Goya
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Segunda serie[editar]
Se pueden distinguir dos grupos de encargos cuyo tema es la representación de
diversiones populares, generalmente de ocio campestre, como correspondía a la ubicación
del Palacio de El Pardo. Por ello se insiste en localizar las escenas en la ribera del
Manzanares. Los ejecutados entre 1776 y 1778, destinados al comedor de los Príncipes
en el Palacio, y los realizados en 1778 y 1780 para el dormitorio de dicho palacio.
El primer grupo comienza con La merienda a orillas del Manzanares entregado en octubre
de 1776 e inspirado en el sainete homónimo de Ramón de la Cruz. Le siguen Paseo por
Andalucía (también conocido como La maja y los embozados), Baile a orillas del
Manzanares y, quizá su obra más lograda de esta serie, El quitasol, un cuadro que logra
un magnífico equilibrio entre la composición de raigambre neoclásica en pirámide y los
efectos cromáticos propios de la pintura galante.
A la antecámara y el dormitorio principesco pertenecen La novillada, donde gran parte de
la crítica ha querido ver un autorretrato de Goya en el joven torero que mira al
espectador, La feria de Madrid (ilustración de un pasaje de El rastro por la mañana, otro
sainete de Ramón de la Cruz), Juego de pelota a pala y El cacharrero, donde muestra su
dominio del lenguaje del cartón para tapiz: composición variada pero no inconexa, varias
líneas de fuerza y distintos centros de interés, reunión de personajes de distintos estratos
sociales, calidades táctiles en el bodegón de loza valenciana del primer término,
dinamismo de la carroza, difuminado del retrato de la dama del interior del carruaje, y, en
fin, una plena explotación de todos los recursos que este género de pinturas podía ofrecer.
Tercera serie[editar]
Tras un periodo (1780-1786) en el que Goya emprendió otros trabajos, como ejercer de
retratista de moda de la clase pudiente madrileña y la recepción del encargo de pintar un
cuadro para San Francisco el Grande de Madrid y una de las cúpulas de El Pilar, retomó
su trabajo como oficial de la fábrica de tapices en 1786 con una serie dedicada a la
ornamentación del comedor del Palacio de El Pardo.
El programa decorativo comienza con un grupo de cuatro cuadros alegóricos a las
estaciones del año (entre los que descuella La nevada o El invierno, con su paisaje de
tonos grisáceos y el verismo y dinamismo de la escena), para continuar con otras escenas
de alcance social, como Los pobres en la fuente o El albañil herido.
Además de los trabajos dedicados al ornato del comedor de los príncipes se documentan
algunos bocetos realizados como preparación a las telas que iban a decorar el dormitorio
de las infantas en el mismo palacio. Entre ellos encontramos una obra maestra, La pradera
de San Isidro que, como es habitual en Goya, es más audaz en los bocetos y más
«moderno» (por su uso de una pincelada enérgica, rápida y suelta) que en los lienzos ya
rematados. Debido a la inesperada muerte del rey Carlos III en 1788, este proyecto quedó
interrumpido, si bien otro de los bocetos dio lugar a uno de sus más conocidos
cartones: La gallina ciega.
Cuarta serie[editar]
Con destino al despacho del recién proclamado rey Carlos IV en El Escorial emprende la
ejecución de otra serie de cartones entre 1788 y 1792 cuyos temas adquieren matices
satíricos, aunque siguen dando cuenta de aspectos alegres de la sociedad española de su
tiempo. Así aparecen de nuevo juegos al aire libre protagonizados por jóvenes, como
en Los zancos, muchachos (Las gigantillas) o las mujeres que en El pelele parecen
regocijarse en el desquite de la dominante posición social del hombre, manteando a un
muñeco grotesco.
Comienzan con esta serie a aparecer los comentarios críticos hacia la sociedad de su
tiempo que se desarrollarán más adelante, especialmente en su obra gráfica, cuyo ejemplo
más temprano es la serie de Los caprichos. Aparecen ya en estos cartones rostros que
anuncian las caricaturas de su obra posterior, como puede apreciarse en la cara de
facciones simiescas del novio de La boda (1792).
Retratista y académico[editar]
Desde su llegada a Madrid para trabajar en la corte, Goya tiene acceso a las colecciones
de pintura de los reyes, y el arte del aragonés tendrá en la segunda mitad de la década de
1770 un referente en Velázquez. La pintura de este último había sido elogiada en 1780 en
un discurso pronunciado por Jovellanos en la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando en el que alababa el naturalismo del maestro sevillano frente a la excesiva
idealización de los defensores neoclásicos de una pretendida Belleza Ideal.
Cristo crucificado, 1780 (Museo del Prado).
A lo largo de toda la década de 1780 entra en contacto con la alta sociedad madrileña, que
solicita ser inmortalizada por sus pinceles, convirtiéndose en su retratista de moda. Fue
decisiva para la introducción de Goya en la elite de la cultura española su amistad
con Gaspar Melchor de Jovellanos y Juan Agustín Ceán Bermúdez, historiador del arte.
Gracias a ello recibe numerosos encargos, como los del recién creado (en 1782) Banco de
San Carlos y del Colegio de Calatrava de Salamanca.
De suma importancia fue también su relación con la pequeña corte que el infante don Luis
de Borbón había creado en el palacio de la Mosquera en Arenas de San Pedro (Ávila),
junto al músico Luigi Boccherini y otras figuras de la cultura española. Don Luis había
renunciado a todos sus derechos sucesorios al casar con una dama aragonesa, María
Teresa Vallabriga, cuyo secretario y gentilhombre de cámara tenía lazos familiares con los
hermanos Francisco, Manuel y Ramón Bayeu. De su conocimiento dan cuenta varios
retratos de la Infanta María Teresa (uno de ellos ecuestre) y, sobre todo, La familia del
infante don Luis (1784), uno de los cuadros más complejos y logrados de esta época.
Por otro lado, el ascenso del murciano José Moñino y Redondo, conde de Floridablancaa
la cúspide de la gobernación de España y la buena opinión que tenía de la pintura de
Goya, le proporcionó algunos de sus más importantes encargos: dos retratos del Primer
Ministro, entre los que destaca el de 1783, El Conde de Floridablanca y Goya, que refleja
el acto in fieri del propio pintor mostrando al ministro el cuadro que le está pintando,
jugando con la idea de la mise en abyme.
Sin embargo, quizá el más decidido apoyo de Goya fue el de los Duques de Osuna (familia
a la que retrató en el afamado Los duques de Osuna y sus hijos), en especial el de la
duquesa María Josefa Pimentel, una mujer culta y activa en los círculos ilustrados
madrileños. Por esta época estaban decorando su quinta de El Capricho y para tal fin
solicitaron a Goya una serie de cuadros de costumbres con características parecidas a las
de los modelos para tapices de los Sitios Reales, que fueron entregados en 1787. Las
diferencias con los cartones para la Real Fábrica son notables. La proporción de las
figuras es más reducida, con lo que se destaca el carácter teatral y rococó del paisaje. La
naturaleza adopta un carácter sublime («Lo Sublime» del paisaje era una categoría
definida por entonces en las preceptivas estéticas). Y sobre todo se aprecia la introducción
de escenas de violencia o desgracia, como sucede en La caída, donde una mujer acaba
de desplomarse desde un caballo sin que sepamos de la gravedad de las heridas sufridas,
o en el Asalto al coche, donde vemos a la izquierda un personaje que acaba de recibir un
disparo a bocajarro mientras los ocupantes de un carruaje son desvalijados por una partida
de bandoleros. En otro de estos cuadros, La conducción de un sillar, de nuevo destaca lo
innovador del tema, el trabajo físico de los obreros de las capas humildes de la sociedad.
