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Antologia de Ensayos Literarios

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El ensayista que no quería

citar y otras historias


Eduardo Huchín Sosa 16 noviembre 2011

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Once esbozos de la vida de los ensayistas: la falta de celebridad, las citas


textuales, las antologías, los congresos de literatura, la crítica.

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Aquel ensayista siempre criticó el exceso de citas textuales. Decía que si los
escritores cobraran por las citas no se preocuparían por vender libros. También
decía que apenas era necesario que un libro o un ensayo empezaran por un
epígrafe para que él le negara incluso una lectura superficial. Por ello
repudiaba las tesis universitarias, ese estero para las transcripciones, para la
letra pequeña que siempre desembocaba en una referencia al pie de página.
Eso pensaba este ensayista, antes de que un autoritario gobierno de derecha
ordenara quemar todas las novelas, libros de cuentos, poesía y teatro de este
país. Antes de que en ese mundo devastado, la literatura sólo pudiera
reconstruirse a través de las citas textuales de las tesis universitarias.

2
Fue durante la fiesta de un Congreso de Letras cuando un ensayista tuvo la
revelación que le hizo cambiar su vida. Entre el humo de cigarrillos,
discusiones semióticas y una mujer ebria que a lo lejos bailaba concluyó que
de no ser por el ansia de sexo ocasional y por Juan Rulfo, no tendría nada en
común con esas personas. El súbito ruido de conversaciones inconexas le hizo
cuestionarse si en verdad tenía algo que platicar con ellos. La chica más
atractiva de la fiesta casi lo abofeteó cuando confundió a Subirats con Saborit,
pero eso no los hizo siquiera un poco enemigos. Entonces pensó que Jonathan
Franzen tenía razón cuando dijo: “La primera lección que enseña la lectura es
a estar solo”.

¿Cómo diablos hablar de literatura en estas circunstancias?, pensó, ¿qué hacer


cuando de las 40 ponencias de un Congreso, 39 habían hablado de libros que
él nunca había leído? Mientras recordaba los extensos títulos con que los
estudiantes apelaban a la objetividad, pensó que después de todo ellos sí
tenían un territorio en común: la teoría literaria. Ante el universo en expansión
de autores y obras, de libros imprescindibles que se publicaban cada hora,
siempre estaban Genette y aquel muchacho Bajtin para rescatarlos.

Los textos de cierto ensayista, divertidos análisis de la realidad inmediata, le


habían asegurado una singular fama de peatón inteligente. Llenos de
descripciones irónicas y precisas, sus artículos conformaban una suerte de
guía para perderse en la ciudad, ésa a la que él llamó “la urbe perfecta para
resignarse a vivir”. Sus lectores pensaban en él como el paseante sagaz, que
escudriñaba las esquinas en busca de un portento. Nada más alejado de la
realidad. El flâneur es un fingidor, pensó alguna vez este ensayista que nunca
supo dar instrucciones a los transeúntes perdidos y que en realidad vagaba
sólo porque pasear daba el suficiente tiempo para ensimismarse.

¿Qué decir de un libro?, se preguntó un joven ensayista que se había titulado


en Letras, sin hacer tesis. ¿Por qué la gente siempre espera que podamos decir
algo después del punto final de una obra?, ¿por qué nadie acepta que a veces
te quedas sin palabras, saboreando ese silencio de la última página, como si
terminara un concierto y fuera tuya la única butaca? ¿Siempre habrá la
necesidad de matizar la opinión, ordenar argumentos, fijar desaciertos y no
simplemente disfrutar el estupor, el desgano, acumulando el necesario impulso
para regresar al mundo? Qué difícil disertar sobre un libro, decía. Desde
pequeños aprendimos las obligaciones de no quedarnos callados, como al final
de la clase donde todos los alumnos nos golpeábamos con el codo para ver
quién era el primer idiota que le preguntaba al maestro. Los libros merecen a
veces tan pocos comentarios como el mundo donde es posible leerlos.

Alguna vez oí la historia de un ensayista que no mencionaba autores. Le


parecía obsceno hacer libros sobre Mann, Rulfo o Turgueniev, antecediendo
fórmulas como “Una lectura de” o “Un acercamiento crítico a”. Le parecía
deshonesto aprovechar esos nombres célebres para hacer un poco más visible
el nombre propio en el estante. Siempre habrá algún tipo, decía, que buscando
a Lowry nos encuentre a nosotros. Y eso le repugnaba. Le parecía todavía más
obsceno que los malditos libros de análisis fueran más costosos que los libros
que les habían dado origen y por mucho tiempo recomendó a sus discípulos no
cometer esas indecencias. Pasaron los años y este agudo ensayista alcanzó la
fama y la notoriedad en el único género donde pudo prescindir de todos los
nombres: el aforismo. No ganó premio alguno, pero sí algo mucho más
valioso: los elogios de sus contemporáneos, quienes hablaron maravillas de su
obra dispersa pero nunca se animaron a organizarla, quizás demasiado
preocupados por sus propios libros. En la agonía proclamó unas célebres
palabras: “luz, más luz”, pero la muerte le impidió completar la frase: “más
luz sobre mis obras”.

Cierto ensayista pensaba que en un futuro no muy lejano, las editoriales sólo
publicarían antologías, ese territorio natural para un género tan poco popular
como el ensayo. Después de recibir sus tres ejemplares por concepto de
derechos de autor, el ensayista dijo: “El futuro está en las compilaciones; es
una de esas cosas que presintieron quienes más saben de negocios: los piratas
y los pornógrafos”. La falta de un libro que pudiera llamar auténticamente
suyo, le incomodaba, pero no había hallado otra forma de supervivencia que
aceptar cualquier invitación a ser antologado. “Antes mis estados de ánimo
dependían de las mujeres; ahora dependen de los antologadores”, afirmaba en
sus horas románticas. Las respuestas siempre se demoraban y las
publicaciones también; de tal manera que al ensayista se le veía ansioso todo
el tiempo. Incluso, cuando recibía el libro se decepcionaba de sobremanera:
tanto si los demás escritores eran mejores que él, como si no lo eran.
“Pertenecer a una compilación es como ser invitado a una orgía”, decía; “: no
sabes quién demonios estará tu lado”. Cada antología lo ubicaba en alguna
parcela de la literatura mexicana; para algunos críticos era parte de la
“Generación Poetas del Psicotrópico” y para otros de los “Novísimos
escritores de la República Mexicana”. Ser antologado era recibir una etiqueta;
“quizás mucho mejor que andar desetiquetado por la vida”, comentó. Pasaron
los años y el ensayista nunca publicó un libro individual. “Me siento como los
bajistas de las bandas de rock que transitan de disco en disco y de grupo en
grupo, mientras son los otros quienes se vuelven solistas”, escribió en su
diario (cuyos fragmentos aparecieron de manera póstuma en el libro
Desconocidos diaristas del sur de México).

Ya se sabe que después de leer un libro, el ensayista tiene deseos


incontrolables por escribir. Así lo hizo cierto ensayista, quien pensó que sería
bueno enunciar los “derechos del autor de ensayos”, del mismo modo que
Daniel Pennac había expuesto los del “lector común” en su libro Como una
novela. Después de pensarlo un poco, enumeró unos cuantos: el derecho a
tener grupies (al principio sólo permisible para los poetas); el derecho a no
explicar sus propios escritos (sobre todo en los debates que seguían a las
lecturas públicas, porque ¡diablos, era discípulo de Montaigne, no de
Cicerón!); el derecho a no escribir sobre pedido (ese vicio que emparentaba al
ensayo con las tareas escolares, algo que no sucedía con tanta frecuencia con
los poemas y las narraciones); el derecho a escribir solamente ensayos (y no
hacer del ensayo la actividad ancilar del poeta o del narrador); el derecho a
que el ensayo sea considerado literatura incluso cuando no trate sobre
literatura (un error común en las convocatorias); el derecho a hablar de un
autor también en los términos de la propia ignorancia; el derecho a escribir
cosas inútiles (expropiar esa potestad a la poesía y la novela) y por último, el
derecho a estar equivocado. Eso había pensado este ensayista, hasta que otro
ensayista (más preparado y con más libros en su haber) lo detuvo en la puerta
de cierta fundación de letras. “Si quieres tener todos esos derechos, olvídate
del ensayo y dedícate a los blogs”, le dijo en un tono más o menos
admonitorio.

Después de escribir más de cien ensayos, alguien le preguntó a un ensayista


cuál era la condición actual del ensayo. No supo qué responder. Escribía
ensayos precisamente porque no sabía qué contestar en las entrevistas o en las
pláticas de sobremesa; era su manera de construir una plática que no había
tenido lugar. Por otra parte, no poseía la espontaneidad de los comentadores o,
quizás, era que ambicionaba decir cosas para la posteridad y no sólo para la
sección cultural de los periódicos. Tartamudeó una disculpa, pero ni siquiera
eso satisfizo el ansia del reportero. A manera de compensación, prometió
escribir un ensayo sobre el tema, pero nada salió en las dos semanas que se dio
de plazo. Entonces pensó: hablar sobre el ensayo en un ensayo es como hablar
sobre el amor mientras se está enamorado: quedas al final como un idiota.
“Practicar el ensayo te impide definirlo”, concluyó y fue lo único que mandó a
aquel diario.

Imaginen una sociedad donde todos fuesen ensayistas. Aldea Montaigne


podría llamarse este poblado utópico. Cualquiera que llegara al pueblo se
sorprendería de la calidez de sus ciudadanos: allá en la tortillería alguien
piensa en la pintura moderna; acá en los silos de trigo, uno más se pregunta
sobre Luis Cardoza y Aragón. El extranjero se maravillaría de la rapidez con
que los pobladores hacen su trabajo y después se encierran a sus casas a
escribir. “Adiós, pues”, dirían todos antes de enclaustrarse en sus cuartos y el
visitante se quedaría con la mano oscilante, como quien ha sido parte de una
broma que no logra entender. Los primeros meses serían de paz absoluta, en
tanto los ensayistas habrían conformado una sociedad basada en la tolerancia.
“Detesto tus ideas, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a que las
publiques” era su mandamiento más importante, grabado en letras de oro en el
centro de la plaza. No obstante, como la esencia misma del ensayo es la
persuasión, todos empezaron a tramar estrategias para convencer a su vecino
de que estaba equivocado. En cada vivienda de la Aldea Montaigne, en cada
cuarto iluminado por la luz de una computadora, alguien buscaba argumentos
para demostrar que tenía la razón. En consecuencia, todos acordaron organizar
una feria para escucharse unos a otros. Desafortunadamente, eran pocos
quienes en realidad prestaban atención al ensayista que en esos momentos
hablaba porque en el fondo sólo creían en sus propios ensayos. La gente se fue
volviendo más huraña, es decir más humana, y desconfiaron finalmente de sus
colegas escritores. Una noche, en un acto pleno de vandalismo, no se sabe si
estrictamente literario, el primer mandamiento de la aldea fue reducido a
“Detesto tus ideas”.

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“No necesitamos ensayistas sino críticos literarios”, le había dicho el editor de


una revista al joven que pedía ser publicado. “¿Dónde termina el crítico
literario y comienza el ensayista?”, le preguntó el muchacho que no resolvía
aún llamarse de uno u otro modo. “Todo mundo odia al crítico y halaga al
ensayista”, le contestó el editor. “Al crítico se le puede denostar; en cambio, al
ensayista hay que tratarlo con cortesía. El crítico practica el deporte extremo
de tratar el presente; el ensayista trota sobre las planicies tranquilas de los
autores ya consagrados, aunque regularmente desconocidos. El crítico
destroza (incluso con sus elogios) a los autores actuales; el ensayista traza un
panorama más claro, sobre los vestigios que dejó el crítico. El crítico siempre
se equivoca; el ensayista subraya —una vez pasado el tiempo— sus
equivocaciones. El crítico comienza siendo escritor y luego se frustra; el
ensayista es un tipo que se vuelve escritor porque está frustrado. Por eso
necesitamos más críticos, muchachos valientes, decididos y sin futuro, gente
que no tenga miedo a caminar en torno al vacío”.

11

Aquel célebre y sexagenario ensayista, invitado a un congreso de ensayistas,


había tenido diversos altercados con los jóvenes ensayistas que ya lo
consideraban obsoleto. En su mesa de trabajo, después de soportar las miradas
de desaprobación y los groseros bostezos de la concurrencia, sentenció: “El
escritor lucha contra el tiempo”. Inexplicablemente todos los asistentes
estuvieron de acuerdo en ese momento. Uno en la primera fila pensaba que la
fecha caducidad del escritor provenía del último mes de su beca; otro, que el
escritor siempre vive entre cierres de convocatorias; uno más pensaba que el
peor plazo de un autor es la hipoteca a punto de vencer. Aquel chico recluido
en el rincón fue más certero: pensó que el tiempo contra el que lucha un
escritor son los ocho minutos de intervención en los congresos.
Supermán, héroe social
Eduardo Huchín Sosa 05 julio 2013
Era junio de 1938 cuando los puestos de revistas exhibieron una imagen
insólita: un hombre con capa y una S estilizada en el pecho levantaba sobre su
cabeza un automóvil, ante el horror de algunos testigos. La ilustración
correspondía a la portada de Action Comics número 1, una revista mensual
dirigida a niños y jóvenes, y aquel hombre de fuerza inusitada era nada menos
que el tipo destinado a inaugurar todo un género en el mundo de las
historietas. Con la creación del superhombre que atiende los problemas de una
ciudad –y posteriormente de una nación y del planeta– el guionista Jerry
Siegel y el dibujante Joseph Shuster popularizaron cierta idea de justicia
inseparable ya de los poderes sobrehumanos y un guardarropa extravagante.
Identificado en numerosas ocasiones como una “encarnación” del Imperio,
olvidamos que en sus inicios Supermán combatió los males que suelen
asociarse al capitalismo. En 1938 –cuando Estados Unidos todavía se
encontraba sumido en la crisis económica–, los lectores de Action Comics
podían fácilmente identificar el Mal con un grupo de gente ambiciosa que
había llevado a la población al desempleo. Para Grant Morrison (Supergods),
Supermán “fue una respuesta humana y audaz al miedo ante los avances
tecnológicos desbocados y el industrialismo desalmado de la Gran
Depresión”. Eso lo llevó a tener, muy al principio, una suerte de agenda
socialista.
El catálogo de injusticias que atiende el héroe en los primeros números de
Action Comics así lo corroboran: en el número de abril de 1939, Supermán le
da su merecido a una camarilla de inversionistas que habían vendido acciones
sin valor. Para lograr su cometido, bajo el nombre de Homer Ramsey, compra
todas las acciones; después ya como Supermán perfora él mismo un pozo en
apariencia inservible para hacerlo productivo, de nue- vo en el papel de
Ramsey vende de nuevo las acciones a los defraudadores y finalmente como el
hombre de acero destruye el pozo petrolero. A primera vista parece un sistema
demasiado embrollado de impartir justicia, pero explicita, en su constante
cambio de vestuario, la ilusión de que cada quien puede recibir lo que se
merece. En el número de mayo de ese año, Clark Kent descubre que un amigo
suyo del periódico ha sido atropellado impunemente por un automovilista.
Llama al intendente para preguntar por qué la ciudad tiene uno de los peores
tráficos del país y el intendente responde: “Es terrible, pero ¿qué podemos
hacer al respecto?” Supermán decide hacer ese algo: toma por asalto una
estación de radio y, al aire, le declara la guerra a los conductores imprudentes
y a los fabricantes de carros de mala calidad. Después de destruir un centenar
de autos, abrir caminos y poner fuera de circulación a los conductores
borrachos, Supermán secuestra al intendente y lo lleva a la morgue para que
vea todos esos cadáveres, producto de malas políticas de vialidad. Horas más
tarde, el servidor público anuncia una campaña efectiva para atacar el
problema.
El Supermán de esos años –en los que los números de Action Comics se
alternaban con aquellos dedicados exclusivamente al héroe de acero– parece
confirmar que cualquier injusticia particular tiene como último responsable a
un sistema que ha permitido que esa injusticia se desarrolle, ya sea en forma
de casas de juego que arruinan a los ciudadanos (septiembre de 1939), obreros
que son asesinados a fin de retrasar una construcción (octubre de 1939) o
como hipoteca que dejará fuera de funciones a un albergue para chicos
desamparados (agosto de 1939). Incluso, el Ultra-Humanita, un villano calvo
en silla de ruedas que pretende conquistar al mundo gracias a su inteligencia
hiperdesarrollada, se presenta a sí mismo como el “jefe de un extenso grupo
de empresas malvadas”, lo cual se ajusta a la idea de que la dominación
planetaria necesita de inversores para poder llevarse a cabo.
Todavía en las historietas de 1940, el ideario de Supermán puede congeniar
con el conflicto armado que se venía desarrollando en Europa: en Action
Comics número 22 Clark Kent y Lois Lane aprovechan su condición de
periodistas para cubrir la guerra entre las imaginarias naciones de Toran y
Galonia, cuya paz se logra cuando Supermán pone en evidencia que la guerra
es promovida por una fuerza externa: un loco brillante, y todavía con cabello,
llamado Luthor. Sin embargo, para 1942 –con Estados Unidos metido en el
conflicto–, el acercamiento es menos humanitario: en Supermán núm. 15,
correspondiente a marzo/abril de ese año, el superhombre advierte que uno de
los barcos de guerra estadounidenses ha sido saboteado y decide reparar el
daño, pero en ningún momento arguye la importancia de socorrer a la
tripulación: “Si no actúo rápidamente”, dice el héroe mientras se dirige a toda
velocidad hacia la nave, “los muchos millones de dólares invertidos en ese
barco terminarán en la basura”. Sus prioridades, como puede observarse,
habían cambiado en poco tiempo.
Si, como dice Grant Morrison cada generación ha tenido que reinventar a
Supermán, eso supone también reinventar a sus enemigos. Modificar su idea
de mal y de la porción de humanidad a la que vale la pena ayudar. Que
Supermán haya pasado de destruir máquinas tragamonedas a destruir tanques
enemigos muestra un cambio de época y nos hace ver con nostalgia aquellas
aventuras iniciales donde el hombre de acero consideraba importante salvar un
albergue del embargo y donde el método más adecuado para lograr tal
propósito era protagonizar una suerte de maratón de beneficencia: socorriendo
millonarios, aceptando donativos, rescatando un tesoro del fondo del mar. Así,
hasta reunir dos millones de dólares. Qué tiempos aquellos.
Legiones de idiotas
Eduardo Huchín Sosa 15 enero 2017
El último artículo que consigna De la estupidez a la locura (Lumen, 2016), el
libro que Umberto Eco entregó a la imprenta poco antes de morir, está
dedicado a explicar con paciencia a qué se refería el semiólogo italiano con
aquella declaración de “las redes sociales le dan el derecho de hablar a
legiones de idiotas” (imbecilli, en el original; necios, en la traducción de
Lumen). Aislada de su contexto, la observación sufrió toda clase de
malinterpretaciones que atribuían a Eco un desplante elitista y desató la ira de
no pocos usuarios de las redes sociales, pero también tuvo una inmensa
fortuna entre los misántropos, algunos perezosos analistas de medios y los
sujetos convencidos de que si bien la estupidez en internet podía considerarse
incalculable al menos no los incluía a ellos.
Para Eco, las reacciones en caliente, las noticias falsas y las afirmaciones sin
sustento estaban alcanzando una atención superior a la que tenían las
opiniones mesuradas, el periodismo profesional y las apreciaciones de los
expertos. Lo preocupante era la falta de filtros, subrayaba el escritor: al poner
a todos los comentaristas en un mismo escaparate, Twitter o Facebook daban
al necio una audiencia similar a la de cualquier premio Nobel. Puestas así las
cosas, no era difícil advertir, en un extremo, cierto tufo antidemocrático, como
tampoco lo era, en el otro, dictaminar sin mayores evidencias un estado de
estupidez colectiva, que había encontrado en internet un medio idóneo para
expandirse. La sucesión con tan pocos meses de distancia del Brexit, el
plebiscito colombiano y las elecciones estadounidenses hizo que la expresión
“legiones de idiotas” identificara también a individuos que podían tomar
decisiones políticas acorde a los temores del doctor Stockmann, aquel
personaje de Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen: “¿Quién forma la
mayoría en cualquier país? ¡Creo que tendremos que estar todos de acuerdo en
que los tontos están en abrumadora y terrible mayoría en todo el mundo! Pero
en nombre de Dios ¡no puede ser justo que los tontos gobiernen a los sabios!”
El recurso de atribuir a las legiones de idiotas toda clase de acciones
perjudiciales y gustos abominables –y vincular, aun simbólicamente, el triunfo
de Trump con el éxito de los youtubers, el clickbait, los linchamientos en
redes y las polémicas insustanciales– tiene a bien completar el pensamiento
complotista, uno de los vicios de las últimas décadas al que Eco ha dedicado
también una especial atención en su libro. La idea de la conspiración ordena el
caos lo mismo que el convencimiento de que los imbéciles se han apoderado
de los medios. Si el síndrome del complot “sustituye los accidentes y las
casualidades de la historia con un diseño obviamente malvado y siempre
oculto” la invasión de los idiotas aclara de modo satisfactorio cómo es que las
masas colaboran en detrimento de sí mismas. Ahí donde las teorías de la
conspiración fracasan (en el reducido número de personas que necesitan
organizarse para llevarlas a cabo) la de la estupidez generalizada triunfa: no
importa cuántos idiotas estén trabajando en ello, por definición son los
suficientes y siempre dan en el blanco.
La amplia zona gris de comportamientos que pueden ser considerados dignos
de un cretino establece un vínculo entre los desaciertos políticos de todos los
tamaños y cualquier cosa que nos cause vergüenza ajena. La imbecilidad
puede ilustrarse con las nuevas tecnologías, los libros más vendidos, las
peticiones extravagantes de Change.org o la popularidad de Kim Kardashian,
cuyo nombre, según entiendo, ha servido con los años como un mantra para
explicar casi cualquier calamidad social. Es en la aparente contundencia de sus
ejemplos y en la facilidad con que pueden encontrarse donde la idea de la
idiotez generalizada muestra lo lejos que está de ser un diagnóstico útil.
En “Por qué hay personas inteligentes que dan crédito a cosas estúpidas”, un
capítulo de su libro Mala ciencia (Paidós, 2012), Ben Goldacre explica que,
dada la compulsión humana por interpretarlo todo, resulta común encontrar
pautas en situaciones donde no las hay y llegar a conclusiones erróneas
basadas en la observación simple y el sentido común. Es decir, hay ilusiones
cognitivas, similares a las ilusiones ópticas, de las que solo podemos librarnos
gracias a metodologías especialmente diseñadas para evitarlas. Así, la validez
de muchas apreciaciones no depende de la estupidez o inteligencia de quienes
las enuncian. Incluso los tipos más agudos de internet están haciendo en estos
momentos pequeñas contribuciones al apocalipsis.
Bioy Casares escribió famosamente: “El mundo atribuye sus infortunios a las
conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que
subestima la estupidez”, pero habría que empezar a pensar en la estupidez
como en algo que caracteriza a ciertas acciones y comentarios más que como
la condición compartida por una cantidad inadmisible de personas a las que les
hemos entregado la democracia. Quizás eso ayude a analizar las cagadas
políticas con algo más que desprecio por las masas.
Los “chistes de tío” que no
escuchamos después del sismo no
significan falta de humor
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Según se ha establecido en nuestra memoria colectiva, no solo la sociedad
civil nació del terremoto del 85, sino que el humor era tal que las personas
hacían bromas minutos después de haber sido rescatadas de los escombros
a los doce días.
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Eduardo Huchín Sosa 16 noviembre 2017
“No tiene nada de risible y sí mucho de indignante”, dice el juez que censura
las carcajadas del público en aquella famosa escena de Ahí está el detalle con
Cantinflas. Hay quien advierte que todos nos hemos vuelto ese mismo juez en
redes sociales. Existe la sensación –y de ella deja constancia José Israel
Carranza en su artículo “Días sin risa”– de que los mexicanos nos hemos reído
mucho menos en el sismo del pasado 19 de septiembre en comparación con el
del 85. Hay, es verdad, un estado de enojo permanente que ha crecido a la
sombra de las redes sociales, pero parte del diagnóstico hay que atribuírselo
también a esa interpretación un tanto romántica de cómo lucía la realidad
hace tres décadas. Según se ha establecido en nuestra memoria colectiva, no
solo la sociedad civil nació del terremoto del 85, sino que el humor era tal que
las personas hacían bromas minutos después de haber sido rescatadas de los
escombros a los doce días.
Con el tiempo, la circunstancia que rodea a un chiste se desdibuja: quién lo
dijo, en qué lugar, de qué se platicaba antes y qué se platicó después. A veces
su estructura en apariencia autónoma nos hace perder de vista en qué
contextos puede o no aparecer. Con el chiste de la dona de 1985 (“¿En qué se
parece el Distrito Federal a una dona? En que no tiene centro”) no sabemos
casi nada acerca de sus circunstancias concretas: ¿las personas abordaban a los
desconocidos en la calle para contárselo? ¿Surgía en conversaciones acerca
del sismo, cuando uno tenía antojo de donas, mientras se recorría el Centro
Histórico? ¿Se contaba como “algo que se decía” o como una cosa que se te
había ocurrido en ese momento? Toda esa ausencia de pormenores ha
contribuido a pensar en el humor de 1985 como una niebla que corría
incontenible sanando a las personas de su aflicción. Es probable que aquellos
chistes aparecieran en círculos pequeños y su divulgación, de boca en boca,
haya garantizado la supervivencia de los más efectivos, aquellos en los que la
crueldad era proporcional a la catarsis. Los malos, en cambio, simplemente
morían en los primeros filtros, de modo que los riesgos de quedar marcado por
decir algo excesivo eran mucho menores. Las redes sociales operan de modo
distinto: el foro es mucho más amplio, incluye a gente que no conoces y las
salidas de tono no solo quedan registradas para la eternidad, sino que se ha
inventado todo un género periodístico para dar cobertura a las reacciones
iracundas que provocan.
Para ser justos, no me parece que el parámetro entre lo que se decía en persona
en las tragedias de hace treinta años y lo que se dice ahora en redes sea
siquiera equiparable y que esa comparación sirva para determinar el grado de
humor que hemos perdido como sociedad. En primer lugar, tener como
estándar el Chiste-Incómodo-Que-Haría-Un-Tío-En-Una-Reunión-Familiar es
poner de entrada la carga de un lado de la balanza. También estamos
descartando muestras de humor porque no se están dando en los canales
acostumbrados: ante la desconfianza de que los víveres en los centros de
acopio terminaran vendidos o secuestrados por los gobiernos, muchos
rotularon con plumón sus donativos. En latas de atún o cajas con material
médico podían leerse frases como “Que deschingue a su madre el América por
unos días”, “Esto no lo puedes meter en un bolillo” o “Fueron a los
Guayabitos y solo trajeron estas gasas”. No se trata de chistes en el sentido
estricto, pero la operación humorística para escribir aquellos mensajes, en
donde además se hacía mención al permanente conflicto entre el centro y los
estados del país, era posiblemente más arriesgada que una broma dicha al aire:
estaban dirigidos a personas reales que se quedaron en la calle, no al público
en abstracto de una red social.
Está también la posibilidad de ver el pasado con otros ojos. Para Graciela
Romero un video de una cámara de seguridad puede servir para identificar
tipos humanos: “Ayer vi dos horas de videos del sismo del 19 de septiembre –
confiesa en su muro de Facebook– y, en uno de ellos, se ve cómo alguien en la
corredera se detiene a recoger una mampara caída para que los demás no se
tropiecen, detrás otra persona se roba lo que alcanza a agarrar a la pasada y al
final a un muchacho pazguatón se le acaba el temblor a medio camino y ya
nada más se detiene en el pasillo todo confused Travolta. Se me hizo un video
bonito porque es la humanidad in a nutshell.”
En otros casos ni siquiera es necesario ver la experiencia en retrospectiva.
Kevin Miranda es un estudiante de la Secundaria Técnica 113 de la Ciudad de
México que grabó en su celular una crónica del temblor mientras este ocurría.
El video –en donde numerosos “No mames” y “Está temblando bien culero”
acompañan elocuentemente las imágenes de alumnos corriendo, profesores
intentando dar tranquilidad y árboles en violento balanceo– ha sido un éxito en
distintas plataformas con cientos de miles de reproducciones. Ese testimonio
que puede verse sin culpa –porque se popularizó después del temblor, pero
capturaba las impresiones del momento– proporciona un curioso ejemplo de
legitimidad cómica sin parangón en el humor de antaño. Cuando Kevin dice
que están a 19 de septiembre de 2017, su compañero de al lado exclama en
medio de una epifanía: “¡El mismo puto año de hace cien putos años!” “No
mames, cómo que cien, fue en 1985, cabrón.” Como se ve: no había terminado
todavía de temblar y ya alguien estaba tomándose las cosas catárticamente a la
ligera.
Los extraños y gozosos cuentos de Cri-
Cri
Eduardo Huchín Sosa 06 octubre 2017
El primer relato que me traumó de niño fue, obviamente, la historia de Job.
Pero el segundo no era menos cruel: se trata de un cuento de Cri-Cri, donde un
hombre firma un contrato para recibir un millón de billetes todos los días. Tras
la felicidad inicial, el nuevo rico descubre que el dinero ya no cabe en su casa.
Lo lleva al banco, donde después de un año también deja de haber suficiente
espacio. Las acciones que emprende terminan por ser inútiles: los empleados
lo encuentran cuando intenta esconderse, se agota el material para construir
los cobertizos donde guardar su dinero y los desconfiados ladrones hacen caso
omiso de su anuncio de “Tengan la bondad de robar lo que gusten”. El final es
todo menos feliz: “Tanto papel en la vía pública impidió la circulación de los
vehículos y las autoridades obligaron al archimillonario a quemar los billetes.
Pero para incinerarlos necesitó tales cantidades de petróleo, carbón y madera
que acabó con los pozos, las minas y los bosques de todo el país. Y, como
pesadilla, seguía recibiendo un millón de billetes cada mañana.” (“Cosas de
millones”).
La popularidad de Francisco Gabilondo Soler como creador de canciones ha
hecho que le perdamos la pista como autor de algunos de los cuentos más
extraños, gozosos y malintencionados de la literatura mexicana para niños. En
sus inicios en la emisora XEW, en 1934, el compositor explicaba las historias
detrás de sus primeras piezas o improvisaba junto con su equipo algunas
pláticas para llenar el espacio radiofónico. “Un día”, según contó, “Cri-Cri
decidió aprender a escribir, aunque al principio le resultó dificilísimo”. Así
nacieron sus cuentos que, en términos prácticos, servían para acompañar a las
melodías, pero que terminaron siendo algo más: una muestra de imaginación
desbordada, humor insolente y aguda crítica al mundo adulto (incluso si Cri-
Cri se había vuelto un señor precisamente porque, en sus propias palabras,
“ser grillo estaba lleno de inconvenientes”).
Los nueve discos que conforman Cuentos y canciones de Cri-Cri (RCA
Victor/Selecciones del Reader’s Digest, 1963) es lo más cercano a una “obra”
que tenemos de Francisco Gabilondo Soler (nacido un 6 de octubre de 1907),
entendida como una creación total y no como una simple recopilación de
piezas. Según la información contenida en Canciones completas de Cri-Cri
(edición dirigida por Gabriel Zaid, Ibcon, 1999), aquel álbum reunió “54
cuentos y 52 canciones, tres temas musicales con variaciones, tres piezas
instrumentales y un poema. Intervinieron en la grabación una orquesta de
cincuenta músicos, una orquesta de salón, el conjunto musical de Cri-Cri y las
voces de Las Tres Conchitas y Las Hermanas Gaona […] Contó los cuentos
Manuel Bernal”.
Lo primero que sorprende son las complejas preocupaciones que animan esas
historias. En “Cosas de millones”, una gigantesca empresa (dedicada a
“imprimir todas las escalas en gran escala”) le ofrece trabajo a Cri-Cri. El
representante le pregunta al músico si está dispuesto “a componer cien
canciones por semana durante cinco años de contrato, o sea veintiséis mil
canciones en un lustro”. Cri-Cri se lo piensa, por supuesto, y no es para
menos: su álter ego humano, Francisco Gabilondo Soler, había pasado
temporadas con un ritmo de trabajo similar al que describe el cuento. En De
lunas garapiñadas (Fundación Francisco Gabilondo Soler/Secretaría de
Cultura, 2016), la notable biografía que Elvira García escribió a partir de
conversaciones con el compositor, se detallan sus apuros para llevar adelante
su programa de radio: “Gabilondo escribía sin cesar […] La presión diaria era
grande […] Dos años sudó la gota gorda para no defraudar a su patrocinador, a
[su esposa] Charito ni a sus hijos. Le echaba los kilos, escribía letra y música
de un día para el otro. Llegaba temprano a la emisora y despejaba sus dudas
musicales con alguno de los músicos y directores de orquesta que trabajaba
para otros programas ahí mismo”.
El dinero es una materia constante en los cuentos de Cri-Cri (aquí he
recopilado algunos ejemplos), pero no el único ni el más sorprendente. Otro
blanco de su humor sardónico son los poetas. Un publicista, Ditirambo
Farfulla, visita el País de los Cuentos, con el fin de indagar los gustos de la
población. Cri-Cri le hace saber que los habitantes aman la poesía. “Todos son
vates, pero sus versos jamás se publican pues, tal como sucede en el mundo
real, ningún poeta puede soportar las rimas de otro poeta”. En “Cri-Cri, poeta
fracasado”, el grillito cantor toma un curso de poesía por correspondencia. El
folleto informativo le recomienda “el estilo de poeta lírico, tipo quejumbrón,
que es altamente apreciado por la sociedad más copetuda”. El curso también
contempla el aspecto físico del escritor: “Los poetas más distinguidos suelen
lucir muy pocas carnes; cosa bastante fácil, ya que los mismos editores de
libros se encargan de la dieta del vate”. La observación no está muy alejada de
lo que decía el historiador Luis Alfonso de Carvallo (Cisne de Apolo, de las
excelencias y dignidad y todo lo que al arte poética y versificatoria pertenece,
1602): los poetas deberían tener “pocas carnes, duras, ásperas y nervosas, las
venas anchas; el color moreno, tostado, verdinegro y cenizoso; el cabello y la
barba y vello, grueso, tieso, áspero y tostado; la cara no muy hermosa”. Cri-
Cri llega a la conclusión de que, pese a su enorme prestigio, la poesía doliente
no es para él.
No menos certeras fueron las críticas que Gabilondo Soler realizó contra la
educación formal, a diferencia de lo que opinaba sobre la lectura de libros, la
curiosidad y el conocimiento libre. Es verdad que algunos de sus personajes
corren entusiasmados hacia su salón de clases (Caminito de la escuela), pero
también existen otros que se enfrentan a profesores autoritarios y necios (Jota
de la jota). Corre la leyenda de que, en 1958, la Secretaría de Educación
Pública prohibió la música de Cri-Cri en el nivel preescolar, por
recomendación del músico y profesor Luis Sandi y la educadora Rosaura
Zapata. No existen documentos que permitan confirmar esa historia, pero
Diana Gabilondo Patiño, hija del compositor, le aseguró a Elvira García que se
trató de una suerte de boicot, cuyo fin “era imponer en las escuelas un tipo de
canción que no fuera la de Cri-Cri, porque así convenía a los intereses de
algunas personas en aquel momento”.
En “Soñador en gira”, el director de un colegio reprende a Cri-Cri por dedicar
la hora de recreo a observar un agujero en la pared, a la espera de que
aparezca una araña u otro insecto. “¡Conque naturalista en ciernes!”, dice el
catedrático, “¡Hum! Uno de esos don nadie que coleccionan artrópodos.
¡Valiente ocupación comparada con la toga, la industria y la banca!” En “Cri-
Cri zoólogo”, el grillo cantor decide impartir un curso de sabiduría en tres
lecciones para quitarles a los animales del bosque un poco de su incultura. A la
convocatoria asisten varias ardillas, conejos, gamos, patos y una tortuga.
Después de explicar las propiedades físicas de los cuerpos, la importancia del
mundo vegetal y las diferencias entre animales vertebrados e invertebrados –y
de advertir que el silencio profundo de la clase no se debía al genuino interés
sino a que todos los alumnos se habían quedado dormidos– Cri-Cri da por
concluida su disertación. Para su sorpresa, los asistentes no se mueven de su
lugar.
–¿Qué esperan? –les preguntó Cri-Cri.
–Nuestros diplomas de sabios –respondieron a una voz.
El profesor se negó a extender diplomas del tipo que fueran, con lo que los
animalitos terminaron por marcharse muy disgustados, diciendo que Cri-Cri
era un tramposo.
En otros momentos, Gabilondo Soler hace viajar a su personaje a distintos
países. A la manera de Swift, esas expediciones le sirven al compositor para
retratar con mordacidad los vicios de nuestras propias sociedades. Cri-Cri
tiene aventuras en el País de los Cuentos, la metrópoli, los Estados Paralelos
de América (una nación que “no es monárquica, ni dictatorial, ni demócrata, ni
socialista, ni sociatonta” sino una “república estrábica”) y Lenguonia (el país
de hablantines, en donde en un breve discurso de doce horas, el presidente
“autorizó el libre uso de palabras malsonantes para favorecer a la economía
del léxico”). Sin embargo, la escena más extravagante acontece en Guantia, un
Estado caracterizado por la total falta de turismo. Tras sufrir el robo de su
violín, Cri-Cri descubre que en Guantia la “cleptomanía es tenida por alta
virtud”. Enojado, visita al presidente (en el palacio ni siquiera existen
cerraduras por miedo a que se las roben), que lo invita a almorzar al lado de
sus ministros. Cri-Cri observa que, “mientras consumían deliciosos platos, el
presidente le birló al vecino de la derecha el reloj, la cartera y la pluma; al
mismo tiempo, el despojado se dio maña en volarle al siguiente comensal
objetos semejantes; el tercero hizo lo propio con un cuarto y así iban los
hurtos recorriendo solapadamente el círculo de la mesa”. El mecanismo
suponía que “los objetos habrían dado la vuelta completa, retornando a su
poseedor original”, pero Cri-Cri, despojado ya de su única pertenencia y sin
ánimos de robarle nada a nadie, “estaba causando interferencia en la rueda”.
Como resultado, el presidente le concede una hora exacta para abandonar el
país. ¿Alguna otra alegoría de nuestra infancia ha sido tan poderosa para
ilustrar la corrupción como sistema?
La ruleta
Hugo Hiriart 31 julio 2011

