Viazzo Articulo
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Alejandra Ramos
RESUMEN
ABSTRACT
We propose that Ethnohistory –in the sense that the term began to be used in the mid-
twentieth century– must be understood as part of the joints between Anthropology and History
that materialized as result of the demands of a postwar world and embarked on a decolonization
process. We review the different paths that it transited in the following decades, the main discussions
on definitions that have been given, and recent positions regarding its meaning and validity. Then
we explore these discussions in the light of the particular case of the Andean Ethnohistory.
Keywords: ethnohistory – anthropology – history – interdisciplinary – Andes
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INTRODUCCIÓN
Este trabajo se inserta en la investigación llevada a cabo como parte de mi Tesis Doctoral,
en la cual se analiza el devenir de la Etnohistoria andina en la segunda mitad del siglo xx. Para
realizar dicho estudio fue necesario atender a cuestiones históricas, disciplinares, políticas y
geográficas con el fin de situar la vertiente andina de la Etnohistoria. Como parte de ese recorrido
nos adentramos en los temas que se presentan aquí, donde se busca explorar de qué hablamos
cuando hablamos de Etnohistoria y ofrecer coordenadas de lectura para los distintos sentidos que
se le han asignado al término.
A continuación, en primer lugar se reseña cómo se han considerado las relaciones entre
Antropología e Historia, orientando nuestro recorrido hacia la Etnohistoria, una de las formas
que adquiere el diálogo entre las disciplinas. En segundo lugar, y una vez provisto este marco
general, se analiza el contexto de emergencia de la Etnohistoria, la diversidad de caminos que
transitó en las décadas siguientes y los recientes posicionamientos respecto de su sentido y
vigencia. Finalmente, se revisan estos debates a través del caso particular de la Etnohistoria
andina.
Antes de comenzar a desandar este camino se debe señalar que, mientras algunos autores
se refieren a la Antropología en términos generales –englobando los cuatro campos clásicos de
la tradición norteamericana–, otros lo hacen específicamente a la Antropología social o a la Et-
nografía. Esto se encuentra vinculado en gran parte a la propia historia de la disciplina y a cómo
se fueron posicionando sus sub-campos. En este sentido, también la Arqueología se individualiza
como referente, sobre todo en la segunda mitad del siglo .1 A lo largo de nuestra reconstruc-
ción indicaremos si los autores se están refiriendo a la Antropología, la Antropología Social o
la Arqueología. No obstante, no podemos detenernos aquí a reconstruir en profundidad la trama
que atraviesa esos vaivenes.
Mientras algunos autores (Viazzo 2003) consideran que el rechazo a la historia por parte
de los antropólogos exponentes del estructural funcionalismo fue una reacción a la historia es-
peculativa de los partidarios del evolucionismo y el difusionismo de principios de siglo , otros
consideran (Cragnolino 2007) que en cada una de estas corrientes pueden identificarse formas
específicas de vincularse con la historia. Así, los evolucionistas incorporarían esta dimensión a
partir de la sucesión de etapas, los difusionistas con la difusión de rasgos y el estructural fun-
cionalismo con la idea de ciclos. Lo que sucede aquí es que mientras en el primer caso se hace
referencia a la historia en términos de narrativa sobre el pasado de una sociedad, en el segundo
se la asocia a la idea de temporalidad. Es necesario entonces aclarar que nosotros centraremos
nuestro recorrido en la Historia en tanto disciplina y las referencias a un mayor o menor diálogo
con la Antropología se harán en este sentido.
El lapso que va desde los años veinte hasta la segunda posguerra fue considerado un período
de distanciamiento entre ambas disciplinas. Por un lado, la Historia se centraba –ya desde el siglo
anterior y ligado a la conformación de los estados-nación– en el estudio de la figura de grandes
hombres y en acontecimientos singulares (Lorandi y Rodríguez Molas 1984; Lorandi y Del Río
1992; Viazzo 2003). Incluso, en la década de 1930 la revolución historiográfica de Annales no
condujo a un mayor diálogo con la Antropología, ya que se trataba de un modelo macro sociológico
(Augé 1998). Por su parte, antropólogos como Radcliffe-Brown buscaban legitimar su disciplina
como ciencia y se alejaban de la Historia por considerar que no satisfacía los estándares científicos
(Helms 1976). En términos de Stocking (2002:21) éste será un periodo de “des-historización” para
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la Antropología Social/Cultural, que junto con la progresiva academización y etnografización
demarcarían las fronteras de la disciplina.
Un símbolo del inicio del período de acercamiento entre las disciplinas es la Marett Lecture
que Evans-Pritchard realizó en 1950. En esta conferencia se refería a los antropólogos sociales
e indicaba tres niveles en los que se desempeñaban: 1) la compresión de los significados cultu-
rales y su traducción en los términos de la propia cultura, 2) la búsqueda de la estructura social
subyacente y 3) la aplicación del método comparativo. En el primer punto no habría, de acuerdo
con Evans-Pritchard, una diferencia con la Historia en lo que respecta a objetivo o método; en
el segundo, atendiendo a las corrientes más recientes, también podía establecerse una similitud;
era solo en el último punto donde el autor encontraba una diferencia entre las disciplinas (Evans-
Pritchard 1950; Viazzo 2003).
