Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

La Espiral Inquieta

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 13

La espiral inquieta.

Por Manuel Pereira

Nunca acepté esa frontera artificial que alguien estableció entre el arte y la
literatura. La buena escritura -que otra cosa es la redacción con arreglo a
fórmulas tediosas- es también un arte, en cuyo centro está la poesía, sustancia
ubicua que impregna cualquier creación humana de valor imperecedero. No es
un capricho colocar en el núcleo de todo a la poesía, pues esa palabra
derivada del griego poiesis significa “creación”. Por eso los médicos hablan de
la hematopoiesis, para no tener que decir “proceso de creación de los glóbulos
rojos”.

De modo que dentro del arte incluyo a la literatura, y cuando digo poesía
abarco a las dos; y cuando digo cultura pongo el Péndulo de Foucault al lado
de los girasoles de Van Gogh, pasando por la máquina Olympia que tecleo y el
cigarro que me fumo.

El otro abismo que no acepto es el que se quiere instalar entre la ciencia y la


poesía, como si estuvieran en eterna discordia. Tampoco me parece serio
«aproximarlas» diciendo que la medicina es la ciencia más cercana a las
disciplinas humanistas porque se ocupa de los asuntos humanos -como si
éstos se redujeran al hígado-, o sosteniendo que la forma estética más
identificada con la ciencia es la novela de anticipación porque habla del futuro,
como si éste consistiera únicamente en la añoranza de marcianos. Opinión que
se apoya en la apariencia, sería como afirmar que los pájaros y los peces
poseen cuerpos ingrávidos porque flotan en el aire y en el agua,
respectivamente.

La realidad está plagada de apariencias engañosas que, en complicidad con


nuestros sentidos, nos tienden trampas por doquier. La estrella que vemos
brillar quizás se extinguió cuando nuestros tatarabuelos eran lactantes. La
lámpara de mi habitación es roja, pero tan pronto apago la luz, ya no la veo:
¿habrá dejado de ser roja? Pareciera que somos víctimas de un
“desplazamiento hacia el rojo” o que estamos entrampados en la Paradoja de
Olbers. El ojo del hombre ve estructuras cósmicas donde no existen, por
ejemplo, los canales de Marte. Todo lo cual es más complicado, porque es más
verdadero. Lo visible suele ser más chocante que lo invisible. No sólo los
fantasmas son invisibles, también el átomo lo es. Los partidarios del empirismo
a secas, los que no se esfuerzan por escudriñar el fondo de las cosas, son los
mismos que confunden aritmética con matemática, artesanía con arte, artista
con cantante de televisión, información con formación, lengua con lenguaje,
romántico con enamorado, tecnología con ciencia, realismo con naturalismo,
poesía con poema, lo material con lo real, lo abstracto con el espiritismo, los
medios con los fines, el surrealismo con la esquizofrenia, las causas con las
consecuencias, erotismo con pornografía, sociología con literatura, los
ministerios con los misterios, los misterios con la brujería... Son los mismos que
aún lloran con un verso de Campoamor y hacen gárgaras en horarios estrictos.
Fuera de broma, en ese daltonismo categorial se engendran confusiones aún
peores.

Debo aclarar enseguida que no me refiero a los analfabetos que aún abundan
en los países subindustrializados, pues he conocido a campesinos que sin
saber quién es Homero ni tener noción de la electricidad, poseen su cultura, ya
que viven vinculados con su entorno. Saben cuándo va a llover, qué frutos se
dan mejor en un terreno dado; con sólo oler el aire adivinan un río cercano,
contemplando el vuelo de las aves o las mutaciones de los reptiles calculan el
tiempo de sus cosechas. Dominan, en fin, su cosmos. Luego entonces son
cultos.

Estoy hablando de los “inalfabetizables” que ni siquiera poseen esa sabiduría y


que, sin embargo, opinan sobre la complejidad del mundo creyendo que basta
poner la mano sobre la cafetera declarándola caliente para estar en posesión
de todo el positivismo decimonónico. Así como hay un «arte» que acumula
lugares comunes, también existen “ciencias” de lo obvio y tautologías que
primero nos enseñan cómo son los bronquios para que después aprendamos a
respirar.

Se es más dichoso hablando con un campesino -porque con él aprendemos el


alfabeto secreto que yace en la naturaleza- que con esas mediocridades sólo
saben repetir una gesticulación académica o una fórmula técnica sin
inquietarse por el universo que los rodea. Esa es la emboscada que la
especialización (por otra parte tan necesaria) debe sortear si no queremos
desembocar en un mundo más bien amodorrado, dividido en compartimientos
estancos: Torre de Babel para sordomudos. Desconozco lo que hay que hacer,
en cambio sí sé que lo que no hay que hacer es empeñarse en separar a la
ciencia del arte.

