Reeves Hubert. Una Pequeña Historia para Entender El Universo.
Reeves Hubert. Una Pequeña Historia para Entender El Universo.
Reeves Hubert. Una Pequeña Historia para Entender El Universo.
este libro a mis nietos. Al empezar a escribirlo, tomé conciencia del valor
simbólico que podía otorgarle: el de un testamento espiritual. ¿Qué quería contar a
mis nietos acerca de la historia de este gran universo que ellos continuarán habitando
después de mí? Este libro surge de las conversaciones con una de mis nietas en las
noches de verano. Dialogamos bajo el cielo estrellado, que contemplamos
cómodamente estirados sobre unas tumbonas. La contemplación de la bóveda celeste
y la sensación de encontrarnos entre los astros provocan el deseo compartido de saber
más acerca de este cosmos misterioso que habitamos. Este libro tratará cuestiones de
ciencia, sin por ello excluir la poesía». Hubert Reeves
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Hubert Reeves
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Título original: L’Univers expliqué à mes petits-enfants
Hubert Reeves, 2011
Prólogo: Jorge Wagensberg
Traducción: Chesca Guim Segurado
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Índice de contenido
Cubierta
Prólogo
Prefacio
1. Un anochecer de observación
7. Colmenas y galaxias
8. Un universo en expansión
16. El multiverso
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19. Materia oscura
Reflexiones
Sobre el autor
Notas
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Prólogo
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dejado de usarse en las buenas universidades. Las conversaciones de Hubert Reeves
con su nieta son a la vez frescas y profundas. El astrofísico representa aquí a la
ciencia conocida; y su nieta, a cualquier ser humano moderno que quiera ser un
ciudadano de su tiempo. Todos somos nietos de Hubert Reeves…
Jorge Wagensberg
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Prefacio
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Un anochecer
de observación
—Abuelo, cuando le conté a mis amigos que íbamos a escribir juntos este libro sobre
el universo, me pidieron que te hiciera un montón de preguntas.
—¿Cuál es el tamaño del universo? ¿Qué había antes del Big Bang? ¿Habrá un día
en el que se acabe el mundo? ¿Cómo ocurrirá? Y otras preguntas como: ¿existen
otros planetas habitados? ¿Crees en los extraterrestres? Además, mis amigos dicen
que en tus libros haces muchas comparaciones culinarias. Me hablaron de la sopa de
letras y del pudín de pasas que preparaba tu madre.
—Para cada uno de nosotros, el universo comienza ahí: aquello que sientes, que te
permite ver, escuchar, percibir, tanto tu mundo interior como el exterior. Tú formas
parte del universo y gracias a tu cuerpo y tu espíritu vamos a explorarlo. Ahora abre
los ojos. Es de noche, el cielo está despejado. Hay estrellas por todas partes, algunas
relucientes y otras muy apagadas, apenas visibles a simple vista. Tenemos la Tierra
que pisamos, el Sol que nos ilumina el día y la pálida Luna. El universo es todo
aquello. Todo, todo, todo. Pero para empezar, dime, ¿cuántos años tienes?
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—Pero si yo no existía, abuelo.
—Me cuesta imaginar que las estrellas tan lejanas en el cielo tengan algo que ver
con mi existencia. ¡Es maravilloso! ¿Cómo lo sabes?
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¿A qué distancia
se encuentran las estrellas?
—Vamos a comenzar por nuestro Sol. Esta tarde iremos a nuestro observatorio a ver
cómo se pone. La gran bola luminosa que desciende lentamente hacia el horizonte es
una estrella como las que vemos por la noche. Pero las demás están tan alejadas que,
en comparación, nos parecen muy poco luminosas. De entre todas las estrellas del
cielo, ¡tenemos la suerte de tener una muy cerca de nosotros!
—Obviamente, está más lejos que las montañas tras las que va a esconderse.
—El hombre se ha planteado esta pregunta durante mucho tiempo antes de encontrar
la respuesta. Algunos decían que estaba muy lejos y otros que estaba muy cerca. Se
cuenta que un prisionero llamado Ícaro y su padre habían planeado huir volando por
el cielo gracias a dos alas fijadas a la espalda con cera. Pero Ícaro cometió una
imprudencia fatal al acercarse al Sol: la cera se fundió y se ahogó en el océano.
—Existen varios métodos. Hay uno, por ejemplo, para la Luna y el sistema solar.
Acuérdate de nuestros paseos por la montaña, el verano pasado. Nos divertíamos
gritando para escuchar el eco de nuestra voz. Según la distancia, volvía al cabo de un
rato más o menos largo. El sonido (nuestro grito) viaja rápidamente: a trescientos
metros por segundo. Si el eco regresa al cabo de dos segundos (uno… dos…), quiere
decir que el acantilado se encuentra a trescientos metros (un segundo para ir y otro
para regresar). Para medir las distancias en el sistema solar se emplea el mismo
método, no con el sonido, como con el eco en la montaña, sino con la luz.
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—¿La luz tiene eco?
—Sí, igual que el sonido. Pero es mucho más veloz: la luz viaja mil veces más rápido
que el sonido. Actualmente, para medir la distancia hasta la Luna se envía un rayo
radar (parecido a una luz) hacia su superficie, y su eco regresa en dos segundos (uno
de ida y otro de vuelta). La Luna se encuentra a un segundo luz.
Para llegar al Sol, la luz tarda ocho minutos. Se dice que el Sol se encuentra a
ocho minutos luz. A veces, grandes tormentas explotan sobre la superficie solar. Los
relámpagos iluminan la superficie, pero no los vemos hasta ocho minutos más tarde.
Cuando las observamos desde la Tierra, sabemos que han tenido lugar ocho minutos
antes. ¿Por qué? Porque la luz de esos destellos ha recorrido la distancia entre el Sol y
nosotros.
—¿Eso quiere decir que el Sol que observamos en este atardecer es el Sol tal y como
era hace ocho minutos? ¿Cómo es ahora? ¿Ha cambiado en ocho minutos?
—Para saberlo debemos esperar… ocho minutos. De hecho, nos encontramos a una
distancia adecuada de nuestra estrella. Si estuviera más lejos, haría demasiado frío y
no podríamos vivir. Más cerca, haría demasiado calor y el agua del océano se
evaporaría. Sin agua líquida, tampoco habría vida. Nuestra Tierra se encuentra a una
buena distancia del Sol, por ello se ha desarrollado la vida y podemos habitarla
cómodamente.
Esperemos a que caiga la noche. El Sol se ha escondido. Las estrellas aparecen en
el cielo. Su luz ha recorrido una larga distancia antes de llegar a la Tierra. Algunas de
las estrellas que vemos están situadas a decenas, centenas, incluso miles de años luz.
Por ejemplo, la Estrella Polar, que nos señala el norte, se encuentra a cuatrocientos
treinta años luz. Para llegar hasta nosotros, su luz partió de la estrella en torno al año
1580.
—Y las tres estrellas a las que llamas los Reyes Magos, de la constelación de Orión,
¿a qué distancia se encuentran?
—Su luz ha viajado durante mil quinientos años hasta llegar a nuestros ojos. Partió
aproximadamente al final del Imperio Romano; durante toda la Edad Media, el
Renacimiento y la historia más reciente atravesó el espacio y, por fin, nos llega… Por
supuesto, no podríamos medir estas distancias con el método del eco. ¡Habría que
esperar mil años para que fuera y volviera! Se emplean otros métodos. Podrás leerlos
en las obras de astronomía.
Y ahora, si observas las imágenes que se han tomado del cosmos con grandes
telescopios, podrás ver multitud de galaxias. En este caso, las distancias son aún
mucho mayores. La luz de algunas de ellas empezó a propagarse mucho antes del
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nacimiento de la Tierra y del Sol. Lleva viajando prácticamente desde el inicio del
universo.
—Ahí está la duda. Se cree que muchas de ellas han sido engullidas por las más
grandes. Entre las galaxias hay mucho canibalismo. Pero para verificarlo
directamente será necesario esperar miles de millones de años. Recuérdalo bien:
cuando observas un astro lejano, lo ves tal y como era en un pasado remoto y no
como es hoy. Esta idea se puede resumir como: ver lejos es ver el pasado. Los
astrónomos tienen a su disposición una máquina del tiempo con la que sueñan los
historiadores terrestres. Esta máquina nos permite observar en directo el pasado del
cosmos. Por ejemplo, para saber cómo era el universo en el momento del nacimiento
del Sol, hace cuatro mil quinientos millones de años, es suficiente con observar los
astros que se encuentran a cuatro mil quinientos millones de años luz de nosotros.
Eso es lo que hacen los astrónomos hoy en día con sus potentes telescopios. De este
modo, podemos reconstruir la historia del universo.
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¿De qué están hechas
las estrellas?
—Dices que las estrellas están muy lejos, pero que han jugado un papel muy
importante en nuestra existencia aquí, en la Tierra. Yo no veo más que pequeños
puntos luminosos. ¿Cómo podemos saber de qué están hechas? ¿Y cómo han podido
contribuir a nuestra vida?
—Sí, he estudiado ese tema, pero no lo entiendo muy bien. Explícamelo y haz como si
no supiera nada de nada.
—De acuerdo. Empezamos de cero. Mira a tu alrededor. Percibes una gran cantidad
de sustancias diferentes: la tierra y las piedras que forman el suelo sobre el que
caminas, el agua que bebes, el aire que respiras, la alimentación (frutas y verduras). Y
también tu cuerpo, que puedes sentir. Uno de los descubrimientos más grandes de la
ciencia ha sido demostrar que todas esas sustancias, tan numerosas y diferentes, son
en realidad combinaciones de pequeñas partículas denominadas átomos. Tienen
nombres que conoces: oxígeno, carbono, hierro, cloro, sodio, hidrógeno, helio,
plomo, oro, etc. Hay aproximadamente un centenar. Te doy algunos ejemplos: el agua
está compuesta de hidrógeno y oxígeno, la sal de mesa de cloro y sodio, las piedras
están formadas básicamente de oxígeno, silicio, hierro y magnesio. Tu cuerpo es
principalmente oxígeno, carbono, nitrógeno e hidrógeno. El aire que respiras es sobre
todo una mezcla de oxígeno y nitrógeno. La idea de que las sustancias que
percibimos son combinaciones de átomos se remonta a más de dos mil años. Fue
propuesta por filósofos como Demócrito y Lucrecio. Sin embargo, hasta los siglos
XVIII y XIX los químicos no demostraron su validez.
—Todo eso se refiere a la Tierra. ¿Ocurre lo mismo con las estrellas y los planetas?
¿Cómo podemos saber si el Sol está formado por átomos como nosotros? ¡Está tan
lejos y los átomos son tan pequeños!
—Para responderte es preciso que ahora hable de la luz y los colores. Comencemos
por las lámparas fluorescentes utilizadas en las señales luminosas publicitarias.
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Tenemos, por supuesto, el rojo de Coca-Cola que emiten los átomos de hidrógeno
encerrados en tubos de vidrio. También el amarillo de las lámparas que iluminan los
túneles viarios y que contienen sodio, o bien el violeta de las lámparas de vapor de
mercurio.
