchas veces, después de haber vencido en competencia leal, tendieron la mano generosa a los
caídos, haciéndose perdonar su poderío. Conocían la rara ciencia de convertir adversarios en
amigos.
Pero si hubo alguno que odiaba a los Rengel, por esa extraña mezcla de "condottieres" y
señores que ardía en sus venas, por su riqueza y su prestigio personal, aun ése tenía que sentirse
rendido frente a la belleza pensativa, a la gracia misteriosa de Leonora, que parecía esmerarse en
ganar a los esquivos.
La bondad, el sosiego que la ausente no pudo insuflar a los hijos, asomaban con llama
pura en los ojos verdes de la doncella. Nunca alzaba la voz, no perdía la compostura. Su espíritu
armonioso captaba agudamente las situaciones y en pocas palabras daba el consejo oportuno.
Luego aquella voz de suave melodía, que llamaba al amor y a la confianza. Si los Rengel se
extasiaban oyéndola, los extraños la amaban desde el instante primero.
Cuando Marco Antonio, el hijo del banquero Montiel, osó expresar su deseo de pedir la
mano de Leonora, el viejo Rengel estalló colérico. Quiso dirigirse a la casa del banquero y
abofetearlo por la audacia del joven.
-Nadie tiene derecho de turbar la paz de una niña -tronó el potentado. Que se casen las
que sean mayores de edad. ¡Nadie piense en la mano de Leonora antes de que cumpla veintiún
años!
Luis Alberto, el primogénito, se limitó a decir que el postulante le parecía un infeliz. Octavio
opinó que era un insolente. Y el momento en que Jorge y Esteban se enzarzaban en disputa
acerca de quien debía pedir explicaciones al atrevido, Leonora dijo suavemente:
Y la paz volvió a la "tribu" de los Rengel, porque la voz de la doncella lo apaciguaba todo.
Pasaron los años. Pasaron muchas cosas en la vida tumultuosa de los Rengel. El viejo
frisaba en los setenta, cada día más fuerte, más indómito. Luis Alberto acaudillaba un grupo
socialista en el parlamento. Jorge dirigía un consorcio industrial. Esteban gerentaba un Banco.
Octavio una empresa de aviación. Leonora se convirtió en una mujer adorable.
Un día la desgracia tendió sus alas lóbregas en el hogar de los afortunados. Leonora
enfermó súbitamente.
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Volvieron a la patria, perdida toda esperanza. Leonora adelgazó, perdió sueño y apetito. En
sus tiernos ojos verdes despertó una dulce melancolía.
El viejo creyó morir de pena, más su voluntad se sobrepuso: no hacía notar a nadie, ni
siquiera a los hijos, el dolor que lo acosaba. Los Rengel comprendían que la hermana se iba. Se
apagaba, se apagaba poco a poco. No habían esos síntomas crueles, desagradables de las
enfermedades graves; era un mal engañoso, indoloro, indefinible. Sólo un apagamiento trágico;
cada día menos pasos por la estancia, cada hora menos palabras en los labios. Hasta que cierta
mañana la doncella se negó a levantarse. Veíasela más bella que nunca, emulando la blancura de
las sábanas, mientras la cabellera negra se desparramaba en la almohada.
-Hijos míos -Ordenó- iréis a Potosí y preguntaréis en el tambo de San Antonio por la familia
de los Condori. Son unos "callaguayas" o curanderos aimaras, que desde hace mucho tiempo
curan con yerbas y fórmulas secretas. Yo vi de niño, curas que parecían imposibles. Volveréis con
el más viejo, porque los viejos son los que saben más. Probaremos este último recurso.
Luis Alberto y Jorge partieron presurosos. Al cabo de cinco días regresaron con el
"callaguaya". Era un indio viejo, muy viejo, vencida ya la espalda, de faz arrugadísima y manos
sarmentosas.
El millonario se dirigió a él. Por primera vez su voz cobró un tono de humildad:
-Tatay -expuso- mi hija se muere. Tú eres sabio... Tú sabes curar... Dale algo para que se
levante, que vuelva a alegrarme el corazón.
-Señor: tú has sido bueno con los indios. Has hecho levantar escuelas. Te ayudaré.
-Podrá ver muchas veces al "Willka", al Padre Sol. Pero han de hacer lo que yo mande.
Daban las diez de la noche en el reloj de la plaza, frente a la casa del millonario, y el
Condori entraba en ella seguido por dos indios jóvenes que conducían un llamo blanco.
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El curandero se dirigió con aire de gravedad al millonario:
-Harán lo que yo mande -repitió- y la niña sentirá muchas veces todavía bajar el aire de las
cumbres.
Hizo encender una gran hoguera en el patio colonial de la mansión, a la vez que ordenaba
apagar la luz eléctrica.
Sobrevino una escena fantástica. Bajaron a la enferma los cuatro hermanos, en el lecho
donde yacía postrada, colocándola a prudente distancia de la hoguera. Enseguida los indios
pidieron unos palos y comenzaron a unirlos con recias sogas. Rengel, sus hijos y unos pocos
servidores de la casa contemplaban el acto. Las lenguas de fuego se perdían en el cielo oscuro, y
a su lumbre cuerpos y cosas reverberaban en reflejos mágicos. De la profunda obscuridad,
agazapada en los cuatro ángulos del patio, subía un silencio trágico, sólo turbado por breves
órdenes del Condori. Y de tiempo en tiempo el chasquido de los leños estrujaba los corazones de
angustia.
La noche, propicia a un rito religioso, se abría pavorosa sobre las cabezas consternadas.
-Tatay, todo esta listo. Por una vida que se pierde, pagaran otras vidas. ¿Quieres, siempre,
que tu hija vuelva a caminar?
El Condori hizo una señal. Los indios cogieron al llamo blanco, un lindo animal, de buena
alzada y pelaje espeso, que mansamente se deja atar por las extremidades y el cuello a los
maderos. Era un camélido domesticado. Su bella cabeza, de grandes ojos oscuros, aterciopelados,
de narices husmeantes, se movía tranquilamente de un lado a otro con una mirada de inocencia.
Las orejas, enhiestas, recogían los mil rumores indecisos de la noche. Sólo el curandero sabia lo
que había costado convertir a este llamo salvaje, que pateaba, escupía y mordía con furia, en dócil
servidor del hombre. Y en el tibio ambiente de verano, bajo el palio estelar que profundizaba el
rectángulo del patio, pacífico y hermoso al resplandor de la hoguera, el llama blanco vivía sus
últimos instantes, sin comprender por que lo inmolaban.
Pidió el curandero una vasija de barro. Puso a un indio mirando al norte, otro en dirección
al sur. Colocó la vasija entre el lecho de la enferma y el madero en que yacía el llamo. Hizo unos
signos esotéricos, murmuró frases incomprensibles, luego sacando un cuchillo afilado tocó tierra
con ambos lados de su hoja, lo purificó en el fuego, y tapando los ojos del llamo con una mano,
con la otra le asestó un golpe certero en el cuello. Brotó la sangre roja, impetuosa, incontenible,
tiñendo de granate el suave pelaje nevado. Sacudió el llamo las patas en un postrer esfuerzo por
defender su vida, agitó el cuello con furia, escupió y daba mordiscos al aire como queriendo vengar
el ataque. Salía la sangre a borbotones por la herida, y el "callaguaya" la recogía en la vasija de
barro. En los ojos del animal moribundo, brillaban, confundidos, el dolor y el miedo.
Poco después, exhalando una queja semejante al llanto de un niño, el llamo expiró
convulso y trémulo.
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-EI. "Karwa", el llamo, la caballería que lleva hacia lo alto, es ahora la caballería que viene
hacia lo bajo. Ella vivirá.
EI primero en darse cuenta de lo que pasaba a la enferma fue Octavio. -¡Mírenla, renace!
-dijo tembloroso.
-Quiero dormir.
En la vasija de barro, la sangre roja del llamo sacrificado pasó del granate al violeta, del
violeta al marrón obscuro, del marrón obscuro a un verdinegro indeciso. Y al resplandor de la
hoguera el líquido ondulaba, se movía como queriendo hablar.
AI amanecer, cuando las primeras flechas del sol herían el tejado, el curandero se levantó
y recogiendo cenizas de la hoguera las esparció sobre el llamo sacrificado. Luego sacó su cuchillo
y con tajos hábiles seccionó la cabeza que lavó, roció con sal y guardó en un bolso de lana.
Masculló palabras incomprensibles, en aimara arcaico, y fue a colocarse junto a los otros. Dióseles
un buen desayuno. Y hasta que el amo apareció, los tres indios estuvieron sentados en el suelo,
inmóviles, hieráticos, clavada la mirada en un punto distante, sin hablar entre sí, con ese misterioso
poder de ensimismamiento que hace del nativo un trasunto de montaña.
Leonora amaneció mejorada. Débil aún, la vida retornaba a su cuerpo lánguido. Sus bellos
ojos perdieron el tinte de melancolía. Pidió ser llevada a la ventana y al ver el jardín derramó
lágrimas de dicha:
Estaba salvada.
El viejo Rengel, seguido por sus hijos, bajó al patio y abrazó al curandero.
-El sacrificador del "Karwa" no debe recibir nada. Haz más escuelas para los "runas". Si
quieres, dales algo a mis nietos. Me voy señor.
Rengel fue generoso con el curandero. Regaló una mula patifina a uno de los mozos, puso
un grueso fajo de billetes en el bolso del otro, para que hiciera una casa para su abuelo; y ese
mismo día ordenaba levantar diez escuelas indigenales en diversas zonas del país, que llevarían el
nombre de Condori.
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-Tatay, que la "Pacha-Mama" te sea benigna. Leonora se recuperó rápidamente. Su cuerpo
esbelto adquirió plenitud. Hincháronse dulcemente los senos. Un ritmo triunfal de vida enarcó el
fino dibujo de las caderas.
-Me siento llena de fuerza, podría hacer muchas cosas -decía la doncella, sorprendida, a
sus hermanos-, pero prefiero dejarles eso a ustedes.
Leonora volvió a ser la dicha de la "tribu" de los Rengel, el orgullo de la ciudad, porque
nadie la aventajaba en su casta hermosura, en sagacidad, ni en el doble encantamiento de genio y
figura.
Reanudaron los Rengel su vida audaz, despertando envidias por millares, admiraciones
por centenas. Y los últimos rencores iban a morir en los pliegues de la falda de Leonora.
Pasó el tiempo. El viejo minero, lejos de declinar, seguía animoso y enérgico. "Es un roble -
decían las gentes-, llegará a los ochenta tan fuerte como sus hijos".
La prensa celebró el hecho: el viejo Rengel, como los plutócratas yanquis, comenzó
"condottiere" y quería terminar filántropo. Una nueva felicidad -la gratitud popular- entró a la casa
de los afortunados.
-Padre -dijo el mayor. Se ha descubierto petróleo en nuestras tierras del oeste. Iremos allí
para organizar las cosas en tu nombre. Volveremos en ocho días.
El viejo Rengel sintió una punzada en el corazón. ¿Qué sería? Antes no se cuidaba de
separaciones ni regresos. Pensó que se estaba volviendo anciano.
Bajó al jardín, se entretuvo con los nietos y por la noche, cautivo de la voz de Leonora que
leía páginas de Mommsen, la inquietud se disipó.
Esa semana transcurrió vigilando los proyectos de su yerno; el ingeniero Sánchez, que
antes que yerno era un hijo más por su devoción a la familia.
El sábado, día señalado para el retorno de los Rengel, el viejo se levantó optimista como
de costumbre. Los nietos se precipitaron a saludarlo:
-¡Yo primero!
-¡Yo primero!
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Eran dos bellos rapaces de pocos años.
-Abuelito -dijo el mayor- han traído esto-, y le alcanzó un telegrama que rezaba "urgente".
Pero el millonario no encontraba sus lentes de lectura y se metió el despacho al bolsillo.
Y nervioso, impaciente, lo llevó al patio colonial, donde el sol invadía ya la vasta superficie.
En una esquina, sobre un montón de paja, yacía un llamito blanco, muy pequeño, casi un
recién nacido. Tenía las orejas enhiestas, la piel suavísima sin la más leve mancha. Gemía de
hambre. Los chicos le dieron leche y se calmó. Luego alzó los ojos obscuros, aterciopelados hacia
el viejo y su mirada inocente lo ofuscó. ¿Qué sería?
Y el mismo instante en que Leonora y el viejo confundían sus lágrimas, uno de los niños
decía alborozado al otro, saltando de impaciencia:
Y al sol matinal que hería violentamente el paisaje, veíase una fina línea roja en el cuello
del animalito, que fingía una cinta colocada para hacer resaltar la albura del pelaje; o la huella
reciente de una herida circular, como si acabaran de colocar en su sitio una cabeza recién cortada.
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MANUEL ROJAS
MANUEL ROJAS nació en Buenos Aires, hijo de padres chilenos, el 8 de enero de 1896.
Desde su juventud, desempeñó los más variados oficios.
Hay seres que nunca harán nada digno de mirar o de considerar. En la mayoría de los
casos, no será suya la culpa: no han tenido preparación ni oportunidad para ello, o la vida se les ha
presentado en tal forma, que apenas les ha permitido luchar para subsistir, es decir, para trabajar,
es decir, para pelear diariamente y durante horas, ocho, diez o doce, con los más heterogéneos y
extraños elementos: con el barro, el que hace adobes; con grasientas y ensangrentadas piltrafas
de cuero de animal, el curtidor; con maderas, clavos y duras herramientas, el carpintero de obra;
con trozos de suela y con zapatos viejos y malolientes, el zapatero; con una manivela que debe
hacer girar incansablemente o con una bocina que debe tocar diez, cien, mil veces al día -muchas
veces sin necesidad y sólo por hábito-, el conductor de vehículos motorizados; con fríos hierros,
potes de grasa y tarros de aceite, el mecánico; con un escobillón, un tarro y un carretón hirviente
de moscas, el basurero. ¿A qué seguir? La lista de trabajadores es interminable, así como es
interminable el número de oficios que desempeñan. ¿Que tiempo, qué oportunidad? Sin olvidar
que el contacto diario y durante años con el barro, los cueros, las maderas, la manivela, los hierros
y el carretón repleto de basura terminan por dar a su personalidad una condición semejante a la
que esos elementos tienen.
Algunos logran, a veces, hacer algo. ¿Cómo? No se sabe y casi no se explica, pero lo
hacen. En la mayoría de los casos no son hechos extraordinarios. Lo extraordinario esta en que,
dada su condición, hayan podido realizarlo.
Siempre recuerdo lo que alguien contaba sobre el indio que allá en Tierra del Fuego, venía
periódicamente a pedirle la carabina.
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-Llévala.
Le daba el arma y dos proyectiles, y el indio -Juan, Domingo, Santiago, o sin nombre
alguno- regresaba dos o tres días después, llevando sobre su desnuda espalda un cuero de
guanaco y un cuarto del mismo animal. Además, el arma y la bala sobrante.
-Toma tu carabina. Guanaco gordo, cuero very well. Good by, patrón. Sabía inglés y
español, aunque ignoraba cuál era el español y cuál el inglés.
-Carabina mala.
EI indio volvió dos o tres veces. Su mirada era cada vez más triste.
-Carabina mala.
No tenía tiempo para llevarla a algún armero de Punta Arenas. Después de varias visitas
del indio, se dio cuenta de que ocurrían dos cosas: primera, el indio se moría de hambre; segunda,
no entendía lo de que la carabina estuviese mala; creía, sencillamente, que no quería prestársela.
Eso le dolió, y en la primera visita le entregó, como siempre, el arma, con los dos proyectiles. Mejor
sería que se convenciera por sí mismo.
EI indio se fue casi corriendo. Volvió, dos o tres días después, con dos cueros de guanaco,
un cuarto de animal, la carabina y la bala sobrante.
-Toma tu carabina. Guanacos gordos, cueros macanudos, Chao, patrón. Sabía también un
poco de italiano.
EI patrón estuvo dos o tres días con la boca abierta: la carabina funcionaba como si
acabara de salir de la fábrica. EI indio la había arreglado. ¿Cómo? Sabría tanto de mecánica como
de propedéutica y no tendría la más insignificante herramienta; quizá poseería un anzuelo; ¿pero
quién ha arreglado jamás una carabina con un anzuelo? Cuando el indio volvió de nuevo, el patrón
le entregó el arma y las dos balas, sin atreverse a preguntarle nada: estaba seguro de que no
habría sabido explicarle cómo la había arreglado. EI indio, por su parte, no lo intentó. Quizá no
podía. La lucha por la vida le había impedido aprender a pensar y a expresarse.
Pedro Lira no había arreglado jamás una carabina y nunca tuvo un anzuelo. Todo en él y
en su hogar estaba desarreglado: las sillas estaban cojas, la puerta no cerraba y apenas si se
abría, la ventana no tenía vidrios, la cama permanecía siempre a medio hacer, el piso de la
habitación estaba siempre sucio, y la vajilla, hecha añicos. EI era como su cuarto, con bigote
además, un bigote que parecía estar siempre empapado en vino. Su mujer era un atado de trapos
que se movía, un atado de trapos que hacía la comida, lavaba la ropa y se quejaba cuando Pedro
Lira, quizá para cerciorarse de que debajo de eso que se movía había algo más que trapos, le
dejaba caer encima un palo o un puñetazo. ¿De qué vivía? Era comerciante: compraba escobas en
una fabrica y las vendía por las calles; con el dinero que obtenía compraba de nuevo escobas y las
volvía a vender; con el dinero..., etc. Las ganancias le permitían mantener cojas las sillas, a medio
cerrar la puerta, sin vidrios la ventana, sucio el piso, hecha polvo la vajilla. Además, húmedo el
bigote y en movimiento el atado de trapos. No tenía hijos.
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Lo único estimable en su cuarto era la mesa, no por su estilo, no por su madera, no por su
barniz. Lo era por su tamaño, demasiado grande para el cuarto, y porque sobre ella solía moverse
lo único hermoso que hubo en la vida de Pedro Lira, lo único que quizá justificó su triste y
destartalada existencia de comprador y vendedor de escobas: una cotorra.
Yo tenía, por esos tiempos, una estatura que sobrepasaba sólo por escasos centímetros la
altura de la mesa, diferencia a mi favor que me permitía mirar de pie lo que ocurría sobre aquel
mueble. Digo de pie porque Pedro Lira jamás me invitó a que me sentara. Quizá tenía la sospecha
de que, como él, no tenía fe en sus sillas. Parada allí, miraba.
Pedro Lira, sentado en una de las sillas -las conocía mejor que yo-, iniciaba sobre la mesa,
con sus largas y negras uñas, un repiqueteo parecido al de un tambor. La cotorra, que vagaba por
el cuarto o por el patio buscando qué comer o que subía y bajaba, interminablemente, por los palos
o guías del parrón, se detenía: era una llamada, una llamada para ella sola. Si el repiqueteo
persistía y aumentaba de intensidad o si al golpe de las uñas se unía el golpear de los nudillos
sobre la mesa, abandonaba todo, el palo, la guía o el trozo de papa cocida que picoteaba, y corría
hacia la puerta de la pieza de Pedro Lira, colábase por ella y, acercándose a la mesa, se detenía
junto a uno de los derrengados zapatos del vendedor ambulante. Allí esperaba. El repiqueteo
aumentaba en profusión e intensidad. Pero Lira, transfigurado, brillantes los ojos, erguido el
cuerpo, casi seco el bigote, olvidado de las sillas desvencijadas, de las escobas amontonadas en
un rincón del cuarto, de la ventana sin vidrios, del piso sucio y de la vajilla hecha harina, olvidado
también del atado de trapos, ignoraba a la cotorra, que allí, a sus pies, levantada la cabecita, le
miraba con la expresión del niño que espera que su padre o su abuelo lo tomen en brazos,
izándolo. Llegaba un momento, sin embargo, en que ya no se podía esperar más: el repiqueteo
alcanzaba intensidad sobrecogedora; el redoble del tambor se convertía en un rumor de caballos
lanzados a la carga, y en medio del trepidar de los cascos se escuchaba algo como el explotar de
gruesos proyectiles. Una voz venía a dominar el tumulto:
¡Atención!
En ese momento la cotorra, bajando la cabecita, daba fuertes picotazos sobre el zapato de
Pedro Lira, quien, sin torcer el cuerpo ni mirar hacia abajo, dejaba caer uno de sus brazos y ponía
a ras del suelo, estirado el dedo índice, la obscura mano. En aquel dedo, con la rapidez de quien
salta a un tren en movimiento, se encaramaba la cotorra. El brazo subía y se posaba de nuevo
sobre la mesa, sobre la cual la cotorrita descendía y en la que quedaba inmóvil, erguida,
esperando.
El repiqueteo cesaba bruscamente. Pedro Lira, recogiendo hacia el cuerpo los brazos que
reposaran sobre la mesa, gritaba:
-¡Atención! ¡Firmes!
Miraba hacia lo lejos, ajeno ya a todo, dominado también por aquella voz que surgía
inesperadamente de él, aquella voz marcial y estentórea, tan diversa de la monótona que usaba al
ofrecer su mercadería:
-¡Soldados: la contienda es desigual! ¡Vivir con gloria o morir con honor! ¡Adelante! ¡De
frente! ¡Marchen!
Se reiniciaba el repiqueteo, otra vez como el del tambor que marca un compas de marcha,
repiqueteo que Pedro Lira, mirando ahora fijamente a la cotorra, matizaba con sonoros ¡rataplán!,
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¡rataplan!, ¡rataplan!, dando al mismo tiempo, con las muñecas, golpes que imitaban la percusión
más profunda del bombo. Tambor, timbal y bombo. Sólo faltaba el clarín.
La cotorra, puesta también en trance, recta la posición, iniciaba el desfile del imaginario
batallón lanzado a la muerte. Sus pasos, más largos que de costumbre, seguían el compas de la
marcha, y allí, toda verde claro, la garganta, el pecho, el abdomen y la cola con dulces reflejos
azulados, fileteada de amarillo aquí y allá, rosado el pico y de color carne las patas, no mayor toda
ella que la cuarta de la mano de un hombre, parecía, marchando sobre la amplia mesa llena de
manchas, un animado y breve resplandor de hojas nuevas. A veces, en aquellas partes en que la
mesa no tenía manchas, solía resbalar, perdiendo un poco el paso, que recuperaba
inmediatamente. Centímetros antes de llegar al filo de la mesa, la sorprendía el grito:
Giraba, procurando guardar la compostura, y seguía adelante, hasta que el otro grito la
alcanzaba:
¡A la derecha! ¡Marchen!
Avanzaba, ahora derechamente, hacia Pedro Lira, presintiendo que el instante, el temido
instante en que el soldado debe lanzarse hacia el enemigo en busca de una muerte casi siempre
cierta y de un honor no del todo seguro, llegaría unos pasos más allá. El nuevo grito la alcanzaba
en el centro de la mesa, pero no era un grito: era el clarín, que se juntaba por fin al bombo, al
tambor y al timbal:
-¡Tararí! ¡Tararí!
La cotorra se detenía, electrizada. Pedro Lira hablaba otra vez con su terrible voz:
Silbido, explosiones, golpes, desgarramientos del aire. La cotorrita, sola en medio de aquel
fragor, abandonada a su suerte frente a un invisible y feroz enemigo, luchaba denodadamente:
avanzaba, retrocedía, inclinaba el cuerpo, torcía la cabecita hacia un lado y otro o giraba a la
derecha o a la izquierda. La lucha duraba poco, sin embargo: alguien, allá a lo lejos, lanzaba el
proyectil decisivo. Se oía un silbido. Al mismo tiempo el brazo derecho de Pedro Lira, estirado
hacia atrás, empezaba a levantarse bruscamente sobre su cabeza, aproximándose a la mesa. El
silbido aumentaba de intensidad, convirtiéndose en rugido. Por fin el brazo caía sobre la mesa y el
puño golpeaba en ella con toda la fuerza de que era capaz:
-¡Pam!
Era un golpe seco. La cotorra, tocada por el obús, caía fulminada, tiesas las patas,
cerrados los ojos, entreabierto el pico. Silencio. Pedro Lira volvía en sí y miraba al pequeño y verde
soldado tendido en el campo de batalla. Sonreía y se frotaba las manos: su trabajo y el de la
cotorra eran perfectos. Nunca hubo una banda de regimiento como aquélla, jamás un comandante
como él, y en los tiempos de los tiempos ningún soldado como aquél, tan denodado, tan valiente,
tan patriota, tan muerto.
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Yo, empinado ahora sobre las puntas de los pies, miraba a la pequeña víctima. Todo
aquello me sobrecogía, pues todo, gracias a Pedro Lira, aparecía real. Pero el mago tornábase de
nuevo serio: faltaba el último acto. Se escuchaba otra vez el clarín, un toque alegre y ligero:
-Soldados: la batalla ha terminado! ¡EI enemigo ha sido vencido! ¡El regimiento vuelve a su
cuartel! ¡Tararí, tararí!
Se reiniciaba el redoble del tambor, el golpe del bombo y el rataplán del timbal, y, junto con
ello, la cotorra, único y digno soldado de aquel regimiento, abandonando su papel de soldado
muerto, volvía, más afortunado que otros soldados, a desempeñar su papel de soldado vivo. Se
erguía sobre sus rosadas patitas, poníase recta y avanzaba airosamente, a paso de parada, hacia
Pedro Lira, quien la miraba venir hacia él, brillantes los ojos, encendidos el rostro, húmedos los
labios. Ella toda verde claro, con dulces reflejos azules y suaves destellos amarillos, su obra, la
única belleza que había logrado crear durante toda su trashumante vida de vendedor de escobas,
llegaba ante él y ante él se detenía, esperando su recompensa: una caricia o un trozo de papa
cocida.
Dos o tres años después de separarnos de él, mi madre y yo supimos que Pedro Lira había
muerto: borracho, un tren lo arrolló, junto con su mercadería, en un solitario paso a nivel. ¿Qué
destino tendría su cotorra? ¿Cuál su mujer? Lo ignorábamos y estábamos lejos de ellas: toda una
provincia nos separaba. Hablábamos muchas veces sobre aquel hombre y aquella avecilla. ¿Cómo
había logrado enseñarle todo aquello? ¿Cuánto tiempo demoró? ¿Cualquier persona podría, con
tiempo y paciencia, lograr lo mismo? Nos parecía difícil, y cada vez que en alguna parte veíamos
una cotorrita, preguntábamos:
Sí, sabían dar la pata y hablaban tal o cual palabra: nada más. No había en el mundo
muchos Pedro Lira ni muchas cotorras como aquélla. La gracia era escasa. Mi madre, sin
embargo, que apreciaba mejor que yo, niño aún, aquel prodigio, no perdía la esperanza de
encontrar alguna vez algo semejante. Y una tarde, al regresar del colegio y entrar a la pieza en que
vivíamos, vi colgada del muro, junto a la puerta, nuevecita y limpia, una jaula de metal. Dentro,
toda verde claro, había una cotorra semejante a la de Pedro Lira, aunque tal vez un poco más
corpulenta. Silenciosa me miró. Mi madre no estaba. Deje en la pieza mis libros y salí a mirar al
pájaro. ¿Sabría hacer alguna gracia? ¿Daría la patita, hablaría, haría algún especial movimiento?
No me atreví a meter el dedo dentro de la jaula, ni, mucho menos, a sacarla de ella. Mi madre llegó
pronto. Me dijo:
Aquello me extrañó: era año de pobreza, más pobre quizá que el anterior -los años de los
pobres son así: cada vez más pobres-, y me pareció raro aquel despilfarro. Me explicó:
-Me costó muy barata. Además, no pude resistir la tentación. Tenía tantas ganas de tener
una. ¿Te acuerdas de la de Pedro Lira?
-¿Qué le pasa?
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Tenía un dedo, el índice de la mano derecha, vendado.
-¿Se lastimó?
Señaló hacia la jaula. La cotorra, toda verde claro, con dulces reflejos azules y toques
amarillos aquí y allá, le había dado, al abrir mi madre la puerta y ofrecerle el dedo para que se
subiera a él, un feroz picotón. El pico, fuerte, casi había desgarrado la piel.
Mi madre la mimaba, hablándole con todo el cariño de que era capaz y llenándole la jaula
de papas cocidas, trozos de choclo tierno, hojillas de lechuga. La cotorra comía como un león.
Pero había en ella algo que no tenía la de Pedro Lira, algo distante y aislado, tal vez como un
sentimiento de propia soledad.
Varios días después, a la hora de almuerzo, noté que comía algo extraño para aquellos
días de pobreza: una sopa en la que, además de arroz y papas se hallaban uno trozos de carne
blanca y tierna.
Muda, señaló con la cabeza hacia la jaula. Miré: estaba vacía, después miré el índice de la
mano derecha de mi madre: una venda, mas voluminosa que las anteriores y ahora manchada de
sangre, lo cubría.
MAN CESPED
MAN CESPED nació en 1874 y falleció en 1932 en la ciudad de Cochabamba. Con temblor
y deslumbramiento panteísta ha escrito dos breves libros: Sol y Horizontes y Símbolos Profanos.
Man Césped ha cuidado su estilo con la morosidad del orfebre, cada palabra esta engarzada a
manera de una chispa de diamante en el oro más fino. Su narrativa sutil y realizada con maestría
se advierte en su cuento "EI Gallo Cochinchino".
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EL GALLO COCHINCHINO
Un gato montés que se había cebado en las aves de la hacienda, una noche hizo presa en
una clueca madre de linda pollada de la que sólo quedó un individuo -con perdón de los bípedos
implumes- en esa edad en la que aún no se ha definido el sexo, que en el caso sólo es cuestión de
cresta y pluma. El pollito anónimo, que en los primeros días de su orfandad anduvo piando sin
sosiego en busca de su madre, poco a poco se acostumbró al abandono y se dio a buscarse la
vida por su cuenta. Todos sus despiadados congéneres le pegaban con esa falta de misericordia
propia de su animalidad. Sólo un viejo gallo cochinchino, hacía tiempo inválido de las faenas
galantes, y que por ser ejemplar de raza se había pasado del término de olla, quedando con
seguro de vida como jubilado de la laboriosa atención de las hembras del serrallo, no molestaba al
pollito; por el contrario, lo llamaba picando una pajita o escarbando con sus patas calzonudas
cualquier basureja.
Relevado por otro gallo joven, el viejo cochinchino había dejado de servir al diablo, y veía a
las gallinas como a simples gallinas, sin el atractivo de la tentación.
Algo debemos decir sobre la estirpe y figura del noble viejo. La raza cochinchina,
procedente de la posesión francesa de ese nombre, en la Indochina, fue importada al país mucho
antes que las Brahama, Rhode Island, Sussex armiñada u otras más especializadas en
determinado objeto. Era una raza parecida a la Orpington, sus tipos eran enormes, de color gris
con pintas rojas y amarillas, de carácter tranquilo y andar grave, con esa solemnidad majestuosa
propia de la fauna nacida al fulgor del sol de los rajás y los mandarines. En la cabeza el filete rojo
de una etiqueta de cresta y la cola corta y recogida como un moño sobre la rabadilla.
Con sus cachos enormes parecía un veterano coronel de caballería, en cuyos talones las
espuelas sin control de podadera, hubieran crecido desmesuradamente. Además el filete de cresta,
le daba aspecto de estar acicalado con gorrito de escritorio. El buen señor había envejecido en la
pureza de su raza, quedando entre una rumfla de gallinas que ya no le hacían caso, como el tipo
solitario de una nobleza en desgracia.
El pollito que se sentía atraído por la bondad y atención del viejo gallo, acabó por
apegársele e ir tras él, siguiéndole donde iba y ahí tienen ustedes un pollito conducido por un gallo
paternal, cosa muy rara por cierto, entre estos tenorios crestados, tan celosos de su gallarda
hombría.
El pollito iba tras las chafarrangas de sus protector como un niño cuidado por un viejo
gendarme que hiciera oficio de niñera.
Cuando llegaba la noche, el gallote, que solía subir a dormir a lo más alto de una enorme
acacia fermosísima (vulgo pacay) que había en el patio; después de afanes prolijos, el vencedor de
cien batallas, malogrado de su volátil altivez, poniéndose en cuclillas se acomodaba en el suelo
para abrigar, igual que una gallina al pollito.
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Qué curioso era ver ir a la niña al lado del viejo; y al anochecer arrellenarse junto a él, que
al menor ruido, seriote daba la voz de alarma, y desde la medianoche, con su áspero vozarrón,
menudeaba un recio aleteo; mientras la pollita se encrespaba con mimo, al sentir un airecillo, o
despertada por algún movimiento, sacudía el níveo abrigo de plumas, como desechando una idea
voluptuosa, y con frase gutural modulaba, como una sonatina de ensueño el chur-r-r-r…de sus
emociones de gallina. Abríase el glorioso amanecer de los valles, y la polla, con elegante vuelo, se
largaba de la rama al suelo, tras el batacazo del viejo que le había precedido en buscar tierra.
Así pasaba el tiempo, como pasa en el campo, de sol a sol y de madrugada a madrugada.
Un día, algún colono de la finca, trajo de regalo un gallo joven y garrido, de plumaje rojo y
reluciente, cresta a la pedrada, cola como pompón de bersaglieri y pitones como puñales
florentinos.
Echado que fue el buen mozo entre la alada familia, parpadeó, dilató la pupila, miró al
soslayo y, arqueando el cuello, abrió el pico en tijera, y con toda la fuerza de su pecho le largó un
canto de fresco tenor.
Mientras las gallinas fingían indiferencia al recién llegado y cierto apego a su gallo y señor,
éste, hecha la cresta un ascua, con la golilla encrespada como un plumero, invitando al grano del
terreno, fue acercándose y terminó por acometer al intruso. Este, rápido como un relámpago, se
puso en guardia y, al primer revuelo, hizo rodar a su contrincante que aturdido y desmoralizado y
con la cola chueca, se dio a la fuga loca. El triunfador quedó en su sitio; estirando el pescuezo
entonó una larga y sentida nota y fue dueño de las hembras del corral.
Un día, el nuevo señor se dio de picos con la pollita blanca; su sorpresa duro un instante e
incontinenti le dedicó un guitarreo con el ala; le ofreció una miguita, y sin más quiso irse a mayores.
El viejo gallo, que en situación equívoca presenciaba esto, entre atento y disgustado,
previó abstención al atrevido plantándosele en medio, resuelto a no consentir esas cosas que
estaría bien con gallinas de la plebe, pero no con una señorita gallina.
Días después eran arduos los amores de la blanca princesita y el rojo sultán.
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gloria, donde las pollitas son dechados de pureza y los gallos sólo cantan para atormentar a San
Pedro, hasta que les eche puñados de granos de los divinos trigales.
MARIA LUISA BOMBAL nació en Villa del Mar, el 8 de junio de 1910. Estudió en las
Monjas Francesas de esa ciudad y posteriormente en el Colegio de Notre Dame de l'Assomtion, en
París, en cuya Universidad de la Sorbone se graduó años más tarde en Filosofía y Letras. Residió
durante largos periodos de su vida en Estados Unidos y Argentina.
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LO SECRETO
Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos. Esta
vez, sin embargo, no contaré sino del mar.
Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a
iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.
Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial,
eterno.
Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las
transparentes medusas que no rompieron aún sus amarras para emprender por los mares su
destino errabundo.
Duros corales blancos se enmarañan en matorrales extáticos por donde se escurren peces
de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.
Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de alga se esparcen en
lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.
Y sé que si llegara a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse
debajo a una sirenita llorando.
No lo sé.
Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas
trataban de suspirarnos al oído.
Lejos, lejos y profundo -nos confiaban- existe un volcán submarino en constante erupción.
Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la
superficie de las aguas.
Pero el principal objeto de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso
acaecido igualmente allá en lo bajo.
Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un
remolino y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.
Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las
esquivas estrellas de mar anidaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.
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Volviendo al fin de su largo desmayo, el capitán pirata de un solo rugido despertó a su
gente. Ordenó levar ancla.
EI barco había encallado en las arenas de una playa interminable que un tranquilo claro de
luna color verde-umbrío bañaba por parejo.
-Condenado mar -vociferó-, malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las
parta. Dejarnos tirados costa adentro, para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra
malvenida hora.
Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio
en que velara esa luna de nefasto resplandor.
Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo. Si era exactamente el
reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.
Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas
negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuán anchos eran. Y eso que no corría
el menor soplo de viento.
-A tierra. A tierra la gente -se le oye tronar por el barco entero. Cargar puñales, salvavidas.
Y a reconocer la costa.
La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.
Dos bandos. Uno marcha al este. EI otro, al oeste. Ambos en busca del mar. Ha ordenado
el capitán. Pero...
-Vaya el lerdo, el patizambo, el tortuga -reta el Pirata una vez el muchacho frente a él: tan
pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si le llega a las hebillas de oro macizo de su
cinturón salpicado de sangre.
-Mi capitán -dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda-, ¿no se ha fijado usted
que en esta arena los pies no dejan huella?
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-¿Ni las velas de mi barco echan sombra? -replica éste, seco y brutal. Luego su cólera
parece apaciguarse paulatinamente ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se
obstina en buscar la suya.
-Vamos, hijo -masculla apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho. El mar no
ha de tardar.
Aquí el pirata parpadea y se endereza brusco, -…del accidente, quise decir, yo me hallaba
en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos
más asquerosos que he visto.
-Bueno, de estrellas de mar, pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano
recién destripado. Y se movían de lado como buscándose, amontonándose y hasta tratando de
atracárseme.
-Yo más rápido que anguila me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y
escobazos empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido, escurriéndose por la arena! Sin
embargo, mi capitán, tengo que decirle algo... y es que noté... que ellas sí dejan huellas.
El Terrible no contesta.
Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar,
ante un silencio tan sin eco, tan completo que de repente empiezan a oír.
A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La
marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más
destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a
él entregado, paciente y resignado.
-Chico, basta. Y hablemos claro. Tú con nosotros aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e
incendiar; sin embargo, nunca te oí blasfemar.
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-Ahí donde usted piensa, mi capitán -contesta respetuosamente el muchacho.
-Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray -estalla el viejo pirata en una de esas sus
famosas, estrepitosas carcajadas que corta súbito, casi de raíz.
Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de
alguien que dentro de su propio pecho estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien
desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.
Es autora de El Occiso, La Paz, 1937; Ego Inútil, La Paz, 1971; Memorias de Villa Rosa
(cuento). Criptograma del escándalo y la rosa (Fantasía biográfica de Ligia Freitas Valle). Cuentos
y otras páginas.
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EL OCCISO
Y se congeló de Infinito.
Y ya no sintió más.
Se transformó quizá, en un trozo de hielo, tal vez, en una piedra fría y negra.
Y ya no fue.
De un frío de éter.
Despertó muerto.
Estaba muerto: (sin voz, sin movimiento, sin vista, sin calor!
Con las manos crispadas, los oídos tapiados, y el cerebro en febril actividad.
Pensó.
Primero poco a poco; después, con celeridad pasmosa, con velocidad inconcebible,
atravesando todas las capas, y todos los límites, y todos los espacios.
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Galopó sobre el Tiempo y bebió la Distancia.
Si hubiera estado vivo, se le habrían erizado los cabellos mojados de sudor, y se le habrían
desgarrado las fauces como ramajes resecos.
No pudo gritar.
Muerto.
Definitivamente muerto.
Era el occiso.
Era un dolor tan enorme, que fue haciéndose palpable y consciente; que, fue espesando el
vacío, colmado de soledad, volcándose en la nada.
Era un dolor profundo y hondo como el agujero en que yacía; un dolor profundo y hondo
que crecía y se agigantaba, y que iba, tal vez, a romper la caja, la muralla, el límite.
EI hombre resurgía en el muerto, y soñaba como hombre que fue, no como larva que era,
como fantasma que nacía.
Pavor, ¿por qué? si en las horas pretéritas, después del día de fatiga, de trabajo o de
placer, sentía una dulce alegría con la pequeña muerte de cada noche, y se tendía blandamente
en el túmulo blanco del lecho para ser cadáver unas horas.
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Y el occiso seguía pensando, en un suplicio cada vez más inmenso y más feroz.
Tan inmenso y tan feroz, que se hinchaba, inflando y conmoviendo la fosa con un rumor
sordo y lúgubre.
La nada se espesaba de una lava pululante, de un líquido viscoso, con olor a humedad y a
moho.
¿Era, que un musgo fétido, con hedor de podredumbre, le brotaba en las cuencas
orbitarias, le escocía en las fosas nasales, y le resbalaba por los pómulos, como gotas de sangre
tibia y negruzca?
¡Ay!
Eran los gusanos, gordos, redondos, pegajosos, viscosos, llenos de babas y de pus.
Eran los gusanos, que se arracimaban, que se multiplicaban, y corrían por todo su cuerpo
en surcos flemosos.
Eran los gusanos que se lo comían como pulpos ávidos, como vampiros insaciables y
voraces.
Eran, sus cuerpos anillados y blancuzcos, que le chupaban todo el ser, con besos
asquerosos de encías desdentadas.