Yo no sé qué sería este mundo sin la fórmula de Einstein E = MC² . Tampoco


imagino qué seríamos sin el «ser o no ser» de Hamlet. Mucho menos puedo
decir cuál de estas ecuaciones resulta más importante, pues si la primera
iluminó el universo, la segunda ilumina al hombre. No sólo una no excluye a la
otra, sino que ambas -sutilmente- contienen la misma incógnita. Tal vez por eso
el matemático Henri Poincaré confesó que cuando llegaba al punto más
vertiginoso de sus cálculos sentía que ahí estaba esperándolo la poesía.

De acuerdo con AIfred Jarry lo que el método poético debe estudiar no son las
leyes de la realidad, sino las excepciones a esas leyes. Así demuestra la
poesía su condición complementaria, no antagónica, de la ciencia. El único
antagonista irreconciliable que la ciencia y la poesía reconocen unánimemente
es la ignorancia diplomada, la cual -por eso mismo- se encarga de enemistar a
la razón con la imaginación. Pero entre un poema y un teorema no ocurre lo
que entre dos átomos donde rige –hasta donde sabemos- la ley de
impenetrabilidad.

Oigo una sinfonía: matemática para los oídos. Despejo una ecuación
algebraica: música para los ojos. En el fondo, a través de mis sentidos, ambas
abstracciones se funden en una sinestesia que es la síntesis del mundo que
me traspasa y por el cual yo paso.

Cuando era estudiante de pintura, uno de mis tíos me dijo que los dibujos de
Wifredo Lam no le gustaban porque parecían bacterias vistas por un
microscopio. Años más tarde conocí al pintor y le conté la anécdota. Riéndose
me dijo:

“Tu tío tenía razón, mi pintura es científica pues Leonardo decía ‘que la pintura
es cosa mentale’”.

Viajando en avión me reconcilié con Mondrian y con Kandinsky. Porque los


paisajes que se ven desde el cielo -esas geometrías cromáticas de los campos
roturados- hacen que nuestro ojo incorpore, gracias al avión, otra imagen del
mundo. Los cóndores siempre fueron abstractos, diría un silogismo clásico.

El barón de Humboldt realiza dos visitas a Cuba y publica un capítulo lleno de


observaciones científicas sobre el aire, el mar y la tierra que tendrá siglo y
medio después una resonancia decisiva en las concepciones poéticas de José
Lezama Lima. Otra obra del sabio alemán (Cosmos) sacudió a otro gran poeta
al punto de hacerlo escribir un libro de inspiración científica que es también un
poema cosmogónico: Eureka, de Edgar AlIan Poe. Así fertiliza la ciencia al arte.

Mientras que el pensamiento científico marcha de lo ambiguo a lo exacto, sin


agotar jamás la ambigüedad reinante en la naturaleza, el poético avanza de lo
–al menos en apariencia- rigurosamente preciso a lo ambiguo sin importarle
demasiado la exactitud. Eso explica que todo arte parezca mentir mientras que
la ciencia parece mostrar verdades. Sin embargo, la historia enseña que no
todas las verdades de la ciencia son definitivas, y que el arte no siempre dijo
mentiras.

Ciencia y poesía son formas del conocimiento, que a veces resultan «oscuras».
La teoría de conjuntos, la mecánica cuántica y la ingeniería genética no se
pueden expresar sino a través de un lenguaje bastante «ininteligible». Si
alguien simplifica ese código para que llegue a más personas,
automáticamente las ciencias se convierten en comics. ¿Por qué exigirle a la
poesía despectivamente calificada de «hermética» que sea más «clara»?

Góngora hizo con nuestro idioma lo que Einstein con la física teórica: una
revolución. Sin embargo, cuando afirmo que viajando a la velocidad de la luz un
cosmonauta se transforma en fotones y que al regresar a la Tierra será más
joven que su hijo, todos dicen ¡Ahhh!; pero cuando cito el verso gongorino «La
mano obscurece al peine», todos dicen ¡Ufff!

Donde la teoría de la relatividad -sin ser comprendida- es aceptada, el


hipérbaton -sin ser estudiado- es rechazado. Se demuestra así que se tiene un
sentido utilitario de la ciencia y una noción decorativa de la poesía, que ni
aquélla agradece ni ésta -por suerte- obedece.

Hay un desencuentro histórico entre estas dos formas de aprehensión de la


realidad. Mientras que en el Medioevo la ciencia era perseguida como
hechicería, el arte estuvo aliado a la Iglesia gracias a lo cual existen las
catedrales góticas. A partir del siglo pasado, la ciencia -pero sobre todo la
tecnología- se ha convertido en una especie de religión mientras que el arte es
a veces considerado una superstición. Lo cierto es que siempre han sido dos
magias. Sospechosa una cuando la otra ha sido admitida, y viceversa. Como
sus propósitos son idénticos, sus caminos han sido paralelos. Que yo sepa,
esos caminos se cruzaron tres veces: en la Atenas de Pericles, durante el
Renacimiento, y en la época de Diderot y de D' Alembert.