Esta preocupación incipiente por la clase obrera habla no solo de la influencia de las
preocupaciones del Prerromanticismo, sino también del grado de asimilación que Goya
había hecho del ideario de los ilustrados que frecuentó.
De este modo Goya va ganando prestigio, y los ascensos se suceden. En 1785 es
nombrado Teniente Director de Pintura de la Academia de San Fernando (semejante al
puesto de subdirector), y en 1789, a sus cuarenta y tres años y tras la subida al trono del
nuevo rey Carlos IV y hacer su retrato, Pintor de Cámara del Rey, lo que le capacitaba
para ejecutar los retratos oficiales de la familia real a la par que obtenía unas rentas que le
permitían darse el lujo de comprarse coche y sus tan deseados «campicos», como
reiteradamente le escribía a Martín Zapater, su amigo de siempre.
Pintura religiosa[editar]
San Bernardino de Siena predicando ante Alfonso V de Aragón, 1783. Forma parte de la decoración
de San Francisco el Grande de Madrid. Se considera que Goya se autorretrató en un joven de la
derecha, en segundo plano, que mira hacia nosotros.
Eso me lo han contado 6 o 7 profesores y dos amigos de Villanueba que el se los a contado, aunque
el echo fue delante de algunos señores que no se ha podido ocultar.
Apud Bozal (2005), vol. 1, págs. 89-90. Cfr. tb. Goya, Cartas a Martín Zapater, ed. cit. pág. 134.
Los cuadros a que se refiere son un conjunto de obras de pequeño formato entre los que
se encuentran ejemplos evidentes de Lo Sublime Terrible: Corral de locos, El naufragio, El
incendio, fuego de noche, Asalto de ladrones e Interior de prisión. Sus temas son ya
truculentos y la técnica pictórica es abocetada y plena de contrastes lumínicos y
dinamismo. Estas obritas pueden considerarse el inicio de la pintura romántica.
A partir de 1794 Goya reanuda sus retratos de la nobleza madrileña y otros destacados
personajes de la sociedad de su época que ahora incluirán, como Primer Pintor de
Cámara, representaciones de la familia real, de la que ya había hecho los primeros
retratos en 1789. Carlos IV de rojo otro retrato de Carlos IV de cuerpo entero del mismo
año o el de su esposa María Luisa de Parma con tontillo. Su técnica ha evolucionado y
ahora se observa cómo el pintor aragonés precisa los rasgos psicológicos del rostro de los
personajes y utiliza para los tejidos una técnica ilusionista a partir de manchas de pintura
que le permiten reproducir a cierta distancia bordados en oro y plata y telas de diverso tipo.
Ya en el Retrato de Sebastián Martínez (1793) se aprecia la delicadeza con que gradúa los
tonos de los brillos de la chaqueta de seda del prócer gaditano, al tiempo que trabaja su
rostro con detenimiento, captando toda la nobleza de carácter de su protector y amigo.
Son numerosos los retratos excelentes de esta época: La marquesa de la Solana (1795),
los dos de la Duquesa de Alba, en blanco (1795) y en negro (1797) y el de su marido José
Álvarez de Toledo (1795), el de la Condesa de Chinchón (1795-1800), efigies de toreros
como Pedro Romero (1795-1798), o actrices como María del Rosario Fernández, la
Tirana (1799), políticos (Francisco de Saavedra) y literatos, entre los que destacan los
retratos de Juan Meléndez Valdés (1797), Gaspar Melchor de Jovellanos (1798) o Leandro
Fernández de Moratín (1799).
En estas obras se observan influencias del retrato inglés, que atendía especialmente a
subrayar la hondura psicológica y la naturalidad de la actitud. Progresivamente va
disminuyendo la importancia de mostrar medallas, objetos o símbolos de los atributos de
rango o de poder de los retratados, en favor de la representación de sus cualidades
humanas.
La evolución que ha experimentado el retrato masculino se observa si se compara
el Retrato del Conde de Floridablanca de 1783 con el de Jovellanos, pintado en las
postrimerías del siglo. El retrato de Carlos III que preside la escena, la actitud de súbdito
agradecido del autorretratado pintor, la lujosa indumentaria y los atributos de poder del
ministro e incluso el tamaño excesivo de su figura contrastan con el gesto melancólico de
su colega en el cargo Jovellanos. Sin peluca, inclinado y hasta apesadumbrado por la
dificultad de llevar a cabo las reformas que preveía, y situado en un espacio más
confortable e íntimo, este último lienzo muestra sobradamente el camino recorrido en estos
años.
En cuanto a los retratos femeninos, conviene comentar los relacionados con la Duquesa
de Alba. Desde 1794 acude al palacio de los duques de Alba en Madrid para hacer el
retrato de ambos. Pinta también algunos cuadros de gabinete con escenas de su vida
cotidiana, como La Duquesa de Alba y la Beata y, tras la muerte del duque en 1795,
incluso pasará largas temporadas con la reciente viuda en su finca de Sanlúcar de
Barrameda en los años 1796 y 1797. La hipotética relación amorosa entre ellos ha
generado abundante literatura apoyada en indicios no concluyentes. Se ha debatido
extensamente el sentido de un fragmento de una de las cartas de Goya a Martín Zapater,
datada el 2 de agosto de 1794, en la que con su peculiar grafía escribe: «Mas te balia
benir á ayudar a pintar a la de Alba, que ayer se me metio en el estudio a que le pintase la
cara, y se salió con ello; por cierto que me gusta mas que pintar en lienzo, que tanbien la
he de retratar de cuerpo entero [...]».17
A esto habrían de añadirse los dibujos del Álbum de Sanlúcar (o Álbum A) en que aparece
María Teresa Cayetana en actitudes privadas que destacan su sensualidad, y el retrato de
1797 donde la duquesa —que luce dos anillos con sendas inscripciones «Goya» y
«Alba»— señala una inscripción en el suelo que reza «Solo Goya». Lo cierto es que el
pintor debió de sentir atracción hacia Cayetana, conocida por su independiente y
caprichoso comportamiento.
En cualquier caso, los retratos de cuerpo entero hechos a la duquesa de Alba son de gran
calidad. El primero se realizó antes de que enviudara y en él aparece vestida por completo
a la moda francesa, con delicado traje blanco que contrasta con los vivos rojos del lazo
que ciñe su cintura. Su gesto muestra una personalidad extrovertida, en contraste con su
marido, a quien se retrata inclinado y mostrando un carácter retraído. No en vano ella
disfrutaba con la ópera y era muy mundana, una «petimetra a lo último», en frase de la
Condesa de Yebes,18 mientras que él era piadoso y gustaba de la música de cámara. En el
segundo retrato la de Alba viste de luto y a la española y posa en un sereno paisaje.
Los caprichos[editar]
Artículo principal: Los caprichos
Capricho n.º 43, «El sueño de la razón produce monstruos» (Museo del Prado).
Aunque Goya ya había publicado grabados desde 1771 —una Huida a Egipto que firma
como creador y grabador,19 una serie de estampas sobre cuadros de Velázquez publicada
en 1778 y algunos otros sueltos (entre los que hay que mencionar, por el impacto de la
imagen y el claroscuro motivado por el hachón, El agarrotado, de hacia 1778-1780)—, es
con Los caprichos, cuya venta anuncia el Diario de Madrid el 6 de febrero de 1799,20 como
Goya inicia el grabado romántico y contemporáneo, con una serie de carácter satírico.
Supone la primera realización española de una serie de estampas caricaturescas, al modo
de los que había en Inglaterra y Francia, pero con una gran calidad en el manejo de las
técnicas del aguafuerte y el aguatinta —con toques de buril, bruñidor y punta seca— y una
innovadora originalidad temática, pues Los caprichos no se dejan interpretar en un solo
sentido al contrario que la estampa satírica convencional.
