Crimenes para Una Exposicion - Juan Bolea PDF
Crimenes para Una Exposicion - Juan Bolea PDF
Crimenes para Una Exposicion - Juan Bolea PDF
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Aquel hombre con abrigo tirolés y un sombrero adornado con plumas de faisán
llevaba más de una hora subido a la Noria Gigante del Prater. Había alquilado un
vagón para él sólo hasta la hora del cierre.
Cómodamente sentado, absorta la mirada en los blanquecinos hongos que
caían del cielo, bebía a lentos sorbos una copa de Riesling mientras daba una
vuelta tras otra a bordo de la descomunal atracción.
Otros pasajeros subían o bajaban de los restantes vagones, encima o debajo
del suy o: turistas, familias enteras, incluso una pareja de novios, vestidos de
ceremonia, todavía con arroz en los hombros, a los que el ocupante del solitario
vagón, ajeno a su silencioso bullicio, vio besarse con esfumada pasión a través
del vaho de las ventanillas.
Al caer la noche, la oscuridad envolvió el célebre parque de atracciones de
Viena.
A pesar de la escasa visibilidad, el hombre crey ó divisar a una mujer
pelirroja entre las luces de las tómbolas.
Arrebujada en un abrigo de punto, a juego con el gorrito que apresaba su
cabellera de fuego, ella le saludó con la mano. Al detenerse la noria, la mujer del
pelo rojo indicó que deseaba subir al vagón.
—¿Por casualidad la espera el caballero del sombrerito de caza? —le
preguntó la taquillera—. ¿El que ha reservado sin límite? ¡Pensábamos que se
trataba de un loco!
—De un loco maravilloso —le enmendó ella.
—Y de un hombre afortunado, por disfrutar de la compañía de una mujer
como usted.
Riendo, ella le dio las gracias. Entró al vagón y se acomodó en los asientos,
junto a su único y pintoresco ocupante.
—Tenías razón, queridito. ¡Los vieneses son tan gentiles!
El hombre enfundado en el abrigo tirolés hizo un ruidillo con los labios. La
rutina de la noria lo había sedado; le fatigaba hablar.
—Y no has visto nada, mi reina. Te falta lo mejor: el Palacio de la Ópera.
Consultó su reloj, un modelo antiguo, de cuerda.
—Apenas queda una hora para el concierto de Maurizio Amandi. Será mejor
que regresemos al hotel, si queremos cambiarnos de ropa y ocupar con
puntualidad nuestro palco. Me pondré el frac. Al deshacer la maleta me fijé en
que has traído el vestido de seda negra. En la Ópera habrá mujeres hermosas,
pero destacarás sobre cualquier rival.
Ella le acarició el lóbulo de la oreja.
—¡Estamos subiendo! Fíjate en la nieve… ¡Es como si estuviéramos en el
cielo!
—Te prometí que visitaríamos el Prater.
La pelirroja hizo un mohín con los labios, como definiendo un beso.
—¿Tendré que recordarte tus restantes promesas?
Su pareja esbozó una reprensiva mueca.
—¿Es que nunca tienes bastante, pecorilla?
—¡No puedo irme de Viena sin probar la tarta Sacher!
—Saborearás esa delicia —concedió él.
De mejor humor, la abrazó y le pellizcó las puntas de los pechos, que apenas
destacaban sobre un jersey de cachemir.
—Nos vendrá bien cenar algo antes del concierto. Ando escaso de fuerzas.
Para cumplir la misión que nos ha traído a Viena, necesitaremos energía extra.
—Aquí estación espacial llamando a la Tierra —parodió ella, deslizándole
una mano entre los muslos—. Comprueben niveles energéticos.
El hombre la apartó con rudeza.
—¿Ya quieres retozar otra vez, cabrita loca? ¿Es que no has tenido bastante
con el revolcón del hotel? ¡Si no debe de hacer ni cuatro horas!
—Estoy mareada, se me va la cabeza… Cuando venía estaba pensando en ti,
en tu… Me muero por…
—¡Tú ganas! ¡Jugaremos a papás y a mamás! Pero antes, respóndeme: ¿has
hecho tus deberes?
La boca de la pelirroja se curvó hacia abajo, como si fuera a llorar.
—¿Acaso no cumplo siempre tus órdenes?
—¿Porque te gusta hacerlo o porque me tienes miedo?
—Porque adoro cumplirlas.
—Niñita querida —murmuró, atray éndola hacia sí y orientándole las manos
hacia su cinturón, que él mismo procedió a desabrochar—. Ahora y a puedes
proseguir con… tus comprobaciones energéticas.
—¿Y si nos detienen por escándalo público?
El varón apuró su copa de Riesling. Una amarillenta gota, del color de la
resina, le resbaló por la barbilla.
—La nieve nos protege, nadie nos verá.
Ella se arrodilló a su lado. Se quitó el gorrito de punto, sacudió la melena y le
miró con ojos húmedos.
—¿Qué quieres que te haga?
—Demuéstrame que el placer no está reñido con el deber, y que sigo siendo
tu único dueño.
—Siempre lo serás.
—Así lo espero —murmuró él, apoy ando la nuca contra el respaldo y
exhalando el aire con ansiedad al sentir los labios de ella allá abajo.
Capítulo 2
Viena, 6 de diciembre.
A las ocho y media de aquella invernal tarde vienesa, Teodor Moser cerró su
tienda de la Kärntnerstrasse, en el centro de la ciudad, y se dirigió caminando
hacia el Palacio de la Ópera.
El anticuario judío llevaba un abrigo de pelo de camello, un traje de tres
piezas y, en uno de los bolsillos, su abono de palco para asistir al concierto de esa
velada: un programa doble sobre Cuadros de una exposición, la suite de Modest
Mussorgsky, con Maurizio Amandi como intérprete solista en la primera parte; en
la segunda, dedicada a la versión de Ravel, el propio pianista dirigiría la
Filarmónica de Viena.
La nieve, de un amarillo pálido a la luz de las farolas, se acumulaba en las
esquinas en blandos montones, que parecían de espuma.
Teodor Moser se sentía feliz. Unos meses antes, en junio, su primogénito,
Joseph, se había graduado como arquitecto. No tardaría en establecerse por su
cuenta ni en contraer matrimonio con la guapa y despierta Margarita, hija única
y, por lo tanto, heredera, de Günter Schultz, propietario de una de las empresas
inmobiliarias más rentables de Austria.
A diferencia de Teodor Moser (y siendo éste el único lunar que nublaba el
horóscopo del anticuario), Günter Schultz, su futuro consuegro, no era un hombre
instruido.
Hecho a sí mismo a partir de sus comienzos como albañil, Schultz jamás
asistía a una ópera o a un ballet, ni visitaba otras exposiciones que las ferias de
materiales de construcción o, según murmuraban las malas lenguas de la
sociedad vienesa, la exhibición de carne enjaulada en los escaparates de los
prostíbulos de Amsterdam, cuando el constructor viajaba a esa ciudad por
asuntos de negocios. Teodor Moser estaba seguro de que ni siquiera sabía dónde
radicaba la casa en la que Mozart había compuesto Las Bodas de Fígaro, ni el
apartamento entre cuy as paredes el doctor Freud había establecido los principios
del psicoanálisis. En alguna oportunidad, Moser había oído alardear a Schultz de
no haber leído más de dos o tres libros, incluida la Biblia, en toda su vida.
Por fortuna, su hija, Margarita, que estaba estudiando artes decorativas, había
salido muy diferente a su padre. Cultivada, discreta, dotada de simpatía natural y
de una innata habilidad para las relaciones públicas, sería una esposa idónea para
Joseph.
A diferencia de lo que le sucedía al propio Moser, Günter Schultz no estaba
satisfecho con la unión de sus hijos. Pensaba que Margarita podría haber
encontrado mejor partido que el de un muchacho judío. El constructor había
dado a entender al anticuario que los gastos del enlace deberían correr de su
bolsillo; sin embargo, llevado por el amor a su hija, anunció que, como regalo de
boda, obsequiaría a los novios un ático de segunda mano, situado en los bulevares
del Ring. El inmueble —había admitido Schultz— no se encontraba en el mejor
estado, pero Joseph sabría reformarlo. Su futuro suegro había incurrido en un
estro romántico (calificado de « patético» por Moser) al preguntarse en voz alta,
con grosera facundia, si podría existir may or placer para un arquitecto que
« reconstruir y decorar su propio nido» .
Mientras caminaba por la Marinhilferstrasse a buen paso, pues el concierto de
Maurizio Amandi daría comienzo en breve, Teodor Moser no dejó de
congratularse por la excelente idea que había tenido al contratar a Margarita
Schultz.
Había conocido a su inminente nuera con antelación a su hijo Joseph, en el
curso de la fiesta de Navidad ofrecida por los Schultz durante el último invierno,
en su residencia de Heiligenstadt, elevada al gusto neoclásico en un paraje
boscoso a las afueras de Viena. La tienda de Moser había suministrado a los
Schultz piezas decorativas; el magnate le invitó con la esperanza de rebajar el
precio.
A aquella recepción asistieron numerosos invitados, pero, por una afortunada
circunstancia, la muchacha que le recogió el abrigo en las escalinatas no había
resultado ser otra que Margarita, la hija de los dueños. El viejo Moser debió de
caerle en gracia; hasta que sonó el primer vals, no dejaron de charlar. Como
colofón a esa plática, el anticuario había invitado a la señora y a la señorita
Schultz a conocer su establecimiento. Ambas habían aceptado, halagadas; fijaron
una cita en la Kärntnerstrasse.
Moser había disfrutado mostrándoles sus tesoros, las piezas más refinadas, el
dibujo de Rafael, su pareja de Rubens, el Pisarro, las primeras ediciones de
Kipling, firmadas con una esvástica, o las visionarias cartas del músico
Mussorgsky al crítico ruso Stasov, protector del Grupo de los Cinco: aquel
ramillete de genios —Balakirev, Cesar Cui, Borodin, Rimsky -Korsakov, más el
propio Mussorgsky —, que habrían de revolucionar la música rusa. Habiéndoles
ofrecido un té a la menta en su abigarrado gabinete, donde guardaba sus
colecciones particulares y la caja fuerte de hierro fundido que había
acompañado a su padre, Jacob Moser, desde el gueto de Varsovia, en su éxodo de
principios de siglo, el cerebro y la sonrisa del viejo Teodor se habían iluminado
con una venturosa ocurrencia, con una oportuna intuición: la de ofrecer a
Margarita Schultz un puesto de responsabilidad en su firma.
Enemigo de la improvisación, Moser era hombre de cálculos, de
premeditadas estrategias comerciales. Pero, abandonando en esa ocasión su
prudente dialéctica, se había sorprendido a sí mismo dirigiéndose a sus invitadas
con absoluta franqueza. « El negocio crece y mi jubilación se acerca —había
expuesto ante las Schultz—. Es por eso, porque mi añoso tronco precisa savia
joven, que me permito ofrecerle, querida Margarita, el puesto de confianza al
que mi hijo Joseph deberá renunciar, muy a pesar suy o, por exigencias de su
carrera» . Madre e hija se consultaban entre sí, sorprendidas, cuando el sagaz
judío, alzando las palmas de las manos, había agregado: « No me respondan
ahora. Medítenlo. Para mí, supondría un honor contar con el asesoramiento de
una hija de nuestra alta sociedad, emprendedora y culta, y sin duda preparada
para desempeñar nuestro noble oficio» . Transcurridas algunas fechas, Margarita
Schultz, con el cabello recogido, vestida con un elegante traje de chaqueta de
color beis, se había presentado en el despacho de Teodor Moser para aceptar la
oferta. Traía una carta de su padre, el constructor, expresándole su gratitud.
La hija de Schultz había comenzado a trabajar de inmediato, bajo un horario
flexible que le permitía seguir asistiendo a sus clases. Moser la nombró directora
de compras, le destinó un despacho contiguo al suy o y le asignó un sueldo
superior al de los restantes empleados. « Será mi mejor inversión» , se decía
cada mes, al ingresar la transferencia en la cuenta de su nueva empleada.
El desenlace de aquella trama, como si lo hubiera escrito él mismo, había
obedecido a su soñado guión.
Desde que Margarita trabajaba en la tienda, la presencia de su hijo Joseph se
hizo habitual en la Kärntnerstrasse. El joven arquitecto acudía con sus libros
debajo del brazo para, amparándose bajo cualquier excusa, introducirse en el
despacho de la jefa de compras.
Unas veces (con intención de obsequiar a sus maestros, en cuy os estudios de
arquitectura realizaba prácticas), le urgía disponer de una determinada edición de
Vitrubio; en otras ocasiones, Joseph manifestaba un inaplazable interés por
confrontar la opinión de Margarita respecto a los fondos arquitectónicos de los
pintores renacentistas, palacios y ciudades, tempestades y templos que se
vislumbraban como telones de fondo a escenas profanas o místicas. Cuando,
además, su hijo empezó a esperarla a la salida de sus lecciones, en el Liceo de
Artes, aguardándola pacientemente a la intemperie, en el jardín salpicado de
estatuas cuy os ciegos ojos habían visto a Schiele y a Klimt, Moser intuy ó que su
inversión estaba próxima a conceder frutos.
