Viaje Por Las Mentiras de La Historia Universal - Santiago Tarin
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Viaje Por Las Mentiras de La Historia Universal - Santiago Tarin
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Santiago Tarín
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Título original: Viaje por las mentiras de la Historia Universal
Santiago Tarín, 2006
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Tengo la suerte de disfrutar de buenos compañeros
de oficio que me han ayudado en este libro. Gracias a
Blai Felip, Domingo Marchena, Xavier Batalla, Rafael
Jorba, José Ramón González Cabezas, Lluís Bonet y
Roger Jiménez.
Para Sandra.
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INTRODUCCIÓN
John Profumo murió el 9 de marzo de 2006 de forma tan discreta como vivió los
últimos cuarenta años de su vida, desde que en 1963 tuvo que dimitir de su cargo
de ministro de Defensa de Gran Bretaña. Aristócrata de nacimiento y
parlamentario del Partido Conservador desde 1940, Profumo era un político que
apuntaba a los más altos destinos hasta que tuvo que abandonar la vida pública.
Su retiro no estuvo marcado por mala gestión, por corrupción o decisiones
erróneas en su departamento, sino por mentir; John Profumo negó al Parlamento
una cosa que era cierta: que había mantenido relaciones sexuales con una
prostituta de lujo que, entre su distinguida clientela, contaba también al agregado
naval de la Embajada de la Unión Soviética.
La brillante carrera de John Profumo se vio truncada por una mentira que
quería encubrir un escándalo sexual. Lo que tumbó la trayectoria de Douglas
Stringfellow fue lo contrario: el conocer que su currículum estaba fundamentado
en un colosal engaño. Este hombre alcanzó un alto cargo en el Partido
Republicano de Estados Unidos gracias a la reputación que le daba el haber sido
un titán en la Segunda Guerra Mundial; un tipo que se fugó del campo de
concentración de Berger Belsen tras ser torturado por los nazis hasta dejarle
sumido en una silla de ruedas. En 1954, el Partido Demócrata demostró que jamás
había sido agente de la inteligencia de los Estados Unidos, que no estuvo en
manos de los alemanes y que además incluso podía caminar. Lo que terminó con
las trayectorias de Profumo y Stringfellow no fueron sus ideas políticas; no fue
que uno se diera un desahogo sexual y el otro quisiera darse importancia: fue que
ambos fueron cazados contando su historia como si fueran Pinocho.
Curioso fenómeno este de la mentira, que afecta a todos los ámbitos de la
existencia. La vida cotidiana está salpicada de falacias, de las que no se salvan ni
las noticias de hoy, que son la actualidad, ni las del ayer, que constituyen la
historia. Las biografías de los personajes más trascendentes están salpicadas de
leyendas, propaganda e imaginación con las que se rellenan los huecos que deja
el conocimiento. Eso ocurre incluso con los hombres y mujeres que más han
influido en la civilización, pues pocos datos conocemos de la auténtica
personalidad de Aníbal; el Jesús de la historia no se nos ha revelado por completo
y Maquiavelo ha sido tergiversado a conciencia. Nuestros orígenes y devenir
incluso han sido manipulados por razones de búsqueda de la popularidad, de
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propaganda o, simplemente, de lucro económico. En 1912, en Inglaterra, se
presentó un cráneo que se definió como «el eslabón perdido» entre el hombre y
el mono: la piedra filosofal que resolvía el enigma de la evolución. Este ancestro
nuestro fue bautizado como «El hombre de Piltdown», y hasta 1936 no se
descubrió que era simplemente la cabeza de un orangután modificada para
simular que era mucho más pariente nuestro de lo que ya lo es. Fue un crimen
perfecto contra la inteligencia: hoy en día aún no se sabe quién fue el autor de tan
monumental enredo. Ya en nuestros tiempos, un individuo llamado Oded Golan
hizo circular por Israel una tabla que permitía verificar la existencia, e incluso
localizar, el Templo de Salomón. Tras dos años de pesquisas, se reveló que se
trataba de una artística falsificación y el émulo de Indiana Jones acabó detenido.
Y es que la historia es un organismo vivo que es atacado con mucha frecuencia
por el virus de la mentira.
Pero es una dolencia que es bueno conocer, y para empezar a tratar las
mentiras de la historia lo mejor es acudir a la bibliografía, a definir el microbio en
sí y sus síntomas. Así que me fui a mi librería habitual, un establecimiento amplio y
luminoso, donde los libros son tratados con cariño y no simplemente
amontonados, y pregunté a la persona que normalmente me auxilia en la
búsqueda de títulos:
—¿Tenéis algún libro que hable de la mentira?
Inquirí con cierto pudor, como si pidiera una película pornográfica y me fueran
a espetar «aquí no tenemos cosas de esas: tendrás que buscar en otro sitio». Pero
la respuesta me quitó un peso de encima, pues fue como si solicitara cualquier
otro tema de lectura.
—Sí, sube a la sección de Humanidades.
Allí me encaminé y el hombre que estaba a cargo del departamento ni
pestañeó; no sólo no se sorprendió por mis inquietudes, sino que me sorprendió
a mí:
—Tenemos una historia de la mentira, uno sobre la antropología de la mentira
y también otro sobre la psicología de la mentira.
Me hice con uno de cada y seguí preguntando:
—¿Y sobre la verdad?
Con un pequeño gesto de impotencia, el del buen profesional que no puede
servir lo que se pide, respondió:
—Igual, no; sólo sobre aspectos parciales, como la verdad en el derecho (un
capítulo dentro de un ensayo sobre las leyes) y otro sobre la importancia de la
verdad en la vida pública.
Pues sí que empezamos bien. ¿Será que en nuestra sociedad importa más la
mentira que la verdad? A juzgar por la cantidad de títulos dedicados a uno u otro
tema, parece que sí. Y eso que nuestro sistema se fundamenta, en principio,
sobre la trascendencia de la verdad. Pero a lo mejor esta apreciación no es tan
acertada como se puede creer. Veamos. Acudo al diccionario de sinónimos; esa
preciosa herramienta que manejan todos los que escriben, desde una
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enciclopedia a un manual de instrucciones. Bajo la entrada «mentira» se cuentan
104 vocablos para decir lo mismo, algunos tangenciales, pero otros tan floridos o
graciosos como «trola», «bola», «añagaza», «trufa», «filfa», «embuste» o «arana».
En cambio, el castellano, una lengua tan rica y diversa, sólo tiene 39 palabras
equivalentes a «verdad», y algunas relativas a aspectos muy concretos, como
«dogma», «prueba» o «legitimidad». En uno de los libros que me llevo de la
librería hallo una frase que podría explicar esta situación: «La verdad sólo es una y
las mentiras son infinitas». (Tranquilos, no voy a convertir el libro en una sucesión
de citas; para las comprobaciones está la bibliografía).
Por lo que parece, la mentira es un problema mucho mayor que la verdad, que
merece incluso libros de autoayuda o manuales para detectarla a ella y a sus
portadores, los mentirosos. Bromas aparte, mentira —con profusión— y verdad
son conceptos que han ocupado a todos los filósofos importantes que han
dejado su impronta desde los griegos a nuestros días. Algunos, de forma tan
categórica como Kant, que defiende que debe decirse la verdad aun a sabiendas
de que puede acarrear el sacrificio de un inocente; o san Agustín, que sentencia
que mentir equivale a perder la vida eterna y que nunca debe optarse por el
engaño, ni siquiera para salvar la vida. Muy bien, llegados a este punto y una vez
sabido lo que esgrimen ambos prohombres, que levanten ahora mismo la mano
los que no dirían alguna trola para preservar su integridad o para evitar que se
llevaran por delante a otro; quién no está dispuesto a empeñar su inmortal alma
(una cuestión de fe) en beneficio de su corrupto cuerpo (una cuestión de
supervivencia). ¿Ven? Es lo que pasa con los enunciados filosóficos: están bien en
teoría, pero no siempre es posible llevarlos a la práctica. Y es que somos
humanos.
La filosofía da soluciones muy complicadas e incluso abstrusas para afrontar la
definición de la mentira. Hay una cosa en que todos los que la estudian coinciden:
la mentira es inherente al ser humano, y mucho más desde que entra en juego el
lenguaje, pues entonces ya no solamente se trata de creer en lo que ves, sino en
lo que te dicen, tal y como apunta José Antonio Marina. La filosofía es la teoría,
pero, en la práctica, los animales que somos nos hemos dotado de unas fórmulas
para dirigir y ordenar nuestra compleja sociedad, que son las leyes. En ellas, la
mentira viene a ser algo así como el pecado original. Es por ello que, con distintos
ritos según el país, se obligue a jurar, prometer, poner la mano en la Biblia o
cualquier otra ceremonia que asegura que el testigo dirá la verdad, toda la verdad
y nada más que la verdad. Una vez cruzada esta frontera, se da por supuesto que
no hay marcha atrás y que difícilmente el que asiste a juicio manchará la impoluta
marcha del tribunal y del proceso, cosa que no es que sea siempre cierta: no
todos cumplen a rajatabla con este simbolismo. Marie-France Cyr expone cómo
durante un juicio contra las industrias del tabaco en Estados Unidos, presidentes
y directores generales juraron sobre las Escrituras que no sabían que la nicotina
creaba dependencia, cuando ya era público y notorio que a los cigarrillos se le
añadían productos para incrementar la adicción. En el transcurso de la vista en
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Madrid por el secuestro de un ciudadano llamado Segundo Marey, al que se
confundió con un miembro de la banda terrorista ETA, los jefes de los servicios de
inteligencia declararon que no abordaban los asuntos del terrorismo con el
presidente del Gobierno, cuando era una de las cuestiones básicas para la política
del Ejecutivo. En España, la memoria de la Fiscalía General del Estado de 2005
detalla con precisión que los delitos contra la Administración de Justicia, o sea,
destinados a que no brille resplandeciente la verdad, aumentaron un 69%
respecto a 2004. Así, por ejemplo, las causas incoadas por falso testimonio
pasaron de 842 a 928. La tendencia al alza de la fullería ante las audiencias no
acaba aquí, pues también crecieron las denuncias falsas (acusar a otro de algo
que no ha hecho) y la obstrucción a la justicia (pretender que el juez no llegue a
saber lo que pasa). Por cierto, España no hace mucho caso ni de Kant ni de san
Agustín, pues permite que el imputado no diga nada o haga ostentación de
flagrante falta de sinceridad para defenderse; incluso que señale sin problemas
con su dedo acusador a otro que pasaba por allí como culpable del delito que
cometió, lo que se ajusta bastante bien a nuestra naturaleza, más allá de
planteamientos filosóficos. Al final del procedimiento, en el acto supremo de la
práctica de la búsqueda de la verdad por medio de la ley, la sentencia pone en
negro sobre blanco una certeza, creyendo a unos que dicen una cosa y no
tomando en consideración lo que exponen otros. Pero todos los juristas
reconocen que se trata, sólo, de la «verdad judicial», una aproximación, no «la
verdad», porque la verdad integral es inabarcable para el juicio.
La justicia es un sistema social práctico de definir verdades, pero no sirve para
todos los ámbitos. Por ejemplo, para el de la historia, donde hablar de verdad y
mentira es aún más peliagudo, pues existe la interpretación. La enseñanza de la
historia ha tenido, y según cómo y dónde sigue teniendo, un problema, y es que
se imparte como una sucesión de fechas y hechos, algo inmutable: se memorizan
las listas de los reyes godos, de las guerras napoleónicas o de las batallas de los
conquistadores, en ocasiones adornadas con estereotipos y lugares comunes. Y
las cosas no son tan simples porque juegan otros factores para explicar lo que
pasó. En cambio, uno de los preceptos que primero se imparte en las ciencias es
que el pensamiento evoluciona y que una teoría es válida hasta que no se
encuentra otra que la desmiente o mejora. Por ejemplo, las concepciones sobre el
origen del Universo y su expansión. Eso a pesar de que el refranero popular
recoge un aserto que provoca que los científicos echen espuma por la boca: «Es la
excepción que confirma la regla»; fórmula que permite incluir en un teorema
aquel ejemplo que no lo cumple. No hay un precepto más bestia y anticientífico
que éste: si hay excepción, no hay regla. El método científico difiere
notablemente en este sentido de otros, es más modesto de partida, aunque los
debates no son siempre pacíficos: el ego se resiente cuando otro expresa un
parecer distinto al de uno. Una de las pifias más sonadas de la historia de la
ciencia es la que tiene como protagonista a George Cuvier, el llamado padre de la
paleontología, pero que menospreció el trabajo del aficionado Gideon Algernon
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Mantell, quien a partir de un diente fosilizado describió a un reptil herbívoro de
más de tres metros de longitud y que había vivido en un período que se llama
Cretácico, del que nadie se acuerda, pues empezó hace unos 145 millones de años
y terminó hace 44 millones, cuando nada en la Tierra hacía presagiar la llegada al
planeta del hombre, del cine o de los «reality shows». Cuvier no tomó en serio a
Mantell y dijo que el diente era de un hipopótamo; así perdió la oportunidad de
ser quien primero hablara de los dinosaurios. Tomo otro ejemplo claro. En 1856,
unos picapedreros encontraron en una cantera cercana a Düsseldorf (Alemania)
unos restos que varios investigadores de la época definieron como un nuevo tipo
de ser humano, al que se bautizó como Neandertal porque se encontraron en el
valle de Neander. Pues bien, desde el principio hubo polémica. Hubo quien
denostó el hallazgo diciendo que era un ser deforme de la Edad Media. Bill
Bryson, en Una breve historia de casi todo, añade cómo uno de los hombres más
influyentes de la época, August Mayer, profesor de la Universidad de Bonn,
despreció la teoría y aseguró que se trataba de restos de un soldado cosaco
fallecido en combate en 1814. Parece que al erudito no le sorprendió que el militar
herido de muerte trepara por la pared de un precipicio, cerrara la pared de una
cueva y se hubiera enterrado bajo sesenta centímetros de tierra. No es el único
caso: la paleontología y, en concreto, el estudio de la evolución humana están
trufados de casos donde el desdén ha planeado sobre trabajos rigurosos. El
eminente científico Stephen Jay Gould encontró una explicación, que es filosofía
pura: «una de las ideas que más les cuesta aceptar a los seres humanos es que no
seamos la culminación de algo». Desmond Morris, autor de El mono desnudo, nos
bajó los humos al recordarnos que somos bastante más animales de lo que nos
pensamos.
Eso, cuando la ciencia no ha sido utilizada como coartada para difundir
seudoteorías y flagrantes mentiras que justificaban auténticas barbaridades. En
pleno siglo XX los nazis crearon un instituto para la pureza racial, esgrimiendo
estudios que defendían la existencia de una raza superior. Josef Mengele era
doctor en Filosofía y Medicina, y también un personaje detestable que no dudaba
en someter a atroces sufrimientos a los gemelos de los campos de concentración
en busca de los mecanismos para obtener gentes sin mezclas de sangre y con
ojos claros. Siglos antes, la Inquisición sirvió para «limpiar» España de gente tan
impura como moros, judíos o herejes. En el siglo XIX, Samuel George Morton midió
las capacidades craneales de los caucásicos para demostrar que eran superiores a
los negros, y Louis Agassiz expresó que el cerebro de un negro era similar al de un
bebé blanco de siete meses, y cuando aún está en el vientre de su madre. Morton
y Agassiz eran hombres de ciencia, pero mucho más unos racistas que defendían
la legalidad y la pertinencia de la esclavitud como método para asegurar la
predominancia de unos sobre los otros. (Normalmente, de los blancos sobre los
negros).
De manera que el derecho no es la panacea, como tampoco la ciencia. La
verdad y la mentira son dos países vecinos, de fronteras difusas y que, pese a
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quien pese, comparten una cultura común: la del hombre. El filósofo Jean
François Ravel ha explicado que la mentira es en sí misma parte de la humanidad
y psicólogos y psiquiatras estiman que la mentira es un mecanismo normal de la
personalidad. Pero ¿por qué mentimos? Hay muchas razones, todas ellas descritas
en la bibliografía sobre la materia. Los que engañan buscan algo material, o
satisfacer sus fantasías, o tapar sus carencias. Todo el mundo, en mayor o menor
grado, miente para protegerse o para proteger a los demás; se falsea la respuesta
por miedo a ser rechazados si somos sinceros, para darnos importancia, para
evitar un castigo, para obtener una recompensa que de otra forma sería
imposible, para ganar admiración, para tener poder sobre otros, para evitar la
vergüenza, para ocultar nuestras inseguridades, para encubrir nuestros
desmanes, para exagerar un currículo y acceder a un puesto de trabajo… «El ser
humano es mentiroso por naturaleza», señala Miguel Catalán, autor de
Antropología de la mentira, «los seres humanos mentimos con la misma
naturalidad con la que respiramos; la mentira se practica con destreza en todo el
mundo», asegura Michael P. Lynch en La importancia de la verdad para una cultura
pública decente.
La profusión de enredos, trufas y falacias han dado lugar a curiosos estudios.
Por ejemplo, en la prensa se recogió uno de Gallup según el cual los británicos
dicen veinte bolas al día. Otro: los adultos eluden la verdad por lo menos dos
veces diariamente. Más: el 80% de los internautas dan datos falsos para navegar
por la red; un 50% de los humanos «engorda» su currículum; el 64% de las bajas
laborales investigadas por la Seguridad Social resultan ser un fraude y se tiende a
engañar más a los extranjeros que a los compatriotas. Ahora bien, en ninguna
parte se explica muy detalladamente cómo funcionan estos cuentatrolas. Todo
eso cuando está contrastado que en el famoso cuestionario Proust se registra
que el rasgo personal que se detesta más es la mentira. ¿Será verdad?
Es tal la abundancia de las añagazas, falsedades, aranas y embustes que
deambulan por las calles que se han desarrollado métodos para detectarlas y
combatirlas. Por ejemplo, estudios fisiológicos aseguran que las trolas causan
transpiración, enrojecimiento y alteraciones de la respiración. Los expertos en
interrogatorios prestan especial atención a la dilatación de las pupilas, al lenguaje
corporal y a los tonos de la voz ante las preguntas. Mentir causa estrés, miedo,
esfuerzo o activación psicológica que desencadenan una serie de expresiones
que se pueden observar si se es avezado en estas lides. Incluso la neurología ha
puesto su granito de arena, pues expulsar una bola por la boca provoca un
aumento de la actividad metabólica en determinadas partes del cerebro. En el
mismo sentido, un trabajo de la Universidad de Carolina del Sur aseguró que los
mentirosos compulsivos tienen menos materia gris. (Eso está bien, porque en un
futuro podemos imaginar los juicios, los debates políticos o las entrevistas con el
orador con un casco en la cabeza que se ilumine cuando está intentando dárnosla
con queso). Los humanos, en su inacabable búsqueda de la verdad, hemos
inventado un aparatito que se llama detector de mentiras o polígrafo, y que se
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fundamenta en que no decir la verdad desencadena perturbaciones en cuatro
manifestaciones mesurables, que son la presión arterial, el ritmo cardíaco, la
respiración y la transpiración.
Lo que ocurre es que más allá de los manuales de autoayuda para cazar
embusteros, las ciencias de la conducta hacen hincapié en que no hay ningún
método seguro: sólo existen posibles indicios. Ni siquiera el polígrafo sirve.
Sienten ante él a un inocente y comiencen a bombardearle con preguntas
relativas a un asesinato: seguro que se estresa. Ahora hagan lo mismo con un
desalmado: es muy probable que se levante fresco como una rosa y habiéndoselo
pasado la mar de bien. Y sudar, desviar la mirada o ponerse como un tomate no
es sinónimo exclusivo de mentiroso: también lo es de tímido; una condición que
puede ser incómoda para quien la padece, pero no intrínsecamente perversa.
Además, hay que tener en cuenta otra cuestión. ¿Les suena la expresión
mentira piadosa? Porque existe el mentiroso, pero también las ocasiones en que
buscamos ser engañados en cosas que nos pueden dañar, como la identidad de
un padre biológico o fallecido, la fidelidad conyugal o la salud. Sincerémonos:
¿quién no ha dicho que una comida es deliciosa, que un vestido es bonito o que
una casa está decorada con un gusto exquisito, cuando el sabor es espantoso, el
color del traje provoca arcadas o el sofá del comedor da pavor? Los trucos
verbales se usan para no herir sensibilidades. Todos nos hemos visto en la
situación de que un amigo (o amiga) te pide que le acompañes a una cita, porque
su posible pareja va a ir con alguien. Entonces las palabras «es una chica muy
simpática» transforman su sentido para definir a alguien que no es agraciado; y
«es muy buen tío» quiere expresar que es un plasta. La encuesta de Shere Hite
llega a lo más profundo de nuestras creencias masculinas al dar a conocer que un
34% de las preguntadas fingen el orgasmo; que un 19% lo han hecho alguna vez y
que es habitual que las que optan por la simulación lo hagan a fin de proteger a su
pareja, que seguirá pensando que es un machote. A todos nos viene a la cabeza la
desternillante escena del restaurante de Cuando Harry encontró a Sally y el deseo
que eso se pueda arreglar con un plato de ensalada, pero no…
Eso, cuando la mentira no es sólo un ardid o algo transitorio. En la guerra es
un arma de primera magnitud, que para eso se crearon los servicios de
inteligencia y el espionaje. Uno de los ejemplos más claros es el plan diseñado por
los aliados en la Segunda Guerra Mundial, y que hizo creer a los nazis que la
invasión de Francia se iniciaría con un desembarco por el paso de Calais, mientras
la flota iba a Normandía. El truco funcionó tan bien que Hitler no movió sus
unidades hasta que fue tarde. Y, además, los estudiosos de la mentira han
constatado que engañar puede causar en el embaucador un placer, el de sentirse
superior al engañado. Esto roza con lo patológico, pero es que también existe la
mentira enfermiza, el mentiroso compulsivo, que vive en la creencia de que el
mundo elaborado por sus fantasías es real. Los psiquiatras explican que el
autoengaño se usa como defensa. Por ejemplo, uno puede acudir con frecuencia
a la ópera, aunque le aburra monumentalmente, porque al codearse con la
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sociedad que allí va se cree parte de ella. El hampón de la descuajeringante Un pez
llamado Wanda, magistralmente encarnado por Kevin Kline, se quiere hacer pasar
por lo que no es y adorna sus trapacerías con citas de filósofos, hasta que su
cómplice le hace patente que es consciente de que Sócrates no era belga. Los
actores pueden sufrir el síntoma de creer que son su personaje (el caso extremo
fue Max Schreck, que según cuenta la leyenda del cine se identificó con Drácula),
y hay periodistas que confunden su papel con el de las personas sobre las que
escriben. O también pasa que desprecias a una chica porque en realidad no te
hace ni caso. Todos conocemos a gente cuyas proezas profesionales o sexuales
habitan en el país de Nunca Jamás, pero no en su casa. Incluso se ha descrito un
trastorno bautizado como el síndrome de Pinocho, que no se caracteriza porque
a alguien le crezca la nariz en cuanto profiere un embuste (lo cual sería muy
práctico), sino porque no saben hablar sin incluir una trola en su discurso.
Además, es que no lo pueden evitar, por eso es enfermizo. Detrás de estas
personalidades, según describen los manuales, se esconden rasgos
autodestructivos porque no afrontan los problemas, sino que los cubren con un
tupido manto de farsa y autoengaño. En ellos hay problemas de autoestima,
inseguridad y carencias afectivas, pero la buena noticia es que tiene tratamiento
terapéutico, que evitará que la calle esté poblada de grandes apéndices nasales.
Maticemos que aunque lo tratemos distendidamente, la mentira patológica
puede ser dramática. El descubrir que el mundo en que se vive es irreal, o que te
han pillado en una farsa puede conducir a que el mentiroso reaccione con
agresividad o violencia. En las hemerotecas consta el caso del ciudadano suizo
Jean Claude Roman, que, pese a no haber superado ni el segundo curso de
medicina, fingió ante todo el mundo que era médico. Su esposa estaba
convencida de que era investigador de la Organización Mundial de la Salud,
cuando lo cierto es que vivía de los sablazos que pegaba con la excusa de sus
inversiones. Cuando se descubrió que todo era una patraña, mató a su padre, a su
madre, a su mujer y a sus dos hijos y él intentó suicidarse. (¡Vaya! Esto ocurre a
menudo: maridos que aciertan para despachar a sus mujeres, pero luego fallan
estrepitosamente cuando van a quitarse ellos de en medio). Fue condenado a
cadena perpetua.
Un sujeto llamado Enric Marco se pasó treinta años de su vida paseándose por
España dando sentidas conferencias sobre sus padecimientos en el campo de
concentración de Flossenburg durante la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos
sobre la sevicia de los nazis le encumbraron a la presidencia de la honorable
asociación Amical Mauthausen. Frecuentaba foros, políticos y salones como un
héroe hasta que en mayo de 2005 un historiador, Benito Bermejo, comprobó que
el nombre de Marco no figuraba en los registros de ese campo de la muerte. El tal
Marco reconoció que era un farsante, que sus miles de parlamentos eran
inventados y dimitió de su cargo. Dijo que lo hizo porque la gente le escuchaba
más. Su verdadera historia no ha sido desvelada del todo.
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Y un último y desdichado ejemplo. Como periodista asistí al juicio de un
hombre que había matado a su esposa. Tras la tragedia se reveló una vida
enmascarada. Él había sido prejubilado tras una crisis industrial, pero su pareja le
hacía permanecer fuera del domicilio durante todo el horario laboral, a fin de que
el vecindario no pudiera deducir la edad que tenían. El jubilado inexistente pasaba
las mañanas en un parque, dando de comer a las palomas, hasta que un día, por
una fútil discrepancia, apuñaló a su mujer.
La mentira es un fenómeno muy extendido. En principio podemos coincidir en
que culturalmente no la aceptamos, hasta el punto de que los seres normales
sufren alteraciones psicológicas cuando hacen uso de ella. La sociedad, respecto
a ella, vive inmersa en la esquizofrenia: mientras no la encuentra tolerable,
convive naturalmente con ella. Sin embargo, los que la estudian como fenómeno
aceptan que es un hecho que todos mentiríamos más si no tuviéramos miedo a
que nos pillaran. O sea, que a veces nos disuade el temor a ser descubiertos, no el
freno moral al engaño. Incluso hay quien mantiene cierto desprecio por la verdad.
Ahí está la sabiduría popular, que reserva para los niños, los locos o los borrachos
el privilegio de decirla. Un filósofo tan reputado como Arthur Schopenhauer
escribió un manual llamado Dialéctica erística o el arte de tener razón expuesta en
38 estratagemas, donde facilita consejos para lograr superar en el debate a un
adversario, prescindiendo de si se esgrimen los argumentos correctos o no, de si
lo que se expone es lícito o no. Entre los ardides que facilita el pensador para
vencer en el combate oratorio se incluyen irritar al oponente (y si notamos que se
molesta, insistir aún más), establecer las preguntas desordenadamente para
confundir al interlocutor, no dejar continuar al otro orador si vemos que va bien
enfocado, menospreciar a la gente común dando muchas citas de autoridades
para deslumbrar al auditorio y desconcertar al rival con «absurda y excesiva
locuacidad». Francamente, no se puede definir el método Schopenhauer como
juego limpio.
Vivimos una dualidad respecto a la mentira: la descalificamos pero vivimos
con ella y la utilizamos, y tanto más cuanto más se acerca a los juegos del poder.
Es tan así que se corre el riesgo de trivializarla; de dejarla pasar en la vida pública
sin que merezca un reproche. Así se hacen promesas imposibles, descalificaciones
falaces y afirmaciones que lindan con lo soez sin que quien las pronuncia sufra
por ello. Por lo menos inmediatamente o así se piensa, porque a veces la reacción
tumba el autoengaño de que todo se puede decir sin que ocurra nada: el
electorado le pasó factura al PSOE con la corrupción y al Partido Popular con la
actitud mantenida tras los atentados del 11 de marzo en Madrid. Abraham Lincoln
lo expresó así: «se puede engañar a todo el mundo alguna vez, se puede engañar
a algunas personas todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo
todo el tiempo». A lo mejor la gente no es tan tonta o dócil como se da por
sobrentendido desde el mundo público. Pero junto a la falacia se introduce otra
condición extraordinariamente peligrosa para el buen funcionamiento
democrático: la falta de responsabilidad. Cómo todo se puede decir, y como
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cualquier cosa que se diga se convierte en algo trivial, nadie responde de lo que
afirma, o de sus actos en el ejercicio de un cargo público. ¿Alguien puede decir
cuál ha sido la última dimisión que recuerda por faltar a la verdad o por no dar
cuenta de sus actuaciones como responsable de algo?
La gran paradoja es que en la sociedad de las comunicaciones, de Internet y
de las libertades individuales cada vez puede ser más costoso discernir lo cierto
de lo mendaz. Hay tanta información que lo difícil no es acceder a ella, pues la
tecnología lo permite, sino separar el grano de la paja. Hay mentiras como
catedrales en la política, en los negocios, en los medios de comunicación… Y si
esto ocurre con la actualidad, es aún más complicado cuando se abordan los
sucesos del pasado, o sea, la historia. Cuanto más atrás nos vamos, menos son las
fuentes que se manejan. Además, lo normal es que la historia la escriban los que
ganan o los que detentaron el poder, que presentaron a los perdedores como
víctimas de sus propios errores o de su natural perfidia. Pero ¿y si las cosas no son
tan claras? Hoy en día ya hay muchos historiadores y eruditos que se plantean
numerosas preguntas y revisan los puntos de vista sobre lo que ocurrió y los
protagonistas de los acontecimientos. La arqueología, la sociología, el análisis de
la vida cotidiana, de la economía y de otras muchas vertientes apuntan nuevos
horizontes para entender la historia como una disciplina tan dinámica como la
mejor ciencia. El problema es que entonces se ponen en cuestión principios
políticos o el poder mismo, y eso no siempre es tolerable para quienes están en
este juego, sobre todo si entonces zozobran legitimaciones, identidades o se
aporta una nueva visión de los acontecimientos que sostienen doctrinas. Hoy en
día, episodios que se presentaban tan incontrovertibles como que Ramses II ganó
la batalla de Kadesh, que Espartaco era de Tracia o que la batalla de Covadonga
fue un gran combate quedan bajo la duda razonable. Eso, cuando no la
propaganda ha entrado a saco en la interpretación, y se nos dice que Nerón
quemó Roma, que Ricardo Corazón de León era el paradigma de la caballerosidad
o que Gengis Kan fue simplemente un asesino en serie de la estepa. El cine y la
novela también han contribuido a deformar la imagen de determinados
personajes y a difundir estereotipos. De esta forma nos empapamos de la nobleza
del «cowboy» de la pradera, de la hidalguía de los piratas del Caribe, pensamos en
Atila como un psicópata oriental y nos preguntamos quiénes fueron, si es que
existieron, el auténtico rey Arturo, Robin Hood o D’Artagnan.
Jean Gervais, profesor de la Universidad de Quebec, ha dicho que la historia
miente más que habla, y es que en no pocas ocasiones se emplea como arma
ideológica o como excusa. Los gobiernos aluden a conceptos como seguridad
nacional o razón de Estado para escudarse y no dar cuenta de sus actos.
Aceptemos que existen estos argumentos, pero también recordemos que cuando
se revela la integridad de lo ocurrido hemos visto que a veces, simplemente, se
trata de la seguridad del gobernante o de la razón para continuar en el poder.
Eso, cuando no se incurren en falsificaciones groseras. Austria condenó al
historiador inglés David Irving por negar que existió el Holocausto. Y personajes
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tan poco dignos de encomio como César Augusto Pinochet o Sadam Hussein
levantaron la bandera de la economía o del patriotismo para justificar la
persecución de su propio pueblo, para que al final sepamos que su amor a la
patria es directamente proporcional a su cuenta corriente.
De un lado está el papel del que miente, pero de otro el del que es engañado,
que a veces transige con la farsa por comodidad, aceptando un bien común
superior que surge de actuaciones poco claras. Para invadir Iraq se emplearon
excusas como la fabricación de armas de destrucción masiva o el sustento del
terrorismo de Al Qaeda. Al poco se constató que no era cierto, pero se sigue
expresando que el engaño está bien, porque Occidente iba a salir beneficiado, ya
que la situación geopolítica iba a mejorar sustancialmente, lo que tampoco
ocurrió. En plena apoteosis del embuste, el Pentágono anunció que iba a poner
en funcionamiento una Oficina de Influencia Estratégica, cuya finalidad era
difundir noticias que no eran ciertas. La reacción de la dinámica sociedad
estadounidense, en ocasiones tan injustamente menospreciada, frenó tal
empeño. Si lo hacen, al menos ya no se ejercitan con luz y taquígrafos.
Los humanos buscamos la certidumbre aun a costa de ceder parcelas de
verdad. Incluso en la ficción no nos caen del todo mal personajes como Ulises o
Yago, redomados tahúres y embaucadores. Miguel Catalán, en Antropología de la
mentira, subraya que, en el fondo, nos gusta contemplar «personajes de una sola
pieza en las representaciones artísticas: el héroe y el villano, la guapa ingenua y la
fea envidiosa, el noble señor y el pícaro criado, el sincero y el mentiroso». Pero
estos tipos habitan en un universo imaginario; en la realidad todo es más difuso y
mestizo. Pero también nosotros tenemos parte de culpa. Escritores y cineastas
gozan de la prerrogativa de la imaginación para encajar sus relatos, para idealizar
sus mimbres, para sublimarlos a fin de conseguir buenos argumentos. Cine y
literatura tienen también funciones divulgativas, pero fundamentalmente es
entretenimiento: es cuestión nuestra no tomarlo al pie de la letra y buscar la
realidad, si es que nos interesa.
Sería estupendo que aquellos que escriben o enseñan la historia fueran como
Pinocho; que ese simpático muñeco de madera fuera el responsable de contar lo
que pasó, porque así sabríamos que lo que dice no es verdad, porque le crecería
la nariz con cada trola. Pero no es así. Ni es posible: los hechos son figuras
geométricas con más de una cara. Salvador Espriu, en una entrevista, lo expresó
muy bien, pues para eso era un gran poeta: «la verdad es como una estrella que
estalla y de la que cada uno tenemos una parte».
Marie-France Cyr, en ¿Verdad o mentira?, asegura que «la triste verdad es que
la mayoría de gente prefiere sus ilusiones a la realidad. […] La verdad es que
todos nos mentimos a nosotros mismos». Uno de los más poéticos ejemplos de la
sublimación de la falsedad lo encontramos en una hermosa película, La vida es
bella (1997), donde Roberto Benigni convierte un atroz campo de exterminio en
un campamento de vacaciones con el propósito de que su hijo no sufra, y acaba
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empeñando en ello la vida. Puede que Kant y san Agustín le reprendieran por ello,
pero el público y cuatro Oscars avalaron la delicada lírica que emanaba del film.
Michael P. Lynch, profesor de filosofía en la Universidad de Connecticut,
defiende en su libro la importancia de la sinceridad y el título de su obra es la
mejor presentación: «La importancia de la verdad para una cultura pública
decente». Umberto Eco ha dejado escrito que «el primer deber del hombre culto
es hallarse siempre dispuesto a reescribir la enciclopedia del conocimiento; es
decir, ponerse siempre en duda y sumarse a las nuevas perspectivas, a veces
limitadas a un frailecillo del siglo XIII, a veces completamente revolucionarias».
Porque plantear interrogantes puede ser, ciertamente, revolucionario y peligroso
para el poder. Lo ha sido siempre. Sócrates era un preguntón irrefrenable y le
acabaron acusando de pervertir a la juventud y de impío. El final es sabido: tuvo
que beber cicuta. Las hogueras de la Inquisición están repletas de cenizas de
sabios que plantearon teorías para explicar cómo funcionaba el mundo. Es el caso
de Miguel Servet, un cristiano convencido pero que fue quemado por dudar del
conocimiento oficial.
Adentrarse en la historia es un viaje por el país de la mentira: unas perduran y
otras no; pero todas están ahí, cuando no se convierten en mitos y leyendas, aún
más irrebatibles, por su carácter, que la realidad. De la ciencia parte una
comparación para recordarnos que hemos de ser más humildes para vernos
nosotros mismos: si consideramos que desde que se formó el planeta Tierra hasta
hoy ha transcurrido un día, la raza humana comenzó a caminar a las 23 horas, 59
minutos y 57 segundos. O sea, que el hombre sólo ha ocupado tres segundos en
el día de la Tierra. Y esos mínimos tres segundos los hemos falseado con ímpetu:
el hombre es una corta historia que se cuenta con mil mentiras.
Éste es el libro del viaje a ese país donde conviven la verdad y la mentira que
nosotros llamamos historia. No sé si resolveré todas sus dudas; es más, puede
que las aumente, pero espero que al menos se hagan algunas preguntas. De
ensayos, investigaciones, artículos de revistas especializadas e incluso de los
periódicos he recopilado los datos que permiten hacernos otras aproximaciones a
los protagonistas de la historia, aunque sea de forma distendida. En la primera
parte se aborda el tratamiento que ha dado el cine a determinados personajes o
sucesos; en la segunda se esbozan cinco biografías para aproximarnos a la
realidad histórica de cinco grandes figuras más allá de los tópicos, y en la tercera
se desarrolla cómo ha descrito la novela o la historia oficial a líderes y
acontecimientos que merecen otras miradas, para concluir con los que,
directamente, han falseado la historia y con un breve repaso a embustes que han
aparecido en los medios de comunicación, pues las noticias de hoy son la historia
de mañana.
No es malo pensar que no hay nada inmutable. Puede ser un acto de rebeldía,
pero sano para la sociedad. Aceptemos que no hay nada absoluto, ni la verdad,
cosa que el propio Lynch acepta al afirmar que es digna de interés, pero no de
veneración. José Antonio Marina, en La inteligencia fracasada, expone que uno de
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los fiascos de la mente es cesar en el esfuerzo antes de tiempo, pero también
puede serlo su contrario: la obcecación o la tozudez. Un sutil velo separa la
verdad de la mentira, y a veces somos nosotros mismos quienes no queremos
descorrerlo. Por eso preferimos quedarnos con la versión que nos cuentan,
aunque se sustente en bases de barro en lugar de sólidos cimientos. La llave para
abrir esa puerta puede estar en la curiosidad, en la incómoda incertidumbre. Así
veremos que nada es blanco o negro y que la historia tiene matices y colores.
Sería bonito que la historia la contara Pinocho, pero no es posible. Cuestionarse
no es de débiles, sino de subversivos: es el antídoto contra la arrogancia y el
dogma. La verdad absoluta, en la historia, en la ciencia, en la política, en la vida,
queda para los otros: para los Pinochos profesionales, a quienes, por mucho que
embauquen, mientan o falseen, no les crecerá nunca la nariz.
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LIBRO I
¡QUÉ COSAS CUENTA EL CINE!