Por lo tanto, la distinción que podía hacerse entre Antropología e Historia era de técnica o
perspectiva, pero no de objeto o método. La similitud habría sido opacada por el contraste entre
el estudio directo de la vida social que los antropólogos realizan y el indirecto que llevan a cabo
los historiadores, mediados por los documentos –lo cual, para el autor, constituye una diferencia
técnica, no metodológica–. Si en las décadas precedentes se había intentado vincular la Antropolo-
gía Social al campo de las Ciencias Naturales, en 1950 Evans-Pritchard abogaba por considerarla
parte de las Humanidades (Evans-Pritchard 1950).
Desde luego, las problemáticas surgidas a partir del proceso de descolonización que estaba
teniendo lugar en aquellos años contribuyeron en gran medida a que se diera tal acercamiento
entre las disciplinas. Así, entre las décadas de 1950 y 1960 se hizo habitual el uso de la palabra
Etnohistoria para designar investigaciones que se llevaban a cabo en Estados Unidos, África, An-
des, Mesoamérica o Europa. El término Etnohistoria no era nuevo; existe cierto acuerdo en situar
las primeras referencias a principios del siglo , cuando Clark Wissler –curador de la Sección
de Antropología del American Museum of Natural History de Nueva York–, en su introducción
a una exposición realizada en 1909, denominó como “datos etno-históricos” la información sobre
grupos indígenas que proveía la documentación producida por no-nativos (Krech 1991; Lorandi
y del Río 1992; Jones 1994; Viazzo 2003; Bechis 2005; Rojas 2008).2 Luego vendría un largo
hiato hasta la segunda posguerra, aunque esto no quiere decir que en la etapa previa las investi-
gaciones sobre grupos étnicos a través de la documentación colonial cesaran completamente. De
hecho, algunos autores un tanto marginales en su época luego serían revalorizados a la luz de los
intereses surgidos en la segunda mitad del siglo ; véase por ejemplo el trabajo de Bruce Trigger
sobre Alfred Bailey (Trigger 1989).
Lo que ocurre a mediados del siglo es que el término Etnohistoria comenzó a ser empleado
para designar una articulación, que el mundo de posguerra parecía demandar, entre Antropología
e Historia.3 Aunque surgen de un clima común, estas articulaciones estarán ancladas en contextos
nacionales y continentales, de manera que cada una adquiere sus particularidades de acuerdo a
los lugares en que se desarrollan, condicionadas por el tipo de material con el que se trabaja y los
principales agentes involucrados. Esto no quiere decir que hayan tenido desarrollos completamente
independientes; los debates acerca de si la Etnohistoria es un método, un enfoque, una disciplina
o una sub-disciplina han atravesado todas las formas que adquirió; aunque las respuestas que se
han ensayado en cada caso difieren, principalmente, por el tipo de práctica específica.
En España, la Etnohistoria estuvo vinculada al uso de las fuentes orales y la memoria, to-
mando como principal precursor los estudios del pueblo vasco desarrollados por el antropólogo
Julio Caro Baroja (Apalategi Begiristain 1989; Gómez Pellón 2012). Teniendo como eje los
conceptos de nación y etnicidad, progresivamente sería entendida en términos de una Antropo-
logía Histórica, esto es, una Antropología con profundidad temporal en sus investigaciones, que
no se debe confundir con la propuesta francesa de mediados de los años setenta, sobre la que
volveremos en las próximas páginas.
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Up to a decade ago not much ethnohistory was formally studied in Africa, but since then
interest in the problems has grown and possibilities for research are expanding fast. It is
our hope that in another twenty years the history of the continent will have been completely
renovated by the use of the different ethnohistorical techniques (Vansina 1962: 133).
Sin embargo, más allá de las referencias en esta conferencia, Vansina abogó por la denomi-
nación de Historia africana para esta oleada de investigaciones, la cual, finalmente, permaneció.
En 1960 había creado el Journal of African History y allí argumentaba:
History is a science which uses the results of many auxiliary sciences. In fact any science
can be auxiliary in a particular case. So history in illiterate societies is not different from the
pursuit of the past in literate ones, because it uses archaeological, linguistic, anthropological,
and even (for dating purposes) astronomical evidence such eclipses. And there is therefore
no need to coin a special term, such as ethnohistory just for this reason (Vansina 1960,
citado en Curatola 2012:61).
Durante esos años, otros investigadores intentaron conjugar las investigaciones arqueoló-
gicas, históricas y antropológicas para el estudio de las sociedades precolombinas en México y
en Perú. Paulatinamente comenzaba a utilizarse el término Etnohistoria para designar trabajos
que ya se venían realizando y que articulaban los aportes de estas disciplinas (Pérez Zevallos
y Pérez Gollán 1987; Fernández de Mata 2002). A partir de 1955, en la Escuela Nacional de
Antropología e Historia de México y bajo el impulso de Wigberto Jiménez Moreno, la Etnohis-
toria se volvió una subespecialidad de la licenciatura de Etnología, y desde 1973 se convirtió
en una especialidad (Pérez Zevallos y Pérez Gollán 1987). Tavárez y Smith (2001:12), escri-
biendo desde México, establecen como “rasgos mínimos que la distinguen [a la Etnohistoria]
como disciplina”: el interés por las estructuras sociales y culturales de los grupos étnicos a
partir del contacto con los europeos (siglos ), el estudio de las lenguas no europeas y los
textos producidos en ellas, las problemáticas surgidas de diferentes concepciones del pasado y
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el estudio de temas tradicionalmente tratados por antropólogos mediante el análisis de fuentes
documentales.
