La Mujer Sacerdotal - Org - Jo Croissant
La Mujer Sacerdotal - Org - Jo Croissant
La Mujer Sacerdotal - Org - Jo Croissant
La mujer
sacerdotal
o el sacerdocio del corazón
Croissant, Jo
La mujer sacerdotal o el sacerdocio del corazón. - 1a ed. -
Buenos Aires : Lumen,
160 p. ; 22x15 cm.- (Caminos interiores)
ISBN 987-00-0411-3
1. Espiritualidad 1. Título
CDD 291.4
4.a reimpresión
.i
A modo de prolegómeno
Había una vez un matrimonio que tenía cuatro hijos varones le
gítimos y tres hijas adoptadas. Cuando se les preguntaba por qué ra
zón, siendo un hogar de humilde condición, las habían adoptado,
respondían: “Porque hemos querido que nuestros hijos varones co
nozcan a la mujer, la respeten y la protejan.”
Es precisamente el hijo mayor de esa familia quien, con tal cono
cimiento de causa y con cincuenta años de sacerdote, se atreve a pa
rafrasear el presente libro en esta edición en castellano.
Si nos retrotraemos al 15 de agosto de 1988 cuando, en ocasión
del Año Mariano, Juan Pablo II lanzaba su Carta Apostólica Mulieris
dignitatem, sobre la dignidad y vocación de la mujer, encontramos
en este libro la mejor respuesta al planteo que lanzara el Santo Pa
dre al afirmar. “Si el hombre es confiado de modo particular por
Dios a la mujer, ¿no significa esto tal vez que Cristo espera de ella la
realización de aquel Sacerdocio real (1 Pedro 2, 9) que es la rique
za dada por Él a los hombres? De ahí el atinado título del libro La
mujer sacerdotal o el sacerdocio del corazón.
Su autora, Jo Croissant, parte de un concepto elogioso para la
mujer al afirmar que ella vive con más intensidad el don del amor
por ser “la primera testigo o víctima”. Sin embargo no calla la triste
realidad de los extremos viciosos y erróneos tanto de la mujer escla
va como de la mujer emancipada; asimismo hace referencia a los
conceptos equivocados de una sociedad andrógina en contraposi
ción al mal entendido sexo débil. Ésa es la razón por la cual el Con
cilio Vaticano II clamó: “Ha llegado la hora en que la vocación de la
mujer se cumpla en plenitud.”
Merecen ser destacados los testimonios de casos que ayudan a la
autora a reafirmar sus argumentos, para llegar a la conclusión sobre
el cambio o transformación que se opera en la mujer cuando se de
ja transformar por Dios con miras a la santificación personal y de
cuantos la rodean.
Bien vale la pena robar a la autora unas expresiones que sinteti
zan maravillosamente todo el contenido del libro:
“Hay entre la mujer y Dios como una connivencia, una complici
dad. Ella participa en el nacimiento del hombre, en el nacimiento de
la humanidad, uniéndose a Dios. Por el ‘Sí’ de María, la salvación en
tró en el mundo. Por el ‘Sí’ de la mujer, el mundo será salvado. Ella
precede al hombre en la comprensión de los misterios divinos, y por
la recepción del Verbo, da a luz al Reino. Ella muestra el camino. Por
eso, por su misión específica en el plan de Dios, la mujer debe cam
biar primero.
Existe en un convento una imagen de la Virgen sin las manos,
mutiladas por un bombardeo. Cuenta la leyenda que María concedía
muchos favores cuando la imagen estaba entera; ellos terminaron
cuando quedó sin manos para elevarlas a Dios pidiendo por sus hi
jos de la tierra.
Sigue diciendo la leyenda que los milagros volverían si una mu
jer se arrodillara ante la imagen y le dijera a María: ‘Madre, aquí tie
nes mis manos para que sustituyan a las tuyas, porque están limpias,
suaves e incontaminadas...’
