Riechmann Tres Principios Basicos de Justicia Ambiental 20035
Riechmann Tres Principios Basicos de Justicia Ambiental 20035
Riechmann Tres Principios Basicos de Justicia Ambiental 20035
JORGE RIECHMANN
Universidad de Barcelona
Los budistas educan en el respeto por todo lo vivo y por los sistemas
naturales. La vida de un ser humano depende totalmente de una red
interrelacionada de sistemas naturales. Eugene Odum, en su provechoso
ensayo The strategy of ecosystem development, señala que EE.UU. tiene
las características de un ecosistema joven. Algunas culturas indias ameri-
canas tienen características «maduras»: protección en lugar de produc-
ción, estabilidad en lugar de crecimiento, calidad en lugar de cantidad.
En las sociedades de los pueblos indios se practica una forma extrema
de democracia. Plantas y animales son también gente y, a través de de-
terminados rituales y danzas, se les otorga espacio y voz en las discusio-
nes políticas de los humanos. Están «representados». La frase debena
ser: «el poder para toda la gente».
GARY SNYDER [2000: 81]
cntico que sean renovables (los recursos naturales renovables, por ejemplo), «sus-
tituiD> aprovechando las posibilidades técnicas, y «protegeD> en aquellos casos en
que estemos hablando de sistemas naturales que no pueden ni renovarse ni susti-
tuirse por medios tecnológicos (por ejemplo, las selvas pluviosas tropicales).
En la cuarta fila, las diferentes necesidades y preferencias están ordenadas
segijn un orden lexicográfico: esto significa, por ejemplo que, en el caso de la
concepción A) (del capital natural crítico), las necesidades de los seres humanos
actuales se consideran más importantes que las necesidades de los seres huma-
nos de futuras generaciones, pero éstas, a su vez, más importantes que las sim-
ples preferencias y deseos de los seres humanos actuales. La simbología de los
paréntesis, en la segunda columna (la concepción de la irreversibilidad), indica
que las necesidades de los seres actuales (tanto humanos como no humanos) se
consideran más importantes que las meras preferencias humanas actuales, y
también más importantes que las necesidades no humanas futuras.
lo que nos importa es mostrar que también es diferente a B). Pero el propósito
moral que prevalece en B) —evitar las pérdidas irreversibles— no tiene gran
cosa que ver con el dominante en D) —la buena vida de todas las criaturas. Y
el trasfondo categorial bolista de B) también se opone al trasfondo individualis-
ta de D), como se aprecia en las observaciones de Dobson sobre la relativa
irrelevancia de la desaparición de individuos frente a las pérdidas de especies,
dentro de la concepción B) (Dobson, 1998: 48-49).
La perspectiva de esta cuarta concepción básica es precisamente aquella en
la cual nos situaremos para los análisis y propuestas normativas que ocuparán el
resto de este texto.
Justicia ecológica
jeres y hombres, entre poblaciones pobres y ricas, urbanas y rurales, entre el Sur y
el Norte, entre la generación actual y nuestros descendientes...) con respecto al uso
de la naturaleza y a las cargas de la contaminación» (Martínez Alier, 1995: 5).
Resulta llamativo que se dé por sentado que los conflictos distributivos ecoló-
gicos de los que ha de ocuparse la ecología política queden limitados a las desi-
gualdades sociales. De forma análoga, el movimiento social llamado Environmen-
tal Justice Movement que se desarrolló sobre todo en EE.UU. en los años ochenta
y noventa, centrado en la denuncia de la acumulación de «males» ambientales
sobre los más desfavorecidos socialmente, típicamenterestringesus preocupaciones
al ámbito de lo social (Szasz, 1994; Pulido, 1996; Acselrad, 2002).
El punto de vista que se expondrá aquí mantiene que eso resulta demasia-
do restrictivo; que hay, en particular, importantes conflictos distributivos ecoló-
gicos entre seres humanos y seres vivos no humanos. Y que, por tanto, la
justicia ecológica no tiene que ver sólo con la distribución justa de bienes y
males ambientales entre la población humana, sino también entre ésta y el
resto de los seres vivos con los que compartimos la biosfera. Esto mismo fue
reconocido por segmentos del Movimiento de Justicia Ambiental estadouniden-
se cuando, en los años noventa, sus horizontes se ampliaron, y ha quedado
plasmado en el primero y tercero de los diecisiete «Principios de Justicia Am-
biental» que se aprobaron en el First National People of Color Environmental
Leadership Summit, Washington DC, octubre de 1991:
Por cuestión de espacio resulta imposible exponer aquí las razones por las
que los seres vivos no humanos deben ser considerados receptores adecuados
de justicia (que equivalen, más o menos, a los motivos por los que han de ser
considerados miembros de la comunidad moral, en calidad no de agentes sino
de pacientes morales). Intenté argumentarlo en otras publicaciones, sobre todo
en Mosterín y Riechmann, 1995, y en Riechmann, 2000; por otra parte, volveré
pronto sobre esta cuestión en un libro —Todos los animales somos hermanos—
que publicará la Universidad de Granada en el segundo semestre de 2003 o en
el primero de 2004. Baste decir aquí que esa argumentación se basa en enfatizar
que, para precisar cómo ha de ser tratado determinado ser vivo, los criterios han
de basarse en las capacidades moralmente relevantes que de hecho posee ese
ser vivo, y no en su pertenencia a una especie determinada; y en la necesidad
de evitar la discriminación arbitraria.
