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HISTORIA DE ESPAÑA
Y DE LA CIVILIZACIÓN ESPAÑOLA
TOMO I
Aunque bien lo advertirá el lector a poco que hojee este volumen, no estará de más afirmar
desde luego que se trata de un Manual de Historia de España, es decir, de un libro elemental de
vulgarización, que no tiene pretensiones eruditas, ni presume de agotar la materia, ni mucho menos
de enseñar nada a los estudiosos, familiarizados ya con todas y cada una de las relativas novedades
que para cierta parte del público seguramente contiene. Al escribirlo, se ha pensado ante todo en ese
público, falto de tiempo y de preparación para leer obras extensas o de carácter crítico, como para
enfrascarse en la ardua tarea de estudiar monografías e ir traduciendo luego, poco a poco, el
conjunto de los resultados parciales, en conclusiones de alcance general; y también se han tenido en
cuenta las necesidades de una gran masa escolar que cada día exige con mayor imperio, libros
acomodados a los modernos principios de la historiografía y a los progresos indudables que la
investigación ha realizado, de pocos años a esta parte, en lo que se refiere a la vida pasada del
pueblo español.
No quiero decir con ello que la literatura histórica de nuestra patria carezca de libros de este
género, a tal punto que pueda ofrecerse el actual como novedad sin precedentes. Comienzo, por el
contrario, afirmando que soy un mero continuador de ensayos anteriores valiosos, un obrero más
que intenta, a su modo y con las pobres fuerzas de que dispone, resolver nuevamente él problema de
un Manual de Historia de España que pueda servir para la enseñanza en varios de sus grados y para
la cultura general, necesitada aquí, como en ninguna otra parte, de libros de escaso volumen, de
fácil lectura, de poco aparato científico y de moderado precio, y que, juntamente, se amolden a los
principios metodológicos seguidos hoy día en todos los países, conforme el propio autor ha
expuesto en otro lugar1.
En consideración a esos principios, de gloriosa tradición nacional, se ha titulado el libro
Historia de España y de la civilización española, para evitar que, llamándose a secas Historia de
España, se creyese que sólo comprendía (como es uso corriente) la parte política externa, o que,
adoptando tan sólo el nombre de Historia de la civilización española, excluía —como muchas obras
que se apellidan así— aquella parte tan esencial en la vida de los pueblos, reduciéndose a pura
historia interna del movimiento civilizador que, además, no todos los autores entienden de igual
modo. Continuando la difusión de las ideas (que podemos llamar modernas no obstante su antiguo
abolengo, puesto que sólo en nuestros días han adquirido aceptación universal y se han formulado
sistemáticamente) acerca del concepto y el contenido de la historia, llegará momento en que baste
decir Historia de tal o cual nación para que se entienda por todos que comprende, tanto las
manifestaciones externas como las internas de la actividad social. Hoy por hoy, aún me parece
oportuno dirigir la atención del lector con esos apelativos mixtos, que ya usó nuestro gran Masdeu;
porque, no obstante la inclusión en obras extensas, como la de Lafuente, de capítulos relativos a la
civilización, por ser éstos de mucho menor desarrollo que los dedicados a la historia política externa
y sin la debida proporción con ellos, la mayoría de los lectores sigue entendiendo a la manera
antigua el contenido de la narración histórica.
El sentido moderno tuvo ya entre nosotros, en la primera mitad de este siglo, dos
representantes notables, aunque de mérito desigual: los señores Tapia y Morón. La Historia de la
civilización española (1840) del primero, ha perdido hoy todo su valor. El Curso de historia de la
civilización de España (1841-46) del segundo, aunque en algunos puntos es todavía superior a los
escritos posteriormente, en otros lo han inutilizado los muchos y notables descubrimientos hechos
de entonces acá; y es, por otra parte, libro incompleto, que no abraza todo el ámbito cronológico de
nuestra historia. Desde aquella fecha, nadie ha intentado escribir nuevamente la historia general de
la civilización española. El meritorio ensayo de Oliveira Martins tiene orientación distinta, y sólo
puede ser utilizado por un lector que conozca ya los hechos en que Oliveira basa sus conclusiones.
1 La enseñanza de la Historia. 2ª edición, Madrid, 1895.
4
Hermanando la historia externa con la interna, algunos libros de texto de nuestra segunda enseñanza
han dado entrada a materias de la civilización, pero, a mi ver, no en toda la necesaria medida ni con
la suficiente composición orgánica respecto de la parte política y militar. El Sr. Picatoste dejó
publicados dos compendios que, si bien satisfacen mejor las condiciones de la historia interna, son
demasiado breves, y en no pocos puntos inducen a error manifiesto. Finalmente, el señor Sánchez
Casado, que en sus libros escolares trató con laudable esfuerzo de reflejar los resultados de las
modernas investigaciones, renovando así la historia política de España, acometió igual propósito (en
un libro de mayor extensión que se dirigía al gran público) abrazando la totalidad de la historia
española; pero este libro quedó sin terminar y no puede, por tanto, servir al fin que se propuso.
Al publicar la presente obra, no nos proponemos, pues, sino continuar esos meritísimos
ensayos (entre los cuales también deberá citarse el del Sr. Moreno Espinosa), dando mayor
importancia a la historia interna, ligándola con la política, sistematizando su exposición, haciéndola
lo más realista y gráfica posible con el auxilio de las ilustraciones, y procurando componer un
Manual que pueda ser utilizado para todos los fines de la cultura pública no especialista.
Las dificultades que se oponen a la redacción de una Historia de España, son bien conocidas
de todos. Por investigar muchos de los puntos y de las épocas de ella; deficientemente conocidas
otras partes; inéditos gran número de documentos importantísimos, y llenas las fuentes antiguas —y
las modernas— de leyendas que han trascendido al conocimiento vulgar, ofrécese el camino, no
sólo lleno de maleza, sino, también, cortado a menudo por simas profundas que aun tardarán en
llenarse muchos años. En estas condiciones, el investigador sincero y cuidadoso hállase a cada
momento asaltado por el temor de la inexactitud, del vacío, del engaño o de la pista falsa que pueda
conducir al precipicio. No se libran de la inseguridad muchas de las tenidas por bases
incontrovertibles de nuestro saber histórico, desde el momento que cabe afirmar la imperfecta
lectura y publicación, v. gr., de muchos cronicones, crónicas y fueros de la Edad Media. El día que
el texto de estas fuentes quede suficientemente depurado ¿qué variaciones cronológicas y de todo
orden no se impondrán a la usada narración de nuestra historia? Un libro, pues, que pretenda ser
definitivo —aun a la manera relativa que lo definitivo cabe en la ciencia humana, y sobre todo en la
histórica— no puede escribirse hoy día en punto a casi ninguna de las diferentes partes que abraza
la vida secular de nuestro pueblo. La imposibilidad es mayor si se trata de abarcarlas todas.
Pero si nada de esto es hacedero, ni puede pretenderse que en obra de tan vasto horizonte
ofrezcan todos sus capítulos el fruto de investigaciones propias —que esto a nadie razonablemente
se exige en historias generales—, cabe componer un resumen «fiel y metódico del estado actual de
los conocimientos sobre la materia», es decir, de la Historia de España que hoy sabemos, reflejando
sus vacilaciones, sus vacíos, sus deficiencias, sin pretender ocultarlas ni menos sustituirlas por
fantasías y generalidades de ningún provecho. Libros así pueden y deben hacerse en cualquier
estado en que se hallen las ciencias, porque ni la humanidad ha de estar esperando eternamente a
que se averigüen todas las cosas y se desvanezcan todas las dudas (en cuyo caso no se justificaría la
publicación ni siquiera de aquellas Historias de España que justamente gozaron de crédito, como la
de Mariana y la de Lafuente), ni es, por otra parte, menos necesario para el adelantamiento de la
cultura darse cuenta, de tiempo en tiempo, de los progresos logrados y de los huecos que restan por
llenar. Mirando así las cosas, no puede parecer inmodesta la pretensión de escribir un Manual de
Historia de España. Al fin y al cabo, los españoles necesitamos saber lo que sea posible de nuestra
vida pasada, y, exigiéndose forzosamente el estudio de ella en todos los grados de la enseñanza
pública, de algún modo hay que satisfacerlo.
Claro es, repito, que en una historia general, que abraza todos los órdenes de actividad
humana —el político, el jurídico, el económico, el literario, el científico, el artístico, el moral, etc.
— no se puede exigir al autor que ofrezca constantemente fruto nuevo y de su propia cosecha.
Nadie ignora que desde las obras de mayor volumen como las de Cantú, a los manuales como el de
Seignobos, todas las que tienen este carácter penden, en la inmensa mayoría de sus páginas, de la
investigación ajena, asimilada y organizada conforme a cierto plan. Lo mismo ocurre en otras
5
historias que aparentemente son de más fácil dominio: v. gr. la de nuestro derecho, en que uno de
sus más ilustres y profundos cultivadores declaraba hace pocos años, que en muchos puntos había
tenido «que limitarse a exponer el resultado de investigaciones ajenas: suerte común, por lo demás,
a este linaje de obras, cuyo principal mérito consiste, más que en la novedad de las conclusiones,
propia de las monografías», en resumir bien los resultados a que han llegado hoy los especialistas.
Esto mismo es lo que yo he intentado. Fuera de algunos puntos muy concretos, en que he
podido apoyarme sobre trabajos de propia investigación, en todo lo demás descansa mi libro en la
autoridad de aquellos especialistas que más fe merecen y cuyas enseñanzas sigo y resumo como
mejor me ha sido posible. Y temeroso aún de no haber sabido en muchos casos concertar bien los
elementos que ofrece la literatura escrita, o encontrando en ellos motivos de duda, he procurado
completar la enseñanza de los libros con particulares consultas, de sumo provecho para mi obra.
Con referencia a ellas debo hacer aquí pública expresión de mi agradecimiento a D. Ricardo
Velázquez y D. Inocencio Redondo, que han tenido la bondad de revisar algunos párrafos de la
parte artística; a D. Julián Ribera, que ha examinado mucho de lo referente a la historia musulmana;
a D. Eduardo de Hinojosa, que ha hecho lo propio con algunos pasajes de la parte jurídica, y a D.
Salvador Calderón, con quien he consultado puntos relativos a los capítulos primeros.
A pesar de todo, tengo la seguridad de que en mi libro abundarán los vacíos y los errores:
parte, por culpa de quien lo ha escrito, y parte, también, por la dificultad inmensa (imposibilidad a
veces, dada la pobreza de nuestras bibliotecas) de conocer y tener presentes los innumerables
trabajos monográficos (en su mayoría extranjeros) que sobre Historia de España se han publicado
de veinte años a esta parte, y por la no menor que tiene «condensar y exponer con orden y claridad,
materia tan extensa y aun en mucha parte inexplorada». Tratándose de un Manual, en que no
pueden decirse todas las cosas y en que la necesidad de la concisión se impone, todavía se tropieza
con el nuevo peligro de la selección de noticias, que no siempre se logra realizar con acierto.
Abrigo, no obstante, la esperanza de que en los dos volúmenes que comprenderá mi Historia2, no
serán muchas las cosas esenciales que falten para formar idea clara del desarrollo del pueblo
español.
Reducida mi tarea, por sus propios límites, a cuidar sobre todo de las condiciones didácticas
del Manual, he atendido principalmente a las de método, claridad y sencillez de la narración. Con
frecuentes referencias, he ligado unos párrafos a otros, para que mutuamente se expliquen las
materias íntimamente relacionadas; he procurado usar un estilo sobrio y sin pretensiones retóricas,
no empleando palabras técnicas sin su inmediata traducción o equivalente vulgar; y he apoyado
siempre la exposición de los hechos importantes en antecedentes que por modo gradual llevasen a la
mejor inteligencia de lo que, presentado de golpe, pudiera parecer ilógico o incomprensible. Aun
así, la brevedad a que fuerza todo libro elemental, producirá de vez en cuando pasajes que
necesiten, para su completo aprovechamiento, ampliaciones y aclaraciones por parte del profesor, si
el Manual se utiliza en la enseñanza; pero éste es achaque de todas las obras didácticas, como
reconoce una de las primeras autoridades en la metodología de la Historia, M. Seignobos. El libro
no puede decirlo todo, ni debe decir cosas que sólo la explicación oral, auxiliada a veces de
procedimientos gráficos (dibujos en el encerado), puede presentar en pocas palabras, de manera
vivísima que comente y haga aprovechable la condensación de datos que el libro ofrece. Esta es
precisamente la misión del maestro en relación con el libro. Para el público de adultos, ya formado
y en posesión de cierta cultura, que puede usar también este Manual, no existe necesidad semejante.
El valor de algunas voces pertenecientes a las ciencias sociales, al arte y a la literatura, y que, no
obstante hallarse recibidas en la conversación vulgar, habrá de ser explicado previamente a muchos
escolares (tarea en que el Manual de historia no puede entrar, so pena de extenderse en cosas que no
le corresponden), es perfectamente inteligible para el gran público. Atendiendo a la mayor
ilustración de éste, al final del tomo II figurará una Guía bibliográfica, compuesta de modo que le
oriente en las lecturas de ampliación, sin entrar en pormenores que exijan preparación técnica
especial.
En los grabados que ilustran el libro3, he seguido los mismos principios fundamentales que en
la narración. En vez de fantasear escenas, retratos y paisajes—como es uso deplorable en obras de
historia—, me limito a la representación fiel de objetos reales, únicos que pueden dar la impresión
verdadera de los hechos. Sólo una vez he quebrantado esta regla, y ha sido para dar entrada a una
composición artística, a un cuadro célebre que suple la carencia de pinturas contemporáneas: cosa
no sólo permitida, sino recomendada y usada en todo el mundo por los mejores autores. En lo
demás, repito, se ha tenido por modelo el objeto mismo, tal como ha llegado hasta nosotros; y me
congratulo pudiendo decir que no pocos de ellos son inéditos y por primera vez se utilizan ahora
para ilustrar un libro de Historia de España; o si no lo son totalmente, presentan puntos de vista
nuevos: v. gr., la catedral de León, el palacio de Carracedo, y otros.
Si mis buenos deseos —única cosa de que puedo certificar al lector— se viesen cumplidos, en
lo fundamental al menos, y este Manual mereciese buena acogida del público por responder
verdaderamente a las necesidades generales me animaría a completar el ciclo de publicaciones que
creo indispensables para la vulgarización de la Historia de España en beneficio de la cultura
general, haciendo seguir el presente libro de otro de Lecturas Históricas (en el tipo de los de
Maspero, Langlois, Ruffi, etc.), y quizá también de un tercero en que la vida pasada de nuestra
nación apareciese contada por los mismos contemporáneos (cronistas, poetas, historiadores,
legisladores, etc.), como en la Histoire de Belgique empruntée textuellement aux récits des
ècrivains contemporains, de Van Bemmel, o en la Histoire de France racontèe par les
contemporains, de B. Zeller. Por ahora, me limitaré a escribir el compendio para la enseñanza
primaria, sobre la base de este Manual.
Rafael Altamira
Oviedo, Junio de 1899.
PRELIMINARES
1. Condiciones geográficas de España.
Constituye España una península situada en el extremo SO. de Europa, ligada al continente
por un istmo de 450 kilómetros, y rodeada por dos mares: el Mediterráneo, al E. y S. (hasta el
estrecho de Gibraltar), y el Atlántico, al S., O. y N.; tomando este último, en la costa septentrional,
el nombre de Cantábrico.
Tiene con esto la Península límites perfectamente señalados, puesto que el único punto de
unión con otras tierras (con Francia, por el istmo) lo constituye una cadena de altísimas montañas
(los Pirineos) que ofrecen pocos sitios de fácil penetración, de modo que casi la cierran y aíslan de
Europa.
Geográficamente, la Península constituye un todo, de los más exactamente diferenciados y
caracterizados, aunque hoy día, desde el punto de vista político, existan en ella dos pueblos: España
y Portugal; por lo cual se señalan también los límites entre ambos en las descripciones geográficas
modernas. Pero conviene saber que por muchos siglos toda la Península tuvo una historia común, y
que, aun después de haber Portugal llegado a constituir un reino independiente (hace ocho siglos),
volvió a estar unido con España por algún tiempo, variando bastante sus límites. Ya veremos en
cada época los que ha tenido, único modo de formar idea clara del valor de las divisiones políticas.
Por de pronto, lo que nos importa es considerar el aspecto geográfico dentro del cual se han
ido determinando los diversos pueblos mediante cuya relación y enlace se hubo de constituir la
España actual.
Tiene la Península la forma de un gran promontorio, cuya parte más alta corresponde al centro
próximamente (meseta central; Castilla-Extremadura), desde el cual desciende en escalones el suelo
hasta los dos mares. La falda o vertiente oriental (la que da al Mediterráneo) es la más corta, y por
tanto la más rápida; la occidental, que da al Atlántico, es mayor y de más suave y graduado declive;
de modo que España (mirando el conjunto desde la meseta central) se inclina hacia el Oeste,
tardando bastante en llegar al mar; mientras que por el otro lado, más estrecho, se precipita
rápidamente en el Mediterráneo. Nótase también una segunda inclinación, más suave y de relieve
desigual, de N. a S., desde la base de los Pirineos cantábricos al Guadalquivir. Esta forma de la
Península se halla interiormente modificada por el sistema montañoso, cuyas líneas generales
contribuyen, sin embargo, a la disposición indicada.
Las dos cordilleras fundamentales de España son: Pirenaica, al N., en dirección de E. a O., y
la Ibérica o Celtibérica que, arrancando de aquélla, toma una dirección casi perpendicular (NO. a
SE.) hasta que, ya cerca del Mediterráneo, por el límite de Andalucía, parece torcer al O., formando
otra cordillera (la Penibética, que algunos autores consideran como independiente) de montañas
altísimas, pero muy próximas al mar y que terminan en el cabo de Tarifa. Las dos líneas primeras
forman como una gigantesca T cuyo palo vertical no fuese recto, sino tortuoso e irregular, pues no
consiste propiamente en una sucesión de montañas, sino en una serie alternada de picos (como el
Moncayo y el Javalambre) y de páramos y llanuras elevadas que los cortan; mientras que el
horizontal constituye, en parte, el límite con Francia y, en parte, corre tan junto al mar que deja sólo
una zona estrecha donde, sin embargo, existen pueblos tan importantes como los vascos (Provincias
Vascongadas), los cántabros (Santander) y los astures (Asturias), terminando luego en una
expansión muy complicada que abraza las provincias gallegas y el N. de Portugal, y constituye una
de las regiones más quebradas de España.
Queda así dividida la Península en cuatro regiones: la del Norte o cantábrica, entre los
Pirineos españoles y el mar; la Oriental o mediterránea, que arranca del nacimiento del Ebro y llega
hasta el límite entre Andalucía y Murcia, comprendiendo, pues, todo Aragón, Cataluña, Valencia y
Murcia, con parte de la Mancha; la del SE. formada por la zona de tierra que va desde la cordillera
9
mínimum que de ordinario cae en las llanuras de Europa. Conocidas de todo el mundo son las
tremendas sequías de Castilla, Andalucía y Valencia, cortadas a veces por lluvias torrenciales e
inundaciones de graves consecuencias. Las inundaciones tienen por causa principal la concentración
de las lluvias y las nieves en localidades montañosas de corta extensión, que luego desahogan de
golpe por los ríos en mayor cantidad de la que normalmente pueden éstos conducir; al paso que,
como hemos visto, hay otras comarcas (casi las 3/5 de la superficie peninsular) que no participan
equitativamente de la distribución de humedad. Resultado necesario de esta desproporción y de la
gran altura del terreno, es la pobreza agrícola de muchas localidades, ya conocida y señalada por los
geógrafos romanos hace diez y nueve siglos, y que continúa, en lo principal, en los mismos sitios
que ellos citan, como, v. gr., la región castellana y la Mancha.
No quiere esto decir que la Península española se halle totalmente desprovista de condiciones
favorables para la vida del hombre, ni que las contrarias que hemos señalado sean tan acentuadas e
irreductibles que originen dificultades insuperables y totalmente adversas.
Exceptúanse en primer término las regiones costeras, principalmente las mediterráneas del E.
y S., tierras bajas feraces, en que florecen cultivos importantes únicos en Europa o de mejor calidad
que los análogos de otros países, como la vid, el olivo, el naranjo, el arroz y las frutas y hortalizas
tempranas. La costa Norte, de poco valer agrícola en general, es muy favorable a la ganadería por
los extensos prados naturales que sostiene una humedad constante y más que necesaria,
caracterizándose en algunos puntos (Galicia y Asturias) por un clima muy templado, gracias a la
corriente marítima de agua caliente llamada del Golfo, que toca en ellas; y, merced a esto también,
en parte de Galicia, por una frondosidad exuberante. Debido a estas condiciones —y a otras que
luego señalaremos— las costas han sido siempre en la Península lo más poblado, rico y de
civilización adelantada, sobre todo el S. y E., como ya advirtieron los citados geógrafos de la época
romana. A estos elementos de producción natural se unen en mayor escala, y difundidos con más
igualdad en todo el territorio, yacimientos innumerables de minerales, desde los metales preciosos
(oro, y en mayor cantidad plata) hasta los de uso más vulgar en las industrias: siendo en este punto
coetánea con los primeros tiempos de su historia la fama de la Península española, fama que
constituyó uno de los más poderosos medios de atracción de los pueblos extraños.
Por otra parte, conviene no olvidar nunca que la acción del hombre puede modificar en gran
medida las condiciones de la naturaleza, y que precisamente esta reacción contra el medio natural
—que, aun en los casos más favorables, no rinde todos los beneficios de que es susceptible sino a
cambio del esfuerzo humano— constituye el fondo esencial de la historia. Claro es que el esfuerzo
ha de estar en razón directa de la facilidad que presentan para su explotación y acomodamiento a las
necesidades humanas, el suelo y el clima, y que, por lo tanto, hay países que requieren mucha
mayor energía que otros menos ingratos, como indudablemente lo son, comparados con el nuestro,
no pocos de Europa. Pero si esta circunstancia puede explicar cierto retraso en el desenvolvimiento
del pueblo menos favorecido, y aminora en algo la responsabilidad de él, puesto que lucha con
mayores dificultades, le obliga en cambio moralmente a más esforzada y constante acción para
vencer los obstáculos naturales que se le oponen. Así, la primera y más importante cuestión social
que el pueblo español tiene planteada en su historia, y hacia la cual debería haberse orientado su
actividad ante todo, es la de modificar el medio físico en que vive, aplicando a esto la mayor parte
de sus fuerzas y de su atención, como base de todo su desarrollo nacional. Así lo hicieron muchos
pueblos que han brillado en la historia, a pesar de haberse establecido en regiones poco aptas
naturalmente, a no mediar gran esfuerzo del hombre, para dar vida a naciones robustas. Los
habitantes de nuestra Península han podido contar, como base para el éxito —que en parte
contrarresta las condiciones contrarias que hemos señalado—, la feracidad de algunas regiones, el
abundante caudal de agua que en algunas épocas del año llevan los ríos y se pierde en el mar, el no
menos grande de aguas subterráneas que hay en muchas localidades y la riqueza mineralógica del
suelo, que tanto se presta a desarrollos industriales. Igualmente la gran amplitud de las costas ofrece
campo a propósito para el cultivo de la navegación y del comercio marítimo, aunque no tanto como
11
otras naciones de litoral más recortado. He aquí como la misma naturaleza ha señalado desde el
primer momento la ley fundamental que, so pena de grandes males, había de guiar la acción de
nuestro pueblo para organizarse y desenvolverse ampliamente. La comprobación del cumplimiento
o incumplimiento de esta ley necesaria, no es el menor fruto que ha de sacarse del estudio de la
historia de España.
3. Población de España.
La Península española, no obstante su gran extensión (586.000 km2. en números redondos),
ha estado siempre poco poblada. No pueden fijarse cifras exactas de población para tiempos
anteriores al siglo XVIII, porque los censos no se verificaban con la relativa perfección que
alcanzan ahora, ni eran tan constantes y regulares, transcurriendo a veces siglos sin que se hiciera
ninguno. Así las cifras que se dan para el siglo XV oscilan, de 7.900.000 habitantes en la corona de
Castilla (comprendiendo el reino de Granada) a 9.680.191. Respeto del siglo XVI, indícanse sumas
que varían de 4.500.000 (1541) o, según otros datos posteriores, 6.990.262 (en Castilla, León,
Vascongadas y Asturias), a 7.504.057 (en 1594). En el siglo XVII, si hubiéramos de dar fe a los
números que traen algunos autores contemporáneos, la población bajó extraordinariamente, pues,
según el cardenal Zapata, en Castilla había sólo (1619) tres millones de habitantes, y, según Don
Antolín de la Serna, seis millones en toda España (§ 733). Del siglo XVIII se conocen ya
estadísticas más seguras, que elevan la cifra de población (en los últimos años) a más de
10.000.000. Desde entonces ha seguido subiendo en proporción bastante acentuada, desde
11.000.000 en 1822, a 19.560.352 en 1887. El acrecentamiento iguala al de Italia, y excede en
mucho a Irlanda, Austria, Grecia, Francia y a veinte de los principales Estados alemanes. En la
densidad, o sea número de habitantes por km 2, ocupa España el número 12 en la serie de naciones
europeas, y en la cifra relativa de esa misma densidad, el número 7, después de las seis grandes
potencias (Rusia, Alemania, Austria-Hungría, Francia, Inglaterra con Irlanda, e Italia). Pero, como
se ve, el acrecentamiento es muy moderno (salvo algún caso contrario de decrecimiento regional,
como en Andalucía tan poblada en los tiempos romanos y en los árabes), y durante la mayor parte
de su historia —a pesar de varias invasiones de pueblos extraños—, la Península ha tenido muy
escasa población.
un impulso también septentrional, a beneficio de la pesca y del comercio, que las liga con pueblos
europeos distantes, como Inglaterra y los Países Bajos. La región central y occidental se ha
significado muy tardíamente en este sentido: su expansión se verifica por la misma Península, y
sólo desde fines del siglo XV sale de los límites españoles para dirigirse con gran fuerza hacia el O.
(América), y con menos ímpetu y constancia hacia el S. (África), poniéndose así en contacto con
otros continentes y contribuyendo en gran manera a la población y civilización del americano.
Por todas estas circunstancias, han sido variadísimas las relaciones de España con otros
pueblos, y en su propio territorio se han mezclado elementos muy diferentes de población,
convirtiéndolo en teatro de hechos altamente complejos. La narración de estos hechos, y por tanto
de las vicisitudes por que han pasado las gentes que los produjeron, constituye la historia de España.
5. Razas y pueblos.
Estas mezclas de pueblos tienen importancia grande para determinar la formación y el
carácter del tipo español, dado que no todos los hombres son iguales, ni física ni espiritualmente.
Atendiendo a las diferencias físicas, se distinguen dentro del género humano varias clases o grupos
que se llaman razas. Las razas se caracterizan por la forma de la cabeza o cráneo, la cavidad de éste,
el color de la piel y de los ojos, el aspecto, color y sección transversal del cabello, la altura del
cuerpo, la longitud de las extremidades (especialmente los brazos), y otras particularidades.
En el cráneo hay que considerar lo que se llama ángulo facial, formado por dos líneas que,
partiendo la una del orificio del oído y la otra del punto medio de la frente, se juntan en la base de
los dientes incisivos medios superiores. Este ángulo varía naturalmente según que la mandíbula
superior es saliente o no. Los cráneos que la tienen saliente (y por tanto un ángulo menos abierto o
más agudo) se llaman prognatas; y los que la tienen recta (con ángulo más abierto), ortognatas. Son
ejemplos de estos dos tipos, el cráneo de un negro y el de un europeo.
Igualmente importa la figura general del cráneo mirado verticalmente. Si es más largo que
ancho, se llama dolicocéfalo; si aumenta la anchura, apareciendo como redondeado, braquicéfalo; y
si ofrece un término medio, mesocéfalo o mesaticéfalo. Estas proporciones se miden también por el
ángulo que forman dos líneas, una que de la base posterior va hasta la frente, y otra que la corta en
forma de cruz. Apreciando como 100 la línea primera, este ángulo tiene en los neocaledonios
(dolicocéfalos extremados), 70; en los europeos (mesocéfalos), 80; y en los samoyedos
(braquicéfalos), 85. En cuanto a la cavidad o cabida interior del cráneo, se mide llenándolo de
perdigones o semillas, que luego se cubican en un vaso graduado; y también varía en los diferentes
pueblos.
El color de la piel tiene muchas variantes, como es sabido, distinguiéndose cuatro tipos
fundamentales según unos autores (blanco, amarillo, negro y mixto), y cinco según otros (blanco
[subdividido en enteramente blanco y moreno], negro, amarillo, cobrizo y moreno obscuro
australiano); pero estas diferencias no son consideradas hoy día como muy importantes para la
determinación de razas. En los ojos se aprecia el tamaño de su cavidad y el color del iris, aunque
por ser éste variadísimo y hallarse el negro, que es el más común, en todas las razas, tampoco es
señal muy segura. Lo mismo sucede en punto al cabello, negro o rubio, crespo o suave, etc.; pero sí
tiene importancia su sección o corte, ya redondo, ya ovalado (hombre europeo) o alargado (negro
africano), porque es carácter que persiste en las razas.
Por la altura del cuerpo, se diferencian mucho los hombres, puesto que hay pueblos, como los
patagones, que llegan a 6 pies y 4 pulgadas, mientras que los bosjemanes del S. de África sólo
tienen 4 pies y 6 pulgadas, y el europeo ocupa un término medio. Finalmente, considerando la
extensión de los brazos, se ve que en los blancos, puestos de pie, no llegan los dedos más que a la
mitad del muslo, mientras que en los negros bajan una o dos pulgadas más, y aun suelen llegar a la
rodilla.
Considerando todos estos caracteres —que en la realidad se combinan entre sí de varios
modos—, se distinguen y caracterizan las razas humanas, cuya importancia capital para la historia
13
consiste en que, según muchos naturalistas (y también según la opinión vulgar), sus diferencias
físicas suponen diferencias espirituales en punto al desarrollo de la inteligencia, aptitud para el
trabajo, predominio de éstas o las otras cualidades morales, etc. Tales conclusiones no las aceptan
todos los sabios, afirmando algunos, como mayor concesión, que las diferencias intelectuales no
pueden apreciarse sino comparando los tipos extremos de la serie de razas; mientras otros creen que
no son esenciales y sí históricas, suponiendo que, sometidas a iguales condiciones de educación,
todas las razas pueden llegar a idénticos resultados en lo fundamental. Pero, aunque fuesen
completamente exactas, perderían las citadas mucho de su valor para nosotros desde el momento
que en la historia no encontramos razas puras, es decir, que no se nos presentan los hombres
agrupados según sus caracteres físicos y excluyéndose unos tipos a otros. Así, los pueblos que más
han figurado en la historia, como los egipcios, los griegos, los romanos, etc., son producto de
cruzamientos y mezclas, notándose en su composición diferentes tipos antropológicos, o resultados
mixtos, de caracteres nuevos. Los antropólogos creen que, cuanto más mezclado es un pueblo, tanto
más fecundo y apto es para la civilización; y señalan también, como una circunstancia modificativa
de las razas (dentro de ciertos límites), la influencia del medio natural —geográfico y climatológico
— en que viven, y que puede variar mucho, por las emigraciones, v. gr. Pero es indudable que los
grupos humanos constituidos históricamente en un territorio, cualesquiera que sea su composición
antropológica, se han distinguido unos de otros por el carácter, la vocación, el género de actividad,
las cualidades morales, las costumbres, etc., y en este sentido se dice que el pueblo francés es
distinto del español o del alemán, o del italiano, notándose que estas diferencias persisten a través
del tiempo, y aun se acentúan, a veces. Desde este punto de vista, importan las relaciones de unos
pueblos con otros y sus influencias, aunque no pueda decirse que sean de razas, sino de grupos
mezclados.
Otro hecho hay que distingue a los hombres notablemente, aunque no es del orden físico: el
idioma. Atendiendo a él, se han solido clasificar los pueblos en grupos que se llaman familias de
idiomas, y también razas. Generalmente son tres las familias que los autores consideran: aria (en
que figuran casi todos los pueblos de Europa y los indos y persas de Asia), semita (asirios, hebreos,
fenicios, árabes, etc.), y turania, mogola o uratoaltaica (mogoles, fineses, húngaros, turcos, etc.),
quedando aparte los pueblos que hablan lenguas de tipo muy diferente, como los chinos, birmanes y
siameses. Esta clasificación no debe inducir a error, confundiéndola con la de las razas propiamente
dichas, o creyendo que cada raza habla exclusivamente una clase de idiomas. Por el contrario, en
cada familia lingüística se hallan confundidos pueblos y grupos de distintos caracteres físicos: así,
en la aria hay dolicocéfalos ortognatas y braquicéfalos, rubios y morenos, etc., y en la uraloaltaica,
braquicéfalos, de varias clases, blancos y amarillos. La comunidad de idioma indica, en opinión de
los sociólogos, una intimidad de vida y de civilización mayor que la analogía o identidad de los
caracteres antropológicos o de razas siendo frecuente el hecho de haberse comunicado una lengua a
grupos humanos que se distinguen desde el punto de vista de los caracteres físicos.
EDAD ANTIGUA
I. TIEMPOS PRIMITIVOS
8. Historia de la Tierra.
La Tierra no ha sido siempre como ahora es, de la misma forma, con los mismos mares y
continentes, ni ha estado poblada con iguales plantas y animales que los que hoy vemos. Unos y
otros han pasado por cambios distintos, que necesitaron muchísimo tiempo para producirse. El
estudio de estos cambios forma una ciencia llamada Geología, que es como la Historia de la Tierra;
y del mismo modo que en la historia de los hombres hay divisiones de Edades, la Geología ha
establecido otras en la sucesión de las transformaciones por que ha pasado la Tierra.
Los tiempos más antiguos, cuando empezó la Tierra a formarse con partes sólidas y partes
líquidas, se conocen con el nombre de arcaicos o fundamentales, sin que en ellos aparezca todavía
de un modo indudable ningún ser vivo, vegetal o animal: es decir, que sólo existían minerales
sólidos (terrenos), líquidos (aguas) o gaseosos. Siguen a estos tiempos otros llamados primarios (era
primaria o paleozoica), en que ya se hallan plantas y animales, siendo éstos en su mayor parte
marinos (crustáceos, moluscos y peces). No existían entonces los continentes que ahora conocemos
(Europa, Asia, África, etc.), sino islas numerosas, pequeñas y poco elevadas. La temperatura era
uniforme y templada.
La era secundaria o mesozoica, que siguió a ésta, se caracteriza por la formación de
continentes extensos, con nuevos tipos vegetales y animales, clima cálido, pero que va ya
diferenciándose en las distintas regiones del globo y constituyendo las zonas de temperatura, a la
vez que se acentúan las estaciones del año.
Por fin, surgen los continentes con la forma y la extensión, aproximadamente, que tienen en la
actualidad y con clima muy templado, vegetación extraordinaria, fauna en que sobresalen grandes
mamíferos y abundancia de lagos y volcanes. Todos estos cambios caracterizaron una nueva era,
que se llama terciaria, neozoica o cenozoica.
No hay vestigios seguros de que el hombre viviera en estos tiempos, que duraron muchos
miles de años. La Península española, cuyo macizo central (cordillera Carpeto-Vetónica) y parte del
suelo de Galicia, del Norte de Portugal, Extremadura y provincias de Córdoba y Sevilla, se
formaron en la era arcaica, se va completando en la terciaria mediante el levantamiento de los
Pirineos, que hasta entonces no existían. El Mediterráneo se comunicaba con el Atlántico por una
depresión del Valle del Guadalquivir, mientras que en el valle del Duero, en el del Ebro y en el de
Castilla la Nueva, existían tres grandes lagos, unidos los dos primeros por el Norte de Burgos y La
Rioja, y otros menores veíanse por la parte de Murcia, Valencia y Sevilla. Estos lagos fueron
corriéndose hacia el O. y desapareciendo, ya por evaporación, ya por desagüe en el mar, dejando las
hondonadas, por donde vinieron a correr los ríos. También a fines de esta era comienza a levantarse
sobre el nivel del mar la costa de Levante.
Como se ve, en este tiempo, si España tiene ya fundamentalmente la configuración actual,
todavía se advierten en ella notables diferencias en la distribución de los terrenos, comparándola
con la que presenta hoy día.
Antes de acabar la era terciaria, se produjo un notable cambio de temperatura, mudándose el
clima subtropical en fríos intensos (período glacial), que cubren casi toda Europa de hielos y
originan multitud de accidentes, preparatorios de modificaciones en las formas continentales. Con
esto se abre la era cuaternaria; y pasado el período glacial, se restablece la normalidad de la
temperatura, que adquiere condiciones análogas a las actuales. En esta era se encuentran ya
indudables vestigios de que vivía el hombre.
16
países) que revela la profundidad a que han sido hallados aquellos restos de la industria prehistórica.
No es la raza de Canstadt la única que aparece en Europa en el período arqueolítico. Existía
también otra, de tipo diferente, braquicéfalo, llamada en general de Furfooz, aunque bajo este
nombre se agrupan restos que difieren algo entre sí; pero de esta nueva raza no se han hallado
vestigios seguros en nuestra Península (hasta ahora a lo menos), correspondientes a este período;
aunque en tiempos algo posteriores parece que existió en localidades de Andalucía y de Portugal (§
13).
puntas de flecha y las hojas con empuñadura; mas aparecen otros nuevos, que lentamente van
sustituyendo a los antiguos, como hachas talladas en bisel, una especie de azuelas o azadas
pequeñas, martillos, molinos y morteros: usándose para estas fabricaciones, además del sílex, otras
clases de piedra, como ya hemos dicho. En hueso y ámbar se hacían brazales para proteger los
brazos en la guerra, peines, alfileres, agujas, leznas, ciseles, collares, botones en forma de disco
cónico y otros objetos.
Acentúanse, a medida que adelanta la civilización neolítica, los ensayos de cerámica (cocida
al sol o en hogueras) en forma de vasos funerarios y de uso común con adornos, pulimentadores,
tinajas, una especie de lámparas, y discos agujereados que se ensartaban con una fibra (fusaiolas):
siendo de notar que los vasos hallados en los Pirineos y en Portugal son superiores a los del centro
de Francia por la forma y por el decorado. Ejemplares de esta cerámica se encuentran en cuevas y
lugares de Almería, Alicante, Murcia, Málaga, Granada, Guadalajara, etc.
A la vez aparecen las industrias textiles, como lo prueban restos de vestidos encontrados en
cuevas de la provincia de Granada y otros puntos. El oro es ya conocido y empleado en construir
objetos, y siguen usándose para adornos las conchas, caracoles, azabache y otros materiales.
El hombre de este período conocía la agricultura, de la cual aprovechaba los cereales, como lo
indican los morteros y molinos a brazo encontrados; conocía también la navegación, en piraguas o
canoas hechas de un solo tronco ahuecado, y había llegado a domesticar diversos animales, como el
perro, la cabra, el toro y el caballo.
Vivía unas veces en chozas, otras en islotes artificiales sobre los ríos, o en habitaciones
construidas dentro de los lagos, sobre pilares de madera. A estas habitaciones se les ha llamado
palafitos, no habiéndose hallado hasta la fecha ningún ejemplo cierto de ellas en España, aunque se
ha supuesto existieran en algunas localidades, como Galicia, León, Huelva y Puig de Malabella
(Gerona). En su lugar, son frecuentes las viviendas trogloditas o en cuevas (siguiendo la tradición
anterior), a veces en series o pisos (Menorca, Bocairente, Madrid, etc.), y cuyas paredes muestran
pinturas, como en la cueva de la Mujer y la de los Murciélagos (ambas de la provincia de Granada);
y las construcciones al descubierto de tierra y piedras (citanias, castros, campos atrincherados...)
Como consecuencia del gran desarrollo de la industria, formáronse también centros de producción o
talleres, es decir, sitios donde se fabricaban los útiles e instrumentos de piedra, principalmente, y
desde donde se exportaban a todas partes. Ejemplo de ellos es el hallado en Argecilla, provincia de
Guadalajara. Resultado de la vida al descubierto que va sustituyendo a la troglodita, y de la
aglomeración de los hombres en tribus, es el crecimiento de los paraderos de que ya hemos hablado
y que se encuentran en lugares de Portugal, de León, etc.
que se encuentra en el resto de Europa; otro especial del S. de Andalucía y de la región portuguesa,
llamado de cúpula. El dolmen español más importante es el dolmen o cueva de Menga (Antequera),
cuya cámara o estancia está dividida en dos naves por pilares que sostienen el techo. Comparados
los de cúpula con los primitivos de Grecia (Micenas), hállanse analogías que hacen pensar en una
influencia venida de este último país, muy patente en la tumba llamada del Romeral, también de
Antequera, con cúpula. Sin embargo, se ha hecho notar que el megalitismo propiamente español
difiere del oriental primitivo en que éste usa el sillar labrado y aquél no; pero que la evolución del
español se produjo por influencias griegas, parece hoy indudable.
Los cadáveres están colocados, en las sepulturas neolíticas, sentados y con objetos de uso
común a su alrededor, tales como hachas, cuchillos, copas ornamentadas, etc., lo cual hace suponer
que los hombres de esta época, como los de la anterior, creían en una nueva vida, en la cual
necesitaban los muertos de los mismos útiles y armas que durante la existencia terrenal habían
usado. Esta circunstancia, y el esmero que ponían en los monumentos funerarios, permiten afirmar
la continuación del culto de los muertos, al cual corresponden también, probablemente, ciertas obras
escultóricas que parecen ídolos y que se han encontrado en los enterramientos. Otras veces, los
cadáveres se colocaban dentro de grandes tinajas de barro; y aun parece que en ciertos puntos (v.
gr., Almería) se practicaba la cremación, especialmente en los muertos del sexo masculino.
del metal, que viene en se guida. En este grado de la cultura neolítica adviértese un gran progreso en
los procedimientos para trabajar la talla del pedernal, con formas muy notables de armas, como son
las flechas triangulares sin pedúnculo encontradas en el O. y S. de España, y un puñal de hueso
hallado en Aznaga (Badajoz). La piedra pulimentada decae, sustituida (como diremos) por el uso
del cobre.
El hombre de este período empieza a construir casas con pisos, cuyos muros son de piedra
cimentada con tierra y el techo de cañas y ramaje cubierto de tierra. Sostienen además el edificio
grandes columnas o poyos de madera. Cerca del río Andarax (Almería) se ha descubierto una aldea
cuyas casas estaban construidas de aquel modo, hallándose defendida con fosos y un puente que la
cerraban, y con otras construcciones cercanas, que constituyen un campo fortificado como el de
Mola de Chert (Castellón) y los que se llaman castros en Galicia. Ya veremos como este tipo de
construcción y defensa de los pueblos se prolonga hasta tiempos más cercanos. También se
encuentran murallas, de indudable tipo miceniano (v. gr., las más antiguas de Tarragona, y otras en
Gerona, Olérdola y en el Castillo de Ibros, en Jaén), formadas por bloques más o menos toscamente
labrados.
Las necrópolis o cementerios de estos pueblos tienen las tumbas recordando la forma del
dolmen: circulares, con una especie de bóveda por techo, cuyo centro sostienen columnas de
madera o de piedras (§ 13). Algunas tumbas presentan una galería de entrada (cosa frecuente en los
dólmenes también), y cámaras o salas laterales. En las paredes se ven pinturas y relieves (necrópolis
del río Andarax y otras en Granada), encontrándose asimismo túmulos, cromlechs y demás
monumentos megalíticos. De la misma clase son la citania descubierta en el monte de San Román
(Portugal) y la llamada Cava de Viriato (Vizeu). Cada tumba contiene de 1 a 100 cadáveres, al lado
de los cuales se ven útiles de piedra pulimentada (cuchillos de 35 centímetros y de 15). A veces se
encuentran huesos y telas carbonizadas, lo cual hace pensar en si imperaba ya entonces la
costumbre general de quemar los cadáveres.
La cerámica de este período lleva ornamentación lineal, hecha con los dedos y a uña, primero,
luego con punzón, y más tarde, otra más rica, quizá simbólica, de palmas, triángulos con puntos y
escenas silvestres. El grabado es en hueco relleno de pasta blanca. Nuevos tipos más perfectos,
presentan pinturas en rojo, verde o azul sobre tierra blanca. Se encuentran vasos en forma de cáliz o
tulipán con ornamentación geométrica, quizá exóticos (¿imitación de los etruscos y griegos?: en
Setúbal, Ciempozuelos, Talavera, Carmona, Argar), como también se supone que los vasos de
ornamentación rectilínea sean de origen egipcio. Los hay de yeso, adornados de líneas grabadas y
pinturas rojas o azul verdosas, uno de cuyos ejemplares tiene la forma de huevo de avestruz cortado,
que parece revelar su procedencia oriental. Al lado de este tipo, se hallan otros —los de forma de
cáliz o tulipán con líneas en hueco, a veces rellenas de pasta blanca—q ue parecen de origen
occidental y abundan muchísimo en la Península. Finalmente, se han descubierto estatuitas groseras
en alabastro, aragonito y marfil que, como en el período anterior, se colocaban en las tumbas en
proporción del número de muertos, y otros objetos de uso tal vez religioso; y figuras de bastones o
báculos y de cuerpos y rostros humanos, trazadas geométricamente sobre pizarra. (Los mejores
ejemplares han sido hallados en tumbas de la región portuguesa.)
Pero lo más característico de este último tiempo del neolítico —y lo que lo convierte en
verdadera transición a la edad de los metales, según algunos autores— es que, al lado de los objetos
de piedra, marfil, hueso, etc., se encuentran otros de cobre: hachas, tijeras, punzones, agujas y hojas
de doble filo y dentadas (Millares y Parazuelos de Murcia, en España; San Román, en Portugal,
etc.) No puede, sin embargo, afirmarse esto con toda precisión; porque, si bien es verdad que tales
objetos se han hallado en las construcciones que mencionamos antes, como éstas duraron bastante y
fueron habitadas por hombres de épocas posteriores, quizá de éstos provienen los objetos de metal
cuya introducción señala tiempos nuevos. Antes del cobre es muy probable que conocieran los
españoles el plomo.
Como resumen de todo el período neolítico español en sus dos grados, podemos decir que lo
22
caracterizan tres cosas: la religión de los muertos, con la creencia en una segunda vida origen de las
grandes construcciones sepulcrales; la condición militar o defensiva de las poblaciones, lo cual
supone la guerra; y las probables relaciones comerciales con otros pueblos, como al parecer lo
indican los talleres y la presencia de objetos exóticos, hechos, incluso, de materias que en España
no existían.
española sean puramente locales y no puedan generalizarse como si hubiesen existido en toda la
Península.
Debe tenerse en cuenta, además, la incertidumbre de mucho de lo que hoy se sabe respecto de
estos períodos. El estudio del hombre prehistórico es muy reciente, y aun hay muchas dudas y
vacilaciones en no pocos puntos; pudiéndose presumir, respecto de ciertas afirmaciones, que vengan
a ser desmentidas por futuros y muy posibles descubrimientos, puesto que restan muchos lugares de
España por explorar. Téngase, pues, todo lo dicho como provisional, mientras nuevos estudios no lo
modifiquen.
Otra reserva hay que hacer por lo que toca a la cronología de estas épocas primitivas. La idea
de tiempo es muy necesaria al hombre para comprender con claridad la sucesión de los hechos
históricos y la dependencia en que están los unos, como efectos, de otros que son sus causas o
precedentes. Pero, en lo que toca a los períodos primitivos de nuestra historia, no podemos
determinar cuándo empiezan ni cuánto duró cada uno. No cabe, pues, indicar fecha alguna que nos
ayude a concebir la antigüedad de las primeras poblaciones españolas, ni el tiempo que tardaron en
pasar de la civilización paleolítica originaria a la del hierro, que inicia las edades históricas. Como
ejemplo de una hipótesis, indicaremos que, en opinión de los investigadores de la localidad de
Argar, tan notable en objetos de metal y particularmente de plata, la época a que corresponde esta
civilización se remonta próximamente a 2.000 años antes de la Era cristiana. Un especialista
moderno en estos estudios (Siret), propone el siguiente ensayo de cronología: Edad de la piedra
pulimentada, desde una fecha desconocida al año 1700; período del cobre con talla hermosa del
sílex, 1700-1200 (supremacía de la influencia fenicia, con gran explotación de metales y difusión de
los monumentos funerarios, cúpulas y construcciones megalíticas); período del 1200 al 1110,
caracterizado por la invasión de los celtas en Occidente y destrucción del imperio fenicio en esta
parte; período del bronce (los fenicios de Tiro se establecen en Cádiz y los griegos llegan al
Mediterráneo occidental, mientras que los celtas dominan la mayor parte de la Península: abandono
de la arquitectura megalítica; fundación de numerosas acrópolis); período primero del hierro, del
800 al 600 (apogeo del comercio griego); período segundo, del 600 al 400 (preponderancia
cartaginesa en el Occidente; preludios de su extensión en la Península).
poema latino de cierto gobernador romano de África, llamado Rufo Festo Avieno, que describe las
costas de España sobre la base de un viaje o derrotero fenicio que se cree del siglo VI (antes de
Jesucristo), aunque luego fue traducido y modificado por escritores griegos de los siglos V y II
(antes de Jesucristo). Este poema, y la obra de un geógrafo griego del siglo I, llamado Estrabón, son
los textos más amplios que se refieren a nuestra Península. También la Biblia, en diferentes libros
del Antigua Testamento, menciona una localidad llamada Tarschich o Tarsis, que muchos autores
creen sea española (S. de Andalucía, región del Guadalquivir, o la de Murcia).
En todos estos textos se leen nombres muy variados de pueblos y lugares españoles, aunque
mezclados con leyendas y fábulas difíciles de creer o de interpretar. De todos ellos, el que ha
prevalecido, por suponer que representa el resumen o conjunto de todas las demás noticias, es el
pasaje de un historiador latino llamado Varrón (siglo I antes de Jesucristo), según el cual España fue
poblada o conquistada sucesivamente por los iberos, los persas, los fenicios, los celtas y los
cartagineses. Los demás nombres particulares que mencionan otros autores, no serían —según esta
opinión— más que subdivisiones locales, comprendidas bajo las denominaciones generales de
iberos, celtas y quizá persas, si es que en este último nombre no hay error de Varrón; resultando, al
cabo, que los iberos fueron los más antiguos pobladores, siguiéndoles los celtas, que luego, en
parte, se mezclaron con ellos, formando un pueblo mixto, llamado celtíbero; siendo los fenicios y
cartagineses colonizadores extranjeros que no pueden contarse como pobladores fundamentales de
la Península, aunque sí dominadores en fecha muy anterior a la venida segura de los celtas (§ 19).
La noticia de Varrón, aunque aceptada por lo general, suscita, sin embargo, muchas dudas. Por de
pronto, excluye a los griegos, colonizadores más antiguos que los cartagineses; presenta graves
dificultades en punto a la interpretación del pueblo persa que cita, y deja sin resolver cuestiones
importantes relacionadas con el nombre de iberos y con el de celtíberos. Aceptando el primero —
como generalmente se acepta— a título de representación colectiva de la más antigua población
española de que tuvieron noticia los autores del tiempo de Varrón y los que les sirvieron de fuentes,
ocurre en seguida preguntar quiénes eran estos iberos, de dónde procedían, qué relación guardan
con las razas paleolíticas, neolíticas y de los metales que ya conocemos; en qué fecha o hacia qué
tiempos próximamente llegaron a España y, por último, cuáles restos de los que han llegado hasta
nosotros se les deben atribuir.
(uralo-altaicos). Estos iberos entraron en España por el S., es decir, viniendo por el litoral N. de
África, donde dejaron grupos de población, después, quizá, de haber intervenido en los orígenes del
pueblo egipcio. Restos de ellos serían los vascos actuales y los bereberes de África, aunque hay
autores que dudan de la asimilación antropológica y lingüística de iberos, vascos y bereberes,
haciendo distintos a los primeros de los segundos, o bien reconociendo su comunidad de origen,
pero separándolos de los bereberes. Lo más seguro, por lo que toca al idioma, parece ser la
descendencia de los vascos respecto de los iberos antiguos.
Las investigaciones más recientes y atrevidas suponen que los iberos, extendidos por el N. de
África, todo España (como lo demuestran los nombres antiguos de localidades), el S. de Francia, la
parte septentrional de Italia, las islas de Córcega y Sicilia y tal vez otros países, fundaron hacia el
siglo XV, antes de Jesucristo, un imperio ibero-líbico (libios se llaman los habitantes del N. de
África) que luchó por la preponderancia en el Mediterráneo con los egipcios y los fenicios, tal vez
en connivencia con afines suyos del Asia Menor (los getas o hititas), hasta que fue vencido y
fraccionado hacia el siglo XII u XI, formándose entonces en España las primeras colonizaciones
fenicias. Los iberos quedaron dominando en el interior del país, aunque divididos en pequeños
Estados. En tiempo de Avieno, todavía llegaban por el N. al río Lez, próximo a Montpellier, donde
confinaban con otro pueblo, el de los Ligures, antropológicamente afín de. ellos (dolicocéfalo,
según parecen confirmarlo los más recientes estudios) y que llegó a penetrar en parte de España,
mezclándose tal vez con los antiguos habitantes en las provincias vascas y otras del N. y NO.
Como se ve, estas teorías ligan estrechamente la primitiva historia de España con la de los
pueblos asiáticos y africanos y con la del N. de la Italia antigua. Nótanse, sin duda, como hemos
visto (párrafos 12 y 16), en tiempos inciertos y quizá muy antiguos, influencias de pueblos
orientales, asiáticos y africanos, en la población peninsular, y relaciones, al parecer muy marcadas,
de ésta con gentes primitivas de Grecia (¿pelasgos?) y de Italia (tursos, etruscos, tirrenos). Pero lo
que no cabe determinar hoy por hoy, y quizá nunca llegue a fijarse, es si tales influencias y
relaciones proceden realmente de una comunidad de origen, de invasiones sucesivas más o menos
numerosas, o de simples colonizaciones y contactos de carácter comercial o guerrero, en tiempos
anteriores a las primeras noticias de los autores del siglo VI y siguientes que hemos citado. Posible
es que los persas que cita Varrón representen, con un ligero error de historia política (persas por
medos), alguno de esos elementos orientales, ya que los medos (antecesores de los persas en el
dominio de gran parte del Asia Occidental) eran de la misma familia súmero-acadia o presemita a
que se pretende reducir los iberos. Un historiador francés, D'Arbois, cree que aquella palabra se
refiere a la dominación asiria y persa sobre Fenicia y sus colonias, que se dejó sentir algún tiempo
en España.
4 Abreviatura poco usual actualmente; naturalmente, centro. [Nota del editor digital]
27
encontrando, a lo que parece, en unas partes, gran resistencia de los iberos, y en otras no, bien por
mayor dulzura o debilidad de las tribus, bien por no estar ocupada de antemano la región. Resultado
de estos movimientos y luchas, fue un cambio grande en la composición y colocación de los
habitantes de España. Los autores antiguos (§ 17), posteriores en su inmensa mayoría a la invasión
céltica, distinguen a veces, en las noticias que dan sobre España, las tribus que a su entender eran
iberas, de las que eran celtas; y sobre la base de estas indicaciones (no siempre seguras ni claras) y
del estudio de los nombres de poblaciones, ríos, etc., los historiadores modernos han llegado a
determinar, con mayor o menor precisión, los sitios que ocuparon respectivamente los dos pueblos
en el territorio de la Península. Aceptando estas presunciones, resultaría que, una vez terminado el
período de luchas, o establecidos ya los celtas en paz donde no encontraron oposición, quedó
España dividida de este modo: una parte (compuesta por las regiones próximas al Pirineo, la zona E.
del Mediterráneo y algo de la del S.) habitada exclusivamente por iberos: quizá, por lo que toca a
las costas y regiones S. y E., después de haber expulsado de ellas a los celtas que primeramente las
ocuparon; otra parte, formada por el NO. (Galicia) y Portugal, en que dominaron los celtas; y una
tercera, en que convivieron, se mezclaron o se confundieron íntimamente ambos elementos, y que
comprendía el centro y algo de las costas del N. y de Andalucía, aunque predominando el ibero. A
los pueblos resultantes de estas mezclas les llamaron los autores antiguos, celtíberos, señalando
como residencia principal de ellos una región (Celtiberia) de límites no muy seguros, que iba desde
Alcázar de San Juan hasta el Ebro, y desde Ocaña a Segorbe; pero conviene advertir que esta
aserción no es muy segura, dudándose hoy que el nombre aquél designe realmente un pueblo mixto
de iberos y celtas. Para D'Arbois, resueltamente, los celtíberos no son más que celtas: ya los más
orientales (desde el Ebro hasta el alto Tajo, Guadiana y Júcar y al SE. de Madrid y hasta Segorbe),
ya todos los celtas del centro de España, que bajan hasta Andalucía y suben hasta Palencia.
Comprende en la dominación a los Oretanos, Arévacos, Vacceos y pueblos del otro lado (N. del
Ebro).
De las noticias que traen los autores antiguos, resulta también que los principales pueblos o
naciones que después de la invasión celta había en España, eran: los Galaicos o gallegos, que
ocupaban el territorio indicado por su nombre; los Astures, habitantes en Asturias; los Cántabros,
divididos en nueve grupos, en la Cantabria, o sea el litoral comprendido entre la ría de Villaviciosa
y Castro-Urdiales; los Autrigones, Várdulos y Vascones, en los países correspondientes a las
actuales provincias Vascongadas, Navarra y parte de Aragón, hacia Huesca; desde aquí, por toda
Cataluña hacia el mar, los Ilergacones, Bargusios, Laietanos, Suesetanos, Cerretanos e Indigetes;
en Valencia y parte de Castellón y Zaragoza, los Edetanos; en Alicante y Murcia, los Contestanos;
los Turdetanos, el S. de Extremadura y el O. de Andalucía; los Túrdulos, el C. y E. de la misma; los
Lusitanos, «la más poderosa de las naciones ibéricas», según dice un autor griego, en casi todo
Portugal y algo de Extremadura; los Vacceos, en parte de Castilla la Vieja; los Celtíberos, en parte
de la Nueva y de Aragón; los Vetones, en la región entre el Duero y el Guadiana, y en especial
Extremadura, Salamanca y Ávila; los Carpetanos, en Toledo y parte de Madrid y Guadalajara; y los
Oretanos, en la región de Ciudad Real.
céltica), sobre la base de los restos arqueológicos de aquellos tiempos primitivos. Mas, como
repetidamente hemos advertido, las noticias históricas anteriores a la fecha probable de la entrada
de los celtas son escasas, particularmente en lo que se refiere a la civilización y manera de vivir los
pueblos españoles que no cabe deducir de los puros restos monumentales; y las posteriores que
pueden servirnos para aquel objeto, no sólo se refieren a tiempos en que debieron haberse producido
ya grandes influencias entre las tribus iberas y celtas, aun en los sitios en que no se mezclaron
íntimamente, sino que son, también, posteriores a otras conquistas extranjeras que ya estudiaremos
(§ 24, 26, 27 y 34), como la fenicia, la griega, la cartaginesa y la romana, y es muy posible que
reflejen en mucha parte una modificación del estado primitivo mediante el influjo de tanto elemento
nuevo. Aun en los casos en que los autores antiguos expresamente califican de indígenas y
originales éstas o las otras costumbres, no es fácil discernir cuáles sean propiamente iberas y cuáles
celtas, ya que, como hemos visto, existen no pocas vaguedades en la determinación del origen de
muchas tribus. Por otra parte, en los grados primitivos de la civilización, se parecen bastante unos
pueblos a otros, y se advierten en ellos instituciones y maneras de vivir análogas, sin que hayan sido
transmitidas de unos a otros; y es posible que algo de esto ocurra con varias que, conocidas hoy
claramente como propias de los celtas (por el estudio de este pueblo en otras comarcas que habitó
fuera de España), aparecen en nuestra Península. Sólo pues en muy contados casos será posible
indicar ciertamente el carácter indígena puro, ibero o celta, de los datos que hoy poseemos en
cuanto a la organización social de las poblaciones españolas, datos que, en su inmensa mayoría,
proceden de autores del siglo II (antes de Jesucristo), y de siglos más modernos V por tanto, aun en
los pasajes en que se apoyan en escritores más antiguos, sospechosos de alteración o de inseguridad
en el tiempo a que se refieren; aunque sí podrían determinarse otros caracteres de vida, puramente
ibéricos (si la teoría de la condición prehistórica de esta raza se afirma), con ayuda, según hemos
dicho, de los restos arqueológicos paleolíticos y neolíticos Para ello, basta recordar lo consignado
en los párrafos correspondientes. Pero ahora nos referimos a los tiempos históricos en que se hallan
ya muy mezclados, repetimos, los datos ibéricos y los célticos.
De todos modos, para formarnos idea clara de la organización de aquellos pueblos, posterior
al siglo V, debemos comenzar por no figurarnos que vivían unidos, constituyendo una nación que
abrazaba toda la Península y sujetos a un poder único Por el contrario, cada pueblo o tribu de los
que mencionan los autores antiguos (§ 19), era independiente de los otros, y por la dificultad de las
comunicaciones y el aislamiento a que tendían los grupos humanos en aquellos tiempos, apenas se
comunicaban entre sí, a no ser los más próximos y por motivos de comercio o guerra- para lo cual
solían formar federaciones, que comprendían muchas tribus. Así, los Lusitanos eran una federación
compuesta de unos treinta pueblos o tribus; los Gallegos, otra de cuarenta, etc.
Este mismo aislamiento y división producía, naturalmente, diferencias en la civilización,
según las regiones; y así hay que tenerlo constantemente en cuenta para no confundir las cosas. Por
ello, aunque la inmensa mayoría de los españoles vivía en pequeñas aldeas, o diseminados por el
campo, había localidades en que este tipo de población era más acentuado que en otras, donde
existían en mayor número ciudades, o sea aglomeraciones urbanas. Ejemplo de lo primero eran los
Celtici que habitaban la mitad inferior de Portugal, y los Galaicos y Astures; y de lo segundo, los
Turdetanos.
formar parte de ellas personas extrañas, acogidas o adoptadas, y respecto de las cuales se fingía el
parentesco o se establecía un lazo de dependencia llamado clientela.
Las familias que constituían la gentilidad, originábanse mediante el matrimonio, que, por lo
común, era monógamo, o de un solo hombre con una sola mujer, aunque en algunas tribus parece
que había costumbre de casarse con varias mujeres. Las ceremonias religiosas y fiestas con que se
celebraba, diferían según las localidades, siendo también frecuente la obligación de casarse entre sí
los individuos de una misma gentilidad, o, por el contrario, la de ir a buscar mujer fuera de aquella a
que pertenecía el hombre. El jefe de familia era, por lo general, el padre, aunque en algunas
regiones, como la de los Cántabros, se cree lo era la madre, o, por lo menos, que la mujer tenía una
intervención grande en el gobierno familiar, o una consideración especial en la casa. En estos
pueblos, y en los Lusitanos, el marido dotaba a la mujer.
La reunión de varias gentilidades formaba un grupo más amplio llamado tribu (gens, populus
en los autores latinos), de carácter preferentemente político, con su capital o ciudad fortificada que
era el centro de todas las aldeas y caseríos desparramados por el territorio, su jefe hereditario o
electivo y una o dos asambleas deliberantes. En los pueblos donde existían dos, nótase su diferente
carácter por el nombre que les dan los historiadores latinos: Senatus o Senado a una, y Concilium a
otra; la primera, aristocrática y formada probablemente por los cabezas de las gentilidades o
personas ricas y de consideración, y la segunda por elementos populares. La forma monárquica del
gobierno existía ya en tiempos antiquísimos (siglo VIII o VII, antes de Jesucristo) en algunas tribus,
como las de Tarteso o territorio gaditano. A veces, el mando supremo se dividía entre dos personas,
quizá encargándose una de la parte civil y de la militar la otra. Finalmente, las tribus se unían entre
sí, aunque temporalmente y por motivos de defensa común, en federaciones, que adoptaban un
nombre propio y se regían mediante un rey o jefe y una Asamblea federal.
común una vez recogidas, para distribuirse, probablemente, en cantidades proporcionadas a las
necesidades de cada casa. Aunque los autores antiguos no mencionan otro caso de comunidad en
pueblos españoles, es muy verosímil, a juzgar por lo que en épocas posteriores y aun hoy mismo se
advierte, que la forma comunal estuviese muy extendida, no sólo en las tierras labrantías, sino
también, y quizá con mayor amplitud, en los prados, montes y bosques.
La sociedad ejercía igualmente su acción sobre los individuos castigando los delitos con penas
a veces terribles, como la lapidación o apedreamiento y el despeñamiento (entre los Lusitanos). La
justicia era administrada por los jefes de familia en parte, y de un modo más general por los jefes de
tribu y las Asambleas; pero a veces los pleitos y acusaciones se resolvían por un desafío a mano
armada, dando la razón al que vencía: costumbre que parece característica de las tribus celtas.
fenicia, ya obra de pueblos extraños. Su similitud con las murallas neolíticas (§ 16), es patente en
ciertas cosas.
Mucho más importante es la escultura, de completa imitación, aunque muy feliz en no pocos
casos. Ejemplos salientes de ella son: varias de las esculturas en piedra halladas en el Cerro de los
Santos; el esfinge o toro con cara humana, de Balazote; el toro y el león de Bocairente; las esfinges
aladas de Sax y, sobre todo, una admirable cabeza de mujer encontrada en Elche y que posee hoy el
Museo del Louvre. Igualmente han aparecido, en gran número, fíbulas e idolillos de tipos muy
variados (caldeo-asirios, griegos, ibéricos puros, etc.) Las estatuas de toros y jabalíes (¿emblemas
célticos?), que se encuentran con abundancia en Castilla (toros de Guisando y esculturas análogas)
y las de guerreros lusitanos y gallegos —a veces, con inscripciones ibéricas—, aunque pertenecen al
mismo arte, son probablemente de época posterior; algunos, de tiempos de la dominación romana (§
85). También llevan impresa influencia griega los sables de hierro, de tipo muy antiguo, hallados en
algunas comarcas de España, como Almedinilla (Córdoba). La orfebrería ibérica cuenta ya con
varias piezas importantes: una diadema de oro hallada en Jávea y seis fragmentos de otra u otras
precedentes de Asturias o de Extremadura, que se hallan en el Museo del Louvre. Finalmente, la
cerámica ofrece hermosos ejemplares pintados y con dibujos lineales y de figuras de animales,
también de influencia griega miceaniana según opinan los arqueólogos. Son abundantes también las
lápidas sepulcrales y las aras con adornos grabados.
Los castros y recintos fortificados que ya vimos en los tiempos prehistóricos, continuaron
sirviendo de habitación y defensa a los iberos, y se perpetúan hasta épocas posteriores.
En punto a usos y costumbres, sabemos que en las tribus del N. y NO. los hombres vestían de
negro, con capas de lana o piel de cabra, y las mujeres de colores vivos. Las armas defensivas eran
un escudo pequeño, cóncavo al exterior, corazas de lino y de malla, casco de tres cimeras, de cuero;
y las ofensivas, lanzas y puñales o cuchillos. Estos mismos pueblos se alimentaban con pan de
harina de bellotas, bebían una especie de cerveza o sidra, usaban la manteca en vez del aceite, y
para comer hacíanlo sentados en bancos de piedra arrimados al muro. Celebraban bailes de parejas
(hombre y mujer) y juegos gimnásticos de pugilato y carrera.
Los Celtíberos vivían mejor, comiendo principalmente carnes, en mesas elegantes y limpias.
Vestían sayos de lana de color negro, y todos los meses, en la época del plenilunio, se reunían las
familias a las puertas de las casas, para danzar en honor de un dios sin nombre (tal vez la luna) a
quien adoraban, según dicen los autores latinos. En la guerra usaban escudos, unas veces grandes,
otras pequeños, botines con correas que subían enlazadas por las piernas, cascos de bronce con
sobre-cimera encarnada, espadas de dos filos y puñales de un palmo de largos. Generalmente, en
cada caballo montaban dos hombres, apeándose uno al empezar el combate.
Los Lusitanos se untaban el cuerpo con aceite y esencias, se bañaban en agua fría, dormían en
el duro suelo y se dejaban crecer el cabello como las mujeres, usando una especie de mitra sobre la
frente cuando entraban en batalla. Para beber usaban vasos de cera, y para calentarse una especie de
braseros de piedra. Llevaban escudos, cascos, lanzas y espadas cortas con punta como los
celtíberos, y manejaban el arco para arrojar saetas.
Entre los Bastetanos, las mujeres bailaban con los hombres cogiéndose de las manos, y
usaban generalmente trajes de color obscuro y sayos, con los que se envolvían para dormir sobre
camas de esparto o junquillo.
Como notas comunes del carácter de los españoles, señalan los autores antiguos la resistencia
física, el valor heroico, el amor a la libertad, la indisciplina y la fidelidad llevada hasta la muerte.
relaciones de comercio y colonias en España, fue el pueblo fenicio. Procedía éste de Siria, en cuya
costa O., a orillas del Mediterráneo, se había establecido, según se cree, hacia mediados del tercer
milenio antes de Jesucristo, fundando una nación importante, especie de confederación de varias
ciudades (Tiro, Sidón, Arados, Biblos...) que en el siglo XX extendía ya su actividad comercial y
marítima por Egipto y las islas del mar Jónico. No puede determinarse con precisión en qué época
arribaron por primera vez a España. Autores hay que creen notar su presencia en los últimos
tiempos del período neolítico, durante los cuales ocuparían el SE. de España, que abandonaron
después para fijarse en el SO. hacia fines del siglo XII (§ 16). Un geógrafo antiguo (siglo I antes de
Jesucristo), que consultó muchas fuentes históricas anteriores a él, dice que los fenicios eran
poseedores del país de Tarteso (Andalucía Occidental) mucho antes de Homero (quien según se
cree, pertenece al siglo XI), y que de ellos proceden todas las noticias que de España tuvieron y
propalaron los autores griegos. No debe, pues tenerse por inverosímil la tradición de que hacia el
siglo XI antes de Jesucristo conquistaron a Cádiz, llamada entonces Agadir. Ocuparon luego los
fenicios diversos puntos de las costas del S., del E. y del O., llegando a Galicia y otras regiones,
donde fundaron pesquerías y beneficiaron los metales. En el siglo VIII y en el VII es seguro que
hicieron viajes de exploración por las costas, cuyos relatos o derroteros se llaman periplos.
un gran templo en Cádiz, donde celebraban grandes fiestas. De este hecho se hace derivar el nombre
de columnas de Melkart o de Hércules, dado en la antigüedad a las rocas del estrecho de Gibraltar.
Al principio hicieron los fenicios el comercio por medio de permuta, es decir, cambiando
cosas por cosas. Luego introdujeron en España la moneda, acuñándola en muchas de sus colonias.
No se crea por esto que los españoles aceptaron en todas sus partes sumisamente la
dominación fenicia. Es muy seguro que hubo luchas para imponerla, quedando latente en no pocos
sitios el deseo de librarse de ella, a lo cual contribuyeron quizá abusos de los dominadores en sus
relaciones con la población indígena.
Occidente del Mediterráneo el poder político más fuerte y más afín. Con este carácter de auxiliares
de los fenicios gaditanos entran tropas cartaginesas en España y luchan con los indígenas,
consagrando así, en el terreno de la fuerza, la hegemonía comercial y la influencia política que ya
tenía Cartago y que se convirtió pronto en dominación completa (§ 31). En el fondo, sin embargo,
por la comunidad de origen de los colonos españoles y los cartagineses, no se puede decir que
terminó, sino que continuó desarrollándose en España, aunque con algunas modificaciones, la
acción del pueblo y de la civilización de Fenicia.
noticias más completas es la del Este. A la totalidad del territorio español que dominaron llamaron
los griegos Hesperia e Iberia.
vasos de vidrio y ánforas de tipo foceo. Los barros saguntinos, que se han solido creer griegos, son
de época posterior y de origen italiano. Como expresiones de la influencia griega en la cultura
intelectual, pueden citarse probablemente la introducción del teatro, y con toda seguridad el
establecimiento de escuelas o academias, como la de Asclepiades en Andalucía. De los griegos han
quedado también algunas inscripciones halladas en diversas localidades de la Península, incluso las
del Norte.
grandes e independencia del gobierno de Cartago, desembarcó de pronto en España (año 236) y
comenzó a conquistar nuevos territorios. No logró la conquista sin lucha; porque, si bien obtuvo
alianzas con algunos pueblos españoles, otros le opusieron gran resistencia, y entre ellos los
Turdetanos (o Celtas) acaudillados por un jefe que se llamaba Istolacio, y los Lusitanos por otro
llamado Indortes. A uno y a otro venció Amílcar, el cual se condujo bien con la mayoría de los
vencidos prisioneros, pero hizo crucificar a los jefes. No terminó con esto la guerra. Otro grupo de
españoles, los de Elice (población que no se sabe a punto fijo a cuál de las modernas corresponde),
se levantó contra los cartagineses. Cuéntase que un jefe ibero llamado Orisson, fingió unirse a
Amílcar en contra de los de Elice, pero con propósito de hacerle traición. Los españoles usaron de
una estratagema. Pusieron al frente de ellos todos los carros o carretas de que disponían, con toros y
bueyes uncidos; untaron las astas de éstos (o los carros) con betún, y les pegaron fuego; con lo cual,
despavoridos y furiosos los animales, comenzaron a correr acometiendo a los cartagineses y
dispersándolos. Aprovechando esta circunstancia, volvióse Orisson contra Amílcar y contribuyó a
su derrota. El propio general cartaginés dícese que murió en esta batalla.
una ciudad situada más al S., llamada Sagunto, considerándola como colonia fundada por los
griegos de Zacinto o Zakyntos. Pero esta es una opinión puesta hoy muy en duda, creyéndose más
bien que Sagunto era una población indígena o quizá fundada, o colonizada, por gentes venidas de
Italia.
Tocante a España, los romanos habían celebrado con los cartagineses, antes de esta época, un
tratado (año 348), en que se fijaban como límites para las correrías de los primeros la región de
Mastia (Cartagena). Dúdase si este tratado fue reproducción de otro anterior que se cree celebraron
los griegos de Marsella con los fenicios, según se dijo; los límites coinciden en parte. No se sabe si
en él se mencionaba a Sagunto como población aliada de los romanos y que debían respetar los
cartagineses.
Más tarde, en tiempo de las campañas de Asdrúbal, se celebró otro tratado (226), en el cual se
obligó el general cartaginés-a no pasar del Ebro, más bien para no intervenir en la lucha que
entonces sostenían los romanos con los celtas, que para fijar, como límite de sus conquistas, aquel
río. En este tratado se consignó el respeto que los cartagineses habían de guardar a las colonias
griegas aliadas con Roma; pero tampoco se sabe-si se mencionaba en él a Sagunto, aunque los
autores romanos colocan en esta época (225) la fecha de los tratados con esta ciudad y Emporion.
No obstante, hoy día creen muchos historiadores que la alianza con Sagunto fue muy posterior al
tratado con Asdrúbal.
El hecho es que, teniendo Sagunto cuestiones con algunos pueblos comarcanos aliados de los
cartagineses, Aníbal intervino, dando la razón a sus aliados. Protestaron los saguntinos de la
decisión, y Aníbal, tomando por ofensa este acto, atacó a Sagunto. En algún historiador antiguo
romano se cita el hecho de tumultos ocurridos en la ciudad, en los cuales intervinieron los romanos
como arbitros, dando la muerte a varios vecinos: principales, y señalando así un elemento nuevo de
complejidad en el caso de Sagunto, que quizá influyera en la intervención de Aníbal. Sea de esto lo
que fuere, los romanos, así que tuvieron noticia del ataque (219 antes de Jesucristo), lo consideraron
como una violación del tratado hecho con Asdrúbal, y enviaron una embajada a Aníbal para que
desistiese de molestar a un ahado de Roma. Aníbal siguió sitiando a Sagunto, que era entonces una
de las ciudades más poderosas del litoral de Levante, habiéndose elevado rápidamente a este poder
por su comercio de tierra y de mar y por el aumento de la población. Los romanos, en vez de enviar
un ejército para defender a su aliada, se contentaron con dirigir nuevos embajadores a Cartago. La
cuestión no debía estar muy clara, porque el senado cartaginés discutió si Sagunto se hallaba o no
comprendida en los tratados, y hasta negó eficacia al del año 226, no atreviéndose a desautorizar a
Aníbal, aunque algunos amigos de la paz así lo pedían.
Probablemente, lo que en este caso hicieron los romanos (y lo que pretendían que se aceptase)
fue interpretar extensamente una cláusula general, aplicándola a todos los aliados de ambas partes;
por el contrario, los cartagineses sostenían que sólo debían considerarse comprendidos en el tratado
los pueblos nombrados expresamente. Mientras se discutía así la cuestión diplomática, entregados
los saguntinos a sus propias fuerzas, se defendieron heroicamente, prefiriendo morir antes que
aceptar las condiciones de rendición que fijó Aníbal. Este asaltó la ciudad y, a pesar de que los
saguntinos trataron de perecer todos y de quemar sus riquezas, cogió muchos prisioneros, que
distribuyó entre sus soldados, y gran botín de dinero, vestidos y muebles, parte del cual envió a
Cartago. Esta victoria, y el amor propio de los cartagineses herido por la altivez de un embajador de
los romanos, hicieron que, aceptando lo hecho por su general, se decidiesen a la guerra con Roma
(año 218).
conducción para las provisiones. Pasó el Ebro y tuvo que detenerse a luchar con varias tribus
españolas y con las colonias griegas, que se le opusieron en el camino, las venció, y, dejando en la
parte que hoy es Cataluña un ejército defensivo, traspuso los Pirineos.
Los romanos descuidaron mucho la guerra en un principio. Sin sospechar que el propósito de
Aníbal fuese ir a Italia, no pensaron que lo conveniente era detenerle el paso en la propia España,
enviando allí un ejército que sirviese, además, de apoyo a los aliados de Roma. Cuando lo hicieron
así, ya Aníbal estaba en el S. de Francia. No obstante, el general romano Cneo Escipión desembarcó
con un ejército en Emporion y, después de procurarse alianzas con los indígenas, atacó al general
cartaginés dejado en Cataluña por Aníbal, venciéndole (año 218) y destruyendo luego la escuadra.
Con estas ventajas, pasó el Ebro, y, en unión de su hermano Publio Escipión, general también que
vino con nuevas tropas, llega hasta Sagunto y vence a Asdrúbal, obteniendo otras victorias en la
Turdetania.
No se conocen bien las vicisitudes de esta guerra, en que los soldados romanos pusieron el pie
por primera vez en España; pero sí la conducta que siguieron en ella los españoles, los cuales se
dividieron, ayudando unos a los cartagineses, y otros a los romanos. Al cabo, Asdrúbal, que había
ido a Cartago y vuelto con nuevas tropas, entre ellas muchas africanas al mando de su rey
Massinisa, venció a los dos Escipiones, que murieron (211). El ejército romano se rehizo, no
obstante, bajo la dirección de un oficial llamado C. Marcio, al cual se unió más tarde otro general,
Claudio Nerón, que logró derrotar a Asdrúbal, pero sin obtener ventajas decisivas, por lo que fue
destituido de su cargo.
Había jefes o gobernadores en número de dos, llamados suffetes, una Asamblea o Senado de
aristócratas y otra del pueblo, y delegados de la capital que acompañaban al general del ejército, con
el nombre de gerusiastas, especie de vigilantes o inspectores del Gobierno central.
El objeto principal de los cartagineses era el comercio y, como consecuencia, lo más
respetado por ellos, la riqueza. Los ricos, los grandes mercaderes, fueron los que dominaron hasta
los tiempos de Aníbal, en que logró cierta superioridad el partido popular.
Cartagena, que era el tipo de las colonias en España, fue el centro comercial desde que se
fundó. Teniendo cerca las riquísimas minas de plata que explotaban los cartagineses, se constituyó
en un gran mercado adonde acudían los barcos extranjeros para comprar productos españoles, y los
indígenas para proveerse de las mercaderías que llegaban por mar. Allí afluía la producción de la
plata y se establecieron fábricas de acuñación de moneda, así como otras de salazón, muy
importantes, sostenidas quizá por las pesquerías del S. y O. de España y de la costa africana. Los
Bárcidas hicieron de Cartagena una ciudad rica, rodeándola de magnífica muralla y construyendo
grandes edificios.
Cádiz (Agadir) e Ibiza (Ebusus), fueron también dos importantes centros comerciales en
aquella época, acuñando moneda según el tipo cartaginés y con leyenda fenicia. En este orden
influyeron notablemente los cartagineses en España, siendo los principales propagadores de la
moneda, lo cual da idea de la extensión e importancia de su comercio. Los Barcas batieron en el
siglo III algunas de tipo completamente nuevo, que llevan figuras de dioses (Ceres y Hércules), de
caballos, palmeras y elefantes, proas de barcos y cabezas de reyes con nombres, representando
quizá aliados de aquellos generales.
El alfabeto cartaginés se extendió mucho por España, así como su religión, y en especial el
culto de ciertas divinidades.
En punto a las artes, no nos quedan monumentos de importancia, salvo algunas necrópolis (v.
gr. la de Baria-Villaricos), pero sí algunos restos y las figuras de las monedas; debiendo tenerse en
cuenta que la mayoría de los objetos de carácter fenicio que se hallan en la Península (§ 26) son, sin
duda, de la época cartaginesa. Se sabe que en este tiempo se construyeron palacios, templos y
carreteras. A los cartagineses se atribuye la introducción en España de la cerámica de color claro,
bien cocida y a veces adornada con bandas de pintura roja, que se ha mencionado antes (§ 15); de
las sepulturas de incineración en cavidades, o en urnas de arcilla roja o amarilla clara, mono-
cromas, con bandas de color y adornos de estilo geométrico, flores, y figuras animales y humanas;
de los sables ondulados -que se encuentran en algunas sepulturas y que se cree tomaron los
cartagineses de los griegos, quienes los usaban en el siglo V; y, dudosamente, de los vasos de tipo
griego o italo-griego de figuras en rojo (siglos IV-III) que se hallan en los enterramientos de la
época.
El resultado de sus relaciones con los españoles, especialmente a causa de los muchos colonos
africanos que trajeron, fue cambiar en parte las costumbres y el tipo de la población en Andalucía;
derivando de su influencia particularmente el persistir aun siglos después, como hemos dicho (§
25), el aspecto fenicio de muchas localidades. En las monedas persistió también, por mucho tiempo,
la leyenda púnica.
Desde el punto de vista de la raza, conviene advertir que, tanto los fenicios como los
cartagineses de ellos derivados, aunque hablaban un idioma semita, no eran antropológica ni
históricamente de la raza de los semitas puros (hebreos, árabes), sino, muy probablemente, de la
presemita, tal vez congénere con la de los primitivos iberos; y a este mismo carácter debieron
corresponder los elementos africanos (bereberes, númidas) que con ellos entraron.
41
V. LA DOMINACIÓN ROMANA
Al principio, no pensaron los romanos en organizar intensamente la conquista de España. Pero
tenían que afirmar lo ganado, cuando menos; y para esto aun después de expulsados los
cartagineses, hallaron serios obstáculos. Las tribus indígenas del E. y del S., es decir, las más
civilizadas, por su mucho contacto con las colonias extranjeras, se sometieron con bastante
facilidad; pero las del C., del N. y del O. opusieron, por el contrario, gran resistencia. Por esto, la
guerra comienza apenas entran en la Península los romanos, y puede decirse que no acaba hasta tres
siglos después. Sin embargo, cabe distinguir en todo este largo tiempo dos períodos diferentes: el
primero, propiamente de conquista, que termina por dominar los romanos en casi todas las regiones
de España; y el segundo, de organización, en el cual no se conquistan tierras nuevas, pero hay que
apaciguar diferentes sublevaciones de los. indígenas.
recomposición de las que ya existían. Los romanos, sin embargo, mantuvieron su oposición, y a la
vez pidieron tributos a los de Segeda. Irritados éstos, se sublevaron con varias tribus de Arévacos, y,
poniendo a su frente a un jefe llamado Caro, obtuvieron la victoria; pero, muerto Caro, tuvieron que
retirarse a una plaza fuerte situada a orillas del Duero, cerca del origen de este río, más arriba de
Soria y llamada Numancia, que quizá era la capital de toda la región. Los generales romanos
atacaron a Numancia, mas fueron vencidos, llegando los españoles a tomar la plaza de Ocilis, que
era de los romanos y donde éstos tenían un almacén militar.
Como se ve, los romanos iban llevando la peor parte en esta guerra. Un nuevo general, Marco
C. Marcelo, logró recobrar a Ocilis y hacer una paz provisional. Para ratificarla, los Arévacos
enviaron diputados o embajadores a Roma, mientras Marcelo seguía la guerra contra los Vetones y
Lusitanos, venciéndolos. El gobierno romano no quiso aceptar la paz; y, vueltos a España los
embajadores (año 151), se reanudó la lucha con Numancia. Sin embargo, el general Marcelo,
viéndose en malas condiciones, concertó un nuevo tratado; pero su sucesor, llamado Lúculo, no se
conformó con él y atacó desde luego a los Vacceos, saqueando la población de Cauca. Los
españoles se retiraron a las plazas fuertes, llevándose todas las provisiones, lo cual colocó en
apurado trance a las tropas romanas. Lúculo tuvo que retirarse; y, no fiándose de él los habitantes de
uno de los pueblos sitiados, llamado Intercatia, convinieron las condiciones de paz con un
subalterno (tribuno militar o legado) cuyo nombre era Escipión Emiliano.
fue derrotado, y Cepión pudo desarmar a los Lusitanos y obligarles a que viviesen en tierras que les
señaló.
juramentados en la forma que, como ya hemos visto (§ 22), usaban a menudo. Nada de esto le valió,
y fue asesinado (a. 72) en un banquete por varios conjurados de su ejército. Perpenna, que tomó el
mando, fue a poco vencido por Pompeyo, y muerto; después de lo cual, todavía siguió la guerra con
gran resistencia de muchas poblaciones como Osma, Calahorra y Cauca, que fueron unas asoladas y
otras incendiadas. Pompeyo logró al cabo dominar todo el país sujeto antes a Sertorio; y, en muestra
de sus victorias, levantó en uno de los montes del Pirineo un trofeo (que hoy ya no existe) en el cual
decía haber sujetado a 188 pueblos desde los Alpes al estrecho gaditano.
Desde las victorias de Pompeyo (año 71) hasta el año 61, es decir, durante diez años, no
parece que ocurrió nada notable, militarmente, en España. En 61, vino de general Cayo Julio César
(que luego, cómo veremos, fue emperador en Roma), y éste tuvo que luchar con los Lusitanos y los
Gallegos. A varias tribus de los primeros venció, haciéndoles bajar de las montañas y que poblasen
la llanura, donde eran menos de temer. En Galicia se apoderó de Brigantium (Coruña). Poco
después, en el año 59, habiendo estallado una sublevación de los indígenas en las Galias, muchos
españoles Cántabros, Várdulos y Vascones marcharon a auxiliarlos, teniendo allí que guerrear con
César y sus oficiales, que al cabo los vencieron, mientras que en España otro general, Q. Mételo
Nepos, luchaba con los Vacceos.
5 Para entender bien estas divisiones, hay que saber que los habitantes de Roma (ciudadanos romanos) eran
considerados, dentro de las leyes romanas, como privilegiados, gozando de la plenitud de los derechos civiles y
políticos. A medida que Roma conquistaba territorios en Italia, iba concediendo a los pueblos dominados algunos
de los derechos propios de los ciudadanos romanos, nunca todos; de manera que, según tenían más o menos, así era
la importancia jurídica de estos pueblos, estableciéndose, pues, una jerarquía o gradación, desde los romanos, que
los tenían todos, a los habitantes de las provincias, que, por seguir rigiéndose conforme a sus leyes especiales, no
tenían ninguno de los derechos de la ley romana. Así, no podían casarse con las ceremonias de los romanos, ni
comerciar como ellos en la forma y con las garantías legales de Roma, ni votar en las elecciones, etc. Los latinos
eran los que más se aproximaban a los romanos.
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por España, hicieron reformas en su administración o la embellecieron con obras públicas, siendo,
la mayoría de éstos, españoles de nacimiento. Sólo, pues, en ellos hemos de ocuparnos, porque son
los únicos que importa citar en la historia de España, aparte de otros que reflejaron en la Península
la crueldad de su conducta.
Hasta el tiempo de Augusto ya hemos visto que España estaba dividida en dos provincias.
Augusto (o quizá su sucesor Tiberio) formó con parte de la Ulterior otra provincia llamada
Lusitania que comprendía Portugal y Extremadura; y como por la distinta conducta de las regiones
requerían éstas diferente gobierno, más o menos militar, se estableció luego que dos de las
provincias quedasen bajo la dirección inmediata del emperador, el cual nombró gobernadores
militares con el nombre de legados, y que la otra dependiese del Senado romano, con carácter más
civil. Los nombres antiguos cambiaron, llamándose la Citerior, Tarraconense, y la parte de la
Ulterior que quedó separada de la Lusitania, Bética. Esta, como más pacífica, fue la que dependió
del Senado. Hasta muchos años después, en el 216, continuó esta división. En aquel año, el
emperador que regía, llamado Antonino Caracalla, creó nueva provincia con la parte de Galicia y
Asturias; de modo que fueron ya cuatro las provincias de España. Otro emperador, llamado
Diocleciano, también del siglo III, hizo una división general de los dominios romanos,
distribuyéndolos en grandes regiones llamadas prefecturas, éstas en otras más pequeñas (diócesis) y
las diócesis en provincias. España formaba una diócesis dentro de la prefectura de las Galias, y se
dividió interiormente en cinco provincias, creando la Cartaginense (con la parte S. de la
Tarraconense) y añadiendo al gobierno de la Península las Baleares (provincia Baleárica) y parte del
N. de África (provincia Mauritania Tingitana).
La división de las provincias entre el emperador y el Senado desapareció, y ya todos los
gobernadores fueron de nombramiento imperial, llamándose legados, presidentes o rectores. El
gobernador general de la diócesis de España se llamó vicario.
civil adicta a los romanos, que contribuyeron mucho a la romanización de la Península. En tiempo
de paz, los soldados se ocupaban en la construcción de obras públicas, y a ellos se deben,
principalmente, las carreteras de España, de que luego hablaremos.
Las legiones y auxilia formaban el ejército regular. Pero además se autorizó en tiempo del
imperio la formación de tropas irregulares, que eran las milicias provinciales y municipales,
constituidas por los paisanos de las poblaciones, en casos extraordinarios.
asimilación de los pueblos conquistados, que, al ver como se les concedían derechos que
consideraban superiores, se mostraban más amigos y agradecidos a Roma. La primera modificación
la introdujo un emperador del siglo I, llamado Vespasiano, el cual se interesó mucho por España,
según veremos. Concedió a todas las provincias el derecho latino, es decir, el goce de iguales
derechos (en su relación con Roma) que los ciudadanos latinos; de modo, que todos los que
ocupaban un grado inferior subieron con esto en consideración jurídica. Más de un siglo después,
otro emperador ya citado, Antonino Caracalla, dio un nuevo paso, concediendo el derecho de
ciudadanía (o sea de igualdad con los ciudadanos romanos) a todos los súbditos del imperio. Sin
embargo, esta concesión no borró todas las diferencias, porque continuaron subsistiendo en gran
parte las antiguas entre ciudadanos y no ciudadanos, latinos y peregrinos o extranjeros; ni suprimió
tampoco las distintas categorías de ciudades. La influencia del trabajo unificador que los
emperadores citados y otros (como Adriano, Septimio Severo, Alejandro Severo y Diocleciano)
emprendieron, tuvo por consecuencia, sobre todo, extender el derecho romano e ir infiltrando sus
reglas y principios en las poblaciones indígenas conquistadas.
funcionario especial llamado «defensor de la ciudad, (defensor civitatis), cuyo objeto era fiscalizar
los actos de los gobernadores y autoridades, de los recaudadores de contribuciones, etc.; defender
los derechos de los ciudadanos y, sobre todo, de los pobres; y administrar justicia. Su elección fue
popular unas veces, y otras hecha por los obispos y el clero cristianos, que ya entonces, como
veremos en seguida, tenían gran importancia. Otros emperadores quisieron renovar el espíritu
regional, convocando de nuevo las Asambleas provinciales, animándolas y haciéndoles ver el
peligro de la invasión de los Bárbaros. Pero las provincias estaban cansadas de tanto sufrir, los
ánimos decaídos, la desorganización demasiado adelantada para detenerse, y los remedios de
Valentiniano y otros produjeron escasos efectos.
reflejó en el estado social. Disminuyeron mucho las fuentes de riqueza; la clase media acomodada
de las ciudades fue desapareciendo por virtud de la sujeción de sus bienes a la curia, y las clases
pobres sufrían de miseria, hasta el punto de sublevarse alguna vez, como hicieron a fines del siglo
III los labradores galos llamados Bagaudas.
Los documentos del siglo IV, que fue el último de la dominación romana en el Occidente de
Europa, nos dan a conocer el estado de las clases sociales, que había variado mucho, en general
empeorando. El grado inferior continuaban formándolo los esclavos, cuya condición era algo mejor,
porque se les trataba con más consideración y dulzura, o, a lo menos, las leyes les protegían más.
Seguían, como antes, las clases de artesanos, artífices, comerciantes, propietarios territoriales
(possessores) y nobles, cuyo elemento principal eran los altos funcionarios políticos y
administrativos. Los artesanos habían perdido en libertad, porque se les sujetó al oficio
impidiéndoles salir de él y haciéndolo hereditario, de modo que el hijo de un carpintero no podía ser
más que carpintero. Las corporaciones se hicieron obligatorias, y el Estado hizo pesar sobre ellas su
despotismo.
Además de estas clases, había ido formándose una tercera, llamada de los colonos, constituida
por labradores cultivadores de tierra ajena, es decir, de otro dueño, los cuales eran libres
jurídicamente (o sea, no eran esclavos), pero no podían abandonar la tierra cultivada.
Este régimen establecía una desigualdad grande no sólo de posición económica y de
consideración social, sino también de derechos y de responsabilidades. Sobre las clases inferiores
cargaban los tributos en dinero y en especie, los servicios personales, el militar, y hasta las penas
que se les imponían en caso de delito eran más graves que las aplicadas a los ricos y nobles. Estos
no sufrían nunca castigos corporales; en vez de ir ellos al ejército, enviaban hombres pagados, y
sólo estaban sujetos a una clase de contribución. La confusión entre las diferentes clases era
castigada severamente, hasta el punto de asimilar a un sacrilegio la simple usurpación, aunque fuese
por ignorancia de uno de los títulos de nobleza. Sobre toda esta organización, cuya base era la
desigualdad y el privilegio, pesaba el poder absorbente y absoluto del emperador, que intervenía en
todo y destruía las fuerzas vivas del país y las iniciativas de los individuos.
pudiese venderlas ninguno de los que las disfrutaban: como los fideicomisos y las fundaciones
religiosas y de beneficencia. Más adelante, al hablar del comercio, veremos otros ejemplos de la
influencia romana. Interesante es también, en el respecto social, la institución del pacto llamado de
hospitalidad, mediante el que se ligaban por mutuos deberes de protección y auxilios individuos
con ciudades o familias, ciudades con ciudades y familias con familias, de diferentes tribus o
Estados.
cristianos a rendir culto a los dioses paganos y al emperador. Desde el siglo I al IV, el cristianismo,
aunque con intervalos de paz, en que se le toleró, fue perseguido y castigados duramente sus
adeptos, que sufrían todo género de martirios antes de abjurar. Los emperadores que más se
opusieron al cristianismo, haciendo derramar mucha sangre, fueron Nerón (s. I), Domiciano (s. I),
Trajano (quien, a pesar de sus grandes cualidades como emperador, hubo de ceder a la fuerza de la
opinión general, muy contraria entonces a los cristianos), Decio y Diocleciano. La persecución
verificada en tiempo de este último fue la más sangrienta, muriendo a consecuencia de ella muchos
cristianos, elevados a santos, como san Vicente, en Valencia, santa Eulalia, en Mérida, san Severo,
en Barcelona, santa Leocadia, en Toledo, santa Engracia y los Innumerables Mártires en Zaragoza.
La persecución terminó en 311, es decir, a comienzos del siglo IV, gracias a un Edicto de tolerancia
dado por el emperador Galerio y en el cual se reconocía a la Iglesia cristiana la condición de
sociedad lícita. Un año después, en 312, otro emperador, Constantino, que se hizo célebre
precisamente por su conducta con los cristianos, dio una ley o Constitución fechada en la ciudad de
Milán, en que mandó «no inquietar», es decir, no perseguir a aquéllos; y algún tiempo después dio
otra por la cual se igualó en derechos al cristianismo con la religión antigua, declarándose libre el
ejercicio del culto y ordenándose devolver a la Iglesia y a las corporaciones cristianas los bienes que
se les había confiscado.
hasta que volvieron a tener vigor en tiempo del emperador Mayoriano. Los obispos fueron, además,
siempre, jueces de los clérigos, e intervinieron en el gobierno de las ciudades merced a la elección
del defensor civitatis.
Para el arreglo interior de la Iglesia, los clérigos solían reunirse en Asambleas llamadas
concilios, que unas veces comprendían a los de sólo un obispado, y otras a los de varios. En España
los celebrados durante este tiempo fueron el de Iliberis (año 306), el de Zaragoza (380) y el I de
Toledo (400). En el de Iliberis (Elvira) se votó en favor del celibato del clero, decisión que influyó
mucho en el Occidente de Europa, y se prohibió el casamiento de cristianos con gentiles, herejes o
judíos. El de Toledo fue muy importante, porque en él se unificó la doctrina de las comuniones
cristianas de España, adoptando la que había proclamado como católica o universal el concilio
general de Nicea presidido por un obispo español, Osio de Córdoba (cuyos consejos escuchaba con
respeto sin igual Constantino) y celebrado en aquella población del Asia Menor, con asistencia de
obispos de todo el mundo cristiano. Por esta época había también en la Península monasterios, o sea
casas de monjes que vivían en comunidad con un jefe.
Las iglesias de España gozaban de independencia en punto a su régimen y gobierno; pero
reconocían, como todo el orbe cristiano, la supremacía del obispo de Roma (Papa), la cual fue
aumentando poco a poco, ayudando a ello los emperadores, como Valentiniano III que mandó no se
pudiera intentar nada en el orden eclesiástico sin aprobación de la Iglesia de Roma. Los obispos
españoles acudieron con frecuencia a ella, bien para consultar cuestiones de fe, o disciplina, bien
para apelar de actos realizados por otros obispos. España dio a fines del siglo IV su primer Papa a la
cristiandad. fue san Dámaso (m. en 384), notable como escritor y epigrafista.
fuesen clérigos.
Esta doctrina se extendió rápidamente por España, sobre todo por Galicia, Lusitania y Bética,
contando con el apoyo de algunos obispos. A Prisciliano lo hicieron, también, obispo de Ávila.
Contra él protestaron otros prelados españoles, y para condenar sus ideas se reunió el Concilio de
Zaragoza (380). Prisciliano y los suyos acudieron al emperador, que, como hemos dicho, intervenía
mucho en los asuntos de la Iglesia. El emperador medió en la cuestión, aprobando unas veces,
desaprobando otras a los priscilianistas. Con su ayuda, éstos llegaron a dominar algún tiempo en
España, persiguiendo a los obispos ortodoxos; hasta que, al fin, un emperador sentenció en contra
de ellos e hizo matar a Prisciliano y a sus principales amigos.
No por esto concluyó la herejía, sino que se levantó más fuerte, sobre todo en Galicia; y,
aunque en el Concilio I de Toledo (año 400) abjuraron muchos priscilianistas, siguió durante cerca
de dos siglos. A fines del VI parece que quedaban ya pocos afectos a la mencionada herejía.
Aparte de estas luchas interiores, la Iglesia tuvo que combatir y condenar constantemente, no
sólo la religión romana, que subsistía, sino también las diversas religiones indígenas de las
provincias, que durante mucho tiempo continuaron influyendo, sobre todo en las gentes del campo,
bajo la forma de lo que se llamaban supersticiones.
4.—INDUSTRIA Y COMERCIO
72. Estado económico de España.—Movimiento industrial.
La diferencia de condición que tenían y tienen las distintas regiones de la Península, áridas
unas y sin riego, feraces otras y con agua, había creado desde un principio, según notamos,
situaciones muy varias en punto a la condición económica de ellas. Existían, por tanto, regiones
muy rica», como la del S., en que la agricultura y las muchas industrias adquirieron notable
desarrollo; y otras, como las del C. y N., pobres y con escaso valor agrícola e industrial.
La dominación romana atenuó estas diferencias, extendiendo la civilización por toda la
Península; pero, como era natural, produjo mayor efecto en las comarcas que estaban más
preparadas. Según el testimonio de los escritores de aquella época, la Bética, y especialmente los
terrenos que median entre el Guadiana y el Guadalquivir y las orillas de éste, eran muy fértiles. En
ellos, y en las demás comarcas agrícolas, se cultivaba con especialidad el trigo, la vid y el olivo.
España era una de las regiones que enviaban trigo a Roma; el aceite, sobre todo el de Andalucía, era
muy estimado y se producía en gran escala; y en punto al vino, aunque hubo época en que parece se
prohibió en España plantar nuevas vides (para no hacer concurrencia a los vinos italianos), se
derogó luego esta prohibición, y los mismos romanos introdujeron variedades especiales, como la
vid de Falerno, que da un vino todavía hoy célebre. De los vinos propiamente españoles tenían gran
fama en Roma el llamado Gaditanum (probablemente el de la región Jerez), el Lacetanum (quizá el
del Priorato), el de las Baleares, y otros.
El pastoreo, o sea la industria pecuaria, no era menos importante. Los ganados, sobre todo los
de la Bética, y en especial los lanares, eran muy apreciados. Con su lana se hacían tejidos
riquísimos, que con los de lino y otras materias tenían gran fama, distinguiéndose los de Salacia
(Alcacer do Sal), los de la costa catalana y los de las Baleares. Con el esparto seguían haciéndose
muchos objetos y desarrollándose esta industria, sobre todo, en la región SE., donde hoy continúa
(provincias de Alicante y Murcia).
Las industrias marítimas fueron muy importantes. Muchos pescados de España eran
preferidos en Roma a los de otros países, y las fábricas de salazón, que ya vimos en tiempo de los
fenicios, manteníanse en gran prosperidad.
Producíanse también cera-miel, grano de kermes, sal fósil y otras muchas cosas; pero la
principal y más rica producción era la de metales. Los romanos explotaron grandemente las minas
de plata y plomo de Cartagena y Almería, las de plata, oro, cinabrio, etc., del N. y O. de Andalucía
(Almadén, etc.), las de cobre y otras materias de Huelva, las de estaño de Galicia y N. de Portugal.
62
Las minas de Cartagena dícese que en el siglo II antes de J. C. ocupaban a 40.000 trabajadores.
Estas minas, como ya vimos, eran unas del Estado y otras de particulares o corporaciones. El Estado
parece que se reservó siempre las de oro.
A la escuela primaria asistían los niños desde la edad de seis a siete años, sin distinción de
sexos. Los maestros se llamaban gramatistas o literatores, y aplicaban los castigos corporales en la
forma tradicional que ha durado casi hasta nuestros días. Ya hemos visto que los municipios
sostenían escuelas de este género.
En las liberales, o de segundo grado, frecuentadas desde los doce a los catorce años, se
estudiaban dos grupos de asignaturas: el primero llamado trivium, que comprendía la Gramática, la
Retórica y la Dialéctica, y el otro quadrivium, que abarcaba la Aritmética, Geometría, Música y
Astronomía. En España hubo escuelas de este género, en Córdoba, Sagunto, Cádiz y otras ciudades.
En Cartagena parece que existió una de siervos y libertinos.
Los estudios profesionales o prácticos, que se hacían en las mismas escuelas liberales,
referíanse a la Oratoria, la Filosofía, la Medicina, la Arquitectura y la Jurisprudencia. La primera
materia y la última eran las más favorecidas, como veremos luego. En punto a la Jurisprudencia (es
decir, el derecho), las escuelas especialmente dedicadas a ella llamábanse jus publice docentium, o
sea, enseñanza pública del derecho, y no se sabe si hubo de ellas en España o no. Cuando menos, no
parece que produjo la Península ningún gran jurisconsulto. Terminaban los estudios a los 21 años.
Los profesores eran de dos clases: unos, nombrados por las curias, y tenían, por tanto, el
carácter de oficiales; y otros que, sin nombramiento ni retribución del municipio, abrían cátedra
pública (auditorium), unas veces gratuitas, otras exigiendo retribución a los alumnos. Los primeros
tenían sueldo fijo en metálico y además recibían raciones de víveres; pero con frecuencia les faltaba
una cosa y otra, porque las curias se retrasaban bastante en el pago. Así es que vivían en gran
pobreza, «hasta debiendo en la tahona el pan que comen», como dice un autor de entonces.
Además de éstos, había maestros privados, que unas veces regentaban colegios, y otras daban
lecciones a domicilio. Las gentes ricas acostumbraban a tener también maestros especiales para sus
hijos. Eran, por lo general, esclavos o libertos distinguidos y de cultura, y se llamaban paedagogus.
Los romanos concedieron también gran parte en la enseñanza a los ejercicios físicos o
gimnásticos, que eran de muchas clases.
77. La Literatura.
Como hemos visto, los romanos daban gran entrada en sus estudios a las materias literarias.
No se puede decir, sin embargo, que llegasen a ser, en esta materia, originales y superiores. La
cultura literaria, como la científica, la tomaron de los griegos; y sus poetas, sus oradores, sus autores
dramáticos, no hicieron sino imitar a los de Grecia y aun traducirlos y copiarlos, sin conseguir más
que, en raros casos, igualarles. De todos los géneros literarios, la Oratoria, la Poesía y la Historia
fueron los más cultivados. En los dos primeros influyeron mucho los españoles, especialmente los
cordobeses, que llegaron a formar escuela y a imponer su gusto y manera de hablar en Roma. A esta
escuela pertenecieron Marco Porcio Latrón, Junio Gallion, Marco A. Séneca, Lucio A. Séneca,
Turrino Clodio, Víctor Estatorio y otros, todos los cuales, y en especial los Sénecas, se caracterizan
por el tono grandilocuente, florido y algo hinchado de sus discursos. Cádiz produjo también dos
buenos oradores, los Balbos(tío y sobrino), y Calahorra al principal retórico romano, Quintiliano,
profesor y autor de un tratado que influyó mucho en la enseñanza, no sólo de la época romana, sino
también de épocas posteriores, hasta nuestros días.
En poesía no contribuyó menos España al esplendor de la literatura, distinguiéndose V.
Marcial, de Calatayud, como satírico; Marco A. Lucano, de Córdoba, como épico, y otros de menos
importancia. A L. A. Séneca, el filósofo, se le atribuyen varias tragedias cuyo texto ha llegado a
nosotros y que contienen bellezas indudables. Los literatos españoles llegaron a ejercer una
verdadera tiranía en Roma, dominando el gusto público y transmitiendo su énfasis, su originalidad
algo rara y la libertad de las reglas retóricas a que propendían.
El hecho de semejante florecimiento latino en España muestra bien que el latín había
arraigado mucho en la Península, a lo menos en ciertas regiones y ciudades. El pueblo de éstas lo
hablaba como lengua propia; y, aunque el idioma o los varios idiomas indígenas continuaron
65
cultivándose y usándose incluso en las monedas, no nos han quedado de ellos obras literarias. El
latín fue bastardeándose al contacto con el habla popular y por influjo de las deformaciones que las
clases incultas producen siempre en el lenguaje. Por esto se distinguía, como una forma inferior e
impura, el latín de los campos, llamado rústico, del de las ciudades.
interior, que va sujeto y afirmado mediante una especie de argamasa o mortero compacto de
grandísima duración. Debido a esta fortaleza, los edificios y monumentos romanos han resistido
tanto y se conservan hoy día muchos.
Baños.—Los romanos eran muy aficionados al baño, sobre todo, de agua caliente, y para
tomarlo construían grandes edificios lujosos, con muchas salas, piscinas, etc., que llamaban termas.
En España no se ha conservado ninguno de éstos, pero se sabe que existieron en muchas
poblaciones, porque los romanos introdujeron aquí esa costumbre higiénica. Además, usaban de las
aguas minerales del país; y para tomarlas cómodamente construyeron establecimientos balnearios,
como los de hoy día. En España, muy rica en aquella clase de aguas, hubo muchos; y de ellos viene
el nombre de Caldas que llevan algunos pueblos. Además, estas aguas se exportaban para que, las
bebiesen los que no podían ir a los baños.
Estatuas, mosaicos y otras obras.—Los romanos fueron muy aficionados a levantar estatuas a
sus dioses y a sus emperadores, generales, magistrados, etc. En España hubo muchas en todas las
poblaciones. De las religiosas es notable la cabeza de la diosa Roma, hallada en Itálica. En tamaño
pequeño abundaban mucho, especialmente las de dioses (sigilla), en mármol, bronce, oro, etc.,
importadas de Italia. El pueblo las usaba de barro.
En pintura es muy poco lo que se ha encontrado en España. Los romanos acostumbraban a
pintar al fresco las paredes de sus habitaciones, las fachadas, el interior de las cuevas sepulcrales.
De estas últimas quedan las de Carmona y otras. Cuadros en tabla o metal, no se ha encontrado
ninguno.
En su lugar hay muchos mosaicos, hechos con piezas pequeñas y figurando composiciones
pictóricas de carácter religioso, humano o decorativo. Con ellos adornaban los pisos de los edificios
públicos y particulares. En España son innumerables los encontrados, y algunos muy hermosos con
figuras y adornos.
las hubo también. En ellas construyeron los cristianos capillas o altares, donde se decía la misa,
especialmente en las épocas de persecución. Al exterior también levantaron algunas capillas.
Las sepulturas, colocadas como se ve en el grabado, solían tener una lápida de mármol o
piedra, con inscripción sencilla; y pinturas o relieves, que adornaban los muros. Los pintores
cristianos imitaron a los paganos; pero introdujeron también elementos y figuras nuevas, simbólicas
o sea que representaban cosas de la religión. Las más frecuentes son la de Cristo en forma de un
pastor que lleva un cordero (el Buen pastor), o el cordero solo; la paloma, que significa el alma; el
pez, que representaba el anagrama del nombre de Cristo y que se imprimía también sobre las
lamparitas sepulcrales de barro y otros objetos. El distintivo que solían llevar los cristianos era un
pececito de barro, marfil, etc., a manera de escapulario. También llevaban medallas con figuras de
santos o alegorías. La decoración fue aumentando y enriqueciéndose con el tiempo y ofreciendo
caracteres muy distintos de la pagana. Los sepulcros cristianos de fines de esta época llegaron a ser
de belleza y riqueza artísticas notables.
que se romanizaron o aficionaron a las costumbres de los romanos, afluyeron a las ciudades o
fueron agrupándose en pueblos e imitando la construcción romana.
En la ciudad, los hombres vivían fuera de su casa, en la calle, la mayor parte del día. El centro
de reunión era la plaza pública (forum), rodeada por los edificios principales, la Basílica, el templo,
los mercados; y en ella se celebraban las fiestas, se ventilaban los asuntos judiciales, se arreglaban
los negocios de comercio, se reunían las secciones electorales o curias, etc. Por la tarde, lo general
era encontrarse en los establecimientos de baños (termas), cuya apertura anunciaban diariamente las
campanas. Las mujeres y los esclavos dirigían los asuntos y trabajos interiores de las casas; pero las
mujeres podían salir a la calle, ir a los baños, a los teatros, etc.
Las casas, que en un principio habían sido una cabaña sencilla, rectangular, se convirtieron,
andando el tiempo, en edificios que unas veces tenían sólo planta baja, y otras (especialmente en
Roma y las grandes ciudades) varios pisos para alquilar. Las de sólo planta baja, no tenían fachada
como las actuales; por fuera ofrecían a la vista los muros pelados y la puerta de entrada, o bien, a
derecha e izquierda de ésta, tiendas sin comunicación con el interior. En éste, la habitación principal
es el atrio, pieza rectangular rodeada de pórticos y con una claraboya en el techo; en ella se reciben
las visitas de los clientes, y se guardan las imágenes de los antepasados. Detrás vienen el despacho
del amo de la casa y los comedores, y en último término las habitaciones privadas de la familia,
alcobas, capilla de los dioses domésticos, etc. La luz viene siempre del interior. Esta manera de
construir se generalizó en España, principalmente en las regiones del S. y E., y en los pueblos de las
carreteras. Las calles eran estrechas y tortuosas; pero, en cambio, las plazas solían ser grandiosas,
sobre todo en tiempo del Imperio, adornadas con estatuas, arcos, etc.
Los romanos gustaban del campo, y los ricos solían tener casas de recreo (villas) en medio de
sus propiedades cultivadas por los esclavos y colonos. En los campos de la Bética eran muy
frecuentes las villas. En algunos sitios, como el N., las casas sufrieron alguna modificación por
motivo del clima, añadiéndoles hornos o chimeneas para calentar las habitaciones.
Trajes.—El traje de los romanos consistía, para los hombres, en una especie de camisa de lana
blanca, con o sin mangas, ceñida a la cintura (túnica), que se usaba sola dentro de la casa. Para salir
se ponían encima una especie de capa de lana blanca (toga), propia de los ciudadanos romanos. La
de los emperadores era roja, de púrpura. Los pobres, esclavos, viajeros, llevaban sobre la túnica una
capa sin mangas, de paño fuerte, que .se abotonaba por delante. Los soldados adoptaron el sayo
corto, de paño, que usaban los españoles y otros pueblos de las provincias. (Véase § 23)
Las mujeres vestían parecidamente a los hombres: la camisa, la stola o bata, larga hasta los
pies y ceñida a la cintura, y la palla o túnica larga para salir a la calle.
Estos trajes se extendieron mucho en España. A los pueblos que aceptaron la moda romana
les llamaron togados y fueron los más en nuestra Península, especialmente entre los ricos y los
esclavos.
EDAD MEDIA
6 Algunos autores mencionan también a los Silingos, pero éstos no eran más que una subdivisión de los Vándalos.
72
Oeste) y Ostrogodos (Godos del Este): derivación no aceptada por todos los autores. Desde allí
emigraron, a comienzos del siglo II; y adelantándose a tierras de los romanos, comenzó la lucha con
éstos, en la parte N. del Mar Negro, en Asia Menor y en Macedonia. Al cabo, consiguieron que se
les concediese en propiedad un extenso territorio al N. del Danubio, entre este río y el Theiss, donde
se colocaron en el año 270, tomando la región el nombre de Gotia. Las relaciones con los romanos,
a pesar de esta concesión, no fueron siempre cordiales en adelante; unas veces, los Godos tenían el
carácter de aliados y auxiliares, y otras veces luchaban contra las tropas del Imperio. Hacia fines del
siglo IV, empujados por otro pueblo bárbaro, los Hunos, lograron pasar el Danubio muchas tribus
visigodas y ocupar terrenos de la orilla derecha, que les concedió el emperador de Constantinopla,
no sólo para que se estableciesen, sino también para que defendieran la frontera. A pesar de esto,
nuevamente se produjeron luchas entre Godos y romanos, de las cuales resultó que aquéllos se
apoderasen en pleno dominio de todas las provincias del N., hasta el Danubio. Durante este tiempo,
la civilización de los Godos experimentó grandes variaciones. Su continuo roce con los romanos les
hizo aficionarse a la cultura de éstos, de la cual tomaron mucho, dulcificando y mejorando en parte
sus primitivas costumbres. De estas influencias, la mayor y más trascendental fue el cambio de
religión. Los Godos se hicieron cristianos, contribuyendo especialmente a ello las predicaciones de
un hombre eminente que ejerció gran influjo sobre su pueblo.
92. Ulfilas.
Parte de los Godos pertenecía ya a la religión cristiana a principios del siglo IV, puesto que en
el Concilio de Nicea figura un obispo de ellos (año 525). Poco después aparece Ulfilas,
descendiente de una familia cristiana del Asia Menor, el cual evangelizó especialmente a los
Visigodos de la Mesia, Dacia y Tracia, imponiéndose por su gran talento y cultura y siendo elegido
obispo hacia el año 348. Ulfilas intervino en las luchas políticas que dividían a los Visigodos, y
acrecentó así su influencia. A la vez trabajó para desarrollar la cultura de aquel pueblo, traduciendo
la Biblia a la lengua goda, y modificó (adoptando caracteres griegos) la escritura germánica,
llamada rúnica, de la voz «runa», con que se designaba a las letras y que literalmente significa,
según se cree, «secreto o misterio»; con lo cual parece indicarse el supersticioso terror con que
miraban los Godos el arte de escribir, teniéndolo como especie de virtud milagrosa. Merced a los
trabajos de Ulfilas, el idioma godo sufrió algunas variaciones, ganando en dulzura y majestad.
No paró aquí la influencia de Ulfilas, sino que tuvo más trascendentales efectos en materia
religiosa. Las predicaciones hechas por él en un principio habían sido de carácter ortodoxo,
conforme con el dogma de Nicea (§ 70); pero a fines del siglo IV intervino Ulfilas con el emperador
de Constantinopla para que dejase pasar el Danubio a los Visigodos, a quienes empujaban y
atacaban los Hunos; y, siendo una de las condiciones que el emperador impuso, la conversión al
arrianismo de los Bárbaros, Ulfilas se dejó vencer, aconsejó la conversión a los Visigodos y éstos se
hicieron arríanos.
El arrianismo era una secta cristiana herética, que negaba la consustancialidad del Verbo con
el Padre, el misterio de la Trinidad y otros dogmas de la Iglesia de Roma. La influencia de este
cambio sobre la historia de los Visigodos fue muy grande, según veremos.
general, llamado Alarico, guerrearon primero contra los romanos de Oriente y luego contra los de
Occidente, invadiendo la Italia por tres veces y apoderándose en la última de Roma (24 Agosto,
410). A poco murió Alarico y le sucedió en el mando de los Visigodos otro jefe llamado Ataúlfo, el
cual, aunque en un principio tuvo el plan de destruir por completo el imperio romano y fundar uno
gótico, convencido de lo difícil de esta empresa evacuó la península italiana y se dirigió a las
Galias. Desde allí intervino en las luchas de los aspirantes al imperio romano, tomando el partido
del emperador Honorio, que, al fin, venció a sus rivales y con el cual firmó Ataúlfo un tratado en
cuya virtud aquél autorizó a los Visigodos para permanecer en las Galias bajo la dependencia del
Imperio y a título de aliados o auxiliares. Ataúlfo se obligó a devolver a Gala Placidia, hermana del
emperador, que hizo prisionera Alarico al entrar en Roma y con la cual se casó luego.
7 En las Galias llegó a comprender íntegramente la primera Narbonense, las dos Aquitanias y la Novempopulania, y
en parte la tercera Lionense, la Vienense, la segunda Narbonense y los Alpes marítimos, es decir, e! S. y Centro O.
de Francia.
74
entonces sólo a título de aliados de Roma; condición que mantuvieron hasta el año 456, en que
empiezan a declararse independientes del Imperio, obrando por cuenta propia.
97. Teodoredo.
Un año antes, en 419, murió Valia y fue elegido rey de los Visigodos Teodoredo, quien
trabajó por consolidar la dominación en las Galias y por asegurar el porvenir de su pueblo contra la
veleidad de los emperadores. Siguió al principio en buena relación con éstos, ayudándolos en nueva
guerra contra los Vándalos de España (año 422), relación que se rompió momentáneamente por
haber Teodoredo intervenido en la lucha entablada entre el emperador Valentiniano III y un general
romano (Juan) que quería usurpar el trono. Teodoredo aprovechó la coyuntura para apoderarse de
varias ciudades del SE. de las Galias, pero tuvo a poco que renunciar a estas conquistas, que habían
despertado el recelo de los romanos. Vuelto a la alianza con éstos, guerreó nuevamente (247) contra
los Vándalos, que dos años antes habían desembarcado en las Baleares, destruido a Cartagena y
Sevilla, y pirateado en la Mauritania. A la sazón había muerto el rey vándalo Gunderico y le sucedía
Gaiserico, hombre de ánimo esforzado y de gran alcance político. El cual, como viese que sería más
ventajoso para su pueblo establecerse en el N. de África (Mauritania) donde la desunión de los
generales romanos y las frecuentes acometidas de los Moros hacían poco temible la resistencia de
las tropas imperiales, se trasladó allá con todos sus súbditos, que, incluyendo las mujeres y niños,
no excedían de 80.000 (año 429).
Quedaban sólo en España los Suevos, quienes poco a poco ensanchaban sus dominios del
NO., conquistando las plazas fuertes que aun conservaban allí los hispano-romanos (430). A pesar
de varias gestiones hechas para obtener la paz, los Suevos siguieron saqueando las regiones de
Galicia habitadas por aquéllos, hasta que en 438 los derrota el general romano Andevoto.
Teodoredo no desaprovechaba, entretanto, ocasión para lograr ventajas. De sus atrevimientos
resultó guerra con el Imperio, cuyos generales atacaron con fortuna las posesiones visigodas de las
Galias. Al cabo se hizo la paz, y los Visigodos volvieron a ser auxiliares de los romanos en nueva
lucha con los Suevos (446), aunque esto duró poco, porque Teodoredo abandonó el partido romano
y se alió con Suevos y Vándalos, casándose el rey de los primeros con una hija de Teodoredo, y con
otra el de los Vándalos.
La presencia de un enemigo común, los Hunos, que ya habían amenazado a los Godos en el
Danubio, y que ahora se presentaban en las Galias al mando de un famosísimo jefe llamado Atila,
hizo que Visigodos y Romanos (éstos mandados por el general Aetio) volvieran a unirse. Juntos
ambos ejércitos con otra porción de pueblos auxiliares (Borgoñones, Francos, Sajones, etc.),
presentaron la batalla a Atila, a quien ayudaban diferentes grupos germánicos, y lograron vencerlo
en las inmediaciones de Chálons-sur-Marne (Campos Cataláunicos). Teodoredo, que luchó
valientemente, fue muerto en esta batalla (451).
75
Elegido rey un hijo de Teodoredo llamado Turismundo, reinó sólo tres años, siendo asesinado
por sus hermanos Teodorico y Alarico o Federico, sin que nos sean conocidas las causas de este
crimen. Teodorico ocupó el trono y conservó al principio la alianza con los Romanos, en cuyo
nombre guerreó contra los Bagaudas (§ 66) que infestaban entonces la Tarraconense, venciéndolos
por completo.
Poco después intervino en el nombramiento de emperador, apoyando a un alto personaje
romano llamado Avito, con quien estaba en relaciones diplomáticas, y así alcanzó Teodorico gran
influencia en la corte de Roma.
decididamente. fue hombre de gran talento político, cuidadoso del gobierno, «sobrio en la palabra,
lento en el acuerdo, pronto en la ejecución», como dice un contemporáneo; y, a pesar de ser arriano,
respetó a la iglesia católica, reconociendo la jurisdicción del Papa sobre los Obispos del territorio
visigodo.
raza romana; con los obispos y clero católicos tuvo instantes de intolerancia y persecución, aunque
no fue ésta sangrienta ni muy larga, y parece que tuvo origen en el desvío de los prelados hacia
Eurico durante la guerra contra los imperiales de las Galias (470 al 472) y en el fanatismo arriano de
Eurico.
contra el derecho del legítimo Amalarico. Este fue amparado por su abuelo Teodorico, rey de los
Ostrogodos que dominaban en Italia; el cual se dirigió con sus ejércitos contra Gesaleico y contra
los Francos. A todos vencieron los generales Ostrogodos, obligando a retirarse a los Francos y a los
Borgoñones, que también habían atacado los territorios visigodos, y recobrando para Amalarico el
SE. de las Galias, que había perdido Gesaleico, y las comarcas de España. Gesaleico murió al cabo
en la guerra (511) y entró a reinar Amala-rico bajo la tutela de su abuelo, hasta 526, en que murió
este último.
Las posesiones de los Visigodos en las Galias quedaron limitadas a una porción del SE.
(Septimania) y algo más (Rodez, etc.), quedándose con otra porción de este mismo lado (Provenza)
los Ostrogodos.
administración pública. Consérvase una ley suya (hallada en un manuscrito del código de Alarico,
existente en la catedral de León) dirigida a impedir las estafas de que eran víctimas los litigantes por
parte de ios jueces y funcionarios subalternos de los tribunales de justicia.
En 548 murió Teudis en Sevilla, asesinado por uno que se fingía loco. Le sucedió el general
Teudiselo, de cuyo breve reinado nada se sabe, si no es que llevó durante él vida muy escandalosa,
por lo cual era generalmente odiado. Fue asesinado en Octubre de 549.
mayoría, de la nobleza his-pano-romana) las regiones de Oviedo, León, Palencia, Zamora, Ciudad
Rodrigo y otras, a más de las ocupadas por los Vascos.
Leovigildo (o Liuvigildo) tuvo desde luego la aspiración de reducir toda la Península al poder
visigodo. Considerándose rey con todas sus atribuciones, quiso rodearse de toda la pompa exterior
que pudiese ayudar a su prestigio y al buen resultado de sus proyectos, y adoptó el ceremonial de
los emperadores de Constantinopla, acuñando moneda de oro conmemorativa de su elección, en que
aparece con traje regio. Dando muestras de gran tacto político, ajustó paces con las fuerzas
bizantinas y las hizo servir a sus propósitos, fingiendo sumisión y acatamiento al emperador.
Importaba, en primer lugar, detener a los Suevos, que pretendían ensanchar sus fronteras,
apoyados en las regiones independientes de Asturias, León y Extremadura. Liuvigildo les hizo la
guerra logrando ganar a Zamora, Palencia y León, pero no a Astorga, que hubo de resistirse
tenazmente, en favor de los Suevos.
Al año siguiente, el rey dirige su ejército al S., contra los mismos Bizantinos de que parecía
tan amigo, y les gana, en la región llamada Bastania malagueña, a Córdoba y Asidona (Medina-
Sidonia), después de tres años de lucha. En el entretanto, los Suevos habían invadido comarcas
independientes de Extremadura, pretendiendo extender por aquí su frontera.
N., hasta Canfrac, Jaca y el Gallego; y por el S., desde Cervera del río Alhama hasta la confluencia
del Gallego y el Ebro, con poblaciones tan importantes como Pamplona, Ejea, Calahorra, Cascante,
Alagón, Jaca y otras, con más los territorios comprendidos desde Bilbao y el Nervión hasta San
Sebastián, y desde el mar hasta Miranda de Ebro. Liuvigildo emprendió en 581 la campaña contra
ellos, logrando ocupar gran parte de la Vasconia, apoderándose de Egessa y fundando como fuerte
militar avanzado la ciudad de Victoriaco (Vitoria).
imprudente de Hermenegildo.
ilustres personajes del clero católico, entre ellos San Isidoro. Ya veremos que la cuestión judía tuvo
largas consecuencias y muchas vicisitudes durante la dominación visigoda.
Suintila abordó otro problema más grave aún. Liuvigildo y otros reyes habían tratado de
fortalecer el principio monárquico, sujetando las ambiciones y tendencias anárquicas de la nobleza
y procurando indirectamente convertir la corona en hereditaria. Suintila renovó más directamente
estas tentativas, asociando al trono a un hijo suyo; pero la nobleza visigoda resistió esta medida, y al
cabo, con el auxilio de los Francos, destronó al rey, no obstante las simpatías con que éste contaba
entre el pueblo. No por esto terminó la lucha. La cuestión dinástica, que diríamos hoy—es decir, la
oposición de intereses entre la monarquía y la nobleza—siguió produciendo disturbios; y puede
decirse que ella, con la de unificación de razas, caracterizan todo un período de muchos años en la
dominación visigoda.
conciliar los intereses e ideales de ambos pueblos. Hizo Chindasvinto este trabajo tomando por base
las leyes anteriores, y además abolió la prohibición (vigente, según el derecho romano del código de
Alarico) de matrimonios entre hispano-romanos y Germanos: lo cual no quiere decir que antes de
esta abolición no se casaran jamás españoles con Visigodos (ejemplo, el rey Teudis), sino que el
Estado no daba fuerza legal a estas uniones sino en casos excepcionales. El hijo de Chindasvinto,
Recesvinto, mejoró la obra de su padre, revisando por dos veces las leyes y procurando darles más
uniformidad y carácter sistemático. El texto del código de Recesvinto ha llegado a nosotros en toda
su integridad (Lex Visigothorum Reccesvindiana o Liber Iudiciorum). Dictó también este monarca,
como su padre, varias disposiciones para procurar que en la administración de justicia ocurriesen
menos arbitrariedades y excesos que hasta entonces. Igualmente dictáronse en su tiempo medidas
para impedir que el tesoro particular de los reyes se aumentase a costa de la nación.
El mismo Wamba fue destronado por una sublevación que dirigió un pariente suyo llamado
Ervigio, el cual tuvo que sofocar varios alzamientos de nobles, no obstante haber dulcificado el
rigor represivo de Wamba dando amnistías y siendo hasta débil con la nobleza. Para asegurar más
su poder, buscó apoyo en el clero y se hizo declarar, él y su familia, sagrados e inviolables. Su
sucesor Egica, pariente de Wamba, volvió a los procedimientos de éste; castigó a los enemigos del
gran rey y favoreció, en cambio, a sus partidarios, que habían sido perseguidos en tiempo de
Ervigio. Como era corriente, hubo conspiración contra Egica, dirigida por el obispo de Toledo,
Sisberto, que fue descubierta y castigada; y a poco tuvo que rechazar nueva acometida de los
árabes. Egica dictó leyes severas contra los judíos, condenándolos a esclavitud, confiscándoles los
bienes y arrebatándoles a sus hijos, una vez cumplidos los siete años, para educarlos en la fe
cristiana y casarlos con personas que igualmente la profesasen. El motivo de esta nueva persecución
fue el haberse descubierto una conspiración urdida por los judíos de España con los de África,
probablemente para facilitar a los musulmanes (§ 124) la invasión de la Península.
Tanto Ervigio como Egica continuaron los trabajos de unificación de las leyes, revisando y
adicionando el código de Recesvinto. De la revisión de Ervigio, poseemos hoy dos códices; de la de
Egica, ninguno.
y de conjeturas, que los árabes vinieron a España simplemente como auxiliares, llamados por los
hijos y partidarios de Witiza, y que el conde de Ceuta (que era Bizantino y no Visigodo) les ayudó
por amistad con aquel rey, que le había favorecido en otra ocasión contra los mismos árabes,
invasores de la Mauritania; sino que, una vez entrados en España los árabes, de auxiliares se
convirtieron en dominadores y conquistaron para sí.
Sea lo que fuere de esto —y resultando tan sólo en claro que los árabes hallaron apoyo para su
entrada en elementos visigodos y en los judíos—, lo único completamente cierto es el hecho de la
invasión y el resultado de la guerra.
Comenzaron los árabes, con Julián, por hacer algunos desembarcos en tierra de Algeciras
(709), como por vía de prueba. Un año más tarde, realizaron otra expedición de 400 infantes y 100
caballos al mando de un árabe llamado Tarif, que se limitó a saquear la campiña entre Tarifa y
Algeciras, sin lograr apoderarse de ninguna plaza fuerte; y, por fin, en 711, con mayores fuerzas,
mandadas por un general llamado Tárik y por el conde Julián, se apoderaron del peñón de Gibraltar,
de la ciudad (hoy desaparecida) de Carteya y de Algeciras, con lo cual tenían ya los invasores
puntos de resistencia y asegurada la retirada.
poca guarnición en los puntos conquistados, confiando la guarda de los fuertes y la administración a
los judíos; pero desde la toma de Mérida, parecen cambiar las cosas. Sin duda hubo de manifestar
entonces Muza su propósito de mudar el carácter de la guerra, conquistando para sí —es decir, para
su rey o califa— la Península, en vez de limitarse a ser simple auxiliar (con determinadas ventajas)
del conde Julián o de los Witizanos contra Rodrigo; o tal vez la noticia de vivir éste aún y de tener
tropas con las que resistía, reanimó algo el espíritu público. Lo cierto es que, apenas tomada
Mérida, se inicia una resistencia general de parte de los cristianos, cuyo primer acto fue la
sublevación de Sevilla. Muza envió contra ella a su hijo Abdelaziz, y él prosiguió adelante hacia la
Sierra de Francia (provincia de Salamanca), donde, a lo que parece, se había refugiado Rodrigo con
nuevas fuerzas. Unidos Muza y Tárik —que llegó de Toledo— se dio una batalla cerca del pueblo
de Segoyuela (Septiembre de 715), en la cual créese fue derrotado y muerto el rey visigodo.
Con esto queda terminada la dominación visigoda. Los árabes no pensaban ya en favorecer a
los partidarios de Achila y nombrar nuevo rey, sino que hacían la guerra por su cuenta,
despreciando a los Visigodos. Muza se dirigió desde Segoyuela a Toledo, que se había sublevado al
salir Tárik, y, entrando en ella, proclamó al califa como soberano. Así empezó la dominación oficial
de los árabes.
mutuo auxilio y protección, interviniendo en los actos principales de la vida civil (matrimonio,
tutela, herencia, etc.) La ofensa inferida a uno de ellos era vengada por los otros, reconociéndoles la
ley este derecho; pero no siempre se llegaba a derramar sangre en estas venganzas, pudiendo el
ofensor obtener el perdón de los parientes del ofendido mediante el pago de una cantidad llamada
composición o wergheld. Esta solidaridad modificóse algo en los últimos tiempos, por influencia
del derecho romano; pero es muy seguro que gran parte de las modificaciones fueron más aparentes
que reales, continuando las costumbres conforme a las tradiciones antiguas, a pesar de lo que la ley
preceptuaba.
128. La familia.
Como la mujer se consideraba estar bajo a potestad del padre —y en su vez, de la madre, los
hermanos u otros parientes varones—, para poderse casar tenía el marido que comprarla, es decir,
que adquirir el derecho de ser su señor mediante cierto precio, equivalente a la dote. Sin esto, y sin
el consentimiento de los padres o parientes, no se podía celebrar el matrimonio. Una vez casada, la
mujer quedaba sometida al marido. La dote solía consistir, entre las gentes ricas, en diez esclavos,
diez esclavas, veinte caballos y gran cantidad de adornos y joyas, que el marido recobraba si la
mujer moría sin hijos y sin testar. Era condición fundamental del matrimonio la fidelidad de la
esposa, castigándose el adulterio duramente y constituyendo causa de divorcio, también posible por
otros motivos.
A los hombres se les permitía que tuviesen otras mujeres en calidad de ilegítimas o
concubinas. Todo lo que marido y mujer ganaban mientras subsistía la unión, formaba una masa
común, que se dividía al morir uno de los cónyuges, generalmente en proporción al capital aportado
por cada uno.
Conocieron los Visigodos el testamento para transmitir los bienes de la familia, habiendo
adoptado en esto las reglas del derecho romano. Los descendientes eran herederos forzosos en los
4
/5 y la viuda participaba en usufructo de los bienes del marido difunto, mientras no volviese a
casarse.
En punto a los hijos, se prohibió en la ley el antiguo derecho de vida y muerte que tenían
sobre ellos los padres, sin negarles la potestad que tanto al padre como a la madre correspondía para
la educación y régimen de aquéllos, a quienes también se les reconoció la facultad de constituir
propiedades particulares (peculios) con todo lo que ganasen en ciertas condiciones mediante su
trabajo o por donación del rey y otras personas.
De todas estas ideas resultaba un sentido más orgánico que el de la familia romana de los
últimos tiempos, una menor corrupción de costumbres, y cierta consideración distinguida a la mujer
(mayor que en otras leyes bárbaras de la época), aunque, por otra parte, estuviese sujeta al poder del
marido y cargasen sobre ella todos los trabajos de la casa.
por el poder y en el goce de los cargos públicos. La oposición constante que hubo entre los nobles y
el rey, no sólo tenía por objeto (§ 119) la sucesión a la corona, sino también la supresión de la
facultad que ejercían los reyes de crear nobleza y de quitarle sus prerrogativas. Los nobles de la
España goda se designaban con los nombres de potentes, optimates y próceres. Particularmente, las
leyes designan con el de seniores a los nobles godos, y con el de senatores a los hispano-romanos.
Potentiores y possessores eran los grandes propietarios de este origen.
Los hombres libres que no pertenecían a la nobleza, vivían, por lo general, dependientes de
ella, bien en las formas antiguas del colonato y el patrocinio (para los libertos), bien como
cultivadores libres o arrendatarios, o como industriales y obreros en las ciudades. Estos mejoraron
de condición, por haber aflojado los Visigodos los lazos de sujeción forzosa que antes los ligaban a
los colegios y corporaciones, al paso que los cultivadores libres fueron perdiendo con el tiempo
hasta confundirse con los colonos en la herencia de la profesión y la inseparabilidad de la tierra.
Pero lo característico de la época visigoda es el gran desarrollo de una nueva clase de hombres
libres patrocinados, llamados bucelarios, que se ponían voluntariamente al servicio de otros
poderosos o influyentes, para que éstos los protegieran, de modo análogo a los antiguos clientes (§
22). Conservaban, a pesar de esta dependencia, todas sus derechos personales, y recibían armas y
bienes (generalmente, tierras) del patrono o señor, a quien acompañaban a la guerra. Tenía el
bucelario la facultad de romper cuando le conviniera el lazo de dependencia, diferenciándose en
esto de los libertos, ligados perpetuamente al patrocinio. El señor, no sólo se obligaba a amparar y
defender al bucelario, sino que debía casar a las hijas, quienes, al morir el padre, quedaban bajo la
potestad del patrono hasta tomar estado. Por esta protección, y por el beneficio material que
recibían con las tierras donadas, los bucelarios hallaban ventaja en mantener su situación y era raro
que la rompiesen, no obstante su derecho para hacerlo, a menos que encontraran otro señor que les
conviniese más.
Como se ve por todo esto, el hecho general era la existencia de pocos hombres completamente
libres, y la formación de distintos grados intermedios hasta el más inferior de la esclavitud o
servidumbre, que continúa como en tiempos anteriores. Esta acentuación de la dependencia
personal se debe principalmente al estado de inseguridad que había en aquellos tiempos de guerra y
movimiento constante y a la falta de organización robusta en las funciones protectoras de los
poderes públicos.
En punto a los judíos, que constituían una clase aparte, ya hemos visto las vicisitudes que
sufrieron en su derecho personal, hasta perder extraordinariamente en condición en los últimos
tiempos. A los extranjeros se les reconocían, por lo general, sus derechos y el valor de sus leyes
nacionales, como se ve en el Liber Iudiciorum por lo que toca a los mercaderes que acudían o
estaban establecidos en los puertos de mar.
131. La monarquía.
En el orden político, los cambios introducidos por los Godos fueron mayores que en el orden
91
social.
En los primeros tiempos de la organización política de los Visigodos en Oriente, la monarquía
fue mixta de electiva y hereditaria, pues si el rey era nombrado en las Asambleas populares, éstas
no podían hacer recaer el nombramiento sino en persona de determinada familia. El rey tenía como
atribuciones principales el mando del ejército y la administración de justicia.
Con la invasión en territorios del Imperio, se romaniza la monarquía y toma para sí todas las
funciones económicas y administrativas y el poder legislativo, asesorándose, unas veces y otras no,
de los nobles. La elección del rey dejó de hacerla directamente el pueblo pasando este derecho a la
Asamblea aristocrática, y guardando la ley de sucesión en la familia real, que era la de los Baltos.
Extinguida esta familia, sobreviene un largo período —desde Amalarico a Liuvigildo— de luchas
civiles entre las varias familias que aspiran el trono. Liuvigildo es el primer soberano que ostenta
públicamente y con todos sus atributos el título y las insignias de rey, y con él se afirma el sentido
absoluto de la institución, conforme al tipo del imperio romano. El mismo Liuvigildo y otros reyes
posteriores trataron, como hemos visto, de convertir en completamente hereditaria la sucesión a la
corona, asociando al trono a sus hijos, y en esta tendencia contaron con el apoyo del alto clero
católico, que veía en ello el medio de acabar con la anarquía y las guerras civiles; pero la nobleza se
resistió constantemente a estas novedades, defendiendo la forma electiva y la libertad en la elección,
sin sujetarse a determinada familia, lo cual permitía que todas pudieran aspirar al trono. Esta
tendencia predominó en la legislación, en la cual hay diferentes disposiciones que prescriben la
forma en que ha de ser elegido el rey por una asamblea de nobles y eclesiásticos; pero, de hecho,
hubo varios casos de sucesión hereditaria. El carácter absoluto de la monarquía no se modificó por
estas luchas.
graves de usurpación. Teniendo en sus manos a la nobleza (§ 129), contra la cual luchaban
continuamente—y que asistía al Concilio, no por derecho propio, sino por delegación real—, y al
clero, puesto que el rey era quien nombraba y deponía a los obispos, antes y después de Recaredo,
utilizaban ambos elementos para sus fines; y si alguna vez coincidía con las aspiraciones de ellos o
las aceptaban, era, bien a la fuerza, obligados por las circunstancias (como Recesvinto en el concilio
VIII de Toledo, para apaciguar la lucha con los nobles), bien por simple conformidad de sus ideas o
conveniencias con las del clero y nobleza. El elemento eclesiástico, como representaba una fuerza
social y el superior grado de cultura, tuvo efectivamente influencia directa y personal (e indirecta
por la educación, por el prestigio) en la legislación y en el gobierno, siendo utilizado por los reyes
godos —como por los francos y los emperadores de Oriente— en calidad de contrarresto de la
inmoralidad reinante y de la anarquía aristocrática; pero nunca manejó el Estado por sí mismo. Si
los reyes y el pueblo se muestran a veces fanáticos e intransigentes en materia religiosa, o
extraordinariamente favorecedores de la Iglesia, es porque lo sienten motu proprio, porque es éste el
espíritu de la sociedad, y no porque cada ley, cada determinación, esté tomada y aconsejada
directamente por los obispos.
La manera de celebrar los Concilios era ésta: reuníanse los miembros de ellos en una iglesia
—en Toledo, la de Santa Leocadia— convocados por el rey, el cual tenía, tanto en la fecha de
convocación como en el llamamiento de personas, libertad absoluta; y después de varias ceremonias
religiosas, con asistencia del soberano, leíanse las proposiciones que éste presentaba para
convertirlas en ley (tomo regio). Generalmente, los primeros días se dedicaban a la resolución de
los asuntos puramente eclesiásticos, en los cuales el rey tenía gran intervención, a título de jefe civil
en la Iglesia. A estas reuniones no asistían los nobles, los cuales entraban en el Concilio sólo para
deliberar sobre las cuestiones políticas y de derecho que se trataban después, pero sin
corresponderles iniciativa ninguna, que únicamente tenían el rey y alguna vez los obispos. Al
terminar las sesiones hacíase entrar al pueblo y se leían los acuerdos adoptados para que los
aclamase. El rey conservaba siempre el derecho de oponer su veto a las resoluciones que sin su
iniciativa se acordasen; de modo que, en rigor, todo dependía de él.
Al lado del monarca estaban también los llamados leudes o fideles, especie de bucelarios del
monarca, que se consideraban ligados con la persona de aquél de un modo estrecho, y que por esta
intimidad formaban el núcleo de la nobleza cortesana.