Quiera Dios que de la lectura de este libro surjan nobles y virtuo
sas mujeres cuyas almas aspiren a las alturas, cuyos ojos miren más
allá de la materia y cuyas manos —parafraseando a Jo Croissant en
su epílogo— contribuyan a alcanzar el pleno desarrollo y la fecun
didad a que Dios las llamó.
9
¿Por qué sigue siendo difícil hablar de la mujer?
No solamente porque de ello depende la relación con Dios,
sino porque también depende de esto la naturaleza de la persona
humana, de la vocación del varón y de la mujer, de la sociedad, de
la familia, de la cultura, del trabajo y de la economía, de la biología
y de la ecología, y por último de la vida eterna. Como lo constata Jo
Croissant con mucha lucidez y delicadeza, las mujeres, más que nun
ca, sufren porque su identidad es desconocida y desfigurada. Hay
una inseguridad profunda en la mujer; precisamente porque no sa
be quién es, le dan de ella misma una imagen falsa, y busca, fuera
de su femineidad, la reivindicación de su dignidad y singularidad.
Recíprocamente, el varón no puede descubrir plenamente su voca
ción, su personalidad, si no encuentra en la mujer su “ayuda ade
cuada”, tan diferente y próxima a la vez, de la que habla Gn 2, 18.
Ella lo introduce, por su mirada sobre él y por el diálogo, a su pro
pia personalidad de varón, lo abre a su vocación, lo sostiene en su
acción. Pero esto es posible sólo si la mujer, también, acepta su di
ferencia con el varón, acepta ser su igual, su “cara a cara”, no en una
masculinidad prestada, sino en su femineidad propia e irremplaza
ble.
¡Punto sensible la femineidad! Porque la humanidad, quiérase
o no, ha sido herida por el pecado y esta herida, con todas sus con
secuencias, tiene en su raíz el rechazo a la dependencia. La natura
leza humana rechazó depender en su existencia, su vida, su desarro
llo, de otras personas o realidades exteriores. Sea de Dios, de la so
ciedad, de un cónyuge o de parientes, de leyes de la naturaleza o
de exigencias del ambiente, no queremos depender, sino hacer lo
que nos gusta, de manera que el hombre llega a ser prisionero de sí
mismo, de sus límites y de su caprichos. Pero Dios ha creado al
hombre por amor y no deja de darle, por amor, “la vida, el aliento
y todas las cosas”(Hch 17, 25). Por consecuencia, el hombre no pue
de encontrar su plenitud si no es en el amor, es decir, en el don de
sí mismo, en la respuesta libre al don que Dios le hace de Sí mismo.
Este misterio del don o del encierro en sí mismo, la mujer lo
vive con más intensidad que el varón, es ella el primer testigo o víc
10
tima. Así, “la mujer es para todos la evocación de nuestra ‘condi
ción’, en el sentido de nuestra situación delante de Dios”.2
Y cuando hablamos del don en la mujer, tocamos un punto
delicado, porque decir don es decir dependencia, olvido de uno
mismo, entrega, oblación. Por su disposición al amor, al don de ella
misma, la mujer debería ser el recuerdo incesante para la humani
dad de su vocación a responder al amor de Dios.
Por la ofrenda de uno mismo, se realiza de la mejor manera
el misterio de la caridad, comunión en el amor entre Dios y los hom
bres. La perfección y la plenitud de esta ofrenda se llama santidad,
que es la vocación de todo bautizado, como nos lo recuerda el Con
cilio. Toda la estructura sacramental de la Iglesia está ordenada al lla
mado universal a la santidad. Santidad por la que todos los fieles
ejercen su sacerdocio bautismal (cf. Constitución sobre la Iglesia,
10). Por otro lado, la misión del sacerdocio ministerial es permitir a
todos los bautizados ofrecerse plenamente, sus personas y sus cuer
pos, “como hostias vivas, santas y agradables a Dios”(Rm 12, 1). La
vocación de la mujer, por su capacidad de don y su proximidad par
ticular con Dios, es cumplir profundamente esta ofrenda del cora
zón, e iluminar toda su vida. Por la mujer y a través de ella, la hu
manidad es invitada a reencontrar su vocación esponsal en relación
con Dios.