—Fue un astrónomo alemán, Joseph von Fraunhofer, quien en 1811 analizó la luz del
Sol por primera vez. Se identificaron las marcas distintivas de una gran variedad de
átomos distintos: de hidrógeno, calcio, etc. Así pues, el Sol está compuesto de
átomos, como nosotros. Y lo mismo sucede con las estrellas, los planetas y todos los
astros que se observan en el universo. En ellos encontramos los átomos que
conocemos. Y solo aquellos que conocemos. En el cielo no se han encontrado átomos
desconocidos en la Tierra. ¿Te das cuenta de la importancia de este descubrimiento?
¡Gracias a los colores de las luces que perciben nuestros telescopios podemos
conocer la composición atómica de todo lo que brilla en el cielo!
Y te contaré una anécdota. Aproximadamente en la misma época, un filósofo
francés, Auguste Comte, incluyó en una lista de descubrimientos, según él
imposibles, la composición química del Sol. Eso nos demuestra que nunca debemos
decir: «¡Esto es imposible!».
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¿Cómo se calienta el Sol?
—Este atardecer quería venir antes de la puesta de sol. Me dijiste que querías
hacerme otras preguntas sobre el tema… Aprovechemos su presencia antes de que
desaparezca.
—Querría saber cuánto tiempo hace que existe el Sol en el cielo, tal y como lo vemos
ahora, y cómo puede producir tanta luz y calor.
—El hombre se ha formulado estas preguntas durante miles de años, pero solo hace
aproximadamente un siglo que conocemos las respuestas. Es algo muy reciente.
En primer lugar, voy a darte las respuestas y, a continuación, te diré cómo se han
encontrado. Siempre es interesante recordar el pasado y explicar cómo se plantearon
los problemas antes de encontrar las soluciones.
El Sol se calienta con energía nuclear, como los reactores nucleares, que son una
importante fuente de energía eléctrica en algunos países. Brilla desde hace más de
cuatro mil quinientos millones de años. La historia de este descubrimiento comienza
con los estudios de los geólogos en los siglos XVIII y XIX. Excavando los estratos del
subsuelo, extrajeron los restos fosilizados de plantas y animales que vivieron hace
centenares de miles de años. La vida necesita una fuente de calor permanente, hecho
que demuestra que el Sol ya brillaba en tiempos inmemoriales. Algo que,
evidentemente, comporta preguntas como: ¿cuál será la fuente de energía que ha
permitido a nuestro astro seguir produciendo tanto calor durante tanto tiempo?
¿Cómo ha conseguido brillar sin agotar sus reservas de energía? En el siglo XIX, los
científicos no conocían la existencia de la energía nuclear. Se descubrió a principios
del siglo XX.
Supongamos que el Sol fuese una inmensa bola de carbón del mismo volumen
que se va consumiendo lentamente. A la velocidad a la que arde y se transforma en
luz que calienta nuestro planeta, ¿cuánto tiempo tardaría en agotar su reserva
energética? La respuesta es simple: ¡no más de uno o dos millones de años! Un
problema: ¡no sería suficiente si pensamos que los dinosaurios ya existían hace
doscientos o trescientos millones de años! Entonces, por lógica, se pensó que existía
otra forma de energía, desconocida en aquella época, capaz de permitir que el Sol
brillase mucho más tiempo. Esta forma de energía se descubrió a principios del siglo
XX: se trata de la energía nuclear. El Sol, como casi todas las estrellas, está compuesto
principalmente de hidrógeno. En su núcleo, la temperatura es de catorce millones de
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grados. Esta temperatura hace que el hidrógeno provoque reacciones nucleares que le
aportan energía. A medida que se va consumiendo, el hidrógeno se transforma en
helio. En la Tierra ocurre lo mismo con la bomba H inventada por el hombre.
—Pero si estos átomos se forman en las estrellas, ¿cómo han llegado hasta nosotros?
—Para comprenderlo vamos a pasear por aquel bosque cercano. Es un robledal. Los
robles pueden vivir mucho tiempo. Mucho más tiempo que nosotros. A veces hasta
mil años o más. Nadie podría observar todos los acontecimientos de la vida de un
roble. Pero, paseando por el bosque, podemos ver robles de todas las edades. Los
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robles que están brotando, aún unidos a la bellota que les ha dado vida, robles
pequeños que solo tienen algunas hojas, grandes árboles majestuosos, viejos robles ya
agonizantes y, por último, sobre el suelo, árboles muertos cubiertos de hiedra y de
setas, que van pudriéndose lentamente. También es posible reconstituir el conjunto de
elementos de la vida de un roble sin tener que esperar siglos.
Actualmente conocemos bien la vida de las estrellas. Sabemos que nacen en
determinadas regiones de la galaxia que denominamos guarderías de estrellas. Se
forman cuando grandes nebulosas gaseosas se colapsan por su propio peso.
Llamamos nebulosa protosolar a aquella de la que nació nuestro Sol y el sistema
solar, con sus planetas, sus meteoritos, sus cometas, etc. Sabemos cómo viven y
mueren las estrellas. De cada una de ellas podemos conocer su edad y el tiempo que
le queda de vida.
El cielo que nos cubre es como un inmenso bosque de estrellas. Como en el caso
de los robledales, vemos de todas las edades. Algunas muy jóvenes, otras de mediana
edad (como es el caso de nuestro Sol), estrellas ancianas, restos de estrellas muertas.
Con un golpe de vista tenemos todas las etapas de la vida de nuestro Sol, de su
pasado y futuro, sin necesidad de esperar los cinco mil millones de años que le
quedan de vida.
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¿Cómo podemos calcular
la edad del Sol?
—Ahora que el Sol se ha ocultado y las estrellas empiezan a brillar, vamos a hablar
de ellas, si te parece bien.
—Para explicártelo tendremos que hablar de nuevo de los átomos. A principios del
siglo XX, gracias al trabajo de Pierre y Marie Curie, se descubrió que algunos de los
átomos más grandes, el uranio, por ejemplo, poseen una extraña propiedad. No son
estables. Tras un período de tiempo, se rompen en pedazos emitiendo calor. Decimos
que se desintegran. Una variedad del uranio, el uranio-235, se fragmenta
generalmente transcurridos mil millones de años.
—No, es algo progresivo. Esto significa que pasados mil millones de años, la mitad
del uranio presente desde el principio se habrá desintegrado. Tras dos mil millones de
años, solo quedará una cuarta parte. A los tres mil millones de años, quedará una
octava y así sucesivamente. Se dice que el período de semidesintegración del uranio-
235 es de un millón de años.
—¿Dónde se encuentra?
—¿Qué es un meteorito?
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—Es un pequeño cuerpo rocoso que gira alrededor del Sol, como los planetas. Los
hay de todos los tamaños. Los más pequeños son como gravilla. Al entrar en la
atmósfera, los meteoritos se volatilizan y dejan una estela en el cielo. ¿Te acuerdas de
aquellas hermosas estrellas fugaces del mes de agosto del año pasado? A veces caen a
la Tierra meteoritos de mayor tamaño. Normalmente contienen diferentes átomos
radioactivos en poca cantidad, cada uno de ellos con su propia semivida.
En un primer momento nos sorprendió el hecho de que casi todos esos meteoritos
tuvieran la misma edad, cuatro mil quinientos millones de años.
Cuando los astronautas llegaron a la Luna, cogieron piedras del suelo. Las
trajeron y así pudieron calcular su edad. El resultado fue que ¡tienen la misma edad
que los meteoritos!
—Recuerda que las estrellas y sus planetas se forman a la vez a partir de una
nebulosa de gas y de polvo fino. Se dedujo que la edad estimada de los meteoritos y
las piedras lunares es también la edad de la nebulosa protosolar y, por tanto, también
la del Sol. Todo ese pequeño mundo nació en el mismo momento hace ¡cuatro mil
quinientos millones de años!
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Somos polvo de estrellas
—Hasta que el Sol muera, dentro de cinco mil millones de años aproximadamente.
En ese momento, nuestra estrella pasará del amarillo al rojo y se hinchará
tremendamente. Se convertirá en una estrella roja, como la hermosa Antares (el ojo
de Escorpio en el Zodíaco), bien visible en verano al sur, justo sobre el horizonte. El
calor en nuestro planeta aumentará considerablemente. El agua se evaporará y el
suelo se desertificará. Más tarde, hasta las piedras se vaporizarán. Todos los átomos
de nuestro planeta regresarán al espacio y se integrarán en nuevas nebulosidades.
Quizá formarán otros planetas, posteriormente habitados por otras nietas que le harán
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preguntas a su abuelo… Y el reciclaje proseguirá allí arriba, como está ocurriendo
hoy aquí.
A menudo la gente me pregunta: «¿Para qué sirven la astronomía y los
telescopios?». Aquí tienes una respuesta. Gracias a ellos, las estrellas, a pesar de estar
tan lejos, no nos resultan ajenas en absoluto. Han jugado un papel importante en
nuestra existencia. Sin ellas, sin los átomos, ¡no tendríamos cerebro para plantearnos
preguntas! Vale la pena hacer un esfuerzo para comprender qué ocurre en el universo
y cómo hemos llegado a existir. Al hablarnos del universo, la ciencia nos habla de
nosotros mismos. Pretende conocer todos los acontecimientos que han sucedido en el
cielo y en la Tierra, y cuyo resultado ha sido nuestra propia existencia… La ciencia
nos cuenta nuestra propia historia.
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Colmenas y galaxias
—Sí, por todas partes… No hay un trozo de cielo en el que no se vea ninguna. ¿Hay
tantas en todo el universo?
—No. Hay regiones inmensas sin estrellas. No es posible verlas a simple vista, pero
sí con los telescopios. En el universo, las estrellas están agrupadas en grandes
cúmulos estelares que denominamos galaxias. Cada galaxia alberga
aproximadamente cien mil millones de estrellas. Si ves muchas, es porque nos
encontramos en el interior de una galaxia. Si saliéramos de la nuestra, verías muy
pocas. Podemos comparar las estrellas de una galaxia con las abejas de una colmena.
Cada abeja nace, vive y muere en ella. Hay numerosas colmenas y cada abeja
pertenece a una de ellas. Por así decirlo, es su familia. Del mismo modo, cada estrella
pertenece a una galaxia. Nuestro Sol es una estrella de la Vía Láctea.
—Observa bien el cielo. Se ve una pálida franja blanca que se eleva por encima del
horizonte en el norte, pasa sobre nuestras cabezas y vuelve a descender hacia el
horizonte, al sur. Es nuestra galaxia. Solo se ve una parte de ella, el resto pasa por
debajo de la Tierra y vuelve a aparecer por el norte. Como nos encontramos en su
interior, no podemos tener una visión de conjunto. Es como alguien que, colgado de
la rama de un árbol, no puede ver el árbol en su conjunto, pero ve las ramas inmóviles
a su alrededor.
—Las galaxias, incluso las más cercanas a nosotros, no son visibles a simple vista. A
excepción de tres, que apenas se distinguen en una noche especialmente oscura. En el
cielo de otoño del hemisferio norte se puede ver la galaxia de Andrómeda, cerca de la
constelación de Casiopea (en forma de W). Es preciso utilizar prismáticos. Recuerda,
la luz que percibimos en forma de mancha blanca oval ha partido de la galaxia hace
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cerca de tres millones de años, cuando los ancestros de los primeros hombres
empezaban a caminar sobre la Tierra. En el hemisferio sur se pueden ver otras dos
galaxias: las Nubes de Magallanes. Son las más cercanas. Las otras se encuentran
mucho más lejos; algunas, miles de veces más lejos.