La Etnohistoria mexicana y la andina comparten el anclaje en grandes civilizaciones
precolombinas, pero el hecho de que la primera contara con textos en náhuatl, maya, yucateco,
zapoteco y otomí, entre otras lenguas, fue uno de los principales elementos de diferenciación
entre ambas (Tavárez y Smith 2001). En Perú, usualmente, se toma como punto de referencia
la publicación de Valcárcel de las clases que dictara en San Marcos bajo el título Etnohistoria
del Perú antiguo (Valcárcel 1959). El boom de la Etnohistoria se produce a fines de los años
sesenta y durante la década de 1970 (Varón Gabai 1996) como parte de la tendencia hacia una
“historia de los pueblos sin escritura” (Millones [1981]1987:229) y promoviendo la articulación
de distintas disciplinas acompañado de “un cambio de actitud en el estudio de las sociedades
andinas” (Pease [1974]1987:177), aunque el término Etnohistoria en sí mismo era “provisional
e impreciso” (Pease [1974]1987:190).
En términos generales, hasta aquí podríamos resumir que la Etnohistoria se trató 1) como
Etnohistory, un acercamiento de los antropólogos a los archivos; 2) en la propuesta de Vansina
para los estudios sobre África, como un empleo por parte de los historiadores de la historia oral; 3)
en Europa, en el caso español también se recurrió a la historia oral, pero fueron los antropólogos
quienes lo hicieron y paulatinamente mudó a la denominación de Antropología histórica –con el
mismo nombre de la propuesta francesa, aunque de contenido diferente, ya que ésta apuntaba a una
lectura de los documentos informada antropológicamente pero realizada por historiadores– y, 4)
en los Andes y en Mesoamérica, fue una apuesta de los antropólogos que estuvo ligada, al menos
en los inicios, a temporalidades más tempranas por su anclaje en las civilizaciones precolombinas.
Luego, mientras en México quedaba asociada a una rama de la Etnología, en el caso de los Andes,
Pease ([1976-1977]1987) argumentará que se llevó a cabo mayormente por historiadores.4
Presentados entonces los distintos estilos de Etnohistoria que surgieron a mediados del siglo
, podemos enfocarnos ahora en algunos de los cuestionamientos y precisiones que surgieron
a partir de su práctica y de la evolución de los vínculos entre Antropología e Historia. En los
primeros años de la década de 1960 en Estados Unidos se habían desencadenado intensos de-
bates sobre las características de la Etnohistoria. En 1960 se realizó la octava reunión anual del
American Indian Ethnohistory Conference, donde se llevó a cabo el Symposium on the Concept
of Ethnohistory; en 1961, en Ethnohistory se publicaron dos artículos sobre los alcances y límites
de la Etnohistoria que se convertirían en clásicos. Uno de ellos fue el de Wilcomb Washburn
(1961) y el otro el de Nancy Oestreich Lurie (1961). El mismo número de la revista incorporaba
tres comentarios –presentados por Leacock (1961), Ewers (1961) y Valentine (1961)– sobre el
mencionado simposio, los cuales recuperaban, al mismo tiempo, las propuestas de Washburn y
Oestreich Lurie. Estos trabajos, a pesar de sus diferencias, compartían la manera de aproximarse
al problema, ya que estaban más preocupados por los aspectos metodológicos de la Etnohistoria
que por los límites disciplinares.5
En 1966 Sturtevant describía la práctica de la siguiente manera: los antropólogos veían a la
Etnohistoria como el uso de evidencia no-antropológica –documentos históricos– para propósitos
antropológicos, mientras que los historiadores la concebían como el uso de evidencia no-histó-
rica –datos antropológicos– para propósitos históricos. Los historiadores aplicaban el término al
estudio del pasado de las sociedades iletradas, pero se resistían a incluir las investigaciones de
cualquier aspecto de las sociedades letradas. Por su parte, los antropólogos solo consideraban
como etnohistóricos aquellos estudios del pasado de las sociedades iletradas que se basaban en
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documentos históricos y estaban dispuestos a incluir los análisis del pasado de sociedades letradas
que analizaran los documentos guiados por preguntas antropológicas. Carmack (1972), retomando
estos aportes, sostuvo que el significado de la Etnohistoria variaba de un contexto a otro y que
los estudios realizados eran parte de un conjunto más amplio que daba cuenta de la tendencia de
los antropólogos a incorporar la dimensión histórica en sus investigaciones.
Carmack reafirmó la idea de que el criterio de distinción era metodológico y definió a la
Etnohistoria como “a special set of techniques and methods for studing culture through the use
of written and oral traditions” (Carmack 1972:232), cuyo rol sería proporcionar datos, métodos
e interpretaciones para formular teorías más dinámicas en el futuro. Si bien el método es similar
al de la Historia, existe un énfasis en combinarlo con otros métodos como el de la Arqueología
o la Lingüística; dado que los objetivos de estas investigaciones son los de la Antropología, la
Etnohistoria sería un campo subsidiario de esta y no una disciplina independiente (Carmack 1972).
Sin embargo, no había consenso sobre esta forma de definirla a partir del tipo de metodología
empleada. Para otros autores, existía un objeto propio de la Etnohistoria; esta sería “preeminently
the history of the multiple and shifting frontiers between different cultures” (Axtell 1978, citado
en Jones 1994:108).
