Moyano Educ Social
Moyano Educ Social
Moyano Educ Social
Esta semana abrimos nuestro tercer módulo. En esta ocasión con una clase
del Dr. Segundo Moyano, profesor universitario en Barcelona con una amplísima trayectoria
vinculada tanto a experiencias de educación social con niños, niñas, adolescentes y jóvenes, como
también a la consolidación del campo de la pedagogía y la educación social en España y en otros
países.
Pensar la relación entre la educación y la cuestión social no es una novedad. Sin embargo,
abundan las retóricas piadosas, moralizantes como aquellas que presagian fracasos esgrimiendo
las carencias que portan los niños que llegan a las instituciones. Se construye el discurso del "niño
carente" o se presentan equivalencias discursivas entre ser niño pobre, marginal, excluido y/o
peligroso social.
Estas concepciones reducen las posibilidades del trabajo educativo y naturalizan el fracaso
escolar. El autor nos propone reconocer y atender el hecho de contemplar prácticas educativas
fuera de la institución escolar que amplían el campo pedagógico y han hecho emerger
nuevas posibilidades de lo educativo.
La pedagogía como mascarón de proa de nuestra nave zarpa y navega... algunos de los
instrumentos de navegación están disponibles en esta clase.
Esta distinción inicial, si bien puede aparecer como obvia, si la comparamos con la distinción entre Pedagogía y
Educación, responde a los recorridos, las conceptualizaciones y las actualidades que ambos campos han
transitado y transitan en diferentes territorios. Ahora bien, esto no es óbice para mantenernos en la
conexión señalada respecto de considerar la Pedagogía Social como “el marco teórico desde el cual podemos
pensar las cuestiones que atañen a la educación social” (Núñez, 1999: 32). En este sentido, en este texto nos
vamos a referir a las prácticas de la educación social, por lo que, de algún modo, estaremos haciendo pedagogía
social.
Los recorridos históricos de la Pedagogía Social, con sus modelos de época, han otorgado a ésta tiempos y
espacios diversos. Si bien la eclosión de los sistemas escolares nacionales en el siglo XIX significó la
cimentación de la Pedagogía como disciplina de lo escolar, centrando las reflexiones y los análisis en el ámbito
del aprendizaje y de la enseñanza en la escuela; la actualidad remite a considerar la educación también desde
otros lugares. Por lo que refiere a esta cuestión, Petrus (1997: 31) advierte sobre lo ineficaz de contraponer el
discurso pedagógico de lo escolar frente al de lo social, creando así otro espacio discursivo que tan sólo se
defina por eliminación. No obstante, y de la misma manera, la Pedagogía debe asumir que la actualidad de
época nos convoca a re-pensar la educación desde diferentes lugares.
Así pues, el contexto de emergencia de la Pedagogía Social propicia dos grandes líneas de orientación de
la propia disciplina en sus orígenes. Líneas que, con retoques de época y avances teóricos, perviven en la
actualidad: una Pedagogía Social fundamentada en una idea de la educación “en, desde y por la comunidad”
(Sáez, 2006: 50), por lo que el adjetivo social vendría a remarcar la relación recíproca entre la educación del
individuo y la comunidad, recalcando el componente social de la Pedagogía, en tanto remite a una práctica
imposible fuera de la comunidad; y una Pedagogía Social centrada, preferentemente, en la atención y educación
(ayuda social en los inicios) de poblaciones con dificultades sociales y problemáticas económicas.
Ambas concepciones perduran en los tiempos actuales. Sin embargo, si bien su diferenciación permite
establecer líneas de pensamiento que generan los actuales modelos de educación social, lo cierto es que ambas
se han articulado a lo largo de la historia de la Pedagogía Social, compartiendo premisas y puntos de encuentro.
Así, observamos cómo es la Pedagogía Social en algunos países, la que está permitiendo incorporar nuevos
discursos en torno a las problemáticas actuales de la educación. El hecho de contemplar prácticas educativas
fuera de la institución escolar ha supuesto ampliar el campo pedagógico y ha hecho emerger nuevas
posibilidades de lo educativo.
Sáez (2007) marca tres acepciones diferentes que sirven, por un lado, para diferenciar y dar cuenta de esas
discontinuidades y procedencias históricas, y por otro, para aglutinar la actualidad de la educación social,
producto precisamente de esa pluralidad de pertenencias:
La educación social como un tipo de práctica educativa y social. Unas prácticas que tienen sus
orígenes remotos en las intervenciones estatales respecto de las situaciones de pobreza y
marginación, y se concretan en las políticas de acción social y asistencia de los siglos XIX y XX en
España. La actualidad articula políticas de ciudadanía y de participación social en la órbita de las
prácticas de la ES.
La educación social como una profesión, donde se entroncan las diferentes figuras vigilares y
cuidadoras de esas primeras políticas de asistencia social. La llegada de la democracia en España
produce la preocupación política y administrativa por la atención y educación más allá de las
instituciones escolares, promoviendo las contrataciones de personal más cualificado y especializado
que implementará las nuevas políticas sociales de acción y protección social. Paralelamente, cabe
destacar en este sentido, la aportación incuestionable de las asociaciones, primero, y los colegios
profesionales, en un segundo momento, para hacer emerger y consolidar la profesión de educador
social en el panorama político, técnico y social.
