El Principito
El Principito
El Principito
A LEÓN WERTH
A LEÓN WERTH
CUANDO ERA NIÑO
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Me impresionaron mucho las aventuras de la jungla
e hice mi primer dibujo con lápices de color.
Mostré mi primera obra de arte a las personas ma-
yores y les pregunté si les daba miedo.
Me contestaron: “¿Por qué nos va a dar miedo un
sombrero?”
Mi dibujo no representaba un sombrero, sino una
serpiente boa digiriendo un elefante. Para que los
grandes pudieran comprenderme, dibujé la serpiente
boa por dentro. Es decir como si la una parte de la boa
fuera transparente y dejara ver en su interior un elefan-
te. Ellos siempre necesitan explicaciones.
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Los adultos me aconsejaron abandonar los dibujos de
serpientes boas abiertas o cerradas y que me interesa-
ra más en la geografía, la historia, la aritmética y la
gramática. De este modo, a los seis años, abandoné
una magnífica carrera de pintor. Me sentí descorazo-
nado por el poco éxito de mis dibujos. Las personas
mayores nunca comprenden nada por sí solas y es
cansador para los niños, darles todo el tiempo explica-
ciones.
Así, tuve que elegir otro oficio y aprendí a pilotear
aviones. Volé un poco por todas partes del mundo. Y
por cierto la geografía me sirvió mucho. A la primera
ojeada podía yo distinguir la China de Arizona. Es muy
útil si uno no se desorienta en la noche.
A lo largo de mi vida he tenido montones de en-
cuentros con cantidad de gente respetable. He vivido
bastante entre personas mayores. Las conozco muy
de cerca. Y esto no me sirvió para mejorar mi opinión.
Cuando me encontraba con una persona que me
parecía inteligente, hacía el experimento de mostrarle
mi primer dibujo, que aún conservo, para saber si
realmente era comprensiva. Pero siempre contestó:
“Es un sombrero”. Entonces, no le hablaba de serpien-
tes, ni de selvas vírgenes, ni de estrellas. Me ponía a
su altura y le hablaba de bridge, de golf, de política y
de corbatas. Y esa persona se sentía feliz de conocer
a un hombre tan sensato.
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II
III
IV
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Felizmente, para la reputación del asteroide B 612,
un dictador turco ordenó a su pueblo, bajo pena de
muerte, vestirse a la europea. El astrónomo repitió su
demostración en 1920, vestido con un elegante traje
occidental. Y esta vez todo el mundo estuvo de acuer-
do con él.
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VIII
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De este modo, desde el comienzo, lo atormentó con su
vanidad un poco recelosa.
Un día, por ejemplo, hablando de sus cuatro espi-
nas, dijo al principito:
-¡Ya pueden venir los tigres con sus garras!
-No hay tigres en mi planeta -objetó el principito-, y,
además, los tigres no comen vegetales.
-Yo no soy un vegetal -respondió la flor con suavi-
dad.
-Discúlpame.
-No les tengo ningún miedo a los tigres; en cambio,
tengo horror de las corrientes de aire. ¿No tienes aca-
so un biombo?
-Horror de las corrientes de aire... No es mucha
suerte para una planta -observó el principito-. Esta flor
es muy complicada...
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-Por la noche me pondrás bajo un fanal. Aquí hace
mucho frío, no me encuentro muy a gusto. De donde
vengo...
Se interrumpió. Había llegado en forma de semilla y
no podía conocer otros mundos. Humillada por haber
sido sorprendida tratando de inventar una mentira tan
ingenua, tosió dos o tres veces para complicar al prin-
cipito.
-¿Y ese biombo?
-Iba a buscarlo, pero como me estabas hablando...
Entonces ella se esforzó en toser para hacerle sentir
remordimientos.
Fue así como el principito, a pesar de su amor lleno
de buena voluntad, empezó a dudar de ella. Tomó en
serio palabras sin importancia y se sintió muy desdi-
chado.
-No debí escucharla, no hay que escuchar a las flo-
res -me confió un día-. Sólo hay que mirarlas y olerlas.
La mía embalsamaba mi planeta, pero no supe apre-
ciarlo. Esa historia de las garras, que tanto me irritó,
más bien debió enternecerme.
