La Espiral Inquieta
La Espiral Inquieta
La Espiral Inquieta
Nunca acepté esa frontera artificial que alguien estableció entre el arte y la
literatura. La buena escritura -que otra cosa es la redacción con arreglo a
fórmulas tediosas- es también un arte, en cuyo centro está la poesía, sustancia
ubicua que impregna cualquier creación humana de valor imperecedero. No es
un capricho colocar en el núcleo de todo a la poesía, pues esa palabra
derivada del griego poiesis significa “creación”. Por eso los médicos hablan de
la hematopoiesis, para no tener que decir “proceso de creación de los glóbulos
rojos”.
De modo que dentro del arte incluyo a la literatura, y cuando digo poesía
abarco a las dos; y cuando digo cultura pongo el Péndulo de Foucault al lado
de los girasoles de Van Gogh, pasando por la máquina Olympia que tecleo y el
cigarro que me fumo.
Debo aclarar enseguida que no me refiero a los analfabetos que aún abundan
en los países subindustrializados, pues he conocido a campesinos que sin
saber quién es Homero ni tener noción de la electricidad, poseen su cultura, ya
que viven vinculados con su entorno. Saben cuándo va a llover, qué frutos se
dan mejor en un terreno dado; con sólo oler el aire adivinan un río cercano,
contemplando el vuelo de las aves o las mutaciones de los reptiles calculan el
tiempo de sus cosechas. Dominan, en fin, su cosmos. Luego entonces son
cultos.
De acuerdo con AIfred Jarry lo que el método poético debe estudiar no son las
leyes de la realidad, sino las excepciones a esas leyes. Así demuestra la
poesía su condición complementaria, no antagónica, de la ciencia. El único
antagonista irreconciliable que la ciencia y la poesía reconocen unánimemente
es la ignorancia diplomada, la cual -por eso mismo- se encarga de enemistar a
la razón con la imaginación. Pero entre un poema y un teorema no ocurre lo
que entre dos átomos donde rige –hasta donde sabemos- la ley de
impenetrabilidad.
Oigo una sinfonía: matemática para los oídos. Despejo una ecuación
algebraica: música para los ojos. En el fondo, a través de mis sentidos, ambas
abstracciones se funden en una sinestesia que es la síntesis del mundo que
me traspasa y por el cual yo paso.
Cuando era estudiante de pintura, uno de mis tíos me dijo que los dibujos de
Wifredo Lam no le gustaban porque parecían bacterias vistas por un
microscopio. Años más tarde conocí al pintor y le conté la anécdota. Riéndose
me dijo:
“Tu tío tenía razón, mi pintura es científica pues Leonardo decía ‘que la pintura
es cosa mentale’”.
Ciencia y poesía son formas del conocimiento, que a veces resultan «oscuras».
La teoría de conjuntos, la mecánica cuántica y la ingeniería genética no se
pueden expresar sino a través de un lenguaje bastante «ininteligible». Si
alguien simplifica ese código para que llegue a más personas,
automáticamente las ciencias se convierten en comics. ¿Por qué exigirle a la
poesía despectivamente calificada de «hermética» que sea más «clara»?
Góngora hizo con nuestro idioma lo que Einstein con la física teórica: una
revolución. Sin embargo, cuando afirmo que viajando a la velocidad de la luz un
cosmonauta se transforma en fotones y que al regresar a la Tierra será más
joven que su hijo, todos dicen ¡Ahhh!; pero cuando cito el verso gongorino «La
mano obscurece al peine», todos dicen ¡Ufff!
Pero fue sobre todo en el Renacimiento, en esa Florencia donde había más
tallistas que carniceros, cuando ciencia y arte se apoyaron mutuamente. El
resultado de ese maridaje fue que juntas avanzaron más en doscientos
cincuenta años que en los diez siglos que duró la Edad Media.