La educación social como una titulación. Los recorridos prácticos y teóricos de la Educación
Especializada (nomenclatura de la atención a poblaciones en situaciones de inadaptación social -este
es el significante de época-), la Animación Sociocultural y la Educación de Adultos, se aúnan en la
década de los '90 en la titulación universitaria de Diplomado en Educación Social, y posteriormente
en el Grado universitario de Educación Social, vigente en la actualidad. Este hito permite establecer
planes de estudio, líneas de investigación y un impulso a la profesionalización de esta figura.
En los actuales panoramas sociales, la educación social ha asumido el reto de hacerse cargo, desde lo educativo,
de lo que “lo social define como problema” (Núñez, 1999: 26). Es decir, trabajar para lo que la educación
siempre ha hecho: para establecer vías de acceso e incorporación a la cultura de época. En efecto, las
encrucijadas económico-sociales que se establecen en el devenir contemporáneo promueven nuevas situaciones
de fragmentación y exclusión social susceptibles de un análisis con perspectiva pedagógica.
En Las leyes de la frontera (2012), el notable autor español Javier Cercas reconstruye, a
través de una entrevista ficcionalizada entre un escritor y los protagonistas de la historia, el
pasado de dos jóvenes quinqui y Gafitas, un muchacho de clase media que se une
temporalmente a la banda para robar casas de gente adinerada durante los años setenta. Entre
todos los personajes, el Zarco es, acaso, el más atractivo: con solo dieciséis años es
encarcelado por primera vez y llega a convertirse en un mito urbano, un poco en la tradición del
argentino Frente Vital, cuyas desventuras narrara magistralmente Cristian Alarcón en Cuando me
muera quiero que me toquen cumbia. Vidas de pibes chorros (2003). La escuela, en la novela
solo aparece de manera marginal, cuando Gafitas decide abandonarla para adentrarse en el
mundo fascinante y seductor de la banda del Zarco. En este retrato de la juventud postfranquista
las instituciones estatales de la recién estrenada democracia parecerían fracasar en sus intentos
por alojar a los jóvenes de los sectores más vulnerables. Las sobrepobladas prisiones a las que
Zarco vuelve una y otra vez para “reformarse” son igualmente ineficaces en su función
instituyente.
Las miradas dirigidas al concepto de educación social abarcan abanicos muy amplios. Así, encontramos que
algunas de ellas sitúan los efectos educativos en el desarrollo de la personalidad del sujeto, en la preparación
para la convivencia reduciendo el conflicto social, en la comprensión de los demás y en el aprendizaje social
necesario para andar por la vida. Otras, sitúan la educación social alrededor de un cúmulo de programas de
habilidades sociales capacitadoras de autonomía y participación de los individuos. Si bien muchas de estas
definiciones aportan algunas cuestiones interesantes para el análisis del propio concepto, nuestro interés se
centra precisamente en su amplitud, porque “[...] la educación es un fenómeno muy complejo, difícil de definir
en pocas palabras” (Luzuriaga, 1966: 126).
Sin entrar al detalle en las múltiples definiciones que de educación social se manejan en los diferentes entornos
académicos y profesionales, asumimos la que propone la ya desaparecida ASEDES (Asociación Estatal de
Educadores Sociales) como guía para el recorrido que se propone:
· La incorporación del sujeto de la educación a la diversidad de las redes sociales, entendida como el
desarrollo de la sociabilidad y la circulación social.
Así pues, el campo de las prácticas sociales y educativas se ha visto atravesado históricamente por diferentes
clasificaciones en función de la referencia a problemáticas sociales (drogadicción, maltrato infantil,
desocupación laboral, violencias...); a instituciones (centros de servicios sociales, prisiones, pisos tutelados...); a
categorías poblacionales (delincuentes, mujeres, menores en riesgo, tercera edad...); o a ámbitos de intervención
(inserción laboral, protección a la infancia, justicia juvenil, toxicomanías...). Si convenimos que el eje que debe
definir los campos de acción de la educación social debe girar en torno a la propia denominación de la práctica,
es decir, que ese eje debe ser la educación, algunos de los campos señalados, todo y mantener un trabajo de
acción social no podríamos considerarlos estrictamente de acción social educativa.
Una sistematización actual que recoja la tradición de esas clasificaciones, pero que a la vez también dé cuenta
de las nuevas posibilidades y de nuevos planteamientos de las prácticas de educación social, podría basarse en
la consideración educativa en torno a diferentes franjas de edad, proporcionando una manera diferente de
articulación entre los sujetos y las instituciones del territorio. Es decir, si consideramos que todas las
categorizaciones suponen adscripciones a modelos de acción social y educativa y conforman modelos
profesionales y formativos, este planteamiento intenta promover la conformación del campo de la educación
social a partir de las articulaciones entre las franjas de edad a las que dirige su actividad, el territorio y las
instituciones de la sociedad civil y de las administraciones públicas.
Entre los muros (2008), es una película francesa dirigida por Laurent Cantet, basada en el
relato autobiográfico de Francois Bégaudeau (quien actúa de sí mismo en la película) y su
experiencia como maestro en una escuela media de París. Cuando el maestro les intenta
enseñar la forma “correcta” de hablar en francés o les da como tarea leer El diario de Anna
Frank, varios de los niños más “conflictivos” y socialmente marginados cuestionan la utilidad de
tales enseñanzas. La película parecería ser así un llamado de atención sobre la necesidad de
reflexionar en lo social y educativo no en términos de instrumentalidad (esto es, la escuela
pensada para resolver la marginalidad) sino en términos de mutua afectación (es decir, como los
conflictos sociales y étnicos definen los límites y problematizan las estrategias educativas más
convencionales).