—¿Cuántas hay?
—Con nuestros potentes telescopios hemos enumerado más de cien mil millones. El
universo se presenta ante nosotros como un vasto archipiélago de galaxias en un
océano gigantesco que denominamos espacio intergaláctico.
—Con estos telescopios, ¿sería posible ver todas las galaxias del universo?
—No, ni con los telescopios más potentes se podría ver todo el universo. Nuestras
observaciones están limitadas por un horizonte más allá del cual no podemos ver
nada. Lo mismo que cuando navegamos por el mar.
—¿Cuántas?
—No se sabe.
—Sí, es posible. Lo fascinante del estudio del universo es que se puede esperar
cualquier cosa. Incluso lo más inimaginable.
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Un universo en expansión
—He leído en algún sitio que el universo está en expansión. ¿Eso qué quiere decir?
¿Que se va haciendo más grande? Y si se extiende, ¿dentro de qué se extiende? Me lo
tienes que explicar.
—Para tratar un tema así siempre es interesante remontarnos a su origen. ¿De dónde
procede la idea de un universo en expansión? Alrededor de 1920 se empezaron a
utilizar grandes telescopios en California. El astrónomo americano Hubble se propuso
medir la distancia y el movimiento de un determinado número de galaxias.
—No se sabía nada… ¡Todo era posible! Los resultados han sido tan sorprendentes e
inesperados que, al principio, el mismo Hubble dudaba de su valor. ¡Pensaba que
había cometido algún error! Fueron sus propios alumnos quienes le convencieron.
Ignoraba que acababa de hacer un descubrimiento que iba a modificar totalmente
nuestra visión del mundo.
—Así es. Esta comparación nos ayuda a representar el fenómeno. En una masa que
contiene levadura hemos colocado uvas pasas. Metemos todo en el horno y
observamos qué ocurre. La pasta, al inflarse, arrastra con su movimiento las uvas, que
se alejan entre sí lentamente. Ahora imaginemos que estamos situados sobre una de
esas uvas y miramos a nuestro alrededor. Veremos a las uvas vecinas desplazarse de
un modo muy particular. Las más cercanas se mueven lentamente, mientras que las
más alejadas lo hacen mucho más rápido… Pero todas se alejan con un gran
movimiento de grupo. Podríamos decir que la tarta está en expansión.
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—¿Es esa la relación con las galaxias?
—Sí, ocurre lo mismo con el conjunto de galaxias del cielo: el universo está en
expansión. Eso quiere decir simplemente que hay un movimiento general de
distanciamiento de las galaxias entre sí. Lo que implica que en el pasado estaban más
cerca unas de otras y que, en el futuro, estarán cada vez más separadas.
—En general, se aceptaba la imagen del universo que Aristóteles había presentado
dos mil años atrás. Según el filósofo griego, el universo existía desde siempre y
siempre seguiría existiendo. Inalterable. Según él, el universo es estático, eternamente
inmóvil. Por supuesto, hay cosas que cambian, admitía Aristóteles: la madera se
pudre, el metal se oxida, las montañas se erosionan y los valles se cubren. Sin
embargo, añadía, solo son acontecimientos a nuestra pequeña escala. En cierto modo,
algo anecdótico. A gran escala, la del cielo y las estrellas, nada cambia nunca, decía
el filósofo.
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—¿Cómo llegó a esa conclusión?
—Efectivamente, esa era la gran diferencia. Los modestos artesanos que fabricaron
los primeros instrumentos ópticos en Holanda, en el siglo XVI, nunca hubieran podido
imaginar el impacto que tendrían en el pensamiento humano. Como las observaciones
de Galileo con su telescopio de los satélites de Júpiter en 1610, que demostraron que
la Tierra no era el centro del universo. Las mediciones de Hubble fueron suficientes
para demostrar que el universo está en profundo estado de cambio. Era más denso en
el pasado y lo será aún menos en el futuro.
—¿Eso quiere decir que en el pasado lejano fue mucho más pequeño? ¿Como un
puntito?
—No, no necesariamente. Pudo haber sido grande igualmente. Quizá incluso infinito.
No resulta fácil de imaginar. Más tarde volveremos a hablar de ello.
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Una historia del universo
—Me has explicado lo que significa universo en expansión. Has insistido en que en
el universo se producen cambios constantemente. ¿En qué me afecta eso? ¿En qué
sentido el alejamiento de las galaxias, que ni siquiera se ve a simple vista, me afecta
personalmente?
—Aún queda mucho camino por recorrer antes de poder responderte correctamente.
Un universo en el que no hubiera cambiado nada en toda la eternidad, como afirmaba
Aristóteles, sería un universo sin historia. El descubrimiento del movimiento del
conjunto de las galaxias (es decir, su alejamiento progresivo en el transcurso del
tiempo) nos permite afirmar que el universo tiene una historia. Por tanto, vamos a
abrir un nuevo capítulo en nuestra investigación: vamos a intentar reconstruir esa
historia. ¿Qué es una historia? La narración de una sucesión de acontecimientos que
han ocurrido en el pasado. Se trata de hechos destacables, como la Revolución
francesa en la historia de Francia o el descubrimiento de América por Cristóbal
Colón. Estos episodios influyen en lo que sucederá más adelante. Si no conocemos
ese pasado, no podemos comprender el presente.
—Para ilustrar bien la situación, antes vamos a comparar la labor de los astrofísicos
con la de los prehistoriadores que intentan descubrir el pasado de la humanidad.
Desean conocer la manera de vivir de nuestros ancestros. ¿Dónde habitaban? ¿Cómo
se alimentaban y se calentaban? Para responder a estas preguntas, los investigadores
realizan lo que llamamos excavaciones. Acuden a los emplazamientos en los que se
han encontrado huellas de asentamientos antiguos. Recogen cenizas de hogueras,
utensilios primitivos tallados en sílex o huesos de reno esculpidos. Todo ello permite
reconstruir, con un poco de imaginación, el modo de vida de nuestros antepasados
lejanos de un modo bastante convincente.
—Sí, me acuerdo; el verano pasado nos llevaste a visitar la cueva de Tautavel, cerca
de Perpiñán. En el museo vimos las recreaciones de la vida de nuestros antepasados
hace varios cientos de miles de años.
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—Sabemos muchas cosas del estilo de vida de los humanos desde la época de
Tautavel. Pero cuanto más nos remontamos en el tiempo, más fragmentada es la
información de la que disponemos. Descubrimos constantemente nuevos
emplazamientos habitados, cráneos más o menos bien conservados. Y, sin embargo,
cada vez hay más preguntas sin respuesta.
Lo importante cuando queremos describir un capítulo del pasado es disponer de
fósiles procedentes de la época correspondiente. De otro modo no podemos hacer
ninguna afirmación creíble. Insisto en este punto. Nos resultará útil en nuestra
historia del cosmos. Es tan cierto para la prehistoria humana como para la historia del
cosmos.
—¿Cuáles serían los fósiles en astronomía? ¡No hay huesos de reno en el cielo!
—Claro que no, en este caso no se trata de puntas de flecha ni de pinturas rupestres.
Se trata de radiaciones emitidas en ciertos períodos de la vida del universo. O incluso
de variedades de átomos generadas a partir de acontecimientos cósmicos concretos.
Todo deja huellas que podemos identificar incluso hoy en día.
—Supongo que, igual que los fósiles de los prehistóricos, estos restos servirán como
muestras para probar la historia.
—Supones bien. Pero antes de continuar esta narración, tengo que hablar de la obra
de un tal Albert Einstein.
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—Sí, todo a la vez y al unísono, por toda la extensión del espacio cósmico.
Y ahora te presento a otro personaje importante para nuestra historia: el sacerdote
belga Georges Lemaître. En torno a 1930 tuvo la idea de agrupar las observaciones de
Hubble y las teorías de Einstein. (Antes que él, el astrofísico ruso Alexandre
Friedmann había planteado un universo en expansión a partir del trabajo de Einstein).
Lemaître ideó un escenario del pasado del universo. A partir de lo que llamó un
átomo primitivo, extremadamente caliente y denso, el universo se enfría y se diluye
progresivamente. Es la primera versión de lo que más tarde se convertirá en la teoría
del Big Bang. En su momento, este planteamiento no tuvo mucho éxito en el mundo
científico. Pocos investigadores estaban dispuestos a aceptarlo. Cuando yo estudiaba
en Estados Unidos, no se hablaba mucho en el departamento de física. Molestaba.
—¿Por qué?
—La imagen de una explosión inicial parecía poco adecuada y nada seria. Muchos
científicos estaban convencidos de que el universo no tenía historia. Todo cambió
gracias a un astrofísico ruso, Georges Gamow, a quien tuve la suerte de tener como
profesor. Una especie de gigante muy divertido a quien le encantaba contar chistes en
clase. No tenía miedo al planteamiento de Lemaître. La idea de una historia del
cosmos no le molestaba. Añadía muy pertinentemente: «Pero aún hay que probarla
científicamente, con pruebas».
—Sí, exactamente. Pero ¿dónde los encontramos? Tuvo la genial idea de utilizar para
tal propósito una propiedad bien conocida de la materia. Cuanto más caliente está una
sustancia, más luz emite. En el taller del herrero, el hierro fundido brilla en la
oscuridad. Primero se pone rojo. Si aumentamos la temperatura, se vuelve amarillo y
después azul. Va pasando por los colores del arco iris volviéndose cada vez más
brillante.
—Sí, con todas sin excepción. Incluso con la mermelada de fresa si la calentamos lo
suficiente. Y a la inversa, un cuerpo que se enfría cambia también de color y se hace
cada vez menos luminoso. Se oscurece.
Supongamos, decía Gamow, que el escenario del Big Bang hubiera sucedido
realmente como lo describe Lemaître. Tomémoslo en serio para comprobarlo. Ello
implica que, en el pasado, el universo brillaba más. Entonces, cuanto más
retrocedamos en el tiempo, más caliente y luminosa será la materia del cosmos. Si
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nos remontamos lo bastante lejos, debería llegar un momento en el que la cantidad de
luz fuese prodigiosa, un flash formidable. Todo el universo es luz.
—Gamow realizó algunos cálculos. Llegó a la conclusión de que un vestigio tal debía
existir incluso hoy en día en forma de radiación invisible a nuestros ojos, en forma de
ondas radioeléctricas detectables con un radiotelescopio. Se descubrió en 1965,
veinte años después de la predicción de Gamow, y fruto de la casualidad. Fue un gran
momento para la ciencia y, por tanto, para todo el pensamiento humano. Se tenía,
pues, una confirmación del planteamiento del Big Bang. Es decir, del hecho de que el
universo tiene una historia y de que esta historia es la de un enfriamiento a partir de
temperaturas, densidades y luminosidades muy elevadas.
De este relato se puede sacar una lección, y es que una idea impopular puede
terminar siendo cierta.
—En este punto hay que ir con cuidado. La ciencia no dice: «Es así». La ciencia dice:
«Aparentemente es así»; o mejor dicho: «Probablemente haya algo de verdad en todo
esto». Sin embargo, sigue habiendo muchos puntos negros, problemas no resueltos,
dificultades que dilucidar. El planteamiento del Big Bang es, de momento y a grandes
rasgos, la mejor narración que tenemos del pasado del cosmos.