¡Eran los gusanos, sus compañeros últimos, sus amigos postreros, los que llenaban su
vacío y su soledad!
Y el occiso iba desfalleciendo más pronto y deshaciéndose más rápido en tal compañía.
El cuajarón sanguinolento del corazón, que estaba congelado, pero en su lugar, se había
desgajado de raíz.
Por los oídos sintió una salmodia de réquiem, un doliente himno ultraterreno.
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Y, en la superficie del cráneo mondo, penetró aquella masa pegajosa en la cavidad de la
cabeza, y fue rodeando los caracoles de las circunvalaciones cerebrales.
Ya no sabía.
Se esforzaba en recordar.
¿Qué había?
¿Qué había?
¿Y ahora?
-Tralalá, lalalalá.
¿Y, ahora?
-Tra, lá.
Y no más.
¡NO MAS!
Estaba otra vez perdido para siempre en la nada, disuelto en el vacío, hundido en el sueño
clorofórmico.
Sin embargo, uno insistía, el último, chupando impávido el único cuajo de sangre que
quedaba.
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El último gusano, el último gusano, debía ser de luz, de una luz verde. ¡Ay!
Y el grito del occiso al terminar, fue un grito de espanto, una convulsión de placer. Fue,
como la postrera eyaculación.
Fuera, rebrillaba el sol, y anidaban los pájaros en los ramajes verdes y jugosos, cantando
como locos.
JOSE SANTOS GONZALEZ VERA nació en San Francisco del Monte, el 17 de septiembre
de 1897. Cursa estudios básicos en la Escuela Parroquial de Talagante y más tarde en el Liceo
Valentín Letelier, de Santiago, plantel que debe abandonar para dedicarse a los más extraños
oficios. A esta diversidad de experiencias, debe su particular sentido del humor, de finísimo cuño, y
su aguda capacidad crítica envuelta en un tono socarrón, de raíz campesina. Fue secretario de
Selva Lírica, la legendaria revista de artes y letras. Se le otorgó el Premio Nacional de Literatura en
1950. Murió en Santiago el 27 de febrero de 1970.
Obra literaria: Alhué (estampas de una aldea, 1928), Vidas mínimas, (novela, 1923),
Cuando era muchacho (memorias, 1950), Eutrapelia, honesta recreación (ensayos, 1955), Algunos
(ensayos biográficos, 1959) Aprendiz de hombre (memorias, 1960) y La copia y otros originales
(cuentos, 1961).
66
ISMAEL O EL RELOJ DE LA POBREZA
Alhué, debo reconocerlo, era un pueblo con individualidad. Pocas moscas, un solo fraile y
ningún carabinero. Casi reunía las condiciones deseadas por Baroja para su república del Bidasoa.
Sus habitantes tuvieron el buen gusto de bautizar las calles con nombres útiles, precisos y
localmente históricos. Nada de remontarse a la revolución francesa ni al descubrimiento de la
imprenta, ni invocar nombres militares, gregorianos o políticos.
La calle donde expendían pan, hierros, verduras y drogas, en vez de llamarse San Pablo o
San Diego, denominábase razonablemente Calle del Comercio.
Después, más allá de la plaza, seguía la calle en que se construyó la primera casa de dos
pisos y se instaló el primer hotel. Fue, por ambos motivos, Calle del Progreso.
La del oriente, no había en ella más que una casa perdida, fue Calle de la Libertad. Quien
por ella transitaba veía campo, anchura y lejanía. Y así.
Seguía luego la calle de las mujeres que cantan, de las que son alegres y dan su alegría, y
con la alegría su cuerpo a todos los hombres; pero como también daban alcohol, los favorecidos
con sus dones, formaban con frecuencia trifulcas resonantes. Y variando un poco la denominación,
los piadosos vecinos llamáronla Calle de Tribulco. Así parecía evocar algo de ascendencia
araucana.
Y otra que va y baja con decisión al río, porque en ella tenían su morada tres sujetos que
vivían de la pesca, fue Calle de los Pescadores.
Los pescadores habitaban casuchas miserables, raídas como sus propios trajes. Desde la
acera, empinándose un poco sobre las vallas, se les veía trabajar: remendaban los puntos débiles
de sus redes.
El segundo y el tercero tenían la edad de los hombres sin esperanza. Cuarenta o cincuenta
años. Se parecían demasiado para no ser parientes: sus cabezas estaban cubiertas de mucha
cabellera y de un poco de barba. Eran de estatura corriente, de aspecto vulgar. EI descuido les
cubría de la frente a los pies. No tenían esperanza.
No se sabía, y nadie se preocupó nunca de saberlo, cómo y para qué el destino quiso
reunirlos en este pueblo y en esa calle.
Eran víctimas del otoño lo mismo que las hojas. Nacieron para ser peones de la casualidad
y resignarse a lo que viniera. Pertenecían al ejército, al gris ejército de los hombres que malean la
atmósfera, achican la tierra y afean la vida sin propósito ni razón.
Ahí estaban remendando las redes. Ahí estuvieron siempre moviendo sus manos en el
mismo afán. Y ahí seguirán hasta que Aliste se ponga su delantal de ancha cartera.
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Miraba desde el fondo de unos ojos grandes. Sus bigotes castaños cubríanle
honestamente la boca. Su organismo, casi bien conservado, había dejado atrás más de treinta
años. No era enfermizo y cuando solía reír, mostraba una dentadura que en la ciudad obligan a la
risa constante; pero no era su fuerte la alegría.
¿Por qué trabajaba tanto? Algunos lo hacen para enriquecerse, otros para obsequiar a su
mujer lindas cosas. Ismael, empero, no cambiaba de indumentaria, y su mujer se levantaba y se
acostaba con el mismo atavio.
Tenía nombre con olor a campo: Clorinda. Era flaca, casi alta, de amarillentas mejillas, de
mirada fría y muy habladora.
Si el pescador estaba en el patio remendando sus redes, ella remolineaba en torno con el
indispensable pretexto de quehaceres domésticos. No creáis que rondara en silencio. Estaba su
boca modelada para las recriminaciones y se consagraba a proferirlas casi de sol a sol.
Vivía agriada. Nunca se le escapaba una palabra alegre. Había suprimido de su existencia
la cordialidad. Cuando no podía emprenderlas contra su marido, emprendíalas con su chico, el
gato o las gallinas. El parrón mismo no era ajeno a sus invectivas. Según ella, no crecía como un
álamo sólo para obstruirle el paso.
-¡Hasta cuando sufriré, Dios mío -así comenzaba su monólogo. Una se embroma teniendo
chiquillos y mortificándose en la casa. Y al sinvergüenza no se le da ni pizca. No deja pasar mujer.
La tonta trabaja como bestia y el caballero no se preocupa sino de amancebarse con cuanta
licenciosa encuentra a mano. Pero le ha de salir bien salado. A esa yegua del bajo le van a pedir la
casa. ¡Tengo que correrte todas las mujeres! ¿Hasta cuándo quieres verme sufrir? Te haces el leso
y te ríes. Ya veremos quién lo hace con más ganas. Yo me quejaré al Comandante.
Ese monólogo bronco, cotidiano, podía considerarse fina y velada alusión a la viuda del
bajo. El bajo era un rancho situado en el vértice de la calle con el río. Y lo habitaba la viuda, la más
saludable viuda que hayan visto mis ojos. Si su casa hubiera tenido un frontispicio de mediana
nobleza, justo habría sido grabar en él este elogio de su dueña: "Tiene un firme tesoro debajo del
vestido".
Ismael, a pesar de su actitud taciturna, guiado acaso por el sortilegio de su nombre, había
logrado asir ese tesoro. De tarde en tarde, desaparecía de su casa una semana entera.
Entonces Clorinda, lagrimeando visitaba a Loreto. Esta le ponía en sus manos un paquetito
de polvos. Apenas entraba la noche, Clorinda iba a esparcirlos junto a la casa de la viuda, sin
olvidarse de rezar previamente y de encender velas a la Virgen que protege la integridad de los
matrimonios.
Su marido regresaba un día cualquiera. Ella lo examinaba. Traía ropa más nueva y más
limpia y su fisonomía reflejaba el buen humor.
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-Si estás dispuesta a continuar hablando, me voy.
Clorinda secaba sus lágrimas con el delantal, cerraba la boca y, transformada en otra
Clorinda, se iba a la cocina. La merienda de ese día era mejor. En el lecho había ropa limpia.
Ismael dialogaba con el chico. Producíanse lapsos de silencio. Y durante algunas horas flotaba en
el hogar esa simpatía que le atribuyen los solteros.
La mañana empujaba a Ismael hacia el río. A las doce llegaba con sartas de pescados. Se
iniciaba en ese instante el crepúsculo de la amistad.
-¡Ah!
-Si no te gusta, ándate al bajo a comer manjares. Ya se que no tengo suerte para nada
porque...
¿Y cómo va el baile?
El río de Alhué era modestísimo. A buen paso se venía desde la cordillera dando vueltas.
Deteníase en cada curva para responder a los sauces que lo saludaban en nombre de los pueblos.
Y seguía con su humilde caudal hasta donde se acaba la tierra.
Pero con Alhué era muy distinto. De su frontera corría jubilosamente entre una doble fila de
sauces y de espinos. Estos, desde los cerros, le hacían señales con sus ramas desnudas.
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Apenas comenzaba a quemar el sol, entraban en sus aguas los tres pescadores. Y ahí
permanecían muy abiertos de piernas moviendo las redes.
Se reunieron los vecinos, rastrearon el río y no hallaron el cadáver. Cuando la noche vino,
volvieron a juntarse, y el más baqueano pegó sobre una tabla apropiada una gruesa vela, entró en
las aguas y la soltó en el punto menos correntoso.
La tabla fue primero arrastrada al sur. Seguían los vecinos su avance. Después se desvió y
entró en la órbita del remanso. Avanzó algunos metros y comenzó a girar sobre sí misma, y de
pronto, hecho inverosímil, se hundió verticalmente.
Comprendió la gente, con pavor, que bajo el agua no había sólo cieno. Mas, no se pudo
rescatar el cadáver.
Su vista vagaba por la gris superficie del río, pero, al cabo de un instante, la línea del agua
se rompió. Algo brillante, luminoso, que tenía la vaga forma de una manta, estaba allí flotando.
Se frotó los ojos para comprobar que no dormía. El animal seguía casi inmóvil. Su
anchísima cabeza era tremeluciente y su cuerpo daba la impresión de estar cubierto por una piel
brillante y coloreada. Era un feo monstruo, pero resultaba imposible dejar de mirarle.
El replicaba:
En su juventud trabajó la tierra; luego se vino al pueblo y, como todos los que tienen
iniciativas, un día partió a la ciudad.
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Don Manuel Jesús poseía sus mañas. Sabia regatear como vieja. Cuando había menos
pejerreyes que truchas, pagaba mal, porque aquéllos eran desabridos y de difícil venta. Si
abundaban las truchas grandes, se quejaba también y alegaba que las pequeñas son las más
sabrosas. Y si la plétora era de pejerreyes, decía:
Cuando Ismael respondía a su mujer que no le daría ese gusto, sino otro, traducía a su
manera el confuso estado de su ánimo.
Clorinda empezaba a inquietarse y rogaba a Dios que suprimiese los días festivos.
Pero un día era al fin domingo. A pesar del sereno sol, del aire liviano y de la perspectiva
azul, condiciones adecuadas para la alegría, la casa de Ismael estaba saturada de angustia.
Y se iban.
Vaciaban muchas botellas en el almacén de don Nazario. Pasaba la tarde. Aliste peroraba
sobre las ánimas. Decía también que cuando muriese el asno, le enterraría en el cementerio sin
avisar a nadie.
-¡Tu pollera azul! ¡La otra ropa! ¡EI manto! ¡Las enaguas!
-¡¡¡Las enaguas!!!
En el patio se van acumulando las más extrañas prendas femeninas. Acaso toda la reserva
de la, en ese instante, pobre mujer.
Cuando todos los trapos de la casa están en la pila, impulsado por su alma roja, vacia la
botella.
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Llora la mujer.
Grita el niño.
Escuché.
De la pared se desprendía un ruido leve, acompasado, comparable sólo al tic-tac del reloj.
Cuando se oye en una casa, los que en ella viven están como maldecidos. Van siempre
para abajo.
WALTER MONTENEGRO
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OTOÑO
Don Cristóbal Guzmán pensaba que lo más importante en la vida era tener el despacho al
día. Con orgullo desmedido, si se piensa que era hombre de corazón humilde, afirmó muchas
veces que nunca, en largos años de oficinista, había tenido su trabajo atrasado.
Todo ello parecía ahora sumido en el más profundo olvido. Con indiferencia inexplicable
veía crecer la montaña de papeles que se iba formando sobre su escritorio. Cartas oficiales,
cuadros estadísticos e informes técnicos amenazaban enterrar su bien ganado prestigio.
Apoyados los codas sobre la mesa, mordía un lápiz distraídamente. Su mirada vagaba de
un lado a otro, como haciendo un viaje de turista hastiado, por los rincones de la habitación.
Por momentos parecía recobrar la conciencia de los hechos, al contacto eléctrico de los
ojos de su secretaria, nerviosa joven de gruesos anteojos que, llena de iniciativas y opiniones, era
ego que se llama el "brazo derecho" de su jefe; robusto brazo que, frecuentemente, actuaba con
absoluta autonomía.
Algunas veces don Cristóbal había advertido estos desbordes, y hasta hubo proyectado
severas actitudes represivas. "No es necesario herirla -se decía-, pero hay que poner los puntos
sobre las íes". Luego perdía todo valor e iniciativa frente a los redondos anteojos a través de los
cuales salían rayos hirientes y precisos que hoy parecían atraer con alcance telescópico la
atención de don Cristóbal perdida en otros mundos.
El señor Guzmán había acabado por resignarse a aquella situación. Después de todo, no
es grato haber pasado quince años bregando como profesor de primaria, con miles de chiquillos
burlones y mal inclinados; para luego, alcanzando cierto sitial de respetabilidad y reposo, volver a
ponerse en pie de guerra; y esta vez, con un enemigo por sí solo infinitamente más peligroso que
la suma de todos los discípulos de otros tiempos.
Era ésa la historia de don Cristóbal Guzmán, hombre de cincuenta y dos años de edad;
una larga carrera como profesor en las escuelas fiscales, mal pagado por el Estado y escarnecido
por los niños, para llegar, al final, a ocupar su actual situación de Jefe de un Departamento en el
Ministerio de Educación.
Cómo se produjo este cambio, don Cristóbal nunca quiso averiguarlo, y se limitó a recibirlo
como las plantas deben recibir la lluvia, sin preocuparse por averiguar el origen meteorológico del
beneficio.
Podían haber sido dos cosas: primera, simplemente, su apariencia insignificante, su gesto
cohibido, esa timidez que le hacía levantar los ojos con gratitud de perro casero cuando alguien se
mostraba cordial con él; su paciencia, su resignación y su silencio, que siempre son gratos a los
ojos de los superiores (como él mismo solía decir). O, quizá, aquel laborioso informe que una vez
presentara ante las autoridades escolares sobre una reforma de los métodos pedagógicos en
vigencia. El señor Guzmán oyó, algún tiempo después de haber elevado el informe, que el Ministro
de Educación, en un famoso discurso, decía cosas así exactamente iguales a las que él había
afirmado en su trabajo.
"Es necesario huir de esta equivocada enseñanza que atiborra la inteligencia del
estudiante con mil conocimientos que luego son olvidados y no dejan en él ninguna idea
fundamental, ni le sirven prácticamente para nada. Enseñemósle a comprender antes que
aprender, ¡Sí, señores!".
73
Esto de "sí, señores" no lo había puesto el señor Guzmán. Era la contribución del Ministro.
Don Cristóbal no pudo menos que asentir con entusiasmo, cuando otro maestro, parado
junto a él en el gran desfile escolar, dijo: "¡Qué inteligente, e ilustrado, no? Raro Ministro".
La vida fue desde entonces una especie de paraíso para las modestas aspiraciones de don
Cristóbal; ya no más llegar a la escuela, para encontrarse con que los alumnos habían dibujado en
el pizarrón grotescas caricaturas suyas, ridiculizando sus pantalones arrugados, su cuerpo
demasiado delgado, y su sombrero sin forma apropiada; no más gritar inútilmente "silencio, niños,
o rebajo un punto a toda la clase"; no más pelotas de papel volando misteriosamente de uno a otro
lado del aula, ni bolitas de cristal malvadamente colocadas debajo de las patas de su silla, hasta
haberle producido aquel complejo de desconfianza que le hacia mirar siempre con recelo hacia
abajo antes de sentarse. Ahora, las cosas eran muy diferentes; la quieta oficina, el respeto de los
tres auxiliares que trabajaban en su sección, y el poder emitir algunas opiniones propias, cuando le
pedían un "informe técnico".
Lo único que agriaba la dicha de don Cristóbal, era el carácter de su "brazo derecho". La
señorita Luisa Clara, como la llamaban todos en el Ministerio, era para el temperamento de don
Cristóbal una especie de perenne amenaza de tormenta sobre un apacible paisaje. "En primer
lugar, se decía el señor Guzmán, ¿para qué llamarse Luisa Clara? ,No es acaso suficiente con un
nombre? Luisa Clara, realmente, suena muy enfático".
Siempre activa y enérgica y llena de iniciativas. Cada semana anunciaba a don Cristóbal
alguna nueva empresa a la cual dedicaría su vida entera. Tenía un modo de decir "mi vida entera",
que irritaba irremediablemente al señor Guzmán. Pero demasiado tímido para hacer ninguna
observación, se limitaba a sonreír servilmente. Entonces, ella tomando el brazo de su jefe, reía con
una risa estridente que acababa por destemplar los nervios del viejo maestro.
-Ud. no sabe de estas cosas, don Cristóbal. Indudablemente, Ud. es demasiado bueno, e
ignora las maldades del mundo, pero nosotras, tenemos que luchar, luchar sin descanso... -y volvía
a lanzar otra vez aquella sonora y bien modulada carcajada que tanto disgustaba a don Cristóbal.
La señorita Luisa Clara acostumbraba decir que la gente de espíritu sano, ríe abierta y
fuertemente. "Mens sana in corpore sano" -concluía proféticamente, levantando el índice de su
mano derecha, con un destello muy inteligente detrás de sus gruesos anteojos. Para ella, todo era
"indudable".
Así y todo, don Cristóbal se sentía contento con su destino, y miraba con ojos serenos
hacia el porvenir que ya no podría reservarle grandes sorpresas, hasta un día en que la señorita
Luisa Clara, que organizaba las audiencias públicas con severa rigidez, despidió al último visitante,
y luego dijo a don Cristóbal:
No, dígale que pase. Estas pobres gentes gastan todos sus ahorros en venir a La Paz a
hacer sus reclamos. Un día más en hoteles o pensiones, cuesta mucho dinero.
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Oh, siempre las mismas quejas: que el sueldo es insignificante, o que quieren cambiar de
escuela porque no se llevan bien con el Director. Ud. es muy bueno, don Cristóbal. Ya se lo he
advertido muchas veces.
Don Cristóbal sonrió avergonzado de su bondad. La señorita Luisa Clara abrió la puerta y
entró la maestra.
Tenía puesto un vestido negro de tela humilde que, a las claras, mostraba su excesivo
contacto con el cepillo y las mezclas caseras para quitar manchas. Saludó a don Cristóbal con
cierta afectación y, como si tratara de dar el mayor encanto posible a su sonrisa.
Inició la charla como si estuviese escribiendo una carta oficial y pusiese previamente
"señor Director" y luego dos puntos. No dejó de sentirse alagada el señor Guzmán por la impresión
que ella le daba de estar realizando una entrevista trascendental.
Conforme hacía su historia (huérfana, obligada a ganarse el pan de cada día y trabajando
en una escuela de provincia de la que quería ser cambiada porque el Director parecía no tenerle
buena voluntad), don Cristóbal la examinaba subrepticiamente.
Tenía esa lozanía de cutis propia de la gente del valle; sus labios eran extraordinariamente
jugosos, y, aunque estaba muy formalmente sentada en la incomoda silla de duro respaldo, había
en su actitud una especie de tibio abandono a medias amoroso y maternal.
Don Cristóbal tuvo que suspender su examen ligeramente asustado, para responder algo.
Pero luego, sus ojos volvieron a recrearse en la contemplación del busto solido y opulento. Los
senos mostraban netamente su forma debajo del vestido seguramente un tanto encogido a fuerza
de viejo. Y luego, aquellas curvas del vientre y las caderas apretadas por la falda. Las medias
negras de algodón revelaban debajo de sí una blancura que...
Don Cristóbal, sobresaltadísimo, levantó los ojos y se puso a disertar muy serio acerca de
las dificultades de realizar cambios sin antes consultar a los Jefes de Distrito; pero,
inevitablemente, su mirada volvía a posarse en el cuerpo de la maestra.
Don Cristóbal no quería dar por terminada la charla, y formuló algunas preguntas acerca de
esto y aquello.
Ella iba cobrando ánimo y hablaba con soltura, aunque empleando siempre palabras un
tanto rebuscadas. Decía por ejemplo, "debo participar a Ud., señor Director".
El señor Guzmán sonreía bondadosamente, y hasta habría querido hacer alguna broma,
pero, automáticamente levantó la vista y vio que el "brazo derecho" tenía severamente apuntados
hacia el sus grandes anteojos, desde detrás de la máquina de escribir. Y sintiéndose muy
alarmado, reprimió su impulso humorístico.
-Vuelva Ud. después de dos días, y veremos si puedo hacer algo. Venga el jueves a esta
misma hora.
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Ella se puso en pie y se despidió. Don Cristóbal adquirió por primera vez en su vida, dos
nociones: que las mujeres tenían manos muy suaves y tibias, y que dejaban un olor agradabilísimo
detrás de ellas; aquella inquietante mezcla de fragancia de cuerpo joven y olor de ropa limpia, y
alguna loción, aunque fuera barata. Naturalmente, el señor Guzmán ignoraba estos detalles de
composición química, y se limitaba a disfrutar del aroma, hasta que él desapareció violentamente
batido por el rápido paso de la señorita Luisa Clara que vino en aquel instante a anunciar la
próxima entrevista. Ella era perfectamente inodora, si se exceptúa cierto vago tufo de bencina que
tenían sus vestidos los lunes en la mañana, seguramente por haber sido desmanchados el día
anterior con dicho producto.
Durante los días siguientes, y sin saber por qué, don Cristóbal se sintió más fastidiado que
de costumbre con la señorita. Luisa Clara.
-Esta mujer se cree aquí el jefe -se decía- y el jefe soy yo. Digo mal, no es una mujer,
porque si lo fuera, tendría la misma fragancia que la señorita Quiroga; ése es aroma de mujer, y no
aquel olor de automóvil de los lunes por la mañana.
La señorita Luisa Clara, activa como de costumbre; propuso varios proyectos que el señor
Guzmán rechazó sistemáticamente.
Es necesario darle la sensación de que quien manda aquí soy yo, una vez por todas
-pensaba el Director- y nada de llamarla otra vez señorita Luisa Clara, Luisa a secas, y basta.
-Bueno... Es que un nombre me parece suficiente -murmuró don Cristóbal muy encendido y
tartamudeando.
-No señor, no señor -contestó ella levantando el índice de la llano derecha. Ya sabe que
todo el Ministerio me llama Luisa Clara, y que yo siempre firmo mis artículos con los dos nombres.
Además ¿por qué negarle esa satisfacción a su brazo derecho? No olvide, don Cristóbal, que soy
su brazo derecho -concluyó, disparando su metálica carcajada.
Don Cristóbal no respondió nada, pero unos instantes después se le ocurrió que habría
podido responderle: "Si Ud. es mi brazo derecho, yo quisiera ser zurdo". Claro, eso habría estado
muy bien. No pudo menos que sonreír celebrando su ingenio.
-Muy bien, muy bien, señor Guzmán -dijo la aguda secretaria, a quien nada se le escapaba
-ya sonríe Ud., y eso quiere decir que una vez más he conseguido disipar su mal humor. Aquí,
entre nosotros, lo que a Ud. le hace falta, indudablemente -añadió con una picarezca sonrisa- es
casarse.
-Señorita Luisa, digo señorita Luisa Clara, yo estoy muy bien así. -Don Cristóbal
difícilmente podía reprimir su cólera.
-No, no, no, no. A mí no se me engaña -el índice de la mano derecha se movió
sentenciosamente en el aire.
-Indudablemente.
-Voy a salir un momento... y don Cristóbal salió de la oficina, sintiendo nauseas afuera,
disgustado.
76
Así llegó el día de la segunda entrevista con la señorita Quiroga.
Don Cristóbal no pudo evitar al mirar furtivamente dos o tres veces su reloj, mientras
desfilaban por su despacho otros solicitantes.
, -Aquella maestra de provincia, ,como se apellida? Ah, Quiroga. Bueno, todos se llaman
Quiroga en Cochabamba.
La señorita Quiroga entró con paso firme que le hacia temblar los senos debajo del vestido
negro. El pequeño sombrero dejaba ver una buena porción de los cabellos castaños, ligeramente
ondulados.
La entrevista transcurrió con cierta dificultad, porque nada había hecho don Cristóbal en el
asunto. Pero la joven maestra repitió casi enteramente su historia, y el pudo dedicarse a la grata
tarea de contemplarla.
-Ejem, señorita Luisa Clara -dijo sonriendo tan amablemente como le fue posible- ¿querría
Ud. hacerme el favor de traer las listas de profesores de Cochabamba, con especificación por
escuelas?
La secretaria se puso de pie, abrió la puerta, y llamó a uno de los auxiliares que trabajaban
en la próxima habitación.
-Ud. misma, personalmente, tenga la bondad. Ya sabe, los auxiliares nunca comprenden lo
que uno quiere.
-Indudablemente -le dirigió una mirada de desconfianza, y salió dejando la puerta abierta.
-Vea Ud., señorita Quiroga, no quisiera que interpretase mal, pero, Ud. sabe, aquí no
dispongo de mucho tiempo. Si me permitiera invitarla a tomar una taza de té, podríamos charlar
más detenidamente. Por supuesto, si Ud. no tiene inconveniente.
-Claro que no, señor Guzmán. Es un honor inmerecido para mí que una alta autoridad
educacional...
Iba a continuar la frase, pero don Cristóbal, muy apresurado y temblando ante su propia
audacia, porque ya se oían los pasos de la secretaria, la interrumpió.
-El sábado. La buscaré en su alojamiento alas cinco de la tarde. ¿Dónde vive Ud.?
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-En la pensión "Los Andes".
En ese preciso instante entró la señorita Luisa Clara con un voluminoso legajo de papeles,
y examinando escrutadoramente a don Cristóbal y la maestra.
Ella se levantó, dispersando otra vez su cálida fragancia, y salió después de estrechar la
mano de don Cristóbal.
La secretaria hizo un gesto de indecible y deliberado asombro, pero no dijo nada. El señor
Guzmán quiso simular que no había advertido la actitud de su brazo derecho, pero al fin no pudo
contenerse y preguntó nerviosamente.
-¿Que le pasa?
-Pues, don Cristóbal, tres años que trabajamos juntos, y todavía me sorprende Ud. Me pide
las listas de maestros para resolver el asunto de aquella profesora, y luego la deja irse sin siquiera
mirar las listas.
-El índice de la mano derecha se levantó y trazó en el aire algunos signos a medias de
sospecha y de acusación.
Las sienes de don Cristóbal palpitaban violentamente. Su gesto de audacia había sido
demasiado grande.
Durante los siguientes días, antes de la fecha señalada para la cita, se sintió poseído de
extraordinaria nerviosidad. Era la primera vez en su vida que se encontraba en trance de invitar a
una mujer. No pudo evitar, al pasar por ciertos cafés de moda, el mirar curiosamente hacia adentro,
examinando la distribución de las mesas e imaginando cual de ellas podría ocupar con la señorita
Quiroga.
Por una parte, la idea ofrecía halagadoras perspectivas para su vanidad. Pero tenía miedo
de encontrarse mezclado en aquella muchedumbre de gente muy elegante entre cuyos trajes -no
pudo menos que advertirlo a pesar de su inexperiencia- el suyo y el de su amiga no se
encontrarían muy a tono. Ya se había fijado, durante sus excursiones preliminares, en el derroche
de pieles y plumas que lucían las damas. Realmente, sería preferible buscar un establecimiento
más modesto.
EI sábado, a las cinco de la tarde, y con una vaga aprensión de no encontrar a la señorita
Quiroga, don Cristóbal se presentó en la pensión "Los Andes". Durante la mañana había dado a
planchar su traje, tenía una camisa muy bien planchada y se había puesto aquella corbata de color
azul brillante que le regaló alguno de los auxiliares de la oficina en un cumpleaños, y que hasta
entonces nunca quiso usar.
Ella salió a recibirle, y le pidió que la esperara unos minutos. A poco reapareció llevando su
mismo vestido negro cuidadosamente preparado para esta oportunidad.
Conforme iban andando por la calle, y en medio de las minuciosas precauciones del señor
Guzmán para ceder siempre la acera a su pareja, él tuvo un ligero sobresalto. Un vago aroma de
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bencina llegó hasta su narices; miró con inquietud a una y otra parte, esperando ver a la señorita
Luisa Clara.
Don Cristóbal pensó en ello con ternura, sintiéndose objeto de un homenaje especialísimo.
Sin embargo, habría preferido que quedasen algunas manchas, y que desapareciese el ingrato
olor.
Llegado al café (no el de lujo, sino otro mucho más modesto) , el señor Guzmán cometió
algunos errores imputables a su inexperiencia. Un humilde maestro de primaria sabrá mucho
acerca de la manera de orientarse, poniendo el brazo derecho hacia donde sale el sol, y otras
cosas semejantes, pero no tiene obligación de saber que primero toman asiento las damas, con
una lijera ayuda protocolar de parte de los caballeros; que hay que dejar el sombrero en los lugares
especialmente designados para ello, etc.
Por eso, adoptando un aire de gran naturalidad que le pareció conveniente para disimular
su embarazo, pero mirando recelosamente hacia abajo como de costumbre, se sentó tan pronto
como llegaron frente a su mesa, mientras ella continuaba todavía en pie tratando de poner en
buena posición su silla.
La charla transcurrió gratísimamente para don Cristóbal, que admiró las buenas maneras y
la soltura de la señorita Quiroga. Tenía, sobre todo, un modo de tomar las cosas con las dedos
índice y pulgar, levantando graciosamente el meñique ligeramente encorvado, que pareció al señor
Guzmán lo más exquisito de las buenas maneras. Sin pensarlo mucha, trató en la mejor forma
posible, de dar a sus manos el mismo dispositivo estético. Hacia tiempo que su sombrero había
caído de sus rodillas al suelo.
Don Cristóbal, que había enseñado gramática en las escuelas, no podía menos que
advertir ciertas fallas, en el lenguaje de su amiga. Decía, por ejemplo "prespectiva" o "giminasia";
pero todo ello, en vez de soliviantar el celo purista del viejo maestro, no hacía sino inducirle a
conmovidas reflexiones acerca de los escasos medios que tienen los pobres profesores para
adquirir una sólida preparación.
No se habló una palabra del asunto de la señorita Quiroga. Y cuando don Cristóbal se
despidió de ella en la puerta de la pensión, le pidió que fuese nuevamente a verlo en su oficina,
dos días más tarde.
-Me parece, señor Director (le llamaba siempre señor Director cuando quería hacer algo
por cuenta propia), que podemos solucionar muy fácilmente el asunto de la señorita Quiroga que
ya lleva esperando mucho aquí. Hay una vacancia en la Escuela N., y en vez de mandar una
nueva maestra, sería conveniente...
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-Sabe, señorita Luisa, tengo que pensar detenidamente sobre este asunto antes de
resolverlo.
-Pero don Cristóbal, si no hay nada que pensar; el procedimiento es muy sencillo;
simplemente...
-¿Ah, sí? Muy bien, muy bien. Indudablemente, Ud. es el jefe –dijo ella alejándose
ligeramente encendida sonriendo agriamente.
Aquella tarde don Cristóbal Se vio obligado a confesar nuevamente a la señorita Quiroga
que aún no había hecho nada.
Ella se ruborizó, y muy turbada dijo algo acerca de que sus recursos eran escasos y no le
permitían quedarse mucho tiempo más en La Paz.
El señor Guzmán recibió un golpe en el corazón. Una inmensa compasión que casi le
humedeció los ojos, y el sentido del deber, se levantaron violentamente desde el fondo de su
conciencia.
-Y redacte ahora mismo el telegrama ordenando aquel cambio de destino del que usted...
de que hablamos esta mañana.
-Nada, nada. Este usted tranquila y contenta. Espero que la veré antes de su viaje -añadió
bajando ligeramente la voz para que el "brazo derecho" no oyera sus últimas palabras.
Salió de la oficina tan abstraído, que ni siquiera advirtió la inquisitiva y perspicaz mirada de
su secretaria, que como para llamarle la atención, le dijo con voz muy clara y bien modulada:
"Hasta mañana, señor Director".
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Aquella noche fue la más extraña de la vida de don Cristóbal. Jamás el insomnio le había
visitado. Metódico y sobrio, estaba acostumbrado a poner la cabeza sobre la almohada y dormir
profundamente. Cuando soñaba, era con simples imágenes que después de realizar absurdas
combinaciones, se iban sin dejar huella.
-Los hombres casados -pensaba don Cristóbal- vuelven a su casa después del trabajo, y
les espera la mujer con un delantal blanco atado a la cintura, que les dan un delicioso aire
hogareño; se besan, él cuenta cosas de la oficina y ella habla de los asuntos de la casa. El se
sienta a leer los diarios, o se ocupa de arreglar pequeños desperfectos en los muebles, mientras
ella cose o prepara la comida. Después, salen juntos; a las mujeres les gusta ir al cine, se sientan
muy próximo uno al otro y se toman de las manos al amparo de la oscuridad. Luego, otra vez la
casa. Naturalmente, don Cristóbal no sabia cómo podría realizarse aquella de desnudarse ambos
en la misma habitación, pero su imaginación saltaba sobre estos detalles y volaba luego
febrilmente.
Cuando al fin llegó a dormir, aquello fue un caos de mujeres que se desvestían, de
extender las manos y percibir la tibieza de otro cuerpo, de delantales blancos y medias negras. La
señorita Quiroga tenía desatados los cabellos castaños sobre la blancura de la almohada. Don
Cristóbal iba a despertarla tocando sus labios, pero de otra cama colocada al frente de la suya,
surgía repentinamente la figura del señor Ministro que, vestido con su uniforme de gala, y dando
golpes de puño, decía: "No, señores, sí, señores", mirando al señor Guzmán con gran severidad
que le impedía llegar a los labios de la señorita Quiroga, no obstante que habría querido pedir
permiso para hacerlo. "No, señores", vociferaba entre tanto el Ministro.
Despertó fatigadísimo, pero cuando salió para ir a la oficina, sus ojos, habitualmente
opacos, tenían cierta llama de resolución ardiendo en lo más profundo.
-Pero, si la tiene ahí desde ayer. Y se aproximó al escritorio de don Cristóbal. Parecía
empeñada en demostrar su enojo con los bruscos ademanes con los cuales desplegaba los
documentos para la firma del jefe.
Estuvo a punto de repetirla dos veces sobre la misma carta. El brazo derecho actuó
enérgicamente y apartó a tiempo el papel.
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Por la tarde, don Cristóbal parecía ya no abstraído sino muy nervioso e inquieto. Dos o tres
veces fue posible verle sonriendo tenuemente. El "brazo derecho", por su parte, empezó a mostrar
síntomas de extraordinario desasosiego. Rió repetidamente, sin motivo, y trató de agitar su índice
en el aire, pero sin éxito. Después de algunos movimientos vacilantes el índice caía abatido.
Durante una salida de la secretaria, don Cristóbal tomó el teléfono. Cuando ella volvió, una
franca sonrisa iluminaba el rostro del jefe, lo que pareció llevar al paroxismo el malestar del "brazo
derecho".
El señor Guzmán salió de la oficina más temprano que de costumbre, sin prestar la menor
atención al gesto notorio con que ella miró su reloj de pulsera, de grandes dimensiones, mientras
decía con su acostumbrado retintín:
Por eso la llamé por teléfono. Espero que no la habré molestado y que querrá Ud. salir
conmigo.
-Muy encantadísima -dijo ella, tocando nuevamente el corazón del maestro con su
deficiencia gramatical.
Don Cristóbal llevó a su amiga a aquel parque público, colgado como un nido en medio de
estáticos aluviones de arcilla donde al atardecer se refugian juntos, entre el follaje de los pinos, las
parejas de enamorados y algunos rayos que, al irse, el sol deja olvidados.
Sentados como estaban en un banco, separados por una respetuosa distancia, se limitó a
bajar los ojos y a dibujar algunos indescifrables jeroglíficos, con la punta de un zapata, sobre la
arena.
Ella hablaba volublemente, sin dar tiempo a don Cristóbal para hacer el necesario acopio
de fuerzas. Cuando, después de un momento de preparación iba a lanzarse, previas algunas toses
nerviosas, la señorita Quiroga irrumpía con algún nuevo comentario sobre el obscuro matiz de la
vegetación o las caprichosas formas de las montañas, y el señor Guzmán se veía obligado a
convenir en que, efectivamente, el verde de los valles es mucho más claro y que las rosas
adoptan, a veces, formas raras.
El tiempo iba pasando, entre tanto, y don Cristóbal, víctima de una tensión a la que no
estaba acostumbrado, se sentía realmente enfermo.
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AI fin, consiguió formular las primeras palabras de la frase que tan largamente había
preparado.
Pero Ud. no es viejo, don Cristóbal. Tengo un tío, seguramente mayor que Ud. que todavía
juega a la pelota de mano todos los domingos, sin faltar uno.
-Indudablemente... (¿por qué precisamente ahora se le había escapado, por primera vez,
la palabra?)
Ella rió de buena gana, y apoyando una mano sobre el trémulo brazo de don Cristóbal, le
dijo:
-Don Cristóbal, me parece que su secretaria tiene demasiada influencia, porque hasta usa
Ud. su palabra favorita. Estoy segura de que ella no me quiere -añadió después de un instante de
reflexión- y que, si hubiese podido, habría hecho fracasar mis gestiones. Se lo debo todo, todo, don
Cristóbal. Ud. ha sido un padre para mí, un verdadero padre.
-No me diga que no, señor Guzmán; si no hubiera sido por Ud., mis "prespectivas" estaban
perdidas -concluyó la señorita Quiroga, lanzando en alas de la suave brisa que jugaba entre los
pinos, su último error gramatical de la tarde.
Poco después, bajaban los dos por los senderos del parque, rumbo a la ciudad. Un
melancólico silencio envolvía los árboles y las casas. Las luces se encendían gradualmente, y
llegaban a veces ecos de bocinas de automóviles, como alaridos de monstruos remotos. El aroma
de la señorita Quiroga vagaba furtivamente en torno a don Cristóbal.
-Viajo mañana. Le agradezco una vez más con toda mi alma. Quisiera poderle pagar de
alguna manera el servicio que Ud. me ha hecho.
El no contestó, limitándose a levantar sus pobres ojos y a mirarla con toda la angustia que
puede caber en el corazón de un pedagogo desolado. Ella pudo haber comprendido. Pero las
mujeres no comprenden, o comprenden demasiado bien. Sonrió afectuosamente, y se alejó.
Al día siguiente se le habría podido tomar por un papel arrugado sobre su escritorio.
Contestaba con ausencia realmente cómica a las preguntas que le hacían.
El "brazo derecho" acusaba síntomas de inquietud, pero había una especie de excitación
gozosa en el gesto con que hizo vagar su índice por los ámbitos de la oficina.
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-Indudablemente, don Cristóbal a Ud. le pasa algo grave. Quisiera poder ayudarle, ser su
amiga, su confidente -concluyó solemnemente. El levantó los ojos y la miró sin responder. La
señorita Luisa Clara bajó los ojos ruborizada.
Era tal la angustia del señor Guzmán, que no pudo resistir al deseo de buscar consuelo.
Sin saber bien hasta qué punto llegarían sus confesiones, empezó a hablar trabajosamente.
-Ud. sabe, señorita... yo ya soy un hombre viejo, y me siento muy solo. No sé si debería
decirle estas cosas, pero Ud. ha sido siempre tan buena... secretaria...
-Hace tiempo que debía haberlo hecho -interrumpió él sin poder contener el desborde de
sus confidencias -ahora es demasiado tarde. Perdone que le diga.
-Señor Guzmán, Ud. me hace dichosa -exclamó la señorita Luisa Clara en tono que habría
debido sorprender a don Cristóbal, si él hubiese estado en condiciones más normales. Pero sin
comprender nada, continuó, más bien monologando que dirigiéndose a la secretaria.
-Soy demasiado viejo, demasiado viejo. "Puedo ser su padre" -añadió sonriendo
tristemente al recuerdo de aquella frase.