135. El ejército.
El servicio militar era, entre los Visigodos, obligatorio por costumbre y por la ley. Cuando se
establecieron en las provincias, obligaron también a los súbditos romanos, nobles, plebeyos y
siervos. Todos servían juntos. El ejército se dividía en grupos de 100 hombres, con un jefe llamado
centenarius. Había otros grupos superiores, de 1.000 hombres llamados tiufadías, institución de
origen germano cuyo jefe, tiufado, era al propio tiempo juez de sus soldados en tiempo de guerra y,
según se cree, también en tiempo de paz. Los patrocinados o clientes iban formando una agrupación
mandada por el patrono o señor. Con el tiempo, la obligación del servicio fue relajándose, bien por
haberse afeminado las costumbres visigodas, bien por resistirse a él los nobles turbulentos y
94
enemigos de la corona. Wamba tuvo que dar nuevas leyes recordando aquella obligación y
reorganizando el ejército. Éste no era permanente sino en una escasa parte, formada en su mayoría
por la guardia real reclutada entre los siervos, clientes o libertos del rey, o constituida por hombres
libres, a quienes se pagaba soldada o se cedían tierras en premio del servicio. Los demás eran
llamados en caso de guerra. Mandaba el ejército unas veces el rey y otras un duque.
Así, que el griego fue conocido de todos las hombres cultos en España, y con él su literatura de la
época.
También se cultivaban el hebreo y el caldeo, no sólo en la población judía, sino en los centros
ilustrados. Mediante estas lenguas comenzó a influir en la cultura española el elemento oriental, que
más tarde adquirió importancia al lado del clásico o greco-latino, que era el predominante.
mismos reyes, cuya tiranía anatematiza; la separación entre la fortuna privada del monarca y el
patrimonio de la corona, para evitar usurpaciones de los soberanos; el apoyo prestado a la forma de
sucesión hereditaria y al prestigio e inviolabilidad de la realeza, como medio de terminar las luchas
por el poder, y la represión y castigo de los delitos religiosos por cuenta del Estado: tales son los
principios de la doctrina eclesiástica que influyeron en el derecho público.
celebrar misas por personas vivas como si estuviesen ya muertas, con lo cual se creía acelerar su
fallecimiento.
Los homicidios eran frecuentes; la seguridad personal muy escasa, a pesar de que los reyes
trataron de reprimir los desórdenes, la intranquilidad y los vicios más comunes. En este punto se
llegó a tomar medidas tan escrupulosas como la de prohibir que ningún médico visitase y curase a
mujer sin la presencia de los padres o parientes de ella, y en su falta, de vecinos. A los médicos
hacía también la ley responsables, con penas de multa y hasta servidumbre, de los malos efectos de
su medicación y de que ésta produjese la muerte.
Una de las diversiones más populares de la época parece haber sido las corridas de toros, a las
cuales se mostraron aficionados incluso algunos miembros del clero; bien que no esté probado el
ejemplo, que comúnmente se cita a este propósito, del obispo Eusebio de Tarragona.
100
De estos partidos eran los más enemistados el yemení o kelbi y el maadí o caisi, cada uno de
los cuales representaba dentro del pueblo árabe un núcleo de tribus afines entre sí y distintas de las
que formaban el otro. Puede decirse que la historia interna del imperio musulmán se reduce a la
lucha constante de estos dos partidos, lucha que, unida a la natural independencia y odio respectivo
de las tribus, no dejó que se consolidara un poder político robusto, y trajo consigo la disgregación
de los dominios árabes, causa de su ruina.
y visigoda continuó, bajo la dominación de los musulmanes, con sus condes, sus jueces, sus
obispos, sus iglesias y, en suma, con casi toda la independencia civil. Los emires se contentaron con
imponer a los cristianos sometidos las contribuciones legales, que eran de dos clases: la personal o
capitación8 y la que pagaban los propietarios territoriales, tanto fuesen musulmanes (éstos, sólo por
las fincas que antes hubiesen pertenecido a cristianos o judíos sometidos) como cristianos, aunque,
a veces (según indica, v. gr., la capitulación de Coimbra), se les impuso el doble a los cristianos. Se
llamaba a este impuesto jarach y consistía en una parte de los productos. Las iglesias y monasterios
pagaron también contribución. En general, por lo que toca a la propiedad inmueble, parece que la
regla seguida fue ésta: Muza reservó de lo conquistado un quinto (en tierras y casas) para el Estado,
formando así como un patrimonio público, llamado joms, cuyo cultivo concedió a los labradores
jóvenes indígenas (siervos), mediante el pago de un tercio de frutos al califa o a su representante
(emir), constituyendo este fondo, principalmente, con las propiedades que habían sido de las
iglesias, del Estado visigodo, de los nobles fugitivos y las conquistadas a viva fuerza. A los
particulares, soldados y nobles que capitularon o se sometieron, se les respetó (como en Mérida y en
Coimbra) el dominio de todos o parte de los bienes, con la obligación de pagar un impuesto
territorial (chizya, análogo al jarach), por las tierras labrantías y las de árboles frutales y lo mismo
se hizo con algunos monasterios, como se ve en la capitulación de Coimbra. Alcanzaron además
estos propietarios indígenas la libertad de vender lo que poseían, facultad que, siguiendo las leyes
romanas relativas a la Curia, tenían muy limitada en la época visigoda. Por último, la parte
excedente del quinto en las tierras confiscadas por los conquistadores fue repartida entre los jefes y
soldados, o sea entre las tribus que formaban el ejército. Según una tradición árabe, este reparto lo
hizo Muza por completo; según otra, no lo terminó él, sino Samah, hijo de Malic, por orden del
califa, el cual confirmó los derechos concedidos por Muza sobre las tierras, y concedió, además,
feudos sobre los terrenos del Estado a los soldados que trajo consigo Samah. En estos repartos
tocaron los distritos del Norte (Galicia, León, Asturias, etc.) a los beréberes, que eran los más, y los
del Sur (Andalucía) a los árabes. Los siervos visigodos que había en estas tierras y que no huyeron,
siguieron en ellas como cultivadores (los árabes sabían poco de agricultura y la desdeñaban, como
ocupación inferior), sujetos tan sólo (como los labradores del joms) al pago de un tercio o un quinto,
de la cosecha en favor de la tribu o jefe propietarios; con lo cual, no sólo mejoró la situación de los
cultivadores, sino que, por hacerse el reparto entre muchos, se dividió la propiedad, rompiendo la
traba de los latifundia. Por último, los sirios, que más tarde vinieron a España, obtuvieron, en
algunos distritos, según veremos (§ 149), no la propiedad directa de tierras, como los primitivos
conquistadores, sino el derecho de cobrar para sí el tercio que los labradores cristianos del joms
pagaban, como hemos dicho antes, al Estado. De este modo se creó entre los sirios y la población
indígena, en los distritos donde aquéllos se fijaron, una relación análoga a la de los consocios o
consortes visigodos y galo-romanos cuando las tribus de Ataúlfo obtuvieron la posesión de tierras
en la Galia.
Los esclavos mejoraron también de condición; de una parte, porque los musulmanes los
trataban más dulcemente que los hispano-romanos y los visigodos, y, de otra, porque bastaba su
conversión al mahometismo para quedar libres, si eran esclavos de cristianos o judíos. Claro es que
muchos se convirtieron sólo para obtener esta ventaja, sin creer verdaderamente en la religión de
Mahoma, y con ellos, más los propietarios que se convirtieron también para librarse de la capitación
y conservar sus tierras, se formó una población de cristianos renegados que tuvo gran influencia en
los sucesos posteriores.
Todas estas ventajas que concedió la administración árabe estaban compensadas, en parte, por
la sujeción de la masa cristiana sometida, sujeción pesada sobre todo en lo referente a las iglesias,
que dependían del califa, el cual se arrogaba el derecho de nombrar y de poner a los obispos y de
convocar los Concilios. Además, andando el tiempo, los pactos celebrados con poblaciones
8 Diferente en cuantía según la posición social del que la pagaba. Exceptuábanse de ella las mujeres, los niños, los
monjes, los lisiados, los mendigos y los esclavos.
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sometidas, como Mérida, v. gr., se violaron, y aumentáronse también las contribuciones que
pesaban sobre los vencidos, lo cual originó no pocas guerras.
El núcleo de población peninsular más favorecido fue el de los judíos. Ganaron éstos en
libertad; abolidas las leyes visigodas que los perseguían, tomaron, como aliados de los árabes, gran
parte en el gobierno y administración de las ciudades españolas.
nombraron emires a Yúsuf y a otros sin contar para nada con el califa ni -con el gobernador
africano. El término a esta situación anárquica lo vino a poner un nuevo personaje, que cambió por
completo la suerte política de España.
150. Abderrahmán.
Los califas o jefes supremos del Estado musulmán venían siendo, desde algunos años atrás, de
una familia noble llamada de los Omeyas; pero como en Oriente, lo mismo que en España, no
cesaban las luchas entre los jeques ambiciosos y las tribus rivales, al cabo fueron destronados los
Omeyas por los individuos de otra familia rival, los Abbassidas. Sucedía esto en la época en que
Yúsuf figuraba como emir de España. El cambio de dinastía produjo un movimiento anárquico en
las provincias. La de África se declaró en parte independiente, y en parte se negó a reconocer a los
Abbassidas. En estas circunstancias, un joven de la familia Omeya, llamado Abderrahmán, que
había escapado de la matanza ordenada por sus enemigos, refugiándose en Egipto primero y
después en el África berberisca, trató de formarse en este último punto un reino independiente. Sus
gestiones no tuvieron resultado; y entonces, noticioso de la situación en que se hallaba España,
dirigió a ella sus ojos. Apoyado por algunos clientes de su familia, desembarcó en la Península y
comenzó la guerra que, después de muchas vicisitudes, terminó venciendo enteramente a Yúsuf y al
general Samaíl y erigiéndose Abderrahmán en emir independiente del califa de Damasco. Con esto
empieza una época nueva en la España árabe (758).
continuamente por unos y otros. Victorias sucesivas de reyes que siguieron a Alfonso, ensancharon
poco a poco el reino; pero hasta el siglo XI no puede decirse, en rigor, que los cristianos tomasen la
ofensiva contra los árabes, ni la frontera de su no siempre constante independencia, pasó, en los
momentos más favorables de este período, de la línea del Guadarrama; continuando el resto de la
Península, incluso la mayoría de los territorios de Aragón, en pleno poder de los musulmanes.
Alfonso I murió después de las citadas campañas y de haber contribuido mucho a la restauración del
antiguo orden social en la región N., mediante la repoblación de tierras, reconstrucción y fundación
de iglesias y monasterios, etc. Sucedía esto en 756, al tiempo que Abderrahmán creaba el emirato
independiente.
fanático creció en importancia, y llegó a contar en su seno multitud de jóvenes hábiles, ambiciosos
y atrevidos. El resultado de esta preponderancia se vio bien claro en el reinado del sucesor de
Hixem, Alhacam o Haquem I. Sin dejar de ser creyente, el nuevo rey se permitía ciertas licencias en
su conducta (como beber vino y cazar sin descanso, cosas prohibidas), y, lo que era peor, concedía
menos influencia en el gobierno que su padre Hixem, a los alfaquíes. Herido en sus aspiraciones el
partido religioso, se convirtió en demagógico, excitando al pueblo contra el emir y conspirando
contra él. Llegó el caso de tirarle piedras cuando iba por la calle. Por dos veces castigó a los
revoltosos de Córdoba Alhacam; pero no escarmentaron por eso, antes desearon vengarse. En 814
se amotinaron de nuevo los fanáticos y llegaron a sitiar en su palacio al emir; las tropas de éste
lograron vencer la insurrección, y degollaron a gran número de cordobeses. Alhacam perdonó a los
restantes y los expulsó de Córdoba y de España. Salieron con este motivo dos grupos de emigrantes,
en su mayor parte renegados, uno de los cuales, de 15.000, se dirigió al Egipto, y otro, de 8.000
familias, a Fez, en el África Occidental del Norte.
Vencido así el partido religioso en Córdoba, el emir acudió a otro peligro no menos grande.
La ciudad de Toledo, aunque nominalmente sometida a los emires, gozaba en rigor de una
verdadera autonomía. Su población estaba formada principalmente de visigodos e hispano-romanos,
renegados los más de ellos: árabes y beréberes había pocos, por haberse establecido, en su mayoría,
en el campo. Los toledanos no olvidaban que eran españoles (es decir, que constituían la población
nacional frente a los invasores), ni que Toledo había sido la capital de España. Mostrábanse
orgullosos de ambas cosas, y se mantenían en un estado continuo de independencia, quizás apoyada
en tratados análogos al de Mérida. Alhacam quiso concluir con esto. Para inspirarles confianza, les
mandó como gobernador a un renegado, el cual atrajo a su palacio a las personas más distinguidas
por su nacimiento o riquezas de Toledo y sus cercanías, y las degolló. Privada así la ciudad de sus
hombres más influyentes, quedó sometida; pero, a los siete años de esto, volvióse a declarar
independiente (829), teniendo que luchar el emir sucesor de Alhacam, Abderrahmán II, por espacio
de ocho años, hasta que, merced a disidencias ocurridas en Toledo entre cristianos y renegados, se
apoderó de ella en 837.
En otras partes del reino musulmán ocurrían también trastornos. En Mérida, los cristianos
(que estaban en inteligencia con el rey franco Ludovico Pío) se sublevaban a cada momento, y en
Murcia los yemeníes y maadíes mantuvieron durante siete años la guerra civil. El aumento de
contribuciones que impuso Abderrahmán II, quizá violando algunos tratados anteriores con
ciudades importantes, dio pábulo a estas continuas insurrecciones.
origen visigodo, pero renegada, los Beni-Casi, había llegado a constituir un reino emancipado del
emir de Córdoba, en el cual se comprendían poblaciones tan importantes como Zaragoza, Tudela y
Huesca. Uno de sus jefes llegó a titularse «tercer rey de España». El emir logró de momento (862)
recobrar a Tudela y Zaragoza; pero poco después las perdió, y sus tropas fueron derrotadas por los
Beni-Casi unidos con el rey de León. Conviene decir, no obstante, que los Beni-Casi no llevaban
plan político determinado en su independencia. Trabajaban para sí, no por ideal ninguno; y así se les
veía luchar unas veces contra el emir y otras contra los reyes y señores cristianos de España y
Francia. Hubo vez en que su jefe, aliado con el emir, gobernó en nombre de éste en Tudela y otros
pueblos.
En tierra de Extremadura se levantó otro estado independiente, regido por un renegado, Ibn o
Ben-Meruan, el cual soliviantó a los renegados de Mérida y lugares vecinos predicándoles una
religión nueva, término medio entre el islamismo y el cristianismo, y excitando los odios de raza. Se
alió con el rey de León, impuso tributos sólo a los árabes y beréberes, y al fin logró que el emir
reconociese su independencia y le cediese la plaza fortificada de Badajoz.
Todos estos hechos excitaron los sentimientos naturalmente revoltosos de los renegados y
cristianos de una región andaluza importante: la de Reya, serranía de Ronda, cuya capital era
Archidona. Sus habitantes pertenecían, casi todos, a la población indígena (que llamamos española
para caracterizarla de un modo unitario, aunque en rigor por entonces no había aún, en la extrema
complejidad de elementos, ninguno que verdaderamente representase la unidad nacional), y eran
algunos cristianos, pero en su mayoría musulmanes; no obstante lo cual, odiaban a sus
dominadores, especialmente a los árabes de quienes eran mal mirados. Los renegados ocupaban, en
efecto, en la sociedad musulmana, una situación inferior. Salvo algunos que supieron ganarse la
confianza de los emires, la mayoría estaba excluida de los cargos públicos y era despreciada y
sospechosa para los mahometanos de abolengo. No es de extrañar, pues, que los renegados, siempre
que pudiesen, tomaran desquites como el de los Beni-Casi, el de Toledo y el de Mérida. El de la
serranía de Ronda fue uno de los más formidables, porque a su frente se puso un hombre de grandes
condiciones militares y políticas.
Primero quiso ser independiente, prescindiendo de los demás núcleos nacionales; luego intentó
concertarse con el gobernador árabe de África, que ya obedecía de nuevo a los califas de Bagdad,
para que éstos le nombrasen emir de España; y, por fin, cambiando la aspiración puramente
patriótica o de raza, que había reunido bajo una misma bandera a cristianos y renegados, la
convirtió en religiosa, abjurando del mahometismo y haciéndose cristiano; con la cual, casi todos
los musulmanes que le ayudaban le abandonaron, preparando de este modo su derrota y la
desaparición de su reino.
figura de Bernardo es fabulosa y de invención muy posterior, es posible que refleje tradiciones de la
época, expresivas, más bien que de un sentido patriótico (que no existía por entonces), de las
suspicacias de la nobleza, contraria al robustecimiento del poder real.
Alfonso II dedicó gran parte de su reinado a organizar interiormente el país, restaurando la
práctica de leyes visigodas caídas en desuso, construyendo poblaciones, fijando la corte en Oviedo
y facilitando la venida de pobladores. En su tiempo verificóse un suceso de carácter religioso que
tuvo gran influencia, más tarde, en la civilización de aquella parte de España; y fue el hallazgo del
sepulcro y cuerpo del Apóstol Santiago, en un campo próximo a la ciudad de Iria. El
descubrimiento causó gran regocijo en los cristianos, y el rey mandó edificar en el mismo punto una
iglesia con residencia para el obispo. Alrededor de esta iglesia se fueron construyendo habitaciones,
que al cabo formaron una población llamada Compostela. Para visitar el sepulcro se organizaron
numerosas peregrinaciones, no sólo de otros territorios españoles, sino del extranjero,
produciéndose así una corriente de visitantes y de influencias europeas en Galicia, que pesaron
mucho sobre las costumbres y la literatura.
Asturias y Galicia, y a los cuales vencieron las tropas de los condes gallegos, en dos ocasiones.
El siguiente rey, Ordoño I (850), luchó y venció al reyezuelo renegado de Zaragoza y recorrió
la región entre Salamanca y Coria, saqueando varias poblaciones, que no conservó. Con Alfonso III,
llamado el Magno (866), renacen las sublevaciones de nobles gallegos, que no quieren reconocerle
por rey. Vencidos, dedicóse Alfonso a guerrear contra los Árabes, extendiendo sus fronteras por el
O. hasta el Mondego, y por el E. en tierra castellana, para afianzar cuyo dominio se dice fundó la
ciudad de Burgos, aunque otros atribuyen esta fundación a un conde llamado Diego Porcellos.
Casado con una hija del rey de Navarra, cuyo hecho pudo haber sido de beneficiosa influencia para
la marcha política de los Estados cristianos, gozó de poca paz interior, pues se le sublevaron sus
hijos y su propia mujer, de tal suerte, que tuvo el rey que abdicar. Como resultado de este hecho,
divídense los territorios del reino leonés, tomando uno de los hijos de Alfonso, García, los de León;
otro, Ordoño, los de Galicia y Lusitania, y un tercero, Fruela, el señorío de Asturias. El rey se
reservó la plaza de Zamora.
poco, siguiendo sus planes, se alió con el gobernador rebelde de Zaragoza y con el rey de Navarra,
menor de edad, en cuyo nombre gobernaba el reino su madre, mujer de grandes alientos, que
batallaba al frente de las tropas. El resultado de esta campaña fue desastroso para los aliados, tanto,
que la reina de Navarra tuvo que implorar el perdón del califa y reconocerlo como señor. Ramiro
fue más afortunado, aun habiéndose quedado solo, puesto que algo después (939), en dos batallas
sucesivas, Simancas y Alhandega, derrotó al ejército del califa (§ 160). Tales ventajas quedaron
anuladas casi por completo merced a la sublevación de los castellanos, que produjo nueva contienda
civil. El conde Fernán González declaró abiertamente la guerra al rey, y, vencido, cayó prisionero.
Ramiro le encerró en un calabozo de León y nombró conde a un noble leonés; pero las gentes
castellanas partidarias de Fernán González continuaron la guerra, y el rey hubo de dar libertad al
conde, aunque haciéndole jurar fidelidad y obediencia, condenándole a perder sus bienes y
obligándole a que diera su hija Urraca en matrimonio a Ordoño, hijo mayor de Ramiro II. Este
arreglo no borró las diferencias entre castellanos y leoneses. Los primeros dejaron que los árabes
invandieran su territorio y que reedificasen y fortificasen la ciudad de Medinaceli, lo cual
constituyó un gran punto de apoyo del califato en guerras posteriores; y poco más tarde volvieron a
las rebeldías, conquistando al fin su independencia. Ramiro II todavía luchó por su cuenta y logró
una victoria en Talavera, poco antes de morir (950).
musulmanes, que causaban grandes daños en el país. Varias tentativas que hizo Bermudo para
romper este yugo, produjeron otras tantas campañas victoriosas de Almanzor, a la vez que los
nobles seguían en abierta oposición al rey, desobedeciendo sus órdenes; arrebatándole sus tierras,
robándole sus ganados y siervos. Estos mismos nobles ayudaron a Almanzor en su última campaña
contra Galicia, después de la cual gozó Bermudo de algún tiempo de reposo, dedicado a reconstruir
las iglesias, monasterios y fortalezas destruidas en la guerra.
I.—TERRITORIOS MUSULMANES
171.—Relaciones entre el mundo musulmán y el cristiano.
La oposición de intereses políticos y la lucha constante entre los centros cristianos
peninsulares y los invasores, no debe inducir a error en punto a las relaciones ordinarias entre
ambos elementos. Fuera de los campos de batalla, tratábanse ambos pueblos, a menudo, de manera
cordial e íntima. Explícase que así fuera, por las exigencias naturales del roce y de la vida próxima,
y por la manera, muy diferente de la actual, con que se apreciaba entonces la misma oposición de
cristianos y musulmanes, y por la comunidad de intereses o la necesidad de mutuo auxilio que a
veces los ligaban. No es de extrañar, pues, que se visitasen frecuentemente, se ayudasen en las
guerras civiles, comerciasen entre sí y aun se enlazaran por el matrimonio individuos de uno y otro
pueblo, y no sólo de las clases bajas y menos cultas, sino de las más altas y poderosas. Así, Muza,
caudillo musulmán de Aragón, casa a una hija suya con el conde García; Doña Sancha, hija del
conde aragonés Aznar Galindo, contrae matrimonio con Mahommad Attawil, rey moro de Huesca
(89»), engendrando un hijo, Muza, que fue luego marido de Doña Dadilde, hija del rey navarro
Jimén Garcés; una nieta de Íñigo Arista, llamada Doña Ónneca (Íñiga), casó en segundas nupcias
con el príncipe cordobés Abdallá (889-912), siendo abuelos ambos de Abderrahmán III; y por
último, el propio Almanzor, según el testimonio de historiadores árabes, tomó por mujer a una
princesa, probablemente hija del rey de Navarra Sancho II. También se ha atribuido a Almanzor
otro matrimonio con una hija de Bermudo II, llamada Teresa; pero la seguridad de este enlace es
muy discutida por la crítica moderna. Lo más extraordinario y curioso de estas uniones mixtas es
que, a pesar de no exigir la ley mahometana la conversión de la mujer cristiana (los musulmanes
pueden celebrar justas nupcias con cristiana, judía o parsi, pero no con idólatra), se dio el caso de
que se convirtiese alguna de aquéllas, sin escrúpulos y con consentimiento de su familia, como se
sabe de la referida esposa de Almanzor. Los cruzamientos debieron ser numerosos en todas las
clases sociales, obligando a ello también la falta de mujeres en los guerreros invasores, diferentes de
esto de los Germanos, cuyas inmigraciones eran en masa, de la población entera. En esta forma
sobreponíanse las conveniencias particulares incluso a los sentimientos religiosos, que, por otra
parte, no fueron en todo este tiempo barrera que apartase con odios invencibles a uno y otro; así se
ve que apenas hay guerra en que figuren exclusivamente de un lado musulmanes y de otro
cristianos, sino que en ambos ejércitos van mezcladas tropas de las dos procedencias.
Aparte de estas relaciones, en el seno mismo del Estado musulmán existían, como ya
sabemos, grandes núcleos de españoles, renegados unos, cristianos otros (mozárabes), y éstos
respetados en su religión, usos y costumbres, salvo momentos breves de persecución, que no tuvo
nunca carácter general. En el palacio de los emires y califas, y en las diversas esferas de la
administración árabe, no era raro ver cristianos españoles (como cristianos había también al servicio
120
debe olvidarse que muchos de los renegados procedían de los esclavos y siervos visigodos, que
abjurando adquirían la libertad. Los muladíes, aumentados en gran número desde Abderrahmán II
por frecuentes conversiones de mozárabes, constituían ya en el siglo IX una parte importantísima de
la población, que influyó en la cultura. En cuanto a los mozárabes, constituían un mundo aparte, del
que hablaremos luego ampliando noticias anteriores.
Los hombres no libres eran de varias clases: siervos labradores, en condición análoga a la que
tenían con los visigodos, aunque más dulce; y esclavos o siervos personales. De éstos, alcanzaron
situación privilegiada, envidiable aun para los hombres libres, los eunucos y los eslavos. Los
eunucos eran esclavos de procedencia diversa (europea, asiática y africana) destinados al servicio de
las esposas y concubinas del emir o califa (harem) y al particular de éste, ocupando a veces cargos
de importancia en Palacio, como el de maestro guardarropas y gran halconero, o constituyendo una
guardia especial del soberano. Todos ellos poseían riquezas, en tierras y dinero, y criados —
esclavos de esclavos—, a quienes pagaban. Constituían, pues, como una aristocracia en su clase, y
en más de una ocasión intervinieron poderosamente en las cuestiones políticas.
Los eslavos eran principalmente soldados, pero esclavos del califa, aunque algunos
pertenecían también a la clase de eunucos. Abderrahmán III los aumentó en tan gran número,
formando de ellos la base de su ejército, que, según autores árabes, llegaron a ser 13.750.
Abderrahmán les dio tierras y esclavos y los invistió con importantes funciones militares y civiles.
Resultado de esta preponderancia fueron las luchas sostenidas al caer los Almanzores (§ 163).
catibes o secretarios, de los cuales uno había consagrado a la defensa de los cristianos y judíos. Las
oficinas de administración se llamaban diván, y eran tantas como servicios públicos había (ejército,
hacienda, intervención del Tesoro, etc.)
Las provincias, en que se dividieron los territorios musulmanes (seis bajo Abderrahmán I)
estaban dirigidas por un gobernador, walí, jefe, a la vez, militar y civil. Algunas ciudades
importantes, aunque no fuesen capitales de provincia10, tenían walíes, así como a veces se nombraba
para toda una región extensa (especialmente de las fronterizas con los cristianos, en que la guerra
era continua o muy frecuente) un solo jefe militar.
Al lado del califa, y como cuerpo consultivo, existía el mexuar o Consejo de Estado,
compuesto de miembros de la nobleza y el clero y de altos funcionarios de palacio; Consejo que, en
los últimos tiempos del califato cordobés, fue ganando en autoridad y poderío, como representante
del patriciado o sea de las clases superiores, hasta sustituir al califa en el gobierno (§ 163). También
se solían reunir asambleas de caudillos y patricios (addiguanes), convocadas por el califa, para jurar
al heredero del trono, reconocer al nuevo monarca (ejemplo, la reunida en 2 de Enero de 977, con
asistencia de los parientes del soberano, cadíes mayores, gobernadores, dignatarios y notables de la
corte) o para modificar las leyes: v. gr., la de 5 de Febrero de 976, reunida por Alhacam II para
variar la ley que prohibía minoridades y regencias.
El califa administraba personalmente justicia, a veces; pero de ordinario ejercían esta función
empleados especiales, llamados cadíes (y en los pueblos pequeños hakimes), a cuyo frente había
uno superior, llamado cadí de la aljama de Córdoba. El háquem o zavalaquén era una especie de
juez instructor. Estos funcionarios daban diariamente audiencia pública, en que se presentaban los
interesados para alegar sus derechos o hacer sus acusaciones. En Córdoba existía también un juez
especial llamado zahebaxorta o zabalmedina (zalmedina), que entendía en asuntos criminales y de
policía, aplicando procedimientos más rápidos y jurisprudencia más sencilla que el cadí. Tenía
establecido su tribunal a las puertas mismas del palacio real, con gran ceremonia. Carácter análogo
tenía otro juez especial existente en todas las ciudades importantes, llamado mustaçaf (almohtasib,
almotacén), encargado particularmente de la policía del comercio y de los mercados (comprobación
de pesas, adulteraciones, etc.), del ornato y obras públicas, prohibición del juego y otros asuntos
que, si bien pertenecían en principio al cadí, por costumbre, y por facilitar la administración de
justicia, se fueron atribuyendo al mustaçaf. Por último, figura en la jerarquía musulmana un
funcionario especialísimo, existente ya a comienzos del siglo XI y llamado El de las Injusticias
záheb almadhdlim, cuya misión principal consiste en oír las reclamaciones o quejas contra la
conducta de los demás funcionarios públicos, de una manera análoga a como vigilaban y corregían
esta conducta en el reino visigodo los obispos, el concilio provincial y los Concilios generales (§
132 y 134).
Las penas que más generalmente se imponían eran la multa, los palos, el emplumamiento y la
muerte por decapitación. Ésta era forzosa para los que abjuraban del mahometismo o blasfemaban
de Alá o de Mahoma.
Para el sostenimiento de las cargas del Estado imponíanse contribuciones. Aparte de las
mencionadas en otro lugar (la personal y la territorial, contando en primer término el censo que
pagaban los cultivadores del joms o tierra del Estado, que se convirtió en tierra del emir o califa
desde que se declararon independientes los Omeyas), existía la llamada azzaque, consistente en el
décimo de los productos de la agricultura, industria y comercio, y dedicada a los gastos particulares
del califa, y las aduanas, al frente de las cuales había un jefe denominado almoschrif (almojarife).
Como base del reparto de las contribuciones, se hicieron desde el principio empadronamientos de la
población, indicando el número de personas y sus bienes, y tomando por guía, en los primeros
tiempos, la organización por tribus, de modo que cada individuo estaba clasificado en su tribu
respectiva, aunque se hallase en territorio distinto del que aquélla ocupaba; pero esta organización
se perdió con la caída de la aristocracia, y, aunque algún califa la quiso restaurar, ya no fue posible.
10 Eran estas capitales Toledo, Mérida, Zaragoza, Valencia, Granada y Murcia, aparte de Córdoba.
123
solían llevar una mula. Acampaban en tiendas, colocando en medio la del jefe y sujetando a los
animales con estacas. En algunas ciudades, como Sevilla, había milicias locales, formadas por los
mozárabes. Como armas usaban la espada, la pica, la lanza y el arco y flechas, defendiéndose con
los cascos, escudos, corazas y cota de mallas. Para el sitio de ciudades y fuertes adoptaron los
aparatos romano-bizantinos (ariete, catapulta, etc.) Utilizaban también las palomas mensajeras
como medio de comunicación.
Para la defensa de las fronteras y de las costas solían establecerse, dentro de castillos o torres,
especie de agrupaciones u Órdenes semejantes a las militares que luego tuvieron los cristianos,
puesto que sus miembros peleaban y rezaban en común, adoptando reglas de carácter religioso,
como la prohibición de trato con las mujeres. Llamábase a éstos monasterios-fortalezas, Rabat, o
Rápita, en castellano. El general en jefe del ejército llamábase alcaide.
Toda esta organización fue cambiando con el tiempo. Los califas se rodeaban cada vez más de
tropas especiales, reclutadas entre los esclavos o traídas de fuera, constituyendo un núcleo de
ejército ajeno a la antigua distribución en tribus, debilitada con la desaparición de la aristocracia.
Por fin, Almanzor consumó la reforma, aboliendo la división por tribus y sustituyéndola por la de
regimientos, en que iban mezclados los musulmanes sin consideración a la tribu a que pertenecían.
De este modo acabó el poder militar de los jeques. El ejército contaba, además, con muchos
elementos extraños: de una parte, los eslavos, y de otra, batallones formados por cristianos de León,
Castilla y Navarra, pagados espléndidamente por Almanzor y entregados por completo a su
servicio. Pero esta organización, así que faltó la mano de hierro de Almanzor, se volvió en daño de
la tranquilidad pública, según hemos visto anteriormente.
En punto a marina, aunque al principio no fue muy importante, los emires y califas, sobre
todo desde los ataques de los normandos, se esforzaron por acrecentarla, y llegaron a tener, ya en
tiempo de Abderrahmán III, la escuadra más fuerte del Mediterráneo, cuya estación central fue el
puerto de Almería. Con ella hacían expediciones y desembarcos frecuentes en las costas cristianas
de Galicia y Asturias, destruyendo pueblos, y, llevándose cautivos o esclavos, y también al África,
contra el imperio de los fatimitas. El jefe de la escuadra se llamaba Alcaide de las naves.
Erróneamente se ha querido derivar de la nomenclatura árabe el nombre de Almirante. A fines del
siglo XI, habiendo desaparecido el peligro de los normandos y el reino fatimita de la región africana
de Túnez, los califas españoles dejaron de prestar atención a la marina.
178. Religión.
Ya hemos dicho lo más esencial con referencia al carácter y las doctrinas de la religión
musulmana o mahometana. Considerábase como jefe de ella el califa, por bajo del cual estaban los
doctores libres, teólogos, jurisconsultos, etc. El culto celebrábase en templos (mezquitas), sin
imágenes. Cada mezquita tenía una torre (minarete o alminar) desde la cual un funcionario llamado
almuédano anunciaba en voz alta a los fieles la hora de la oración. Ésta era dirigida por un
sacerdote llamado imán, habiendo también predicadores o catibes, teólogos o ulemas, jurisconsultos
o faquíes, e intérpretes de las leyes o muftíes. Vimos también cómo el fervor de los musulmanes por
su religión distaba mucho de ser general y vehemente. Los árabes, por lo común, mostrábanse
bastante fríos, al paso que los beréberes eran intransigentes y fanáticos. Resultado de esta diferencia
de opiniones fue la formación de escuelas o sectas —muy numerosas, a pesar de los esfuerzos en
contrario de los doctores—, que negaban parte o todos los dogmas de la religión y hasta la
existencia de Dios. Otras sostenían que todas las religiones son falsas, o que lo único verdadero son
los principios morales que la razón acepta. De todas estas ideas hubo numerosos prosélitos en
España; aunque, por lo general, no las manifestaban abiertamente, por miedo a los sacerdotes y a la
masa ortodoxa del pueblo. Aquéllos conseguían más de una vez hacer desterrar a los profesores y
filósofos tachados de herejía y quemar sus libros; pero la indiferencia o la incredulidad en las clases
altas no era, por eso, menos grande. Las persecuciones, sin embargo, continuaron, aumentadas en
tiempo de Almanzor, que quiso congraciarse así con los sacerdotes.
Pero, además de esto, entre los mismos ortodoxos había diferentes maneras de explicar el
Alcorán y los ritos; de modo, que se formaron diferentes sectas, enemigas entre sí. En España, la
que dominó generalmente y por más tiempo en lo religioso como en lo jurídico (§ 177) fue la de
Málik, llamada así del nombre de este gran teólogo y escritor, cuyos libros eran la base de la
instrucción religiosa y moral juntos con el libro sagrado. Parte de los musulmanes fervientes
tendieron al ascetismo y fundaron verdaderos monasterios, como el de la Montaña, de Ben-Masarra,
el de Ben-Mocheid de Elvira, y cofradías de análogo carácter; de modo que al lado del clero
ordinario había monjes, aunque pocos en número.
Por su parte, los mozárabes conservaban la religión cristiana, con todos sus ritos, en las
mismas poblaciones de los musulmanes. Salvo breves períodos de intolerancia, celebraron sus
ceremonias en la iglesia y en la calle, a son de campana (aunque en algunas localidades, como
Coimbra, se ordenó que celebrasen misa a puerta cerrada), siendo, cuando menos respetados y
defendidos por las autoridades. En Córdoba tenían tres iglesias (la de San Acisclo la conservaron
siempre) y tres monasterios, y en los alrededores ocho monasterios. En las afueras de Granada, un
templo, célebre por la belleza de su construcción y de su ornato, y otros en Toledo, Zaragoza,
Mérida, Valencia, Málaga, etc. Aunque hubo califa que mandó destruir las iglesias de la capital,
éstas se reconstruyeron pronto (o quizá no llegaron a destruirse por completo) y hasta hubo sitio en
que un mismo edificio servía, a la vez, de mezquita y de iglesia cristiana. La tolerancia mutua fue
tal, que algunas fiestas cristianas, como la de San Juan y el primero de año, las celebraban
juntamente mozárabes y musulmanes. En tiempo de Almanzor, las tropas (en que, como sabemos,
126
figuraban muchos cristianos) tenían como día de fiesta general el domingo. Todo esto no quita para
que el vulgo fanático musulmán mirase con malos ojos a los cristianos y les molestase algunas
veces. En punto a organización, conservaban éstos sus obispos, de los cuales se hicieron célebres
Elipando de Toledo, como herético; Recafredo de Córdoba y Hostejesis de Málaga, como
representantes de la doctrina contraria a la de los mártires, según vimos, y otros. Celebraban
también concilios, de que es ejemplo el de 835 en Córdoba, a que asistieron los obispos de Toledo,
Sevilla, Marida, Acci, Astigi (Écija), Córdoba, Iliberi y Málaga; y era frecuente que visitasen las
poblaciones dominadas sacerdotes y monjes de los países cristianos de España y del extranjero, ora
para redimir cautivos, ora con otros fines piadosos; lo mismo que de los territorios musulmanes
salían para viajar, sacerdotes y monjes, que luego volvían a su punto de origen (§ 181).
agricultura son en España mozárabes, no árabes, pero éstos se amoldaron perfectamente a las
lecciones recibidas, hasta el punto de da, incremento al cultivo de la viña, no obstante estarles
prohibido el vino, prohibición que no guardaron por lo general, a pesar de algunos califas piadosos
que mandaron arrancar gran cantidad de vides. Por su parte, introdujeron los musulmanes en España
muchos vegetales hasta entonces desconocidos, como el arroz, la granada, la caña de azúcar y otros
frutales de Oriente. Generalmente se dice que trajeron también la palmera; pero es casi seguro que
se conocía aquí hacía siglos, por otras influencias orientales o africanas. Completáronse o se
hicieron de nuevo, también, las canalizaciones para el riego de las huertas, sacándose el agua bien
de los ríos, bien de pantanos, especialmente en las comarcas de Granada, Murcia y Valencia. Los
labradores usaban, para las operaciones del cultivo, el calendario romano, no el árabe, como en
todos los países musulmanes. En otros sitios dedicábanse a la ganadería en gran escala, llevando los
ganados de unos puntos a otros en las diversas épocas del año, para huir del excesivo frío o calor.
En punto a industrias, era importante la minería. Había minas de oro, plata y otros metales,
pertenecientes unas al califa y otras a particulares. Las más célebres eran las de Jaén, y Bulche y
Aroche, las de Algarbe y las de rubíes de Beja y Málaga. Los tejidos de lana y seda de Córdoba,
Málaga y Almería, los de esta última población sobre todo (si no importados, altamente
desarrollados por el incremento del cultivo del gusano de seda en tiempo de los califas), eran
célebres en el mundo: sólo en Córdoba existían, según se dice, 13.000 tejedores. En varias
localidades, como Paterna (Valencia), se trabajaba la cerámica con gran perfección, con
procedimientos y formas artísticas de que luego hablaremos, exportándose los productos a otros
países. En Almería fabricábanse también vasijas de vidrio, de hierro y bronce, con dibujos y
esmaltes, tejidos de oro y plata, y damasco para turbantes, así como en Málaga brocados con
pinturas y leyendas; en Córdoba se tallaban sobre marfil objetos de arte, y en Játiva y otros puntos
se fabricaba papel de hilo para escribir, industria nueva traída por los árabes.
Almería, Murcia, Sevilla, Toledo, Granada y sobre todo Córdoba, eran grandes centros de
producción de armas ofensivas defensivas, siendo notables las armaduras y las espadas, cuyos
puños y vainas se adornaban con delicadísimas labores. La fábrica de Toledo fue reformada por
Abderrahmán II. En Córdoba, trabajábase también el cuero para toda clase de usos, hasta los más
artísticos, estampándolos y dorándolos, para adorno de salones; y de aquí vino el nombre de
cordobanes, célebre en el comercio. En Murcia se tejían esteras de vivos colores, con que se
cubrían las paredes y pisos. Un médico español, Aben-Firnás, inventó la fabricación del cristal
(siglo IX) construyó diversos aparatos para medir el tiempo y también (se dice) para la navegación
aérea, mientras un cordobés o toledano, Aben-Azzarquel, fabricaba un magnífico reloj de agua. En
cuanto a otras artes relacionadas íntimamente con la arquitectura —carpintería, mosaicos, labores
en yeso, etc.— ya veremos en el párrafo correspondiente, el gran desarrollo que hubieron de
adquirir.
Semejante movimiento industrial, lo numeroso de la población y las extensas relaciones
internacionales, era lógico que produjesen un gran desarrollo del comercio. Así fue, especialmente
por mar. En tiempo de Abderrahmán III, los derechos de importación y exportación eran tan
grandes, que constituían la parte principal de los ingresos del Estado. Sevilla era uno de los puertos
principales. Embarcábase allí algodón, aceitunas, higos, aceites y otros productos abundantes de la
tierra. La masa de la población sevillana, compuesta de renegados que conservaban el tipo y las
costumbres hispano-visigodas, se dedicaba al comercio y había llegado a reunir grandes riquezas; y
cuando los árabes del campo entraron en Sevilla y degollaron a casi todos los habitantes (§ 159), no
por eso cesó la animación comercial. Poco después, a comienzos del siglo XI, siendo califa Abdalá
y jeque soberano de Sevilla Abn-Hachchach el puerto estaba nuevamente lleno de buques que traían
tejidos de Egipto, viajeros de la Arabia, esclavos y cantadoras de Europa y Asia. El comercio de
esclavos y el de mujeres era uno de los principales en aquella época. Ya hemos visto que de
esclavos se formaron muchas tropas de los califas; los traían los corsarios y los comerciantes, de
Francia, de las costas N. de España, de Italia, de Grecia, de Asia y de África.
128
libros y poesías; hechos que declaran (y de que se quejan) San Eulogio y Álvaro, y con ellos
multitud de obras, como la traducción de las Sagradas Escrituras hecha en el siglo IX por el
mozárabe Juan Hispalense; la colección canónica en árabe del presbítero Vicencio (1049), el
calendario del obispo Recemundo (siglo XI) y otras más. Probablemente, la mayoría de estas
traducciones se hicieron por haberse perdido en la masa del pueblo mozárabe el conocimiento del
latín puro, en que estaban originariamente escritas; porque lo cierto es que el uso del árabe lo
conservaron los cristianos de Toledo hasta el siglo XIII, incluso en los documentos privados y
públicos. La aljamía no dejó de hablarse tampoco, si bien modificándose y apartándose cada vez
más del latín y señalándose en ella dialectos o modalidades de carácter regional (Aragón, Valencia,
etc.); al paso que el clero, especialmente, procuraba mantener la tradición latina, mediante sus
relaciones con los países cristianos independientes —de los cuales traían manuscritos de autores
importantes clásicos, como hizo San Eulogio al volver de Navarra—, y la continuación de las
escuelas conventuales y catedrales, como la de San Acisclo y la del abad Speraindeo, en Córdoba.
Todos estos hechos revelan que la influencia (lógica y necesaria) de los árabes en los españoles —
notable también en los nombres de éstos, que solían ser dobles, arábigos y latinos o visigodos— se
refiere, más bien que a la vida común y diaria, en la cual, además, la influencia fue mutua, a la
cultura intelectual, en la medida que expondremos luego (§ 190). Los mozárabes comunicaron a los
musulmanes muchas palabras latinas o aljamiadas, sobre todo en el vocabulario científico.
pulimentada, sobre las que se trazaban los caracteres con un pedazo de caña afilada (cálamo),
empapada en tinta. Acabado un ejercicio, se mojaba la tablilla, se borraba lo escrito y servía de
nuevo. Muchas veces, la instrucción era gratuita, dándola por puro gusto los maestros. Otras veces
eran pagados por los discípulos, costumbre que, andando el tiempo, fue la dominante; a pesar de lo
cual, se difundió tanto la lectura, y la escritura en especial, que la mayor parte de los musulmanes
españoles sabían leer y escribir, aventajando en esto a las demás naciones europeas.
La enseñanza superior, como libre que era, no guardaba plan uniforme. Cada maestro
enseñaba más o menos cosas, según su cultura o preferencias. Generalmente se empezaba por
enseñar las tradiciones religiosas, leyendo párrafos de libros, que explicaba el profesor, y
preguntando los alumnos, con toda libertad, cuando no entendían bien una palabra o un
razonamiento. La base del estudio era siempre la memoria. Además de las tradiciones, se estudiaban
los comentarios del Alcorán, la gramática, el diccionario, la medicina, la filosofía y, sobre todo, la
jurisprudencia y la literatura. En punto a jurisprudencia, derivada de la exposición y comentario de
las leyes jurídicas del Alcorán, llegó a haber gran número de autores que escribieron tratados,
comentarios, compendios, diccionarios, etc. La escuela de Córdoba se hizo famosa.
183. La literatura.
Pero, de todos los órdenes de la cultura general, ninguno era más favorecido y bien visto que
el literario, y especialmente la poesía. Primitivamente —antes de la reforma mahometana— eran ya
los árabes muy aficionados y grandes cultivadores de aquel género. Cada tribu tenía su poeta, que
cantaba las victorias, las alegrías y las tristezas de sus contributos; y de aquella época ha quedado
una copiosa literatura en verso, fuente y modelo constante hasta nuestros días, de los escritores que
no hicieron en su mayor parte más que repetir e imitar sin gran variedad sus asuntos.
Los jeques que vinieron a España trajeron consigo a sus poetas, por cuyos versos se conocen
algunos hechos históricos importantes. Con frecuencia, los carteles de desafío, las amenazas, las
declaraciones de guerra se hacían en verso. Los emires y califas no se desdeñaban de escribirlos,
incluso en cartas particulares; y era usual la improvisación, en paseo y en la calle, a propósito de
cualquier hecho o de cualquier objeto notable que se veía. Hasta libros de ciencia llegaron a ponerse
en verso, y no era raro encontrar en el pueblo iliterato gran habilidad para versificar. Las mujeres
participaban de ella, y hubo algunas esposas y esclavas de califas, notables en este arte. Los califas
tenían además, en su corte, poetas oficiales, que diríamos, favoritos a quienes pagaban grandes
sueldos y hacían repetidos regalos.
Los asuntos preferidos por los poetas eran, en los primeros tiempos, las hazañas de guerra y la
vida de los grandes héroes; luego fueron dominando los temas amorosos (llevados a un grado de
licencia y desnudez altamente inmorales) y las lisonjas a los príncipes y soberanos. En las comidas
solían recitarse composiciones poéticas de la segunda clase, acompañadas de música y baile.
También se usó mucho el epigrama y la sátira.
Además de la poesía, cultivaron grandemente los árabes españoles la historia (y en
especialidad la biográfica), la geografía y la novela, pero no conocieron la dramática en ninguna de
sus formas.
Entre los muchos nombres ilustres que se distinguieron en todos estos géneros literarios
merecen especial mención: el propio califa Alhacam II, de vasta y sólida cultura; Aben-
Abderrabihi, gran cantor de los emires andaluces y autor de leyendas históricas en prosa y de una
especie de enciclopedia pedagógica o docente (Quitab-Alicd, el libro del collar), en que incluyó sus
poemas. Ahmed-Arrazi-Attariji, conocido en España por el Moro Rasis, que escribió, entre otras
obras, la Descripción general de España y la Historia de los emires andaluces; Aben Habib,
polígrafo eminente, considerado por algunos de sus contemporáneos como «el sabio por excelencia
de España»; Yahia Albecrí o Algazel, poeta-historiador, Aben Abdelbar, autor de una obra sobre los
faquíes de Córdoba, copiosísima en noticias; Kásim ben A,bag, famoso por sus libros históricos y
jurídicos y por sus muchos discípulos; el poeta, gramático, jurisconsulto y orador, Abú Ishak el
131
Bechí; Jálid ben Saad, prodigio de erudición, que se distinguió en la corte de Alhacam II y escribió
una historia de los hombres ilustres de España; Abú Alí El Kalí, oriental de nacimiento, pero
residente durante muchos años en nuestra Península, donde gozó de gran influencia con
Abderrahmán III y Alhacam II y compuso varias de sus obras filológicas e históricas; Mohammad
ben Háni, de Sevilla, calificado por algún autor musulmán del más grande poeta entre los
occidentales; El Zobaidi, también nacido en Sevilla, «gramático y lexicógrafo el más famoso de su
tiempo en España»; Aben Ath-Thahán, el más fecundo historiógrafo de su época; Aben Xohaid de
Córdoba, «uno de los más ilustres literatos de la España musulmana»; el historiador Aben Ab-
Dagáb, de extraordinaria nombradía entre sus contemporáneos; el sevillano Aben Al-Bechí (Abú
Omar), a quien los biógrafos árabes dedican extraordinarios elogios; el poeta Aben Abi Zamanin,
natural de Elvira; Aben Fothais, de Córdoba, «una de las más grandes lumbreras del saber arábigo
en España»; Aben Maimón y Aben Xanthir, literatos toledanos eximios; Aben Abdelbar Al-
Caxquinaní, autor de dos Historias de los jurisconsultos y de los jueces de Córdoba y del Andalús;
Mohámed-ben-Hixem-benAbdelazís, de la familia de los Omeyas, autor de una Historia de los
poetas andaluces; Ahmed-ben-Farach, de Jaén, historiador y poeta a quien se debe una importante
colección de poesías titulada Libro de los Huertos; Aben-Alcutiya, famosísimo como historiador y
gramático, de origen godo; Motarrif-ben-Isa, geógrafo y cosmógrafo, de Granada; Mohámed-ben-
Hárits-Aljoxaní, de Córdoba, autor de seis volúmenes de Vidas de jurisconsultos e historiadores de
Andalucía, y varias mujeres, como Radhia, Fátima-ben-Zacaría, Lobna, Aixa y otras.
En los últimos tiempos del califato figuran Ahmed-ben-Darrach-Alcasthalí, secretario de
Almanzor y uno de los mejores poetas hispano-árabes; Yúsuf-ben-Harún-Arramadí, de Córdoba,
llamado Delicia de los Príncipes; Obada-ben-Abdallah-ben-Massamai, de Córdoba, muy celebrado
como poeta; Aben-Alfaradhí, cronista célebre; Aben Afif, ascético, pedagogo e historiador
cordobés; Aben Zarucah, literato e historiador; Aben Abid, dotado de vastísima erudición; el
jurisconsulto Abú Amrú El Dení; Moawia ben Hixem, y otros muchos. El movimiento literario no
se perdió con la caída del califato; antes bien lo veremos, en los tiempos sucesivos, muy pujante, y
en algunos géneros superior, en cantidad y calidad, a lo producido en la época de los califas.
que nos queda es el de Abn o Aben-Masarra (siglo XI), cuyo misticismo independiente fue
considerado como ortodoxo en España, donde fundó secta. Entre los escritores ortodoxos de
materias filosóficas y religiosas, citaremos al cadí Aben Aq-Cafar y a Abú Ornar o Chafar El
Thalamanquí, famosísimo por su ciencia alcoránica.
Del mismo modo que la filosofía, la astronomía era mal mirada por el vulgo, y esta
prevención llegó a pesar tanto sobre el gobierno, que más de una vez se prohibió su estudio. A pesar
de esto, hubo entre los musulmanes españoles muy famosos astrónomos, como Moslema o
Maslama, de Madrid, Ben-Bargot, Ben-Hay o Hayyán, y otros, y observatorios importantes (a
imitación de los que había en Oriente) en las torres o alminares de las mezquitas. Con más libertad
se cultivaron las ciencias propiamente matemáticas, ya puras 12, ya aplicadas a las necesidades de la
vida, y la medicina, en la que predominaban los orientales, que habían aprendido esta ciencia de los
persas cristianos. Los médicos estudiaban también las ciencias naturales (botánica, zoología, etc.),
porque eran, a la vez, farmacéuticos. No se tiene noticia de que existieran hospitales en España,
aunque en Oriente los había abundantes. Médico español famoso fue el cordobés Aben Cholchol
(época de Hixem II), comentador de Dioscórides y biógrafo de los médicos y filósofos más notables
de España.
Debe entenderse que el movimiento científico árabe era seguido por los judíos, especialmente
en las ciencias físicas y naturales, a las que dieron muchos y notables cultivadores (médicos,
matemáticos, etc.). No así en filosofía, en cuyo estudio, no sólo se anticiparon a la restauración
clásica de los árabes (según hemos dicho), sino que siguieron direcciones originales inspiradas en
su tradición religiosa. Por lo mismo fueron independientes en literatura (no obstante que algunos de
sus poetas y novelistas, aunque pocos, imitaron a los árabes), distinguiéndose su poesía por un
fondo más elevado y serio que la de los musulmanes. El siglo de oro de la cultura judía corresponde
al período siguiente, en que la estudiaremos, según hemos dicho.
Debemos recordar en este punto, que los mozárabes ayudaron al movimiento científico
musulmán mediante las versiones arábigas que hicieron de obras de medicina, agricultura, historia y
filosofía de autores latinos, griegos y españoles, como Columela, Orosio, Aristóteles y San Isidoro.
186. Bibliotecas.
Los árabes usaron principalmente para escribir el papel de fabricación industrial, en vez del
pergamino y el papiro de los romanos. En Oriente se fabricaba desde mediados del siglo VII y en
España no se importó hasta el siglo XI, en que hubo de fundarse en Játiva la primera manufactura.
Esta circunstancia y la forma cursiva de la escritura árabe, que da gran celeridad, permitieron
subvenir a las necesidades de la cultura general hasta con exceso. Los libros se multiplicaron
enormemente, siendo las copias muy baratas; y el afán de reunir las obras de muchos autores
produjo la creación de grandes bibliotecas (alguna de 400.000 volúmenes, según se dice) propiedad
de los reyes, de los nobles y de las personas importantes. Hubo también bibliotecas o gabinetes de
lectura para los estudiantes pobres, fundación de algunos amantes de la instrucción; pero duraron
poco, sustituyéndolos las bibliotecas de las mezquitas, a las cuales se fue haciendo costumbre legar
los libros. Como prueba de la gran afición a éstos que tuvieron los musulmanes españoles, baste
decir que mucha gente vivía de la copia de manuscritos para satisfacer los pedidos de los bibliófilos,
y que en Córdoba y otros puntos había grandes mercados donde se vendían a pública subasta los
códices, que a veces alcanzaban precios subidos.
y compuesta, que son la base del capitel que podemos llamar cordobés, adoptado y generalizado en
la arquitectura hispano-mahometana hasta la formación del estilo granadino o naserita, que más
adelante estudiaremos.
Rehuyen los árabes la monotonía de las líneas y de las superficies lisas, por lo cual decoran
las paredes con placas de mármol o de yeso labradas en hueco de poco relieve, con motivos, ya de
flora esquemática, ya geométricos. A estos adornos se les ha llamado arabescos (aunque se usaron
antes en otros pueblos), por el gran desarrollo que alcanzaron en los edificios de los árabes.
Generalmente se pintaban los fondos de rojo y azul y doraban la parte saliente del dibujo,
resultando un efecto decorativo sorprendente, de gran brillantez y alegría. En cuanto a los
materiales, usaron poco de la piedra (a no ser en edificios de lujo), prefiriendo los tapiales,
hormigones y barros cocidos (ladrillos).
La mezquita de Córdoba —la mayor en espacio cubierto de todo el mundo mahometano—
presenta muchos de los caracteres fundamentales que hemos apuntado, pero con alguna
modificación local. La planta no era completamente cuadrada; los adornos ofrecen reminiscencias
del gusto clásico, del visigodo y del sirio-bizantino, mezclados con otros de influjo persa. Tenía
naves, con columnas y arcos, según hemos visto (§ 179), en gran número y de gran riqueza. La
fachada de la antecámara que precede al mihrab, está decorada con mosaico de vidrio, de origen y
construcción bizantina (género de adorno que no arraigó en España), y aquél forma un pequeño
recinto octógono, con pavimento de mármol blanco y bóveda de estuco imitando una concha. Las
paredes están adornadas con arcos sostenidos por columnitas. La combinación de colores y dorados
de los mármoles y jaspes de las columnas, piso y muros, de los arabescos y de los zócalos, producen
un efecto deslumbrador, aun hoy día, no obstante lo mucho que con el tiempo y las restauraciones
ha perdido la mezquita.
Conviene advertir que las mezquitas no eran sólo lugares de oración: servían también para
reuniones políticas y de carácter general, como lugar de publicación de las órdenes del califa (que
era, como sabemos, jefe a la vez civil y religioso) y en fin, como edificio académico, puesto que
gran parte de las enseñanzas, tanto de materia religiosa como de materia científica, se daban allí. El
profesor se sentaba en el suelo, cerca de un muro o de una columna, y alrededor los alumnos.
En los edificios civiles se siguió el mismo plan constructivo de las mezquitas, con aquellas
modificaciones que imponían los usos distintos. Las casas ordinarias constaban de un patio central,
con arcos alrededor y fuente en medio. Casi siempre tenían un piso y pocos huecos al exterior,
completando las habitaciones un jardín.
El tipo general de las ciudades era de calles estrechas, construidas así de propósito, ya para
evitar el sol, ya para ceñirse al espacio del recinto amurallado que casi todas tenían. A veces los
barrios hallábanse también separados por muros con puertas, de modo que podían aislarse unos de
otros. Datos más particulares sobre Córdoba, ya los hemos visto anteriormente (§ 179).
exacta y segura.
Las artes que alcanzaron mayor desarrollo fueron la cerámica y la orfebrería. La cerámica
artística árabe es posterior a la época del califato en sus tipos característicos de platos, fuentes y
jarros de reflejos metálicos, que se fabricaron en varios puntos y especialmente en Valencia y
Mallorca (Mayorca en árabe, de donde el nombre de mayólicas dado a estos productos). Lo son
también los ladrillos esmaltados de que hemos hecho referencia. En punto a orfebrería, son de notar
las lámparas de mezquita, de que ya veremos un hermoso modelo en el período siguiente; los puños
y vainas de espadas y puñales, trabajados en oro y piedras preciosas, y ciertas joyas, como la caja
con planchas de plata labrada y adornada con perlas, del tiempo del califa Alhakam II, que se
conserva hoy en la catedral de Gerona; otras dos, de marfil, que se guardan en el Museo de
Kensington (Londres) y la que figura en la catedral de Pamplona, procedente de un hijo de
Almanzor y decorada con relieves (figuras de hombres y animales) y arabescos. En todas ellas se ve
el influjo del arte persa.
En los muebles solían desplegar gran lujo: tapices, esterillas de junco e hilo de oro, grandes
candelabros, divanes y cojines cubiertos de ricas telas, cortinas de seda, etc., todo lo cual daba lugar
a ramas importantes de industrias (§ 180). No conocieron la cama como mueble, pues dormían
sobre alfombras o almohadones, que durante el día se guardaban en un armario.
189. Costumbres.
Incidentalmente, hemos consignado en párrafos anteriores algunas costumbres características
de los musulmanes acerca del modo de viajar y otros particulares. Expondremos aquí otras de
importancia.
La familia musulmana se diferencia mucho de la de los cristianos. En ésta, cada hombre no
puede casarse más que con una mujer. Los mahometanos podían tomar, y tomaban en efecto, varias,
hasta cuatro consideradas como legítimas y en número mayor las ilegitimas o concubinas. De aquí
que los emires, califas y gentes adineradas o de posición, llegaran a tener un crecido número, que
formaba lo que se llama el harem. Podía contrarrestarse esta libertad mediante el derecho,
concedido por la ley a la primera mujer, de exigir al marido que no contraiga nuevo matrimonio, ni
tome concubinas. También le era permitido a la mujer imponer otras condiciones, como la de que el
marido no se ausentara de la casa muchos días sin permiso de la esposa, que no causara perjuicio en
sus bienes, y otras análogas. Dentro del hogar, la mujer está sujeta al varón; pero tiene reconocida la
facultad de disponer en gran parte de sus bienes y de comparecer ante los tribunales sin licencia del
marido. Sobre los hijos ejerce igual potestad que éste, en forma tutelar; siendo en este punto tan
celosa la ley musulmana de los derechos del hijo, que el juez puede suspender la potestad del padre,
caso de que éste dilapide los bienes de aquél confiados a su custodia. Existe el divorcio mediante
justa causa.
En la vida de relación social, gozaron también las mujeres de mayor libertad de la que
vulgarmente se supone. Aunque solían ir por la calle con la cara cubierta, muchas veces (en la clase
popular, sobre todo) no lo hacían así, acudiendo también sin dificultad a sitios donde se reunían
hombres, como las escuelas, y pudiendo imponer al marido la condición de recibir libremente
visitas y poder hacerlas a sus parientes. Los hijos llevaban, unido al suyo, el nombre del padre,
precedido de la partícula ibn o ben, que significa hijo de. Los de esclava concubina se consideraban
como legítimos y libres.
Gustaban los árabes mucho del baño; así que los edificios destinados a este uso se
multiplicaron aún más que en tiempo de los romanos. En ellos (así como en las casas particulares )
había estufas, o sea, una especie de cañones o cilindros llenos de fuego, para templar la temperatura
o elevarla al grado deseado.
El vestido, el peinado y otras particularidades, variaron según los tiempos. Al principio se
llevaban los cabellos largos y divididos en la frente; en el siglo IX, por influencias orientales (en
especial la de un célebre músico favorito del califa), se cortaron al rape. Los manteles, que antes
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eran de hilo, se sustituyeron por los de cuero, y los vasos de oro y plata por los de cristal.
El traje, aunque con modificaciones de época, consistía fundamentalmente en una camisa
larga y una capa (albornoz), o calzones anchos y cortos, para los hombres; y en pantalones de igual
género, camisa y mantos de colores vivos, ceñidos a la cintura, para las mujeres, las cuales se
aficionaron pronto a las joyas, de que adornaban casi todo el cuerpo. El turbante era propio de los
legistas y teólogos. Los califas llevaban un gorro alto, signo de autoridad, y un manto con mangas
echado sobre los hombros, en recuerdo del que llevó el profeta. Consta que los musulmanes
españoles imitaron también el modo de vestir de los cristianos.
Gustaban mucho de la música. Los instrumentos que usaban eran la cítara, el rabel, el laúd, el
canún (salterio o arpa), la flauta barítona, el flautín, el albogue, los adufes y tambores; y con ellos se
acompañaban canciones que solían ser alegres y de escasa moralidad, o bailes de invención árabe
unos, y tomados otros quizá de las poblaciones indígenas, que ya sabemos tuvieron fama en este
punto entre los romanos.
Las fiestas que daban los califas y grandes señores eran, fastuosísimas e iban acompañadas de
banquetes, bailes y músicas. Del imponente ceremonial de la corte ya hemos hablado antes.
han de expresarse en lengua arábiga con más elegancia y corrección. ¡Ah! todos los jóvenes
cristianos que se hacen notables por su talento, sólo saben la lengua y la literatura de los árabes,
leen y estudian celosamente libros arábigos, a costa de enormes sumas forman con ellos grandes
bibliotecas, y por donde quiera proclaman en alta voz que es digna de admiración esta literatura.»
A su vez, los renegados y mozárabes dieron elementos de su cultura visigoda al pueblo
musulmán, esencialmente asimilador, como tantos otros de la historia que, sin ser originales en los
fundamentos de su vida intelectual, han acumulado y fundido restos de civilizaciones anteriores. En
varios párrafos hemos hecho notar cómo contribuyeron a esto los españoles, mediante la traducción
de obras científicas o la producción de otras que, no obstante estar escritas en árabe o llevar sus
autores nombres arábigos, creen algunos que proceden del elemento español, y quizá, también,
mediante su concurso en el orden artístico (§ 187). De Oriente ya traían los musulmanes, según
vimos, muchas influencias de pueblos extraños, como el persa, el bizantino, el sirio, etc., influencias
que mantuvo la constante comunicación de los musulmanes españoles con los orientales. Los
mozárabes —a pesar de aquel entusiasmo por la literatura árabe que declara Álvaro de Córdoba—
mantenían en parte las antiguas escuelas eclesiásticas, en que seguía cultivándose la tradición
isidoriana bajo la dirección de maestros célebres como el abad Sansón, Speraindeo y otros: lo cual
debió sin duda mantener algo del sentido original de su civilización en medio del mundo musulmán.
Las mismas mujeres cristianas que venían a formar parte de familias árabes, beréberes, etc.,
debieron ingerir influencias latinas o ibéricas que se sumaban a las anteriores; aunque las
condiciones fundamentales para desarrollarlas fueran las propias del mundo musulmán en que
vivían, superior en este tiempo, sin duda ninguna, al de los reinos españoles independientes. Por
esto mismo, no es prudente, en términos de crítica histórica, exagerar la influencia mozárabe sobre
los árabes, como algunos autores han hecho.
2.—TERRITORIOS CRISTIANOS
191. Diversidad regional.
La existencia de un gobierno único, de un poder central y de cierta organización
administrativa común, dieron a los distintos territorios visigodos de la Península aparente
uniformidad, que oculta a nuestros ojos las diferencias reales existentes entre ellos en la mayor parte
de los órdenes de la vida. Estas diferencias se manifestaron claramente así que, invadida España por
los musulmanes, se rompió la unidad política y se interrumpieron las relaciones entre las regiones.
En el NO. (Asturias-Galicia) se continuó con más pureza la tradición visigoda; continuaron los
reyes la línea de conducta de los anteriores a la invasión, dando bien a entender que no veían en ésta
sino un accidente, aunque grave, en manera alguna decisivo para la existencia política del reino
visigodo; siguieron rigiendo las mismas leyes, gobernando las mismas autoridades (incluso en el
ejército, v. gr., los tiufados), y el nombre de godos se perpetúa en los escritores de los siglos IX, XI
y XI para designar a los reyes, a los nobles y a la población entera de aquellos territorios.
En los del NE., sólo en parte continuó el orden de cosas antiguo. Resultado de la
incomunicación con el NO., perdieron su relación con el poder central, con el rey, y recobraron una
autonomía política que les había de llevar a la organización de nuevos Estados. En el orden social y
el jurídico conservaron la división de clases y las leyes visigodas (el Fuero Juzgo) por mucho
tiempo; pero su mayor roce con otros países (Francia, principalmente), las influencias muy
inmediatas que por esto recibieron (incluso por dominación, como en Navarra y Cataluña), y quizá
también el propio carácter de los habitantes, dieron giro diverso a su civilización y a los organismos
sociales y políticos. Esta diversidad se fue acentuando con el tiempo, a medida que cambiaban las
cosas en las regiones del NE., constituyéndose así centros de muy distinta condición social y
política, que deben ser estudiados cada uno por sí, puesto que sus instituciones se diferenciaron
mucho.
No hay, pues, en este período, vida nacional española, porque no hay unidad entre las diversas
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partes de la Península. Cada cual vive para sí y se desarrolla a su modo. La fusión y la unificación
son hechos muy posteriores. En la Edad Media, aunque se conserve el nombre unitario de España
—«rey de las Españas, se llama un monarca; «tercer rey de España», un reyezuelo—, no hay
propiamente España, sino Asturias, Galicia, León, Castilla, Navarra, Cataluña, Aragón, etc. Y
todavía esta diversidad se complica con nuevas diferencias interiores en régimen y vida, puesto que
las mismas instituciones no eran enteramente iguales en Galicia y en Castilla, v. gr. La variedad de
Estados, de organismos, de nacionalidades, es la característica de la Edad Media, como veremos en
los párrafos siguientes.
Los de la gleba se distinguían, no precisamente por ser cultivadores de tierra (pues también
las cultivaban a veces los siervos personales), sino por no poder separarse de aquella a que estaban
adscriptos, siendo vendidos o donados con ella, como si fueran parte de la misma, al igual que los
árboles o los edificios. Estos siervos, derivados de los colonos visigodos (§ 129), cultivaban a sus
expensas el campo o gleba a que pertenecían, y entregaban al señor (noble, iglesia, monasterio, etc.)
una parte de los frutos, pagando otros tributos generalmente en especie (aves, ganados, queso,
manteca, lino, etc.) y prestando ciertos servicios como labrar las heredades del señor, segar y trillar
la mies, elaborar el vino y el aceite, ayudar a la construcción de edificios, etc.; y como todo esto
variaba según los casos, existían multitud de grados de servidumbre, más benignos unos y más
duros otros. Su principal ventaja era tener asegurada la subsistencia y la morada en la gleba, no
pudiendo separárseles de ella para llevarlos a otro lado. Erales lícito, a veces, poseer bienes fuera de
ésta, aunque con ciertas limitaciones. En cambio tenían mucho que sufrir en las relaciones
personales, principalmente porque, a menudo, vendiendo los señores parte de la gleba, separaban a
las familias, yendo a un propietario el marido y a otro la mujer o los hijos. De igual modo, cuando
se casaban sin permiso de sus señores dos siervos de distinta gleba, los hijos de este matrimonio se
dividían por mitad entre aquéllos, excepto en algunos puntos en que los señores se comprometían
por un pacto (consogrerium) a permitir las uniones entre sus respectivos siervos, sin reclamar luego
los hijos ni otro derecho alguno. Los siervos del rey —como los del califa— llegaron a ser personas
de consideración, poseedoras de riquezas.
En la condición servil se entraba de varios modos: por nacimiento, es decir, que los hijos de
siervos eran también siervos; por deudas, cuando el deudor por causa civil o criminal no podía
pagar al acreedor; por cautiverio en la guerra, forma que se aplicaba a los musulmanes, que
constituían la clase más baja y peor tratada de esclavos, y, finalmente, por obnoxación, es decir,
voluntariamente, ya entregándose a un señor o propietario, a cambio de obtener bajo su protección
cierta garantía de seguridad y reposo, ya casándose una persona libre con otra sierva, con lo cual se
sujetaba aquélla a la condición de ésta, ya sometiéndose por motivos piadosos al dominio de una
iglesia o monasterio. Los que esto hacían se llamaban generalmente oblati y eran de mejor
condición que los demás siervos.
195. La manumisión.
La libertad se recobraba, ya por manumisión, ya por sublevación o fuga. Estos dos últimos
medios no eran frecuentes, pero a veces lograron algunos siervos, después de alguna de las muchas
sublevaciones en que se significaron, ver reconocida su libertad. En cuanto a la manumisión, se
produjo a menudo, por influencia especialmente de las predicaciones de la Iglesia cristiana. De aquí
nació una clase social intermedia, la de los libertos, cuyos individuos no gozaban todos de iguales
derechos. Unas veces, los señores les concedían libertad plena, de primera intención; otras veces la
concedían limitada al principio, quedando sujeto el liberto a ciertos servicios y prestaciones para
con su señor, y más tarde la ampliaban por nueva concesión. Lo más frecuente era que los
manumitidos quedasen sujetos a la protección o benefactoría de las iglesias y monasterios, como
fue ya costumbre entre los godos, aunque reservándoles la facultad de que, si eran maltratados,
pudiesen abandonar la benefactoría y quejarse al rey, al obispo o al conde.
Los siervos no tuvieron, en los primeros tiempos, bienes propiamente suyos, porque si
adquirían algunos quedaban a disposición de sus señores; pero en cambio, debían ser alimentados
los días que trabajaban para éstos, como se consigna en varias escrituras de la época al hablar de los
servicios de los siervos (criationes) de monasterios, iglesias y nobles. Cuando se les concedía la
libertad, solía concedérseles también la facultad de llevarse algunos bienes (peculio) y disponer de
ellos; pero todavía, el señor, cuando el liberto moría sin hijos y sin testamento, le sucedía en toda la
herencia, y en la mitad si había testado.
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ya rodeado de casas, pero siempre fortificado y por lo general en sitio inexpugnable o estratégico.
Fuera de él y de su familia, que constituía un núcleo privilegiado, todos los habitantes de su
territorio le estaban sometidos: unos como siervos, otros como patrocinados. Cobraba de ellos los
tributos para sí, no para el rey; recibía sus prestaciones personales; los sometía al servicio militar, ya
en beneficio propio, ya cuando el rey le llamaba a la guerra; los juzgaba por sí en la misma relación
privada que tenían los romanos sobre sus siervos y colonos, y a veces lograba por concesión del rey
una jurisdicción que afectaba a la esfera pública del derecho penal, con privilegio, v. gr., de que los
oficiales del rey no entrasen en sus tierras, ni aun para la persecución de delincuentes, a no ser en
casos especiales, que fijaba la ley (§ 192); les daba en cierto sentido leyes; en una palabra, los regía
como verdadero soberano, distribuyendo las funciones gubernativas en subalternos llamados judex,
majordomus, villicus, sagio o sayón (alguacil), etc., que presidían la asamblea de vecinos
(concilium), reunida como en tiempo de los visigodos.
Por su parte, el señor debía a veces ser juzgado por individuos de su misma clase, no por
jueces del rey que no fueran nobles; se arrogaba el derecho de hacer la guerra a otros señores
cuando recibía de ellos injurias graves se negaban a pagarle la multa que correspondía a un daño
causado, derecho que produjo multitud de guerras privadas, causantes de grave anarquía y
perturbación; podía, en fin, abandonar como hemos visto el servicio del rey sin perder sus bienes, y
hasta guerrear contra él. Estos privilegios y el poder jurisdiccional antes citado, cuando lo concedía
el rey, sólo tenían dos limitaciones: en caso de traición y alevosía, en que perdía el noble sus bienes
y preeminencias, y en caso de adquirir nuevas tierras, a las cuales no podía extender sus privilegios
sin permiso del rey, a no ser que tales tierras fuesen ya de por sí privilegiadas.
Aun con ser tan grande esta independencia y tan exuberantes los privilegios señalados, la
tutela señorial hubiera podido producir algunos bienes en aquellos tiempos tan azarosos para el
pueblo débil e indefenso, si los nobles hubiesen cumplido dignamente su deber y se hubiesen
encerrado en los límites de su territorio. Por desgracia, no sucedió así. Los señores, por lo general,
no sólo vejaban a sus siervos y sometidos, sino a los pobladores de otras tierras. Saliendo de sus
castillos, asaltaban los pueblos, talaban los campos, se apoderaban de los ganados ajenos y detenían
y robaban a los viajeros, comerciantes o peregrinos. Más de una vez las guerras entre unos y otros
señores provenían de estas excursiones de bandidaje; y los obispos y el rey tuvieron también que
intervenir para proteger la vida y hacienda de los pobladores de tierras no señoriales, o de los que
viajaban, ya fuesen nacionales, ya extranjeros. El bandidaje señorial continuó, no obstante, por
muchos siglos, entorpeciendo la buena organización social y el sosiego de los pueblos.
Las tierras de los nobles (mandaciones) se dividían generalmente en dos partes: una reservada
al señor, para habitarla y cultivarla directamente; llamábase dominicum, terra dominicata y en ella
estaba el castillo o torre del señor, al cual se atribuían también, por lo común, los montes y bosques.
La otra parte era la habitada y cultivada por los siervos, libertos, colonos y patrocinados y llamábase
manso, casal y de otros varios modos. Estas tierras también se dividían en dos partes: una
compuesta por la casa y el huerto adyacente, que no podía enajenarse nunca, por estar como
hipotecada para el pago de los tributos, y otra constituida por los demás terrenos. Las tierras seguían
la condición de sus propietarios: así es que las pertenecientes a plebeyos o pecheros (los que
pagaban pechos o tributos) mantenían su carácter aunque pasasen a manos de cultivadores libres,
exceptuándose sólo el caso en que las adquiriese un noble, que les comunicaba su privilegio. Por
esto en las escrituras de la época se repite mucho la fórmula de que las tierras no pasen a propiedad
de personas privilegiadas.
en aquellos tiempos. Poseían también siervos y colonos, obtenidos, bien por donaciones, bien por
obnoxaciones (§ 194) piadosas, bien por benefactorías; y sobre ellos gozaban de iguales derechos
que los señores nobles, cobrando tributos, exigiendo prestaciones, etc. Finalmente, los reyes,
llevados de su piedad, concedieron con frecuencia grandes extensiones de terreno a las iglesias y
monasterios más importantes, con objeto de que disfrutasen los tributos y servicios de sus
moradores y dándoles sobre éstos jurisdicción especial. Muchas veces, tales privilegios se
acentuaban más aún para evitar las intrusiones de los nobles vecinos y oponerles un dominio
sólidamente organizado y con poder propio. En cambio, los obispos y abades contraían el deber de
acudir a la guerra con sus gentes cuando el rey les llamase; y así lo hacían, ora mandando ellos
mismos las tropas compuestas de siervos, colonos y libertos, ora encomendándolas a un jefe no
eclesiástico. En suma, los obispos y abades poseedores de territorios eran verdaderos señores, como
los nobles, llevando a éstos la ventaja, en los más de los casos, de tener concedidos por los reyes, en
documentos escritos, sus privilegios. Así se formaron, a veces, grandes centros de población, como
Santiago de Compostela, que comprendía, no sólo la ciudad, formada muy rápidamente junto a la
basílica-santuario que fundó Alfonso II, sino muchas tierras de los alrededores, hasta 24 millas.
Tanto en la ciudad como en el campo, la autoridad suprema era el obispo, que gobernaba por
sí y por medio de funcionarios especiales, condes, pertigueros, etc. 14 Tenía su ejército o milicia, con
la cual defendía sus territorios de enemigos extranjeros (como los normandos) o de los nobles
vecinos, cuyas correrías castigaron y evitaron a menudo las tropas episcopales; y aun hubo vez en
que con ellas guerrearon (como los nobles con las suyas) contra los mismos reyes. Andando el
tiempo, la población sujeta a los obispos (especialmente en las ciudades, como Santiago) fue
adquiriendo ciertas libertades y sostuvo con sus señores grandes luchas sangrientas para alcanzar
una independencia mayor.
14 A tal punto, que los funcionarios de justicia del rey no podían entrar en las tierras de Santiago sin permiso del
obispo (cf. § 192).
144
nobles y su intervención en las luchas para la sucesión al trono, exactamente como en los tiempos
visigodos. Los más inquietos y revoltosos solían ser los condes gobernadores de mandationes o
distritos, los cuales, acostumbrados a regir extensos territorios y confiados en sus parientes y
amigos, aspiraron más de una vez a la soberanía política, alzándose contra el rey. Ejemplos de ello
son el conde Nepociano, en tiempo de Ramiro I; el conde Fruela, en el de Alfonso III, y los de
Castilla en el de Ordoño II. Estos últimos consiguieron al cabo su propósito, según sabemos.
No debe extrañar que los reyes, no obstante tal política de la nobleza, tuviesen que tolerarla
más de una vez, con daño del prestigio real. La debilidad de la monarquía, las necesidades
imprescindibles de la guerra y las mismas luchas civiles que empeñaban los candidatos al trono más
de una vez, obligaban a los reyes a transigir y aun a aumentar los privilegios, para no quedar
desamparados, no favorecer la desnaturación o no prolongar la anarquía; porque no ha de olvidarse
que la nobleza, merced a la extensión de la servidumbre y al patronato, contaba con elementos
propios para guerrear, elementos que, por lo general, le eran muy adictos.
15 Donde aparece la obligación del servicio militar claramente, es en las donaciones de tierras que solían hacer los
monasterios e iglesias a señores laicos, para que los defendiesen contra los enemigos, ya musulmanes, ya cristianos,
v. gr. los nobles (§ 198).
145
exenciones consuetudinarias.
Así se fueron creando nuevas entidades políticas, independientes de los señores y en parte del
rey, a cuyo calor se libertaron los siervos, se creó la clase media y se desarrollaron el comercia y la
industria. Los reyes fijaban las libertades de cada villa en un documento que se llamaba fuero o
carta de población, de los que se conocen algunos del siglo XI (Burgos, San Zadornín, Castrojériz)
y otros de comienzos del XI (Nájera, Sepúlveda, León, Villavicencio, Bayona de Miño, etc.). Estas
libertades variaban mucho según los casos, produciendo organizaciones diferentes en las villas,
aunque también se acostumbraba a extender el fuero de una a otras varias, que resultaban uniformes
por esto; mas, por lo general, su constitución en orden al gobierno era la siguiente: formación en la
villa del concilium o asamblea de vecinos a imitación de la que existía en las mandationes o
condados, dándole facultades administrativas y judiciales como la policía de pesas y medidas, tasa
de artículos de primera necesidad y de jornales, fijación de multas por contravención de ordenanzas,
derechos de consumos, inspección del mercado, jurisdicción en ciertos actos que han de realizarse a
su presencia (ventas, donaciones, testamentos, etc.), como en las antiguas curias romanas. Este
concilium, en el cual intervienen con igualdad absoluta todos los vecinos, forma el poder supremo y
único de la villa, y nombra anualmente para el cumplimiento de sus acuerdos y atribuciones un
judex o juez (que sustituye al conde o juez nombrado antes por el rey) y varios iurados, fieles o
veedores, que dependen estrechamente de la asamblea. Tal es el comienzo de lo que luego se llamó
concejo (de concilium), o sea el régimen municipal de la reconquista. Su desarrollo consiste
puramente en la adquisición gradual por el concilium, de las atribuciones privativas del poder
público, ejercidas antes por el rey y el conde, y en particular de las del orden judicial, a pesar de que
el rey mantenía su derecho de nombrar en todas las ciudades y distritos del campo sus jueces, como
en el mismo León (Fuero de 1020), coexistiendo con los del concilium. Con estos elementos y las
múltiples exenciones de tributos, penas, jurisdicción penal, etc., que logran los concejos, se
constituyen como verdaderos señoríos, es decir, como entidades privilegiadas, independientes del
rey en gran parte, especie de cantones que en exclusivismos y representación política no ceden a los
señores civiles o eclesiásticos. Sus privilegios se extendían no sólo al casco de la población, con sus
vecinos, sino a los terrenos adyacentes o anejos (alfoz, lo que ahora se llama término municipal o
partidas rurales), en que, a veces, había otros pueblos y caseríos. En punto a jerarquía social,
guardábanse en el concejo las distinciones usuales, distinguiéndose entre majores y minores,
infanzones y villanos, honoratii y simples vecinos. Sólo eran iguales los vecinos de la villa en ser
todos libres y gozar del mismo fuero.
Ya hemos hecho constar que los señores, tanto nobles como eclesiásticos, daban también
fueros, ya para poblar sus tierras (cartas de población), ya para transigir con pretensiones o
sublevaciones de sus sometidos, creando así también núcleos que, sin ser tan libres como los
concejos, lo eran más que los puramente señoriales. De estos fueros se conoce uno ya del siglo IX
(Brañosera, dado por el noble Munio Núñez), y otros se dieron en el X y en el XI. También en ellos
se ve aparecer el concilium, a veces.
203. Legislación.
Con este régimen común de privilegios, resultaba muy varia la legislación en los territorios de
Asturias, Galicia, León y Castilla. Como ley común regía el Liber Iudiciorum o Iudicum (§ 133),
que fue variando su nombre primitivo hasta quedar definitivamente con el de Forum o Fori
Iudicum (en castellano, Fuero Juzgo), y cuya observancia no se interrumpió, hallándose
comprobada por confirmaciones de los reyes, desde Alfonso II, y por varias sentencias de los
tribunales reales, que aplicaban el mismo código. Alfonso III creó en León un tribunal llamado del
Fuero o del Libro, encargado especialmente de fallar conforme a la ley visigoda. Como excepciones
suyas estaban los fueros de las villas, que en un principio no se escribieron, sino que parece se
dieron oralmente; pero los fueros no comprendían toda la legislación. Generalmente no contenían
otras disposiciones que las concernientes a la condición de las personas de la villa foral, a las
147
respectivas industrias: muchas de ellas (las de objetos de devoción) eran propiedad del arzobispo.
Se conservaron también en la región gallega algunas de las industrias tradicionales, como las
de salazón, de que seguía haciéndose comercio. Ya veremos más adelante el progreso de la riqueza
en Santiago. Conviene advertir, recordando hechos ya citados, que no todos los industriales (y
menos los simples obreros) eran libres, como los más de Santiago; sino que muchos pertenecían a la
clase de siervos adscritos a un oficio, que no podían abandonar. El comercio no gozaba de tantas
libertades como en épocas anteriores. Aparte de lo expuesto que se hallaba a las depredaciones de
enemigos de fuera, como los normandos y los árabes, y a las de los señores, tenía que pagar
diferentes derechos por la conducción de mercancías, no sólo en las aduanas reales, sino al atravesar
los caminos, ríos o puentes de territorio señorial, pues los señores obligaban al pago de pontazgos,
portazgos, barcajes, etc. En las ciudades y villas el régimen dominante era el de la tasa,
especialmente en los artículos de primera necesidad. Así, todos los años se reunían los habitantes de
León (Fuero de 1020) para fijar el precio que habían de tener los comestibles y los jornales. En
muchos pueblos pequeños se concedía la exclusiva de la venta de ciertos artículos (v. gr., la carne) a
un individuo, con tal que los diese a un precio determinado, sin variarlo. Esta reglamentación de los
precios tenía sus ventajas para los vecinos pobres, que así no se veían explotados. En punto a pesos
y medidas, tomábanse disposiciones análogas para evitar fraudes. La moneda era escasa,
conservándose, así como en las medidas y pesos, los tipos romanos y godos.
La agricultura fue muy fomentada por los monjes, especialmente los de la orden de San
Benito, que se dedicaban a cultivar tierras; contribuyendo también a esto el derecho que las leyes
concedían (adprisión, presura), a los que roturaban un terreno, de poseerlo y aun apropiárselo;
incentivo de gran fuerza en la repoblación de los campos. Los frutos que principalmente se
recolectaban entonces (según mención de los documentos de la época) eran el vino, mijo, avena,
habas, miel y cera de los panales, trigo, cáñamo, lino, (éste en gran cantidad). El cultivo del olivo —
muy abundante en Extremadura y Andalucía— no se conoció en Castilla hasta entrado el siglo XI.
Cuan frecuente era que las cosechas se perdiesen a punto de ser cogidas, se comprenderá por la
costumbre que tenían los musulmanes de hacer sus algaradas en primavera, talando los campos y
apoderándose de los frutos para privar de medios al enemigo.
Iguales perjuicios ocasionaban los nobles (§ 198) y las compañías o partidas de gente de mal
vivir que abundaban por los campos. Embarazaban también el progreso de la agricultura, como el
de la industria y el crecimiento de la riqueza general, los muchos tributos que pesaban sobre las
clases trabajadoras, pequeños propietarios e industriales, tanto en provecho del rey como en el del
señor de las tierras. Así, los cultivadores libres e industriales, donde los había, pagaban un canon
(infurción) por las tierras, un tributo (capitación) al rey, diversos servicios o prestaciones
personales, ya para obras públicas, ya para defensa del territorio, que podían compensar por una
cantidad en dinero, y contribuciones indirectas como las de consumos, aduanas, etc. Los siervos y
colonos estaban más cargados, pues sobre los tributos personales tenían otros en provecho de sus
señores, tanto más pesados y vejatorios cuanto en estos primeros siglos no eran fijos, y podía, pues,
el señor aumentarlos caprichosamente. En la siguiente época veremos cómo se van concretando
estas cargas, tanto en el orden privado como en el público (Hacienda).
El rey, como señor de tierras (realengas), era propietario y poseía campos de cultivo y
ganados, sobre los cuales ejercía iguales derechos que los particulares, exigiendo tributos y
prestaciones personales en la misma forma que se ve en las mandationes señoriales. Por todos estos
motivos —y no obstante el desarrollo singular de algunos centros de población y de localidades
reducidas—, el estado general era miserable, azotando con frecuencia a los pobladores hambres
terribles y epidemias que tenían su causa principal en la falta de buena alimentación, de
comodidades y de higiene en las habitaciones y el vestido; desgracias éstas comunes por entonces a
todos los pueblos de Europa.
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16 Paralelamente, y con gran vigor, revivía en el reino franco de Carlomagno (§ 164) la tradición clásica isidoriana,
cuyo principal representante allí fue Teodulfo, discípulo y continuador de la escuela española visigoda (§ 159).
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era la lengua oficial, y en los documentos públicos y privados es la que, mejor o peor, se usa; tanto,
que hasta el siglo XII (no obstante haber continuado la transformación de la lengua y hablarse
propiamente romance) sigue llamándose al idioma de los países cristianos, latín. Las palabras
romanceadas fueron aumentando de día en día, siendo numerosas en los fueros y cartas pueblas del
siglo XI, que dan testimonio de la formación de un idioma vulgar, distinto ya del romano, y al cual
autores de la época, para diferenciarlo de éste, llaman rústico y también nuestro. Los primeros
documentos literarios que se conocen escritos completamente en romance, son de fines del siglo XI,
o comienzos del XII. La letra usual continuaba siendo la toledana (que más tarde se sustituyó por
otra forma), y los manuscritos solían adornarse con pinturas pequeñas (miniaturas), de las que se
conserva hoy día una, quizá de comienzos del siglo IX, puesta en el acta de donación hecha por
Alfonso II a la iglesia de Oviedo, y otras del XI.
206. Costumbres.
No sabemos hoy día gran cosa de las costumbres de estos siglos —desde el VIII a comienzos
del XI—, porque faltan documentos de los que suelen contener datos acerca de este punto. Puede
conjeturarse fundadamente que no serían ni muy dulces, ni muy cultas, puesto que el estado
dominante era el de lucha. El sentimiento religioso cristiano se manifestaba principalmente en las
leyendas piadosas, las peregrinaciones y el favor de que gozaban ciertos monasterios e iglesias; y
continuamente aparecían imágenes de la Virgen o cuerpos de Santos y se producían milagros que
daban origen a leyendas de sentido, a veces, altamente poético. Lo que para Galicia Santiago de
Compostela, eran para León Sahagún y para Castilla San Millán, aunque en menor escala. En las
iglesias y en los monasterios enterrábanse los reyes y las personas de alta categoría, especialmente
si eran fundadoras o protectoras de la institución.
Esto no obstante, abundaban las supersticiones, que trascendían incluso a la administración de
justicia. Así la inocencia o culpabilidad de los acusados se probaba de maneras tan extravagantes
como las llamadas «pruebas judiciales o vulgares», ya iniciadas en la época visigoda, pero no
desarrolladas ampliamente en España hasta el siglo IX, según parece. A ellas pertenecían la del
«agua hirviendo, y la del «hierro candente», que consistían en someter la mano del acusado o del
acusador a los efectos de aquellos agentes, y según salía ilesa o herida, así se juzgaba de la
acusación; la del «agua fría», que se practicaba arrojando a la persona en un gran recipiente, atada
de pies y manos, dándose por inocente si se iba al fondo y por culpable si sobrenadaba; y, en fin, la
del «fuego», para objetos materiales. También era forma muy usada para lo mismo el duelo, es
decir, el combate a mano armada de dos hombres, uno de los cuales defendía al acusado y otro
sostenía la acusación. Creíase que Dios daba la victoria al que tenía la razón de su parte, y por esto
se llamaba al duelo judicial, juicio de Dios. A pesar de que la legislación procuró desterrar esta
costumbre —común a muchos pueblos, pues la usaban, entre otros, los iberos y los mismos
romanos (en sus primeros tiempos)—, continuó durante toda la Edad Media, y aun a mediados del
siglo XIV se usaba en Navarra.
Practicábase mucho entonces la vida en común, por grupos, no tanto por influencia de las
comunidades monásticas, cuanto por la pobreza y estrechez de los tiempos y por la necesidad de
mutuo apoyo. Así en muchas iglesias, incluso catedrales, los individuos del clero vivían juntos,
como los monjes; mientras que en ciudades ricas vivían separados, cada cual en su casa, como los
canónigos de Santiago. Los siervos solían también vivir en común en los mansos señoriales o
eclesiásticos, partiendo el mismo techo y el mismo pan. Generalmente, estos grupos eran familiares,
pero también se formaban de gentes no unidas por parentesco y a quienes la misma desgraciada
suerte y la necesidad de defensa agrupaba. En las ciudades y villas, la vida era distinta, conservando
en algo el tipo romano, según hemos visto en Compostela.
Los señores y personas ricas gustaban mucho de la caza y se dedicaban a ella con ardor, como
lo demuestran el trágico fin del rey Favila, muerto por un oso, y la leyenda de haber el rey de León
concedido la independencia al conde de Castilla a cambio de un caballo y un halcón. En aquellos
151
tiempos, el suelo de España, inculto en su mayor parte, estaba muy cubierto de bosques, en los que
se criaba gran cantidad de osos, ciervos, jabalíes y otros animales, hoy casi desaparecidos de
nuestras montañas, excepto en cortos distritos del N. (Asturias, Santander, Pirineos), y cuya captura
divertía mucho a reyes y nobles. Con frecuencia, las partidas de caza producían grandes daños en
los cultivos de los siervos y labradores libres, cuyos campos cruzaban sin respeto alguno los
señores.
El pueblo se divertía especialmente con la música y baile y con los cantores populares, que
recitaban o cantaban leyendas y narraciones de carácter religioso y guerrero, y de cuyas
producciones salieron más tarde importantes obras literarias.
17 La cruz latina, como es sabido, tiene los brazos desiguales, el inferior más largo que los otros †; la griega tiene los
cuatro brazos iguales +. En la planta de las iglesias, la parte superior (cabeza) corresponde al ábside, capilla mayor
y presbiterio o santuario; el travesaño, al crucero, y el extremo inferior a la entrada.
152
Los fuertes aislados se llamaban castillos, y de aquí el nombre de Castilla dado a la región de
Burgos, que por ser fronteriza tenía muchos fuertes o atalayas (torres de aviso), los cuales servían
para anunciar la llegada de los enemigos y para defenderse. Constaban estos castillos
fundamentalmente de una torre con aspilleras y troneras, sola o rodeada de empalizadas, foso o
zanja para impedir el acceso, y de barracas o casas de madera. Al predominio de este material y a
las modificaciones y mejoras hechas en tiempos posteriores, se debe que no existan hoy restos de
castillos de estas épocas remotas.
Las casas de las poblaciones créese que tenían, por lo común, un solo piso y una sola
habitación para todos los usos domésticos, predominando en su construcción la madera. La
facilidad con que eran quemados en las guerras los edificios privados y públicos —como se vio
sobre todo cuando la invasión normanda— llevó a la sustitución de las cubiertas de madera por
otras de fábrica en los templos.
En las demás artes, el desarrollo no fue grande, si se exceptúa la orfebrería, muy influida por
el arte bizantino primero y luego por el árabe, y de tanto uso en los objetos dedicados al culto. Así
se conservan hoy algunas cruces, como la de Santiago (874) y las de Oviedo (de los Ángeles y de
Pelayo), y arquillas para reliquias, como las de Astorga, de madera forrada de plata (regalada una de
ellas por Alfonso III) y la de Oviedo, que es de oro y ágata, regalo del rey D. Fruela (911). De
marfil hacíanse también arquillas con el mismo objeto. Las iluminaciones de los códices (§ 205) son
todavía toscas de dibujo, si se exceptúa la de Alfonso II, caso de que, efectivamente, sea del siglo
XI como se cree. Estas pinturas, y las que solían adornar los muros de las iglesias, constituyen la
única representación del arte pictórico en esta época.
Los trajes fueron, al principio de este período (siglo IX), modestos, consistiendo en sayales
largos, tocados cerrados, calzas adornadas para cubrir las piernas, sobretúnicas de manga abierta o
media manga, vendaje en las piernas, muceta o capucho penulado, y en las mujeres, brial, o vestido
con cisuras a los lados o al dorso y trenza de cordones para ajustarlo, gorros, velos y mantos
prendidos a la cabeza.
Como armas se llevaba la loriga, cota o camisa de cuero, reforzada con láminas de metal
cosidas que forman como las escamas de un pez; el perpunte, cota o jubón con manguillas, también
de cuero y planchas de metal; el casco y el escudo, de madera o piel reforzada. Empiezan a usarse
las bambergas o piezas de metal para defender la antepierna, y unas corazas para la cabeza que se
ponían debajo del yelmo o casco cerrado.
En el siglo XI, según el códice Vigilano, se usaron túnicas amplias cruzadas sobre el pecho,
mantos prendidos por una punta al hombro derecho y ceñidos al cuerpo, gorros altos (para las
mujeres) con velos flotantes de diversos colores, cofias o tocas con randas, y las calzas, sayales,
etc., del siglo anterior. De las modificaciones que se hicieron en este punto entrado el siglo XI
hablaremos en la época siguiente.
los libres ocupaban el primer grado los nobles, dueños de territorios en que ejercían un poder
señorial: lo que se ignora es cuáles fueran las subdivisiones de cada una de estas clases y sus
respectivos derechos. Conviene saber que, abiertos Navarra y Aragón —cuya historia, además, va
íntimamente enlazada en toda esta época, según hemos visto— a influencias extranjeras en gran
escala, y especialmente a la de los francos (que distintas veces invaden y aun dominan por más o
menos tiempo en ambos países), su organización social y sus costumbres se modificaron bastante,
separándose de las que presentan las regiones cristianas del Centro y del NO., como veremos
confirmado más adelante.
Lo propio sucedió en Cataluña y aun en mayor grado, puesto que fue, por algún tiempo,
dependiente de la corona de Francia; pero acerca de la organización social de esta región ya
podemos decir algo más concreto.
La invasión de los árabes produjo una gran emigración de españoles a las Galias
principalmente, y con esto quedaron yermos y desiertos la mayoría de los campos. Aun continuaban
así en el siglo IX. A comienzos de éste (801) se reconquistó Barcelona, y a fines del VIII (797) se
había conseguido lo propio definitivamente en punto a Gerona. De estas fechas nace la organización
social y política del territorio que luego fue Cataluña, procurándose su repoblación.
La primera medida oficial de esta organización fue el reparto de tierras hecho por el
conquistador Ludovico Pío entre los guerreros que le ayudaron, los indígenas que habían quedado
en el país (refugiados en la montaña o sometidos a los musulmanes) y los que empezaron a venir, a
la sombra del poder franco, huyendo de otras partes, o con la esperanza de mayor lucro en ésta. Con
ellos empezó activamente la roturación, en la cual ayudaron mucho los monjes de la orden de San
Benito. Ludovico Pío hizo aplicar el sistema de leyes de raza o personal, usado antes por los
visigodos. Mediante él, los indígenas siguieron rigiéndose por el Fuero Juzgo, y los francos
establecidos, por las leyes de su país de origen.
Los primeros propietarios legítimos en la Marca Hispánica fueron, pues, según las nuevas
leyes, los guerreros de las invasiones iniciales. Estos recibieron sus tierras libremente, sin vasallaje,
pero con sujeción al servicio militar. Su condición económica subsistió hasta el siglo XI. Los más
fuertes de estos propietarios fueron, como era natural, los representantes políticos del monarca, los
condes, a quienes se concedía en posesión todos los territorios enclavados en su distrito y que no
perteneciesen ya a un propietario libre. Tales tierras podían los condes donarlas o arrendarlas a
quien les pareciese bien, ora en forma de censo, ora a cambio de la prestación de cierto número de
servicios militares o civiles (beneficio). De aquí nacieron dos estados sociales: el de los labradores
vasallos, censatarios, de los cuales salen luego los de remensa; y el de los vizcondes, barones y
demás subordinados del conde, que lo representaban fracciones del territorio del condado y ejercían
parte de la jurisdicción civil, penal, etc., a cambio del disfrute de tierras. A esta clase pertenecían
también los beneficiarios, que no ejercían jurisdicción pública, pero sí tenían ciertas obligaciones
militares: v. gr., la defensa de un castillo.
Andando el tiempo, los reyes francos hicieron nuevas concesiones de tierras libres (alodiales),
como las primitivas, es decir, fuera del señorío de los condes, y otras beneficiarias a los soldados, a
los españoles que inmigraban, a los que venían a repoblar, etc. Mediante la roturación de tierras
vírgenes y la posesión por largo tiempo de ellas, cultivándolas (presuras), se fue también formando
un núcleo de propietarios libres, sin concesión real, pero con el reconocimiento de este derecho por
los reyes. Se llamaban (documentos del XI) primi homines y bozadores. Aunque seguramente estas
roturaciones se hicieron en gran número, todavía a fines del siglo IX existían muchos yermos en
Cataluña.
Los propietarios alodiales no tenían sobre sus tierras jurisdicción inherente, sino por
excepción, ni pagaban censos o pensiones al rey. Jurábanle fidelidad, le prestaban homenaje y
quedaban obligados al servicio militar.
Los condes, a quienes por ley natural no había de ser agradable la constitución de estas
propiedades extrañas a su poder, las atropellaron a menudo, imponiéndoles tributos, censos, etc.
154
Ante las quejas de los señores alodiales, los reyes francos (Carlomagno, Ludovico y Carlos el
Calvo) dictaron órdenes para que se respetase su libertad, reconociéndoles, también, el derecho de
prestar a censo sus tierras, enajenar en vida el alodio, o hacerse vasallos voluntarios de los condes
(para obtener de ellos protección, cosa tan frecuente, como sabemos, en aquellos días), con
prestación de los servicios correspondientes, si de éstos recibían nuevas tierras. Tales privilegios, y
sobre todo las concesiones a censo que hicieron, convirtiéronles andando el tiempo en rama
importante de la nobleza, que en Cataluña toma, a diferencia de León y Castilla, carácter feudal.
La clase servil (aparte los esclavos personales) nació, como ya hemos indicado, de los
censatarios, tanto los de los condes como los de señores alodiales y aun de los mismos reyes, que
también acensaban tierras. A medida que se fue acentuando el carácter feudal de los señoríos, fue
agravándose la condición de los censatarios con aumento de los servicios y tributos que prestaban,
hasta parar en verdaderos siervos de la tierra, como los de Castilla (§ 194). Pero a veces las
necesidades de la reconquista y repoblación llevaban a conceder privilegios (como los de los fueros
leoneses y castellanos), de que es ejemplo notable el concedido en 974 a los habitantes del castillo
de Montmell, eximiéndoles de censos y declarándolos, «hasta la eternidad, libres de todo yugo de
servidumbre».
Finalmente, los eclesiásticos representan una clase social importante por las riquezas que
fueron acumulando las iglesias y monasterios, merced a las donaciones de reyes y condes y a su
propio esfuerzo en la repoblación. En este concepto se distinguen, entre otros, en el siglo IX, los
monasterios de Bañolas y Amer, y en el XI, el de Roda, el de Camprodón y el de San Feliu de
Guixols. Gozaban estas propiedades de inmunidad y dominio absoluto, y tenían, como los señores
alodiales, colonos o censatarios. Algunos monasterios llegaron a poseer castillos y derechos
señoriales, cedidos por los condes. Los monjes de Ripoll fabricaron en el siglo IX un molino
hidráulico, con acequia para moverlo, tomada del Fraser. La iglesia de Gerona llegó a acumular
inmensas propiedades.
210. El feudalismo.
El señorío de estas regiones difiere mucho del de Asturias, León y Castilla: es más absoluto,
más desligado de la autoridad del rey o del poder central. Su forma fue la llamada feudal, traída por
influencias francas y sostenida especialmente en Cataluña. Procedió esta forma de las donaciones de
tierras en beneficio (§ 208) que hicieron los reyes francos y los condes, esto es, reservándose el
dominio directo y cediendo sólo el usufructo o dominio útil, no perpetuamente, sino por vida del
donatario o beneficiario. Este origen se comprueba por la equivalencia de las palabras, pues el
beneficio era llamado también fisco y feudo. Consta que Carlos el Calvo tenía en la Marca hispánica
feudos, que cedió a Wifredo I. En pago de la donación, el que recibía las tierras se obligaba a
prestar al señor fidelidad y ciertos servicios personales (§ 201), declarándose vasallo u hombre
suyo. Aunque los documentos que nos quedan hoy relativos a pactos de beneficio o feudo en
Cataluña son del siglo XI, puede asegurarse que las obligaciones que contienen y las formalidades
que revelan se pactaban y usaban con anterioridad, sin variantes esenciales. Las expondremos en la
época siguiente.
Cuando por la liberación de los condados y el término del poder franco se convirtieron en
hereditarias las concesiones vitalicias hechas por los reyes, y por los abusos de los nobles
desaparecieron muchos alodios, la forma feudal crece y se consolida, tomando también los
caracteres de soberanía que fraccionaban el poder público. Así en Cataluña, donde con más vigor se
desarrolló el feudalismo, los condes de Barcelona no fueron en rigor, durante mucho tiempo, sino
los condes más poderosos de la región; pues, salvo el homenaje que les prestaban los demás, no
gobernaban por sí más que las tierras propias de su condado y las que iban conquistando de nuevo y
quedándose en su propiedad. Sin embargo, los condes de Barcelona llegaron a alcanzar, como
marqueses o jefes superiores de la antigua Marca, cuya tradición continúan, una especie de
vigilancia o inspección sobre los tribunales de justicia de los señores feudales, aunque sólo para el
efecto de que juzgasen siempre según las leyes generales vigentes; reservándose la apelación o
resolución en última instancia de las causas criminales contra los nobles de segunda clase. Más
adelante fue cambiando esta relación. En documentos de principios del siglo XI se llama ya al
conde de Barcelona, príncipe, es decir, soberano, reconociendo su supremacía.
En Navarra, la autoridad real parece ser más fuerte, no obstante la existencia de señores
feudales, puesto que le pertenecía plenamente la administración de justicia. En cambio, estaba el
rey, según parece, sujeto a una porción de trabas impuestas por los nobles, entre ellas la de no
celebrar corte ni hacer guerra, paz o tregua, sin consejo de aquéllos; la de darles parte de las tierras
y la de sujetarse en un todo a los fueros, leyes especiales o privilegiadas de la nobleza o de las
villas. El rey era electivo, y la elección seguía, por lo general, la línea de una misma familia, hasta
el punto de haber reinado niños menores, como García el Temblón bajo la regencia de su madre
Tota; estando también admitidas las hembras en la sucesión al trono.
El feudalismo no sólo influyó en el poder público, fraccionándolo y debilitando la monarquía,
sino también, y en gran escala, en el orden social, empeorando la suerte de las clases serviles que
tardaron en emanciparse en estos territorios mucho más que en León, Asturias y Galicia, según
veremos.
asambleas (mallos, placitum o judicium) compuestas del conde o vizconde, varios jueces
nombrados por aquél, y hombres libres, vasallos del conde (obligados, por el pacto de beneficio, a
formar parte del tribunal), y ante ellas se celebraban los juicios. La sentencia podía ser confirmada o
suspendida por el conde. Desde comienzos del siglo X se consigna en acta. Además de los mallos y
de los condes francos, los naturales del país tuvieron, por concesión de Carlos el Calvo, jueces
propios, que les aplicasen la ley visigoda y no la franca. Los mallos juzgaban lo mismo a los
seglares que a los eclesiásticos, a los nobles y a los plebeyos.
Gozaban también de jurisdicción privada los monasterios e iglesias, en sus tierras, y los
señores alodiales (§208) en sus alodios; pudiendo darse el caso de que un señor alodial gozase de
este privilegio en unas tierras y fuese, a la vez, beneficiario o vasallo de un conde en otras.
A medida que el condado de Barcelona fue adquiriendo supremacía, después de la
independencia, recogió para sí la suprema jurisdicción propia de los reyes francos, con la alta
justicia, los recursos, el poder moderador en las competencias, etc.
muchas veces, existiendo de hecho cierta autonomía por parte de las iglesias lejanas de Roma,
merced a las dificultades de comunicación, las guerras, etc. El mal era menor en España que en
otros países, aunque no dejaba de existir; y si bien los obispos españoles habían reconocido desde
muy antiguo la autoridad y supremacía del Papa, acudiendo a él en los grandes conflictos, v. gr. de
herejías, y recibiendo órdenes suyas, conservaba nuestra iglesia cierta libertad representada por
variantes notables entre su liturgia, usos y costumbres y los de Roma (§ 136). Contra aquellos vicios
y la falta de cohesión en los diversos elementos del catolicismo, se alzó a comienzos del siglo X, en
la Borgoña francesa, una orden religiosa de monjes llamados de Cluny, por la abadía de este
nombre en que comenzaron, y cuya regla era la antigua benedictina o de San Benito, monje del
siglo VI. Los cluniacenses se propusieron restaurar la disciplina de los monasterios y del clero todo
y estrechar las relaciones entre éste y el Papa, enalteciendo la autoridad de la Santa Sede. Para
lograr su objeto, contaban los cluniacenses con una organización muy rígida, fundada en la
obediencia absoluta al abad de Cluny, y con una cultura notable en aquella época. Bien pronto
empezaron a extenderse por Francia; y los reyes de Navarra, que mantenían grandes relaciones con
el país franco, se pusieron en seguida en comunicación con los abades y personajes importantes de
la nueva orden. Resultado de ello fue que los cluniacenses entraran en Navarra, en tiempo de
Sancho el Mayor, fundando varias abadías (entre ellas la de Leyre, célebre por haber sido
enterramiento de los monarcas) y sobreponiéndose a las demás órdenes monásticas, hasta el punto
que de sus monasterios salían principalmente los obispos. De Navarra pasaron los cluniacenses a
Castilla, en 1033, ocupando y reformando el monasterio de Oña (que era, como muchos otros,
dúplice, esto es, de monjes y monjas); y ya desde aquí siguieron desparramándose en el siglo XI por
los territorios cristianos, en cuya organización religiosa, como veremos, introducen grandes
variaciones.
Los cluniacenses produjeron de momento, en Aragón y Navarra, dos efectos importantes:
reforzaron las influencias francas, ya tan grandes como hemos visto en cuanto a la jerarquía social y
el poder público, y aceleraron la reconquista, impulsando a los reyes a la lucha contra los árabes.
En punto a herejías, se vio turbada la Iglesia española en estos siglos por varias, nacidas entre
los mozárabes y en Cataluña, y especialmente por la que promovieron (siglo VIII) el obispo de
Urgel, Félix, y el arzobispo de Toledo, Elipando; muy extendida ésta, no sólo en la Península, mas
también en los territorios francos. La doctrina principal de estos herejes se refería a la condición de
Cristo como hijo de Dios. Fue combatida por Heterio, obispo de Osma, que residía en Asturias, y
por el abad Beato o Vieco, cuyos libros alcanzaron gran resonancia en varios países. También
acudieron a reprimirla los Papas mediante la reunión de Concilios, envío de legados, publicación de
epístolas, etc. En el siglo IX hubo nuevos movimientos heterodoxos en el clero mozárabe, logrando
en ellos celebridad el obispo Hostegesis, ejemplar característico del clero anárquico de aquellos
tiempos. En el pueblo persistían las supersticiones de la época visigoda.
las matemáticas, y se citan de este tiempo varios sabios en estas ciencias, como Lupito, Boufilio,
Joseph y el monje de Ripoll, Oliva. De tiempo de Borrell I es una colección de cánones decretales
hecha por Juan, monje de Ripoll en 958, por orden de aquel conde. La literatura era también
cultivada, aunque con marcado decaimiento; conociéndose, de fines de este período, un canto
fúnebre dedicado al conde de Barcelona, Borrell III, el mismo que con sus tropas había intervenido
en las contiendas políticas de los pretendientes al califato de Córdoba (§ 163). Sin embargo, la
cultura general era muy escasa. En los siglos IX y X es muy frecuente ver que personas de categoría
no saben escribir y firman sólo con una cruz.
preponderancia de Sevilla, conquistando la ciudad de Córdoba (que quería también para sí el rey de
Toledo) y el reino de Murcia; de manera, que la mayor parte de la España árabe pertenecía a los
Abbaditas, salvo los reinos del N. y E. (Zaragoza, Albarracín, Valencia, Denia, Alpuente) y los de
Almería, Toledo, Granada, Málaga y Badajoz, con algún otro de escasa importancia que se
mantenía independiente, pero obscuro. Motamid, a la vez guerrero y hombre de gran cultura,
protector decidido de los literatos y notable poeta él mismo, hizo también de Sevilla (ayudado por
su ministro Aben-Amar, no menos literato que él) un centro de ilustración, que recordaba sin
menoscabo los buenos tiempos de Córdoba bajo los califas.
Esta preponderancia, mal vista por los demás reyes de taifas, y las victorias que alcanzaron
por entonces los cristianos apoderándose de poblaciones tan importantes como Toledo, y Valencia,
después de haber conquistado Coimbra, Viseo, Lamego, Barbastro y otros puntos, produjeron la
invasión en España de un nuevo pueblo musulmán, que por entonces comenzaba a ser poderoso en
África, y hacia el cual, como de costumbre, dirigieron sus miradas los príncipes españoles; quienes
de tal modo temían a los cristianos, sintiéndose débiles para resistirles, que llegaron a opinar por el
abandono del país.
de sus soberanos, a venir a España con un ejército, bajo la condición, entre otras que no se conocen,
de obligarse con juramento a no quitar sus Estados a los príncipes andaluces. Yúsuf prestó el
juramento, pero exigió se le diese la plaza de Algeciras. No queriendo dársela por su propia
autoridad los embajadores, Yúsuf les dejó ir sin darles respuesta definitiva; mas a poco, amparado
por una declaración de sus alfaquíes que le reconocía el derecho de apoderarse de Algeciras si no se
la cedían buenamente, se presentó con fuerte escuadra y logró que las tropas de Motamid, que
guarnecían aquella ciudad, la desalojaran. Luego, habiendo fortificado Algeciras y dejado allí
tropas, se dirigió a Sevilla, donde se le unieron soldados de los reyes de Granada, Málaga y
Almería. Con todas estas fuerzas marchó Yúsuf a Badajoz, donde se juntaron a él más soldados del
rey de este último punto. No lejos de allí, en un lugar que los Musulmanes llamaban Azagal
(Zalaca, nombre que hoy se conserva), encontró Yúsuf al ejército del rey de León (entonces
Alfonso VI) que venía a buscarle. Se dio la batalla (Octubre de 1086), y los cristianos fueron
vencidos con pérdidas enormes. Por el pronto, sin embargo, los musulmanes no recogieron todo el
fruto que prometía esta victoria, porque Yúsuf recibió la noticia de haber muerto su primogénito y
se volvió al África, no dejando en España más que un cuerpo de 3.000 hombres al mando del rey de
Sevilla, Motamid. Los cristianos, además de las grandes pérdidas sufridas en Zalaca, hubieron de
evacuar a Valencia (que habían conquistado antes) y abandonaron el sitio de Zaragoza. Los reinos
de taifas que pagaban tributo al rey de León y Castilla, se vieron también libres de este gravamen.
No obstante, los cristianos seguían siendo un peligro, especialmente por el E., donde, gracias
a un fortísimo castillo que poseían, llamado de Aledo y sitiado entre Murcia y Lorca, amenazaban
continuamente a los musulmanes cercanos, destruyéndoles los campos y llegando a sitiar la ciudad
de Almería. Motamid se dirigió contra Aledo con sus tropas y las dejadas por Yúsuf; pero todos sus
esfuerzos fueron inútiles.
Entonces se pensó de nuevo en los Almorávides, y esta vez la idea era popular, acariciada por
todos, y especialmente por los alfaquíes y notables de la región oriental. La victoria de Zalaca había
dado a Yúsuf gran renombre y estimación entre los andaluces, y en particular entre los individuos
del clero y los fanáticos. Después del mal éxito de la expedición contra Aledo, se vio bien que sin
auxilio extraño nada podían los príncipes andaluces. Llamado el almorávid por el propio rey de
Sevilla, desembarcó de nuevo en la primavera de 1090 con fuerte ejército y puso sitio a Aledo.
Acudieron los castellanos al socorro, y Yúsuf se retiró sin presentar batalla; pero el fuerte había
quedado tan maltrecho del sitio, que Alfonso lo abandonó, incendiándolo. Con esto, se consiguió lo
que querían los musulmanes, aunque sin gloria para ellos.
resultados variables. Los Almohades vencieron en Atarkines, cerca de Badajoz, en Santarem y otros
puntos; pero en cambio pierden varias plazas, como Évora y Cuenca, y son derrotados en Ciudad
Rodrigo, Silves, y otros lugares. El rey de Castilla, Alfonso VIII, envió un cartel de desafío —fiado
en su poder y en el auxilio de otros reyes— a Yacub, emperador entonces de los Almohades y
residente en África (1194). Yacub aceptó el reto y desembarcó en España con numerosas fuerzas,
haciendo sufrir gravísima derrota en Alarcos (Badajoz) a Alfonso VIII, a quien no ayudaron en esta
ocasión los aragoneses ni tropa alguna extranjera (1195). Yacub se apoderó, merced a esta victoria,
de varias poblaciones, entre ellas Guadalajara, Madrid y Uclés, y en 1198 regresó al África. La
guerra continuó, sin embargo; y años después las tropas españolas, reunidos los contingentes de
leoneses, castellanos, navarros y aragoneses, alcanzaron el desquite en la memorable batalla de las
Navas de Tolosa (16 julio 1212), que fue tremenda y definitiva derrota para los Almohades; pues
aunque los cristianos no supieron aprovecharse debidamente de su victoria y el general almohade
Abu-Saíd taló al año siguiente (1213) las comarcas de Talavera y Extremadura, fue vencido
nuevamente en Febragaen, y los musulmanes no pudieron oponer ya a los cristianos obstáculo serio.
La victoria de las Navas fue un suceso capital en la reconquista. De ella parte el engrandecimiento
territorial de los reinos españoles.
monjes ilustres, como Santo Domingo de Silos y San Íñigo, abad de Oña, que trataron de evitar la
fratricida lucha, ésta se empeñó, especialmente por terquedad de García, quien fue vencido y
muerto en Atapuerca (1054). Fernando I no se apoderó, sin embargo, del reino de Navarra, sino que
lo dejó a un sobrino suyo, hijo de García, y él dirigió toda su actividad a la guerra contra los
musulmanes, que había de constituir timbre glorioso de su reinado. Se dirigió primero del lado de
Portugal, donde los árabes poseían muchas ciudades, entre ellas la de Viseo, cerca de la cual había
conquistado poco antes, el cadí de Sevilla dos castillos que formaban un núcleo completamente
independiente desde la época de Muza, quien concertó con sus habitantes un tratado de paz. El rey
Fernando se apoderó rápidamente de Viseo y Lamego (1057). Atacó en. seguida los territorios
musulmanes de Aragón, conquistando varias fortalezas del S. del Duero, y asolando más tarde el N,
del reino de Toledo, hasta Alcalá de Henares. Resultado de estas victorias, fue que se declararan
tributarios de Fernando I los reyes musulmanes de Badajoz, Toledo y Zaragoza. Años después
(1063), se corrió el castellano a las tierras de Sevilla, quemando pueblos y destruyendo cultivos. El
rey Motadid (§ 218) se sujetó a pagarle un tributo anual, entregándole, además, el cuerpo de San
Isidoro, que estaba enterrado en Sevilla. Al año siguiente (1064) se apoderó Fernando de Coimbra,
en Portugal, recogiendo más de 5.000 prisioneros, y en seguida se dirigió contra el rey de Valencia,
venciéndolo en Paterna, a tiempo que la fortaleza de Barbastro era tomada a los musulmanes por
una tropa de Normandos que había venido de Francia al mando de un tal Guillermo de Montreuil,
general en jefe de las tropas del Papa. Fernando no se pudo apoderar de Valencia por caer enfermo,
circunstancia que le hizo retirarse a León, donde murió con grandes extremos de religiosidad
(1065).
Su política exterior, tan favorable para los intereses españoles, quedó en parte destruida por la
inexplicable disposición de su testamento (inexplicable en hombre que, como él, conocía por
experiencia propia las funestas consecuencias de dividir el reino), según el cual había de
corresponder la corona de Castilla al primogénito de Fernando, Sancho; la de León, a su otro hijo,
Alfonso; los territorios gallegos, con cualidad de reino, a García, y a sus dos hijas, Urraca y Elvira,
los señoríos de Zamora y Toro, respectivamente.
pagaban tributo a los monarcas cristianos. Con el de Toledo había Alfonso celebrado un pacto, en el
cual, como recompensa a la hospitalidad recibida cuando huyó de su hermano Sancho, se
comprometía a no hacer la guerra contra aquel reino mientras viviesen el rey Alimenón y su hijo
mayor. Alfonso no se contentaba, sin embargo, con esta superioridad reconocida, que en nada
ensanchaba sus fronteras. Aprovechando la circunstancia de haber ayudado el rey de Sevilla,
Motamid, a García, le declaró la guerra, invadiendo sus territorios con fuerte ejército. Motamid,
aunque muy poderoso, carecía de fuerza bastante para resistir el empuje de castellanos y leoneses;
pero, gracias a la habilidad de su ministro Ibn-Amar o Aben-Amar, que conocía al monarca
cristiano por haber estado varias veces en Castilla, pudo conjurar por entonces el peligro, si bien
comprometiéndose a pagar doble tributo. Poco después, y a consecuencia del pago de este tributo,
invadió Alfonso de nuevo las tierras sevillanas, sitió a Sevilla durante tres días, cogió gran número
de prisioneros y llegó hasta la orilla del mar, en Tarifa (1082), Entonces metió su caballo en el agua,
y cuéntase que dijo estas palabras, reveladoras de sus anhelos políticos: «¡Esta tierra es la última de
España, y la he pisado!»
Entretanto, ocurrían en Toledo sucesos que obligaban también a que interviniese Alfonso. Los
toledanos se habían sublevado contra su rey, Cadir, príncipe débil, subyugado por el monarca de
Castilla, y lo habían arrojado de la ciudad, entregándola al de Badajoz. Alfonso prometió reintegrar
en su trono a Cadir, a cambio de tributos crecidos y de varias fortalezas, y así lo hizo (1084); pero
no se contentó con el dinero y las poblaciones que Cadir le hubo de dar. Conociendo la flaqueza, del
reyezuelo musulmán, aspiraba a hacerse dueño de la misma Toledo, plaza fuerte importantísima,
centro insustituible de operaciones militares contra los musulmanes. Alfonso reunió considerable
ejército, en el que figuraban bastantes caballeros franceses (entre ellos dos condes de la casa de
Borgoña), y sitió la capital después de apoderarse de varios pueblos cercanos, de los cuales uno fue
Madrid. El sitio duró poco, no obstante ser Toledo ciudad inexpugnable, dada su estratégica
situación, porque el ejército cristiano impedía la llegada de víveres, y el rey Cadir, además,
comprendía que era demasiado débil para oponerse a Alfonso. Le pidió, por tanto, capitulación, y
ésta se convino en los siguientes términos: Se respetarían la vida y haciendas de los toledanos, que
podrían quedarse en la ciudad o salir de ella, según desearan; no se les haría pagar más que un
tributo personal fijado previamente; se les dejaría la mezquita mayor para su culto, y Alfonso se
comprometía a poner a Cadir en posesión de Valencia. El rey cristiano hizo su entrada en Toledo el
25 de mayo de 1085, hecho de suma trascendencia para la historia militar y para la civilización de
los castellanos. Toledo, no soló fue desde entonces el centro de la reconquista, desde el cual se pudo
atacar perfectamente los Estados musulmanes, sino, a la vez, un centro de cultura notable: de un
lado por el contacto más íntimo entre el elemento cristiano y el oriental, que entonces empieza a
influir de modo más activo, y de otro, por la mayor acción que ejercen los mozárabes sobre sus
correligionarios del N., que los van salvando del dominio musulmán.
La capitulación hecha con Cadir no se cumplió fielmente en todas sus partes. El espíritu
celoso e intransigente de los monjes de Cluny, que pesaba mucho sobre el ánimo de la reina (de
origen francés, como ellos), llevó a los vencedores, a los pocos días de haber entrado en la ciudad, a
usurpar a los mahometanos sometidos la mezquita mayor, convirtiéndola en iglesia cristiana. El rey
Alfonso, que se hallaba a la sazón fuera de Toledo, tomó muy a mal esta contravención de lo
pactado, y quiso castigar al nuevo arzobispo de Toledo (don Bernardo, antes abad de Sahagún) y a
la reina; pero los mismos musulmanes cuéntase que intercedieron para evitar un conflicto. No fue
éste, sin embargo, el único hecho que marcó la influencia cluniacense en España, a la cual se
debieron grandes cambios en la organización de la iglesia nacional y notable impulso en el orden
literario.
229. El Cid.
Figuró mucho en el reinado de Alfonso VI un caballero castellano llamado Ruy Díaz de
Vivar, cuya memoria se ha hecho célebre en todo el mundo y especialmente en el pueblo español,
con los nombres de El Cid y El Campeador. Era natural de Burgos, o de la aldea de Vivar, según
creen algunos autores, ignorándose el año en que nació, aunque seguramente hubo de ser en el
primer tercio del siglo XI, pues figura ya su nombre en un documento del reinado de Fernando I. El
dictado de Campeador (que significa retador o batallador) lo alcanzó por haber triunfado en un
combate singular habido, según costumbre de la época, y por cuestiones de patriotismo, con un
caballero navarro. Guerreó al servicio de Sancho II, contribuyendo notablemente a la victoria de
Volpéjar o Golpéjar, y asistió al sitio de Zamora, donde tuvo un altercado fuerte con el rey, que lo
desterró en el primer rapto de cólera, aunque en seguida lo llamó nuevamente. Como todos los
nobles castellanos, reconoció a Don Alfonso VI, y por encargo de éste fue a Sevilla para recoger el
tributo anual que pagaba Motamid. Hallándose éste en guerra con el rey de Granada (que le había
atacado con tropas en que figuraban muchos castellanos al mando de un conde llamado García
Ordóñez, de sangre real, portaestandarte del rey en tiempo de Fernando I), el Cid se puso del lado
de Motamid, como aliado de Alfonso, y derrotó a los granadinos en Cabra, haciendo prisionero a
García Ordóñez, si bien lo dejó en libertad a los pocos días. Al volver a la corte castellana con el
botín y el tributo y con regalos de Motamid, fue acusado por sus enemigos, no se sabe si con razón,
de haberse apropiado parte de las riquezas que traía para el rey. Éste, que tal vez guardaba aún
resentimiento a Rodrigo por la derrota de Volpéjar (§ 226), aprovechando la circunstancia de haber
a poco el Campeador movido la guerra a los moros sin venia del monarca, lo desterró en sus
Estados.
Entonces comienza el período característico de la vida militar del Cid. Fuera de su patria,
rodeado de su no muy numerosa tropa, busca riquezas y honores cerca de otros reyes, a cambio de
ayudarles con su espada; y al cabo, como muchos nobles castellanos y leoneses habían hecho antes
que él, se pone al servicio del reyezuelo musulmán de Zaragoza, Almoctadir. En este concepto,
hace la guerra a diferentes caudillos moros, y, después de un intento de reconciliación con Alfonso
VI, no muy satisfecho el Cid de las buenas disposiciones de aquél, vuelve a servir a Almutamin,
hijo de Almoctadir, en cuyo favor luchó contra el rey moro de Valencia, a quien auxiliaban el
monarca cristiano de Aragón Sancho Ramírez y el conde de Barcelona Berenguer Ramón II.
Rodrigo los venció, alcanzando gran fama entre los musulmanes aragoneses. El nombre de Cid le
vino a Rodrigo precisamente de sus soldados musulmanes, pues la voz Cid (Mío Cid, mi Cid, dicen
los documentos antiguos) procede del árabe, Sidi, señor. Almutamin concedió a Rodrigo grandes
honores en Zaragoza (1082). Años después, habiendo tenido que abandonar el territorio valenciano
(a consecuencia de la Batalla de Zalaca) las tropas castellanas que, como sabemos, habían colocado
en el trono de Valencia al ex rey de Toledo Alcadir, encontróse éste desamparado frente a la
malquerencia de la mayoría de sus súbditos. Buscó entonces (1086) alianza con el rey de Zaragoza,
168
y como caudillo de éste fue a Valencia, para apoyar a Alcadir, Rodrigo Díaz, con tropas en que se
mezclaban los cristianos y los musulmanes. A pesar de ir en representación ajena, el Cid obró por
cuenta propia y concertó con Alcadir un tratado, en virtud del cual éste se comprometía a pagar a
Rodrigo un tributo mensual y alojarlo en Valencia, así que el Cid le repusiese en el trono. El Cid lo
repuso, efectivamente, después de haber vencido y hecho tributarios a los gobernadores y
reyezuelos de Tortosa, Albarracín, Alpuente y otros puntos; y por haber después de esto sitiado
Alfonso de Castilla a Valencia, a pesar de las reclamaciones del Cid, éste asoló los territorios
castellanos de Nájera y Calahorra.
que por las circunstancias políticas necesitaban la dirección de un hombre enérgico —pues que los
Almorávides apretaban por el Sur, y aunque no se apoderaron de Toledo hiciéronlo después de
Madrid, Talavera y otros puntos—, pusieron por condición a Doña Urraca que se casase
nuevamente, y le proporcionaron por marido a Don Alfonso I, rey de Aragón, pariente de la reina y
con quien ésta no se avenía en manera alguna. La presión de los nobles la obligó a casarse, no
obstante, y ambos cónyuges fueron proclamados reyes de León, Castilla y Toledo, mientras el hijo
de Doña Urraca, Alfonso, de menor edad, se criaba en Galicia, considerado, según la voluntad de su
abuelo, como rey de esta región.
La unión de los dos monarcas de Aragón y Castilla parece que debía inaugurar un período de
gran florecimiento, especialmente en el orden militar, puesto que Alfonso I llevaba, en
demostración de sus aficiones, el título de Batallador; pero no fue así. Doble serie de cuestiones y
desavenencias separaron a marido y mujer: de una parte, las condiciones diferentes de carácter de
uno y otro y la conducta poco recatada de la reina produjeron disgustos domésticos, hasta el punto
de encerrar Don Alfonso a Doña Urraca en un castillo, cerca de Zaragoza; de otra, el rey aragonés,
deseando gobernar en León y Castilla como soberano absoluto, realizaba actos como el de poner en
los castillos alcaides exclusivamente aragoneses y navarros, cosa que descontentaba mucho a la
nobleza indígena y a la misma reina. Comprometió aún más la situación el haber declarado el Papa
nulo el matrimonio de Don Alfonso y Doña Urraca, por parentesco entre ambos, amenazando con la
excomunión si no se separaban. El alto clero leonés y castellano aceptó esta declaración del Papa y
se puso frente a Don Alfonso, que le persiguió duramente. Con estos antecedentes no era dudoso
que la guerra había de estallar, como así sucedió, poniéndose del lado de Doña Urraca casi toda la
nobleza, que veía con malos ojos la intrusión del aragonés. Por último, se complicó nuevamente el
estado de cosas con el alzamiento de un partido gallego, cuyas cabezas eran el conde de Trava, ayo
del infante Alfonso (el hijo de Doña Urraca) y el obispo de Compostela, Don Diego Gelmírez, que
hicieron coronar al infante por rey de Galicia (1110), y luego, con la ayuda de muchos nobles,
intentaron coronarlo también en León.
Teresa, concertándose una paz en que ganó la condesa de Portugal algunas tierras en la región S. de
León y en Castilla.
también Fernando I. Conviene, pues, explicar aquí el valor y significación de este título. El primero
que lo llevó, después de la caída del Imperio romano de Occidente, fue el rey franco Carlomagno,
célebre por las victorias que sujetaron a su poder la mayor parte de Europa, incluso el NE. de la
península ibérica. Con esto, pretendía Carlomagno resucitar el poder de los emperadores romanos y
su autoridad suprema en las antiguas provincias. Ocurría esto el año 800. Sus sucesores siguieron
llevando el título hasta el año 899, en que se perdió la costumbre; pero en 962 se restableció a favor
de Otón I, rey de Alemania, siguiendo ya en los demás reyes de este país. El emperador era
consagrado en Roma por el Papa, reconociéndolo como jefe civil supremo de la cristiandad y señor
de los demás reyes y príncipes: atribuciones que en rigor fueron más nominales que reales para
algunas regiones europeas, entre ellas España, aunque los emperadores pretendieron siempre
ejercerlas. Manifestación de la protesta española contra esas pretensiones, fue la leyenda de
Bernardo del Carpió (§ 164). Con el mismo carácter y sentido parece que tomó el título de
Emperador Fernando I de Castilla, para oponerse a las pretensiones de Enrique III de Alemania,
contra el cual, además, protegió al Papa Alejandro II. Quizá también pensaba Fernando I en la
aplicación práctica de su título, sobreponiéndose a los reinos de Navarra y Aragón y haciéndolos
tributarios.
Alfonso VII tuvo efectivamente este propósito y lo realizó en parte. A consecuencia de sus
victorias en Navarra y Aragón, logró que los reyes de estas dos regiones le ofreciesen vasallaje; y
para significar esta supremacía en los reinos cristianos de la Península, Alfonso se hizo coronar
emperador de España en León (1135) con asistencia del rey de Navarra, de los condes de Barcelona
y Tolosa, y de otros de Gascuña y Francia, que le rendían vasallaje, y de algunos aliados
musulmanes. Como se ve, este Imperio difería del de los alemanes en que se ceñía a territorios de la
Península y algunos próximos, sin pretender extenderse a toda Europa; pero, a la vez, sustraía una
gran porción de ella a las pretensiones de los emperadores germánicos. En España, si hubieran
prosperado estos intentos de Fernando I y Alfonso VII, quizá se hubiera llegado a la unidad política
mediante una confederación de los reinos cristianos bajo la dirección imperial; pero cada uno de
aquellos era harto celoso de su independencia para someterse en poco ni en mucho, y además
faltaba entonces, en general la idea común de patria o nación, única que hubiera podido realmente
unir a los diferentes grupos peninsulares. Por el contrario, las diferencias entre éstos eran
marcadísimas y estaban muy arraigadas en el ánimo de los pueblos, no sólo en las aspiraciones
políticas de los gobernantes. Así es, que bien pronto protestaron del acto de León el rey de Navarra
(no obstante haber asistido a él) y el conde de Portugal (que se excusó de asistir).
(1200) por señor. Alfonso VII, que veía así tan considerablemente extendidas sus fronteras por el
NE., reparó y aumentó las fortificaciones de San Sebastián, Fuenterrabía y algunas más poblaciones
marítimas, y pobló a Santander, Laredo, Castro Urdiales y otras villas de la costa, concediéndoles
privilegios (1200).
A la vez, y terminada la tregua con los moros, comenzó de nuevo la guerra (1198) con
incursiones de los cristianos en Andalucía y Valencia. Alarmados los almohades, hicieron grandes
preparativos, reuniendo muchos combatientes, mientras Alfonso, por su parte, solicitaba el auxilio
de los reyes de Aragón, Navarra y León, del conde de Portugal y del Papa. A la voz de éste, que
predicó cruzada, acudieron a Castilla muchísimos extranjeros, en número que las crónicas hacen
subir (indudablemente con gran exageración) a 100.000 infantes y 10.000 caballos. Mas, apenas
comenzada la campaña, desertaron casi todos, agobiados tal vez por el calor y las incomodidades de
la guerra, no quedando más que el arzobispo de Narbona, oriundo de Castilla, y unos 150
soldados19. De los reyes españoles acudieron todos, menos el de León. Portugal envió a los
caballeros Templarios y a otros nobles.
Con todas estas fuerzas, se dio una gran batalla en el lugar de las Navas de Tolosa, provincia
de Jaén (16 Julio 1212), que fue plena victoria para las armas españolas, desquite de la derrota de
Alarcos y preparación sólida para las conquistas nuevas, que no habían de tardar en venir. Como
consecuencia de la victoria, Úbeda, Baeza y otras plazas de Andalucía cayeron en poder de los
cristianos. Con esto, y las discordias interiores que empezaron a poco en los Estados almohades (§
224), el poder musulmán quedó quebrantadísimo en España. Por su parte, el rey de León, Alfonso
IX, aunque no concurrió a las Navas, combatió a los moros por el lado de Extremadura, ganándoles
las importantes poblaciones de Cáceres, Mérida y más tarde la de Badajoz y otras (1229).
Alfonso VIII sólo sobrevivió dos años a la victoria de las Navas, muriendo en 1214. Durante
su reinado no sólo se ocupó en asuntos de guerra, sino en otros de gobernación y cultura de que se
hablará en los párrafos correspondientes.
Es de notar que en tiempo de Alfonso VIII continúa la supremacía política de Castilla sobre
los reinos cristianos, iniciada por los emperadores Fernando I y Alfonso VII. El rey de León, no
obstante ser también nieto de Alfonso VII, se hubo de declarar vasallo del de Castilla; si bien
aquella preponderancia no pasó sin protesta de los otros reyes, que hicieron alianza entre sí y
promovieron guerra para quebrantarla. Respecto al de Aragón, ya hemos dicho que el propio
Alfonso le dispensó del vasallaje.
19 Los desertores intentaron apoderarse de Toledo y cometieron grandes excesos en su marcha hacia el Pirineo, hasta
trasponer las fronteras.
175
o grupos bien definidos (Aragón, Navarra, Cataluña, Valencia, y antes Galicia), fueron acercándose
y concurriendo a la formación de un Estado común, con fines comunes. Portugal se consideró de
cada día más ajeno a España, mientras que la unidad española se iba preparando con los demás
territorios peninsulares. Por esto dejaremos de tratar especialmente de Portugal, salvo en los
tiempos en que brevemente aparece unido a España; aunque sí haremos notar las frecuentes
ocasiones en que el nuevo reino aparece mezclado en la historia política e intelectual de aquéllos.
Califato (1236), cuya mezquita principal fue convertida en iglesia cristiana, devolviendo a
Compostela, en hombros de cautivos, las campanas que siglos antes había llevado a Córdoba, de
igual modo, Almanzor. Poco después, el rey moro de Murcia, Mohámed-ben-Alí (Hudiel), envió
mensaje a Fernando III ofreciéndole sus Estados en vasallaje y la mitad de las rentas públicas, con
tal que aquél le protegiese con sus armas. Aceptada la proposición, firmaron el convenio el hijo
mayor de Fernando, Don Alfonso, y Mohámed, juntamente con los arráeces o gobernadores de
Alicante, Elche, Orihuela, Alhama, Aledo, Roz y Cieza, a los cuales se unieron a poco los de Lorca,
Mula y Cartagena. Las tropas cristianas entraron en Murcia (1241), y quedó este reino sometido a
Castilla. A los cinco años, en 1246, en nueva expedición, atacó Fernando III a Jaén, que por
entonces pertenecía, como sabemos (§ 224), al rey de Granada Alhamar; el cual, comprendiendo
que no podía resistir a las armas españolas, entregó aquella plaza y se declaró tributario.
Conquistado así todo el N. de Andalucía, se dirigió Fernando III a Sevilla, con ánimo de
tomarla, empresa en que le auxilió con tropas el propio Alhamar de Granada. Púsole sitio,
efectivamente, por tierra y por el río; figurando entonces en el S., por vez primera, una escuadra
castellana formada con naves de las villas marítimas del Cantábrico y otras construidas
expresamente para el rey (§ 243). Mandaba esta escuadra Don Ramón Bonifaz, primer jefe o
almirante de la marina real de Castilla, el cual logró vencer a la musulmana antes de remontar el río.
Gracias a las naves, que incomunicaron a la ciudad por la parte del mar y luego con el barrio de
Triana (de donde le venían auxilios), destruyendo por choque el puente de barcas que lo unía a
Sevilla, logró Fernando III apoderarse de ella mediante rendición (1248). Este hecho de armas,
capitalísimo, y los que le siguieron como natural consecuencia (rendición de Medina Sidonia,
Arcos, Cádiz, Sanlúcar y otras poblaciones del S.), señala la terminación de las grandes conquistas
cristianas. No quedaban a los moros sino el reino de Granada (§ 224) y algunos territorios en
Huelva, pues los del E. habían sido ganados, por el rey de Aragón, con quien el infante Alfonso
celebró tratado en 1244 (ampliación de otro de 1179: § 248) para determinar bien las respectivas
conquistas. A poco que hubieran continuado la política de Fernando III los reyes sucesores de éste,
la desaparición del poder musulmán en la Península hubiese sido un hecho próximo. Pero a la
muerte de aquel monarca, queda paralizada la obra militar. Excepto Alfonso X, su hijo, que se
apoderó de los territorios de Huelva, los demás reyes, hasta mediados del siglo XV, nada importante
hicieron contra los moros. De vez en cuando realizaban alguna excursión de más lucimiento que
provecho real, por donde el reino de Granada mantuvo sus fronteras durante todo este tiempo, y aun
hubo vez en que las dilató, con auxilio de los moros africanos. Constituían éstos, verdaderamente, el
mayor peligro; y, considerándolo así, Fernando III proyectó, después de la toma de Sevilla, una
gran expedición al África, cosa que no pudo verificarse por muerte del rey (1252).
musulmanes de Oriente: No faltan moros en mi tierra, le dijo; y tenía razón. Para los españoles
había cruzada desde el siglo VIII, y lo importante era terminar con ella.
Reino de Aragón
244. Primeros años del reino de Aragón.—Unión con Navarra.
Sabemos que nació este nuevo reino a la vida política por el testamento de Sancho el Mayor
de Navarra, quien dejó el territorio comprendido entre los valles del Roncal y de Gistain a su hijo
Ramiro, con el título de rey. El nombre de Aragón le vino del río de este nombre, que atraviesa su
primitivo y reducido solar. Don Ramiro no se contentó con tan pobre herencia, y quiso apoderarse
del reino de Navarra, perteneciente a su hermano García; pero fue derrotado y tuvo que desistir. En
cambio, heredó al poco tiempo los condados de Sobrarbe y Ribagorza, por muerte de su otro
hermano Gonzalo; con lo que, apenas nacido, obtuvo el reino de Aragón un notable crecimiento por
el E. Con intento de ensanchar más sus fronteras por el lado de Ribagorza, hizo la guerra a los
moros, y en el sitio de Graus fue derrotado y muerto.
Su hijo Sancho Ramírez, que le sucedió (1063), continuó la guerra apoderándose, más al S.,
de la plaza de Barbastro y de la de Monzón y luego de Graus y otras. Corriéndose después hacia el
O., puso sitio a Huesca, siendo allí muerto de un flechazo. No sólo logró Aragón en tiempo de
Sancho engrandecimientos por las armas, sino también la incorporación del reino navarro, por
acuerdo espontáneo de los naturales de él, que no quisieron darlo al matador de su rey Sancho IV (§
264).
Con esto, el nuevo Estado pirenaico se extendía, al terminar el siglo XI, por casi toda la
región del N., desde San Sebastián al Noguera Ribagorzana, y por el O. hasta el Ebro (Rioja). El
hijo de Sancho, Pedro I, consumó la obra de su padre apoderándose de Huesca (1090) y otras
poblaciones, ensanchando así la frontera de su reino.
órdenes militares, la del Templo y la de Hospitalarios; pero ni los navarros ni los aragoneses
quisieron cumplir tan extraña disposición. Reunidos los nobles de Aragón, eligieron por rey a un
hermano de Don Alfonso, llamado Ramiro, monje a la sazón en un monasterio de Narbona. Por su
parte, los de Navarra, queriendo recobrar su independencia y creyendo oportuna la ocasión, se
reunieron también y eligieron rey propio. Con esto volvieron a desunirse los dos reinos.
No hizo Ramiro II nada de notable, siendo puramente fabulosa la leyenda de La campana de
Huesca. Para asegurar la sucesión a la corona, y previamente dispensado de sus votos, por el Papa,
casó con Doña Inés de Aquitania. De este matrimonio nació una hija, Doña Petronila, que Ramiro
desposó con el conde de Barcelona, Berenguer IV, renunciando luego el reino y volviendo
nuevamente a su retiro monástico (1137). Con esto, vino a ser considerado como soberano de
Aragón el conde de Barcelona, verificándose así la unión de los dos más importantes Estados
pirenaicos, que siguieron juntos constantemente, realizando grandes empresas militares y políticas
en que Cataluña representó siempre el espíritu de expansión hacia el exterior y el de relación
comercial y civilizadora con el resto de Europa.
francés en Provenza, de acuerdo con las ambiciones políticas de sus monarcas. Por fuerza se
sometió el conde de Tolosa, que había sido uno de los que más contribuyeron al rompimiento con
Roma. Los cruzados, dirigidos por el noble francés Simón de Montfort, atacaron la villa de
Beziéres, y, a pesar de la heroica resistencia de los sitiados, la asaltaron, pasando a degüello a todos
los vecinos, católicos y herejes, hombres, mujeres y niños, persiguiéndolos hasta el pie de los
altares, y después incendiaron la población (22 de Julio de 1209).