El aguafuerte era la técnica habitual de los pintores-grabadores en el siglo XVIII, pero la
combinación con el aguatinta le permite crear superficies de matizadas sombras merced al
uso de resinas de distinta textura, con las que obtiene una gradación en la escala de grises
que le permite crear una iluminación dramática e inquietante heredada de la obra
de Rembrandt.
Con estos «asuntos caprichosos» —como los llama Leandro Fernández de Moratín, quien
con toda probabilidad redactó el prefacio a la edición—, plenos de invención, se trataba de
difundir la ideología de la minoría intelectual de los ilustrados, que incluía
un anticlericalismo más o menos explícito.21 Hay que tener en cuenta que las ideas
pictóricas de estas estampas se gestan al menos desde 1796, pues aparecen
antecedentes en el Álbum de Sanlúcar (o Álbum A) y en el Álbum de Madrid (también
llamado Álbum B).
En los años en que Goya crea los Caprichos, los ilustrados por fin ocupan puestos de
poder. Jovellanos es desde noviembre de 1797 a agosto de 1798 el máximo mandatario
en España. Francisco de Saavedra, amigo del Ministro y de ideas avanzadas, ocupa la
Secretaría de Hacienda en 1797 y la del Estado del 30 de marzo al 22 de octubre de 1798.
El periodo en el que se gestan estas imágenes es propicio para la búsqueda de lo útil en la
crítica de los vicios universales y particulares de la España del momento, aunque ya en
1799 comenzará la reacción que obligará a Goya a retirar de la venta las estampas y
regalarlas al rey en 1803 curándose en salud.22
El grabado más emblemático de los Caprichos —y posiblemente de toda la obra gráfica
goyesca— es el que inicialmente iba a ser el frontispicio de la obra y en su publicación
definitiva sirvió de bisagra entre una primera parte dedicada a la crítica de costumbres de
una segunda más inclinada a explorar la brujería y la noche a que da inicio el capricho n.º
43, «El sueño de la razón produce monstruos». Desde su primer dibujo preparatorio, de
1797 (titulado en el margen superior como «Sueño 1º»), se representaba al propio autor
soñando, y aparecía en ese mundo onírico una visión de pesadilla, con su propia cara
repetida junto a cascos de caballos, cabezas fantasmales y murciélagos. En la estampa
definitiva quedó la leyenda en el frontal de la mesa donde se apoya el hombre vencido por
el sueño que entra en el mundo de los monstruos una vez apagado el mundo de las luces.
El sueño de la razón[editar]
Véase también: Brujería en Goya
Antes de que finalizara el siglo XVIII Goya aún pintó tres series de cuadros de pequeño
formato que insisten en el misterio, la brujería, la noche e incluso la crueldad y están
relacionados temáticamente con los primeros cuadros de capricho e invención pintados
tras su enfermedad de 1793.
En primer lugar se encuentran dos lienzos encargados por los duques de Osuna para su
finca de la Alameda que se inspiran en el teatro de la época. Son los titulados El convidado
de piedra —actualmente en paradero desconocido, e inspirado en un momento de una
versión de Don Juan de Antonio de Zamora: No hay plazo que no se cumpla ni deuda que
no se pague— y una escena de El hechizado por fuerza que recrea un momento
del drama homónimo del citado dramaturgo en el que un pusilánime supersticioso intenta
que no se le apague un candil convencido de que si ocurre morirá. Ambos realizados entre
1797 y 1798, representan escenas teatrales caracterizadas por la presencia del temor ante
la muerte aparecida como una personificación terrorífica y sobrenatural.
Otros cuadros con temas brujeriles completaban la decoración de la quinta del
Capricho: La cocina de los brujos, Vuelo de brujas, El conjuroy El aquelarre, en el que
unas mujeres de rostros avejentados y deformes situadas en torno a un gran macho cabrío
—imagen del demonio—, le entregan como alimento niños vivos. Un cielo melancólico —
esto es, nocturno y lunar— ilumina la escena.
Interior de prisión o Crimen del castillo II, 1798-1800. María Vicenta, en prisión tras asesinar a su
esposo, espera ser ejecutada (Colección Marqués de la Romana).
Este tono se mantiene en toda la serie, que pudo ser concebida como una sátira ilustrada
de las supersticiones populares, aunque estas obras no están exentas de ejercer una
atracción típicamente prerromántica en relación con los tópicos anotados por Edmund
Burke en Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de
lo bello (1756) acerca de «Lo Sublime Terrible».
Es difícil dilucidar si estos lienzos sobre temas de brujos y brujas tienen intención satírica,
como ridiculización de falsas supersticiones, en la línea de las declaradas al frente de Los
caprichos y el ideario ilustrado, o por el contrario responden al propósito de transmitir
emociones inquietantes, producto de los maleficios, hechizos y ambiente lúgubre y
terrorífico que será propio de etapas posteriores. A diferencia de las estampas, aquí no
hay lemas que nos guíen, y los cuadros mantienen una ambigüedad interpretativa, no
exclusiva, por otra parte, de esta temática. Tampoco en su acercamiento al mundo taurino
Goya nos da suficientes indicios para decantarse por una visión crítica o por la del
entusiasta aficionado a la tauromaquia que era, a juzgar por sus propios testimonios
epistolares.
Mayores contrastes de luz y sombra muestran una serie de pinturas que relatan un suceso
contemporáneo: el que se llamó «Crimen del Castillo». Francisco del Castillo fue
asesinado por su esposa María Vicenta y su amante y primo Santiago Sanjuán.
Posteriormente, estos fueron detenidos, juzgados en un proceso que se hizo célebre por la
elocuencia de la acusación fiscal (a cargo de Meléndez Valdés, poeta ilustrado del círculo
de Jovellanos y amigo de Goya), y ejecutados el 23 de abril de 1798 en la Plaza Mayor de
Madrid. El artista, al modo en que lo hacían las aleluyas que solían relatar los ciegos
acompañándose de viñetas, recrea el homicidio en dos pinturas tituladas La visita del
fraile (o El Crimen del Castillo I) e Interior de prisión (El Crimen del Castillo II), pintadas
antes de 1800. En ella aparece el tema de la cárcel que, como el del manicomio, fue
motivo constante del arte goyesco y que le permitía dar expresión a los aspectos más
sórdidos e irracionales del ser humano, emprendiendo un camino que culminará en
las Pinturas negras.
Hacia 1807 volverá a este modo de historiar sucesos a manera de aleluyas en la
recreación de la historia de Fray Pedro de Zaldivia y el bandido Maragato en seis cuadros
o viñetas.23
Los frescos de San Antonio de la Florida y otras pinturas
religiosas[editar]
Hacia 1797 Goya trabaja en la decoración mural con pinturas sobre la vida de Cristo para
el Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz. En ellas se aleja de la iconografía habitual para
presentar pasajes como La multiplicación de los panes y los peces y la Última Cena desde
una perspectiva más humana. Otro encargo, esta vez de parte de la Catedral de Toledo,
para cuya sacristía pinta un Prendimiento de Cristo en 1798, supone un homenaje a El
Expolio de El Greco en su composición y a la iluminación focalizada de Rembrandt.
Son los frescos de la Ermita de San Antonio de la Florida la obra cumbre de su pintura
mural. Realizada probablemente por encargo de sus amigos Jovellanos, Saavedra y Ceán
Bermúdez, en este fresco pudo sentirse arropado —tras la amarga experiencia del Pilar—
para desarrollar su técnica e ideas con libertad. Son muchas las innovaciones que
introduce. Desde el punto de vista temático, sitúa la representación de la Gloria en la
semicúpula del ábside de esta pequeña iglesia, y reserva su cúpula para el Milagro de San
Antonio de Padua, cuyos personajes proceden de las capas más humildes de la sociedad.
