Eremitismo Urbano
Eremitismo Urbano
Eremitismo Urbano
1. A modo de presentación
Las líneas que surgen a continuación no pretenden ser un artículo de orden académico,
sino recoger algunos elementos de reflexión en torno a la experiencia de vida personal,
bajo una forma que he mantenido por más de una década, en la búsqueda de dar
respuesta a lo que se ha sentido, es una llamada del Señor.
En tal sentido, si bien he seguido algunos textos, que se inscriben dentro de la rica
producción en torno a la experiencia monástica, la pretensión no es en algún modo hacer
apología, sino simplemente compartir, esperando que, entre líneas, se asome algún rasgo
que pueda serle útil, a otras personas que viven algo similar, o estén en la búsqueda de
algo parecido.
Siempre han existido monjas y monjes, en los diferentes momentos de la historia y en las
diversas religiones, aunque la institución del “monaquismo” como tal, obedezca a un
determinado hito histórico y la perspectiva desde la cual pretendo abordarle acá sea
desde el Cristianismo. No me detendré a hacer un recuento de la historia de la vida
monástica en sus diversas manifestaciones, incluyendo el eremitismo, la que está
ampliamente documentada, y con la que sin duda hay familiaridad, por parte de ustedes.
En el recorrido histórico, se han venido instaurando en los imaginarios, tanto del común
de las gentes, como en el ámbito eclesial, formas que perfilan y caracterizan los
particulares carismas con que el Espíritu se manifiesta en la Iglesia. La pobreza
franciscana, la elocuencia Dominica, la intelectualidad Jesuítica, etc.
La experiencia monástica no es ajena a esta realidad. En este sentido, existen unos rasgos
que hacen parte de la esencia de la vocación monástica, y otros, que culturalmente han
llegado a ser manifestaciones externas de la misma.
En el libro citado, el P. Delfieux dedica el tercer capítulo a tejer con detalle, lo que podría
llamarse la Espiritualidad del monaquismo urbano. Su punto de partida es la afirmación de
que no hay incompatiblidad entre la vida monástica y el fenómeno urbano que en la
actualidad ha llegado a ser, preeminente en la conformación de las sociedades. Afirma el
autor que “siempre ha habido, y todavía hoy, hay monjes y monjas e incluso cartujos, que
viven en la ciudad” (152). Y añade “El desierto hoy, está también en la ciudad” (153).
Y continúa nuestro autor “Esta capacidad de adaptar las formas, manteniendo firmes los
medios e invariable la meta, siempre ha sido un rasgo propio de los monjes. Estos nunca
han tenido miedo de hacer algo nuevo con los valores antiguos” para concluir invitando a
sus monjas y monjes: “Ten, desde la exigencia, la misma libertad: Nova et vetera”.
Hasta el momento nada de particular. La historia del monaquismo nos remite a ermitaños
que vivían en la Edad Media, “guardando cementerios, puentes o santuarios”, como
expone Vittorio Messori, en su artículo “Los eremitas de hoy viven en la ciudad”. Otra
fuente, nos cuenta que “existió la concepción de un monaquismo implantado en el
corazón de la sociedad, en la que incluso el eremita que vivía en el desierto llegaba a ser
un padre espiritual y la gente acudía a él. Este es el caso de Antonio el Grande en los
orígenes, y hasta el de los estilitas, en Siria, que se encaramaban a columnas altas para
que se les dejara absolutamente tranquilos, pero que, en un momento dado, aceptaban
descender de su columna para acoger a la gente y escucharla” (Clement, 1997, p. 44). Esta
dinámica, según el mismo autor, mantiene su eficacia, aún en tiempos más actuales: “Por
ejemplo, en un país como Rumanía, quienes han preservado la fe durante el peor periodo
fueron algunos monasterios y maestros espirituales que reciben a cientos de personas.
Como no había clausura, son muchos los que han podido mantener una fe viva” (Clement,
1997, p. 44).