También el Catecismo de la Iglesia católica, retomando en es
te punto la enseñanza de Juan Pablo II, nos dice: “La santidad se
aprecia en función del ‘gran misterio’ en el que la Esposa responde
por el don de su amor al don del Esposo.” De esto, María es la rea
lización y la imagen más perfecta. Por eso, “la dimensión mariana de
la Iglesia precede a su dimensión petrina” (773). La vocación univer
sal a la santidad y a la ofrenda del corazón, de la que la mujer es el
primer testigo comprende toda la estructura sacramental y ordenada
de la Iglesia.
Resituando así la vocación y la identidad de la mujer como hi
19
II. El feminismo
22
III. El maravilloso proyecto de Dios
4 M id ra sh e n s in g u la r, c o m e n ta r io r a b ín ic o d e la E sc ritu ra.
Pero cuando Dios quiere crear a la mujer, hace caer sobre
Adán un profundo sueño, actuando al margen de él, dejándolo fren
te al misterio de este ser venido a la vida mientras él dormía. Él no
dominará sobre ella como lo hace con los otros animales, estará
siempre frente al misterio. Y un grito de admiración brota del cora
zón de Adán. Él la reconoce y se reconoce en ella, y este reconoci
miento es una plenitud. Despertando esta admiración, ésta juega un
rol revelador: delante de aquélla que le es a la vez parecida y dife
rente, él descubre su propia identidad.
Ha sido escrito que Eva fue sacada de la costilla de Adán, y
su costilla es su costado, su mitad, lo que significa que ellos serán
siempre parte el uno del otro, que están llamados a existir el uno al
lado del otro, pero también el uno por el otro.
La traducción literal es “una ayuda contra él”, lo que puede
querer decir dos cosas: “una ayuda al lado de él” en una comunión
que los hará fecundos o, por el contrario, “opuesta a él”; en este ca
so, ella puede llegar a destruirlo.
En otro midrash leemos: “Si el varón lo merece, ella estará con
él”, o sea lo acompañará. “Pero si él no lo merece, ella estará con
tra él, es decir, podrá llegar a ser su enemiga.” Así, desde el comien
zo, la mujer recibe su misión y su identidad en relación con el va
rón, para colaborar en la obra de Dios. Pero ella puede llegar a ser
su aliada o su enemiga, aportar luz o tinieblas, elevar o disminuir,
fecundar o volver estéril, según la manera en que utilice su libertad.
Ish e Isha
Padre e hija
“Miren qué grande es el amor con que el Padre nos amó, qui
so que nos llamáramos hijos de Dios, y en realidad lo somos”
(1 Jn 3, 1).
Hay dos trampas que evitar cuando se quiere salir de ese ma
lestar interior. Por un lado, la política del avestruz, que no quiere ver
los problemas y hace todo lo posible por olvidarlos; y por otro, el
autoanálisis que nos hace sentir el ombligo del mundo y nos hunde
en el caos, nos hace dar vueltas y vueltas a los problemas, sin salir
jamás. No es el análisis el que nos hará comprender nuestros meca
nismos interiores. Es toda una ascesis: volver la mirada de uno mis
mo hacia Dios, dejar de mirarnos, y ponernos bajo la mirada de
Dios, para descubrir quiénes somos. La tendencia natural es volver
se hacia uno mismo, necesitamos volvernos hacia Dios, dejarnos ver
por Él. Olvidándose, uno se encuentra. Su mirada nos sana, sólo Él
puede penetrar en nuestra intimidad sin herirnos. Sólo Él puede re
velarnos nuestra pobreza sin desesperarnos. Su amor nos salva.