Y me hizo otra confidencia:
-No supe comprender nada entonces. Debí juzgarla
por sus actos, no por sus palabras. Me daba su aroma
y me iluminaba. ¡Jamás debí huir! Tendría que haber
adivinado la ternura que escondía detrás de sus inge-
nuas astucias. ¡Las flores son tan contradictorias! Pero
yo era muy joven para saber amarla.
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IX
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En el primero, vivía un rey, vestido de púrpura y ar-
miño, sentábase en un trono muy sencillo y, sin em-
bargo, majestuoso.
-Ah, tengo un súbdito -gritó el rey cuando divisó al
principito.
Y el principito se preguntó:
“¿Cómo puede reconocerme, si nunca me ha visto?”
No sabía que, para los reyes, todo el mundo es muy
simple: todos los hombres son súbditos.
-Acércate para verte mejor -dijo el rey, orgulloso de
reinar al fin sobre alguien.
El principito miró dónde podía sentarse, pero el pla-
neta estaba enteramente cubierto por el magnífico
manto de armiño. Permaneció de pie y, como estaba
cansado, bostezó.
-Es contrario al protocolo bostezar en presencia de
un rey -dijo el monarca-. Te lo prohíbo.
-No puedo dejar de hacerlo- respondió el principito,
sintiéndose avergonzado-. He hecho un largo viaje y
no he dormido.
-Entonces, te ordeno bostezar -dijo el rey-. Hace
años que no veo bostezar a una persona. Los boste-
zos son una verdadera curiosidad para mí. ¡Vamos,
bosteza, es una orden!
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-Me da vergüenza..., ahora no puedo -murmuró el
principito, enrojeciendo.
-¡Ejem, ejem! -Exclamó el rey-. Entonces... te orde-
no que bosteces como que no bosteces.
Tartamudeó un poco, y parecía humillado, porque
un rey debe cuidar ante todo que su autoridad sea res-
petada. No podía tolerar la desobediencia. Era un mo-
narca absoluto. Pero como, sin embargo, era bueno,
daba órdenes sensatas.
Explicaba frecuentemente:
“Si le ordeno a un general transformarse en gaviota
y el general no me obedece, no sería por su culpa sino
por la mía”.
-¿Puedo sentarme? -Preguntó tímidamente el prin-
cipito.
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-Te ordeno que te sientes -respondió el rey, reco-
giendo majestuosamente la cola de su manto de armi-
ño.
El principito se sentía desconcertado. ¿Sobre qué
podía reinar el rey, en verdad, en tan minúsculo plane-
ta?
-Señor, perdóname por hacerte una pregunta -dijo.
-Te ordeno preguntar -se apresuró a contestar el
rey.
-Señor, ¿sobre qué reinas tú?
-Sobre todo -respondió sencillamente el rey.
-¿Sobre todo?
Con un gesto discreto, el rey mostró su planeta, los
planetas circundantes y las estrellas.
-¿Sobre todo eso? - se asombró el principito.
-Sobre todo eso -repitió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, sino también un
monarca universal.
-Y... ¿las estrellas te obedecen?
-Por cierto -contestó el rey-. Obedecen de inmedia-
to; no tolero la indisciplina.
Un poder de tal naturaleza maravilló al principito. Si
él lo hubiera ejercido, habría podido contemplar no só-
lo cuarenta y cuatro puestas de sol, sino sesenta y
dos, o tal vez cien o doscientas en un mismo día, sin
tener que trasladar su silla.
Y como se sintió un poco triste al recordar su pe-
queño planeta abandonado, se atrevió a solicitar una
gracia al rey.
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-Quisiera ver una puesta de sol... Dame ese gusto...
Ordena que el sol se ponga.
-Si yo ordenara a un general que volara de flor en
flor al estilo de una mariposa, o escribir una tragedia o
transformarse en gaviota, y si el general no ejecutara
la orden recibida, ¿quién de los dos, él o yo, estaría
cometiendo una torpeza?
-Serías tú -dijo el principito con firmeza.
-Exacto. A cada persona hay que exigirle lo que
puede hacer -replicó el rey-. La autoridad reposa pri-
mero en la razón. Si le ordenas a tu pueblo arrojarse al
mar, haría la revolución. Puedo exigir obediencia por-
que mis órdenes son sensatas.
-¿Qué pasa entonces con mi puesta de sol? - recor-
dó el principito, que no olvidaba nunca una pregunta
una vez hecha.