En este sentido, es necesario recordar que un hito en los estudios sobre etnicidad, cualquiera
fuera su temporalidad, fue la obra editada por Fredrik Barth Ethnic groups and boundaries. The
social organization of culture difference (Barth 1969), cuya introducción, a cargo de este autor,
se convertiría en una referencia ineludible. Allí examinó el empleo de la noción de grupo étnico
y propuso considerarla a partir de la adscripción-identificación, que organiza la interacción y que
debe atender cómo son establecidos y mantenidos los límites étnicos.
Para los años setenta quedó de manifiesto que el diálogo entre Antropología e Historia
nacía de la necesidad de estudiar la transformación social (Helms 1976). En 1974 se reunieron
Claude Levi-Strauss, Marc Augé y Maurice Godelier para debatir acerca de la publicación de una
compilación de trabajos de este último bajo el título Horizon, trajets marxistes en anthropologie.
Allí, los autores discutían si era posible o no estudiar la transformación social, lo que implicaba
una reflexión sobre el concepto de estructura; Godelier argumentaba que había encontrado una vía
para hacerlo a partir de la articulación entre Antropología e Historia. El debate sobre la relación
entre estructura e historia corre en paralelo con enfoques que, desde el marxismo, buscan romper
las líneas más dogmáticas, recuperando los aportes de sustantivistas como Polanyi. En la década
de 1980 se publicaron dos libros emblemáticos para el diálogo entre la Antropología y la Historia:
Europe and the people without history (Wolf 1982) y Islands of history (Sahlins 1985); pocos
años después, las obras fueron traducidas al español.
En la década de 1970 se había expresado también el diálogo entre las disciplinas a partir de
dos propuestas historiográficas: la Antropología Histórica y la Microhistoria. En la tercera gene-
ración de Annales, y recuperando la apuesta por la historia de las mentalidades de Marc Bloch, la
Antropología se volvía una herramienta para acceder a las representaciones. En ese contexto, Le
Goff organizaba en 1975 un seminario que llevó el título de Antropología Histórica. Su propuesta
participaba de una idea ampliamente compartida en la época, la de que la Antropología hacía
posible una relectura de los documentos: “L’approche anthropologique a permis la relecture de
sources telles que les images, la littérature, les récits hagiographiques et les exempla, les sceaux,
les testaments, les lettres de rémission, etc. Cette relecture devrait se poursuivre” (Le Goff y Berliof
1989:291). Hacia 1970, la Escuela de Annales sufrió una nueva transformación protagonizada
por Jacques Le Goff, Francois Furet, Le Roy Ladurie y Pierre Nora, entre otros, definiéndose
abiertamente como Historia Antropológica e iniciándose, entonces, la Nueva Historia Francesa.
En la tradición francesa, de acuerdo a Burke (1993, citado en Baucells Messa 2004), el
término Etnohistoire permanece como una expresión un tanto incierta que debe ser considerada
en relación con esta idea de una Historia que se hace antropológica en busca de lo recurrente en
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oposición al acontecimiento y cuyo fin sería la aprehensión de aquello que estructura. Esta sería
una tradición distinta de la norteamericana, donde la Etnohistoria adquiere el sentido de historia de
pueblos ágrafos. De ahí que en un caso pueda hablarse de una reconceptualización de la Historia
como disciplina y, en otro, de una nueva disciplina o método (Baucells Messa 2004).
Paralelamente, un grupo de historiadores italianos puso el foco en las implicancias en la
producción de conocimiento de la elección de una escala de observación, reconociendo cómo el
empleo de una forma de escritura, de un modo de exposición, participaba en la construcción del
objeto (Revel 1995; Augé 1998; Cragnolino 2007). Ginzburg (1989), uno de los representantes
por excelencia de la Microhistoria, promueve adoptar una actitud antropológica ante la lectura
de los documentos, es decir, lo que denomina como una perspectiva dialógica.
En la Antropología, “la optimista autoconfianza científica” ya no podía sostenerse en un
mundo poscolonial (Stocking 2002:26). En 1969, un grupo de antropólogos norteamericanos
escribió una serie de ensayos publicados bajo el título Reinventing Anthropology; proponían
una reforma de la disciplina que tuviera en cuenta el colonialismo y sus efectos, tanto en las
sociedades conquistadas como en occidente. Se iniciaban así los cuestionamientos a las formas
de registro y de escritura que, en los ochenta, desembocarían en la crisis de representación y la
autoridad etnográfica (Marcus y Fischer 1986) y en los experimentos de Writing culture (Clifford
y Marcus 1986).
Las fronteras de la Antropología se redefinían a partir del impacto del pensamiento marxista
y del interés por temas de poder, de dominación y de aquellos vinculados a los movimientos de
resistencia, sumado al viraje hacia el estudio de grupos minoritarios en sociedades euro-americanas
y a las reflexiones sobre la historia de la propia disciplina. Estas críticas fueron reencausadas como
parte de una tensión recurrente entre ciencia y humanismo, tensión concebida como inherente a
la Antropología (Stocking 2002). Lo cierto es que la apertura de las fronteras disciplinares dio
pie a una rehistorización de la disciplina.
Ya sea como etnohistoria o como antropología histórica del proceso colonial o como el
estudio histórico de grupos dominados o, por el contrario, grupos culturales distintivos den-
tro de sociedades ‘complejas’ o como re-análisis de archivos etnográficos existentes, tanto
textuales como monográficos, los materiales históricos y los análisis históricos constituyen
los principales componentes de la investigación antropológica contemporánea (Stocking
2002:33-34).