Es novedoso situar las figuras de la divinidad en un espacio más bajo que el reservado al
milagro, que además lo protagoniza un fraile vestido con ropas humildes y a cuyo entorno
se sitúan mendigos, ciegos, trabajadores y pícaros. Acercar el mundo celestial a la mirada
del pueblo probablemente sea consecuencia de las ideas renovadoras que los ilustrados
tenían en relación a la religión.
Pero es en su técnica de ejecución firme y rápida, con pinceladas enérgicas que resaltan
las luces y los brillos, donde se observa la prodigiosa maestría de Goya en la aplicación
impresionista de la pintura. Resuelve volúmenes con rabiosos toques del todo abocetados
que, sin embargo, a la distancia con que el espectador las contempla, adquieren una
consistencia notable.
La composición dispone un friso de figuras contenidas por una barandilla en trampantojo, y
el realce de los grupos y los protagonistas de estos se resuelve mediante zonas más
elevadas, como la del propio santo, o el personaje que enfrente alza los brazos al cielo. No
hay estatismo, todas las figuras se relacionan dinámicamente. Un pilluelo se encarama en
la barandilla, la mortaja está apoyada en ella como sábana secándose tendida al sol. Un
paisaje de la sierra madrileña, cercano al del costumbrismo de los cartones, constituye el
fondo de toda la cúpula.
También retrató a Manuel Godoy, el hombre más poderoso de España tras el rey en estos
años. En 1794, cuando era duque de Alcudia, había pintado un pequeño boceto ecuestre
de él. En 1801 aparece representado en la cumbre de su poder, tras haber vencido en
la Guerra de las Naranjas —la bandera portuguesa testimonia su victoria—, y lo pinta en
campaña como Generalísimo del ejército y «Príncipe de la paz», pomposos títulos
otorgados a resultas de su actuación en la guerra contra Francia.
El Retrato de Manuel Godoy muestra una caracterización psicológica incisiva. Figura como
un arrogante militar que descansa de la batalla en posición relajada, rodeado de caballos y
con un fálico bastón de mando entre sus piernas. No parece destilar mucha simpatía por el
personaje y a esta interpretación se suma el que Goya podría ser partidario en esta época
del Príncipe de Asturias, que luego reinará como Fernando VII, entonces enfrentado al
favorito del rey.
Es habitual considerar que Goya conscientemente degrada a los representantes del
conservadurismo político que retrataba, pero tanto Glendinning24 como Bozal25 matizan
este extremo. Sin duda sus mejores clientes se veían favorecidos en sus cuadros y a esto
debía el aragonés gran parte de su éxito como retratista. Siempre consiguió dotar a sus
retratados de una apariencia vívida y un parecido que era muy estimado en su época. Y es
precisamente en los retratos reales donde más obligado estaba a guardar el decoro debido
y representar con dignidad a sus protectores.
En estos años produce los que quizá sean sus mejores retratos. No solo se ocupa de
aristócratas y altos cargos, sino que aborda toda una galería de personajes destacados de
las finanzas y la industria y, sobre todo, son señalados sus retratos de mujeres. Ellas
muestran una decidida personalidad y están alejadas de la tópica imagen de cuerpo entero
en un paisaje rococó de artificiosa belleza.
Ejemplos de esta presencia de los incipientes valores burgueses son el retrato de Tomás
Pérez de Estala (un empresario textil), el de Bartolomé Sureda —industrial dedicado a los
hornos de cerámica— y su mujer Teresa, el de Francisca Sabasa García, la Marquesa de
Villafranca o la Marquesa de Santa Cruz —Neoclásico de los años del Estilo Imperio—,
conocida por sus aficiones literarias. Por encima de todos se encuentra el bellísimo busto
de Isabel de Porcel, que prefigura todo el retrato decimonónico, romántico o burgués.
Pintados en torno a 1805, los aditamentos de poder asociados a los personajes de estas
obras se reducen al mínimo, en favor de una prestancia humana y cercana, que destaca
las cualidades naturales de los retratados. Incluso en los retratos aristocráticos
desaparecen las fajas, bandas y medallas con que habitualmente se veían representados.
En el Retrato de la Marquesa de Villafranca la protagonista aparece pintando un cuadro de
su marido, y la actitud con que la representa Goya es toda una declaración de principios
en favor de la capacidad intelectual y creativa de la mujer.
Retrato de Isabel Porcel(National Gallery de Londres).
Del Retrato de Isabel de Porcel asombra el gesto de fuerte carácter, que hasta entonces
no había aparecido en la pintura de género de retrato femenino con la excepción, quizá,
del de la Duquesa de Alba. Pero en este ejemplo la dama no pertenece a la Grandeza de
España, ni siquiera a la nobleza.
El dinamismo, pese a la dificultad que entraña en un retrato de medio cuerpo, está
plenamente conseguido gracias al giro del tronco y los hombros, al del rostro orientado
sentido contrario al del cuerpo, a la mirada dirigida hacia el lateral del cuadro, y a la
posición de los brazos, firmes y en jarras. El cromatismo es ya el de las Pinturas negras,
pero con solo negros y algún ocre y rosado, consigue matices y veladuras de gran efecto.
La belleza y aplomo con que se retrata a este nuevo modelo de mujer ha superado con
mucho los estereotipos femeninos del siglo anterior.
Cabe mencionar otros retratos notables de estos años, como los de María de la Soledad
Vicenta Solís, condesa de Fernán Núñez y su marido, de noble apostura, ambos de 1803;
el de María Gabriela Palafox y Portocarrero, marquesa de Lazán (h. 1804, colección de los
duques de Alba), vestida a la moda napoleónica y pintada con una gran carga de
sensualidad, el de José María Magallón y Armendáriz, marqués de San Adrián, intelectual
aficionado al teatro y amigo de Leandro Fernández de Moratín, que posa con aire
romántico, y el de su mujer, la actriz María de la Soledad, marquesa de Santiago.26
También retrató a arquitectos (ya hizo un retrato en 1786 de Ventura Rodríguez),
como Isidro González Velázquez (1801) y, sobre todo, destaca el magnífico de Juan de
Villanueva (1800-1805) en el que Goya capta un instante de tiempo y da al gesto una
verosimilitud de precisión realista.
Las majas[editar]
La maja desnuda, obra de encargo pintada entre 1790 y 1800,27 formó con el tiempo
pareja con el cuadro La maja vestida, datada entre 1802 y 1805,28 probablemente a
requerimiento de Manuel Godoy, pues consta que formaron parte de un gabinete de su
casa. La primacía temporal de La maja desnuda indica que en el momento de ser pintado,
el cuadro no estaba pensado para formar pareja.
En ambas pinturas se retrata de cuerpo entero a una misma hermosa mujer recostada
plácidamente en un lecho y mirando directamente al observador. No se trata de un
desnudo mitológico, sino de una mujer real, contemporánea de Goya, e incluso en su
época se le llamó «la Gitana». Se representa en La maja desnuda un cuerpo concreto
inspirado, tal vez, en el de la Duquesa de Alba. Es sabido que el aragonés pintó varios
desnudos femeninos en el Álbum de Sanlúcar y el Álbum de Madrid al amparo de la
intimidad con Cayetana que reflejan su anatomía. Rasgos como la esbelta cintura y los
pechos separados coinciden con su apariencia física. Sin embargo el rostro es una
idealización, casi un bosquejo —se incorpora casi como un falso añadido— que no
representa el rostro de ninguna mujer conocida de la época. En todo caso, se ha sugerido
que este retrato podría haber sido el de la amante de Godoy, Pepita Tudó.