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ESTÁN LOCOS ESTOS EMPERADORES
(UNA DE ROMANOS)
Pues no: Cómodo no mató a su papá (que, por cierto, se llamaba Marco Aurelio y
trabajaba como emperador en Roma, capital) porque iba a dejarlo en el paro y
desheredarlo en favor de un general. Y, además, Nerón no quemó la Ciudad
Eterna y posiblemente no culpó de ello a los cristianos. Es más, hasta no volverse
completamente loco, fue un mandatario bastante eficaz. Encima, puede que
Espartaco ni fuera tracio ni muriera en la cruz. Pero bueno, ¿es que no nos
podemos creer nada de lo que vemos en las películas de romanos? Pues sí que
empezamos bien el libro: ¿es que fue Pinocho el guionista de todos estos films?
¿Es que a los cineastas les da todo igual en cuanto el protagonista va con
minifalda y sandalias? Desde luego, hay que ver qué cosas cuenta el cine cuando
habla de esos tiempos; total, seguro que ni Cómodo, ni Nerón ni Espartaco van a
decir ni pío. Aunque, bien mirado, ¿tienen la obligación los directores de ser
certeros? No, ¿verdad?
La historia antigua es un filón inagotable para el séptimo arte. Es todo un
género, denominado popularmente «péplum» y que para la media de los
espectadores es «una de romanos», aunque en esta definición no sólo entran las
legiones, sino en general todos aquellos hombres que visten faldas (vale,
ignoremos a los escoceses) como babilonios, egipcios, griegos o cartagineses. La
mayoría son películas de serie B, con actores de serie C, decorados de serie D y
argumentos de serie Z; aquellas ideales para la siesta de sofá en día festivo: los
buenos son muy buenos desde el minuto uno y los malos tienen cara de ser muy
malos desde la primera escena, así que puedes dormirte tras la presentación y
despertarte en el desenlace sin muchos remordimientos. De todas formas, sería
muy injusto no reconocer que también nos ha legado un puñado de films muy
notables.
Periódicamente, los viejos héroes vuelven a la vida encarnados por nuevos
ídolos de masas. Así, las antiguas epopeyas resucitan en tecnología digital ahora y
simple celuloide antes, para recordarnos las hazañas de los que nos precedieron.
Es el caso de Alejandro o del general-gladiador, aunque lo que nos expliquen en la
pantalla no sea del todo cierto. Pero cabría hacerse la siguiente pregunta: ¿tienen
los guionistas la obligación de ser tan certeros como pueda ser un historiador? Al
fin y al cabo, el que esté interesado en el asunto siempre puede recurrir a un libro,
aunque a veces la cosa no es tan sencilla.
Por ejemplo, la versión de Troya dirigida en 2004 por Wolfgang Petersen. Para
una parte del público, el atractivo del film era ver a Brad Pitt en paños menores
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luciendo musculitos. Los más críticos dicen que el film falta espectacularmente al
espíritu homérico y tienen toda la razón, entre otras cosas porque Aquiles no
murió tal como se cuenta, sino de un flechazo en un punto del tobillo al que dio
nombre, según relata la tragedia clásica. Pero, si vamos a ser precisos, la cuestión
podría ser: ¿lo que contaba Homero era cierto?
Pues es difícil de saber, aunque hubo una persona que creyó que sí. Se trató
de Heinrich Schliemann (1822-1890), un comerciante alemán que cuando se
enriqueció con su oficio lo dejó y se dedicó a buscar los restos del pasado heroico
de griegos y troyanos relatados por Homero. Schliemann excavó en Turquía en
busca de los restos de la legendaria ciudad, cuna de héroes y escenario de épicos
enfrentamientos. Y la encontró en la colina de Hissarlik (un nombre que significa
lugar de fortalezas). Mejor dicho, las encontró, pues fue rescatando del tiempo
nueve ciudades una encima de otra, que se dataron desde un primer nivel entre
2929 y 2450 a. C. hasta la última en época bizantina, en los siglos XIII y XIV de
nuestra era.
Según las teorías más recientes, la que se conoce como Troya VIIa fue
destruida por un pavoroso incendio allá por el año 1200 a. C.; un fuego compatible
con un conflicto bélico como el narrado en la Ilíada. Sin embargo, un análisis de
las armas y de las tácticas militares descritas en el poema permite ver que se
usaron en distintas épocas. Por tanto, es posible que existiera un conflicto bélico
entre los griegos y los troyanos, pero puede que no tuviera mucho que ver con lo
relatado por Homero. De entrada, lo más seguro es que la causa de tal
conflagración fuera comercial, económica, como casi siempre: por el dominio de
una zona vital para el tránsito de mercancías, y que por lo tanto la bella historia
de amor entre Helena y París no fuera más que un recurso literario. Eso, por no
referirnos a la continua injerencia de unos dioses en el conflicto, deidades que no
han vuelto a aparecer en ningún otro rifirrafe. Y, ya puestos, vale la pena recordar
que también existen dudas sobre si hubo un solo Homero o varios, pues no está
totalmente claro si la Ilíada y la Odisea fueron obra de una sola pluma o se trata de
la compilación de las gestas y epopeyas cantados por varios rapsodas. La
tradición habla de una especie de trovador ciego y vagabundo que recopiló, en el
siglo VIII a. C., 15 693 versos provenientes de la tradición oral y que relataban una
guerra ocurrida cinco siglos antes de que él, o ellos, naciera. De esta forma, ¿es
factible decir que la Troya de Petersen es poco fiable históricamente? ¡Si ni
siquiera sabemos si podemos fiarnos de Homero! La Ilíada y la Odisea son dos
bellísimas creaciones, dos epopeyas que han sobrevivido siglos y que siguen
cautivando, pero tampoco hay que tomarlas como una verdad sin matices.
Pero volvamos a Roma. Gladiator propició que los espectadores regresaran al
cine a ver «una de romanos». En realidad, Gladiator era una nueva versión de un
film anterior de Hollywood, La caída del Imperio romano. El argumento, en
síntesis, es similar, aunque con algunas diferencias. Veamos. Samuel Bronston —
uno de los iconos de la gran época de las superproducciones— llevó a término La
caída del Imperio romano en 1964 con un reparto de lujo. El argumento contaba
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cómo un moribundo Marco Aurelio (Alec Guinnes) guerreaba contra los
germanos durante sus últimos días. Su hijo Cómodo (Christoper Plummer) llega a
la zona de combates coincidiendo con la decisión del padre de desheredarlo por
su mala cabeza; o sea, de designar como sucesor a otro, que es su general de
confianza, Livio (Stephen Boyd), quien además bebe los vientos por la hija del
emperador, Lucila (Sofía Loren). Marco Aurelio comunica su decisión al militar y a
su chica, pero antes de poderla oficializar los hombres de Cómodo envenenan al
emperador, enviándolo al otro barrio. Livio no se hace con el poder y Cómodo,
que está como una cabra, inicia una época de terror, que finaliza cuando el
general lo mata en un duelo público en Roma, no sin antes de que Cómodo se
entere, en sus últimas horas, que en realidad su madre tuvo una aventura con un
gladiador, Vérulo (Anthony Quayle), del cual es en verdad hijo, y no de Marco
Aurelio. A la muerte de Cómodo se inicia una subasta por el Imperio, en el cual los
más ambiciosos pujan ante el ejército, que es el verdadero poder, para hacerse
con el mandato. Mientras, Roma se desploma.
En el año 2000, Ridley Scott dirigió Gladiator con los mismos mimbres
argumentales. Esta vez el hombre de confianza de Marco Aurelio (Richard Harris)
es un general de origen hispano como él, Máximo (Rusell Crowe), quien conduce
a las legiones a una victoria casi definitiva sobre los germanos. El emperador no
se fía un pelo de su vástago, Cómodo (Joaquin Phoenix), que es un psicópata y
que antes de ser desheredado asesina a su progenitor. Máximo, a quien en
realidad Marco Aurelio quiere confiarle el Imperio, se rebela y el resultado es que
intentan eliminarlo, lo que consigue evitar en el último minuto, pero no puede
impedir que maten a toda su familia. El general se convierte en un famoso
gladiador, cuya leyenda llega hasta Roma, donde combate en el circo con el
apodo de «el Hispano» hasta que se da a conocer. Máximo y Cómodo mueren en
un duelo final en la arena, dando fin a la época de terror impuesta por el hijo de
Marco Aurelio.
Pues bien, ni una ni otra versión. El Imperio no se derrumbó tras la
desaparición de Marco Aurelio y aún lo dirigieron algunos personajes notables,
pero sí es cierto que inició su irreversible decadencia. Marco Aurelio, de origen
hispánico, fue un considerable filósofo y sus obras han llegado hasta nuestros
días. Posiblemente se trató del último de los grandes emperadores, que pese a su
intachable moralidad y sus principios debió dedicar mucho tiempo a la guerra, a
pacificar las fronteras de Roma. De hecho, cuando falleció en Viena estaba a
punto de conseguir una victoria definitiva sobre las tribus germanas y estabilizar
la línea del Rin.
Pero no murió asesinado por Cómodo. Es más, no desconfiaba nada del
chaval. Y su fin se debió a la enfermedad, probablemente la peste, no al
asesinato. Tampoco le desheredó: durante la campaña, le presentó a las legiones
como «Sol naciente». Marco Aurelio tenía a los germanos prácticamente de
rodillas cuando enfermó definitivamente. A los seis días de estar postrado se
levantó, proclamó a Cómodo como su sucesor y la palmó. Lo que sí es cierto es
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que el muchacho tenía un carácter complicado. Indro Montanelli le describió en
su Historia de Roma como «célebre por sus gestas de gladiador, por su crueldad y
su vocabulario soez». Le gustaba la pelea, pero en el circo más que en los bosques
del Rin. Así, cuando se hizo cargo del Imperio, pactó rápidamente con los
germanos, que estaban al borde de una derrota aplastante, y se volvió a Roma,
donde había adquirido fama como gladiador.
La verdad es que el mandato del joven no hizo honor a su nombre. Desde que
tuvo 16 años, en el año 177, compartió responsabilidades con su padre y participó
en varias contiendas. Tenía sólo 19 abriles cuando ascendió al Imperio y entonces
se dedicó de lleno a sus aficiones: matar fieras y pelear con gladiadores. Otra de
sus obsesiones era ser dios, cosa que, hasta hoy, no se conoce que consiguiera,
aunque también era algo que compartieron otros predecesores en el cargo con el
mismo resultado. Puede que sufriera algún desarreglo mental, lo que agravó la
paranoia que le hacía ver conspiraciones por todos lados, en especial en dirección
a Lucila, que era su tía y no su hermana. Tampoco su final fue como el
cinematográfico; fue bastante menos épico. Le perdió una mujer: su concubina
favorita, Marcia; ella fue la mano que le dio un potente somnífero durante una
noche de borrachera. Un sicario, posiblemente un gladiador de los que tanto
gustaba, remató la faena estrangulándole. Tras su desaparición, el poder se
convirtió en una rifa, en la que los más ricos pugnaron por la púrpura. Pértinax y
Didio Juliano consiguieron, brevemente, el empleo, pero un general, o sea, el
ejército, que era el que a la postre cortaba el pastel, puso fin a la subasta por
medio de Septimio Severo, quien puso algo de orden en el desbarajuste en que se
había sumido Roma.
Tanto en La caída del Imperio romano como fundamentalmente en Gladiator se
evoca la trayectoria de los hombres que se jugaban la vida en la arena para
divertir a los ciudadanos del Imperio: los gladiadores. Y en el mito del gladiador
hay un nombre que descolla entre todos y que también tuvo su epopeya
cinematográfica: Espartaco. Y es tan interesante la historia del hombre como la
de la obra que luego llevó su nombre. El film fue dirigido por Stanley Kubrick en
1960 y en él actuaron Kirk Douglas (en el papel del héroe), Laurence Olivier,
Charles Laughton, Jean Simmons o Peter Ustinov, entre otros. En el guión
participó un gran escritor, Dalton Trumbo.
La película se basaba en la novela homónima de Howard Fast; un libro que
también tiene su epopeya. Fast, que fue militante del Partido Comunista, dio con
sus huesos en la cárcel por no doblegarse ante el macartismo y oponerse a la caza
de brujas en Hollywood. El motivo de su persecución fue negarse a dar la lista del
Comité de Ayuda a los Refugiados Antifascistas a la Comisión de Actividades
Antiamericanas. En prisión dio cuerpo a su texto, y el propio Edgar Hoover, el
entonces todopoderoso director del FBI, hizo todo lo posible para que no viera la
luz.
En la novela, Espartaco es un pastor tracio que es esclavizado y termina
siendo gladiador de éxito. Fast le da un carácter casi marxista, que explota
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cuando encabeza una rebelión de gladiadores en la escuela de Capua, organiza un
ejército que trae de cabeza a las legiones hasta que Craso —que luego tendría un
papel preponderante en el devenir de la política y que moriría combatiendo a los
partos— le vence y le hace crucificar.
Pero es posible que no fuera realmente así. De entrada, la historia oficial
romana se hace eco de la rebelión de Espartaco y de la trascendencia que tuvo
para la República, que ya había sufrido antes otras sublevaciones similares,
aunque no de la misma magnitud. Puede que Espartaco fuera originario de Tracia,
que fuera un militar esclavizado y que el siguiente paso fuera la arena, pero
también hay historiadores que no descartan que tracio se refiriera a una de las
modalidades de la lucha, pues los gladiadores eran conocidos dependiendo del
armamento que llevaran en el circo, y tracio era una de las denominaciones.
Espartaco no fue el único líder de la revuelta, sino que hubo otros dos dirigentes,
Criso y Enómaco. Tampoco está claro que se tratara de un ejército, sino de
múltiples bandas fruto del levantamiento. Sí está constatado que se rebeló en
Capua en 73 a. C., que fue diestro en la guerrilla, que causó muchas bajas al
ejército republicano y que finalmente fue derrotado por Craso, aunque lo más
posible es que no terminara sus días en la cruz, sino en el campo de batalla.
Cinematográficamente, el gladiador es un personaje que da mucho de sí y lo
cierto es que gozaron de fama en la antigua Roma; un pueblo que tiene a gala ser
el origen de muchas referencias de nuestra actual civilización —como, por
ejemplo, el Derecho— pero que a la par era una sociedad cruel. El primer duelo
que se tiene registrado ocurrió en el año 264 a. C. y fue organizado por los
hermanos Marco y Décimo Bruto. El motivo, las honras fúnebres de su padre.
Parece que tal costumbre provenía de otros pueblos latinos (¿etruscos,
samnitas?), si bien al poco tiempo las luchas dejaron de ser únicamente un rito
funerario, para convertirse en una diversión del pueblo, que además terminó
siendo un monopolio del Estado durante el Imperio. La mayoría de los luchadores
era excombatientes enemigos o esclavos, aunque también hubo hombres libres
que optaron por esta peligrosa profesión como medio de vida.
Los más populares gozaron de gran fama e hicieron fortuna al conseguir la
libertad tras sus victorias. Por ejemplo, Spículo, a quien el mismo Nerón regaló
casas; o Prisco y Verus, quienes pelearon con tanto ardor que el emperador Tito
les perdonó la vida. Publio Ostorio consiguió la libertad tras vencer en 51
combates en la arena de Pompeya. En cierta manera, los gladiadores tenían su
«glamour» y despertaban pasiones parecidas a los actuales deportistas de elite,
como refleja una inscripción que refiere cómo un tal Celadio era «anhelo y
rompecorazones de las doncellas». Las hazañas de éstos, a la postre,
condenados, causaban tanta algarabía entre sectores de público como hoy los
hinchas radicales de fútbol. Así, los espectadores se dividían en bandos, y los más
nerviosos de entre ellos acababan a mamporros o aun peor. Así lo cuenta Tácito,
quien relató un episodio ocurrido en Pompeya en el año 59 d. C. Durante un
combate de gladiadores se enconó la rivalidad entre los pompeyanos y los
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habitantes de la cercana ciudad de Nocera. Se empezó con insultos, luego con
bofetones y se acabó echando mano a las armas, con el resultado de varios
muertos y heridos. Para la crónica queda que la peor parte se la llevó el equipo
visitante. Parece que fue ayer o que lo hayamos visto hoy en las noticias de la
tele.
Quien batió récords en la organización de este espectáculo sangriento fue el
emperador Trajano, quien hizo combatir a 4941 parejas durante 117 días
consecutivos. Diocleciano incluso dio espectáculos nocturnos en los que llegaron
a pelear pigmeos y mujeres. La existencia de féminas dedicadas a tan dramática
diversión quedó acreditada tras una excavación realizada en Londres en el año
1996, cuando se descubrieron treinta tumbas romanas bajo una residencia
estudiantil, cerca de donde también se descubrió un anfiteatro. Uno de los
enterramientos estaba aislado. Los arqueólogos, tras el estudio del sepulcro,
llegaron a la conclusión de que se trataba de una gladiadora. De hecho, en el
Museo Británico se guarda un relieve romano, procedente de Turquía, donde
puede contemplarse a dos mujeres luchando en el circo. Tan cruel pasatiempo, ya
sea con hombres o mujeres, prosiguió hasta el año 404 de nuestra era, cuando el
Imperio ya era cristiano y el emperador Honorio prohibió definitivamente los
combates de gladiadores.
Roma es un fascinante campo de trabajo para historiadores, literatos y
cineastas. En su devenir se observan todas las formas de gobierno conocidas
hasta entonces: monarquía, república e imperio. Recogió la tradición artística y
filosófica de Grecia y dejaron el poso de la cultura europea actual. Tal vez el
período más llamativo es, precisamente, el tránsito de la república al imperio, con
la figura de César, las guerras civiles y el papel de la bella Cleopatra. Nuestro Julito
murió dejando tras de sí una familia —la Julia-Claudia— que dio a Roma sus
primeros cinco emperadores (Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón) que
han sido magistralmente retratados por Robert Graves en sus obras que dieron
origen a la soberbia serie de la BBC Yo, Claudio. Tanto en una como en otra están
todas las claves de la lucha por el poder. Pero la historia no trató demasiado bien
a los julio-claudios. Por ejemplo, a Nerón, que fue vapuleado por las crónicas, la
literatura y el cine. Peter Ustinov nos dejó su imagen caricaturizada en Quo Vadis?
(1951), la película de Melvin Le Roy basada en la novela del mismo nombre de
Henryk Sienkiewicz. Allí, el emperador interpreta, con dudoso estilo, una obra con
su lira mientras observa cómo Roma se incendia, fruto del siniestro causado por
él mismo para reconstruir la ciudad. Para sacarse los problemas de encima, Nerón
opta por un truco tan viejo como repetido: le echa la culpa a otro, a otros en este
caso, y sus agentes inculpan a los cristianos de haber causado el fuego. El
resultado, es que un buen número de ellos acaba en el circo zampado por las
fieras.
Nerón es dibujado en la ficción, y también por una parte de la historia, como
un hombre sin escrúpulos, como un demente que se anunciaba como un artista
pero que se regocijaba con el dolor y el crimen. De esta forma se le acusa de
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incendiario, de ejecutar a san Pedro y san Pablo, de perseguir a los cristianos y de
ser un paranoico y un sanguinario, además de eliminar a su propia madre. Esto
último tiene todos los visos de ser real, pero ¿y lo demás? Pues no faltan
historiadores que lo ponen en duda, a la vista de sus investigaciones. Una de las
cuestiones que queda en tela de juicio es que algunas de las plumas que más lo
denostaron, en el propio Imperio romano, escribían para otra dinastía, con lo cual
no era una mala cosa denigrar al máximo a los linajes anteriores a fin de resaltar
qué bien se vivía con los que mandaban en aquel momento.
Pero hay más datos. Sí que es cierto que Roma sufrió un pavoroso incendio
bajo el mandato de Nerón. Se inició en la noche del 18 al 19 de julio del año
64 d. C. y duró seis días y siete noches. Parece que comenzó en unos almacenes
que se hallaban junto al circo Máximo, en una zona frecuentada por los
trasnochadores de la capital imperial y repleta de cantinas y puestos de comida.
La ciudad, gran parte de ella, ardió como una tea. La población buscó refugio allí
donde pudo, fundamentalmente en los monumentos y en las tumbas, hasta que
concluyó. Pero ¿dio la orden Nerón? Parece difícil. Cuando se produjo el siniestro,
el emperador se encontraba pasando el verano junto al mar, en el lugar donde
nació, Anzio, a unos 50 kilómetros de la capital. Los aficionados al cine policíaco
podrán decir que el malo siempre busca una coartada y nada mejor que
demostrar que no se estaba en el lugar del crimen, lo que no impide que él diera
la orden. Lo que ocurre es que tan criminal actuación poco se compadece con su
proceder al conocer la noticia: envió al ejército a sofocar las llamas, alojó a los
damnificados en edificios públicos, favoreció la construcción de nuevas y mejores
viviendas y abarató el precio del trigo para que al desastre no le siguiera el
hambre. Lo cierto es que se necesitaba poca iniciativa para que las tres cuartas
partes de aquella Roma del año 64 ardieran como un pajar: construcciones
especulativas, de baja calidad, calles estrechas y suciedad. No deja de ser
llamativo que los contemporáneos no son quienes más señalan a Nerón como
incendiario, ni siquiera los autores cristianos, sino Suetonio, que escribió para los
miembros de la dinastía de los Flavios.
Lucio Domicio Ahenobardo, que ha pasado a la historia como Nerón, dirigió
Roma durante catorce años y su gobierno fue como el día y la noche, lo mismo
que él. De joven, Nerón era un tipo apuesto, pero a nosotros nos ha llegado la
imagen de un gordinflón insoportable. El primer quinquenio de su mandato fue
tomado como modelo por otros emperadores considerados mucho mejores,
como Trajano. De hecho, en estos años se mostró humilde y ecuánime y adoptó
medidas tan democráticas como bajar los impuestos y reducir las cenas fastuosas
a cargo del erario público, que sí se hizo cargo de pagar a los jueces, cosa que
hasta ese momento hacían los litigantes, con todos los peligros que eso
conllevaba. En cuanto al belicismo, sofocó revueltas en Britania y Judea, pero su
principal empeño fue la paz. Eso contrasta con otras cosas que, en efecto,
ocurrieron durante su imperio. Desaparecieron violentamente, y él no fue ajeno,
su madre Agripina y el hijo de Claudio, Británico. Sin el control de su progenitora
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se entregó a la desmesura, como por ejemplo la impresionante Domus Aurea que
edificó tras el incendio de Roma. Pero no está claro que hostigara con saña a los
cristianos: las persecuciones masivas se iniciaron más tarde.
Nerón puso punto y final a la primera dinastía de emperadores de Roma. El
Imperio se inició con Augusto y de su familia, la Julia-Claudia, la misma de Julio
César, fueron Tiberio, Calígula, Claudio y él. Es muy posible que sufrieran algún
desarreglo neurológico o mental hereditario, ya que no pueden negarse algunos
rasgos, digamos, particulares en ellos, como por ejemplo en Calígula, aunque es
muy probable que se exageraran en otros, como en Tiberio. De todas maneras,
para quien quiera asustarse con las dolencias de aquellos que han detentado el
poder pueden buscar un curioso libro escrito por el doctor en medicina Pierre
Accoce que se llama Aquellos enfermos que nos gobernaron, donde se relata con
detalle los arrechuchos de algunos de los principales políticos del siglo XX.
De Tiberio se escribió que se pegaba unas juergas de órdago con niños
durante su retiro en la isla de Capri, que era un borrachín y un tipo sediento de
sangre. Incluso ha pasado a la historia que Gilles de Rais, un auténtico asesino en
serie de la Edad Media, dijo que quería emularle tras haber leído a Tácito. Y, sin
embargo, fue un administrador eficiente. Para empezar, se trató de uno de los
mejores generales de la época que gozaba del reconocimiento de sus tropas, lo
que, en esos tiempos, no era moco de pavo. Combatió en Retía, Iliria, Panonia y
Germania, restableciendo la frontera tras el desastre de Varo, que falleció a
manos de las tribus del Rin junto a tres legiones. Augusto ya le encomendó,
cuando sólo contaba 18 primaveras, una importante misión diplomática en
Armenia y después, con 26, lo nombraría gobernador de la Galia. Ahora bien, tuvo
que esperar hasta los 55 para acceder al Imperio.
Era un tipo al que le gustaba la vida sencilla y sus manjares favoritos eran tan
poco sofisticados como los espárragos, los rábanos y la fruta. Sucedió al gran
Augusto y llevó la administración con cordura hasta que se convirtió en un
paranoico y desató dos años de persecuciones tras eliminar a su hombre de
confianza, Sejano, a quien los historiadores describen como un pinta. De hecho,
en sus primeros discursos al Senado propuso la restauración de la República,
aunque mucho caso no le hicieron. Sus defectos eran empinar el codo y que, ya
de joven, parecía muy mayor. Así, en sus primeras etapas como militar de rango
sus soldados ya le llamaban «el Viejecito». Hay gente a la que le pasa: tienen pinta
de avejentados hasta cuando están en la edad del pantalón corto. En cuanto a sus
festejos sexuales, historiadores recientes los han puesto en duda por cuanto
éstos se produjeron cuando era, prácticamente, un anciano senil. De haber
contado con un gabinete de comunicación, es posible que nos hubiera llegado
otra imagen de Tiberio, en lugar de un carcamal dipsómano y vicioso. Por
ejemplo, la del gobernante serio y poco amigo de los pelotas que, cuando le
propusieron poner su nombre a un mes, contestó: «¿Y qué haréis después del
decimotercer sucesor?».
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EL ARQUERO DE LAS CALZAS VERDES
(UNA DE BANDIDOS GENEROSOS)
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protagonizaba El sueño de una noche de verano, de Shakespeare. La actriz
demostraría tanto valor como la Marian de Sherwood, pues acabó llevando a los
estudios a los tribunales, exigiendo que a pesar de su contrato no la hicieran
rodar películas de medio pelo que ella consideraba que poco aportaban a su
carrera. En el derecho de los Estados Unidos se consagró su victoria en las salas
de justicia como «la resolución de Havilland», que le permitió la potestad de
escoger a quien quería encarnar.
En la década de los treinta del pasado siglo, WB quiso abrir una nueva línea de
producciones, además del cine negro y de gánsteres que estaba llevando a cabo,
con mucho éxito, pero recreando un mundo oscuro de hampa y crimen. Y escogió
al héroe del bosque para iniciar este camino. Pero se encontró con que otro gran
estudio, Metro-Goldwyn-Mayer, tenía los derechos sobre el libreto que debía dar
lugar al guión, y que era una opereta. De manera que llegaron a un acuerdo: WB
haría el film épico y MGM uno con números musicales. Entonces, la Warner
escogió para Robin a uno de sus actores emblemáticos: James Cagney.
Este magnífico intérprete estaba consolidado en el papel de rey de los bajos
fondos y hubiera tenido gracia verle metido en unas prietas calzas disparando
flechas sin parar. Pero Cagney se peleó con los directivos del estudio y los plantó,
dejándoles sin protagonista. Entonces, WB se fijó en un australiano que había
triunfado en un papel que tenía una dosis importante de esgrima, El capitán
Blood. Era Errol Flynn, que así tuvo acceso a uno de los trabajos por el cual es
recordado. Estas cosas pasan en el cine: una casualidad puede llevarte a la
inmortalidad. Sólo hace falta recordar que uno de los primeros escogidos para ser
el Rick de Casablanca fue un actor llamado Ronald Reagan, y que no quiso. Al final,
el papel fue para otro artista, que triunfaba mucho más entonces en el teatro que
en el cine: Humphrey Bogart. Así se escribe la historia. Al final, los
estadounidenses tuvieron a Reagan ocho años como presidente, y los aficionados
al cine tenemos a Bogart como Rick para toda la eternidad.
Otro de los que probó suerte con el buen bandido fue Kevin Costner, quien en
1991 rodó Robin Hood: el príncipe de los ladrones, dirigida por Kevin Reynolds, y
que, además de Mary Elizabeth Mastrantonio (Marian), Alan Rickman (sheriff de
Nottingham) o Sean Connery (Ricardo) incluía el personaje de un guerrero
musulmán y negro (Morgan Freeman) que ayudaba al héroe.
El citado Connery protagonizó una hermosa, poética y crepuscular historia del
héroe en Robin y Marian, dirigida en 1976 por Richard Lester (y por cierto filmada
en Galicia) y donde Audrey Hepburn era Marian, Robert Shaw el taimado sheriff y
Richard Harris el rey Ricardo. Esta obra nos ofrece la culminación de la leyenda, la
muerte del protagonista, que asiste al epílogo del rey inglés y que de vuelta a casa
debe enfrentarse de nuevo a su rival que no le deja en paz ni a él ni a su mujer,
que se ha metido a monja. La escena final es la agonía de Robin en un convento,
ayudado por Marian que le da una pócima, y el momento en que él escoge el
lugar donde quiere ser enterrado disparando una flecha, su último tiro, por la
ventana.
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Ha habido otras recreaciones de la leyenda, con mayor o menor fortuna, pero
la mayoría recogen las líneas básicas de la tradición, y que son: Ricardo Corazón
de León, el buen rey, el justo, se ha ido a las Cruzadas y a su regreso a casa es
hecho prisionero, momento en el cual su hermano pequeño, Juan sin Tierra,
aprovecha para coronarse monarca y pasar olímpicamente del primogénito, al
cual tiene intención de dejar en manos de sus carceleros. La ley y la justicia se
quedan haciendo compañía a Ricardo en la celda mientras en Inglaterra se inicia
una época de persecuciones y de arbitrariedades, protagonizadas por aquellos
que apoyan al que manda, y que son los caballeros normandos. Uno de los
afectados por las tropelías es un ricardista, un propietario llamado Robert de
Locksley, a quien obligan a proscribirse y huir al bosque de Sherwood, donde
encuentra a otros desposeídos, sajones como él, que organizan una banda que
saquea a todos los ricos —incluso a los curas, que vivían como ídems a costa de
sus parroquianos— y repartían el botín entre los humillados pueblerinos, lo que le
da una fama sin par. En el tránsito, Robin se enamora de la pupila de un caballero
normando, al que se enfrenta cuando Ricardo obtiene la libertad y regresa a la
isla, recuperando el trono y devolviendo la paz y la igualdad entre todos sus
súbditos.
Dejando aparte la figura del rey Ricardo, que será abordada más adelante, la
saga de Robin Hood está emparentada con toda una tradición oral y literaria
inglesa, que prácticamente nace con el rey Arturo y finaliza con los Plantagenet y
que tiene mucho que ver con las sucesivas invasiones que durante estos siglos
sufrió la isla, y fundamentalmente con la ocurrida en 1066 por parte de los
normandos. A grandes líneas, se trata de la venida de otros pueblos, del conflicto
con los habitantes de la isla y de su final unión en una sola patria, Inglaterra: algo
así como el nacimiento de una nación. De esta forma, el final de las aventuras,
como las que vemos en novelas como Ivanhoe o films como La rosa negra, es un
buen rey que quiere ser el soberano de todos sus súbditos sin distinción. En estas
crisis está inmersa la figura de Robin Hood. Pero también tiene otra vertiente: el
conflicto social que no sólo divide al país entre normandos y sajones, sino
también entre ricos y pobres. De esta forma, el bandido generoso toma partido
durante una época turbulenta de rebeliones de los barones y de descontento del
campesinado, que culmina con una rebelión popular en 1381.
Como muchas leyendas, la de Robin Hood tiene una base real, un personaje
histórico que luego es modelado durante siglos hasta que alcanza su carácter de
mito. El problema es que no está claro quién fue el auténtico hombre que dio
inicio a la epopeya y, de hecho, hay varios candidatos. Así, hay dos teorías para
situar los antecedentes del héroe literario y cinematográfico. Una lo sitúa en el
primer tercio del siglo XII y es un noble. Tal deducción se fundamenta en dos
datos: es cantado en baladas, y en sus versos se hablaba de personas de esta
clase social, pues eran los destinatarios de ellas y no el común de los ingleses; y el
otro que las armas en que era ducho eran la espada y el arco, también privativos
de la alta cuna. Por lo tanto, no estamos hablando de un bandido social, al que
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proscribieron por sublevarse contra las injusticias que sufría el pueblo, sino un
hidalgo que quedó al margen de la ley por ser del bando contrario al rey Juan.
La otra tesis le sitúa lejos de Ricardo y Juan, concretamente cien años más
tarde, durante el reinado de Eduardo II (1307-1327). En estos tiempos se produjo
una rebelión contra la Corona y sus colaboradores, encabezada por el conde de
Lancaster, que es finalmente derrotado. Como consecuencia de su posición, el rey
le confiscó todas sus propiedades y Robin Hood, que ha combatido con él, debe
refugiarse en el bosque para sobrevivir. En esta línea argumental, nuestro
bandolero es un hombre del pueblo que se alza contra las injusticias y las
extorsiones que sufren los más desposeídos. Por ello se hace tan popular entre
los campesinos, que al final terminarán rebelándose en 1381.
Lo cierto es que Robin Hood es un héroe de balada. En una de sus primeras
apariciones literarias es un personaje burlesco que se entretiene haciendo que
otros peleen entre sí para divertirse. Luego evoluciona y se transforma en un
héroe que lucha por la libertad, un noble que se enfrenta al poder por recuperar
su lugar, un hombre que quiere abolir la injusticia y un romántico enamorado de
Marian. Pero, tal como recuerda Hobsbawm, «los bandidos pertenecen a la
historia recordada, que es distinta de la historia oficial de los libros». Por eso sus
gestas son cantadas durante generaciones hasta que llega la imprenta. La llegada
de este invento a Inglaterra permite las primeras referencias impresas al héroe al
principio del siglo XVI, donde se le presenta como un gentilhombre, que viene a
ser un pequeño propietario. La búsqueda del origen del mito y su rastro en
poemas y canciones ha sido el objeto de estudiosos y curiosos del tema, que han
encontrado trazos en años pretéritos a la era Gutenberg. Así, hay menciones a un
tal William Robehood en el siglo XIII, aunque las obras más antiguas que le
mencionan se remontan al primer tercio del siglo XIV. John Fordun, canónigo de
Aberdeen, sitúa las peripecias de Robin en 1266, en sus crónicas escocesas. Pero
es William Langland a quien se considera como el padre del personaje, al que
menciona en su poema épico Piers Plowman. Después hay una importante
referencia a su existencia en la Historia Majoris Britanniae, escrita por el
historiador y erudito escocés John Major en 1521. Es en esta obra cuando se le
ubica en los tiempos de Ricardo Corazón de León y se configura la épica del sajón
enfrentado a los opositores normandos, algo que quedará definitivamente fijado
por el novelista sir Walter Scott, que le hace aparecer en Ivanhoe con todo el
carácter de revolucionario contra las injusticias de Juan sin Tierra y su pandilla de
normandos.
De todas formas, dejemos sentado que nadie ha podido dar con el auténtico
Robin: nadie puede asegurar quién fue y no queda acreditado en ninguno de los
textos que se citan quién fue el personaje que dio origen a toda la epopeya
posterior, y lo cierto es que no faltan candidatos. Por ejemplo, un noble llamado
Fulk Fitz Warino, nacido alrededor de 1170. A la muerte de su padre, lord
Wittington, fue proscrito bajo una acusación falsa, motivo por el cual se le
arrebataron sus títulos y posesiones. Fue perdonado en 1203 y se rebeló de nuevo
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contra el rey, con otros barones, en 1215. El escritor Graham Phillips cree que es él
por cuanto un verso de 1377 habla de Robin Hood y Randolf, conde de Chester, y
se da la circunstancia de que el único proscrito que se alió con Rudolf fue,
precisamente, Fulk. Además, ocurre la bonita coincidencia de que a este
atribulado noble se le atribuyó ser heredero del rey Arturo y sus posesiones
relacionadas con la custodia del Santo Grial.
Otro candidato: sir Robert Foliot e incluso alguno de sus descendientes; una
familia dada al crimen y que en el siglo XII habría usado este sobrenombre,
aseguran algunos arqueólogos de la leyenda, para cometer latrocinios en
Nottinghamshire. Más: Robert de Kyme, de sangre sajona, que en el siglo XIII
participó en robos y disturbios. Y más: Robert Hood, un arrendatario del
arzobispado de York que en 1226 huyó por deudas, según encontró en 1852 un
curioso en los registros del tribunal del condado. Y el último candidato que
citaremos fue un aparcero, también apellidado Hood, que vivió bajo el reinado de
Eduardo II, que se casó con una tal Matilde y que siguió a su señor, el conde de
Lancaster, a la rebelión. Fue proscrito, pero luego el rey le perdonó y llegó a ser
su ayuda de cámara.
La leyenda del buen ladrón no conoce fronteras y es uno de los mitos más
recurrentes del cine y la literatura, que a partir de un fundamento real crean
personajes epopéyicos, amoldados incluso a conveniencias políticas y enaltecidos
para justificar cosas a los que ellos eran por completo ajenos. Lo cierto es que la
mayoría eran, simplemente, unos salteadores de caminos sin más horizonte que
apoderarse de las monedas que les permitieran vivir holgadamente. No tenemos
que dejar las islas Británicas para encontrar otro ejemplo. Richard (más conocido
como Dick) Turpin nació el 21 de septiembre de 1705 en Essex, fue aprendiz de
carnicero, pero se inclinó por la vida de maleante. Así, se integró en una partida,
llamada la banda de los Gregory, porque estaba dirigida por tres hermanos de
este apellido, Samuel, Jasper y Jeremy. Estuvo implicado en un asesinato
cometido en 1735 y fue capturado y finalmente ahorcado en 1739. Un siglo
después, Harrison Ainsworth publicó un novelón llamado Rookwood en el cual sus
fechorías se transforman en aventuras, realizadas a lomos de su yegua Black
Bess. Pura ficción que luego se llevó al cine e incluso a una serie de televisión
protagonizada por Richard O’Sullivan.
Cruzamos el Atlántico para encontrar nuevos ejemplares que añadir a nuestra
colección. En 1898, en el estado brasileño de Pernambuco, nació Virgulino
Ferreira da Silva, que a principios del siglo XX capitaneó una tropa de forajidos,
como había otras a las que se llamaba, genéricamente, cangaceiros; gente
violenta que saqueaban los caminos y las villas del Brasil rural y que, todo hay que
decirlo, a veces también eran contratados por los terratenientes para sus fines.
Ferreira fue tal vez el principal capitán de cangaceiros y fue conocido como
«Lampiao» (farolillo) porque se decía que los destellos de su fusil iluminaban su
cara. El facineroso se dio a conocer por un episodio criminal (asesinar al
gobernador de Belmonte y quemar su cuerpo en público) y por uno sentimental
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(se unió a una mujer llamada Maria Bonita, que fue su pareja hasta el final). El 29
de julio de 1938 fue rodeado junto con los suyos por la policía militar en unas
cuevas del estado de Alagoas, donde perdió la vida. En pleno siglo XX, su final fue
medieval: los agentes cortaron su cabeza y la de Maria Bonita, que, hasta la
década de los setenta, fueron expuestas en el Museo Antropológico de Bahía
como objetos de interés científico.
