GUSTAVE-THIBON El Pan de Cada Dia
GUSTAVE-THIBON El Pan de Cada Dia
GUSTAVE-THIBON El Pan de Cada Dia
(Contraportada)
1
Gustave Thibon
Prólogo de
RAIMUNDO PANIKER
MADRID
19962
2
Título del original francés:
Le pain de chaque jour
Traducción de
JUAN ANTONIO PANIAGUA
3
ÍNDICE
Prólogo..........................................................................................................................6
Introducción.................................................................................................................14
I....................................................................................................................................18
El amor difícil..............................................................................................................18
II..................................................................................................................................28
Que el hombre no separe.............................................................................................28
III.................................................................................................................................39
Via angusta..................................................................................................................39
IV.................................................................................................................................42
La pendiente del mal...................................................................................................42
V..................................................................................................................................52
El rostro y la máscara..................................................................................................52
VI.................................................................................................................................59
Oasis y espejismo........................................................................................................59
VII...............................................................................................................................65
La pendiente de la nada...............................................................................................65
VIII..............................................................................................................................72
El puñal y el veneno....................................................................................................72
IX.................................................................................................................................76
Verdad de la muerte.....................................................................................................76
X..................................................................................................................................81
Seipsum exinanivit......................................................................................................81
XI.................................................................................................................................85
Contra spem in spe......................................................................................................85
XII...............................................................................................................................92
La soledad y el secreto................................................................................................92
XIII..............................................................................................................................98
El alma y el pensamiento.............................................................................................98
XIV............................................................................................................................106
Verdad y sinceridad...................................................................................................106
XV.............................................................................................................................109
Justicia y juicio..........................................................................................................109
4
XVI............................................................................................................................112
Fatalidad....................................................................................................................112
XVII...........................................................................................................................115
Idolatría......................................................................................................................115
XVIII.........................................................................................................................120
La prueba...................................................................................................................120
5
PRÓLOGO
8
Thibon nos dice en otra obra —Retour au réel— que la verdadera
nobleza reside “primeramente en rechazar la facilidad (pequeñas ventajas,
cálculos mezquinos, empleo de todos los medios para subir, dominar, etc.):
el hombre noble es aquel que sabe elegir los medios. En segundo lugar, en
el desprecio de una cierta prudencia: el noble sabe arriesgarse...” Por esto
“el olvido de los servicios prestados constituye uno de los criterios
esenciales de la nobleza”. “El grado de nobleza de un alma se mide por su
facultad en soportar la libertad, el poder, el bienestar y el lujo sin
degradarse; más aún, por su capacidad de desarrollarse y de crecer en el
mismo clima en que la masa de los hombres se corrompe. El alma noble
hace un alimento de estas mismas cosas que son un veneno para el ser
vulgar.” Thibon sabe que la gracia, antes de transformar, in-forma, pero
nunca de-forma la naturaleza. Aborrece la mediocridad de espíritu que ve
“contradicciones donde sólo existen contrastes”, ahogando de esta forma la
compleja exuberancia de lo vivo y de lo humano.
“La verdad del amor —nos dice—no está en el sacrificio, sino en la
unidad. No me gusta la gente que valora conscientemente los sacrificios
que hacen por aquellos a quienes aman. Amar no es sino hacerse uno con,
no distinguirse de... Esto implica, ciertamente, el sacrificio, pero este
sacrificio no es vivido como tal, pues todo lo que se da a quien se tuna se
lo da uno también a sí mismo.” Y el amor cristiano no es una excepción a
esta actitud sana del alma. “Se empieza a comparar cuando no se ama ya,
cuando se cesa de prestar acogida a cada realidad como mensajera única de
Dios único...” Existe por ahí una “caricatura del Cristianismo” que es
preciso desenmascarar. Y la causa de su existencia no ha sido siempre un
hundimiento de vida interior, sino también, muchas veces, una pérdida
natural de vida, de vitalidad humana, una confusión entre la distinción,
característica de la verdadera aristocracia, y la separación propia de la
falsa, una preocupación de “conservar en todas las cosas el justo medio”
que no es ya más un “equilibrio”, sino un “equilibrismo” mezquino de
quien tiene miedo a comprometerse.
AL LECTOR tendría que decirle, en primer lugar, que Gustave
Thibon no es un intelectual ni un sabio en la acepción peyorativa que el
sentido común de la gente ha dado a estos dos respetables vocablos, por
culpa del uso indigno que de ellos han hecho racionalistas y
pseudocientíficos. Gustave Thibon es un hombre corriente del pueblo, un
aldeano, un paysan, un payés de las soleadas tierras les provenía del sur de
Francia. No tiene otro título académico que el de su enseñanza primaria, ni
ha frecuentado el ambiente, tantas veces enrarecido, de una cultura
9
universitaria. Ayudó a su padre en las tareas agrícolas, y vive todavía en el
pequeño villorrio de sus antepasados, dedicado a la psicología y a escribir
sus libros, numerosos ya. Gustave Thibon, el hombre que ha luchado
contra corriente, oponiéndose con un chorro de sana vitalidad e ideas
fuertes y sencillas, como el pan casero, a la corriente mayoritaria de los
intelectuales franceses de esta posguerra, con sus famosos Diagnostics y
Nouveaux Diagnostics, no poetiza, pues, una romántica vida campestre,
imaginada a lo Rousseau, desde la lejanía de la ciudad. Sabe muy bien—
porque lo conoce—que el campesino puede ser tan malo como el ciu-
dadano cosmopolita, pero sabe también que, aun en este caso, es más
natural, así en vicios como en virtudes. “Hoy que devolver a los hombres
unas condiciones normales de existencia.” Está muy bien que se nos pida
heroísmo personal para ser cristianos; pero la sociedad no puede fundarse
en un orden de excepción, ni el funcionamiento normal de las instituciones
puede descansar en una fuerza de cohesión extraordinaria y extrínseca a
ellas. “¡Se desprecia mejor la muerte cuando se tiene la vida asegurada!”
Me gustaría luego decirle al lector —después de pedirle que me
perdonara— que sepa leer, que lea despacio, que medite, que complete y
que perfeccione. No me resisto a dejar de decirle, venciendo respetos
humanos y usando un clásico concepto cristiano, que en nuestra afanosa
civilización nos suena a pérdida de tiempo, que contemple, que se atreva a
contemplar y que, atreviéndose, aprenda. Lo que tiene entre las manos son
aforismos—ya nos lo dirá el autor— y necesitan de nuestro esfuerzo y
colaboración para ser captados en todo su sentido y con todo su vigor. Es
el mismo sol y el mismo cantar de las aves, que unos acogen como un
mensaje personal de Dios y otros como una banalidad cotidiana. Thibon
figura entre los hombres que más certeramente han criticado nuestra
civilización actual, sin regodearse en un morboso instinto destructivo.
Thibon se preocupa de exponer con toda su fuerza “la idea cristiana, que
hoy se encuentra amenazada simultáneamente por su contraria y por su
parodia, por aquellos que la niegan y por los que la prostituyen”. Y para
ello quiere purificar el clima mismo de nuestra sociedad, pues “no basta
cuidar los pulmones cuando la atmósfera está envenenada”. Quienes estén
saturados de una vida amorfa, masiva y cuantitativa, que lean las opiniones
de Thibon sobre la democracia. Sabe lo que se dice; y aunque la crítica de
la sociedad no sea directamente el asunto de este libro, sus páginas van
cargadas —artilleramente— de intención. Quieren hacer explotar los
sedimentos endurecidos por el correr de estos últimos siglos acristianos, a
base de penetrar subrepticiamente en nuestro interior. Hay
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endurecimientos calcáreos que tenemos que descubrir primero en nosotros
mismos para poder luego derrumbar los ídolos que la sociedad con nuestra
aquiescencia —responsable— ha instituido Y esto es, ante todo, un trabajo
de contemplación. Hay ignorancias culpables e inconsciencias criminales.
El hombre no se conoce a sí mismo más que contemplándose en Dios.
Mas no voy a completarle al lector lo que Thibon deja
deliberadamente incompleto. Esto forma parte importante de su propio
procedimiento. No trata de demostrar nada, sino sencillamente de mostrar
la verdad que todavía, aunque muy adentro, habita en el fondo del hombre,
imagen de Dios. Las verdades supremas carecen de argumentos. “Ellas
saben darse, pero no saben defender su causa. Nuestras certezas más
íntimas, las más fructíferas, son también las más vulnerables en el terreno
dialéctico. Defenderlas es ya traicionarlas. Su inocencia, su lozanía, su
magnetismo divinos se ahoga bajo la coraza de los argumentos...” “Hay
que creer en Dios por razones divinas...”
Le advierto, finalmente, al lector que no espere encontrarse frente a
un libro de piedad en sentido restringido. A l encumbrar tanto la piedad la
descoyuntamos, a veces, del resto de nuestra vida. Se halla, si, ante un
libro de espiritualidad. Ni siquiera está Dios mencionado en todas las
páginas; pero—como el propio Thibon dice en otra parte—no está
tampoco ausente de ninguna línea. Antes de hacer al cristiano hay que
rehacer al hombre; si bien esta tarea de reconstrucción natural necesita ya
los planos y la fuerza —la gracia— del hombre integral. Thibon se mueve
en esta inexplorada esfera de interferencia entre ambos órdenes, que es
precisamente la existencial esfera humana. Automáticamente nos coloca en
una capa profunda, en un estrato de nuestra alma en donde se barrunta y
presiente la influencia de la gracia. Muchos de sus aforismos son materia
prima para una psicología de lo sobrenatural.
Y todo ello expresado de una manera severa y dura, incluso cruda a
veces; pero sencilla y casera, casolana i pairal, diría yo en términos
catalanes, que Thibon —el provenzal— sabe entender muy bien. “Allí
donde el espíritu no puede comprender, debe presentir; allí donde no puede
presentir, debe creer.”
Mas... termino ya. Que no quiero yo contarle, ahora, al lector mis
confidencias.
Al AUTOR, en fin, le diría que no he querido presentarle, es decir,
ponerme yo delante y actuar de pantalla o de faro. Cualquier presentación
hace el efecto de un parachoques con el que se pretende hacer menos
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fuerte —con la excusa de ambientar y preparar el terreno— el encuentro
del hombre que ha escrito con el público que va a leerle. Me parece, con
mucho, preferible que el lector se enfrente directamente con el autor, y que
luche con él si es necesario.
Le diría luego, confidencialmente, que a pesar de este sabor de
independencia que tienen sus escritos, se nota no sólo que escribe para
nuestro tiempo —y así debe ser—, sino qué clase de gente tiene delante de
sus ojos cuando se pone a escribir. Por eso, en alguna ocasión acaso
necesitase el lector español otros acentos y subrayados distintos. Pero
también el contraste enseña mucho; y si hay buena voluntad, las lecciones
que se dan al vecino aprovechan igualmente y no humillan.
Me atrevería luego a sugerirle que el vigor de sus pensamientos vivos
y penetrantes no se vería disminuido ni recortado con un recurso más
directo, más ostensible a la Teología. Me gustaría que se notase más, que,
aunque el pan esté cocido en casa, la harina es la misma.
Y para terminar, le diría, continuando una conversación sostenida el
pasado invierno, que no tema, que si la única solución para nuestra época
que se derrumba —como me afirmaba entonces— es la de forjar
verdaderos “islotes de Cristiandad”, le repito ahora que en España existen
muchos arrecifes firmes, con los que habrá que contar para... lo que Dios
quiera.
“Para no esperar nada más que en Dios, hay que haber desesperado
de todo lo que no es Dios.” Esto se comprende muy bien en estas adustas
tierras de Fray Juan de la Cruz. Pero, por otra parte, “el hombre no aguarda
sino lo que espera”. Toda espera supone esperanza. Y esto, a veces, a
nosotros, más acá de los Pirineos, se nos olvida a menudo. La auténtica
espiritualidad cristiana se distingue por el papel primordial que en ella
juega la esperanza. “La cumbre de la santidad reside para el cristiano en
rechazar la desesperanza”, se ha atrevido a afirmar Thibon.
Y terminado el prólogo—de compromiso—, ahora, lector, penetra
solo, tú mismo—auctore duce— en tus propios pensamientos...
R. PÁNIKER
Corpus Christi, 1949.
12
A
MARCEL DE CORTE,
Amico et frati
peramanter
dicatum.
G. T.
13
INTRODUCCIÓN
15
Pero si, según la expresión de Chesterton, “la máquina redonda ha
perdido la cabeza”; si el hombre ha sido reducido a correr tras los pedazos
dispersos de su ser, es que hemos olvidado que este mundo no lleva en sí
su principio de unidad. El primer efecto del olvido de lo trascendente es la
ruina de lo temporal. Esta ley se verifica hoy con una salvaje evidencia en
nuestros cuerpos maltrechos y en nuestras almas descentradas. Los ídolos
realizan sus pruebas negativas a un ritmo continuamente acelerado que
recuerda las leyes de la caída de los cuerpos: uno tras otro se hunden, en
medio de una explosión de terror apocalíptico o en los pantanos estériles
de la laxitud y del disgusto. Y de esta quiebra de todas las mentiras, de este
derrumbamiento de todos los paraísos artificiales, se desprende la evidente
necesidad del retorno al Dios verdadero, creador y salvador del mundo, el
único capaz de reunir los elementos que la locura humana ha dispersado.
¿Quién puede salvarnos del caos sino Aquel que nos ha sacado de la nada?
Pero a ese Dios, que es nuestro Dios para nosotros los cristianos, a Él
es precisamente a quien hay que adorar. Es muy fácil (y es la inclinación
de todos los cristianos imperfectos como nosotros) sustituir a Jesucristo
por un ídolo humano inflado con nuestros errores y nuestras pasiones.
“Hay que vigilar el nivel en que se coloca el infinito—escribía
magníficamente Simone Weil—; si se le pone a un nivel que sólo conviene
a lo finito poco importa con qué apelativo se le nombre.” Adorar un dios
falso bajo el nombre del verdadero no es mejor que divinizar la materia, el
sexo, la raza o el Estado.
***
Según el nivel del alma a la que sirve de expresión, la palabra
humana oscila entre dos polos extremos, que son el flatus vocis y el
verbum vitae. Sólo el segundo tiene interés para mí.
“A punto de expirar, trato de deslumbrar”, escribía el gran Corneille
en su vejez. Suponiendo que yo fuera capaz de ello, no me tienta el
deslumbrar. Sólo creo en las palabras que son también alimento.
No tengo ninguna pretensión de novedad, de originalidad de
pensamiento, en el sentido que el mundo moderno da a estas palabras. Sólo
quisiera enseñar evidencias. Eso se llama, en lenguaje vulgar, forzar
puertas abiertas. ¿Pero no enseña la experiencia que las verdades más
evidentes son también las más desconocidas y que los hombres se
empeñan en forzar cerradizas imaginarias en lugar de entrar por las puertas
16
de la salvación que Dios abre ante sus pasos? ¿Y Dios mismo no es una
puerta abierta de la que tan pocos franquean el umbral?
Por lo demás, la evidencia más común si penetra hasta el fondo del
alma, se trueca en revelación inagotable. Santos hay que han podido vivir
indefinidamente de una sola frase del Evangelio. Lo que pertenece a la
distracción, al espectáculo, ha de ser renovado incesantemente; lo que
pertenece a la vida permanece inmutable. Y si hemos perdido el gusto de
las verdades eternas, es que el conocimiento no es ya para nosotros la
puerta de la vida. Corremos de una idea a otra porque no asimilamos nada:
nadie va a ver dos veces la misma película, pero todos se nutren a diario
con el mismo pan.
Mi testimonio, en cuanto es personal, cuenta muy poco: sólo importa
lo que a través de mí haya podido pasar de luz universal. Ojalá pudiera no
haber señalado con la marca de mis límites, verdades que nacieron antes
que yo, y que no morirán conmigo. No aspiro a iluminar a los hombres con
mi linterna: mi única ambición es ayudarles a contemplar mejor el sol.
23 de junio de 1945.
17
I
EL AMOR DIFÍCIL
19
MISIÓN DEL CAUDILLO Y DEL APÓSTOL. — Atraer, no retener. Ser lo
bastante brillante para que las almas vengan a nosotros y lo bastante
discreto para que no se apeguen a nosotros y puedan seguir adelante.
***
Tienes sueños de amor eterno. Aprende primero la fidelidad a cada
día; aplica tu alma a luchar contra el fluir universal. Tan sólo lo que resiste
al tiempo tiene promesas de eternidad.
***
“Desear es comer, y no se puede comer sin matar” (Lanza del Vasto).
Por esto, la fidelidad es incompatible con la codicia: no puedo permanecer
fiel a lo que he devorado y que ya no es nada; voy de una presa a otra. No
hay fidelidad posible sin desprendimiento: el mismo amor que me hace
capaz de renunciar a tu posesión a la hora de mi deseo, me impedirá
rechazarte cuando sienta el hastío.
***
AMOR. — Dos palabras del lenguaje popular expresan a maravilla los
dos polos del falso amor: pegajoso y traicionero. El apego superficial y
muerto y la ausencia de cariño. El amor verdadero se forja con in-
tercambios vitales: es, a la vez, discreto (el amor no pringa) y seguro (el
amor no traiciona).
***
FIDELIDAD Y DISPONIBILIDAD. — La incapacidad de trabar nuevos
afectos aparece a nuestros viejos amigos como una prenda de fidelidad.
Debieran más bien afligirse por ello, pues es el signo de un agotamiento
afectivo que no exceptúa nuestro cariño por ellos. El ser impotente para
crear nuevos lazos apenas se halla en estado de mantener vivos sus
antiguos afectos, y su fidelidad se parece mucho a la que el esqueleto tiene
por su féretro, o a la de la piedra por el lugar que ocupa. De igual modo,
una tierra demasiado agotada para que puedan germinar en ella nuevos
granos, no tiene tampoco fuerza para alimentar las plantas que ya crecen
en ella. Ya se trate de cosas del espíritu o de cosas del corazón, la gran
ilusión de los idólatras del pasado está en desconocer que nuestro poder de
conservación guarda rigurosa proporción con nuestro poder de
20
rejuvenecimiento y de creación. De este modo, su fidelidad no es más que
ciencia y virtud de embalsamador.
***
Mujeres sedientas de amor que se dan sin garantía, errores
“generosos” de los amantes de la Humanidad que abrazan con pureza una
causa impura y multiplican el mal sobre la tierra... Hay que reconocer que
la mediocridad, la sequedad de corazón constituyen un excelente seguro
contra este género de pecados. A menudo, nos vemos inducidos a las
peores tentaciones por lo que hay de mejor en nosotros o, más bien, por la
fiebre y el desorden de lo que hay de mejor en nosotros. Por eso, nada
necesita ser purificado y ordenado tanto como la bondad y el abandono. La
primera palabra del amor es “no”.
***
SOBRE LA PIEDAD QUE SALVA. — Por amor hacia los débiles, los
enfermos, los pecadores, guardemos intactas nuestras fuerzas, nuestra
salud, nuestra altura. Para ayudarlos lo más posible, hemos de aparecemos
a ellos lo menos posible. En efecto, ¿no es cierto que toda la influencia
moral es cuestión de magnetismo, de contagio? Aquí no se trata de una
técnica exterior al hombre que la maneja, ni de recetas independientes de
la personalidad del que las prescribe: se obra sobre los demás menos por lo
que se hace que por lo que se es. Y para imponer a los enfermos el
contagio de la salud, los sanos han de resistir tenazmente el contagio de la
enfermedad. Los impuros necesitan algo más que la “comprensión” o la
piedad de un compañero de miseria o de un cómplice: sólo los fuertes, los
incorruptibles, pueden ser eficazmente misericordiosos. Pero, por
desgracia, no suelen serlo: se aíslan en su fuerza y en su pureza y dejan a
los enfermos apoyarse unos sobre otros y que infecten sus llagas con el
sentimentalismo, el resentimiento y la ficción.
De ahí que sea tan rara la piedad que salva; es el patrimonio de los
santos. Hay que estar poseído por Dios para disociar en uno mismo la
salud de la dureza, para permanecer fuerte haciéndose tierno.
***
CELADAS DE LA PIEDAD. ¿Quieres salvar al que se encuentra por
debajo de ti? En ese caso, que tu piedad sea pura, desprendida,
transparente, sin mezcla alguna de necesidad. Si así sucede, aquel a quien
21
tú quieres salvar subirá ciertamente para venir a ti, o bien, no encontrando
nada en ti que se le parezca y que le atraiga, ni te mirará siquiera. Pero si
queda en tu piedad una vaga tentación de huir de tu soledad, una oscura
necesidad de dominar o de modelar, un apego, una impureza cualquiera,
esta impureza será vuestro único lazo de unión y tu sueño redentor se
desplomará. No debemos intentar salvar más que a los seres de quienes
podamos prescindir completamente. Desde el momento en que
necesitamos de aquel que se encuentra por debajo de nosotros, somos
nosotros mismos los que descendemos hacia él.
***
PIEDAD Y DUREZA. — Nada más grande ni más fecundo que la
dureza, a condición de que proceda de una piedad dominada, purificada,
eternizada. No es lo mismo ser duro a la manera de Dios que serlo a la
manera de las piedras.
***
SALVAMENTO. — Me oyes hablar duramente, irónicamente de una
cosa buena en sí, de la amistad, por ejemplo, o de las mujeres, o de la
Iglesia... ¿Crees que quiero abatir esas cosas? ¡Al contrario! Mi dureza
respecto a ellas es una especie de tentativa de salvamento. ¡Cuando vemos
que se ahoga el ser amado, no vacilamos en clavar las uñas en su carne
para arrancarlo a la corriente!
***
DUREZA. — No es, en mi concepto, repulsa del amor, sino repulsa de
la prostitución.