Pero fue sobre todo en el Renacimiento, en esa Florencia donde había más
tallistas que carniceros, cuando ciencia y arte se apoyaron mutuamente. El
resultado de ese maridaje fue que juntas avanzaron más en doscientos
cincuenta años que en los diez siglos que duró la Edad Media.

Platón expone en su Banquete la teoría del andrógino esférico cuya fuerza era
tan inquietante que Zeus lo cortó en dos para debilitarlo. Esa dicotomía de
aquel ser doble originó una permanente nostalgia de la totalidad. La cópula es
quizás el reencuentro fugaz de esas mitades. La leyenda platónica está
inspirada en la constitución somática de la criatura humana. Pero a mí me
gusta trasladarla al dominio del conocimiento. Creo que alguna vez ciencia y
poesía formaron un todo, hasta que fueron separadas y convertidas en
(“contrarios”) que se buscan. El primer andrógino científico-poético fueron los
mitos, aquella hibridación de ciencia y poesía que explicó bellamente el mundo.
Después del hachazo de Zeus, la ciencia se separó de la poesía y ambas
crecieron más o menos independientes. Los mitos quedaron vaciados de su
contenido cognoscitivo. Y el lenguaje de la ciencia pareció despoetizarse.

Pero esa separación no fue pura, ni tajante. Como dos cuerpos que al
separarse dejan uno en el otro algo de sí, algo de poesía quedó en la ciencia, y
al revés. Hay puntos de contacto entre una tragedia de Sófocles y la dialéctica
de Sócrates, aunque sólo sean las preguntas de la Esfinge y la copa de cicuta.

Todavía hoy se advierte un cierto comercio entre la ciencia y los mitos, entre la
razón y la poesía. Nuestro hablar cotidiano está poblado de reminiscencias
mitológicas. Pronunciamos palabras (que no son más que sombras de ideas)
cuya etimología nos devuelve al reino de los mitos. Si las mujeres supieran que
al hablar de cosméticos aluden al “cosmos” se sentirían más radiantes y
estelares cuando se maquillan.

Hacia 1600 Jan Baptista van Helmont estudiaba los vapores. Dado que un
vapor no tiene forma propia, y encerrado en un recipiente éste parece vacío, el
químico flamenco decidió nombrar al vapor con la palabra “caos” usada por los
alquimistas, que en griego significa “abismo”. Prescindió de la «o», y sustituyó
la «c» por la «g», de donde resultó la palabra “gas”. Así, cuando hablamos de
la gasolina estamos regresando, a sabiendas o no, a la idea caótica que del
origen universal tenían los griegos.

Hace unos sesenta años, cuando el uranio fue desintegrado por primera vez
mediante fisión, surgió un nuevo elemento en medio del calor radioactivo. Los
científicos lo nombraron “promecio” evocando a Prometeo, héroe mitológico
que desafiando el calor le robó el fuego a los dioses para entregárselo a los
hombres.

Ahora dos ejemplos de la misma operación al revés. Arquímedes sale


corriendo de la bañera, va desnudo por las calles, gritando ¡Eureka! (¡He
hallado!), pues al hundirse en el agua sintió la común sensación que le permitió
conjeturar (conjeturar = imaginar) que todo cuerpo sumergido en un fluido
experimenta un empuje hacia arriba igual al peso del fluido desalojado. La
manzana que le cayó en la cabeza a Newton lo llevó a reflexionar que el
movimiento de la luna podría explicarse por esa misma fuerza de atracción.

Lo poético en estas anécdotas reside en que ambos sabios captaron la


semejanza existente entre fenómenos a primera vista tan distintos como son la
subida del agua en una bañera y el principio de la hidrostática; o bien la caída
de una manzana y la ley de la gravitación universal. Esto es la comparación, el
símil, aproximar cosas aparentemente ajenas: recurso típico de la poesía. De
donde se deduce que lo que hace avanzar a la inteligencia no es la repetición
de axiomas, o psitacismo, sino la capacidad de asociación, a veces incluso
chocante, de esos axiomas. Relacionar, recombinar: de ese tejido de
solidaridades y correspondencias surgen la poesía y la ciencia en sus formas
más poderosas.

La frontera entre lo poético y lo racional es imprecisable e intangible. La


calamidad sobreviene cuando se pretende transgredir esa línea divisoria
exigiéndole a la poesía los comportamientos de la ciencia mientras que a nadie
se le ocurre manipular poéticamente un kilogramo de plutonio o de uranio
enriquecido. No es posible intercambiar sus funciones, ni veo motivo para
hacerlo, ni tampoco para yuxtaponerlas mecánicamente. Otra cosa es que en
su afán de cópula las mitades del andrógino separado in illo tempore se
encuentren para recuperar la totalidad perdida y su fuerza primordial.
Eso fue precisamente lo que ocurrió en el Renacimiento, gracias a esa
simbiosis de imaginación con razón, a la fusión de lo más nuevo con lo más
antiguo y al mestizaje cultural de Venecia con el Lejano Oriente. La impureza
suele ser más fértil que la asepsia.