-Tendrás tu puesta de sol. La exigiré, pero tengo
que esperar, según mi experiencia de gobernante, a
que las condiciones sean favorables.
-¿Cuándo será eso? - quiso informarse el principito.
-¡Ejem, ejem! - exclamó el rey, consultando su grue-
so calendario-; será cerca... cerca de... será esta tarde,
cerca de las siete cuarenta. Verás cómo me obedecen.
El principito bostezó, añorando su puesta de sol im-
posible. Además, se sintió un poco aburrido.
-Aquí no hay nada que yo pueda hacer -dijo al rey-.
Quiero irme.
-No te vayas -exclamó el rey, que se sentía orgullo-
so de tener un súbdito-. ¡Te nombro ministro!
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-¿Ministro de qué?
-De... ¡de justicia!
-¡Pero aquí no hay a quién juzgar!
-Quien sabe -replicó el rey-. Todavía no he recorrido
mi reino. Estoy muy viejo y no tengo sitio para una ca-
rroza y me fatiga caminar.
-¡Oh! Pero yo lo he visto ya -dijo el principito, incli-
nándose para echar una mirada sobre el otro lado del
planeta-. No hay nadie allá abajo, tampoco.
-Entonces, te juzgarás a ti mismo -insistió el rey-.
¡Eso es lo más difícil! Es más difícil juzgarse a si mis-
mo que a otro. Si consigues juzgarte correctamente,
serás un verdadero sabio.
-Yo me puedo juzgar a mí mismo en cualquier parte
-dijo el principito-. No tengo para qué permanecer aquí.
-¡Ejem, ejem! - exclamó el rey-. Creo que en mi pla-
neta hay una vieja rata en alguna parte. Suelo escu-
charla por la noche. Podrás juzgarla y la condenarás a
muerte cada tanto. Así, su vida dependerá de tu justi-
cia. Pero la tendrás que perdonar cada vez para con-
servarla. No hay mas que una.
-A mi no me gusta condenar a muerte a nadie, y
creo que voy a irme -respondió el principito.
-No -porfió el rey.
Aunque había terminado sus preparativos, el princi-
pito no quiso, sin embargo, apenar al viejo rey.
-Si vuestra Majestad desea que le obedezca fiel-
mente, podría darme una orden sensata. Por ejemplo,
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podría ordenarme partir dentro de un minuto. Me pare-
ce que las condiciones son favorables.
Al no recibir respuesta del rey, el principito se sintió
indeciso, pero luego, con un suspiro, inició su marcha.
-¡Te nombro mi embajador! - se apresuró a gritar el
rey, con aire de gran autoridad.
“Las personas adultas son muy raras”, meditó el pe-
queño príncipe durante su viaje.
XI
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“Esto es más divertido que la visita del rey” se dijo el
principito. Y siguió golpeando sus manos una contra la
otra, mientras el vanidoso lo saludaba con su sombre-
ro.
Al cabo de cinco minutos de aplausos, el principito
se cansó de la monotonía del juego.
-¿Y qué tengo que hacer para que se te caiga el
sombrero? - preguntó.
Pero el vanidoso no lo comprendió, porque los vani-
dosos sólo entienden las alabanzas.
-¿Realmente me admiras mucho tú? - preguntó.
-¿Qué significa admirar?
-Quiere decir que reconoces que soy el hombre más
hermoso, el mejor vestido, el más rico y el más inteli-
gente del planeta.
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-¡Pero en tu planeta vives tú solamente!
-Dame ese gusto. Admírame de cualquier modo.
-Bueno. Te admiro -dijo el principito, encogiéndose
de hombros-. Pero no entiendo por qué puede impor-
tarte.
Y el principito se marchó.
“Las personas adultas son francamente extrañas”,
pensó durante su viaje.
XII
XIII
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cayó de quizás dónde: hacía un ruido espantoso y co-
metí cuatro errores en mi suma. La segunda vez, hace
once años, me dio una crisis de reumatismo. Me hace
falta hacer ejercicio, pero no tengo tiempo de vaga-
bundear. Soy muy serio. La tercera vez es ésta. Decía
recién quinientos un millones...
-Quinientos millones ¿de qué?
El hombre de negocios comprendió que no tenía
esperanzas de que lo dejaran en paz.
-Millones de cositas que se ven a veces en el cielo.
-¿Moscas?
-No, esas pequeñeces que brillan.
-¿Abejas?