Señor Guzmán -interrumpió la secretaria poniéndose de pie -Ud. tiene la juventud del
corazón que es la única que vale. Y por lo que a mí se refiere, su edad no me importa, y estoy feliz
de haberle ayudado a decirme esto. Comprendo que, seguramente, no se atrevía Ud. por razones
de disciplina.
Y todo, porque Ud. es demasiado tímido y bueno y no sabe de las cosas de la vida.
Luego, encendida de rubor, se agachó y besó rápidamente a don Cristóbal en una mejilla.
El quedó mudo de espanto y no opuso resistencia.
En seguida la señorita Luisa Clara dijo: "esto hay que anunciarlo al mundo", y corriendo fue
hasta la puerta y llamó a los auxiliares que trabajaban en la oficina contigua. Cuando estuvieron
presentes, esperando con aire cohibido alguna reprimenda de las que solía promover el "brazo
derecho", la señorita Luisa Clara habló:
-Muchachos, como a compañeros de trabajo, les toca ser los primeros en saber la noticia.
(El índice apuntó gravemente al cielo como tomándole por testigo.) El señor Guzmán y yo,
acabamos de comprometernos en matrimonio.
-Pero señorita -dijo el señor Guzmán poniéndose bruscamente en pie, yo no... no...
-inexplicablemente le pareció imposible continuar y desmentir allí mismo a su secretaria.
Ella sonrió benévolamente. Los auxiliares no sabían que hacer. Uno de ellos, después de
vacilar, empezó a aplaudir, pero inmediatamente bajó las manos muy confundido.
-Señorita Luisa -exclamó don Cristóbal mortalmente pálido- quisiera que me comprenda.
Naturalmente, yo no se cómo explicar...
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-Nada, nada, Cristóbal -respondió ella sonriendo tiernamente -nosotros nos comprendemos
como... dos almas gemelas. Y no se preocupe por el resto. Ud. no conoce el mundo, pero para eso
estoy yo. Todo corre de mi cuenta -bruscamente se aproximó al espantado Director, y volvió a
besarle en una mejilla, produciéndole un incómodo cosquilleo con los aros de sus anteojos. A
continuación, riendo y saltando, salió de la oficina dichosa como un pajarillo.
¿Qué puede hacer un maestro de primaria en estas circunstancias? ¿De qué puede valerle
el saber aritmética, gramática, geografía e historia nacional? Tampoco los experimentos sobre
dilatación de los cuerpos bajo la acción del calor dan ninguna pauta para proceder en estas cosas.
No habiendo querido salir de su habitación, dos días más tarde, recibió allí el último número del
semanario "La Voz del Profesor". En la sección dedicada a las noticias personales, apareció el
retrato de la señorita Luisa Clara sentada detrás de un escritorio y con una pluma en la mano,
encabezando el anuncio de su matrimonio con él. La nota, en la cual se calificaba a ella de
"intelectual de avanzada" y "vigoroso talento", se refería a don Cristóbal en términos de "abnegado
maestro". Y concluía con estas palabras: "Indudablemente esta dichosa unión será el más perfecto
fruto de las afinidades electivas".
Don Cristóbal, mirando cautelosamente como de costumbre hacia abajo, se sentó poco a
poco en aquella silla de su cuarto, que crujía como crujen todas las sillas de las pensiones de
precios módicos.
HOMERO BASCUÑAN
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DON PIGUA
Don Pigua es uno de los barreteros más nombrados de la Oficina "Greta". Es, según el
decir de todos un hombre "de edad": treinta y cinco, cuarenta años, posiblemente. Alto. Fornido.
Imponente. Sufrido para el trabajo. Su martillo de seis libras, rebota incansable, todo el día sobre
las brocas de acero, incrustándolas en la costra dura y rebelde, en busca de la entraña blanca y
preciosa, dormida sobre la cova helada y milenaria.
Don Pigua no sabe de fatigas. Siempre activo. Siempre fustigando los aceros. Su barba
eternamente crecida y empolvada por la chuca, oculta en parte los carrillos deformados por la
armada de coca que le acompaña todo el día en la dura jomada de la pampa.
Por la mañana, cuando todavía no tocan el pito a los tiznados, él ya ha salido de la cantina
en dirección al rajo que le ha sido designado por el corrector de los calichales inmensos. Camina
alegre por los atajos caprichosos y accidentados, que conducen a los rajos. Casi siempre a esa
hora del amanecer pampino, una canción del terruño lejano se desborda de sus labios todavía no
manchados por la coca. Son canciones de un pasado remoto, que brotan asociadas a sus
recuerdos: la hacienda Limarí, el pueblo de Andacollo, la mina Llano Blanco, los llanos de Tuquí.
Mientras le afilan las herramientas, hace la armada de coca aliñada con la yuta
inseparable. Templa los aceros y los enfría en el estanque de aguas envejecidas del alcribís, y
empieza la última jornada en demanda del rajo "San Manuel", ubicado en las cercanías de los
cerros que separan "Greta" de la Oficina "Santa Esther".
El rajo se abre como una cicatriz formidable, sobre las lomas grises. Junto a la rampa, el
tren calichero hace maniobras con los carros, mientras las carretas se tumban sobre las tolvas
abiertas. Los chaveteros lanzan las cuñas en tiros magistrales, inmovilizando las ruedas. El
boletero controla los viajes, arrebozado en su poncho de Castilla. Los carreteros colocan las
compuertas, montan, fustigan con rabia, profieren "rendías" a las bestias y parten veloces, llenando
los ámbitos con el fragor de las llantas al ser mordidas por el ripio de las huellas.
Los particulares que han madrugado a pasar, allí, al pie de los acopios, levantan los
pesados bolones mojados por la camanchaca y los arrojan al interior de las carretas, mientras las
mulas bufan, agotadas, exhibiendo sus ijares sangrantes, desgarrados por el martirio diario de los
azotes. Allá abajo se detiene el convoy que transporta a la gente que trabaja en las cuevas.
Algunas decenas de particulares del "San Manuel" descienden de las zorras con sus tarros de
agua, con sus herramientas al hombro, con sus bolsas repletas de explosivos. Los herramenteros
cruzan la línea, transportando su cargamento de barretas y cucharas. Los cafeteros ya están a la
vista, portando sus alforjas hinchadas con los desayunos. Clavada en la lejanía, la chimenea de la
Oficina vacía su torrente de humo, a cuyo pie los cachuchos reciben la molienda de los chanchos,
hierven a altas temperaturas o vacían la borra densa, que es transportada en pequeños carros que
arrastra la tetera hacia el extremo de la Troya, donde es arrojada al precipicio del botadero.
Don Pigua llega a la calichera de los hermanos Anacona, donde debe barrenar un tiro para
cortar el cogote que la separa de la calichera vecina. Empieza su tarea. Limpia la chuca, formando
un círculo alrededor del pequeño hito que indica el sitio preciso donde debe ser perforada el
terreno. En seguida, con la tocolchadora rompe la delgada capa de panqueques hasta ubicar la
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costra, que debe ser horadada tres pies o poco más para hacer el descostre, trabajo preliminar en
un tiro grande, pues allí recién empieza a forjarse el cañón, de siete u ocho pies de profundidad,
bien pasado y muy bien destazado, como acostumbra hacerlo un barretero de la talla de Don
Pigua.
Cuando llegan los hermanos Anacona. Ya Don Pigua está pegándole al cerro, bramando al
compás de su martillo:
-Buenos días, niños -responde Don Pigua, y sigue su tarea titánica. Su izquierda callosa
emborrachando la broca, la derecha alzando el martillo hasta hacerlo rozar la cota sobre el
hombro, donde lo detiene un segundo para tomar impulso y dejarla caer, luego, con violencia,
sobre la broca clavada en el corazón de la costra.
A esa hora, el rajo desborda el bullir fragoroso de la faena extractiva; las barretas se clavan
como arpones en los bolones trizados; los pesados machos rebotan con estrépito sobre las
costras; los cachorros, los descostres, los tiros grandes estallan en diversas partes del rajo
abrasador, lanzando al espacio la materia deshecha; las voces vulgares, los gritos de siempre:
El desbande que sigue a ese grito de alerta, las herramientas que caen, abandonadas, al
fondo de las calicheras; barretas tumbadas sobre el llampo, machos con sus mangos erectos
apuntando hacia el cielo, palas apoyadas en las pircas, como fatigadas por la continua brega.
-¡Ya'stá corriendooo!...
Los últimos hombres que abandonan el rajo, lo hacen apresuradamente, como soldados
sorprendidos por una fuerza abrumadora, que huyeran dejando las trincheras y las armas.
Algunos particulares, los que se han retirado más lejos, se tienden en la chuca. Otros,
reunidos en pequeños grupos, concertan partidas de billar para disputarlas en la noche, en la
Fonda. Otros se ocultan a medias detrás de las costras que han sido lanzadas lejos de las
calicheras por los tiros arrebatados, improvisan retretes y se bajan los pantalones con gran
desparpajo, exhibiendo sus nalgas negras, brillantes de sudor.
Un estampido formidable rasga la tierra. Chuca, costra, caliche, jirones de infierno, todo
junto salta de la órbita calichosa, se alarga hacia arriba, se abre en abanico como un árbol
gigantesco, ofreciendo a los ojos atónitos su lozanía gris y breve, y se precipita sobre la herida
recién abierta, desparramándose sobre la cancha bañada por el sol. Un derrumbe colosal,
manando humo y polvo por entre las grietas de la tierra, es todo lo que queda del tiro tronado.
Los hombres regresan a las calicheras, a continuar la tarea agotadora. Algunos beben
agua en sus tarros oxidados, otros encienden un fuñingue, otros refuerzan la armada agregando
una porción de coca y un mordisco de yuta.
Don Pigua, nuevamente está trenzado con el tiro en gestación. De vez en cuando vacía un
poco de agua junto a la broca. El líquido se desliza por las aristas del acero, hasta la punta afilada
que rebana las entrañas de la costra. Todavía transcurre una media hora de lucha intensa entre los
músculos recios, los duros aceros y la roca porfiada y soberbia, para que el barreno alcance las
dimensiones requeridas.
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Ahora viene la operación más delicada: cargar el barreno. Corta la guía, que introduce en
el interior del fulminante, apretando el extremo de este con sus dientes rebozantes de coca.
Perfora el cartucho de dinamita con la punta de la "cuchara de broca" 'para introducir en el
pequeño agujero el fulminante preparado. Cuatro, ocho, diez, veinte cartuchos de dinamita son
introducidos en el taladro. Ahora el cartucho con la mecha. Mucho cuidado. Mucha precaución. Ya
está, Nuevamente, otra vez, cinco, nueve, quince cartuchos de explosivo. (Un taco de tierra.
Apretar con fuerza. Otro taco. Otro más. Listo. Las herramientas son retiradas a algunos metros de
distancia.
Don Pigua con la bolsa de explosivos terciada, el tarro de agua en una mano y los fósforos
en la otra, se para junto al pequeño cráter próximo a estallar, y anuncia, tonante, el peligro que se
avecina:
EI viento errante se lleva el mensaje engarzado a sus alas errabundas. Su grito es la orden
imperiosa dada a ese ejército disciplinado de calicheros. Se agacha. Arrima el fósforo encendido al
extremo de la guía.
Fuego.
EI hombre se alza.
-¡Ya'sta corriendooo!...
Parte apresurado con algunos calicheros rezagados. Se detiene allá lejos. Transcurre
algún tiempo y el descostre no explota. Los hombres empiezan a impacientarse. Hacen
comentarios pesimistas:
Algunos particulares que laboran lejos de la zona amagada, vuelven a sus calicheras,
indecisos, acobardados, con grandes precauciones.
EI tren de pasajeros ya viene frente a "Santa Clara". Es tarde ya. Poco a poco el rajo va
adquiriendo su expresión normal de rudeza y de lucha bulliciosa. Don Pigua lanza garabatos
mientras escarba con la punta de la cuchara y extrae la tierra que sirvió de taco. Tarea peligrosa es
descargar un tiro. Se necesita mucha sangre fría y un desprecio absoluto por la vida para
exponerse, así no más, a descargar un descostre que no ha explotado y cuya carga explosiva está
ahí debajo, en el fondo obscuro del barreno, como un trueno dormido, como simiente letal, como la
muerte misma.
Ya ha logrado extraer toda la tierra que sirvió de taco. Ahora empieza la extracción de los
cartuchos. Con seguridad, con mucho tino saca los cartuchos clavados en la punta de la cuchara,
semejando trozos de dulce de membrillo.
EI hombre triunfa.
Los vecinos de los Anacona observan desde los desmontes, temerosos de que ocurra una
desgracia. Pedro y Heriberto Anacona se han ido a la fragua a afilar los barrenos, diciendo que no
regresarán hasta la tarde porque ellos son jóvenes y no quieren entregarla todavía. ¡Se han visto
tantos casos!
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al borde del taladro. EI hombre arponea la dinamita, seguro de terminar pronto el peligroso
descargue, para tronar antes de almuerzo. Tiene apuro. Quiere entregar el tiro al día siguiente.
Ni un ¡ay!, ni una imprecación caen del cielo. Sólo los guiñapos sangrantes de Don Pigua y
las costras sollamadas se estrellan contra la tierra.
Fuera del accidente fatal de Don Pigua, tres particulares han resultado heridos: el Rubio
Cancino, con una herida profunda en la cabeza; el Cabro Rómulo, con un pie machucado de
alguna gravedad al derrumbarse una pirca que le servía de parapeto, y Chago Balbontín, con la
canilla izquierda fracturada y la rótula fuera de su sitio.
Se recogen los restos dispersos del muerto. Se colocan en una camilla improvisada con
dos barretas y un saco polvorero vacío. Otros atienden a los heridos.
Los rudos calicheros, frente a los restos del compañero caído, se inclinan , con respeto, los
dedos crispados, la expresión aterrada, mudos, deshechos por la emoción. Cuatro hombres alzan
la camilla chorreante, hasta colocarla sobre sus hombros fornidos. Y parten con los despojos
todavía tibios.
La noticia corre por la pampa. Llega a la Maestranza. Invade el Campamento. Muy pronto,
toda la población conoce en sus más mínimos detalles este nuevo y doloroso accidente. Hay
frases elogiosas para el muerto:
Minutos más tarde pasan los restos frente a la pulpería. La gente que ha ido a comprar,
saluda al cortejo que avanza en dirección a la botica.
Quedas, piadosas, como enmohecidas por el dolor, las palabras brotan de los labios
temblorosos de las mujeres.
En la botica, los restos de Don Pigua son recibidos por el practicante. El "matasanos" se
fue hace más de una hora. La consulta terminó a las nueve. Ya debe de estar en San Antonio.
Los pobres despojos son amontonados sobre una mesa angosta y larga, cubierta con hule
blanco. Algunos quiñapos y coágulos han caído sobre las tablas del piso. La cabeza se supone
que es ésa como bolsa sanguinolenta y embarrada que pende de la cota. No hay ojos. Ni boca, Ni
muecas. Ni sonrisa. Pero el cuello de la cota aprisiona ese pingajo peludo y -claro-, "eso" debe de
ser la cabeza... EI resto del cuerpo, sobre todo el tronco y los brazos, no desentonan. Están tanto o
más ensangrentados y deshechos.
Un pie dislocado, calzada con tosco calamorro, cuelga al extremo de la mesa, como
descoyuntado miembro de marioneta. Su mano derecha, estrangulada en la muñeca, callosa,
achuñuscada, con los dedos mutilados como si hubieran sido roídos por los pericotes hambrientos
de los basurales de la Oficina, ha quedado arrimada al hombro, que toda la vida rozó con el
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martillo al estrujar el sudor milagroso de sus brazos para amasar millones a tanto gringo parásito y
esbozar a cada momento y a cada martillazo ese símbolo vigoroso de nervios embravecidos que,
con el tiempo, sería bandera, y amenaza aleteando sobre el hombro de las multitudes, en los
sindicatos y en los mítines.
Mister Hache, el administrador, ha venido a informarse del accidente. Entra con pasos de a
metro, indiferente, con su cara de palo, con sus pantalones grises de montar y el cucalón calado
hasta las narices. Uno de los particulares le mira conteniendo el odio que le chamusca las pupilas,
y que disimula dando una manotada a las moscas que se han posesionado del cuerpo del finado,
interrumpiéndoles el festín sabroso y macabro.
EI gringo, sin tener un gesto de piedad para esos despojos y ni siquiera una palabra de
curiosidad para los heridos, dice al practicante:
-¡Caramba! ¡Siempre el mismo payasada! Suerte que en esta accidente no se mató ni una
mula.
Da media vuelta y sale a grandes pasos, dejando la estela azulina y fragante de su pipa
que flota sobre los restos de Don Pigua, como un pañuelo agotado en los últimos instantes de un
adiós.
OSCAR CERRUTO
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IFIGENIA. EL ZORZAL Y LA MUERTE
¿Era el primero? Por lo menos fue el que sintió subir, nítido, en la noche compacta,
desgarrándola como una tela que cruje al desprenderse y queda abierta en su desgarradura. Los
disparos que siguieron parecían ir entrando todos por el vibrante boquete.
Se incorporó en la cama y encendió la luz del velador; la volvió a apagar con prisa
supersticiosa. Atento a la lluvia de balas que reventaban afuera, en la ancha noche de la ciudad,
raspó un fósforo y se puso a fumar un cigarrillo, tranquilo. No había peligro que un proyectil perdido
entrara en su habitación: la única ventana caía sobre un corredor cerrado, y la puerta del cuarto
sobre un pasillo del fondo de la casa, protegido por el muro medianero. A menos que el proyectil
fuese un obús... y se oían estampidos de obuses. "Son morteros", se dijo. "La cosa va en serio".
Miró su reloj despertador: eran las dos de la madrugada. De todos modos, ni pensar en dormir.
¿Quién dormía con ese alboroto? Y lo peor era que aquello tenía trazas de durar. "No es un tiroteo
cualquiera". Las ametralladoras ladraban en la sombra como perros encolerizados, instaladas,
probablemente, en las terrazas de los edificios altos, y en las colinas. Se sentía pasar abajo, en la
calle, raudos camiones con gente armada. Tiros de fusil y de pistola y confusos gritos aleteantes
incrustábanse en las espesas pero ya desflecadas colgaduras del silencio.
Encendió de nuevo la luz del velador y le puso encima una chalina. La habitación quedó
casi a obscuras, pero el escaso resplandor subsistente era deseable, como si lo blindara de
seguridad.
A las ocho, esa mañana, tenía que ir al Consorcio Terminus a formalizar su nueva
situación. Lo habían designado auditor de la firma, eligiéndolo entre cincuenta postulantes, ¡por
fin!, después de diez pausados años de oficiar de contable en una ferretería. Diez años
acantonado en ese ambiente de hierros oxidados, de aguarrás, de pinturas. Alzó la nariz, con
disgusto, y paseó la mirada por su habitación; parecía un pájaro de presa husmeando con
desprecio los despojos que iba a abandonar. Claro que el Consorcio, extrañamente, reducía a una
oficinita de dos ambientes, con una dactilógrafa y un teléfono; el gerente general tenía una cicatriz
en la cara que le cruzaba un ojo, y la ceja partida no contribuía a prestarle apariencia empresarial;
la secretaria trascendía una pobreza de espíritu desconsoladora. Esa constatación lo molestaba en
el fondo de su conciencia, como una eccema oculta, pero el sueldo y las condiciones prometidas
eran aduladoras, y le ayudaban a borrar la mala impresión, a ignorarla. Cambiaria de vida, su vida
iba a tomar un nuevo rumbo. Podría alquilar un hermoso departamento, podría invitar amigos,
amigas; podría viajar. Justamente, conocería Buenos Aires, Nueva York, Río de Janeiro, porque
ello entraba en las promisorias estipulaciones del contrato. No por nada se había quemado los ojos
estudiando en esos diez años, mientras otros dilapidaban su tiempo (y su dinero) en los bares, en
sus infectas y falaces seducciones. No, no es que él fuera un abstemio, estaba lejos de ser un
puritano, pero le gustaban las cosas en su lugar, creía en la disciplina, creía en la vida ordenada.
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luego, unos golpes nerviosos en su puerta. En seguida -como a menudo, había olvidado otra vez
echar la llave- penetró en la habitación una mujer.
Casi no se sorprendió. Aquella noche podía ocurrir lo más inesperado; aquella noche lo
extraordinario podía asumir categorías vulgares. La mujer se quedó apoyada en la puerta, que
había vuelto a cerrar por dentro, con las manos en el salto de cama ligero, temblando.
Distraídamente pensó que era la imagen repetida de una película vista en algún lado; el cabello
suelto, las manos sobre la seda, el pecho agitado. La mujer lo miraba como sin verlo, y él no sabía
tampoco qué decir. No era un hombre desenvuelto, nunca lo había sido, y ahora más que nunca
sentía que la palabra se le negaba. Entretanto, advirtió que la mujer era hermosa, mucho más de lo
que él pudo apreciar, fugazmente, al cruzarse con ella en la escalera, dos o tres veces, unas
semanas atrás. Porque la conocía, así, de haberla contemplado a hurtadillas, tímidamente
deslumbrado, en sus casuales encuentros, sin que ella, por cierto, se dignase siquiera reparar en
su opaca persona. Le parecía altiva, superior. Y allí estaba ahora, pávida, asustada, casi desnuda,
¡en su habitación!
Cerró los ojos y los volvió a abrir; la mujer había desaparecido. Volvió a cerrar y abrir los
ojos; la mujer estaba en el mismo sitio. Temió cerrarlos de nuevo, de miedo a que su presencia no
fuese más que el elemento de un sueño.
-Perdone, usted... -alcanzó a balbuir ella, por fin mirándolo ya con cierta naturalidad.
Pero en ese preciso instante estalló cerca una granada, como un trueno, la mujer lanzó un
grito y se precipitó sobre él, que se halló con su carne temblorosa entre los brazos y con esa ola de
perfume envolvente que aspiraba entre su miedo. Porque él mismo estaba asustado. El edificio se
estremecía con las explosiones, y un vidrio suelto, en alguna parte, tintineaba como una campanilla
de alarma. La mujer sollozaba de espanto, perdido ya el control, emitiendo súplicas entrecortadas.
Estaba arredrado, pero no por él mismo sino más bien por ella: nuevas explosiones y
disparos que sonaban muy próximos la habían hecho refugiarse bajo las mantas de la cama; y
sintiendo contra él sus largos muslos suaves y duros pensó que ya no le importaba su propia vida.
Pensó que la habría perdido gustoso, protegiéndola, muriendo en ese instante, y no a título de un
sacrificio consecutivo, sino porque el destino le brindaba la ocasión de ser superior, de impartir
amparo, de responsabilizarse por la salvaguarda de esa mujer, en términos de hombre.
Empezó a besarla, dueño, de pronto, de una insospechada audacia varonil, obrando como
al margen de lo habitual, como desquiciado de su personalidad. Y ella lo dejaba hacer, rendida y
sin defensa, entregada por completo a su arbitrio. Había cerrado de nuevo los ojos, pero ahora la
sentía viva y cálida junto a él. Su mano empezó a recorrer ese caudal de riqueza que el destino
había dejado caer en su lecho, como el cielo deja caer una estrella.
II
Al cabo, la mujer -¿fue él mismo?-, que había quedado como adormilada, se despertó con
el silencio. Disparos aislados, lejanos, ascendían de rato en rato en la noche fatigada.
permanecieron callados, uno al lado del otro, escuchando. Y respirando el mismo aire, las mismas
interrogaciones, el olor de la violencia en reposo, y el de sus cuerpos paralelamente próximos.
Sin incorporarse, finalmente, ella pidió un cigarrillo. Fumaron, sin hablar, un largo espacio
de tiempo.
92
No supo él qué responder. Sin embargo, no estaba cohibido; de haberlo deseado, le habría
cerrado la boca con un beso.
-Debe de ser una ventaja... la soledad -siguió hablando ella, mientras sometía a un ligero
escrutinio su habitación de soltero. Pero la soledad y yo no nos entendemos; yo me asusto en
seguida. Por eso me gustan los locales con mucha gente, con algazara, con música; amo el ruido...
Claro que -señaló afuera- estos ruidos son más bien molestos. Así y todo, acaban por... no sé.
Quizás porque yo vivo en la ansiedad. Sólo que, como leí hace poco en un libro, y ahora no
recuerdo si fue un libro o una película, a veces siento que detrás de todo lo que hago, detrás de
todo lo que pienso, hay toda clase de cosas que nunca comprenderé. ¿No le sucede a usted eso?
-Ya lo veo.
-¿Qué ve usted?
Sonrió sin mostrar su sonrisa. Pensó en sus hermanos muertos en el Chaco, los dos el
mismo día; pensó en su madre, pobre vieja, tan valerosa como era, quebrada por la desesperación
al conocer la noticia, que no pudo resistir. La imaginaba, vencida, un chal sobre los hombros y una
orla roja en los ojos, bebiendo la dosis de sublimado en la casa desierta, y dejándole a él una
sensación de rencor y derrota.
-Hemos causado mucho dolor -dijo, sin énfasis en la voz. En nombre de los destinos del
pueblo nos hemos despedazado y hemos despedazado a ese pueblo. No; por lo menos que
conmigo no cuenten para encarnizarse en esa tarea. De pronto se encaró con la mujer.
Ella no contestó, sino después de una larga pausa, en que fumó casi con prisa, aplastando
después el cigarrillo en el cenicero que él había puesto cerca del lecho.
-Me miró de un modo poco ambicioso, como sintiendo que no podía aspirar a… nadie.
-Claro – su voz era reposada-, excepto, tal vez, su… diré mejor su forma de vida. Lo pone
a cubierto. Un apego más bien que un usufructo. Pero la vida, de cualquier modo, es difícil, no es
cómodo entenderse con ella. ¿No le parece? Se escurre, es burlona.
93
-Como algunas mujeres. Por lo menos como las que nos gustaría retener -glosó él,
contento de haber pronunciado esa frase.
Tendido en la cama, pugnaba por mantener los ojos entornados, seguro de que si los abría
se iba a encontrar de nuevo solo, amedrentado, opaco.
-¿Tiene usted algo para beber? -sintió que preguntaba ella.
-Sólo tengo whisky -declaró con mal disimulada vanagloria.
¿Pero lo tendría? Se alarmó él mismo de su estúpida precipitación. ¿De veras lo tenía?
-Lástima que nosotros lo echemos a perder -se quejó ella después, sin expresión, mientras
bebían.
-¿El qué?
-Digo que podía ser distinto y es una suposición. No podrá ser ni podremos ser de otro
modo; usted con su egoísta soledad, y yo con mi engañoso afán de aturdimiento. En realidad, de
abyecto romanticismo. Porque en el fondo somos como esas aldeas del altiplano que confinan por
sus cuatro costados con la estepa, con el vacío.
No supo, de nuevo, qué responder; Lo irritaba ese lenguaje porque lo intimidaba, lo hacía
sentirse extraño, inferior. A los borrachos sí se les podía aceptar ese despliegue discursivo
incógnito, y sonreír, o hasta seguirlos, pero esas palabras en frío le pesaban. La odió un instante,
intensamente.
Mientras la mujer seguía hablando, renovó: el contenido de los vasos y bebió sin
escucharla. No quería escucharla, ¿para qué? Convino en que las mujeres no pueden dejar de
decir tonterías; eso es parte de su naturaleza.
Son inteligentes, qué duda cabe, en todo lo demás y por ello siempre le habían inspirado
un poco de miedo, no en cambio cuando hablaban porque carecían de aptitud para concebir nada
que fuera sensato, y entonces le inspiraban lástima. Se volvió para mirarla; la camisa de encajes
se le había corrido sobre un hombro, dejándolo al descubierto, y un mechón de cabellos rubios,
que ella apartaba sin mucho empeño con un gesto de la mano, le cubría graciosamente uno de los
ojos. El alcohol despertó en él un áspero sentimiento de ternura, viéndola, al parecer, tan indefensa
sentada en la cama casi desnuda; sintió de pronto un imperioso deseo de abrazarla. Pero ella lo
rechazó apenas con un ademán indiferente y tranquilo que le dolió más que una bofetada.
Pensó que podía matarla; se hallaba a su merced. Nadie sabría jamás que estuvo en su
habitación, nadie pudo verla entrar. Hasta le sería fácil deshacerse del cadáver, puesto que los
moradores del edificio, si estaban despiertos, no se atreverían siquiera a entreabrir una puerta y
asomar la nariz.
94
Arrastraría su cuerpo en el pasillo hasta el vacío de la escalera y la precipitaría abajo.
Atribuirían el accidente a un ataque de nervios, pensarían cualquier cosa. Nada de sangre antes,
naturalmente. La estrangularía. No, qué idiotez, la asfixiaría con la almohada. Sintió el sudor
correrle tibio por las manos: las tenía crispadas. Comenzó a temblar, poseído por la súbita
determinación y, al propio tiempo, por una inexpresable repugnancia.
Tintineaba, otra vez, el vidrio desprendido. No era el vidrio, era un pájaro. Escuchó; un
zorzal. El canto misterioso crepitaba en la noche como una ascua de trinos.
III
Despertó temprano, nervioso. Y de pronto el corazón le dio un vuelco. Se sintió ganado por
una vacilante felicidad, pero asombrado. ¿Podía haber ocurrido todo eso, o era apenas un sueño
estúpido? En todo caso, un sueño hermoso, sólo que inquietante. Acarició la almohada con la
mano queriendo descubrir unos cabellos rubios, sueltos, prendidos al lino de las sábanas. No los
encontró.
Se precipitó en el baño, silbando, vistióse luego, con prisa, eligiendo sus prendas mejores.
Mientras se ajustaba la corbata reparó en que no sabía cómo se llamaba ella; no se le había
ocurrido preguntárselo. ¡Qué necedad? Bah, podía atribuirle un nombre cualquiera: Margarita,
Luisa, Ifigenia... ¡Ifigenia! Sonaba bien, sonaba misterioso, y condecía con la extraña aventura.
Cuando salió a la calle experimentó una sensación de frío. La calle está desierta, ningún
ser humano, ningún coche. Tampoco había ruidos. Un pesado silencio como una niebla de gases
asfixiantes, parecía haber caído sobre la ciudad. Comenzó a caminar, incómodo. Después de
haber adelantado unas cuadras sin encontrar una sola persona, al doblar sobre la calle Potosí, se
asustó de un hombrecito detenido a la puerta de un zaguán; el hombrecito también pareció
asustarse. Por un instante se miraron con recelo, luego se instaló al lado del desconocido,
naturalmente, sin ninguna explicación, como, cuando llueve, uno busca el reparo de un quicio, con
el mismo derecho de los demás. No llovía, por supuesto, pero el hombrecito tenía el cuello del
sobretodo alzado, y su presencia en el zaguán era la del que espera que pase un chubasco.
Inmediatamente se encaró con el recién llegado:
-¿Cómo se atreve a salir de su casa, con esta revolución? Aunque tampoco explicó por
que había salido él mismo.
-¿Tenía algo muy urgente que hacer? ¿Tan urgente era? -insistió con suspicacia. Por el
tono perentorio de su voz, parecía enfurecido. El explicó que, en efecto, era algo importante.
-Muy importante para mí. ¿Comprende usted? Soy el nuevo auditor del Consorcio
Términus; iba a ocupar mi cargo. ¿Sabe cuántos eran los postulantes? ¡Cincuenta! Me eligieron a
mí. ¡Entre cincuenta!
Una risa seca resonó en el zaguán. El hombrecito lo miraba con ojos sarcásticos.
-Términus... -dijo.
¡No hay Términus que valga, señor! ¿No se da cuenta? No hay Términus que valga. Viene
una bala, ¿y? -repitió varias veces. -¿Y?
95
Como para darle la razón, disparos aislados comenzaron a resonar, muy distantes, en los
barrios de suburbios. En seguida recrudecieron. Escuchábanse ahora descargas enteras en todos
los extremos de la ciudad. Como surgido del suelo, al fondo de la calle, apareció un camión con
gente armada. El hombrecito se internó rápidamente en el zaguán, y él lo imitó. Tuvieron apenas
tiempo para refugiarse en el primer rellano de la escalera. Pasó el camión haciendo retemblar el
piso y alguien disparó contra la entrada; saltaron unos trozos de encalado.
La calle volvió a quedar desierta. El hombrecito salió a la puerta y amenazó al vacío con el
puño cerrado. Cuando volvió a reunírsele, en la escalera lo sintió gruñir “Asesinos", y el crujido de
sus dientes subrayó su arrebato, que no se sabía exactamente contra quién estaba dirigido. Se le
enfrentó, de pronto, y se puso a mirarlo con un aire de caballo de mina. Llevaba un sombrero
verdoso deformado con las alas caídas sobre las sienes, como anteojeras. De sus ademanes, no
de sus ojos, se desprendía, una extraña resolución nerviosa.
-¿Sí decide usted a venir conmigo? -gritó casi, por más que su voz era susurrante-. Yo sé
dónde podemos asestarle el golpe de gracia.
Lo miró tambalearse, el sombrero verdoso hundido hasta las orejas. Sin embargo, no
parecía bebido.
¿En qué mal momento se le había ocurrido salir de su casa? Podía morirse aquí, como un
paria, sin que nadie se enterase. Impotencia y amargura unidas, recordó que en iguales términos
podía morirse también sin auxilio estando en su habitación, y abominó de la soledad en que vivía,
de la tristeza enquistada en su alma como un cáncer familiar. Lágrimas corrían por sus mejillas,
pero era por el esfuerzo de las vascas; las aplastó con el dorso de la mano. Apoyó la cabeza en el
escalón inmediato, vencido.
IV
Se rehízo al cabo de unas horas. Le dolían la espalda y el cuello. Cuando se incorporó, con
esfuerzo, comprobó que le dolía todo el cuerpo. Estuvo un rato de pie, atontado, perdida la
orientación; luego se dirigió a la puerta y la abrió: la calle tenía un aspecto tranquilizador, a pesar
de los disparos. Estaba resuelto a llegar a su domicilio y comenzó a caminar como un sonámbulo.
La avenida Mariscal Santa Cruz era un hervidero de balas. Volvió sobre sus pasos y tomó por la
calle Bueno para dar un gran rodeo. Sin cuidarse casi, con una resolución inconsciente, logró
alcanzar la Juan Federico Zuazo. Otras gentes se cruzaban con el ahora, mujeres, niños, rostros
populares. Un inglés tocado con un casco de guerra pasó corriendo a su lado. Lo siguió, más
cauto.
Había alcanzado la vecindad de la avenida Arce. Un par de cuadras más y estaría a salvo.
De las alturas de Miraflores, en aquel punto, llegaban descargas cerradas de fusilería. El extranjero
que lo precedía, no se detuvo; ciego al peligro atravesó como enloquecido el espacio descubierto,
barrido por la metralla, y se internó en la Capitán Ravelo. No se atrevió a imitarlo; comprendió que
era una locura. Prefirió esperar, había que esperar. Aguardó agazapado detrás de una barricada
abandonada por un grupo de combatientes que de seguro, había improvisado allí con pedrones y
adobes. Junto a la barricada yacía un caballo muerto, sin la montura, pero con el bocado y las
96
riendas manchadas de espuma sanguinolenta. Siempre le habían desagradado los cadáveres de
los caballos. Eran lastimosos, eran monstruosamente tristes; parecía que la muerte se hacía en
ellos más desamparada, más patente.
Comenzó a llover. No había advertido que, desde hacía rato, el cielo estaba encapotado.
Gruesas gotas caían sobre el vientre hinchado del animal y resonaban allí como el parche de un
tambor. Le pareció absurdamente, que el caballo iba a ponerse sobre sus cuatro patas y a
encararse con él, los ojos llameantes de furia, y, absurdamente, abandonó su refugio y se lanzó
por el claro, en medio de las balas. Una explosión se alzó a sus espaldas y una mano gigantesca
lo tomó con rudeza por la nuca y lo arrojó al suelo; trozos de carne y huesos sangrantes volaban
por el aire, le cayeron encima. Se preguntó, en una fracción de segundo, si no era él mismo el que
volaba en pedazos, si no era su propia carne despedazada y su propia sangre las que caían de lo
alto. Sólo cuando llegó a las primeras casas de la calle Ravelo, ya a buen reparo, comprendió que
una granada había explotado en el sitio que acababa de dejar. Los despojos sangrientos que
regaban el pavimento eran del caballo.
Sentado en el suelo, con las espaldas contra el muro de un edificio, "debo llegar a mi
casa", se dijo. "Debo llegar. Por suerte, estoy muy cerca. Si logro llegar a mi casa, tomaré una
buena taza de té. Gracias a Dios, tengo un té inglés excelente; té de la India, claro. ¿Conoceré
algún día la India? Qué curioso debe ser tomar el té en las propias plantaciones. O en una casa de
té, servido por camareros con turbante, tal vez por mujeres semidesnudas de ojos exóticos".
Iba a salir a la avenida Arce cuando surgió, frente a él, un grupo de hombres armados. La
urgencia se le hizo espanto. Se encogió sobre sí mismo, queriéndose reducir, arrugarse en la
insignificancia. Tal vez convenía que cojeara un poco, tal vez no. Creyó ver que uno de los
hombres le clavaba una mirada asesina. ¿Iba a matarlo? Algo le dijo al hombre que era un ser sin
importancia, un mendigo, una mosca, y siguió con los demás. ¿O no lo vieron realmente porque él
ya había muerto y lo que caminaba no era su ser físico sino su fantasma?
Se detuvo, de repente, frente a una casa. La reja estaba abierta. En esa casa, al fondo
cruzando el jardín y subiendo una escalera, vivía un amigo suyo. Se llamaba Covarrubias; Rafael
Covarrubias. Podía entrar, estaba nervioso, peor aún, estaba temblando. Un miedo irracional se
había apoderado de él. Necesitaba reponerse; después, más calmado, continuaría a su destino.
Conversarían, necesitaba el calor de una conversación, escuchar una voz amiga. Y tal vez
Covarrubias le ofreciese una taza de té, una copa. Además él le referiría su aventura de la última
noche. Covarrubias era un buen catador de mujeres, paladearía el relato. Atravesó el jardín,
comenzó a ascender la escalera.
En lo alto estaba Covarrubias, como esperando, con un fusil en las manos; y sólo al llegar
a los últimos peldaños él se dio cuenta de que la escalera era descubierta -había olvidado
completamente ese detalle- y que una bala llegada de cualquier parte podía haberlo alcanzado por
la espalda.
-Has hecho bien en venir. ¿Tienes un fusil? -fueron !as palabras con que lo recibió el
dueño de casa.
Pero él no escuchaba. Su corazón le había dado un salto: detrás de su amigo estaba una
mujer; vestida con un grueso saco de cuero y pantalones, empuñando una pistola. Y esa mujer era
ella. ¡Ifigenia! La reconoció antes de haber examinado casi su extraño atuendo, y a pesar de llevar
los cabellos recogidos en un pañuelo. ¡Era ella!
A él se le había cortado el habla. ¿Qué hacía en esa casa? ¿Por qué estaba vestida de
esa manera? ¿Era posible que, en tan corto espacio de tiempo, hubiera podido sobreponerse a su
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pavor a las balas? ¿Podía ser la misma criatura que la noche anterior temblaba entre sus brazos?
Las preguntas se agolpaban en su espíritu confundido. No sabía si saludarla como a una conocida
o simular, por el contrario, que no deseaba reconocerla. Pero Covarrubias, omitiendo cualquier
presentación, le estaba hablando de nuevo.
-Veo que no lo tienes -dijo. Y se dirigió a la mujer. -Pásame ese fusil que esta detrás de la
puerta. Puedo darte doscientos cartuchos. Eso si, no desperdicies munición. No estamos en
condiciones de malgastarla. Por ahora... ¿Entendido?
La mujer trajo el fusil y él lo recibió como un autómata, sin saber que partido tomar y sin
dejar de mirarla, fascinado. Ella no había abierto la boca y parecía ignorar su mirada. Creyó
descubrir una vaga sonrisa sarcástica flotando en sus labios. Covarrubias hablaba otra vez, con
tono perentorio.
Lo vio lanzarse escaleras abajo. Enseguida la mujer pasó a su lado, sin decir palabra, pero
ahora si mirándolo. Una mirada fugaz, intensa, de la que no pudo desprender ningún mensaje.
Y, de modo misterioso, se hizo un extraño silencio en toda la ciudad, sólo turbado por el
menudo gorjeo del ave escondida entre las hojas.
GUILLERMO BLANCO
Obra literaria: Solo un hombre y el mar (cuentos, 1957), Misa de réquiem (novela, 1959),
Revolución en Chile (novela, 1962), Gracia y el forastero (novela, 1965), Cuero de diablo (cuentos,
1967), Los borradores de la muerte (cuentos, 1968), EI evangelio de Judas (ensayo, 1973), Adiós a
Ruibarbo (cuento, 1973) y Ahí va esa (crónicas, 1973).