Esto supone dos cuestiones fundamentales para la asunción de los retos actuales de la educación social: por una
parte, dejar de lado la categorización excluyente que supone establecer que la educación social es una práctica
educativa tan sólo para determinadas categorías poblacionales; y, por otra, potenciar una educación social en
términos de ofrecer trayectos y recorridos particulares y promoviendo los anclajes sociales desde la lógica de
los derechos y deberes de ciudadanía.
Por lo tanto, la educación social del siglo XXI se encuentra ante el desafío que supone no adscribir sus
funciones a ámbitos o categorías contextuales prêt à porter, sino ofrecer una apertura a lo social en el marco de
lo educativo. Desde esta lógica, la educación social amplía su campo a diferentes instituciones, servicios,
programas y proyectos que son susceptibles de un trabajo educativo que garantice y promueva la participación
cultural, social y democrática del conjunto de los ciudadanos.
Así, familia, escuela y políticas públicas posibilitan una escenificación diferente en torno a las consideraciones
de las infancias como categoría de análisis social. El eje que enlaza estos análisis se sitúa alrededor de la
desigualdad social en el acceso a la cultura de época y a la diversificación de los recorridos de las infancias. Ya
Philippe Ariès había señalado “que la infancia no existe sino que existen infancias específicas producto de
prácticas de socialización familiares e institucionales que reenvían a grupos sociales” (citado por Varela,
1983: 13).
La pretensión de asumir estas consideraciones en torno a la existencia de las infancias supone un ejercicio de
visibilización de esas otras infancias que, de otro modo, quedan opacadas, negadas, meramente adjetivadas. Es
decir, se trata de un intento de pasar a un primer plano las infancias segregadas, aquellas que, históricamente,
han sido menospreciadas en las leyes, apartadas de los análisis pedagógicos y, simplemente, introducidas en
clasificaciones y sectorizaciones arbitrarias. A estos olvidos histórico-pedagógicos se añaden la emergencia de
nuevas/viejas infancias: la infancia que trabaja, la infancia que delinque, la infancia de la calle, la infancia que
se prostituye, la infancia armada, la infancia que se droga, la infancia maltratada... Estas infancias, viejas en
cuanto algunas han recorrido el devenir histórico de la humanidad, y nuevas, en cuanto algunas son producto de
lo actual, forman parte de las estructuras sociales, pero ¿forman parte de las educativas? ¿Y de las culturales?
En el galardonado libro para niños Voices in the Park [Voces en el Parque], de Anthony Brown,
una misma historia (un paseo en el parque) es relatada a través de cuatro voces diferentes: la de
una acaudalada señora “de bien”, la de su hijo, la de un desempleado y la de su hija, todos ellos
caracterizados como primates. Sin moralismo alguno ni golpes bajos, el relato que acompaña las
ya icónicas ilustraciones de su autor, da cuenta de infancias que se contraponen en muchos
aspectos (por su educación y trasfondo social) pero que en muchos otros no son tan diferentes
(en el relato, los niños vencen sus prejuicios, acaso heredados de sus padres, y terminan
haciéndose amigos). El parque (como la escuela) es un espacio privilegiado de encuentro y
convergencia de esos niños y las distintas concepciones de infancia que representan.
Estas infancias, en definitiva desprotegidas, suponen para ciertas políticas sociales, educativas y asistenciales
las “otras” infancias; unas infancias como “población diana”, como “sectores en riesgo”, abandonando la
consideración de infancia para centrarse en el adjetivo que la acompaña. Si la concepción moderna de la
infancia había establecido ésta como futuro de la humanidad, ¿qué futuro auguramos adjetivándola, y
posteriormente sustantivándola? Una sustantivización que otorga al adjetivo un peso específico en cuanto
conforma atributos que acompañan al niño en sus diversos recorridos sociales, a la manera que Jacques
Donzelot (1998: 84) señala cuando sitúa a finales del siglo XIX la confluencia de dos concepciones de la
infancia. Por un lado, la idea de una infancia en peligro, desprotegida y amenazada; y por otro, una infancia
peligrosa que resulta amenazante. Donzelot sostiene que ambas concepciones tienden a diluirse, considerando
finalmente a la infancia en peligro como realmente peligrosa. Esa misma reunión que se realiza en términos
más actuales en relación a una infancia en alto riesgo social; un riesgo referido al “riesgo que suponen las
condiciones de vida del sujeto y al riesgo potencial que éste representaría para la sociedad” (Tizio, 1997:
97). Vamos, entonces, a pluralizar los nombres, para hacer presente la diversidad de recorridos y para reclamar
que las infancias sean albergadas en las prácticas educativas.