Semejante crueldad fue censurada por el insigne religioso español Santo Domingo de
Guzmán, que se hallaba en Provenza predicando a los Valdenses para que se convirtiesen, y que
procuró en vano reprimir los excesos de Montfort y su gente. En su calidad de señor feudal del
vizconde de Bezieres, Pedro II hubo de intervenir, aunque sólo como mediador, para evitar nuevos
desastres. No lo consiguió, sin embargo. Los cruzados atacaron y tomaron poco después la ciudad
de Carcasona, repitiendo los horrores de Beziéres. Simón de Montfort se apoderó de las tierras de
Ramón Roger, a lo cual no se avino Pedro II, continuando la guerra hasta que la fuerza de las
circunstancias, los requerimientos de Montfort y la mediación de los Legados del Papa, lograron un
acomodamiento, conformándose el rey de Aragón a reconocer a Montfort como señor de Beziéres y
Carcasona, recibir su homenaje y casar a su hijo Jaime con una hija de aquél.
Sucedió a esto un breve período de paz, que Pedro II utilizó para dirigir su atención a las
cosas de España, acudiendo a la cruzada contra los moros levantada por Alfonso VIII y
contribuyendo en gran manera a la victoria de las Navas (1212). Antes había logrado anexionar a su
reino territorios de Navarra (Aibar y Roncesvalles), de Castilla (Moncayo) y de los musulmanes del
S.
Los asuntos del Mediodía de las Galias retoñaron bien pronto. En 1213 se reanudó la guerra
contra el conde de Tolosa. Pedro II trató de arreglar pacíficamente la cuestión, acudiendo al Papa y
al Concilio de Lavaur para que se hiciese justicia al de Tolosa contra las arbitrariedades de
Montfort; y no habiéndolo conseguido, tomó la extrema resolución de acudir a las armas, apoyando
al conde de Tolosa y a los demás nobles del Mediodía, despojados de sus tierras por los franceses.
Consiguió, como medida preliminar, que el rey de Francia, Felipe Augusto, negase su concurso y el
de sus hijos a la cruzada de Montfort, y en seguida declaró a éste la guerra. Sólo se dio una batalla
en los alrededores del pueblo de Muret, con tan desgraciada suerte para Don Pedro, que murió en
ella, con derrota de su ejército por el de Montfort (15 de Septiembre de 1213). Con él perecieron
también muchos nobles aragoneses.
fuerzas que le apoyaban y luchó valerosamente contra sus ambiciosos parientes y contra la
anárquica nobleza, uno de cuyos representantes más genuinos era entonces Don Pedro Fernández de
Azagra, señor de Albarracín, que se había declarado independiente de todo poder político. Con
ayuda, en especial, de los nobles catalanes y de las Cortes, a que recurrió desde luego, logró Don
Jaime, si no restablecer por completo su autoridad (pues tuvo que desistir, por traición de los
mismos partidarios, de tomar la fortaleza de Albarracín), reducir a sus ambiciosos tíos y atraer a su
lado a la mayoría de sus súbditos. Para esto tuvo que sostener continuas luchas por bastantes años
(hasta 1227) con la nobleza, que ora guerreaba entre sí como si fuese independiente, obligando al
rey a mediar en la contienda, ora desconocía la soberanía de éste, o formaba partidos y banderías
generadores de grandes disturbios. En estas guerras civiles figuraron especialmente Guillem de
Moncada, señor de Bearn; Pedro Abones, y otros. Don Jaime llegó a estar prisionero de los nobles
por dos veces y fue traicionado no pocas, logrando salir en bien de tanto peligro gracias a su
serenidad y arrojo. Al fin se llegó a una paz general mediante un convenio con la nobleza (31 de
Marzo de 1227). Todavía tuvo el rey que combatir, al año siguiente, con Guerán de Cabrera
usurpador del condado de Urgel, a quien venció, apoderándose de todas las villas de aquel territorio
y reponiendo en el señorío de él a su legítima poseedora Doña Aurembiaix.
En este período de luchas se produjo también otra, en que intervino principalmente la nobleza
catalana, y que fue de grandes consecuencias políticas. La batalla de Muret no había resuelto la
cuestión del Mediodía de Francia. Los nobles indígenas se resistían al dominio de Simón de
Montfort; y al cabo, el de Tolosa renovó la guerra ayudado por los catalanes. En ella murió Simón
de Montfort, y con su muerte se quebrantó el poderío francés en los territorios que la cruzada de
1209 había arrebatado a los señores vasallos o aliados de Aragón y Cataluña.
por su parte Don Jaime cedérsela en feudo. Dominada Morella, continuó el rey, con algunos
barones y milicias ciudadanas de Cataluña, la invasión del reino de Valencia, conquistando poco a
poco los más importantes castillos y poblaciones, hasta que puso sitio estrecho a la capital (1238).
En toda esta compaña, el rey se vio privado del auxilio de la mayoría de los señores aragoneses y de
muchos catalanes; pero, formalizado ya el sitio, acudieron casi todos, así como las ciudades y villas
de ambos reinos, predominando el elemento aragonés y el catalán del O. En Septiembre de aquel
mismo año, se rindió Valencia, bajo la condición de dejar salir libremente al rey musulmán Zaen y a
todos los que le quisieran seguirle, con las ropas y efectos que pudiesen llevar consigo. Dícese que
abandonaron la ciudad 50.000 musulmanes.
La conquista de la capital valenciana se completó poco después con la de otras ciudades
importantes, en primer lugar la de Xátiva o Játiva, cuya fortaleza se consideraba de primer orden,
Alcira, y otras de la actual provincia de Alicante, como Biar (1253). Las tierras se repartieron entre
los señores que habían ayudado a la conquista; pero ésta no pudo considerarse como definitiva hasta
bastantes años después, ya que, por dos veces, la población musulmana montañesa se sublevó,
costando no poco al rey y a los nobles reducir a los sublevados. Para evitar nuevos peligros,
desterró Don Jaime de sus dominios valencianos a todos los musulmanes, a raíz de la primera
sublevación. La segunda no pudo verla terminada, pues ocurrió poco antes de su muerte.
Cataluña21
257. Precedentes.
Los condes de Barcelona pertenecientes al período anterior, sucesores de Wifredo, hemos
visto que intervinieron provechosamente en las contiendas civiles de los musulmanes de Córdoba y
mantuvieron la independencia de su territorio, a pesar de los ataques de Almanzor, que ocupó por
poco tiempo a Barcelona. Al finalizar el período, era conde Berenguer Ramón I (1018-1035),
dominado por su madre y el cual nada hizo por extender las fronteras de sus dominios, aunque sí
procuró organizar políticamente el país, otorgando o reconociendo fueros y libertades a los
21 El nombre de Cataluña (Catalaunia, Catalonia), con que hoy conocemos esta región, no empezó a usarse hasta el
siglo XII. Antes de que prevaleciese este nombre de conjunto, cada condado se designaba por el suyo,
distinguiéndose como más importante el de Barcelona y toda la región con el de Marca o Marca hispánica.
184
habitantes de Barcelona, Olérdula, Penedés, Vallés y otras poblaciones y comarcas. Por entonces la
casa condal de Barcelona reunía en sí los condados de la capital y de Gerona, Ausona y Manresa,
además de los territorios conquistados al S. El condado de Urgel, que era independiente (así como
el de Ampurias, el de Peralada y Besalú), luchaba en tanto contra los árabes, ensanchando sus
límites. Berenguer Ramón dio su última prueba de su ineptitud política dividiendo sus dominios
entre sus hijos y su segunda mujer. Correspondió así: al primogénito Ramón Berenguer, los
condados de Gerona y Barcelona, hasta el Llobregat; a Sancho, el territorio que va desde el
Llobregat hasta las fronteras musulmanas, con la ciudad de Olérdula; y a su segunda mujer y a su
otro hijo Guillem, el condado de Ausona.
llamó Usáticos o Lex usuaria, en latín, y luego Usatges, cuando se tradujo al catalán. En esta
compilación, de que trataremos especialmente en lugar oportuno, lo principal eran las leyes
referentes a los señores feudales y a su relación con los inferiores y con el conde de Barcelona, cuya
autoridad realza.
Los últimos días del gobierno de Ramón Berenguer I viéronse amargados por el asesinato de
su segunda mujer Almodis, cometido por Pedro Ramón, hijo de anterior matrimonio. Para ahogar
estas penas, emprendió el conde una expedición guerrera a territorio de Murcia, con mala fortuna,
pues fue derrotado y tuvo que volverse a Barcelona, (1074), donde murió dos años después (1076) a
los 52 de edad.
de Ampurias se declarase vasallo suyo, con lo cual sólo dos quedaban como independientes.
Cumplióse con esto un cambio notable en la constitución política de la región catalana. Sin guerras
civiles, los antiguos condados creados por Ludovico habían ido desapareciendo absorbidos por el de
Barcelona (el único que en el siglo XII conservaba su antigua fisonomía era el de Peralada),
creándose así un poder unitario de gran fuerza. La importancia de esta transformación pacífica es
considerable, y se comprenderá mejor teniendo en cuenta lo azaroso de los tiempos.
No se limitó Ramón Berenguer III a esperar de la herencia y de los matrimonios el
engrandecimiento de sus Estados. En 1106, aliado con el de Urgel, combatió a los moros y
conquistó la villa de Balaguer, con sus castillos; en 1115, ayudado por la república italiana de Pisa,
que tenía gran marina, desembarcó en Ibiza y Mallorca, aunque no para ocuparlas, sino para cobrar
tributos y obtener vasallaje del walí musulmán; poco después verifica, también ayudado por los
písanos, una excursión militar a Valencia y otras a tierras de Lérida y Tortosa, aunque no se
apoderó de estas dos poblaciones. Los almorávides invadieron por dos veces el territorio, llegando a
sitiar a Barcelona; pero fueron derrotados en Martorell (1114) y en el llano de aquella ciudad
(1115). En 1131 murió el conde, dejando afirmado el poderío terrestre y marítimo del condado y
establecidas las relaciones comerciales y diplomáticas con las repúblicas italianas, famosas por
aquel entonces.
Navarra
264. Los descendientes de Sancho el Mayor.
El testamento de Sancho III quebrantó, como sabemos ya, la preponderancia política de
Navarra en los territorios cristianos. Al frente del reino puramente navarro, quedó García, hijo
primogénito de Sancho. García murió víctima de su ambición, en la batalla de Atapuerca, ganada
por su hermano Fernando de Castilla (§ 225). Sucedióle su hijo Sancho IV, que procuró extender
por el SO. las fronteras, guerreando contra el rey musulmán de Zaragoza. Asesinado por un
hermano suyo bastardo, Ramón, en Peñalén, los navarros (como ya dijimos), para que no ocupase el
trono el fratricida y para evitar que Alfonso VI de Castilla se apoderase del país, ofrecieron la
corona al rey de Aragón, que era también de la familia de Sancho el Mayor, y continuaron unidos
187
con aquel reino desde 1076 a 1134 (§ 244), bajo Sancho Ramírez, Pedro I y Alfonso I.
A la muerte de Alfonso I, se rompió la unión de navarros y aragoneses (§ 246). fue elegido
rey de los primeros García Ramón II, nieto de Sancho IV, cuyo reinado (1134-1150) se pasó en
continua lucha con Aragón, que había crecido mucho en importancia, y con Castilla, que le
disputaba la posesión de los territorios del Ebro (Rioja). Estas luchas terminaron con su hijo Sancho
VI el Sabio, por mediación del rey de Inglaterra (cuyas relaciones con Castilla conocemos ya),
quien hizo, entre navarros y castellanos, una división de la Rioja que unos y otros aceptaron.
Entonces Sancho VI se dedicó a la organización interior del reino, dando fuero a varias ciudades,
fomentando el comercio y el bienestar del país. Las luchas con Aragón y Castilla se reprodujeron,
no obstante, al heredar el trono el hijo de Sancho VI, Sancho VII el Fuerte, quien para contrarrestar
el poder de sus enemigos pactó alianza con los almohades, a cuyo fin pasó al África, donde
permaneció varios años. A la vuelta a España, cambiaron las cosas, y Sancho VII se unió al rey de
Castilla para rechazar a los almohades, contribuyendo no poco a la victoria de las Navas. Al morir,
sin hijos, dejó su corona al rey de Aragón, Don Jaime.
antes de esta variación, meras ficciones tras de las cuales dirigía a su voluntad los negocios públicos
un solo hombre, bastante astuto para ocultar sus propósitos.
En punto a los elementos sociales que intervenían en la política, la constitución de los reinos
de Taifas pareció favorecer en un principio la restauración de la aristocracia árabe; pero lo mermado
de ésta y la lucha terrible sostenida por los elementos berberiscos y eslavos, que eran los más
numerosos, produjo según vimos la destrucción de aquélla y, al cabo, la anulación del elemento
árabe. El pueblo, aunque pareció tener en algunos momentos cierto poder, en realidad no tuvo
ninguno, siendo puramente nominales las democracias de algunas grandes ciudades. El despotismo
de los Abbaditas de Sevilla, de los Hammuditas y de los emperadores africanos, no sólo impedía
toda representación popular, sino que perjudicó a la libertad de los individuos y a la seguridad de
vidas y haciendas. La filantropía democrática y la simpatía hacia el pueblo que demostró algún rey
(como Idris II), no influían para nada en la esfera política, ni modificaban lo más mínimo el sistema
absolutista dominante.
Con los almohades, España perdió su autonomía, convirtiéndose en una provincia del Imperio
africano. El centro del poder estaba en África, y aquí gobernaban, en nombre del emperador, jefes a
la vez políticos y militares; hasta que se formaron otra vez reinecillos independientes, que las
conquistas de Fernando III y Jaime I redujeron al de Granada.
En los cargos políticos y administrativos se produjo un rebajamiento correspondiente a la
disgregación del Estado. En cada reino independiente se reprodujeron las autoridades de Córdoba
en menor escala: así, el alcaide o general en jefe, se convirtió en gobernador de fortalezas; el juez
único de las Injusticias se multiplicó; los wizires o alguacires (ministros) se multiplicaron también,
y, a veces (por elevarse a rey independiente un cadí), se confundieron con los ejecutores o
alguaciles de juzgados; los cadíes juntaron en sí atribuciones judiciales, políticas y administrativas,
como los alcaldes cristianos (sucesores de los judex), a quienes comunicaron el nombre en muchas
partes ya en el siglo XII, etc. El soberano tomó el título de sultán, no el de califa.
clero tuvo momentáneamente cierta preponderancia social, pero duró bien poco; y la población,
cada vez más mezclada de elementos extraños, renegados en su mayor parte, iba perdiendo sus
caracteres propios y los sentimientos que la caracterizaban antes. Abundaban los esclavos cristianos
hechos cautivos, por lo cual los reyes españoles procuraron a menudo su rescate en los tratados de
esta época.
León y Castilla
272. Clases sociales.
En el período que va desde el siglo XI al XIII se producen en los reinos de León y Castilla
cambios y novedades de gran importancia en las clases sociales. Se acentúan de un lado ciertos
rasgos de independencia en la clase nobiliaria respecto del poder real y se plantea claramente la
lucha política entre la aristocracia y los reyes; de otra parte, se renueva la misma clase aristocrática
con la creación de caballeros de distinto origen; avanzan en el camino de su libertad, hasta
conseguirla casi por entero, las clases serviles; se desarrollan los concejos llegando a ser una fuerza
política y robusteciendo la clase media, de que proceden los letrados o jurisconsultos, arma de
guerra de los reyes contra los nobles, y finalmente se producen nuevas clases como consecuencia de
la conquista de territorios mahometanos y de la mayor afluencia de extranjeros a las tierras del C. y
O. de España. El clero católico, por su parte, continúa y amplía sus privilegios como clase, si bien el
elemento popular comienza a pedir y a iniciar la igualdad jurídica, especialmente en el orden
contributivo y en el del fuero judicial.
casas nobiliarias poderosas, que a veces se atreven a luchar con el mismo rey. No llegaron nunca,
sin embargo, a establecer el régimen feudal, a la manera que existía en otros países (§ 210), no
obstante las influencias extranjeras que pesaron desde la venida a Castilla de los cluniacenses y,
sobre todo, la conquista de Toledo. Sin embargo, el condado de Portugal se dio en feudo, y los
documentos de la época hablan con frecuencia de vasallaje y vasallos. Los reyes concedían a los
nobles, ya para sosegar sus alborotos, ya para premiar sus servicios en la guerra, bien tierras
pobladas de siervos cultivadores, bien villas, lugares y castillos, haciendo estas donaciones, unas
veces sin limitación alguna, reservándose sólo el rey los derechos esenciales de la soberanía; otras,
concediendo al donatario la jurisdicción sobre sus vasallos; otras, eximiendo a sus tierras y
pobladores de tributos; otras, en fin, sin esta exención. También a menudo confiaban los reyes sus
fortalezas y castillos a nobles, mediante juramento de obediencia y fidelidad, es decir, obligándose
el noble a guardar, defender y restituir el castillo o villa murada que se le encomendaba; lo cual
ponía en manos de la nobleza, cuando se sublevaba, la mayor parte de los lugares fuertes del reino.
Además de esto, continuaba la anárquica costumbre de las guerras privadas entre los magnates (si
bien los reyes trataron siempre de reprimirlas) y el duelo entre hijodalgos para vengar las ofensas.
Los nobles podían desnaturarse y se desnaturaron con frecuencia (v. gr. el Cid); pero el rey tenía
facultad de desterrarlos y confiscarles los bienes en casos graves. El monarca continúa siendo
teóricamente el centro del poder, a quien competen en exclusiva los atributos fundamentales de éste
(justicia, legislación, guerra, moneda), nombrando él los funcionarios judiciales y administrativos.
Los privilegios nobiliarios de otro orden, como el de exención de tributos, forma de ir a la
guerra, etc., continuaron como en el período anterior.
La nobleza de segunda clase (milites, infanzones, etc.) creció grandemente (sobre todo en
algunas regiones, como Galicia) desde el siglo XII, tomando en esta fecha el nombre de fijosdalgo,
equivalente, en sentido estricto, al antiguo de infanzones, y también, en sentido lato, a persona noble
de linaje. Al hijo de noble que no había recibido aún la armas, se le llama escudero. Los nobles de
primer grado o superior categoría, llevan el nombre de Ricos-hombres (expresado en documentos de
fines del siglo XII) y comprenden, tanto a los condes (de mandatión o de palacio), como a las
potestades, dominación que aparece ya en documentos del siglo XI y que en los del XII designa con
claridad a todos los funcionarios superiores que no son condes. Los infanzones dependían muy
directamente del rey, estaban exentos de la jurisdicción señorial y podían hasta tener tierras en
honor, es decir, con jurisdicción.
Como ya indicamos (§ 192), había caballeros que no procedían de la nobleza, sino de la clase
popular libre, es decir, de la clase media de los concejos o ciudades (caballeros de villa o de
collaciones). Se consideraron como tales, todos los que mantenían caballo de silla para la guerra,
dándoles el honor y título mencionado, exceptuándoles de tributos, concediéndoles con el tiempo la
exclusiva de los oficios y ministerios públicos del concejo (portiellos) y privilegios especiales en
punto a las penas. Formaban, pues, como una segunda nobleza, o una aristocracia dentro del
elemento plebeyo de los concejos, distinguiéndose claramente de los infanzones, que se llamaban
también milites nobiles. Los reyes favorecieron a esta clase, como se ve, por ejemplo, en el fuero
que otorgó Alfonso VII a los vecinos de Toledo «que quien quisiese cavalgar, cavalgase y entrase
en las costumbres de los caballeros»; con lo que un labrador o un industrial podían ennoblecerse
fácilmente. Se comprende bien que fuese así en aquellos tiempos en que la guerra constante hacía
tan necesario el elemento militar, cuyo aumento importaba favorecer a toda costa.
En lo que no hubo variación fue en las costumbres anárquicas y contra derecho de los nobles
de la clase superior, los que poseían castillos y numerosos guerreros. El conde de Monterroso, Don
Munio Peláez (1121), desde su castillo situado a las márgenes del Iso (Galicia) asaltaba y
desvalijaba a mansalva a los viajeros; el conde Don Fernando Pérez hacía lo propio desde su castillo
de Raneta; el conde Don García Pérez (1130) asaltaba a los comerciantes de Inglaterra y Lorena que
iban a Santiago, robándoles la enorme suma de 22.000 marcos de plata, o sea 176.000 duros de
nuestra moneda actual. Contra tales desmanes —frecuentísimos, no sólo en Galicia, sino en todo el
192
territorio leonés-castellano—, acudieron a veces los reyes, y con más frecuencia las milicias
concejiles y algunos señores eclesiásticos, como los arzobispos de Santiago, quienes, entre otros
casos, castigaron al conde Don Fernando Pérez asaltando el castillo de Raneta al frente de la milicia
de Compostela y arrasando por completo sus muros.
274. El clero.
Aparte de su especial representación en el orden religioso, el clero formaba una clase social
muy influyente y poderosa. Lo era indirectamente, merced a su cultura, por lo general superior a la
de los hombres civiles; a su intervención en las discordias políticas y guerras intestinas, procurando
calmar los ánimos y restablecer la concordia, aunque no faltasen prelados turbulentos, como el
arzobispo Gelmírez, que la perturbaran; a su esfuerzo en punto a la repoblación de los campos y el
cultivo de éstos, que impulsaron en gran manera los monjes. Directamente, lo era merced a los
señoríos de que gozaba (§ 199), y que solían ser menos duros que los de los nobles para las clases
serviles; a los muchos libertos que recibía (§ 195) y a las inmunidades personales y reales de que
gozaba y cuyos precedentes vimos ya en las épocas romana y visigoda.
La inmunidad personal, o sea la exención de la jurisdicción ordinaria, no fue igual en todos
tiempos, a pesar de existir en principio formulada por el Concilio IV de Toledo. Comenzó por casos
particulares, mercedes especialísimas de los reyes a los clérigos de determinada iglesia o a los
monjes de tal monasterio, y con el mismo carácter siguió hasta fines del siglo XIII, en que se hizo
medida general para todos los clérigos y monjes. Sucedió con este privilegio lo que suele ocurrir
con todos; que a su sombra se cometieron muchos abusos, acogiéndose a él personas que, por
escapar de la jurisdicción de los reyes, vistieron sin vocación, y con falsedad a menudo, el traje
talar; y así, quedaron impunes no pocas fechorías. Contra esto clamaron más de una vez las Cortes.
La inmunidad real, o sea la referente a los bienes, también iniciada en el Concilio IV de
Toledo, consistía, ora en los privilegios que acompañaban a las donaciones de tierras y villas,
hechas por los reyes y los particulares, ora en la exención (y esto era lo más importante) de pechos y
tributos, por los bienes adquiridos. Así, Alfonso VIII eximió a los prelados y clérigos de Castilla y a
sus cosas (y en especial al clero de Palencia) de todo pecho; y Alfonso IX, en las Cortes de León de
1208, les dispensó de peaje, pedido, portazgo y otros tributos; si bien previno en otras Cortes
anteriores que «las cosas, bienes y posesiones vendidas o dejadas a iglesias, monasterios o al clero,
lleven siempre consigo las mismas libertades, derechos y cargas que tenían antes, y que por
semejantes donaciones, ventas y enajenaciones, no perdiese el rey cosa alguna de su derecho»: con
lo cual quiso evitar que, siendo tan numerosas como eran las donaciones y ventas a las iglesias y
monasterios, disminuyesen considerablemente los tributos que servían para nutrir el Tesoro público.
Este peligro había sido ya advertido por Alfonso VII, quien en 1138 ordenó que «ningún
heredamiento corra a los fijosdalgo ni a monasterio alguno»; y por Alfonso VIII, que en el fuero de
Cuenca estableció no pudiese nadie vender bienes raíces a clérigos ni monjes, prohibición que se
reprodujo en otros fueros. Las Cortes también pidieron repetidas veces que se impidiese el pase de
las propiedades a los monasterios, porque se disminuían los tributos, teniendo que pagar las mermas
los plebeyos. Sin embargo, es positivo que no siempre estaban exentos los monasterios de pagar
impuestos. Lo prueban, entre otros hechos, los siguientes: que Fernando I dio a la iglesia de León y
a su obispo la villa de Godos, con la condición de que contribuyese al rey y a sus sucesores con los
tributos reales; el monasterio de San Millán pagó la fonsadera hasta 1089, en que le eximió Alfonso
VI; y por otras concesiones se viene en deducción de que antes pagaban muchos monasterios los
tributos. Lo que sucedió fue que, según avanzaban los tiempos, las exenciones particulares iban
siendo más y más, y al fin se hicieron regla común.
Los prelados que tenían tierras del rey, estaban obligados al servicio militar, y si no podían
concurrir a la hueste, debían enviar a su vez un caballero. Intentaron alguna vez excusarse de esta
carga, pero no lo consintieron los procuradores de las Cortes, dando por razón que, tratándose de
hacer la guerra a los infieles, los prelados eran quienes primeramente debían exponer su vida.
193
grandes dificultades y limitaciones cuando querían lograrlo. El diploma de 1215 vino a romper estas
trabas, autorizando (merced a las instancias del arzobispo de Santiago) a los foreros o juniores de
heredad de las villas realengas, para que se trasladasen cuando quisieran a las tierras del señorío de
Santiago y viceversa, sin perder las heredades que poseyesen en el territorio de donde procedían;
pero obligándose a solventar las cargas que pesasen sobre ellas y a pagar los tributos personales en
el lugar en que moraban. Esta libertad fue ampliándose, hasta que fue ya general, a partir del siglo
XIII, que el junior dejara cuando le conviniese a su señor, sin más que notificárselo públicamente y
con ciertas solemnidades; pero se conservaba todavía la diferencia entre los de capite y los de
heredad, más libres éstos que aquéllos, a quienes seguía, por doquiera que fuesen, el tributo de
capitación que debían pagar a los señores. Los reyes permitieron también, a veces, el derecho de
asilo de los siervos, favoreciendo así la emancipación: v. gr. concediendo a un concejo que todos
los siervos refugiados en él quedaran libres, o dando igual privilegio a castillos y fuertes fronterizos
que convenía guardar y poblar de combatientes (el de Villavicencio, en 1020). Pero esto no fue
medida general para todos los concejos y castillos, como lo prueban las prohibiciones de ello con
respecto a León y Bayona del Miño (1020 y 1021), y más bien se observa su restricción u medida
que avanzan los tiempos, dado que Alfonso IX prohibió terminantemente a los juniores de capite
que fuesen recibidos en las villas realengas.
En general, a fines del siglo XII los siervos y colonos habían obtenido ya definitivamente las
siguientes ventajas: fijación exacta de las prestaciones y servicios que debían a los señores;
abolición de la práctica de ser vendidos con la tierra, contra la cual habíase ya declarado un concilio
de comienzos del siglo XI; y reconocimiento de la validez de sus matrimonios aunque los
celebrasen sin consentimiento del señor, en lo cual influyó mucho el papa Adriano VI.
no todos los abusos que se les achacan son en realidad obra suya.
Así sucedió en Sahagún, villa dependiente del monasterio del mismo nombre, centro principal
de los cluniacenses. Alfonso VI había concedido a los monjes independencia de toda jurisdicción
espiritual y temporal, y a su abad lo declaró señor, juez y arbitro de las causas que se promoviesen
en todo el territorio adscrito al monasterio. Para atraer población, y de común acuerdo el rey y el
abad, diose el fuero de 1085, concediendo ventajas a los que viniesen a la villa; pero junto con estas
ventajas iban no pocas sujeciones y vejámenes para los pobladores, en beneficio de los monjes.
Introdujéronse tributos, servicios y limitaciones, como la de cocer pan en otro horno que no fuese el
del señor (o sea, el del monasterio); la de cortar cualquier rama de árbol, autorizando para
escudriñar la casa de quien se sospechase tener algún palo o ramo cogido en el monte; la de vender
el vino de sus cosechas antes de que los monjes hubiesen vendido el suyo; la de que nadie pudiese
comprar paño, peces frescos y leña antes de que los monjes hubiesen comprado lo que necesitaban
de estos productos; con otras limitaciones que molestaban mucho a los vecinos. Así éstos se
sublevaron diferentes veces, pidiendo la reforma de «los malos usos». Obtuvieron la derogación del
relativo al horno en 1096, y la de otros dos en 1110; pero las quejas continuaron y promovieron
nuevas sublevaciones, como la de 1117. Alfonso VII tuvo que acudir con su corte a Sahagún,
(1152) y dar nuevos fueros que, no obstante, dejaron subsistentes muchos de los abusos. Las
desavenencias no se cortaron hasta fines del siglo XIII, mediante otra revisión y mejora de los
fueros.
Estas sublevaciones y hermandades, unidas a la pugna con los concejos, hicieron que no
pocos señores se vieran obligados a mejorar la condición de sus siervos, «ya concediéndoles la
libertad, ya dándoles en enfiteusis las tierras que labraban o reduciendo y fijando sus tributos y
prestaciones personales». «Muchas veces —dice un autor— llegaron a dar a sus solariegos y
vasallos los mismos privilegios de que gozaban los vecinos de las villas reales, incluso el
municipio.»
Por todos estos medios las clases serviles de León y Castilla logran a principios del siglo XIII
(o sea, casi al final de la época que nos ocupa), poco menos que la plenitud de su libertad personal,
y vienen a sumarse, en parte, con la clase media de las villas, en punto a su significación social.
22 Créese que los maragatos sean beréberes de los que a mediados de! siglo VIII poblaban el N. de las llanuras
castellanas y luego emigraron al S. en gran número (§ 152). Parte de ellos quedarían en tierra de León y sostuvieron
lucha con reyes asturianos (Mauregato?)
197
permitíanles permanecer en sus villas y tierras, pagando tributo, pero conservando sus usos, etc.
Alfonso VI se mostró decididamente favorecedor de ellos, por el marcado orientalismo de su
educación; como se ve en la capitulación de Toledo, en que garantizó a los muslimes la seguridad
de vidas y haciendas, la exención de tributos fuera de la capitación de costumbre, y varios
privilegios más relativos a su religión, administración propia, etc.: con lo cual, acudieron a Toledo
muchos moros que no se hallaban bien bajo el dominio de sus reyes de Taifa o de los almorávides.
El Cid concedió otro tanto en la capitulación de Valencia, conservando al rey moro su autoridad y
respetando las contribuciones existentes, sin cargas nuevas, la moneda, los usos, religión, jueces
especiales, etc.; si bien por haber faltado más tarde a estas condiciones, casi todos los moros
salieron de la capital. Alfonso VII continuó la política suave para con los mudéjares,
concediéndoles fueros propios y logrando la sumisión de importantes caudillos, como el reyezuelo
de Rueda, a quien nombró alguacil de los mudéjares de Toledo. Bajo Alfonso VIII se alcanzó lo
mismo del rey de Murcia, llamado por los cristianos Don Lup o Lobo que fue jefe de tropas
castellanas contra sus correligionarios.
A fines del siglo XII, el número de mudéjares había crecido considerablemente en Castilla, y
la Iglesia comenzó a preocuparse vivamente de las reglas que convenía dictar respecto de las
relaciones entre ellos y los cristianos. Ya los Concilios de Letrán, I y II (1123 y 1139), prohibieron
la comunidad de habitación de unos con otros y ordenaron que los mudéjares se distinguiesen con
traje especial, lo mismo que los judíos: cosa esta última en que insistió el Papa Honorio III (1216-
1227), a la vez que condenaba toda violencia que pudiera hacérseles para obligarles a cambiar de
religión o estorbarles la celebración de sus fiestas.
Las victorias de Fernando III trajeron nuevos contingentes a la población mudéjar. A los
vencidos de Sevilla les concedió que siguiesen viviendo en sus casas y posesiones, pagándole igual
tributo que a su antiguo rey; que los que dejasen la población pudieran llevar sus bienes muebles;
que tuviesen un gobernador o alcalde de su misma raza, con otros privilegios. Muchos moros
principales obtuvieron tierras en el reparto que hizo el rey, y algunos villas enteras, con mezquitas.
En la capital, los mudéjares conservaron una mezquita, mediante tributo fuerte, en el barrio que
principalmente ocupaban, llamado Adarvejo. Aumenta el bienestar de los mudéjares con el reinado
de Alfonso X, cuyas aficiones por la cultura oriental influyeron mucho, como veremos, en la suerte
de aquéllos, sobre todo en el reino de Murcia.
la religión era afín (por haber vivido largo tiempo bajo la dominación y la influencia musulmana y
haber gozado de cierta independencia administrativa y judicial), representaba como una sociedad
aparte, que se incorporaba sin confundirse, sin perder sus caracteres.
Nos referimos a los mozárabes. Es de presumir que muchos de ellos, los que huían sueltos o
por grupos de poca entidad, o los pertenecientes a lugares de escasa importancia, se sumasen con
los cristianos invasores y aceptasen sus leyes. Pero donde persistían fuertes agrupaciones, como v.
gr. en Toledo, continuaron formando una comunidad cuya independencia o fuero especial
reconocieron los reyes conquistadores. Así, en aquella población, donde eran muchos, Alfonso VI
les dejó su alcalde y alguacil propios, y les concedió que siguieran gobernándose por su ley, que
era, como sabemos (§ 175), el fuero Juzgo. Alfonso VII confirmó este privilegio, y en su
confirmación se ve que, si bien los castellanos de Toledo tenían igualmente su juez y alguacil y sus
leyes civiles propias, en lo criminal estaban sometidos a los funcionarios mozárabes. La distinción
del fuero de éstos se hace también en otras poblaciones, donde su número era crecido.
Sin embargo, la mayor importancia de los mozárabes no fue jurídica, sino relativa a la cultura,
en que, como veremos, influyeron notablemente sobre los cristianos del N., castellanos y leoneses.
mismo sucedió con los nobles y eclesiásticos; creyendo algunos autores que estando las Cortes
caracterizadas esencialmente por la reunión de los elementos populares, sin necesidad de que
concurriesen los otros, éstos jamás formaron propiamente un brazo de ellas. Lo que puede
asegurarse es que nunca se dio el caso de ser convocados todos los concejos, ni todos los prelados y
nobles. Los individuos de estas dos últimas clases tenían, cada uno, un voto; pero los representantes
de los municipios (que se llamaban ciudadanos, hombres buenos, personeros, mandaderos y, más
tarde, procuradores) no eran siempre singulares. Algunas ciudades o villas enviaban dos o tres o
más personeros, sin sujeción a ninguna regla general; y como el llamamiento era a la ciudad o villa,
y no a determinadas personas, la designación de los representantes se hacía dentro de cada
municipio, ya por elección, ya por turno o por suerte.
Las Cortes eran, en substancia, un cuerpo consultivo. No tenían verdadero poder de legislar,
aunque sí el derecho de hacer peticiones al monarca, y además otro importante: el de votar ciertas
contribuciones o impuestos que solicitaba el rey. Fuera de esto, las Cortes intervenían, bajo ciertas
condiciones, en la ratificación de las elecciones o herencias de la corona, en la formación de los
Consejos de regencia y en otros puntos análogos de política interior. Ante las Cortes juraba el rey el
mantenimiento de las leyes y fueros del país. Cada uno de sus elementos o brazos formaba
cuadernos de sus peticiones o quejas, que presentaba al rey, y éste era quien decidía; aunque claro
es que, dada la índole de los tiempos, la voluntad de estos diversos factores pesaría sobre el ánimo
del rey, a veces, con gran fuerza, produciendo la adopción de las medidas que apetecían. Por lo
demás, y no obstante alguna promesa de monarcas, ni se contaba con la opinión o voto de las Cortes
para decidir la paz o la guerra (aunque lo contrario se hubiese acordado en las de León de 1188), ni
para otras altas cuestiones de gobierno. Ya veremos, no obstante, que en períodos turbulentos se
vino a conceder a las Cortes mayor importancia, aunque con fines políticos egoístas.
288. La legislación.
El carácter puramente consultivo en la forma, y en rigor nada más que representativo o
expositivo, que las Cortes tenían, hizo que en esta época influyeran poco sobre la legislación. Los
reyes seguían dando fueros y disposiciones de carácter general, y el estado de las fuentes del
derecho continuaba tan cantonal y anárquico como en el período anterior. El Fuero Juzgo tenía el
202
carácter de legislación común sólo en algunas materias; en lo demás, cada ciudad o villa se regía
por su fuero, como hemos dicho; por las costumbres jurídicas en práctica; por las ordenanzas
concejiles, y por las sentencias de los jueces ordinarios, militares, árbitros, etc., que iban creando
una especie de legislación (llamada, en ciertos casos, de fazañas y alvedríos). Esta diversidad se
aumentaba con la relativa a las clases sociales, pues dado el sistema de los privilegios, los nobles
tuvieron sus fueros o leyes especiales, y lo mismo el clero secular, los monasterios, etc. Se ha
supuesto, sin base documental suficiente, que los fueros de los nobles castellanos se condensaron en
un cuaderno o recopilación dado por Alfonso VII en las Cortes de Nájera. Sea de esto lo que fuere,
el carácter general de la legislación era el ser varia, diferente y privilegiada.
Los reyes tendieron, no obstante, a medida que robustecían su poder y organizaban el país, a
uniformar ciertas partes de la legislación y a llenar vacíos de la existente; y así lo hicieron, dando
con frecuencia en los Concilios, y luego en Cortes, disposiciones de común observancia para todos
sus súbditos (v. gr., en el Concilio de León). A lo mismo contribuyó la determinación de ciertos
fueros municipales como fueros tipos; es decir, que, dados primeramente a un concejo, se iban
luego concediendo sin variante substancial a otros más: con lo que se disminuía el número de fueros
y se iban creando grupos homogéneos de legislación. No obstante, desde mediados del siglo XI a
mediados del XII, se dieron muchísimos fueros municipales, ya reales, ya nobiliarios. Fernando III
parece que concibió la idea de formar un Código o compilación de leyes que obligasen en todo el
reino, y comenzó a ejecutarlo así, mandando redactar un libro llamado el Setenario, porque estaba
dividido en siete partes; pero no llegó a terminarse, ni rigió como ley; y, además, este mismo
monarca dio muchos fueros de carácter local (Córdoba, Sevilla, etc.). Los sucesores de Fernando III
continuaron la obra iniciada, uniformando aunque sólo en parte, la legislación de León y Castilla.
23 Este tributo lo pagaban también los caballeros con un caballo, loriga o cantidad de dinero; y los clérigos, con una
mula o un vaso de plata.
205
también quizá, de tiempos anteriores. Eran de dos clases estas tierras: unas, cultivadas por todos los
vecinos, como servicio o carga concejil, y cuyo producto ingresaba en las arcas municipales para
ser gastado en cosas de provecho común: caminos, murallas, castillos, puentes, etc.; y otras, cuyos
frutos aprovechaban directamente los vecinos, y que unas veces permanecían indivisas y otras se
distribuían en lotes o porciones cada año o cada cinco, tres, etc. Las primeras se llamaron de
propios, y las segundas, comunales o de aprovechamiento común. Estas consistían en prados,
montes o terrenos de labor, pero más principalmente en montes y prados, de que aprovechaban los
vecinos, según ciertas reglas, los pastos, leñas y madera de construcción.
Ni los propios ni los comunales podían venderse, siendo nula la venta que de ellos se hiciera;
pero los primeros podían arrendarse, en vez de ser cultivados directamente por el concejo. Los
pueblos tenían buen cuidado de deslindar y amojonar estas tierras, procurando que se conservaran
sin detrimento ni variación los lindes, porque ellas constituían su primera y más importante riqueza
y la base del bienestar de los vecinos.
202). El concilio compostelano, a que hemos hecho referencia, tenía funciones muy especiales y
limitadas, inferiores a las que supone el gobierno de la ciudad. Correspondía éste a una junta o
concejo de optimates populi, de personas distinguidas, nombrada por el obispo. Así duró, hasta
fines del siglo XII, aunque con bastantes alternativas; pues en todos los movimientos y
sublevaciones de los burgueses (como en la de 1136) se formaban concejos revolucionarios, de
elección popular, reflejo de la aspiración de los compostelanos. Por último, lograron establecer
definitivamente el gobierno propio entre los años 1173-1206. A comienzos, pues, del siglo XII
habían conquistado los burgueses de Santiago una organización autónoma, como la de los
municipios libres.
Esto por lo que toca a la ciudad. En el campo y en las villas y aldeas del territorio era
costumbre antigua, mantenida y sancionada en documentos legales (Fueros de Don Diego
Gelmírez: 1113), que todos los meses se reunieran en cada Arciprestazgo de los que comprendía la
diócesis, los presbíteros, caballeros y campesinos, para que, «si alguno tiene que exponer alguna
queja o algún agravio, se vea y se corrija por el Arcipreste y demás discretos varones». Estas
reuniones o asambleas se convirtieron con el tiempo en permanentes, con el carácter de Cofradías.
Aparte de los Arciprestazgos, constituían también unidades políticas las parroquias, es decir, el
territorio correspondiente a una iglesia parroquial (§ 70), cuyos habitantes eran convocados cuando
convenía, celebrando también asambleas como las de los Arciprestazgos: v. gr., en Taboadelo, en
Río Caldo y otras localidades en que esta costumbre aun persiste.
Hemos presentado el caso de Santiago sólo como ejemplo. Cosa análoga fue produciéndose
en las demás ciudades de señorío eclesiástico y en las de señorío civil o noble, cuyos moradores
obtuvieron, poco a poco, fueros y mejoras en su condición política que les aproximó a la
organización de los municipios-libres.
los tiempos), el poder de avocar a sí todos los asuntos y conocimiento privativo o especial de ciertos
delitos y cuestiones: hombre muerto a mansalva, mujer forzada, quebrantamiento de iglesia, palacio
o camino, ruptura de tregua, contienda civil entre nobles, causas de riepto o desafío, y otros así.
Para administrar justicia en tales casos, el rey daba audiencia pública rodeado de su tribunal,
llamado Cort, del cual formaban parte personas de la familia real, obispos, condes, funcionarios de
palacio, jefes de circunscripción y, a veces, también infanzones. La Cort o Curia podía ser ordinaria
o extraordinaria, cuando el rey la convocaba especialmente (Corte pregonada). En estas audiencias
oía el rey también a los representantes o enviados de los concejos (§ 290) y a todo vasallo que
hubiese de exponerle queja, pretensión o petición de justicia en un negocio administrativo. Hasta
fines del siglo XII, las funciones de la Cort parece que fueron meramente consultivas, sin derecho
de iniciativa ni voto decisivo. La sentencia dependía exclusivamente de la voluntad del rey, cuyas
órdenes ejecutaba el Portero, cargo que sustituye, en el siglo XII, al de sayón. En las mandationes o
condados, había juntas o asambleas judiciales que se reunían periódicamente y a las que debían
asistir los caballeros.
295. Penalidad.
A la rudeza de las costumbres y a la misma intranquilidad y anarquía sociales, que pedían
enérgica represión en consonancia con la cultura de la época, respondía la penalidad,
verdaderamente feroz. Consistía ésta en mutilar al delincuente, apedrearle, despeñarle, quemarle o
sepultarle vivo, encadenarle hasta que muriese de hambre, cocerlo en calderas y desollarlo,
ahorcarlo, ahogarlo en el mar, etc.; habiéndose inventado algunas de tales penas, como
extraordinarias, para reprimir el bandidaje que se desarrolló mucho en ciertos momentos, por
resultado de las discordias civiles y de la guerra, v. gr., en tiempo de Alfonso IX.
Como medios de prueba seguían usándose el agua caliente, el hierro ardiendo y el duelo
judicial, admitido por el Concilio de León de 1020; pero ya a fines del siglo XI eran mal mirados, y
los reyes (quizá por influencia de los cluniacenses) tendieron a suprimirlos por vía de privilegio o
exención. Para lograr la confesión de los delincuentes empleábase el tormento, sancionado ya en el
Fuero Juzgo, aunque sólo en causas graves y previas ciertas formalidades de juicio, y cuidando que
no se produjera la muerte ni la pérdida de miembro importante del atormentado.
En cambio de todos estos rigores, había a veces lenidades extraordinarias para ciertos delitos.
Tal sucedía con el homicidio, que, penado en muchos fueros con pérdida de la vida, en otros seguía
atemperándose a la ley visigoda, que permitía el arreglo pecuniario (composición, enmienda,
caloña) entre la familia del muerto y la del homicida, o se fijaba simplemente un precio para redimir
el delito. Esta sustitución de la pena corporal por la multa, es muy característica de la legislación de
aquella época. Así, el Fuero de León, fija una cantidad; el de Logroño y Miranda, 500 sueldos, cifra
que se repite en otros fueros; el de Cuenca, 500; el de Sahagún, 100; el de Alcalá, 108; y el de
Salamanca dice que pague el homicida 100 maravedises y salga desterrado, y, si no puede pagarlos,
que se le ahorque. Estos precios solían no ser uniformes, sino variar según la clase social del
ofendido; y, así, se pagaba más por el homicidio de un noble que de un plebeyo; pero los privilegios
forales fueron concluyendo con estas diferencias. Es muy curiosa la prescripción del Fuero de León,
que señala la cifra insignificante de nueve días para prescribir el delito de homicidio; de modo, que
si en ese plazo no era cogido el delincuente, quedaba libre de pena, aunque no siempre de la
venganza de los parientes de su víctima, que solía ejercerse como entre los germanos. En algunos
fueros se observa la aplicación del principio del talión. Pero la Iglesia y los reyes trataron con
insistencia de restringir estas costumbres de la venganza privada (como se ve en los Concilios de
Coyanza y León y en fueros como el de Sepúlveda) y de dulcificarlas, introduciendo, con la llamada
«paz de Dios», (acordada en Concilios eclesiásticos, como el de Santiago de 1115 y el de Oviedo de
1115), compromisos obligatorios de conservar la paz, respetar las personas y propiedades, perseguir
a los malhechores, etc., que aprobaron los reyes y se extendieron por todo León y Castilla.
208
297. El ejército.
El servicio militar, como hemos visto (§ 291), era en estos tiempos un deber general en todos
los súbditos del rey, lo mismo nobles y eclesiásticos que plebeyos. Sólo en muy pocos casos se
dispensaba de él, y esto únicamente tratándose de pueblos fuertes o cercanos a la frontera, y con la
obligación de defenderse por sí en caso de ataque del enemigo; es decir, que la exención era sólo
para salir al campo.
Más absolutas eran las dispensas personales, que se hacían a ciertos individuos, pero a cambio
de un tributo o indemnización en dinero o especie (fonsadera).
El ejército no se reunía sino en tiempo de guerra. Cuando ésta terminaba, los soldados volvían
a sus casas y continuaban ejerciendo su oficio o industria, si eran plebeyos, o se dedicaban al
descanso, si eran nobles. Es decir, que no había, como hoy ejército permanente, sino más bien una
milicia temporal, que sólo era llamada en caso necesario, como las reservas actuales. En tiempo de
paz no solía haber sobre las armas más que algunas tropas a sueldo que tenía el rey, o gentes
allegadas a palacio (mesnaderos-donceles).
Llegado el momento de salir a combate, llamaba el rey y acudían los señores nobles y
eclesiásticos con sus vasallos, siervos, etc., formando grupos (mesnadas) diferentes, mandadas por
el señor y mantenidas por él en ciertos casos, en que se le llamaba señor de «pendón y caldera», por
la bandera que llevaba y la caldera en que se cocía el rancho o comida de los soldados. Cuando el
noble era poderoso y tenía bajo su dependencia a otros nobles inferiores o caballeros, iba cada uno
de éstos acompañando a su superior con el número de soldados de a pie (peones) o montados que le
cupiese reunir. Por otro lado, venían las milicias de los concejos, con su alférez o abanderado. El
fuero de cada población fijaba ya «el número de ciudadanos que debía acudir a la milicia, sus
oficios, obligaciones, tiempos y circunstancias en que habían de salir a las expediciones militares».
No todos los vecinos iban, en efecto, al fonsado. Estaban obligados, en primer término, los alcaldes,
jueces y cabezas de familia; pero éstos podían enviar, en lugar suyo (según algunos fueros), a un
209
hijo o sobrino. Los jefes de las milicias eran también jueces para las faltas y delitos que se
cometieran en la guerra y para el reparto del botín. En las narraciones de la batalla de Alarcos
(1195), se mencionan ya las milicias municipales. En la de las Navas de Tolosa estuvieron presentes
las de Soria, Almazán, Atienza, San Esteban de Gormaz, Ayllón, Medinaceli, Cuenca, Medina,
Valladolid, Toledo, Ávila, Segovia, y otras.
El rey tenía ciertas obligaciones con los caballeros en punto a pagar la soldada de los
combatientes y repartir las tierras o riquezas ganadas, obligaciones que fijó claramente Alfonso X,
sucesor de Fernando III, como veremos en la época siguiente.
Aparte de las mesnadas señoriales y las milicias concejiles, formaban con frecuencia parte del
ejército, extranjeros, que unas veces eran moros aliados, otras judíos, y también franceses,
alemanes, italianos, etc., que venían, ya por afán de guerrear y obtener algún lucro, ya por
excitaciones del papa, que llamaba a Cruzada para auxiliar a los reyes españoles.
300. La marina.
Hasta la primera mitad del siglo XII no tuvieron los cristianos de esta parte de la Península,
marina de guerra. Para la pesca usaban barcos pequeños de remos, hasta que Don Diego Gelmírez
211
(§ 233) estableció en Iria un astillero, haciendo venir de Génova un maestro constructor, llamado
Ogerio, que construyó, efectivamente, por los años de 1120, dos galeras. Diez años después, hablan
las crónicas de una escuadra importante, que ayudó a Don Alfonso I de Aragón en el sitio de
Bayona; y a poco, los portugueses siguieron su ejemplo, formando marina de guerra que en 1182
luchó ya con la de los moros.
Los barcos que formaban en esta época la escuadra no eran propiedad del rey ni del reino en
conjunto. Pertenecían unos a señores, como el arzobispo de Compostela, y otros a vecinos o
corporaciones de las villas de mar en la costa cantábrica y en la atlántica de Galicia. A lo que
parece, sobre ellos se ejercía el fonsado; y así como los señores y las villas de tierra adentro
enviaban soldados a la guerra cuando el rey los llamaba, los que estaban en la costa y poseían
barcos, los enviaban también, y terminada la expedición los volvían a su puerto.
Esto es lo que hizo Fernando III cuando trató de tomar a Sevilla. Comisionó a un noble de
Burgos, experimentado en cosas navales, Ramón Bonifaz, para reunir el «fonsado de mar», que
diríamos, en las villas del N.; es decir, para recoger el mayor número posible de barcos por
llamamiento real. Se prestaron a ello los concejos marítimos, y reunió trece naos gruesas, más cinco
galeras que a expensas del rey se construyeron en Santander. Con esta escuadra mixta (pues parte
era de los concejos y parte del rey) venció Bonifaz a la mahometana que guardaba la entrada del
Guadalquivir. Los concejos que asistieron a esta guerra fueron: Santander, Laredo, Castro, San
Vicente de la Barquera, Santoña, Aviles, Irún, y otros de las Vascongadas y Galicia. En memoria de
esta hazaña, el cabildo catedral de Sevilla, que se creó después de la toma, grabó en su sello un
barco con una imagen de la Virgen. El rey premió a los marinos concediéndoles tierras en el
repartimiento y privilegios, de los cuales fue uno considerarlos como agrupación especial con
alcalde propio que juzgase sus pleitos y diferencias en el marítimo. El sitio que ocuparon se llamó
Gran Barrio, en la Parroquia mayor.
Fernando III no se contentó con esto, sino que organizó formalmente la escuadra real,
estableciendo un astillero en Sevilla y nombrando jefe de la marina (almirante) a Bonifaz, con
jurisdicción sobre los marineros, cierto derecho en las mercancías traídas por mar y otros
privilegios. Por su parte, los concejos cantábricos intervenían con sus naves, independientemente
del rey, en las guerras entre Francia e Inglaterra, ora apresando buques de esta última nación (1254),
ora auxiliando a los sitiados de la Rochela, contra lo cual reclamó a Fernando III el rey inglés
Enrique III.
Después de la conquista de Sevilla fueron a poblar las costas S. muchas gentes del N., las
cuales constituyeron núcleo de la marinería, estando obligados a servir en la escuadra los vecinos de
Cartagena (fuero de 1246), los de Sevilla (1251) y otros. Con esto aumentó, la navegación, el
comercio y la importancia marítima de Castilla. Bonifaz ganó, en 1251, nueva victoria sobre los
moros.
Los buques usados eran de varias clases: los llamados galeras o navíos, propios para combate
y que llevaban vela y remo; las naos y carracas, de vela y de uno o dos palos, y otros menores,
llamados galeotas, carracones, leños, cocas, etc.
301. La Iglesia.
La influencia de los cluniacenses en Castilla, trajo, según va dicho, grandes reformas en la
Iglesia. Un monje cluniacense, Hildebrando, había llevado las ideas de su Orden a Roma, y como
cardenal y confidente de los Papas influyó notablemente, haciendo que se dictasen decretos que
desligaban a la Iglesia de la dependencia en que estaba de los emperadores de Alemania, y tendían a
concluir con la simonía y el nicolaísmo (§ 213). Elevado luego a la Santa Sede (con el nombre de
Gregorio VII), reunió un concilio en Letrán (1074), cuyas declaraciones fueron prohibir a todos los
sacerdotes que tuviesen esposa o viviesen con mujeres; condenar a los que vendían beneficios o
puestos eclesiásticos y negar a los reyes el derecho de distribuir los obispados. Al mismo tiempo, se
procuraba estrechar las relaciones de las iglesias existentes fuera de Italia con el Papa, y unificar el
212
rito y la disciplina, que variaban según las naciones. Los cluniacenses procuraron lograr todo esto
en España y lograron gran parte de ello.
Los reyes castellanos seguían la tradición visigoda en punto a sus relaciones con la Iglesia. No
obstante los privilegios que le concedían, la jurisdicción exenta que fueron otorgándole, etc.,
ejercían siempre sobre ella un poder superior, especialmente en cuanto al nombramiento de las altas
jerarquías, organización territorial y demás puntos análogos. Así, ellos erigían y restauraban las
sillas episcopales, elegían obispos y los deponían mediante justa causa, reunían y confirmaban
concilios y hasta juzgaban causas eclesiásticas en alzada. Resultaba de aquí una dependencia
estrecha de la Iglesia para con los reyes: dependencia atenuada por la piedad de éstos y por la
cultura de muchos eclesiásticos que gozaron de gran influencia en aquellos tiempos; aparte del
poder que representaban los que eran, juntamente, jefes de señorío. El derecho del rey a elegir los
obispos se ejercía unas veces directamente, y otras indirectamente, es decir, permitiendo que el
cabildo o el concilio hiciese la elección y luego se pidiera la conformidad del rey, sin la cual no
valía aquélla. Una vez elegidos los obispos, ejercían dentro de su diócesis jurisdicción
independiente, aunque se comunicaban con el Papa para los asuntos generales de la religión.
La influencia de los cluniacenses se mostró ya en este punto. Merced a ella comenzó a
sentirse en España la autoridad del Papa en cuanto a la elección de obispos y a la disciplina,
obrando los reyes de acuerdo con la curia romana en muchas cosas en que hasta entonces se había
prescindido de ella, y avocando ésta a sí, en virtud de la política de centralización y uniformidad de
Gregorio VII, derechos que antes tuvieron los reyes, obispos y concilios provinciales. Sin embargo,
los reyes no renunciaron por completo a su antigua intromisión cesarista en las cuestiones interiores
de la Iglesia, y sostuvieron el principio de que, para que tuvieran efecto las determinaciones de la
Santa Sede en punto a la Iglesia de España, era preciso el consentimiento y beneplácito reales. El
resultado de las influencias cluniacenses y de la nueva política papal inaugurada por Gregorio VII,
fue, por lo que toca a la misma Iglesia, estrechar la relación y dependencia con la Santa Sede y
establecer poco a poco la unidad de gobierno en este orden, desligando los negocios eclesiásticos
del poder civil. El Papa tuvo desde entonces, regularmente, legados o representantes suyos en
España, que presidían los concilios generales o intervenían en las cuestiones de las iglesias; lo cual
no quiere decir que antes de esta época fueran nulas semejantes relaciones de la Santa Sede con los
obispos españoles, puesto que ya en el siglo XI, como veremos, hubo legados del Papa en Galicia
para investigar el oficio gótico y comunicarse con el prelado de Compostela.
de dominicos. En todas partes excitaron el entusiasmo popular, agrupando a su alrededor los fieles
con mayor número que las otras Órdenes o el clero secular. Santo Domingo fundó también la
Milicia de Jesucristo, llamada después «Tercera Orden de penitencia o Terciaria», especie de Orden
de caballería cuyos individuos se obligaban a tomar las armas contra los herejes cuando fuere
necesario. Ya sabemos lo que Santo Domingo influyó en la guerra de los albigenses. A él se debe,
igualmente, la institución del Rosario.
307. El matrimonio.
Del estado anárquico y atrasado de la sociedad participaban todas las instituciones. No hay
una en que no se encuentre, junto con gran diversidad de formas, que variaban de región a región,
manifestaciones poco conformes con la moralidad de las costumbres o, cuando menos, muy
distantes del orden y regularidad a que estamos acostumbrados hoy día, si bien no pasen a menudo
de la apariencia.
Siendo una de las necesidades de la Reconquista y del progreso económico el aumento de la
población, parecerá natural que la opinión pública y las leyes protegieran las uniones matrimoniales
y persiguiesen, más o menos directamente, el celibato de los que no eran clérigos. Los célibes
gozaban, según muchos fueros, de menos derechos civiles y políticos que los casados. A éstos, en
cambio, les concedían privilegios, como devengar mayor multa en caso de insultos a ellos dirigidos,
216
raíces, con tal que siguiese en viudedad e hiciera vida casta si era mujer. Las que quisieran casar de
nuevo, no podían hacerlo hasta pasado un año.
Los hijos quedaban en la potestad del padre, al cual estaba prohibido venderlos, darlos en
rehenes, maltratarlos, herirlos, etc., respondiendo, además, de las multas en que incurriesen
aquéllos, ya fuesen legítimos, ya de barragana. En cambio, los hijos no poseían bienes propios
mientras estaban bajo la patria potestad, de la cual se salía mediante casamiento e indirectamente
por razón de edad. Muerto el padre, la madre obtenía la potestad tutelar sobre los hijos, mientras no
contrajese nuevas nupcias.
Por regla general, los hijos heredan de los padres y tienen preferencia los legítimos. Sin
embargo, los ilegítimos podían en ciertos casos (según disposición de algunos fueros) concurrir a la
herencia con los legítimos. Los que nacían de barraganía de soltera con soltero, podían, según el
fuero de Soria, recibir la cuarta parte de los bienes del padre, aunque éste tuviera, en la época de la
donación o testamento, otros hijos legítimos de posterior matrimonio. Los hijos de barraganía de
soltera con casado llamábanse bastardos; y, según los fueros, si el padre era hidalgo podía darles
500 sueldos y heredarlos, lo cual sucedía también con los de padre pechero. Ya hemos visto que
hasta los hijos de clérigo heredaban. La parte de bienes que los padres tenían obligación de dejar a
los hijos llamábase legítima, y por lo común era igual para todos, prohibiéndose las mejoras.
Los que morían sin hijos se llamaban mañeros, que vale tanto como infecundos; y sus bienes,
si eran siervos o foreros, pasaban al señor, por el derecho que se llamaba de mañería: ley que se
observó en León y Castilla hasta principios del siglo XI y que duró más en Asturias y Galicia. Los
foreros o pecheros de realengo también estaban sujetos a mañería; pero tanto en éstos como en los
de señorío, hubo muchos casos de exención o de limitación a cierta clase de bienes, variando mucho
en este punto los fueros. El rey Alfonso V derogó la mañería para los nobles en el fuero de León, y
de aquí pasó a otros sustituyéndose con la libertad de testar. A pesar de esto, todavía en el siglo XIV
hubo en Asturias casos de mañería.
309. La parentela.
La estrecha relación existente entre los esposos y entre padres e hijos, daba a la familia gran
consistencia orgánica, que se extendía a círculos mayores entre los parientes. Así aunque la ley
autorizaba la emancipación por casamiento, era muy frecuente, sobre todo en la población rural,
agricultora, que no se separasen los miembros de la familia, sino que continuasen reunidos los hijos
casados con los padres y abuelos, formando grupos familiares que vivían en común y seguían
disfrutando de los bienes de la casa, sin dividirlos por herencia. Estas comunidades, de cuya
existencia sabemos particularmente en Asturias y Galicia bajo diferentes formas y nombres, no sólo
contribuían a mantener los lazos de familia sino a conservar las propiedades sin romper su unidad,
favoreciendo con esto a la agricultura en aquellos tiempos en que era tan necesaria la asociación de
brazos; siendo de notar que muchas veces la dirección de la comunidad, cuando la dejaba el padre,
recaía en el hijo o hija mayor.
A este sentimiento de solidaridad respondían en Castilla diversas leyes y costumbres que, ora
fijaban como propiedad permanente no enajenable de la familia la casa, la era y el huerto, ora daban
preferencia a los parientes para adquirir los bienes que se ponían en venta, ora disponían que a la
muerte de uno de los cónyuges, no teniendo hijos, volvieran sus bienes a los ascendientes, es decir,
a la familia de donde salieron. Con todo lo cual, continuándose por ventura costumbres antiguas,
proveía la sociedad medioeval a la necesidad importante en aquellos tiempos de mantener los lazos
de solidaridad familiar y concentrar los esfuerzos en el trabajo agrícola.
También en el derecho penal, allí donde persistían las formas antiguas de la venganza o de la
composición privada, el parentesco dejaba sentir su fuerza, ya considerando enemigo de todos al
que mató u ofendió a un pariente, ya peleando en los duelos judiciales, ya siendo testigos
privilegiados, etc.
218
Aragón
310. Clases sociales.
Apenas se dibuja con claridad para el historiador el nuevo reino aragonés, aparecen en él más
señaladas y duras las diferencias sociales que en León y Castilla, si bien debe notarse que no
conocemos con tanto pormenor aquéllas como éstas. La nobleza de Aragón ofrece caracteres más
feudales, jerarquía más cerrada y absoluta y más despótico poder sobre las clases proletarias y
serviles. Distinguíanse en ella varios grados, siendo el primero el de los ricos-hombres de natura,
que se consideraban descendientes de los primeros conquistadores. Con ellos partía el rey las tierras
ganadas, dándoselas, ya vitaliciamente con obligación del servicio militar (relación verdaderamente
feudal, llamada honor), ya en condiciones análogas a las semifeudales que hemos visto en León y
Castilla. Los honores se hicieron, con el tiempo, hereditarios; y la organización feudal se acentuó
después de la unión con Cataluña, introduciéndose las reglas de los Usatges o consuetudines
Barchinonae (§ 259). Seguían a los ricos-hombres los caballeros, que recibían de aquellos rentas o
parte de los señoríos que adquirían, constituyéndose en vasallos suyos. El rey tenía también
especialmente sus caballeros, que desde Jaime I se llaman mesnaderos y forman una nobleza a
veces tan poderosa como la primera, pero de categoría inferior. Seguían a los caballeros los
infanzones, que aquí son gentes francas de tributos y con privilegio de no acudir a la guerra con el
rey sino en los casos de batalla campal y cerco de castillo, en que iban a sueldo del rey, con pan
para tres días: especie de nobleza de fuero (como se ve en el de Belchite), análoga a la que vimos en
Castilla (Sepúlveda). Los ricos-hombres habían de militar por su feudo, tres meses cada año. Don
Jaime I creó un nuevo grado de nobleza en 580 caballeros de Aragón y Cataluña, que habían
asistido a la conquista del reino de Valencia, y que se llamaron caballeros de conquista.
El clero gozaba de iguales ventajas sociales que hemos visto en León y Castilla, sin que haya
diferencias tan grandes que merezcan ser notadas aquí. Poseía igualmente grandes propiedades con
vasallos y jurisdicción, constituyendo señoríos eclesiásticos.
La clase media libre se fue formando en los municipios de análoga manera que en los
territorios castellanos, pero con menos importancia que en éstos, distinguiéndose en dos categorías:
los burgueses o ciudadanos que ejercían profesiones liberales, y los hombres de condición,
artesanos, obreros, etc.
En cuanto a los siervos, colonos, etc. (conocidos, los primeros, con el nombre de mezquinos
hasta el siglo XII, y en el XIII con los de casati, collati, peitarii, villani de parata, homines signi
seivitii), créese que al principio gozaban de condición bastante favorable, pudiendo los colonos
libres cambiar a voluntad de domicilio; pero que en el siglo XIII se produjo marcada agravación en
su dependencia de los señores, alcanzando éstos una potestad absoluta que llegaba hasta el derecho
de matar a aquéllos de hambre, sed o frío. Así se consignó en las Cortes de Huesca de 1245, primer
documento en que consta esta miserable condición de las clases populares. El movimiento
emancipatorio tardó en llegar y corresponde por completo al período siguiente.
Los esclavos moros adscriptos a la gleba, llamábanse (aquí como en Navarra y Cataluña)
exáricos y se diferenciaban de los siervos cristianos. Los más antiguos documentos hoy conocidos
que hablan de exáricos, son de los años de 1095 a 1247. Es de notar que, mientras en Castilla la
servidumbre a que se sujeta a los moros es ordinariamente personal, en los demás países a que ahora
nos referimos, fue adscripticia. La sociedad aragonesa era, en suma, más aristocrática y
privilegiada, y sus leyes más duras para las clases pobres que las de León y Castilla.
algunas ciudades aragonesas, los judíos formaron comunidades importantes, como la de Tudela.
Jaime I los protegió (a pesar de que ya empezaba entonces a iniciarse la persecución religiosa contra
ellos), declarándolos clientes suyos; lo cual no obstó a que el mismo rey favoreciese los trabajos del
clero católico para procurar la conversión de los judíos y consintiese las controversias públicas entre
sacerdotes y rabinos, algunas de las cuales presidió el propio Jaime I.
Los mozárabes habían ido aumentando a medida que avanzaba la conquista. La protección
concedida por Alfonso I a los mozárabes andaluces, de los cuales dio tierras a 10.000, aumentó su
número y su importancia, señalada muy especialmente en orden al lenguaje y a la cultura. Estas
gentes gozaron a menudo, como en Castilla, de fuero especial.
Cosa análoga les ocurría a los mudéjares, cuya existencia empieza a fines del siglo XI y que
llegaron a ser más numerosos que en Castilla, viéndose muy favorecidos por reyes como Alfonso I,
según se nota en los muchos fueros de esta región y época, copiados e influyentes en los territorios
castellanos (§ 281). A pesar de que los concilios de Letrán, en 1179 y 1215, habían prohibido que
viviesen juntos los cristianos con los moros y judíos, y exigían que los individuos de estas dos
últimas clases se distinguieran de aquéllos por la calidad y color del vestido, con lo cual se iniciaban
las medidas restrictivas, no sólo la opinión general permitía el trato íntimo con los moros, lo mismo
que con los judíos (ni se comprende que fuera posible otra cosa en gentes que habían de vivir lado a
lado permanentemente), sino que la legislación, como hemos apuntado, les concedía, bien
privilegios especiales, bien el mismo trato y consideración legal que a los cristianos. Así, el fuero de
Tudela (1115? 1122?) les otorgaba que fueran juzgados por sus propias autoridades, alcaldes y
alguaciles; que conservasen sus heredades y la mezquita (ésta sólo por un año); que no fuesen
obligados a ir a la guerra y que no les hiciera fuerza ningún cristiano; el de Calatayud (1120) les
protegía contra los abusos que pudieran cometer con ellos los cristianos, castigando la muerte dada
a judíos y moros, concediendo a éstos que jurasen según su religión, que tuviesen mercado franco
para su comercio, que cobrasen sus aljamas el precio de la sangre por homicidio de los suyos, y, en
fin, declaraba la igualdad de judíos, moros y cristianos ante las leyes civiles y penales: cosa que
igualmente repiten, por lo que toca a la ley penal, el fuero de Teruel (1176) y el de Daroca (1129),
dado por Ramón Berenguer después de casado con Doña Petronila, probando la importancia que se
concedía en la Edad Media a este orden del derecho, por reflejarse en él las diferencias sociales. No
tardaron mucho, sin embargo, en iniciarse medidas restrictivas y de separación, como la de obligar a
los moros a que viviesen en los barrios de las afueras de las ciudades, medida que se hizo general a
fines de este período.
Vivían los mudéjares de Aragón, como los de Castilla, ora en el campo, ora en las ciudades,
libres unos, sometidos otros a vasallaje de nobles o de la Orden del Templo. Por virtud de la
laboriosidad de los moros y también, en parte, para eludir tributos, era muy frecuente el hecho de
que los nobles y los burgueses dieran sus tierras en aparcería (exarico) a los mudéjares, que
labraban y cultivaban, reservándose parte de los frutos. En punto a tributos, pesaban sobre los
mudéjares de Aragón los de costumbre, por capitación, homicidios y caloñas, hornos, molinos,
peaje, carnicerías, quinto y cuarto de los frutos de secano y regadío, etc. Los que dependían de
señores o de órdenes militares (como la del Hospital, en Zaragoza) pagaban también tributos
anuales.
A pesar de todas las libertades mencionadas, la condición de los mudéjares aragoneses era, en
general, más humilde que la de los castellanos, por considerarlos menos en sociedad y ser mayores
los pechos y servicios que sobre ellos cargaban, no obstante privilegios como los de llamar
públicamente a la oración desde lo alto de las torres de las mezquitas, celebrar sus fiestas religiosas
populares y cumplir peregrinaciones y romerías.
Esto aparte, el contacto entre musulmanes y aragoneses, en toda esta época fue muy frecuente
e intenso en el orden político y social, como lo demuestran la cultura marcadamente arábiga de los
primeros reyes (Sancho Ramírez, Pedro I, que muy fundadamente se cree no sabía escribir más que
en árabe, Alfonso I, etc.), y las muchas imitaciones del orden jurídica musulmán que se hicieron en
220
Así se constituyeron los municipios, llamados universidades, en que la clase media vivía
aumentando paulatinamente su poder hasta constituir una verdadera fuerza política, opuesta a los
nobles, como en Castilla, y afecta por lo general a los reyes; siendo de notar que los del Sur
representaron siempre una tendencia más democrática y realista que los del N., aristocráticos y
feudales, frecuentemente unidos a la nobleza. Ni unos ni otros se preocuparon de las clases serviles.
El gobierno interior de los municipios era análogo al de los castellanos. Una junta o comisión
de jurados, nombrada por elección popular y a veces por la misma junta anterior, en la renovación
que se hacía cada año, cuidaba de los intereses de la ciudad o villa, formaba las ordenanzas y
castigaba las infracciones de éstas. Los alcaldes aparecen como jueces civiles, de nombramiento
popular en la mayoría de los municipios; y a su lado figuran en muchos fueros los judex o jueces
criminales y de policía, generalmente de elección real. También se reconocía a los vecinos gran
intervención en los pleitos privados. En Zaragoza, según el fuero o privilegio concedido por
Alfonso I en 1119, veinte ciudadanos elegidos por los demás eran los encargados de hacer jurar el
fuero y castigar los contrafueros u ofensas a la capital. El carácter de esta comisión era más bien
judicial que administrativo. Fuera de ella existían, para el gobierno de la ciudad, dos clases de
funcionarios: los jurados, elegidos por parroquias, y los conselleros, auxiliares y consultores de los
jurados. La asamblea de éstos se llamaba capítol, y la de aquéllos consello, siendo preciso, para que
los acuerdos fuesen ejecutivos, si se referían a materias graves, que los tomaran juntamente el
capítol y el consello. Existía además, la asamblea popular o junta de vecinos, llamada concello,
convocada por los Jurados y Conselleros para deliberar sobre los asuntos de importancia que éstos
sometían a su consideración. Aunque la mayor parte de estos datos se refieren a época posterior
(siglo XV), en que es conocida con certeza la organización municipal de Zaragoza, parece probable
que, con ligeras variantes en el número de funcionarios y otros pormenores, fuesen iguales en el
siglo XIII.
Los municipios solían formar entre sí uniones, cuyo fin era aumentar sus fuerzas y beneficios.
Llamábanse comunidades, y tomaban el nombre de la ciudad o villa que hacía cabeza de la unión.
Anteriores al siglo XII existían ya las de Calatayud, Daroca y Teruel, que tuvieron gran importancia
en la historia política de Aragón. Para formar una comunidad necesitábase permiso del rey,
sumisión a éste, igualdad de fuero y otras condiciones. El carácter de ellas era principalmente
militar y fueron siempre muy adictas a la causa real. Cosa diferente eran las hermandades, análogas
a las de León y Castilla. Como los concejos castellanos, las universidades tenían sus milicias.
conformidad con el rey. Para la adopción de acuerdos se necesitaba la unanimidad de votos, siendo
notable que las ciudades principales disponían de varios, mientras que las inferiores sólo tenían uno.
La manera de celebración era análoga a la de las Cortes castellanas.
Cuando por muerte del rey y extinción de su línea reuníanse Cortes para decidir sobre la
sucesión, llamábase, a esta forma extraordinaria, Parlamento. De esta clase fue la reunión de Borja
(1134), en que los aragoneses eligieron rey a Ramiro el Monje.
Cuando se verificó la unión de Aragón con Cataluña, no se fundieron las Cortes de ambos
Estados. Siguieron celebrándose con independencia las de Aragón en Zaragoza u otra ciudad, las de
Cataluña en Barcelona; y cuando se conquistó a Valencia, las Cortes especiales de esta región se
reunieron por sí propias. No obstante, alguna vez se juntaron los tres Estados en Cortes comunes,
para decidir asuntos de interés general. Estas Cortes se celebraban de ordinario en Monzón.
Mientras estaban cerradas las Cortes, funcionaba una Junta, nombrada por ellas y llamada
Diputación permanente, cuya misión era velar sobre la observancia de las leyes y la inversión de
fondos públicos.
315. Legislación.
La forma principal de la legislación, en este período, es la de los fueros. Ya se dijo
oportunamente lo que cabía en punto al supuesto Fuero de Sobrarbe. Desde que Aragón se
constituyó independientemente y se extendieron las conquistas, empezaron los reyes a dar fueros; y
así se fue formando un grupo de instituciones heterogéneas de derecho político, civil,
administrativo, etc. Los Fueros de Jaca (1064), Huesca, Zaragoza (1119), Tudela, Teruel (1176),
Alquézar (1114), Daroca, Calatayud, Belchite y otros, son de este tiempo, siendo de notar que la
legislación castellana y navarra de la época copió no poco de las leyes de Aragón. «Los castellanos,
navarros y otros —decía Alfonso I al confirmar el fuero de Jaca en 1187— suelen ir a Jaca para
instruirse en sus fueros y trasladarlos a su país». Jaime I, siguiendo la corriente general en su época,
de uniformar la legislación (trabajo que favorecía, además, el robustecimiento del poder real y la
organización administrativa, ideales del conquistador de Valencia), y también para depurar los
textos falseados que corrían, manda redactar una compilación del derecho contenido en los fueros
municipales. El encargo fue hecho al obispo Don Vidal de Canellas, el cual compuso un libro
conocido con el nombre de Compilación de Canellas o de Huesca, en que se refleja el derecho
tradicional de Aragón; sin mezcla del canónico ni del romano, cuyo estudio tenía ya en aquel país
muchos cultivadores; pero dando como fuentes supletorias el sentido natural y la equidad, con lo
cual abrió en rigor las puertas a la aplicación de aquellos dos derechos. La colección o compilación
no derogó los fueros particulares de cada ciudad o villa. Se consideró, simplemente, como la ley
supletoria de ellos, aplicable en las apelaciones que se hiciesen al rey. No contiene disposición
alguna de derecho político. Las de este orden fueron añadidas posteriormente, en 1265, mediante la
confirmación que Don Jaime hizo, en Cortes de Ejea, de varios privilegios de la nobleza. Esta clase
se opuso, en las cortes de Alcañiz de 1250 y 1251, a que se alegasen en los tribunales leyes romanas
y canónicas.
tercios diezmos o parte que de los diezmos correspondía a la corona en virtud de la división que
Jaime I hizo, adjudicándolos por terceras partes al clero, a las iglesias y la hacienda pública; las
generalidades, en que se comprendían varios impuestos indirectos, como los de aduanas, estancos
(v. gr., el de los naipes), imposiciones sobre la sal, aguardiente, etc. La hacienda real se vio, no
obstante, en grandes apuros. Jaime I tuvo que pagar a su sastre con un privilegio de exención de
tributos; empeñó su botellería y el servicio de mesa y comía a crédito; lo cual no era óbice para que,
en ocasiones solemnes, desplegase gran fausto, producto de préstamos, y que fuese excesivamente
dadivoso.
En cuanto a los tributos señoriales, es decir, los exigidos por los nobles que poseían señorío, a
sus vasallos y siervos, eran todavía más numerosos y vejatorios en Aragón que en Castilla, debido a
la organización feudal. Resulta con esto que las clases bajas, tanto la de ciudadanos libres como la
de siervos, estaban muy sobrecargadas en la parte económica. Después de la unión con Cataluña,
algunos de los tributos que en este Estado existían se extendieron a Aragón, según veremos en el
período siguiente.
Nolasco, San Reimundo de Peñafort y Jaime I); pero ninguna de éstas alcanzó la importancia que
tuvieron las citadas antes. La de Montesa es de creación posterior.
318. La Iglesia.
En punto a organización, atribuciones, etc., no se diferencia la Iglesia de Aragón de la de
Castilla, si no es en que se dejó sentir allí más pronto la influencia de los cluniacenses y del Papado,
aboliéndose el rito godo en 1071 y siendo más estrechas las relaciones del clero con la Santa Sede.
Las Órdenes mendicantes se desarrollaron también mucho, y en especial la dominicana, por ser
español Santo Domingo y por la intervención que tuvo en la cruzada contra los Albigenses. Según
hemos visto, las creencias religiosas hallábanse por entonces muy quebrantadas, especialmente en la
región catalana, contaminados muchos de los nobles, por sus relaciones con los del S. de Francia,
de la herejía albigense, o escépticos e indiferentes en religión. Contra semejante estado del espíritu
público lucharon, sobre todo, los dominicos, predicando la conversión, y los franciscanos excitando
los sentimientos de fervor y piedad del pueblo.
La infeudación de Pedro II al Papa, coincidiendo con las doctrinas de los cluniacenses, suscitó
en las relaciones entre el monarca y el Santo Padre un período de luchas, por extremarse las
pretensiones de Roma al dominio señorial de Aragón y resistirse a reconocer este dominio la
nobleza y el pueblo de ambos Estados, el aragonés y el catalán, defensores de su independencia
política y sus privilegios. Ya veremos en el período siguiente los resultados de esta lucha. Aragón
fue el primer Estado peninsular que expulsó, por ley dictada .en 1197, a los herejes, dándoles plazo
de dos meses y condenando a la pena de hoguera a los reacios.
319. La familia.
Existieron en Aragón iguales formas de matrimonio que en Castilla, siendo la barraganía tan
frecuente en uno como en otro país. Los clérigos, por lo menos hasta el siglo X, tenían mujer,
considerada en las costumbres públicas casi como esposa legítima (uxor). Lo característico de la
región aragonesa fue el gran desarrollo de la familia troncal o comunista, cuya organización refleja
los fueros, y en la que viven junto todos los hijos bajo la dirección del padre, o del consejo de
familia, o uno de los miembros de ésta (generalmente el hijo mayor). Los bienes de la casa
permanecen indivisos entre los padres y los hijos, y cuando uno de éstos se casa saliendo de la
familia, se le dota en dinero o especie, pero no en tierras (que jamás se fraccionan) y siempre con la
condición de que, si muere sin hijos, la dote volverá a la casa. El consejo de familia está muy
desarrollado e interviene en la mayoría de los actos que realizan los individuos. De la familia
troncal formaban también parte personas ajenas a ella, viudos o célibes de avanzada edad, por lo
general pastores o jornaleros afectos a la casa, que son adoptados o donados, mediante la
incorporación de sus ahorros al fondo familiar.
Bien se comprende que esta organización, cuya base es la tierra, estaría grandemente trabada
por las obligaciones del vasallaje, en país tan feudal como Aragón; de lo que se deduce que hubo de
desarrollarse preferentemente en las tierras de realengo y en las de los municipios con fuero,
creando una clase media rural poderosa por su riqueza y arraigo, que andando el tiempo había de
influir mucho en la vida social de Aragón.
Contra esta organización propia de la montaña, de la zona pirenaica, comenzó a levantarse la
concesión de libertad de testar, que en 1307 lograron los nobles como privilegio, y en 1311 los
plebeyos, en las Cortes de Daroca. Mediante ella, el padre, considerado único dueño de los bienes
familiares, podía dejarlos a quien quisiera, y desheredar, por lo tanto, a todos sus hijos en beneficio
de uno solo. Ya veremos en la época siguiente las consecuencias de este régimen nuevo. Son
caracteres también de familia aragonesa, conservados hasta hoy, la dote de la mujer al estilo
romano, combinada con otra del marido (excreig), ambas obligatorias; la hermandad o comunidad,
o el usufructo del viudo en forma parecida a la de los fueros castellanos (§ 308); los gananciales
divididos, ya por mitad, ya proporcionalmente, y otras particularidades que no cabe mencionar aquí.
225
Cataluña
320. Clases sociales.
Desde Berenguer Ramón I (1018) a Ramón Berenguer IV (1131) constituyó Estado aparte
Cataluña durante más de un siglo. En 1137 verificóse la unión con el reino aragonés; pero esta
unión, puramente personal de los reyes y que, como veremos, ni aun en el orden político produjo la
igualdad de instituciones, no significó la anulación de carácter y organización propia de la sociedad
catalana. Las bases de ésta, por otra parte, concordaban mucho con las de la sociedad aragonesa,
según hemos visto (§ 208, 210), por lo arraigado del régimen feudal y la mísera condición de las
clases serviles. La jerarquía feudal establecía los siguientes grados: condes, vizcondes, valvasores y
vasallos. Valvasores se llamaba a los que recibían feudo y tenían cinco caballeros. Las tres primeras
clases eran nobles. A éstos se llamó genéricamente barones, nombre que luego pasó a designar a los
nobles de título inferior a vizconde.
La clase media ciudadana tenía en Cataluña un carácter especial, distinto de la de Aragón: era
comerciante y navegante, y habitaba por esto las poblaciones de la costa, mientras en el interior
predominaban las clases serviles bajo la dependencia de los señores, excepto en algunos centros,
como Lérida y otros, donde la había en corto número. La propiedad condal tan importante en la
primera época, fue decayendo a medida que los antiguos condados se reunían en el de Barcelona,
perdiendo su independencia: pues aunque con posterioridad a las respectivas incorporaciones se
volvieron a crear algunos títulos de los antiguos, fue por gracia especial del de Barcelona, y con
sujeción a su poder. Los sucesores de los condes quedaron como señores feudales, con gran parte de
la jurisdicción privada, constituyendo el núcleo de la nobleza territorial que oprimía a los
labradores, en unión de los primitivos señores alodiales (§ 208), y se sublevaba contra los reyes.
Las riquezas territoriales de estos señores, su condición feudal y el gran número do nobles inferiores
(sometidos o recomendados: emparats) y de hombres libres o vasallos patrocinados (homes de
paratje) que solían tener en sus tierras, les dieron gran fuerza en el Estado. Los homes de paratje,
cuya condición era intermedia entre los siervos y los ciudadanos libres, desempeñaron andando el
tiempo gran papel social y político, convirtiéndose en una especie de aristocracia económica y
agraria. Desde el siglo XII se nota una tendencia marcada en los hombres libres a buscar la
emparanza del conde de Barcelona, a cambio del pago de un censo; y lo mismo hacen los vasallos
de otros señores.
Las relaciones del vasallaje están claramente determinadas en el código de los Usáticos. El
señor daba tierras de su dominio en feudo al vasallo, que se obligaba a prestarle fidelidad y ciertos
servicios. Son éstos, principalmente: el militar, consistente en hacer host y cabalcadas (hueste y
cabalgadas) cuando el señor lo requiera, y el de dar potestad del castillo cuando el señor la pida. Por
costumbre, estos deberes no tenían otra garantía que el juramento, prestado por el vasallo en el acto
del homenaje. La ley de los Usáticos añadió el pago de multas e indemnizaciones en caso de faltar a
ellos.
Los siervos (payeses) estaban sobrecargados de servicios y tributos, tanto como los de
Aragón, y tardaron igualmente mucho en obtener su libertad. Consta, sin embargo, que ya en el
siglo XII podían redimirse o emanciparse por dinero, y de aquí que se añadiera a su nombre el de
redimentia o remensa. Los Usatges reconocen los tributos debidos: la intestia, o derecho sobre las
herencias ab intestato; la exorquia o xorquia, por la cual recibe el señor tantos bienes del siervo que
muere sin hijos como hubiesen correspondido a éstos, caso de haberlos; la cugucia, derecho a los
bienes de las mujeres adúlteras; la arsina o derecho a cierta parte de bienes del siervo cuyo manso
se incendiaba, en castigo de descuido; y otros análogos a los que ya vimos en Castilla. La
desigualdad entre señores y vasallos nótase, sobre todo, según la costumbre de la época, en el
derecho penal, siendo mayores y más graves las penas para los segundos.
En un principio, a la muerte del siervo tributario sus bienes volvían al señor; pero luego se
introdujo la costumbre de continuar en el usufructo y cultivo de las tierras los descendientes del
226
concesionario, con lo cual quedaron los cultivadores tan unidos al terruño, que se les vendía al
mismo tiempo que éste, como si fueran parte de él. Había también esclavos personales, hechos en la
guerra y, por lo general, musulmanes. En Barcelona existía un mercado de ellos.
Los mozárabes y mudéjares tuvieron menos importancia aquí que en otras regiones de la
Península, a pesar de lo cual la política que con los segundos se siguió fue tan liberal como en
Aragón, según testifica el fuero de Tortosa (1149) muy semejante al de Tudela. Jaime I modificó
poco la legislación, añadiéndole sólo algunas disposiciones en parte restrictivas, como la de
obligarles a acudir a los sermones de predicadores cristianos que fuesen a sus propias mezquitas con
propósito de catequizarlos (1242). Las aljamas de Barcelona, Lérida, Tortosa y otras poblaciones
eran poco importantes y se confundieron con frecuencia con las de los judíos, arrastrando la suerte
de éstas cuando comenzaron las persecuciones en la época siguiente.
No se conoce bien la condición de los judíos en los primeros tiempos. A juzgar por escrituras
del siglo XI, estaban sujetos, en favor del conde de Barcelona, a ciertos tributos parecidos a los de
los payeses, como el de herencia y el de confiscación por adulterio. En una disposición del Concilio
de Gerona de 1068 consta que podían comprar bienes de cristianos, pero obligándose a pagar el
diezmo que éstos debían a la Iglesia; y se sabe también que en algunas localidades alcanzaron gran
desarrollo, siendo notables las agrupaciones de Barcelona y Gerona, que estaban en relación con las
del otro lado del Pirineo y que, a la sombra de la legislación entonces protectora, alcanzaron un
período brillante en el orden económico y en el intelectual, no sin que en tiempos de Jaime I
empezaran ya contra ellos las vejaciones populares y del Estado.
barcelonés. El Consell tenía también jurisdicción mercantil, que delegaba en dos cónsules de mar.
325. Legislación.
Se compuso, en este período, de dos elementos principales: los fueros dados por los reyes y de
que ya hemos hablado, y las Constituciones y capítulos de Corte, a partir de mediados del siglo
XIII. Pero el documento legislativo más importante fue el código llamado de los Usáticos, dado por
Ramón Berenguer I con asistencia y asentimiento de los nobles reunidos en asamblea con el conde
de Barcelona (§ 259). Los Usatges contienen disposiciones del orden civil, penal, político y de
procedimientos. En lo político, confirman la organización feudal, aunque dejando entrever cierto
sentido de unidad del territorio; en punto a la organización social, reconocen las divisiones de clase,
se afirman los deberes de los vasallos con sanción penal y se acentúa la esclavitud de los moros; en
lo civil, establecen la libertad de testar y el derecho de intestia y otros para el señor. Dictan leyes
protectoras para los viajeros, cualesquiera que sean su estado y religión, mandando que se les haga
justicia más pronto que a los de la tierra; pero mantienen las diferencias de penas y multas por
delitos según la clase social del delincuente (principio común y característico de la época), la pena
del talión, los duelos judiciales, la prueba del agua hirviendo, etc. Los Usáticos, en su mayor parte,
no hicieron más que reducir a escrito y compilar las costumbres jurídicas de la Marca en aquella
época, y llegaron por esto a ser de observancia general (aunque, al parecer, en algunos condados no
rigieron nunca), sin perjuicio de los fueros particulares, del Fuero Juzgo (que sigue aplicándose) y
de las costumbres24. La compilación primitiva no ha llegado a nosotros. Luego fue modificada y
24 A este elemento, que podríamos llamar nacional, de los Usáticos, hay que añadir la mucha parte que tomaron de
una fuente extranjera, las Exceptiones legum romanorum.
229
327. La Iglesia.
Siguió Cataluña igual suerte que las demás regiones de la Península en el orden de las
costumbres religiosas y de la organización de la Iglesia. Los condes de Barcelona fueron tan
devotos y protectores de iglesias y monasterios como los reyes de León y Castilla; y no pocos
obispos, como el de Ausona y el de Gerona, y varios abades, llegaron a constituir poderosas
entidades políticas por sus riquezas, la extensión de sus dominios y sus privilegios. Al morir Ramón
Berenguer I existían, junto con las sedes importantes de Ausona (Vich), Gerona, Barcelona y otras,
más de 26 monasterios de importancia. Los clérigos de Gerona, Barcelona, Vich y otros puntos,
vivían en comunidad (canónica). Los cluniacenses extendieron por Cataluña su influencia, hasta el
punto de existir abadías como la de Camprodón, que en el siglo XI dependía directamente del
monasterio francés de Moissac (Languedoc). Los condes no se limitaron sólo a favorecer con
concesiones a las iglesias: atendieron también a las costumbres del clero y las personas del orden
religioso, procurando, en unión de algunos prelados notables por su virtud y ciencia, fortalecer la
disciplina y mejorar la conducta, ora suprimiendo monasterios de monjas poco recomendables por
230
su decoro, ora favoreciendo la reforma de la vida monástica. En este empeño les ayudó la iniciativa
poderosa de Gregorio VII, enviando legados a Cataluña para la reunión de concilios que tratasen de
la reforma del clero.
Ocurrió entonces un hecho curioso, que retrata admirablemente la condición feudal y
anárquica del alto clero. Habiendo intentado el legado del Papa, Amat, reunir un concilio en
Gerona, el arzobispo de Narbona (que, como sabemos, tenía jurisdicción en Cataluña) promovió en
aquella ciudad un tumulto para impedir el concilio, cosa que consiguió, haciendo huir al legado, que
hubo de refugiarse en Besalú (1077), capital del condado de su nombre. Allí se celebró una especie
de concilio con sólo los obispos de Agda, Elna y Carcasona y algunos abades; pero no concurrió
ningún prelado de la parte propiamente catalana.
Sin embargo, el estado del clero necesitaba urgente reforma. Ocurrían hechos como el de
haber comprado en 100.000 sueldos el obispado de Narbona aquel Guifredo que se opuso al
concilio, y el de Urgell en otra gran cantidad, para lo que se despojó a las iglesias hasta de sus vasos
sagrados. Al cabo reunióse en Gerona un concilio (1078) bajo la presidencia de Amat, en el cual se
dictaron cánones contra los eclesiásticos que se casaban o mantenían públicamente concubinas;
contra los heredamientos de hijos de sacerdotes; contra la costumbre que tenían éstos de ir armados,
dejarse crecer la barba y el cabello, ocultar la corona y vestir trajes militares de colores; contra la
simonía, etc. Con esto no se consiguió desarraigar del todo las malas costumbres; pero algo se
remediaron. La influencia de la Santa Sede se dejó notar con gran fuerza, así como la de las
Órdenes militares (la del Templo, principalmente), que arraigaron mucho en Cataluña, como en
Aragón. A fines de este período, los franciscanos y dominicos, que se extendieron mucho por la
región, influyeron no poco en el orden religioso, según ya hemos apuntado. A los dominicos
(establecidos en Barcelona en 1219), fue confiada la persecución de herejes y el establecimiento del
tribunal de la Inquisición, con arreglo a las Bulas dadas en 1233 por Gregorio IX. Ya antes, en
1119, un Concilio celebrado en Tortosa con asistencia de prelados franceses y españoles, había
exhortado a los reyes para que aplicaran su poder a la restricción de la herejía. En 1235 publicó el
obispo de Tarragona la primera instrucción de inquisidores redactada por San Raimundo de
Peñafort, y en un concilio celebrado en la propia villa en 1242 se terminó de arreglar el orden de
proceder en las causas contra herejes, estableciendo que los que abjurasen debían ser reducidos a
prisión perpetua. Ya hemos visto que en 1197 el rey de Aragón y conde de Barcelona, Pedro II,
consignó en una ley la expulsión de herejes y su castigo en hoguera. Los reos juzgados por el
tribunal eclesiástico y que no se convirtiesen eran entregados al juez civil para que les impusiese
castigo. Ya veremos en la época siguiente como se desarrolla esta institución.
En cuanto al rito, cambióse en tiempo de Ramón Berenguer I, como se había hecho en
Aragón, por influencia de los cluniacenses. Nótase, por último, a partir del siglo XI, un aumento
notable en el fervor religioso que caracteriza con toda claridad la guerra contra los musulmanes
como guerra religiosa. Acentuóse esto con el establecimiento de las Órdenes militares.
328. La familia.
La libertad de testar que concedió los Usatges a los nobles no suponía la falta de cohesión
entre los miembros de la familia catalana. Predominó en el pueblo, por el contrario, el tipo
comunista, como en Aragón, con el fin especial de mantener reunidos los bienes y constituir
núcleos de resistencia económica en aquellos tiempos tan azarosos. La elección de jefe recaía, por
lo general, después de los padres, en el primogénito, a quien se dejaban todos los bienes hereditarios
o la mayor parte En Aragón, Vizcaya y Navarra se modificó esta ley a comienzos del siglo XIII
mediante la libertad de instituir heredero (y por lo tanto jefe de la familia) a cualquiera de los hijos,
para poder escoger el más capaz de llevar adelante la casa. En Cataluña, por el contrario, prevaleció
el derecho de primogenitura modificando la legislación del Fuero Juzgo, y de aquí procede la
institución del hereu. El heredero está obligado a «educar y asistir con todo lo necesario a la vida
humana, a los otros hermanos, mientras estén solteros y permanezcan en la casa trabajando para
231
ella; y, si se casan fuera, a dotarles según el haber y poder de la misma, pero nunca en tierras. Esta
organización convenía principalmente a las familias labradoras. En las poblaciones mercantiles, las
necesidades del comercio y el sentido individualista que lleva consigo, modificaron con el tiempo
esas costumbres; pero el hereu quedó como institución genuinamente catalana a diferencia de la
división de bienes entre todos los hijos que regía en Castilla, y fue base de prosperidad económica,
no sólo por mantener indiviso el patrimonio familiar que iba acumulándose, sino por la obligación
en que pone a los demás hijos de buscar en el trabajo propio la satisfacción de sus necesidades.
Continúan en el siglo XI y XII las prescripciones del Fuero Juzgo en punto a la dote del marido
(arras), admitiéndose también una segunda donación llamada esponsalicio. Las costumbres
referentes a la familia fueron concretándose en tiempos posteriores, con la influencia, además, del
derecho romano, hasta constituir una institución con caracteres especiales que la distinguen de la
castellana y, en parte, también de la aragonesa.
Baleares y Valencia
329. Organización de los territorios baleáricos.
Habiéndose realizado la conquista de las Baleares a fines de esta época, el estudio de su
organización corresponde más bien a la siguiente, puesto que al principio no hizo más que
esbozarse, estableciéndose las condiciones que luego se desarrollaron. Jaime I respetó, en cuanto al
orden jurídico-legislativo, las antiguas costumbres del país, sin duda muy complejas por la
diversidad de población que debía existir allí: árabes, beréberes, mozárabes, italianos y de otras
procedencias. Esto aparte, concedió diversos fueros con grandes franquicias y aplicó la legislación
de los Usatges, para ciertas materias, mas no para otras; librando así al nuevo territorio de las cargas
más graves del feudalismo y de ciertas prácticas bárbaras como la prueba del combate, haciendo
alodial o libre toda la propiedad, suprimiendo servicios como el de cabalgada y tributos que
impedían el comercio y la contratación.
Como la mayoría de los habitantes era de moros, Jaime I se mostró, por natural política, muy
benigno con ellos para impedir la despoblación. Así, no sólo les respetó sus leyes, sino que
encomendó el gobierno de algunas de sus agrupaciones o distritos, a bayles o gobernadores moros.
No debe olvidarse, además, que en la conquista fue ayudado el propio Don Jaime por caudillos de la
morisma (§ 253). Las casas de Mallorca y los campos fueron repartidos por el rey a diversos
señores, al obispo de Barcelona, a los Templarios, al pavorde de Tarragona y a ciudades y villas que
le auxiliaron.
Menorca fue sujeta a vasallaje del rey por tratado de 1232, como ya dijimos, y así continuó
hasta 1287, manteniendo sus jefes musulmanes (§ 402).
Ibiza fue conquistada en 1235 por el sacrista de Gerona, Guillermo de Mongrí, asistido de
otros caballeros.
media propietaria muy numerosa, que influyó no poco en la historia social de Valencia, más
adelante.
La población cristiana era, sin embargo, poco importante con relación a la musulmana, en el
territorio del nuevo reino, que por entonces no pasaba del Júcar. En la capital y en las villas
principales predominaron los cristianos (los catalanes, sobre todo); pero en el campo, a causas de la
rapidez con que se hizo la conquista y el sinnúmero de capitulaciones, quedaron en su mayor parte
los moros. A muchos de éstos se les respetó en sus haciendas, y a algunos se les repartieron tierras
después de la toma de la capital, con pago de un quinto. Por fuero especial se concedió en varias
localidades que los moros nombrasen a sus alfaquíes y alcaldes, que conservasen sus cementerios,
mezquitas y escuelas o academias. En lo general, estaban sujetos al derecho de peaje en pago de la
protección que les aseguraba el rey por medio de un funcionario representante suyo, llamado
portant-veu, que juzgaba los delitos graves de los moros vasallos de la nobleza cristiana; y se les
permitía el comercio, si bien se les prohibía trasladarse de población, comer con cristianos, ser
enterrados en campos santos de éstos, etc. En los lugares donde no había fuero especial, la ley
común era que los oficiales del rey juzgasen todas las causas de los moros. La guerra que bien
pronto se produjo entre los conquistadores y los moros sometidos (§ 253), modificó bastante en la
práctica esta situación. Los judíos que también había en Valencia, parece que fueron tratados con
menos consideración, a juzgar por la dureza con que se castigaba (pena de hoguera) las relaciones
sexuales de cristiano con judía.
Navarra
332. Clases sociales.
A partir del siglo XI nos son conocidas, aunque no con todo detalle, las condiciones de la vida
233
social en Navarra. Los nobles formaban una jerarquía de tres grados, ricos-hombres, caballeros
(nobles creados por el rey) e infanzones, ya de abarca, ya simples gentes francas o exentas de
señorío, que no poseían la investidura de caballero y que aumentan mucho a medida que los
tiempos avanzan. Los ricos-hombres, señores feudales, constituían la clase dominante. Gozaban de
potestad absoluta sobre sus tierras, no podían ser juzgados sino por sus iguales, y disfrutaban en sus
castillos del derecho de asilo, además de estar exentos de tributos, etc. El orgullo de estos nobles era
tan grande, y la separación de clases tan honda, que si una mujer noble casaba con villano, perdía su
nobleza. Los villanos, o sea los plebeyos, siervos o vasallos, no obligaban a los hidalgos para el
cumplimiento de promesas, pero ellos estaban obligados siempre. Si un noble era acusado de hurto
por un plebeyo, quedaba absuelto si juraba no ser cierto el hurto. Los siervos pagaban al señor,
como en Castilla, tributos y servicios de diferentes clases, según sus mayores o menores cargas; no
podían abandonar el territorio de aquél sin dejar otro hombre en su puesto y perder los bienes
muebles, por lo general; estaban forzados a ir a la guerra por todo el tiempo que se les mandase, y si
morían sin hijos pasaban sus bienes al señor. Pero como los simples vasallos estaban también
ligados por servicios a los nobles, resultaba una serie de grados en que se confundían unos y otros.
De esclavos moros hay testimonios que se remontan a los primeros tiempos.
El clero constituyó una clase social de gran importancia, no sólo por la influencia
ultramontana de los cluniacenses, sino por ser muchos prelados y abades dueños de señoríos y
grandes propiedades. Señálase por sus derechos sobre los siervos (collazos) el monasterio de Iranzu.
La clase popular libre, origen de la clase media, empezó a constituirse a comienzos de este período
en las villas realengas o que dependían directamente del rey; por lo cual, así como sucedía en punto
a los municipios castellanos, muchos labradores siervos se pasaban a la jurisdicción real mejorando
de posición, no obstante el peligro que corrían caso de volver de nuevo al señorío de origen o caer
en poder del señor. En el reinado de Sancho el Sabio obtuvieron los villanos realengos el privilegio
de poder reducir los varios tributos que pagaban a uno solo por capitación o encabezamiento de
todo el pueblo, y poco a poco fueron mejorando su condición, así éstos como los solariegos. Los
habitantes libres de las ciudades se llamaban ruanos, y constituyeron la base de la clase media
industrial y comerciante. Por la proximidad de Navarra a Francia y ser paso para otras regiones de
la Península, abundó en ella la población de extranjeros. La condición libre y los privilegios
personales de éstos, influyeron no poco en el desarrollo del derecho de los ciudadanos.
En cuanto a los mudéjares, eran sólo importantes en Pamplona, en Tudela (población de cuyo
fuero, dado en época en que estaban unidos Navarra y Aragón, ya tratamos). Cortes y Fontellas;
estas dos últimas villas tuvieron gran relación en los siglos XIV y XV con la casa real. Gozaron los
mudéjares de mercado franco con cristianos y judíos; de gran libertad religiosa; del desempeño de
cargos municipales; del mando de mesnadas reales y aún de títulos de nobleza. Pagaban en cambio
multitud de tributos, de uno de los cuales (el de mañería) se libertó a los de Tudela en 1264,
concediéndoles que pudiesen dejar sus bienes, a falta de otro heredero, al pariente más cercano.
que se llamaban alcaldes de jurisdicción, y en superior instancia a los llamados alcaldes mayores;
pero sólo por lo que se refería a villanos y ruanos. Los nobles eran juzgados directamente por el rey
y tres ricos-hombres o infanzones.
El poder municipal tuvo escasa importancia en Navarra debido al gran desarrollo de los
territorios señoriales y a las luchas intestinas constantes que mantuvieron entre sí los municipios, y
aun en cada uno, las diversas familias que pretendían preponderar. Concertáronse, no obstante,
hermandades para la persecución de malhechores, como las que en algún tiempo formaron los
concejos de Castilla.
Las Cortes no alcanzaron por esto la representación política que en los demás países
peninsulares. Hasta fines del siglo XIII no las hubo, a juzgar por lo que hoy sabemos, y aun creen
algunos autores que las primeras se reunieron en el año 1300. Corresponde de todos modos su
florecimiento a la época siguiente. Antes de estas fechas parece que hubo en Navarra reuniones o
juntas de nobles (como la de 1090) y otras en que figuraban también representantes de las villas, del
clero y francos; pero esto ocurrió incidentalmente con motivo de sucesos graves y extraordinarios
como en la elección de García Ramírez (1134: § 264) y en la minoridad de Teobaldo II. Créese que
poco a poco fue arraigando la costumbre de celebrar estas reuniones con asistencia de elementos de
las tres clases sociales, hasta que quedaron constituidas regularmente las Cortes.
En el exterior, la política de Navarra, en toda esta época, consiste puramente en defender su
territorio de las ambiciones de los reyes de Castilla y de Aragón, que aspiraban continuamente a
dominarlo. Las tierras más disputadas fueron las ribereñas del Ebro, hasta que por el reparto
convenido (§ 259) quedaron divididas, tocando la mayor parte a los castellanos. Navarra
comprendía poco más que la actual provincia de Pamplona.
334. Legislación.
Ofrece la legislación de Navarra en este período el carácter de ser exclusivamente foral.
Encabeza la serie de fueros el de Estella, dado en 1090, y siguen otros muchos, de los que son
importantes el de Arguedas por sus muchos privilegios, y los de Tafalla, Cáseda (notable por
constituir la villa en lugar de asilo, como Sepúlveda en Castilla), San Saturnino (Pamplona),
Medinaceli, y otros. El de Logroño, dado por el rey de Castilla Alfonso VI en 1095, se extendió a
territorios navarros y vascongados, como Vitoria (por Sancho el Sabio, en 1181), Azcoitia,
Azpeitia, Cestona, Tolosa, Vergara, Villarreal, etc. San Sebastián recibió fuero de Sancho el Sabio,
en 1180, sobre el modelo de los de Jaca. Del de Tudela hemos hablado ya. En todos ellos se
establecen franquicias para atraer población, y se legisla sobre el duelo judicial y demás pruebas
vulgares, ya aprobándolas (Tudela), ya restringiéndolas (Caparroso). A los vecinos de Tudela se les
concede el derecho de tomarse por sí mismos justicia contra los que les hubiesen causado agravio
(tortum), de donde se dio a este privilegio el nombre de tortum per tortum. La intervención de los
vecinos en el régimen y administración de las villas se nota igualmente, más o menos desarrollada,
en estos fueros. La ciudad de Pamplona tenía la especialidad de estar formada por tres barrios
diferentes, con fuero distinto y en pugna constante, que se trató de resolver por concordias de los
años 1213 y 1222, entre otras.
A los tiempos de Teobaldo I (1237) se atribuye la formación de un Fuero general de Navarra.
Lo más probable es que el conocido con este nombre en tiempos posteriores no sea tan antiguo
(aunque muchos de sus elementos, v. gr. fazañas, presenten caracteres arcaicos), y aun es muy
verosímil que su primera compilación sea obra puramente privada, no ley procedente de los poderes
públicos. Con arreglo a ella describiremos en la época siguiente la organización familiar y las
costumbres vecinales de Navarra, muy curiosas en no pocos puntos.
235
336. Cultura.
A pesar del decaimiento político que los musulmanes sufren en este período, en primer lugar
por su fraccionamiento en pequeños Estados, y luego por la sumisión a los imperios africanos, la
cultura en vez de decaer sube, a lo menos en sus manifestaciones superiores, pues a este tiempo
corresponden los grandes escritores árabes, los de más nombradía y que más influyeron en España y
en Europa. Los reyes de Taifas protegieron mucho a los literatos y filósofos, concediendo a estos
últimos libertad absoluta para decir y escribir su pensamiento, aunque fuese heterodoxo, cosa que
desagradaba bastante al pueblo creyente y fanático; y aunque pudiera creerse a los almorávides
intolerantes y despreciadores de la cultura, por haber prohibido la lectura de ciertos libros, mandado
236
quemar otros (como el de la Resurrección de las ciencias religiosas del filósofo Algazalí) y
ahuyentado a los poetas de la corte, es lo cierto que el desarrollo de la literatura y de las ciencias, en
los siglos XII y XIII especialmente, llega a gran altura. De este período es Averroes, el más célebre
de los filósofos árabes; y a él también corresponden los grandes escritores musulmanes y judíos de
la España musulmana, Avempace, Tofáil, Ben Gabirol, Maimónides, etc., así como los más
importantes poetas. Además, en este tiempo (a partir de Alfonso VI y la toma de Toledo) se inicia la
verdadera influencia de las literaturas árabe y judía, particularmente en lo científico, sobre los
cristianos.
por Oriente; Aben-Chobair, de Valencia, que recorrió la misma región; El Abdarí, valenciano,
visitante de Berbería, Egipto y Arabia; El Bekrí, de la familia real de Huelva; y Aben-Said, de
Granada, que describió la Siria, Caldea y Arabia. En punto a jurisprudencia, el importante
movimiento de la escuela malequita y otras, iniciado en tiempo del califato (§ 177), se continúa con
porción de nombres ilustres en los siglos XI a XIII, los más cultivadores de aquella misma escuela
que, no obstante una fuerte reacción producida en el período almohade, continuó siendo la
dominante entre los musulmanes españoles.
338. La filosofía.
Pero si en todas estas ciencias produjeron los árabes obras de gran importancia, que se
reflejaron en la cultura europea, adelantándose en muchos puntos a los pueblos cristianos, en
ninguna fueron tan célebres, ni llegó a ser mayor su influencia como en la filosofía, que desde los
últimos tiempos del califato, había empezado a desarrollarse, ya en la vía francamente heterodoxa,
ya en las escuelas varias de la ortodoxia alcoránica (§ 178). Los almorávides, aunque prohibieron y
quemaron una obra teológica del filósofo Algazel o Algazalí, no se opusieron en general al cultivo
de la filosofía, que en su tiempo contó con nombres ilustres, como los de Abumohámed Abdalá, de
Badajoz (que también fue gramático, literato y filólogo), Abulabás Ahmed (Abenalarif), Abenbarra-
chán, Abencasi, Abualí Asadafí y otros, que por cierto enseñaban la doctrina de Algazalí no
obstante la citada condenación, a la vez que se formaban sectas de carácter místico, exaltadas e
intransigentes, como la de los sufíes y hermanos moridin o adeptos que se extendió mucho por
Andalucía y Extremadura, y que produjeron, al lado de muchos ascetas y predicadores populares de
ambos sexos, algunos filósofos de importancia como Mohidín Abenarabí, de Murcia, de grandísima
influencia en la filosofía musulmana, discípulo en parte de otro sabio español, Abenhazam,
descendiente de cristianos, que floreció en el siglo XI y se distinguió en muchos órdenes de las
ciencias y las letras, escribiendo, entre muchos más libros, uno sobre el amor y otro sobre los
heterodoxos musulmanes. Los almohades protegieron a los filósofos y naturalistas, hasta que su
tercer califa reaccionó contra la libertad de pensamiento, persiguiéndolos otra vez e iniciando la
decadencia. Entretanto, brillaron en los Estados musulmanes los más grandes filósofos, como
Averroes (I 126-1198) de Córdoba, comentador y propagador de Aristóteles y Platón, y por quien
muchas ideas de estos autores, especialmente del primero, llegaron, aunque desfiguradas, a
conocimiento de los pueblos europeos; tal sucedió en punto a la doctrina literaria, difundida merced
a una traducción, hecha en 1256, del compendio o paráfrasis que escribió Averroes. Distinguióse
también como médico y como matemático, y su fama se extendió con sus libros por toda Europa.
En los últimos años de su vida fue preso por el califa almohade y prohibidas sus doctrinas.
Contemporáneo suyo, y también muy célebre, fue el guadijeño Abubéquer Aben-Tofail, autor de
una novela filosófica titulada Haiben-Yokdán (El viviente hijo del vigilante), en que desarrolla la
doctrina del método, reflejando las ideas de algunos griegos alejandrinos que, a su vez, recordaban
las de Platón, no sin desfigurarlas bastante. Maestro de él fue Aben-Bacha, de Zaragoza (Avempa-
ce), autor de un libro titulado El Régimen del Solitario, en que retrata una especie de República
ideal utópica, semejante a la de Platón, reflejando también las ideas de la escuela alejandrina y
preparando el gran desarrollo filosófico del mismo Averroes.
Al lado de estas manifestaciones filosóficas del mundo propiamente árabe, brillaban otras de
los judíos habitantes en la España musulmana, que no sólo dieron nombres ilustres a las ciencias,
sino que se adelantaron a los mismos árabes en la exposición de las ideas neoplatónicas o
alejandrinas (§ 184). Descuella en esta obra, en primer término, el original y profundo poeta
Salomón Ben-Gabirol (1021-1070), autor de un libro filosófico llamado La Fuente de la vida (que
influyó más en Europa que entre sus correligionarios) y de varias poesías, también filosóficas; y le
siguen Abraham-ben-David o Daud, de Toledo, autor de muchas obras filosóficas y astronómicas,
entre las que descuella la titulada Emunah Ramah (Fe excelsa), escrita en 1161 y dirigida a
concertar las doctrinas filosóficas con la religión a propósito de varias cuestiones fundamentales
238
como la de la libertad; Juda-Levi, de Lucena, cuyo poema filosófico del Cuzari se tradujo al
castellano; Moisés-ben-Ezra (1070-I n9), polígrafo, propagandista de las ideas de los judíos
españoles en Italia, Francia e Inglaterra, por donde viajó, y otros que, en virtud de las persecuciones
de los almorávides y después de la destrucción de Lucena (1146), se refugiaron en Toledo y demás
poblaciones cristianas, o bien nacieron en ellas, como Aben-Ezra, Daud y Levi, influyendo mucho
en la cultura; y, en fin, el gran Moisés-ben-Maimón, o Maimónides de Córdoba (1139-1205), el
mayor talento dialéctico y positivo de los hebreos de España, de quien se dijo que «desde Moisés a
Moisés, no ha habido otro Moisés». Maimónides es el fundador de la exégesis o explicación
racionalista de las doctrinas judaicas, enemigo y crítico acerbo del neoplatonismo, pero muy
influido por las ideas aristotélicas que contribuyó a esparcir en Europa y las fantasías ideológicas
anteriores. Su obra principal titúlase Guía de los que andan perplejos acerca del recto camino.
Maimónides profesó exteriormente el mahometismo obligado por las persecuciones de los
almohades, y fue médico de cámara de un hijo del célebre sultán Saladino, rector de un colegio en
Alejandría y príncipe (Nagid) de los judíos de Egipto. A Maimónides se debe también la redacción
del primer credo o profesión de fe de los principios obligatorios de la religión judía, credo que luego
fue aceptado oficialmente.
Al lado de estos nombres ilustres figuran todavía otros como Bahya o Bechai, autor de un
tratado de filosofía moral (Deber de los corazones) en que proclama la superioridad de la religión
interior sobre las prácticas exteriores; Issac Alfassi, natural de Fez, pero que fijó en Lucena el
centro de los estudios talmúdicos hasta la destrucción de la comunidad. Debe notarse que, además
de los tratados de ciencias particulares, escribiéronse en esta época y en los países musulmanes,
muchas enciclopedias o colecciones de enseñanzas de todo género, al modo de las Etimologías de
San Isidoro y obras análogas de autores griegos.
339. La literatura.
No menos brillante que el desarrolla de las ciencias fue el de la literatura entre los
musulmanes españoles. Cultiváronla, no sólo en la producción de obras imaginativas (poesías,
novelas, cuentos, etc., pero no teatro), sino en las obras doctrinales (tratados de retórica y poética,
de gramática en verso muchas veces, de crítica de metrificación). De las poesías se formaron
muchas colecciones o antologías, de las que se conservan bastantes en la Biblioteca de El Escorial.
Entre los gramáticos y retóricos los hubo muy célebres, como Ebn-Málik, de Jaén, cuyas
obras gozaron de gran autoridad;, los ya citados Abu-Mohámed-Abdalá y Aben-Hazam, de
Córdoba, polígrafo eminente este último y el hombre más sabio y más fecundo de su tiempo, pues
escribió 400 volúmenes dedicados a todo género de asuntos, y otros. Como poetas, descuellan en
primer lugar, en la poesía amorosa, el célebre Motamid, rey de Sevilla y Córdoba, y su ministro
Aben-Amar; Almotacim, de Almería; Omar Almotauáquil, príncipe de Badajoz, gran Mecenas de
literatos y poeta armonioso; Aben-Jafacha, de Alcira; ibn-Said, de Granada; Ibn-Seidon o Zaidún,
llamado el Tíbulo andaluz; Ahmed-ben-Xohaid, y las poetisas Wallada y Racunía; y en la poesía
elegiaca y heroica, Ben-Wahbún, autor de una oda celebrando la victoria de Zalaca; Abul-Beka,
autor de un poema sobre la pérdida de los territorios conquistados por Fernando III y Jaime I; Aben-
alabar, de otro sobre la pérdida de Valencia, poema que fue popular en España, y Ben-Abdún, de
Évora, que escribió sobre la desgracia de los reyes de Badajoz. También fueron célebres
Abenalarabí el sevillano, Abú-Abdallah el Thobní y otros. Pero no sólo tuvieron los árabes poetas
cultos, o eruditos, sino también poetas y poesía popular, cantores ambulantes, que en las calles y
plazas o en-los palacios y castillos, acompañados a veces de juglaresas o volatineras, entonaban con
música canciones y poesías de carácter heroico, fabuloso, amatorio o satírico, análogamente a los
romancistas y primitivos trovadores y juglares que en Castilla hubo. A partir del siglo XIII, estos
cantores y juglaresas figuran a menudo en las ciudades cristianas, bien fuesen forasteros, bien
mudéjares de los muchos que había y conservaban las costumbres moras. De estas canciones
populares formó un Diván o colección, escribiéndolas en la lengua vulgar, un famoso poeta
239
musulmanas de la Península, de un lado por los pocos monumentos (algunos dudosos) que nos
quedan, de otro por la inseguridad de sus caracteres, y, en fin, por la falta de estudios especiales y
detenidos que aclaren, aun con los pocos datos existentes, el origen y relaciones de esta época (en
particular por lo que toca a la arquitectura) con la anterior y la siguiente. Suele llamarse a los
tiempos que nos ocupan período o época de transición, suponiendo que lo sean entre la arquitectura
de los siglos VIII-XI y la de los siglos XIV-XV; pero no faltan autores respetables que dudan de la
exactitud de aquella denominación, ya porque la transición es un fenómeno constante y no de un
momento dado en la historia artística, ya porque en la arquitectura de estos siglos (XI-XIII) se
continúan los caracteres fundamentales de la anterior, aunque degenerados, menos definidos y de
ejecución más tosca e incorrecta.
Los monumentos en que se encuentran restos o partes de la arquitectura de esta época son: la
Aljafería de Zaragoza, la Giralda de Sevilla, el Alcázar de esta última ciudad (algunos trozos), la
Puerta de Bisagra en Toledo, las aljamas de Niebla y Sevilla (restos) y algún otro. En Córdoba se
nota gran resistencia en aceptar las modificaciones de este tiempo cuya diferencia con el antiguo
estriba principalmente en despojarse de las reminiscencias visigóticas y clásicas del arte del califato.
Hay quien supone que en él influyó, además, la arquitectura propiamente africana, que desde el
siglo IX se estaba produciendo (en Fez, Cairuán, etc.») con bastante diferencia de la del califato.
Los almorávides fueron grandes edificadores: fundaron la ciudad de Marruecos, que luego dio
nombre al país; construyeron grandes mezquitas y palacios en Fez y Cairuán. Los almohades aun
fueron más espléndidos, desarrollando gran lujo en Fez, que llegó a ser bajo su imperio ciudad de
785 mezquitas y capillas, 122 lavatorios para abluciones, 95 baños, 462 molinos, 89.236 casas,
3.074 fábricas, 86 tenerías, con 400 manufacturas de papel en Mequínez y en otras poblaciones. A
ellos se debe en España multitud de construcciones que hoy ya no existen (mezquitas, puentes,
acueductos, alcázares), y entre las que restan, el citado alminar o torre (Giralda) de la mezquita de
Sevilla, dirigida por un arquitecto árabe-siciliano, Abu-Alait. En lo alto de ella se puso un gran
capitel, y dícese que también un observatorio astronómico. De todos modos, la arquitectura de esta
época es, en España, menos importante que la de la época anterior y la siguiente.
En punto a las demás artes plásticas, se conservan de esta época una arqueta de comienzos del
XI, de gusto pérsico, labrada para una esposa de Almotamid de Sevilla; una llave del XIII, que se
dice entregada a Fernando III cuando la conquista de Sevilla, y algunos objetos de menos
importancia.
De tapicería, muy cultivada por los musulmanes, se cita generalmente un ejemplar,
considerado como bandera cogida a los musulmanes en la batalla de las Navas, aunque es dudoso.
Son muy notables por la belleza del grabado, la uniformidad de peso y su abundancia (indicio
de la gran prosperidad de esta época), las monedas almorávides, que presentan, además, tipos
nuevos fraccionarios del dirhem (semi-dirhemes, cuartos, octavos y dieciseisavos de dirhem), que
antes no se conocían. Igual perfección artística se nota en las inscripciones sepulcrales y sus
adornos. Los almohades introdujeron la novedad de acuñar la moneda (particularmente la de plata)
en forma cuadrada.
En música, los árabes, aunque tomaron la teoría de los griegos, parece ser que la completaron
mediante el estudio físico de los sonidos; pero los tratados que se conocen, y de que se guardan
ejemplares en El Escorial, no son españoles.
342. Costumbres.
Muy poco se puede decir respecto de las costumbres musulmanas en esta época y las
diferencias que tuvieran con las de tiempos anteriores, por ser punto que se halla aún sin estudiar.
Como pormenor característico, puede señalarse la recíproca y fuerte influencia que se produjo entre
las costumbres moras y las cristianas. El fundador del reino de Granada, vasallo de Fernando III,
Aben-Alahmar, vestía a la usanza cristiana, llevando iguales armas, capas de escarlata y hasta
arreos en el caballo que los castellanos. En Castilla, a su vez, (como veremos), las costumbres
241
Castilla
343. La agricultura.
Queda dicho, al hablar de las clases sociales y del régimen de la familia, lo substancial en
punto a la constitución jurídica de la propiedad territorial, base de la industria agrícola. Las
conquistas de leoneses y castellanos, llevando las fronteras al corazón de Andalucía e imponiendo
la sumisión y el vasallaje a los Estados musulmanes, trajeron para el interior del país un estado de
paz que no podía menos de contribuir a la repoblación y al cultivo de los campos. La política
benévola para con los moros sometidos ayudó a este fin; y aun cuando en el interior no faltaban
guerras, promovidas ora por los pretendientes al trono, ora por los nobles, especialmente en las
minoridades de reyes; ni la seguridad personal estaba garantida contra los abusos de los señores y
los ataques de bandidos, las disposiciones de los fueros, protectoras de la propiedad, el crecimiento
de los municipios, la formación de Hermandades, la emancipación de las clases serviles y el apego
de las familias a la tierra, mejoraron notablemente la situación, creando garantías para el labrador.
Por lo general, las tierras labrantías eran las únicas que pertenecían en derecho propio a los
individuos o a las familias. Los montes, bosques, prados naturales y terrenos sin roturar,
correspondientes a los municipios, o realengos, eran comunes, es decir, de disfrute común para los
vecinos (§ 292); pero también se daba el caso de que las mismas tierras de labor fuesen comunes, ya
sorteándose todos los años en lotes entre los vecinos, ya labrándose en común o repartiéndose el
fruto de las tareas individuales entre todos los vecinos y copartícipes: forma de propiedad o disfrute
muy frecuente en la zona que va de Asturias a Extremadura, como lo era también en las regiones
pirenaicas de Navarra, Aragón y Cataluña. La legislación de los fueros velaba por el mantenimiento
de estas tierras comunes, prohibiendo que nadie las acotase y redujese a cultivo los montes, pastos,
etc., de uso general para los vecinos, negando desde luego tales utilidades a los que no gozasen de
aquella condición vecinal.
Fuera de esto, las leyes tendían a impulsar el interés individual como medio seguro de que
adelantasen la agricultura y la repoblación, empleando los medios de uso general en aquellos
tiempos (§ 202), a saber: concediendo la propiedad de los terrenos nuevamente roturados a quien
los redujese a cultivo; dispensando por un año a los colonos o labradores de tributos y servicio
militar; garantizando la seguridad de las propiedades particulares (viñas, prados, huertas, etc.)
cercadas de tapia, seto ü foso (acotadas), porque de no estar cerradas convenientemente no se
pagaba multa por entrar en ellas hombres o ganados; prohibiendo que se abriese senda o se cazara
en sembrado ajeno; eximiendo de prenda los bueyes de labor, etc. Esto no obstaba para que en las
mismas tierras de particulares se autorizaran ciertos usos comunes en determinadas épocas, como
sobre el barbecho y sobre los árboles una vez recogida la cosecha, para utilizar los frutos olvidados.
Los fueros y ordenanzas dispusieron también a menudo (como se ha hecho en casi todos los países,
cuando se ha querido impulsar la agricultura) que los dueños que no cultivasen los terrenos
roturados perdieran la propiedad y pasara ésta, bien al rey, bien al municipio o al común de vecinos.
La conquista de Toledo y luego la de otras comarcas de Extremadura y Andalucía
acrecentaron la agricultura castellana, introduciendo el cultivo de árboles como el olivo, que hasta
entonces no se conocía en Castilla. Las tierras dedicadas al lino eran muy abundantes. Algunos
reyes, como Alfonso VII, atendieron directamente a la mejora agrícola, mandando plantar vides y
árboles. Igualmente se provee a la multiplicación de las norias; pero no hay indicios de que se
acometieran las grandes obras hidráulicas, condición indispensable en la Península para el progreso
agrícola, ni aun que se pensase en ellas; como tampoco en las de vialidad, tan importantes en la
época romana y tan necesarias para comunicar entre sí las diversas regiones.
242
344. La ganadería.
Tuvo gran importancia en este período, en primer término por la facilidad con que podían
sustraerse los ganados a los azares de la guerra y por ser tradicional en nuestro país esta industria.
Las especies más comunes eran el buey, el caballo, el asno, la oveja, la cabra y el cerdo. Los reyes
protegieron la ganadería, a veces con detrimento de la agricultura, no sin que los ganaderos, por su
cuenta, aprovechasen todas las libertades comunes, como la de entrar en los rastrojos y barbechos y
abusasen en lo concerniente a la entrada en viñas, huertas, etc. De aquí se suscitaron infinitas
cuestiones entre labradores y pastores, a las cuales procuraban atender los fueros fijando los
derechos respectivos, casos en que procedía multa o prenda a los ganados, etc.; pero la guerra entre
ambas industrias continuó durante toda la Edad Media, favorable en la mayoría de los casos a la
ganadería.
Los ganados solían pagar por el pasto en tierras realengas o municipales un derecho o tributo
llamado montazgo; el cual derecho, aunque en principio correspondía al tesoro real, acostumbraron
los reyes concederlo en provecho de los concejos con respecto a los ganados forasteros.
La conservación del ganado se procuraba mucho: ora multando a los que le hicieren daño (v.
gr., arrancando las cerdas de la cola), ora prohibiendo que se juntasen con las reses sanas las
enfermas de sarna, y con otras medidas así. En el ejercicio de la ganadería repetíanse las formas
mancomunadas de la agricultura: bien por constituir los ganaderos asociaciones para que las reses
pastasen en común o tuvieran pastores y guardas comunes, bien por unirse todos los vecinos de un
pueblo con carácter semioficial o administrativo, pues intervenía el concejo, para efectos iguales,
manteniendo entre todos al pastor o pastores, a las reses padres (que eran propiedad común), etc.
cuyo mayor desarrollo veremos en la época siguiente. Las minas de Almadén se explotaban, a lo
que parece, en este mismo tiempo.
Los industriales organizábanse en todas partes, como los de Santiago (§ 204), en gremios o
corporaciones, que formaban verdaderas entidades morales, con su casa común, caja, sello, bandera,
patrono religioso, de modo análogo a los antiguos collegia romanos (§ 65). Creáronse a la sombra
de los municipios y favorecidos por la libertad y privilegios de éstos; pero ya en el siglo XIII,
aumentando en número e importancia, reclamaron para sí de los reyes honores y franquicias
especiales, formando cuerpos sociales de verdadero peso en la vida de las ciudades. El desarrollo de
esta legislación particular (ordenanzas de gremios) corresponde a tiempos posteriores. Dentro de
cada gremio se distinguían los aprendices, los oficiales y los maestros. El aprendizaje duraba más o
menos años, según los casos, y generalmente se pagaba un tanto por él al maestro. Con éste vivían
los oficiales, como si fueran individuos de su familia; y aunque recibían jornal escaso, porque el
desarrollo de la industria no permitía otra cosa, tenían seguras, cuando menos, la comida y la
habitación: cosa posible en aquellas épocas, en que la industria era casera, la producción corta y no
se habían inventado aún las máquinas de hoy día, que acumulan en una fábrica cientos y miles de
obreros. El oficial podía pasar a maestro mediante un examen, y establecerse por su cuenta. Al
obrero se le exigía que llevase buena vida y costumbres; y cada gremio nombraba, además, especie
de inspectores (Alcaldes) para vigilar los talleres y tiendas, no permitir que se vendiesen malos
productos, arreglar las diferencias entre los distintos oficios y defenderlos en sus causas. Era
también costumbre vivir agrupados en barrios y calles los industriales de cada gremio u oficio: de
donde vienen los nombres de Plateros, Cerrajeros, Pelaires, Sederos, etc., que aun conservan en
muchas ciudades ciertas calles.
No pocos de los industriales eran extranjeros, moros o judíos, dedicándose éstos
especialmente a la orfebrería y oficios análogos. Los mudéjares representaron en todas partes un
contingente de importancia para la industria.
346. El Comercio.
Se comprende que con el progreso industrial (manufacturero y agrícola) se desarrollase
mucho el comercio castellano, y ya hemos anticipado algo acerca de esto en el párrafo anterior. Las
dos regiones que parecen haber tenido más tempranamente comercio con otros países fueron la de
Galicia y la cantábrica del O. (provincias Vascongadas). De los marinos de ésta se sabe que en la
época de las Cruzadas mantenían ya relaciones comerciales con puertos del N. de Europa y con
otros de Inglaterra, exportando los productos de Castilla, de Navarra y de Aragón que por aquella
costa tenían salida.
Los vinos españoles eran estimadísimos en Europa desde antiguo: y a mediados del siglo XIII
(1254) ya celebraban contratos aduaneros Flandes y Alemania acerca de los artículos traídos de
España.
Por el S., una vez conquistada Sevilla, no se hizo menos activo comercio. Fernando III otorgó
a los moradores del barrio de Francos (comerciantes) libertad de comprar y vender sus mercaderías,
y favoreció la institución de lonjas de comercio, con corredores de nombramiento real. Unido esto a
la importancia comercial que ya tenía Sevilla con los moros, hizo de ella «ciudad —como dice la
Crónica antigua de San Fernando— a quien le entraban cada día por el río hasta los adarves naos
con mercaderías de todas las partes del mundo, de Tánger, de Ceuta, de Túnez, de Bujía, de
Alejandría, de Génova, de Pisa, de Portugal, de Burdeos, de Bayona, de Sicilia, de Gascuña... y de
otras muchas partes de allende el mar de moros y cristianos». La creación de una marina militar por
Fernando III (§ 300) y el establecimiento de astilleros en Sevilla y otros puntos contribuyó no poco
a aumentar la marina mercante, base de nuestro comercio exterior.
En punto al interior, todavía tropezaban los comerciantes con la falta de seguridad personal en
los caminos, los tributos de pasaje, portazgo, barcaje, etc., que imponían el rey y los señores, y los
privilegios y monopolios de nobles y monasterios (el de Sahagún, v. gr.: § 277). Los reyes se
244
esforzaron por su parte en corregir estos males, ora aboliendo algunos pechos, ora procurando
afirmar la seguridad de los caminos ayudados por alguna Orden militar y por las hermandades de
concejos, o abriendo mercados o ferias en ciudades importantes. Consistían las ferias y mercados en
señalar uno o varios días al año o al mes para reunirse en determinadas poblaciones los
comerciantes y compradores de todos sitios, con objeto de facilitar las compras y ventas: medida
necesaria en aquellos tiempos en que las comunicaciones eran difíciles y por tanto no había ocasión
diaria de proveerse de muchos productos, sobre todo de los extraños a la localidad, y en que,
además, era conveniente viajar en grandes grupos para la defensa mutua, lo cual se conseguía
habiendo de ir muchos a un mismo sitio en época determinada. Generalmente, se concedían
privilegios y garantías extraordinarios a los concurrentes a las ferias, otorgándolos, no sólo a los
cristianos, sino a los moros y judíos, según hemos visto. Los alcaldes tenían encargo de velar muy
especialmente por el orden en estas ocasiones, que solían coincidir con la fiesta del santo patrono de
la población, y constituían con esto un motivo especial de animación y regocijo.
Un nuevo elemento vino a facilitar en este período las transacciones mercantiles: la moneda.
Sabemos ya que en los primeros siglos no abundó el numerario en los reinos cristianos, antes bien
escaseaba, haciéndose muchas ventas por permuta de especies. Con la extensión de las relaciones
internacionales y la venida de extranjeros, comenzó a correr la moneda en las ferias y mercados y
en los grandes centros de producción, siendo en su mayoría extranjera: doblas moriscas, metcales,
florines, moneda merguliense, andegabiense y turonense, procedente en gran parte de los tributos
que pagaban los moros y de los mercaderes francos, alemanes, etc. Moneda propia de los reyes de
León consta que la había en 1020; pero su desarrollo corresponde al reinado de Alfonso VI, después
de la toma de Toledo: lleva una cruz equilátera y el monograma de Cristo y estaba imitada de la de
los almorávides, cuyo nombre llevan las de oro (morabiti: moneda almorávid). En tiempo de
Fernando II de León y de Alfonso IX se acuñaron monedas de oro (maravedises). Alfonso VIII, no
sólo imitó el sistema de los dinares almorávides, sino que los acuñó con leyenda árabe, como se ve
en el dinar alfonsí de la era 1219 que reproducimos. Usábase también el nombre de mizcales para la
moneda de oro. Algún tiempo después aparece el castillo en el reverso; y luego, unidos Castilla y
León, el castillo en un lado y el león en otro. La acuñación era facultad especial del rey, que tenía su
casa de moneda; pero sabido es que se concedió por extraordinario a la catedral de Compostela y a
varios monasterios.
347. Cultura.
Hasta el siglo XI, la cultura de los pueblos leonés y castellano debió ser muy escasa, no
trascendiendo al común de las gentes la influencia de los contados y pobres centros que constituían
las bibliotecas y escuelas de algunos monasterios e iglesias. Desde el siglo XI, el crecimiento de la
importancia política de los reinos cristianos, el desarrollo de las relaciones con países extranjeros
(Francia, Inglaterra, Italia) y el mismo contacto, más íntimo que antes, con la civilización árabe y
mozárabe de los territorios del S., produjeron un despertar vigoroso de la cultura, que se extendió a
todos los órdenes. Concurrieron a formarlo dos elementos principales: el clásico, tradicional en
España, mantenido entre los mozárabes y en el clero, y el oriental, que en parte también era como
una restauración de la ciencia clásica, puesto que los árabes tan sólo reflejaron, en la mayoría de sus
obras, las ideas de los griegos y de los neogriegos de Asia y Egipto. Solo lo que ya existiera en
España como reliquia de tiempos anteriores (§ 205), el elemento latino se vio reforzado en gran
manera por los europeos que desde el siglo XI penetraron en gran número en España, asistieron al
sitio de Toledo y habitaron en ésta y otras poblaciones (§ 278) y en los monasterios cluniacenses. El
elemento oriental procedía de los mudéjares, de los mismos mozárabes, y en parte también de los
italianos, franceses, etc., que, influidos por las ideas de la civilización musulmana en los diversos
contactos que ésta tuvo con Europa fuera de España, traían a la Península, incorporadas a su cultura,
muchas de estas influencias, no sin haberles hecho sufrir alguna modificación. De la fusión de
ambos elementos nace la civilización española de los siglos XI y XII, base del gran desarrollo
245
alcanzado en el XIII, sobre todo al final de este siglo. El afán de saber y de enseñar nótase muy
claramente en este período por todas partes y trasciende al arte mismo, dando, v. gr., a la imaginería
(figuras de los códices, de los vidrios, de las ventanas, de las puertas, frisos, capiteles, etc.) un
sentido simbólico y pedagógico, o tendencioso, como hoy se dice. Se concede gran valor a los
libros, como se desprende del hecho de dar por uno varias casas y viñas (1044), de exponerlos al
público en las iglesias, atados con cadenas para que no los robasen, y de resguardarlos con costosas
encuademaciones de oro y plata: todo lo cual demuestra también que eran escasas y caras las copias
manuscritas, únicas posibles entonces. En las catedrales y monasterios había, no obstante, muchos
ejemplares de obras latinas: de Salustio, Horacio y Terencio, en la de León (siglo XII); de Ovidio,
Virgilio y otros varios, en Santa María de Nájera (siglo XIII); de Lucano, en Albelda (siglo XIII);
así como otras de San Isidoro (Etimologías), de Álvaro (el Liber scintillarum) y ejemplares del
Fuero Juzgo (el de León de 1058). El influjo de los extranjeros de Francia e Italia nótase con gran
fuerza desde la conquista de Toledo. Alfonso VIII hizo venir a Palencia profesores de aquellos dos
países, y muchos españoles iban a estudiar a París, como el arzobispo Don Rodrigo (1170-1247),
uno de los más ilustres eruditos de la época (§ 352), notándose especial predilección por las
enseñanzas europeas contra el influjo musulmán, no obstante la preponderancia de éste en otros
órdenes. Nace de aquí un gran movimiento de autores en los siglos XI, XII y primera parte del XIII,
pero con la particularidad de que, no obstante venir en mucho el impulso de fuera, España presenta
en la producción literaria (sobre todo en historia) una notable superioridad sobre Francia e Italia. Ya
estudiaremos este punto especial al tratar de los autores.
Los reyes y personajes importantes de este período contribuyeron de un modo positivo al
desarrollo de la cultura, fundando bibliotecas en abadías, como Santa María la Real de Nájera
(1052); donando libros, como Gelmírez a la catedral de Compostela, y el arzobispo Jiménez de
Rada (que los poseía muy abundantes) a Nuestra Señora de Huerta; y creando, en fin, las primeras
Universidades, nuevo órgano de enseñanza que vino a sustituir a las antiguas escuelas catedrales y
monacales del trivium y quadrivium. Como bibliotecas importantes, ricas en códices, pueden
mencionarse, entre otras, la de San Isidoro, de León, y la de Uclés.
reyes y personas notables; y Alfonso VIII, en 1212 o 14, fundó en Palencia unos Estudios generales,
trayendo para ello profesores de Italia y Francia. Con esto, diferenciábase la institución de Palencia
de las antes citadas, en ser de pura creación real (primer establecimiento del Estado en la
Península), no hija de la voluntad de los discípulos y de la fama de los maestros; pero tuvo vida
efímera, pues duró sólo 51 años. Diferenciábase también en no contener en su programa la
enseñanza teológica (que no figuró en nuestras Universidades hasta el siglo XV), tan en boga en
Francia. Poco después creó otra Universidad en Salamanca Alfonso IX de León, con el mismo
carácter civil y público, es decir, de patronato real y sostenida con fondos del Erario, sin
intervención del Papa ni de ninguna entidad o corporación: motivo que produjo el resistirse durante
mucho tiempo nuestros reyes a la admisión de representantes del Papa en las Universidades
(Conservadores y Maestreescuelas), aunque aceptaban y aun buscaban su apoyo para el fin de dar
validez a los estudios en todos los países de Europa (cosa que sólo por bula del Papa se lograba), o
por obtener rentas del clero. Así la Universidad de Salamanca fundada como hemos visto por
Alfonso IX hacia 1215, favorecida con privilegio de 1243 por Fernando III, obtuvo bula en 1255. El
mismo rey estableció en Valladolid unos estudios generales sobre la base de los eclesiásticos que
existían desde 1095 por creación de un noble, el conde de Ansúrez, fundador de la Iglesia abacial.
El rey concedió 10.000 maravedises, y nombró profesores de Derecho y otras materias.
Desde esta fecha, queda establecida la instrucción pública superior en Castilla; pero como su
gran desarrollo corresponde a la segunda mitad de siglo XIII y tiempos posteriores, en la época
siguiente estudiaremos su organización e influencia.
349. El idioma.
En el párrafo correspondiente del período anterior indicamos ya cómo, no obstante seguir
siendo idioma oficial el latín, no sólo el pueblo, sino también las clases cultas (según se ve por los
documentos escritos), hablaban una lengua en que las palabras latinas iban mezcladas con otras
muchas de nueva forma, base de los romances. Siguiéndose este cambio o evolución, a fines del
siglo XI ya puede decirse que está constituido el castellano o romance de Castilla, lo mismo que el
gallego y demás variantes de las regiones occidentales y centrales de la Península. Este hecho se
produjo a la vez en todos los territorios cristianos de esta parte, y principalmente, según parece, en
los sitios donde se conservaban menos los antiguos idiomas indígenas. No fue, pues, el castellano
una importación de los guerreros gallegos y asturianos, que iban imponiéndola a medida que
avanzaban en su conquista, máxime cuando es sabido que la producción del romance empezó ya en
época visigoda y en regiones del S. Algo influyeron en la constitución del romance los mozárabes,
comunicándole elementos del árabe, no sólo en palabras, sino en giros y fórmulas enteras —que
aparecen en los documentos cristianos copiadas de aquel idioma— introduciendo voces mixtas,
alterando la escritura de nombres y contribuyendo, por las modalidades de su propio dialecto
especial, muy parecido al castellano, a la determinación de los dialectos regionales romances.
Los primeros documentos completamente romanceados proceden de mediados del siglo XII,
aunque ya a fines del XI, (1088) la escritura toledana era una mezcla de palabras latinas y vulgares.
El desarrollo de los romances era tan grande en el siglo XII, que permitió la producción de obras
literarias de importancia, como veremos; y el progreso fue tan rápido, que ya a mediados del XIII
hicieron traducir al romance, Alfonso IX y Fernando III, el Forum Jiudicum, que como sabemos
regía en León y Castilla. Según se dirá también en el párrafo siguiente, los dialectos romances que
se desarrollaron con preferencia en esta parte de España fueron el castellano, el gallego y el leonés,
estos dos últimos sobre todo, hasta fin del siglo XIII; pues no pocas copias del Fuero Juzgo y
algunos poemas de la época (el de Alexandre, v. gr.) están escritos en leonés, al paso que gran parte
de la poesía lírica lo estaba en gallego. El castellano puro se impuso más tarde. Los mozárabes
siguieron empleando con gran persistencia el idioma árabe, en el cual redactan los documentos
jurídicos privados, aunque mezclando con las palabras arábigas muchos romances de forma
definitiva.
247
Al mismo tiempo, la influencia francesa hizo cambiar el tipo de letra toledana o visigoda, que
se usó hasta entonces (principalmente en la sociedad mozárabe, aunque algo modificada) por el de
letra francesa, en que desde Alfonso VI se empieza a escribir, aunque su difusión fue lenta, no
llegando a dominar enteramente hasta fines del siglo XII; a la vez que la introducción del papel,
comunicado por los árabes, daba a la copia de manuscritos mayor facilidad y mayor baratura,
coadyuvando a difundir los libros. En éstos se extremaron el lujo y las bellezas caligráficas y
pictóricas, de que son ejemplo el Fuero Juzgo de San Salvador de Chantada (1063), el Cronicón
que regaló a San Martín de Santiago Fernando I (1135), y otros.