***
¿Hasta que profundidad mortal de vida he podido amar a la criatura;
hasta qué desorden? Pero Dios es más grande que el orden.
***
INFIERNO DEL AMOR. — Encontrar la cosa que mayor horror nos
causa en el ser más querido. Y no poder cambiar en nada ese desprecio ni
ese amor.
***
22
Was weiss der von Liebe, der nicht gerade verachten musste, was er
liebte! (Nietzsche). No, ése nada sabe del amor, nada del infierno de Dios;
nada de su agonía bajo los olivos ni de su cruz. Quien no se haya visto
obligado a amar hasta la sangre, hasta la locura, lo que desprecia, ignora
que el amor es la forma más atroz y más profunda de la muerte.
***
INDIFERENCIA Y DESCIMIENTO. —La indiferencia remedia el
desasimiento. Sin embargo, le es aún más opuesta que el apego. Entre
indiferencia y desasimiento hay la misma distancia que entre la copa
apurada y la copa que rebosa. Tres estados en nuestras relaciones con el
prójimo:
La indiferencia: tú no existes en absoluto para mí.
El apego: tú existes, pero esa existencia está pendiente de nuestras
relaciones recíprocas. Tú existes en la medida en que yo te poseo.
El desasimiento: tú existes para mí absolutamente, aparte de nuestras
relaciones personales por encima de todo lo que puedas darme; yo adoro
en ti un reflejo de la divinidad que nada puede arrebatarme; no tengo
necesidad de poseerte para que existas para mí.
La indiferencia es la peor de las desgracias, porque suprime la
posibilidad del desasimiento, porque arrebata a Dios su presa. Es ésta peor
condición que la del idólatra; es la del hastiado que no tiene ya ídolo que
sacrificar a Dios o que prolongar hasta Dios.
***
Madurar cual fruto de otoño. Sentir nacer dentro de sí el alma jugosa
del fruto: esa dulzura, esa transparencia dorada y ese ansia de caer.
Desprenderse, no por orgullo o por laxitud, sino por exceso de peso y
de jugos. Desprenderse como un fruto de otoño.
Demasiadas veces os habéis desprendido de vosotros mismos como
frutos abortados impelidos a huir de su propia nada. Aprended el
“desinterés” del fruto maduro, la debilidad de la plenitud. Una gota de pie-
dad, un estremecimiento de amor hace desbordar la copa embriagada del
otoño; el más leve roce lanza a tierra el fruto henchido de aromas y de sol.
***
23
Hay seres muy raros que nos dan la impresión, no sólo de tener un
alma, sino de no ser más que alma; en ellos todo nos ama y nada nos
juzga; esos instintos eminentemente sociales de defensa y de simulación
que crea la amenaza de las interpretaciones humanas no tienen que ver con
ellos, y experimentamos en su presencia, en el orden superior del
intercambio espiritual, ese sentimiento de descanso y de seguridad ab-
solutos que procura el contacto con los animales, las plantas y las cosas
inanimadas.
***
Definición de la promiscuidad: la intimidad sin amor.
***
CRITERIO DE LA MEDIOCRIDAD. — El ser mediocre acepta de buen
grado los términos medios en el amor o la amistad. No necesita para amar
de una estima, de una transparencia totales y recíprocas, de un don de sí
sin reserva: sus más caros afectos van impregnados de cálculo y de
desconfianza; siempre llevan consigo puertas de escape. Por otra parte, se
complace en esas medias tintas y no desea otra cosa. La señal de un alma
grande, por el contrario, es el sentir la asfixia en esas relaciones medidas,
reticentes y estancadas.
***
Llegamos a aceptar cosas de las que no tenemos necesidad alguna y
que incluso nos pesan, únicamente porque sentimos en otro el deseo de
dar. En ese caso, la delicadeza y la bondad están de nuestra parte, es
cierto... Desconfiemos, sin embargo; es fácil que el otro nos considere
ligados por esos dones que a él le parecen preciosos, y puede ser que
mañana seamos tratados de ingratos.
***
VIOLENCIA Y PROFUNDIDAD. — La violencia de una pasión hace a
menudo creer en su profundidad, cuando en realidad sucede que excluye
casi siempre la profundidad. Una superficie agitada llama la atención y
conmueve los corazones más que un abismo silencioso; por eso, las
pasiones que brotan de la carne y de la imaginación (el amor de los sexos y
los entusiasmos políticos en particular) son a la vez tan embriagadoras y
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tan falaces. Embriagadoras como el espectáculo de una tempestad sobre el
mar; y fugitivas como él...
***
“Echo de menos la Europa de los antiguos parapetos.” En el atardecer
de los últimos periplos del orgullo y de la mentira, el puerto natal se
agranda sin medida, el puerto natal reencontrado. El primer amor, la
primera fe, la primera ley, la simplicidad de la hora matinal, todo eso que
un soplo deshojará más tarde tan aprisa, resplandece ahora con una
inagotable virginidad. Lo que tú das, Señor, no es nada comparado con lo
que devuelves. Retorno del alma al puerto del amor; retorno sin
ostentación, sin ilusión, sin bajeza, en la serena embriaguez vespertina. El
alma ha atravesado mundos nuevos, ha visto abrirse en su propio cielo
desconocidas dimensiones, y ahora encuentra en el viejo puerto la medula
de sus conquistas lejanas, la esencia purificada de los espacios oceánicos.
¡El viejo puerto, tan estrecho, apagado y caduco a los ojos de la rutina
secular, contiene el alma del cielo, del mar y de las islas! El regreso
restituye a la realidad todos los resplandores y todos los encantos que
usurpaba la quimera; enriquece la verdad con una verdad nueva—oscura y
magnética como la sangre y como la noche—, la verdad de la mentira.
***
DEFINICIÓN DEL SACRIFICIO—Es precipitarse totalmente, sin cálculo
y sin recursos, en lo que se ama. Es la transmutación del yo en amor.
***
BELLEZA Y BONDAD. — ¿Por qué ante una gran acción moral o un
sacrificio heroico—ante esas cumbres del bien—no decimos: he ahí una
buena acción, sino: ¡eso es hermoso!? A partir de cierta altura, el lenguaje
de la moral desemboca espontáneamente en el de la estética. Dar limosna
al pobre que pasa, está bien; inmolarse como el Padre Damián al servicio
de los leprosos es bello, es sublime. Otras tantas expresiones tomadas de la
estética.
La expresión “buena acción” lleva un vago eco utilitario, implica
cierta mediocridad en el bien, o más bien una especie de parada, de
estancamiento del bien en sí mismo. La acción heroica, por el contrario,
impulsa al bien más allá de sus límites; por encima del interés personal que
sacrifica o del interés extraño al que sirve; posee una profundidad, un
25
magnetismo auténticamente ideales. No se agota en el fin afectivo y
práctico a que se consagra (en la vida del Padre Damián hay algo más que
un individuo inmolado y leprosos socorridos): la acción heroica eleva una
situación particular y contingente a la dignidad, a la pureza universales de
la Idea. Respicit supra appertum, diría Santo Tomás; la vida del Padre
Damián no sólo afecta nuestro corazón, conmueve hasta lo más profundo
nuestras facultades contemplativas, dilata el amor hasta el cielo inmóvil de
la belleza. Después de haber dado calor en el tiempo, resplandece en lo in-
temporal: ¡de la llama estrecha y breve de la acción hace brotar una
estrella!
La acción heroica no sólo tiene un valor de utilidad, posee, sobre
todo, un valor trascendente de ejemplo. Instintivamente se siente que
existe menos para servir a alguien o a algo que para ser contemplada. A la
nobleza y al heroísmo corresponde unir en las alturas la belleza y el bien,
y, en la cumbre, realizar la síntesis de lo bello y de lo bueno. Incluso si se
hace abstracción del punto de vista sobrenatural, la belleza de una vida
heroica y santa supera siempre en profundidad y plenitud a la belleza de la
obra de arte. Cuando la virtud, cuando el bien son lo bastante altos, puros y
libres para hacer su esclava a la belleza, ninguna otra hermosura iguala a la
suya. ¡Belleza del bien, belleza que traspasa y que colma, más densa que la
piedra y más delicada que un ciclo que alborea, belleza plenamente viva y
real, fuente de la embriaguez más solitaria y de la nostalgia más
desgarrada, próxima y caliente como un regazo con pudores y titileos
infinitos de estrella, belleza directa y total, belleza del secreto, virgen de
artificios y de relumbrón vacío, cargada de más dones que promesas,
belleza de los abismos donde la palabra y la mentira no respiran ya,
amante que eleva al hombre entero, que le hace volar con todo su peso!
***
FINIS AMORIS. — Nuestros amores terrenos han de terminar como las
corrientes de agua. Toda la cuestión está en saber por quién serán
absorbidos. ¿Por el desierto o por el océano? ¿Por la arena inerte de la me-
diocridad que todo lo seca, o por los abismos del amor divino que todo lo
coronan? ¿Qué les aguarda? ¿La muerte o la transfiguración, la nada o la
eternidad?
***
26
AMOR Y SANTIDAD. — ¿Qué significa el amor para la mayor parte de
los hombres? Una máscara para los días de fiesta, una especie de
efervescencia del egoísmo colmado, que cae tan pronto como la ruda
necesidad llama al yo hacia sí mismo (enfermedad, miseria, etcétera), un
lujo, en una palabra. Por el contrario, los santos aman como respiran, no
pueden amarse sin amar, su amor no es un lujo, sino una necesidad. El
amor, para la gran masa de los hombres, es la flor del egoísmo, para el
santo es su raíz. Lo que en Dios es la sustancia más profunda ha llegado a
ser en el hombre el accidente más superficial y más frágil. Y el grado de
agotamiento de la savia divina en un hombre se juzga según la tendencia
de ese hombre a no encontrar ya en el amor una necesidad, un fundamento
(L’amor che muove il sole e l’altre stelle...) sino un simple accesorio
decorativo, dicho de otro modo, según el número y la complejidad de las
condiciones que el amor exige en él para realizarse...
***
Necesidad orgánica de la bondad. El mundo, incansablemente
amamanta mi existencia. El aire no se niega a mis pulmones, las estaciones
me acogen como a su huésped, el ejército de los azares combate por mí.
Un milagro de protección, de maternidad, de clemencia aureola cada uno
de mis pasos. Una mano que no conoce la crispación del desdén me
proporciona sin descanso el alma y los días que dilapido. ¡Cómo!, ¿este
minuto aún no es el último? ¡La claridad eterna me soporta aún!
Y la negación, la guerra, el odio están en mí. ¿Se puede rehusar algo
con un corazón prestado? ¿Se puede, con la repulsa en las entrañas, aspirar
en paz una bocanada del aire inocente de Dios?
***
“El amor no tiene ninguna relación con la fuerza” (Platón, en el
Fedro). Pero este amor, sin relación con la fuerza orgullosa y dominadora,
tampoco tiene relación con la debilidad henchida de envidia y de re-
sentimiento. El amor es debilidad desnuda, debilidad que no busca
caminos desviados (llamada a la piedad, creación de falsos ideales) para
tener en jaque a la fuerza y suplantarla sobre su propio terreno. Unica-
mente en este sentido purísimo está permitido decir que “la debilidad de
Dios es más fuerte que los hombres”.
27
II
QUE EL HOMBRE NO SEPARE...
29
Hoy, quizá por primera vez, he vivido la embriaguez del espíritu. Me
siento liberado para siempre de Klages y de Nietzsche. He comulgado con
el alma espiritual, con el alma católica del mundo. El espíritu es la sangre
de las cosas. Se me ha aparecido la naturaleza bañada de espíritu, como un
rostro circundado por una aureola. El espíritu no contradice nada, consagra
y libera: las contradicciones se resuelven en su luz. Pero ¿por qué caminos
me aguardaba el abrazo virginal de esta sabiduría? He tenido que caminar,
vuelta la espalda a la aurora naciente, hacia el occidente misterioso,
cementerio de soles. ¡Pero en lo más hondo de los caminos de la angustia y
de la duda—en lo más hondo de la ruta occidental—centellea entre la luz y
los aromas el océano pacífico!
***
FILOSOFÍA ORGÁNICA. “Es ist mehr Vernunft in deinem Leibe ais in
deiner besten Weisheit” (NIETZSCHE). Esto es cierto no porque el espíritu
sea un mero accidente físico (ein Etwas am Leibe), como cree Nietzsche,
sino porque la vida del espíritu no goza aquí abajo de la plenitud y la
infalibilidad de la vida orgánica. El cuerpo sabe adonde va en medio de las
tinieblas, mientras que el espíritu anda a tientas en plena luz. Y ésa es la
suprema tarea de la filosofía y de la religión: encaminar al débil y
anárquico espíritu del hombre hacia una coherencia y una unidad que re-
fleja, en su orden, la perfección del universo corporal. Todos los hombres
poseen un cuerpo más o menos normal, armoniosamente sumergido en la
vida cósmica y en el que todos los órganos se equilibran y sostienen
recíprocamente; pero ¿dónde están los hombres dotados de un
pensamiento orgánico, es decir, alimentado de todas las riquezas de lo real
y ligado a su centro que es Dios?
Cuando hablo de un pensamiento vital, orgánico, no pretendo
designar con tales palabras un pensamiento que reciba su ley de la
naturaleza camal y sensible (es el caso del racismo), sino un pensamiento
tan coherente, tan trabado, tan nutrido de realidad, en el orden superior de
la espiritualidad, como la vida carnal y sensible. Constatar una analogía no
es establecer una identidad. ¿Sería materialista San Pablo cuando hablaba
del Corpus Christi mysticum? En otras palabras, yo quisiera que el espíritu
humano se religase al universo espiritual de las esencias y de las últimas
razones (y al alma de este universo que se llama Dios) como nuestro
cuerpo está religado al universo sensible.
***
30
SER Y HABER. — Tragedia del ser aislado. No tiene compenetración
orgánica con nada: todo le es exterior, todo constituye para él una carga.
Aquí, las nociones de exterioridad y de carga se juntan; una carga siempre
nos es exterior. Todo lo que llevamos en nosotros, todo lo que somos (es
decir, todo aquello que amamos de verdad) no podría sernos carga, o, al
menos, sería una carga alada que nos impulsaría. El cuerpo no siente el
peso de un órgano y nada nos es tan ligero como esa enorme masa de la
atmósfera que nos aplastaría si no estuviera mezclada con la fuente de
nuestra vida. Así sucede con un ser o con un deber al que estamos ligados
vitalmente... Pero todo es carga para aquel a quien todo es extraño, incluso
su propia vida. Ser carga para uno mismo: no hay expresión más exacta
para designar al hombre a quien la negación del amor ha hecho exterior a
su propia esencia.
Muchas frases corrientes traducen esa oposición entre la interioridad
del amor y la exterioridad de la carga. De un ser amado decimos: le llevo
en el corazón. Así, no pesa. Pero de aquel a quien no amamos, o cuya
presencia nos pesa, decimos: le llevo a cuestas.
***
SACRIFICIO Y AMOR. — La verdad del amor no está en el sacrificio,
sino en la unidad. No me gustan las gentes que tienen conciencia de hacer
sacrificios por lo que aman. Amar es no formar más que uno con..., no
distinguirse de... Eso implica el sacrificio, pero este sacrificio no es vivido
como tal, pues todo lo que se da a lo que se ama se da también a uno
mismo. Siempre esa identidad entre el egoísmo sano y el amor que
resplandece en la vida orgánica. ¡Cuánto ha tenido que debilitarse y
corromperse el mundo del espíritu para que, sin cesar, haya que presentarle
como supremo ideal la verdad, la simplicidad, la unidad de la vida carnal!
***
“La herencia transmite el nido, pero Dios es quien crea el pájaro.”
Los nidos están mejor o peor adaptados al pájaro que los habita: hay
algunos que lo esconden o lo paralizan de tal modo que no lo dejan ver
hasta después de la muerte, a través del nido roto. Que se me entienda
bien: no identifico el pájaro con el alma ni el nido con el cuerpo. Este
dualismo es más sutil y más hondo. El pájaro representa para mí no sé qué
soledad, qué profundidad oprimidas; es todo aquello que, alma o cuerpo,
constituye la verdad íntima de nuestro ser; el nido es todo lo que en
31
nosotros es superficie, herrumbre, ropaje, accidente, todo lo que, alma o
cuerpo igualmente, es separable de esa verdad íntima. Los verdaderos
místicos no quieren decir otra cosa cuando oponen el alma al cuerpo. El
cuerpo no nos es más “superficial” que el alma: no hay profundidad
humana donde la carne no este mezclada; no hay tampoco apariencia
humana sin alma. El cuerpo tiene sus honduras inmóviles, y el alma, su
epidermis caduca. Y si la muerte nos libera, no es porque separe
(temporalmente, por lo demás) el alma del cuerpo, es porque saca a la luz
la verdad (buena o mala, pura o impura) de todo nuestro ser.
***
ENERGÍA Y DIRECCIÓN DE LA ENERGÍA. — Entre los hombres
ordinarios, los móviles inferiores (las pasiones), no solamente suministran
la energía, sino que la orientan. Entre los hombres superiores la energía
también viene de abajo (¿de dónde podría venir en un ser encarnado?),
pero es dirigida, utilizada por los móviles elevados. No es preciso, pues,
luchar contra las pasiones en cuanto motor, lo que hace falta sencillamente
es arrebatarles el timón.
“CARGAR SOBRE SÍ”. — Vanidad de cienos esfuerzos. Nuestra carga
exterior ha de adaptarse a nuestra capacidad interior. No intentes cargar
sobre ti lo que no eres capaz de llevar en ti: ese peso te aplastaría
inútilmente. Frente a la prueba no es cuestión de espaldas, es cuestión de
estómago la que se plantea.
***
PAZ DE CRISTO. — Reposo en la Cruz; reposo sangrante, desgarrado.
Dolor vencido por el exceso mismo de su victoria. Hierro al rojo de la
guerra, asido a manos llenas y sumergido en el cielo.
***
Una tarde —aquel día las humildes palabras de una niña que me ama
resurgían en mi memoria nimbadas por una claridad eterna— sentir morir
las oposiciones, las exclusiones. Ahora, nada en tu obra me puede separar
de Ti, Señor. Tus criaturas han perdido su encanto aislador, su poder de
ídolo. Se opusieron antes para mejor completarse ahora. Ya nada en el
mundo —en la gloria y la belleza del mundo -será desde ahora para mí tu
refutación, el rival de Dios que hay que elegir o rechazar. Los colores del
divorcio y del remordimiento han emigrado de mi ciclo. Tú estarás en lo
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íntimo de todos los latidos de mi corazón. Los enemigos de antes sonríen
ahora como los confidentes de un mismo secreto. Tu mano vence primero
en nosotros a nuestros enemigos. ¡Y después vence a la guerra!
***
EQUILIBRIO Y EQUILIBRISMO. — Ese hombre siempre está con miedo
de comprometerse, de ir demasiado lejos; el menor exceso le hace temblar;
no tiene otro cuidado que el de conservar en todas las cosas el “justo
medio”. ¿Es esto equilibrio? De ninguna manera; esto es equilibrismo. El
hombre equilibrado abraza y armoniza en sí las tendencias opuestas (la
voluntad y la pasión, la prudencia y la audacia, la lucidez y el entusiasmo,
etc.); es como una montaña cuyo equilibrio implica la existencia de dos
vertientes. Y esa amplitud de base le permite precisamente, como la mon-
taña cuya cima se pierde audazmente en el cielo, comprometerse a fondo,
despreciar las medias tintas y las precauciones; puede ir muy lejos y muy
alto sin peligro para su base interior; es lo bastante fuerte y rico para ser
saludablemente excesivo. El equilibrista, por el contrario, está separado de
la vida, y toda su habilidad consiste en maniobrar sabiamente para quedar
en pie en medio del torbellino de fuerzas adversas que le agitan y que él no
puede dominar. El primero evita la caída adhiriéndose plenamente a la
vida; el segundo, manteniéndose ajeno a todo. Los dos escapan a las
corrientes peligrosas: el uno porque comulga con la fuente misma del río;
el otro porque sabe “manejar su barca”.
***
DESEQUILIBRIO. — En el hombre realmente grande, el desequilibrio,
la exageración, el exceso, no son más que esfuerzos, mal calculados a
veces, pero siempre profundamente lógicos, con vistas a alcanzar un equi-
librio más profundo. Todo lo desorbitado es en él estrictamente provisional
Así, Pascal...
***
Ante ciertos seres excepcionales no se puede menos de tolerar y
comprender los contrastes más desconcertantes, la coexistencia de las
cosas más opuestas. Uno de los signos cardinales de la mediocridad de
espíritu es ver contradicciones allí donde sólo hay contrastes. ¡Por eso a la
mediocridad de espíritu Je repugna creer en el Dios de los cristianos, ese
nudo de contrastes!
33
***
“Si tu ojo es sencillo...” La paz —más que la paz: la unidad— de los
mundos enemigos que se enfrentan en nuestro corazón depende de la
simplicidad de nuestra mirada. Si el infierno supiera ser simple, el infierno
sería absorbido inmediatamente por el cielo.
Por que soy cristiano. Porque soy, a la vez e inseparablemente,
realista y excesivo. Porque quiero abrevarme en el exceso sin vomitar el
orden y encontrar el orden en el exceso. Porque sólo el Cristianismo nos
abre una región superior donde todo lo que, sobre la tierra, es considerado
con justo título como escandaloso, insensato y destructor (la esperanza cie-
ga, el amor sin freno, la confianza en la fecundidad del mal unida a la
absoluta repulsa del mal...) se hace sabiduría y verdad; porque nos inyecta
una sangre nueva y tan pura que su temperatura puede subir in-
definidamente, sin que haya fiebre.