Más al norte nos damos de bruces con otra leyenda. En la California que dejó
de ser mexicana para ser estadounidense nos encontramos con la figura de
Joaquín Murrieta (1829-1853). Vivió el tiempo de la fiebre del oro y mientras para
unos fue el símbolo de la oposición de los mexicanos a los estadounidenses, para
otros fue un vulgar ladrón. Su vida fue transformada en epopeya por Pablo
Neruda en Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta. De sus raíces brota, a entender de
muchos, un protagonista de novelas y folletines, «el Zorro», convertido en noble
español que se enfrenta a la iniquidad que campa a sus anchas por el nuevo
mundo. (Ésta es una característica que se repite al transformar al delincuente en
justo: pierde su condición de hombre del pueblo para ennoblecer su cuna, que
empeña en bien de los oprimidos). El Zorro ha contado con notables apariciones
en la gran pantalla; las más conocidas de la mano de Tyrone Power y Antonio
Banderas.
Hagamos el viaje de regreso y quedémonos en España, donde el
bandolerismo ha sido un fenómeno repetido y que no desapareció hasta el
siglo XIX. No hay provincia que no cuente con su aportación a esta galería de
malhechores, pero hay dos capítulos de singular trascendencia. Uno es lo que se
conoce como bandolerismo romántico, que tiene lugar en Andalucía hasta
prácticamente la llegada del siglo XX, y cantado e idealizado por escritores y
viajeros extranjeros, como Richard Ford, Washington Irving o Prospero Merimée.
Los nombres son muchos, los apodos curiosos («Tragabuches», «Pernales»,
«Vivillo»…) y todos tipos de cuidado, aunque algunos disculpados por su
presunto patriotismo en la guerra contra Napoleón. Pero sin duda el principal y el
más peculiar fue José María Hinojosa, alias «el Tempranillo», que llegó a ser
conocido como el rey de Sierra Morena. Nació el 24 de junio de 1805 en la villa que
lleva el divertido nombre de Jauja (Córdoba), en unos tiempos en que los caminos
que llevaban desde Despeñaperros hasta las capitales andaluzas eran tan poco
seguros como el mítico Oeste de las películas, y donde la ley y el orden eran una
utopía. Los gobernadores no pudieron vencerle y la única forma que tuvieron de
terminar con sus actividades fue ofrecerle el perdón y el mando de un nuevo
cuerpo policial, el Escuadrón Franco de Protección y Seguridad Pública de
Andalucía, en el que algunos ven el embrión de la Guardia Civil. Lo que no ocurrió
durante su mala vida pasó cuando se puso del lado de la justicia: fue tiroteado por
otro faccioso, José María «el Barberillo», que le abatió de un disparo el 24 de
septiembre de 1833.
El otro episodio trascendente en este ámbito de la historia criminal española
es el bandolerismo barroco y tiene su epicentro en Cataluña. Uno de sus
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protagonistas fue un sujeto llamado Perot Rocaguinarda, natural de un pueblo
llamado Orista, y cuyo carácter teñido de nobleza fue ensalzado por el mismo
Miguel de Cervantes en El Quijote. Como «El Tempranillo» no pudo ser capturado
y se acogió a un perdón. Ingresó en las milicias reales, y su pista se pierde como
capitán de estas compañías en Nápoles en 1635.
Pero sin duda quien se lleva la parte del león de la leyenda es un hombre
llamado Joan Sala, más conocido como Serrallonga, cantado en el folclore,
imaginado en novelas y teatro como noble afrentado e incluso espía, pero que no
fue más que un salteador de caminos, un mercenario y un maleante brutal.
Antes de referir sucintamente sus peripecias, debe hacerse una pequeña
descripción del marco sociopolítico en el que vivió, para así comprender el
fenómeno del cual es abanderado Joan Sala. El bandolerismo catalán del barroco,
y en particular Serrallonga, ha sido abordado en libros y en profundos estudios,
como por ejemplo los de Nuria Sales, Xavier Torres, Antoni Pladevall, Lluís Via,
Ricardo García Cárcel o John H. Elliot. Nos encontramos en la España de los
Austrias, que equivale a decir una nación perpetuamente empeñada en guerras
de religión. Lo que el Imperio sacaba de sus colonias americanas se lo gastaba en
pagar los intereses a banqueros italianos que financiaban las aventuras militares
de los monarcas y en pagar regimientos de mercenarios. Eso sin contar el río de
sangre que suponía los continuos reclutamientos para las tropas reales. De la
lectura de las monografías y estudios se desprende la impresión que los
soberanos de ese imperio donde no se ponía el sol veían lo que pasaba en el
horizonte, pero no en la puerta de casa.
En Cataluña, la autoridad real o el Estado eran prácticamente unas
entelequias. John Elliot ha explicado cómo, en el siglo XVII, el 71% de las
jurisdicciones catalanas no estaban en manos del rey, sino de la Iglesia o de
señores, que hacían y deshacían en ellas a su placer. Así, la mayoría del medio
millón de habitantes del Principado vivían en el campo, bajo la férula de un señor.
Eso ocurría, además, cuando la nobleza catalana era paulatinamente desplazada
de los cargos en la Corona o en la administración por castellanos o partidarios de
éstos, creando entre las capas altas una ola de resentimiento desde la periferia
hacia el centro. Por eso, la nobleza se oponía casi por sistema a todo lo que dijera
el virrey, que era el representante del soberano en la región. Y si los pudientes se
consideraban agraviados, los humildes tampoco daban saltos de alegría. Felipe IV
y Olivares quisieron ubicar un ejército estable en el Principado y pidieron una leva
de 16 000 hombres, muy mal recibida por un campesinado que, además, se
acordaba de la familia real y de sus antepasados cuando tenía que alojar en sus
casas, que ya pasaba estrecheces, a las compañías que iban hacia Flandes o que
llegaban para perseguir facinerosos.
La nobleza catalana se convirtió en multitud de pequeños estados dentro del
Estado que incrementaban sus ingresos con rapacerías. Es una situación que se
repite en el Mediterráneo y cuya culminación y máxima expresión es, finalmente,
la mafia siciliana, jamás desplazada por el Estado moderno. Un camino habitual
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de los señores catalanes del XVI y XVII era la falsificación de moneda. El número uno
de su tiempo fue Carles Alemany, señor de Bellpuig, cuyo castillo fue finalmente
arrasado por las tropas reales en represalia por sus actividades delictivas. Otra
cosa que hacían estos pudientes era proteger a partidas de bandoleros, a los que
permitían sus fechorías pero a los que también empleaban en su propio provecho
o en sus venganzas privadas, que eran habituales. Así, los líderes de las cuadrillas
eran similares a los condotieros renacentistas, que alquilaban sus armas a cambio
de beneficios para sus ilícitas actividades. Se agruparon en dos bandos, «nyerros»
y «cadells», pero ningún historiador ha podido encontrar diferencias significativas
entre ellos, ni políticas, ni sociales; de tal forma que atribuyen la afiliación a uno u
otro grupo a cuestiones tan peregrinas como las que hoy pueden inclinar la
balanza para simpatizar por un equipo de fútbol u otro. Antoni Pladevall ha dicho
que «el bandolerismo era fruto de una época de miseria y crisis moral y social
fundamentada o agravada por la mala política del país en la época de los últimos
Austrias». Es un mal endémico de unos tiempos castigados además por malas
cosechas, procesos de brujería con numerosas mujeres quemadas en hogueras,
comercio estancado y epidemias, incluso de peste.
Bien, la cuestión es que los caminos de Cataluña eran una aventura. El obispo
de Vic, en 1615, se lamentaba de que «los bandoleros son más señores de la tierra
que el rey», hecho que causaba que se pronunciaran promesas como la hecha por
el duque de Alburquerque, virrey en 1616, quien aseguró que «en llegando a
Barcelona acabaré poniendo en galeras a todo el Principado». Otro noble
propuso quemar los bosques y encarcelar a dos pueblos enteros por su
complicidad con los maleantes.
En este entorno, el 23 de abril de 1594, vino al mundo Joan Sala; en una
antigua masía de Viladrau, conocida desde 1181 y que había sido residencia de
caballeros hospitalarios. Fue una propiedad próspera, pero cuando llegó nuestro
protagonista pasaban muchos apuros. Entonces el derecho señalaba que las
posesiones las heredaba el hermano mayor y que el resto o se encomendaban a
su generosidad o se buscaban la vida. Joan se casó con una pubilla (heredera) de
otra masía, Margarita, de la casa Serrallonga, y él adoptó este nombre. Pero
tampoco es que acertara: sus tierras tenían que alimentar a doce bocas, entre las
que se contaban un tío mudo y cinco hermanas de la esposa medio subnormales.
Pladevall explica que, para prosperar, en la Cataluña del barroco sólo había tres
caminos: dedicarse al comercio de la lana, hacerse cura o echarse al monte y
convertirse en bandolero. Serrallonga escogió la tercera vía.
La carrera delictiva de Joan Sala, Serrallonga, se inició en 1622, cuando un
vecino llamado Miquel Bofarull (con el que hasta ese momento se llevaba
bastante bien) le denunció por robar unas capas gasconas, que estaban
prohibidas porque podían usarse para ocultar armas. Cuando fueron a prenderle,
le descerrajó un tiro al chivato y se dio a la fuga. A partir de ahí todo fue subir en
el escalafón de los malandrines. En sus momentos de máximo esplendor llegó a
capitanear una partida de cien malhechores que se adueñaron de los bosques y
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los caminos. No fue poco el empeño en capturarlo y en ello se aplicaron dos
generales, el duque de Feria y un hermano del mismo rey. También se usó la
codicia, pues se emplearon cazarrecompensas y se ofrecieron 600 libras por él
vivo, o 300 por su cadáver. En 1632 secuestró a una viuda, Joana Massissa, que
primero por la fuerza, luego por gusto, le acompañó en el resto de sus vicisitudes,
que incluyen dos viajes a Francia en los que algunos vieron misiones de espionaje
para llegar a acuerdos con los franceses y unir Cataluña al máximo enemigo de la
Corona española, capítulos nunca acreditados y de difícil credibilidad; como
máximo pudo ser utilizado por otros sin él ni siquiera saberlo. Serrallonga contó
con el apoyo del señor de Viver y de los monjes de Sant Pere de Rodes. También
de rectores de parroquias, de campesinos que le guardaban sus botines a cambio
de un estipendio (y que le llamaban «l’oncle Joan», el tío Juan) y de mujeres
desvalidas, que le lavaban y remendaban sus ropajes.
La mitificación del sujeto empezó bien pronto y, curiosamente, de la mano de
tres autores castellanos, Rojas, Zorrilla y Vélez de Guevara, quienes estrenaron en
1635 la obra El catalán Serrallonga, donde el bandido se transforma en aristócrata
caído en desgracia que se echa al monte para defender su honor. Victor Balaguer,
en 1858, le dio además carácter político y a principios del siglo XX se hicieron dos
versiones cinematográficas. El grupo teatral «Els Joglars» también le dedicó un
montaje escenográfico.
Joan Sala Serrallonga era un tipo alto, fuerte, moreno, de bigote fino y largo y
larga melena hasta la espalda. También muy presumido, pues se adornaba con
sombreros emplumados, anillos, pendientes y hasta se hacía confeccionar capas y
ropas por sastres de su comarca, que al final fueron procesados por su amistad
con el bandolero. Pero de buen ladrón, nada. Era irascible y violento. Vean dos
ejemplos, que tuvieron como víctimas a dos mujeres: a una le hizo cortar la nariz
por denunciar que le había robado dos gallinas y a otra la hizo matar porque creía
que era una bruja. Claro que este individuo, profundamente religioso hasta el
punto que los viernes no comía carne, también tuvo sus episodios galantes. Se le
conocen cuatro amantes y se cuenta que en Montcada asaltó el carruaje de una
baronesa, a la que acabó acompañando parte del trayecto.
La estrella del salteador de caminos declinó definitivamente cuando un
antiguo cómplice le denunció. Fue herido y capturado en Santa Coloma de Farnés
el 31 de octubre de 1633. Conocemos de su proceso y final gracias a que un
historiador llamado Joan Cortada rescató de una hoguera, en 1853, un legajo que
era el sumario (escrito en catalán) y la sentencia (en latín) del ladrón y asesino.
Aún se guarda en la biblioteca del Ateneo de Barcelona y su lectura derrumba
definitivamente el mito, aunque mueve a compadecerse de él por su final.
Serrallonga fue trasladado a Barcelona, donde fue repetida y salvajemente
torturado de acuerdo con las formas de la época. Sus confesiones fueron
recogidas por un notario, pues él era analfabeto. El 8 de enero de 1634 fue sacado
de prisión, sometido al paseo infamante donde el populacho podía burlarse de él
e insultarle a placer y conducido hasta la plaza donde hoy está el edificio del Born.
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Allí, para regocijo de la muchedumbre que tenía en las ejecuciones motivo de
diversión, le dieron cien azotes, le cortaron las orejas y lo ahorcaron. Por si
quedaban dudas, le cortaron la cabeza (que quedó expuesta en una de las
puertas de la ciudad, la de Sant Antoni) y con su cuerpo hicieron cuatro cuartos.
Los nobles y curas que le dieron apoyo y se sirvieron de él fueron perdonados en
pro de la pacificación del territorio, que al parecer necesitaba de su tranquilidad,
pero no de la de los humildes. Así acabó sus días Joan Sala, Serrallonga, el último
de los grandes bandoleros del barroco catalán, pero que está muy lejos de esa
figura romántica y noble que nos legó la literatura y la leyenda.
Pero por mucho que se exponga la verdadera condición de estos fuera de la
ley, la fascinación que aún despiertan pervive en todos los lugares y en todos los
tiempos; se sigue idealizando la figura del salteador, porque seguimos prefiriendo
que sean personas que no tuvieron más remedio que escoger este camino,
aunque la verdad es que muchos buscaran la vida fácil. Es triste, pero lo más
probable es que nunca hubiera arqueros de calzas verdes que buscaran por todos
los medios un mundo mejor y más justo.
Nadie sabe quién fue Robin Hood y su pista se pierde entre las brumas de la
tradición oral y de la leyenda; un mito al que muchos buscan una geografía donde
anclarlo de manera poética. Por ejemplo, al norte de Huddersfield, en el condado
de Yorkshire, donde existe una tumba solitaria en las afueras de la abadía de
Kirklees. La tradición señala que un ya mayor y algo decrépito Robin, con 56 años
de lucha a sus espaldas, se encaminó a este lugar sagrado para ser tratado por la
abadesa de sus achaques, y que ésta le practicó una sangría que hizo que sus
males, y su vida, se le escaparan por las venas abiertas; un final que encaja con la
bella película Robin y Marian, y que termina igual: con el bandido lanzando una
flecha por la ventana y pidiendo ser enterrado allí donde cayera, lo que explica el
sepulcro solitario fuera del camposanto.
Un final adecuado y lírico, si alguien pudiera certificar que fuera cierto. Pero
acaso importe poco cómo terminó sus días, y en realidad cómo vivió y quién fue
el auténtico Robin Hood, porque lo que trasciende es el arquetipo, el mito. Ya que
hemos citado a Eric Hobsbawm, un historiador que se ha interesado por el
estudio de los bandidos y su resonancia social, terminemos con la explicación que
él da del héroe. Para Hobsbawm, el ladrón que no se convierte en un
revolucionario acaba siendo un delincuente común y corriente o un sicario del
poderoso. Quien no sigue este camino es añorado. Esos que no lo hacen son
recordados: «no pueden abolir la opresión. Pero demuestran que la justicia es
posible y que los pobres no tienen por qué ser humildes, impotentes y dóciles.
Por eso Robin no puede morir, y se le inventa incluso cuando no existe».
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LA GUERRA DE LOS HINCHAS
(UNA DE REBELDES)
Cuenta la película que un joven escocés, a finales del siglo XIII, decidió que no
quería ser inglés, porque los muy ladinos se la habían jugado varias veces, a saber:
habían colgado a su padre y a todos los amigos de papá tendiéndoles una trampa
y luego, cuando se prendó de una chica de su pueblo, la degollaron. Visto así, es
muy normal que se cabreara. De modo que reunió a su peña y se fue a la guerra
pintándose la cara como si fuera un hincha de fútbol y portando sus faldas que
permitían enseñar el culo a los enemigos. De esta guisa comenzó a dar
mandobles y abrir la cabeza a cuanto inglés le salió al paso, hasta el punto que en
una de las sangrientas batallas incluso una cámara queda salpicada de la «sangre»
que se derrama.
El joven escocés se convirtió en la pesadilla del rey de Inglaterra, que también
quería ser el ídem de Escocia, y que es taimado, cruel, malvado y falto de
escrúpulos. El revoltoso llegó a tomar una ciudad inglesa, hasta que fue
traicionado por los suyos, arrestado, torturado, desmembrado y decapitado, pero
murió gritando libertad, como corresponde a todo héroe patriótico. Y, además,
consiguió un último triunfo, porque tiene un romance con una princesa, la esposa
del hijo del rey, o sea, la futura reina, y ésta, que no traga al suegro, le dice
cuando está ya muy achuchado que va a tener un hijo, pero que no es de su linaje
(al esposo se le dibuja como muy poco propenso a tener relaciones sexuales con
mujeres y demasiado atento a un amigo suyo), sino del rebelde.
El film se llama Braveheart y fue protagonizado y dirigido por Mel Gibson en
1995, quien dedicó tres horas al relato heroico. Fue un éxito de público y se trata
de una película al antiguo estilo, con movimientos de masas y mucha épica. Para
las escenas de batallas se contó con batallones de soldados profesionales como
extras, debido a que de esta manera se tenía una gran disciplina en los
movimientos y coreografías, aunque algunos se despistaron y rodaron escenas
con modernos relojes de pulseras y gafas de sol, lo que obligó a algunas
repeticiones del trabajo. Gibson da rienda suelta a su gusto por la brutalidad en
las acciones e incluso tras su estreno hubo protestas de asociaciones protectoras
de animales, que querían saber si los caballos que se despanzurraban en las
recreaciones de los combates habían sufrido un trágico fin en pro del séptimo
arte, pero pudieron quedarse tranquilas porque los nobles brutos que perecían
eran falsos. O sea, que ni uno se dejó la piel, sino que muchas maquetas perdieron
el plástico.
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Braveheart se basa en la vida de un personaje real, William Wallace, que vivió,
se rebeló, venció en una batalla contra fuerzas muy superiores, más tarde fue
derrotado y finalmente ejecutado. Pero más allá de estas líneas básicas, la película
no guarda mucho más parecido con la realidad. Pero no todo es culpa de Mel
Gibson. La mitificación del hombre ya viene de atrás. Fue un poeta escocés del
siglo XV quien ya le revistió de la pátina que muestra en el celuloide. Se trata de
Henry de Minstrel, un tipo ya de por sí misterioso. De hecho, se le conoce como
Henry, o como Harry, o como «Blind Harry» (Harry el ciego). Nació alrededor de
1440 y murió en 1492, el año en que Colón llegó a América. Harry, o Henry, pero
en cualquier caso el ciego, era un furibundo antiinglés, y no hay nada mejor para
denostar a tu vecino que enaltecer a un personaje que les haya hecho la vida
difícil. De esta forma, Henry, o Harry, compuso una larga obra poética sobre
William Wallace, donde se crea el mito del libertador escocés, pero cuyos
episodios tienen una base histórica tan dudosa como la propia película de Gibson.
Entonces, ¿quién fue en realidad Wallace? Pues un hombre que vino al mundo
hacia 1270 (hay problemas para determinar el año exacto) en Escocia, en un
punto en discusión pero que puede ser Paisley o Elersie, en el seno de una familia
de pequeños propietarios rurales. Cuando nació, la cuestión sucesoria y las
relaciones entre Inglaterra y Escocia ya eran turbulentas. Reinaba en su país
Alejandro III, que permaneció en el trono entre 1241 y 1286, y que se casó con la
hija del rey de Inglaterra, Margarita, motivando las primeras discrepancias sobre
la preponderancia de uno u otro monarca sobre las tierras del norte. Pero
Alejandro consiguió mantener su independencia, aunque no garantizar una
continuidad, porque sus hijos murieron antes que él.
Para terminar de complicar el embrollo, Alejandro III se partió la crisma al
caerse por un acantilado cuando montaba a caballo durante una tormenta. Así
que los derechos dinásticos recayeron en su pequeña nieta, una niña, Margarita,
infanta de Noruega. Pero hasta que llegara a la mayoría de edad, el gobierno de la
nación recayó en un grupo de nobles, los guardianes de la Corona. Fue entonces
cuando el rey de Inglaterra, Eduardo I, hizo su juego: pactó con los guardianes la
boda de su hijo Eduardo con la princesa heredera, solventando la papeleta y
asegurando que preservaría la independencia escocesa.
La situación dio un nuevo vuelco en 1290, cuando, a la edad de 8 años, la
pequeña infanta de Noruega enfermó súbitamente y falleció en las islas Orkney
cuando viajaba hacia Escocia. (¿Casualidad? ¿Complot?). Su desaparición causó
que proliferaran los nobles que aspiraban al trono, hasta trece. Fue un período sin
ley, con escaramuzas y enfrentamientos. En 1291, el padre de William Wallace
murió en una emboscada de las tropas inglesas. Finalmente, John de Balliol se
llevó el gato al agua de la sucesión y juró lealtad a Eduardo, lo que no le sirvió de
mucho, pues fue detenido y el rey británico reclamó sus derechos sobre Escocia.
Este monarca inglés es pintado en la película prácticamente como una mala
bestia capaz de todo con tal de conseguir sus objetivos: la traición, la crueldad y la
carencia de todo principio son sus normas de actuación, y además está
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magistralmente interpretado por Patrick McGoohan, pero difícilmente la realidad
se ajusta con la ficción. O, por lo menos, no totalmente. Eduardo I Plantagenet,
apodado «Longshanks» (piernas largas), nació el 17 de junio de 1239 en el palacio
de Westminster. Era hijo de Enrique III Plantagenet y de Leonor de Provenza. Este
soberano tuvo sus vínculos con España, pues en 1254 viajó a la Península para
arreglar su matrimonio con la hija de Fernando III el Santo de Castilla, Leonor;
enlace que tuvo lugar en el monasterio de las Huelgas, en Burgos. Ambos
protagonizaron un matrimonio casi modélico para la época, pues incluso ella le
acompañó en algunas de sus campañas militares. Para dejar prueba de su pasión,
la pareja legó al mundo la nada desdeñable cifra de quince hijos. Para culminar
este romance, hay que relatar que la reina falleció en 1290 en la ciudad de Harby,
y que en el traslado hacia su reposo eterno, en Westminster, Eduardo hizo
levantar una cruz en cada parada de la comitiva, en recuerdo a su amada. En total
fueron doce y son conocidas como «las cruces de Leonor». Luego, por razones de
Estado, volvió a contraer matrimonio con Margarita de Francia, a quien, pese a la
política, le hizo tres hijos más.
Lo cierto es que Eduardo I hizo el amor, pero también la guerra. Antes de ser
rey, en 1270, partió para participar en la cruzada liderada por Luis IX el Santo de
Francia, que intentaba repetir experiencia tras un primer fracaso. La segunda
también fue un fiasco: el monarca francés murió de una epidemia en Túnez antes
de empezar. A pesar del mal fario, Eduardo y sus mil caballeros viajaron hasta San
Juan de Acre, donde permaneció hasta 1272, cuando, tras conocer la muerte de su
padre, regresó a Inglaterra a fin de ser coronado. En ese tiempo en Tierra Santa
sobrevivió a un atentado de la secta de los asesinos.
Como rey de Inglaterra tampoco dejó las armas en el armario y emprendió
campañas en Gales y Escocia. No es que tuviera excesivos miramientos con sus
rivales, como atestigua la conquista de Berwick; o la forma en que tomó el pelo a
John Balliol respecto al contencioso sucesorio escocés, ofreciéndose primero
como un Salomón para arbitrar la disputa y luego quedándose con todo el pastel.
Vale que además de «piernas largas» ha pasado a la historia como «martillo de los
escoceses»; de acuerdo con que en el cine los malos lo tienen que ser mucho, y
más en los films heroicos, pero casa poco el Eduardo I de Braveheart con el
soberano que fue conocido como el Justiniano inglés debido a su labor
legisladora, compilando las leyes y organizando el sistema legal con la
participación de defensores y acusadores, pero sobre todo por sus reformas
legales que desembocaron en la Carta Magna, un texto que era el embrión de los
posteriores regímenes parlamentarios, y con el derecho, una de sus aficiones fue
detraer poder a los nobles, que habían aumentado visiblemente su influencia
durante los reinados de padre y abuelo, Enrique III y Juan sin Tierra. También es
recordado como constructor de castillos y por episodios menos edificantes, como
la expulsión de los judíos de Inglaterra en 1290.
Pero donde más desbarra el argumento fílmico es en la historia de amor del
protagonista, porque es, sencillamente, imposible. Según la película, la esposa de
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Wallace es degollada por los ingleses, hecho por el cual mata al sheriff del
condado y se convierte en un rebelde que propugna echar a los ingleses de
Escocia. El pérfido Eduardo Piernaslargas le envía como cebo a su nuera, la
princesa Isabel de Francia, con la cual tiene un romance. Ella está encantada de
acostarse con el rudo montañés, dado que su marido, el futuro Eduardo II, no
está interesado en las chicas. De hecho, Wallace le hace un niño, hecho que
Isabel, que no puede soportar al suegro, le explica al rey en su lecho de muerte.
Así, el soberano inglés tiene que tragar con que el trono vaya a para a un franco-
escocés.
Bonita venganza, algo así como vencer después de muerto pero, a diferencia
del Cid, por vía uterina. Lo que pasa es que es imposible. Isabel era hija de Felipe V
de Francia y en efecto se casó con Eduardo II. El problema es que se cree que
nació, como muy tarde, en 1292, con lo cual tendría a lo sumo 13 años cuando
William Wallace fue ejecutado. Otras investigaciones históricas sitúan su
nacimiento dos o tres años más tarde. O sea, que de haber existido el flechazo,
Wallace no solamente hubiera sido un rebelde, sino también un corruptor de
menores. Además, en aquella época estaba en Francia, y se conoce de
matrimonios por poderes, pero no de vástagos por correo. Se casó con
Eduardo II, que entonces aún era príncipe, en 1308 en Boulogne, y tuvo cuatro
hijos. Más problemas: el primero nació en 1312 y si hubiera sido de Wallace se
añadiría otro hito para el héroe: el de causar el embarazo más largo de la historia
de la humanidad, siete años en estado de buena esperanza, dado que el escocés
murió en 1305.
Pero volvamos al Wallace real. No hay muchos datos fiables sobre la infancia
del héroe, aunque parece que pasó sus primeros años de forma plácida y
tranquila en compañía de su tío, que era cura, oficio que probablemente era
también su destino. Sin embargo, su suerte cambió cuando en 1297, en compañía
de una treintena de hombres, asaltó Lanark y dio muerte al sheriff, muy
posiblemente en venganza por la muerte de una mujer, tal vez la suya. A partir de
este momento, Wallace se convirtió en el líder de un ejército de gentes del pueblo
y pequeños propietarios que querían liberarse de los ingleses, y la fortuna le
acompañó en los primeros compases de su rebelión. Las descripciones históricas
le definen como un guaperas: alto, bien proporcionado, fuerte, ágil y diestro con
la espada y el arco.
Eduardo I también tuvo su 11 de septiembre, en 1297, pero de éste se acuerda
menos gente. Wallace lideraba una hueste de unos 15 000 escoceses que se
enfrentó a unas fuerzas inglesas muy superiores (50 000 o 60 000 hombres,
según las fuentes) en la batalla del puente de Stirling, sobre el río Forth. La
estrategia del rebelde fue crucial, pues dispuso sus fuerzas al cruzar la pasarela de
manera que inutilizó la caballería enemiga, que sufrió grandes pérdidas.
Deshecho el ejército enemigo tomó el castillo de Stirling y dejó Escocia,
prácticamente, libre de guarniciones ocupantes.
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Este triunfo le valió una enorme reputación en su país; fue armado caballero y
designado guardián de la Corona, lo que celebró haciendo varias razias por los
condados ingleses de Northumberland y Cumberland, aprovechando que el rey
inglés estaba más ocupado los asuntos de Francia que de los de Escocia. Pero
Eduardo I regresó y puede que no fuera el tipo cruel que se pinta en Braveheart,
pero tampoco era un timorato. Así que se encaminó al norte a poner las cosas en
su sitio. El 21 de julio de 1298, el ejército real y el de Wallace se vieron de nuevo las
caras en Falkirk, pero esta vez Eduardo había tomado nota de los trucos de su
rival, así que no expuso desde el inicio a sus caballeros ni a sus arqueros.
Contando con superioridad de fuerzas consiguió envolver a los escoceses e
infligirles una derrota que dio al traste con el predicamento de William Wallace.
En Falkirk la revuelta de William Wallace quedó truncada para siempre. Éste
renunció a su cargo de guardián, en el que fue sustituido por Robert de Bruce, un
personaje que también aparece en Braveheart pero convenientemente
desfigurado para encajar en el guión. En el film es un hombre dubitativo
dominado por su padre, un leproso encerrado en una torre, que le lleva hasta la
traición a los suyos con tal de preservar sus intereses. Sin embargo, Robert de
Bruce fue un guerrero singular, que prosiguió combatiendo a los ingleses hasta el
punto en que, una vez fallecido «Longshanks», les venció y accedió al trono de
una Escocia momentáneamente independiente.
Tras la catástrofe de Falkirk hay evidencias de que William Wallace estuvo en
Francia y después se dedicó a levantar guerrillas en Escocia, pero ya nunca jugó el
papel destacado que en los años anteriores. Mientras, Eduardo I negociaba el
perdón para los nobles que se levantaron junto con Wallace, indulgencia que no
le incluía a él. Su pista se pierde en el otoño de 1299, cuando cesan las noticias
sobre sus actividades. Finalmente, el 5 de agosto de 1305 fue arrestado cerca de
Glasgow, posiblemente gracias a la delación de un prisionero de guerra. Llevado a
Londres, las medidas legislativas del Justiniano inglés no le afectaron y fue
juzgado de acuerdo con el más atroz procedimiento medieval. Se le acusó de
traidor al rey, aunque él jamás le juró fidelidad. Tras ser presentado ante los
nobles en Westminster, fue paseado ante el populacho (que entonces tenía en las
ejecuciones un motivo de diversión) antes de ser arrastrado por un tiro de
caballos. Aún semiconsciente fue colgado, desmembrado, le cortaron los
genitales y le sacaron los intestinos y, por si acaso, finalmente lo decapitaron. Así
acabó sus días William Wallace, el personaje real que sustenta la película
Braveheart.
El rebelde es uno de los arquetipos que más juego da en la gran pantalla. Las
películas con protagonistas como éstos son legión. El mismo Gibson emplea el
mismo esquema trasladándolo a otra época en El patriota (Roland Emmerich,
2000). Aquí, un granjero llamado Benjamin Martin quiere permanecer al margen
de la guerra de la independencia de Estados Unidos hasta que un inglés canalla le
obliga a pelear. Entonces se transforma en un hombre fundamental para la
revolución. (En el film sólo se hacen algunas alusiones tangenciales al pasado del
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sujeto, real, que fue muy turbulento). De rebeldes los hay en todas las épocas y
naciones. Desde el lusitano Viriato al galo Vercingétorix, de biografía tan
desconocida que no se sabe ni dónde estaba exactamente Alesia, ciudad en la
que se desarrolló el definitivo enfrentamiento con Julio César. Sí que se conoce su
final: fue llevado a Roma, paseado en un triunfo, arrojado a una celda y ejecutado
mucho después por orden del dictador, que no tuvo piedad del antiguo rival. La
verdad es que, para el cine, es mucho más resultón que el rebelde muera en el
empeño, como Wallace, porque así se pueden acrecentar, cuando no deformar,
sus rasgos. Por ejemplo, la recreación de lo que ocurrió en el Álamo siempre tiene
un plus de heroísmo y abnegación, aunque en esos últimos tiempos algunos
historiadores estadounidenses han dudado del comportamiento real de algún
que otro prohombre de la batalla. Yul Brynner nos dejó la imagen de otro jefe
tribal de la India al que no le queda más remedio que sublevarse contra los
ingleses y que al final deja la piel en el empeño, pero no la razón (La leyenda de un
valiente, Ken Annakin, 1967). Y no podemos olvidar a Espartaco, citado en un
capítulo anterior.
Todos estos héroes cinematográficos tienen, finalmente, características
comunes. Pero no todas las rebeliones, en la realidad, fueron así. Una de las más
peculiares, y también más sangrientas, tuvo lugar en una remota región
suramericana, olvidada entonces y tampoco muy beneficiada hoy. Se llama el
sertón; inmensas extensiones secas del nordeste del Brasil que viven bajo el peso
del abandono y del pesimismo histórico. Lo que pasó allí a finales del siglo XIX ha
sido llevado al cine por Sergio Rezende en 1997; antes lo narró en un libro un
autor contemporáneo a los acontecimientos, Euclides da Cunha, pero la
adaptación literaria de mayor proyección corrió a cargo de Mario Vargas Llosa,
quien lo noveló en un espléndido relato con un título que lo dice todo: La guerra
del fin del mundo. Un conflicto en un lugar perdido de la mano de Dios, pero que
terminó con un balance aterrador: 30 000 muertos; 25 000 habitantes de
Canudos y 5000 soldados del ejército brasileño.
En el año 1888, Brasil abolió la esclavitud. Poco después, el 15 de noviembre
de 1889, un golpe de Estado promovido por los militares derrocó al emperador
Pedro II y proclamó la República. Pero estos dos sucesos no trajeron la felicidad
para todos. El interior del país continuó abandonado a su suerte. Mientras la
nueva nación se concentraba en las populosas ciudades, el resto era dejado en
manos de terratenientes y hacendados. (Hoy, Brasil continúa teniendo en las
tremendas desigualdades sociales su mayor problema). Miles de libertos y
humildes campesinos eran totalmente ajenos a los avances de la nueva patria.
El 13 de marzo de 1830, en el estado de Ceará, nació Antonio Vicente Mendes
Maciel, en el seno de una familia de arrieros, que vino a menos tras una
sangrienta disputa con un clan poderoso. A pesar de su origen, Antonio se
interesó por cultivarse, pues estudió latín, francés, portugués, aritmética,
geografía e historia, lo que le permitió ganarse modestamente la vida durante
una temporada dando clases. Dos matrimonios desgraciados y la ruina familiar le
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convirtieron finalmente en uno de tantos hombres que vagaban por el sertón;
pero él no sólo era un superviviente, estaba imbuido por un fuerte misticismo
cristiano y por unas creencias firmes: era un defensor del abolicionismo y estaba
en contra del pago de tasas municipales, y en este sentido llegó a protagonizar
una sonada protesta pública contra los impuestos.
Alto, delgado, de larga melena negra y barba, vestido con una larga túnica,
calzado con sandalias y dotado de un enorme carisma recorrió los caminos de un
sertón azotado por las sequías mientras los desposeídos se acercaban a él en
busca de soluciones a sus problemas de toda índole: espirituales, familiares,
monetarias, legales… Por eso se le conoció como Antonio el Consejero. Tras
varios encontronazos con las autoridades (la Iglesia y los políticos veían en él una
contrariedad, pues cuestionaba sus prerrogativas e incluso intentaron asesinarle),
en 1883 optó por retirarse al interior del estado de Bahía, a una hacienda
abandonada llamada Canudos. Le siguieron unos pocos centenares de los suyos,
pero luego se le unieron miles: llegaron a ser casi 30 000, la segunda ciudad más
importante en número de habitantes de Bahía.
Canudos fue una especie de Acracia dentro del salvaje sertón. Estaba
prohibida la cachaça, el papel moneda y una parte de la propiedad era comunal, a
fin de mitigar la pobreza. Allí no eran ricos, pero por lo menos esa pobre gente
(exesclavos, campesinos arruinados, familias que huían de la marginación…) no
era miserable. Pero la recién creada república no veía con buenos ojos el
experimento, que ponía en cuestión no pocas cosas del nuevo régimen. Desde los
terratenientes, los ambientes políticos urbanos y la Iglesia se pedía una enérgica
actuación contra el Consejero, a quien acusaban de actuar como un monarca
absoluto (cuando acababan de echar al suyo) y de reunir un ejército de
delincuentes y fugitivos. La excusa para emprender acciones militares fue un
rifirrafe por un cargamento de madera con destino a Canudos. Se enviaron tres
expediciones militares para destruir el enclave que fracasaron, pero sobre todo la
última, que cayó con estrépito. La comandaba el coronel Moreira César, al frente
de mil trescientos hombres con artillería y caballería.
Antonio el Consejero no era un líder militar, pero alguno de los de allí se ocupó
de estas tareas, porque los habitantes de Canudos no estaban dispuestos a
rendirse. De la tropa de Moreira César (un militar de muy mala fama, por otra
parte) no sobrevivió prácticamente nadie, pero eso no significó que el conflicto
había terminado: a lo malo le sucedió lo peor. Brasil armó un nuevo cuerpo de
ejército de ocho mil soldados, al frente del cual iba el general Arthur Oscar de
Andrade Guimaraes, bajo el mandato directo del ministro de la Guerra. Durante
dos meses, los habitantes de Canudos resistieron un cerco infernal, acompañado
por el fuego de 32 cañones. Antonio Vicente Mendes Maciel exhaló su último
suspiro el 22 de septiembre de 1897, pero no por causa de una bala, sino de una
enfermedad, posiblemente disentería. Un mes después cayó la última trinchera,
que estaba defendida por un viejo, dos adultos, un joven y los dos últimos jefes
de la tribu india de los kiriki. Los militares no tuvieron piedad. Masacraron a todos
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lo varones, degollaron a numerosos sobrevivientes y dieron cuenta de no pocos
niños estampándolos contra los árboles. Los que lo contaron fueron llevados a
ciudades como Río, poniendo el germen de unos barrios marginales bautizados
con una palabra originaria del nordeste brasileño: favela.
A los dos días de la caída de Canudos, los soldados encontraron la tumba del
Consejero. La exhumaron e hicieron una foto del cadáver, que recuerda mucho la
instantánea tomada en un pueblo perdido de Bolivia al cuerpo de otro rebelde
latinoamericano, Ernesto «Che» Guevara. Luego le cortaron la cabeza, la pasearon
en una pica y se la llevaron a Bahía. El punto y final a la historia de Canudos se
puso a sangre y fuego, y luego se selló con agua, pues el asentamiento fue
inundado para levantar una presa. Pero, en tiempos de sequía, la iglesia que
Antonio y los suyos levantaron allí emerge como un recuerdo de la tragedia que
recorrió aquel árido sertón. A finales del siglo XX, el periodista y escritor
australiano Peter Robb recorrió esos parajes en busca de la memoria de Canudos,
y se topó en el mismo lugar con un poblado del Movimiento de los Sin Tierra,
como una constatación de que ni los años, ni la tragedia, ni el sufrimiento, han
solucionado el problema. Los sertónes continúan aceptando su triste destino con
una frase: «La persona que ha de morir no llora».