Muchos y caudalosos son los ríos que arrastran el azar hacia el proceloso mar
de la nota roja. No solo porque hoy en día en numerosas poblaciones
mexicanas la gente siente que se juega la vida, o cuando menos bolsa e
integridad física, al salir a la calle; reconozcámoslo, la lotería de la violencia
cada día nos pone más nerviositos. No solo por esto, digo, sino porque el
juego inevitablemente atrae al maleante: donde hay dinero fácil que va y viene
de mano en mano, se acerca a olisquear el gángster. Díganlo si no esas
carreras parejeras, esos palenques (improvisados o no), esas mesas con barajas
españolas, donde hacen tertulia rústica millonaria los invisibles capos de los
cárteles que aterrorizan al país.

Y, bueno, en menor escala, ¿cuántas emocionantes películas nos han dejado


esos infelices perseguidos por deudas de juego por musculosos e inexorables
matones a sueldo pintorescos acreedores?

Y están también esos patéticos suicidas, esos fugitivos viajando por Brasil,
que abusaron de la confianza de la empresa en el momento justo en que la
oscura y arbitraria divinidad de la fortuna les volvía la espalda y se jugaron el
patrimonio que no era suyo y lo perdieron.

Figura también entre la dramatis personae del juego ese delincuente menor, el
tahúr, ave zancuda que habita en los pantanos de la bobería y la compulsión
ajenas, y que mantiene, como todos los estafadores, la sangre elegantemente
fría.

Tapete verde, dados, joker, cartas, galgos, hasta el modesto bingo, caras
impasibles, ruleta, hagan su juego, señores, no va más, crean su mundo de
supersticiones: ¿qué extraño impulso nos empuja hasta el filo del vuelco de
fortuna? ¿Qué es lo que queremos saber o probar?

En literatura ciertamente no hay jugadores como los rusos. Pushkin y su


delicada y perfecta Dama de pique; el gran Dostoievski, víctima de la pasión
de la ruleta (son increíbles las historias donde se chismea acerca de su
invencible compulsión) y capaz de elevarla hasta el topus uranus de las
narraciones para, se asegura, tratar de curarse definitivamente de sus acosos; o
Tolstói, que cuenta genialmente, y de seguro por experiencia propia, qué es
que un joven oficial en una mala noche lo pierda todo, hasta el caballo y la
silla de montar.

Saltemos ahora de la Rusia Blanca a la nota roja. Presento una vieja noticia: se
trata de un muchacho con pasión dostoievskiana por el juego, no la ruleta en
este caso, sino el vernáculo póker abierto. Sucedió en Calimaya, Estado de
México, hace muchos años. El joven Adelaido Mendoza de nombre pidió a su
novia Ángela Martínez que entrara al juego de póker, no como espectadora,
sino, desagraciadamente, en calidad de apuesta, dado que Abel López Aguirre,
su contrincante, ya lo había desplumado. Ignoramos qué tenía Ángela en la
cabeza, pero aceptó el pasivo papel de bien mostrenco. Adelaido traía ese día
al santo de espaldas y perdió a la novia. Pero esa victoria resultó tesoro
envenenado para López Aguirre, pues cuando don Abel se disponía a cobrar su
codiciada ganancia, su adversario, don Adelaido, resultó mal perdedor y sacó
de entre su ropas una pistola calibre .22 y abatió a su suertudo amigo de cinco
balazos. Después huyó al amparo de la noche y de la confusión reinante.

Sin embargo, cuando compareció la Policía Judicial de Toluca al escenario del


crimen, algún mirón ocasional señaló el lugar donde se había ocultado el
homicida. Al aproximarse los policías al lugar señalado, Adelaido empezó a
disparar a diestra y siniestra contra la policía, sin lograr por fortuna herir a
nadie.

Al terminársele los cartuchos, el homicida optó por entregarse y fue


desarmado por los policías y conducido a prisión.

De esta, una de las maneras, hay muchas otras en que juegos de azar y crimen
pueden asociarse.
Mezquindad fraternal
Enrique Serna 31 enero 2011

Entre las repúblicas literarias de lengua española existe una guerra fría
disfrazada de fraternidad. Por el gran poder económico de la industria editorial
ibérica, los editores de la madre patria tienen una cuota excesiva de poder
cultural, pues no solo deciden lo que se debe leer en su país, sino en las viejas
colonias de ultramar. Tanto ellos como los periodistas culturales y los críticos
literarios suelen utilizar ese poder con fines proteccionistas. En un encuentro
literario en Barcelona tuve que rebatir a un editor cuando afirmó que los
autores latinoamericanos buscábamos “validar nuestras obras en España”. Le
dije que nuestras obras se validaban en su país de origen, pues ya no
estábamos en los tiempos del virreinato, pero muchos autores tenían que pasar
la difícil aduana del mercado español para poder difundirlas en los demás
países de habla hispana. Como resultado de esta política editorial, en la
actualidad hay narradores latinoamericanos mejor conocidos en Francia, en
Italia o en Alemania que en el resto del mundo hispanohablante. La
desigualdad de oportunidades se agrava si tomamos en cuenta los gustos
literarios del español común. De un tiempo para acá, el gran público
peninsular, económica y psicológicamente integrado a la Comunidad Europea,
ha vuelto la espalda a América Latina, como los ganadores de la lotería que
rompen con sus viejas amistades pránganas al ascender en la escala social.
Juan Goytisolo fue uno de los primeros en dar la voz de alarma: “En nuestro
país de nuevos ricos, de nuevos hombres libres y de nuevos europeos –
escribió en 1989–, la clase política no ha sabido aclimatar una cultura moral ni
promover un civismo susceptible de contrabalancear la ignorancia y el
desprecio del otro.” Tal vez ahora, con el 20 por ciento de la población activa
en el desempleo, la sociedad española vuelva a estrechar lazos con sus
parientes pobres.

Es justo reconocer, sin embargo, que si por un milagro económico la industria


editorial mexicana se independizara de sus matrices peninsulares y asumiera el
liderazgo del mundo hispanohablante (un sueño guajiro, sin duda, pero válido
como hipótesis) trataríamos con la misma indiferencia a nuestras literaturas
hermanas, pues así lo hemos hecho desde nuestra modesta situación periférica.
Si Castilla “desprecia cuanto ignora”, los latinoamericanos estrechamos lazos
fraternos en los foros diplomáticos, pero mantenemos la vista fija en nuestros
ombligos. Un ejemplo ilustrativo: en los años noventa la editorial Planeta
lanzó la colección Autores Latinoamericanos, de la que se publicaron
veinticinco títulos en México, entre ellos obras de narradores sobresalientes
como María Luisa Bombal, Ricardo Piglia, Carlos Franz, Laura Restrepo,
Tomás Eloy Martínez, Ariel Dorfman y Rodrigo Rey Rosa. De los veinticinco
libros publicados, solo uno logró agotar la primera edición: La Reina Isabel
cantaba rancheras de Hernán Rivera Letelier. El editor Jesús Anaya,
subdirector de Planeta en esos años, me comentó que, a su juicio, la colección
había fracasado porque la mayoría de los libros cayeron en el vacío: como casi
nadie los reseñaba en suplementos y revistas, no se pudo generar interés en el
público y pasaron sin pena ni gloria por las mesas de novedades. ¿Qué
reseñaban mientras tanto los críticos nacionales? Las obras del amigo
mediocre o el burócrata cultural que más tarde les devolvería el favor con
réditos moratorios. Por supuesto, nuestros hermanos de Latinoamérica nos
pagan con la misma moneda: en un reciente viaje a Argentina descubrí con
alarma que no hay ninguna obra de López Velarde, José Gorostiza, Xavier
Villaurrutia y Jaime Sabines en el catálogo de la Biblioteca Nacional de
Buenos Aires. La gran poesía mexicana del siglo XX ignorada olímpicamente
en uno de los países donde podría tener más lectores.

Por un efecto de boomerang, la mezquindad intelectual empobrece a los países


ninguneadores más que a los ninguneados. Hace poco descubrí Leopardo al
sol de Laura Restrepo, sin duda la mejor novela sobre el narcotráfico escrita
en lengua española. Con una suntuosidad verbal que nunca decae y una
formidable destreza para dosificar la poesía coloquial sin entorpecer el
desarrollo de la trama, en esta novela trepidante y a la vez dolorosa la
Restrepo logró humanizar el infierno de los bajos fondos y elevar a los
personajes de nota roja a la categoría de héroes trágicos. García Márquez la
elogió en su momento, pero cuando apareció en la editorial Anagrama, en
1989, yo no supe de su existencia. Si algunos ejemplares llegaron a México
nadie la reseñó en revistas y suplementos. Tras haber obtenido el premio
Alfaguara con Delirio, (otra novela magnífica) la Restrepo ya tiene en México
un público en expansión que le ha permitido reeditar sus obras anteriores. Pero
me parece un escándalo que hayamos tardado casi veinte años en descubrir
una novela tan importante y significativa en un país “colombianizado” por el
imperio del crimen. ¿Cuántos libros valiosos de literaturas consanguíneas
estaremos ignorando porque nadie nos da el pitazo? No debería extrañarnos
que en otros países hermanos la literatura mexicana padezca los mismos
desaires injustos que nosotros cometemos a diario.
Prostitución del ego
Enrique Serna 01 febrero 2018

La principal dificultad para detectar a un adulador es que todos creemos


merecernos siempre los elogios de los demás y, por lo tanto, nos negamos a
reconocer que puedan ser falsos o interesados. Si las relaciones humanas son
una lucha a muerte por el reconocimiento, como creía Hegel, nadie que se
haya esforzado por obtenerlo quiere poner en duda su autenticidad. Sería
intolerable dudar sistemáticamente de cualquier alabanza o atribuirle segundas
intenciones a quien la profiere, cuando es tan cómodo creer que somos
maravillosos y nos hemos ganado a pulso esos homenajes. Desde luego, los
elogios hiperbólicos pueden despertar más recelos que un elogio mesurado,
pero la egolatría no es del todo incompatible con la inteligencia, o su efecto
narcótico la obnubila, y suele ocurrir que incluso las personas brillantes se
traguen hinchadas de orgullo los cumplidos de un falso admirador.

En 1945, Orson Welles vino a México acompañado de Rita Hayworth y visitó


a Salvador Novo en su casa de Coyoacán. Semanas atrás había asistido a una
importante reunión de cancilleres en San Francisco, en la que surgió la idea de
crear las Naciones Unidas, y al ver en la palestra al canciller mexicano
Ezequiel Padilla, opositor de Miguel Alemán en la contienda presidencial del
año siguiente, descubrió de inmediato su vanidad. Welles le contó a Novo que
había realizado con Padilla “la investigación, un poco de laboratorio, de
probar hasta qué extremo su vanidad sería permeable al elogio desmesurado,
suponiendo que al excederse demasiado en sus loas, llegaría un momento en
que Padilla descubriría el engaño. Aunque sus alabanzas rayaron en lo
grotesco, ese momento nunca llegó. Los empeños investigadores de Orson se
estrellaron con la infinita capacidad de absorción de elogios del canciller”
(véase La vida en México en el periodo presidencial de Manuel Ávila
Camacho).

En teoría, los políticos deberían estar vacunados contra la adulación y


oponerle una tenaz resistencia, pues la mayoría de la gente que los rodea
quiere sacarles algo. Como buena parte de ellos son hipócritas profesionales
que han escalado peldaños gracias a su eficaz lambisconería, sería lógico
pensar que tienen mejores anticuerpos para defenderse de sus congéneres. Sin
embargo, el ejemplo de Padilla y la experiencia cotidiana demuestran lo
contrario. Quizá no crean en la sincera admiración de sus colegas, pero la
consideran un gesto de buena voluntad, el preámbulo necesario para un
beneficioso trueque de favores. En el reino de valores entendidos donde se
mueven, probablemente nadie aspire a escuchar elogios desinteresados. Como
Álvaro Carrillo, que no daba crédito a las mentiras de sus amantes
mercenarias y a pesar de todo las disfrutaba, ellos también le piden a sus
allegados: “miénteme más”, entornando los ojos de placer cada vez que
alguien les quema incienso. ¿Se puede mantener la autoestima a sabiendas de
que los demás nos dan coba? ¿Qué tipo de satisfacción engendra esa retorcida
componenda? ¿Cómo deforma el carácter la prostitución del ego?