-No, no. Bagatelas doradas que hacen soñar a los
holgazanes. Soy un hombre serio y no tengo tiempo de
andar divagando.
-¡Ah!, ¿estrellas?
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-Eso es, estrellas.
-¿Y qué haces con quinientos millones de estrellas?
-Quinientos un millones seiscientos veintidós mil se-
tecientos treinta y uno. Soy un hombre muy serio y
muy preciso.
-¿Y qué haces con las estrellas?
-¿Qué es lo que hago?
-Sí.
-Nada. Soy su dueño.
-¿Tú eres el dueño de las estrellas?
-Sí.
-Pero acabo de ver a un rey...
-Los reyes no poseen nada. Ellos “reinan”, lo que es
muy diferente.
-¿Y para qué sirve tener estrellas?
-Para ser rico.
-¿Y para qué te sirve ser rico?
-Para comprar más estrellas, si alguien descubre
otras.
“Este hombre razona igual que el borracho”, pensó
el principito.
Sin embargo, le hizo otras preguntas.
-¿Cómo se pueden poseer las estrellas?
-¿De quién son las estrellas? - replicó ásperamente
el hombre de negocios.
-No lo sé, de nadie.
-Entonces son mías, porque fui el primero que tuvo
esta idea.
-¿Basta con eso?
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-Por cierto. Cuando encuentras un diamante que no
pertenece a nadie, es tuyo. Si hallas una isla sin due-
ño, puedes apropiártela. Cuando eres el primero en te-
ner una idea original, la patentas y te pertenece. Yo
soy dueño de las estrellas, porque nunca nadie pensó
en poseerlas.
-Eso es verdad -reconoció el principito-. ¿Pero qué
puedes hacer con ellas?
-Las administro. Las cuento y sumo -explicó el hom-
bre de negocios-. Es difícil, pero yo soy un hombre se-
rio.
El principito no se sintió satisfecho.
-Si yo tengo una bufanda, puedo amarrármela al
cuello y usarla. Si soy dueño de una flor, puedo cortar-
la y llevármela. ¡Pero tú no puedes recoger estrellas!
-No, pero puedo depositarlas en un banco.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Quiero decir que yo escribo en un papelito el núme-
ro de mis estrellas y después guardo este papel en un
banco.
-¿Y eso es todo?
-Con eso basta.
“Es curioso -pensó el principito-, muy poético; pero
no es en absoluto serio”
El principito tenía una noción de las cosas serias
muy diferente de la que tienen las personas mayores.
-Yo tengo una flor a la que riego todos los días -
añadió-. Tengo tres volcanes que deshollino una vez
por semana, porque limpio también el que está inacti-
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vo. Nunca se sabe. Es bueno para mis volcanes y para
mi flor que yo sea su dueño. Pero tú no eres de ningu-
na utilidad para las estrellas.
El hombre de negocios abrió la boca y no halló qué
responder. Y el principito se marchó.
“Las personas adultas son francamente extraordina-
rias”, reflexionó mientras viajaba.
XIV
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-Es la consigna -respondió el farolero-. Buenos días.
-¿Qué es eso, la consigna?
-Apagar mi farol. Buenas noches.
-¿Pero por qué lo enciendes de nuevo?
-Es la consigna.
-No entiendo -dijo el principito.
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-No hay nada que entender -respondió el farolero-.
La consigna es la consigna. Buenos días.
Y apagó el farol.
Se enjugó la frente con un pañuelo a cuadros rojos.
-Desempeño un oficio terrible. En otro tiempo, era
sensato: yo apagaba el farol en la mañana y lo encen-
día en la noche. El resto del día y de la noche, descan-
saba.
-Y desde ese tiempo ¿cambió la consigna?
-No, no ha cambiado -dijo el farolero-. ¡Ese es el
drama! Cada año el planeta gira más y más rápido y la
consigna es la misma.
-¿Y entonces? - insistió el principito.
-Ahora el planeta da una vuelta por minuto y no
puedo descansar ni un segundo. Enciendo y apago el
farol una vez por minuto.
-¡Esto sí que es divertido! ¡Los días, en tu planeta,
sólo duran un minuto!
-No tiene nada de gracioso -dijo el farolero-. Hace
ya un mes que estamos conversando.
-¿Un mes?
-Sí, treinta minutos. ¡Treinta días! Buenas noches.
Y encendió el farol.
