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Eremitismo Urbano

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Eremitismo urbano actual: ¿Pseudo- monaquismo o Carisma particular?

1. A modo de presentación

Las líneas que surgen a continuación no pretenden ser un artículo de orden académico,
sino recoger algunos elementos de reflexión en torno a la experiencia de vida personal,
bajo una forma que he mantenido por más de una década, en la búsqueda de dar
respuesta a lo que se ha sentido, es una llamada del Señor.

En tal sentido, si bien he seguido algunos textos, que se inscriben dentro de la rica
producción en torno a la experiencia monástica, la pretensión no es en algún modo hacer
apología, sino simplemente compartir, esperando que, entre líneas, se asome algún rasgo
que pueda serle útil, a otras personas que viven algo similar, o estén en la búsqueda de
algo parecido.

Ya hermosamente, el P. Pierre Marie Delfieux, fundador de las Fraternidades Monásticas


de Jerusalén, ha hecho un compendio de la Espiritualidad Monástica Urbana, en su texto
“Un camino monástico en la ciudad”. Lo que aquí voy a compartir, no añade nada nuevo a
lo consignado en el libro del P. Delfieux, sino que teniéndolo como texto base, intentaré
leer algunos rasgos desde la perspectiva eremítica.

2. “Hay de mí desterrado en Masac”

Siempre han existido monjas y monjes, en los diferentes momentos de la historia y en las
diversas religiones, aunque la institución del “monaquismo” como tal, obedezca a un
determinado hito histórico y la perspectiva desde la cual pretendo abordarle acá sea
desde el Cristianismo. No me detendré a hacer un recuento de la historia de la vida
monástica en sus diversas manifestaciones, incluyendo el eremitismo, la que está
ampliamente documentada, y con la que sin duda hay familiaridad, por parte de ustedes.

En el recorrido histórico, se han venido instaurando en los imaginarios, tanto del común
de las gentes, como en el ámbito eclesial, formas que perfilan y caracterizan los
particulares carismas con que el Espíritu se manifiesta en la Iglesia. La pobreza
franciscana, la elocuencia Dominica, la intelectualidad Jesuítica, etc.

La experiencia monástica no es ajena a esta realidad. En este sentido, existen unos rasgos
que hacen parte de la esencia de la vocación monástica, y otros, que culturalmente han
llegado a ser manifestaciones externas de la misma.

En el libro citado, el P. Delfieux dedica el tercer capítulo a tejer con detalle, lo que podría
llamarse la Espiritualidad del monaquismo urbano. Su punto de partida es la afirmación de
que no hay incompatiblidad entre la vida monástica y el fenómeno urbano que en la
actualidad ha llegado a ser, preeminente en la conformación de las sociedades. Afirma el
autor que “siempre ha habido, y todavía hoy, hay monjes y monjas e incluso cartujos, que
viven en la ciudad” (152). Y añade “El desierto hoy, está también en la ciudad” (153).

Y continúa nuestro autor “Esta capacidad de adaptar las formas, manteniendo firmes los
medios e invariable la meta, siempre ha sido un rasgo propio de los monjes. Estos nunca
han tenido miedo de hacer algo nuevo con los valores antiguos” para concluir invitando a
sus monjas y monjes: “Ten, desde la exigencia, la misma libertad: Nova et vetera”.

Hasta el momento nada de particular. La historia del monaquismo nos remite a ermitaños
que vivían en la Edad Media, “guardando cementerios, puentes o santuarios”, como
expone Vittorio Messori, en su artículo “Los eremitas de hoy viven en la ciudad”. Otra
fuente, nos cuenta que “existió la concepción de un monaquismo implantado en el
corazón de la sociedad, en la que incluso el eremita que vivía en el desierto llegaba a ser
un padre espiritual y la gente acudía a él. Este es el caso de Antonio el Grande en los
orígenes, y hasta el de los estilitas, en Siria, que se encaramaban a columnas altas para
que se les dejara absolutamente tranquilos, pero que, en un momento dado, aceptaban
descender de su columna para acoger a la gente y escucharla” (Clement, 1997, p. 44). Esta
dinámica, según el mismo autor, mantiene su eficacia, aún en tiempos más actuales: “Por
ejemplo, en un país como Rumanía, quienes han preservado la fe durante el peor periodo
fueron algunos monasterios y maestros espirituales que reciben a cientos de personas.
Como no había clausura, son muchos los que han podido mantener una fe viva” (Clement,
1997, p. 44).