En las relaciones amorosas, las alabanzas forman parte de un ritual codificado


en el que, por lo general, el amante rinde pleitesía a la amada y el interés por
conquistarla despeja cualquier duda sobre la veracidad de sus elogios. Pero ese
mundo tampoco está libre de la adulación interesada y astuta. Mucha gente no
entiende por qué el príncipe Carlos de Inglaterra, cuando estuvo casado con la
hermosa y rutilante lady Diana, prefería amar en secreto a la desangelada
Camila Parker. En el documental The story of Diana, el periodista Jess Cagle
ofrece una explicación: “Camila sabía exactamente cómo traspasar el corazón
de Carlos, adulándolo, diciéndole cuánto admiraba su brillantez y esa fue la
principal razón por la cual el príncipe la encontró irresistible.” ¿Conjetura
malévola? Tal vez, pero bien fundada en la observación de la flaqueza
humana. La entrega a una mujer de cuya admiración no estamos seguros
entraña un riesgo que muchos hombres no quieren correr. Con tal de ir a la
segura, prefieren a la aduladora que tal vez no satisfaga sus fantasías eróticas,
pero les reafirma el amor propio. Ni Diana con todo su glamur pudo vencer la
inseguridad de un príncipe acomplejado que necesitaba chorros de miel para
sentirse menos pequeño.
Negación de la tragedia
Enrique Serna 16 julio 2017

La noticia pasó inadvertida entre el cúmulo de atrocidades que ocurrieron en


la segunda semana de mayo: en Saltillo, el joven José de Jesús Alvarado, alias
“Chuy Colombias”, se colgó de una regadera tras haber sido descubierto por
su madre cuando violaba a su hermana de catorce años. Era adicto a los
solventes y en las semanas previas al suicidio había caído en una depresión
aguda. La palomilla de Chuy, los “Chikos del Wepa”, quiso despedirlo con su
música favorita, la cumbia colombiana, y organizó un bailongo en pleno
velorio, al parecer con la autorización de la familia. La nota de Vanguardia no
precisó si la hermana violada también participó en el jolgorio. Quizá nadie le
pidió su opinión. El video en que los bullangueros dolientes brincan y se
contorsionan alrededor del ataúd tuvo más de setecientas mil reproducciones
en YouTube. A mí me heló la sangre, pero a muchos les cayó en gracia. La
estética de lo grotesco ha entrado de lleno en la cultura de masas y ahora
cualquiera puede grabar con un celular imágenes más escabrosas que los
“caprichos” de Goya.

Comparada con el asesinato del periodista Javier Valdez, la guerra de los


huachicoleros con el ejército o las matanzas cotidianas en Guerrero y
Tamaulipas, noticias que en esos días ocuparon los titulares de los diarios, esta
irreverencia frente a la muerte parece un pecado venial, pero hay que estar
ciego para no ver en ella un síntoma cancerígeno. Hace treinta o cuarenta
años, nadie en México hubiera festejado el suicidio de un violador, tal vez
porque no estábamos tan familiarizados con la tragedia. De hecho, a principios
del siglo XXI, cuando el país entraba jubiloso en la era democrática, nadie
podía imaginar que las complicidades entre el poder político y el crimen
organizado, alentadas por una perversa distorsión del federalismo, iban a
ahogar en sangre nuestras esperanzas de cambio. Maleados por la miseria,
crecidos en medio de balaceras y levantones, los jóvenes sin futuro parecen
haber sufrido un proceso de aplanamiento emocional que probablemente sea
irreversible. Seguramente los Chikos del Wepa no armaron ese reventón con
fines aviesos pero, al banalizar el suicidio de Chuy y la violación de su
hermana, se negaron a participar en un coro trágico. Nada de lamentaciones, el
reventón debe continuar, un vato de menos no significa nada en la danza
macabra que les tocó vivir. Paradójicamente, al reconocer su culpa y quitarse
la vida, Chuy sí actuó como un personaje trágico, pero no logró conmover a
los corifeos de un inframundo bárbaro donde nadie está dispuesto a aceptar
una mayor cuota de sufrimiento.

La euforia inducida con que los Chikos del Wepa buscaron sobreponerse al
golpe moral de perder a un amigo quizá no los haya librado de una resaca
espantosa. Su pachanga, sin embargo, tiene un valor simbólico porque ocurre
en el contexto de una tragedia colectiva igualmente negada, que las
autoridades soslayan por conveniencia y los ciudadanos impotentes
contemplamos desde lejos con la capacidad de asombro embotada por la
rutina. Mientras los delincuentes de cuello blanco se reparten con los narcos
los despojos del país, los vacíos de poder que el derrumbe del Estado va
dejando por doquier generan pequeñas tiranías municipales o estatales, en
donde las guerras de pobres contra pobres arrojan a diario un cifra negra que
las dependencias encargadas de combatir el crimen intentan en vano
minimizar, como si el infierno se pudiera tapar con un dedo. Las élites
políticas ya no gobiernan una buena parte del país y sin embargo se siguen
disputando a dentelladas el botín del erario. Desde la cúpula del poder, las
tragedias que pueden salpicar de lodo al señor presidente no ameritan siquiera
un homenaje luctuoso. El hallazgo del cementerio clandestino más grande de
América Latina (253 cadáveres), en el fraccionamiento jarocho Colinas de
Santa Fe, dejó indiferente a Peña Nieto. Ni visitó el lugar ni se dio por
enterado. Aquí no pasa nada, señores, contemos también lo bueno y
preparemos las maletas para el exilio en Miami. Una tragedia reconocida
puede generar una catarsis purificadora. Las tragedias negadas, en cambio,
dejan un campo minado en el subsuelo de la conciencia y detonan mayores
erupciones de rencor. La catástrofe delictiva de la última década va para largo
porque los guardianes del orden público han optado por bailar cumbias con los
compas de Chuy.
Al diablo las buenas intenciones
David Rieff 31 diciembre 2010
Tenía uno de esos rostros que podrían provenir de cualquier lugar de Europa
del sur, América Latina o el norte del subcontinente indio. Con pinta de
halcón, atractivo, ese rostro tenía algo esencialmente camaleónico. Auden
decía que después de los cuarenta todo el mundo tiene la cara que se merece,
pero siempre me pareció que Iván Illich había “desnacionalizado” su rostro de
la misma manera que se había desnacionalizado él mismo. Es bastante difícil
que los escritores produzcan su mejor obra en un lenguaje distinto a su lengua
materna; solo Conrad, Beckett y Cioran lograron salvar el abismo, aunque
también Borges podría haberlo hecho de haber elegido camino tan ingrato.
Iván, que estudiaba tagalo cuando yo trabajaba para él, hablaba unas doce
lenguas fluida o cuando menos convincentemente, y podía arreglárselas en
otras seis. Alguna vez me dijo que, después de las primeras cuatro o cinco,
aprender otra lengua no resultaba terriblemente difícil. Tenía el mismo genio
para las culturas, aun cuando sin duda le guardaba una lealtad especial, por no
hablar de cariño, a América Latina.
Dada la biografía de Iván, esto era quizás una sobredeterminación. Se podría
argumentar que solo quienes provienen de países pequeños –lugares que, antes
que modificar la historia, son modificados por ella, como dijera alguna vez
Cioran de su nativa Rumania– pueden ser verdaderos cosmopolitas. Iván
encajaba perfectamente en este molde. Nació en Viena en 1926; su madre era
judía, su padre –un ingeniero civil– pertenecía a la pequeña nobleza de
Dalmacia. Para los profesionistas ambiciosos de los Balcanes en la década de
1920, Viena debía ser lo que Nueva York o Londres hoy. La gente iba ahí a
hacer carrera, pero su corazón permanecía en otro lugar. No es de sorprender,
pues, que cuando Iván tenía tres meses de edad, su padre lo llevara de vuelta a
Split para ser bautizado.
Cuatro décadas más tarde, Iván describía las islas del Adriático croata –donde
la familia de su padre había vivido por un milenio– a partir de imágenes, pero
con la viveza de la elegía. Él tenía 44 años en el verano de 1970, cuando dejé
la universidad y conduje de la ciudad de Nueva York a Cuernavaca para
unirme a una banda políglota de asistentes de investigación que trabajaban
para él en el Cidoc [Centro Intercultural de Documentación] –centro de
estudios y escuela de idiomas para norteamericanos que había fundado en esa
ciudad– sobre un manuscrito muy preliminar de su libro Némesis médica (mi
contribución a dicho proyecto difícilmente pudo haber sido más trivial). Yo
había conocido un poco de Yugoslavia en la adolescencia, así que muchos de
los lugares que describía Iván me eran familiares. Y, sin embargo, siempre
resultaba un tanto sorprendente, y desquiciante, escalar la colina que llevaba a
su casa –conducir un auto ahí no era cosa fácil; Iván había descuidado el
camino a propósito, hasta un punto peligroso, y a decir verdad solía
fanfarronear sobre ello– y encontrarse de alguna manera de vuelta en los
Balcanes, mientras Iván hablaba casi como si nunca hubiera partido.
Hablaba bajo el signo del pesar, y lo que parecía llenar a Iván con más pena
era que la forma intemporal en que la gente había nacido, vivido, se había
casado, había criado niños, labrado, pescado, rezado, envejecido y muerto en
la tierra natal de su padre, ya estaba siendo golpeada en el yunque de la
modernidad, hasta el punto de volverla irreconocible, antes de que él
abandonara Europa a finales de la década de 1940. Según decía, fue la llegada
del primer megáfono a la isla –un acontecimiento al que Iván regresaba una y
otra vez al conversar– lo que había echado abajo un mundo en el que las voces
eran iguales para sustituirlo por otro en el que el poder dominaba. A menudo
me parecía que de haber sido Foucault menos distante y olímpico en tanto
pensador, sus opiniones sobre el poder habrían reflejado las de Iván de manera
significativa; aun así, hay puntos importantes de coincidencia entre ambos.
Para Iván, el recuerdo del megáfono quemaba como una brasa, y en ocasiones
parecía como si constituyera una piedra de toque igual a la llegada del
nazismo que había destruido a su familia y, con ella, a la Europa en la que
había venido al mundo.
No hablaba metafóricamente. Pese al uso de emblemas y atributos –en el
sentido católico medieval de la palabra– en sus conversaciones, rara vez lo
hacía. Al contrario, Iván creía de manera bastante literal que el advenimiento
del megáfono había anunciado el fin de la comunidad. Según su análisis del
acontecimiento y sus secuelas, aquellos que habían sido siempre sujetos se
vieron reducidos al estatus de objetos, vieron sus voces ahogarse, sus
tradiciones devaluarse frente a estructuras ajenas de poder empeñadas en
forzarlos a amoldarse a nuevas normas, nuevas tecnologías, nuevas jerarquías.
El colonialismo no era una cuestión apremiante ni un punto capital de
referencia en la Croacia anterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo,
no creo que fuera solo en retrospectiva que Iván identificara la modernización
traumática de su isla ancestral como colonialismo en su forma más pura. Sería
demasiado llamar a Iván un anticolonialista prematuro, de la misma manera en
que los voluntarios estadounidenses que pelearon por la República española
fueron llamados, una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial, antifascistas
prematuros. Pero aunque psicologizar sea siempre arriesgado, y aunque solo
nos lo debamos permitir con mucha precaución, sí creo que esto ayuda a
explicar las profundas raíces del miedo y el odio que Iván sentía hacia lo que
él veía como la imposición de los valores de Estados Unidos –incluidos los de
su jerarquía nacional católica– sobre América Latina.
Aunque original en muchos sentidos, difícilmente se podría esperar que Iván
fuese siempre original. Después de todo, aparte de Octavio Paz y Gabriel Zaid
en México, ¿qué intelectual latinoamericano interesado en política –no hablo
aquí de un Borges o una Silvina Ocampo o un Rulfo– era capaz de resistir este
saber político convencional? Iván era latinoamericano por adopción y, como
todos los conversos, era más dogmático que aquellos que, por así decirlo,
nacieron dentro de la fe. Tampoco está claro, incluso hoy día, si la opinión
más general de Iván, que consideraba la modernidad como Made in usa, era
incorrecta en aquel momento. En los años cincuenta y sesenta no se tenía que
ser antiestadounidense para creerlo. Los mismos estadounidenses lo creían
vehementemente; ese era su credo. No eran más capaces que Iván de imaginar
una modernidad postestadounidense –eso que uno ve reificado en los
modernos Tokio y Shanghái.
Claro que es imposible saber qué habría pensado Iván sobre todo esto. Yo creo
que lo habría confundido. Pese a todas sus fortalezas intelectuales y morales,
Iván era un pensador profundamente binario, y el policentrismo cultural y
político del siglo xxi no es en absoluto la dirección hacia la que él anticipaba
que el mundo se movería. Su postura intelectual por defecto era dialéctica o,
como quizás habría preferido decirlo, agónica: la ideología dominante de la
modernidad occidental contra el comunitarismo de los pobres.
Pero la dialéctica de Iván no era la narrativa del progreso de Fichte, Hegel o
Marx, sino una narrativa antiprogreso, una narrativa sobre la caída de la
gracia. Había además algo extrañamente provinciano en todo ello. Asia, a no
ser por Filipinas –esa parte descolocada de América Latina–, era en gran
medida desconocida para Iván. Sin duda no era eurocéntrico en un sentido
convencional, pero su geografía imaginativa se centraba notable y
desproporcionadamente en Europa, Estados Unidos y América Latina. Alguna
vez Ernest Gellner llamó a Hispanoamérica la zona fronteriza de Europa.
Cuando me topé con esta formulación, pensé: “¡Por eso le gustaba tanto a
Iván!”
El mundo que Iván encontró en América Latina era un mundo donde el tema
de Estados Unidos era capital. Hoy día, cuando es casi seguro que la era de
hegemonía global de Estados Unidos toca a su fin, resulta fácil olvidar cuán
abrumador, y en muchos casos cuán cruel, parecía el poder estadounidense en
la década de 1960. El Cidoc fue fundado en 1961 –Iván lo describió desde un
principio como un “centro para la ‘des-yanquificación’”–, tan solo siete años
después de la caída de Arbenz en Guatemala, en 1954, orquestada por la cia.
Ahora eso parece historia antigua, pero cabría recordar que pasó menos
tiempo entre el golpe en Guatemala y la fundación del Cidoc, que entre la
invasión estadounidense a Afganistán tras el 11 de septiembre y el día de hoy.
Aquel era, por supuesto, un momento en que sacerdotes radicales se contaban
entre los líderes de movimientos guerrilleros que combatían a los gobiernos
respaldados por Washington en todo el continente. A pocos años de su
fundación –debo insistir, por una cuestión de honor y aun cuando se trate de
un argumento desfavorable, en que las sospechas de la jerarquía católica
mexicana sobre Iván no carecían de fundamento– el Cidoc se convirtió en un
refugio para veteranos de estas luchas de guerrilla, incluidos, mientras yo
estuve ahí, hombres que habían peleado junto al padre Camilo Torres en
Colombia. Los recuerdo bien: tenían una cierta quietud y, aunque eran
perfectamente amigables, cuando te miraban era como si al mismo tiempo
estuvieran viendo a través de ti. Yo los admiraba, y no creo haber sido el
único. Para ser justo, y puesto que todos estos acontecimientos tuvieron lugar
hace tanto tiempo, debo insistir en que no solo la izquierda es vulnerable a la
idea de que el sufrimiento ennoblece. Solzhenitsyn dijo algo muy parecido tras
ser liberado del gulag.
A Iván se le recuerda, si acaso se le recuerda, como un hombre de izquierda:
una figura emblemática de la contracultura de los sesenta, un Norman O.
Brown con alzacuello, un Herbert Marcuse con gracia y sin Hegel. Este era un
profundo malentendido, aunque creo que Iván hizo menos de lo que hubiera
podido para ponerle freno. Iván tomaba la adulación de los jóvenes de Estados
Unidos y Europa como algo bien merecido. Pero, pese a su confianza en la
rectitud de sus propias ideas –tenía, por encima de todas las cosas, una mente
resuelta–, en algún punto debió saber que sin duda lo que atraía a este público
“contracultural” era su crítica de la modernidad, personificada por Estados
Unidos, como vehículo de la injusticia y la opresión. Entonces, como ahora, la
nostalgia de los jóvenes por el pasado no era en realidad nostalgia alguna,
sino, en la gran frase de Ortega y Gasset, una “rebelión sentimental”, un
utopismo en su sentido literal de no lugar y, por extensión, no tiempo. Para
ellos, el pasado era precisamente lo que nunca fue: un menú. Y todavía
piensan de esta manera. Hay que ver a tantos de los manifestantes en casi
cualquier protesta antiglobalización, resplandecientes en su falso disfraz
aborigen, tocando sus tambores tribales importados. Quieren la comunidad sin
el patriarcado, la agricultura orgánica premoderna sin las hambrunas regulares,
el tiempo libre sin la tecnología (sobre todo, la tecnología médica).
La nostalgia de Iván no albergaba ninguna de estas contradicciones. En todo
caso, llegaba al extremo opuesto con su insistencia en una consistencia
radical. Iván pudo haberse equivocado al pensar que los campesinos
“plebeyos” que quería defender, e incluso restituir, habían tenido una
existencia casi inmutable hasta el advenimiento de la modernidad. Pero él
creía que el registro histórico lo demostraba. Estaba tan seguro de su análisis
que cuando yo iba a su casa a recibir instrucciones de investigación para el
día, a menudo me entregaba algunas páginas manuscritas en las que había
dejado las fechas y los lugares de los acontecimientos que describía en blanco.
Parecía creer que era una cuestión trivial. Sabía que los espacios en blanco
podían ser llenados por un asistente de investigación medianamente
competente. No quiero decir con esto que Iván menospreciara la erudición. Al
contrario, el Cidoc fue sobre todo y en primer lugar una institución de
enseñanza académica, un centro de investigación y una casa editora.
Alguna vez le pregunté a Iván cuándo había comprendido que el desarraigo
habría de ser su destino. Su respuesta fue la misma que, de niño, le escuché a
unos refugiados judeoalemanes amigos de mis padres. “Tuve una buena
educación europea”, me dijo.
El Anschluss entre Alemania y Austria tuvo lugar en marzo de 1938. En aquel
momento, Iván tenía trece años y estudiaba en un colegio de élite en Viena.
Las fuerzas alemanas fueron bienvenidas con tal entusiasmo que se oyó a
Hermann Goering decir: “hay un júbilo increíble en Austria.
Nosotros mismos no pensamos que las simpatías serían tan intensas”. Durante
los tres años siguientes, Iván perdería a su padre y a su abuelo, su lugar en la
escuela, su país y su identidad. “De pronto dejé de ser mitad ario y me
convertí en mitad judío”, tal era su breve descripción sobre lo sucedido. Nunca
he entendido cómo resistieron durante tanto tiempo, pero fue en 1941 cuando
la familia hizo el viaje de la Gran Alemania a Italia. Iván tenía quince años y,
si bien más adelante se mostraría mucho más reticente sobre el asunto, era él
quien cuidaba de su madre –ella siempre había sido psicológicamente frágil;
eso es todo lo que diría– y sus dos hermanos gemelos menores. Iván logró
inscribirse en la Universidad de Florencia, donde estudió cristalografía e
histología, aunque era la credencial de estudiante que obtuvo lo que resultaba
instrumental para la supervivencia de la familia. Un año más tarde, Iván optó
por el sacerdocio y entró a la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma, en
1942. En tanto medio judío en lo que ya era la Italia ocupada por los nazis,
esta decisión probablemente salvó su vida.
Tras su ordenación, Iván realizó un doctorado en la Universidad de Salzburgo
–su tesis fue sobre Toynbee– y en 1951 se mudó a Nueva York, adonde sus
hermanos ya habían inmigrado. Siendo sacerdote de una parroquia
neoyorquina comenzó lo que habría de convertirse en su compromiso de por
vida con América Latina. A Iván se le asocia por lo general con la izquierda
católica, pero la realidad es más compleja. En Roma, había estado cerca del
gran filósofo tomista Jacques Maritain, primer embajador francés de posguerra
en el Vaticano, cuyo propio rechazo de la modernidad seguramente influenció
a Iván. En Nueva York, se volvió un protégé de Francis Cardinal Spellman,
una figura notoriamente conservadora dentro de la jerarquía católica
estadounidense, de por sí notable por su conservadurismo. “Me llevaba bien
con Spellman”, me dijo alguna vez Illich. “Lo único que objetaba era mi
nombre. Me decía, ‘Iván es un nombre comunista. Te llamaré Johnny, Johnny
Illich’.”
Spellman le asignó al joven padre Illich una parroquia del Alto Manhattan con
una inmensa mayoría de inmigrantes puertorriqueños, que habían comenzado
a llegar a Nueva York a finales de la Segunda Guerra Mundial. En aquellos
días, el destino hispano del catolicismo estadounidense era lo último que los
jerarcas católicos, mayoritariamente irlandeses-estadounidenses –en muchos
casos, nativos de Irlanda–, podrían haber avizorado, aunque el propio
Spellman tenía mejor visión de futuro. Por su parte, Iván aprendió español de
inmediato y comenzó a viajar mucho por Puerto Rico. Unos cuantos años
después, en gran parte como reconocimiento a sus logros entre la comunidad
puertorriqueña, Iván fue nombrado vicerrector de la Universidad Católica de
Puerto Rico, donde su misión fue preparar a los sacerdotes estadounidenses
para servir a la creciente población católica hispana. Al mismo tiempo, Iván se
involucró en las cuestiones educativas que llevarían más adelante a la que aún
es su obra más reconocida, La sociedad desescolarizada. Al principio, su
carrera fue de un triunfo a otro, y llegó a su culmen en 1959, cuando Spellman
nombró a Iván el monseñor más joven de la jerarquía estadounidense.
En realidad fue solo entonces que Iván comenzó a hacerse de enemigos.
Cuatro años más tarde, regresó a Nueva York –a la Universidad de Fordham–
e inmediatamente abrió un nuevo centro de preparación de sacerdotes. Poco
después, partió hacia México, y caminó e hizo autoestop desde el Río Bravo
hasta Argentina. En cierto sentido, el Cidoc fue hijo de esta odisea. En
México, Iván había conocido y se había vuelto amigo cercano de Sergio
Méndez Arceo, obispo de Morelos y protector de Iván dentro de la jerarquía
católica de México. Sin Méndez Arceo, el Cidoc nunca habría existido y, sin
su protección, nunca habría sobrevivido.
Si he entrado en tanto detalle respecto de la biografía y los primeros años de
carrera de Iván ha sido para enfatizar algo esencial sobre él: procedía de un
lugar intelectual, y de ningún lugar geográfico. Pero así como he querido
enfatizar su desarraigo y la multiplicidad de sus identidades, no he querido
insinuar que Iván se mantuviese ajeno a su entorno. La alienación del
refugiado culto no era para Iván, ni la de los rusos blancos en el París de la
década de 1920, ni la de los judíos de Weimar en Estados Unidos en los años
cuarenta y cincuenta (nuestra propia era de migración global ha transformado
los términos de referencia del exilio, y mucho tiene que ver internet y las
geografías alternativas que ofrece). Yo conocí esa alienación desde mi
temprana infancia, cuando salir de la sala de estar y entrar al estudio o al
dormitorio de la casa de mi padrino judeoalemán, Nahum Glatzer, en los
suburbios de Boston, significaba abandonar Estados Unidos por el color roble
y la oscuridad de un lugar inefablemente extranjero, dejar atrás la lengua
inglesa en pos del alemán.
En contraste, el desarraigo de Iván era apacible más que trágico. Uno de los
recuerdos más fuertes que conservo de él es que parecía sentirse en casa en
cualquier lugar, especialmente ahí donde una sociedad tradicional sobrevivía
aún (tendía a abatirse sobre las grandes capitales, desde México hasta
Londres, como si de un asalto pirata se tratase). Y ahí, me parece, está la
clave. Pues si Austria, Alemania, Croacia, Estados Unidos e incluso México –
aunque, una vez más, sin duda prefería Hispanoamérica a cualquier otro lugar
en que se hubiera posado en su vida– nunca pudieron granjearse su lealtad, sí
tenía dos tierras natales: la Iglesia católica –esa institución Ur-trasnacional–,
pese a la conflictiva naturaleza de su relación con ella, y esas culturas
campesinas que aún se resistían a incorporarse a lo que Iván veía como una
sociedad industrial de masas, deshumanizada y deshumanizante, que
desangraba al mundo de toda convivencialidad. Esta palabra era la base sobre
la que descansaba su pensamiento. No es de sorprender, entonces, que Iván
conociera (y disfrutara) Tabasco o Chiapas mucho más que la ciudad de
México, que evitara la capital tanto como le fuera posible y que tuviera poco o
ningún papel en su vida cultural e intelectual, excepto para presentar sus
propias ideas. Incluso entonces, tendía a descender sobre el campus de la
unam, o alguna otra sede similar, como un pirata en asonada, e irse tan
abruptamente como había llegado. A veces, por supuesto, se trataba de una
cuestión de prudencia. Durante una conferencia impartida en la unam en 1967,
Iván fue atacado por miembros de un grupo estudiantil de derecha, y las
amenazas contra él mismo, contra el Cidoc o contra Méndez Arceo eran lugar
común a finales de la década de 1960.
Cicerón escribió que, si no sabes de dónde vienes, serás siempre un niño.
Sustituyamos la palabra “saber” por “importar” y obtendremos algo de la
curiosidad infantil de Iván, la creatividad y esa cierta cualidad lúdica (similar,
pero no del todo idéntica, a la caracterización típica de Iván, según la cual era
“enigmático”) con la que se acercaba incluso a los asuntos más graves. Iván
insistía siempre en que todo lo que decía, lo decía en serio. Si acaso, me dijo
alguna vez, “prefiero omitir algo”.
Durante ese breve tiempo en que trabajé para él, a menudo se le encontraba al
atardecer en la Plaza de Armas de Cuernavaca en compañía de su amigo
Méndez Arceo. Entre ellos, la convivencialidad de Iván se hacía palpable.
Hablaban, reían, recitaban o se leían poemas (García Lorca, ante todo). Fue de
boca de Méndez Arceo que escuché por vez primera el “Romance de la luna,
luna”:
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Cuando pienso en Iván, a menudo pienso en Guy Debord. El pensamiento del
situacionista francés no podría estar más lejos del de Iván –a Debord le
fascinaba el poder, mientras que a Iván, y este fue ciertamente uno de sus
rasgos más admirables, le repelía– y mi impresión es que, de haberse
conocido, se habrían detestado. Debord era sectario hasta el extremo e Iván
era un universalista, y en realidad no tenía nada de izquierdista (esa podría ser
una descripción mucho más precisa de Méndez Arceo que de Iván; además,
aquel tampoco tenía nada del medievalismo de este último). Y, sin embargo,
ambos estaban comprometidos con un “desenmascaramiento” radical del
capitalismo de consumo, y ahí donde el radicalismo –entonces como ahora– es
pura postura, cada uno mantuvo valor en sus convicciones, cada cual se jugó
el todo por el todo. Como escribiera Martin Luther King en 1963 en su “Carta
desde la cárcel de Birmingham”: “el mundo tiene una urgente necesidad de
extremistas creativos”.
¿Estaba en lo correcto? ¿Acaso la modernidad podía ser revertida para
reemplazarla por una sociedad que no fuera tecnocrática ni de vigilancia (en el
sentido carcelario, al estilo Bentham, de la palabra)? Iván no tenía dudas sobre
la respuesta. A decir verdad, tenía una faceta apocalíptica y creía que más
tarde o más temprano los pobres se levantarían violentamente contra las élites
que los aplastan, que les roban su autonomía, su cualidad de personas. Este era
Iván en su versión intelectual más conformista, postulando pensamientos
apocalípticos en una era apocalíptica. El utopista, el hombre que combinaba el
deseo de destruir cada institución importante –escuelas, lugares de trabajo,
hospitales–, repensarla y reconstruirla por completo, y el hombre que veía el
mundo católico medieval como uno de los grandes momentos del
florecimiento humano comunitario y espiritual, era con mucho la figura más
interesante. Iván era el modelo de un buscador intelectual. Al escribir en 2010,
uno está obligado a formular una pregunta que no se le habría ocurrido a
ninguno de nosotros en 1970: ¿tiene siquiera sentido esa vocación en una
época en que una búsqueda en Google pone toda la información a un clic de
nosotros, incluso aunque esa accesibilidad no aporte nada al cúmulo de la
sabiduría humana? Mi padre escribió sobre “el intelecto del sentimiento”. La
descripción le queda a Iván como guante, y si no hay lugar para una persona
así hoy día, peor para nosotros.
Pero esto no quiere decir que la cuestión de si Iván estaba o no en lo correcto
no tenga importancia. Sin duda él habría pensado que sí, y nosotros también.
Mi opinión, hablando en términos generales, es que no. Ciertamente estaba
equivocado al pensar que una clase media que siguiera el modelo del mundo
desarrollado no podría florecer jamás en México o en el resto de América
Latina. En gran medida, su visión del mundo no lidiaba satisfactoriamente con
la urbanización, una falla intelectual difícilmente atribuible solo a Iván, y que
constituye el talón de Aquiles de casi todo pensamiento localista, ya sea de
izquierda o de derecha. Y, por supuesto, era un hombre de fe, y de una muy
particular fe medieval. Dicho de otra forma, era, en un sentido muy
importante, un hombre pretecnológico, aunque él no habría aceptado tal
caracterización y –me parece– habría preferido decir que se oponía, no a la
ciencia, sino a la ciencia como un sistema de dominación.
Lo que me lleva a la forma en que murió Iván. A finales de los años setenta, le
diagnosticaron un crecimiento canceroso
en el rostro. Antes que tratarlo, Iván prefirió no hacer nada, excepto, conforme
el tumor crecía –grotescamente al final–, fumar opio para aliviar el dolor. “Mi
mortalidad”, decía, tocando el tumor. Recuerdo haberlo encontrado en Nueva
York hacia el final de su vida y recuerdo haber deseado –aunque sin duda ya
entonces era demasiado tarde para cualquier intervención efectiva– que al
menos hubiese explorado la posibilidad de un tratamiento. Pero tan solo
pensarlo era una impertinencia.
Iván murió como vivió, amo de sí mismo hasta el final.
Pienso en Iván a menudo estos días, cuando pienso en mi madre. Estaban en
polos opuestos en materia de cómo tratar sus respectivos cánceres. Mi madre
quería vivir costara lo que costara, Iván no quería vivir a cualquier costo. Si
mi madre hubiera tenido más de Iván en ella, su muerte no habría sido tan
agónica, tan llena de miedo y tan irreconciliable. Pero ella murió también tal
como había vivido. ~
Traducción de Marianela Santoveña
Raymond Aron, el espectador
comprometido
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Mario Vargas Llosa escribe sobre el pensador francés, que practicó la
sensatez en una época fascinada por la insolencia y la iconoclasia; supo
conciliar la profundidad del especialista con la claridad del divulgador.
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Mario Vargas Llosa 21 septiembre 2017
Era un hombre bajito y narigón, de orejas grandes, ojos azules y mirada
melancólica, sumamente cortés. Había nacido en una familia judía laica,
integrada y bastante próspera; pasó su infancia en Versalles, en una casa con
cancha de tenis, actividad que practicó con cierto éxito en sus años mozos,
hasta que su vocación intelectual lo alejó de los deportes. Pero siguió siendo
un entusiasta del rugby, aunque solo por la televisión. En la École Normale,
donde estudió en los años veinte, sacaba las mejores notas de su promoción,
pero era tan dis- creto y prudente en las discusiones que su amigo y
condiscípulo Jean-Paul Sartre un día lo apostrofó así: “Mon petit camarade,
pourquoi as-tu si peur de déconner?” (“Compañerito, ¿por qué tienes tanto
miedo de meter la pata?”). Sartre no conoció nunca ese temor y, a lo largo de
su vida, la metió muy a menudo, con toda la fuerza de una inteligencia que
disfrazaba de verdades los peores sofismas. Raymond Aron (nacido en 1905),
en cambio, persistió hasta el final de esa fecunda existencia que terminó a
mediados de octubre de 1983, en el Palacio de Justicia de París, donde había
ido a defender a su amigo Bertrand de Jouvenel en un juicio de difamación,
opinando siempre con el mismo tino y la buena crianza de su juventud, salvo,
tal vez, durante la revolución estudiantil de mayo de 1968, el único
acontecimiento que lo exasperó hasta sacarlo de sus casillas.
Muy joven se interesó por la filosofía alemana, aprendió alemán, y en 1930, al
terminar sus estudios en la École Normale, partió a Alemania. Estuvo de lector
en Colonia un par de años, y luego, otros dos, en la Französisches
Akademiker-Haus en Berlín. Allí se encontraba en 1933, el año de la subida de
Hitler al poder. Algún tiempo después, le tocó presenciar junto a su amigo el
historiador Golo Mann el auto de fe en que los nazis quemaron millares de
libros “degenerados” en las puertas de la Universidad Humboldt. Estos
traumáticos acontecimientos políticos no lo distrajeron de su trabajo
intelectual, del que resultarían, a su vuelta a París, dos libros claves de
filosofía y sociología que introdujeron en Francia a pensadores como Dilthey,
Simmel, Husserl y Max Weber: Essai sur une théorie de l’histoire dans
l’Allemagne contemporaine y, sobre todo, su tesis doctoral, Introduction à la
philosophie de l’histoire (ambos de 1938).
Fue un pensador algo excéntrico en la tradición cultural de Francia, que
idolatra los extremos: liberal y moderado, un adalid de esa virtud política
sajona, el sentido común, un amable escéptico que sin mucha fortuna pero con
sabiduría y lucidez defendió durante más de medio siglo, en libros, artículos y
conferencias –en la cátedra y en los periódicos–, la democracia liberal contra
las dictaduras, la tolerancia contra los dogmas, el capitalismo contra el
socialismo y el pragmatismo contra la utopía. En una época fascinada por el
exceso, la iconoclasia y la insolencia, la sensatez y urbanidad de Raymond
Aron resultaban tan poco vistosas, tan en contradicción con el torbellino de las
modas frenéticas, que incluso algunos de sus admiradores parecían
secretamente de acuerdo con esa fórmula malévola acuñada por alguien en los
años sesenta según la cual “era preferible equivocarse con Sartre que tener
razón con Aron”. Durante los años cincuenta y sesenta, en medio de los
tumultos intelectuales de Francia, donde la izquierda ejercía el monopolio de
la vida intelectual, Raymond Aron fue una especie de exiliado interior en su
propio país; luego, a partir de los setenta, cuando sus predicciones y análisis
sobre el comunismo, la URSS y sus países satélites se confirmaron, fue siendo
reconocido hasta obtener con sus Mémoires (1983) un éxito poco menos que
unánime. Pero pasajero. Aunque esta reivindicación debió complacerle, no lo
mostró: estaba demasiado concentrado en la redacción de su última obra
maestra: los dos gruesos volúmenes de Penser la guerre, Clausewitz (1976).
Era un intelectual desapasionado, de inteligencia penetrante aunque sin brillo,
de prosa clara y fría, capaz de reflexionar serenamente sobre los temas más
candentes y comentar la actualidad con la misma lucidez y distancia con que
disertaba en su cátedra de la Sorbona sobre la sociedad industrial o sus
maestros Montesquieu y Tocqueville. Pero, a veces, podía ser un mago de la
ironía y del sarcasmo, como en su conferencia sobre los ciento cincuenta años
de Marx, pronunciada en la unesco en plena revolución de mayo de 1968,
donde dijo que los estudiantes berlineses preparaban la sociedad pacífica del
futuro marxista “defenestrando a sus profesores”. Lo único que solía
impacientarlo era, como al Monsieur Teste, de Valéry, la bêtise o estupidez
humana. Una vez, comentando la demagogia populista del movimiento de
Poujade, llegó a escribir: “Quand ça devient trop bête, je cesse de
comprendre” (“Cuando la idiotez prevalece, yo dejo de entender”).
1
Con él desapareció uno de los últimos grandes intelectuales europeos, y uno
de los más accesibles a los profanos, un moralista, filósofo y sociólogo del
más alto nivel que, al mismo tiempo, ejercía el periodismo y tuvo el talento –
hoy rarísimo entre los intelectuales– de elevar el comentario de actualidad a la
categoría de ensayo creativo y de dotar al tratado universitario y la reflexión
sociológica o histórica de la claridad de una buena cuartilla periodística.
Profesor del Collège de France, uno de los introductores en su país de
Heidegger y de Husserl, el articulista que por más de medio siglo comentó el
acontecer político semanal primero en Combat, luego en Le Figaro y después
en L’Express, constituyó una viviente negación de la supuesta
incompatibilidad entre el especialista y el divulgador. Los intelectuales son
hoy, y escriben para, especialistas: entre su saber enclaustrado tras retóricas a
menudo esotéricas y el producto intelectual cada vez más barato e insolvente
que llega al gran público a través de los medios de comunicación, el abismo
parece insalvable. Una proeza de Raymond Aron fue haber sido a lo largo de
su vida un puente tendido entre ambas orillas de ese precipicio que crece de
manera pavorosa.
Hubo en él un incansable trabajador al que la vida obligó continuamente a
hacer pasar sus ideas por la prueba de la realidad. Intelectual germanófilo
desde sus años de estudiante, le tocó vivir en un país donde, a la vez que se
familiarizaba con la sociología y filosofía alemanas, el desarrollo del nazismo
y su captura del poder lo llevaron a descubrir su propia situación de judío de la
que apenas había sido consciente. El judaísmo de Raymond Aron requiere
párrafo aparte. Al igual que SIR Isaiah Berlin, a quien lo unen tantas
posiciones y actitudes, sus ideas al respecto son aleccionadoras en un tema
distorsionado con frecuencia por la pasión y el prejuicio. Nacido y educado en
una familia que había dejado de practicar la religión, asimilada, agnóstico él
mismo (sus padres no lo llevaron nunca a una sinagoga), Aron censuró a
menudo la intolerancia religiosa y el extremismo nacionalista de quienes
llamaba, no sin humor, sus “correligionarios” judíos. Siempre descreyó del
“pueblo elegido” y “la historia sagrada” del Antiguo Testamento. Pero cuando,
en 1967, en una conferencia de prensa el general De Gaulle llamó a los judíos
“pueblo de élite, orgulloso, seguro de sí mismo y dominador”, Aron respondió
con un libro que es una de las más inteligentes descripciones de la condición
judía y la problemática israelí: De Gaulle, Israël et les juifs (1968).
Entre los homenajes que se le tributaron a su muerte, Libération afirmó que
“Raymond Aron salvó a la derecha de naufragar en la cojudez (la connerie)”.
Ah, la manía clasificatoria de los franceses y su izquierdismo a veces tan
barato... Clasificar así borra el matiz, que en Aron se confundía con la esencia
de lo que pensaba. Citando a Ortega y Gasset, dijo alguna vez que la derecha y
la izquierda eran “dos hemiplejias equivalentes”. Considerado un derechista,
lo fue de una manera muy particular, es decir, muy liberal. Luego de la derrota
de Francia en 1939, fue uno de los primeros intelectuales en partir a Londres a
afiliarse en las Fuerzas Francesas Libres, pero el general De Gaulle no lo dejó
ser un combatiente, como pretendía, y lo hizo director en jefe de la revista de
la Resistencia, La France Libre. Su adhesión a De Gaulle resultó siempre
independiente, recelosa y crítica; a menudo, se convirtió en un censor severo
de la Quinta República y del propio general, a los que acusaba de autoritarios.
Luego de la revolución estudiantil de 1968, a la que se opuso con un
apasionamiento raro en él, escribió, en La révolution introuvable (1968): “...no
soy gaullista, y continúo sin serlo y gozando de la antipatía particular del
general De Gaulle...”

