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Althusser - Cartas A Elena

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1.

Buscando las palabras


para empezar

Miércoles primero de marzo

Querida María Elena:


Me tienes ya varias horas buscando las palabras
para empezar a hablarte, y he fracasado. No hallo en el
montón de ideas que se confunden en mi cabeza la mejor
manera de comenzar estas líneas. He perseguido inútil-
mente esas frases con las que suelo sorprender a quienes
me escuchan pero están vacías, vaciadas de significado
porque solo son juegos verbales y no la verdad desnuda.
Siento que en este mundo de apariencias, de oraciones
prefabricadas, de actitudes correctas y de emociones con-
troladas, la imagen se lo va tragando todo y ya no tiene
ninguna importancia la esencia de las cosas.
Seamos claros. Las palabras no me sirven para
nada cuando siento tu ausencia y sé que a ti tampoco te
son útiles allá, en ese mundo siempre nuevo y desconocido
donde irás construyendo —construyéndote— esa mujer
que tantas veces se ha anunciado en tus ojos de niña y en
la mirada sorprendida y curiosa con la que escuchabas las
viejas y desgastadas historias de mi vida.
Irse es una forma de morirse un poco y no me
importa sonar melodramático ni que los demás afirmen

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que exagero. Mi abuelo, el viejo periodista, decía que


«despedir es dejar ir» y no solía asistir a ninguna despe-
dida, y aunque todos criticaban su aparente indiferencia,
él salvaba la pena del que se iba y su propia pena, y
hacía bien.
Algo queda maltratado en nosotros cuando una
persona amada se aleja y el dolor se hace más grave cuan-
to más permanente y larga es la distancia. A veces es un
viaje eventual, otras, uno de largo aliento y, cuando llega
con su infame sentencia, el viaje definitivo de la muerte.
¿Será que es cierta esa frase que afirma que, de alguna
manera, todos nos estamos yendo?
¿Cómo combatir la distancia? Hay muchas mane-
ras, y de todas, yo prefiero el amor. Sí, el amor, querida
María Elena. Pero el amor no es esa fantasía que se ve
en las fotos de los diarios, ni en las películas con las que
lloras los fines de semana cuando, deprimida, te metes en
la cama con un helado para olvidarte del mundo. Todo
lo contrario, el amor es vida, es alegría, es ganas de ser
y de hacer. Sin embargo, ese amor no reside en nosotros,
se encuentra en la persona amada y se refleja en nuestros
ojos cuando la vemos, cuando conversamos con ella,
cuando la tenemos cerca. Por eso un poeta como Borges
agradecía al amor que «nos deja ver a los otros como los
ve la divinidad».
Entonces todo se complica, ¿cómo combatir la dis-
tancia con el amor si el amor necesita de la cercanía de las
personas que se aman para realizarse? Esa es una paradoja,
una contradicción que solo puede entenderse amando, atre-
viéndose a sentir, arriesgándose a sufrir.
No obstante, también es cierto que el amor que
resiste la lejanía, no vive, tan solo sobrevive. Ninguna dis-
tancia es buena, pero cuando es irremediable, el amor nos
ayuda a sobrellevar esa pena.

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«Amor», palabra urgente, palabra escandalosa,


palabra temible. Tiene tanto poder que muchas veces
—las veces que importan— preferimos no decirla, no
ocuparla, no pronunciarla; porque nos da miedo.
Se aman nuestros padres —o se amaron—, se
aman —inútilmente— Romeo y Julieta, se aman —a lo
mejor se aman— los amantes, pero de tanto amor apasio-
nado nos olvidamos de los otros amores y los llamamos
cariño o querer, palabras egoístas porque hablan, la pri-
mera, de lo que uno extraña, de lo que uno carece y, la
segunda, de lo que uno busca, de lo que uno trata de obte-
ner, de lo que uno desea (y ya sabemos que desear, a tu
edad, es una mala palabra que cualquier madre reprimiría
con advertencias o con amenazas, pero para hablar de eso
ya habrá tiempo, María Elena).
Los otros amores, el amor del padre, el del herma-
no, el del maestro, el del amigo; amores tan graves y tan
apasionados como el de pareja son relegados al silencio,
pasan desapercibidos, son ignorados o llevan una vida
clandestina.
Sé que estas líneas no pueden reemplazar nuestras
conversaciones, pero hacen el intento. La vida es solo eso,
un intento tras otro. Cuando dejamos de hacer el esfuerzo,
de alguna manera nos morimos.
¿Cómo pueden dos personas tan distintas y tan
distantes reunirse alrededor de un afecto? Esa es una pre-
gunta que siempre me ha obsesionado. Creo que todo nace
de la confianza.
Dicen que la mejor manera de acercarse a un ado-
lescente es a partir de la propia experiencia, a partir del
testimonio de una vida que fue y que en los recuerdos aún
se repite cada vez que la buscamos en el cajón de los tiem-
pos extraviados. Eso te ofrezco, un montón de historias,
de tiempos que son míos, de alegrías y tristezas que son