Caminando por las heladas calles peatonales de Viena, el anticuario sonrió
para sí. La petición de mano iba a celebrarse durante esas Navidades, y la boda,
con visos de convertirse en un acontecimiento social, tendría lugar en la
primavera próxima. El arzobispo de Viena, amigo personal de la señora Schultz
(mecenas, a su vez, de la diócesis), iba a encargarse de oficiar el enlace en la
Catedral de San Esteban. Para tranquilidad de Günter Schultz, Joseph no había
mostrado inconveniente en transigir con la fe de la novia. Formaban una pareja
enamorada, equilibrada, y nadie, salvo el padre de la muchacha, dudaba de su
felicidad.
Una honda sensación de dicha, pero teñida de nostalgia, embargó a Moser
cuando se detuvo en un quiosco donde se vendían flores y pájaros, para comprar
una rosa roja.
Había adquirido esa costumbre tras el fallecimiento de su esposa, Ruth, como
una forma de recordar su ausencia en el palco de la Ópera. Durante las
funciones, mantenía el tallo apoy ado sobre sus flacas rodillas, junto al programa
de mano. En el cenit de un aria, en la cumbre de una sinfonía casi podía sentir a
Ruth respirando a su lado, con la mirada brillante y todos sus sentidos entregados
al canto y a la música.
Al pagar la rosa, el anticuario pensó cuánto le habría gustado a Ruth haber
conocido a su nuera, y qué hermosa habría estado entrando a la Catedral de San
Esteban del brazo de Joseph. Esa truncada esperanza hizo asomar la tristeza a sus
ojos marchitos. Pero no quería abandonarse a la compasión y luchó contra sus
recuerdos charlando con la florista sobre la belleza de Viena en diciembres como
aquél.
—Y eso que a los viejos no nos beneficia la nieve —había disentido la
vendedora de flores.
—No estoy de acuerdo —replicó Moser. Y agregó, metafórico—: El misterio
de la nieve sirve para anunciarnos que, tras el invierno, renacerá una nueva
primavera.
La florista tiritaba bajo un pañolón de campesina y una hopalanda de sarga.
Sus pequeños pájaros parecían a punto de congelarse dentro de las jaulas.
—¿Estaba pensando en la muerte, Herr Moser? No debería hacerlo. No, al
menos, esta noche.
—¿Por qué razón?
—Porque puedo sentirla ahí fuera, con su helado hocico, rondándonos,
queriendo arruinar mis flores.
« ¡Tendrá que seguir esperando!» , iba a exclamar el anticuario, pero era
supersticioso y guardó silencio.
Al alejarse del quiosco, no pudo evitar que un premonitorio escalofrío le
recorriese de pies a cabeza. Le había deprimido la visión de esos pajaritos con la
cabeza entre las alas y las plumas rígidas a causa del frío.
La nieve se extendía sobre los adoquines de piedra; Moser estuvo a punto de
resbalar. Le habría gustado ver gente, pero había tomado por un apartado
callejón y de pronto se encontró solo. Las fachadas traseras de las casas se
alzaban como claustrofóbicos muros. Los gruesos portones, con sus aldabas de
hierro, se hallaban cerrados, salvo un patio del que surgían los acordes del
Réquiem de Mozart.
Casi esperando ver aparecer un fantasma entre los jirones de niebla, el viejo
Teodor alzó el cuello de su abrigo y apretó el paso en dirección a la Ópera.
DOS JUDÍOS
Capítulo 3
Maurizio Amandi
Entre las dos y las seis de la tarde, il bello Maurizio estuvo en El Galeón Hundido.
Se bebió dieciséis cervezas, alternándolas con tragos de ron añejo, y tocó el
teclado para una parroquia de pescadores y de desenfadadas muchachas nativas.
Al atardecer, borracho, el joven Amandi pagó una última ronda y se
encaminó hacia Il vecchio castello. A medio tray ecto, cuando atravesaba las
calles de Pueblo Viejo, se tropezó con la pelirroja del avión, que estaba sola. Le
pareció que se le insinuaba y se las ingenió para arreglar una cita en el Puente de
los Enamorados, la pasarela que unía Providencia con el itsmo de Santa Catalina.
Cuando llegó a la mansión, después de dar más de un tumbo por la senda de
El Pico, todo parecía en calma. Procedente de los salones abiertos al céfiro se
oía, ray ada, la melodía de Cuadros para una exposición.
El perrazo Brahms no acudió a recibirle; tampoco se le oía ladrar. En cambio,
Amadeus, el loro, se mostraba alterado; articulaba estridentes chillidos y sus alas
cepillaban los barrotes de su jaula en forma de pagoda. La brisa había barrido
plumas en la tarima del porche.
Ni Jenny ni Felicidad se hallaban en la casa. Maurizio supuso que su padre les
habría dado fiesta, por Nochebuena.
El conde no se encontraba en los jardines. Tampoco en el museo o en los
establos. Maurizio lo buscó por las habitaciones, hasta que, harto de dar voces,
decidió bañarse para que se le pasara la trompa.
Se quitó la ropa, arrojándola al césped. Iba a tirarse de cabeza cuando vio un
jipijapa surcando el agua como un barquito de juguete.
Un poco más allá, hacia la oculta curvatura de la piscina, un hombre flotaba
sumergido de espaldas. Tenía los brazos abiertos en cruz y el blanco cabello
como esponjado por el peine de una sirena.
Maurizio se metió en la piscina, lo sacó con gran esfuerzo y lo tendió en la
hierba.
El decimoquinto conde de Spallanza debía de llevar muerto bastante rato. Su
lívido rostro recordó a su hijo una pintura de El Greco que colgaba en su
dormitorio y que ahora, como todo lo que allí, en Il vecchio castello, se contenía,
acababa de transcurrir a su propiedad.
« Soy huérfano, soy rico, soy el decimosexto conde de Spallanza» , pensó el
pianista, antes de romper a llorar sobre el cadáver de su padre.
PROMENADE
Capítulo 14
Eran las nueve de la noche. Un cielo denso y oscuro oprimía el barrio portuario.
La humedad calaba la ropa. A causa de la niebla, no se distinguía a diez pasos.
En la calle de los Apóstoles, salvo un negro asomado a un balcón, no se veía
gente. Una percusión de bongos ponía ritmo al silencio. De otra ventana más
alejada surgían gritos, con acento calé, de una riña doméstica.
En el único local comercial del callejón (porque, ¿podría recibir esa
consideración el Calypso, un lupanar de marineros con una novia en cada
puerto?) la campanilla de Antigüedades Esmirna emitió un repiqueteo.
Una esbelta pelirroja, vestida de negro, la había hecho sonar. Las sombras del
callejón se diluían hacia el interior del establecimiento. Impaciente, la mujer
cambió de postura sobre sus zapatos de tacón y volvió a tirar de la campanilla.
En el misceláneo escaparate, apenas iluminado, se disponían, entre otros
muchos objetos, una armadura medieval con un hacha de formidable aspecto, un
par de jarrones orientales, un arcón castellano, la gorra de un oficial nazi y una
serigrafía firmada por Juan Gris. Más allá, hacia el lúgubre ámbito de la tienda,
reinaba una espesa penumbra.
El anticuario demoró en abrir. Su humanidad se fue abriendo paso entre una
barricada de muebles, hasta que la acristalada puerta de entrada, decorada con el
logotipo del negocio, un guante de prestidigitador del que surgía una muñeca de
porcelana, reflejó su reluciente rostro.
Gedeón Esmirna debía de pesar no menos de noventa kilos. Sobre la camisa
azul lucía una corbata rosa con un alfiler de diamantes. Un batín de seda púrpura,
anudado al estómago por un cinturón con borlas, cubría el tiro de un afelpado
pantalón, que daba calor sólo de verlo. Las perneras caían sobre las redondeadas
puntas de unos zapatos hechos a mano.
El anticuario había sonreído mientras descorría el pestillo. Con una entonación
amistosa, casi familiar, dijo:
—Entra.
De pronto, enmudeció. Su globosa sonrisa dio curso a una expresión
precavida.
—¿Qué desea usted?
—Necesito hacer un regalo —contestó la mujer del pelo de fuego—. Estoy
de visita en la ciudad. Si no puede atenderme, regresaré en otro momento. O tal
vez no me tome la molestia de hacerlo.
El sentido práctico del anticuario se impuso. Contestó, con afabilidad:
—Estaba cuadrando la caja, pero nada me impide dejarlo para después.
Pase.
—Gracias. Acabo de tener la impresión de que me confundía con otra
persona.
—Me precio de ser buen fisonomista. Y no, no se parece usted a nadie que y o
conozca.
El establecimiento era un ordenado caos. La mujer fue sorteando obstáculos
hasta que una otomana le impidió avanzar.
Gedeón Esmirna conectó un interruptor: una luz cerúlea, de bodegón, se
difuminó por la tienda. De las cruces de las bóvedas colgaban ganchos para
sostener lámparas de araña, cuy as teselas, lágrimas y caireles de cristal
translúcido rozaban entre sí, tintineando a causa de la corriente. Un par de
ganchos exentos revelaban que esas piezas seguían vendiéndose.
La melodía de un piano surgía de algún rincón. El sonido no era nítido.
Esmirna apartó la otomana y asió a su clienta del brazo.
—Estaremos más cómodos en mi gabinete.
Ella supuso que se refería a una especie de abierto y destartalado despacho
en el que, junto a un escritorio, el único mueble virgen de polvo, se arracimaba
un foro vacío de sillas desparejas. En principio, podría pensarse que la mesa de
trabajo era una propiedad particular, pero una etiqueta adherida al vade advertía
que estaba en venta, como las antiguallas amontonadas de cualquier manera
hasta la boca de la trastienda, separada por una cortina.
El anticuario tosió como si hubiera tragado el polvo que flotaba en el avaro
aire de su negocio y fue rodeando el escritorio hasta acomodarse en un sillón
Voltaire.
Un brasero de propano emitía un calor enfermizo. Esmirna respiraba con
dificultad. Su frente transpiraba. De un frasco tapado con un corcho vertió unas
gotas de colonia y se masajeó la cara. Un intenso efluvio impuso su aroma
vegetal.
—¿Eucalipto? —preguntó la pelirroja.
—No soporto los perfumes industriales —explicó el anticuario, antes de
revelar—: Uso una colonia de hierbas que fabrico y o mismo.
—Soy fanática de los cosméticos. ¿Me revelaría la fórmula?
—Recolecto los ingredientes en la ladera del monte Orgaz. Cerca de la
refinería, si conoce la zona.
—Ya le he dicho que soy forastera.
—Las plantas vienen de ahí, pero el secreto morirá conmigo. Hablemos de su
regalo. ¿Para hombre o para mujer?
—Hombre —repuso ella, lacónica.
—¿Alguien especial?
—Para mí, lo es.
—Eso está bien —aprobó el gordo Gedeón. Bajo unas cejas de mandarín, sus
ojos, de una decoloración castaña, no cesaban de escudriñar a su clienta—. ¿Un
tictac, tal vez?
Riendo, se abrió el batín. Contra su orondo vientre reposaba un reloj de
bolsillo, cuy a tapa se expresó con un chasquido en cuanto su dedo pulgar,
amoratado por una negruzca uña, hubo pulsado el mecanismo. A su costado,
enfundada en una cartuchera, asomaba la culata de un Derringer. El anticuario
depositó el reloj y la pistola sobre el vade del escritorio.
—¿Le da miedo el revólver? No se asuste. A ratos perdidos me he entretenido
reparando el percutor. Una vez compuesto, me apeteció enfundármelo. No tiene
nada que ver con las armas que usábamos entonces, pero me sentí de nuevo en el
Frente del Ebro.
—¿Estuvo en la guerra?
—En Belchite, en primera línea, combatiendo sin desánimo. Más tarde, con
diecinueve años, me alisté en la División Azul. En cuanto al cronómetro —
Esmirna sopesó el reloj, abriendo y cerrando su tapa—, le garantizo que
sobrevivirá a cualquiera de nosotros. ¿Sería apropiado para ese hombre tan
especial para usted?
—Tiene reloj.
—¿Y el Derringer?
—Mi amigo sólo sabe disparar elogios envenenados.
El anticuario celebró con una moderada risita la ingeniosa respuesta.
—¿Puedo saber a qué se dedica tan singular caballero?
Ella tardó unos segundos en responder.
—Es pianista.
Ese oficio pareció agradar a Gedeón. Comentó, expansivo:
—Me encanta el piano. Yo mismo lo toco en mis ratos libres. Nada del otro
jueves, no vay a a creer. Estoy abonado al Balneario del Mar, aunque no siempre
puedo asistir a los conciertos. Me encanta abandonarme a un nocturno, a una
suite. El mejor momento de la jornada es precisamente éste, cuando me
dispongo a cerrar y puedo concentrarme en mis composiciones predilectas.
Escuche con atención. ¿Reconoce la que está sonando?
La melodía se oía ahora con más brío. La mujer del pelo rojo apuntó:
—¿Mussorgsky ?
El anticuario la evaluó con may or indulgencia.
—Acertó. Una de sus suites.