En relación a estos temas se podrían situar varias escenas de violencia extrema que en la
exposición organizada por el Museo del Prado en 1993-1994 titulada «Goya, el capricho y
la invención», fueron datadas entre 1798 y 1800, si bien Glendinning31 y Bozal32 se
inclinan por retrasar las fechas hasta un periodo comprendido entre 1800 y 1814, como por
demás tradicionalmente se venía haciendo, por motivos estilísticos —técnica de pincelada
más abocetada, menor iluminación de los rostros y atención a destacar las figuras
alumbrando las siluetas—, y temáticos —su relación con Los desastres de la
guerra fundamentalmente—.
Se trata de escenas en las que presenciamos violaciones, asesinatos a sangre fría y a
bocajarro o escenas de canibalismo: Bandidos fusilando a sus prisioneras (o Asalto de
bandidos I), Bandido desnudando a una mujer (Asalto de bandidos II), Bandido asesinando
a una mujer (Asalto de bandidos III), Caníbales preparando a sus víctimas y Caníbales
contemplando restos humanos.
En todos ellos aparecen horribles crímenes perpetrados en cuevas oscuras, que en
muchos casos contrastan con la luz cegadora de la boca de luz blanca radiante, que
podría simbolizar el anhelado espacio de la libertad.
El paisaje es inhóspito, desértico. Los interiores indefinidos no se sabe si son salas de
hospicios o manicomios, sótanos o cuevas, y tampoco está clara la anécdota —
enfermedades contagiosas, latrocinios, asesinatos o estupros a mujeres, sin que se sepa
si son consecuencias de una guerra— o la naturaleza de los personajes. Lo cierto es que
viven marginados de la sociedad o que están indefensos ante las vejaciones. No hay
consuelo para ellos, como sí ocurría en las novelas y grabados de la época.
El periodo que media entre 1808 y 1814 está presidido por acontecimientos turbulentos
para la historia de España, pues a partir del motín de Aranjuez Carlos IV se ve obligado a
abdicar y Godoy a abandonar el poder. Tras el levantamiento del Dos de Mayo dará
comienzo la llamada Guerra de la Independencia contra las tropas invasoras del
emperador francés Napoleón Bonaparte.
Goya, pintor de la corte, no perdió nunca su cargo, pero no por ello dejó de tener
preocupaciones a causa de sus relaciones con los ilustrados afrancesados. Sin embargo,
su adscripción política no puede ser aclarada con los datos de que se disponen hasta
ahora. Al parecer no se significó por sus ideas, al menos públicamente, y si bien muchos
de sus amigos tomaron decidido partido por José I Bonaparte, instalado en el trono
español por su hermano Napoleón, no es menos cierto que tras la vuelta de Fernando VII
continuó pintando numerosos retratos reales.
Su aportación más decisiva en el terreno de las ideas es la denuncia que realiza, en Los
desastres de la guerra, de las terribles consecuencias sociales de todo enfrentamiento
armado y de los horrores sufridos en toda guerra de cualquier época y lugar por los
ciudadanos, independientemente del resultado y del bando en el que se produzcan.
Es también el tiempo de la aparición de la primera Constitución española y, por tanto, del
primer gobierno liberal, que acabó por traer consigo el fin de la Inquisición y de las
estructuras del Antiguo Régimen.
Poco se sabe de la vida personal de Goya durante estos años. 1812 es el año de la
muerte de su esposa, Josefa Bayeu. Tras enviudar, Goya entabló relación con Leocadia
Weiss, separada de su marido —Isidoro Weiss— en 1811, con la que convivió hasta su
muerte, y de la que pudo tener descendencia en Rosario Weiss, aunque la paternidad de
Goya no ha sido dilucidada.33
Retrato ecuestre de Palafox (Museo del Prado).
El programa de Godoy para la primera década del siglo XIX no dejó de ser reformista e
ilustrado, como muestran cuatro tondos encargados a Goya como representación
alegórica del progreso (Alegoría de la Industria, Alegoría de la Agricultura, Alegoría del
Comercio y el desaparecido Alegoría de la Ciencia, 1804-1806) y que decoraban una sala
de espera de la residencia del primer ministro. El primero de ellos es un ejemplo del atraso
en la concepción de la producción industrial que se tenía aún en España. Más que a la
clase obrera, remite a Las Hilanderas de Velázquez y las dos ruecas que aparecen evocan
un modelo de producción artesanal. Para este palacio pudo también pintar otras dos
alegorías: La Poesía y La Verdad, el Tiempo y la Historia, que aluden a la idea ilustrada de
la puesta en valor de la cultura escrita como fuente de todo progreso.
La Alegoría de la villa de Madrid (1810) es un ejemplo de las transformaciones que
sufrieron las obras de este género al albur de los sucesivos cambios políticos de este
periodo. En principio aparecía en el óvalo de la derecha el retrato de José I Bonaparte, y
en la composición la figura femenina que representa a Madrid no aparece claramente
subordinada al rey, que está algo más al fondo. Ello reflejaría el orden constitucional, en
que el pueblo, la villa, rinde al monarca fidelidad —simbolizada por el perro que a sus pies
apunta hacia el rey— pero no se subordina a él.
En 1812, con la primera huida de los franceses de Madrid ante el avance del ejército
inglés, el óvalo quedó cubierto por la palabra «Constitución», alusiva a la de 1812, pero el
regreso de José Bonaparte en noviembre obligó de nuevo a pintar su retrato. Su marcha
definitiva devolvió el lema «Constitución» a la obra y en 1823, con el fin del Trienio Liberal,
Vicente López pintó el retrato del rey Fernando VII. En 1843, finalmente, se vuelve a hacer
desaparecer para sustituirlo por el lema «El libro de la Constitución» y posteriormente por
el que se contempla actualmente de «Dos de mayo».35
El afilador, 1808-1812 (Museo de Bellas Artes de Budapest).
Fray Pedro de Zaldivia y el bandido Maragato, serie de seis cuadros que narran visualmente la
historia de la detención de un conocido malhechor de principios del siglo XIX (Instituto de Arte de
Chicago).
En la línea de esta pintura hecha al parecer para sí, cuadros de gabinete con los que
satisfacía sus inquietudes personales, están varios cuadros de temas literarios (como
el Lazarillo de Tormes), de costumbres (como Maja y celestina al balcón y Majas en el
balcón) y decididamente satíricos (como Las viejas —una alegoría acerca de la hipocresía
en la vejez— o Las jóvenes, conocido también como Lectura de una carta). En ellos la
técnica es la ya acabada en Goya, de toque suelto y trazo firme, y el significado incluye
desde la presentación del mundo de la marginación hasta la sátira social, como sucede
en Las viejas. En estos dos últimos cuadros aparece el gusto entonces reciente por un
nuevo verismo naturalista en la línea de Murillo, que se alejaba definitivamente de las
prescripciones idealistas de Mengs. Se sabe que en un viaje que los reyes hacen a
Andalucía en 1796 adquieren para las colecciones reales un óleo del sevillano, El piojoso,
donde un pícaro se espulga.37
Las viejas es una alegoría del Tiempo, personaje que se figura como un anciano a punto
de descargar un cómico escobazo sobre una mujer muy avejentada que se mira a un
espejo que le muestra una criada muy caricaturizada de rostro cadavérico. En el reverso
del espejo se lee la frase «¿Qué tal?», que funciona como bocadillo de
una historieta actual. En Las jóvenes, que se vendió como pareja de este, el énfasis radica
en las desigualdades sociales. No solo de la protagonista, atenta solo a sus amores, con
respecto a su criada, cuya tarea es protegerla del sol con una sombrilla, sino que el fondo
se puebla de lavanderas que trabajan a la intemperie arrodilladas. Ciertas láminas
del Álbum E —«Útiles trabajos» donde aparecen las lavanderas o «Esta pobre aprovecha
el tiempo», en el que una mujer de humilde condición social encierra el ganado al tiempo
que hila— se relacionan con la observación de costumbres y la atención a las ideas de
reforma social propias de estos años. Hacia 1807 pinta, como se dijo, una serie de seis
cuadros de carácter costumbrista que narra una historia al modo de las viñetas de las
aleluyas: Fray Pedro de Zaldivia y el bandido Maragato.