Por su parte, el libro titulado “La causura” (Prou, 2011, p.107) nos cuenta que a partir del
siglo XI, se da una expansión de la vida eremítica: “fuera de cualquier estructura
monástica, numerosos laicos, hombres y mujeres, adoptaban este estilo de vida. En los
siglos XII y XIII se podían encontrar celdas de eremitas por todas partes: en medio de los
bosques, cerca de los monasterios, e incluso había una cierta forma de anacoretismo
urbano, cerca de las puertas de la ciudad o junto a las numerosas iglesias. En un
determinado momento, Toulouse tenía seis reclusas, una en cada puerta de la ciudad”

Parece que también en la vida eremítica, el género femenino aventaja en número y


radicalidad. El mismo texto continúa narrando: “Un documento procedente de Roma,
hacia 1320, habla de la presencia de doscientas cuarenta reclusas en la ciudad, que tenía
en aquel momento, cuatrocientas trece iglesias. En Inglaterra el número de reclusas era
superior al de reclusos en una relación de dos a uno”. (Prou, 2011, p.107).

Es cierto que la realidad de los eremitas urbanos ha estado presente siempre en los
diversos momentos de la historia, pero habría que preguntarse por lo que significa hoy la
ciudad, en tanto que ha devenido de manera singular, a partir de la revolución industrial, y
significativamente con el arribo de la era de las Tecnologías de la información y la
comunicación (TICs).

La famosa “Aldea global” ha establecido una tensión entre la identidad sectorial de los
habitantes de un territorio, y la denominada “ciudadanía universal”. Ello tiene
implicaciones también para el eremitismo urbano. No es lo mismo ser un eremita en una
ciudad del Medioevo, o en aquellas de los siglos posteriores al renacimiento, que serlo en
una metrópoli actual. Este precedente es relevante, ya que permitirá más adelante,
denotar una característica esencial, a mi juicio, de la vida ermitaña en la ciudad, como es
la marginación consciente y voluntaria de las ya mencionadas tecnologías de la
Información y la comunicación.

Los textos que he venido presentado en relación al eremitismo urbano pueden resultar
llamativos y hasta interesantes. Sin embargo, otra es la situación cuando un sujeto, cara a
la experiencia de fe, presiente un llamado y tiene que salir de su “parentela”, de lo
conocido, y aventurarse, en busca de una respuesta, o de una pista para dar la respuesta.

Camino largo y oscuro, que comienza por el acercamiento a las formas conocidas. Es
entonces cuando se vuelven los ojos a lo que hay en el medio: literatura, comunidades,
acompañantes espirituales. Es posible que se ingrese a una comunidad monástica, o se
genere una cercanía tal, que se establezca un vínculo casi familiar, con algunos de sus
miembros; para finalmente tomar distancia, sintiendo que se acrecienta la pregunta.

Y es que hay una alta valoración de dichos espacios, dinámicas y personas, aunque se
mantiene la intuición, o la constatación después de haber compartido un tiempo
significativo, de que es preciso vivir en soledad.

Un primer desgarro, que hace pensar que se vive en el destierro de una vocación, lo
constituye el descubrimiento paulatino, de que se está lejos de las bondades de la vida
cenobítica. Y se está lejos no porque ésta sea minusvalorada o porque, se carezcan de las
aptitudes para mantenerse en ella, sino porque, en la lectura de la historia personal,
iluminada por la fe, y con el auxilio del acompañamiento Espiritual, circunstancias
convocan a lo que se identifica como un llamado particular.

Ese acercamiento o la convivencia durante un tiempo en una comunidad monástica, dejan


una huella en el futuro eremita urbano que puede en determinado momento favorecer su
forma de vida, pero que también puede constituirse en escollo, sobre todo en relación a la
conformación de la identidad particular.
Si bien, el P. delfieux dice que “Tú no tienes que conquistar esta vida monástica, sino
simplemente dejarte engendrar por ella. En lo esencial, el camino ya está trazado y la
Iglesia te invita a seguirlo” (69), las palabras del salmista brotan apasionadas, cuando se
está comenzando a configurar esta vivencia de la vocación: “Cómo cantar un canto del
Señor en tierra extranjera?” La pregunta por el cómo, aviva la experiencia de exilio,
porque hay que resignificar las formas, mientras se vive la tensión para ser fiel a esos
elementos fundantes de la vida monástica: La búsqueda del absoluto de Dios, y los
diversos aspectos que el Padre de los monjes de Occidente condensó, en el Ora et Labora.