350. La literatura.
No cabría explicarse la literatura de las regiones occidentales y centrales de España en este
período, sin tener en cuenta las influencias que la determinan y que son tres principalmente: la de
los mudéjares, que recayó en especial sobre la lírica y el baile populares; la de los provenzales, más
notable que la anterior, sobre la lengua y la poesía, y la francesa propiamente dicha. La primera
nótase, sobre todo, a partir del siglo XIII; la segunda tiene su núcleo en el reinado de Alfonso VIII y
se perpetúa durante mucho tiempo, y la tercera déjase notar desde Alfonso VI. La literatura judía
empieza a influir más tarde. El cultivo de la poesía latina continuó, al comienzo de esta época,
principalmente en lo religioso, con los himnos de la Iglesia, como los famosos de Grimaldo de Silos
(final del siglo XI), los de San Millán y de Ph. Oscense, el Gramático (1076); y en lo heroico, como
en el poema de la toma de Almería, el cantar latino del Cid, etc. Mas, por bajo de esta literatura
erudita, que también se manifestaba en prosa —en Crónicas como la latina de Alfonso VII—,
comenzó muy tempranea en León y Castilla (sobre todo en esta última) una poesía popular de
carácter épico, consistente en canciones (llamadas de gesta, cantares de los juglares, o simplemente
cantares) dedicadas a narrar y enaltecer las glorias y proezas de los guerreros cristianos. El núcleo
de estos cantares parece haber sido (en los siglos XII y XIII) Burgos, la antigua capital de Castilla,
creyéndose que algunos de los poemas de la época (el del Cid, v. gr.) son refundición de cantares
populares anteriores. No se han conservado más que algunos de éstos embebidos en la prosa de
obras posteriores, como la Crónica general (§ 5,2). Es dato curioso el de que, probablemente,
muchos de estos cantares expresan la oposición, tantas veces revelada en la historia política, entre
Castilla (cuna de ellos) y León, reveladora a su vez de la rivalidad étnica entre el elemento gallego y
el castellano. El origen, no obstante, de esta literatura es francés. Trajéronla consigo los caballeros y
cluniacenses venidos en gran número en el siglo XI con sus cantores (trovadores y juglares) y
cuentistas. El primer trovador, Marcabrú, es del tiempo de Alfonso VII (I 126-57), y uno de los más
célebres, Vidal de Besalú, figura en la corte de Alfonso VIII. A menudo estos cantores (en que
había, como es natural, sus clases y grados más o menos humildes) iban de pueblo en pueblo y de
castillo en castillo, recitando versos al compás de instrumentos de cuerda. Ellos fueron los
propagadores y los autores, en muchos casos, de este género de poesía, en la cual influyó desde muy
temprano, como es natural, la francesa de igual carácter, cuyas obras principales estaban divulgadas
desde el siglo XI en España y eran muy gustadas de los caballeros y monjes franceses o
afrancesados de las cortes de Alfonso VI, Doña Urraca y Alfonso VII; mas parece que esta
influencia se ejerció únicamente sobre la forma y no sobre el espíritu y cualidades esenciales de la
poesía castellana, pues los asuntos de ésta, aunque son con frecuencia imitación de los franceses,
muestran en su mayoría un profundo sentido nacional, incluso de protesta contra el elemento
extranjero; y los metros, aunque revelan en algunas de sus formas la influencia de los franceses
(más perfectos entonces), se separan bastante de ellos y concluyen por adoptar el tipo octosílabo (en
versos partidos; de diez y seis sílabas) que es el genuinamente nacional, dejando el francés
alejandrino (de catorce) a la poesía erudita. A la vez, parece que hubo cierta influencia española en
la literatura francesa, desde el siglo XI.
De la poesía heroica castellana no han llegado a nosotros los cantares populares primitivos,
pero sí poemas de mayor artificio y extensión, de asunto caballeresco, a los que se llamaban
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entonces romances, y así llama al suyo el autor del Poema del Cid. La aplicación de este nombre a
las composiciones cortas (cantares) no consta hasta el siglo XV. Conocemos hoy dos obras
principales conservadas, pero no completas, en su forma primitiva o en una muy aproximada a ella:
tales son el Poema del Cid o Gesta del mío Cid y la Crónica de sus mocedades, o cantar de gesta
de Rodrigo. Ambos, como indica su título, relatan hechos de la vida del Cid, mezclando la leyenda
con la historia (§ 229), pero reflejando intenciones políticas seguramente poco conformes a la
realidad de la época en que vivió el Cid y al carácter de los actos de su vida. El Poema parece ser de
mediados del siglo XII, y es menos legendario y falso que el Cantar de Rodrigo, de fecha posterior
probablemente, y refundido en el siglo XIV. De otros cantares de gestas sólo conocemos resúmenes
en prosa asonantada, conservados en la Crónica general de tiempo de Alfonso X. La influencia
francesa revélase con gran fuerza en varios otros poemas del siglo XIII, de asunto religioso o moral,
Vida de Santa María Egipciaca, El Libro de los tres Reis d'Orient, la Disputación del alma y el
cuerpo y el Debate entre el agua y el vino, versiones de obras francesas hechas con gran servilismo.
Corresponde también a este período la primera muestra castellana de poesía dramática, el
Misterio de los Reyes Magos (fines del siglo XII?), obra de poeta erudito, arreglo de otra latina
francesa y notable por la variedad de sus metros, que inicia la tendencia polimétrica característica
de nuestro teatro.
La forma de éste en la primera mitad de la Edad Media, perdida la tradición clásica (en parte
continuada en la época visigoda) se amoldaba al carácter y tendencias de las corrientes literarias y
sociales, manifestándose en dos géneros: el religioso y el popular. El primero estaba ligado a las
grandes festividades de la Iglesia, y en especial a la de Navidad, con cuyo motivo se celebraban en
los templos representaciones (misterios) de asuntos de historia sagrada en que tomaban parte los
canónigos, monaguillos y el pueblo, con música y baile. A este género, que los cluniacenses
desarrollaron mucho, pertenece el citado poema de los Reyes Magos. El segundo género,
consistente en representaciones muy rudimentarias, que hacían los juglares en las calles y en los
castillos, tenía asunto profano y generalmente satírico y de gran libertad de expresión, del cual no
nos quedan muestras correspondientes a este período. Ambos géneros no estaban radicalmente
separados, pues también en las iglesias se celebraban a veces farsas burlescas más profanas que
religiosas, el día de Inocentes, por ejemplo; y sin duda la libertad de lenguaje y maneras debió
contaminar al teatro litúrgico, puesto que a mediados del siglo XIII (y comienzos del siguiente
período) hubo que dictar disposiciones legales para corregir las «muchas villanías y desaposturas»
indignas de la casa del Señor que se cometían. El porvenir del teatro nacional estaba, sin embargo,
en el género juglaresco, y ya veremos cómo se desarrolla en los siglos posteriores.
como matemático, siendo el primer escritor de álgebra en latín, y traduciendo libros de física,
astronomía, astrología, etc. Al cabo, estas traducciones, y los viajes de sabios extranjeros, hubieron
de producir una influencia grave, en sentido panteísta, de la filosofía oriental sobre la europea de
Amalarico y otros autores.
Al final de este período, en el reinado de Fernando III, se inicia un movimiento de literatura
política moral en romance, reflejo también (y aun muchas veces traducción) de fuentes musulmanas
y orientales, al cual pertenecen obras como el Libro de los doce sabios, las Flores de Philosophia,
el Libro de los buenos proverbios, Poridat de Poridades y los de cuentos o apólogos titulados
Kalila y Dina y Sendebar.
mucha fortaleza, ahora que sufrían grave peso con la bóveda debían aumentar en espesor y
disminuir los huecos en ellos (ventanas). Se usaron varias formas de bóveda: la de cañón seguido o
semicircular, más fácil de construir, pero muy pesada; la bóveda por arista, que resulta de la
intersección de dos semicilindros, más difícil, pero más ligera, y la cúpula. Para sostener las
bóvedas agrandaron los pilares o columnas, que afectan dos formas: cruciforme y cilíndrica, o una y
otra, alternadas, con arcos de varios tipos; y todavía, para mayor fuerza, se aplicaron por el exterior
los contrafuertes o pilares adosados al muro. Los capiteles de las columnas son variadísimos en un
mismo templo, y aun en una misma parte de éste (el claustro, v. gr.), ya imitando los clásicos, ya
adornándose con el lazo rúnico o con motivos de flora (hoja de cardo, etc.) tratada con carácter
oriental, en planos, a bisel, y con figuras humanas o de animales extrañamente desfiguradas o
fantaseadas, elemento quizá septentrional o escandinavo. Al exterior, presentan las iglesias lujo de
decoración en las portadas, multiplicando las arquivoltas (es decir, la curva o parte interna de la
bóveda en que se abre la puerta y que contiene varios arcos) sobre columnitas delgadas, y
ornamentándolas, ya con figuras de hombres y animales, ya con motivos de follaje. En el tímpano
de las puertas, y sobre el capitel de las columnitas, se ponen estatuas de piedra, que a veces forman
composiciones histórico-religiosas. Lo mismo hacen en las ventanas. El tipo más hermoso de
portada es el llamado Pórtico de la Gloria, de Santiago, si bien se muestra ya influido por las formas
góticas que florecen en el XIII (§ 361). Ejemplos de románico más puro son las portadas del brazo
S. de la misma catedral de Santiago y la de San Isidoro, de León. Las ventanas adornábanse con
vidrios que llevaban figuras de colores. Por bajo de los aleros salen las piedras (canes) que
sustituyen a los modillones clásicos de las cubiertas y que se decoran también con figuras.
Aparte de la influencia francesa que ya hemos detallado, y de la bizantina, también indicada,
la árabe se nota especialmente en la construcción de cúpulas, como la de la Sala capitular de la
catedral vieja de Salamanca, la de San Millán, de Córdoba, y otras muchas; y en los arcos
lobulados, como en San Isidoro, de León.
La arquitectura románica militar y civil, menos importante que la religiosa, ha dejado no
obstante en Castilla algunos monumentos de interés, como el Palacio de Carracedo (provincia de
León) y las murallas de Ávila. En Carracedo son de notar la bóveda cupular de tipo lombardo; las
pinturas sobre madera de la cámara llamada de Doña Sancha (probablemente mudéjares) y las losas
perforadas de las ventanas, que recuerdan las de algunas iglesias más antiguas: v. gr. San Miguel de
Lino (§ 207).
arista empleada con nueva significación relativamente a la bóveda, y a la cual se subordina toda la
construcción, elevando los arcos, acentuando el uso de transversales y modificando para esto la pila
de que arrancan, en el sentido ya iniciado en Sahagún (§ 35»); el contrafuerte, desarrollado de una
manera grandiosa, menos grueso que antes, pero no adosado a los muros, sino independiente y
unido a ellos por arcos que transmiten todo el empuje de la bóveda (originando lo que se llama
arbotante o botarel), y rematado por torrecillas muy adornadas (pináculos). Por consecuencia de
todo esto, se produce la mayor elevación de las naves; el desarrollo de la ventanería en mayor grado
que en la iglesia románica, puesto que, no siendo ya los muros quienes reciben el peso de la bóveda,
se les puede alargar y perforar impunemente; el cambio de cubiertas (agudas) cuya tapa exterior
afecta en los muros formas angulares (gabletes), origen de los hastiales que luego coronan las
portadas, y la transformación del ábside, que de circular se convierte en poligonal. Al mismo
tiempo, se aumenta la decoración, tanto de los pórticos como de las ventanas, de las canales de
agua, de los capiteles, etc., dando por resultado edificios de gran elevación, ligereza y profusión
ornamental. Las torres adquieren gran desarrollo y van unidas al edificio. La ornamentación es
naturalista, de flora local fina (hojas de hiedra, de encina, etc.) que más tarde se cambia por otra de
hojas carnosas y de malla (crochets), con gran desarrollo de la imaginería en pórticos y ventanales.
La planta es de una o varias naves, con crucero que corta la nave principal y que va tendiendo a
bajar hacia el centro de la iglesia (buscando la cruz griega), para dejar sitio al coro, que se coloca
ante el ábside central, en cuyos muros, y los de los demás ábsides (cuando hay varios, tres o cinco),
se abren capillas aprovechando el hueco entre los contrafuertes.
Como se ha visto, los elementos de la arquitectura gótica existían ya iniciados en la románica.
Muchos de ellos también como la ojiva, la bóveda por arista y la de crucería (que señala sus nervios
o arcos al exterior: braguetones o baquetones), usábanse con autoridad en otros pueblos, como en el
persa y árabe, de los que, tal vez, hubieron de ser tomados en parte. Pero en la producción del arte
gótico, que desarrolla todos esos elementos y les da una importancia de que carecían antes,
influyeron causas sociales, sin las que no cabe explicárselo. Fueron estas causas el aumento de la
población en las ciudades, el crecimiento de la importancia de éstas, de la clase media y del clero
secular, en oposición al regular; la necesidad, por tanto, de agrandar las iglesias, cubriendo grandes
espacios, junto con la vanidad, natural en las nuevas fuerzas sociales, de construir grandes
monumentos. Las iglesias góticas son, conforme a estas causas, obra completamente social,
colectiva, debida al concurso espontáneo de todas las fuerzas sociales y en especial la burguesa; en
lo que estriba su poesía y alta representación histórica. En las catedrales trabaja todo el pueblo, en
medio de cantos y alegría; y en ellas se reúnen los burgueses, no sólo para las ceremonias del culto,
sino para tratar de los intereses mundanos, y en ellos tienen asiento los cabildos, cuya importancia
en todos órdenes es manifiesta.
A fines del siglo XII empieza también la costumbre de enterrar los muertos en las iglesias,
generalmente en los claustros. Antes, los cementerios estaban situados alrededor o a la cabeza de la
iglesia, y así continuaron por mucho tiempo en las aldeas y pueblos escasos. La construcción de
cementerios aislados, cerca de las grandes poblaciones, se inicia también en este tiempo.
pobre construcción, madera por lo general. A la madera sustituye por completo la piedra (a fines del
siglo XI los hay ya en Francia), y a la vez se amplía su área y se desarrollan los elementos
defensivos. Al terminar el siglo XII, el castillo —feudal, real o municipal— adquiere todo su
esplendor. Lo rodea al exterior un foso, con empalizada, detrás del cual se eleva un espeso muro
flanqueado de trecho en trecho por torreones redondos o cuadrados y con la cima coronada de
almenas, desde donde disparan los arqueros. Completan la defensa: construcciones salientes,
primero de madera (siglo XIII), más tarde de piedra, cuyo piso está lleno de hendiduras
(matacanes) desde las cuales los soldados pueden arrojar grandes proyectiles sobre los que intenten
escalar el muro o atacar su base; las puertas, protegidas por torres, por defensas exteriores
(barbacanas) y por puentes que se pueden ir levantando pieza a pieza. Se construyen también desde
el XII, para evitar lo débil de un recinto extenso, fortificaciones avanzadas y sueltas que completan
la defensa.
En el interior hay dos cuerpos de edificios: el de los artesanos, con los almacenes, etc., y el de
los señores y sus soldados, separados por un muro; y en uno de los lados, aislada por un foso, una
torre alta, que se llama del Homenaje y que puede servir de ultimo refugio en el asalto. En las
ciudades señoriales, el castillo o habitación del señor, que domina todas las demás fortificaciones,
está defendido y aislado también por la parte interior o que da a la ciudad, en previsión de
sublevaciones de los vasallos. Los conventos y palacios episcopales copian el mismo sistema de
defensas, con torres, murallas, etc. Estas últimas (que ya vimos cómo se construían en el período
visigodo), lo mismo en las ciudades señoriales que en las libres rodean el casco de la población, a
veces en doble línea separada por un foso. Son de piedra al exterior, rellenas de tierra o piedra
machacada, y guarnecidas de trecho en trecho (como las murallas exteriores de los castillos o
residencias señoriales) de torres, cilíndricas o cuadradas, con puertas defendidas, etc. Los puentes,
cuando los hay, están también defendidos a su entrada por torres y puertas.
Juntamente con la militar se desarrolla la arquitectura civil, en mucho mayor grado que en el
período anterior. Las poblaciones siguen siendo de calles estrechas y tortuosas, pero el caserío
comienza a ser importante. Las corporaciones y muchos particulares construyen edificios cómodos
y de elegante aspecto. Los concejos crean la Casa de la villa, con grandes salones para las juntas, y,
desde fines del XII, la atalaya o torre donde se cuelgan las campanas (que antes se colgaron en las
puertas de la ciudad), a cuyo son se reúnen los ciudadanos y las milicias.
En España queda muy poco del gótico del siglo que nos ocupa: el lienzo del E. o parte antigua
del Alcázar de Toledo; la Torre de Don Fadrique, en Sevilla, y portadas de casas en Segovia. Las
grandes construcciones civiles y militares son de los siglos XIV y XV.
La orfebrería es notable, aunque debe notarse que se conservan pocas piezas de los sig1os XI
a XIII. Reviste el mismo carácter simbólico que la pintura, y reproduce formas bizantinas, árabes y
románicas o góticas en la ornamentación (lazos, animales fantásticos, figuras humanas, etc.). Entre
las obras de este arte que se conservan en España, figuran algunos cálices de oro y piedras preciosas
(como uno de Santiago, que se dice del XIII), la corona de Fernando III el Santo, una cruz
procesional con las figuras de Adán, Cristo, la Virgen, San Juan y los Evangelistas, románica; la
urna de Santa Eulalia (siglo XI), que se conserva en Oviedo, y la mesa del altar (llamada
vulgarmente arca de las reliquias) de la Cámara Santa de Oviedo, probablemente también del XI,
etc. De tipo gótico, las obras principales pertenecen al siglo XIV.
De otras artes (talla en marfil, objetos de vidrio) queda apenas nada que pueda servir para
formar idea suficiente de su desarrollo y caracteres. Mencionaremos algunos de los objetos que
pertenecieron a San Fernando: una taza, una Virgen de marfil (ya citada) y la espada. En el museo
arqueológico existe hoy una hermosa cruz de marfil del siglo XI, llamada de Don Fernando, que
antes perteneció a San Isidoro de León, de donde también es una arqueta con placas de marfil.
Finalmente, en Oviedo se conserva un díptico de esta misma materia, atribuible al siglo XII o
comienzos del XIII. Los tipos predominantes en los objetos de esta clase son: el oriental (como en
la época anterior) y el italiano (veneciano) en punto a los vasos especialmente.
358. El mobiliario.
Los muebles son fuertes, pesados, macizos, muy sobrios de decoración, y sin tallas en el
período románico. Los adornos, cuando los hay, son de asunto religioso, guerrero o cinegético, muy
convencional en la composición y naturalista en los pormenores, o de tipo vegetal y geométrico
(hojas, lazos, ajedrezados). Las camas eran objeto de puro lujo. Generalmente se dormía sobre
arcones o bancos, con o sin jergón, y en el suelo. Los señores y gentes ricas solían tener camas de
madera o bronce, con respaldo en un lado y un cabecero muy alto, sobre el que se apoyaba gran
cantidad de almohadones, de modo que las personas venían a quedar más bien sentadas que
acostadas.
Para asiento usábanse taburetes, sillas de tijera sin respaldo, y otras con él o con brazos
(sillones) que reservaban para el señor de la casa, cubriéndolas de tapices. Los tronos de los reyes y
obispos eran sillones de esta clase, colocados sobre un estrado y con dosel o cortinaje, costumbre
bizantina.
Siguen estas formas en lo esencial durante el siglo XII y comienzos del XIII, aunque
mejoradas, con mayor lujo y en mayor número, porque la mayor estabilidad y seguridad de la vida y
el crecimiento del bienestar económico aumentan y enriquecen el mobilario de las casas. Los
artesanos y obreros suelen tener ya una cama, una mesa, dos sillas y un cofre o arca. En la
construcción de los muebles se emplea el torno y se les decora con pinturas, molduras, taraceas e
instrucciones, y con clavos y herrajes, necesarios, además, por no estar generalmente ensambladas
las maderas. Las camas, estrechas, aunque hubiesen de servir para dos personas, son ricas y llevan
colchones de telas de lujo bordadas y galoneadas, sábanas, cobertores y pieles. Los asientos siguen
siendo, en su mayor número, bajos y sin respaldo (taburetes, escaños, escabeles), quedando las
sillas y sillones para las gentes de distinción. El dosel de los tronos toma casi la forma actual, y
delante de las sillas y sillones se colocan taburetes para apoyar los pies, con objetos de
resguardarlos del frío del pavimento, desnudo casi siempre y embaldosado con losas o ladrillos. Al
lado de estas formas antiguas se desarrolla el banco o asiento para varias personas, de varios tipos:
con y sin pies, con y sin respaldo, etc., y con los asientos señalados (si eran para personas de
distinción) por brazos o tabiques. De aquí se derivaron las sillerías de coro, de que se conserva un
ejemplar leonés (coro de Gradefes). Las mesas para comer eran de varias formas y pies de tijera, sin
que se usasen los platos individuales ni los tenedores. Para escribir había una especie de pupitres
colocados sobre pies, y para guardar las ropas, arcas, cofres y más raramente armarios, ya en forma
de alacenas abiertas en la pared, ya sueltos, de madera con herrajes, cerrojos, etc., y pies. Para
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guardar los cuerpos de los santos empleábanse en las iglesias arcas, al principio de maderas,
grandes, y desde el siglo XII de metal macizo, más pequeñas. Las reliquias (trozos del cuerpo,
vestidos, etc.) de los santos seguían guardándose en relicarios o cajitas de marfil, metal o maderas
preciosas, esculpidas, incrustadas, esmaltadas, pintadas, etc., e influidas ya por el arte árabe, de las
que son ejemplos la arquilla de San Millán de la Cogolla, de madera con chapas de plata, piedras y
cristal y 22 placas de marfil, y la esmaltada, con cabezas en relieve, de San Isidoro de León. Ya en
el siglo XI, los relicarios empiezan a adoptar otras formas, como la de torre (p. ej., el de Conques),
la de linterna y también las de los objetos que contenían (v. gr. cabezas, si habían de encerrar
cráneos: catedrales de Ávila y Toledo; brazos, manos, etc.)
Los tabernáculos para guardar la Eucaristía tenían forma de torres o tiendas de telas preciosas
y eran portátiles. Finalmente, empieza a desarrollarse el uso de los retablos (que hasta el siglo X no
se conocían), aunque portátiles, consistentes en grandes planchas de metal (de oro muchas veces,
como los frontales) con figuras, y combinados a veces con relicarios; o de madera pintada, en las
iglesias pobres.
colgantes; túnicas de lienzo fino, rizadas sobre todo en la pechera, y otras ropas y adornos de lujo.
En el siglo XIII aparecen nuevos tipos más sencillos y de mejor gusto y armonía; pero en la segunda
mitad de él desarrolla gran lujo. Las viudas, por obligación que consignan algunos Fueros, llevaban
manto o velo negros, y debían acudir en determinados días a la iglesia para «hacer duelo» sobre la
sepultura del difunto marido; estándoles prohibido presentarse con frecuencia en público, ni aun en
los tribunales de justicia. No se les impedía por esto volver a casarse, con tal que fuera después de
un año.
De las mujeres mozárabes de Toledo (siglo XII) se sabe que usaban enaguas, chinelas, mitras
pequeñas o rodetes en la cabeza, mantos de colores que les llegaban a los pies, jubones de seda y el
pelo rizado.
El recato femenino se sancionaba con castigos que protegían a las mujeres contra los insultos
o agravios. Considerábase grave delito forzar a una mujer y aun cogerle con violencia el cabello; a
las viudas se les otorgan exenciones de pecho (fonsado, posada...) y los mismos honores y
privilegios de que gozaron sus maridos, y en el gobierno de la familia ya hemos visto que tenía la
madre gran participación (§ 307 y 308).
No ha de creerse por esto que en el trato diario gozase la mujer, de parte del hombre, una
consideración elevada, ni aun igual a la de los mismos hombres, siendo absolutamente falso e\
espíritu de galantería que se ha supuesto característico de estas épocas. La literatura castellana
refleja tan sólo, de una manera sobria, la ternura doméstica, común a todos los tiempos y
compatible con un concepto de inferioridad respecto de la mujer; pues si ésta logra en Castilla ser
reina o representar un señorío, y aun, mezclándose a los azares de la guerra, realiza heroicidades
como las de Doña Mencía López de Haro, que con sus doncellas defendió contra los moros la
fortaleza o castillo de Martos, en ausencia de su marido Don Álvaro Pérez de Castro, no solía la
opinión pública considerar el propio valor la acción de las mujeres sin auxilio de varón; como
ocurrió en el caso de Doña Urraca (§ 231). Es de notar, sin embargo, que en la reunión de concilios
y en el otorgamiento de fueros y privilegios por los reyes y nobles, siempre figuran, con los
presidentes u otorgantes, sus mujeres respectivas. Varios documentos medioevales muestran
también la intervención de éstas en asuntos diferentes de gobernación y mando, como es el caso, v.
gr., de Doña Milia, madre de Don Andrés de Castro, conde de Lemos (1242), la cual en ausencia de
su hijo medió en las contiendas existentes entre monasterios de la localidad, y a la que el rey Don
Fernando III no le quitó el condado cuando quedó viuda y en menor edad su hijo, como era usual
hacerlo, para que lo rigiese varón apto y de condiciones guerreras.
todo a los que pudieran mantener caballo (§ 273), y, en parte, del mismo orgullo de los florecientes
municipios, cuya tendencia era hombrearse con los nobles.
Los clérigos llevaban todavía vestidos iguales a los de los hombres civiles, pero de un solo
color. Para los oficios usábanse ropas como las de hoy día. Los canónigos de Compostela vestían
traje talar y birretes negros para Cuaresma, y los abades un birrete cónico.
muchos. A los juegos de armas se unían los de pelota, tejuelo, dados, ajedrez y damas, que es
sabido se conocían ya en el siglo XIII. La caza seguía siendo ejercicio muy general, ya a caballo, ya
a pie, con halcones y otras aves de presa (cetrería) y en otras formas.
En punto a costumbres militares, además de lo dicho en el § 299, es curioso advertir que a los
ejércitos acompañaban clérigos y religiosos que en el momento del combate excitaban a los
soldados levantando en alto crucifijos y presentándoles Evangelios abiertos: cosa que ocurría de un
modo análogo en las huestes musulmanas, como se sabe con referencia a la batalla de Azagala o
Zalaca. Los campamentos formaban verdaderos pueblos, ordenadas las tiendas en calles y plazas y
ocupando sitio diferentes los traperos, cambiadores de moneda, especieros, boticarios, carniceros,
etc., lo cual da idea de la impedimenta que llevaban consigo los ejércitos, necesaria, por otra parte,
para su manutención y arreglo. Téngase en cuenta, no obstante, que la descripción mencionada se
refiere al campamento formado para el sitio de Sevilla y que no era lo mismo entonces (ni aun
ahora) sitiar una ciudad, que realizar una cabalgada o correría, cosa la más frecuente. Los sitios, por
lo abundante y sólido de las fortificaciones y la falta de instrumentos de guerra que combatiesen a
distancia (como los cañones que algún tiempo después empezaron a usarse), duraban muchos años
y exigían una organización especial.
Habiendo mencionado los años, es ocasión de decir que en España se contaba entonces por la
Era española, usada por San Isidoro y que comienza 38 años antes de la de Cristo, y no por ésta;
siendo necesario, pues, reducir los años de la primera a los de la segunda, que hoy rige, pero que
tardó en ser adoptada. Los musulmanes contaban el tiempo (y siguen contándolo hoy) a partir del
día siguiente a la llamada Hégira o huida de Mahoma de la Meca a Medina, el 15 de Julio del año
622 de J. C. El año musulmán, que consta de 12 meses lunares, no coincide, con el cristiano, el cual
le excede en 11 días.
Conócense ya de este período establecimientos de beneficencia pública o caridad, con la
fundación de hospitales y malaterías en Burgos (Alfonso VI y VII) y otros sitios. Sábese de uno
especial para peregrinos, con 112 camas, que creó Alfonso VIII (1180). La gran extensión que las
epidemias de lepra tuvieron en España, como en toda Europa, hizo fundar lazaretos y hospitales
particulares para los atacados de esta enfermedad terrible, que se prolongó durante siglos. También
fueron frecuentes las invasiones de la peste de Levante (¿peste bubónica?), de la cual hablan los
libros de medicina de entonces.
Aragón y Cataluña
362. Agricultura e industrias.
Igual impulso de progreso que en León y Castilla, nótase en Aragón y Cataluña, a partir del
siglo XI, en lo que atañe a la agricultura y a las industrias. Los datos referentes al comercio que con
países del N. de Europa se hacía desde nuestros puertos cantábricos (§ 346) acusan una producción
notable de vinos y otras materias procedentes de la agricultura de Aragón. Los fueros y las
ordenanzas demuestran el crecimiento del cultivo, la existencia de tierras comunes en los pueblos,
las garantías otorgadas a los labradores y la existencia de aquel mismo núcleo de comunidades de
familia que representan el arraigo de la población en el terruño y son base de la prosperidad
agrícola. En Aragón empezó a cosecharse aceite antes que en Castilla, a juzgar por un privilegio de
1093 referente a la campiña de Huesca; y de la producción de trigo se sabe también que era
importante y servía para alimentar a Cataluña, así como la de arroz y azafrán, que a mediados del
XIII se exportaban a Flandes. Sin embargo, la tierra aragonesa era en general pobre, y esta
inferioridad económica se perpetuó hasta siglos después, como veremos con testimonios de las
mismas Cortes.
También florecieron allí industrias, y en primer término la pecuaria, con análogos privilegios
que en Castilla e iguales luchas con la agricultura. En Cataluña debió ser importante, a juzgar por
los legados que figuran en testamentos de diversos condes del siglo XI. De la ganadería derivaban
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el arte de adobar pieles y la fabricación de paños de lana. El primero debió llegar a gran desarrollo
ya en el siglo XII, pues consta que en 1137 existía en Zaragoza una calle llamada de la Pellicería. El
arte de la lana tenía su centro en Albarracín, cuyos pelaires suenan ya en 1200, con ordenanzas
sobre fabricación de paños de color. Había también fábricas, a mediados del XIII (1249), en Jaca,
Huesca y otros puntos. De esta época es igualmente la explotación de las minas de plata de los
montes de Benasque.
En Valencia, hijuela de Aragón, eran muy florecientes la agricultura (merced, sobre todo, al
sistema de riegos tan extendido por la vega) y las industrias, especialmente las que traían
procedencia árabe, por la gran cantidad de mudéjares que habían quedado. Lo mismo pasaba en
Mallorca. Así se cuentan ya en el siglo XIII gran número de fábricas de paños de lana y algodón en
Valencia, otras de papel, cordobanes, sedas, objetos de latón y de cerámica, en especial la de
reflejos dorados, que se fabricaba también en Calatayud y Mallorca y alcanzó gran celebridad. La
influencia del elemento musulmán en las industrias aragonesas es muy señalada en estos tiempos,
no sólo en las mencionadas, sino en otras muchas, como la misma del adobo de pieles y la
orfebrería, según se verá oportunamente.
En Cataluña, cuya situación marítima impulsaba más a la navegación y al comercio, y cuyo
suelo se presta poco para algunos cultivos agrícolas, como el del trigo, la agricultura fue menos
importante que otras industrias. Se sabe, no obstante, que el cultivo de la vid extendíase, a mediados
del siglo XII, por casi toda Cataluña. Generalmente hacían las plantaciones labradores pobres, que
recibían tierras en precario (o sea gratuitamente, pero con facultad en el dueño de revocar en
cualquier momento la donación), dividiendo luego los frutos por mitad o recogiendo para sí el señor
de la tierra la cuarta parte. La costumbre solía conservar por siete años este contrato, y, al fmal de
ellos, las tierras cultivadas se dividían por mitad, formándose así lentamente una clase de pequeños
propietarios rurales. Las demás tierras se daban en enfiteusis, con pago de la cuarta parte de todos
los frutos anualmente. Las casas de labranza se llamaban mansos, de donde mas y masía. En punto
a industrias, el desarrollo fue rápido, movido por el ejemplo de las repúblicas italianas vecinas.
Según datos del siglo XIII, fabricaban los catalanes en Gerona, Lérida, Vich y sobre todo en
Barcelona, objetos de hierro labrado, madera (incluso toneles para el vino), cueros, pieles, vidrios,
jarcia y cordelería de cáñamo y esparto, salazones, tejidos de lino, algodón, lana y seda. En el siglo
XI consta la existencia de muchos obradores o talleres organizados en Barcelona y sus arrabales.
En el XII había ya muchos batanes, fábricas de curtidos, forjas, herrerías, etc. Y que estas industrias
debían ser importantes (amén de las artísticas como las de orfebrería, pintura y cerámica,
principalmente explotadas por judíos y mudéjares) se deja notar en lo extendido del comercio,
según veremos en seguida.
A los artesanos llamábaseles ministerialis, de donde el nombre de menestral, no exclusivo de
Cataluña. Tanto aquí como en Aragón, formaban ya en el siglo XIII —y quizá antes— gremios de
igual carácter y organización que los gallegos y castellanos. El primer documento catalán que habla
de oficios corporados es del año 1200.
El de Cataluña, ya hemos visto que era importante en el siglo IX. Forzosamente debió ir
aumentando, pues en el XII se tienen ya muchos testimonios de su gran extensión.
Los Usáticos contienen disposiciones encaminadas a proteger a los mercaderes que iban y
venían por mar y tierra. El puerto de Barcelona, abierto a todas las naciones, era muy visitado por
mercaderes griegos, písanos, genoveses, sicilianos, sirios, francos y de otros países que traían los
objetos de la industria y de la agricultura extranjera, influyendo noblemente en Cataluña. Â¥A
principal comercio se hacía con Italia, desde la época de Ramón Berenguer III, que visitó, como
sabemos, Pisa y Génova, e impulsó mucho el crecimiento de la marina. Los tratados comerciales
con písanos y genoveses se repiten con frecuencia, interviniendo mucho en Cataluña los elementos
italianos, que también en Castilla lograron ventajas, como el privilegio de comercio en Sevilla que a
los genoveses dio Fernando III (1254). En 1265 obtienen la exclusiva en el territorio catalán. Las
relaciones del tráfico extendíanse hasta Berbería y Egipto, y desde comienzos del XIII a las
llamadas escalas de Levante (Palestina, Siria, etc.), en competencia con los italianos para traer a
Europa los productos de Oriente (especiería, perfumes, telas...) Bien se comprende que esto había
de traer aparejado un gran desarrollo de la marina mercante, al paso que la de guerra (según hemos
visto) se aumentaba precisamente para proteger a aquélla contra los piratas y los enemigos. El
movimiento comercial fue aún más impulsado por Jaime I, merced a sus conquistas, por una parte, a
las tarifas de aduanas y ordenanzas de policía náutica y mercantil que publicó (1258) y al
establecimiento de representantes de comercio (cónsules) en diferentes puntos del extranjero, para
proteger e impulsar los intereses de los comerciantes catalanes. Con el mismo objeto se
establecieron en los puertos principales de nuestra costa Consulados de mar, como el de Valencia,
que fundó poco después Pedro III.
Verosímilmente los catalanes regían también sus relaciones marítimas por leyes
consuetudinarias, bien de común observancia en el Mediterráneo, bien nacidas de iniciativa
regional. Con estas costumbres se formó al cabo un Código o compilación llamado Libro del
Consulado de mar, cuya fecha no se conoce de fijo, poniéndola unos en mediados del siglo XIII,
otros más tarde y algunos antes. Del propio siglo XIII son de cierto las costumbres de Tortosa, que
también encierran una compilación de derecho mercantil. Sea lo que fuere de la respectiva
procedencia de ambos Códigos y de su antigüedad exacta, los dos son prueba del gran desarrollo
marítimo que en este tiempo había alcanzado Cataluña, y sólo a este título importa aquí señalarlos;
así como es indudable, conocido el carácter consuetudinario de sus disposiciones, que si no llegaron
a escribirse hasta mediados, o fines del siglo XIII, o más tarde, muchas de ellas se ejecutaban con
anterioridad y pueden servir para formar concepto de los usos marítimos de la época.
En punto al comercio interior, dan testimonio de su importancia el establecimiento frecuente
de mercados y ferias, cuya concesión correspondía al conde de Barcelona (quien solía hacer
donación de este derecho), la protección especial concedida a los que concurrían a ellos y la
importancia de los tributos que por las ventas se cobraban.
Todo este desarrollo comercial suponía gran abundancia de numerario. Lo hubo, en efecto,
con acuñaciones particulares en Aragón y Cataluña, aunque no tanto como pedían a menudo las
necesidades de la guerra; por lo cual los reyes más de una vez alteraron el valor y ley de la moneda,
acuñándola de menos valor real que el nominal, contra lo que protestaron las Cortes. La moneda
principal de los aragoneses era la llamada jaquesa.
Los catalanes tenían moneda propia desde el siglo IX, en que la acuñó ya de oro y plata
Barcelona (§ 215). Gerona y Vich también la emitieron desde el siglo XI, lo mismo que los condes
de Ampurias, cuya serie es muy interesante, Besalú y Agramunt. Generalmente llevan las monedas
catalanas el escudo y la cruz. Los tipos en circulación eran muy varios, por la moneda extranjera
que se recibía y cuyo pase llegó a restringirse en algún punto, como en Vich, cuyo obispo Pedro
prohibió en 1174 que se comprase o vendiese con otra moneda que la acuñada por él. Los Usatges
hablan de falsificadores de moneda, a quienes se aplican penas severas.
263
V del Corpus juri canonici); el obispo Don Vidal de Canellas, representante de la clase, ya entonces
importante, de los jurisconsultos (legistas), cultivadores del Derecho romano y partidarios del poder
real absoluto; San Pedro Nolasco, ayo del rey y fundador, con San Raimundo, de la Orden de la
Merced (1218), dedicada a redimir cautivos del poder de los musulmanes, y otros más. De este
tiempo es también Raimundo Martí (1230?-1286?), autor del Pugio Fidei, libro de controversia con
los judíos, que gozó de gran celebridad y que puede suponerse escrito entre 1250 y 1260.
365. La literatura.
Si, a pesar del glorioso nombre de Raimundo Lulio, no se puede decir que el cultivo de las
ciencias adquiriese en Aragón ni en Cataluña un desarrollo importante, sí lo alcanzó, en cambio, el
de la literatura, por influencia de la escuela provenzal, que arraigó más pronto en estas regiones que
en Castilla, ya por la proximidad del foco, ya por la condición común del idioma popular. En efecto,
al paso que en las regiones del N. y C. de la Península iban determinándose los romances castellano
y gallego, en parte de Aragón se formaba una variante importante (aragonés), y en Cataluña y
localidades adyacentes por el O. y N. otra, muy diferente (catalán), que en las comarcas del SE. de
Francia correspondía al provenzal o lemosín. A medida que se estrecharon políticamente las
relaciones entre Cataluña y los condados franceses, la influencia del idioma provenzal fue
creciendo. Limitado al principio al uso vulgar (pues tanto las disposiciones oficiales como los
documentos jurídicos y la literatura en prosa se escribían en latín), alcanzó en el siglo XII
consideración de lengua literaria, aunque sólo para la poesía, traída por los trovadores provenzales.
El provenzal-catalán se hizo de moda, lo mismo que la poesía erótica y convencional de aquéllos;
pero la prosa siguió escribiéndose en latín hasta los tiempos de Jaime I, en que se produce un
movimiento vigoroso y fecundo en favor de la lengua popular, como signo de la nacionalidad
primitiva, comenzándose a escribir entonces en catalán los libros de Historia y hasta los de
Filosofía. Raimundo Lulio escribió sus obras en catalán (probablemente todas, o casi todas, aunque
luego las tradujo al latín), siendo éste el primer idioma romance de Europa en que se habló de
asuntos filosóficos, así como el castellano lo fue para los de ciencias físicas y matemáticas. Las
mismas leyes (fueros, etc.) se redactan ya en romance, a pesar de lo cual los Usáticos tardaron aún
más de un siglo en traducirse del latín.
Aun cuando, por la fuerza que cada día iba adquiriendo el idioma vulgar de la región
mediterránea, es de presumir que simultáneamente se produjeran muestras de poesía en lengua d'oc
(como se llamaba) tanto en Provenza como en Cataluña, el foco de la escuela poética fue aquella
región. Los trovadores no usaban propiamente el idioma vulgar, tal como lo hablaba el pueblo, sino
otro de iguales caracteres, pero más refinado, y en que las formas propiamente provenzales
predominaban. Las. composiciones, de diferentes géneros, metrificación y composición (canciones,
serventesios, albadas, etc.), rimadas siempre, se cantaban generalmente al son de un instrumento de
música (laúd, mandolina, etc.); y aunque abordaban todos los asuntos, predominaba en ellas el tema
del amor, entendido de una manera especial, artificiosa y enfermiza, mezcla de sensualismo mal
encubierto y adoración platónica a un ser bello y perfecto, adoración compatible con la más rigurosa
fidelidad matrimonial, a lo menos en teoría. Por esto era permitido que las damas, con
consentimiento de sus esposos, aceptasen, no sólo las declaraciones de los poetas, sino una especie
de relación amorosa con ellos. No era, pues, la poesía provenzal más que la expresión de un cierto
espiritualismo hijo de la cultura de su región y de las costumbres refinadas, galantes, cortesanas, de
aquella numerosa nobleza feudal, cada uno de cuyos castillos parecía una corte donde se
desarrollaban todo el lujo y elegancia de la época. No extrañará con esto que los mismos nobles
fuesen los primeros cultivadores de la poesía. Al difundirse ésta en España, sucede lo propio. El
primer trovador español es Alfonso II de Aragón (1162-1196), y le siguen Ramón Berenguer III y
IV, Pedro II y Jaime I, acompañados de otros poetas, unos de origen provenzal, venidos a España
(sobre todo, en tiempo de Pedro II), y otros indígenas, como Guillermo Ameller, Nat de Mons,
Arnaldo Plagues, Hugo de Mataplana, Guillermo de Berguedam, Mosén Jaume Febrer, Serveri de
265
Gerona y el propio Raimundo Lulio, contemporáneos y cortesanos de Don Jaime. Esta poesía siguió
desarrollándose en la segunda mitad del XIII y produjo en el XIV una escuela propiamente catalana,
de que hablaremos oportunamente.
De las obras en prosa, el género más importante de la época es la historia, y en él descuella en
primer término la Crónica o Comentari que el rey Jaime I escribió para relatar las visicitudes de su
reinado. El estilo de la Crónica, conciso, pintoresco y claro, hace de ella un monumento de gran
importancia para la literatura catalana. El ejemplo del rey fue seguido, en años posteriores, por otros
que levantaron a gran altura el género histórico. A Don Jaime se le debe también un libro moral (Lo
Llibre de la Saviesa), colección de proverbios y sentencias de sabios, entre los cuales figuran
algunos filósofos clásicos. En el siglo XIV adquiere, como veremos, extraordinaria importancia este
género didáctico de literatura, análogo al que hemos notado en Castilla, en tiempo de Fernando III
(§ 352).
En punto al romance aragonés, créese, con grandes visos de verosimilitud, que llegó a tener
importancia literaria, introduciéndose en los poemas de algunos trovadores franceses.
366. Arte.
Estudiados en párrafos anteriores los caracteres generales de la arquitectura y demás artes
plásticas durante este período, poco es lo que podemos añadir con referencia especial a Cataluña y
Aragón.
La diferencia entre el romántico castellano y el de la región de Levante consiste en ser éste
más ligero y de proporciones más esbeltas, quizá por influjo italiano, señalándose, entre otras
particularidades, la construcción de las bóvedas sobre trompas, a la manera lombarda. De esta época
son las iglesias de Vich y Gerona (consagradas en 1038) y la de Barcelona, todas tres desaparecidas
por construcciones posteriores. Entre los monumentos que subsisten, importa señalar la catedral de
Lérida y la de Tarragona (ambas del XIII y con elementos ya góticos), la iglesia de Poblet, las
cúpulas de San Pedro de las Fuellas (Barcelona) y San Pedro de los Galligáns (Gerona); las portadas
del Palau (en la catedral de Valencia), la del claustro, (en la de Barcelona) y los claustros de
Gerona, Tarragona, Poblet, Ripoll, San Juan de la Peña, San Pedro el Viejo (Huesca), y otros, casi
todos de transición.
Como tipo esencial deben señalarse las iglesias de Templarios abundantes en Cataluña y
Aragón (siglos XII y XIII) y notables por sus muros robustos, sobriedad de adornos, archivoltas y
cubiertas de madera a dos vertientes o bóveda de cañón. A este género pertenecen la de San Juan de
Vilafranca, la de Santa Margarita, cerca de Martorell, y la iglesia-castillo de Marmellá, que
conserva curiosas pinturas murales y lienzos de muralla.
En lo gótico (primer período) adviértese también alguna diferencia entre los monumentos de
Levante y los castellano leoneses. El gótico catalán, muy influido por el italiano, se aparta de las
condiciones fundamentales de aquel arte, y no llegó a encarnar su verdadero espíritu. Como tipo de
esta época, puede señalarse la iglesia de San Félix, de Gerona. Tanto en los edificios románicos
como en los ojivales, la estatuaria ocupó tan señalado puesto como en las regiones de la corona
castellana, siendo un rico ejemplar de su desarrollo la portada del monasterio de Ripoll, en el tipo
románico.
La arquitectura mudéjar ha dejado en Aragón, sobre todo, hermosos ejemplares, pero no del
XIII, sino de siglos posteriores.
En punto a arquitectura civil y militar, los grandes monumentos que nos restan son también de
época posterior.
De las artes menores se conservan: un trono episcopal (§ 207) de mármol blanco, en la
catedral de Gerona; un tapiz del XI o del XII, en la misma localidad y tal vez de industria catalana;
varios retablos (algunos de los cuales se emplearon después como frontales) de madera pintada, un
arca de San Cucufate del Vallés, del XIII, con forro de plata dorada con relieves, que representan
escenas de la vida del Santo; un relicario mudéjar procedente del monasterio de Piedra (hoy en la
266
367. Costumbres.
Pocas particularidades conocemos de las costumbres generales aragonesas y catalanas en esta
época. Algunas van ya señaladas en otros párrafos, como la de defender, en duelo, según las leyes
de la caballería, el honor de las mujeres. El aumento progresivo de cultura y especialmente las
predicaciones de algunos Papas y de los frailes de las nuevas órdenes del XII, fueron dulcificando
las relaciones sociales. Para evitar las constantes luchas entre los nobles y de país a país, se
introdujo entonces la Tregua de Dios (§ 299). En 1033 los nobles catalanes formaron en Vich una
Paz y Tregua por cierto tiempo, obligándose todos a no mover guerra ni tomar venganza en el
período que se fijó. Esta corriente contra el abuso de la fuerza se reforzó en el siglo XII y a
comienzos del XIII por influjo de las órdenes mendicantes y del movimiento antifeudal que
acompañó a las guerras religiosas de tiempo de Pedro II. Así se dio el caso de que un obispo de
Gerona excomulgase a los propios Templarios sólo porque éstos ayudaban al conde de Ampurias en
sus luchas con los obispos gerundenses, y que en 1225 se desenterrase, a título de reparación, a tres
magnates excomulgados, uno de ellos de tanta nombradía cuanto que fue de los primeros caudillos
de la batalla de las Navas.
La vida doméstica revela costumbres especiales. Hacíanse, por lo general, tres comidas:
almuerzo, comida propiamente dicha (dinar) y cena (sopar). Como manjares más comunes usaban,
las personas pudientes, el cerdo y las gallinas, según se deduce de las cuentas del conde Ramón
Berenguer II. En la mesa de Doña Petronila, reina de Aragón y mujer de Ramón Berenguer IV,
267
figuraban, como platos de vigilia, huevos, quesos, cebollas y pan, y como alimentos ordinarios,
carne de cerdo, capones, pollos, etc. La irregularidad de la vida civil y de las cosechas y el comercio
producía a veces —como en toda Europa— grandes carestías y hambres, complicadas con
epidemias horrorosas. El bienestar fue aumentando con el tiempo y complicándose con el lujo, que
también se significó en la mesa, como se ve en las citadas leyes restrictivas de Jaime I (1234), que
prohíben el uso al día de más de dos clases de carne, aparte las saladas y secas y la caza,
estableciendo para ésta que no pudiese prepararse sino de un solo modo. Los bailes y recepciones
acompañados de banquetes se conocieron de antiguo, y a ellos debieron juntarse pronto los juegos,
cantares y farsas de juglares, bufones, etc. Jaime I llevó también a este orden la regulación de las
costumbres, prohibiendo que nadie, excepto el rey y los magnates, pudieran sostener juglar o
juglaresa; que quien no fuera caballero o ballestero se sentase a la mesa de dama o señor, como
tampoco los cómicos y cantores, y recomendando que las mujeres nobles evitasen compartir su
mesa o cama con juglaresas, tanto como darles besos. Aparte de los juglares, mantenían los reyes
bufones, como el llamado Poncio, de Alfonso I.
Para los viajeros había hospicios, sostenidos por legado piadosos y dedicados principalmente
a los pobres y peregrinos, paradas, mesones o posadas, en que se pagaba, y alfondechs o fondas
especiales para los comerciantes. También abundaban los baños públicos, respecto de los cuales las
primeras noticias oficiales que poseemos pertenecen precisamente a los países aragoneses y
navarros, consignándose en fueros desde Alfonso I y en escrituras, la creación y donación de
establecimientos el esta clase. En el siglo XIII eran muy frecuentes en las poblaciones de Aragón y
Cataluña, estableciéndose a veces competencias, como, v. gr., en Tortosa, entre el de los Templarios
y el del ciudadano Pedro Jordánez.
La seguridad de los caminos, protegida por numerosas leyes, se confiaba, a veces, a
funcionarios especiales. Había también guías para los viajeros.
El placer de la caza, tan general en aquellos tiempos, se ejercitaba en diferentes formas, como
en Castilla. De la cetrería se sabe era muy usada por los caballeros y gentes ricas de Aragón y
Cataluña. Los torneos gozaban en estas comarcas tanto favor como en Castilla, marcando el
desarrollo de las costumbres caballerescas, que tuvieron otra manifestación singular en el abuso de
los escudos nobiliarios, emblemas y blasones, a que todo el mundo aspiraba.
Navarra
368. Navarra.
Apenas nada especial puede decirse de este reino en punto a los temas que corresponden a
este capítulo. Teniendo en cuenta la mucha influencia que Francia ejerció sobre este país, algo de la
vida navarra pudiera deducirse del estudio de la francesa, especialmente a partir del siglo XII. Esta
influencia, es clara en las artes, tanto en la arquitectura (palacio de Estella, catedral de Tudela)
como en las artes menores, v. gr. la arquilla de Pamplona, siglo XI, y el evangelario de
Roncesvalles, del XIII, que servía para el juramento de los reyes y tiene tapas de oro y plata, con
figuras a cincel. También lo fue en la literatura, señalándose la corte de Teobaldo IV como uno de
los principales centros de la poesía trovadoresca.
En punto al comercio, sabemos que lo hacía activo por los puertos del Cantábrico, exportando
varios productos, como sargas, cordobanes, badanas y lonas para velas de naves, vinos y hierro; lo
cual supone la existencia de industrias en el país.
268
León y Castilla
370 Alfonso X.—Guerra con los moros.
Sucedió a Fernando III, en 12,2, su primogénito Alfonso, cuyo reinado no ofrece en el orden
político más que dos hechos importantes: uno correspondiente a la lucha interna, que se estudiará en
lugar oportuno, entre las aspiraciones de la monarquía (perfectamente representadas por Alfonso) y
las licencias anárquicas de los nobles, y otro las aspiraciones al trono imperial de Alemania, que a
poco si realizan el sueño acariciado por otros reyes castellanos (§ 236) de traer a España el centro
del Imperio europeo; como al cabo ocurrió en parte, tres siglos después, con Carlos V.
Estos dos hechos llenan la historia externa de Alfonso X con múltiples y variadas
manifestaciones que se enlazan entre sí, aumentada su complejidad con un nuevo elemento
personalísimo, que no fue la menor entre las causas de las desdichas que amargaron la vida del rey e
269
hicieron infructífera en gran parte, por entonces, su obra política, a saber: la indecisión de su
espíritu en punto al nombramiento de sucesor a la corona y sus debilidades y pugnas con su
segundo hijo Sancho. Con todo esto, quedaron obscurecidas las prendas militares del rey y
abandonado en rigor el pensamiento de proseguir activamente la Reconquista, a cuya obra había
contribuido siendo infante Alfonso X, con su participación en las conquistas de Murcia y Sevilla.
Hubo, no obstante, guerra con los moros en varias ocasiones. La primera, por iniciativa del propio
Alfonso, que prosiguiendo el pensamiento de su padre, concertó una expedición o cruzada al África,
fracasada por desavenencias de los reyes de Portugal y Navarra, pero a la cual prestaron su
aprobación los Papas Inocencio IV y Alejandro IV (1254-55). Aprovechando las fuerzas reunidas
(entre ellas una fuerte escuadra preparada en las costas del Norte), y ayudado por el rey moro de
Granada, su vasallo, atacó Don Alfonso a Cádiz (14 de Septiembre de 1242), apoderándose por
sorpresa de la ciudad y de la isla, con gran botín; con lo cual hizo desaparecer uno de los
importantes centros de corsarios, que llegaban a molestar a la plaza de Sevilla. Al año siguiente se
tomó a Cartagena, donde se habían sublevado los moros, y el rey aseguró el dominio de ambos
lados construyendo castillos y favoreciendo el establecimiento en Cádiz, Rota, Sanlúcar y Puerto de
Santa María (por él fundado), de población cristiana, en especial marineros cántabros. Poco después
ganó la villa de Niebla (en cuyo sitio se habla por primera vez en España del uso de la pólvora y de
la artillería por los moros) y otros varios pueblos del Algarbe (aun en poder de musulmanes). A esto
se redujo la acción militar directa de Don Alfonso. Porque, si bien se produjo la guerra, fue en esta
segunda ocasión por iniciativa de los mismos musulmanes, y sobre todo del rey de Granada, que se
sublevó de concierto con los de Jerez y lugares inmediatos y los de Murcia, y con socorro del de
Marruecos. Don Alfonso, apoyado por Jaime I de Aragón, sostuvo la guerra por la parte de Jerez, en
Granada y en Murcia, y logró reconquistar la primera de las plazas citadas, dominar a los otros
pueblos y castillos sublevados y obligar a rendición al de Granada y los suyos. La guerra continuó,
no obstante, aprovechando Alfonso X desavenencias entre el rey granadino y varios walíes o
gobernadores suyos (de Málaga, Guadix y Gomares) y el rey de Granada, el descontento de varios
nobles castellanos, que le ayudaron en la rebelión; hasta que, muerto Ben-Alhamar, y convenidos
entre sí Don Alfonso y sus nobles, se firmaron paces (1272).
nombraron emperador en 1257. Tomó Don Alfonso a gran empeño este asunto —de indudable
trascendencia— y no sin base para hacerlo así; pues, además de los votos obtenidos, contaba con la
general simpatía de los italianos y de muchos alemanes. De este modo se explica que el rey hiciese
grandes esfuerzos en primer término pecuniarios, enviando una escuadra a Génova con ejército de
desembarco, y no regateando gastos para sostener la guerra, que se promovió desde luego, por no
aprobar algunos príncipes alemanes la elección de Alfonso, apoyando en su lugar a un hermano del
rey de Inglaterra, y al morir éste (en 1271) al conde Rodolfo de Habsburgo. Si Don Alfonso no
hubiese tenido en contra primeramente la resistencia pasiva de los Papas Urbano IV y Clemente IV
y luego la formal oposición de Gregorio X que apoyó al de Habsburgo, y si, además, las frecuentes
sublevaciones de nobles castellanos, las guerras promovidas por el rey de Granada y la poca
simpatía con que en general veíase aquí el negocio de Alemania no le hubieran retenido años y años
en la Península, sin poder, ni atreverse, a verificar el viaje para tomar posesión del Imperio —como
a ello le instaban sus partidarios de allá—, hubiera sido indudablemente muy otro el resultado de
esta empresa. Pero todas estas circunstancias le perjudicaron grandemente. Inútil fue ya que,
enojado el rey por la oposición de Gregorio X y aprovechando un período de calma que hubo en
Castilla, decidiese el viaje, enviando a Marsella una fuerte escuadra y pasando él mismo a Francia
para tratar con el Papa.
No consiguió vencer la resistencia de éste; antes bien, llega Gregorio X, en vista de que
Alfonso insistía en sus pretensiones, promovía guerra en Italia y usaba el título o insignias de
emperador, a amenazarle con la excomunión. Fracasó con todo esto la empresa del Imperio, que fue
nuevo motivo para el descontento del pueblo castellano y, en primer lugar, de los nobles.
los gastos de la elección de Alemania) las quejas generales iban en aumento día por día.
A la vez que estos desaciertos del orden económico, ejercía Don Alfonso actos de autoridad
política poco discretos en su aspecto nacional y reveladores de la conciencia que tenía del poder
absoluto de la Corona. Fueron éstos: la cesión del Al-garbe al rey de Portugal, el levantamiento del
feudo que debía éste a Castilla, y la renuncia de los derechos al ducado de Gascuña (§ 371). Los
nobles castellanos consideraron estos actos principalmente como abusos de autoridad y síntomas de
absolutismo en el rey; y con aquella deplorable facilidad que tenían para sublevarse, lo hicieron
varias veces, dirigidos por el infante Don Enrique, por Don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya y
otros señores, ora desnaturalizándose y ofreciendo sus servicios a los reyes de Aragón y Navarra,
ora ayudando a los moros de Granada, o formando liga con unos y otros y aun con los musulmanes
de Marruecos, sin que valiesen las concesiones extraordinarias de mercedes que les hizo el rey en
las Cortes de Burgos de 1271, ni los castigos terribles que a menudo imponía, de que son testimonio
el hecho de haber mandado quemar vivo, algún tiempo después, a Don Simón Ruiz de Haro y hecho
estrangular al infante Don Fadrique. Al cabo, ocurrida la muerte de Alhamar de Granada, se
consiguió un período de paz relativa.
de Don Alfonso muchos nobles y pueblos, e interviniendo el Papa que puso en entredicho a Don
Sancho y los suyos, si bien éstos hicieron bien poco caso de la autoridad del Papa. En tal estado de
la lucha enfermó Don Alfonso y murió a poco en Sevilla (1284). En su último testamento
desheredaba a Don Sancho, daba el trono de Castilla al hijo mayor de Don Fernando de la Cerda, y
formaba dos nuevos reinos: el de Sevilla y Badajoz para el infante Don Juan, y el de Murcia para
Don Jaime.
procurando en primer término para sí y concertándose con los moros de Granada para venderles la
plaza de Tarifa y no hacerles la guerra. Muchos nobles, valiéndose del estado del país, mostraron su
condición mezquina y bulliciosa, ora levantándose contra el rey y variando a cada paso de partido;
ora traicionándole, o defendiéndole tibiamente, ora pidiendo en pago de su lealtad nuevas mercedes
sin cuya concesión se tornaban en enemigos; al paso que las ciudades, engañadas o atraídas por el
infante Don Juan, por los la Cerda y otros, negaban también con frecuencia la obediencia a
Fernando IV y le cerraban las puertas cuando iba a ellas, como sucedió con Valladolid, Salamanca y
Segovia. Hubo noble, como Don Fernando Ruiz de Castro, que se ofreció al rey con su gente a
cambio de obtener en juro de heredad el castillo de Monforte de Lemus, y así que obtuvo la
donación abandonó el ejército volviéndose a sus tierras. Llegó ocasión en que Don Fernando IV (o,
por mejor decir, sus fieles) sostenía guerra con el rey de Portugal, el de Aragón (apoderado del
reino de Murcia), el de Francia, que amenazaba por Navarra, el infante Don Juan, dueño de León, y
los moros de Granada, sin que pudiera fiar mucho en la constancia de los que estaban a su lado,
empezando por el citado Don Enrique. En medio de tanto peligro, la reina viuda, tutora de su hijo y
gobernadora o regente a la vez de Don Enrique, no perdió el ánimo ni la serenidad. Procuró irse
atrayendo a las ciudades con donaciones o promesas de fueros y privilegios, con su política dulce y
el prestigio enorme de su palabra y de su presencia; desarmar a los nobles sublevados, ya
haciéndoles concesiones, ya interesándolos por otros medios; apartar de la alianza con los rebeldes
al rey de Portugal, no obstante las continuas infidelidades de éste, que sólo procuraba ir ganando
villas para sí; evitar que Don Enrique vendiese la Villa de Tarifa; aplacar al rey de Aragón y
sostener sin descanso la lucha, pidiendo y logrando subsidios de las Cortes y en especial de los
Concejos, vendiendo sus propias joyas y sacrificándose de continuo. Así pudo llegarse a la mayoría
de edad del rey (1303), declarada a los 16 años; y aunque no cesaron por completo las guerras,
rebeliones parciales y conflictos con Aragón, la más grave dificultad estaba vencida, habiendo
logrado que Don Juan prestase obediencia al rey y el de Portugal se aplacase. Don Fernando, dando
oídas a sus favoritos de entonces, antes enemigos suyos (el infante Don Juan entre ellos), se mostró
ingrato con su madre, pidiéndole cuentas de la inversión de los fondos públicos y tomando graves
determinaciones políticas sin su consejo y contra su parecer. De éstas fue el arreglo con el rey de
Aragón, que señaló como límite de ambos Estados por la parte de Murcia, el Segura, quedando para
Castilla la capital y todo el lado derecho, en lo cual perdía Don Fernando, si bien terminaba la
guerra. A la vez se consiguió calmar a Don Alonso de la Cerda, concediéndole muchas villas y
lugares.
Entonces pensó el rey en guerrear con los moros, y lo hizo así aliado con el de Aragón, que
dio naves y soldados, atacando a Almería, Gibraltar y Algeciras; pero sólo se logró entonces
conquistar la segunda de estas plazas, firmándose paz. con los moros a condición de la entrega de
las villas de Quesada y Bezmar, con sus castillos y 50.000 doblas. Apenas terminada esta guerra, el
infante Don Juan, siempre artero, promovió dos nuevas rebeliones, que hizo fracasar Doña María,
celosa del bienestar de su hijo no obstante la ingratitud y apartamiento de éste.
De nuevo pensó Don Fernando el ir contra los moros, apeteciendo, sobre todo, la plaza de
Algeciras. Mandó armar una gran escuadra, al paso que sus tropas cercaban Alcaudete; pero cuando
se dirigía hacia allá cayó enfermo y murió.
Respecto de esta muerte corrió una leyenda de la cual procede el apelativo de El Emplazado,
dado a Fernando IV. Cuéntase que éste hizo despeñar en Martos a dos hermanos llamados Carvajal,
por creerlos autores del asesinato de un noble favorito suyo, no obstante protestar ellos de su
inocencia; y que, habiéndole emplazado ante el tribunal de Dios por la injusticia que cometía, en el
término de treinta días, al cumplirse éste hallóse al rey muerto en su cama. No hay testimonio
verídico que certifique ni aun de la pura existencia de los hechos que se mencionan en esta leyenda.
habían engendrado las turbulencias de pasadas minoridades subsistían aún, se repitieron aquéllas,
primero por cuestión de la regencia, que apetecían muchos, hasta que fueron nombrados en Cortes
cuatro regentes: los infantes Don Pedro y Don Juan, tíos del rey; la madre de éste y su abuela, la
ilustre Doña María de Molina, cuya prudencia y sagacidad política salvaron al nieto de graves
peligros, confiándolo a los caballeros de Ávila y luego a los de Valladolid, que le permanecieron
fieles. Habiendo muerto los cuatro regentes, la lucha se renovó por causa de la tutoría, ejercida por
los infantes Don Juan Manuel y Don Juan el Tuerto (es decir, el contrahecho, hijo del que sitió a
Tarifa en tiempo de Don Sancho IV). Los caballeros de Valladolid, que tenían en guarda al rey, lo
declararon de mayor edad apenas hubo cumplido los catorce años (1325), y tales habían sido los
trastornos sufridos por el país hasta entonces, que el rey halló «el reino muy despoblado», según
dice la Crónica, porque «todos los ricos-hombres vivían de robos y de tomas que hacían en la tierra;
y, además, los tutores echaban muchos pechos desaforados; y por estas razones vino gran
mermamiento de las villas del reino». Don Alfonso, no pudiendo cortar los abusos y las
sublevaciones por los medios ordinarios, acudió al muy admitido entonces del engaño, único
posible en aquella época de continua traición y de espíritu anárquico: llamó a su palacio, bajo
pretexto de avenencia, al infante Don Juan, y como hicieron en casos análogos su padre y su abuelo,
lo mandó matar. Realizó lo mismo con otros revoltosos, y esto intimidó a los restantes, incluso a
Don Juan Manuel, sometiéndose todos a Don Alfonso.
con una dama de Sevilla llamada Doña Leonor de Guzmán, favorita del rey durante veinte años; no
sin que la esposa de Don Alfonso y el padre de ella, que lo era el rey de Portugal, promoviesen
graves disgustos que a poco si llegan a la guerra entre Portugal y Gas-tilla. Los bastardos eran
cinco: Don Enrique, Don Fadrique, Don Fernando, Don Tello y Don Juan, poseedores de señoríos e
investidos de títulos y honores, como el de Conde de Trastamara el primero, y Maestre de la Orden
de Santiago el segundo.
La sola circunstancia de existir esta división de linajes en la familia real, era ya, cuando
menos, condición de posibilidad para grandes luchas. Y así ocurrió, en efecto. La reina madre,
apenas enterrado su esposo, halló ocasión propicia para vengarse de su rival Doña Leonor, e hizo
que Don Pedro la mandase prender. Semejante venganza había de producir la natural reacción en
los hijos de Doña Leonor y en los que favorecieron las relaciones de ésta en vida de Don Alfonso
XI.
Ya la propia Doña Leonor y sus hijos y parciales se habían adelantado a los sucesos,
refugiándose (cuando aun no había recibido sepultura el rey difunto, y como recelando y
preparándose a resistir) en diferentes castillos y plazas fuertes. De todos ellos, era el bastardo Don
Enrique —juntamente con su pariente Don Pedro Ponce de León, alcaide de Algeciras— quien más
aire de ofendido parecía tener, aunque sin demostrar intento de rebelión, como en la corte se temía;
tanto, que pronto se formalizó una reconciliación entre él y Don Pedro, volviendo también a la
gracia del rey los deudos de aquél; y por el pronto, aunque se prendió, como hemos visto, a Doña
Leonor, sus hijos mostráronse sumisos y aun recibían mercedes de Don Pedro. Duró esta paz bien
poco: por una imprudencia de Doña Leonor, acrecieron los rigores contra ella, y aun parece que se
trató de prender a Don Enrique, pues éste huyó con algunos amigos a Austria, donde tenía grandes
posesiones y riquezas.
Por su parte, los nobles, amigos o no de los bastardos, seguían ofreciendo grave motivo de
intranquilidad, ora por sus ambiciones, ora por su descontento de ver que el rey favorecía sobre
todos a un noble de origen portugués, Don Juan Alfonso de Alburquerque, su favorito y consejero
principal, según hemos dicho; aparte de proseguir en la anárquica costumbre de tomarse la justicia
por su mano y de atropellar al débil siempre que les convenía. Lo mismo sucedía con los prelados y
señores eclesiásticos. Así, en el mismo primer año de su reinado, tuvo Don Pedro que amonestar al
obispo de Plasencia por haber atropellado con fuerza de armas al prior e iglesia de Guadalupe,
produciendo o tolerando muchos desafueros y apoderándose de bienes del templo. Una grave
enfermedad que sobrevino a Don Pedro hizo resaltar aún más este peligro; pues, creyendo que
moriría, empezaron los nobles a disputar por la sucesión, apoyando unos (por no tener hijos Don
Pedro) a Don Fernando de Aragón, marqués de Tortosa, sobrino de Alfonso XI, y otros a Don Juan
Núñez de Lara, señor de Vizcaya, descendiente de los la Cerda y hombre poderosísimo. Adviértase
que nadie pensó por entonces en invocar la candidatura de los bastardos, ni éstos hicieron gestión
alguna en este sentido. Todo terminó con sanar el rey, y morir a poco Don Juan Núñez de Lara;
pero, como ocurriese casi en seguida el asesinato de Doña Leonor, ordenado por la reina viuda (no
se sabe si mediando consentimiento de Don Pedro, que era entonces casi un niño, pero seguramente
con la complicidad del favorito de éste Don Juan Alfonso de Alburquerque) volvieron a señalarse
causas de próximos y graves disturbios, aunque por de pronto y aparentemente los bastardos,
excepto Don Enrique, se sometieron ahogando su pena.
Lara y enemigo de Alburquerque. Algunas imprudencias suyas motivaron su prisión y muerte, así
como la de tres burgueses, huyendo muchos otros por miedo del rey. Poco después otro noble, Don
Alfonso Fernández Coronel, señor de Aguilar, se rebeló abiertamente contra el rey (aunque so color
de enemistad y temor de ser maltratado por Alburquerque), buscando alianza con otros nobles y con
los moros de Granada y África. Don Pedro sitió a Aguilar, la tomó e hizo matar a Coronel y a los
principales caballeros que le apoyaban, declarando realenga la villa para siempre.
Por su parte, los bastardos empezaron a promover disturbios, aunque siempre con la bandera
de ir contra el favorito Alburquerque. Así, Don Tello saqueó a los feriantes de Burgos que iban a
Alcalá, huyendo después a Aragón, mientras Don Enrique amotinaba a los de Asturias. Don Pedro
le atacó en Gijón, y al cabo, habiéndose apoderado de la mujer del bastardo y pidiendo éste la paz,
se la concedió otorgándole la devolución que pedía de todos los lugares, castillos y tierras
embargados por el rey y pertenecientes al propio Don Enrique, a su esposa y a la difunta Doña
Leonor. Como se ve, Don Pedro se mostraba muy condescendiente con su hermano, buscando antes
la tranquilidad del país que la venganza particular, no obstante los agravios recibidos.
linaje, alegando que el contraído con Doña Blanca era nulo, y hallando sin gran dificultad dos
obispos (el de Salamanca y el de Ávila) que, por temor o por ambición, declararon esa nulidad. Pero
el rey, al día siguiente de su casamiento, abandonó a Doña Juana, como había hecho con Doña
Blanca, no sin que el Papa censurase duramente este hecho, mandara formar proceso canónico
contra los dos mencionados obispos y amenazase con la excomunión al rey.
Entretanto, la sublevación de Alburquerque y los bastardos tomaba fuerza, habiéndose unido a
ellos el noble gallego Don Fernando de Castro y otros muchos. El pueblo de Toledo, a donde el rey
había hecho trasladar a Doña Blanca, condolido de la triste situación de ésta se sublevó igualmente,
arrastrando con su ejemplo a otras poblaciones; al paso que se apartaban del rey no pocos señores y
hasta los mismos infantes de Aragón, que en un principio le ayudaron. Todos pedían que dejase a la
Padilla y cesara el favor de que gozaban los parientes de ésta; designio en que (mezclada con
sentimientos de piedad hacia la reina Doña Blanca, sólo verdaderos en algunos) iba, al fin y al cabo,
una pura lucha por la privanza del rey. Después de varios sucesos e intentos de avenencia que
hicieron los nobles sublevados, insistiendo en su pretensión y protestando a la vez de su respeto al
monarca —no obstante haber muerto entonces Alburquerque y haberse atribuido su muerte a
envenenamiento mandado por Don Pedro—, decidieron aquéllos, animados por la propia madre del
rey, tomar una resolución enérgica; y fue requerir al monarca para que acudiese a conferenciar con
ellos en Toro, y, una vez que Don Pedro llegó a la cita, le prendieron, repartiéndose las principales
dignidades de palacio y arreglando el gobierno del reino a su gusto, sin contar con el rey y aun
vejándole no poco, y sin guardarle los respetos debidos, no permitiéndole ni siquiera hablar con las
personas que él deseaba, pero al cabo produjéronse entre los mismos sublevados desavenencias,
aprovechándolas las cuales logró Don Pedro escapar de Toro con algunos de ellos. Este hecho causó
gran consternación entre los rebeldes, que se desbandaron. Don Pedro reunió tropas y acometió a
los que aun resistían, entre los que eran principales los dos bastardos Don Enrique y Don Fadrique,
quienes, en venganza de una derrota sufrida en la sierra de Ávila, retrocedieron a Toledo y allí
incendiaron y saquearon brutalmente la judería, degollando a muchísimos habitantes de ella. Don
Pedro llegó tras ellos y recobró a Toledo y luego a Toro, castigando con la muerte en uno y otro
punto, y con terrible crueldad, a multitud de rebeldes, algunos de ellos a los pies de la misma reina
madre, quien maldijo a Don Pedro; a pesar de lo cual, éste la perdonó. El resultado de todo esto fue
que aterrorizados los rebeldes, terminase la lucha, refugiándose Don Enrique en Francia,
sometiéndose Don Fadrique y Don Tello y retirándose a Portugal la reina madre, la cual murió a
poco, en 1357, no sin que se corriese la voz de que su mismo padre la había hecho matar para
concluir con el escándalo que parece daba aquélla con su conducta poco recatada.
La muerte de Don Fadrique encolerizó tanto a su hermano, que continuaba en Aragón, que sin
respetar la tregua entró en tierras de Castilla, al paso que el infante Don Fernando —hermano del
Don Juan asesinado por el rey— atacaba por el lado de Murcia. Don Pedro hizo grandes
preparativos para llevar la guerra por mar, auxiliándose con galeras del rey de Portugal y el de
Granada. Intervino el Papa, deseoso de que se concertase la paz; pero halló grandes dificultades en
el de Aragón, no obstante que el de Castilla se allanaba bastante. Irritóse Don Pedro con la mala fe
de su enemigo, y nuevamente vino a expresar su ira con muertes de personas principales, como su
tía Doña Leonor, madre del infante Don Fernando; Doña Juana de Lara, muier de Don Tello, y la
hermana de ésta Doña Isabel. A estas muertes siguieron las de dos hermanos bastardos del rey, hijos
de Doña Leonor de Guzmán: Don Juan y Don Pedro. La guerra se siguió por tierra y por mar, con
diferentes vicisitudes, no sin que sufriese Don Pedro traiciones de parte de alcaides y caballeros
suyos, por lo cual hizo dar muerte a varios. Al cabo, una derrota sufrida en Nájera por el bastardo
Don Enrique hizo posibles las negociaciones de paz, acogidas ahora por el rey de Aragón; pero no
llegaron a realizarse, continuando la guerra hasta Mayo de 1361, en que terminó por convenio,
interviniendo un legado del Papa. Don Enrique y su gente se retiraron a Francia. Poco después de
esto ocurrió la muerte de la reina legítima Doña Blanca, según se cree por mandato de Don Pedro, y
la de Doña María de Padilla, ésta última, dolorosamente sentida por el rey.
384. Guerra con los moros.—El rey Bermejo.—Nueva guerra con Aragón.
Aprovechando turbulencias ocurridas en Granada, cuyo trono había usurpado un reyezuelo
llamado Abud-Said o el Bermejo, comenzó Don Pedro a guerrear con los moros, unido al rey
destronado Mohámed, con quien, en pago del auxilio, estipuló ventajas materiales. La guerra duró
poco, presentándose a Don Pedro el propio Abu-Said y confiándose a él; pero Don Pedro, aunque lo
acogió al principio benévolamente, lo despojó en seguida de sus riquezas y lo mató por su propia
mano, en venganza de haber Abu-Said años antes ayudado al rey de Aragón. Contra éste, cuya mala
fe era constante, a pesar de que aparentaba querer ayudar al de Castilla, rompió nuevamente
hostilidades Don Pedro. Apenas estalló la guerra, el infante Don Enrique acudió de nuevo a la
alianza con el de Aragón, firmando ambos un convenio (1365) en que por primera vez se muestra el
de Trastamara como pretendiente a la Corona de Castilla; y aunque llegó a concertarse paz muy
pronto entre los dos reyes, no fue ésta duradera, y el de Aragón se convino nuevamente con el
bastardo para ayudarle en la conquista, mediante la entrega, cuando esto se consiguiese, del reino de
Murcia y de varias plazas importantes cercanas a la frontera con Aragón. La guerra siguió,
especialmente por la parte de Valencia y Murcia, buscando Don Enrique y el de Aragón alianzas
con que aumentar sus fuerzas.
aragoneses, y con ellos, habiendo tomado a Calahorra, se hizo proclamar rey de Castilla en 16 de
Marzo de 1366.
Como si este hecho hubiese sido prenda de victoria, Don Enrique ganó sucesivamente a
Burgos (donde se coronó), Toledo y Sevilla. Don Pedro tuvo que huir a Galicia, y de allí a Bayona
de Francia. Don Enrique se apresuró a despedir a las Compañías, aunque quedaron algunas, con
Beltrán y otros caudillos.
hubo de guiar a Don Enrique en esta guerra solamente el deseo de ayudar al rey de Francia en sus
luchas con los ingleses. También le movía el propio interés, puesto que los príncipes ingleses eran-
ya, por entonces, un peligro para el nuevo rey de Castilla. Procedía este peligro de haber casado dos
de los hijos del rey de Inglaterra, el duque de Lancaster y el de York, con dos hijas de Don Pedro I y
Doña María de Padilla, llamadas Doña Constanza y Doña Isabel. El duque de Lancaster, apoyado
en esta unión, y con el beneplácito de su padre Eduardo III, que fue amigo de Don Pedro, alegó
derechos a la corona de Castilla y se tituló rey de ella en unión con su mujer. Doña Constanza. En
este sentido declaró la guerra a Don Enrique, quien, como hemos visto, llevó ventaja al principio en
la batalla naval mencionada y en otra posterior. Poco después, obtenía nuevos triunfos contra el rey
de Portugal, llegando a sitiar a Lisboa y obligándole a pedir la paz; con lo cual pudo dirigirse contra
el rey de Navarra (logrando igualmente reducirlo a buena amistad) y luego contra el duque de
Lancaster, que amenazaba invadirá Castilla. Don Enrique pasó el Bidasoa y llegó a sitiar, aunque
sin éxito, a Bayona; y poco después afirmaba su alianza con los reyes de Aragón y Navarra,
mediante el casamiento del infante de Castilla, Don Juan, con una hija de Don Pedro de Aragón y el
del infante Don Carlos de Navarra con una hija de Don Enrique. En el mismo año, habiéndose
pactado tregua por mediación del Papa entre los reyes de Francia y de Inglaterra, se hizo extensiva a
Castilla por un año (2 de Agosto de 1375). Con esto, y la paz renovada en igual época con los
moros de Granada, comenzó un período de paz que Don Enrique aprovechó para ir afianzando su
dinastía, templando pasados odios y allegándose amistades, mediante concesión de privilegios y
mercedes, incluso a sus enemigos anteriores. Todavía se suscitó nueva guerra, si bien de escasa
duración, con el rey de Navarra; y a poco de firmar las paces, murió en Santo Domingo de la
Calzada (Mayo de 1379).
de Calatrava, era cabeza de los enemigos de Don Álvaro), se presentaron en franca rebelión, y fue
forzoso que acudiese a castigarla el rey. Dióse batalla en Olmedo, en la cual fueron enteramente
derrotados aquéllos (1445); pareciendo con esto que quedaba asegurada la privanza del de Luna. En
todas estas contiendas, a partir de 1439, figuró, al lado de Don Álvaro, un aventurero español,
Rodrigo de Villandrando, que había hecho famoso y terrible su nombre en Francia, como jefe de
bandas mercenarias que, según los hábitos de la época, combatían a menudo en provecho propio.
Villandrando, llamado por Don Álvaro, entró en España en la fecha referida, con tres o cuatro mil
hombres. Tomó a Roa, prestó grandes servicios al rey y asistió a la batalla de Olmedo. Ya antes
había intervenido en las contiendas del rey de Castilla con el de Aragón. Villandrando fue conde de
Ribadeo.
La fortuna del privado de Don Juan II cambió por la intervención de un nuevo elemento que
el propio Don Álvaro trajo sin sospechar que había de ser su mortal enemigo. Fue éste la segunda
mujer de Don Juan, Doña Isabel, infanta de Portugal, a cuya voluntad se doblegó bien pronto la
débil del rey. Doña Isabel se declaró enemiga del favorito y trabajó todo lo posible para derrotarlo,
ayudando a la obra de los nobles. Consiguió, al fin, que Don Juan diese orden de prender a Don
Álvaro, el cual, si se resistió en un principio, cedió en cuanto le presentaron una cédula del rey en
que éste le aseguraba el respeto a la persona. No se cumplió esta promesa. Doce letrados del
Consejo Real, enemigos de Don Álvaro, le formaron causa y le juzgaron (no hallando otros motivos
más serios) como culpable de haber dado hechizos al rey a fin de dominar su voluntad, con otros
insignificantes cargos en virtud de los cuales fue condenado a muerte. La sentencia se ejecutó en
Valladolid (1453). El rey murió poco después.
Aragón, que luego fue Santa Isabel. La guerra con los moros de Valencia, que seguía empeñada a la
muerte de Don Jaime I, como sabemos, la terminó Don Pedro expulsando a muchos de aquéllos del
reino valenciano.
Anjou, desesperado por estas derrotas, acudió al medio (tan usado entonces) del duelo, retando al de
Aragón. Aceptó éste y se fijó como sitio Burdeos, y como día, el 1 de Junio de 1283. Llegada la
época de verificarse el desafío, supo Don Pedro que el rey de Francia, en connivencia con el de
Inglaterra, cuya era la plaza de Burdeos, le preparaba asechanza, habiendo reunido tropas para
hacerle prisionero con los caballeros que llevase. Para evitar este peligro, y cumplir además su
palabra, Don Pedro se dirigió disfrazado a Burdeos, se cercioró allí de la trama urdida contra él y de
que el gobernador no garantizaba la seguridad del rey de Aragón y sus acompañantes, y, dándose
entonces a conocer en el mismo campo del duelo, hizo levantar acta de haber estado en él y marchó
inmediatamente, llegando al fin a Tarazona no sin grave riesgo de ser cogido por los partidarios del
rey de Francia. Continuaba mientras tanto la guerra en Italia, con gran fortuna para Aragón, cuyo
almirante, Roger de Lauria, que alcanzó gran notoriedad, consiguió derrotar a la escuadra enemiga
en Malta y en Nápoles, cogiendo prisionero al hijo de Carlos de Anjou, Carlos el Cojo (Junio de
1284). Nuevos peligros amenazaban a Aragón. El Papa, que no podía perdonar a Pedro III la
conquista del reino de Sicilia, y que sostenía, además, las pretensiones originadas por la cesión de
Pedro II, declaró a aquél privado de sus Estados, relevando a sus súbditos del juramento de
fidelidad, y los concedió a Carlos de Valois, hijo segundo del rey de Francia (Mayo de 1284). En
Enero de 1285 moría Carlos de Anjou, dejando sin jefe la guerra de Italia (por estar prisionero su
hijo), y poco después los franceses invadían Cataluña. A esta invasión había dado carácter de
Cruzada el Papa.
Hallaron los invasores apoyo en el rey de Rosellón y Mallorca, Don Jaime (hermano de Pedro
III, según es sabido), aunque algunas plazas fuertes resistieron, como Salses y Colliure, defendiendo
la causa de Aragón y Cataluña. Don Pedro, por su parte, no hallaba completa unanimidad en sus
reinos para la defensa. Algunos nobles y eclesiásticos, y varios pueblos del Ampurdán, o se
apartaron de la causa del rey o pusieron dificultades para ir a su defensa. Los franceses penetraron
en el Ampurdán por un paso del Pirineo mal guardado, y en poco tiempo se apoderaron de casi todo
el país, coronándose rey, en el castillo de Ller, Carlos de Valois, que sitió luego a Gerona. Resistió
ésta valientemente, dando tiempo a que llegase la armada de Roger de Lauria, llamada por Don
Pedro, y a que, por falta de alimentación y exceso de gente, se desarrollase en el ejército francés una
epidemia que causó muchas víctimas. Dióse una batalla naval, en que salieron vencedoras las armas
de Aragón, si bien la victoria quedó manchada con graves crueldades ejercidas sobre los prisioneros
heridos. Inutilizados así los socorros por mar del ejército francés y enfermo el propio rey Felipe,
comenzó la retirada, funesta para los invasores. El ejército aragonés-catalán, apostado en el puerto
pirenaico de Panissars, dejó pasar libremente tan sólo al rey de Francia, pero cayó sobre el resto de
las tropas haciendo gran carnicería. Siguió la guerra en Rosellón, y con ella los motivos de
enemistad entre Aragón y Francia, manteniendo Don Pedro como prisionero al infante francés
Carlos el Cojo. Poco después murió Don Pedro (II de Noviembre de 1285), mientras se dirigía
contra Mallorca, al mando de su hijo, una expedición. Declaró el rey antes de morir, que devolvía al
Papa el reino de Sicilia.
libertad del prisionero Carlos el Cojo mediante indemnizaciones y nuevos rehenes, y la posesión de
Sicilia para Don Jaime. Puesto en libertad Carlos, ni el rey de Francia ni el Papa cumplieron lo
pactado, renovándose las amenazas de guerra por parte de aquél en connivencia con el destronado
monarca mallorquín Don Jaime, al paso que en Sicilia seguía la lucha. Una nueva paz, concertada
en Tarascón (1291), terminó el conflicto, pero con gran pérdida para los derechos aragoneses;
porque, si bien el Papa revocó la donación hecha a Carlos de Valois, fue a condición de que Don
Alfonso pagase el censo de Pedro II con fodos sus atrasos. Don Alfonso se comprometía a pedir a
su hermano la devolución de Sicilia, o a pelear contra él si no la cumpliese. Este mismo rey
conquistó, en Enero de 1286, la isla de Menorca, acabando con la soberanía nominal y el puro
vasallaje que hasta entonces tuvo (§ 329).
Sicilia, pero como feudatario de la Santa Sede y pagando a ésta un censo; siendo preciso, además,
que conquistase por su cuenta las dichas islas. Por último, se pactó y celebró el matrimonio de Don
Jaime con Doña Blanca de Anjou, hija del rey francés.
Todo esto no hizo sino transportar la guerra a otra parte, más grave aún. El temido conflicto
con Sicilia estalló al punto. Los sicilianos, viéndose desamparados por el rey de Aragón, se
declararon independientes y eligieron por nuevo rey a Don Fadrique. Entonces comenzó una larga
guerra entre padre e hijo, con varia fortuna; hasta que, cansados todos de la lucha, temerosos los de
Anjou de nuevas complicaciones, por haber roto la alianza con ellos el Papa, se llegó a un convenio
de paz (1302) por el cual se reconocía rey de Sicilia a Don Fadrique, casándose éste con Doña
Leonor, hija de Carlos de Anjou, y comprometiéndose a que la corona siciliana no pasase a sus
hijos, sino a su suegro, el cual le daría una compensación. A pesar de esto, Sicilia continuó por
muchos años en poder de la familia real aragonesa.
Fadrique (1303). El emperador concedió en seguida a Roger el título de Megaduque, y le casó con
una hija del rey de Bulgaria.
La campaña contra los turcos comenzó en breve, consiguiendo grandes victorias en el Asia
Menor Roger y sus compañeros. La noticia de estos triunfos y de los honores concedidos al jefe de
la expedición, atrajo nuevos aventureros catalanes, aragoneses y navarros, que realizaron dos
expediciones más, mandadas por Berenguer de Rocafort y Berenguer de Entenza. El emperador, en
recompensa del buen éxito de la campaña, que le libraba por el pronto de los turcos, dio a Roger el
elevado título de César, transmitiendo a Entenza el de Megaduque, cediéndoles además toda la
Anatolia (parte asiática del Imperio) con sus islas, para que la repartiesen entre los caballeros de la
expedición (1305).
Tanto favor, aunque merecido, excitó la envidia de los cortesanos griegos, y, con ellos, del
príncipe heredero Miguel. De esta envidia nació el complot merced al cual fueron asesinados
traidoramente en un banquete Roger y muchos de sus oficiales, con 1.300 hombres que le
acompañaban. Esta matanza se repitió en la ciudad de Galípoli, donde estaba otro grupo de
catalanes y aragoneses, y en Constantinopla, donde había otro con el almirante Fernando de
Ahones. Quedaron con esto las tropas de Roger reducidas a unos 5.300 hombres y 200 caballos;
pero en lugar de acobardarse estos sobrevivientes, se encendieron en ánimos de venganza —célebre
en la historia con el nombre de Venganza catalana— y atacaron a los griegos, derrotándolos varias
veces, saqueando e incendiando muchas poblaciones. Rivalidades sobrevenidas entre los varios
jefes —a los cuales se vino a unir por algún tiempo el infante de Sicilia, Fernando, investido por el
rey de la suprema autoridad— inutilizaron políticamente estos triunfos y dieron nuevo giro a la
expedición.
Llamados por el duque de Atenas para que lo libertasen de enemigos que le atacaban, fueron
allá catalanes y aragoneses, con algunos turcos auxiliares. Sacaron al duque del peligro en que
estaba; pero la traición de éste, que intentó hacer con ellos lo que el emperador había hecho antes,
les impelió a tomar por la fuerza la capital y ponerse bajo el dominio y protección del rey de Sicilia.
El rey D. Fadrique aprovechó la ocasión y envió como soberano a su segundo hijo Manfredo, con el
cual se fundó el Ducado catalán-aragonés de Atenas, que duró desde 1326 a 1387 u 88,
constituyendo una extraña y gloriosa terminación de las proezas de aquellas compañías de
aventureros salidas en 1303 de Sicilia y con las cuales paseó triunfante por primera vez en Asia y en
Grecia, la bandera de Aragón y Cataluña.
407. Alfonso IV el Benigno.—A la muerte de Jaime II, ocurrida en 1327, le sucedió su hijo
Alfonso, durante cuyo reinado ningún hecho notable hubo de ocurrir. La guerra contra Pisa y
Génova por la posesión de la Cerdeña, continuó por tierra y mar, sin consecuencias importantes. El
rey, casado dos veces, intentó dividir su reino para favorecer al infante Don Fernando, hijo del
segundo matrimonio. Creó con este motivo un marquesado, llamado de Tortosa por comprender
esta población además de extensos territorios del reino de Valencia (desde Castellón hasta
Albarracín, Alicante y Orihuela); pero, habiéndose opuesto a esta medida la opinión pública,
especialmente de los valencianos —que repugnaban la desmembración y el recaer bajo el dominio
de un príncipe de origen castellano (la madre de D. Fernando era Doña Leonor, hermana de Alfonso
XI) siendo así que, como país fronterizo, Valencia estaba en pugna frecuente con Castilla—,
obligaron al rey a desistir de su empeño, a que le movía la reina. Ésta continuó haciendo política en
favor de sus hijos y en contra del primogénito y heredero de la corona, Don Pedro; mas, dotado éste
de singular energía, que se reveló desde los primeros años, ganó bien pronto la simpatía popular.
Doña Leonor, al ver que se aproximaba la muerte de su marido Don Jaime, huyó a Castilla con sus
hijos, por miedo de que el nuevo rey tomase represalias de las persecuciones sufridas.
menos áspero de forma y más hipócrita y guardador de las apariencias, por lo que se le dio el mote
de El Ceremonioso, cualidades todas que estaban en el ambiente de su siglo inmoral, pero que
servían admirablemente a los fines políticos que tanto el uno como el otro de ambos monarcas
perseguían. Pedro IV fue más afortunado que Pedro I; y en la lucha capital con la nobleza, venció,
según veremos, evitando para en lo sucesivo tan lamentables ocurrencias como las de los reinados
de Enrique III, Juan I y Enrique IV de Castilla.
Los primeros años de Pedro IV los llenan la guerra con los moros y la guerra con Mallorca
para conseguir la anexión. La primera se hizo en la Península, en unión con Alfonso XI de Castilla,
para rechazar la invasión de los Benimerines, dando por resultado la gran victoria del Salado (§
577). La segunda fue provocada por Don Pedro en su ambición de dominar sobre las Baleares,
reintegrando la unidad del Estado aragonés, rota por el testamento de Jaime I. Aprovechó el rey las
pretensiones de Francia a la plaza de Montpellier, que pertenecía al de Mallorca, para apurar a éste
con un capítulo de agravios, como señor feudal que era de él, en vez de ayudarlo, según aquél pedía.
El mallorquín Jaime III acudió a Barcelona (1342) sometiéndose al proceso; pero como no convenía
la sumisión a Don Pedro, fingió éste que el de Mallorca había conspirado contra su vida, y lo acusó
de alta traición, secuestrando también a la esposa de Don Jaime. Rompióse con esto la amistad y
vasallaje entre ambos monarcas, y el de Aragón se dirigió a conquistar la isla de Mallorca (1343), lo
cual consiguió fácilmente. En seguida se dirigió contra el Rosellón, y también obtuvo victoria,
obligando a someterse a Don Jaime y obteniendo así el dominio de este territorio. Don Pedro
prometió en Cortes no separar jamás del Estado aragonés los territorios reincorporados: Rosellón y
Baleares (29 de Marzo de 1344). Jaime III murió años después (1349) en una desgraciada operación
que hizo a Mallorca con ánimo de recuperar su reino. Un hijo de este rey Jaime IV, renovó años
después los intentos de recobrar el Rosellón, y luchó aliado con Pedro I de Castilla; pero nada pudo
conseguir, y falleció en 1375, no se sabe si de muerte natural o envenenado por Pedro IV.
Punyalet. Vencidos en Aragón los unionistas, pronto lo fueron en Valencia, donde el rey se vengó
mandando matar, como en Zaragoza, a muchos de los comprometidos en aquella causa, y
sujetándolos a terribles suplicios, de los cuales fue uno el hacerles beber a varios el metal fundido
de la campana con la que se convocaba a las juntas de la Unión.
Choca ciertamente ver en esta lucha unidos la nobleza y el pueblo, así como la gran extensión
que alcanzó el movimiento unionista. Semejantes circunstancias han hecho pensar a algunos que el
programa de la Unión contenía algo más que los deseos de una anarquía, feudal independencia y
superioridad de los nobles, o que, a lo menos, se juntaban con él, a estas pretensiones egoístas, la
defensa de las libertades municipales (en cierta manera feudales también, según hemos notado: §
202), amenazadas por el sentido centralizador y absoluto que cada día más iba encarnando en los
reyes. No tenemos hasta ahora datos para decidir la cuestión, aunque pueda decirse que el efecto fue
acentuar la tendencia absoluta de la monarquía. Por otra parte, los privilegios de la nobleza como
clase, y los de las Universidades, continuaron por muchísimos años los mismos, sin alteración
substancial, a pesar de irse fortaleciendo el principio unitario de la monarquía; porque Don Pedro no
abolió los privilegios generales del reino, limitándose a suprimir los de la Unión, a reprimir las
exageradísimas pretensiones de la nobleza (que ya estudiaremos) y a modificar algo las atribuciones
del Justicia Mayor, como veremos en lugar oportuno; siendo circunstancia también importante la de
haber permanecido Cataluña (donde había nobles y municipios como en todas partes) no ya
indiferentes, sino inclinada a favor del rey en esta lucha.
militar. Más importancia que ellos tienen la reincorporación, ya prevista por Pedro IV, de la isla de
Sicilia a la corona aragonesa, en la persona de Don Martín, rey de aquélla, y luego (por muerte
prematura de su padre Juan I (1396) rey también de Aragón. Lo más interesante de estos reinados es
la historia interna, especialmente en lo que toca a las clases sociales y a las costumbres, puntos que
veremos en su lugar correspondiente. En 1410 murió Don Martín sin sucesión, y con esto se planteó
la cuestión dinástica, que los aragoneses y catalanes resolvieron de una manera especial
pacíficamente.
consecuencia, el rey vivió la mayor parte del tiempo fuera de la Península y en Italia.
La causa ocasional de la guerra fue el hecho de haber prohijado la reina de Nápoles, Juana, y
aceptado por defensor suyo y heredero, a Don Alfonso, con ánimo de que la amparase contra Luis
de Anjou, que pretendía apoderarse del reino italiano. Aceptó Don Alfonso, a quien esto daba
ocasión de proseguir la política aragonesa de engrandecimiento en Italia; pero la consecuencia fue
renovar las antiguas luchas entre la Casa de Aragón y la francesa. Tuvo el rey que batallar, no sólo
con las tropas del pretendiente francés y de varios príncipes italianos que le ayudaban, mas también
con la deslealtad de la reina Juana, que tan pronto revocaba su donación como se acogía de nuevo a
Don Alfonso. La suerte fue favorable a éste en un principio, apoderándose de Nápoles y entrando en
Marsella. Muerta Doña Juana en 1434 se renovó la guerra con desgracia para el de Aragón, que fue
vencido y hecho prisionero en la batalla naval de Ponza (1435); pero, libertado a los dos años,
siguió combatiendo, y en 1442 se apoderó de nuevo de Nápoles, consiguiendo dominar todo el
territorio en 1443 y establecer su corte en la capital. Desde entonces se dedicó a conseguir la paz en
Italia, concertándose con el Papa, haciendo jurar heredero del reino de Nápoles a su hijo bastardo
Fernando y obteniendo en 1447, por herencia, el ducado de Milán. Con esto el poder de Aragón fue
grandísimo en Italia. La corte de Alfonso V, ilustrada por los muchos sabios y literatos que las
aficiones cultas del rey atraían, era una de las más brillantes de Europa, como veremos en su lugar.
Todavía sostuvo Don Alfonso nueva guerra en los últimos años de su reinado con la república
de Génova, con gran lustre para su gloria militar; e intervino también, aunque brevemente, en los
sucesos de Castilla en tiempo de Juan II; pero todas estas guerras, si por una parte engrandecían los
dominios aragoneses, perjudicaban por otra a la gobernación de la Península, que él tenía
abandonada en manos de sus hermanos y de la reina. Más de una vez pidieron al rey las Cortes que
volviese, afligido como estaba el reino por las guerras intestinas de los bandos políticos y las
ambiciones y despotismos de los infantes; pero Don Alfonso permaneció en Italia y aun pensó en ir
más lejos, proyectando una expedición a Constantinopla que habían conquistado por entonces los
turcos (1453). En 1458 murió el rey, dejando los Estados de Nápoles a su hijo bastardo Fernando, y
los de España, Sicilia y Cerdeña a su hermano Juan, a la sazón rey de Navarra.
miembros del Consejo municipal, acusados de complicación en la trama urdida por -la reina, y
marchando en seguida el ejército de aquélla a sitiar la villa de Gerona, donde se hallaba Doña Juana
con algunos nobles, en su mayoría del Ampurdán y el Rosellón. No pudo ser tomada Gerona, y el
ejército de la Diputación tuvo que levantar el sitio, obligando, también, por la más apremiante
necesidad de oponerse a la invasión de las tropas que de Francia, de Gascuña, de Aragón y Castilla
venían sobre Cataluña. En tan crítico momento, la Diputación, lejos de flaquear, dio el último paso
en su fundada desavenencia con los reyes, rompiendo con ellos el pacto de fidelidad y
declarándolos, a ellos y a todos sus acompañantes, enemigos del Estado y expulsados de Cataluña
(11 de Junio de 1462). Comenzó entonces una larga serie de tentativas por parte de los catalanes
para hallar un nuevo señor que les dirigiera y apoyara en lucha contra Don Juan, no sin que se
pensara también en organizarse como República, a la manera de las italianas. Sucesivamente
eligieron conde de Barcelona a Enrique IV de Castilla, gran enemigo del de Aragón, al condestable
Don Pedro de Portugal y a Renato de Anjou, rey de Sicilia y conde de Provenza. El primero
renunció a poco de haber sido nombrado; el segundo murió prematuramente, después de haber
reinado dos años y medio. La acción militar del tercero, dirigida por su hijo Juan, duque de Lorena,
y afortunada en un principio, tuvo imprevisto final con la muerte (por veneno) del caudillo (16 de
Diciembre de 1470); lo cual, unido a lo largo y penoso de la guerra (que duraba ya doce años) y a la
misma situación personal del rey Don Juan, que había quedado viudo, ciego y solo —por residir en
Castilla su primogénito, después de su casamiento con la infanta Isabel (§ 396)—, inclinaron el
ánimo de unos y otros a la paz. Siguiéronse pronto pérdidas de plazas importantes, como Gerona,
cuyo obispo era muy realista, San Feliu de Guixols. La Bisbal, Figueras, Castelló, y por último, la
entrega de Barcelona. El mismo Don Juan escribió al Consejo de Ciento una carta amistosa,
ofreciendo entrar en pactos honrosos. Celebráronse éstos, dando al olvido todo lo pasado y jurando
el rey nuevamente los fueros y privilegios (1472).
Terminada así la guerra civil, quedó como rastro de ella otra contra el rey de Francia, a quien
Don Juan, indiscretamente, había concedido el Rosellón en premio de su apoyo. Duró la guerra
varios años, empeñadas ahora todas las fuerzas de Aragón y Cataluña en reconquistar aquel
territorio, a la vez que luchaban también en Cerdeña contra los nobles rebeldes, venciéndolos. Antes
de que terminara la campaña del Rosellón, murió Don Juan (19 de Enero de 1479). Años antes (15
de Diciembre de 1475) habían sido nombrados reyes de Castilla y León Doña Isabel y su marido D.
Fernando, primogénito de Don Juan. Con esto se produjo la unión política personal de los dos
grandes reinos peninsulares.
Mallorca
418. Historia política externa.
Creado el reino de Mallorca en 1262, por el testamento de Jaime I (§ 256), con el Rosellón y
la Cerdeña, pero bajo el señorío feudal de los reyes de Aragón, duró tan sólo hasta 1344 y en
continuas luchas con éstos, hasta que Pedro IV se apoderó del reino definitivamente.
De 1262 a 1344, hubo en Mallorca tres reyes: Jaime II, Sancho I y Jaime III. El hijo de éste,
Jaime (IV), siguió titulándose rey, a pesar de la anexión hecha por Pedro IV, pero no lo fue
propiamente de hecho (§ 408). La historia externa de estos reinados, cuyas principales vicisitudes
consisten en sus relaciones con Aragón, queda hecha en los párrafos relativos a este reino. En la
interna es notable el reinado de Jaime II, como veremos en el lugar oportuno.
Navarra
419. Casa de Francia y Casa de Evreux.
De 1285 a 1328 fue Navarra provincia francesa. Recobró su independencia política por
muerte, sin sucesión, del rey francés Carlos (IV de Francia y I de Navarra), siendo nombrada reina
297
una sobrina suya, Juana II, casada con Felipe de Evreux. Dio esta línea dos reyes más: Carlos II y
Carlos III. A Carlos II lo conoce la historia con el dictado de el Malo, por su tiranía en la
gobernación del reino y su deslealtad en las relaciones exteriores, como digno contemporáneo de
Pedro I de Castilla y Pedro IV de Aragón. Conocida nos es ya su intervención en las guerras entre
Pedro I de Castilla y sus hermanos bastardos, y las traiciones que le señalaron (§ 386). No obstante,
Carlos II era —como sus citados contemporáneos— hombre de iniciativa y de idea en punto a la
gobernación del reino. A él se debió, según hemos de ver, una nueva organización administrativa de
Navarra y la creación de un alto tribunal (Cámara de Comptos) encargado de dirigir la Hacienda.
Su hijo Carlos III, llamado el Noble —con cuyo apelativo se caracteriza su diferencia moral
respecto de su padre—, se mantuvo en paz con los monarcas vecinos y atendió a la mejora interior
del reino.
Provincias Vascongadas
422. Historia externa hasta la incorporación a Castilla.
La historia de las Provincias Vascongadas es más importante y valiosa en su parte interna que
298
en la externa, por hallarse ésta ligada casi siempre a la de los estados fronterizos, Navarra y Castilla,
que se disputaron el dominio, y subordinada a la de ellos excepto en algunas relaciones
internacionales con Francia e Inglaterra, en que, por el sistema cantonal de los tiempos, tuvieron
verdadera personalidad política algunas villas vascongadas, hermanadas, a lo que parece, con otras
de la costa perteneciente a Castilla (Santander), Asturias y Galicia, que también en este caso hacían
de cabeza (§ 300). Repetidamente hemos visto cuan indomable fue el espíritu de independencia de
los vascos en la época romana y la visigoda, y cómo obligaron a campañas frecuentes para su
sujeción. Discuten los autores si la invasión musulmana llegó a pesar en las provincias vascas como
en el resto de la Península, inclinándose los más a contestar negativamente, de acuerdo con la
crónica del arzobispo Don Rodrigo. En ellas, y particularmente en la más interna, Álava, se
refugiaron muchas gentes de otras regiones peninsulares (v. gr., León), que huían de la invasión
musulmana; pero aun allí tuvieron que sufrir diferentes incursiones de las tropas musulmanas,
contra las cuales se defendieron los naturales apoyados en castillos o fuertes fronterizos, como el de
Pancorbo. Iniciada la organización del núcleo cristiano de Asturias, aparece Álava en dependencia o
relación muy íntima con éste, así como Vizcaya, quizá como pertenecientes al ducado de Cantabria,
que, según las crónicas, regía Alfonso I. Sea lo que fuere de la intensidad y alcance (no bien
conocidos) de esa dependencia en los primeros tiempos, aparecen en los siglos VIII, IX y X condes
de Álava que a veces lo son también de Castilla (como de Fernán González afirman escrituras de la
época); hasta que, por la división que hizo de sus Estados el rey de Navarra Sancho el Grande,
quedó Álava incorporada a este reino bajo el mando de García, por lo cual recibió fueros de los
reyes navarros (§ 334). En tiempo de Alfonso VIII, volvió a pertenecer a Castilla después de
conquistada Vitoria (1200) gobernándose, bajo la soberanía de reyes castellanos, por una asamblea
o corporación de nobles y eclesiásticos llamada Cofradía de Arriaga, que figura ya en documentos
del siglo XIII, representando la acción del poder central condes y más tarde los adelantados
mayores de Castilla. En 1332, reinando Alfonso XI, la misma Cofradía pactó con este rey el
reconocimiento pleno de su señorío, incorporándose totalmente a la Corona, aunque con
reconocimiento de los fueros y libertades del país, como era uso entonces.
Vizcaya aparece también, en los primeros siglos de la Reconquista relacionada con Navarra
como condado protegido, más o menos independiente, y luego con Castilla, adquiriendo celebridad
la dinastía o familia de sus condes de Haro, hasta que definitivamente se incorporó a la corona
castellana en 1570, por herencia de Doña Juana Manuel, mujer del rey Don Enrique III, en el
reinado de su hijo Don Juan. Para el gobierno interior tuvo Vizcaya Juntas o Asambleas análogas a
la de Álava, y cuyas funciones estudiaremos en lugar oportuno.
La historia de Guipúzcoa es muy semejante —en lo que de ella se conoce— a la de las otras
dos provincias, apareciendo en documentos del. siglo XI gobernada por condes bajo la soberanía de
Navarra y luego de Castilla (ya en tiempo de Alfonso VI); siguiéndose otros cambios (el fuero de
San Sebastián le da, en 1180, un rey navarro: § 334) hasta que en 1200, reinando Alfonso VIII, el
conquistador de Vitoria, los guipuzcoanos se sometieron al señorío de este monarca entregándole la
tierra, «especialmente —como dice una crónica— las villas de San Sebastián, Fuenterrabía y la
fortaleza y castillo de Velvaga, que es en el valle de Oyarzún», con otras por el lado de Álava y
Vizcaya. Desde entonces Guipúzcoa confunde por completo su historia externa con la de Castilla.
prescindir y prescinden a menudo, como enemigo poco temible y tolerable. Precisamente a esta
consideración debió en gran parte el reino de Granada vivir tantos años sin ser absorbido por los
potentes reinos de Castilla y de Aragón.
No quiere esto decir que fuese insignificante la extensión territorial de aquél, ni su población.
Comprendía, desde el Norte de Sierra Nevada hasta Gibraltar, toda la tierra andaluza de la costa,
con puertos tan importantes como Almería, Málaga y Algeciras; y, con muy escasas variantes,
conservó estos límites al través de varias alternativas, perdiendo y recobrando sucesivamente a
Gibraltar, Algeciras y otros puntos. Hubo momentos en que constituyó serio peligro, por el auxilio
que hallaron los moros de Granada en los Estados africanos (el de Fez, de los Merínidas o
Benimerines; el de Tremecen, de los Benizeyan), que habían sustituido al Imperio almohade. Ya
vimos (§ 377) cómo llamó en apoyo suyo el rey de Granada a los Benimerines de África. Pero,
vencidos los invasores en la batalla del Salado (1340) y habiendo también decaído la fuerza política
de los moros africanos, reducidos los españoles a sus propios elementos, volvieron a su situación
defensiva, favorecida por el olvido de los propósitos conquistadores en los reyes cristianos.
León y Castilla
1.—CLASES SOCIALES
extinción de las clases serviles; crecimiento de la clase media y su oposición a la de los señores
mediante dos elementos principalmente: los letrados y los caballeros de villa; aumento de los
privilegios del clero, y aumento, igualmente, de las riquezas territoriales de los nobles por las
donaciones de los reyes y las conquistas. La lucha principal no es ya de los siervos contra los
señores, porque la servidumbre desaparece, si no de los ciudadanos, de los burgueses, contra la
nobleza y el clero, para obtener la igualdad jurídica, especialmente en el orden económico (tributos,
cargas concejiles, diezmos). Pero la mejora en la condición jurídica qué obtienen los antiguos
siervos y cultivadores pobres, no se traduce en un bienestar real, análogo al que adquiere la clase
media ciudadana; sino que, como veremos (§ 431), la relación de dependencia económica (y hasta
cierto punto jurisdiccional también) en que quedan respecto de los señores, es a menudo, de hecho,
tan vejatoria y dura como la anterior dependencia personal. AI propio tiempo, la clase popular
pobre, que va aumentando en las villas y ciudades, sufre también de una inferioridad jurídica
respecto de la burguesía. Veamos algunos pormenores de este complejo movimiento.
aumentando su número en los reinados sucesivos. De dos maneras se establecía: con licencia del rey
y en bienes propios, o recibiendo de la corona en merced heredades o villas a título de inalienables
y con sucesión forzosa por derecho de primogenitura, como se hicieron la mayor parte de las
mercedes y donativos reales, tan frecuentes desde Enrique II. La base económica que produjeron
estas donaciones vinculadas fue, cuando se inició la decadencia de los nobles como elemento
político, un apoyo que evitó por algún tiempo su decadencia social.
A la vez, alcanzaron los nobles (sobre todo en los siglos XIV y XV) otras riquezas,
especialmente territoriales, por mercedes, conquistas y usurpaciones. Ya hemos aludido a las
muchas concesiones que hizo Enrique II, y conocidas son las usurpaciones que tuvo que castigar
Enrique III, el cual, sin embargo, hizo muchas mercedes perpetuas, lo mismo que Juan II y Enrique
IV. El mal venía, no obstante, de mucho mas atrás, puesto que Alfonso X fue ya pródigo de
concesiones, en las dos formas que entonces se usaban: la llamada honor y la de tierra25. Consistía
la primera en ceder a un noble los derechos fiscales que correspondían al rey en un lugar, y la
segunda en señalarle cierta renta o cantidad en maravedises sobre determinado pueblo o-pueblos.
De este modo hubo en tiempo de aquel rey nobles-muy ricos, por ejemplo el célebre Don Nuño de
Lara, que tenía como vasallos 300 caballeros. Sancho IV, siguió esta misma política, concediendo a
los ricos hombres muchas rentas reales y de las juderías, diezmos, morerías, etc.; y aunque reyes
posteriores prohibieron las encomiendas de villas, no por esto cesaron las mercedes. La guerra con
los moros, emprendida en los primeros años del reinado de Enrique IV, facilitó al duque de Medina
Sidonia y a otros nobles que figuraron en ella conquistando plazas fuertes, extensos dominios en
Andalucía, produciéndose verdaderos latifundia que han influido hasta nuestros días en la
organización económica de aquella región. Los nobles poseedores de villas y castillos
encomendaban la tenencia y defensa de estos lugares a caballeros vasallos suyos, mediante un.
juramento de fidelidad, que en documentos de la época se llama homenaje (§ 452), aunque la
palabra no tuvo entonces el alcance-que en países feudales extranjeros ha tenido siempre.
La jerarquía nobiliaria sigue siendo, fundamentalmente, la que vimos en la época anterior. El
nombre de fijodalgo (fidalgo-hidalgo) se extiende, tomado en la acepción lata de persona noble,
mientras que el de ricohombre o altohome se va perdiendo en el uso. Documentos de la época de
Alfonso X fijan claramente la doctrina de que fijodalgo es equivalente a hombre de noble linaje: así
el hijo de un noble y una villana, es fijodalgo; el de un villano y una mujer noble, no lo es. Con esto
se demuestra igualmente la primacía que se da al parentesco por línea de varón o agnaticio.
También se hace sinónimo el nombre de fijodalgo y el de caballero, tomándose éste en la acepción
moral que iba unida a la profesión de la caballería (§ 361); y al lado de éstos, todavía persisten, en
documentos de fines del siglo XIII, apelativos antiguos como el de príncipe y conde.
De otros particulares, relacionados con los derechos sobre las clases serviles, hablaremos al
tratar de éstas (§ 431).
25 Según algún autor próximo a esta época, había una tercera forma llamada en feudo, porque en ella los favorecidos
reconocían o pagaban al rey cierta parte de renta cada año. A las tres llama, en común, encomiendas, palabra que
también usa el Ordenamiento de Alcalá.
302
en Castilla. Su anulación comenzó en Francia, donde, acusados los Templarios de ejecutar actos
contrarios a la moral, usar prácticas supersticiosas y ser reos de blasfemias, herejías, etc., el rey —
aprovechando la coyuntura para anular un elemento político que era temible para el mismo trono—
les hizo formar proceso y solicitó el apoyo del Papa Clemente V (el primero que residió en Aviñón,
dando lugar al gran Cisma de Occidente) para castigar los crímenes de la Orden. El Papa sentenció
en contra de los Templarios, y el maestre de ellos con 59 caballeros más fueron quemados vivos en
París, extinguiéndose en Francia la Orden. La actitud del Papa y el ejemplo del rey francés se
reflejaron en Castilla. Un tribunal formado ad hoc hizo comparecer en Medina del Campo (1310) al
maestre y los freires, y poco después se repitió la escena ante un Concilio provincial celebrado en
Salamanca: ni el Concilio ni el tribunal de Medina hallaron justificadas las acusaciones dirigidas a
los Templarios, pero no se atrevieron a sentenciar en favor suyo por respeto al Papa. Persistiendo
éste en su juicio, dio en 15 de Marzo de 1312 una bula —de conformidad con el Concilio general de
Viena de Francia—, extinguiendo la Orden del Templo. Los bienes de ésta pasaron a la corona en
su mayor parte, y este fue un golpe terrible para el poder social de las Órdenes, que comienzan a
decaer, ayudando también a ello la cesación de las circunstancias militares que las habían dado
origen, una vez entrados los turcos en Europa y paralizadas las guerras con los moros en la
Península. Internamente, habíanse relajado mucho todas ellas, siendo frecuentes los disturbios,
cismas y banderías entre sus miembros, así como las cuestiones jurisdiccionales con los obispos.
Aunque hubo creación de otras nuevas, v. gr., la de la Banda, por Alfonso XI, ninguna prosperó,
continuando como predominantes —una vez extinguida la del Templo— las de Santiago y
Alcántara, con algunas de las extranjeras que habían fincado en Castilla.
sí el cargo supremo de canciller de Castilla, junto con los de miembro del Consejo de la Regencia,
camarero del rey de Francia, con mil francos de oro de pensión, señor del valle de Llodio, la torre
del de Orozco, alcalde mayor y merino de Vitoria, alcalde de Toledo, y otros muchos, amén de los
que sacó para sus hijos.
Continuador suyo, y no menos célebre y característico, fue otro magnate, Don Pedro Téllez
Girón, gran maestre de Calatrava, que llena con sus proezas el fin del reinado de Juan II y todo el de
Enrique IV. Favorito de éste cuando todavía no era más que príncipe de Asturias, influyó
notablemente en la caída de Don Álvaro de Luna, y aprovechó su privanza para acumular honores y
riquezas, de suerte que llegó a ser en la época de Don Enrique el más poderoso de los señores
castellanos. Pero también fue el más turbulento y uno de los más desleales y malignos cortesanos.
Habiéndose mezclado en la lucha de las facciones políticas que tan tristemente llenó el reinado del
sucesor de Juan II, supo utilizar todas las circunstancias, haciéndose pagar a buen precio sus
servicios; y de no sorprenderle la muerte, hubiera contraído matrimonio con la infanta Isabel, con lo
cual la unión política realizada luego mediante el enlace con Don Fernando de Aragón no hubiese
tenido lugar, y la historia de España quizá hubiera tomado otros derroteros.
429. El clero.
La importancia social de esta clase y su carácter privilegiado, aumentan en los tiempos a que
nos referimos, por virtud del estrechamiento de las relaciones entre los reyes y los Papas y de la
influencia de las nuevas Órdenes (mendicantes y otras), que ya estudiamos oportunamente (§ 305) y
que en gran parte se sobreponen al clero secular. Sigue desarrollándose con gran amplitud la
inmunidad personal, aspirando a ella y lográndola, no sólo los que eran realmente sacerdotes, sino
los domésticos y familiares de ellos, los clérigos de menores, algunos casados y gentes allegadas,
que procuraban con esto eximirse de la jurisdicción de los tribunales de justicia ordinarios. Añádase
que, a virtud de la mayor libertad concedida para las ordenaciones, aumentó mucho desde fines del
siglo XIII el número de eclesiásticos, especialmente los de menores órdenes, dedicándose muchos
al comercio, al foro (como abogados, notarios, etc.), a las funciones administrativas (alcaldes), y
aun a los oficios de juglar y bufón, en que solían llevar vida muy licenciosa. Por otra parte, las
Órdenes mendicantes, tan útiles en un principio a la civilización, se relajaron, y a mediados del
siglo XIV habían caído en gran laxitud, mezclándose en los asuntos políticos y civiles, abrumando a
los pueblos con cuestaciones, introduciéndose en las familias para procurarse donaciones y
herencias, etc. Contra todo esto clamaron las Cortes castellanas, y en ellas, especialmente, los
procuradores del estado llano. Los de León, en tiempo de Alfonso XI, y las Cortes de Valladolid en
igual época, pidieron al rey que se cortasen los abusos de la inmunidad personal. Las de Medina, de
1328, y las de Madrid, de 1329, pidieron igualmente que no se permitiese a los clérigos el ejercicio
de la abogacía, ni el de escribanos públicos, y el rey lo concedió. Finalmente, las Cortes de Alcalá,
de 1348, las de Valladolid, de 1351, y las de Soria, de 1380, pidieron a los reyes Alfonso XI, Pedro
I y Juan I, que cortasen los abusos de los religiosos en punto a la obtención de testamentos a favor
de las Órdenes, y a las coacciones ejercidas sobre los labradores para obtener de ellos donativos
(encerrándolos, v. gr., en una iglesia, sin dejarlos salir hasta que daban algo). En orden a la
exención real, o sea de pechos y servicios, continuaron las pretensiones del clero a eximirse de
todos los tributos foreros y comunales o concejales, incluso los destinados a obras públicas, como
puentes, calzadas, muros, a que taxativamente estaba mandado que contribuyesen. Los reyes
favorecieron estas pretensiones con privilegios particulares a varias iglesias; pero los procuradores
de los pueblos no cesaron de reclamar, hasta que Enrique II dio una ley, confirmada por Juan I en
1390, en la cual se ordenaba que a los gastos de obras públicas contribuyesen los clérigos, por
cuanto son «pro comunal de todos», y que las heredades tributarias que fuesen compradas por
eclesiásticos siguiesen pagando igual tributo, cosa esta última que ya se fijaba en una ley de
Partidas (55, título VI, Part. I). No parece que se cumpliera mucho esta disposición, pues en 1458
vuelven las Cortes de Madrigal a pedir al rey Juan II el remedio de los mismos abusos, quejándose
304
de que cuando los pueblos acudían a cobrar estos pechos, se les excomulgaba y ponía en entredicho,
cosa que también hacían con los recaudadores de rentas reales muchos obispos, cabildos, etc., como
dicen las Cortes de Valladolid (1299), las de Palenzuela (1425) y las de Zamora (1432), entre otras,
pidiendo remedio para ello. En 1367 reclamaron también las Cortes de Burgos, y en 1386 las de
Segovia, contra el incumplimiento de la segunda parte de la ley.
Análogas reclamaciones hicieron los pueblos respecto de los clérigos de menores y sus
domésticos y familiares, en quienes el abusivo privilegio era más irritante; de los collazos y vasallos
de iglesias y monasterios, a quienes también se pretendía eximir, aunque el fuero era puramente
para los individuos pertenecientes al clero y nunca valió para los siervos y pobladores de villas o
tierras eclesiásticas; de los hermanos terceros de las Órdenes mendicantes, que se acogían a la
exención de éstas; resultando de todo ello que grandísima parte de la población estaba exenta de los
tributos, que pesaban únicamente sobre la clase media y parte del pueblo.
A este privilegio se unió desde el siglo XIII (aunque ya en el XII hubo algún ejemplo de lo
mismo) otro de carácter económico, el llamado diezmo predial o real, consistente en el derecho de
cobrar para sí las iglesias y monasterios una parte alícuota (no precisamente la décima) de los frutos
particulares del territorio circunvecino. En 1228 un Concilio de Valladolid lo había declarado
obligatorio, incluso para los moros y judíos. Alfonso X lo sancionó con carácter general,
estableciéndolo, tanto sobre los frutos de la tierra como sobre los de la industria, sueldos,
honorarios, etc. Esta segunda forma del diezmo (personal) no se pagó nunca en España, aunque el
clero lo reclamó varias veces con protesta de las Cortes, que también representaron al rey sobre los
abusos que andando el tiempo se cometieron en el cobro del diezmo predial. Estas quejas no fueron
atendidas, afirmándose el nuevo privilegio económico de la clase sacerdotal, del que los reyes
aprovecharon, como hemos visto (§ 448), una parte (generalmente los dos novenos, aunque se
llamó tercias reales) con destino a sostener la guerra contra los moros, a la alimentación de los
pobres en tiempo de hambres, a fundar obras pías (entre ellas establecimientos de enseñanza) y a
obras de iglesias, fines todos a los cuales faltaron los monarcas muy a menudo.
de jornales, la limitación de horas de trabajo y otras trabas análogas que estudiaremos en el lugar
oportuno. No se marca, sin embargo, oposición de clase que merezca notarse entre los dos
elementos de la vida social ciudadana, ya porque el popular era aún escaso, ya porque no se
señalaran en su situación tan graves males como andando el tiempo se produjeron, ya también
porque les unía el interés común de la libertad concejil. La lucha económica va propiamente
dirigida contra la nobleza y el clero, para obligarles a que contribuyan al sostenimiento de las cargas
públicas; y si al cabo surgen divisiones entre los dos factores señalados, es en el orden político, por
el cambio que sufre la administración municipal, desde el antiguo Concejo general al Ayuntamiento
de carácter privilegiado (§ 450). Entiéndase, no obstante, que cuando en esta época —y en general
en la Edad Media— se habla de «elemento popular», «brazo popular, (en las Cortes), se designa a la
clase media, que a medida que crece la riqueza privada va diferenciándose más de las clases
llamadas «bajas»26.
Tanto para la indicada lucha económica como para defenderse contra las arbitrariedades de la
alta nobleza, la clase media, fiando poco, y con razón, en el poder de los reyes (que a menudo era
flaco, por minoridad del monarca o por otras razones), formó más de una vez Hermandades en que
van unidos sus dos elementos: el plebeyo y el de los caballeros e hidalgos. Sirva de ejemplo la
creada en las Cortes de Burgos de 1515, cuyo programa, firmado por 103 caballeros y los
procuradores de 102 ciudades y villas, establecía una estrecha solidaridad para defenderse de los
«omes poderosos» y velar por el rey, entonces menor.
La victoria había de ser, al cabo, para la burguesía: ella es la que dirige el movimiento
civilizador; y el siglo XIV se caracteriza, principalmente, por la transformación de la antigua
sociedad caballeresca en burguesa, cuyo centro es la ciudad en vez del castillo y cuyas costumbres
son las del habitante de los grandes grupos de población, atento a los intereses materiales de la
industria y el comercio, antes que a las glorias de la guerra y de la caballería.
26 Los redactores de las Partidas ya distinguían las tres clases sociales de grandes, medianos y pequeños, como en
fueros anteriores se había distinguido entre mayores, menores, etc. (§ 202).
306
limitaciones era lograr que los señores no perdiesen nunca el provecho económico que sacaban de
los solares por los tributos (restos de los que antiguamente debían los siervos) a que éstos se
hallaban sujetos; y como la condición de las personas se reflejaba a veces en la de las tierras, el
único modo de conservar el derecho y la utilidad consistía en prohibir que las de behetría pudiesen
comprarlas hombres que no fuesen de behetría, las de abadengo los que no fuesen de igual
condición, las de señorío, otros que los solariegos, etc., obligando a éstos a que tuviesen (o dejasen
caso de marcharse) poblado el solar, para que siempre hubiese quien pagara. Al cabo confirmóse la
libertad en el sentido indicado por el Ordenamiento de Vallado-lid, desligando el tributo de la tierra,
haciendo a ésta libre y convirtiendo aquél en personal; y como al propio tiempo se iba mudando la
antigua relación servil o semiservil en un verdadero arrendamiento o usufructo mediante pago de un
canon o censo y algunos servicios, los cultivadores alcanzaron una situación muy inmediata a la de
plena libertad.
Es muy probable que este proceso se retrasase en algunos puntos de Galicia, León y Castilla,
perpetuándose estados como el de los foreros de la época anterior; pero es una prueba de que la
liberación se extendió a la mayoría de los territorios, el hecho de que (salvo el levantamiento de los
Hermandinos en Galicia, popular en su origen, aunque lo mixtificaron y explotaron luego en
provecho propio algunos miembros de la nobleza) no se produjeran luchas sociales en los siglos
XIV y XV, como veremos que ocurrió en Cataluña. En Castilla no se forma partido rural alguno, ni
la población labradora llega a tener importancia política.
No quiere esto decir que la condición real de las clases populares en los sitios de señorío fuese
envidiable, ni aun que se ajustara a los derechos que en justicia les correspondían. Aunque la
relación jurídica con los señores había cambiado en la forma que hemos dicho, no se vieron libres
los cultivadores, los colonos y los villanos de toda clase, de las vejaciones que anteriormente
padecían. Al amparo de su poder dominical, los nobles abusaban de los servicios y rentas que les
debían los antiguos siervos y solariegos, no obstante que el interés económico les aconsejaba no
descontentar a los campesinos para que éstos, usando de su libertad personal (reconocida
expresamente a este propósito por el Ordenamiento de Alcalá), no abandonaran los campos y se
refugiasen en las villas exentas o en las behetrías libres. Así lo comprendieron algunos señores, que
procuraron atraerse a los labradores, en competencia con los Concejeros, otorgando fueros y cartas
pueblas ventajosas, muy abundantes en este tiempo. Pero otros, más tiránicos que prudentes, y
favorecidos por las concesiones reales que convertían en pueblos de señorío a muchos que antes
eran de realengo, extremaron sobremanera los vejámenes. De ello da testimonio una petición
dirigida por las Cortes de Valladolid de 1385 a Juan I, y en la cual se indica que los señores habían
echado sobre los pueblos «muy grandes pedidos y les han hecho muchas fuerzas y muchos males y
sinrazones, por lo cual las dichas villas y lugares están destruidos y despoblados.» Cuando los
villanos no podían satisfacer las peticiones del señor, éste los mandaba prender y encerrar en
cárceles, donde los tenía sin comer y beber, «como si fueran cautivos». Obligábales por la fuerza a
que firmasen escrituras de préstamo usurario; casaban violentamente con sus escuderos a las viudas
ricas y a las hijas de familias pudientes, y, en fin, llegaron a despojar a las iglesias y hospitales de
las cruces, campanas y ornamentos, que empeñaban y vendían, «de modo que quedaron yermas las
iglesias y hospitales para siempre». Los reyes trataron de poner remedio a estos males, pero con
dificultad lo lograban.
Por lo que toca a los siervos personales, continúan del mismo modo que en la época anterior,
si bien disminuidos en número porque los moros cautivos, que daban gran contingente a esta clase
en los primeros años de la Reconquista, veíanse ahora favorecidos por las nuevas condiciones de la
guerra y por la legislación favorable al mudejarismo (§ 452). Eran, sin embargo, numerosos en
algunas localidades los moros esclavos, y los fueros tratábanlos con bastante dureza, como atestigua
el de Brihuega. En tiempo de Alfonso X se reconocía expresamente la condición de siervo
(personal) como posible en individuos cristianos e infieles, prohibiéndose no obstante como de
antiguo, y bajo pena de muerte, que los judíos y moros pudiesen tener siervo que fuese cristiano,
307
aunque sí lo podían comprar para volverlo a vender. A los hijos de clérigo ordenado se les sujetaba
a servidumbre de la iglesia en que era beneficiado su padre, aunque con la prohibición de ser
vendidos como los otros siervos. Pertenece a esta condición todo nacido de madre sierva y también
los traidores a la patria que procurasen a los moros elementos para la guerra. La legislación
favorece, sin embargo, la condición de los esclavos, facilitándoles los medios de obtener la libertad
y de disponer en parte de sus bienes propios. Así, v. gr., todo siervo de judío, moro o hereje, que se
hiciera cristiano adquiría al punto la libertad, lo mismo que el que ingresare en el clero con
consentimiento del señor, o casase (mediante igual condición) con persona libre. En contradicción
con esto, una ley del Fuero Real dado por Alfonso X invalida la compra de su libertad que con
dinero propio hiciere el siervo no sabiéndolo su señor, porque «tanto es de éste el siervo como lo
que tenga». El emancipado o liberto (franqueado, forro, aforrado) quedaba sujeto a su antiguo
señor por deberes de respeto y reverencia muy solemnes y exagerados, y a veces también por
servicios cuyo incumplimiento llevaba como pena la pérdida de todo lo que el señor le diera al
libertarlo.
El sentido restrictivo continuó en el reinado de Alfonso XI, aunque no para todo, pues este
mismo rey, por ejemplo, concedió a los mudéjares de Zorita (a petición del maestre de Calatrava y
para evitar que emigrasen) la reducción en una mitad de los tributos. Por otra parte, continuaron sin
lograr observancia muchas de las disposiciones restrictivas que reiteró Enrique II, el cual levantó en
cambio la prohibición de comprar heredades de cristianos, hecha en 1295. Durante la minoridad de
Juan II, se impuso resueltamente a los mudéjares ciertas señales en el traje que los distinguiese de
los cristianos, y se renovaron y extremaron todas las prohibiciones señaladas de antiguo, hasta
llevar el conocimiento de sus pleitos a los tribunales ordinarios (si bien éstos debían fallar con
arreglo a las costumbres de los moros), a la vez que se aumentaban las predicaciones para obtener la
309
conversión. Pero todas estas leyes cayeron pronto en desuso, y durante el reinado de Enrique IV
volvieron los mudéjares a gozar de ventajas y a ser un importante elemento social en todo el reino,
incluso en la corte, como atestiguan viajeros que visitaron la de aquel rey, peticiones hechas a éste
por sus súbditos y hasta coplas populares. En general, la segunda mitad del siglo XV parece señalar
un renacimiento del mudejarismo, pues que en algunas regiones es seguro que formaban una clase
rica e influyente, que gozaba empleos de confianza en muchas casas nobles de Castilla. El favor con
que distinguió Enrique IV a los mudéjares y la cordialidad de relaciones que, por otra parte, venía
existiendo entre moros y cristianos—incluso en el propio disputado territorio de Granada, donde se
celebraban torneos de nobles castellanos y granadinos—produjeron abusos de parte de aquéllos, no
sólo en las ciudades, sino en los señoríos, hasta en los del Norte, donde eran muchos los vasallos
mudéjares. Todo lo cual trajo quejas (§ 445) y comenzó a crear motivos de graves restricciones
cuyo cumplimiento se efectuó en la época siguiente.
27 No tanto como se ha solido calcular sobre la base de un documento del año 1290, según el cual había entonces en
Castilla 861.618 judíos. Seguramente eran bastantes menos.
310
lado les quitaba la jurisdicción criminal con jueces propios (que habían dado muy mal resultado),
les mantenía este privilegio en lo civil, así como la protección real en punto a vidas y haciendas,
muy necesaria contra la animosidad del pueblo. El Concilio de Palencia de 1388 y otros (ya citados
al hablar de los mudéjares) extremaron las medidas contra ellos en el mismo sentido que contra los
moros, pero con mayor dureza, llegando incluso a imponerles la asistencia a los sermones que se
predicaban para convertirlos.
Pocos años después, tuvieron estas persecuciones una terrible y sangrienta consecuencia. La
animosidad del pueblo halló su expresión en un sacerdote fanático de Sevilla, Fernando Martínez, el
cual, no obstante las reconvenciones del Prelado, excitó de tal modo a la multitud con sus
predicaciones, que promovió horribles matanzas en la judería de aquella ciudad (6 Junio 1391), en
Córdoba, Toledo y muchas otras poblaciones de Castilla. Gran número de judíos fueron degollados
y saqueadas sus casas; los sobrevivientes no tuvieron otro recurso, para salvar su vida, que
bautizarse. Ocurría esto durante la minoridad de Enrique III, el cual trató de reprimir semejantes
atrocidades así que ocupó el trono, en 1393. Pero el impulso estaba dado. Las restricciones contra
los judíos fueron aumentando, prohibiéndoles ejercer oficios manuales, cortarse la barba y cabellos,
llevar armas, vestirse de otro modo que como les indicaban las leyes (1405). A la muerte de Enrique
III, redoblaron las persecuciones, junto con la predicación evangélica, recomendada por la Iglesia
como único medio de obtener la conversión voluntaria de los que aun persistían en el judaísmo. Un
autor judío, con evidente exageración, hace subir a 15.000 los convertidos, y a 150.000 los muertos
en las persecuciones de entonces (1431-1447: pontificados de Eugenio IV y Félix V) en toda
España.
Influida por el convertido Pablo de Santa María, la reina viuda, tutora del rey menor Juan II
(que tanto hizo contra los mudéjares), siguió igual política con los judíos en una serie de edictos y
ordenamientos (1408-1412) que les sujetaban a la jurisdicción de los tribunales cristianos,
suprimiéndoles los jueces propios —cosa que ya se había intentado antes sin éxito—, prohibiendo
que gozasen cargos en la Casa Real, que fuesen arrendatarios y almojarifes, que ejercieran el
comercio o profesiones médicas en relación con los cristianos, sirvieran de intermediarios
mercantiles con éstos y tuvieran trato íntimo, especialmente con mujeres cristianas. Al propio
tiempo prescribíase la absoluta separación de los judíos en barrio aparte, cercado y con sólo una
puerta, y se les imponía traje y peinado especiales.
Estos edictos no tuvieron eficacia, a lo menos en parte, pues en 1432 reuniéronse en
Valladolid, con aprobación real, los diputados de las aljamas hebreas de Castilla y redactaron un
convenio (secama) u Ordenamiento, de cuyo texto se deduce que continuaba eligiendo jueces
privativos (dayanes), síndicos o veedores y hombres buenos para formar tribunal de justicia; que
ningún judío podía acudir a la jurisdicción cristiana, sino atenerse a la de sus dayanes en lo civil y
criminal, y que seguía perfectamente organizada entre ellos la enseñanza religiosa, con maestros
públicos y pasantes pagados con los rendimientos de una contribución especial (nebda). Este
Ordenamiento era obligatorio para todas las aljamas, que a su vez regulaban sus asuntos interiores
autonómicamente en virtud de ordenanzas (tecanas). Reuníanse también los diputados de las
aljamas para repartir los tributos que habían de pagarse al rey.
De igual manera debió conservarse la participación en las funciones de Hacienda, pues de
1427a 1430 fueron los judíos arrendatarios de los diezmos de mar; en 1450 casi todos los
recaudadores de Talavera eran hebreos, y en 1449 los de Toledo eran de esa raza, aunque
convertidos: con todo, no les valió esto para librarles de las iras del pueblo, pues con motivo de un
empréstita de un millón de maravedises pedido a la ciudad por Don Álvaro de Luna, los vecinos
cristianos, dirigidos por dos canónigos, asaltaron los almacenes de un rico mercader convertido, los
incendiaron y destruyeron el centro comercial (alcana) de los judíos.
hicieron sino aplazar la cuestión, trasladándola de los judíos puros a los conversos, a quienes el
vulgo denostaba con palabras injuriosas, entre ellas la de marranos, que, en esta aplicación, se ha
creído derivada del hebreo Maranatha («anatema sobre ti»), cuando, muy probablemente, no hay
relación alguna entre ambas voces, sino que la primera se usó con referencia a los conversos, en la
acepción insultante que conserva en castellano. Por su número, industria, riquezas y por la natural
frialdad de su forzada fe, eran envidiados y sospechosos para el pueblo, que no sólo les acusaba (al
parecer, con razón) de practicar a escondidas el culto judaico, sino de realizar otra porción de actos
en cuyo supuesto entraba por mucho la calumnia.
Combináronse con esto las pasiones de las luchas políticas. No pocos conversos, como se ha
dicho, ocupaban altas posiciones oficiales; y en el reinado de Juan II, no obstante las persecuciones
de la reina viuda, los hubo de gran influencia en el Estado. Pusiéronse todos ellos en pugna con el
favorito Don Álvaro, ayudando al partido enemigo de éste, y Don Álvaro trata de inutilizarlos,
según se cree, aconsejando al rey para que pidiese al Papa (Nicolás V) el nombramiento de
inquisidores contra los judaizantes. El Papa accedió a la petición, comisionando para ello al obispo
de Osma y al maestrescuela de Salamanca para que organizaran la nueva institución; pero ésta no
llegó a establecerse. Continuaron, no obstante, los recelos y las excitaciones populares, cuyo
resultado fue reproducir las matanzas en los últimos años del reinado de Enrique IV, a favor de los
graves trastornos civiles que ocurrían. En Córdoba, en Sevilla y en otros puntos, los marranos
tuvieron mucho que sufrir. En esta situación hallábanse las cosas al inaugurarse el reinado de Isabel
I, en el cual se resolvió definitivamente, como veremos, la cuestión judía.
2.—EL ESTADO
X de manera cruelísima, por Sancho IV, Alfonso XI y otros monarcas) fueron de dudoso éxito en
conjunto, y a veces, como en tiempo de Pedro I, agravaban el mal.
Pero el mayor peligro nacía de que a la vez que los reyes formaban conciencia de la integridad
esencial de su poder, los nobles iban formándola de aspiraciones comunes que constituían una
política frente a la política real, convirtiendo las primitivas luchas parciales, hijas del orgullo
individual, del sentimiento separatista de cada señor, en lucha general de dos principios.
IV y Fernando IV que no consintiesen las muchas mercedes que se hacían a los nobles), y que luego
olvidaron con daño grave el mismo Alfonso XI, Enrique II y, sobre todo, Enrique III, cuyas
enormes mercedes a los nobles dieron a éstos gran fuerza. Procura a la vez Alfonso XI, mediante
concierto con los procuradores en Cortes, allegar dinero para el Tesoro real, arma indispensable en
la lucha política; aprovecha toda ocasión de destruir castillos señoriales, que eran foco de bandidaje;
se esfuerza en corregir los abusos de la administración de justicia; oye gustoso las quejas de los
pueblos contra los excesos de los alcaldes reales, los arrendatarios de tributos y los nobles; persigue
a los malhechores y procura la seguridad de los caminos; atiende a las necesidades económicas del
pueblo, y, a la vez, afirma la organización municipal convirtiendo los oficiales municipales de
temporales en vitalicios, para evitar las querellas de la elección; declara enérgicamente que sólo al
rey pertenece la facultad legislativa, tanto para hacer leyes como para interpretarlas y enmendarlas,
y halaga a la nobleza cuando la tiene sumisa, procurando educarla en sentimientos caballerescos,
creando nueva Orden militar (llamada de la Banda) para premiar servicios guerreros, y sujetándola,
en fin, de modo seguro.
Toda esta política quedó destruida por la falta de discreción y la sobrada energía de Pedro I.
Los nobles vuelven a sus turbulencias, ora individualmente, ora confederados, hasta convertir el
reinado todo en continua guerra civil. Las consecuencias se tocaron en los reinados sucesivos, sin
otro intervalo que los momentos de energía de Enrique III y la resistencia empeñada de Juan II, o
más bien de Don Álvaro de Luna, representante genuino de la política monárquica antiseñorial;
pero que acabó por ser vencido y con él la monarquía; no obstante que los nobles apoyaban su
rebelión en una ley de Alfonso X según la cual el pueblo debe guardar al rey, no dejándole hacer a
sabiendas casas por que pierda el alma o que sean en deshonra de su cuerpo o de su linaje o en gran
daño de su reino, pudiendo para alcanzar este fin hasta embargar a quienes le aconsejasen mal: en
cuyo caso consideraban al Condestable.
El reinado de Enrique IV ofrece el último y más deplorable cuadro de la lucha política entre el
rey y la nobleza (§ 395). Las aspiraciones políticas de ésta formúlanse con toda claridad, sin
ambages, comprendiendo reformas favorables a los señores. El reino aparece dividido por las dos
políticas. Varios prelados y muchos clérigos inferiores predican el derecho de deponer al rey malo,
acentuando el sentido de la Hermandad de 1282. Frente a ellos se levantan otros, defensores del
principio monárquico, que llegan hasta imponer la obediencia pasiva a los mandatos del rey. Nótase
perfectamente que la contienda, aunque tiene por base aparente la privanza de Don Beltrán y la
ilegitimidad de Doña Juana, es en el fondo pura lucha de dos principios políticos. En la Concordia
de Medina del Campo (1465) formulan e imponen los nobles y prelados condiciones muy parecidas
a las de la Hermandad de 1282 y que manifiestamente se dirigen a reducir el poder real y a sostener
el régimen de los privilegios. Así exigen el desarme de la guardia particular del monarca, fijando
para en adelante el número de hombres que la habían de componer; la destitución de todos los
jueces de villas y ciudades realengas y de los alcaldes y guardas de montes y bosques reales, para
nombrar otros a gusto de los nobles; la supresión de los nuevos oficios creados en palacio por
Enrique IV; el juicio de residencia de todos los contadores y recaudadores de tributos desde 1454 y
la sujeción del rey a una especie de Consejo de Estado formado por nobles y clérigos, el cual había
de intervenir en los asuntos que antes privativamente despachaba el monarca: indultos y gracias
pontificias, provisión de beneficios y cargos eclesiásticos, corrección a los jueces de este orden y
hasta ei ejercicio de la justicia ordinaria. Juntamente pedían, como requisitos de inmunidad
personal, que todo proceso referente a nobles o al clero había de pasar por un tribunal compuesto
del conde de Haro, el de Plasencia, los marqueses de Villena y Santillana, el arzobispo de Toledo
(todos éstos de los sublevados), dos obispos «que sean sin sospecha, y tres procuradores de Burgos,
Toledo y Sevilla. Sólo estando conforme este tribunal en que se haga el proceso, se hará; y si el rey
contraviniese a ello, se le podrá declarar la guerra sin incurrir en pena.
Enrique IV aceptó, como sabemos, estas condiciones, aunque se retractó a poco; y mientras,
según testimonio de un contemporáneo (Hernando del Pulgar), los nobles ensangrentaban las
314
principales ciudades con sus bandos y la región murciana vivía casi independiente de la corona,
pues en «cinco años no había mandado ni recibido carta, mensajero, procurador ni cuestor alguno».
más llaneza hubo de declarar esos principios, consignándolos, como en programa político, en obras
jurídicas, y quien sufrió el primer choque formal de la contienda entre los monarcas y los demás
factores políticos antiguos que, naturalmente, había de recrudecerse.
Don Alfonso estableció sin reserva alguna la consustancialidad de la monarquía y el poder
legislativo, el judicial, la jefatura militar y la acuñación de moneda, declarando que ninguno de
estos fundamentales derechos era prescriptible por nadie, y que si alguna vez el rey otorgase el uso
de ellos o de parte de ellos a otra persona, se entendiera que esta concesión dependía
completamente de la voluntad real y expiraba con la muerte de éste; y todavía recalca más la
limitación del poder de los nobles, declarando que no tendrán en sus tierras otras atribuciones de
señorío y justicia que las que les fueran concedidas por el rey o usaran por antigua costumbre, sin
que nunca puedan «legitimar ni hacer ley, ni fuero nuevo sin consentimiento del pueblo». El
concepto superior de la monarquía que revelan estos preceptos, se reflejaba igualmente en la
persona del monarca: basta leer la ley 18, tít. 13, Part. II 28, donde se especifica la manera como debe
tratarse al rey y honrar su persona, para ver que el respeto a ella empezaba a tomar ya la forma
ceremoniosa de la etiqueta palaciega.