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—Todavía hay muchos. Este es uno: las cenizas del Big Bang permanecen entre
nosotros. Son los átomos de hidrógeno y de helio.
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¿Cuál es la edad del universo?
—Me has contado cómo se calcula la edad del Sol. Del mismo modo, ¿podemos
conocer la edad del universo?
—Para ello hay muchas maneras de proceder. Un primer método consiste en utilizar
las mediciones efectuadas por Hubble, que nos mostraron que el universo está en
expansión. Con los ordenadores podemos construir un simulacro numérico del
universo. Una especie de escenario en el que seguir su transformación a lo largo de la
expansión. Después, la película se proyecta al revés: las galaxias se aproximan
progresivamente. Continuamos hasta el momento en el que se yuxtaponen. El
contador indica trece mil setecientos millones de años. Decimos que esa es la edad
del universo.
Un segundo método procede de la idea de que, con toda lógica, el universo debe
de ser más antiguo que sus habitantes más ancestrales. Si no es así, es que algo falla y
debemos revisar nuestro cálculo. Centrémonos primero en las estrellas. En muchos
casos, podemos calcular su edad. Por ejemplo, los Tres Reyes Magos, en la
constelación de Orión, tienen alrededor de diez millones de años. Las Pléyades, las
hermosas estrellas azules, visibles en invierno cerca de la Vía Láctea (¡no dejes de
observarlas con los prismáticos!), tienen cerca de ochenta millones de años. Nuestro
Sol tiene cuatro mil quinientos millones de años. Un cúmulo globular (un gran
cúmulo de estrellas) situado en la constelación de Hércules tiene trece mil millones
de años. Así hemos datado una cantidad elevada de estrellas. Ahora bien, y esto es lo
que importa, jamás hemos encontrado una sola estrella cuya edad sobrepase los
catorce mil millones de años.
Tercer método: utilizamos átomos radioactivos como el uranio y el torio. Existen
en gran cantidad con diferentes períodos de semidesintegración. Antes nos sirvieron
para calcular la edad del Sol. También podemos obtener la edad de los propios
átomos. Es decir, el tiempo que ha transcurrido desde su formación en las estrellas.
En este caso, las medidas son menos precisas, pero concuerdan bien con las
estimaciones previas. Jamás hemos encontrado átomos de más de catorce mil
millones de años.
Tenemos, por tanto, tres medidas obtenidas por distintos métodos. En el caso de
las galaxias y las estrellas, los resultados proceden de los telescopios de los
observatorios astronómicos. Para los átomos utilizamos contadores de radioactividad
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en los laboratorios de física nuclear. Obtenemos cálculos parecidos. Esta coherencia
es significativa. Si existiesen estrellas o átomos más antiguos en el universo,
podríamos detectarlos. Hasta el momento no lo hemos hecho… Por eso el
planteamiento del Big Bang es más creíble.
—Pero hay un problema. A ver si me explico. Cuando nací, hace catorce años, llegué
a un mundo que ya existía. Estaban mis padres… Cuando nació el Sol, dices que ya
estaban las estrellas. Pero ¿qué había antes del Big Bang?
—Otra pregunta. A menudo se habla del Big Bang como de una gigantesca explosión
lejana de materias incandescentes. ¿Dónde tuvo lugar esta explosión? ¿No se
encuentra ahí, en el lugar donde sucedió, el centro del universo? El caso es que me
has contado que no tiene centro. No entiendo nada.
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—Siempre es difícil imaginar las cosas que no forman parte de las dimensiones de
nuestra realidad habitual. Pero se acaba logrando. Aunque siempre es necesario ser
cauteloso cuando, para representar fenómenos que desconocemos, recurrimos a
imágenes propias de otros fenómenos que sí conocemos.
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¿Estamos solos en el universo?
—Observa en el cielo estrellado esa luz que parpadea. Es un avión de línea que
transporta pasajeros. Intentemos imaginar qué sucede en su interior. Es la hora de la
comida. Una azafata empuja un carrito por el pasillo. Distribuye los platos a los
pasajeros que desembalan los cubiertos. Podemos imaginarnos todo eso simplemente
siguiendo con los ojos ese punto luminoso. Sin embargo, está muy lejos. Al verlo
sobre nuestro cielo, parece que deja atrás la constelación de la Osa Mayor y entra en
la Coma Berenices. Vamos a jugar de nuevo con la imaginación, esta vez no con un
avión, sino con una estrella del cielo. La Estrella Polar, por ejemplo: en el norte, fiel a
su lugar en el cielo. Vista desde aquí, como el avión, no es más que un punto
luminoso. No tenemos ni idea de qué sucede en ella. En esta ocasión, ¡hay que dar
rienda suelta a la imaginación! Se podría pensar que, como nuestro Sol, tiene
planetas. Acerquémonos. Pensemos en un lugar en el que, sentados en tumbonas, un
abuelo muestra a su nieta una estrella en el cielo. Resulta que en ese momento están
observando a nuestro Sol. Un puntito luminoso visto desde tan lejos. El abuelo dice:
«Imagina que cerca de esta estrella hay un planeta llamado Tierra en el que un abuelo
le muestra el cielo a su nieta».
—Me gustaría imaginarme todo eso mirando la Estrella Polar. Es como un juego.
¿Crees que es posible?
—Esa es la cuestión. ¿Hay en el cielo personas, quizá diferentes a nosotros, pero que,
como nosotros, miran las estrellas? ¿O nuestro planeta es el único de todo el cosmos
que alberga vida?
—¡No tengo ni idea! Es algo que los hombres se han planteado desde hace mucho
tiempo. Pero, hasta el día de hoy, no tenemos ninguna prueba de que haya vida en
otro planeta. Cuidado: eso no quiere decir que no la haya. Es simplemente una
declaración de ignorancia. Aunque, como dice el refrán: «La ausencia de pruebas no
es prueba de ausencia». Simplemente no lo sabemos. Puede que haya vida en estos
miles de millones de estrellas. También es posible que no la haya más que en la
Tierra.
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—¿Cómo podríamos saberlo?
—En primer lugar, hay que definir de qué tipo de vida estamos hablando. Las
hormigas, por lo que sabemos, no se tienden en tumbonas para preguntarse si son
únicas en el universo.
—Imagina, en un planeta situado a treinta años luz, a telespectadores que esperan con
impaciencia el último episodio de Dallas, una telenovela estadounidense emitida hace
treinta años.
—Pero si ellos pueden recibir nuestros programas, nosotros también podríamos ver
sus series.
—No, evidentemente. Sin embargo, debería ser bastante fácil desvelar una cierta
estructura en los sonidos. Se notaría fácilmente la diferencia entre idiomas hablados y
simples ruidos incoherentes, interferencias, como las que proceden de una radio mal
regulada.
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—¿Y se ha recibido ya algo?
—En 1967 hubo un momento de gran expectación. De una dirección del cielo nos
llegaba el sonido bip… bip… bip… perfectamente regular. Era imposible confundirlo
con las interferencias sonoras…
—Para conocer el resto del mensaje, los astrónomos se colocaban junto a las antenas.
Pero la secuencia continuaba incansablemente, siempre bip… bip… bip…
—En realidad, eran ondas emitidas por una estrella en rotación rápida sobre ella
misma. Su débil haz luminoso barría regularmente la Tierra. Como un faro al borde
del mar. Por interesante que fuese este descubrimiento, no entraba en el programa de
búsqueda de vida inteligente. Se trataba de una estrella llamada pulsar, que además
son muy numerosas en el cielo. ¡Qué decepción!
—¿Nada más?
—No. Desde entonces, estamos en ello. Pero no nos ha llegado ningún mensaje
organizado que deje adivinar la presencia de una persona.
—¿Podríamos saber si en algún planeta lejano hay vida aunque nadie emita ondas
de radio?
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—De momento se han descubierto sobre todo tres grandes planetas del tamaño de
Júpiter y de Saturno. Simplemente porque son más fáciles de detectar que los más
pequeños como nuestra Tierra.
—Se cree que no. Al menos, en cualquier caso, por las formas de vida que
conocemos aquí. Pero siempre existe la posibilidad de que nuestra noción de vida sea
más limitada, que existan otras formas de vida desconocidas para nosotros. Cuando
los europeos llegaron a Australia hace tres siglos, descubrieron una fauna y flora
nuevas, diferentes a las que ellos conocían… canguros, ornitorrincos y otros bichos
extraños. Lo importante es tener la mente abierta.
—¿Cómo podríamos saber si hay planetas extrasolares en los que ha surgido vida,
aunque nadie emita ondas de radio?
—Porque precisamente por eso hay vida aquí. Se manifiesta en nuestro planeta desde
hace poco menos de cuatro mil millones de años. En aquella época, la atmósfera
estaba compuesta sobre todo por dióxido de carbono. Durante más de tres mil
millones de años, la vida existió solamente en forma de células microscópicas como
las algas azules, en el agua oceánica. A través de su respiración, estos organismos
consiguieron transformar nuestra atmósfera. Gracias a este fenómeno apareció el
oxígeno. Si la vida desapareciese de la Tierra, la atmósfera se volvería de nuevo
dióxido de carbono, como en Marte o en Venus.
—¿Eso quiere decir que si descubrimos un planeta extrasolar con una atmósfera de
oxígeno, podríamos sacar la conclusión de que alberga seres vivos?
—En la ciencia aprendemos a ser prudentes. Podría haber otra explicación posible a
la presencia de oxígeno en esos planetas. Pero, en cualquier caso, sería un
descubrimiento formidable. Por primera vez tendríamos un buen motivo para creer
que hay vida más allá de la Tierra.
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La naturaleza está estructurada
como la escritura
—¿Quieres saber si lo que dicen los científicos es cierto? Pues, en primer lugar, voy a
contarte cómo nació la ciencia y cómo funciona.
Desde hace mucho tiempo, los humanos observan fenómenos más o menos
extraños en la naturaleza y se plantean preguntas. Por ejemplo: ¿qué es el rugido del
trueno? Algunos defendían que era la voz de una divinidad en cólera y que había que
ponerse de rodillas para implorar su perdón. ¿Por qué desaparece el Sol durante los
eclipses? ¿Es cierto que un dragón se lo ha comido y que hay que realizar sacrificios
para que vuelva? ¿Son las ninfas las que preservan la frescura del agua de las
fuentes?
Esas respuestas no satisfacían a todo el mundo. Hace algo menos de tres mil años,
en la Grecia antigua, los hombres buscaron respuestas más convincentes. Decidieron
no volver a recurrir a personajes imaginarios para explicar sus observaciones, sino
buscar las respuestas a sus preguntas en la naturaleza misma, y solo en ella. Y
encontraron respuestas interesantes: los eclipses los causa el paso de la Luna por
delante del Sol; el trueno no es la voz de una divinidad, sino un fenómeno natural que
ocurre entre las nubes y que más adelante se explicará como el ruido de una descarga
eléctrica. No tiene nada de sobrenatural.
—¿Por qué estas respuestas son mejores? ¿Por qué son más creíbles que las
anteriores?
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nombres; especialmente: Anaximandro, Anaxágoras y Tales. Estos sabios vivieron en
un pueblecito griego llamado Mileto, actualmente en Turquía, junto a las costas del
Mar Egeo. Les debemos mucho.