El ambiente externo que favorece un ritmo de vida pausado y reglado como ocurre en los
monasterios, es un primer elemento del que carece el eremita urbano. El principio de
realidad es simple: No hay Prior; no hay comunidad que anime; no hay clausura física que
resguarde; no existe la forma de impactar en los ritmos y prácticas de los vecinos; es
preciso laborar para la subsistencia, por lo general fuera de casa.

Las formas conocidas de la vivencia monástica ponen en entredicho la propia forma de


vida y hacen pensar en lo genuino de la vocación. Esos imaginarios que quizás
inconscientemente han sido introyectados, tienen que ser mirados con serenidad, como
idealizaciones, que en otras circunstancias son legítimas, pero que no aplican para la
propia experiencia, so pena de ser avocados a la frustración y el desencanto.

Los imaginarios en relación a la vida monástica en general, se hacen extensivos a la vida


ermitaña: La ermita en una zona rural o semi-rural, con una pequeña huerta y hasta
animalitos qué cuidar; las bondades del campo en relación a la soledad y el silencio, la
naturaleza que apacigua el espíritu y recrea el cuerpo. Imaginarios que no están muy lejos
del común deseo burgués, de “tener una casita en el campo, para temperar, o terminar
los días…” Y no quiero mal tratar a los hermanos y hermanas eremitas que viven en el
campo, ya que es un ambiente legítimo y deseable, para esta forma de vida.

Otros eremitas, quisieran poder habitar en lugares distantes, con un efectivo alejamiento
de los grupos humanos y sus dinámicas. Pero como exponía arriba, es preciso desde un
principio de realidad, saber que dichas circunstancias son ajenas, y que para el eremita
urbano no aplican. A lo sumo, a quienes nos corresponde vivir en la ciudad, hemos de
procurar y contentarnos con poder pasar unos días de retiro, bien en un monasterio o en
una casita en zona rural; bien frecuentar espacios donde abunde la naturaleza y escaseen
las personas…

Se hace necesario entonces precisar que la experiencia de destierro, de la que he venido


hablando no la constituye el hecho de no ser miembro de una determinada comunidad
monástica, o de no lograr vivir según los ritmos de ésta. Tampoco el no poder acercarse a
las formas ideales en relación al eremitismo, sino que es un ejercicio de toma de
conciencia, en relación a lo que nos propone la Regla para Eremitas del P. Fray Alberto
Justo: “Sepa, en todo lo que emprende, que su Patria verdadera es el Cielo y que ahora
se halla en el misterio del exilio. Pero no olvide que encontrará ya el cielo en su alma. Su
mismo espíritu le anticipa la eternidad. ”

El desierto, la soledad y la pobreza del (a) eremita de la ciudad pasa en primer momento
por esta realidad de desapropiación de los imaginarios y las idealizaciones. Factor este que
se erige como un cuestionamiento propio y de parte de otros, en torno a la comprensión
de la vocación y que puede constituirse en una posibilidad protectora de la misma
vocación, como lo expondré más adelante, al referirme al anonimato.

3. “Un rostro que se concreta”

Si los moldes y los cánones que se tienen como referencia en relación a la vida monástica
en general inicialmente, y luego en relación a la vida eremítica, no aplican para la
experiencia personal, se hace necesario entonces, configurar una alternativa, ante lo
imperioso de la llamada. Esa tensión ha de resolverse creativamente, de modo que no se
convierta en un desgaste existencial, que reste fuerzas personales, o que simplemente se
viva de espaldas a la vocación.

El conocimiento de las características y los ritmos de las comunidades que se tienen como
referencia constituyen un valioso recurso, a la hora de configurar un ritmo particular.
Quizás se adopten formas y prácticas de ésta o aquella comunidad; quizás se de prelación
a un determinado horario o distribución del rezo del Oficio; es posible que se asuman
prácticas específicas de una determinada espiritualidad. Todo ello es válido, en tanto
existe una sintonía con estos elementos, los cuales se inscriben en una amplia y
consolidada tradición, que preserva al(a) eremita del snobismo y la dispersión.