Platón expone en su Banquete la teoría del andrógino esférico cuya fuerza era
tan inquietante que Zeus lo cortó en dos para debilitarlo. Esa dicotomía de
aquel ser doble originó una permanente nostalgia de la totalidad. La cópula es
quizás el reencuentro fugaz de esas mitades. La leyenda platónica está
inspirada en la constitución somática de la criatura humana. Pero a mí me
gusta trasladarla al dominio del conocimiento. Creo que alguna vez ciencia y
poesía formaron un todo, hasta que fueron separadas y convertidas en
(“contrarios”) que se buscan. El primer andrógino científico-poético fueron los
mitos, aquella hibridación de ciencia y poesía que explicó bellamente el mundo.
Después del hachazo de Zeus, la ciencia se separó de la poesía y ambas
crecieron más o menos independientes. Los mitos quedaron vaciados de su
contenido cognoscitivo. Y el lenguaje de la ciencia pareció despoetizarse.
Pero esa separación no fue pura, ni tajante. Como dos cuerpos que al
separarse dejan uno en el otro algo de sí, algo de poesía quedó en la ciencia, y
al revés. Hay puntos de contacto entre una tragedia de Sófocles y la dialéctica
de Sócrates, aunque sólo sean las preguntas de la Esfinge y la copa de cicuta.
Todavía hoy se advierte un cierto comercio entre la ciencia y los mitos, entre la
razón y la poesía. Nuestro hablar cotidiano está poblado de reminiscencias
mitológicas. Pronunciamos palabras (que no son más que sombras de ideas)
cuya etimología nos devuelve al reino de los mitos. Si las mujeres supieran que
al hablar de cosméticos aluden al “cosmos” se sentirían más radiantes y
estelares cuando se maquillan.
Hacia 1600 Jan Baptista van Helmont estudiaba los vapores. Dado que un
vapor no tiene forma propia, y encerrado en un recipiente éste parece vacío, el
químico flamenco decidió nombrar al vapor con la palabra “caos” usada por los
alquimistas, que en griego significa “abismo”. Prescindió de la «o», y sustituyó
la «c» por la «g», de donde resultó la palabra “gas”. Así, cuando hablamos de
la gasolina estamos regresando, a sabiendas o no, a la idea caótica que del
origen universal tenían los griegos.
Hace unos sesenta años, cuando el uranio fue desintegrado por primera vez
mediante fisión, surgió un nuevo elemento en medio del calor radioactivo. Los
científicos lo nombraron “promecio” evocando a Prometeo, héroe mitológico
que desafiando el calor le robó el fuego a los dioses para entregárselo a los
hombres.
¿Error en la ciencia? Que no se “erroricen” los que le tienen horror al error. Que
en su inmensa sabiduría Aristóteles se equivocara en tal o cual asunto no es un
horror. Sí lo es que durante mil años los peripatéticos se encapricharan en
perpetuar esos errores. Una cosa es Aristóteles y otra los aristotélicos a
ultranza. El Estagirita sostenía que cuando uno estornuda suelta por las narices
las ideas mediocres. Imagino a los escolásticos preguntándose entre
estornudos, cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler mientras sueñan
con una hoguera para Averroes, ese árabe que comenta demasiado al Oráculo
de los Teólogos, y que nunca estornuda.
Pensar es, entre otras cosas, equivocarse; de donde se desprende que la única
manera de no equivocarse es renunciando a pensar. Pero también hay errores
que son hallazgos: Colón en Cuba creyendo que había llegado a Japón. O el
caballero Antonio de Pigafetta, cronista de Magallanes, quien al regreso de su
periplo creyó que era miércoles mientras en las islas de Cabo Verde le
aseguraban que era jueves, con lo cual se transformó en el primer hombre que
perdió un día de su vida. Este cálculo erróneo en su diario de a bordo movilizó
a los astrónomos quienes probaron que eso le sucedía a todos los que daban
la vuelta al globo singlando siempre al Oeste (1).
Errare humanum est. Lo que ya no resulta tan humano es quemar a los que
salen del error, aunque sea para caer en un nuevo error. Como se ve, el olvido
del primate permitió descubrir el fuego. Pero ese error fue convertido en horror
por los inquisidores -primates a destiempo- ya no para comerse la carne asada
de los herejes, sino para purificar sus almas extraviadas. Antropofagia a lo
divino. Torpeza culinaria de Torquemada, cuyo nombre casi parece un chiste
franco-español: tort = error + quemada = error quemado.
