Nican Mopohua Ilustrado
Nican Mopohua Ilustrado
Nican Mopohua Ilustrado
Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después se apareció su
preciosa imagen delante del nuevo obispo don fray Juan de Zumárraga. También (se
cuentan) todos los milagros que ha hecho.
Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: "¿Por ventura soy digno de lo que oigo? ¿Quizás
sueño? ¿Me levanto de dormir? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron
dicho los viejos, nuestros mayores? ¿Acaso ya en el Cielo?"
Se inclinó delante de ella y oyó su palabra muy blanda y cortés, cual de quien atrae y
estima mucho. Ella le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?" Él
respondió: "Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir
cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor".
Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad, le dijo: "Sabe y ten entendido, tú, el
más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del
verdadero Dios por quien se vive, del Creador cabe quien está todo, Señor del
cielo y de la tierra.
Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi
amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti,
a todos vosotros juntos, los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que
me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias,
penas y dolores.
Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás
cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un
templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y lo que has oído.
Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás
mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te
encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño, anda y pon todo
tu esfuerzo".
Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: "Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado;
por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo". Luego bajó, para ir a hacer su
mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a México.
En el mismo día [9/dic./1531] se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrillo y acertó con
la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera.
Al verla se postró delante de ella y le dijo: "Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña
mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré a donde
es el asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió
benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no la
tuvo por cierto. Me dijo: ‘Otra vez vendrás; te oiré más despacio: veré muy desde el
principio el deseo y voluntad con que has venido...’.
Le respondió la Santísima Virgen: "Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son
muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y
hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que
con tu mediación se cumpla mi voluntad.
Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas
mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad,
que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la
siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”.
Respondió Juan Diego: ”Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana
iré a cumplir tu mandado; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el
camino.
Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se
me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje
con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y
Señora. Descansa entre tanto”.
Casi a las diez, se presentó después de que oyó misa y se hizo la cuenta y se dispersó el
gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo
empeño por verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies; se
entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora de Cielo; que ojalá que creyera su
mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo
quería.
Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo: “Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides;
que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envía acá”. Viendo el obispo que
ratificaba todo, sin dudar, ni retractar nada, le despidió.
Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa en quienes podía confiar, que le vinieran
siguiendo y vigilando a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino
derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del
puente Tepeyácac, lo perdieron; y aunque más buscaron por todas partes, en ninguna le
vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque
les estorbó su intento y les dio enojo.
Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera, le dijeron que no
más le engañaba; que no más forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo
que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían de coger y
castigar con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía
del señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo: “Bien está, hijo mío, volverás aquí
mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de
esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y
el trabajo y cansancio que por mí has emprendido; ea, vete ahora, que mañana aquí te
aguardo”.
F. AUXILIOS AL TÍO ENFERMO (11/dic./1531)
Al día siguiente, lunes [11/dic./1531], cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para
ser creído, ya no volvió, porque cuando llegó a su casa, un tío que tenía, llamado Juan
Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un
médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave.
Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera, y viniera a Tlatilolco a llamar un
sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era
tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría.
Luego, dio vuelta al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para
llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio
vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes.
La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía.
Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño?
¿Adónde vas? ¿Adónde vas a ver?”
Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y
Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más
pequeña; mañana vendré a toda prisa”.
Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten
entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu
corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy
yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu
salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te
apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá
ahora de ella: está seguro que ya sanó”.
(Y entonces sanó su tío según después se supo). Cuando Juan Diego oyó estas palabras de
la Señora del Cielo, se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le
despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a
fin de que le creyera.
Luego empezó a cortarlas, las juntó y las echó en su regazo. Bajó inmediatamente y trajo
a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las
cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el más
pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo.
Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres
mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del
obispo despliegues tu tilma y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te
mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste y
admiraste; para que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se
haga y erija el templo que he pedido”.
Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que
viene derecho a México: ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado
lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en
la fragancia de las variadas hermosas flores.
Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del
prelado. Les rogó le dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso, haciendo
como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo
los molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían informado sus
compañeros, que le perdieron de vista, cuando habían ido en su
seguimiento.
Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba
allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al
parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él para ver lo
que traía y satisfacerse.
Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía y que por eso le
habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poco que eran
flores, y al ver que todas eran distintas rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo
en que se daban, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy
frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas.
Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron
a tomarlas; no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no se veían verdaderas
flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la tilma.
Fueron luego a decir al obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que
tantas veces había venido, el cual hacía mucho que aguardaba, queriendo verle. Cayó, al
oírlo el señor obispo, en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y
cumpliera lo que solicitaba el indito. Enseguida mandó que entrara a verle.
Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo
todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: “Señor, hice lo que me
ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre
de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde
ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte
alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad.
Después me fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de
nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque
yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay
muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui
llegando a la cumbre del cerrillo miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas
las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío, que luego fui a cortar.
Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal
que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y
de mi mensaje. Helas aquí: recíbelas”.
Desenvolvió luego su blanca tilma, pues tenía en su regazo las flores; y así
que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se
dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre
Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy
en su templo del Tepeyácac, que se nombra Guadalupe.
Luego que la vio el señor obispo, él y todos los que allí estaban se
arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron; se entristecieron y
acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y con el pensamiento.
El señor obispo, con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón de no haber puesto en obra su
voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego, del que
estaba atada, el manto en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo.
Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la
casa del obispo que aún le detuvo. Al día siguiente [14/dic./1531], le dijo: “Ea, a mostrar
dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erija su templo”.
Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo. No bien Juan Diego señaló dónde había
mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse.
Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino, el cual estaba muy grave, cuando
le dejó y vino a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le
dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.
Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que
estaba muy contento y que nada le dolía.
J. COMIENZA EL CULTO