El coloso, 1808-1812.
En El coloso, cuadro atribuido a Goya hasta junio de 2008, en que el Museo del
Prado emitió un informe en el que afirmaba que el cuadro era obra de su discípulo Asensio
Juliá38 —si bien concluyó determinando, en enero de 2009, que su autoría pertenece a un
discípulo de Goya indeterminado, sin poder dilucidar que se tratase de Juliá—,39 un
gigante se yergue tras unos montes, en una alegoría ya decididamente romántica. En el
valle una multitud huye en desorden. La obra ha dado lugar a diversas
interpretaciones. Nigel Glendinningafirma que el cuadro está basado en un poema
patriótico de Juan Bautista Arriaza llamado «Profecía del Pirineo».40
En él se presenta al pueblo español como un gigante surgido de los Pirineos para
oponerse a la invasión napoleónica. El motivo fue habitual en la poesía patriótica de la
Guerra de la Independencia, por ejemplo en la poesía patriótica de Quintana «A España,
después de la revolución de marzo», en la que sombras enormes de héroes españoles —
entre las que se encuentran Fernando III, el Gran Capitán y el Cid— animan a la
resistencia.
Su voluntad de luchar sin armas, con los brazos, como expresa el propio Arriaza en su
poema Recuerdos del Dos de Mayo («De tanto joven que sin armas, fiero / entre las filas
se le arroja audaz»),41 incide en el carácter popular de la resistencia, en contraste con el
terror del resto de la población, que huyen despavoridos en múltiples direcciones,
originando una composición orgánica típica del Romanticismo, en función de los
movimientos y direcciones procedentes de las figuras del interior del cuadro, en lugar de la
mecánica, propia del Neoclasicismo, impuesta por ejes de rectas formadas por los
volúmenes y debidas a la voluntad racional del pintor. Las líneas de fuerza se disparan
para desintegrar la unidad en múltiples recorridos hacia los márgenes.
El tratamiento de la luz, que podría ser de ocaso, rodea y resalta las nubes que circundan
la cintura del coloso, como describe el poema de Arriaza («Cercaban su cintura / celajes
de occidente enrojecidos»).42 Esa iluminación sesgada, interrumpida por las moles
montañosas, aumenta la sensación de falta de equilibrio y desorden.
Bodegones[editar]
«Estragos de la guerra».
Las obras de gran formato El dos de mayo de 1808 en Madrid (o La lucha con los
mamelucos)46 y El tres de mayo de 1808 en Madrid (o Los fusilamientos)47 establecen, sin
embargo, apreciables diferencias con respecto a lo que era habitual en los grandes
cuadros de este género. Renuncia en ellos a que el protagonista sea un héroe: podía
elegir, por ejemplo, para la insurrección madrileña, presentar como líderes a los
militares Daoíz y Velarde, en paralelo con los cuadros de estilo neoclásico del
francés David que ensalzaban a Napoleón, y cuyo prototipo fue Napoleón cruzando los
Alpes (1801). En Goya el protagonista es el colectivo anónimo de gentes que han llegado
al extremo de la violencia más brutal. En este sentido también se distingue de las
estampas contemporáneas que ilustraban el levantamiento del Dos de Mayo, las más
conocidas de las cuales fueron las de Tomás López Enguídanos, publicadas en 1813,
reproducidas en nuevas ediciones por José Ribelles y Alejandro Blanco un año después.
Pero hubo otras de Zacarías González Velázquez o Juan Carrafa entre otros. Estas
reproducciones, popularizadas a modo de aleluyas, habían pasado al acervo del
imaginario colectivo cuando Goya se enfrenta a estas escenas, y lo hace de un modo
original.
Así, en El dos de mayo de 1808 en Madrid, Goya atenúa la referencia noticiosa de tiempo
y lugar —en las estampas el diseño de los edificios de la Puerta del Sol, lugar del
enfrentamiento, es plenamente reconocible— y reduce la localización a unas vagas
referencias arquitectónicas urbanas. Con ello gana en universalidad y se centra la atención
en la violencia del motivo: una muchedumbre sangrienta e informe, sin hacer distinción de
bandos ni dar relevancia al resultado final.
Por otro lado, la escala de las figuras aumenta con respecto a las estampas, con el mismo
objeto de centrar el tema de la sinrazón de la violencia y disminuir la distancia del
espectador, que se ve involucrado en el suceso casi como un viandante sorprendido por el
estallido de la refriega.
La composición es un ejemplo definitivo de lo que se llamó composición orgánica, propia
del romanticismo, en la que las líneas de fuerza vienen dadas por el movimiento de las
figuras y por las necesidades del motivo, y no por una figura geométrica impuesta a
priori por la preceptiva. En este caso el movimiento lleva de la izquierda a la derecha, hay
personas y caballos cortados por los límites del cuadro, como si fuera una instantánea
fotográfica.
Tanto el cromatismo como el dinamismo y la composición son un precedente de obras
características de la pintura romántica francesa, uno de cuyos mejores ejemplos, de
estética paralela al Dos de mayo de Goya, es La muerte de Sardanápalo de Delacroix.
La Restauración (1815-1819)[editar]
Santas Justa y Rufina (1817), Sacristía de los Cálices (Catedral de Sevilla).
El periodo de la Restauración absolutista de Fernando VII supone la persecución de
liberales y afrancesados, entre los que Goya tenía sus principales amistades. Juan
Meléndez Valdés o Leandro Fernández de Moratín se ven obligados a exiliarse en Francia
ante la represión. El propio Goya se encuentra en una difícil situación, por haber servido a
José I, por el círculo de ilustrados entre los que se movía y por el proceso que la
Inquisición inició contra él en marzo de 1815 a cuenta de La maja desnuda, que
consideraba «obscena», del que el pintor se vio finalmente absuelto.
Este panorama político llevó a Goya a reducir los encargos oficiales a las pinturas
patrióticas acerca del «Levantamiento del dos de mayo» y a realizar retratos de Fernando
VII. Uno con manto real y otro del «Deseado» en campaña, ambos de 1814 y conservados
en el Prado, se suman al antedicho encargado por el ayuntamiento de Santander.
Es muy probable que a la vuelta del régimen absolutista Goya hubiera consumido gran
parte de sus haberes, sufriendo la carestía y penurias de la guerra. Así lo expresa en
intercambios epistolares de esta época. Sin embargo, tras estos retratos reales y otras
obras pagadas por la Iglesia realizados en estos años —destacando el gran lienzo de
las Las santas Justa y Rufina (1817) para la Catedral de Sevilla—, en 1819 está en
disposición de comprar la finca de la Quinta del Sordo, en las afueras de Madrid, e incluso
reformarla añadiendo una noria, viñedos y una empalizada.
«Desgracias acaecidas en el tendido de la plaza de Madrid y muerte del alcalde de Torrejón», 1816.