Nuestro particular punto de partida se inicia con la siguiente proposición: “Los niños son menores, pero ¿los
menores son niños?”. Tras lo capcioso de la pregunta se esconde una declaración de intenciones alrededor de la
cuestión que hemos venido planteando. La utilización de la palabra “menor” referida a la infancia se sostiene en
el discurso jurídico, en alusión en aquel individuo humano que posee una edad menor a la requerida para ser
considerado, precisamente, mayor de edad. En el caso español (también así lo recoge la Declaración de
Derechos de los Niños de 1959) este límite de edad se sitúa a los 18 años; por lo que todo individuo por debajo
de esa edad se le considera “menor de edad”, y no capacitado para asumir ciertas cuestiones de tipo legal. Los
textos jurídicos referidos a la infancia plantean con claridad la limitación legal. Pero hay algo de una distancia
no explícita entre niño y menorque llega a las leyes educativas o a las de protección o justicia juvenil. En las
primeras los términos que se utilizan para referirse al sujeto de la ley es el de niño, infancia, adolescencia... Por
el contrario, en las leyes concretas alusivas a la protección de la infancia o a la justicia juvenil el concepto
mayoritariamente utilizado es el de menor. La ciencia jurídica delimita, pues, un campo de la infancia
adjetivada (o sustantivada). Es más, “pareciera que hemos adoptado como moda o imperativo cultural una
definición de la infancia desde la perspectiva judicial de los derechos de los niños” (Costa y Gagliano, 2000:
117). De la denominación “menor de edad” hemos ido pasando a utilizar “menor” como sinónimo de aquél que
se incorpora a alguno de los circuitos sociales o jurídicos establecidos precisamente porque no es un niño: es un
menor.
Si sostenemos que cada época histórica construye una noción de infancia, también podemos establecer que cada
época tiene su modo de “minorizar a los niños” (op.cit.: 89). El proceso actual de minorización de una infancia
tiene sus propias marcas, y acompañan al “niño minorizado”. Esas marcas se visualizan en los recorridos
sociales diferenciados (incluyendo los educativos y culturales) que estamos estableciendo
para niños y menores. Unos recorridos que, en muchas ocasiones (sobre todo los que se refieren a los niños
minorizados), se están tornando trayectos únicos, lineales y con dificultades para cruzarlos. Es decir, unos
recorridos difíciles de abandonar si se entra en ellos, sobre todo los que se refieren a los niños minorizados. En
el caso de la institución escolar, como recorrido social, cada vez más se vislumbra esta diferenciación. Los
circuitos escolares se bifurcan en especializaciones que congregan a los niños en recorridos diferentes, e incluso
se crean nuevas instituciones pseudo-escolares encargadas de asumir a aquellos niños que muestran muchas
dificultades en sus aprendizajes, pero también por sus conductas y, últimamente, por su origen extranjero. Otro
tanto sucede con las instituciones de protección, donde los niños minorizados difícilmente escapan a esa
consideración, ya que incluso los informes que se realizan, los textos que se escriben y las alusiones en
reuniones científicas siguen definiéndolo como menor antes que comoniño. Estos dispositivos sociales de
carácter educativo están marcando destinos; lo que se convierte en una paradoja si mantenemos que la
educación, precisamente, opera como un anti-destino (Núñez; 1999). Por lo que, “el menor como categoría
social se forja en un circuito de nominación y tutela que inhibe el pasaje a otros lugares o espacios de la
sociedad y la cultura” (op.cit.: 75).
En Los cuatrocientos golpes (1959), de Francois Truffat, el niño protagonista, Antoine Doinel,
es confinado a varias instituciones reformatorias, por padres y maestros que lo consideran
extremadamente conflictivo y un peligro para la sociedad. Esta obra de arte de la pantalla grande
es un excelente fresco del modo en que la sociedad parisina de los años cincuenta “minorizaba
al niño”. La madre, padrastro, juez y maestros de Antoine lo ven y tratan, efectivamente como
menor (con su conllevado riesgo social) antes que como niño.
Entre estas marcas que vamos indicando alrededor de la consideración de la minoridad de algunas infancias,
encontramos una que, si cabe, señala un lugar social que toma forma (no exclusivamente) en las instituciones
de educación social. Nos estamos refiriendo, en efecto, a los “menores en riesgo social”, una infancia en
muchas ocasiones sojuzgada al carácter invisibilizador de las estadísticas sociales. Una categoría, esta de
“menores en riesgo social”, que si bien no ha estado sometida a un análisis exhaustivo, no podemos negar que
campa a sus anchas en los discursos sociales y educativos definiendo, proponiendo y proyectando “políticas,
técnicas e intervenciones de carácter preventivo”.
Una visita al diccionario (un gesto olvidado) nos ratifica en nuestras dudas respecto de la indiscriminada
utilización de esa categoría: en el Diccionario de la Real Academia Española, “riesgo” remite a contingencia o
proximidad de un daño, a estar una cosa expuesta a perderse o a no verificarse. En el Diccionario María
Moliner, “riesgo” es la posibilidad de que ocurra una desgracia o un contratiempo. Como sinónimos
encontramos: peligro, trance, contingencia, escollo. Y como antónimos, dos muy contundentes: seguridad y
certeza.
A partir de esta mirada al diccionario, ha lugar a lanzar una hipótesis: si partimos de la idea de que el riesgo
social es una de las formas actuales del malestar social; y si éste, como nos enseñó Freud, es estructural: ¿qué
viene a redundar el “riesgo”? Siguiendo en la actualidad, el riesgo como contingencia, con su carga de
incertidumbre ha caído, y lo que viene a ocupar ese vacío es el riesgo como estado (estar en riesgo). Cae,
pues, el riesgo como una apuesta y aparece el riesgo como certeza y seguridad(sus antónimos).