Imaginemos ahora que uno de ellos regresa del pasado y nos interroga sobre los
resultados y los éxitos de este método, el que ellos inventaron: «¿Qué habéis
aprendido que no conociésemos en nuestra época?». Tendríamos la tentación de
llevarle a visitar una gran biblioteca científica, en cuyas estanterías podría ver y leer
millones de libros y revistas. Pero sería algo tedioso. Mejor intentemos resumir en
algunas frases los nuevos conocimientos adquiridos tras toda esa labor.
—Es la letra R.
—Eso es. He tenido que escribir todas las letras seguidas para que en tu mente
apareciese una imagen: el color rojo. Eso se denomina propiedad emergente. La
palabra ha cobrado sentido cuando he colocado las letras en el orden correcto. Las
palabras escritas, como las aprendiste en la escuela, son combinaciones de letras en
un orden concreto. A cada combinación se le atribuye un significado. Los
diccionarios se han elaborado para indicar ese significado. Ocurre así no solo con el
francés, sino con muchos idiomas de la Tierra. Y ahora vamos a jugar a lo mismo con
palabras. Si escribo en una pizarra las siguientes cuatro palabras: «Las amapolas son
rojas», ¿qué consigo?
—¡Una frase!
—Sí, una frase con sentido propio: nos indica el color de las amapolas. Ahora
podemos repetir el mismo juego con las frases. Eso nos dará párrafos. A continuación
combinamos párrafos para construir capítulos, después capítulos para formar libros y
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libros para llenar bibliotecas. El conjunto de bibliotecas del mundo contiene todo
nuestro conocimiento.
—Este método existe desde hace unos cinco mil años. Nació en Oriente Medio, en la
región de los actuales Irak e Irán. Al principio se utilizaba sobre todo para la
contabilidad y los preceptos religiosos y legales. Más adelante fue importado a
Egipto, Grecia, el Imperio Romano, después a toda Europa y América. Al mismo
tiempo llegaba progresivamente al este de Asia. Actualmente se ha impuesto en todo
el mundo. Todos los niños lo aprenden en clase y lo utilizan para comunicarse, ya sea
sobre el papel de libros y periódicos, o por Internet.
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Los escalones de la naturaleza
—Entonces, abuelo, ¿vas a explicarme qué quiere decir que la naturaleza está
estructurada como la escritura?
—Supongo que los átomos forman el primer escalón, como las letras del alfabeto, y
que las moléculas serían las palabras.
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—Vas por buen camino. Esta idea procede de los filósofos de la Antigüedad. En
concreto, de Demócrito y Lucrecio. Representaron a los átomos como pequeñas bolas
irrompibles; de hecho, la palabra átomo quiere decir en griego precisamente
irrompible. Mediante asociaciones diversas, estos átomos formaban, según ellos,
todas las sustancias de la naturaleza. A principios del siglo XX, los físicos
construyeron aceleradores de partículas, como una especie de escalpelos, con los que
pudieron estudiar los átomos. Descubrieron que, lejos de ser irrompibles, son objetos
complejos con una estructura interna. En el centro tienen un núcleo de masa
compuesto por protones y neutrones. Alrededor de este núcleo hay electrones en
órbita. Este descubrimiento en concreto se lo debemos a Ernest Rutherford.
—Me recuerda al sistema solar, con el Sol en el centro y los planetas alrededor.
—Es cierto que se le parece, pero existen grandes diferencias. Recuerda que hay que
ser prudente con las comparaciones. Estos átomos suponen, para la naturaleza, la
oportunidad de jugar de nuevo con las letras. Sus núcleos podrían ser palabras y los
protones, las letras. Un núcleo con siete protones es un núcleo de nitrógeno. Con
ocho protones, de oxígeno. Con veintisiete, de hierro. Ochenta y dos, de plomo. A
cada número de protones le corresponde un átomo de la naturaleza. El átomo más
ligero (el hidrógeno) solo contiene un protón. El segundo es el helio, con dos
protones. Son los átomos más viejos, los primeros que se formaron en el universo,
prácticamente en el Big Bang. Son los restos de la hoguera de los primeros segundos
del cosmos. Los otros átomos, el carbono, el oxígeno, el hierro, el oro, etc. hasta el
más pesado, el uranio, que contiene noventa y dos protones, se forman en las
estrellas.
—Sí, estaba esperando que me hicieras esa pregunta. Voy a responderte contándote
un recuerdo de mis años de estudiante. En sus clases de astrofísica, Georges Gamow
explicaba que la palabra protón procede del griego protos, que significa «primero».
Después añadía: «Ya hemos llegado al primer nivel de la escala de los filósofos
griegos. Los átomos son divisibles, pero los protones no. Los protones son los
primeros —añadía—, no tienen estructura interna». En respuesta a nuestras
preguntas, contestaba: «Sí, entiendo vuestro escepticismo, en tanto que hemos
conseguido romper los átomos que creíamos que eran irrompibles. Pero esta vez no
hay más: estoy dispuesto a apostar la mitad de mi fortuna. Nunca podremos
fragmentar los protones». Intimidados ante las afirmaciones de este ilustre
cosmólogo, hicimos mal en no aceptar la apuesta, pues Gamow descendía de una
familia muy rica…
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De hecho, unos años más tarde, ingeniosos experimentos aportaron la prueba de
que los protones (y también los neutrones) no son partículas simples. Están
compuestos por tres quarks. Concretamente, fue Murray Gell-Mann, hacia 1970, el
que descubrió este escalón inferior.
Existen seis variedades de quarks en la naturaleza. Los físicos les han atribuido
nombres de letras acompañados de palabras imaginativas, solo por divertirse. Está el
u (de up), el d (de down), el s (de strange o extraño), el c (de charmed, encantado), el
t (de top o truth) y el b (de bottom, fondo).
El protón está formado por dos quarks u y un quark d. El neutrón, por un quark u
y dos quarks d. Todas las combinaciones posibles de estos quarks, ya sea en grupos
de dos o de tres (como si se tratara de palabras de dos y tres letras), forman una rica
variedad de partículas cuya existencia puede verificarse gracias a los grandes
aceleradores. Casi todas estas partículas son inestables. Se desintegran y desaparecen
en milmillonésimas de segundo. El neutrón es inestable. Cuando no está integrado en
un núcleo, desaparece en veinte minutos. El protón es estable.
—Ya imaginarás cuál va a ser mi próxima pregunta: ¿el quark se puede dividir?
—Sucede lo mismo que con los quarks. No se sabe nada. Para construir nuestra
escala vamos a suponer provisionalmente que los quarks y los electrones son
partículas elementales, que se sitúan en el primer escalón. Resumiendo: hemos subido
tres escalones. Los quarks, en el primer escalón, son las letras; los protones y los
neutrones, en el segundo escalón, son las palabras de los núcleos atómicos; y los
átomos, en el tercer escalón (formados por estos núcleos y por los electrones),
constituyen las frases de las moléculas.
—¿Y qué hay en los escalones superiores? Los seres vivos, supongo, compuestos por
moléculas, ¿no?
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—Sí, llegamos al escalón de las células vivas. Podemos ver numerosos tipos con un
simple microscopio. Por ejemplo, en una gota de agua extraída de un jarrón de agua
donde hemos tenido flores una temporada, miríadas de pequeños organismos se
mueven en todas direcciones. Ahora bien, y esto nos interesa particularmente, los
bioquímicos nos han enseñado que estas pequeñas células son asociaciones de
moléculas, como las proteínas y el ADN. Cada molécula desempeña un papel
concreto dentro de la célula para grabar las instrucciones del código genético, e
incluso en la actividad celular responsable de la fabricación de las diferentes
hormonas.
—Tienes razón. Y, ahora, vamos a subir otro más, donde las propias células son los
elementos. Estos pequeños organismos van a asociarse para formar las plantas y los
animales, incluso nuestro propio cuerpo. Una especie de federación en la que cada
célula pone sus capacidades al servicio del conjunto de células. Debemos este
descubrimiento al químico alemán Theodor Schwann, que escribió hacia 1860 que
«la célula es la unidad de base del reino animal y del reino vegetal». Ciertas células
captan la luz del Sol para proveer de energía al organismo. Otras sirven para digerir la
comida. Otras incluso para hacer niños. Tu cuerpo, como el de todos los animales y el
de todas las plantas, está formado por células. Los glóbulos rojos de la sangre
transportan el oxígeno que respiras a las neuronas del cerebro y te permiten hablar.
En tus ojos, otras células recogen la luz y transmiten las imágenes al cerebro. Gracias
a la actividad combinada de este sinfín de células, estás viva.
—Sí, pero también podemos pensar en una orquesta tocando una sinfonía de Mozart
con músicos e instrumentos diferentes: violines, violas, violonchelos, flautas, oboes,
clarinetes, bajos, etc. En el concierto, lo que te absorbe es la propiedad emergente de
la actuación conjunta de los músicos bajo la batuta del director de orquesta.
Otro ejemplo: las exploraciones de la Luna. Para preparar los cohetes y las
sondas, para entrenar a los astronautas, cientos de miles de personas unieron sus
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esfuerzos con un objetivo concreto: alunizar en nuestro satélite. Nadie por sí solo
puede llevar a cabo semejante hazaña. Esta es otra ilustración de propiedades
emergentes procedentes de la asociación de varios elementos.
Ahora voy a resumir la situación utilizando de nuevo como ejemplo tu propio
cuerpo, el que duchas o sumerges en la piscina y tocas con la mano. En última
instancia, se compone de quarks y electrones. ¡Tiene muchísimos! Alrededor de cien
mil billones de billones (100.000.000.000.000.000.000.000.000.000). Esa cifra varía
un poco en función del peso, pero no demasiado… Ahora cierra los ojos y di:
«Existo». Abre los ojos y di: «El mundo que me rodea existe». Estás realizando una
proeza fantástica, uno de los logros más extraordinarios del universo. Para que
puedas llegar a tomar conciencia de tu existencia y del mundo que te rodea es
necesario que cada uno de los cien mil billones de billones de quarks y de electrones,
armonizados en una estructura de una complejidad inaudita, desempeñe un papel
determinado. Como en un reloj, donde cada pieza del engranaje debe funcionar
correctamente, tus quarks y tus electrones están en su lugar para permitirte actuar:
leer, concentrarte, dormir cuando es necesario.
Esa es la idea del primer mensaje a nuestro visitante del pasado. Es el sentido de
la frase: «La naturaleza está estructurada como la escritura». Resume perfectamente
lo que nos ha enseñado:
1. La física: la asociación de los quarks en protones y neutrones y de estos en
núcleos atómicos, la asociación con los electrones para formar átomos;
2. La química: la asociación de los átomos en moléculas;
3. La bioquímica: la asociación de las moléculas en células;
4. La biología: la asociación de las células en organismos vivos.
Cada una de estas ciencias se convierte en un capítulo de la organización de la
materia en el universo.
El segundo mensaje para nuestro invitado de Mileto procede de la astronomía.
Dice así: «La escala de la complejidad se erige a lo largo del tiempo». Entraremos en
materia en nuestra próxima charla.
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Pascal y el último escalón
—Me has contado la historia del universo desde el Big Bang. Me has hablado de los
átomos, las moléculas, etc. Pero no me has hablado de la aparición de la vida. Es mi
parte favorita. Me gustaría que me contaras la historia de mi gato Pamplinas. ¿En
qué momento aparece en esta historia?