2
De otro lado, fue el primer intelectual que se atrevió a afirmar que la
independencia de Argelia era inevitable, en La tragédie algérienne (1957),
libro escrito en una época en que casi toda la izquierda francesa, incluido el
Partido Socialista, guardaba una posición reaccionaria y nacionalista sobre el
tema. Michel Winock ha reseñado el escándalo que provocó, en la prensa de
derecha, esta toma de posición de Raymond Aron en contra del nacionalismo
patriotero que reclamaba en Francia, del socialismo a la extrema derecha, el
mantenimiento de Argelia dentro de la soberanía francesa y el exterminio del
fln insurrecto.

3
Las ideas de Aron eran coherentes e indiscutibles: no es idóneo defender, de
un lado, el liberalismo y la democracia, y, de otro, una política imperialista y
colonial contra un pueblo que reclama su derecho a ser independiente. Es
verdad que, cuando Francia invadió y ocupó Argelia, en el siglo XIX, la
Francia más progresista (toda Europa, en verdad) creía que “colonizar” era
asegurar el progreso a sociedades que vivían en el oscurantismo feudal, luchar
contra la esclavitud, llevarles la filosofía de las luces, la alfabetización, la
técnica y la ciencia modernas, en fin, todos los mitos que servían para dar
buena conciencia a las potencias coloniales. Pero, en el siglo XX, aquellas
patrañas habían sido desmentidas por una realidad cruel y flagrante –la
explotación cruda y dura de los colonizados por la política racista,
discriminadora y abusiva de los colonos– y Aron lo explicaba con su
objetividad e inteligencia habituales: Francia, campeona de las libertades, no
podía negar a los argelinos su derecho a crear un Estado propio y a elegir sus
gobiernos.
Prácticamente toda la derecha en Francia se sintió traicionada por quien creía
su mejor vocero intelectual. Los insultos llovieron sobre Aron, llamándolo “un
intelectual cerebral desprovisto de humanidad” (D. Arlon), condenando “su
estoicismo estadístico de corte glacial” (Jules Monnerot), su “realismo
disecado” (G. Le Brun Keris) y su “claridad helada” (François Mauriac).
Otros lo acusaron de haberse convertido en “el portavoz del gran capital”
norteamericano y no faltaron los ataques antisemitas, como el de Réveil de la
France que, comparándolo con Mendès France y Servan-Schreiber (también
de origen judío), se lamentaba “de esos franceses que todavía no se
acostumbran a Francia”.

4
El opio de los intelectuales
Pero Raymond Aron estuvo sobre todo enfrentado a los pensadores radicales
de izquierda de su generación. Fue un impugnador tenaz y, durante muchos
años, casi solitario, de las teorías marxistas y existencialistas de Sartre,
Merleau-Ponty y Louis Althusser, como lo prueban sus polémicas, ensayos y
artículos reunidos en los volúmenes Polémiques (París, Gallimard, 1955) y
D’une sainte famille à l’autre (París, Gallimard, 1969) y su espléndido análisis
del marxismo y la cultura de 1955, El opio de los intelectuales, que François
Furet definió muy bien como “un libro de combate y de filosofía”.
En él, este “liberal incorregible”, como se llama a sí mismo, pasa revista a las
actitudes de los intelectuales frente al poder y al Estado desde la Edad Media y
describe las cercanías y diferencias entre el intelectual sometido en la Unión
Soviética a los dogmas del Partido Comunista y el intelectual “escéptico”, su
manera característica de decir libre: “Hagamos votos por la venida de los
escépticos si son ellos quienes apagarán el fanatismo”.

5
Para Aron, el marxismo es, como lo fue el nazismo, una típica “religión
secular” de nuestro tiempo, definición que él usó por primera vez en unos
artículos publicados en La France Libre en 1944. Entre las páginas más
interesantes está la minuciosa explicación que hace de la dogmática en la que
se ha convertido el marxismo, cuyo autor había llamado a la religión “el opio
de los pueblos”. Sus semejanzas con la Iglesia católica son grandes, por lo
menos en la apariencia: ambos comparten el mesianismo optimista –la
sociedad sin clases será el fin de la historia e iniciará una era paradisíaca de
paz y justicia para toda la humanidad–, el dogma ideológico según el cual la
historia es obra de la lucha de clases y el Partido Comunista su vanguardia,
guerra en la que el proletariado representa a los justos, salvadores del bien y el
instrumento gracias al cual la burguesía explotadora será derrotada y los
últimos pasarán a convertirse en los primeros. El libro fue escrito cuando los
“curas obreros”, que habían tendido un puente entre el catolicismo y el
comunismo, acababan de ser llamados al orden por el Vaticano y Raymond
Aron hace una descripción sutil de esos creyentes, cuyo vocero principal era la
revista Esprit, que creían compatible el marxismo y el cristianismo y
figurarían entre los más activos “compañeros de viaje” de los comunistas. Su
alianza, según Aron, implicaba una contradicción insoluble porque la Iglesia,
lo quisiera o no, siempre “consolida la injusticia establecida” y “el opio
cristiano vuelve al pueblo pasivo” en tanto que “el opio comunista lo incita a
rebelarse” (p. 300). Pero, por lo menos en algo, las dos religiones –la sagrada
y la secular– se parecen, pues “la religión estalinista”, como la cristiana,
justifica todos los sacrificios, excesos y abusos en nombre del Paraíso, “un
porvenir que se aleja a medida que se avanza hacia él, momento en que el
pueblo recogerá el fruto de su larga paciencia” (p. 301).
Dicho todo esto, conviene precisar que El opio de los intelectuales, más que
contra los comunistas, está escrito contra los criptocomunistas, compañeros de
viaje o tontos útiles representados en la Francia de la posguerra por los
cristianos de izquierda y los existencialistas, sobre todo Jean-Paul Sartre y
Maurice Merleau-Ponty, contra los cuales las críticas del ensayo son incisivas.
Aron muestra que tanto la derecha como la izquierda viven en su seno tantas
divisiones que es irreal hablar de una izquierda unida, heredera de la Gran
Revolución del 89, laica y a favor de una cultura igualitarista y liberal. Y que,
entre las fuerzas de izquierda, el problema está centrado en el tema de la
libertad. Recuerda que en el Reino Unido los laboristas, en el gobierno desde
1945, han hecho grandes reformas sociales “arruinando a los ricos” sin por
ello arrasar con las libertades públicas, en tanto que el estalinismo las
desapareció al extender el control del Estado sobre toda la vida económica.
Describe el fracaso de la Cuarta República, en la que el gaullismo fue
derrotado en las urnas. El mito de la Revolución, encarnado en la URSS, había
seducido a un grupo numeroso de intelectuales, como demuestra la polémica
de 1952 entre Sartre y Francis Jeanson de un lado y, del otro, Albert Camus,
sobre los campos de concentración en la Unión Soviética. La posición de
Aron, muy próxima a la de este último, es muy crítica de Sartre, quien no
negaba que existiera el gulag –todavía no se había hecho pública esta
denominación que difundiría años después Aleksandr Solzhenitsyn– pero lo
justificaba, pues, a su juicio, la URSS, pese a todo, representaba la defensa del
proletariado en su lucha a muerte con la burguesía. Aron subraya la paradoja
de cómo la violencia seduce cada vez más profundamente a la clase
intelectual, al mismo tiempo que, en la realidad política de Francia, la
Revolución se va alejando y eclipsando. Y se pregunta si esta pasión por la
violencia no tiene mucho de común con el atractivo que ella ejerció siempre
sobre el extremismo de la derecha europea; es decir, el fascismo y el nazismo.
El más persuasivo y brillante de los temas desarrollados en El opio de los
intelectuales es el de “El mito del proletariado”, a quien Marx atribuía la
función de salvar a la humanidad de la injusticia y la explotación y de
establecer una sociedad sin clases, justa y libre de contradicciones. Aron
señala el origen mesiánico, judeocristiano, de esta convicción, acto de fe que
carece de fundamento científico. ¿Por qué sería la clase obrera la única capaz
de salvar a la humanidad? Por lo pronto, la condición obrera en el año 1955 es
muy distinta de la de los obreros en la juventud de Marx de mediados del siglo
XIX, y, por otra parte, los niveles de vida y los derechos de los trabajadores
industriales en países como Estados Unidos, Suecia, Gran Bretaña, diferentes
entre sí, son también enormemente superiores si se los compara con los de los
países atrasados y del tercer mundo.
Tampoco es cierto que, al llegar al poder en la URSS, los obreros se hayan
“liberado”: siguen siendo esclavos, ya no de los capitalistas, pero sí de los
dirigentes políticos supuestamente representantes de la Historia, que les pagan
salarios misérrimos, no les admiten sindicatos independientes y reprimen
cualquier protesta obrera como un crimen político. Aron ironiza sobre los
intelectuales existencialistas y cristianos, muchos de los cuales no habían visto
un obrero en su vida y vivían en las sociedades libres y afluentes de
Occidente, difundiendo el mito del proletariado revolucionario en países
donde la mayoría de los obreros aspiraba a cosas menos trascendentes y más
prácticas: tener casa propia, un coche, seguridad social y vacaciones pagadas,
es decir, aburguesarse. Las verdaderas víctimas de la injusticia social en el
presente, afirma, son los judíos y otras minorías víctimas del prejuicio racial,
los semiesclavos de los países africanos y del Medio Oriente, los campesinos
y siervos de los latifundios en el tercer mundo.
Capítulo soberbio de El opio de los intelectuales es también el titulado
“Hombres de iglesia y hombres de fe”, que estudia al comunismo como una
religión secular, con sus ortodoxias y heterodoxias, sus sectas, desviaciones y
su inquisición. Es de singular relevancia su interpretación de los “juicios
estalinistas” de los años treinta en los que Kámenev, Bujarin, Zinóviev y otros
compañeros de Lenin fueron obligados a declararse “agentes de Hitler y de la
Gestapo” antes de ser ejecutados. Resulta increíble que filósofos respetables,
como Merleau-Ponty en su libro Humanisme et terreur, validaran esas
monstruosidades jurídicas –verdaderos asesinatos legales– en nombre de la
“verdad esencial” de la lucha de clases y del Partido Comunista como
representante y vanguardia del proletariado. (Hay que señalar que, a diferencia
de Sartre, Merleau-Ponty cambió luego de opinión y rompería con este
precisamente a raíz de su perseverante defensa del marxismo como “el
horizonte insuperable de la historia de nuestro tiempo”. Su libro Les aventures
de la dialéctique [1955], es una crítica severísima del ensayo de Sartre sobre
Les communistes et la paix, al que Simone de Beauvoir respondió con un
panfleto no menos virulento: “Merleau-Ponty et le pseudosartrisme” [1955].)
Aron hace una implacable autopsia de la falacia que es considerar al Partido
Comunista –“la historia sagrada” la llama–, con sus idas y venidas, sus
contradicciones y cambios de conducta política, sus abjuraciones y
represiones, el eterno representante de la verdad histórica y la justicia social.
En “El sentido de la historia” refuta la idea de “los hombres de Iglesia” y “los
hombres de fe” de que la historia tenga un sentido unívoco y que desaparecerá
con la lucha de clases, cuando no exista más la explotación del hombre por el
hombre. El “fin de la historia”, afirma, es una idea religiosa, y, por otro lado,
es simplista creer que el motor de la historia sea solo el conflicto entre
burguesía y proletariado, ignorando la multiplicidad de factores sociales,
culturales, tradicionales, religiosos, costumbristas, psicológicos, familiares y
personales, aparte de los económicos, sin los cuales sería imposible entender
hechos históricos como la batalla de Austerlitz o el ataque de Hitler a la URSS
en 1941. Solo “un acto de fe” puede llevar a un filósofo –se refiere siempre a
Merleau-Ponty–, una vez que el Partido Comunista toma el poder, a aceptar lo
que antes condenaba: la falta de libertad electoral o de prensa y los atropellos
a los derechos humanos, incluida la tortura: “El fin sublime excusa los medios
horribles.”
Aron critica “la idolatría de la Historia”, negando que esta encierre la
explicación absoluta del fenómeno humano. Uno de los mayores aciertos de
este ensayo es fundir la sabiduría filosófica y política, el razonamiento sereno
y meditado, con la actitud polémica y hasta por momentos panfletaria, en
relación a la vez con el pasado y la actualidad. Sus páginas siguen siendo un
llamado de alerta contra el dogmatismo ideológico destinado a legitimar los
mitos marxistas del proletariado, de la revolución y del Partido Comunista y
las supuestas omnisciencia y omnipotencia del Comité Central y el secretario
general, introducidas por Lenin y usadas, sobre todo, por Stalin.
Este libro, y otros suyos, como Los marxismos imaginarios (1969), se
empeñaban en ofrecer un contrapeso valiente y razonable a la fiebre
ideologizante de la época, mostrando el relativismo y los mitos de las teorías
que pretenden respuestas definitivas y absolutas sobre la sociedad y el
hombre. Su repercusión, por desgracia, no fue tan grande como merecía, sobre
todo entre los jóvenes, porque estos ensayos, como otros que escribió Aron
dictados por la actualidad –por ejemplo La república imperial (1973) y su
crítica a los alborotos y la supuesta revolución estudiantil de mayo de 1968 en
Francia, La revolución inhallable–, se limitaban a desarticular las ideologías
en boga, sin oponerles como alternativa una teoría totalizadora, en la que no
creía. También en esto era un genuino liberal. En nuestros días, en que una
saludable revisión crítica reemplaza a las ilusiones utópicas de los años
cincuenta y sesenta, el realismo pragmático y las tesis reformistas y liberales
de Raymond Aron deberían encontrar un auditorio más propicio.
La revolución inhallable
En mayo de 1968 ocurrieron en Francia unos alborotos estudiantiles en la
Universidad de Nanterre, que se extendieron luego a la Sorbona, al resto de las
universidades del país y a institutos y colegios. Así comenzó la “revolución
estudiantil”, que tuvo corolario en distintos lugares, por lo que se le dio en el
mundo entero una extraordinaria importancia, algo que, medio siglo después,
parece excesivo en comparación con lo que realmente significó: cierta
liberación de las costumbres, sobre todo la libertad sexual, la desaparición de
las formas de la cortesía, la multiplicación de las palabrotas en las
comunicaciones y no mucho más. No solo la sociedad francesa siguió igual a
lo que era, sino la propia universidad, en lugar de democratizarse, se volvió
más rígida, se desplomaron sus niveles académicos de antaño y sus problemas
siguen sin resolverse.
En un primer momento, los sucesos de mayo del 68 tuvieron el cariz de una
revolución libertaria –en todo caso, antiestalinista– en la sociedad francesa,
encabezada por los estudiantes. Asistentes y catedráticos, así como empleados
universitarios, se sumaron a la rebelión, se ocuparon locales universitarios
donde se establecieron comunas, se levantaron barricadas, hubo asambleas
casi diarias, tumultuosas, en las que se votaban propuestas delirantes (los
eslóganes más populares eran “La imaginación al poder” y “Prohibido
prohibir”), y se tomaron teatros y centros culturales. Hasta al Festival de
Cannes llegaron los ecos de la movilización provocando un incidente en el que
el cineasta Jean-Luc Godard, demolido de un puñetazo en el mentón, fue una
de las escasas víctimas de la revuelta. Los esfuerzos de los estudiantes por
conectar con el mundo obrero y arrastrarlo a la acción, pese a que los
sindicatos comunistas se resistían a ello, tuvieron cierto éxito pues una ola de
huelgas paralizó muchas fábricas en diversos lugares de Francia, obligando al
Partido Comunista, que era muy reticente al principio, a declarar una huelga
general. En esta curiosa revolución no hubo muerto alguno y sí, en cambio,
intensos debates en que trotskistas, marxistas-leninistas, maoístas, fidelistas,
guevaristas, anarquistas, cristianos progresistas y toda suerte de grupos y
grupúsculos de extrema izquierda (con excepción de lo que Cohn-Bendit, uno
de los líderes de mayo 1968, llamaría la crapule stalinienne, la crápula
estalinista) intercambiaron ideas, proyectos y proclamas incendiarias sin irse a
las manos. Todo ello, sin embargo, se eclipsó de manera inesperada cuando, en
las elecciones convocadas en plena efervescencia revolucionaria, el partido
gaullista arrasó en los comicios y obtuvo su más resonante victoria,
confirmando con creces la mayoría absoluta de que ya gozaba en el
parlamento. La famosa revolución se desinfló como por arte de magia,
confirmando, una vez más, la tesis de Raymond Aron de que, al igual que en
el siglo XIX, en el XX todas las crisis revolucionarias francesas “son seguidas,
después de la fase de las barricadas o de las ilusiones líricas, por una vuelta
aplastante del partido del orden”.

