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SUSTANTIVO

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Nombres: 3° Sec.

Reconoce y subraya el sustantivo en el texto.

La Iliada
Cuando los dos enemigos estuvieron el uno en presencia del otro, el gran Héctor de
reluciente casco tomó él primero la palabra:
—Yo ya no huiré de ti, hijo de Peleo, como he venido haciendo hasta ahora. Tres veces he dado
la vuelta alrededor de la gran ciudad de Príamo, y todavía no me he atrevido a aguardarte. Pero
ahora tengo ganas de luchar contigo. Es preciso que yo sea vencedor o vencido. Vamos,
tomemos aquí como testigos a los dioses, que serán los mejores depositarios y los custodios de
la fe jurada. Me comprometo a no ultrajarte, si es a mí a quien ha de dar Zeus la victoria, si soy
yo el que he de arrancarte la vida. Pero, después de haberte despojado de tus bellas armas,
Aquiles, devolveré tu cuerpo a los griegos. Comprométete tú también a lo mismo.
Aquiles de ligeros pies, lanzándole una mirada de través, le dice con fuerte voz:
—Héctor, a quien detesto, no me hables de arreglos. No hay tratados posibles entre los hombres y los
leones; no hay buen entendimiento entre los lobos y los corderos, que siempre están animados los
unos contra los otros por un odio implacable; tampoco hay acuerdo, tregua posible entre nosotros
dos, antes de que el uno sucumba y abreve con su sangre a Ares, siempre ansioso de carnicería.
Acuérdate de tu valor. Es ahora que hace falta manejar hábilmente la lanza y combatir con audacia.
No hay medio de escapar; pronto Palas Atenea te hará caer bajo mis golpes. Hoy vas a sentir todos
los sufrimientos de mis compañeros, a los que hiciste caer bajo el esfuerzo de tu lanza.
Dice, y blandiendo su larga lanza, la arroja contra el ilustre Héctor, el cual, al verla venir, la
esquiva; se agacha, y volando el bronce por encima de su cabeza, va a clavarse en el suelo.
Pero Palas Atenea arranca del suelo la lanza y la devuelve a Aquiles, sin que de ello se dé
cuenta Héctor, pastor de pueblos. Entonces dice Héctor al valeroso hijo de Peleo:
—Te has equivocado, Aquiles igual a los dioses, y tú no sabías de parte de Zeus cuál había
de ser mi suerte. Sin embargo, tú lo decías. Pero tú no eres más que un hábil charlatán, un
artífice de mentiras, y querías, asustándome, hacerme olvidar mi fuerza y mi valor. No es en
la espalda, persiguiéndome, que podrás atravesarme con tu lanza; clávame tu hierro de
frente, en pleno pecho, si tal es el deseo de Zeus. Pero ahora, procura evitar mi lanza de
bronce, que yo querría ver cómo te entra toda entera en las carnes. Con tu muerte, la guerra
sería menos terrible para los troyanos, de quienes tú eres el más temible azote.
Dice, y blandiendo la larga lanza, la arroja en medio del escudo del hijo de Peleo. No erró la
puntería, pero el dardo rebotó a lo lejos, rechazado por el escudo. Héctor, afligido al ver
como el rápido dardo vuelve a caer inútil, permanece con la cabeza baja y sin tener ni una
sola lanza. Llama a grandes voces a Deífobo de blanco y le pide una larga lanza... Deífobo
ya no está allí. Entonces Héctor, comprendiéndolo todo, exclama:
—¡Ay!, son los dioses los que me llaman a la muerte. Yo creía que el valiente Deífobo.

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