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ADIOS A RUIBARBO
Mañana a mañana, casi al filo del alba, el chico llegaba a sentarse en la acera empedrada,
frente al portón de la panadería. Adoptaba siempre la misma postura; cruzadas las piernas, las
manos cruzadas delante de ellas, la vista fija en el callejón que conducía a las caballerizas. Sus
ojos eran hondos, eran negros, miraban de una manera extrañamente intensa. Esperaban, con esa
dulce, cristalina paciencia de los ojos de niño. A veces, la brisa del amanecer producía en su
cuerpo un leve estremecimiento, a veces era el sol recién nacido el que le penetraba en quieta
caricia. Todo él, sin embargo, se concentraba en la mirada -en las pupilas inmóviles, que no se
apartaban del punto por donde asomarían los caballos- y sólo parecía tornar a la vida cuando se
escuchaban desde dentro las voces de los conductores y restallaban las fustas, y sobre los
adoquines comenzaba a resonar el eco marcial de las herraduras.
Luego aparecía el primer carro. Salía muy despacio, porque el callejón era angosto y al
dueño le molestaba que las ejes rasparan el adobe de los muros. Los hombres lanzaban
imprecaciones, más quizá por costumbre, por una especie de rito del gremio, que porque
estuvieran en realidad airados.
Pero el chico no los oía, no las veía. Contemplaba a los caballos, no más. Los contemplaba
con rostro amical, insinuada en sus labios no una sonrisa, sino la sombra, el soplo de una sonrisa.
Si podía los tocaba. Les daba unas palmaditas fugaces en las paletas o en las ancas a medida que
emergían a la calle. Susurraba sus nombres, igual que si fueran un secreto entre ellos y él:
Eran cuatro. Dos marchaban hacia un lado, dos hacia el lado opuesto. El muchacho
también se marchaba cuando habían desaparecido. Se alejaba paso a paso, y sus piernas y su
cuerpo se prolongaban a su espalda, en una sombra interminable, y era la sombra una imagen de
su deseo de quedarse allí, junto al portón, aguardando. Se dirigía a la escuela, que estaba al
oriente de la ciudad. La ciudad era pequeña, de no muchos habitantes. Tenía sólo diez o doce
casas grandes, con oficinas y unas pocas avenidas con pavimento de concreto. El resto era
provinciano, antiguo; calzadas polvorientas, construcciones de un piso, techos de tejas y verjas de
hierro forjado. Todavía algunos hombres y mujeres temían ir al centro y afrontar , los escasos
letreros luminosos, los dependientes pulcros, los automóviles. Algunos iban únicamente en el
tiempo de Navidad.
El chico no iba casi nunca. De la escuela bajaba al río, del río a almorzar y luego de nuevo
a la panadería.
Ahora era la tarde, las cuatro de la tarde, o las tres y media, y la sombra venía delante
suyo, como si su impaciencia la hiciera adelantarse. Era la hora de la siesta. Los caballos
reposaban, desuncidos, en sus pesebres. Hasta su lado llegaba él, con ese andar lento, que era
una excusa, y se les aproximada y volvía a nombrarlos:
-Canela.
-Ruibarbo.
-Pintado.
Ellos abrían apenas los grandes ojos, mansos y adormilados, y lo miraban apenas. Los dos
más jóvenes parecían entenderle mejor, parecían recoger la cálida ternura, el trémolo de bondad
que latía en su voz. Parecía que le escucharan, que le replicaran incluso, en cierta forma
misteriosa. Los viejos no. Los viejos -para los que su afecto era no obstante más profundo- se
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limitaban a alzar los párpados y mostrarle sus pupilas desprovistas de visión, donde anidaba una
indiferencia muy larga y muy ancha. Los dedos del chico se escurrían en pausada caricia por sus
pelambres llenas de sudor. A él le agradaba el olor a sudor que le quedaba después, en la piel. Le
agradaba sentirlo, guardarlo en sus manos, dormirse en la noche aspirándolo.
Los caballos jóvenes sin hacer un movimiento respondían. Los viejos no. Pero su piedad
era para éstos, y le dolía que no la recogieran, que fuera tan poderoso su derrumbamiento, su
aniquilamiento; que los hubieran vaciado tan íntegramente por dentro a fuerza de desamor. Que se
hallaran secos igual que se secan los charcos en el verano. Secos opacos, colosalmente
indiferentes, incapaces de recibir el cariño que él les traía, ya que no de darle el de ellos. En sus
belfos creía descubrir un gesto amargo, de amargura en sí, sin tema, amargo no porque tuvieran
nostalgia del agua de los arroyos o del pasto libre, lozano de los postreros, sino porque no sabían
lo que era nostalgia; amargo con una amargura difusa, espectro de amargura, que había ido
quedándose en ellos a través de los días y los días parejos, amorfos, de las horas parejas, sin
minutos ni segundos, de las horas inmóviles que dan los mismo, que se acumulan y aplastan,
desprovistas de alternativas y de esperanzas y de sorpresas, que son una interminable siesta o un
infinito trotar calle abajo y luego calle arriba, por calles invariables, en un derrotero invariable,
cansado, agotado; una suerte de vía crucis sin la cruz ni la grandeza del sacrificio. Nada. Sólo la
nada, vasta, vasta.
-Manco...
El les perdonaba que fuesen así. Intuía, con la vaguedad precisa con que intuye la infancia,
que eran incapaces de otra reacción, de cualquiera reacción, y que su apatía no era voluntaria,
sino una incontrastable imposición de su existencia. No habrían podido odiarle igual que no podían
amarle. Si no vivían, si únicamente estaban -como plantas, como pozos ciegos, como árboles
muertos-, ¿qué derecho había a exigirles?
Su mano se perdía morosamente en las ásperas pieles, sorteaba con cuidado las
mataduras, hablaba un lenguaje de comprensión, de esa comprensión también vaga y precisa que
no cabe en palabras y de la cual sólo es capaz el alma de un niño; que más que comprensión es
identificación, es sentir el dolor en carne propia, cual si la fusta y el tedio y la estrechez fueran para
el también, y él tampoco poseyera la libertad de buscar la sombra de los árboles o el quieto frescor
de los esteros.
Y él entraba sin articular palabra, con la clara elocuencia de sus ojos no más, y se movía
suavemente, sin ruido, y se ponía junto a sus amigos, a practicar ese íntimo rito suyo de comunión.
-Manco, manco...
En más de una oportunidad le ofrecieron subirlo sobre el lomo de alguno de los caballos.
-No.
-¿Tienes miedo?
-No.
100
-¿Entonces?
-No quiero.
Lo dejaban. Y él no tenía miedo. Tenía una especie de vergüenza que le propusieran eso,
porque era humillante para las bestias, y era cruel. Era recordarles su servidumbre, mientras él no
anhelada sino la muda hermandad que le ligaba a ellos y los hacía un poco sus semejantes. Le
gustaba, por eso, que le llamaran Portillo. Por eso le gustaba el olor que en su epidermis dejaba el
sudor de las ásperas pelambres.
Cuando se iba al río, se echaba boca abajo sobre una piedra enorme – siempre la misma-
y se dedicaba a soñar despierto. Imaginaba una especie de invariable cuento de hadas: él era
rico, muy rico, dueño de un reino con castillos de doradas puertas y palacios y lagos tranquilos, y
en medio del mayor de los lagos había una isla ancha, lisa, cubierta toda de césped, y allí enviaba
él a los caballos, los de todas las panaderías del reino, y les tenía arroyos y árboles y unos
pesebres inmensos y hermosos, y nadie podía maltratarlos ni montarlos, porque él había impuesto
pena de muerte a quien lo hiciera, y en un lugar de privilegio de la isla habitaban Ruibarbo,
Pintado, Canela y Penacho, y a los ojos de Canela y Ruibarbo había tornado la visión, y eran unos
ojos vivos, alegres, mansos, siempre claros, pero brillantes de felicidad, plenos de paz, y el
observaba y les hablaba y ahora sí que le comprendían y los dos se iban con él andando,
andando, bajo los olmos y las higueras, y se metían por unos vados pedregosos y entre las ramas
que se trababan por sobre sus cabezas veían el cielo, con un sol perenne y tibio, que no daba
calor, sino sólo infundía al cuerpo una sensación de gozosa tibieza, y cuando llegaba la noche -a
veces- el dejaba sus asuntos de Estado para quedarse a dormir con sus amigos, acostado en el
pasto, entre. los cuerpos gigantescos, suaves, amables, y al amanecer siguiente lo despertaban,
cual clarines, los relinchos de Ruibarbo y Canela, y abría los párpados y ante él se hallaba el
mágico espectáculo de las crines y las largas colas flotando en el aire, mientras los animales
galopaban por la llanura...
Un día, al salir al reparto el carro tirado por Ruibarbo, el anciano conductor dijo al chico:
-¿A quién?
Quiso el hombre callar, pero la mirada del niño era demasiado poderosa para resistirla.
Con voz ronca le explicó que se lo llevarían al día siguiente al matadero, que harían charqui de él.
Al matadero. Se fue el muchacho pensativo, calle abajo. Su hermana había ido al matadero
una vez y le contó cómo era, cómo un hombre que vestía un delantal sangriento se había acercado
a un buey y le había clavado su enorme cuchillo, y el buey no murió al primer golpe y observaba
con expresión bondadosa, sin rencor ni rebeldía, al verdugo. Parecía pedirle que acabara pronto.
Mientras, la sangre fluía de la ancha herida, y algo se apagaba a pausa en sus pupilas.
Llegó el chico al río. Una bandada de garzas se alzó, eglógica, sobre el cauce. Un perro le
siguió a corta distancia durante un trecho. Mas él no percibía nada. En su mente no resonaba sino
la palabra fatídica: el matadero, y ante su vista no había sino el delantal manchado de rojo, la hoja
de metal, filosa, la quieta agonía que imaginaba a Ruibarbo.
101
Era la hora de la escuela. No fue a la escuela. Permaneció la mañana entera tendido en su
roca, no soñando como siempre, sino meditando, obsesionado, desesperado. Almorzó
maquinalmente, con la cabeza baja y la garganta estrecha de angustia. Nadie en su casa lo notó.
Era una casa pobre, donde había preocupaciones más graves que la suerte de un jamelgo.
De pronto oyó que cerraban las puertas y colocaban trancas. Alguien se despedía:
-Sí.
Sanó una carcajada. El chico se estremeció. No hizo ningún movimiento. Esperaría a que
se fueran, pensó, y daría de beber a su amigo.
Se escucharon pasos aún, voces que iban apagándose; después, un largo rato durante el
cual no hubo ruido alguno, fuera del que producían los animales con su lento masticar del forraje.
Se asomó al patio. Una luna blanquecina había salido ya y lo alumbraba todo vagamente. Se
dirigió a la llave de agua con andar sigiloso, buscando los rincones. Al pasar frente al callejón de
salida se le ocurrió una idea que hizo latir más a prisa su corazón: corrió jadeando a la entrada y
comenzó a hurgar a tientas hasta que encontró la tranca, que pesaba mucho. La alzó a duras
penas. Cuando lo hubo conseguido, el madero se vino al suelo con estrépito. Creyó que iba a
llorar, más se contuvo, porque tenía demasiado miedo. Se replegó sobre sí mismo, ovillándose.
Esperó.
Una ventana se abrió en el segundo piso y apareció el panadero, que oteó en torno con
mirar minucioso. Se volvió en seguida hacia adentro.
-No es nada, mujer -dijo-. Sería uno de los caballos, que ha estado intranquilo.
Luego cerró.
El chico permaneció quieto por interminables minutos. Una campana de reloj dio la hora,
pero él no atinó a contar. Aun dio el reloj un cuarto antes de que se atreviera a cambiar de postura.
No se atrevió a cerrarla.
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En la calle no había nadie, ni encontraron a nadie en el trecho breve que distaba la
panadería del río. Así alcanzaron al puente, a cuyo extremo opuesto el llano y los cerros se abrían
libres, semejantes un poco al reino con que él sonaba, revestidos de magia por la claridad de la
luna. Presa de emoción, quitó la cuerda del cuello de Ruibarbo, le dio unas palmadas de afecto y le
susurró cálidamente:
-Adiós.
EI caballo permaneció unos momentos inmóvil, cual si no entendiera. Después dio media
vuelta y se fue, trotando, trotando, hasta el portón de la panadería, por el que desapareció.
103
CASTRADOS
¿Has recogido café en toda la tarde? -pregunta Rogelio a la Candelaria, en tanto que
limpia el sudor de su frente, tira el cuchillo por cualquier rincón y espera que ella traiga la merienda.
-He recogido unos granos- responde la mujer, tan plena como una vaca y tan medida para
hablar, brillándole siempre los grandes ojos negros, hechos para ver la vida a través de la
enormidad de la tierra donde vive, y para enredar en sus fulgores toda la hombría de su marido,
crecido y recio, como los árboles de la montaña.
Ella se va al fogón y enciende la llama, más evidente cuanto más cercana esta la noche.
La Candelaria torna, animosa, y le sirve unas raíces en el plato de todos los días. Luego, le
alcanza un jarro colmado de café, negro, negrísimo.
-¿De quién?
-De todos. De tu padre que nunca te quiso sino como a su esclava. Y también de Isauro.
-Pero si ya no soy del viejo, soy tuya, Roge. En cuanto a Isauro... no hay nada.
¡Si había algo en qué pensar! Claro que sí. Defender la vida y el hogar. EI viejo Teodoro e
Isauro estaban como el río crecido, gritando y barbotando espuma de rabia, cuando su
104
pensamiento se estrellaba en él y en Candelaria. Habían jurado matarle. No por jurar en vano,
puesto que los hombres del bosque saben cumplir el designio que se imponen, sino porque él se
había robado a la Candelaria de casa de su padre, el viejo, y porque Isauro tenía, con ello, abierta
una herida de amor que jamás cicatrizaría.
-De ninguno de los dos podemos esperar nada malo. Teodoro, al fin de cuentas, es mi
padre y sabrá hallar conformidad en mi conducta. En cuanto al otro, ¡tú eres más fuerte que él!
Se buscan, se unen como el fuego y la leña. La vida crepita en sus corazones. Ella le
anima, ardiente, jubilosa.
La noche, con voces de bosque, canta unos coros lejanos para las estrellas.
-Para que nunca se acabe esta felicidad nuestra es que quiero tener un fusil.
¿Cuál?
-Mañana, en la hoyada de arriba, castrará un toro. Como no tiene quién lo ayude en ese
trabajo ha querido llamarte a ti, en señal de paz. Pero Isauro le ha desanimado y se ha ofrecido él
para la tarea. EI viejo le ha aceptado.
¡Canalla!
-No importa Roge, no blasfemes. ¡Tú eres mas fuerte que él!
Pronto la ira se hace dulzura y se convierte en beso que hace milagros, como el bosque
con sus coros lejanos para las estrellas.
II
El toro inclina la cabeza amenazadora tal si quisiese embestir la montaña. Escarba con las
patas la tierra fértil y muge, potente, feroz. Las oquedades se llenan de él. La naturaleza vibra,
parece sacudirse con el alarido de este recio animal convertido en rey de los campos. Una vaca
color de la tierra, levanta la testuz con mansedumbre y espera. El toro avanza con trote penoso,
resoplando por las grandes fosas nasales y se detiene junto a la hembra. EI resto del ganado corre
por otros rumbos sobre los verdes pastales. Y quedan los dos, juntos, en la tarde, calcinada por el
sol, armonizando en blanco y terroso, sus pelajes brillantes, bajo el cielo limpio.
Todo el embrujo de la selva, con sus infinitos partos múltiples -retoños que avasallan en la
fronda invadida sin piedad, desbordándola más allá de todo límite, cantos de aves ocultas en la
espesura y cuyos trinos se ven en el espacio con la irreal presencia de musicales meteoros,
gruñidos, plañidos de aguas- toda la vida evidente esta en la sangre de estas amorosas bestias
105
que quieren perpetuarse en el celo de su instinto para supervivir, en los frutos futuros, por los
siglos de los siglos, en tanto que pueda escucharse siempre el grandioso y soberbio mugido de sus
pechos.
Muy luego concluye el reclamo paciente en una muda fatiga fugaz que pronto se torna en
irreductible intranquilidad, en incontenible inquietud. Las bestias mugen a unísono invadiendo los
espacios, escalando las cumbres con su grito sonoro y se aman...
En blanco y terroso, sus crecidos cuerpos forman un monumento. Macho y hembra como
una escultura inmortal. El toro insultando a los cielos con su elevada cornamenta. La vaca
rindiéndose sobre la verde alfombra.
-¿Este es el toro que debemos coger? -pregunta Isauro al viejo Teodoro. EI viejo asiente. Y
entonces, como una serpentina obscura, vuela el lazo por los aires y se traba en los cuernos
audaces del macho. Los dos campesinos y dos indios tiran de él, fuertemente. La escultura se
trunca. La vaca huye despavorida hacia donde está la grey.
Los hombres y el toro se van a la hoyada, sudorosos por la lucha y la porfía. Luego,
sujetan la cuerda de un árbol.
Isauro está contento de ayudar en el trance. Extiende su pañuelo con hojas de coca y sirve
de la primera botella de licor. La copa circula por las cuatro bocas. Seguidamente tuerce cigarrillos
y los distribuye. Una y otra vez beben, fervorosos, esperando el buen éxito de la tarea.
El viejo Teodoro echa un trago en los lomos del toro y traza una cruz en el espacio,
repitiendo:
Nuevamente llenan las copas. El alcohol incendia sus rostros cobrizos. Isauro afila en una
piedra la lanceta. Uno de los peones echa incienso en un plato con brasas. El ambiente se torna un
tanto religioso. Todos están serios.
Todos cuatro tumban a la bestia, reducida con cuerdas que le amarran las patas. El viejo
se encarama en la cornamenta, los indios sujetan por los cabos.
Isauro lancetea. La herida borbota sangre. El toro, súbito, se sacude en el suelo. Sus ojos,
vencidos, se llenan de lagrimas como si fuesen los de un hombre que llora su pena más amarga. Y
en ellos se nubla el cielo de la heredad, oliente ahora al incienso que sube ansioso desde el tajo
cruel. No tiene fuerzas. No podría librarse nunca de los verdugos. Además, la castrazón es terrible,
infinitamente terrible.
Desde los aledaños suben los mugidos de la vacada. ¡Pobre toro! Mañana será el intruso
incapacitado de la grey que rumia tristemente su ración interminable de derrota. Sin embargo, al
correr de los días, se pondrá engordecido y será más hermosa su figura incompleta.
Pero eso no puede ser un consuelo si la única esperanza de su vida, hasta morir, será
solamente el yugo y el arado con que destroce la tierra. Sus lágrimas siguen copiosas y dolientes.
-¡Ya está!- avisa Isauro. Los hombres deshacen las amarras y se alza el animal,
entristecido y débil, dando traspiés que le hacen caer nuevamente.
106
Otra vez muge la vacada. Acaso le estén llamando. Se incorpora esforzadamente y se va,
dejando un reguero rojo en su camino. Quisiera tal vez apresurar un trote, pero no puede. Y el toro,
hecho buey, detiene sus pasos e inclina la cabeza resignado, impotente para toda la vida, llorando
como los hombres que han perdido la más santa ilusión o el poder más augusto.
El viejo Teodoro escancia por el triunfo y abraza al mozo de la lanceta, diciéndole socarrón:
-Si ella, la Candelaria, estuviese bien casada, él, su hombre, habría venido a ayudarme.
Pero estoy muy solo.
-Podemos reconquistarla, viejo. Yo me casaría con ella, como es justo ¡y otra vez la santa
paz!
Mientras tanto han bebido ya mucho. Y la tarde agonizante gira y gira para sus sentidos
embriagados. Isauro cree que puede aprovechar este coraje del alcohol e insiste:
-¿Que?
Los indios y el valiente se encaminan hacia la casa de Rogelio, llevando las cuerdas, el
plato de brasas, el incienso y la lanceta...
.
III
Todo ha pasado ya en casa de Rogelio, cuando éste abre los ojos y ve delante de sí el
incienso oloroso que inunda su alcoba. Palpa en la herida: sus manos se tiñen de su propia sangre
y grita horrorizado:
Y el hombre, como el buey, inclina la cerviz sobre su sangre y sus lágrimas. Hasta la
muerte.
107
MAITE ALLAMAND
Ya no quedaban velas, ni sebo, ni aceite. La última noche -y tercera del velorio- lo habían
tenido que dejar a obscuras y solo. Todos se habían marchado. Las mujeres, vencidas por el
sueño; los hombres, extenuados unos, borrachos los otros.
La viuda también se fue a dormir. Cerró cuidadosamente la pieza donde estaba el difunto
y, envuelta en su pañuelo negro, recorrió la casa dormida y silenciosa. Aseguró los cerrojos de las
puertas, fue a la cocina a ver si el horno estaba bien apagado y si el rescoldo de los braseros había
sido debidamente cubierto de cenizas. Caminó por los largos corredores, recogiendo en esos
trajines la clara sensación de su nueva responsabilidad. Ahora, la cabeza era ella. Ella la autoridad,
el jefe de familia, ella. De nadie recibiría órdenes, de nadie tampoco alivio en la tarea. ¿Los hijos?
Casi eran hombres ya; no obstante, dormían como piedras desde el atardecer. ¿Los parientes? Ya
estarían, quizás, lucubrando mil combinaciones para desposeerla de lo propio, invocando su
inexperiencia, la minoría de los muchachos, y quién sabe cuántos otros pretextos imaginarios o
legales, o lógicos, o fraudulentos. Quién sabe.
Llovía, llovía. La lluvia rodeaba a las casas con una empalizada aislante y al parecer
definitiva. Llovía, llovía, como si nunca más fuera a dejar de caer agua sobre la tierra. Llovía tanto,
pero al día siguiente, lloviendo o no, había que llevarse al muerto. Ya no se podía esperar más.
Se quemó los dedos con el fósforo, encendió otro. Quedaba un trozo de vela en la
palmatoria. Con la luz, nacieron las sombras difusas y fantásticas. La mujer tiró el manto sobre la
cama. Cayó al suelo su pesada falda color café. No era manda, sino mera costumbre. Pero ya no
usaría más esa ropa, porque estaba viuda. Sacó las horquillas del moño, y una trenza gruesa y
obscura se dibujó sobre la camisa blanca. Se santiguó lentamente.
Bajo el catre ausente, el entablado de la pieza tenía otro color. Más claro, más nuevo, más
opaco. Parecía una alfombra negativa. Habría que borrar cuanto antes ese rectángulo elocuente.
Tantas y tantas cosas que olvidar, que extirpar definitivamente de la memoria y del corazón. Quién
sabe qué mixtura o qué sahumerio sería recomendable para arrancarse el pasado del alma, a la
buena o a la mala. ¡Cómo tirar esas pesadas alforjas que la vida había llenado para ella de tantas
amarguras! Resabios, remordimientos, rencores acumulados durante años de años, y que le
adolorían el alma y el cuerpo.
108
Temblaba la luz de la vela. Sobre la pared, en el sitio que fuera del respaldo del catre
desarmado por la muerte, las flores del papel mural estaban frescas, lozanas, como recién
cortadas de un jardín en primavera. ¡Qué lindas! A la verdad, después de tanto tiempo, la mujer
había olvidado sus formas, sus colores, sus actitudes, sus corolas como rostros expresivos
infinitamente repetidos de arriba abajo, por todo el cuarto. Las rosas encarnadas, los jancitos
azules, los tallos atados por una cinta color claro de luna, ininterrumpida, larga, caprichosa, que
unía todas las flores en sus volutas de plata. De alto a bajo, de la ventana al armario grande, de la
cómoda a la puerta.
Ahora, por toda la pieza, los ramilletes estaban desteñidos, marchitos, como prontos a
deshacerse en una lluvia de pétalos muertos. Así estaba ella también, como las corolas del papel.
Mustia, envejecida, triste, viuda.
Llovía, llovía. Y nada podía destrozar ese silencio bienaventurado, a no ser el ladrido de un
perro, el roer de una rata invisible, o el suspirar de la tierra en un leve temblor. Es decir que, muerto
él, ningún ser humano tenía ya el poder de alterar el ritmo de la noche, de desbaratar el silencio,
de escandalizar el orden y la armonía.
Llovía. Y bruscamente, al sentirse invadida por tan apacible bienestar, al comprobar que
una marejada de dulzura estaba a punto de sumergirla entera, y que era el suyo un estado próximo
a la felicidad, se incorporó, buscó a tientas la caja de fósforo y renacieron las sombras a su
alrededor.
"Es posible que yo me sienta desahogada, tranquila, casi feliz, cuando el esta allí, pared
por medio, muerto, inútil, tendido en un cajón, para siempre".
Sintió vergüenza, dolor de hallarse así, tan aliviada, horror de tantos días y noches
sometidos, asco por tantos años trascurridos y de los cuales no se atrevió nunca a tronchar la
abominable sucesión.
Y, sin embargo, todo había sucedido allí, allí mismo, en ese sitio, frente al espejo vacío del
gran ropero de madera obscura. Allí, allí mismo.
Era muy tarde, quizás pasada la medianoche. Llovía. La señora tejía, sentada junto al
brasero. No pensaba, no sentía, estaba, como ausente de sí misma. Sus manos tejían. La lana
suave resbalaba entre sus dedos como una larga y tibia caricia. Tejía, y las brasas ardían
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silenciosas bajo su leve mortaja. Tejía, la tetera murmuraba su canción de burbujas liberadas.
Llovía, llovía, afuera, largas hebras de lluvia que nadie tejía.
Dos días que los hombres de la casa se habían marchado: el marido y los dos hijos
mayores. A caballo, bien aperados, bien puestos. ¿A dónde habían ido? Ni ellos hablaban, ni ella
preguntaba. ¿A que saber? Sólo ahora, después de la tragedia, sus ojos se habían abierto al
horror de estas andanzas, en las cuales el padre, envejecido pero incorregible, llevaba a los
muchachos de cebo en sus abominables correrías.
Ella tejía, a orillas del fuego, sin esperar nada fuera del sueño que tardaba, sin querer
nada. Llovía, cuando oyó unos ladridos lejanos. Luego aullaron los perros de las casas. Chirrió el
portón, al rato sonaron las espuelas trizando el silencio de los corredores. La mujer tuvo un
sobresalto:
-¡Llegaron!
Los pasos alcanzaron la puerta del dormitorio, y ésta se abrió estrepitosamente. El hombre
tiró el sombrero empapado, el poncho cayó al suelo y quedó como un charco negro.
En silencio, ella se arrodilló a los pies del esposo, como lo hacia siempre, para sacarle las
espuelas.
El hombre oscilaba, como un péndulo al revés, mal sujeto por sus grandes botas
adornadas y brillantes, que le subían hasta el muslo.
-Ahora, desnúdate.
Llovía. Pareció que la lluvia había atravesado las tejas y disuelto el entendimiento de la
mujer inmóvil, aturdida.
Llovía. ¡Oh! Si el silencio de la lluvia hubiera podido apagar esas malhadadas palabras; si
los perros del camino se hubieran tragado los ladridos echados a la noche; si los caballos, tranco a
tranco por la obscuridad, hubieran enredado sus pasos y conducida ese hombre desatinado a otros
umbrales, bajo otro techo que el suyo propio, allí donde esas órdenes hubieran podido ser
obedecidas sin quebranto.
-¡Desnúdate!
Llovía. El agua hervía en la tetera, y su gorgoteo regular fraccionaba el tiempo que pasaba
lento, lento, como cansado y pronto a detenerse.
Llovía. El hombre, enfurecido, cogió un rebenque de cuero trenzado que llevaba atado al
cinturón.
-¡Desnúdate!
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Ella esperó, inmóvil, que el verdugo se incorporara.
-Borracho, sinvergüenza.
Llovía. Llovía. Nada. El hombre no se movía. Respiraba fuerte, así, roncando como
siempre cuando estaba bebido.
Llegó el alba, y para el hombre tendido en el sueño no hubo recordar. El rostro le amaneció
color ceniza, la boca sangrienta, los ojos perdidos. La tetera estaba seca. Bajo la puerta asomaba
una luz triste, y afuera llovía.
Con el día, las congojas y los remordimientos volvieron a sus obscuras guaridas. A pesar
de la lluvia, a pesar de todo había que enterrar al muerto. Pero ,quien le ayudaría? ¿Quién
prestaría hombros y manos al que siempre había negado los suyos y los de su gente?
Sin la lluvia, todo hubiera salido como él lo deseaba. Carreta, puentes y caminos nuevos. Y
aventar las tradiciones, y derribar los viejos hábitos que hacían perder a los acompañantes por lo
menos dos días de trabajo. Les tenía odio a los muertos, a los funerales, a todo cuanto le
recordara que algún día, él también, como todos los demás, tomaría el camino de la eternidad.
Jamás asistía a un velorio, y por ese extraño capricho agraviaba a vecinos y compadres.
-Las mujeres se ven muy feas cuando lloran -decía. Y ¿cómo olvidar que ellas habían sido
siempre el norte de sus días?
¿Ayudar a los vivos? Eso sí, con una generosidad irresistible, y más aún cuando cerca del
solicitante había por allí unos ojos ardientes, un talle apetecible, unos labios ofrecidos. Mientras
que los muertos ya no ven, ni aprecian, ni necesitan nada, sino cuatro tablas, una bendición furtiva,
y un hoyo profundo para volverse cuanto antes tierra y pasado. Y abolir los cortejos lentos y
lastimeros, y acallar el clamor de los dolientes que van por el camino pidiendo ayuda para cargar al
difunto, porque los cementerios están siempre tan lejos.
-¿Por qué se empecinan -decía- en llevarlos a pie y en hombros, cuando yo les pongo
carreta y bueyes, caballo y todo lo que quieran, con tal que se callen y se vayan luego?
Con los troncos más gruesos de sus bosques, con la mejor madera de sus aserraderos, y
con ese espíritu de progreso que lo impelía siempre a buscar soluciones prácticas, el que ahora
estaba quieto para siempre entre cuatro tablas había construido un puente sobre el estero grande,
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para que pudieran transitar las carretas. Las cosechas y los muertos llegarían así más pronto a su
destino.
Todo hubiera resultado muy sencillo: dos buenas yuntas de bueyes, los deudos y los
acompañantes a caballo, para dar cumplimiento a la voluntad del muerto. Pero la naturaleza había
lanzado su veto inapelable. Era tanta el agua que inundaba la tierra, era tal la corriente del estero
grande, que los turbios remolinos se habían llevado el puente nuevo. No había entonces más
remedio que desoír las órdenes del finado y llevarlo así, como pudieran, y pedir humildemente
ayuda a los hombros ajenos.
Cuando la viuda dio la señal de partir, llovía, llovía irremisiblemente. Al principio, los
sombreros resistieron, y la lluvia corría por los fieltros y los mantos, como el agua por la pluma.
Sobre el ataúd, las ráfagas cantaban su plañidera canción. Luego, poco a poco, las gotas
penetraron, horadaron, se infiltraron. Cuando el cortejo se detuvo para el desayuno, ya todos
estaban empapados.
El difunto quedó allí, a orillas del camino, en su cajón ancho y obscuro, como un tronco
derribado e inútil, mientras los dolientes buscaban reparo junto a una cerca tupida. Los árboles
ostentaban su escueta vestidura invernal, ramas secas, desnudas, y uno que otro corazón de
quintral. El cielo era de barro, la tierra era de agua. La lluvia lloraba, lloraba, y el suelo saturado ya
no podía beber más. El agua anegaba los campos, rebasaba los esteros, y en cada pliegue del
terreno, por imperceptible que fuera, nacía un chorrillo nuevo. Hasta las piedras parecían flotar a la
deriva, desesperadamente. No había luz, sino un escaso preámbulo de tinieblas. No había
horizonte, las montañas se habían deshecho tras la lluvia.
Algunos animales apretaban sus lomos chorreantes bajo unos miserables espinos. Quién
sabe en dónde se escondían los pájaros sin vuelo, y qué hacían los insectos en sus anegados
escondrijos. Las raíces prosperaban, sin duda, bajo la tierra, y las semillas hinchaban. Pero si
seguía lloviendo, el agua borraría los surcos y se llevaría todo el porvenir corriente abajo. Y llovía,
llovía sin tregua.
El cortejo se formó otra vez, bajo la lluvia. No había nadie en el campo, todos ahuyentados
por el temporal. Ni un ser viviente que, compadecido por el clamor de los dolientes, ofreciera su
vigor enjuto y sus piernas nuevas para llevar al muerto.
Uno que otro rancho aparecía, a lo lejos, humeando su techo lloroso, a puertas cerradas, a
ventanas mudas. Muros que emergían apenas del agua y del barro. Y dentro de las casas, la vida
aglutinada alrededor del fuego, la mujer resignada, los hombres con el poncho puesto, atisbando la
lluvia que cae y el tiempo que pasa; los niños asombrados de humedad y de tristeza, los viejos
palpando en vano sus encías inútiles.
Una puerta se abre, se estremece un postigo, Los ojos ven, pero el corazón se niega.
¿Quién va a compadecer al que no tuvo lástima del prójimo? Por ella, por la señora, los que miran
hacia el camino saben quién es el que llevan a sepultar en medio de la lluvia y del viento. Por ella,
uno que otro se pone el sombrero y sale a desafiar los elementos y su propio rencor.
Porque los hombres lo odiaron vivo, y lo odian difunto. Lo odian porque las mujeres lo
quisieron demasiado, y ellas lo lloran muerto, con lágrimas disimuladas, porque no se atreven a
hacerlo deliberadamente delante del padre, del marido, del hermano. Para su apetito incontrolado,
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todas fueron buenas. Las lindas por lindas, las feas por feas, las ariscas por ariscas, las fáciles por
fáciles. No se le escapaba nadie, desde los tiempos ya lejanos de su juventud.
Y una, y otra, y otra, a través de los años y de las estaciones, jamás hastiado de carne
nueva, ese don Juan de espuelas de plata y de los innumerables enredos y amoríos.
Llovía. Todos ateridos, exhaustos. EI camino parecía estirarse bajo los pies que batían
penosamente el barro. Las mujeres murmuraban oraciones confusas. Las mujeres que
acompañaban a la viuda? Todas iguales, bajo sus mantos negros. Todas las que con ella seguían
el cortejo no lloraban al patrón sino al hombre. Sirvientas, inquilinas, forasteras recién llegadas o
muchachas nacidas en el fundo, viejas envejecidas en esa misma tierra. Todas lo sentían así,
cualquiera que fuera su edad o condición.
Eso iba a ser para ella la viudez, entonces. Estar tranquila. No temblar por lo que pudiera
suceder, cuando una mujer iba a las casas a vender huevos, o si una madre joven llevaba a su hijo
en busca de un alivio o de un consejo para quebrar el empacho o sanar un pasmo. O si una
parienta venía a visitarla con sus hijas, inocentemente. No más tragedias ni complicaciones, no
más amores sin nombre en su propia casa, no más ese hálito de sensualidad y de lujuria que
empeñaba hasta la pureza de las flores del jardín. Le faltarían años para olvidar, le faltaría vida
para reparar tanto daño y tanto sufrimiento. Y él, culpable único de todo aquello, vencido por la
muerte. Yerto el que había sido todo vida y movimiento, sometido el que se levantó contra lo
establecido, estático el que pasó del furor a la sonrisa, del latigazo a la caricia, del insulto a la
súplica.
Llovía. Con qué intensidad hubiera querido la viuda hurgar esos rostros llorosos, hasta
descubrir en esos seres la conciencia y la verdad, y saber por qué lo lloraba cada una en especial.
Y ella misma, ¿no estaba acaso sin lagrimas? ¿Acaso no lo había amado, como esas mujeres, y
mucho más que todas ellas, en su calidad de escogida, de legítima, de esposa?
Una oleada de sangre le fustigó el rostro, le avivó la memoria, le desató los recuerdos
candentes, y el dolor más crudo la cogió nuevamente entre sus garras. Pero no, no era el momento
de sentir ni de flaquear; era preciso resistir, acelerar el fin, apresurar el paso, llegar cuanto antes y
a través de los elementos y del tiempo al término de tan pesarosa jomada.
Llovía. La marcha se hacía cada vez más penosa. Barro, barro, y los hombres cada vez
más cansados, y el muerto siempre más grande y pesado. Y los hombres para cargarlo escasos,
escasos. En vano las voces clamaban al divisar un caserío, una vivienda, su lúgubre refrán:
Respondían los perros, ladrando a la muerte; respondían las bestias, resoplando de frío;
respondían los pájaros, mudos en sus escondites violados. Los hombres no respondían, ni con
palabras ni con obras. Nada querían saber del finado, de ese finado.
-Si falta tan poco. ¡Si ya queda lo menos que andar! Dios te salve, María, llena eres de
gracia.
Hacía falta un látigo, una picana acerba que estimulara esas yuntas humanas, trabadas por
un yugo negro y paralelo.
113
A la verdad, quedaba poco camino, pero nadie sabía que un enemigo tremendo acechaba
el fúnebre cortejo: la oscuridad. Y se echó de repente sobre los dolientes, como una maldición. La
noche se irguió con los brazos enloquecidos, los cabellos desmadejados, girando y danzando en
una fantástica farándula.
Entonces, la desesperación de los que llevaban al muerto rompió los límites de la caridad,
derribó la voluntad y la decencia, y cuando el ataúd quedó abandonado en medio de la noche, del
límite del tiempo brotaron cuatro hombres iguales, grandes como el miedo, oscuros como el dolor.
Se acercaron a las angarillas, con pasos semejantes y bien sincronizados, ofrecieron sus hombros,
cargaron al difunto y se fueron, ágiles, como si el muerto no pesara nada, como si no existieran el
barro, la lluvia y el frío.
Los cuatro hombres negros no tenían oídos, ni palabras para responder, ni piedad para
moderar su marcha. Sólo llevaban piernas que devoraban el camino.
-¡Esperen! ¡Esperen!
El abismo horizontal era cada vez más dilatado entre los sepultureros sordos y la plañidera
comitiva.
-¡Paren! ¡Paren!
-¡Atájenlos!
Todo fue en vano. Nada pudieron las súplicas, los gritos, las oraciones. Los cuatro
hombres negros se llevaron al muerto. Nunca se supo en qué siderales abismos abandonaron su
presa. Jamás se conoció el misterioso final del entierro, que llaman desde años de años, a media
voz y con supersticioso recelo, el funeral del diablo.
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EL PEQUEÑO PIROMANO
En la primera década del siglo de las revoluciones, llegaban desde el Viejo Mundo hasta
las calles silenciosas de aquel pueblo ingenuo y lleno de cantos de pájaros mansos que convivían
con los callados viejos que dormitaban al sol en los escaños de las plazas públicas, vírgenes
encajonadas, que entre letanías cantadas por las mujeres, eran extraídas de sus ataúdes de
maderas pulidas y sujetas con precintas de metal, para ser trasladadas, entre el aroma de la mirra
de los incensarios de plata de las devotas, hasta la iglesia de frontispicio labrado como un jardín.
La portada de la iglesia del pueblo, por lo quimérica, parecía tallada por escultores brujos. Era una
pesadilla hecha piedra, era un sueño enfriado por la intemperie. La gran puerta de la iglesia era la
puerta mágica de la caverna de lo tenebroso y de lo insólito, En el levantado nicho del altar mayor,
casi a punto de desplomarse al suelo con toda su desnuda y alargada estatura sangrante, estaba
un crucificado siniestro, con los cabellos caídos sobre la cara magullada y encuadrada en una
puntiaguda barba castaña.
En un hueco lateral del retablo, un Santiago a caballo, con los pómulos sonrosados y
encuadrados en una barbita rizada, con los ojos fulminantes y azules, se volteaba para herir al
dragón pisado por su caballo encabritado. Santiago cubría su cabeza con un ancho sombrero de
plata y lucía un cuello de alcanfor, y unos puños almidonados con mancuernas de latón. Los indios
candorosos, eran los modistos del santo forastero y ecuestre, que trotaba en las cumbres de los
Andes de filos de diamante. Tenía la inocencia de una primera comunión aquel pequeño pueblo
indígena, reposando en un lecho de flores de manzanos y de guindas maduras.
EI niño perdido como en una selva, amedrentado por el jadeo de bestia de la multitud, se
dejaba llevar en vilo par la marea humana del cholerío que exhalaba un olor a establo mezclado
con el aroma de las madreselvas que desbordaban los tapiales de tierra sonrosada por el sol,
hasta tomar el tinte de las rosas disecadas. EI niño se aferró al brazo colgante de alguien que
marchaba a su lado. No sabía quién era, él sabía únicamente que era un brazo. El miedo de la
noche solitaria, le asaltó en pleno día y navegó en los infinitos callejones del sueño; únicamente
sus pies tropezadores y caminantes estaban en contacto con la realidad.
