Antologia de Ensayos Literarios
Antologia de Ensayos Literarios
Antologia de Ensayos Literarios
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Aquel ensayista siempre criticó el exceso de citas textuales. Decía que si los
escritores cobraran por las citas no se preocuparían por vender libros. También
decía que apenas era necesario que un libro o un ensayo empezaran por un
epígrafe para que él le negara incluso una lectura superficial. Por ello
repudiaba las tesis universitarias, ese estero para las transcripciones, para la
letra pequeña que siempre desembocaba en una referencia al pie de página.
Eso pensaba este ensayista, antes de que un autoritario gobierno de derecha
ordenara quemar todas las novelas, libros de cuentos, poesía y teatro de este
país. Antes de que en ese mundo devastado, la literatura sólo pudiera
reconstruirse a través de las citas textuales de las tesis universitarias.
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Fue durante la fiesta de un Congreso de Letras cuando un ensayista tuvo la
revelación que le hizo cambiar su vida. Entre el humo de cigarrillos,
discusiones semióticas y una mujer ebria que a lo lejos bailaba concluyó que
de no ser por el ansia de sexo ocasional y por Juan Rulfo, no tendría nada en
común con esas personas. El súbito ruido de conversaciones inconexas le hizo
cuestionarse si en verdad tenía algo que platicar con ellos. La chica más
atractiva de la fiesta casi lo abofeteó cuando confundió a Subirats con Saborit,
pero eso no los hizo siquiera un poco enemigos. Entonces pensó que Jonathan
Franzen tenía razón cuando dijo: “La primera lección que enseña la lectura es
a estar solo”.
Cierto ensayista pensaba que en un futuro no muy lejano, las editoriales sólo
publicarían antologías, ese territorio natural para un género tan poco popular
como el ensayo. Después de recibir sus tres ejemplares por concepto de
derechos de autor, el ensayista dijo: “El futuro está en las compilaciones; es
una de esas cosas que presintieron quienes más saben de negocios: los piratas
y los pornógrafos”. La falta de un libro que pudiera llamar auténticamente
suyo, le incomodaba, pero no había hallado otra forma de supervivencia que
aceptar cualquier invitación a ser antologado. “Antes mis estados de ánimo
dependían de las mujeres; ahora dependen de los antologadores”, afirmaba en
sus horas románticas. Las respuestas siempre se demoraban y las
publicaciones también; de tal manera que al ensayista se le veía ansioso todo
el tiempo. Incluso, cuando recibía el libro se decepcionaba de sobremanera:
tanto si los demás escritores eran mejores que él, como si no lo eran.
“Pertenecer a una compilación es como ser invitado a una orgía”, decía; “: no
sabes quién demonios estará tu lado”. Cada antología lo ubicaba en alguna
parcela de la literatura mexicana; para algunos críticos era parte de la
“Generación Poetas del Psicotrópico” y para otros de los “Novísimos
escritores de la República Mexicana”. Ser antologado era recibir una etiqueta;
“quizás mucho mejor que andar desetiquetado por la vida”, comentó. Pasaron
los años y el ensayista nunca publicó un libro individual. “Me siento como los
bajistas de las bandas de rock que transitan de disco en disco y de grupo en
grupo, mientras son los otros quienes se vuelven solistas”, escribió en su
diario (cuyos fragmentos aparecieron de manera póstuma en el libro
Desconocidos diaristas del sur de México).
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Muchos y caudalosos son los ríos que arrastran el azar hacia el proceloso mar
de la nota roja. No solo porque hoy en día en numerosas poblaciones
mexicanas la gente siente que se juega la vida, o cuando menos bolsa e
integridad física, al salir a la calle; reconozcámoslo, la lotería de la violencia
cada día nos pone más nerviositos. No solo por esto, digo, sino porque el
juego inevitablemente atrae al maleante: donde hay dinero fácil que va y viene
de mano en mano, se acerca a olisquear el gángster. Díganlo si no esas
carreras parejeras, esos palenques (improvisados o no), esas mesas con barajas
españolas, donde hacen tertulia rústica millonaria los invisibles capos de los
cárteles que aterrorizan al país.
Y están también esos patéticos suicidas, esos fugitivos viajando por Brasil,
que abusaron de la confianza de la empresa en el momento justo en que la
oscura y arbitraria divinidad de la fortuna les volvía la espalda y se jugaron el
patrimonio que no era suyo y lo perdieron.
Figura también entre la dramatis personae del juego ese delincuente menor, el
tahúr, ave zancuda que habita en los pantanos de la bobería y la compulsión
ajenas, y que mantiene, como todos los estafadores, la sangre elegantemente
fría.
Tapete verde, dados, joker, cartas, galgos, hasta el modesto bingo, caras
impasibles, ruleta, hagan su juego, señores, no va más, crean su mundo de
supersticiones: ¿qué extraño impulso nos empuja hasta el filo del vuelco de
fortuna? ¿Qué es lo que queremos saber o probar?
Saltemos ahora de la Rusia Blanca a la nota roja. Presento una vieja noticia: se
trata de un muchacho con pasión dostoievskiana por el juego, no la ruleta en
este caso, sino el vernáculo póker abierto. Sucedió en Calimaya, Estado de
México, hace muchos años. El joven Adelaido Mendoza de nombre pidió a su
novia Ángela Martínez que entrara al juego de póker, no como espectadora,
sino, desagraciadamente, en calidad de apuesta, dado que Abel López Aguirre,
su contrincante, ya lo había desplumado. Ignoramos qué tenía Ángela en la
cabeza, pero aceptó el pasivo papel de bien mostrenco. Adelaido traía ese día
al santo de espaldas y perdió a la novia. Pero esa victoria resultó tesoro
envenenado para López Aguirre, pues cuando don Abel se disponía a cobrar su
codiciada ganancia, su adversario, don Adelaido, resultó mal perdedor y sacó
de entre su ropas una pistola calibre .22 y abatió a su suertudo amigo de cinco
balazos. Después huyó al amparo de la noche y de la confusión reinante.
De esta, una de las maneras, hay muchas otras en que juegos de azar y crimen
pueden asociarse.
Mezquindad fraternal
Enrique Serna 31 enero 2011
Entre las repúblicas literarias de lengua española existe una guerra fría
disfrazada de fraternidad. Por el gran poder económico de la industria editorial
ibérica, los editores de la madre patria tienen una cuota excesiva de poder
cultural, pues no solo deciden lo que se debe leer en su país, sino en las viejas
colonias de ultramar. Tanto ellos como los periodistas culturales y los críticos
literarios suelen utilizar ese poder con fines proteccionistas. En un encuentro
literario en Barcelona tuve que rebatir a un editor cuando afirmó que los
autores latinoamericanos buscábamos “validar nuestras obras en España”. Le
dije que nuestras obras se validaban en su país de origen, pues ya no
estábamos en los tiempos del virreinato, pero muchos autores tenían que pasar
la difícil aduana del mercado español para poder difundirlas en los demás
países de habla hispana. Como resultado de esta política editorial, en la
actualidad hay narradores latinoamericanos mejor conocidos en Francia, en
Italia o en Alemania que en el resto del mundo hispanohablante. La
desigualdad de oportunidades se agrava si tomamos en cuenta los gustos
literarios del español común. De un tiempo para acá, el gran público
peninsular, económica y psicológicamente integrado a la Comunidad Europea,
ha vuelto la espalda a América Latina, como los ganadores de la lotería que
rompen con sus viejas amistades pránganas al ascender en la escala social.
Juan Goytisolo fue uno de los primeros en dar la voz de alarma: “En nuestro
país de nuevos ricos, de nuevos hombres libres y de nuevos europeos –
escribió en 1989–, la clase política no ha sabido aclimatar una cultura moral ni
promover un civismo susceptible de contrabalancear la ignorancia y el
desprecio del otro.” Tal vez ahora, con el 20 por ciento de la población activa
en el desempleo, la sociedad española vuelva a estrechar lazos con sus
parientes pobres.
La euforia inducida con que los Chikos del Wepa buscaron sobreponerse al
golpe moral de perder a un amigo quizá no los haya librado de una resaca
espantosa. Su pachanga, sin embargo, tiene un valor simbólico porque ocurre
en el contexto de una tragedia colectiva igualmente negada, que las
autoridades soslayan por conveniencia y los ciudadanos impotentes
contemplamos desde lejos con la capacidad de asombro embotada por la
rutina. Mientras los delincuentes de cuello blanco se reparten con los narcos
los despojos del país, los vacíos de poder que el derrumbe del Estado va
dejando por doquier generan pequeñas tiranías municipales o estatales, en
donde las guerras de pobres contra pobres arrojan a diario un cifra negra que
las dependencias encargadas de combatir el crimen intentan en vano
minimizar, como si el infierno se pudiera tapar con un dedo. Las élites
políticas ya no gobiernan una buena parte del país y sin embargo se siguen
disputando a dentelladas el botín del erario. Desde la cúpula del poder, las
tragedias que pueden salpicar de lodo al señor presidente no ameritan siquiera
un homenaje luctuoso. El hallazgo del cementerio clandestino más grande de
América Latina (253 cadáveres), en el fraccionamiento jarocho Colinas de
Santa Fe, dejó indiferente a Peña Nieto. Ni visitó el lugar ni se dio por
enterado. Aquí no pasa nada, señores, contemos también lo bueno y
preparemos las maletas para el exilio en Miami. Una tragedia reconocida
puede generar una catarsis purificadora. Las tragedias negadas, en cambio,
dejan un campo minado en el subsuelo de la conciencia y detonan mayores
erupciones de rencor. La catástrofe delictiva de la última década va para largo
porque los guardianes del orden público han optado por bailar cumbias con los
compas de Chuy.
Al diablo las buenas intenciones
David Rieff 31 diciembre 2010
Tenía uno de esos rostros que podrían provenir de cualquier lugar de Europa
del sur, América Latina o el norte del subcontinente indio. Con pinta de
halcón, atractivo, ese rostro tenía algo esencialmente camaleónico. Auden
decía que después de los cuarenta todo el mundo tiene la cara que se merece,
pero siempre me pareció que Iván Illich había “desnacionalizado” su rostro de
la misma manera que se había desnacionalizado él mismo. Es bastante difícil
que los escritores produzcan su mejor obra en un lenguaje distinto a su lengua
materna; solo Conrad, Beckett y Cioran lograron salvar el abismo, aunque
también Borges podría haberlo hecho de haber elegido camino tan ingrato.
Iván, que estudiaba tagalo cuando yo trabajaba para él, hablaba unas doce
lenguas fluida o cuando menos convincentemente, y podía arreglárselas en
otras seis. Alguna vez me dijo que, después de las primeras cuatro o cinco,
aprender otra lengua no resultaba terriblemente difícil. Tenía el mismo genio
para las culturas, aun cuando sin duda le guardaba una lealtad especial, por no
hablar de cariño, a América Latina.
Dada la biografía de Iván, esto era quizás una sobredeterminación. Se podría
argumentar que solo quienes provienen de países pequeños –lugares que, antes
que modificar la historia, son modificados por ella, como dijera alguna vez
Cioran de su nativa Rumania– pueden ser verdaderos cosmopolitas. Iván
encajaba perfectamente en este molde. Nació en Viena en 1926; su madre era
judía, su padre –un ingeniero civil– pertenecía a la pequeña nobleza de
Dalmacia. Para los profesionistas ambiciosos de los Balcanes en la década de
1920, Viena debía ser lo que Nueva York o Londres hoy. La gente iba ahí a
hacer carrera, pero su corazón permanecía en otro lugar. No es de sorprender,
pues, que cuando Iván tenía tres meses de edad, su padre lo llevara de vuelta a
Split para ser bautizado.
Cuatro décadas más tarde, Iván describía las islas del Adriático croata –donde
la familia de su padre había vivido por un milenio– a partir de imágenes, pero
con la viveza de la elegía. Él tenía 44 años en el verano de 1970, cuando dejé
la universidad y conduje de la ciudad de Nueva York a Cuernavaca para
unirme a una banda políglota de asistentes de investigación que trabajaban
para él en el Cidoc [Centro Intercultural de Documentación] –centro de
estudios y escuela de idiomas para norteamericanos que había fundado en esa
ciudad– sobre un manuscrito muy preliminar de su libro Némesis médica (mi
contribución a dicho proyecto difícilmente pudo haber sido más trivial). Yo
había conocido un poco de Yugoslavia en la adolescencia, así que muchos de
los lugares que describía Iván me eran familiares. Y, sin embargo, siempre
resultaba un tanto sorprendente, y desquiciante, escalar la colina que llevaba a
su casa –conducir un auto ahí no era cosa fácil; Iván había descuidado el
camino a propósito, hasta un punto peligroso, y a decir verdad solía
fanfarronear sobre ello– y encontrarse de alguna manera de vuelta en los
Balcanes, mientras Iván hablaba casi como si nunca hubiera partido.