No debe, sin embargo, interpretarse esta tendencia en el sentido que modernamente se da —
no sin error histórico— a la palabra absolutismo. El absolutismo de Alfonso X no significaba más
que la centralización y reivindicación para la corona de los caracteres esenciales de la soberanía
política; pero no de modo alguno, a lo menos doctrinalmente, la imposición de la voluntad
(arbitraria) del rey. Este, por el contrario, se confesaba ligado en su conducta por el derecho y la
justicia y por los intereses y conveniencias del pueblo, a quien el propio rey concedía (§ 435) cierto
derecho de inspección sobre su conducta política, no sin peligro de que esta inspección se tradujese
en más graves-facultades; pues aunque en ello, como en otros pasajes de las Partidas, puede verse
más una manifestación doctrinal, científica, que un precepto legal, los nobles no lo entendieron así y
abusaron de la ley (§ 372 y 436) hasta dar lugar, en las Cortes de Olmedo de 1455, a una aclaración
pedida por los procuradores de las ciudades y villas para que se reformase la torcida inteligencia del
mencionado pasaje legal de que se seguían «bullicios, levantamientos y escándalos».
Por todo esto, aunque las Cortes no fueran propiamente una traba constitucional para el rey —
excepto en lo relativo a la Hacienda—, porque no estaba obligado a aceptar sus peticiones», ni los
acuerdos de ellas le eran en rigor forzosos (§ 286); y aunque los Consejos palatinos no tuvieran
tampoco más representación y efecto que el puramente consultivo, la monarquía del siglo XIII,
centralizadora, unitaria y absoluta enfrente de la dispersión de la soberanía que representaba el
régimen señorial y el concejil, no era, ni aun teóricamente, tirana, que es lo que hoy suele
entenderse por absoluta: aunque algunos reyes fuesen duros y cruelísimos en su proceder, más con
la nobleza que con el pueblo. En el hecho, lejos de alcanzar el triunfo las ideas de Alfonso X, fueron
derrotadas en lucha abierta; y aunque internamente iban ganando terreno y preparando la ocasión de
que una mano enérgica las impusiera en su punto y hora, en la política externa más bien parecía ir
perdiendo la causa monárquica. Aun las mismas declaraciones teóricas sufrieron considerable
merma, no ya sólo en la pasajera aprobación de Sancho IV a la Hermandad de 1251 y de Enrique IV
a la concordia de 1465, sino en terminantes preceptos de Alfonso XI que echaron abajo la
inalienabilidad y la temporalidad de los atributos reales, declarando que la justicia civil era
prescriptible por 40 años y la criminal por cien, haciendo sólo imprescriptibles los pechos y la alta
justicia (o sea la de apelación donde los señores la administrasen mal) y concediendo la perpetuidad
de las donaciones con la sola reserva de la alta justicia, la moneda y la guerra; confirmando,
además, todas las jurisdicciones señoriales cuyo disfrute inmemorial se probase por documentos o
por información testifical.
Al tratar de las Cortes veremos otras manifestaciones de este vaivén de la política real, que
hallaba serios obstáculos en la implantación de sus ideales absolutistas.
consignan resoluciones tomadas por el rey previa consulta de la Curia. La diferenciación se produjo
lentamente y con ella vinieron cambios importantes en la composición del Consejo, acentuando la
intervención del elemento popular. A una y otra cosa contribuyeron diferentes disposiciones de
Alfonso XI, Enrique II, Juan I y otros reyes. Enrique II mandó en 1406 que del número de
individuos del Consejo fuesen doce «hombres buenos, (dos de León, dos de Galicia, dos de Toledo,
dos de las Extremaduras y dos de Andalucía), confirmando una costumbre legal que existía ya, por
lo menos desde 129], en tiempo de Sancho IV, a cuyo lado figuran ciertos diputados o consejeros
perpetuos de la provincia de Extremadura. Fernando IV tuvo, según se desprende de las Cortes de
Cuéllar (1297), doce «hombres buenos» nombrados por los Concejos para aconsejarle y ayudarle en
la gobernación del país. En la minoría de Alfonso XI vuelven a aparecer los hombres buenos, en
unión de cuatro prelados y varios caballeros, para aconsejar a los tutores. Alfonso XI, años después
(1331), sancionó esta composición mixta de su Consejo, que refleja la importancia política de la
clase plebeya. Bajo Juan I, en 1385, parece adquirir el Consejo real un cuerpo administrativo fijo,
puesto que, en virtud del Ordenamiento de aquella fecha, se organiza con doce vocales, de los que
cuatro eran del brazo popular, convertidos desde 1387 en letrados: condición que se afirma en el
reinado de Enrique III, llamándose a estos jueces «oidores». En 1390 se les nombró presidente
gobernador. Juan II dividió el Consejo en dos salas (de Gobierno y de Justicia), que todavía
muestran la antigua confusión de atribuciones, y aumentó mucho el número de consejeros, que
había crecido en el reinado de Enrique el Doliente (§ 390-91), En 1459, Enrique IV hizo nueva
reforma del Consejo, que a poco variaron sus sucesores los Reyes Católicos, con quienes realmente
adquiere estabilidad.
Mientras se iba determinando así, en un órgano especial, la función administrativa del
Consejo, diferenciábase también la judicial, como diremos (§ 444), en nuevos centros y
funcionarios.
o delegados, cargos de importancia y honor, diferentes de los «mandaderos por cartas, o correos.
Los merinos mayores, conocidos ya en la época anterior, sustituyen a los adelantados con iguales
funciones y aparecen en algunas leyes como jefes militares de fortalezas o castillos. Los merinos
menores son subalternos encargados de algunos asuntos de justicia. Los porteros siguen siendo
ejecutores de las órdenes del rey y alguaciles citadores (§ 294); pero se les encarga también de la
entrega en posesión de los castillos reales. Sustituyó a este nombre de porteros el de ballesteros de
nómina, indicado en documentos del siglo XIV. Finalmente, en tiempo de Juan I se creó el
condestable de Castilla, oficial superior del ejército, en cuyo poder quedaban las llaves de la ciudad
donde estuviese el monarca y en cuyo nombre, juntamente con el del rey, se daban los bandos.
La división en circunscripciones administrativas no se puede determinar con exactitud, quizá
porque era insegura y variable. De los documentos del siglo XIV parece deducirse que gozaban de
cierta sustantividad en este orden Castilla, León, Galicia, Asturias, Guipúzcoa, Álava, las
Extremaduras, Toledo y Andalucía. Pero debe advertirse que, a pesar de las reformas de Fernando
III (§ 285), todavía en documentos de mediados del siglo XIII (1260) aparecen —como
supervivencias del régimen antiguo— tenencias o condados regidos en nombre del rey por nobles
que se llaman prestameros, tenentes, dominantes, y que tienen a sus órdenes subalternos
mayordomos, notarios y sayones. Quizá estas supervivencias fueron especiales de ciertos territorios,
v. gr., Galicia, donde se ve a un conde rigiendo a la vez tres tenencias. Las ciudades distinguidas,
por la existencia en ellas de funcionarios superiores, eran Toledo, Sevilla, Córdoba, Jaén, Murcia,
Algeciras y seguramente otras más que no suenan en las leyes. De Toledo, Sevilla y Córdoba dice
una ley que son «ciudades grandes».
Las alzadas o apelaciones podía verlas el rey mismo o persona designada por él, aparte de la
Cort, y, en primer término, el adelantado del rey o sobrejuez (§ 443). Entre los asuntos de que puede
conocer este funcionario —así como todos los adelantados, aunque no estén en la corte con el
monarca—, mencionan las leyes de la época algunos que es curioso recordar: pleitos de Concejos
sobre términos municipales; de un Concejo y una Orden u hombre poderoso; de los agraviados por
las sentencias de los alcaldes de la Cort; de viudas, huérfanos, religiosos o «caballeros sin señor»
(es decir, que no son vasallos de rico-hombre), si contienden con gente poderosa, debiendo en
algunos casos ser el propio adelantado abogado de ellos. Sigue en importancia a los adelantados, el
alférez, como abogado natural y amparador de viudas, huérfanos y fijosdalgo que no tuvieran
persona que los defendiera, como ejecutor de sentencias en altos personajes y como defensor de los
intereses reales (heredamientos, villas, castillos) cuya pérdida o usurpación hubiese de traer desafío
(riepto). Los merinos mayores, que sustituían a los adelantados, tenían igual jurisdicción que éstos
en las comarcas o localidades (villas) en que los estableciera el rey; y los menores, nombrados por
aquéllos o por los adelantados, se limitaban en su delegación al conocimiento de algunos delitos
graves. Por bajo de los merinos estaban los alcaldes del rey (diferentes de los de la corte), que
debían juzgar, asistidos por hombres buenos del vecindario, todos los días laborables. En algunas
leyes conservan los alcaldes el nombre antiguo de jueces, que también se emplea en el siglo XIII
para designar en conjunto a todo funcionario de la administración de justicia. Con ellos terminaba la
jerarquía del poder judicial dependiente del rey, siendo auxiliados todos estos oficiales de justicia
por subalternos ejecutores, llamados porteros y alguaciles. El rey tenía su alguacil mayor. Para la
defensa y representación de los pleiteantes y procesados había ya entonces abogados (boceros) y
procuradores (personeros).
No se ha de creer por esto que llegara a uniformarse completamente la administración de
justicia. Oponíanse a ello, no sólo la diversidad de jurisdicciones, sino la misma variedad que en el
derecho sustantivo había de región a región. Los documentos de la época dan testimonio de esta
variedad legislativa —que obligaba a juzgar los pleitos de cada parte por jueces distintos (de donde
la composición de la Cort real)— y de excepciones curiosas como la confirmada en 1286 por
Sancho IV a favor de la iglesia de León, uno de cuyos canónigos tenía, por antigua costumbre (§
203), bajo su guarda, un ejemplar del Fuero Juzgo, hallándose facultado en unión con los alcaldes y
«hombres buenos, de la villa para enmendar todas las sentencias, incluso las dadas en la corte del
rey, que infringiesen alguna ley de aquel Código. Este tribunal duró algún tiempo, a pesar de las
reformas introducidas en la administración de justicia: documentos de fines del siglo XIII (1295) lo
declaran subsistente; su tramitación era oral y sencilla. Además, las jurisdicciones diferentes de la
real eran numerosas. Los municipios de fuero seguían teniendo sus jueces o alcaldes propios, de
nombramiento popular o concejil; los señores, favorecidos con privilegio de esta clase, podían
nombrar jueces y merinos, como también pesquesidores; los gremios de menestrales gozaban de la
facultad de tener jueces privativos; los nobles tenían también alcaldes de hijosdalgo, o resolvían
privativamente sus contiendas, ante la corte del rey, en forma normal o por duelo (§ 446), y también
podían en algunos casos tomarse por sí propios la justicia; los ganaderos (que habían constituido
una corporación llamada Mesta, bajo la protección de los reyes) gozaban de jurisdicción particular,
con alcaldes propios; en fin, las Universidades y el clero disfrutaban de exenciones jurisdiccionales:
todo lo cual demuestra cuan fraccionada estaba aún la función judicial. Por otra parte, los pueblos
no solían acudir de buena voluntad a las apelaciones del rey, por no salir de su término privilegiado.
Y sin embargo, la corriente centralizadora era ya fuerte e iba preparando con gran rapidez la
organización unitaria. La educación romanista de los letrados que los reyes escogían para alcaldes,
y su sentido acentuadamente monárquico y absoluto, empujaron sobremanera a este cambio,
ayudados por los adelantados y merinos mayores cuyas facultades gubernativas y de justicia fueron
creciendo, incluso contra el antiguo derecho de asilo eclesiástico y nobiliario: v. gr., persiguiendo a
los malhechores aun cuando se hubiesen acogido a fortalezas y castillos de personas influyentes. A
la vez extendióse mucho la tregua de Dios (§ 229), de que hablan frecuentemente las leyes de los
321
siglos XIII y XIV, en especial con referencia a las enemistades de los nobles.
de sus deberes de justicia: consistía esta prevención en que el rey ordenase tregua de sesenta años
entre unos y otros.
A la vez que se procuraba arreglar así las apelaciones y la audiencia real, iba completándose o
variándose el orden de los funcionarios judiciales. En los documentos legales, particularmente
desde Alfonso XI, establécense o se citan merinos ejecutores de justicia subordinados a los alcaldes
y jueces de las ciudades y villas; monteros o alcaides de prisiones (entre los que se señalan los
llamados monteros de Bavia y los de Espinosa, que llegaron a formar una especie de escolta real),
escribanos de Audiencia, alcaldes de diferente categoría, jurados y otros muchos.
Todo este organismo no tuvo siempre la solidez que los reyes, naturalmente apetecían, sino
que se bamboleaba al compás de las guerras civiles y trastornos que produjeron en esta época las
minoridades y las luchas por la privanza. Mas como el cuerpo social acude a su propia defensa en
los casos urgentes, los vacíos que por todas las citadas causas dejaba la justicia del rey, los llenaba
el pueblo, organizando (§ 290) para la policía y seguridad públicas Hermandades que lanzaban al
campo sus somatenes o milicias, nuevo elemento de disturbios, a veces, no obstante la buena
intención que presidió al crearlas. De estas Hermandades fueron las más célebres, por su
importancia, privilegios y permanencia, la formada por Talavera, Toledo y Villarreal y la de
Segovia. La primera, de obscuro y remoto origen, constituida primitivamente por los colmeneros o
dueños de colmenas de aquellos territorios, y aprobada por Fernando III Alfonso X, se confirmó en
Toledo en 1300 para perseguir a los golfines o bandoleros, con nombramiento de tres jueces o
alcaldes a cuyas órdenes iban los guardias, mozos de escuadra o cuadrilleros, nombre este último
que deriva, muy probablemente, de la voz quadrillos, con que se designaban ciertas saetas de hierro
cuadrado y con punta. Al confirmar Alfonso XI nuevamente los privilegios de reyes anteriores,
mandó que los hermanados nombrasen de entre ellos dos jefes u hombres buenos. La Hermandad,
consentida al principio sólo temporalmente por Fernando IV, quedó como permanente desde 1312 29.
Reconocida también por el Papa, vino a llamarse Santa Real Hermandad vieja de Toledo, Talavera
y Villarreal, que subsistió, no obstante repetidos intentos de suprimirla por parte de los nobles y
Órdenes militares, hasta el siglo XVIII. El procedimiento seguido por los cuadrilleros era
sumarísimo: aprehendido el delincuente (a quien perseguían hasta los linderos de Portugal y de
Aragón), era llevado al monte, donde, después de una comida en común, era atado a un poste y
asaeteado, recibiendo premio el cuadrillero que acertaba a dar en el corazón. La sentencia se daba
después de haber ejecutado al reo. Este procedimiento, que fue el primitivo, se modificó
posteriormente, suprimiéndose el asaeteamiento.
La Hermandad de Segovia nació en el reinado de Enrique IV, provocada por atropellos de la
guardia mudéjar del rey. Formáronla los municipios de Castilla, región del Ebro hasta Vizcaya y
Galicia; pero habiéndose mezclado en cuestiones políticas, los nobles lograron, con malas artes,
deshacerla. El recrudecimiento del bandolerismo la volvió a crear en 1473, aprobando el mismo
Enrique IV los estatutos de la Hermandad nueva general de los reinos de Castilla y León, cuya
competencia se extendió (como en la vieja) a los casos de blasfemia, monederos falsos, robo en
poblado y despoblado, quemas intencionadas, violaciones, homicidios fuera de poblado y otros.
29 En 1570, Enrique II, por Ordenamiento dado en la Junta de Medina, consintió y reglamentó estas Hermandades de
policía, en general.
323
proceso y ejecución de fuego que se hizo contra herejes en el reino de Castilla, fue en Llerena, por
autoridad del alcalde mayor. De hecho, ya se había aplicado esta pena antes de Alfonso X, en
tiempo de su padre Fernando III, quien hizo cocer en calderas de agua hirviendo, a varios herejes.
El Fuero real y las Partidas declararon ser de jurisdicción privativa de los obispos las causas de
herejía, estableciendo así un tribunal ordinario diferente del extraordinario y especial que
introdujeron los dominicos en Cataluña (§ 327): todo lo cual expondremos más especialmente en
otro párrafo (461). El tormento (según la ley que fija los deberes de los adelantados mayores), usado
como medio de obtener la confesión del procesado, no se imponía más que a los de mala fama o a
los que llevasen consigo señales del crimen y a los acusados de delitos de traición y de lesa
majestad; pero siempre había de aplicarse aquel medio ante testigos. La misma ley ordena que no se
ejecute pena corporal alguna en las grandes festividades eclesiásticas y regias, así como tampoco en
domingo ni en viernes. En el orden civil, estaba prohibido embargar a los labradores, por razón de
deudas, los instrumentos y ganado de labor, excepto si los acreedores fuesen el rey (por los pechos),
el señor del lugar o el dueño de la tierra. Este privilegio a favor de los poderosos es un reflejo de la
desigualdad en las penas según la clase social que continúa. Así, a los nobles (fijosdalgo) les
confirmó Alfonso XI el privilegio de que no les fuesen embargados los palacios, moradas, caballos,
armas y mula. El rey era el juez especial de los caballeros en los delitos contra el orden de la
caballería y en los graves. En los leves podían juzgarlos las autoridades inferiores; pero la ejecución
de la pena correspondía siempre al alférez o al caudillo de quien fuese subordinado el caballero. En
los fueros municipales de villas libres y de señorío, se consignaban también las diferencias de
penalidad por razón de clases o de vecindario. La hidalguía señalábase por el derecho a una caloña
de 500 sueldos. En punid al indulto, que era facultad del rey, se reglamenta fijando süs diferentes
causas, clases y efectos. El asilo eclesiástico también se reglamentó, excluyendo de él muchos
delitos graves como el robo en despoblado, incendio, traición, adulterio, asesinato, etc. Las casas y
celleros (almacenes) del rey eran igualmente lugar de asilo.
Las modificaciones introducidas en los procedimientos fueron más importantes y de gran
trascendencia. Veníase usando generalmente, en el orden criminal, el procesamiento a instancia de
parte, es decir, por denuncia o querella de persona determinada que había de figurar en el juicio,
siendo éste de carácter público y predominantemente oral. Originábanse con ello muchos
inconvenientes, sobre todo, cuando se trataba de delitos, de gentes poderosas, dada la desigualdad
social reinante y lo, imperfecto de la función protectora del Estado. La necesidad de sostener cara a
cara la acusación, de probarla, etc., retraía a no pocos y dificultaba la acción de la justicia. Para
remediar tales. inconvenientes se introdujo la pesquisa o procedimiento inquisitivo (de que hay ya
mención, aunque breve, en fueros municipales de época anterior), que el rey y sus jueces podían
incoar motu proprio o de oficio aunque no precediese acusación ninguna determinada, y sin
requerir, por tanto, la presencia de un querellante, ni aún el señalamiento preciso del delincuente (§
444). Era ésta la regla general en la pesquisa, tanto que, según la ley, probablemente de tiempo de
Alfonso X, si en caso de homicidio interviniesen en la causa los parientes del muerto, cesaba la
pesquisa. Mediante ella, además —y en este motivo se apoyan particularmente algunas leyes
definidoras del procedimiento—, trataban los jueces reales de invalidar los artificios con que las
gentes poderosas y los malvados impenitentes encubrían sus malos hechos (fechos desaguisados),
logrando que «por los testigos que se presentaban contra ellos en juicio, no se pudiera saber la
verdad». A veces, procedía la pesquisa aun mediando querella, lo cual demuestra como el nuevo
procedimiento iba invadiendo toda la administración de justicia. Aplicóse también a delitos y faltas
de carácter especial, como la-violación de los privilegios forales de las behetrías y las cuestiones
sobre límites de términos municipales y uso de pastos, leñas, etc.
A la vez que de este modo se va cambiando el procedimiento, complícanse los trámites y las
formalidades, generalizándose la forma escrita con detrimento de la oral antigua y de la rapidez y
baratura de las causas y pleitos. La preocupación de los legisladores por esta reglamentación, cada
vez más minuciosa, de los procedimientos, nótase claramente en las leyes y escritos jurídicos de la
324
época, hasta el punto que las 252 que forman el grupo llamado Leyes del Estilo (§ 454) son, casi
todas, de puro derecho procesal. Consecuencia natural de esto —y causa también, en parte— es la
importancia cada vez mayor que adquieren los procuradores y abogados, de quienes hablan por vez
primera leyes de tiempo de Alfonso X. Una de ellas establece la manera de hablar o informar los
boceros ante los jueces: habían de hacerlo de pie, a no ser que el alcalde les mandara sentarse, y
cuidando de no denostar ni usar palabras irrespetuosas. No estaba de más esta prevención, pues los
abogados —oficio al que se dedicaron multitud de gentes de todas clases— acudían en tan gran
número y con tales ínfulas a los tribunales, que a menudo turbaban el orden, dando consejos a los
jueces y a las partes sin ser requeridos a ello, interrumpiendo las alegaciones, embrollando los
negocios y alargando los pleitos. Contra esto dictó reglas Alfonso X en unas Ordenanzas de 1258.
El uso de abogado continuó durante algún tiempo como potestativo en las partes, que en 1268
todavía seguían con la costumbre antigua de defenderse por sí.
En cuanto a las pruebas en juicio, prodúcese en esta época la total abolición de las llamadas
pruebas vulgares (§ 206), contra las que se pronuncia decididamente la Iglesia en el Concilio de
León de 1288 y el de Valladolid de 1322. Aunque persisten aquí y allá en algunos fueros, las leyes
generales no las mencionan ya, excepción hecha del duelo o riepto que expondremos
particularmente (§ 447). Aumenta la importancia de la prueba documental (escrita) y de la de
testigos, siendo en esta última muy interesante la modificación de los privilegios concejiles
consignada en una ley general, que ordena no sean rechazados en juicio los testigos de vecindario
distinto al de la villa en que se substancia aquél. No obstante, quedan vigentes no pocas de las
excepciones forales que creaban un derecho especial a favor de los habitantes de cada municipio,
merced al que podían quedar impunes muchos delitos por mutuo encubrimiento de los vecinos,
principalmente contra forasteros.
campo. Si en el duelo muere el retador, queda por inocente el retado, aunque el primero hubiese
persistido en su acusación; y si es muerto el segundo protestando de su inocencia, queda «libre del
riepto, porque razón es que sea quito quien defendiendo su verdad prende muerte». Por el contrario,
si el retador no prueba su acusación o desiste de ella, sufre castigo porque se presume en él
falsedad. Las armas y caballos de los duelistas pasaban en un principio al mayordomo del rey,
después de verificado el duelo; en tiempo de Alfonso X se ordenó que sólo perdiesen la propiedad
de ambas cosas los vencidos por alevosos. El desafiado podía negarse, no sólo al riepto, mas
también a que la acusación se decidiese por pesquisa del rey; y negándose a una y otra cosa,
quedaba libre de la acusación y el retador era penado. Pero si no acudiese a la corte del rey y fuese
declarado rebelde, sufriría la pena como alevoso y traidor, pronunciada por el rey. Si el vencido
como aleve no muriese en el duelo, será «echado de la tierra» y perderá la mitad de sus bienes en
beneficio del rey. En algunos casos podrá también ser condenado a muerte. A diferencia de lo que
ocurría en los duelos generales de gente plebeya, nadie podía lidiar en lugar del ofendido, si éste
viviese, a no ser que la ofensa recayera en el señor del que desafía, en mujer, en religioso o en
persona que no pueda o deba tomar las armas; procediendo también el riepto aunque retador y
retado no fuesen de igual categoría y poder social dentro de la nobleza, pudiendo el inferior
presentar para la lid o duelo un hombre de igual linaje (par) que el retado, y aun de linaje superior.
Terminado el duelo por muerte de uno de ellos, el rey mandaba que no subsistiese enemistad
judicial entre los parientes de aquél y el vivo. El riepto también podía producirse por acusación de
traidor, bajo cuyo nombre se comprendían diferentes delitos de lesa majestad o de falta de respeto al
señor. Los que no tenían la categoría de fijodalgos, no podían retar sino cuando la ofensa o daño
recibido por ellos lo fuese mediando tregua o pleito con el ofensor. En leyes y documentos de
carácter jurídico posterior se dieron nuevas reglas del riepto y de la lucha que le seguía (lid), sin
introducir variaciones de importancia. Alfonso XI estableció al efecto un Ordenamiento en Burgos
(1342) que disgustó a los nobles; por lo que en las Cortes de Alcalá (1348) se restablecieron las
reglas de Nájera, muy semejantes a las de Alfonso X.
429); y no sin frecuencia apelaron igualmente a las confiscaciones y a los despojos violentos, como
los llevados a cabo en los judíos por Alfonso X, Pedro I y Enrique II, y a la creación de oficios
públicos inútiles perpetuos, que se vendían para atender a las necesidades del Tesoro. El
desbarajuste llegó a su colmo en tiempo de Enrique IV. «Las mejores villas y lugares —dice un
historiador— pasaron al dominio particular; las tercias y alcabalas se cedieron por título oneroso o
gratuito, con nombre de juros; se vendieron a vil precio pingües rentas a cargo del tesoro público...»
Por 1.000 maravedises en dinero, v. gr., se podía comprar otro tanto de renta anual en juros; y a
todo esto, había que añadir las usurpaciones de rentas reales que, no contentos con lo que
profusamente se les donaba, hacían los nobles.
El resultado fue empobrecer grandemente la Hacienda y comprometer su porvenir seriamente.
Y sin embargo, las bases de un organismo rentístico sólido, que había de servir durante muchos
siglos para regular la vida económica del Estado, están ya echadas en el siglo XIII, señalando una
diferencia notable entre la Hacienda de los siglos anteriores y la que entonces comienza.
Anteriormente, según vimos, la base del tesoro público eran las prestaciones de carácter, por decirlo
así, feudal, de los vasallos del rey, sujetas a multitud de excepciones, privilegios variaciones de tipo.
Desde el siglo XIII adviértese la imposición de tributos generales de origen y condición distintos,
que recaen sobre las cosas (mercancías), ora sobre los actos de los súbditos en su relación con el
Estado, no en la puramente personal con el rey. Así nacen los derechos de timbre, que ahora
diríamos, o de cancillería, que Alfonso X reglamenta con toda precisión, aplicándolos a todas las
concesiones, privilegios y contratos que otorga la corona; así se declara por leyes de Alfonso X y XI
que la propiedad exclusiva de las salinas, minas y pesqueras pertenece al rey, y se afirma la renta de
portazgos o derechos de consumos, que recaen sobre todas las mercancías que entran en las
ciudades, con otros ya mencionados que en los siglos siguientes habían de ser el más sólido
fundamento de la Hacienda, generalizándose a todas las clases sociales.
No quiere esto decir que en la época presente hubiese uniformidad en la aplicación de los
tributos. No será ocioso repetir (§ 291), en primer término, que la nobleza no pagaba más que
algunos impuestos entre los muchos existentes; siendo de notar en este punto que, habiendo
concedido los nobles en las Cortes de Burgos de 1269 seis servicios al rey, cuidaron de pedir que no
se repitiese esta carga y protestaron, incluso tumultuariamente, de que se les impusiera alcabalas,
dado que este pecho indirecto se estableció en un principio sobre todas las clases sociales. En
cuanto a los eclesiásticos, incumplida como ley general la exención declarada por Alfonso VIII (§
274), continuaron concediéndose en gran escala inmunidades particulares, que iban restando a la
Hacienda fuerzas contributivas; y aunque Alfonso X protestó de los Cánones del Concilio de Letrán
(que declaraban ser todo tributo que pagase el clero fundamentalmente voluntario y excepcional, no
pudiendo otorgarse sin autorización del Papa), estableciendo, por el contrario, que en ciertos casos
estaba aquél obligado a pagar, el exiguo número de estos casos no compensaba, ni aun con la
adición de los donativos extraordinarios y de las tercias de que antes se habló, las numerosas
inmunidades que el propio Don Alfonso contribuyó a extender. No eran tampoco iguales los
tributos para los plebeyos. Continuaron, como en tiempos anteriores (§ 391), las exenciones
privilegiadas: v. gr., en los portazgos a favor de los habitantes de determinada villa o ciudad, como
Murcia; y aun se daba el caso de que los reyes concedieran al Concejo alguna parte del producto de
aquel pecho o de otros (por ejemplo, el montazgo), concesión que, si al principio fue módica, llegó
a tener gran importancia por el crecimiento de la población y del comercio.
Con todo esto, los apuros de la Hacienda eran frecuentes, así como los del mismo rey, que
más de una vez se vio en el caso referido de Enrique III (§ 390), muy frecuente por entonces en
todos los reinos, como respecto del de Aragón hemos consignado (§ 316). En 1312 el déficit de la
Hacienda era de 8 millones de maravedises, y años después, en 1393, de 21 millones.
vimos explícito en la época visigoda (§ 139), recibe nueva confirmación en documentos de la época
de Alfonso X; aunque en el hecho no habría de ser infrecuente la aplicación de rentas de la
Hacienda general a necesidades de la persona del monarca (como quiera que éste era la
representación absoluta del Estado, debiendo por tanto referirse a él todas las cosas públicas), la
distinción aquella no dejaba de tener su valor como, principio jurídico, que presidía a la
organización del orden financiero.
Créese que de esta época proceden los primeros ensayos de presupuestos formales, a juzgar
por un documento de la época de Juan II (1429) que trae relación calculada de todos los ingresos
que se suponían para la Hacienda real (cerca de 61 millones de maravedises). Pero si realmente
hubo el propósito de organizar en este sentido la Hacienda, no alcanzó por entonces realización
cumplida.
Generalmente, los tributos se pagaban en dinero, aunque también ocurría que se pagasen en
especie, como los portazgos de Toledo (según arancel de 1359). En el criterio de imposición se
observan confusiones y diferencias, según los casos, ora cobrándose por cabezas, ora por cuantía de
bienes; pero la tendencia de los reyes parece ser, a lo menos en los tributos principales de la moneda
forera y de los servicios, que se pagasen según la riqueza, formándose padrones o catastros,
computándose los bienes inmuebles y los muebles, con excepción de los vestidos y ropas de cama.
Créese que los dos tributos citados, consistían en un diez por ciento de la renta bruta.
La forma de recaudación que se empleaba generalmente era el arriendo, siendo arrendadores,
por lo común, moros, judíos conversos, contra cuyos abusos, reales unas veces; supuestos otras,
reclamaron con frecuencia las Cortes y se amotinaron los pueblos. Habiéndoles sustituido personas
de carácter eclesiástico «prelados e clérigos», no por esto cesaron los abusos (inherentes por otra
parte a esa forma de recaudación), y las Cortes siguieron pidiendo remedio a este mal que agravaba
el peso le los tributos.
La dirección general de la Hacienda la llevaba un funcionario llamado mayordomo,
almojarife30 o tesorero real, cargo ocupado, en la mayor parte de esta época, por judíos. A sus
órdenes estaban los diezmeros o administradores de aduanas; los almojarifes o portadgueros, de
portazgos; los cogedores y sobrecogedores; los alcaldes de sacas, que vigilaban sobre las
mercancías cuya extracción estaba vedada; los pesquisidores o investigadores y otros varios
empleados, que ya lo eran de una localidad o de una sola renta. En las poblaciones principales,
como Murcia, v. gr., el almojarife local era jefe, no sólo de la ciudad, sino de un extenso distrito que
comprendía varios pueblos, en los que tenía administradores subordinados. Todos estos agentes
cobraban los tributos y hacían por sí mismos los pagos que correspondían a cada ingreso, dando
cuenta de ellos al tesorero mayor, el cual, por su parte, reunía en sí todas las funciones de la
contabilidad; es decir, que no estaban aún organizadas propiamente las oficinas de Hacienda, ni
distinguidas sus principales operaciones. Sin embargo, en tiempo de Pedro I creáronse los llamados
contadores reales, para examinar las cuentas y fiscalizar la gestión de los recaudadores; y en tiempo
de Juan II (1437) se dieron ordenanzas reglamentando aquel cargo que, no obstante, créese ejerció
por entonces poca influencia en la regulación del Tesoro. El mismo rey trató de modificar el sistema
de cobranza, confiándola a los municipios (reforma que no prosperó), y dio el arancel de aduanas de
1451 y las ordenanzas de puertos de mar (1450) y de puertos secos (1446).
30 Procede este nombre de la administración musulmana (§ 174). En tiempo de Fernando III se llamaba también
almojarifazgo al impuesto de aduanas, por igual influencia de los musulmanes.
328
habitantes de Murcia, v. gr., les concede Alfonso X facultad para que todos los años nombren
(unidos los caballeros y «los hombres buenos») dos jueces, un justicia y un fiel almotacén para el
gobierno de la ciudad, y anualmente también los hombres buenos podían nombrar seis jurados (que
formaban cabildo o Ayuntamiento bajo la dirección de los alcaldes y el alguacil mayor), siendo dos
caballeros, dos hombres buenos y dos oficiales o artesanos; autoriza al Concejo para elegir por sí
escribanos y corredores; le exime de portazgo; le da la libertad profesional de comercio, para que
toda el mundo pudiese vender y establecer tiendas; otorga la consideración y honores de, caballero a
todo el que pudiese mantener armas y caballos, concediéndoles uso de pendón y seña, y halaga, en
fin, por mil medios a los pobladores. Entre los nuevos cargos concejiles que aparecen en esta época,
se halla el de pesquesidores, análogos a los reales (§ 444).
La manifestación más radical de la independencia concejil la ofrece la Hermandad de las
marismas, o sea de los puertos cantábricos (Castrourdiales, Santander, Laredo y San Vicente de la
Barquera, en primer lugar), a que ya hubimos de aludir (§ 300). Los privilegios de estas villas
databan de muy antiguo, gozando de absoluta libertad en su administración y gobierno sin más que
el reconocimiento, en términos generales, de la soberanía del rey castellano. Fernando III y Alfonso
X les confirmaron tales libertades, halagándolas para disponer en la guerra de sus naves y hombres;
y habiendo querido este último rey imponerles el tributo del diezmo (de que estaban exentas), tuvo
que desistir en vista de la actitud de protesta de las villas. Sancho IV amplió los privilegios, y los
aprobó Fernando IV; pero como quiera que los tutores de éste volvieran a imponer el diezmo, las
villas reunieron en Castrourdiales (Mayo de 1296) sus procuradores o delegados y, después de
protestar de su respeto al señor rey, se comprometieron a mantener unidos sus fueros y antiguas
costumbres, oponiéndose al tributo citado y declarando, en son de amenaza, que si una vez hechas
sus reclamaciones contra fuero sufrieran de ricohombre o de caballero algún mal por mandato del
rey, tomarían nuevo acuerdo de lo que les conviniera proveer. Para realizar estos acuerdos
formaron hermandad Castrourdiales, Santander, Laredo, Bermeo, Guetaria, San Sebastián,
Fuenterrabía y Vitoria, nombrando para representantes tres delegados, que residirían en Castro y
serían guardadores del sello que, como prueba de existencia de la alianza, se mandó construir con
esta leyenda: Sello de la Hermandad de las villas de la marina de Castilla con Vitoria. La primera
providencia de los delegados fue prohibir en absoluto el comercio con el interior de Castilla
mientras el rey mantuviese la petición del diezmo, establecer buenas relaciones con Portugal y
cortarlas con Inglaterra, mientras esta nación guerrease contra Francia. Hay motivos para suponer
que esta Hermandad existía de mucho tiempo antes de 1296 y que comprendía, no sólo las villas
mencionadas, mas también todas las otras del litoral cantábrico, de Bayona (vasca) a Bayona
(gallega).
La Hermandad pactada en Castro funcionó por muchos años, produciéndose con igual
soberanía en sus relaciones con el extranjero: así vemos que celebra en 2 de Mayo de 1297 nueva
junta para concertar convenio con mensajeros del rey de Francia enviados con motivo de la guerra
entre los de Bayona y los ingleses. Desgraciadamente, no ha sido hallado hasta ahora el cuaderno de
ordenanzas de la Hermandad, y desconocemos por tanto su efectiva organización interior. En el
siglo XIV (1351) aparece aún subsistente la liga, y sólo en los últimos años del reinado de Pedro I
comienza a fraccionarse, constituyéndose otras menores, aunque subsistiendo un fuerte núcleo aun
en 1452. Los reyes, celosos de su autoridad, comenzaron a combatir tan extremada independencia, y
con ese objeto dio Enrique IV varias cédulas en 1460, 1461 y 1466, concediendo además a Don
Pedro de Velasco el derecho de cobrar el tantas veces disputado diezmo; pero los marinos se
opusieron a ello y dieron batalla a Velasco, derrotándolo. Todavía en 1473 se sabe que el rey de
Inglaterra enviaba dos embajadores a Guipúzcoa para tratar «cierta concordia con los de la costa»,
con el fin de atraerlos para la formación de una escuadra; pero son estas las últimas manifestaciones
de aquel feudalismo plebeyo, que acabaron de rendir los Reyes Católicos.
Un ejemplo también interesante de autonomía regional lo da Asturias, que, no obstante tener a
su frente desde el siglo XIII (1225) adelantados y corregidores, desde 1450 dirigía todos sus asuntos
329
propios por medio de una Junta (Junta general del Principado) de origen incierto, formada por
representantes de los Concejos, y que representó una fuerza política de importancia contra los
desmanes de los nobles (para lo cual se concertó con Enrique IV), y aun en luchas civiles como la
de Pedro I y Enrique de Trastamara.
En el interior de Castilla, no obstante los fueros y privilegios —que afectaban principalmente
al orden civil y económico y a la seguridad de las personas—, no se gozaba de tanta independencia
en lo político y administrativo. Al tratar de la administración de justicia hemos visto ya cómo los
reyes iban ganando terreno sobre los funcionarios concejiles, aunque subsistía en algunos
municipios el privilegio de que no entraran en su territorio jueces del rey. En el gubernativo
siguieron igual proceso, comenzando por convertir en vitalicios los cargos que antes eran
temporales. Aquella democracia directa de las asambleas populares y aquella igualdad dentro del
fuero que tenían, por lo general, todos los vecinos (§ 202 y 289) —condiciones fundamentales de la
grandeza municipal desde el siglo XII a comienzos del XIV— se modifican a partir de este tiempo,
marcando la decadencia del régimen concejil y de la importancia política de los burgueses. Señálase
el cambio en la lenta usurpación (primero de hecho, luego de derecho) que de las atribuciones del
Concejo todo (asamblea) hace el Ayuntamiento, o sea el conjunto de los funcionarios que en un
principio dependieron estrechamente de aquél (§ 202). Únese a esto la vinculación de los cargos
municipales en los caballeros o en determinadas familias de cada municipio, lo cual dio lugar, no
sólo a pugna de clase, sino a frecuentes querellas con motivo de las elecciones, como las que la
crónica de Alfonso XI señala en Córdoba (1312) y en Úbeda (1331) entre los caballeros y el pueblo
—querellas que solían decidirse de manera sangrienta—, o las de ciertos Concejos de Asturias, v.
gr., Grado (1450), en que se erigen en autoridad para repartirse los cargos públicos siete vecinos,
dando por pretexto que deseaban acabar con las divisiones y escándalos que producían las
elecciones populares. Juntamente con ello, menudearon las inmoralidades en la administración
municipal. Los mismos pueblos pidieron remedio a estos males, y los reyes supieron aprovechar tan
excelente coyuntura de extender su poder y reprimir la anarquía.
A mediados del siglo XIV, en el reinado de Alfonso XI, comienzan los regidores perpetuos
nombrados por el rey, v. gr., en Segovia (1345), con representación de las diferentes clases sociales.
Creóse además el cargo de corregidor (§ 445), puesto en muchas ciudades y villas para vigilar e
inspeccionar los intereses locales y representar la soberanía real, al lado de los alcaldes de fuero.
Los corregidores, cuyo establecimiento solicitaron a veces los pueblos mismos, influyeron
notablemente en las deliberaciones y acuerdos de los Ayuntamientos, rebajando, por natural efecto
de esta intervención, el poder y la independencia de los funcionarios de elección popular. Pero las
reformas de Alfonso XI no consiguieron acabar con los disturbios de orden público en los Concejos.
Continuaron las luchas interiores, que, si antes fueron por la elección popular, ahora eran por el
favor real que pretendían para sí varias familias, rivales constantes y dedicadas a explotar el poder,
por turno, en provecho propio. Casi todas las contiendas sangrientas a que nos hemos referido en
párrafo anterior (435) tuvieron en esto su origen. Pero conviene repetir aquí lo dicho en otros
párrafos acerca de la falta de regularidad y sincronismo que se advierte en la evolución política y
social de las diversas regiones; pues a mediados del siglo XV, y en tiempos posteriores, subsistieron
muchos casos de nombramiento popular de los fieles, jueces, personeros, alcaldes y otros
funcionarios concejiles, ya por elección directa, ya por suerte, excluyendo a los nobles y a los
plebeyos que viviesen con hombres poderosos comarcanos, y renovando anualmente los cargos sin
derecho a reelección hasta pasado cierto tiempo.
A la par que se verificaban estas mudanzas en las ciudades, quebrantábase el poder y riqueza
de las más importantes con la desmembración de las aldeas y arrabales que antes les estaban
sometidos. El crecimiento de la población había ido engrandeciendo estas dependencias rurales
formadas al calor de los grandes núcleos, como al amparo de iglesias, castillos y monasterios se
formaban otros, que, según era natural, al sentirse fuertes quisieron ser autónomos. Los reyes
accedieron a las peticiones hechas en este sentido, y desde Fernando IV comenzaron a dar
330
corresponderles en derecho. Alfonso XI legisló algo sobre ellas en el Ordenamiento de Alcalá, para
regularizar la sucesión de señores, evitar que se convirtiesen más pueblos de solariego en behetrías
y regularizar la exigencia de pechos; pero no hizo ninguna reforma radical, y las behetrías
continuaron siendo presa de las disensiones entre los señores y, con esto, perdiendo poco a poco su
antigua libertad que, aunque relativa, era estimable en aquellos tiempos. Su decadencia nótase en
peticiones que algunas hicieron (Salas de Barbadillo en 1458) para convertirse en pueblos de
solariego. Juan II prohibió en 1454 que morasen en ellas personas nobles ni poseyesen heredades y
casas, para evitar disturbios; pero esta orden no se cumplió en la mayoría de los casos.
leyes de este tiempo mencionan la existencia —ya conocida anteriormente— de merinos de señorío
y de pesquesidores nombrados por la nobleza en sus mandaciones; y el propio Alfonso X declaró
que sobre los vasallos de solariego no tenía el rey más derecho que la «moneda»: lo cual no era
exacto, puesto que al rey correspondía la apelación, según vimos (§ 444), y la injerencia a veces en
la misma jurisdicción señorial. Alfonso X, Sancho IV y Alfonso XI castigaron repetidamente a los
nobles que impedían la jurisdicción de los merinos reales, procurando reducir la independencia
política y administrativa de los señoríos y viéndose obligados más de una vez a luchar, ora para
someter a los rebeldes, ora para impedir la construcción de nuevos castillos roqueros («peñas
bravas», como dicen las crónicas) asilo de la anarquía señorial. Son muy interesantes y gráficas a
este propósito las narraciones de la Crónica de Alfonso XI: «Y fue el rey Don Alfonso (en 1332)
sobre aquel lugar de Peñaventosa y teníalo en homenaje por Don Juan Núñez de Lara Rui Pérez,
hijo de Ruiz Pérez de Soto y Sancho Sánchez de Rojas y estaban con ellos otras compañas. Y el rey
tuvo cercado este lugar diez días... Y aquellos que tenían la peña, viendo que no se podían defender
del rey, entregáronsela con condición que los dejase el rey salir a salvo: y el rey túvolo por bien y
ellos fueron a Busto: y el rey mandó derribar todas las labores que estaban hechas en aquel lugar de
Peñaventosa y dio sentencia que fuese tenida por peña brava y que cualquiera que trasnochase o
afincase, que fuera por ello traidor... Y se fue (1333) a la casa de Rojas, y tenía esta casa por Lope
Díaz un caballero que llamaban Diago Gil de Fumada y no quiso acoger en ella al rey: y por esto
mandóla combatir, y los de la casa tiraron muchas piedras y saetas contra el pendón del rey y contra
su escudo; pero tan apretado fue el combate, que Diago Gil envió a pedir merced al rey que le
dejase salir salvo a él y a los que estaban con él y que le entregaría la casa, y el rey se lo otorgó. Y
así que la casa fue entregada al rey, luego mandó prender a aquel Diago Gil y a todos los que
estaban dentro de ella, y tuvo su consejo con los fijosdalgo que allí estaban, y preguntóles que, pues
aquellos hombres eran sus naturales (súbditos) y dieron muchas pedradas en su escudo y en su
pendón, si eran por esto caídos en traición y todos dijeron que sí. Y el rey por esto juzgóles todos
por traidores y mandóles, degollar, y tomó sus bienes para la corona de sus reinos y fue muerto
aquel Diago Gil y otros diez y siete con él.»
Por su parte, ya hemos visto que los vasallos ayudaban a reducir la importancia política de los
pueblos de señorío, continuando con gran vigor, especialmente en las ciudades eclesiásticas, la
lucha secular (§ 277) encaminada a obtener un Concejo y una administración populares,
independientes del obispo, cabildo, abad o comunidad. Con frecuencia estas luchas, tomando
carácter legal, se reflejaban en apelaciones a la corte del rey; otras veces adquirían aspecto
revolucionario. El resultado fue que los vasallos obtuviesen en casi todas partes el nombramiento de
funcionarios propios y una libertad civil y política muy análoga a la de los municipios. Por este
lado, la influencia política de los señores decayó notablemente. Sus victorias sobre los reyes las
alcanzan en lucha abierta personal, mediante coaliciones y con ayuda de los mismos Concejos.
Conviene no olvidar que muchos señores contaban entre sus vasallos gran número de
mudéjares (§ 281 y 432), por haberles concedido los reyes el heredamiento de poblaciones moras
conquistadas o por haberse ido acumulando en otras antiguas núcleos de población musulmana
sometida; y que estos vasallos gozaban por lo común de cierta independencia administrativa (con
jueces particulares y uso de las leyes propias, como en la aljama de Palma [Sevilla], propiedad de
los Bocanegra), aunque en lo económico estuviesen muy cargados de tributos.
preceptiva de Las Partidas31 —ni aun a propósito de los asuntos de hacienda en que parecía natural
su consideración—, como no fue aquélla tenida por ley obligatoria hasta tiempos muy posteriores
(1348) y sus teorías absolutistas hallaron serios obstáculos, como hemos visto, las Cortes más bien
suben en influencia política desde el siglo XIII hasta mediados del XIV, en virtud del apoyo que los
monarcas buscaban en los Concejos contra la anarquía nobiliaria; y aun después de aquella fecha,
vuelven a subir en consideración durante los reinados de los primeros Trastamaras (Enrique II, Juan
I y minoridad de Enrique III), quienes, para afianzar la dinastía, favorecieron el régimen
parlamentario y las libertades populares. Todavía en el siglo XV diferentes leyes de Juan II las
muestra con gran vitalidad, llamadas para aconsejar al soberano en los casos arduos de gobierno,
aunque pendientes siempre de la voluntad de él. Su función sigue siendo principalmente económica,
no legislativa, como ya dijimos. La primera importaba muchísimo a los Concejos. Fernando IV y
Alfonso XI la afirmaron nuevamente, declarando este último en una ley que no se pudiesen
establecer tributos de ninguna clase sin otorgamientos de las Cortes. En cambio, no se cuidaron
gran cosa de limitar las facultades del rey en punto a la fijación de las normas del derecho vigente
(facultades que los monarcas, por otra parte, se esforzaron en recalcar, como se ve en leyes de
Alfonso X y Alfonso XI), y en el exagerado uso hecho por Juan II y sus sucesores de la frase
«poderío real absoluto»; al paso que los juristas proclamaban cada día más, conforme a su
educación romanista, el principio de que «es ley lo que el príncipe quiere que lo sea». En las Cortes
de Briviesca de 1387 pareció que se quebrantaba este absolutismo, mediante el ordenamiento
otorgado por Juan I en que se declaraban irrevocables las leyes dadas en Cortes, a no mediar
consentimiento de las mismas; pero esta concesión fue puramente teórica. Los reyes la violaron
siempre que se les antojó, no sin protesta, a veces, de los procuradores.
No quiere esto decir que las Cortes dejaran de participar en cierta medida de la función
legislativa, ya que, valiéndose del obligado favor que los reyes concedieron más de una vez a los
Concejos, estimularon el poder legislador del monarca y presentaron numerosísimas peticiones de
reformas o de represión de abusos, casi en los mismos términos y sobre iguale cuestiones que antes.
Sin duda, los ordenamientos de Cortes no lograban eficacia en las más de las cosas, y se hacía
preciso renovar constantemente las peticiones, en especial por lo que toca a las cuestiones de judíos,
de beneficios eclesiásticos dados por el Papa, abusos de oficiales de justicia y de arrendadores de
pechos y alcabalas, donaciones reales, tasas de comercio y uso, etc. Pero a veces, consiguieron los
que se proponían, aun en casos que afectaban a la persona del rey. Así, las Cortes de 1299 y 1325
lograron importantes confirmaciones de la seguridad personal y del derecho de todos los ciudadanos
a ser oídos y vencidos en juicio, con lo cual limitaban el arbitrio real, demasiado fácil en condenar y
en confiscar a su favor bienes particulares. Análogamente, las de Madrid de 1329 obtuvieron la
prohibición de expedir cartas o albalaes reales en blanco, que servían generalmente para
injustificados atropellos, y las de Alcalá de 1348 extendieron la prohibición a las cartas que con
frecuencia se solicitaban del rey para lograr por fuerza casamientos ventajosos. En las Cortes de
Valladolid de 1351 (unas de las más fecundas e importantes del siglo XIV), los procuradores
pidieron la represión del bandidaje, la determinación de atribuciones de los funcionarios regios, la
corrección de los abusos de escribanos y recaudadores, la rebaja de gabelas y servicios, la armonía
entre los derechos de ganaderos y labradores, la regulación de la cobranza de tributos, la reforma
del procedimiento judicial y otras muchas cosas importantes a que accedió el rey, quien, en las
propias Cortes, otorgó ordenamientos de tanta entidad como el de Menestrales y el de Prelados.
Poco después, en la reunión de Burgos de 1366, pidieron la conservación y observancia de
fueros y privilegios locales, la rebaja en la usura de los judíos, la represión de los malhechores, la
formación de hermandades o somatenes y otras medidas que en su mayor parte también fueron
otorgadas. En las de Toro de 1371 tratáronse puntos tan importantes como la administración de
justicia, las mercedes reales, la seguridad personal, que no era muy grande, las provisiones y fueros
31 No se refiere a ellas (y aun sin darles su nombre) más que para el caso de reconocimiento de nuevo rey (I. 19, tít.
13, Part. II).
334
(según se desprende de ordenamientos, del siglo XV) los «oidores y alcaldes» de la corte del rey.
Aunque la costumbre de celebrar Cortes separadas los dos reinos unidos, León y Castilla,
siguió hasta comienzos del siglo XIV, ya en tiempos de Alfonso X se dan casos de Cortes comunes:
Sevilla, 1250 y 1263; Valladolid, 1258; Toledo, 1260; a la vez que se celebraban otras puramente
leonesas (Ávila, 1273; Zamora, 1274 y 1301; Valladolid, 1290); y castellanas (Burgos, 1274 y
1301). Desde esta última fecha, todas son comunes.
regulador del tribunal regio para las apelaciones y casos de corte, y además se concedió por primera
vez como municipal a Aguilar de Campóo (1255), y con el mismo carácter se fue extendiendo a
otros pueblos, v. gr., Burgos, Valladolid, Simancas, Tudela, Soria, Ávila, Madrid, Plasencia,
Segovia, etc., constituyendo, en suma, uno de aquellos fueros tipos de que hablamos (§ 288) y el
más extendido de todos. El primitivo texto sufrió modificaciones (del propio Alfonso X en 1278-79,
de las Cortes de Valladolid en 1293) y tuvo además variantes locales, acusadas en las diferencias de
las copias manuscritas que nos quedan. Su importancia revélase, no sólo en las modificaciones que
acaban de citarse y en el gran territorio a que alcanzaba su vigencia, mas también en las cuestiones
jurídicas que produjo su aplicación, según se ve en un manuscrito de carácter jurídico que a, veces
acompaña a las copias del Fuero Real con el título de Leyes del Estilo o declaraciones de las leyes
del Fuero, y que si no, puede calificarse seguramente de documento legal (pues no consta que lo
promulgasen rey ni Cortes), sirve para mostrar —aunque el manuscrito sea producto de la iniciativa
privada de algún jurisconsulto, ya como recopilación de jurisprudencia, ya con otro carácter— el
esfuerzo de adaptación de las costumbres, tradicionales a la obra de Alfonso X, o el choque de ella
con nuevas necesidades de los tiempos, e indudablemente, también, vacíos y obscuridades de que
adolecía.
Más seguridad hay respecto de otro grupo de leyes llamadas Nuevas, que se dicen
promulgadas por Alfonso X, después del Fuero Real, y que, a juzgar por el epígrafe que abraza
muchas de ellas, obedecieron también a dudas de los jueces en punto 1 la aplicación del derecho. En
las diferentes copias que han llegado a nosotros, el núcleo principal de estas leyes aparece
adicionado con otros, variables de copia a copia, y que en algunos, puntos acusan bien la mano de
un compilador particular y no de un legislador. De todos modos, las Leyes nuevas sólo comprenden
algunas materias del derecho: relaciones de cristianos y judíos en cuestión de préstamos;
procedimientos civiles y herencias.
Por este camino, como se ve, la unificación jurídica avanzaba, poco, pues el mismo Fuero
Real, no obstante su mucha extensión (que revelan algunos de sus nombres), no comprendía sino
mínima parte de los municipios establecidos en los vastos territorios de la corona castellana. A
lograr de golpe esa unificación se ha supuesto que Alfonso X y su padre dedicaron no poca atención
y trabajo, traduciendo su propósito en obras jurídicas que se han hecho célebres y que pasamos a
examinar.
embargo, utilizado como libro de estudio y consulta por los juristas de la época, según se deduce de
manuscritos del siglo XIV en que aparecen confrontadas sus doctrinas con las leyes vigentes y con
tratados doctrinales.
No fue el Espéculo la última obra de este carácter producida en la época de Alfonso X. El
intento de una gran compilación jurídica aparece repetido años después en un nuevo trabajo más
amplio, semejante en algunas cosas a los anteriores, pero de mayor trascendencia y de suerte muy
distinta: el que se llamó Libro de las leyes, y que por estar dividido en siete partes, fue denominado
ya en el siglo XIV Las Partidas o Leyes de Partidas, nombres que han prevalecido y hoy son los
que se usan para designarlo. Se empezó a escribir en 1256 y se terminó en 1265, según parece.
Tuvo como fuentes los fueros y buenas costumbres de Castilla y León (v. gr., el Fuero Juzgo, el
Real, los de Cuenca y Córdoba), el derecho canónico vigente (Decretales), los jurisconsultos
romanos que figuran en las Pandectas y los comentaristas italianos del Derecho justinianeo. De
estos tres elementos, los preponderantes son el canónico y el romano, y aunque no siempre se
aceptan servilmente, sino que se modifican sus doctrinas en ciertos puntos (§ 439), el aspecto
general de Las Partidas es el de una enciclopedia o compendio metódico de esas dos fuentes de
derecho, que señalan una novedad grande en la historia jurídica de Castilla, tanto por lo que añadían
como por lo que modificaban el derecho tradicional visigodo y de los fueros en el orden civil y en
parte del público. La redacción de Las Partidas fue obra de varios jurisconsultos, cuyos nombres no
se citan en el texto, bajo la inspección del rey y con más o menos intervención (que esto no puede
determinarse) del propio Don Alfonso, literato de empuje, como veremos.
¿Qué intención pudo tener el monarca al producir la compilación del Libro de las leyes? ¿Fue
la de componer una enciclopedia de carácter jurídico, análoga a otras que en diferentes órdenes de
conocimientos hizo siguiendo la corriente de la época (favorable en los países musulmanes y los
cristianos a este género de obras), o bien quiso redactar una ley, un Código expresivo de las nuevas
influencias canónica y romanista para imponerlo como ley común —que, por consiguiente, había de
anular el Fuero Juzgo, los municipales y el propio Fuero Real— a todos sus súbditos? Esto último
parece desprenderse de un párrafo del prólogo de Las Partidas, en que se dice: «tenemos por bien y
mandamos que se gobiernen por ellas (todos los de nuestro señorío) y no por otra ley ni por otro
fuero», y de otros pasajes análogos que contienen varias leyes de la misma colección; y aunque lo
mismo se lee en el Espéculo, que nunca fue ley, la declaración, suficientemente explícita y repetida
en otros pasajes, no existe menos por ello y parece autorizar aquella deducción. De ser ésta exacta,
chocaría no obstante con varios significativos hechos del reinado de Don Alfonso, a saber: la
prohibición de que se usasen en Castilla las leyes romanas, hecha en carta del mismo rey a los
alcaldes de Valladolid (Agosto 1258), de una parte; y de otra, la constante confirmación que en
diferentes Cortes hizo de los fueros locales (Zamora, 1274; Valladolid, 1255; Sevilla, 1256), el
otorgamiento de muchos nuevos (la mayor parte de los de la segunda mitad del siglo XIII son de
Don Alfonso) y la misma promulgación del Fuero Real: hechos anteriores, coetáneos y posteriores a
la redacción de Las Partidas, y con los cuales contradecía el propio rey el carácter y propósitos de
esta compilación.
De cualquiera manera que se explique esta contradicción de Don Alfonso, el hecho es que
Las Partidas no se sancionaron como ley común y obligatoria, ni en el reinado de aquél ni en el de
sus sucesores hasta Alfonso XI (§ 456). Continuaron éstos, como hemos visto, dando fueros
municipales, autorizando el Juzgo y el Real, introduciendo modificaciones en éste y persiguiendo
todo lo que fuese contrario a los privilegios locales, con lo cual oponíanse, no sólo a la pretensión
de vigencia de Las Partidas, sino a las innovaciones que representaba la doctrina de éstas.
Y, sin embargo, la compilación de Alfonso X fue ganando terreno en la sociedad. Entre los
estudiosos, principalmente los abogados, y en las Universidades —elementos influidos
notablemente por el derecho romano y el canónico— sirvieron Las Partidas de libro de consulta y
de texto, como se ve por las acotaciones de las copias manuscritas de los siglos XIII y XIV, por el
hecho de leerse y comentarse en las clases universitarias (incluso de Portugal y Cataluña) y por la
338
publicación de fragmentos sueltos, como trozos de doctrina. Favorecía esta tendencia el carácter
propiamente doctrinal (científico, ético e histórico) que no pocas de las leyes tienen, análogamente a
lo que ocurre con muchas del Fuero Juzgo (§ 139). Sin duda, por influencia de los juristas que se
formaban en las Universidades y que ya iban pensando notablemente en los negocios públicos
(Alfonso X dice en más de un lugar de sus obras que consultaba a los «sabedores del derecho»),
muchos puntos de Las Partidas fueron introduciéndose a guisa de doctrina jurídica, autorizada por
el gran prestigio del derecho romano, en la práctica de los tribunales y en las consultas de los
pleitos. No de otro modo se comprende que en algunas Cortes (v. gr., en las de Segovia de 1347) se
represente al rey contra ciertos particulares de Las Partidas, que si no se hubieran aplicado como
ley, no cabría que las calificasen los peticionarios como desafuero. En las de Alcalá (1348), el
Ordenamiento confirmado por Alfonso XI parece también aludir a conflictos surgidos por la
aplicación de leyes de Partidas; y, sin duda, la corriente favorable a éstas había llegado a ser muy
fuerte, puesto que en el mismo Ordenamiento se acuerda promulgar la compilación de Alfonso X,
haciéndola obligatoria en todo lo que no contradijese los fueros municipales, el Fuero Real y los
privilegios de la nobleza. Con esto se completó la iniciativa del rey Sabio; de una manera franca y
legal podían ya en adelante influir sobre el derecho positivo las doctrinas canónicas y romanistas y
realizar la modificación del derecho tradicional de León y Castilla.
A Don Alfonso X se debió igualmente una ley especial sobre los adelantados mayores y un
ordenamiento de las casas de juego, de que ya hemos hablado.
fueros, sino confirmándolos y aun aumentándolos, según hemos visto y se siguió haciendo en
Cortes de los siglos XIV y XV y en disposiciones reales; pero estas confirmaciones y aumentos
tenían cada vez menos valor efectivo, representaban una exención más aparente que real, cercenada
de día en día en mayor grado. Los ordenamientos de Cortes y las disposiciones regias habían ido
modificando y unificando el derecho político; el judicial y penal y el relativo a la hacienda (§ 448),
que constituían precisamente la base particularista de los fueros; y por estos conductos pasaron
también las novedades de derecho civil y procesal de Las Partidas a ser, de ley supletoria, ley
preferente. En la apariencia, no se varió la jerarquía de fuentes que señala el Ordenamiento de
Alcalá; pero desde el mismo Alfonso XI hasta los Reyes Católicos, en el fondo variaron mucho las
cosas, viniendo a ser lo principal aquel poder de mejorar y enmendar los fueros que el monarca
reivindicaba para sí y mediante el cual se entronizó el nuevo derecho en la mayor parte de las
relaciones sociales. Coincidiendo con esta dirección, Pedro I hizo nueva depuración del texto de
Las Partidas en las Cortes de 1351, y los reyes posteriores confirmaron repetidamente la vigencia
de la compilación de Alfonso X. Es de notar el hecho de que diferentes Cortes del siglo XV
(Madrid, 1433 y 1458; Valladolid, 1447; Medina, 1465) pidan la formación de nuevas
compilaciones legales y aclaraciones en las existentes: nueva comprobación de esa gran
complejidad que tenía el derecho positivo y de las confusiones y dudas que a la continua se
producían al determinar lo que en cada caso era verdaderamente obligatorio.
A Pedro I se ha venido atribuyendo un código comprensivo de los fueros especiales de la
nobleza, y conocido con el nombre de Fuero viejo de Castilla. Ignorábase la existencia de este
Código, hasta que a fines del siglo XVIII dos eruditos aragoneses hallaron su texto en manuscritos
antiguos y lo publicaron dando por segura su autenticidad; pero el hecho de estar lleno de
inexactitudes el prólogo en que se explica la historia del Fuero viejo y se pretende que Pedro I lo
concertó y promulgó de nuevo en 1356; la circunstancia de contener leyes expresivas de estados de
derecho que es muy dudoso tuvieran efectividad en Castilla, y la depuración de las fuentes reales de
Su texto verificada modernamente, no permiten creer que fuera nunca código legal, sino
compilación hecha en el siglo XV por iniciativa y para fines particulares, sobre la base de otras
compilaciones también privadas y del Ordenamiento de Alcalá, aunque con variantes notables: si
bien el compilador muestra estar bien enterado del derecho vigente, a juzgar por la concordancia de
muchas leyes del Fuero con documentos auténticos de la época. Las fuentes de los privilegios o
fueros de la nobleza en este tiempo hay que buscarlas principalmente en los diplomas, en el Fuero
Real, en Las Partidas y en el ordenamiento de fijosdalgo que dio Alfonso XI.
Ya veremos cómo los Reyes Católicos modificaron semejante estado de cosas y hasta qué
punto.
las fronteras, y los alfaqueques, que intervenían en el rescate de los cautivos y servían de intérpretes
con los musulmanes. De los adalides dependían (y por ellos eran nombrados) los almocadenes, jefes
o caudillos de los peones o infantes.
Técnicamente, progresa mucho el arte de la guerra. Las Partidas distinguen, además de los
caballeros, varias clases de soldados: los peones, armados con lanzas, dardos, cuchillos y puñales;
los ballesteros, los almogávares de a caballo y de a pie, soldados ligeros, veteranos, dedicados
especialmente a la guerra de fronteras y sacados de los almocadenes, etc. Respecto de todos
consigna la Partida II los deberes militares y las condiciones técnicas que han de reunir, explicando
también las reglas generales de la guerra en punto a cabalgadas, asaltos, sitios de ciudades, modo de
aposentar las tropas, acémilas y bagajes, sorpresas, algaradas, etc. Los tratados medio legales,
medio doctrinales del arte y el derecho de la guerra, eran entonces frecuentes, y ejemplo de ellos,
anterior a Las Partidas, fue el llamado Fuero viejo de las cavalgadas, escrito sobre la base de los
textos forales.
El uso de la pólvora, que se introdujo por entonces en España (a mediados del siglo XIII),
extendido rápidamente y aplicado a diferentes operaciones, no modificó por el pronto las
condiciones y táctica de la guerra ni la organización del ejército. A mediados del siglo XIV aparece
ya la artillería en el ejército castellano, en forma de pequeños cañones llamados cerbatanas o
culebrinas, de hierro forjado, con refuerzos de lo mismo. Se disparaban sobre una horquilla o cubo
de madera, y sus proyectiles eran de piedra en los comienzos, luego de plomo y de hierro. Hasta
algún tiempo después no adquirió verdadera importancia el uso de los cañones; y en cuanto a las
demás armas de fuego, no se generalizaron sino mucho más tarde. Continuóse, pues, peleando del
mismo modo que en los siglos anteriores: con armaduras de hierro, lanzas, hachas, espadas y
ballestas, que sustituyen al arco antiguo y tienen mayor precisión y alcance. En tiempo de Enrique
II se introdujo en España —por influencia francesa— el uso de la armadura completa que trajeron
las compañías blancas.
El reparto del botín se hacía conforme a reglas determinadas: el rey cobraba la quinta parte y
retenía para sí las villas, fortalezas, palacios y navíos del enemigo, más la familia, servidumbre y
bienes particulares del jefe o rey vencido. Este derecho lo podía ceder el monarca a otra persona. El
resto del botín se reparte entre los guerreros, según sus grados y merecimientos militares. Las
cabalgadas tenían leyes especiales. Los soldados recibían además indemnizaciones (encha) por las
heridas y por las pérdidas de los objetos de su pertenencia; y en caso de muerte, la encha, cuya
cuantía es mayor, se transmite en parte a los herederos. Esta indemnización se deducía del botín. La
paga o soldada, que se generaliza a medida que el ejército real va siendo mayor y sustituyendo a las
mesnadas (y que aun en éstas era obligatoria, en parte) producía ya en estos tiempos disturbios de
consideración; pues no permitiendo satisfacerla siempre los apuros del Erario, los soldados se
amotinaban y saqueaban las aldeas y campos, como se ve por las quejas formuladas en las Cortes de
Ocaña de 1469. Para la resolución de las cuestiones referentes a los repartos, y otras especiales de la
vida militar, actuaban de jueces los jefes y se formaban tribunales.
En punto a marina, el impulso dado por Fernando III fue continuado resueltamente por sus
sucesores. Alfonso X, no sólo hizo construir un arsenal en Sevilla para las naves de guerra, sino que
organizó por primera vez, con independencia de las naves que prestaban los marinos cántabros, una
escuadra real castellana, compuesta de diez galeras nuevas, cuyo servicio había de ser permanente.
Para el gobierno de esta fuerza y el régimen de la marina, creó dos almirantazgos, uno con
residencia en Sevilla y el otro en Burgos, este último para vigilar las atarazanas del Norte y reunir
en caso preciso las demás galeras con que contribuían a la guerra las villas de la costa, dando una
cada villa, con sesenta remos, por tres meses. Esto no impidió, sin embargo, que Sancho IV tuviese
que utilizar (como siempre se había hecho) naves genovesas a sueldo, sin dejar de construir otras en
Sevilla. De este modo, reuniendo los tres contingentes (las galeras del arsenal real, las del
Cantábrico que acudían al servicio de guerra y las genovesas), consiguió el almirante castellano dos
victorias notables (1284 y 1292) sobre la armada de Abu Yúsuf. También se sirvió luego Sancho IV
341
3. LA IGLESIA
de la barraganía, que aun parece consentida por privilegios de Alfonso X, y contra la cual se reunió
en Valladolid un Concilio presidido por el cardenal de Santa Sabina (1322), y otro en Toledo
(1339). No faltaron hombres eminentes como el cardenal y arzobispo toledano Albornoz (de quien
oportunamente se hablará), que trataron de reglamentar las costumbres y enderezar la disciplina,
reuniendo Concilios y publicando cánones; pero no fue muy afortunada su gestión. Las
consecuencias del cisma (no obstante la actitud tomada últimamente por los reyes de Castilla)
continuaron produciéndose hasta 1429, en que renunció el último Papa español (§ 472).
La organización interior, en punto a jerarquía y funciones, no sufrió modificación esencial con
relación a la época anterior, aunque sí la disciplina, que, como hemos visto, se relajó mucho en el
clero regular y en el secular; manifestándose la relajación, en otras cosas, en la desaparición de la
vida en común de muchos cabildos según la regla llamada «canónica Agustiniana», que antes
tuvieron.
Siguen, por otra parte, estrechándose más las relaciones con Roma, siendo mayor cada vez la
intervención del Papa y sus legados en los asuntos de España; esta misma intervención trajo, como
veremos en seguida, algunos cambios en las relaciones entre la Iglesia y los reyes.
aumentarlos o disminuirlos, pero con la condición de que fuese «a pro de la tierra o por ruego de
los reyes»; y, en efecto, a fines, del siglo XIII comienzan en España los nombramientos directos del
Papa. En el siglo XIV se hizo ya general la confirmación de éste (en vez de la del metropolitano) y
abundaron los nombramientos directos, aunque no tanto en Castilla como en Aragón. En este
mismo tiempo hubo en Castilla tres arzobispados y veinticuatro obispados.
Usaron los reyes también el derecho de echar o extrañar del reino a los prelados cuando éstos
obraban contra los intereses o deseos de aquéllos, y mantuvieron el de prohibir la publicación de las
bulas pontificias que pudieran perjudicar al Estado, como hicieron Sancho IV, Fernando IV,
Alfonso XI y otros, entre ellos, particularmente, Juan II. De igual manera siguieron resistiendo las
intrusiones de la jurisdicción eclesiástica (de que ya se dio cuenta: § 444 y 445), procurando afirmar
la real en todo lo que convenía a la buena marcha de la justicia criminal y civil, e iniciando para ello
la institución de los recursos de fuerza, o apelaciones al rey cuando los tribunales eclesiásticos
quisieran conocer privativa e indebidamente de un asunto, o impidieran la acción de los jueces
reales, o cometieran vejación o injusticia, siendo el primer caso práctico de esto último, el recurso
entablado por los clérigos parroquiales de Ávila contra el obispo y los canónigos (1258). Alfonso X
fijó en varias leyes de Partidas los asuntos en que perdían su fuero exento los sacerdotes, a saber:
los pleitos sobre propiedades y herencias entre clérigo y seglar; los delitos de falsedad, herejía,
desobediencia o denuesto al obispo; usurpación de título; desprecio de la excomunión y otros de
carácter religioso o disciplinar, aparte de los delitos comunes; consignando también que el fuero
gozado por los obispos de no poder ser compelidos a presentarse ante ningún juez seglar, no era
válido cuando el rey les mandase venir ante sí. El mismo Alfonso XI, rey piadosísimo, muy
dadivoso con las iglesias y monasterios, guardó los derechos del Estado prohibiendo que los legos
citasen para sus pleitos ante jueces eclesiásticos en asuntos que pertenecían a la jurisdicción
temporal; que los clérigos y hombres de religión fuesen alcaldes, abogados y escribanos; que los
tribunales eclesiásticos entendiesen en pleitos civiles reprimiendo los abusos con que aquéllos
procuraban, mediante excomuniones y otros medios, hacer valer su jurisdicción; que dejasen de ser
castigados los clérigos delincuentes, amenazando con intervenir la justicia real caso de que no
procurase el castigo la eclesiástica, etc., sobre todo lo cual insistieron los reyes posteriores. Mas, por
otra parte, se afirmó la jurisdicción de la Iglesia en las causas espirituales y sus conexas, como
diezmos, primicias, ofrendas, patronatos, sepulturas, beneficios, excomuniones, entredichos,
competencias entre jueces eclesiásticos, demarcaciones de iglesias, artículos de fe, sacramentos,
matrimonios, nacimientos, usuras, divorcio, adulterio y robos sacrílegos.
Una de las cosas que más molestaban a los monarcas y a los pueblos, era la frecuencia con
que el Papa nombraba o procuraba nombrar para beneficios, abadías, priorazgos y aun obispados, a
extranjeros, «con daño de los naturales y perjuicio de la riqueza común», porque éstos «sacaban del
reino muchos bienes»; aunque ese derecho aparece reconocido en una ley de Partidas (Iª, tít. 16,
Part. I) como superior al de los obispos, abades, priores y cabildos, que tradicionalmente hacían
esos nombramientos. Clamaron contra la novedad los procuradores, y Alfonso XI, Enrique II, Juan I
y otros reyes acordaron, de conformidad con ellos, pedir al Papa que no insistiese en tales
nombramientos, sino que se hicieran siempre en personas de estos reinos. Semejantes reclamaciones
surtieron poco efecto, y los mismos reyes solían faltar a ellas cuando así les convenía.
diezmo de las propiedades eclesiásticas, así como luego se obtuvieron otros tributos, ello es que
semejante acumulación de inmuebles preocupaba al país, quien pidió más de una vez en Cortes se
prohibiesen las adquisiciones de heredades a favor de las iglesias, y sobre todo de los monasterios,
declarando nulas las ventas, donaciones, etc., que de ellas se les hicieran. Esta prevención no
obedecía a prejuicios antieclesiásticos, sino a conveniencias sociales de una parte (para evitar el
poderío de los nobles, abades, etc., en tierras incluidas antes en término de un Concejo: § 450); y
del fisco por otra (para eludir las cuestiones de exención): como lo prueba el hecho de prohibirse las
adquisiciones no sólo para clérigos, sino también para nobles, pueblos, hospitales, etc. Las
Partidas, no obstante, reconocieron el derecho absoluto de las iglesias a adquirir toda clase de
bienes procedentes de particulares y de clérigos, aunque hacen constar (ley 27, tít. VII de la Part. I)
los abusos de poderío económico a que había llegado la Orden del Císter poseyendo villas, castillos,
diezmos, iglesias, vasallos y ejerciendo jurisdicción, y los prohíben, de acuerdo con los decretos de
la Iglesia, al propio tiempo que mantienen la obligación de tributar por las tierras que fueron antes
de condición pechera.
La concentración, pues, de inmuebles, continuó produciéndose en manos de los cabildos.
Órdenes y corporaciones, al paso que en la clase noble se desarrollaba la concentración de los
mayorazgos. Así tendía la propiedad, por diferentes caminos, a la amortización, cuyos dos
principales perjuicios eran someter la clase cultivadora a condición perpetua de usufructuaria y
producir la incultura de muchas extensiones de tierra.
Por su parte, los clérigos no dejaban de representar a los reyes contra usurpaciones y
desconocimientos de sus bienes y derechos, que cometían los nobles y los jueces reales; y en
muchos casos tenían razón, como, por ejemplo, en los de encomiendas o protectorados de templos o
monasterios, ejercidos por personas poderosas que solían trocar la protección en despojo y tiranía, y
en otra clase de encomiendas o concesiones de monasterios y abadías a cardenales, prelados
extranjeros y aun simples tonsurados, que igualmente explotaban la concesión. Pero aunque hubo
rey, como Juan I, que reconoció ser de derecho divino la inmunidad eclesiástica real o de los bienes,
prevaleció la fuerza de las quejas que formulaban los procuradores, y los mismos monarcas llegaron
hasta consignar como ley (Juan II) que en caso de apuro podían apoderarse de la plata de las
iglesias, si bien en calidad de devolución.
Entre los ingresos nuevos de la Iglesia, sancionados por el poder civil y de que en parte se
aprovechó éste, hemos mencionado ya los diezmos y primicias (§ 429).
Iglesia y el Estado era en este punto igual a la que se estableció en Aragón (§ 327), salvo la
existencia de un tribunal eclesiástico privativo (§ 446). Don Álvaro de Luna (§ 395), entre cuyos
enemigos políticos figuraban muchos judíos conversos —de los cuales algunos habían llegado a
ocupar altas posiciones en la Iglesia y el Estado—, indujo, según parece, al rey Don Juan II a que
solicitase del Papa (Nicolás V) el nombramiento de inquisidores especiales contra los judaizantes (§
434); pero el intento no llegó a realizarse. En 1475 renovó la tentativa el Pontífice Sixto IV,
nombrando a su legado Nicolás Franco inquisidor, y tampoco llegó a cumplirse esta orden. Las
cosas continuaron, pues, hasta los Reyes Católicos, tal como las había establecido Alfonso X,
renovando los monarcas sucesores suyos (Alfonso XI, Enrique III) las penas citadas y
particularmente la de confiscación, sin duda porque la mitad de los bienes confiscados pasaban a
poder de la Cámara Real. Respecto de los judíos y mudéjares, ya vimos especialmente las penas que
se les imponían por incumplimiento de algunas de las restricciones que, a partir del siglo XIV sobre
todo, fueron limitando su antigua libertad (§ 432, 433 y 434).
algunos amplios) relatos de los viajes, particularmente de los verificados por alemanes. Uno de ellos
(Schlick) fue «de romería a Compostela (1416) con otros caballeros alemanes de la casa del
emperador Segismundo, y sesenta cabalgaduras, ricamente vestidos y aderezados».
Dada la diversidad de motivos que llevaban a la peregrinación y la diferencia social de los
peregrinos, claro es que no todos hacían el viaje de igual manera. El peregrino perfecto iba a pie
(como se sabe de muchos de los de Suecia), después de vestir el sayal con esclavina y tomar en la
iglesia del pueblo de donde partía el bastón simbólico. Por lo común hacíase el viaje en grupos que
entonaban cánticos como el llamado de Ultreya (en que se referían los milagros de Santiago), el de
los peregrinos flamencos y otros. Los caminos seguidos desde la frontera, eran varios; generalmente
se designaban con el nombre de «caminos franceses». Pasaban unos por León, subían otros a
Oviedo, y aunque en los primeros tiempos estuvieron muy abandonados, luego los reyes y las
personas caritativas se ocuparon en mejorarlos, recomponerlos, colocar de sitio en sitio hospitales y
asilos, destinando a ello parte de las rentas de las villas, tierras, etc., donada a las iglesias y
monasterios importan-,tes que se hallaban al paso de los peregrinos. Al propio tiempo se trató de
asegurar la vida e intereses de los que viajaban contra los ataques de salteadores y de nobles
codiciosos, que aun a mediados del siglo XV detuvieron y robaron a dos embajadores de Fernando
III de Alemania. La legislación de los siglos XIII y XIV, particularmente el Fuero Real, Las
Partidas y ordenamientos de Cortes (v. gr., las de Alcalá de 1348), tratan de los peregrinos y
romeros, de su protección por las autoridades contra los fraudes de posaderos (albergueros),
cambiadores de moneda, comerciantes, etc. Ya en Santiago, los peregrinos acuden a la puerta de la
Gloria (§ 353), en cuyo pórtico se detienen; y entonces empiezan las ceremonias de recepción en la
iglesia, que variaban según los visitantes fuesen excomulgados o no, según el motivo de la
peregrinación, etc. Antes de salir de Santiago, todo peregrino se procuraba las simbólicas conchas y
las medallas, naturales o de metal, que atestiguaban el viaje (y que los industriales compostelanos
tenían siempre a la venta), y con ellas adornaban la esclavina y el sombrero (§ 204).
4.—INSTITUCIONES SOCIALES
en cuanto suprime la condición que en algunos fueros se impone de haber nacido antes que los
legítimos. En punto a las hijas, aunque para verificar el matrimonio sostiene la necesidad del
permiso de los padres so pena de desheredación, establece decididamente el Fuero Real un límite a
esta dependencia en los 25 años (30 según algunos códices).
Las Partidas, por el contrario, adoptaron en este punto doctrinas muy contrarias al derecho
tradicional. Aceptando la doctrina de las Decretales, no sólo sancionan la competencia de la curia
eclesiástica en las causas de matrimonio, divorcio, etc., arrancándolas completamente de la
jurisdicción civil, sino que aceptan todos los impedimentos de derecho canónico cuya dispensa
correspondía al Papa, y confirman la necesidad de las solemnidades religiosas, que hieren de muerte
el matrimonio a yuras. En cambio derogan la prohibición de los matrimonios entre libres y siervos.
Por otra parte, y recogiendo las disposiciones del derecho justinianeo, cambian el régimen de bienes
en la familia, aceptando que la dote la lleve la mujer en vez de darla el marido, y suprimen los
gananciales y el derecho de viudedad, adoptando en vez de éste el de la cuarta parte de la herencia
para la viuda pobre que no aportase dote. En lo tocante a las relaciones entre padres e hijos, por una
contradicción que se explica en virtud del carácter enciclopédico de Las Partidas y la variedad de
sus fuentes, establecen una potestad del padre tan dura como la de los primitivos germanos, puesto
que comprende la facultad de matar al hijo y hasta de comérselo en caso de apuro en ciudad sitiada,
enormidad que tomó, sin duda, de leyes feudales extranjeras; trastornan los derechos hereditarios de
los descendientes, fijando la legítima en un tercio si hay tres hijos, un medio si hay cinco o más y
permitiendo la concurrencia de ellos con personas extrañas; y dejan indecisa en este orden la
situación de los ilegítimos, pues que en una ley les niegan la participación en la herencia, y en otras
les conceden dos dozavas partes, no habiendo legítimos. Por lo que toca a otros miembros de la
familia, otorgan el derecho a la herencia abintestado hasta el grado 12º; en su defecto, permiten que
se hereden mutuamente marido y mujer y luego hacen pasar los bienes al Estado. En fin, prohíben
la troncalidad en los. Abuelos. Pero la reforma más grave que sancionan es la de los mayorazgos,
que ataca la igualdad entre los hijos (§ 426) y que arraigó mucho y rápidamente en las costumbres.
Las demás. no fueron aceptadas por el Ordenamiento de Alcalá; y como éste, según vimos, no
declaraba aplicables Las Partidas sino en aquello que no contradijesen al Fuero Real y los
municipales, de preferente observancia, legalmente no se cambió el orden de cosas establecido. La
única modificación que en el Ordenamiento se encuentra, es la de la ley de Fuero Real relativa al
adulterio de la mujer desposada, permitiendo que el esposo, en vez de hacer siervos suyos a los dos
adúlteros, pueda matarlos, pero no a uno solo. Posteriormente al Ordenamiento, las órdenes,
cédulas, albalaes, etc., de los reyes hasta Enrique IV, tampoco señalan aceptación de las doctrinas
romanistas; antes al contrario, confirman varias leyes del Fuero Real, entre ellas la de los
gananciales. Como novedades que merecen la pena de indicarse, sólo se encuentran el permiso
concedido a las viudas de casarse antes del año y la prohibición de heredar a los hijos de barraganas
de clérigos, coincidiendo en esto con las medidas restrictivas de la Iglesia (§ 458). Sin embargo,
Las Partidas siguieron influyendo en las costumbres, y ya veremos en la época siguiente cómo
acabaron por imponerse.
la formación de una clase de pequeños propietarios que la legislación foral amparaba, dificultando
que nuevamente fuese absorbida por los nobles. Continuó, sin embargo, produciendo efectos la
antigua dependencia de la propiedad respecto de la condición social de las personas,
particularmente en lo que se refería a los tributos debidos al rey y a los señores. En tesis general,
tierra de noble era tierra exenta, libre; tierra de plebeyo, pechera. Casándose una mujer noble con un
villano, los bienes de ella convertíanse en pecheros; pero a la muerte del marido volvían a ser
exentos, con tal de que la mujer rechazase la condición de villana que había recibido con el
matrimonio. Por análoga razón, toda ganancia de tierras que hiciera un solariego, seguía la
condición de éste y se atribuía al solar en cuya dependencia estaba, a menos que procediese de
realengo, en cuyo caso quedaban a salvo los derechos del rey en punto a la tributación. Así se ve
todavía en leyes del Ordenamiento de Alcalá. Precisamente a esta influencia grande de la condición
social del propietario en la condición jurídica de ,a propiedad se debieron las frecuentes
prohibiciones forales y generales de ventas a los señores y a las iglesias. Sin embargo, vimos ya que
el peligro de la concentración se reprodujo del lado de las entidades eclesiásticas, contra las que
Alfonso XI hubo de declarar nuevamente en el Ordenamiento de 1348 la libertad económica de los
solariegos; y las Cortes clamaron muy a menudo contra ella (§ 460). La referida libertad económica
hallábase, no obstante, limitada por muchas trabas correspondientes a un sentido socialista de la
propiedad, como las ya citadas de vender a determinadas personas; la de las tasas en dotes, fiestas y
vestidos; las de fijación de precios en las mercancías y en los jornales, según explicaremos; las de
los tanteos y retractos de parientes (§ 309), y otras así. Al propio tiempo, los privilegios concedidos
a la ganadería, cada vez mayores, según se verá en lugar oportuno, limitaban el derecho, de los
dueños de tierras. Por último, señalaban la persistencia de costumbres colectivas los muchos
comunales que en los pueblos se repartían periódicamente (§ 292), constituyendo gran parte de la
propiedad territorial de los vecinos. En orden a las relaciones entre éstos, y por lo que tocaba a la
forma de establecerse las de obligaciones y contratos, reinaba tradicionalmente la mayor libertad y
sencillez, lo mismo que en las disposiciones testamentarias, rechazándose el uso de solemnidades
embarazosas. Contra esta libertad fueron las leyes de Partidas, resucitando todas las formas
solemnes y complicadas que para los contratos reconoció el derecho justinianeo, y aumentando las
de los testamentos (que ya en el Fuero Real se fijaban más escrupulosamente que en los
municipales y en el Juzgo) bajo tres formas: ante escribano, ológrafo y por testigos. Pero en este
punto, Las Partidas no hallaron tampoco confirmación en el Ordenamiento de Alcalá, sino que éste
declaró que en cualquier modo o forma en que un hombre quisiera obligarse, quedaba obligado; y
para los testamentos, si bien acentuó las formalidades con relación al Fuero Real, no llegó a lo
dispuesto en Las Partidas. En punto a las formas de la propiedad, la compilación de Alfonso X,
como influida por las doctrinas romanas, representó un sentido individualista que en el fondo
llevaba consigo la destrucción de las comunidades familiares y populares; pero no dejó de
reconocer la institución de los comunales de vecinos, sin introducir cambios en este punto, aunque
también sin acoger ni especificar el derecho consuetudinario que a ellos se refería.
Aplicó, por otra parte, extensamente toda la teoría formalista y minuciosa del derecho romano
en punto a los modos de adquirir, que en el Fuero Real y en los municipales falta por completo,
callando en cuanto a la de adprisión, tan extendida en las leyes locales (§ 204). También se advierte
en Las Partidas la importancia que iban adquiriendo los censos en su forma enfitéutica y en la
reservativa (entrega de una cosa inmueble con reserva de una pensión anual), muy usada por los
nobles y por las iglesias y monasterios en sustitución de las antiguas explotaciones serviles y como
fuente segura y cómoda de renta. Ya veremos en cuán alto grado se desarrolló más tarde esta
institución, tanto en aquellas formas como en la consignativa, que se aprovechó mucho para la
realización de obras públicas. Por último, la teoría de la posesión que puede dar lugar al dominio, y
la de la prescripción, aparecen también en Las Partidas completando y modificando las leyes
anteriores: así, en el Fuero Juzgo, el término ordinario para prescribir las cosas era de treinta años;
en los municipales se bajó a un año y un día, favoreciendo la consolidación de la propiedad en el
349
proceso de repoblación; y Las Partidas elevó a tres el número de años para las cosas muebles y a
diez entre presentes y veinte entre ausentes para las inmuebles, exceptuando de prescripción las
cosas sagradas, las nacionales y comunales y la servidumbre. Esta reforma no fue aceptada por
Alfonso XI, que ratificó el plazo de los fueros. Con referencia a la jurisdicción real, ya vimos lo
establecido (§ 438).
Lo mismo se ve en las de tejedores de Soria (1283), que establecen minuciosas reglas técnicas
obligatorias sobre la manufactura. Esta reglamentación (de que volveremos a tratar en sitio
oportuno) no era, después de todo, más que la continuación ampliada, y cada vez más estrecha, de
aquella intervención de los Concejos en cuestiones del orden económico, que hemos visto en épocas
anteriores (§ 202). La historia de estas ordenanzas en él siglo XIV nos es todavía muy poco
conocida, por falta de documentos; pero, en cambio, poseemos datos muy importantes de
legislación general sobre las clases trabajadoras durante ese siglo, consignados en ordenamientos de
Cortes que ya expondremos; así como numerosas concesiones de privilegios reales a gremios como
el de monederos de León (1324), el de los pastores (1347) y el de los cirujanos (1324). La
conclusión que se saca del examen de estos documentos es que la dependencia en que al principio
estaban los gremios respecto del Concejo (sin cuya aprobación no parece que tenían fuerza legal los
estatutos), se traslada de un modo declarado al rey como jefe central del Estado, aunque no cesa por
completo la intervención del municipio.
El siglo XV nos es mejor conocido por lo que toca a la vida interna de los gremios, merced a
la abundancia de los estatutos que han llegado hasta nosotros, v. gr., los de Sevilla, Toledo y
Burgos. En él se nos manifiesta ya de un modo clarísimo la corporación de oficios como verdadero
gremio, generalizando y perfeccionando el tipo de los del siglo XIII, que hemos citado. En virtud de
esta determinación, las asociaciones de menestrales pierden en importancia respecto de aquellos
fines sociales que muestran las cofradías, y se concretan casi en absoluto al económico y
profesional estrechamente reglamentado, o lo anteponen a los otros. Se precisan y diferencian mejor
que antes los órganos directivos del gremio y sus funciones respectivas; se determina
minuciosamente toda la parte técnica; se hace obligatorio el gremio y se generalizan los exámenes
como condición para el ingreso y para los ascensos en la jerarquía, además del pago de ciertos
derechos de entrada, según se ve en ordenanzas de zapateros, coqueros y chapineros de Burgos. Una
de las leyes de Partidas habla particularmente de la educación de los aprendices y de la
remuneración que han de dar a los maestros.
Los gremios así organizados tienen sus bienes propios (inmuebles, censos, rentas, etc.);
asisten a las procesiones, invitados como el Concejo y los caballeros; intervienen en la
administración concejil (Ordenanzas de Oviedo, 1262); acuden al ejército, y extienden su acción a
obras de beneficencia y a servicios de carácter público (Ordenanzas de Burgos, 1481), celebrando
fiestas especiales el día del santo patrón del oficio.
Las cofradías y gremios de mudéjares eran frecuentes en esta época, y se señalan por el gran
desarrollo de la protección mutua y de los fines religiosos y de beneficencia.
Aragón
466. Clases sociales.
No se conoce la historia de las clases sociales aragonesas con tanto pormenor como la de las
castellanas, faltando respecto de aquéllas estudios profundos que abundan en lo tocante a éstas.
Cabe, no obstante, trazar las líneas fundamentales de la evolución sufrida en la época que nos
ocupa. Nótase en la primera parte de ella un recrudecimiento del sistema social privilegiado, en el
sentido de aumentar la importancia de la nobleza y extremar sus derechos sobre las clases
inferiores, y en el ejercicio del poder público. En la segunda mitad, como natural reacción contra
semejante retroceso, origínanse luchas cruentas entre el rey y los nobles (§ 468), que en parte
reducen la condición de éstos, sin que alcancen ni aun a preparar siquiera la emancipación de las
clases serviles, no conseguida hasta tiempos muy posteriores.
La jerarquía nobiliaria de ricos hombres de natura o barones, mesnaderos-caballeros e
infanzones (§ 310), se afirma en las diferentes leyes que dan los sucesores de Jaime I, con la
particularidad de que en 1451 se abolió en las Cortes de Calatayud la antigua costumbre de nombrar
el rey infanzones de fuero o de carta y crear nobleza de origen plebeyo. Continúa el derecho de los
351
ricoshombres a recibir del rey tierras, honores y caballerías, y la obligación de repartirlos a su vez
entre los mesnadores vasallos, y de prestar el servicio de guerra al monarca en las condiciones que
luego se expondrán (§ 471). Igualmente vienen obligados a devolver al rey, cuando quiera que se
los pida, los pueblos y castillos que recibieron en honor, estándoles prohibido imponer tributos
nuevos y desusados a los pobladores de estos lugares, así como agraviarlos y oprimirlos. Los
deterioros y perjuicios causados en tales concesiones por los ricoshombres, debían ser reparados a
sus costas con pérdida, además, del derecho a recibir nuevos honores. Tampoco pueden construir
castillos sin permiso del monarca, ni tener vasallos en encomienda en pueblo de otro; pero sí
comprar bienes de vasallos del rey, cosa que en Castilla se evitaba. Podían ir los nobles a servir a
otro príncipe fuera del reino, pero siempre que con esto no perjudicasen al rey ni al país. Estaban
exentos de los tributos llamados boalaje y herbaje, cobrando además para sí el monedaje que sus
vasallos debían al rey; pero los infanzones pagaban las caloñas o multas en caso de homicidio hecho
en persona vasalla del monarca.
El clero afirmó sus privilegios, así como la inmunidad de las iglesias y monasterios que ni el
rey podía quebrantar, excepto tratándose de ladrones, asesinos y traidores, para quienes no eran
aquellos edificios lugar de asilo. Se excluye de fuero a los clérigos en asuntos pecuniarios, pero se
les reconoce jurisdicción privativa en los eclesiásticos y aun el derecho de conocer en el tribunal del
obispo las reclamaciones de los legos contra ellos.
La clase media cobra cada día más alientos, como se desprende de la importancia de los
municipios durante esta época; pero márcanse en ella dos corrientes distintas: una propiamente
feudal, notable en los Concejos del N. (Huesca, Barbas-tro, Zaragoza, etc.), cuyo prurito es obtener
privilegios análogos a los de la nobleza, con la cual se alían y luchan contra los reyes; otra,
democrática, representada por las comunidades del Sur, que siguen una dirección más burguesa. De
una y otra parte, los privilegios obtenidos aumentan la consideración social de esta clase y mejoran
su condición.
Los siervos o villanos salen perdiendo con todas estas reformas y agitaciones. La sujeción en
que vivían de parte de los señores se hace más pesada y dura, a consecuencia de las ventajas
obtenidas por los nobles, y quizá también a impulso de las teorías romanistas, que se interpretaban
en sentido favorable al dominio señorial. Lo cierto es que la servidumbre se acentúa en esta época,
particularmente desde las reformas políticas de 1283, cuando iba ya desapareciendo en otras partes:
sin que las luchas sociales que se desarrollan al fin de ella en Cataluña, se extendieran por Aragón,
ni lograran aquí la libertad de los villanos. Verdad es que, como hemos dicho antes, los
ricoshombres tenían prohibido, por ley de 1247, agraviar u oprimir a los pobladores de las tierras
obtenidas en honor; pero contra esta prohibición prevalecían en los señoríos costumbres opuestas,
de que son muestra las discusiones de las Cortes de Zaragoza de 1381, antes de las cuales (en 1380)
se había reconocido la jurisdicción plena, con mero y mixto imperio, de los señores en sus
territorios. En estas mismas se trató, según consta de la Observancia CIX, «de la pretensión que los
nobles y caballeros y cualesquiera señores de vasallos tenían de poder tratar bien o mal a sus
vasallos, porque los vecinos de Anzanego, lugar de las montañas de Jaca —que era de un caballero
que se llamaba Pero Sánchez de Latrás—, obtuvieron cierta inhibición contra su señor para que no
los maltratase; y los del brazo de los nobles propusieron que aquella inhibición que se había hecho
por el rey, o por su canciller en su nombre, era contra fuero, atendiendo que ni el rey ni sus
oficiales se podían entrometer a conocer semejante caso; antes cualquiera noble o caballero o
cualquier señor de vasallos del reino de Aragón, podían tratar bien o mal a sus vasallos, y si
necesario era, matarlos de hambre o sed o en prisiones. Y suplicaron al rey que mandase revocar lo
que contra su preeminencia se había atentado. Y después de haber altercado sobre este negocio, y
muy discutido, el rey mandó revocar aquella inhibición que se había proveído». Respecto de los
infanzones, dice una ley que si un vasallo de ellos mata a otro vasallo, puede el señor prenderlo y
matarlo por hambre, sed o frío, aunque para ajusticiarlo por pena capital o externa necesitaba acudir
al rey o al baile. El Justicia (§ 312) carecía de jurisdicción para favorecer a los vasallos de nobles
352
(villanos de parada), y el brazo popular no hizo petición alguna en Cortes a favor de aquéllos hasta
tiempos muy posteriores (1626). Documentos de mediados del siglo XV dan cuenta de compras, de
lugares señoriales «con hombres y mujeres, así cristianos como sarracenos y judíos, jurisdicción
civil y criminal, alta y baja y mero y mixto imperio».
Calatayud (1354) tenga una carnicería especial, con carnicero cristiano que «matase las reses y
portiese la carne según el rito judío». No es maravilla que con todo esto las aljamas aragonesas
fuesen durante el siglo XIV muy importantes en población y riqueza, como testimonian las cifras de
sus tributos en Huesca, Teruel, Zaragoza, Borja, Daroca y otras poblaciones (1315). Lo mismo
ocurría en Valencia; y en conjunto, cabe decir que la población rural en todo el territorio era
principalmente mudéjar, bajo la ley del señorío y del usufructo censual (exarico).
Con el siglo XV cambia bastante el carácter de la legislación, que propende ya a restringir la
libertad religiosa y a colocar a los mudéjares cada vez más bajo el imperio de los tribunales y
autoridades cristianas, impidiendo también su emigración al reino de Granada, que parece hubo de
ser frecuente. Manifestaciones de este sentido son la prohibición de las ceremonias del culto público
(hecha por Martín I en 1403), y el Concilio de Tortosa de 1429, dedicado a renovar antiguas
restricciones, si bien esto logró muy escasa eficacia. Los mudéjares servían al rey en la guerra y
fueron, por lo general, tropas muy fieles.
generales políticos y declarado que los anteriores quedaban en vigor en cuanto no se opusieran a
aquéllos, resultó de hecho, en su mayor parte, una restauración del derecho anterior al Privilegio.
Así, las atribuciones alcanzadas por el Justicia fueron rebajadas por el rey (§ 470). Esta restauración
relativa no fue, sin embargo, más que un paréntesis en la lucha. El partido aristocrático feudal (de
nobles y Concejos) logró nuevamente vencer, y con mayor ventaja, sobre Pedro IV (1347),
imponiéndole el Privilegio de la Unión en la parte que reconocía a la Hermandad el derecho de
deponer, desterrar y sustituir al rey si castigaba sin sentencia del Justicia y consejo de los
ricoshombres. Además, dividióse el reino en comarcas (sobrejunterías), dirigidas por delegados o
conservadores de la Unión; se toleraba en ésta una autoridad legislativa referente a promulgación de
ordenanzas generales sobre el modo de entregar y recibir castillos, pago de tributos, etc., negando al
rey los servicios personales y pechos, con otros abusos e intrusiones. La Unión no sólo ejerció actos
de irreverencia contra el rey, sino que tiranizó a los que no se conformaban con sus principios, es
decir, a los municipios democráticos del Sur y a los elementos realistas. La victoria de Épila decidió
la lucha resueltamente en favor de la monarquía. Abolido el Privilegio (§ 409), Pedro IV dio en las
Cortes de Zaragoza (1348), que renunciaron a la Unión, nuevos fueros de sentido centralizador y
realista, aunque conservando las esenciales libertades aragonesas y modificando los fueros de Jaime
II más en lo administrativo que en lo político. El Privilegio general siguió vigente en los mismos
términos que el propio Jaime II había establecido.
Desde entonces quedó la cuestión política resuelta por completo en favor de la institución
monárquica, con muerte de los partidos feudales; puesto que si al fin de este período, en el reinado
de Juan II, surgen nuevas guerras civiles en que el elemento realista lucha con otros que pretenden
negarlo (§ 417), ni esta negación era de igual carácter que la aristocrática que hemos visto (sino que
antes bien era democrática y personal), ni se produjeron aquellas guerras principalmente en Aragón,
sino en Navarra y en Cataluña, siendo precisamente los más realistas los aragoneses.
El rey, pues, afirma desde Pedro IV su poder y sus funciones soberanas, constituyéndose
efectivamente en centro y clave de la organización política. Reduce las funciones del Justicia
(vueltas a crecer, como dijimos, en favor de los nobles con la Unión) y si lo reconoce por Juez
superior y medio, a quien habían de consultar los otros en casos arduos y dudosos, administrativos y
judiciales, y le permite tener dos lugartenientes en Zaragoza; organiza a la vez un tribunal o
Consejo Real, compuesto por dos caballeros y dos letrados que acompañasen al monarca. No por
esto terminaron las tentativas de constituir al Justicia en poder independiente del rey. Hasta
entonces, y no obstante las prerrogativas alcanzadas en momentos revolucionarios, aquel cargo
había dependido directamente de los reyes en punto al nombramiento; y no fueron raros los casos de
destitución o muerte violenta de Justicias demasiado engreídos, en tiempo de Jaime I y Pedro III,
repitiéndose después de Pedro IV estos hechos. Las Cortes trataron de hacer inamovible al Justicia
para sustraerlo a la dependencia del monarca, y éste, por su parte, le hizo alguna vez firmar, al
nombrarlo, una cédula de dimisión de que podía usar a plazo fijo o cuando le pareciera conveniente,
o lo deponía si hallaba razones para ello, como sucedió con Juan Jiménez Cerdán (1389-1420), que
había cometido, al parecer, grandes inmoralidades. El sucesor de éste, Martín Díaz de Aux
(nombrado vitaliciamente) no fue mejor. Siguiendo la corriente de la época, favoreció a sus amigos,
lucró con las rentas públicas, y lejos de reprimir los males de que padecía la administración, los
agravó con su tolerancia y con su ejemplo. Para mayor seguridad, y con objeto de eludir posibles
persecuciones, Aux obtuvo de las Cortes celebradas en Alcañiz que dieran fuero prohibiendo
perseguir al Justicia por delitos que hubiese cometido como particular, declarando al propio tiempo
que el único tribunal competente para juzgarle eran las Cortes y el rey. Pero no le valió esta treta, y
Alfonso V, escandalizado por las inmoralidades de Aux, le intimó a que renunciase el oficio según
la cédula firmada y, negándose a ello, lo hizo prender y más tarde asesinar en la prisión. Las
pretensiones de las Cortes lograron no obstante éxito en 1441, declarando inamovible al Justicia;
pero esta declaración no limitó de hecho la libertad de los reyes (como no la impidió el fuero de
Alcañiz), ni mermó en nada su soberanía.
355
Las reformas de Pedro IV se extendieron también a otros órdenes. Para evitar nuevos
disturbios, mandó que no fuese Gobernador del reino ningún personaje, sino simplemente un
caballero; restableció el baile general, dependiente del rey, y dispuso que las Cortes se reuniesen
cada dos años, y no todos, como decía el Privilegio de la Unión.
Los monarcas posteriores a Pedro IV no tocaron en nada a la organización política, ni dieron
nuevos fueros de esta clase: de modo que, robustecido el poder real, abolidos los privilegios
anárquicos de los nobles y concejos feudalistas e inutilizado el cargo del Justicia mayor de que se
quisieron valer aquéllos, la Constitución aragonesa quedó establecida sobre la base- del absolutismo
real, que no suponía entonces la supresión de las libertades concejiles, ni las del orden civil que la
gran variedad de fueros y costumbres hacía muy importante. Las Cortes continuaron reuniéndose en
la misma forma que ya hemos visto (§ 314); y el hecho del Compromiso de Caspe (§ 412) puso bien
de relieve que a pesar de lo turbulento de la época y de la terrible inmoralidad de las costumbres
públicas (general en Europa), había en las clases directoras de la sociedad aragonesa, especialmente
en la burguesía, un instinto jurídico grande, nacido, sobre todo, de la influencia de los
jurisconsultos, perfectamente marcada en el carácter que se dio a la cuestión, confirmatorio a la vez
del sentido patrimonial de la monarquía.
Esta muestra de cordura dada por la clase media, no fue óbice para que manifestara en las
cuestiones interiores de su vida política el mismo espíritu egoísta que en Castilla hubimos: ya de
advertir, y que, convertido en exclusivismo por parte de los burgueses ciudadanos, provocó también
luchas con la población rural y ciudades anejas. Aunque sabemos hoy muy poco acerca de las
vicisitudes de esta contienda, bastan las noticias que se conocen para calificarla de mucho más dura
que la de los municipios castellanos y muy aproximada a los términos violentísimos que en
Mallorca tuvo (§ 496). Así en 1448 las villas de Teruel, provocadas por las autoridades y vecinos de
la ciudad, alzáronse en armas y pusieron en grave aprieto a sus opresores, y en 1469 abundaron los
choques sangrientos entre Daroca y sus aldeas. Así iba quebrantándose interiormente el poder
municipal.
Demasiado, se comprende, por otra parte, que los reyes no habían de pararse en delicadezas
para conseguir la realización de su ideal absolutista, ni siempre habrían de usar de su poder en
aquella forma mesurada y justa que el Fuero Juzgo les recomendaba particularmente, una vez
obtenida la victoria sobre el obstáculo más fuerte representado por los nobles y Concejos de la
Unión. El carácter autoritario de monarcas como Pedro IV, Fernando I, Alfonso y Juan II, no era
tampoco el más adecuado para procedimientos de templanza, ni para guardar grandes respetos a
todo lo que se opusiera al logro de sus voluntades; y así ocurrió que, sin derogar, como hemos
dicho, ninguno de los fueros generales o locales de Aragón, ni introducir cambios profundos en la
organización política, los reyes contradijeron con sus hechos la ley, cometiendo verdaderos
desafueros y arbitrariedades. Tal se vio con Fernando I en el nombramiento de castellanos para
funciones públicas, de que sólo podían ser investidos los aragoneses (§ 470) según fuero de las
Cortes de Zaragoza en 1300. En el nombramiento de baile a favor de un tal Álvaro Garabito, el rey
pretendió eludir el fuero, declarando aragonés a su protegido, por orden real, y las Cortes, con el
Justicia, se opusieron a esta superchería. El rey tampoco cedía y Garabito siguió llamándose baile,
aunque sin ejercer el oficio. Las Cortes de Maella de 1425 declararon este hecho perjudicial y lesivo
a los fueros; pero no fue el último de esta clase en la historia aragonesa.
469. La legislación.
Resultado de las luchas políticas y ,e la tendencia general de la época, favorable al cultivo del
derecho y a las compilaciones más o menos dogmáticas, la legislación fue abundante y de forma
codificada, como en Castilla. Constituyó la base de todas las reformas, la compilación de fueros
mandada hacer por Jaime I en 1247 (§ 315). Las leyes posteriores de carácter general se fueron
reuniendo como adiciones a esta compilación. Así, en 1285 se le agregó el Privilegio general; más
tarde (1300) todas las reformas de Jaime II se consignaron en un libro (el IX), añadido a los ocho
356
anteriores, y Pedro IV (1348) formó el X. Por último, en tiempo de Don Juan I y de Don Martín se
añadieron dos más (el XI y XII). Este código general, cuyo contenido se refiere en primer término,
al orden político, a la administración de justicia y a los derechos que ahora llamamos individuales,
no excluía la legislación local de los fueros concejiles y de las costumbres, referentes al derecho
civil, sobre todo. Diéronse en esta época varios fueros nuevos, como los de Albarracín (1370), de
Arán (1313), de Camprodón (1321), de Pedralva (1354), de Montesa (1289) y otros, confirmándose
el especial de los veinte de Zaragoza (1283).
Es preciso también registrar las ordenanzas de los municipios y comunidades y los
documentos privados en que se reflejan las costumbres, para formarse idea exacta de la situación
jurídica del país. Particularmente de las costumbres, empezaron a formarse en el siglo XIV (reinado
de Jaime II) compilaciones, con el título de Observancias. El primer compilador, cuya obra se ha
perdido, fue el Justicia Pérez de Salanova. Fundándose en la obra de éste y en escritos de
jurisconsultos, hizo nueva colección, aumentada con algunos actos de Cortes, Martín Díaz de Aux,
respondiendo a la iniciativa de Alfonso V, que en las Cortes de Teruel de 1427-28 dispuso la
recopilación de los usos y costumbres del reino. Estas observancias, con otras posteriores llamadas
nuevas, vinieron más tarde a formar cuerpo con los doce libros de los fueros generales. Por último,
hay que contar como elementos importantes de la legislación aragonesa, los acuerdos o fueros de las
Cortes no incluidos en los doce libros y que forman nueve cuadernos, desde 1413 a 1467.
Todos debían prestar juramento antes de entrar a ejercer el cargo, y les estaba prohibido exigir
dinero por administrar justicia y admitir dádivas, etc. La competencia de los sobrejunteros aparece
establecida en las leyes de Jaime II en la siguiente forma: cumplir y hacer cumplir las sentencias del
Justicia de Aragón, los mandatos que éste hiciese en nombre del rey, los del gobernador de Aragón
y las sentencias de los demás jueces; perseguir y prender a los malhechores, en especial a los
ladrones y homicidas, y entregarlos a los justicias de los pueblos para el proceso; obligar al
ejecutado o compelido a que indemnice las costas del pleito al querellante. Estábales prohibido citar
y embargar sin orden del rey, del Justicia, gobernador o jueces, castigar a nadie antes de que fuese
juzgado, exigir salario a las partes, etc. Los abusos en la administración de justicia debían ser
análogos a los que en Castilla hemos advertido, a juzgar por un documento de Alfonso V (1456) en
que manda al Justicia reprimir «malicias y prácticas dañadas de malos abogados, los cuales son
causa de calumniar y vejar la justicia», y que él propio «guardase en todo y por todo la honestidad
de su oficio».
La región de Ribagorza parece señalar una especialidad en lo judicial, pues tenía un vicario o
veguer (que había de ser precisamente aragonés o ribagorzano), con título de «sobrejuntero de
Ribagorza, Sobrarve y sus valles».
En punto al procedimiento, suprimió el Privilegio general la forma secreta o inquisitiva (que
por otra parte se adoptó para con los herejes). En los fueros de 1247 se habían abolido el tormento,
la prueba del hierro candente, los juicios de Dios, la aplicación de leyes extranjeras en los
tribunales, etc.; pero, en rigor, las pruebas vulgares no desaparecieron de las costumbres aragonesas
hasta el siglo XIV. Más grave era el privilegio del tortum per tortum que tenían algunos Concejos,
en virtud del cual podían tomarse la justicia por su mano cuando se creían ofendidos: lo que dio pie
a graves abusos y trastornos.
Como derecho supletorio de los fueros, cuando éstos no declaraban sobre el caso, teníanse la
equidad y el sentido común. El homicidio siguió rescatándose por dinero, y subsistía el derecho de
venganza particular, puesto que las leyes aconsejan al desafiado por homicida que se guarde de los
parientes del muerto durante un año y un día, pasado cuyo término puede ya ofrecer la composición
por dinero.
La jurisdicción del rey continuó siendo (§ 312) general para todos los pueblos realengos,
aunque limitada por la de los señores, que tenían obligación de perseguir y juzgar en sus tierras a
los malhechores; si bien para la ejecución de cualquier pena corporal, necesitaban permiso del rey o
del baile, como ya vimos. Los señores tenían derecho también a una parte de las multas que se
imponían por castigo o composición de homicidio. Las guerras entre ellos, previo desafío y para
vengar afrentas, tienden los reyes a suprimirlas, o, por lo menos, a disminuir sus daños: así
establecen los fueros generales que el rey debe exhortar a los nobles a que no se hagan la guerra «y
prefieran estar a derecho, confiando en la justicia de él». Si una de las partes quiere la paz, el rey le
prestará su ayuda; mas si ambas van a la guerra, quedan a salvo, bajo la protección del monarca, los
vasallos no armados, las mujeres y los bienes.
472. La Iglesia.
La condición de la Iglesia católica en Aragón, durante esta época, tiene importancia por dos
conceptos: por las relaciones entre los reyes y el Papa, complicadas extraordinariamente merced a
los asuntos de Italia, como hemos visto en el capítulo de historia política externa; y por el gran
cisma, en que Aragón tomó parte tan principal en virtud de ser aragonés uno de los antipapas más
célebres. Benedicto XIII, de la familia de los Lunas, y haber fijado algún tiempo su corte papal en
territorio de aquel reino, lo cual produjo grandes, divisiones en el clero.
La influencia de Don Pedro de Luna en la Iglesia aragonesa (y en general, en toda la
española) comenzó antes de ser Papa. Por sus gestiones reconocieron Juan I de Castilla y Juan I de
Aragón (1381-1387) a Clemente VII, Pontífice residente en Aviñón. En 1388 reunió Luna en
Palencia un Concilio nacional, que fue notabilísimo por sus cánones sobre reforma de las
costumbres, harto relajadas, como sabemos. Al morir Clemente VII (1394), los cardenales franceses
eligieron Papa a Luna, quien se resistió a aceptar, pero al cabo cedió. Su condición de español, su
carácter entero, justificado, honesto, sobrio, le granjearon desde el primer momento la adhesión de
todos. San Vicente Ferrer fue uno de sus más ardientes partidarios. Luna, que tomó el nombre de
Benedicto XIII, se distinguía también por su piedad, que le llevó a fundar muchos conventos e
iglesias, y por su cultura, que no sólo se manifestó en escritos, sino también en protección a la
enseñanza, como lo demuestran las obras hechas a sus expensas en la Universidad de Salamanca,
los estatutos que dio para ésta y que tuvieron vigor durante siglos, y la creación de la Universidad
de San Andrés, en Escocia, que aun subsiste.
Con alternativas de parte del rey de Francia y de los castellanos, Benedicto XIII siguió
reconocido como Papa legítimo hasta la elección de Fernando el de Antequera para la corona de
Aragón (1312). Deseoso este rey de que terminara el cisma, e influido por el emperador de
Alemania, según vimos (§ 414), trató de hacer renunciar a Benedicto XIII, el cual se negó
terminantemente, retirándose a Peñíscola con algunos cardenales afectos (1416). Un Concilio
general reunido en Constanza para decidir el grave problema, nombró Papa único a Martín V, y
motivó que todos los antiguos partidarios de Benedicto XIII le abandonasen; pero teniéndose éste
por legítimamente elegido, se mantuvo sin renunciar hasta su muerte (1424), que se supone causada
por envenenamiento. Los cardenales que le habían seguido, en vez de someterse a Martín V,
nombraron nuevo Papa en la persona del canónigo barcelonés Don Gil Muñoz, quien renunció, al
cabo, en el Concilio de Tortosa de 1429, terminando definitivamente el cisma. La momia de Muñoz
se conserva en Teruel, habiendo sido considerada erróneamente como de Benedicto XIII. El cráneo
de este famoso Pontífice guárdase en el pueblo de Sariñán.
En el breve papado de Muñoz influyeron las desavenencias entre el rey aragonés Alfonso V y
Martín V. Negó aquél obediencia a éste, y fue el primer monarca aragonés que explícitamente
estableció (1425) la retención de bulas o pase regio (§ 459). Autorizábase esta novedad por el
mismo hecho del cisma y por los abusos que se cometían a menudo en los nombramientos de
prelados y beneficios, como en Castilla (§ 459). El propio Benedicto XIII, tan recto por lo común,
dio el arzobispado de Toledo a un sobrino suyo de pocos años, cosa que en un principio se negó a
reconocer el rey.
La cuestión del nombramiento episcopal se resolvió más pronto y más radicalmente en
Aragón que en Castilla. Jaime II introdujo la costumbre de que hiciese la elección el mismo Papa; y
aunque se resistieron a la novedad los cabildos, al fin se impuso, trayendo desagradables
consecuencias, sobre todo en los tiempos del cisma, y aun después. Así, para arzobispo de Zaragoza
360
nombró Clemente V a su sobrino Pedro de Inge, mozo de poca edad, que no residió nunca en su
sede. Con esto, mantúvose la irregularidad de las costumbres, que no eran mejores en Aragón que
en Castilla; como lo demuestra el casi seguro envenenamiento de Benedicto XIII por un fraile, la
desaparición misteriosa del arzobispo de Zaragoza, Argüello, por orden de la reina Doña María, las
turbulencias del obispo de Vich y otros hechos análogos.
Por lo que toca a las relaciones entre el Papa y los reyes, es de notar la continuación de los
efectos producidos por el acto de vasallaje de Pedro II (§ 250). Así, Martín IV excomulgó a Pedro
III porque «siendo vasallo de la Iglesia había puesto asechanzas para ocupar el reino de Sicilia
tiránicamente», declarando que el rey había incurrido «en pena de infidelidad a que estaba obligado
como súbdito de la Iglesia». Promulgada la sentencia de excomunión y entredicho, fue privado
Pedro III de sus tierras y señoríos «como contumaz y rebelde», exponiéndolos «a la invasión y
ocupación de cualquier príncipe católico que contra ellos procediese, y dando por libres y absueltos
a sus súbditos y vasallos de los juramentos y homenaje que le hubiesen prestado». Protestó Don
Pedro; y aunque se guardó el entredicho, produjo escasos efectos, desvirtuados más aún por la
derrota de los franceses en Cataluña (§ 401).
Esto aparte, dieron los reyes muestras repetidas de querer mantener el sentido autoritario,
tradicional desde tiempo de los visigodos, en relación con la Iglesia, no sólo renovando la
prohibición (hecha por Jaime I en 1251) de alegar en los tribunales el derecho canónico, sino
también interviniendo y resolviendo por sí en asuntos de carácter eclesiástico.
Caracterizan también esta época las polémicas sobre el dogma de la Inmaculada Concepción
de la Virgen María, que en Aragón contaba muchos partidarios (entre ellos el rey Don Martín) y no
pocos contradictores. Unos y otros produjeron abundante literatura relativa al punto discutido.
desvalidos. Existió, al parecer, en varias ciudades, entre ellas Zaragoza; pero la legislación no se
ocupó en él hasta el siglo XVI, en que adquieren especial desarrollo sus funciones, como veremos.
Respecto de la propiedad, es de advertir la decisión por arbitraje (por hombres buenos) de las
cuestiones entre vecinos acerca de lindes de casas o términos municipales y de daños en fincas
rústicas. El derecho de escalio en montes y yermos aparece reconocido en general, con la condición
de labrar lo acotado en el término de ocho días.
La vida corporativa muéstrase en Aragón con análogos caracteres que en Castilla. De la
segunda mitad del siglo XIII hay noticias de cofradías profesionales y de recreo, como la de
predicadores de Zaragoza y la de cazadores de Calatayud. Los grupos gremiales, sin duda, debieron
dar lugar a alteraciones del orden; pero esto no impidió el otorgamiento de licencias y privilegios
para formarlos, pues en 1322 aparece la cofradía de notarios de Zaragoza; en 1333 las de zapateros
de Villafranca y de Huesca y la de pastores y ganaderos de la Sesma de Campo de Carrión; en 1336
la de judíos zapateros de Zaragoza, etc. La constitución interna de ellas era como sigue, tomando
por tipo la cofradía de zapateros de Huesca, de cuyos estatutos no diferían en lo esencial los demás.
Los asociados forman por sí mismos su reglamento, bajo la dirección del prior y la asistencia de los
mayorales; pero no tiene eficacia este reglamento hasta que el rey lo aprueba. Tanto el prior como
los mayorales, son elegidos libremente y forman el poder ejecutivo, representante de la asamblea
general o capítol. El ingreso fue libre en un principio, pero a fines del siglo XIV empieza a notarse
marcada tendencia a declararlo forzoso. El cofrade nuevo paga cuota de entrada. Cada cofradía
tiene un patrón religioso (a veces la misma Virgen o Cristo), cuya fiesta se celebra pomposamente.
Es deber de los cofrades velar a los compañeros muertos y asistir al entierro, visitar a los enfermos,
socorrer al pobre, pagar entierro y sepultura, concurrir a las bodas y redimir a los compañeros
cautivos. Como se ve, todavía no aparecen en esta reglamentación las ordenanzas técnicas o
industriales del gremio, que más adelante se extendieron en Aragón tanto como en Castilla y con
caracteres iguales (§ 465), aunque no tan conocidos. Al verificarse esta diferenciación, las cofradías
propiamente dichas, con su doble significación religiosa y de ayuda mutua, no desaparecieron. De
su gran número, particularmente en el campo, dan testimonio hoy día numerosas supervivencias. En
ellas aparece la cofradía propietaria de tierras que cultivan en común los cofrades y cuyos productos
se destinan, ya a gastos comunes, ya a repartos, ya a caridades y socorros.
Cataluña
474. Nobles y payeses.
Dos hechos caracterizan la historia social de Cataluña en esta época: la revolución de los
siervos del campo (payeses de remensa) y la hegemonía alcanzada por algunos centros burgueses,
cuya más alta y genuina representación lleva Barcelona. Señala el primero la decadencia de la clase
nobiliaria, en otro tiempo prepotente, y el advenimiento de un nuevo factor a la vida económica y
política; indica el segundo la dirección que resueltamente tomará la organización social en la Edad
moderna.
Quebrantado el poder político de los barones por la superioridad del conde de Barcelona,
primero, y después por el esfuerzo centralizador de los reyes aragoneses (§ 321 y 476), el interés
todo de esta clase se concentra —como en Castilla— en las relaciones señoriales con vasallos y
siervos, y principalmente en el cobro de los tributos debidos por éstos y en la jurisdicción sobre
ellos. La importancia de semejantes relaciones se comprende bien al considerar que la mayor parte
del territorio estaba en poder de los nobles y, por tanto, que una inmensa mayoría de la población
veíase sujeta a los derechos dominicales. Una estadística de 1359 indica la existencia en toda
Cataluña de sólo 25.731 casas de realengo y 57.278 de señorío, y todavía en el siglo XVII, dice un
autor catalán que de 2.400 ciudades, villas y lugares existentes en la región, sólo 600 eran
realengos, perteneciendo los demás (tres cuartas partes) a señores titulados, caballeros, iglesias y
comunidades regulares; y aunque debamos tener en cuenta que en el siglo XVI y en el XVII (como
362
veremos) los reyes enajenaron a la nobleza no pocos pueblos, hallando en esto una fuente de
ingresos para el Tesoro, la proporción resulta siempre favorable en gran medida a la propiedad
señorial, aunque los plebeyos trataron de disminuirla (§ 477).
Documentos de principios y fines del siglo XV señalan con precisión el cuadro de los tributos
y servicios de los payeses de remensa. En la escritura de reconocimiento de dominio, hecha en 1407
por los vasallos labradores de Bagur a sus señores los barones de Cruilles y conservada en un
códice (cap-breu) del Ayuntamiento de dicha población, se mencionan los siguientes deberes de
aquéllos: hueste y cabalgada, redenciones, intestia, exorquia, entradas, salidas, emparas, firmas de
derecho, firmas esponsalicias, residencia continua en la granja que cultivan (mas-masía), una parte
del mejor cerdo que maten o vendan, otra de todos los frutos que den las tierras, facendera por valor
de tres aradas o yugadas cada año, bagajes (traginas), velas o guardias en el castillo, trabajos de
reparación en éste o en las murallas, una espuerta y una cesta de uvas de la viña, una migera de vino
y un queso el día de la trilla. En cambio de todos estos servicios, el vasallo tiene el derecho a ser
alimentado los días en que trabaja en beneficio del señor (como las criationes de los primeros siglos
de la Reconquista en Castilla: § 194), o a recibir un modesto presente, v. gr. una «torta de harina sin
levadura amasada con queso y miel». Pero aun era más dura la condición del payés en algunos
señoríos, viniendo obligado a prestar o a sufrir, en ocasiones, los siguientes servicios o malos usos,
no mencionados en el documento de 1407: que su mujer fuese nodriza de los hijos del señor; que en
caso de fallecimiento de persona de la familia del payés, se diese al señor la mejor manta, so pena
de no poder enterrar al muerto; que no vendiese los frutos sin licencia del señor, y que pagase hasta
treinta diversos tributos, la mayor parte en especie (análogos al del cerdo, el vino, etc., antes
mencionados) además del ordinario canon por las tierras, etc.
No podía ser más angustiosa la situación de los payeses, mucho peor, como fácilmente se
deduce, que la de los solariegos de Castilla (§ 431). Verdad es que ya en el siglo XII se introduce el
derecho a redimirse por dinero (§ 320), y que en 1283 lo confirma Pedro III en las Cortes de
Barcelona, aunque limitando a esta forma la manumisión y añadiendo que los payeses habrán de
redimirse «a satisfacción de sus señores»; deduciéndose también de este documento y de textos de
las Cortes de 1299, que no regía esa obligación en todas las tierras señoriales, siendo más libres
para trasladar su domicilio a lugares realengos los payeses de dominios exentos de redención, a los
cuales bastaba, para marcharse, entregar al señor los títulos de las tierras que poseían. Esta
condición abrazaba localidades extensas, como el obispado de Urgel, el condado de Peralada, etc.
En otras (dominios del monasterio de Santa María de Cerviá) el precio de la redención era, en algún
caso una libra de cera. Pero así y todo, quedó un gran número de labradores en situación
plenamente servil, no obstante los propósitos libertadores de reyes como Juan I y Martín el
Humano, y las teorías humanitarias de jurisconsultos como el gerundense Mieres; y todavía las
Cortes de Gerona de 1321 ordenaban que los oficiales del rey no protegiesen a los labradores contra
el señor, a menos que se hubiesen redimido y avecindado en villa libre. No ha de parecer, pues,
extraño que se produjeran revoluciones de siervos, como las de Castilla. El impulso lo dieron las
hambres y pestes que desde mediados del siglo XIV azotaron la región catalana empeorando la
situación económica de los payeses, y las medidas liberales de la reina Doña María, mujer de
Alfonso V, que alentaba sus aspiraciones y conatos de emancipación.
carreratge, consistente en ser considerados como calles de la ciudad o villa que amparaba. Este
movimiento de agregación, que robustecía el poder burgués y lo ponía a cubierto de las
arbitrariedades de los señores, encontró más de una vez fuerte obstáculo en los reyes por lo que
tocaba al pago de impuestos, que persistían en exigir aun estando derogados por el hecho del
carreratge establecido con ciudades exentas. Ni era tampoco infrecuente el hecho de comprar la
jurisdicción real los pueblos y revocar la venta los reyes, por influencia de los nobles, pero sin
devolver el dinero recibido. Tal pasó a Corsa, Cruilles, San Sadurní y otros en 1402, y a Bagur y
Peratallada en 1444; aunque los primeros lograron más tarde (1442), en compensación, el derecho
de carreratge con Barcelona. Pero en general, los reyes ayudaron al elemento burgués para crear
villas exentas y aumentarles los privilegios; con lo que el poder de los municipios fue creciendo y
se hubiese consolidado con fuerza irresistible, a no sufrir, entre otros, el mismo vicio del caudillaje
y las divisiones intestinas, que también en Castilla fue causa de decadencia. Era frecuente la lucha
armada de unos municipios contra otros, ya por vejámenes injustos, como los que vecinos de
Anglesola cometieron en ciudadanos de Barcelona (1448), ya por cuestiones de límites o por estar
afiliados en partidos distintos. Dentro de cada ciudad no eran menores las luchas y bandos: húbolos
en Vich por la provisión de la baylía en 1399, 1402 y otros años; en Lérida, Gerona, Perpiñán,
Piera, Tárre-ga, Tarragona, Cervera, Tarrasa, diferentes veces; y Barcelona misma viose agitada por
mucho tiempo con las contiendas de los buscaires (plebeyos) y bigataires (nobles y burgueses).
Nótase en la organización de los municipios libres o reales cierta uniformidad a partir del
siglo XIII —y particularmente en el XIV, bajo la dirección y el espíritu centralizador de Pedro el
Ceremonioso—, tanto en los nombramientos de bayles y consejeros como en el mismo plano o
agrupación del caserío. La base primitiva del gobierno fue la asamblea popular, como en Castilla,
sustituida más tarde (en las villas del N. desde el siglo XIV) por la curia, cort o senado, es decir, la
reunión de los jurados o prohombres o concelleres o próceres —sacados de la aristocracia
ciudadana, de los burgueses ricos, con exclusión de los plebeyos—, y cuyo nombramiento hacían de
cada vez los mismos funcionarios salientes sin intervención de la comunidad; siendo también ellos
los que elegían, y no el pueblo todo, a los procuradores a Cortes. Pero esta situación—que
provocaba luchas entre la burguesía y el pueblo y que no complacía a los reyes, porque semejante
aristocracia acabó por serles hostil—terminó pronto, mediante la entrada en el Consejo de los
elementos populares, ya en el mismo siglo XIV (v. gr. Palamós en 1358, Figueras en 1384,
Barcelona en 1387). La asamblea popular no desapareció, sin embargo, en todos los municipios.
Conservóse durante mucho tiempo en Tortosa (según se ve en el Código de las costumbres), en
Cadaquers (1403) y en otras villas reales o independientes. A veces, la villa formaba el centro de un
distrito formado por la agregación de otras menores y sus términos, bajo la jefatura de un bayle real
encargado de la jurisdicción, sin menoscabo de la particular administrativa de la curia o Consejo.
En la segunda mitad del siglo XIV, algunas de estas baylías fueron enajenadas por los reyes,
concediendo al pueblo que presentase propuesta en terna para elegir el bayle: así ocurrió en
Palamós y en Torroella, villas reales del Ampurdán. Los reyes tuvieron particular empeño en crear
municipios y baylías en las fronteras de los condados y territorios señoriales, sirviéndose de ellos
como elementos de lucha y lugares estratégicos contra el feudalismo. En el condado de Ampurias
llegaron a construir un verdadero cinturón, que rodeaba y encerraba casi por completo el dominio
condal.
Contra esto defendiéronse los nobles en forma igual que en Castilla, para retener la población
en sus tierras: esto es, concediéndole franquicias que iban creando organismos municipales en pleno
señorío. Lo mismo hicieron los señores eclesiásticos, y por cierto, mucho antes. De aquí los fueros y
privilegios nobiliarios de Cataluña, a cuyo impulso se formó la burguesía feudal. Ejemplo de estas
villas liberadas fueron, en el Norte (donde persistió más el feudalismo), Castelló de Ampurias,
Rosas, Peralada, La Bisbal, San Feliu de Guixols, Palafrugell y otras. Nótase en la organización de
estos municipios gran variedad, quizá por fundarse en las costumbres jurídicas, distintas en cada
localidad, y no en un plan concebido a priori, como parece verse en las villas reales. El proceso de
366
desarrollo de sus libertades fue análogo, sin embargo, al de los municipios independientes, pues
también como en éstos, excluidas al principio las clases inferiores del Consejo, entraron al fin en él,
en el siglo XV. Como tipos de organización de villas señoriales, señalaremos las de Castelló de
Ampurias y Peralada. En la primera correspondían al conde la justicia, el dominio de salinas, aguas
corrientes y molinos, los dos tercios de las multas de los ganados y otros tributos, el nombramiento
de bayle (batlle) veguer y saitxs (sayones); al pueblo tocaba la administración de las cosas comunes
del vecindario por medio del Consejo general, que en 1366 se formaba de sesenta consejeros y
cuatro cónsules, sacados de la clase media rica (prohombres), con exclusión de los pobres
(privados). Los cónsules eran nombrados anualmente por los consejos, no sin que más de una vez
intentasen introducirse en la junta electoral elementos populares o nobiliarios, que llegaron a
expulsar a los reunidos «con vanas y tumultuosas voces populares». Estaban exentos los vecinos de
malos usos y derechos feudales, y tenían, respecto de los extraños que injuriaban o perjudicaban a
un castellonense, el derecho libre de venganza, análogo al que en ciertos Concejos castellanos
existía. Duraron estas libertades hasta 1403, en que el rey Don Martín se apoderó de Castelló
convirtiéndola en villa realenga, conforme al patrón general de la legislación catalana. El fuero de
Peralada contenía la exención de los derechos feudales, la declaración de la libertad completa en el
cambio de domicilio y en la venta de bienes, el derecho de venganza respecto de los extraños, la
libertad de profesión, la sujeción del juez y bayle del conde a los privilegios y costumbres de la
villa, y la necesidad del consentimiento de los cónsules para la publicación de todo estatuto nuevo.
carreratge, Barcelona llegó a formar un núcleo municipal que a fines del siglo XV alcanzaba a todo
el llano, desde la costa hasta Molins de Rey, con 17 lugares foráneos, y a localidades tan apartadas
como Monteada y Cervelló, las Franquesas del Valles, Elche y Crevillente (en la provincia de
Alicante), Tarrasa, Sabadell, Tárrega, Vilagrasa, Castellví de Resanes, las baronías, de Martorell,
Flix y Montbuy, el condado de Ampurias, Sant Pedor, Mataró, Granollers, Igualada, el valle de
Ribas, Raíamos, Vilamajor, Vallvidrera, Cruilles y otros lugares, comprados unos, anexionados
otros. Tal importancia adquirió con esto Barcelona —sobre la que ya tradicionalmente tenía como
capital del marquesado o principado—, que los jurisconsultos y los políticos del siglo XV
consideraban como doctrina generalmente recibida que aquella ciudad era «cabeza de Cataluña, y
comprendía «todo el resto, de la región catalana. Esta jurisdicción, si obligaba a la defensa de las
localidades a que se refería —dándoles por lo general todos los derechos y exenciones de
Barcelona, con el uso de la insignia o emblema de la metrópoli—, suponía en favor de ésta la
administración de justicia civil y criminal, ya completa, ya en el mero imperio (encomendada, en su
aplicación, a bayles locales de nombramiento real, como-en los casos de carreratge sancionados
por el monarca), la cooperación de todos los asociados en obras de interés general y en otras
especiales (como la construcción y reparación de murallas, fosos, etc., a que venían obligados los
foráneos), su llamamiento a las armas en sometent, el pago de cánones y hasta la imposición de
otros tributos.
Como siempre que se constituye un poder tan grande, Barcelona lo extremó, tanto en sus
relaciones con otras ciudades. y villas como en las que naturalmente se producían con el rey y con
entidades políticas del principado. Así, llegó en ocasiones: a equipararse y aun a exceder en mando
e influencia a la misma Diputación general de Cataluña, con la que suscitaba celos tan nimios como
el de la trasmisión de noticias a los reyes, en que quiso el Consell ser siempre el primero; a la vez
que procuraba dificultar la vida económica de capitales como Valencia, oponiéndose a que se
embarcasen mercancías en naves extranjeras, como pedían los valencianos para impulsar el
comercio. Otras veces, por el contrario, la intervención de Barcelona era beneficiosa, como en los
casos repetidos en que intervino la ciudad, motu proprio o a petición de los interesados, para poner
paz en las frecuentes contiendas entre caballeros, municipios y clases sociales. Para esta especie de
intervención —que también solicitaron de Barcelona los reyes—, recibieron los concelleres poder
general del Consejo de Ciento, en 1417.
Para el mejor desempeño de la gobernación de Barcelona y de la tutela sobre las muchas
villas anejas, contaban los concelleres y los del Consejo con funcionarios subalternos y especiales,
que aquellos nombraban. Eran los tales funcionarios el bayle, juez ordinario; el clavari, especie de
fiscal de Hacienda e inspector de los empleados municipales, cuyas faltas podía castigar; el
administrador de mercados, que cuidaba de la venta de vinos y granos, del salario de las nodrizas y
de otros asuntos heterogéneos, el mostaçaf; el capitán del puerto (Mestre Portolá), que recaudaba y
administraba el derecho de anclaje; el cónsul del sello, comerciante que sellaba con la marca del
municipio las telas fabricadas y que los peritos daban como buenas; los obreros (obrers), que tenían
a su cargo el ornato y obras públicas, con facultad de dar edictos y bandos generales; los cónsules,
de que ya hablaremos, y otros más. Pero la más alta y genuina representación de la clase burguesa
catalana era el ciudadano honrado o distinguido de Barcelona, esto es, el burgués rico y poderoso,
que se elevaba sobre los mercaderes, los comerciantes al por menor, los menestrales y los rústicos,
y se codeaba con los generosos u hombres de pajatge, habiendo absorbido durante mucho tiempo
exclusivamente el mando y gobernación de la capital. El ciudadano honrado (home honrat) de
Barcelona tenía desde muy antiguo iguales prerrogativas que los caballeros militares, entre ellas las
del desafío o riepto; y más de una vez los concelleres protestaron de que quisiera negarse esa
equiparación, como cuando en 1447 la Orden de San Juan de Jerusalén intentó poner en vigor en
Cataluña un estatuto que sólo permitía el ingreso a los descendientes de nobles, o cuando los
catedráticos de la Universidad de Lérida propusieron colocar en lugar preferente a los alumnos hijos
de caballeros. Estaban los honrats exentos de todo tributo general, aunque no de los especiales de la
368
ciudad, que eran numerosos (§ 483); pero no formaban una clase cerrada, pues si su número fue
limitado, todo plebeyo que reuniese determinadas circunstancias podía ser elevado a la categoría de
honrat, mediante acuerdo de los concelleres, que, al efecto, se reunían todos los años el 1 de Mayo.
El espíritu receloso de la burguesía (general a todos los grupos de esta clase en Europa),
revelábase, no sólo en las pugnas con los nobles por motivos de honores, que acabamos de citar, en
las habidas con la misma Generalitat de Cataluña y en la política toda, marcadamente exclusivista,
de los concelleres (hasta 1455 todos honrats, como sabemos), mas también en cuestiones
verdaderamente nimias, pero que bastan a pintar un carácter. Así, en 1444, los concelleres se
opusieron enérgicamente a que se colocase pendón en la sepultura del jurisconsulto Micer Bonanat
Pere, uno de los hombres de más prestigio de su tiempo, consultor de los reyes de Aragón «y asesor
obligado de cuantos asuntos de importancia se ventilaban en toda Cataluña», alegando que el honor
era excesivo y señalaba un peligroso favoritismo de los consejeros del rey.
32 Los aragoneses y catalanes consideraban entonces (y esta consideración duró siglos) como extranjeros a los
castellanos, es decir, a los que pertenecían al reino unido de León y Castilla. Notábase así incluso en la Iglesia, con
motivo de las prohibiciones de dar beneficios a extranjeros.
370
hubieron de ser disueltas sin lograr el rey sus peticiones de dinero. En 1283 se hizo también, en
reunión de Barcelona, una declaración análoga a las que más de una vez se hicieron en Castilla en
punto al valor del poder legislativo, esto es: que el príncipe debe, cuando ha de dictar leyes,
convocar a los prelados, barones, caballeros y ciudadanos, con cuya aprobación y consentimiento ha
de contar, bastando la asistencia de la «mayor y más sana parte». Claro es que esto no pasó de una
pura declaración platónica, pues los reyes siguieron legislando motu proprio; e igual sucedió con
los preceptos de reunir anualmente las Cortes (tomado éste en 1285), de tenerlo que hacer
precisamente el primer domingo de Cuaresma y alternativamente en Barcelona y Lérida
(Constitución de 1299), y el de celebrarlas cada tres años (Cortes de Lérida de 1301). Por acuerdo
de las de Barcelona de 1365, debían siempre ser convocadas y reunidas por el rey o, mediando justo
impedimento, por el lugarteniente real. Los procuradores de los municipios, nombrados por
elección en los primeros tiempos, comenzaron a insacularse desde 1387; y para entenderse
directamente con ellos se constituyó, primero en Barcelona, y más tarde en casi todas las villas, una
Junta municipal (Vintiquatrena), especie de tribunal fiscalizador del mandato imperativo de los
procuradores. El brazo popular o real estuvo presidido y dirigido por el conceller y síndicos de
Barcelona que asistían a las Cortes.
Las Cortes generales de la confederación catalano-aragonesa (Cataluña, Aragón, Valencia,
Mallorca, Rosellón y Cerdaña) siguieron igualmente celebrándose, habiéndose acordado en 1385
que en ellas el rey hiciese su discurso de entrada en catalán y le contestase el infante, en nombre de
las Cortes, en aragonés. Aparte de ellas había también Cortes para las posesiones mediterráneas (de
allá mar: Córcega, Cerdeña, Sicilia, Nápoles).
Como las Cortes aragonesas, tuvieron las catalanas (desde 1289, según se cree) su
representación permanente en la Diputación general o Generalitat, compuesta de diverso número de
individuos según los tiempos (tres, en 1359; tres, con otros tantos oidores de cuentas, en 1413). En
este último año se acordó también que el cargo fuese trienal, nombrando los salientes a los que
habían de sucederles, si no estaban reunidas las Cortes; pero en 1454 se cambió la elección directa
por otra cuya forma última era la insaculación. Cada diputado representaba uno de los tres brazos de
las Cortes. Recibían sueldo y les ayudaban en sus funciones diputados locales nombrados por
aquéllos. La Diputación, además de velar por el cumplimiento estricto de las leyes y decidir cuando
se había cometido desafuero (para lo cual un privilegio de 1422 le concedía que, si el rey o sus
delegados dictaban una orden que derogase o perjudicase las leyes existentes, pudiera oponerse a
ella), tenía a su cargo la alta policía del principado, terrestre y naval (§ 485), y recibía el juramento
de fidelidad a los fueros del lugarteniente, gobernador, virrey y demás altos funcionarios. Por
último, y en casos extraordinarios, podía convocar a los brazos de Cortes o celebrar consejo con los
individuos de ellos que estuviesen más a mano. Durante el interregno que precedió a la elección de
Caspe, gobernóse el principado por una Junta que formaban doce diputados, los concelleres de
Barcelona y el gobernador general.
481. La legislación.
Continúa la misma variedad legislativa de la época anterior, con la particularidad de ir
disminuyendo las concesiones de nuevos fueros municipales (del siglo XIV se conocen algunos,
dados por reyes, obispos y señores, así como ordenanzas: v. gr., las ordinaciones rurales del
condado de Ampurias; del XV, ninguno, aunque menudearon los privilegios sueltos, v. gr., a
Barcelona) y de aumentar las Constituciones, Capítulos, Actos de Corte, Pragmáticas reales y
demás disposiciones emanadas del poder legislativo del rey, si bien éstas sujetas siempre a la
condición (por lo menos teórica) de no contradecir las leyes generales, según repetidamente se
declaró en Cortes de 1289, 1292, 1311 y 1413. En este último año se acordó formar una
recopilación de todo el derecho catalán, nombrando al efecto una comisión formada por tres
jurisconsultos (Narciso de San Dionisio, Jaime Callís y Bonnonatus de San Pedro) que, tomando
por modelo el Codex repetitæ prælectionis, distribuyeron toda la materia en varios libros y títulos,
371
traduciendo del latín al catalán los Usatici y otras leyes. Es de notar que, en virtud de la anexión del
condado de Ampurias a la corona, en tiempos del rey Don Martín, se extendió a aquellos territorios
la vigencia de los Usages y de las Constituciones, contra el derecho romano.
Del siglo XIII y del XIV son otras compilaciones hechas por particulares o para servicio de
corporaciones, como una de Constituciones y Costumbres que se guarda en el archivo catedral de
Lérida. En 1279 (es decir, en los primeros años del reinado de Pedro III) se redactaron
definitivamente, y en la forma codificada que ha llegado a nosotros, las Costumbres de Tortosa,
especie de transacción entre el señor de ciudad y el pueblo, que forma uno de los códigos
municipales más completos de la Edad media; y del siglo XIV son las Constituciones de la baylía
de Mirabel, interesantes para el derecho civil. Las Costumbres feudales de Gerona se compilaron en
un código a mediados del siglo XV. Para el gobierno de la corte, se promulgaron en tiempo de
Pedro IV las Ordinacions de la Casa Real.