—Sí, tienes razón. El desarrollo de nuestra historia solo es posible en nuestro planeta.
Del resto del cosmos no sabemos nada.
—Entonces, volvemos a nuestro sistema solar. Me has explicado que el Sol y sus
planetas nacieron hace cuatro mil quinientos millones de años. Deduzco que la vida
terrestre tiene que ser necesariamente más reciente. ¿Qué se sabe de eso?
—Muy buena observación. Sin embargo, sabemos que varios miles de años más tarde
la Tierra se enfrió, el vapor de agua se condensó y multitud de pequeños organismos
poblaron las capas líquidas.
—Nadie lo sabe realmente. Cuando Louis Pasteur, en el siglo XIX, demostró que,
contrariamente a lo que se había creído, la vida no aparece por sí sola, nos dejó con
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un gran problema. Si ya no se considera válida la explicación de la generación
espontánea, ¿cómo se originó la vida en un principio? ¿Cómo han podido las
moléculas que nadaban en las aguas disponerse de tal forma que formaran un
organismo capaz de alimentarse y reproducirse? Ese sigue siendo uno de los
misterios más grandes de la ciencia contemporánea.
—Existen varias hipótesis, pero hoy por hoy no existe ningún argumento
satisfactorio. Lo importante es que, sea como sea la secuencia de los episodios que
han conducido a ese resultado, la vida apareció y nosotros somos una prueba de ello.
Todos descendemos de esos pequeños seres que pululaban por el océano primitivo.
Pero para dar continuidad a nuestra historia identifiquemos los conceptos que nos
resultan familiares: aquí los elementos básicos son las moléculas que componen estos
organismos, y la propiedad emergente es simplemente la vida.
—¡La vida! ¡Qué fenómeno más maravilloso! ¿Se sabe en qué momento apareció?
—Hace entre tres mil y cuatro mil millones de años. Pero es una fecha todavía
incierta. Los indicios más antiguos de vida se encuentran en Australia y en
Groenlandia. Se trata de organismos microscópicos cuyos esqueletos acumulados tras
su muerte forman grandes estructuras de apariencia rocosa. En geología reciben el
nombre de estromatolitos.
—Me dijiste que fueron estos organismos los que, al respirar, hicieron aparecer el
oxígeno que respiramos.
—Tal vez… ¡no se sabe nada todavía! Hace algo menos de mil millones de años
empieza un nuevo capítulo de la vida terrestre. Vemos aparecer seres en los que se
reconoce la asociación de varias células diferentes. A lo largo de una lenta evolución
nacen los peces, los anfibios (que van a salir del agua, como las ranas), los reptiles,
las aves y los mamíferos, entre ellos los monos, los homínidos y… nosotros.
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—Más exactamente, sus ancestros felinos… entre otros mamíferos.
—Esta proeza extraordinaria es posible solamente desde hace muy poco tiempo en
relación con la edad del universo: varios millones de años frente a catorce mil
millones de años.
—Primero, se necesitaba mucho tiempo para que las estrellas que forman los átomos
nacieran, vivieran y murieran. Después, para que se formaran planetas sólidos en los
que el agua pudiera depositarse. Y, por último, porque la evolución biológica, de la
ameba a los seres dotados de pensamiento, es lenta. ¡Miles de millones de años!
—Acuérdate del caso de la colmena: cada abeja, con una función concreta, aporta
algo al resultado armonioso de su entorno. Lo mismo ocurre en el caso de la orquesta
sinfónica, de la que ya hemos hablado: los distintos instrumentos se coordinan por la
señal del director de orquesta para producir un resultado único; por ejemplo, la
Novena Sinfonía de Beethoven.
—Me gusta que te hagas este tipo de preguntas. Yo añadiría algo: ¿las primeras
células, que aparecieron hace más de tres mil millones de años por la disposición de
las moléculas en el fondo de los océanos, sospechaban (es una forma de hablar) que
acabarían uniéndose para formar organismos vivos? Al igual que en el caso de la
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organización de la materia en el universo, la complejidad ha seguido aumentando
desde hace catorce mil millones de años y nadie sabe lo que nos depara el destino.
Para enfatizar los dos mensajes que daremos a nuestro personaje venido de
Mileto, vamos a invitar a un hombre que ha reflexionado mucho sobre estos temas:
Blaise Pascal, un filósofo del siglo XVII. Seguro que conoces su famosa frase: «Me
estremece el silencio eterno de esos espacios infinitos».
—Pascal escribe esta frase solo varias décadas después de los descubrimientos de
Galileo. Ahora él sabe que la Tierra, lejos de ser el centro del universo como se creía
hasta el momento, es un pequeño planeta perdido en el espacio gigantesco. Este
descubrimiento de la inmensidad del universo le da vértigo. Se siente perdido en esas
dimensiones que le parecen totalmente extrañas, totalmente ajenas a su existencia.
—Él no sabe todo lo que me has enseñado sobre el universo. ¿Qué podríamos decirle
para tranquilizarle?
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Las tablas de la ley
—Esta tarde tengo una pregunta importante. Me has contado la historia del
universo. He comprendido que, a lo largo del enfriamiento del magma inicial
incandescente, se han ido formando estructuras cada vez más complejas. Y que, de
hecho, los átomos y las moléculas de mi cuerpo los debo a las estrellas.
—Esa es una pregunta que, como es lógico, todos nos hacemos. Pero voy a abordarla
con otras dos preguntas. Las tres tienen algo en común: no tenemos respuesta para
ninguna de ellas.
—La pregunta es la siguiente: «¿Por qué ese algo, que se presentaba en el origen del
cosmos como un caos indiferenciado, se ha ido estructurando progresivamente en
lugar de permanecer caótico?». Podemos formular esa pregunta en base a nuestros
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conocimientos científicos y, concretamente, en base al enfoque que nos da la teoría
del Big Bang como argumento creíble de la historia del universo.
—Sí, en cierto modo. Nos dice que las estructuras han podido surgir gracias a la
existencia de lo que llamamos las fuerzas de la naturaleza y las leyes que las rigen: la
fuerza de la gravedad para los planetas y las estrellas, la fuerza electromagnética para
los átomos y las moléculas, las fuerzas nucleares (hay dos) para los protones y los
núcleos atómicos. Conocemos muy bien estas fuerzas. Sus propiedades se miden con
precisión en nuestros laboratorios de física.
—La verdad es que tienes razón. Pero aunque encontráramos una respuesta,
podríamos repetir la pregunta: «¿Pero por qué esta respuesta?». ¡Y así sucesivamente!
La cadena de por qué y por qué no tendría fin. Vamos a hacer de nuevo una
constatación de ignorancia. Pongamos que hay fuerzas y que son ellas las que
permiten la estructuración de la materia. Resumiendo, no sabemos por qué hay algo
en lugar de nada, y por qué hay fuerzas (en lugar de no haberlas) que han permitido a
ese algo estructurarse y, en concreto, que nacieras tú, yo, tus padres, tus primos, tus
primas…
—Para presentártelas vamos a dar un rodeo por la historia de las ciencias. Antes de
los trabajos de Galileo y Newton en el siglo XVII, la imagen del cosmos generalmente
aceptada en el mundo científico era la de Aristóteles. Para él, el universo estaba
compuesto de dos partes distintas: la que está abajo (por debajo de la Luna) y la que
está arriba (por encima de la Luna). En la parte de abajo está nuestro mundo terrestre,
compuesto de materia corruptible, sometido al cambio: la madera se pudre, el metal
se oxida, las montañas se erosionan, los valles se cubren. En la parte de arriba están
los astros, el Sol, los planetas, las estrellas, constituidos por una sustancia pura,
incorruptible, eternamente inmutable, igual a ella misma.
—En la Antigüedad, la Luna tenía un doble estatus. Por un lado, cambia (los
diferentes crecientes) y, por otro lado, no cambia, puesto que, como las estrellas, sale
regularmente en las fechas previstas. Unos siglos más tarde Galileo observó el cielo
con su telescopio. Descubrió los satélites de Júpiter, los crecientes de Venus y las
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montañas de la Luna. Concluyó que no existen dos mundos, sino uno solo. Y varias
décadas más tarde tuvo lugar la legendaria historia de Isaac Newton. Una noche de
claro de Luna vio caer una manzana de un árbol. Eso le sumió en un abismo de
reflexión. Desde entonces quiso demostrar que la fuerza que hace que se caigan las
manzanas (la gravedad) es la misma que hace girar la Luna alrededor de la Tierra y
los planetas alrededor del Sol. Estas fuerzas son iguales en la Tierra y en el sistema
solar. Así nació la astrofísica.
—La respuesta a tu pregunta se obtuvo en el siglo XX, con la puesta en marcha de los
grandes telescopios. Se recogió la luz emitida por átomos de oxígeno situados en los
astros que están a mil millones de años luz da distancia. Se compararon esos fotones
que llevaban viajando mil millones de años con los fotones emitidos por una fuente
de oxígeno de un laboratorio. Y se descubrió que los fotones viejos provenientes de la
galaxia obedecían, con una gran precisión, a las mismas leyes que los fotones nuevos
de la lámpara… Estos experimentos, junto con otros muchos, demuestran que las
leyes que rigen las propiedades de las fuerzas de la naturaleza son iguales en todas
partes, a través del espacio y del tiempo. Añadamos que, si fuera de otra forma, si las
leyes cambiaran en función del lugar y del tiempo, el estudio del cosmos sería
especialmente complicado. Podemos considerar esta uniformidad como una
magnanimidad de la madre naturaleza para los pobres científicos que se toman la
molestia de intentar comprenderla.
—Entonces, creo que ahí hay un problema. Me has enseñado que vivimos en un
universo en continuo cambio, y ahora me hablas de leyes que no cambian.
—Sí, esta paradoja es muy real. El argumento del Big Bang ya se ha confirmado,
pero también se ha establecido la universalidad de las leyes. Resumiendo: nos hemos
preguntado por qué la materia magmática del universo primordial se ha organizado
en estructuras en todas las dimensiones, cómo se han ido llenando progresivamente
los diferentes escalones. La respuesta es la siguiente: porque hay fuerzas que se
ejercen sobre las partículas y las llevan a estructurarse. Hemos descubierto que las
leyes que gobiernan estas fuerzas tienen una particularidad destacable: son iguales
siempre y en todas partes, mientras que en el cosmos todo cambia.
—Eso me recuerda a las tablas de la ley de Moisés, en las que según el relato bíblico
se grabaron los diez mandamientos. ¿En qué tablas se escribirían las leyes de la
naturaleza para ser permanentes? Sigue siendo una pregunta sin respuesta.
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observaciones y los modelos teóricos del universo muestran que estas leyes tienen
exactamente las propiedades necesarias que permiten la aparición de la vida.
—¿Quieres decir que si fueran distintas no habría podido aparecer la vida? ¿Cómo
se puede demostrar eso?
—Los ordenadores, en este sentido, son de una gran utilidad. Se simula por cálculo lo
que pasaría en un universo sometido a leyes diferentes; es lo que llamamos el
universo de juguete. Cada universo está sometido a una serie de leyes que son, de
algún modo, la receta de su pastel. Se supone que partimos de un magma
extremadamente caliente, denso y luminoso, como en el modelo del Big Bang. Se
deja enfriar observando lo que sucede. Se observa en cada uno de ellos, en el
universo de juguete y en el universo real, un enfriamiento, una dilución y un
oscurecimiento de la materia cósmica. Pero, y aquí está el quid de la cuestión, hay
diferencias importantes según la receta elegida al principio.