***
Hay en este mundo suficiente finalidad, orden y claridad para
probarnos que Dios existe. Pero hay también bastante caos, despilfarro y
tinieblas para probamos que Dios es inefable. La transparencia del uni-
verso manifiesta a la razón humana la inmanencia de Dios, su opacidad
manifiesta la trascendencia de Dios. Sentimos que el mundo está regido
por alguien que se nos semeja y que, al mismo tiempo, nos desborda hasta
el infinito. El espectáculo de la creación justifica la razón y excluye el
racionalismo: para cualquiera que lo mire con ojos puros, revela al Dios de
la teología cristiana.
***
EXPERIENCIA DE LA TRASCENDENCIA. — “Gibt es keine
Gotteserfahrung, so ist der Begriff “Gott” aus dem Bereich des Wirklichen
zu streichen” (Broder Christiansen). Dilema moderno: Si Dios es
trascendente al mundo y al hombre no podrá existir en nosotros una
experiencia de lo divino, y, en este caso, Dios prácticamente no existe; y si,
por el contrario, es posible una experiencia de lo divino, Dios, por ende, ya
no es trascendente; hay que escoger entre ateísmo e inmanentismo.
Respuesta: Ja, Gott ist erjahrbar. Erfahrbar und zugleich unerfahrbar.
Experiencia de lo divino: una inmanencia ceñida y desgarrada de tras-
cendencia, un “sí”, un “así es” desnudos y estremecedores, como presas,
que estrecha y devora el abismo de un “no” sin contornos. Se siente el
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viento sofocante del ala de Dios. Y por ello se sabe que este ala no se
parece a nada. Toda experiencia de lo divino se forma del saber de lo que
uno ha penetrado de Dios y del vértigo de lo que queda inviolado en Dios;
este vértigo que va ya incluido en ese saber, como en el ojo que sondea un
abismo la sensación de que el tal abismo es insondable; ¡inclinándose
sobre Dios es como el hombre aprende que Dios no tiene fondo! Y esta
impresión de trascendencia crece a medida que el alma se hunde en la
intimidad divina: cuanto más avanza un promontorio su roca
conquistadora en medio de las olas, más se experimenta en su cúspide el
vértigo del océano. El vértigo es más alado que los ojos: dilata y prosterna
el saber hasta el corazón del Inefable. Por él se realiza este hecho
contradictorio: la experiencia de la trascendencia.
***
Soy único, irreemplazable, y, sin embargo, no soy necesario, moriré
mañana. Soy único porque salgo de Dios; no soy necesario porque no soy
Dios. ¿Cómo escapar de tan mortal antinomia? No hay más que una salida:
extinguir el reflejo en la luz; perder mi soledad moribunda en la soledad
eterna de Dios. Sólo así alcanzaré esa necesidad, cuya ausencia y cuya
llamada llevo dentro de mí. Es preciso que lo que salió de Dios vuelva a
Dios: el impulso religioso reside en el reflujo de lo irreemplazable hacia lo
necesario. Pero no hay condición más terrible que la de sentirse único sin
sentirse al mismo tiempo necesario, que este desgarramiento, propio del
hombre sin religión, entre el Dios en quien no puede esperar y el Dios a
quien no puede destruir.
***
LÍMITES. — La tierra es una isla; el infierno no es más que una
prisión. El mar elástico y penetrable se ofrece al isleño prisionero: puede
hundirse hasta el infinito en el elemento que le limita, ¡el mar no es un
muro! ¡Toda evasión es posible para el isleño, si consiente en ahogarse!
Así es la tierra, como una isla bordeada por el cielo. Y Dios, que
limita al hombre, es infinitamente permeable para el hombre...
***
¿Esterilidad o aborto?—Se acusa al espíritu, al ideal, de ser estériles.
¿Pero qué fecundidad tiene la “vida” abandonada a sí misma? Miremos a
nuestro alrededor: el amante que cambia de pasión como de camisa; la
35
mujer que se embriaga “de amor” y mata al hijo en sus entrañas; el
ambicioso sediento de triunfos, que más y más acrecientan su sed; todos
esos seres que creen vivir, ¿son, acaso, menos estériles que un profesor
agostado o una beata temblona? Lo que el mundo (en el sentido evangélico
de la palabra) llama “la vida” no es más que una serie de abortos. Sólo hay
un medio de superar esta alternativa entre esterilidad y aborto: unir la vida
y el espíritu, dar a la vida un alma, un fin eterno. Dicho de otro modo, no
existe verdadera fecundidad, sino a través de Dios.
***
Si quieres ser noble, profundo y fiel, aprende a escoger entre las
posibilidades que te asedian y a barrer del camino las que no hayas
elegido. ¿Lloras sobre las innumerables semillas que nunca brotarán?
Piensa más bien que tu alma es un exiguo rincón de tierra donde se
devorarían entre sí. No dejes germinar en tu alma lo que no tendrá ni
tiempo ni lugar de llegar a florecer. Si no, todo en ti estará abocado al
aborto al mismo tiempo que a la existencia.
***
VIRTUD Y ESTABILIDAD. — Muy a menudo, las virtudes más vivas,
las más brillantes, son también las más frágiles y las más amenazadas. Las
virtudes muertas, por el contrario (honradez burguesa, fariseísmo, etc.),
son mucho más sólidas: ningún peligro (¡o ninguna esperanza!) hay de que
tal respetable persona se aparte jamás del recto camino... ¿Por qué? Es que
la virtud viva es una ascensión: tiene el ímpetu y el magnetismo de la vida,
pero tiene también su inestabilidad, pues toda ascensión lleva consigo un
peligro de resbalón y de caída. El que se incrusta en la ladera del monte y
allí edifica su casa no tiene riesgo de caer: su virtud inmóvil tiene la
seguridad de los sepulcros. También se puede decir, sin paradoja, que una
virtud que ya no está expuesta a perderse, apenas merece ser poseída. La
absoluta seguridad frente al mal priva al bien de su vitalidad y de sus
encantos.
Sin embargo, existe por encima del riesgo viviente del que marcha y
de la seguridad muerta del que se cree llegado, una virtud a la vez viva y
estable: la virtud suprema del que hace en Dios su morada. Sólo el santo
realiza este prodigio de ofrecernos con la estabilidad absoluta, el
estremecimiento de la vida, de la juventud y de lo imprevisto...
***
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VIRTUD Y PREFERENCIA. — Hay hombres serios que, por no estar
ligados apasionadamente a nada, pueden ocuparse de todo, con ánimo
igual y sólido. Son hombres “seguros”, se puede “contar” con ellos...; pero
hay otros que se dan hasta las entrañas a una cosa y se hacen así
materialmente incapaces de ocuparse de otras, y sus lagunas, sus
negligencias (tal vez muy culpables) no son más que reflejos con los que
se defienden contra ciertos “deberes”, a fin de poder darse, con toda la
perfección posible, a otros. Reprochamos fácilmente a tales hombres su
falacia y su falta de seriedad. Se olvida que el que da lo máximo en un
orden (ya se trate de un arte, una ciencia, o un amor), se encuentra, por lo
mismo, condenado—a menos que posea una vitalidad y una fuerza de
expansión extraordinarias—% a dar lo mínimo en otra parte. No se sabe
hasta qué punto puede ser agobiante una pasión ávida de perfección.
¡Hondo es el abismo entre la seriedad y la profundidad! He conocido
pocos hombres de los llamados serios que no sean también superficiales, y,
recíprocamente, a un hombre profundo le cuesta mucho trabajo
permanecer serio en todo…
***
CRISTIANISMO Y CLASICISMO. — El cristianismo del siglo XVIII era
sólido, pero, en conjunto, no era profundo. Nos inclinamos excesivamente
a identificar en todo solidez y profundidad: lo que es sólido puede no ser
profundo: y a la inversa, lo que es profundo puede ser extraordinariamente
frágil. La piedad robusta de la gente del Gran Siglo se mantenía bastante
superficial (hago parcial excepción de un Pascal y un Bossuet); y. al
contrario, ¿hay cosa más frágil y más expuesta a eclipses y manchas que el
instinto profundo de Dios de un Baudelaire o de un Dostoiewsky?
***
“El reposo es tanto más perjudicial cuanto mayor necesidad se tiene
de él”, me ha replicado un anciano a quien yo exhortaba a que trabajara
menos: No hay paradoja en ello. Lo que inclina hacia la muerte ha de ser
aguijoneado sin cesar; si no, el ser se deshace espontáneamente. Esta
observación corrobora lo que he dicho en otra ocasión acerca de la
innocuidad del ocio y del lujo como criterio de la vida y de la salud. La
vida dulce no conviene más que a los seres duros; los blandos, para no
zozobrar completamente, necesitan, en lo físico y en lo moral, de una vida
dura.
37
***
CONFESIÓN. — Lo que es primario en mis sentimientos, lo que he
experimentado antes que nada, es el infierno y el ciclo; sólo después he
adquirido conciencia de la realidad terrestre. Y tal vez sea ésta la razón de
que la vea y la ame tal cual es: me es imposible maldecirla ni adorarla,
abatirla bajo el peso de una esperanza o de un anatema eterno que no le
son adecuados. He consumido en otro sitio mis instintos de demonio y de
ángel. Mi “realismo” no tiene otra raíz...
***
La ocasión la pintan calva. ¡Pues bien; déjala huir! Aguarda a que la
órbita de tu destino capte su curso y que vuelva a ti como una esclava
prostituida o como una virgen amorosa. Y si nunca ha de volver a cruzar
por tu espacio, paz a tu soledad y a tu deseo vacío. Te prefiero privado de
alegría que nutrido de una dicha “cogida por los pelos”.
***
Estoy suspendido, como un fruto, de la rama de la voluntad divina.
Sufro en mí mismo. Pero mi corazón se regocija en el hilo de oro creador
que le ata al querer eterno.
***
No soy todo y por ello muero. ¡Vamos, hombre! Aún eres demasiado
rico. Mueres por no ser todo. ¡Cesa de ser algo y vivirás!
38
III
VIA ANGUSTA
39
***
ARCO IRIS. — La luz blanca es invisible, “irreal” como la virtud,
como Dios. —La virtud me resulta insípida y abstracta, me dices—-. ¿Te
ha costado muchas lágrimas? A través de las lágrimas que viertas por ella,
esa blancura irreal se trocará en arco iris glorioso, en el que vibrarán a la
vez, ardientes pero disciplinados, todos los colores de la tierra. Encontrarás
allí, redimidas y fundidas en el resplandor celestial, todas las cosas vivas
de aquí abajo: el sabor de los frutos maduros, el estremecimiento del
primer amor, la embriaguez del crepúsculo. Todo está ya contenido en la
abstracta blancura de la virtud. El cielo, para ser más viviente que la tierra,
no espera más que tus lágrimas.
***
PUREZA DEL DOLOR. — -Hay que acoger el sufrimiento, sin
disminuirlo buscando consuelos ni acrecentarlo al refugiarse en la
desesperación con una especie de voluptuosidad retorcida. La fidelidad a
la cruz implica rechazar las dos clases de estupefacientes. La consolación y
la desesperación alteran por igual la pureza y la fecundidad divinas del
dolor.
***
DOLOR Y NOBLEZA. — Ese hombre es mezquinamente feliz. No te
apresures a compadecerle. Sin duda tiene lo que merece. El dolor escoge
sus amantes.
***
DOLOR. — Los grandes dolores extraen su alivio de su mismo
exceso: emborrachan, desarraigan. Pero lo que más temo son esos
sufrimientos cotidianos, a menudo mezquinos y ridículos, pero lo bastante
agudos para ser intolerables y demasiado débiles aun para que uno pueda
perderse en ellos.
***
PESARES. — El presente te parece amargo al compararlo con el
pasado perdido. Sueñas con un retorno hacia él — ¡Si hubiese sabido...!,
suspiras—. ¡Pero no podías saber! Unicamente tu experiencia presente es
lo que crea tu lamento del pasado. Si ese pasado se hubiera prolongado, si
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no lo mirases ahora a través del prisma de la ausencia y de lo imposible, la
vida te sería tal vez aún más vacía y más insoportable que hoy. Nada
merece ser añorado, fuera de Dios. Y ni siquiera esto, pues desde el
instante en que echo de menos a Dios—por lejos, por bajo que me
encuentre—, es que ya lo he vuelto a encontrar.
***
Et j’ai pris devant moi pour une nuit profonde
Mon ombre qui passait pleine de vanité.
(Musset).
41
IV
LA PENDIENTE DEL MAL
45
Beati mundi corde. — Plantear de nuevo el problema de la pureza: la
pureza como transparencia, penetrabilidad, facultad de acoger.
Recíprocamente, la impureza es opacidad, cerrazón, aislamiento. La peor
consecuencia de la impureza es que el alma impura está cerrada, por su
falta de transparencia, al conocimiento y al amor verdaderos, y condenada
a estancarse en sí misma.
Sólo los corazones puros pueden tener el sentido y el amor del objeto:
el mundo y Dios están en ellos, únicamente para ellos existe realmente el
mundo exterior. Se parecen a las aguas limpias que reflejan todas las cosas.
Pero el alma impura, como el agua turbia, ignora el mundo exterior: no
refleja nada, sólo está llena de sí.
Identidad entre la pureza y la desaparición, el olvido de sí, la
humildad. No es posible ser transparente sin ser humilde: un espejo refleja
todo, salvo a sí mismo.
***
OCULTARSE EN LA LUZ. — Inagotable profundidad de esta metáfora.
Pero para esconderse, para perderse en la luz, hay que ser ya transparente,
hay que llevar en sí semillas de luz. La luz no sabría ocultar un alma
opaca: antes al contrario, haría resaltar su impureza. Sólo la oscuridad
puede disimular un alma opaca. Esa es la razón de que el alma impura
busque las tinieblas como el alma transparente busca la luz.
ODIO. — El odio no es una pasión realista: persigue una imagen del
prójimo violentamente falsificada y simplificada. Lo que odiamos en los
demás es nuestro propio pecado; sustituimos la realidad objetiva del ser
odiado por la proyección de las capas más bajas de nuestro ser; ya no
vemos lo que en él queda de humano y amable bajo el mal que suscita
nuestro furor; decretamos implícitamente que él es por completo ese
monstruo o ese canalla que nosotros somos en parte.
***
REPROCHES. — Un reproche venido de otro no nos alcanza ni nos
hiere más que en la medida en que ya nos lo hacíamos inconscientemente a
nosotros mismos.
***
NOBLEZA. — No existe verdadera nobleza sin cierta ingenuidad:
algunos estados del alma (los refinamientos de la envidia y de la búsqueda
46
de sí mismo, especialmente) quedan eternamente ajenos a las almas puras:
nos rebajamos siempre un poco, no sólo al experimentarlos, sino incluso al
descubrirlos claramente en los demás.
***
PROBLEMAS DE LA INOCENCIA. — Hay manchas que limpian, errores
o caídas que, al movilizar y consumir las impurezas que en nosotros
dormían, rescatan nuestro supremo candor. Nuestra virginidad primera no
era entonces más que ignorancia, pero la que sucede a la caída es
realmente inocencia.
***
Basta obrar con simplicidad para desconcertar a un hipócrita. La
astucia siempre se ve burlada por el candor. El diablo no comprende nada
de los designios y de las obras de Dios. Es excesivamente maligno para
eso, ve venir las cosas desde demasiado lejos. La sencillez divina le
desarma.
***
EL CINISMO, CANDOR RETORCIDO. — Es propio de las almas
naturalmente simples hacer, mientras siguen la pendiente de su destino, el
bien sin vanidad y el mal sin vergüenza: la facultad de analizarse, esencial
a ese tipo medio de la humanidad que es el ser moral, les falta por
completo; la misma ausencia de introspección y de opinión sobre sí mismo
es común al santo y al canalla. El amor del primero es tan impermeable a
las contradicciones de la experiencia como el pecado del segundo a los
reproches de la conciencia. Los dos carecen, para rectificar sus acciones,
del instrumento más esencial: del espejo.
ESCOLLO DE LOS CORAZONES SIMPLES. — En los espíritus
naturalmente cándidos y generosos la revelación de una maña puede
causar inmensos destrozos. Un alma ingenua iniciada en las trapisondas de
la diplomacia y de la intriga, ve abrirse ante ella un mundo nuevo: siente
esa especie de borrachera un poco bobalicona que acompaña siempre al
ejercicio de una facultad que nos faltaba hasta ahora y que comenzamos a
adquirir. El ingenuo convertido en tunante está deslumbrado por tal
metamorfosis: este advenedizo de la astucia tiene el orgullo infantil de
todo advenedizo. Además, su candor nativo le impide adquirir plena
conciencia del mal que hace. Asimismo, es corriente que entre los
47
ingenuos se recluten los intrigantes más cínicos: su alma persiste simple y
eufórica en medio de las maniobras más complicadas...
A PROPÓSITO DE PASCAL. — “Abandonad vuestras pasiones y
creeréis.” Lo cual quiere decir: desprended, liberad en vosotros esa
sensibilidad superior que está asfixiada por vuestras pasiones: entonces,
sintiendo ya algo de Dios, creeréis el resto. Pero eso implica que uno
pueda desprenderse de sus pasiones como de una vestidura. ¿Y qué harán
los hombres cuyas pasiones están pegadas a su alma, cuyas pasiones
constituyen su misma alma?
Lo que resulta insoportable a Pascal es pensar que haya hombres que
no ven a Dios y que no sufren de su ceguera. Esa pobre paz, esa pobre
alegría de los pecadores le escandalizan. Se le nota dispuesto a gritar: Ese
Dios que veo... (¿no es, en efecto, el místico un “vidente” entre los
ciegos?), ¿cómo no reventáis de no verlo? La dialéctica de Pascal consiste
en convencer a los hombres de que no ven, en crear en ellos esta
conciencia de su ceguera, que ya es clarividencia.
***
“¡Es que nuestra alma no es bastante audaz!” Y esto en todos los
órdenes. Se habla de hombres que no tienen el valor de su malicia. Pero
¿dónde están los que tienen el valor de su bondad, el valor de su alma?
Unicamente los santos no son cobardes ante su alma. La mayor parte de
Jos hombres son duros y malvados por impulso adquirido, conveniencia o
buen tono. Una cosa es tener un alma, otra cosa tener la fuerza y el
impudor sagrado de mostrarla.
***
GUERRA. — El huracán hace entrechocar las ramas de ese árbol. Pero
por todas ellas circula la misma savia. Así, los hombres y los pueblos. No
cesarán de combatirse mientras que las mismas raíces no se cansen de
alimentarlos. La guerra sustrae en su provecho la fuerza que brota del
amor.
***
CAUSA DE LOS CONFLICTOS. — Arrojo una cucaracha en el corral. Si
hay allí una sola gallina la coge con el pico y la lanza con disgusto. Pero si
hay dos o más, se pelean por devorarla. Los hombres obran así en una
escala mucho más amplia. ¡Cuántas cosas hay por las que no sentimos
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mayor gusto natural que el de la gallina por la cucaracha y que perse-
guimos con rabia sólo por llegar los primeros a la meta y privar de ello a
los demás! La competición y la envidia juegan en nuestros afanes un papel
más importante que el deseo.
***
Similia similibus curantur. Hay muchos niños a quienes el
espectáculo constante y doloroso de ciertas lacras paternas (rencor, cólera,
borrachera, etc.) hace que le repugnen siempre esas taras. Por una curiosa
ironía de la Providencia, el mal ejemplo corrige aquí los defectos
transmitidos por la mala herencia.
***
Problema de la ingratitud. -Un miserable me grita: yo respondo a su
llamada y le ayudo lo mejor posible, mientras que otros a nuestro
alrededor permanecen sordos a sus ruegos. Resultado: el miserable
olvidará a los que le han rechazado, pero a mí que he hecho cuanto estaba
a mi alcance, me odiará tarde o temprano. ¡Este giro escandaloso es tan
lógico, sin embargo! Aquel desgraciado, desde mi primer beneficio se ha
aferrado a mí con toda su imposible esperanza, con todo su infinito deseo
de recibir (¿no es propio del que nada tiene esperarlo todo de los demás?),
pero yo, que tengo ya el alma llena de tantos deberes y afectos, no he
podido corresponderle con toda mi capacidad de dar. Yo ocupo toda su
atención, él no ocupa toda mi piedad: la balanza no está equilibrada entre
nosotros. Y llegará fatalmente el día en que no podré satisfacerle: entonces
su hambre, agudizada más que apagada por mis primeros beneficios, su
hambre incurable de pobre, se trocará en aversión hacia mí y me odiará
con toda la fuerza de su esperanza fallida, mientras que ya no pensará
desde hace mucho tiempo en los que, por su dureza inicial, no crearon en
él este llamamiento vano. Esa ingratitud es una compensación absoluta-
mente normal, casi de orden físico, regida por las leyes de la gravedad, y
habría que ser un santo para librarse de ella. Simone Weil plantea el
problema de la santidad en estos términos: ¿Cómo librarnos de los que en
nosotros se asemeja a la gravedad?
***
Oportet haereses esse. — -Los herejes y los ateos desgarran a la
Iglesia en la medida exacta en que la Iglesia desgarra a Dios.
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¿Las mayores distancias no son acaso las más frágiles? ¡Pasamos tan
fácilmente—basta para ello un capricho despiadado del destino—de una
cima cualquiera del pensamiento o del alma a la sima hambrienta que vela
en la base de esa cumbre (cuya misma altura ahonda el vacío y el apetito),
de la soledad sobrehumana a la soledad inhumana! Cada nueva ascensión
abre bajo nuestros pies una posibilidad acrecentada de caída.