Si los retóricos y los polígrafos de antes de nuestra era leyeran estas palabras
que escribo dirían que es un latín equivocado, erróneo. Y es verdad. Alfonso
Reyes asegura que las lenguas romances no son más que el latín que los
“bárbaros” aprendieron mal plagándolo de solecismos.
Leo esta frase escrita por un adolescente alemán: «¿Cómo se vería el mundo
si yo cabalgara en un rayo de luz?». Se le excusa ese devaneo propio de la
fantasía de su edad. ¿Saldrá poeta el niño? Años después, cuando es un
adulto, desde su rayo de luz, declara: «Lo que el mundo tiene de eternamente
incomprensible es su comprensibilidad». Savonarola habría achicharrado esa
frase en una de sus hogueras de vanidades. Más modernamente le habrían
puesto al autor una camisa de fuerza, como a Ezra Pound que estuvo doce
años en un manicomio de Washington. Algo así pudo ocurrirle a aquel joven
soñador alemán si no se hubiera llamado Albert Einstein.
¿Poema?
“El sexo fue inventado por las algas verdes.... universo caliente expansión... el
tenue rumor radiofónico de la Vía Láctea... la materia son quarks y leptones...
el universo que conocemos está condenado a destruirse... el sueño de toda
célula es devenir células... la estrella comienza a hundirse sobre sí misma... la
vida media del neutrón libre es de unos quince minutos, la vida del protón
excede de 10³º años, de ese orden es la medida cuantitativa de la eternidad...
los colágenos son unas proteínas muy interesantes... principio de
incertidumbre... entre guanina y citosina pueden tenderse tres fuertes enlaces
de hidrógeno... los trilobites eran animales bellamente estructurados que
acumulaban cristales en sus ojos... con nuestra intuición química... escudriñé
microfotografías de fibras de músculos buscando señales de hélices... el sol se
transformará en una estrella gigante roja para terminar como una estrella
enana blanca... los puentes de sal en los que cationes divalentes como Mg+ +
unían a dos o más grupos de fosfato... los seres vivos son máquinas
químicas... las dos enzimas: aspartasa y fumarasa... traducir el alfabeto
genético... paraíso molecular... cuando el universo era infinitamente denso,
infinitamente energético, y ocupaba un punto matemático con volumen cero...
juego de combinaciones ciegas... conservar el azar... los demonios biológicos
de Maxwell son las proteínas globulares... en esta organización química yace el
secreto de la vida... nuestro organismo está formado por unos cien millones de
células, de modo que cada uno de nosotros es una muchedumbre... el sueño
del pez ancestral... la sopa prebiótica o caldo primitivo... el código genético está
escrito en un lenguaje estereoquímico... sus cuatro letras son Adenina,
Guanina. Citosina y Timina... los erizos de mar son más parientes nuestros que
los cefalópodos...”
Por eso la frase de Monod no será entendida por los profanos, pero tampoco
será cuestionada, como lo fue la octava gongorina del Polifemoque ni siquiera
fue aceptada por los eruditos de su época, y tuvo que esperar tres siglos -tras
muchas polémicas y escarnios académicos hasta que Alfonso Reyes y Dámaso
Alonso restablecieron la justicia poética. Con lo cual el Polifemo no dejó de ser
“oscuro”. Pero la diferencia entre el erizo de Monod y el erizo gongorino reside
en que al científico, si acaso, lo discuten los bioquímicos, mientras que sobre el
pasaje poético cualquiera opina, desde los doctos solemnes de la lengua hasta
los boticarios. Sin embargo, la revolución sintáctica que protagonizó Góngora
es tan necesariamente audaz como las conquistas de la bioquímica
microscópica de este siglo. Pero es menos respetada. Primero, porque ya casi
nadie espera milagros de la palabra mientras que son muchos los que
secretamente creen que tarde o temprano la química encontrará algún elíxir de
la eterna juventud. Segundo, porque todos usamos palabras, lo que suscita la
ilusión del derecho a criticarlas. El científico emplea el matraz, el microscopio o
el mechero Bunsen, instrumentos poco comunes que fácilmente devienen
fetiches, adminículos sagrados. Pero el poeta establece otra lengua dentro de
la lengua, un laboratorio de signos, una química de las imágenes. Lo cual
también es sagrado.