porciones de espacio ambiental para todos los seres humanos. Éste es, de he-
cho, el criterio asumido en estudios tan importantes como Towards Sustainable
Europe (1994), que desarrolló el Instituto Wuppertal en colaboración con
Friends of the Earth Europe. En sus conclusiones este trabajo estimaba que,
para cumplir con la sustentabilidad y la distribución igualitaria del espacio am-
biental, eran necesarias reducciones del consumo de recursos naturales (respec-
to de los promedios europeos de 1990) en las magnitudes siguientes: energía
primaria 50 % (energía fósil 75 %, energía nuclear 100 %), madera 15 %,
cemento 85 %, hierro 87 %, aluminio 90 %, cobre 88 %, plomo 83 %, fertili-
zantes nitrogenados y fosforados 100 %, tierra agrícola 30 %, tierra «importa-
da» 100 %.
Sin embargo, durante el resto de este artículo nos referiremos a otra mane-
ra de pensar en el espacio ambiental, la huella ecológica. Se trata de una inge-
niosa manera de cuantificar el impacto ambiental «espacializándolo», desarro-
llada y difundida en los años noventa (Wackemagel y Rees, 2001). Las ideas
básicas son las siguientes:
• Huella ecológica: área de territorio productivo o ecosistema acuático
necesaria para producir los recursos y para asimilar los residuos producidos por
una población definida con cierto nivel de vida específico, dondequiera que se
encuentre este área.
• Podemos identificar la huella ecológica per capita con el espacio am-
biental de esa perssona. Si se echan cuentas a partir de los recursos globales,
con un criterio de distribución igualitario, aparecen tres nociones más:
• La justa porción de tierra es el territorio ecológicamente productivo
«disponible» por persona en la Tierra: alrededor de 1,5 hectáreas, ha Justa por-
ción de océano asciende a poco más de 0,5 hectáreas. Sumándolos, y restando
cierta superficie protegida para la conservación de la biodiversidad, tendn'amos
la idea de justa porción de espacio ambiental: aproximadamente 1,7 hectáreas
por persona en los años noventa del siglo XX.
Es evidente que, en una biosfera finita, el espacio ambiental globalmente
disponible es también finito. Tiene límites (en parte flexibles) que constituyen
barreras para las actividades humanas; ignorar estos límites conducirá probable-
mente a desastres biosféricos. Para mantenemos dentro de la sustentabilidad se
debe mantener el flujo de recursos dentro de los límites del espacio ambiental
disponible. Pero el consumo promedio, a comienzos del siglo XXI, equivale a
2,3 hectáreas por persona (lo que ya está por encima del nivel de sostenibili-
dad), con enormes diferencias entre los ricos y los pobres del planeta.
El concepto de (justa porción de) espacio ambiental apunta a la enorme
desigualdad en el uso de recursos a escala global. Así, el africano típico consu-
me recursos equivalentes a 1,4 hectáreas, el europeo promedio 5 hectáreas, el
estadounidense típico 9,6: los más ricos nos hemos apropiado de una parte ex-
cesiva del espacio ambiental global, y con ello privamos a la mayor parte de la
humanidad de la base de recursos necesaria para poder progresar.
RIFP/21 (2003) m
Jorge Riechmann
Justicia interespecífica
Como cualquier derecho, el derecho a los recursos naturales también está limitado
por los derechos de los demás. Dado que el derecho a disfrutar de los servicios
esenciales de la naturaleza pertenece a todos (incluso a las generaciones futuras y
a los seres vivos no humanos), los límites del espacio ambiental disponible restrin-
gen el uso de este derecho. Si bien las clases consumistas no tienen ningún dere-
cho a la apropiación excesiva, los infraconsumidores tampoco pueden llegar a
consumir al nivel de ellas; ambos deben acercarse a niveles justos y ecológica-
mente benignos, manteniéndose dentro de los límites de la sustentabilidad biofísi-
ca. [...] Según cálculos aproximados, el Norte global tendría que reducir su uso del
espacio ambiental en un factor de 10, es decir entre el 80 y el 90 %, durante los
próximos cincuenta años [Sachs, 2002: 38].