Por su parte, el libro titulado “La causura” (Prou, 2011, p.107) nos cuenta que a partir del
siglo XI, se da una expansión de la vida eremítica: “fuera de cualquier estructura
monástica, numerosos laicos, hombres y mujeres, adoptaban este estilo de vida. En los
siglos XII y XIII se podían encontrar celdas de eremitas por todas partes: en medio de los
bosques, cerca de los monasterios, e incluso había una cierta forma de anacoretismo
urbano, cerca de las puertas de la ciudad o junto a las numerosas iglesias. En un
determinado momento, Toulouse tenía seis reclusas, una en cada puerta de la ciudad”
Es cierto que la realidad de los eremitas urbanos ha estado presente siempre en los
diversos momentos de la historia, pero habría que preguntarse por lo que significa hoy la
ciudad, en tanto que ha devenido de manera singular, a partir de la revolución industrial, y
significativamente con el arribo de la era de las Tecnologías de la información y la
comunicación (TICs).
La famosa “Aldea global” ha establecido una tensión entre la identidad sectorial de los
habitantes de un territorio, y la denominada “ciudadanía universal”. Ello tiene
implicaciones también para el eremitismo urbano. No es lo mismo ser un eremita en una
ciudad del Medioevo, o en aquellas de los siglos posteriores al renacimiento, que serlo en
una metrópoli actual. Este precedente es relevante, ya que permitirá más adelante,
denotar una característica esencial, a mi juicio, de la vida ermitaña en la ciudad, como es
la marginación consciente y voluntaria de las ya mencionadas tecnologías de la
Información y la comunicación.
Los textos que he venido presentado en relación al eremitismo urbano pueden resultar
llamativos y hasta interesantes. Sin embargo, otra es la situación cuando un sujeto, cara a
la experiencia de fe, presiente un llamado y tiene que salir de su “parentela”, de lo
conocido, y aventurarse, en busca de una respuesta, o de una pista para dar la respuesta.
Camino largo y oscuro, que comienza por el acercamiento a las formas conocidas. Es
entonces cuando se vuelven los ojos a lo que hay en el medio: literatura, comunidades,
acompañantes espirituales. Es posible que se ingrese a una comunidad monástica, o se
genere una cercanía tal, que se establezca un vínculo casi familiar, con algunos de sus
miembros; para finalmente tomar distancia, sintiendo que se acrecienta la pregunta.
Y es que hay una alta valoración de dichos espacios, dinámicas y personas, aunque se
mantiene la intuición, o la constatación después de haber compartido un tiempo
significativo, de que es preciso vivir en soledad.
Un primer desgarro, que hace pensar que se vive en el destierro de una vocación, lo
constituye el descubrimiento paulatino, de que se está lejos de las bondades de la vida
cenobítica. Y se está lejos no porque ésta sea minusvalorada o porque, se carezcan de las
aptitudes para mantenerse en ella, sino porque, en la lectura de la historia personal,
iluminada por la fe, y con el auxilio del acompañamiento Espiritual, circunstancias
convocan a lo que se identifica como un llamado particular.
El ambiente externo que favorece un ritmo de vida pausado y reglado como ocurre en los
monasterios, es un primer elemento del que carece el eremita urbano. El principio de
realidad es simple: No hay Prior; no hay comunidad que anime; no hay clausura física que
resguarde; no existe la forma de impactar en los ritmos y prácticas de los vecinos; es
preciso laborar para la subsistencia, por lo general fuera de casa.
Otros eremitas, quisieran poder habitar en lugares distantes, con un efectivo alejamiento
de los grupos humanos y sus dinámicas. Pero como exponía arriba, es preciso desde un
principio de realidad, saber que dichas circunstancias son ajenas, y que para el eremita
urbano no aplican. A lo sumo, a quienes nos corresponde vivir en la ciudad, hemos de
procurar y contentarnos con poder pasar unos días de retiro, bien en un monasterio o en
una casita en zona rural; bien frecuentar espacios donde abunde la naturaleza y escaseen
las personas…
El desierto, la soledad y la pobreza del (a) eremita de la ciudad pasa en primer momento
por esta realidad de desapropiación de los imaginarios y las idealizaciones. Factor este que
se erige como un cuestionamiento propio y de parte de otros, en torno a la comprensión
de la vocación y que puede constituirse en una posibilidad protectora de la misma
vocación, como lo expondré más adelante, al referirme al anonimato.
Si los moldes y los cánones que se tienen como referencia en relación a la vida monástica
en general inicialmente, y luego en relación a la vida eremítica, no aplican para la
experiencia personal, se hace necesario entonces, configurar una alternativa, ante lo
imperioso de la llamada. Esa tensión ha de resolverse creativamente, de modo que no se
convierta en un desgaste existencial, que reste fuerzas personales, o que simplemente se
viva de espaldas a la vocación.