Esa forma espiral aparece en la leyenda del adivino Tiresias separando con su
báculo a dos serpientes que copulan. Una situación similar dará lugar al
caduceo de Hermes Trismegisto (identificado con su equivalente romano
Mercurio y con el dios egipcio de las letras, Toth). El símbolo de la espiral es
antiquísimo, lo encontramos en la India, en esas tablas de piedra
llamadas nágakals. Los mesopotámicos le atribuyeron a las dos serpientes
entrelazadas poderes curativos, lo cual coincide con la pareja de ofidios que
también se enrosca en el bastón de Esculapio. Por eso hoy vemos ese
emblema en las farmacias. Robert Graves en The Greek Mythsañade el mito
de la serpiente Ofión que trepa por los muslos de la diosa Eurinome para
hacerle el amor engendrando así el universo. Es la serpiente Kundalini de las
enseñanzas tántricas, que dicen que la doble espiral representa el equilibrio
entre dos fuerzas adversarias. Acaso por eso también vemos esa alegoría en
una antigua pintura china evocando el Yin y el Yang, que en la cosmovisión
vigente durante la dinastía Kau, corresponden a los dos principios opuestos
que originan la creación. La tradición judeo-cristiana también tiene su serpiente.
El caracol, opina Laurette Séjourne, es el principal atributo de Quetzalcoatl que,
a su vez, es una serpiente emplumada. El sabio cubano Fernando Ortiz vinculó
la espiral con el caracol, con la voluta de humo y con el huracán. En Cuba
precolombina los taínos usaban el caracol como trompeta, fumaban tabacos y
eran anualmente azotados por huracanes. ¿Será por eso que los aborígenes
pintaron tantos anillos concéntricos en las cavernas de la isla? También en
Europa Occidental los hombres del neolítico decoraron con espirales el interior
de sus túmulos funerarios. Según Cirlot, para los egipcios la espiral designa las
formas cósmicas en movimiento. El símbolo atraviesa los siglos, desde China
hasta México, participa en la alquimia, reaparece en las balaustradas de la
escalera melliza (también espiraloide) del palacio de Fontainebleau. Es la
espiral logarítmica que descubrió Descartes, curva ideal del crecimiento. Es la
espiral estudiada en botánica por su frecuencia en tallos y ramas. La espiral
fosilizada de los amonites. La columna salomónica. En 1920 la vemos en la
maqueta de la Torre Helicoidal del arquitecto Tatlin, y treinta años después en
el Modulor de Le Corbusier. Hoy cualquiera sabe que la Vía Láctea es una
espiral, aunque Poe en Eureka la imaginó en figura de Y griega. He aquí una
paradoja: la intuición de un científico fue más certera que la de un poeta a la
hora de escoger un símbolo. Pero lo importante es que del microcosmos al
macrocosmos, desde la molécula que trasmite las instrucciones hereditarias
hasta la galaxia en la que navegamos, pasando por toda una iconografía
esotérica, mitológica, plástica, racionalista, arqueológica y vegetal; la
constante, lo que predomina, es una espiral. No arriesgo ninguna conclusión.
Nada demuestro, sólo muestro este cúmulo de casualidades, esta espiral
inquieta.
Notas
4 - ¡La ciencia busca la verdad, el fin del arte es la belleza!, podría protestar
algún lector. ¿Pero acaso hay algo más bello que la verdad? Bello no es
sinónimo de «lindo», sino de profundo. Desconocer ese matiz es como
entreverar los méritos de un organista -por virtuoso que sea- con el genio de
Bach; o equiparar la destreza de un cirujano con la hazaña científica de un
Vesalio, un Colombo o un Harvey.