Es en este momento en el que cabe introducir algo de lo que antes hemos expuesto como un elemento de anti-
destino: la educación. La Pedagogía, en este caso, está llamada a pensar estas cuestiones desde otro lugar,
donde el “riesgo” a perderse o a la proximidad de un daño, de una desgracia o de un contratiempo sea tomado
desde el lugar del desafío, arriesgándose, tomando un riesgo.
Este desafío no es otro que tender los puentes para hacer posible el paso de esa “infancia en riesgo” al recorrido
que le es propio, el de la niñez, el de la infancia sin adjetivar. Y ese paso se ha de producir bajo el manto de la
cultura, mediante su herramienta de transmisión más preciada, que no es otra que la educación.
No hay niños en riesgo, el riesgo reside en dejar a estos niños que transiten por circuitos establecidos difíciles
de abandonar, para que acaben recorriendo los circuitos de la minoridad, y en ningún caso los de la niñez, “la
sociedad y la cultura”.
La trama argumental de Scum [Escoria] (1979) se centra en un joven de nombre Carlin y sus
días en un reformatorio británico, donde el objetivo de los reclusos es apenas sobrevivir, tal como
reza el poster del film [‘In Borstal Survival Rules’] . La historia fue concebida por su director, Alan
Clarke, en formato serie y sería transmitida por la cadena televisiva BBC de Londres. Debido a
su alto contenido de violencia explícita, no obstante, recién vio la luz dos años más tarde, cuando
Clarke la rehízo esta vez como film. La prensa especializada ha leído Scum como una crítica al
modelo de reformatorios sociales británicos que antes que rehabilitar a los que pasan por sus
claustros los confinan a una guerra de todos contra todos. Aquí los niños no son siquiera
definidos como ‘menores’ sino que ocupan un escalón aún inferior en la pirámide social: son pura
escoria.
Así pues, ante cierta imagen de la infancia, alejada de los trazos que Hannah Arendt (2003) y Philippe Meirieu
(1998) han descrito acerca del “sujeto en el mundo”, el reto de las prácticas de educación social es ofertar un
lugar “otro” que haga posible su ocupación por parte de los niños y niñas a los que atienden. Es decir, se
pueden orientar sus (pre)ocupaciones a ofrecer lugares pensados desde la educación que puedan ser ocupados
por el sujeto.
Previamente a significar esa propuesta de lugar a ocupar, cabe situar algunas cuestiones de partida:
¿Es posible, pues, hablar de sujeto de la educación en las prácticas de educación social?
¿Cómo construir el lugar de sujeto de la educación en las prácticas de educación social?
Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones, reafirmar la posibilidad de que en instituciones creadas en
su momento no para educar, sino para ejercer modalidades de control social sobre las poblaciones desatendidas,
el mandato social actual requiere de la presencia educativa. Y para ello se torna imprescindible armar la
construcción de ese lugar. De la misma manera, hablar de sujeto de la educación en las prácticas de educación
social solicita su articulación con el resto de los elementos integrantes de un modelo de educación social (el
agente de la educación, los contenidos y las metodologías educativas, los marcos institucionales). Así, sus
posibilidades de construcción se entienden si participan agentes dispuestos a tal construcción, contenidos
culturales y sociales valiosos que promuevan al sujeto y unas metodologías de trabajo educativo que garanticen
la transmisión educativa. Esto, por supuesto, enmarcado en instituciones que incorporen la educación de los
sujetos entre sus funciones.
Respecto a la segunda de las cuestiones planteadas, consideramos que las prácticas de educación social están en
condiciones de poner en marcha la arquitectura necesaria para construir un lugar y poder ofrecerlo. En esta
línea, entonces, se requeriría:
- Un modelo educativo que articule las exigencias sociales del mundo actual con los intereses particulares
del sujeto, con la finalidad de posibilitar lazos sociales consistentes que permitan al sujeto amplios recorridos
por lo social. En palabras de Meirieu (1998: 81) “hacer sitio al que llega y ofrecerle los medios para
ocuparlo”.
- La consideración inicial de que el sujeto es un enigma para el agente de la educación. Esto supone la
contemplación de la dimensión subjetiva, tener en cuenta la opacidad del sujeto (incluso para él mismo) en una
suerte de actualización del orden moral kantiano* y alejarse de la mitificación a la que asistimos en torno a la
idea de un sujeto transparente del cual todo sabemos, incluso lo que necesita.
- Partir de que el trabajo educativo se lleva a cabo con los sujetos, no con las problemáticas sociales con
las que vienen definidos.
- Que la oferta de trabajo educativo suponga la puesta de marcha de acciones educativas que contemplen
las particularidades del sujeto expresadas por sus deseos, sus impulsos, sus capacidades y sus propios intereses.
- Que la disposición del sujeto a ser educado contempla el trabajo para su consentimiento. Sin embargo, la
hipótesis que lanzamos se refiere a que para que se produzca consentimiento del sujeto se ha de producir el
consentimiento del agente, es decir, el educador ha de consentir a educar, ha de autorizarse a ejercer la función
educativa.
Estas premisas caracterizan el lugar ofertado, si bien establecen los recorridos diversos que cada sujeto realizará
en el tránsito por la institución.