Podría pensarse que se crea entonces una especie de “collage” espiritual, o se llega a una
cierta “clonación” de los rasgos de tal o cual comunidad monástica. Corresponde al(a)
eremita urbano prender las alertas, para hacer conciencia de que no tiene vínculos
jurídicos con ninguna comunidad en particular, y que es totalmente sano, tomar distancia
de aquellas que le han servido de referencia. De igual forma, es un asunto de
transparencia y respeto con dichas comunidades, precisar los rasgos particulares respecto
a las mismas.

Otro es el caso, cuando dentro de las constituciones de las comunidades existe la


posibilidad de la vida eremítica, y se cumplen con todos los requerimientos al respecto.
Acá hago énfasis en la forma de vida solitaria especificada en el Canon 603, del Código de
derecho canónico, en el que se especifica que “además de los Institutos de vida
consagrada, la Iglesia reconoce la vida eremítica o anacorética, en la cual los fieles, con un
apartamiento más estricto del mundo, el silencio de la soledad, la oración asidua y la
penitencia, dedican su vida a la alabanza de Dios y salvación del mundo” (Derecho
canónico)

Insiste el P. Delfieux, que es propio del monaquismo urbano, identificar el punto de


equilibrio respecto a los diferentes aspectos de la vivencia de la vocación. Tal afirmación
hay que aplicarse con rigurosidad al eremitismo urbano. Por su parte, Fray Alberto, en su
Regla para eremitas, es claro en afirmar que la dinámica social en la actualidad comporta
unas características que no se pueden desconocer. Por esto escribe: “Intente integrar las
sorpresas, esto es: lo imprevisto. No desvanezca ante ello. La vida contemporánea abunda
en lo que no se aguarda. En ocasiones se trata de las trampas del diablo para que pierda el
equilibrio en su camino. No preste atención ni se angustie, que todo pasa. Continúe como
si nada ocurriera, morando en el silencio de su propio interior. Cultive la paz” (Regla para
eremitas, Numeral 16).

4. “¿Qué hacen de extraordinario?” (Mt, 5 )

Los relatos de las diferentes tradiciones neotestamentarias, nos permiten configurar


algunos rasgos de la personalidad de Jesús. Podríamos decir, que haciendo eco de diversas
perícopas, Jesús convocaba a sus discípulos a romper con la rutina de una vida
anquilosada y segura. Su itinerancia estaba más allá del trasegar por los caminos de
Galilea, sino que era una forma de entender y estar en la vida.

Pero esas rupturas poco tenían que ver con el afán de protagonismo. Discreción que se
evidencia en el hecho, de que aun en los relatos que muestran a un Jesús taumatúrgico,
está salvaguardada por comentarios como recomendaciones o indicaciones imperativas:
“No se lo digan a nadie”. No obstante, Jesús tenía una opción clara por lo extraordinario,
tanto desde sus acciones, como en su discurso.

Este rasgo de la vida de Jesús ha de ser propio del Cristiano, más aún del monje y la
monja en general, pero con especial atención para el eremita de la ciudad.

Ante la pregunta de qué hacen de extraordinario las y los ermitaños citadinos, habría
que responder que en realidad muy poco, y quizás mucho. Veamos:
Muy poco, pues se comparte generalmente la cotidianidad de la vida de las mujeres y
los hombres de la ciudad, aún respecto a situaciones que parecieran propios de lo
monástico. Daré algunos ejemplos:

Cuando en medio de la resistencia física, por la fatiga del día anterior, me levanto muy
temprano para el rezo de las vigilias, escucho que por la calle pasan algunas mujeres y
hombres que van a sus trabajos. Esto quiere decir, que ellos mismos u otras personas
debieron madrugar también, para despacharlos. En alguna oportunidad, durante varios
días, pasaba alguien que en su radio amplificaba el rezo del Rosario, de una emisora
Mariana.