6
Ni qué decir que la “revolución de mayo”, en la que se quiso ver la
materialización de las tesis sociológicas de Herbert Marcuse, contó con el
apoyo prácticamente unánime de la clase intelectual, encabezada por Sartre,
Simone de Beauvoir, Althusser, Foucault, Lacan, con manifiestos,
conferencias, visitas a las barricadas y hasta el asalto simbólico de un grupo de
escritores a un hotel. La excepción fue Raymond Aron, que, desde el primer
momento, se pronunció de manera terminante –y, por única vez en su vida,
enfurecida– en contra de lo que le parecía no una revolución sino su
caricatura, una comedia bufa de la que no iba a resultar transformación alguna
en la sociedad francesa y sí, en cambio, la destrucción de la universidad y de
los progresos económicos que estaba haciendo Francia. Por esto, fue tan
duramente atacado por Sartre que un grupo de intelectuales, encabezado por
Kostas Papaioannou, publicó un manifiesto defendiéndolo.
En el libro que dio a conocer luego, La révolution introuvable. Réflexions sur
les événements de mai, compuesto de una larga entrevista con Alain Duhamel,
un ensayo propio y una recopilación de los artículos que escribió en Le Figaro
en mayo y junio de 1968, Aron declara su hostilidad desde el primer momento
a lo que le parece un movimiento caótico que conducirá a la
“latinoamericanización” de la universidad francesa. Encuentra el suceso
cargado de “pasión y de delirio” y a punto de ser controlado por grupos y
grupúsculos extremistas que se proponen utilizarlo para revolucionar la
sociedad según modelos inspirados en distintas variantes del marxismo –el
trotskismo, el fidelismo, el maoísmo–, algo que, a la corta o a la larga, solo
servirá para “aumentar la confusión reinante” y, en el peor de los casos, sumir
a Francia en una dictadura. Esta deriva, sin embargo, le parece improbable y
en sus análisis, acompañados de citas del escepticismo y la frustración que
mereció a su maestro Alexis de Tocqueville la revolución de 1848, Raymond
Aron señala la paradoja de que en su voluntad de crear una “democracia
directa” los estudiantes revolucionarios, pese a declararse marxistas,
resultaban más antisoviéticos que anticapitalistas.
En este ensayo se defiende de haberse pasado a “la reacción” y recuerda la
frecuencia con que ha reclamado una reforma integral de la universidad en
Francia, que la modernice en vez de hacerla retroceder, descongestionándola,
liberándola del estatismo asfixiante, estableciendo un mayor control en el
ingreso de estudiantes pues su masificación actual conspira contra su
rendimiento académico y la formación que puede dar a los jóvenes para luego
permitirles entrar con éxito al mercado de trabajo. Las proclamas de los
rebeldes contra la sociedad de consumo revelan, dice, su ceguera y su
dogmatismo pues la “sociedad de consumo es lo único que permite mantener a
decenas de miles de estudiantes dentro de la universidad” (p. 207). También
descarta que esta revolución sea democrática: “¿Quién se va a creer que las
votaciones a mano alzada de las asambleas plenarias o generales son la libre
voluntad de profesores y estudiantes?” (p. 210). Afirma que una mayoría de
jóvenes comprometidos en el movimiento son pacíficos y reformistas, pero
que están neutralizados por los grupos y grupúsculos revolucionarios
seducidos por los ejemplos de la China maoísta y la Cuba fidelista a los que,
afirma, hay que enfrentarse con resolución sin temer la impopularidad. Es
cierto que esta postura le ganó a Raymond Aron en aquellos días muy duras
críticas, pero el tiempo terminaría dándole la razón también en este caso: la
revolución de mayo no mejoró un ápice la situación de la universidad en
Francia, que sigue en nuestros días sumida en una crisis caótica e insoluble.
Aunque desconfió siempre de los grandes entusiasmos políticos, el espectador
comprometido que, según propia definición, fue Aron, creyó sin embargo en el
progreso. Para él, aunque sin hacerse demasiadas fantasías al respecto, este
progreso estaba representado por la sociedad industrial moderna, que había
cambiado por completo la estructura económica y social que estudió Marx y
que le sirvió de base para desarrollar unas teorías sobre la condición obrera,
por ejemplo, que la modernidad había vuelto obsoletas. Raymond Aron
analizó y defendió luminosamente la nueva sociedad en un libro que resumía
sus clases en la Sorbona de 1955 y 1956 y que fue, entre los suyos, uno de los
que tuvo más lectores: Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial
(1962). En este texto y en las conferencias que publicó con el título de
Ensayos sobre las libertades (1965) está concentrado buena parte del
pensamiento político de Raymond Aron.
¿Puede sintetizarse en pocas frases? Si toda idea de construir el Paraíso en la
tierra es insensata, es perfectamente lícito, en cambio, aprovechando las
enseñanzas del desenvolvimiento histórico de la humanidad, concluir que el
hombre ha ido progresando en la medida en que disminuía su servidumbre
religiosa, el despotismo se debilitaba y la masa gregaria se iba transformando
en una comunidad de individuos a quienes se reconocían ciertos derechos y se
dejaba tomar iniciativas. El desarrollo técnico y científico de Occidente ha
sido el acelerador de este proceso de emancipación del individuo gracias al
cual han surgido las naciones industriales y democráticas modernas. La gran
revolución tecnológica ha servido, por un lado, para acelerar el desarrollo y,
por el otro, para atenuar los excesos y abusos del viejo capitalismo. Con todos
los defectos que se les puede achacar, en las sociedades industriales modernas
la prosperidad, la justicia y la libertad han alcanzado unos límites que no
tuvieron jamás en el pasado ni tienen en los otros regímenes contemporáneos,
sobre todo los comunistas. Ellas han demostrado que “no hay
incompatibilidad entre las libertades políticas y la riqueza, entre los
mecanismos del mercado y la elevación del nivel de vida: por el contrario, los
más altos niveles de vida los han alcanzado los países que tienen democracia
política y una economía relativamente libre”.

7
Pero este panorama no justifica el optimismo, pues la sociedad desarrollada y
democrática de nuestro tiempo está amenazada. Su primer enemigo es el
Estado, entidad constitutivamente voraz y opresiva, burocrática, siempre al
acecho, para, al menor descuido, crecer y abolir todo aquello que lo frena y
limita. El segundo, los Estados totalitarios –la URSS y China– para quienes la
sola existencia de la sociedad democrática constituye un grave riesgo. De la
capacidad del hombre moderno para resistir el crecimiento del Estado y la
ofensiva totalitaria depende que la historia futura continúe la evolución
gradual hacia mejores formas de vida o registre un salto de cangrejo hacia el
oscurantismo, la intolerancia y la escasez en que aún vive buena parte del
planeta.
No olvidemos que Raymond Aron vive y escribe durante “la guerra fría”, que,
en Francia sobre todo, movilizó a un sector muy numeroso de la clase
intelectual y a importantes sectores democráticos en favor de las campañas
sobre la neutralidad y la paz que auspiciaban la Unión Soviética y los partidos
comunistas. Su posición a este respecto fue contundente e inequívoca: “Dans
la guerre politique, il n’y a pas et il ne peut pas y avoir de neutres” (“En la
guerra política, no hay ni puede haber neutralidad”).

8
A su juicio, Stalin y la URSS se habrían apoderado de Europa Occidental
hacía tiempo si no hubiera sido por el temor de que esta ocupación
desencadenase una guerra nuclear con Estados Unidos. Pero no había que
engañarse: la vocación imperial de la Unión Soviética era manifiesta, como lo
mostraban todos los países satélites de la Europa Central y Oriental, y el
Occidente no podía bajar la guardia. Por eso, Aron apoyó siempre la alianza
atlántica y no admitió jamás que la unión europea, que siempre defendió,
pudiera significar una ruptura ni un alejamiento de Europa con Estados
Unidos. La sociedad norteamericana podía estar lejos de la perfección, como
lo mostraba, por ejemplo, la condición discriminatoria de que eran víctimas
los negros, pero, hechas las sumas y las restas, allá al menos se respetaba el
derecho de crítica y la apertura del sistema permitía las reformas, en tanto que
el totalitarismo de Stalin habría hundido a la Europa libre y democrática en la
sumisión total.
¿Hay algo que podría reprocharse al admirable Raymond Aron? Tal vez sí.
Que todo su pensamiento girase sobre Europa y Estados Unidos y, al igual que
Albert Camus, mostrara un desinterés casi total sobre el tercer mundo, es
decir, África, América Latina y Asia. ¿Había llegado, en su fuero íntimo, a la
convicción de que para nuestros países enfrascados en conflictos y problemas
feroces, no había ya esperanzas? En un pensador en tantos sentidos universal,
sorprende esta falta de curiosidad por lo que ocurría en los otros dos tercios de
la humanidad.
Raymond Aron y Jean-Paul Sartre
Contemporáneos, compañeros de estudio y amigos en su juventud, luego
rivales enconados, pero reconocidos por todos aquellos a los que no ciega la
miopía ideológica como las dos figuras intelectuales más importantes de la
Francia moderna, es interesante comparar los casos de Raymond Aron y Jean-
Paul Sartre.
Yo estaba en París cuando se conmemoró el centenario de ambos, en el año
2005. Francia celebró por todo lo alto los cien años del autor de El ser y la
nada. Documentales, programas y debates sobre su legado intelectual y
político en la radio y la televisión, suplementos especiales en los principales
diarios y semanarios, una profusión de nuevos libros sobre su vida y su obra,
y, florón de la corona, una exposición, Sartre y su siglo, en la Biblioteca
Nacional, un modelo en su género. Pasé tres horas recorriéndola y me quedó
mucho por ver.
En ella se podían seguir, paso a paso, con bastante objetividad, todos los
pormenores de una vida que cubre el siglo XX, al que Bernard-Henri Lévy ha
llamado, con exageración, Le siècle de Sartre, y cuyos libros, ideas y tomas de
posición ejercieron una influencia hoy día difícilmente imaginable en Francia
y buena parte del mundo. (En el Perú de los años cincuenta del siglo pasado
yo me gastaba la mitad de mi sueldo en el abono a Les Temps Modernes, la
revista de Sartre, que leía cada mes de principio a fin.) Una de las enseñanzas
que el espectador sacaba de aquella exposición era comprobar lo precario del
magisterio sartriano, tan extendido hace cinco décadas y hoy prácticamente
extinguido. Todo estaba en aquellas vitrinas: desde cómo el niño descubrió su
fealdad, a los diez años, en los ojos de su madre viuda y vuelta a casar, hasta
su decisión, cuando era (después de Aron) el estudiante estrella de la École
Normale, de no renunciar a ninguna de sus dos vocaciones: la literatura y la
filosofía, y ser “un Stendhal y un Spinoza al mismo tiempo”. Antes de cumplir
los cuarenta años lo había conseguido y, además, algo no previsto por él, se
había convertido en una figura mediática que aparecía en las revistas frívolas y
era objeto de la curiosidad turística en Saint-Germain-de-Prés junto a Simone
de Beauvoir, Juliette Gréco y Édith Piaf, como uno de los íconos de la Francia
de la posguerra.
Carteles y fotografías documentaban los estrenos de sus obras teatrales, la
aparición de sus libros, las críticas que merecieron, las entrevistas que dio, la
publicación de Les Temps Modernes, y allí estaban los manuscritos de sus
ensayos filosóficos y de sus cuentos y novelas, que escribía en libretas
escolares o papeles sueltos en los cafés, en una mesa aparte pero contigua a
aquella en la que trabajaba su compañera “morganática”, Simone de Beauvoir.
Su polémica más sonada, con Albert Camus, sobre los campos de
concentración soviéticos, estaba muy bien expuesta, así como las
repercusiones que este debate tuvo en el ámbito intelectual y político, dentro y
fuera de Francia. También, sus viajes por medio mundo, sus amores
fracturados con los comunistas, su combate anticolonialista, su empeño por
enrolarse en el movimiento de mayo de 1968, y la radicalización extrema y
algo penosa de sus últimos años, cuando iba a visitar a la cárcel a los
terroristas alemanes de la banda Baader-Meinhof, vendía por las calles el
periódico de los maoístas La Cause du Peuple, o, ya ciego, trepado sobre un
barril, peroraba a las puertas de las fábricas de Billancourt.
La exposición era espléndida y, para alguien como yo, que vivió muy de cerca
parte de aquellos años y participó en estas polémicas, y dedicó muchas horas a
leer los libros y artículos de Sartre, a devorar todos los números de Les Temps
Modernes y a tratar de seguir en sus churriguerescas vueltas y revueltas
ideológicas al autor de Los caminos de la libertad, algo melancólica. Pero no
creo que despertara en los jóvenes mucho interés por redescubrir a Sartre ni le
ganara a este mayor respeto y admiración. Porque, salvo en el tema del
anticolonialismo, donde siempre mantuvo una posición meridiana y lúcida, la
exposición, pese a sus claros propósitos hagiográficos, revelaba lo torpe y
equivocado que estuvo casi siempre en las posturas políticas que defendió o
atacó.
¿De qué le sirvió la fulgurante inteligencia si, al regreso de su gira por la
URSS a mediados de los años cincuenta, en el peor periodo del gulag, llegó a
afirmar: “He comprobado que en la Unión Soviética la libertad de crítica es
total”? En su polémica con Camus hizo algo peor que negar la existencia de
los campos de concentración estalinistas para reales o supuestos disidentes: los
justificó, en nombre de la sociedad sin clases que estaba construyéndose. Sus
diatribas contra sus antiguos amigos, como Albert Camus, Raymond Aron o
Maurice Merleau-Ponty, porque no aceptaron seguirlo en su papel de
compañero de viaje de los comunistas que adoptó en distintos periodos,
prueban que su afirmación estentórea “Todo anticomunista es un perro” no era
una frase de circunstancias, sino una convicción profunda.
Parece mentira que alguien que, hace apenas medio siglo, justificaba, en su
ensayo sobre Frantz Fanon, el terror como terapéutica gracias a la cual el
colonizado recupera su soberanía y dignidad, y que, proclamándose maoísta,
proyectaba su respetabilidad y prestigio sobre el genocidio que cometía China
Popular durante la Revolución Cultural, hubiera podido ser considerado por
tantos (me declaro culpable, yo fui uno de ellos) la conciencia moral de su
tiempo.
Mucho más discreta, para no decir clandestina, fue la celebración de los cien
años de Raymond Aron, que prácticamente no salió de las catacumbas
académicas y de la antigua revista Commentaire, fundada y dirigida por él.
Aron y Sartre fueron amigos y compañeros y hay fotos que muestran a los dos
petits copains abrazados, haciendo payasadas. Hasta el estallido de la Segunda
Guerra Mundial siguieron una trayectoria semejante. Luego, con la invasión
nazi, Aron fue uno de los primeros franceses en viajar a Londres y unirse a la
Resistencia. Siempre fue un decidido partidario de la reconciliación entre
Francia y Alemania y de la construcción de Europa pero, alejándose también
en esto de buena parte de la derecha francesa, nunca creyó que la unidad
europea sirviera para debilitar el atlantismo, la estrecha colaboración de
Europa con Estados Unidos, que alentó siempre.
A diferencia de la obra de Sartre, que ha envejecido a la par de sus opiniones
políticas –sus novelas deben su originalidad técnica a John Dos Passos y, con
excepción de Huis clos, sus dramas no pasarían hoy la prueba del escenario–,
la de Aron conserva una lozana actualidad. Sus ensayos de filosofía de la
historia, de sociología, y su defensa tenaz de la doctrina liberal, de la cultura
occidental, y de la democracia y el mercado, en los años en que el grueso de la
intelectualidad europea había sucumbido al canto de sirena del marxismo,
fueron plenamente corroborados por lo sucedido en el mundo con la caída del
Muro de Berlín, símbolo de la desaparición de la URSS y la conversión de
China en una sociedad capitalista autoritaria.
¿Por qué, entonces, el glamur del ilegible Sartre de nuestros días sigue intacto
y a casi nadie parece seducir la figura del sensato y convincente Raymond
Aron? La explicación tiene que ver con una de las características que en
nuestro tiempo ha adquirido la cultura, contaminándose de teatralidad, al
banalizarse y frivolizarse por su vecindad con la publicidad y la información
chismográfica de la prensa del corazón. Vivimos en la civilización del espec-
táculo y los intelectuales y escritores que suelen figurar entre los más
populares casi nunca lo son por la originalidad de sus ideas o la belleza de sus
creaciones, o, en todo caso, no lo son nunca solo por razones intelectuales,
artísticas o literarias. Lo son sobre todo por su capacidad histriónica, la
manera como proyectan su imagen pública, por sus exhibiciones, sus
desplantes, sus insolencias, toda aquella dimensión bufa y ruidosa de la vida
pública que hoy día hace las veces de rebeldía (en verdad tras ella se embosca
el conformismo más absoluto) y de la que los medios pueden sacar partido,
convirtiendo a sus autores, igual que a los artistas y a los cantantes, en
espectáculo para la masa.
En la exposición de la Biblioteca Nacional aparece un aspecto de la biografía
de Sartre que nunca se ha aclarado del todo. ¿Fue de veras un resistente contra
el ocupante nazi? Perteneció a una de las muchas organizaciones de
intelectuales de la Resistencia, sí, pero es obvio que esta pertenencia fue
mucho más teórica que práctica, pues bajo la ocupación estuvo muy atareado:
fue profesor, reemplazando incluso en un liceo a un profesor expulsado de su
puesto por ser judío –el episodio ha sido objeto de virulentas discusiones–, y
escribió y publicó todos sus libros y estrenó sus obras, aprobadas por la
censura alemana, como se lo recordaría años más tarde André Malraux. A
diferencia de resistentes como Camus o Malraux que se jugaron la vida en los
años de guerra, no parece que Sartre arriesgara demasiado. Tal vez
inconscientemente quiso borrar ese incómodo pasado con las posturas cada
vez más extremistas que adoptó luego de la liberación. Uno de los temas
recurrentes de su filosofía fue la mala conciencia que, según él, condiciona la
vida burguesa, induciendo constantemente a hombres y mujeres de esta clase
social a hacer trampas, a disfrazar su verdadera personalidad bajo máscaras
mentirosas. En el mejor de sus ensayos, Saint Genet, comédien et martyr,
ilustró con penetrante agudeza este sistema psicológico-moral por el cual,
según él, el burgués se esconde de sí mismo, se niega y reniega todo el tiempo,
huyendo de esa conciencia sucia que lo acusa. Tal vez sea cierto en su caso.
Tal vez, el temible debelador de los demócratas, el anarcocomunista
contumaz, el “mao” incandescente, era solo un desesperado burgués
multiplicando las poses para que nadie recordara la apatía y prudencia frente a
los nazis cuando las papas quemaban y el compromiso no era una
prestidigitación retórica sino una elección de vida o muerte.
Muchas cosas han pasado en Francia y en el mundo desde la muerte de
Raymond Aron: ¿le dieron la razón o refutaron sus ideas? El Partido
Comunista, que, en su época, llegó a ser el primer partido de ese país, se ha
ido encogiendo hasta volverse poco menos que marginal, lo que constituye
una de sus victorias póstumas. Y, otra, que la clase intelectual francesa en la
actualidad parece tan alejada del marxismo como lo estuvo siempre él. Lo
sorprendente es que los antiguos votantes comunistas, como los obreros del
“cinturón rojo” de París, ahora voten por el Front National, que ha pasado de
la insignificancia ultraderechista que representaba hace algunos años a ser una
fuerza que se mide de igual a igual con las principales corrientes políticas.
Esto es algo que ni Aron ni nadie habría podido imaginar, aunque sí, tal vez,
un Hayek, quien sostuvo que, pese a sus odios recíprocos, comunistas y
fascistas tenían un denominador común: el estatismo y el colectivismo. En las
últimas elecciones francesas, un joven que hacía sus primeras armas en el
campo político, Emmanuel Macron, despertó un extraordinario entusiasmo,
sobre todo en las nuevas generaciones, con unas ideas de centroderecha que, a
primera vista, parecen bastante cercanas a aquellas que Raymond Aron
defendió toda su vida. ¿Redescubrirá la Francia de nuestros días en el solitario
intelectual demócrata y liberal del siglo XX un precursor y guía ideológico de
la que parece ser una nueva e interesante etapa de su evolución política?
La poderosa Unión Soviética contra la que Aron se batió toda su vida se ha
extinguido, víctima de su propia incapacidad para satisfacer las ambiciones de
sus millones de ciudadanos, y la ha reemplazado un régimen autoritario e
imperial, de capitalismo gansteril y mercantilista, que parece la continuación
del viejo zarismo autoritario e imperial. China dejó de ser comunista para
convertirse en un modelo de capitalismo autoritario. Sin embargo, decir que la
historia ha dado la razón a Raymond Aron sería apresurado. Porque, aunque la
amenaza del comunismo, contra el que él se batió sin tregua, ha dejado de
serlo para la democracia en el mundo –solo un demente tendría como modelos
para su país a los regímenes de Corea del Norte, Cuba o Venezuela–, esta no
ha ganado del todo la partida y es probable que no la gane nunca del todo. Es
verdad que, en el mundo occidental, la Unión Europea, pese al Brexit, se
mantiene sólida, y buena parte de América Latina ha sido ganada para la
democracia. Pero a esta le han surgido nuevas amenazas, como el islamismo
fanático y extremista de Al Qaeda o isis, cuyo terrorismo en gran escala
siembra la inseguridad y hace correr el riesgo de que se debiliten, en nombre
de la seguridad, las libertades públicas de los países más amenazados por él,
las democracias avanzadas. Por otro lado, en el seno de las mismas sociedades
abiertas, venenos como la corrupción y el populismo crecen de tal modo que,
si no son contenidos a tiempo, pueden desnaturalizar y destruir desde adentro
lo que hay en ellas de más positivo y liberador. Sobre todos estos problemas,
incluido el de la masiva inmigración que se vuelca sobre Europa Occidental
procedente de África y que provoca el despertar de movimientos chovinistas y
racistas que se creían extinguidos, echamos de menos las opiniones y análisis
de Raymond Aron; su inteligencia, su cultura, su hondura reflexiva, su visión
abarcadora, nos ayudarían sin duda a comprender mejor todos aquellos
desafíos y la mejor manera de enfrentarlos. Que no haya nadie en nuestros
días capaz de reemplazarlo es la mejor prueba de la extraordinaria categoría
intelectual y política que fue la suya y de la suerte que tuvimos de que alguien
como él realizara en nuestro tiempo la tarea que cumplió.
El camino hacia la ruptura
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En los sesenta Vargas Llosa empezó a experimentar un paulatino
desencanto por la Revolución cubana. En estas cartas, incluso en aquellas
favorables al movimiento, se distingue a un autor comprometido con la
verdad política y la libertad de expresión.
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Mario Vargas Llosa 16 marzo 2016
Doce años tomó a la Revolución cubana convertir un movimiento democrático
contra una dictadura caribeña en el primer y único Estado comunista
construido en América Latina. Entre 1959 y 1971 tuvo lugar esa mutación, que
produjo, por lo menos, dos fracturas, la de la nación cubana y la de una amplia
y heterogénea comunidad internacional involucrada en el proceso político de
la isla. Aquella Revolución fue la mayor conexión de América Latina y el
Caribe con la Guerra Fría y su impacto en el hemisferio fue necesariamente
polarizador.