47
III. El tiempo de la fe o la sumisión
en la confianza
Tengan fe en Dios
De la transparencia a la opacidad
De la dominación a la sumisión
“Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13, 34).
Sumisión y humildad
Reconocer la diferencia
La vida consagrada
El amor y la cruz
La imposibilidad de comunicarse
La prueba de la verdad
La infidelidad
El poder de la Resurrección
98
M adre
I. Las mujeres ya no quieren tener hijos
8
C e n tro d e c o n ta c to d e e q u ip o s d e in v e s tig a c ió n s o b re e l a m o r y la fam ilia. E s ta b le c i
m ie n to d e in fo rm a c ió n , d e c o n s u lta y d e c o n s e jo c o n y u g a l y fam iliar, re c o n o c id o c o m o
d e u tilid a d p u b lic a , c o n s e d e e n P arís.
Dar su vida para dar la vida: la maternidad concebida
como una desventaja
La oblación y la fecundidad
En la escuela de María
La anunciación
La visitación
El nacimiento
La Presentación
133
La g r a c ia
DE LA MUJER
I. Los frutos del espíritu
El silencio
El autocontrol
Y otra me decía:
145
La belleza
Al servicio de la unidad
DEL CORAZÓN
Cada mujer lleva en sí llamados a la vida; su maternidad le
confiere una gracia única que la destina a una misión específica e
irremplazable. La acción que el varón ejerce sobre el mundo de for
ma visible y exterior, la mujer la cumple en su interior, de una ma
nera invisible, como el niño se forma en su seno.
La Creación fue puesta en las manos del varón; por eso, en el
culto que él rinde a Dios, es él quien ofrece el sacrificio: “El gran
sacerdote es sacado de entre los hombres y encargado de intervenir
en favor de los hombres en su relación con Dios: él debe ofrecer do
nes y sacrificios por los pecados" (Hb 5, 1).
Podemos comprender que la mujer que tanto anhela hacer al
go por Dios pueda sentirse frustrada. Pero ella aporta también su
participación con la ofrenda que lleva en su interior: se ofrece ella
misma, ofrece los dolores de su corazón. Su sufrimiento se convier
te en la materia del sacrificio.
“El varón es sacerdote, pero a la mujer le ha sido dado ser víc
tima”, dice Pedro de Craon en El anuncio hecho a María de Clau-
del, y Gertrudis von Lefort agrega: “El misterio de la maternidad re
ligiosa se une, en este punto, al misterio sacerdotal de la transustan-
ciación.” Es decir que, por su sacrificio unido al de Cristo, por la
ofrenda de todo su ser, se realiza un verdadero intercambio que ha
ce presente a Dios y es, verdaderamente, una fuerza de transforma
ción para el mundo. Por eso podemos decir que la mujer es sacer
dotal por naturaleza.
La mujer puede ser diaconisa, puede ser pastor, algunas son
rabinos, pero no pueden ser presbíteros católicos, porque el presbí
tero representa a Cristo y es llamado a actuar “in persona Christi”,
en la persona misma de Cristo, y a perpetuar en la Misa el sacrificio
de Cristo ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo.
Pero la mujer con toda la Iglesia se une a Cristo en este sacri
ficio. Con Él, la Iglesia es también sacerdote y víctima, ofreciéndose
loria ella con jesús... Todos los discípulos de Cristo, por el sacerdo
cio real, participan en la ofrenda de la eucaristía y ejercen su sacer
docio por la recepción de los sacramentos, la oración y la acción de
gracias, el testimonio de una vida santa, y por su renunciamiento y
su caridad efectivas (cf. Lumen gentium, 10).
