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TEODICEA

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TEODICEA

ENSAYOS SOBRE LA BONDAD DE DIOS, LA LIBERTAD DEL


HOMBRE Y EL ORIGEN DEL MAL

GODOFREDO G. LEIBNITZ
PROLOGO

Debe ser muy voluminosa la personalidad científica de Go-dofredo Guillermo, barón de


Leibnitz, cuando sus contemporáneos se disputaron la suerte de tenerlo a su lado o de
granjearse su amistad, y las diversas escuelas filosóficas, posteriores al siglo XVIII, han
intentado aproximarlo a su campo, ya que no encuadrarlo en él. Desde el positivismo hasta
el escolasticismo, pasando por el racionalismo sistema y racionalismo doctrina y por el
deísmo, existe una puja en ese sentido. Sin ser individualista en el sentido egolátrico del
vocablo, Leibnitz forma rancho aparte en la filosofía contemporánea. Es cierto que sobre él
han ejercido más o menos influencia Platón y Aristóteles, Descartes y Espinoza, Locke y
Hobbes, Tomasio, Scherzer, Weigel, Beirsterfed, Mercator, Pascal, Cavaleri, Hughes y aun
el mismo Pedro Bayle, pues aunque dedica toda su Teodicea a combatir al librepensador
francés, no por eso dejó de aprender de él muchas cosas. Pero el hecho de que hubiere bebido
o se hubiere inspirado en tan numerosas y distintas fuentes, capaces de volver loco a un
espíritu menos firme y sagaz que él, no le impidió que a muchos de ellos volviese las espaldas
y hasta combatiese certeramente, cuando no se hallaban acordes con sus tendencias. De todos
ellos tomó lo que encontró ajustado a la verdad, como el sabio arquitecto que, después de la
demolición de un palacio, va seleccionando los materiales adecuados para la monumental
construcción que proyecta en substitución de aquél. Esto no quiere decir, empero, que
Leibnitz sea ecléctico, aunque el serlo puede ser en ocasiones una gloria. El ecléctico no tiene
nada propio y además se propone, ante todo, conciliar doctrinas diversas, pertenecientes a
distintos sistemas, con una idea preconcebida casi siempre de carácter religioso. En este
sentido podemos considerar eclécticos a Justino y Atenágoras, Agustín y Tomás de Aquino;
Avicebrón y Maimónides, quienes intentaron conciliar la filosofía, los cuatro primeros con
los dogmas cristianos y los otros dos con el Judaísmo. Leibnitz no se propuso en primer
término conciliar en la formación de sus teorías filosófico-cristianas, no obstante las
gestiones conciliatorias, más políticas que científicas, que llevó a cabo en sus últimos
tiempos. Apenas salido de la escuela primaria, se encierra en la rica biblioteca de sus
antepasados, hombres de ciencia y de leyes (de casta le viene al galgo ser rabilargo), y allí se
le despertó el amor (más propiamente el hambre) a las lenguas clásicas, a las Escrituras y a
la filosofía; y sin otro maestro o guía que su portentoso ingenio (Guillermo fue en el estudio
de todas las disciplinas autodidacto), pensó, pensó mucho, rumiando cuanto leía, dándole mil
vueltas, pasando las ideas por la criba, asimilando o eliminando; y delineando primero,
rellenando después y adornando por último, formó un sistema propio de características
intermedias, alejado, por tanto, de todo extremismo. Muy acertado anduvo aquel clérigo de
Vich, cuando dijo de él: "No hay que buscar en sus obras a un discípulo de Descartes ni de
otro filósofo cualquiera; es original en todo. No puede tocar una cuestión sin emitir alguna
idea nueva. Este es un hombre extraordinario en quien el genio rebosa, aun en sus teorías
más extrañas." (J. Balmes, Hist. de la Filosofía, cap. LI).