Hablaba bajo el signo del pesar, y lo que parecía llenar a Iván con más pena
era que la forma intemporal en que la gente había nacido, vivido, se había
casado, había criado niños, labrado, pescado, rezado, envejecido y muerto en
la tierra natal de su padre, ya estaba siendo golpeada en el yunque de la
modernidad, hasta el punto de volverla irreconocible, antes de que él
abandonara Europa a finales de la década de 1940. Según decía, fue la llegada
del primer megáfono a la isla –un acontecimiento al que Iván regresaba una y
otra vez al conversar– lo que había echado abajo un mundo en el que las voces
eran iguales para sustituirlo por otro en el que el poder dominaba. A menudo
me parecía que de haber sido Foucault menos distante y olímpico en tanto
pensador, sus opiniones sobre el poder habrían reflejado las de Iván de manera
significativa; aun así, hay puntos importantes de coincidencia entre ambos.
Para Iván, el recuerdo del megáfono quemaba como una brasa, y en ocasiones
parecía como si constituyera una piedra de toque igual a la llegada del
nazismo que había destruido a su familia y, con ella, a la Europa en la que
había venido al mundo.
No hablaba metafóricamente. Pese al uso de emblemas y atributos –en el
sentido católico medieval de la palabra– en sus conversaciones, rara vez lo
hacía. Al contrario, Iván creía de manera bastante literal que el advenimiento
del megáfono había anunciado el fin de la comunidad. Según su análisis del
acontecimiento y sus secuelas, aquellos que habían sido siempre sujetos se
vieron reducidos al estatus de objetos, vieron sus voces ahogarse, sus
tradiciones devaluarse frente a estructuras ajenas de poder empeñadas en
forzarlos a amoldarse a nuevas normas, nuevas tecnologías, nuevas jerarquías.
El colonialismo no era una cuestión apremiante ni un punto capital de
referencia en la Croacia anterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo,
no creo que fuera solo en retrospectiva que Iván identificara la modernización
traumática de su isla ancestral como colonialismo en su forma más pura. Sería
demasiado llamar a Iván un anticolonialista prematuro, de la misma manera en
que los voluntarios estadounidenses que pelearon por la República española
fueron llamados, una vez iniciada la Segunda Guerra Mundial, antifascistas
prematuros. Pero aunque psicologizar sea siempre arriesgado, y aunque solo
nos lo debamos permitir con mucha precaución, sí creo que esto ayuda a
explicar las profundas raíces del miedo y el odio que Iván sentía hacia lo que
él veía como la imposición de los valores de Estados Unidos –incluidos los de
su jerarquía nacional católica– sobre América Latina.
Aunque original en muchos sentidos, difícilmente se podría esperar que Iván
fuese siempre original. Después de todo, aparte de Octavio Paz y Gabriel Zaid
en México, ¿qué intelectual latinoamericano interesado en política –no hablo
aquí de un Borges o una Silvina Ocampo o un Rulfo– era capaz de resistir este
saber político convencional? Iván era latinoamericano por adopción y, como
todos los conversos, era más dogmático que aquellos que, por así decirlo,
nacieron dentro de la fe. Tampoco está claro, incluso hoy día, si la opinión
más general de Iván, que consideraba la modernidad como Made in usa, era
incorrecta en aquel momento. En los años cincuenta y sesenta no se tenía que
ser antiestadounidense para creerlo. Los mismos estadounidenses lo creían
vehementemente; ese era su credo. No eran más capaces que Iván de imaginar
una modernidad postestadounidense –eso que uno ve reificado en los
modernos Tokio y Shanghái.
Claro que es imposible saber qué habría pensado Iván sobre todo esto. Yo creo
que lo habría confundido. Pese a todas sus fortalezas intelectuales y morales,
Iván era un pensador profundamente binario, y el policentrismo cultural y
político del siglo xxi no es en absoluto la dirección hacia la que él anticipaba
que el mundo se movería. Su postura intelectual por defecto era dialéctica o,
como quizás habría preferido decirlo, agónica: la ideología dominante de la
modernidad occidental contra el comunitarismo de los pobres.
Pero la dialéctica de Iván no era la narrativa del progreso de Fichte, Hegel o
Marx, sino una narrativa antiprogreso, una narrativa sobre la caída de la
gracia. Había además algo extrañamente provinciano en todo ello. Asia, a no
ser por Filipinas –esa parte descolocada de América Latina–, era en gran
medida desconocida para Iván. Sin duda no era eurocéntrico en un sentido
convencional, pero su geografía imaginativa se centraba notable y
desproporcionadamente en Europa, Estados Unidos y América Latina. Alguna
vez Ernest Gellner llamó a Hispanoamérica la zona fronteriza de Europa.
Cuando me topé con esta formulación, pensé: “¡Por eso le gustaba tanto a
Iván!”
El mundo que Iván encontró en América Latina era un mundo donde el tema
de Estados Unidos era capital. Hoy día, cuando es casi seguro que la era de
hegemonía global de Estados Unidos toca a su fin, resulta fácil olvidar cuán
abrumador, y en muchos casos cuán cruel, parecía el poder estadounidense en
la década de 1960. El Cidoc fue fundado en 1961 –Iván lo describió desde un
principio como un “centro para la ‘des-yanquificación’”–, tan solo siete años
después de la caída de Arbenz en Guatemala, en 1954, orquestada por la cia.
Ahora eso parece historia antigua, pero cabría recordar que pasó menos
tiempo entre el golpe en Guatemala y la fundación del Cidoc, que entre la
invasión estadounidense a Afganistán tras el 11 de septiembre y el día de hoy.
Aquel era, por supuesto, un momento en que sacerdotes radicales se contaban
entre los líderes de movimientos guerrilleros que combatían a los gobiernos
respaldados por Washington en todo el continente. A pocos años de su
fundación –debo insistir, por una cuestión de honor y aun cuando se trate de
un argumento desfavorable, en que las sospechas de la jerarquía católica
mexicana sobre Iván no carecían de fundamento– el Cidoc se convirtió en un
refugio para veteranos de estas luchas de guerrilla, incluidos, mientras yo
estuve ahí, hombres que habían peleado junto al padre Camilo Torres en
Colombia. Los recuerdo bien: tenían una cierta quietud y, aunque eran
perfectamente amigables, cuando te miraban era como si al mismo tiempo
estuvieran viendo a través de ti. Yo los admiraba, y no creo haber sido el
único. Para ser justo, y puesto que todos estos acontecimientos tuvieron lugar
hace tanto tiempo, debo insistir en que no solo la izquierda es vulnerable a la
idea de que el sufrimiento ennoblece. Solzhenitsyn dijo algo muy parecido tras
ser liberado del gulag.
A Iván se le recuerda, si acaso se le recuerda, como un hombre de izquierda:
una figura emblemática de la contracultura de los sesenta, un Norman O.
Brown con alzacuello, un Herbert Marcuse con gracia y sin Hegel. Este era un
profundo malentendido, aunque creo que Iván hizo menos de lo que hubiera
podido para ponerle freno. Iván tomaba la adulación de los jóvenes de Estados
Unidos y Europa como algo bien merecido. Pero, pese a su confianza en la
rectitud de sus propias ideas –tenía, por encima de todas las cosas, una mente
resuelta–, en algún punto debió saber que sin duda lo que atraía a este público
“contracultural” era su crítica de la modernidad, personificada por Estados
Unidos, como vehículo de la injusticia y la opresión. Entonces, como ahora, la
nostalgia de los jóvenes por el pasado no era en realidad nostalgia alguna,
sino, en la gran frase de Ortega y Gasset, una “rebelión sentimental”, un
utopismo en su sentido literal de no lugar y, por extensión, no tiempo. Para
ellos, el pasado era precisamente lo que nunca fue: un menú. Y todavía
piensan de esta manera. Hay que ver a tantos de los manifestantes en casi
cualquier protesta antiglobalización, resplandecientes en su falso disfraz
aborigen, tocando sus tambores tribales importados. Quieren la comunidad sin
el patriarcado, la agricultura orgánica premoderna sin las hambrunas regulares,
el tiempo libre sin la tecnología (sobre todo, la tecnología médica).
La nostalgia de Iván no albergaba ninguna de estas contradicciones. En todo
caso, llegaba al extremo opuesto con su insistencia en una consistencia
radical. Iván pudo haberse equivocado al pensar que los campesinos
“plebeyos” que quería defender, e incluso restituir, habían tenido una
existencia casi inmutable hasta el advenimiento de la modernidad. Pero él
creía que el registro histórico lo demostraba. Estaba tan seguro de su análisis
que cuando yo iba a su casa a recibir instrucciones de investigación para el
día, a menudo me entregaba algunas páginas manuscritas en las que había
dejado las fechas y los lugares de los acontecimientos que describía en blanco.
Parecía creer que era una cuestión trivial. Sabía que los espacios en blanco
podían ser llenados por un asistente de investigación medianamente
competente. No quiero decir con esto que Iván menospreciara la erudición. Al
contrario, el Cidoc fue sobre todo y en primer lugar una institución de
enseñanza académica, un centro de investigación y una casa editora.
Alguna vez le pregunté a Iván cuándo había comprendido que el desarraigo
habría de ser su destino. Su respuesta fue la misma que, de niño, le escuché a
unos refugiados judeoalemanes amigos de mis padres. “Tuve una buena
educación europea”, me dijo.
El Anschluss entre Alemania y Austria tuvo lugar en marzo de 1938. En aquel
momento, Iván tenía trece años y estudiaba en un colegio de élite en Viena.
Las fuerzas alemanas fueron bienvenidas con tal entusiasmo que se oyó a
Hermann Goering decir: “hay un júbilo increíble en Austria.
Nosotros mismos no pensamos que las simpatías serían tan intensas”. Durante
los tres años siguientes, Iván perdería a su padre y a su abuelo, su lugar en la
escuela, su país y su identidad. “De pronto dejé de ser mitad ario y me
convertí en mitad judío”, tal era su breve descripción sobre lo sucedido. Nunca
he entendido cómo resistieron durante tanto tiempo, pero fue en 1941 cuando
la familia hizo el viaje de la Gran Alemania a Italia. Iván tenía quince años y,
si bien más adelante se mostraría mucho más reticente sobre el asunto, era él
quien cuidaba de su madre –ella siempre había sido psicológicamente frágil;
eso es todo lo que diría– y sus dos hermanos gemelos menores. Iván logró
inscribirse en la Universidad de Florencia, donde estudió cristalografía e
histología, aunque era la credencial de estudiante que obtuvo lo que resultaba
instrumental para la supervivencia de la familia. Un año más tarde, Iván optó
por el sacerdocio y entró a la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma, en
1942. En tanto medio judío en lo que ya era la Italia ocupada por los nazis,
esta decisión probablemente salvó su vida.
Tras su ordenación, Iván realizó un doctorado en la Universidad de Salzburgo
–su tesis fue sobre Toynbee– y en 1951 se mudó a Nueva York, adonde sus
hermanos ya habían inmigrado. Siendo sacerdote de una parroquia
neoyorquina comenzó lo que habría de convertirse en su compromiso de por
vida con América Latina. A Iván se le asocia por lo general con la izquierda
católica, pero la realidad es más compleja. En Roma, había estado cerca del
gran filósofo tomista Jacques Maritain, primer embajador francés de posguerra
en el Vaticano, cuyo propio rechazo de la modernidad seguramente influenció
a Iván. En Nueva York, se volvió un protégé de Francis Cardinal Spellman,
una figura notoriamente conservadora dentro de la jerarquía católica
estadounidense, de por sí notable por su conservadurismo. “Me llevaba bien
con Spellman”, me dijo alguna vez Illich. “Lo único que objetaba era mi
nombre. Me decía, ‘Iván es un nombre comunista. Te llamaré Johnny, Johnny
Illich’.”