El drama de Canudos es mucho menos conocido que la trayectoria del rebelde
William Wallace, que, aunque convenientemente deformado, ha merecido la
atención del cine anglosajón y de su maquinaria de promoción. El film de Mel
Gibson recibió elogios de la crítica y el respaldo del público, pero no se parece
mucho a lo que ocurrió. Incluso hay pequeños detalles que se discuten. Por
ejemplo, en la cinta los escoceses van a la guerra con la cara pintada, como hoy
los hinchas acuden al campo de fútbol. Pues bien, algunas teorías sostienen que
esta costumbre cayó en desuso doscientos años antes de la sublevación de
Wallace. Y aún hay más: el historiador David Martínez Fiol ha publicado que, en el
siglo XIII, el vestido nacional escocés no era la falda, el kilt, ya que éste se empezó
a usar en el siglo XVIII. Así, en los tiempos de la guerra de independencia los
escoceses de las tierras altas se ataviaban con una camisa larga y un pesado
abrigo marrón, mientras que los de las bajas lucían bombachos y chaqueta. La
falda se impuso para facilitar el trabajo de los leñadores, y así se dividió la
camisola en dos partes. Luego, este atuendo fue adoptado por los regimientos
escoceses del ejército británico. De manera que Mel Gibson no reprodujo la
historia, pero igual eso tampoco le preocupaba mucho.
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UO PARA TODOS, Y TODOS PARA UNO
(UNA DE MOSQUETEROS)
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Fue, realmente, prolífico. Tras de sí dejó casi trescientas obras, de las cuales la
mitad fueron novelas —de todos los géneros, incluso de terror—, unas setenta
obras de teatro y libros de viajes, gastronómicos y relatos. De todas formas,
puede que no fuera realmente reconocido por una cuestión, que se reflejó en un
artículo publicado por un rival y que se tituló: «Casa Alejandro Dumas y Cía.
Fábrica de novelas» y en el que se detallaba la afición del autor por usar lo que, en
terminología literaria, se llama «negros», y que son aquellos que escriben para
que tú firmes, todo o en parte. (El citado texto fue objeto de un pleito por injurias
que ganó Dumas). Lo cierto es que el padre de tantas y tantas obras empleó a
estas personas con asiduidad, eso está reconocido por todos los estudiosos de la
literatura, como también que se basó en trabajos de otros. De esta forma, en el
artículo que le dedica un conocido diccionario literario se puede leer: «Plagió
cuanto le plugo y contó con numerosos colaboradores».
De la cabeza de Dumas (y compañía) salieron textos como El conde de
Montecristo, la historia de la venganza de un marinero acusado falsamente para
robarle la novia, y que consigue hacerse con una fortuna que emplea para
devolver la pelota a quienes arruinaron su juventud. Pero, fundamentalmente,
vamos a ocuparnos de la trilogía que da forma al universo del honor en la Francia
de Luis XIII y Luis XIV: Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de
Bragelonne.
Las peripecias se inician con la aparición de la figura de un joven gascón
llamado D’Artagnan, que deja su pueblo natal para hacerse mosquetero, como lo
fue su padre, en un tiempo en que este cuerpo había caído en desgracia ante el
primer ministro de Luis XIII y verdadero gobernante de Francia, el cardenal
Richelieu. El chico, de natural impetuoso y pendenciero, concierta tres duelos
nada más llegar a París con tres de los hombres más reputados del cuerpo: Athos,
Porthos y Aramis. En lugar de lidiar con ellos, acaban todos haciendo frente a la
guardia real y sirviendo a la reina para desentrañar una conspiración del cardenal,
que para ello usa a una espía, Milady de Winter, que no repara en gastos para
conseguir sus objetivos. De hecho, D’Artagnan se enamora de una camarera de la
soberana, a la que la pérfida Milady despacha envenenándola. Los tres
mosqueteros culmina con los héroes consiguiendo derrotar al cardenal, mientras
Milady es decapitada por sus crímenes en un juicio en el que participan los tres,
fundamentalmente Athos, que fue su esposo y ella la causa de que arruinara su
vida.
Con estos mimbres, era difícil que el cine se sustrajera a los encantos de estos
protagonistas y ya desde los más tempranos tiempos del celuloide el género de
aventuras se fijó en los mosqueteros y en las novelas de Dumas y sus amigos. Hay
películas sobre los textos de este prolífico autor de las más dispares
procedencias: se hicieron en la meca del séptimo arte, en Francia (la patria del
escritor) o en Gran Bretaña, pero también en países tan dispares como Filipinas,
Japón, Portugal o Rusia; sus protagonistas fueron mudos al principio, luego
hablaron, también cantaron e incluso se transformaron en dibujos animados. El
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gran Douglas Fairbanks fue D’Artagnan en 1921 y 1929, bajo la batuta de Fred
Niblo y Allan Dwan. En el otro extremo de la recreación está Mario Moreno,
«Cantinflas». Incluso en la pequeña pantalla aparecieron productos sobre el
famoso argumento, como la dirigida en 1970 por Pedro Amalio López para el
espacio «Novela», donde el espadachín era Sancho Gracia, quien luego daría vida
al bandolero Curro Jiménez.
Los tres mosqueteros ha sido repetidamente llevada a la pantalla. En 1973,
Richard Lester rodó en España una versión protagonizada por Michael York
(D’Artagnan) y donde Athos, Porthos y Aramis son, respectivamente, Oliver Reed,
Franck Finlay y Richard Chamberlain; mientras que Constance es Raquel Welch, la
pérfida Milady, Faye Dunaway y Richelieu, Charlton Heston. El film tuvo una
secuela en 1975, con el mismo armazón. De 1993 es la versión firmada por
Stephen Herek en la que aparecen Chris O’Donnell (D’Artagnan), Kiefer
Sutherland (Athos), Oliver Platt (Porthos), Charlie Sheen (Aramis), Rebecca
De Mornay (Milady) y Tim Curry (Richelieu). Por último, hay que citar el film El
Mosquetero, una coproducción de 2001 realizada conjuntamente con capital de
Estados Unidos, Alemania y Luxemburgo y en el que el protagonista es Justin
Chambers, secundado por Jan Gregor Kremp (Athos), Stephen Speirs (Porthos) y
Nick Moran (Aramis).
Pero sin duda, la cumbre de los mosqueteros en el cine es la película dirigida
en 1948 por George Sidney. En esa versión de Los tres mosqueteros D’Artagnan
era Gene Kelly; Athos, Van Heflin; Porthos, Gig Young; Aramis, Robert Coote;
Richelieu, Vincent Price; Milady, Lana Turner; y Constance, June Allyson. El film
tiene todos los ingredientes de las superproducciones de la Metro-Goldwyn-
Mayer de los años dorados de Hollywood, en especial las coreografías de los
duelos a espada o cualquier arma, donde se impone el estilo a medida de las
aptitudes de Kelly, el bailarín que dio nuevos aires al cine musical. (Baste recordar
Cantando bajo la lluvia o Un americano en París). Además, Kelly cuenta con unos
cómplices de lujo para llevar a buen puerto la película, como Heflin, que encama
al trágico Athos, que busca olvidar su amor perdido al que finalmente deberá
condenar a muerte en contra de sus sentimientos; o Lana Turner, una perversa
que consigue que toda la platea se enamore de su maldad. El film se inicia con un
tono humorístico, con un joven gascón casi de chiste que va creciendo con el
argumento, y que como éste pasa de la farsa a los momentos más dramáticos con
la muerte de Constance y la tenebrosa escena del juicio y posterior condena a
muerte de Milady de Winter en un aislado paraje rural.
Los tres mosqueteros es un clásico de las novelas de aventuras y uno de los
textos cumbres de la novela popular, ensalzado por críticos y escritores de la talla
de Gabriel García Márquez, aunque, en honor a la verdad, hay que decir que no
todo el mérito corresponde a Alejandro Dumas, sino que también participó de él
uno de los «negros» usado por el autor, Auguste Maquet; un historiador que
recopiló la documentación necesaria y colaboró en el primer borrador. La relación
entre ambos no fue idílica y en 1848 Maquet denuncio a Dumas. Tras llegar a un
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acuerdo, el célebre autor acordó abonar a su colaborador 145 000 francos en
once años.
Y, como en tantos casos, la ficción se basa en personajes reales, que han
quedado en segundo plano frente a la leyenda en que se transforman. En 1843,
Alejandro Dumas encontró en la Biblioteca Municipal de Marsella un texto de
largo y rimbombante título escrito por un autor prácticamente olvidado.
Actualmente se le conoce como Memorias de D’Artagnan, escrito por Gatien de
Courtilz de Sandras (1647-1712) en tres volúmenes que abarcaban casi 1800
páginas. Allí está la memoria del verdadero D’Artagnan.
Porque D’Artagnan existió, aunque en realidad se llamaba Charles de Batz-
Castelmore. Y entonces viene la primera pregunta: ¿Cómo pasa uno de llamarse
Batz-Castelmore a ser conocido como D’Artagnan? Pues todo tiene su
explicación. Nuestro héroe era hijo de Bertrand de Batz, recaudador de
impuestos y vástago de un carnicero (o sea, un plebeyo) y de François de
Montesquiou D’Artagnan, de familia de rancio abolengo (es decir, una noble). Así
que para darse pisto optó por usar el apellido materno, correspondiente al título
de unos terrenos de la familia de su madre, y que tomó para hacer fortuna en la
carrera de las armas.
Una vez salvado el primer obstáculo, vayamos a por el segundo. ¿Quién fue?
Pues, al igual que el ídolo literario y cinematográfico, un gascón, nacido en Luplac.
Tuvo tres hermanos y dos hermanas. Uno de ellos, Paul, tuvo su papel en las
cortes de Luis XIII y Luis XIV, de lo cual se favoreció nuestro personaje. En cuanto
a su fecha de nacimiento, hay dudas. Mientras que en algunos textos se menciona
que vino al mundo en 1623, la verdad es que hay ciertas lagunas, pero sí parece
contrastado que su natalicio ocurrió en la década que va de 1610 a 1620. Cuanto
tenía alrededor de 17 abriles se marchó a París, como el protagonista del libro,
para hacer fortuna en la milicia, y lo cierto es que fue conocido y uno de los
emblemas del cuerpo de los mosqueteros. Llegó a lugarteniente, fue hombre de
confianza de Mazarino y de probada fidelidad a la monarquía, hasta el punto de
llevar a cabo varias misiones secretas. Alcanzó el cargo de gobernador de Lille en
1672 pero su vocación era el ejército, en el que pasó un cuarto de siglo de
contienda en contienda. Hubiera sido titular del bastón de mariscal de no perecer
el 25 de mayo de 1673, durante el sitio de Maastricht. Al frente de sus
mosqueteros lideró un ataque para recuperar una colina ocupada por los
holandeses, y allí un tiro en la garganta segó su vida y dio paso a su leyenda.
Sandras escribió su obra veinticinco años después del fallecimiento del
D’Artagnan real, e incluso hay estudiosos que aseguran que se conocieron. Sea
como fuere, lo cierto es que la obra de este escritor hoy en el ostracismo fue un
filón para Dumas (y para Maquet, el «negro» del famoso), pues allí encontró no
sólo a su protagonista, sino también a otros personajes reales de aquellos años,
como el señor de Tréville, capitán de mosqueteros, y tres inseparables amigos:
Sillègue d’Athos, Isaac de Porthau y Henri d’Aramitz, que además era sobrino de
Tréville. O sea, que Sandras fue el documentalista de Dumas, que tan sólo tuvo
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que ligar la salsa para dejarnos una de las obras cumbres de la novela de
aventuras, y que a la postre ha sido también un clásico del cine.
El universo Dumas se desarrolla en un contexto histórico cierto, que es la
Francia que sale de las guerras de religión y que busca su lugar en Europa, en la
época de dos reyes llamados Luis pero con significativas diferencias: el dubitativo
Luis XIII y la figura de Luis XIV, conocido como «el Rey Sol», instante en que el país
ocupa un lugar preeminente en el concierto continental en detrimento de una
España que empieza a agotarse. Es en estos tiempos cuando se agranda la figura
de los mosqueteros; unas compañías de caballería creadas por Luis XIII en 1622 y
que recibieron tal nombre por el arma que les distinguía: el mosquete.
Mantuvieron disputas con los otros guardias reales y su existencia se prolongó,
con interrupción en la República, hasta 1815.
Pero si toda novela o película de aventuras necesita de unos héroes, también
le es imprescindible un villano. En este caso, el elegido fue el cardenal Richelieu,
que en el cine fue encamado, por ejemplo, por todo un especialista en malvados
como Vincent Price, en la versión de George Sydney en 1948, y por Tim Curry, en
el film firmado por Stephen Herek en 1993. Aquí se llega a la culminación de la
perversidad, con el plan del cardenal de dejar de ser, simplemente, el hombre que
más pinta en el país para pasar a ser el único que pinta y convertirse en monarca.
¿Hay algo de cierto en esta definición?
Pues, para ser generosos, poco, y para ser realistas, nada. Armand Jean du
Plessis nació en París, si bien hay historiadores que sostienen que esto ocurrió en
el departamento de Indre-et-Loire, el 9 de septiembre de 1585, en el seno de una
acaudalada familia. Richelieu era el nombre de unas posesiones familiares, que
otorgaban el título de marqués al primogénito, Henry. Además, Armand tuvo tres
hermanos más.
Su tío fue Amador de la Porte, comendador de la Orden de Malta, quien le
introdujo en los ambientes parisinos, si bien al principio su camino parecía alejado
de la Iglesia, pues se inclinó por la carrera militar, que dejó al fallecer su hermano
mayor en 1606, cuando tenía 21 abriles, para hacerse cargo del obispado familiar
en Lugon. Este hito lo aprovechó para prepararse para la política, pues su
ambición era entrar en la corte.
¿Cómo se produjo el tránsito? Sucedió en un tiempo presidido por el conflicto
que se desarrollaba en Francia entre protestantes y católicos. El rey Enrique IV se
inclinaba por los primeros y en 1610 fue asesinado cuando iba a visitar Sully. Su
hijo, Luis, tenía entonces tan sólo nueve años, motivo por el cual la regencia fue a
parar a manos de la reina madre, María de Médicis. Luis no fue consagrado como
monarca hasta los 14, hecho que ocurrió en Reims en 1014, y se casó con la hija del
rey español Felipe III, Ana de Austria, por razones políticas, como siempre ocurría
en estos tiempos. Al inicio de su reinado se convocaron los Estados Generales, en
los que participaban los representantes de todas las provincias que pertenecían a
los tres estados, clero, nobleza y pueblo (fundamentalmente, la burguesía).
Fueron los últimos hasta 1789, cuando se convocaron los previos a la Revolución.
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En esta reunión, la regente se fijó en un joven diputado eclesiástico, Richelieu,
que entró al servicio de la reina Ana, para luego acceder al consejo de Estado y a
la secretaría de la reina madre.
El ya Luis XIII carecía de fortaleza física y moral, siendo un monarca en
perpetua duda. Ni tenía la fuerza de su padre, Enrique IV, ni el concepto de la
política de su hijo, Luis XIV. Católico, tímido, con desequilibrios nerviosos, llevaba
una vida retirada y austera. En realidad, las riendas del Estado eran compartidas
por la reina madre, María de Médicis, y Richelieu, hasta que tan sólo quedó una
persona al frente de la nave. Ocurrió en el día bautizado como «la jornada de los
incautos», el 11 de noviembre de 1630, cuando en el palacio de Luxemburgo se
desarrolló una monumental bronca entre Luis, su madre y el válido. Richelieu,
llorando, se arrodilló ante la reina regente. El soberano salió de la estancia donde
sucedió la disputa, para luego hacer llamar al cardenal y ratificarle como su
hombre de confianza.
Armand Jean du Plessis tenía su genio y sus objetivos en la vida y la política,
pero nada que ver con el personaje taimado dibujado por Dumas y el cine.
Mathieu de Morgues, contemporáneo suyo, le describió «infeliz en la felicidad, y
ni la buena suerte ni la mala le proporcionaban tranquilidad de ánimo». Otro
coetáneo, Guy Patin, le definió en sus cartas como «una buena bestia, un franco
tirano». Ha pasado como una persona de carácter violento y despótico; con
accesos de cólera que a duras penas refrenaba ante sus superiores, pero que no
limitaba ante sus inferiores. La leyenda cuenta que pegaba a sus secretarios y que
no tenía ningún miramiento hacia su capitán de guardias. También ha quedado
para la posteridad que era muy supersticioso y amigo de las predicciones,
horóscopos e interpretaciones de los sueños.
Pero más allá de cotilleos sobre su carácter, lo que está claro es que fue un
trabajador infatigable. Sus biógrafos apuntan a que era frugal en la comida y que
dormía muy poco. Se acostaba sobre las once de la noche, dormía cuatro horas
para levantarse a dictar o escribir. Luego se echaba un par de horas más para acto
seguido reemprender sus tareas. En sus proximidades siempre había un
secretario, fuera la hora que fuera, por si precisaba de sus servicios. Y todo ello a
pesar de que soportó una mala salud de hierro, tal como dejó señalado en su
testamento. Tenía una organización médica sólo para él, que le atendían de
hemorroides, jaquecas y reumatismos, en muchas ocasiones con sangrías. El jefe
de sus galenos se llamó François de Cytois, quien ganó posición, pero según
parece no mucho dinero, porque el cardenal tendía a racanear.
Richelieu tuvo un norte, que expresó al prometer servir a Luis XIII: «Emplear
todas mis facultades y toda la autoridad que habéis tenido a bien otorgarme para
destruir el partido hugonote, humillar el orgullo de los grandes, reducir a todos
los súbditos a su deber y elevar vuestro nombre hasta el lugar en que debe estar
entre las naciones extranjeras». Es evidente que tal propósito le provocó el
agravamiento de sus migrañas, pues tuvo que hacer frente a no pocas rebeliones
en el interior del país, protagonizadas por la nobleza y los protestantes. En el
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plano internacional, Richelieu quiso convertir a Francia en potencia europea, y
eso le llevó a enfrentarse con España en largas y sangrientas contiendas.
Precisamente, el esfuerzo bélico impidió que culminara las reformas fiscales que
quiso llevar a cabo. La guerra tenía que financiarse con tributos, y esto disgustó al
pueblo llano, causando una rebelión que sofocó a sangre y fuego.
Cuando llegó a la política, Richelieu halló un país dividido y lo puso en la senda
de convertirse en árbitro de los destinos de Europa. Es cierto que tuvo diferencias
con Ana de Austria, uno de los episodios recreados por Dumas, pero fue siempre
fiel a la monarquía, a la que preparó para una nueva edad de oro. En su biografía,
François Bluche apunta que Luis XIII y él compartían mala salud y proyectos
políticos, que Richelieu supo encarrilar gracias a las normas tácitas que presidían
las relaciones entre ambos: el cardenal no daría lecciones al soberano y el rey
reconocería la superioridad intelectual del prelado. Cuando murió, el 4 de
diciembre de 1642, su trabajo había cambiado Francia. El cardenal se fue a la
tumba tras fortalecer y ampliar el poder del rey frente a los nobles, destruir el
partido hugonote, consolidar territorialmente el país y frenar a la casa de Austria,
que amenazaba Francia desde Madrid y Viena. En su legado queda la renovación
de la marina, la ayuda prestada a la Universidad de la Sorbona, la creación de la
Academia Francesa y su mecenazgo de artistas, como Corneille. Desapareció
poco antes que Luis XIII, dejando únicamente pendiente su reforma económica y
fiscal, si bien es cierto que tuvo en contra un largo período de climatología
adversa que asoló las cosechas y además se produjo una epidemia de peste. Una
trayectoria que se refleja en algunas de sus máximas, como «Los reyes, más que
cualquier otra persona, deben actuar de acuerdo con la razón» o «No puede
haber una paz tan mala que no sea mejor que una guerra civil»; una herencia que
bien poco tiene que ver con el pérfido, taimado y traidor clérigo dibujado por
Dumas y recreado en la gran pantalla.
De la tercera entrega de la trilogía de Alejandro Dumas sobre los
mosqueteros, El vizconde de Bragelonne, nos llega otro personaje de este
universo enormemente atractivo, fundamentalmente porque su auténtica
identidad es todavía desconocida y alrededor del cual se han tejido leyendas,
rumores y cuentos. Se trata del hombre de la máscara de hierro, un preso de la
Bastilla que permaneció todo el tiempo que duró su cautiverio con el rostro
cubierto por una careta que impedía ver sus facciones. Dumas, igual que otros
antecesores suyos, como veremos más adelante, lo convierte en un hermano del
Rey Sol, un gemelo de Luis XIV.
Es evidente que un personaje así también tenía que ser objeto de atención por
parte del cine. Existe una versión inglesa de la historia firmada en 1974 por Mike
Newell, en la que el doble papel de monarca y preso estaba a cargo de Richard
Chamberlain, mientras que D’Artagnan era Louis Jourdan. Más reciente, y mucho
más vibrante, era la película dirigida por Randall Wallace —el guionista de
Braveheart— en 1998 y que contaba con un reparto excelente. El doble papel fue
para Leonardo DiCaprio, que estaba escoltado por cuatro mosqueteros de
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primera: Gabriel Byrne (D’Artagnan), John Malkovich (Athos), Jeremy Irons
(Aramis) y Gérard Depardieu (Porthos). En síntesis, el argumento relata que el
capitán D’Artagnan está encargado de la vigilancia del rey Luis XIV, un chico
consentido, déspota, caprichoso y sin miramientos con tal de lograr sus
propósitos. Para conseguir los favores de una dama envía al hijo de Athos a una
misión suicida, en la que muere. Ello lleva al antiguo mosquetero a conspirar
contra el rey, para lo cual se une a sus tres viejos compañeros de armas. Al mismo
tiempo, Aramis es el líder de los jesuitas, que están preparando una rebelión
contra el monarca para frenar las arbitrariedades que sufre la nación. El plan es
sustituir al rey. Y Aramis conoce el secreto del preso de la Bastilla: allí hay
guardado un hermano gemelo del soberano, que tuvo la desgracia de venir al
mundo en segundo lugar. D’Artagnan se opone a estas intenciones, aunque
reconoce que el joven rey no es un dechado de virtudes, y acaba muriendo en
manos de sus amigos para confesar que, en realidad, los mellizos son sus chicos,
producto de un amor inconfesable entre el mosquetero y la reina Ana de Austria.
Finalmente, el hermano malvado da con sus huesos en la cárcel, con la máscara
puesta, y el bueno se convierte en el Rey Sol.
La película se basa en la novela de Alejandro Dumas, y éste se fundamentó en
un hecho cierto, porque el citado preso existió, y en esa época. Pero hay matices.
El primero, que la máscara no era de hierro, sino de terciopelo negro. Y no hay
ninguna constancia, ni nunca se ha tenido en cuenta, que el infortunado
presidiario pudiera ser hermano de Luis XIV. Que se sepa, éste sólo tuvo un
hermano, Felipe, al cual tenía en alta consideración y fue general en los ejércitos
franceses.
De manera que ¿quién era el hombre de la máscara? Candidatos hay varios,
pero repasemos qué se sabe de su historia. La primera cuestión que hay qué
saber es qué jamás se ha conocido su identidad. Los pocos que la supieron se
llevaron su secreto al cementerio. Y, además, durante la Revolución se perdieron
muchos archivos (recordemos que uno de los episodios centrales de la
insurrección es, precisamente, la toma de la Bastilla). Pero la recopilación
posterior sí que nos ha dejado alguna huella.
El primer documento oficial que se encuentra de él data de 1678, pero
también hay otras notas privadas que le mencionan. Por ejemplo, una carta
dirigida por la princesa de Orleans a su tía Sofía de Hannover, en la que da cuenta
que «un hombre ha permanecido largos años en la Bastilla, donde murió
enmascarado. Tenía siempre a su lado a dos mosqueteros para matarle». La noble
asegura que se trata de un milord inglés.
Pero quien se encarga de dar carta de verosimilitud a la historia fue Voltaire,
quien estuvo también recluido en la Bastilla y quien aseguró haber tenido
conocimiento de su existencia por gentes que sirvieron al desgraciado. Este autor
fue quien insinuó que era el hermano mayor de Luis XIV, y así señaló que en
tiempos de Mazarino se mandó a un preso a la isla de Santa Margarita. Era un
hombre joven, pero la instrucción era darle muerte a puñaladas si se descubría,
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pues su rostro estaba cubierto con una máscara. En el texto de Voltaire aparece el
gobernador de la fortaleza, Saint-Mars, un antiguo mosquetero a quien se confía
de por vida la custodia del recluso. La descripción que da es un hombre alto y
apuesto, al que no se negaba nada allí donde estuviera. Dice que apreciaba la
lencería, los muebles caros —que adornaban sus celdas— y que se distraía
tocando la guitarra. Su crimen: parecerse a alguien importante.
En 1745, un panfleto distribuido en París también le menciona. Se llamaba
Memoires secretes pour servir a l’histoire de Perse. Es evidente que lo de Persia era
simplemente una fórmula para poner a bajar de un burro a más de un potentado
francés sin mencionarlo directamente. En este texto se dice que el enmascarado
era un hijo de Luis XIV y Louise de la Vallière, el conde de Vermandois. Su trágica
historia pasaba por ser dado muerto en batalla para luego terminar encerrado de
por vida y con el rostro cubierto. Desde entonces muchos historiadores y
novelistas abordaron el tema del hombre de la máscara de hierro. Por ejemplo,
aparte de Dumas, Victor Hugo también trató el asunto. Alfred de Vigny le dedicó
poesía; Maurice Rostand una obra de teatro y Dufey, Michelet o Lovet
monografías históricas.
Hoy por hoy se acepta que el infortunado fue detenido hacia 1681 en el
Piamonte, en Pignerol, una pequeña villa donde se desarrollaron negociaciones
entre el rey francés y el duque de Mantua. Es cierto que estuvo en la isla de Santa
Margarita, donde el gobernador era Saint-Mars. Cuando éste pasó destinado a la
Bastilla, llevó consigo a su prisionero, como reflejan las anotaciones del diario de
Étienne de Jonca, lugarteniente del Rey Sol en la prisión de París, publicadas en
1761. En el penal parisino estuvo el prisionero, siempre tratado con gran
deferencia respecto a los demás infortunados, pero siempre con la cara cubierta y
sin posibilidades de comunicarse con nadie, y bajo la amenaza del puñal si
desvelaba sus facciones. El lunes, 19 de noviembre de 1703, el hombre de la
máscara de hierro rindió su vida en la Bastilla. Fue enterrado al día siguiente en el
cementerio de San Pablo, bajo el nombre de Marchioly. Todo lo que había en su
celda fue quemado y el lúgubre aposento en el que pasó sus últimos tiempos
revisado a conciencia y encalado de arriba abajo, para evitar que quedara alguna
inscripción.
El enigma sigue abierto, siglos después. Candidatos para ser el hombre que
sufrió un trato tan terrible no faltan. El primero, por supuesto, el apellido bajo el
que fue enterrado. ¿Quién era Marchioly? Pues al parecer se trata de la fórmula
afrancesada del apellido italiano Matthioli, de nombre Antonio, nacido en Bolonia
en una familia de reconocidos juristas y graduado con honores en leyes en Padua.
Pero el tal Marchioly quiso dárselas de espía y durante las negociaciones citadas
en Pignerol jugó con dos barajas. El resultado: que el rey Sol se enteró y lo
condenó a la sombra de por vida.
Pero no es el único aspirante. En algunos documentos de la época también
aparece mencionado el nombre de Eustache Dauger como posible enmascarado.
Una línea de investigación histórica señala que este hombre era un miembro de la
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guardia real que en realidad se llamaba Cavova, pero que tomó el nombre de
Dauger por unas propiedades familiares, cosa que como hemos visto (incluso en
el propio D’Artagnan) era moneda de cambio corriente en esos tiempos. El tal
Eustache llegó a intimar con el monarca, pero luego participó en intrigas
cortesanas que le valieron el presidio. También hay quien opina que el misterioso
encarcelado pudo ser Nicolas Fouquet, superintendente de finanzas del rey y que
fue detenido y encarcelado, precisamente, en el Piamonte. Se dice que murió en
1680, pero hay sospechas de que, en realidad, no pereció y siguió su vida en Santa
Margarita y la Bastilla.
En un número especial de la revista Historia y Vida, Néstor Lujan escribió:
«resulta irritante que después de tanto estudios, el misterio no pueda ser
aclarado y que aquel detenido por órdenes directas del rey no se sepa quién fue,
ni la causa de su detención». ¿Irritante? Quizás no. Aunque, si todo fuera claro,
conciso y conocido la imaginación tendría menos lugar para desarrollarse, y un
personaje tan llamativo como el hombre de la máscara de hierro no hubiera
protagonizado películas, ni aparecido en las novelas de Alejandro Dumas.
Precisamente, lo hermoso de los misterios es que nunca se aclaren del todo.
D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis forman una constelación heroica; un
lugar donde Alejandro Dumas creó un cosmos de nobleza, amistad y camaradería.
Pero existe un quinto mosquetero; un personaje ajeno a este universo nacido de
la mente de Dumas y asociados. Un individuo bravucón, pendenciero,
imaginativo, un punto surrealista, amante de las artes y de una mujer a la que
quiso en silencio hasta que murió; un hombre a una nariz pegado: Cyrano de
Bergerac.
Este último personaje no tiene nada que ver con Dumas. Es hijo de la pluma
del autor Edmond Rostand (1869-1918), quien creó al mosquetero y espadachín
de enorme apéndice nasal, poeta, amante del teatro y perdidamente enamorado
de su prima Roxana, aunque prefiere inclinarse ante el afecto que ella siente por
un guapo militar, pero torpe de palabra, al que ayuda a conquistar a la hermosa
dama. El joven muere en la guerra, en el sitio de Arras, donde él recibe una herida
que le atormentará de por vida. Un día, ya anciano, se descubre ante su prima,
recluida en un convento, para morir después por una venganza de aquellos a
quienes dedica sus puyas, que salen de su imaginación convertidos en satíricos
versos.
El Cyrano también ha morado en las pantallas, dejando la impronta de una
lengua tan acerada como su espada. Y eso que la primera versión es muda, y data
de 1923, siendo el narigudo protagonista Pierre Magnier. En 1945 se pone en
circulación una versión francesa, con Claude Dauphin dando vida al narizotas. No
es hasta 1950 cuando se inmiscuye Hollywood, y donde José Ferrer es el duelista
deslenguado bajo la dirección de Michael Gordon, que cuenta con una notable
banda sonora compuesta por Dimitri Tiomkin. La última traslación al celuloide es
de 1990 y proviene de la misma patria que el escritor. El director francés Jean-Paul
Rappeneau dirigió el cuidado proyecto, a la vez espectacular, intimista y emotivo,
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protagonizado por un espléndido Gerard Depardieu y cuyo doblaje al castellano
es una auténtica obra de arte por la traducción y los recitados.
Este héroe de tinta y celuloide está basado en un hombre de carne y hueso,
que tuvo no pocas similitudes con el protagonista del drama. Su nombre, Hercule-
Savinien de Cyrano; soldado de fortuna, escritor y espadachín que ha merecido su
lugar tanto en el mundo de los aventureros como en el de los literatos. Porque, al
igual que el protagonista de Rostand, el verdadero tenía un famoso apéndice
nasal, su vida se desarrolló en el ejército y sufrió una herida en el sitio de Arras, en
1640, peleando contra los tercios españoles, que le hizo padecer toda su vida.
Nacido en 1619 y fallecido en 1655, Savinien de Cyrano es calificado por el
mejor diccionario de autores literarios, el Bonpiani, como «extraño poeta
francés». Decadente, romántico, surrealista y apasionado, fue una figura de
importancia en el panorama cultural francés de su tiempo. Dejó dos obras
teatrales, una novela en dos partes y numerosos versos satíricos. Y lo cierto es
que por escrito provocaba tanto como el Cyrano de celuloide de palabra. Véase:
en La muerte de Agripina causó un sofoco a la Iglesia católica, pues negaba la
inmortalidad del alma. Su descreimiento no acababa aquí, pues se le atribuye la
frase «yo no acato la autoridad de nadie si no viene acompañada por una razón».
Tal fue el revuelo que causó que un jesuita, durante una misa, pidió que alguien lo
despachara de una vez.
Savinien fue contemporáneo de Moliere, que le admiraba, y un adelantado
por su interés ante las novedades científicas y filosóficas. Eso se plasmó en Los
estados e imperios de la luna y el sol, en donde relata el viaje fantástico de un
hombre que, ¡en un cohete!, va primero a la Luna y luego al Sol; un argumento
que demostraba dotes para la ciencia ficción y un gran ingenio, pues los selenitas
tenían cuatro patas y usaban unas armas de fuego muy prácticas: además de
cazar animales, los cocían.
Pero entre la realidad y la ficción hay diferencias. El auténtico Cyrano no era
gascón. Era parisino hasta la médula. Un historiador francés localizó su partida de
nacimiento, que fecha su natalicio el 6 de marzo de 1619 en el barrio de Sant
Jacques, en pleno Marais, donde vivió siempre que no estaba en campaña. El
origen de su nombre es bretón, según la misma tesis. Al parecer, su padre era un
rico comerciante que compró las tierras de Bergerac, en Gascuña, para acceder a
un señorío. Al igual que el de ficción, nuestro Savinien era amigo de las puyas, de
los duelos y de las mujeres, aunque de una forma menos dramática que el
imaginario. Ahora bien, es cierto que hay notables concordancias. El real y el
literario eran hombres profundamente independientes. Excepto una corta
temporada, el auténtico Cyrano no se puso nunca bajo la protección de un
poderoso, como era la costumbre entre los escritores de la época; de igual modo
el Cyrano de Rostand prefiere morir pobre, enfermo y visitando a su prima
Roxana, encerrada en un convento tras perder a su marido en Arras. En este
triángulo reside la mayor desdicha del narigudo pendenciero, porque siempre
estuvo enamorado de ella, pero siempre dejó sus versos para que otro la
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conquistara. Y en el final tenemos otra coincidencia, porque Savinien de Cyrano
perdió la vida el 28 de julio de 1655 en un extraño accidente (puede que causado
por sus rivales) ocurrido en la casa profesa de las Filles de la Croix, cuya priora era
Catherine, su prima.
Los tres mosqueteros es un hermoso canto a la amistad de hombres
totalmente diversos, que de no ser por la coincidencia del uniforme difícilmente
se hubieran encontrado en la vida: D’Artagnan, el impetuoso joven que sueña con
la gloria; Athos, el noble triste que abandona sus privilegios por la herida del
amor; Aramis, a medio camino entre la espada y el crucifijo; y el bonachón
Porthos, que quiere retirarse a una posada. Al final de la novela, los tres vuelven
al camino de lo políticamente correcto, integrándose en la vida oficial. D’Artagnan
como mosquetero, Athos regresando a sus posesiones, Aramis dedicado a la vida
eclesiástica y Porthos a un próspero negocio. Un universo recreado por Dumas de
honor y amistad por encima de todo, que aún pervive en generaciones de
lectores y espectadores. Prueba de ello es que siguen haciéndose versiones
cinematográficas de los cuatro soldados y del pendenciero señor de Bergerac. El
auténtico D’Artagnan no fue tan rebelde y se convirtió en hombre de confianza
de la corte, mientras que el Cyrano real fue más ingenioso y algo menos
camorrista. Pero es más atractivo el duelista narigudo, por su idealismo, por su
pasión, por sus amores imposibles y por su fin, cuando reproduce aquellos versos
apasionados que jamás tuvo valor de decir a cara descubierta y que escribía en
cartas firmadas por otro, que, jugándose la vida, entregaba cruzando las líneas
españolas en Arras, con frases que han quedado en la pluma de Edmond Rostand:
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PERO ¿QUIÉN ES ESE MAYNARD?
(UNA DE PIRATAS)
Hagamos la prueba. Dígame quién fue Robert Maynard. Le doy dos pistas: ni
juega al fútbol ni es astronauta. Qué, ¿ni idea? Y ahora, responda quién era
Barbanegra. ¡Ah, eso sí lo sabe! Aquí hay pocas dudas: un pirata; uno de los más
salvajes, violentos y despiadados de los que surcaron el mar Caribe. Para que lo
sepa, el primero era el teniente de la Marina Real Británica que le dio caza y
muerte; un tipo valiente y dispuesto, pero del que se acuerdan muy pocos. (Vale,
de acuerdo, lo acepto, antes de documentar el libro, yo tampoco hubiera
contestado correctamente). Pues sí que estamos bien, del malo se acuerda todo
quisque y del bueno, ni su abuela. Reflexionemos y reconozcamos una cosa: el
lado oscuro tiene su atractivo. Si no fuera así, ¿cómo se explica que tantos
bandoleros y asesinos sean leyendas y los jueces o policías, no? Es verdad que nos
quedan Elliot Ness o Wyatt Earp, pero los malos ejercen una perturbadora
fascinación que no tienen los defensores de la ley y el orden. Y más si encima son
piratas, van en barco y los encarnan en el cine tipos altos, atractivos, simpáticos,
diestros espadachines y que para más inri se llevan a la chica, que por cierto
siempre es rica, nada de una joven de pueblo: ya llega con un buen plan de
pensiones bajo el brazo.
En el cine de piratas es, posiblemente, el género donde hay más tópicos por
centímetro de celuloide. Veamos un ejemplo clásico de argumento de estas
películas: el protagonista es un seductor filibustero de buen corazón (por
ejemplo, Errol Flynn, Tyrone Power o Burt Lancaster) que, además, igual es de
noble origen, pero que no tiene más remedio que ir por ahí asaltando barcos por
las cosas que le pasan a uno en la vida. Se enfrenta a otros bucaneros que son
sucios y perversos y suele hacer la vida imposible a los españoles, que explotan
las Indias. (Según parece, los ingleses no). Los otros lo hacen por la pasta, él por
defender los derechos de los demás (¿!). Así que en un abordaje se da de bruces
con la chica más guapa del océano, que es la hija de un duque, o de un conde, o
de un gobernador, a la que preserva de los otros barrabases que le acompañan
en su bajel pirata y al final se la liga, despachando a cuantos se cruzaron en su
camino.