Entre todos los pensadores de todos los tiempos, ninguno ejerció sobre Leibnitz mayor
influencia que Platón. Lo dice él mismo a Locke, comparando su sistema con el de éste: "Le
sien a plus de rapport a Aristote; et le mien, a Platón." Un ligero examen de las doctrinas
leibnitzianas nos convencerá de ello. Aquéllas coinciden substancialmente con las
platonianas, aunque no de manera absoluta, pues aun con relación a su pensador favorito es
Guillermo siempre el mismo, a saber, el hombre independiente de toda tutela autoritaria, si
esa auto-ridad no es razonable. Por eso lo vemos a veces simpatizar con Aristóteles y la
Escolástica. ¿Qué fue lo que en esas ocasiones le llevó a la Escolástica? Su afecto a las ideas
tradicionales acerca de Dios, de la religión, de la inmortalidad del alma, de la revelación, de
lo sobrenatural. Educado en un ambiente profundamente religioso y consecuente con las
ideas que había recibido de sus progenitores, fue Guillermo un fervoroso protestante,
enamorado de la Confessio Augustana, presentada por los príncipes luteranos en la Dieta de
Augsburgo (24 junio 1530). De su adhesión a lo religioso y sobrenatural dan sobrado
testimonio sus escritos, especialmente su Systema theologicum, su tratado en defensa de la
Trinidad y la obra que estamos prologando, en la que el lector encontrará ampliamente
desarrolladas las ideas siguientes: Existe perfecta armonía entre la verdad y la fe, entre la
razón y la revelación, pues todas ellas proceden de Dios, son dádiva preciosa de la Divinidad
a los hombres, y, por lo tanto, repugna la contradicción entre ellas. Los argumentos, dice,
contra la doctrina revelada no son sino aparentes, se resbalan al chocar contra la firmeza y
consistencia de lo revelado. Es preciso distinguir, añade, entre lo que supera a la razón y lo
que es contrario a la razón. Los misterios superan, pero no contradicen a la razón. Por este
motivo nos extraña que un autor de reconocida solvencia califique a Leibnitz de hombre "sin
principios ni convicciones religiosas", considerándolo por ello inepto para llevar a cabo la
reconciliación de las diversas ramas cristianas de que hablaremos más adelante. Estamos
conformes con el Padre Llorca, pues de él se trata (Manual de Historia Eclesiástica, N° 183),
acerca de la ineptitud de Leibnitz para llevar a cabo dicha reconciliación, pues fuera de una
gracia tumbativa, como la que se dio a San Pablo, nadie en el mundo, sea quien fuere, ni un
Francisco de Asís, ni un Agustín, tipos de bondad y de ciencia, respectivamente, hubiera
coronado con el éxito negociaciones de esa índole, si han de ser sinceras, y no meramente
políticas, como a veces ha ocurrido. ¿Cómo renunciar a una religión que se ha profesado
desde la niñez de buena fe, para aceptar otra; cuyos dogmas difieren substancialmente? ¡Cuán
diferente es el concepto que de Leibnitz tiene Jaime Balmes! "Sean cuales fueren las
dificultades a que están sujetas las teorías de Leibnitz, procuraba el ilustre filósofo soltarlas
conciliándolas con la libertad de Dios y del hombre; no sería justo atribuirle consecuencias
que él rechazaba; en tal caso debe impugnarse la doctrina, pero respetando la intención del
autor. . . Versado en las ciencias sagradas hasta el punto de sostener una polémica con el
mismo Bossuet. . ., absorbido continuamente en meditaciones filosóficas y religiosas,
buscaba la verdad con un ardor increíble; siendo de notar que, nacido y educado en la religión
protestante, supo elevarse sobre las preocupaciones de sus correligionarios haciendo justicia
al Cato-licísmo en casi todos sus puntos, y escribiendo su famoso Systema theologicum que
pudiera hacernos dudar de que muriera protestante." (Historia de la Filosofía, cap. LI).
Aunque su adhesión a lo sobrenatural le llevó a veces a la Escolástica, difiere de las teorías
de ella en numerosas cuestiones de importancia. Buscó la conciliación de lo sobrenatural con
la razón por otros caminos de los que seguía la Escolástica tomista. Esto explica que en varios
lugares de la Teodicea se lean frases como estas: "Luego que logré emanciparme de la trivial
filosofía de la Escuela, me apliqué a los modernos y todavía recuerdo que a los quince años
solía pasear sin compañía por un pequeño bosque cercano a Leipzig, que llaman Rosental, y
discutía conmigo mismo si debía mantener o no las formas substanciales. La solución
mecanicista llevó al cabo la victoria." Dice en otro lugar que le da lástima de los Escolásticos
a causa de la teoría de éstos sobre las formas substanciales, y que se enredan muchas veces
en sus sutilezas, y toman la paja de los términos por el grano de las cosas. Conciben alguna
noción quimérica de la que se figuran sacar alguna utilidad, y procuran sostenerla valiéndose
de argucias." No obstante, dice de Santo Tomás "que acostumbra a marchar con pulso, y el
sutil Escoto, al buscar ocasiones de contradecirle, obscurece muchas veces las cosas, en vez
de aclararlas." Es muy ilustrativo el párrafo que dedica a la historia del problema de la
conciliación de la razón y la fe. "La cuestión de la conformidad de la razón y de la fe ha sido
siempre un problema. En la Iglesia primitiva los autores cristianos más ilustres se amoldaron
a los pensamientos de los platonianos, que era con los que más simpatizaban y los que
entonces estaban más en boga. Poco a poco Aristóteles fue reemplazando a Platón y cuando
comenzó a desarrollarse el gusto por los sistemas y cuando la teología misma se hizo más
sistemática por virtud de las decisiones de los concilios generales que suministraban
formularios precisos y positivos, San Agustín, Cassiodoro y Boecio en Occidente, y San Juan
Damasceno en Oriente, contribuyeron en primer término a dar a la teología forma científica,
prescindiendo de Beda, Alcuino, San Anselmo y algunos otros teólogos versados en filosofía;
hasta que vinieron por fin los escolásticos, y dando ocasión el ocio de los claustros a las
especulaciones, auxiliadas por la filosofía de Aristóteles traducida del árabe, acabó por
formarse un compuesto de teología y filosofía, cuyas cuestiones procedían en su mayor parte
del deseo de conciliar la fe con la razón. Pero el éxito no fue tan bueno como era de desear,
porque la teología estaba muy corrompida por lo calamitoso de los tiempos, por la ignorancia
y la terquedad y porque la filosofía, además de sus propios defectos, que eran muy grandes,
se veía sobrecargada con los de la teología, la cual sentía a su vez los efectos de haberse
asociado a una filosofía muy obscura e imperfecta. Sin embargo, es preciso confesar con el
incomparable Grocio que a veces se encuentra oro entre la basura del latín bárbaro de los
monjes; lo cual me ha hecho desear más de una vez que un hombre capaz. . . se hubiese
consagrado a sacar lo mejor que hay en estos trabajos. . . Sería una obra muy importante y
curiosa para la historia eclesiástica, y una continuación de la de los dogmas hasta el
renacimiento de las bellas letras (por cuyo medio las cosas han cambiado de aspecto) y aun
hasta más allá."