—¿Cuadros para una exposición?
Esmirna no disimuló su arrobo.
—Volvió a acertar. Es eterna, ¿no cree?
La afinidad musical creó un clima de confianza. Los dedos del anticuario
tabaleaban la melodía contra el filo del escritorio.
—Adoro los Cuadros. En mi pick-up sólo suena la versión original, antes de
que Ravel decidiera colorearla, o profanarla. ¡Ese Maurice! —Le increpó, como
a alguien a quien conociera de toda la vida—. ¡Condenado impostor! Por suerte,
algunos intérpretes jóvenes, como ese otro Maurizio, Amandi, quien, por cierto,
es cliente mío, se han decidido a recuperar la partitura original. ¿No cree que
Amandi es uno de los mejores pianistas vivos?
La pelirroja se alteró un tanto. Sin percibirse de ello, el gordo Gedeón
continuó parloteando:
—Mañana, precisamente, en el Balneario del Mar, Maurizio Amandi
interpretará, en su versión original, los Cuadros. ¡No me lo perdería por nada del
mundo! Aunque le resulte paradójico, y admitiendo que, en parte, subsisto
gracias a ellas, odio las restauraciones. Nada me halagaría tanto como que usted
llegase a pensar que cuanto contiene mi establecimiento es auténtico. Menos el
tiempo, que se revela ilusorio. Por eso permito que el polvo cubra mis tesoros. Lo
indulto, prohíbo limpiarlo. ¿Una pluma estilográfica, tal vez, para su amigo?
—Tal vez.
Gedeón se palpó el pecho para desprender un colgante del que pendía una
pequeña llave, con la que abrió el cajón central del escritorio. Extrajo una
arqueta y alzó su tapa. Inclinando con unción la urna, como si contuviese alguna
reliquia, mostró a su clienta varias estilográficas acostadas sobre un paño de
terciopelo de color ciruela. Escogió una y la exhibió con delicadeza.
—Egmont-Snake, 1904. Una joy a de la escritura.
La pelirroja tomó la pluma, decorada con una serpiente de plata, la destapó y
trazó unas líneas en la cuartilla que le ofrecía el anticuario. La tinta se deslizó con
fluidez. Los dedos de la mujer acariciaron las esmeraldas engarzadas a ambos
lados de la cabeza del reptil, a modo de hipnóticos ojos.
—Nunca había visto una pluma como ésta.
—Ni volverá a verla, se lo puedo garantizar. John Egmont, el fabricante que
inventaría el sistema de émbolo, celebró el cambio de siglo con el símbolo de la
mudanza, del renacimiento. La serpiente del XIX mudaba de piel para recibir a
la nueva centuria. La suy a, el siglo XX, el de Eva y la sierpe, la centuria del
diablo. Porque vivimos bajo el imperio del mal, ¿o tiene usted alguna duda?
A la pelirroja no le seducía la disquisición filosófica. Inquirió:
—¿Un ejemplar único?
—Ah, no. Hace ochenta años, la edición conmemorativa, destinada a
coleccionistas, ascendió a trescientos ejemplares. De la Egmont-Snake deben de
quedar apenas medio centenar en todo el mundo. Casi ninguno en tan buen estado
de conservación, le doy mi palabra.
—¿Precio?
A la sonrisa de Esmirna asomó el desdén.
—¿De verdad opina que cualquiera podría pagarla?
—¿Cuánto? —insistió ella, herida en su orgullo.
Una chispa relumbró en las pupilas de su interlocutor.
—No saldrá de esta humilde morada. Pertenece a mi colección particular.
La pelirroja observó las restantes plumas. Algunas, moldeadas con ebonita y
primitivos derivados del caucho, procedían del siglo anterior. Reparó en una
estilográfica muy curiosa, de oro, con giróvagas cruces de pedrería decorando el
capuchón y el cargador.
—¿Y ésa, está en venta?
—¿La Egmont-Swastika? Se trata de una imitación —se apresuró a explicar el
anticuario, con un deje de vergüenza—. Tampoco los rubíes son auténticos. De la
edición original de principios de siglo sólo deben de quedar… unos pocos
ejemplares. Su valor es incalculable. ¿Qué más puedo ofrecerle?
La clienta derivó una mirada errática por los ángulos de la tienda. El horror al
vacío colmaba el espacio con atestadas alacenas y estanterías que alcanzaban el
techo.
—¿Pintura cubista, impresionismo? —Le sugirió el anticuario—. Detesto las
vanguardias, pero tienen su público y visten la ignorancia. ¿Un paisaje
decimonónico, un Romero de Torres?
—Preferiría algo verdaderamente antiguo. Románico, gótico.
El gordo Gedeón se incorporó con pesadez. Ajustándose el batín, se dirigió a
una galería contigua y encendió una lámpara turca de alabastro y latón. Una
suerte de pinacoteca quedó iluminada al trasluz. Había serrín en el suelo, y
alguna baldosa fallaba.
—Elija usted misma. Puedo ofrecerle un poco de todo, como verá. Vistas
venecianas del Gran Canal. Retratos costumbristas de la escuela velazqueña.
Tallas románicas y góticas, desde luego. Hasta un Goy a, ese Natanael que cuelga
enfrente de mí. Auténtico, por supuesto.
—No lo dudo.
El tono del anticuario se tornó displicente.
—He reparado en su gesto, y conozco los rumores que perjudican mi oficio.
Estoy en disposición de documentar cualquier pieza que decida comprar. En
metálico, lo único. En esta casa no se aceptan cheques ni tarjetas de crédito.
—No he traído efectivo. Me aseguraron que este barrio no era de fiar.
La garganta troncal de Esmirna emitió un suspiro.
—Dígamelo a mí, que he sufrido un sinfín de atracos. No sé por qué sigo aquí.
Por respeto a mi padre, supongo, que instaló en su fecha, durante la dictadura de
Primo de Rivera, una prendería que era también bodega y nevero. Tampoco es
imprescindible que pague al instante. Mande a recoger el regalo mañana, si su
caballero puede esperar.
—No está acostumbrado a hacerlo.
—Yo, en cambio, esperaría, tratándose de una mujer como usted.
La pelirroja entornó los párpados, rematados por largas pestañas.
—Me lo tomaré como un cumplido.
—Lo es, señorita. Porque no está usted casada, ¿verdad?
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Mis clientas no usan esos zapatos de tango.
Ella lo contempló, divertida.
—¿Y usted, está casado?
—Con el arte. Soy vehemente, no vay a a pensar. Cuando deseo una pieza, la
obtengo. Eso no me impide rendir homenaje a la belleza, aunque no me
pertenezca.
La desconocida encendió un cigarrillo. Gedeón arrugó la nariz, pero se limitó
a regresar al escritorio para perfumarse de nuevo y coger un cenicero de nácar,
en forma de concha.
—Puede que me interese aquella pintura —señaló la pelirroja.
—¿La Anunciación?
—Sí.
—¿Le atrae a su amigo el arte religioso?
—Sólo cuando rezuma dolor. Y esa Virgen parece estar sufriendo, como si el
éxtasis la atormentase, como si no estuviera en el lugar que le corresponde.
—¡Qué idea más peregrina! —Se extrañó Esmirna—. La tabla es
excepcional, en cualquier caso.
—¿De qué época?
—Siglo XIII, principios.
—¿Procedencia?
—Difícil de precisar, como la may oría de obras indocumentadas de ese
período.
—Me gusta saber el origen de lo que compro.
—La adquirí a un experto. Yo diría que procede del Alto Aragón, pero
también podría ser románico asturiano. Estoy seguro de que a su amigo le
encantará.
—¿Cuánto?
—En un rapto de generosidad, la he marcado en un millón ochocientas mil
pesetas. Vale mucho más.
La pelirroja tomó una decisión.
—Vendré a buscarla mañana por la tarde, a última hora.
—La estaré esperando.
—¿Millón y medio?
—Yo no he dicho eso.
—Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué me pareció oírlo?
—Está bien —sonrió Gedeón.
Conforme, la mujer se encaminó hacia la salida. Justo cuando iba a salir,
entró un hombre joven, de unos veinte años, con el pelo negrísimo y rizado y una
piel tostada que proporcionaba un aire étnico a su rostro mediterráneo. Llevaba
una bolsa de lona atravesada a la espalda.
El anticuario le saludó con familiaridad.
—Buenas noches, Manolito. ¿Todo bien?
—Todo bien.
La pelirroja reparó en la sonrisa blanca y tímida del muchacho. Sus labios
brillaban como si los hubiera animado con una barra de cacao.
—Manuel Mendes, mi ay udante —lo introdujo Esmirna—. Uno de los más
prometedores alumnos de la Escuela de Artes y Oficios. Me acompaña a las
ferias y se introduce conmigo en los secretos del gremio. Es un chico serio.
Aguárdame en la trastienda, pequeño —le indicó.
La mujer estrechó la blanda diestra del anticuario, le reiteró que regresaría al
día siguiente con la cantidad acordada y desapareció por la calle de los Apóstoles
entre un ritmo de bongos y los gritos de la misma riña casera que había percibido
al llegar y que, a juzgar por un llanto convulso y los insultos que profería un
vecino fuera de sí, amenazaba con pasar a may ores.
Tanto, pensó la pelirroja, sonriendo para sí, que tal vez tuviese que acudir la
policía.
PROMENADE
Capítulo 17
El caso lo había expuesto ocho horas antes, ese mismo mediodía, Conrado
Satrústegui, el comisario jefe, durante un almuerzo rápido en La Marea, un
restaurante que solían frecuentar mandos policiales y al que Satrústegui, desde su
reciente y mal llevado divorcio, estaba abonado.
Además de la subinspectora De Santo, los inspectores Ernesto Buj, de
Homicidios, más conocido como el Hipopótamo, y Baldomero Villa, del
departamento de Robos, compartían la mesa del comisario.
—Un buen botín —había resumido Satrústegui—. Forzaron la puerta de la
ermita de San Caprasio, en Muruago, que carece de vigilancia. El cura estaba
ingresado y no se apercibió del robo hasta que hubo regresado al pueblo. Debido
a lo apartado del santuario, nadie advirtió el expolio. Fue un trabajo de
especialistas. Se llevaron varias tallas del siglo XIII, románicas, el lígnum crucis
que se conservaba en la sacristía y lo que pudieron desmontar de capillas y
retablos: capiteles, molduras, incluso la pila bautismal.
El comisario había hecho una pausa, antes de añadir:
—La tabla más valiosa representa una Anunciación.
El obispo está preocupado y el gobernador nos ha ordenado que colaboremos
con la Guardia Civil. Se supone que debemos impedir que las piezas robadas
salgan del país.
—Como si no se hubiera concedido a los ladrones todo el tiempo del mundo
—se quejó Villa.
—Son gajes del oficio.
—¿Qué es eso del lígnum crucis? —había preguntado Buj, que llevaba
consumida media botella de tinto.
—Ernesto, por Dios. —Villa era de los valles, y conocía la reliquia—. Un
trozo del madero donde crucificaron a Cristo.
—¿Y estaba en ese pueblo, en Muruago, a miles de kilómetros de Jerusalén?
—Eso dicen —había asentido Satrústegui, sin excesivo convencimiento.
—¡Y este cristiano viejo sin saberlo! —Había exclamado el Hipopótamo,
masticando a dos carrillos—. ¿Cuánto vale?
—No tiene precio.
—Entonces, comisario, ¿para qué movilizarnos?
Obviamente, Buj iba con un trago de más. Villa había apuntado:
—Seguro que en el mercado negro aparece un chiflado dispuesto a pagar un
pico.
La denuncia había sido adscrita al departamento de Robos, que andaba falto
de agentes y sobrecargado de trabajo. La conversación seguiría girando
alrededor de las piezas desaparecidas. Una vez servidos los cafés, Villa había
postulado:
—Enviaré un par de hombres a ese pueblo, pero alguna ay uda me vendría de
perlas.
El comisario había señalado a Martina.
—¿Subinspectora?
La mujer policía no solía pensarse dos veces ese tipo de propuestas.
—Tengo gestiones pendientes, pero pueden esperar. Estoy lista para echar una
mano.
—Se lo agradecería —se había apresurado a aceptar Villa—. Si usted,
Ernesto, no pone inconveniente, claro está.
El Hipopótamo, jefe directo de Martina, había soltado uno de esos bufidos que
justificaban su mote.
—¿Cómo sobrevivir sin usted, subinspectora, sin mi verdadera cruz?
—Cuarenta y ocho horas —había dictaminado el comisario, comenzando a
irritarse como siempre que la mutua animadversión entre Buj y De Santo saltaba
al terreno laboral—. Es el plazo que les concedo para que me presenten algún
avance.
Satrústegui había cogido la nota. Sin olvidar la factura, que pasaría a gastos,
depositó unos billetes en el platillo de la cuenta. Antes de abandonar el
restaurante, había dispuesto:
—Usted, subinspectora, investigue los comercios de antigüedades. Algunos
admiten en depósito o peritan objetos de dudosa procedencia. Por mi parte, me
acercaré al obispado para tranquilizar a monseñor y obtener un inventario de
bienes de la parroquia asaltada. ¿Alguna pregunta?