Spellman le asignó al joven padre Illich una parroquia del Alto Manhattan con
una inmensa mayoría de inmigrantes puertorriqueños, que habían comenzado
a llegar a Nueva York a finales de la Segunda Guerra Mundial. En aquellos
días, el destino hispano del catolicismo estadounidense era lo último que los
jerarcas católicos, mayoritariamente irlandeses-estadounidenses –en muchos
casos, nativos de Irlanda–, podrían haber avizorado, aunque el propio
Spellman tenía mejor visión de futuro. Por su parte, Iván aprendió español de
inmediato y comenzó a viajar mucho por Puerto Rico. Unos cuantos años
después, en gran parte como reconocimiento a sus logros entre la comunidad
puertorriqueña, Iván fue nombrado vicerrector de la Universidad Católica de
Puerto Rico, donde su misión fue preparar a los sacerdotes estadounidenses
para servir a la creciente población católica hispana. Al mismo tiempo, Iván se
involucró en las cuestiones educativas que llevarían más adelante a la que aún
es su obra más reconocida, La sociedad desescolarizada. Al principio, su
carrera fue de un triunfo a otro, y llegó a su culmen en 1959, cuando Spellman
nombró a Iván el monseñor más joven de la jerarquía estadounidense.
En realidad fue solo entonces que Iván comenzó a hacerse de enemigos.
Cuatro años más tarde, regresó a Nueva York –a la Universidad de Fordham–
e inmediatamente abrió un nuevo centro de preparación de sacerdotes. Poco
después, partió hacia México, y caminó e hizo autoestop desde el Río Bravo
hasta Argentina. En cierto sentido, el Cidoc fue hijo de esta odisea. En
México, Iván había conocido y se había vuelto amigo cercano de Sergio
Méndez Arceo, obispo de Morelos y protector de Iván dentro de la jerarquía
católica de México. Sin Méndez Arceo, el Cidoc nunca habría existido y, sin
su protección, nunca habría sobrevivido.
Si he entrado en tanto detalle respecto de la biografía y los primeros años de
carrera de Iván ha sido para enfatizar algo esencial sobre él: procedía de un
lugar intelectual, y de ningún lugar geográfico. Pero así como he querido
enfatizar su desarraigo y la multiplicidad de sus identidades, no he querido
insinuar que Iván se mantuviese ajeno a su entorno. La alienación del
refugiado culto no era para Iván, ni la de los rusos blancos en el París de la
década de 1920, ni la de los judíos de Weimar en Estados Unidos en los años
cuarenta y cincuenta (nuestra propia era de migración global ha transformado
los términos de referencia del exilio, y mucho tiene que ver internet y las
geografías alternativas que ofrece). Yo conocí esa alienación desde mi
temprana infancia, cuando salir de la sala de estar y entrar al estudio o al
dormitorio de la casa de mi padrino judeoalemán, Nahum Glatzer, en los
suburbios de Boston, significaba abandonar Estados Unidos por el color roble
y la oscuridad de un lugar inefablemente extranjero, dejar atrás la lengua
inglesa en pos del alemán.
En contraste, el desarraigo de Iván era apacible más que trágico. Uno de los
recuerdos más fuertes que conservo de él es que parecía sentirse en casa en
cualquier lugar, especialmente ahí donde una sociedad tradicional sobrevivía
aún (tendía a abatirse sobre las grandes capitales, desde México hasta
Londres, como si de un asalto pirata se tratase). Y ahí, me parece, está la
clave. Pues si Austria, Alemania, Croacia, Estados Unidos e incluso México –
aunque, una vez más, sin duda prefería Hispanoamérica a cualquier otro lugar
en que se hubiera posado en su vida– nunca pudieron granjearse su lealtad, sí
tenía dos tierras natales: la Iglesia católica –esa institución Ur-trasnacional–,
pese a la conflictiva naturaleza de su relación con ella, y esas culturas
campesinas que aún se resistían a incorporarse a lo que Iván veía como una
sociedad industrial de masas, deshumanizada y deshumanizante, que
desangraba al mundo de toda convivencialidad. Esta palabra era la base sobre
la que descansaba su pensamiento. No es de sorprender, entonces, que Iván
conociera (y disfrutara) Tabasco o Chiapas mucho más que la ciudad de
México, que evitara la capital tanto como le fuera posible y que tuviera poco o
ningún papel en su vida cultural e intelectual, excepto para presentar sus
propias ideas. Incluso entonces, tendía a descender sobre el campus de la
unam, o alguna otra sede similar, como un pirata en asonada, e irse tan
abruptamente como había llegado. A veces, por supuesto, se trataba de una
cuestión de prudencia. Durante una conferencia impartida en la unam en 1967,
Iván fue atacado por miembros de un grupo estudiantil de derecha, y las
amenazas contra él mismo, contra el Cidoc o contra Méndez Arceo eran lugar
común a finales de la década de 1960.
Cicerón escribió que, si no sabes de dónde vienes, serás siempre un niño.
Sustituyamos la palabra “saber” por “importar” y obtendremos algo de la
curiosidad infantil de Iván, la creatividad y esa cierta cualidad lúdica (similar,
pero no del todo idéntica, a la caracterización típica de Iván, según la cual era
“enigmático”) con la que se acercaba incluso a los asuntos más graves. Iván
insistía siempre en que todo lo que decía, lo decía en serio. Si acaso, me dijo
alguna vez, “prefiero omitir algo”.
Durante ese breve tiempo en que trabajé para él, a menudo se le encontraba al
atardecer en la Plaza de Armas de Cuernavaca en compañía de su amigo
Méndez Arceo. Entre ellos, la convivencialidad de Iván se hacía palpable.
Hablaban, reían, recitaban o se leían poemas (García Lorca, ante todo). Fue de
boca de Méndez Arceo que escuché por vez primera el “Romance de la luna,
luna”:
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Cuando pienso en Iván, a menudo pienso en Guy Debord. El pensamiento del
situacionista francés no podría estar más lejos del de Iván –a Debord le
fascinaba el poder, mientras que a Iván, y este fue ciertamente uno de sus
rasgos más admirables, le repelía– y mi impresión es que, de haberse
conocido, se habrían detestado. Debord era sectario hasta el extremo e Iván
era un universalista, y en realidad no tenía nada de izquierdista (esa podría ser
una descripción mucho más precisa de Méndez Arceo que de Iván; además,
aquel tampoco tenía nada del medievalismo de este último). Y, sin embargo,
ambos estaban comprometidos con un “desenmascaramiento” radical del
capitalismo de consumo, y ahí donde el radicalismo –entonces como ahora– es
pura postura, cada uno mantuvo valor en sus convicciones, cada cual se jugó
el todo por el todo. Como escribiera Martin Luther King en 1963 en su “Carta
desde la cárcel de Birmingham”: “el mundo tiene una urgente necesidad de
extremistas creativos”.
¿Estaba en lo correcto? ¿Acaso la modernidad podía ser revertida para
reemplazarla por una sociedad que no fuera tecnocrática ni de vigilancia (en el
sentido carcelario, al estilo Bentham, de la palabra)? Iván no tenía dudas sobre
la respuesta. A decir verdad, tenía una faceta apocalíptica y creía que más
tarde o más temprano los pobres se levantarían violentamente contra las élites
que los aplastan, que les roban su autonomía, su cualidad de personas. Este era
Iván en su versión intelectual más conformista, postulando pensamientos
apocalípticos en una era apocalíptica. El utopista, el hombre que combinaba el
deseo de destruir cada institución importante –escuelas, lugares de trabajo,
hospitales–, repensarla y reconstruirla por completo, y el hombre que veía el
mundo católico medieval como uno de los grandes momentos del
florecimiento humano comunitario y espiritual, era con mucho la figura más
interesante. Iván era el modelo de un buscador intelectual. Al escribir en 2010,
uno está obligado a formular una pregunta que no se le habría ocurrido a
ninguno de nosotros en 1970: ¿tiene siquiera sentido esa vocación en una
época en que una búsqueda en Google pone toda la información a un clic de
nosotros, incluso aunque esa accesibilidad no aporte nada al cúmulo de la
sabiduría humana? Mi padre escribió sobre “el intelecto del sentimiento”. La
descripción le queda a Iván como guante, y si no hay lugar para una persona
así hoy día, peor para nosotros.
Pero esto no quiere decir que la cuestión de si Iván estaba o no en lo correcto
no tenga importancia. Sin duda él habría pensado que sí, y nosotros también.
Mi opinión, hablando en términos generales, es que no. Ciertamente estaba
equivocado al pensar que una clase media que siguiera el modelo del mundo
desarrollado no podría florecer jamás en México o en el resto de América
Latina. En gran medida, su visión del mundo no lidiaba satisfactoriamente con
la urbanización, una falla intelectual difícilmente atribuible solo a Iván, y que
constituye el talón de Aquiles de casi todo pensamiento localista, ya sea de
izquierda o de derecha. Y, por supuesto, era un hombre de fe, y de una muy
particular fe medieval. Dicho de otra forma, era, en un sentido muy
importante, un hombre pretecnológico, aunque él no habría aceptado tal
caracterización y –me parece– habría preferido decir que se oponía, no a la
ciencia, sino a la ciencia como un sistema de dominación.
Lo que me lleva a la forma en que murió Iván. A finales de los años setenta, le
diagnosticaron un crecimiento canceroso
en el rostro. Antes que tratarlo, Iván prefirió no hacer nada, excepto, conforme
el tumor crecía –grotescamente al final–, fumar opio para aliviar el dolor. “Mi
mortalidad”, decía, tocando el tumor. Recuerdo haberlo encontrado en Nueva
York hacia el final de su vida y recuerdo haber deseado –aunque sin duda ya
entonces era demasiado tarde para cualquier intervención efectiva– que al
menos hubiese explorado la posibilidad de un tratamiento. Pero tan solo
pensarlo era una impertinencia.
Iván murió como vivió, amo de sí mismo hasta el final.
Pienso en Iván a menudo estos días, cuando pienso en mi madre. Estaban en
polos opuestos en materia de cómo tratar sus respectivos cánceres. Mi madre
quería vivir costara lo que costara, Iván no quería vivir a cualquier costo. Si
mi madre hubiera tenido más de Iván en ella, su muerte no habría sido tan
agónica, tan llena de miedo y tan irreconciliable. Pero ella murió también tal
como había vivido. ~
Traducción de Marianela Santoveña
Raymond Aron, el espectador
comprometido
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Mario Vargas Llosa escribe sobre el pensador francés, que practicó la
sensatez en una época fascinada por la insolencia y la iconoclasia; supo
conciliar la profundidad del especialista con la claridad del divulgador.
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Mario Vargas Llosa 21 septiembre 2017
Era un hombre bajito y narigón, de orejas grandes, ojos azules y mirada
melancólica, sumamente cortés. Había nacido en una familia judía laica,
integrada y bastante próspera; pasó su infancia en Versalles, en una casa con
cancha de tenis, actividad que practicó con cierto éxito en sus años mozos,
hasta que su vocación intelectual lo alejó de los deportes. Pero siguió siendo
un entusiasta del rugby, aunque solo por la televisión. En la École Normale,
donde estudió en los años veinte, sacaba las mejores notas de su promoción,
pero era tan dis- creto y prudente en las discusiones que su amigo y
condiscípulo Jean-Paul Sartre un día lo apostrofó así: “Mon petit camarade,
pourquoi as-tu si peur de déconner?” (“Compañerito, ¿por qué tienes tanto
miedo de meter la pata?”). Sartre no conoció nunca ese temor y, a lo largo de
su vida, la metió muy a menudo, con toda la fuerza de una inteligencia que
disfrazaba de verdades los peores sofismas. Raymond Aron (nacido en 1905),
en cambio, persistió hasta el final de esa fecunda existencia que terminó a
mediados de octubre de 1983, en el Palacio de Justicia de París, donde había
ido a defender a su amigo Bertrand de Jouvenel en un juicio de difamación,
opinando siempre con el mismo tino y la buena crianza de su juventud, salvo,
tal vez, durante la revolución estudiantil de mayo de 1968, el único
acontecimiento que lo exasperó hasta sacarlo de sus casillas.
Muy joven se interesó por la filosofía alemana, aprendió alemán, y en 1930, al
terminar sus estudios en la École Normale, partió a Alemania. Estuvo de lector
en Colonia un par de años, y luego, otros dos, en la Französisches
Akademiker-Haus en Berlín. Allí se encontraba en 1933, el año de la subida de
Hitler al poder. Algún tiempo después, le tocó presenciar junto a su amigo el
historiador Golo Mann el auto de fe en que los nazis quemaron millares de
libros “degenerados” en las puertas de la Universidad Humboldt. Estos
traumáticos acontecimientos políticos no lo distrajeron de su trabajo
intelectual, del que resultarían, a su vuelta a París, dos libros claves de
filosofía y sociología que introdujeron en Francia a pensadores como Dilthey,
Simmel, Husserl y Max Weber: Essai sur une théorie de l’histoire dans
l’Allemagne contemporaine y, sobre todo, su tesis doctoral, Introduction à la
philosophie de l’histoire (ambos de 1938).