Del alejamiento de Leibnitz con relación a la Escolástica y de su acercamiento al
Platonismo nos dará idea exacta el análisis, que hacemos a continuación, de las ideas
fundamentales del sabio alemán; con ello nos proponemos no solamente ofrecer a los lectores
una síntesis del pensamiento leibnitziano, sino también exponer sus consonancias y
diferencias con respecto a las doctrinas platónicas y escolásticas.
Frente a la opinión de Aristóteles y de la Escolástica, según la cual el alma humana es
creada por Dios en el instante mismo en que ha de ser infundida en el cuerpo, defendía Platón
que las almas fueron creadas por Dios al principio de los tiempos, e infundidas a su debido
tiempo en los cuerpos que han de ser sus compañeros, no como formas de éstos sino como
motores (Arist., De Anima, lib, 2, cap. 8; Sum. Theol. 1ª , q. LXXVI, art. 7). Leibnitz sigue
la opinión de Platón, completada o reformada con arreglo a su teoría de la Armonía
preestablecida. Las almas humanas, dice, fueron creadas al principio e, incluídas en
corpúsculos orgánicos, quedaron en el esperma del primer padre Adán, del cual son
transmitidas a sus hijos y así sucesivamente hasta el último hombre por medio de la
generación. De este modo la generación no es otra cosa que tina transformación y crecimiento
del corpúsculo primitivo en el cual se contiene el alma. Ni siquiera en la muerte del hombre
salen las almas de ese corpúsculo, pues, disuelto lo craso, exterior y corruptible, permanecen
perpetuamente dentro de dicho corpúsculo; por lo cual la muerte del hombre no es realmente
separación del alma de todo el cuerpo, sino únicamente una involución o inclusión en el
corpúsculo. Cree Leibnitz que esas almas, mientras se ocultan en los corpúsculos, son
únicamente sensitivas y carentes de razón, pero que se hace racional cada una de ellas cuando
por el acto de la generación comienza a constituir un hombre nuevo. (Essai di Theologie sur
la bonté de Dieu et la liberté de l'homme, part 1, N° 98) En la parte 3ª , Nº 396, amplía y
completa su pensamiento del modo siguiente: "Todas las almas, entelequias o fuerzas
primitivas, formas substanciales, substancias simples o mónadas, cualquiera sea el nombre
que se les dé, no pueden nacer naturalmente ni perecer. Concibo las cualidades o las fuerzas
derivativas o las que se llaman formas accidentales, como modificaciones de la entelequia
primitiva, así como las figuras son modificaciones de la materia. Por eso estas modificaciones
están en un cambio perpetuo, mientras que la substancia simple permanece la misma. Ya hice
notar antes que las almas no podían nacer naturalmente, ni salir las unas de las otras, y que
es preciso, o que la nuestra sea creada o que sea preexistente. Hasta he mostrado un cierto
medio entre una creación y una preexistencia completa, habiéndome parecido oportuno decir
que el alma, preexistente en las semillas desde el principio de las cosas, no era más que
sensitiva; pero que ella ha sido elevada al grado superior, que es la razón, cuando el hombre,
a que debe pertenecer esta alma, ha sido concebido, y el cuerpo organizado, que acompaña
siempre a esta alma desde su origen, pero experimentando muchos cambios, ha sido
destinado para formar el cuerpo humano. He creído también que podría atribuirse esta
elevación del alma sensitiva (que la hace llegar a un grado más sublime, es decir, a la razón)
a la operación extraordinaria de Dios. Sin embargo, será bueno añadir que yo preferiría
prescindir del milagro en la generación del hombre, como en la de los demás animales; y esto
se podrá explicar, concibiendo que de este gran número de almas y de animales, o por lo
menos de cuerpos organizados vivos que están en las semillas, sólo estas almas destinadas a
llegar un día a la naturaleza humana, encierran la razón que aparecerá en ellas, y que sólo los
cuerpos orgánicos están preformados y predispuestos a tomar un día la forma humana; siendo
los demás pequeños animales o vivientes seminales, donde nada de esto está preestablecido,
esencialmente diferentes y no habiendo en ellos nada que no sea inferior. Esta producción es
una manera de traducción, pero más aceptable que la que se enseña vulgarmente, porque no
saca al alma de un alma, sino sólo un ser animado de un ser animado, y evita los milagros
frecuentes de una creación que haría entrar un alma nueva y limpia en un cuerpo que había
de corromperle."