Ahora bien, si ambas disciplinas hacían más permeables sus fronteras, con historiadores
inspirándose en la antropología para la lectura de los documentos y los antropólogos empleando
materiales de archivo, ¿qué pasaba con la Etnohistoria? En 1979, Cohn afirmaba:
La etnohistoria difiere de la labor de los historiadores del período colonial en varios aspec-
tos. El etnohistoriador suele hacer trabajo de campo en la zona estudiada, lo cual le permite
conocer mejor la sociedad indígena y su funcionamiento en el presente o en el pasado. Por
consiguiente, su interpretación de las pruebas documentales es más profunda. El etnohisto-
riador tiende a pensar en términos sistemáticos y funcionales más que atendiendo a factores
concretos y accidentales (Cohn 1979:418).
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cuerpo, así como historia de las mujeres, desde abajo, de ultramar y de los acontecimientos (Burke
1993). Un año después apareció Ethnography and the Historical Imagination, donde John y Jean
Comaroff abogaban por “an historical anthropology that is dedicated to exploring the processes
that make and transform particular worlds –processes that reciprocally shape subjects and contexts,
that allow certain things to be said and done–” (Comaroff y Comaroff 1992:35). En 1992, Orser
publicaba una introducción a la Arqueología Histórica (inicialmente en portugués, prontamente
traducida al inglés y en 2000 al español) y definía a este campo como “el estudio arqueológico
de los aspectos materiales –en términos históricos, culturales y sociales concretos– de los efectos
del mercantilismo y del capitalismo traídos de Europa a fines del siglo y que continúan en
acción hasta hoy” (Orser 2000:21-22). Es interesante notar cómo en el caso de la Arqueología
se ha pensado en tres tipos de diálogos de acuerdo a la temporalidad: uno con la Antropología
en términos de Etnoarqueología, otro con la Historia como Arqueología Histórica y otro con la
Etnohistoria (Spores 1980; Politis 2003).
Krech (1991) reconocía –tal como lo había hecho Carmack– que el término Etnohistoria no
era unívoco y que existían convenciones de sentido según las áreas geográficas de investigación.
Además, dado que la Antropología y la Historia no son unidades homogéneas, el tipo de relación
entre las disciplinas adquiría distintas dinámicas de acuerdo a las diferentes corrientes teóricas
y a las crecientes especializaciones. El término Etnohistoria debía enfrentar tres problemas: a)
muchas de las investigaciones contemporáneas no focalizan en los grupos étnicos sino en procesos
políticos que atraviesan pueblos y regiones de todo el mundo; b) desde hacía algunas décadas
los antropólogos habían comenzado a analizar su propia cultura y su campo de investigación ya
no podía ser claramente delimitado como el estudio de los otros; y c) tal como planteara Trigger,
mantiene una designación especial para la historia de los otros, ya sean grupos étnicos o minorías,
lo cual es visto como políticamente incorrecto (Krech 1991).
Para Lorandi y del Rio (1992:10), la Etnohistoria podía definirse como “una Etnología que
se ocupa del otro social, desde la perspectiva de la etnicidad y considerando sus transformaciones
a través del tiempo”. Augé (1998:14), en sintonía con el debate de 1974, planteaba la necesidad
de “interrogarse sobre la posibilidad o imposibilidad de aprehender en una misma sociedad aque-
llo que perdura y aquello que cambia”. Mientras renovaba las reflexiones sobre el diálogo entre
disciplinas con la idea de que el tiempo de la Historia es un tiempo localizado y el espacio de la
Antropología un espacio histórico, sugería que con el término Etnohistoria se pretende “menos
hacer la historia de los pueblos estudiados que comprender la concepción que dichos pueblos
tienen de la historia o, más exactamente, la concepción que esos pueblos se forjan de su propia
historia” (Augé 1998:19).
Las actividades conmemorativas del quinto centenario y los debates sobre las ideas de en-
cuentro, contacto o encubrimiento reinstalaron el problema de si la Etnohistoria era otra forma
de marginación (Dussel 1994; Jones 1994). De acuerdo con Jones (1994), lo que había empezado
como un método se transformó en una disciplina –aun cuando sus propios protagonistas insis-
tieran en su carácter de método– y esto planteaba ciertos problemas a la hora de considerar la
producción etnohistórica dentro de la narración histórica en general. Con la intención de mostrar
cuál sería el aporte específico de la Etnohistoria, la autora propone una comparación entre las
investigaciones llevadas a cabo en Norteamérica con las realizadas en el Cono Sur. Jones (1994)
señala una serie de problemas, que cubren tanto el período colonial como el republicano, propios
de las investigaciones etnohistóricas que parecen recuperar la idea de fronteras culturales de
Axtell propuesta en 1978.
En una línea similar, Bechis (1995) caracteriza a la Etnohistoria a partir de los estudios de
contacto y cambio social y propone que debe ser considerada un área interdisciplinar y no una
disciplina. Por otra parte, comprender los diferentes órdenes de historicidad sería la tarea de
una Antropología de la historia. Una década más tarde explicitaría su definición de Etnohistoria
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como “un campo de conocimiento que consiste en el estudio del proceso histórico de interacción
retroalimentadora o dialéctica hegemónica entre alteridades sociales colectivas, creadas, modifi-
cadas y eventualmente disueltas por ese mismo proceso” (Bechis 2005:s/p). Retomando la idea
de frontera, Areces (2008) enfatiza la articulación de la Etnohistoria con los Estudios Regionales
y de Frontera y su capacidad de dar lugar a las voces de los sujetos.