Pero el hecho más interesante de esta época, en punto a la legislación, es la lucha entre la
influencia romanista y el derecho tradicional, iniciada ya en el siglo XII (§ 325) y que parece
resolverse a favor de la primera. En efecto, muchas de las leyes nuevas de los siglos XIII, XIV y
XV, especialmente las que se refieren a la familia y la herencia, modifican, como veremos (§ 485),
en sentido romanista las instituciones; y el rey Don Martín, en acuerdo tomado en las Cortes de
Barcelona de 1409, establece una jerarquía de fuentes del derecho positivo análoga a la que en 1348
se estableció en Castilla, dando entrada a lo que en Cataluña se llamaba «derecho común» (el
canónico y el romano) como supletorio, después de los Usajes, Constituciones, Capítulos y Actos
de Cortes, usos, costumbres, privilegios, inmunidades y libertades. Con esto no hacía más que
seguir el impulso dado por Pedro IV, que años antes ordenara el estudio y alegación de las leyes
romanas, y el impulso general de la sociedad catalana y de sus letrados, manifiesto en el Código de
Tortosa y otros documentos, no obstante las prohibiciones de tiempo de Jaime I, que cayeron pronto
en desuso.
centro municipal, cuando se trataba de ciudad que tuviese anexionadas otras por carreratge. Así,
Barcelona podía llamar —y lo hizo a menudo— las milicias de las ciudades y villas amparadas por
ella. Los concelleres barceloneses llegaron a tener 54 compañías, formadas por los mercaderes,
cofradías y gremios, mandadas por capitanes que aquéllos nombraban y dirigidas por el primer
conceller (conceller en cap), con título de coronel, por lo que la milicia entera se llamaba Coronela.
La tradición marítima de Cataluña se acentúa más y más a impulso de las guerras exteriores y
el crecimiento del comercio, que era necesario proteger, especialmente contra los piratas, muy
frecuentes entonces y muy audaces. La marina de guerra formábase de tres elementos: naves reales,
construidas y mantenidas a expensas del rey o alquiladas por éste a Estados o aventureros de otros
países (italianos principalmente); naves que la Lonja de mercaderes, dedicadas a la persecución de
piratas, y que eran comúnmente alquiladas, como en 1474 se hizo con las galeras del conde de
Cardona; naves de la Generalidad, que esta corporación tenía el deber de sostener para defensa de
las costas, pagándolas con los ingresos da su caja especial; y naves municipales de Barcelona, que
ésta podía armar en virtud de privilegio de 1321, ampliado en 1390. Así, en 1409 tenía armadas la
ciudad tres galeras, contando también con un arsenal o dreçana, a cuyas obras aplicábase el
impuesto ya citado de igual nombre (§ 483). Aparte de todo esto, muchos señores feudales (laicos y
eclesiásticos) tenían también marina, con la que a veces pirateaban, como sabemos (§ 476).
Ejemplos de ello son el citado conde de Cardona y los que conquistaron la isla de Ibiza (§ 253). Con
todos estos elementos formáronse poderosísimas escuadras, como la que en 1282 salió de Port
Fangos con Pedro III, la de 1322 y la que en 1354 ancló en Rosas, compuesta de 300 velas, de ellas,
45 galeras y 20 naves armadas, con 13.500 soldados. En tiempo de Pedro IV fueron redactadas, por
mano del almirante Cabrera, unas Ordenanzas de las Armades navals. Con Cabrera compartieron la
nombradía en la dirección de las flotas catalano-aragonesas otros grandes marinos de fama europea,
como Roger de Lauria o Lluria (italiano de origen).
Preocupación importantísima de aquellos tiempos era la defensa de las costas, y no tanto
contra enemigos en guerra formal, cuanto contra los corsarios y piratas, ya musulmanes (de Argel
principalmente), ya cristianos de Mallorca, de Provenza, de Italia y otros puntos, que a veces tenían
sus guaridas en lugares próximos como las islas Medas, frente a Torroella (Gerona), o los Alfaques.
Para avisar del peligro de desembarcos, organizóse ampliamente el tradicional (§ 48) servicio de
atalayas y torres costeras, que vigilaban el mar, comunicando la alarma con toques de bocina y otros
signos. Los avisos venían a veces de muy lejos y se comunicaban con gran rapidez, para lo cual
estaban en relación constante, por correos, los municipios de la costa, sufragando los gastos la
ciudad o villa avisada. Así ocurrió en 1453 con una carta del gobernador y jurados de Mallorca que,
dando cuenta de la presentación de nueve barcos de moros, pasó a Ibiza, de aquí a Valencia, y
luego, por mano de los cónsules y jurados de Burriana, Peñíscola, Tortosa y Tarragona, a los de
Barcelona. Aparte de estos medios preventivos, usáronse, como es natural, los represivos, que
competían en primer término a la Diputación general, armando galeras para persecución de
corsarios y piratas. Los sometents acudían también a la defensa de los puertos. No bastaron estas
medidas, y vez hubo en que fue preciso rescatar a precio de oro lugares como las citadas islas
Medas, habitadas por piratas. Y como los abusos no faltan nunca, aun en los más obligados a la
defensa general, se dio el caso repetido de que oficiales de la administración autorizasen, mediante
salvoconductos, armamentos de corsarios que cometían daños en las costas. Corrigióse este abuso
por privilegio de 1401, que concedió el rey a los cónsules y Lonja de Mar de Barcelona. Las
frecuentes aprehensiones de cautivos que muy especialmente hacían los moros, dieron lugar a la
organización de las redenciones por dinero, en que principalmente se ocupaba la Orden de la
Merced. Por lo que toca al daño en las mercancías, establecióse la indemnización mediante un
tributo especial que pagaban los comerciantes del país a que pertenecía el pirata.
necesidad de repetir hechos casi iguales y consideraciones análogas. La decadencia de las Órdenes
monásticas alcanzó a las del principado como a las de otros países: ejemplos de ellos son los monjes
benedictinos de San Quirico de Colera, que en el siglo XV cometieron muchos atropellos en
personas y bienes, según atestiguan los papeles de la Diputación general; las monjas de Barcelona,
que en igual época, eran amonestadas por ciertos excesos; las discordias interiores de otros
monasterios; la supresión del dúplice de Pedret (junto a Castelló), etc. Es circunstancia curiosa que
los concelleres de la capital ejercían amparanza sobre todos los monasterios catalanes, y en virtud
de ella tenían derecho de visita, incluso en los de monjas con clausura, para conocer las faltas y
ponerlas remedio.
Pero lo característico de la Iglesia catalana en su relación con el poder público, es la
continuación acentuada del régimen feudal ejercido por obispos, cabildos y abades. Bastará citar
como prototipo de él la Iglesia de Gerona, cuyos dominios, aumentados sin cesar en los siglos XIII
y XIV por compras de castillos, villas y jurisdicciones, llegaron a ser extensísimos, no menos que
su riqueza en esclavos, dineros, ropas, libros, diezmos, alcabalas, etc. Y como en todo su territorio
era soberana y ejercía, por lo general, jurisdicción plena con mero y mixto imperio, convirtióse en
un poder fortísimo que desafiaba a los nobles y a los mismos reyes y oprimía a los pueblos. Del
poco respeto a la autoridad real, da muestra el hecho de que, habiendo sido reprendidos los
canónigos en 1278 por Pedro III, a causa de haber arrojado piedras desde la torre de la catedral
contra el barrio judío, «los clérigos impidieron con sus voces y risotadas que se oyese la voz del
pregonero que publicaba la orden»; y en 1330 pasearon por las calles de Gerona, con hábito de
condenados y azotándolos continuamente, al veguer y subveguer reales, a quienes, en camisa,
descalzos y con una vela en la mano, hicieron subir de rodillas la escalinata de la catedral para
recibir el perdón: todo ello por haber los citados oficiales detenido y encarcelado al abad de San
Feliu de Guixols y a su camarero, en razón de un pleito entre aquél y el municipio de Gerona.
Compréndese bien que, con éste y otros hechos análogos, se produjera a fines del siglo XIII un
movimiento general contra el feudalismo eclesiástico, movimiento expresado, por parte de los
nobles, en ataques frecuentes a monasterios y lugares de señorío abadengo (Palafrugell, Roda,
Cerviá, etc.) Los reyes se opusieron a estas violencias, pero en formas de derecho combatieron
igualmente aquel poder. Así, Pedro III embargó «los bienes y lugares del obispo y cabildo de
Gerona y de otros prelados de su diócesis, porque cometían excesos y otras cosas contra Nos y la
dominación nuestra», desterrándolos del reino; Pedro IV renovó en 1341 esta pena, y en 1385
volvió a desterrar al obispo; y la reina Doña María mandó ocupar en 1448 la jurisdicción que el
prelado y cabildo gerundenses tenían sobre los remensas, a lo cual se resistieron, excomulgando al
delegado de la reina. Era por entonces obispo de Gerona Bernardo de Pau, de espíritu tan
eminentemente aristocrático, que ordenó la no admisión de canónigos que no fuesen nobles por la
línea paterna y la materna, y riñó más de una vez con los plebeyos de villas próximas a quienes
mermaba los derechos en la gobernación del municipio. Y no era éste el primer caso, ni fue el
último, de choques entre la realeza y el poder señorial de la iglesia de Gerona, hasta que, a fines del
siglo XV, ocupada la silla episcopal por Margarit, gran partidario de Juan II y la reina Doña Juana,
y ayo de Fernando II, se convirtió en portaestandarte de la causa realista contra el partido-nacional
catalán.
Del gobierno de pueblos de señorío eclesiástico en esta época, dan idea los ejemplos de La
Bisbal, dependiente del obispo de Gerona, y Palafrugell, sometido a los monjes de Santa Ana. La
Bisbal había logrado, como tantos otros de igual carácter (ejemplo en Galicia, Santiago), tener
cierta independencia municipal con asamblea popular, que elegía la curia o ayuntamiento; pero,
como en Castilla, trocóse más tarde esta democracia en una oligarquía de los ricos (prohombres o
mayores) con exclusión del pueblo, y sobre todo de los rurales. El obispo Pau todavía quiso mermar
más la intervención del elemento popular, ordenando que los consejeros y jurados salientes
nombraran a sus sucesores. En 1440, reformados los estatutos, elegíanse los funcionarios por
compromisarios, dando entrada a los foráneos o labradores. El consejo tenía a su cargo toda la
375
Valencia
487. Luchas sociales y políticas.
La heterogénea composición de los elementos que concurrieron a la conquista de Valencia (§
330), determinó necesariamente el sentido y dirección de las luchas sociales y políticas que
constituyen el fondo de la historia valenciana hasta el siglo XVI. Predominaba en los pobladores
cristianos el elemento burgués y, dentro de éste, el catalán; la nobleza, por el contrario, era en su
mayoría aragonesa, y aunque numéricamente menor que la burguesía, representaba una fuerza
mayor por razón de su categoría social. No obstante, la política de Jaime I se dirigió, como ya
vimos (§ 331), a enaltecer el elemento plebeyo, entregándole las funciones gubernativas y
resistiéndose a implantar la legislación feudal de tipo aragonés. No sólo los jurados y conselleres,
sino los justicias, pertenecían exclusivamente, en la primitiva constitución, a la clase de
ciudadanos. Pero los nobles lucharon desde luego por que cambiase este orden de cosas. La
traducción al valenciano (catalán) de los Fueros dados primitivamente en latín, hecha en 1261,
parece demostrar que el mismo Jaime I se hizo cargo de que, al cabo, la nueva legislación de tipo
burgués no regiría nunca plenamente sino en los territorios realengos y sobre la población de origen
catalán; y en efecto, bien pronto el justicia pudo ser indistintamente burgués o caballero (generoso)
en la capital, y en varios pueblos de importancia (Játiva, Alcira, Castellón, Morella, etc.) alternaron
en el cargo representantes de ambas clases. En 1285 declararon abiertamente los nobles al rey
Alfonso su pretensión de que todo el nuevo reino se rigiese por los fueros de Aragón. Opúsose
enérgicamente el municipio valenciano, y no lo consiguieron; pero, poco después, el otorgamiento
del Privilegio de la Unión aumenta los derechos y la fuerza de la nobleza, y se hace más viva la
oposición entre ésta y la burguesía. Mientras tanto, el elemento popular iba nutriéndose en las
ciudades y villas realengas y diferenciándose al propio tiempo. La división tradicional de las tres
manos, mayor, mediana y menor, procede de tiempos de Pedro III (1278), sin que la última, que
377
podía formar parte del consejo municipal, llegara nunca —no obstante la protección otorgada por el
rey— a disfrutar el cargo de jurado. A la vez se organizó la representación popular por gremios y
oficios (1283). Pero antes de cumplirse medio siglo, y reinando Alfonso IV de Aragón, los nobles
consiguieron gran parte de sus propósitos. Se les concedió la legislación aragonesa (que se llamó
«alfonsina») en los lugares de señorío, con aplicación de la justicia de sangre que Jaime I se
reservara, quedando con esto decididamente limitada la vigencia de la legislación democrática de
los furs a los territorios realengos. Además, se les dio entrada en el Consejo municipal de Valencia,
obligándose ellos, en compensación, a prestar ciertos servicios de que estaban exentos según el
fuero aragonés; y de los dos justicias de la capital, creados por Jaime II y que se dividían la
jurisdicción criminal y la civil, uno fue desde entonces noble, alternando con el plebeyo. No
descuidaban los burgueses la defensa de sus prerrogativas, y reclamaban, con tanto calor como los
catalanes, contra todo contrafuero. Así se vio al ceder Alfonso IV, por instigaciones de su mujer, las
villas de Játiva, Alcira, Murviedro y Castellón al infante Don Fernando. En nombre de los pueblos
reclamó contra este desafuero el jurat en cap de Valencia, Francisco Vinatea, y la cesión fue
revocada.
El reinado de Pedro IV complicó todavía más la lucha política. Promovida la guerra de la
Unión (§ 409), dividiéronse los nobles y los plebeyos valencianos, apoyando unos a los unionistas y
permaneciendo otros fieles al rey. La ciudad de Valencia fue cabeza de la Unión, como sabemos;
mientras que Játiva se colocaba enfrente, y Alcira, Murviedro y otras se encerraban en neutralidad
absoluta. El resultado final de la lucha fue, como ya dijimos, desfavorable a los valencianos. Pero el
rey, una vez victorioso y derogado el abusivo privilegio de la Unión, no abolió los fueros, sino que
antes bien los completó en sentido democrático, dando gran número de privilegios en que se
determinaban minuciosamente las reuniones de Cortes, las funciones de los jurados y de la
Diputación general, etc. Bien pronto se significaron en la nobleza valenciana los mismos síntomas
de decadencia que en la de otras regiones de la Península. Origináronse banderías y parcialidades,
especialmente entre las dos grandes familias de los Centellas y los Soler, y por mucho tiempo se
vieron ensangrentadas las calles y los campos. Intervino al cabo el rey Don Martín, adoptando
medidas extraordinarias; y si no cortó el mal de raíz, lo aminoró en gran manera. Desde este tiempo
hasta el final de la época que examinamos, no ofrece la historia social y política de Valencia
cambios de importancia que merezcan registrarse aquí.
Añadiremos tan sólo la noticia de haberse abolido a viva fuerza en tiempo de Jaime II la
Orden del Templo, muy poderosa en Valencia. Con los bienes de ella se creó, por bula de Juan
XXII, la nueva Orden militar de Montesa, especial del reino valenciano.
Elche y Guardamar y sólo por algún tiempo Villena y Cartagena, que pronto volvieron a Castilla.
Dentro de estos límites, sujetáronse al derecho feudal aragonés los territorios de Jérica, las baronías
de Arenoso, Alzamora, Benaguacil y Manisa y la tenencia de Alcalatén; constando en documentos
muy posteriores a esta época la noticia de unos 28 pueblos tan sólo, regidos por la ley aragonesa.
Los furs valencianos dominaban, pues, en la mayoría del territorio, aumentados y modificados por
los privilegios que diferentes reyes dieron y que se referían todos al orden político y administrativo,
y por los cuadernos de Cortes. Ténganse en cuenta igualmente que en el reino de Valencia había
pueblos, unidos a Barcelona por el lazo del carreratge o patrocinio (§ 478) y que gozaban de las
inmunidades correspondientes a esta situación.
la instrucción de la causa, prohibiéndose las pruebas vulgares («batalla, hierro candente o cualquier
otro modo») tanto en lo criminal como en lo civil. El juramento es tenido por prueba suficiente, a
falta de documentos o testigos, en los pleitos civiles. El tormento es medio probatorio o de
convicción que se aplica tan sólo a los plebeyos.
Vese por este cuadro que los Furs reflejan bien, a pesar de sus tendencias innovadoras y
democráticas, el carácter de la época con su desigualdad jurídica, sus penas atroces y
desproporcionadas y las supervivencias del derecho procesal y penal germánico.
mirada con recelo por los catalanes (§ 478). El famoso almirante Roger de Lauria vivió en territorio
valenciano, donde el rey le concedió el condado de Concentaina, y las cuentas relativas al
sostenimiento de sus escuadras se guardaron en el archivo catedral de Valencia, donde han
aparecido. En tiempo de Alfonso V —que favoreció a la capital con donativos y construcción de
obras, públicas— los marinos valencianos, mandados por Juan de Corbera, decidieron el éxito del
ataque al puerto de Marsella. Señaló este reinado el punto culminante del poderío político de
Valencia, desatendida luego por el monarca sucesor de Alfonso, Juan II; pero siguió por mucho
tiempo aún, como veremos, su importancia comercial e intelectual, expresada esta última en un rico
florecimiento literario alimentado por las estrechas relaciones mantenidas con Italia, donde
Valencia tuvo renombre de ciudad rica, elegante, fastuosa y culta.
las dos grandes figuras eclesiásticas que en Valencia brillan en esta época, San Vicente Ferrer y
Benedicto XIII, que vivió mucho tiempo en territorio valenciano (Peñíscola), se ha dicho ya lo que
más importaba saber.
Baleares
493. Nobles, ciudadanos y rurales.
Las diferencias sociales y los problemas que traen consigo, tuvieron en el reino de Mallorca, y
en la época que ahora estudiamos, un carácter especial que los distingue de los que hemos visto en
otros Estados españoles.
Aunque a Don Jaime ayudaron en la conquista (§ 253) magnates catalanes y señores
eclesiásticos, como el obispo de Gerona, muy pocos de ellos quedaron en la isla al frente de los
territorios que, según pacto anterior, les correspondieron en el repartimiento (§ 229). Murieron unos
en la guerra, otros de la peste que sobrevino, y los más volviéronse a la Península dando sus
porciones de tierra a los caballeros de su séquito o arrendándolas bajo prestación anual a
cultivadores plebeyos. Por su parte, el rey distribuyó casi todo lo que hubo de corresponderá en
tierras y casas a sus mesnaderos y servidores, muchos de los cuales también se volvieron a España:
con lo cual, y salvo dos o tres grandes señores, la aristocracia feudal quedó representada en
Mallorca tan sólo por nobles de segunda clase (caballeros), a quienes Don Jaime fijó un máximo de
adquisiciones territoriales (en valor de 500 morabatines de oro), para evitar la acumulación de la
propiedad en personas privilegiadas.
Como si todas estas causas de disminución y restricción del elemento nobiliario no fueran
bastantes, vino a reforzarlas el numeroso contingente burgués, que ya como concurrente a la
conquista (ciudadanos de Barcelona, Tarragona, Lérida, Tortosa, Gerona, Cervera, Manresa, etc.),
ya atraído por los muchos privilegios y franquicias concedidos a las islas, acudió a poblarlas,
constituyendo mayoría dentro de la gente cristiana y produciendo un fraccionamiento grande de la
propiedad, que 80 años después de la anexión había trocado en villas importantes muchas de las que
fueron simples granjas o alquerías en un principio. En 1343 estaban ya individualizadas las
parroquias de todos los pueblos y aun de las aldeas que en la actualidad existen.
Pero ese elemento democrático no era homogéneo, y bien pronto se diferenció más y más a
impulsos del movimiento económico que tuvo la vida baleárica, en especial la mallorquina.
Orientada la actividad de la población en el sentido mercantil, constituyóse rápidamente una
plutocracia o aristocracia de la riqueza, en que se vinieron a confundir los caballeros y los simples
burgueses de origen: clase, por su misma naturaleza, abierta a todos y cuyos componentes variaban
a menudo, a compás de la creación o desaparición de capitales, fenómeno constante en la vida
comercial. Los ricos, enlazados con los pocos nobles que habían quedado en territorio balear,
enorgullecidos por sus riquezas y haciéndolas valer en manifestaciones de pompa y fastuosa
liberalidad, formaron, pues, la verdadera aristocracia, la «mano mayor», propiamente ciudadana,
mirada con respeto y envidia por el resto de la población, adornada a menudo con los privilegios del
estado militar (que de doce casas primitivas se extendió en un siglo a 120) y aun con el mismo título
de «caballero», originariamente propio de siete casas y ampliado luego a 45, o el de hombres de
honor o hidalgos, librándose con tales privilegios de ciertos tributos como el monedaje (§ 494).
Semejante engrandecimiento tenía graves inconvenientes para el equilibrio y ponderación de
la vida social mallorquina, ahondando las diferencias de clase en un sentido puramente económico y
halagando Cada vez más los hábitos de lujo y vanidad imprevisora de los enriquecidos. Bien pronto
se reflejó esta perniciosa consecuencia sobre la población rural. Formábanla desde un principio dos
clases de gentes, abstracción hecha de los pocos nobles que residieron en sus estados: burgueses que
prefirieron la vida del campo y las faenas agrícolas al tráfago mercantil de la ciudad —y cuya
elevada alcurnia dentro de la clase media señalaba un caballero mallorquín llamándoles homens de
honor empagesits (ciudadanos honrados aldeanizados)—, y colonos libres de extracción pobre, que
382
habían acudido a cultivar las porciones acensadas y arrendadas por los primeros poseedores. De
ambos factores se formó bien pronto una plutocracia rural, en que naturalmente predominaban los
honrados, y que llegó a competir en riqueza con los burgueses de la capital. El pernicioso ejemplo
de éstos, el atractivo que en todas las épocas ha tenido para los hidalgos rurales la vida ciudadana y
los entronques repetidos entre ambas aristocracias, produjeron bien pronto una corriente de
emigración hacia Palma de Mallorca, que absorbía lentamente lo más granado de la población
campesina. A pesar de disposiciones reales que tendían a reprimir este absenteísmo (v. gr. la de
Pedro IV, en 1367, que exigía casa propia en la ciudad y residencia continua por tres meses para
adquirir el derecho de ciudadanía), siguió acentuándose cada vez más, a impulsos de dos diferentes
causas: el aumento de los tributos y cargas, que desde fines del siglo XIV fue muy sensible en la
población rural o forense, parte por apuros generales del Tesoro público, parte por consecuencia de
pleitos con la ciudad (§ 497), y el cambio que se produjo en la misma vida económica de los
ciudadanos, quienes, por efecto de las continuas guerras de Pedro IV y reyes sucesivos, de pestes,
inundaciones y naufragios, del crecimiento de las repúblicas italianas y del avance de los turcos por
el Asia Menor hasta tocar en Europa, vieron gravemente comprometida su riqueza mercantil desde
mediados del siglo XIV, y extraordinariamente mermado el comercio de Levante, cada vez más, a
medida que avanzaba el siglo XV; con lo cual, buscando un contrarresto, mudaron de destino los
capitales, dedicándolos a las compras de tierras y a la adquisición de censos sobre la agricultura o
sobre la Hacienda pública, estancando así la riqueza y cargando todo el peso de la producción de
rentas sobre la población rural.
Pero, al propio tiempo, ésta había variado de composición, perdiendo sus elementos más
fuertes refugiados en la ciudad y quedando reducida a una masa de colonos pobres, que habían
adquirido el derecho de explotación de pequeñas parcelas a cambio de obligaciones y censos
complicados con cargas financieras de consideración (§ 497) que, al no ser satisfechas, traían
consigo embargos y ventas de que se lucraban los acreedores de la ciudad. No es esto decir que
desapareciese todo elemento de riqueza en el campo. Todavía a fines de la época que nos ocupa
resistíanse a la general decadencia y absorción algunas familias de labradores acomodados,
sucesores de aquellos primitivos homens de honor empagesits y dueños de propiedades importantes
—singularmente en ciertos distritos como los de Alaró y Bunyola—, o de la mayoría de las tierras
aunque muy divididas, como en Inca, Arta y Pollensa (parte N. de la isla); pero aun sobre ellos
pesaba la desigualdad jurídica y económica, favorable a los ciudadanos, y en condición inferior
quedaba todavía un numeroso proletariado forense, casi todo él dependiente de los propietarios de
la capital que, como siempre ocurre, cuidábanse más del percibo de las rentas, perseguido
implacablemente, que del cultivo de los campos, en gran decadencia a fines del siglo XV.
Así se formó una plebe rural llena de odios hacia los burgueses de Mallorca y formada por
colonos censuales y por jornaleros (semaneros, mayorales, mozos o misatjes) procedentes a veces
de aquéllos y en rigor de mejor condición, pues abandonando sus tierras se libraban de impuestos y
exacciones, y vivían de su trabajo, indispensable a los propietarios. Más adelante veremos cómo
estas desigualdades y agravios económicos, complicados con otros políticos, produjeron cruentas
luchas entre forenses y ciudadanos.
494. Mudéjares, judíos y esclavos.
A pesar de lo crecido de la población musulmana que quedó en las islas a la muerte de Jaime I
(§ 329), suena muy poco en la historia social del reino baleárico. Obedece esto, por lo que toca a
Menorca, a la conquista verificada en 1287 por Alfonso III, trocando en absoluta dominación el
anterior estado de vasallaje (§ 329) y destruyendo la población musulmana, parte de la cual quedó
en servidumbre o fue vendida como esclava. En Mallorca, la conquista de 1229 dejó muchos menos
moros libres que en Menorca el vasallaje de 1232, y esos fueron pronto absorbidos, a pesar de sus
franquicias, por la población cristiana; aparte los que, vencidos por la fuerza en campañas
sucesivas, quedaron como siervos del rey o de los señores, o fueron vendidos como esclavos
públicamente. A la absorción contribuyó especialmente la conversión de muchos de ellos, y la lenta
383
por creerlas justas, ya por ser irresistible su empuje, y ordenando procesos como el de 1314 (que
quitó temporalmente a los judíos sus privilegios), o suprimiendo derechos y exenciones, como
hicieron Jaime II en 1310 y Jaime III al final de su reinado.
Pero la corriente de animosidad fue creciendo a medida que avanzaba el siglo XIV, no siendo
bastante a contenerla la protección de los reyes a la aljama. Reforzábanla sobre todo las quejas de
los ciudadanos mallorquines —que por la exención de tributos de los judíos veíanse privados de un
necesario auxilio para levantar las exorbitantes cargas municipales—, y los ahogos de los deudores,
que eran numerosísimos (en 1375 las deudas de los labradores por capital e intereses al 10 por 100,
alcanzaban enorme cifra) y no hallaban manera de salvar sus apuros. A estos dos poderosos móviles
se unió bien pronto la excitación producida por las noticias (recibidas en Mallorca en Julio de 1391)
de los degüellos de judíos verificados en Castilla y en Valencia. El estallido final no se hizo esperar.
Tras repetidas peleas parciales entre cristianos y judíos, las turbas ciudadanas, crecidas con gran
contingente de labradores y forenses, asaltaron el 2 de Agosto la judería saqueándola por completo
y matando a unos 300 entre hombres y mujeres. Asustadas e impotentes las autoridades, no
acertaron a reprimir ni a castigar estos atropellos, antes bien hubieron de ceder al empuje de los
revoltosos, comprometiéndose a obtener la conversión de todos los judíos, aunque por otros medios
que el de amenaza de muerte que proclamaban los amotinados. Lograron éstos, en sucesivas
capitulaciones o tratados con el gobernador general, la amortización y extinción de los créditos que
tenían los judíos con supresión de los intereses; el levantamiento de la obligación de devolver a los
habitantes del Call lo robado en dinero y alhajas o lo usurpado en bienes; el perdón de todas las
violencias cometidas y la inmediata conversión de los hebreos. Cuándo y cómo la verificaron éstos,
no se sabe; pero sí que fue casi unánime y anterior al 21 de Octubre, trocando sus nombres
tradicionales por otros cristianos, y volviendo, en su mayoría, a habitar el Call, bajo la protección
del rey. Éste confirmó en 1392 (16 Julio) todo lo pactado, con su perdón general a los asaltantes de
la judería. Desde entonces, apenas si tuvo importancia en Mallorca la colonia de los judíos no
convertidos, bien que no dejara de haberlos, especialmente por inmigración de familias procedentes
de Valencia, de Portugal y otros puntos, pero aunque a éstos les siguió protegiendo en sus derechos,
fundamentales la legislación general (edictos de 1393, Ordenanzas de 1413) mandando respetarles
la propiedad y la religión, las prohibiciones que se les impusieron en punto al ejercicio de
determinados oficios y al trato con cristianos y conversos, etc., las predicaciones de los dominicos
que los judíos estaban obligados a oír, y el temor de nuevos atropellos, produjeron la extinción de
estas gentes con una nueva y general conversión (Mayo de 1435), directamente motivada por el
miedo a las consecuencias de un proceso inquisitorial por escarnios a la religión cristiana. Pero si
bien, en general, la población mallorquina acogió con júbilo las conversiones y la desaparición de
los privilegios de los judíos, desde el punto de vista económico hubo de ver y de quejarse bien
pronto del atropello de 1391 y de las restricciones posteriores. Los ciudadanos no perdonaron jamás
a los forenses el saqueo del Call, que un siglo más tarde citaban como «una de las causas
principales de la ruina de Mallorca», por ser los judíos depositarios de casi todas las joyas de los
cristianos, deudores, a veces, de éstos, y comerciantes e industriales de importancia.
Formaban la última clase social mallorquina los esclavos, de estirpe musulmana, tártara o
cristiana (v. gr., sardos prisioneras de guerra, que no fueron libertados hasta 1389). Los primeros
procedentes de la conquista, fueron bautizándose y emancipándose lentamente en Mallorca y
fundiendo sus restos con las clases bajas, de tal modo, que a mediados del siglo XIV apenas si
quedaba rastro de ellos. Los de Menorca eran en 1287 unos 20.000, aparte de los que se vendieron
en Sicilia, Cataluña y otros puntos. De los judíos se sabe que estaban autorizados para tener
esclavos turcos y tártaros, con tal que no se convirtiesen al judaísmo.
Para la vigilancia y cuidado de todos los sujetos a esclavitud había un funcionario especial,
llamado capdeguaytas (jefe de ronda).
385
existieron en la ciudad los siguientes oficiales públicos: bayle y veguer encargados de la justicia
civil y criminal, con atribuciones no muy bien deslindadas; asesores de los tribunales; almotacén o
jefe de mercados y de policía urbana; dos cónsules de mar, que formaban tribunal para los asuntos
marítimos, con un juez superior de apelaciones; el abogado o asesor municipal; los saigs, sayones o
aguaciles, que persisten en Mallorca, como en Cataluña, mucho más tiempo que en Castilla, con
otros más de categoría inferior. Como base para la administración se formaron tres libros; uno de
los censos del municipio, otro de los créditos y otro de las deudas atrasadas, a cuyo cargo había
contadores elegidos de entre los consejeros.
Por su parte, los forenses, además de su intervención en el Consejo general (y del privativo de
50 miembros delegados de las villas, que tenían desde 1349), contaron con los consejos
parroquiales, formados por los jurados de cada villa (imitando el de la ciudad); los bayles de villa,
elegidos por el gobernador; el veguer o juez especial que administraba justicia en toda la región
foránea, incluso en los lugares de jurisdicción feudal (capdalías), nombrado por el rey, pero no de
entre los forenses, sino de entre los ciudadanos; y los antiguos síndicos, clavarios y contadores. En
cuanto a la Hacienda, continuó la autonomía relativa alcanzada en tiempo de Sancho I, que limitó la
solidaridad económica de forenses y ciudadanos a sólo los gastos verdaderamente comunes,
dejando siempre a los primeros el beneficio de un tercio de todo subsidio para atender a sus
necesidades especiales.
La gobernación de Menorca parece haber sido análoga a la de Mallorca: teniendo por centro
la ciudad de Ciudadela, con cuatro jurados que gozaban de jurisdicción municipal sobre toda la isla
y un regente delegado del gobernador general.
1403) que traían consigo muertes y empobrecimiento. Fueron éstos preludios de la espantosa
conflagración de 1450 (poco después de la última reforma municipal), precedida por choques
sangrientos en Menorca, donde era igual la oposición entre forenses y ciudadanos. Armados los
rurales mallorquines, al frente de los cuales iba un obscuro labrador de Manacor, Simón Tort
Ballester, trataron de potencia a potencia con el gobernador, no sin haber saqueado algunas quintas;
y no satisfechos con la injusta sentencia que aquél dio en 1451, redoblaron sus ataques,
envalentonados por las apocalípticas predicaciones del dominico fray Juan Tey contra los ricos y
por la connivencia de los menestrales de la ciudad que, dirigidos por el pelaire Pedro Mascaró,
trataron de abrir las puertas a los forenses, nuevamente sitiadores de Palma. Hasta el 31 de Agosto
de 1452 duró la sublevación, ahogada en sangre en los llanos de Inca, aunque trasladada la
contienda nuevamente a terreno legal mediante reclamaciones al rey. En 1454 dictó éste una
amnistía general e imposición a las villas de cuantiosas indemnizaciones y tributos, que
promovieron emigraciones de labradores a Córcega y otros países, con grave daño y miseria de los
campos. Ballester fue arrastrado y descuartizado. Pero la comunidad forense no cejó en sus
empeños: sus síndicos, siempre unidos e independientes, siguieron luchando en el Consejo general
contra el egoísmo burgués; lo cual no excluía las contiendas intestinas entre las mismas villas, muy
acentuadas hacia 1462. Nueva sublevación de los forenses se produjo en 1465, complicada con las
guerras de Juan II y los burgueses catalanes, que repercutían en la isla; y consecuencias de ella
fueron nuevos atropellos, suplicios y matanzas. Mientras tanto, el rey pedía sin cesar auxilios en
armas y dinero contra Barcelona, abrumando más y más a la Hacienda mallorquina y halagando con
promesas a los forenses y a los artesanos de la ciudad a la vez que en ésta los choques sangrientos
de las banderías y el estrago de pestes terribles como la (al parecer) bubónica de 1475, hacían crecer
el desconcierto y la ruina. El último acto notable de la lucha entre forenses y ciudadanos en esta
época, es la presentación, en 1477, de unas alegaciones en que cada parte exponía sus agravios y sus
deseos, marcando el estado de la cuestión. Quejábanse los forenses de que los síndicos y jurados de
la ciudad se guiaban por censurable exclusivismo a favor de la capital y en perjuicio del resto de la
isla; de que casi toda la propiedad rural estaba en poder de los burgueses llenos de privilegios,
derrochadores de riquezas y explotadores del Tesoro público por medio de los préstamos a censo;
de que los atrasos en el pago de las deudas municipales eran producidos por la «ambición de los
que, disputándose el gobierno, satisfacían a expensas del público sus rivalidades y contiendas
privadas», o por la codicia imprevisora de los que hacían contraer a la universidad más obligaciones
que los que podían cumplir; de que la miseria de los campos era extrema, y, en fin argüían que era
muy discutible que esto fuera imputable a las insurrecciones pasadas y no a los que con su ambición
y mal régimen dieron motivo a ellas. A todo lo cual contestaban las alegaciones del síndico
ciudadano negando que fuese tan grande la miseria de los forenses, ni tan pingües los provechos de
los de la ciudad, ni tan exentos de responsabilidad aquéllos en sus desdichas, aunque mañosamente
callaban en punto a las acusaciones del orden político y financiero. Juan II no decidió, en lo
substancial este pleito, dando tan sólo, poco antes de morir (1479), algunos decretos encaminados a
reprimir la anarquía reinante en la isla y los choques continuos que ensangrentaban el suelo.
(cofradía de boneteros), a cristianos viejos como a conversos (la de jaboneros: 1493), pero no
libertos ni esclavos; notándose también en todas ellas la existencia de veedores, contadores y
presidentes (sobreposats, prohomens, rector, mayoral), de oficiales (mossos, fadrins, joves,
massips), de exámenes para lograr el título de maestro, de socorros mutuos entre los cofrades en
casos de enfermedad, prisión, etc., y de reglas en punto a la fabricación y al deslinde de atribuciones
entre los gremios afines. Era muy frecuente la intervención, en las elecciones y otros actos, del
veguer y del lugarteniente general.
Navarra
499. Clases sociales.
Nótase en Navarra como en Aragón y Cataluña cierto retraso en la evolución de las clases
sociales, comparada con la que siguieron en Castilla, persistiendo más el régimen feudal en sus
relaciones con la propiedad y la dependencia personal de los plebeyos, quizá por la sostenida
influencia francesa. No obstante esto, en líneas generales produjéronse iguales cambios que en los
demás Estados de la Península, como lo demuestran los hechos siguientes. La cualidad de
ricohombre que primitivamente era de puro linaje, desde el siglo XIV parece degenerar claramente
en cualidad de honor que el rey puede otorgar libremente, desarrollándose también los mayorazgos
(mayoríos) en los bienes inmuebles (castillos, etc.), signo de decadencia económica. A la vez, crece
notablemente la nobleza inferior (hidalgos o infanzones), hasta el punto de que el rey otorga este
privilegio a pueblos enteros (como el de Arberoa, de 110 casas, en 1435), con lo consiguiente
exención de pechos.
La clase media libre crece en las villas, desarrollando el poder municipal y la riqueza
industrial y mercantil (enemiga de la de los nobles); y en fin, los villanos siervos, no obstante el
mantenimiento en el Fuero general de los más absolutos derechos del señor (como el reparto por
igual, entre el delegado del rey y el propietario de la localidad, de los hijos de los villanos muertos,
pudiendo incluso partir uno por en medio si fuese impar el número: libro II, tít. 4º, cap. 17), van
redimiéndose de estos malos usos convirtiéndose poco a poco en arrendatarios con cierta libertad
autorizada por cartas o fueros.
Los mudéjares eran numerosos, especialmente en algunas villas como Tudela, Cortes y
Fontellas. Los de la primera formaban aljama importante (de 500 pecheros en 1380), con sus
autoridades, nuncios o pregoneros, etc., y los de Cortes eran 400 antes de 1352, en que los redujo
una epidemia a 60, Diferentes órdenes reales del siglo XIII y XIV confirman a los de Tudela sus
antiguos privilegios, y Teobaldo II les eximió del tributo de mañería. Formaban parte de los
ejércitos reales, a veces con mando de mesnadas; ejercían cargos municipales y alguna vez
recibieron privilegios de nobleza; pero estaban abrumados de tributos, tanto en dinero como en
especie. Dependieron unas veces inmediatamente del rey, y otras de señores a quienes la Corona
cedió las villas de mudéjares. Aunque en el siglo XV decreció mucho su número, es de notar que,
tanto los mudéjares libres de los grupos urbanos como los moros siervos del campo y los esclavos,
ejercieron una marcada influencia en las costumbres y trajes, sobre todo de los nobles, como lo
atestiguan viajeros de fines de esta época.
Los judíos tuvieron que sufrir en Navarra las mismas terribles pruebas que en los demás
reinos peninsulares. Formaban importantes aljamas, con sinagogas en las principales villas,
protegiéndoles la legislación en sus derechos y privilegios especiales, religiosos y de jurisdicción.
Los de Estella estaban sujetos al Senescal de la ciudad. Los de Tudela diéronse Ordenanzas
(tecana) en 1363, renovándolas en 1413. En ellas se advierte la existencia de un consejo o senado
de 20 o 21 miembros y de adelantados que ejercían jurisdicción sobre los suyos, nombrando
también pregonero, distinto del de los cristianos y moros, para sus propios asuntos. Pero ya en 1234
el Papa Gregorio IX instaba al rey para que obligase a los judíos a usar traje especial; en 1256,
Alejandro IV daba bula autorizando la represión de usuras de los judíos, despojándoles de los
390
bienes así adquiridos, y en 1299, Felipe I manda aplicar una ordenanza del monarca francés San
Luis, que exime a los deudores cristianos del pago de intereses. A menudo pidieron éstos condonas
o moratorias, que alguna vez concedieron los reyes: pero como no faltaron atropellos y contrafueros
por parte de los senescales, recaudadores de rentas, etc., contra los judíos, quienes se quejaban a los
monarcas, éstos les amparaban en su derecho. Exasperáronse con tan justa y natural protección los
cristianos, y sobreviniendo imprudentes e inhumanas excitaciones de un religioso franciscano, fray
Pedro Olligoyen, desbordáronse las pasiones populares en concertados saqueos y matanzas que a la
vez estallaron en Tudela, Funes, San Adrián, Falces, Marcilla, Viana y Estella (1328). La judería de
esta última población quedó aniquilada. La reina Doña Juana mandó prender y procesar a fray
Pedro (1329) e impuso multas crecidas a Estella y Viana; bien que a poco, alzada la de esta villa, no
tuviera escrúpulo el rey en apropiarse los, bienes de los judíos muertos y huidos y en imponer a
todas las aljamas un tributo de 15.000 libras para las fiestas de su coronación. Con esto queda dicho
que no desaparecieron del todo las comunidades judías; habiendo visto ya como la de Tudela
confirmaba su tecana a comienzos del siglo XV.
costumbre (vigente también en otros países españoles y extranjeros) de embargar el cadáver del
deudor hasta que la familia pagase la deuda.
El Consejo real, como cuerpo consultivo en materias políticas y administrativas, se fue
organizando en los siglos XIV y XV con separación de la Cort, por diferentes ordenanzas. Sin
embargo, de un documento de 1496 se desprende que funcionaba también como tribunal de
apelación. En 1508 había dos Consejos: el llamado Grande (pleno) y el ordinario. Para las
cuestiones de Hacienda creó Carlos II un tribunal especial, llamado Cámara de comptos (1364), que
alcanzó gran importancia en el organismo administrativo. No hay para qué decir que los reyes, no
sólo tenían que luchar con los defectos de organización del Estado y sus funciones, sino con la
inmoralidad de los oficiales mismos. Indicamos más arriba los abusos de algunos contra los. judíos.
No eran menores los que acostumbraban a cometer los marinos en las prisiones y en la exacción de
las multas, derechos, etc. Carlos III tuvo que publicar una ordenanza especial para reprimir estos
males.
A mediados del siglo XV (1450) parece nacer un nuevo organismo, el de la Diputación
general de Navarra, con funciones económico-fiscales delegadas de las Cortes. A comienzos del
XVI (1501) se cambia esta Diputación en una especie de comisión ejecutiva de las Cortes
compuesta de representantes de los tres: brazos y encargada (como las de Aragón, Cataluña y
Valencia) de vigilar por la observancia de los fueros y el arreglo de la Hacienda pública.
Como oficial superior del reino aparece el mariscal (de importación francesa, probablemente),
especie de canciller, subordinado al condestable que se creó en tiempo de Doña Blanca, como jefe
militar y presidente de la nobleza en Cortes.
Limitaban la jurisdicción real, como sabemos, en primer término, los señoríos feudales, tanto
laicos como monacales (monasterio de Iranzu; monasterio de Fitero, muy importante, con
jurisdicción sobre la villa de igual nombre, etc.). Pero en la mayoría de los casos el rey se reservaba
la justicia mayor, la apelación, su parte en las penas pecuniarias y los pechos generales.
Los municipios libres, escasos en Navarra, procuraban contrarrestar los privilegios y abusos
de la nobleza y mantener la integridad de sus fueros, mediante hermandades (juntas), que más de
una vez acometieron y ahorcaron a los caballeros vagabundos (balderos) que en cuadrillas solían
robar y forzar a las. gentes plebeyas. No faltaban tampoco, al igual que en la época anterior, las
luchas entre concejos, a las cuales aluden los estatutos de una cofradía de 1355, y más de una vez
las hermandades tuvieron que ser disueltas por extralimitarse en sus funciones. Sin llegar a
establecer hermandad, las villas principales ejercían una especie de tutela sobre los pueblos de
menor importancia, amparándolos en la defensa de sus derechos, como se ve en Tudela respecto de
los pueblos de su merindad, a los que más de una vez tuvo que defender a mano armada centra los
limítrofes de las fronteras castellana y aragonesa.
El gobierno municipal sigue encargado a los alcaldes, regidores, jurados, etc., elegidos
libremente unas veces, otras nombrados por insaculación para evitar las luchas de partidos. La
unidad electoral era la parroquia. En algunos puntos aparece, al lado del alcalde, un justicia, cargo
de origen remoto y que perduró hasta siglos después.
Económicamente, los concejos disponían de muchos bienes comunales (montes), que
facilitaban notablemente la vida de los vecinos; notándose muy claramente la diferencia que esto
esta-blecía entre los municipios de la Montaña —ricos en tal clase de bienes y en los que no había
propiamente jornaleros pobres— y los de la Ribera, en que la individualización de la propiedad hizo
abundante esa clase.
Navarra del desarrollo que logró en Aragón, o a lo menos, no la señalan tan enérgicamente los
fueros y las costumbres. Los labradores, en quienes más podía interesar el arraigo de esta
agrupación, tenían por ley de herencia la de legítimas, sin mejoras, a diferencia de los nobles, que
gozaban amplia libertad de testar apenas limitada por la mezquina legítima (análoga a la aragonesa)
de «5 sueldos febles y una robada de tierra» en el monte. Pero, en cambio, favorecía la posibilidad
de crear y mantener grupos troncales la costumbre de otorgar, al tiempo de casarse, capitulaciones
en que se nombraba de antemano heredero único a un hijo, señalando a los demás porciones
desiguales en los bienes; costumbre cuyas consecuencias parecen reflejarse en la condición
económica inferior de los segundones que en algunos puntos de la Navarra francesa, por lo menos,
estaban bajo el dominio del primogénito, sujetos a habitar la casa ancestral e imposibilitados de
adquirir para sí bienes propios, revertiendo todo a la familia. El retracto de parientes, por el que se
habían de celebrar a son de campana las ventas, es otro indicio de la tendencia a la troncalidad. Ya
hemos visto (§ 499) cómo, por otra parte, los nobles desarrollaron el mayorazgo en los inmuebles.
Hállanse también vestigios de la comunidad doméstica agraria entre las clases serviles.
Persistió en Navarra quizá más que en otras partes, el matrimonio a yuras, como simple
contrato sin intervención de sacerdote, que autorizaba al divorcio o repudio tanto entre los nobles
como entre los labradores, si bien éstos pagaban en tal caso (según parece desprenderse de una ley
obscura del Fuero) cierta indemnización en especie. Contra esto trabajó sin descansa la Iglesia,
procurando que prevaleciese el matrimonio canónico (según la ley de Roma, como se decía),
indisoluble; pero tardó mucho tiempo en desarraigar la otra forma, consagrada en los fueros, como,
tampoco pudo evitar la barraganía, tan frecuente en el siglo XV que los mismos clérigos
(especialmente los rurales) vivían en ella, conforme dicen testimonios de las Cortes y de viajeros de
la época. Carlos III, rechazando las pretensiones de esas concubinas a gozar de las inmunidades
eclesiásticas como si fuesen legítimas esposas, ordenó que pagasen los pechos que les
correspondían, reconociendo, a la vez, la licitud de tales uniones. En general, la ley y las
costumbres eran muy condescendientes para las uniones ilegítimas, aceptando la de mujer noble con
villano, la del viudo y la del hombre casado que, si no podía propiamente celebrar contrato de
barraganía, de hecho podía vivir en concubinato. En cambio, eran severas para el adulterio de la
mujer, aunque sin llegar a la pena de muerte que prodigan los fueros de otras regiones, si bien
parece que excusaban el homicidio de los culpables por el marido. La pena generalmente aplicada al
amante era de destierro y confiscación. Estaba permitida la investigación de la paternidad para los
hijos naturales, usándose la prueba caldaria.
Al igual que en Aragón, no se conoce patria potestad legal (es decir, al modo romano); hay en
cambio consejo de familia, y para los que carecen de padres, existe la institución del Padre de
huérfanos. Los hijos estaban clasificados en cuatro clases: de matrimonio desigual; naturales;
adulterinos, incestuosos y sacrílegos (fornecinos); adulterinos dobles o de padre y madre (cam-
pices). Los primeros no heredaban sino después de cumplir siete años; a los segundos, si eran
reconocidos, debía el padre alimentos y se les reconocían más o menos derechos en la herencia
según concurrían o no con esposa e hijos legítimos, caso de ser de padres nobles; si procedían de
villanos, heredaban una parte igual a los legítimos. Las demás clases de hijos gozaban de muchos
menos derechos, que en algunos no llegan más que a la posibilidad de legarles algo a título de
alimentos. En tiempo de Juan II, las Cortes prohibieron que los hijos de clérigos recibiesen herencia
de sus padres, como era costumbre.
El régimen económico entre esposos era mixto. Hay dote romana, reversible, dote del marido
o arras, gananciales (que pueden continuar entre el viudo y los hijos) y, entre los nobles usufructo
vidual de todos los bienes igual para ambos sexos.
La condición jurídica de la mujer ofrece caracteres interesantes. Por de contado, no se
consulta su voluntad para casarla, aunque puede rechazar al primero y al segundo de los novios que
se le ofrecen. Las ofensas que se le hacen son castigadas severamente, y si en su presencia se
cometen actos violentos contra un tercero, hay que desagraviarla en forma parecida a la que señalan
393
los fueros aragoneses (§ 473); a pesar de todo lo cual, el Fuero autoriza costumbres poco
respetuosas respecto de las ofrecidas en matrimonio por los parientes.
Provincias vascongadas
concedieron los reyes de Castilla, hasta el punto de que los pueblos de un mismo grupo
(hermandad) perteneciesen a jurisdicciones distintas. Expresión de esta prepotencia de los nobles,
fueron las juntas especiales de hijosdalgo que siguieron reuniéndose después de 1332. De ellas tuvo
singular importancia la llamada de los caballeros de Elorriaga, que pretendió sustituir en parte a la
extinguida Cofradía y en la que se atrincheraron los nobles, no sólo para la defensa de sus
privilegios, mas también para evitar en lo posible la absorción de la clase indígena por la de los
señores castellanos, que al fin se impuso. Los hijosdalgo conservaron por mucho tiempo el derecho
de tener dos vocales o síndicos en el ayuntamiento de Vitoria.
Políticamente, la incorporación a Castilla sí que introdujo grandes cambios. La behetría de
mar a mar convirtióse resueltamente en un señorío fijo, y desapareció la Cofradía que, con cuatro
ancianos consultores y un canciller o juez mayor, parece haber constituido el organismo central de
gobierno antes de 1332, con la adición, desde 1200 (conquista de Vitoria), de condes representantes
del rey castellano. A partir de 1332, se determinan con claridad los dos órdenes de poderes, central
y regional, que durante siglos rigieron en Álava. El rey tuvo por delegados suyos un adelantado
mayor de Castilla, a veces, y alcaldes reales, merinos, contadores, etc., y se reservó, además de la
alta justicia, la fonsadera o derecho de llamar a su ejército un contingente alavés y los tributos del
semoyo (anual, en especie, sobre las cosechas de trigo y cebada) y del Buey de Marzo (anual, en
dinero y proporcional a la fortuna de cada familia pechera).
La autonomía regional estaba expresada en Juntas generales formadas por representantes de
los pueblos y señoríos que se reunían dos veces al año: una en Vitoria (mes de Mayo), otra en una
villa facera (mes de Noviembre). Obedecía esta diferencia a la división fundamental existente en el
orden jurídico, respecto del que la población alavesa se distribuía en dos partes: la urbana (ciudades,
villas) y la rural (villas esparsas), con derecho público y privado especial para cada una,
representante la primera del elemento burgués libre y la segunda del labrador, primero siervo y
luego emancipado a medias, sin romper los lazos de dependencia económica respecto de los
señores. Estas Juntas generales elegían dos comisarios y cuatro diputados que formaban la Junta de
interregno o Comisión ejecutiva, encargada de la resolución de los asuntos comunes de todo el
territorio. Para la regulación de las Juntas se dictaron varias Ordenanzas, de las que son notables las
de 1417 dadas por Juan II. En ellas, además de señalar las reglas para la elección, orden de celebrar
sesiones, etc., se determinaba el derecho más importante de las Juntas, el llamado Pase foral o
inspección de las órdenes emanadas de la corona (especialmente las relativas a ejercicio de
jurisdicción en Álava) para ver si se conformaban o no a los fueros regionales. A estos organismos
de añadió en tiempo de los Reyes Católicos, como veremos, un funcionario especial llamado
Diputado general.
Por su parte, las diferentes localidades que formaban la región alavesa —aunque muy
diferentes en punto a su régimen concejil, según el fuero y el señorío— celebraban sus Juntas, que
recibían diversas denominaciones según las entidades que representaban. La jerarquía de las
agrupaciones locales era como sigue: pueblos; ayuntamientos o concejos, formados por varios
pueblos; hermandades de varios concejos y cuadrillas de varias hermandades. Las Juntas de
cuadrilla, que se reunían para asuntos económicos, eran también las que elegían los procuradores o
diputados para la Junta general, mediante procedimientos muy variados.
Para la administración de justicia, cada hermandad tenía alcaldes, aparte de los jueces y
fiscales del rey. En 1417 se creó el Tribunal de las hermandades de Vitoria, Salvatierra y Treviño,
encargado de nombrar anualmente a los alcaldes para lo criminal y a dos comisarios celadores. Los
nobles tenían sus alcaldes propios con jurisdicción especial.
En lo que se refiere al derecho privado o civil, y por tanto a las instituciones sociales,
marcábase en Álava la ya mencionada diferencia entre las villas y la población rural. En las
primeras, rigió el derecho castellano, que ya conocemos. En la segunda (más de 50 pueblos) el
régimen era igual que en Vizcaya (§ siguiente), por el predominio de las costumbres.
395
Gozaron los vizcaínos, como privilegios generales, de la exención de todo tributo de origen
castellano; pero pagaban uno especial llamado pedido tasado que se distribuía por encabezamiento,
así como otros sobre el hierro, sobre las mercancías importadas (lezda) y alguno más. Estaban
igualmente obligados al servicio militar por mar y tierra.
La administración de justicia estaba confiada a los alcaldes y corregidores. Las causas
procedentes de Durango y Encartaciones tenían tres instancias: de los tenientes de corregidor
locales; del teniente corregidor general; del corregidor de Bilbao, juez supremo de apelación.
En el orden civil (régimen de la familia, de la propiedad, etc.) Vizcaya es la única de las tres
provincias que ofrece alguna singularidad, y esto, no en las villas francas o reales, que recibieron en
sus fueros el derecho castellano, sino en los distritos rurales que se regían por costumbres
perpetuadas durante siglos y que no vinieron a escribirse hasta mediados del siglo XV, y no por
completo. Como particularidades, ofrece este derecho privado las siguientes: continuación de la
forma patriarcal en la familia, expresada económicamente en la troncalidad de los inmuebles, que
son siempre reversibles a la casa de que proceden caso de no existir descendientes directos, y
aunque los haya, en la parte libre de la herencia (un quinto); en la posibilidad de heredar a uno de
los hijos en la casi totalidad de los bienes, con la sola obligación de dejar a los otros algún tanto de
tierra, poca o mucha, considerándose bastante la que sostiene vivo un árbol; en lo acentuado del
retracto gentilicio; en los derechos de los colaterales (profincos tronqueros) y en otros particulares
análogos, demostrativos todos del carácter labrador de la población e inherentes a él. En el
matrimonio existe la dote de la mujer, con plena comunidad entre los cónyuges si no hubiese hijos,
gananciales, que se reparten por mitad y viudedad foral por un año y un día, limitada al puro uso en
lo referente a los plantíos, con prohibición de cortar árboles ni tomar de ellos más ramas que las
necesarias para el consumo ordinario. Los hijos naturales gozaban de herencia en defecto de los
legítimos. Las mujeres eran admitidas como testigos en los testamentos. Expresando la escasa
importancia de la vida económica, las costumbres se ocupan preferentemente en la permuta y no en
la compraventa. Para auxiliar las funciones de la vida de relación, se reconoció como servidumbre
forzosa el derecho de paso de personas por las tierras, aun las cerradas: lo cual indica poco
desarrollo de la viabilidad. Las tierras comunes de vecinos (montes para pastos y leña) eran
numerosas y contribuían al bienestar de la población campesina. De la regulación de su disfrute se
ocupan detalladamente los fueros. Ya hicimos notar que el derecho privado especial de los distritos
rurales alaveses era como el vizcaíno (§ 503).
reyes reconocieron indirectamente este poder, al llamar a la guerra a las mesnadas de los parientes
mayores y eximirlos de la Jurisdicción ordinaria, sometiéndolos civil y criminalmente a la Corte
real. Formaban esta aristocracia 24 casas o solares, procedentes, 15 de ellos, del tronco o linaje de
Oñaz y 9 del de Gamboa. Muy probable parece que en la dependencia de ellos hubo, durante mucho
tiempo, gentes de condición servil; pues consta que los colocados en aquella relación no podían
casarse ni construir casa sin licencia del señor.
Las mismas prerrogativas, y el abuso que de ellas hacían los parientes, trajeron la decadencia
de esta clase. En efecto: al igual que todas las aristocracias señoriales de la Edad media, la
guipuzcoana señalóse por los atropellos que cometía en las personas de diversa condición y por las
luchas de bandería que entre sí sostuvo. Los daños que con esto venían al país levantaron al cabo las
energías de los demás habitantes, vecinos de villas aforadas realengas, y de los reyes mismos; y
unos y otros, de común acuerdo, empezaron a combatir en el siglo XIV el poderío de los parientes,
mediante la formación de hermandades de los concejos y la promulgación de Ordenanzas que
castigaban las guerras, desafíos y bandos de aquéllos, prohibían a los guipuzcoanos y forasteros que
se encomendasen o por cualquier medio se ligasen a los señores, y autorizaban a los jueces
ordinarios para expulsar de la tierra a los parientes rebeldes, con toda su familia, incapacitándolos
también para los cargos públicos provinciales y mandando (Enrique IV) demoler los castillos, y
casas muradas, con prohibición de construirlos de nuevo. Con todo esto, se aminoró el poder de los
nobles, pero no se les desarraigó por completo, subsistiendo en los siglos XV y XVI no pocas casas
solariegas. Aparte de ellas, figuran, como territorios señoriales enclavados en la provincia, pero
excluidos de su régimen general, el condado de Oñate, con su anejo el valle de Léniz (donado en
1374 por Enrique II, con jurisdicción civil y criminal, mero y mixto imperio, a la casa de Guevara)
y otros.
A la vez crecía la importancia de la clase media, de los hidalgos guipuzcoanos, pequeños
propietarios o industriales, y comerciantes de las villas y sus aldeas, favorecidos por las exenciones
ordinarias de los fueros (el de Vitoria y el de San Sebastián, fueros tipos extendidos a todo el
territorio), por los privilegios de las hermandades y por el apoyo de los reyes. No dejó de señalarse
esta burguesía hidalga por el exclusivismo que caracteriza a su clase, exigiendo la cualidad de
hidalguía probada para la obtención de cargos públicos y llegando (en Ordenanzas poco posteriores
a la presente época: de 1527) a negar domicilio en los pueblos de la provincia a todo el que no fuese
de aquella condición, aunque tuviese linaje guipuzcoano, so pena de expulsión: cosa que no se llevó
a la práctica sino rara vez.
Los privilegios de los hidalgos eran principalmente: goce exclusivo de los oficios públicos,
exención del tormento y de prisión por deuda y facultad de desafiar a los de su clase mediando
justas causas. A estos privilegios uníanse otros, municipales o generales a toda la provincia, en
materia financiera, militar, etc.
Con los guipuzcoanos que no tenían reconocida su hidalguía, pero a quienes no se llegó a
expulsar, y con los muchos extranjeros que fueron poblando el país, se formó la clase popular o
estado llano de Guipúzcoa, cuya separación de la hidalga se mantuvo cuidadosamente aun en siglos
posteriores. No parece que hubiera comunidades de judíos en la provincia.
Concejo abierto o asamblea general de vecinos, con un alcalde y un preboste o jurado ejecutor. En
el siglo XV comienzan a diferenciarse y aumentar los cargos públicos, apareciendo al lado de
aquéllos los regidores, fieles, jurados, etc., de elección anual, pero subsistiendo la asamblea. Cada
Concejo formaba sus ordenanzas, sometidas a la aprobación del rey, y en las cuales se regulaban las
reuniones del Concejo, los nombramientos de funcionarios, los abastos, tasas de precios de
comestibles, jornales, salarios, etc., mercados, montes, policía urbana y rural y demás asuntos de
orden interior. Los alcaldes tenían, como en todas partes, funciones judiciales y administrativas.
Del concurso de estas Ordenanzas municipales, de los fueros y privilegios concejiles y las
ordenanzas generales de las Juntas de la hermandad, se fue formando el derecho especial (foral) de
Guipúzcoa, que contenía varios privilegios generales a toda la comarca. Dejando a un lado los
fueros municipales (reducidos al de San Sebastián, cuyo modelo fue el de Jaca, y a los de Vitoria y
Logroño, aplicados a las demás villas guipuzcoanas), deben mencionarse como fuentes principales
de estos privilegios las Ordenanzas generales de 1375 y 1377; cuyo texto se ha perdido; las de la
hermandad de 1397, hechas en la Junta de Guetaria; las de la hermandad general reformadas en
1463 y en 1472 y el cuaderno de leyes dado en 1457 por Enrique IV, comprensivo de disposiciones
referentes a la administración de justicia y a la celebración de las juntas. No consta la existencia
auténtica de ningún pacto escrito con el rey, análogo al Privilegio de contrato hecho en Álava al
tiempo de la incorporación. Teniendo en cuenta todas estas fuentes (que en tiempos muy posteriores
se recopilaron y redujeron a unidad), los fueros especiales de los guipuzcoanos pueden resumirse en
lo siguiente, aparte lo que ya queda referido tocante al régimen político y social: exención de
tributos reales, salvo las alcabalas, los diezmos de puertos, tanto de mar como de tierra (que se
cobraron, no sin contradicción, durante los siglos XIII, XIV y XV), en lo que no fuera de consumo
provincial, el subsidio industrial de las herrerías —que comenzó a pagarse, según se cree, en tiempo
de Juan II— y los dos sueldos anuales que, según los fueros de Logroño y Vitoria, debía pagar cada
casa al rey; exención del íonsado, salvo en los casos de guerra extranjera o de batalla campal (fuero
de Vitoria); exención de las pruebas vulgares y de los malos usos (pesquisas, mañería, sayonía,
anubda, etc.); libertad de las heredades de los vecinos; libertad de pastos y de uso de leña y madera
de construcción; exención de la prisión por deudas (fuero de San Sebastián) y franquicia de hornos,
baños y molinos (id.).
La exención de tributos en general (tal vez consiguiente a la condición de hidalguía)
tuviéronla los guipuzcoanos, al igual que todos los pueblos por entonces, como su más preciado
privilegio. Así, que las tentativas hechas en más de una ocasión para introducir en la provincia otros
tributos de origen castellano que los mencionados anteriormente, fueron rechazadas con energía y
alguna vez con violencia, que dio lugar al derramamiento de sangre.
Los gastos especiales de la provincia eran sufragados por los concejos mediante repartos
hechos por fuegos o casas, dado que los pueblos poseían pocos bienes de propios rigurosamente
tales; siendo, aun los que así se llamaban, de aprovechamiento común de los vecinos. Estos repartos
se hacían en las Juntas generales con intervención del corregidor (cuyo sueldo era uno de los
gastos), el cual fiscalizaba también la administración económica de los concejos.
Juntas comunes de Álava y Guipúzcoa, que por lo visto fueron las más enlazadas entre sí. Más
constantes y seguras parecen las alianzas o hermandades (parzonerías) para el uso y disfrute de los
montes comunes: género de relación que se establecía entre concejos limítrofes, pertenecieran o no
a la misma provincia y que, por otra parte, no fueron exclusivas del territorio vascongado. Estas
parzonerías (facerías, passeríes, etc., en otros puntos) establecíanse a veces, también, con
municipios de la vertiente francesa limítrofes con los fronterizos de España, mediante tratados (lies)
especiales.
Pero si en los particulares de la vida política arriba mencionados no hubo relación permanente
entre las provincias, se produjo muy acentuada en una parte de la historia interna que tiene marcado
interés: las luchas políticas y sociales de los señores y de la población rural con la urbana. Ya
hemos visto cuan enérgica fue en Guipúzcoa la represión de los parientes mayores y qué repetidos y
escandalosos los desmanes que éstos cometían. Cosa análoga sucedió en las otras provincias, y en
todas tres complicóse el daño de la connatural arbitrariedad de los nobles y grandes propietarios con
las guerras civiles que entre sí mantuvieron por la hegemonía en el poder. Las dos ramas de los
parientes mayores (§ 505), la de Oñaz y la de Gamboa, reprodujeron en la provincia las rivalidades
que en Castilla hemos visto, v. gr., entre Castros y Laras, en Navarra entre Beamonteses y
Agramonteses, y que eran tan generales y graves en toda la Península a fines del siglo XV.
Oñacinos y Gamboínos odiábanse mutuamente, procurando diferenciarse en todo hasta en el traje, y
moviendo a cada paso disturbios sangrientos; y como quiera que estos dos bandos adquirieron
especial celebridad por el mayor empeño y duración de sus luchas, llegaron a obscurecer a los de las
otras provincias y aun a convertir sus nombres en denominación general, en el uso corriente, de
todos los bandos vascongados, unidos entre sí, cierto es, por afinidades de intereses y de familias.
Pero no fueron únicos contendientes los linajes de Oñaz y Gamboa, o sea de los señores de Lazcano
y los de Olaso (Elgóibar) en Guipúzcoa. En Álava combatíanse igualmente los bandos de los Ayalas
y los Callejas; en Vizcaya los de los Urquizu-Abendaño y los Múxica-Butrones, y en 1475 (es decir,
a fines de esta época) luchaban también entre sí los partidarios de los condes de Haro y de Treviño
(Álava). Pero a la vez que los señores reñían entre sí, hacíanlo también con las villas realengas,
fundación y asilo al propia tiempo de la burguesía o de los hidalgos libres, dedicados al comercio y
a la industria y representantes del sentido autónomo concejil opuesto al señorial. Ayudábanle los
reyes, como hemos visto especialmente en Guipúzcoa, por natural interés político y financiero, pues
el desarrollo de la clase media suponía un aumento de tributación y de arraigo para la monarquía
centralizadora; pero como al mismo tiempo el sentido mercantilista de los burgueses y su egoísmo
foral pugnaban con la ingénita independencia de los rurales y su sistema económico agrícola de tipo
antiguo, hízose doblemente compleja la lucha en que iban, de una parte, juntos (aunque no en todo
con intereses comunes) los señores y la población rural en su mayoría, y de otra, los habitantes de
las villas con el rey. Así se vio en 145ó que los parientes mayores guipuzcoanos enviaban cartel de
desafío a ocho villas de la provincia, al paso que Rentería y el valle de Oyarzun, Vergara y Santa
Marina de Oxirondo, Elgóibar y sus arrabales, peleaban o pleiteaban por cuestiones de tributos y
privilegios mercantiles, precipitando la separación de las aldeas anexionadas a los grupos urbanos
(§ 506). Este doble movimiento fue común a las tres provincias y, como ya hemos visto, no hacía
más que reproducir otros análogos de Castilla, Aragón, Cataluña y Mallorca.
sumisión exterior, en profunda hostilidad con el soberano granadino, apoyándose en los cristianos
de Castilla, con quienes contemporizaban mejor que con los reyes de Granada y a cuya nobleza
estaban enlazados por vínculos de familia. Ultimas consecuencias de estas deplorables divisiones,
fueron (como veremos) la intervención de los Reyes Católicos y la desaparición del reino mismo de
Granada.
En cuanto a la organización de las diferentes esferas políticas y administrativas, parece
haberse continuado la tradición de la época anterior, con los nombres ya conocidos de los distintos
funcionarios, cadís, emires, alguaciles, alcaides, almocadenes, etc. (§ 266). El rey fue designado con
el nombre de sultán, que no vemos usado antes en los Estados musulmanes de España.
De conformidad con el precedente de su fundación, pagó el reino de Granada tributo, durante
el mayor tiempo de su existencia, a los reyes de Castilla. En el tratado de 1430 fijábase este tributo
en 20.000 doblas de oro anuales. Verdad es que los granadinos aprovecharon todas las
circunstancias favorables para negar este tributo o para librarse de él definitivamente; pero su
flaqueza cada día mayor, y el poderío creciente del Estado castellano, sólo en breves intervalos les
permitió gozar de independencia. La influencia de los españoles fue siendo cada vez más intensa en
los territorios granadinos, propagándose a los trajes, costumbres, etc., y hasta en el orden
caballeresco se tradujo, convirtiendo la tierra musulmana (particularmente durante el reinado de
Yúsuf: mediados del siglo XV) en campo preferido para los rieptos y juegos militares de los nobles
castellanos, a quienes el monarca musulmán acogía con hidalga galantería, perpetuando así la
tradición de aquellas buenas relaciones que en tiempo de paz dominaban entre cristianos y mu-
sulmanes (§ 171).
II.—INDUSTRIA Y COMERCIO
Castilla
509. Producciones e industrias.
No existiendo (o por lo menos no habiendo llegado a nosotros) registros, estadísticas ni
descripciones sistemáticas de la producción y de la industria españolas en los últimos siglos de la
Edad media, nuestro conocimiento en este punto es muy deficiente, concretándose a las noticias
indirectas que nos proporcionan las ordenanzas de gremios, las municipales, las leyes referentes a la
clase obrera (§ 509), los tratados de comercio y ios aranceles de aduanas o diezmos de mar.
Reuniendo todos estos datos, y sin descender a pormenores que no son de este lugar, resulta
evidente un gran progreso en la producción agrícola, logrado a la sombra de la mayor paz, del
ensanche de las fronteras y de la desaparición de la servidumbre rural, así como la creación, en
todas las poblaciones importantes, de industrias dedicadas a los menesteres de la vida ordinaria y a
las exigencias, cada vez mayores, de un refinamiento artístico perfectamente marcado en la
indumentaria, en la joyería, en las armas, en la arquitectura, en la iluminación de manuscritos, etc.
Lo que en los primeros siglos constituye una excepción a favor de Santiago y otras escasas
poblaciones, conviértese desde el siglo XIII en un estado general propagado a todas las ciudades y
villas importantes, singularmente a las de los nuevos territorios conquistados, donde a los
conquistadores se agregan los mudéjares, entre quienes las industrias hallábanse muy desarrolladas.
Así se ve, por ejemplo, en Sevilla, cuyas ordenanzas municipales, los inventarios particulares y
otros documentos, revelan la existencia de fabricaciones moriscas, particularmente en objetos de
mobiliario, orfebrería e indumentaria; al paso que la constitución de gremios y cofradías prueba el
establecimiento o desarrollo progresivo de oficios como el de sederos, lineros, plateros, herreros,
armeros, etc. Por la repetición de los privilegios reales y el tenor de éstos, parece haber tenido
entonces especial importancia la industria de tejidos, favorecida por Alfonso X, por Pedro I y otros
monarcas, y que no sólo florecía en Sevilla (tejedores de lino y lana), sino también en Toledo
(cuyas leyes sirven de pauta a los de la ciudad andaluza), en Segovia y Zamora (de cuyos paños hay
403
noticia) y en otros puntos. Las condiciones particulares de algunas comarcas, dieron nacimiento o
hicieron progresar muchas industrias también especiales, como se observa en las Provincias
Vascongadas (cuyo estudio incluimos aquí por su incorporación a Castilla) con la explotación del
mineral de hierro y su laboreo en las herrerías, muy abundantes en aquel país. La producción debió
extenderse al acero, puesto que se le menciona en una cédula de Juan II (1447) relativa a las
aduanas de Guipúzcoa y Vizcaya. Las materias que más repetidamente se nombran entre las
exportadas al extranjero (y que por esta razón hay que suponer expresivas de las producciones más
abundantes en Castilla), son: hierro, acero, lanas, peletería, cordobanes, paños, hilados, cueros,
grana, cera, azogue, entre las industriales, y el vino, aceite, azúcar, pasas y otras frutas, entre las
agrícolas. De las prohibiciones establecidas sobre ciertas mercancías (v. gr., los granos) para que no
pudieran exportarse, resulta la continuación de la industria minera (particularmente en oro, plata,
azogue y plomo) convertida en un monopolio de la Corona, como las salinas y las pesquerías, que
se arrendaban mediante fuertes cánones (§ 448). Respecto de las salinas, el monopolio debió ser tan
riguroso, que trajo consigo la incautación de todas las de ricoshombres, iglesias y monasterios, no
sin protestas de los antiguos propietarios, muy frecuentes en las Cortes de fines del XIII y el XIV.
El Ordenamiento de Alcalá permitió, sin embargo, la prescripción de ellas y la donación a
particulares mediante privilegio. La ganadería sigue desarrollándose con gran pujanza (como lo
demuestra la mucha exportación de lanas), ayudada por la prohibición de extraer caballos, mulos,
etc., y por los privilegios, cada vez mayores, que los reyes le concedían y que daban lugar a grandes
abusos en daño de la agricultura (§ 344), haciendo frecuentes los pleitos, las competencias de
jurisdicción entre autoridades y las reclamaciones de los labradores en las Cortes, de que ofrecen el
primer ejemplo las de Valladolid de 1293. Alfonso X autorizó las cofradías o corporaciones de
pastores, con celebración de asambleas (concejos de mesta) que tenían derecho a nombrar alcaldes,
poseedores de jurisdicción especial en los asuntos propios y en las querellas con los labradores.
Estos diferentes concejos formaron más tarde una sola Mesta de todos los grandes castellanos (en
1347, por privilegio de Alfonso XI), corporación formidable de que provinieron los mayores con
flictos.
Pero juntamente con todos estos datos, figuran en los documentos de la época otros que
vienen a modificar en gran medida la deducción exagerada que de aquéllos pudiera sacarse
afirmando la existencia de un extraordinario desarrollo agrícola e industrial en Castilla. En primer
término, es indudable que hay que distinguir, en el extenso territorio del Estado castellano, las
diferentes regiones que lo formaban, desigualmente propicias al desarrollo de las diversas
producciones e industrias; y, en efecto, las leyes reflejaron esta desigualdad, v. gr., en las tasas de
jornales (§ 510). Las más de las industrias debieron ser puramente locales, no excediendo su
difusión de un área limitadísima, en que podían bastar para cubrir las necesidades ordinarias; y no
debemos por esto, ni generalizar las noticias que a ellas se refieren, ni suponerles mayor
importancia de la que realmente tenían sino en los casos en que su exportación abundante a otros
países da testimonio de la mucha producción. Confirman la legitimidad de esta reserva, los datos
referentes al comercio de importación, donde se señala la venta de España de muchos productos
extranjeros que tenían aquí sus similares, aunque por lo visto, o insuficientes para el consumo, o
menos perfectos o baratos. En un arancel de tiempo de Alfonso X (1268?) menciónanse los paños
de Gante, Douai, Ipre, Lila, Monterol, Cambray, Ruán y Maubege que, en efecto, los comerciantes
castellanos compraban en gran cantidad, asistiendo a las ferias y mercados de Flandes y Francia,
estableciéndose en ciudades de estos países y enviando numerosos barcos a los puertos flamencos y
franceses. Por su parte, los mercaderes extranjeros (ingleses y otros) acudían continuamente, según
consta de noticias del siglo XV, a los puertos y mercados fronterizos, v. gr., Fuenterrabía, San
Sebastián, para vender paños y otras cosas, y entre los productos que aparecen descargados en la
lonja de San Sebastián figuraban también paños, telas, lonas, aceite, clavo destilado, azúcar, vinos,
pasas, higos, arroz, fustanes, etc., así como consta que los guipuzcoanos iban frecuentemente a la
raya de Francia y Gascuña para comprar «puercos y bestias, (que por lo visto faltaban en el país).
404
Por último, de los privilegios de exención de diezmos de mar dados por Juan II y otros reyes en el
siglo XV, se sabe también que se importaban «mantenimientos», es decir, artículos de primera
necesidad, trigo, vino, etc.; constando, respecto de la insuficiencia de éstos en algunas regiones —
tanto por pobreza propia como por no poder remediarse con la importación de comarcas próximas
—, el dato de Guipúzcoa, a cuyos habitantes se reconoció en 1475 cierta libertad de comercio con
reinos extraños, porque «la tierra era toda montaña tragosa y no había en ella ninguna cosecha de
pan ni de vino y que, a causa de estar en los confines de Navarra y de Francia, no podía subsistir ni
abastecerse de mantenimientos de los reinos de Castilla».
A todos estos datos, que prueban el estado embrionario de la industria española y la escasez
de su producción excepto en algunas materias, hay que añadir la frecuencia con que aparecen en los
privilegios y noticias referentes a industrias, nombres de extranjeros y de mudéjares y judíos, que
muestran bien a las claras las influencias ejercidas sobre los castellanos y el origen de buena parte
de su progreso económico. Por último, aun en los casos más favorables, no se debe deducir la
consecuencia de una general prosperidad pública, de un desahogo económico que alcanzase a todas
las capas sociales. Sólo una minoría exigua sacaba fruto de aquellas fuentes de riqueza, y en cambio
los villanos, especialmente los del campo y también los de las villas señoriales, abrumados de
tributos y servicios, vivían miserablemente, odiando a sus explotadores, pidiendo remedio de sus
males al rey, y, a veces, promoviendo sublevaciones sangrientas como la de los Hermandinos (§
431).
las mercancías y libertad de la contratación: y aunque a veces llevaban estas medidas el santo
intento de regular el mercado, evitar abusos, favorecer el trabajo de las tierras y limitar la
prodigalidad en los gastos, más bien perjudicaron, por querer resolver mediante una ley cosas que el
solo juego de las fuerzas económicas resuelve, o por excederse en la intervención. Así, el
Ordenamiento de Jerez de 1268 —ampliando y generalizando lo dispuesto ya en el fuero de Cáceres
(1250) y otras leyes locales— fija el máximo de salario o jornal para los labradores, carpinteros,
albañiles y otros oficios, con el fin de remediar la carestía de la mano de obra; siendo de notar que
no establece un precio uniforme para todo el reino, sino diferente según las regiones, y más subido
en las fronterizas de moros, seguramente por la menor tranquilidad de que en ellas se gozaba y el
interés mayor de atraer braceros.
Cerca de un siglo después, en 1351, Pedro I dio en las Cortes de Valladolid otro
ordenamiento, conocido vulgarmente por de Menestrales, reiterando la tasa de los jornales del
campo y la fijación de la jornada (de sol a sol), determinando los precios fijos de muchos productos
industriales (como los de zapatería, carpintería, cantería, herrería, fundición, sastrería, etc.) y de
ciertos servicios como el de nodrizas; repitiéndose el hecho de variar los tipos según las localidades
y mostrando en todo ello el estado de desconcierto a que se había llegado en Castilla por el
encarecimiento de la mano de obra —que, en lugar de favorecer a los obreros, paralizaba las obras y
aumentaba el número de los sin trabajo— y por los abusos de los comerciantes, que subían
desmesuradamente el precio de las cosas. No fue esta la última ley de tasas, sino que en igual
sentido legislaron otros reyes como Enrique II, Juan I, etc. Por su parte, los municipios concurrían a
obtener igual resultado en punto al precio de los artículos de primera necesidad o de más consumo,
fijando en sus ordenanzas tasas, dando la exclusiva de la venta con imposición de precio constante o
máximo y también estableciendo tiendas reguladoras del concejo; y una disposición de Enrique 11
encomienda expresamente a los municipios que fijen, según las circunstancias de cada localidad, el
precio de los jornales. Y no se limitó a estas cosas de intervención del Estado en la vida económica,
sino que llegó a limitaciones en los contratos, fijando el máximo de interés en los préstamos
usurarios (cosa muy frecuente en todas partes) y prohibiendo formas de cooperación como las
aparcerías en asuntos de crédito o en el empleo de caudales entre cristianos, judíos y moros.
En cuanto al orden técnico, la reglamentación era también muy minuciosa y procedía, como
sabemos, ya del Estado, ya de los mismos industriales (§ 465). Referíase, tanto a las condiciones
mismas del producto, como a la clasificación de éste, procurando limitar con toda claridad el campo
propio de acción de cada gremio. En el primer punto, llegóse a detalles como el de las Ordenanzas
de zapateros de Burgos (1481), que disponían no tuviesen los zapatos más que una suela, y otros
análogos respecto al modo de cortar los vestidos, finura de las telas, etc., tendiendo a asegurar la
buena calidad del producto, con sanción de multas. En cuanto a las competencias e intrusiones entre
los gremios afines, origináronse pleitos cada vez más frecuentes a medida que se desarrollaba la
industria y se creaban nuevas necesidades.
y Burgos. Los privilegios reales no causaban, sin embargo, todo su efecto, a causa de la inseguridad
de los caminos —que las Hermandades no conseguían librar de golfines— y de los disturbios de las
guerras civiles, que traían consigo (v. gr., en tiempo de Pedro I) repetidos saqueos. Los ataques a las
juderías y la destrucción de muchas de éstas, desequilibraron también el comercio, neutralizando los
buenos propósitos de la legislación.
Pero no sólo en esto encontraban dificultades las relaciones mercantiles, sino también en la
variedad e inseguridad de la moneda y de las pesas y medidas. En punto a la moneda, no llegaron a
uniformarse los tipos, circulando en Castilla, como en tiempos anteriores (§ 346), diferentes clases
de valor distinto; pero además, y no obstante la terrible pena (ser quemados vivos) que Alfonso X
estableció contra los monederos falsos, acuñábase mucha moneda de baja ley que entorpecía el
mercado y traía gran pérdida al comercio. Los mismos reyes más de una vez, para resolver apuros
del Tesoro (§ 448), rebajaron el peso de las monedas conservándoles su valor nominal, con lo que
sólo consiguieron encarecer la vida enormemente, puesto que las cosas llegaron a valer «el doble de
cuanto valían por la buena moneda». Accediendo a los ruegos de las Cortes, Fernando IV dictó en
1303 un ordenamiento mandando cortar las piezas malas, afinar los metales determinando su valor
relativo, fijar seguramente el peso, etc., con lo cual hubo un período de normalidad. Pero los
disturbios volvieron a surgir en tiempo de Enrique II, merced a nuevas alteraciones de la moneda.
De los tipos de ésta en la época que ahora estudiamos, mencionaremos el maravedí de oro
(morabeti o dinar almorávide), del que se acuñaron ejemplares cristianos en Toledo y León, hasta
Enrique I; las doblas de oro, que proceden del reinado de Alfonso X, y las doblas dobles (o de la
banda), de Juan II. El maravedí era una moneda ideal, representativa de la suma de diez dineros. El
real de plata equivalía a 34 maravedises.
Las dificultades procedentes de los pesos y medidas fundábanse en la variedad de unos y
otras; pues aunque Alfonso XI estableció en una ley del Ordenamiento de Alcalá la unidad de tipos
para las diferentes mercancías, esto no se cumplió, y aun en la misma ley se transparenta la
diversidad regional y el uso de pesos extranjeros, puesto que para unas cosas impone el marco de
Colonna (Colonia?); para otras el de Tría (?); para el vino, pan, etc., las medidas toledanas; para los
paños, la vara de Castilla, etc.
A pesar de todos estos inconvenientes, el comercio iba prosperando, merced al esfuerzo del
interés y de la iniciativa particulares que creaban los medios necesarios para la rápida y fácil
comunicación mercantil. A esta época parece corresponder la introducción y difusión en España de
las letras de cambio», traídas por los italianos quizá. Aunque los documentos de la época no las
muestran corrientes sino en las regiones de Levante y Aragón (como veremos), no es aventurado
afirmar que las usaron también los comerciantes castellanos, dada la frecuente relación de éstos con
los franceses, flamencos y alemanes, que las empleaban mucho. Consta en efecto, como ya hemos
apuntado antes, que los mercaderes de Flandes, partiendo de Brujas, hacían regularmente el viaje de
España atravesando Francia para entrar por Bayona y dirigirse a Burgos o Lisboa. Por su parte, los
españoles fundaban establecimientos o sucursales en Brujas, con sus cónsules o jueces especiales; y
a fines del siglo XIII eran aquéllos tan acreditados y numerosos, que los demás mercaderes
delegaron en ellos su representación para reclamar del conde de Flandes la abolición de varias
disposiciones administrativas que perjudicaban al comercio. Figuran también en Dordrecht, en
Gravelingas, en Lille y en las plazas comerciales inglesas, por privilegio de Eduardo I. En 1348, los
vizcaínos fundaron su Bolsa de comercio en Brujas, adonde llevaban mercancías, no sólo de su
región, mas también de Barcelona. Un documento inglés de 1350 acusa la presencia en el puerto de
la Esclusa de numerosos barcos españoles, castellanos y catalanes, que todavía en el siglo XIV (no
obstante la aparición de los italianos en 1318) eran los dominantes en los mercados de aquella parte
de Europa, llevando gran ventaja los castellanos (comprendiendo bajo este nombre a gallegos,
vizcaínos, etc.) sobre los catalanes. Es digno de notar el hecho de que las naos castellanas causasen
admiración, por su fortaleza y gran porte, al célebre cronista francés del siglo XIII, Froissart.
No fue escasa la importancia de los judíos en todo este orden de cosas, ya por dedicarse
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referentes a su fabricación en Albarracín, Tarazona, Jaca y Huesca. Base de esta producción eran
los numerosos ganados que se criaban en la sierra de Albarracín y en otras comarcas. En
documentos del siglo XIV figuran como ciudades insignes de Aragón —en las que, por tanto, hay
que suponer un florecimiento económico— Zaragoza, Huesca, Jaca, Barbastro, Calatayud,
Tarazona, Daroca, Alcañiz, Montalbán, Ejea, Sariñena, Aínsa, Tamarite y Fraga.
Respecto de Cataluña, las noticias son más abundantes y revelan un desarrollo más pujante en
todos los órdenes. Escaseaba el trigo, y por tanto el pan (según dicen documentos del siglo XIV), no
obstante lo que se importaba de Aragón y del extranjero (§ 514); pero no carecía la región de
producciones agrícolas, como el arroz (en Bellcaire y Castelló de Ampurias, por ejemplo), el vino
(de que son muestra los muchos contratos relativos a la plantación de cepas), el aceite y el trigo
mismo (en la comarca de Torroella y en la de Palafrugell, v. gr.), aunque éste, como ya hemos
notado, insuficiente para el consumo regional. La ganadería era abundante en la parte alta del país y
aun en sitios próximos a la costa abundantes en pastos, como Torroella. De las materias minerales,
explotábase la sal en gran escala, y de la pesca en el mar y en los lagos (v. gr., las albuferas de
Castellví), vivían muchas poblaciones, agremiados entre sí los marineros, y siendo de notar que en
algunos sitios se dedicaban a extraer el coral (por ejemplo, en Rosas, y Castelló). Pero la
producción más importante de Cataluña era la industrial, principalmente concentrada en Barcelona,
mas no por esto ajena a otras comarcas, como las del Ampurdán y Lérida. Fabricaban los catalanes
cueros, paños en gran número, rasos (industria introducida a mediados del siglo XV), fustanes o
telas de algodón (industria muy próspera hasta que en ese mismo siglo la arruinó la competencia
extranjera) y toda clase de tejidos, así como productos de alfarería, tonelería, cordelería, vidrio y
otros muchos de que dan testimonio los gremios existentes y repetidos documentos. Los molinos
eran también abundantes en todos los ríos, pero con frecuencia su uso estaba gravado con impuestos
y limitaciones, por pertenecer a señores, tanto nobles como eclesiásticos, y al rey (v. gr., en Gerona
y en Torroella).
La región valenciana se nos muestra particularmente agrícola, muy superior en esto a
Cataluña, pero no exenta tampoco de industria, como lo prueban sus fábricas de paños, telas de
algodón y otras, reglamentadas ya en tiempos de Jaime I y Pedro III, y lo numeroso e importante de
sus gremios.
514. Comercio.
En la esfera comercial, las tres regiones guardaban el mismo orden que en la producción. La
exportación aragonesa, no insignificante ni mucho menos, desembocaba principalmente por la vía
de Navarra y las Vascongadas (como lo revelan las aduanas de Guipúzcoa) y por la de Cataluña;
pero también hacían los aragoneses el comercio por mar, ya como exportadores, ya como simples
porteadores, constando su presencia frecuente en Tremecén (África), gran plaza mercantil en tiempo
de los Benizeyan, centro de afluencia de las caravanas del Sudán, y en Oran, Mazsalquevir, Honein
y otros puertos. También sostuvieron relaciones con Flandes, como lo demuestran las citadas
Ordenanzas de Brujas, y con Italia.
Algunos reyes se esforzaron en ayudar a la iniciativa privada facilitando la contratación
mediante las ferias y mercados, eximiendo de cargas al comercio y celebrando tratados con otros
Estados, entre ellos el de Tremecén. Pedro III, recordando que era antigua costumbre la libertad de
comercio entre Aragón y Castilla, propuso a Don Alfonso el Sabio que se restableciese, y en el
Privilegio general confirmó los especiales de los mercaderes, revocando las tasas, alzando la
prohibición de extraer ganados y frutos, prohibiendo que se impusieran peajes nuevos,
particularmente sobre el pan y el vino, y declarando libre el comercio de la sal y todo el de
exportación. Los comerciantes pagaban un impuesto o lezda, de que no se eximían aunque fuesen
infanzones de condición. Fue, sin embargo, exención general la de los trigos embarcados en el
Ebro; dado que si Jaime II los cargó con lezda en 1320, el Ayuntamiento de Zaragoza rescató este
tributo con 50.000 sueldos, estableciendo otro moderado de 3 dineros por libra de grano exportado a
410
Tortosa. Para la jurisdicción mercantil, funcionó en Zaragoza, desde comienzos del siglo XIV, un
Consulado de Comercio, a quien confió Juan I (1391) y superintendencia y vigilancia de la
navegación del Ebro.
El comercio catalán, ya tan pujante en el siglo XIII (§ 363), continuó su desarrollo prodigioso
en el XIV y XV, como desde luego se puede deducir de las noticias relativas a la organización
social y administrativa de Barcelona y otras poblaciones (§ 478). En efecto, los barcos catalanes
compiten con los italianos en la conducción de mercancías a los puertos de Europa, Asia y África
dentro del Mediterráneo, y en el cambio de productos entre estos mismos. Verdad es que en la
misma Barcelona y otras plazas catalanas (v. gr., Castelló de Ampurias) abundaban los barcos
provenzales, genoveses, venecianos y sardos, y que en algún puerto, como San Feliu de Guixols, el
comercio era italiano en su mayor parte; pero, a su vez, los catalanes enviaban sus flotas a Italia,
obtenían allí (v. gr., en Cerdeña los barceloneses y los de Castellón) exención de aduanas y
establecían sus cónsules (v. gr., en Génova y Pisa: siglo XIV); a la vez que, rodeando las costas
españolas, llegaban a Flandes antes que los italianos, pues en 1389 tenían ya Bolsa de comercio en
Brujas, mientras que los venecianos no la crearon hasta 1415. El comercio catalán con los países del
NO. de Europa fue activísimo en estos tiempos, reflejándose en los progresos de la cartografía o
trazado de mapas que lograron los catalanes, a cuyos estudios se deben el primer bosquejo de la
península de Dinamarca y la corrección en el dibujo del litoral sueco y noruego y de todo el mar
Báltico. Los cartógrafos catalanes y mallorquines llegaron a constituir una escuela productora de
obras superiores a las italianas, como los mapamundi y cartas de diferentes regiones, de Soler,
Mecía de Viladestes, Gabriel de Vallseca (estos últimos iluminados y dorados), Rosell, Dulcet,
Prunes, y otros anónimos publicados en Barcelona, Tarragona y Valencia. También establecieron
los catalanes relaciones con plazas alemanas como Nuremberg y Ueberlingen, como lo prueba la
existencia en Barcelona de comerciantes alemanes, de uno de los cuales se conserva una carta
curiosísima fechada en 1383.
La política comercial de Cataluña estuvo en consonancia con el interés que para ella tenía el
desarrollo de su comercio. Reyes, señores y municipios procuraron impulsar y sostener la iniciativa
privada, regulando las ferias y mercados, favoreciéndolos con grandes privilegios (v. gr., los de La
Bisbal, exentos de lezda y dotados de amplísimas y minuciosas ordenanzas, los de Castelló de
Ampurias, que llevaban anejo el asilo para deudores y delincuentes), extendiendo la institución de
los consulados de mar y la vigilancia de las leyes marítimas (§ 363), dictando otras nuevas
(ordenanzas de Pedro IV: 1340) y celebrando tratados de comercio. Mas no por esto dejó de
tropezar la actividad catalana con las trabas económicas hijas de las ideas dominantes en aquel
tiempo. La tasa en las ventas era frecuente, así como las limitaciones en punto a la concurrencia: v.
gr., en el almacén de trigos establecido por el municipio de La Bisbal se había de vender primero la
cosecha del obispo, y una vez agotada, la de los labradores (payeses). La reglamentación técnica de
las industrias llegó a un grado extraordinario, mucho mayor que en ningún otro país de la Península,
dificultando realmente la producción, aunque el ánimo era de levantarla y evitar fraudes. Los
tributos, a pesar de las muchas exenciones que hemos indicado, eran numerosos y algunos muy
pesados: v. gr., la lezda que se pagó hasta 1477 al castillo de Tamarit y que sólo pudo extinguirse
mediante el pago de 1.350 libras barcelonesas al arzobispo de Tarragona, que era entonces el señor
del castillo. El sentido proteccionista se marcó a veces exageradamente en favor de unos municipios
contra otros, de lo cual son ejemplo la destrucción de algunas fábricas de paños del condado de
Ampurias, ordenada por el rey Don Martín so pretexto de que no tenían veedores, ni daban a sus
productos «aquella cisa y color» que les daban los fabricantes de Castelló, y los privilegios
especiales para el abastecimiento de trigos en Barcelona, que llegaban hasta expropiar cargamentos
por causa de utilidad pública, conduciendo forzosamente al puerto de la capital los barcos que
cargados de aquel cereal navegaban por las costas catalanas.
La piratería era muy frecuente y hacía gran daño en el comercio, no obstante lo que se la
perseguía (§ 484). Muchos de los piratas eran de nacionalidad catalana y extendían sus correrías
411
hasta la costa de Italia, donde, por una errónea generalización de estos hechos, gozaron por entonces
de mala fama los catalanes, según revelan documentos de la época. La seguridad de los caminos
terrestres no era tampoco muy grande, merced a las contiendas civiles de nobles y municipios (§
476) y a los muchos bandoleros que se aprovechaban de ellas. Los poderes públicos se esforzaron,
por esto mismo, en procurar seguridades al comercio, a la vez que impulsaban las obras públicas
encaminadas a facilitar la circulación (§ 516).
Valencia fue en no pocas cosas rival de Barcelona. Su marina era importante y daba ocasión a
un dilatado comercio, favorecido desde 1283 con la creación de un Consulado de mar que tuvo su
código como el de Barcelona y el de Tortosa. Valencia, Cullera y Denia fueron los puertos
principales, y el primero especialmente se veía favorecido por multitud de barcos de todas
procedencias, singularmente de Italia, donde el nombre valenciano era famoso, como sabemos (§
491). Dando testimonio de su riqueza, los comerciantes levantaron una hermosa Lonja de
contratación, que es uno de los monumentos civiles más interesantes de la época; y sus letras de
cambio, de que hay testimonios más antiguos que los de ninguna otra región (desde 1376),
demuestran las muchas relaciones que sostenían y el crédito que gozaban, tanto ellos como la
ciudad, representada por sus Jurados, quienes a veces tenían que intervenir en compras de granos y
otros mantenimientos. Valencia parece haber propendido a la libertad de comercio, como lo
demuestra su oposición al decreto de Alfonso IV que prohibió el embarque de mercancías en naves
extranjeras, decreto dado a petición de los barceloneses y que los valencianos temían, con razón,
que produjese la subida de los fletes (§ 478).
la protección de los navíos contra los piratas. No excluyó esto la intervención en asuntos
comerciales de la Generalidad y de los Concelles, como muestran algunos casos antes citados. Los
Concelleres disfrutaban especialmente de una facultad importante, como era la de nombrar los
cónsules, representantes del comercio catalán en todos los puntos que importaban para el tráfico.
Escogíanse para esta función personas de reconocida probidad y significación, quienes desde el
tiempo de Juan I recibieron como honorarios cierto derecho sobre las mercancías vendidas o
compradas por todos los súbditos de la Corona de Aragón. Los cónsules, no sólo eran jueces y
agentes mercantiles, sino tutores y defensores en el extranjero de las personas y bienes de sus
compatriotas. Los Concelleres se preocuparon también por la introducción de industrias nuevas —
v. gr., contratando en 1441 por cuatro años a dos maestros picardos para montar telares de rasos— y
por el levantamiento de otras decaídas, como la de tejidos de algodón, que en el siglo XIV llegó a
contar con 300 fabricantes y 12 cónsules del gremio. Tanto la Generalidad como el Consejo, tenían
a sus órdenes para las cosas comerciales empleados financieros y técnicos, que muestran cómo la
vida industrial y mercantil era la primera preocupación del pueblo catalán y especialmente el
barcelonés.
Merced a todas estas medidas, la riqueza de Barcelona llegó a un grado altísimo, creando una
burguesía comercial verdaderamente poderosa, que significaba su prosperidad en el lujo de sus
casas, de sus vestidos, de sus fiestas y hasta de sus enterramientos. La letra de cambio más antigua
que se conserva íntegra, firmada en Mallorca a 26 de Octubre de 1392, está girada contra
Barcelona. En esta ciudad existía una Taula de Cambi o establecimiento de cambio y depósito
(1401), imitado luego en Perpiñán, Manresa, Gerona, Vich y Lérida.
favorables de los ríos (§ 2). La región valenciana llevó en este punto la supremacía. Sobre la base de
las obras hechas en la época musulmana, se amplió y mejoró la canalización del Turia y del Júcar.
La acequia real de este último río, dícese comenzada en tiempo de Jaime I. Aragón no dejó de
trabajar en el mismo sentido, sacando acequias del Ebro; y Cataluña canalizó en el Ter y el
Llobregat, construyendo el llamado Canal de Manresa, por privilegio de Pedro IV. No se tiene
noticia de pantanos en esta época, si no es, como veremos, en Navarra: aparte el de Almansa, que ya
mencionamos (§ 512).
Finalmente, entre los medios auxiliares de la industria y el comercio hay que citar el servicio
público de comunicaciones, o sea, el correo, que en tiempos de la dominación romana existía, como
sabemos, con carácter exclusivamente oficial (§ 74) y en los azarosos primeros siglos de la
Reconquista hubo de suspenderse. Hay datos para suponer que a mediados del siglo XIII había ya
gentes dedicadas a este servicio en Castilla. En Cataluña es seguro que constituyó una industria
privada, pues consta que en 1283 formaban un gremio los peatones o troters y que se acordó
hubiese buenos correos en todas las localidades. En el siglo XIV se perfeccionó la institución.
Había correos del rey y de los municipios. En Barcelona, el nombramiento correspondía al Concell.
Los carteros hacían sus jornadas a caballo y llevaban en la manga izquierda una chapa, que más
tarde se sustituyó por el escudo de la ciudad, bordado. Antes de salir de Barcelona, el cartero recibía
la bendición de un sacerdote en la capilla del gremio.
Mallorca
517. Grandeza y decadencia del comercio mallorquín.
Ya hemos visto que Mallorca fue un país eminentemente comercial, pero que si en esto
consistió su característica durante el período de mayor esplendor, no dejó de ser, también, región
muy agrícola, merced a las excelentes condiciones del clima y de la tierra. El libro del
Repartimiento (§ 493) muestra que el origen de la explotación agrícola es musulmán, habiéndose
encontrado los conquistadores con campos feracísimos, merced a la industria de los moros que
vivían al frente de sus propiedades en numerosísimos cortijos, alquerías o rabales. Buena muestra
de la gran producción baleárica fueron los tributos en especie pagados a Don Jaime, de los que es
sin duda asombroso el de 5.000 hanegas de trigo anuales que prometieron darle los de Menorca. Los
moros habían sabido aprovechar muy bien las corrientes de agua para el riego y para mover molinos
(en los alrededores de la capital se contaron más de 60), y donde no había ese recurso abrieron
pozos y aljibes.
Igual origen tuvieron el comercio y las industrias manufactureras, como lo prueban los
frecuentes tratados de comercio de los catalanes e italianos con los walíes mallorquines, antes de la
conquista; la existencia en Mallorca de barrios y lonjas de mercaderes pisanos y provenzales; de
numerosas tiendas (Jaime I se quedó con 320 en el repartimiento) de productos agrícolas, joyería y
objetos de hierro, en que eran maestros los musulmanes, y de fábricas de jabón, papel y tejidos.
Mallorca era la escala obligada del comercio de Levante y África.
Sobre esta doble base se desarrolló la riqueza de la población cristiana. La marina mercante
mallorquina fue una de las más numerosas e importantes del Mediterráneo en el siglo XIV. A 360
hace subir un contemporáneo el número de naves mayores (de ellas, 33 de tres puentes) que salían
del puerto mallorquín para comerciar en Italia, Rodas, Berbería, Egipto, Constantinopla, Asia
Menor, Flandes, etc., exportando aceites, telas y otros productos de las islas, e importando especias,
oro y esclavos en gran número. Para regular este movimiento, tenían los mallorquines cónsules y
lonjas en casi todas las naciones; y en la capital vivían más de 30.700 marineros y muchos
comerciantes catalanes, vizcaínos, italianos, etc., que compartían las ganancias del tráfico con los
naturales del país y con los judíos, en cuyas manos estaba, a mediados del siglo XIV (1359), no
poca parte del comercio con Rosellón, Cataluña, Aragón, Valencia y otros países.
A la vez, y siguiendo la tradición musulmana, llenábase la campiña de hermosas casas de
414
recreo, verdaderos palacios rodeados de viñedos y huertas. Todavía en 1400 existían en la ciudad
poderosas familias de comerciantes que podríamos hoy calificar de millonarios. Citaremos tan sólo
a Bernardo Febrer, que al salir de tutela recibió de su madre 40.000 reales de oro y 5.000 libras 33 en
censos y que no pisaba la calle sin hacerse preceder de una comitiva de 15 jinetes, siendo su fortuna
total de 100.000 florines; y a la familia Bertomeu, de quien se decía medio siglo después, que «más
ricos eran sus mozos que los mercaderes de la actualidad». En cuanto a la riqueza de muchos
hidalgos rurales, ya hemos consignado datos suficientes en otro lugar (§ 493). El comerciante fue el
verdadero gran señor de Mallorca, considerado y respetado por todo el mundo, incluso por las más
altas autoridades civiles y eclesiásticas.
Y no sólo trajo este gran desarrollo comercial provechos materiales, sino también científicos.
Los mallorquines comparten con los catalanes la gloria de haber dado las primeras muestras de la
cartografía moderna con sus mapamundi, en que recogieron y aprovecharon todas las ricas noticias
de los navegantes, realizando un notable progreso sobre las cartas de marear que usaban ya los
italianos desde el-siglo XIII. Los cartógrafos mallorquines formaron una escuela tan notable como
la catalana, constituyendo un prototipo o modelo que se reprodujo abundantemente por espacio de
tres siglos. En este trabajo se hicieron célebres los nombres de los Benicasa o Benancaza (tenidos
hasta hoy por italianos), de Jafuda Cresques, de Dulcert (autor de un hermoso mapamundi fechado
en 1539) y otros que citaremos. También conocieron y usaron los mallorquines la aguja náutica
desde 1272.
Este rápido y grandioso florecimiento empezó a decaer a mediados del mismo siglo XIV, una
vez incorporada Mallorca a la corona de Aragón, y en gran parte por este mismo hecho (§ 495). En
1362 se habían reducido a cuatro y poco fuertes las cien compañías o sociedades de mercaderes
que, con un capital de 30.000 reales oro, tiempo antes existían; y en las dos guerras con Cerdeña y
Castilla (reinado de Pedro IV), se hundieron o inutilizaron 140 buques, valorados en un millón y
pico de libras. Los sangrientos sucesos de fines del siglo (§ 494 y 497) precipitaron la ruina,
arrastrando en su furia, no sólo las riquezas de los judíos, sino también las de muchos cristianos; y
acabaron la obra de postración, pestes, terremotos e inundaciones que cayeron sobre la isla,
especialmente sobre la capital, mientras los italianos se apoderaban del comercio de Levante y los
corsarios pululaban en las aguas del Mediterráneo, con gran perjuicio de la marina mercante.
Y sin embargo, era tan fuerte el desarrollo económico de Mallorca, que, a pesar de todas estas
calamidades, todavía a mediados del siglo XV una sola embarcación mallorquina exportaba para
Berbería ropas por valor de 10.000 florines; llenábase otra con aceite de un solo mercader;
trabajaban mucho los tejedores de lana y edificábase el edificio de la Lonja, análogo al de Valencia.
fue preciso que llegaran los últimos años del siglo XV para que, a consecuencia de haberse
apoderado los turcos de Jafa y de Constantinopla (1453), cesara el comercio de esclavos de
Levante; que por edicto del rey de Nápoles se prohibiese la importación en este país de los paños
mallorquines; por la competencia de los caballeros de Roda se cortase el tráfico con esta isla; por la
de los portugueses decayera el de Alejandría, y por las hostilidades con los moros se dificultase el
de los puertos berberiscos: y ya juntas todas estas causas, unidas a las antiguas, dieran
definitivamente en tierra con el poderío mallorquín.
Sólo una ventaja se obtuvo entre tantos males; y fue, que no pudiendo ejercer la actividad de
los insulares en el comercio, se dedicaran a explotar más intensa y extensamente que antes los
campos, cuyo cultivo en gran parte dificultaron hasta entonces el empleo de esclavos y las cargas
enormes que la codicia ciudadana imponía (§ 493): preparándose así un nuevo renacimiento,
aunque de mucha menor amplitud que el de la época que ahora estudiamos.
33 El real de oro y la libra, valían lo mismo. El florín de oro, que comenzó a acuñarse en 1390, valía 15 sueldos, a
diferencia del de Aragón, que valía 8.
415
Navarra
518. Industrias y comercio.
Indirectamente hemos anticipado no pocos datos respecto del desarrollo económico de
Navarra en párrafos anteriores, al hablar de sus relaciones con Guipúzcoa y con Aragón. Las ya
citadas Ordenanzas del Comercio de Brujas (1304) prueban que los navarros producían hilados para
sargas, cordobanes, badanas y lonas; así como los aranceles y estatutos de las aduanas guipuzcoanas
muestran que recibían muchos productos extranjeros. Aunque la agricultura chocaba con grandes
dificultades por lo agrio del terreno, los naturales se esforzaron en vencerlas, ya canalizando las
aguas para aprovecharlas bien en los riegos, que reglamentaron tan minuciosamente como los
valencianos (v. gr., en Tudela y sus alrededores); ya construyendo pantanos (ej., el de Cardete, en
Tudela), o derivando aguas del Ebro para servicio, primero de las villas de Fustiñana y Cabarillas y
más tarde de Tauste y Buñuel, originándose de aquí el canal llamado de Tauste, cuyas obras se
ejecutaron hacia 1444. Así se generalizaron y adquirieron importancia cultivos como el del olivo y
la viña. No menos floreció la ganadería, aprovechándose de los muchos montes comunes de pastos
de que disfrutaban los municipios, y de que son ejemplo notable el de Bardena, situado en los
confines de Aragón y sobre el que tenían derecho varios pueblos.
Las ferias y mercados de Navarra eran muchos y notables, acudiendo a ellos no pocos
extranjeros. En poblaciones importantes, como Tudela, estableciéronse (por el rey o por los
municipios) almudís o alhóndigas, esto es, almacenes públicos para la venta de cereales, con
ordenanzas propias. Los vendedores pagaban de impuesto tres almudes por carga. En los días de
mercado usábanse las medidas del rey (tipo uniforme), y en otros días las de la ciudad, pero se
prohibía el uso de las forasteras; lo cual prueba que también en Navarra había gran variedad en este
punto.
Reino de Granada
519.—Reino de Granada.
La escasez de datos que ya hicimos notar respecto del reino granadino, en el capítulo de
instituciones sociales y políticas, se repite con mayor intensidad en lo referente a la vida económica.
El esplendor extraordinario que en el siglo XIV alcanzó Granada; las relaciones continuas con el
territorio africano, donde florecían grandes centros comerciales, como Tremecén, y las influencias
ejercidas por los musulmanes granadinos en países cristianos, así como las recibidas por ellos, no
sólo de la civilización española (principalmente castellana), mas también de otras extranjeras, como
la italiana, son hechos generales que bastarían para deducir, a falta de datos más concretos, la
existencia de un amplio desarrollo industrial y mercantil. Pero la rápida decadencia del Estado, las
luchas civiles que agotaron sus fuerzas, la anarquía que lo devoró (§ 508), son factores que
trastornan toda conclusión y la hacen insegura. Nos limitaremos, pues, a consignar aquellas noticias
concretas mejor averiguadas y de más significación, tomándolas principalmente de un autor árabe
del siglo XIV, Ibn-Aljathib, o Benaljatib, natural de Loja y visir que fue de Granada.
Según este escritor, cuyas descripciones confirman otras posteriores de cristianos, Granada
era por entonces ciudad pobladísima, de extenso circuito amurallado, con muchos y hermosos
edificios en que descollaban hasta 14.000 torres, varios alcázares o palacios, antiguas y hermosas
mezquitas, puentes y calzadas, y su campiña era abundante en lujosas casas de recreo con jardines
(almunias), ora para uso del sultán y su familia, ora de las gentes ricas de la ciudad, que
acostumbraban a pasar en el campo muchas temporadas, singularmente la de la Pascua del Açir
(época de la vendimia): todo lo cual denota una gran prosperidad, aunque hayamos de suponerla
reducida a ciertas clases sociales.
Las producciones del territorio granadino, singularmente del próximo a la ciudad, eran, en lo
agrícola, las frutas tempranas, las secas que duraban todo el año, la uva en gran cantidad, los granos,
416
las plantas aromáticas y los pastos. El trigo abundaba tanto, que el principal alimento de los
granadinos consistía en pan excelente; salvo en temporadas de invierno, en que los pobres solían
comerlo de una especie de mijo de buena calidad. Las cosechas eran continuas, y las huertas
abundantísimas, favorecidas por un sistema de canalizaciones de las aguas de riego que surcaban
todas las vegas. Extraían los granadinos el azúcar, de que hacían comercio, y cultivaban
profusamente el gusano de seda y la cochinilla para teñir los hilados, en cuya producción sólo
competían con ellos las fábricas del Irak (Bagdad y su territorio). Entre los varios productos de este
género, mencionan los autores ciertas famosas vestiduras llamadas al-molábbad almojáttam, de
seda recia labrada y de varios colores. De las manufacturas granadinas salían también tisúes,
brocados, terciopelos, damascos y cofias y adornos para las mujeres, muy dadas al lujo, por cierto.
En orfebrería eran habilísimos, siendo de notar sus fabricaciones de collares, brazaletes, pendientes,
gargantillas de oro, ajorcas para los tobillos, joyas cuajadas de piedras preciosas y armas de
excelente temple y lujosos adornos. Ayudaba a esta industria la explotación de minas de oro, plata,
plomo, hierro, lapislázuli y otros minerales.
La abundancia de pastos permitía criar mucho ganado, y las aguas corrientes eran utilizadas
para la molinería, contándose, en la época de Benaljatib, más de 130 molinos en el recinto de
Granada y sus arrabales.
Por último, de la importancia del comercio daban testimonio las lonjas y casas de contratación
que existían en Granada, particularmente en los barrios llamados todavía hoy el Zacatín (que quiere
decir ropavejero) y la Alcaicería (que significa, al parecer, lonja de mercaderes), y los tratados de
comercio, de que es muestra curiosa el celebrado con Venecia.
Este cuadro lisonjero, en el que quizá haya que rebajar alguna exageración del patriotismo y
la fantasía musulmanes, se llenó bien pronto de sombras. El mismo Benaljatib dice que eran
frecuentes en la capital las crisis económicas y la penuria de víveres, agravadas por la tasa en las
ventas y por lo excesivo de los impuestos; y lo mismo en estos datos, que cuando expone la carestía
de ciertos artículos como la madera y la cal, la interrupción de industrias y de relaciones
comerciales, el abandono de la política urbana (reflejado en el deterioro y descuido de edificios,
calles y cementerios), la codicia y el duro egoísmo que reinaban entre las gentes, nótase que aquel
autor escribía ya en época de decadencia, cuyo fin estaba próximo. El mismo aduce una de las
principales causas de la ruina: la pérdida del poderío político y el peligro cada vez mayor de las
incursiones con que los castellanos iban reduciendo el territorio y la fuerza de los musulmanes. Sin
embargo, como ya veremos, todavía al desaparecer el Estado granadino quedábanle muchos y
valiosos elementos de vida.
III.—CULTURA
Castilla
520. Factores y dirección de la cultura castellana.
Antes de entrar en el pormenor de los hechos, importa consignar dos observaciones de
carácter general que sirven para enlazarlos y para ilustrar al lector en la apreciación y sentido de
ellos. Es la una, que el movimiento de expansión territorial de los primitivos núcleos del NO.,
dirigido (como era natural) hacia el S., trajo consigo la traslación del centro político desde la costa a
la meseta castellana, primero, luego a los confines de ésta, y, por fin, a las tierras andaluzas, cuya
población había de representar, no obstante su reciente incorporación, un factor de altísima
influencia en los destinos del pueblo castellano. La fuerza de las cosas políticas desplazó así el
centro de influencia, llevándolo desde la costa al interior y desde aquí nuevamente a las cercanías
del mar, fijando en Sevilla, por algún tiempo, la corte; pero tendiendo siempre a volver a la meseta,
por el incontrastable influjo de la raza castellana de que se nutrieron especialmente los
conquistadores, no obstante lo extenso de los territorios que habían ido formando el reino más
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general en esta época, conviene distinguir entre los diversos elementos de población del reino
castellano: el cristiano, el judío y el mudéjar. Cada uno de ellos tenía sus centros de enseñanza
independientes.
Las Partidas señalan dos clases de establecimientos: los que llaman Estudios generales,
creados por el Papa, el emperador o el rey, y los particulares, caracterizados, no sólo por deber su
creación «a un prelado o un concejo», sino también por limitarse a un solo maestro y pocos
escolares. Esta segunda diferencia no fue esencial, sin embargo, ni tampoco la hubo en punto a la
eficacia de los títulos (si no es entre los Estudios que tenían bula papal y los que carecían de ella) y
al mismo programa. Fundáronse en esta época los Estudios de Sevilla por cédula de Alfonso X, y
los de Alcalá (1295 Sancho IV). En esta última villa trató también de crear Don Alfonso Carrillo
una Universidad (1459), y, no pudiendo conseguirlo, fundó cátedras de gramática y artes.
El programa de los Estudios generales comprendía juntamente lo que llamaríamos hoy las
enseñanzas secundaria y superior, puesto que en él figuraban las materias del clásico trivium y
quadrivium (§ 76), o sea gramática, lógica, retórica, aritmética, geometría y astronomía, más la
música (que en España no faltó, según veremos, aunque Las Partidas no la mencionen) y otras de
carácter profesional como las Leyes (el Derecho romano) y los Decretos (el canónico). Los
redactores de Las Partidas consignan que un Estudio general debe comprender todas las ciencias
sin excepción; pero de no ser esto posible, han de enseñarse en él, cuando menos, el trivium y el
quadrivium y los dos Derechos. A pesar de esto, predominaron cada vez más en los
establecimientos de enseñanza los estudios superiores, vinculando así en ellos el nombre de
Universidad que aquéllos tomaron. En el siglo XV se unió al programa universitario la Teología.
Hubo también fundaciones de carácter especial. El Estudio que creó en Sevilla Alfonso X era
de latín y árabe. Este mismo rey trató de establecer en la propia ciudad cátedras de ciencias
naturales («para los físicos que venían allende»; estableció de hecho en Murcia una escuela en que,
como veremos, se explicaban materias muy diversas, y a la Universidad de Salamanca la dotó de
cátedras de medicina, cirugía, música y canto llano, además de las comunes a todo Estudio. Por su
parte, el clero secular y el regular organizaban enseñanzas especiales para uso de sus individuos:
como la del idioma y literatura árabes, que eran frecuentes en los conventos de Predicadores; las de
gramática y lógica, que acordó crear en las ciudades más notables de cada diócesis el Concilio de
Valladolid de 1522, y que, en efecto, se estudiaron (con la de artes) en los conventos franciscanos y
dominicanos de Palencia, Valladolid, Córdoba, Salamanca, etc.; y, en fin, la de teología —que se
fue generalizando en todas las Órdenes religiosas desde el siglo XIV—, y la Sagrada Escritura,
cultivadas sobre todo por los agustinos. La mayoría de estas enseñanzas eran sólo para los
eclesiásticos, pero de algunas, como las de Palencia, consta que se abrieron más tarde a los seglares.
De lo que no se encuentran manifestaciones en esta época es de un plan (o por lo menos de
una preocupación tan insistente y razonada como la que tenía por objeto los Estudios generales) en
punto a la enseñanza primaria. No obstante la existencia de una cédula de Enrique II, confirmada
por sus sucesores, en que se conceden privilegios personales a los «maestros de primeras letras, y de
Doctrina, declarando que el reino de Castilla «no se puede pasar sin ellos», la escuela popular no
fue en rigor para el Estado, ni para los particulares, lo que es hoy para nosotros: el factor primero y
esencial de la cultura. Se atendía más al coronamiento de la obra, sin darse cuenta de que la
enseñanza elemental pudiese ser una necesidad común a todos los hombres y no especial de los
dedicados a profesiones intelectuales. Hubo, sin embargo, escuelas primarias, dirigidas, conforme a
la tradición de pasados siglos, por el clero. Una Decretal de Gregorio IX imponía está función como
deber, disponiendo que en cada parroquia hubiese un clérigo dedicado «a la enseñanza de las
primeras letras y los rudimentos de la religión». Algunos municipios, quizás muchos, sostuvieron
también escuelas, y otras procedieron de fundaciones piadosas. Pero, en general, este grado de
enseñanza hallábase muy descuidado.
A pesar de la intervención de los reyes en los Estudios generales, no dependían éstos a la
manera que hoy de la administración pública, ni estaban sujetos a un régimen uniforme. Por el
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contrario, eran las Universidades autónomas; tenía cada cual sus estatutos especiales, que variaban a
menudo (recuérdense los de Salamanca que hizo el cardenal Luna: § 472); y no obstante lo hecho
en Valladolid y otras partes y lo preceptuado en Las Partidas en cuanto al sueldo de los profesores,
que debía ser pagado y fijado por el rey, las Universidades vivieron principalmente de rentas
propias, procedentes de donaciones, ya de los monarcas, ya del clero, ya de particulares, y los
administraron por sí.
En cada Universidad se consideraban formando una cofradía o ayuntamiento los estudiantes y
profesores, quienes nombraban a su director o mayoral (rector de estudios), provisto de jurisdicción
especial y privativa para todos los asuntos que entre la gente universitaria mediasen, no siendo
«pleitos de sangre». Sin perjuicio de esta autoridad, acostumbraron los reyes (como homenaje,
seguramente, a las primitivas escuelas eclesiásticas) nombrar encargados o tutores de los Estudios
generales al obispo, deán o abad de la Colegiata, con el título, a veces, de Conservadores. Así se
hizo en Palencia, Valladolid y Salamanca. Pero ya a mediados del siglo XIII, es decir, en el
comienzo casi de la vida universitaria, empezó a señalarse al lado de estas autoridades la del
Maestrescuela de la Catedral, a quien dio Alfonso X (1254) cierta jurisdicción, juntamente con el
obispo, para que pudiera prender y encarcelar a los estudiantes revoltosos. Semejante atribución fue
creciendo con el tiempo, hasta excluir la intervención del obispo, convirtiéndose, pues, el
Maestrescuela de Salamanca en juez único de los estudiantes y familiares de la Universidad. No
consta con certeza cuándo se cumplió este cambio, pero sí su confirmación por privilegio de
Enrique III, dado en 1391. Por la bula del Papa Martín V (1421), que reformó los estatutos de aquel
establecimiento, se aumentaron las atribuciones del Maestrescuela, aunque todavía se le ve
subordinado al rector. Más tarde, la competencia entre ambas autoridades creó conflictos, como
veremos. El Maestrescuela acabó por arrogarse, a título del canciller del cabildo, el derecho de
conferir grados, que Las Partidas otorgan expresamente al rector y doctores del claustro. No se sabe
con certeza cuándo comenzó a usar esta prerrogativa, pues aunque parece haber indicios de que ya
la tuvo en el siglo XIV (por lo menos en Salamanca), un autor de fines del XV niega que fuese así y
que tuviera el Maestrescuela atribución semejante, ni por Derecho canónico, ni por el civil, aunque
en Universidades del extranjero gozaba ya de él.
Auxiliar subalterno de las autoridades académicas era el bedel, especie de pregonero y
ordenanza. Maestros y estudiantes disfrutaban de singulares privilegios en punto a sus personas y
bienes, cuya seguridad les garantizaba la ley. Según fueron creciendo en fama las Universidades
castellanas y acudiendo a ellas mayor número de escolares, se hizo necesario proveer a las
necesidades de alojamiento, etc., de éstos, particularmente de los que eran pobres, y se crearon
hospitales de estudiantes (como el de Salamanca que fundó Fr. Lope Barrientos: siglo XV) y
colegios anejos a la Universidad. En ellos recibían los escolares albergue y auxilios de distinto
género, según los estatutos, que reglamentaban también la vida de los colegiales. De estos colegios,
corresponde al siglo XIV el Viejo de Oviedo, y al XV (1401) el de San Bartolomé, ambos anejos a
la Universidad de Salamanca. Los colegiales se distinguían por su traje y la beca de color que sobre
él llevaban, signo de su plaza privilegiada.
Pero no sólo hubo colegios universitarios en España, sino también en el extranjero, para
beneficio de los escolares españoles (particularmente clérigos) que allí iban a estudiar, ya motu
proprio, ya por excitación y con auxilios de las corporaciones. De ellos es principal el de San
Clemente de Bolonia, anejo a la Universidad y fundado por el célebre cardenal conquense Don Gil
de Albornoz, con 24 becas (1364). En un principio tuvo el colegio cátedras de todas las Facultades,
pues sus individuos debían ser bachilleres, sirviéndoles el auxilio de la fundación para graduarse de
doctores.
En cuanto al método de enseñanza en todos estos centros, consistía, según las costumbres de
la época y para la mayoría de las materias, en leer un texto (el Digesto, las Decretales, etc.) y
explicarlo y comentarlo a los oyentes. Para el otorgamiento de grados (bachiller y doctor) había
exámenes de gran aparato y rigor.
420
alumnos según las necesidades de aquél, computadas por el número de individuos de su propia
familia. Cada maestro podía tener a su cargo hasta 15 discípulos, pero no más, y si le auxiliaba un
pasante, hasta 40. Había además, para la enseñanza religiosa (Talmud-tora), maestros letrados
sostenidos mediante una contribución especial, que recaía sobre los comestibles y bebidas,
casamientos, muertes, etc. A estos maestros se les debía, además, dotar de una habitación decente y
cómoda, de techo alto y forma circular, donde daban su clase pública.
Ocioso es decir que esta organización, así como la de los mudéjares, sufrió grandes
quebrantos cuando la situación privilegiada de unos y otros se trocó en restricciones y
persecuciones sangrientas (§ 432 y 433). De esta decadencia hay una muestra curiosa en cierto libro
religioso, escrito en castellano por un musulmán de fines del siglo XV, el cual, explicando el por
qué no lo escribió en árabe, dice: «porque los moros de Castilla, con gran sujeción y apremio
grande y muchos tributos, fatigas y trabajos, han descaecido de sus riquezas y han perdido las
escuelas de arábigo».
primera cosa que hubo en cielos y tierra» hasta los dientes de los negros.
Pero donde más ostensible se manifestó esta corriente oriental fue, como ya hemos
adelantado, en las ciencias naturales. Continuaban naturalmente produciéndose los efectos de
aquella impulsión filosófica característica de la época anterior (§ 338), pero los grandes pensadores
árabes y judíos no existían ya; con ellos parecía haberse agotado el esfuerzo filosófico de las razas
orientales, y el elemento cristiano, aun nutrido en gran modo por la substancia de ellos, la iba
reelaborando con criterio distinto y, a la vez, reaccionando contra ella (§ 525). Todavía se hacen en
el siglo XV algunas traducciones al castellano de filósofos árabes, como la del More Nebuchim o
Guía de los que andan perplejos (§ 338) de Maimónides, que Pedro de Toledo comenzó en 1419 y
terminó en 1432. Pero el interés de los estudiosos se dirigió principalmente por el lado de las
ciencias naturales, que compartieron la hegemonía con las morales y jurídicas, según veremos. Dan
de ello testimonio dos leyes de Partidas que acusan el gran favor (excesivo a veces) que aquellas
ciencias gozaban entre los clérigos. La escuela de traductores de Toledo vertía al romance, casi
exclusivamente, libros de matemáticas, física, química, medicina, astronomía, etc., tales como el
Lapidario, el Libro de la Ochava Sphera e de sus XLVIII figuras, el de la Sphera redonda, el del
Alcora, el de la Açafeha (planisferio) o Al-Memonia, el Libro cumplido de los indicios de las
estrellas, de Ali-ben Ragel, y otros muchos: a la vez que los sabios de que se rodeó Alfonso X
escribían por su mandato tratados como el de Los Astrolabios llano y redondo de Rabbi Zag, el de
la Lámina universal (astronómica), el del Relogio de la candela, etc., o rectificaban, en observatorio
construido al efecto (y con el concurso de sabios mudéjares y judíos, con los que el rey formó en
Toledo una especie de academia científica, subsistente por diez años) las tablas astronómicas con
arreglo a las cuales se hizo nuevo cómputo cronológico arreglado al meridiano de Toledo y a la
nueva era que se llamó Alfonsí, por comenzar a contarse en el primer año del reinado de aquel
monarca. Por otra parte, las obras mudéjares escritas en árabe, de que hemos hecho ya mención,
eran en su mayor parte de medicina (entre ellas, una curiosísima de la Medicina práctica a uso de
Castilla), así como otras de astronomía, v. gr., el Libro de las Sombras, del matemático español
Abdillah Nuhammad, de botánica, etc. El ejercicio de la medicina, juntamente con el de la farmacia,
progresó mucho por influencia oriental, dado que los médicos de los reyes castellanos y los de
mayor reputación en las principales ciudades eran, a veces, musulmanes y más generalmente judíos,
comunicándose la ciencia de ellos a los cristianos que cultivaban esta especialidad, entre los cuales
abundaban (en el siglo XIII) los eclesiásticos, como se ve en las prohibiciones de varios concilios y
de Las Partidas. En ellos era característica la aplicación del método deductivo y de las formas
dialécticas, en vez de la observación personal y la experimentación, propias de los estudios
médicos. En aquel siglo también empezaron las leyes a reglamentar la profesión, ordenando el
Fuero Real que nadie pudiese ser médico (físico) o cirujano (maestro de las llagas) sin examen y
aprobación de los otros técnicos de la localidad y licencia del alcalde. Creadas las Universidades, en
ellas tuvieron entrada los estudios científicos: la medicina en Salamanca y Valladolid, y, a lo que
parece, la astronomía y los estudios naturalistas en la primitiva fundación de Sevilla (§ 521). Pero
no tuvieron estas enseñanzas gran vida, ni dieron nombres ilustres de abolengo cristiano, si se
exceptúa el sabio Fernando de Córdova, de renombre universal (1422 a fines del siglo XV),
políglota, médico, astrónomo, matemático y músico, que asombró a los claustros de París y de Italia
con su saber enciclopédico, y dejó escritas una introducción al tratado de los animales, de Alberto el
Grande (1478), un comentario del Almagesto de Tolomeo, un libro de recetas de cirugía y otras
obras. A fines del siglo XIV, Juan II perfeccionó lo establecido en el Fuero Real, instituyendo el
tribunal de los alcaldes de Medicina, subsistente en el siglo XV. Como juez examinador figura en
1387 un maese Estéfano, y en 1429 un maestro Alfonso Chirino, médico del rey. De Juan II lo fue
Fernán Gómez de Ciudad Real. Suenan también, como escritores o prácticos de medicina, los
nombres de Diego del Covo, Juan de Aviñón, Esteban de Sevilla y otros del siglo XV.
Pero lo característico del cultivo de las ciencias naturales en esta época hállase en las
aplicaciones extravagantes y torcidas a que la ignorancia y las supersticiones, comunes al vulgo y a
423
los doctos, daban gran boga. La química, sin descuidar los aspectos prácticos que la ligaban a la
farmacia y otras necesidades, empeñábase principalmente en lo que se llamaba la obtención de la
«piedra filosofal», o sea del oro, por medios artificiales, y en producir elixires misteriosos dotados
de extraordinarias virtudes amatorias, rejuvenecedoras, etc. Con esto, no tiene nada de extraño que
los alquimistas o químicos fuesen considerados por el común de las gentes como hechiceros o
nigromantes, que ejercían artes mágicas y tenían pacto más o menos estrecho con el diablo:
creencias de que es verosímil participasen más de una vez los interesados mismos, influidos por
doctrinas de origen oriental, que circulaban mucho entonces. La ciudad de Toledo tuvo fama en
aquella época de ser centro notable de ciencias ocultas o artes mágicas, hasta el punto de que el
saber de esta clase se llamara, por antonomasia, «ciencia toledana»; y realmente, en el siglo XIV era
Toledo un verdadero foco de estudios alquímicos. Del mismo Alfonso X se contó que hizo venir de
Egipto al sabio Mail para que le enseñara a obtener la «piedra filosofal»; pero esto es tan inexacto,
como el atribuirle la traducción y redacción de libros de alquimia, que no hizo en manera alguna;
por el contrario, anatematizó en Las Partidas a los alquimistas. De un obispo de Jaén se dijo que era
nigromántico y que cierta noche había ido a Roma montado en el diablo; y si esto es seguramente
fábula, no lo es que el arzobispo Don Alonso de Carrillo fue cultivador crédulo del arte de alquimia,
con el que esperaba lograr grandes riquezas, y que Fr. Lope Barrientos escribió un Tratado de
adivinar y sus especies y del arte mágico, en que se reflejan muchas de las supersticiones de aquel
tiempo. Don Enrique de Villena (1384-1454), muy versado en química y en otras ciencias, se dejó
vencer por las fantasmagorías, y escribió algunos libros como el del Aojamiento o fascinología y el
de Astrología, que dieron lugar a que el rey Don Juan II diese comisión al obispo de Segovia,
Barrientos, para que expurgase la biblioteca de Don Enrique y quemase los manuscritos de doctrina
perniciosa, como así lo hizo, aunque conservando alguno de ellos en su poder. Estos hechos dieron
lugar a que el vulgo creara, alrededor del nombre de Don Enrique, una leyenda de hechicería, muy
abultada siglos después, y que ha llegado hasta nuestro tiempo en los cuentos y comedias de magia
de que es protagonista el Marqués de Villena. Algo debió participar también de las fantasmagorías
alquimistas Sancho IV, puesto que hizo traducir al romance el Libro del Tesoro, de Bruneto Latino,
tarea que realizaron el médico Alonso de Paredes y el escribano Pascual Gómez.
Paralelas con tales extravagancias de los químicos, iban las de los astrónomos, convertidos en
astrólogos, es decir, en sabedores de la ciencia de adivinar por medio de las estrellas. También a
Don Alfonso X se le supuso contaminado con estas creencias. Las doctrinas astrológicas eran
comunes a musulmanes y cristianos; y como las alquimistas, aunque erróneas, sirvieron
indirectamente para perfeccionar las ciencias a que se referían.
conserva en hermoso códice con admirables miniaturas. También se escribieron algunos libros
ascéticos-y apologéticos de la religión cristiana, como los del obispo de Jaén, Fr. Pedro Nicolás
Pascual, los del judío converso Alfonso de Valladolid (1270?-1349) y los de Fr. Jacobo de
Benavente (el Viridario). De este mismo tiempo es la redacción (en verso) del primer catecismo
español de Doctrina cristiana que se conoce. Su autor fue Pedro de Berague o Veragua. Suena
también por esta época el nombre de un adepto de la filosofía luliana, Pedro González de Uceda, sin
duda uno de los más antiguos que hubo en Castilla, pero de escaso valor científico.
En cambio de esta penuria, abundaron mucho las producciones de aquella literatura moral y
política que en el reinado de Fernando III había ya tenido numerosas manifestaciones (§ 352). A.
este género pertenecen los Engannos e Assayamientos de las mujeres, que tradujo del árabe el
infante Don Fadrique, hermano de Alfonso X, libro que tuvo larga descendencia en los siglos XIV y
XV, durante los cuales discutieron mucho los moralistas y los literatos sobre las cualidades de la
mujer, distinguiéndose en esta polémica Don Álvaro de Luna, defensor del elemento femenino en
su Libro de las claras e virtuosas mujeres; Juan Rodríguez de la Cámara, que también las defendió
en su Triunpho de las Donas, y el arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez de Toledo, que las atacó
duramente en su Reprobación del amor mundano, vulgarmente conocido con el título de El
Corbacho. De carácter moral son también el Bonium o Bocados de oro, colección de máximas
vertidas del árabe; el libro de Castigos y documentos de Sancho IV, especie de tratado pedagógico;
el Libro infinido, el del Caballero y el Escudero, el del Infante y otros, escritos por Don Juan
Manuel; la Vita Beata, de Juan de Lucena, imitada de Cicerón; la Visión deleitable de la Filosofía y
de las Artes liberales, de Alfonso de la Torre, y otras muchas obras análogas, gran parte de las
cuales no cabe señalar como propiamente científicas, si bien todas expresan la afición de aquellas
generaciones a los estudios de este género. Íntimamente ligados con él están muchos libros
literarios, composiciones poéticas de trascendencia o tesis moral, de que hablaremos en otro párrafo
(529).
Juntamente con la influencia oriental que hemos señalado, y que es perfectamente visible en
muchos casos, alimentaban estas corrientes las influencias clásicas e italianas, vencedoras ya en el
XV y representadas, no sólo por la lectura y difusión de libros de ambas procedencias, sino también
por abundantes traducciones de Aristóteles (que los redactores de Las Partidas revelan conocer).
Platón, Cicerón y Séneca por un lado; y de Egidio Colona (De regimine Principum), Petrarca
(opúsculos morales) y Bocaccio, por otro. La comunicación con los italianos se mantenía, también,
mediante la escolaridad en Italia, las relaciones con Roma y aun por correspondencia directa con los
grandes escritores renacientes, como Leonardo Aretino, que escribía cartas filosóficas a Juan II y
discutía sobre Aristóteles con Don Alonso de Cartagena, cabeza de los moralistas castellanos del
XV. Expresión viva de la influencia propiamente clásica son la Floresta de Filósofos, en que
Fernán Pérez de Guzmán extractó gran parte de los libros de Séneca, Cicerón, Boecio y otros
escritores antiguos, y el Razonamiento sobre la muerte del Marqués de Santillana, en que Pedro
Díaz de Toledo reflejó ideas platonianas.
A la vez que entraban así en España las doctrinas de la antigüedad y de los contemporáneos
italianos, se reforzaban las influencias cristianas, ya por el culto del Derecho canónico, ya por la
traducción de autores eclesiásticos como San Bernardo, San Isidoro (las Etimologías), San Agustín,
San Gregorio el Magno, y otros. Resultante especial de estas corrientes es la curiosa literatura
política cristiana, cuyas principales manifestaciones en Castilla son el Libro de los Conseios et
Conseieros del Príncipe, del obispo Pedro Gómez Barroso († 1345); la Summa de Ecclesia, de
Torquemada (1420-98); el tratado De óptima política, de Alfonso de Madrigal (1400-1435); el
Liber de Monarchia orbis, del prelado Sánchez Arévalo (siglo XV); las Epístolas políticas, el
Doctrinal de Privados y otros escritos, de Mosén Diego de Valera, (siglo XV), y aun la
Proposición sobre la preheminencia del rey de Castilla sobre el rey de Inglaterra, de Don Alonso
de Cartagena. En esas obras se estudia uno de los dos problemas teológico-políticos, entonces en
boga (a saber: el de las relaciones entre la Iglesia y el Estado) y el de la educación de los reyes y sus
425
atribuciones (§ 459). Las referentes al primero, con más o menos radicalismo, coinciden en
subordinar la potestad civil a la eclesiástica (del Papa), en quien reconocen el derecho de dictar
normas a aquélla, dirigirla y aun privarla del poder. En punto a las formas políticas, se inclinan a la
monarquía, si bien reconociendo sus peligros y anatematizando la tiranía. Alfonso de Madrigal llega
a decir que en esta materia no ha de seguirse criterio absoluto, sino que cada país debe aceptar la
forma que convenga a su especial carácter; afirmando que el poder de elegir a los reyes reside
siempre en el pueblo, quien no puede enajenarlo nunca por completo.
juglar. Y esta corriente de poesía, aunque dominada en el favor público por la escuela gallega,
siguió influyendo en ella como había influido en sus comienzos, comunicándole formas y
combinaciones, v. gr., las vaqueras o villanescas (género en que precisamente sobresalió el citado
Riquier) y el serventesio, en que se expresa la poesía política y satírica y que domina en la última
época de la escuela galaica (Cancionero de Baena); a la vez que señalaba su origen en el fondo, por
la comunicación de las leyendas caballerescas francesas del llamado ciclo bretón. El provenzalismo,
sin embargo, no arraigó en Castilla como escuela con propia substantividad, al revés de lo ocurrido
en Cataluña. Oponíase a ello la diferencia de idioma. Así, que cuando decayó la lírica galaica, no la
sustituyó la provenzal, sino la castellana pura, como llevamos dicho, nutrida, eso sí, con todos los
elementos nuevos traídos por sus antecesoras. De ellos, el provenzal que mejor se conservó fue el
relativo a la métrica. La representación más genuina que en el siglo XV tuvo esta escuela, fue Don
Enrique de Villena, poeta en idioma catalán, presidente del Consistorio o Juegos Florales de
Barcelona, y preceptista a la manera de los trovadores tolosanos. El rey Don Juan II, su ministro
Don Álvaro de Luna y el mismo obispo Don Alonso de Cartagena, escribieron también versos en
castellano y a la manera provenzal.
escribe en castellano. El género didáctico que él inició en toda su pureza, tuvo grandísimo arraigo
en Castilla, donde, todavía más que a él cabe considerar como el más alto representante a su
contemporáneo el célebre canciller Ayala (§ 428), autor de un poema titulado Rimado de Palacio,
que es, juntamente, sátira, sermón moral y confesión de un desengañado de la vida que, al fin de
ella, ve sus muchas culpas y se arrepiente. El Rimado, además de su importancia moral, ofrece la de
ser la última manifestación del antiguo verso alejandrino y del mester de clerecía, aunque mezclada
ya con elementos líricos emanados de la escuela gallega y que el autor usa en las Canciones a la
Virgen que siguen al poema propiamente dicho; el cual se cierra con un nuevo trozo didáctico,
paráfrasis de los Morales de San Gregorio Magno y escrito también en alejandrinos.
Aunque los poetas posteriores al Canciller son de un tipo distinto, representantes de la nueva
lírica castellana, en muchos de ellos se continuó el género didáctico (moral y religioso) por
influencia directa de aquel escritor, las más de las veces. Tal sucede con el marqués de Santillana,
autor del Diálogo de Blas contra Fortuna, lleno de filosóficas reflexiones sobre la adversidad, del
Doctrinal de Privados, escrito contra Don Álvaro de Luna, y de Los Proverbios de gloriosa
doctrina, compilación poética de sentencias tomadas de autores clásicos. A la misma tendencia
pertenecen el Libro de los Exemplos, de Clemente Sánchez de Valderas, adaptación española de la
leyenda sánscrita de Buda; la Confesión Rimada, las Diversas virtudes y loores divinos y otras
poesías de Fernán Pérez de Guzmán; el Planto de las Virtudes y Poesía, las Coplas o Consejos a
Diego Arias, las Coplas del mal gobierno de Toledo y el Regimiento de Príncipes, composiciones
todas de Gómez Manrique; la Elegía o «Coplas por la muerte de su padre», de Jorge Manrique, que
es un trozo de poesía moralista; los versos sobre la predestinación, de Fernán Sánchez Talavera,
poeta del siglo XIV, y los de Pero Guillén de Segovia, del XV; el Proceso que ovieron en una la
dolencia e la Vejez e el Destierro, de Ruy Páez de Ribera (siglos XIV-XV); el anónimo poema
Danza de la muerte, imitado de otros análogos muy difundidos en el extranjero, y cuya tesis viene a
ser la igualdad de todos los hombres en el sepulcro y en la sanción de sus culpas; muchas de las
composiciones político-morales a que dio origen la caída y muerte de Don Álvaro de Luna y, en fin,
las Coplas de Mingo Revulgo (cuyo autor se desconoce), sátira social de tiempo de Enrique IV, que
se propuso «provocar a virtudes y refrenar vicios», tanto del común de las gentes como de los
cortesanos y del mismo rey, en su vida privada y en el manejo de los negocios públicos. Guardan
también relación con la literatura didáctica muchos de los cuentos de que se hablará más adelante.
Pero esta escuela tuvo pronto su degeneración en las dos corrientes que en ella se notan: la
religiosa cristiana y la moral y política, contaminándose ambas de aquella vena satírica, libre y
despreocupada de Juan Ruiz, y mezclándose bastardamente con la literatura amorosa. La primera se
descarrió por el lado de las parodias irreverentes de asuntos sagrados, que ya se notan en
comparaciones usadas por algunos de los citados escritores y en las que formó escuela Mosén
Diego de Valera (1412-1486?) con sus parodias de los Salmos penitenciales y la Letanía,
siguiéndole con sus Misas de amor Juan de Dueñas, Suero de Ribera y otros. La poesía puramente
moral se precipitó en terribles sátiras, de inaudita crudeza, que caracterizan el reinado de Enrique
IV, aunque ya tuvo precedentes en el de Juan II. Tales, las anónimas Coplas del Provincial, libelo
infamatorio de los más ilustres personajes castellanos, hombres y mujeres; las poesías de Antón
Montoro el Ropero o sastre de Córdoba (1404?-1480), autor, entre otras cosas, de un Pleito del
Manto, y a quien se han atribuido las Coplas del Provincial; las de Pedro de la Caltraviesa contra la
inmoralidad social de su tiempo, y otras muchas de este género.
prendiera fácilmente aquí el renacer de los estudios clásicos en Italia y otros países. Ya en poetas
realistas como el arcipreste de Hita y en muchos didácticos, figuran como fuentes directas escritores
latinos y griegos. Las traducciones no tardaron en llegar, tanto de poetas: Virgilio, Ovidio, Lucano,
Homero (un compendio de la Ilíada), como de prosistas: Tito Livio, Salustio, Julio César, Q,
Curcio, Plutarco y otros. El resultado de esta intensa comunicación con la literatura clásica fue, no
sólo enriquecer el fondo y la forma de la castellana, sino cambiar la sintaxis misma y el aspecto de
la lengua, al principio deformándola, y acercándola después a la hermosa majestad que alcanzó en
la época siguiente.
Sin embargo, la influencia propiamente italiana fue, por lo pronto, la más poderosa y la que
venció en el terreno de la poesía a la antigua influencia francesa y en parte a la galaica, desterrando
también las formas literarias de los siglos pasados (mester de clerecía v. gr.) anatematizando por
vulgares las manifestaciones épicas y líricas del pueblo. Al contacto de los italianos nació la lírica
genuinamente castellana, cuyo carácter principal consiste en la imitación de Dante y Petrarca (sobre
todo de Dante), sobre el fondo heredado de la escuela galaica y mantenido especialmente en los
géneros menores y ligeros. La misma Divina Comedia fue traducida (en prosa) por Don Enrique de
Villena (1427-8), y es posible que se hicieran otras versiones.