Fue un pensador algo excéntrico en la tradición cultural de Francia, que
idolatra los extremos: liberal y moderado, un adalid de esa virtud política
sajona, el sentido común, un amable escéptico que sin mucha fortuna pero con
sabiduría y lucidez defendió durante más de medio siglo, en libros, artículos y
conferencias –en la cátedra y en los periódicos–, la democracia liberal contra
las dictaduras, la tolerancia contra los dogmas, el capitalismo contra el
socialismo y el pragmatismo contra la utopía. En una época fascinada por el
exceso, la iconoclasia y la insolencia, la sensatez y urbanidad de Raymond
Aron resultaban tan poco vistosas, tan en contradicción con el torbellino de las
modas frenéticas, que incluso algunos de sus admiradores parecían
secretamente de acuerdo con esa fórmula malévola acuñada por alguien en los
años sesenta según la cual “era preferible equivocarse con Sartre que tener
razón con Aron”. Durante los años cincuenta y sesenta, en medio de los
tumultos intelectuales de Francia, donde la izquierda ejercía el monopolio de
la vida intelectual, Raymond Aron fue una especie de exiliado interior en su
propio país; luego, a partir de los setenta, cuando sus predicciones y análisis
sobre el comunismo, la URSS y sus países satélites se confirmaron, fue siendo
reconocido hasta obtener con sus Mémoires (1983) un éxito poco menos que
unánime. Pero pasajero. Aunque esta reivindicación debió complacerle, no lo
mostró: estaba demasiado concentrado en la redacción de su última obra
maestra: los dos gruesos volúmenes de Penser la guerre, Clausewitz (1976).
Era un intelectual desapasionado, de inteligencia penetrante aunque sin brillo,
de prosa clara y fría, capaz de reflexionar serenamente sobre los temas más
candentes y comentar la actualidad con la misma lucidez y distancia con que
disertaba en su cátedra de la Sorbona sobre la sociedad industrial o sus
maestros Montesquieu y Tocqueville. Pero, a veces, podía ser un mago de la
ironía y del sarcasmo, como en su conferencia sobre los ciento cincuenta años
de Marx, pronunciada en la unesco en plena revolución de mayo de 1968,
donde dijo que los estudiantes berlineses preparaban la sociedad pacífica del
futuro marxista “defenestrando a sus profesores”. Lo único que solía
impacientarlo era, como al Monsieur Teste, de Valéry, la bêtise o estupidez
humana. Una vez, comentando la demagogia populista del movimiento de
Poujade, llegó a escribir: “Quand ça devient trop bête, je cesse de
comprendre” (“Cuando la idiotez prevalece, yo dejo de entender”).
1
Con él desapareció uno de los últimos grandes intelectuales europeos, y uno
de los más accesibles a los profanos, un moralista, filósofo y sociólogo del
más alto nivel que, al mismo tiempo, ejercía el periodismo y tuvo el talento –
hoy rarísimo entre los intelectuales– de elevar el comentario de actualidad a la
categoría de ensayo creativo y de dotar al tratado universitario y la reflexión
sociológica o histórica de la claridad de una buena cuartilla periodística.
Profesor del Collège de France, uno de los introductores en su país de
Heidegger y de Husserl, el articulista que por más de medio siglo comentó el
acontecer político semanal primero en Combat, luego en Le Figaro y después
en L’Express, constituyó una viviente negación de la supuesta
incompatibilidad entre el especialista y el divulgador. Los intelectuales son
hoy, y escriben para, especialistas: entre su saber enclaustrado tras retóricas a
menudo esotéricas y el producto intelectual cada vez más barato e insolvente
que llega al gran público a través de los medios de comunicación, el abismo
parece insalvable. Una proeza de Raymond Aron fue haber sido a lo largo de
su vida un puente tendido entre ambas orillas de ese precipicio que crece de
manera pavorosa.
Hubo en él un incansable trabajador al que la vida obligó continuamente a
hacer pasar sus ideas por la prueba de la realidad. Intelectual germanófilo
desde sus años de estudiante, le tocó vivir en un país donde, a la vez que se
familiarizaba con la sociología y filosofía alemanas, el desarrollo del nazismo
y su captura del poder lo llevaron a descubrir su propia situación de judío de la
que apenas había sido consciente. El judaísmo de Raymond Aron requiere
párrafo aparte. Al igual que SIR Isaiah Berlin, a quien lo unen tantas
posiciones y actitudes, sus ideas al respecto son aleccionadoras en un tema
distorsionado con frecuencia por la pasión y el prejuicio. Nacido y educado en
una familia que había dejado de practicar la religión, asimilada, agnóstico él
mismo (sus padres no lo llevaron nunca a una sinagoga), Aron censuró a
menudo la intolerancia religiosa y el extremismo nacionalista de quienes
llamaba, no sin humor, sus “correligionarios” judíos. Siempre descreyó del
“pueblo elegido” y “la historia sagrada” del Antiguo Testamento. Pero cuando,
en 1967, en una conferencia de prensa el general De Gaulle llamó a los judíos
“pueblo de élite, orgulloso, seguro de sí mismo y dominador”, Aron respondió
con un libro que es una de las más inteligentes descripciones de la condición
judía y la problemática israelí: De Gaulle, Israël et les juifs (1968).
Entre los homenajes que se le tributaron a su muerte, Libération afirmó que
“Raymond Aron salvó a la derecha de naufragar en la cojudez (la connerie)”.
Ah, la manía clasificatoria de los franceses y su izquierdismo a veces tan
barato... Clasificar así borra el matiz, que en Aron se confundía con la esencia
de lo que pensaba. Citando a Ortega y Gasset, dijo alguna vez que la derecha y
la izquierda eran “dos hemiplejias equivalentes”. Considerado un derechista,
lo fue de una manera muy particular, es decir, muy liberal. Luego de la derrota
de Francia en 1939, fue uno de los primeros intelectuales en partir a Londres a
afiliarse en las Fuerzas Francesas Libres, pero el general De Gaulle no lo dejó
ser un combatiente, como pretendía, y lo hizo director en jefe de la revista de
la Resistencia, La France Libre. Su adhesión a De Gaulle resultó siempre
independiente, recelosa y crítica; a menudo, se convirtió en un censor severo
de la Quinta República y del propio general, a los que acusaba de autoritarios.
Luego de la revolución estudiantil de 1968, a la que se opuso con un
apasionamiento raro en él, escribió, en La révolution introuvable (1968): “...no
soy gaullista, y continúo sin serlo y gozando de la antipatía particular del
general De Gaulle...”
2
De otro lado, fue el primer intelectual que se atrevió a afirmar que la
independencia de Argelia era inevitable, en La tragédie algérienne (1957),
libro escrito en una época en que casi toda la izquierda francesa, incluido el
Partido Socialista, guardaba una posición reaccionaria y nacionalista sobre el
tema. Michel Winock ha reseñado el escándalo que provocó, en la prensa de
derecha, esta toma de posición de Raymond Aron en contra del nacionalismo
patriotero que reclamaba en Francia, del socialismo a la extrema derecha, el
mantenimiento de Argelia dentro de la soberanía francesa y el exterminio del
fln insurrecto.
3
Las ideas de Aron eran coherentes e indiscutibles: no es idóneo defender, de
un lado, el liberalismo y la democracia, y, de otro, una política imperialista y
colonial contra un pueblo que reclama su derecho a ser independiente. Es
verdad que, cuando Francia invadió y ocupó Argelia, en el siglo XIX, la
Francia más progresista (toda Europa, en verdad) creía que “colonizar” era
asegurar el progreso a sociedades que vivían en el oscurantismo feudal, luchar
contra la esclavitud, llevarles la filosofía de las luces, la alfabetización, la
técnica y la ciencia modernas, en fin, todos los mitos que servían para dar
buena conciencia a las potencias coloniales. Pero, en el siglo XX, aquellas
patrañas habían sido desmentidas por una realidad cruel y flagrante –la
explotación cruda y dura de los colonizados por la política racista,
discriminadora y abusiva de los colonos– y Aron lo explicaba con su
objetividad e inteligencia habituales: Francia, campeona de las libertades, no
podía negar a los argelinos su derecho a crear un Estado propio y a elegir sus
gobiernos.
Prácticamente toda la derecha en Francia se sintió traicionada por quien creía
su mejor vocero intelectual. Los insultos llovieron sobre Aron, llamándolo “un
intelectual cerebral desprovisto de humanidad” (D. Arlon), condenando “su
estoicismo estadístico de corte glacial” (Jules Monnerot), su “realismo
disecado” (G. Le Brun Keris) y su “claridad helada” (François Mauriac).
Otros lo acusaron de haberse convertido en “el portavoz del gran capital”
norteamericano y no faltaron los ataques antisemitas, como el de Réveil de la
France que, comparándolo con Mendès France y Servan-Schreiber (también
de origen judío), se lamentaba “de esos franceses que todavía no se
acostumbran a Francia”.
4
El opio de los intelectuales
Pero Raymond Aron estuvo sobre todo enfrentado a los pensadores radicales
de izquierda de su generación. Fue un impugnador tenaz y, durante muchos
años, casi solitario, de las teorías marxistas y existencialistas de Sartre,
Merleau-Ponty y Louis Althusser, como lo prueban sus polémicas, ensayos y
artículos reunidos en los volúmenes Polémiques (París, Gallimard, 1955) y
D’une sainte famille à l’autre (París, Gallimard, 1969) y su espléndido análisis
del marxismo y la cultura de 1955, El opio de los intelectuales, que François
Furet definió muy bien como “un libro de combate y de filosofía”.
En él, este “liberal incorregible”, como se llama a sí mismo, pasa revista a las
actitudes de los intelectuales frente al poder y al Estado desde la Edad Media y
describe las cercanías y diferencias entre el intelectual sometido en la Unión
Soviética a los dogmas del Partido Comunista y el intelectual “escéptico”, su
manera característica de decir libre: “Hagamos votos por la venida de los
escépticos si son ellos quienes apagarán el fanatismo”.
5
Para Aron, el marxismo es, como lo fue el nazismo, una típica “religión
secular” de nuestro tiempo, definición que él usó por primera vez en unos
artículos publicados en La France Libre en 1944. Entre las páginas más
interesantes está la minuciosa explicación que hace de la dogmática en la que
se ha convertido el marxismo, cuyo autor había llamado a la religión “el opio
de los pueblos”. Sus semejanzas con la Iglesia católica son grandes, por lo
menos en la apariencia: ambos comparten el mesianismo optimista –la
sociedad sin clases será el fin de la historia e iniciará una era paradisíaca de
paz y justicia para toda la humanidad–, el dogma ideológico según el cual la
historia es obra de la lucha de clases y el Partido Comunista su vanguardia,
guerra en la que el proletariado representa a los justos, salvadores del bien y el
instrumento gracias al cual la burguesía explotadora será derrotada y los
últimos pasarán a convertirse en los primeros. El libro fue escrito cuando los
“curas obreros”, que habían tendido un puente entre el catolicismo y el
comunismo, acababan de ser llamados al orden por el Vaticano y Raymond
Aron hace una descripción sutil de esos creyentes, cuyo vocero principal era la
revista Esprit, que creían compatible el marxismo y el cristianismo y
figurarían entre los más activos “compañeros de viaje” de los comunistas. Su
alianza, según Aron, implicaba una contradicción insoluble porque la Iglesia,
lo quisiera o no, siempre “consolida la injusticia establecida” y “el opio
cristiano vuelve al pueblo pasivo” en tanto que “el opio comunista lo incita a
rebelarse” (p. 300). Pero, por lo menos en algo, las dos religiones –la sagrada
y la secular– se parecen, pues “la religión estalinista”, como la cristiana,
justifica todos los sacrificios, excesos y abusos en nombre del Paraíso, “un
porvenir que se aleja a medida que se avanza hacia él, momento en que el
pueblo recogerá el fruto de su larga paciencia” (p. 301).