115
por la noche solitaria, el brazo cómplice y el niño de una dinastía perdida? El niño había podido
hablar con el gran crucificado pálido, el de la crencha volante sobre su rostro magullado, y prefirió
callar, tragar sus palabras como una sustancia alimenticia y ahora tenía enterrada su mano como
una raíz, en ese brazo que el azar aproximó a su vera. El brazo independiente en la noche, ejercía
en el niño algo así como una maléfica tuición. EI niño estaba cruelmente protegido por ese brazo
colgado en el vacío y que formaba parte de la noche que envolvía hasta los vericuetos de las
vísceras más ocultas. El niño tenía nudos de palabras a lo largo de toda su estructura, y entre
gemidos asomaban las palabras en una serie de preguntas al brazo aquel que le empujaba cada
vez con mayor urgencia, hacia un destino imprevisible, hacia un país de suelos de musgo, donde
los pasos no resuenan, donde las palabras caen con la gravedad de una plomada. Unos recuerdos
confusos, a manera de un resplandor le sacaban como virutas casi invisibles a ese depósito de
huesos que era él. Recordaba una lúgubre habitación, en una lúgubre casa que fue empujada por
otras casas hasta los extramuros de aquel pueblo perdido entre las montañas. Sus recuerdos eran
como visiones desde la ventana de un tren de niebla en marcha, a través de paredes, árboles,
iglesias, prados también de niebla. Le parecía que todo eso, había visto en un refugio tibio y
afelpado, antes de nacer; en un cuenco cóncavo y visceral y que por encima de su pequeña
cabeza, en un piso superior, alguien lloraba lenta y persistentemente. Lloraba y de entre las
lágrimas salían, como palomas asustadas, palabras que se referían a él, que no había nacido
todavía. Como por dos túneles de doradas estrías, recordaba haber visto hojas verdes que
bailaban en el aire, rosas embebidas en claridad que se balanceaban como fantasmas, un pájaro
cruzando el azul vibrante, y todo, siempre envuelto en el rumor de alguien que lloraba lenta y
persistentemente, ese alguien tan cercano a él y que no podía ver ni menos conocer, porque se
sentía encerrado en las paredes de ese llanto, como en una cárcel. Sus recuerdos se
desintegraban sin ningún ruido, como retazo de niebla, mientras caminaba por los caminos de la
noche solitaria, asido del brazo colgado en el vacío, el brazo que lo empujaba cada vez con más
urgencia, hacía un destino imprevisible.
116
desmedido y sangrante a cuyos pies se mecía un oleaje de flamas escarlatas y azulencas, y el
desfile constante de los indios, con grandes flores de espino en las manos y las mejillas
empedradas de las piedras preciosas de sus lágrimas. Obstinadamente, el brazo aquel, le
empujaba cruelmente a salir de la realidad y a precipitarse al vórtice que le envolvería en sus
tenebrosos remolinos. Era su inocencia la que llenaba aquella manga colgada en el vacío, era su
candor embutido en la manga siniestra el que le empujaba hacia el destino imprevisible. EI mechón
de cabellos, pendiente sobre el perfil del crucificado, le ofuscaba el entendimiento. Una sordera
universal lo iba emparedando en un nicho.
Sin salir de la atmósfera onírica en que flotaba, advirtió con pavor, que el brazo colgado en
el vacío lo empujaba violentamente hasta el sitio de la lúgubre casa y la lúgubre habitación de sus
recuerdos prenatales. Aquella lúgubre casa que fue empujada por otras casas, hasta los
extramuros de aquel pueblo perdido en las montañas. Sintió que sus huesos crujían como cruje
una puerta cuando un empujón la desquicia para dar paso a alguien que se introduce
subrepticiamente, se sintió habitado por un demonio, se sintió ocupado por un ángel. Advirtió que
dentro de su pecho, en la caja de sus huesos, en la urna de su corazón se golpeaban como
peñascos dos enemigos y que alguno de los dos vencería después de herirse mortalmente. Al
brazo colgado en el vacío le fue brotando de la manga una mano atroz, una mano ágil como una
araña gigante, y esa mano abominable, aferrada a todo su cuerpo sin voluntad le empujó a la
lúgubre habitación en cuyo ámbito, la propia mana delincuente, se dio a hacinar en su centro
muebles y objetos, retratos y vestidos vacíos, con un automatismo diabólico, desparramando sobre
esa informe aglomeración, una lluvia de lágrimas de fuego. Como un monstruo enfurecido, el fuego
vestido de flotantes harapos de humo tenebroso, se dio a devorar todo lo que tenía a su alcance,
mordiendo y lamiendo vorazmente, tiñendo de regueros de sangre el oscuro vientre de la lúgubre
habitación.
Bajo el alto cielo de dura bóveda lejana, el incendio ardía como una rosa en el país de la
soledad, alargando sus pétalos carmesíes en ese aire deshabitado del color del olvido.
Fue como un doloroso despertar lento, para el niño asido al brazo colgado en el vacío. Al
fulgor del incendio, fue reconociendo, como en una galería de retratos de antepasados, todas las
horas de su pequeña y dolorosa existencia. El estaba solo, abandonado, en el corazón devorador
del incendio. Tenía los ojos acribillados por las espadas diamantinas de las lágrimas, y como el
niño pertenecía a una dinastía heroica, pensó que no era el tiempo de las lágrimas. Como los
príncipes de las leyendas, se arrojó sobre las lenguas de fuego; invulnerable, invencible, temerario,
como si fuera el pequeño capitán de un escuadrón de arcángeles, protegido por su inocencia.
El brazo colgado en el vacío, la manga sin habitante de la que le brotó una mano que más
parecía una garra de animal prehistórico, fue lo primero que ardió cuando lanzó sobre el montón de
cosas el reguero de fuego. El brazo aquel, estaba convertido en ceniza negra, como si fuera la
madriguera de la noche vencida por el alba. El niño solitario y heroico, se sintió habitado por la
claridad de ese amanecer, que cubría de santidad y de rocío los tejados y las paredes del caserío
de aquel pequeño pueblo indígena, perdido en las montañas. El alba llovía hebras eucarísticas
sobre los canchones verdes de legumbres y las viejas paredes habitadas por tórtolas. El rocío tejía
encajes de luz sobre la carne morena de la tierra, humilde y olorosa de menta y de flores de
espino. El alba mojada de arrullos y de cantos, levantó el corazón del niño heroico, y sus voces de
alarma, llamaron la atención del cholerío y de la silenciosa presencia de los indios, los que
miraban, entre la noche agonizante, la rosa carmesí del incendio. Todos, cholos e indios, con los
labios todavía mojados por el dulzor de las letanías, se precipitaron a sofocar el incendio, lanzando
sus anchos ponchos sobre las llamaradas de azafrán y humo. El incendio se convirtió en felpuda
ceniza y el silencio envolvió la lúgubre habitación de aquella lúgubre casa, que fue empujada por
otras casas hasta los extramuros de aquel pueblo perdido en las montañas. El niño miraba como
una lámina de plata vieja, la portada labrada de la iglesia, que brillaba entre la niebla del amanecer,
entre el caserío abandonado.
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Sus frágiles y lastimados pies, le condujeron nuevamente hacia el lugar de la ermita, donde
en su lóbrego nicho, alumbrado por el vaivén de las innumerables velas de los devotos, el
crucificado, clavado en su madero, parecía inmenso como el horizonte, y su boca entreabierta, un
abismo sin fondo. La crencha colgante sobre su rostro, parecía el viento petrificado y su pálida
carne lacerada, ardía como las últimas estrellas en la lejanía. Gravitaba su cuerpo sobre el aire,
sostenido por inmensas alas invisibles.
El niño le miraba a sí mismo, como un juez; se sentía capturado en delito, por su propia
severidad, a pesar de que fue la mano atroz que salía de la manga colgada en el vacío, la que
arrojó un puñado de chispas lívidas. El niño se aferró a esa manga de nadie, con todo el vigor de
su inocencia nacida de su soledad. Todo en él estaba intacto, virginal como la candorosa nieve de
las montañas, tan altas e inaccesibles. Nunca más volvería a la habitación lúgubre, en aquella casa
lúgubre que fue empujada por otras casas hasta los extramuros de aquel pueblo perdido entre las
montañas. Preferiría vagar como el viento y llegar a los recodos del río; encaramarse hasta las
copas susurrantes de los eucaliptos, sorprender la madriguera de las lagartijas, fugaces como
relámpagos; subir hasta los aéreos nidos de las águilas. Nada era capaz de consolar al niño
solitario que amaba su soledad, porque en ella se reintegraba como un "rompecabezas" resuelto.
La soledad era la única que le enseñaba a realizarse. Por eso ahora, se sintió inconsolable y capaz
de hallar un rumbo. Como los navegantes, como los cazadores primigenios, buscaría en la lluvia y
en el viento, en la arena y en la nieve, la huella de su destino, como la huella del venado o de la
torcaza que emigran por el bosque y la montaña. Leería en las estrellas, deletrearía en el rocío
sobre las hojas y escucharía en el silencio las palabras del viento y buscaría como el principio de
un río profundo y caudaloso, el principio de su origen y el del origen de los hombres. Cuando vio la
boca del crucificado, abierta como un abismo que va a dar a la nada, tuvo la tentación de arrojarse
a ella, como un pájaro suicida o como una rosa moribunda, pero entendió que era más heroico vivir
como una antorcha encendida y caer al corazón de los abismos iluminando sus antros.
CLAUDIO GIACONI
Es uno de los teóricos más notables de la promoción literaria de 1950, con visible
inclinación al ensayo y la crítica, que ha cultivado con éxito en artículos y conferencias. Ha
publicado: La difícil juventud (cuentos, 1954). El sueño de Amadeo (cuentos, 1959) y Gogol, un
hombre en la trampa (ensayo, 1960).
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AQUI NO HA PASADO NADA
PIERRE MABILLE.
119
lloraba de manera muda -rodándole, también, el salado líquido por las fláccidas mejillas- así como
en los últimos días viera llorar a su madre y hasta a la antigua empleada apoyada en la puerta de
la pieza de su padre, lo cual venía a confirmar que los mayores eran seres extraños: lloraban de
otra manera y por causas que él no comprendía. Y se fue tras tía Eduvigis, también porque él
deseaba, ahora, salir un rato a la calle y librarse de no sabía qué peso aplastante, opresor, que
empezaba a sentir entre las paredes de la casa, aunque tía Eduvigis lo cogió de la mano como
tantas personas mayores que lo cogían de la mano no bien se encontraba en la calle, libre;
entonces -y el comprendió que esta vez se sentía oscuramente tranquilizado al ir cogido de la
mano- ella le dijo, sorbiendo en la nariz la substancia licuosa que amenazaba resbalar hacia el
tenue bigotillo: "Vamos a buscar a un cura, a un santo curita". EI no preguntó nada, pero se le
formó un nudo en la garganta (¿Por qué un curita?) que se iba apretando gradual,
progresivamente, y cuando la tía Eduvigis, por una especie de incapacidad para ocultar algún
hecho muy grave que sólo ella y su madre y la empleada conocían y comprendían, dijo: "Tu padre
se muere", apresuró el paso a su lado, urgido por una súbita prisa, y casi corrió arrastrando de la
mano a tía Eduvigis quien con sus gordas piernas varicosas no podía acelerar el paso sin unir a
sus sollozos quejumbrosas voces de protesta como si ahora comprendiera vagamente que el santo
curita habría de hacerle un bien grande a su padre; tal vez, que había de conseguir que dejase de
agonizar volviéndolo a como era antes, bien que la vieja solterona, gastada como los gastados
engranajes de una vieja máquina sin lubricante y en desuso, le dio un brusco tirón (ella, que había
visto a Carlitos no más de cinco veces en su vida, una vez al año cuando venía a Santiago, y que
había venido ahora inopinada y excitadamente para mirarlo de un modo lastimero y decirle,
dándole unas palmaditas protectoras en la nuca, que estaba más crecido, o más flaco, o de color
más rosado; ese pobre Carlitos, esmirriado, pensante y cabezón, de unas extremidades algo lacias
como un arbusto raquítico, que se doblegaban al menor tropiezo) aunque pretendió hacerla
inadvertidamente. Pero el muchacho percibió el brusco tirón que lo obligaba a aminorar el paso de
acuerdo con el de la vieja tía y sintió una sorda irritación, porque había que correr, correr... Había
que apresurarse. Apresurarse. Y al curita tenían que ir a buscarlo a la Parroquia vecinal, al otro
lado de la ancha avenida. Su padre debía estar esperando ya impaciente y ellos parecían no
avanzar por la calzada... Apresurarse. Entonces, tuvo deseos de preguntar a tía Eduvigis que le iba
a ocurrir a su padre, pero temió que la respuesta viniera a confirmar sus aprensiones -lo que
estaba pronto a ocurrir fuese algo nada bueno para él- y empezó a sollozar de un modo en que se
esforzaba a hacerlo, pues quería llorar de idéntico modo a como lo hacían tía Eduvigis y los demás
mayores. Además, deseaba oscuramente oír esa frase: "tu padre se muere", para ver si en esta
ocasión podía penetrar más su sentido, hasta que llegaron a la Parroquia vecinal y fue él -el
muchacho- quien entró por la sacristía hacia el patio interior en busca del Padre Laureano, el santo
curita que debía visitar a su padre, aunque no se explicaba por qué razón se necesitaba su
presencia, pues había vista que cuando su padre sufría agudos dolores, venía, por lo general, una
enfermera a inocularle alguna inyección. Y por qué no una inyección ahora... "Ahora no, está
agonizando: hay que apurarse", se dijo, tirando con fuerza de los faldones del Padre Laureano, un
viejecillo de amable rostro reseco que no mostró una sorpresa manifiesta al momento en que tía
Eduvigis le comunicó que un hombre no muy viejo, joven todavía, agonizaba a una cuadra de
distancia. "Ahora el santo curita hará algún remedio", se dijo el muchacho, y pensó que, bajo la
sotana, escondía una gran inyección: ahora su padre agonizaba. Y era necesario apresurarse.
Efectuar lo antes posible los remedios. De regreso, en la calle nuevamente, el muchacho cogió de
la mano reseca al curita y lo arrastraba frenético, mientras tía Eduvigis corría de atrás, acezando
de cansancio.
El día terminó, lento, pesado, y él, como las otras noches se fue a su pieza, eso sí que
antes consiguió asomar la cabeza por la puerta de la pieza de su padre (ahora dormía a solas,
quizás para que no lo molestaran -supuso- puesto que su madre habíase trasladado a la habitación
del fondo del corredor, y desde allí permanecía en vigilia, atenta al menor ruido), pero su madre le
impedía llegar junto al lecho, aunque alcanzó a ver a su padre que lucía un buen aspecto, pues
dormía con una respiración en exceso ruidosa, así como cuando dormía la siesta bajo algún sauce
en los paseos campestres que hacían el año anterior, a Barnechea, a Santa Nicolasa de
Apoquindo, a Pedreros, antes que su padre cayera en cama, y se sintió, a la vez que más tranquilo
y casi contento, con el fuerte deseo de ir a frotarse contra su larga barba intocada por la hoja de
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afeitar en los últimos dos meses, y que lo asemejaba a una de las estampas de su libro de Historia
Sagrada; pero su madre lo obligó de inmediato a irse a dormir. Comprendió que había estado
llorando, pues sus ojos aparecían ribeteados par una orla roja y quiso preguntarle por qué lloraba,
pero cuando ella lloraba (sólo los últimos días la había visto hacerlo) hacia empeño por ocultar el
rostro o desviarlo de su mirada y supuso que no estaría bien hacerle alguna pregunta. Claro que
seria porque su padre agonizaba, pero ya no agonizaba, pues el Padre Laureano habíalo
acompañado por un buen espacio de tiempo y estuvo a solas con él encerrado en la pieza.
Aun después, en la mañana, cuando comenzó a llegar gente -algunas personas que
recordaba haber visto antes y otras que la empleaba dijo eran parientes, siendo que todos se
presentaban algo llorosos y, lamentándose, abrazaban largamente a su madre- le pareció ridículo y
aburrido todo eso y quiso salir, y salió, aunque en la mañana habían metido su esmirriado cuerpo
dentro de un traje negro muy holgado que había traído Alberto, un primo del muchacho, algo más
crecido que él -su traje negro de la primera comunión- y que en ese momento entraba con su
padre; al parecer habían estado paseando durante mucho rato por la vereda, y preguntó: "¿Tú
también? ¿Por qué estas de negro? ¿Por que te pusieron esa corbata negra?, y él dijo: "Mi padre
esta muerto", y en la mañana -recordó- no le habían permitido entrar en su pieza, puesto que le
insinuaron compasivamente que se estaban efectuando en el interior de ella algunos arreglos,
olvidándose después por completo de ello, y creyó por un instante que lo recién dicho a Alberto era
algo divertido o, al menos, que debía serlo para establecer la necesaria camaradería entre ambos,
y volvió a repetir, como si fuese algo divertido: "Mi padre esta muerto", pero Alberto no respondió a
sus instancias de comenzar a reír, como ocurría siempre que se reunían y, más aún, éste fue
reprimido por un severo gesto de su padre -el tío del muchacho- quien estaba en ese momento
muy serio. Ni aun al día siguiente (porque entonces el muchacho ya no hacía ningún empeño por
entrar en la pieza de su padre, manejado ahora por un secreto temor que lo tenía a la espera de
noticias) cuando llegaron los empleados del servicio fúnebre con el negro catafalco a cuesta y con
los negros lienzos y los negros crespones que comenzaron a distribuir por toda la casa; ni aun
entonces comprendió, ni aun cuando horas más tarde la casa estaba cubierta de negros cortinajes
y no le ponían ahora obstáculos para entrar en la pieza de su padre, cubierta también de negros
cortinajes, siendo que su padre permanecía, ahora, reposando en el interior de ese negro cajón
reluciente, aunque todo él cubierto hasta la barbilla por una tela alba, brillante. Se había cortado la
larga barba y permanecía sin moverse; ni aun entonces, ni aun cuando empinándose sobre sus
pies se asomó por el boquete abierto y rozó con sus dedos la cara de su padre, apretada,
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endurecida y fría, si muy fría, y le dijo que recién terminaba de dibujar un nuevo mapa: "Terminé
un mapa nuevo", y su padre esta vez permaneció en un silencio yerto, estatuario; ni aun entonces,
ni aun cuando se aproximó la hora del sepelio y comenzó a llegar a casa, otra vez, esa turba de
hombres y mujeres desconocidos (sus parientes) y que se consideraban en la obligación de tratarlo
cariñosamente y él asimismo, con las instrucciones de portarse educado con ellos, cuando él a
muchos de ellos no los había visto nunca en su vida. Ahora, claro está, el permanecía más bien
escondido detrás de algún cortinaje a la espera de los acontecimientos y ya presentía algo
irreparable, pues cuando unos hombres vestidos de negro vinieron a sacar el cajón -que
relumbraba a la luz de unos cirios a punta de derretirse, colocados en las paredes- ya con el vidrio
echado, él se fue tras el féretro, notando que todos los parientes hacían lo mismo, hasta que el
negro cajón fue depositado en el negro vehículo tirado por cuatro negros caballos cubiertos de
mallas negras hasta los cascos. ("AI menos, fue un hermoso funeral, con cuatro caballos", habría
de decirse con posterioridad el muchacho). Entonces, él quiso ir junto a su padre en el interior del
estrecho pasillo donde fue depositado el féretro, pero esto se lo impidieron todos, tantos sus
parientes que vestían de negro como los hombres vestidos de negro con acartonados trajes
verdinegros; en cambio, tío Eulogio lo cogió de la mano y le dijo: "Vamos en auto, ¿qué te parece?
En este maravilloso auto negro..." y él aceptó, por cuanto el cortejo debía partir, siendo que él lo
estaba retrasando, y el cortejo partió, y las mujeres y su madre y tía Eduvigis y su primo Alberto no
subían a los autos; permanecían, por el contrario, junto a la puerta de la casa, mientras las mujeres
sostenían a su madre, que, al parecer, estaba medio ahogada, consiguiendo arrastrarla hacia el
interior, y su primo Alberto lo miraba con pena, y así en el viaje de una media hora en que el auto
siguió al negro vehículo tirado por caballos, el muchacho permanecía mudo y caviloso. Ni aun
entonces, ni aun cuando oyó a tío Eulogio y a otros ocupantes del auto: "Cementerio..." "Ya
llegamos" y vio en la pequeña plazuela otros vehículos negros como aquel que transportaba a su
padre, aunque de menor tamaño y con menos atuendo; ni aun entonces, ni aun cuando con gestos
solemnes tío Eulogio y algunos parientes sacaron el féretro del interior del vehículo e iniciaron
ahora un viaje a pie -con el cajón encima de un carrito tirado por un hombre de gorra-, pero ahora
los negros trajes y las figuras tiesas, enfundadas, y los pasos resonando con demasiada nitidez
sobre la vereda bajo los tilos, le hicieron recordar cuando su padre lo llevó una vez al cine y vieron
películas de Tom Mix y de Buck Jones, esas buenas películas que le gustaban y que él ahora
presintió de manera súbita que en adelante habrían de dejar de gustarle, mientras los parientes, en
fila de a cuatro en fondo, semejaban a los soldados de otra película (cuando sintió miedo en el
interior de la enorme sala y se le hizo consciente la completa oscuridad que lo rodeaba; fue cuando
él se arrellanó en su asiento como un ovillo y se negó a continuar viendo aquellos desfiles de
soldados, que no le inspiraban tanto disgusto como los personajes de cuellos duros, tiesos y altos
que siempre los precedían) que ahora recordaba porque los pasos, los fríos y metálicos pasos de
sus parientes, le traían una lejana asociación. Hacia el final del trayecto, los parientes hablaban,
fumaban, discutían asuntos relacionados con sus respectivas ocupaciones, mientras tío Eulogio
decía: "Las acciones de punitaqui... Cinco y medio por ciento...", a él -al muchacho- le pareció
incomprensible y triste toda aquella conversación. "¿Cómo va la cosecha de avena?" "¿Crees en el
porvenir de los arrozales?", y él -el muchacho- no quitaba los ojos del negro cajón, cubierto ahora
por blancos alhelíes, tulipanes y clavelinas blancas que tremolaban blandamente, amenazando, a
ratos, radar carro abajo, muellemente, cuidando él por que esto no ocurriese, atento al carro, al
ataúd, a las ruedas del carro. "¡Se mueve demasiado, se golpea!”, se dijo, porque el carro tirado
por el hombre había abandonado la vereda pavimentada y tomaba ahora por un sendero
pedregoso y agreste, sombrío y tapizado de musgo, que hacia golpearse sordamente al féretro a
merced de los bandazos del carro; entonces, él se desprendió del cortejo y se adelantó hasta
ponerse junto al carro, vigilándolo. Mientras: "Los bonos a cuarentisiete y medio o a
cuarentaiocho..." y él -el muchacho- se decía que nadie miraba a su padre, a su padre que iba
dentro de ese negro cajón que se golpeaba, cubierto por todas esas flores que amenazaban rodar.
"Seiscientos quintales métricos me parecen una buena cantidad..." "Yo voy con mi padre". "Esas
son tierras de mi cuñada...". "Yo voy con mi padre", y empezó a comprender que su padre quizás
había terminado de agonizar y lo ocurrido ahora era algo definitivamente peor, porque, ahora, a la
frase tu padre se muere, le encontraba ya un sentido más concreto. Desde luego, equivalía a que
su padre iba ahora en el interior de un cajón y él solo a su lado; significaba que no podía hablar
más con él, porque parecía todo el tiempo dormir y cuando el sepelio llegó a la sepultura y el
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sacerdote, brotado de no supo dónde, echó unas gotas de agua sobre el féretro sacudiendo un
instrumento semejante a una matraca de esas que le compraba su padre para producir ruido,
ruido, hacer ruido, sí, harto ruido, mientras ahora todo permanecía en un silencio de muerte, y el
Amén final del sacerdote venía a resonar en los oídos -las cabezas gachas- como una
amonestación en el día sin brisa; todo quieta, los árboles quietos. Y, ahora, las flores que
comenzaban a derribarlas al suelo, sin delicadeza, en tanto que la sepultura permanecía abierta
ante sus ojos: un boquete largo, estrecho y negro. Comprendió, entonces, que allí habrían de
meter el cajón, pero con su padre en el interior entonces, quiso verlo y no se lo permitieron;
entonces, se derribó con todo el cuerpo rabiosamente al suelo y comenzó a arañar la tierra, porque
él quería verlo, verlo, y nadie lo comprendía, todos se lo impedían, tal vez porque los parientes
estaban ya ansiosos por irse y por terminar con aquello lo antes posible y porque hasta oyó que
alguien decía: "¡Qué muchachito tan insoportable!" Lo levantaron del suelo y ahora vio que el
féretro había desaparecido en el interior del boquete y los enterradores-albañiles, con una mezcla
de cemento improvisada, comenzaban a taparlo. Entonces, dijo: “¡No le pongan eso encima!
¿Dónde está? ¿Por qué lo esconden?...” y el esmirriado cuerpo hacía las más fantásticas
contorsiones para desasirse de los fuertes brazos que lo sujetaban y comprendió, empezó a
comprender que su padre estaba muerto, que eso significaba algo que, en verdad, no comprendía
-está agonizando, se muere; muerto, muerto-, pero que significaba, en todo caso, que no iría a ver
más a su padre, a su padre muerto, que ya no saldría nunca del interior de ese boquete; qué
significaba todas aquellas flores hasta tan poco rato antes tiernas y ahora marchitas, pisoteadas,
muertas; significaba, por último, que su padre no estaría más a su lado para defenderlo de la varilla
de mimbre de su madre; significaba estar solo. Perder el apoyo y estar solo.
De regreso a casa, él -el muchacho- vagó por ella restregándose contra las frías paredes.
Vacío como ella. Casi sintió frío -las paredes frías, la casa fría- pese a la calurosa tarde de verano,
cuando penetró en la vacía pieza, a la que ahora nadie le impedía entrar, que hasta pocas horas
antes ocupaba su padre, diciéndose que su padre estaba muerto.
AUGUSTO GUZMAN
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LA CRUEL MARTINA
Doña Epifania, era una mujerona erguida de respetable estatura. Aunque imponente, no
carecía de atractivo y simpatía especialmente cuando en la calle del Diablo colgaba un otro diablo
rojo de hojas de lata pregonando la chicha buena, que buena había de ser entonces, cualquiera
chicha en aquel pueblo famoso por su espíritu jaranero, por sus rumbosas fiestas sociales y
entusiastas carnavales, por sus caballos de raza, por su burguesía aristocrática, por las luchas
sangrientas de sus facciones; más tarde, a principios de este siglo por sus cuarenta pianos, sus
bibliotecas particulares, su foro y su prensa ilustrados; y en todo tiempo, famoso por su chicha, la
mejor del distrito chichero de Cochabamba hasta hace unos diez años. Doña Epifania vendía a sus
parroquianos la chicha con jayachiku (cualquier plato con picante para abrir las ganas de beber)
desde las tres de la tarde, hora en que los jóvenes y caballeros, comenzaban a aburrirse de
ociosidad y se juntaban por grupos en los banquillos de la plaza indagando la super calidad de la
chicha. La tienda de doña Epifania no siempre era preferida a causa de estar alejada del centro y
en la calle trepadora. Su negocio corriente lo hacían los vecinos de la propia calle, desde la
plazuela de granos, hasta el cruce Qhariwakachi. Sin embargo, al regreso de las kacharpayas de
gente distinguida, buena parte del cortejo masculino se quedaba en la chichería de doña Epifania.
En el pueblo de costumbres españolas, se llamaban con la voz quechua Kacharpaya, a la
despedida que amigos y familiares hacían a los viajeros en las goteras del pueblo, llevando chicha
y también alguna comida. Estas kacharpayas eran frecuentes en la ruta de Epifania porque la calle
del Diablo terminaba en el camino a Cochabamba.
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que en estado de frenesí alcohólico se desbarrancó en Supaychinkana, llevándose en el cuerpo
semidesnudo las espinillas de las tunas que cuajaban el singular huerto de dona Epifania.
A los 14 meses, después de muchos ejercicios, Martina se plantó sobre los carnosos,
sonrosados y menudos pies, y echó a caminar desde la cama hasta el rincón donde se conservaba
la chicha en unos cántaros redondos de arcilla bermeja. EI acontecimiento arrancó a tía Petrona un
grito de alborozo que fue a perderse entre las carnosas pencas donde se abrían como canarios
dormidos las amarillentas flores del tunal.
-¡La Martinita se ha caminado solita de repente! ¡Si no tiene más que añito mi Martinita!
Al cumplir los cuatro años, el mismo día de su santo la llevó a confirmar ante el Obispo de
la Diócesis, que a la sazón hacía su visita pastoral a la provincia y, para juntarlo todo en una sola
fecha, le hizo también el umarutuku o corte del primer cabello. Apadrinaron el acto los esposos
Méndez Rico, acaudalados yungueños de la calle Uyatji, ya que habían patrocinado su bautismo.
Vestida de pollerín celeste, blusa blanca con adornos de encaje y zapatos de charol, Martina se
despojó de la cinta rosada que ceñía su cabeza y entregó su obscura y sedosa guedeja a las
hábiles manos del peluquero Tapia, que de inmediato le compuso hasta seis trencillas. EI primer
corte de tijera lo hizo el padrino don Serapio Méndez, depositando la primera trencita en una
charolilla de plata con un tributo de cuatro libras esterlinas a cuyo brillo y sonido fascinadores
recorrió entre los circunstantes un murmullo de aplauso y admiración. Luego la madrina doña
Dolores Rico de Méndez cortó la segunda trenza y cogiéndolas de su escarcela depositó
discretamente otras cuatro medias libras de oro, también inglesas. Los demás invitados principales
dieron monedas de plata de un peso boliviano, hasta que el barbero procedió al corte total del
cabello y afeite de la infantil cabeza, en el patiecillo de la casa.
Y entonces comenzó la fiesta: almuerzo, chicha, bailes y cuecas con música de armonio y
violín. Martina retraída del juego bullicioso de chiquillos y chiquillas que habían llegado con sus
padres, apareció luciendo sobre la pelada cabeza un vistoso pañuelo punzó de seda. Se entretenía
con una petaquita de cuero, imitación de las grandes que las traían muchas de Santa Cruz. Una
hermosa muñeca de trapo de importación europea que le regalaran ese día, la examinó con
indiferencia y la arrojó a los conejos de la cocina alborotándolos con el exótico presente.
La niña fue creciendo robusta, mientras en la joroba de una pequeña vasija vegetal,
tutuma, que le asignaron, lamía golosa el arrope blanco y arrope rubio, qeta y miskiqeta,
subproductos de la chicha que tía Petrona resolvió fabricar en la casa. Los hartazgos inolvidables
de Martina, hija de Tunas Molle, fueron los de comer las tunas que producía la casa. Unas veces
sola y otras con Santusa, la sirvienta, ya mozuela, perfeccionó la técnica de sacar el fruto de la
enojosa cobertura y extraer la codiciada pulpa.
125
En el verano llovedizo, el paraje totoreño a dos mil ochocientos metros sobre el nivel del
mar, se encendía dulcemente. Tía Petrona bajaba con Martina y la Santusa, a una poza del
supaychinkana y quedándose en camisa, entraba en el baño con sobresaltos nerviosos. Santusa,
rehuía la entrada barde, probando el temple del agua con los pies unas diez veces, hasta que tía
Petrona la animaba con una reprimenda. Martina se desnudaba la y entraba con tranquila
resolución a flotar en los brazos de una y otra chapoteando alegremente en el remanso.
Tía Petrona dio al antiguo negocio de doña Epifania nueva jerarquía, de casaquinta, al
instalar en el corredor una mesa larga donde venían a comer por lo menos dos veces por semana,
grupos de personas dedicadas a alguna celebración. En poco tiempo se hicieron famosos los
platos de pichón, de pato, picantes y asados de tía Petrona, que así pasó a vivir más
holgadamente, aunque sin disfrutar de descanso alguno.
Martina pasó la infancia sin escuela y entró rápidamente a la pubertad. Sus cabellos
negros y lucientes, partidos por mitad de la coronilla a la frente, en dos trenzas, caían a sus
espaldas de modelados hombros y alguna vez sobre sus pequeños senos redondos, apretados por
un corpiño que moldeaba con temprana turgencia el busto. En realidad era mucha mujer en
solamente doce años. Su tez de retostada calidez, uniforme y tranquila, sus ojos obscuros, de
pestañas rectas y de mirar digno y apacible. Los domingos de misa obligatoria, iba con Petrona y
Santusa, vestida de cholita lujosa con mantilla de flecos, pollera de terciopelo y zapatillas de charol
con medias encarnadas. Llevaba en vez del reclinatorio de las aristócratas una felpuda alfombra
cuadrada con picoteada guarda de lana gruesa. Comenzó a divertirse tanto en carnaval, sin darse
a la carne, como aplicarse a los oficios religiosos de la cuaresma. En pocos años alcanzó prestigio
de ser una chola seria y distinguida.
Pasaron los años. La casita blanca de techo rojo perdió su aspecto coquetón y limpio,
aunque no su carácter pintoresco. Las lluvias deformaron el techo y lavaron el blanco de las
paredes. La cruz de palo de sauce, torcida , y rajada, fue cediendo de su sitio y al cabo cayó sin
que nadie se cuidara de reponerla. La plantación de tunas, emplazada en un terreno proclive al
escurrimiento, se redujo a la mitad. Tía Petrona envejeció como la misma casa y se tornó
enfermiza. Santusa se independizó a raíz del primer desliz que le trajo el primer hijo, y Martina, la
hija de la olvidada Epifania y del Tunas Molle, agotó adolescencia y juventud hurtando el cuerpo a
la seducción y al casamiento con una terquedad de mula inconquistable. Los requiebros, los
piropos y las proposiciones amorosas lejos de encenderla en ruboroso contentamiento, la
encendían en furia incomprensible que se traducía por coléricas reacciones de agresiva torpeza. Al
elogio, el insulto; a la alabanza, una ofensa. Y al atrevido que se avanzase con tocamientos
lascivos o de simple exploración, bofetada, escupitajo y amenaza de usar un cortaplumas que
llevaba en el bolsillo. Nadie podía con ella. EI negocio de los platos criollos acabó por reducirse a
una picantería con mesa y brasero a la puerta y apenas un cántaro de chicha cuya clientela
formaban los vallunos de viernes y martes, fleteros que entraban al pueblo y salían de él por esa
ruta. Empobrecieron. La cholita lujosa, dejó de ser tal. Pero en cambio en la modestia de sus ropas
resaltaba el aseo personal, la limpieza. Ni zapatillas de charol, ni medias encarnadas, simplemente
zapatos plebeyos de piso plano, pollera de franela y manta de algodón descoloridas. Sus manos,
sus pies, su cara, toda su piel brillaba de jabón y agua, con una pálida tersura que atraía como el
ámbar o como el marfil. Ciertamente la belleza dulce de su carne en madurez otoñal llamaba a los
hombres para el amor. Al acercarse sólo encontraban humillación y desprecio. Tampoco aceptaba,
más de una o dos copas de chicha, ni le gustaban los bailes. Los choleros del pueblo, jóvenes
platudos que explotaban este filón mestizo, acabaron por decir que Martina estaba enredada con el
cura. Un necio desahogo del despecho. EI cura viejo tenía familia y Martina no era beata, mística
en grado singular. Iba los domingos a misa y comulgaba por cuaresma. No era mala persona.
Simplemente en su alma árida y desnuda de amores, no había germinado la planta de la ternura.
Ni siquiera le simpatizaba el otro sexo. Por el contrario sentía en la sangre, en las entrañas
vírgenes, un odio mortal a los hombres que parecía venirle, instintivo e incontrolable, con remoto
impulso hereditario, del ancestro. ¿No habría sido así su madre? Tía Petrona no sabía explicar el
caso pero profetizaba que podía sucederle lo que a su madre, tener un amante a la madurez.
126
-Mi comadre no era así como ésta. Bailaba, reía, también se mareaba algunas veces. Era
pues como cualquier mujer de este mundo.
Al cumplir Martina los 38 años, más o menos a la edad en que doña Epifania, encontró al
Tunas Molle, en la casita de la cruz caída y de las tunas siempre verdes, se inició el drama capital
de su vida. La prefectura envió a Totora, un flamante Corregidor, de apellido Ardiles, de 30 años a
lo sumo, guitarrista, cantor, mujeriego y muy bien encarado sujeto, quien al punto en rueda de
contertulios recogió el caso célebre de la inconquistable Martina. Ingenioso como era, dijo que por
haber humillado, derrotado y hecho padecer sin misericordia a tantos pretendientes, la tal hija de
Tunas Molle, debía llamarse la Cruel Martina. El remoquete fue celebrado y aceptado. Pero Ardiles,
seductor profesional, soltero con tiempo y libertad para tal ejercicio, se juró en secreto rendir la
fortaleza de Martina como primera hazaña de su corregimiento. Emprendió la campaña con los
métodos corrientes. Copita en casa de tía Petrona, previa soborno. "EI Corregidor nos visita con
sus amigos". Martina se plantó desde la primera copa. Accedió a tomarla solamente a condición de
que no le invitasen a la segunda. Los dedos de Ardiles desgranaron en la desolada noche, los
acordes llorosos de su sentimental guitarra, acompañando las coplas escogidas para el caso,
todas alusivas a la crueldad de las enamoradas renuentes. "¿Imamantan chay senqokyi, uchu
kutana rumichu?...", que en el dulce, insinuante, tierno y onomatopéyico quichua, quiere decir:
"¿De qué es el corazón tuyo, acaso es la piedra de moler ají? O el otro canto que sangraba
doliente: "sonkoytachus qhawaykuaj, llawar qhochapi waythasqan", que en lengua hispana diría:
"Si miraras el corazón mío, lo vieras nadando en sangre", naturalmente todo por culpa del amor no
correspondido. Se agotaron las coplas con la chicha y las manos de Ardiles se cansaron. Martina
accedió a bailar con desmañados pasos dos o tres veces con los comparsas del Corregidor, pero
precisamente a él se le negó todo, categóricamente, sin eufemismos:
-No bebo, porque ya no quiero. No bailo, porque no sé bailar ni me gusta. EI otro, canchero
en estos lances de chichería, festejaba el mal humor de la chola, llegando a decirle de frente:
-Cruel Martina, eres de comienzo difícil, pero ya te ablandaré poquito a poco, en noches
sucesivas. ¿No me recibirás, Cruel Martina?
-Venga señor Corregidor cuando quiera con sus amigos a tomar chicha, pero no a otra
cosa.
EI asedio fue continuo, y era en sus impulsos cosa de astucia, violencia lujuriosa y tal vez
de amor verdadero que ardía contra esa resistencia ruda. No pasaron tres meses desde el primer
asalto, cuando el simpático Corregidor apareció con la cara vendada. Sus amigos asociaron el
hecho a la campaña oficial en la calle del Diablo. No podía ser sino un puntillazo de la Cruel
Martina. Ardiles se ufanó:
127
-¿Terminaste o comenzaste? ¿Cómo te supo la doncella? -le preguntaron sus amigos.
-Aunque estaba desmayada, me supo buena, limpia, sabrosa y con fragancia femenina.
Se supo que la octogenaria tía Petrona puso queja ante el subprefecto y que Ardiles firmó
acta de garantía para no pisar la casa de la cruel Martina. Con esto, cayó prácticamente el telón
sobre ella. ¿Qué más daba el episodio? En efecto no daba más el episodio de una mujer
extravagante. Y aquí terminara el relato si la historia no continuara. Vencida no por la tentación,
sino por la fuerza, Martina se replegó en la soledad y el silencio hasta que la comadrona del pueblo
le reveló el tremendo secreto de su maternidad involuntaria. Ignorante en absoluto de la fisiología
del embarazo, sólo pudo percatarse de su estado a los cinco meses de haberla disfrutado Ardiles,
a quien había herido instintivamente al recobrarse del desvanecimiento de la lucha que sostuvo
luego de haber bebido el vaso de aloja dulce que le ofreciera el propio Corregidor.
En aquel caluroso día de la primavera el muy ducho se había dado modos de estar a solas
con Martina, alejando de la casa a tía Petrona, con el encargo remunerado de conseguir un buen
plato de chicharrón. Cuando volvió la vieja sin el chicharrón inventado por Ardiles, todo había
pasado. Martina lloraba con las ropas desgarradas, lamentando que el cortaplumas se perdiera
porque el violador lo había arrojado desde el corredor, por sobre la huerta de tunas,
indudablemente hasta lo más profunda de la quebrada cubierta de matorrales.
-Supaypa wachasqan kqara. (Hijo del diablo, ocioso, pelado) había escupido tía Petrona.
Mañana mismo voy a quejarme al Subprefecto.
El nuevo ser, que curvaba como un firmamento su vientre rebelde y ultrajado, se puso a
obsesionarla, como amenaza implícita en el fondo de ella misma. Desde el impacto de la
revelación, lloraba sin consuelo porque iba a tener un hijo, como otras lloran por haberlo perdido.
Sin embargo, nada hizo por secundar los frecuentes consejos acerca de esfuerzos musculares, de
tocamientos y de yerbas a tomar que podrían procurarle el aborto. Un obscuro terror orgánico,
especie de miedo visceral, la poseía paralizándola en los proyectos. Pero al correr de los días, en
sus entrañas, como juntado por los microscópicos caudales de los vasos sanguíneos y secretores,
brotaba un río violento de despecho y de odio que la recorría entera y caía como una cascada de
fuego sobre su inteligencia atormentada. Desnutrida, demacrada, fantasmal, desvelada, con los
ojos abiertos a una realidad que no parecía temporal ni suya, la mal llamada cruel Martina, soportó
el trance, en tensiones contrapuestas, hasta los siete meses pasados de su dramático embarazo.