Villa denegó, por todos. Martina y él habían terminado a la vez sus cafés. Al
despedirse, Martina tuvo el detalle de dar las gracias a Buj.
—No tiene por qué —fue la réplica del Hipopótamo—. Sin usted, la sección
volverá a ser lo que era.
Martina lo había fulminado con la mirada. En ese momento, le habría gustado
verle en un dantesco infierno, asándose en compañía de otros déspotas.
—La policía, como el coñac, es cosa de hombres —había epigramado Buj,
buscando al camarero—. ¡Un Soberano, mozo!
La subinspectora iba a replicar, pero el inspector Villa la había empujado
hacia la puerta de La Marea. Martina se precipitó a la calle con el rostro
arrebolado por la ira.
—¡Estoy empezando a cansarme de tanto machista!
Era la primera vez que Baldomero Villa la veía descompuesta. Se le ocurrió
pensar que, además de su permanente enfrentamiento con Buj, Martina
atravesaba un mal momento.
—Disfruta provocándola.
—¡No sabe aún de lo que soy capaz!
—Déjelo, no vale la pena.
—¿Qué quiere, que contemporice con él, como han venido haciendo todos
ustedes?
Villa no se había atrevido a objetarle. La vio alejarse por la acera, furiosa,
esgrimiendo un cigarrillo y mirando al suelo.
TRILBY
(BALLET DE POLLUELOS EN SUS CÁSCARAS)
Capítulo 19
Una vez que Horacio Muñoz la hubo dejado en su casa, la subinspectora encendió
la chimenea y se sirvió un whisky de malta con mucho hielo en copa de balón.
Agotada, se había dejado caer en un sofá del salón. Olía a cerrado. No era de
extrañar, pues pasaba el día fuera de casa. Normalmente, las persianas
permanecían bajadas. Las subió y abrió los ventanales al húmedo aire de la
noche.
Eran las diez y cuarto cuando llamó a Jefatura, al número directo de
Baldomero Villa. Pese a lo avanzado de la hora, fue el propio inspector quien
descolgó el auricular.
—¿Me telefonea para darme buenas noticias, Martina, o necesitaba oír una
voz amiga?
Tal como le sucedía a Conrado Satrústegui, Baldomero Villa se encontraba
inmerso en un proceso de separación matrimonial. Un dominó de divorcios
estaba haciendo tambalear el equilibrio sentimental de los mandos. Las escasas
agentes de la Comisaría Central comentaban que ir a trabajar era como soportar
a los Rodríguez en una noche de verano, cuando el setenta por ciento de las
mujeres adultas de Bolsean se encontraba de vacaciones en las play as. Pese a
sus corteses modales, Villa era de los que se dejaban caer. Martina le contestó,
con timbre administrativo:
—La tarde ha sido fructífera. Cabe la posibilidad de que hay amos dado con
uno de los objetos robados.
—¿Con el lígnum crucis?
—Con esa Anunciación.
—¡Bien hecho!
De modo sucinto, la subinspectora le refirió su encuentro con Gedeón
Esmirna en la tienda de antigüedades de la calle de los Apóstoles.
—¿Pudo ver el cuadro?
—Está expuesto.
—¡Qué valor! —exclamó Villa.
—Fingí interés por él. Esmirna lo ofrece por millón y medio de pesetas. Me
comentó que lo había adquirido a un especialista.
—Seguro —ironizó el inspector—. Incluso pondrá a nuestra disposición una
factura con el precio de venta y los gastos de envío. Sin embargo, Martina, me
cuadra su información. Aunque Esmirna carece de ficha, no hace mucho se vio
enredado en un asunto turbio, relativo a un lote de joy as robadas. Salió indemne,
pero me quedó una duda razonable acerca de su inocencia. Le interrogué,
recuerdo. Un tipo resbaladizo, muy cursi. Homosexual, probablemente.
La voz de Martina sonó crítica.
—¿Eso le convierte en sospechoso?
—Claro que no —se enmendó Villa, recordando las habladurías sobre la
ambigüedad sexual de la subinspectora.
A ese respecto, el Hipopótamo era, de todos los mandos de Jefatura, quien lo
tenía más claro. Simple y llanamente, para el inspector Buj ella era una JL. « ¿Y
qué es una JL?» , le había preguntado alguien. « Una jodida lesbiana» , había
replicado Buj.
—¿Sigo la pista de Esmirna? —preguntó Martina, rompiendo el embarazoso
silencio. Si Villa pensaba o no que era una JL, allá con su jodida conciencia.
—¿Ha levantado sospechas? —Quiso saber el inspector.
—No lo creo. Esmirna acaba de recibir la visita de una mujer pelirroja, muy
llamativa, con aspecto de nadar en dinero. Lejos del estereotipo de una
subinspectora de policía.
Al otro lado del hilo se oy ó una risilla.
—¿Es que se ha disfrazado usted, Martina?
—Ni siquiera el inspector Buj me habría reconocido.
Villa emitió un gorjeo nasal.
—No esté tan segura. Buj sueña con usted. Ha hecho bien en camuflar su
identidad. Últimamente, su foto ha salido con demasiada frecuencia en los
periódicos, y el gremio de anticuarios suele estar bien informado.
—No vay a a pensar que me entusiasma aparecer en los papeles.
—Lo imagino. Continúe con la representación, en cualquier caso.
—¿Quiere que despache con usted?
—Se lo iba a proponer. El comisario me ha adelantado que mañana
dispondremos de la documentación de las piezas sustraídas.
—¿A primera hora, entonces?
—Perfectamente. Acérquese por mi negociado para comprobar si se trata de
la misma Anunciación. De coincidir las características del cuadro, usted y y o
haremos una visita, no sé si de cortesía, a Gedeón Esmirna. ¿Advierto a mi
secretaria que permita pasar a una explosiva pelirroja?
La risa nasal de Baldomero Villa se repitió en sordina. Martina le secundó, por
educación.
De los inspectores, Villa era el único con quien la subinspector había
conseguido establecer una cierta relación de igualdad. Los demás seguían
percibiendo en ella una anécdota, o a un rival. No la contemplaba así el
comisario Satrústegui, quien siempre le había deparado un trato profesional.
Martina subió a su dormitorio y se asomó a la ventana. Un viento frío hacía
oscilar las copas de los tamarindos. No se divisaban estrellas. Según los informes
meteorológicos, una borrasca procedente de Europa Central se cernía sobre la
península. El tiempo iba a empeorar. Se esperaban tormentas.
La subinspectora cerró la ventana y observó su rostro en el espejo del cuarto
de baño. Limpió sus labios de carmín y usó algodón desmaquillador hasta que su
cutis recuperó su aspecto habitual, fresco y suave, sin impurezas ni brillos. ¿Hacía
cuánto tiempo que no se disfrazaba?
Recordó haberlo hecho en el Londres de su salvaje juventud, en el
apartamento en el que había conocido a Maurizio Amandi. ¡Qué ridículo, santo
Dios! ¡Utilizando una peluca, unos bombachos y un sujetador de lentejuelas se
había caracterizado de princesa hindú para bailar la danza de los siete velos!
El espejo reflejó oblicuamente el telegrama que había recibido el día
anterior, y que permanecía tirado en la cama, sobre la funda de la almohada.
Martina acabó de quitarse la ropa, se tumbó sobre el edredón y, con el corazón
agitado, volvió a repasar sus taquigráficas frases:
El Quick era una de esas whiskerías de luz tenue y tapicerías atigradas que se
pusieron de moda a principios de los años ochenta.
Frente a la entrada, un portero aparcaba en doble fila automóviles de marca.
Dentro, a media luz, entre estatuas griegas y paredes de papel pintado, departía
una clientela madura, con predominio de empresarios de la construcción,
concejales y algún artista lampante de los que beben y viven, sablean y cuentan
los mejores chistes.
Engominados camareros que torcían el gesto si alguien tenía el mal gusto de
pedir un tinto atendían las mesas, redondas y bajas, chapadas en estaño y cuero.
Los sofisticados cócteles de la carta de licores sentaban como un tiro, pero la
novedad y un provinciano esnobismo justificaban su indiscriminado consumo,
alternado con los tradicionales whisky s y ginebras y con alguna que otra cerveza;
negra, por supuesto, y jamás de barril.
Con sus largas piernas encogidas debajo de una de esas mesitas, fumando y
bebiendo, Maurizio Amandi esperaba desde hacía un rato.
El artista llevaba una camisa de seda de color magenta, un pantalón de lino y
unas botas de piel que debían de haberle costado casi tanto como el sueldo del
mozo que en ese instante le servía el tercer « cubanísimo» de azúcar, hielo
picado, albahaca y ron en un coco natural con tres pajitas de distintos colores.
En cuanto vio entrar a Martina, Amandi se puso en pie con tal ímpetu que la
mesa se tambaleó. El camarero le sostuvo la copa a tiempo, pero no logró
impedir que unas salpicaduras bautizasen al cliente.
—Lo siento, señor.
—¿Por qué? El culpable soy y o. Usted se ha limitado a hacer su trabajo.
—Le traeré una toallita con agua caliente.
—No se moleste.
—No es molestia, señor.
—Déjelo. Hola, Mar.
La subinspectora evaluaba la escena con mirada crítica.
—Hay gotas de un pringoso líquido en el asiento que se supone me estabas
reservando. ¿Pretendes que lo ocupe?
—Lo limpiaré enseguida —volvió a excusarse el camarero.
Maurizio, que se disponía a cambiar el taburete, le hizo tropezar. El mozo
resbaló y volcó la mesita. Un estrépito de vidrios rotos motivó que unas cuantas
cabezas se girasen hacia ellos. Martina reconoció a un promotor inmobiliario que
acababa de salir de la cárcel.
—Perdón otra vez —masculló el camarero.
—Ya le he dicho que soy y o quien lo lamenta —reiteró Amandi. La
subinspectora sonreía. Lamparones de ron añejo decoraban el pantalón del
pianista—. Usted se ha limitado a cumplir su trabajo. Quien cometió intrusismo
fui y o.
—Le pido disculpas, señor —dijo el maître. A la vista del estropicio, acababa
de abandonar la barra—. Permítame ofrecerle un quitamanchas.
—No será necesario —descartó Maurizio, sacudiéndose con exageración las
perneras, mientras Martina trataba de contener la risa—. En realidad, me han
hecho un favor. No me había cambiado de pantalones en una semana. Y
tampoco recuerdo haberlo hecho de ropa interior. Confiaré en el servicio de
lavandería de mi hotel, y a que aquí, según he podido comprobar mientras
aguardaba a mi pareja, sólo les lavan la cara a los nuevos ricos de esta ciudad.
He visto a uno de ellos sacarse algo de la nariz y pegarlo a un cacahuete. Puedo
identificarle, si lo desean.
El maître se puso pálido. Su indignación, sin embargo, no procedía de los
sarcásticos comentarios de Amandi, sino de lo que acababa de descubrir junto a
la derribada mesa. El jefe de camareros señaló al suelo:
—Ha debido de caérsele algo.
Junto a las patas, una navaja de considerables dimensiones mostraba sus
cachas de asta. Las iniciales del pianista, M. A., figuraban grabadas en el mango.
Con tranquilidad, su dueño la recogió y se la guardó en el caño de una bota.
—Acero albaceteño —alegó Maurizio, por toda explicación—. Producto
nacional bruto. Tiene mil usos, y algunos relacionados con la higiene personal.
¿Un ejemplo? Úsese como mondadientes si se ha comido rodaballo o carne
mechada.
—No creo que vay a a necesitar esa navaja en nuestro establecimiento —
estimó el maître, engallándose—: es más, le pediría que lo abandonase de
inmediato.
El pianista se irguió en su metro noventa.
—¿Me está aplicando el derecho de admisión?
En apariencia, Maurizio mantenía la calma, pero sus mejillas se estaban
arrebolando. También del maître emanaba un aire retador. La subinspectora se
interpuso entre ambos.
—Soy policía. Respondo de este caballero. Vamos, salgamos de aquí.
—¡Si acabamos de llegar! —Se resistió Maurizio.
La subinspectora lo enlazó por la cintura y lo fue empujando a lo largo de la
barra. El promotor inmobiliario recién devuelto al seno de la sociedad la
reconoció y le dedicó una mirada sardónica, como diciendo: « A ver, guapa,
¿quién es ahora el que busca camorra?» . Martina consiguió sacar al músico a la
calle y alejarlo del radio de acción del portero del Quick, con el que un
alborotado Amandi a punto estuvo de llegar a las manos.
El Saab estaba aparcado en una vía paralela. Martina ordenó a su amigo:
—Sube.
—Esto no va a quedar así, Mar.
—¡Sube al coche!
—No seguiría siendo un hombre si…
—¡Te he dicho que subas al coche!
—¡Dame un minuto! ¡Me sobrará para demostrarles con quién se juegan los
cuartos!
—¿Quieres que te deje plantado?
—¡Un minuto, Mar! ¡El tiempo justo para recuperar mi dignidad!
—¡Sube al coche de una maldita vez!
El dorso de su mano se detuvo justo antes de impactar en su mejilla. Atónito,
Maurizio se la quedó mirando como un alumno pillado en falta.