La piratería, y más concretamente la leyenda de los piratas del Caribe, pues la
mayor parte de la producción de este género cinematográfico se refiere a ese
ámbito geográfico en los tiempos de la dominación española, ha configurado el
mito no solamente del tipo que, caído en desgracia, busca enderezar su
existencia tras un paseíto por el lado oscuro de la vida, sino también el de la
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patria de los hombres libres; una especie de acracia democrática donde los
capitanes son elegidos por sus subordinados, donde el botín se reparte en
función de los méritos, donde las heridas se recompensan y donde imperan unas
leyes —entre delincuentes, pero leyes al fin y al cabo— que garantizan el
funcionamiento de esta república de malhechores. Y, en algunos puntos, había un
fondo de verdad pero en otros la realidad se parece a la ficción tanto como un
huevo a una castaña.
Pero seamos justos, no sólo de cine vive la epopeya de los ladrones del mar. A
muchos, la historia oficial, por ejemplo la anglosajona, no les ha tratado mal (es
normal; en nombre de Su Majestad causaron estragos a la marina española). Y
antes que el séptimo arte, la literatura los elevó al Olimpo de la fama. Porque a
ver quién no simpatizaba con Sandokán, el tigre de Mompracem, la creación del
novelista Emilio Salgari que ha sido llevada a la gran pantalla (y a la pequeña, en
formato de serie, con gran éxito del actor indio Kabir Bedi, a quien se puso de
moda pedirle hijos). Aunque quien les da carta de naturaleza en la epopeya es
Roben Louis Stevenson, novelista, ensayista y poeta escocés (1850-1894), autor
de obras de gran éxito y que en La isla del tesoro recreó este universo del
filibusterismo, dejando para la posteridad una iconografía que después recogió
con profusión el cine. Por ejemplo, el aspecto físico del pirata: ligado de por vida a
una pata de palo y con un loro permanentemente cuchicheando cosas al oído.
Otras semblanzas provenientes de la época del máximo esplendor de los
corsarios dejan constancia de su gusto por la extravagancia, de manera que
gustaban enjoyarse y ponerse ropas chillonas y caras en cuanto pisaban tierra
después de un saqueo en alta mar. Pero las escasas descripciones fidedignas que
nos han llegado pintan otro panorama, lejano del tipo alto, fuerte y elegante. Así,
David Cordingly recoge en su libro Bajo bandera negra, dos descripciones de
piratas realizadas por contemporáneos. Por ejemplo, de un sujeto llamado Ryder,
dedicado a estos menesteres, y que era «de tamaño mediano, piel atezada,
propenso por su aspecto a ser de constitución tosca, con el pelo corto y castaño y
capaz, cuando bebe, de pronunciar un puñado de palabras en portugués o
árabe». Nuestro conocido Barbanegra, cuyo verdadero nombre era Edward
Thatch, debía su apodo a que la mata de pelo negro le llegaba casi a los ojos, a
que se la dejó crecer desmesuradamente y a que se la adornaba con cintas.
Cordingly también añade que, en realidad, los hermanos de la costa eran tipos
pendencieros y perezosos, famosos por su lenguaje soez y por su capacidad para
emborracharse; con pocos o nulos sentimientos patrióticos y desaforadamente
crueles.
Otra de las señas de distinción de este mundo que nos legó primero
Stevenson y luego el cine fue la bandera pirata, la enseña negra con un cráneo y
dos tibias cruzadas. Pues, en realidad, su aparición fue tardía, en 1700. Antes,
cada capitán lucía su gallardete propio, pero lo que daba más pánico era cuando
se izaba la banderola roja, que planteaba la siguiente disyuntiva: o rendición o sin
cuartel. Este pabellón fue conocido como «joli rouge», pues el francés era el
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idioma más corriente entre los bucaneros, y luego se trasformó en «Jolly Roger».
Naturalmente, quien impuso la moda de la bandera negra con cráneo y tibias fue
un pirata francés (amigo, la moda siempre viene de París), llamado Emanuel
Wynn, quien la hizo ondear por vez primera frente a Santiago de Cuba al asaltar
un barco español.
Llegados a este punto vale la pena hacer una precisión lingüística, y es la
diferencia existente entre las palabras pirata, corsario, filibustero o bucanero,
aunque hay que decir que, finalmente las fronteras son muy sutiles, por lo cual se
aceptan como sinónimos desde la época del Caribe. El pirata era el asaltante del
mar cuyo único objetivo era el latrocinio. El corsario también atacaba barcos, pero
con las limitaciones impuestas por un documento, la patente de corso, que le
extendía la autoridad de su país, y que le amparaba en sus acciones, por lo menos
en su nación. En cuanto al bucanero, el origen etimológico de la palabra hay que
buscarlo en el término «buccan», de la lengua de los indios arahuacos, de la que
se deriva «bucannier» (francés) y «bucanner» (inglés). A principios del XVI,
aventureros y contrabandistas franceses, ingleses y holandeses se aposentaron
en puntos de las Antillas, fuera del alcance de los españoles. Se ganaban la vida
cazando reses salvajes que ahumaban en parrillas (que los indios llamaban
«buccan») y vendiendo este alimento a los barcos. Vivían desperdigados, pero se
unían para hacer incursiones por mar, lo que les dio el nombre de «la hermandad
de la costa». Una escuadra española les expulsó de la isla de San Cristóbal y de ahí
buscaron refugio en Tortuga. Finalmente, filibustero deriva del inglés
«freebooter» y del holandés «vrijbueter», que en francés se transforma en
«filibustier», que significa merodeador. Dedicados ya totalmente a la rapiña,
muchos eran franceses que huyeron de su país tras las guerras de religión del XVII.
Perfeccionaron «la hermandad de la costa» y dotaron a Tortuga de sus propias
leyes.
La piratería es otra constatación de que el lado oscuro nace casi al mismo
tiempo que la luz, puesto que pirata es un oficio prácticamente tan viejo como el
de marinero. De hecho, subirse a una barca, en principio, puede tener cuatro
motivaciones: ir a algún sitio de más allá del agua (a conquistar o explorar, por
ejemplo), pescar, comerciar o, la cuarta, arrebatar lo que lleva otra embarcación.
Griegos, fenicios, etruscos, ligures, cretenses y otros muchos pueblos de la
Antigüedad se sirvieron de sus naos para apoderarse del trabajo de otros.
Espartaco, el líder de la rebelión de los gladiadores, negoció con piratas el
transporte de su gente a un litoral donde Roma no pudiera hallarlos. Julio César y
Pompeyo llevaron a cabo exitosas campañas contra saqueadores del mar que
perjudicaban el comercio la República y el mismo Alejandro Magno tuvo su
anécdota, pues hizo que llevaran a su presencia a un pichelingue capturado en el
mar Rojo. Cuando el caudillo macedónico le echó la bronca por su forma de
ganarse la vida, se dice que éste le contestó: «me llamas criminal porque sólo
comando un barco. Si mandase a toda una flota, me llamarías conquistador». El
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argumento debió parecerle irrebatible (de hecho, da para reflexionar) y fue
puesto en libertad.
Cuando el Imperio romano se desplomó y Europa se adentró en la Edad
Media, los pueblos del norte se hicieron famosos por su afición a las incursiones y
las rapiñas, destacando entre ellos los vikingos, ilustres exploradores y
salteadores, inmortalizados para el cine por Kirk Douglas y Tony Curtis. Más al sur,
en las riberas del Mediterráneo, los berberiscos hicieron la vida imposible a la
España imperial y a la Portugal atlántica; tanto que ambas naciones planearon
expediciones a tierras africanas para acabar con el poder de los corsarios de la
media luna. Entre ellos destacó especialmente un hombre conocido por el color
de su pelo: Barbarroja.
Alto, hagamos una matización: no es un solo tipo, sino dos y además
hermanos, que operaron en la edad de oro de la piratería berberisca, que abarca
desde el fin de la Reconquista en España (1492) a la batalla de Lepanto (1571). Se
llamaban Arudj (1474-1518) y Khayr Ad-Din (1476-1546). Ambos nacieron en la
ciudad de Mitilene, en la isla de Lesbos, entonces bajo la égida del Imperio
otomano. Hijos de un alfarero griego, nacieron libres y cristianos, pero ambos
abrazaron el Islam. En realidad, el apodo se lo ganó el primero, que lucía esta
tonalidad en el cabello; el segundo, no. Estas no eran las únicas diferencias entre
ambos, puesto que mientras Arudj desconocía las intrigas políticas y quería ser
rey de Argel mediante el poder de sus barcos y sus hombres, Khayr era un notable
estratega que se puso al servicio de Selim I, Sultán de la Sublime Puerta, y
consiguió el amparo de los turcos.
Lo cierto es que Arudj consiguió su propósito. Su campaña de corsario fue de
una gran efectividad, tanta que provocó que Fernando el Católico emprendiera
una campaña punitiva que culminó con la toma de Argel, Oran y Bujía, dando un
respiro a los españoles hasta que el monarca expiró en 1516. Entonces los
argelinos se sublevaron y llamaron en su ayuda a los Barbarroja y al corsario Selim
ed Teudmi. En las hostilidades, Arudj perdió un brazo, que no le hizo falta para,
una vez fortalecido su poder, mandar estrangular a su compinche Selim y
proclamarse rey de Túnez. Esto molestó bastante a Carlos V, que ordenó reducir
al levantisco pirata, que perdió lo que le quedaba de físico junto a la vida en la
ribera del río Salado. El gobernador de Oran, el marqués de Comares, volvió a la
ciudad con los trofeos de su empresa, entre los que estaba la cabeza de la barba
rojiza.
Pero este contratiempo no significó la tranquilidad para los españoles, puesto
que al mayor le sustituyó como rey el menor, Khayr, que era más listo y mejor
político, y comprendió ipso facto que para hacer frente a un imperio se necesita
tener detrás a otro, de manera que se puso bajo la protección del sultán
otomano, Selim I. Ya se ve que el pequeño no eran tan simple en sus
planteamientos como su predecesor y tras tomar posesión de su reino dividió su
flota entre sus tres lugartenientes en la piratería: Dragut, el turco, se encargaría
del Adriático; Aidín, el renegado, haría la vida imposible al Levante español y las
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Baleares; y Siram, un judío de Esmirna famoso por su facilidad para orientarse en
el mar, castigaría Córcega, Cerdeña y Sicilia. Al nuevo Barbarroja le sobró la osadía
para cruzar el Estrecho y atacar los galeones que venían de América.
En el litoral español aún hoy perdura el recuerdo de Barbarroja y sus
capitanes. El paisaje del levante está jalonado por torres y fortalezas erigidas para
defenderse de los berberiscos. En las Baleares, las casas se construían al abrigo de
colinas, a fin de que no pudieran divisarse desde el mar y todavía se cuenta cómo
antaño los edificios se rodeaban de una verdadera alambrada de espino natural
plantando higueras, que con sus pinchos dificultaban el asalto. Estas plantas dan
un fruto, muy apetecido, que, no en balde, en catalán reciben el nombre de
«figues de moro» (higos de moro). En Ciutadella, en Menorca, quedan los
vestigios de las murallas levantadas para rechazar a los piratas, y un monolito y
una calle llamada Degollador guardan la memoria de las atrocidades cometidas en
esta ciudad en una de las razias de estos hombres.
La carrera pirática de Barbarroja concluyó con el asalto a Pineda (Barcelona)
en 1545. Luego inició su retirada y pasó sus últimos años en el palacio que se
construyó en Estambul, donde finalizó sus días a los 66 años dándose la gran vida
con el producto de sus expolios, rodeado de lujo y mujeres. Para ser exactos, hay
que decir que hubo un tercer miembro de la dinastía, llamado Isaac, pero mucho
menos trascendente que el resto de la familia. Las potencias europeas se
decidieron a poner fin al imperio de la piratería berberisca y se embarcaron en
una coalición contra las flotas corsarias y su protector, el Imperio otomano, que
concluyó con la victoria de la batalla de Lepanto, donde se dio al traste con la
pesadilla de los corsarios berberiscos. Después de este combate, los piratas del
norte de África no fueron más que unos aventureros que no servían a más patrón
que ellos mismos, y que sobrevivieron en Argelia hasta que los franceses
acabaron definitivamente con sus tropelías en 1830.
La piratería es un fenómeno tan global que ni siquiera los chinos se libraron de
ella. Rafael Abella, en su libro Los halcones del mar, deja constancia de los relatos
que los viajeros occidentales escribieron sobre los ladrones de los mares de
Oriente en el siglo XVII. Y también de la magnitud de sus flotas. Por ejemplo, de un
ciudadano llamado Ching-Chi-ling, que empezó como intérprete de la Dutch East
Indian Company y que luego se dedicó a la rapiña con una flota de mil juncos.
Llegó prácticamente a paralizar el comercio del sur de la China. Le sucedió su hijo
Koxinga, cuyo empeño en sus labores causó que el emperador obligara a evacuar
determinadas zonas costeras. Damos un salto en el tiempo y nos situamos en la
década de 1760, cuando la desembocadura del río Cantón es conocida entre los
portugueses como la costa de los ladrones, por motivos fáciles de adivinar. Allí
operó otro filibustero, Ching-Yih, que llegó a suponer un rival para la flota
imperial. Según la descripción de un cautivo inglés, sus fuerzas sumaban entre
500 y 600 juncos divididos en eficaces escuadrones de golfines. Únicamente fue
derrotado por un tifón, pero su ejército fue heredado por su esposa, Ching Shih,
quien lejos de amilanarse ante tanto tipo sin escrúpulos organizó aún más su
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ejército de salteadores, en el cual imperaba una disciplina espartana y unas
estrictas leyes. Se estima que llegó a gobernar sobre una nación pirática de
70 000 almas que no pudo ser vencida sino mediante el pacto: el emperador les
ofreció el perdón y prebendas a cambio de que depusieran su reinado de terror
marítimo. Se rindió el 20 de abril de 1810. Le acompañaban no menos de 17 000
piratas, de los cuales 126 fueron ejecutados, y entregó 226 juncos. Miles de los
antiguos ladrones se alistaron en la armada imperial y se dedicaron, eficazmente,
a perseguir a antiguos compadres; uno de los comandantes fue elevado a la
categoría de mandarín y la señora Ching se dedicó el resto de sus días a regentar
una casa de juego y al contrabando, pues parece que no estaba hecha para una
tranquila existencia hogareña contando batallitas a sus nietos.
Bien, por lo visto no hay quien se libre de tener un pirata en casa. Si no, que
levante el dedo el país que no pueda presumir de uno. Los ha habido en África, en
Filipinas, en Inglaterra, en Francia, en Dinamarca, en China, en Italia, en Oriente
Medio… Ni siquiera las naciones que han sido víctimas de los depredadores del
mar tienen las manos limpias. Por ejemplo, España. Los baleares sufrieron a los
berberiscos pero dieron notables corsarios; los catalanes también persiguieron
franceses y hay rastro de vascos robando el bacalao en Terranova a otros
navegantes (entre ellos Juan de Erauso, el tío de la célebre monja alférez) y de
españoles asaltando barcos de otras naciones en el Caribe. Incluso hay varias
ciudades que se disputan el honor de ser la patria chica de un ilustre navegante
de oscura biografía, pero sobre el que únicamente existe el acuerdo de que
estuvo un tiempo dedicado al corso: Cristóbal Colón.
Pero para bucear en la leyenda y mito de la piratería hay que ir al Caribe,
fuente de inspiración para el séptimo arte. En su Diccionario temático del cine,
José Luis Sánchez Noriega da una lista de noventa y tres películas donde
aparecen los piratas en sus diferentes versiones y modalidades. Los primeros
filibusteros de las pantallas ni siquiera hablaban, pues vieron la luz en los tiempos
del cine mudo. Ahí queda El pirata negro (1926), con Douglas Fairbanks padre en
el papel protagonista. En la larga lista ha habido versiones para todos los gustos,
desde la humorística de Abbot y Costello encuentran al capitán Kidd (1952) hasta
un musical, El pirata, de Vincente Minnelli (1948), con dos protagonistas de
postín, Gene Kelly y Judy Garland. En los primeros años, el cine de ladrones del
mar se nutrió de novelistas como el italiano Rafael Sabatini, que vio como seis de
sus obras eran llevadas a la pantalla. Una de ellas está considerada como la obra
cumbre del género, El capitán Blood. Hubo una primera versión muda de 1925,
pero la más conocida es mérito de los estudios Warner, y se debe a un director
que alcanzó la cima con una de las obras cumbre de la cinematografía,
Casablanca. Hablamos de Michael Curtiz. El protagonista fue un actor australiano
del que ya hemos hablado cuando abordamos el mito de Robin Hood: Errol Flynn.
Y, como en la ocasión posterior con la historia del arquero de Sherwood, él no era
la primera opción. La lista se iniciaba con Robert Donat y seguía con Leslie
Howard, Clark Gable y Ronald Colman, pero ninguno estaba disponible. De
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manera que Curtiz hizo pruebas de pantalla a Flynn, quien de esta manera entró
en el paraíso de los héroes de capa y espada, donde tan cómodamente habitó. El
film costó una fortuna para aquellos días, un millón de dólares, que quedó
ampliamente justificado por las ganancias generadas. Se rodó casi totalmente en
estudio, levantando maquetas y decorados, y las batallas navales se reprodujeron
en un tanque de agua, con barcos a escala. Cinco años después, Curtiz y Flynn
repetirían en El halcón del mar (1940). Otro notable espadachín de la pantalla,
Tyrone Power, se subió a un bajel en El cisne negro (1942); mientras que el atlético
Burt Lancaster lo haría en El temible burlón (1952).
El núcleo de la producción del cine de piratas se desarrolló entre las décadas
de los cuarenta y de los sesenta del pasado siglo, y en los films aparecen los
tópicos de los duelos honorables, secuestros, botines, aventuras, lances
amorosos y un universo de hombres y mujeres que creaban una patria de libertad
con sus propias leyes. La verdad es que algunas de las cosas que se apuntan en
las películas tienen un trasfondo de realidad. Existieron enclaves piráticos en el
Caribe, como la famosa isla de la Tortuga u otra también cercana, la isla de la
Vaca, donde solían detenerse para aprovisionarse antes de sus correrías y
después de ellas para repartirse el botín. Estas comunidades se regían por unas
leyes que se habían dado ellos mismos. Las numerosas historias de la piratería
que se han publicado recogen que los barcos filibusteros eran unas sociedades
más democráticas que las naciones contemporáneas. Así, el capitán era elegido
mediante votación entre la tripulación, que podía destituirlo por el mismo
sistema. También la travesía y los objetivos eran marcados por los tripulantes,
que los decidían antes de iniciar su singladura. Toda la expedición venía definida
por una premisa muy simple: si no hay presa, no hay paga. (¿Será un precedente
del capitalismo salvaje?). El reparto se estipulaba antes de partir, lo mismo que las
compensaciones que se recibirían en caso de resultar heridos. En este particular
baremo (hoy existe algo similar para cuantificar la indemnización por accidente
de tránsito), lo más valorado era perder el brazo derecho, luego el izquierdo,
seguido de piernas, ojos y dedos. También se reflejaban allí las condiciones que
debían regir los destinos de la sociedad de ladrones del mar una vez embarcados,
y se plasmaba en un documento por escrito que era de obligado cumplimiento
para todos. No se han podido conservar muchos contratos de este tipo, pero sí
existe el que usó el capitán Bartholomew Roberts. En él se puede leer cómo están
prohibidas las peleas a bordo y que las discrepancias se debían solventar una vez
en tierra firme, ya sea a espada o pistola. De la misma forma se prevé un castigo
para el que deje su puesto en el combate: o la muerte o el abandono en una isla
desierta, otro clásico de la mitología del pirata. De todas formas, no todo era tan
igualitario y persistían prejuicios similares al mundo que expoliaban, por ejemplo
en el trato dado a los esclavos negros, que seguían siendo encaminados a los
trabajos más ingratos.
David Cordingly hace una aproximación a lo que debía ser la vida cotidiana en
un barco corsario, tras estudiar los documentos que han llegado hasta nuestros
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días, fundamentalmente actas de los juicios o relatos de cautivos. La rutina no se
diferenciaba mucho de la marina mercante en lo concerniente a trabajos a bordo,
guardias y otros menesteres de la náutica. La diferencia es que en una nave pirata
iban embarcados muchos más marinos que en uno mercante, por lo cual las
tareas se realizaban más ágilmente. Este historiador deshace los mitos para
referir que no se trató de hombres comprensivos, sino especímenes crueles que
torturaban a sus prisioneros, si bien la imagen del paseo hasta los tiburones por
una plancha no está acreditada y tan sólo se tiene constancia de que ocurrió en
una ocasión, y de forma ya tardía. De la misma forma, explica que en alta mar el
alcohol circulaba con enorme generosidad, que se jugaba mucho, que se
embarcaban músicos para distraer al personal y que a pesar de ser un mundo de
machotes, la homosexualidad no representaba un problema.
En las películas y literatura de piratas se ven reflejadas las figuras de algunos
de los capitanes que han sido leyenda, aunque enmascarando su verdadero
carácter y obviando algunos de sus hechos. Sería prolijo hacer una relación de los
filibusteros que navegaron por el Caribe y que inspiraron estos relatos, pero baste
citar a Francis Drake, que debido al empeño que puso en el corso fue nombrado
sir. Navegante singular, dio la vuelta al mundo. Jean David Nau, conocido como
«el Olonés» (por haber nacido en Les Sables-d’Olonne, Francia), era un hombre
terrible que arrancaba el corazón de sus víctimas. Saqueó Maracaibo y cometió
todo tipo de excesos. Tal mal café gastaba que los suyos lo acabaron
abandonando en la selva y fue devorado por indígenas del Darién. Henry Morgan
se bastó para asaltar Puerto Príncipe, Portobelo, Maracaibo y Panamá. Terminó
sus días como gobernador de Jamaica. Ellos y otros como ellos fueron los
responsables de los asaltos a Cartagena de Indias, Santiago de Cuba, Veracruz o
San Juan de Puerto Rico.
Claro que también hubo personajes atípicos dentro de los hermanos de la
costa. Por ejemplo, Frederick Misson, un individuo nacido en la Provenza en 1680
y que amaba el estudio de las matemáticas y la lógica. Es de suponer que sus
cálculos le llevaron a la piratería, pero de una manera singular: enarbolaba una
bandera blanca con el lema «Por Dios y la libertad» —que debía sorprender
bastante a sus presas— y proclamaba que «no somos asesinos». Tras sus
correrías por el Caribe, él y los suyos se fueron a Madagascar, donde fundaron
una colonia que bautizaron Libertaria. Durante once años comerciaron con los
nativos, pero éstos se cansaron, la emprendieron a tiros y los que no murieron en
la refriega se embarcaron a toda prisa, desapareciendo en un huracán. Y también
hubo mujeres que se acogieron a la enseña del cráneo y las tibias. El primer
precedente conocido es la princesa sueca del siglo V Alwilda, si bien sobre ella hay
mucha leyenda y pocos datos contrastados. En la guerra de los Cien Años se dio a
conocer Jeanne de Clisson, que combatió al rey de Francia en venganza por la
ejecución de su esposo. Grace O’Malley trajo de cabeza a Inglaterra en el siglo XVI
con sus incursiones desde su Irlanda natal, hasta que le fue concedido el perdón y
se integró en la vida civil. Ya hemos hablado de la china Ching Shih, pero si duda la
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historia más rocambolesca es la que empareja a Mary Read y Anne Bonny en el
barco del pirata John Rackman en los primeros años del siglo XVIII.
Bonny nació en Irlanda y Read en Inglaterra. Además del habla inglesa, sus
biografías tienen notables puntos en común. Las dos fueron educadas como
chicos, ambas tuvieron contacto con el mundo de las armas y terminaron siendo
corsarias. Read se embarcó en la marina real bajo el disfraz de un muchacho y
luego apareció simulando ser cadete en la guerra de Flandes, donde se prendó de
un soldado flamenco que es de suponer que estuvo encantado de compartir
trinchera con una mujer en lugar de únicamente con recios combatientes. Ambos
se retiraron de la milicia, se casaron y abrieron una taberna, pero para desgracia
de la mujer, el esposo falleció. De ahí, y resumiendo, pasó a las Antillas. Por su
parte, Bonny también fue a parar a América, donde se casó con un marinero.
En este punto de la vida de ambas aparece en escena John Rackman; un pirata
menor contemporáneo del terrible Edward Thatch, Barbanegra. Debido a su
afición por las ropas chillonas, este tipo era conocido como «Calicó Jack», que,
trasladado al lenguaje actual, sería equivalente a decir el hortera de Jack. Además
de su afición por los atavíos de colorines, era conocido por ser un impenitente
mujeriego. En un paréntesis de su carrera como salteador conoció a Bonny en una
taberna, a la que cortejó hasta que ésta plantó al marino y se fue con él. Además
le hizo un niño, que nació en la isla de Cuba. Luego, cuando regresó a su vida de
depredador, la embarcó en su navío disfrazada de hombre. Lo que no sabía es
que en la tripulación había otra mujer oculta bajo los ropajes de hombre: Mary
Read.
Para redondear el culebrón, resulta que Bonny se sintió atraída por aquel
marino que provenía de un mercante capturado por Rackman y que se había
unido a los piratas. Pero, en el calor de las confidencias, Read la tuvo que sacar de
su error, explicándole claramente que no estaba por la labor porque también era
una chica. De manera que ambas aclararon civilizadamente el embrollo y
decidieron contarle su secreto al capitán, que no hizo ascos a tener otra fémina a
bordo. Pero su carrera como halcones del mar no fue larga, porque tras unos
pocos asaltos el gobernador de las Bahamas decidió darles caza y envió a uno de
sus hombres en pos de Jack el hortera y su peculiar banda. El encuentro entre
ambos barcos tuvo lugar en 1720 y el cazador fue cazado al primer cañonazo.
Según el informe del hecho, las únicas que decidieron no rendirse de buenas a
primeras fueron Read y Bonny.
Los piratas fueron juzgados en Jamaica. Los testimonios de sus víctimas
dejaban constancia de que ambas mujeres no eran sujetos pasivos de los
abordajes, sino que participaban activamente. John Rackman y diez de sus
marineros fueron colgados y el cuerpo del capitán fue expuesto durante días en
una jaula de hierro. Ahora bien, ellas aún se guardaban una carta en la manga:
cuando se pronunció la sentencia de muerte para ambas, las dos declararon que
estaban embarazadas. El estado de buena esperanza fue constatado por los
médicos y consiguieron el perdón. De Anne Bonny se pierde la pista, pero la
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suerte fue adversa para Mary Read: contrajo una enfermedad y murió en la
prisión.
Las andanzas de personajes como Bonny y Read entre los ladrones del mar no
pasaron desapercibidas para el cine y han sido rememoradas en películas como La
mujer pirata (Jacques Tourneur, 1951; protagonizada por Jean Peters) o La isla de
las cabezas cortadas (Renny Harlin, 1995; con un reparto encabezado por Geena
Davis). Las dos vivieron unos tiempos en que el filibusterismo apuntaba al ocaso,
puesto que el tratado entre España e Inglaterra del siglo XVIII puso fin a sus
andanzas.
Ahora bien, ¿quiere esto decir que la piratería ha llegado a su fin? Pues más
bien no. En épocas tan cercanas como la Segunda Guerra Mundial hay constancia
de que los nazis enmascararon barcos de superficie, para que tuvieran aspecto de
inofensivos, y que atacaban a mercantes aliados para mermar el transporte de
armas y materiales. Y todavía hoy las noticias nos refieren cómo en las costas
africanas y del sureste asiático operan depredadores del mar, que perpetran sus
latrocinios como descendientes del Olonés o de la señora Ching. En el año 2000
se denunciaron 469 asaltos a barcos en todo el mundo, lo que motivó incluso la
creación de un Centro de Asistencia contra la Piratería. Los filibusteros se han
adaptado a la modernidad y ahora han reemplazado los barcos de vela por
veloces lanchas rápidas, pero hay cosas que no han cambiado: son numerosos los
casos en que han ejecutado a las tripulaciones que han sido víctimas de sus
pillajes. La Organización Marítima Internacional (OMI), un organismo
dependiente de la ONU, creó en 1991 un registro para dar cuenta de estos delitos.
En la página web de esta institución se pueden hallar datos escalofriantes. En
noviembre de 1998, el carguero «MV Cheung Son» fue asaltado en el mar de la
China y sus 23 tripulantes asesinados a tiros. Posteriormente, los cuerpos fueron
lastrados y lanzados por la borda. Ese mismo año, el «Tenyu» desapareció en el
estrecho de Malaca. Luego reapareció pintado y con otro nombre. Se sospecha
que los 17 marineros murieron a manos de los bandidos. En octubre de 1999 el
«Alondra Rainbow» fue abordado cuando iba de Indonesia a Japón y 17 personas
fueron abandonadas en barcas en alta mar. La piratería ha renacido con fuerza
desde la década de los ochenta del siglo XX y tan sólo en 2003, también según la
misma fuente, se produjeron en torno a 400 ataques piráticos, y otros 276 en
2005. África, América y Asia son los principales campos de actuación de los
nuevos filibusteros, y es tal su empuje que la mencionada OMI los ha definido
como «un problema mundial». Y, por dar un último dato, la prensa recogió en
marzo de 2006 que la marina de guerra de los Estados Unidos abrió fuego contra
una embarcación de piratas que se les enfrentó a 40 kilómetros de las costas de
Somalia, que, según las organizaciones internacionales, es la segunda costa más
peligrosa para navegar, después de Indonesia.
Pero estos modernos bucaneros no tienen el atractivo legendario que sus
predecesores, cantados en la literatura y el cine con profusión. Es la atracción del
lado oscuro del ser humano, al que sucumbieron literatos como John Steinbeck,
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lord Byron, Robert Louis Stevenson, Walter Scott, Daniel Defoe, Emilio Salgari o
Rafael Sabatini. Incluso compositores como Verdi o Bellini les dedicaron óperas
como Il Corsario o Il Pirata. Hollywood luego les dio vida en cintas como en la
estupenda adaptación de La isla del Tesoro (1934), obra de Victor Fleming, o el
memorable Charles Laughton de El capitán Kidd (1945). Kidd fue un tipo que dio
pábulo a la búsqueda de tesoros enterrados, pero más que un corsario fue un
gafe, que contó con una patente del mismo rey de Inglaterra para cazar
filibusteros, pero que acabó colgado en Londres por un error más o menos
malintencionado en la captura de un mercante que dio origen a un conflicto
diplomático, tal como cuenta Richard Zacks en la biografía del marino, El cazador
de piratas. Para obtener el perdón, Kidd prometió una fortuna que había ocultado
en una de sus correrías, pero ni así se libró de ser colgado.
Hasta el depravado Edward Thatch, Barbanegra, ha tenido su momento de
gloria en el cine, de la mano de un director tan eminente como Raoul Walsh. (El
pirata Barbanegra, 1952). Era un tipo inicuo y sanguinario que prendía mechas
encendidas en su sombrero para formar una cortina de humo tras de sí. En 1718, el
gobernador de Carolina del Sur, Alexander Spotswood, ordenó la captura del
filibustero. El buen teniente de la marina inglesa Robert Maynard, abordó el barco
de Thatch, el «Adventure», en la ensenada de Ocracoke, en Carolina del Norte. La
lucha fue sin cuartel y cuerpo a cuerpo. Maynard le pegó un tiro, pero Barbanegra
siguió asestando mandobles a diestro y siniestro. Otro guardiamarina hirió al
pirata, que cayó, y en ese momento el oficial asestó un sablazo que decapitó al
siniestro ladrón del mar. Robert Maynard colgó la cabeza de Eward Thatch en el
bauprés y regresó a puerto.
En la realidad, ni Thatch, ni Kidd, ni el Olonés, ni Morgan se parecían en nada a
Errol Flynn o Burt Lancaster, y la leyenda creada a su alrededor oculta su
verdadera condición y carácter cruel. El aura de romanticismo que les rodeaba
quedó plasmada en aquellos versos del poeta español José de Espronceda, que
se inician con los celebérrimos:
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La leyenda y el mito han cubierto con una pátina de romanticismo a los piratas,
incluso a los más sangrientos. Nunca fueron una acracia de hombres libres y su
propósito fue el crimen, el latrocinio y el enriquecimiento, sin ideales patrióticos
ni fines altruistas. Pero, amigos, el lado oscuro tiene su atractivo, y más si a los
malhechores perversos los representan tipos como Errol Flynn o Burt Lancaster;
que sólo son malos una temporadita y además se llevan a la chica; héroes de
celuloide atractivos, osados y aguerridos. Visto así, ¿a quién le importa quién fue
Robert Maynard?
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NO DEBISTE HACERLO, FORASTERO
(UNA DEL OESTE)
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siglo XXI, se producen por ellas en el país, y que es defendida por organizaciones
poderosas como la Asociación del Rifle, que presidió un actor protagonista de no
pocas películas del Oeste, Charlton Heston. Pero hay quien opina que esto de las
armas y la violencia no deja de ser un tópico. Por ejemplo, el polémico y polemista
director Michael Moore, quien en su documental Bowling for Columbine hace una
magistral entrevista a Heston, y cuando éste le manifiesta la retahíla de que ése
es un país nacido en tiempos violentos le pregunta si lo es más que Alemania, a lo
cual no tiene respuesta adecuada. No estaría más preguntarse si fue más violento
el nacimiento de los Estados Unidos o de España, una nación invadida desde la
Antigüedad, con ocho siglos de Reconquista y guerras civiles hasta el siglo XX,
donde no se discute que la gente no debe tener fusiles en casa.
El héroe del cine del Oeste es un hombre solitario, trágico, con un sentido
personal del honor, que es frecuentemente derrotado por la vida pero que aun en
los peores reveses alcanza su victoria. Son personajes magníficos literariamente,
muy shakesperianos, y soberbiamente conseguidos en el celuloide por los
mejores actores de Hollywood. Ahí está el John Wayne de una de las cimas del
género, Centauros del desierto, considerada como una de las mejores películas de
todos los tiempos; el militar derrotado que canaliza todo su odio hacia los
comanches y que dedica años a buscar a su sobrina secuestrada por los indios
hasta que al final consigue dar el perdón y lograr su paz interior. O el mismo
Wayne y James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance, o Gary Cooper
en Solo ante el peligro; o Alan Ladd en Raíces profundas; o el estupendo Kevin
Kline de «Silverado»; o el magnifico Clint Eastwood de Sin perdón. En casi todos
los «wéstern» los encontramos.
Hasta tal punto llega la influencia de las películas del Oeste en la percepción
de los primeros años de vida de los Estados Unidos que no es frívolo decir que el
«wéstern» es el único género que no alude a la historia, sino la crea; porque son
estos arquetipos (el vaquero, el sheriff, el pistolero, el soldado, el indio, el colono)
los que han conformado la percepción que se ha tenido durante años de la
formación de los Estados Unidos de América. Pero, realmente, ¿fue así? ¿Eran así
estos héroes, con rasgos emparentados con la más antigua mitología griega o
artúrica?
Pues no. O, por lo menos, no completamente. Veamos.
El «wéstern» nació prácticamente con el cine. El primer film fue El gran asalto
al tren (1903), una película muda hecha con catorce escenas y dirigida por Edwin
Porter. Está basada en un episodio protagonizado en Wyoming tres años antes, el
29 de agosto por el célebre bandido Butch Cassidy. En los primeros films ya
aparecía uno de los iconos de la historia del Oeste, el explorador Kit Carson,
quien, por cierto, en la realidad no daba el pego de héroe: era bajito, analfabeto y
se distinguió por llevar a cabo campañas de tierra quemada. Una de las cosas que
hizo fue arrasar 5000 melocotoneros que los indios habían plantado en el cañón
Chelly. El caso es que a estas primeras películas le han seguido, desde entonces,
más de 1700.
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La gran expansión de los Estados Unidos se produjo a finales del siglo XVIII,
cuando las 13 colonias se rebelaron y consiguieron su independencia. En 1783, el
tratado de Versalles fijó sus límites en el río Mississipi en el oeste, los grandes
lagos al norte y hacia el sur hasta el paralelo 3, en Florida. Luego vendrían
anexiones económicas, mediante compra, como la adquisición de la Louisiana a la
Francia napoleónica, y otras menos amigables.
En la segunda década del siglo XIX, Estados Unidos se convirtió en tierra de
promisión para miles de europeos que huían de guerras, miseria y hambre. Era el
futuro. Se calcula que entre 1815 y 1863 llegarían a la nueva nación unos cinco
millones de personas, que iniciaron la expansión hasta las tierras donde no
moraban los blancos, pero sí los indios, a los que fueron arrinconando.
De esta forma se gestó la mitología. Por ejemplo, el «cowboy», el hombre que
trasladaba el ganado de una punta a otra del país a lomos de su caballo,
enfrentándose con indios, bandidos y ganaderos sin escrúpulos, encarnados por
ejemplo, por John Wayne o James Stewart. Estos hombres son unos idealistas,
con férreos códigos del honor; una especie de caballeros andantes de las
praderas. Pero los reales no se parecían mucho a los de la pantalla. La edad de
oro de los «cowboys» se produjo al finalizar la guerra de Secesión (1860-1865). Era
un trabajo muy duro, que requería estar mucho tiempo alejado de cualquier
comodidad que pudiera dar aquel esbozo de civilización, donde las distancias
entre ciudades eran enormes. La historia de la fábrica Levi’s desvela que,
precisamente, el pantalón tejano fue creado para las duras tareas de la conquista
del Oeste, por su enorme duración. Pero resulta que, tras la abolición de la
esclavitud, las filas de este trabajo se nutrieron, fundamentalmente, con negros
libertos, pues eran los más dispuestos a aceptar los trabajos más bajos de la
escala social. Además, eran ellos quienes estaban más habituados a las tareas del
campo. En el cine prácticamente no se refleja este hecho, y los vaqueros negros
son casi una anécdota. Los historiadores detallan que el «cowboy» más famoso
fue un exesclavo, Nat Love (1854-1921). Nacido en Tennessee, vivió allí hasta el fin
de la guerra civil y fue al concluir la contienda y convertirse en un ciudadano más
cuando se intentó ganar la vida por su cuenta. De esta forma comenzó
participando en concursos de tiro al rifle y rodeos, no teniendo muchas
dificultades para alistarse en las cuadrillas que llevaban el ganado desde los
pastos a los mercados. En esta época se enfrentó a tribus indias y conoció a
personajes tan renombrados como Pat Garret o Billy el Niño. Nat sentó la cabeza
en 1899, cuando se casó y se estableció, y entró entonces a trabajar en la
compañía de ferrocarriles Pullman. En 1907 apareció una autobiografía suya,
editada en Los Ángeles.
De manera que vemos que el primer tópico se derrumba. Otro que no es
como lo pintan es el de los pistoleros y las armas que empuñaban. El momento
cumbre de las películas cuya trama gira entorno a los pistoleros y los sheriffs es el
duelo, el momento en que el bien y el mal se enfrentan en una calle vacía.