***
PROBLEMA DEL HOMBRE. — ¿Es más ángel que bestia? ¿Es la tierra o
es el cielo lo que prevalece en él? ¡Ay!, al ver la vanidad, la sinrazón de su
sufrimiento y esa rabia, esa constancia en huir de su propio interés, se
advierte que su patria es, sobre todo, el infierno—el infierno, esa
desconocida capital que se nos olvida mientras nos agotamos pretendiendo
fijar en el cuerpo o en el espíritu esta clave del problema humano.
***
Cada vez estoy más convencido de que no hay más que cielo e
infierno. Dios y yo. El resto (esas pobres causas segundas que
acostumbramos invocar con indulgencia: la carne, la herencia, el
ambiente..., qué sé yo cuántas más...), todo eso sólo es accesorio, ocasión,
tal vez pretexto.
INFIERNO. — Algunos lo consideran como la revancha eterna del
amor despreciado y enfurecido. Yo veo en él más bien la prueba de la
última derrota, del supremo abandono del amor. Dios se deja robar allí su
necesidad. Algunas criaturas pueden decir eternamente al centro eterno: Tú
no eres mi fin. Dios, al consentir el infierno, se ha expoliado en cierto
modo hasta más allá de lo posible. ¿Puede concebirse la vía que crea el
condenado: una vía tan rígida, tan solitaria, tan muerta, que no puede
derivar hacia Dios su tortura?
Cuando el hombre arrebata a Dios la necesidad de su atracción y la
entrega a la nada, surge la fatalidad. La plenitud de la fatalidad resplandece
en el infierno. Allí el hombre crea en sí, por sus repulsas, una necesidad
monstruosa y loca que hace fracasar por siempre a la necesidad del amor.
***
DIALÉCTICA DEL PECADO. — Omnis pecans ignorans. Si tal hombre
fuera realmente, plenamente consciente del mal que hace, ¿cómo podría
hacerlo? ¿Si será que no se peca más que en sueños? Y si no es consciente,
50
¿cómo puede ser castigado? En realidad, Dios no castiga a los pecadores,
no les quita nada, les da, al contrario, todo lo que desean, pero en el mismo
nivel en que lo desean. Y eso es el infierno...
***
JUICIO FINAL. — La condenación que caerá de los labios de Dios no
será la negación, sino la plenitud, la confirmación eterna del pecado del
hombre. “Yo te condeno a no amar más que a ti mismo.”
51
V
EL ROSTRO Y LA MÁSCARA
52
duda; pero se trata de saber si es, como entre los santos, al modo de una
inundación, o, como entre los fariseos, al modo de una máscara.
***
DESNUDEZ. — Esos dos hombres marchaban desnudos. El primero
me ha dicho: mis vestidos eran demasiado opacos, tenía sed de verdad. Y
el segundo: mis vestidos eran demasiado pesados, tenía sed de revolverme
a mis anchas. El santo se despoja de sus vestidos por exceso de amor, y el
decadente, por ausencia de pudor. El primero es demasiado puro; el
segundo, ni siquiera es bastante fuerte para llevar una máscara.
***
En cuanto una palabra se pone de moda (y pienso en la pasión actual
por la pureza, el desinterés, el compromiso, la presencia, etc.) hay que
preguntarse por lo que encubre más bien que por lo que significa. Y
resulta, generalmente, lo contrario. La moda proviene de la ausencia. Una
cosa “se lleva” cuando ya no es; se transforma en vestido cuando ha
dejado de ser cuerpo.
***
Cuando leo a ciertos autores, me producen la repugnante impresión
de hombres que caminan con sus entrañas en las manos. ¿Por qué esa
voluptuosidad de exhibir lo que la naturaleza y el clasicismo —ese reflejo
de la naturaleza en la civilización— mantienen severamente escondido, lo
que ha sido creado para ser y no para ser visto? Porque un decadente no es
capaz de experimentar verdaderos placeres: los describe porque los ha
vivido mal: intenta completarlos, expresándolos; suplir por la palabra los
“fracasos” de la vida interior.
Hay cosas que hacemos, pero que no decimos. Decirlas equivale a
confesar que las hemos hecho torcidamente. Ha perdido el sentido del
placer el que para gozar necesita un espejo. ¡Pobres gentes a quienes el
lecho decepciona y buscan la ayuda del armario de luna! A falta de vivir,
hablan: se emborrachan hablando del vino; se purifican hablando del agua.
En ellos la expresión soporta, como una cuna, la sensación impotente.
***
VACÍO INTERIOR Y RESPETO A LAS APARIENCIAS. — Quien tiene
sólidas convicciones y siente vivir dentro de sí la verdad, descuida muy
53
fácilmente las apariencias. Por el contrario, la ausencia de verdadera perso-
nalidad favorece la prudencia y la habilidad. ¿Qué pensarán de mí?, dice el
que no piensa en nada. Eso tiene muy buenas razones para cuidar las
apariencias. No hallando en sí realidad, espera, para juzgarse a sí mismo,
el juicio de los demás. Pero al alma profunda y viviente le cuesta trabajo
creer—tanto la ilumina la verdad que lleva en sí—que se le pueda juzgar
por apariencias; porque sus intenciones son puras, las cree transparentes.
También tiene ciertas maneras de entregarse, de comprometerse y de
despreciar la opinión pública, que, generalmente, le cuestan muy caras.
***
Este hombre deslumbra como un diamante. Pero su naturaleza se ha
arruinado en la adquisición de esa joya. Mira más adentro: falta pan en el
interior de esa morada.
***
Palabras, todavía más palabras. ¡Cuando tengo sed de sangre! Si
abriese tu corazón, ¿sería sangre? ¿No sería, más bien, saliva lo que allí
encontraría?
***
GRANDES HOMBRES. — ¿Qué es un gran hombre? Si es simplemente
un creador de nuevas relaciones entre las ideas, los colores o los sonidos;
si su genio no se entronca con las cualidades sustanciales, con las reservas
silenciosas que constituyen el hombre a secas; en una palabra, si no es más
que un gran cerebro, yo podré admirar mucho su obra, pero pido se me
dispense de admirar su persona. ¿Qué es el genio de un pensador, de un
artista, al lado de ese espesor, de esa densidad de costumbres y de virtudes
que se encuentran en tantos individuos ordinarios? Una de las taras de la
humanidad es exaltar, al catalogar sus grandes hombres, lo brillante en
detrimento de lo sólido, y lo que embriaga, más bien que lo que alimenta.
***
RELIEVE Y OQUEDAD. — Esta alma tiene relieve; bien. ¿Relieve
macizo o relieve hueco, el de una montaña o el de un decorado de teatro?
La segunda hipótesis se verifica con más frecuencia. A esto se debe que
quien sabe leer en las almas por el revés, a contra luz, adquiera en el trato
con los “grandes” hombres respeto y amor hacia las gentes ordinarias.
54
Estas últimas poseen, con frecuencia, el privilegio de ser leídas por el
revés sin decepción; el derecho en ellas es el reflejo y no el parásito del
revés.
***
Le seul étre qui soit, dans cette sombre vie,
Petit avec grandeur, puisqu’il l’est sans envie,
C’est l’enfant...
HUGO
57
Nietzsche desprecia los valores cristianos (resignación, caridad, etc.)
como subterfugios y máscaras de la impotencia; después de lo cual, siendo
un hecho que es imposible a un alma grande escapar a la verdad cristiana,
resucita esos mismos valores bajo otros nombres : amor fati, schenkende
Tugend, etc. Todo el problema de la falsedad o la autenticidad de los
valores cristianos que Nietzsche ataca y alaba a la vez, consiste en saber si
las virtudes impuestas por el Evangelio se ejercitan a la escala del yo
egoísta y separado, o a la escala del yo integrado en el universo y unido a
Dios; en saber si el hombre se inclina bajo los golpes de la suerte y
perdona a sus enemigos porque es incapaz por debilidad de rebelarse o de
vengarse, o bien porque se hace uno por amor con el destino que le
quebranta o con la persona que le ofende.
***
Ese hombre se porta villanamente con vosotros. ¿Por qué indignaros
y romper toda relación con él? Jamás ha habido entre vosotros la menor
relación desinteresada y humana. Aún os puede prestar ciertos servicios;
¿por qué no tomarle por lo que es: una máquina que acaba de sufrir una
avería, pero que aún puede dar cierto rendimiento? ¡Cuántas decepciones,
enojos y conflictos se evitarían si nos decidiésemos, de una vez por todas,
a tratar a nuestros semejantes, no ya como a seres dotados de libertad y de
amor, sino como a simples mecanismos sometidos a todas las vicisitudes
de la materia y de la gravedad!
Vano remedio. Fuimos de tal manera creados para el amor que, hasta
en nuestras relaciones regidas por la sola ley de la gravedad material, nos
vemos obligados a creer un poco en el amor, esa santa gravedad de las
almas. Allí donde el amor no existe, soñamos con el amor. El conflicto y la
nivelación de los egoísmos nos serían insoportables si no los revistiéramos
mentirosamente de espontaneidad, de elección y de simpatía. El amor nos
es tan necesario, que allí donde no está su rostro, colocamos su máscara.
Nos asfixiamos en el mundo de los cuerpos y de los yos; hasta en las
peores condiciones tenemos necesidad de creer a las almas...
Frente a este torbellino de egoísmos disfrazados de amor, la solución
“realista” no es arrancar la máscara: es reemplazarla por el rostro. El
verdadero realista no es el que desenmascara el falso amor: es el que crea,
en sí y en su tomo, el rostro del amor.
58
VI
OASIS Y ESPEJISMO
59
“Aquéu souleu éro ensucant... E li grapaud amon la niue...”
(MISTRAL). El sol está próximo, es exclusivo y limitado como las alegrías
de los sentidos; las estrellas son lejanas, castas y sin número, como las ale-
grías del espíritu, y sólo aparecen a la hora de las tinieblas. Así en el cielo
místico del alma: es preciso que el sol de los sentidos decline para que allí
surjan las estrellas del espíritu. Y en este amor de la noche, al parecer, se
reúnen los que desprecian el sol y los amantes de las estrellas. Un
Nietzsche no los ha distinguido: ha confundido en un mismo anatema los
verdaderos místicos con esos seres llenos de miseria y de resentimiento,
demasiado débiles para gozar del sol ardiente y demasiado impuros para
contemplar las puras estrellas. Por tanto, conviene preguntarse, ante todos
aquellos que no se sacian con la luz y el calor del mediodía, si tienen con
las tinieblas la afinidad de los sapos o la afinidad de las estrellas.
***
Pati divina. — Dios, más virgen y más profundo al ser poseído. Se
semeja al océano, que, visto desde lejos, no es más que un trozo de azul
leve y tembloroso como un espejismo y que siempre se abre en nuevas
simas al nadador que lo surca. Hay que lanzarse a ese mar para saber que
no tiene fondo: visto por fuera, parece plano y superficial como un
espejo... Dios, considerado desde el exterior, no es más que el espejo del
hombre.
***
L’autre côté
De la chimère sombre étant la vérité..
...Il descend, réveillé, l’autre côte du rêve.
(HUGO.)
60
purificado. El sabio según el mundo, el hombre de acción y de cálculo que
se cree “realista”, sólo está medio despierto: el despertar total es un soñar
decantado, descarnado, traspasado de la sombra a la luz, de lo irreal a lo
eterno, un soñar desprovisto de la opacidad y de la impotencia del sueño.
El ensueño es en nuestra alma el molde de la escultura de la realidad
suprema y como el cuadro vacío del más alto destino. El realista vulgar
abandona este vacío del sueño por la estrecha plenitud de aquí abajo; pero
el verdadero realista lo llena con el amor, el dolor y la plegaria. El primero
borra su sueño; el segundo lo realiza.
***
GRANO DE MOSTAZA. — Seipsum exinanivit. Nada más frágil, más
inestable ni más vulnerable que las cosas del cielo en la vida terrena. El
amor que ha creado todo, discurre como un extraño y un mendigo a través
de su creación. La santidad no es otra cosa que ese movimiento interior por
el que el amor y su pureza abandona las regiones furtivas del ensueño para
impregnar el mundo del día y de la acción y hacerse en la tierra lo que es
en el cielo: el soporte de todo.
***
FALSO IDEALISMO. — Este lago cenagoso me ha dicho: la altura y el
cielo están en mí. ¿No ves en el fondo de mis aguas, pegado a mi cieno, el
reflejo de los montes y de las estrellas? ¿Qué necesidad tengo de subir?
***
El amor mendicante y débil necesita de la ilusión; el amor que da, no
teme nada de la verdad. ¿Cómo podría decepcionarse el sol por la miseria
de los campos que alumbra?
Ama primero el sol y podrás amar todas las cosas sin espejismos ni
decepción...
***
Amor, ilusión, verdad. -Por miserable que sea un ser, basta verle tal
como es para amarle infinitamente. Y esto nos ayuda a comprender el amor
de Aquel que sabía quid esset in homine y que murió propter nos homines.
Es absurdo decir que el amor vive de ilusiones. Es el falso amor el que
vive de ilusiones; es la mentira la que se alimenta de mentiras. El que pre-
tende no amar más porque ha perdido sus ilusiones, no ha pasado de la
61
ilusión a la verdad; ha ido de una ilusión positiva a una ilusión negativa;
del derecho al revés del espejismo. Un La Rochefoucauld apenas si está
más próximo al secreto de las almas que un colegial idealista: los dos
traicionan la realidad objetiva al dar como medida de la misma, el primero,
su entusiasmo, y el segundo, su hastío.
***
ILUSIONES. — Muchas de nuestras ilusiones son los guardianes del
reposo. ¿Arrancarle a este hombre sus sueños? Tarea sana ciertamente...
Pero ¿y si su sueño está unido a...?
***
MENTIRA DEL PODERÍO. — Aquí abajo no hay verdadero poderío: el
hombre sólo tiene opción entre la esclavitud y la soledad. Y cuanto más
poderoso es según el mundo, resulta más esclavo, pues el esclavo sólo
tiene que contentar a su dueño, mientras que el poderoso tiene por dueños
a todos aquellos a quienes cree dominar. ¡Cuántas cosas están vedadas a
los poderosos! El último de los campesinos puede tratar a sus semejantes
con una desenvoltura y una falta de diplomacia que no se permiten a un
César o a un Bonaparte. Estos tienen que decirse a cada instante: si des-
contento a tal hombre o a tal grupo, una parcela de mi poder desaparece;
también su flexibilidad está a la altura de su ambición. El gran dicho de
Tácito: Omni a serviliter pro dominatione se aplica a los ambiciosos de
toda especie; pensad en la actitud de un Napoleón ante el Zar, en 1812; de
un Hitler ante Stalin, en 1939... Sólo el desprecio del mundo dispensa de la
esclavitud.
***
OBSTÁCULO Y VALOR. — Ese objeto que deseas y que el destino te
rehúsa, te parece precioso y puro, lo ves grande con toda la altura del
obstáculo levantado entre tú y él. Cuida, sin embargo, de que sea alto por
sí mismo y que no deba todo su valor al obstáculo, no suceda que, salvado
éste, te encuentres aún más bajo que antes.
***
“PROGRESO” DE LA HUMANIDAD. — El de un herido que se arrastra
por un oscuro laberinto. Se desvía, vuelve sobre sus pasos, se para, se
atasca, sangra... Mil espejismos ante sus ojos, mil trampas bajo sus pies.
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Pero ninguna de sus caídas, ninguno de sus esfuerzos son vanos. Late en él
un presentimiento invencible de la salida, una imagen informe del fin. ¡Y
se mantiene fiel a esta imagen, aunque esté diluida en las tinieblas o
confundida con los fantasmas, aunque sea perseguida con retrocesos o a
rastras!
***
ENTREGARSE, QUEMAR SUS NAVES, ETC. — Es necesario perderse. Es
preciso también saber por qué o por quién se pierde uno: la calidad del
objeto cuenta aquí aún más que la generosidad del sujeto. El que no es
capaz de quemar sus naves, no tiene alma. Pero el que las quema en
cualquier parte, derrocha su alma. Las naves quemadas no bastan para
crear la tierra prometida...
El amor descubre a Dios, pero no lo crea. Sin amor no se encuentra a
Dios donde está, pero con todo el amor del mundo, no se pone a Dios
donde no está.
***
Ascetismo, virginidad, etc... — Cierto sabio que había exprimido
hasta la última gota de los frutos de la tierra, me hablaba aquella tarde del
renunciamiento de los santos: “No han rechazado más que pobres, débiles
alegrías. Han escogido la mejor parte. Guárdate de alabar su sacrificio.”
¡Pero aún no habían experimentado la vanidad de esos goces! Han
inmolado la pura paloma de los posibles. Los oasis de la carne y del
orgullo son ricos en lodo y en fiebre. Pero provocan a lo lejos espejismos
encantados. Más fácil es aquí abajo salir de un oasis que renunciar a un
espejismo. Hay dos modos de sacrificar una parte de sí mismo: escupir el
fruto podrido o renunciar a su aspecto embriagador y misterioso, tejido por
los hilos entrelazados del deseo y de la ignorancia.
***
VIRTUD DE LA ESPERANZA—Por paradójico que parezca, la esperanza
sobrenatural consiste, ante todo, en no pensar en el porvenir. Pues el
porvenir es la patria de lo irreal, de lo imaginario.
El bien que esperamos de Dios reside en la eternidad, no en el
porvenir. Y sólo el presente da acceso a lo eterno. Refugiarse en el
porvenir es desesperar del presente, es preferir una mentira a la realidad
que Dios nos envía, gota a gota, cada día. Dios cumple sus promesas al
63
mismo tiempo que las hace. Hodie mecum eris in paradiso, tal es la divisa
de la esperanza sobrenatural. La falsa esperanza, dirigida solamente hacia
el porvenir, se apacienta con meras promesas: mañana se afeita gratis...
***
¿Por qué pueden los santos trabajar y sufrir mil veces más que
nosotros sin extenuarse? Porque viven en un perpetuo presente, porque
encarnan la palabra de Cristo: basta a cada día su afán. Lo que nos agosta
es nuestro presente carcomido sin cesar por pesares, aprensiones y temores
imaginarios. ¿Cómo no van a ser limitadas nuestras posibilidades de
acción inmediata, devorados como estamos por lo que ya no es y por lo
que no será jamás? El santo elimina de su vida el parasitismo del pasado y
del porvenir: cada instante está henchido para él de plenitud y de vigor
eternos.
***
Lo sé: estás solo y tienes sed; pero ¿es motivo suficiente para beber
de cualquier copa? Hay algo más importante aún que calmar tu sed:
respetarla.
***
ILUSIONES. — Dios las tritura y ellas fecundan con sus lágrimas el
realismo de las futuras cosechas. Pero la sabiduría humana se limita a
disiparlas, y su realismo es el de una estepa árida extendida en vano bajo
la luz de un cielo que ya no llora.
64
VII
LA PENDIENTE DE LA NADA
Ese que vosotros adoráis sin conocerle..., decía San Pablo a los
atenienses. Aquellas paganos adoraban, pues, al Señor: sólo les faltaba
saber su nombre. Hoy, San Pablo podría decir a muchos cristianos: ese que
vosotros conocéis sin adorarle...
***
“Entremos más adentro en la espesura” (San Juan de la Cruz). Las
alegrías y las obras del hombre sin Dios son innumerables, pero son
planas. Para el se anula totalmente la tercera dimensión. Un mundo in-
definido, pero totalmente superficial. Se corre, se roza (deslizaos,
mortales...); no se penetra. Se juntan, se superponen o se acoplan más que
nunca: no se comunican. En contraposición, el mundo humano y cristiano:
limitado en superficie, infinito en espesor. Por otra parte, el infinito no
existe más que en profundidad: la superficie sólo conoce lo indefinido.
***
DESVITALIZACIÓN. — Uno de los signos más seguros del
agotamiento afectivo se encuentra en la incapacidad actual de una
comunión infrahumana (con la naturaleza) o sobrehumana (con Dios), en
la incapacidad de vivir y expansionarse fuera del contacto de los hombres,
en la constante necesidad de esta comunicación para escapar del
aislamiento y del tedio.
***
EL INFIERNO Y EL ALMA. — Te he mostrado el ser cuya suerte me
causa más horror. —Sin embargo, no tiene aire de desgraciado, me dices
65
—. Verdaderamente. No lo es. Habita más acá de la alegría y del sufri-
miento, más acá de la patria del alma: no tiene alma. La felicidad sólo se
pierde por algún tiempo (el sufrimiento de hoy es el germen de la alegría
de mañana), pero el alma se pierde para siempre. El infierno no empieza en
la tierra por el sufrimiento.
Hay algo peor que la negación: la neutralidad. No comparéis al
hastiado con el desesperado... La desesperación, la negación y la repulsa
aún son vivas: preparan o completan alguna cosa. La muerte no es neutra.
***
AL PECADOR. — ¿Es acaso tan sabroso ese fruto que comes todos los
días, que se te hace necesario como el aire y por el cual sacrificas tantas
posibilidades santas que duermen en ti? No; es reseco, insípido, se pudre
en mi boca. Pero es el más fácil de coger: ¡cuelga de la rama más baja!
***
FUNDAMENTO VITAL DE. LA LIBERTAD. — Curiosa paradoja: cuanto
más insípidos y vacíos son los “goces” que obtenemos del pecado (pienso
aquí especialmente en la lujuria), menos sabemos resistir a nuestras pa-
siones, más nos seduce nuestro ídolo y más fatal es nuestra esclavitud.
Pero eso sólo en apariencia es extraño. Ll hombre de goces muertos es
demasiado pobre para ser libre. Su voluntad no encuentra ya, en los
resortes reblandecidos de su vitalidad, el punto de apoyo, el tensor material
necesarios a su ejercicio. La misma ausencia de tono afectivo que hace sus
placeres incoloros vuelve irresistibles sus impulsos. Quien peca
fatalmente, (exceptúo ciertos casos, boy rarísimos, de éxtasis sensual),
peca por una nadería. Un pecado verdaderamente sabroso no puede ser
más que un pecado profundamente escogido. Pero tal es la consecuencia
normal de la mecanización de la Humanidad: la desaparición progresiva de
la voluptuosidad y de la libertad. Una máquina, tan incapaz de escoger sus
movimientos como de experimentar por ellos placer.