Quien se deja santificar es palabra de Dios para los hombres,
palabra que nos hace comprender sus misterios; Marta Robín amaba
particularmente el sacerdocio de los laicos y había vivido en su cuer
po y en su alma este sacerdocio común de los fieles, al cual todos es
tamos llamados. Nos muestra esta realidad en un maravilloso texto:
“Toda existencia es un Calvario y cada alma un Getsemaní
donde cada uno debe beber en silencio el cáliz de su propia vida.
Toda vida cristiana es una Misa y toda alma en este mundo una Hos
tia. Escuchemos a san Agustín: ‘No busquéis fuera de vosotros la hos
tia de la que tenéis necesidad, esta hostia la encontraréis dentro de
vosotros mismos.' San Pablo nos lo mostró diciendo ‘os exhorto, ha
ced de vuestros cuerpos una hostia viva, santa y agradable a Dios’
(Rm 12, 1). Vosotros lo escuchasteis, la hostia de vuestro sacrificio,
de vuestra Misa, sois vosotros mismos, sois vosotros con todo lo que
sois, todo lo que hacéis y tocio lo que tenéis.”
Y explica más adelante cómo ofrecer esta hostia:
“El sacerdote toma esta hostia en sus manos y la ofrece a Dios.
Vosotros tenéis que hacer a Dios la ofrenda de vuestra hostia espiri
tual que sois vosotros mismos. Tomaos y ofreceos a Dios sin reser
vas con Jesús, la divina Víctima sacrificada sin cesar por la salvación
de todos. Tomad vuestros cuerpos con todos sus sentidos, vuestra
alma con todos sus pensamientos, vuestra voluntad con todos sus
deseos, vuestro corazón con todos sus afectos; tomad vuestra vida
entera, vuestra vida de cada día con todos sus trabajos, sufrimientos,
penas, luchas, esfuerzos y buenas acciones, y decid a Dios: Señor,
todo esto es para ti, te ofrezco todo en unión con mi Jesús, por el
Corazón Inmaculado de mi Madre y con tu Sacerdote en el Santo Sa
crificio del Altar. Esta ofrenda hacedla totalmente, generosamente y
alegremente.”
Si todos los bautizados, llamados a ejercer su sacerdocio real
y santo, participan según su modo propio, en el único sacerdocio de
Cristo, esto es aún más verdadero para la mujer que es, como ya lo
vimos, “sacerdotal” por naturaleza. Lo es en todo lo que Dios ha ins
cripto en ella, está naturalmente dispuesta al “sacerdocio del cora
zón” porque el espíritu de sacrificio, tan natural en ella, es parte in
tegrante del espíritu sacerdotal. Como no tiene conciencia de la
grandeza de su vocación, la mujer moderna se pone al lado del
hombre para acusar a Dios de ser el artífice de su desgracia, en lu
gar de ponerse al lado de Dios para salvar al hombre.
Pero volvamos al Génesis. Cuando Adán dice a Dios: “Fue la
mujer la que me hizo comer”(3, 12), hace de ella el chivo emisario
de la crisis que lo opone a Dios, al mismo tiempo que denuncia una
complicidad entre la mujer y Dios. Podemos subrayar que Eva no se
defendió, que no protestó cuando Adán le endosó toda la responsa
bilidad de su pecado compartido. Su reacción es sorprendente. Hu
biéramos esperado que Adán defendiera a Eva, que se comportara
como jefe, responsable de sus actos, o por lo menos que compartie
ra la responsabilidad del error. En lugar de esto, carga toda la res
ponsabilidad sobre la mujer. Hace de ella la causa de su desgracia y
reprocha a Dios el habérsela dado.
Hubiéramos esperado que Eva protestara contra el hombre,
como hacen las mujeres cuando sospechan la más mínima injusticia.