Durante el Renacimiento artistas y cirujanos se asomaron deslumbrados al


cosmos anatómico. Un caudal de manuscritos raros fueron traducidos -desde
Galeno hasta Euclides-; el platonismo y el fervor por Arquímedes se
enfrentaron al aristotelismo mal digerido de la escolástica; el geocentrismo
ptolomeico fue desplazado por el heliocentrismo copernicano. Hubo astrólogos-
médicos y obispos que fueron astrólogos. Todo eso provocó una conmoción
astronómica, matemática y estética de cuyas consecuencias aún somos
testigos.

Mezclando la matemática con el esoterismo, el misticismo pitagórico con la


cábala hebrea y la astrología, el médico Gerolamo Cardano inventó el
mecanismo de cardán que aún usamos. Entre el delirio poético (o la magia
culta) y la experimentación científica se movió Giambatista della Porta, quien
buscó respuesta a las fuerzas inexplicables de la naturaleza dialogando con los
objetos, y se hizo jesuita sin por eso evitar que la Inquisición prohibiera sus
comedias. Paracelso aplicó la alquimia a la medicina sin obtener los resultados
esperados, pero gracias a esa “locura” surgió una farmacología práctica que,
combinada con la filosofía natural, produjo la química actual. El filósofo de la
Dignidad Humana, Pico della Mirandola, no tuvo a menos estudiar los textos
griegos herméticos, el pitagorismo y la interpretación alegórica de los mitos
paganos. Hasta un pensador de raíz estoica y aristotéliea como Pietro
Pomponazzi escandalizó a los frailes afirmando que muchos hechos
aparentemente sobrenaturalcs tenían una explicación natural. Hay dos formas
extremas de ser creyente: una es atribuyendo a Dios todas las rarezas de este
mundo, la otra es negándolas.

Galileo alborotando monjes con su telescopio y su microscopio. Entre ambos


artefactos –uno para ver lo infinitamente lejano, otro para ver lo infinitamente
cercano- ya estaba la poesía, lente a través del cual podemos ver nuestro
mesocosmos.Pero aún algunos se niegan a mirar por ese cristal con la
terquedad desdeñosa de aquellos teólogos que en vez de asomarse al
instrumento de Galileo lo que hicieron fue mostrarle los otros «instrumentos»
para que abjurara de sus convicciones. Con todo, tuvo más fortuna que Servet
-descubridor de la circulación pulmonar de la sangre- quemado en Ginebra por
sus opiniones teológicas.

Tampoco el arte escapó a la fuerza retardataria de la historia. Aún vemos en la


Capilla Sixtina el San Bartolomé censurado de Miguel Ángel. El artista lo
representó desnudo. Pero un tal Daniele da Volterra pintó un paño encima de
las vergüenzas del apóstol. Aretino huyendo de Roma a causa de unos sonetos
eróticos. Las obras de Maquiavelo, Boccaccio y Castiglioni arrojadas al fuego.
Los inquisidores asustando al Veronés para que modifique su Última Cena.

¡Eppur si muove! Procedente de la geometría griega, la perspectiva llegó a la


pintura renacentista perfeccionándola. Por eso Leonardo y el matemático Lucas
Paccioli pasan noches enteras diseñando dodecaedros estrellados, icosaedros
y poliedros. Los trabajos conjuntos del geómetra y del pintor permitirán a Kepler
-cien años después- enunciar sus tres leyes. La perspectiva, ese punto de fuga
hacia el que retroceden todas las ortogonales creando la ilusión de
profundidad, trajo también grandes consecuencias al aplicarse al urbanismo, la
arquiteciura, la topografía, los sistemas de fortificación, el diseño de máquinas,
la confección de cartas náuticas y, por consiguiente, los descubrimientos
geográficos.

La Historia Natural de Plinio el Viejo influyó abrumadoramente en la ciencia y la


técnica del Renacimiento. Pero, además, de esa enciclopedia emanó el primer
mapa categorial para una crítica del arte. Fue este erudito quien aseveró que
sin las matemáticas «el arte no podía alcanzar la perfección». Exageró tanto
como Valéry, cuya fascinación por la matemática es conocida. Pero como
exagerar no es mentir, sino dilatar una verdad, a ninguno de los dos le faltó
razón.

¿Que un artista no sabe lo que es un ciclotrón? ¿Que un geólogo ignora qué es


una sinalefa? No hay por qué inquietarse. El problema consiste en si después
de enterados serán indiferentes a ese puente que une dos vocales y a ese
acelerador de partículas atómicas, o si al contrario, sentirán la curiosidad
científica y la ansiedad poética que empujó a Plinio, durante una erupción del
Vesubio, a averiguar la naturaleza de aquellos gases que lo mataron. El viejo
también nos enseñó a morir.