El conocimiento de las características y los ritmos de las comunidades que se tienen como
referencia constituyen un valioso recurso, a la hora de configurar un ritmo particular.
Quizás se adopten formas y prácticas de ésta o aquella comunidad; quizás se de prelación
a un determinado horario o distribución del rezo del Oficio; es posible que se asuman
prácticas específicas de una determinada espiritualidad. Todo ello es válido, en tanto
existe una sintonía con estos elementos, los cuales se inscriben en una amplia y
consolidada tradición, que preserva al(a) eremita del snobismo y la dispersión.
Podría pensarse que se crea entonces una especie de “collage” espiritual, o se llega a una
cierta “clonación” de los rasgos de tal o cual comunidad monástica. Corresponde al(a)
eremita urbano prender las alertas, para hacer conciencia de que no tiene vínculos
jurídicos con ninguna comunidad en particular, y que es totalmente sano, tomar distancia
de aquellas que le han servido de referencia. De igual forma, es un asunto de
transparencia y respeto con dichas comunidades, precisar los rasgos particulares respecto
a las mismas.
Pero esas rupturas poco tenían que ver con el afán de protagonismo. Discreción que se
evidencia en el hecho, de que aun en los relatos que muestran a un Jesús taumatúrgico,
está salvaguardada por comentarios como recomendaciones o indicaciones imperativas:
“No se lo digan a nadie”. No obstante, Jesús tenía una opción clara por lo extraordinario,
tanto desde sus acciones, como en su discurso.
Este rasgo de la vida de Jesús ha de ser propio del Cristiano, más aún del monje y la
monja en general, pero con especial atención para el eremita de la ciudad.
Ante la pregunta de qué hacen de extraordinario las y los ermitaños citadinos, habría
que responder que en realidad muy poco, y quizás mucho. Veamos:
Muy poco, pues se comparte generalmente la cotidianidad de la vida de las mujeres y
los hombres de la ciudad, aún respecto a situaciones que parecieran propios de lo
monástico. Daré algunos ejemplos:
Cuando en medio de la resistencia física, por la fatiga del día anterior, me levanto muy
temprano para el rezo de las vigilias, escucho que por la calle pasan algunas mujeres y
hombres que van a sus trabajos. Esto quiere decir, que ellos mismos u otras personas
debieron madrugar también, para despacharlos. En alguna oportunidad, durante varios
días, pasaba alguien que en su radio amplificaba el rezo del Rosario, de una emisora
Mariana.
Estas situaciones ilustran cómo para la monja y el monje de la ciudad su forma de vida,
no dista mucho de la vivencia de otras personas. De otro lado, lo extraordinario del
monaquismo urbano ha de ser preservado de cualquier indicio de algo estrafalario o
extravagante, ya que estaría precisamente en contravía, del sentido de una “vida
escondida con Cristo en Dios” (Col 3, )
De todas formas, vivir en la ciudad, sí implica guardar unos ritmos y unas formas
particulares que favorezcan el equilibrio, en la respuesta vocacional. Es desde unos
elementos que se viven en clave de respuesta al llamado, en el que se toma distancia de
otras personas que realizan acciones similares. He aquí algunos de estos elementos.
Vinculo Eclesial: Es cierto que por el bautismo estamos insertos en la Iglesia, pero el
eremita urbano tiene una responsabilidad particular de comunión con la comunidad local
(parroquia, diócesis), la cual ha de manifestarse en el interés por lo que ocurre en su
dinámica propia, de la que ha de participar, ante todo con la oración de intercesión por
sus necesidades y la acción de gracias. Es deseable buscar el reconocimiento y la
aprobación de esta forma de forma de vida, por parte del Obispo, ya que el anonimato, no
quiere decir clandestinidad. Expresa el parágrafo 2, del Canon citado, que “un ermitaño es
reconocido por el derecho como entregado a Dios dentro de la vida consagrada, si profesa
públicamente los tres consejos evangélicos, corroborados mediante voto u otro vínculo
sagrado, en manos del Obispo diocesano, y sigue su forma propia de vida bajo la dirección
de éste” (Derecho Canónico. C.603 par.2).