La intelectualidad latinoamericana vivió la Revolución cubana como propia.


Para los jóvenes escritores del llamado boom de la novela latinoamericana
(Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar,
José Donoso, Jorge Edwards), que intentaban revolucionar la narrativa de sus
naciones, fue apasionante la llegada al poder de unos guerrilleros de su misma
generación (Fidel Castro, el Che Guevara, Camilo Cienfuegos), que prometían
reforma agraria y alfabetización, soberanía e industrialización, justicia y
solidaridad con otras juventudes, que luchaban contra dictaduras parecidas.

Ninguno de aquellos escritores era comunista, pero todos simpatizaban con


algún tipo de socialismo, más deudor del nacionalismo revolucionario
mexicano que del marxismo-leninismo de matriz soviética. A pesar de que
desde 1961 el gobierno cubano dio muestras de avanzar hacia la alianza con
Moscú y la adopción de algunos elementos propios de los socialismos
burocráticos de Europa del Este, como el partido único, el control
gubernamental de los medios de comunicación, el ateísmo, el machismo o la
censura –en 1961, por ejemplo, fue clausurado el suplemento Lunes de
Revolución, que dirigía Guillermo Cabrera Infante, y prohibido el filme pm,
de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal–, los novelistas del boom
mantuvieron su apoyo a La Habana.

La Guerra Fría se instalaba en América Latina y el Caribe y era ineludible


tomar partido. La política de Estados Unidos hacia Cuba, basada en el
embargo, la expulsión de la isla de la oea, el aislamiento diplomático y el
apoyo a sabotajes, guerrillas e invasiones de la oposición interna y del exilio
de Miami, era rechazada por las diversas izquierdas de la región, a las que
pertenecían esos escritores. El quiebre de aquella alianza comenzó a
manifestarse a partir de la instalación del Comité Central del Partido
Comunista, en 1965, y gracias a las cada vez más frecuentes evidencias de
promoción del modelo del “realismo socialista” y de imposición de una
ortodoxia ideológica al campo intelectual.

Ese año, 1965, sale definitivamente de Cuba, luego de una breve visita a la
isla para los funerales de su madre, contada en Mapa dibujado por un espía
(2013), Guillermo Cabrera Infante, el narrador cubano que, junto a Severo
Sarduy, ya radicado en París, se afincaría más claramente en el boom. Y
aunque Cabrera Infante no se presentará públicamente como exiliado hasta el
verano de 1968, su conversación privada o epistolar con varios de sus
contemporáneos latinoamericanos es un temprano testimonio de desencanto.
Al año siguiente, cuando estalla la polémica entre Casa de las Américas y
Mundo Nuevo, los pilares del cisma ya están plantados.

Mundo Nuevo surge en París como un proyecto editorial conducido por el


mayor crítico literario de entonces, el uruguayo Emir Rodríguez Monegal,
amigo y estudioso de Jorge Luis Borges, uno de los pocos escritores de la
región que no tuvo simpatías por el régimen cubano. Editada por el Instituto
Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ilari), con financiamiento de
la Fundación Ford, Mundo Nuevo dibujó entre 1966 y 1971 el mapa literario
de América Latina. Dado que el ilari era un desprendimiento del viejo
Congreso para la Libertad de la Cultura (clc) y este había sido denunciado en
el New York Times y otros medios occidentales como un proyecto de la cia en
la Guerra Fría cultural, los ataques desde La Habana, especialmente desde
Casa de las Américas, que veía amenazada su hegemonía sobre la izquierda
intelectual latinoamericana, se volvieron recurrentes, manipulando el tópico
del financiamiento para estigmatizar la nueva publicación.

En Mundo Nuevo se publicaron los primeros adelantos de Cien años de


soledad de Gabriel García Márquez, Cambio de piel de Carlos Fuentes, El
obsceno pájaro de la noche de José Donoso, La traición de Rita Hayworth de
Manuel Puig, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante y De donde son
los cantantes de Severo Sarduy, además de fragmentos de Blanco y un ensayo
sobre Rubén Darío de Octavio Paz, incluido luego en Cuadrivio. Aquellos
adelantos aparecían entre diálogos y notas, armadas por Rodríguez Monegal,
que, junto con una red de las principales publicaciones y editoriales
iberoamericanas, hicieron de Mundo Nuevo la revista del boom. Las diatribas
de Casa de las Américas reaccionaban contra una voz alternativa, que defendía
una izquierda no comunista en América Latina, y que, a la vez, postulaba otra
estética de la novela y otra idea del compromiso intelectual, opuestas a la
“militancia revolucionaria” y el “realismo socialista”, alentados desde La
Habana, como bien observó José Donoso en su Historia personal del “boom”
(1972).

La Habana se ensañó especialmente contra Carlos Fuentes, a quien Roberto


Fernández Retamar y Ambrosio Fornet retrataban como un desertor, “frívolo,
cobarde y oportunista [...] Boecio de Mundo Nuevo”. A Fuentes no solo lo
denunciaban por echar a andar, junto con Rodríguez Monegal, una “revista de
la cia en París” –así de burdo era el estigma–, sino por viajar a Nueva York
con Pablo Neruda a un congreso del pen Club y demandar en Life el “entierro
de la Guerra Fría en la literatura”. Aunque todavía en 1967 Fuentes se carteó
con Fernández Retamar y envió un fragmento de su novela Zona sagrada a
Casa de las Américas, algo se había quebrado y para el verano de 1968,
cuando Fidel Castro respalda la invasión soviética a Checoslovaquia y la
burocracia cultural comienza a descalificar a escritores críticos como el poeta
Heberto Padilla y el dramaturgo Antón Arrufat, la fractura se precipita.
II
Letras Libres pone a disposición de sus lectores una parte de la
correspondencia que en aquellos años sostuvo Mario Vargas Llosa con varios
de esos escritores y que guarda el archivo de la Biblioteca Firestone de la
Universidad de Princeton. Se trata de una documentación ineludible para
historiar aquel conflicto, ya que Vargas Llosa fue miembro del comité editorial
de Casa de las Américas entre 1965 y 1971, justo los años que van de la
campaña contra Mundo Nuevo al arresto de los poetas Heberto Padilla y
Belkis Cuza Malé. A través del epistolario se observa la evolución de Vargas
Llosa, quien intenta mediar entre la burocracia cubana y Emir Rodríguez
Monegal y Carlos Fuentes, y termina, en 1971, firmando cartas contra el
encarcelamiento y la forzosa autocrítica de Padilla e integrando el núcleo de
colaboradores de Libre (1971-1972), una nueva revista, impulsada por Juan
Goytisolo, Jorge Semprún y Plinio Apuleyo Mendoza, también desde París,
que desempeñaría un papel central en la denuncia de la represión y la censura
en Cuba.

El progresivo distanciamiento del autor de Conversación en La Catedral


(1969) con las élites cubanas tenía su origen en la discordancia política pero
también en el desencuentro estético. Como se lee en una carta a Carlos
Fuentes, desde Lima, el 10 de noviembre de 1971, Vargas Llosa encuentra
algunas ventajas en el régimen militar de Juan Francisco Velasco Alvarado,
respaldado por el Partido Comunista peruano y, naturalmente, por el gobierno
cubano, si bien echa en falta el elemento civil que distingue el proyecto de
Unidad Popular de Salvador Allende en Chile. Pero “la cosa le parece
irrespirable desde una perspectiva cultural”, ya que predominan “el
nacionalismo, el indigenismo, el criollismo y otras taras” que también
conformaban la estrategia cultural de Casa de las Américas.

Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar fueron, tal vez, los dos escritores del
boom que más directamente recibieron la presión del aparato político cubano,
a través de sus epistolarios con Roberto Fernández Retamar y Haydée
Santamaría, directora de Casa de las Américas. Ambos viajaron con frecuencia
a La Habana en aquellos años y ambos fueron cuestionados en reuniones
editoriales, que fácilmente degeneraban en interrogatorios o en juicios en
ausencia, por sus vínculos personales con los redactores de Mundo Nuevo o
Libre, sus premios o sus estancias en universidades europeas y
norteamericanas.

La reacción de uno y otro a esas presiones fue distinta, aunque, como prueba
esta correspondencia, mantuvieron el diálogo y la amistad. No es dato menor
que tanto García Márquez como Cortázar, que se mantuvieron leales a La
Habana, decidieran seguir colaborando con Libre, una publicación claramente
opuesta a la sovietización de Cuba. Después de firmar una primera carta a
Fidel Castro, exigiendo la liberación de Padilla, Cortázar escribió un largo
poema ambivalente, “Policrítica a la hora de los chacales”, en el que decía
“comprender” al gobierno cubano, aunque había “cosas que no tragaba”, “los
prejuicios”, “los tabúes”, “la burocracia del idioma y los cerebros”.

Vargas Llosa, en cambio, renunció al comité de Casa de las Américas en un


mensaje a Haydée Santamaría, en el que deploró la colérica respuesta a la
primera carta y firmó, con más de sesenta intelectuales europeos y
americanos, entre los que se encontraban los mexicanos Octavio Paz, Carlos
Fuentes, José Revueltas, Fernando Benítez, José Emilio Pacheco, Carlos
Monsiváis y Marco Antonio Montes de Oca, una segunda carta a Fidel Castro,
en la que se decía que “la mascarada de autocrítica” de Padilla y otros
escritores cubanos “recordaba los momentos más sórdidos de la época del
estalinismo, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas” y exhortaban a
“evitar el oscurantismo dogmático, la xenofobia cultural y el sistema
represivo”.

Luego de la ruptura, Vargas Llosa y los demás críticos de la deriva totalitaria


del socialismo cubano quedaron catalogados como “enemigos” por el poder
cultural de la isla que, justo a partir de 1971, con el Congreso Nacional de
Educación y Cultura de ese año, formuló su política en términos similares a
los de las burocracias gobernantes en la urss y Europa del Este. Desde
entonces se ensanchó la distancia entre una izquierda comunista prosoviética y
procubana y otra izquierda socialista, que poco a poco se acercó a las
posiciones liberales y democráticas que sustentaron las transiciones
latinoamericanas de los años ochenta. ~
– Rafael Rojas

para

Emir Rodríguez Monegal


2 de febrero de 1967 Londres

Querido Emir:

Julio [Cortázar] debe buscarte a su regreso de La Habana para charlar contigo


sobre la reunión a la que asistimos, y en la que en algún momento se habló de
tu polémica con Roberto [Fernández Retamar]. No hubo ocasión ni fue
necesario mostrarles a los amigos cubanos el dosier que nos mandaste a Julio
y a mí, pues ellos conocían los textos de Marcha, y sobre todo porque desde el
principio fue muy evidente que su actitud respecto a tu revista no estaba
directamente vinculada a la información aparecida en el New York Times, sino
que era anterior y, en cierta forma, más profunda. Roberto y los escritores
cubanos que vi piensan, me parece, que aun cuando no reciba dinero de
ningún organismo estatal estadounidense y sea financiada solo a través de
fundaciones, Mundo Nuevo a la larga deberá ajustar su línea a las posiciones
norteamericanas (incluso a las de los liberales norteamericanos) que están en
contradicción radical con los intereses de los pueblos latinoamericanos. Pienso
que es una actitud adoptada sinceramente, por consideraciones estrictamente
políticas, y en la que no ha jugado ningún papel la enemistad personal. Tanto
Julio como yo indicamos por eso mismo a los amigos cubanos que era una
lástima que en ciertos textos se hubieran excedido verbalmente, llevando las
cosas a un plano personal. Creo, incluso, que muchos de ellos están algo
apesadumbrados por la forma en que ha sido criticado Carlos Fuentes en el
último número de la revista de la Casa de las Américas, y en nuestra reunión
se acordó expresamente rogarle a Carlos que pasara por alto las alusiones
personales que aparecen en el artículo sobre Mundo Nuevo y pedirle que, si
quiere rebatir los argumentos de Ambrosio Fornet contra tu revista y contra las
declaraciones que en ella hizo Carlos, lo haga en la propia revista de la Casa
de las Américas, donde su respuesta sería publicada de inmediato, sin “notas al
pie” ni “cabezas contradictorias”.

No sé dónde anda Carlos ahora y, como supongo que tú sabes su paradero, te


ruego que le transmitas estas líneas (o me mandes su dirección para escribirle
en este sentido). Creo que sería muy positivo que Carlos aceptara discutir el
artículo de Ambrosio y presentara sus puntos de vista sobre Mundo Nuevo en
la revista de la Casa de las Américas. No me hago ilusiones, sin embargo,
ahora, sobre un cambio de actitud de los escritores cubanos en lo que se
refiere a colaborar en tu revista; tenía vagas esperanzas cuando viajé a La
Habana, pero ahora me doy cuenta de que las cosas son mucho más difíciles,
sobre todo porque la polémica se sitúa en un plano eminentemente político.
Así pues siento no poder haber resuelto nada. En todo caso, los menos
intransigentes en este asunto me parecieron los propios cubanos, y esto quedó
muy claro cuando Roberto expresó que de ningún modo pretendían él y sus
amigos asimilar a la condición de “reaccionarios” o “aliados del
imperialismo” a quienes colaboraran en Mundo Nuevo.

Abusando un poco, querido Emir, quisiera pedirte que, por decepcionado que
te puedas sentir con la negativa cubana a colaborar en tu revista, hagas lo
posible por evitar que ella sirva de algún modo de tribuna para los enemigos
de la Revolución cubana. La actitud de los escritores puede parecerte
demasiado intransigente, pero allá uno se explica bastante bien esta
intransigencia, cuando ve la ferocidad con que la Revolución es combatida y
con qué admirable convicción y coraje están saliendo adelante los cubanos a
pesar del bloqueo, de los sabotajes, de la campaña internacional de
desprestigio de cierta prensa. Nosotros hicimos un viaje por el centro de la
isla, y visitamos granjas y aldeas y fábricas, y te aseguro que era un
espectáculo conmovedor y a la vez muy triste cuando uno se ponía a comparar
entre lo que está ocurriendo en el campo cubano y lo que ocurre en mi país,
por ejemplo. Ha sido una lástima que no te concedieran la visa que pediste,
porque estoy seguro que sobre el terreno habrías comprendido muy bien el
porqué de la actitud militante y pasional de Roberto y de los otros escritores
cubanos.
En fin, esta carta se prolonga demasiado y termino. No te olvides de hablar
con Carlos, o de mandarme su dirección, por favor.

Recuerdos por tu casa (aquí conocimos a tu hija mayor, en casa de Maruja


Echegoyen, una noche) de Patricia y míos.

Un fuerte abrazo de

Mario

para

Carlos Fuentes
10 de febrero de 1967 Londres

Querido Carlos:

Estoy por escribirte hace días, pero había perdido tu dirección, y tampoco
estaba muy seguro de si continuabas en París. Acabo de enterarme que sigues
allá (te envidio, pues después de pasar unos meses en la civilización, he
descubierto que, pese a todo, prefiero la barbarie francesa) y te escribo de
inmediato. No sé si has visto a Julio a su vuelta de Cuba. A él y a mí los
amigos cubanos nos dieron un mensaje para ti. En la reunión de la Casa de las
Américas, se habló de las alusiones inamistosas e incluso injustas que se te
habían hecho en algunos documentos, como la carta abierta a Neruda, y tanto
Julio como yo criticamos el artículo de Ambrosio Fornet, aparecido en el
último número de la revista de la Casa de las Américas, en el que se refiere a ti
de una manera inaceptable. Conozco hace tiempo a Ambrosio –fuimos
compañeros en la Universidad [Complutense] de Madrid–, y le tengo mucho
afecto, y por eso mismo me sorprendió que se hubiera excedido en esa forma.
Tú sabes el clima de tensión y de fervor en el que viven los cubanos, y la
extrema susceptibilidad política en que los tienen las condiciones de la isla (el
bloqueo, la amenaza permanente de invasión, etc.); creo que eso explica
muchas cosas, pero desde luego que no las justifica todas. En la reunión,
quedó bien claro –y el propio Ambrosio estuvo de acuerdo, como Roberto y
los demás– que por encima de cualquier diferencia de opiniones o de actitudes
frente a un problema determinado, como podía ser el encuentro del pen o la
colaboración en Mundo Nuevo, no es lícito lanzar anatemas y ucases, y que se
debe discutir con altura, sobre todo entre amigos. El mensaje en cuestión es el
siguiente: decirte que tienes abiertas las páginas de la revista de la Casa de las
Américas si quieres contestar el artículo de Ambrosio, o en general comentar
las polémicas que surgieron en torno a Mundo Nuevo o la reunión del pen.
Desde luego que tu texto se publicaría integralmente, y sin notas o cabezas
contradictorias. Pienso que si te decides a aceptar este ofrecimiento, esta sería
una excelente manera de silenciar para siempre a los envidiosos o resentidos
que, acomplejados por tus libros, han aprovechado los textos cubanos donde
se te alude (textos que pueden ser discutibles pero que, al menos, sí están
redactados de buena fe) para propalar calumnias y presentarte como a un
enemigo de Cuba. Ya sé que estás de vuelta de este género de golpes bajos de
los pigmeos, pero de todos modos convendría que, al menos por una vez, les
dieras un buen tentequieto (como dicen en Lima).

¿Cuándo saldrá tu novela? Julio me ha hablado tan bien de ella, con tanto
entusiasmo, que tengo unos deseos enormes de leerla de una vez.

Un fuerte abrazo de

Mario

para

Carlos Fuentes
20 de enero de 1969 Pullman, Washington

Mi querido Carlos:

No sé por dónde andas, pero espero que Gallimard te esté siguiendo la pista y
ponga esta carta en tus manos. Hace una barbaridad de tiempo que estoy por
escribirte, pero, aparte de mi alergia contra el género epistolar, me lo ha
impedido la falta de tiempo. He estado trabajando mucho en mi novela, que
felizmente da ya las últimas boqueadas, y perdiendo unas horas atroces
dictando clases, que para colmo y para duplicar mi angustia, eran en inglés.
He seguido bastante de cerca lo de México y me sé de memoria todos los
improperios y la mugre que te han echado encima. Creo que debes sentirte
muy contento con eso. Con tu admirador y crítico Joseph Sommers hicimos
firmar por más de cien profesores universitarios una carta de protesta por la
represión contra intelectuales y estudiantes en México. Me imagino que no
servirá de nada, pero peor habría sido no protestar. Tu carta con las armas del
café de la Rotonda me dejó moralmente descalabrado por unos días, pero lo
triste del asunto es que parece ajustarse a la realidad. El panorama no puede
ser más ceniciento. Aquí todo va a ir peor con Nixon en la Casa Blanca y me
temo que lo de la República Dominicana sea un juego de niños comparado
con lo que puede ocurrir en América Latina en los próximos años. No sé nada
de Cuba. No fui a la reunión de la revista, porque no tenía tiempo ni tampoco
muchas ganas, pero hablé por teléfono con Fernández Retamar la otra noche.
Julio acababa de partir de La Habana. Llamé a Roberto para tratar de
confirmar si era cierto que Edmundo Desnoes estaba preso, acusado de ser
agente de la cia, pero al hablar con él no me atreví a preguntárselo. Lo noté un
poco cauteloso y temí ponerlo en un apuro. Estoy sumamente inquieto,
apenado y asustado con lo que ocurra en Cuba y te ruego que me cuentes lo
que sepas. Lo último que llegó a mis manos fueron los discursos de Lisandro
Otero que me produjeron escalofríos, casi tantos como los que tuve cuando leí
las indecentes frivolidades contra la Revolución de nuestro amigo Guillermo
[Cabrera Infante]. En el Perú la confusión política adquiere niveles
paranoicos. Los generales se van a quedar en el poder muchos años y cuentan
con el apoyo de la izquierda que proclama a diestra y siniestra que el régimen
es nacionalista y antiimperialista, lo que es un disparate apocalíptico. Pero ni
siquiera se puede atacar a los generales, porque sería hacer el juego a la
extrema derecha que capitanea la oposición. En vista de este caos he decidido
no regresar al Perú. No pude ahorrar aquí lo suficiente para tener unos meses
de libertad y he aceptado por un semestre un contrato en Puerto Rico, lo que
es como meter la cabeza en la boca del lobo porque en la isla pululan los
gusanos cubanos (hay, también me dicen, cuarenta mil poetisas). Voy a estar
allá hasta julio y luego regresaré a Londres, a identificarme con la neblina y a
convertirme quizás en un fantasma. Lo único que queda, por ahora al menos,
es cerrar los ojos, apretar los dientes y escribir, escribir hasta perder el aliento.
[...]

Mario

para

Roberto Fernández Retamar


1 de marzo de 1969 Río Piedras, Puerto Rico

Querido Roberto:

Gracias a tu carta, que me remitieron desde Pullman, a una carta anterior de


Julio, y a Ángel [Rama], que está aquí, he podido formarme una idea clara de
la reunión de la revista y del contexto del mensaje colectivo que me enviaron.
Lamento no haber asistido a la reunión, pues estoy seguro de que mi presencia
allá habría evitado buena parte de la extrañeza y el enojo que han causado en
ti y en otros compañeros ciertas actitudes mías. Siento que las explicaciones
que te di por teléfono sobre mi inasistencia no te basten. El tono y los
sobrentendidos de tu carta –que, por momentos, me pareció más un
comunicado que una carta– dejan entrever que mi ausencia ha sido
interpretada poco menos que como una deserción. Es lo primero que me
gustaría aclarar.
Aunque es verdad que no hay en mí nada de heroico, encontré fuera de lugar
tus ironías sobre mi incapacidad para “el riesgo y el sacrificio” y mi negativa a
“perder unos días de tu segundo semestre de residente”. Tú sabes que he ido a
La Habana cuatro veces, y dos de ellas en circunstancias más riesgosas y
comprometedoras que la presente –durante la crisis de los cohetes, para la
Primera Conferencia Tricontinental–, y que nunca he dejado de manifestar con
la mayor claridad mi solidaridad con la Revolución cubana. Lo he hecho en mi
país y en los países donde he vivido o estado de paso, y mientras ustedes se
hallaban reunidos, lo estaba haciendo en Estados Unidos, en un acto público,
pese a la atmósfera intimidatoria creada por la presencia en el auditorio de
contrarrevolucionarios cubanos. Y lo he hecho aquí, en Puerto Rico, en la
prensa y en la Universidad. Por decir lo que pienso de Cuba he sido insultado
en distintos sitios, y ahora soy atacado aquí, como podrás darte cuenta por los
recortes que te adjunto y que, bella ironía, aparecieron más o menos al mismo
tiempo que leía tu carta.

Ya sé que no hay el menor mérito en defender a la Revolución cubana y en


divulgar su justicia y su verdad, pero me he permitido recordarte estos hechos
porque nada podía apenarme más que pusieras en duda mi actitud respecto a
Cuba, que ha sido y sigue siendo de clarísimo apoyo. Una de las pocas cosas
que resultan evidentes para mí en política es lo que significa Cuba para
América Latina, y si de algo puedo sentirme orgulloso en cuestiones políticas
es de mi constante lealtad hacia la Revolución cubana. No asistí a la reunión
porque me fue materialmente imposible por los compromisos de trabajo que
tenía contraídos. El fin del primer semestre en la Washington State University
y el comienzo del segundo semestre aquí prácticamente coinciden, de modo
que solo tuve unos cuantos días para el traslado. Cuando supe esto, a fines de
diciembre, traté de comunicarme contigo por teléfono, pero había una cola de
llamadas a Cuba desde Estados Unidos y mi turno llegó solo en enero. Una
complicación suplementaria fue que la telefonista no pudo localizarte luego, y
solo lo consiguió ese día que hablamos, a esas horas absurdas. ¿Qué hay de
sospechoso en todo esto?

Por otro lado, nunca imaginé que en la reunión de la revista yo sería objeto de
discusión, y que tú y Haydée [Santamaría] formularían acusaciones contra mí
en relación con mi artículo de Caretas y mi viaje a Estados Unidos. Es algo
que debiste comunicarme con anticipación, porque en ese caso, pese a los
inconvenientes de trabajo y de familia, no habría ahorrado esfuerzo para viajar
y defender mis puntos de vista ante ustedes. Es por esta razón que apenas
recibí el mensaje colectivo te hice saber que podía viajar a La Habana en julio,
y está de más, también, que me respondas que los compañeros extranjeros del
comité de la revista no pueden esperarme hasta entonces. Eso lo sabía de
sobra. Pero ocurre que me es más fácil comunicarme con ellos que con
ustedes. A Ángel lo he visto aquí, a Julio lo veré en Europa en el verano. A
Emmanuel [Carballo] confío en verlo en México de paso a Cuba, si mi viaje,
como espero, se realiza. Es con ustedes con quienes quiero discutir los cargos
que han levantado contra mí. Aquí en la Universidad tengo vacaciones las tres
últimas semanas de mayo; si lo consideran conveniente, puedo adelantar el
viaje para esa fecha.