También tiene origen platoniano el pensamiento de Leibnitz acerca de las relaciones
entre el alma y el cuerpo mediante la armonía preestablecida. Para Aristóteles y los
Escolásticos, el alma racional es forma substancial del cuerpo vere, per se, essentialiter atque
immediate, o como dice Urraburu (vol. 4, N° 801): "La unión del alma con el cuerpo es no
sólo personal, sino también natural y, por lo tanto, verdaderamente substancial, en cuya virtud
existe una sola persona y una naturaleza, una sola substancia simplemente compuesta, a
saber, el hombre." Para Leibnitz no existe entre el alma y el cuerpo otra unión fuera del
consentimiento armónico de las operaciones de una y otro, como si procediesen de algún
vínculo e influjo común, aun cuando no se diese vínculo de esa naturaleza. El alma ha sido
de tal modo creada por Dios, que, por su propia virtud sin influjo alguno del cuerpo o de otro
principio externo, produce todas las percepciones y voliciones en serie continuada; y del
mismo modo el cuerpo de por sí y en virtud de su propia estructura está determinado a
ejecutar una serie continuada de movimientos, que responden a las percepciones y voliciones
del alma; de tal modo que el alma eligiría esa misma serie de operaciones, aunque el cuerpo
no existiera, e igualmente el cuerpo, aunque no tuviese esa alma. Porque, pues, en la infinita
multitud de los cuerpos y de las almas pueden darse algunas de éstas, cuyas percepciones y
voliciones se adapten exactamente a los movimientos de algunos cuerpos, Dios omnipotente,
omnisciente, creador libérrimo de todas las cosas, determinó unir a cada una de las almas
aquellos cuerpos, cuya serie continuada de movimientos corresponde perfecta y
armónicamente a la serie de las percepciones y voliciones de las almas, como si las series de
las acciones de las almas y de los cuerpos procediesen de una intervención común y de una
acción recíproca. Este sistema de unión y acción de las almas y sus cuerpos respectivos es
conocida con el nombre de Harmonia prastabilita. ¡Cuán lejos está tal teoría de la doctrina
aristo-télico-escolástica, que en síntesis dimos a conocer!
Se acentúa la discrepancia, consecuencia de la mantenida en las cuestiones precedentes
acerca del origen del alma y de las relaciones entre ésta y el cuerpo, en las teorías relativas a
la naturaleza del conocimiento y el origen de las ideas.
Opinan substancialmente los Escolásticos que el entendimiento humano no puede
conocer sin el concurso del objeto. Ahora bien, no pudiendo los objetos hacerse presentes en
el alma de manera inmediata, lo hacen mediatamente, imprimiendo en él una excitación, a la
que llaman species intentionalis impressa, la cual hace las veces del objeto para completar y
determinar el poder de la potencia intelectiva. De ahí se deduce que el conocimiento
comienza en los sentidos y es perfeccionado por el entendimiento, pero de modo que las ideas
no son formadas por aquéllos sino por éste. Para todo conocimiento, sensible o intelectual,
se requiere el concurso del objeto que generalmente es prestado por medio de la especie
intencional, ya sensible ya intelectual, que completa y determina la potencia cognoscitiva a
conocer al objeto. Dichas especies no son innatas ni producidas inmediatamente por los
mismos objetos que han de conocerse, sino abstraídas de los fantasmas por virtud activa del
entendimiento agente. Actuado por dichas especies el entendimiento llamado posible y que
es virtud cognoscitiva, invoca al instante las primeras ideas y pronuncia los primeros
principios. Después, aplicando esas primeras cogniciones a la materia sometida, el
entendimiento adquiere todas las demás ideas y las ciencias por medio de la reflexión, de la
atención, de la comparación, del análisis y de la síntesis, de la inducción y del raciocinio
multiplicado. Sin embargo, no podemos conocer a Dios y a las substancias inmateriales,
como son en si mismos, con un concepto estrictamente propio. Expresión sintética del
empirismo aristotélico-escolástico es el conocido adagio: Nihil est in intellectu, quin primus
fuerit in sensu. Frente a este sistema han formado un frente único los platonianos, cartesianos,
kantianos, tradicionalistas y ontologistas, por no citar sino a los más destacados, inspirados
todos ellos en Platón. Según el fundador de la Academia, las formas específicas de las cosas
sensibles subsisten por sí mismas, sin ningún influjo de la materia, las cuales, así como
participadas por la materia corporal constituyen los cuerpos, del mismo modo, participadas
por el alma constituyen con ella los conocimientos de las cosas. Tales formas se llaman
innatas porque fueron creadas por Dios e infundidas por El en las almas, cuando las crió al
principio separadas de los cuerpos, y se dedicaban a la contemplación de las ideas
mencionadas. Una vez introducidas las almas en los cuerpos, en castigo de sus faltas, se
olvidaron de aquellas ideas innatas. Cuando aprendemos las ciencias, no aprendemos nada
nuevo; lo único que hacemos es recordarlas. Avicena, Avempace y Averroes aceptaron el
sistema platónico con ligeras modificaciones, dando lugar a un sistema nuevo conocido con
el nombre de teoría del entendimiento agente separado. También Descartes y Kant aceptaron
con algunas reservas las teorías de Platón. Las pasamos por alto, porque nos haríamos
interminables y reclaman nuestra atención las doctrinas de Leibnitz. El sabio filósofo alemán
considera las ideas innatas como distintas de las especies; son unos conocimientos actuales
de los objetos del mundo infundidos en el alma en el momento de su creación; tales
conocimientos son obscuros, pero con el transcurso del tiempo se aclaran más; por lo cual,
en tanto parecen llamarse innatos en cuanto suponen en el alma cierta virtualidad o
disposición, para que tales conocimientos confusos se hagan más distintos, al sobrevenir la
sensación. Relacionando en otros lugares estas teorías con su doctrina acerca de las mónadas,
expresa que existe en el hombre, lo mismo que en los vivientes, una mónada central que
preside a las demás mónadas de orden inferior, las cuales constituyen el cuerpo; esa mónada
privilegiada, dotada de una representación obscura del universo, aunque no siempre tenga
apercepción o conciencia de tal representación, es el alma humana, en la cual dicha
representación innata y perenne llega a ser sucesivamente más clara y distinta en virtud de
su propia disposición e inclinación interna para obrar inmanentemente en una serie perenne
de percepciones y voliciones, que se realiza con ocasión de las sensaciones. Esas
percepciones y voliciones se verifican de tal modo, que la precedente es razón suficiente de
la que le sigue. (Systeme nouveau de la nature; Nouveaux essais sur l'enten-dement humain,
liv. 1, chap. 1, Monodologic). De ahí que Guillermo modificara el mencionado axioma
aristotélicoescolástico en la forma siguiente: Nihil est in intellecto, quid primus fuerit in
sensu, excepto ipso intellectu.