***
VULGARIDAD. — Consiste, decía Charles du Bos, en tratar a las
almas, a las personas, como a cosas. Este defecto se extiende tanto al bien
como al mal. Y es tal vez peor en el bien que en el mal. Los apóstoles, los
“convertidores” que se empeñan en blanquear nuestra alma, si no respetan
su misterio y su secreto, son más vulgares aún que los seres perversos que
66
tratan de ensuciarla, porque es el amor mismo lo que prostituyen. Sea para
darle brillo o para mancharla, no conviene tratar a un alma como un par de
botas.
***
INCONSTANCIA Y VACÍO INTERIOR. — Este hombre es incapaz de
sujetarse a nada y su vida se consume corriendo de un objeto a otro. ¡Pero
observadle! Su alma es un desierto, y en un desierto nadie se instala, nada
echa raíces: se siente uno impulsado a correr. Esta carrera es vana, sin
duda (no hay camino para salir de su alma), pero no por ello menos fatal, y
ningún objeto exterior puede retener al ser que corre tras de sí mismo.
***
LÍMITES DE LA RECEPTIVIDAD. — Ved esas gentes pendientes de
todos los aparatos de radio, ávidas de todas las noticias, receptivas a todas
las ideas. A eso se llama sensibilidad, amplitud. Es una cualidad que no
envidio. Me inclino más bien a considerar como un signo de salud y de
unidad interiores la existencia de amplias zonas de indiferencia. Una
receptividad universal implica, excepción hecha de algunos espíritus
extraordinarios, una pasividad peligrosa. El eco vibra a todos los sonidos,
pero la boca elige sus palabras.
***
LAS COSTUMBRES, EL ESPACIO Y EL TIEMPO. — Las costumbres, los
usos, etc., eran antes muy variados en el espacio, pero estables en cuanto a
duración: así, cada región tenía sus usos, su lengua, su atavío, su cocina,
pero estas cosas se perpetuaban a través de los siglos. Hoy, en cambio,
todo tiende a uniformarse en el espacio (moda, cocina “standard”, etc.);
pero esa variedad perdida en la extensión, se encuentra en el tiempo
(sucesión de las “modas” a un ritmo cada vez más acelerado). Acumulando
así la uniformidad y la inestabilidad, se ataca doblemente la obra de Dios:
se suprime esa diversidad, que es el reflejo de su riqueza, y esa resistencia
a los mordiscos del tiempo, que es el reflejo de su eternidad.
***
ESTIMA Y DESPRECIO. — Despreciar a alguien es estimarle todavía,
es suponerle libre y capaz de merecer nuestra estima si quisiera obrar de
otra manera. En la base del desprecio hay una decepción y, por tanto, un
67
mínimo de espera y de confianza: hace falta esperar para ser engañado;
hace falta atribuir alguna realidad a lo que nos engaña. No se desprecia la
nada. Soy testigo en este momento de muchos actos que no merecen ni
siquiera el desprecio: $6 demasiado bien que quienes los cometen no
existen. Pero ese sentimiento que experimento es aún más penoso que el
desprecio: es la mortal impresión del vacío, al que la naturaleza tiene
horror.
***
INDULGENCIA Y DESPRECIO. — Cada vez me hago más indulgente
con las debilidades de los hombres: el espectáculo de su miseria y de su
bajeza apenas altera mí benevolencia y mi afecto hacia ellos. ¿Signo de
amor? ¡Oh, no! Signo de escepticismo y de desprecio. Cuando amo
verdaderamente, efectivamente, soy exigente, casi inexorable. O bien, si
llego a comprender y a perdonar, es al precio de un desgarramiento interior
y de un ánchalo de amor que ni mis fuerzas ni mí virtud me permiten
renovar frecuentemente.
***
Ars contemnendi. Creemos fácilmente en la bondad de los hombres y,
si nos engañan, creemos con la misma facilidad en su profunda maldad; y
eso aún es demasiado lisonjero para ellos. Durante mucho tiempo,
rehusamos considerarlos tal como son, es decir, por lo general, como seres
insignificantes, superficies vanas que devuelven todos los ruidos y reflejan
todos los rayos. Creemos instintivamente en la existencia de una
profundidad bajo esas superficies; queremos a todo trance que sus palabras
y sus actos tengan un motivo interior. En el fondo, el amor y el odio son
nuestros únicos sentimientos espontáneos: la educación del desprecio se
opera lenta y tardíamente en nosotros. Así, creemos ingenuamente en el
afecto “sincero” del amigo que nos expresa su simpatía, pero si nos ente-
ramos de que dicho amigo ha tenido conversaciones ofensivas para
nosotros, consideramos estas últimas como la expresión autentica de su
alma, y todas sus anteriores muestras de amistad nos parecen maniobras
hipócritas. ¡Cuando en realidad, se trata del mismo deseo universal de
agradar inherente a toda impotencia, de la misma incapacidad de
afirmarse, de oponerse, o de dominar las influencias, de la misma ausencia
de opinión y de pasiones personales, en resumen, del mismo fenómeno de
adaptación al medio, que dicta sus adulaciones en nuestra presencia y sus
murmuraciones en una reunión en donde regocijan esas maledicencias!
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Tan sincero es en un caso como en otro, si se entiende por sinceridad esa
ausencia de premeditación y de fraude, esa espontaneidad de adaptación de
los espejos y de las veletas, y es en ambos casos hipócrita, si se entiende
por hipocresía la ausencia de todo sentimiento cierto, profundo y duradero.
Id camaleón es gris mientras anda sobre la arena; si pasa bajo un árbol, se
torna verde; no es m más sincero ni más hipócrita en un sitio que en otro:
en todos ellos no es más que un camaleón. Los hombres verdaderamente
malvados son tan raros como los hombres realmente buenos, pero hay
muchos impotentes que remedan, según el viento exterior que los agita,
tanto el bien como el mal.
***
Cuanto más se erige un hombre en dios de sí mismo, más necesidad
tiene de una plenitud inmediata, actual (de un “acto puro”); menos sabe
esperar, menos cree en las posibilidades y en los sueños. Confunde sueño y
nada; un bien que no aparezca brutalmente le parece irreal. Es preciso que
goce actualmente de todo o, si consiente en poseer algunas reservas, han
de ser fácilmente movilizables, actualizables (la reserva dinero llena
maravillosamente esta condición, y es lo que explica su favor). Al querer
imitar así la actualidad absoluta de Dios, declina necesariamente hacia lo
más pobre y material que hay en él y en el mundo, pues precisamente es
eso lo que puede “despertar”, controlar y utilizar con mayor facilidad. Y se
le escapan los bienes más ciertos y más profundos, porque I son los menos
aparentes, los menos manejables y los que exigen más actos de esperanza
y de fe: ¡Dios nos hace pedir que venga su reino!
Este deseo morboso de una “actualidad” divina contribuye a cerrar
los espíritus y las almas modernas a la noción y al sentimiento de lo
sobrenatural: la gracia revestida, aplastada aquí abajo por la naturaleza es
la cosa más secreta, la más germinal que puede darse, la que devuelve, la
que “paga” menos en apariencia: lo que duerme más rotundamente en el
hombre es Dios. Es tan raro encontrar en un hombre un Dios vigilante...
Sólo los santos aportan al mundo la presencia actual y visible de Dios.
Fuera del clima de la santidad, creer en lo sobrenatural, creer en la gracia,
es creer en el sueño de Dios en los hombres.
***
Todas las cosas creadas son intermediarios, signos, apariencias. Pero
algunas, entre ellas, son intermediarias en segundo grado, signos de signos,
69
apariencias de apariencias. Así, el dinero, los hombres, las dignidades, los
placeres artificiales, etc. Y eso precisamente son estos fantasmas objeto
preferido de la idolatría moderna; eso son tales bienes ultrarrelativos que
captan nuestro deseo de lo absoluto. Ya no se adora el sol, las plantas o los
anímales (que, al menos, tienen el mérito de ser intermediarios necesarios
entre el hombre y su fin supremo), sino una etiqueta política, un trozo de
banda, un poco de papel moneda. El antiguo culto de Cibeles, de Cipris, y
aun de Príapo, que respondía a profundas realidades naturales, ¡qué sano y
vital aparecería en comparación al culto actual de los elementos más vanos
de nuestra existencia! La idolatría moderna está regida por la ley del
menor coeficiente de realidad. Y hasta cuando se abate sobre las cosas
necesarias y naturales, las despoja de su realidad, de su sustancia, hace de
ellas sombras y juguetes. Así, la idolatría del amor sexual no adora en la
mujer la esposa o la madre tal como Dios la quiso: la sustituye, según que
tal idolatría recaiga en el cuerpo o en el alma, por un instrumento de placer
estéril, es decir, un ser degradado, o por la proyección de sueños
imposibles, es decir, un ser imaginario. La idolatría antigua (al menos en
sus albores) elevaba hacia Dios las cosas de la naturaleza, mientras que la
idolatría moderna las degrada hasta la nada.
***
DINERO Y DESPRENDIMIENTO. — El hombre que ama el dinero por sí
mismo, es despreciable. Pero también se puede amar el dinero por lo que
procura. Ahora bien, en el mundo moderno, la mayor parte de los goces o
de los recreos del hombre, desde el placer de comer un alimento sano hasta
las satisfacciones del espíritu (lecturas, viajes, etc.) dependen del dinero.
Para que los hombres estuvieran desprendidos del dinero, sería preciso
crearles antes condiciones de existencia en las que pudiesen ampliamente
expansionarse carnal y espiritualmente, sin tener que recurrir a él. Así, el
campesino no necesita consultar su bolsillo para comer saludablemente,
recibir a sus amigos, gozar de la belleza de la tierra y de las estaciones, etc.
No le ocurre lo mismo al habitante de las ciudades: la falta de dinero le
priva de casi todo. Una de las lacras más repugnantes de nuestra
civilización es que el hombre no pueda despreciar el dinero sin renunciar
al propio tiempo a los demás bienes de la tierra, que no baste para eso
tener el corazón bien plantado, sino que haga falta ser un santo.
***
70
INFANCIA E INFANTILISMO. — La caducidad remeda la infancia, cierto
espíritu de infancia flota en el umbral de las tumbas. La parodia de la
inocencia es el estigma de la decrepitud final. ¿Y si jugásemos a ser niños,
y si jugásemos a jugar?: suprema súplica del comediante cansado de todos
los papeles humanos...
Un hecho cargado de enseñanzas es el empico del término “poupée”
para designar a un amante o a una niña. Se tiene miedo de las almas; se
tiene miedo de lo serio de la realidad: sólo se está a gusto con juguetes. Y
este remedo de la infancia se encuentra en el extremo opuesto del auténtico
espíritu de infancia. La gravedad del niño presta un alma a las cosas muer-
tas; la futilidad del adulto decrépito arranca el alma de las cosas vivas.
Juego al revés, juego esterilizante: el hombre mecanizado sólo puede amar
los títeres...
***
¡Dios sabe hasta qué punto me ha hecho sufrir el espectáculo del mal
más insignificante, de la más mínima vulgaridad! Y, sin embargo, a través
de todos mis disgustos, respeto a las almas y les otorgo mi confianza.
¿Contradicción? No. Miro a los hombres en función de Dios y eso explica
mi doble actitud ante ellos. Los desprecio porque han caído hasta ahí; los
respeto porque han caído de Dios, y porque, aun en el término de su caída,
conservan su perfume. Por lejos que estén de su Padre, aún dependen de
Él. Sufro tan fácilmente porque el menor atentado a la imagen de Dios me
parece un mal incalculable; espero invenciblemente porque creo que
ninguna mancha puede borrar completamente esa imagen.
***
En las almas más abyectas queda un vestigio incorruptible de pureza
divina. ¿Qué importa que ese vestigio no aparezca? La menor nubecilla
basta para velar una estrella, pero ninguna puede alcanzarla ni mancharla.
***
MITO DEL FÉNIX. Es la última palabra del optimismo. No es del
fuego, ni siquiera del barro o del estiércol de donde renace el ave
maravillosa, sino de la cosa más estéril y muerta por esencia: de la ceniza.
Dios renacerá hasta de la más vana de las vanidades. Y esta fe me consuela
al ver convertirse en polvo las almas de los hombres.
71
VIII
EL PUÑAL Y EL VENENO
72
Dicho de otro modo: siempre estamos dispuestos a vengar sobre el
ser débil que nos ama los ultrajes que nos inflige el ser fuerte que odiamos.
***
No conozco clase más repugnante de hombres que la de los seres
morales agriados por el sufrimiento y el deber cumplido y que se
constituyen acreedores del destino. Al oírles exhalar su rancia estimación
de sí mismos, se siente a Dios culpable, humillado, casi refutado. Estos
seres de deber y sacrificio han merecido de tal modo el paraíso sin
obtenerlo, que se ven ahora en el derecho de rehusarlo: su “virtud” se basta
a sí misma. Propongo esto como contribución al estudio de las fuentes del
ateísmo moral.
***
SUBTERFUGIOS DE LA PIEDAD. — “Me compadezco infinitamente de
vosotros. ¿Qué puedo hacer para ayudaros?” Pudiera creerse que el que así
nos habla anhela un alivio de nuestra pena. No siempre. Puede ser que
nuestro sufrimiento sea para él un espectáculo muy agradable, muy
reconfortante; su piedad es, en ese caso, la expresión disimulada de un
secreto regocijo; desde que sufrimos menos, dejamos de alimentar su gozo,
y la piedad se torna en irritación. Un restablecimiento demasiado rápido es
a menudo una aguda decepción para los que nos abruman con su piedad.
—Quiero inclinarme sobre tu pesar a condición de que tu desesperación
subsista, quiero curar tu llaga, pero a condición de que tu llaga sea
incurable...
***
In angnstiis amici apparent. — Yo diría más bien, para los verdaderos
amigos, in felicítate... El amigo verdadero no es el que sabe inclinarse con
piedad sobre nuestro sufrimiento, es el que sabe mirar sin envidia nuestra
felicidad. Los amigos que más nos “rodean” en los días de miseria son, a
menudo, aquellos a los que nuestra felicidad crispa e irrita. Nuestra alegría
es la piedra de toque de su piedad. No hay peor decepción para estos
consoladores que el sentirnos consolados. La amistad es, sin embargo, un
convivium total. Debiera saber compartir nuestro gozo el que pretende
compartir nuestra pena. ¡Pero no es nuestra pena lo que comparte! Ella le
causa una alegría (la única alegría posible al envidioso es la de sentirnos
tan vacíos, tan pobres como él) y su compasión aparente no es más que
73
una forma bajísima de la gratitud. Por el contrario, nuestra felicidad que
rompe esa relación de igualdad en la nada le causa pena, y su acritud, su
resentimiento, no son más que una forma bajísima del rencor.
***
Estás asido a la verdad. Pero miras de reojo también hada el éxito.
¿No sabes que estas dos cosas se excluyen? ¿Desde cuándo se puede al
mismo tiempo agradar y decir la verdad? Está en el orden que el mundo te
rechace, a ti que has escogido el bien que el mundo ignora o detesta. Si por
ello sufres demasiado, si, quedando penosamente y como a disgusto
remachado a tu fe, lanzas una mirada cargada de acritud y de envidia sobre
las opiniones del mundo, es que no estás ni muy seguro ni muy satisfecho
de haber escogido la mejor parte...
***
OBRA MAESTRA DE LA MALEDICENCIA. — Los murmuradores que
más nos perjudican son aquellos cuya murmuración mezcla sabiamente el
bien con el mal y parece que sólo de rechazo hace notar el mal. La
divulgación del mal reviste así una apariencia de objetividad dolorosa que
le confiere una fuerza acrecentada por la persuasión, y ahí está la cúspide
del arte de murmurar.
***
CRITERIO DE LA MEZQUINDAD. — Un hombre es mezquino en la
medida en que confunde el mal que le sobreviene con una injusticia.
***
AL IMPOTENTE IRRITABLE. — Las virtudes del guerrero no están a tu
alcance. Sus pecados tampoco. Tú no sabrías ser duro con los fuertes:
aprende al menos a ser dulce con los débiles. Esta ha de ser para ti la regla
de oro: haz cada día por bondad allí donde podrías ser malo sin peligro
(especialmente con los que te aman) lo que haces a menudo por cobardía
allí donde supondría algún mérito o algún riesgo el irritarte o vengarte.
***
SANTIDAD Y FARISEÍSMO. — No se escapa del fariseísmo más que por
la santidad. Pero lo horrible es la solidaridad social de la santidad y del
fariseísmo. La santidad perpetúa el fariseísmo: le proporciona, como el
74
huésped al parásito, materia para que subsista y se expansione. La santidad
condena desde dentro el fariseísmo, pero al mismo tiempo lo alimenta, lo
justifica, por así decirlo, desde fuera. Si los santos no infundieran sin cesar
sangre nueva al organismo religioso o político al que se adhiere el fariseo,
éste no tardaría en perder toda apariencia y todo crédito y en morir
socialmente de inanición.
Es horrible para el santo-e incluso para el simple creyente honrado y
de fe viva pensar en los parásitos que fundamentarán sobre él su influencia
y se servirán de su pensamiento y de su ejemplo para mutilar o envenenar
a las almas. ¿Que ha vivido vuelto hacia las cosas del cielo? Se le
presentará como sofocador de la vida. ¿Que ha bendecido la tierra y la
vida? Se extraerán de ello argumentos en favor de una alegría terrena
apartada de las fuentes divinas, de una voluptuosidad anárquica y estéril.
Nuestros enemigos, nuestros detractores, todos los que por la fuerza o por
la astucia tratan de arruinar nuestra influencia, toman aíres de
bienhechores si se los compara con esos discípulos degenerados que, para
hacer que los hombres acepten su veneno, lo disimulan bajo nuestro
brebaje. Pues los primeros sólo pueden neutralizar nuestra influencia,
mientras que los segundos, bajo el pretexto de dilatarla, la corrompen.
Aquéllos nos reducen a nuestro cauce (¿y es eso tan gran mal para un
río?), pero éstos convierten nuestros manantiales en charcas. Para prevenir
de una vez para siempre nuestro verdadero pensamiento contra las
acometidas de los fariseos que se escudarán en nosotros, quisiéramos
poder gritar a las almas de buena voluntad: ¡cada vez que alguien intente
imponeros en mi nombre alguna cosa que os hiera u os debilite en una
parte sana y pura de vuestro ser, sabed de cierto que no he querido deciros
tal cosa!
75
IX
VERDAD DE LA MUERTE
“El hombre es más grande… porque sabe que muere” (PASCAL). Ahí
está en sí el nudo del drama humano. La muerte en sí no es nada; sólo
aparece trágica e insoportable al que sabe que muere. Saber que se ha de
morir, supremo horror de la condición humana, pero al mismo tiempo,
garantía de liberación, este conocimiento terrible que da idea de la muerte
es la prenda de nuestra inmortalidad. La muerte no es transparente a sí
misma; allí donde, existe, se ignora, allí donde se la conoce no es más que
prueba, apariencia. Esa luz que produce la muerte en nosotros está ya
situada al otro lado de la muerte.
***
MISTERIO DE LA MUERTE. — Domino el tiempo y el espacio, concibo
lo infinito y lo eterno, mi pensamiento y mi amor se sienten capaces de un
desarrollo ilimitado. Y, sin embargo, estoy encerrado en un cuerpo, y este
cuerpo va a morir. ¿Qué me hará la muerte? Más allá de los límites de la
carne habito ya en el infinito: ¡la muerte habrá de matar en mí ese infinito
o esos límites!
***
EL DÍA SIGUIENTE DE LA MUERTE. — Aun para los que nunca han
vivido a Dios aquí abajo, la entrada en la luz ha de ser algo infinitamente
simple: el alma, puesta brutalmente delante de Dios, se encuentra frente a
una cosa totalmente nueva, virgen, inesperada, y, sin embargo,
absolutamente normal. Esta revelación es tan plena y tan radical que se
traga el asombro. Aquello que jamás se ha concebido ni siquiera
sospechado, tiene el hombre la impresión de volverlo a encontrar...
76
***
MAJESTAD DE LA MUERTE. — “No veo la razón de respetar a los
muertos” (HUGO). — Cierto, la muerte no añade ni quita nada a la
dignidad del que muere. El drama o la farsa queda tal cual es. Pero la caída
del telón es siempre divina. Lo que causa la majestad de la muerte es sólo
el telón que cae. El muerto es sagrado no porque haya terminado su vida,
sino porque el punto final de esa vida ha sido puesto por Dios, y por Dios
solo. Dios ha dicho: ¡Basta! Esta es la hora en que estarás solo ante mí. En
este “llamamiento” eterno es donde reside la indecible solemnidad de la
muerte.
***
Se nos han dado algunos instantes—el tiempo de la vida terrena—
para adivinar a Dios bajo las apariencias. Después será demasiado tarde. El
amor que el Dos escondido no haya comenzado a inspirar aquí abajo no
nacerá al contacto de su gloria desvelada. Para aquellos cuya fe nada haya
adivinado en las tinieblas, la evidencia no les traerá nada: pues la eternidad
corona las virtudes divinas, pero no las crea. Su concepción y su gestación
tienen lugar en los repliegues tenebrosos del tiempo, y la muerte—natalis
dies—sólo los hace surgir a plena luz.
***
Natalis dies... — Si la muerte es un nacimiento hay que reconocer
que la mayor parte de los hombres no están preparados para ese
nacimiento. Mueren antes de tiempo. El aborto, que es la excepción en el
orden biológico, es la regla en el orden espiritual.