Representa en primer término esta influencia un italiano de nacimiento, Micer Francisco
Imperial, avecindado en Sevilla y centro del núcleo primitivo de imitadores de Dante (fines del
siglo XIV). Su obra capital, Desyr de las Siete Virtudes, es un puro reflejo de trozos de la Divina
Comedia. Sus versos han llegado a nosotros en el Cancionero llamado de Baena porque lo formó
Juan Alfonso de Baena, judío converso, contemporáneo del rey Juan II (§ 393), cuya corte fue el
centro de toda la vida literaria de Castilla en los primeros años del siglo XV, época de las más
fecundas de la literatura medioeval. La especial importancia que el Cancionero de Baena tiene, es
que, figurando en él obras de los poetas que florecieron desde el reinado de Enrique II (1369) hasta
el fin de la minoridad de Juan II (1412), muestra el contacto de las dos escuelas: la galaica, que iba
a desaparecer, y la italiana, que comenzaba. De los representantes de la primera hemos hablado ya
(§ 528). De los segundos, figuran en el Cancionero algunos discípulos de Imperial, como Páez de
Ribera, González de Uceda y, sobre todo, Gonzalo Martínez de Medina, que, con otros muchos,
formaban el núcleo andaluz. Al lado de éstos va el introductor en Castilla de la nueva escuela, el
sevillano Ferrán Manuel de Lando, quien se señaló especialmente por sus polémicas literarias con
los poetas de la vieja escuela (en particular Villasandino), polémicas que acabaron con la victoria de
la italiana. Pero el gran florecimiento de ésta corresponde a la época de Juan II (1412-1454) y sus
sucesores. En ella brillan algunos de los más grandes poetas de la Edad media castellana, a varios
de los cuales ya hemos citado anteriormente: el marqués de Santillana (1398-1458), cuyos méritos
principales consisten en los sonetos «hechos al itálico modo», que él introdujo en Castilla, y en las,
composiciones bucólicas, graciosas, ligeras (decires, serranillas, vaqueiras), que han dado
popularidad al nombre de la vaquera de la Finojosa; Juan de Mena (1411-56), uno de los más
perfectos imitadores del simbolismo dantesco en su Laberinto, poema largo y de pesada lectura,
pero rico en episodios de altísima inspiración; Fernán Pérez de Guzmán, menos notable como poeta
que como prosista (§ 532); Álvarez Gato, poeta erótico y religioso, muy correcto de forma; Gómez
Manrique (1412-91), didáctico, satírico y amoroso; Guillén de Segovia o de Valladolid (1413?),
principalmente moralista, religioso y elegíaco (Lamentación a la muerte de Don Álvaro de Luna); y,
en fin, el admirable Jorge Manrique (1440-1478), que inmortalizó su nombre merced a las citadas
Coplas por la muerte de su padre. Fuera ya de España, la poesía castellana de influjo italiano brilló,
como veremos, con nuevos nombres memorables, en la corte napolitana de Alfonso V de Aragón.
algún poeta de este género que mantuvo la tradición de los poemas históricos (§ 350). Tal fue el
desconocido autor del Poema de Alfonso XI, o Crónica rimada, cuyo asunto son las glorias
guerreras del vencedor en el Salado. Probablemente escrito el original en gallego, lo tradujo al
castellano un Rodrigo o Rui Ibáñez, y en esta forma ha llegado a nosotros. El Poema de Alfonso XI
es una composición de tipo popular, que muestra el tránsito de los cantares de gesta a los romances
históricos (§ 350) y consolida el triunfo del metro genuinamente español de diez y seis sílabas, que,
dividido, se convierte en octosílabo. Después del Mío Cid, puede considerarse como el mejor
poema épico-medioeval de España.
Al propio tiempo, el pueblo castellano seguía cantando y transmitiéndose por tradición los
antiguos cantares de gesta, convertidos en romances; los cuales, lentamente iban sufriendo
refundiciones y cambios de forma, sin aumentarse con producciones nuevas por la falta de
estímulos, dada la paralización de la guerra contra los musulmanes, sobre todo, a partir de la muerte
de Alfonso XI. La novedad que en este orden ofrece el siglo XV es la reducción a escrito de muchos
romances, por obra de poetas eruditos, quienes, sin duda, los desfiguraron algo. Los dos más
antiguos que se conocen proceden del Cancionero de Stúñiga y son obra de un poeta castellano del
siglo XV, llamado Carvajal o Carvajales, quien figuró en la corte de Alfonso V.
De las formas épicas en prosa, comienzan a escribirse en los albores de la época, ligados a la
corriente didáctica oriental, los cuentos o apólogos, cuya representación más interesante es el
llamado Libro de Patronio o Conde Lucanor, del infante Don Juan Manuel (§ 525), compuesto
antes de 1342, y al cual puede muy bien unirse el Libro de los Exemplos ya citado. Don Juan
Manuel fue personalmente investigador y colector de las tradiciones literarias árabes en Murcia y
Sevilla, algunas de las que parecen haberle servido directamente para sus cuentos. A la vez,
difundíanse en Castilla los poemas caballerescos franceses (Chanson de Roland, etc.), traducidos al
romance por trovadores, y las novelas de aventuras que, inspiradas en ellos, abundaron en Francia,
haciendo populares los hombres y hechos fantásticos de Oliveros, Ferragut, el rey Marsilio, el rey
Artús, Carlomagno, el mágico Merlín y otros, que ya suenan en poetas tan antiguos como Berceo.
De esta corriente, alimentada con nuevas versiones, v. gr., de la Crónica Troyana, de Guido de
Colonna (mezcla de lo caballeresco con reminiscencias de Homero), nacen en el siglo XIII varias
leyendas y cuentos, como el del emperador Carlomagno y la buena emperatriz Sevilla y oíros; a la
vez que el ideal caballeresco (§ 361), inspiraba obras verdaderamente didácticas como el Libro de
Caballerías, de Don Juan Manuel, y muchos más de análogo carácter. Pero el elemento fantástico
se sobrepuso, dando lugar a las novelas que se llamaron «libros de caballerías», en que se contaban
las aventuras extraordinarias de los caballeros andantes, llenas de extravagancias y exageraciones,
hijas de la más desenfrenada imaginación. El primer monumento indígena de esta clase fue el
Amadis de Gaula, redactado originalmente en portugués, según parece, pero que ya fue conocido
por Ayala y otros poetas del Cancionero de Baena. El Amadis cuenta los hechos fabulosos de un
caballero inglés así llamado, y sus amores con Oriana, hija de Lisuarte, rey de Bretaña. Es, no sólo
el primero, sino el mejor de los libros de caballería. Su traducción al castellano no se hizo hasta
fines de la época siguiente (1508); pero la influencia de este género muéstrase en las costumbres del
siglo XV (§ 539) y en algunas obras de carácter histórico como el Libro del Paso Honroso que
escribió Pero Rodríguez de Lena, para relatar las aventuras y ánimo esforzado de Don Suero de
Quiñones, caballero leonés que retó a todos los paladines de Europa en el puente de Órbigo,
defendido por él y nueve caballeros más.
Ya en el siglo XV hizo su aparición otro género novelesco, el de las novelas amatorias, con El
Siervo libre de amor, de Rodríguez del Padrón, y la Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, que
contienen pasajes propiamente «caballerescos» combinados con el lirismo y las alegorías italianas.
De algo de éstas y del influjo clásico participa el libro de Los doce trabajos de Hércules, especie de
novela mitológica que escribió Don Enrique de Villena, primero en catalán (1471) y luego en
castellano. También es composición alegórica y de tipo novelesco la Batalla campal entre los lobos
y los perros, de Alfonso de Palencia.
432
Condestable de Portugal, y que contiene datos históricos y críticos sobre las literaturas
contemporáneas, especialmente la castellana.
535. La arquitectura.
Durante la época que estudiamos se desarrolla plenamente el arte gótico, pasando por un
434
período de gran brillantez y decayendo luego por degeneración y exageración de sus elementos (§
354). Los caracteres fundamentales de esta arquitectura se mantienen puros en la segunda mitad del
siglo XIII, señalándose en España (principalmente en el reino castellano), a diferencia de otros
países, por una tendencia general a las proporciones clásicas; predominio de la planta poco
prolongada, es decir, con escasa diferencia entre el eje longitudinal y el transversal, reduciendo la
altura en el alzado; menor desarrollo de la ventanería, en los más de los casos; gran robustez en los
muros, pilares y columnas, disminuyendo la importancia de los contrafuertes y de los botareles;
cubiertas planas o poco agudas, y generalización y amplitud de los claustros en los conventos e
iglesias. Pero el razonamiento constructivo y la sobriedad que tuvo el gótico en sus principios, va
perdiéndose en el siglo XIV. En vez de los capiteles independientes para cada elemento de las pilas,
se traza uno corrido para toda ella, aumentándose esos mismos elementos, que se señalan cada vez
más hasta convertir la pila en un verdadero haz de columnas. Los arcos son más abiertos que en el
siglo XIII, y las bóvedas, en lugar de tener simples diagonales en las juntas, se complican con
transversales. Por último, los adornos se multiplican sin correspondencia con la construcción.
Ejemplos de este período son la catedral de Oviedo (en gran parte), la de Palencia, la iglesia de la
Antigua en Valladolid, la capilla de San Ildefonso en la catedral de Toledo, y los claustros de León,
Burgos y Ávila. En muchas iglesias del Bierzo y de Galicia se conservan rasgos románicos,
mostrando una supervivencia de los tipos antiguos.
En el siglo XV la corrupción del gótico se acentúa rápidamente, perdiendo las estructuras y
las proporciones mismas; ampliando desmesuradamente los muros cerrados; abriendo y
complicando los arcos, ya apuntados, ya de medio punto y de varios centros; suprimiendo casi el
capitel y, sobre todo, recargando muchísimo el adorno en todas las partes del edificio, incluso en los
pináculos, que se desarrollan extraordinariamente. Para el adorno utilízanse líneas y trazados
flameantes y molduras de varios tipos que se penetran mutuamente. Las bóvedas se recargan
también con líneas ramificadas. En este siglo trasládase definitivamente el coro, en las catedrales
españolas, al medio de la nave central, frente a la capilla mayor o presbiterio. Los altares, ya fijos y
exentos, toman la forma de cimborrios o templetes con cúpula o columnas, disposición que van
perdiendo en el siglo XIV, por adosarse al muro y por el gran desarrollo que toma el retablo (§
536).
Ejemplos arquitectónicos de este último período del gótico ofrecen la catedral de Sevilla en
muchas partes de su interior, exterior y cubiertas; las de Salamanca (nueva) y Segovia; las agujas de
las torres de Burgos; las capillas del Condestable de Burgos y Toledo, etc. En la Giralda de Sevilla
se colocó con gran solemnidad, en 1396, el primer reloj de torre que hubo en Castilla.
A este mismo período corresponde el mayor florecimiento de la arquitectura gótica civil y
militar. De la primera, son modelos las casas de los Picos y del conde de Alpuente, en Segovia; la
de las Conchas, en Salamanca; muchas portadas de Toledo; el palacio del Infantado, en
Guadalajara, y el de Miraflores (Burgos), sitio de recreo de Enrique III, cedido más tarde por Juan II
a los cartujos y enriquecido luego, como veremos, con obras nuevas de otro estilo. La arquitectura
militar se desarrolla en gran medida por la perfección del arte de la guerra y las continuas luchas
civiles. Las ciudades refuerzan o renuevan sus murallas con torres (de que son interesante resto las
de Ávila), y las iglesias y monasterios siguen resguardándose de este modo y utilizando más de una
vez tales defensas, según vimos (§ 457). Al propio tiempo se multiplican los castillos reales,
señoriales y de las Órdenes religiosas, construyéndose con mayor solidez y riqueza que antes, con
hermosas torres, y defensas exteriores; cambiando los antiguos puentes que salvaban el foso, por
otros levadizos de una sola pieza (siglo XIV); desarrollando el almenaje y abriendo anchas saeteras
para ballestas y culebrinas, o espacios mayores para lombardas y otras piezas gruesas de artillería.
Tipos interesantes de estos castillos son el del Alcázar de Segovia, el de Valencia de Don Juan y los
de Maqueda y Escalona, este último célebre en las contiendas de Don Álvaro de Luna, que tuvo allí
un palacio.
Paralelamente al gótico (y en gran correspondencia con él) siguió desarrollándose la
435
arquitectura mudéjar, que en los siglos XIV y XV dio hermosísimos ejemplares, tanto en los
edificios religiosos como en los civiles, principalmente en Toledo y Sevilla. Pertenecen a este
género las sinagogas toledanas del Tránsito y de Santa María la Blanca, el palacio de Don Pedro el
Cruel (hoy en grave estado de deterioro), la casa de Samuel Leví (todo ello del siglo XIV) y varias
torres y ábsides de iglesias, también de Toledo. En Sevilla, la más hermosa representación del
mudejarismo es el Alcázar, cuya fachada, del siglo XIV, refleja probablemente influencia toledana.
El arte mudéjar se aplicó en gran medida a la decoración interior de los monumentos (especialmente
los palacios y casas particulares), en hermosos artesonados y cubiertas de maderas talladas o
pintadas, que también se ven en algunas iglesias y salas capitulares; frisos pintados y esculpidos,
con o sin inscripciones, en los que era frecuente el motivo de leones y castillos que se generaliza
mucho en el XIV, empleándose incluso en las iglesias (v. gr., catedral de Santander); zócalos y
adornos de yeso y de barro esmaltado; y al exterior, en aleros y cabezas de vigas de vivos colores.
También se hizo notar su influjo en las bóvedas y cúpulas pintadas o de azulejos, como la de la
Concepción de Toledo, que ya tenían precedentes.
del XIII, pegándose más: las telas al desnudo, decayendo el estudio del natural y acortándose las
túnicas, que dejan ver el principio de las piernas: a diferencia de las estatuas del XIII y XIV, en que
sólo salen o se acusan los pies. En general, el movimiento y gracia de la cabeza y el cuerpo son muy
notables en la estatuaria de estos siglos, sobre todo, el XIII.
Son de notar también la esculturas destinadas al culto, principalmente los crucifijos y las
imágenes de Vírgenes. Los primeros, que en siglos anteriores se representaban con túnica larga y
mangas pierden éstas ya desde el XI y acortan considerablemente aquélla, que en el XIV queda
reducida a un solo lienzo arrollado a la cintura. Las imágenes se siguen chapeando (§ 357) o se
pintan de varios colores, o bien se construyen de plata embutidas, como las de la capilla de las
reliquias de Santiago (siglo XIV o XV). El ejemplo quizá más notable de imagen gótica que ha
llegado a nosotros, es la Virgen del coro de Toledo, llamada la Blanca.
El desarrollo de la escultura revélase también en los relieves de los aleros y gárgolas (§ 357) y
en la talla de madera, que toma extraordinarias proporciones, llegando a su apogeo en la época
siguiente, en que haremos mención de hermosos ejemplares muy característicos, sobre todo en las
sillerías de coro, salas capitulares, sacristías, palacios, etc.
Aplicado a los metales el arte escultural, copiando las formas y los adornos góticos, tiene una
rica representación en los objetos del culto (§ 358), entre los que principalmente deben mencionarse
los retablos o tablas de cobre, oro y plata, que en los siglos XIII, XIV y XV (sobre todo en este
último) son muy frecuentes y adquieren gran desarrollo; los copones y cálices, los viriles u
ostensorios, generalizados en el XIV merced a la institución de la fiesta del Corpus, y que,
afectando en este siglo formas muy variadas (imágenes, copones transparentes, fuentes simbólicas,
torres, etc.), adquieren en el XV la de templete, que predominó ya luego y dio motivo en la
siguiente época a los admirables ostensorios o custodias procesionales; los portapaces, que se
desarrollaron con igual riqueza; las cruces procesionales de plata y hierro de finísima labor y tipos
variados, repitiendo motivos ojivales principalmente; los relicarios, de que son hermosa muestra el
que en forma de tríptico y con el nombre de tablas alfonsínas (por proceder de Alfonso X) se
conserva en la catedral de Sevilla, y otros que mencionan el testamento de este rey y el de Pedro I.
El de Sevilla es de madera con placas de plata sobredorada, y se cree obra del orfebre maestro
Jorge, platero de Sevilla; de los segundos, uno tenía muchas figuras de marfil. Igualmente son
notables las rejas y verjas, sobre todo las del XV, de tipo original.
Las joyas de uso profano, muy generalizadas en las fastuosas costumbres de la época, eran a
menudo de gran valor y de importancia artística. Algunos ejemplares han llegado a nosotros; pero
son más los perdidos, de que conservan noticias los documentos de la época. Tales, las joyas de
Don Alfonso X, que se mencionan en su testamento (1284) y entre ellas, «coronas con piedras» y
camafeos; las de Pedro I: coronas, collares con rubís, aljófar y otras piedras de valor, una galea de
plata, copas de oro con aljófar, una nave de oro con piedras, espadas guarnecidas de plata, sillas de
montar con adornos de metales preciosos, etc., en todas las cuales es de presumir que dominaría el
gusto mudéjar, muy difundido en la orfebrería, o el francés, que también influyó, especialmente en
los esmaltes; las que usaban los judíos y se mencionan en las Ordenanzas de 1439, y otras que se
pudieran citar. De mitras riquísimas de oro con piedras preciosas, hay noticias correspondientes a
los siglos XIV y XV. En Santiago consérvase una que parece haber pertenecido al arzobispo
Moscoso, muerto en 1367. Los sellos que la cancillería real colocaba pendientes de los documentos
regios de importancia, y que también usaron las Corporaciones y los nobles, revelan un gran
progreso.
A la vez se perfeccionó y desarrolló mucho el arte del bordado y el de tejidos ricos. Tuvieron
representación notable, ambos, en las telas y ropas de iglesia: frontales de altar, que dejan de ser de
piedra, madera o metales, para fabricarse de telas preciosas, con bordados de adornos y figuras,
como el de la catedral de Córdoba; casullas y capas, ya de tisú (fabricación árabe y mudéjar,
especialmente), ya de damasco (importado desde el XIV) y de camelote (tejido de piel de camello o
cabra con hilos de oro, seda, lana y algodón, etc.), con espléndida ornamentación de adornos,
437
escudos, blasones y figuras, como se ve en la de Santiago, que se conserva, y se sabe de las que
dejaron en sus testamentos Alfonso X y Pedro I.
De trabajos en marfil han llegado a nosotros pocos ejemplares. De ellos son una Virgen que se
conserva en la catedral de Oviedo (siglo XIV) y una arqueta que se guarda en la Academia de la
Historia (mismo siglo) y algunos dípticos del XIII y XIV con más o menos influjo francés. En
punto a la cerámica, fueron famosas las porcelanas y barros esmaltados mudéjares y la loza con
reflejos dorados.
537. La pintura.
La particularidad que en este arte ofrece la época que estudiamos, consiste en el desarrollo,
cada vez mayor, de la pintura mural y sobre tabla, que adquiere vida propia, tendiendo a obscurecer
la miniatura y echando, en realidad, los gérmenes de la decadencia de esta forma de iluminación,
que también la imprenta ayudó a desterrar. No quiere esto decir que falten ejemplares notables de
miniaturas. Antes al contrario, los hay hermosísimos, superiores a los de la época anterior,
notándose en ellos gran perfección de dibujo, mucha riqueza de color, entonación bien estudiada y
composición elegante y movida. Ya hemos citado algunos códices que merecen estudiarse en este
sentido, tales como el de las Cantigas (1276-84), la Biblia de Arragel y otros. Pueden añadirse
algunos de Las Partidas, el del Ajedrez y el de las Tablas, el del Saber de Astronomía, y la Biblia
de Pedro de Pamplona, todos de tiempo de Alfonso X, así como el Pontifical de Sevilla (1390-
1473). Las miniaturas parecen reflejar principalmente influencias francesas y flamencas.
De pinturas murales, los restos más antiguos y de mayor interés son los de la catedral vieja de
Salamanca (1248), las Vírgenes de Sevilla y el arca de San Isidro (Madrid); pero muy
especialmente los de la antigua iglesia de San Pablo, en Salamanca, y el Juicio final, de una capilla
de San Isidoro, en León, que, a juicio de algún crítico, expresa, mejor que otras obras, el tipo
propiamente español de la pintura gótica de fines del siglo XIII y comienzos del XIV. De tiempo de
Sancho IV (1291-92) hay noticia de pintores de palacio. Pero ya en el siglo XIV se nota bien claro
el influjo y penetración de las escuelas italianas, representadas en nombres de artistas que figuran en
las cortes de Juan I y II y en pinturas de género giotesco (de Giotto, pintor italiano: 1276-1356) de
la catedral de Toledo y del convento de San Isidoro, en Santi Ponce; y es de notar que se distinguen
con gran precisión las hechas por españoles y las debidas a pintores de Italia, siendo muy
imperfectas aquéllas y propiamente no clasificables como giotescas. El influjo de la escuela de
Giotto se perpetuó en el XV, a cuyo tiempo pertenecen los más hermosos ejemplares hoy
conservados, obra de artistas italianos, o de españoles que los copian con excesiva fidelidad, a
saber: la pintura mural del ábside de la catedral vieja de Salamanca y las de la capilla de San
Martín, en la misma iglesia.
Pero si los pintores castellanos no supieron asimilarse propiamente los géneros italianos,
creando obras originales dentro de este tipo (a diferencia de lo que ocurrió en Levante, como
veremos), acogieron en cambio con gran favor y se dejaron penetrar por la influencia flamenca, que
parece iniciarse con la venida a España del célebre pintor Van Eyck (1428), el cual hizo el retrato
de la infanta Isabel de Portugal. Desde entonces, abundan en Castilla y Andalucía las pinturas
flamencas importadas y los artistas de aquel país, quienes pintaron, entre otras cosas, un tríptico
regalado por Juan II a la cartuja de Miraflores (1445) y los retablos del hospital de Buitrago (1455)
El primero fue obra de Roger Van der Weyden, de quien hay varias pinturas en el Museo del Prado.
La nueva escuela arraigó mucho entre castellanos y andaluces, y se significó principalmente en los
retablos pintados, que sustituyen rápidamente a los antiguos de orfebrería (§ 355) Los tres artistas
más notables y dignos de recordar son Juan Sánchez de Castro, que pintó mucho en Sevilla y cuyas
obras principales ya no existen; su discípulo Juan Núñez, y Fernando Gallegos, salamanquino. Los
tres alcanzaron la época de los Reyes Católicos. A Sánchez de Castro se atribuyen, pero no es
seguro, unas hermosas tablas de factura flamenca halladas en la iglesia de San Benito de las
Calatravas. De Gallegos quedan muchas obras, unas seguras, otras dudosas (entre ellas un retablo
438
de 1470, en Zamora), notándose en él que no copia tan fielmente como los andaluces el arte
flamenco, conservando más los rasgos del tipo local y siendo su color menos brillante y entonado,
con tonos secos, obscuros y poco transparentes, que caracterizan a la escuela propiamente
castellana. La formación de la escuela española original corresponde, como veremos, a la época
siguiente.
La pintura sobre vidrio progresó muchísimo, haciéndose ya en trozos mayores que en la época
anterior y ocupando las figuras tres y más paneles, con representaciones, no sólo de santos y
ángeles, sino también de obispos y personajes varios, escudos, etc. En algunas catedrales
consérvanse hermosísimas vidrieras de este tiempo, pertenecientes a ventanería y a los roscones que
generalmente coronan las portadas. Son notables las de León, del siglo XIV, de brillante colorido y
elegante dibujo.
538. La música.
Durante los primeros siglos de la Reconquista, el cultivo de la música estuvo reducido al de
las canciones o himnos litúrgicos (§ 350) y fue casi exclusivamente vocal, en la forma del canto
llano. Al principio era esta música de una voz sola; pero luego se fueron combinando dos o más
voces (polifonía) y mezclando a las antiguas melodías sagradas otras profanas (cantos populares,
que ofrecían mayor variedad y viveza de movimientos. Los cantos escribíanse en los libros de coro,
himnarios, antifonarios, no a la manera actual sino con puntos y signos convencionales (neumas) y,
más frecuentemente, en España, con letras de un alfabeto desconocido, usadas hasta el siglo XII y
sustituidas luego por puntos. En el siglo XIII la polifonía vocal está ya plenamente constituida en la
música sagrada. La profana seguía siendo generalmente de una voz sola, y adquirió rápido y rico
desarrollo con las escuelas de poesía provenzal y gallega, cuyas composiciones cantaban los
juglares y trovadores, acompañados de instrumentos de cuerda (laúd, vihuela, etc.) Tanto éstos
como los de viento (órgano portátil y fijo, chirimía...) que se usaban en las iglesias y fuera de ellas,
no tenían otro papel que acompañar a las voces, sosteniéndolas, sin que se dibuje todavía la música
puramente instrumental con independencia del canto, a no ser en los bailes, que también solían ir
acompañados de canciones. En los versos del arcipreste de Hita hay una larga enumeración de los
instrumentos, muchos y variados, que se conocían entonces; señalando a veces su origen, ya
francés, ya arábigo, etc.
La afición creció en los siglos XIV y XV, hasta el punto de que «no hay en España catedral,
colegiata ni convento en que no se practique el género religioso»; a la vez que los reyes y magnates,
protectores de la poesía trovadoresca, llevan a sus cortes y palacios músicos y poetas asalariados,
que van enriqueciendo el contingente de la música profana sobre la base de la popular, muy
expresiva, y llegan a producir composiciones de cierto artificio: v. gr., cantares armonizados de tres
y cuatro voces. Como protectores y aficionados del arte musical, distinguiéronse los reyes Juan II y
Enrique IV.
Entre las obras musicales de carácter religioso correspondientes a esta época, figuraban las
canciones a la Virgen, escritas sobre la letra de las Cantigas de Alfonso X (§ 528) y de uso
constante en la catedral de Toledo, y es llamado Canto de la Sibila, especie de profecía del Juicio
final, que, introducida en España por los benedictinos franceses (siglo XI), arraigó en nuestras
iglesias. Desde fines del siglo XIII, quizá, y traducida al romance castellano, se cantaba en la
Nochebuena, acompañada (en Toledo) por la música llamada Eugeniana o melodía, que ha llegado
hasta nosotros. Formaba este canto parte de una de las representaciones dramático-religiosas, tan
frecuentes entonces, según vimos (§ 533), en la , cual intervenían varios niños de coro, infantillos o
seises, con disfraces o vestiduras alegóricas, los cuales actuaban sobre un tablado dispuesto cerca
del púlpito del lado del Evangelio.
Merced a la concurrencia de todos los elementos señalados, echáronse las bases de lo que en
el siglo XVI había de ser la escuela musical española, caracterizada, según veremos, por principios
originales distintos de las extranjeras.
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Las calzas se ajustaron a la pierna desmesuradamente, llevándose de diferente color cada una, y en
el sombrero o birrete empezaron a ponerse plumas de avestruz, águila o pavo real. Para cubrir el
traje se generalizaron diferentes sobrevestas, dalmáticas, capas y hopalandas de colores, blasonadas,
con franjas y ribetes de oro, plata, pieles, etc. La hopa u hopalanda muy ancha, llevaba cola y
mangas que arrastraban por el suelo. Las mujeres modificaron también sus vestidos, dando más
libertad a los movimientos del cuerpo y usando faldas de colores y con blasones, manteletes o
corsés de armiño con oro y pedrería y mantos de gran riqueza y varias formas. En el peinado se
usaban varios tipos, entre ellos uno de trenzas pequeñas, llamado a la castellana. En el calzado
hízose general el chapín o zapato adherido a gruesas suelas de corcho, que realzaban la estatura, al
paso que los hombres usaban el zapato de polaina, de punta larguísima. En el siglo XV todavía se
extremó más lo escurrido de los trajes y de los bonetes, caperuzas, etc., que al fin, sin dejar de ser
altas, se hendieron en el tocado mujeril, dividiéndose en picos y dejando caer por detrás larguísimos
velos.
No es raro, sin embargo, ver alternar (en miniaturas y estatuas) estas modas del XIV y XV
con otras menos exageradas, tanto en hombres como en mujeres, y más parecidas a las
tradicionales; y también hay períodos (v. gr., el de Enrique IV) en que, predominando las
influencias mudéjares, la indumentaria castellana toma caracteres especiales que la apartan en no
poco de la evolución europea. En Las Partidas y otros documentos hay testimonios de la
persistencia de las tocas de las casadas, que cubrían cabeza y cuello. Por otra parte, no todas las
gentes vestían del mismo modo en el reino castellano. Los judíos y mudéjares veíanse obligados,
como sabemos, a llevar distintivos y formas especiales en sus ropas. A las barraganas de clérigos se
les impuso, en 1580 (Cortes de Soria), el uso de una franja de paño bermejo sobre la toca, y a las
mujeres de mal vivir tocas azafranadas «porque sean conocidas» (Ordenamiento de 1337). En fin,
los trajes de las clases populares, y especialmente de la labradora, poco conocidos hoy, es seguro
diferían bastante de los antes citados, no sólo en riqueza, sino en formas, diferenciándose también
de las diversas regiones.
Ni se crea tampoco que el lujo de las clases pudientes y el refinamiento a que hemos hecho
referencia, eran expresión de haber mejorado en general las condiciones de la vida, o de haberse
dulcificado las relaciones entre los hombres. Contra lo primero dan testimonio los viajeros
alemanes, italianos, etc., que en el XIV, y sobre todo en el XV, recorrieron la Península, y lo
comprueban hechos como el de hallarse sin empedrar las más importantes poblaciones, entre ellas
Santiago, tan visitada por gentes de otros países. De lo segundo dan elocuente prueba las continuas
luchas generales y locales que llenan aquellos siglos, particularmente en la nobleza (§ 436), y la
crueldad que, tanto en ellas como en los ataques a las juderías, se desplegaba. Bastará citar (sin
detenernos en ejemplos repetidos que suministra, v. gr., la guerra civil entre Pedro I y Enrique de
Trastamara) el siguiente pasaje de un cronista gallego: «Y en el tiempo que Fray Berenguel era
arzobispo de Santiago, estando en la Rocha (1358), degolló por traición muchos nobles... Y cuando
el rey Don Pedro entró en Santiago, un caballero que se llamaba Fernán Pérez Churruchao, en la
Porta Faxeira mató un arzobispo y un deán por mandato del rey Don Pedro, y todo se levantó por lo
que hizo el arzobispo Fray Berenguel.» Cuando así procedían los eclesiásticos (cf. § 458), ¡qué no
harían los seglares, sobre quienes no pesaban tan fuertemente las penas canónicas y la celosa
vigilancia de muchos Papas y prelados, afanosos por regenerar la vida del clero! En
correspondencia con estas costumbres sanguinarias y por razón de ellas, creáronse en el siglo XV
las Hermandades de la Paz y Caridad, cuyo fin consistía en enterrar a los muertos que era frecuente
encontrar por la calle durante las noches, y en recoger los cuerpos o miembros de los ajusticiados,
que se exponían en los caminos. La primera que se estableció, créese fue en Sevilla. La de Madrid
es de 1421.
En cuanto a las supersticiones, no sólo tomaron, entre los estudiosos, las formas de la
alquimia y de la astrología adivinatoria, sino que entre los iletrados y en la sociedad toda se
difundían las más extravagantes o se perpetuaban las que ya eran perseguidas muchos siglos atrás,
441
como la de misas de difuntos dedicadas a personas vivas (§ 142). Las leyes persiguieron con
insistencia tan perjudiciales creencias, entre las que una pragmática de 1410 cita «los agüeros de
aves y estornudos... de suertes y hechizos... adivinanzas de cabeza de hombre muerto o de bestia, o
de palma de niño o de mujer virgen», etc. La Confessión Rimada, de Pérez de Guzmán, menciona
otras formas, y Rabí Arragel da testimonio de que en sus tiempos había gentes que dormían sobre
los sepulcros y luego decían tener comunicación con las almas de los fallecidos, así como otras
sacaban agüeros del canto de la gallina, de encuentros con ciertos animales, etc. Muchas de estas
supersticiones procedían, como es fácil advertir, de la antigüedad ibérica, céltica o romana; pero
otras se ingirieron en Castilla por el roce continuo con los mudéjares, de quienes se tomaron
muchos hábitos, proverbios y refranes populares, y a cuyas mujeres no era raro que galanteasen, con
gran respeto y entusiasmo, los poetas cristianos.
De las costumbres caballerescas nada diremos después de lo apuntado en el § 531. El caso de
Suero de Quiñones no fue único, mencionándose otros análogos de Pero Niño, conde de Bulnes, de
Don Beltrán de la Cueva, de Juan de Merlo, etc., quienes emularon las hazañas y la destreza
guerrera de los héroes del Amadis y demás libros, ora en desafíos especiales, ora en las justas y los
torneos a pie y a caballo, que con frecuencia se celebraban para festejar sucesos o para entretener a
los reyes y magnates. De ellos alcanzaron especial renombre los verificados en tiempo de Juan II,
en uno de los cuales salió herido Don Álvaro de Luna. Diferenciábanse las justas de los torneos, en
que en aquéllas peleaba sólo un combatiente por cada parte, y en éstos, varios. El pueblo tuvo, a su
manera, análogos pugilatos de fuerza en las luchas de hombres asalariados a que alude,
condenándolas, una ley de Partidas.
Además de estas diversiones, cabe ya citar en esta época la de las corridas de toros, que, a
pesar de su abolengo antiguo (§ 142), no se ve mencionada de manera fehaciente en documentos
anteriores a Don Alfonso X. Las Partidas hablan de esta diversión en la ley 57, tít. 5º, Part. I,
prohibiendo a los eclesiásticos que asistan a ella, y también parecen aludir a la misma en otra ley (4ª
de la Part. VII tit. 6º), que habla de los oficios infamados. Se ve por estos textos que el correr toros
era juego muy difundido ya en aquella época. La compilación de fueros de Zamora (fines del siglo
XIII) habla de una plaza o sitio fijo en las afueras de la ciudad para correr toros, y el creciente favor
que fiesta esta iba alcanzando nos lo prueban documentos y noticias de tiempos de Sancho IV,
Pedro I, Enrique III, Juan II y Enrique IV. De tiempos del penúltimo parece ser la primera plaza de
toros que se construyó en Madrid. No sólo lidiaban gentes especialmente afectas a este arte, sino
también los nobles, ora a pie, ora a caballo.
Universidad de Nápoles. El sostenimiento de las cargas corrió a cargo del municipio, cuyos paheres
dirigían los estudios con escasa intervención del obispo. Las enseñanzas establecidas desde el
primer momento fueron las de derecho canónico y civil, medicina, filosofía y artes, con inclusión de
la física y la gramática. Los médicos tuvieron cátedras de disección, las primeras autorizadas en
España, por privilegio de Juan I (1391). De 1349 créese procede la Universidad de Perpiñán,
fundada por Pedro IV, y que en 1450 aun existía, según se lee en un privilegio de Alfonso V. En
1345 Pedro IV creó en Huesca otra Universidad, cuyos estudios, interrumpidos en 1450, se
reanudaron por nuevo privilegio de Juan II en 1461, y una bula de Paulo II de 1464 incluyendo ya la
teología, que (como en Castilla) fue entrando en el siglo XV en todos los establecimientos docentes.
En Valencia (donde Jaime I concedió libertad para establecer estudios de gramática y demás artes,
de medicina y de derecho y trató de fundar Universidad: § 364) existieron, sin duda desde entonces,
cátedras de varias materias, además de las de teología que tuvieron asiento en la catedral y en el
convento de dominicos. En 1373, el Ayuntamiento trató de reunir en un solo edificio todos los
estudios de artes, y así se verificó; pero desavenencias que surgieron, por competencias de
jurisdicción, entre las autoridades civiles y las eclesiásticas, no permitieron constituir formalmente
los estudios hasta 1412, en que el Consejo aprobó estatutos para las enseñanzas de gramática, lógica
y filosofía. A éstas se unió pronto (1424) otra de literatura latina, sostenida, como aquéllas, por el
municipio ,y encomendada al veneciano maestro Guillén, quien leía y comentaba la Eneida y el
libro De consolatione, de Boecio. No consta que se estudiase medicina ni ambos Derechos; pero es
muy probable que hubiese enseñanzas (privadas) de todas materias, aunque la Universidad
propiamente dicha no se organizó hasta 1500. Alfonso V confirió (1420) la nobleza a todos los
licenciados y doctores en Derecho que fuesen «ciudadanos honrados» de Valencia. Una bula de
Sixto IV confirmó, en 1474, los estudios de artes que, como sabemos (§ 364), existían desde siglos
anteriores, con el derecho de conferir grados; pero no se crearon por entonces otras cátedras.
Mayor interés ofrece la Universidad que fundaron en la morería de Zaragoza los mudéjares,
quienes perpetuaron por algún tiempo en Aragón el estudio de la medicina, la filosofía y otras
ciencias, así como en Valencia el de la historia, y en todas partes el de la religión, entre los doctores
de las aljamas.
En Barcelona se creó, a comienzos del siglo XIV, una academia con varias enseñanzas, entre
ellas la de medicina, de que el rey Don Martín formó una escuela especial, aprobada por el Papa en
1400 y cuyos estatutos se hallan mencionados en un documento de 1405, indicando que confería
grados de doctor, licenciado y bachiller. En 1450, los concelleres trataron de fundar un Estudio
general que, confirmado por el rey, comenzó con las enseñanzas de teología, derecho canónico y
civil, filosofía, artes y medicina. El Papa le concedió igual categoría que a las de Tolosa y Lérida.
En Gerona se hizo otra fundación municipal en 1446, pero con escasos resultados.
A parte de estos centros generales, hubo, como en Castilla, numerosas cátedras de teología, de
gramática, hebreo y árabe en los monasterios y conventos (especialmente de los dominicos) de
Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca.
Pero las dos manifestaciones más señaladas y originales de la enseñanza fueron aquí las
escuelas lulianas y las de primeras letras, de que hay noticias seguras, más abundantes que en otras
regiones de la Península.
Las escuelas lulianas, debidas en parte a la iniciativa de Raimundo Lulio, y en parte a la gran
fama de que gozó y al número considerable de sus discípulos, fueron principalmente de filosofía,
pero también comprendieron la enseñanza de lenguas extranjeras, en especial el árabe. Para este fin
se fundó la primera en 1276, viviendo Lulio. Después de su muerte cundió muchísimo el lulismo y
se crearon otras de filosofía en Cataluña, Mallorca y Nápoles, ya por iniciativa o con autorización y
protección real, como la de Berenguer Fluviá (1369), la de F. de Lauria (1393), las de Juan Llobet
(1449) y otras, ya por iniciativa y con fondos particulares. Merced a ellas, la corriente luliana se
perpetuó durante mucho tiempo, contribuyendo grandemente al cultivo y progreso de los estudios
filosóficos.
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De las escuelas primarias sostenidas por los municipios hay testimonios de que existían en
Castelló (1356), en Figueras (1321) y en otras villas catalanas: lo cual hace pensar que era esta
fundación muy común en las municipalidades.
En Universidades extranjeras fueron maestros no pocos aragoneses y catalanes, juntamente
con los castellanos que ya se citaron (§ 526). De ellos merecen notarse Raimundo Lulio, que
explicó en París, Montpellier, Aviñón y varias ciudades de Italia; Arnaldo de Vilanova; Guido de
Terrena o de Perpiñán y Juan de Claravó, ambos teólogos; Francisco de Bacho, llamado en París «el
doctor sublime», y Bernardo de Masoller (manresano), los dos carmelitas; Fr. Juan Monzó,
valenciano, célebre por las polémicas que levantó en la Universidad parisién, y su paisano Bernardo
Oliver, que explicó teología en la misma capital francesa; Raimundo Sabunde o Sibiude, y otros. Es
muy de notar la práctica, casi general en los cabildos (v. gr., los de Vich, Calahorra, Gerona, Urgel),
de subvencionar a los eclesiásticos que salían a perfeccionar sus estudios en el extranjero. Lo
mismo hicieron algunos municipios, v. gr., el de Valencia. Los médicos gerundenses tenían un
colegio universitario en Montpellier desde 1452. San Vicente Ferrer se graduó en París de teología.
Todos estos focos de cultura —además de los que fundó en Nápoles, como veremos, Alfonso
V, y de lo que suponía en este orden el constante trato con los italianos y franceses— recibieron
notable empuje, en los medios de difusión de sus enseñanzas, con la introducción de la imprenta,
que, según hoy se cree con mucha probabilidad, establecióse primeramente en Valencia, donde salió
a luz, en 1474, el primer libro, colección de Trobes en lahors de la verge María. Poco después
extendíase el nuevo arte a Zaragoza y Tortosa, y en 1478, o antes quizá, se imprimía ya en
Barcelona. La mayor parte de los impresores eran extranjeros, principalmente alemanes.
eclesiásticos.
En sustitución suya reinó en el XV la italiana, aunque también se tradujeron al catalán
filósofos y moralistas franceses. El centro de aquélla fue la corte napolitana de Alfonso V en que se
rindió especial culto a las aficiones filosóficas influidas por el clasicismo de los italianos y en cuyas
discusiones intervinieron brillantemente algunos españoles como Juan García y el célebre Fernando
de Córdoba (§ 524), mientras otros vertían al castellano y al catalán —según diremos— las obras de
Séneca y otros escritores latinos. El mismo rey, cuyo palacio era una verdadera academia a que
acudían diariamente filósofos, médicos, jurisconsultos, teólogos, gramáticos, etc., intervino más de
una vez en las polémicas; y como dice un contemporáneo suyo, «ninguna cosa de Filosofía le fue
desconocida; investigó todos los secretos de la Teología; supo razonar gentil y doctamente de la
esencia de Dios, del libre albedrío del hombre, de la Encarnación del Verbo, del Sacramento del
Altar y de otras dificilísimas cuestiones»: contrastando así grandemente con su padre Fernando I,
quien dio repetidas muestras de su ignorancia y de su escaso aprecio a la cultura.
Teólogos propiamente dichos hubo algunos (además de los ya citados) aunque de poca
importancia, si se exceptúa a Juan Palomar, asistente al Concilio de Basilea; los dos embajadores
que acudieron al de Constanza; el inquisidor Eymerich o Aymerich, perseguidor injusto de las
doctrinas de Lulio y Vilanova, del cual se volverá a hablar más adelante, y algún otro eclesiástico
que brilló en la corte de Alfonso V. Pero sí hubo muchos escritores de materias eclesiásticas:
controversistas, moralistas, traductores (de la Biblia y de obras latinas, francesas, italianas, etc.),
historiadores de santos, místicos, ascéticos y oradores sagrados, entre los cuales deben citarse a
Bernat Oliver, Huc de Bariols, Exemeno, Brugera, Ros de Tárrega, Oller, Fr. A. Cañáis, Malla,
Corella, San Vicente Ferrer y otros muchos.
El cultivo de la medicina tuvo extraordinario desarrollo por influjo de la ciencia judaica y
musulmana y por el prestigio de Vilanova y aun del mismo Lulio, quien, sin ser médico, escribió de
esta materia y logró muchos adeptos. Parece que, aparte las escuelas de medicina que en la
Península y en territorio francés otorgaban grados, hubo (tal vez desde el siglo XIII) un tribunal o
protomedicato examinador, aunque era frecuente que los reyes otorgasen licencia para ejercer la
medicina sin examen. Entre los nombres de los médicos célebres, suenan, en documentos del siglo
XIV y XV, no pocos judíos y aun varias mujeres, autorizadas por el rey (1386). Judío barcelonés
fue Bonposc Bonfill, traductor al hebreo de obras de Galeno e Hipócrates, así como de Esopo y
Boecio, y judío leridano R. Galab, escritor de medicina. También escribieron de esta ciencia
algunos cristianos, notándose ya en los de fines del siglo XV una marcada reacción contra el
método deductivo y en favor de los estudios experimentales, a la vez que desaparecían rápidamente
las escuelas médicas musulmana y judía. Contribuyeron grandemente a esto —preparando la
renovación científica del siglo XVI— el cultivo de la anatomía en algunas cátedras universitarias (§
540) y la fundación de hospitales, como el de Santa Cruz de Barcelona (1401), resultado de la
fusión de otros cuatro anteriores; el de la Virgen de Gracia, en Zaragoza (1425), cuya especialidad
consistía en admitir toda clase de personas, cualesquiera que fuesen su patria, religión, sexo y
enfermedad; el de Santa Eulalia o San Andrés, fundado en Palma de Mallorca por Nuño Sans, y
otros. De esta misma época en la creación (en Valencia) del primer hospital-asilo de locos, debido a
la piedad del fraile mercenario Fr. Juan Jofré Gilabert (1409). De la existencia de médicos
municipales hay varios testimonios, relativos a pueblos de Cataluña, en el siglo XIV.
Juntamente con la medicina, solía ir el estudio de la química y aun los extravíos de la
alquimia. Las obras de química de Vilanova fueron apreciadísimas y circularon de ellas muchas
copias, algunas de las que se guardan en archivos catedrales. Propiamente alquímicas, y más en
especial relacionadas con la obtención del oro y transmutación de los metales, dejó varias, aparte
otras que falsamente se le han atribuido; y como de costumbre, la fama pública exageró más allá de
lo cierto las artes ocultas de Vilanova, quien, si escribió de estos asuntos, no fue en rigor porque
participara de los sueños de los alquimistas. Bien es verdad que Aragón y Cataluña dieron un gran
contingente a esta literatura en multitud de tratados alquímicos, y que los mismos reyes participaron
445
Malferit; sus compatriotas Ferrando y Teseo Valentí, sobre todo este último, profesor en Bolonia,
que alcanzó la época siguiente; el valenciano Pedro Belluga, contemporáneo de Don Juan II y autor
de un Speculam principum; Jaime Pau, llamado gloria juris cæsaris, por sus notas al derecho
imperial; Juan Ramón Ferrer, que escribió un vocabulario jurídico (Semita juris canonici); Jerónimo
Pau, y otros, letrados y notarios o tabeliones, que vivieron en los tiempos de Alfonso V, tanto en la
Península como en Nápoles.
A la vez brillaban en el derecho canónico el ya citado Guido de Terrena o de Perpiñán; el
mercedario catalán Tajal, el dominico aragonés Juan de Casanova; Guillermo de Montserrat autor
de un comentario a las decisiones tomadas en los Concilios de Constanza y Basilea, etc. Pero la
mayor gloria en las ciencias morales y políticas, túvola sin duda la corona de Aragón en los
cultivadores de la ciencia teológico-política. De ellos figura en primer término el franciscano
catalán Francisco Eximenis o Jiménez, obispo de Elna, autor de un tratado que lleva por título
Crestiá o Llibre de regiment de Princeps e de la cosa pública (1379), «no inferior en la doctrina a
los mejores libros de índole análoga escritos en otros países, y superior a todos ellos por la
grandiosidad del plan y su copiosa y escogida erudición». Traía Eximenis del origen de la sociedad
y del gobierno de la autoridad y funciones de los gobernantes, de las relaciones entre el Papa y los
reyes, etc., defendiendo las monarquías paccionadas (de que era ejemplo el reino de Valencia), la
intervención de todas las clases sociales en el régimen municipal, el principio hereditario en la
corona y la insaculación para el nombramiento de funcionarios públicos, y atacando a la monarquía
absoluta «sin ley o pacto con los vasallos», y a los que creen que los judíos o infieles que viven
entre cristianos son esclavos de derecho. Censura también agriamente a quienes «aconsejan a los
señores del mundo que tomen los bienes de los judíos y de los otros infieles, como si fueran de
cautivos». En punto a las relaciones entre el Papa y los reyes, afirma que aquél es «general señor y
monarca en todo el mundo, por derecho divino y temporal», y sostiene que si el rey es hereje, se
debe acudir al Papa «para que desligue a los súbditos del juramento de fidelidad» y entregue el
reino a otra persona, cabiendo también la destitución por causa de tiranía. Igual doctrina se halla
expuesta en el Directorium Inquisitorum, de Fr. Nicolás Eymerich, inquisidor general de Aragón
(siglo XIV), quien expone en su obra, probablemente escrita en 136 y adicionada más tarde por el
mismo autor, las teorías y prácticas del tribunal de la Inquisición (§ 327), defendiendo el uso del
tormento «como medio el más eficaz para arrancar del reo la confesión de la verdad».
escritores y polemistas del Renacimiento, sino que se alentó el cultivo de la lengua latina en las
discusiones, la correspondencia, las obras didácticas y aun la poesía. El mismo Don Alfonso
escribió en latín varios discursos y epístolas políticas y de otros géneros; y a su lado, reunidos por
su entusiasta impulso, figuran, como hemos visto, no pocos aragoneses, catalanes, valencianos y
mallorquines, dignos discípulos de los humanistas italianos. Citemos como los más notables al ya
nombrado Ferrando Valentí, que se educó en Florencia bajo la dirección del Aretino y fue profesor
público en Mallorca; a Luciano Colomer, gramático, jurisconsulto y poeta latino, que tuvo escuela
en Valencia, Játiva y Palma; a Jaime Pau y su hijo Jerónimo, versado en la literatura latina y en la
griega, gramático, poeta, arqueólogo y el primero que en España cultivó la geografía histórica; a
Juan Ramón Ferrer, que puso en verso los Aforismos de Hipócrates y los comentarios de Galeno; a
Jaime García, transcriptor y corrector de los versos de Terencio; a Jaime Ripoll y otros muchos,
entre ellos el historiador de este movimiento literario, Pedro Miguel Carbonell (1457-1513), que
dejó noticia de todos sus contemporáneos en el tratado De viris illustribus catalanis suæ
tempestatis.
Al propio tiempo, la influencia del elemento castellano hacíase cada vez más intensa, no sólo
por la educación de los reyes a partir de Fernando I, sino también por el peso que naturalmente
representaba el romance aragonés, muy semejante al de Castilla; y singularmente se reforzó en la
corte de Alfonso V con la presencia de numerosos nobles castellanos que, con sus familias no pocas
veces, se trasladaron a Nápoles, ora huyendo de las luchas civiles de tiempo de Don Álvaro de
Luna, ora por otros motivos. Todas estas causas juntas, explican que gran parte de los poetas que
figuran en Nápoles (y cuyas composiciones se han conservado, especialmente en el llamado
Cancionero de Stúñiga) escriban en castellano, y no sólo los procedentes de Castilla y Aragón, sino
los mismos catalanes, que con frecuencia son bilingües, como Mosén Pere Torrellas o Torroella,
autor de unas coplas «de maldezir de mujeres»; Mosén Juan Ribelles, y otros. El mismo Alfonso V,
que, al decir de un contemporáneo suyo, usaba en sus conversaciones del romance castellano y
aragonés y no del catalán, hizo traducir al primero algunas obras clásicas, y aun él mismo tradujo
las Epístolas de Séneca. Representa con esto, la corte de Alfonso V, la penetración del espíritu
castellano en el reino aragonés-catalán, y, juntamente, «una estrecha hermandad, no conocida hasta
entonces, entre las letras del Centro y del Oriente de España». A la larga, esto trajo la decadencia y
la desaparición de la literatura propiamente catalana, en la cual debe incluirse la valenciana y la
mallorquina; pero tanto el influjo clásico italiano como el castellano, no impidieron el coetáneo
florecer vigoroso de la prosa y de la poesía en idioma catalán durante los siglos XIV y XV, aunque
sí les comunicaron (en especial la corriente clásica e italiana) elementos y formas que sirvieron para
depurarlas y engrandecerlas, sacando a la poesía de la relativa imperfección del género popular a
que antes estuvo reducida, dando gran perfección a los versos sueltos e infundiendo el gusto
alegórico de Dante y los modelos petrarquistas en toda la costa mediterránea. Y es interesante hacer
notar que, aun en los mismos usos oficiales y cancillerescos (en que parecían predominar el latín y
el castellano) y en actos de la vida privada de hombres como Alfonso V, el catalán se empleó con
frecuencia: pruébalo las numerosas cartas de aquel rey, dirigidas a su mujer Doña María y
conservadas en el Archivo de la Corona de Aragón; los innumerables documentos jurídicos
referentes a la vida política y administrativa de los municipios catalanes, valencianos y
mallorquines; las cédulas de tesorería y otros documentos salidos de la cancillería de Nápoles; la
versión al catalán de colecciones legales como las llamadas Constituciones de Cataluña; así como
en el terreno literario lo prueban las traducciones en el mismo idioma de libros clásicos, v. gr. las
Paradojas de Cicerón (que tradujo Ferrando Valentí) y las tragedias de Séneca (por Vilaragut); la
del Alcorán, por Saclota; la de la Divina Comedia, por Andreu Febrer (1429) y, en fin, la misma
difusión del catalán en Italia.
Trazadas estas líneas generales, vengamos a detallar los dos principales grupos de literatos: el
catalán y el castellano.
448
Torroella. Ni faltaron tratadistas de arte literario, pues de tiempo de Pedro IV y de Juan I son un
Llibre de concordances de rimes e concordans apellat diccionari de Jaime March; el Arte poética,
de Jofré de Foixá; el Truximan y del gay saber, de Aversó; la Conexensa dels vicis que poden
esdevenir en los dictats del gay saber, de Castellnou; el Mirall de trobar, de Berenguer de Noya; el
Doctrinal, de Cornet, y otros libros análogos.
La prosa catalana se desenvolvía al propio tiempo, con mayor tradición, de manera
esplendorosa, principalmente en dos géneros: la novela caballeresca y la historia. El primero tiene
como antecedentes la poesía narrativa, épica o novelesca (codolada, noves rimades) que bajo las
influencias francesa, bretona y provenzal (cf. § 365), se cultivó en Cataluña desde el siglo XIII,
mantenida por traducciones de libros caballerescos, fábulas, etc. En el siglo XIV comenzaron las
narraciones en prosa, que en el XV se aumentan con traducciones del italiano (Boccacio); y de la
conjunción de todos estos elementos, salió al cabo la novela catalana, de que es notable expresión
Tirante el Blanco (Tirant lo Blanc) de Joanot Martorell y Johan de Gralla o Galba, que se distingue
de sus similares de otros países, no obstante proceder de las mismas fuentes y coincidir en lo
esencial, por haber prescindido del elemento sobrenatural (magia, encantamientos, etc.) que abunda
en aquéllas. Al género novelesco pertenecen también, en cierto sentido, Turmeda, por su apólogo
satírico en prosa, que luego imitó el italiano Maquiavelo; Raimundo Lulio con su novela alegórica
Blanquerna, cuyo héroe parece representar el ideal cristiano en todos los períodos de la vida, y
otros. Como cultivador de la forma epistolar, puede citarse, entre otros, al conde de Ampurias Don
Juan el Viejo (siglo XIV).
Los historiadores continúan el camino abierto por Don Jaime el Conquistador (§ 365),
perfeccionando el género merced a la influencia clásica que en lecturas directas y en traducciones se
difundía ampliamente. De las traducciones, merecen notarse la de las Guerras troyanas, por
Conesa, la de Valerio Máximo, por Canals, la de Tito Livio, etc., siendo una muestra del poder del
clasicismo la versión al latín que de la misma Crónica de Don Jaime I hizo el dominico Marsilio
(1313). También se tradujeron historiadores franceses y castellanos, como Alfonso el Sabio.
Continuadores de Don Jaime fueron Ramón de Muntaner, noble de nacimiento, cuya Crónica
refleja el carácter guerrero, caballeresco y leal de su autor; Bernardo Desclot o D'Esclot,
contemporáneo de Jaime I y Pedro III, que narró hasta la muerte de este monarca; Bernat Descoll,
consejero de Juan I y a quien pertenece, en rigor (aunque no totalmente), la Crónica por mucho
tiempo atribuida a Pedro IV, escrita bajo la dirección de este rey con documentos suministrados por
Descoll, quien luego hubo de continuarla y corregirla; Bernat Boades, autor de un notable Libre
deis feyts d'armes de Cataluña (1420); Tomich, con sus Historias y conquestas; Turrell, que dejó un
excelente Recort historial; Doménech, con su Historia general, y otros.
diálogo, El pleito que tuvo Juan de Dueñas con su amiga, que al parecer se representó en una fiesta
palaciega (1438), y Juan de Valladolid o Juan Poeta, coplero popular y mendicante, de dudosa
conducta y principalmente satírico, con otros de menos importancia artística.
El romance castellano también tuvo en prosa manifestaciones, interesantes en todo el reino
aragonés, ya en obras de intento moralista, ya en el género histórico; si bien para la historia, al igual
que para la teología, aun siguió usándose por mucho tiempo el latín. Historiadores profanos fueron,
entre otros, Pedro de Urrea, autor de una Relación de las inquietudes de Cataluña (las ocasionadas
por la guerra civil entre Juan II y el príncipe Don Carlos); Luis Panzán, cronista de la vida de
Fernando I; Diego Pablo de Casanate, que escribió una Crónica de la cibdad e Sancta Iglesia de
Tarazona, y varios traductores de escritores clásicos, como Mosén Hugo de Urriés, que tradujo las
historias de Valerio Máximo. Dejando a un lado otros autores de este género, conviene citar al
célebre obispo de Gerona, Margarit, que tanto jugó en las contiendas catalanas del XV (§ 485) y
que, como escritor, se conoce generalmente con el apelativo del Gerundense. Su fama en los
estudios históricos es bien ingrata, pues en su Paralipomenon Hispanis y otros libros, en vez de
depurar la verdad de los hechos, sembró multitud de fábulas que dañaron no poco al progreso de las
investigaciones.
De otros libros de carácter didáctico, como los del arte de caballería, hablaremos al tratar de
las costumbres.
los pórticos, etc., las grandes obras artísticas pertenecen a la época siguiente.
Iguales caracteres se observan, como era natural, en otras aplicaciones de la escultura y en la
talla en madera, en la orfebrería, en el grabado de sellos, etc. Muestras interesantes y típicas de
todas estas artes son: la silla episcopal del presbiterio de la catedral de Barcelona; el sillón regio de
Don Martín, de finísima labor y airoso aspecto; la preciosa decoración interior del coro de
Barcelona y el sello de Don Juan que reproducimos en los grabados. Como ejemplos de la
orfebrería, pueden verse el retablo y baldaquino de la catedral de Gerona, de madera recubierta de
plata labrada, obra del orfebre valenciano Pedro Bernech, quizá ayudado por los llamados
Raimundo Andreu y el maestro Bartolomé; las cruces procesionales de esta misma catedral y de la
de Barcelona, y una curiosa nave de plata del siglo XV, existente en la catedral de Zaragoza, y que
recuerda las citadas por Alfonso X en su testamento. Hay memoria también de varias joyas
interesantísimas que pertenecieron a los condes de Ampurias: un juego de ajedrez, consistente en
mesa con pies de plata, cuadros de jaspe y cristal, adornos de perlas pequeñas y cuatro leones de
plata en los ángulos, más las piezas, también de cristal y jaspe, que se guardaban en bolsas de tejido
de oro; una barca de plata, con las armas condales; una copa de plata dorada con tapa esmaltada;
otras copas, jarros, dos baños de plata y varias piezas de vajilla del mismo metal. El ajedrez quizá
procedía de Sicilia; una de las copas era el botín arrancado al ejército francés fugitivo en 1285 (§
401) y aunque las demás piezas pudieran proceder también de país extranjero, su existencia en
Cataluña muestra, no sólo la riqueza y el lujo de los nobles con anterioridad a su decadencia (pues
ya en el siglo XIV tuvieron los condes que empeñar estas alhajas), sino también la variedad de
influencias artísticas que obraron sobre la cultura catalana, señalándose siempre la italiana como la
más constante e intensa.
El arte del bordado, tan en boga entonces y que tantas maravillas produjo en esta época y la
siguiente, tuvo un notable representante en el catalán Antonio Sadurní, autor del precioso frontal de
San Jorge en la Diputación general. Y claro es que, como en Castilla, no podía menos de hacerse
sentir en estos territorios el influjo del arte mudéjar. Nótase en la arquitectura (con los mismos
procedimientos y formas expuestas en el § 535), en edificios como la Torre nueva o inclinada de
Zaragoza y las iglesias de San Pablo, San Miguel y San Gil, del siglo XV; en multitud de
artesonados, arquerías y adornos de casas y palacios aragoneses, valencianos y mallorquines (v. gr.,
el soberbio artesonado de la casa del Obispo, en Sagunto), y en otras manifestaciones, como la
tracería del tríptico del Monasterio (§ 547). Nótase igualmente en los relieves y estatuas de muchos
sepulcros, como el lujosísimo del arzobispo Don Lope de Luna (catedral de Zaragoza: siglo XIV),
los de Don Pedro y Don Fernando Boil, que estuvieron en el convento de Santo Domingo de
Valencia (capuz a la morisca) y otros; y en la cerámica, particularmente la mallorquina y la
valenciana, con sus famosos platos de reflejos dorados, sus azulejos, etc., etc. La cerámica dorada
aparece en Valencia a fines del siglo XIV, y en este mismo tiempo se fabricaban allí ya ladrillos de
colores y quizá también azulejos propiamente dichos. Eximenis cita, a fines del siglo XV, los
manises dorados y pintados, y por el mismo tiempo. Marineo Siculo menciona cacharros barnizados
de Murcia, Talavera, Málaga, Jaén y Teruel. En este último punto hubo fábrica de azulejos desde el
siglo XIV, con un tipo distinto del valenciano. Con ellos se adornó una torre de aquella ciudad,
comenzada a construir en el siglo XIII. En Daroca y otros puntos se producían ladrillos de colores
(verde, generalmente).
como el misal de Santa Eulalia; el salterio de Alfonso V, en que, a más del arte, son de notar las
escenas representadas; el Liber Regum o colección de privilegios de Mallorca, uno de los más
hermosos códices del siglo XIV, escrito e iluminado espléndidamente por Romeu Des-Poal, de
Manresa (1334), y un Libro del oficio de la Virgen (siglo XV) que figuró en la colección del conde
de Montenegro (Mallorca) y cuyas viñetas son notables por el colorido, el dibujo y los paisajes que
sirven de fondo.
Para terminar el cuadro general de las artes, sólo nos queda decir algo de la música. Como en
Castilla, aparece en la forma vocal, en las canciones populares y trovadorescas, que eran siempre
líricas y en los cantos religiosos. En la forma instrumental servía para los acompañamientos, las
fiestas palaciegas y el culto (órgano). El rey Juan II, aficionadísimo a la música, tenía en su palacio
arpistas, organistas, trompeteros, tocadores de cornamusa, etc.; y artistas especiales como los
llamados Colinet y Everli, introductores de instrumentos de nuevo género (de novella guisa). Cosa
análoga se sabe de las cortes de Pedro IV, Alfonso V, etc. En Montserrat existía ya, tal vez desde
comienzos del siglo XIII, una escolanía o escuela de cantores religiosos, que se reformó en el XIV y
que en 1456 se amplió grandemente. Entre las composiciones dramático-religiosas de esta época
que han llegado a nosotros, figura una traducción catalana del famoso Canto de la sibila, hecha
probablemente por Fr. Anselmo Turmeda, y que se cantaba, no sólo en las iglesias catalanas, pero
también en las de Mallorca y muy verosímilmente en las de Valencia. La música era de canto llano,
más o menos complicada y característica.
parecer noble o procedente de familia de abolengo, se comunicó a todas las clases y tomó
exteriormente la forma de los blasones, escudos y genealogías nobiliarias. El que no tenía realmente
blasón tradicional, lo inventaba, tomando por motivo inspirador sus apellidos. Así, un llamado
Molas, de humilde cuna y encumbrado más tarde, puso en su escudo unas muelas de molino; los
Cornells, un cuerno; los Corberas, un cuervo; los Pau, un pavo, etc. La locura nobiliaria alcanzó a
clérigos y monjas, como el canónigo Berenguer de Tor, quien, latinizando su nombre, hizo pintar un
toro en su escudo, y la abadesa de Cadins, que, por llamarse Despasens, puso espadas en su blasón.
Juntamente con la vanidad y el lujo, vino la ruina de no pocas casas. Los nobles, comidos por
la usura, tuvieron que vender sus alhajas, que empeñar sus rentas, que buscar pretextos para burlar a
sus acreedores; y, más de una vez, de estos apuros nacieron los desmanes contra los judíos. Los
mercaderes arruinábanse con gastos desmedidos, y la inmoralidad reinaba en todas partes. Las
citadas Cortes de Monzón pidieron al rey, no sólo la reforma en los gastos de palacio, también la de
costumbres, arrojando de la corte algunos nobles que escandalizaban con su conducta. El hecho de
que los reyes tuviesen concubinas era frecuentísimo y casi regular a los ojos de las gentes. Las
Cortes de Barcelona de 1413, adoptaron serias medidas para contener la enorme prostitución,
declarada y clandestina, que pululaba en los mesones y en todas partes, y sobre esto mismo se
dieron numerosas pragmáticas, sancionadas con penas, a veces atroces, que denotan lo grave y
extendido del mal. En 1401, el rey Don Martín mandó arrojar de Gerona a los encubridores de
mancebías que, expulsados de Valencia, Zaragoza, Barcelona y otras ciudades, se habían refugiado
allí en gran número. Los reglamentos del siglo XV relativos a los burdeles (que estaban en barrio
aparte, por lo general extramuros) son muy rígidos. En fin, las Ordenanzas municipales abundan en
disposiciones, muy detalladas por cierto, contra la blasfemia, que era frecuentísima y aguda en
todas partes.
La inmoralidad y el lujo revelábanse de una manera especial en los trajes y en las discusiones
que acerca de ellos hubo. Aparte los caracteres generales de época que ya hemos descrito en punto a
Castilla (§ 559), se conocen las siguientes particularidades: la polaina larguísima, dos o tres veces
mayor que el pie, señalada por Eximenis como novedad en Cataluña, a fines del siglo XIV; el gran
uso de pieles, contándose que el conde de Ampurias compró en1380, a un pellejero barcelonés, 626;
el miriñaque o ahuecador (albarda o albardilla), mencionado en un pregón del siglo XV; las
zamarras largas hasta la cadera, cerradas en el cuello; las bolsas de seda guarnecidas de flecos y con
cantoneras de metal; los finísimos guantes fabricados en Lérida y que, al decir de las gentes, cabían
dentro de una cascara de nuez, los mantos, capas, etc., con que solían taparse la cabeza hombres y
mujeres, y que fueron objeto de prohibiciones como las contenidas en las Ordenanzas de Igualada,
que sólo permitieron este uso, en ciertos casos, dentro de la iglesia; y los trajes de los clérigos, que
hubieron de reglamentarse en 1388 (en Tortosa), prohibiéndoles los hábitos cortos o largos,
escotados, de colores, las botonaduras en ropas exteriores, las gramallas, sobrecotas y tabardos, las
mangas anchas y flotantes y los zapatos en punta, etc.
Consecuentemente con el lujo de los palacios, los trajes regios eran suntuosos y llamativos.
En su coronación, llevó Don Martín riquísima cota y manto, hechos de grandes tiras de tisú y
terciopelo con los colores rojo y oro. Al coronarse en Mallorca Pedro IV el Ceremonioso, llevaba el
traje siguiente: camisa romana de seda verde, con ramajes; dalmática de paño rojo historiado con
oro; estola y manípulo de lo mismo; corona de oro, perlas y piedras preciosas; cetro de oro con un
rubí, esfera de oro con cruz de perlas y pedrería, y espada toda cubierta de lo mismo. En Lo Somní
de Bernat Metje (§ 541) figuran otros muchos datos sobre la indumentaria y costumbres de la
época.
En consonancia con la suntuosidad en el traje, tenía que ir el desarrollo del arte de sastrería; y,
en efecto, los sastres catalanes, particularmente los de Lérida, tuvieron fama que competía con la de
los parisienses. Las modas catalanas trascendieron a otras tierras en el siglo XIV, como lo prueba el
hecho de vestir «a la catalana» ciertos embajadores venecianos que fueron a Verona en 1340.
Quisieron atacar los excesos con leyes suntuarias, que menudearon en el siglo XV; pero el mal no
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contraste en lo que toca a la vida en los castillos señoriales. Al paso que en unos, abiertos a las
modas provenzales e italianas, pasábase el tiempo en fiestas y se derrochaba el dinero, en otros —y
aun en aquellos mismos, según las circunstancias— conservábase el tipo feudal primitivo,
puramente guerrero y duro de condición. Véase sino cómo describe Marquilles, jurisconsulto
catalán del siglo XV (1448), aquella vida: «Ha mostrado la experiencia que en el establecimiento de
los castillos son necesarias provisiones como aceite, vinagre y también seda para fabricar cuerdas
de las ballestas; sal lapídea o sea de Cardona, y provisiones fáciles de conservar: éstas duran mucho
tiempo si, cocidas con agua, se ponen a secar al sol. Abundancia de leñas debe haber, así para
auxilio como para el fuego... no menor debe tenerse provisión de hierro, cáñamo, estopa, lana seca y
trapos para los heridos, al cuidado de los cuales habrá un médico cirujano con todos los necesarios
instrumentos y ungüentos... Debe haber así bien molinos de mano en abundancia, que muelen
muchas provisiones, aun trabajando pocos hombres... Debe procurarse que no haya en el castillo
dados ni tablas, ni ajedrez, porque estos juegos fomentan la pereza y excitan las riñas. Podrán los
guardias jugar, tirando al blanco con las ballestas o arrojando lanzas y dardos... Sean en él también
romances y libros de gesta, como por ejemplo, Alejandro, Carlos, Roland, Oliveros y de Verdún, de
Aucenill lo Daucer, de Ocover y de Bechón, y del conde de Mancull, y grandes libros y nobles
luchas y guerras que en España hubo, cuya lectura sirve de animación y deleite... Será bien que en
el castillo haya un huerto de coles y no menos hierbas medicinales (menta, salvia, petrocillo y
celiandria); plantaránse vides, aunque las más veces no llegaran a sazonar las uvas, dada la altura y
frío del lugar, generalmente agreste. Debe tener el castillo perros vigilantes, gansos y pavos en los
puntos en los cuales sea más fácil escalar; no deben faltar centinelas o atalayas, mayormente en
tiempo de niebla, la cual, si es densa, convendrá que las centinelas y todos los hombres ocupen el
muro. Debe saberse de qué manera se despacharán los palomos que llevan cartas...»
Aunque es muy verosímil que en esta descripción figuren algunos datos no coetáneos, sino
procedentes de lecturas o de recuerdos de costumbres ya pasadas, en general se desprende bien de la
lectura el hecho de supervivir en medio de la sociedad burguesa, afeminada, industrial, de entonces
(aunque turbulenta y peleadora, como sabemos), aquel tipo hosco y sobrio del castillo roquero. Sin
embargo, la decadencia señorial era cada vez mayor, y estos restos de los siglos pasados habían de
desaparecer muy pronto.
En lo que se marca bien el atraso real de las costumbres, no obstante el barniz de cultura
literaria y científica, es en la higiene pública y privada, enteramente rudimentarias en todas partes.
Verdad es que en las Ordenanzas municipales figuran con frecuencia prohibiciones iguales a las que
ya en la época anterior se leen en muchos fueros, v. gr.: de lavar loza o ropa sucia en las fuentes de
que se sirve el vecindario; de arrojar agua a la calle; de dejar basuras en la vía pública; de soltar en
ella los cerdos, y otras análogas. Pero ni se obedecían con el debido cuidado, ni iban acompañadas
de otras prácticas necesarias para prevenir enfermedades. Los mismos baños públicos, tan
frecuentes en los primeros siglos de la Reconquista y en el mismo siglo XIII (según se ve en
documentos de los reinados de Jaime I y Alfonso III), desaparecieron. Así es que las epidemias muy
frecuentes en aquellos tiempos y favorecidas por las guerras, se cebaban duramente en los pueblos,
como ya hemos indicado respecto de Mallorca y otros puntos. Contra ellas sólo se empleaban, por
lo general, las preces religiosas y el acordonamiento absoluto, acompañado de la prohibición de
entrar en las ciudades libres (cuyas puertas se cerraban) las gentes que procedían de puntos
infestados, incluso, a veces, las que habían hecho cuarentena. En el interior de los lugares atacados
se procuraba la desinfección por medio de fogatas y quema de muebles, ropas, etc.; sahumerios de
hierbas aromáticas; extrema vigilancia para descubrir los casos; imposición forzosa de limpieza
pública y privada; socorros a los pobres, y demás medidas análogas: todo lo que, combinado con el
acordonamiento, producía, como es natural (y en nuestros actuales tiempos también se ha visto),
que a los primeros síntomas escapasen las personas pudientes y las mismas autoridades, y el hambre
se desarrollase en los pueblos. En el siglo XV se introdujeron las cuarentenas marítimas, de que es
ejemplo la morbería u hospital contra la peste que, desde antes de 1471, existía en Mallorca, y el
458
lazareto a que iban los buques en que recaía sospecha de contagio. Tocante a las consecuencias que
traían las pestes, es curioso notar un acuerdo del Consell de Igualada (1442), el cual dio poder a tres
vecinos para concertar con gran diligencia matrimonios entre solteros, viudos y viudas, y buscar
acomodos en otros lugares si fuere necesario, para repoblar la villa, diezmada por epidemias y
guerras.
De la difusión del idioma catalán y de las costumbres, ya hemos indicado algo anteriormente
(§ 542). Como dato curioso debe consignarse que se introdujeron en Nápoles los frutos y flores
catalanes, de lo cual queda todavía memoria en una variedad de uva que allí se cultiva y se llama
«uva catalana», y en otras de jazmines, etc.
La colonia española, y en particular los elementos intelectuales, mostrábanse, no sólo
entusiastas de la cultura italiana, sino humildes discípulos de los humanistas de aquel país, cuya
superioridad reconocían. Así lo acredita la copiosa correspondencia del mismo rey Alfonso y de
Avalos, Centelles, Martorell. García Aznar de Anón, obispo de Lérida, etc., con Aretino, Filelfo, el
Panormitano y otros eruditos de Italia. Por su parte, éstos se interesaron, como era natural, por las
cosas de España, y escribieron varios libros referentes a la Casa real y a nuestra historia: v. gr., la
Historia de Alfonso V, por Fació; los Detti e fati, del Panormitano; la del rey Fernando (De rebus a
Ferdinando Aragoniæ rege gestis) por Lorenzo Valla (1445-46), que comienza con una amplia
descripción geográfica e histórica de España, y la biografía de Don Alfonso, por Vespasiano de
Bistici.
El rey procuró atraerse a los italianos, y en particular a los de Nápoles, con fundaciones y
obras de interés público. De ellas fue la Biblioteca alfonsina, germen de otras, servida por
numerosos empleados y riquísima en códices, que Alfonso hacía traer de todas partes (incluso de
Valencia, donde el canónigo Jaime Torres era su librero de confianza), ya comprados, ya para
copiarlos o para traducir las obras. Protegió mucho a los literatos, y se preocupó por la enseñanza
popular, como lo demuestra la creación, en 1453, de una escuela gratuita de primeras letras, cuyos
alumnos pasaban luego, con una pensión suficiente, a terminar sus estudios en París y en otras
Universidades. La Academia Alfonsina o Napolitana, en que se juntaban los eruditos españoles e
italianos, comenzó en 1442.
En el capítulo de obras públicas, se debe a él la ampliación y mejora del Castillo nuevo
(donde fijó su residencia) y la construcción de un Arco de triunfo anejo, que todavía se conserva.
Para el Castillo se emplearon materiales de las canteras de Tarragona, Gerona y Mallorca.
Directores de la obra fueron Arnau Sans, gobernador, y el mallorquín Antonio Sagrera,
interviniendo también Guillermo de este mismo apellido, Antonio Vico, Antonio Gomar, Pascual
Esteve (carpintero) y otros artistas españoles, en unión de varios italianos. El Arco de triunfo no se
terminó en vida de Alfonso; pero a éste, aparte la idea del monumento, le corresponde el encargo de
una estatua representando a la ciudad de Nápoles pacificada. Otras obras escultóricas encargó el
rey, unas a artistas italianos y otras a España (una Piedad de mármol traída de Aragón), la mayor
parte para el Arco.
También proveyó al ensanche y mejoramiento de la ciudad y del puerto de Nápoles,
construyendo murallas, parapetos, torres, castillos, la aduana nueva, calles y plazas. En todos estos
trabajos figuran artistas y obreros españoles.
Al propio tiempo formábanse en Roma otro núcleo importante de españoles. Alrededor de
Don Alfonso Borgia, nombrado Papa con el nombre de Calixto III (1455-58), agrupáronse varios
prelados compatriotas suyos, a los cuales favoreció mucho. En 1456 hizo cardenales a Luis Milá
(valenciano), a Rodrigo Borgia y Jacobo, hijo del rey de Portugal. Poco después elevó a igual
dignidad a Juan Milá. Y con éstos pasaron la mayor parte de su vida en Italia los obispos Alfonso
Carrillo, Juan Cervantes, Antonio Cerdano, Juan Torquemada (profesor de derecho canónico en
Roma durante 25 años), Juan Carvajal, Juan Casanova, Juan Moles, Pedro Ferrer, Alfonso Tostado,
Alfonso de Portugal y otros muchos, de quienes decía Eneas Silvio que eran «de vida correctísima y
de doctrina admirable». La afluencia de españoles (valencianos y catalanes, sobre todo) era tal, que
un escritor italiano escribía en 1458: «No se ve más que catalanes por todas partes.»
Nada de esto impidió, sin embargo, que se levantasen odios y envidias contra los españoles:
antes bien, el ser éstos dominadores en Nápoles, con usufructo natural de los cargos públicos, y el
nepotismo y favoritismo del Papa, hicieron que los italianos murmurasen con frecuencia y que se
suscitaran algunas contiendas personales. En general, y desde mucho tiempo antes, los catalanes —
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émulos de los italianos en el dominio del mar— gozaban allí de mala fama.
La elección de Calixto III promovió gran escándalo, y en los escritores contemporáneos de
Alfonso V abundan las pruebas del odio que despertaban los conquistadores, o del desprecio que
por su inferior cultura clásica sentían los italianos. Intentaron estos que, ya en su lecho de muerte, el
rey recomendase a su hijo que apartase de los cargos públicos a los aragoneses y catalanes y se
sirviese sólo de gente italiana. Acusábase a aquéllos de haber introducido en Nápoles los rufianes,
espadachines y envenenadores, así como muchas viciosas costumbres; y del propio Alfonso se decía
que era un «medio bárbaro» (Cosimo de Médici), «indigno del reino de Talia» y «tirano»; a pesar
de lo cual, en su corte se educaron jóvenes tan ilustres como Hércules y Segismundo de Este.
Al morir Alfonso V y Calixto III, la colonia española de Italia se disolvió en gran parte,
regresando no pocos nobles, prelados, poetas y artistas. Pero todavía continuaron viviendo en
Nápoles muchas gentes, y siguieron imperando numerosas costumbres importadas de España; y
como, por otra parte, la Casa real aragonesa y la napolitana eran del mismo tronco, las relaciones
entre ambos países se mantuvieron sin interrupción, a la vez que la influencia mutua: preparando así
el nuevo período de dominio directo que empieza con Fernando II, el Rey Católico.
Navarra
551. Cultura intelectual.
La cultura navarra en esta época tiene singular interés, como prueba de la honda penetración
que en aquel país logró la influencia francesa, ya de abolengo (§ 368) y acentuada cada día, hasta el
punto de hacer de Navarra, más que región española, una prolongación del reino ultra pirenaico.
Los veremos así en lo que respecta a muchos elementos de la cultura intelectual y sobre todo de la
artística.
No llegó a fundarse en Navarra ningún Estudio general. La población escolar acudía a los
establecimientos franceses y alemanes, como lo acreditan documentos de los siglos XIV y XV, que
dan también noticia de las pensiones de escolaridad, que solían conceder los reyes. De escuelas
inferiores sólo se conoce una de gramática, que existía ya en Sangüesa a mediados del siglo XV
(1445), aunque es de presumir hubiera otras, de que faltan noticias. La materia más cultivada por
los estudiosos parece haber sido el Derecho canónico o Decretales, que debió ejercer considerable y
perturbadora influencia en la vida jurídica del país, a juzgar por la prohibición que el fuero de Tu-
dela impone, para ser abogados, a los caballeros y clérigos que fuesen decretalistas. La mención de
un astrolabio construido en Pamplona por el maestro de obras Juan de Santo Archangelo y
destinado al palacio de Olite, y la de astrólogos que figuran en la comitiva de algún rey, hacen
pensar en el cultivo de la ciencia astronómica y de sus derivaciones fantásticas, hijas de la época.
Pero en general, la cultura del país debió ser escasísima. Lo revelan la ignorancia casi general de los
reyes, que no solían usar otros libros que los de rezo, y la del clero, reflejada en sus costumbres, de
que alguna idea hemos dado antes (§ 501). Interesante excepción de esta regla general ofrecen tres
personajes regios del siglo XV: el rey Don Juan II, su hijo el príncipe de Viana, y Don Juan d'Albrit
o Albret, marido de la reina Doña Catalina (§ 421).
El rey Don Juan, muy influido por las corrientes clásicas e italianas de la época, fue asiduo
lector de Dante, favoreció la traducción de autores latinos (entre ellos Virgilio, cuya Eneida, vertida
por Don Enrique de Villena, se debió a los ruegos de Don Juan) y proporcionó amplia educación
literaria a su hijo Don Carlos. Acentuáronse mucho en éste las influencias clásicas e italianas,
fortalecidas en él durante su viaje a Nápoles, donde figuró algún tiempo al lado de Alfonso V.
Amigo de todo género de cultura, muy dado al estudio, y escritor, quizá el más importante de
Navarra en este tiempo, reunió una notable colección de objetos artísticos (joyas, tapices, medallas,
etc.) y una biblioteca de más de cien obras de autores latinos y franceses, en las que estaban
representadas, además de la Biblia, la filosofía, la historia, la poesía, los libros caballerescos, etc.
Sus aficiones clásicas se demostraron con la traducción de las Éticas de Aristóteles, comentadas; los
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ensayos de oratoria, de que es excelente muestra su Lamentación a la muerte del rey Don Alfonso;
la Epístola a los valientes letrados de España, exhortándoles a que emprendiesen la redacción de
una obra de moral universal, y la Crónica de los reyes de Navarra, en que el príncipe, no obstante
su afán de claridad y exactitud, dio entrada a más de una leyenda.
Mayordomo de Don Carlos fue el célebre poeta mosén Pere Torrellas, de quien se hizo
mención oportunamente y a cuyo lado figuraron otros muchos escritores navarros y catalanes, como
Fogassot, Gibert, Boscá, Boixadors, constando igualmente la existencia de relaciones literarias entre
Don Carlos y Corella, March y otros autores de la escuela catalana (§ 543). Las poesías de este
tiempo fueron reunidas en un Cancionero, por Pero Martínez. Contemporáneos de aquéllos son
Gonzalo Dávila, que en una de sus poesías alude a la guerra de beamonteses y agramonteses, y un
Antón de Mora (navarro o aragonés), que mantuvo con Dávila una de aquellas discusiones poéticas
tan comunes a la sazón.
Del otro erudito de sangre real, Don Juan de Labrit, se sabe que reunió en su palacio de Pau
numerosa biblioteca y escribió genealogías de casas ilustres por su nobleza. Pero el influjo de Don
Juan llegó ya tarde, y, además, pertenece a la corriente puramente francesa, a distinción de la
española que personifica el de Viana; porque es muy de notar que, no obstante la fuerza grandísima
de los elementos extraños que obraban sobre la cultura navarra, y a pesar de la existencia de un
idioma nacional (el vasco), Don Carlos y todos los autores de la época usaron en sus escritos el
latín, o, más preferentemente, el romance castellano: con lo cual demostraban una vez más el
predominio intelectual que las regiones centrales iban alcanzando rápidamente en toda la Península.
Predecesor del de Viana en este camino, y en los estudios históricos, fue Fray García de Euguí,
obispo de Bayona y confesor de Carlos III, el cual escribió, también en castellano una Crónica
general de España hasta Don Alfonso XI, muy falta de crítica.
No impidió esto la difusión de la poesía provenzal, que desde comienzos del siglo XIII había
penetrado en Navarra (§ 368) y tuvo allí cultivadores; así como de la catalana, en que figuran, a
título de bilingües, varios hteratos de origen navarro, aparte los catalanes citados ya. De la poesía
indígena, en vascuence, no hay testimonio ninguno auténtico. Su cultivo no debió pasar de
manifestaciones populares de escasa importancia, que no han llegado a nosotros.
Con tan escaso y tardío bagaje, compréndese que la influencia literaria navarra no se dejase
sentir en otros países, de los cuales, por el contrario, todavía fueron imitadores o discípulos los
escritores de aquella nación. No es, pues, maravilla que la compañía navarra que —como las bandas
de catalanes y aragoneses (§ 406), fue a Oriente en el siglo XIV, al mando de Don Luis de Evreux,
hermano del rey Carlos II y con auxilio de éste, para reconquistar la Albania (que perteneció antes a
la familia de la duquesa de Durazzo, mujer de Don Luis)—, no obstante ir formada en su mayor
parte de gente noble y a pesar de los arraigados gustos artísticos del príncipe d'Evreux, no dejara
huella en los países dominados. Muerto Don Luis en 1376, la compañía pasó al servicio del último
emperador de Constantinopla, Jaime de Baux (1380), quien la hubo de utilizar contra los catalanes y
aragoneses que ocupaban los ducados de Atenas y Neopatria y la Morea. Apoderáronse de una gran
parte de éstos los navarros; pero su dominación fue cortísima, pues ya en mayo de 1380 habían
perdido la ciudad de Atenas, y, con ello, su influencia deleznable. En la Morea, que conquistaron
poco después —asentándose allí y entrando en buenas relaciones con los aragoneses y catalanes a
quienes habían combatido anteriormente—, tampoco dejaron vestigios que interesen desde el punto
de vista de la cultura, el idioma, etc.
claustros de esta iglesia es del primero de los siglos citados, así como el presbiterio, naves y coro;
otro pertenece al XV. Lo mismo se advierte en la capilla de San Agustín contigua a la Colegiata de
Roncesvalles, con rica bóveda de crucería y florones con figuras. La iglesia de San Saturnino en
Pamplona es también ojival, con trozos del siglo XIII y otros del XIV. De un templo pamplonés
dedicado a Santa Eulalia y demolido en el siglo XVI, se tienen noticias que hacen deplorar
grandemente su desaparición, pues según ellas tenía dos portadas, claustros, sillería de coro «muy
bien labrada», retablo hermoso, órgano, tres campanarios (uno de ellos con reloj) y muchas pinturas
murales, entre las que figuraba una representación de la Danza de la muerte. De los edificios civiles
de la capital quedan restos, siendo notable una ventana del palacio del duque de Granada (siglo
XV).
La escultura, de tipo francés, muéstrase en las portadas y capiteles (v. gr. de la iglesia de San
Saturnino y de los antepechos del coro y del púlpito en la de Tiebas); en las imágenes exentas,
como la Virgen de Huarte (1349), esculpida en mármol, y la de Roncesvalles (del XIII), chapeada
de plata, y en relieves como el curiosísimo de la Adoración de los Magos (catedral de Pamplona:
claustro del XIV).
La misma escuela se advierte en los objetos de orfebrería que se conservan: el relicario
llamado Tablero de ajedrez (Roncesvalles: siglo XIII), de plata esmaltada, con 31 composiciones;
el de la catedral de Pamplona (siglo XIV), adornado con valiosa pedrería; la arqueta de plata con
chapas de oro que sirvió de crismera en Roncesvalles; aparte muchas alhajas profanas (vajillas de
plata y oro con esmaltes y piedras, coronas, joyeles, etc.) que se sabe hubo en los palacios reales de
Pamplona, Sangüesa, Estella, Tudela, Olite y Tafalla. De bordados, consérvase una rica capa pluvial
de fines del siglo XIII, bordada y regalada a Roncesvalles por la reina Santa Isabel de Portugal y
notable por las figuras del Calvario (en sedas de colores e hilos de plata y oro) que ostentan su
precioso capillón. Hay, por último, notables ejemplares del grabado de sellos, como el de San
Nicolás, de 1274, y el de Carlos II (1564).
La pintura siguió iguales derroteros que las demás artes: muéstranlo así (ya que nada pueda
decirse respecto a las desaparecidas de Santa Eulalia), la Crucifixión, tabla francesa de fines del
XIII, ejecutada al temple y con basamento del XIII o del XIV (catedral de Pamplona) y otros restos.
La pintura sobre cristal debió tener escaso desarrollo en Navarra, si se juzga por el curioso dato de
que en los palacios reales (donde el lujo tomó en otros respectos vuelo extraordinario) no se usaban
cristales, tapándose los huecos de las ventanas con telas enceradas. En cambio, abundaron los
tapices de artistas franceses, como se ve en cuentas del rey Carlos III, quien tenía a sueldo tres
tapiceros, uno de ellos el maestro Andrés, señalado como autor de bordados de seda y oro.
Aparte todos estos restos y noticias de obras de arte, conservan los documentos de la época
memoria de varios artistas, pintores y escultores, cuyos nombres revelan a veces que la educación
francesa prendió bien en gentes navarras y sacó notables discípulos; con vislumbres, también, de
influencias orientales que perduraban en manos de judíos. Así se ve en los plateros del siglo XIV,
Rollet el judío, Achach Acaya, Martín de Ichove, Juan de Toro, Juan de Sancto Archangelo, que
con Daniel de Bonte y otros, de seguro origen francés, trabajaban para la Casa real; en los pintores
Pedro de Tudela, Juan de Pamplona, Juan de Laguardia y Guillermo de Estella, de que se valió
Carlos III para ornamentar el palacio de Olite (comienzos del siglo XV): en Pedro Pérez de Arrieta,
que pintó para Carlos II (1357) un frontal de tablas; Miguel de Leyún, que decoró, con «oro y finos
colores», habitaciones de Carlos III; el maestro Eurich, pintor de banderas y otras cosas (1406-7); el
escultor o imaginero Juan Lome, autor de los sepulcros de Carlos II y Carlos III, este último en el
coro de la catedral de Pamplona, y el judío Simuel-ben-Benist, que vendió al citado rey un rico
paño de oro. Por desgracia, las noticias que de todos estos artífices e industriales poseemos son muy
deficientes para poder determinar el género y condiciones de sus obras.
553. Costumbres.
En líneas generales, el cuadro de las costumbres navarras es igual, en las clases altas sobre
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todo, al de las castellanas y aragonesas. La misma preponderancia del elemento caballeresco (más
acentuadamente francés por tener muy cerca el modelo y la influencia), expresándose, sobre todo,
en el afán de aventuras y conquistas, de que son elocuente muestra las expediciones a Grecia (§
551) y la llevada a cabo por cien hidalgos del Baztán a Tierra Santa; en los torneos y duelos (rieptos
o bataillas), celebrados con mucha concurrencia de curiosos y gran lujo de trajes: como el duelo
entre el señor de Camar y el de Asiain (1379), en que los testigos enviados por el rey vestían rico
paño de granza de Angers, comprado ex profeso; y en la abundancia de castillos señoriales, asiento
de diminutas cortes, remedo de las de Provenza. El lujo y ostentación de la vida toman
manifestaciones exuberantes, ya en los palacios de los reyes, como el de Olite y el de Tafalla, de
soberbia construcción, y los de Pamplona y Puente la Reina, no menos importantes; ya en la
servidumbre real, numerosísima y compleja, como en la corte de Carlos II, en la de Carlos III y en
la del príncipe de Viana, quien tenía a su servicio más de 39 oficios, desempeñados por doble o
triple número de personas (secretario refrendario, donceles, ayo, escudero, amo o mayre de Palacio,
clérigos, médico, cirujano, caballerizos, porteros, copero, sonador de arpa o juglar, etc.); ya, en fin,
en los saraos y fiestas (salas), como la del rey de la faba o de Reyes, las coronaciones, procesiones
y exequias: v. gr., las suntuosísimas de Carlos II, celebradas a la vez en Pamplona, Roncesvalles y
Ujué, con gran gasto de catafalcos, carrozas, escudos dorados, pinturas, caballos y armaduras, en
que se emplearon, entre otras cosas, más de 3.200 hojas de oro y 600 de plata. Cuando Carlos III
hizo, en 1397-98, un viaje a París, acompañábanle, además de muchos nobles y eclesiásticos, otros
servidores, hasta 75, con escolta de 324 caballos; y aunque el rey de Francia le hizo donación de
30.000 escudos de oro, todavía tuvo necesidad de pedir prestados al duque de Orleáns 2.000, de
vender varias alhajas y de empeñar su vajilla de oro y la de un hermano suyo. No hay que decir que
en los festejos reales abundaban los bufones, juglares, graciosos, tocadores de arpa, guitarra, laúd,
bailarines de cuerda y otras gentes por el estilo, que figuran en cuentas del tiempo de Carlos II y III.
No menos ostentación se hacía en la caza, ejercicio predilecto, aquí como en los demás países, de
reyes y nobles, favorecidos en esta diversión por la abundancia de bosques que había en Navarra;
no siendo raro que usasen, para la caza mayor, de leopardos amaestrados, o que los monarcas, como
Carlos II, viajasen acompañados de leones en domesticidad o los regalasen a los soberanos de otros
países, v. gr., el de Aragón (1384). La diversión se convirtió en oficio reglamentado entre los
plebeyos, constando la existencia, en el siglo XIV, de gremios de cazadores. Para la cetrería
empleábanse, como de costumbre, halcones traídos a gran coste de lejanas tierras, cubiertos de
caperuzas recamadas de oro y aljófar y llenas las patas de cascabeles, que llevaban grabadas las
armas del dueño. También gozaron de gran favor las corridas de toros, siendo la primera de que se
tiene noticia, al parecer, la celebrada en Agosto de 1385 en Pamplona. Por cierto que, tanto en ésta
como en otras posteriores, los matatoros que figuran procedían de Zaragoza. Los toros se mataban a
rejón o venablo. Los de cuerda son de fecha anterior. Ya por entonces eran célebres los navarros y
los vascongados todos, en el juego de pelota y en los bailes populares, como el «de las espadas» y
otros.
Del lujo en los trajes algo se ha dicho al hablar de las artes. Claro es que en ellos, como en
todo, tenía que dominar la moda francesa. En documentos regios del siglo XIV encontramos la
mención de hopalandas de paño negro de Londres, abotonadas por delante, otras de escarlata
bermeja, mantos de cabalgar, capirotes, calzas, etc. A comienzos del XV se trató de poner coto al
lujo, pero este intento no prosperó, volviéndose pronto a los malos hábitos en este orden.
Respecto de las costumbres populares, consérvanse curiosas, aunque fragmentarias noticias.
Es de notar la disposición del Fuero en que se manda que el infanzón vista a su mujer según su
clase, y se señalan las telas y adornos que debe darla cada año (saya ancha con mangas de fustán,
cinta de lana que se llama faisa, etc.), así como la comida: cada veinte días, un robo de trigo,
conducho, un tocino y cinco cocas de vino. Aparte la de embargar el cadáver del deudor hasta que
la deuda fuese pagada —práctica que todavía en el siglo XV estaba en uso, y que no es sólo del país
navarro—, hállase la siguiente, de un realismo feroz. Para probar que un deudor que había sufrido
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enfermedad estaba ya sano, se le acostaba sobre un lecho de paja al cual se prendía fuego; si saltaba
a fuera, se le reputaba curado, y si no, los testigos peritos clasificaban la enfermedad.
Los enterramientos se hacían, por lo común, llevando al cadáver en ataúd descubierto y con el
mismo traje que usó en vida. Si el muerto era caballero, su caballo y armas se ofrecían al sacerdote
que había celebrado los sufragios. También eran usuales las plañideras (aurots) y los banquetes
funerarios (enterrorios), en que se gastaban sumas enormes.
Por ser Navarra sitio de paso para los numerosos peregrinos extranjeros que visitaban el
sepulcro de Santiago y otros lugares españoles, se atendió a ellos en forma igual a la que hemos
visto en Castilla y, particularmente, con el establecimiento de hospitales, de los que en el siglo XIII
había ya dos (uno de hombres y otro de mujeres) en Roncesvalles, según describe un poemita latino
existente en el archivo del monasterio.
Entre las varias epidemias, siempre terribles, que en estos tiempos azotaban a la humanidad,
era de las más temidas la lepra. En Navarra, como en todos los países, la legislación dictó el
aislamiento de los leprosos o gafos; y, probablemente, de ellos se formó la raza o clase especial de
los agotes, que suena en documentos de los siglos medios y que, al parecer, todavía era abundante
en el siglo XVIII.
de modelos nuevos, y tallados en forma de prismas y facetas o de cintas y flores; los arcos varían
mucho, unos de herradura, otros apuntados y mitrados, notándose la tendencia a preponderar éstos
aunque con carácter decorativo; la construcción es arquitrabada y entramada; los tímpanos están
perforados y decorados; las cubiertas son planas y, donde hay cúpulas, ofrécense adornadas con
estalactitas o colgantes; en los zócalos úsanse con profusión y riqueza las chapas de azulejos en
colores; los motivos de decoración son, ya geométricos (tracerías, especialmente), ya de flora
esquemática, y todo ello realzado por viva policromía y toques dorados, constituyendo un conjunto
llamativo y brillante. Por último, y como nota muy importante, aunque no nueva ni desusada, según
ya sabemos (§ 188), abundan en los edificios granadinos las pinturas y las esculturas, además de las
inscripciones árabes decorativas.
El edificio (o conjunto de edificios) que muestran reunidos estos caracteres con mayor riqueza
y variedad, es la Alhambra (la Roja?, por el color de sus defensas y muros exteriores) de Granada,
en el que deben notarse los trozos siguientes: las salas de los Baños, como ejemplo de la parte más
antigua de lo construcción; la mezquita; el patio de los Leones y las salas de Justicia, de las dos
Hermanas y de los Abencerrajes. Además de las construcciones que hoy subsisten, había en el siglo
XV otras, entre ellas la gran aljama que luego fue derribada (o se hundió, según otros) y que, según
Benaljatib, era un monumento grandioso «por la riqueza de su ornamentación, lo grueso de sus.
pilares o columnas, adornados con basas o capiteles de plata (?) y por lo primoroso de sus
lámparas». Fue fundada y dotada por el sultán Mohámed III.
En cuanto al origen de la arquitectura granadina, se ha discutido mucho. Algunos críticos, con
muy fuertes razones, la creen importada de Oriente, donde se encuentran edificios (en Armenia,
Persia, Egipto, India, etc.) cuyo estilo se enlaza con el de aquélla, aunque parece más desarrollada y
con mayor riqueza artística en Granada.
En el techo de la sala de Justicia están las únicas y famosas pinturas de la Alhambra. Son tres:
en una de las cúpulas aparecen representados reyes moros; en otra una cacería y en la tercera una
aventura de amor. Es insegura la atribución de estas obras. Lo más probable es que sean italianas,
del XV, pero no falta algún crítico que cree posible referirlas a un pintor catalán de aquellos
tiempos. También las hubo, según testimonio de Ben Jaldún, en muchos palacios y casas de
Granada.
En escultura, aparte los adornos de los muros y la decoración de capiteles, hay que señalar
como obras importantes: los leones del patio de la Alhambra ya citado; otros que se conservan hoy
en el carmen de Arratía o de la Mezquita; y las escenas de caza y lucha de fieras talladas en una de
las pilas de la desaparecida mezquita mayor de la Alhambra. Probablemente estas obras, como los
pictóricas antes mencionadas, son de artistas cristianos, españoles o extranjeros.
Los tipos y procedimientos de decoración de la Alhambra reflejáronse en las demás artes
menores: así se ve en la orfebrería, de que hay muestra notable en lámparas, espadas y collares, y en
la cerámica, cuyas manifestaciones principales fueron (continuando la tradición, § 188): el azulejo,
los jarrones, de que subsisten ejemplares admirables, y los platos: todo ello propagado por los
mudéjares en territorios cristianos (§ 536 y 546), con más o menos modificaciones en el dibujo.
Ben-Batuta habla con elogio de los platos dorados que en su tiempo (siglo XIV) se fabricaban en
Málaga.
En cuanto a los trajes, aparte algunos dibujos contemporáneos (o muy próximos al fin del
reino granadino), Benaljatib dice en uno de sus libros que la vestimenta principal usada por los
habitantes de Granada era, en invierno, «el alquicel de tipo persa, con almalafas (lienzos que usaban
las mujeres en lugar de manto) ostentosas y otros trajes de mucho precio de lana, lino, seda, algodón
y pelo de cabra, mantos africanos y vestimentas tunecinas, que se hacen de seda gruesa, con
vistosas labores. En estío visten todos blancos almaizares (tocas), de suerte que, al verlos en las
mezquitas los viernes, parecen flores abiertas en un prado fértil, bajo la templada atmósfera de la
primavera». De las armas dice que los soldados andaluces usaban en lo antiguo «las que estaban
también en uso entre los Romíes (cristianos), sus vecinos y adversarios, como anchas lorigas,
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escudos pendientes, cascos gruesos de hierro, lanzas de punta ancha y sillas de poca firmeza.
Delante llevaban sus abanderados, y en pos de ellos los demás guerreros... Pero más tarde dejaron
dichas armas y empezaron a usar corazas cortas, cascos ligeros, sillas de montar árabes, escudos de
ante y lanzas delgadas». De los soldados africanos que había en Granada, escribe: «Forman varias
cohortes (o compañías), capitaneadas cada cual por su arráez (caudillo) y sujetos éstos a un arif
(general), que lo suele ser algún magnate de las tribus merinitas y de la parentela del rey de
Almagreb. Y aunque apenas se ven imamas (turbante árabe) en el traje de los habitantes de esta
corte, exceptuando algunos de sus jeques, alcaldes y sabios, el ejército africano las usa
generalmente. Las armas que lleva la muchedumbre de estos Magrebitas son astas largas,
duplicadas con otras cortas, que tienen en su mitad ciertos lazos, (o nudos) y que empujan con las
puntas de los dedos al lanzarlas: a estas armas nombran matasas (cuerdas), pero también suelen
llevar arcos europeos (franchíes) para sus ejercicios diarios.»
Respecto de las mujeres dice (§ 519): «Usan hoy día ricos collares, brazaletes, ajorcas, (en los
tobillos) y pendientes de oro puro con mucho de pedrería y de plata en el calzado. Esto en la clase
media, porque las damas de la clase más principal, como son las pertenecientes a la aristocracia
cortesana o a la antigua nobleza, ostentan gran variedad de piedras preciosas, como rubíes,
crisólitos, esmeraldas y piedras de gran valor. Las granadinas son hermosas, distinguiéndose por lo
regular de su estatura, lo garboso de sus cuerpos, lo largo y tendido de sus cabelleras, lo blanco y
brillante de sus dientes, lo perfumado de su aliento, la graciosa ligereza de sus movimientos, lo
ingenioso de sus palabras y la gracia de su conversación. Mas por desgracia han llegado en nuestros
días a tal extremo en el atavío, el afeite y la ostentación, en el afán por las ricas telas y joyas y en la
variedad de los trajes y adornos, que ya es un desenfreno.»
468
Consejo real, Garci López de Chinchilla; el primero, como gobernador y visorrey, y el segundo
como corregidor, acompañados de un cuerpo de 500 jinetes escogidos. Ambos delegados reunieron
cortes en Santiago, a las cuales leyeron sus poderes, que consistían en formar un tribunal superior
de Justicia para avocar a sí todos los pleitos y causas, desterrar a todas las personas que creyesen
perjudiciales, prender a todos los que lo mereciesen, poner jueces y corregidores donde fuera
necesario, y levantar en armas la gente de que pudieran necesitar. En el mismo año se había
establecido en Galicia la Hermandad Real, que de antiguo existía en Castilla (§ 445) y que, como
veremos, reorganizaron con mayor amplitud los Reyes Católicos (1476).
Acuña y Chinchilla procedieron, sin perder tiempo y con energía indomable, a pacificar el
territorio gallego. De acuerdo, en parte, con los mismos señores (que hubieron de someterse) y, en
parte, por la fuerza, hicieron derribar hasta 46 castillos, entre ellos, tres del conde de Altamira y seis
del de Camiña; obligaron al pago de los tributos al rey, que desde años atrás tomaban para sí los
nobles; restituyeron a las iglesias y monasterios muchos bienes, heredamientos y beneficios
detentados por gentes poderosas, y condenaron a muerte «a muchos hombres —dice el citado
Pulgar— que habían cometido en los tiempos pasados fuerzas y crímenes, entre los cuales... un
caballero que se llamaba Pedro de Miranda y otro... que se llamaba el mariscal Pedro Pardo... Y
después de presos daban grandes sumas de oro para la guerra de los moros, porque los salvasen las
vidas; pero aquel caballero (Acuña) y aquel letrado (Chinchilla) no lo quisieron recibir». Todavía la
hija y el yerno del mariscal quisieron resistir en el castillo de Villajuán, pero fueron vencidos. El
conde de Lemos, por su parte, también se opuso al gobernador, y fue preciso que los reyes mismos
anunciasen su venida a Galicia para que cejase en el sitio que había puesto al castillo de Lugo.
Otros señores, en fin, que quisieron ignalmente renovar las pasadas turbulencias, fueron
dominados;. y los malhechores de menor cuantía que abundaban en el país, se apresuraron a
marchar lejos de la acción de la nueva Justicia.
En Andalucía ocurrió lo propio. Luchaban allí principalmente dos partidos, que dirigían el
duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz, manteniendo el país en una verdadera guerra civil.
La reina Isabel abrió audiencia pública en Sevilla para oír a los oprimidos y perjudicados con estas
banderías. La información abierta demostró que las violencias, asesinatos, robos, etc., eran tantos,
que, a juicio de Pulgar, «pocas gentes había en Sevilla libres de toda falta: unos por haberla
cometido, otros por haberla ocultado, otros por haberse aprovechado de ella». La reina castigó sin
piedad. Más de 4.000 personas tuvieron que salir de Sevilla por miedo a la justicia, y aunque Doña
Isabel dio una amnistía, exceptuó de ella a muchos criminales. Los mismos duque de Medina
Sidonia y marqués de Cádiz fueron desterrados de la población. Al marqués de Aguilar y al conde
de Cabras se les prohibió residir en Córdoba.
En Castilla se procedió de igual modo. Don Fadrique Enríquez, señor de Simancas y Medina
de Rioseco, fue preso y relegado a Sicilia. El duque de Alba se vio obligado a restituir la villa de
Miranda que tenía detentada, y su alcaide de Salvatierra fue ahorcado por haber insultado de palabra
y obra a un agente del rey. El castillo de Castroñudo, que, con otros seis, más de la ribera del Duero,
estaba en manos de un alcaide forajido, Pedro de Mendaño, fue sitiado y tomado después de once
meses, así como los de Hornachuelos, Andújar, Bujalance, Mérida, Medellín, Montánchez y otros,
en que los reyes colocaron alcaides de su confianza. En Toledo hicieron degollar a Fernando de
Alarcón, favorito del arzobispo y reo de varios delitos, y en Medina del Campo al caballero gallego
Alvar Yáñez de Lugo, quien ofreció por rescate de su vida 40.000 doblas, no aceptadas. Para
terminar, los reyes hicieron destruir todas las fortalezas que no eran absolutamente indispensables
para la defensa del territorio, y particularmente las que, como la de Madrigalejo, v. gr., habían sido
centro de robos y crímenes.
Con estos procedimientos, se logró en pocos años la pacificación del reino, haciendo
desaparecer las reliquias de las turbulencias ocurridas en tiempo de Enrique IV y de la guerra
dinástica.
470
tratado de paz, y se apoderó de ella (Agosto 1487), haciendo cautivos a todos sus habitantes. Lo
mismo hizo con los castillos de la Ajarquía y Vélez, a pesar de pedir éstos la paz y de hallarse
también comprendidos en el tratado. En 5 de Diciembre de 1489 fue tomada por capitulación, y tras
un sitio muy prolongado, Baza. A esto siguió la sumisión de El Zagal, quien hizo entrega de la villa
de Guadix y de todos los territorios que le obedecían, desde Almería y Almuñécar hasta la alquería
de la Padula, comprometiéndose a dar ayuda a los castellanos contra Abdallah, reducido a Granada
y su término. Le apremió Don Fernando para que capitulara y particularmente para que entregase la
fortaleza de la Alhambra, prometiéndole en cambio (según dicen los autores árabes) grandes
riquezas y la soberanía de una ciudad andaluza, a su elección. Pero Abdallah y su gente, en vez de
acceder, proclamaron la guerra santa, pidiendo el cumplimiento de lo pactado con Don Fernando y
Doña Isabel. La consecuencia de esto fue poner sitio a Granada (Mayo 1490) las tropas de Castilla,
a las que auxiliaban muchos renegados. Pero no se hizo por entonces nada decisivo, retirándose
Don Fernando después de dejar bien guarnecidos los castillos cercanos a la capital.
Siguió a esto una campaña, en general favorable a Boabdil, quien recuperó varias fortalezas.
Pero los castellanos volvieron con grandes refuerzos y, después de haberse desentendido Don
Fernando de El Zagal (a quien para nada necesitaba ya y que, desengañado, emigró a Tremecén con
algunos de sus amigos), penetró en la vega de Granada (1491), poniendo definitivo sitio a la ciudad.
Acompañábale la reina Doña Isabel. Levantado el campamento en la alquería del Gozco, un
incendio destruyó todas las tiendas; pero los reyes decidieron construir un recinto murado con
viviendas y fosos, utilizando los materiales de las alquerías próximas, que fueron demolidas. A esta
población militar se llamó Santa Fe. Durante muchos meses combatieron, en los alrededores de
Granada, musulmanes y cristianos, con grandes heroicidades por parte de unos y otros, señalándose
las de Hernando Pérez del Pulgar, Gonzalo de Códoba y los moros Tarfe y Muza. Pulgar, que fue
llamado el de las Hazañas, tuvo el atrevimiento de entrar una noche en Granada seguido de 15
caballeros, y llegar hasta la puerta de la mezquita, donde dejó clavado un cartel con las palabras Ave
María (21 Octubre 1491). Respondió a esto Tarfe, atando a la cola de su caballo el cartel y
presentándose en el campamento castellano, donde pereció en duelo singular con el caballero
Garcilaso de la Vega. Por su parte, Muza acometió cierto día, él solo, a las tropas cristianas, y al
verse perdido se arrojó al río, donde murió ahogado.
Sobrevino, al cabo, el hambre en Granada, y se pensó en la capitulación (Diciembre 1491),
dado también que habían perecido muchísimos combatientes y no cabía esperar auxilios de África.
que los moros podrían discurrir libremente por tierra de cristianos con seguro de sus personas y
bienes; que no se les impondrían señales en el traje como se hacía con los judíos y mudéjares; que
se les respetaría el almuédano y todas las prácticas religiosas, y que el rey cristiano garantizaría con
su firma la capitulación.
El primer sitio que ocuparon los castellanos fue la Alhambra (2 Enero 1492), y días después
hicieron los reyes su solemne entrada en la ciudad. Nombraron en ella multitud de funcionarios
musulmanes; cadíes, alfaquíes, escribanos, porteros, trujimanes o intérpetres, alguaciles, etc., y
favorecieron de tal moda a los vencidos, que los cristianos decían a los musulmanes: «Más
glorificados y honrados que nosotros estáis vosotros ahora por nuestro rey.» Sin embargo, muchos
habitantes de Granada y de la Alpujarra optaron por la emigración, vendiendo a bajo precio sus
haciendas, ganado e instrumentos.
Boabdil continuó viviendo en la capital por algún tiempo, hasta que los Reyes Católicos le
hicieron retirarse a Andarax (hoy Laujar) y de allí al África, desembarcando en Melilla con 1.120
personas de su familia y servidumbre. Es falsa la tradición que ha dado lugar al nombre de El
suspiro del Moro, y a la conocida frase que se supone dicha por la madre de Boabdil: «Haces bien,
hijo mío, en llorar como mujer lo que no fuiste para defender como hombre.» Boabdil murió en Fez
el año 1518, según unos autores y el 1533 según otros.
Bien pronto los vencedores cambiaron de política. Olvidando los artículos de la capitulación,
vejaron a los musulmanes, ya con limitaciones de su libertad, ya con nuevos tributos y, por último,
con la coacción, más o menos velada en la forma, para que abrazasen el cristianismo. Dirigida en un
principio la propaganda por el arzobispo Fray Hernando de Talavera, el conde de Tendilla y
Hernando de Zafra, en términos prudentes y por medio de la predicación, habíanse obtenido
bastantes conversiones. Pero el celo excesivo de otros personajes de la corte, entre ellos el confesor
de la reina y arzobispo de Toledo Ximénez de Cisneros, mudó tales procedimientos por otros de
fuerza, pues no sólo importunaban para lograr la abjuración, sino que, según dice un cronista
castellano, «a los que no se querían convertir echábalos en la cárcel y trabajaba con ellos por todos
los medios posibles, que se convirtiesen. Pareció que esto tocaba a muchos moros y se
escandalizaban de ello». Quejáronse, en efecto, a los reyes, de aquella infracción de las
capitulaciones, y por último, se sublevaron los del Albaicín, a consecuencia de haber querido dos
criados de Cisneros arrebatar a una joven mora para convertirla. Sólo merced a la voz y prestigio de
Fray Hernando de Talavera y a la intervención del conde de Tendilla, pudo apaciguarse la
sublevación. Don Fernando y Doña Isabel desaprobaron en un principio la conducta de Cisneros,
pero luego se dejaron vencer por la opinión de éste, quien, entre otras cosas, alegaba que,
habiéndose sublevado los moros del citado barrio, quedaban derogadas las capitulaciones. Trataron
los musulmanes de guarecerse tras la protección del sultán de Egipto, a quien dirigieron una carta, y
este soberano envió al Papa una embajada pidiéndole que obligase a los Reyes Católicos al
cumplimiento de lo pactado, so pena de expulsar de Egipto a todos los cristianos que allí moraban.
Pero esta acción diplomática quedó sin efecto, por el envío de un embajador castellano, Pedro
Mártir de Anglería, quien convenció al sultán de que no había injusticia en la conducta de los reyes
castellanos. Desalentados los moros granadinos, se convirtieron, dícese que en número de 50.000
(1499). Cuenta un autor árabe, Almaccarí, que entre las razones aducidas por los cristianos para
hacer abjurar a los moros, se contaba la siguiente, en que aludían a la condición de renegados (§
508) que tenían muchos granadinos: «Tu abuelo era cristiano y se hizo musulmán; pues hazte tú
ahora cristiano.» Para afirmar la obra de la conversión, Cisneros hizo quemar en una de las plazas
de Granada (la de Bibarrambla) considerable número de Alcoranes y otros libros religiosos
mahometanos, reservando los de filosofía, historia y ciencias médicas y naturales, parte de los
cuales (unos 300) hizo llevar al colegio de San Ildefonso, en Alcalá. Entre los quemados había
hermosos ejemplares caligráficos, con ricas encuademaciones y registros de oro y plata.
Pero la política de Cisneros exasperó a los musulmanes de otros puntos, que no querían
convertirse, y se sublevaron los de la Alpujarra, Baza, Guadix y sierra de Filabrés, Costó mucho
473
esfuerzo y sangre a las tropas castellanas el apoderarse de algunos de los puntos citados, en que
hicieron cautivos a mujeres y niños, bautizándolos por la fuerza. La sublevación retoñó en el
Algarbe andaluz o serranía de Ronda, donde resistieron mucho tiempo, logrando una victoria con
muerte de varios caudillos castellanos, entre ellos Don Alonso de Aguilar, hermano de Gonzalo de
Córdoba. Estrechados, al fin, por el mismo rey Don Fernando, capitularon, concertando que los que
no quisieran abjurar pudiesen trasladarse al África, como así hicieron muchos (1501). Desde
entonces no hubo en Andalucía más que musulmanes convertidos, que se llamaron moriscos; si bien
la mayoría de ellos, como sus mismos autores dicen, «aunque cristianos en la apariencia, no lo eran
en sus corazones, porque adoraban a Allah en secreto y hacían sus oraciones y abluciones en las
horas acostumbradas; pero vigilados constantemente por los cristianos, algunos de ellos fueron
quemados». Completaron los reyes su política en este punto dictando, en 11 de Febrero de 1502,
una pragmática, en virtud de la cual obligaron a todos los mudéjares de Castilla y de León a que
abjurasen o saliesen de España. Se ignora el número de los que adoptaron respectivamente uno u
otro camino; pero se cree que los más abjuraron, convirtiéndose en moriscos. Fueron exceptuados
de aquella medida los mudéjares esclavos, que se conocieron con el nombre de moros cortados.
propósitos; y entonces vino Colón a España, para proponer a los soberanos de Castilla su
trascendental viaje. El primer sitio en que Colón residió fue la ciudad de Sevilla, donde el banquero
italiano Juanoto Berardi le protegió y le puso en relación con muchos señores de la corte, quienes le
acogieron con desprecio o con frialdad. Sólo el contador mayor Alonso de Quintanilla se interesó
por él y lo presentó al cardenal Mendoza, quien, a su vez, lo llevó ante los reyes. Doña Isabel no
quiso decidirse sin oír a personas doctas, y sometió los planes de Colón a una junta presidida por
Fray Hernando de Talavera, la cual los tuvo por imposibles. No desalentó por esto Colón, y
ayudado, por Quintanilla y otros personajes (cuyo favor había ido conquistando con sus
razonamientos), obtuvo la reunión de una nueva junta en Salamanca, la cual dio dictamen favorable.
Formaban parte de ella Fray Diego de Deza, Fray Antonio de Marchena y otros dominicos, que
fueron desde entonces ardientes partidarios de Colón. También lo fue, y aun hizo indicaciones sobre
el mejor rumbo para los viajes, el cosmógrafo catalán Jaime Ferrer de Blanes. Estos pareceres
hicieron prometer a los monarcas que, terminada la conquista de Granada, resolverían respecto de la
petición del genovés, quien fue admitido en la corte (1486) y con ella asistió a gran parte de la
campaña. A la vez iba aumentando el número de sus adictos. Pero como la resolución se aplazaba
indefinidamente, Colón acabó por cansarse y se volvió a Sevilla. En el Puerto de Santa María halló
protección y alojamiento en casa del duque de Medinaceli (1489-91), el cual, en un arranque de
generosidad, se comprometió a costear el viaje; pero al pedir permiso para ello a la reina. Doña
Isabel, probablemente por consejo de Deza y del cardenal Mendoza, tomó sobre sí el empeño y
reanudó las negociaciones, que no se ultimaron, sin embargo, esta vez (al decir de un
contemporáneo), por lo mucho que el italiano pedía «en remuneración de sus trabajos y servicios e
industria, a saber: estado, almirante, visorrey y gobernador perpetuo». Rotas nuevamente las
negociaciones. Colón salió de la corte y marchó a Huelva, pasando por Moguer y Palos. En este
viaje acertó a detenerse en el convento de la Rábida (donde, según algunos autores, había estado
con anterioridad), cuyo guardián Fray Juan Pérez (o uno de los frailes), seducido por las
explicaciones de Colón, en que convinieron también, al parecer, otras personas —entre ellas un
marino de Palos, Pero Vázquez de la Frontera, que daba por segura la existencia de tierras al
Occidente—, decidió intentar nueva gestión con la reina Doña Isabel, a quien escribió. La
contestación fue altamente favorable, y Colón partió de nuevo para avistarse con la corte, que
estaba en santa Fe. Tras nuevas dificultades y merced a la intervención del escribano racional o
tesorero de la corona aragonesa, Don Luis de Santángel, la reina se convino en aceptar las
condiciones que Colón proponía. El hecho que durante mucho tiempo se ha atribuido a Doña Isabel,
de haber empeñado sus alhajas para los gastos del viaje, carece de fundamento histórico. Se
firmaron las capitulaciones en 17 Abril 1492, y el 12 de Mayo salió Colón para Palos, donde había
de prepararse la expedición. Santángel anticipó a interés un cuento y 40.000 maravedises
(procedentes del arrendamiento de censos en Valencia), y los monarcas ordenaron por Reales
Cédulas al alcalde de Palos que pusiese a disposición de Colón las dos carabelas «armadas a
vuestras costas e espensas» que, en virtud de condena impuesta por el Consejo real, tenía obligación
el municipio de poner a servicio de la corona por un año, y que se diese al futuro descubridor cuanto
necesitase de víveres, maderas, pertrechos, etc., a precios módicos y con exención de derechos.
nueva avenencia, mediando en esto Fray Juan Pérez. Los términos de ella no son exactamente
conocidos; pero desde entonces, todo fue fácil. Hubo marineros; se cambiaron las dos carabelas
embargadas mediante orden de los reyes, por otras dos mayores, llamadas la Pinta y la Niña, y se
contrató o fletó una tercera, la Santa María. Ésta hizo de capitana, y en ella embarcó Colón, con
Juan de la Cosa, dueño de la nave, por maestre; en la Pinta, Martín Alonso Pinzón, y en la Niña, un
hermano de éste, Vicente Yáñez. La escuadrilla se hizo a la vela en la mañana del 5 de Agosto de
1492 y, después de una navegación feliz que duró 69 días, cuando ya la tripulación de la capitana,
desalentada por no hallar tierra o por otro motivo, amenazaba con sublevarse, arribó (12 de
Octubre) a la isla de Guanahani, en las Antillas, y luego a la de Cuba (27 del mismo mes), creyendo
siempre Colón y sus compañeros, que estaban en Asia y que iban a encontrar yacimientos de oro. El
19 de Noviembre se dirigieron a Babeque (Haití o la Española), punto que los indígenas les dijeron
ser abundante en el precioso metal, y en el camino la Pinta se separó de las otras carabelas, sin que
sepamos ciertamente la causa, que Colón atribuyó a malicia, suponiendo en Pinzón deseo de
apoderarse él solo del oro de Haiti; aunque la conducta del marino andaluz, cuando pocos días
después se reunió nuevamente con la Santa María y la Niña, a las cuales buscó espontáneamente,
no autorizan a creerlo así. Explorada gran parte de la costa de la Española y habiéndose perdido la
Santa María por haber encallado en un banco (25 Diciembre), el 16 Enero 1493 emprendieron los
expedicionarios la vuelta a España con la Pinta y la Niña. Ya cerca de la Península, el 15 de
Febrero se desencadenó un temporal que separó a las dos naves, yendo la Pinta de arribada a
Bayona de Galicia y la Niña a una de las Azores primero y más tarde a Lisboa, donde Colón debió
su libertad a la generosidad del rey Juan II. Por fin, el 15 de Marzo entraron en Palos las dos
carabelas.
La expedición había sido pobre en resultados materiales para los viajeros, que no encontraron
en las islas visitadas las riquezas que esperaban hallar; pero los reyes de Castilla y de Aragón
contaban desde entonces con un mundo nuevo que unir a su corona. Colón se trasladó a Barcelona
para presentarse a Doña Isabel y Don Fernando, con cuatro de los diez indios que llevaba; mientras
Pinzón, que había enfermado a poco de llegar a Palos, moría en la Rábida. Los reyes recibieron a
Colón con honores extraordinarios, haciéndole sentar a su presencia para que les relatase el viaje.
Confirmado en sus cargos de almirante y virrey de las Indias, preparó una segunda expedición, que
empezó el 22 o 23 de Septiembre de 1493 y en la cual descubrió nuevas islas, entre ellas la
Dominica, Guadalupe, Puerto Rico y Jamaica. En la Española halló destruido el fuerte que había
hecho construir cuando su primer viaje, y muerta por los indios la guarnición. En la costa
septentrional de la isla fundó entonces la primera ciudad española, llamándola Isabela. Luego
volvió a Cuba, y después de recorrer 1.200 kilómetros de su lado N., se afirmó en la errónea
creencia de que era tierra firme, correspondiente a los fabulosos territorios de Catay y Cipango, a 30
grados tan sólo de Malaca: y así hizo que lo declarasen sus tripulaciones ante notario, so pena de
fuertes castigos. En un tercer viaje (1498) llegó al continente (desembocadura del Orinoco), después
de descubrir la Trinidad. Colón creyó que aquel río era uno de los del Paraíso terrenal. Vuelto a
Santo Domingo, Colón —contra cuyo gobierno en América se habían formulado quejas a los reyes
— vióse depuesto de su cargo por un gobernador nuevo, Bobadilla, enviado de España con plenos
poderes, y regresó a la Península en calidad de preso. Hizo, sin embargo, un cuarto viaje (1502), en
que llegó a Honduras; pero a la vuelta naufragó en Jamaica y, abandonado por el gobernador,
Nicolás de Ovando, no pudo hasta 1504 pisar otra vez tierra española. Murió en 1506, empeñado en
un pleito con la Corona sobre la validez de las capitulaciones de Santa Fe (§ 587), y murió creyendo
siempre que había llegado al Asia y descubierto las islas del mar oriental de este continente: error
de que, ya en 1493, recelaban algunos.
El éxito de las expediciones de Colón alentó a otros marinos. En 1499, Alonso de Hojeda,
Juan de la Cosa y el italiano Américo Vespucio, exploraron, siguiendo las huellas del almirante, las
costas de Venezuela; y merced a otros viajes de los españoles Pero Alonso Niño (1499), Diego de
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Lepe (1499), Vicente Yáñez Pinzón (1500 y 1508), Rodrigo de Bastidas (1500), Cristóbal y Luis
Guerra 1504), Ponce de León (1515), Nicuesa y Hojeda (1508-9), Núñez de Balboa (1513), Díaz de
Solís (1508 y 1515) y varios más, se incorporaron a los descubrimientos otras tierras de la parte
meridional del golfo mejicano (hasta Yucatán) y por el N., la Florida; se atravesó el istmo de
Panamá, llegando a la ribera del Pacífico (Núñez de Balboa, 1513) y, navegando hacia el S., se
avanzó hasta la desembocadura del Plata (1516).
Pero al mismo tiempo los portugueses, cuya tradición de navegantes les había forzosamente
de interesar en la empresa acometida por los españoles y coronada por tan gran éxito, sin dejar el
camino del Cabo de Buena Esperanza —que constituía su título de gloria—, trataron de tener parte
en las tierras occidentales nuevamente halladas, a las que, por casualidad, había también llegado, en
1500 (costa del Brasil), el portugués Pedro Álvarez Cabral. Para aquel efecto salió de Lisboa, en
Mayo de 1501, una expedición en que iba Américo Vespucio, según dicen las Cartas de éste,
publicadas en 1504 y 1507. Consígnase en ellas que recorrieron los expedicionarios casi toda la
costa oriental de la América del S., desde el Brasil (cabo San Roque) hasta la Patagonia y las islas
Falkland, según se cree, adquiriendo la convicción de que se trataba de un continente nuevo y de
que por el extremo S. de él se podía pasar a la India. También hablan de otros viajes.
Sobre la base de esta relación, que se tradujo e imprimió en Francia y en Alemania, un
escritor alemán, Martín Walzemüller, propuso en su Cosmographiæ Introductio 1507) que a las
tierras descubiertas se les diera el nombre de América. La proposición hizo fortuna, y el transcurso
del tiempo la ha confirmado, arrebatando un derecho que seguramente a nadie correspondía mejor
que a Colón. Pero las Cartas de Vespucio son de dudosa veracidad para muchos autores, y aun se
cree que ni siquiera las escribió él, sino que fueron invención de Walzemüller y otros literatos
extranjeros. En España no se llegaron a imprimir nunca. Lo que parece resultar de un documento
español de 1503 (asiento del libro de Tesorería de la Casa de Contratación) es que, si no con
Vespucio, con otros marinos, los portugueses hicieron dos viajes a las Indias, trayéndose indígenas
y palo de Brasil; pues en 1503 se comisionó a Juan de la Cosa, para que averiguase secretamente
qué había de cierto en punto a estos viajes, de lo cual dio informe a la reina en Septiembre del
mismo año.
Pero la rivalidad de Portugal y España en punto a los descubrimientos, produjo consecuencias
diplomáticas. Apenas llegado Colón de su primer viaje, los Reyes Católicos obtuvieron del Papa
bulas que sancionaban su derecho a las nuevas tierras. Fueron tres estas bulas. La primera, de 3 de
Mayo 1493, concedía a perpetuidad, a los monarcas españoles, «las islas y tierras firmes
recientemente descubiertas y por descubrir, en cuanto no pertenezcan ya a algún otro rey cristiano».
Pero como el de Portugal había logrado antes a su favor otras concesiones que comprendían las
regiones de África, Guinea y Mina de Oro, el Papa, para evitar concurrencias, trazó en su segunda
bula (4 Mayo) una línea ideal que, pasando por ambos polos, cortase el mar a una distancia de cien
leguas de las islas Azores o las de Cabo Verde, sin fijar, especialmente, ninguna. El hemisferio
occidental que resultaba de esta división se concedía a España, y el oriental a los portugueses. Pero
como el punto de partida era vago, pues las diversas islas Azores y de Cabo Verde se hallan en
longitudes distintas, resultó prácticamente imposible fijar la separación señalada y, por tanto, la bula
de 4 de Mayo, así como la otra de 23 de Septiembre (llamada «Bula de extensión y donación
apostólica de las Indias»), quedaron de hecho sin valor. Probablemente, aun sin aquella dificultad,
no lo tenían muy grande en derecho, ni quizá se lo concedían el Papa y los reyes. Lo cierto fue que
mediaron embajadas entre los monarcas de Portugal y de España, y que se llegó a la firma de un
convenio (Tordesillas, 7 Junio 1494) por el que, reconocidos todos los derechos de la corona
portuguesa sobre Guinea y demás territorios que ya poseía, se fijó la línea de demarcación en un
punto distante 370 leguas de la línea más occidental de Cabo Verde, pero dejando indeciso el modo
de determinar ese punto y confiándolo, primero, a Solís (1508) y luego a una comisión mixta, que
jamás se reunió. Por eso el dominio de América, en su parte S., creó más tarde dificultades de orden
internacional entre las dos naciones peninsulares. Preludio de ellas parecen haber sido las
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expediciones que, según noticias llegadas a Don Fernando, prepararon los portugueses en 1512 y
1513. El rey ordenó entonces que fuese a las Indias una fuerte armada «para que si los portugueses
allí fueren, les resistan la entrada». Al mismo tiempo envió un embajador al rey de Portugal, para
recordarle el cumplimiento del tratado de Tordesillas. Debieron persistir los lusitanos en su empeño,
pues en 1514 fue apresada en Puerto Rico una carabela de este país, cuyos tripulantes, presos y
custodiados en Sevilla, no parece que recobraron la libertad hasta 1517.
García) del fuerte de Santa Cruz de Mar Pequeña, en la misma costa africana.
El dominio de la cual fue una inspiración de los reyes, muy constante y explícita en Doña
Isabel, aunque también muy perseguida por Don Fernando, quien trataba, a la vez, de contrarrestar
el avance de los portugueses; pero en ello hubieron, de coincidir con tendencias espontáneas del
pueblo castellano, que, en numerosas expediciones de carácter particular, demostró, a fines del siglo
XV y antes de que oficialmente se emprendiera campaña alguna, que sentía vivamente el deseo de
continuar la guerra contra los musulmanes fuera de la Península. Un documento de 1506 —en que
informa precisamente acerca del modo mejor de realizar expediciones al África, cierto sujeto que
las había hecho repetidas veces—, comienza recomendando que se utilicen los servicios de hombres
de guerra de Andalucía «por haber acostumbrado muchos años a realizar asaltos en la Sierra de
África, así en la Berbería del Poniente como en la del Levante». Y precisando más, dice ser
necesario que la gente escogida sea «de Jerez de la Frontera y del Puerto de Santa María y de Cádiz
y de San Lúcar y del ducado de Medina Çidonia y de Gibraltar y de Cartagena y de Lorca y de la
costa de la mar, porque en estos dichos lugares lo tienen por uso ir al África y saltear y correr la
tierra y barajar (saquear) aduares y aldeas y tomar navíos de los moros... entre los cuales hombres y
gentes en los dichos lugares hay adalides que, desde Bugía hasta la punta de Tetuán (Cabo
Espartel), que es cabe Ceuta, no hay lugar ni cercado, ni aldea, ni aduares, ni valles, ni sierras, ni
puertos, ni desembarcaderos, ni atalayas, ni ardiles dispuestos, adonde no puedan ofender y hacer
guerra, que ellos no lo sepan como se ha de saber».
Entre las expediciones que menciona el documento, están: la del alcaide de Rota, que en
1480, con otros caballeros y 150 velas, se apoderó de Azamor; la de varios nobles de Jerez, que se
apoderaron de la Casa del Caballero; la de Francisco Estopiñán y otros, que en 1487 asaltaban las
costas marroquíes de Poniente; la del alcaide de Gibraltar, Pedro de Vargas, que en 1497 asaltó a
Tárraga; la de Don Fernando de Meneses y su hermano, en 1490; la de las islas Bucima
(Alhucemas) y Fadala, con otras muchas más, ya de españoles sólo, ya de españoles con
portugueses; todo ello consentido y aun alentado por los reyes, como base para futuras empresas.
Comenzaron éstas seriamente en 1497, año en que, utilizando, armamentos navales hechos
por el duque de Medina Sidonia (a quien Don Juan II había concedido en 1449, el mar y tierra
comprendidos entre los cabos Aguer y Bojador), y para oponer un dique a la piratería de los moros,
se apoderó de la plaza de Melilla (Mellosa, entonces) el caudillo Don Pedro Estopiñán. Melilla
quedó bajo la soberanía del monarca castellano y en el señorío de la casa de Medina Sidonia, que
había sufragado los más de los gastos de la expedición. Los asuntos de América y las luchas con
Francia motivaron un interregno, apartando la atención de la política africana que Doña Isabel tuvo
siempre presente, hasta el punto de señalarla como uno de los principales objetivos del Estado
castellano. Don Fernando que tampocO' la descuidaba, volvió a ella en 1506, como la demuestra el
documento citado antes; y tomando por pretexto la existencia, en el Peñón de Vélez, de muchos
corsarios que, no sólo molestaban las costas de Granada, llevándose muchos cautivos, sino que
constituían un peligro serio para este territorio (§ 570), hizo apoderarse de aquel lugar y construyó
en él una fortaleza (Julio 1508), que motivó las negociaciones de 1509 con Portugal.
Tales fueron los comienzos de las conquistas africanas, que años después habían de
reanudarse con gran éxito (§ 565).
recuperarlas, y lo obtuvo en 1493 por el tratado de Barcelona, con que el monarca francés, Carlos
VIII, creyó cerrar el camino a toda oposición española en sus planes respecto del reino de Nápoles.
En efecto, por este tratado comprometióse la corona aragonesa a no ayudar a ningún enemigo de
Francia, salvo el Papa, y a no enlazarse por matrimonio con las casas de Hapsburgo (Austria),
Inglaterra y Nápoles. Pero Don Fernando no era hombre a quien pudiesen contener tratados ni
promesas. Hijo legítimo de su tiempo, tenía por principios el disimulo y la mala fe, y sabía ir
derecho, utilizando toda clase de intrigas, y saltando por todas las palabras empeñadas, a la
consecución del fin que se proponía. En este punto, sus dos ideas fijas fueron la humillación de
Francia y la afirmación de la supremacía aragonesa en el Mediterráneo, 'e intentó la realización de
ellas por varios medios.
El primero fue el de las alianzas matrimoniales, utilizado ya por sus antecesores en la corona
de Aragón para estrechar relaciones con la corona castellana y arribar a la unidad política de la
Península; coincidiendo en esto Don Fernando con la aspiración de Doña Isabel a fundar el poder
internacional de Castilla. La guerra de sucesión con Doña Juana la Beltraneja (§ 397) y el
matrimonio entre Doña Isabel y Don Fernando, habían alejado la posibilidad de una unión con
Portugal, a que este reino se mostró muy propicio por entonces, como lo demostró en aquella misma
guerra y en el propósito que el rey Don Alfonso V tuvo de casarse con Doña Isabel. Esta y su
marido fueron los que, por razones bien naturales de política y de familia, procuraron apartar de
aquella corriente a los castellanos, propalando que los portugueses eran fundamentalmente
enemigos de Castilla: contra lo cual protestó Doña Juana en un manifiesto dirigido a la villa de
Madrid. De haber triunfado la Beltraneja, hubiesen quedado unidas las coronas portuguesa y
castellana, y el problema político de la Península hubiese consistido en la unión con el Estado
aragonés.
Pero ya en el tratado de 1479 se concertó un doble matrimonio, que se dirigía a preparar la
reunión futura de Portugal y Castilla. Conforme a él, habían de casarse Doña Juana con el infante
Don Juan, hijo de los reyes Católicos, y la infanta Doña Isabel, hija también de los mismos, con un
nieto del rey portugués. El primer matrimonio no se verificó, por renuncia de Doña Juana, según
sabemos (§ 397). El segundo no dio resultado, pues el príncipe murió casi en seguida; pero los
Reyes Católicos, persistiendo en su idea, volvieron a casar a la infanta con Don Manuel, duque de
Beja, presunto heredero, de la corona. Nació de este segundo matrimonio un hijo, Don Miguel,
quien, por la muerte (en 1497) del primogénito de los-Reyes Católicos, el príncipe Don Juan,
hubiera podido ser el futuro monarca de toda la Península; pero en el mismo año 1497 fallecieron
Don Miguel y su madre. Todavía insistieron los Reyes Católicos en su plan por dos veces,
enlazando a Don Manuel, primero con la infanta Doña María, hija menor de aquéllos, y muerta ésta
(1517), con una nieta. Doña Leonor. Esta política de unión con Portugal se prosiguió más tarde,
como veremos.
El otro Estado peninsular con quien podía convenir a los Reyes Católicos relacionarse, era
Navarra, y también con los príncipes Francisco Febo y Catalina intentó Doña Isabel concertar el
matrimonio de los infantes Doña Juana y Don Juan (1481); pero a esto se opuso la madre de
aquéllos. Doña Magdalena, regente del reino, de conformidad con la Asamblea (Estados generales)
del Bearn.
Dirigiendo a otra parte las miradas, y firmes en su política de engrandecimiento por
entronques, casaron al fin a Doña Juana con el archiduque Don Felipe (el Hermoso), de la casa de
Borgoña (cuyos Estados rodeaban por E. y N. a Francia) y heredero presunto de la corona imperial;
y con una hermana de éste, al príncipe Don Juan, que un año después (1497) fallecía, como hemos
dicho. Por último, y para asegurarse el apoyo de Inglaterra, unieron a la infanta Doña Catalina con
el príncipe heredero Don Arturo, y muerto éste, con el rey Enrique VIII. Así creyeron asegurar, no
sólo el robustecimiento de la corona española y el posible aumento de sus territorios, mas también
el aislamiento de Francia y la imposibilidad de que fuera ayudada por las dos potencias europeas
que podían inspirar cuidado. Pero estos cálculos de Don Fernando y Doña Isabel salieron fallidos en
480
gran parte, y las consecuencias de los matrimonios por razón política fueron muy otras, como
veremos, de las que seguramente pensaron al concertarlos (§ 566).
de aquel reino a los hijos que naciesen de este matrimonio. La noticia de semejante tratado hizo
pensar a Don Felipe en avenirse con su suegro, y llegó a concertar con él una especie de regencia
doble; pero no llegó a realizarse este acuerdo, que repugnaba a la ambición del archiduque y que la
nobleza castellana, hostil a Don Fernando, tampoco miraba con gusto. Se convino, pues, en un
nuevo arreglo, dejando a Don Felipe la regencia y a Don Fernando los Maestrazgos de las Órdenes
militares y la mitad de las rentas del reino de Granada. Defraudado en sus deseos, Don Fernando se
retiró a sus Estados de Aragón, no sin que en su viaje hallase en algunos pueblos (según dice un
historiador del siglo XVI) muestras de gran «descortesía y villanía», pues «le cerraron las puertas y
no le quisieron recibir en ellas».
Quedaron en Castilla Doña Juana, como reina, y su marido Don Felipe como regente, cargo
que hizo preciso el trastorno de las facultades mentales de Doña Juana. En efecto, esta señora, a
quien los historiadores y el vulgo dieron el sobrenombre de la Loca, herida por la pasión de los
celos que su marido no dejaba de excitar con su conducta, llegó, si no a la locura propiamente dicha
—pues hay documentos que prueban su lucidez para muchas cosas—, por lo menos a
manifestaciones de gran extravagancia y desequilibrio, que dificultaban su gestión directa, como ya
su propia madre reconoció en su testamento. Don Felipe se aprovechó de esta situación e intentó
incapacitar totalmente a Doña Juana, pero las Cortes se opusieron. En lo que cabía, pues, el
archiduque siguió gobernando, no sin que descontentase al pueblo castellano el favor excesivo que
en el otorgamiento de gracias y de oficios públicos concedía a los señores flamencos que formaban
su corte y la debilidad que mostraba frente a la nobleza indígena, que ya no tenía sobre sí la mano
férrea de Doña Isabel y de Don Fernando. Rompióse bruscamente esta situación con la inesperada
muerte de Don Felipe (1506). Con ocasión del entierro de su marido, dio Doña Juana nuevas
pruebas de su exaltación amorosa, algunas de las cuales ha inmortalizado la pintura moderna.
Entretanto, Don Fernando había pasado a Nápoles, receloso de Gonzalo de Córdoba, no
obstante haberse sincerado éste de las sospechas de infidelidad en carta dirigida al rey. A propósito
de esto se dice que, habiendo pedido el rey a Don Gonzalo (conocido ya, por sus victorias, con el
apelativo de El Gran Capitán) cuenta de los gastos hechos en la administración y gobierno de aquel
territorio, presentó el de Córdoba una relación estrambótica de gastos, para indicar al monarca lo
inconsiderado de su proceder con un general a quien debía la dominación en todo el Mediodía de
Italia. Esta relación es la conocida con el nombre de Cuentas del Gran Capitán; pero el documento
en que debieron de escribirse, nadie lo ha visto.
Sabedor Don Fernando de la muerte de su yerno, no se apresuró a volver a España, previendo
que había de ser llamado; como en efecto ocurrió bien pronto, en fuerza del estado anárquico que
las ambiciones de los nobles y el desgobierno de Doña Juana produjeron.
Otranto, Callípoli) en el reino de Nápoles. Declarada la guerra, Don Fernando se contentó con
reconquistar esos puertos; pero luego, viendo que Francia lograba demasiadas victorias, halló
manera de excitar contra Luis XII la cólera del Papa y de formar una nueva coalición, en que entró
la antes combatida Venecia, contra el monarca francés (Octubre 1511). Unidos a ella Enrique VIII y
el emperador, se entabló la lucha, muy favorable para Luis XII merced al arrojo del príncipe Gastón
de Foix; pero muerto éste en la batalla de Ravena (1512), volviéronse las tornas, y Francia perdió
todas sus posesiones italianas. Don Fernando había conseguido su objeto de librarse de aquel vecino
poderoso, que contrapesaba la influencia aragonesa en Italia.
Al mismo tiempo, tropas castellanas y aragonesas invadían el reino de Navarra y se hacían
dueñas de él, a pesar del arrojo de su soberano Juan de Albret o Labrit, marido de Doña Catalina de
Foix. No era esto una consecuencia de la guerra con Francia, aunque lo parecía a primera vista, ni
un incidente impensado de la campaña. Hacía muchos años que, no sólo el rey Católico, sino
también Doña Isabel atisbaban la ocasión y la manera de anexionarse el territorio navarro. Trataron
de conseguirlo primero por la vía matrimonial (§ 560); luego fomentando las rebeliones del conde
de Lerín, condestable de Navarra (personaje ambicioso y turbulento que recuerda a los nobles
castellanos del XIV y XV), o aparentando mediar en ellas para dirimir la lucha entre el conde y el
rey. Ahora Don Fernando apoyaba sus hostilidades en tres motivos diferentes: la petición de que se
ampliase el tratado de paz hecho en tiempo de Doña Isabel, dando Navarra, en garantía, algunas
fortalezas; las concomitancias entre el rey navarro y el francés, y la excomunión que el Papa había
lanzado contra Juan de Albret por su intervención en asuntos políticos de Italia, desligando del
juramento de fidelidad a sus súbditos. Con motivos reales o sin ellos, la ocasión era propicia y la
conquista se verificó, no obstante el auxilio prestado por Luis XII. El Papa sancionó el hecho en
bula que reconocía como soberano de Navarra a Don Fernando, y la anexión de todo el territorio
navarro de los Pirineos al Ebro se proclamó en las Cortes de Burgos de 1515, quedando aparte la
Navarra francesa. Don Juan de Labrit continuó, sin embargo, resistiéndose durante algún tiempo y
tratando de recuperar lo perdido aunque sin éxito.