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Ejemplos, los que queramos: Solo ante el peligro, Silverado, Raíces profundas…
Pero lo más seguro es que tales enfrentamientos épicos nunca existieran.
Para empezar, difícilmente los revólveres se guardaban en brillantes
cartucheras. Y es más, los de seis tiros aparecieron muy tardíamente. La realidad
es que Samuel Colt no patentó el arma que la ha valido la posteridad hasta 1835, y
el modelo «New Ranger Size Patrol», alrededor del cual gira toda la mitología del
«wéstern», no se empezó a fabricar hasta 1850. De manera que lo más normal es
que se tratara de revólveres de un solo tiro, que además no se llevaban en la
cartuchera, sino directamente en el bolsillo del pantalón, que era desde donde
era más fácil de sacar. Con esas armas era muy difícil hacer blanco, y si no se
conseguía a la primera se quedaba a merced del rival. Y como de ideales
caballerescos, como los duelos de los nobles europeos, pocos, lo cierto es que la
mayoría de tiroteos se solventaban por la espalda.
Sin perdón ofrece reconstrucciones mucho más posibles de estos episodios,
pero sin duda, la cumbre de los duelos del Oeste es el enfrentamiento que tuvo
lugar el 26 de octubre de 1881 en Tombstone, en el OK Corral, entre los hermanos
Clanton y su banda y el sheriff Wyatt Earp y los suyos; un episodio recreado en
numerosas películas por buenos directores y mejores actores. En una lista no
exhaustiva figurarían Pasión de los fuertes (John Ford, 1946), Duelo de titanes
(John Sturges, 1957) o Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994). ¿Quién fue el
protagonista de esta historia? Pues un ciudadano inscrito como Wyatt Berry
Stapp Earp, nacido el 19 de marzo de 1848 en Monmouth (Illinois), aunque
simplemente se le recuerda como Wyatt Earp; un tipo que en el cine ha sido
revivido por actores como Henry Fonda, Burt Lancaster o Kevin Costner.
Earp fue conductor de diligencias, cazador de búfalos, jugador, buscador de
oro en Alaska y hay quien añade que aficionado a llevarse caballos de territorio
indio. Pero lo que le dio fama fue la estrella: fue «marshall» en Wichita, Kansas,
Dodge City y Tombstone, y junto a sus hermanos y Doc Holliday se enfrentó a los
Clanton en el OK Corral, dejando difuntos a tres de sus rivales en la cita.
Lo más gracioso es que Earp llegó a asesorar películas del Oeste que ya se
filmaban en Hollywood. Murió a los 81 años en Los Ángeles, el 29 de enero de
1929. Dos años más tarde aparecería una biografía en la que él mismo había
colaborado, llamada Frontier Marshall. En una entrevista en prensa explicaría que
no era tan buen tirador, sino que era lo suficientemente valiente, o loco, para
acercarse al máximo a sus rivales, logrando así acertar en sus disparos.
El Oeste se forjó con trashumancia, caravanas, guerras indias, sheriffs y
pistoleros. La versión más crítica de todo ello se ofrece en Pequeño Gran Hombre,
donde Dustin Hoffman encarna a un joven que vive todos los episodios posibles,
desde un duelo hasta el final de un enloquecido Custer. Y puede que la más épica
sea La conquista del Oeste. En esta epopeya habitan estos pistoleros que viven
con sus códigos, como Los siete magníficos, una trasposición al lejano Oeste de
una historia japonesa, Los siete samuráis, de Akira Kurosawa. Y es un filón de
argumentos, donde la realidad es adaptada al espectador, que acaba
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empatizando con simpáticos ladrones con reminiscencias de Robin Hood, como
Josey Wales, que se echa al monte tras la guerra de Secesión porque toda su
existencia anterior ha sido arrasada. O Billy el Niño, que en realidad se llamaba
William Boney y que había nacido en Nueva York. Cuenta la leyenda que el sheriff
Pat Garret le abatió en Fort Summer el 14 de julio de 1881, episodio también
recreado por el cine. ¿O no? Porque una versión todavía por contrastar asegura
que, en realidad, Garret envió al otro mundo a otra persona y se embolsó los 500
dólares de recompensa. Mientras, Billy se iba a Nuevo México, donde iniciaba una
nueva vida, aunque la tradición oral asegura que algunos vecinos estaban hartos
de aquel viejecito que aseguraba tener un pasado violento. En el enredo tiene su
papel un hombre singular, Lewis Wallace, que entonces era gobernador de Nuevo
México. Militar (luchó en la guerra contra México y en la de Secesión) y
diplomático (fue embajador en Turquía), había nacido en Brookwille, Indiana, en
1827, y falleció en 1905. En su cargo político fue uno de los que abordó el
problema de perdonar a Billy el Niño por su papel en las guerras de los ganaderos.
Pero, en realidad, Wallace ha pasado a la historia por otra cosa muy distinta: fue
quien escribió la novela Ben-Hur. Para desenmarañar la cosa, las autoridades del
condado de Lincoln están dispuestas a sufragar que se haga la prueba del ADN a
los restos del que aseguraba que era Billy para compararlos con los de algún
familiar y así salir de dudas.
El tránsito del siglo XIX al XX también tuvo sus héroes al margen de la ley.
Fueron Butch Cassidy y Sundance Kid; afamados tiradores y asaltantes de trenes.
Su vida fue recreada en el simpático film Dos hombres y un destino, dirigido en
1969 por George Roy Hill y protagonizado por una pareja que quitaba el hipo a las
chicas: Paul Newman y Robert Redford; un film que al margen de sus escenas
dejó una canción enormemente popular, «Raindrops keep falling on my head»,
escrita por Burt Bacharach y cantada por B. J. Thomas. Ambos forajidos asaltaron
un ferrocarril, y robaron una importante suma de dinero, lo que provocó que el
propietario pagara sicarios y asesinos para encontrarlos. Tras huir de Estallos
Unidos, fueron vistos en un lugar tan lejano como la Patagonia argentina, donde
se les imputa otro asalto, para acabar sus días en un enfrentamiento con la policía
boliviana, aunque la memoria popular asegura que no perecieron así y que
finalizaron sus días de forma mucho más plácida por los andurriales
suramericanos.
La cumbre del nacimiento de una nación como que Estados Unidos fue el
choque de dos civilizaciones: la de los americanos primitivos (los indios) y la de los
recién llegados (los blancos). Fue una lucha cruel, casi de exterminio, que terminó
con los pieles rojas diezmados por el hambre, el alcohol, las enfermedades y los
combates y arrinconados en reservas. Tras la guerra civil, el gobierno decidió
terminar con el «problema indio» y lo hizo de forma brutalmente eficiente,
dejando, cuando el siglo XX amanecía, lista la nación para ser el hogar de los
nuevos americanos y la prisión de los antiguos.
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Las contiendas contra los indios fueron campañas sin apenas grandes batallas,
pero con multitud de salvajes escaramuzas. Entre 1869 y 1876 se registraron dos
centenares de combates, jaleados por la prensa y la opinión pública que se
entusiasmaron con sucesos como la masacre de Sand Creek, que supuso el
exterminio de un poblado cheyene el 29 de noviembre de 1864. Quien llevó a
cabo esta acción fue un regimiento de voluntarios de Colorado, dirigido por un
pastor metodista llamado John Chivington. Este sujeto pronunciaba discursos
que bien poco tenían que ver con la fe y el amor al prójimo. He aquí dos de sus
frases, recogidas por la prensa de la época: «Lo único que se puede hacer con los
cheyenes es matarlos», y «Hay que matar y cortar la cabellera a todos, chicos y
grandes». La actuación de esta unidad fue aprovechada por un enérgico
«wéstern» dirigido y protagonizado por Clint Eastwood en 1975, El fuera de la ley,
donde se relatan las peripecias de un granjero, Josey Wales, cuya propiedad es
arrasada por los soldados al concluir la guerra de Secesión.
El problema indio se resolvió por la fuerza y con apoyo mediático, en el que la
imagen del indio se distorsionaba para convertirlos en salvajes sedientos de
sangre, que arrastraban tópicos de torturar prisioneros y mutilar y cortar la
cabellera de sus enemigos. Estos lugares comunes fueron reflejados años
después por los primeros «wésterns», que no cambiaron su inclinación hacia los
nativos americanos hasta la década de los cincuenta. Después vinieron películas
mucho más comprometidas con la verdad, como Soldado azul o El salvaje.
Para las culturas de las llanuras, el desprecio al dolor era un gran signo de
valor. Por eso algunos prisioneros las pasaban canutas, porque los indios los
ponían a prueba. Una película contiene una escena muy cruda al respecto. Se
trata de El manto negro (Bruce Beresford; 1991) y se sitúa en las primeras
exploraciones de los jesuitas (de ahí el manto negro) a los territorios de los
grandes lagos, en el Canadá. Pues bien, resulta que un indio ha sido capturado
junto con sus hijos por una tribu enemiga. Un guerrero rival degüella al más
pequeño en presencia del padre, que ni pestañea. Luego, confiesa que la cuestión
no era el dolor por la pérdida, que lo tenía, sino que no podía mostrar debilidad.
De todas maneras, no eran gentes crueles por naturaleza y pagaron con la misma
moneda que recibieron, y lo del tótem en el centro del poblado con un
explorador blanco atado en él mientras los guerreros se lo pasan en grande
tirándole flechas y lanzas es muy poco riguroso. Y en cuanto a lo de las cabelleras,
hay mucho que discutir. No existe un acuerdo entre todos los eruditos respecto a
si las tribus indias se lo hacían sus enemigos, vencidos o no. Una línea de
investigadores asegura que sí, si bien reconoce que no era un hábito muy
extendido. Por ejemplo, en 1503, el explorador Jacques Cartier describe esta
costumbre entre lo iroqueses. Sí que existe pleno acuerdo sobre dónde
aprendieron no pocas tribus esta práctica y quiénes fueron los que la
generalizaron: los primeros colonizadores y, en particular, aquellos a quienes se
les llamó puritanos por su rígida conducta. Como ironía, no está mal.
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El pelo ha sido un preciado trofeo para numerosos pueblos. Por ejemplo,
Heródoto dejó constancia de que los escitas, en el siglo V a. C., gustaban de
guardar laureles capilares, lo mismo que hicieron luego persas, visigodos,
anglosajones y francos. En el siglo XI de nuestra era, el conde de Wessex tenía la
costumbre de dejar a sus rivales sin pelambrera. Y en cuanto al Nuevo Mundo, se
atribuye al gobernador del territorio de Nueva Holanda en el decenio de 1630,
William Kieft, el mérito de implantar la costumbre de arrancar cabelleras previo
pago. De todas formas, noticia fidedigna y documentada de lo que ocurrió la
tenemos en un autor que, en principio, puede sorprender que se ocupe del
asunto. Karl Marx, en El Capital, recoge cómo en 1703 los puritanos de Nueva
Inglaterra hicieron uso de un acuerdo de su asamblea legislativa, por el cual cada
cabellera de indio valía 40 libras esterlinas. Con los años, el precio subió e incluso
se amplió el premio por mujeres y niños. Según esta misma fuente, el Parlamento
británico, una de las cunas de la democracia moderna, declaró que la caza de
hombres a los que se dejaba sin pelo «eran recursos que Dios y la naturaleza
habían puesto en sus manos». Un poco más tarde, en 1755, una proclama de
Jorge II, «rey por la Gracia de Dios de Gran Bretaña e Irlanda y rey defensor de la
fe», consolidaba la práctica y decía que «por la presente exijo a los súbditos de Su
Majestad que aprovechen todas las oportunidades para perseguir, matar y
destruir a los indios». No deja de ser curioso cómo los hombres aluden al Altísimo
para justificar sus barbaridades y ponerlas en su boca. Por cierto, en esa época
había tribus amigas y otras enemigas; pues bien, nadie ha podido dejar claro
cómo se discernía el pelo de unos y de los otros: más bien se pagaban todas por
igual, sin distinguir la clasificación efectuada del origen del infortunado con el que
habían usado el corte.
El conflicto con los indios se inició con la colonización y prosiguió hasta el
siglo XX. En los primeros años, la relación entre indios y blancos fue distinta al
desarrollo posterior, siendo casi cordiales, y así queda reflejado en algunas
películas como Río de sangre (1952; Howard Hawks, con Kirk Douglas y Dewey
Martin), donde se muestra el vínculo de tramperos con las tribus. Pero los
establecimientos causaron los primeros conflictos. Así, en el siglo XVIII, un jefe
Ottawa cercó la ciudad de Detroit y no la conquistó por poco. Después, cuando
esta urbe se convirtió en el centro de la industria del automóvil dedicó al cacique
un modelo emblemático: Pontiac.
Otras tribus siguieron el ejemplo de los Ottawas, y así los Delaware, Shawnees
y Sénecas atacaron Pittsburg, que fue liberada por una columna de soldados. Este
hecho sirve de núcleo para la trama de una película clásica de Cecil B. DeMille, Los
inconquistables (1942; protagonizada por Gary Cooper), que tiene un final no
ajustado a la realidad pero enormemente resultón: los sitiadores huyen ante la
llegada de una caravana de carros que trasportan los cadáveres de militares
fallecidos en otro combate, pero que vestidos con brillantes uniformes y atados a
los bancos producen el efecto preciso. En el final de este levantamiento está
ambientado otro film de King Vidor, Paso al noroeste (1937, con Spencer Tracy y
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Robert Young), que ensalza las hazañas de un grupo de milicianos, los «rangers»
del coronel Roberts.
Los indios fueron utilizados por los blancos en la guerra que se produjo en
Norteamérica y que fue la traspolación del conflicto existente en Europa entre
Inglaterra y Francia. De esta forma, ambos ejércitos reclutaron tribus para usarlas
como tropas auxiliares a la suerte de los mercenarios. Este episodio queda
descrito en una famosa novela estadounidense, El último mohicano, aparecida en
1826 y escrita por James Fenimore Cooper, que nació pocos años después de
ocurridos los acontecimientos. En la obra se relata una historia basada en un
suceso real, que fue el cerco del fuerte William Henry por parte de las tropas del
general francés Montcalm, que contaba con la ayuda de los hurones. El
destacamento del coronel inglés Monroe pactó una rendición honorable, pero
cuando dejó los muros del enclave fue atacado y diezmado por los indios, sin que
Montcalm pudiera, o no quisiera para no enemistarse con sus aliados, hacer nada.
El texto de Cooper ha sido llevado al cine en varias ocasiones con distintos
nombres, pero puede que la mejor versión sea la última, la dirigida por Michael
Mann en 1990 y que fue protagonizada por Daniel Day-Lewis y Madeleine Stowe.
Por cierto, que en esta conflagración los catalanes tuvieron su papel y así lo
recogió en el diario El País el periodista Jacinto Antón. En la lid, entre las huestes
francesas, había un regimiento llamado «Royal-Roussillon», que fue reclutado en
Cataluña y el Rosellón en 1657, que incluía entre sus soldados un buen número de
apellidos catalanes. El primer nombre de la unidad fue el de «Cardenal Mazarino»,
en honor al hombre fuerte de Francia en aquellos momentos. El Royal-Roussillon
participó en el cerco al fuerte William Henry, y al igual que las otras unidades
regulares no pudo o no quiso hacer nada cuando los hurones se arrojaron sobre
los ingleses que se habían rendido. El regimiento también estuvo en la batalla de
Ticonderoga y en el envite definitivo de las llanuras de Abraham, a las afueras de
Quebec, tras el cual Francia perdió el Canadá. Muchos de los supervivientes no
regresaron a Europa tras la rendición y decidieron quedarse a vivir en el Nuevo
Mundo. Pero no sólo fueron éstos los únicos españoles que participaron en la
revolución de las colonias. Porque una de las primeras naciones en apoyar el
nuevo país fue España. Puede resultar paradójico que una potencia colonial
entonces estuviera por esta labor, pero la política es así: Carlos III estaba muy
interesado en debilitar a Jorge III, y uno de los escenarios del ajedrez político fue
el nuevo continente. En el conflicto brilló con luz propia un militar enviado desde
Madrid, el mariscal Bernardo de Gálvez, que en solitario metió su barco en la
bahía de Pensacola —el resto de la escuadra temió la potencia de fuego de los
cañones del fuerte— y asaltó a punta de bayoneta al frente de la recién creada
infantería de marina española a los casacas rojas, infligiéndoles una derrota sin
paliativos. El valor de Gálvez fue reconocido por el propio George Washington, el
primer presidente de Estados Unidos, quien le hizo cabalgar a su derecha en el
desfile que celebró la victoria sobre Inglaterra y el alumbramiento de una nueva
nación.
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Cronológicamente, a esta contienda le siguió la guerra de la independencia de
Estados Unidos, con capítulos donde los indios también jugaron su papel,
plasmado en el celuloide en una espléndida película de John Ford, Corazones
indomables (1939), protagonizada por Henry Fonda y Claudette Colbert, y que
relata la peripecia de una pareja que se instala en el valle Mohawk; un lugar que
es atacado por los iroqueses durante la ausencia de la milicia para combatir a los
ingleses.
Estas películas que abordan, en realidad, la génesis de la nación no son
despectivas en su tratamiento de los indios como lo son las que desarrollan luego
las otras guerras indias posteriores a la configuración de Estados Unidos de
América. Son los «wésterns» que se realizan con los indios como los malos y los
blancos como buenos. Por ejemplo, Tambores lejanos, un film de 1951, dirigido por
Raoul Walsh, protagonizado por Gary Cooper y ambientado en Florida durante los
enfrentamientos con los semínolas. Por cierto, los semínolas fueron los únicos
indios que no se rindieron. El ejército de Estados Unidos no pudo derrotarlos en
dos guerras, la primera ocurrida entre 1816 y 1823, y la segunda entre 1835 y 1842.
Los soldados sufrieron 1500 bajas.
Pero la quintaesencia de la crueldad son, en el cine, los apaches, aunque ellos
mismos se llamaban Dané. Lo cierto es que, de entrada, no cortaban cabelleras y
aunque guerreaban sin cuartel tampoco hay indicios de que torturaran a los
prisioneros. Los tópicos sobre este pueblo aparecen en Fort Bravo, film dirigido
en 1954 por John Sturges y en el que un tenaz oficial nordista encarnado por
William Holden debe perseguir a unos sudistas fugados por el territorio de esta
tribu. Especialmente violenta es Mayor Dundee, de 1965, dirigida por Sam
Peckinpah e interpretada por Charlton Heston y Richard Harris, ambientada
también durante la guerra de Secesión. Una de las pocas versiones amables de
este pueblo se la debemos al escritor alemán Karl May (1842-1912), autor de
numerosas novelas de aventuras que han sido imprescindibles en la literatura
juvenil durante generaciones. Hombre con problemas mentales, supo recrear un
ambiente aventurero y atractivo en el que sobresalía el jefe apache Winnetou,
tratado como un héroe noble y valiente.
La verdad es que al principio las relaciones entre los blancos y los apaches
fueron relativamente pacíficas, hasta que se rompieron los tratados y no por
culpa de los indios. El jefe Mangas Coloradas fue, primero, azotado en un poblado
minero, y después, a pesar de ello, intentó parlamentar con el Ejército, pero fue
asesinado. Para rematar la faena, le decapitaron. También el mítico Cochise fue
objeto de varias traiciones. Ahora bien, si hay un nombre apache que simboliza la
resistencia de estos indios ante el hombre blanco, ese es Gerónimo.
No se sabe a ciencia cierta en qué mes nació; los cálculos sitúan su natalicio en
el año 1829, en la cuenca del río Gila en Arizona, si bien casi en la linde con Nuevo
México. En realidad, su nombre no era Gerónimo, sino Goyaałé, que significa,
según quien haga la traducción, «el astuto» o «el que bosteza». Era un personaje
singular entre los suyos. De hecho nunca fue el jefe de la tribu en los tiempos de
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las guerras apaches. Por encima de él estuvieron personajes como Cochise o
Mangas Coloradas. Su poder se derivaba de que decía tener visiones y en que
aseguraba que su poder era tal que las balas no podían matarle. Eso le hizo ganar
una gran reputación, porque durante la batalla se exponía como el que más, y
mientras sus compañeros iban cayendo, él sobrevivía a todos.
El nombre en castellano se deriva del enfrentamiento mantenido por los
apaches con la guarnición mexicana de la ciudad de Arispe. En dicha
confrontación, los militares invocaron el nombre de este santo mientras se
combatía a muerte en el lecho de un río. A pesar de llevar solo arcos, flechas,
hachas y puñales, los apaches dirigidos como jefe de guerra por Goyaałé
triunfaron sobre el ejército mexicano. A partir de este momento, para los blancos
ya sólo fue Gerónimo.
Fue un auténtico líder en la batalla, que con unos pocos hombres consiguió
poner en jaque a, prácticamente, la cuarta parte de la caballería de Estados
Unidos. Su familia fue masacrada a uno y otro lado de la frontera de México y eso
le llevó a una lucha sin cuartel. Gerónimo y sus revueltas simbolizaron el
exterminio que se buscaba para los ocupantes primigenios de esa zona del país.
En un periódico local, el Arizona Citizen, se escribió esto para levantar los ánimos
en la pelea contra los chiricahuas, una de las tribus apaches: «El tipo de guerra
necesaria para los apaches chiricahuas es una constante, despiadada,
indiscriminada y desesperada en la que se dé muerte a hombres, mujeres y niños
[…] hasta que cada valle, cada cuesta, cada peñasco y cada escondrijo de las
montañas exhalen al alto cielo el agradable aroma de todos los chiricahuas
putrefactos».
En no pocas películas se presenta a Gerónimo como un ser despiadado y
belicoso, e incluso se contrapone a las virtudes del gran jefe de la nación apache,
Cochise. Así ocurre, por ejemplo, en Flecha Rota, dirigida en 1950 por Elmer Davies
y protagonizada por James Stewart. En ella se reproduce el episodio real de las
negociaciones llevadas a cabo para conseguir la paz con Cochise. En el film,
Gerónimo es un guerrero levantisco que en el consejo de la tribu asegura que él
seguirá combatiendo y que desde ese momento se le conocerá por el nombre
que le dieron los mexicanos. Falso. Lo cierto es que Gerónimo, o Goyaałé, habló a
favor de la solución pacífica y se mantuvo tranquilo hasta que falleció Cochise.
La vida de Gerónimo ha sido recreada cíclicamente por el séptimo arte. En
algunas ocasiones en forma esperpéntica, como en Gerónimo, de Arnold Laven,
estrenada en 1962 y donde el caudillo apache es Chuck Connors. Lo que se
presenta en la película no solamente no se parece en nada a la realidad, sino que
casi no tiene sentido. Mucho más notable fue la versión de la vida del líder
guerrero que en 1994 realizó Walter Hill, donde aparecía Wes Studi en el papel del
apache y actores de la talla de Gene Hackman o Robert Duvall, y que tiene como
fundamento las memorias del oficial de caballería Britton Davies, que participó en
la captura y conoció al rebelde, y que, aunque le respetaba, no sentía un gran
afecto por él. Y muy recomendable es Gerónimo, la leyenda, una producción
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distribuida fundamentalmente para el mercado videográfico pero que presenta
con bastante aproximación a la realidad la vida del indio.
Gerónimo pasó años entrando y saliendo de las reservas. Sus peripecias le
hicieron grande a él, a sus compañeros y a sus enemigos, como los generales
Crook y Miles, el teniente Gatewood (que negoció su prostrer sometimiento) y
los exploradores Al Sebeer y Tom Horn. Se entregó cuatro veces. La última fue el
5 de septiembre de 1886, en el cañón Skeleton, en Arizona, cerca de la frontera
de México. Con él iba toda su hueste: 16 guerreros, 14 mujeres y 6 niños. Para
lograr su capitulación se utilizaron 5000 soldados de caballería y una red de
heliógrafos distribuidos por todo el territorio. Cuentan que cuando llegó a
presencia del general Miles, el jefe del ejército destacado para capturarle, se
produjo el siguiente diálogo:
—Gerónimo: Es la cuarta vez que me rindo.
—Miles: Y creo que la última.
Miles recibió órdenes de entregar a los apaches a las autoridades civiles, lo
que equivalía a la horca, pero los montó en trenes y los envió a Florida, tal y como
habían pactado. Las tribus fueron instaladas en Fort Marion, luego en Fort Pikens
y finalmente ubicados en Fort Still (Oklahoma), donde estaban sus otrora
enemigos, comanches y kiowas, que aceptaron solidariamente unos nuevos
inquilinos. Gerónimo murió en 1909 y con él se fue, prácticamente, la última
referencia del viejo Oeste y las guerras indias.
Los conflictos con los apaches son el telón de fondo de la trilogía sobre la
caballería que realizó el mayor director de «wésterns» de la historia: John Ford.
De hecho, esta tribu ya sirvió para ambientar un film que marcó una época por
sus formas de realización, La diligencia, de 1939. Luego hay que destacar la citada
trilogía, compuesta por Fort Apache (1948), La legión invencible (1949) y Río
Grande (1950). En todas ellas aparece su actor fetiche, John Wayne, quien
encarnó mejor que nadie a todos los héroes del violento Oeste: pistoleros,
sheriffs y militares, y cuya filmografía está jalonada de espléndidas películas de
este género, como Los tres padrinos, Los comancheros o Centauros del desierto.
Pero sin duda la cumbre del enfrentamiento entre indios y blancos no estaba
en Arizona, ni en los apaches; el episodio más conocido, renombrado y legendario
ocurrió en las grandes llanuras y tiene tres nombres propios: George Armstrong
Custer, Toro Sentado y Caballo Loco. Fue la batalla de Little Big Horn, donde fue
masacrado la mayoría del 7.o regimiento de Caballería.
Hay un precedente a lo ocurrido a Custer y que no es tan conocido. Sucedió en
1866 y el protagonista fue un militar tan impulsivo como lo fue Custer. Se llamaba
William Fetterman. En ese año, el jefe indio Nube Roja acudió a Fort Laramie para
negociar un tratado que permitiera el paso de las caravanas y autorizar el
emplazamiento de tres posiciones a lo largo de la llamada línea Bozeman. Como
quiera que los soldados iniciaron los trabajos antes de que concluyeran las
conversaciones, Nube Roja se marchó sin firmar pacto alguno.
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En el fuerte Phil Kearney, en Wyoming, estaba entonces destinado el capitán
William Fetterman, a quien se atribuye la afirmación que con ochenta hombres
limpiaría el territorio de sioux. El 21 de diciembre de 1866, y desobedeciendo las
órdenes de su superior, el coronel Carrington, Fetterman se puso a perseguir a un
grupo de guerreros, que en realidad era un cebo. En una colina le esperaba el
grueso de los hombres de Nube Roja, que masacró a los ochenta hombres que
debían dejar el Oeste expedito de indios. Este suceso y las negociaciones con
Nube Roja aparecen reflejadas en el film El piel roja (George Sherman, 1951), cuyo
argumento gira en torno a un cazador blanco que busca al asesino de su mujer
india durante la masacre de Sand Creek.
De todas formas, el militar más famoso de todas las guerras indias fue, sin
duda, George Armstrong Custer. Este hombre nació el 5 de diciembre de 1839 en
New Rumble (Ohio), en el seno de una familia metodista de emigrantes, pues su
padre era alemán y su madre irlandesa. No fue un brillante estudiante en West
Point: se graduó como teniente, aunque fue el último de su promoción. La guerra
de Secesión fue su gran oportunidad; gracias a su decisión y arrojo consiguió
ascender hasta general, categoría que asumió con 23 años. Al finalizar la
contienda buscó incesantemente destinos que le reportaran más gloria, y así fue
enviado como teniente coronel al 7.o de Caballería, de donde fue apartado por
implicar al hermano del presidente Ulysses S. Grant, de nombre Oliver, en un
escándalo de tráfico de influencias. A pesar de los problemas políticos, consiguió
ser reintegrado a su destino para la campaña de 1876, en la que perdió la vida.
La batalla de Little Big Horn y Custer ha sido recreado hasta la saciedad en el
cine, en algunas ocasiones, como en Pequeño Gran Hombre, para ridiculizar al
militar. Sin duda, la más conocida película sobre este hecho es Murieron con las
botas puestas, dirigida por Raoul Walsh y estrenada en 1941. En ella se mencionan
algunos de los rasgos del carácter de Custer, encarnado aquí por Errol Flynn, pero
en general se le presenta como un héroe sensibilizado por el problema indio, que
pierde la vida y sacrifica su regimiento para impedir que la confederación de los
indios de las grandes llanuras terminen con todas las unidades empeñadas en la
cacería. Un relato épico alentado por la viuda, Elisabeth.
Nada más alejado de la realidad. Custer no era un genio de la estrategia. Era
un hombre arrogante que fundamentaba sus éxitos en tomar siempre la iniciativa
sin tener en cuenta el número de bajas. En Little Big Horn, Custer desplegó todos
sus defectos como hombre y militar. Creía que los indios no resistirían la carga de
una tropa moderna, así que rechazó dos ametralladoras «Gatling» que le ofreció
el 20.o de Infantería y también el apoyo del 2.o de Caballería. Se lanzó sólo a la
pelea, con los 500 hombres del 7.o encuadrados en doce compañías. Dividió su
hueste en tres brazos y él, con cinco compañías, lideró uno.
Nadie sabe muy bien lo que ocurrió, pues no sobrevivió ni un militar y las
fuentes orales indias tienden a confundir realidad con fantasía. Pero la cuestión es
que Little Big Horn era un campamento enorme, de cinco mil almas; tres mil
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preparadas para el combate al mando de Toro Sentado y Caballo Loco, entre
otros.
La batalla ocurrió el 25 de junio de 1876 y su desarrollo fue muy rápido. Es más
que probable que nunca se pudiera formar el famoso cuadro que aparece en
todas las películas. No tuvieron ni tiempo. Se agazaparon tras los caballos
muertos. Muchos cuerpos fueron encontrados diseminados por una ladera,
posiblemente porque querían escapar de la masacre. En poco más de una hora,
en la colina no quedaba nadie con vida. Allí encontró la muerte el imprudente
general y parte de su familia (sus hermanos Tom y Boston; su cuñado el teniente
James Calhound y su sobrino Audie Reed), que perecieron junto a doscientos diez
soldados, cuyos cuerpos fueron mutilados por los vencedores. Mejor dicho, sólo
hubo un ser que sobrevivió: un caballo llamado «Comanche», que fue
considerado un héroe nacional. Al morir, fue embalsamado por el taxidermista
Lewis Dyche, que recibió 450 dólares por su trabajo. Los órganos fueron
enterrados con honores militares. El cuerpo momificado del corcel fue llevado al
Museo de Historia Nacional de la ciudad de Lawrence.
Sobre el terreno de Montana quedaron Custer y los que se dejaron la piel en
aquella aventura imposible. Por cierto, no hay unanimidad sobre el número de
bajas. Dependerá de las fuentes que se consulten. Ello es debido a que no se sabe
con exactitud cuántos perecieron en las otras dos columnas en que Custer dividió
sus fuerzas. Lo que sí se sabe es que entre los muertos estaba un periodista, Mark
Kellog, que iba con el Séptimo como enviado del Bismack Tribune, un diario de
Dakota, para narrar los avatares de la campaña. Perdió su gran exclusiva al mismo
tiempo que la vida. El último cable que pudo enviar a su redacción era lacónico:
«Parece que al fin veremos indios». Su cadáver fue hallado por el ejército, que
pudo identificarlo por su vestimenta.
Little Big Horn fue el máximo exponente de la resistencia de los indios de las
grandes llanuras, que después entraron en franco declive. Los mismos
supervivientes del Séptimo se tomaron la revancha en Wounded Knee, al
masacrar a un grupo de sioux que se había rendido. En 1890, el presidente
Harrison afirmó que debía acabarse con el problema indio y se hizo sin reparar en
medios. El 15 de diciembre de ese año, el ejército asesinó a Toro Sentado. Los
sioux, los cheyenes y las otras tribus de las grandes llanuras de Estados Unidos
eran ya historia.
Hasta la década de los cincuenta del siglo XX, el cine reconstruyó la historia de
Estados Unidos de América tomando como referencia numerosos tópicos, como
el del «cowboy» o el indio feroz. Después, un buen número de películas
espléndidas han puesto las cosas más en su sitio, como Soldado azul (1970), que
refiere la matanza de Sand Creek y que fue dirigida por Ralph Nelson; o Un
hombre llamado Caballo (1970), de E. Silverstein, que relata la convivencia de un
noble inglés con los indios; o El sargento negro (1960), un maravilloso alegato
contra el racismo realizado por John Ford; o la espléndida Sin perdón (1992),
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donde el director y protagonista Clint Eastwood hace un gran retrato de lo que
debió ser el lejano Oeste.
En septiembre de 2004 se inauguró en Washington el Museo Nacional del
Indio Americano. Es un punto de encuentro entre dos culturas, la que estaba
ubicada en Estados Unidos y la que vino a instalarse. En ese mes, el número total
de población india rondaba los cuatro millones de almas en un país de 281
millones de habitantes. Su papel ha sido olvidado a pesar de que han seguido
presentes en la historia de la nación. Por ejemplo, en la Segunda Guerra Mundial,
los navajos fueron utilizados en el Pacífico como operadores de radio, ya que su
lengua no era conocida por los japoneses. Su peripecia fue rememorada en el film
Windtalkers. A pesar del heroísmo que demostraron, no se les reconoció su labor
oficialmente hasta julio de 2001, cuando el presidente George W. Bush impuso la
medalla del Congreso a los cuatro supervivientes y a las veinticinco familias de los
navajos ya fallecidos. Cuando terminó el conflicto, los indios volvieron a sus
reservas y a su pobreza, sin ser elogiados ni recordados, pues se les obligó a jurar
silencio sobre su papel, por si eran requeridos en otra ocasión. Y puestos a
rememorar, citar que los paracaidistas que el Día D se lanzaron sobre Normandía
para iniciar la invasión de Europa lo hacían al grito de «¡Gerónimo!». Aún hay más
conexiones entre la vieja y la nueva historia: el Séptimo de Caballería, que fuera
masacrado en Little Big Horn, combatió luego en Vietnam; estuvo presente en la
guerra del Golfo y participó en la invasión de Iraq.
El «wéstern» es el único género cinematográfico que consiguió escribir la
historia en lugar de recrearla. John Ford, el mejor director que ha existido de
películas del Oeste, tenía claro, y así lo manifestó, que en sus films la epopeya
prevalecía sobre la verdad, tal como hacía recitar a uno de sus personajes, el
director del periódico local que aparece en El hombre que mató a Liberty Va lance:
cuando la leyenda se convierte en realidad, se publica la leyenda.
El cine nos ha legado una serie de héroes y arquetipos que se han
universalizado. Ahí están gentes de principios, que consiguen convertir sus
ideales en una victoria, aunque sea rodeados de su tragedia personal, como el
James Stewart de El hombre que mató a Liberty Valance, el individuo bueno que
vence al más fuerte basándose en la razón; el trágico John Wayne de Centauros
del desierto, que consigue el perdón y la redención; o los pistoleros de Los siete
magníficos, que se ponen del lado del débil a pesar de que no tienen nada que
ganar más que a ellos mismos; o el Kevin Kline de Silverado, que entierra su
pasado turbulento en una polvorienta calle tras vencer a sus antiguos
compinches. Héroes trágicos, homéricos, shakesperianos, universales.
Buena parte de la épica de la nueva nación se escribió por encima de los
americanos primigenios: el pueblo indio; una cultura donde la propiedad era
comunal y donde todo el mundo tenía derecho a casa, comida, crianza y
educación; y si se era huérfano, de ello se ocupaba la tribu. Incluso la Constitución
de Estados Unidos recoge algunos principios que regían en la confederación
iroquesa. El cine ha justificado las tropelías contra ellos, como en otras ocasiones
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la historia disculpa barbaridades para justificar el alumbramiento de una nueva y
luminosa civilización.
Un autor estadounidense que escribió sobre los indios relató que en 1915 cenó
con Buffalo Bill en Washington, y que éste le dijo: «Nunca conduje una expedición
contra los indios que no me avergonzara de mí mismo, de mi gobierno y de mi
bandera, porque ellos tenían siempre razón y nosotros no. Ellos nunca rompieron
un tratado, y nosotros nunca respetamos ninguno». Era una cultura simple, muy
apegada al lugar donde moraban y puede que carente de mayores aspiraciones. Y
lo expresaban de manera emocionante, como el gran jefe de los Duwamish,
Seattle, que envió un mensaje al presidente de EE. UU., Franklin Pierce, en
respuesta a la proposición de vender su territorio: «Nosotros somos una parte de
la Tierra, y ella es parte de nosotros. […] Lo que acaezca a la Tierra, también le
acaece a los hijos de la Tierra. […] Pero quizás es porque yo sólo soy un salvaje y
no entiendo nada».
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YO DESCIFRÉ ENIGMA
(UNA DE LA GUERRA MUNDIAL)
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grises (como los colaboracionistas, las simpatías que despertó el régimen nazi en
sus inicios entre personalidades inglesas o el verdadero papel de algunos que en
su momento fueron considerados héroes de la resistencia francesa) queden
diluidas en beneficio del triunfo del bien.
¿Cómo va a sustraerse el cine a la llamada de tantas razones, de tantos
argumentos? Ya en pleno enfrentamiento, los directores de Hollywood y sus
actores más prestigiosos se enfundaron el uniforme; unos, para animar a sus
tropas con películas propagandísticas con sentido patriótico, otros directamente
para luchar. Todos los aspectos del conflicto han sido abordados, o casi todos; y
algunos, en películas que han hecho historia. La guerra es el trasfondo de uno de
los films cumbre del séptimo arte, Casablanca, que además está rodada cuando
los nazis avanzaban en todos los frentes, pues es del año 1942. Es una obra que ha
sobrevivido a su tiempo; es una cinta política, de amor y de intriga, con un final
que no es enteramente feliz, pues el protagonista sacrifica su amor en favor de
un bien superior, que es continuar la pelea contra los alemanes. Sobre ella se han
escrito cientos de monografías y libros. Aún hoy es motivo de admiración y se
relatan una tras otra las pequeñas historias y leyendas que existen alrededor de
ella. Por ejemplo, que los actores elegidos para los protagonistas no eran la
primera opción: en lugar de Humphrey Bogart tenía que estar Ronald Reagan; y
Ann Sheridan debía ser Ingrid Bergman. El argumento está basado en una obra de
teatro que jamás se estrenó, y cuya traducción sería algo así como «Todo el
mundo va al bar de Rick», y de la que los guionistas cinematográficos salvaron
bien poco, pero dejaron una canción: «As times goes by». En ningún momento del
metraje se dice «Tócala otra vez, Sam». Todo lúe rodado en California: el
aeropuerto que aparece es el de Los Ángeles. Pero hay algo más. La película es un
fantástico alegato contra el nazismo, hecho por personas que sabían muy bien de
lo que hablaban, de lo que estaba pasando en Europa. El director, Michael Curtiz,
vino al mundo en Hungría. Paul Heinrich, el Victor Laszlo de la ficción, había
nacido en Trieste cuando esta ciudad pertenecía al Imperio austrohúngaro, en el
seno de una familia de banqueros vieneses. En 1935 dejó Austria. Claude Rains, el
amoral capitán de policía francés que termina lanzando una botella de Vichy (en
clara alusión al régimen colaboracionista) a la papelera había salido de la
Inglaterra bombardeada por la Luftwaffe y el repugnante mayor Strasser de la
cinta estuvo interpretado por un actor llamado Conrad Veidt; un solvente
intérprete natural de Berlín pero que tuvo que dejar su país por tener una
condición sumamente peligrosa en esa ciudad y en ese tiempo: era judío. Es,
quizás, el mayor tributo a su causa que pudo rendir: un judío interpretando toda
la maldad del régimen nazi.