En algunas oportunidades, dependiendo de la jornada laboral que se me haya asignado


me toca llevar el Breviario y rezar Laudes, en el Metro. Nada de extraordinario, porque
con frecuencia, es posible ver mujeres y hombres de todas las edades, rezando con
devocionarios, novenas, o libros que tienen las lecturas Bíblicas diarias. Mucho más
frecuente es ver personas, que van pasando las cuentas de una camándula. Lo propio se
constata en las calles del centro, cuando uno se cruza con algunos monjes Hare Krishna,
los que van rezando un mantra, con una especie de camándula que protegen con una
bolsita de tela.

La participación en la Eucaristía permite ver personas que diariamente acuden a este


encuentro con Dios, en medio de un fervor y un respeto admirables. También me ha
tocado ver a mujeres y hombres orando, junto a las puertas cerradas de un templo, antes
de que lo abran, o cuando ya han finalizado los actos litúrgicos.

Estas situaciones ilustran cómo para la monja y el monje de la ciudad su forma de vida,
no dista mucho de la vivencia de otras personas. De otro lado, lo extraordinario del
monaquismo urbano ha de ser preservado de cualquier indicio de algo estrafalario o
extravagante, ya que estaría precisamente en contravía, del sentido de una “vida
escondida con Cristo en Dios” (Col 3, )

De todas formas, vivir en la ciudad, sí implica guardar unos ritmos y unas formas
particulares que favorezcan el equilibrio, en la respuesta vocacional. Es desde unos
elementos que se viven en clave de respuesta al llamado, en el que se toma distancia de
otras personas que realizan acciones similares. He aquí algunos de estos elementos.

Regla de vida: Si bien no se pretende sacralizar este aspecto y hacerlo imprescindible, ya


que al igual que para todo Cristiano, la única Regla ha de ser el Evangelio, es muy
prudente tener un texto de referencia con el cual confrontarse, máxime cuando no se
tiene una comunidad y un superior que acompañen. Un texto que nos preserve de
nosotros mismos, evitando los caminos de la dispersión. Regla que bien podría ser
redactada por la monja o el monje, o adoptada de las ya existentes.

Vinculo Eclesial: Es cierto que por el bautismo estamos insertos en la Iglesia, pero el
eremita urbano tiene una responsabilidad particular de comunión con la comunidad local
(parroquia, diócesis), la cual ha de manifestarse en el interés por lo que ocurre en su
dinámica propia, de la que ha de participar, ante todo con la oración de intercesión por
sus necesidades y la acción de gracias. Es deseable buscar el reconocimiento y la
aprobación de esta forma de forma de vida, por parte del Obispo, ya que el anonimato, no
quiere decir clandestinidad. Expresa el parágrafo 2, del Canon citado, que “un ermitaño es
reconocido por el derecho como entregado a Dios dentro de la vida consagrada, si profesa
públicamente los tres consejos evangélicos, corroborados mediante voto u otro vínculo
sagrado, en manos del Obispo diocesano, y sigue su forma propia de vida bajo la dirección
de éste” (Derecho Canónico. C.603 par.2).

Oración Litúrgica: Rezo del oficio según las horas canónicas, distribución según el rito
monástico preferiblemente. Para los eremitas, el hecho de rezar en soledad, puede
hacerse fatigante, pero de igual forma constituye una cierta ventaja, en relación a la
administración del tiempo, ya que puede prolongar el rezo de un salmo, o detenerse y
repetir un verso, situación que se dificulta cuando se reza en compañía. Cada eremita
elige el tono para el rezo del Oficio, y en ocasiones, puede improvisar tonadas, o cantar
antífonas.

Es claro que el eremita adopta la liturgia de la Iglesia, y por tanto sigue con fidelidad las
rúbricas del Breviario. No obstante, el rezo en privado, da un margen de maniobrabilidad
en relación a los diversos momentos de cada Hora Litúrgica, donde puede incluir el uso de
recursos como la luz, la oscuridad, las lecturas hechas desde un atril, el incienso, o las
prácticas que involucran el cuerpo al rezar.

Respecto a la participación en la Eucaristía, es prudente frecuentar regularmente un


templo, bien sea la propia parroquia u otro donde la liturgia sea favorable a esta forma de
vocación, ya que desafortunadamente las celebraciones litúrgicas en muchos templos de
la ciudad, participan de la celeridad o la trivialidad de ésta.