Dicho todo esto, conviene precisar que El opio de los intelectuales, más que
contra los comunistas, está escrito contra los criptocomunistas, compañeros de
viaje o tontos útiles representados en la Francia de la posguerra por los
cristianos de izquierda y los existencialistas, sobre todo Jean-Paul Sartre y
Maurice Merleau-Ponty, contra los cuales las críticas del ensayo son incisivas.
Aron muestra que tanto la derecha como la izquierda viven en su seno tantas
divisiones que es irreal hablar de una izquierda unida, heredera de la Gran
Revolución del 89, laica y a favor de una cultura igualitarista y liberal. Y que,
entre las fuerzas de izquierda, el problema está centrado en el tema de la
libertad. Recuerda que en el Reino Unido los laboristas, en el gobierno desde
1945, han hecho grandes reformas sociales “arruinando a los ricos” sin por
ello arrasar con las libertades públicas, en tanto que el estalinismo las
desapareció al extender el control del Estado sobre toda la vida económica.
Describe el fracaso de la Cuarta República, en la que el gaullismo fue
derrotado en las urnas. El mito de la Revolución, encarnado en la URSS, había
seducido a un grupo numeroso de intelectuales, como demuestra la polémica
de 1952 entre Sartre y Francis Jeanson de un lado y, del otro, Albert Camus,
sobre los campos de concentración en la Unión Soviética. La posición de
Aron, muy próxima a la de este último, es muy crítica de Sartre, quien no
negaba que existiera el gulag –todavía no se había hecho pública esta
denominación que difundiría años después Aleksandr Solzhenitsyn– pero lo
justificaba, pues, a su juicio, la URSS, pese a todo, representaba la defensa del
proletariado en su lucha a muerte con la burguesía. Aron subraya la paradoja
de cómo la violencia seduce cada vez más profundamente a la clase
intelectual, al mismo tiempo que, en la realidad política de Francia, la
Revolución se va alejando y eclipsando. Y se pregunta si esta pasión por la
violencia no tiene mucho de común con el atractivo que ella ejerció siempre
sobre el extremismo de la derecha europea; es decir, el fascismo y el nazismo.
El más persuasivo y brillante de los temas desarrollados en El opio de los
intelectuales es el de “El mito del proletariado”, a quien Marx atribuía la
función de salvar a la humanidad de la injusticia y la explotación y de
establecer una sociedad sin clases, justa y libre de contradicciones. Aron
señala el origen mesiánico, judeocristiano, de esta convicción, acto de fe que
carece de fundamento científico. ¿Por qué sería la clase obrera la única capaz
de salvar a la humanidad? Por lo pronto, la condición obrera en el año 1955 es
muy distinta de la de los obreros en la juventud de Marx de mediados del siglo
XIX, y, por otra parte, los niveles de vida y los derechos de los trabajadores
industriales en países como Estados Unidos, Suecia, Gran Bretaña, diferentes
entre sí, son también enormemente superiores si se los compara con los de los
países atrasados y del tercer mundo.
Tampoco es cierto que, al llegar al poder en la URSS, los obreros se hayan
“liberado”: siguen siendo esclavos, ya no de los capitalistas, pero sí de los
dirigentes políticos supuestamente representantes de la Historia, que les pagan
salarios misérrimos, no les admiten sindicatos independientes y reprimen
cualquier protesta obrera como un crimen político. Aron ironiza sobre los
intelectuales existencialistas y cristianos, muchos de los cuales no habían visto
un obrero en su vida y vivían en las sociedades libres y afluentes de
Occidente, difundiendo el mito del proletariado revolucionario en países
donde la mayoría de los obreros aspiraba a cosas menos trascendentes y más
prácticas: tener casa propia, un coche, seguridad social y vacaciones pagadas,
es decir, aburguesarse. Las verdaderas víctimas de la injusticia social en el
presente, afirma, son los judíos y otras minorías víctimas del prejuicio racial,
los semiesclavos de los países africanos y del Medio Oriente, los campesinos
y siervos de los latifundios en el tercer mundo.
Capítulo soberbio de El opio de los intelectuales es también el titulado
“Hombres de iglesia y hombres de fe”, que estudia al comunismo como una
religión secular, con sus ortodoxias y heterodoxias, sus sectas, desviaciones y
su inquisición. Es de singular relevancia su interpretación de los “juicios
estalinistas” de los años treinta en los que Kámenev, Bujarin, Zinóviev y otros
compañeros de Lenin fueron obligados a declararse “agentes de Hitler y de la
Gestapo” antes de ser ejecutados. Resulta increíble que filósofos respetables,
como Merleau-Ponty en su libro Humanisme et terreur, validaran esas
monstruosidades jurídicas –verdaderos asesinatos legales– en nombre de la
“verdad esencial” de la lucha de clases y del Partido Comunista como
representante y vanguardia del proletariado. (Hay que señalar que, a diferencia
de Sartre, Merleau-Ponty cambió luego de opinión y rompería con este
precisamente a raíz de su perseverante defensa del marxismo como “el
horizonte insuperable de la historia de nuestro tiempo”. Su libro Les aventures
de la dialéctique [1955], es una crítica severísima del ensayo de Sartre sobre
Les communistes et la paix, al que Simone de Beauvoir respondió con un
panfleto no menos virulento: “Merleau-Ponty et le pseudosartrisme” [1955].)
Aron hace una implacable autopsia de la falacia que es considerar al Partido
Comunista –“la historia sagrada” la llama–, con sus idas y venidas, sus
contradicciones y cambios de conducta política, sus abjuraciones y
represiones, el eterno representante de la verdad histórica y la justicia social.
En “El sentido de la historia” refuta la idea de “los hombres de Iglesia” y “los
hombres de fe” de que la historia tenga un sentido unívoco y que desaparecerá
con la lucha de clases, cuando no exista más la explotación del hombre por el
hombre. El “fin de la historia”, afirma, es una idea religiosa, y, por otro lado,
es simplista creer que el motor de la historia sea solo el conflicto entre
burguesía y proletariado, ignorando la multiplicidad de factores sociales,
culturales, tradicionales, religiosos, costumbristas, psicológicos, familiares y
personales, aparte de los económicos, sin los cuales sería imposible entender
hechos históricos como la batalla de Austerlitz o el ataque de Hitler a la URSS
en 1941. Solo “un acto de fe” puede llevar a un filósofo –se refiere siempre a
Merleau-Ponty–, una vez que el Partido Comunista toma el poder, a aceptar lo
que antes condenaba: la falta de libertad electoral o de prensa y los atropellos
a los derechos humanos, incluida la tortura: “El fin sublime excusa los medios
horribles.”
Aron critica “la idolatría de la Historia”, negando que esta encierre la
explicación absoluta del fenómeno humano. Uno de los mayores aciertos de
este ensayo es fundir la sabiduría filosófica y política, el razonamiento sereno
y meditado, con la actitud polémica y hasta por momentos panfletaria, en
relación a la vez con el pasado y la actualidad. Sus páginas siguen siendo un
llamado de alerta contra el dogmatismo ideológico destinado a legitimar los
mitos marxistas del proletariado, de la revolución y del Partido Comunista y
las supuestas omnisciencia y omnipotencia del Comité Central y el secretario
general, introducidas por Lenin y usadas, sobre todo, por Stalin.
Este libro, y otros suyos, como Los marxismos imaginarios (1969), se
empeñaban en ofrecer un contrapeso valiente y razonable a la fiebre
ideologizante de la época, mostrando el relativismo y los mitos de las teorías
que pretenden respuestas definitivas y absolutas sobre la sociedad y el
hombre. Su repercusión, por desgracia, no fue tan grande como merecía, sobre
todo entre los jóvenes, porque estos ensayos, como otros que escribió Aron
dictados por la actualidad –por ejemplo La república imperial (1973) y su
crítica a los alborotos y la supuesta revolución estudiantil de mayo de 1968 en
Francia, La revolución inhallable–, se limitaban a desarticular las ideologías
en boga, sin oponerles como alternativa una teoría totalizadora, en la que no
creía. También en esto era un genuino liberal. En nuestros días, en que una
saludable revisión crítica reemplaza a las ilusiones utópicas de los años
cincuenta y sesenta, el realismo pragmático y las tesis reformistas y liberales
de Raymond Aron deberían encontrar un auditorio más propicio.
La revolución inhallable
En mayo de 1968 ocurrieron en Francia unos alborotos estudiantiles en la
Universidad de Nanterre, que se extendieron luego a la Sorbona, al resto de las
universidades del país y a institutos y colegios. Así comenzó la “revolución
estudiantil”, que tuvo corolario en distintos lugares, por lo que se le dio en el
mundo entero una extraordinaria importancia, algo que, medio siglo después,
parece excesivo en comparación con lo que realmente significó: cierta
liberación de las costumbres, sobre todo la libertad sexual, la desaparición de
las formas de la cortesía, la multiplicación de las palabrotas en las
comunicaciones y no mucho más. No solo la sociedad francesa siguió igual a
lo que era, sino la propia universidad, en lugar de democratizarse, se volvió
más rígida, se desplomaron sus niveles académicos de antaño y sus problemas
siguen sin resolverse.
En un primer momento, los sucesos de mayo del 68 tuvieron el cariz de una
revolución libertaria –en todo caso, antiestalinista– en la sociedad francesa,
encabezada por los estudiantes. Asistentes y catedráticos, así como empleados
universitarios, se sumaron a la rebelión, se ocuparon locales universitarios
donde se establecieron comunas, se levantaron barricadas, hubo asambleas
casi diarias, tumultuosas, en las que se votaban propuestas delirantes (los
eslóganes más populares eran “La imaginación al poder” y “Prohibido
prohibir”), y se tomaron teatros y centros culturales. Hasta al Festival de
Cannes llegaron los ecos de la movilización provocando un incidente en el que
el cineasta Jean-Luc Godard, demolido de un puñetazo en el mentón, fue una
de las escasas víctimas de la revuelta. Los esfuerzos de los estudiantes por
conectar con el mundo obrero y arrastrarlo a la acción, pese a que los
sindicatos comunistas se resistían a ello, tuvieron cierto éxito pues una ola de
huelgas paralizó muchas fábricas en diversos lugares de Francia, obligando al
Partido Comunista, que era muy reticente al principio, a declarar una huelga
general. En esta curiosa revolución no hubo muerto alguno y sí, en cambio,
intensos debates en que trotskistas, marxistas-leninistas, maoístas, fidelistas,
guevaristas, anarquistas, cristianos progresistas y toda suerte de grupos y
grupúsculos de extrema izquierda (con excepción de lo que Cohn-Bendit, uno
de los líderes de mayo 1968, llamaría la crapule stalinienne, la crápula
estalinista) intercambiaron ideas, proyectos y proclamas incendiarias sin irse a
las manos. Todo ello, sin embargo, se eclipsó de manera inesperada cuando, en
las elecciones convocadas en plena efervescencia revolucionaria, el partido
gaullista arrasó en los comicios y obtuvo su más resonante victoria,
confirmando con creces la mayoría absoluta de que ya gozaba en el
parlamento. La famosa revolución se desinfló como por arte de magia,
confirmando, una vez más, la tesis de Raymond Aron de que, al igual que en
el siglo XIX, en el XX todas las crisis revolucionarias francesas “son seguidas,
después de la fase de las barricadas o de las ilusiones líricas, por una vuelta
aplastante del partido del orden”.
6
Ni qué decir que la “revolución de mayo”, en la que se quiso ver la
materialización de las tesis sociológicas de Herbert Marcuse, contó con el
apoyo prácticamente unánime de la clase intelectual, encabezada por Sartre,
Simone de Beauvoir, Althusser, Foucault, Lacan, con manifiestos,
conferencias, visitas a las barricadas y hasta el asalto simbólico de un grupo de
escritores a un hotel. La excepción fue Raymond Aron, que, desde el primer
momento, se pronunció de manera terminante –y, por única vez en su vida,
enfurecida– en contra de lo que le parecía no una revolución sino su
caricatura, una comedia bufa de la que no iba a resultar transformación alguna
en la sociedad francesa y sí, en cambio, la destrucción de la universidad y de
los progresos económicos que estaba haciendo Francia. Por esto, fue tan
duramente atacado por Sartre que un grupo de intelectuales, encabezado por
Kostas Papaioannou, publicó un manifiesto defendiéndolo.