El principito miró al farolero con cariño por ser tan
fiel a la consigna. Recordó las puestas de sol que an-
taño él mismo provocaba arrastrando su silla y decidió
ayudar a su amigo.
-¿Sabes? Yo sé la manera como puedes descansar
cuando quieras.
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-Es lo que siempre he deseado -confesó el farolero-.
Porque se puede ser perezoso y fiel a la vez.
El principito continuó:
-Tu planeta es tan pequeño, que puedes darle la
vuelta de tres zancadas. No tienes que caminar lenta-
mente para permanecer siempre al sol. Cuando quie-
ras descansar, avanzas y el día durará tanto como
quieras.
-Eso no me ayuda mucho -contestó el farolero-. Lo
que más me gusta en la vida es dormir.
-No tienes mucha suerte -dijo el principito.
-No, no tengo mucha -murmuró el farolero-. Buenos
días.
Y apagó su farol.
Mientras proseguía su largo viaje, el principito re-
flexionó:
“ A este hombre lo despreciarían todos los otros, el
rey, el vanidoso, el borracho, el hombre de negocios.
Sin embargo es el único que no me parece ridículo. Tal
vez será porque se preocupa de algo y no sólo de sí
mismo”.
Suspiró con tristeza y continuó pensando:
-Este hombre es el único que yo habría elegido por
amigo. Pero su planeta realmente es muy pequeño. No
hay lugar para dos...” Lo que el principito no se atrevió
a confesarse, es que deploraba alejarse de este bendi-
to planeta por las cuatrocientas cuarenta puestas de
sol que habría podido gozar allí cada veinticuatro
horas.
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XV
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-¡Pero tú eres un geógrafo!
-Es cierto: pero no soy un explorador y tampoco
dispongo de ninguno. No es el geógrafo el que lleva la
cuenta de las ciudades, los ríos, los mares, los océa-
nos y los desiertos; es demasiado importante para va-
gabundear. No debe abandonar su escritorio, donde
atiende a los exploradores y los interroga para anotar
las observaciones que han hecho. Si alguno de ellos
descubre algo interesante, el geógrafo hace una in-
vestigación sobre la moralidad del explorador.
-¿Por qué lo hace?
-Por que un explorador mentiroso acarrearía verda-
deras catástrofes en los libros de geografía. Y pasaría
lo mismo con un explorador que bebiera mucho.
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-¿Por qué?
-Por que los borrachos ven doble. Y el geógrafo
anotaría dos montañas en lugar de una.
-Conozco un hombre que sería un mal explorador -
dijo el principito.
-Es posible. Si la moralidad del explorador parece
buena, se hace una investigación sobre su descubri-
miento.
-¿Se va al lugar?
-No, eso sería muy complicado. Se le piden pruebas
al explorador. Si se trata, por ejemplo, del descubri-
miento de una montaña, se le pide que traiga rocas de
buen tamaño.
De pronto el geógrafo se sintió impresionado:
-¡Pero tú vienes de lejos! ¡Eres un explorador! Des-
críbeme tu planeta.
Y abrió su libro de registros y le sacó punta al lápiz,
porque las primeras declaraciones de un explorador se
anotan con lápiz. Para escribirlas con tinta, se espera a
que traiga las pruebas.
-¿Y bien? - interrogó el geógrafo.
-¡Oh!, mi planeta no tiene mayor interés porque es
muy pequeño -dijo el principito-. Tengo tres volcanes,
dos en actividad y uno extinguido; pero nunca se sabe.
-No se sabe jamás -afirmó el geógrafo.
-También tengo una flor.
-No anotamos las flores -advirtió el geógrafo.
-¡Por qué no, si son lo más hermoso!
-Las flores son efímeras.
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-¿Qué significa “efímeras”?
-Los libros de geografía son los más valiosos -dijo el
geógrafo -nunca pasan de moda. Es muy raro que una
montaña cambie de sitio o que un océano se vacíe y
quede sin agua. Escribimos sobre cosas eternas.
-Pero los volcanes apagados pueden activarse -
interrumpió el principito-. ¿Qué significa efímera?
-Nos da lo mismo que los volcanes estén apagados
o activos -continuó el geógrafo-; lo que cuenta para
nosotros es la montaña, porque no cambia.
-¿Pero qué significa “efímera”? - insistió el principito,
que nunca en su vida renunciaba a una pregunta una
vez que la había hecho.