Veamos un ejemplo, en relación a una de las prácticas de educación social en el campo de la protección a la
infancia. Un grupo de educadores sociales señala dos tiempos en la consideración y construcción del sujeto de
la educación en un Centro Residencial de Acción Educativa (CRAE): hablan de un primer momento, “del caso
al niño”, que hace posible un segundo momento que denominan “del niño al sujeto de la educación”. Este
relato supone un recorrido posibilitador de la emergencia del sujeto de la educación en un CRAE. Ambos
tiempos articulan, a la vez que propician, las consideraciones que señalábamos como exigencias sociales del
momento histórico y los intereses particulares del sujeto. Es decir, facilitar respuestas pedagógicas frente a la
encrucijada (paradojal en muchas ocasiones) entre los tiempos subjetivos y los tiempos sociales (entre ellos los
institucionales). La mirada que nos aporta facilita la incorporación, por un lado, del sujeto a la institución que lo
acoge y, por otro, contribuye a iniciar la propuesta educativa.
“Del caso al niño”, así, supone sobrepasar la idea de niño que recorre los circuitos de la protección explicado
por otros [“el niño como propuesta” (op.cit.: 41)], produciéndose un tiempo de espera para la presentación del
niño (más allá de los informes que lo acompañan). Se introduce, pues, el vector del enigma y habilita un lugar
diferente que se separa del estigma* (Goffman: 1993). Aquel que llega a la institución llega como un caso. No
obstante, es necesario operar una apertura institucional que facilite la posibilidad de que algo de la dimensión
subjetiva se haga presente. Es decir, no planteamos obviar la información, sino considerar que esa información
no explica al sujeto, sino un cúmulo de situaciones sociales, subjetivadas por los ojos técnicos del que decreta
el ingreso del caso en una institución de protección. Proponemos que la mirada institucional se desvíe del
informe hacia la sorpresa que nos aguarda: a que el sujeto que se presenta no responde de manera unívoca a lo
que se dice de él en los informes escolares, médicos, sociales y/o psicológicos. Esta manera de mirar produce
efectos de realidad en la inscripción del sujeto en la institución.
De hecho, contemplar al niño más allá de lo que lo explica, remite a establecer un tiempo de espera, un tiempo
activo en el que pasan cosas, en que el sujeto se presenta y la institución acogedora procura dar un lugar.
Podríamos definir este tiempo como un tiempo de desnaturalización del discurso social que acompaña el
recorrer de estas infancias, donde la mirada y también la palabra sean vehículos de ofrecimiento de la
posibilidad de la educación, de ruptura con lo que a priori se define como inevitable.
Pixote, la Ley del más débil (1981, dir. Héctor Babenco) es un descarnado retrato del sistema
de reformatorios de “delincuentes juveniles” en Brasil. La película comienza cuando la policía
arresta a Pixote, un niño pequeño nacido en la favela, y lo manda a un reformatorio que,
comparado con el de la película de Trauffaut, es el mismo infierno. Un dato ilustrativo: para
escapar a la realidad del encierro, Pixote no visita la playa (como lo hacía el protagonista de Los
400 golpes) sino que consume pegamento. Los niños en Pixote además no son solamente
marginados por sus mayores, sino que cumplen principalmente funciones esclavas para los
negocios de los guardias y los traficantes de drogas.
El segundo tiempo a establecer en el trabajo educativo, para así posibilitar la emergencia del sujeto de la
educación, supone que la institución cuente con el ofrecimiento de ese “otro” lugar. Es decir, que contemple un
lugar que el sujeto quiera ocupar para apropiarse de lo que le pertenece, el patrimonio social y cultural, y que
pueda así operar la posibilidad de un vínculo con lo social. “Del niño al sujeto de la educación” establece los
tiempos necesarios (en muchas ocasiones superpuestos y discontinuos) para trabajar en relación a posibilitar la
emergencia de los intereses del niño, a escuchar más allá de las palabras y a suscitar el deseo de aprender.
La oferta educativa, en este caso que nos sirvió de ejemplo, remite a un lugar diferenciado, particular e
intencionado, más allá de lo que se define como “necesidad”; que suponga un trabajo de apropiación del sujeto.
Este trabajo, por supuesto, supone una responsabilidad y ésta, a su vez, demanda otra: la del educador y el
ejercicio de su función.
El último apartado de este texto tiene el objetivo de reabrir y repensar algunas cuestiones en torno a la función
educativa de los educadores y las educadoras sociales. Los recorridos históricos del lugar que en la actualidad
ocupa el educador social en las prácticas de educación social han ido en correlación con las diferentes
consideraciones que las políticas públicas han desarrollado respecto de las problemáticas sociales. Así, de la
corrección, la asistencia, la protección (por ejemplo) han devenido funciones como la de vigilar, velar o educar.
Sin duda, funciones diferentes emanadas de los encargos correspondientes a las coyunturas políticas y sociales
de cada época.
Si bien dejamos un estudio histórico más en profundidad de esta figura en las instituciones de atención y
educación social para otros trabajos, detendremos la mirada en el análisis del lugar que se abre con el inicio de
las políticas sociales de finales del siglo XX y los retos a los que nos convoca este inicio del siglo XXI.