En todo caso, su actividad sigue siendo frenética, pues en estos años finaliza la
estampación de Los desastres de la guerra y emprende y concluye otra, la de La
Tauromaquia —en venta desde octubre de 1816—, con la que el grabador pretendió
obtener más beneficios y acogida popular que con las anteriores. Esta última está
concebida como una historia del toreo que recrea sus hitos fundamentales, y predomina el
sentido pintoresco a pesar de que no deja de haber soluciones compositivas atrevidas y
originales, como en la estampa número 21 de la serie, titulada «Desgracias acaecidas en
el tendido de la plaza de Madrid y muerte del alcalde de Torrejón», donde la zona
izquierda de la estampa aparece vacía de figuras, en un desequilibrio impensable no
muchos años antes.
Desde 1815 —aunque no se publicaron hasta 1864— trabaja en los grabados de Los
disparates, una serie de veintidós estampas, probablemente incompleta, que constituyen
las de más difícil interpretación de las que realizó. Destacan en sus imágenes las visiones
oníricas, la presencia de la violencia y el sexo, la puesta en solfa de las instituciones
relacionadas con el Antiguo Régimeny, en general, la crítica del poder establecido. Pero
más allá de estas connotaciones los grabados ofrecen un mundo imaginativo rico
relacionado con la noche, el carnaval y lo grotesco.
Finalmente, dos emotivos cuadros religiosos, quizá ahora sí de devoción franca, cancelan
el periodo: son La última comunión de san José de Calasanz y Cristo en el monte de los
Olivos, ambos de 1819, que se encuentran en el Museo Calasancio de las Escuelas Pías
de San Antón de Madrid. El recogimiento verdadero que muestran estos lienzos, la libertad
del trazo con que los pinta, el hecho de estar firmados y datados de su puño y letra,
transmiten una emoción trascendente.
Con el nombre de Pinturas negras se conoce la serie de catorce obras murales que pinta
Goya entre 1819 y 1823 con la técnica de óleo al secco sobre la superficie de revoco de la
pared de la Quinta del Sordo. Estos cuadros suponen, posiblemente, la obra cumbre de
Goya, tanto por su modernidad como por la fuerza de su expresión. Una pintura
como Perro semihundido se acerca incluso a la abstracción; muchas otras son precursoras
del expresionismo pictórico y otras vanguardias del siglo XX.
Perro semihundido.
Casa de la Quinta de Goya, desde atrás. Maqueta de Madrid de León Gil de Palacio, empezada en
1828.48
La Quinta del Sordo pasó a ser propiedad de su nieto Mariano Goya en 1823, año en que
Goya, al parecer para preservar su propiedad de posibles represalias tras la restauración
de la Monarquía Absoluta y la represión de liberales fernandina, se la cede. Desde
entonces hasta fines del siglo XIX la existencia de las Pinturas negras fue escasamente
conocida y solo algunos críticos, como Charles Yriarte, las describieron.49 Entre los
años 1874 y 1878 fueron trasladadas de revoco a lienzo por Salvador Martínez Cubells a
instancias del barón Émile d’Erlanger,50 proceso que causó un grave daño a las obras, que
perdieron gran cantidad de materia pictórica. Este banquero francés tenía intención de
mostrarlas para su venta en la Exposición Universal de París de 1878. Sin embargo, al no
hallar comprador, acabó donándolas, en 1881, al Estado español, que las asignó al
entonces Museo Nacional de Pintura y Escultura (Museo del Prado).51
Exposición Universal de París (1878). A la izquierda vemos la pintura El aquelarre (1823), que en
1875 se arrancó de los muros de la casa de la Quinta del Sordo.
Goya adquiere esta finca situada en la orilla derecha del río Manzanares, cerca del puente
de Segovia y camino hacia la pradera de San Isidro, en febrero de 1819; quizá para vivir
allí con Leocadia Weiss a salvo de rumores, pues esta estaba casada con Isidoro Weiss.
Era la mujer con la que convivía y quizá tuvo de ella una hija pequeña, Rosarito Weiss. En
noviembre de ese año Goya sufre una grave enfermedad de la que Goya atendido por el
doctor Arrieta (1820) es estremecedor testimonio. Lo cierto es que las Pinturas
negras fueron pintadas sobre imágenes campestres de pequeñas figuras, cuyos paisajes
aprovechó en alguna ocasión, como en el Duelo a garrotazos. Si estas pinturas de tono
alegre fueron también obra del aragonés, podría pensarse que la crisis de la enfermedad
unida quizá a los turbulentos sucesos del Trienio Liberal, llevara a Goya a repintar estas
imágenes.52 Bozal se inclina a pensar que efectivamente los cuadros preexistentes eran de
Goya, debido a que solo así se entiende que reutilizara alguno de sus materiales; sin
embargo, Glendinning asume que las pinturas «ya adornaban las paredes de la Quinta del
Sordo cuando la compró».53 En todo caso, las pinturas pudieron haberse comenzado en
1820. La fecha de finalización de la obra no puede ir más allá de 1823, año en que Goya
marcha a Burdeos y cede la finca a su nieto Mariano,54 probablemente temiendo
represalias contra su persona tras la caída de Riego. En 1830 Mariano de Goya transfiere
la finca a su padre, Javier de Goya.
Detalle de plano de Madrid con la situación de la Quinta del Sordo, cerca del puente de
Segovia (1900-1901).
Una hipótesis de la ubicación original de las Pinturas negras en la Quinta del Sordo.
Planta baja: Se trataba de un espacio rectangular. En los lados largos existían dos
ventanas cercanas a los muros cortos. Entre ellas aparecían dos cuadros de gran
formato muy apaisado: La romería de San Isidro a la derecha, según la perspectiva del
espectador y El aquelarre a la izquierda. Al fondo, en el lado corto enfrentado al de la
entrada, una ventana en el centro con Judith y Holofernes a su derecha y el Saturno
devorando a un hijo a la izquierda. A ambos lados de la puerta se situaban La
Leocadia (frente a Saturno) y Dos viejos o Un viejo y un frailefrente a Judith.
Planta alta: De las mismas dimensiones que la planta baja, sin embargo solo tenía
una ventana central en los muros largos, a cuyos lados se situaban dos óleos. En la
pared de la derecha conforme se entraba se hallaban Visión fantástica o
Asmodea cerca del espectador y Procesión del Santo Oficio más alejada. En el de la
izquierda estaban Átropos o Las Parcas y Duelo a garrotazos sucesivamente. En el
muro corto del fondo se veía Dos mujeres y un hombre a la derecha del vano y a la
izquierda Hombres leyendo. A mano derecha de la puerta de entrada se encontraba El
Perro y a la izquierda pudo situarse Cabezas en un paisaje.
Esta disposición y el estado original de las obras podemos conocerlos, además de los
testimonios escritos, por el catálogo fotográfico que in situ llevó a cabo J. Laurent hacia el
año 1874, por encargo, en previsión del derribo de la casa de campo. Por él sabemos que
las pinturas fueron enmarcadas con papeles pintados clasicistas de cenefas, al igual que
las puertas, ventanas y el friso bajo el cielo raso. Las paredes fueron empapeladas, como
era costumbre en las residencias palaciegas y burguesas, con material tal vez procedente
de la Real Fábrica de Papel Pintado promovida por Fernando VII. La planta inferior con
motivos de frutos y hojas y la superior con dibujos geométricos organizados en líneas
diagonales. También documentan las fotografías el estado anterior al traslado.
J. Laurent. Fotografía de El Aquelarre (en el año 1874) en su estado original en una de las paredes
de la Quinta del Sordo de Goya. Fotomontaje a partir de los dos negativos originales que se
conservan en la Fototeca del IPCE.