—¿Ibas a pegarme?
La expresión del músico había cambiado. Ahora revelaba mansedumbre.
—Me sacas de quicio —masculló ella.
—Perdóname tú, Mar. Creo que he bebido más de la cuenta.
Martina le miró, resabiada. Había aceptado con anterioridad esa misma
excusa.
—No importa. Sube.
El músico inclinó sus anchas espaldas y entró al Saab. La subinspectora
accionó el cierre automático y encendió el motor.
Atravesaron a demasiada velocidad las calles céntricas, hasta desembocar en
la ronda de circunvalación.
Una vez en las afueras, Martina eligió la carretera de la reserva natural y
siguió conduciendo hacia sus largas play as, perdidas entre las nieblas invernales.
—¿Adónde me llevas? —preguntó Maurizio.
—A un lugar tan solitario y oscuro como tu conciencia.
Capítulo 24
Cuando el músico despertó, el motor estaba apagado. Los faros del automóvil
iluminaban el mar.
—¿Dónde estamos?
—En la play a. —Ella seguía fumando, para disipar el sueño—. Baja,
daremos un paseo.
La negrura de la noche apenas dejaba adivinar la marea. Martina remontó
una duna. Los faros la iluminaron como si fuera un espectro.
—Envuelta en una luz espiritual —comentó Maurizio—. Como un hada sin
corazón.
—El amor de una mujer es un secreto para ti.
—El tuy o, no. Eres igual que y o, Mar. Incapaz de perder. Incapaz de amar.
Los hombros de la subinspectora tiritaban por la humedad. Ay udándola a
descender la duna, Maurizio le cogió una muñeca.
Ella le retiró la mano. Pasearon escuchando el rumor de las olas, hasta que el
arenal se inundó y tuvieron que arrimarse al acantilado para evitar la resaca. Sus
espaldas rozaban las rocas.
—Puesto que no se ve lo bastante para coger conchas, ni los percebes que
juraría que acabo de tocar, déjame que te haga el amor —susurró él.
Martina gateó por las piedras, alejándose.
—No tenemos dieciséis años. Me gustan las sábanas, y que alguien me traiga
un café al despertar.
——He venido sin mi equipo de campaña. Y esos hornillos de gas me dan
pánico.
—Hay un albergue marinero cerca de aquí.
—¿Has reservado habitación?
—Estamos en Navidad. La gente prefiere ir a esquiar. No habrá nadie.
Podemos alquilar dos cuartos.
—¿En plural?
—Eso he dicho.
El aliento de Maurizio sopló cerca de su boca.
—Vamos a esa posada. Más tarde negociaremos la cuestión de las
habitaciones.
Regresaron al coche. El albergue al que había aludido Martina quedaba a un
par de kilómetros, por la pista de tierra que bordeaba las marismas y los sotos de
anidamientos y cría de aves. La subinspectora comentó que a veces, fuera de
temporada, se refugiaba allí. Para ella, equivalía a un santuario donde sacudirse
el polvo de los días y recuperarse del estrés a base de una dieta de pescado
fresco y silencio. Sobre todo, paz.
Por un sendero recorrieron la distancia que los separaba del albergue.
Martina se disponía a llamar al timbre cuando el pitido del walkie, que ella había
dejado en el interior del coche, sujeto de un velero, la hizo regresar corriendo al
Saab.
Abrió la portezuela y aferró el transmisor. Aunque la recepción era pésima,
identificó a Baldomero Villa. El inspector estaba en Bolsean, en la calle de los
Apóstoles, cerca del puerto.
—¿Me escucha, subinspectora?
—¿Qué sucede?
La voz de Villa se impuso a las interferencias:
—Malas noticias, Martina. Han asesinado en su tienda a Gedeón Esmirna, el
anticuario.
Ella se quedó paralizada.
—Le han rebanado el cuello —añadió Villa—. ¿Dónde está usted?
—No muy lejos de la ciudad. A unos tres cuartos de hora.
—Deje lo que esté haciendo y acuda de inmediato a la escena del crimen. El
inspector Buj se encuentra de camino, y acabo de alertar al comisario.
Los ojos de la investigadora se desviaron hacia la silueta de Maurizio. Bajo el
umbral de la posada, que casi rozaba con su elevada estatura, Amandi la
invocaba con un mudo gesto de sus brazos abiertos.
La subinspectora pegó los labios al walkie.
—Gracias por el aviso, inspector. Voy para allá.
PROMENADE
Capítulo 26
Pero sería otra de las cartas, ordenada precisamente debajo de ésta, la que
produjo a Martina tal impresión que se le resbaló de los dedos. Certificada en
Burdeos, y escrita con tinta escarlata y letra de calígrafo, llevaba la
inconfundible firma de Maurizio, y decía así:
1. Gnomus.
2. Il Vecchio Castello.
3. Tullerías: juegos de niños.
4. By dlo: carreta de buey es.
5. Trilby : ballet de polluelos en sus cáscaras.
6. Dos judíos polacos.
7. El mercado de Limoges.
8. Catacumbae. Cum mortuis in lingua morta.
9. Baba Yaga: La cabaña sobre patas de gallina.
10. Gran Puerta de Kiev.
Manuel
Capítulo 43
Una falsa primavera se había instalado en Bolsean y en buena parte del norte del
país. La ola de frío se había retirado, dejando paso a unos cielos brillantes y
azules, en los que parecía reflejarse una esperanza.
Al menos, para Martina de Santo.
También el mar ofrecía su lado más amable, esa superficie tersa, apenas
rizada, de los días de calma.
La subinspectora llevaba una semana ocupando una de las habitaciones de la
Posada de José, en Play a Quemada, dentro de la reserva natural que incluía las
marismas costeras y los acantilados de Allaneras, una formidable sucesión de
paredes, horadadas por cuevas, contra las que las corrientes rompían con fuerza.
Frente a Allaneras, apenas a un par de millas, sobresalía el rocoso colmillo de
una pequeña y casi inaccesible isla, a la que llamaban Diente de León, cuy os
cortados y prados salvajes recordaban a la subinspectora la Isla de Wight.
Hasta allá navegaba Martina para practicar buceo deportivo. En el puertecito
de Play a Quemada, apenas una aldea de pescadores, le alquilaban un bote con
motor. Aunque su propietario le había recomendado que no navegara sola, pues
el Cantábrico no era de fiar en una época del año proclive a súbitas galernas, la
subinspectora costeaba las marismas y, protegida por un traje de neopreno, se
sumergía en las gélidas aguas de Diente de León.
En esos fondos, revelados por un sol de invierno que al mediodía, en su cenit
bajo, era capaz de quemar la piel, recuperó la paz. La sensación de limpieza y
silencio que le regalaban las transparentes aguas del peñón ejercía como un
bálsamo para su alterado sistema nervioso. Cuando se sentía agotada, subía al
bote y se quitaba el pesado mono de goma. Desnuda bajo el sol, mordisqueaba
un bocadillo y fumaba con los ojos entrecerrados, escuchando los graznidos de
las gaviotas y dejándose mecer por la marea.
Al atardecer, paseaba por la play a. La temperatura había subido lo suficiente
como para poder hacerlo descalza. Nada podía proporcionarle tanto placer como
sentir la arena húmeda bajo los pies. Caminaba durante horas, alejándose del
puerto y de la posada hasta perder de vista cualquier manifestación de vida
humana.
En las dunas, la soledad era tan absoluta que el mundo parecía haber
regresado al tiempo de la creación. Las puestas de sol se incendiaban de nubes
anaranjadas que reflejaban en las marismas su atenuado esplendor. Esos
bruñidos cirros teñían con un pálido fuego las alas de los patos marinos, y hasta el
caparazón de los escarabajos y de los ciervos volantes que arrastraban por la
arena su plácida existencia reflejaban apagadas chispas de color caldero.
Al atardecer, Martina regresaba por las mismas rocas donde Maurizio se le
había insinuado noches atrás, en un tiempo que ahora se le antojaba remoto.
Cogía un jersey en su habitación y tomaba asiento en la cantina de la posada
para beber un vaso de sidra entre las buganvillas y los limoneros y dejarse
aconsejar sobre el plato de pescado del día.
La familia de pescadores que regentaba el negocio la conocía de otras
ocasiones, y no les importaba que, después de cerrar, se quedase sola en una de
las mesas de la terraza, con una copa de whisky de malta y la pitillera al alcance
de la mano, disfrutando de la calma nocturna hasta que las estrellas brillaban en
la bóveda celeste y la intensa humedad hacía desaconsejable permanecer a la
intemperie.
Capítulo 48
Como si la noche no hubiera sido indultada, el día amaneció agobiado por negras
nubes de tormenta. Martina bajó a la cantina para abastecerse de café y leer
tranquilamente el Diario de Bolsean.
Dominga, la posadera, estaba recogiendo las mesas de la terraza extendida
sobre la arena. Martina le pidió que le dejara ocupar una.
Play a Quemada no tenía quiosco, pero el servicio de reparto incluía la
cobertura de unas pocas suscripciones. El rotativo regional, distribuido a través de
las mal comunicadas comarcas por una red de camionetas cuy os chóferes se
jugaban la vida apretando el acelerador por carreteras de mala muerte, llegaba
con puntualidad. El Diario era un típico tabloide de mitad de los años ochenta, con
predominio del texto sobre las fotos y un marcado acento local.
Martina se preguntó cuánto tiempo hacía que no leía la prensa de esa manera,
en una mesa de madera pintada de rojo cuy as patas se clavaban en un harinoso
arenal, y delante de un trozo de tarta de manzana y de un humeante café doble
servido en una jarra de barro.
Pasó páginas, pues las secciones de política apenas le interesaban. La crónica
de sucesos incluía a doble plana un reportaje del caso Esmirna. La subinspectora
lo ley ó con avidez.
El comisario Satrústegui había formulado unas esquemáticas declaraciones a
propósito de la detención de Boris Skaladanowski, cómplice del desaparecido
Anselmo Terrén, a quien, según se especulaba en la información periodística, la
policía atribuía ahora la autoría del crimen de Gedeón Esmirna. El diario
recordaba las circunstancias en que se había producido la muerte del anticuario
de Bolsean, su decapitación, las mutilaciones a que se había sometido su cuerpo,
la ausencia de móvil aparente, y añadía que otros sospechosos previamente
detenidos e interrogados, como el aprendiz, Manuel Mendes, o el afamado
músico Maurizio Amandi habían sido puestos en libertad por falta de pruebas. A
pesar de ello, el comisario se mostraba convencido de que la solución del caso
estaba próxima.
Martina terminó su café y subió a su habitación. La llamada de Horacio la
sorprendió al abrir la puerta.
Desde su teléfono de Jefatura, el archivero le proporcionó un nuevo dato, que
la policía mantenía en secreto: Boris Skaladanowski había admitido conocer a
Maurizio Amandi y a su difunto padre, el conde de Spallanza. En un segundo
interrogatorio, llevado a cabo por Buj, el Berlinés reconoció haber sido él quien
puso a Maurizio sobre la pista de las piezas de Mussorgsky adquiridas en Viena
por Teodor Moser. Asimismo, Skaladanowski había asesorado a Gedeón Esmirna,
quien también coleccionaba piezas y fetiches del músico ruso. Horacio añadió
que el inspector Villa estaba investigando esta nueva línea de trabajo.
La subinspectora le agradeció las confidencias, se puso una sudadera, un
pantalón corto y sus zapatillas de tenis manchadas de tierra batida y salió a correr
por la costa.
Al doblar el cabo, el viento del nordeste, bastante fresco, le dio en la cara,
disipando los últimos vestigios de sueño. Dormía mucho mejor allí que en la
ciudad, lo que le saldaba una cierta sensación de culpabilidad, que intentaba
atenuar a fuerza de practicar ejercicio.
Sus músculos se estaban tonificando. Sus tendones habían recuperado la
elasticidad, y sus pulmones respiraban a placer. Seguía fumando, y por las
noches no renunciaba a un whisky de malta, largo y con hielo, pero esos hábitos
la dañaban menos que en la ciudad.
En medio de aquel paisaje transparente, saturado de humedad, con los
colores atenuados por la falta de luz, el mar bravo a un lado y la cordillera
irguiendo sus picos nevados por encima de las dunas y de las colinas boscosas,
hacia un cielo cuajado de enormes nubes en forma de panza de burra, se sentía
ligera, casi feliz.
Corrió sin descanso hasta tener a la vista el promontorio de Diente de León,
siempre sobrevolado de pájaros, se refrescó la cara en la orilla y regresó por los
senderos de las dunas, bordeados de matorrales y ortigas.
A diferencia de lo que sucedía en otras play as cercanas, en la reserva natural,
que abarcaba una ancha franja de terreno, hasta las estribaciones de la sierra de
La Clamor y la desembocadura del río Aguastuertas, no había construcciones,
postes eléctricos, carteles anunciando la inminente construcción de
urbanizaciones costeras. Tampoco los pescadores solían frecuentar las marismas,
por lo que era muy raro tropezarse con alguien.
Por eso le extrañó sorprender la presencia de aquella mujer.