Distintas variables han ido conformando la implantación creciente de la figura profesional del educador social
en el territorio. Entre ellas podemos destacar la promoción y ampliación de tareas específicas a desarrollar, el
progresivo reconocimiento social y la reflexión en torno al campo de actuación, o la intensificación del estudio
de las prácticas y los desarrollos teóricos y metodológicos de la educación social. Así pues, el panorama
alrededor de este asentamiento del educador social ha ido demandando el acercamiento paulatino de las
administraciones públicas, de los colegios y asociaciones profesionales y de las universidades a dar cuenta del
trabajo de los profesionales de la educación social. Esto ha supuesto un considerable número de listas, cuadros
y clasificaciones que han ido construyendo el lugar social y profesional del educador social pero, sobre todo, ha
significado armar un complejo entramado de relaciones entre las funciones a llevar a cabo, los perfiles
necesarios que las garanticen y el diseño de la formación que asegure lo anterior.
Como decíamos, todas estas aportaciones desde diferentes instancias han representado avances destacados en
cuanto que han promovido la reflexión en torno a qué trabajo está convocado el educador social. Ahora bien,
también es necesario señalar que tal abundancia ha subsumido lafunción educativa del educador social, y que
en algunos aspectos ha supuesto su dilución.
Al hablar de la Educación Social como una profesión social y educativa, se está tendiendo a dar por supuesto
que la propia denominación de educador ya confiere las características propias para ejercer la función
educativa. Es decir, que con hacer y decir lo que se le supone a este profesional ya emerge la intención, la
acción y la responsabilidad educativa. Por lo tanto, la mirada ha estado casi siempre dirigida a ocupar un
espacio social y profesional, pero no tanto un espacio pedagógico. En el campo profesional de la educación
social, en muchas ocasiones, hablamos de las dificultades sociales pero pocas de las dificultades educativas. Y
de la misma manera, habría que poder diferenciar entre las dificultades que existen en la actualidad para ejercer
la función educativa (en todo el campo educativo), y los problemas endémicos al ejercicio de la función
educativa en el campo de la educación social (por la propia historia del campo y por la construcción
profesional).
Lejos de sopesar la idoneidad de la capacitación aptitudinal y actitudinal de los educadores sociales en relación
al desarrollo de su trabajo, deberíamos preguntarnos por el lugar que se conforma (con sus límites y sus
alcances) a partir de la profesionalización del educador social y, más allá, de qué dotamos a esta figura para que
se aleje (ahora definitivamente) de las funciones vigilares y represoras de antaño. Parece que frente a la figura
asilar de las políticas de encierro o la cuidadora de las políticas asistenciales, el lugar que las políticas de
protección han ideado y conformado para la figura profesional que recibe el encargo social es la de un
educador-modelo. El saber ser, saber estar ysaber hacer (implementado a partir de las propuestas del Informe
Delors* (1996) de la UNESCO) borra una dimensión facultativa de aquel que pretende ejercer la función que
aparece como diferenciadora del resto de profesionales del campo social: la función educativa. La dimensión
que se borra tras la dilución que se produce al establecer perfiles de carácter personal es una dimensión clásica,
y puede que por ello abandonada: la dimensión del saber. No podemos por menos que recuperar las palabras del
maestro Lorenzo Luzuriaga, que retornan al aparecer la figura del educador, “[...] el educador necesita una
preparación especial para su profesión; esta preparación es doble: de cultura general y de técnica
pedagógica” (1966: 129). Esta propuesta se dirige a señalar los ejes fundamentales de la formación del
educador, y esta doble preparación necesita de una constante renovación del vínculo del educador con su
disciplina y con la cultura en un sentido amplio. Nuestra hipótesis es que para esa renovación se precisa
mantener una cierta disposición al saber.
El saber de la función a ejercer. Es decir, un saber ligado al corpus teórico de la Pedagogía (Social)
como disciplina que fundamenta la función educativa. En este sentido seguimos reivindicando una
Pedagogía sólida, en tanto promueva y proponga elementos de sujeción para las prácticas educativas y
referencias para el ejercicio de la función educativa. Una Pedagogía, pues, que haga frente al
vaciamiento del discurso pedagógico y al creciente fortalecimiento de la idea de Ciencias de la
Educación (que asigna a la Pedagogía un carácter meramente técnico -técnicas exploratorias, de
diagnóstico, observacionales y de confección de protocolos de aplicación-). Ante estas apreciaciones
cabe introducir la reflexión pedagógica en términos de lo que Durkheim (1992) apuntó como “hacer
pedagogía”, para así fundamentar y conocer la tarea de “pasar” a la que hacíamos referencia.
El saber sobre la materia a transmitir: la cultura. ¿Cómo causar el interés en la cultura sin estar
causado por la misma? O enunciado de otra manera: cuán difícil se torna transmitir interés por la
literatura y la lectura a un sujeto si el agente de la educación raramente se acerca a un libro. Esto exige
de una disposición de enlace, de vínculo, de lazo con las manifestaciones culturales de lo humano.
Renovar el interés de las nuevas generaciones por las producciones culturales humanas supone al
educador la resignificación de sus propias adquisiciones. Aquí cobra cuerpo el ejercicio de “pasar
cultura”.