Quisiera, de todos modos, adelantarte algunas respuestas a los interrogantes de


tu carta. Discrepar de la actitud adoptada por Fidel en la cuestión de
Checoslovaquia no significa, en modo alguno, haberse pasado al bando de los
enemigos de Cuba, como no lo es tampoco enviar un telegrama opinando
sobre un asunto cultural de la Revolución. Mi adhesión a Cuba es muy
profunda, pero no es ni será la de un incondicional que hace suyas de manera
automática todas las posiciones adoptadas en todos los asuntos por el poder
revolucionario. Ese género de adhesión, que incluso en un funcionario me
parece lastimoso, es inconcebible en un escritor, porque, como tú lo sabes, un
escritor que renuncia a pensar por su cuenta, a disentir y opinar en alta voz ya
no es un escritor sino un muñeco de ventrílocuo. Con el enorme respeto que
siento por Fidel y por lo que representa, sigo deplorando su apoyo a la
intervención soviética en Checoslovaquia, porque creo que esa intervención
no suprimió una contrarrevolución sino un movimiento de democratización
interna del socialismo de un país que aspiraba a hacer de sí mismo algo
semejante a lo que, precisamente, ha hecho de sí Cuba. Admito tu derecho a
llamar mi protesta “risible” y “alharaca verbal”, pero en cambio no entiendo
por qué deduces del hecho de haber expresado yo esta opinión que me arrogo
el papel de “custodio de las revoluciones del planeta” y “juez de las
revoluciones”. No hay tal. No soy un político sino un escritor que tiene
perfecta conciencia del escaso efecto que pueden tener sus opiniones políticas
personales, pero que reclama el derecho de expresarlas libremente.
En cuanto a mi viaje a Estados Unidos, quisiera aclararte algo que me parece
primordial. Contrariamente a lo que insinúas, no estoy en la opulencia
económica y acepto trabajos no por placer sino por necesidad. ¿Pero a qué
vienen esas observaciones? De tu carta se desprende que si yo consiguiera
demostrarte que tengo dificultades económicas encontrarías lícito mi viaje a
Pullman. Creo que esta cuestión solo puede ser discutida de otro modo. Mi
opinión, que es también la de otros escritores latinoamericanos identificados
con los ideales de la Revolución cubana, es que no hay nada ilegítimo en
viajar a Estados Unidos, o a cualquier otro país, siempre que el precio de este
viaje no sea una concesión ideológica. Mientras no pueda vivir dedicado
únicamente a escribir, buscaré trabajos en cualquier punto del planeta a
condición de que me absorban el menos tiempo posible y no me obliguen a
alterar o a silenciar mis ideas. Creo que ir a Estados Unidos (o venir a esta
colonia suya) no es condenable en sí mismo si se va sin abdicar de lo que se
piensa, y que incluso conviene hacerlo, porque también en ese país, a pesar del
horror que lo gobierna, hay personas que sienten y piensan como nosotros, con
quienes tenemos el derecho y el deber de dialogar. Creo, incluso, que si
prosperara el proyecto de un grupo de profesores norteamericanos que conocí,
gente admirable por sus ideas y por su conducta, de invitar a escritores
revolucionarios cubanos a un seminario sobre Cuba, sería infortunado que
rechazaran esa invitación. La presencia y la palabra de ustedes en esas
universidades donde se está librando una verdadera batalla contra el enemigo
común, sería un enorme estímulo para esos jóvenes que salen a enfrentarse a
la policía armados con retratos del Che y Fidel.

De todo esto me gustaría poder conversar contigo y con los otros compañeros
cubanos en La Habana, en mayo o en julio, según les convenga mejor. Espero
que no encuentres extemporáneo que me adhiera a la declaración del comité
de la revista que te agradezco haberme enviado.

Mario Vargas Llosa

para
Carlos Fuentes
30 de mayo de 1971 Barcelona

Querido Carlos:

No sabes cuánto te agradezco tu carta fraternal y tus palabras sobre lo de


Cuba, que expresan exactamente lo que yo mismo pienso. Leer tu artículo
espléndido, la nota de Octavio [Paz] y las declaraciones de José Emilio
[Pacheco] fue algo realmente esperanzador. Estos últimos días tenía un poco la
sensación de haberme vuelto loco, porque lo que me parecía horrible y trágico
a muchos amigos les resultaba no solo comprensible sino hasta justificable.
Estoy convencido de que no nos hemos equivocado al protestar, y de manera
clara, sobre los sucesos de Cuba. Lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo es
sencillamente escandaloso, una copia mala e inútil de las peores mascaradas
estalinistas. No sé si sabes que en enero estuve en La Habana, unos ocho días,
junto con Julio. Allí pasamos toda una tarde con [Heberto] Padilla y Belkis
[Cuza Malé], en casa de Pablo Armando [Fernández]. Estaba también Jorge
Edwards, y poco después llegó Lezama [Lima]. Si no hubiera oído allí a
Padilla hablar tan clara y tajantemente sobre la situación cubana –la crisis
económica atroz, el poder creciente de los organismos de seguridad y de las
fuerzas armadas, los síntomas de descontento en la ciudad y en el campo, el
aumento de la represión–, quizá me habría tragado la pantomima de las
autocríticas, aunque lo dudo. Pero nadie me hará creer que esa pía estancia de
un mes y medio en la policía imbecilizó milagrosamente a Padilla, y también a
Belkis, Pablo Armando, César López y [Manuel] Díaz Martínez. No importa
nada que los hayan torturado o no. Lo cierto es que los han hecho decir
mentiras grotescas e innobles, que los han degradado moral y políticamente (y
hasta sintácticamente, como dices muy bien en tu artículo). He leído la versión
taquigráfica completa del acto de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y
parece cosa de sueño: varias páginas están dedicadas a cantar la inteligencia,
la cultura y la bondad de la policía. Belkis dice: “Los dos días que estuve en
Seguridad del Estado han sido los más felices de mi vida.” Y René Depestre
propone luego un homenaje a la Seguridad por “el trabajo tan fino, tan
artístico” que han hecho con “estos compañeros contrarrevolucionarios”. Se
podría publicar el texto completo en una colección de teatro dadá y nadie
notaría la diferencia.

En fin, ya ves el efecto tremendo que me ha hecho todo esto. Sé que Julio está
muy golpeado, pero no quiso firmar la carta de protesta, me imagino que por
influencia de Ugné [Karvelis], que perdió completamente los papeles en este
asunto y comenzó a llamar nazis a todos los que disentían del discurso de
Fidel y dudaban de las autocríticas. Gabo no abrió la boca, lo que es una
lástima porque una toma de posición clara de él habría sido enormemente útil.
No sé qué ocurre en México, pero ya te puedes imaginar lo que pasa en
América del Sur: hay una verdadera explosión de júbilo entre toda la
servidumbre literaria, oportunista y dogmática. A diario me llegan recortes
donde algún camarada cuadriculado me arreboza de mierda. Es sabido que la
derecha hace las cosas más canallas, pero en decir canalladas la izquierda
gana. En fin, mi viejo, menos mal que Chile anda bien encaminada todavía.
En cuanto al Perú, los militares no dan marcha atrás y prosiguen las reformas,
pero no se puede decir que el proceso sea excesivamente prometedor. Me
dicen que hay oficiales por todas partes, no solo en los ministerios sino
también en las haciendas cooperativizadas, y en las minas, etc. Ya te contaré
con más detalles. [...]

Otra vez gracias, querido Carlos. Un abrazo bien fuerte,

Mario

para

Jorge Edwards
28 de mayo de 1972 Barcelona

Querido Jorge:
Por fin terminé de leer anoche tu manuscrito [de Persona non grata]. El final
ha salido excelente, y creo que allí no tendrás que hacer ninguna corrección.
Ponte a corregir cuanto antes el libro, pues, con la vida que llevas, podrá estar
en la imprenta en unos cuantos meses. Esta última parte es, desde luego, la
mejor, se lee con verdadera fascinación y todo resulta asombroso. Conforme
quedamos, he guardado la discreción más total al respecto, y la gente piensa
que andas empeñado en un vago proyecto de ensayos literarios. Ojalá hayas
hecho lo mismo, compañerito. [...]

Cortázar renunció a Libre. Me mandó una carta deplorable, diciéndome que su


permanencia en la revista constituía un obstáculo para su reconciliación con
Cuba, la que, pese a su poema autocrítico [“Policrítica a la hora de los
chacales”] (mi caimancito, mi buchecito), todavía no lo perdona. El pobre
Julio, por ese pendiente, terminará haciendo cosas tristes. A propósito de
Libre, no te preocupes por tu texto. Cuando tenga el sumario completo,
conversaremos sobre su inclusión o exclusión. [...]

Un gran abrazo a ti,

Mario ~
El viaje a la ficción
Mario Vargas Llosa 30 noviembre 2010

Retrocedamos a un mundo tan antiguo que la ciencia no llega a él y la que


dice que llega no nos convence, pues sus tesis y conjeturas nos parecen tan
aleatorias y evanescentes como la fantasía y la ficción.
Se diría que el tiempo no existe todavía. Todas las referencias que puntúan su
trayectoria aún no han aparecido y quienes viven inmersos en él carecen de la
conciencia del transcurrir, del pasado y del futuro, e incluso de la muerte, a tal
extremo se hallan prisioneros de un continuo presente que les impide ver el
antes y el después. El presente los absorbe de tal manera en su afán de
sobrevivir en esa inconmensurable inmensidad que los circunda que solo el
ahora, el instante mismo en que se está, consume su existencia. El hombre ya
no es un animal pero resultaría exagerado llamarlo humano todavía. Está
erecto sobre sus extremidades traseras y ha comenzado a emitir sonidos,
gruñidos, silbidos, aullidos, acompañados de una gesticulación y unas muecas
que son las bases elementales de una comunicación con la horda de la que
forma parte y que ha surgido gracias a ese instinto animal que, por el
momento, le enseña lo más importante que necesita saber: qué es
imprescindible para poder sobrevivir a la miríada de amenazas y peligros que
lo rodean en ese mundo donde todo –la fiera, el rayo, el agua, la sequía, la
serpiente, el insecto, la noche, el hambre, la enfermedad y otros bípedos como
él– parece conjurado para exterminarlo.
El instinto de supervivencia lo ha hecho integrarse a la horda con la que puede
defenderse mejor que librado a su propia suerte. Pero esa horda no es una
sociedad, está más cerca de la manada, la jauría, el enjambre o la piara que de
lo que, al cabo de los siglos, llamaremos una comunidad humana.
Desnudos o, si la inclemencia del tiempo lo exige, envueltos en pellejos, esos
raleados protohombres están en perpetuo movimiento, entregados a la caza y
la recolección, que los llevan a desplazarse continuamente en busca de parajes
no hollados donde sea posible encontrar el sustento que arrebatan al mundo
natural sin reemplazarlo, como hacen los animales, vasta colectividad de la
que aún forman parte, de la que apenas están comenzando a desgajarse.
Coexistir no es todavía convivir. Este último verbo presupone un elaborado
sistema de comunicación, un designio colectivo, compartido y cimentado en
denominadores comunes, como lenguaje, creencias, ritos, adornos y
costumbres. Nada de eso existe todavía: solo ese quién vive, esa pulsación
prelógica, ese sobresalto de la sangre que ha llevado a esos semianimales sin
cola que empuñan pedruscos o garrotes debido a su falta de garras, colmillos,
veneno, cuernos y demás recursos defensivos y ofensivos de que disponen los
otros seres vivientes, a andar, cazar y dormir juntos para así protegerse mejor
y sentir menos miedo.
Porque, sin duda, la experiencia cotidiana ha hecho que de todos los
sentimientos, deseos, instintos, pasiones aún dormidos en su ser, el que
primero se desarrollara en él, en ese su despertar a la existencia, haya sido el
miedo.
El pánico a lo desconocido que es, de hecho, todo lo que está a su alrededor, el
porqué de la oscuridad y el porqué de la luz, y si aquellos astros que flotan allá
arriba, en el firmamento, son bestias aladas y mortíferas que de pronto caerán
vertiginosamente sobre él a fin de devorarlo. ¿Qué peligros esconde la boca
negra de esa caverna donde quisiera guarecerse para escapar del aguacero, o
las aguas profundas de esa laguna a la que se ha inclinado a beber o el bosque
en el que se interna en pos de refugio y alimento? El mundo está lleno de
sorpresas y para él casi todas las sorpresas son mortíferas: la picadura del
crótalo que se ha acercado sinuosamente a sus pies reptando entre la hierba, el
rayo que ilumina la tempestad e incendia los árboles o la tierra que de pronto
se echa a temblar y se cuartea y raja en hendiduras que roncan y quieren
tragárselo. La desconfianza, la inseguridad, el recelo hacia todo y hacia todos
es su estado natural y crónico, algo de lo que solo lo dispensan, por brevísimos
intervalos, esos instintos que satisface cuando duerme, fornica, traga o defeca.
¿Ya sueña o todavía no? Si ya lo hace, sus sueños deben ser tan pedestres y
ferales como lo es su vida, una duplicación de su constante trajín para
asegurarse el alimento y matar antes de que lo maten.
Los antropólogos dicen que, después de alimentarse, adornarse es la necesidad
más urgente en el primitivo. Adornarse, en ese estadio de la evolución
humana, es otra manera de defenderse, un santo y seña, un conjuro, un
hechizo, una magia para ahuyentar al enemigo visible o invisible y
contrarrestar sus poderes, para sentirse parte de la tribu, para darse valor y
vacunarse contra el miedo cerval que lo acompaña como su sombra día y
noche.
El paso decisivo en el proceso de desanimalización del ser humano, su
verdadera partida de nacimiento, es la aparición del lenguaje. Aunque decir
“aparición” es falaz, pues reduce a una suerte de hecho súbito, de instante
milagroso, un proceso que debió tomar siglos. Pero no hay duda de que
cuando, en esas agrupaciones tribales primitivas, los gestos, gruñidos y
ademanes fueron siendo sustituidos por sonidos inteligibles, vocablos que
expresaban imágenes que a su vez reflejaban objetos, estados de ánimo,
emociones, sentimientos, se franqueó una frontera, un abismo insalvable entre
el ser humano y el animal. La inteligencia ha comenzado a reemplazar al
instinto como el principal instrumento para entender y conocer el mundo y a
los demás y ha dotado al ser humano de un poder que irá dándole un dominio
inimaginable sobre lo existente. El lenguaje es abstracción, un proceso mental
complejo que clasifica y define lo que existe dotándolo de nombres, que, a su
vez, se descomponen en sonidos –letras, sílabas, vocablos– que, al ser
percibidos por el oyente, inmediatamente reconstruyen en su conciencia
aquella imagen suscitada por la música de las palabras. Con el lenguaje el
hombre es ya un ser humano y la horda primitiva comienza a ser una sociedad,
una comunidad de gentes que, por ser hablantes, son pensantes.
Estamos a las puertas de la civilización pero aún no dentro de ella. Los seres
humanos hablan, se comunican, y esa complicidad recóndita que el lenguaje
establece entre ellos multiplica su fuerza, es decir, su capacidad de defenderse
y de hacer daño. Pero a mí me cuesta todavía hablar de una civilización en
marcha frente al espectáculo de esos hombres y mujeres semidesnudos,
tatuados y claveteados, llenos de amuletos, que siembran el bosque de trampas
y envenenan sus flechas para diezmar a otras tribus y sacrificar a los hombres
y mujeres que las pueblan a sus bárbaras divinidades o comérselos a fin de
apropiarse de su inteligencia, sus artes mágicas y su poderío.
Para mí, la idea del despuntar de la civilización se identifica más bien con la
ceremonia que tiene lugar en la caverna o el claro de bosque en donde vemos,
acuclillados o sentados en ronda, en torno a una fogata que espanta a los
insectos y a los malos espíritus, a los hombres y mujeres de la tribu, atentos,
absortos, suspensos, en ese estado que no es exagerado llamar de trance
religioso, soñando despiertos, al conjuro de las palabras que escuchan y que
salen de la boca de un hombre o una mujer a quien sería justo, aunque
insuficiente, llamar brujo, chamán, curandero, pues aunque también sea algo
de eso, es nada más y nada menos que alguien que también sueña y comunica
sus sueños a los demás para que sueñen al unísono con él o ella: un contador
de historias.
Quienes están allí, mientras, embrujados por lo que escuchan, dejan volar su
imaginación y salen de sus precarias existencias y viven otra vida –una vida
de a mentiras, que construyen en silenciosa complicidad con el hombre o la
mujer que, en el centro del escenario, fabula en voz alta–, realizan, sin
advertirlo, el quehacer más privativamente humano, el que define de manera
más genuina y excluyente esa naturaleza humana en ese entonces todavía en
formación: salir de sí mismo y de la vida tal como es mediante un movimiento
de la fantasía para vivir por unos minutos o unas horas en sucedáneo de la
realidad real, esa que no escogemos, la que nos es impuesta fatalmente por la
razón del nacimiento y las circunstancias, una vida que tarde o temprano
sentimos como una servidumbre y una prisión de la que quisiéramos escapar.
Quienes están allí, escuchando al contador, arrullados por las imágenes que
vierten sobre ellos sus palabras, ya antes, en la soledad e intimidad, habían
perpetrado, por instantes o ráfagas, esos exorcismos y abjuraciones a la vida
real, fantaseando y soñando. Pero convertir aquello en una actividad colectiva,
socializarla, institucionalizarla, es un paso trascendental en el proceso de
humanización del primitivo, en la puesta
en marcha o arranque de su vida espiritual, del nacimiento de la cultura, del
largo camino de la civilización.
Inventar historias y contarlas a otros con tanta elocuencia como para que estos
las hagan suyas, las incorporen a su memoria –y por lo tanto a sus vidas– es
ante todo una manera discreta, en apariencia inofensiva, de insubordinarse
contra la realidad real. ¿Para qué oponerle, añadirle, esa realidad ficticia, de a
mentiras, si ella nos colmara? Se trata de un entretenimiento, qué duda cabe,
acaso del único que existe para esos ancestros de vidas animalizadas por la
rutina que es la búsqueda del sustento cotidiano y la lucha por la
supervivencia. Pero imaginar otra vida y compartir ese sueño con otros no es
nunca, en el fondo, una diversión inocente. Porque ella atiza la imaginación y
dispara los deseos de una manera tal que hace crecer la brecha entre lo que
somos y lo que nos gustaría ser, entre lo que nos es dado y lo deseado y
anhelado que es siempre mucho más. De ese desajuste, de ese abismo entre la
verdad de nuestras vidas vividas y aquella que somos capaces de fantasear y
vivir de a mentiras, brota ese otro rasgo esencial de lo humano que es la
inconformidad, la insatisfacción, la rebeldía, la temeridad de desacatar la vida
tal como es y la voluntad de luchar por transformarla, para que se acerque a
aquella que erigimos al compás de nuestras fantasías.
Cuando surgen los contadores de historias en la humana tribu –y ellos
aparecen siempre, sin excepciones, en esas comunidades primitivas que
evolucionarán luego en culturas y civilizaciones– aquella ha empezado ya
inevitablemente a progresar –a superar obstáculos, a enriquecer sus
conocimientos y sus técnicas– espoleada, sin saberlo, por esos oficiantes
hechiceros que pueblan sus tardes o noches vacías con historias inventadas.
¿Cómo eran estos primeros contadores de historias, anónimos, remotos, tan
antiguos casi como los lenguajes que ayudaron a forjar y les permitieron la
existencia? ¿Qué historias contaban estos prehistóricos colegas, embriones o
piedras miliares de los futuros novelistas? ¿Y qué significaban para las vidas
de esos hombres y mujeres de la aurora de la historia aquellos primeros
cuentos y relatos que desde entonces fueron creando, junto y dentro de la vida
real, otra vida paralela, invisible, de mentiras, de palabras, pero rica, diversa e
intensa, y, aunque siempre de modo difícil de cuantificar, enredada y fundida
con la otra, la de verdad, la que ella, de manera sutil y misteriosa, impregna,
contagia e inficiona, corrigiéndola, orientándola, coloreándola,
complementándola y contradiciéndola?
Desde el mes de agosto de 1958 y gracias a una experiencia que viví sin
sospechar entonces la importancia que tendría en mi vida, me he hecho
muchas veces esas preguntas y he imaginado las posibles respuestas, y hasta
he escrito una novela que me absorbió enteramente por dos años, El hablador,
que es una imaginaria averiguación de esos albores de la civilización cuando
aparecieron, con los contadores de historias, los gérmenes de lo que, pasado el
tiempo y con la aparición de la escritura, llamaríamos la literatura.
Ocurrió en una amplia cabaña de Yarinacocha –el lago de Yarina– en los
alrededores de Pucallpa, en la Amazonía peruana, en agosto de 1958.
Yo formaba parte de una pequeña expedición que habían organizado la
Universidad de San Marcos y el Instituto Lingüístico de Verano para un
antropólogo mexicano de origen español, el doctor Juan Comas, que quería
visitar las tribus del Alto Marañón. La expedición partiría al día siguiente de
Yarinacocha donde tenía su central de operaciones el Instituto Lingüístico de
Verano, cuyo fundador, Guillermo Townsend, un amigo y biógrafo de Lázaro
Cárdenas, estuvo allí aquella noche con nosotros. La reunión tuvo lugar
después de una temprana cena. Recuerdo que varios lingüistas –eran lingüistas
y misioneros a la vez, pues el instituto, al mismo tiempo que aprendía las
lenguas aborígenes y elaboraba gramáticas y vocabularios de ellas, tenía como
designio la traducción de la Biblia a esas lenguas– nos hicieron exposiciones
sobre las comunidades aguarunas, huambisas y zarpas que visitaríamos en el
viaje. Pero todo eso se me ha ido confundiendo y borrando en la memoria de
aquella noche, porque, para mí, lo emocionante e inolvidable de la sesión
ocurrió al final, cuando tomaron la palabra los esposos Wayne y Betty Snell.
Jóvenes todavía, esta pareja de lingüistas había pasado ya varios años –él
desde 1951 y ella desde 1952– conviviendo con una pequeña comunidad
machiguenga, en la región limitada por los ríos Urubamba, Paucartambo y
Mishagua, que, hasta la llegada de ellos a ese paraje, había vivido sin contacto
alguno con la “civilización”.
Betty y Wayne Snell nos explicaron la cuidadosa estrategia que habían
desarrollado para vencer la desconfianza de los machiguengas –desnudándose
para acercarse a sus cabañas y dejándoles regalos, por ejemplo, y luego
retirándose para que supieran que venían en son de paz– hasta ser aceptados y
alojados por ellos. También, los difíciles primeros tiempos de convivencia en
el nuevo hábitat, y su entusiasmo al ir poco a poco aprendiendo las costumbres
y ritos de sus huéspedes y familiarizándose con el idioma machiguenga.
Pero lo que mi memoria conserva como más vívido y apasionante de aquella
noche, un recuerdo que nunca más se eclipsaría y, más bien, con el tiempo,
recobraría cada vez su fosforescencia contagiosa, fue aquello que, en un
momento dado, nos contó Wayne Snell. Estaba solo con los machiguengas
porque Betty había salido de viaje, tal vez a la central de Yarinacocha.
Advirtió, de pronto, que cundía una agitación inusitada en la comunidad. ¿Qué
ocurría? ¿Por qué estaban todos, hombres y mujeres, chicos y viejos, tan
exaltados? Le explicaron que iba a llegar “el hablador”. (Wayne Snell
pronunció una palabra en machiguenga y dijo que el equivalente podría ser
eso, “hablador”.) Los machiguengas lo invitaron a escucharlo, junto con ellos.
Este es el momento de su historia que a mí me quitaría el sueño muchas
noches, que cientos de veces retrotraería para volverlo a oír e imaginármelo,
que sometería a un escrutinio enfermizo, al que, con solo cerrar los ojos,
imaginaría los meses y años futuros de mil maneras diferentes. Wayne Snell
no tenía un buen recuerdo de aquella noche entera –sí, entera– que pasó,
sentado en la tierra, en un claro del bosque, rodeado de todos los
machiguengas de la comunidad, escuchando al hablador. Lo que él recordaba
sobre todo era la unción, el fervor, con que todos lo escuchaban, la avidez con
que bebían sus palabras y cuánto se alegraban, reían, emocionaban o
entristecían con lo que contaba. Pero ¿qué era lo que el hablador les contaba?
Wayne Snell ya sabía la lengua pero no comprendía todo lo que aquél decía. Sí
lo bastante para entender que aquel monólogo era un verdadero popurrí u olla
podrida de cosas disímiles: anécdotas de sus viajes por la selva, y de las
familias y aldeas que visitaba, chismografías y noticias de aquellos otros
machiguengas dispersos por la inmensidad de las selvas amazónicas, mitos,
leyendas, habladurías, seguramente invenciones suyas o ajenas, todo
mezclado, enredado, confundido, lo que no parecía molestar en absoluto a sus
oyentes, que vivieron aquella larga noche –a diferencia de Wayne Snell, a
quien le dolían todos los huesos y los músculos por la
incómoda postura, pero no se atrevía a partir para no herir la susceptibilidad
de los demás oyentes– en estado de incandescencia espiritual. Luego, cuando
el hablador partió, en toda la comunidad siguieron rememorando su venida
muchos días, recordando y repitiendo lo que aquél les contaba.
Como me ha ocurrido con casi todas las experiencias vividas que luego se han
convertido en materia prima de mis novelas u obras de teatro, aquello que oí,
esa noche de agosto de 1958, en un búngalo a orillas de Yarinacocha, a los
esposos Snell, quedó primero firmemente almacenado en mi memoria, y en
los meses y años siguientes, en Madrid, mientras escribía mi primera novela, y
en París, cuando escribía la segunda, y en Lima o Londres o Estados Unidos
mientras fabulaba la tercera y la cuarta, o en Barcelona, Brasil, Lima de
nuevo, mientras seguía escribiendo otras historias y pasaban los años, aquel
recuerdo volvía una y otra vez, siempre con más fuerza y urgencia, y, desde
algún momento que no sabría precisar, acompañado ya de la intención de
escribir alguna vez una novela a partir de aquellas imágenes que me dejaron
en la memoria los esposos Snell en mi primer viaje a la Amazonía.
Muchas veces no sé por qué ciertas cosas vividas se me convierten en
estímulos tan poderosos –casi en exigencias fatídicas, inexcusables– para
inventar a partir de ellas historias ficticias. Pero en el caso de “el hablador”
machiguenga sí creo saber por qué la imagen de esa pequeña comunidad de
hombres y mujeres recién salidos, o solo en trance de empezar a salir, de la
prehistoria, excitada y hechizada a lo largo de toda una noche por los cuentos
de ese contador ambulante, me conmovía tanto. Porque aquel hombre que
recorría las selvas yendo y viniendo entre las familias y aldeas machiguengas
era el sobreviviente de un mundo antiquísimo, un embajador de los más
remotos ancestros, y una prueba palpable de que allí, ya entonces, en ese
fondo vertiginosamente alejado de la historia humana, antes todavía de que
empezara la historia, ya había seres humanos que practicaban lo que yo
pretendía hacer con mi vida –dedicarla a inventar y contar historias– y,
además, sobre todo, porque allí, en esos albores del destino humano, aquel
hablador y su relación tan entrañable con su comunidad eran la prueba
tangible de la importantísima función que cumplía la ficción –esa vida de
mentiras soñada e inventada de los contadores de cuentos– en una comunidad
tan primitiva y separada de la llamada “civilización”. No había duda: aquello
iba mucho más lejos de la mera diversión, aunque, por supuesto, escuchar al
hablador fuera para los machiguengas la diversión suprema, un espectáculo
que los embelesaba y hacía vivir, mientras lo escuchaban, una vida más rica y
diversa que sus pedestres vidas cotidianas. Gracias a sus habladores, que eran
como un sistema sanguíneo que llevaba y traía historias que les concernían a
todos, los machiguengas, pulverizados en una vasta región en comunidades
minúsculas casi sin contacto entre sí, tenían conciencia de pertenecer a una
misma cultura, a un mismo pueblo, y conservaban vivos, gracias a aquellas
narraciones, un pasado, una historia, una mitología, una tradición, pues, por el
testimonio de Wayne Snell, era clarísimo que de todo esto estaba compuesto –
como en una manta de retazos– el discurso del hablador machiguenga.
Solo en 1985 me puse a trabajar sistemáticamente en El hablador. Para
entonces había leído y anotado todos los artículos y trabajos etnológicos,
folclóricos y sociológicos a los que había podido echar mano sobre los
machiguengas. Pero solo entonces lo hice a tiempo completo, pasando muchas
horas en bibliotecas y consultando a antropólogos o misioneros dominicanos
(que han tenido y tienen aún misiones en territorio machiguenga). Además,
cuando terminé una primera versión de la novela, hice un viaje a la Amazonía,
con Vicente y Lorenzo de Szyszlo y el antropólogo Luis Román que llevaban
algún tiempo haciendo trabajo social y de investigación en comunidades
machiguengas del alto y medio Urubamba y afluentes. Visité algunas de ellas
y pude conversar con los nativos así como con criollos y misioneros de la
zona. Antes, en 1981, con ayuda del Instituto Lingüístico de Verano, había
visitado las primeras aldeas machiguengas de la historia: Nueva Luz y Nuevo
Mundo, donde, con alegría, me encontré con los esposos Snell, a quienes no
había vuelto a ver desde aquella noche de 1958. Recuerdo todavía la cara de
estupefacción de ambos cuando, en Nueva Luz, tomando una infusión de
yerbaluisa y mientras los izangos me devoraban los tobillos, les dije que lo
que les había oído contar veintitrés años atrás sobre los machiguengas, y más
precisamente sobre el hablador, me había acompañado todo este tiempo y que
estaba decidido a escribir una novela inspirada en ese personaje de su historia.
Los Snell no podían creer lo que yo les decía. Ya tenían una edición de la
Biblia en machiguenga, que me mostraron, y ambos habían publicado trabajos
lingüísticos, gramaticales y vocabularios sobre esa comunidad que ahora –en
1981– veían, felices, agruparse en localidades, desarrollar actividades
agrícolas y elegir “caciques”, autoridades, algo que antes no habían tenido
nunca.
Toda esa investigación fue apasionante y recuerdo los dos años que dediqué a
El hablador con gratitud y nostalgia. Pero una de mis grandes sorpresas en el
curso de esa investigación fue lo poco que encontré, en lo mucho que leí,
sobre los “habladores” o contadores de cuentos machiguengas. No podía
explicármelo. Había algunas referencias al paso sobre ellos en algunos
cronistas viajeros del siglo xix, como el francés Charles Wiener y en los
informes o memorias de las misiones dominicanas –el “hablador” jamás
aparecía con esa denominación– pero casi nada en los antropólogos y
etnólogos que habían trabajado sobre los machiguengas contemporáneos.
Algunos de los críticos que han estudiado mi novela, como Benedict
Anderson, que le dedicó un sutil y penetrante estudio,* deducen por eso que,
como no está documentado por los científicos sociales, aquello de los
“habladores” machiguengas es una invención mía. ¡Qué más quisiera yo que
haberme inventado a ese personaje formidable! Aunque, a veces, la memoria
me ha jugado algunas pasadas y me ha hecho confundir recuerdos vividos con
recuerdos inventados en el proceso de gestar una novela, en este caso metería
mis manos al fuego y juraría que aquella historia del “hablador” se la oí a
Wayne Snell tal como mi memoria la ha conservado hasta ahora, medio siglo
después.
Cuando volví a ver a los Snell, en 1981, en el poblado de Nueva Luz, él
recordaba apenas aquella sesión nocturna en Yarinacocha de 1958 (y, a mí,
menos aún). Cuando yo le mencioné al “hablador”, él y su esposa, Betty, y el
joven cacique o jefe de la comunidad, cambiaron frases en machiguenga, se
consultaron, y, finalmente, poniéndose de acuerdo, pronunciaron ese nombre
que yo he estampado en la dedicatoria de El hablador: “kenkitsatatsirira”. Sí,
dijeron, se podía traducir por “hablador” o “contador”. Pero la verdad es que
ninguno de los tres me pudo dar datos más precisos sobre los habladores. Y, de
los machiguengas con los que hablé, directamente, o a través de intérpretes, en
el alto y el medio Urubamba, siempre obtuve respuestas vagas y evasivas cada
vez que los interrogué sobre los habladores.
¿Me soñé con todo aquello, pues? Estoy seguro que no. Y estoy seguro,
también, de que los “habladores” no son criaturas de mi imaginación. Existen
y, ahora mismo, alguno de ellos está recorriendo los bosques o hablando,
hablando, en los claros o aldeas de la tribu, ante una ronda de caras crédulas y
maravilladas.
¿Por qué los ocultan? ¿Por qué no han hablado más de ellos a los forasteros?
¿Por qué los informantes machiguengas que han proporcionado tanto material
a etnólogos y antropólogos sobre sus mitos y leyendas, sobre sus creencias y
costumbres, sobre su pasado, han sido tan reservados en torno a una
institución que, sin la menor duda, ha representado y debe representar todavía
algo central en la vida de la comunidad? Tal vez por la razón que inventé en
mi novela El hablador para explicar ese silencio pertinaz: a fin de mantener
dentro del secreto de las cosas sagradas de la tribu, amparado por un pacto
tácito o tabú, algo que pertenece a lo más íntimo y privado de la cultura
machiguenga, algo que, de manera intuitiva y certera, los machiguengas, que
en el curso de su historia han sido despojados ya de tantas cosas –tierras,
sembríos, dioses, vidas–, sienten que deben mantener a salvo de una
contaminación y manoseo que lo desnaturalizaría y despojaría de su razón de
ser: mantener viva el alma machiguenga, lo propio, lo intransferible, su
naturaleza espiritual, su realidad emblemática y mítica. Pues todo eso es lo
que representa el hablador para ellos. O, acaso, la curiosidad de los científicos
sociales jamás concedió la importancia debida a esos contadores de cuentos
primitivos, aunque algunos de ellos, como el padre Joaquín Barriales (O. P.),
recopilador y traductor de algunos hermosos poemas y leyendas
machiguengas, se hayan interesado por su folclore y mitología.
En todo caso, una cosa es universalmente sabida: la ficción, esa otra realidad
inventada por el ser humano a partir de su experiencia de lo vivido y amasada
con la levadura de sus deseos insatisfechos y su imaginación, nos acompaña
como nuestro ángel de la guarda desde que allá, en las profundidades de la
prehistoria, iniciamos el lento y zigzagueante camino que, al cabo de los
milenios, nos llevaría a viajar a las estrellas, a dominar el átomo y a
prodigiosas conquistas en el dominio del conocimiento y la brutalidad
destructiva, a descubrir los derechos humanos, la libertad, a crear al individuo
soberano. Probablemente ninguno de esos descubrimientos y avances en todos
los dominios de la experiencia hubieran sido posibles si, mirando a nuestras
espaldas millones de años atrás, no descubriéramos a nuestros antepasados de
los tiempos de la caverna y el garrote, entregados a esa iniciativa ingenua e
infantil, seguramente cuando, en la hora cumbre del pánico, la noche oscura,
apretados contra otros cuerpos humanos en busca de calor, se ponían a
divagar, a viajar mentalmente, antes de que el sueño los venciera, a un mundo
distinto, a una vida menos ardua, con menos riegos, o más premios y logros de
los que les permitía la realidad vivida. Ese viaje mental fue, es, el principio de
lo mejor que le ha pasado a la sociedad humana, pero también, sin duda, de
muchas de sus tragedias, porque abandonarse a los sortilegios de la
imaginación empujados por nuestros deseos no solo nos descubre lo que hay
de altruista, generoso y solidario en el corazón humano, también esos
demonios, apetitos destructores, de feroz irracionalidad, que suelen anidar
también entreverados con nuestros sueños más benignos.
La literatura es una hija tardía de ese quehacer primitivo, inventar y contar
historias, que humanizó a la especie, la refinó, convirtió el acto instintivo de la
reproducción en fuente de placer y en ceremonia artística –el erotismo– y
disparó a los humanos por la ruta de la civilización, una forma sutil y elevada
que solo fue posible con la escritura que aparece en la historia muchos miles
de años después de los lenguajes. ¿Alteró sustancialmente la escritura –la
literatura– el viaje a la ficción que emprendían juntos los primitivos cada vez
que se reunían a oír contar historias a sus contadores de cuentos?
Esencialmente, no. La escritura dio a las historias una forma más ceñida y
cuidada, y las hizo más personales, complejas y elaboradas, diversificándolas,
sutilizándolas hasta dotar a algunas de ellas de dificultades que las volvían
inaccesibles al lector común y corriente, algo que de por sí era inconcebible en
el género de ficciones orales dirigidas al conjunto de la comunidad.
Y por otra parte, la escritura dio a las ficciones una estabilidad y permanencia
que no podían tener las ficciones orales, transmitidas de padres a hijos y de
generación en generación, de pueblo a pueblo y de cultura en cultura, que,
como muestran todas las recopilaciones que se han hecho de esos relatos,
leyendas y gestas conservadas por tradición oral a lo largo de los años, se
diversifican y transforman hasta no parecer provenir de un tronco común ni
guardar parentesco entre sí.
Pero, descontando las variantes formales y la metamorfosis a que está
sometida inevitablemente la literatura oral, hay una inequívoca línea de
continuidad entre aquella y la escrita, entre la ficción contada y escuchada y la
leída, por lo menos en lo que ambas representan en su origen y designio: un
movimiento mental del desvalido ser humano para salir de la jaula en que
transcurre su vida y alcanzar una libertad e iniciativa que lo hace escapar del
espacio y del tiempo en que transcurre su existencia, y extiende y profundiza
sus experiencias haciéndolo vivir, como en una metamorfosis mágica, otras
acciones, aventuras, pasiones, y le permite adueñarse de toda clase de
destinos, aun los más estrafalarios y riesgosos, que las ficciones bien
concebidas y contadas –las ficciones persuasivas–, oídas o leídas, incorporan a
sus vidas.
Esta vida de mentiras que es la ficción, que vivimos cuando viajamos, solos o
acompañados (escuchando a los habladores o leyendo a cuentistas y
novelistas) hacia esos universos creados por la imaginación y los apetitos
humanos, no debe ser considerada una mera réplica de la vida de verdad, la
vida objetivamente vivida, aunque esta sea la tendencia con que suelen
estudiarla los científicos sociales que, valiéndose de la literatura oral y escrita,
ven en esta un documento sociológico e histórico para conocer las intimidades
de una sociedad. En verdad, la ficción no es la vida sino una réplica a la vida
que la fantasía de los seres humanos ha construido añadiéndole algo que la
vida no tiene, un complemento o dimensión que es precisamente lo ficticio de
la ficción, lo propiamente novelesco de la novela, aquello de lo que la vida
real carece, pero que deseábamos que tuviera –por ejemplo un orden, un
principio y un fin, una coherencia y mil cosas más– y para poder tenerlo
debimos inventarlo a fin de vivirlo en el sueño lúcido en el que se viven las
ficciones.
Este es un tema largo y complejo sobre el que no debo ni puedo extenderme
aquí, solo apuntarlo en este somero croquis de la antigüedad y razón de ser de
la ficción en la vida de los seres humanos. Es un error creer que soñamos y
fantaseamos de la misma manera que vivimos. Por el contrario, fantaseamos y
soñamos lo que no vivimos, porque no lo vivimos y quisiéramos vivirlo. Por
eso lo inventamos: para vivirlo de a mentiras, gracias a los espejismos
seductores de quien nos cuenta las ficciones. Esa otra vida, de mentiras, que
nos acompaña desde que iniciamos el largo peregrinaje que es la historia
humana no nos refleja como un espejo fiel, sino como un espejo mágico, que,
penetrando nuestras apariencias, mostraría nuestra vida recóndita, la de
nuestros instintos, apetitos y deseos, la de nuestros temores y fobias, la de los
fantasmas que nos habitan. Todo eso somos también nosotros, pero lo
disimulamos y negamos en nuestra vida pública, gracias a lo cual es posible la
convivencia y la vida social, a la que tantas cosas debemos sacrificar para que
la comunidad civilizada no estalle en caos, libertinaje y violencia. Pero esa
otra vida negada y reprimida que es también nuestra sale siempre a flote y de
alguna manera la vivimos en las historias que nos subyugan, no solo porque
están bien contadas, sino acaso sobre todo porque gracias a ellas nos
reencontramos con la parte perdida –Georges Bataille la llamaba “la parte
maldita”– de nuestra personalidad.
Diversión, magia, juego, exorcismo, desagravio, síntoma de inconformidad y
rebeldía, apetito de libertad, y placer, inmenso placer, la ficción es muchas
cosas a la vez, y, sin duda, rasgo esencial y exclusivo de lo humano, lo que
mejor expresa y distingue nuestra condición de seres privilegiados, los únicos
en este planeta y, hasta ahora al menos, en el universo conocido, capaces de
burlar las naturales limitaciones de nuestra condición, que nos condena a tener
una sola vida, un solo destino, una sola circunstancia, gracias a esa arma sutil:
la ficción.
Por eso no es impropio decir que sin la ficción la libertad no existiría y que,
sin ella, la aventura humana hubiera sido tan rutinaria e idéntica como la vida
del animal. Soñar vidas distintas a la que tenemos es una manera díscola de
comportarse, una manera simbólica de mostrar insatisfacción con lo que
somos y hacemos y, por lo mismo, significa introducir en nuestra existencia
dos elementos sediciosos: el desasosiego y la ilusión. Querer ser otro, otros,
aunque sea de la manera vicaria en que lo somos entregándonos a los
ilusionismos y juegos de disfraces de la ficción es emprender un viaje sin
retorno hacia parajes desconocidos, una proeza intelectual en que está
contenida en potencia toda la prodigiosa aventura humana que registra la
historia. Difícilmente hubieran sido posibles todas esas hazañas y
descubrimientos en la materia y el espacio, en la mente y en el cuerpo, en la
geografía y en la conciencia y subconciencia ni hubiéramos alcanzado, al igual
que en la ciencia y la técnica, en las artes las deslumbrantes realizaciones de
un Dante, un
Shakespeare, un Botticelli, un Rembrandt, un Mozart o un Beethoven, si, antes
de todo ello, no nos hubiéramos puesto a soñar historias a veces tan
persuasivas que indujeron a ciertos lectores apasionados, como el Quijote y
Madame Bovary, a querer convertirlas en realidades, y a tantos otros a actuar
con ímpetu y genio para que la vida real se fuera acercando más y más a la
que creamos con nuestra fantasía.
A la vez que sirvió para que con ella aplacáramos nuestros miedos y deseos, la
ficción nos hizo más inconformes y ambiciosos y dio un sentido trascendente
a nuestra libertad, al hacer nacer en nosotros la voluntad de vivir de manera
distinta a la que nuestra circunstancia nos obliga. Por eso, aunque en el
milenario transcurrir del acontecer humano nos hemos ido despojando de
tantas cosas –prejuicios, tabúes, miedos, costumbres, creencias, dioses y
demonios que eran otros tantos obstáculos para poder alcanzar nuevas cimas
de progreso y civilización–, hemos seguido siendo fieles a ese antiguo rito
que, para fortuna nuestra, comenzaron a practicar los ancestros en el principio
de la historia: soñar juntos, convocados por las palabras de otro soñador –
hablador, cuentista, juglar, trovero, dramaturgo o novelista– para de este modo
conjurar nuestros miedos y escapar a nuestras frustraciones, realizar nuestros
anhelos recónditos, burlar a la vejez y vencer a la muerte, y vivir el amor, la
piedad, la crueldad y los excesos que nos reclaman los ángeles y demonios
que arrastramos con nosotros, multiplicando de esta manera nuestras vidas al
calor del fuego que chisporrotea de esa otra vida, impalpable, hechiza e
imprescindible que es la ficción. ~
Salzburgo, 27 de agosto de 2007