Pero ella no se defendió, ni contestó, aceptando que se había deja
do seducir por la serpiente. En vez de acusar al hombre, diciendo:
“Hubieras podido resistir, negarte y protegerme de mí misma para
evitarnos la caída”, ella reconoce delante de Dios su debilidad en
una actitud de humildad, queda abierta a su acción y por esto se
convierte en “mediadora entre los hombres y Dios”, lo que explica
la influencia espiritual que la mujer tiene sobre el varón. Al ser de
naturaleza más receptiva a lo espiritual, ella entra más fácilmente en
el camino de Dios, adoptándolo de una manera intuitiva mientras
que el varón razona y entra en rebelión o indiferencia, separándose
de Dios; ella no cierra nunca completamente la puerta.
Pero es necesario remarcar que se impone un discernimiento:
las mujeres tienen, generalmente, una manera de ser víctimas que se
opone a la voluntad de Dios. Viven situaciones inaceptables y se re
signan porque no tienen los medios para hacer otra cosa, o adoptan
una actitud de mártires que culpabiliza a su entorno.
Si la mujer rechaza el papel de mediadora entre los hombres
y Dios, si no acepta ofrecerse ella misma en sacrificio, renunciando
a tomar las armas humanas para dejar que Dios la justifique, se en
cuentra en un callejón sin salida.
Las consecuencias de la caída son varias, y cada uno tiene que
asumir la parte que le pertenece. Dios maldijo el suelo y la serpien
te. En lo referente al suelo, el varón deberá combatir esta maldición
día a día, para lograr su subsistencia. En cuanto a la serpiente, que
representa el mundo espiritual fracasado, la mujer tendrá que encar
garse.
“Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre su posteridad y la
tuya. Ella te aplastará la cabeza y tú le morderás el talón”(Gn 3, 15).
Si el hombre debe luchar para sobrevivir, el combate de la mu
jer es espiritual y en él deberá comprometer toda su fuerza interior.
Ella tiene el poder de aplastar la cabeza de la serpiente y hacer re
troceder las tinieblas. La serpiente lo sabe, por eso está furiosa con
tra la mujer y despliega todas su fuerzas y trampas para engañarla y
comprometerla en luchas estériles donde pierde su energía. En he
breo, la raíz de la palabra talón, akav, es la misma de Jacob, aquel
que tomó a su hermano mellizo Esaú por el talón, significa retardar,
impedir el avance, mantener atrás. Con el talón se aplasta la cabeza
de la serpiente, pero la serpiente ataca a la mujer en aquello que es
su fuerza, se dedica a desviarla de su vocación para volverla ineficaz,
para impedir su avance y fijarla en una atadura estéril al pasado.
Como un árbol cuyas hojas se mecen al viento, así vibra la
mujer con todo lo que la rodea. La menor cosa la impacta y la ex
pone a múltiples sufrimientos y también a múltiples alegrías; su gran
fineza la hace un ser más delicado, más sensible y también más vul
nerable. Se siente fácilmente víctima y tiene tendencia a dramatizar.
Débil, pero paradójicamente mucho más resistente que el varón,
porque es mayor su capacidad de asumir el sufrimiento. En esto es
más apta para el sacrificio. ¿No fue Dios quien puso en ella esta dis
posición para que pueda asociarse al único sacrificio del cual el va
rón es sacerdote?
Contemplando a María, verdadero icono de Mujer, tal como
Dios la quiso desde toda la eternidad, vemos toda la profundidad,
grandeza y belleza de nuestra vocación. Por el don de su Hijo en la
Cruz, el Padre ha salvado a la humanidad, y aceptando el don de su
Hijo en la Cruz, María la Madre, María la Mujer, participó en la sal
vación de la humanidad.
En la cruz se consuma el sacrificio del nuevo Adán, que se
convierte en el sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, y de pie, al pie
de la Cruz, en una actitud sacerdotal, María, la nueva Eva, participa
de una manera mística en el único sacrificio. Ella une su corazón do
lorido al corazón de Dios en una ofrenda total, y por su alma tras
pasada, cumpliendo así la promesa de Simeón, participa en la Re
dención y llama a la reconciliación.