Pero estas dos premisas (que se han de revisar en cada sociedad y momento histórico), han de ponerse en
relación con una cierta disposición al no saber. Esto es, habilitar lugar a la docta ignorantia, donde a partir
precisamente de ese no saber puede llegar a tener lugar una posición abierta al conocimiento, dispuesta a
consentir y a aceptar que existe una cuota de no saber acerca de los contenidos a transmitir y, sobretodo, acerca
del sujeto. Una postura, ésta, en clara oposición a la presentación del educador como un modelo a seguir, que lo
sabe “todo” acerca de “todo”, incluido sobre lo que le pasa al sujeto. La docta ignorantia nos obliga,
precisamente, a un duro trabajo de actualización, de formación y de estudio. Así, este requerimiento apunta a
deshacer las certezas para abordar el enigma de lo humano, a incorporar la incertidumbre que todo acto
educativo comporta.
En Sleepers [Traducida al español como Los hijos de la calle](1996, dir. Levinson), antiguos
reclusos de un reformatorio (que habían sido confinados al lugar por un robo menor mal
planificado) tienen su venganza cuando, ya adultos, engañan a los guardias que los violaron y
maltrataron para que sean arrestados y eventualmente enviados a prisión. El lugar del cuidador
social y el del educador no solo van aquí por carriles separados sino, en rigor, por caminos
opuestos.
Retomemos, brevemente, esa imagen tan actual del “educador-modelo”. Hannah Arendt (2003: 291) da cuenta
no del lugar del educador como “modelo”, sino como “pasador” de “el mundo”, en su carácter complejo e
incluso contradictorio: “La calificación del profesor consiste en conocer el mundo y en ser capaz de darlo a
conocer a los demás, pero su autoridad descansa en el hecho de que asume la responsabilidad con respecto a
ese mundo. Ante el niño, el maestro es una especie de representante de todos los adultos, que le muestra los
detalles y le dice ‹Éste es nuestro mundo›”.
Tras estas reflexiones en torno al lugar del educador social, éste se configura no en base a un perfil caracterial,
sino a una encrucijada que remite a considerar esta figura como un representante de lo social que debe atender
las particularidades del sujeto. Un lugar, entonces, complejo, sometido a las presiones de los encargos sociales,
la propia disposición del educador y la dimensión subjetiva de los sujetos que atiende. Es en este lugar de cruce
donde emerge y donde podemos dar cuenta de la función educativa del educador social, en tanto el ejercicio de
ésta supone un elemento distintivo frente a otras profesiones del campo social.
No se nos escapa la doble dimensión (de atención y de educación) del encargo social que recibe el educador
social. Ciertamente, al cargo de éste se encuentran los cuidados y las atenciones que requieren los sujetos
atendidos. La hipótesis que venimos desarrollando y manteniendo es que la convivencia de ambas funciones (la
cuidadora y la educativa) no ha de suponer el menoscabo de ninguna de ellas. Y, por las aproximaciones
realizadas al campo de estudio, el diagnóstico actual apunta a un cierto vaciamiento de la función educativa que
también influencia de manera directa la función asistencial.
La función educativa remite a campos de responsabilidad basados en el saber pedagógico y cultural y con la
intencionalidad de promover efectos educativos en los sujetos. Por lo tanto, y bajo estas claves, la puesta en
marcha de procesos formativos solicita un encuadre construido en torno a: la lectura delas coordenadas del
encargo social; la habilitación de las condiciones necesarias para dar lugar a la emergencia del sujeto de la
educación en instituciones proclives a parapetarse en prioridades y urgencias; la organización y disposición de
los elementos necesarios en las instituciones para desplegar las acciones educativas; a la asunción de la
responsabilidad educativa que emplaza a entender que aquel que aprende necesita de otro que enseñe, también
en el campo de la educación social; la apuesta pedagógica ante el empuje actual del control y la represión; y, la
confianza en que esa apuesta se encuadra en la promesa educativa, esperando y trabajando para la
disponibilidad del sujeto a adquirir aquello que, en definitiva, le pertenece.
En estos elementos puede fundamentarse el trabajo del educador social, un trabajo atravesado también por los
horarios, los sueldos, las dificultades, los límites, los tiempos y las supervivencias. No obstante, si existe
intención educativa, responsabilidad para el ejercicio de la función educativa y autoridad técnica que lo
permita, estamos hablando de que eso se inscriba en un Proyecto Educativo, un eje que permita acortar las
diferencias entre aquello que se hace y aquello que se dice que se hace.
Para finalizar, tan sólo indicar que uno de los compromisos de la educación social es ofrecer un lugar a la
función educativa, sólo así pasarán los tiempos del simple acompañamiento presencial a los sujetos, del darles
el afecto del que (se está convencido) carecen, o del atender tan sólo a problemáticas sociales que terminan
configurando el horizonte de los sujetos atendidos.
Bibliografía utilizada
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Península.
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- Costa, M.; Gagliano, R. (2000). Las infancias de la minoridad. Una mirada histórica desde las políticas
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subjetividad. Buenos Aires: Paidós.
- Cusa, N. de (2003). Acerca de la docta ignorancia. Libro I: Lo máximo absoluto. Edición bilingüe. Buenos
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Barcelona: Gedisa.
- Núñez, V. (1999). Pedagogía social: cartas para navegar en el nuevo milenio. Buenos Aires: Santillana.
- Tizio, H. (1997). La categoría «Inadaptación social». En Petrus, A. (Coord.). Pedagogía social. Barcelona.
Ariel.