En cambio, para no desmentir su carácter original, Leibnitz muestra una conformidad
substancial con Aristóteles acerca de la naturaleza del espacio. Descartada la opinión de Kant,
según el cual carece el espacio de realidad objetiva, la generalidad de los filósofos le concede
existencia real, aunque suelen discrepar acerca de la naturaleza de dicha realidad. ¿En qué
reside la realidad del espacio? Descartes dice que en la extensión; para Leibnitz, en cierta
relación en el orden de los seres coexistentes o posibles, como si existiesen realmente. Esta
teoría, con ligeras variantes, ha sido aceptada por el Padre Sanz, S. J. (Nuevos ensayos sobre
el entendimiento humano, lib. 2°, cap. XIII, § 17). Por otra parte, sostiene Leibnitz la
imposibilidad del vacío, fundándola en que repugnaría la posibilidad a la perfección de Dios,
mientras que Descartes la funda en una razón de carácter metafísico, en la misma naturaleza
de las cosas en que la esencia del cuerpo consiste en la extensión y, por lo tanto, donde existe
extensión hay cuerpo, y viceversa.
Leibnitz es enemigo declarado del hylemorfismo, teoría fundamental aristotélicotomista
acerca de la constitución de los cuerpos. Estos constan de materia prima y forma substancial
unidos intrínsecamente. La substancia divina es simple, y en ella se identifica la esencia y la
existencia; la substancia espiritual creada es también simple, pero puede existir o no; por
último, la substancia corpórea, cuya esencia, ya existente, está compuesta de un principio
pasivo y determinable (materia prima) y de un principio activo y determinante, que comunica
al cuerpo especie, ejemplaridad y finalidad natural.
Guillermo opuso al hylemorfismo una teoría nueva conocida con el nombre de
dinamismo, opuesta también al atomismo. Esa teoría fue modificada por sus discípulos,
especialmente por Cristián Wolf y aceptada también con ciertas reservas por Rogerio
Boscowich, Manuel Kant, Schelling, Schopenhauer y por los autores de las teorías
contemporáneas energética y monística moderna. Existen, dice Leibnitz, unas pequeñísimas
substancias llamadas mónadas, entelequias o formas substanciales, simples, inextensas,
infinitas en número, todas desemejantes entre sí, incorruptibles, substancialmente
inmutables, producidas por creación y que sólo pueden perecer por aniquilamiento; dichas
mónadas son esencialmente activas y están dotadas de cierta percepción u obscura
representación del mundo y de voliciones, por lo cual se pueden llamar almas. Los cuerpos
no, son otra cosa que aglomeraciones de esas mónadas. Aunque esencialmente activas, las
mónadas no ejercen actividad alguna fuera da sí; si se viera que obraban recíprocamente las
unas sobre las otras o sobre otros cuerpos, eso sería pura ilusión que trae su origen de la
harmonía praestabilita, según la cual Dios unió las mónadas que poseían modificaciones
propias y producidas por propia virtud, pero correspondientes las unas a las otras con tal
exactitud, que parecen causadas unas por otras.
Se dice haber confesado Leibnitz en sus últimos tiempos que se dejó llevar por la
imaginación al confeccionar su dinamismo, por lo cual fue rectificado por Wolf en este
sentido: substrajo a las mónadas toda percepción y volición, y les concedió fuerzas activas,
atractivas y repulsivas, por las cuales actúan las unas sobre las otras recíprocamente. Llamó
a las mónadas átomos de la naturaleza, indivisibles, distintas de los átomos materiales que
son divisibles. Aunque Wolf y Leibnitz sostuvieron que las mónadas son desemejantes entre
sí, otros leibnitzianos las consideran semejantes y homogéneas, de tal modo que toda
diversidad de los cuerpos nace únicamente de la diversa cantidad y disposición de las
mónadas.