***
PREPARACIÓN A LA MUERTE. — Los seres a los que la muerte deja
indiferentes o incluso atrae, son de dos clases: los enfermos, los hastiados,
los impotentes que han descendido bastante bajo hacia la muerte-nada, y
los héroes y los santos que han subido bastante alto hacia la muerte-
plenitud. Los primeros están prestos a morir porque ya no tienen ataduras
y los segundos porque ya no tienen límites.
***
77
¿Por qué los que tienen el alma muerta son los que más tiemblan ante
la muerte física? Porque no quieren reconocer su muerte interior, porque
necesitan la pantalla de la carne (y esos pobres gestos que remedan la vida
perdida) entre su alma muerta y el Dios vivo.
***
SACRIFICIO E INMORTALIDAD. — Unicamente estoy dispuesto a morir
por algo en la medida en que ese algo me hace vivir. Dicho de otro modo
sólo estoy dispuesto a morir en la medida en que siento que participo de
otra vida. El sacrificio prueba así la inmortalidad. Pero el que no ama nada,
y por tanto, no se siente nutrido y como creado interiormente por una vida
que desborda su propia existencia, ése rehúsa instintivamente el sacrificio.
Sólo se posee a sí mismo: es lógico que trate de conservar lo que tiene.
VIDA Y MUERTE. — Entre la vida terrena y esa otra vida que se abre
con la muerte, el contraste, para el hombre normal, es menos violento de lo
que se cree. El miedo a la muerte no puede ser algo absoluto para el que
ama rectamente la vida. El ser que prefiere todo a la muerte, no sabe vivir.
Tiene miedo de la muerte porque la lleva en sí mismo, esta muerte eterna
que comienza ya en el tiempo. Tiene miedo a la muerte, se aferra
desesperadamente a las formas moribundas y muertas de la vida y de la
felicidad porque ha perdido toda confianza en la vida, en la fuerza y la
eternidad de la vida. Por lo demás, las formas de civilización en las que el
hombre se afana por proteger su vida, por los medios más artificiales y tal
vez por los más sacrílegos, son también aquellas donde más abunda el
suicidio. Estos dos fenómenos tienen idéntica esencia: ¡el suicidio implica
sólo un grado más—o menos, según los casos—en la impotencia de vivir!
***
SUICIDIO. — Conviene distinguir entre el suicidio que procede de una
impotencia interior de vivir (y que es señal de una absoluta inferioridad) y
el suicidio de los individuos aún sanos y aptos subjetivamente para vivir,
pero sumergidos en una atmósfera social irrespirable (y que indica una
superioridad relativa). Este suicidio por imposibilidad de adaptarse a
ciertos niveles de bajeza y de decadencia sociales no ha de ser confundido
con esa cobarde huida fuera de sí mismo que es el suicidio ordinario. Aquí,
el hombre desespera de sí mismo; allí, no desespera más que del mundo.
***
78
SUICIDIO EN DETALLE. — “Quae ex nihilo facta sunt, per se ad
nihilum tendunt” (SANTO TOMÁS). Todo pecado es un suicidio parcial
(¿qué busca, en efecto, el pecador sino aturdir momentáneamente una parte
de sí mismo, ahogar con una mentira una llamada de Dios?), una especie
de compromiso con la nada renovado indefinidamente de tal modo que la
muerte, cuando suene su hora, no tenga nada esencial que arrebatarnos y
no barra más que un fantasma vacío de toda sustancia, una presencia
puramente material, un peón anónimo sobre el tablero de ajedrez social.
¿Y quién es el más cobarde y el más culpable a los ojos del Dios vivo, el
desesperado que se suicida una vez por todas o el “gozador” que ha pasado
su vida suicidándose gota a gota?
***
Este desgarro entre la pureza exigida por el Evangelio y la turbia, la
baja sabiduría del mundo, lo he vivido hasta la tortura. Este mundo impuro
donde el gusano crece con el fruto, donde no se puede matar el gusano sin
esterilizar el fruto, esta vida de mediastintas, de compromisos y de
hipocresías en la que hay que mancharse las manos o cortárselas..., ¡qué
necesario es que todo esto no tenga duración indefinida y que la muerte
venga mañana a liberar en nosotros al ángel torturado que no puede aquí
abajo ni morir ni vivir! Yo no tendría coraje para dar un paso más sobre
esta tierra si supiera que tendría que caminar siempre por ella. “¡Es la
muerte la que consuela y la que hace vivir!...”
***
In mezzo del camin di nostra vita... — Me he detenido en el
Champel, he escalado la montaña de Vinobre, he vuelto a ver la casa donde
mi abuela vivió de joven y su horizonte familiar. Todo eso era extraño a
mis ojos, pero mi alma lo ha reconocido en una vibración dolorosa que
venía del más allá de mí mismo. Toda mi vida subterránea, todas mis
raíces se han estremecido. Todo lo que mi abuela narraba en otros tiempos,
esos pobres relatos de vieja que yo oía sin escuchar han emergido
súbitamente de los abismos del olvido; la he visto, niña, corriendo por este
árido camino al encuentro de su madre que volvía el sábado del mercado
de Aubenas con una hogaza de pan blanco, rara y suprema golosina; sus
emociones, sus esperanzas, el ciclo monótono de sus trabajos y de sus días
han revivido en mi espíritu, nimbados de una plenitud desgarradora. Ella,
que durante toda su vida me fue tan indiferente, me ha comunicado como
en un relámpago su alma y su visión del mundo. He mirado un momento
79
con sus ojos esta montaña y este horizonte. La comunión, la identidad que
su presencia jamás había suscitado, las he encontrado al contacto de
nuestra madre común, de esta tierra que la había alimentado. En esta
irrupción del pasado en mí, reconozco que he alcanzado ya la segunda
vertiente de la existencia y que comienzo a descender hacia los muertos.
***
AL QUE SE SACRIFICA. — ¿Cómo es que te veo luchar y sufrir por esa
causa impura? —Y tú, ¿cómo osas reprenderme? ¿No ves que me he
arrancado del reposo y de la felicidad, no ves que zozobro? —Lo sé. ¡Pero
te ahogas en agua sucia! — ¡Qué importa el agua, ya que me ahogo! —
Aleja de ti esta postrera avaricia. Mejor que tu puerto, debes buscar tu es-
collo. Más que tus razones de vivir, pesa y purifica tus razones de morir.
Lejos de esas aguas ribereñas adulteradas por el fango de los ríos y el
derrame de los albañales, vuelve tus ojos hacia el lejano horizonte de alta
mar, donde la paz del cielo se une a la batalla de las olas. Hasta allí—hasta
esa soledad, hasta ese silencio—no tienes derecho a zozobrar.
80
X
SEIPSUM EXINANIVIT
82
La prueba de una soberana facilidad en el obrar consiste en hacer una
cosa dando la impresión de que se hace otra o de que no se hace nada. Las
mujeres que mandan mucho parecen obedecer. Y el mundo, ¿parece
realmente que está gobernado por Dios?
***
PROSTITUCIÓN DE DIOS. El grado de abyección y de vanidad
alcanzados por el hombre nos da la medida del amor divino que ha
descendido hasta ahí. Prostitución por amor; apenas podemos comprender
esto, pues nuestras prostituciones son planas, nacidas de la cobardía o de la
avaricia. La prostitución de Dios por el hombre es la contrapartida
espantosa de la prostitución que el hombre ha hecho con los ídolos.
“Porque te amo más ardientemente que tú a tus bajezas...”
***
Fuerza y necesidad. La mayoría de los seres tienen necesidad de
nosotros según su debilidad: sienten grandes deseos de completarse. Pero
algunos tienen necesidad de nosotros según su fuerza: tienen sed de
derramarse, de repartir sus tesoros. Y estos últimos son tal vez los más
débiles en su amor, pues no hay nada más débil que la fuerza cuando anuí.
La necesidad de dar es más imperiosa que la de recibir. Y por eso Dios es
tan débil, con esa suprema debilidad de la plenitud que se desborda, que no
puede dejar de desbordarse.
***
Cristo sobre la Cruz olvidó que era Dios. Así, toda la angustia del
mundo pudo entrar en Él. Conservó el infinito divino para acoger el
sufrimiento y perdió toda fuerza divina para soportarlo.
***
Ich gebe kein Almosen. Daza bin ich nicht arm genug. — Misterio del
ser y del tener: el pobre da limosna, el rico se da así mismo. Así da Dios.
***
Hacerse el más pobre a fin de salvar a los más pobres. Permanecer lo
bastante abajo pues hay una caída de la humildad y del amor que es el
contrapeso divino de la caída del pecado, permanecer lo bastante abajo
83
para que los más agotados y coba riles no tengan que subir para llegar a
nuestros brazos.
***
COMPRENSIÓN DE LA IMPUREZA Y DE LA BAJEZA. Para comprender al
más bajo de los hombres hace falta, al menos en cierto sentido, parecerse a
él. Se necesita haber descendido hasta él. Pero hay otra manera de
descender; consiste en subir hasta Dios. E1 alma impura comulga con la
miseria de otro en cuanto que participa de ella: el alma pura, en la medida
en que permanece indemne: la una es lanzada hacia abajo por el peso del
pecado; la otra, por el peso del amor. Los santos son los que menos se
asombran del mal: su amor, como el de Dios, tiene según el verso de
Víctor Hugo, “la distancia del bien al mal por envergadura”.
84
XI
CONTRA SPEM IN SPE
85
La fatalidad aprieta sus garras. Mañana será como hoy. Ya no hay
salida. Lo irreparable germina en ti como un cáncer. Saborea la impotencia
de tu esfuerzo y la impotencia aún más amarga y más secretamente
desesperante de tu oración. Es el momento de pedir: pide ahora, porque tu
súplica ha dejado de ser astucia y concentración humana, previsión,
cálculo de probabilidades y es, por el contrario, auténtica oración. Ora con
los pies hundidos en el peligro. Ora con la cabeza baja, ora cuando te
encuentres acorralado contra la pared o herido de muerte. Ora cuando
sientas la rebeldía en tus labios o el soplo de los demonios en tus oídos, ora
en el silencio de la desesperación. Elevar una oración desde el seno de lo
irreparable, esperar de Dios su alimento a través de las ramas enmarañadas
de lo imposible, ¿hay cosa más divinamente humana? ¿Te imaginas lo que
sería—si pudiera ser tal absurdo—la oración de un condenado? ¡La
esperanza incandescente, la locura de esperanza, que sería la única entre
las cosas creadas que respondiera totalmente a la locura de amor de Dios!
El contra spem in spe del Apóstol mortalmente realizado en su pureza, en
su belleza absoluta...
INFIERNO. — Lo que nadie ha intentado todavía: expresar
simbólicamente el último testimonio de la criatura a su Dios, el testimonio
del condenado cuya desesperación ahoga la misma rebeldía; una pena en
que un condenado hable a Dios a través de montañas de imposibilidad.
Porque el infierno sigue siendo amor. El gusano que no morirá nunca
aún es Dios, el inefable vestigio de Dios, la imagen hambrienta de Dios
que, a la vista de Dios que se ofrece, retrocede preso entre las garras de lo
imposible. Todo el infierno consiste en este retroceso. El amor cautivo, el
fuego subterráneo (qué penetración hay en este simbolismo; ningún
volcán liberador se ofrece a este fuego), una eternidad de amor asfixiada.
Lo que sólo Dios puede acoger, lo que nadie más que Dios puede llevar, el
amor inextinguible infundido en el hombre, aquí el hombre lo lleva solo,
aquí el hombre lo carga sobre sí con todo su peso. La transmutación
inconcebible se ha realizado: el amor ya no se da más, ya no irradia,
cristaliza todo entero en un yo compacto, indisoluble, cerrado. Las
bóvedas del infierno están hechas con sus cristales. Al “yo” no le queda el
menor resquicio, el dolor ya no tiene más salida. Todo el ser humano—
todo el sello divino—se encuentra en el cautiverio de una negación eterna.
Dios se ofrece todavía, Dios se ofrece siempre. Y el amor prisionero,
el amor vuelto contra sí mismo enloquece en su jaula viviente. La bestia
hambrienta que se alimenta, que se embriaga con su hambre, la bestia
encadenada que crea y adora sus cadenas, contempla siempre sin un
86
relámpago de sueño (hay que amar para dormir: el sueño es un abandono)
la presa inasequible en que están condensadas todas las redenciones.
Cuando el amor no puede descender, su última tortura consiste en ser
amado. Todas las quejas del condenado cara a cara con Dios están
encerradas en estas palabras: porque Tú me amas...
Confesión del Atlas infernal: llevo a cuestas algo más que un mundo,
llevo yo solo la imagen de Dios.
***
La distancia que he recorrido para desertar de tu presencia—esa
distancia que tu llamada ha vencido siempre—-me da la medida de tu
inmensidad y de tu amor. Lo que en mí te ha reconocido, lo que ha son-
deado tus abismos, lo que me ha llenado de esa luz cruel, cegadora y
definitiva ha sido mi última fe al mirar a través de mi última
desesperación, ha sido esa terrible mezcla en mí de ingratitud hacia Dios y
de esperanza en Dios. Te conocía ya por haber dormido sobre tu seno, pero
el día en que te reconocí desde tan lejos me pareció que te descubría por
completo, que te veía por vez primera...
***
Tu belleza, tu inocencia, tu vida..., para que yo pudiera comprender
esto y saborear desesperadamente sus profundidades, ha sido necesario que
un abismo de imposibilidad se abriera entre nosotros. Cuanto más
inaccesible me parece, más siento, más adivino lo que eres, ¡Señor! Tu
imagen se proyecta para mí sobre la pantalla de lo imposible.
Fuiste Tú para mí, Señor, el nido y el alero. Y te has convertido en el
vacío y la tormenta. Tropiezo contigo en medio de la inclemencia del
espacio abierto. Aquí me tienes: frío, barro, tinieblas y angustia del átomo
abandonado. La espina lejana del recuerdo, la imagen suavemente
venenosa de felicidades sepultadas. ¡Adelante! Los tiempos del nido se
han acabado, la nostalgia del nido es espejismo y traición. La extensión te
llama: el vacío es la patria de las alas. Germinará para ti un nuevo amor
en el estallido de la tormenta.
***
El viento que henchía mis velas matinales, el viento que prometía
todo, acaba de conducir mi barca al naufragio. Mas, ¿por qué maldecirlo?
87
Ese mismo viento impulsará a otras barcas más fuertes hasta las riberas
venturosas.
***
AL DESESPERADO. — Medianoche en tu alma. Te ahoga el
remordimiento y el disgusto de ti mismo... Pero la aurora apuntará mañana
como ayer: tus pecados no han cansado al sol. ¿Crees que podrán cansar al
que ha creado el sol?
***
Todo muere en ti. Tu carne te abandona. Una mano fatal te despoja de
tu propia naturaleza. Pero supera las apariencias. No es tu carne lo que
muere, es Dios que acaba de encarnarse en ti.
***
La muerte llama a la puerta. Quiere entrar, quiere tomarlo todo. Mi
lealtad, mi fidelidad vacilante, pero inclinada hacia el Ser, hacia mi fuente,
responde: no se recibe. Este apólogo resume todo mi optimismo.
***
VERTIENTE HUMANA Y VERTIENTE DIVINA DEL DOLOR. — Para
alcanzar la vertiente divina hay que pasar por la desesperación. Mientras
trepamos por la vertiente humana, la oración y la esperanza permanecen
colgadas del yo carnal y finito. A continuación alcanzamos la cima, que es
la desesperación absoluta. Y, por último, descendemos por la vertiente
divina, en la que la oración y la esperanza, ya desarraigadas, están
suspendidas solamente de Dios. Tres frases de Cristo durante su Pasión
expresan muy bien los tres estados del alma que corresponden a estos tres
momentos. La oración aún cautiva del yo: transcat a me calix iste. La des-
esperación: Eli, Eli,lamma sabachtani. El abandono total: in manus tuas
commendo spiritum meum.
DIALÉCTICA DE LA DESESPERACIÓN. — Afirmo contra los nihilistas
contemporáneos (Bataille. Sartre. etc.) el valor esencial de la experiencia
de la desesperación. Mientras que para ellos la desesperación es un fin,
para nosotros es un tránsito, una prueba. La cumbre de la santidad reside
para el cristiano en la repulsa de la desesperación. Para rechazar la
desesperación, primero hay que probarla, padecerla a fondo (pues es un
valor esencial: Deus, Deus meus, quare me dereliquisti?); pero, al mismo
88
tiempo, hay que superarla por un acto de amor ciego, incondicional (pues
no es un valor supremo: in manus tuas commendo spiritum meum).
Mientras que los nihilistas predican la desesperación pura y simple,
nosotros predicamos con San Pablo la esperanza contra la esperanza.
Solamente se posee a Dios, en su pureza sobrenatural, a través de la
desesperación padecida y superada. Para decirlo con más precisión, lo que
nosotros ensenamos no es la desesperación, sino la esperanza sin consuelo
ni complicidades naturales, que, por encima de todas las apariencias, de
todas las posibilidades humanas levantadas contra ella, se apoya
únicamente sobre la misericordia inefable de Aquel que “no da como da el
mundo”. Es, en el fondo, la enseñanza de San Juan de la Cruz: para esperar
solamente en Dios es preciso haber desesperado de todo lo que no es Dios.
***
PURIFICACIÓN. — Cuando la inteligencia se conforma con no
comprender más y el corazón no desea querer más y se sabe al mismo
tiempo que la plenitud de la luz es la que ciega el pensamiento, y la
plenitud del bien la que mata el deseo, entonces alcanzamos el umbral de
la caverna, la línea divisoria entre ¡o humano y lo divino.
**+
AMOR FATI. — Nada hay más bello, nada más profundo que lo que
es. Mas para comprender esto hace falta haber vivido y aceptado
amorosamente la tensión irreductible, el desgarramiento absoluto entre lo
que es y lo que se desea. Mientras la realidad se adapte más o menos al
deseo (o, por lo menos, no le contradiga demasiado), no se dará un
verdadero contacto con ella, sólo se vivirá de los propios sueños. Pero
cuando lo que es contradice mortalmente a lo que se desea y, a pesar de
esto, preferimos con toda el alma lo que es, entonces, ciertamente,
poseemos lo real en toda su pureza.
***
Cuanto más se agota en mí la experiencia afectiva de lo divino, más
arraiga en mi pensamiento la fe, irrefutable, absoluta, inmortal, en el Dios
cristiano. Antes, en medio de transportes religiosos me atravesaba a veces,
como una flecha, este pensamiento: ¡es demasiado dulce para ser verdad!;
y ahora, en la trascendencia desértica de mi fe, pienso: ¡es demasiado
verdadero para ser dulce!
89
***
NECESARIO E IMPOSIBLE. — El amor sobrenatural es el punto de
convergencia de lo necesario y de lo imposible. Dios es el único necesario
(unum necessarium), pero su reino no es de este mundo.
***
Valor ilimitado del ser furtivo y moribundo, del ser único y
perecedero. Te amo porque pasas: tu nobleza y tu último encanto residen
en la nada que te espera. Me siento capaz de amar lo efímero contra lo
eterno, hasta el infierno y hasta más allá del infierno. Mi amor vuela más
lejos que el castigo de mi amor.
Pero yo no puedo blasfemar contra Ti, Ser eterno. Pues la debilidad
de la criatura adorada me ha hablado de tu debilidad; su pobreza me ha
dicho de tu miseria, y en cada pulsación del tiempo siento desfallecer tu
eternidad. ¿Quién mejor que tú ha conocido el horror del ser único y
perecedero? La agonía de tu amor expira en el centro de nuestras agonías.
Tu espera extenuada bebe nuestros supremos olvidos.
Tropiezo contigo en todos los caminos de la perdición; al contacto de
todas las copas envenenadas encuentro tu cáliz...
—He gritado a la alegría y me ha respondido el dolor. Por mi
amargura, por mi desesperación de hoy, puedes juzgar la profundidad de
mi esperanza de ayer, que Dios ha traicionado. — Te falta la verdadera
ambición, esa santa ambición del alma que ninguna alegría aquieta. Si
Dios hubiera respondido a tu primera llamada, ¡qué diálogo más trivial y
tonto se hubiera establecido entre tú y Dios! El silencio de Dios agudiza,
eterniza tus preguntas: les proporciona una respuesta divina. Que tu
amargura espere en paz: ecce in pace amaritudo amarissima. Tu marcha
sedienta por el desierto crea el oasis donde has de beber. Levántate. Eres
un hombre: el instinto de Dios ha debido traspasarte algún día. ¿Cómo te
podrías quedar satisfecho con una alegría que no sea la alegría suprema,
con una alegría distinta del abismo que te rodea y que te espera? Busca, a
través de todo, la alegría que nada supera. — Todo esto está muy bien.
Pero, ¿y si muero en el desierto antes de llegar al oasis prometido? —
¿Olvidas tu poder creador? ¡Lo que importa, lo que se graba sobre la
eternidad no es tu muerte, es la acogida que tú le hagas!
***
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“No se puede permanecer mucho tiempo sobre la punta de los pies”
(Tao). Ineficacia de la tensión voluntaria en las cosas espirituales. La
vigilancia respecto a Dios no debe ser una tensión, sino una relajación. Es
preciso que el acto por el que mantengamos viva en nosotros la adhesión al
amor divino sea una especie de desfallecimiento del alma, un
desvanecimiento, en el más profundo sentido de la palabra. Orar no es ten-
sar el yo, sino relajarlo. Esta desaparición invita a la gracia, a la gracia que
nos llena de Dios en la medida en que nos vaciamos de nosotros mismos.
Y esto no implica ninguna puerta de escape, ningún límite, ningún riesgo
de agotamiento o de fracaso: el hombre tiene siempre la fuerza suficiente
para hacer que se pierda en Dios su debilidad.