Accesis: Asumir las condiciones propias: tener que salir de la casa; ruido por parte de los
vecinos; exigencias laborales que en ocasiones obstaculizan o impiden lo que sería la
propia voluntad; tener que orar en el medio de transporte; no poder levantarse a orar; y
otras expresiones de accesis que uno se procura, siempre en comunión con las situaciones
difíciles de los ciudadanos menos favorecidos. No sobra recordar las advertencias de los
Padres, en tanto que una sana espiritualidad conlleva a cuidarse de prácticas que atentan
contra la persona, u otras que constituyen un verdadero anacronismo.

Simpleza de vida: Ciertas restricciones en el uso de los medios de comunicación; poder


tomar distancia de las ofertas culturales de la ciudad; prescindir de recursos materiales,
prefiriendo el no tener, liberándolos así para la solidaridad con los menos favorecidos.
Para la monja y monje de la ciudad, el lugar de residencia ha de tener un especial cuidado
como dispositivo que favorezca el estilo de vida. Es deseable disponer de un espacio
particular para la oración, como un oratorio.

Junto a estas particularidades en el ambiente, es indispensable generar rutinas que


garanticen la vida de oración, pero también la formación intelectual y las
responsabilidades con el lugar donde se vive y el mantenimiento físico.

Si bien, el eremitismo es comprendido por todas las culturas, en razón de un singular


apartamiento de la vida social, para dedicarse a la vida del Espíritu, el eremitismo urbano
actual ha de considerar, ante la imposibilidad del alejamiento físico, un distanciamiento
efectivo y radical de la dinámica citadina en sus múltiples ofertas. Ofertas que valga la
aclaración, hoy se han configurado de manera esencialmente virtual.

Corresponde al eremita urbano, marginarse de la lógica del Mercado y el consumismo, en


todas sus manifestaciones, pero esencialmente, con una actitud profética, en relación a
las Tecnologías de la información y la comunicación. No se trata de satanizar dichas
tecnologías, sino de liberarse del vertiginoso consumo, que estas generan.

Pero de la mano de este consumo responsable respecto a las Tecnologías, la actitud ha de


hacerse extensiva al consumo responsable en general. Ya en la revista “Camino”, de los
Padres Claretianos, en la que se desarrolla el tema de “Hermenéutica Urbana” (Camino,
2003, p. 119), se denuncia cómo “las grandes ciudades son las mayores productoras de
basura, mucho más voluminosa de lo necesario, a causa del consumismo exagerado”.
Corresponde también a las y los eremitas urbanos, adoptar una conciencia ecológica, que
contribuya, a resistir el daño ambiental, que el consumismo irresponsable ha generado.

Anonimato: En lo posible pasar inadvertidos (as). Es difícil explicar esta forma de vida
cuando se es indagado(a) por los demás en relación a cuál comunidad se pertenece,
máxime, siendo sabedores de los imaginarios que se tienen en torno a la vida ermitaña.
Hay que recordar también los prejuicios que existen respecto a esta forma de vida, aun en
medios eclesiales.

El anonimato llega a ser un rasgo característico del eremita en general, y más aún cuando
se vive en la ciudad, ya que éste le da la oportunidad de configurarse con el Jesús de la
Kénosis Bíblica, que se presenta en el cántico de Filipenses: “y tomó la condición de
esclavo, pasando por uno de tantos. Y así actuando como un hombre cualquiera, se rebajó
hasta someterse incluso a la muerte.” (Fil 2, 7-8). Ese ocultamiento del eremita en medio
de la masa humana citadina, sin nada que lo distinga, sin cargos de representación, sin
reconocimientos como un consagrado al Dios viviente, hace parte de una suerte de
anodadamiento congruente, con la forma de vida, a la que ha sido llamado.

Acogida: El espacio de habitación con frecuencia es referenciado como un lugar “con


buena energía” donde se experimenta paz. Algunas personas se acercan para compartir
situaciones de su vida, buscando ser escuchadas. Muchas personas piden orar en
particular por esta o aquella intención. El y la eremita ha de mantener la atención, para no
enorgullecerse creyéndose “más cerca de Dios” que los demás, como algunas personas lo
expresan. La eficacia de la oración no depende del monje, ni ha de pretender en ningún
momento indagar por esta. Por esto, hay que preservar a toda costa, convertirse en foco
de atención para los demás. No desfigurar el rol de la vocación a la que se ha sido llamado,
ya que el ermitaño no ha de generar expectativas en torno a prácticas terapéuticas, y
mucho menos en relación a sanaciones o similares.