La Segunda Guerra Mundial es tiempo de mitos: de defensa de unos ideales
democráticos frente al totalitarismo, de hombres valientes enfrentándose al mal
que dibuja una iconografía realmente única, y además con la ironía de la que hace
gala Rick al conocer a Strasser:
Strasser: ¿Qué hace en Casablanca?
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Rick: Vine a tomar las aguas.
Strasser: ¿Al desierto?
Rick: Me informaron mal.
Es por ello que la sociedad ha tolerado deslices en las películas bélicas,
aunque algunos sean del tamaño de una catedral. Bueno, no todo el mundo. Por
ejemplo, los historiadores británicos se han hecho oír por el tratamiento que en
ocasiones da Hollywood al conflicto; por el poco rigor de algunos argumentos y
por el ninguneo que se hace de los combatientes que no eran estadounidenses.
Es como aquel chiste, en el que dos tipos están hablando y uno empieza: «El otro
día íbamos yo y Paco…», momento en el cual el otro interrumpe para dar una
matización gramatical: «¡Hombre, será Paco y yo!». La puntualización molesta al
primero, que espeta: «¡Qué pasa! ¿Yo no iba o qué?».
Eso viene a ser. Vale la pena no olvidar que sin la aportación de EE. UU. en
fondos, armas, hombres y sangre, el continente hubiera marcado el paso de la
oca durante más tiempo, y quizás las sociedades democráticas que emergieron
tras el conflicto (con sus defectos, pero las más prósperas, libres, pacíficas y ricas
de la historia) no hubieran existido jamás. Pero en algunas películas, parece que
los otros no estaban y que todo se redujo a un mano a mano entre Estados
Unidos y Alemania. Como en el film U-571 del año 2002 dirigido por Jonathan
Mostow y cuyo argumento es el siguiente: la armada alemana cifraba sus
comunicaciones mediante una máquina llamada Enigma, que convertía en un
galimatías cualquier mensaje, haciendo imposible localizar los submarinos que
atacaban los mercantes en la batalla del Atlántico. Sin embargo, uno de los
sumergibles queda muy dañado tras un combate con un destructor y solicita que
le suministren piezas de recambio y una dotación de mecánicos. La marina de
Estados Unidos se entera y envía uno de sus submarinos a la cita, camuflado
como si fuera nazi, con el fin de hacerse con el ingenio. Asaltan la nave, pero la
suya es destruida, así que con una reducida tripulación deben navegar con el
«u-boat» enfrentándose a otros navíos germanos, hasta que al final se ponen en
contacto con los suyos y les entregan Enigma. Desde entonces consiguen
interpretar los códigos.
¿Qué hay de cierto? Pues poquito. La cinta se inspira en dos hechos distintos, y
ninguno de ellos se ajusta a la realidad de lo que se cuenta en el film. Por ejemplo,
el primero ocurrió en mayo de 1941, siete meses antes de que Estados Unidos
entrara en guerra. El segundo se produjo en octubre de 1942 y bastante lejos del
Atlántico Norte, en concreto en las cercanías de Port Said, en Egipto. Como se ve,
ninguno sucedió como en el film. Y es más, tampoco tuvieron que ver en ellos
barcos de guerra estadounidenses y aún menos submarinos: fueron buques de la
armada británica quienes se enfrentaron a los sumergibles nazis.
Pero vayamos por partes. La máquina Enigma existió. Fue inventada en 1919 y
su primera versión se puso a la venta en 1923, con el fin de cifrar los mensajes que
se intercambiaban comerciantes y hombres de negocios y facilitar su
confidencialidad. En los años posteriores, el ingenio fue modificado y adoptado
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por el ejército alemán, de manera que a principios de la década de los treinta era
mucho más sofisticado. Se trataba de un complejo dispositivo que combinaba la
mecánica y la electricidad. «Complejo» es la palabra adecuada para expresar que
me resulta prácticamente imposible describir cómo funcionaba, pero el resultado
es que cada vez que se tecleaba una letra, escribía otra mediante un juego de
rodillos y conexiones, transformando cualquier texto normal en una sucesión de
palabras ininteligibles, a no ser que se tuvieran las claves exactas que se
utilizaban para su encriptado y otra Enigma para descifrarlo.
Se dice que los alemanes ya usaron este método en la Guerra Civil española, y
lo cierto es que Enigma se convirtió en una obsesión en aquella Europa que olía a
contienda generalizada. En 1929, Polonia dio el primer paso para desvelar sus
secretos, pues interceptó una de estas máquinas que era enviada desde Berlin a
Varsovia. Allí, un joven matemático llamado Marian Rejewski comenzó a trabajar
para averiguar los códigos, aunque cuando se produjo la invasión de su país, en
1939, la complejidad de la máquina había aumentado. La peripecia de Rejewski
fue desde entonces de película. Cuando los polacos se vieron perdidos, hicieron
llegar su Enigma a los aliados franco-británicos y el matemático huyó: llegó a
Francia, cruzó a España y después consiguió pasar a Gran Bretaña, donde siguió
prestando sus servicios contra los nazis. No regresó a Varsovia hasta 1969 y murió
en 1980; fue enterrado con honores militares.
Con los datos facilitados por los polacos, los ingleses dedicaron un enorme
esfuerzo a convertir Enigma en poco más que una máquina de escribir. A unos
ochenta kilómetros de Londres, en un lugar llamado Bletchley Park, ubicaron una
unidad extremadamente secreta, bautizada Estación X, dedicada a romper los
códigos cifrados nazis, en especial los de Enigma. Allí reunieron a matemáticos,
criptógrafos e incluso jugadores de bridge y ajedrez y expertos en crucigramas
para interpretar los centenares de mensajes que les llegaban y conseguir las
pautas que les sirvieran para entender la encriptación que se empleaba.
Bletchley Park fue la otra cara de la guerra, la lucha de la inteligencia y el
espionaje, que también ha abordado el cine con profusión. Pero en su combate
contra los mensajes secretos se necesitó cerebro, pero también músculo, y ahí los
hombres de Estación X contaron con la imprescindible ayuda de los que
combatían en primera línea, y que con su arrojo completaron el trabajo que
habían iniciado los matemáticos polacos. Es aquí donde se inscriben los hechos
relatados en U-571, aunque deformados, porque en las capturas de máquinas y
códigos que se desarrollaron en alta mar no participaron submarinos de Estados
Unidos, sino corbetas y destructores de la armada británica. Y, como detalle
anecdótico, decir que el 571 es una de las naves de más dilatada trayectoria, pues
estuvo en el Ártico, en África e incluso en el Caribe, hasta que fue alcanzado en
1944 por dos aviones en el Atlántico Norte.
El primer avance significativo para descifrar Enigma ocurrió el 7 de mayo de
1941, cuando los buques de guerra británicos capturaron un barco alemán que,
supuestamente, era meteorológico, pero que debía hacer algo más, pues llevaba
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a bordo equipos y libros de claves. Y el golpe más importante ocurrió dos días
después, el 9 de mayo. Sucedió en Groenlandia. El submarino nazi «U-110» había
atacado un convoy aliado y alcanzado dos buques, tras lo cual se quedó a
profundidad de periscopio. Al ser localizado por la corbeta «Aubretia», tuvo que
sumergirse hasta los 90 metros, pero al salir nuevamente fue perseguido por el
buque de guerra más dos destructores, el «Broadway» y el «Bulldog». El caso es
que éste último lo embistió, pero cuando se acercaba el comandante A. J. Baker
ordenó el abordaje. El alférez David Balme entró antes de que estallaran las
cargas para autodestruir el sumergible, y pudo hacerse con una máquina Enigma,
un libro de códigos, un manual de operaciones y otras informaciones de vital
importancia. El 12 de mayo, el «Bulldog» entró en la base naval de Scapa Flow y
entregó su preciada mercancía a los servicios de inteligencia.
Permítanme una pequeña digresión para hablar del capitán del submarino
«U-110», pues también tiene su propia historia. Murió en el ataque del 9 de mayo y
se llamaba Fritz Julius Lenz. Fue el hombre que disparó el primer torpedo de la
contienda. La Segunda Guerra Mundial se inició el 1 de septiembre de 1939 con la
invasión de Polonia. En ese momento, el teniente de navío Lenz mandaba el
«U-30». El 3 de septiembre de 1939, a las 48 horas de iniciarse el conflicto, el
«U-30» navegaba a unas 200 millas de la costa de Irlanda cuando avistó un buque.
Lenz pensó que era un mercante armado y lo hundió. Pero no era así. Era el
«Athenia», un trasatlántico que hacía un viaje chárter con personas evacuadas
desde Liverpool hasta Montreal. A bordo iban 1418 personas, entre tripulantes y
pasajeros, incluidos 300 estadounidenses. Murieron 28 personas. Lenz se llevó
una bronca del mismo Hitler, que temió que este incidente atrajera a Estados
Unidos a la guerra en Europa.
Pero volvamos a Enigma. Para que los matemáticos de la Estación X pudieran
descifrar completamente los códigos les faltaban algunas piezas, y se las
proporcionó la dotación del destructor «Petard». El 30 de octubre de 1942, este
navío se enfrentó al submarino U-559 en el Mediterráneo, cerca de Port Said, en
Egipto. Cuando el sumergible fue alcanzado de lleno, su capitán ordenó
abandonarlo. Entonces, el oficial al mando del «Petard» mandó a la nave germana
al teniente Anthony Fasson, a un marinero y a un ayudante de la cantina que
nadaran hasta él y se apoderaran de todo el material secreto que pudieran.
Fasson y el marino pudieron entrar, pero no salir, y se hundieron con el «U-559»,
pero Tommy Brown, el pinche, regresó al «Petard» con rodillos de Enigma y los
libros que permitieron a los especialistas de Bletchley Park terminar con los
secretos de Enigma.
Los hombres del «Bulldog» no pudieron presumir a lo largo de toda la
contienda. La tripulación fue condecorada, pero tuvieron que guardar el secreto
de su hallazgo hasta el final de la guerra, a fin de que los nazis no pudieran
averiguar que los británicos se habían hecho con este material, pues pensaron
que su submarino, sencillamente, se había hundido. Los dos marinos fallecidos en
el «U-559» recibieron la Cruz Victoria y Brown la Cruz de Plata. Pero los de
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Bletchley Park tuvieron que esperar mucho más, en concreto 29 años, lapso de
tiempo en que su trabajo permaneció secreto. En ese lugar se desarrolló un
proyecto de inteligencia llamado «Ultra», cuyo fin era descifrar todas las
comunicaciones de las tropas del Eje. Para ello crearon una máquina llamada
«Colossus», de un tamaño que ahora, en el tiempo de los microchips, resultaría
ridículo, pues ocupaba una habitación. En los trabajos para poner en marcha
Colossus y desvelar los secretos de Enigma tuvo un papel relevante el
matemático y lógico Alan Mathison Turing, el hombre que en 1950 sentó las bases
de la inteligencia artificial y que tuvo un triste fin. El 31 de marzo de 1952 fue
detenido y juzgado por mantener relaciones homosexuales. El 8 de junio de 1954,
su asistenta le halló sin vida en su habitación. Había fallecido el día anterior por
ingestión de cianuro. El dictamen oficial fue suicidio.
La vida diaria, el trabajo y la lucha por descifrar el código ha sido también
reproducida en otra película, llamada Enigma. Rodada en 2001 por Michael Apted,
el argumento desarrolla una imaginaria historia de espionaje en el seno de
Bletchley Park, lo que se aprovecha para hacer un retrato de cómo funcionaba
este departamento y cómo se llevó a cabo esta guerra secreta, en la que las
armas eran claves y los ejércitos, las transmisiones. Una batalla paralela, en la que
no se usaban cañones, pero que fue fundamental para el desarrollo del conflicto.
La Segunda Guerra Mundial fue el escenario donde hombres comunes
hicieron cosas extraordinarias, así que ¿cómo no iban a interesarse por ella los
grandes héroes? De esta manera, los guionistas hicieron que se enfrentaran a los
alemanes tipos tan diversos e inauditos como Superman o el Capitán América. El
cine, la novela y los cómics nos han dejado ejemplos para dar y vender, donde se
desarrollan hasta el límite mitos y leyendas sobre los nazis y sus creencias. Por
ejemplo, uno de los grandes éxitos comerciales de Steven Spielberg fue En busca
del arca perdida (1981), la cinta que inició la trilogía del famoso arqueólogo y
aventurero Indiana Jones, encarnado por Harrison Ford. En los tres films, uno de
los ejes fundamentales es la pasión de los nazis por el ocultismo y las creencias en
el poder sobrenatural de determinados objetos, como el Santo Grial o el Arca de
la Alianza. De esta manera, en el desenlace de la película de 1981 se ve a un alto
oficial alemán vestido como un faraón para hacerse con las cualidades del lugar
donde Moisés guardó los mandamientos. Una escena descabellada, pero
fundamentada en aficiones ciertas.
La relación entre ocultismo y nazismo ha dado lugar a numerosas leyendas y
mitos, muchas veces exagerados cuando no sacados de madre, que han sido
recogidos por el cine, pues como argumentos tienen su gracia, como es el caso de
la simpática película El monje, dirigida en 2003 por Paul Hunter, y en el que un
lama tibetano debe proteger un pergamino de un alemán que lo busca desde el
inicio de la guerra hasta nuestros días. Y también está el citado Indiana Jones.
Pero algo de verdad subyace en el trasfondo de esta mitología.
Todos los biógrafos serios de Hitler han hecho hincapié en el carácter
mesiánico del creador del Partido Nazi, en el que no únicamente había un
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componente político. Él pensaba que estaba predestinado. Está documentado un
incidente que le ocurrió cuando era cabo en la Primera Guerra Mundial. Estaba
cenando en una trinchera con sus compañeros cuando, según contó, dijo oír una
voz que le impelió a levantarse y moverse unos metros. Lo hizo, y entonces cayó
un obús perdido, que mató al resto de soldados. Hay más hechos parecidos,
como la impresión que se llevó en 1908 tras ver la representación de Rienzi, la
ópera de Wagner en que un romano, un hombre del pueblo, recupera los valores
eternos para su ciudad, sumida en el caos. Un amigo suyo le acompañó y
describió cómo al salir hablaba de que él tenía una misión, lo mismo que el
protagonista de la obra, que también era un hombre surgido del pueblo llano.
En la protohistoria del Partido Nazi aparecen una serie de tipos singulares
(cabalistas, astrólogos, alquimistas…) y sociedades estrambóticas que, de no ser
por lo que vino luego, parecerían casi de chiste. Así, en el estudio de los orígenes
del nazismo hay un potaje de términos como ariosofismo, eugenesia, leyendas
medievales, simbología teutónica, mitologías wagnerianas, religiones orientales,
racismo y ocultismo. El caso es que está documentado la relación de varios
jerarcas nazis como Rudolf Hess con sociedades místicas y secretas, como los
Nuevos Templarios, y en especial con una llamada Thule, creada en Múnich en
1918, y en la que participaban estrambóticos personajes que combinaban
confusas creencias esotéricas con doctrinas políticas y seudocientíficas, como el
darwinismo social, o sea, que sólo sobreviven los pueblos más fuertes, que en su
caso, naturalmente, era el alemán. Hitler nunca fue miembro del grupito, pero
parece que asistió a algunas reuniones. Todo quedaría en anécdota si no fuera
porque Thule tenía una publicación en la que ya se proponía la solución final antes
del inicio de la guerra. El siniestro Heinrich Himmler tenía una especie de gurú
llamado Karl Maria Willigut, que acabó incorporándose a las SS con el nombre de
Karl Maria Weisthor. Él fue quien creó la simbología que acompañaba a las SS, con
sus rituales de iniciación y sus uniformes.
El misticismo sectario, racista y excluyente impregnó el régimen nazi y sus
manifestaciones. Está presente en los mítines, cuyas filmaciones han llegado
hasta nuestros días. De alguna manera trasluce también en una de sus
declaraciones más oscuras, las SS, que acogieron en su seno a los miembros de
Thule. Miembros de estas unidades fueron enviados a diferentes lugares del
mundo en busca de objetos sobrenaturales. Por ejemplo, Hitler hizo llevar a
Núremberg la supuesta lanza de Longino, el arma con la que se dice que el
centurión romano de este nombre traspasó el costado de Jesús en la cruz. Esta
reliquia se guardaba en Austria, y tras la anexión fue llevada a Alemania. Bueno,
una de las cuatro reliquias idénticas, pues en aquel momento histórico está
constatado que cuatro lugares se disputaban tener la original, y hay que decir que
el Vaticano siempre ha sido muy prudente respecto a todos estos objetos y su
condición sobrenatural.
Otra de las leyendas que llamaron poderosamente la atención de los nazis fue
el Santo Grial, la copa donde bebió Jesús en la Última Cena, y cuyo mito está
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profundamente vinculado a la obra wagneriana. De griales también está bien
dotado el mundo, pues hay varios que se presentan como el auténtico objeto de
la Eucaristía. El Reich ordenó al arqueólogo Otto Rahn que emprendiera la
búsqueda de la reliquia en Francia, en los alrededores de Montsegur, el último
refugio de los cátaros. Pero esta persecución también tuvo un episodio en
España. En octubre de 1940, una delegación nazi visitó Barcelona. Al frente de ella
estaba Heinrich Himmler, el comandante supremo de las SS. Con las autoridades
franquistas discutieron diversos asuntos, como las redes de espionaje, pero el
enviado del Reich, en compañía de setenta personas, visitó el monasterio de
Montserrat el día 23. En enero de 2003, la revista de historia Sapiens reconstruyó
este periplo y los monjes de esa época, que aún vivían, y que recordaban el
hecho, rememoraron el interés del alemán por las narraciones que vinculaban le
montaña con las fábulas del Grial; pues el mito habla de un caballero medieval
catalán (Pere Savall; véase la similitud del nombre con el Perceval de los relatos
artúricos) que ocultó allí la copa para preservarla del avance de los árabes por la
Península.
Mitos, leyendas, griales, lanzas, ocultismo, misticismo y racismo forman un
oscuro potaje que se dio en el III Reich. Los historiadores más serios de esta etapa
y los principales biógrafos de Hitler despachan el asunto con rapidez, porque,
aunque existió, es tangencial visto lo que ocurrió después. A lo mejor sirve para
entender mejor la personalidad psicopática del Führer y los suyos, pero es
materia para azuzar la imaginación de literatos y cineastas. Porque la Segunda
Guerra Mundial sigue ejerciendo una poderosa fascinación sobre el imaginario
colectivo, tanto que en abril del 2000 alguien birló la máquina Enigma del museo
de Bletchley Park y pidió un suculento rescate por devolverla. Un año después, un
periodista de la BBC recibió en su mesa un voluminoso paquete, que contenía el
ingenio sustraído. Faltaba un rotor, recuperado meses después. Aún no se ha
podido averiguar quién fue el particular caco. Y es que la guerra, y los nazis, y el
espionaje, aún tienen enigmas por descifrar.
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BOND, RAMBO, ¡ADÓNDE VAIS, HOMBRE!
(UNA DE AVENTURAS)
El nombre de uno es Bond; James Bond. Y el del otro, Rambo; John Rambo. Son
dos héroes de la novela y el cine, dos buenos por decreto, pero no se parecen en
nada. Uno es inglés; un «gentleman» británico, comandante de la marina. James
Bond va siempre bien vestido, se mueve en un mundo de lujo, se pirra por el
champagne y los martinis mezclados, no agitados, liga como un descosido y trata
a las chicas fatal. El otro es natural de Estados Unidos. Rambo es un veterano de
los boinas verdes que combatió en Vietnam. Es un musculitos que no se ríe ni bajo
prescripción facultativa, suele ir hecho un adán y lleva melenas. En cuanto al
vestuario, pues lo normal es ir sin camisa (que para eso uno se ha machacado en
las máquinas de musculación) y por lo que respecta a las mujeres, parece que no
tiene tiempo, tanto destruir pueblos, campamentos enemigos y dejar hechos
polvo rivales con todo lo que tiene a su alcance…
Pero la historia de ambos tiene algo en común: los dos se dieron un paseíto
por Afganistán. Claro que eso fue antes del año 2001, cuando los miembros de Al
Qaeda, que tenían sus bases en ese país, derribaron las Torres Gemelas y atacaron
el Pentágono. Porque Rambo y Bond se fueron allí para ayudar a los afganos, que
eran descritos como nobles islamistas luchadores por la libertad en contra de los
pérfidos rusos. Seguro que ahora no harían lo mismo. ¡Jesús, hay que ver cómo
cambian los tiempos!
El superhéroe al servicio de Su Majestad la reina Isabel es una creación del
novelista Ian Fleming; un hombre que durante la Guerra Mundial trabajó para el
servicio de inteligencia, donde puede que sacara buena parte de las ideas que
luego le sirvieron para sus argumentos e incluso al protagonista, a decir de los
estudiosos de su obra, pues es muy probable que Bond se inspirara en un antiguo
compañero de Fleming llamado Fitzroy Maclean; un osado comando que fue
enviado a los Balcanes para contactar con un líder partisano que luego sería de
vital importancia: Tito. La filmografía de James Bond no es sólo un compendio de
películas de aventuras, algunas realmente entretenidas, con personales tan
especiales como el propio agente secreto 007, que en algunas producciones es
tan perverso como sus rivales. Por ejemplo, en Desde Rusia con amor estrangula a
un sicario con un alambre sin pestañear, y al terminar la faena simplemente se
anuda bien la corbata, que una cosa es enviar gente a pasar cuentas al juicio final
y otra muy distinta es ir por ahí desaliñado; hasta aquí podríamos llegar. Luego
está también el inventor «Q» o su jefe, que en las ultimas producciones es una
mujer.
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En James Bond se refleja cuáles son los adversarios oficiales para Occidente y
de cómo éstos han ido variando con el tiempo. Por ejemplo, en la primera de la
serie, 007 contra el doctor No (1962) se apunta el peligro de un oriental que puede
fabricar bombas atómicas. La siguiente se desarrolla en el escenario de la guerra
fría. Desde Rusia con amor (1963) tiene como argumento la pugna por hacerse con
una máquina para descifrar mensajes, que tienen los rusos y que quieren los
ingleses, pero cuyo robo, en realidad, planea la organización criminal «Spectra».
Por cierto, esta banda de malos malísimos se nutre principalmente de desertores
del Este, de gente del otro lado del telón de acero. Estas perversos son los rivales
oficiales de Bond, que deja incluso de ser Sean Connery para ser George Lazenby
en Al servicio de Su Majestad (1969); el único momento en que el duro se enamora
y se casa, claro que le dura poco: en la misma cinta se queda viudo al poco de
contraer nupcias. En El hombre de la pistola de oro (1974), el ahora agente es
Roger Moore que se enfrenta a un asesino a sueldo. En Licencia para matar (1989)
ya aparece otro peligro para las democracias occidentales, pues James (que
ahora es Timothy Dalton) se enfrenta a los carteles de la droga. Cuando se rueda
Goldeneye (1995), con Pierce Brosnan como protagonista, la preocupación es la
descomposición de la Unión Soviética y el auge de las mafias rusas. El mañana
nunca muere (2002) tuvo la virtud de molestar por igual a las dos Coreas.
Pero es en 007: Alta tensión (1987) cuando James Bond (que es Timothy
Dalton), el agente más famoso, se va de viaje al Afganistán en guerra con los
rusos. El argumento gira en torno a un general soviético (por supuesto, corrupto)
que trafica en aquel país vendiendo diamantes para comprar droga. Bond seduce
a la chica del malo y se va al país en guerra, donde los soviéticos quieren impedir
la libertad de los afganos. Bond, James Bond, desbarata toda la operación
aliándose con unos luchadores de auténticos valores, los muyahidines. En una
última escena delirante, los guerrilleros afganos van a un concierto de música
clásica en Londres armados hasta los dientes, para saludar a su amigo y al ligue de
éste.
El camino de Rambo es todavía más surrealista, aunque hay que decir que de
recorrido más corto, sólo tres films. Además, siempre ha sido interpretado por el
mismo actor, Sylvester Stallone, que por cierto, ganó dinero pero no
reconocimiento por su trabajo. De hecho, su papel de abnegado comando le hizo
ganar varios «razzies», unos premios jocosos que se entregan también en Los
Ángeles, que son conocidos como los antioscar, y que se conceden a los más
destacados miembros del séptimo arte, pero por malos. Bien, vayamos al grano.
La primera parte de la trilogía (Rambo, 1982) se basa en la novela First Blood, de
David Morrell, y es sustancialmente distinta a las posteriores. John Rambo es un
boina verde que regresa a casa con la derrota del Vietnam a sus espaldas. Es una
película donde se narra lo que pasó con muchos de aquellos combatientes, que
tras pelear en una guerra que fue rechazada por la sociedad, al volver a su país
toparon con el desprecio y el ostracismo de una gran parte de la población. La
encarnación de este repudio es, para Rambo, el sheriff de un pueblo, al que se
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enfrenta. En uno de los momentos más amargos del protagonista, éste le dice a
su antiguo jefe en el lejano Oriente que allí le confiaban material por valor de
millones de dólares y que en su casa no le dejan ni lavar coches.
En la segunda parte (Rambo II, 1985), el boina verde ha perdido ya toda su
faceta trágica, de crítica social, de perdedor, para convertirse en el héroe que
vuelve a Vietnam a buscar a prisioneros perdidos, en un momento en que,
precisamente, el problema había vuelto a las páginas de los periódicos. Ya no hay
reproche, ni matices: se intenta lavar la imagen de la guerra y se marca una línea
clara que separa a los buenos de los malos. Pero el máximo exponente de la
degradación del personaje se produce en Rambo III (1988).
Aquí el propio Stallone coescribió el guión. El protagonista viaja a Afganistán a
buscar a su antiguo jefe y mentor, que ha cogido el petate y se ha marchado a
Asia como asesor militar para, tal como se dice en el film, evitar «que dos millones
de personas, la mayoría campesinos, sean aniquilados sistemáticamente por las
fuerzas invasoras soviéticas». Pero al coronel Sam Trautman (encarnado por
Richard Crenna) las cosas no le van muy bien por aquellos andurriales, y es
capturado, llevado a una base rusa a 45 kilómetros de la frontera y torturado
sistemáticamente por un coronel soviético, que siempre está enfadado y que
tiene un retrato de Lenin colgado en la pared.
Ahora bien, llega Rambo, John Rambo, y la cosa cambia. Él solito, con unos
cuantos muyahidines, le da la vuelta a la tortilla, se carga a montones de rusos,
libera a su jefe y se larga de allí. Es una película patriotera, que se inicia con una
bandera estadounidense y termina con la canción «He ain’t heavy, he’s my
brother» mientras se dedica el film al «valiente pueblo de Afganistán».
Que el cine tiene un componente de propaganda, sobre todo el cine bélico, no
puede negarlo nadie, pero los cambios de la escena internacional provocan que
algunas películas queden convertidas en anacrónicos panfletos que difícilmente
se repondrán en las pantallas, porque tus aliados de ayer son tu peor pesadilla
hoy. Sólo hay que hacer un mero repaso a lo ocurrido para dar por sentado que ni
Bond ni Rambo pisarán más Afganistán para dar un empujoncito a los
muyahidines. Recordemos. El 11 de septiembre de 2001, Al Qaeda protagonizó la
mayor cadena de atentados conocida por Estados Unidos, con miles de muertos.
A consecuencia de esto, una coalición internacional invadió Afganistán, el país
donde la organización terrorista tenía su sede. Los antiguos muyahidines, los
combatientes de la libertad de los que formaba parte Osama Bin Laden, se habían
convertido ahora en los mayores enemigos de Occidente. Ahora el peligro no es
«Spectra», ni los traficantes de droga, ni la mafia rusa, ni Vietnam: es el terrorismo
de origen islámico; de forma que, a no ser que deserten, los superhéroes no
regresarán allí para dar una ayudita a los insumisos afganos.
En una de las escenas de la olvidable Rambo III, el coronel Trautman le dice al
ruso que le mantiene cautivo que «si supiera la historia sabría que (los afganos)
jamás se han rendido ante nadie», y añade que «prefieren morir antes que ser
esclavizados por un ejército invasor». Bueno, la verdad es que no es así. Alejandro
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Magno lo hizo; le costó pero sometió aquellos territorios y su leyenda perdurará
en las altas cimas de la región durante siglos. Esa es la base que da lugar a una
hermosa película de 1975, El hombre que pudo reinar, dirigida por John Huston y
protagonizada por Michael Caine y Sean Connery (que aquí hace de sargento del
ejército colonial inglés y no de James Bond). Después vinieron los musulmanes,
que a su vez fueron arrasados por los mongoles, que convirtieron el próspero
reino de Juazrem en polvo y recuerdo.
Los mongoles dejaron Afganistán convertido en un conjunto de tribus sin
cohesión, refugiadas en una geografía hostil que favorecía una guerra de
guerrillas sin cuartel y que estaba lejos de todo. Desde entonces, la afición
principal fue la guerra y cuanto más feroz, mejor. Un viejo proverbio popular
afgano refleja este violento pasatiempo de los habitantes del lugar: «yo y mi país,
contra el mundo; yo y mi tribu, contra mi país; yo y mi familia, contra mi tribu; yo y
mi hermano, contra mi familia; yo, contra mi hermano». La verdad es que así es
difícil entenderse. En la citada El hombre que pudo reinar se refleja el carácter no
especialmente amable de los lugareños, pues los protagonistas son invitados a
presenciar un partido de polo donde la pelota es la cabeza de un enemigo.
De estas virtudes tomó ásperos tragos la antigua Unión Soviética, que invadió
Afganistán en 1979 para dar respaldo a un régimen títere, pero que había
intentado algunas cosas positivas, como alfabetizar el país. Una de las razones
estratégicas que algunos analistas esgrimieron para explicar la ocupación rusa fue
frenar el efecto de la revolución jomeinista de Irán e impedir que se extendiera a
las repúblicas soviéticas centroasiáticas. Diez años después y miles de vidas
perdidas más tarde, los soviéticos se retiraron en 1989, sin someter a los
islamistas y señores de la guerra que habían sido apoyados por Estados Unidos.
Afganistán fue el Vietnam de la Unión Soviética. Y otros que probaron este cáliz
amargo fueron los ingleses, quienes en la época victoriana mantuvieron dos
conflictos allí, las guerras afganas, cuyo desenlace tampoco fue victorioso.
Especialmente dramática fue la primera, que se desarrolló entre 1839 y 1842.
El episodio central fue la caída de Kabul y el intento de evacuación de la ciudad
por parte de los ingleses y sus familias; un intento, porque de los 16 000 que
salieron tan sólo llegó uno al puesto inglés de Jalalabad, un suceso definido por el
historiador sir John Kayes como «un completo horror sin paralelo en la historia
del mundo». En resumen, lo que ocurrió es que las fuerzas británicas se vieron
rodeadas por 6000 afganos bajo el mando de Mohammed Akbar, hijo del emir
que había sido depuesto por los coloniales y que recibió armamento desde Rusia.
Como la cosa pintaba muy mal, el general al mando, Elphinstone, aceptó una
tregua, consistente en que sus vidas eran perdonadas y se permitía a los 4500
soldados ingleses e indios y a sus 12 000 familiares y acompañantes dejar Kabul
para irse al fuerte de Jalalabad, cerca de la frontera de la India.
Pero en cuanto la caravana salió de la ciudad (¡cómo se parece este hecho al
que dio lugar a la novela y película El último mohicano!) fueron atacados, y no
dejaron de ser hostigados hasta el final. Tan al final que al enclave tan sólo llegó
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una persona, el cirujano militar William Brydon, que demostró ser un tipo de
suerte. En el primer enfrentamiento, que tuvo lugar en un desfiladero, ya se salvó
de milagro, pues le dieron una cuchillada en la cabeza de la que le libró una vieja
revista que llevaba bajo la gorra. Después se topó con un soldado agonizante,
pero que aún sujetaba una montura y que se la dio. Miles de personas murieron a
tiros, rematados con armas blancas o por el frío, pues se quedaron tendidos
sobre un manto de nieve a bajas temperaturas y se congelaron durante la noche.
Brydon y los supervivientes (14 de 16 000) llegaron a una aldea a veinte
kilómetros de Jalalabad, donde los lugareños les ofrecieron cobijo y alimentos.
Era otra trampa. Mientras descansaban nueve fueron abatidos, y cuatro más
cuando intentaban huir. Sólo el galeno llegó vivo a Jalalabad.
Los británicos organizaron una expedición de castigo, que puso en fuga a
Akbar, no sin que antes éste vendiera como esclavos a los rehenes que guardaba:
22 oficiales, 37 soldados, 19 mujeres y 22 niños. Uno de ellos pudo sobornar a los
guardias y escapó a tan terrible destino. Las tropas imperiales saquearon Kabul y
luego se retiraron a la India, pero no acabaron ahí las hostilidades, porque un
ejército británico se enfrentó a otro afgano el 27 de julio de 1887 en Maiward, con
resultados desastrosos para los ingleses: de los 2565 hombres, 960 murieron y 161
resultaron heridos. La segunda guerra afgana estalló en 1878 y concluyó en 1880
con un tratado en el que se permitía la apertura de una delegación inglesa en
Kabul y la adopción de una política exterior acorde con los intereses británicos.
Tras otros incidentes armados, Afganistán recobró su total independencia tras la
Primera Guerra Mundial.
El cine ha guardado un discreto silencio sobre las contiendas angloafganas.
Ahora bien, eso no quiere decir que de Afganistán sólo se hayan ocupado James
Bond y Rambo. Aunque sin citarlo explícitamente, el territorio aparece en
prácticamente todas las cintas que abordan la época en que la India era la perla
de la corona de Inglaterra; su colonia más preciada. El cine colonial tuvo su
esplendor en las décadas de los treinta, los cuarenta y los cincuenta del pasado
siglo, cuando los argumentos se apoyaban en las mismas razones que daban
lugar a la ocupación de las naciones del Tercer Mundo por parte de los
occidentales, con tesis paternalistas como el empeño de exportar una religión o
una civilización, aunque los motivos de fondo fueran, en realidad, económicos. De
esta manera hay arquetipos que se repiten insistentemente en los films, como
que los ingleses representan la ley y el orden frente a las tribus salvajes; en esta
dicotomía se contrapone civilización a desorden y traición, aunque siempre
aparece también o un jefe amigo o un criado obediente.
En este mosaico, Afganistán tiene un papel fundamental en lo que el literato
Rudyard Kipling definió como «el gran juego». Afganistán era la membrana que
separaba la Rusia zarista del Imperio inglés. Mientras los rusos buscaban una
salida al mar, al océano Índico, los británicos querían garantizar la tranquilidad de
la India. Por eso los rusos apoyaron a tribus afganas, a fin de que hostigaran el
norte del subcontinente. En las películas, este hecho está latente. Los ingleses
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están atrincherados en lugares como Jalalabad o Peshawar (entonces Pakistán no
existía), mientras que del otro lado de las montañas llegaban sublevaciones de
tribus levantiscas, que querían hacer caer pequeños reinos hasta conseguir
expulsar a los casacas rojas de la zona. Afganistán no se nombra, pero es
evidente su presencia en el carácter de los levantiscos y fanatizados y en la difusa
definición de «la frontera noroeste», que era guardada por pasos entre las
altísimas montañas, entre ellos el mítico paso de Khyber, que no puede faltar en
ninguna película del género que se precie.
Este equilibrio aflora en películas como Kim de la India (Victor Saville, 1950),
donde un jovencito hace amistad con un espía de los ingleses (que es Errol Flynn)
y le ayuda a desentrañar una conspiración para invadir el país desde Afganistán.
La cinta se basa en un relato del mismo título de Rudyard Kipling, publicado en
1901 y donde nace el término «el gran juego». De su pluma saldrían también
numerosas narraciones que serían llevadas posteriormente al cine. Las levantiscas
tribus del norte en sus montañas aparecen también en Revuelta en la India (Zoltan
Korda, 1939), donde un joven príncipe —el amigo bueno de los ingleses— es
ayudado a recuperar su trono, que su malvado tío ha usurpado para iniciar la
insurrección desde la frontera noroeste para expulsar a los británicos. El indígena
amigo de los coloniales también aparece en Gunga Din, (George Stevens, 1939),
que cuenta con un apreciable reparto en el que destacan los tres sargentos: Cary
Grant, Victor McLagen y Douglas Fairbanks Jr. En el film, un aguador indio que
aspira a ser corneta (Sam Jaffe) salva a la tropa de una emboscada a costa de su
vida. (Una desternillante parodia de la escena cumbre es la que protagoniza Peter
Sellers en El guateque). Otro de los títulos imprescindibles del género es Tres
lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935), con elenco de lujo: Gary Cooper,
Franchot Tone y Richard Cromwell. Aquí de nuevo nos vamos a la frontera
noroeste, para relatar el enfrentamiento de un regimiento con un jefe tribal,
Mohamed Khan, que vive agazapado tras el paso de Khyber y está organizando
una sublevación. Los tres héroes cruzan la frontera, o sea, que entran en
Afganistán, para buscar un cargamento de cajas de municiones. En el film, el
Khyber no sólo es una barrera entre dos mundos, sino que opera
transformaciones casi milagrosas: los tres protagonistas lo cruzan camuflados
como mercaderes, que entran en él con dromedarios (o sea, animales de una sola
joroba) y salen llevando camellos (es decir, con dos jorobas). El cine consigue que
el Khyber no sólo sea un accidente geográfico, sino una máquina multiplicadora
de jorobas.