Nada es perfecto ni inmutable. Todo se mueve y se perfecciona, menos la


muerte -quizás- que es perfectamente inmóvil, como el motor de Aristóteles. A
este principio no escapan ni la ciencia ni el arte. La historia del pensamiento
científico es una pregunta que engendra una respuesta que a su vez engendra
otra pregunta… y así hasta el infinito. Es un error siempre corregido. Copérnico
rectificó a Ptolomeo, pero Kepler mejoró a Copérnico y Newton desarrolló las
leyes de Kepler. El arte también es una suma de re-creaciones. Homero hizo
descender a Odiseo hasta la morada de Hades. Virgilio relata que Eneas,
sobreviviente de la guerra de Troya, es conducido por la Sibila de Cumas al
Averno. Posteriormente será Dante, guiado por Virgilio, quien visitará el
Infierno. En el Ulises de Joyce vemos a Leopoldo Bloom paseándose por los
bares, los prostíbulos y el cementerio de Dublín en lo que será otra odisea (un
viaje) pero esta vez al fondo del ser humano. Ptolomeo, Copérnico, Kepler y
Newton; Homero, Virgilio, Dante y Joyce -cada uno a su manera- se bañaron
sucesivamente en un río que, aunque parece el mismo, es otro, porque sus
aguas fluyen, como quería Heráclito.

¿Error en la ciencia? Que no se “erroricen” los que le tienen horror al error. Que
en su inmensa sabiduría Aristóteles se equivocara en tal o cual asunto no es un
horror. Sí lo es que durante mil años los peripatéticos se encapricharan en
perpetuar esos errores. Una cosa es Aristóteles y otra los aristotélicos a
ultranza. El Estagirita sostenía que cuando uno estornuda suelta por las narices
las ideas mediocres. Imagino a los escolásticos preguntándose entre
estornudos, cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler mientras sueñan
con una hoguera para Averroes, ese árabe que comenta demasiado al Oráculo
de los Teólogos, y que nunca estornuda.

Pensar es, entre otras cosas, equivocarse; de donde se desprende que la única
manera de no equivocarse es renunciando a pensar. Pero también hay errores
que son hallazgos: Colón en Cuba creyendo que había llegado a Japón. O el
caballero Antonio de Pigafetta, cronista de Magallanes, quien al regreso de su
periplo creyó que era miércoles mientras en las islas de Cabo Verde le
aseguraban que era jueves, con lo cual se transformó en el primer hombre que
perdió un día de su vida. Este cálculo erróneo en su diario de a bordo movilizó
a los astrónomos quienes probaron que eso le sucedía a todos los que daban
la vuelta al globo singlando siempre al Oeste (1).

El otro gran error de la historia aconteció cuando un pitecántropo olvidó un


trozo de carne fuera de la gruta, en el sitio donde luego cayó un rayo. Acaso
ese mismo día articuló un grito curiosamente gutural -el fantasma de la primera
palabra- para avisarle a sus compañeros que la carne así quemada era
deliciosa y que, por tanto, había que conservar el fuego. De ese fuego y de ese
grito nacieron la máquina de vapor y El Quijote.

Errare humanum est. Lo que ya no resulta tan humano es quemar a los que
salen del error, aunque sea para caer en un nuevo error. Como se ve, el olvido
del primate permitió descubrir el fuego. Pero ese error fue convertido en horror
por los inquisidores -primates a destiempo- ya no para comerse la carne asada
de los herejes, sino para purificar sus almas extraviadas. Antropofagia a lo
divino. Torpeza culinaria de Torquemada, cuyo nombre casi parece un chiste
franco-español: tort = error + quemada = error quemado.

Otros accidentes hacen progresar el saber humano: si los soldados de


Napoleón que estaban en el delta del Nilo hubieran pasado de largo pisoteando
una tableta de piedra negra que allí había, nunca Champollion hubiera
descifrado los jeroglíficos dejándonos sin saber lo que dice El libro de los
muertos. Todos los soldados no son iguales. El centurión que mató a
Arquímedes después de que el sabio defendiera a Siracusa con sus espejos
ustorios -pero sobre todo porque estaba tan inmerso en una reflexión que no
contestó a las preguntas del militar- nos privó seguramente del placer de llegar
a la luna quinientos años antes. El fascismo y el totalitarismo no nacieron ayer.
Más que formas de gobierno son como estados de ánimo que reaparecen a lo
largo de la historia para luego desaparecer y volver a aparecer como el río
Guadiana.

Si los retóricos y los polígrafos de antes de nuestra era leyeran estas palabras
que escribo dirían que es un latín equivocado, erróneo. Y es verdad. Alfonso
Reyes asegura que las lenguas romances no son más que el latín que los
“bárbaros” aprendieron mal plagándolo de solecismos.