En la gran mayoría de los casos no puede originarse vida tal como la conocemos.
Hay casos en los que ninguna galaxia, estrella o planeta llega a condensarse a partir
del puré inicial. No aparecen planetas sólidos en los que el agua pueda depositarse
para permitir el nacimiento de la vida. En otros casos, toda la materia se fragmenta y
se contrae rápidamente. Se forma, entonces, una población de astros muy densos que
no emiten luz (los agujeros negros). No aparece ningún Sol ni ningún sistema
planetario. O bien el hidrógeno se transforma en su totalidad en helio desde los
primeros minutos (nuestro tercer escalón) y no llega a formarse agua para alojar a las
primeras células vivas (nuestro quinto escalón), o no hay suficiente carbono, un
átomo esencial para la bioquímica. En muchos casos no habrá ninguna estrella que
dure lo suficiente como para que la vida pueda aparecer y evolucionar en su sistema
planetario.
—Dices que las leyes de la física en nuestro universo tienen precisamente las
propiedades necesarias para que aparezcamos los preguntones. Lo que está claro es
que si ese no fuera el caso, no estaríamos aquí para discutirlo… ¡no habría nadie!
Dicho de otra forma, ¡que a nosotros (a nuestro universo) nos ha tocado la lotería! O
dicho de otra manera, ¡hemos tenido mucha potra!
—La comunidad científica está muy dividida en relación con este tema. A algunos les
parece una banalidad sin interés. Otros, por el contrario, consideran que esta
información es importante. Como es de esperar, las sensibilidades filosóficas y
religiosas juegan un papel importante en la naturaleza de las reacciones personales.
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—No puedo evitar pensar que hay algo profundamente interesante, pero que se
escapa a nuestra comprensión. Volveremos a tratar el tema cuando hablemos de los
universos paralelos.
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El multiverso
—A mis amigos, que saben que hablamos mucho, les interesa lo que llamamos
universos paralelos. ¿Existen otros universos como este, pero completamente
separados del nuestro?
—En los medios científicos se habla mucho de esa posibilidad. Según algunos
autores, nuestro universo no es más que un cosmos en medio de otros muchos. El
conjunto de estos universos suele llamarse comúnmente multiverso.
—Todo es posible, eso está claro. Afirmar que no hay ninguna posibilidad de que
exista otro universo como el nuestro no me parece muy científico. El problema es que
no tenemos, por el momento, ni la más mínima prueba, ni siquiera indirecta, de la
existencia de otro universo. En ciencia se aceptan las ideas nuevas, pero, a cambio, se
piden pruebas, confirmaciones mediante observaciones adecuadas. Si no, es solo
ciencia ficción.
—El otro día me dijiste que «la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia».
—Eso es cierto. Por eso no cierro ninguna puerta. Sin embargo, hay un argumento
aceptado por muchos astrofísicos que parece justificar la idea de la existencia de ese
multiverso. Volvamos a nuestro propio universo y al conjunto de leyes que lo rigen,
más concretamente a la constatación de que esas leyes tienen exactamente las
propiedades necesarias para permitir la aparición de la vida y de la conciencia.
—Imaginemos ahora que, en ese multiverso, cada universo estuviera sometido a leyes
diferentes (una receta de pastel distinta). El resultado sería que esos universos que no
comparten nuestra receta, que llamamos la receta fértil, se enfriarían, se diluirían, se
oscurecerían como el nuestro, pero seguirían siendo estériles. O bien no se formaría
ninguna estrella de larga vida, o bien el hidrógeno se fusionaría completamente con el
helio y, en consecuencia, no podría formarse ninguna molécula de agua.
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—En este contexto, los investigadores dicen: «Si somos capaces de hacernos
preguntas es simplemente porque, de entre todos los universos que existen, vivimos
en un universo fértil». Así, para ellos, todo se explica de forma sencilla… y eso
justifica la creencia en un multiverso.
—Me has dicho que no tenemos forma de saber si esos universos en realidad existen.
—Por ahora no. ¿Podría ser que cambiara la situación y que lo descubriéramos más
tarde con nuevos aparatos? Mientras llega ese momento, no disponemos de ningún
medio de verificación de su existencia o de su no existencia.
—A ver si lo he entendido bien. Los que creen en el multiverso dicen: «Si existen
otros universos y obedecen a leyes distintas de las nuestras, no tenemos motivos para
maravillarnos de la fertilidad del nuestro. Nuestro universo no es más que un caso
entre una infinidad y solo se distingue por el hecho de tener leyes fértiles».
—Así es.
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El reloj y el relojero
—Me has contado muchas cosas sobre el cosmos. Me has descrito la organización de
la materia. Me has indicado que precisamente son las leyes del cosmos las que
pueden garantizar esta organización. Entonces, ¿quién ha ideado estas leyes? Algo
tan bonito tendrá que haberlo inventado alguien.
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—No lo sé. Es una pregunta que me hago desde hace ya tiempo. Está claro que la
respuesta de Voltaire es claramente insuficiente. ¿Qué podemos poner en su lugar?
Veo que tu gatito Pamplinas duerme sobre tu regazo. Me dijiste un día que era muy
inteligente.
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¿Qué es un agujero negro?
—La respuesta es sí, hay miles de millones de agujeros negros. Los hay grandes
como el sistema solar, pequeños del tamaño del Mont Blanc e incluso más pequeños
todavía. De hecho, la palabra agujero no es muy adecuada. No son agujeros, son
astros bastante extraños. Para explicártelo, empezaré planteándote una situación
ficticia. Imagina que esta noche un genio gigantesco se acerca a nuestro Sol y
empieza a comprimirlo con sus enormes manos. Imagina que nuestra estrella, que
mide un millón de kilómetros de diámetro, se ve reducida a solo tres kilómetros.
—¿Qué ocurriría?
—¿Por qué?
—Porque se habría vuelto tan denso y compacto que ya no irradiaría luz. Recaería
sobre él como el agua de las fuentes.
—Pero mañana por la mañana, ¿cómo sabré si el Sol sigue aquí si no puedo verlo?
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—Observando cada noche las estrellas visibles en el cielo verías pasar de nuevo la
ronda estacional de las constelaciones como de costumbre. Esto te aseguraría que la
Tierra sigue girando alrededor del Sol.
—Lo has entendido a la perfección. Nuestro Sol ejerce dos acciones diferentes sobre
los planetas: en primer lugar, les envía luz y, en segundo lugar, los atrae mediante lo
que llamamos su campo gravitatorio. Es una propiedad de todos los cuerpos. Se
atraen de manera mutua y cuanto más grandes son, más atraen lo que hay a su
alrededor. Sin embargo, ambas actividades son independientes. Aunque dejara de
enviar luz, el Sol seguiría atrayendo a los planetas. Un agujero negro manifiesta su
presencia mediante su gravidez.
Imaginemos ahora otro capítulo de nuestra historia. Esta vez, el astuto genio
aumenta ligeramente la masa del Sol.
—No. Nos salva la distancia. Actualmente se acepta que cada galaxia tiene un
agujero negro en su centro. La galaxia de Andrómeda tiene uno, treinta veces más
grande que el nuestro. Hay algunas galaxias que tienen uno todavía más grande, hasta
mil veces el nuestro. Estos monstruos engullen nebulosas y astros enteros.
Avalanchas de materia se precipitan hacia ellos. Antes de desaparecer por completo,
estos fragmentos gaseosos en caída libre se recalientan de manera violenta y emiten
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destellos de luz en todas las longitudes de onda: de radio, infrarrojas, visibles,
ultravioletas, rayos X y rayos gamma. Estos cantos de cisne pueden detectarse por
todo el universo. Se llaman cuásares. Se dice que el monstruo despierta cuando recibe
comida.
—Sí, se forman al morir las estrellas más grandes. Tras la explosión que acompaña su
fin, una parte de la materia de la estrella se comprime sobre ella misma y alcanza
densidades enormes, comparables a lo que ocurriría si se comprime un petrolero
enorme en un dedal. Los hay a miles en nuestra Vía Láctea, así como aparentemente
también en todas las demás galaxias.
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Materia oscura
—Para hablarte de ella, en primer lugar voy a volver a nuestro capítulo sobre el Sol y
nuestro sistema planetario. Recuerda: si el Sol tuviese una masa aún mayor, la Tierra
giraría más rápido. Dicho de otro modo, la Tierra se mueve a la velocidad adecuada
para no abalanzarse sobre el Sol ni salir disparada hacia el espacio. En otras palabras
una vez más: se podría calcular la masa del Sol simplemente midiendo la velocidad
de la Tierra. Insisto en este aspecto. Ahora será importante.
Al igual que la Tierra gira alrededor del Sol en un año y la Luna alrededor de la
Tierra en un mes, el Sol, como el resto de estrellas, giran alrededor del núcleo de
nuestra galaxia en, aproximadamente, doscientos millones de años. Conociendo la
velocidad de una estrella determinada podemos calcular la masa conjunta de todas las
estrellas y nebulosas que se encuentran entre ella y el centro de la Vía Láctea. Y es
ahí donde surgen problemas. Hacemos la cuenta: toda esa masa no es suficiente para
aglutinar a las estrellas dentro de la galaxia. Este déficit de masa es importante, sobre
todo para las estrellas más alejadas del centro. Falta mucha masa para poder
retenerlas en la galaxia.
—Quiere decir que hay más materia en nuestra galaxia que aquella que es visible en
forma de estrellas y nebulosas, aproximadamente ¡seis veces más! Llamamos materia
oscura a ese exceso de materia invisible.
—No. Se sabe, sin embargo, de qué no está formada. Es muy diferente a la materia de
la que estamos hechos nosotros. No está compuesta de protones, neutrones,
electrones, fotones, los componentes de la materia que llamamos ordinaria. Es la
única información que hemos obtenido a pesar de nuestros intentos.
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—En primer lugar, ¡sabemos que existe! Ahora contamos con otras pruebas que nos
lo confirman. Alrededor del año 1935, el astrónomo Fritz Zwicky dedujo su
existencia a raíz de la observación de cúmulos de galaxias. También sabemos que
posee, al igual que la materia ordinaria, la capacidad de atraer a otros cuerpos. Por
cierto, esa es la característica que revela su existencia. Otro dato importante: la
materia oscura representa el veinticuatro por ciento del conjunto de la materia del
cosmos y la materia ordinaria alrededor del cuatro por ciento solamente.
—¿Y el resto? El cuatro por ciento más el veinticuatro por ciento suman el
veintiocho por ciento. Aún falta el setenta y dos por ciento.
—¿Los agujeros negros de nuestra galaxia, de los que ya hemos hablado, podrían
formar esa materia oscura?
—No, hay demasiado pocos. El conjunto de esos agujeros negros, incluyendo el del
centro de la galaxia, no sumaría más que el uno por ciento de la masa requerida para
retener a las estrellas. No los tenemos en cuenta.
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La energía oscura
y el futuro del universo
—Así pues, déjame que calcule: el veinticuatro por ciento de materia oscura, más el
setenta y dos por ciento de energía oscura; eso quiere decir que el noventa y seis por
ciento del universo nos es desconocido. ¿Seguro que ese noventa y seis por ciento
invisible existe de verdad?