En el libro que dio a conocer luego, La révolution introuvable. Réflexions sur
les événements de mai, compuesto de una larga entrevista con Alain Duhamel,
un ensayo propio y una recopilación de los artículos que escribió en Le Figaro
en mayo y junio de 1968, Aron declara su hostilidad desde el primer momento
a lo que le parece un movimiento caótico que conducirá a la
“latinoamericanización” de la universidad francesa. Encuentra el suceso
cargado de “pasión y de delirio” y a punto de ser controlado por grupos y
grupúsculos extremistas que se proponen utilizarlo para revolucionar la
sociedad según modelos inspirados en distintas variantes del marxismo –el
trotskismo, el fidelismo, el maoísmo–, algo que, a la corta o a la larga, solo
servirá para “aumentar la confusión reinante” y, en el peor de los casos, sumir
a Francia en una dictadura. Esta deriva, sin embargo, le parece improbable y
en sus análisis, acompañados de citas del escepticismo y la frustración que
mereció a su maestro Alexis de Tocqueville la revolución de 1848, Raymond
Aron señala la paradoja de que en su voluntad de crear una “democracia
directa” los estudiantes revolucionarios, pese a declararse marxistas,
resultaban más antisoviéticos que anticapitalistas.
En este ensayo se defiende de haberse pasado a “la reacción” y recuerda la
frecuencia con que ha reclamado una reforma integral de la universidad en
Francia, que la modernice en vez de hacerla retroceder, descongestionándola,
liberándola del estatismo asfixiante, estableciendo un mayor control en el
ingreso de estudiantes pues su masificación actual conspira contra su
rendimiento académico y la formación que puede dar a los jóvenes para luego
permitirles entrar con éxito al mercado de trabajo. Las proclamas de los
rebeldes contra la sociedad de consumo revelan, dice, su ceguera y su
dogmatismo pues la “sociedad de consumo es lo único que permite mantener a
decenas de miles de estudiantes dentro de la universidad” (p. 207). También
descarta que esta revolución sea democrática: “¿Quién se va a creer que las
votaciones a mano alzada de las asambleas plenarias o generales son la libre
voluntad de profesores y estudiantes?” (p. 210). Afirma que una mayoría de
jóvenes comprometidos en el movimiento son pacíficos y reformistas, pero
que están neutralizados por los grupos y grupúsculos revolucionarios
seducidos por los ejemplos de la China maoísta y la Cuba fidelista a los que,
afirma, hay que enfrentarse con resolución sin temer la impopularidad. Es
cierto que esta postura le ganó a Raymond Aron en aquellos días muy duras
críticas, pero el tiempo terminaría dándole la razón también en este caso: la
revolución de mayo no mejoró un ápice la situación de la universidad en
Francia, que sigue en nuestros días sumida en una crisis caótica e insoluble.
Aunque desconfió siempre de los grandes entusiasmos políticos, el espectador
comprometido que, según propia definición, fue Aron, creyó sin embargo en el
progreso. Para él, aunque sin hacerse demasiadas fantasías al respecto, este
progreso estaba representado por la sociedad industrial moderna, que había
cambiado por completo la estructura económica y social que estudió Marx y
que le sirvió de base para desarrollar unas teorías sobre la condición obrera,
por ejemplo, que la modernidad había vuelto obsoletas. Raymond Aron
analizó y defendió luminosamente la nueva sociedad en un libro que resumía
sus clases en la Sorbona de 1955 y 1956 y que fue, entre los suyos, uno de los
que tuvo más lectores: Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial
(1962). En este texto y en las conferencias que publicó con el título de
Ensayos sobre las libertades (1965) está concentrado buena parte del
pensamiento político de Raymond Aron.
¿Puede sintetizarse en pocas frases? Si toda idea de construir el Paraíso en la
tierra es insensata, es perfectamente lícito, en cambio, aprovechando las
enseñanzas del desenvolvimiento histórico de la humanidad, concluir que el
hombre ha ido progresando en la medida en que disminuía su servidumbre
religiosa, el despotismo se debilitaba y la masa gregaria se iba transformando
en una comunidad de individuos a quienes se reconocían ciertos derechos y se
dejaba tomar iniciativas. El desarrollo técnico y científico de Occidente ha
sido el acelerador de este proceso de emancipación del individuo gracias al
cual han surgido las naciones industriales y democráticas modernas. La gran
revolución tecnológica ha servido, por un lado, para acelerar el desarrollo y,
por el otro, para atenuar los excesos y abusos del viejo capitalismo. Con todos
los defectos que se les puede achacar, en las sociedades industriales modernas
la prosperidad, la justicia y la libertad han alcanzado unos límites que no
tuvieron jamás en el pasado ni tienen en los otros regímenes contemporáneos,
sobre todo los comunistas. Ellas han demostrado que “no hay
incompatibilidad entre las libertades políticas y la riqueza, entre los
mecanismos del mercado y la elevación del nivel de vida: por el contrario, los
más altos niveles de vida los han alcanzado los países que tienen democracia
política y una economía relativamente libre”.
7
Pero este panorama no justifica el optimismo, pues la sociedad desarrollada y
democrática de nuestro tiempo está amenazada. Su primer enemigo es el
Estado, entidad constitutivamente voraz y opresiva, burocrática, siempre al
acecho, para, al menor descuido, crecer y abolir todo aquello que lo frena y
limita. El segundo, los Estados totalitarios –la URSS y China– para quienes la
sola existencia de la sociedad democrática constituye un grave riesgo. De la
capacidad del hombre moderno para resistir el crecimiento del Estado y la
ofensiva totalitaria depende que la historia futura continúe la evolución
gradual hacia mejores formas de vida o registre un salto de cangrejo hacia el
oscurantismo, la intolerancia y la escasez en que aún vive buena parte del
planeta.
No olvidemos que Raymond Aron vive y escribe durante “la guerra fría”, que,
en Francia sobre todo, movilizó a un sector muy numeroso de la clase
intelectual y a importantes sectores democráticos en favor de las campañas
sobre la neutralidad y la paz que auspiciaban la Unión Soviética y los partidos
comunistas. Su posición a este respecto fue contundente e inequívoca: “Dans
la guerre politique, il n’y a pas et il ne peut pas y avoir de neutres” (“En la
guerra política, no hay ni puede haber neutralidad”).
8
A su juicio, Stalin y la URSS se habrían apoderado de Europa Occidental
hacía tiempo si no hubiera sido por el temor de que esta ocupación
desencadenase una guerra nuclear con Estados Unidos. Pero no había que
engañarse: la vocación imperial de la Unión Soviética era manifiesta, como lo
mostraban todos los países satélites de la Europa Central y Oriental, y el
Occidente no podía bajar la guardia. Por eso, Aron apoyó siempre la alianza
atlántica y no admitió jamás que la unión europea, que siempre defendió,
pudiera significar una ruptura ni un alejamiento de Europa con Estados
Unidos. La sociedad norteamericana podía estar lejos de la perfección, como
lo mostraba, por ejemplo, la condición discriminatoria de que eran víctimas
los negros, pero, hechas las sumas y las restas, allá al menos se respetaba el
derecho de crítica y la apertura del sistema permitía las reformas, en tanto que
el totalitarismo de Stalin habría hundido a la Europa libre y democrática en la
sumisión total.
¿Hay algo que podría reprocharse al admirable Raymond Aron? Tal vez sí.
Que todo su pensamiento girase sobre Europa y Estados Unidos y, al igual que
Albert Camus, mostrara un desinterés casi total sobre el tercer mundo, es
decir, África, América Latina y Asia. ¿Había llegado, en su fuero íntimo, a la
convicción de que para nuestros países enfrascados en conflictos y problemas
feroces, no había ya esperanzas? En un pensador en tantos sentidos universal,
sorprende esta falta de curiosidad por lo que ocurría en los otros dos tercios de
la humanidad.
Raymond Aron y Jean-Paul Sartre
Contemporáneos, compañeros de estudio y amigos en su juventud, luego
rivales enconados, pero reconocidos por todos aquellos a los que no ciega la
miopía ideológica como las dos figuras intelectuales más importantes de la
Francia moderna, es interesante comparar los casos de Raymond Aron y Jean-
Paul Sartre.
Yo estaba en París cuando se conmemoró el centenario de ambos, en el año
2005. Francia celebró por todo lo alto los cien años del autor de El ser y la
nada. Documentales, programas y debates sobre su legado intelectual y
político en la radio y la televisión, suplementos especiales en los principales
diarios y semanarios, una profusión de nuevos libros sobre su vida y su obra,
y, florón de la corona, una exposición, Sartre y su siglo, en la Biblioteca
Nacional, un modelo en su género. Pasé tres horas recorriéndola y me quedó
mucho por ver.
En ella se podían seguir, paso a paso, con bastante objetividad, todos los
pormenores de una vida que cubre el siglo XX, al que Bernard-Henri Lévy ha
llamado, con exageración, Le siècle de Sartre, y cuyos libros, ideas y tomas de
posición ejercieron una influencia hoy día difícilmente imaginable en Francia
y buena parte del mundo. (En el Perú de los años cincuenta del siglo pasado
yo me gastaba la mitad de mi sueldo en el abono a Les Temps Modernes, la
revista de Sartre, que leía cada mes de principio a fin.) Una de las enseñanzas
que el espectador sacaba de aquella exposición era comprobar lo precario del
magisterio sartriano, tan extendido hace cinco décadas y hoy prácticamente
extinguido. Todo estaba en aquellas vitrinas: desde cómo el niño descubrió su
fealdad, a los diez años, en los ojos de su madre viuda y vuelta a casar, hasta
su decisión, cuando era (después de Aron) el estudiante estrella de la École
Normale, de no renunciar a ninguna de sus dos vocaciones: la literatura y la
filosofía, y ser “un Stendhal y un Spinoza al mismo tiempo”. Antes de cumplir
los cuarenta años lo había conseguido y, además, algo no previsto por él, se
había convertido en una figura mediática que aparecía en las revistas frívolas y
era objeto de la curiosidad turística en Saint-Germain-de-Prés junto a Simone
de Beauvoir, Juliette Gréco y Édith Piaf, como uno de los íconos de la Francia
de la posguerra.
Carteles y fotografías documentaban los estrenos de sus obras teatrales, la
aparición de sus libros, las críticas que merecieron, las entrevistas que dio, la
publicación de Les Temps Modernes, y allí estaban los manuscritos de sus
ensayos filosóficos y de sus cuentos y novelas, que escribía en libretas
escolares o papeles sueltos en los cafés, en una mesa aparte pero contigua a
aquella en la que trabajaba su compañera “morganática”, Simone de Beauvoir.
Su polémica más sonada, con Albert Camus, sobre los campos de
concentración soviéticos, estaba muy bien expuesta, así como las
repercusiones que este debate tuvo en el ámbito intelectual y político, dentro y
fuera de Francia. También, sus viajes por medio mundo, sus amores
fracturados con los comunistas, su combate anticolonialista, su empeño por
enrolarse en el movimiento de mayo de 1968, y la radicalización extrema y
algo penosa de sus últimos años, cuando iba a visitar a la cárcel a los
terroristas alemanes de la banda Baader-Meinhof, vendía por las calles el
periódico de los maoístas La Cause du Peuple, o, ya ciego, trepado sobre un
barril, peroraba a las puertas de las fábricas de Billancourt.
La exposición era espléndida y, para alguien como yo, que vivió muy de cerca
parte de aquellos años y participó en estas polémicas, y dedicó muchas horas a
leer los libros y artículos de Sartre, a devorar todos los números de Les Temps
Modernes y a tratar de seguir en sus churriguerescas vueltas y revueltas
ideológicas al autor de Los caminos de la libertad, algo melancólica. Pero no
creo que despertara en los jóvenes mucho interés por redescubrir a Sartre ni le
ganara a este mayor respeto y admiración. Porque, salvo en el tema del
anticolonialismo, donde siempre mantuvo una posición meridiana y lúcida, la
exposición, pese a sus claros propósitos hagiográficos, revelaba lo torpe y
equivocado que estuvo casi siempre en las posturas políticas que defendió o
atacó.
¿De qué le sirvió la fulgurante inteligencia si, al regreso de su gira por la
URSS a mediados de los años cincuenta, en el peor periodo del gulag, llegó a
afirmar: “He comprobado que en la Unión Soviética la libertad de crítica es
total”? En su polémica con Camus hizo algo peor que negar la existencia de
los campos de concentración estalinistas para reales o supuestos disidentes: los
justificó, en nombre de la sociedad sin clases que estaba construyéndose. Sus
diatribas contra sus antiguos amigos, como Albert Camus, Raymond Aron o
Maurice Merleau-Ponty, porque no aceptaron seguirlo en su papel de
compañero de viaje de los comunistas que adoptó en distintos periodos,
prueban que su afirmación estentórea “Todo anticomunista es un perro” no era
una frase de circunstancias, sino una convicción profunda.