Pastoral: Es propio de esta forma de vida como compromiso pastoral, el mantener la


Oración ininterrumpida, asegurando la permanente alabanza y la intercesión. En un
segundo momento, la tradición monástica vincula a muchos eremitas como
acompañantes espirituales, teniendo en cuenta que ello es un carisma particular, no dado
a todos. Finalmente, lo deseable es que en aras de la vocación profunda al anonimato, no
se desempeñen labores de tipo pastoral de forma permanente, ya que en el cuerpo de la
Iglesia hay quienes las realizan. No obstante, algunos eremitas mantienen un mínimo de
labor pastoral, bien en la parroquia a la que pertenecen, o de manera individual y
ocasional.

Trabajo: Una de las características particulares del eremitismo urbano, lo constituye el


tener que buscar los medios para la subsistencia, sabiendo que la vida citadina es más
costosa en relación a ciertos gastos como el pago de arriendo, la alimentación y los
servicios públicos. El libro de las Fraternidades monásticas de Jerusalén presenta una
perspectiva interesante en la relación trabajo-vida monástica, aunque con las debidas
proporciones. Por ejemplo, habla de que ojalá se tengan trabajos de tiempo parcial, muy
comunes en Europa, cuando desde nuestra realidad, el acceder a un empleo, es ya una
bendición. Corresponde al(a) eremita, saber equilibrar la dimensión laboral, de modo que
pueda adquirir los medios para la subsistencia, sin ánimo capitalista, y ser solidario con
las necesidades de otras personas.

5. A modo de conclusiones.
No corresponde a las y los eremitas de la ciudad, hacer apología de esta forma de vida,
máxime cuando han evidenciado en su proyecto de vida, que ésta responde a las
demandas de una vocación. El tener que vivenciar en la propia experiencia el desgarro y
la significación de lo particular de esta vocación, constituye ya un elemento de validación
de esta forma de vida, en tanto que no se trata de una variación caprichosa del
eremitismo tradicional, sino que es ante todo, una respuesta al llamado de Dios.

El distanciamiento que adopta el eremitismo urbano no es de orden físico, sino moral, y


podría decirse, político, en tanto que pone en evidencia los falsos ídolos, que la lógica
citadina, entroniza y adora, como dispensadores de la felicidad para la mujer y el hombre
del siglo actual.

La y el eremita urbano comparte una serie de situaciones particulares con el resto de


ciudadanos que le permiten también establecer un vínculo de solidaridad con ellos, de
manera especial. El desierto de las grandes ciudades, es tan inhóspito como el de la
Dunas. Uno y otro siguen siendo lugar de combate espiritual, contra el demonio.

Esta lucha es común a las mujeres y hombres de todo lugar, aunque el ambiente citadino
lo camufla y mimetiza con las mil ofertas que hace. La guarda del corazón y la atención, de
que hablaron los Padres del desierto, tienen que ser también “reinventados” según las
condiciones de los tiempos y la lógica de la ciudad.

Finalmente, esa comunión con quienes se comparte la ciudad, tiene que hacer pensar en
que la vida religiosa de mujeres y hombres de la ciudad se convierte en una denuncia y en
una invitación para las monjas y los monjes urbanos, en relación a la propia fidelidad y
radicalidad de la vivencia de la vocación. Podría decirse también que la vida de los
eremitas urbanos habría de suscitar lo propio respecto a los eremitas y los cenobitas que
tienen la oportunidad de contar con unos ambientes más favorables, para dar respuesta al
llamado, pues a quien mucho se le da, mucho se le exigirá…

Finalmente, creo que es pertinente finalizar esta breve reflexión con las palabras, de santa
Sinclética: “Muchos encuentran la salvación en las ciudades, ya que se encuentran con el
propio pensamiento en el desierto; otros muchos, en cambio, aunque viven en las
montañas (en la soledad), se condenan, porque su conducta era del mundo (…) Se puede
estar en compañía numerosa y mantenerse solos en el espíritu. Se puede estar solos y
vivir con el pensamiento entre la gente”

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