Y de pronto, la tempestad de sombras y de fuego que la envolvía, se disipó. En sus ojos
extraviados nació una claridad apacible de amanecer campesino. A los labios exangües, de gesto
rencoroso y altanero, asomó como un botón de rosa en primavera, el tímido encanto de la sonrisa.
Y mientras maduraba, doliente, su cuerpo descuidado por el abandono y el desconcierto, toda ella
parecía afirmarse en un lento gesto de integridad señorial, que no era, no, resignación cristiana, ni
orgullo luciferino, si no que ciertamente las dos cosas a la vez. Un rudo sentimiento de seguridad,
del problema resuelto y camino encontrado, en su fondo había pasado, como una ronda
angelodemoníaca, la batalla del bien y del mal, para dar paso a un conato de revancha en vigilante
acecho que parecía haber resuelto extrañamente sus complejos de dolorosa humillación y
resentimiento.
Ya era madre. Amamantó al niño algo más de treinta días en su penumbroso rincón de la
tienda, casi siempre cerrada, mientras andaba penosamente por la casa la viejísima tía Petrona.
Cuidaba y cebaba al niño, sin ternura, sin sensibilidad materna como si estuviera cebando un
lechoncillo. Tía petrona percibía algo irregular en esta madre primeriza, pero lo atribuía con razón a
su carácter desequilibrado y al hecho de la maternidad forzada.
-Tu no quieres a tu hijo como cualquier madre -la reprochó una mañana.
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-Es que tampoco soy como cualquier madre. Yo no he nacido para esto. Ese Corregidor no
es de aquí. Nunca lo hemos conocido en el pueblo. Estoy segura que se trata del mismo diablo.
-Pudiera ser, Pero estos forzamientos no son raros en los pueblos y los cometen personas
conocidas y distinguidas.
-Con eso yo no tengo que consolarme. El chico éste no me va a dejar vivir ni trabajar y me
llena de vergüenza. Esto no se va a quedar así.
-Estaría bien que vayas a confesarte. Hace mucho que no oyes misa.
-Una mujer como yo, no puede entrar al templo. Para librarme de esta afrenta yo sé lo que
tengo que hacer. Lo único que te pido, es que no te metas.
-No será pues que piensas botarle al Supaychinkana, contestó la vieja con enfadado
sarcasmo.
-Eres tonta y nada sabes. ¿No ves que soy una vieja, pero demasiado vieja?
-¿Con que eres vieja? Yo sé que no soy tu hija. Tú me hallaste en el lecho de una muerta.
¿Por qué tú no tuviste un hijo? Ya lo ves, porque no de no lo querías. A ti los hombres no te han
tocado, te hiciste respetar. ¿No es eso? Solamente yo, perseguida del demonio, he sido la mujer
infortunada.
Se puso a llorar. Tía Petrona, compadecida, le pasó su mano seca por la cabeza,
suavemente, a tiempo que le decía con ingenuidad senil:
-No desesperes Martina. Cuando era joven, jovencita, también abusaron de mí los
hombres. Y no solamente uno, ni por una vez. Lo que pasó conmigo, es que no llegué a concebir. :
Por entonces, durante los días que guardaba cama la Martina, Ardiles se llegaba casi cada
día a la casa, hasta que logró amainar el encono en el viejo corazón de tía Petrona. Le pedía
disculpas y juraba que no volvía para hacerles daño alguno. Solamente quería saber si era cierto
que Martina iba a ser madre.
-Ya nació la guagua, es varoncito -informó tía Petrona, por lo menos debías dejar para la
ropa del chico y el caldo de la enferma. Ardiles ruborizado entregó el dinero.
-Estos cinco pueden servir para todo. Yo gano poco, tía Petrona, pero no quiero
escándalos. Busco la amistad sincera, llana. La Martina no debe ser tan rencorosa.
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En el fondo se sentía halagado de la difícil, casi imposible conquista. Por otra parte no
había quien no creyera que Ardiles había convertido a la irreductible cruel Martina, en su querida,
en su chola hasta hacerla tener un hijo. Su vanidad masculina necesitaba pues por lo menos
aparentar relaciones. Martina informada de los rodeos de Ardiles, tomó su resolución
tranquilamente. Espiaba también ella, a su vez, la oportunidad propicia que no tardó en llegar.
Un ataque agudo de artritis derrumbó a tía Petrona en cama. Dormían en el mismo cuarto,
lado a lado, separadas por una vieja cómoda de cedro donde había un nacimiento del Salvador, en
un fanal de vidrios juntados por listones de hojas de lata. Un viernes en la noche, aconsejó a
Martina hacer las paces con el padre de su hijo. Aunque no se casara, podría ser un apoyo si ella
faltara como parecía que ya no estaba para este mundo. Martina aceptó sin comentarios y sugirió
que sería bueno hacer una comida íntima el domingo con Ardiles y sus amigos.
-Yo estoy enferma, llamemos a alguien para que te ayude en la cocina, propuso la vieja.
-¿Por qué ayuda de nadie? ¿Acaso no hago sola muchas veces la comida del negocio?
Además yo no quiero comentarios de mujeres. Que vengan los hombres y que coman de mis
manos. Tú no te alzarás tampoco de ningún modo. A la hora de comer te podemos aproximar a la
mesa.
-Haz como quieras Martina, mañana sábado viene con seguridad don Ardiles en su tordillo
-y se hundía en el sueño quejándose quedamente de su artritis. Apagaba la vela, Martina velaba
en la sombra. En sus ojos, en su boca, en toda su cara, una sonrisa bellaca.
Ardiles apareció a caballo poco después del mediodía y no encontrando a tía Petrona en la
puerta, indagó a Martina que por primera vez se dejaba ver. Ella le invitó a pasar. Ardiles desmontó
y sosteniendo las riendas, se paró en la puerta, junto a la mesita de las ollas, con receloso
asombro.
Mañana domingo, don Ardiles -dijo sin rubores Martina- tía Petrona dice que vengas a
comer a las tres y media una sajrahorita con tus amigos. Eso no más tenía que avisarte, porque
ella está un poco enferma.
-No será muy pronto. Eso tienes que hablar conmigo Martinita. Voy a venir con el Rómulo,
con el Rosendo y el Angelito. ¿Y no me muestras a tu guagüita?
-Me voy entonces -dijo Ardiles sagazmente- somos amigos y estoy feliz de verte de tanto
tiempo Martina. Hasta mañana.
El domingo, pasadas las doce, Martina, se sentó en el banco del corredor inclinado sobre
sus viejos pilares de molle, con el niño entre los brazos, mientras el sol de octubre clareaba
refulgente sobre el empedrado del pequeño patio y en el alegre verdor del bosquecillo de tunas. El
pequeño se prendía al pezón golosamente con su ambiciosa boca de sanguijuela. La hembra
lactante no hizo más que ceñirle contra sus henchidos senos impidiéndole la respiración por
algunos minutos. La criatura sin bautizar dejó de vivir. Una olla de barro hervía en el fogón de la
cocina. En otro recipiente de arcilla enlucida, se veía un trozo de corderillo dispuesto para el
picante. Martina, con el cadáver del párvulo ya desnudo, ingresó en la cocina. En el dormitorio,
hacia la calle, acceso de tos senil, martillaba el viejo pecho de tía Petrona, acosada por un
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enjambre de moscas. Un menudo gallo canoro amodorrado a la sombra de las pencas, batió sus
lucientes alas dándose frescor, y empinándose gracioso sobre sus piernas amarillas, lanzó a la
quebrada del Supaychinkana sus notas de clarín, una y otra vez centinela del hogar.
Bebamos, dijo Ardiles, entusiasmado por la presencia de Martina que acudió prestamente -
bebamos por esta excelente cocinera y por su hijo o hija.
-Salud, salud doña Martina, a su salud -brindaron los demás, vaciando las copas.
-Que sea pues a mi salud, contestó modestamente la picantera y bebió con ansiedad su
vaso grande.
-¡Qué disparates hablas, Martina! -gritó escandalizada tía Petrona alzando las rugosas
manos contra la faz de su pupila y compañera, a tiempo que instintivamente encaminaba sus
cansados pasos hacia la achatada pieza de cocinar. Del umbral retrocedió horrorizada, tapándose
el rostro con las manos.
Los cuatro hombres, como movidos por un solo resorte, se precipitaron a la cocina en cuyo
centro, sobre un gran plato de alfarería tarateña, vieron la cabeza y otros residuos del parvo
sacrificado.
-¡Asesina, malvada, vas a ver ahora lo que te ha de pasar!- Se dirigió Ardiles a la impávida
con la voz acuchillada de terror y de indignación, mientras los otros, positivamente antropófagos
involuntarios, escupían por el suelo, entre protestas y maldiciones, tentándose la garganta o el
estómago, cual si quisieran devolver el guiso macabro.
Martina se irguió como una espada que mostrara el filo. Sus ojos pasearon sobre los
circunstantes una mirada de superlativo desprecio antes de contestar:
-¡Asesino eres tú, Corregidor, que entras en las casas para abusar a las mujeres sin auxilio
y sin defensa!
Sumario, plenario, sentencia. Agotados los recursos de ley, Martina no pudo salvarse de la
pena capital. Empero, felizmente para ella, como no sintió del amor, tampoco sintió nada del
peligro. Y así pudo mantenerse enhiesta hasta el trance definitivo, sin cuidarse de los trámites
curialescos.
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Ardiles, después del desquite neuropático de Martina, tuvo que abandonar el pueblo
trucidado por los comentarios burlescos.
-¿Conocen Uds. un plato que se llama Corregidor Ardiles? -preguntaban en los corrillos
para iniciar el relato del suceso.
Tía Petrona sucumbió durante el proceso. Fue la única persona que sostuvo, por natural
inducción, la teoría de la irresponsabilidad legal admitida originalmente, por el Código Penal
Boliviano de 1829 en su artículo 26: "Tampoco se puede tener por delincuente ni culpable al que
comete la acción hallándose dormido, o en estado de demencia o delirio, o privado del uso de su
razón".
Resabio del atuendo judicial de la colonia, venía también el jumento clásico. La multitud se
agolpó a la puerta de la cárcel, colmando de expectación el claro día, a la hora once.
En medio de dos sacerdotes franciscanos apareció Martina vestida de negro, los ojos
vendados, la cabeza descubierta y las manos amarradas. Dos hombres del concurso la cabalgaron
sobre el apacible jumento. Rompió el tambor el compás de la marcha y el procesional cortejo se
movió por la accidentada calle de Chimboatita. Un silencio religioso de duelo dominaba el paraje y
la villa. A cierta distancia, Martina forcejeó por libertarse las manos. El fiscal ordenó que le aflojaran
las cuerdas y ella, al conseguir lo que quería, se quitó con una mano el pañuelo de los ojos. El
incidente provocó cierta dificultad entre los conductores. Pero la gente pidió a voces que la dejaran
como estaba, y así quedo. A momentos el asno remolón se detenía para alcanzar con el abozalado
hocico, las plantas que avanzaban al camino desde la quebrada de Supaychinkana. Estaban
precisamente por debajo y frente a la deteriorada casa de tía Petrona. Martina se irguió sobre su
rústica cabalgadura y hundió en penetrante mirada, de inspección y reconocimiento, sus negros
ojos en el paraje familiar. Fue sólo un instante, que pareció consternar al público, porque algunas
mujeres contuvieron un sollozo de cristiana conmiseración.
En el cruce del camino de Chimboatita con la calle del Diablo, llamado Qhariwakachi,
apareció el patíbulo compuesto con adobes y un tosco madero rectangular a cuyo lado se veía
también un ataúd pintado de negro. La multitud hizo un rumor de expectación. Martina impaciente
con su jumento, rompió al paso una varilla de las planta del camino. Y produciendo con sus labios
un apretado sonido estimulante, de entusiasta besuqueo, dio de varazos al animal en las ancas
hasta imprimirle un aire vivo de trotecillo casi juguetón que arrancó a la multitud una cerrada
exclamación de festivo asombro...
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CARLOS DROGUETT
El Jueves 16 de agosto amaneció brumoso y triste, con esa media luz indecisa que
acompaña a la llovizna y con esas perspectivas medio borradas por la tinta azuleja de la atmósfera
húmeda. Las calles convertidas en charcos habían impedido la habitual circulación de las mujeres
hermosas y elegantes, único adorno y atractivo de este puerto de rígidas costumbres comerciales.
En un diario de la tarde había aparecido por segunda vez, el martes 14 para ser verídicos,
el anuncio hecho por el capitán de corbeta don Arturo Middleton, sobre unos pronósticos de
terremoto cuyo epicentro sería el puerto de Valparaíso. Nadie quizo hacer caso de tal pronóstico.
Aún más, se burlaron.
En la tarde la llovizna aumentó y cerca ya de las cinco cesó la lluvia. Pero el techo de
nubes era muy bajo. ¿Quién podría olvidar jamás la escena y sus detalles? La tarde cerró con un
cielo ceniciento, indeciso, uniforme; la temperatura había subido y el aire, cargado de vapor de
agua, se hacía ligeramente pesado. La noche estaba en calma. Eran las siete cincuenta y cinco de
la tarde. De pronto se oye el ruido subterráneo de los temblores y comienza la oscilación del suelo.
Pero no es nada: es un temblor, va a pasar; es lo de siempre... Los más tímidos han huido. La
oscilación sigue y la violencia del sismo aumenta por momentos; al ruido de la tierra se une el de la
ciudad que se estremece. Otros salen en fuga hacia afuera. Ya no es un temblor. Es un terremoto.
Valparaíso se bambolea; el suelo hace oleajes, los cerros se mueven, parece como que el piso va
a faltar. ¿Cuántos segundos van transcurridos? ¿Un minuto? ¿Dos? El terremoto se hace ahora
circular. Se advierte claro el violento empuje de las fuerzas gigantescas encontradas... El eco es
pavoroso, es de una nota intraducible, honda, profunda, sin parecido alguno, inexpresable, por el
oriente estalla un haz de rayos cuyos zigzagueos se cruzan en el cielo iluminándolo con luz
intensa, azul y verdosa. Inmediatamente se oscurece.
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Han pasado cuatro minutos. El temblor es ahora casi imperceptible y muchos creen que ha
cesada. De pronto se oye de nuevo la onda subterránea: es la segunda sacudida. La escena se
renueva con los mismos espantosos detalles. Pero esta vez algo se descubre en la sombra. ¿Es
realidad o ilusión? Han desaparecido corridas enteras de edificios. Las casas se han aplanado, se
han achicado dejando la perspectiva vacía: donde había la silueta de una torre se ve el fondo del
cielo. La transformación es evidente. El panorama es otro. Se ha hecho el silencio, un silencio de
campo desierto. ¿Y la ciudad?
De la bahía llega el sonido de una campana, es la hora de a bordo. Son las ocho. Del
fondo del cuadro se eleva una luz siniestra: es un incendio; otro, otro más. Pero no es solamente el
plan. Los cerros también arden. La decoración final empieza. Es un espectáculo incomparable.
Sobre la parte del Barón se alza una enorme iluminación rojiza que parece que el cielo ardiera.
Después se supo la causa. EI mayordomo del gasómetro, al darse cuenta de la gravedad del
momento, abrió las válvulas y lanzó al aire todo el gas acumulado. La chispa que incendió el aire
gasificado pudo ser de algún rayo, pero la ciudad pudo evitarse así mayores males.
A las ocho diez cesó el movimiento, pero cada cinco o seis minutos los movimientos del
suelo se repetían. Ahora los familiares se buscaban ansiosos en la sombra para contarse, para
saber si faltaba alguno. El amanecer del viernes fue de una tragedia incomparable. La destrucción
del plan del barrio del Almendral fue completa porque no quedó otra cosa que escombros sobre
escombros. Las calles, imposibles para el tránsito, ya no hubo vehículos ni tranvías ni nada. La
Gran Avenida se llenó de carpas. Cuando se detenía frente a una carpa miraba ansiosamente
como si debiera encontrar un rostro conocido, alguien a quien le habría alegrado saber que estaba
vivo y sabía que eso no era posible. No, Dios, no es posible, decía caminando rápido de repente, a
pesar de su herida en la espalda, a pesar de esa mano encogida que debió aplastársele mientras
dormía, pero no estaba durmiendo cuando sintió el hondo ruido, como si estuvieran descargando
escombros ahí en el patio, como si por ahí, por la oficina, por el pasadizo, por la casucha de los
guardias, por los retretes, fuera pasando dificultosamente, lleno de dudas y dolores y vacilaciones,
abriéndose camino entre los adobes, las maderas podridas, las carnes asombradas, el tren lleno
de escombros, lleno de quejidos, ese tren, ese ruido que hacía bailar su camastro y le remecía la
barba y el se agarraba a ella para recogerla, para recoger su miedo y tenerlo ahí, entre los dedos,
sintió los gritos de los guardias surgiendo desde muy abajo y los llantos y las maldiciones de los
prisioneros y después los suspiros y los rezos, sobados entre latas y ropas sucias, ropas que
cumplen condenas, lentas carnes que van contando los lentos días raspando como costras los
fósforos en lo hondo de la oscuridad, están rezando estos infelices, pensó con simpatía, con leve
desprecio y un marcado terror ajeno y sentía que los labios le temblaban, Dios, Dios mío, Úrsula,
Úrsula, resonaban esas palabras en lo hondo de la tierra, ahí donde iba pasando el
estremecimiento lleno de ruidos, cargado de gritos de terror y llanto, cargado de zapatos, de
sombreros, de unos trocitos lastimosos de pan que rodaban entre las sábanas, cargado de
espantoso silencio en las silenciosas sábanas, Dios, Dios, miró hacia arriba y el techo se había ido
volando, echando una extraña luz desteñida, una luz desencajada, manchada y sucia, sorprendida
y socavada ahora por el agua, Dios, Dios mío, estaba lloviendo, ellos estaban llorando y rezando,
él estaba rezando y llorando, él estaba rezando y temblando, yo pecador me confieso a Dios,
líbranos de todo de todo mal amen, de todo mal amén, de todo mal amen, de todo mal amén, de
toda esta mugre y estos piojos y estos infames grillos y cadenas, de estos ratones ciegos que
ruedan llenos de sangre amén, amén, de esta enfermedad y este embrutecimiento amén, las
llaves, las llaves no las encontramos, líbranos siempre de todo mal, líbranos a cada uno de todo
mal, las llaves no suenan, las llaves no se encuentran, no están, no aparecen, han pasado ya
cuatro minutos, tú, tú, Emilio, lo alumbraban con linternas, con pequeños gritos con estertores, lo
alumbraban para decirle Emilio, Emilio, le decían, están soltando a los presos para que no mueran
como bestias, que los mate Dios, que los mate el terremoto amén, con las manos libres amén, que
mate la cadena y el grillo amén, que mate el candado y las llaves amén, todas las llaves amén,
líbranos de todo mal, de toda cadena y todo grillo, líbranos de toda lacra, del juez y los soplones,
Dios, tú los hiciste, tú lentamente los hiciste, la puerta se hinchó hacia el lanzándole un trozo de
madera a la cara para que agarrado a ella saliera braceando entre los escombros, entre esas olas
duras y titubeantes, se puso de pie poco a poco e iba sintiendo sus piernas y miraba con extrañeza
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el pasadizo abierto, abierta a picotazos, a barretazos, con barrena, con pólvora, con dinamita y
odio y furia de Dios, de Dios es esta furia, esta maldad, este rencor, como un forajido enorme,
como un espantoso implacable forajido, líbranos de toda mal amén, que se hubiera plantado en
medio del patio, bajo la lluvia mientras pasan la lista de los hombres, la de las cabezas rapadas, la
lista de las llagas purulentas, la lista de los nuevos granos y chancros y los prendimientos de
vientre y las retenciones de orina, la lista de las cicatrices y de los piojos y hubiera reventado esos
adobes, esas maderas enfermas, esas latas purulentas, la camisa planchada del alcaide, la
corbatita maricona del escribiente, Dios, Dios, se irguió sin esfuerzo y se asomó hacia la noche,
como si se dispusiera a fumar antiguamente en Concón, junto a la radiosa pollera de Eugenia o en
el balcón volado esperando que subiera Úrsula con el jarro de vino, miró en el cajón el plato de lata
y el poco de caldo en el fondo, los miró como la carta intacta dejada por el terremoto antes de
entrar y saquear la vieja casa y huir para siempre hacia afuera, los miraba y se iba caminando
sintiendo los gritos y las respiraciones que oteaban agazapadas en las sombras, ese
estremecimiento invisible que iba enhebrando las cornisas, las puertas, los vidrios, las bocas, las
espaldas, los vientres, los dientes, los ojos, líbranos de todo mal amén, yo pecador me confieso a
Dios todopoderoso, me confieso al terremoto, al incendio, al maremoto, dicen que también el mar y
el río, líbranos de todo mal, de todo mal, nunca más pecar, nunca más robar, nunca más, Úrsula,
¿te das cuenta? mientras bajaba el cerro a su lado rodaban vertiginosas sillas, ollas, lavatorios,
ventanas, ventanitas, flores, flores, gritos, aullidos, rezos, sollozos, de toda mal amén, de todo mal
amén, nunca más robar, nunca más fornicar, de rodo mal amén, de todo mal, de todo mal, como si
estuvieran contando plata en alguna parte, o herramientas, utensilios robados y fornicados en
alguna parte, bajo tierra, debajo de los colchones, entre las frazadas, en el rincón de los zapatos y
los paraguas y los impermeables, en el rincón del hacha y del serrucho estuvieran contando los
rezos, los padrenuestros, las avemarías que les quedaban para mantenerse vivos, medianamente
aterrorizados y desnudos porque iba a seguir temblando todo el invierno, del enemigo malo
líbranos, del enemigo malo líbranos, contando los rezos para repartírselos en las tinieblas, entre
esos gritos, entre esos llantos y esa soledad que fluía de algunas manos abiertas ahí abajo, en la
calle Las Heras, entre los adobes, donde salen llamas y sábanas del infierno, de alguna puerta que
no alcanzó a huir y estaba huyendo todavía, huyendo todavía inútilmente líbrala de todo mal, de
toda mampara, de toda cómoda, de todo ropero, amén, amén, amén, clavando el rezo con clavo y
con martillos, se apoyó en un velador, se bamboleaba con él, se agarró con fuerza porque la
espalda le dolía, abrió el cajoncito, miró unas tarjetas de luto, una estampa de primera comunión,
una Virgen del Carmen, un rosario de marfil o hueso, algunas monedas, algunos cigarrillos y
pasándose la mano por el pelo y la barba lo cerró con sigilo y enderezó el mueble y lo dejó quieto,
estupefacto, entre los escombros, esperando, esperando eternamente una mano, una respiración,
una palmatoria y unos fósforos raspados en la oscuridad, y siguió caminando, cojeando hacia
abajo, mirando con estupor la lluvia que descendía delgada, sin encono, todavía sin odio y sin
noticias, sintiendo los superficiales temblores que huían como ratas, como lagartijas asustadas
bajo sus pies, que parecían surgir de las llamaradas y que se abrían allá en el horizonte e
iluminaban las aguas, corría ahora, corría libremente y nadie corría tras él, ni manos, ni gritos lo
perseguían, sólo ojos que se deslizaban en las tinieblas, gatos que saltaban en arco desde una
ventana rota hacia el vacío, clamores de gente, pitidos de guardianes, cordeles, cordeles para
amarrar el terremoto, para amarrar las casas y llevárselas en atado, para amarrar esos llantos, ese
silencio, botas de bomberos, hules de marineros, botas, cascos, disparos, disparos lejanos,
muchos disparos, montones de disparos para perseguir a balazos al terremoto, si se habrán vuelto
locos los porteños, sonaban sirenas de ambulancia, descendían del cielo, surgían del mar, del
fondo del mar, se introducían en la lluvia luminosa, sonando entre los escombros y un llanto puro y
desilusionado, un llanto espantosamente desesperado y nuevo, sin heridas, sin carne, sin
suciedad, surgiendo en las tinieblas, dejándolas más densas, estremeciendo las luces, las patas de
los caballos, las mantas de los jinetes, las botas de los bomberos y su memoria maravillada,
olvidada y limpia, Úrsula, Úrsula ¿dónde estas?, ¿dónde está el niño?, ¿cuantos años, cuántos
meses tiene? Dios mío, ¿cuánto tiempo tiene, cuánto tiempo tengo yo, cuánto tiempo ahí, en la
oscuridad, en la humedad, en el adobe? No se cayó al suelo el plato, murmuraba, la cuchara de
caldo estaba en el fondo, la preservabas, la cuidabas, la reservabas, Dios, Dios, líbranos de todo
mal, Dios que andas libre, por estas calles, que andas descalzo en este barro, Dios muerto de
miedo, muerto de horror, muerto de asco, líbranos por fin de todo mal, líbralos a ellos, a ellos,
135
entiendes, también a Úrsula, también a esa criatura, también a esa criaturita por cuya cabeza
habré pasado yo como una sombra, como una barba rubia, como un olor de tabaco, Dios, como un
par de ojos azules, como tu barba, como tus ojos, Dios. Eso lo había dicho Úrsula cuando, hacía
mucho tiempo, una tarde hacia el día de las elecciones, él le dijo desperezándose que iría hasta la
plaza a hacer una pequeña diligencia. Iré a la botica, donde el médico, donde el prácticamente,
m'hijita. Le dolía las muelas. Me duelen las muelas, Úrsula, pero ella se reía, tenía un rostro triste y
desencantado ahora, pero se reía. La miró él, alzó la mano hacia su cara, hacia su vientre y lo
inundó de lástima. Se sentía desencantado, apesadumbrado y rencoroso, no tenía tristeza, él
había tenido que vender alguna ropa, no hay tristeza más atroz que la falta de dinero, suspiró
furioso y miró la plancha del dentista. Como aquella vez en Santiago. Se lo había contado a
Becerra, le gustaba ese olor de las casas de los dentistas, silenciosas, apaciguadas por la
anestesia y los algodones y con una alerta crueldad atisbando en los vidrios, en los lomos de los
libros. Creo que buscaré un buen dentista en Valparaíso, Becerra, además me están molestando
mucho los dientes. Si. Sí, patrón, ahí en la Plaza Aníbal Pinto hay uno bueno, se puso pálido
Becerra y lo quedó mirando. Dinero. Dinero. Dinero. Para Úrsula. Para la matrona. Para el médico.
Para el hospital. Arrendaremos una casita en Villa Alemana. A su lado pasaba gente apurada,
ciega gente con ojos duros, con cuellos duros, con polainas, pijes rurales, jovencitos flexibles
barnizados y espolvoreados, insolentes bastones que se alzaban en la vereda tras el victoria lleno
de borrachos, ¡viva Pedro Montt!, caras que se deslizaban de lado entre las luces de gas del club,
que se perdían entre los pasadizos del ascensor de la subida alemana, ¡viva, viva don Pedro!,
desfiles opacos, ateridos, sin gracia, sin entusiasmo, chiquillos que corrían por ahí abajo, hacia las
quebradas, voceando los diarios, las grandes hojas con las elecciones, con los rostros de los
candidatos, con los sombreros italianos de los candidatos, con las corbatas inglesas de los
candidatos, con la triste carne chilena, cansada, fatigada, hastiada de los candidatos, los diarios
con la lista de los vocales del puerto, con las urnas electorales, con los palos, con las papeletas,
con los lienzos que volaban hacia los cerros y huían hacia los patios de los conventillos y los
salones de la calle Clave, dará paz al país, dará trabajo al pueblo, dará tos y sífilis a las putas de la
calle Clave, dará terror y lágrimas, toneladas de lágrimas al pueblo, se anuncian en calma las
elecciones, brillantísimas resultaron las carreras con la asociación del club de regatas de
Valparaíso clausuró el 30 la temporada. Desde antes de la hora en que las regatas debían
empezar, la bahía cobró especial animación, surcada en todos sentidos por los guigues y esquifes
competidores y lanchas y botes en que numerosas familias iban a seguir de cerca las peripecias
del torneo, el acto electoral mostrará la madurez cívica de la población como una enfermedad que
ya está botando los granos, como una calamidad que se presenta bajo no muy desgraciados
auspicios. Empujó la mampara y subió la escalera, siempre en su vida había estado subiendo
escaleras, pisando quedo en los peldaños, bajando por los subterráneos y ascensores y no sabía
si iba para que lo atendieran porque la cara le dolía verdaderamente y la sentía ardiente y
desesperada o para averiguar la dirección de un elector que no fue encontrado en las casas del
fundo esta madrugada, la dirección de un candidato a diputado, a senador o a ministro o para
preguntar por Becerra que no se encontraba por ninguna parte y después sentía sólo ese calor,
ese olor, esas manos en su cuello sujetándolo para que no se fugara, para que saltara hacia la
oscuridad o las otras luces y le dejara el hombro vacío y después sólo sentía cuando lo empujaban
hacia un coche, hacia una oficina, hacia una silla, hacia un banco, hacia un camastro, tan
rápidamente fui comido por el fuego, tan pocas llamas, tan poco orgullo y fuerza, debo estar y
enfermo, oh, Dios, oh Úrsula, habrá andado por aquí, por entre estas carpas, murmuró alzando la
cara y echando a caminar tras esos gritos y esos murmullos y esos llantos que se movían dentro
de las carpas, rezos que estaban sentados, tendidos, rezos que se estaban muriendo, líbranos de
todo mal amen. Mientras el humo pasaba a su lado y el resplandor del incendio agazapaba arriba,
entre las tinieblas y hacia la hacia sonaban disparos y largas llamadas de las sirenas de los barcos,
miró al hombre tendido bajo la carreta, a medias sentado y que lo estaba mirando, como que lo
conocía, como que quería reconocerlo. Comprendió lo solo que estaba y la necesidad que tenía de
hablar con alguien. El hombre estaba pasándose la mano por la cara, como si le doliera, como si
quisiera repartir ese dolor hasta adelgazarlo y borrarlo. Agarrándose a la rueda embarrada se
agachó un poco para pasar bajo las varas y mirando esa pierna estirada en el suelo lluvioso, una
pierna esbelta, atlética, guardada en un pantalón viejo, de buena clase, mirando la sangre que fluía
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despaciosamente, buscando el agua y la oscuridad, tuvo curiosidad y compasión. Se sentó en una
piedra y miró al hombre.
-Siempre me han dolido -contestó el otro con naturalidad-, nunca he tenido buenos dientes.
Comprendo, conozco ese dolor y esa desgracia, los dentistas los conozco bien, suspiró
asentando las palabras. Es un buen dentista, patrón, está en la misma plaza, había dicho el
Becerra, míreme este diente, él me lo forró. Y era verdad también que aquel día, aquella
desgraciada tarde, al empujar la mampara, vio entre las sillas doradas y los mármoles de las
figuras la cara afligida, pequeñita, adelgazada por un pañuelo que se anudaba en el pelo ondulado.
Está aquí, está aquí el Becerra, murmuró con estupor, sintiendo enormes y secos los labios y las
rodillas le temblaban como si ellas también lo hubieran visto. Y recordaba que cuando hacia meses
él le había contado sus últimas aventuras al Becerra, terminadas con la violenta muerte de Elcira,
él lo miraba con un rostro sosegado, apresuradamente sosegado, como diciéndole: ¿Y qué va a
hacer ahora, patrón? Ahora me ha pasado toda la plata y no se ha dejado nada para vuelto. Y
después, en el juzgado, la primera vez, cuando echaba hacia adelante sus manos esposadas para
mirarlas y comprender y empezar a recordar, ahí en ese cuadrito sucio y barrido, junto a la
ventana, refugiado en su media luz, ¿no estaba sentado el Becerra, con la tara envuelta en una
bufanda, espantoso y ardido de dolor de muelas? En muchas partes había visto después esa cara
dolorida, cada vez mas delgada y miope, cada vez más blanca, aterrorizada y atormentada por
noches de sopor y vela. ¿O lo había soñado? ¿O todo Valparaíso sufría de las muelas aquel año
funesto? En todo caso, herido y hambriento, roto y desconfiado, ahora ya no estaba allá, guardado
en el cerro, en espera de la muerte que venía viajando entre los papeles, entre las declaraciones,
las delaciones, las sospechas, los susurros, los terrores, las amenazas y las suposiciones. Estaba
libre, se pasaba la mano por el brazo dolorido, estoy libre, él me ha liberado, él es como yo y como
el mar. El y yo hemos despertado a Valparaíso, matándolo lo hemos hecho vivir. Suspiró. Suspiró
ampliamente. Se sentía extraordinariamente tranquilo, si no le doliera tanto la herida del hombro
casi estaría divertido de ver que todo había sido tan fácil. Mirando los escombros, la lluvia que caía
entre las luces de los reflectores, los bultos de los muertos, de los heridos, el ruido agradable de
los llantos, acompasados, acostumbrados ya, tornó la cara para hacerse el hombre.
-Yo soy Dubois -dijo con énfasis, pero con cierta vacilación, porque estaba lloviendo,
porque tenía frío y se sentía débil y deslumbrado ante ese mundo demasiado abierto. El terremoto
ha descerrajado las puertas, pensaba.
-¿Sí? -dijo el otro con indiferencia y distancia, un tipo rubio, pálido, desteñido, transparente.
Se me parece un poco, se sonrió.
-Si, ahora, ahora mismo, usted me lo acaba de decir -contestó sin ironía, sólo con rápido
cansancio el otro, alzándose un poco en el suelo, apretando su espalda contra la rueda, echando
una hermosa mano en el barro para sostenerse.
-¿No le dice nada mi nombre? -preguntó no ya furioso sino extrañado y curioso, mirando el
erguido y desmadejado cuerpo tendido a sus pies. Treinta años, cara de empleado, de oficinista
amarrado a un horrible escritorio, cara de asustado frente a la vida, de perseguido, yo que lo he
sido siempre jamás tuve esa cara.
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-Nos parecemos un poco... -Se sonrió pensativo. Se acomodó en el barro buscando un
poco de tierra dura, pero el agua se empezaba a amontonar bajo los ejes. Empujó la piedra bajo su
brazo, apoyó el coda en ella.
-Todos nos parecemos esta noche -contestó el otro-, todos estamos pintarrajeados por el
terremoto, todos estamos descoloridos, borrados. Valparaíso es ahora una ciudad de gente pálida.
-¿Quién es usted, qué hace, cómo se llama? -preguntó apresurado, con angustia, con
premura, con cierta desconfianza y miedo. Como cuando en el juzgado quería preguntar a los
pupitres, a las barandas, a las sillas, a los carretes de hilo que rodaban por los rincones, a los
ratones que olían expedientes en el archivo, a las llamas del gas que se quemaba en un susurro,
como soplones, como delatores, como beatas, como la maldita voz de la conciencia y del
arrepentimiento y del dinero.
El otro se rió en la oscuridad y al hacerlo torcía la cara con dolor, las muelas,
evidentemente las muelas. La mano pasaba con cansancio por ese rostro macilento, de barba
crecida. Además se veía como torcido, un invisible escozor, un persistente estremecimiento le
atravesaba todo el cuerpo, le unía esos ojos claros y hundidos en la soledad a la pierna rota. El
miró esa pierna empapada, no, no era agua. El hombre lo miraba con furia. Todavía sonreía con
cansancio:
-¿Trae más preguntas en los bolsillos? -dijo mostrando hacia su ropa, señalando los
pliegues enormes del gabán.
-Donde yo estuve no hay preguntas, no se amontonan sino soledad entre la ropa, entre la
poca que te dejan -contestó sombrío. Y miraba al Becerra cuando lo sacaban a él de la oscuridad
para meterlo en la penumbra. El Becerra estaba de pie tratando de poner dignidad en su palidez,
escuchando la voz monótona, casi gozosa del secretario cuando leía... de profesión cochero,
antiguo guitarrista en la casa de remolienda del barrio del puerto, soplón conocido, delator a
sueldo, individuo de pésimos antecedentes, detenido numerosas veces, catorce veces,
cuatrocientas veces y el Becerra sonreía un poco pálido, un poco ceniciento y arrebolado y le
decía, ¿no ve patrón, no me ve bien? Siempre me han dolido las muelas y aquella tarde me dolían
verdaderamente, por eso, nada más, estaba yo derrumbado entre las sillas, yo no he hablado,
patrón, yo no he hablado nada, no puedo hablar, me duelen las muelas.
-¿Dónde ha estado usted? preguntó el otro con finura, esperando en su rostro asustado
una sorpresa. Casi rogaba y suplicaba que le dieran una respuesta terrible.
-En el cerro de la cárcel -contestó con sencillez, ya sin cansancio, mirando en la memoria
el cuadro limpio de ladrillos que lo había cobijado. El lo limpiaba a veces con su bufanda, que
ahora estaba sucia y como triste.
Por ahí andará la Úrsula, buscando entre los terrones, murmuraba, pero ¿buscando qué?,
¿qué pie, qué boca?, ¿un zapato, dos zapatos, el anillo de boda? Ni siquiera le regalé una argolla y
ahora dice que se llama Carlos Pezoa Véliz, ¿pero quién es él, qué hace, en que trabajaba, a
quién ha muerto, a quién ha visto morir?
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-…tu seguiste tu marcha por arriba..., yo seguí mi camino por abajo... -dijo el otro como
rezando, como murmurando, como haciéndole alguna advertencia a la lluvia o al terremoto
agazapado en los escombros, entre las ropas de los muertos, bajo las ruedas de los tranvías y las
victorias, bajo las patas de los caballos, esperando coger otra vez las casas para remolcarlas.
El vio el pañuelo limpio borrando esa boca y se miró sus propias manos, me estará
buscando a mí entre los derrumbes o tal vez al niño, al niño seguramente, si les habrá pasado algo
a ellos, oh Dios, oh Dios. ¿Te pueden llegar mis palabras?, ¿he sido demasiado malo, he sido
demasiado salvajemente duro y despiadado? ¿No te puedo hablar, no te puedo preguntar en esta
terrible noche? Tú sabes, aquí estuvo temblando la tierra, las casas se caían sobre la pobre gente,
tú has muerto a muchas gentes con tu trabajo inútil, dijo en voz alta ahora.
-Es un trabajo inútil, verdad -dijo el otro- pero reconforta, ayuda a mantenerse vivo y en
cierto modo alimenta a la tierra, aunque ella no lo sepa o lo niegue.
-La poesía -contestó alegre el hombre, y se quejaba allá adentro del pañuelo, echaba una
tos llena de resonancia, como la pobre madama, como la pobrecita Eugenia, hundida más abajo
todavía, más allá del invierno y del terremoto... Usté debe comprenderlo -agregó-, usté es francés,
es decir casi un poeta.
-He tratado de serlo, pero ya no tengo tiempo, ya parece que no tendré tiempo, míreme las
piernas, tengo la poesía mutilada, la espalda deshecha y para soportar el arte hay que tener un
recio cuerpo, una hermosa carne.
-Quise serlo, alguna vez quise serlo en esta América, todavía recuerdo algunas cosas...
139
-Algunas veces...
-Curioso -dijo sonriendo desilusionado y extrañado, mirándose las manos con estupor,
como preguntándose si habían oído.
-Porque hablaron mucho de mí, a veces creo que demasiado. Y ahora resulta, después de
todo, después de tanto, que nadie me conoce.
-Como a mí que me creía célebre, nadie, nadie, nadie me conoce, moriré desconocido, a
pesar de que amo lo que me asombra y no me asombra..., la luz preclara, la nocturna sombra y no
me asombra..., la rima que arde... y la plácida luz que cae de ella...
-Tiene usted mucho talento, como yo -dijo él con énfasis-, a mí me faltó tiempo para hacer
lo que quería.
-Como yo, tiempo y oportunidad le he pedido a Dios para los poetas..., oh Dios, déjalos
cantar, Dios mío. Y, además, hay que pedírselo a los críticos.
-¿Quiénes?
-Los críticos de toda clase y todo pelo, esos seres temblorosos que cuando usté hace algo
crecen a su lado asténicos y coriáceos.
-Me habría gustado tener a un crítico literario en mi lista, -dijo él sonriente, mirando
detenerse una ambulancia al otro lado de la avenida, iluminando un poco hacia ellos, mientras por
lo alto del cielo cruzaban los resplandores de los incendios y los focos de los buques de la bahía.
-En mi libreta...
-¿A quiénes?
-A mis víctimas...
-En el sentido total. ¿No conoce el cementerio? -preguntó lúgubre, arrastrando las
palabras, casi amenazando.
140
-Ah, -dijo el otro, refugiándose en eso, en esas letras, en ese suspiro, mirando hacia el
pero no mirándolo, mirando, seguramente, su propia soledad, su miseria, su ropa mojada, su carne
rota y aterida.