***
RECONOCIMIENTO V ESPERANZA. — La gratitud hacia el ser infinito,
que es Dios, es inseparable de la esperanza. ¡Me has dado ya tanto!: la
mejor, la única manera de reconocer tus beneficios pasados es contar con
tus beneficios por venir. En verdad, por sombría y desesperada que sea la
hora presente, renegaría de tu gracia de ayer si no creyera, a través de
todas las apariencias, en tu gracia de mañana.
91
XII
LA SOLEDAD Y EL SECRETO
92
***
SUPREMA LIMOSNA: liberar su soledad interior, “expresar” su vida, su
secreto. Dar el jugo de su alma, la sangre de su pensamiento. Sacar a la
luz, para ofrecerlo a otros seres, el misterio que fecunda nuestra noche.
Matar su silencio para darlo. El mundo se aprovechará tal vez de la
ofrenda. Pero, ¿qué le queda al donador, a la víctima? ¡La corteza marchita
del fruto exprimido!
***
SUFRIMIENTOS DEL APÓSTOL. — No quiero conquistarte, no quiero
que participes de mi opinión, quiero solamente darte esta verdad que
depende tan poco de mí como la luz del día. ¡Quisiera que tú, tú también,
vieras el sol! ¿Tengo yo la culpa de que la Verdad sea mi verdad? ¿Crees
que no sufro por ello? Quisiera podértela dar sin tocarla. Acéptala: no
mires las manos que te la ofrecen. Me avergüenza que Dios se vea
obligado a pasar por mí...
***
MÁSCARAS. — Vuestra verdad es demasiado pura, por consiguiente,
demasiado vulnerable. Entonces para protegerla tomáis una máscara de
ironía o de ligereza o de vulgaridad o de esnobismo. (No todas las másca-
ras son nobles, y el hombre no tiene que esconder más que su miseria; y si
hay máscaras nobles sobre semblantes viles o falsos, también se
encuentran sobre rostros nobles máscaras de bajeza y vanidad:
escondemos bajo una máscara todo lo que no es confesable espon-
táneamente, todo lo que, en bien o en mal, sobrepase las conveniencias del
medio en que vivimos. Ciertas virtudes solitarias son tan inconvenientes
como los más bajos móviles...). Tomáis una máscara, dije, para satisfacer
vuestro pudor o vuestras comodidades de hoy con la intención, no
obstante, de no engañar al mundo y de que, bajo esa máscara, se adivine
vuestra verdad. Sed prudentes: los hombres tomarán en serio esa máscara
más a menudo de lo que podéis imaginar, y la confundirían durante mucho
tiempo, si no siempre, con vuestro semblante. ¡Cuántos hombres han
muerto sin haber encontrado una mirada bastante pura para quitarles su
máscara! Pienso, por ejemplo, en el caso de Baudelaire...
Creo, sin embargo, en la virtud de la máscara. La máscara opera una
selección alrededor de nosotros. Quienes sean capaces de penetrar a
través de ella, son dignos de amarnos. Por eso Dios lleva tantas máscaras.
93
***
Ironía: forma agresiva del pudor...
***
GENIOS... Y SANTOS. — Hay algo en ellos que me irrita:
conscientemente o no, monopolizan las cosas supremas, se presentan como
“concesionarios exclusivos” de lo divino, ¡y, sin embargo...! ¡Cuando ellos
han pasado, Dios permanece todavía virgen! La obsesión de esta faz
“intocable” de Dios me consume como la fiebre. Tengo miedo, Señor, de
quienes han llegado muy lejos en Ti: tal vez sean los que más te traicionen.
Son los que más hondo han penetrado en Ti, es verdad; pero, ¿por qué
hemos de creer que hayan llegado hasta el fin de Dios?
***
AFECTIVISMO, SUBJETIVISMO, ETC. — Sed de quedar libre de todo
esto. Horror de una mirada que no lleva más lejos que el deseo. Necesidad
de una verdad que no dependa ni de esta noche, ni de esta floresta que el
viento agita, ni de esos ecos que las paredes de los siglos devuelven, ni de
una embriaguez o de un disgusto demasiado pobres para llenar mi pecho.
¡Beber la verdad en un espejo que no empañe mi aliento! ¡Deseo casto y
desmesurado: una verdad solitaria, una ubre cuya leche no se corte al soplo
del ayer y del mañana, una luz que no sea la hembra de mis sueños y de
mis deseos!
***
INCOMPRENSIÓN DE LOS HOMBRES. — Si los hombres te abren
demasiado de prisa su corazón y su espíritu, tu poder de amar y de crear se
detendrá, se disolverá en parte de la facilidad eufórica de la comunión;
pero si te ignoran, si te ofrecen resistencia, esta dureza aguzará tu espíritu
como una piedra de afilar o le hará rebotar en una soledad nueva más rica
o más creadora.
Dos maneras de respetar: la exterior y la interior. La primera está
condicionada por la distancia, la separación, la no posesión. La intimidad
la mata. La segunda aumenta, al contrario, en la medida en que el ser
amado se entrega más profundamente: descubrimos entonces en él tales
secretos, tales virginidades, que nos sentimos desfallecidos de veneración.
Respetar desde afuera importa bien poco. El respeto sólo es pleno y
94
profundo cuando brota de la posesión del ser respetado. Aquí la posesión
hace más profunda la virginidad. Los santos quieren decir algo parecido
cuando afirman que el temor filial de Dios aumenta en función de la
intimidad con Él.
Y esto puede servir de criterio para distinguir las almas nobles de las
almas vulgares: para las primeras, la intimidad aumenta el respeto; para las
segundas, lo mata.
***
SOLEDAD ROMÁNTICA. — Nada más alejado de la verdadera soledad.
Nadie tiene más necesidad de la sociedad que esos pseudosolitarios. Un
deseo hipertrofiado de ser aprobado e incensado habita en ellos. Pro-
porcionan su soledad como espectáculo: juegan a la soledad, para estar
más rodeados. “¡Ved que soy único, gritan en su corazón; tomadme todos
como centro, apretaos todos en torno mío, y (sobrentendido) alimentadme
con vuestro calor!” Seres tan vacíos y tan charlatanes jamás han presentido
lo que es la verdadera soledad...
***
Esta escampada de fin de tormenta, a media subida de los Cevennes,
esta aparición súbita del valle del Ródano bañado por una luz virgen,
aguda, despojada, casi espiritual... He tenido la tentación de cerrar los ojos:
no me sentía digno de esta visión; mis miradas se henchían a mi pesar con
un espectáculo que daba vergüenza a mi alma. ¿Cómo osare acercarme a
Ti, Señor, cuando tu criatura más humilde aún es demasiado bella y pura
para mí?
***
Nada es comparable con nada. Comparar un hombre con otro
hombre, un instante con otro instante, es traicionar la originalidad, la
irreductible soledad de cada realidad, es, sobre todo, traicionar la plenitud
de la elección divina que dilata todas las cosas hasta lo absoluto.
Empezamos a comparar cuando ya no amamos, cuando cesamos de acoger
cada realidad como mensajera única del Dios único...
***
ANIMALIDAD, LOCURA Y GENIO. — El loco está separado del mundo.
El germen de esta separación va implicado en la naturaleza humana. El
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animal, completamente sumergido en el flujo cósmico, está por esencia
inmunizado contra la locura. El loco es un Narciso absoluto. Un obstinado
azogue se extiende para él detrás de cada cosa; todo le resulta espejo, sólo
se sabe a sí mismo.
El hombre de genio también es Narciso. Pero con esta diferencia: El
animal es pura comunión (sin reflexión): el loco es pura reflexión (sin
comunión); mientras que el hombre genial se encuentra, a la vez,
profundamente unido al mundo y profundamente separado del mundo: su
genio nace de esa mezcla de comunión y aislamiento y del desgarro que de
ello resulta. La obra genial es la comunión reflejada, eternizada por el
aislamiento, es el mundo reencontrado, el mundo recreado en el espejo de
Narciso...
***
He descubierto América. Después de Colón. Pero Colón no me ha
ayudado. Ningún “precedente” facilita un descubrimiento vital. Viajé en
mis propios navíos, y el surco abierto por Colón no me ha acortarlo ningu-
na distancia ni calmado tempestad alguna. Tuve que sembrar el océano la
sequedad líquida de este océano desvinculada de las lágrimas humanas con
las mismas velas, desgarradas por idénticas esperanzas abortadas, con los
mismos vanos sondeos de Colón…
¿Quieres hacerte para tus hermanos una fuente virgen? Entonces
aprende el estilo de las cimas, el silencio en la atmósfera irrespirable, la
calma bajo el mordisco del hielo, la esterilidad blanca de los campos de
nieve...
***
INUTILIDAD. — Sobre la fecundidad de las tierras bajas y de los
pantanos, sobre esa vana fecundidad del ser áptero y múltiple, es necesario
que se eleven rocas de virginidad, de inutilidad, cumbres desiertas como
tumbas. Ningún camino se preocupa de sus bordes, pues no engendran
nada y para nada sirven. Pero las estrellas nacientes o declinantes se sitúan
sobre ellos antes de invadir o de abandonar el ciclo; aguijonean el paso de
la aurora y retienen al crepúsculo: son los guardianes del pasado y los
mensajeros del porvenir. A la llanura hirviente de trabajo, de dispersión y
de fiebre, ofrecen ellas la unidad de un punto de referencia eterno, y el
viento salubre, y el agua virgen.
***
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VIUDEZ. La más desdichada, la más solitaria de las viudas no es la
que llora junto a una tumba, sino la virgen que ha tendido en vano sus
manos y su alma, la amada eterna de tantos muertos posibles.
***
Lloras sin descanso sobre los frutos secos y las promesas abortadas.
Pero aún existe un destino más amargo: el del fruto que lentos soles han
ido dorando y que nadie se cuida de coger. No hay peor soledad que la de
una vana madurez.
97
XIII
EL ALMA Y EL PENSAMIENTO
99
encontrar en él la naturaleza. El poeta comienza en el hombre; el sacerdote
comienza en Dios. Ambos son portadores de un mensaje de inocencia: el
primero, confidente de la blancura original del mundo, habla a los hombres
del paraíso terrenal perdido (este hombre viene a nosotros enviado por la
naturaleza...); el segundo, confidente de la eterna pureza de Dios, les
revela el paraíso celestial prometido (este hombre de frente serena viene de
parte de Dios...).
Pureza edénica, por una parte; pureza divina, por otra. La fuente de
inspiración del poeta está situada más acá del pecado; la de la inspiración
del sacerdote está situada más allá de la muerte.
“El poeta es el corazón del mundo”, decía Eichcndorff. El corazón,
órgano central. Así, sumergido en las entrañas de la creación, el poeta
comparte el secreto divino del mundo. El sacerdote, aislado del mundo y
que reposa, como San Juan, sobre el corazón de Cristo, comparte, él solo,
el secreto humano de Dios.
En fin, el poeta crea, añade a lo que toca, transforma la creación,
mientras que el sacerdote es un simple mensajero (¡para el hombre no
existe creación sobrenatural!). Y su grandeza, su fidelidad consisten en no
ser más que eso. Pero lo que transmite es infinitamente más profundo y
más precioso que lo que el poeta crea. Asimismo, el papel del poeta es
brillante, nimbado de grandeza humana, y el del sacerdote, oscuro y como
inexistente: jam non ego vivo...
***
GENIO Y VIDA AFECTIVA. — Recordaba yo a X... ciertos versos de
Víctor Hugo, llenos de profundidad religiosa. “¿Entonces, Hugo era un
místico?”, me dijo. Esta interrogación ingenua me condujo a un problema
que siempre me había obsesionado: el de las relaciones entre la vida
afectiva y el genio. ¿Posee, vive el artista, sí o no, el amor que expresa?
Pienso lo siguiente: nadie puede expresar lo que no vive: ti artista lleva,
pues, en sí este amor, amor que es utilizado, explotado, desviado de su fin
normal por la facultad de expresión injerta en él. De ese modo no puede
florecer como tal: lo mejor de su savia sirve para alimentar otras flores...
Así se explica el contraste tan frecuente entre los grandes hombres, entre el
esplendor de una obra radiante de amor y la miseria de una vida privada
cargada de mezquindades y de egoísmos. Un amor, una virtud así
expresados no pueden manifestarse y expansionarse normalmente en su or-
den propio. Por eso, no es extraño que esos grandes espíritus nos muestren,
100
al lado de una obra tan pura, virtudes privadas tan raquíticas: su corazón es
como un árbol que, carcomido por un parásito floreciente, no puede
producir más que ramas y frutos enclenques.
***
LIRISMO Y PLENITUD. — Mi alma estaba demasiado henchida de
amor para poder expresarse en tonos líricos: toda poesía me parecía
superficial, irreverente; sólo las palabras más simples, las más familiares,
la prosa más humilde podían servir de canal a mi emoción. El lirismo es
señal de una relativa pobreza: tiene que haber cierto vacío en el alma para
que se eleven los cantos; la plenitud total paraliza la facultad de expresión
y eso explica por qué Dios, en la Escritura, emplea las expresiones de todo
el mundo y de todos los días y tan rara vez se expresa en un lenguaje
lírico. Ahí está la diferencia entre lirismo y misticismo: ambos tienen por
objeto las cosas supremas. Pero lo que uno presiente y desea, el otro lo
posee; ante la fuente de la vida, el poeta tiene sed y el místico bebe; el
primero habla del umbral del amor; el segundo vive en su hogar.
***
OBRA Y TESTIMONIO. — Conviene distinguir en toda producción
genial el aspecto obra y el aspecto testimonio. Ciertos autores son casi
simples obreros (Racine, Hugo, Wagner...); otros, casi puros testigos
(Pascal, Nietzsche, Péguy...). La obra se construye con materiales
exteriores; su realidad no se confunde con la realidad del obrero; mientras
que el testimonio, en último término, no toma nada de fuera, es la simple
revelación de la verdad interior. Por una parte, el eco de una verdad
recibida de fuera; por otra, la voz de una verdad vivida desde dentro. Sin
duda, estos dos elementos siempre están mezclados in concreto: en toda
obra hay una parte de testimonio; el hombre no puede producir nada sin
poner en ello algo de sí mismo. Y en todo testimonio, una parte de obra
(aunque no fuese más que el esfuerzo y la técnica de la expresión), pero su
proporción varía hasta el infinito, según los autores. La disociación o la
semejanza entre la realidad íntima, la vida privada del hombre y los frutos
de su arte, nos dan, por lo demás, la medida de esa proporción.
***
“Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu.” El genio consiste
en dar a lo universal la vida, la plenitud, el estremecimiento íntimo e
101
irreducible de lo particular, en hacer virgen lo prostituido. Cada hombre de
genio que aparece sobre la tierra es como un nuevo redentor de la
abstracción.
***
GENIO. — ¿En qué conozco que un pensamiento es genial? En que
engendra en mi espíritu otros pensamientos que sólo se le parecen de lejos,
en que es apto para producir equívocos.
***
OSCURIDAD Y CLARIDAD DEL PENSAMIENTO. — Las cosas profundas
están siempre revestidas y envueltas por cierta oscuridad: las estrellas sólo
aparecen en la noche. Pero hay también noches sin estrellas. Y esta imagen
nos proporciona la clave de la distinción entre la oscuridad por exceso de
riqueza y la oscuridad por carencia. Para el pensador profundo, la
preocupación por la claridad, el problema del estilo, consiste en disipar, no
la oscuridad de la noche que forma parte de su objeto, sino solamente los
nubarrones que velan los astros. En cuanto al pensador superficial, a poco
talento que tenga, no se preocupa de ser claro: el mundo profundo de la
noche le es desconocido. El pensamiento y la poesía profundos tienen dos
enemigos: el día y las nubes que velan igualmente las estrellas. Su noche
es oscura, pero es límpida. Esta límpida oscuridad es señal de obras muy
grandes.
La oscuridad en el hombre superficial (es decir, la oscuridad debida a
la impotencia y a la torpeza técnicas) se parece a un día de espesa niebla;
en el hombre profundo (es decir, la oscuridad surgida de la comunión con
el misterio) se asemeja a una noche estrellada.
***
EXPLANACIÓN DEL PENSAMIENTO. — Es necesario que un autor nos
diga bastante para que nosotros mismos podamos continuar su
pensamiento sin la molestia de adivinarlo, pero no para que nosotros no
tengamos que encontrar nada por nuestro propio esfuerzo. Es preciso que
se pare en esta “semipalabra” sutil, a partir de la cual la comprensión de lo
ajeno reviste el encanto de un descubrimiento personal. Debe iluminar y
no demostrar; darnos un impulso, pero no llevarnos de la mano hasta el
término. Su papel es entreabrir una puerta que nosotros terminamos por
dejar abierta. He aquí un equilibrio muy difícil de alcanzar, y según que un
102
autor peque por exceso o por defecto de explanación verbal, nos parece
farragoso o hermético (Víctor Hugo o Mallarmé).
***
LA CONCIENCIA QUE DESTRUYE. Este hombre es inteligente, o sabio,
o bueno y lo sabe ¿Qué mal hay en ello, decía, puesto que es verdad? —
¡Ahí está! Si lo sabe, ya no es del todo verdad. La conciencia que tenemos
de nuestras virtudes les confiere un espesor, una vulgaridad que las
embota; es como un imperceptible peso muerto que se añade al ala y frena
su impulso; los genios más auténticos, los mayores santos viven en la
ignorancia de sí mismos. Las flores del alma se marchitan desde el instante
en que un espejo refleja su belleza.
***
OJO INTERIOR. — En la vida moral, la conciencia es bienhechora o
perjudicial, según los objetos que ilumina. Disminuye, vulgariza nuestros
talentos y virtudes: el alma demasiado consciente de su propio valor jamás
es un alma grande. Pero también atenúa nuestros defectos: el que conoce
su ignorancia y sus debilidades domina ya estas imperfecciones; aquí el
nos- ce te ipsum es un germen de liberación. El tipo moral más vulgar es el
del hombre consciente de sus cualidades e inconsciente, al mismo tiempo,
de sus defectos.
***
Perfección y conciencia. — Conocía a una criatura que, porque se
sentía incapaz de una ascensión moral, porque no tuvo jamás la impresión
de que Dios le ayudaba a subir, se creía abandonada del cielo y
definitivamente relegada a la mediocridad. Sobrevino una prueba
extraordinaria: esta criatura se reveló espontáneamente, inconscientemente
heroica. Y entonces comprendí que su clima natural era el de la santidad:
Dios no tenía necesidad de ayudarla a subir porque, de golpe, la había
colocado en alto. Y tal vez sea ésa una de las causas de cierta modestia, de
cierta duda de sí mismo, tan frecuente entre las grandes almas. La
conciencia, en efecto, está ligada al cambio, al asombro: se refiere al
accidente más que a la sustancia; al devenir más que al ser. De este modo,
la más débil virtud adquirida es más consciente que la virtud innata más
profunda: el que ha trepado penosamente algunos codos experimenta la
sensación, la embriaguez y el orgullo de la altura mucho más que el que
103
tiene su patria entre las cumbres. Extraño espectáculo el de esas almas que,
nacidas y habitando en las cumbres, se desconsuelan por no haber
comenzado a subir aún: creen que no poseen lo que no han tenido que
conquistar. Esos niños mimados de Dios, esos poseedores hereditarios de
los bienes celestes, contemplan con admiración, casi con envidia, las
mezquinas economías de los menesterosos.
***
PARAÍSO. — El lugar donde el hombre es dichoso y donde “conoce la
felicidad”. La alegría acabada, expansionada, liberada por la conciencia. El
enlace del saber y de la dicha. Desde Adán, huyen el uno de la otra (no
conocemos plenamente aquí abajo mas que alegrías perdidas. La fe los
desposa. Y el cielo consuma su unión.
To realise en inglés significa adquirir conciencia. La alegría y el
dolor sin plena conciencia conservan algo de embrionario y de irreal, algo
onírico. El infierno es la plena luz en el sufrimiento; el cielo, la plena luz
en la felicidad. El gozo celeste es como una infancia recuperada, pero una
infancia sin oscuridad ni desperdicio, un gozo totalmente transparente a sí
mismo y plenamente dueño de sí.
***
GRANDEZA. — Un alma que no presiente y no respeta lo que pueda
haber de verdad y de profundidad en otra alma de sentimientos opuestos,
no es un alma grande. Allá donde el espíritu no puede comprender, debe
presentir, y donde no puede presentir, debe creer.
***
ORDEN NOCTURNO. — ¡Esos espíritus diurnos! ¡Qué orgullosos están
del orden de sus pensamientos y de sus actos! Pero ese orden es fácil: sólo
un sol brilla en el día. También tengo yo ojos para la noche y para los
millones de estrellas que pueblan su seno; y ese caos de luces busca en mí
su orden, y ese orden nocturno es más difícil de edificar que el orden banal
de las horas solares. La suprema fuerza de la inteligencia consiste en saber
vivir en la noche—en no sustraerse al misterio—sin consentir en el caos.
***
104
Problema de Dios, del amor, de la patria, etcétera. — ¿Qué significa
el “planteamiento” de esas cosas sagradas? No se hacen problemas más
que en la medida en que dejan de ser presencias.
***
¿No tomas nada en serio? ¡Cuidado! Vas a tomar en serio la nada...
***
A LA JUVENTUD. — ¿Un maestro? No: yo soy uno de vosotros;
camino y busco con vosotros: no tengo discípulos, tengo amigos. ¿Creéis
que me tomo en serio? Tengo para tomar en serio todo lo que hay fuera de
mí, y esto me da derecho a tratarme a la ligera. Toda verdad me es sagrada
en cuanto la siento penetrar en mí desde fuera con una evidencia universal:
me es sospechosa en la medida en que tiende a convertirse en mi propio
bien, a llevar mi marca de fábrica. Creo en el sol, no creo en mi linterna...;
todo lo que pueda enseñaros no significará nada para vosotros, mientras
vuestra experiencia y vuestro dolor no hayan confirmado mis decires. No
quiero arrastraros a seguirme por mi camino: quiero impulsaros por la vía
solitaria adonde Dios os llama...