Oración Litúrgica: Rezo del oficio según las horas canónicas, distribución según el rito
monástico preferiblemente. Para los eremitas, el hecho de rezar en soledad, puede
hacerse fatigante, pero de igual forma constituye una cierta ventaja, en relación a la
administración del tiempo, ya que puede prolongar el rezo de un salmo, o detenerse y
repetir un verso, situación que se dificulta cuando se reza en compañía. Cada eremita
elige el tono para el rezo del Oficio, y en ocasiones, puede improvisar tonadas, o cantar
antífonas.
Es claro que el eremita adopta la liturgia de la Iglesia, y por tanto sigue con fidelidad las
rúbricas del Breviario. No obstante, el rezo en privado, da un margen de maniobrabilidad
en relación a los diversos momentos de cada Hora Litúrgica, donde puede incluir el uso de
recursos como la luz, la oscuridad, las lecturas hechas desde un atril, el incienso, o las
prácticas que involucran el cuerpo al rezar.
Accesis: Asumir las condiciones propias: tener que salir de la casa; ruido por parte de los
vecinos; exigencias laborales que en ocasiones obstaculizan o impiden lo que sería la
propia voluntad; tener que orar en el medio de transporte; no poder levantarse a orar; y
otras expresiones de accesis que uno se procura, siempre en comunión con las situaciones
difíciles de los ciudadanos menos favorecidos. No sobra recordar las advertencias de los
Padres, en tanto que una sana espiritualidad conlleva a cuidarse de prácticas que atentan
contra la persona, u otras que constituyen un verdadero anacronismo.
Anonimato: En lo posible pasar inadvertidos (as). Es difícil explicar esta forma de vida
cuando se es indagado(a) por los demás en relación a cuál comunidad se pertenece,
máxime, siendo sabedores de los imaginarios que se tienen en torno a la vida ermitaña.
Hay que recordar también los prejuicios que existen respecto a esta forma de vida, aun en
medios eclesiales.
El anonimato llega a ser un rasgo característico del eremita en general, y más aún cuando
se vive en la ciudad, ya que éste le da la oportunidad de configurarse con el Jesús de la
Kénosis Bíblica, que se presenta en el cántico de Filipenses: “y tomó la condición de
esclavo, pasando por uno de tantos. Y así actuando como un hombre cualquiera, se rebajó
hasta someterse incluso a la muerte.” (Fil 2, 7-8). Ese ocultamiento del eremita en medio
de la masa humana citadina, sin nada que lo distinga, sin cargos de representación, sin
reconocimientos como un consagrado al Dios viviente, hace parte de una suerte de
anodadamiento congruente, con la forma de vida, a la que ha sido llamado.
5. A modo de conclusiones.
No corresponde a las y los eremitas de la ciudad, hacer apología de esta forma de vida,
máxime cuando han evidenciado en su proyecto de vida, que ésta responde a las
demandas de una vocación. El tener que vivenciar en la propia experiencia el desgarro y
la significación de lo particular de esta vocación, constituye ya un elemento de validación
de esta forma de vida, en tanto que no se trata de una variación caprichosa del
eremitismo tradicional, sino que es ante todo, una respuesta al llamado de Dios.
Esta lucha es común a las mujeres y hombres de todo lugar, aunque el ambiente citadino
lo camufla y mimetiza con las mil ofertas que hace. La guarda del corazón y la atención, de
que hablaron los Padres del desierto, tienen que ser también “reinventados” según las
condiciones de los tiempos y la lógica de la ciudad.
Finalmente, esa comunión con quienes se comparte la ciudad, tiene que hacer pensar en
que la vida religiosa de mujeres y hombres de la ciudad se convierte en una denuncia y en
una invitación para las monjas y los monjes urbanos, en relación a la propia fidelidad y
radicalidad de la vivencia de la vocación. Podría decirse también que la vida de los
eremitas urbanos habría de suscitar lo propio respecto a los eremitas y los cenobitas que
tienen la oportunidad de contar con unos ambientes más favorables, para dar respuesta al
llamado, pues a quien mucho se le da, mucho se le exigirá…
Finalmente, creo que es pertinente finalizar esta breve reflexión con las palabras, de santa
Sinclética: “Muchos encuentran la salvación en las ciudades, ya que se encuentran con el
propio pensamiento en el desierto; otros muchos, en cambio, aunque viven en las
montañas (en la soledad), se condenan, porque su conducta era del mundo (…) Se puede
estar en compañía numerosa y mantenerse solos en el espíritu. Se puede estar solos y
vivir con el pensamiento entre la gente”