Frente a la ficción Lockiana y de los positivistas acerca de la naturaleza de la substancia
y al fenomenismo de Wundt; frente a la definición casi panteísta de Descartes y de Espinoza,
los escolásticos consideran la substancia como una realidad que existe por sí mismo o en sí
y por sí, o como dice el Doctor Angélico: un ser a cuya naturaleza se debe no estar en otro
(1ª , q. 3, a. 5). Taine, que pertenece a la escuela positivista, la define así: "Nous ne pensons
qu'il n'y a ni sprit, ni corps, maisseulement des groupes de mouvements presents ou
possibleset des pensées presents ou possibles." (Le Positivisme anglais, pág. 114). El
pensamiento de nuestro filósofo ocupa una posición intermedia entre esas doctrinas
contradictorias, pues para él la substancia es un ser dotado de virtud operativa, un principio
de actividad, en lo que constituye su esencia. Sostiene que esa fuerza reside en toda
substancia, corporal y espiritual, y que jamás cesa de obrar en cuanto de ella depende, ya que
puede ser, y de hecho es, obstaculizada por otras substancias creadas. (De primer
philosophiae emendatione et notione substantiae ).
Existe una cuestión en la cual Leibnitz se sitúa al lado de Aristóteles y de la Escolástica
frente a Platón, aunque parece disculpar a éste no creyendo que sea suya la opinión que le
atribuyen los adversarios. Me refiero al origen del mal. "El mal es un resultado de la
privación... San Agustín ya hizo valer este pensamiento, y San Basilio algo aproximado dice
en su Hexaémeron, homil. 2: "el vicio no es una substancia viva y animada, sino una afección
del alma contraria a la virtud, procedente del bien; de manera que no hay necesidad de buscar
un mal primitivo"... Tampoco hay necesidad de buscar el origen del mal en la materia. Los
que han creído en el caos, antes de que Dios tomara mano en ello, han buscado en él el origen
del desorden. Era ésta una opinión que consignó en su Timo. Aristóteles le criticó por ello
(en su tercer libro Del Cielo, cap. 2°), porque según esta doctrina el desorden sería originario
y natural, y el orden aparecería introducido contra la naturaleza. Este inconveniente le evitó
Anaxágoras, dejándo descansar la materia hasta que Dios la ha puesto en movimiento; y
Aristóteles le alaba en el mismo pasaje. Según Plutarco (de Iside y Osíride, y Tr. de anima
procreatione ex Timeo), Platón reconocía en la materia una cierta alma o fuerza maléfica
rebelde a Dios; era un iscio real, un obstáculo a los proyectos de Dios. Los estoicos creyeron
igualmente que la materia era el origen de los defectos, como Justo Lipsio lo demostró en el
primer libro de Fisiología de los estoicos. Aristóteles tuvo razón para desechar el caos; pero
no es fácil siempre discernir la opinión de Platón y menos la de algunos otros filósofos
antiguos, cuyas obras se han perdido." (Teodicea, 31 parte, N° 378 y sgtes.)
Unas líneas nada más para cerrar estas notas acerca de los puntos fundamentales de la
filosofía de Leibnitz y de su posición con respecto a Platón, Aristóteles y la Escolástica. Las
dedicamos a la exposición del sistema leibnitziano por excelencia, al Optimismo, aunque
antes de Leibnitz existieron otros autores que lo han defendido con algunas variantes. Para
mejor conocer el pensamiento del sabio alemán es conveniente traer a la memoria la opinión
del Angélico y otros escolásticos. Según éstos, Dios puede crear absolutamente un mundo
mejor que el actual; lo contrario sería poner límites a la omnipotencia infinita de Dios, y
además porque no puede afirmarse que este mundo sea el mejor de todos los posibles
considerado ontológicamente. Pero considerado el mundo actual relativamente, esto es, con
relación a cada una de las criaturas de él, y también con relación a la acción con que fué
producido (la creación), al autor de esa producción y al fin de la misma (Dios), este mundo
es relativamente el mejor de los posibles. No es ésta la opinión de Guillermo, como vamos a
comprobar con sus propias palabras: "Esta suprema sabiduría, unida a una bondad no menos
infinita que ella, no ha podido menos de escoger lo mejor; porque como un mal menor es una
especie de bien, lo mismo que un menor bien es una especie de mal, si sirve de obstáculo a
un bien mayor, hubiera algo que corregir en las acciones de Dios, si hubiera medio de hacer
cosa mejor. Y así como en matemáticas, cuando no hay máximo ni mínimo, nada distinto,
todo se hace de una manera igual, o cuando esto no puede hacerse, no se hace nada
absolutamente, lo mismo puede decirse respecto de la perfecta sabiduría que no es menos
precisa que las matemáticas, que si no hubiera producido lo mejor (optímum) entre todos los
mundos posibles, Dios no hubiera producido ninguno. Llamo mundo a toda la serie y
colección de todas las criaturas existentes, para que no se diga que podrían existir muchos
mundos en tiempos diferentes y en diferentes lugares; porque sería preciso contarlos todos a
la vez como un mundo, o si se quiere, como un universo. Y aun cuando se llenaran todos los
tiempos y todos los lugares, siempre resultaría que se les habría podido llenar de una infinidad
de maneras, y que hay una infinidad de mundos posibles, de los cuales es imprescindible que
Dios haya escogido el mejor, puesto que nada hace que no se conforme a la suprema razón."