Hubiera sido muy humano y legítimo que María se rebelase
contra los verdugos de su Hijo, que guardara cierta amargura contra
sus amigos que lo abandonaron en el momento en que su presen
cia hubiera sido un consuelo para Jesús.
Ella no se rebela, ofrece su dolor, que es todo lo contrario a
la actitud de venganza que endurece el corazón y reclama sangre
por.sangre. Rebelarse es la reacción más espontánea, que viene an
tes de que tengamos tiempo de reflexionar. El sufrimiento es un es
cándalo, una piedra de tropiezo para todo nuestro ser, ante la cual
reaccionamos con toda violencia para tratar de escapar. La otra reac
ción es la oblación que hace inocente al culpable. La culpabilidad
fundida en la oblación pacífica se disuelve en ella. Al pie de la cruz,
María se convierte en Madre de la misericordia, es decir, mediadora
de la misericordia divina para la humanidad.
¡Qué bella es en su silencio, que es todo amor y pura ofren
da! No tiene un solo pensamiento negativo. A imagen de su Hijo, in
voca la clemencia del Padre para con aquellos que, sobrepasados
por sus actos, no saben lo que hacen (cf. Lc 23, 34). Su perdón los
absuelve y les abre el corazón de Dios Padre. Ella ofrece el sacrifi
cio de su Hijo y el propio, y recoge todos los sufrimientos para ofre
cerlos al poder transformador de Dios.
El cumplimiento de la vocación de la mujer se realiza en el
grado más alto del amor, que es la ofrenda de todo su ser hasta dar
la vida. Este sacrificio es un verdadero sacerdocio, el sacerdocio del
corazón.
El hombre compromete su cuerpo en la lucha, y a veces de
be verter su sangre para salvar a los suyos. Su acción es visible y
despierta la admiración. La mujer participa con la misma intensidad,
pero de una manera escondida; no se habla de ella y sin embargo,
está en el centro de las acciones de todos los hombres.
Por la ofrenda de su corazón hasta el desgarro, hasta ser tras
pasada, ella se convierte en la “mujer sacerdotal”, aquella que ofre
ce tanto los sufrimientos de su corazón, como también todos los
sufrimientos del mundo, de los olvidados, los pequeños, los desam
parados y los mal amados. En esta ofrenda, ella descubre y transmi
te la alegría.
Se compadece, sufre con los que sufren y preferiría poder to
mar su lugar. Descubre rápidamente a los tristes e infelices. Antes de
que el varón piense en ayudar a los que están en dificultades, ella
ya los ayudó. Atenta a las necesidades de cada uno, desea la felici
dad de todos y encuentra su alegría haciendo felices a los demás.
La mujer es sensible particularmente a la división entre los
hombres, hoy tan frecuente. Abierta al intercambio y al compartir, es
dada al hombre para entrar en una relación de amor con él. Tiene
una gran necesidad de expresarse, comunicarse y confiar pero, des
pués de la caída, sufre dificultades en la comunicación. Gracias a
ella, por su gran deseo y por el sacrificio de su corazón, la armonía
de las relaciones puede restablecerse. Puede romper las cadenas del
mal disipando los malentendidos, no resignándose a la desunión y
haciendo todo lo posible para restablecer la unidad. Ella paga con
su persona, llegando a aceptar la injusticia para salvar a los que ama,
como Eva cuando no se defendió ante la acusación de Adán.
El don de su vida para dar vida asocia en ella el dolor y la ale
gría. Por la maternidad, ejerce el sacerdocio del corazón, profunda
mente unido al don de la vida; Eva fue llamada “la viviente” por
Adán; es la madre de la vida, madre de los vivientes.
La maternidad de la mujer la pone en relación directa con el
misterio central de la historia de la salvación, que es el misterio de
la Encarnación. El Verbo se hizo carne en la carne de una mujer.