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mías. No son la sabiduría, tan solo es el amontonamiento


de mis nostalgias expuestas con la honestidad que siempre
tuve contigo.
Dicen, también, que los viejos son viejos porque
ya se olvidaron que alguna vez fueron jóvenes, que algu-
na vez la sangre corrió entusiasta por sus cuerpos, que
alguna vez su piel se erizó de ansiedad o de vergüenza
y sus errores se sucedieron sin tregua en la tempestad
inagotable de la adolescencia.
Desde acá me enfrento a la renuncia, al quiebre,
a la soberbia estupidez de creer que no fui yo el de ayer
o el que —como todos los jóvenes— cometió los mismos
errores, sufrió las mismas asperezas y se ensució —me
ensucié— en las sagradas torpezas de la adolescencia.
Si vuelvo la mirada a los años en que, al igual
que tú, veía la vida como la gran montaña a cuyas faldas
recién me encontraba, me hallo confiado, inocente y cré-
dulo. Entonces el universo era el sombrero de un mago,
mis padres perfectos, mis amigos para siempre y el amor
un pasaje secreto que prometía el paraíso. Entonces fui
joven como tú.
Es a esa juventud a la que regreso para escribirte, o
lo intento, al menos. Y lo intento porque no siempre está allí
—donde queremos o donde la dejamos— esa juventud que
se nos escapa sin darnos cuenta y que huye como la mucha-
cha que sale por la ventana de la casa, donde todo está pro-
hibido, para acudir a la fiesta donde todo está permitido.
Cuando menos nos damos cuenta nos encontra-
mos gastados frente al espejo y sentimos que ya hemos
cruzado la línea. Solo entonces entendemos que no es la
única ni es la definitiva, que es tan solo una de las muchas
que se nos irán poniendo al frente para que tomemos las
decisiones que nos irán formando —o deformando— a
través del camino.

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Ahora estás lejos y me pierdo en estas oraciones


confusas porque la única certeza que tengo es confesar
que te extraño.
Te extraño de esa manera confusa que tienen
los padres que alientan al hijo a ser independiente y,
sin embargo, le ponen trampas y zancadillas afectuosas
con tal de no perderlo. Un padre aprende —después de
muchos errores— que su función tiene límites, que su
tiempo se termina, que su autoridad se disipa y que debe
empezar una nueva jornada con los hijos convertidos en
mujeres y en hombres que piensan solos, que razonan
solos, que piden explicaciones y exigen argumentos. Un
padre aprende —tarde o temprano— que después de for-
mar al hijo solo le queda acompañarlo en esa jornada que
ya no es suya, en esa experiencia ajena, en esa vida que
ya no le pertenece.
Solo hace unos instantes fui un muchacho lleno
de miedo, con tu misma edad, con tus mismas angustias,
con tus mismos sueños. Puedo verme, todavía, contem-
plando de lejos a la joven hermosa que nunca supo que yo
existía, puedo escuchar aún las frases torpes y vulgares
que escupí amenazado por el pánico de no ser como todos,
puedo regresar al momento en que crucé la primera marca
por un aplauso, traicioné el primer recuerdo por la baratija
de una risotada, y ensucié la primera emoción por el terror
incontrolable a quedarme solo.
Así es la soledad, una vieja tramposa.
Un amigo me dijo alguna vez que «la soledad está
dentro de uno» y con ello me descubrió el secreto de las
distancias. Podrías estar acá, junto a esta máquina donde
escribo, al alcance de mi abrazo, y sentirte sola; puedes
estar allá, atravesando montañas y desiertos, océanos y
valles, y sentir la calidez de este cariño asustado, de este
amor silencioso, de este maestro que no puede —o que