Gruzinski (2000), a varias décadas de los primeros ensayos de Etnohistoria, advierte sobre
los riesgos de una inversión de términos, un pasaje de una visión de los españoles a una visión
de los indígenas, descuidando así el problema del mestizaje. Una década más tarde, el estudio de
la emergencia de nuevas identidades a partir del mestizaje y la etnogénesis será parte sustantiva
de las investigaciones producto del espacio común que encontraron antropólogos e historiadores
(Boccara 2012). Es interesante señalar la propuesta de este autor, que considera a los estudios
etnohistóricos latinoamericanistas como una manifestación latinoamericana de la crítica posco-
lonial, ya que desde sus inicios se abocaron “tanto a la restitución de la agentividad de los grupos
subalternos como a la crítica de los procedimientos de nominación, denominación y representación
del pasado colonial” (Boccara 2012:38).
Veremos ahora con más detalle el caso de la Etnohistoria andina;6 para ello debemos retro-
traernos a las investigaciones realizadas sobre esta área. Durante la primera mitad del siglo
ocurrió una serie de transformaciones altamente significativas: se ampliaron los grupos estudia-
dos, profundizándose el conocimiento sobre sociedades preincaicas a partir del incremento de
excavaciones; se realizó la primera sistematización de las crónicas; se impuso el debate por el
modo de organización social, económico y político del sistema incaico; y se crearon institucio-
nes nacionales que impulsaron este tipo de investigaciones. Entre los representantes clásicos de
aquellos estudios encontramos a Philip Means, Louis Baudin, Max Uhle, Luis Valcárcel y Julio
Tello (Ramos 2011).
De acuerdo a Pease ([1974]1987), los estudios de Valcárcel –que impusieron la confronta-
ción de la información de las crónicas con la del trabajo arqueológico– tuvieron una importante
influencia en los trabajos etnohistóricos posteriores. Sin embargo, Ávila Molero (2000) afirma que
con el advenimiento de gobiernos conservadores en la década de 1930 los intelectuales indigenis-
tas perdieron los espacios de poder que habían obtenido. Por eso, para este autor en la década de
1950 la Etnohistoria andina habría sido impulsada por la influencia de la Antropología cultural
norteamericana y por el espacio que brindó entre 1944 y 1959 el Handbook of South American
Indians para la difusión de artículos sobre Andes más que por las investigaciones peruanas pre-
cedentes (Ávila Molero 2000).
Tal como se la concebía para el caso andino, la definición clásica de la Etnohistoria como
el uso de fuentes escritas para el estudio de los grupos étnicos no-europeos resultaba ya en los
años setenta un tanto estrecha. En todo caso, tal como la imaginaban sus promotores, vendría a
dar nombre al esfuerzo conjunto de distintos acercamientos que en el pasado se habían ejercido
por separado (Murra [1970]1987). De manera que fueron confluyendo hacia la Etnohistoria
investigadores que:
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con relatos etnográficos e informes arqueológicos, en una perspectiva de larga duración
(Curatola 2002:58-59).
En 1970 John Murra, reconocido impulsor de la Etnohistoria andina, realizó una evalua-
ción de los cambios producidos en las investigaciones respecto de las dos décadas previas que se
resumían en cuatro avances significativos: 1) la publicación de fuentes clásicas, al facilitarse el
acceso a las crónicas se generaban las condiciones para un incremento en las investigaciones; 2)
el aumento de los estudios sobre los antecedentes, la personalidad y el contexto intelectual de los
autores de los documentos; 3) el surgimiento de nuevas preguntas para explorar las fuentes dis-
ponibles orientadas más hacia las instituciones andinas que hacia la historia inca, evidenciándose
una tendencia a incorporar la tradición oral y textos literarios como fuentes y, 4) la incorporación,
en esta misma línea, de documentos administrativos, entre los que se destacaron las visitas y los
litigios. Estos dos últimos puntos fueron acompañados por una perspectiva novedosa vinculada
al interés por los asentamientos locales y los estudios comparativos. El empleo de etnografías de
pueblos no-sudamericanos sería fundamental para los fines comparativos y evitaría que se encap-
sulara a las sociedades andinas en modelos socio-económicos derivados de la historia europea
(Murra [1970]1987).
Para el momento del balance se estaban produciendo una serie de investigaciones que, en
lugar de enfocarse en los incas en general, se ocupaban de “una actividad particular o patrón insti-
tucional específico” (Murra [1970]1987:125). En este sentido, Murra destaca los trabajos de John
Rowe, Carlos Aranibar, María Rostworowski, Udo Oberem, Tom Zuidema, Floyd Lounsbury,
Ella Dunbar Temple, Waldemar Espinoza, Ake Wedin, Emilio Mendizábal, Ramiro Condarco
Morales y Franklin Pease.
Murra ([1970]1987) veía la Etnohistoria como un espacio equidistante entre Arqueología
y Etnología, donde las fuentes escritas abrían un espacio de colaboración, y que era el marco
bajo el cual se producía la combinación de las diferentes tácticas. En esta misma línea, Pease
([1974]1987) afirmaba que la Arqueología, la Etnología y la Historia –en tanto técnicas– son
instrumentos válidos y necesariamente combinables para comprender “la historia integral de la
vida del hombre” (Pease [1974]1987:178), aunque como hemos mencionado caracterizaba a la
Etnohistoria como un término provisional.