—En ciencia, la certeza absoluta no existe. Digamos, más bien, que los argumentos a
favor de su existencia real son altamente creíbles. Y eso genera un maravilloso campo
de investigación. Los ordenadores no nos pueden aportar la respuesta a esta pregunta;
es necesario continuar observando y devanándose los sesos.
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—Me estás pidiendo que juegue a ser profeta. Es un juego arriesgado. Casi siempre
se ha demostrado que todo tipo de profecías son falsas. Pero es tentador intentar
adivinar el futuro a partir de nuestros conocimientos actuales, el pasado, y las leyes
de la física. La primera dificultad surge del hecho de que nuestro conocimiento de la
física se encuentra en constante evolución. Se intenta prever el futuro a partir de
teorías en curso, sabiendo que nuevos descubrimientos podrían hacer que nuestras
afirmaciones queden obsoletas. Pero, con esas precauciones en mente, lo intentamos
a pesar de todo. Nos preguntamos sobre la teoría del Big Bang, que es la mejor
descripción de la que disponemos acerca de la evolución del cosmos. Partiendo del
hecho de que hoy en día las galaxias se alejan entre sí, ¿qué prevé esta teoría para el
futuro más lejano?
Antes de explicártela, te voy a proponer una pequeña experiencia. Toma esta
piedrecita y lánzala hacia arriba. Observamos que se eleva en el espacio a una
velocidad cada vez más lenta. A cierta altura, que depende del impulso que le hayas
dado, se detiene, retrocede y vuelve hacia el suelo, ahora cada vez más rápido. ¿Sabes
qué es lo que ralentiza la piedra en su ascenso y la acelera en su descenso? Es la
fuerza de gravedad que se ejerce entre ella y nuestro planeta. Parece que intenta
liberarse y volar por el espacio. Con el impulso suficiente (aunque tu brazo no es lo
bastante fuerte para ello), habría logrado su propósito y habría partido para siempre.
Así pues, existen dos escenarios posibles en el futuro de una piedra: puede caer sobre
el suelo o huir hacia el espacio. Y la opción depende del impulso inicial que se le dio
al lanzarla.
Volvamos ahora al universo en expansión. Las galaxias se alejan atrayéndose
mutuamente. Hay dos planteamientos posibles. Si el impulso inicial en el momento
del Big Bang hubiera sido suficiente (primer escenario), las galaxias seguirían
alejándose indefinidamente. Consecuentemente, el universo se diluiría y se enfriaría
progresiva e indefinidamente hasta alcanzar temperaturas próximas al cero absoluto.
Este escenario se denomina Big Chill. En el segundo caso, el impulso inicial sería
insuficiente para liberar a las galaxias de su atracción mutua. Verían cómo su
movimiento se ralentiza y frena progresivamente. Entonces volverían sobre sí mismas
en sentido contrario a su movimiento inicial. La temperatura del universo alcanzaría
nuevamente los elevados valores del pasado en la fase llamada Big Crunch. La teoría
sobre la gravedad de Einstein nos dice que, a priori, los dos escenarios son posibles,
pero no nos dice cuál sería el bueno. Solo observando el movimiento de las galaxias
obtendremos alguna respuesta.
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Chill. En cambio, si disminuye, nos recalentaremos hasta un futuro Big Crunch. Pero
¡que no cunda el pánico! Eso no sucederá hasta dentro de varias decenas de miles de
millones de años.
De cara al futuro próximo, el calentamiento actual del planeta, causado en gran
parte por la actividad humana, es inmensamente más preocupante.
—Tu respuesta, en definitiva, es que ¡no se sabe! El Big Crunch es posible. Pero si
fuese el caso, ¿después volvería a empezar todo de nuevo? ¿Un nuevo Big Bang?
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Reflexiones
—Nuestra gran suerte es que los científicos hayan pasado tantas horas diseñando
instrumentos para escudriñar en la profundidad de la noche. Gracias a sus
observaciones han validado o refutado teorías que nos permiten comprender lo que
ocurre. Nosotros cosechamos el fruto de su trabajo. Hoy en día, en todo el mundo, los
investigadores siguen trabajando sin descanso para descubrir otros misterios.
Esta información es especialmente importante y quiero insistir en el hecho de que
vivimos en un universo que tiene una historia, un universo donde ocurren hechos
nuevos sin cesar que influyen en la sucesión de acontecimientos. Por ejemplo: el 24
de febrero de 1987, en el cielo austral, se observó a simple vista la explosión de una
estrella en la Gran Nube de Magallanes. A partir de ese instante, la estrella empezó a
expulsar al espacio nuevos átomos que había almacenado a lo largo de toda su vida.
Otro ejemplo: hace ya algunos años fuiste concebida en el vientre de tu madre. Y
mira, aquí estás, conmigo, mirando al cielo y haciéndome preguntas…
Como estos, un sinfín de acontecimientos, en el cielo y en la Tierra, se suceden
continuamente escribiendo esta gran historia que me gusta llamar la aventura-
universo.
—No, lo que quiero decir es que ¡el universo es una aventura! Se desarrolla desde
hace casi catorce mil millones de años en espacios gigantescos, quizá infinitos. El
Sol, nuestra existencia, la vida de tu gato… todos ellos son episodios cortos de esta
epopeya. Se trata de una sucesión de acontecimientos relacionados o yuxtapuestos
que, al interactuar, determinan la progresión hacia el futuro.
Gracias a la astronomía sabemos que no somos el centro del mundo, como
habíamos creído durante tanto tiempo. Las tumbonas desde las que observamos el
cielo reposan sobre un pequeño planeta que gravita alrededor de una estrella amarilla,
situada en la periferia de una galaxia, idéntica a otras miles de millones.
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Quizá más sorprendente aún es que nuestra visión del tiempo se ha ampliado.
Durante mucho tiempo pensamos que el mundo había sido creado muy
recientemente, hace algunos miles de años. Hoy en día nuestras miras se abren a
períodos de miles de millones de años. La duración de nuestras vidas, que a veces nos
puede parecer tan larga, es infinitesimal en comparación con la edad del universo o la
del Sol. Es como comparar un guiño con un año. Mark Twain, escritor
estadounidense del siglo XIX, utilizó otra comparación para ridiculizar la vanidad de
los seres humanos que se dan demasiada importancia. La duración de nuestra
existencia es como el espesor de la capa de pintura en lo más alto de la Torre Eiffel
comparado con la altura total de la torre. En aquella época se desconocían las
dimensiones gigantescas que ha requerido la aparición de la vida. La aparición de las
condiciones que han generado la inteligencia ha requerido miles de millones de años
e implica el transcurso de varias decenas de miles de millones de años luz. Este es
otro gran descubrimiento que debemos a la investigación científica.
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eficacia. Pero si por un lado, por ejemplo, inventamos excelentes medicamentos, por
otro vaciamos los océanos, destruimos los bosques y dejamos las tierras agrícolas
infértiles. Destruimos cantidad de especies animales y vegetales que habían estado
aquí desde hace centenares de millones de años. Descubrimos que nuestro planeta no
es infinito y nos enfrentamos a ese límite. Es lo que actualmente llamamos la crisis
ecológica. La palabra ecológico significa relativo a la casa. Estamos estropeando
nuestra casa, es decir, la biosfera y todos sus habitantes.
—No creo que fuese una buena solución. En poco tiempo nos encontraríamos con el
mismo límite. No haríamos más que repetir lo que hacemos actualmente y eludir el
problema.
—Suponiendo que hubiera vida inteligente en otro planeta, ¿aquellos seres tendrían
los mismos problemas?
—Esa es la cuestión que vamos a abordar ahora. Para contextualizar vamos a inventar
un escenario en el que haya muchos «supongamos que».
Supongamos que formas de vida, más o menos parecidas a las que observamos en
la Tierra, se hubieran desarrollado en gran cantidad de planetas del universo.
Supongamos también que las etapas de su desarrollo hubieran sido parecidas a las
acontecidas aquí. Se trata de una hipótesis, pero así se ve muy claro. Han pasado
miles de millones de años y se siguen formando continuamente nuevas estrellas en las
galaxias. Algunas nacieron antes que el Sol, que tiene una edad de cuatro mil
quinientos millones de años. Otras son mucho más recientes. Sus sistemas planetarios
tienen distintas edades. Imaginemos que salimos de viaje a visitar distintos planetas.
En algunos encontraríamos las formas más primitivas de vida: células
multiplicándose rápidamente en capas de agua templada. En otros veríamos reptiles
recorriendo las sabanas. En otros habría ancestros de pájaros polinizando las primeras
flores. Y en otros, seres provistos de inteligencia pintarían las paredes de las grutas
donde se pondrían a cubierto.
—Tu pregunta nos devuelve a la situación actual. Podemos imaginar que, al igual que
nosotros, hay civilizaciones que han tenido que hacer frente a dificultades que
nosotros ya no tenemos: coexistir con su propia tecnología, frenar el deterioro de su
biosfera provocado por el impacto de su industria… Esta crisis ecológica que
atravesamos podría ser un fenómeno universal, una etapa obligada del crecimiento de
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la complejidad en aquellas partes en las que se alcanzan niveles elevados de
inteligencia y de conciencia. Un tipo de examen de ingreso al que estarían sometidos
todos los habitantes inteligentes de planetas donde la vida ha podido (o podría)
aparecer. Ahí se jugaría el destino de la inteligencia, su habilidad para no desaparecer
al mismo tiempo que la especie que la posee, causando grandes desperfectos en la
biosfera en la que ha aparecido. Nuestra exploración interestelar nos transportaría a
diferentes situaciones. Allí donde la especie inteligente ha superado con éxito la
prueba, la aventura-universo seguiría su evolución hacia nuevas cimas, que somos
incapaces de imaginar. Y a la inversa, allí donde la especie no ha logrado superar su
prueba, encontraríamos ruinas y los restos de su acción. Con esos vestigios, la vida de
los seres vivos que habrían escapado a la hecatombe se desarrollaría de nuevo… Y si,
sobre la Tierra, nuestra inteligencia condujese a una situación pareja, los frutos de
nuestra facultad creadora (el arte, la ciencia) serían destruidos y pronto olvidados.
Los nombres de Mozart y de Van Gogh ya no significarían nada. Y la admirable
solidaridad entre humanos, su compasión con los seres que sufren, se perdería.
—Pero ¿quizá después de un tiempo, sobre las cenizas enfriadas, resurgiría un nuevo
capítulo de la evolución?
—Sí, tienes razón. Como a muchas otras estrellas, al Sol aún le aguardan varios miles
de millones de años. Quizá la inteligencia encuentre una nueva oportunidad de
desarrollarse y, quién sabe, de perdurar.
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HUBERT REEVES (1932). Astrofísico y ecologista canadiense, fue consejero de la
NASA entre 1960 y 1964, y en 1965 fue designado director del Centro Nacional de
Investigación Científica de París. Su obra ha sido traducida a múltiples idiomas y ha
recibido numerosos premios académicos y literarios. En 1999, la Unión Astronómica
Internacional puso el nombre de Hubertreeves al asteroide 9631.
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Notas
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[1] Nota del traductor: El título original en francés es L’Art d'être grand-père. <<
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