Desde el punto de vista sociológico, todo apunta a que Goya pintó sus cuadros a partir de
1820 —aunque no hay prueba documental definitiva— tras reponerse de su dolencia. La
sátira de la religión —romerías, procesiones, la Inquisición— o los enfrentamientos civiles
—el Duelo a garrotazos, las tertulias y conspiraciones que podría reflejar Hombres
leyendo, una interpretación en clave política que podría desprenderse del Saturno: el
Estado devorando a sus súbditos o ciudadanos—, concuerdan con la situación de
inestabilidad que se produjo en España durante el Trienio Liberal (1820-1823) tras el
levantamiento constitucional de Rafael Riego. Estos sucesos coinciden cronológicamente
con las fechas de realización de estas pinturas. Cabe pensar que los temas y el tono se
dieron en un ambiente de ausencia de censura política férrea, circunstancia que no se dio
durante las restauraciones monárquicas absolutistas. Por otro lado, muchos de los
personajes de las Pinturas negras (duelistas, frailes, monjas, familiares de la Inquisición)
representan el mundo caduco anterior a los ideales de la Revolución francesa.
La pintura mural Perro semihundido según fotografía del año 1874, por J. Laurent, en el interior de
la Quinta de Goya. Fototeca del IPCE.
No se ha podido hallar, pese a los variados intentos en este sentido, una interpretación
orgánica para toda la serie decorativa en su ubicación original. En parte porque la
disposición exacta está aún sometida a conjeturas, pero sobre todo porque la ambigüedad
y la dificultad de encontrar el sentido exacto de muchos de los cuadros en particular hacen
que el significado global de estas obras sea aún un enigma. Así y todo, hay varias líneas
interpretativas que convienen ser consideradas.
Glendinning señala que Goya adorna su quinta ateniéndose al decoro habitual en la
pintura mural de los palacios de la nobleza y la alta burguesía. Según estas normas, y
considerando que la planta baja servía como comedor, los cuadros deberían tener una
temática acorde con el entorno: debería haber escenas campestres —la villa se situaba a
orillas del Manzanares y frente a la pradera de San Isidro—, bodegones y
representaciones de banquetes alusivos a la función del salón. Aunque el aragonés no
trata estos géneros de modo explícito, Saturno devorando a un hijo y Dos viejos comiendo
sopa remiten, aunque de forma irónica y con humor negro, al acto de comer.
Además Judithmata a Holofernes tras invitarle a un banquete. Otros cuadros se relacionan
con la habitual temática bucólica y la cercana ermita del santo patrón de los madrileños,
aunque con un tratamiento tétrico: La romería de San Isidro, La peregrinación a San
Isidro en incluso La Leocadia, cuyo sepulcro puede vincularse con el cementerio anejo a la
ermita.
Dos viejos comiendo sopa. 49,3 x 83,4 cm.
Desde otro punto de vista, la planta baja, peor iluminada, contiene cuadros de fondo
mayoritariamente oscuro, con la única salvedad de La Leocadia, aunque viste de luto y
aparece en la obra una tumba, quizá la del propio Goya. En este piso domina la presencia
de la muerte y la vejez del hombre. Incluso la decadencia sexual, según interpretación
psicoanalítica, en la relación con mujeres jóvenes que sobreviven al hombre e incluso lo
castran, como hacen La Leocadia y Judith respectivamente. Los viejos comiendo sopa,
otros dos «viejos» en el cuadro de formato vertical homónimo, el avejentado Saturno...
representan la figura masculina. Saturno es, además, el dios del tiempo y la encarnación
del carácter melancólico, relacionado con la bilis negra, en lo que hoy llamaríamos
depresión. Por tanto la primera planta reúne temáticamente la senilidad que lleva a la
muerte y la mujer fuerte, castradora de su compañero.
En la segunda planta Glendinning aprecia varios contrastes. Uno entre la risa y el llanto o
la sátira y la tragedia y otro entre los elementos de la tierra y el aire. Para la primera
dicotomía Hombres leyendo, con su ambiente de seriedad, se opondría a Dos mujeres y
un hombre; estos son los dos únicos cuadros oscuros de la sala y marcarían la pauta de
las oposiciones de los demás. El espectador los contemplaba al fondo de la estancia al
ingresar a esta. De la misma manera, en las escenas mitológicas
de Asmodea y Átropos se percibiría la tragedia, mientras que en otros, como
la Peregrinación del Santo Oficio, vislumbramos una escena satírica. Otro contraste estaría
basado en cuadros con figuras suspendidas en el aire en los mencionados cuadros de
tema trágico, y otros en los que aparecen hundidas o asentadas en la tierra, como en
el Duelo a garrotazos y el Santo Oficio. Pero ninguna de estas hipótesis soluciona
satisfactoriamente la búsqueda de una unidad en el conjunto de los temas de la obra
analizada.
En mayo de 1823, las tropas del duque de Angulema toman Madrid con objeto de
restaurar la monarquía absoluta de Fernando VII y se produce una inmediata represión de
los liberales que habían apoyado la constitución de 1812, vigente de nuevo durante
el Trienio Liberal. Goya temió los efectos de esta persecución (consta que Leocadia Weiss,
su compañera, también) y marchó a refugiarse a casa de un amigo canónigo, José Duaso
y Latre. Al año siguiente solicita al rey un permiso para convalecer en el balneario
de Plombières que le fue concedido.
Goya llega a mediados de 1824 a Burdeos y aún tiene energía para marchar a París en
verano, volviendo a Burdeos en septiembre donde residiría hasta su muerte. Su estancia
francesa se vio interrumpida en 1826, año en que viaja a Madrid para cumplimentar los
trámites de su jubilación, que consiguió con una renta de cincuenta mil reales sin que
Fernando VII pusiera impedimentos a ninguna de las peticiones del pintor y en 1827 para
realizar unos trámites. En este viaje retrata a su nieto Mariano57 en la Quinta del
Sordo donde se aloja.
Los dibujos de estos años, recogidos en el Álbum G y el H o bien recuerdan a Los
Disparates y a las Pinturas negras, o bien poseen un carácter costumbrista y recogen
estampas de la vida cotidiana de la ciudad de Burdeos recogidas en sus habituales
paseos, como ocurre con el óleo La lechera de Burdeos (hacia 1826). Varios de ellos están
dibujados con lápiz litográfico, en consonancia con la técnica de grabado que está
practicando por estos años, y utiliza en la serie de cuatro estampas de Los toros de
Burdeos. En los dibujos de estos años tienen presencia dominante las clases humildes y
los marginados. Ancianos que se muestran en actitudes juguetonas o circenses, como el
«Viejo columpiándose» —custodiado en la Hispanic Society— o dramáticas, como el que
se supone contrafigura de Goya —aunque no autorretrato—, un barbudo anciano que
camina con la ayuda de bastones titulado «Aún aprendo».
También siguió pintando al óleo. Leandro Fernández de Moratín, en su epistolario,
principal fuente de noticias sobre la vida de Goya en estos años, escribe a Juan Antonio
Melón que «pinta que se las pela, sin querer corregir jamás nada de lo que pinta».
Destacan los retratos a sus amigos, como el que hace al propio Moratín a su llegada a
Burdeos que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Bilbao o aquel en que retrata
a Juan Bautista de Muguiro en mayo de 1827.
Pero sin duda destaca La lechera de Burdeos, lienzo que ha sido visto como un directo
precursor del impresionismo. El cromatismo se aleja de la oscura paleta característica de
sus Pinturas negras. Presenta matices de azules y toques rosados. El motivo, una joven,
parece revelar la añoranza de Goya por la vida juvenil y plena. Hace pensar este canto del
cisne en un compatriota posterior, Antonio Machado que, también exiliánd