* “El malhadado país”, en Benedict Anderson, The Spectre of Comparisons.


Nationalism, Southeast Asia and the World, Londres/Nueva York, Verso, 1998,
pp. 333-359.
La soledad de América Latina
Gabriel García Márquez - Nobel Lecture

Nobel Lecture, 8 December, 1982

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el


primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América
meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la
imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos
pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros
como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había
visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello,
patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que
encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel
gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de


nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso
de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron
otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en
mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según
la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el
mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de
México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a
otros, y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos
misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas
con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el
rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la
colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de
aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio
áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en
el siglo pasado la misión alemana encargada de estudiar la construcción de un
ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era
viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un
metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El


general Antonio López de Santa Anna, que fue tres veces dictador de México,
hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en
la llamada Guerra de los Pasteles. El general Gabriel García Moreno gobernó
al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue
velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la
silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota
teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil
campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos
estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para
combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco
Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua
del mariscal Ney comprada en Paris en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno
Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias
de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con
más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa
patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin
fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un
presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando
solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca
esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar
demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5 guerras
y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de
Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo.
Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de
cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde 1970.
Los desaparecidos por motivos de la represión son casi 120 mil, que es como
si hoy no se supiera donde están todos los habitantes de la cuidad de Upsala.
Numerosas mujeres encintas fueron arrestadas dieron a luz en cárceles
argentinas, pero aun se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que
fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las
autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto
cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil
perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la
cifra proporcional sería de un millón 600 muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el


12 % por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y
medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado
del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La
guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20
minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados
forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que
Noruega.

Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión


literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las
Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y
determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que
sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza,
del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más
señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y
malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido
que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros
ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble
nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia,


no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo,
extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin
un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en
medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que
los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la
identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para
ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo
contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres,
cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si
tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300
años para construirse su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que
Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de
que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aun en el siglo XVI los
pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes
impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aun en el
apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos
imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de
sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión


entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años
en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que
luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían
ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con
nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con
actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una
vida propia en el reparto del mundo.

América latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada
de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan
en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que
han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen
haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la
originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con
toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?
¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de
imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con
métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor
desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y
amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra
casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el
infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su
juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos
grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta


es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni
siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido
reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y
se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones,
una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la
población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos
recursos, y entre estos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los
países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción
como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han
existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este
planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: "Me
niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio
que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde
los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir
hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante
esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de
parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos
sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para
emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de
la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de
veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes
condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda
oportunidad sobre la tierra.

From Les Prix Nobel. The Nobel Prizes 1982, Editor Wilhelm Odelberg,
[Nobel Foundation], Stockholm, 1983 
La polémica de la ortografía
Gabriel García Márquez

A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta.
Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a
tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la
palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían
desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para
las palabras. Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad
entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras.

No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al


contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con
tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida
actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los
libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la
radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a
brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras
del amor.

No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en
tantas lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los
idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados
hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir
sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como
otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta
experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio
de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de
hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en
los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de
intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el
verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del
Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en
cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos
hace, aun no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los
hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que
un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo:
"Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un
cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de
Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra
que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos
probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a
rincón, una cereza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos
no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla
en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre
en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.

En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que


simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por
simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas
indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para
enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos
técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de
buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo
parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus
esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el
armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía,
terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres,
firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de
razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima
donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be
de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si
fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la
esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas
osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar,
con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta
providencial de mis doce años.

Tomado de La Jornada, México, 8 de abril de 1997


El mejor oficio del mundo.
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Palabras pronunciadas ante la 52 Asamblea de la Sociedad Interamericana


de Prensa (SIP) EEUU. 1996

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Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se


aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de
enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que
formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente
de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas
andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del
oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo
llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para
la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las
cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una
pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en
cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en
caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición
de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y
apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar
de lo mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no
lo eran.
El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y
reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era
la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo
tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo
oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en
realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años —siendo el peor
estudiante de derecho— empecé mi carrera como redactor de notas editoriales
y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las
diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.

La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base


cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La
lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos,
y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la
vida al mejor oficio del mundo… como nosotros mismos lo llamábamos.
Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de
Colombia, no era ni siquiera bachiller.

La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción


escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo
académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los
medios inventados y por inventar.

Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el


oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino
ciencias de la comunicación o comunicación social. El resultado, en general,
no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la
vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas
vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes
congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la
creatividad y la práctica.

La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves


problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión
reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un
documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos
casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación
convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos
atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a
conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier
precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor
noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da
mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la
escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles
inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por
la vida.

Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la
masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez
de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además,
que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos,
y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin
control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la
competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la
formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían
el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios
asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con
los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La
deshumanización es galopante.

No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las


comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido
para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los
principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una
tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les
ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan
media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles
por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. “Ni siquiera nos
regañan”, dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus
jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene
fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.

Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha minimizado el


reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que es también el
que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio
certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución minuciosa y
verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió en la
realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de
los hechos.

Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con


vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos
siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y
antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un dinosaurio a
partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un
dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él,
aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo
enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para
descifrarlas.

Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se opina


en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos
informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues
nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de
comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o
deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan
a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen
entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos
funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo
saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el
culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin instrumento
fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada
como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista piensa que su fuente es
su vida misma —sobre todo si es oficial— y por eso la sacraliza, la consiente,
la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de
complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda
fuente.

Aún a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran culpable en
este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio se hacía bien
con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno solo: la libreta de notas,
una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usábamos todavía
para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de la grabadora está
por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas jóvenes que el
casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde
libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio.
La grabadora oye pero no escucha, repite —como un loro digital— pero no
piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no
será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del
interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la
radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos
entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente.

La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La


radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género
supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada
de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista que vio como la del
entrevistado que declaró. Para muchos redactores de periódicos la
transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras,
tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por el infarto
de la sintaxis. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las
transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo
de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio
profesional.

Tal vez el infortunio de las facultades de comunicación social es que enseñan


muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Claro que
deben persistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y
perentorios, para contribuir a la base cultural que los alumnos no llevan del
bachillerato. Pero toda la formación debe estar sustentada en tres pilares
maestros: la prioridad de las aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que
la investigación no es una especialidad del oficio sino que todo el periodismo
debe ser investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una
condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el
zumbido al moscardón.

El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza


mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento
crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio
público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las
cinco de la tarde.

Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para toda


la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres
experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación
para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia piloto con
periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad específica —reportaje,
edición, entrevistas de radio y televisión, y tantas otras— bajo la dirección de
un veterano del oficio.

En respuesta a una convocatoria pública de la fundación, los candidatos son


propuestos por el medio en que trabajan, el cual corre con los gastos del viaje,
la estancia y la matrícula. Deben ser menores de treinta años, tener una
experiencia mínima de tres, y acreditar su aptitud y el grado de dominio de su
especialidad con muestras de las que ellos mismos consideren sus mejores y
sus peores obras.
La duración de cada taller depende de la disponibilidad del maestro invitado
—que escasas veces puede ser de más de una semana—, y éste no pretende
ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios académicos, sino
foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos, para tratar de
transmitirles sus experiencias en la carpintería del oficio. Pues el propósito no
es enseñar a ser periodistas, sino mejorar con la práctica a los que ya lo son.
No se hacen exámenes ni evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni
certificados de ninguna clase: la vida se encargará de decidir quién sirve y
quién no sirve.

Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países han participado en


veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la fundación, conducidos
por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma Guillermoprieto con
dos talleres de crónica y reportaje. Terry Anderson dirigió otro sobre
información en situaciones de peligro, con la colaboración de un general de
las Fuerzas Armadas que señaló muy bien los límites entre el heroísmo y el
suicidio. Tomás Eloy Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo
un taller de edición y más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil
Bennet hizo el suyo sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y
Stephen Ferry lo hizo sobre fotografía. El magnífico Horacio Bervitsky y el
acucioso Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo,
y el español Miguel Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo
internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y brillante de la
prensa europea.

Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy positivos, y soñamos


con convocar el año entrante un intercambio masivo de experiencias en
ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo mismo he incurrido
varias veces en la tentación de convencer a los talleristas de que un reportaje
magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos de la
poesía.

Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde un


punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas alentadores el
entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un fermento multiplicador
del inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios, compartido
en muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que veinte
periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio
ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos
proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez
el viejo modo de aprenderlo.

Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate. Ya sea en sus
salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los
simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los
estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de
verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que
sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la
realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre
que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido
puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el
orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya
nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un
oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia,
como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras
no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.
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