-Significa “que está condenada a desaparecer muy
pronto”.
-¿Mi flor está condenada a desaparecer...?
-Seguramente.
“Mi flor es efímera -pensó el principito-, no tiene sino
cuatro espinas para defenderse del mundo. Y la dejé
completamente sola en mi planeta.”
Y por primera vez se sintió arrepentido; pero volvió
a cobrar ánimos.
-¿Qué me aconsejas visitar? - preguntó.
-El planeta Tierra -contestó el geógrafo-. Tiene co-
sas muy interesantes.
Y el principito partió pensando en su flor.
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XVI
XVII
XVIII
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La flor había visto un día pasar una caravana.
-¿Los hombres? Creo que hay seis o siete. Los divi-
sé hace años, pero no se sabe dónde encontrarlos. El
viento los acarrea. No tienen raíces y eso les causa
mucha molestia.
-Adiós -dijo el principito.
-Adiós -repuso la flor.
XIX
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XXVI
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Le aflojé su bufanda dorada, le mojé las sienes y le í
un poco de agua, sin atreverme, de pronto, a interro-
garlo. Me miró con gravedad y me rodeó el cuello con
sus brazos. Sentía latir su corazón como el de un pája-
ro moribundo al que se la ha disparado un tiro de cara-
bina.
-Estoy feliz de que hayas arreglado la falla de tu
máquina -dijo-. Podrás regresar a tu casa.
-¿Cómo lo sabes?
Precisamente yo venía a comunicarle que, contra
toda esperanza, mi esperanza, mi trabajo había termi-
nado con éxito.
No respondió a mi pregunta, sino que añadió:
-Yo también regreso hoy a mi casa.
Y luego, algo melancólico:
-Está mucho más lejos... y es mucho más difícil...
Sentí que en ese momento sucedía algo extraordi-
nario. Lo estreché entre mis brazos como a un niño
pequeño y sin embargo me parecía que se deslizaba
verticalmente hacia un abismo sin que me fuera posi-
ble retenerlo.
Su mirada seria se perdía en algo muy lejano.
-Tengo un cordero, y para él, tengo la caja y el bo-
zal.
Y sonrió con tristeza.
Esperé un rato largo. Sentí que se iba entibiando de
a poco.
-Tuviste miedo, hombrecito.
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¡Había tenido miedo, por cierto! Pero rió con dulzu-
ra:
-Tendré más miedo esta noche.
Volví a sentirme helado como ante algo irreparable.
Y comprendí que no podía soportar la idea de no vol-
ver a escuchar su risa. Para mí era como una fuente
en el desierto.
-Quiero escucharte reír otra vez, hombrecito.
Entonces me advirtió:
-Esta noche se cumple un año. Mi estrella se encon-
trará justo sobre el lugar en que me caí.
-¿No es cierto, muchachito, que esa historia de la
serpiente y de la cita y de la estrella es sólo un mal
sueño?
Pero no contestó mi pregunta, sino que dijo:
-Lo que realmente importa, no se ve.
-Sin duda.
-Es lo mismo que la flor. Si amas a una que se en-
cuentra en una estrella, se siente una gran dulzura al
mirar el cielo nocturno. Todas las estrellas parecen
haber florecido.
-Así es.
-Es igual que con el agua. La que me diste a beber,
a causa de la polea y la cuerda, parecía una música.
¿Te acuerdas? Era tan agradable...
-Sí.
-En la noche tú podrás mirar las estrellas. Aquella
donde vivo yo es muy pequeña para mostrártela y es
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mejor así. Te gustará mirarlas a todas y todas serán
tus amigas. Además, quiero hacerte un regalo.
Volvió a reír.
-¡Ah, muchachito mío, me encanta tu risa!
-Ese es precisamente mi regalo..., será igual que el
agua.
-¿Qué quieres decir?
-La gente mira las estrellas de maneras distintas.
Para los viajeros, las estrellas son su guía; para otros,
no son sino pequeñas luces; para los sabios, encierran
un problema; para mi hombre de negocios, represen-
tan oro; pero todas estas estrellas están silenciosas.
Solamente tú tendrás estrellas como no las tiene na-
die...
-¿Qué quieres decir?
-Cuando en la noche mires el cielo, como yo viviré
en una de ellas y estaré riendo, para tí será como si
todas las estrellas se rieran. ¡Solamente tú serás due-
ño de estrellas que ríen!