EI sintió piedad y miraba esa cara de grandes ojos sombríos, respirando con ansias, con
verdadera angustia. Se puso de pie y lo miraba hacia abajo. EI hombre se movió un poquito, se
quejó, movió la cabeza para buscarlo, alzó una mano, vio esa mano delgada, nerviosa, distinguida.
-Podríamos hacer un pacto, debíamos hacer un pacto -dijo respirando con dificultad.
EI se inclinó y miraba los resplandores altos, altos, del incendio que subían amenazadores
devorando las tinieblas, iluminándolos a ambos, veía el rostro deshecho y la pierna rota, enorme.
-¿Qué pacto? -preguntó suavemente, deseoso de servir, sabiendo que no podía hacerlo.
-Tendría que ser muy pronto porque yo ya sé, más o menos, mi día -contestó sonriendo
con simpatía-, en cierto sentido tengo más suerte y soy más desgraciado, me puedo preparar, vaya
a verme, mi tumba será conocida, estaré en Playa Ancha, tapado por el ruido del mar, en el
invierno él podrá subir hasta mi cara...
-Me habría gustado ser asesino... -dijo el otro con esperanza y furia, cogiéndose de la
rueda como para taparse con ella, hundiéndose en la tierra pero sin quejarse todavía. Empezó a
toser.
Y como las linternas alumbraban hacia ellos y los hombres caminaban a buscarlos, él
comprendió, me habrán reconocido, tenían que reconocerme, murmuró para sí y caminó y alzó la
mano para significar que ya volvía y cuando estuvo fuera, bajo la lluvia, los hombres echaron las
linternas sobre las camillas y sobre los cuerpos que ahí yacían demasiado alineados y lo miraban
directamente a la cara y él sentía toser al hombre, vuelto de espaldas a él y veía su soledad y
comprendía que deberían recogerlo rápido y los hombres lo estaban mirando directamente a los
ojos, a las manos, ¿por qué no nos ayuda, por qué no nos pasa una mano para recogerlo? y él se
agachó y se inclinó en la tierra y cogió la primera mano y la alzó y supo que estaba viva y las
lágrimas le corrían por la barba y vuelto a esa espalda que se remecía tosiendo, murmuraba para
sí y también para el otro:
JAIME SAENZ
141
SOBRE EL ESPANTO EN LOS JARDINES
BAJO LA LLUVIA
En uno de los remotos confines del jardín, una gallina ha puesto un huevo después de la
lluvia.
Terminada la lluvia la gallina salió de su agujero, fue cojeando a uno de sus lugares
preferidos, se sentó cómodamente y puso el huevo sobre la tierra.
Son molestos los ruidos cuando la gallina pone huevos. Terminada la lluvia, suplantaron al
ruido de la lluvia otros ruidos, extraños y exóticos para la gallina. Por ejemplo: "EI cigarrillo que me
has dado esta muy suelto y no se lo puede fumar", dijo una voz tras el muro. La gallina, en tanto
ponía el huevo, agachó la cabeza, reclinó su lóbrego hombro y escuchando atentamente no supo
que decirse a sí misma.
Distinto era que sintiese atragantarse el buche al sólo pensar en que estaba poniendo un
huevo. Distinto que, mientras estuviera sentada, aplastara sin darse cuenta una araña surgida
desde la humedad. Era muy otra cosa el ruido del huevo en comparación del ruido que venía de la
ciudad, y de la casa que era dueña del huevo.
Todo, naturalmente, era distinto del huevo. EI huevo se hallaba sólo después de la lluvia,
inclusive abandonado por su madre.
El huevo no tenía novia en el exterior, porque su novia estaba dentro del huevo mismo sin
poder hablar ni reír.
En el remoto paraje del jardín el huevo estaba solo, sin poder moverse ni gritar, ni emitir
hipo hacia el mundo, "dónde desembocaré", le preguntó a su novia, desde adentro. La novia no le
contestó porque el germen no tiene boca y la Val del germen es callada, sin mímica y no tiene
configuración para poder hablar. Pero el huevo comprendió el silencioso peso de su novia. El
huevo, mojado con el terroso ademán de la lluvia y con un poco de sangre de su madre estaba ahí
con su rara actitud en el paraje del jardín, insuflando espanto inclusive en los escarabajos que con
sus patas, poderosas y perfiladas contra el cielo, pueden tranquilamente hacer rodar por lo menos
dos centímetros a un huevo en la agreste configuración del jardín.
(El escarabajo eleva hacia la noche de su coraza las antenas, cuando escucha el pito del
tren) .
No se puede decir, tan siquiera dentro del campo ilusorio, que al huevo pueda dolerle algo.
Acaso has encontrado alguna vez, al comer un huevo, sea frito, crudo o pasado, algo que no se
142
parezca al huevo mismo. Acaso, cuando alguna vez has llevado en el bolsillo un huevo, y se ha
roto, has encontrado algo duro que no sea llanamente la cáscara, en pedazos, y el misterio
pegajoso del huevo propiamente dicho.
Esto no has de saberlo aunque mueras o investigues durante los años que te quedan de
vida. Yo te desafío. Pero, ven, siéntate a mi lado con un poco de vino, y cuéntame acerca del peso
del huevo en la tierra, acerca de la gallina y de la lluvia y de los ruidos extraños que advierte el
huevo. Tú sabes: acerca de todo.
"Hay una voz cálida en el medio de la noche. Es la voz del huevo que canta su orgullo y su
armonía. Hay una voz cálida que retruena en el espacio y se acerca a la teoría de la
transmigración".
"Esa voz es tu voz y la voz de tu amada, y esa voz es la voz de todos los muertos porque
tú y ella conocen el secreto de los muertos".
"En esa voz está el secreto de todo; en esa voz está yéndose tu alma y el alma de todo;
que te inyecten algo y te librarás de escuchar esa voz que te imprime el huevo".
"En medio del espanto de la mañana; en los derredores del cielo azul; en la ráfaga del
viento que se estrella en las colinas distantes, existe una gradería roja donde se siente la emoción
espantable".
"Alguien muy de mañana ha ido a la gradería roja, llevando ex profeso un huevo para
proporcionarle distracción. EI huevo está callado en el bolsillo, pero escucha y siente todo.
Inclusive la actitud extraña de las gentes que acuden ufanas a la gradería".
"Una voz, cálida e ingenua, una voz vestida de moderé, una voz bajita y triste, de triste,
canta en el aire libre:
Pequeña,
Yo te llamo mi pequeña,
Pequeña,
Pequeña...
"Uno lo lleva en forma líquida a su casa, saca cuidadosamente el forro del bolsillo, y vierte
el espíritu del huevo en la sartén y fríe el espíritu del huevo".
"La melodía bulle en la sartén como si la psiqui fuera música y es entonces cuando uno
finge aprehender la esencia y la dicha de haber conferido felicidad y término al huevo".
"Esta es en parte, alma de mi alma, la historia del huevo puesto en la tierra del jardín
después de la lluvia".
"Para finalizar he de decirte que hay que tenerle pena y horror al huevo porque es callado,
elíptico y substancial; y porque en su inmensa y dulce humildad, tiene más impulso que el
Apocalipsis; y además porque vale más que un hombre, desde el momento en que el hombre no
sabe el misterio del huevo, en tanto el huevo sabe el misterio del hombre".
"He tomado vino a tu lado. Te he contado parte de la historia del huevo y ahora me retiro
sin decir una palabra más, contento de haber cumplido una misión contigo".
143
Mi anterior fuente de información se fue con los ojos rutilantes. Voló hacia la lejanía
después de decir sus últimas palabras.
Escupió una saliva pura -tan pura como no tienes idea- y sacándose los zapatos para no
hacer ruido, un pie aquí, otro allá, se alejó en dirección a las regiones inefables y dulces donde
tienen su origen la música y la respiración.
Por mi parte consulté directamente con el huevo. Tuve que desarrollar un procedimiento
inventado con devoción. Primero escuché "Los tres granaderos" y luego "No me digas buenas
noches". Puse el huevo sobre mi mesa y le dije: "Voy a dormir y durante el sueño me comunicarás
tus secretos".
Me dijo:
"Soy muy solo, y no puedes imaginar lo que siento cuando yo -que tengo voz le hablo a mi
novia, y no puede contestarme porque no tiene voz. Es por eso que yo canto largas canciones de
despedida".
"No puedo solucionar mi problema simplemente con el germen, porque es muy callado y
oculto. Para dar algo necesita impulsión exterior, sea de amor o de espeluznamiento; pero yo, así
tal como me ves, no puedo hacer esto por su cuenta".
"Tengo yo, huevo, mucha ternura por ti, pera no puedo hacer nada. No se puede conferir a
la gallina más capacidad de la que tiene, ni hacer que actué por su cuenta porque la casa es dueña
de ella. Tampoco se puede hacer que nazca de otra fuente, porque así dejarías de ser huevo.
Anda, rueda por los derredores del jardín después de la lluvia y ruega que alguien alguna vez te
lleve a un espectáculo al aire libre".
"Mientras tanto, yo oraré por ti a mi alma y al alma de mi alma; almas que tienen una
fuerza que tú no imaginas: mayor y más aterradora que la fuerza que tiene tu soledad".
CARLOS SANTANDER
144
VIAJE A ACAPULCO
(divertimento)
Aunque -si hablamos con absoluta sinceridad- tendría que decir: "yo creo que lo que
sucedió fue -en gran parte- culpa del psicólogo".
Y aun -ya con el corazón en la mano- la frase tendría que quedar: "yo creo que, en parte, lo
que sucedió fue culpa del psicólogo".
Tal vez por lo mismo, nunca me ha costado sorprenderle a la existencia su lado inverosímil
y no me extraña que en la vida real, de pronto, salte una liebre. Lo que me desespera es que la
gente carezca de ojos para hechos tales cuando la sensibilidad para ellos se adquiere con sólo
olvidar un tantico los cepillos de dientes a las 7.45, el micro a las 8.20 y la tarjeta en la oficina o en
la fábrica siempre a una hora en punto.
No cabe duda que desconcertar y saber desconcertarse es la más sana virtud que puede
poseer un hombre contemporáneo. Es la única profilaxis valedera para la vorágine que se
aproxima de aquí a algunas décadas y para la cual -según reza el editorial de hay en este
miserable diario de provincia- no estamos mentalmente preparados. Por eso, cuando más arriba he
dicho que es posible que en cualquier parte de la ciudad salte una liebre, más de alguno -sobre
todo si es filólogo- habrá pensado que se trata de una "trillada metáfora extraída sin gusto de un
decir popular"; y más de alguno lo habrá pensado, menos yo y todos aquellos que un día íbamos
en el micro hacia nuestras reglamentarias obligaciones cuando vimos cómo un conejo atravesaba
en diagonal la avenida, eludiendo los monstruos que pugnaban por aplastarlo. Para el conejo debió
haber sido muy desconcertante encontrarse con un micro. Para nosotros, fue insólita su aparición a
las 8.20 de la mañana, de una mañana invernal de siglo veinte; hasta un perro se le quedó mirando
-no diré con la boca abierta- pero sí con la pata en alto.
Pero, si bien recomendamos esta virtud, hay que advertir sobre un riesgo (es, en parte, el
riesgo que corrimos Parrita y yo). Entusiasmarse con lo insólito más allá de la cuenta, andar detrás
de él con apetito maníaco, transformando lo espontáneo en archivador de juzgado. Y eso no está
bien. Es trampearle a la existencia, es hacer un poco de surrealismo. Y eso no está bien. No está
bien que yo suelte un conejo en la avenida, me suba a continuación al primer micro que encuentre,
para gritar luego, en el ápice de la admiración: ¡Miren! ¡Un conejo!, mientras un pobre y espantado
perro se traumatiza -quizá para siempre-, al pie de un poste.
Por eso digo que, en parte, todo fue culpa del psicólogo.
145
Yo no lo conocía. Cuando me avisó el vigilante que tres personas me esperaban en la
guardia, me sorprendí bastante -lo prometo-, sin la menor intención de inventar una sorpresa. A las
seis de la tarde de un día domingo, en mi cárcel, todas las visitas ya se han retirado, todas -tanto
las que querían verme como las que deseaban que yo las viera. No es justo, entonces, que tres
personas se presenten a las seis de la tarde. A esa hora, las sorpresas vienen de adentro de uno
mismo, no de la guardia. Interrogué al vigilante:
Pero mis abogados eran dos. En la cabeza, creció un enigma trinitario. Apareció como un
imprevisto furúnculo que nos hace recordar que poseemos cabeza. Me concentré en la tercera
persona. Tengo una rara capacidad en este poco frecuente ejercicio, una rara capacidad. De
inmediato descubrí que dos de las tres personas eran mis abogados (luego verán que yo había
acertado) y que la tercera persona bien podía llamarse el "lengua de fuego" en homenaje a la
tercera persona de la Trinidad. Mi virtud que es excepcional -insisto-, me ha deparado siempre
precogniciones sorprendentes. Me casé con quien quería casarme. Entiéndaseme bien; me casé
con quien quería casarme antes de conocer a la mujer con quien me casaría. A fuerza de
concentrarme, mi primer hijo resultó hombre y mujeres las cuatro que siguieron, a fuerza de
concentración. Y de tanto pensar en un mundo tranquilo, en que la sucesión de los días fuese
incruenta, sin vencimientos, me tuve que mirar un día en un escaso espejo de un baño de la cárcel.
Cuando mis dos abogados anticiparon sus manos para saludarme, comprendía que mi
capacidad permanecía intacta. Yo había pensado que eran ellos la primera y segunda personas de
la guardia. Y eran ellos. Saludé a ambos. A uno primero; al otro, después (Yo había elegido a dos
abogados para que me defendieran: uno inteligente, el otro sentimental. Cerebro y corazón.
Decisión no. Es lo único que poseen los jueces). El "lengua de fuego" tenía que ser un
desconocido. Estaba allí, bajo, de lentes gruesos, con impermeable blanco y un extraño maletín
negro que le colgaba de una mano.
Pero una columna hizo ¡crac! en mi ordenado mundo. Todo empezó entonces. Levántese
usted, como todos los días, a las siete de la mañana. Mientras piensa si el agua del baño está
caliente y en la necesidad de romper el tubo de pasta dentífrica, porque le parece que en la noche
anterior se había agotado, está usted diciendo ¡dónde diablos dejé las zapatillas! Mira debajo de la
cama. Detrás de la bacinica... hay un hombre mirándolo.
La nariz respingada y gruesa incitaba a la fácil asociación de que tenía cara de chanchito.
¡Crac! Yo lo conocía.
No me respondió. Hubo un silencio. Me miró con ojos fríos y algo que creí que podía ser
apetito. -¡Miserable! -me insulté a mi mismo. ¡Te has equivocado! -Y me sentí convertido en una
bolsa de afrecho.
En adelante la cosa fue fácil. Se retiraron los abogados. Nos quedamos solos el psicólogo
y yo. Nos instalamos uno frente al otro, el en la silla rotatoria de la oficina del capitán de prisiones.
Le dije mi nombre, mis señas familiares, los pormenores de mi delito y, en seguida, nos fuimos
adentro, adentro, cada vez más adentro. Me hizo los test del caso. Tuve que contarle historias
mías y también tuve que inventarle historias a pedido suyo.
146
remontando egos, ellos, superegos, conscientes, subconscientes, incons-
humano. Quería sin duda ayudarme. Para eso me hizo ingresar al pozo de
cientes, inhibiciones y complejos, transferencias que se insinúan y que
mis desdichas, de mis aspiraciones, de alma lesionada por los traumas y los
revientan en contratransferencias, culpas y descargos, creontes, edipos, clit-
grillos de la cárcel, por la distancia de los seres míos. Fue doloroso. Lloré
menestras, prometeos con cadenas y buitres en el vientre y más, que más,
varias veces. Me daba lástima tener que contar tragedias a tantas tragedias
que contra más, y me prestó su lengua de fuego que siguió ardiendo en-
por minuto. El no tenía mucho tiempo. Por eso me pedía par favor que le
tonces en mi cabeza y ¡crac! y él daba vueltas a gran velocidad en la
dijera prontamente qué veía en esos cuadros que me ponía a la vista, que
silla giratoria, para desconcertarme y yo le decía cosas mientras lo odia-
inventara historias con ellos. Era inútil para él, para conocer mi psicología.
ba, lloraba de odio, ante ese loco que giraba tan vertiginosamente, en
Mientras narraba, me parecía a ratos dulce el ejercicio, como una danza
verdad, más que loco, cacatúa del espacio o puerco o ave tridimensio-
con momentáneos desfallecimientos ora a la izquierda ora a la derecha, que
nal, guanaco supersónico, psicólogo a chorro, que me hacía danzar, ahora
se interrumpía, porque el psicólogo me exigió que le narrara los hechos
sobre la mesa con las manos juntas debajo de las mejillas -¡oh qué
más significativos de mi infancia. Recordé caóticamente varias cosas, lectu-
hermoso vals!- inclinando la cabeza ora a la izquierda ora a la derecha
ras, sueños, anécdotas, problemas familiares. Pero pronto me di cuenta que
y los stacatti que terminaron cuando tropecé y me caí -cuando niño
el recuerdo me era demasiado doloroso y que no estaba bien que me queda-
era- sobre sus rodillas. Me puso boca abajo y yo lloraba mucho con
ran residuos de la infancia. De otra manera no se podría madurar, me dijo
los golpes que me daba con su cartera negra, llena de osos hormigueros,
el psicólogo. Y verdaderamente es necesaria madurar, porque tengo mujer,
manchas de tinta, hienas, niños solos, arrugas, trenes sin locomotora,
un hijo, cuatro hijas, responsabilidades de hombre grande. Fue dolorosa,
víboras que mudaban de piel, ríos marcha atrás que no podían dar con
pero me abrió luces la charla del psicólogo. Y decidí en ese mismo momen-
la montaña, madre sin tetas ¡ay dolor!, hermanos polifémicos, arañas con
to, darme un baño de tina, cuando llegara a mi casa y viera que mi familia
patas de alcachofas, tías sobornables ¡ay dolor!, yo no quiero mama-
está intacta y que yo estoy bien, a pesar de la charla que me obligó a man-
dera, quiero mi pasta die dientes, donde están mis zapatillas, el baño de
tener. ¡Crac!
tinta sin escorpiones, mi casa, mi hijo mayor, mi mujer, mis cuatro ni-
ñas, ¡ay dolor! ¡ay dolor! ¡por favor, señor psicólogo! ¡Crac!
AI segundo día de entrevistas, el experto puso cara de preocupación. Debía regresar y los
abogados exigían las conclusiones. Pero mi estado de ánimo le preocupaba seriamente. No estaba
bien yo. Algo no funcionaba en mi cabeza. Había perdido confianza en mi mismo, en mi capacidad
de concentración y algunos disparates -sentir el hígado en el costado izquierdo, extasiarme en la
meñiquez del dedo meñique, indignarme por tanto norteamericano muerto en el Vietnam-
insinuaban un virtual quebrantamiento de mi salud. Decidió, entonces, partir, pero antes de eso,
despedirme con una sesión de relajamiento.
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Alguna vez han puesto en duda mi hombría. Tengo un hijo, cuatro hijas y una mujer
legítima.
Estoy desde hace seis meses en la cárcel. Un día me llamaron a comparecer ante un
juzgado diferente al que me procesa para notificarme que un buen hombre había sido mordido por
mi perro.
En otro biocuento narro un motín que presencié -más bien que escuché desde debajo de
un catre. Pues, ahora lo inverosímil verdadero: estando debajo del catre me golpeó en la cabeza
una bala, muerta.
En la cárcel, he tenido que aprender a contar de atrás para adelante -empecé en ciento
cincuenta y tres, ya voy en ocho- para poder ir sabiendo el número de mis amigos.
Y como a mí me han sucedido realmente, poco me costó entregarme al lento ritmo de las
palabras del psicólogo. Así fui perdiendo la capitanía de mis músculos, el dominio de mis ideas,
mientras él -de pie, severo, ante mí- monótonamente me daba órdenes paradisíacas: "Relájese...
suelte los músculos... así... sueltos... sueltos... sueltos... piense en los dedos de los pies... así...
suéltelos... eso es... ahora las piernas... el pecho... la cabeza... así... así... así... eso es…,
eeeessssoooo eeessssss ...
Fue un olvido breve, mezquino, un olvido que se olvidó de sí mismo, un olvido lamentable,
pacato, desproporcionado en su relación con la cuantía de lo que era dable y oportuno y
recomendable olvidar. Fue desgraciadamente, un ratito de olvido, apenas una cucharadita, más
bien un fugaz paladeo del olvido.
Así y todo, cómo describir esa felicidad inmensa con que surgí de la sesión de
relajamiento. Recuerdo que había sol cuando salimos de la oficina y que una brisa suave se
encargó de limpiarnos los pulmones maleados por la insalubridad del encierro. Los pasos que di al
caminar fueron seguros y, para satisfacción mía, en el pecho me apretaba un poco la camisa. Fui
sonriendo a estrechar la mano que me anticipaban los abogados, e, incluso, tuve orejas para
escuchar cómo fuera de la cárcel, en unos árboles desnudos, piaban algunos pajaritos.
Yo no estaba en la cárcel. De espaldas en la arena, sentía la tibieza plácida del sol sobre
mi pecho, sobre mi barriga, dando vueltas alrededor de mi ombligo. Olía el mar. La sal hinchaba
mis pulmones, satisfechos de algas, espuma de olas, gritos de gaviotas. Con una palita y un balde,
mi hijo mayor tapaba con arena mis canillas. Arriba, espejo del mar, el cielo azul en marco de oro,
infinito hasta el fondo. "Cúbreme con arena tibia, menos los ojos". "Ya papito" -y me sonreía con
ojitos de conejo.
Entonces, le contesté:
En la vida -mientras no se haga tarde- hay que aprender cosas. Entre ellas, dos o tres
reglas de oro. Efectivamente, hay verdades muy simples, a veces de sangriento aprendizaje, con
las que uno no se encuentra nunca. De pronto surgen con todo el esplendor de su evidencia. Son
verdades viejas y errantes a través de los siglos. Se dicen en los rotativos, en las fuentes de soda,
en las tomas de aliento postcoitales, en los micros, en las universidades. Están en las bocas de los
niños, de las bisabuelas, de las empleadas domésticas, de los sacerdotes. Están en los avisos de
que tome usted Coca Cola. En fin, en cualquier parte. Sin embargo, por evidentes no asombran.
Debe suceder algo para descubrirlas. Yo siempre había escuchado que las palabras comprometen.
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-Don Carlos, ¿una palabrita, por favor?
Asintió con un movimiento de cabeza. Lo tomé del brazo y lo hice pasar a la piececita que
sirve en la enfermería de comedor y cocina. Estaba preocupado, Parra. Pensé que iba a pedirme
dinero. Un apuro cualquiera, un niño enfermo. Nunca lo había hecho; era un hombre con bastante
dignidad. Sin embargo, yo había visto cosas... Tal vez querría un escrito para el juez o un consejo
sobre sus problemas de faldas. Quién sabe que querría. Mejor esperar a que el mismo lo dijera.
Ladeaba la cabeza. Le brillaban los ojos con luces de picardía, como demostrando estar
enterado de un secreto, pero temiendo la repercusión que podría acarrearle el repetirlo. Empezó a
hablar a tropezones, para después decirlo de una vez.
-Mire, don Carlos... este... que yo... Usted sabe que yo estoy "precioso" por esa cuestión
de la cabra. La jetona dice que tiene once años, pero es más corrida que la línea del tren y tiene
como quince, segura. Y mi patrona está más enojada que la mierda. Pa' más remate, tengo tres
cabros enfermos. Y "precioso" no puedo ni trabajar. En las mañanas amanezco con dolor de
cabeza, seguro porque ni duermo pensando en todo lo que me pasa. Y no tengo pa' cuándo salir.
-Supe, don Carlitos, que usted se mejoró de los nervios con ese pichicólogo que vino... y
que me contaron, don Carlitos, que uno queda rebién con ese viajecito a Acapulco.
-Don Carlos, tengo a mi mujer enferma. Ni comida puede traerme. Siete meses llevo aquí,
parece que no tengo pa'cuando. Por un par de gansitos, don Carlos, cinco años es mucho. Claro
que antes fue una gallinita. No me siento bien, don Carlitos y créame que no tengo pa' cuándo. Por
favor, don Carlitos, mándeme pa' Acapulco!
-Don Carloncho, usted sabe: robó con fuerza me dijo el juez: con fuerza pa' correr digo yo,
porque los cajones estaban en el camión, ahí, a la manito las naranjas. Y pa'más se las fui a
vender al mismo ñato que se las había comprado al camión. Tres y uno me tiraron. Y pa'qué le
149
cuento la de palos que me dieron los buitres. Querían que confesara un homicidio. ¡Psche!
¡Estaban locos! Usted sabe que yo no trabajo pesado. "Esta rebuena la mierda de caballo" -les
dije. Todavía tengo el gusto. Por eso que ahora, cuando como, gomito. Parrita me contó que usted
tenía un remedio, que se lo había dejado un pichicata o pichicólogo o qué sé yo. Y que con él se
podía ir a Acapulco un ratito.-… a mí me manda el juez pa' Quellón, señor, pa' Quellón de Chiloé,
allá en el sur y resulta que soy de Quellón de Ñuble, señor al norte. Y los vigi no quieren llevarme
pal otro lado, porque es orden del juez, señor. Pero yo no quiero irme pa' ninguna parte, porque mi
mamá, allá en mi casa, me llevó a los carabineros pa'que me dieran de palos. Por favor, yo no
quiero ir a otra parte que a Acapulco, señor.
-Don...
-¡Esta loco usted! ¡Ahora se le ocurrió hacerles escritos a todos los presos de la cárcel!
Le explico que no son escritos. Que no pueden ser escritos, porque yo no se nada de
leyes. Que además los escritos sólo sirven para meter más presos a los presos. Que si uno
presenta un escrito le tiran dos años, si presenta dos escritos, le tiran cuatro años, que si
presenta... Le explico que todo el mundo tiene perfecto derecho a viajar a donde se le ocurra. Que
él, por ejemplo a los cuarenta y cinco años, también tiene sus desgracias a cuestas, porque es
viudo de tres mujeres que no le han dejado hijos y no ha podido casarse una vez más por esa
maldita enfermedad al hígado que lo tumba en cama cada quince días (aquí ya asiente el
practicante) , que lo pone de mal humor, que le impide practicar el amor al prójimo, ser bueno, ser
generoso, darse una comilona de carne de chancho bien regada con blanco y tinto, viajar en barco,
a Buenos Aires, a El Callao, que no le permite...
El practicante salió dando saltitos de alegría. Ni siquiera se sorprendió por los sesenta y
seis presos que esperaban en la puerta. Los miró compasivamente cómo hacían cola allí en el
patio, esperando impacientes levar el ancla de sus problemas.
-Sólo les pido paciencia y orden, señores. Todo lo demás vendrá por añadidura. Si alguno
de sea tratarse conmigo -¡no, esta vez nada de aspirina para el reumatismo!- puede pasar a mi
oficina. "Usted y usted y usted? Muy bien, perfectamente bien. Adelante no más.
Mientras avanzaba seguido de algunos reos hacia su oficina se frotaba satisfecho sus
manos. "Perfectamente bien, acapulquianamente bien". ¿Le puedo ayudar? -me había preguntado-
¡Pero nada de aspirinas, eh! -le había advertido.
A las dos de la tarde se formó el tumulto. EI capitán daba voces que parecía no entender
nadie. Más de cien presos se apretujaban en el patio, frente a la puerta de la enfermería. No
hacían caso a nada y parecían estar dispuestos a todo. Les resultaba intolerable que un buen
número de sus compañeros anduvieran por aquí -en el mismo patio- y acullá -adentro, en la
población, sin rejas que separaran aquel de ésta- repartiendo sonrisas palmadas en la espalda,
súbitas exclamaciones de buen humor o que se quedaran por breves momentos estáticos,
pensando la visa como indolora, mirando el poco cielo que, a ratos, la cárcel deja ver. Como les
resultaba odiosa esta realidad discriminante, gritaban que me apurara, que ya estaba bueno de
tanta espera, que no importaba que el viaje de ellos fuese más corto, que exigían su derecho
-también a ellos los angustiaban sus problemas, también los podrían sus problemas-, querían
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sonreír -¡miren al "chalala"!, ¡miren al "gaviota"!- también, después que yo los atendiera, puesto
que el paciente y Parrita, aunque en lugares distintos, no daban tampoco abasto.
EI capitán, con voz potente, gritaba, se desgañitaba, exigía que se retiraran, que no era
correcto eso de destruir el letrero que decía ENFERMERIA para colocar otro que decía ESTACION
PA' ACAPULCO, que ese Parra estaba loco volviendo loca a la gente allá atrás en la población, que
exigía hablar conmigo, porque ¡quién miechicas, era el que mandaba aquí!: ¡el demonio o él!, que
si no, llamaría al alcaide, que vendría el intendente, aparecerían los jueces, ¡en persona los jueces!
y todos a la celda chica y para todos palos, garrotazos, puñetes, bofetadas, ¡el infierno vivo para
todos!, aunque reconocía que era lindo Acapulco, que él lo había visto en películas y que era cierto
que María bonita, la de Acapulco, era bonita, pero que, por favor, ya no podía más, esto es cárcel -
gritaba- no hay derecho, busquen ser felices de otra manera, ¡señores, amigos, compañeros,
compañeritos! ¡reos de mierda!
-Tengo tantos problemas -se excusaba- y encontrarme ahora con que la cárcel se está
convirtiendo en casa de locos. ¡Es el colmo! Yo no aguanto más. Mi situación me aflige. Con todo
el empeño que pongo, no puedo solucionarles el problema de los reos -¡son tantos! ni puedo
dedicarme a los míos, que no son menos.
EI capitán miró a su alrededor. Estábamos en el andén de las visitas. Por uno u otro lado
podría aparecer el tren (es el patio de entrada a la cárcel. Treinta y dos pasos de largo, seis de
ancho). Plataforma de cemento al centro; a los costados, dos mínimas calzadas que miden cada
una un paso. Entrando a la cárcel, a la izquierda, puertas de madera -siempre cerradas- que
guardan celdas de incomunicación. A la derecha, las ventanas con barrotes de la enfermería y la
puerta que da al pequeño comedor. Arriba, un alero negro, inclinado, de planchas de cinc. Donde
termina el alero, un pedazo de cielo gris. Los martes, jueves y domingos aparecen las bancas,
sobre la plataforma; a las dos de la tarde, llegan las visitas. El patio se llena de bancas, reos y
visitas. Las bancas, a lo largo del patio; escrutando rostros las visitas, los reos, mirando hacia otra
parte, hacia los terminales, hacia la puerta de salida o la puerta de entrada a su población. La
gente que viene de afuera mira las calzaditas, los tijerales triangulares del techo que cubre el
interior, las ventanillas con barrotes, el alero. -"Parece una estación, ¿verdad m'hijito? -Sí, pero ¿y
el tren?-. Claro, es cierto, el tren no pasa nunca, no parte, nunca llega, pero parece una estación
¿verdad? -Sí, pero ¿y el tren, mujer? ¿Dónde esta el tren?
151
jugaban al trencito tomando a los vigilantes de las correas, haciéndolos avanzar como locomotoras
(uh-hu-uh) o sacaban las camillas de la enfermería para usarlas como sillas de playa, algunos
también jugaban al paco ladrón con los vigilantes o al libre preso y cuando tocaban a uno en la
espalda venía otro y con un golpe lo salvaba. No faltaban algunos pescadores que descansaran
chapoteando con los pies en las manchas de agua del patio o quienes hicieran justicia desde lo
alto de los mesones donde se conversaba con los abogados u otros que encumbraban volantines
desde los techos de la cárcel o anduvieran a caballo de unas cuantas metralletas o utilizaran las
pesadas bolas de hierro para lanzarle a los bastones de los guardias colocados en hilera como
palitroques.
También habían algunos por allí -¡buena cosa este Parrita!- que se movían como hombres
cibernéticos, absolutamente hipnotizados, ambulantes hipotecas, ancilares de la voluntad de Parra.
Lo más grave sí eran los descontentos, los que no habían alcanzado atención, prontos ya a un
nuevo asalto a mi comedorcito, a la oficina del practicante o al orden, que el mal entendido
entusiasmo de Parra había instaurado. En verdad, toda la situación pecaba por Acapulco de más o
Acapulco de menos. Algo había que hacer.
El capitán dio las órdenes del caso. Vino Parrita, vinieron doscientos, vinieron todos los
reos de la cárcel, sanos y enfermos, contentos y descontentos.
-¡A la "chica"! -gritó el capitán. (No lo digan, pero más de alguno se dio cuenta que gritó
sonriendo) .
Al oír el latigazo que hacia mención a la celda del castigo, dieron un salto los hispnóticos,
regresaron de su mundo los paradisiacos; menguaron su ira los exaltados. A Parrita el miedo lo
hizo dar diente contra diente.
Todos corrieron. El anden se llenó de bancas. Querían ponerlas a lo largo, como en las
horas de visitas. Pero el capitán lo impidió. Explicó que estas tenían que ser puestas a lo ancho. Al
verlas así, todos, sin esperar órdenes, se sentaron en ellas, tranquilos, serenos, sin temor.
Entonces, el capitán me indicó con un gesto de cabeza que empezara. El tomó asiento, sin
escrúpulos, en las mismas bancas en primera fila, al lado de los reos. A Parrita le brillaban los ojos
y, como siempre que está contento, se le hacia un abanico de arrugas en los rabillos.
-¡Relajarse! ¡Suelten los músculos!... suelten los músculos... así... sueltos... sueltos...
sueltos... sueltos... piensen de la rodilla hacia abajo... suelten los dedos de los pies... así... así...
ahora las piernas... esto es... los brazos... la nuca... ¡por favor, suelten la cabeza!... así... así que
viene la arena... y luego el mar... para bañarse en el mar... que es tibio el sol y sin límites... el mar...
en Acapulco.
152
RAUL BOTHELO GOSALVEZ
Es autor de Borrachera Verde (novela), Coca (novela), EI Descastado. Historia gris del
Tata Limachi. Los Toros Salvajes, etc.
La noticia llegó con el mayordomo de la finca. Un grupo de colonos que habita cerros
arriba, en las profundas rinconadas donde comienzan las grises y desnudas escarpas de la
cordillera, le había informado de modo escueto y esperaba en el traspatio que el patrón decidiera lo
que debía hacerse. Por cierto los colonos parecían tranquilos, aunque más allá de la inexpresiva
rigidez de sus rostros cortados en piedra se hallaban impacientes por saber si aquella vez la mano
del amo iba a abrirse generosa. Desde medianoche caminaron para llegar a la casa de hacienda
antes de que el sol, con su ascua viva, empezase a dorar el esplendido contorno. Querían hallar al
patrón cuando éste saliese a vigilar los trabajos de limpieza en los platanales que verdean junto al
río, al fondo de la ardiente vega yungueña. Encontraron en el corral al mayordomo que ensillaba la
cabalgadura del terrateniente y, primero en coro, luego de a uno, relataron lo sucedido.
Don Pedro Iturri, el hacendado, mientras ajustaba las correas de sus espuelas escuchó la
noticia sin inmutarse. Sorbió el pocillo de café tinto con que se desayunaba, y antes de montar
llamó a Lauro, su primogénito, y le dijo:
Acompaña a los colonos y lleva la calibre 44... No te acerques mucho y procura dispararle
a la paletilla izquierda o en un ojo.
Luego clavó espuelas y salió al trote por el ancho portal, camino del extremo meridional del
latifundio.
Lauro tenía diecinueve años y pasaba sus vacaciones junto al padre; dentro de dos meses
volvería a La Paz para alistarse como conscripto en el ejército. Poco tiempo tardó en reunirse con
los colonos, y allí se enteró de todos los detalles. Llevaba la carabina y un morral con alimentos
para el almuerzo.
Los cinco peones y el hijo del amo salieron, pues, casi junto con el sol, y tomaron por un
atajo hacia las altas y distantes cumbres emergidas de un espeso poncho de nieblas que los rayos
del sol empezaban a desgarrar lentamente. Camino de cabras, empinado y difícil, trazado en
permanente zigzag por el paso de muchas generaciones de indios campesinos; el aire olía a
hierbas húmedas y humus removido. Con largo chillerío pasaban bandadas de loros y, a veces,
entre los matorrales, anunciaba su corto vuelo la perdiz.
Los colonos iban silenciosos, pero se notaba que estaban contentos de no haber hecho el
viaje en vano.
153
Pasado mediodía, cuando tras de tan larga trepada la fatiga se dejó sentir en los
caminantes, se detuvieron a merendar, protegiéndose del sol al pie de un paredón de roca que se
alzaba allí como un dedo megalítico. Lauro, entonces, rastrilló la carabina y embutió una carga de
diez balas en la recamara automática.
Llegaron por fin a la zona en que los páramos se anuncian en la pobreza de la vegetación
y el aire gélido que en cortas ráfagas venía de la cordillera. La atmósfera rala, transparente, dejaba
ver hacia abajo la abismal hondura del Yunga, y hacia arriba los cielos profundos, de cobalto puro,
donde se recortaban las corcovas titánicas de la espalda del Illimani, cortadas a pique sobre
glaciares y ventisqueros.
Luego de atravesar una corta planicie en que a modo de arbotantes de piedra una singular
formación de rocas basálticas sostenía los bordes de una nueva y más dilatada planicie, ancho
escalón que remansó el delirio tectónico en los días del caos, los colonos rodearon a Lauro y le
indicaron el sitio.
Era una amplia grieta, abierta como pulpa de madera al golpe vertical del hacha. De su
fondo salían sordos bramidos de cólera que por la acústica del lugar adquirían una resonancia que
acobardaba. Los cinco indios, con silenciosa interrogación, se miraron azorados entre ellos. Sus
almas supersticiosas y cerriles empezaban a encogerse de miedo al escuchar el rudo y fuerte
bramar que salía del fondo de la grieta, como plural voz de alguna potencia sobrecogedora, madre
de soledades y espantos cordilleranos.
Lauro, asimismo, estaba perplejo. Los colonos le explicaron que el día anterior solo
pudieron oír el doliente mugido de un toro embarrancado que, al quebrarse las patas en el fondo
de la grieta, estaba condenado a perecer de hambre y sed, incapaz de moverse de allí. Más ahora
era distinto. Aquel imponente bramar demostraba que el toro herido no estaba solo. No se
explicaban, sin embargo, como el resto de la manada de toros salvajes, montaraces señores de las
desoladas planicies de aquel lugar, podía haber descendido a la grieta.
-Regresemos no más, "niño" Lauro -dijo uno de los colonos. Ya no queremos la carne del
toro embarrancado. Es mejor volver sanos... porque si los toros nos atacan no volveremos con
vida.
-No patrón. Nosotros nos vamos. Es peligroso. ¿No escuchas, acaso, como la ira los ha
enloquecido? ¡Están furiosos!
Los colonos, vencidos por la determinación del joven, formaron fila india y agarrándose a
las salientes roquizas escalaron con lentitud y dificultad hasta llegar, cerca de la cima, a la boca de
la ancha cavidad. Lauro se tendió de bruces mientras los indios, llenos de desconfianza, se
agazapaban en torno para asomar los medrosos ojos al abismo de donde en modo intermitente
surgía el pleamar de los bramidos.
Sobre un montón de crestas berroqueñas yacía semiechado, con las patas quebradas, el
toro herido. A su derredor se habían congregado once lustrosos toros negros, compañeros de la
154
manada dueña de aquellas soledades andinas, y elevando sus filosas cornamentas, desafiaban los
audaces ataques de un enjambre de cóndores hambrientos.
A pesar de lo accidentado del sitio, la torada encontraba espacio para acudir al compañero
malherido y embestir, bramando de furia, a los cóndores que después de precipitarse en picada,
abrían sus vastas alas para planear, con las garras rampantes y el pico pronto a desgarrar, ávidos
de no perder aquella magnífica presa.
En el suelo se veía el ensangrentado cuerpo de un gigante del aire a quien, sin duda, una
de las astadas fieras alcanzó tocar en vuelo con fulminante esguince de sus cuernos. EI cóndor
estaba deshecho y sobre sus alas vencidas, extrañamente abiertas, posaba sus pezuñas un
soberbio ejemplar de toro, quizá jefe de la manada.
Luego que los cóndores planeaban e hincaban el rico en el herido, alzaban vuelo. Con
grandes aletazos de sus potentes alas ganaban corta altura y volvían, de regreso, al ataque. Los
toros esperaban abajo, agrupándose lo más que podían alrededor del compañero caído, y cuando
cortando el aire como una brisa bélica llegaba uno y otro cóndor, veintidós astas, agudas como
moharras de lanza, punzaban el aire en vano.
Aquella lucha concluiría cuando la tarde arrastrase los pesados telones de la noche,
obligando a las grandes aves de presa a regresar a sus nidos en las altas cumbres.