Estaba sola, a unos doscientos metros de ella, sobre una loma de hierba,
mirando con unos prismáticos hacia el lugar donde se encontraba Martina.
Cuando la subinspectora hubo recorrido otro centenar de pasos, la mujer
comenzó a descender por un arriesgado sendero de piedras, una de las
escorrentías que expulsaban las aguas de lluvia. A medida que se acercaba, la
detective pudo distinguir con may or nitidez su figura abolsada en un anorak de
color burdeos que le llegaba casi hasta los pies.
Al reconocerla, se quedó parada.
Era la jueza Macarena Galván.
Capítulo 52
Caminando sin rumbo por el dédalo del casco viejo, la subinspectora se abstrajo
de tal manera que de pronto, al contemplar una de las aceras, no supo dónde se
encontraba. Le sucedía alguna vez, cuando su mente se abismaba en la solución
de algún problema complejo.
Sus pasos la habían llevado en dirección al centro, hacia los anchos bulevares
que a principios de siglo trazaron las líneas maestras de la ciudad burguesa.
Dos de ellos, la Gran Vía y el paseo de Goy a, desembocaban en la plaza de
Sagasta, cuy os plataneros se perfilaban contra las fachadas modernistas que,
como la casa en la que residía Leonardo Mercié, el profesor de piano, seguían
conservando un poso de buen gusto entre los edificios modernos.
El óvalo de la plaza de Sagasta estaba rodeado de puestos de venta ambulante
que ofrecían toda clase de artesanías y ropas de segunda mano. Ajena al bullicio,
Martina paseó entre los tenderetes. Llegó a probarse unas pulseras étnicas,
cuajadas de turmalinas, que finalmente declinó adquirir.
De modo inesperado, se abatió la tragedia.
Como a la gente que la rodeaba, el súbito estruendo obligó a Martina a
levantar la vista.
Algo, una cristalera o una ventana había estallado en una de las casas; desde
lo alto, una vertiginosa sombra caía libremente, sin posibilidad de salvación.
Durante una fracción de segundo, Martina vio revolotear su camisa, y cómo
la succión del vacío volteaba a la figura en el aire, dirigiéndola de cabeza contra
el suelo.
La subinspectora se precipitó al lugar del impacto. Apartó como pudo a los
curiosos y se acercó al bulto aplastado contra las losas.
Fragmentos del cerebro se habían desparramado y la sangre brotaba a
borbotones del cráneo, pero la identidad de aquel rostro apresado en el espanto de
la muerte no ofreció a la subinspectora ninguna duda.
Era Leonardo Mercié.
Capítulo 58
Pero al día siguiente no fue Conrado Satrústegui quien, a eso de las doce, abrió la
puerta de la habitación, sino Horacio Muñoz.
Martina había pasado buena noche. Se encontraba mejor. Desay unó sentada
e incluso dio algunos pasos junto a la ventana. El archivero se la encontró
ley endo el periódico, recostada sobre dos almohadas.
—Buenos días, Martina.
—Me alegro de verle, Horacio.
—Se preguntará por qué no vine ay er.
—Supuse que me habrían restringido las visitas.
—Eso, por una parte…
Por el gesto de Horacio, Martina intuy ó que era portador de malas noticias.
—¿Qué ha sucedido?
—Otro muerto se ha sumado a la lista.
—¿Amandi? —exclamó la subinspectora. Su rostro pareció afilarse sobre la
sábana. Su extrema delgadez hacía que se le transparentasen las venas del cuello.
—No, no… Caramba, subinspectora. Sí que le ha sorbido el seso ese tipo.
—Por un momento, pensé…
—¿Que se lo habían cargado? No, tampoco le ha tocado esta vez. Todo hace
indicar que el último crimen tiene que ver con el nuestro. La víctima más
reciente es un anticuario gaditano, Luis Feduchy. Lo asesinaron anoche, en su
tienda. El cadáver apareció hace apenas unas horas, cuando la mujer de la
limpieza entró para realizar sus tareas.
—¿Cómo se ha enterado usted?
—El comisario Tinoco, al mando de la policía gaditana, se puso en contacto
con Satrústegui. Oí a nuestro superior comentárselo a Villa, por eso estoy al cabo
de la calle.
Incorporada sobre los almohadones, Martina parecía beber sus palabras.
—¿Lo han decapitado?
—No. Al parecer, le clavaron una daga en el corazón.
—¿Pruebas, testigos?
—Mi información no llega hasta ahí.
—Tendrá que alcanzar —dijo la subinspectora, con resolución—. Acérqueme
el bolso, hágame el favor.
Más que acostumbrado a las extravagancias de la mujer detective, el
archivero obedeció sin rechistar.
—Éstas son las llaves de mi casa —le indicó Martina—. Vay a y haga una
bolsa de viaje con lo que encuentre por los cajones de mi dormitorio. Meta un
vestido negro y la peluca que verá en mi tocador.
Horacio se la quedó mirando, boquiabierto.
—Perdone, ¿cómo ha dicho?
—Ya me ha oído: un vestido negro y una peluca.
—¿Para qué?
—Se lo explicaré en el tren.
—¿En qué tren?
—Cuando hay a terminado en mi casa, diríjase a la estación y saque dos
billetes para Cádiz.
—¿A nombre de quién?
—Usted vendrá conmigo.
—¿Yo?
—Sí, usted. Una vez que hay a reservado los billetes, llame a los principales
periódicos de Cádiz y ponga el siguiente anuncio: « Vendo Egmont-Swastika.
Razón: Teatro Falla» .
Horacio se sentó en el filo de la cama. Cuando la confusión lo habitaba,
parecía más viejo.
—Lo siento, subinspectora, pero no entiendo nada.
—En su momento lo comprenderá. Cuando hay a hecho todo eso, regrese
aquí y aparque el coche frente al hospital. Saldremos sin que nadie nos vea.
—Usted no puede…
—Ya lo creo que sí —repuso Martina, deslizándose de la cama y apoy ando
los descalzos pies en el suelo—. ¿A qué está esperando? ¡Venga, hombre,
muévase!
PROMENADE
Capítulo 61
Ni Horacio Muñoz ni Martina de Santo se dieron cuenta de que una furgoneta les
seguía al salir de la clínica de Santa María.
Minutos antes, en el cuarto de baño de la habitación, la subinspectora se había
vestido con unos vaqueros y el viejo jersey de su padre que Horacio había
cogido apresuradamente de su armario ropero, con tal cargo de conciencia, y
pudor, que, habiéndose introducido en su dormitorio como un ladrón, apenas
acertó a empaquetar lo primero que encontró por los cajones.
Martina se puso sus botas, dejando colgada de una percha del baño la
estropeada ropa con la que había ingresado en la clínica, que mostraba huellas de
la lucha en la casa de Mercié. Abrió con sigilo la puerta de la habitación y envió
por delante al archivero. Cuando éste, desde el pasillo, le hizo una seña, salió sin
hacer ruido.
El corredor estaba tranquilo. Un médico despachaba en una de las consultas,
pero ni él ni las enfermeras repararon en las dos figuras que se encaminaban
hacia la salida.
El Escarabajo de Horacio se dirigió traqueteando a la estación de
ferrocarriles. Un furgón blanco, de los que suelen utilizarse para labores de
carga, les siguió a prudente distancia.
Eran las tres de la tarde. Llegaron a la estación con el tiempo justo. El tren a
Madrid salía apenas un cuarto de hora después, por lo que dejaron el coche en el
aparcamiento, subieron al vagón y se acomodaron en sus asientos.
Una debilitada Martina se quedó instantáneamente dormida. Todo el rato el
archivero tenía el presentimiento de que, de un momento a otro, alguien, uno
cualquiera de los agentes de la Jefatura Superior, subiría al convoy para
disuadirles de su alocada iniciativa. Pero sus temores resultaron infundados. La
locomotora arrancó a su hora y pronto, en apenas media hora, sin paradas,
superó la barrera montañesa que aislaba la franja costera para enfrentarse a la
soledad de los páramos castellanos, abrumados por un frío seco que decoloraba
la tierra en tonos calizos.
En la estación de Atocha, Martina estuvo a punto de sufrir un
desvanecimiento. Horacio la metió en la cafetería y le hizo pedir un bocadillo.
—¿Quiere café?
—Me sentaría mejor un whisky de malta.
—Nada de eso, subinspectora. Con la cantidad de fármacos que debe de
llevar en el cuerpo sería como arrimar un fósforo a un polvorín.
A las nueve menos cuarto de la noche ocuparon su vagón cama, en el que
previamente un mozo había armado las dos literas de la parte baja.
El tren nocturno a Andalucía, compuesto por veinte unidades, partió con un
pequeño retraso. Un revisor pasó para comprobar sus billetes; el servicio de bar,
les informó, se cerraba a las doce, estando prevista la llegada a Cádiz para las
ocho de la mañana. Martina intentó encender un cigarrillo, pero una tos violenta
le hizo apagarlo. Resignada, se metió en la cama.
—Es la primera vez que dormimos juntos —sonrió, mirando con picardía al
archivero, que se había sentado en la litera. Sin saber qué hacer, Horacio
mantenía las manos inertes sobre las rodillas.
—Le advierto que ronco como un corsario. Mi mujer suele chistarme.
Parece que funciona.
—Lo tendré en cuenta. ¿Ha traído algo para leer?
—En el bolsillo del abrigo llevo esa novelita de Perry Masón. No la he
terminado, pero y a sé quién es el asesino.
—Podría consagrar sus dotes detectivescas al caso que nos ocupa.
—Eso se lo dejo a usted, subinspectora. Para algo es la protagonista de esta
novela.
Capítulo 62
Martina despertó sin tener idea de dónde se hallaba. Un piloto rojo colgaba de un
techo que parecía en movimiento. Su avara claridad no la ay udó a situarse.
Poco a poco, su memoria se fue ordenando. En la penumbra del
compartimento, Horacio roncaba con regularidad. Ciertamente, su mujer no
exageraba un ápice.
La subinspectora encendió la lucecita de su litera. Eran las seis de la
madrugada. Debía de estar a punto de amanecer.
En ese momento, el picaporte se deslizó con parsimonia. Al chocar con el
pestillo, emitió un leve chasquido, y enseguida retornó a su posición habitual,
desde la que volvió a descender con extrema lentitud; exactamente como si
alguien, pensó la subinspectora, quisiera asegurarse de que la puerta estaba
realmente cerrada.
Conteniendo el aliento, Martina esperó un minuto. La manilla no volvió a
accionarse. La subinspectora saltó de la litera, se puso las botas y salió al pasillo.
El tren avanzaba en medio de una noche que parecía de tinta. Sólo alguna luz,
a lo lejos, atestiguaba que atravesaban territorios habitados. Desde el desierto
corredor, con las puertas de los compartimentos cerradas, el traqueteo de las
ruedas se oía con claridad, como otra forma de silencio.
Martina encendió un cigarrillo y avanzó hacia la locomotora.
En un extremo de su vagón, en el interior de una minúscula cabina, el revisor
dormitaba sentado en un taburete, con la boca abierta y la cabeza apoy ada
contra las cortinillas. Estaba descabezando su siesta con una revista en la mano,
pero eso no quería decir que su sueño fuese ligero. Quien fuera que hubiese
intentado penetrar en su departamento, habría podido pasar por delante de él sin
alertarle.
La subinspectora recorrió el primer tramo del convoy sin tropezarse con
ningún viajero, por lo que regresó a su vagón. Comprobó que Horacio seguía
roncando y se encaminó hacia la cola del tren.
Forrados de láminas de madera, los pasillos eran tan estrechos que dos
personas tendrían que cruzarse de perfil. Tampoco en los vagones traseros
encontró a nadie.
Hacia el final del convoy tuvo que salvar, entre vagón y vagón, un módulo
articulado por una especie de fuelle cuy as planchas de acero parecían
machihembrarse sobre las mismas vías.
En esa plataforma, el ruido de los ejes resultaba ensordecedor. Una de las
puertas, como si alguien hubiese olvidado cerrarla debidamente en la última
estación, golpeaba contra sus bisagras. Martina se dispuso a asegurarla.
En ese instante, una mano le tapó la boca. Sus pulmones expulsaron el aire,
sin que, debido a la presión que le aherrojaba el cuello, le fuese posible respirar.
La otra mano de su agresor, mientras tanto, había terminado de abrir la puerta:
un fuerte viento le dio en la cara. Un segundo después, las piernas de la
subinspectora se agitaban en el aire y sus rodillas golpeaban lo que parecía el
costado del tren. El puño de su atacante se aplicaba a machacar sus nudillos,
intentando desprenderlos del quicio, el único punto de apoy o que había
encontrado.
Pensó que estaba perdida. Alzó los ojos para ver el rostro del hombre que iba
a matarla, pero lo llevaba cubierto por un pasamontañas. Las márgenes
desfilaban a toda velocidad. El espacio exterior era abrupto, mortal para una
caída.
Un grito resonó entonces en la plataforma y una sombra cay ó por encima de
su cabeza, rodando por un terraplén como un muñeco de tela.
Martina gritó, a su vez. Otras manos aferraban las suy as, pero la puerta se
había encasquillado y quien estuviera tirando de sus brazos, intentando rescatarla,
tuvo que asomar medio cuerpo al vacío para conseguir izarla hasta el vagón.