Algunas equivocaciones son fecundas. Por eso no le perdono a T. S. Elliot sus


notas a La tierra baldía, pues tal parece que sintiera vergüenza del “error”
genial de su poesía. Menos mal que Poe se arrepintió más tarde de la exégesis
que hizo de “El cuervo”. Otra cosa es Dámaso Alonso glosandoLas
soledades de Góngora. No es lo mismo una autopsia después de muerto que
una “auto-autopsia” en vida. Ni tampoco es el caso de las notas que Marguerite
Yourcenar incluye al final de Memorias de Adriano, porque no es lo mismo
señalar las fuentes documentales de una novela que explicar la génesis de un
verso.

Ungaretti dijo «Me ilumino de inmensos», recordando acaso la frase que le


costó la vida a Giordano Bruno: «Creo exaltadamente en la infinitud del
universo» cuyo eco estremeció a Pascal quien -a pesar de su cilicio pero
gracias a su máquina aritmética- susurró: «El eterno silencio de esos espacios
infinitos me espanta». A Pascal le pasó lo que al investigador finés Karstrom
quien, tras treinta años consagrados a la química celular, abandonó la
indagación de la síntesis de las enzimas, para hacerse monje. La teología
como camino para fugarse de la poesía y de la ciencia, o más bien para
acercarse a una visión superior de ambas.

Leo esta frase escrita por un adolescente alemán: «¿Cómo se vería el mundo
si yo cabalgara en un rayo de luz?». Se le excusa ese devaneo propio de la
fantasía de su edad. ¿Saldrá poeta el niño? Años después, cuando es un
adulto, desde su rayo de luz, declara: «Lo que el mundo tiene de eternamente
incomprensible es su comprensibilidad». Savonarola habría achicharrado esa
frase en una de sus hogueras de vanidades. Más modernamente le habrían
puesto al autor una camisa de fuerza, como a Ezra Pound que estuvo doce
años en un manicomio de Washington. Algo así pudo ocurrirle a aquel joven
soñador alemán si no se hubiera llamado Albert Einstein.

Los vaticinios y las observaciones de otros tardan más en verificarse. Durante


siglos muchas personas se burlaron de Pitágoras arguyendo que la música de
las esferas no se oye. Ya que fueron incapaces de escuchar el silencio, al
menos sabrán que hoy los radiotelescopios reciben el eco del Big Bang, es
decir, la reminiscencia acústica del estallido de un protón hace quince mil
millones de años. Por cierto, este hallazgo también se produjo al azar, casi por
error. Cuando los científicos detectaron el extraño ruido radioeléctrico, tras
muchas comprobaciones, culparon a las palomas que zureaban en la antena
del radar. Las espantaron, pero allí seguía vibrando la armonía del monocordio
cósmico que Pitágoras había escuchado en Samos, dos mil años antes, sin
aparatos acústicos, apoyándose en su intuición matemática y musical (3).
Emociona saber que Poe dedicó al cosmos su último libro, que Lewis Carroll -
además de Alicia- escribió las Matemáticas dementes; que Huxley, el autor
de Contrapunto, creció entre eminentes biólogos; que Goethe antes de
murmurar su célebre “¡luz, más luz!” nos dejó la Teoría de los
colores, susContribuciones a la óptica y La metamorfosis de las plantas. Pero
más conmueve saber que Galileo hizo poemas contra la obligación impuesta a
los profesores de Pisa de llevar siempre las togas. Que escribió ensayos sobre
la Jerusalén Liberada, de Tasso, y el Orlando Furioso de Ariosto.Que su obra
más importante, aquella donde exponía sus nuevas ideas científicas, requirió
una forma de expresión también nueva, alejada de la retórica convencional de
los peripatéticos; por lo cual apeló al recurso del diálogo, haciendo una doble
contribución a la ciencia y a la literatura. Pero lo increíble es que el Padre de la
Ciencia Moderna dedicó dos estudios al análisis matemático del Infierno de
Dante. Esas conferencias, en las que alternan tercetos con teoremas de
estática tratando de clasificar los problemas topográficos planteados por el
poema, le permitieron al sabio considerar el embudo infernal descrito por Dante
como un ejemplo de las secciones cónicas de Arquímedes. ¡Dante
geometrizado por Galileo! ¿Puede un poeta esperar mejor destino?

Con el tiempo la ciencia se complica asemejándose a la poesía. Mientras que


ésta, desde que renunció a decir frases bonitas, comenzó a parecerse a la
ciencia, pues ya el arte no saca duplicados de la realidad sino que experimenta
con ella. ¿Epistemología estética? Ni el arte ni la ciencia están obligados a ser
«bonitos» ni «claros». Lo que importa es que sean esenciales, aunque a
primera vista parezcan «feos» y «oscuros» (4).