Y de nuevo rió.
-Y cuando te hayas consolado un poco (porque uno
siempre termina por consolarse), estarás feliz de
haberme conocido. Serás mi amigo para siempre.
Cuando tengas ganas de reír conmigo, abrirás tu ven-
tana porque sí, por darte el gusto. Y tus amigos se ex-
trañarán de que te rías mirando el cielo. Entonces les
dirás: “Sí, las estrellas siempre me hacen reír”. Y te
creerán loco. Y te habré jugado una mala pasada...
Y rió otra vez.
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-Será como si en lugar de estrellas, te hubiera rega-
lado una inmensa cantidad de pequeños cascabeles
que ríen.
Y rió todavía. De pronto se puso serio.
-¿Sabes? No vengas esta noche.
-No te dejaré solo.
-Parecerá como si estuviese enfermo, tendré cara
de alguien que se está muriendo..., no es así. No vale
la pena que lo veas.
-No, no te dejaré solo.
Se sentía preocupado.
-Te lo digo por la serpiente, no quiero que te muer-
da. Las víboras son malvadas y suelen morder porque
sí.
-No te dejaré.
Pero algo le dio seguridad.
-Es cierto que no les queda veneno para una se-
gunda mordedura.
Esa noche no lo vi cuando se puso en camino. Se
escapó sin hacer ruido y, cuando logré alcanzarlo, iba
rápido, con paso decidido. Me dijo solamente:
-Ah, estás aquí...
Y me tomó la mano. Pero volvió a inquietarse.
-Has hecho mal, sentirás pena. Y yo tendré la apa-
riencia de estar muerto y no será verdad.
Guardé silencio.
-Tú comprendes, está demasiado lejos y no puedo
llevarme este cuerpo..., pesa mucho.
Seguí callado.
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-Será como una cáscara que se abandona. Las
cáscaras no dan pena.
Continué en silencio.
Se desanimó un poco, pero hizo un esfuerzo:
-Será algo gracioso, tú sabes. Yo también miraré las
estrellas y serán para mí unos pozos con sus roldanas
enmohecidas. Todas las estrellas me darán de beber.
Callé todavía.
-¡Será algo tan divertido! Tendrás como quinientos
millones de cascabeles y yo tendré quinientos millones
de fuentes...
Y guardó silencio, también, porque estaba llorando.
-Es allá. Déjame dar un paso a mí solo.
Y se sentó porque tenía miedo. Y luego dijo:
-Tú sabes..., mi flor... Soy responsable de ella. ¡Y es
tan frágil! ¡Y tan ingenua! Tiene cuatro espinas para
protegerse del mundo.
También yo me senté porque no podía mantenerme
de pie y él dijo:
-Está ahí..., eso es todo.
Vaciló todavía un instante y se levantó. Dio un paso.
Yo no podía moverme.
Cerca de su tobillo brilló algo así como un relámpa-
go amarillo. Se quedó inmóvil un momento, sin lanzar
ni un grito. Cayó lentamente, como cae un árbol. Ni si-
quiera hizo ruido, a causa de la arena.
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XXVII
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ANTOINE DE SAINT EXUPÉRY: (1900-1944). Escritor
y aviador francés, nacido en Lyon y muerto en acción
de guerra.
Su percepción de la vida se forjó en medio de la in-
certidumbre y las privaciones de la segunda guerra
mundial. Su pensamiento está plasmado en hermosas
reflexiones del que busca y espera al amigo que com-
parta el sentido de la vida y las mil esperanzas. Su vi-
da fue una permanente búsqueda del amor humano,
particularmente en su noble expresión de la amistad.
Fue un constante interrogarse en torno a aquellas
fuerzas que impulsan al hombre hacia uno u otro lado.
En medio del dolor y de la muerte fue capaz de descu-
brir un mundo de pureza y trascendencia llegando a
develar los más profundos sentimientos del alma
humana.
El Principito es quizá la más poética expresión de
las reflexiones que en torno a los valores humanos
hiciera el autor. Si bien transporta a los niños a un
hermoso mundo de fantasía, al adolescente le plantea
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inquietudes vitales relacionadas con su cuestionamien-
to de algunos comportamientos de los mayores y a los
adultos los hace recrear mágicamente su sensibilidad.
EL
PRINCIPITO
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