Al fin, Horacio lo logró. Después de una agónica lucha contra la fuerza del
viento, Martina se encontró pegada a su cuerpo, respirando afanosamente por la
boca, pálida y temblorosa, pero a salvo en la plataforma de unión entre los dos
vagones.
Capítulo 63
El comisario Tinoco era un hombre de unos cincuenta y cinco años, alto y fino,
con esa piel mate y lisa, aceitunada, de los meridionales con sangre árabe.
Llevaba el pelo liso, castaño, peinado a un lado con una ray a baja de las que
alzan remolino en el cogote. En los ojos claros le bailaba una sonrisa líquida que
parecía habitar en él, a despecho de las ingratitudes de su oficio. El suave metal
del castellano sureño acunaba su voz.
—De modo que le envía Satrústegui —asintió, sin levantarse de su escritorio,
mientras Martina y Horacio permanecían respetuosamente en pie—. Coincidí
con él en Barcelona, hace y a muchos años. ¿Cómo está?
—Le envía cordiales saludos —repuso Martina, impertérrita; a su lado, el
archivero rezaba para que al comisario gaditano no se le ocurriera descolgar el
teléfono y hacer una comprobación.
Tinoco reparó en sus dedos vendados.
—¿Qué le ha pasado en esa mano, subinspectora?
—Sufrí una agresión en el tren. Un hombre intentó acabar conmigo, pero fue
él quien cay ó a las vías. He advertido a la Guardia Civil, para que proceda a su
búsqueda. Creemos que se trata de uno de los criminales.
—¿De Feduchy ? —preguntó Tinoco, interesado.
—Tal vez. En el último mes y medio, cuatro anticuarios han muerto en
extrañas circunstancias. Uno en Viena, otro en el Caribe y dos en España.
—Lo sé —afirmó Tinoco—. Satrústegui me puso al corriente.
—Pensamos que los tres primeros asesinatos están relacionados entre sí —
estableció Martina—. Es probable que la muerte de Feduchy no sea sino otro
eslabón de la cadena. Necesitaría analizar la escena del crimen.
—Ningún problema. Le pediré al inspector Castillo que la acompañe al
Callejón de los Piratas, donde apareció el cuerpo. Tengo entendido que también
el anticuario de Bolsean fue asesinado con un arma blanca.
—En efecto.
—Satrústegui me dijo que andan ustedes tras la pista de una banda de
expoliadores, en la certeza de que fueron ellos los autores de al menos el
penúltimo de los crímenes, el correspondiente a su circunscripción. ¿Opina que
los asesinos se han desplazado hasta aquí, a mil kilómetros de distancia, para
cobrarse una nueva víctima?
El tono de Tinoco no ocultaba una cierta guasa. La subinspectora estimó que
le convenía mostrarse prudente.
—Preferiría indagar en la escena del crimen y cambiar impresiones después.
—Como quiera.
Mientras Horacio se quedaba en comisaría, consultando a otros agentes por
un hotel donde alojarse, Martina salió a la plaza de España con el inspector
Castillo. Su acento era más cerrado que el de su superior; de Jaén, quizá. Bajo la
curtida piel de Castillo asomaban dos generaciones de aceituneros. Tras algunas
frases meramente formales, le soltó con gracejo, sin dejar de caminar:
—No sabía que en Bolsean hubiera colegas tan guapas.
Martina se echó a reír.
—¿No se ha fijado en mis contusiones?
—Sólo sé que tengo delante a una mujer bandera.
Y Castillo se quedó tan ancho, sonriendo al viento que le alborotaba el
flequillo y arremolinaba la arena de la plaza. Amenazadores nubarrones
preñados de lluvia sobrevolaban las azoteas. La luz era gris. Y el mar, que se
vislumbraba a trechos, según avanzaban por el paseo de Canalejas, entre
buganvillas y flamboy anes rameados por las ráfagas, había adquirido el plomizo
color de la panza de un tiburón.
—¿No cogemos un coche? —sugirió Martina.
—Aquí las distancias son cortas —repuso Castillo—. ¡Pero hay que ver qué
mañanita nos ha traído!
A la vista del vendaval, el inspector decidió cortar por las calles del casco
antiguo. Algunas eran tan estrechas que necesariamente las antiguas carrozas de
la Ilustración rozarían con las bombardas empotradas en las esquinas, sobre los
adoquines de piedra, de la misma manera que los pasos de Semana Santa se las
desearían para embocar sus peanas, con los Cristos y las Vírgenes
bamboleándose a lomos de los costaleros.
La estatua de Emilio Castelar los saludó sin palomas en la plaza de
Candelaria, con tascas en las esquinas y tanta vegetación que los balcones
reflejaban una selva de hojas y flores. Martina admiró el armónico trazado de
las fachadas dieciochescas, tan decadentes y modernas al mismo tiempo, las
rejas, el juego de las ventanas y los fierros, del cristal y la cal.
—Me parece que me va a encantar esta ciudad.
El inspector se animó:
—Tendría que volver en verano, con las play as a reventar. Si quiere, puedo
enseñarle lo más nombrado, e invitarla a cenar una caballita. —Martina no
contestó, limitándose a sonreír—. ¿Cuántos días piensa quedarse? —siguió
insistiendo Castillo.
—Depende.
—¿De qué?
—De lo que don Luis Feduchy nos pueda contar.
—Ése está y a para pocos hablares.
—Ya veremos. Hay cadáveres que dictan sentencia.
Su tienda de antigüedades, El Arca de Noé, estaba en el laberíntico barrio de
El Pópulo, aislado por un arco de dovelas de piedra. La amarilla cúpula de la
catedral se erguía sobre el Callejón de los Piratas.
Un policía vigilaba a la puerta del establecimiento. En el interior, no muy
amplio, apenas un bajo de ochenta o noventa metros cuadrados atestado de
piezas y muebles de época, media docena de focos unidos por un grueso cable
iluminaban el escenario con luz eléctrica.
La silueta de un cuerpo caído, con las manos juntas, como en actitud orante,
y las piernas dobladas, había sido trazada con tiza sobre el suelo de baldosa.
Castillo indicó a la subinspectora que el cadáver de Feduchy había sido
descubierto en esa posición, con los ojos abiertos, dilatados por el terror, y una
daga clavada en el pecho.
—Había mucha sangre. Tanta, que se escurría bajo los muebles.
—¿Cuántas veces lo apuñalaron?
—El forense contó diecisiete puñaladas.
—¿Tenía parientes?
—Un hermano.
—¿Mujer, hijos?
—Era soltero.
—¿Cuándo se celebrará el funeral?
—Finalizada la autopsia, supongo.
—¿Su hermano, entonces, no ha encargado aún la esquela?
—Lo ignoro —repuso Castillo, extrañado por lo absurdo de la pregunta.
—Alguien lo habrá hecho por él.
—Disculpe, pero no la entiendo.
—En su lugar, inspector, y o haría una consulta en las redacciones de los
periódicos, particularmente en los de menor tirada. Me apostaría esa caballa a
que la esquela de Feduchy fue encargada con antelación, y con instrucciones
para ser publicada tres días después de su muerte. Así sucedió con los otros
anticuarios.
Apenas convencido, Castillo decidió, empero, curarse en salud, y encargó la
gestión a uno de sus subalternos.
La subinspectora se dispuso a registrar la tienda. Sin tocar nada, midió la
distancia que separaba el dibujo de tiza del escritorio, así como la orientación de
las marcas de sangre emulsionada que habían quedado impresas en una estatua
de y eso de tamaño natural que representaba a un dios mediterráneo de cabellos
rizados y cuerpo canónico.
El escritorio carecía de cajones. Su superficie de vidrio señalaba los oscuros
óvalos de dos tazas de café, que Martina imaginó habrían sido incorporadas al
elenco de pruebas, y una pluma estilográfica, una Sheafer de oro de los años
cincuenta, con el típico plumín de boca de pato, destapada sobre una cuartilla en
blanco. Daba la impresión de que el anticuario se disponía a escribir algo en ella
cuando lo sorprendió su asesino.
Detrás del escritorio se alzaba un armarito moderno, de un vanguardista
diseño que chocaba con los restantes elementos de la tienda. Uno de los agentes
se hallaba revisando los libros de contabilidad, por lo que Martina prefirió no
molestarle. Recorrió con la vista las piezas ornamentales, las porcelanas, una
vitrina que reproducía joy as de origen tartesio, y también los cuadros que
colgaban de manera aleatoria desde el elevado techo hasta el zócalo de mosaico,
estilo patio andaluz: marinas de la bahía, acuarelas de muchachas caminando por
play as desiertas, retratos modernistas, pinturas religiosas del barroco sevillano,
con los claroscuros de Velázquez y Zurbarán como inasequibles ejemplos…
hasta un enorme lienzo de batallas coloniales, caballería y turbantes, cañones y
jaimas, que le recordó a Pradilla.
En una esquina, casi arrumbado, había un viejo fonógrafo de los tiempos de
La Voz de su Amo. Al verlo, Martina sintió que se le aceleraba el pulso.
La pila de vinilos descansaba debajo del plato. Cogió las fundas y las fue
pasando una por una.
La última de todas, con el disco marcado en la tapa, debido a la presión de los
otros, respondía a una grabación de Modest Mussorgsky. Se trataba de Cuadros
para una exposición, en la interpretación solista de Maurizio Amandi.
La subinspectora experimentó una subida de adrenalina. Dejó el disco en su
lugar, pidió unos guantes de látex a uno de los dos agentes que se afanaban en
busca de huellas y se puso a revisar el establecimiento centímetro a centímetro.
A través de la luna del escaparate, el inspector Castillo la vio cuerpo a tierra,
palpando bajo los arcones, o de rodillas ante un globo terráqueo, observando
atentamente la distribución de los océanos en el siglo XVI.
La caja fuerte, de reducido tamaño, y empotrada en la pared tras una
acuarela decorativa, estaba abierta y vacía; en su interior, según indicó a la
subinspectora uno de los policías, apenas había aparecido nada de interés: algún
dinero en efectivo, un par de cheques al portador cuy a fecha de cobro no había
vencido y una docena de plumas estilográficas antiguas conservadas en una
lujosa caja de puros de raíz de nogal.
El mismo agente, un hombre joven, sin acento anda luz, adscrito al Grupo de
Homicidios de Sevilla, desde donde se había desplazado para colaborar con sus
colegas gaditanos, le proporcionó algunos datos más:
—El cuerpo fue descubierto a primera hora de la mañana de ay er por una
mujer que venía a hacer la limpieza. Entró con su llave, a eso de las ocho y
media, y encontró el cadáver. La puerta estaba cerrada, lo que sólo puede
significar que el asesino, tras cometer el crimen, registró las ropas, la cartera de
mano o el escritorio de Feduchy, hasta dar con las suy as. Cerró la puerta y huy ó.
No hay testigos ni, por ahora, pistas incriminatorias de ningún tipo.
—¿Qué me dice de la carta manuscrita, redactada con tinta escarlata, que
habría aparecido en algún lugar visible, encima del escritorio o entre los
documentos contables?
La expresión del detective reveló un profundo estupor.
—¿La ha puesto en antecedentes el comisario Tinoco?
—No era necesario. ¿Hallaron señales de lucha?
—El agresor no precisó forcejear con el anticuario para abatirle, lo que
implicaba, por su parte, fuerza y destreza en el uso del arma blanca utilizada: una
daga de las dos, similares entre sí, que Feduchy conservaba en una panoplia.
Martina salió al callejón. Castillo fumaba en un zaguán, para protegerse del
viento. Ella sacó un cigarrillo y lo encendió sin esperar a que él le ofreciese
fuego. Lo sostuvo con sus dedos vendados y aspiró hasta que el humo con sabor a
madera se abrió paso entre sus bronquios.
—¿Ha descubierto algo interesante? —Curioseó Castillo.
—Las características de este asesinato coinciden en parte con el de Gedeón
Esmirna —repuso la subinspectora—. Entre ambos crímenes, sin embargo, hay
una diferencia fundamental: a Esmirna lo decapitaron y mutilaron.
—Entonces, no pudo ser el mismo picha.
—¿Por qué no?
—No tiene lógica.
—Al contrario, inspector. Tiene toda la lógica del mundo.
CUM MORTUIS IN LINGUA MORTA
Capítulo 65
A las ocho menos cuarto, y a de noche, el inspector Castillo se encontraba bajo los
arcos mozárabes de la fachada principal del Teatro Falla. Llevaba su mejor traje,
el mismo que utilizaba para los entierros y para las declaraciones periciales en
los Juzgados, y se había puesto tanta colonia que alguna gota le resbalaba por la
frente, irritándole los ojos con el escozor del alcohol.
Durante la tarde había dejado de llover, pero el viento seguía soplando con
fuerza y la temperatura había descendido de manera alarmante. En el telediario,
el hombre del tiempo había comentado que en toda la mitad sur, y, más
concretamente, en el área del Estrecho, se esperaba un brusco descenso del
termómetro, y que la nieve podría hacer acto de presencia en cotas muy bajas.
¡Nieve en Cádiz!, había sonreído Castillo.