Parece mentira que alguien que, hace apenas medio siglo, justificaba, en su
ensayo sobre Frantz Fanon, el terror como terapéutica gracias a la cual el
colonizado recupera su soberanía y dignidad, y que, proclamándose maoísta,
proyectaba su respetabilidad y prestigio sobre el genocidio que cometía China
Popular durante la Revolución Cultural, hubiera podido ser considerado por
tantos (me declaro culpable, yo fui uno de ellos) la conciencia moral de su
tiempo.
Mucho más discreta, para no decir clandestina, fue la celebración de los cien
años de Raymond Aron, que prácticamente no salió de las catacumbas
académicas y de la antigua revista Commentaire, fundada y dirigida por él.
Aron y Sartre fueron amigos y compañeros y hay fotos que muestran a los dos
petits copains abrazados, haciendo payasadas. Hasta el estallido de la Segunda
Guerra Mundial siguieron una trayectoria semejante. Luego, con la invasión
nazi, Aron fue uno de los primeros franceses en viajar a Londres y unirse a la
Resistencia. Siempre fue un decidido partidario de la reconciliación entre
Francia y Alemania y de la construcción de Europa pero, alejándose también
en esto de buena parte de la derecha francesa, nunca creyó que la unidad
europea sirviera para debilitar el atlantismo, la estrecha colaboración de
Europa con Estados Unidos, que alentó siempre.
A diferencia de la obra de Sartre, que ha envejecido a la par de sus opiniones
políticas –sus novelas deben su originalidad técnica a John Dos Passos y, con
excepción de Huis clos, sus dramas no pasarían hoy la prueba del escenario–,
la de Aron conserva una lozana actualidad. Sus ensayos de filosofía de la
historia, de sociología, y su defensa tenaz de la doctrina liberal, de la cultura
occidental, y de la democracia y el mercado, en los años en que el grueso de la
intelectualidad europea había sucumbido al canto de sirena del marxismo,
fueron plenamente corroborados por lo sucedido en el mundo con la caída del
Muro de Berlín, símbolo de la desaparición de la URSS y la conversión de
China en una sociedad capitalista autoritaria.
¿Por qué, entonces, el glamur del ilegible Sartre de nuestros días sigue intacto
y a casi nadie parece seducir la figura del sensato y convincente Raymond
Aron? La explicación tiene que ver con una de las características que en
nuestro tiempo ha adquirido la cultura, contaminándose de teatralidad, al
banalizarse y frivolizarse por su vecindad con la publicidad y la información
chismográfica de la prensa del corazón. Vivimos en la civilización del espec-
táculo y los intelectuales y escritores que suelen figurar entre los más
populares casi nunca lo son por la originalidad de sus ideas o la belleza de sus
creaciones, o, en todo caso, no lo son nunca solo por razones intelectuales,
artísticas o literarias. Lo son sobre todo por su capacidad histriónica, la
manera como proyectan su imagen pública, por sus exhibiciones, sus
desplantes, sus insolencias, toda aquella dimensión bufa y ruidosa de la vida
pública que hoy día hace las veces de rebeldía (en verdad tras ella se embosca
el conformismo más absoluto) y de la que los medios pueden sacar partido,
convirtiendo a sus autores, igual que a los artistas y a los cantantes, en
espectáculo para la masa.
En la exposición de la Biblioteca Nacional aparece un aspecto de la biografía
de Sartre que nunca se ha aclarado del todo. ¿Fue de veras un resistente contra
el ocupante nazi? Perteneció a una de las muchas organizaciones de
intelectuales de la Resistencia, sí, pero es obvio que esta pertenencia fue
mucho más teórica que práctica, pues bajo la ocupación estuvo muy atareado:
fue profesor, reemplazando incluso en un liceo a un profesor expulsado de su
puesto por ser judío –el episodio ha sido objeto de virulentas discusiones–, y
escribió y publicó todos sus libros y estrenó sus obras, aprobadas por la
censura alemana, como se lo recordaría años más tarde André Malraux. A
diferencia de resistentes como Camus o Malraux que se jugaron la vida en los
años de guerra, no parece que Sartre arriesgara demasiado. Tal vez
inconscientemente quiso borrar ese incómodo pasado con las posturas cada
vez más extremistas que adoptó luego de la liberación. Uno de los temas
recurrentes de su filosofía fue la mala conciencia que, según él, condiciona la
vida burguesa, induciendo constantemente a hombres y mujeres de esta clase
social a hacer trampas, a disfrazar su verdadera personalidad bajo máscaras
mentirosas. En el mejor de sus ensayos, Saint Genet, comédien et martyr,
ilustró con penetrante agudeza este sistema psicológico-moral por el cual,
según él, el burgués se esconde de sí mismo, se niega y reniega todo el tiempo,
huyendo de esa conciencia sucia que lo acusa. Tal vez sea cierto en su caso.
Tal vez, el temible debelador de los demócratas, el anarcocomunista
contumaz, el “mao” incandescente, era solo un desesperado burgués
multiplicando las poses para que nadie recordara la apatía y prudencia frente a
los nazis cuando las papas quemaban y el compromiso no era una
prestidigitación retórica sino una elección de vida o muerte.
Muchas cosas han pasado en Francia y en el mundo desde la muerte de
Raymond Aron: ¿le dieron la razón o refutaron sus ideas? El Partido
Comunista, que, en su época, llegó a ser el primer partido de ese país, se ha
ido encogiendo hasta volverse poco menos que marginal, lo que constituye
una de sus victorias póstumas. Y, otra, que la clase intelectual francesa en la
actualidad parece tan alejada del marxismo como lo estuvo siempre él. Lo
sorprendente es que los antiguos votantes comunistas, como los obreros del
“cinturón rojo” de París, ahora voten por el Front National, que ha pasado de
la insignificancia ultraderechista que representaba hace algunos años a ser una
fuerza que se mide de igual a igual con las principales corrientes políticas.
Esto es algo que ni Aron ni nadie habría podido imaginar, aunque sí, tal vez,
un Hayek, quien sostuvo que, pese a sus odios recíprocos, comunistas y
fascistas tenían un denominador común: el estatismo y el colectivismo. En las
últimas elecciones francesas, un joven que hacía sus primeras armas en el
campo político, Emmanuel Macron, despertó un extraordinario entusiasmo,
sobre todo en las nuevas generaciones, con unas ideas de centroderecha que, a
primera vista, parecen bastante cercanas a aquellas que Raymond Aron
defendió toda su vida. ¿Redescubrirá la Francia de nuestros días en el solitario
intelectual demócrata y liberal del siglo XX un precursor y guía ideológico de
la que parece ser una nueva e interesante etapa de su evolución política?
La poderosa Unión Soviética contra la que Aron se batió toda su vida se ha
extinguido, víctima de su propia incapacidad para satisfacer las ambiciones de
sus millones de ciudadanos, y la ha reemplazado un régimen autoritario e
imperial, de capitalismo gansteril y mercantilista, que parece la continuación
del viejo zarismo autoritario e imperial. China dejó de ser comunista para
convertirse en un modelo de capitalismo autoritario. Sin embargo, decir que la
historia ha dado la razón a Raymond Aron sería apresurado. Porque, aunque la
amenaza del comunismo, contra el que él se batió sin tregua, ha dejado de
serlo para la democracia en el mundo –solo un demente tendría como modelos
para su país a los regímenes de Corea del Norte, Cuba o Venezuela–, esta no
ha ganado del todo la partida y es probable que no la gane nunca del todo. Es
verdad que, en el mundo occidental, la Unión Europea, pese al Brexit, se
mantiene sólida, y buena parte de América Latina ha sido ganada para la
democracia. Pero a esta le han surgido nuevas amenazas, como el islamismo
fanático y extremista de Al Qaeda o isis, cuyo terrorismo en gran escala
siembra la inseguridad y hace correr el riesgo de que se debiliten, en nombre
de la seguridad, las libertades públicas de los países más amenazados por él,
las democracias avanzadas. Por otro lado, en el seno de las mismas sociedades
abiertas, venenos como la corrupción y el populismo crecen de tal modo que,
si no son contenidos a tiempo, pueden desnaturalizar y destruir desde adentro
lo que hay en ellas de más positivo y liberador. Sobre todos estos problemas,
incluido el de la masiva inmigración que se vuelca sobre Europa Occidental
procedente de África y que provoca el despertar de movimientos chovinistas y
racistas que se creían extinguidos, echamos de menos las opiniones y análisis
de Raymond Aron; su inteligencia, su cultura, su hondura reflexiva, su visión
abarcadora, nos ayudarían sin duda a comprender mejor todos aquellos
desafíos y la mejor manera de enfrentarlos. Que no haya nadie en nuestros
días capaz de reemplazarlo es la mejor prueba de la extraordinaria categoría
intelectual y política que fue la suya y de la suerte que tuvimos de que alguien
como él realizara en nuestro tiempo la tarea que cumplió.
El camino hacia la ruptura
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En los sesenta Vargas Llosa empezó a experimentar un paulatino
desencanto por la Revolución cubana. En estas cartas, incluso en aquellas
favorables al movimiento, se distingue a un autor comprometido con la
verdad política y la libertad de expresión.
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Mario Vargas Llosa 16 marzo 2016
Doce años tomó a la Revolución cubana convertir un movimiento democrático
contra una dictadura caribeña en el primer y único Estado comunista
construido en América Latina. Entre 1959 y 1971 tuvo lugar esa mutación, que
produjo, por lo menos, dos fracturas, la de la nación cubana y la de una amplia
y heterogénea comunidad internacional involucrada en el proceso político de
la isla. Aquella Revolución fue la mayor conexión de América Latina y el
Caribe con la Guerra Fría y su impacto en el hemisferio fue necesariamente
polarizador.
Ese año, 1965, sale definitivamente de Cuba, luego de una breve visita a la
isla para los funerales de su madre, contada en Mapa dibujado por un espía
(2013), Guillermo Cabrera Infante, el narrador cubano que, junto a Severo
Sarduy, ya radicado en París, se afincaría más claramente en el boom. Y
aunque Cabrera Infante no se presentará públicamente como exiliado hasta el
verano de 1968, su conversación privada o epistolar con varios de sus
contemporáneos latinoamericanos es un temprano testimonio de desencanto.
Al año siguiente, cuando estalla la polémica entre Casa de las Américas y
Mundo Nuevo, los pilares del cisma ya están plantados.
Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar fueron, tal vez, los dos escritores del
boom que más directamente recibieron la presión del aparato político cubano,
a través de sus epistolarios con Roberto Fernández Retamar y Haydée
Santamaría, directora de Casa de las Américas. Ambos viajaron con frecuencia
a La Habana en aquellos años y ambos fueron cuestionados en reuniones
editoriales, que fácilmente degeneraban en interrogatorios o en juicios en
ausencia, por sus vínculos personales con los redactores de Mundo Nuevo o
Libre, sus premios o sus estancias en universidades europeas y
norteamericanas.
La reacción de uno y otro a esas presiones fue distinta, aunque, como prueba
esta correspondencia, mantuvieron el diálogo y la amistad. No es dato menor
que tanto García Márquez como Cortázar, que se mantuvieron leales a La
Habana, decidieran seguir colaborando con Libre, una publicación claramente
opuesta a la sovietización de Cuba. Después de firmar una primera carta a
Fidel Castro, exigiendo la liberación de Padilla, Cortázar escribió un largo
poema ambivalente, “Policrítica a la hora de los chacales”, en el que decía
“comprender” al gobierno cubano, aunque había “cosas que no tragaba”, “los
prejuicios”, “los tabúes”, “la burocracia del idioma y los cerebros”.
para
Querido Emir:
Abusando un poco, querido Emir, quisiera pedirte que, por decepcionado que
te puedas sentir con la negativa cubana a colaborar en tu revista, hagas lo
posible por evitar que ella sirva de algún modo de tribuna para los enemigos
de la Revolución cubana. La actitud de los escritores puede parecerte
demasiado intransigente, pero allá uno se explica bastante bien esta
intransigencia, cuando ve la ferocidad con que la Revolución es combatida y
con qué admirable convicción y coraje están saliendo adelante los cubanos a
pesar del bloqueo, de los sabotajes, de la campaña internacional de
desprestigio de cierta prensa. Nosotros hicimos un viaje por el centro de la
isla, y visitamos granjas y aldeas y fábricas, y te aseguro que era un
espectáculo conmovedor y a la vez muy triste cuando uno se ponía a comparar
entre lo que está ocurriendo en el campo cubano y lo que ocurre en mi país,
por ejemplo. Ha sido una lástima que no te concedieran la visa que pediste,
porque estoy seguro que sobre el terreno habrías comprendido muy bien el
porqué de la actitud militante y pasional de Roberto y de los otros escritores
cubanos.