(Teodicea, 2° parte).
II

Godofredo Guillermo, barón de Leibnitz, nació en Leipzig el 3 de julio de 1646.


Pertenecía a una familia ilustre por sus hombres de ciencias, pues su padre fue profesor de
derecho en la ciudad mencionada y su bisabuelo, juez en la de Altenburg. A la edad de seis
años perdió a su padre y a su madre a la de dieciocho. A los quince ya asistía a la Universidad
de Leipzig, dedicándose, no obstante la tradición familiar, a los estudios de filosofía a los
dieciséis años alcanzó el bachillerato con la tesis: Disputatio metaphisica de principio
individui, y a los dieciocho, el título de maestro en la misma ciencia. A los veinte años intentó
obtener el título de doctor en derecho en su ciudad natal, pero los profesores no le admitieron
a causa de su corta edad. No se desanimó por ello el joven Guillermo y se trasladó entonces
a la Universidad da Altdorf, cuyos profesores no tuvieron inconveniente en admitirlo a la
prueba del doctorado. Se desenvolvió con tanta facilidad, brillo y competencia, que además
de su título de abogado recibió la oferta de una cátedra que de momento aceptó, pero a la que
pronto renunció, pilas Guillermo tenía otros planes. A esta época pertenece su Dissertatio de
arte combinatoria, en la que intenta dar a la lógica la seguridad de los métodos aritméticos.
Durante una estancia en Nuremberg, se granjeó la amistad y la protección del barón de
Boinebourg, canciller del elector de Maguncia, y por mediación de áquel la del príncipe
elector J. Felipe Schönborn, quien en 1670 lo nombró consejero revisor de la Cancillería,
trabajando juntamente con H. A. Lasser en la reforma del Código. Ya por esta fecha, en
cuanto lo permitían las obligaciones de su cargo, se dedicaba intensamente al estudio de las
ciencias y dió a luz sus: Nouvelle methode pour l'etude du Droit (1668), Theorie du
Mouvement concret y Theorie du Mouvement abstrait (1670), Confessio naturae contra
Atheistas, Defensio Trinitatis per nova reperta logica, Hypothesis phisica nova
(1671). Acompañando al hijo de Boinebourg, se trasladó a París y permaneció en esta ciudad
desde 1672 a 1676. Allí cultivó la amistad de renombrados hombres de ciencia, como A.
Arnauld, Walter de Tschirnhaus y el célebre matemático Huyghens, a cuyas enseñanzas debe
en gran parte Leibnitz su encumbramiento en esa disciplina. Comunicó a la Academia
Francesa algunos descubrimientos importantes, entre ellos Nouvelle machine arithmetique,
siendo recompensado con el título de académico en 1675. Por la misma fecha y con ocasión
de un viaje a Inglaterra, fue nombrado miembro de la Sociedad Real de Londres. Muerto el
elector de Maguncia, le llamó a su servicio el duque de BrunswickHannóver, y le nombró su
bibliotecario con el título de consejero áulico. En 1683 fundó en Leipzig la famosa colección
Acta eruditorum, en la que al año siguiente publicó su notable descubrimiento del cálculo
diferencial e integral, que había concebido años atrás y al que le llevaron no solamente las
Matemáticas sino, y también la Filosofía. Mucho se ha discutido si fue Leibnitz o fue Newton
el primero que descubrió la teoría del cálculo diferencial. Es ésta una cuestión baladí, pues
ambos hombres de ciencia llegaron al mismo resultado por camino diferente, sin que ninguno
de los dos empañe el mérito y la gloria del otro. A petición del duque, inició en 1687 la
historia de la casa de Brunswick y con ese fin realizó algunos viajes, durante los cuales
recogió importantísimos documentos que le dieron materia para sus: Codex juris gentium
diplomaticus y Scriptores rerum Brunsvicentium. Desgraciadamente, no pudo acabar la
historia de Brunswick, pues le sorprendió la muerte en Hannóver en 1716, a los 70 años de
edad, abandonado de todos, como ocurre con frecuencia a hombres de su talla.
La empresa que absorbió los últimos años de su vida y a la que dedicó todos sus afanes,
buena fe y entusiasmos, fue la reconciliación de las Iglesias cristianas separadas. A este fin
celebró conferencias y disputas con Bossuet, obispo de Meaux, y con otros hombres
eminentes del campo católico; pero todo fue en vano. No fue más afortunado cuando trato de
reconciliar a las ramas protestantes de los luteranos reformados, socinianos, etcétera. Además
de las dificultades inherentes a tan delicado y espinoso asunto, impidieron el éxito feliz de la
empresa las miserias humanas y la incomprensión, pues no todas las personas que
intervinieron en las negociaciones tenían el desinterés y la elevación de miras del sabio
estadista alemán. Tuvo, en cambio, una compensación con su éxito en la fundación de la
Academia de Berlín y de la de San Petersburgo, que a sus instancias fundó Pedro el Grande.