105
XIV
VERDAD Y SINCERIDAD
107
su interés material que para ganar una partida de juego o para entretener
sus ocios.
***
VANIDAD DE LAS CONFIDENCIAS. Podemos confiar nuestro secreto a
otro, pero somos incapaces de crear en el alma del otro ese clima interior
que envolvía los hechos, las palabras y los actos que exponemos, de ma-
nera que nuestros confidentes, privados de este dato esencial, interpretan
forzosamente nuestras confesiones en un sentido extraño a la realidad que
hemos vivido. Nuestra franqueza sólo tiene valor para aquel que se
contenta con conocer la materialidad de los hechos; pero para el que quiere
penetrar en su alma, en su sentido profundo, las confidencias más sinceras
son casi tan engañosas como las mentiras.
***
VERDAD Y EXPLOSIÓN. — La bondad, la cortesía, la calma, son
cobardes ante ciertas verdades. Sin el odio, la cólera y la amarga
exaltación que crea la pérdida del dominio de sí, ¡cuántas cosas verdaderas
no hubieran llegado a decirse jamás!
***
SINCERIDAD. — ¡A vosotros os toca ser sinceros, apóstoles de la
sinceridad!, pero precisadme vuestro ideal. ¿Se trata de llegar hasta la piel
o hasta las entrañas? ¿Eis aún la piel para vosotros una máscara, una men-
tira? ¿Consiste la pureza en andar eviscerado?
***
ELOCUENCIA. — Lo que se entiende como tal no es, en la mayor
parte de los casos, más que la sinceridad de la mentira, una especie de
soltura, de espontaneidad y de gracia en el arte de expresar lo que no se
siente…
108
XV
JUSTICIA Y JUICIO
110
oscilaciones del péndulo, o, si la acción los llama, se opondrán sin cesar al
mal dominante; aceptarán el papel de eterno contrapeso, de eterna víctima:
siempre a la derecha cuando la locura de la izquierda las arrastre; siempre
a la izquierda cuando el viento del éxito sople hacia la derecha; siempre
aliadas con el gibelino cuando reine el güelfo; siempre del lado del güelfo
cuando triunfe el gibelino.
***
JUICIO. — El animal ve y juzga. No somete la imagen que penetra en
él a esta horrible alquimia de la interpretación. Recibe cada sensación
como una realidad suprema, única, incomparable. ¡Ah, esos ojos del
hombre, esos ojos repugnantes que remachan la imagen engullida, esos
ojos que rumian, esos ojos que juzgan!
***
Inocencia del amor verdadero: lo admite todo, no interpreta nada.
***
JUSTICIA Y SUEÑO. — “El sueño del justo”, ¿qué expresión podrá
revelar con mayor profundidad la ingenua creencia popular en la unidad de
la vida moral y de la vida, a secas, en el hombre? ¡Y en qué abismo de
dudas, de amargura, de escándalo cae aquel que tenga que confesar un día:
soy justo, y, sin embargo, duermo mal!
111
XVI
FATALIDAD
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Lamentos ante el tiempo malgastado; sentimiento desgarrador del
bien mayor que hubiera podido ser y que no ha sido; aguijón de lo
irreparable... Pero este mal tiene un antídoto. ¿Existe un plan eterno que
encierre el curso de los acontecimientos? ¿Sí o no? Si este plan existe,
nuestros mismos fracasos y desfallecimientos tienen peso de eternidad, ya
que no por sí mismos, al menos por sus causas y sus consecuencias
últimas, y este sentimiento de lo irreparable es en tal caso vano. Es vano
también aunque este plan no exista. Pues, entonces, ¿cómo discernir lo que
es bueno o malo, alto o bajo, estéril o fecundo bajo el velo de un acontecer
impermeable a la eternidad?
***
En fin, ¡soy incurable!, suspira el enfermo. Qué tranquilidad se siente
al no tener que sufrir las alternativas de la lucha ni los riesgos del fracaso y
poder sustituir con este bálsamo: haga lo que haga, todo es inútil, el
revulsivo de este remordimiento: ¿y si lo hubiera hecho?... El fatalismo
moral utiliza el mismo mecanismo.
El fatalismo busca su reposo borrando los signos de interrogación en
el libro del destino.
***
FATALIDAD Y DOLOR. — La conciencia de la fatalidad de un mal
alivia ese mal; lo embota y lo desinfecta. La espina y el veneno de nuestros
males residen en este pensamiento implícito: esto se hubiera podido evitar.
***
“Bajezas” de los grandes espíritus. Nos chocan y nos desconciertan,
nos parecen el colmo del absurdo y del escándalo. Sin embargo, vistas
desde dentro ¡son tan lógicas! Para su provecho o su distracción, esos
grandes espíritus pueden permitirse el lujo de bajar; volverán a elevarse
espontáneamente porque su patria está en lo alto; sus descensos, como los
de los pájaros, jamás son caídas. Pero los que están amasados con una
materia espesa, los que tienen su patria en el suelo y se han alzado, a costa
de esfuerzos, hasta las descarnadas alturas de la dignidad y del deber, no
tienen esa facilidad divina del pájaro, esa facultad de descender sin caer. Si
bajan, corren el peligro de chapotear largo tiempo en el barro: ¡No tienen
alas que los impulsen hacia el cielo!
113
***
No estamos solos. Nada más raro en nuestros afectos que la
reciprocidad absoluta. Tal encuentro que para mí no sobrepasa el nivel del
azar, del accidente fortuito y sin consecuencias, y que no dejará ninguna
huella en mi vida, puede alcanzar para el otro el nivel de la necesidad,
situarse en el centro de su destino y dejar en él su huella para siempre. O al
contrario. Hemos de pensar siempre en esto en nuestras relaciones con los
hombres.
***
¿Cómo? ¿Servís al mismo Dios y no os amáis? Esto ahonda más
nuestro desacuerdo. ¿Hay algo más insoportable que servir al mismo Dios
cuando no se tiene la misma alma?
114
XVII
IDOLATRÍA
Todos los bienes creados son caminos hacia Dios. No pueden ser otra
cosa. De estos caminos, la idolatría hace callejones sin salida. Y después
de haberse estrellado contra el muro que levantó con sus propias manos, se
queja con rabia y desesperación de que el mundo no tiene salida.
***
PROBLEMAS DE LOS “FALSOS BIENES”. — No hay, como quiere
enseñarnos un cristianismo superficial, verdaderos bienes que pertenecen
al cielo y falsos bienes que pertenecen a la tierra. No hay más que
verdaderos bienes, cada uno de los cuales tienen su lugar y sus límites en
la jerarquía del ser. Pero hay un falso uso de esos verdaderos bienes. Y ese
mal uso de los verdaderos dones de Dios, dictado por el egoísmo, la
impaciencia o el orgullo, no se limita a los bienes temporales: afecta, por
lo menos en el mismo grado, a los bienes eternos. ¿Acaso abundan menos
los devotos falsos que los amantes egoístas? ¿Y cuál es el más vano y el
más mentiroso de los hombres, el que prostituye la carne en sus besos o el
que prostituye a Dios en sus plegarias? Esos censores de las alegrías de
aquí abajo apenas merecen que se les diga: antes de reprocharnos el mal
uso de lo transitorio, mostradnos, con vuestro ejemplo, el recto uso de lo
que perdura. Condenáis nuestra idolatría de la vida. ¡Pero qué ídolo tan
hueco y tan solapado adoráis bajo el nombre de espíritu!
***
“Tal vez no pueda ser instaurado un orden terreno estable mientras el
hombre no adquiera conciencia aguda de su condición itinerante”
(GABRIEL MARCEL). Podríamos decir con verdad, aunque parezca para-
doja, que este mundo sólo ofrece una patria al que se siente viajero en él.
115
De hecho, el centro y la razón de ser de nuestra vida terrena, el lugar
donde hunde sus raíces y el lugar donde se expansionan residen fuera de
este mundo. Un lugar de paso, un campo de prueba (y nuestra vida en la
tierra no es más que eso), pierden su sentido y su valor desde el momento
en que se desconoce su condición. Los seres más extraviados de la tierra
son los que no creen más que en la tierra (recuerdan un poco a esos locos
que ignorando la finalidad de los puentes y de las escaleras, establecen en
ellos su morada): la ruptura de los vínculos, de las tradiciones, de las
raíces, la perdida de sentido del hogar y de la patria y hasta de los valores
más humildemente materiales (la buena cocina, por ejemplo), en suma, el
desvanecimiento de todo lo que es estable, profundo o refinado en la vida
terrestre y material es el estigma fatal de todas las civilizaciones
materialistas. A la inversa, el orden social y la expansión de los valores te-
rrenos acompañan a las civilizaciones de fuerte polarización religiosa
(hago, en cierto modo, excepción del Renacimiento, en el que, por otra
parte, no faltaba un impulso religioso, potente, aunque apartado de su fin).
Si consideramos, en efecto, los bienes y los valores de aquí abajo
como nuestro fin supremo y la patria de nuestras almas, si transferimos a
ellos la sed de absoluto y de eterno que habita en nosotros, como pronto o
tarde hemos de sentir la amarga experiencia de su fragilidad, nos
revolveremos contra ellos con toda la fuerza de nuestra esperanza fallida y
los tendremos por nada en castigo de no ser todo. Así alternan la idolatría y
el escepticismo, el culto a la tierra y el hastío de la tierra (el espectáculo
del mundo moderno verifica esta ley en todos los dominios). Está claro
que este balanceo no favorece, ni en las almas ni en las sociedades, la
instauración de un orden estable.
La noción de viático es, por el contrario, la que más conviene a los
bienes de este mundo: pone a salvo al mismo tiempo su valor y sus límites.
Todo es viático para nosotros aquí abajo, hasta nuestras viviendas y
nuestras patrias, y sólo considerándolos como viáticos podremos mantener
una actitud equilibrada (y estable, pues toda estabilidad reposa sobre un
equilibrio) con respecto a las cosas de la tierra. Así evitamos la idolatría:
nadie pide lo absoluto a un viático, nos acomodamos de buen grado a su
carácter provisional e insuficiente, pues lo que cuenta, ante todo, es el fin a
conseguir. Pero también evitamos el escepticismo y la desesperación, pues
si el viático no es lo absoluto, es necesario para alcanzar lo absoluto, y el
viaje hacia Dios no es posible sin él. Y la transmisión y el enriquecimiento
de ese viático en cuanto tal, de una a otra generación, es lo que hace sanas
y estables las costumbres y sólidas las instituciones.
116
***
VALOR Y NADA DE LOS BIENES DE AQUÍ ABAJO. — Son preciosos en
el sentido de que sin ellos el hombre nunca podría elevarse hasta el
conocimiento y el amor de Dios (en efecto, ¿cómo concebir o desear el
amor divino si no es por analogía con los amores de aquí abajo, ya
experimentados?); lo son aún más en el sentido de que la renuncia frente a
ellos abre la puerta a la plenitud de la gracia. El bien que derraman sobre
nosotros es finito y en parte ilusorio. En este aspecto nada son. Pero el
vacío que dejan en nosotros puede recibir el infinito y, desde este punto de
vista, son preciosos. Su supremo valor reside en que pueden ser
arrancados: aquel a quien la desgracia los ha arrebatado prematuramente
carece de la posibilidad de crear, al renunciar a ellos, ese vacío interior que
ha de ser la morada de Dios. No son nada en cuanto velos interpuestos
entre nosotros y Dios (idolatría); son inefablemente preciosos en tanto que
estos velos se rasgan para dejar penetrar a Dios. En otras palabras, son
irreales como objetos de nuestro apego, pero muy reales como objetos de
desasimiento. Conviene que existan para que nos desprendamos de ellos, y
cuanto más nos desprendemos, más existen.
No son puentes entre nosotros y Dios. Esta comparación que he
empleado otras veces me parece, en parte, falsa. Un puente establece una
continuidad entre las dos orillas. Ahora bien: no hay continuidad entre lo
creado y lo increado. Son más bien escolleras tendidas cara al infinito. No
nos conducen a Dios, pero nos encaminan hacia El. Hay que llegar hasta el
borde del muelle, y de allí lanzarse a la mar.
***
No es la ley del menor esfuerzo la que nos guía, sino la del menor
valor. Nuestra energía es inversamente proporcional a la pureza de los
móviles que nos impulsan a obrar. Todos seríamos héroes si pusiéramos a]
servido de la verdad y del bien la fuerza que gastamos a diario en la
persecución del mal y de la mentira, si hiciéramos para ser lo que hacemos
tan fácil, tan espontáneamente para parecer.
***
LO SOCIAL Y LO DIVINO. — He visto el otro día, a la puerta de una
tienda de aldea, un grupo de hombres y de mujeres guardando “cola” en el
alba glacial: se repartía algún suministro. No era el hambre el móvil de tan
dolorosa espera, pues no hay escasez en nuestros campos. Se trataba de un
117
fenómeno profundamente social: no era el hambre, era no sé qué emu-
lación, o qué caso de conciencia inferior, lo que tenía a esas gentes de pie
en el hielo, en busca de una compensación inferior al esfuerzo empleado.
Las mismas personas, si no vivieran en sociedad, prescindirían fácilmente
de cosas tan difíciles de obtener. Pero no se puede soportar esta idea:
distribuyen tal cosa; Fulano y Zutano tendrán y yo no tendré.
Tales hechos prueban hasta qué punto es el hombro un ser relativo y
dependiente. Sea quien sea y haga lo que haga, no puede eludir esta
pregunta: ¿Qué soy? ¿Qué hago en relación con...? (Quic hoc ad...) E1
problema humano no está en suprimir tal relación, sino en colocarla bien
alta (Quic hoc ad aeternitatem?, decía un santo...). El mal, la mediocridad
consiste en escoger en lo bajo (o en la superficie) su término de
comparación (afán de fortuna, de honores, etc.); el bien consiste en
escogerlo bastante alto (o bastante profundo): Estote perfecti sicut pater
vester perfectus est. Los actos y los pensamientos del santo difieren de los
de la masa de los hombres en el sentido de que en vez de estar imperados
por el “qué dirán” social, lo están por “qué dirá El” divino.
El hecho de que la mayor parte de los hombres amolden así sus
sentimientos y su conducta conforme a las relaciones sociales, nos aclara
el misterio de la sociedad. Lo social, para la masa, reabsorbe lo divino, y
las mismas religiones, traicionando su esencia, que consiste en servir de
lazo de unión entre lo social y lo divino, tienden sin cesar a degradarse
hasta hacer de lo divino un simple testaferro de lo social. Por otra parte, no
es posible escapar del apremio de lo social más que refugiándose
totalmente en lo divino. Pues la independencia está vedada al hombre: sólo
hay opción entre la dependencia que encadena y la dependencia que dilata,
y el santo es libre con respecto a los hombres en la medida exacta en que
está ligado a Dios. En cuanto al orgulloso que pretende no obedecer ni a
Dios ni a los hombres, obedece a una imagen idealizada de sí mismo, y
esta imagen la toma en parte de los hombres y en parte de Dios.
***
PECADO. — Llega hasta el fondo de tu pecado, me ha dicho Dios. Es
preferible que yo sea, en el corazón del pecado, tu remordimiento y tu
nostalgia antes que, fiel a mi ley, suspires miserablemente por el misterio
del pecado posible. Prefiero que me eches de menos en el fango a que,
creyendo poseerme, eches de menos el fango.
***
118
También la tierra de las almas es redonda. La lealtad hacia el ídolo
conduce a Dios. El que sigue su locura hasta el fin encuentra el amor. Pero
son raros los que saben ser fieles a su pecado. Lo que nos separa
irreparablemente de Dios, no es nuestro desorden, son nuestras medias
tintas en el desorden. Si el hijo pródigo hubiera invertido en valores
estables su parte de la herencia y se hubiera dedicado a prudentes excesos,
jamás hubiera vuelto a la casa paterna.
***
IDOLATRÍA MODERNA. — Ved esos hombres. O son planos como
aceras o, si tienen profundidad, la prostituyen. No está la tragedia en que
yazcan con sus ídolos, sino en que éstos se revuelquen dentro de ellos en el
sitio exacto de Dios. La idolatría antigua era grosera y benigna; se
desarrollaba en el seno de una naturaleza demasiado rica y ebria de sí
misma, sólo alcanzaba lo humano en el hombre. Pero la idolatría moderna
ataca, por así decirlo, lo sobrehumano, lo divino en el hombre. Usurpa los
nombres más sagrados de la debilidad y de la locura divinas. Esta punta
extrema donde la naturaleza se agudiza al presentir la gracia, es puerta
siete veces interior tras la cual aguarda el Señor... ¡Allí es donde hoy retoza
el ídolo! El ídolo antiguo robaba a Dios la plenitud y la seguridad del alma
humana; el ídolo moderno le arrebata esa debilidad, esa insuficiencia de
niño, todo lo que en él es naturalmente cristiano, que le hacen suspirar
hacia un padre desconocido...
¡Oh, Dios así escarnecido, profundamente traicionado con tal
refinamiento, vanidad y precisión, Dios esposo siempre vigilante de esta
humanidad de continuo adúltera: todo lo que me queda de piedad en el
corazón se alza hacia Ti!
119
XVIII
LA PRUEBA
121
son la morada. Tú encontrarás a Dios en todas partes con tal de que no te
detengas en ninguna.
Que todo lo que ames aquí abajo sea para ti un camino, pero nunca
una morada. Pues tu morada es Dios. La vulgaridad, la mediocridad del
alma se conocen en que hacen mansión en un deber, un placer o un
descanso, en los que las almas superiores no ven más que un camino. Ante
un hombre que se encuentra en un lugar inferior no es indiferente saber si
pasa por allí o si habita en él.
***
REDENCIÓN DE LA FELICIDAD. — A cada favor del destino debes
responder con una mayor severidad hacia ti mismo. Toda felicidad que no
engendra un deber empequeñece o corrompe. La buena suerte, más que
recompensa es prueba, y como prueba hemos de acogerla.
***
Hemos de creer en Dios por razones divinas, es decir, por una
adhesión sobrenatural del alma que trasciende de todos los motivos
sensibles y particulares. El que cree en Dios por razones humanas (por
ejemplo, porque Dios le concede tal beneficio o le evita tal prueba) no es
en Dios en quien cree. Su fe se sitúa al mismo nivel, tiene exactamente el
mismo contenido objetivo que la incredulidad del ateo que niega a Dios
por el mismo tipo de razones (por ejemplo, porque Dios le abruma de
desgracias sensibles); ambos tratan a Dios como a un soberano temporal y
le juzgan según su conducta exterior hacia nuestra mezquina persona. El
alma sobrenatural no se torna hacia Dios en la medida en que Dios la
dispensa de las pruebas de aquí abajo, sino en la medida en que Dios la
transporta, a través de esas pruebas padecidas y superadas (y para
superarlas hace falta primero padecerlas a fondo), su paz trascendente y
eterna. Su fe no depende de los accidentes del camino, felices o
desgraciados, sino de la atracción del fin supremo al que conducen todos
los caminos. Está regida, no por la ley del mínimo sufrimiento, sino por la
ley del máximo amor.
***
REALISMO CRISTIANO. — Somos plenamente, universalmente
realistas. A los que nos acusan de lo contrario respondemos: Dios es una
realidad, el amor de Dios en un hecho. —Vosotros traicionáis el tiempo y
122
la tierra, nos reprocha una voz—. Nuestra eternidad no es la negación del
tiempo, es su prometida. Exige en el futuro una perfección mayor de lo
que vosotros podríais soñar. Esperamos amar y aceptar esta vida terrena
hasta en sus menores pruebas, ya que allí está la muerte que la prolonga, la
corona y la eterniza. —Está bien, responde la voz; pero ¿a qué tantos
cuidados cuando vuestra eternidad puede repararlo todo?—. Precisamente
porque nuestra eternidad puede repararlo todo, nuestro amor nos prohíbe
desatender nada en el tiempo...
Verdaderamente, este tiempo mortal lo amamos como nadie; y el
orden humano, y las humildes virtudes de aquí abajo. Pero no queremos
que estas cosas se fijen en sí mismas; queremos que pasen y se pierdan en
lo eterno. Su misma naturaleza las invita a hacerlo. ¿No es la esencia del
tiempo—y de las cosas cautivas del tiempo—un eterno desfallecimiento y
como el débil, el amoroso abrazo de la muerte y de la resurrección? El
orden humano, nuestras obras, nuestras virtudes terrenas, todo eso, lo
queremos rico, lleno, duro frente a las fuerzas inferiores que lo amenazan
(el mal, e) olvido, el hábito...), lo queremos pobre, vacío, maleable ante la
eternidad creadora. Es una actitud agonizante que hace que las cosas
mortales merezcan la juventud y 1a salud de una incesante resurrección.
***
EXISTENCIA Y VALOR. — En Dios la existencia y el valor coinciden.
(Dios posee todas las perfecciones por el solo hecho de existir.) El infierno
es la existencia desnuda, despojada de todo valor. Aquí abajo, la existencia
es la prueba del valor. La nobleza, el heroísmo, consisten en preferir el
valor a la existencia (potius mori quam foedari); la bajeza, la vulgaridad
en preferir la existencia al valor (propter vitam vivendi perdere causas).
Para hacerse digno de unir por siempre el valor a la existencia
(inmortalidad bienaventurada), es necesario haber sacrificado todo a lo que
no existe, al menos, en este mundo...
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