En fin, esta carta se prolonga demasiado y termino. No te olvides de hablar
con Carlos, o de mandarme su dirección, por favor.
Un fuerte abrazo de
Mario
para
Carlos Fuentes
10 de febrero de 1967 Londres
Querido Carlos:
Estoy por escribirte hace días, pero había perdido tu dirección, y tampoco
estaba muy seguro de si continuabas en París. Acabo de enterarme que sigues
allá (te envidio, pues después de pasar unos meses en la civilización, he
descubierto que, pese a todo, prefiero la barbarie francesa) y te escribo de
inmediato. No sé si has visto a Julio a su vuelta de Cuba. A él y a mí los
amigos cubanos nos dieron un mensaje para ti. En la reunión de la Casa de las
Américas, se habló de las alusiones inamistosas e incluso injustas que se te
habían hecho en algunos documentos, como la carta abierta a Neruda, y tanto
Julio como yo criticamos el artículo de Ambrosio Fornet, aparecido en el
último número de la revista de la Casa de las Américas, en el que se refiere a ti
de una manera inaceptable. Conozco hace tiempo a Ambrosio –fuimos
compañeros en la Universidad [Complutense] de Madrid–, y le tengo mucho
afecto, y por eso mismo me sorprendió que se hubiera excedido en esa forma.
Tú sabes el clima de tensión y de fervor en el que viven los cubanos, y la
extrema susceptibilidad política en que los tienen las condiciones de la isla (el
bloqueo, la amenaza permanente de invasión, etc.); creo que eso explica
muchas cosas, pero desde luego que no las justifica todas. En la reunión,
quedó bien claro –y el propio Ambrosio estuvo de acuerdo, como Roberto y
los demás– que por encima de cualquier diferencia de opiniones o de actitudes
frente a un problema determinado, como podía ser el encuentro del pen o la
colaboración en Mundo Nuevo, no es lícito lanzar anatemas y ucases, y que se
debe discutir con altura, sobre todo entre amigos. El mensaje en cuestión es el
siguiente: decirte que tienes abiertas las páginas de la revista de la Casa de las
Américas si quieres contestar el artículo de Ambrosio, o en general comentar
las polémicas que surgieron en torno a Mundo Nuevo o la reunión del pen.
Desde luego que tu texto se publicaría integralmente, y sin notas o cabezas
contradictorias. Pienso que si te decides a aceptar este ofrecimiento, esta sería
una excelente manera de silenciar para siempre a los envidiosos o resentidos
que, acomplejados por tus libros, han aprovechado los textos cubanos donde
se te alude (textos que pueden ser discutibles pero que, al menos, sí están
redactados de buena fe) para propalar calumnias y presentarte como a un
enemigo de Cuba. Ya sé que estás de vuelta de este género de golpes bajos de
los pigmeos, pero de todos modos convendría que, al menos por una vez, les
dieras un buen tentequieto (como dicen en Lima).
¿Cuándo saldrá tu novela? Julio me ha hablado tan bien de ella, con tanto
entusiasmo, que tengo unos deseos enormes de leerla de una vez.
Un fuerte abrazo de
Mario
para
Carlos Fuentes
20 de enero de 1969 Pullman, Washington
Mi querido Carlos:
No sé por dónde andas, pero espero que Gallimard te esté siguiendo la pista y
ponga esta carta en tus manos. Hace una barbaridad de tiempo que estoy por
escribirte, pero, aparte de mi alergia contra el género epistolar, me lo ha
impedido la falta de tiempo. He estado trabajando mucho en mi novela, que
felizmente da ya las últimas boqueadas, y perdiendo unas horas atroces
dictando clases, que para colmo y para duplicar mi angustia, eran en inglés.
He seguido bastante de cerca lo de México y me sé de memoria todos los
improperios y la mugre que te han echado encima. Creo que debes sentirte
muy contento con eso. Con tu admirador y crítico Joseph Sommers hicimos
firmar por más de cien profesores universitarios una carta de protesta por la
represión contra intelectuales y estudiantes en México. Me imagino que no
servirá de nada, pero peor habría sido no protestar. Tu carta con las armas del
café de la Rotonda me dejó moralmente descalabrado por unos días, pero lo
triste del asunto es que parece ajustarse a la realidad. El panorama no puede
ser más ceniciento. Aquí todo va a ir peor con Nixon en la Casa Blanca y me
temo que lo de la República Dominicana sea un juego de niños comparado
con lo que puede ocurrir en América Latina en los próximos años. No sé nada
de Cuba. No fui a la reunión de la revista, porque no tenía tiempo ni tampoco
muchas ganas, pero hablé por teléfono con Fernández Retamar la otra noche.
Julio acababa de partir de La Habana. Llamé a Roberto para tratar de
confirmar si era cierto que Edmundo Desnoes estaba preso, acusado de ser
agente de la cia, pero al hablar con él no me atreví a preguntárselo. Lo noté un
poco cauteloso y temí ponerlo en un apuro. Estoy sumamente inquieto,
apenado y asustado con lo que ocurra en Cuba y te ruego que me cuentes lo
que sepas. Lo último que llegó a mis manos fueron los discursos de Lisandro
Otero que me produjeron escalofríos, casi tantos como los que tuve cuando leí
las indecentes frivolidades contra la Revolución de nuestro amigo Guillermo
[Cabrera Infante]. En el Perú la confusión política adquiere niveles
paranoicos. Los generales se van a quedar en el poder muchos años y cuentan
con el apoyo de la izquierda que proclama a diestra y siniestra que el régimen
es nacionalista y antiimperialista, lo que es un disparate apocalíptico. Pero ni
siquiera se puede atacar a los generales, porque sería hacer el juego a la
extrema derecha que capitanea la oposición. En vista de este caos he decidido
no regresar al Perú. No pude ahorrar aquí lo suficiente para tener unos meses
de libertad y he aceptado por un semestre un contrato en Puerto Rico, lo que
es como meter la cabeza en la boca del lobo porque en la isla pululan los
gusanos cubanos (hay, también me dicen, cuarenta mil poetisas). Voy a estar
allá hasta julio y luego regresaré a Londres, a identificarme con la neblina y a
convertirme quizás en un fantasma. Lo único que queda, por ahora al menos,
es cerrar los ojos, apretar los dientes y escribir, escribir hasta perder el aliento.
[...]
Mario
para
Querido Roberto:
Por otro lado, nunca imaginé que en la reunión de la revista yo sería objeto de
discusión, y que tú y Haydée [Santamaría] formularían acusaciones contra mí
en relación con mi artículo de Caretas y mi viaje a Estados Unidos. Es algo
que debiste comunicarme con anticipación, porque en ese caso, pese a los
inconvenientes de trabajo y de familia, no habría ahorrado esfuerzo para viajar
y defender mis puntos de vista ante ustedes. Es por esta razón que apenas
recibí el mensaje colectivo te hice saber que podía viajar a La Habana en julio,
y está de más, también, que me respondas que los compañeros extranjeros del
comité de la revista no pueden esperarme hasta entonces. Eso lo sabía de
sobra. Pero ocurre que me es más fácil comunicarme con ellos que con
ustedes. A Ángel lo he visto aquí, a Julio lo veré en Europa en el verano. A
Emmanuel [Carballo] confío en verlo en México de paso a Cuba, si mi viaje,
como espero, se realiza. Es con ustedes con quienes quiero discutir los cargos
que han levantado contra mí. Aquí en la Universidad tengo vacaciones las tres
últimas semanas de mayo; si lo consideran conveniente, puedo adelantar el
viaje para esa fecha.
De todo esto me gustaría poder conversar contigo y con los otros compañeros
cubanos en La Habana, en mayo o en julio, según les convenga mejor. Espero
que no encuentres extemporáneo que me adhiera a la declaración del comité
de la revista que te agradezco haberme enviado.
para
Carlos Fuentes
30 de mayo de 1971 Barcelona
Querido Carlos:
En fin, ya ves el efecto tremendo que me ha hecho todo esto. Sé que Julio está
muy golpeado, pero no quiso firmar la carta de protesta, me imagino que por
influencia de Ugné [Karvelis], que perdió completamente los papeles en este
asunto y comenzó a llamar nazis a todos los que disentían del discurso de
Fidel y dudaban de las autocríticas. Gabo no abrió la boca, lo que es una
lástima porque una toma de posición clara de él habría sido enormemente útil.
No sé qué ocurre en México, pero ya te puedes imaginar lo que pasa en
América del Sur: hay una verdadera explosión de júbilo entre toda la
servidumbre literaria, oportunista y dogmática. A diario me llegan recortes
donde algún camarada cuadriculado me arreboza de mierda. Es sabido que la
derecha hace las cosas más canallas, pero en decir canalladas la izquierda
gana. En fin, mi viejo, menos mal que Chile anda bien encaminada todavía.
En cuanto al Perú, los militares no dan marcha atrás y prosiguen las reformas,
pero no se puede decir que el proceso sea excesivamente prometedor. Me
dicen que hay oficiales por todas partes, no solo en los ministerios sino
también en las haciendas cooperativizadas, y en las minas, etc. Ya te contaré
con más detalles. [...]
Mario
para
Jorge Edwards
28 de mayo de 1972 Barcelona
Querido Jorge:
Por fin terminé de leer anoche tu manuscrito [de Persona non grata]. El final
ha salido excelente, y creo que allí no tendrás que hacer ninguna corrección.
Ponte a corregir cuanto antes el libro, pues, con la vida que llevas, podrá estar
en la imprenta en unos cuantos meses. Esta última parte es, desde luego, la
mejor, se lee con verdadera fascinación y todo resulta asombroso. Conforme
quedamos, he guardado la discreción más total al respecto, y la gente piensa
que andas empeñado en un vago proyecto de ensayos literarios. Ojalá hayas
hecho lo mismo, compañerito. [...]
Mario ~
El viaje a la ficción
Mario Vargas Llosa 30 noviembre 2010
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno
Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias
de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con
más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa
patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin
fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un
presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando
solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca
esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar
demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5 guerras
y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de
Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo.
Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de
cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde 1970.
Los desaparecidos por motivos de la represión son casi 120 mil, que es como
si hoy no se supiera donde están todos los habitantes de la cuidad de Upsala.
Numerosas mujeres encintas fueron arrestadas dieron a luz en cárceles
argentinas, pero aun se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que
fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las
autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto
cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil
perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la
cifra proporcional sería de un millón 600 muertes violentas en cuatro años.
América latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada
de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan
en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que
han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen
haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la
originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con
toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?
¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de
imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con
métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor
desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y
amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra
casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el
infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su
juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos
grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: "Me
niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio
que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde
los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir
hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante
esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de
parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos
sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para
emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de
la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de
veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes
condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda
oportunidad sobre la tierra.
From Les Prix Nobel. The Nobel Prizes 1982, Editor Wilhelm Odelberg,
[Nobel Foundation], Stockholm, 1983
La polémica de la ortografía
Gabriel García Márquez
A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta.
Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a
tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la
palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían
desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para
las palabras. Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad
entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras.
No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en
tantas lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los
idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados
hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir
sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como
otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta
experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio
de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de
hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en
los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de
intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el
verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del
Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en
cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos
hace, aun no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los
hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que
un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo:
"Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un
cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de
Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra
que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos
probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a
rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos
no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla
en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre
en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la
esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas
osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar,
con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta
providencial de mis doce años.
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Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la
masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez
de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además,
que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos,
y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin
control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la
competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la
formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían
el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios
asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con
los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La
deshumanización es galopante.
Aún a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran culpable en
este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio se hacía bien
con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno solo: la libreta de notas,
una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usábamos todavía
para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de la grabadora está
por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas jóvenes que el
casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde
libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio.
La grabadora oye pero no escucha, repite —como un loro digital— pero no
piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no
será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del
interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la
radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos
entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente.
Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate. Ya sea en sus
salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los
simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los
estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de
verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que
sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la
realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre
que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido
puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el
orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya
nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un
oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia,
como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras
no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.
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