Fracasaron, en cambio, proyectos análogos en Viena y Dresde. Nombrado presidente
perpetuo de la Academia de Berlín, desarrolló una labor beneficiosa bajo los puntos de vista
histórico y lingüístico, pues además de los volúmenes de historia que publicó, se le debe el
escrito titulado "Nuevas ideas respecto al ejercicio y mejoramiento del idioma teutónico",
donde no se sabe si admirar más su amor a la lengua materna o su profundo conocimiento de
la misma.
Además de las obras mencionadas en las líneas precedentes, es de suma importancia su
voluminosa correspondencia epistolar para conocer la vida, las actividades y el pensamiento
de Guillermo, pues las quince mil cartas (unas escritas por él y otras que tienen a él por
destinatario) son de carácter familiar, técnico, filosófico, científico, histórico, político y
diplomático. Las hay dirigidas por o a Otto de Guericke, Comenio, Espinoza, Hobbes,
Arnauld, Malebranche, Newton, Locke, Bayle, etcétera.
Para el último lugar hemos dejado la Teodicea, no tanto por la importancia de la misma
cuanto porque la circunstancia de ir destinado este prólogo a la edición castellana de la
misma, con ocasión del tercer centenario del nacimiento de Leibnitz, exige la dedicación de
unas líneas especiales. Es la Teodicea la única de las obras de importancia de Leibnitz que
vio la luz antes de la muerte de su autor. Se publicó en 1710 gracias a la colaboración de la
ilustre princesa Sofía Carlota de Brandeburgo, más tarde reina de Prusia, desposada con
Federico I en 1684. La obra va destinada a refutar los errores teológicos y filosóficos de
Pedro Bayle (1647-1706), célebre escritor francés que, educado primero en el Protestantismo
y convertido al Catolicismo por los Jesuítas, volvió más tarde y murió en el seno de la religión
de su niñez. Huelga la relación en este prólogo de las ideas baylianas, pues las encontrará el
lector reproducidas fielmente en el transcurso de esta obra. Los escritos principales de Pedro
Bayle, a los que Leibnitz hace referencia frecuentemente, son: Pensés sur la cométe, Critique
de l'histoire du Calvinisme, Dictionaire historique et critique, Reponses aux questions d'un
provincial. Son de sobra conocidas la impiedad e incredulidad de Pedro Bayle que abrió el
camino a Voltaire. Con su crítica demoledora de la fe y de la religión revelada hizo daño
inmenso a la Iglesia y ganó numerosos adeptos para la causa del librepensamiento en Francia
y fuera de ella.
Dados el carácter y el fin de la Teodicea, no tiene nada de extraño que su autor desarrolle
en ella todo su sistema teológico-filosófico y que exponga hasta la saciedad sus teorías
propias, exactas unas y erróneas otras, pero todas ellas geniales, que le han dado tanto
renombre entre los hombres de ciencia. Conocer la Teodicea equivale, por lo tanto, a conocer
toda la filosofía leibnitziana. En ella observará el lector con asombro el genio incomparable
del sabio alemán, su saber profundo de toda la ciencia conocida en su época, la extraordinaria
erudición de que hace gala tanto en obras profanas como religiosas, tanto antiguas como
modernas; y, lo que es más de admirar y envidiar, de encomiar y difundir para ejemplo de
todos, el respeto, la lealtad, la consideración y la comprensión con que trata a sus adversarios,
a los que considera únicamente como tales y no como enemigos. Al referirse a las opiniones
que combate, habla de error, de ofuscación; nunca supone mala fe; jamás se le escapa una
palabra molesta que suponga menosprecio, injuria o vanidad; alaba los esfuerzos, la
erudición, la capacidad, el talento de sus contrincantes con oportunidad y convicción, lejos
de toda zalarnería. Esta actitud de Leibnitz me recuerda la atrayente dulzura del apologista
Justino en contraste con la violencia, apasionamiento e intransigencia de Tertuliano, y la
dureza y agresividad de Taciano, quienes olvidaban que se atraen más moscas con una gota
de miel que con un cántaro de vinagre, en frase de San Francisco de Sales. Algunos escritores
modernos (y está muy extendido entre escritores católicos), olvidados de la mansedumbre
cristiana, tal vez por un poco de soberbia y un mucho de despecho, y quizás también por
imprudente celo sectario, han aprendido, aunque equivocadamente, la lección de Tertuliano
con preferencia a la de Justino. Sin duda atraerían más adeptos ajustándose a la máxima
salesiana.
La tesis fundamental de la Teodicea es la demostración de la armonía entre la razón y la
revelación, entre la verdad y la fe; la conciliación de la providencia, de la predestinación de
los buenos y de la permisión de la condena de los malos, con la libertad y la razón humana;
el respeto de Dios al libre albedrío en su concurso físico y moral a las acciones humanas,
buenas o malas. Es maravillosa su teoría acerca del origen del mal, rabiosamente antidualista,
así como su pensamiento acerca de la distinción entre presciencia y necesidad. En fin, ¿para
qué seguir? El lector podrá saborear a su gusto y con detención todas las bellezas que ha
esparcido en estas páginas el genio incomparable del "único sabio eminente de la Alemania
del siglo XVII, asolada por la guerra de los Treinta Años", en frase del eminente Wieleitner
(Historia de las Matemáticas, Edad Moderna, 2, B).

LUIS M. DE CADIZ.

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