Lauro recordó la recomendación paterna y apoyó, firme, la carabina. Era difícil, a tanta
distancia, hacer blanco en el ojo. Apuntó, pues, a la paletilla, y aunque su pulso temblaba de
emoción, el disparo fue certero. EI toro herido tuvo un sacudón y cayó fulminado. EI estampido
resonó en la oquedad como un cañonazo y espantó a los cóndores, que con alarma de sus alas
agitadas se remontaron grietas arriba hasta perderse volando tras de las murallas de basalto de la
planicie superior.
Los toros, a su vez, estaban sorprendidos y formaban abajo un compacto escuadrón negro.
Pero no huían.
Fue entonces cuando el jefe de la manada se acercó al toro tendido; lo olfateó y golpeó
con las pezuñas, luego como si adivinase instintivamente que estaba muerto y que ya no era
menester defenderlo, con largo mugido se alejó de allí, dirigiéndose al fondo de la grieta donde sin
duda existía alguna salida que llevaba a la ancha libertad de los páramos. EI resto de la tropa,
lamiéndose las heridas, siguió lenta y sombría la marcha de su jefe.
Poco más tarde el grupo de hombres bajó con prudencia hasta donde se hallaba el toro, y
allí advirtió, antes de desollarlo, que tenía los ojos reventados a picotazos.
¿Quién sabe si los cóndores lo dejaron ciego para que se precipitase en la grieta? ¿Quién
sabe si lo cegaron cuando estaba impotente y solitario, con las patas rotas, en el fondo de aquel
torvo nido de piedra? Pero lo que sí sabían Lauro y sus compañeros era que el recuerdo de
aquella batalla de hermosa solidaridad entre las bravas bestias, iba a grabarse para siempre en
sus corazones.
155
EDESIO ALVARADO
EL VENGADOR
Sobre las islas Guaitecas caía el sol aún, ese otoño. Enfermizo, quebrándose en delgadas
partículas, pulverizándose en las piedras, pero caía sobre los buzos y los rastreadores de choros.
Ellos lo recibían medio asombrados, como a la buena suerte. Llegaron de Calbuco, de Ancud, de
los puertos donde se faena el marisco. Llegaron con sus chalupas obstinadas a sacar los choros
del fondo del mar, para comerciarlos, matarlos, llenar el vientre turbio de las ciudades y vivir de la
reiteración de esa muerte.
Llegaron allá, año por año. Cada vez más al sur, más abajo de todo, de los archipiélagos
desiertos. Y estaban ahí aquella mañana, creyendo en la buena suerte porque tenían unas horas
menos de temporal o de neblina, y el viento subía, subía, cruzando el golfo de Guafo, desde las
islas Chonos, las vacías.
La buena suerte. Como si no conocieran ese mar que les había dado la vida, que les daría
la muerte. Nada de buena suerte. Tenían, simplemente, que aprovechar la bonanza, bajar al fondo,
romperse las manos, cargar los canastillos, subir, repletar las chalupas, antes de que se fuera la
luz. Todos se movían como monitos amaestrados, mudos, al compás de algo ensayado muchas
veces, aprendido con dolor y con rabia, rápido, rápido, antes de que la vejez, el reumatismo
llegaran, rápido, rápido, como pasaba con ellos. Los patrones de las chalupas, los buzos, los
tripulantes desembarcaban, conducían los choros, y a lo largo de la playa, las más, más negras
que las piedras, iban creciendo, multiplicándose igual que una siembra de restos funerarios que
quedarían allí para siempre, en amarga memoria de los que mataba el mar. Pero las rumas no iban
a durar eso. Después llegarían las goletas y las grandes lanchas, y los choros serían llevados norte
arriba, siempre al norte, presos, encajonados como cadáveres, hasta que el último muriera lejos,
en la madrugada de un sombrío mercado.
Pasan días ahí, a la espera de los sacos, del viaje. El mar lleno los tapa una y otra vez,
devolviéndoles por unas horas su poder, su vida submarina, como si quisiera preservarlos,
disputarlos a las manos voraces. Pero nada consigue. Los choros parten, las playas quedan
desnudas, más solas, más negras, y los hombres quedan también desnudos, solos, lúgubres,
como corpúsculos a la deriva que las olas avientan a las islas.
156
Aquel mediodía el sol daba en las rumas, humedeciéndolas con su luz delgada. Cada
choro parecía un diamante, un carbón valioso, obtenido igualmente con el sacrificio y la cotidiana,
densa muerte. Los hombres esperaban, bebían, lanzaban carcajadas sin motivo, hablaban de las
cosas de siempre, sujetas a sus días con algo más que la memoria, porque eran la sal, el distintivo,
como esa vez que se emborracharon en el "Puerto Rico" de Angelmó, y las putas de doña Lolo les
robaron la plata, qué carajo, qué ejemplo, como esa pelea en Calbuco con los pacos, a la pelea
nadie me la gana, pero a ti te pegaron la purgación en Castro, qué ejemplo, mejor sería irse a la
Argentina, para hacer plata y mandarle a la familia, tengo una chica con la peste o estará preñada,
qué sé yo, y la cosa es darle y darle, aunque uno se vaya a la misma mierda y otros aprovechen,
pero así es el destino del pobre, maldita la concha que me parió así, cuándo, cuándo vamos a salir
de este mar, de la faena, uno deja el alma aquí, las manos, la salud, y allá en el norte, el
monopolio, los que revenden se quedan con la plata, pero qué sacamos con llorar a brazos
cruzados, habría que hacer algo, quien sabe, a ver, Abelardo, canta un poco, canta La Cumparsita,
Mi Buenos Aires querido, lo que sea, con tal de matar el tiempo mientras llegan las chalupas.
-Deberíamos hacer una fogata para secar la ropa, siempre nos ponemos los trapos
humedecidos, por eso nos ponemos tísicos.
-Claro, una fogata para hacer un asado al palo..., !carajo, si tuviéramos carne!
-No jodas, para que ponerse a desear y que nos corra la baba, dónde vamos a agarrar un
cordero aquí.
Nadie peor que la gaviota. El choro le teme. Quisiera apretarse, achicarse, desaparecer
cuando la siente rondar. La gaviota es más hábil que los otros pájaros de la costa. Ellos son torpes,
demasiado voraces, pierden la presa por apurarse. La gaviota no. La ayudan su largo pico, su
mirada de poder selectivo. Ella no se apura. Ronda contenida, en silencio. Espera durante horas. Y
cuando cae lo hace como un soplo, como una brisa más que se deshace.
El choro dormita sobre la ruma, encasquetado en su edad estacionaria. Abre las valvas
como en un bostezo muerto. Recibe el sol, el fuego que no necesitará. Y en eso percibe el ruido, el
vuelo calculado, las pisadas armónicas. Todo es el terror, la estéril, ciega defensiva. El se olvida
del sol, se contrae, se aplasta, cierra las valvas y espera bajo la concha, dentro de la noche suya,
como si hubiera regresado al mar. Pero ya no hay regreso. La enemiga esta ahí. Ronda afuera,
vuela, baja, se para sobre él, está en el límite del mundo.
Podría ser el fin. El recuerdo no es sino eso: ella quebrando, picoteando. Ella matando
choros. Ahora, él quisiera vencer, vengar la especie. Pero ocurre que todo los separa, el tiempo del
mar, el aire, las alas necesarias. Sólo abajo, en el fondo, donde la gaviota moriría, está la fuerza.
Sin embargo, allá fue el buzo y lo arrancó al origen. La trajo al mundo del sol donde se muere. La
dejó ahí, en la playa, sufriendo la luz ciega, el espacio vacío; esperando el asedio de los pájaros.
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Pronto vendrán. Bajará la marea, los hombres descansaran, y en el silencio se acercarán los
asesinos.
Acaso fuera posible resistir, sobrevivir un día más, otra marea. Cuando el buzo bajó a los
choros, los fue arrancando a manos llenas, con rabia, con apuro, sueltos, uno a uno, o en grandes
pencas como piedras que, arriba, entre las rumas, los conservaron juntos, guardando la unidad del
origen y la especie, de tal manera que ni los pájaros carneros logran remontarse con ellos. Los
choros saben que así son más que un pájaro, y se abren a la luz, tranquilos, casi alegres, como si
pertenecieran a ese mundo enemigo, mientras los choros sueltos quedan solos, llenos de miedos,
pero sabiendo que no sólo ellos morirán, porque a pesar de la unidad, después de los pájaros
llegarán las manos.
Los hombres del mar no siempre saben lo que hacen. Se les ve vivir, sufrir, disputar,
matarse. Y entran al mar para matar, para conservar a costa de él su fuerza rapaz, sin importarle
qué y sin comprender las cosas que destruyen, los lazos que rompen en el universo sumergido que
no entienden, porque en él los años no tienen validez ni sentido y no hay luz ni sonido ni terror a la
muerte.
Los hombres que ese día entraban al mar, al nordeste de Bahía Low, en la isla Guaiteca
mayor, tampoco tenían piedad ni remordimiento. Ellos nunca habían hecho otra cosa que darse a
su pelea por morir, por no vivir con miedo al hombre y a la mala estrella. Y no se daban cuenta de
lo que sucedía en el orden de cosas que sus manos crearan al amontonar los choros en la playa.
En el mundo de las rumas negras, lo mismo que en el mundo grande de los hombres, cada
ser vivía su diverso, intransferible instante. Todos sentían la muerte encima, arriba. Escuchaban
chillar a las gaviotas, aletear feroces a los gallinazos. Pero los choros de las pencas aún confiaban,
se atrevían a separar las valvas, como ofreciendo su carne a los hambrientos. En cambio, los
choros solitarios se contraían en sus conchas, como queriendo desaparecer bajo los otros. Ellos
sabían. Ellos no esperaban.
Los hombres entretanto seguían su brega con el mar, sin notar que así como ellos mismos
desafiaban el poder y la cólera de elementos extraños y hostiles, sólo un os metros más allá, la
vida y la muerte se desafiaban de una especie a otra, igual que en el origen. Y siguieron sin
enterarse de nada hasta que de improviso, un chillido especial, cargado de dolor, de miedo, taladró
la quietud del mediodía.
Los hombres volvieron al trabajo. Sólo dos tripulantes que estaban en tierra -el cocinero y
un timonel, que hacían el almuerzo- se daban cuenta de lo que en verdad ocurría.
Una gaviota esbelta, joven, había bajado hasta los choros. En un vuelo breve, rápido,
estuvo localizando a su presa. Pero para agarrarla había tenido que posarse sobre la ruma. Sin
advertirlo introdujo una pata entre las valvas abiertas de otro choro. Y sobrevino todo. El choro se
cerro de golpe al contacto, y la gaviota quedó presa. Ella quiso recuperar la iniciativa, su ventaja.
Pero cuando notó que sus alas de nada le valían, que el aire se le volvía inútil, ajeno, supo que su
libertad se jugaba, y lanzó el chillido que, por segundos, alarmara a los hombres.
Ella aleteo frenética. Sabia que le era imposible soltarse. Pero acaso pudiera volar con el
choro, subir bien alto. Allá arriba sabía como ganar. Fue en vano sin embargo. El choro no era un
solitario encerrado en sí mismo. Estaba en la penca, unido a sus hermanos, a su origen;
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inseparable como el mar o una piedra. No era por descuido que se abría. Confiaba, no temía.
Mostraba su carne al sol venenoso, al sol mortal. Y aun así secándose debilitándose, había
esperado, deseado la llegada de una gaviota. Costaba aquello. No cualquier choro era capaz.
Hasta que la asesina llegó. Había descendido al fin de su altura, de su orgullo, y ahora él la
tenía ahí, presa, juzgada, condenada. Ah, no la soltaría. Aunque ello fuera lo último que hiciere.
La gaviota sabía, comprendía. Pasaba lo imposible. Pero ¿tenía que ser así, con ella,
ahora? Se jugaba la vida, su suerte estaba echándose. Ya no habría alegría, espacio, viento, mar,
buques partiendo. No volaría con un choro en el pico, condenado por ella y para ella a morir abajo,
entre las piedras. La angustia la llenó, subió a sus aleteos locos, a sus chillidos largos, a sus ojos
fosforados, eléctricos. Se iba a acabar el mundo luminoso, libre. Vendría el mundo negro,
sepultado, del choro. El mundo que era la muerte, que hasta los hombres temían.
-Se la cortará.
-No es capaz, ésas tienen las patas duras, como ganchos de luma.
-Vamos a soltarla.
-No, espera.
Qué iba a pasar. EI choro, la gaviota lo sabían. Los hombres lo sabían. Una fatalidad del
mar. Una cualquiera, como le pasaría a un pescador, a un chorero. Alguien moriría, alguien se
llevaría el mar, después de que viviera en él, de que sufriera en él, de que esperara. Así era la
vida. Ahora no había viento, no pegaba como un padre borracho; no había lluvia que lamiera los
cuerpos como una puta vieja; no había neblina que hiciera perderse como el vino malo. Nadie
naufragaría maldiciendo de miedo. No habría amanecer que iluminara los cadáveres surtos,
sobrevivientes agarrados a remos, cascos dados vuelta. Pero alguien se ahogará por otra clase de
fatalidad.
Los buzos que subían del fondo comenzaron a interesarse en la gaviota. Uno tras otro,
fueron sentándose sobre las bordas, con las piernas en el agua, sin escafandras pero conservando
sus trajes puestos, de manera que parecían un semicírculo de extraños monstruos silenciosos o
viejas efigies rescatadas al océano, que estuvieran ahí para decorar el drama inesperado que se
iba a desarrollar en el anfiteatro de la bahía.
Los hombres se habían olvidado de libertar a la gaviota. No era crueldad, afán sanguinario.
Ellos estaban llenos de otras cosas. Un sentimiento incierto les crecía. Algo como la esperanza o el
anhelo, que después serviría para escapar al tiempo igual, continuo, cuando la gaviota se salvara o
muriera, y las conversaciones regresaran a lo mismo, a las putas pobres, a las borracheras y los
golpes, y entonces fuera útil hablar de otras cosas, de la gaviota, por ejemplo, de su mala suerte,
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que era como el espejo de ellos mismos, que por la buena o por la mala terminaban muriéndose en
el mar. La historia de la gaviota iría de chalupa en chalupa, de puerto en puerto, de invierno en
invierno. Achicaría la soledad pareja, comedora, la desolación que soportaban ahí o en otra isla,
por semanas, por meses, y que de pronto se les echaba encima como una manta hedionda,
empapada, negra, cuando el alcohol, la rabia del sexo los exasperaban, los despabilaban,
haciéndoles en tender que eran apenas pedazos de hombres aventados al mar, mientras el
corazón, la verdadera esperanza, el apoyo estaban allá lejos, en la Isla Grande o más arriba,
dentro de las cocinas llenas de humo, donde alguien los aguardaba con un hijo, una cama, un
pedazo de pan.
La gaviota, que, al ser atrapada, había quedado vuelta a él como una brújula, lo miraba con
estupor, patética. Ese era él, el amigo, el camino de cada amanecer, de todo vuelo, y más que eso
y sobre eso y para siempre, el padre.
Esta vez, esta única, última, definitiva vez, el llegaba distinto, desconocido, opuesto, como
si le hubieran cambiado el corazón. Parecía un ladrón, un asesino suelto. ¿Qué pasaba? ¿Quién
había puesto al mundo de cabeza? El choro maldito era el culpable. Un bicho ciego. modo,
paralítico, que no podía volar, que no conocía los grandes barcos, los horizontes, el mar como era
realmente, no agua sin luz que apresaba a sus hijos y los aplastaba y los hundía, sino el brillo del
mundo, el ojo abierto del sol y las estrellas, que era la vida misma, el sueño sin amarras. Bicho
desalmado, bicho inútil. Si él la soltara o si la apretara más, hasta cortarle la pata. Ella volvería
volar. Entraría al viento como al ala materna. Obedecería al padre mar. Se iría de esas islas para
siempre, hacia las playas limpias, sin choros y sin hombres.
Pero el choro no aflojaba. Tenía presa a la enemiga, a la culpable del terror y la angustia y
la muerte heredada en la oscura prosecución del tiempo. No iba a dudar. No habría piedad. No
habría olvido. Esa era la oportunidad. O ella o él. O las gaviotas o los choros. La espera había sido
inmensa, incontable, como la suma de log choros asesinados por las gaviotas. Nunca pareció
posible la venganza. Las estaciones, las temporadas se gastaban llenas de furia inútil, de dolor
hambriento. Pero ahora la alternativa estaba ahí, con él, nada más que en él.
Nadie trabajaba. Los hombres se habían reunido en la playa, llenos de una inquieta
seguridad. Callaban. Aguardaban. No perdían detalle. La suerte de la gaviota, su muerte probable
los sensibilizaba ahora en un sentido singular, específico. Alguien dijo:
Los hombres se miraron. Acaso un día, alguno de ellos terminaría por encontrarse así,
encima de una peña o nadando inútilmente en una ola, cogido por la voluntad del mar, sin escape,
con la muerte acercándose rápida, seguramente, como se acercaba ahora la marea. Cierta
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congoja los unió. El miedo pasaba de uno a otro, iba de mirada a mirada, determinaba los gestos,
el silencio. Pero continuaron absortos. Nadie fue a soltar a la gaviota.
Sólo se oía el aleteo. Un batir abrumado que, en el estatismo de todo, sonaba como el
último respiro de una bestia. Era un movimiento epiléptico pero mecánico, en el que ya no
participaba el deseo activo de la gaviota sino apenas el reflejo del pánico, un resabio de su propio
cansancio. A medida que el mar iba empequeñeciendo la base de la ruma, ya completamente
rodeada, el aleteo se hacia constante, casi ininterrumpido, lo mismo que si la gaviota fuera un mero
objeto puesto en movimiento por un juego de fuerzas autónomo, ajeno ya a la misma
desesperación que lo había iniciado. No obstante, algo hacia esperar aún a la gaviota. No era
locura, desatino. Acaso cuando el mar cubriera totalmente la ruma, el choro, vuelto a su mundo, a
las sustancias que lo alimentaban, terminaría por abrirse. Eso era probable, casi seguro. Después
de tanto tiempo en la playa, el choro estaría muerta de hambre, de sed. Y por último ella no podía
morir ahí, de esa manera, vencida por un pequeño monstruo insignificante como las piedras.
Porque podía pasar otra cosa. Lo mejor. La gaviota dio vuelta la cabeza y chillo llamando,
pidiendo. Se sostuvo inmóvil, miró a los hombres y esperó. Ellos con sus manos hábiles, podían
salvarla. Uno solo que se acercara, que abriera el choro. Ella saldría de sus manos como del
huevo, se elevaría, volvería a ser la hija del mar. Pero qué clase de seres eran ésos. Nadie se
movía. AI contrario, algunos parecían contentos. Miraban como deseando que subiera pronto la
marea. En realidad, se portaban como enemigos. ¿Por qué? ¿Cuándo ella los había odiado o
hecho mal? Las gaviotas hermoseaban los paisajes del hombre, alegraban las llegadas y
despedidas de los barcos, servían para que los navegantes supieran la lluvia cercana. Pero acaso
los otros pájaros tuvieran razón. Decían que los hombres eran crueles, desagradecidos. Que les
gustaba hacer daño, destruir. Abusaban siempre de su fuerza, de su tonta, ciega furia. Ella lo había
visto. Las crías de los hombres tiraban piedras a los pájaros. Cuando los herían, los mataban
después quebrándoles las alas, las patas, sacándoles los ojos. En las playas de los puertos,
debajo de los muelles, junto a los balseos, los hombres se peleaban gritando y bamboleando. Se
acometían con piedras, remos, botellas. A veces mataban a sus mujeres, a sus hijos, sus propias
vidas rabiosas y sucias. Eran malos. De sus corazones de piedra, una gaviota no podía esperar
salvación.
Ella volvió a enfrentarse con el mar. Estaba más plomizo, más duro, más próximo. La ruma
no era ya sino un pequeño cono que sobresalía de la superficie. EI agua parecía deshacerlo como
un terrón de azúcar. Hasta que desapareció del todo. Lo último que de él dejó de ver la gaviota fue,
precisamente, la concha del choro. Esta brillaba como una gran pupila de odio. Sus negros
destellos finales anticipaban la muerte. La gaviota iba a chillar de nuevo. Pero cuando sintió en sus
patas el contacto del mar, el grito se deshizo, porque desde ese instante el terror fue libre,
autogenerado.
Las cosas, su orden, su costumbre, seguían dándose vuelta. Antes, en los días de la
libertad, la gaviota buscaba el contacto del mar con hambre, con deseo. Era una entrega a su
energía, una obediencia que lo aceptaba todo, porque la comunión con las aguas era el medio de
su unidad, con el mundo común y necesario, paterno y materno.
Pero ahora el frío del mar, su dureza eran el pánico. Hacían morir antes de que llegara la
muerte. EI mar ya no era el mar. Acaso ella misma tampoco era una gaviota. Era algo que había
dejado de existir, de ser un pájaro libre y orgulloso, nacido y criado para no tener frío ni miedo en el
mar. Cuando los pájaros de tierra temían al viento, a la lluvia, al océano, ella los despreciaba,
odiaba su cobardía. En adelante (pero qué en adelante) no despreciaría, no odiaría. Ahora sabía lo
que era el frío cuando desordenaba las plumas, cuando entraba a la carne para destruirla. Cómo le
gustaría ahora cambiarse por una diuca o un chincol y estar lejos del mar, gorjeando sobre un
arrayán o haciendo nidos en un rosal de invierno.
Pero era el mar lo único que cambiaba. Seguía subiendo. Se hacía más frío, más duro. Ya
no era agua. Era el frío mismo, la dureza, que ganaba su cuerpo, sus alas, su cuello. Sólo faltaba
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que le velaran los ojos. La gaviota todavía alcanzaba a ver el agua verdiazul, el agua de la muerte,
llenar la superficie del mundo, que se hinchaba, se hacía más y más convexa, formando una esfera
que se abalanzaba sobre ella.
Subía el límite. Estaba ahí. Alcanzaba el borde de los ojos. Ya había aplastado sus alas. La
gaviota estiró el cuello, chilló, quiso romper el límite. Pero instantáneamente su grito, sus ojos, ella
misma lo traspusieron. Y con ello, se precipitaron dentro de la esfera. La última visión que la
gaviota pudo tener del cielo fue la de un grupo de sus compañeras que revoloteaban sobre ella
reclamándola. Algunas llegaron a aletear el mar, castigándole. Ella quiso ir, unírseles como antes.
Las alas no pudieron moverse. Ya no estaba arriba, en su mundo. Pertenecía al mundo negro de
los choros. Entonces el frío y el mar penetraron por su pico abierto. Y la esfera se cerró también
sobre ellos.
El choro permaneció tenso, alerta. Aún no estaba seguro. Algo tiraba a pesar de todo. Algo
se defendía. Pero después, como si afuera ya hubieran renunciado al tiempo, sintió cesar los
tirones. Se puso a esperar. Hasta que notó que la presión de la pata disminuía, se iba. Ahora
seguiría el tiempo suyo, el tiempo submarino. Sólo entonces separó las valvas. Y la gaviota fue
arrastrada por la corriente. La concha del choro quedó semejando la mueca de una risa.
Allá iba la gaviota. Iba ahogada. Muerta. Pero él seguía vivo, presente en el mar. El era el
vencedor. El vengador de la especie.
162
EL HOMBRE EN EL ABISMO
No concurría sino a muy pocas clases; llegaba desganado y sólo se entusiasmaba cuando
relataba a sus compañeros esas aventuras que los adolescentes envidian. Pero, pese a su
inteligencia constantemente alerta, se cansó de estudiar.
Un día no estaba ya en su habitual ocupación. Ambulaba por las calles con pasos flojos.
Después de largos meses de holganza volvió a otro empleo menos activo.
Ya no contaba tan atrayentes historias y parecía que sus fantásticas narraciones se hacían
manidas y sin interés. Sus condiscípulos en el borde de la vida mayor, ya habían gustado trozos de
lo que parecía exclusivo de ese hombre prematuro. Los rezagados por su timidez hallaban todavía
en el acervo de su amigo algo que podía serles ameno.
Mientras tanto había caído a otra ocupación inferior. Su rostro se congestionaba poco a
poco cuando sus amigos tenían el suyo tan fresco y recién afeitado.
Como un guijarro de montaña repecho abajo, trompicó en donde pudo asirse y luego cayó
en el fondo. Presentóse un día al administrador de esa mina enorme y compleja en que miles de
hombres desgarraban las entrañas de los cerros.
-¿No te acuerdas?
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Pero el administrador no recordaba. Volvió a leer el nombre en la libreta que, abierta aún,
tenía en la mano; no le despertaba ninguna imagen antigua.
Con un esfuerzo enorme por fin pudo encontrar un detalle y lo recordó todo. Se detuvo
penosamente sorprendido comprendiendo los avatares de ese hombre.
-No deberías beber más -le dijo. Regenérate. Después de algún tiempo te daré un trabajo
de empleado. Ganarás un buen sueldo y te harás un porvenir estable. Igual como se dice a todos
los caídos, porque el administrador hablaba con uno de éstos.
En los establecimientos de las minas todo se mueve con un estrépito que ensordece. En el
inmenso ingenio tendido en una suave y amplia pendiente muchas máquinas vibran como si
tuvieran latidos impacientes y febriles.
Pero éste es un trabajo que se recibe con grata impresión; lo duro está en el fondo de las
minas; allí hay que bajar al amanecer y salir sólo cuando el sol se ha puesto. Son ejércitos los que
se traga la ancha bocamina de piedra poteada.
EI entró su primera mañana. Un convoy eléctrico lleva a los mineros por una larga
extensión subterránea; luego, un ascensor que baja vertiginoso cruzando varios socavones hasta
alcanzar increíbles profundidades. La montaña está horadada por mil agujeros y otras galerías
donde los hombres son como hormigas.
Ingenieros minuciosos y controlados por muchos más, han calculado al mínimo la fuerza
de todos esos impulsos, el rendimiento de esa coordinación de fuerzas humanas y mecánicas, y la
seguridad de todas las vidas.
La mina estaba llena de toda clase de repliegues donde era sencillísimo extraviarse si uno
se aventuraba más allá del paraje que le habían indicado como un camino fijo. Como las ramas
infinitas de un árbol viejo, de una galería arrancaban otras, de éstas, nuevas, así hasta el infinito.
No todas las galerías eran verticales; unas descendían en bruscas pendientes, otras subían como
buscando la cumbre del cerro por dentro, y muchas caían de golpe, a pico, donde sólo el hombre
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experto en minas sabía encontrar ingenio para sortearlas, porque muchos de estos boquetes se
abrían casi a todo lo ancho de una galería y para pasar por encima de ese pozo abismal había que
utilizar una vereda hecha en salientes de roca donde el paso inseguro tenía que ser fatal.
No en todas partes de estas galerías era posible ni necesario llevar luces. Había muchas
que estaban abandonadas desde tiempos viejísimos, y como nada había que arrancar allí a la
avaricia del subsuelo, las más estaban abandonadas y con el paso prohibido.
En estas y bajo la mole enorme de los cerros el espíritu de los mineros fantasea; hay
supersticiones de toda índole. El alucinado por su prolongado alcoholismo, también había creído
en todas las fábulas que en el breve instante de reposo decían los demás.
Sabia también que, a pesar de la estricta vigilancia de los capataces, siempre era posible
llevarse en los bolsillos puñados de metal que luego se vendían clandestinamente a los
rescatadores. Muchos depósitos había dentro de la misma mina que los ingenieros guardaban con
el mismo propósito con que, descubierta una veta, la destinaban para después, dentro del cálculo
de las emergencias industriales.
Por eso, cuando sus compañeros se tendieron sobre el piso sinuoso de la galería para
descansar masticando una a una las hojas de coca que adormecen el hambre, él saltó la pequeña
tapia que impedía a medias la entrada de una galería lateral por donde en muchos años nadie
trajinó, y alumbrado por la luz parpadeante de su lámpara de acetileno, fuese a lo largo impulsado
tal vez por una morbosa curiosidad.
Fuese por esa vía siempre examinando la bóveda de la que colgaban raleados goterones
duros y brillosos, de pronto con el pie en falso se hundió en un pique.
Su cuerpo chocó en las salientes y en una suprema e instintiva ansia, quedó asido a una
viga que emergía de las paredes del pozo. Su lámpara había caído de la cintura y se apagó.
Colgado sobre el abismo hurgó la obscuridad con sus pies, pero no encontraba sino el
vacío. Intentó apoyarse en las paredes para salir hasta la superficie, pero el pique era ancho y no
pudo hallar ninguna saliente donde forcejear.
Entonces, con todo el acopio de sus fuerzas y de su cuerpo adolorido, pudo apoyar el
vientre en el madero y sosteniéndose en la pared logró ponerse de pie. Pero sus manos buscando
en lo alto no encontraron tampoco el borde de la cima.
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No sabía cuántos metros había caído: presentía bajo sus pies una espantosa profundidad.
Así estuvo intentando salvarse mucho tiempo, pero se fatigó.
Prefirió entonces gritar, pedir auxilio. Pero su esfuerzo podía hacerle oscilar de tal modo
que perdiera el equilibrio: para no cansarse se puso a horcajadas. Estaba realmente cómodo.
Entonces gritó, gritó con todos sus pulmones. Su voz tuvo una resonancia débil.
Esperó tal vez una hora, tal vez un largo minuto de ansiedad. Pero no llegó nadie. Volvió a
gritar con fuerza, a agitar el silencio dormido de esas profundidades, a sacudir esa crueldad de la
tierra con sus lamentos dislacerantes, elevó el timbre, prolongó las sílabas.
Nuevamente hizo una pausa esperando una hora, dos, tres. No vino nadie.
Repitió los gritos con todo su ímpetu. llenaba sus pulmones, se sacudía, congestionaba el
rostro con el esfuerzo, le ardían los ojos, le dolía la garganta, gritaba sin que ni el eco vibrara en el
aire muerto de las galerías.
Tal vez alguien se aproximaba buscando con su lámpara el lugar de donde partían los
gritos. Había que esperarlo. Y lo aguardaba largamente, un tiempo que él no podía medir ni
calcular. No venía nadie.
Quizá lo estaban buscando, recorriendo primero una galería en todo su largo, volviendo de
nuevo al punto de partida para internarse en otra y así sucesivamente hasta dar con él. Esperaba.
Sus ojos, cansados de tanta obscuridad, no podían parpadear y él no los sentía ni cerrados
ni abiertos. Pero seguía gritando. Perdió la noción del tiempo y no sabía si sus gritos se habían
repetido toda la noche hasta el amanecer, si prosiguió el día siguiente y otros más. ¿El tiempo era
tan veloz? Pudo haber transcurrido media hora desde su caída, media hora larga en su angustiosa
situación, tan larga que no sabía si había dormido gritando como un sonámbulo.
De ninguna manera acudía nadie. Tenían que oírle. Se puso a lanzar gritos cortos y
agudos. Después cambió el tono y hacía una voz grave. Entre un grito y otro creía que venían,
creía ver asomarse por sobre su cabeza un ligero resplandor y escuchar el ruido de una piedrecilla
que rodaba hasta el fondo empujada por los pies de sus salvadores.
Pero todo permanecía en silencio. Sus ojos cansados y sus oídos torpes percibían estos
rumores inexistentes y esas luces débiles que no había.
Cambió sus gritos por otros más largamente espaciados, para inflar mejor sus pulmones y
hacer una voz profunda y larga. Pero el silencio continuaba tan muerto. Quizá, al fin, lo estaban ya
buscando.
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Después gritó elevando la intensidad, sosteniendo la nota como un gorjeo; ya no gritaba
desatentadamente como en un principio; ahora lo hacía con voces diversas, como si cantara, como
si ensayara su garganta para el esfuerzo de una canción de tono elevado.
Siguió gritando metódica y sincrónicamente después de contar hasta cifras iguales entre un
grito y otro. Mientras gritaba su imaginación descubría cómo sus compañeros habían escuchado
toda esa gradación de lamentos y, absortos ante la desaparición de uno de los suyos, arreglaban
sus lámparas, suspendían su trabajo habitual, tomaban la misma galería que él había saltado o
venían lentamente por ella.
Contaba sus pasos desde la partida: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, diez,
veinte, treinta. Venían con lentitud buscando cuidadosamente, deteniéndose a escuchar los gritos;
proseguían su camino; llegaban a otra galería y por ella se internaban siempre con movimientos
pausados para ir con seguridad hacia el lugar de los gritos.
Los presentía deteniéndose indecisos ante las entradas de diversas galerías. Vacilaban.
Discutían. Iban a internarse por una galería opuesta a la que él había tomado y cuando estaban
por franquear el enorme orificio, él los detuvo con un esfuerzo supremo de imaginación, con un
gemido que los hizo dubitar; les obligó a tomar la otra galería, aquella por donde se había perdido.
Entraron en ella. Se detuvieron para alumbrarse mejor; arreglaron de nuevo sus lámparas,
cruzaron palabras que el no pudo adivinar, pero oía lejanos sus pasos, el ruido de sus zapatos de
cuero crudo sobre el piso húmedo, hasta pisaban sin saberlo las mismas huellas que él había
dejado.
Estaban viniendo lentamente. Volvió a contar sus pasos, sus pisadas: una, dos, tres, cinco,
diez. Se paraban, examinaban los vericuetos, sorteaban los piques con cuidado; uno de los que
venía estuvo por caer, por resbalar en un paso falso, pero pudo asirse rápido a una roca y dio un
salto tan exacto y tan seguro que él le envidió esa agilidad y hasta le daba palmadas en la espalda
ante la alegre luz de la lámpara, divagando seguro por las intrincadas galerías.
Venían. Estaban muy cerca. Sólo les quedaba la última galería donde él se había
extraviado. Ya estaban en ella. Por fin.
Faltaban pocos metros, cien tal vez, a lo mucho doscientos. Le oían gritar, percibían cada
vez mejor su voz que no se acallaba. Hasta parecía que le contestaban.
Los vería en el borde, le preguntarían cuánto tiempo estuvo así sin auxilio; reconocería a
sus amigos; le arrojarían una cuerda y lo alzarían en vilo hasta ellos. Y una vez entre sus
compañeros, con paso fatigado, algo exhausto, con un poco de sed y de hambre, regresaría por
los mismos vericuetos, desandaría todo ese camino, saldría por el ascensor, vería la luz del día
con un sol luminoso, escucharía de nuevo el rumor complejo del ingenio y se sentaría en un claro
de la cancha para comentar con sus amigos, fumando un cigarrillo bajo la mirada un poco
sorprendida y otro poco benévola del canchero.
Sí, estaban cerca. Les faltaba veinte pasos, diez pasos, cuatro pasos, dos pasos, un paso,
nada ya. Nada. No había luz, no le hablaba nadie. Nadie.
Pero venían. Se adelantó mucho, los anticipó con su impaciencia. Estaban a veinte pasos
todavía, a diez pasos ya. Volvía a recontar, a calcular el tiempo para cada paso, a imaginar todo el
proceso del movimiento de cada paso. Las rodillas se doblan un poco, el peso del cuerpo caía
sobre las puntas de los pies, se desprendía del suelo el talón y finalmente toda la pierna avanzaba
adelante la distancia justa de un paso, exactamente de un paso.
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EI lo hacía todo muy pronto, sin acordarse que los movimientos son varios y es necesario
darles tiempo para que se sucedan y se combinen. Hasta desprender los pies del suelo eran
indispensables algunos instantes que él no había calculado debidamente.
Ahora estaban cerca, de verdad. Les faltaba realmente veinte pasos. Había que medirlos y
contarlos con parsimonia. Diecinueve. Dieciocho. Diecisiete. AI fin un solo paso que no había para
que apresurarlo más que los otros. Así ahora estaban al borde. Asomaban la luz. Hablaban.
Sin embargo, silencio y obscuridad. Todo igual, nada. Se habría equivocado también. Si,
estaban todavía lejos, a cuarenta pasos, venían con calma.
No se puede hallar a un hombre con tanta facilidad. Por las galerías nadie camina de prisa
ni siquiera con calma. Hay que detenerse a cada paso, examinando todo, conversar a cada
instante, escuchar, descubrir.
Ese momento le oyó alguien y por eso partían sólo entonces. Ingresaban a la primera
galería. Había que calcular los pasos que necesitarían para atravesarla, para pasar a otra, para
decidirse para las que conducían donde él estaba; había que anotar los largos instantes de
vacilación, los detalles de una búsqueda semejante. Así lentamente. Ahora estaban en su galería,
después pasaban a otra. Venían. Estaban ya cerca. Llegaban al pique. Alumbraban, descubrían.
¿Llegaban? Otra vez nadie. Sólo el silencio profundo y la obscuridad más negra.
¿Es que en esos momentos se daban cuenta de la falta del hombre extraviado? Era cierto.
En esos momentos se ponían unos y otros en actividad. No sabían aún si se había perdido, si
había caído en un pozo. Tal vez quedó fuera por no trabajar. Enfermo quizá. AI terminar la jornada
averiguarían. Dejaron el trabajo subterráneo. Al salir, avisaron a los capataces y notificaron al
canchero. En realidad el hombre no estaba. Lo buscarían por su casa. Encontrarían su vivienda
cerrada. Alguien diría:
Esta mañana fue a trabajar. Descendió a su socavón. Indagarían por las casas de los
obreros, preguntarían a sus conocidos. Sospecharían que estaba perdido en un pique. Perdido dos
o tres días, sus compañeros de trabajo descenderían a la mina hasta el paraje donde trabajaban
todos para buscarlo con cuidado. Uno vestía su famoso saco de cuero que le regalara un ingeniero
antes de abandonar el trabajo en esos minerales. EI otro venía con gorra inglesa de visera
charolada.
Así construía lentamente todos los detalles, uno a uno; enumeraba en su imaginación
todas las minucias de las palabras, de los ademanes, hasta de los más infinitesimales esfuerzos de
sus compañeros para emitir cada sonido o para realizar la más leve acción. Lo reconstruía todo
con parsimonia como si lo más insignificante estuviera sujeto a una gradación lenta y numerada.
Con ellos recorría los socavones, los de tenía en los vericuetos, contaba el tiempo por
segundos, descansaba con ellos, descendía penosamente a todos los piques a lo largo de una
cuerda y por fin llegaba con ellos hasta el pique donde había caído.
Estaba siempre a horcajadas en ese palo que le interrumpió la caída hasta el fondo. Sus
manos se apoyaban fuertemente como si se hubieran incrustado en la madera. Una angustiosa
sequedad le arañaba la garganta; ya no podía gritar, pero aún emitía exclamaciones sordas que no
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alcanzaban a huir más allá de sus labios; sus ojos, en medio de esa obscuridad en que no
descubría sino el infinito, percibían cierta difusa claridad, a pesar de que sus párpados caídos y
pesados no podían alzarse.
Respiraba lentamente con penoso esfuerzo; sus pies colgados sobre el vacío, parecían
inertes. Casi le era una posición cómoda porque no la sentía. Estaba bien así. Era mejor que
aflojar los miembros y rodar abajo, hasta el fondo, chocando el cuerpo con las paredes y salientes,
para morir deshecho, informe, sin el auxilio de nadie.
No tenía frío ni calor, dolor ni fatiga. ¿Para qué mover las manos? Estaban agarrotadas
como si se hubieran soldado. Pero no le cansaban. Se sentía realmente bien, tanto que una
sombra de vaga felicidad cundió por su rostro a obscuras.
Fuera, en la superficie, los motores gruñían con algún placer; los carros de los andariveles
se deslizaban por los cables alegremente como pajarillos traviesos y desasosegados; todos
conversaban contentos; mientras, el sol pasaba lentamente por encima de los techos y las soleras
de los desmontes, de la población y de los cerros.
Oía el rumor de todos los habitantes, percibía distintos los mil sonidos de esa gran masa
de máquinas y personas; descubría el fondo de todas las imaginaciones y hasta adivinaba lo que
cada uno pensaba de él. Era mejor que nadie ya fuera a buscarlo. Había gritado mucho. Había
esperado demasiado. ¿Pero por qué se horrorizo con esa soledad?
Una extraña tibieza inundaba su rostro y bajaba suavemente por sus miembros yertos. Se
oía respirar a sí mismo acompasadamente. Hasta le parecía una respiración ajena como si
estuviera un poco distante de su propio ser. ¡No era espantoso perderse en ese silencio de las
galerías muertas!
Sí, estaba ya muy bien. Había cierta claridad risueña, extrañamente alegre. Un goce
inmenso invadió su cuerpo. Quizo gritar gozoso, exclamar que estaba contento, pero sólo alcanzó
a expeler el aire que se había quedado en la reconditez de sus pulmones, la última dosis de aire.
Entonces, encontraron el extraño cadáver de un hombre a caballo sobre una viga. Estaba
en un pique de cuatro metros escasos de profundidad. A los dos metros justos emergía ese brote
donde el hombre había creído salvarse. En el fondo, empotrada en el polvo, yacía su lámpara
deshecha.
Extrajeron el cadáver hasta la superficie. Estaba seco, momificado. Mantenía las piernas
abiertas y los brazos adelante con las manos crispadas.
EI viejo canchero, después de leer el nombre de su libreta extraída del fondo de su bolsillo
andrajoso, dijo pensativo:
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