Cuando los diccionarios de pintura sean más graves incluirán el nombre de un


químico suizo que jamás tocó un pincel, pero que liberó a las artes plásticas del
aburrimiento: Nicéforo Niepce, último pintor naturalista que inventó la fotografía.
¿Y dónde ponemos al persa Omar Khayam? ¿En la historia de la poesía o en
la de la astronomía? Hay diccionarios cobardes, o tramposos. Casi ninguno
dice que Isaac Newton fue alquimista ni que el naturalista inglés Wallace
fotografiaba ectoplasmas.

¿Poema?

“El sexo fue inventado por las algas verdes.... universo caliente expansión... el
tenue rumor radiofónico de la Vía Láctea... la materia son quarks y leptones...
el universo que conocemos está condenado a destruirse... el sueño de toda
célula es devenir células... la estrella comienza a hundirse sobre sí misma... la
vida media del neutrón libre es de unos quince minutos, la vida del protón
excede de 10³º años, de ese orden es la medida cuantitativa de la eternidad...
los colágenos son unas proteínas muy interesantes... principio de
incertidumbre... entre guanina y citosina pueden tenderse tres fuertes enlaces
de hidrógeno... los trilobites eran animales bellamente estructurados que
acumulaban cristales en sus ojos... con nuestra intuición química... escudriñé
microfotografías de fibras de músculos buscando señales de hélices... el sol se
transformará en una estrella gigante roja para terminar como una estrella
enana blanca... los puentes de sal en los que cationes divalentes como Mg+ +
unían a dos o más grupos de fosfato... los seres vivos son máquinas
químicas... las dos enzimas: aspartasa y fumarasa... traducir el alfabeto
genético... paraíso molecular... cuando el universo era infinitamente denso,
infinitamente energético, y ocupaba un punto matemático con volumen cero...
juego de combinaciones ciegas... conservar el azar... los demonios biológicos
de Maxwell son las proteínas globulares... en esta organización química yace el
secreto de la vida... nuestro organismo está formado por unos cien millones de
células, de modo que cada uno de nosotros es una muchedumbre... el sueño
del pez ancestral... la sopa prebiótica o caldo primitivo... el código genético está
escrito en un lenguaje estereoquímico... sus cuatro letras son Adenina,
Guanina. Citosina y Timina... los erizos de mar son más parientes nuestros que
los cefalópodos...”

Lo que se acaba de leer no es un Cadáver Exquisito dadaísta, ni la escritura


automática de Breton. Son fragmentos sacados de revistas y libros
rigurosamente científicos, frases de premios Nobel, que yo también he
barajado al azar. Que estos pasajes estén fuera de contexto no los complica
más, sino que más bien los simplifica. El último “verso” de este “poema” lo
extraje de El azar y la necesidad, de Jacques Monod. Cuando él anuncia
nuestro parentesco con los erizos, añade: “No hay duda alguna, la bioquímica
lo confirma”.

Es una lástima que el célebre verso de Góngora “Erizo es el zurrón de la


castaña” no haya contado con un anexo garantizando que la química filológica
confirmaba su sintaxis insurreccional.

Por eso la frase de Monod no será entendida por los profanos, pero tampoco
será cuestionada, como lo fue la octava gongorina del Polifemoque ni siquiera
fue aceptada por los eruditos de su época, y tuvo que esperar tres siglos -tras
muchas polémicas y escarnios académicos hasta que Alfonso Reyes y Dámaso
Alonso restablecieron la justicia poética. Con lo cual el Polifemo no dejó de ser
“oscuro”. Pero la diferencia entre el erizo de Monod y el erizo gongorino reside
en que al científico, si acaso, lo discuten los bioquímicos, mientras que sobre el
pasaje poético cualquiera opina, desde los doctos solemnes de la lengua hasta
los boticarios. Sin embargo, la revolución sintáctica que protagonizó Góngora
es tan necesariamente audaz como las conquistas de la bioquímica
microscópica de este siglo. Pero es menos respetada. Primero, porque ya casi
nadie espera milagros de la palabra mientras que son muchos los que
secretamente creen que tarde o temprano la química encontrará algún elíxir de
la eterna juventud. Segundo, porque todos usamos palabras, lo que suscita la
ilusión del derecho a criticarlas. El científico emplea el matraz, el microscopio o
el mechero Bunsen, instrumentos poco comunes que fácilmente devienen
fetiches, adminículos sagrados. Pero el poeta establece otra lengua dentro de
la lengua, un laboratorio de signos, una química de las imágenes. Lo cual
también es sagrado.

James D. Watson nos cuenta en su libro La doble hélice cómo descubrió la


estructura del ADN, elemento genético fundamental. Allí expone
constantemente su necesidad de que la forma que buscaba fuera bella.
Paseándose por Oxford contempla las escaleras de caracol que le hacen
confiar en las estructuras biológicas de simetría helicoidal. Tras las fatigas de
un escultor, cuando ya ha conseguido armar el esquema de su doble hélice,
declara: «La estructura era demasiado bella para no ser verdadera». Aparte de
que esta historia demuestra que la belleza no es la entelequia exclusiva del
arte, no puedo resistir la tentación de recordar otras intuiciones venidas del
fondo de la historia que prefiguraron la estructura del ácido desoxirribonucleico.