A las ocho menos cinco, la figura un tanto torva del archivero de Bolsean,
aquel extraño sujeto que había acompañado a la subinspectora en su largo
desplazamiento desde el norte, y con quien Castillo apenas había cambiado
cuatro palabras, se acercó hasta él.
—Buenas noches, inspector. He dejado a la subinspectora arreglándose en el
hotel. Me ha encargado que le diga que se demorará un tanto. Ruega le disculpe.
—No tiene importancia. Pero, acudirá, ¿no?
—Desde luego. Se quedó con su entrada. Nosotros podemos ir ocupando
nuestras localidades.
En el interior del teatro, los miembros de la orquesta afinaban sus
instrumentos. Horacio y Castillo se acomodaron en la fila veintidós, a la derecha
del escenario.
—¿Quién será el panoli que huele de esa manera? —preguntó el archivero,
fingiendo olfatear al espectador delantero.
La ironía era nítida; Castillo enrojeció. Se sentía un poco ridículo embutido en
aquel traje, con un asiento vacío a su derecha y la expectativa de permanecer en
riguroso silencio tragándose un ladrillo como el que prometía el programa de
mano. Procuró pensar en las almejas a la marinera que pensaba encargar como
entrante en la Venta del Maca, y en aquellos ojos de la subinspectora que le
estaban sorbiendo el seso.
El pianista se hizo esperar. En primer lugar, hizo su aparición el director de la
orquesta, un hombrecillo calvo, con unas gafas tan gruesas que parecía mirar
hacia dentro. Cinco largos minutos después, cuando hasta los músicos, cansados
de pulsar notas, miraban sin disimulo hacia bambalinas, pisó la escena Maurizio
Amandi. Con una expresión enérgica, caminó hasta el proscenio y ejecutó una
regia reverencia. Se incorporó con una estudiada lentitud y permaneció con la
cabeza inclinada hasta que unas tímidas palmas rompieron el embarazoso
silencio. Satisfecho, Amandi envió al aire un beso con las puntas de los dedos y se
dirigió al piano. Las luces se apagaron.
El músico alzaba una mano para pulsar los primeros arreglos cuando se
detuvo y evadió la mirada hacia el patio de butacas.
Por el pasillo avanzaba una mujer vestida de negro, con una larga y roja
cabellera cay éndole sobre la desnuda espalda. Parecía dirigirse hacia las
primeras filas con el propósito de ocupar su localidad, pero, en lugar de ello,
contoneándose, subió los peldaños que comunicaban con el escenario. Sin que los
acomodadores acertaran a evitarlo, se encontró a la altura de los músicos. Dejó a
un lado al director, quien, atónito, la miraba desde su atril, con la batuta caída,
rodeó la sección de cuerdas y se aproximó al piano.
Amandi se había levantado del taburete. La mujer pelirroja le acarició una
mejilla y le arregló la pajarita.
En ese momento, las luces del teatro se encendieron de golpe. Parte del
público se removió en sus asientos. La pelirroja señaló al fondo de la platea y
gritó:
—¡Horacio, allí!
En una de las filas situada detrás del archivero acababa de producirse un
revuelo. Alguien, una sombra voluminosa, intentaba abandonar su asiento.
Desde el escenario, la mujer pelirroja sacó una pistola. Algunos espectadores
agacharon la cabeza. Mientras el hombre se abría paso, se oy eron gritos de
histeria.
Horacio fue a por él.
Cortó por el pasillo central y desembocó en el vestíbulo. Maldiciendo su
pierna enferma, salió a la plaza y corrió a trompicones hasta que trastabilló y
quedó tendido en el suelo, resbaladizo por la lluvia, casi aguanieve, que salpicaba
la noche.
Cuando la pelirroja llegó a su lado, un centenar de metros los separaban del
fugitivo.
—¡No lo pierda! —la animó Horacio.
Martina de Santo se quitó la peluca y se precipitó tras el hombre que huía. Su
ligero vestido negro pareció flotar por las estrechas calles que conducían hacia el
malecón. El aguanieve le daba en la cara.
Al doblar una esquina, lo perdió. Martina atravesó la plaza de Jesús Nazareno,
donde un viejo que se santiguaba al salir de su casa la miró con espanto; por pura
intuición, la subinspectora siguió su carrera hasta los espigones del Campo del Sur.
Frente al furioso Atlántico, cuy a marea se escuchaba como un subterráneo
estruendo, el viento se había desatado en huracán. La lluvia, como una cortina
oblicua, procedía del mar. Cuando estaba a punto de dejarse abatir por la
frustración, Martina distinguió una sombra cerca de la catedral, en movimiento
hacia el ábside. La subinspectora apretó los dientes y corrió hacia allí.
Cuando llegó al templo, sus pulmones eran como brasas ardientes. Estaba
calada de cabeza a pies.
Entró a la catedral apuntando a los bancos. El silencio era como un trueno
sordo, o tal vez solo escuchaba los latidos de su corazón. Una mujer rezaba de
espaldas, frente a una capilla. Otra, acaso dormida, permanecía inmóvil en un
reclinatorio, junto al altar may or.
Martina recorrió la nave y el crucero hasta que reparó en la cripta. Su oscura
entrada se abría junto al baptisterio. Alguien había quitado y arrojado al suelo la
cadena que la aislaba del culto. Sin pensárselo, la subinspectora se lanzó escaleras
abajo.
El hombre que había huido del teatro, y antes de Bolsean, del Caribe y de la
hermosa Viena parecía esperarla tranquilamente sentado en la lápida de Manuel
de Falla. La lámpara de la cripta iluminaba su cuerpo, pero no su rostro. Desde
cinco metros de distancia, Martina le encañonó.
—Levántese y camine hacia mí.
—¿No va a pedirme que me presente? —No será necesario. Sé quién es
usted. El fugitivo dio unos pasos hacia la luz y se quedó quieto. Su sonrisa no
denotaba temor alguno.
LA GRAN PUERTA
Capítulo 67
Vestía un traje azul marino y una corbata granate sujeta con un alfiler de
diamantes. El abrigo, chorreante, reposaba sobre la tumba del autor de La
Atlántida.
Su voz, aparentemente sincera, resonó en la cripta:
—Mi enhorabuena, subinspectora. Pocos habrían sido capaces de seguir el
rastro, pero usted ha descubierto mi juego.
Martina alzó la mira de la pistola, apuntándole entre los ojos.
—Al menos, señor Esmirna, tengo la suerte de estar viva. Condición de la que
sus víctimas no pueden disfrutar.
—¡Víctimas de sí mismas, más bien! —replicó Gedeón—. ¡De su insensato
egoísmo! Si hubiesen colaborado desde un principio, otro gallo les habría
cantado… ¿Fue usted quien puso el anuncio en los periódicos?
—Sí.
—La cuarta Swastika… ¿Un cebo, no es así?
—Pensé que sería la única manera de atraerle.
—Y lo consiguió. Me hizo cometer un error.
—No ha sido el único. ¿Porqué mató a esos hombres?
—Detentaban algo que era mío.
—¿Las Swastikas?
—Sí.
—No le pertenecían. Usted tan sólo poseía un ejemplar de imitación. El que
le cambió en su tienda a Maurizio Amandi cuando éste fue a visitarle.
—¡Vay a necio! Lo escamoteé delante de sus narices, mientras contemplaba
embelesado ese horrendo busto de Mussorgsky que hice encargar en arcilla.
Cambié mi pluma falsa por su maravilloso ejemplar y me lo quité de en medio
asegurándome de que la policía continuaría cerrando el círculo en torno a él.
¡Ese pavo real es tan lelo que ni siquiera se dio cuenta de que falsifiqué su letra
para escribir las esquelas!
—¿Con esa tinta que usted fabricaba en su bodega de la calle de los Apóstoles,
utilizando el viejo alambique?
—¿También ha descubierto eso? ¡Bravo! Pero no ha adivinado aún por qué
usé una tinta artesanal, ¿me equivoco?
—El conde de Spallanza utilizaba esa misma fórmula, coloreando el tono
escarlata con caparazones de cochinilla y con… orina. Al imitar su técnica, usted
pretendía que las indagaciones policiales volvieran a reparar en la familia
Amandi, y en Maurizio, que también solía utilizar el color escarlata, como
principal sospechoso.
Esmirna la contempló con arrobada admiración.
—Insisto en que me parece usted una mujer extraordinaria.
Los ojos de Gedeón irradiaban astucia. Martina avanzó dos pasos.
—¿Fue en la bodega de su tienda donde ocultó a Anselmo Terrén?
El anticuario armó una beatífica sonrisa.
—Hubo que reducirle previamente. Era vigoroso, y se resistió.
—Después, cuando Maurizio Amandi se hubo marchado de su tienda, subió a
rastras a Terrén, por los escalones del pasadizo, y lo decapitó con un hacha.
—Me repele la sangre. Ése fue un trabajito para mi pequeño Manuel.
—¿Su querida pelirroja?
—A Manuel le gusta disfrazarse, y a mí que lo haga. Es divertido viajar así,
como marido y mujer.
La subinspectora asimiló ese comentario, y enseguida afirmó:
—Terrén tenía su misma envergadura.
—En efecto.
—Y coincidía también con su grupo sanguíneo.
—Ciertamente.
—¿Cómo accedió a ese dato?
—Por determinado policía —repuso Esmirna, balanceándose sobre sus
gordezuelas piernas.
—¿No pudo imaginar una coartada más perfecta que la que iba a
proporcionarle el cadáver de Terrén?
—¿Acaso no lo era? Pensé que tardarían algún tiempo en descubrir la
suplantación, como así ha ocurrido. En momentos de optimismo llegué a
acariciar la hipótesis de que no lo averiguarían nunca, pero no contaba con su
tenacidad.
—Ni y o con la suy a, señor Esmirna. Porque, antes de despachar a Terrén,
había liquidado a Teodor Moser.
—Nada más simple, aunque en Viena hacía un frío terrible, casi como el que
tuve que soportar la otra noche, aquí, en Cádiz, ante la tienda de Feduchy, hasta
que ese desgraciado se dignó a abrirme su puerta. A Moser me limité a
estrangularle en su palco de la Ópera. Después registré su caja fuerte, hasta
hacerme con la primera Swastika, y le pegué fuego a su usurero comercio.
—¿No le gustan los judíos?
—Preferiría la compañía de un perro.
—Simpatiza con los nazis, ¿verdad?
—Uno cree que los males del mundo tienen remedio.
—¿Qué significa la esvástica para usted? ¿Lo mismo que para John Egmont,
el fabricante de plumas?
—Claro que no. Los símbolos sagrados me merecen todo el respeto.
Martina se pasó la lengua por los labios. Tenía la garganta seca. La humedad
de la cripta la hacía temblar.
—Luego le tocó el turno al conde de Spallanza, en el Caribe colombiano.
Esmirna asintió, casi con cordialidad. Por un instante, una sensación de
incongruencia afectó a Martina como un vértigo.
—Hacía mucho calor, pero aquel viaje resultó más grato —comenzó a
relatar el anticuario, en un tono vacacional—. Por un capricho de los astros
coincidimos en el avión a Providencia con ese narciso de Maurizio Amandi; di
gracias al cielo por ay udarme así. Lo interpreté como un signo, créame. Yo
también suelo caracterizarme al viajar; de manera que, días después, en Bolsean,
Amandi no me reconoció… Ya nada podría detenerme. Vigilamos la mansión
isleña del conde hasta que su hijo salió, y las mujeres del servicio tras él. Mi
hermosa y salvaje pelirroja se deshizo a golpes del perro guardián, cuy o cadáver
arrojamos por uno de los farallones que daban al mar, donde sería pasto de los
tiburones, y y o, por mi parte, ahogué con mis propias manos a Alessandro
Amandi en su pretenciosa piscina, sumergiéndole la cabeza una y otra vez para
que me dijera dónde ocultaba su Swastika, extremo que se negó a revelar. ¡Hasta
tal punto es capaz un coleccionista fanático de resistir el tormento!
—Es usted un pobre loco, Esmirna.
El anticuario protestó:
—¿Cómo puede decir eso, subinspectora? ¡Hay grandeza en cuanto he hecho!
¿Acaso mi persistencia es diferente a la suy a? ¿Sabe con qué dedicación, con qué
encono lo intenté, desde la muerte de John Egmont? Siempre quise reunir a mis
pequeñas, seguí su rastro por medio mundo, ahorré, intenté adquirirlas… ¡En
vano, una y otra vez!
—En su juicio podrá descargar esos y otros argumentos. Ahora, deme las
estilográficas.
—Antes, tendrá que matarme.
—Estoy segura de que las lleva encima.
—Por supuesto. Cerca de mi corazón.
Esmirna sacó de su bolsillo las tres Swastikas y las miró con amor. A la
parpadeante luz de la cripta, el oro y los rubíes refulgieron como objetos
litúrgicos.
—Fíjese en ellas, subinspectora, porque serán lo último verdaderamente
hermoso que verá sobre la faz de la Tierra. Y suelte la pistola. O désela a
Manuel, quien, estoy seguro, se alegra de volver a encontrarla tras su frustrado
encuentro en el tren.
Capítulo 68