Dios quiso necesitar el cuerpo de una mujer para encarnarse, y se
encarna de nuevo en cada nacimiento, cuando viene a habitar el co
razón del niño.
La mujer le entrega hijos e hijas, prepara el corazón de los sa
cerdotes, da a luz un pueblo de sacerdotes, de profetas y de reyes,
y contribuye así a dar a luz a la Iglesia. Podemos sondear por qué
la connivencia entre Dios y la mujer, y su misión esencial en la his
toria de la salvación: Dios hizo de ella su aliada para la felicidad del
hombre y, por la aceptación de la gracia, ella derrama la gracia y
transmite la bendición.
La mujer sufre todavía a causa de su debilidad y su vulnerabi
lidad. Mientras que el hom bre domina la Creación y tiene el poder
de actuar, de transformar las cosas y las situaciones, generalm ente la
mujer se encuentra confrontada dolorosamente a su debilidad, a su
incapacidad de cambiar la realidad. Es necesario que com prenda
que por ella esta fuerza transformadora se despliega en la acepta
ción del sufrimiento. La materia del sacrificio se transforma en vida,
haciendo presente a Jesús en m edio de toda situación. Dar gracias
aun en medio de las pruebas más terribles es poner la gracia en ac
ción y hacer presente a Dios; es lo que nos da la fuerza de vivir lo
que nos toca. ¿No es la Eucaristía una acción de gracias al mismo
tiempo que un sacrificio?
Aceptando ser atravesada en su alma y en su corazón, la m u
jer juega un papel revelador frente al hombre, cuando deja de acu
sarlo y no quiere cambiarlo. Así, “e l p e n s a m ie n to d e m u c h o s se rá d e
v e la d o ”. El corazón puro es como un espejo en el que uno puede
verse a la luz sin sentirse condenado, mientras que la acusación obli
ga al otro a justificarse y vuelve imposible todo perdón. La tentación
de la mujer es acusar al hombre y rechazar el sufrimiento propio de
la maternidad.
¿Una madre puede acusar a su hijo? Ahora bien, el hombre le
es dado como hijo, después como esposo, y ella debe tener siempre
hacia él la indulgencia de una madre para llevarlo al don cada día
más total y desinteresado de sí mismo, y a su vez dejarse vivificar
por su paternidad.
En el principio, la mujer cedió ante la serpiente y suscitó la
desconfianza del hombre, introduciendo la división. Por su partici
pación específica en el sacrificio, ella tiene el poder de restablecer
la confianza y curar las heridas de la división. Ella tiene ahora las lla
ves de la reconciliación.
“H o m b r e y m u j e r los creó .”
Esposa............................................................................................. 55
I. Una inmensa necesidad de amar insatisfecha...................... 57
II. Esposa en el orden de la redención:
el amor y la sumisión............................................................65
III. A la mujer le toca cambiar primero....................................77
IV. El esposo y la esposa...........................................................81
Madre.............................................................................................. 99
I. Las mujeres ya no quieren tener hijos.................................101
II. El dolor y el nacimiento...................................................... 109
III. El sí de la mujer.................................................................. .117
IV. “He aquí a tu madre”.......................................................... 121
La gracia de la mujer................................................................. 135
I. Los faltos del Espíritu.......................................................... 137
II. La mujer en el corazón de la familia..................................147
LIBR1S S. R. L.
MENDOZA 1523 • (B1824FJI) LANÚS OESTE • BUENOS AIRES • REPÚBLICA ARGENTINA
De la Colección
Caminos Interiores
Ángeles... en el pensamiento
de teólogos y filósofos contemporáneos
Luis Glinka
El Evangelio interior
Maurice Zundel
Las bienaventuranzas
(Vivir como el Hijo. Vivir como Hijos)
Horado Bojorge
Reencontrarse a sí mismo
Cario María Martini
Tú me examinas y me conoces
Cario María Martini