Esa forma espiral aparece en la leyenda del adivino Tiresias separando con su
báculo a dos serpientes que copulan. Una situación similar dará lugar al
caduceo de Hermes Trismegisto (identificado con su equivalente romano
Mercurio y con el dios egipcio de las letras, Toth). El símbolo de la espiral es
antiquísimo, lo encontramos en la India, en esas tablas de piedra
llamadas nágakals. Los mesopotámicos le atribuyeron a las dos serpientes
entrelazadas poderes curativos, lo cual coincide con la pareja de ofidios que
también se enrosca en el bastón de Esculapio. Por eso hoy vemos ese
emblema en las farmacias. Robert Graves en The Greek Mythsañade el mito
de la serpiente Ofión que trepa por los muslos de la diosa Eurinome para
hacerle el amor engendrando así el universo. Es la serpiente Kundalini de las
enseñanzas tántricas, que dicen que la doble espiral representa el equilibrio
entre dos fuerzas adversarias. Acaso por eso también vemos esa alegoría en
una antigua pintura china evocando el Yin y el Yang, que en la cosmovisión
vigente durante la dinastía Kau, corresponden a los dos principios opuestos
que originan la creación. La tradición judeo-cristiana también tiene su serpiente.
El caracol, opina Laurette Séjourne, es el principal atributo de Quetzalcoatl que,
a su vez, es una serpiente emplumada. El sabio cubano Fernando Ortiz vinculó
la espiral con el caracol, con la voluta de humo y con el huracán. En Cuba
precolombina los taínos usaban el caracol como trompeta, fumaban tabacos y
eran anualmente azotados por huracanes. ¿Será por eso que los aborígenes
pintaron tantos anillos concéntricos en las cavernas de la isla? También en
Europa Occidental los hombres del neolítico decoraron con espirales el interior
de sus túmulos funerarios. Según Cirlot, para los egipcios la espiral designa las
formas cósmicas en movimiento. El símbolo atraviesa los siglos, desde China
hasta México, participa en la alquimia, reaparece en las balaustradas de la
escalera melliza (también espiraloide) del palacio de Fontainebleau. Es la
espiral logarítmica que descubrió Descartes, curva ideal del crecimiento. Es la
espiral estudiada en botánica por su frecuencia en tallos y ramas. La espiral
fosilizada de los amonites. La columna salomónica. En 1920 la vemos en la
maqueta de la Torre Helicoidal del arquitecto Tatlin, y treinta años después en
el Modulor de Le Corbusier. Hoy cualquiera sabe que la Vía Láctea es una
espiral, aunque Poe en Eureka la imaginó en figura de Y griega. He aquí una
paradoja: la intuición de un científico fue más certera que la de un poeta a la
hora de escoger un símbolo. Pero lo importante es que del microcosmos al
macrocosmos, desde la molécula que trasmite las instrucciones hereditarias
hasta la galaxia en la que navegamos, pasando por toda una iconografía
esotérica, mitológica, plástica, racionalista, arqueológica y vegetal; la
constante, lo que predomina, es una espiral. No arriesgo ninguna conclusión.
Nada demuestro, sólo muestro este cúmulo de casualidades, esta espiral
inquieta.

Notas

1- - En su excelente crónica Primer viaje en torno del globo, el Caballero


Antonio de Pigafetta afirma que ha ganado 24 horas sobre los que no le dieron
la vuelta al mundo. Pero… ¿ganó o perdió un día en su vida? Pitágoras decía
que la edad debía contarse al revés, desde la tumba a la cuna. No sabemos si
Pigafetta era pitagórico, pero el rigor científico indica que perdió un día
mientras que él se consuela pensando que el resto de sus contemporáneos
son 24 horas más viejos que él. Estamos, pues, ante un dilema digno de la
matemática y de la poesía.

3- El Diccionario Oxford de la Música admite que el monocordio que usaba


Pitágoras es un instrumento más científico que musical. Hoy lo usan los físicos
con el nombre de sonómetro. El más reciente descubrimiento en física, la
Teoría de las Supercuerdas, parece darle la razón también al matemático
griego. La materia, el universo entero, vibra, como una sinfonía cósmica.

4 - ¡La ciencia busca la verdad, el fin del arte es la belleza!, podría protestar
algún lector. ¿Pero acaso hay algo más bello que la verdad? Bello no es
sinónimo de «lindo», sino de profundo. Desconocer ese matiz es como
entreverar los méritos de un organista -por virtuoso que sea- con el genio de
Bach; o equiparar la destreza de un cirujano con la hazaña científica de un
Vesalio, un Colombo o un Harvey.

También podría gustarte