Lo que se buscaba, entonces, era una aproximación a la historia andina
como una continuidad espacial y temporal que rebase las fronteras coloniales y nacionales; que
se refiere a un mundo que tiene una experiencia de milenios, manifestada –por ejemplo– en
los criterios de acceso a la tierra y la utilización simultánea de diversos pisos ecológicos; que
mantiene y elabora de nuevo cada vez su experiencia creadora; intentar un acercamiento a
aquellas categorías que presidieron la vida material y la ideológica de las sociedades andinas
antes y después de la invasión del siglo , y que son vigentes todavía en nuestro días, aun
en las ciudades (Pease [1974]1987:190).
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Otro camino elegido ha sido el estudio de los sistemas de registros andinos, los quipus ya
venían siendo trabajados y en los últimos años se han incorporado crecientemente los queros,
tablas, dibujos, arte rupestre y textiles. No es la primera vez que se trabaja con estos materiales
pero sí es una novedad el intentar ponerlos en diálogo y encontrar formas recurrentes de or-
ganización de la información en distintos soportes; o el dar cuenta de cómo el estudio de uno
26
de estos soportes permite una mayor compresión de los otros (Curatola 2002; Martínez 2010;
Urton 2016).
Varon Gabai (1996) considera que en el futuro la Etnohistoria dejará de existir como tal,
no por un agotamiento de los temas sino por haber cumplido su propósito al incorporar lo indí-
gena al trabajo cotidiano del historiador. El título De la Etnohistoria a la Historia de los Andes,
bajo el cual fueron publicadas las ponencias presentadas en el simposio coordinado por Fisher y
Cahill para el 51° Congreso Internacional de Americanistas celebrado en 2003 en Chile, parece
recuperar esta idea ya presente en Pease. Sin embargo, estos autores señalan que aún quedan
varias cuestiones por profundizar, principalmente en términos de una intersección cronológica,
metodológica y étnica, pero también en lo que respecta a un enfoque trasnacional (Fisher y Cahill
2008). Sumado esto, el esfuerzo requerido para traspasar las fronteras disciplinares y las condi-
ciones institucionales que lo habilitan o limitan, no ha dejado de ser un tema de preocupación
(Topic 2009; Boccara 2012).
REFLEXIONES FINALES
Zanolli y Rodríguez (2004) han señalado que en la Etnohistoria se presenta una tensión entre
tradición académica y práctica de la investigación. Mientras que por una lado se encuentra atrave-
sada por la interdisciplinariedad como elemento constitutivo, por otro se enfrenta a la tendencia
a conformar una identidad disciplinar y a políticas académicas que demandan la demarcación de
sus límites.7 Dicha tendencia se encuentra impulsada por la importancia que cobran los espacios
académicos y las publicaciones específicas a la hora de obtener tanto el financiamiento para las
investigaciones como el reconocimiento académico de los pares. Es decir que, para dar cuenta
del devenir de los estudios etnohistóricos, resulta necesario atender a las condiciones sociales de
la práctica intelectual (Bourdieu 2005), ya que las instituciones de formación y financiación y
los canales de difusión del conocimiento establecen las normas de la competencia profesional y
atraviesan las distintas propuestas teórico-metodológicas.
En 1970, Murra cerraba su artículo de balance de la Etnohistoria andina indicando que, a
pesar del significativo avance en las investigaciones, no existía al momento un “centro de investi-
gación o una revista dedicada a la investigación andina que ofrezca un foro mundial y continuidad
a la investigación” (Murra [1970]1987:140). Esta ausencia era suplida, de alguna manera, por
organismos de alcance nacional y publicaciones como la Revista del Museo Nacional e Historia y
Cultura, en Lima, Pumapunku, en La Paz y Cuadernos de Historia y Arqueología de Guayaquil.
Boccara (2012), cuatro décadas después, reconociendo también los aportes de las investigaciones
etnohistóricas, señalaba que estos estudios mantenían una posición subordinada. Esta relativa
invisibilidad se debía, entre otros factores, a la falta de una comunidad científica consolidada que
podía identificarse, por ejemplo, a partir de la “ausencia de una revista de referencia a nivel del
subcontinente y las pocas revistas de etnohistoria ocupan un lugar marginal dentro del espacio de
las revistas científicas, más aún si se considera el nuevo sistema hegemónico de indexación ISI y
Scielo” (Boccara 2012:45). En la misma línea, Abercrombie (2012) recordaba que no existían a
la fecha programas de doctorado en Estados Unidos que fueran específicamente de Etnohistoria.
Esto puede contraponerse con el programa de posgrado de la PUCP en Perú o la maestría de
FLACSO en Ecuador.8
Para Miguez (2012), el problema radica en que la Etnohistoria no ha logrado desarrollar
una trayectoria disciplinar que justifique el nombre propio, mientras que Curatola (2012) ve en
la polisemia del término la razón misma de su continuidad y vigencia institucional, a pesar de
las críticas que ha recibido. Abercrombie sintetiza muy lúcidamente la amplitud posible de la
Etnohistoria a la vez que su foco inicial, al menos en el caso andino:
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By widening ethnohistory´s purview to include efforts to understand how the past is constituted
and used in the shaping of contemporary sociality, it may even be possible to imagine an
ethnohistory of financial markets, science laboratories, and neoliberal globalization. It
would be nice, however, if we could also continue to focus on indigenous peoples, rural or
urban, past or present, in the countries linked by the chain of mountains called the Andes
(Abercrombie 2012:144-145).