El mitológico Khyber se nos presenta en otra película de aventuras coloniales,
El capitán King (Henry King, 1953; protagonizada por Tyrone Power), en el que un
oficial hace frente con su unidad nativa a Kurram Khan; otro afgano al que se
presenta como un mesiánico con ínfulas de liberador, pero que en realidad es un
tipo taimado y cruel. En el argumento se hace referencia a un hecho histórico y
que dio lugar a lo que se conoció como la rebelión de los cipayos. Todo empezó el
9 de mayo de 1857, cuando 85 soldados nativos, cipayos, del Tercer Regimiento
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de Caballería Ligera fueron castigados en su acuartelamiento de Meerut, cerca de
Delhi, y condenados a diez años de prisión por un delito de insubordinación. Su
falta había sido negarse a hacer la instrucción con unos nuevos cartuchos para los
fusiles «Lee-Enfield». La causa es que las balas debían morderse antes de ser
utilizadas, pero es que habían sido recubiertas con una mezcla de sebo de vaca y
cerdo, y ambos animales eran tabú; el primero para los hindúes y el segundo para
los musulmanes. De una sola tacada, los ingleses consiguieron indignar a los dos
principales grupos religiosos del subcontinente. Cuando los británicos cambiaron
la pátina por grasa vegetal, ya era tarde. Al día siguiente de la ejecución de la
sentencia se inició la revuelta, pues los indios consideraron el hecho como un
ultraje e intentaron expulsar a los ingleses e instaurar de nuevo el Imperio
mongol, para lo cual escogieron a Baahdur Sha, el representante de este linaje,
quien, a tenor de lo que cuentan las crónicas, vivía muy tranquilo y no estaba
demasiado por la labor. Aun así, el motín fue sangriento con episodios crueles
como el cerco de Kanpur, entonces Cawnpore (por cierto, cerca de la frontera
afgana), cuando la guarnición y sus familias fueron exterminados. El líder de los
rebeldes, Nana Sahib, les prometió un salvoconducto, al igual que lo que ocurrió
en Kabul en la guerra afgana, pero cuando subieron a las barcas para marcharse
por el río dejando el fuerte, fueron acribillados. Los que sobrevivieron a esta
primera masacre fueron llevados de nuevo a la ciudadela y ejecutados.
Este levantamiento también fue recogido en otras dos películas, pero
adaptado al guión. En Rifles de Bengala (László Benedek, 1954; con Rock Hudson),
se revive el episodio de los cartuchos; mientras que en La carga de la brigada ligera
(Michael Curtiz, 1936) se parte de la masacre de Kanpur para terminar un ciclo de
venganza en la guerra de Crimea, pues el culpable de la carnicería se ha aliado con
los rusos y es alcanzado allí por la mano de un superviviente, que le ajusta las
cuentas. De paso, sirve para justificar la suicida carga de los lanceros ingleses en
la batalla de Balaclava, en la guerra de Crimea, inmortalizada por el poema épico
de Alfred Tennyson y la pintura de Richard Caton Woodville, pero considerada
como una de las más impresentables estupideces militares. Balaclava fue uno de
esos instantes de suprema sandez bélica: el 25 de octubre de 1854, se ordenó a la
brigada ligera avanzar por una llanura contra las posiciones enemigas,
fuertemente artilladas. De los 600 hombres lanzados contra los cañones y fusiles
enemigos sólidamente atrincherados, tan sólo sobrevivieron 185, que debieron
retirarse.
El cine de aventuras coloniales que tuvo como protagonista a Inglaterra no se
circunscribió a la India. El Sudán también tuvo su parcela. El conflicto en este país
africano tuvo diversas etapas, pero cinematográficamente se limita a dos. La
primera, revisada en la caída de la capital, Jartum, a manos de las huestes de Al
Mahdi; la segunda, la expedición de Herbert Kitchener.
Charlton Heston es el protagonista de la primera epopeya, que gira en torno a
la muerte del general Charles Gordon. Este hombre, que había peleado en Crimea
y en China, fue contratado por el pacha de Egipto como gobernador del Sudán.
Las cenizas del general abonaron las tierras de un país extranjero, lejos de las
soleadas costas africanas que le vieron nacer, y un manto de silencio cubrió su
memoria durante siglos. Podemos imaginarnos los últimos minutos del otrora
gran caudillo de un ejército invencible, que llegó hasta la patria de sus enemigos,
infundiéndoles un miedo que ya no volverían a conocer hasta el final del Imperio.
Podemos evocarlo mustio, viejo, apesadumbrado, sabiendo que era la hora de su
definitivo ocaso. Si cerramos los ojos, podemos verle con su mirada perdida en el
infinito, tal vez como si sintiera por última vez el calor del Mediterráneo;
taciturno, marchito, escuchando las voces de los compañeros, amigos y familiares
que le precedieron. Podemos contemplar las arrugas que surcan su rostro ahora
melancólico, mientras repasa sus actos y se pregunta qué habría ocurrido si
finalmente asalta Roma. Está apenado, afligido, oyendo los pasos que se acercan,
pero también podemos advertir toda su majestuosidad, su dignidad, cuando, en
el momento supremo, Aníbal, el cartaginés, lleva el veneno a su boca y prefiere
morir libre y orgulloso antes que humillado y cautivo.
Si hay una figura trágica en la Antigüedad es la de Aníbal, el estratega
cartaginés que estuvo a punto de cambiar la historia con la punta de su espada.
Venció en todas sus batallas menos en la decisiva, la que le costó la guerra, y a la
postre su derrota fue la ruina de la ciudad. Perseguido con encono por los
romanos y abandonado a su suerte por su ciudad, Cartago, Aníbal terminó sus
días solo y triste en la lejana corte del rey de Bitinia, un país encajonado entre el
mar Negro y el de Mármara, prácticamente en los confines de la civilización,
donde únicamente la ponzoña privó a los romanos de su victoria definitiva. Pero
ni en su muerte fue perdonado o reconocido por los suyos ni por sus enemigos.
Tras su mutis por el foro, quienes no le pudieron doblegar le quisieron condenar a
vagar por el país de los extraviados. Sus hazañas quedaron en los anales, pero su
auténtica dimensión se quiso reducir, olvidar y enterrar en beneficio de todas las
virtudes del Imperio que estaba asomando en el horizonte. Porque tras la
cabalgata de Aníbal por la historia hay conceptos que aparecen, prácticamente,
por primera vez. El primero, guerra mundial, pues en la Segunda Guerra Púnica,
conocida como la guerra de Aníbal, se vieron implicadas prácticamente todas las
potencias del Mediterráneo, y su colofón tuvo la consecuencia de que el
expansionismo de Roma ya no tuviera freno. El segundo, genocidio, pues su
ciudad apenas le sobrevivió un siglo y fue arrasada a conciencia por las legiones;
sus murallas derribadas y sus campos convertidos en eriales tras ser cubiertos con
sal. Si algo así hubiera ocurrido en los últimos dos siglos, hablaríamos sin ambages
Seguramente usted, igual que yo, cuenta los años partiendo del nacimiento de un
personaje llamado Jesús. Que le pongan tu nombre a una calle de tu pueblo ya es
difícil, así que si sirves de referencia para dividir el calendario, tienes que haber
sido muy importante. Jesús es una de las pocas personas que han cambiado la
historia, y, al contrario que otros cuyas vidas han quedado narradas en los libros,
su única arma fue la palabra: no conquistó territorios, no venció en batallas, ni
siquiera descubrió nuevos mundos. Y, pese a su trascendencia, es bien poco lo
que sabemos del Jesús histórico, hasta el punto de que hallar su rastro se
transforma en una tarea detectivesca. Él no dejó nada escrito; ni siquiera
conocemos su aspecto físico y, aunque el verbo fue su herramienta, empleaba un
lenguaje bastante críptico, a decir verdad. Durante siglos ha sido tal el
desconcierto acerca de su persona que incluso hubo quien dudó de su existencia
real. Sin embargo, hoy en día parece temerario no aceptar que en el siglo I de
nuestra era habitó en Galilea, una pequeña y lejana región del Imperio romano, un
hombre conocido como Jesús de Nazaret; un predicador errante que fue
detenido, juzgado y crucificado debido a su revolucionario mensaje.
Actualmente, la búsqueda del Jesús histórico es una disciplina que ocupa a
numerosos eruditos, teólogos e historiadores, pero tampoco es una
preocupación muy antigua. Hasta la época de la Ilustración bien poca
trascendencia tenía quién fue, cómo vivió y de qué forma discurrió la existencia
de Jesús, el Nazareno; lo que importaba era lo que había dejado tras de sí: un
legado fundamentado en el Reino de Dios y en el amor al prójimo. Sin discutir la
fórmula, los ilustrados se lanzaron en busca del rastro del hombre que vivió en
Galilea. Desde entonces, decenas de libros y cientos de artículos se han escrito
para buscar respuestas. Hoy, en la era de las comunicaciones, es posible
encontrar numerosos sitios de Internet donde se dan claves para las numerosas
preguntas que se plantean.
De todas maneras, las dudas no están resueltas y así, el que comienza a
hurgar en la cuestión con la mente en blanco, se va a llevar numerosas sorpresas.
Por ejemplo, si se acude a la Enciclopedia Británica —considerada como la más
seria y reputada en su especie— nos encontramos con el primer sobresalto para
los legos. Dice en su entrada «Jesucristo»: nacido en el año 6 a. C. y muerto en el
30 d. C. en Jerusalén. Y entonces nos damos cuenta que las piezas empiezan a no
encajar, porque según la tradición el año 1 es el de su nacimiento y fue crucificado
a los 33 años, mientras que el conocimiento enciclopédico retrasa seis años el
natalicio y señala que murió a los 36. Así que, desde el principio, costumbre e
Ser un mito tiene sus ventajas. La principal, que el hombre queda desprovisto de
sus defectos y sólo trasciende su grandeza, su carácter épico. Pero no muchos
tienen derecho de entrada a este mundo donde no cuenta cómo fueron, sino
cómo se les evoca. De hecho, ni siquiera importa si ellos algún día existieron.
De las brumas de las islas Británicas y de una época oscura nos llega uno de
los grandes mitos de la humanidad, el del perfecto caballero: Arturo, rey de
Camelot, príncipe de la Tabla Redonda; el hombre para el cual el buen gobierno, la
amistad y el honor fueron más importantes que la propia vida o su matrimonio, y
que acabó entregando su último aliento por no renunciar a sus ideales.
Arturo es un personaje moldeado durante siglos de leyendas, canciones y
literatura, para acabar conformando un mundo mágico donde el rey es perfecto.
Y eso que, mirándolo fríamente, al personaje no le faltan ni uno sólo de los
adornos de un moderno culebrón. Porque, de forma poco ortodoxa, pero cierta,
la historia puede resumirse así: su padre se prenda de la mujer de otro, a la que
seduce disfrazándose de marido con ayuda de un trotaconventos que va de
mago. Fruto de la noche de engaño nace un niño, que es entregado al Celestino
que favoreció el adulterio y que se encarga de educarlo. El mozo, al primer
despiste, le hace un bebé a su hermanastra y luego se casa con la más guapa del
barrio que, para redondearlo, le es infiel con su mejor amigo. Por último, el
protagonista muere tras una pelea con su hijo, que también es su sobrino, y que
se quiere quedar con toda la herencia familiar.
Como se ve, a la historia no le falta nada: sexo, adulterio, ambición y falta de
escrúpulos; y aún así el resultado es un panegírico al amor, la amistad y el honor.
Porque Arturo, finalmente, simboliza la esperanza de un pueblo por contar con
un buen gobernante, hasta el punto que, durante siglos, es esgrimido como
excusa por los reyes de Inglaterra para justificar el derecho al trono.
Nuestro Arturo es un personaje legendario, que se va transformando con el
devenir de los siglos. Avanza de balada en balada, de verso en verso, de novela en
novela, de película en película hasta convertirse en lo que conocemos: un mito,
que se ha ido adornando de unas virtudes universales y que ha ido echando por la
borda todas aquellas cosas que le harían antipático a nuestra vista. Y el principal
de sus ornamentos es esa vena trágica que le hace perdonar la infidelidad de su
esposa, la traición del amigo, la defección de parte de sus caballeros y el odio de
su sobrino-hijo, y que causa que en la muerte encuentre una victoria y que la
esperanza de su regreso sea la ilusión de un pueblo, que desea el buen gobierno,
la paz y la justicia. Puede que no haya otro arquetipo en la historia del hombre
El cuadro nos muestra un hombre que exhibe una sonrisa pícara que invita a la
proximidad, a la conversación. Aunque viste los ropajes que denotan su empleo
oficial en la ciudad de Florencia (que se vislumbra como fondo de la tela), su
aspecto es más bien vulgar, lejos de la gravedad de los grandes hombres de su
tiempo, que en sus retratos aparecen serios, hoscos, peligrosos. Parece mentira
que el protagonista del lienzo sea uno de los personajes más famosos y
denostados de la historia, sobre todo si tenemos en cuenta que es por algo que
nunca dijo y que nunca hizo: que el fin justifica los medios. Nicolás Maquiavelo se
pasó la vida escrutando a los hombres en busca de un príncipe, pero de una
forma distinta a la que lo hacían la mayoría de sus contemporáneos. Él no quería
un caudillo poderoso para cobijarse bajo su sombra, ni un tirano para beneficiarse
de su despotismo: perseguía al líder que liberara y unificara una Italia libre de las
disputas de potencias extranjeras. Maquiavelo era un intelectual y un patriota,
cuyo sentimiento iba más allá de su Florencia natal y que abarcaba a toda la
Península. Y también un progresista, porque su príncipe debía alcanzar su
condición más por méritos propios que por linaje, y tenía que comandar la nave
de una república popular, que para él era muy superior a las instituciones
oligárquicas. Ése era Nicolás Maquiavelo, el florentino, autor de un libro que se
convirtió en manual de la ciencia política, El Príncipe. Hemos citado tres
condiciones del personaje, pero falta una cuarta. Fue una de las figuras más
emblemáticas de su tiempo por la agudeza de sus observaciones y por su
inteligencia, para muchos malvada, pero a la postre un fracasado, porque sus
observaciones cayeron en saco roto y él terminó marginado, triste y amargado,
sin que se alcanzaran los objetivos que guiaban sus propósitos. Este libro se inicia
con Aníbal, el cartaginés, y termina con Maquiavelo, el florentino, y es que a
ambos les une un destino trágico: su derrota personal presagió la ruina de sus
ciudades.
Conocemos el aspecto de Nicolás Maquiavelo gracias al retrato pintado por
Santi di Tito que se guarda en el palacio Vecchio de Florencia. Uno de los
biógrafos más sobresalientes del político renacentista, Marcel Brion, le ha
descrito físicamente como «hombre endeble, feo y menudo» y la verdad es que
su imagen no impresiona especialmente, pero nos llama la atención esa sonrisa
pilla que nos revela aspectos de su carácter: los de un hombre que se bebía la vida
a sorbos, disfrutando de ella a cada momento. Era un escritor apasionado, era un
ser poseído por la pasión de la política, era un mujeriego y un juerguista de tomo
y lomo y era un fanático de su trabajo, que desempeñó a plena satisfacción de
El golfo de Urabá está muy lejos del delta del Nilo, tanto como la ciudad de
Chigorodó de Tebas o Menfis. Chigorodó se halla en Colombia, un país de relativa
reciente creación; se ubica en el departamento de Antioquía, cuya capital,
Medellín, fue tristemente famosa por ser punto neurálgico del narcotráfico. Para
ver Tebas y Menfis hay que ir a Egipto, una de las naciones más antiguas del
planeta y hoy uno de los centros turísticos más importantes del mundo. Con tan
poco que ver, ¿por qué un ciudadano de Chigorodó quiere llamarse Ramsés y ser
enterrado en un sarcófago?
Pues es así. En Chigorodó vive un hombre llamado Ramsés Escobar, licenciado
en derecho, notario, y que heredó de su padre la pasión por la egiptología. Así lo
explicó en su edición del 28 de abril de 2006 el periódico bogotano El Tiempo,
donde relató que su progenitor, un hombre sencillo y autodidacta, se apasionó
tanto por el país del Nilo que quiso imponer a su vástago el nombre de uno de los
faraones, lo cual no fue fácil: el cura de su pueblo se opuso con el argumento de
«¿Cómo le vas a poner así, si Ramsés II fue un faraón muy malo?», de manera que
tuvieron que buscar a un sacerdote a quien no importara la negra reputación del
egipcio.
A Ramsés II, el de Chigorodó, no sólo le quedó el nombre, sino también el
entusiasmo por la egiptología. Le puso a uno de sus hijos Mayet (como la
descendiente del dios Ra) y Seti Keops a otro. (Hay tres más, pero éstos tienen
nombres más corrientes: Valeria, Juan Pablo y Carolina). Después ha completado
el círculo y le ha encargado a un artista local que le confeccione un sarcófago de
madera, de dos metros, setenta kilos de peso y decorado con un escarabajo y un
águila; quiere que, cuando deje este valle de lágrimas, su cuerpo se vele como si
de un monarca egipcio se tratara y recibir una sepultura similar a la de un faraón.
Lo más gracioso es que Ramsés II de Chigorodó jamás ha estado cerca del Nilo. La
periodista del diario colombiano escribió en su reportaje sobre el notario que
«jamás ha viajado a Egipto, pero se lo imagina como esa tierra llena de mitos de la
que les hablaba su papá a él y a su hermano» (que, por cierto, se llama Osiris).
El candidato a faraón de Urabá no es un caso único en el mundo: todos los
países tienen entre sus nacionales auténticos devotos de Egipto; tierra de
conocimientos ancestrales, obras arquitectónicas que aún hoy quitan el hipo y
relatos en los que se entremezclan lo histórico con lo esotérico. De hecho, si
atendiéramos a determinadas producciones del cine, Egipto es un país poblado
por momias que se levantan a la mínima que alguien murmura frases sin sentido,
Si de usted dijeran que por donde pasa no crece la hierba, segura mente quedaría
inhabilitado para encontrar empleo como jardinero, pero sería una fantástica
carta de presentación como caudillo militar y conquistador implacable. Como
Atila no quería plantar árboles, esta mala reputación le fue de gran utilidad,
aunque no fuera cierta. La publicidad y la propaganda son armas de la política
occidental, pero fueron usadas con enorme habilidad por este hombre que llegó
del Este, y que amenazó y socavó definitivamente los cimientos del Imperio
romano, afectados ya de una galopante aluminosis. No fue él quien puso punto y
final a la historia de Roma, pero sí quien inició la redacción del último párrafo de
su biografía, protagonizada por unos mediocres emperadores. Los eruditos
modernos discrepan de la leyenda de Atila, que si bien es cierto que fue un
caudillo sin escrúpulos a la hora de la batalla, también fue un dirigente perspicaz,
un político inteligente y un líder que, lejos de la sevicia y zafiedad que le atribuyen
numerosos cronistas, amaba la cultura y detestaba los excesos.
Las noticias sobre Atila son contradictorias desde el inicio, hasta el punto de
que no es sencillo discernir cuándo arranca el mal predicamento que acompaña al
capitán de los hunos. Pero ¿en realidad fue tan infame? Pues a primera vista ya
observamos que su mala fama decrece cuanto más hacia el este nos
desplazamos. Para los romanos fue el azote de Dios, pero en Hungría es un héroe
nacional. Lo cierto es que hubo contemporáneos suyos que le igualaron y hasta le
superaron en maldad. Incluso que fueron mejores militares; sin ir más lejos,
Alarico entró en Roma y él no, pero la leyenda negra del siglo V de nuestra era
recayó en Atila. Actualmente se estima que su turbio prestigio no le desagradaba
y que incluso lo utilizaba como un arma psicológica que le permitía disminuir la
resistencia a su paso y reducir sus pérdidas humanas, como siglos después haría
otro asiático surgido de las estepas y del que ya hemos hablado: Gengis Kan.
Más allá de los tópicos, hay datos objetivos que muestran que Atila está lejos
de ser el garrulo sanguinario que presentan los cronistas occidentales. Por
ejemplo: en tan sólo ocho años —lo que duró su reinado, dos modernas
legislaturas políticas— construyó un imperio que, partiendo de la moderna
Hungría, se extendió del Báltico a los Balcanes y del Rin al mar Negro. Y, puestos a
desmontar clisés, lo de que por donde pasaban los suyos no crecía la hierba —
frase brillante para decir que no dejaban piedra sobre piedra— es falso, pues
sabía muy bien que es posible que tuviera que regresar por el mismo camino y
necesitara pastos para sus caballos y comida para sus tropas. Unos ejércitos que,
En el año 711 de nuestra era, los árabes pusieron fin al reino visigodo de Toledo y
también a una tortura de los estudiantes españoles del siglo XX: finiquitar la lista
de reyes que debían memorizarse en la asignatura de historia; treinta y tres
nombres, algunos de ellos ciertamente peculiares, que debían aprenderse ante la
posibilidad de que un profesor se interesara por ellos y los preguntara en un
examen. El desembarco de los contingentes musulmanes en la Península dio
inicio a los ocho siglos de dominación islámica de Hispania y también fueron la
semilla de mitos y leyendas que han trascendido hasta el presente, con
personajes como Tariq, Rodrigo, Pelayo o intervenciones fantásticas de santos en
batallas, que dieron lugar a la épica de la Reconquista y de la formación de
España. Una epopeya que cuenta con episodios tratados con desmesura en
distintas épocas, deformados en la literatura y en las enseñanzas oficiales, usados
políticamente y que la moderna historiografía tiende a situar en su justa medida.
El fin del Imperio romano dio paso a unos siglos que en distintos lugares de
Europa son considerados como años oscuros, debido a la carencia de fuentes, en
que los datos se envuelven y adornan con rumores y se dan caracteres épicos a
los hechos de diferentes personajes que no tuvieron quizás la intención de ser tan
trascendentes. Pasó en la Inglaterra artúrica, como ya hemos visto, y en la España
visigoda. Pero vayamos al principio.
Ya se ha relatado cómo la aparición de un caudillo llamado Atila por el este del
continente motivó migraciones de pueblos que presionaron al Imperio romano.
Una de estas tribus era la de los visigodos, quizás los bárbaros más romanizados,
que tras instalarse dentro de las fronteras del Imperio tuvieron sus más y sus
menos con los romanos, solventados en la batalla de Adrianópolis. Luego se
aliaron con los latinos y dieron cuenta de los hunos en los Campos Cataláunicos.
Pero el Imperio romano de Occidente estaba herido de muerte, y el certificado de
defunción lo firmó un rey visigodo llamado Alarico, que en el año 410 saqueó
Roma. Luego pasaron a la Galia y finalmente entraron en la provincia de Hispania,
donde se asentaron, creando una monarquía que se prolongaría durante unos
trescientos años, y cuya principal capital fue Toledo.
Tras Alarico se inicia la tremenda lista, compuesta por treinta y tres nombres,
terror de los bachilleres. ¿Por qué? Pues porque era algo que debía memorizarse y
no era tan sencillo. Otra vez: ¿Por qué? Pues vean: la alineación de la monarquía
goda en España es la siguiente: Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodorico, Turismundo,
Teodorico II, Eurico, Alarico II, Gesaleico, Amalarico, Teudis, Teudiselo, Agila I,
Le llamaron «Corazón de León» por su coraje y arrojo, pero también habrían sido
oportunos otros sobrenombres. Por ejemplo, «el Ausente», pues de diez años de
reinado apenas pasó uno en casa, vigilando el huerto. El resto lo dedicó a hacer la
guerra por aquí y por allá. Por ejemplo, también lo podrían llamar «el rey de
Mamá», pues bien apegado estuvo a ella, mientras que a su padre le hizo la vida
imposible. Lo cierto es que Ricardo I de Inglaterra fue un monarca contradictorio,
intrépido, a veces cruel, otras soberbio, siempre valiente, dominado por sus
pasiones (más que probablemente homosexuales) y permanentemente en
combate. Hemos visto cómo en otros casos la leyenda negra cubre a un
personaje, ocultando sus virtudes, como ocurre con Atila o Gengis Kan. Pues bien,
en Ricardo sucede todo lo contrario: el mito, la novela y el cine se han apoderado
de la biografía y han convertido a Ricardo en el paradigma del rey caballero
andante, de la cortesía, de la nobleza y de la reconciliación de un pueblo. Y,
ciertamente, no hay para tanto.
Vino al mundo nuestro protagonista en Oxford, el 8 de septiembre de 1157, en
el seno de una familia que merece muchas definiciones, pero por lo menos una:
eran todos de carácter fuerte. El padre fue Enrique II de Inglaterra y la madre
Leonor de Aquitania. Descendiente directo del conquistador normando de
Inglaterra, Guillermo, pertenecía Enrique a la familia Plantagenet y dentro de ellos
a los llamados Angevinos, pues eran duques de Anjou. Enrique II, a pesar de que
tuvo que rendir vasallaje a Luis VII de Francia, fue uno de los soberanos más
poderosos de su tiempo, que gozaba tanto directamente como por matrimonio
de amplios dominios en el continente, y también un tipo de cuidado, que tuvo
que afrontar peligros y problemas de toda índole, y en cuyo debe cabe anotar el
asesinato de su amigo y obispo Thomas Becket, motivado por la pugna desatada
por limitar el poder de la Iglesia en la islas Británicas. Su madre, Leonor, merece
un par de líneas. Fue el mejor partido de su época y también una mujer de rompe
y rasga que alteró todos los patrones femeninos que imperaban. Primogénita de
Guillermo, duque de Aquitania, uno de los señores feudales franceses más
notables, fue tutelada por Raimundo de Toulouse, con quien siempre tuvo una
gran relación, incluso demasiado estrecha y próxima, según algunos
historiadores, y de él adquirió la pasión por la poesía trovadoresca, la música, las
novelas de amor cortés y caballerías, el baile y el vino. No era una chica común y
estaba encaminada a los más altos destinos, y así se casó con Luis VII, rey de
Francia, un hombre austero de corte estricta, donde una personalidad como la de
He aquí un hombre que un día salió de casa en Venecia diciendo que iba a
comprar y regresó veinticuatro años después. Algunos, incluso, pensaron que
estaba muerto, pues no habían tenido noticias de él. Volvió hecho un tártaro; con
el aspecto cambiado, vistiendo ropas extrañas y hablando con un acento muy
raro. Cuando le preguntaron: «hijo mío, pero ¿dónde has estado?», contestó que
se había puesto a caminar y que, andando, andando, había llegado a China. Pues
vean, no sólo no le pusieron las maletas en la puerta, sino que se convirtió en una
celebridad local por las historias que contaba. Sus viajes quedaron recogidos en
un libro, escrito en prisión, que se convirtió en un éxito editorial. El personaje se
llamaba Marco Polo; para unos el emblema de los viajeros, para otros un farsante,
pero para todos el hombre que abrió las puertas de Oriente a Europa.
Dice John Lamer que Marco Polo es uno de los personajes de los siglos XIII y XIV
de los que todo el mundo ha oído hablar. Yo creo que se puede decir aún más.
Marco Polo es uno de los pocos que tienen acceso al Olimpo de las celebridades
de cualquier tiempo y del que casi todos los hombres, de cualquier época y de
prácticamente cualquier latitud, han oído hablar. Y eso que su biografía suscita
dudas. Pero Marco Polo es uno de los más grandes viajeros de la historia. (¿O
no?). El veneciano (¿o croata?) dejó uno de los libros de viajes más interesantes
que jamás se han escrito (¿O copió otros textos que había conocido?). La verdad
es que da igual cuál sea la respuesta a estos interrogantes. ¿Honrado o farsante?
¿Impostor u honesto? ¿Fabulador o sincero? Es lo mismo, porque lo importante de
un viaje no es simplemente ir, sino volver y contarlo para que otros puedan
aprovechar las experiencias de los pioneros. (Si no, que se lo pregunten a un tal
Cristóbal Colón). Y ésta es la trascendencia de Marco Polo: antes de él, la ruta
entre Occidente y Oriente era un abismo; tras su Libro de las maravillas, una
autopista señalizada.
Lo cierto es que no pocos enigmas rodean la figura del ilustre aventurero.
Para empezar, se desconoce el día y el mes de su nacimiento; y en cuanto al año,
se estima como lo más verosímil que fue 1254. Tradicionalmente se acepta que es
veneciano, pero últimamente a este postulado se ha unido la posibilidad de que
en realidad fuera croata, natural de Korčula, una isla en el Adriático frente a las
costas dálmatas. Los puristas pueden afirmar que en realidad este detalle añade
poco a la historia, porque en aquellos tiempos Korčula pertenecía a los dominios
de la ciudad de los canales, pero la circunstancia no deja de ser curiosa, y hasta la
prestigiosa Enciclopedia Británica tiene en cuenta esta hipótesis.
Ocurrió en 1816, que en los anales se conoce como el año sin verano, y fue una de
las veladas literarias más famosas. Después de cenar, el grupo se retó a ver quién
conseguía escribir la historia más terrorífica posible y se retiraron a dormir. Sus
sueños alumbraron dos personajes literarios asombrosos. En los días siguientes
ya andaban por la casa Frankenstein, el hombre hecho de retales, y el vampiro, el
no muerto que chupa sangre compulsivamente. El primero era totalmente
imaginario, pero el segundo se fundamentaba en una leyenda que se sitúa en la
Europa del Este, pero que es tan antigua como cualquier civilización: la del ser
que busca en las venas ajenas la fuente de la vida eterna. Hoy tiene un nombre
propio, Drácula, basado en un personaje real que, curiosamente, jamás mordió un
cuello, pero cuya crueldad traspasó fronteras. Se llamaba Vlad Tepes, y su apodo
da idea de sus poco refinadas costumbres: «el Empalador».
El 11 de abril de 1815 explotó el volcán Tambora, que está en la isla de
Sumbawa, en Indonesia. Fue una de las mayores catástrofes naturales registradas
hasta entonces. En horas, la isla quedó cubierta por un manto de cenizas de más
de dos metros de espesor que aniquiló a todos sus habitantes. Después, un
tsunami arrasó todo lo que encontró a su paso, dando cuenta de 88 000 almas
del país. (Parece irónico, pero hoy Sumbawa es famosa, entre otras cosas, por sus
olas: es uno de los paraísos de los practicantes de surf). En aquellos tiempos, muy
pocos europeos sabrían dónde estaba Indonesia y los efectos globales del clima
era una disciplina desconocida. Europa estaba ocupada en otras cosas,
principalmente en ver cómo se organizaba tras las guerras napoleónicas, que
habían culminado el 18 de junio con la batalla de Waterloo y el exilio de Napoleón
a Santa Elena. De manera que nadie relacionó que las cosechas de 1816 se
retrasaran o perdieran y que el estío fuera anormalmente frío, salpicado de lluvias
y tormentas eléctricas, con una erupción volcánica en Sumbawa. Y, sin embargo,
la causa de tan anormal climatología estaba en un lugar tan distante como un
pequeño punto del océano índico.
Ellos no lo sabían, pero el mal tiempo de aquel mes fue provocado por un
volcán indonesio. En Villa Deodati, en Ginebra, a orillas del lago Lemans, el grupo
pasaba el tiempo como podía. Era una casa con regusto intelectual, pues allí moró
John Milton. En junio de 1816, en el año sin verano, confluyeron Lord Byron, su
amante, Claire Clarement, la hermanastra de ésta y su esposo, Mary
Wollstonecraft y el poeta Percy Bysshe Shelley, y el médico personal del noble,
John Polidori. La noche del 16 de junio, mientras fuera caía una lluvia torrencial, a
He aquí un hombre que lleva quinientos años seguidos siendo noticia: Cristóbal
Colón. Tanta es la expectación que despierta su figura que, para saber de él, un
ciudadano medio no tiene necesidad de acudir a las bibliotecas: no hay mes que
periódicos, revistas, emisoras de televisión o de radio no se preocupen de aportar
nuevos datos a su crónica. A lo mejor es por su contradictoria personalidad y por
las enormes lagunas que salpican su biografía. Colón fue un marino excepcional,
un fenómeno de los mares, pero también un tipo enigmático, faceta que él y los
suyos cultivaron sin ninguna vergüenza. En él todo estaba rodeado de un halo de
misterio, siendo el principal su lugar de nacimiento, algo que se disputan
numerosas ciudades y países, y siendo incluso un problema político más que un
rompecabezas histórico. Pero hay más. Véase: ¿cuál era su origen?, ¿qué hizo los
primeros años de su vida?, ¿ya sabía dónde estaba América cuando partió de
Palos?, ¿dónde están sus restos mortales? Cristóbal Colón, navegante fuera de
serie, es un personaje intrigante, pero cualquier pueblo quiere ser su cuna,
porque él cambió el mundo y demostró que lo importante de los viajes no
solamente es ir, sino que lo trascendente es volver y contarlo.
Porque, en la actualidad, ya nadie se cuestiona que Colón no fue el primero en
llegar a América. Existe la leyenda de que una galera romana, perdida en el
océano, dio con su proa en el nuevo continente. Teorías más recientes apuntan a
que el almirante chino Zheng He habría arribado con su flota allí en 1421. Si Colón
era un sujeto peculiar, el almirante chino no le andaba a la zaga. Medía casi dos
metros, era chino, era musulmán y era eunuco. En el siglo XV hizo siete viajes de
Asia a África al mando de una flota tan enorme como su país: 300 naves y 28 000
personas. En 2003, el comandante de submarinos británico retirado Gavin
Menzies publicó un libro en el que aseguraba que He dobló el cabo de Buena
Esperanza y llegó a América setenta años antes del descubrimiento oficial. Pero,
de ser verdad, la proeza sería víctima de la misma idiosincrasia que el resto de sus
exploraciones: no son pocos los eruditos que señalan que, en realidad, la flota no
tenía como misión los descubrimientos, sino enseñar al mundo la magnificencia
del imperio celestial, causa por la cual, en sus entrañas, los barcos llevaban
regalos para repartir, en lugar de espacio para almacenar cosas que llevarse.
Aún antes que Zheng He se desarrollaron los intentos vikingos por instalarse
en América del Norte, que están documentados y plenamente aceptados como
verídicos por la comunidad de los historiadores. Los vikingos siempre han tenido
Hay quien apuesta porque la ciencia será la filosofía del siglo XXI. En principio, el
método tiene sus ventajas: sirve para solucionar problemas tangibles, que nos
afectan directamente a todos, y sus postulados se someten a concienzudas
revisiones. No es que sea un sistema infalible, pero en principio sus supuestos son
sometidos a examen y sustituidos sólo en la medida en que otros se demuestran
mejores. Pero en tan sesudos procedimientos también se infiltran fulleros;
farsantes que abren vías de agua como catedrales en la confianza en la ciencia
como camino para mejorar nuestras vidas. Y, como los medios de comprobación
son exhaustivos, los engaños son de órdago, aunque a veces sorprenden por la
simplicidad del tramposo.
En febrero de 2004, el surcoreano Hwang Woo Suk anunció al mundo que
había conseguido la clonación humana a partir de embriones donados por una
paciente, lo cual abría un nuevo camino para trabajar con células madre. Nacido
en Buyeo (Corea del Sur) el 15 de diciembre de 1953, Hwang era un científico
peculiar. Se había doctorado en veterinaria y tuvo un éxito inicial, al clonar un
perro al que llamó Snuppy, pero era una persona que, en principio, trabajaba lejos
de los centros mundiales que en aquel momento estaban a la cabeza del
descubrimiento que anunció, publicado en la revista «Science», que viene a ser la
piedra filosofal de los científicos: todo aquello que toca se convierte en
verdadero. En meses, Hwang y su equipo pasaron de ser unos desconocidos a
convertirse en figuras mundiales, el George Clooney de la investigación: todas las
tribunas se disputaban su presencia y los auditorios se llenaban para escuchar las
enseñanzas del nuevo profeta de la clonación. En una conferencia, en Brasil,
desveló la fórmula de su éxito: que era coreano, pero trabajaba como un chino. Él
y los suyos se habían puesto al frente de la investigación en células madre porque
curraban sin descanso los 365 días del año, sin tener en cuenta los festivos, y todo
ello para «servir gratuitamente» a la ciencia, sin tener en cuenta la nacionalidad
de los investigadores.
Los estudios de Hwang llevaron de nuevo a primera página el debate de hasta
dónde debe llegar la investigación médica y la manipulación genética, pero la
polémica duró poco, hasta que fue sustituida por una pregunta: ¿cómo había
podido pasar algo así? Porque el 6 de marzo de 2006, el ya compungido científico
admitió en público que era el responsable de un colosal fraude, de un engaño,
pues había manipulado los datos de su obra y los había falsificado para que
parecieran verdaderos. En horas, Hwang Woo Suk pasó de ser un zahorí de los
Todos los timadores tienen una habilidad: huelen la avaricia del que puede
convertirse en su víctima. Sólo así se entiende que alguien pague un precio de risa
por una obra de arte; que por una magra compensación te cambien un billete de
lotería premiado o que inviertas tus ahorros en empresas de mucha fachada pero
nulo contenido, que prometen rentabilidades que triplican el mercado oficial.
Además, hay engaños que precisan de envolverse en un halo de misterio, porque
así se aumenta la codicia del que va a ser embaucado. Eso ocurrió en el año 2004
en un hotel de Israel, cuando en una enigmática cita un intermediario ofreció una
de las piezas más codiciadas por los arqueólogos del país: una losa del Templo de
Salomón; el lugar donde predicó Jesús de Nazaret y que había desaparecido
desde que las legiones de Tito lo arrasaran en el año 70 de nuestra era.
(Debemos precisar que los israelíes se tomaron con calma el posible hallazgo,
prudencia que estaba más que justificada; no podían empezar a excavar de
buenas a primeras porque la cuestión no era simplemente un problema
arqueológico, sino también político: encima de donde debía estar el templo
también se halla la Gran Mezquita, y cualquier trabajo en ese lugar podría
desencadenar un conflicto).
La tabla era una piedra ennegrecida con una inscripción relativa al templo. Las
primeras verificaciones confirmaron que, efectivamente, era una pieza de gran
antigüedad. Incluso se averiguó dónde la había encontrado el vendedor: en un
campo relativamente cercano al solar de interés arqueológico. Sin embargo, un
lingüista dio la primera voz de alarma: en efecto, la lengua en que estaba escrito
el texto sobre la reliquia era hebreo arcaico; todo, excepto una palabra, que había
cambiado completamente su sentido, de manera que si en la actualidad significa
construir, en la antigüedad quería decir destruir, y en el contexto de la frase de la
piedra no tenía sentido.
El asunto pasó a manos de otros especialistas (químicos, geólogos), que
finalmente desentrañaron el embuste gracias a unos animalitos microscópicos: en
la piedra había fósiles de foraminíferos, unos bichos que tan sólo habían morado,
antes de convertirse en parte de la roca, cerca del mar, y el agua salada está lejos
de Jerusalem El Templo de Salomón está perdido, que no es lo mismo que no
saber nada de él. Por ejemplo, es seguro que nunca se levantó en la costa. En
consecuencia, era una falsificación; muy elaborada, pero una trampa absoluta.
Los fulleros habían sido cuidadosos, aunque habían cometido un fallo. Su trabajo
más refinado fue elaborar una pátina con que recubrir la supuesta reliquia, a fin
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(Para la elaboración del libro también se han utilizado artículos de las revistas
Historia y Vida, Historia National Geographic, La Aventura de la Historia e Historia 16;
artículos de la prensa diaria y sitios de Internet).