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no debe— decirle a todo el mundo que te ama como solo


aman los padres.
Sé que sonríes, María Elena, sé que se te ilumina
el rostro mientras intento explicar con palabras el montón
de sentimientos que los que amamos conocemos pero que
casi nunca pronunciamos, casi nunca confrontamos, por-
que a los adultos el temor, también, nos tapa la boca.
Ojalá pudiera decirte «no temas», «no te preocu-
pes», «al doblar la esquina encontrarás la felicidad»; pero
no es cierto. Alguien escribió que el éxito no es un lugar,
la felicidad tampoco, ni es un lugar ni está en ninguna
parte. La felicidad, con suerte, es una especie de remanso,
es sentirnos tranquilos con nosotros mismos y con la gente
que nos rodea, es saber que valemos la pena y que quienes
deben saberlo lo saben de memoria; es amar y ser amado.
Otra vez el amor.
Aunque no puedo definirlo con certeza, puedo
decirte que el amor se parece al juego aquel de la
infancia en el que cerramos los ojos y nos dejamos
guiar —ciegos y con fe— por quien sí puede ver.
Avanzamos guiados por esa persona que nos pres-
ta su mirada, que nos invita a andar a paso firme y
nos da la certeza de que jamás permitirá que tropece-
mos o caigamos. Caminamos sin miedo porque sabemos
—queremos saber— que alguien, más allá de nosotros
mismos, más allá de lo que nuestros ojos ignoran, más
allá de nuestros temores, está viendo por nosotros y está
cuidándonos, porque le importamos. Y esa sensación
nos hace sentir bien porque experimentamos que es tras-
cendente ser quienes somos no solo ante sus ojos sino
—sobre todo— en sus sentimientos, porque su vida se
hace más valiosa con la nuestra y porque esa persona que
nos guía en la oscuridad ha hallado en nosotros la esencia,
eso que ni cambia ni se destruye, esa maravilla que nos

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identifica como seres únicos y que se mantiene fresca e


indeleble a través de los tiempos y de los años.
La esencia, María Elena, la esencia es lo que nos
define, lo que nos forma, lo nos convierte en lo que somos,
y solo siendo leales a ella, somos fieles con nosotros mis-
mos, nos alzamos del suelo y acortamos distancias.
Atrévete, sé más grande que tus miedos y álzate
sobre las tentaciones del camino sencillo y de los atajos
que vas a encontrar regados en cualquier parte, esperan-
do tu debilidad, esperando tu miedo, esperando tu sole-
dad. Atrévete porque no estás sola, no lo estás aunque
la duda, como un animal salvaje, venga a arañarte el
sentimiento.
Nadie dice que será fácil. Los cantos de sirena
son hermosos, pero terminan ahogando a los marineros;
un parto es doloroso, pero da la vida y, con ella, la opor-
tunidad de un mañana.
Que cada ocasión que se te presente sea buena
para la lucha, para el esfuerzo, para no rendirse. ¿Sufrirás?,
probablemente, pero te dará la ocasión de amanecer de
nuevo, de experimentar otra vez el nacimiento, de llegar al
futuro donde te sientas orgullosa de ser quien eres y de tu
lugar en el mundo. Sabrás, con la claridad del mediodía,
que los que te amamos vemos la hermosura de tu esencia
porque eres hermosa y no un invento, porque eres real y
no una farsa, porque eres verdad y no una mascarada.
Dije que desconfiar de las certezas se me ha
hecho una mala costumbre, pero creo que me he equivo-
cado. Todos nos equivocamos, María Elena.
Hoy, que la montaña es el sendero por donde
cruzo, que la experiencia me ha hecho más incrédulo y
menos inocente, que la malicia ha construido su nido
sobre mi ingenuidad infantil, hoy te puedo confesar que a
pesar de todo no se ha muerto el niño que me habita.

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Cierto, las cosas cambiaron, pero no se destruye-


ron; el amor es un confiado paso hacia adelante, con los
ojos cerrados; mis amigos lo siguen siendo, con vicios y
virtudes; mis padres se humanizaron hasta este sentimiento
que no puede ser solo memoria porque es de hoy y ahora,
porque me habita; y el universo, esa nada que es todo, no
se me presenta ya como el sombrero de un mago porque
se ha convertido en la Caja de Pandora donde aún queda
guardada mi esperanza.
Sí, la victoria está llena de derrotas y la felicidad
guarda malos ratos, pero también están hechas de la volun-
tad de ser, del amor por uno mismo y por los demás, de la
decisión de seguir andando aunque se acabe el camino.
La distancia no es esa geografía que nos separa, la
distancia no existe para dos que se vieron, sin máscaras, a
la cara.

Con amor, lejos y cercano,


JL

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