Como hemos visto, a lo largo de la segunda mitad siglo xx los debates acerca de qué es la
Etnohistoria se han dado desde varios frentes. Se discutieron las delimitaciones que partían del objeto
y asignaban a la Etnohistoria el estudio de los grupos étnicos precoloniales y coloniales. ¿Acaso
los grupos étnicos son sólo los nativos? ¿Sería posible ampliar el abanico de sujetos investigados
por los etnohistoriadores? Si la Etnohistoria empieza a investigar los sujetos tradicionalmente
estudiados por los historiadores, ¿qué la diferenciaría de la Historia? ¿Se trata de estudiar a los
grupos o la interacción entre ellos? Se ha intentado zanjar este debate argumentando que lo que
le da su especificidad a la Etnohistoria no es su sujeto/objeto de estudio, sino su método. En este
sentido, si bien se retomaba la idea de combinar las técnicas tradicionales de la Historia para el
tratamiento de las fuentes con el punto de vista antropológico, esto no parecía ser suficiente y
algunos autores ponían el énfasis en la importancia de los estudios comparativos.
Más allá de las definiciones en tanto método y de acuerdo a cómo se articularan las refe-
rencias a su objeto, la Etnohistoria podía alcanzar el status de disciplina, sub-disciplina o espacio
de convergencia/interdisciplinar. Identificamos además los problemas que emergen del nombre
mismo: si es ética tal denominación, en el sentido de separar unas historias de otras; si denomi-
naciones como Antropología Histórica designan mejor o no este tipo de investigaciones; y si el
etno de Etnohistoria tendría o no el mismo sentido de, por ejemplo, el de Etnomedicina, o si sería
necesario recurrir a una Etno-etnohistoria.
La dificultad de darle una respuesta acabada a estos debates debe ser considerada teniendo
en cuenta, por un lado, que estos se producen en un contexto en el que la idea misma de definir
las disciplinas por un objeto y un método especifico está siendo cuestionada; y por otro, que el
contexto disciplinar y político ha cambiado significativamente desde mediados hasta fines de
siglo xx, de manera que lo que un momento podía considerarse como reivindicatorio e innovador
podría no serlo ya e incluso ser acusado de lo opuesto.
AGRADECIMIENTOS
Este trabajo forma parte de las investigaciones desarrolladas en el marco de mi tesis doctoral,
bajo la dirección de Carlos Zanolli. Agradezco a los evaluadores y al editor por sus comentarios,
que permitieron mejorar la versión original del trabajo.
NOTAS
1 Los cuatro campos serían la Lingüística, la Antropología Física –luego Biológica–, la Arqueología y la
Etnología, mientras que en la tradición de Europa continental, la Antropología hacía referencia princi-
palmente a Antropología Física. Por su parte, el término Etnología sería paulatinamente reemplazado
por el de Antropología Cultural (Estados Unidos) o Antropología Social (Inglaterra) (Stocking 2002). A
su vez, la Arqueología ha sido también presentada como parte de la Historia (Santamaría 1985).
2 De acuerdo con Rojas (2008), en las primeras referencias el prefijo etno aparecía separado. Luego, en los
años cuarenta, se utilizó un guión intermedio “etno-historia”, hasta que finalmente comenzó a emplearse
como una única palabra.
28
3 En este mismo período, en Estados Unidos, la Arqueología Histórica sienta sus bases con la realización
de The Conference on Historic Sites Archaeology en 1960 y la creación de la Society for Historical
Archaeology en 1967. Simultáneamente, estaba ganando adeptos la New Archaeology impulsada por
Binford, que se alejaba del uso de documentación como reacción a los frecuentes abusos en la utilización
de la analogía histórica directa en la interpretación arqueológica. En el Viejo Mundo la situación era
otra, no había un rechazo a la Historia, pero tampoco referencias a Arqueología Histórica (no había
publicaciones específicas, sociedades, congresos o centros de investigación); esto ocurrió en parte porque
la subdivisión de campos en antropología obedecía a otros criterios, y en parte porque Annales, con sus
amplias escalas temporales y el enfoque interdisciplinario, ofrecía una imagen muy diferente de la historia
norteamericana (Gómez Romero y Pedrotta 1998).
4 Un desarrollo más reciente en torno a la Etnohistoria puede verse en el caso de Brasil (Celestino de
Almeida 2012).
5 Realizamos una reconstrucción detallada de estos intercambios en Zanolli et al. (2010).
6 Este adjetivo encierra una amplitud de sentidos que no es posible abordar aquí; de hecho nos encontramos
en la preparación de un artículo exclusivamente dedicado a ese término y a sus alcances en tanto área.
A los fines de este trabajo lo retomamos simplemente para diferenciar un conjunto específico de inves-
tigaciones sobre las que profundizaremos nuestras reflexiones y con la intención de dejar de manifiesto
que esas afirmaciones no se aplican necesariamente a la Etnohistoria en general.
7 De acuerdo con Boixadós (2000:135), las tensiones entre la proliferación de especialidades y las políticas
institucionales que fuerzan a que los investigadores se inscriban en determinada disciplina han provo-
cado, en la Ciencias Sociales en general y en la Etnohistoria en particular, la sensación de una “crisis de
identidad”.
8 Aunque no llevan el título de Etnohistoria sino el de Historia Andina, podemos considerarlo equivalente
teniendo en cuenta el desplazamiento terminológico auspiciado por Pease y también avalado por
Murra.
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