Una objeción con respecto al principio de mitad y mitad podrí'a ser: ¿con quién
establecer ese pacto, si no hay, entre los demás seres vivos, sujetos morales a
quienes tomar como «parte contratante» con la especie humana? En mi opinión,
no hay que preocuparse demasiado porque no exista tal «parte contratante»: en
otros casos análogos en el pasado sí que la tuvimos... y sin embargo fracasamos
lamentablemente en el respeto de nuestros compromisos político-morales. Con
amargura lo recordaba el jefe Joseph, un indio nez percé, quien habló así el 14
de enero de 1879 ante una gran reunión de ministros del Gobierno y parlamen-
tarios del Congreso estadounidense:
leza que en alguna ocasión se han planteado bajo la figura de exigir un «nuevo
contrato social» que fuese un contrato natural. Tal contrato natural —si se
quiere emplear esta imagen— será en cualquier caso asimétrico, más bien un
compromiso de autoobligación de una de las partes —el ser humano—, como
recoge la intimación de Char.
Geopolítica, geoétlca
Parece claro que se está acabando la vigencia de ciertos valores progresistas muy
optimistas, proclamados desde el siglo XVIII, desde hace más de doscientos años.
Valores como, por ejemplo, la asimilación del gran consumo y de la gran riqueza
acumulada como una bendición del cielo, al modo de la moral protestante calvi-
nista. O, en un plano más técnico, valores como la asignación del bienestar de un
país por su consumo de kilovatios/año por cabeza. Hoy más bien podría decirse
que a más consumo de kilovatio/hora por ciudadano, más proximidad hay de un
desastre [Sacristán, en prensa: XV-20].
Las ballenas cantan. Los marinos lo saben hace mucho, la ciencia lo estudia
desde hace tres o cuatro decenios. La compleja estructuración de sus frases y
melodías parece poseer una lógica musical; en el caso de las ballenas jorobadas
(Megaptera novaeangliae), que son verdaderas virtuosas, la potencia del canto
lo proyecta a muchos cientos de kilómetros de distancia.
Y estos admirables seres vivos son tratados por nuestra civilización producti-
vista como meros «recursos naturales» cuya gestión, en el mejor de los casos, se
trata de racionalizar para lograr una explotación sostenible... Es monstruoso. (Y
me parece que no darse cuenta de que lo es resulta todavía más monstruoso.)
La mayona de los ciudadanos/consumidores de las metrópolis del Norte se
sitúan ante el mundo como un niño delante de una pastelería. Y no piensan ni
por un momento que el exceso de azúcar pudre los dientes y daña el páncreas...
y que hay formas harto más atractivas de pasar la tarde que atracarse de dulces.
¿Qué es el mundo? ¿Una cantera para explotar sus minerales con beneficio, o
un bello y frágil jardín susceptible de conservación y mejora?
¿Y nosotros? ¿Nos concebimos a nosotros mismos como demiurgos «más
allá del bien y del mal», o como miembros de la comunidad biosférica insertos
en una miríada de relaciones —algunas de ellas con seres inexistentes, como los
humanos del futuro—, de las cuales se derivan también obligaciones?
Al final de sus sutiles, complejos y elaborados análisis sobre sustentabilidad
y justicia intergeneracional, Brian Barry —uno de los más reputados expertos
mundiales enfilosofíapolítica— señala que, a pesar de todas las incertidumbres y
lagunas en nuestro conocimiento, «no es demasiado difícil saber lo que hay que
hacer, aunque por supuesto resulta inmensamente difícil conseguir que los agentes
relevantes —gubernamentales y de otros tipos— lo hagan» (Barry, 1999: 116).
Lo difícil es conseguir fuerza suficiente para sobrepujar a los defensores
del statu quo: en eso estamos. Hoy, la justicia ecológica nos exige liberar espa-
cio ambiental de manera que no anulemos las opciones vitales de las generacio-
nes venideras a los pueblos empobrecidos y a los otros seres vivos con quienes
compartimos la biosfera. Es fundamental reconocer que existen límites al creci-
miento material, definidos en última instancia por la limitada capacidad del
planeta para renovar sus recursos naturales, su limitada capacidad para asimilar
la contaminación, y la limitada energía que recibe del Sol.
El primer precepto de la ética budista queda recogido en la palabra ahim-
sa: causa el menor daño posible. Mientras-que permanecer dentro de los límites
de la naturaleza es algo que se queda en el terreno de la simple prudencia
egoísta (aunque en una biosfera donde «todo está conectado con todo» tiene sin
BIBLIOGRAFÍA
120 R : F P / 2 1 (2003)