Logrado su propósito por este lado, Don Fernando concertó con Luis una tregua (1513)
renovada un año después. Pero muerto el rey de Francia en 1 Enero 1515, y habiéndole sucedido
Francisco I, joven ambicioso y enamorado de la gloria, Don Fernando, atento siempre a su política
antifrancesa, se apresuró a convenir contra aquél una alianza en que entraron el Papa, el emperador,
el duque de Milán, los Médicis de Florencia, los Estados suizos y Enrique VIII. Poco después
(Febrero 1516) moría Don Fernando, dejando planteada una nueva guerra, asentada la supremacía
española en Europa y aumentadas considerablemente las posesiones de Aragón fuera de la
Península.
cumplido todavía los 20 años que Doña Isabel exigió (§ 564); y hasta tanto que llegase a tierra de
España, fue confiada la regencia de Castilla al cardenal Cisneros y la aragonesa al arzobispo de
Zaragoza, Alfonso de Aragón, hijo bastardo de Don Fernando. Don Carlos, por su parte, envió para
que lo representase al deán de Lovaina, Adriano, su preceptor. Suscitó esto algunas dificultades, que
se arreglaron conviniendo en que Cisneros conservaría el carácter de regente y Adriano el de
embajador y asociado al gobierno. No se contentó con ello Don Carlos, y pidió ser reconocido y
proclamado como rey de Castilla: cosa probadamente irregular, puesto que aun vivía su madre.
Cisneros, aunque con marcada repugnancia y no obstante oponerse las Cortes, hizo la proclamación
de Don Carlos, en evitación de conflictos casi seguros, dado el carácter enérgico del príncipe.
Tuvo en seguida que acudir el cardenal a la defensa de Navarra, que Juan d'Albret intentó
recuperar, sin conseguirlo, y I una nueva expedición contra los moros africanos, desgraciada para
las armas cristianas.
En 1517 llegó a España Don Carlos, desembarcando en un puerto de Asturias y dirigiéndose,
por la provincia de Santander y la de Palencia, a Valladolid. Como su padre, venía rodeado de una
corte de nobles flamencos. Cisneros, previendo las mismas dificultades que en vida de Don Felipe
habían ocurrido, escribió a Don Carlos dándole consejos sobre el particular y pidiéndole una
entrevista. Adelantóse él mismo hasta Roa, ya muy enfermo, para recibir al rey; pero éste se limitó a
escribirle una carta en que, después de agradecerle los servicios prestados, le daba licencia para que
«se retirase a su diócesis a descansar y aguardar del Cielo la recompensa de sus merecimientos».
Con este acto de ingratitud comenzó su reinado Carlos I de España.
II.—REFORMAS SOCIALES
567. Cambios en la nobleza castellana.
La victoria de los Reyes Católicos sobre la nobleza (§ 556) tuvo un alcance puramente
político. Socialmente, continuó siendo aquella clase la primera, tanto en Castilla como en los demás
países peninsulares, compartiendo tan sólo esta superioridad con las jerarquías elevadas del clero.
Verdad es que la emancipación de los antiguos siervos y el nacimiento de desarrollo de los nuevos
tipos de riqueza mueble, fruto del comercio y la industria explotados por la clase media y por los
grupos mudéjares y judíos, habían herido gravemente la antigua preponderancia económica de los
señores; pero éstos se defendieron con los mayorazgos (cada vez más extendidos) y con las nuevas
adquisiciones que les produjo la guerra de Granada. Doña Isabel les atacó también por este lado,
revocando todas las mercedes concedidas por los reyes anteriores en momentos difíciles de anarquía
y debilidad y, especialmente, por Enrique IV. Sobre este punto las Cortes habían hecho frecuentes
representaciones, sin éxito, hasta que en la reunión de Madrigal de 1476 levantaron la voz
recriminando a Doña Isabel y a su marido porque, lejos de atajar a aquella verdadera sangría por
donde se marchaba gran parte de los ingresos de la Hacienda, seguían haciendo enajenaciones del
patrimonio y de las rentas de los pueblos o de vales que recaían sobre éstas; pero tampoco lograron
ser atendidas. Por fin, y renovada la petición en 1480 (Cortes de Toledo), los Reyes Católicos la
prohijaron, promoviendo desde luego una reunión de letrados y nobles. Después de mucho discutir,
se convino en principio y por unanimidad (no obstante el perjuicio que con ello recibía la nobleza)
en la revocación de las mercedes, encargando al cardenal Mendoza la averiguación de las que
debían respetarse y en qué términos; a la vez se ordenaba a todos los señores que poseían juros de
heredad que «diesen información por escrito de las causas por donde las habían habido», y se hacía
revisar los libros de juros y mercedes, consultando a los contadores oficiales de tiempo de Enrique
IV. El dictamen del cardenal fue que «todos los que tenían pensiones concedidas sin haber prestado
ningún servicio correspondiente por su parte, las perdieran enteramente; que los que habían
comprado papel de renta, devolvieran sus vales, recibiendo el precio que hubiesen dado por ellos; y
que los demás acreedores, que eran el mayor número, conservaran tan sólo una parte de sus
pensiones, proporcionada a los servicios efectivos que hubiesen prestado al Estado». Por consejo de
484
Fray Hernando de Talavera, al aplicar este dictamen, se rescataron hasta unos treinta millones de
maravedises. «A algunos —dice un historiador del siglo XVI— quitaron la mitad, a otros el tercio,
a otros el cuarto, a algunos quitaron todo lo que tenían, a otros no quitaron cosa ninguna, y a otros
mandaron que hubiesen y gozasen de aquellas mercedes en su vida, juzgando y moderándolo todo
según las informaciones que tuvieron (los reyes) de la forma en que cada uno lo hubo. Y de esta
determinación que se hizo, algunos fueron descontentos, pero todos lo sufrieron, considerando
cómo obtuvieron aquellas mercedes, con disolución del patrimonio real.» Así perdió el almirante
Enríquez 240.000 maravedises; el duque de Alba, 475.000; el marqués de Cádiz, 575.000; el duque
de Alburquerque, 1.400.000 y los Mendozas (de la familia del cardenal) otras cuantiosas rentas.
A pesar de este quebranto en la hacienda de las casas nobiliarias (y de las corporaciones,
conventos, etc., que también se sujetaron a la revisión), muchas de ellas siguieron disfrutando
riquezas cuantiosas, que representaban los más fuertes patrimonios del país. Según datos de un
escritor francés que visitó más tarde nuestra patria, eran 15 las grandes familias nobles existentes en
Castilla en la época de los Reyes Católicos, de ellas ocho creadas (con la categoría de ducados) por
estos monarcas. De la riqueza de algunas, certifican los siguientes datos de dos contemporáneos. La
casa de Medina Sidonia —que para transportar al campo de Málaga, con ocasión de la guerra contra
los moros (§ 557), sus combatientes y pertrechos, utilizó nada menos que cien navíos— ofreció a
Felipe el Hermoso, si desembarcaba en Andalucía, 2.000 caballeros y 50.000 ducados. La de los
Mendozas, cuyo jefe era el duque del Infantado y a la que pertenecían el arzobispo de Toledo, el
conde de Tendilla (gobernador de la Alhambra) y otros señores, se hacía notar por la magnificencia
de sus palacios, joyas, vajillas de oro y plata, la riqueza de sus caballerizas y su tren de caza, y lo
escogido de sus capillas de músicos y cantores. Y el condestable Don Pedro Fernández de Velasco,
conde de Haro, el más poderoso señor de Castilla la Vieja, tenía a sus órdenes innumerables
vasallos. A pesar de todo, pues, la preponderancia económica de la nobleza estaba asegurada por
mucho tiempo, a lo menos en varios de sus representantes más conspicuos, ayudada, claro es, por la
institución de los mayorazgos.
Los Reyes Católicos respetaron todo lo que tocaba a la propiedad privada; pero continuaron,
mediante una serie de medidas que corren parejas con la de las mercedes, rebajando los humos,
demasiado entonados, de los señores. Así, en 1480, prohibieron que los caballeros siguieran usando
dos ostentaciones propiamente regias a que se habían malamente habituado, tales como usar corona
real sobre el escudo; llevar delante de sí maza o estoque enhiesto; poner en sus cartas las
expresiones de «es mi merced» y «so pena de la mi merced» y usar «de las otras ceremonias, ni
insignias, ni preeminencias, a nuestra Dignidad Real solamente debidas». Pero confirmaron y
respetaron los privilegios tradicionales de exención de pechos, de prisión por deudas, de dar en
prenda las armas y caballos y de aplicarles el tormento, así como el de cubrirse ante el rey, que
parece haber sido facultad, en aquel tiempo, de todos los duques, marqueses y condes: a la cual
Felipe el Hermoso logró que renunciasen, aunque temporalmente.
A la vez, los reyes procuraron atraer la nobleza a la corte, cosa fácil, puesto que, dominada
por las enérgicas justicias de Galicia, Andalucía, etc., comprendía bien que, de allí en adelante, toda
influencia pública la había de obtener puramente del favor del monarca. Con esto lograron Don
Fernando y Doña Isabel dos cosas: separar a los señores de sus castillos y territorios, amenguando
su contacto con las poblaciones de su jurisdicción particular, y tenerlos a la vista y bajo su
vigilancia. Gran parte de la nobleza se convirtió así de rural en cortesana, viviendo a la sombra del
trono y con la golosina de los cargos palatinos que pendían completamente del rey. Los que no
hicieron esto, continuaron viviendo obscuramente en sus tierras, cada vez más olvidados por no
participar de los cargos públicos, e impotentes para toda revuelta.
Jerárquicamente, los grados seguían siendo los antiguos, con alguna modificación en el
nombre. Cesa de haber ricoshombres, siendo la primera nobleza conocida con el apelativo de
Grandes; el título de duque y marqués abunda más que en los tiempos anteriores, en que el más
común era de conde (§ 426) y el de hijosdalgo se hace por completo genérico (§ citado), aunque a
485
veces, también se usa el de caballero. Uno y otro se emplea igualmente para designar la nobleza de
segundo grado, que los reyes seguían creando por servicios militares, principalmente. Así,
confirmaron Don Fernando y Doña Isabel algunos privilegios de hidalguía dados por Enrique IV,
revocando otros; crearon en Andalucía los llamados caballeros quantiosos, especie de milicia
fronteriza del reino de Granada, y otorgaron la caballería sin ceremonias y hasta por simple carta
real. En cuanto a los nobles desprovistos de fortuna, vivían como antes, bajo la protección de los
grandes, llamándose caballeros o escuderos. Todos ellos gozaban de las exenciones generales de la
nobleza, que ya hemos expuesto.
En la nobleza de Aragón, dominada ya desde Pedro IV, no se produce cambio alguno ni social
ni político, salvo lo que veremos en el párrafo siguiente; y la catalana, vencida tiempo antes y
reducida económicamente en los más de los casos acabó de perder su fuerza con la solución dada a
la cuestión de los payeses.
Sin embargo, una y otra dieron prueba de no haber olvidado las antiguas costumbres
anárquicas, que se traducían las más de las veces en guerras locales, en contiendas de bandos,
guiadas por rencores e intereses puramente personales. Así ocurrió en 1510 en Aragón, donde, por
el hecho inicial de una cuestión de riego entre dos pueblos, vinieron a las manos, de una parte, las
gentes del señor de Trasmoz y las del conde de Aranda, y de otra, las del conde de Ribagorza,
ayudadas por las del conde de Ricla y los vasallos del monasterio de Veruela, saliendo a campaña
más de 5.000 hombres de uno y otro bando. Intervino, al cabo, el rey y apaciguó la contienda
resolviendo lo cuestionado por sentencia de 6 Octubre 1513. Como ésta, aunque de menor
importancia, hubo otras, prolongándose hasta bien entrada la época siguiente los casos de
turbulencia movida por los nobles.
En Cataluña, tanto o más que en Castilla, revistieron singular gravedad los bandos de los
señores ampurdaneses. En 1512 fue asesinado el señor de Castellá, y, en venganza, el baile general
de Barcelona, Sarriera, con un grupo de hombres armados, entró por sorpresa en la casa donde se
refugiaban Baldirio Agullana y el barón de Llagostera, presuntos autores o cómplices del asesinato,
y los hizo matar. Acogidos después Sarriera y los suyos al convento de frailes menores de San
Francisco, salieron de allí públicamente y con todo descaro entre doce y una del día, embarcándose
en un buque que tenían a prevención en el puerto y desde el que, a manera de desafío, tremolaron
banderas e hicieron salva de lombardas. Perseguidos por el virrey y tropas de Barcelona, se ahogó
Sarriera en Palamós al querer desembarcar, y sus secuaces fueron presos y castigados. Continuaron,
sin embargo, las parcialidades, hasta el punto de que, como dice un cronista (quizá
exageradamente), «en treinta años habían sucedido por esta causa 900 muertes, sin muchos raptos
de mujeres, incendios de casas y otros excesos». En 1525 se apaciguaron (aunque no
definitivamente) estas turbulencias, prendiendo el virrey a los cabezas de los bandos y a muchos de
sus partidarios respectivos.
evitar la despoblación de éstos y la disminución de los pechos debidos al rey), una vez convertidos
en villanos de señorío veíanse explotados de mil modos; y como —a pesar de la revocación de
mercedes y de la petición hecha por las Cortes para que no se enajenaran villas realengas— los
mismos Don Fernando y Doña Isabel vendieron algunas, se dio más de una vez el caso de perder de
hecho, en condición y en libertades, una localidad entera. Estas enajenaciones (que en rigor
contradicen la política antiseñorial) continuaron, como veremos, y aun se acentuaron, en la época
siguiente.
En Aragón, el problema era más grave, por lo duro de la servidumbre rural (§ 466); y,
naturalmente, su solución se planteó en otros términos. Así, fueron muy frecuentes en los últimos
años del siglo XV y primeros del XVI las sublevaciones de los villanos de parada o vasallos signi
servitii. Ejemplo de ellas es la del señorío de Ariza, donde los siervos llegaron a sitiar el castillo
señorial. Vencidos, unos sufrieron la pena de muerte y otros la de azotes. Los de la baronía de
Monclús, después, de haber acudido inútilmente a los tribunales ordinarios, se sublevaron,
manteniendo esta actitud hasta 1517. Don Fernando trató de poner remedio a situación tan
desagradable, limitando los derechos feudales y, sobre todo, los malos usos; pero halló viva
oposición en la oligarquía nobiliaria y tuvo que cejar en su propósito. En el mismo caso del señor de
Ariza, acabó por reconocer, ante las reclamaciones de aquél, todos los privilegios tradicionales del
señorío, incluso el de condenar a los vasallos sin formación de proceso. Esta declaración del
monarca, que cerraba el camino a toda solución equitativa, se consignó en la sentencia llamada de
Celada.
En Cataluña, la cuestión de los remensas volvió a presentarse tan amenazadora como años
atrás (§ 475). Don Fernando intervino en ellas de un modo análogo a como lo hicieron Alfonso V y,
en parte, Juan II, es decir, tratando de aprovecharse de aquel movimiento para fines políticos y
económicos: a lo menos, así lo hace sospechar la conducta poco franca del rey, y así lo creyeron por
entonces los concelleres barceloneses. Su primera medida fue condenatoria de los remensas,
ordenándoles que restituyesen «a la Iglesia y a las personas eclesiásticas, todos los censos y
prestaciones que les debían de antiguo; y la confirmó (mediante un donativo de 300.000 libras que
le fue hecho) en las Cortes de Barcelona de 1480 y 81, con carácter extensivo a todos los señores de
remensas y a todos los derechos y servidumbres debidas por éstos. Pero conocedores los payeses del
donativo citado, ofrecieron al rey hacerle otro, para inclinarlo a su favor y redimir su servidumbre.
Aceptó Don Fernando, concediendo permiso a los remensas (carta de 26 de Agosto 1482) para
celebrar juntas, nombrar recaudadores y «trabajar, tratar y acordar acerca de las servidumbres
vulgarmente llamadas malos usos y sus consecuencias». Los recaudadores fueron infieles después
de reunidas muchas cantidades, y esto exasperó a los remensas, que se alzaron en armas en el valle
de Mieres, cerca de Gerona, extendiendo luego la revuelta al vizcondado de Bas, al llano de Vich y
al Valles, causando grandes destrozos y apoderándose de villas y castillos. Al frente de ellos se puso
un labrador llamado Pedro Juan Sala. Los sublevados, como en parte sucedió bajo Juan II, decían
proceder de acuerdo con el rey y en virtud de las concesiones y opinión favorable a ellos que el
monarca tenía: lo cual durante mucho tiempo tuvo desconcertado al municipio barcelonés, que no
se atrevía a salir con su milicia y que varias veces consultó a Don Fernando sobre su actitud y sobre
lo que convenía hacer, sin lograr respuesta. Pero tuvo Sala la inadvertencia de entrar en Granollers y
en Mataró (villa esta última unida en carreratge con la capital), y ya no supieron contenerse los
barceloneses. Su milicia derrotó a los remensas, y Pedro Juan Sala, hecho prisionero, fue decapitado
y descuartizado (Marzo de 1485).
Ya por entonces andaban nuevamente los payeses en tratos con el rey, mediante
comisionados. Días antes del ataque a Granollers, el 2 de Febrero de 1485, se había celebrado en
Llinás una conferencia entre esos comisionados, los jefes de los payeses y los delegados del infante
Don Enrique, virrey de Cataluña. Estas inteligencias continuaron después de la muerte de Sala, sin
que cesaran los desmanes de los sublevados, quienes se retiraron a las comarcas de la Montaña y la
Selva acaudillados por gente de la familia de Sala y por otros labradores. El grito de los remensas
487
era que nadie pagase los censos, diezmos y demás derechos que pesaban sobre la gente rural, siendo
curioso advertir que su furia, principalmente, se dirigía contra el clero, siendo muchos los atropellos
que causaron en monasterios y en personas eclesiásticas, incluso de fuera del país. En punto a los
bienes, secuestran, sobre todo, los trigos de los diezmos. Verdad es que la Iglesia de Gerona había
sido siempre su más tenaz enemigo (§ 475); pero algo más—hoy ignorado—debía haber en el
asunto, cuando en Barcelona se motejaba a los inquisisores (§ 573) de estar en connivencia con los
payeses, y dado que el mismo Papa llamó a su presencia a tres canónigos de la capital «enemigos de
los payeses». Así las cosas, y continuando las tropelías, desmanes y hechos de armas en muchos
puntos, envió Don Fernando como delegado especial para poner término a la cuestión, a Don Diego
López de Mendoza, quien, no sin mucho trabajo, consiguió que el 8 de Noviembre de 1485
firmasen los remensas poderes a nombre del monarca para que éste fallase como arbitro inapelable.
Iguales poderes firmaron los señores. Reunidos los comisionados de una y otra parte con Don
Fernando y otras personas de la corte en el monasterio de Guadalupe (Extremadura), el 21 de Abril
de 1486, y expuestas las razones de ambos partidos, dictó el rey días después la resolución que
pasamos a detallar.
daba la suficiente instrucción religiosa. Una pragmática de la reina Doña Juana (20 Junio 1511),
insistiendo en el punto de vista de Cisneros (§ 558), ordenó que todos los moriscos entregasen los
libros arábigos que tuviesen en su poder, para que, «examinados, les fuesen devueltos los de
filosofía, medicina e historia, quemándose los de carácter religioso.»
causen vejámenes a los judíos abulenses (1480), víctimas de robos frecuentes y muy descarados; la
provisión real (15 Marzo 1485) amparando a la aljama contra los ataques de los vecinos cristianos
que quebrantaban las cercas; la carta de seguridad de vidas y haciendas dada a la misma, en 16
Diciembre 1491, en virtud de haber sido apedreado un judío y temer los demás que se les prendiese,
hiriese o matase, y otros documentos de la misma índole. A la vez, otorgábase a los judíos de
Almería y Granada, en las capitulaciones de estas ciudades (§ 570), la más amplia libertad religiosa
y civil.
Los reyes no abandonaban, sin embargo, la idea de la expulsión, que quizás las mismas
violencias del pueblo les hacían ver como necesaria; supuesto que no se creyeron con ánimo de
enfrenarlas y corregirlas, como habían hecho con las de los nobles. Hay pruebas de que ya en 1491
pensaban los reyes en que fuese total la expulsión, es decir, no limitada a Andalucía como en el
primer decreto antes citado; y, en efecto, una vez conquistada Granada, el propósito se cumplió,
promulgando el edicto de 31 Marzo 1492 que expulsa a todos los judíos de ambos reinos, el
castellano y el aragonés. El mismo decreto motiva esta resolución extrema en «el gran daño que a
los cristianos se ha seguido y sigue de la participación, conversación, comunicación que han tenido
y tienen con los judíos; los cuales se prueba que procuran siempre, por cuantas vías y maneras
tienen, de subvertir y sustraer de nuestra Santa Fe católica a los fieles cristianos y los apartar de ella
y atraer y pervertir a su dañada creencia y opinión, etc.» Se dio de plazo para la salida hasta fin de
Julio, prohibiéndoles volver ni aun de paso, so pena de muerte y confiscación de todos los bienes.
Durante todo este tiempo, los judíos quedaron bajo el «amparo y defendimiento Real» para que
pudieran «andar y estar seguros y puedan entrar y vender y trocar y enajenar todos sus bienes
muebles y raíces y disponer de ellos libremente». Bien se comprende, sin embargo, que toda esta
libertad tenía que ser de muy escaso efecto. Las ventas forzosas son siempre de enorme quebranto
para el vendedor, y máxime con la concurrencia que había de producirse haciéndose casi a la vez las
de todos los hebreos; y como, juntamente, se les prohibía sacar de España «oro, ni plata, ni moneda
amonedada, ni las otras cosas vedadas por las leyes de nuestros reinos, salvo las mercaderías y que
no sean cosas vedadas o en cambios», claro es que las pérdidas fueron enormes para los expulsados;
aunque muchos de ellos procuraron burlar la ley recurriendo al cambio internacional, mediante las
relaciones bancarias y de comerciantes judíos de los distintos países. En 14 de Mayo, y a solicitud
de los mismos expulsados, recelosos de violencias verosímilmente no imaginadas, se dictaron una
Carta real, con nuevo seguro o amparo, y una provisión sobre ventas y cambios de bienes.
Llegado Julio, empezó la salida de todos los que no quisieron bautizarse. Los judíos de
Castilla se dirigieron casi todos a Portugal; los del N., a Laredo; los andaluces embarcaron en
Cádiz, y los de Aragón y Cataluña en diferentes puertos, enderezando su emigración a Italia y al
África del N.; pero fueron tales los malos tratos que sufrieron en su viaje (especialmente en
Portugal y al desembarcar en los territorios africanos), que algunos prefirieron volver a España y
bautizarse. Poco tiempo después se completó la medida tomada por los Reyes Católicos con la
expulsión de los judíos de Portugal (15 Diciembre 1496) y los de Navarra (1498), cerca de cuyos
monarcas hicieron al efecto gestiones los de Castilla y Aragón. La de Portugal fue particularmente
cruel, pues se separó a los padres de los hijos menores de 14 años, obligando a éstos a que se
quedasen en el país, mientras el resto de la familia era lanzado fuera.
Respecto del número de los expulsados, no hay datos precisos, siendo muy varias las
opiniones de los historiadores. La región donde más abundaban los judíos era la andaluza. En
Castilla no debían ser muchos, relativamente (§ 433), y menos todavía en Cataluña (§ 479). Así y
todo, autores próximos a 1492 hacen oscilar los salidos de España, de 500.000 a 800.000, y no falta
quien, posteriormente, suba hasta 2.000.000, con grande y segura exageración. El cómputo hecho
en nuestros días por un escritor judío, llega, a las cifras siguientes: emigrados, 165.000; bautizados,
50.000; muertos, 20.000.
La expulsión, no obstante la animosidad general contra los judíos, halló bastantes
contradictores y censores en Aragón y en Castilla, según atestiguan cronistas contemporáneos o
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muy próximos a los sucesos. Uno de tales cronistas, que escribió la historia del reinado de Don
Fernando, dice: «Fueron de parecer muchos que el rey hacía yerro en querer echar de sus tierras
gente tan provechosa y granjera, estando tan acrecentada en sus reinos, así en el número y crédito,
como en la industria de enriquecerse. Y decían también que más esperanza se podía tener de su
conversión dejándolos estar, que echándolos, principalmente de los que se fueron a vivir entre
infieles.» (Zurita, Anales, II, lib. I, cap. VII.)
Tan sólo en Cataluña se vio sin protesta y sin duelo la expulsión. Verdad es que en Barcelona
había ya eliminado a los judíos en 1392, por privilegio de Juan I otorgado el año anterior, y que el
nuevo privilegio dado a este propósito por Alfonso V en 1425 (§ 479), fue renovado por Fernando
II en 1479 y 1481.
muchos, muy osados, y contaban con la protección de gentes poderosas, con ellos emparentadas. Se
nombró una comisión inspectora, compuesta de personas eclesiásticas y civiles, encargada de
descubrir las herejías y de procurar la vuelta a la fe por medio de la predicación y de
amonestaciones secretas. No habiendo logrado éxito estas medidas, se volvió a pensar en el
establecimiento de inquisidores especiales (§ 434). A petición de los reyes, el Papa Sixto IV dio, en
1478, una bula, permitiendo que Don Fernando y Doña Isabel nombrasen («eligiesen y diputasen»)
dos o tres «obispos o arzobispos u otros varones próbidos y honestos», para que fuesen Inquisidores
«en cualesquier parte de... nuestros Reinos y Señoríos, usando, respecto de los herejes, todo el
poderío y jurisdicción y autoridad de que usan y pueden usar, así de derecho como de uso y
costumbre, los jueces eclesiásticos ordinarios» (§ 461). En la misma bula se autorizó a los reyes
para que «pudiésemos cada y cuando y cuantas veces nos pluguiese, o bien visto fuese, revocar y
amover a los tales elegidos y diputados por nosotros para el dicho oficio y cargo y subrogar y poner
otros en su lugar». Con estos caracteres de especialidad y dependencia del poder civil y excluyendo
la jurisdicción ordinaria de los obispos, comenzó en 1480, en Sevilla, la Inquisición castellana,
siendo nombrados inquisidores Fray Juan de San Martín y Fray Miguel de Morillo, dominicos, con
Juan Ruiz de Medina por asesor. La nueva institución adoptó, desde luego, los procedimientos y
penas tradicionales respecto de los herejes (§ 461).
Comenzada la fiscalización, multitud de conversos de Sevilla y de otros puntos próximos
(Jerez, v. gr.) huyeron, temerosos de ser acusados. Contra ellos se dictó auto de prisión y secuestro
de bienes, como personas «muy sospechosas», evidenciándose entonces la protección que a los
conversos prestaban los nobles. Así resulta de una orden enviada por los inquisidores (a 2 de Enero
de 1481) al marqués de Cádiz y a todos los duques, marqueses, condes, caballeros, etc., de Castilla,
en cuyas villas y lugares se habían refugiado los huidos. Quedaron sin embargo en Sevilla los
bastantes para que el número de los arrestados (entre los que figuraban muchos jurados de la
ciudad, bachilleres y letrados) llenase por completo el convento de San Pablo, que fue la primera
cárcel habilitada, y el castillo de Triana. El 6 de Febrero de 1481 se celebró el primer auto de fe (§
584). A diez y seis de los reos se les aplicó la pena de hoguera; y al decir de un contemporáneo
(Bernáldez), en ocho años el tribunal de Sevilla hizo perecer a 700 y condenó a prisión perpetua, o a
penitencias rigurosas, a 5.000.
Sin entrar ahora en pormenores referentes a la historia de la Inquisición como tribunal y a los
cambios sufridos en su régimen y procedimiento (de todo lo que ha de tratarse en otro párrafo),
indicaremos las principales medidas tomadas contra los judíos bautizados o los descendientes de
éstos, sospechosos de herejía; notando antes que ya, en los primeros decretos de los reyes, se
advierte que, si bien la fundamental atención de los inquisidores había de ser la apostasía de los
judaizantes, caían también bajo su jurisdicción toda clase de actos heréticos. Al reformar la
Inquisición castellana, Sixto IV (1482) señaló declaradamente esta ampliación, cuyos efectos sobre
los moriscos hemos indicado ya (§ 570). Igualmente es clarísima la influencia que la persecución de
los conversos produjo sobre la condición y suerte última de los judíos (§ 571), y no sin razón ha
dicho un historiador moderno que «el tizón inquisitorial inflamó la animadversión pública» contra
los judíos, precipitando la medida de su expulsión.
No cabe duda que el celo de los inquisidores fue excesivo en más de una ocasión y recayó en
personas inocentes. Lo prueba, entre otros, el hecho de haber sido procesado el mismo Fray
Hernando de Talavera, y las apelaciones que en los primeros años se dirigieron al Papa contra el
rigor de los inquisidores castellanos. Diferentes Breves de Sixto IV (29 Enero 1482, 25 Febrero y 2
Agosto 1485) aluden a esas extralimitaciones y hablan de «víctimas inocentes». Alejandro VI
censuró al inquisidor Torquemada (§ 584), trató de deponerlo y amparó a muchos conversos que
recurrían a la Santa Sede. El sucesor de Torquemada, Deza, se vio forzado a dimitir, amenazado por
Cisneros y por el marqués de Priego; y su subordinado Lucero, inquisidor de Córdoba (el que
procesó a Talavera), después de promover por sus excesos (de que dan testimonio una carta del
capitán Gonzalo de Ayora y diferentes quejas elevadas al mismo Deza y a los reyes) una
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sublevación, a cuyo frente se puso el citado marqués, fue depuesto y estuvo en prisión un año.
Gómez Manrique, el corregidor de Toledo, indignado por la animosidad desplegada contra ellos,
amparó más de una vez a los conversos de la ciudad, y especialmente en 1484, intercediendo con
Doña Isabel para que se aplazase la inquisición de sus vidas y creencias; y no fue éste el único
personaje de viso que protestó e hizo por aminorar los estragos de un celo apasionado, que los
Papas eran los primeros en reprobar. Así vemos en 1482, al consejo de Jerez, quejarse de
arbitrariedades cometidas en la confiscación de los bienes de los conversos.
Sin embargo de todas estas restricciones, el número de procesados, desde 1481 a 1516, fue
grandísimo, aunque no se conoce con exactitud la cifra. Los condenados a muerte se han hecho
subir a 8.000, sólo en los años en que Torquemada fue inquisidor. Autores más prudentes y
desapasionados, dicen 2.000, de 1480 a 1504, la mayoría judaizantes. Sin querer llegar a una
precisión, hoy imposible, puede, en general, afirmarse que fueron muchos los condenados, y entre
ellos no pocos a muerte, a juzgar por los datos seguros que arrojan los procesos o notas llegados a
nosotros, v. gr.: en Ávila fueron quemados, de 1490 a 1500, más de 113 conversos, la mayor parte,
en persona; en 1492, hubo en Jerez un auto de fe que duró tres días; en un solo auto de la
Inquisición de Toledo (10 de Marzo 1487) figuraron 1.200 reos; en otro anterior (12 Febrero 1486),
750, y en el de 16 de Agosto fueron quemadas 25 personas, entre ellas un doctor, un regidor de la
ciudad, un fiscal y un comendador de Santiago, etc.
Entre los procesos de la época que estudiamos, alcanzó fama especial el conocido con el
nombre del Santo Niño de la Guardia, por el martirio que algunos conversos y judíos hicieron
sufrir, según parece de las confesiones, a un niño de pocos años en quien escarnecieron la pasión y
muerte de Jesús. De este género de martirios y de irreverencias se acusaba ya a los judíos en tiempo
de Alfonso X (Partida VII, tít. 24, I. 2ª) y por muchos siglos se ha creído que tan cruenta práctica
(muerte ritual) estaba sancionada por la misma religión hebrea. Comprobada hoy la inexactitud de
esta imputación, no es inverosímil, sin embargo, que, ya en forma de doctrina secreta (fuera de la
Ley y de la Escritura), ya como particular expresión de singulares fanatismos y supersticiones,
ocurriesen casos de sustituir «el sacrificio sangriento del cristiano, a la comunión cristiana basada
en el sacrificio incruento de Cristo». Que en el caso del Niño de la Guardia se trataba de una
superstición, lo prueba el hecho (indicado en un documento inquisitorial) de que el judío Mosé
Franco —uno de los procesados— dijese a otro de ellos, antes de cometer el crimen y hallándose
presenciando un auto de fe, «que pudiendo procurarse un corazón de un muchacho cristiano, se
podía todo remediar». En virtud de este proceso, fueron quemados vivos el judío Jucé Franco, de
Tembleque, y siete cómplices, judíos y conversos, en 16 Noviembre 1491 y en la ciudad de Ávila.
A la odiosidad que este proceso levantó entre los cristianos y al pánico que hubo entre los judíos, se
debe precisamente la carta de seguridad que pidieron y obtuvieron los de Ávila (§ 572); y aun hay
quien cree que el mismo decreto general de expulsión tuvo en aquel hecho un fuerte motivo
ocasional.
Pero la nueva institución tropezó en estos territorios con graves dificultades; de una parte, por
contradecir la forma tradicional que allí se usaba y suprimir la jurisdicción especial de los
inquisidores indígenas; de otra, por el rigor, también excesivo a veces, con que procedían los
nuevos funcionarios y el exceso de autoridad de que hacían gala. En Zaragoza se llegó al extremo
de una sublevación (como antes en Córdoba, contra Lucero), en que fue asesinado el inquisidor
Pedro Arbués, suponiéndose complicados en este hecho, no sólo los conversos, sino también gentes
tan calificadas como el vicecanciller Don Alfonso de la Caballería, a quien el Papa declaró inmune
y exento de la Inquisición en breves de 1488. En Barcelona, los concelleres empezaron por
oponerse a la instalación del Tribunal (1484). Insistieron los reyes, y el Consejo declaró
nuevamente su repugnancia, alegando que en Barcelona no había judíos (§ 571) ni moros; que
«hallábase todo el mundo espantado con la fama que corría de las ejecuciones y procedimientos que
se dice hácense en Castilla», y que «la poca vida que tiene la ciudad se debe al escaso comercio que
hacen los llamados conversos, en cuyas manos está hoy la mayor substancia de pecunia de esta
ciudad, así como por la negociación que hacen con los corales, telas, cueros y otras mercaderías, se
sostienen y viven muchos menestrales; y de pocos días a esta parte, temiendo que la Inquisición se
porte en la dicha ciudad tan rigurosamente como lo ha hecho en Valencia, Zaragoza y otros puntos,
los más y los principales de ellos han pensado irse y muchos se han ido ya a Perpiñán, a Aviñón y a
otros sitios, la partida de los cuales trae la total destrucción y exterminio de esta ciudad». La
oposición siguió tan enérgica, que la primera vez que entraron los nuevos inquisidores en Barcelona
(1486) se les obligó a salir; hallándose de acuerdo en esto los concelleres con todas las clases
sociales, más el obispo y el cabildo y el inquisidor catalán (del régimen antiguo) Comes, quienes
calificaron de nulos los poderes que llevaban los agentes enviados por los monarcas. Intervino el
Papa, diéronse poderes nuevos, y al cabo la nueva Inquisición se implantó en Barcelona (1487). Los
concelleres se negaron, el primer día a prestar el juramento que les pidió el Inquisidor general.
Aparte otras consideraciones, obedecía esta oposición a motivos políticos, por entender los
concelleres y la Diputación general que los fueros y privilegios locales se oponían al
establecimiento de aquella jurisdicción, la cual chocaba a menudo con las costumbres jurídicas y las
garantías de los ciudadanos (sesión de 20 Junio). Uníase a esto la repugnancia de los barceloneses a
recibir en su ciudad funcionarios extranjeros (los nuevos inquisidores eran castellanos), y las
pretensiones exageradas que éstos revelaron, creyendo superior su autoridad a toda otra eclesiástica
o civil. Muestra de semejantes pretensiones fue el hecho de haber mandado colocar los inquisidores
sus sillas en el altar mayor de la catedral y en el sitio correspondiente al rey o virrey. Los
concelleres les obligaron a que las quitasen de allí. En este aspecto jurisdiccional de la lucha,
convinieron más de una vez los obispos catalanes con la Diputación y los concelleres. Inaugurado el
Tribunal en 14 Diciembre 1487 (aunque ya seis meses antes habían comenzado las detenciones de
conversos y otras gentes sospechosas y los embargos de bienes), se reconciliaron y fueron absueltos
—pero con la prohibición de llevar oro, plata ni seda, de ejercer oficios públicos y de dedicarse a las
profesiones de médicos, barberos, drogueros, arrendadores, etc.— 51 conversos. De 1488 a 1492
fueron quemados: en persona, 15, y en estatua, 243, y condenados a reclusión perpetua, 71. De 1489
a 1490 hubo en Tarragona 6 quemados (de ellos 5 mujeres), y 41 entre reconciliados y condenados
a prisión perpetua. En Valencia se quemaron, de 1512 a 1514, 65 personas y 17 en efigie.
Como es natural, la Inquisición no se limitó a perseguir las personas, sino que, continuando el
ejemplo de Cisneros (§ 558), persiguió igualmente los libros hebraicos que pudieran ser causa de
judaizar. Así consta especialmente de las provisiones publicadas en 1498 por el inquisidor «de los
condados y obispados de Tarragona, Barcelona, Vich, Gerona y Elna», el licenciado Fernando de
Montemayor, quien noticioso de que «muchas personas cristianas tienen Biblias y otros libros, tanto
de medicina, cirugía, como de otras artes, en letra e idioma hebreos escritos y de las dichas Biblias
tienen escritas en todo o en parte en lengua vulgar y en romance trasferidas y traducidas», manda
que le sean entregados esos libros y denunciadas las personas que los poseen, so pena de
excomunión y perdimiento de todos los bienes.
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El efecto de todas estas medidas fue provocar, donde como en Barcelona se hizo esto posible,
una fuerte emigración de conversos. Los que no pudieron huir quedaron en una condición social
realmente miserable, recayendo en ellos la animadversión de las gentes y las sospechas constantes
de la Iglesia. Fruto de ambas cosas fue, a su vez, el establecimiento de las pruebas llamadas de
«limpieza de sangre», o sea de la condición (indispensable para ejercer cargos públicos u obtener
ciertos honores), de no tener en la ascendencia persona alguna contaminada de judaísmo o
mahometismo; con lo cual se tendía más y más a aislar socialmente a los originarios de las dos razas
extrañas, tan toleradas y aun protegidas en los siglos anteriores. Aunque las pruebas de «limpieza de
sangre» se desarrollaron especialmente en la época de Carlos I y sus sucesores, ya en tiempo de los
Reyes Católicos se inician con bastante claridad. Así, por una bula de 12 Noviembre 1496,
Alejandro VI autorizó a Torquemada para que no fueran admitidos en el convento de Santo Tomás
de Ávila religiosos descendientes de judíos. Ya se ha hecho mención de otra bula de 1485, que
prohibía a los obispos de Galicia que no fuesen cristianos viejos, el procesar, ni por sí ni por sus
vicarios que se hallasen en caso igual, a los judaizantes.
Esta libertad era muy relativa, como veremos, y la hizo aún más precaria la conducta del
gobernador Bobadilla, enviado a Santo Domingo para fiscalizar la conducta administrativa del
Almirante y que, sin más ni más (1498), repartió en positiva cualidad de siervos a los indios de la
isla entre los colonos españoles, sujetándolos a las labores del campo y de las minas. Sustituido
Bobabilla por Fray Nicolás de Ovando (1501), en las diferentes instrucciones, cartas, etc., dadas a
este gobernador, los reyes, no obstante mantener la doctrina de la libertad jurídica de los indios y las
recomendaciones para que se les trate con dulzura (mandando, incluso, averiguar si alguien envió a
Castilla mujeres e hijos de indios), ordenan que se emplee a los indígenas en coger el oro de los
yacimientos, pagándoles su trabajo; que den para el rey la mitad del metal precioso que sacasen o
tuviesen; que se les haga vivir en poblado (concentrados), aunque en el cumplimiento de esta
medida se recomienda mucho tiento y templanza; que se les prohíba bañarse tan a menudo como
solían «porque... eso les hacía mucho daño»; y, por último, y esto era lo más grave, autorizan para
cautivar a los indios caníbales de otros puntos, a los llamados nacalos y a los «que se defendieran
para no ser doctrinados ni enseñados en las cosas de la santa fe católica»: es decir, se marcaban
diferencias, permitiendo que ciertos indios fuesen reducidos a esclavitud y perseguidos a este
intento. La codicia e inhumanidad de muchos colonos y funcionarios (tan en armonía con las ideas
de la época) sacó de esto motivo para grandes abusos, esclavizando a no pocos indígenas y dando
caza (hasta con perros) y matando a los que se resistían. También se prestó a no pocos abusos la
autorización dada (20 Septiembre 1505) para venir a Castilla, a los indios e indias que
voluntariamente quisieran acompañar a los españoles en cuya casa hubiesen servido. A pesar de
todo ello, los colonos de Santo Domingo se quejaron a los reyes de que la consideración de libres
otorgada a los indios en general traía perjuicios, por negarse aquéllos a trabajar, aun con salario, a
las órdenes de los españoles; con lo que «tampoco los podían doctrinar ni atraer a nuestra santa fe
católica». A consecuencia de esto, una carta de la reina, fecha de 20 Diciembre 1505, dispuso que
se obligase a los indios a trabajar con los cristianos en las edificaciones, minas, etc., pagándoles
jornal, y entendiendo siempre que se tuviesen como «personas libres que son y no como siervos».
Pero con esta licencia bastaba para que los abusos hallaran un pretexto legal. En efecto, el mismo
Ovando (no obstante las repetidas autorizaciones para que se llevaran a la isla indios de otras partes,
cautivos si eran caníbales) volvió a los repartimientos de Bobadilla: medida que sancionó una R. C.
de 30 Abril 1508, en que Don Fernando (entonces regente de Castilla) se reserva la facultad de
hacerlos en ciertos casos.
Todas estas disposiciones, que empeoraban la condición de los indios, se afirmaron en la
instrucción dada en 1509 al hijo de Colón, Don Diego. En ella se dispone —aparte la
recomendación usual de que se trate bien a los indígenas, bajo penas severas a quienes los maltraten
— que se les prohíba celebrar sus fiestas y ceremonias, para que vivan como cristianos, pero
haciendo esto, «poco a poco y con mucha maña, para no disgustarlos; que se les reduzca o
concentre en poblaciones; que se les obligue al trabajo según se mandó en 1503, procurando que
esto sea «con contentamiento de ellos y de sus caciques»; que se averigüe el número de indios que
hay en la isla y personas que los tienen, respetando, hasta nueva orden, el repartimiento de Ovando,
pero con prohibición expresa de que se diesen indios a los clérigos, «para que no se consagren a
granjerías, sino sólo a su ministerio». Desde este momento se pudo decir que la primitiva
declaración de libertad era, aun desde el punto de vista de la legislación, una pura fórmula. El rey
aceptaba los hechos y las ideas dominantes en su época, y los indios, a pesar de todas las reservas
de buen trato y demás, quedaban convertidos, de hecho, en siervos de los colonos. El egoísmo había
vencido al ideal, manifiesto, no sólo en la resolución de 1500, sino en la solicitud con que desde los
primeros tiempos se acudió a promover los matrimonios mixtos entre españoles e indígenas,
recibiendo a éstos, pues, bajo un pie de igualdad, y buscando la fusión de razas. En 14 Agosto 1509
se autorizó a Don Diego Colón para un nuevo repartimiento; viéndose, en cédula de 14 Noviembre,
la cita de diversas concesiones de indios: v. gr., a Bartolomé de San Pier y a Miguel de Pasamonte,
alcaides de fortalezas. En la isla de San Juan también se hicieron repartimientos.
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Se ve bien claro en las disposiciones reales de este tiempo que, resultado de los abusos, los
indígenas de la Española o Santo Domingo y de San Juan, habían disminuido grandemente; pues se
ordena o autoriza más de una vez para que se lleven allí indios de otros lugares, ya esclavos, ya
simples trabajadores, excepto de la isla de la Trinidad y de las cercanas de San Juan, Cuba y
Jamaica, renovándose todavía, en cédula de 3 Julio 1511, la distinción teórica entre los indios libres
y los que podían reducirse a servidumbre (los caribes de algunas islas y de ciertos territorios del
continente: costa septentrional de la América del Sur). La tendencia a favorecer en lo posible a los
trabajadores indígenas libres, se sigue notando en los reglamentos del trabajo, v. gr., prohibiendo
que se les carguen cosas de mucho peso; pero a la vez se manda que se señale en las piernas (con
hierro candente) a los indios que de otras partes se llevaban a Santo Domingo y que «se recoja el
mayor número posible de niños indios para enseñarles, especialmente, las cosas de la fe»: medida
expuesta a grandes abusos contra la unión de las familias indígenas.
Jerónimos, al despedirse de Cisneros le pidió que enviase otros delegados de mayor confianza.
Espantado y desalentado, a la vez, por tal circunstancia, contestó Cisneros: «Pues ¿de quién lo
hemos de fiar? Allá vais, mirad todo.»
Como Las Casas temía, los delegados no pusieron remedio alguno a las iniquidades
manifiestas, ni siquiera consintieron en quitar a los jueces y demás funcionarios los indios que
tenían. Las instrucciones que se les dieron, a más del criterio general de considerar como libres a los
indios pacíficos, comprendían los siguientes puntos: concentración de los indígenas en pueblos de
300 vecinos, con su jefe o cacique y bajo la vigilancia de un visitador castellano; obligación de que
la tercera parte de vecinos trabajase en las minas, y los demás en las tierras que se les repartieron,
cuidando de que los mineros no estuviesen sobrecargados de faena y se alimentasen bien; facultad
de perseguir y reducir a cautiverio a los indios llamados caribes, que se habían resistido a recibir las
predicaciones de los misioneros y a quienes la opinión reputaba por antropófagos, hecho no
probado en certeza.
Con el fracaso de las gestiones de Las Casas, por entonces, quedaron los indios de las islas y
los de Tierra Firme en una condición efectiva de servidumbre; aunque, para los más de ellos,
continuaba declarándose el estado jurídico de libertad. El efecto de esta situación fue que
desapareciese la raza indígena en las Antillas, principalmente en Santo Domingo, Cuba y Puerto
Rico. Felizmente, ni terminaron con esto las generosas campañas que iniciaron los dominicos, ni la
conducta de los conquistadores y colonizadores fue igual en todas las regiones del continente
americano. Gracias a esta rectificación en las relaciones con los indios (salvo, como veremos, en
algunos sitios y ocasiones y con motivo de guerra), la raza no desapareció de los otros lugares
dominados por los españoles, pudiendo decirse que aún, «actualmente, más de la mitad de la
población que ocupa ambas Américas (excepción hecha de lo perteneciente a Inglaterra y los
Estados Unidos), puede considerarse descendiente de los antiguos dueños de aquellos territorios»,
predominando en casi todas partes los indios y mestizos sobre los europeos puros.
Para llenar los vacíos de las gentes indígenas diezmadas en la isla Española, en Cuba, etc., se
autorizó más de una vez la introducción de esclavos negros de África (instrucciones de 1501) y de
otras procedencias. La esclavitud (aunque para los indios en general la negasen las leyes) seguía
siendo un estado jurídico sancionado por el derecho, tanto en la Península coma fuera de ella; y así,
continúa en esta época habiendo moros, negros, tártaros, turcos, etc., hechos esclavos en la guerra o
a mano armada, y vendidos y utilizados como en tiempos anteriores, según era uso general en todo
el mundo.
476.000 ducados; sólo el arzobispo de Toledo disponía de 80.000 (cerca de 6 millones), y reunidas
las rentas de todo el clero secular, llegaban a 4 millones de ducados (unos 500 de nuestra moneda).
El clero regular no era menos rico. El monasterio de las Huelgas, centro jurisdiccional de otros 17,
tenía poder sobre 14 aldeas, y disponía de numerosos edificios.
Pero la ignorancia y la inmoralidad que reyes y prelados habían procurado combatir (§ 458),
seguía minando al clero, y las tradiciones señoriales todavía retoñaban en obispos como Alonso
Carrillo, enemigo de la reina, y contra cuyas maquinaciones tuvo que luchar el corregidor Gómez
Manrique. La barraganía, tan perseguida por los Papas y los reyes, continuaba practicada aún por
tan altos personajes como el arzobispo de Zaragoza, Alfonso de Aragón (hijo natural de Fernando el
Católico) y el cardenal Pedro de Mendoza. Las obras de Montesinos a que luego haremos referencia
(§ 600) contienen amargas censuras contra la inmoralidad de algunos prelados, que el autor señala
con toda franqueza. Una Congregación o asamblea eclesiástica celebrada en Sevilla en 1478,
denunció las costumbres de los llamados «clérigos de Corona» (de simple tonsura), gente semilaica,
semieclesiástica, que solía llevar una vida llena de escándalo, como «públicos rufianes». Pero, a la
vez, la Congregación pidió se revocase la ley dada por Juan II en las Cortes de Briviesca (1387)
contra las «barraganas de clérigo», asegurando que esta mala costumbre se cortaría; mas como
siguió habiendo barraganas en gran número y públicamente, los Reyes Católicos confirmaron
aquella ley (Toledo, 1480), imponiendo como penas: por la primera vez, multa; por la segunda,
destierro, y por la tercera, cien azotes.
Pero esto no bastaba. El interés de la religión y de la Iglesia pedían una intensa depuración de
la vida clerical, y en España (en Castilla principalmente) se hizo, merced a la energía y el celo de
Doña Isabel y de Cisneros. Diferentes concilios provinciales y diocesanos celebrados en Aranda,
Sevilla, Madrid, etc., habían formulado ya medidas conducentes a elevar la moralidad y la cultura
de los sacerdotes. Cisneros procedió de una manera más directa y rápida, aplicando el sistema
seguido por los Reyes Católicos para acabar con la anarquía civil. Comenzó por visitar los
conventos de su Orden (franciscana), expulsando a los recalcitrantes, mandando prender al abad del
Santo Espíritu de Segovia, castigando sin contemplaciones. Se dio el caso de que 400 frailes
prefirieran emigrar al África y convertirse al mahometismo; pero Cisneros, ayudado por los reyes,
no cejó en su campaña purificadera, que el Papa, requerido por los monarcas españoles, aprobó. De
la Orden de San Francisco la reforma pasó a las demás: dominicos, carmelitas, agustinos, etc. En la
del clero secular intervino más directamente Doña Isabel, poniendo especial cuidado en la selección
del personal que proponía para las prelacias y dignidades mayores (§ 590), tendiendo a excluir de
estos cargos a los procedentes de la alta nobleza y escogiéndolos en especial de entre los nobles
menores y la burguesía, considerando sobre todo las condiciones morales de los agraciados. A la
vez se trató de cortar de raíz el abuso del extranjerismo (§ 459). Con este fin, los reyes declararon
en las Cortes de Madrigal (1476) que siendo costumbre inmemorial, reconocida por los Papas, que
las iglesias y beneficios sean para los naturales del reino, seguíanse grandes perjuicios de
entregarlos a gentes extrañas, siendo de notar que desde el año 1474 a la fecha iba creciendo «la
turbación, causada por este motivo, al cual se debía también que, a la sazón, no hubiese ni un solo
cardenal español en la Corte romana. Los reyes, atentos al remedio, revocan todas las cartas de
naturaleza que hubiesen dado para aquel efecto a favor de extranjeros, y prohiben concederles
«Prelacia, Dignidad, Préstamos, Canonjía y otros Beneficios», ordenando que se traslade esta
resolución al Papa con petición de que no provea en extranjeros. Y no habiendo conseguido gran
resultado con esta determinación, la repitieron en las Cortes de Toledo de 1480. Por último,
pusieron coto a las extralimitaciones de jurisdicción de los jueces y tribunales eclesiásticos, en la
forma que luego diremos (§ 582).
Las medidas reformadoras se extendieron también a las Indias, para evitar que se refugiaran
en ellas muchos de los clérigos aventureros y turbulentos que en la Península eran perseguidos. A
este propósito expidió el rey desde Monzón (15 Junio 1510) una R. C. y una carta ordenando que no
pasase a las Indias ningún clérigo sin ser antes examinado en Sevilla, ante el doctor Matienzo. A
501
pesar de lo cual, según testimonio del padre Las Casas, pasaron algunos indebidamente y
promovieron en las nuevas colonias desórdenes graves. En Aragón y Cataluña tardó todavía unos
años en hacerse la reforma, no obstante ser tanto o más necesaria que en Castilla, a juzgar por
muchos documentos contemporáneos que revelan cuan honda había penetrado la inmoralidad en el
clero secular y en los monasterios y conventos de ambos sexos.
como herederos forzosos en los dos tercios; fíjase en cuatro quintos la legítima de los descendientes,
restableciendo la mejora (de un tercio y un quinto) que los fueros municipales rechazaban (§ 308),
pero que ya el Fuero Real permitía en el un tercio Y se mantiene la institución de los mayorazgos,
sancionándola con carácter general, aunque siempre con la condición de obtener licencia del rey.
Novedades son también el reconocimiento explícito y absoluto de la emancipación en los hijos
casados y velados; la prohibición de las donaciones de todos los bienes; el aumento de formalidades
en los testamentos, adoptando todos los principios de derecho romano, y la elevación de los plazos
de las prescripciones, de conformidad con el sentido de Las Partidas (§ 464). En punto a la mujer
casada, se fija minuciosamente su falta de personalidad jurídica, dependiendo de la licencia del
marido en casi todos sus actos, y se confirman las leyes del Fuero Real respecto a los adúlteros,
salvo la prohibición de que el marido pueda acusar a uno solo de los delincuentes y de que tome la
dote y bienes de ellos caso de matarlos infraganti. Aunque explícitamente no lo dice ninguna ley, se
ve, por diferentes alusiones, que ya entonces se había introducido la forma de la dote romana, es
decir, de la dote aportada por la mujer (como disponían Las Partidas), subsistiendo la antigua del
marido, que ya vino a designarse especialmente con el nombre de arras que de antiguo tenía (§
308).
Aparte todas estas innovaciones, las leyes de Toro conservan el sentido tradicional en los
retractos de familia y respetan el fuero de troncalidad que regía en algunas ciudades, villas y
lugares.
III.—REFORMAS POLÍTICAS
578. Alcance político de la unión personal de los Reyes Católicos.
Ya hemos visto (§ 556) cómo por lo tocante a Castilla, las cuestiones a que dio lugar en un
principio el matrimonio de Doña Isabel y Don Fernando, se resolvieron en una diarchia, es decir, en
un gobierno doble personal, que unió los nombres y las efigies de ambos cónyuges en los
documentos públicos, en las monedas, etc., siempre sobre la base de ser considerada Doña Isabel
como la única soberana propietaria del reino, no obstante las pretensiones que en un principio tuvo
su consorte. Así, la fórmula usada para la proclamación en Segovia (a la muerte de Enrique IV), fue
la siguiente: «Castilla, Castilla, por el rey Don Fernando y por la reina Doña Isabel, su mujer, dueña
de estos reinos.» Este acuerdo y concurrencia personal en el gobierno castellano, no trascendió lo
más mínimo a la respectiva situación de los Estados hereditarios de ambos cónyuges. Ni Castilla se
subordinó a Aragón, ni éste, con todos sus elementos, varió en nada sus fueros y costumbres, ni
perdió de su autonomía. Castellanos, aragoneses, catalanes, etc., siguieron considerándose como
extranjeros, hasta el punto de tener los catalanes cónsules suyos en los puertos de mar andaluces,
como los tenían en Italia y otros países completamente extraños. Ni se fundieron las Cortes de los
diferentes reinos antiguos de la Península, ni se unificó su administración, ni se les dio una ley
común aboliendo los fueros y privilegios tradicionales. A la muerte de la reina Doña Isabel se vio
perfectamente que Castilla y Aragón seguían siendo dos entidades políticas separadas, y lo
siguieron siendo aún después de la muerte de Don Felipe y con la regencia de Don Fernando, no
obstante el influjo personal de éste sobre la gobernación de Castilla y el ideal de unificación política
que en la casa real aragonesa venía manifestándose desde Fernando I.
El único punto en que produjo efectos legales la unión de los Reyes Católicos, fue el de las
aduanas de frontera (§ 594). Más tarde, reformada la Inquisición, el inquisidor general de Castilla
acabó por serlo de toda España, suprimiendo las jurisdicciones independientes de Aragón, Cataluña
y Valencia (§ 573). No hubo nada más, ni se pensó en ello, seguramente. El testamento de Don
Fernando es bien explícito en este punto, puesto que recomienda a su nieto Don Carlos «que no
haga mudanza alguna en el gobierno y regimiento de los dichos Reinos de Aragón, de las personas
del Real Consejo y de los oficiales y otros que nos sirven... E más, no trate ni negocie las cosas de
los dichos Reynos sino con personas naturales de ellos, ni ponga personas extranjeras en el Consejo
503
anteriores habían concedido, en efecto), que se dieran cartas expectativas es decir, promesas de tales
oficios) y que se renunciasen, aun mortis causa, sin ciertas condiciones, para evitar abusos,
conservando el rey, en todo caso, su derecho de provisión: medidas, casi todas ellas, repetición de
otras iguales dadas por otros reyes antecesores. También se reglamentaron las elecciones en los
consejos en que subsistían, manteniendo la exclusiva a favor de las clases aristocráticas, y se fijaron
las escribanías municipales y los aranceles de los oficiales concejiles, con minuciosas reglas tocante
a las atribuciones y derechos de los escribanos, con otras disposiciones de menos interés.
No bastan éstas, sin embargo, para formarse idea del alcance que tuvo la centralización
política, la cual iba derogando de hecho toda la particularidad del antiguo régimen foral y
reduciendo lentamente a un mismo patrón la vida política y administrativa de los municipios. Al
enumerar las atribuciones del Consejo real y de la administración de justicia, veremos otras
limitaciones impuestas indirectamente a la autonomía concejil.
En algunos casos procedieron los reyes de manera especial, muy directa y decidida, contra las
manifestaciones demasiado autónomas de los municipios libres. Tal ocurrió con la antigua
Hermandad de las villas de mar (§ 450), cuya independencia trataron de anular por completo, no sin
que Vizcaya se opusiese a esta desaparición de los fueros tradicionales. Por carta de 1490, el rey
reprobó la celebración de las juntas de la Hermandad sin intervención del corregidor de Vizcaya (§
504); y aunque muchas de las costumbres jurídicas subsistieron por algunos años después, la unión
de las villas decayó, extinguiéndose al fin su representación política. Por último, la venta de algunos
oficios concejiles, que ya se inicia en esta época y se desarrolla en la siguiente, acabó de señalar la
dependencia de los municipios respecto del poder central.
En cuanto a las Cortes, también expresaron los Reyes Católicos el sentido absolutista de su
política, reuniéndolas sólo nueve veces en el espacio de más de 25 años (1475-1503), no obstante
haber ocurrido sucesos tan importantes como los que llevamos referidos. Verdad es que al principio
del reinado se sirvieron de ellas para cumplir parte de la reforma interior, adoptando resoluciones
tan importantes como las de la reunión de Toledo (1480); pero, de 1482 a 1498 —es decir, durante
el lapso de tiempo en que se conquistó el reino de Granada, se descubrió América, se instituyó la
nueva Inquisición y se expulsaron los judíos—, no fueron convocadas ni una sola vez. Cierto que
las Cortes no eran propiamente el poder legislativo, y que los reyes no necesitaban contar con ellas
para legislar, salvo en lo referente a los tributos, en parte (§ 453); pero su concurso en el caso de la
proclamación de los reyes —que algunas veces había tenido gran importancia, motivando
resoluciones de trascendencia, por ejemplo cuando la sucesión de Enrique IV (§ 396)—; el
juramento de los fueros y libertades que ante los procuradores se hacía; las peticiones de los tres
brazos, especialmente el plebeyo, que convertían las Cortes en el órgano de comunicación directa
del pueblo con el monarca (expresivo de las necesidades de aquél, que buscaban su satisfacción en
una medida legal rogada al soberano), y, en fin, la costumbre ya antigua de consultar con ellas la
adopción de ciertas resoluciones, cuando el rey quería dar a éstas más fuerza o presentarlas
adornadas del consentimiento general expreso de los vasallos (como en el caso de la revocación de
mercedes y en el de la Hermandad: § 583), daban a aquellas asambleas una significación que hacía
más chocante el que no se les convocara para casos tan arduos y nuevos como los citados. Después
de la muerte de Doña Isabel, Doña Juana y Don Fernando las reunieron siete veces, volviendo a
consultarlas (Burgos, 1515) asuntos de tanta gravedad como las relaciones internacionales con
Francia y la incorporación del reino de Navarra. Pero la tendencia a prescindir de ellas era evidente,
y la decadencia de su poder se significó, no sólo en el tono cada vez más respetuoso para con el
monarca que usaron en sus peticiones, sino también, y muy principalmente, en la dependencia en
que se les vino a colocar respecto del Consejo Real, haciendo al presidente de este cuerpo,
presidente de las Cortes y sujetando las actas a la revisión de aquél y sus colegas (§ 581).
Por lo que toca a la constitución y funcionamiento de ellas, no hubo variación notable. En
1480 eran 17 las ciudades con voto en corte, la mayor parte de Castilla (de Galicia, ninguna); más
tarde se concedió a Granada, y en 1506, a petición de los procuradores, se fijó definitivamente el
506
pues, en puramente decorativa. Los negocios eran examinados y resueltos por el grupo de
consejeros ordinarios activos, que acabaron por excluir completamente a los puramente honoríficos.
Con esto, el Consejo quedó más ligado al monarca, quien, para mayor precaución, mandó que
celebrase sus sesiones en palacio o en una casa próxima. El reglamento que para las sesiones,
deliberaciones, actas, funcionarios subalternos (relator, abogados, escribanos, etc.), se dictó en
varias decisiones de las Cortes de 1480, es muy minucioso. El rey asistía al Consejo los viernes y
decidía siempre en caso de discordia de votos. Aunque las funciones de este cuerpo —como
consecuencia de la diferenciación iniciada ya en la época anterior— eran principalmente
gubernativas, todavía se le ve intervenir en asuntos judiciales. Así lo atestigua una de las leyes de
1480, al mandar que no puedan ir al Consejo las causas que correspondan a otros jueces y que, si se
advocare alguna, sea con conocimiento del rey. Lo mismo se deduce de otra ley referente al orden
en que debían fallarse los pleitos que entraban en el Consejo, Audiencia, etc. También correspondía
al Consejo la visita de cárceles y la apelación de las sentencias de los alcaldes del rastro de la Corte:
con todo lo cual quedó en sus manos la decisión suprema de todos los asuntos importantes,
convirtiéndose en un poder fortísimo con apariencias de independiente, pero, en rigor, subordinado
por completo al rey.
Según parece de un párrafo de la Crónica de Hernando del Pulgar, el Consejo se dividía en
secciones: una de alta política, presidida por los reyes; otra de asuntos gubernativos; otra de
Hacienda, etc. Es posible, sin embargo, que algunos de estos grupos no formaran realmente parte
del Consejo Real, sino que fuesen como oficinas centrales de los diversos ramos de la
administración pública; por lo menos, se distinguió claramente (y así lo atestigua un documento de
1493) entre el Consejo Real propiamente dicho y los demás, que tenían funciones y personal
distintos. Más tarde se crearon otros cuerpos análogos independientes, como el Consejo Supremo
de la Inquisición, el de las Órdenes militares y el de Indias. Esto por lo que toca al gobierno general
y al particular de Castilla. Pero también los Estados aragoneses tuvieron sus Consejos especiales.
Pulgar habla, refiriéndose a 1480, de los Consejos formados por «caballeros y doctores naturales de
Aragón, Cataluña, Sicilia y Valencia, para despachar los negocios de aquellas provincias con
arreglo a sus particulares fueros y costumbres». Don Fernando organizó en 19 Noviembre 1494, con
carácter permanente, el Consejo Real de Aragón y en 1493 añadió al Consejo extraordinario de
Justicia mayor, cinco jurisconsultos letrados.
Los Consejos no eran más que la cabeza del organismo burocrático, que se complicó mucho
más de lo que ya lo estaba antes (§ 443). Así, al lado de los reyes aparece, con carácter bien
definido, el secretario, cargo de pura confianza, sin jurisdicción personal y directa, pero de
influencia decisiva, a veces, por el gran favor que gozaba de los monarcas. Cada reino (Castilla y
Aragón) tuvo el suyo, habiendo logrado notoriedad, por su intervención en cuestiones importantes y
por sus condiciones de inteligencia, Juan de Coloma, Miguel Pérez de Almazán, Pedro de Quintana
y otros. Vienen luego, por lo que toca a Castilla, el canciller mayor (lo fue vitaliciamente el
arzobispo de Toledo); los notarios mayores, uno para León y otro para Castilla, que tenían a su
cargo la guarda del sello, con llave doble; el condestable (cargo vinculado en la casa de los
Velasco); los adelantados (de Castilla, León, Andalucía, Murcia, Granada y Cazorla), sustituidos
luego, por abusos que hubieron de cometer, por alcaldes mayores (de Burgos, León y Campos),
subsistiendo tan sólo el adelantamiento de Cazorla; los merinos mayores (en Asturias y Guipúzcoa);
los corregidores, pesquesidores, veedores y demás funcionarios cuyas facultades conocemos ya (§
443 y 579).
Los oficios de palacio eran muy numerosos. El registrador, que antes sólo llevaba nota de las
disposiciones regias, amplió su registro a las provisiones del Consejo; de los contadores, alcaldes
de casa y corte, jueces comisarios del rey y oidores. La expedición de documentos se sujetó a
reglamentación minuciosa y a tasas o aranceles muy detallados. Los reyes tenían secretarios
particulares (aparte de los del reino), monteros de Espinosa, limosnero, capellanes, sacristán mayor,
camarero, mayordomo, despensero, maestresalas, copero, cocinero mayor, reposteros, caballerizo,
509
aposentadores, gallineros, etc. Para el manejo del tesoro y administración de hacienda, había
contadores mayores (dos), pagadores del sueldo (de los sueldos de los funcionarios públicos),
oficiales de tierras y acostamientos y de mercedes de por vida y juro de heredad, oficiales y
escribanos de rentas, concertadores y escribanos de privilegios, alcaldes de sacas (aduanas) y otros
muchos. La lista no era menos numerosa en lo referente a la administración de justicia, al ejército, a
la marina, etc. En cuanto a otros servidores personales de los reyes y de sus hijos, hay curiosos
pormenores en el Libro de la Cámara real que escribió el contemporáneo Gonzalo Fernández de
Oviedo. Pulgar dice, por su parte, que cada una de las infantas tenía multitud de personas a quienes
se confiaba su educación y las cosas que tocaban a su servicio. Para todo este verdadero mundo de
empleados (en que no se cuentan los municipales) se dieron multitud de reglamentos y ordenanzas,
acotando sus facultades, la organización de sus oficinas, redacción de expedientes, derechos o
aranceles, etc.
En los Estados de Don Fernando, aparte los virreyes y gobernadores generales, sus tenientes o
Portantveus y los funcionarios regionales y locales ya conocidos de Aragón, Cataluña, Valencia y
Mallorca, figuran al lado del rey el escribano racional, el camarero, el tesorero, el contador y otros
más, análogos a los de Castilla.
Isabel no cedió por completo, consintiendo únicamente en que una comisión de letrados estudiase el
conflicto de jurisdicciones que el cardenal planteaba.
A pesar de todas estas medidas, siguió habiendo competencias y verdaderas intrusiones del
fuero eclesiástico en el civil. También se mantuvieron algunas otras jurisdicciones exentas, aunque
con esfera muy reducida (§ 444).
584. La Inquisición.
Conocemos ya el origen de la Inquisición como tribunal independiente de la jurisdicción
ordinaria y dedicado a un solo género de delitos (§ 572). Debemos ahora exponer lo más substancial
de su historia, esfera de acción y procedimientos.
La primitiva Inquisición de 1480, fundada en la bula de 1478, sufrió modificación, como ya
sabemos, en 1482 (bula de 31 Enero), restableciéndose la jurisdicción de los ordinarios y
procurando rectificar el cesarismo o regalismo de los reyes, atentos, sobre todo, a crear un tribunal
dependiente de ellos. Negóse el Papa a delegar en los monarcas el nombramiento de inquisidores
para Aragón, pero respetó el de los dos castellanos. Morillo y San Martín, nombrando poco después
(11 Febrero 1482) otros ocho más para León y Castilla. Quedó con esto el nombramiento de
inquisidores dependiente del Papa, así como su revocación, dejando al rey la facultad de
recomendar a las personas que creyera merecedoras del. cargo. La autoridad de la Santa Sede se
significó de nuevo en 25 Mayo 1483, nombrando al arzobispo de Sevilla juez de apelaciones de
Castilla y León, destituyendo al Inquisidor de Valencia, Cristóbal de Calves y, en otros casos (v. gr.,
el del proceso de Don Gonzalo Alfonso, padre del obispo de Calahorra), designando jueces
especiales. Nuevamente se reorganizó la Inquisición en 23 Junio 1494 aunque no de una manera
esencial.
Torquemada fue, como sabemos, el primer inquisidor general (1485) que extendió su
jurisdicción a los territorios aragoneses. Relevado en 28 de Junio 1494 por «viejo y achacoso»
(aunque, al parecer, influyeron también en la relevación las muchas quejas que contra su extremado
rigor se produjeron), nombró el Papa cuatro obispos en calidad de inquisidores generales. Fueron
éstos los de Mesina (español), Córdoba, Mondoñedo y Ávila. En 1498 les sustituyó Fray Diego de
Deza, primero sólo para León y Castilla, luego, también, para Aragón (1499), y al dimitir éste (§
572) pasó el cargo supremo (1507) al cardenal Cisneros, pero sólo para León y Castilla. Para
Aragón fue nombrado el obispo de Vique y más tarde otros, hasta que en 1518 volvieron a unirse
ambas jurisdicciones en la persona del cardenal Adriano.
La organización primitiva consistió en un centro (Sevilla) y varios delegados, con
nombramiento temporal, en las ciudades y villas a que se iba extendiendo la acción inquisitorial.
Bien pronto se constituyó un Consejo llamado Supremo y las delegaciones se convirtieron en
tribunales provinciales permanentes, con varios jueces y un procurador o promotor fiscal. El
Consejo estaba presidido por el inquisidor general. Cisneros extendió la Inquisición a los territorios
conquistados en África y a las Indias.
El procedimiento, aunque basado en las prácticas tradicionales y en el Directorium de
Eymerich (§ 541), ofrecía particularidades dignas de mención. Usábase el tormento (conforme a la
legislación civil de la época), como medio de obtener la confesión del acusado. Una vez preso éste,
se le incomunicaba en absoluto, prohibiendo dar noticias de él a su familia, que no volvía a saber
del procesado hasta su liberación, o hasta que aparecía en el auto de fe. El mismo secreto se
observaba en punto a la procedencia de la acusación; se comunicaba tan sólo al acusado los
términos de ella, pero callando la persona. Igual reserva se empleó con los testigos, procurando que
aquél no pudiese adivinar quienes eran por la forma del testimonio. En este punto la legislación
canónica no era precisa. Un breve de Bonifacio VIII (1298) hizo potestativo del tribunal, en cada
caso, el revelar o no el nombre de los testigos, a menos que de publicarlo corriesen peligro las
personas. Los inquisidores españoles —tal vez apoyados en la experiencia que hizo abandonar en el
orden civil la práctica de la acusación personal (§ 446)— optaron desde luego por el secreto. Así lo
prueban los Estatutos de 1484 y una carta de Cisneros a Carlos V, afirmando que la publicación de
los nombres había traído grandes daños a los testigos. Las Cortes de Valladolid de 1518 propusieron
que se revelaran, a menos que el testigo fuese duque, marqués, conde o prelado; pero no se aceptó
la innovación. Sólo se concedió al acusado el derecho de indicar las personas de quienes
desconfiaba, y si acertaba con el nombre de algún denunciante, era éste excluido. Por último, se
obligaba al más riguroso secreto en punto a todas las actuaciones, imponiéndolo así a los
513
procesados que recobraban la libertad. Los testigos eran de dos clases: de cargo y de abono. No
podían serlo de abono los conversos. El testimonio de dos de cargo hacía fe contra toda negativa del
acusado. La confesión de éste no era bastante para la reconciliación: hacíase preciso que denunciara
a los cómplices, sin excluir a las personas más allegadas de la familia, sobre las cuales, por la
misma relación de parentesco, se hacían recaer principalmente las sospechas.
El acusado podía nombrar defensor, recusar a los jueces de quienes temiera parcialidad,
dirigirse a ellos por medio de escritos exculpatorios y apelar al Papa. En los primeros años de la
Inquisición fueron numerosas las apelaciones (§ 572), cosa que desagradó mucho a los reyes. Las
conferencias entre el procesado y el defensor habían de celebrarse siempre en presencia de un
individuo del tribunal. La Inquisición tuvo cárcel propia, y, debido al gran número de acusados (§
572), era muy común que los procesos se dilatasen excesivamente.
La primitiva jurisdicción inquisitoral alcanzaban sólo a los herejes, y principalmente, a los
conversos judíos, como sabemos. Por consecuencia lógica, se aplicó bien pronto a los conversos
musulmanes (§ 470); pero como unos y otros podían tener cómplices y encubridores entre los
cristianos viejos, o relaciones de parentesco con ellos (v. gr., en el caso del obispo de Talavera) y
como, naturalmente, también los cristianos podían heretizar, la jurisdicción se extendió desde un
principio a todos, incluso a los no bautizados, aunque en éstos no cabe ser propiamente herejes, y
así lo sostuvieron algunos inquisidores, entre ellos el obispo Simancas. Prevaleció, no obstante, la
doctrina restrictiva, y se sujetó a la acción inquisitorial a los judíos y moros (mientras los hubo en
España) que predicaban su doctrina entre cristianos. Las pocas excepciones de la jurisdicción
inquisitorial que concedieron los Papas, están reguladas por las bulas de 27 Noviembre 1487 y 17
de Mayo 1488.
La penalidad usada por la Inquisición fue la tradicionalmente contenida en el derecho
canónico y en las leyes civiles (§ 446); reconciliación pública o privada; penitencias más o menos
rigurosas; sujeción a la vigilancia de los tribunales; uso perpetuo o temporal de un distintivo
consistente en una túnica amarilla con una cruz roja (sambenito), prisión perpetua o temporal y
muerte en hoguera. Cuando el procesado merecía esta última pena y no podía ser habido, se le
quemaba en efigie o estatua. Si había muerto, la Inquisición podía desenterrarlo y quemar sus
restos. Por privilegio especial, que consta en bulas de 1485 y 1486, se concedió a los reyes de
Aragón y Castilla la facultad de admitir a reconciliación secreta tanto a vivos como a difuntos,
condonando en éstos la nota de infamia a su memoria y la pena de cremación pública. A estos actos,
a que se acogieron muchos conversos, debían asistir los inquisidores, con derecho a hacerse constar
todas «las reconciliaciones secretas privilegiadas, cualesquiera que fuesen».
No debe confundirse el auto de fe con la ejecución de la pena capital: eran dos actos distintos.
El primero consistía en la proclamación solemne y fastuosa del fallo inquisitorial. En día de fiesta
religiosa generalmente, se organizaba una procesión en que intervenían los jueces y funcionarios
(familiares) de la Inquisición, las Órdenes religiosas de la localidad y los reos, con sus sambenitos.
Llegados a una plaza de la ciudad, escogida al efecto y en la que se levantaba un tablado, leíanse las
sentencias, se verificaban las abjuraciones y reconciliaciones públicas, y se entregaban al poder
civil los relajados o condenados a muerte, pena que se cumplía en el lugar ordinario de las
ejecuciones y en presencia de notario. Es posible que en algunos casos se verificase este acto en el
mismo lugar del auto de fe, e inmediatamente después de leída la sentencia, según parece deducirse
de algunos testimonios gráficos, como el cuadro que reproducimos en el texto. Lo general era, sin
embargo, que, una vez hecha la relajación, se retirasen los jueces inquisitoriales con su séquito.
Todo esto por lo que toca a las penas corporales. Pero, como es sabido (§ 446), iban éstas
acompañadas siempre de la confiscación del patrimonio, pudiendo además imponerse multas o
indemnizaciones en dinero. Los bienes confiscados pertenecían al rey; pero como de ellos se
pagaban los sueldos de todos los funcionarios de la Inquisición, prácticamente cedían en beneficio
de éstos. De aquí provinieron no pocos conflictos entre los reyes y los inquisidores, y aun entre los
Papas y los reyes. En la asamblea inquisitorial celebrada en Valladolid el 27 Octubre 1488 y
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presidida por Torquemada, se acordó (Ordenanza XIII) pedir a los reyes que se atendiese ante todo
al pago de los inquisidores y oficiales, como quiera «que en los tiempos pasados... no han sido
pagados de su salario en tiempo y como sus Altezas lo tienen mandado... y si en ello no se diese
remedio, se podrían seguir muchos inconvenientes y este santo negocio recibirá detrimento»;
solicitando también que si «de otra parte no hubiese de qué sean pagados, puedan para ello vender
los dichos receptores de las posesiones y otras cosas en la cuantía que para lo tal bastase». Sin duda
hubo en ello extralimitaciones, puesto que en una instrucción dada en Ávila, a 25 Mayo 1488, se
ordena a los inquisidores que «por respecto de ser pagados sus salarios, no impongan mayores
penas ni penitencias que de justicia fuere». Atestiguan de lo mismo una carta del capitán Gonzalo
de Ayora (Julio 1507), relativa a los hechos de Lucero (§ 572) y una petición hecha al Papa en este
mismo tiempo por el obispo de Córdoba, Juan de Daza, y las autoridades de la ciudad, en que se
atribuyen muchos atropellos de los agentes inquisitoriales al afán de las confiscaciones. Produjeron
éstas grandes cantidades en los primeros años. Todavía en 1501 se sacaron de ellas, en Córdoba,
para los gastos inquisitoriales y emolumentos de los jueces, 55.000 maravedises, y en 1505,
500.000. Un documento referente a la confiscación del archidiácono de Castro, hijo de un converso,
muestra que el producto (considerable) de ella se dividió entre el cardenal Carvajal, Lucero el
inquisidor, el tesorero real Morales y el secretario de Don Fernando, Juan Ruiz de Calcena. Los
Papas reconocieron siempre el derecho de los reyes en este punto. Un breve de Inocencio VIII (25
Julio 1485) les da privilegio para condonar la pena civil de los reconciliados ante ellos, y otro (18
Febrero 1495) fija la doctrina de que las gestiones de hacienda proveniente de los exentos, queden
sometidas a la voluntad de los reyes.
En la corona de Aragón, y particularmente en Valencia, las confiscaciones dieron lugar a otro
conflicto. El fuero de Don Jaime disponía que los bienes de los vasallos condenados a muerte por
herejía, traición, etc., revertiesen a los señores. La Inquisición no respetó este fuero, dando lugar a
quejas del brazo eclesiástico y el noble en las Cortes de Orihuela (1488) y en las de 1510; pero el
contrafuero no se remedió, no obstante las promesas del rey.
En cuanto a las penas de multa, fueron cobradas al principio directamente por la Inquisición,
luego pasaron al tesoro real, y por último volvieron a aquélla, por aplicarse a sus gastos
extraordinarios.
La pérdida de bienes no era siempre absoluta. Si la viuda e hijos del reo eran pobres, se les
asignaba sobre aquéllos una renta prudencial, y no era raro que el rey les dejase la libre disposición
de la herencia del padre.
585. La Hacienda.
La complicación administrativa del reino castellano y la amplitud de su acción y de sus
intereses internacionales, pedían como elementos imprescindibles de sustentación una Hacienda
bien organizada y de seguros rendimientos y un ejército dependiente del rey y apto para las
conquistas con naciones extrañas. A una y otra cosa atendieron los reyes.
La reforma de la Hacienda se planteó con toda precisión, dictándose las medidas legales
necesarias para obtenerla en las Cortes de Toledo de 1480. Las mercedes y el desbarajuste
administrativo de tiempo de Enrique IV (§ 448), exigían un pronto remedio, si no se quería ir a la
bancarrota del Estado y al agotamiento de las fuerzas productoras del pueblo, en provecho de unos
cuantos privilegiados. Los procuradores de los municipios, que habían clamado inútilmente a Don
Enrique, volvieron a exponer sus quejas, en tono de gran energía, a Doña Isabel y Don Fernando, en
las Cortes de Madrigal (1476) y en las citadas de Toledo. Consecuencia de aquellas peticiones y de
la decisión de los reyes, fue la revocación general de las donaciones enriqueñas y la devolución al
Tesoro de las rentas, posesiones, etc., defraudadas al Estado (§ 567). Algunos de los abusos fueron
objeto de leyes especiales. En una se revocaron y anularon todos los tributos nuevos y abusivos
introducidos desde el año 1464, por merced de Enrique IV, en varios puertos de mar y otros puntos:
de los que se seguía gran daño a los ganados, pastores, recueros, etc. El mismo Don Enrique había
515
tratado de revocar este privilegio, sin conseguirlo. Los Reyes Católicos mandan hacer pesquisa
sobre esto, para remediar los males causados. En otra ley anterior (Madrigal) confirmaron una de
Alfonso XI prohibiendo que ningún particular ni corporación «pidiese, demandase, tomase o llevara
de nuevo portazgo, roda ni castillería», revocando todas las mercedes que a esto pudieran referirse.
En una tercera ley (Toledo) ordenaron que todos los que tuvieran bienes en lo realengo, si fueran a
vivir a otras partes, pecharan por aquellos bienes, medida que ya había tomado Enrique IV para
prevenir evasivas al pago de los tributos o pechos. Por último, y para acabar con las exenciones
extraordinarias, dispusieron que cuando una iglesia, universidad u otra «persona singular» tuviese
privilegio de eximir de pechos a alguien, usara de él a favor de los «pecheros menos acomodados» y
no de los ricos, con lo cual se muestra que, generalmente, tales concesiones eran explotadas por
quienes menos las necesitaban y merecían. Pero si los reyes consintieron en alguna exención
respecto de los tributos debidos a la Corona, confirmaron en cambio las leyes antiguas que
exceptuaban de aquel privilegio los pechos y derramas concejiles, debidos incluso por los nobles y
eclesiásticos.
Removidos así los obstáculos y extirpados los abusos que se oponían a los legítimos ingresos
en el Tesoro general, procedieron los reyes a organizar las rentas y las oficinas a ellas referentes. En
la enumeración de los funcionarios administrativos hemos hablado ya de los contadores reales,
oficiales de rentas y otros correspondientes al orden financiero. Procuraron los reyes, en primer
término, sanear y regularizar tres clases de ingresos: el del sello, el de alcabalas y el de sacas o
aduanas (§ 448). El primero fue ampliado mediante una minuciosa organización de la cancillería y
sus funciones y el establecimiento de aranceles y tasas que comprendían todas las operaciones de
expedición de documentos regios (cartas, privilegios, mercedes, albalaes, etc.) Para las alcabalas se
dio un ordenamiento, cuya idea principal se debía a Cisneros, confiando la cobranza a los
municipios, o mejor, encabezándolos por una parte del producto proporcionado a sus fuerzas
contributivas. El tipo del impuesto era del 10 %. Doña Isabel, que tenía sus dudas en punto a la
legitimidad de la alcabala, encargó en su codicilo que una comisión estudiase si la Corona podía o
no justamente exigir este tributo. Cisneros fue más allá, pidiendo a Don Carlos que lo aboliese; pero
ninguna de estas aspiraciones se vio satisfecha. Las aduanas, sacas o diezmos, no sufrieron más
modificación que la relativa suspensión de sus efectos en las fronteras aragonesas (§ 594). Por lo
demás, se confirmó y acentuó la prohibición de sacar de la Península oro, plata, vellón (cobre),
pasta ni moneda alguna, sujetando a los viajeros a inspecciones vejatorias para evitar la exportación
de aquellas materias en las que, según las ideas económicas de la época, estribaba la riqueza
fundamental de las naciones. Así, todo el que saliese del reino tenía que presentarse al corregidor,
alcalde o autoridad de cualquier género que hubiese en la localidad, declarando, ante escribano y
testigos, adonde iba, cuándo volvería, qué cosas llevaba, etc. Los que sacaren cosas vedadas debían
ser denunciados y penados por los alcaldes de sacas.
Pero no bastaron estos tributos ni los demás ordinarios, y ya conocidos de antiguo (montazgo,
portazgo, tercias reales, servicios, monedas y pedidos otorgados por las Cortes, y los monopolios
como el de las salinas, etc.), para levantar las crecientes cargas del Estado. fue preciso inventar
otros nuevos, de ellos el llamado Bula de la Cruzada o sea la venta de indulgencias, cuyo importe
ingresaba en las arcas reales con destino a la guerra contra los infieles. Lo concedieron los Papas a
Doña Isabel y Don Fernando repetidas veces; y aunque la concesión era en cada caso temporal,
acabó por convertirse la Bula en un impuesto constante y ordinario. Su cobranza dio lugar a muchos
abusos, de que se quejaron las Cortes de 1512. También obtuvieron los reyes la concesión de los
diezmos eclesiásticos, igualmente con destino a la guerra contra los moros, aunque se emplearon en
otras necesidades: v. gr., la guerra de Italia.
Finalmente, la conquista y colonización de América trajo consigo nuevas rentas. En primer
lugar, las minas, cuya propiedad correspondía a la Corona y cuya explotación se solía conceder
temporalmente a particulares, mediante el pago de yn medio al principio y luego un tercio del
producto, para lo cual se obligaba a llevar el mineral a las casas de fundición establecidas
516
oficialmente. Aunque en las tierras exploradas hasta la muerte de Don Fernando no se halló tanto
oro y plata como esperaban los reyes y el mismo Colón, el rendimiento fue bastante considerable, y
a él atendió la Corona asiduamente, recordando este asunto en cédulas e instrucciones a los
gobernadores y reglamentando minuciosamente el otorgamiento de licencias de explotación y los
derechos a que se sujetaban. También se establecieron en las Indias los diezmos eclesiásticos, por
bula de Alejandro VI (16 Noviembre 1501); el sello (análogo al de la Península), por cédula de 14
Enero 1514; las aduanas, etc. (§ 588).
La reorganización de la Hacienda se completó con varias medidas referentes a la acuñación de
moneda. La excesiva concesión del privilegio de batirla, hecha en tiempo de Enrique IV (llegaron a
existir 150 cecas), había hecho caer en depreciación el numerario. Los Reyes Católicos redujeron
las casas de moneda a seis (Burgos, Toledo, Sevilla, Segovia, Coruña y Granada), todas ellas
dependientes de la Corona, y acuñaron excelente moneda de oro, plata y cobre, cuyos diversos tipos
(doblas, excelentes de la Granada, etc.) se señalan por llevar los bustos de ambos reyes y sus armas
(una ballesta y un haz de flechas), o, por lo menos, estas últimas. La unidad monetaria fue el
maravedí, moneda ideal equivalente a una suma (variable según los tiempos) de moneda de vellón.
Una pragmática de 1479 fijó su equivalencia, disponiendo que 50 maravedises compusieran un real
de plata y 375 un excelente de oro (análogo al florín de Aragón, aunque de mejor ley que éste).
A pesar de todas estas reformas y del aumento de los ingresos, Doña Isabel tuvo que acudir
más de una vez a empréstitos como el realizado en 1493-94, con la garantía de Don Fernando y con
cargo a la tesorería de éste (tomando 266.000 sueldos de los secretarios del rey y de mercaderes
barceloneses); y si bien a la muerte de la reina estaban casi equilibrados los presupuestos de
Castilla, la deuda se elevaba a 127 millones, y poco después, en 1509, subía a 180.
llegar a un contingente de 40.000 hombres en pie de guerra, y en 1516 llegó, en efecto, a reunir
30.000 infantes. La caballería, que había sido siempre deficiente en España, fue más difícil de
aumentar. Las guerras mismas, las de Italia principalmente, fueron preparando la nueva forma de
organización que había de cumplirse en el reinado de Carlos V y que estudiaremos a su tiempo,
porque ella fue la base de la fuerza militar española en la edad moderna. La vida de campamento, el
amor a la gloria y el afán del botín, el deseo de hacer carrera y la misma vanidad guerrera que se
despierta siempre en los Estados conquistadores, fueron creando el soldado profesional y llevando
el ejército, de un lado, la nobleza y los hombres ambiciosos de todas clases; de otro, los
aventureros.
Técnicamente, la reforma fue también profunda e influyó en el mismo carácter político del
ejército. Empezaron los Reyes Católicos por variar la antigua división del ejército en cuerpos
desiguales llamados batallas, en los que todavía se dejaban notar demasiado los contingentes
señoriales, estableciendo la división uniforme por batallones de 500 hombres, divididos en 10
cuadrillas. Más tarde, y por los consejos del capitán Gonzalo de Ayora (educado militarmente en
Italia) y de Gonzalo de Córdoba, no sólo se introdujo una nueva distribución en capitanías o
compañías (500 hombres) y coronelías o escuadrones (12 capitanías), sino que se mejoró el
armamento del soldado, se modificó la táctica según aconsejaba la experiencia y el ejemplo de los
ejércitos extranjeros, y se agruparon las armas, uniendo a cada coronelía de infantes 600 caballos, y
a cada brigada mixta 64 piezas de artillería. Los infantes eran piqueros, rondaches y arcabuceros,
utilizando así, juntamente, las armas blancas y las de fuego.
La artillería había jugado gran papel en la guerra de Granada. Los reyes hicieron venir de
Italia, Flandes y Alemania, ingenieros y artilleros, que, a las órdenes de Francisco Ramírez o
Ramiro, señor de Bornos, llamado por antonomasia el artíllero (gran conocedor de la nueva arma
de combate y del empleo de la pólvora en minas, etc.), organizaron la artillería castellana. Las
piezas usadas entonces llamábanse lombardas, pasabolantes, cebratanas, ribadoquines y buzanes.
Las balas eran de piedra. También se organizaron entonces el cuerpo de sanidad militar (con un
médico, cirujano, boticario y ayudantes por compañía y hospitales de campaña) y la administración
del ejército, en que influyó no poco Ayora.
La nomenclatura de los jefes y oficiales, como era consiguiente, varió, perdiéndose la de Las
Partidas. El condestable quedó en puro título de honor, y sus tenientes o mariscales, que todavía
figuraron en la campaña de Granada, desaparecieron. El alférez del rey se convirtió en
portaestandarte del monarca. Con las reformas de Ayora y Córdoba, nacieron los coroneles, los
capitanes de 500 hombres, los cabos de batalla (jefes de compañía) y los cabos de diez (de decena).
Cosa análoga sucedió en la marina. El almirante de Castilla, cuya jurisdicción era muy
amplia, sufrió en ella y en su poderío, todo gran pérdida, por la absorción real y por el
descubrimiento de Indias. Le sustituyó en el mando efectivo de la flota un capitán mayor (1479). La
marina castellana desempeñó funciones importantes, sobre todo en la guerra contra los portugueses,
en la de Granada y en las conquistas de África, figurando como jefes notables mosén Juan de
Villamarín, Charles o Carlos de Valera (hijo del escritor Diego de Valera: § 532) y otros. Para
escoltar a Doña Juana la Loca en su viaje matrimonial a Flandes, reuniéronse 130 naves con 20.000
hombres. Don Fernando se preocupó especialmente de reglamentar el servicio, deslindando las
atribuciones de los buques de guerra y de los mercantes que, como auxiliares y en forma de corso,
se mezclaban en las guerras continuamente. Así consta se hizo, particularmente, respecto de los
corsarios catalanes, por orden de 20 Diciembre 1492, que alude a «todas las galeras que por fuerza
traían armadas súbditos suyos» (§ 484).
La marina catalana venía ya en decadencia desde el tiempo de Juan II, quien atendió muy
escasamente al fomento de ella. Todavía en 1506 se organizó una armada que, bajo el mando de
Don Pedro de Cardona, trasladó a Nápoles a Don Fernando y su mujer Doña Germana de Foix. En
1515 figuró en las costas de Berbería otra (compuesta de 9 galeras, 1 galeón y otra nave), con la que
Don Luis de Requesens venció a los turcos. La distinción entre la escuadra real y la de la
518
Diputación de Cataluña, siguió manteniéndose como antes. Don Fernando obligó, por orden de
1494, a las provincias de Cataluña, Valencia y Mallorca, a que mantuviesen en pie de guerra una
galera por cada una, para la defensa de las costas contra los piratas turcos.
firmaron ambos monarcas) la entrega a Colón del décimo del oro recogido, que le pertenecía según
las capitulaciones; existiendo también, del año 1504 y hasta la muerte del almirante (20 de Mayo
1506) muestras repetidas de la consideración que en la Corte se le guardaba y que el propio D.
Fernando le tenía.
En el mismo asunto del gobierno, y aunque éste no volvió a manos de Cristóbal Colón, Don
Fernando se abstuvo de romper por completo. Poco después de morir el descubridor (2 Junio 1506)
envió el rey una cédula a Ovando, en el cual le ordena que entregue a Don Diego Colón (a quien da
el título de almirante) «o a quien su poder hubiese... todo el oro y otras cosas pertenecientes al
dicho... su padre hasta aquí o lo de aquí adelante le perteneciese». En 1508 hizo abrir información
para deslindar claramente los derechos que tocaban a Colón y los que eran de la Corona en los
asuntos de América, y en el mismo año, mediante empeños del duque de Alba, con una de cuyas
sobrinas se había casado Don Diego, fue éste nombrado gobernador, ratificándole en todos los
derechos reconocidos a su padre en las capitulaciones (poder expedido en Sevilla el 10 de Febrero
1509). Sin embargo, esta concesión fue de carácter temporal, duradera «mientras mi merced e
voluntad fuese». Duró sólo dos años.
La Corona siguió, en efecto, dictando medidas para organizar administrativa y
comercialmente las nuevas colonias (§ 588), como fueron las de crear municipios con sus oficiales,
bienes de propios, etc.; establecer una audiencia en la isla Española con jueces de apelación de
nombramiento real; nombrar un gobernador especial de Puerto Rico (14 Agosto 1509), aunque poco
después (25 Julio 1511) llama, en otra cédula, a Don Diego Colón, gobernador «de la española y de
las otras islas y tierra firme que fueron descubiertas por su padre», etc.; procurando, en suma,
afirmar los derechos y la autoridad del monarca en aquellos territorios.
Todas las citadas transgresiones de lo pactado en 1492 y de lo concedido posteriormente en
cédulas y otras disposiciones reales, produjeron un pleito de Don Diego Colón con la Corona que,
aparte las razones políticas expuestas, indudablemente faltaba a lo estipulado y concedido. Verdad
es que algo de lo primero iba contra las leyes de Castilla (con lo cual era, desde su origen, nulo) y
que desde luego las contradecía el carácter hereditario del virreinato y gobernación —dada la ley de
las Cortes de Toledo que había prohibido expresamente toda condición hereditaria en los cargos de
justicia y regimiento—; pero, o hay que suponer en los reyes voluntad de excepcionar de esa ley el
caso de Colón, o mala fe en prometerlo, sabiendo que era de por sí nulo. Por eso la contestación
dada por el abogado de la Corona a la demanda de Don Diego, no se apoya en razones de esta
índole, sino, simplemente; en la lesión enorme que, de cumplirse lo pactado, se seguiría al reino
«porque pretende el dicho almirante la jurisdicción de un reino y de reinos que se descubrieron»,
siendo la lesión una de las causas que en el derecho romano se admitía como rescisorias de los
contratos. El mismo espíritu se refleja en la contestación personal que Don Fernando dio a Don
Diego: «Yo por vos lo haría (cumplir todo lo pactado con el descubridor), pero temo lo que
pudieran hacer vuestros descendientes.»
Don Diego Colón, por su parte, extremó sus peticiones, reclamando la perpetuidad del
almirantazgo, virreinato y gobierno de Indias; un sueldo por estos cargos; subvención para sostener
una guarda de su persona, o sea, fuerza armada; derecho de nombrar todos lo funcionarios de
justicia civil y criminal; facultad de hacer por sí el repartimiento de indios y otras muchas cosas ya
expresas, ya más o menos claramente implícitas o que él deducía, de las capitulaciones, título y
demás documentos citados. El pleito no se decidió hasta 1536, en los términos que expondremos.
mismo Colón. Así lo entendieron Doña Isabel y Don Fernando (caso aparte del incumplimiento de
las capitulaciones), y desde el segundo viaje comenzaron a proveer en punto a la explotación y
organización de las nuevas tierras. Y es de advertir con qué buen sentido procuraron desde el primer
momento reunir el mayor número de datos posibles respecto de las condiciones de aquellos países y
de sus habitantes, como precedente para mejor determinar lo que conviniera en el gobierno de ellos.
Así se ve que en las instrucciones dadas a Fray Nicolás de Ovando en 1501, a Colón en 1502, a
Juan de la Cosa en 1504, y en capitulaciones hechas con otros navegantes y descubridores en 1508,
1512 y 1514, se recomienda y aun se manda la formación de relaciones con aquel objeto, las cuales
habían de servir para crear y nutrir un «padrón de todas las tierras e islas de las Indias». La cédula
de 1508, en que Don Fernando señaló las atribuciones de su piloto mayor Vespucio, manda a «todos
los pilotos que de allí en adelante fueran a las dichas nuestras tierras de Indias descubiertas o por
descubrir, que, hallando nuevas tierras, o islas, o bahías, o nuevos puestos, o cualquiera otra cosa
que sea digna de ponella en nota en dicho Padrón Real, que en viniendo a Castilla que vayan a dar
su relación».
Para centralizar y dirigir los asuntos, tanto científicos como administrativos y económicos de
Indias, se crearon en Castilla dos organismos: la Casa de Contratación de Sevilla (10 Enero de
1505) y el Consejo de Indias. La Casa de Contratación fue en un principio, como su nombre lo
indica, un establecimiento esencialmente comercial, destinado a reunir en sus almacenes todas las
mercaderías que se exportaban a las Indias o se importaban de allá y a presidir a su compra, venta y
transporte. También se incluyó en sus atribuciones de este género lo relativo a la contratación en las
costas de África (Mar pequeña y Berbería) y en Canarias. Sus oficiales fueron un tesorero, un
contador y un factor. En 1505 se ampliaron las ordenanzas con otras nuevas en que se ponían bajo
la autoridad de aquellos funcionarios, no sólo lo relativo a la entrada y salida de mercancías, sino la
emigración a las Indias y el fletamento de naves que allí fuesen. Más tarde (o quizá desde el
principio, heredando las atribuciones del antiguo tribunal del almirantazgo), parece que se les
concedió alguna jurisdicción en asuntos criminales, como se desprende de las competencias que con
los jueces de Sevilla tuvieron y del contenido de una cédula de 14 Noviembre 1509. En otras
ordenanzas de 1510 se ve ya perfectamente declarada esta jurisdicción y la existencia en la Casa de
letrados, con cuyo acuerdo y parecer se habían de pronunciar las resoluciones.
Aunque desde la fundación de la Casa figuran en ella empleados técnicos, pilotos y
cosmógrafos, como Juan de la Cosa (1503), Vicente Yáñez Pinzón y otros, que intervinieron en la
preparación de expediciones y en la formación de mapas, hasta 1508 no se organizaron propiamente
las funciones científicas de aquel establecimiento. Creóse entonces el cargo de piloto mayor,
encargándole la enseñanza de los pilotos que habían de hacer la navegación de las Indias (con
exámenes que facultaban para navegar) y el levantamiento y conservación de cartas geográficas de
los nuevos descubrimientos, con las que había de formarse el Padrón general. Fueron titulares de
aquel cargo, en este tiempo. Américo Vespucci o Vespucio (1508-12) y Juan Díaz de Solís (1512-
16), con asistencia de otros pilotos menores, de nombramiento real (Juan Vespucci, Andrés de San
Martín, Juan Rodríguez Mafra, etc.) A esta función técnica —que detallaremos más adelante—
alude al capítulo 7º de las ordenanzas de 1510, al encargar «que se averigüen las circunstancias de
las tierras descubiertas y aun no pobladas, y que los oficiales traten con los particulares que
quisieren ir a ellas, dando cuenta al rey de sus proposiciones».
En el mismo documento se dan también reglas minuciosas sobre la navegación, y se
constituye una especie de registro central de los despachos reales para Indias y de los que envíen el
almirante y demás funcionarios. Por último, en pragmática de 26 Septiembre 1511, se marcaron los
límites de la jurisdicción, disponiendo que los jueces de la Casa «puedan conocer y conozcan de
cualesquier debates y diferencias que hubiere entre cualesquier tratantes o mercaderes y sus factores
y maestres y contramaestres y calafates y marineros y otras cualesquier personas sobre cualesquier
compañía que hayan tenido y tengan entre sí en las dichas Indias y sobre los fletes de los navíos que
fueren y vinieren... el asegurar de los navíos... y sobre los contratos que sobre ello hubiesen hecho».
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Les autoriza también para que «puedan perseguir civil y criminalmente a los que dieren barreno a
las naves o en cualquier forma contribuyesen a su pérdida».
El Consejo de Indias se estableció en 15 II, pero el desarrollo de sus funciones corresponde a
la época siguiente.
Complementarias de la Casa de Contratación de Sevilla fueron otras casas de contratación
subalternas que se establecieron en las Antillas, donde figuran desde el primer momento, como ya
indicamos, factores, tesoreros y contadores.
Como uno de los intereses principales era que las tierras descubiertas se poblasen de
españoles, para la seguridad de la dominación y para el comercio, se facilitó la emigración,
concediendo tierras (mercedes) a los colonos, eximiendo de derechos a las mercaderías que
llevaban, y enviando allá a los desterrados de la Península y a los reos de delitos que no merecieran
la pena de muerte, «siendo tales los delitos que justamente se les pueda dar destierro para las dichas
Indias» (provisión de 22 Junio 1497); pero se prohibió enérgicamente la inmigración de extranjeros,
respetando tan sólo a los que en los primeros momentos habían acudido a la Española (tan sólo 15).
Administrativamente, se trasladó a América la organización municipal de Castilla, reflejada
también en los pueblos de indios (§ 574); siendo curioso notar que ya en este tiempo se inicia la
reunión de asambleas deliberantes, formadas por delegados de las ciudades y villas, asambleas que
tuvieron cierta importancia en la época siguiente, como veremos.
El centro más importante fue en este tiempo la isla Española, en cuya costa N. fundó Colón la
ciudad llamada Isabela. En la O. se creó la de Santo Domingo, que fue la capital. Poco después se
pobló Puerto Rico y se comenzaron a colonizar Cuba y Jamaica.
589. La legislación.
Todas estas novedades y reformas suponen, naturalmente, un gran desarrollo de la legislación.
Ya hemos visto que, no obstante la importancia de las Cortes de Madrigal, Toledo y Toro y otras de
las celebradas en Aragón (§ 579), la mayor parte de las disposiciones promulgadas en esta época
procedieron de la iniciativa personal de los monarcas, bajo la forma de cédulas, cartas, provisiones,
capitulaciones, instrucciones, etc. Los cambios que así se introdujeron en la legislación anterior y el
cúmulo de resoluciones sueltas que se había ido amontonando desde el reinado de Alfonso X, sin
que se coleccionaran y concordasen entre sí (pues, todo lo más, hubo agrupaciones diminutas, de
carácter especial y no siempre oficiales, como las leyes del Estilo y el Ordenamiento de 1348),
hicieron nacer, así en los pueblos como en los jurisconsultos, el deseo de ordenar tantos elementos
dispersos, formando una compilación en que quedara fijo el texto de cada uno y eliminadas las
leyes que habían caído en desuso o sufrido derogación. Realizaron este trabajo dos jurisconsultos de
la época y, al parecer, los dos por encargo de Doña Isabel: el doctor Alfonso Díaz de Montalvo y el
doctor Galíndez de Carvajal. Sólo llegó a publicarse la colección del primero, bajo el título de
Ordenanzas reales de Castilla (1484?) vulgarmente conocida con el de Ordenamiento del doctor
Montalvo. Comprende esta obra, distribuida en ocho libros, ordenamientos de Cortes (desde las de
Alcalá de 1348) y disposiciones varias de los reyes a partir de Alfonso X, con algunas tomadas de
otras fuentes, legales anteriores, en número de 1.163 leyes relativas a derecho político,
administrativo, procesal, civil y penal, de las cuales unas 230 son de los Reyes Católicos. Dúdase si
la colección de Montalvo alcanzó fuerza legal, o quedó en mero ensayo, que los reyes no llegaron a
promulgar formalmente. Lo primera parece lo cierto, dado que en los libros de acuerdos de varios
municipios se han hallado notas referentes a un mandato de los monarcas para que adquiriesen las
Ordenanzas y juzgasen por ellas. Esto aparte, se puede asegurar que gozaron de gran prestigio y
fueron muy utilizadas, como lo prueban las 15 ediciones que de ellas se hicieron hasta 1513. Pero
no fue esta compilación ni perfecta, ni completa. Hay en ella leyes repetidas, otras de texto viciado,
algunas cuya atribución es insegura y, desde luego, no contiene todas las disposiciones reales y de
Cortes anteriores a los Reyes Católicos, ni todas las dadas en. tiempo de éstos hasta 1484.
En cuadernos sueltos se promulgaron, y se imprimieron más tarde, la Instrucción de
522
Corregidores (Sevilla, 1500), las Ordenanzas de la Hermandad, las de Alcabalas (1491), la Cédula
de abogados (1496), las Leyes... para la brevedad y orden de los pleitos (1499), las Leyes de Toro
(1505), varias ordenanzas municipales (de Madrid, 1499; de Sevilla, 1502-12, etc.); otras sobre
gremios (Santa Fe y Alcalá) y una nueva compilación llamada de Juan Ramírez (por el que fue su
editor, escribano del Consejo), que comprende varias bulas de los Papas en favor de la jurisdicción
real, «con todas las pragmáticas y algunas leyes del reino hechas para la buena gobernación y
guarda de la justicia» (1503). Según la cédula que autorizó la publicación, hicieron este libro los
consejeros reales, por mandato de Don Fernando y Doña Isabel.
La necesidad de una compilación clara y metódica de la legislación castellana, subsistía, sin
embargo, motivada sobre todo por la contradicción de continuar vigentes (según la conocida ley de
Alcalá, repetida en las de Toro: § 577) elementos tan diversos como el Fuero Juzgo, el Real, los
municipales, las Partidas, los ordenamientos posteriores a Don Alfonso X, y por la continua y
callada transformación y unificación legislativa que, a partir del siglo XIII, se había ido cumpliendo
en Cortes y por la acción personal de los monarcas. Así lo comprendió Doña Isabel, en una de las
cláusulas de cuyo testamento se lee: «Otrosí, por cuanto yo tuve deseo siempre de mandar reducir
las leyes del Fuero (el Real) y ordenamiento y pragmáticas en un cuerpo, donde estuviesen más
brevemente y mejor ordenadas, declarando las dudosas y quitando las superfluas, por evitar las
dudas y algunas contrariedades que cerca de ellas ocurren... por ende suplico al rey mi señor y
mando y encargo a la dicha princesa mi hija (Doña Juana)... que luego hagan juntar un prelado de
ciencia y de conciencia con personas doctas y sabias y experimentadas en los derechos y vean todas
las dichas leyes del Fuero y ordenamientos y pragmáticas y las pongan y reduzcan todas en un
cuerpo donde estén más breve y compendiosamente compiladas... Y en cuanto a las leyes de las
Partidas, mando que estén en su fuerza y vigor...» Los propósitos de la reina no se cumplieron, y
siguió, no sólo la tradicional variedad legislativa (que de hecho no se sabía bien adonde llegaba),
sino la confusión respecto de buena parte de las leyes que Montalvo no había logrado concertar
claramente.
En los territorios de la corona de Aragón y en Navarra también se sentía la misma necesidad,
no obstante las compilaciones que ya conocemos de Fueros generales aragoneses, de Observancias
(§ 469) y del derecho catalán (§ 481). Esta última se imprimió en tiempo de Don Fernando; pero
poco después ya pedían las Cortes nuevas compilaciones, sobre todo de Capítulos y actos de Cortes.
En Valencia se hicieron compilaciones, privadas, una de los Fueros (1482) desde los de Don Jaime
a los de Alfonso V, y otra de los Privilegios (1515), esta última bajo el título de Aureum opus
regalium privilegiorum Civitatis et Regni Valentiæ. En las Vascongadas no hubo más novedad
importante que las ordenanzas del licenciado Chinchilla, dadas a Bilbao en 1484 con objeto de
contener y castigar las luchas civiles de los bandos vizcaínos (§ 507). Conviniendo al propósito que
las había originado ampliarlas a toda la provincia, resistiéronse las villas; pero los reyes impusieron
su voluntad e hicieron que una junta general presidida por Chinchilla acordase la publicación de
nuevas ordenanzas, más rigurosas que las anteriores, que rigieron durante algunos años; cayendo en
desuso una vez aquietados los disturbios cuya terminación perseguían. En ellas hay, entre otras
disposiciones, dos importantes referentes a la admisión de procuradores de las villas a las juntas de
la tierra llana, y a la reserva que el rey se hacía de los casos de riepto. En las otras dos provincias
no se hizo más que confirmar los fueros anteriores y dar algunas disposiciones sueltas.
En Aragón y Mallorca no hubo en esta época compilaciones nuevas, no obstante haber
aumentado la legislación con disposiciones reales y de Cortes.
Las leyes relativas a América, tampoco se compilaron hasta fines de la época siguiente.
Todas estas cuestiones aparte, los Reyes Católicos cuidaron solícitamente de los intereses del
clero y de la Iglesia. El clero representado por los confesores de la reina y el rey (de aquélla
especialmente), adquirió un ascendiente espiritual cuyos efectos hemos visto en el caso de los
moriscos de Granada, de los judaizantes, de Colón, de la revocación de mercedes (§ 567) y otros.
Por fortuna, y en lo que se refiere al orden público, al de la cultura y a la reforma de la misma
Iglesia, los confesores estuvieron, por lo común, bien elegidos: como lo atestiguan los nombres
ilustres de los cardenales Mendoza, Talavera y Cisneros, este último muy especialmente. Por lo que
toca a los bienes y privilegios eclesiásticos, basta ver las leyes de las Cortes de Toledo, que
prohibían terminantemente las usurpaciones de rentas de la Iglesia, mandando volver las
injustamente tomadas por algunos señores, y lo que manifiesta Doña Isabel en su testamento al
encargar la formación de un nuevo Ordenamiento de leyes: «y si entre ellas hallaren algunas que
sean contra la libertad e inmunidad eclesiásticas, las quiten para que de ellas no se use más».
Por último, y en lo que se refiere a la potestad política internacional del Papa, defendida por
tantos escritores eclesiásticos de la época (§ 525), es curioso notar que el propio Don Fernando
fundó en ella su derecho a la posesión de Navarra. Así, dijo a las Cortes de Burgos de 1515, al dar
cuenta de la anexión, «que ya sabían cómo el duque de Alba les había dicho de su parte, estando
juntos en Cortes, que el Papa Julio... le proveyó del reino de Navarra, por privación que del dicho
reino Su Santidad hizo a los reyes Don Juan de Labrit y Doña Catalina, su mujer... que siguieron y
ayudaron al dicho Rey Luis de Francia, que perseguía la Iglesia con armas y cisma para que fuese
de Su Alteza el dicho reino y pudiera disponer de él en vida o en muerte a su voluntad».
Veremos, no obstante, cómo los sucesores de Don Fernando hicieron caso omiso de esa
facultad papal cuando, en las luchas políticas con la Santa Sede, se volvió contra ellos.
1512, por ejemplo, dieron 250.000 ducados, correspondientes a cerca de 50.000 quintales. También
era importante la exportación de hierro, vinos, aceites y cueros, tanto por el N. como por las costas
del Mediterráneo. En cambio, la importación más numerosa en todos los puertos —según datos de
1477, 1491 y otros años— era la de los paños, especialmente los finos, que suponían un precio
mucho mayor que el de las lanas. Los Reyes Católicos trataron de remediar este desequilibrio,
creando e impulsando las fábricas nacionales; y a medida que éstas iban adquiriendo fuerza, las
protegían prohibiendo la entrada de los paños extranjeros y la salida de lanas, en todo o en parte
(Cortes de 1515). De este modo, ya en 1512, según el testimonio de viajeros contemporáneos,
tenían cierta importancia las fabricaciones (incluso de paños ricos) en Toledo, Sevilla Valencia y
otros puntos. Los tejidos de seda dieron en 1504, y en sólo ocho ciudades de Andalucía, cerca de 9
millones de maravedises a la Hacienda por su parte de tributos.
Removiéronse también los obstáculos que la legislación, las costumbres y los abusos oponían
al desarrollo industrial, ya prohibiendo tributos injustos, ya derogando privilegios y monopolios de
que sólo se beneficiaban algunos nobles. Así, y además de lo indicado en párrafos anteriores, se
revocó (1480) una merced que hizo Enrique IV a varios caballeros «para que todos los cueros de los
ganados que en ciertos arzobispados se hubiesen de vender, fuesen traídos a lugar muy cierto y allí
se vendiesen en días y lugares bien señalados; y que a otra persona no se vendiesen, salvo a
aquellos que tienen la dicha merced pasado cierto tiempo, que otro alguno no los pudiese comprar
ni cargar so cierta pena».
La ganadería seguía siendo una de las primeras industrias del país, como lo demuestra la
citada exportación de lanas; aunque en alguna región (Murcia) se produjo en pocos años una baja
notable (más de 50.000 ovejas antes de 1480; sólo 10.000 en 1486). Los Reyes Católicos
favorecieron extraordinariamente a la Mesta de ganaderos, para evitar la continuación de esta
decadencia y para que las fábricas de paño tuvieran primera materia abundante. Le confirmaron,
pues, extremándolos, todos los privilegios que en 1347 le otorgara Alfonso XI, no obstante las
quejas muy fundadas de los agricultores; pero le impusieron un tributo especial y la sujetaron en
cierto modo a la Corona, por el nombramiento de un consejero real como miembro de la asociación
(1500). El cuaderno de privilegios de la Mesta se ordenó y publicó en 1511.
A la vez, y como era natural, dado el espíritu de la época, se multiplicaron las leyes y las
ordenanzas de gremios y oficios. Sirvan de ejemplos de esta reglamentación, sin duda excesiva,
pero que muestra el extraordinario desarrollo de la vida gremial y la injerencia cada vez mayor (con
excelente deseo, por otra parte) del Estado en las funciones técnicas de la industria, los datos
siguientes: de 1494 a 1501 se dieron ocho pragmáticas sobre paños, y en 1511 un ordenamiento
general que comprende 120 leyes; en 1494 una pragmática sobre los bordadores de telas; en 1496
para los armeros de Oviedo, en 1499 para los zapateros; en 1491, 1499 y 1515, las ordenanzas de
los aljabibes o roperos de Córdoba; en 1481 y 1500 las de los zapateros, coqueros, chapineros,
fundidores, juboneros y sastres de Burgos.
No todas estas eran de procedencia real, puesto que los municipios seguían facultados para
aprobar ordenanzas y aun para darlas por propia iniciativa; como así lo hicieron, v. gr., en Burgos.
Pero los reyes por su parte, dictaron leyes de carácter general (ordenanzas de menestrales, análogas
a las de reinados anteriores: § 510) e impulsaron la formación de Ordenanzas municipales (como las
citadas de Sevilla) en forma de código, dando entrada en ellas, y en gran medida, a la
reglamentación gremial.
Aparte de los datos citados, consta que Sevilla, Córdoba, Toledo, Segovia, León, Granada y
otras poblaciones fueron centros industriales de gran desarrollo. En la primera suenan
especialmente los ceramistas o fabricantes de azulejos esmaltados; los plateros, que tanto hacían
alhajas como plateaban, doraban y adornaban los jaeces de caballos, espuelas y espadas; los
correeros o fabricantes de objetos de cuero; los tejedores de terciopelo; los hiladores de seda; los
espaderos, etc. En Toledo eran importantes (y lo fueron más, entrado el siglo XVI) las industrias de
sedería, paños, bonetes, armas, particularmente las famosas espadas, y cerámica, de que habla con
526
elogio Marineo Sículo (§ 597). Se ve por todas partes nacer y prosperar un movimiento industrial
que parecía llamado a porvenir considerable.
En Aragón y regiones anejas, el desarrollo gremial continúa en igual sentido. Zaragoza,
Barcelona y Valencia muéstranse al frente de él como centros importantes de industria. En las dos
últimas ciudades era excepcional que los industriales no estuviesen agremiados, y el número crecido
de ordenanzas prueba el aumento de los oficios manuales. Lo mismo ocurre en algunas villas, como
la de Alcira, donde tenían importancia tradicional los paños.
Pero ya en Barcelona se revelan síntomas clarísimos de decadencia, que los mismos pelaires
(«oficio y arte de peraires de esta ciudad..., que es lo principal de ella... y no hay aquí otro arte ni
oficio que más utilidad dé») declaran a Don Fernando, en su súplica de 1495. Aparte otras causas, la
competencia con las industrias de otros países se había hecho imposible, ya por estar reducida la
fabricación a paños bastos, ya por no haber arraigado industrias que se trató de establecer (como la
del terciopelo), ya por lo rudimentario de otras v. gr., la sedería. Un documento de 1481 enumera
así las producciones barcelonesas en tejidos: «paños teñidos de grana, escarlata morada, clara u
obscura, sanguínea, colea, cenicienta, acardenalada y rosada. Paños de lana peinada, cadinas o
paños banyolenchs sencillos, estrechos, sargas estrechas, estameñas, fustanías, medias lanas, telas
de lino, de estopa, bordados, cañamacería, algodones, telas tejidas de lino y algodón y otras
similares». Las telas de oro y plata, seda, brocados, terciopelos, camelotes, tafetanes, cendrados,
damascos y otras así, eran importadas. Entre los gremios, aparecen como los cinco más importantes
los de freneros, sastres, pelaires, zapateros y plateros. Entre los otros 33 citados en las reformas
municipales de Fernando II (§ 580) no constan los tintoreros y retorcedores de seda, tiradores de
oro, veleros y terciopeleros, que sólo llegaron a constituir agremiación muchos años después; lo
cual muestra su escasa importancia en la época que nos ocupa. Verdad es que, al decir de un escritor
contemporáneo, los paños catalanes introducidos en 1481 en Lombardía importaron 120.000
escudos venecianos; pero diez años después (en 1491) ya la decadencia es manifiesta, pues el
municipio trata de ayudar con dinero a los pelaires para que puedan comprar buenas lanas con que
tejer paños «buenos y finos»; cosa que el gremio no podía hacer «por la poca facultad que al
presente tienen los peraires». Esta confesión viene confirmada con la citada súplica de 1493 y el
privilegio que Don Fernando les concedió diciendo que el mencionado oficio, «por la mala
disposición de los tiempos, ha tomado muy gran decaimiento y flaqueza». A pesar de todo esto,
Barcelona era, en 1491, según testimonio de contemporáneos, ciudad pobladísima y de gran área,
casi tanta como la de Nápoles, con casas de piedra y de tres o cuatro pisos, que admiraban a los
forasteros y extranjeros y un sistema notable de alcantarillado, cosa rara por entonces en la
Península. En aquel mismo año, el presupuesto de ingresos del municipio se subastó en 55.050
libras (unas 688.125 Pesetas). La población total de Barcelona, por entonces, era de 38.000
habitantes (contando el arrabal y las personas eclesiásticas), bastantes menos que en 1463 (según el
censo de este año). En 30 años perdió un quinto de la población total, que, en parte, llevaba
recuperado en 1516.
En Mallorca, los datos referentes a 1500 revelan el buen estado de las manufacturas de lana en
Palma, Manacor, Arta y Pollensa, así como de la fabricación de vinos. Por último, el gran esplendor
de las bellas artes, que en lugar oportuno detallaremos, muestra la existencia de multitud de
industrias artísticas de positiva importancia.
oficiales y en el gobierno de los municipios (v. gr., en Cataluña: § 580); en el uso exclusivo de
capillas para sus fiestas y enterramientos (v. gr., la de San José en la Catedral de Barcelona: 1505) y
en distinciones especiales como el uso de blasones y escudos de las mismas insignias reales (los
pelayres de Sagunto, por concesión de Fernando el Católico: 1493) y de armas para la defensa
personal a usanza de los caballeros. Al mismo tiempo se desarrollan los Montepíos y declinan las
cofradías forzosas para fines caritativos y piadosos, aunque no las prácticas religiosas, patronazgo,
etc., de los agremiados.
Pero el mismo interés de los reyes y de los municipios por la reglamentación gremial llevaba
en sí los gérmenes de muerte de las industrias, como ya hemos observado en la época anterior (§
510). Crece, en efecto, el afán ordenancista y la minuciosidad de los preceptos técnicos (incluso por
parte de los mismos industriales representados por sus cónsules y veedores), que cada vez atan más
la producción. Así, en ordenanzas de 1481 se manda que los zapatos no tengan más que una suela;
en otra de 1500 se prohíbe cortar la ropa al través, que tengan borra los jubones, etc.; en las de 1511
se reglamentó estrechamente la división del trabajo entre los obreros, prohibiendo a los de cada
operación que interviniesen en otra distinta, y se sujetaron los productos a tantas inspecciones, que
antes de ponerse a la venta cada pieza había de llevar tres sellos de la fábrica y cuatro de la
administración pública. Verdad es que algunas veces estas minuciosidades tenían un fin higiénico o
jurídico digno de loa, como cuando vedaban hacer zaleas de pieles saladas, para que no recibiesen
daño los niños que sobre ellas dormían, o restringían el fraude de los plateros; pero muy a menudo
las restricciones no traían verdadero beneficio y en cambio trababan la iniciativa individual y la
rapidez de las operaciones.
También es notable advertir la tendencia de las ordenanzas a obtener la mayor igualdad
posible en la producción de los distintos maestros, procurando hacer por igual el reparto y acopio de
las primeras materias y persiguiendo los fraudes que en esto se cometían (ordenanzas de curtidores
y pellejeros de Barcelona, 1481 y 1490).
Más daño que todas estas medidas hicieron las tasas, que continuaron en gran escala. Cierto
que algunas eran de imprescindible necesidad para cortar abusos, como las impuestas a los
mesoneros sobre las cosas que vendían (Cortes de Toledo, de 1480), pero las más eran
contraproducentes. Señalemos como ejemplos, en cuanto a los productos, las tasas de los cereales
para evitar los acaparamientos, que no dieron resultado, y las de los géneros en todos los oficios,
que son constantes en las ordenanzas. En cuanto a otros particulares, aun más perniciosos,
continúan las tasas de jornales ordinarios, de salarios por obras determinadas, las limitaciones de
horas de trabajo, etc. Es de notar la prohibición del préstamo con usura a los cristianos, que los
judíos explotaban como industria muy lucrativa. Las Cortes de 1480 no hicieron, en este punto, más
que renovar las leyes anteriores.
Por último, los monopolios de la corona y el valor excesivo dado en aquellos tiempos a los
metales preciosos y al dinero, amenazaban también gravemente el porvenir de las industrias.
Para ello confirmaron una ley de Juan II por la que se eximían de embargo en cada casa labradora
un par de bueyes y los aparejos de labranza, salvo si la deuda era por tributos al rey; ordenaron la
conservación de los «montes, huertas, viñas, plantas, de los concejos (pragmática de 1496) y
facilitaron la circulación de productos agrícolas en la Península, como veremos. Pero a la vez, y
para evitar la subida de precios en los granos, los tasaron (medida contraproducente) y obligaron a
su venta en determinados lugares (albóndigas, plazas públicas...) para que fuese inspeccionada
(1491), no cuidándose de favorecerlos en las alcabalas; si bien los municipios, al establecerse el
sistema de encabezamiento (§ 585), eximieron a los frutos, particularmente los granos, de aquel
impuesto. La tasa se suprimió en 1504; pero tal desgracia tenía la agricultura, que si bien durante
algunos años se produjo en Castilla centeno suficiente para las necesidades regionales y aun para
exportar, y en Murcia llegó momentáneamente a ser el producto de las tierras mayor que el de los
ganados, desde 1503 hubo una serie continuada de malas cosechas, que arruinaron más y más a los
labradores. Todavía a fines del siglo XVI, como veremos, la pobreza agrícola del N. de Castilla era
tal, que el pan se hacía con harina mezclada de mil substancias diferentes (por ser carísima ella
sola), o bien se utilizaba la de bellotas, etc.
sin desembarcar mercancías. Pero los Reyes Católicos, subordinando el interés de la marina
mercante a las posibles necesidades de la guerra, crearon un privilegio a favor de los buques de gran
tonelaje; con lo cual, si se aseguraban para lo futuro una marina militar de importancia, arruinaban a
los armadores de barcos pequeños, más aptos para muchos fines del comercio, especialmente el de
cabotaje. A pesar de este grave error, a comienzos del siglo XVI la flota mercante llegaba a un
número considerable de barcos, que algún autor (con exageración seguramente) hace subir a 1.000.
Como en el caso de las industrias, el sentido proteccionista nacional se acentuó en las leyes
mercantiles. Una muestra de ello la hemos visto en lo referente a los fletes o cargamentos de
buques. Por medio de las aduanas se dificultó, también, el comercio extranjero. Mas no por esto se
cortaron las relaciones internacionales existentes de antiguo (§ 511). De la extensión de ellas dan
noticia los documentos de las aduanas de Vizcaya y Guipúzcoa (a cuyos puertos iban
principalmente los marinos y comerciantes ingleses y de Flandes) y los de las lonjas de otros países,
que comprueban la existencia de factores y cónsules castellanos en Londres, Nantes, La Rochelle,
Florencia y las principales plazas del territorio flamenco. Por su parte, los extranjeros seguían
acudiendo en gran número a España, y fundando aquí casas de comercio, bancos, etc.,
especialmente después de la expulsión de los judíos, que dejó muchos huecos en la clase mercantil.
La mayor parte de los así establecidos eran alemanes e italianos (sobre todos genoveses), cuya
presencia consta en todo el litoral de Levante (Barcelona, Valencia, Alicante) y en Andalucía.
También vinieron muchos franceses, a quienes Don Fernando protegió en sus últimos años. No
faltaron quejas contra esta invasión de extranjeros, que se prestaba, sobre todo, a la saca de los
metales preciosos. Para evitarla se dictó en 1499 una ley que les prohibía ser cambiadores, y en
1515 otras vedándoles ejercer el comercio de los artículos de primera necesidad y ordenando
inspeccionar cada cuatro meses los libros de los banqueros, para impedir la exportación de moneda.
Las Cortes de 1516 pidieron también que se prohibiese a los extranjeros realizar negocios
comerciales en España por tiempo que excediese de un año; pero el rey no accedió a esto,
fundándose en lo muy necesarios que aquéllos eran en el país.
Por último, y para beneficio de todas las transacciones que se realizasen en la Península, una
pragmática de 1496 renovó los esfuerzos de Alfonso XI (§ 511) en el sentido de regularizar, ya que
fuera imposible uniformar, los tipos de pesas y medidas. Creáronse también Consulados de
comercio en Burgos (1495) y Bilbao (1511), y se pensó en hacer navegable el Tajo desde Toledo al
mar.
Pero al lado de todas estas disposiciones, que en más o en menos (y aunque sólo fuese
temporalmente) favorecían al comercio, las erróneas ideas económicas de la época se significaron
en las prohibiciones de exportación o saca de ciertos productos y de importación de otros. De la
prohibición referente al oro, plata, etc., hemos hecho ya las oportunas indicaciones (§ 585); y claro
es que si se prohibía esto a los nacionales, con más motivo a los extranjeros. Así lo declara una
pragmática de 1491, que sólo autoriza el trueque de mercancías extrañas por otras del país, y no por
dinero. Temporalmente hubo también prohibición de exportar al reino de Granada ganados, armas,
provisiones, etc.
En cuanto a la importación, se vedó, por razón de las leyes suntuarias, la entrada de telas de
brocado y de vajilla de oro y plata (1494) y, por razones proteccionistas, otros productos ya
mencionados (§ 590).
pensando de qué manera «se podría enderezar algún tanto la negociación mercantil que del todo se
ha perdido en esta ciudad», deciden la construcción de dos naves de 500 a 600 toneladas, dando a
los constructores una prima de cien libras por cada cien toneladas más; contando con que así «los
mercaderes de esta ciudad harían negocios, porteando en dichas naves muchas ropas y bienes, los
cuales no se atreven a cargar en barcos extranjeros por los grandes daños que a diario ocurren». Con
igual fin, se recargaron en 1481 los derechos de aduanas, prohibiendo la importación de paños
extranjeros (como ya se había prohibido en tiempo de Alfonso V), «aun cuando fueran fabricados
en tierras del Señor Rey», es decir, en otros lugares de la Corona de Aragón. Pero el comercio
barcelonés estaba herido de muerte, así como el movimiento industrial (§ 590). Los Concelleres de
1492 insisten en afirmarlo así: «Recordarán los dichos futuros Concelleres cómo por causa de la
Inquisición que en lo pasado se introdujo en la ciudad, se han seguido muchos tropiezos en la
negociación mercantil, despoblación de la dicha ciudad y muchos otros daños e inconvenientes
irreparables en la cosa pública y cómo se seguirán muchos más en adelante si no se provee con
algún saludable remedio.» Aunque se suponga alguna exageración en éstas y otras quejas, el hecho
de la decadencia (anterior, por supuesto, a 1484) queda subsistente. Precipitáronlo también otras
causas, y en especial las conquistas de los turcos en la parte oriental del Mediterráneo (que
imposibilitaron el comercio con las llamadas escalas de Levante) y el descubrimiento de América,
que llevó en otro sentido la corriente mercantil. Así pudieron decir los Concelleres a Don Fernando,
en 1491, que «los Cónsules de la Lonja de mar de esta vuestra ciudad ven que la negociación
mercantil está del todo postrada y perdida, por los mercaderes que cesan de comerciar por causa de
los corsarios y señaladamente de los vasallos que con bandera de Vuestra Majestad les ocupan sus
bienes, y los menestrales que por no poder vivir ni hacer cosa alguna de sus oficios, despueblan la
dicha ciudad y se transfieren a otros reinos».
Agravábase esta situación por las dificultades del comercio terrestre. Ya hemos visto lo
limitada que era la libertad de tráfico con Castilla. En la misma Cataluña—aparte las dificultades
que por espíritu proteccionista creaban los mismos barceloneses—la comunicación con otras
ciudades estaba erizada de trabas. Muy a menudo, Tarragona y Gerona prohibían la entrada de
ciertos productos de Barcelona, v. gr., los de alfarería. En el Rosellón se procuraba eludir la
competencia de los paños barceloneses. Con estos exclusivismos, fácil era prever la catástrofe.
En Mallorca la situación era parecida. Las causas generales de decadencia relatadas en la
época anterior (§ 517), habían hecho caer el comercio en manos de unos cuantos extranjeros o
forasteros, que ya en 1511 se retiraron de los negocios, sin duda por no hallar el suficiente lucro.
Los conversos de Valencia, llamados en 1463 a la Isla para reanimar las transacciones mercantiles,
huyeron en su mayor parte al establecerse la Inquisición, quien precipitó aún más la ruina con «las
numerosas confiscaciones decretadas... contra los bienes, así de conversos como de algunos
cristianos de origen condenados en rebeldía», o después de muertos, reconciliados o reclusos en
cárcel perpetua o relajados al brazo seglar. Todos convienen del modo más explícito en que eran
incalculables las riquezas que con este motivo, y con la predicación de cruzadas y jubileos, se
extrajeren de la Isla, y en que las personas sospechosas o culpables contra la fe eran cabalmente las
de mayor giro e industria». La marina mallorquina había quedado reducida a la nada; faltaba el
numerario y aún el crédito en los naturales de la isla, y de ella se apartaban los extranjeros. Un
testigo de 1511 dice que «cuantos mercaderes hay en el día, no podrían cargar una barca». Los
impuestos eran muchos y muy pesados. A principios del siglo XVI llegaban al número de
veinticuatro y contribuían a la ruina del comercio. No obstante apreciase por esta misma época
(1500) cierto renacer de las transacciones mercantiles con Sicilia y otros países sobre la base de
algunas industrias agrícolas y manufactureras (§ 591).
épocas anteriores por castellanos y catalanes; pero en el siglo XV alcanzó mayor importancia
merced a los descubrimientos geográficos en la costa occidental y al dominio de algunos territorios
en la parte N. y O. de Berbería. Sabemos ya que sobre este punto hubo serias dificultades con
Portugal, como consecuencia, no sólo de la guerra dinástica, mas también de las concurrentes
pretensiones de los dos países sobre la tierra africana, tanto de la citada Berbería como del golfo de
Guinea, que los portugueses habían descubierto.
Los tratados de 1479 (Trujillo), 1480 (Toledo), 1494 (Arévalo) y 1509, arreglaron como ya
vimos, esas diferencias, limitando la extensión española a muy menor espacio que la portuguesa. El
comercio siguió las vicisitudes de estas relaciones internacionales. En 1478 (cédula de 4 Mayo), los
Reyes Católicos autorizaron a los marinos de Palos para comerciar libremente, por tierra y mar, con
Mina de Oro (Costa del Oro), para perjudicar así a los portugueses. Después de los convenios
citados, siguieron las relaciones mercantiles con la costa O.; y sin duda eran importantes, puesto que
Don Fernando y Doña Isabel se creyeron en el caso de dictar una provisión (Alcalá, 1498)
prohibiendo «ir y enviar a las tierras de África que son de nuestra conquista, hacia la parte de la Mar
pequeña y por aquella costa hacia la parte de Mega a rescatar oro y esclavos y otras mercaderías,
llevando para ello pan y otros mantenimientos y plata y otras cosas... y porque todos los rescates y
tratos y otras cosas de las dichas tierras de África que son de nuestra conquista pertenecen a nos y
son nuestros, queremos que ningunas ni algunas personas non se entremetan a ir ni enviar, ni hacer
los dichos rescates, ni a tratar con los alaraves y africanos... sin tener para ello nuestra licencia...»
Es decir, que los reyes entendieron constituir de este comercio un monopolio. Pero la prohibición
fue pasajera. En Agosto de 1499 se levantó, dejando y consintiendo desde entonces «a todas y
cualesquier personas que quisieren ir o enviar, como solían, a tratar sus mercaderías a las partes de
la Berbería donde acostumbraban ir los años pasados».
La importancia de este comercio fue, sin embargo, muy escasa, comparada con la que desde
luego adquirió el de las Indias. En la correspondencia y en los actos de Colón se advierte con toda
claridad el doble fin que hubo de impulsarle en su viaje: de un lado (y aparte la gloria personal, la
satisfacción del descubrimiento), el hallazgo y la explotación de grandes riquezas, sobre todo en
metales y objetos preciosos, que era opinión general habrían de encontrarse en los países de Asia
que se buscaban; y de otro, la difusión del cristianismo y la conquista del Santo Sepulcro, para lo
cual serían medio adecuado las riquezas obtenidas. El error geográfico de Colón descartó
inmediatamente este último propósito, haciendo recaer la atención sobre la existencia de las nuevas
e inesperadas tierras. El fin religioso fue atendido por los reyes, como sabemos; pero el interés
material, tanto financiero (ingresos para el tesoro) como mercantil, se sobrepuso a todo otro. Basta
recordar la insistencia con que los reyes apremian para que se obtengan rendimientos cuantiosos de
las minas y se envíen a España; el carácter predominante de la Casa de Contratación; el envío de
contadores, etc., a las Antillas y el afán de muchos particulares en organizar viajes, previa
capitulación o convenio con la corona. Atendió ésta en gran medida al desarrollo del comercio en
América, no sólo por el provecho indirecto que de él había de recibir (aumento de tributos), sino
también por el general interés que en esta materia había demostrado desde el punto de vista
nacional; y no hay para qué decir que en ello siguió el mismo criterio proteccionista, de
monopolios, etc., que en punto al comercio interpeninsular hemos visto.
En las instrucciones de 1493 nótase ya el deseo de crear una riqueza agrícola en las tierras
descubiertas. Recomiéndase para ello que la mayor parte de los vecinos de los pueblos que iban
fundándose atiendan al cultivo de los campos, procurando aclimatar allí los frutos de Castilla; y en
diferentes ocasiones se enviaron a la Española labradores, hortelanos (v. gr., 50 y 10
respectivamente en 1497) y gentes duchas en construir acequias de riego. La Casa de Contratación
proveyó a estos propósitos enviando repetidas expediciones (en 1495, 1497,1509, 1512, 1514) de
semillas (trigo, cebada, arroz, etc.), plantas (caña de azúcar, naranjos, limoneros, olivos, vid) y
herramientas para la labranza. El mismo Colón, al fundar la ciudad de la Isabela, se apresuró a
plantar y sembrar los campos circunvecinos; y de este modo se enriqueció América con
532
producciones exóticas, algunas de las cuales (v. gr., la caña de azúcar, cuya primera cosecha se
logró en 1517 y que muy luego se difundió por modo extraordinario) constituyeron pronto una gran
fuente de riqueza. También se importaron y se difundieron bestias de carga y ganados que no
existían allí, como el caballo, asno, vaca, cabra, oveja, etc. En 1494 se introdujeron los primeros
ejemplares bovinos y en 1525 eran ya abundantes en la Española. Y no contentos con esto, los reyes
y la Casa de Contratación hicieron construir puentes y caminos (v. gr., en Puerto Rico, en 1511) y
enviaron artífices, es decir, obreros (albañiles, carpinteros, etc.) desde el segundo viaje de Colón.
Para facilitar el comercio, en 26 de Septiembre de 1501 se dio real cédula eximiendo de
derechos a todas las mercancías que se descargasen o cargasen para las Indias: y como desde un
principio se habían dedicado a este tráfico algunos extranjeros, principalmente de los establecidos
en España, Don Fernando —en contestación a consulta de la Casa de Contratación— dictó cédula
en 5 de Marzo de 1505, autorizándoles para que enviasen mercaderías a las Indias (salvo armas,
caballos, esclavos, oro y plata), pero a condición de que lo hicieran en compañía de españoles y con
factores españoles.
No obstante tal concesión, y como quiera que en órdenes repetidas se prohíbe la ida de
extranjeros a las Indias (§ 588), el comercio de éstos, salvo en el caso de licencias singularísimas,
no pudo hacer competencia al de los nacionales. Aun con respecto a los españoles, es interesante
notar que, habiéndose facultado en las primeras cédulas e instrucciones, en términos generales, a
«los naturales de estos reinos», una cédula de 1505 interprete esta frase por la de casados que
tuviesen bienes raíces y llevaran de residencia 15 o 20 años en Sevilla, Cádiz o Jerez y los hijos de
ellos. Semejante restricción es de creer que no se mantuviera en la realidad; pero sí la hubo, durante
algún tiempo, para los aragoneses, catalanes y valencianos, que en vida de Doña Isabel sólo
pudieron comerciar por concesión especialísima en cada caso; si bien ha de tenerse en cuenta que
las Indias se consideraron como conquista de Castilla, no de Aragón. Mayor perjuicio hubo de
causar a los de este reino el monopolio de carga y descarga establecido a favor de Cádiz y Sevilla.
Los procuradores venidos a España en 1508 para conferenciar con el rey, le pidieron que los
naturales de Castilla y Aragón pudiesen cargar mercancías para las Indias en cualquier puerto de la
Península. No accedió a ello Don Fernando, permitiendo tan sólo que se pudiesen registrar y
embarcar los cargamentos en los citados puertos andaluces, eximiendo en cambio de todo derecho a
las mercancías que de cualquier parte se llevaran a Sevilla. Este exclusivismo no obedecía a
parcialidad en favor de los andaluces, sino al propósito de concentrar la vigilancia de las
expediciones (encomendada, como sabemos, a la Casa de Contratación), para que la Corona no
fuese defraudada en ninguno de los tributos o participaciones que le correspondía. También
concedió el rey a los procuradores citados, que los habitantes de la Española tuviesen barcos para el
comercio de cabotaje en la isla; pero aplazó el permiso para que comerciasen con los de otras
regiones, hasta recibir informes suficientes del gobernador.
En punto a las explotaciones mineras, ya hemos referido en términos generales la manera de
ejercerse en ellas el monopolio de la Corona (§ 585) En las concesiones a particulares, aquélla se
reservó la mitad primero y, más tarde, un tercio. En 1508 nombró Don Fernando un escribano
mayor de todas las minas descubiertas o por descubrir en las Indias, para que inspeccionase su
explotación, vigilando por los derechos del real tesoro.
V—CULTURA Y COSTUMBRES
597. La enseñanza y la cultura clásica.
Los numerosos e importantes elementos de cultura reunidos en España a fines de la época
anterior y fructificados de la manera brillante que ya dijimos, tuvieron, en los tiempos que ahora nos
ocupan, nuevas y notables manifestaciones, merced a la adición y fortalecimiento de variadas
influencias extrañas y al favor de los reyes, especialmente de Doña Isabel, que mostró especial
cuidado en esta parte de su acción gubernativa. Basta leer una ley de las Cortes de Toledo (1480) en
533
que se exime de todo derecho a los libros que se introduzcan en España, consignando a la vez que
«de pocos días a esta parte algunos mercaderes nuestros, naturales y extranjeros, han traído y de
cada día traen libros muchos y buenos», para comprender que los poderes públicos deseaban
impulsar la cultura, y que la comunicación con los centros intelectuales de Europa era intensa. Claro
es que a ella contribuía principalmente, entonces, la difusión de la imprenta, y que esos libros de
que habla la ley son, seguramente, los ejemplares codiciados de las primeras impresiones. Y no es
que faltasen impresores en la Península. Poco antes de terminar la época anterior, aparecieron,
como hemos visto (§ 540), en Valencia y otros puntos de los reinos aragoneses. En 1476 ya los
había en Sevilla; en 1480 en Salamanca, y luego se corrieron a Toledo, Burgos y Murcia y a casi
todas las ciudades importantes, estableciéndose también en monasterios como los de Miramar
(Mallorca) y Montserrat (Cataluña). Los reyes ayudaron a la difusión de este nuevo arte, otorgando
exenciones de tributos a los impresores, v. gr.: a Teodorico Alemán, domiciliado en Murcia (carta
orden de 25 Diciembre 1477); a Antón Cortés Florentín (1489) y a Melchor Garrido de Novara
(1502). Merced a esta rápida extensión de la imprenta, se publicaron muchos libros de autores
españoles y se popularizaron los clásicos, traducidos o sin traducir.
A la vez, aumentábanse los establecimientos de enseñanza. En Sigüenza (1476-1483), en
Valladolid (1484 y 1488), en Sevilla (1516 y 1517), en Toledo (1485), en Santiago de Compostela
(1501 y 1506), en Salamanca (1500 a 1517) y en Ávila (1504), la iniciativa particular de prelados
como Mendoza, Fray Alonso de Burgos y Deza, de canónigos como Don Juan López de Medina, de
arcedianos como Rodrigo Fernández de Santaella, fundaba colegios, estudios y cátedras
conventuales, que en su mayoría (salvo los colegios de Valladolid y de Salamanca) se convirtieron
poco después en Universidades.
La Corona de Aragón fue, por entonces, menos fecunda en creaciones de esta especie.
Zaragoza sólo tenía una escuela de Artes fundada en 1474. En Barcelona arrastraba lánguida vida la
creación de 1450, sin local propio y, en rigor, sin los caracteres de Universidad; tanto, que Don
Fernando confirmó en 13 Mayo de 1491 a Alejo Bambaser el privilegio que Juan II le había
concedido para fundar un Estudio general. Los Concelleres se opusieron, alegando que muy en
breve organizarían el concedido por Alfonso V (§ 540); pero hasta la segunda mitad del siglo XVI
no hubo allí verdadero centro universitario. El Estudio de Valencia logró esta categoría por bula de
Alejandro VI (1500) y privilegio de Don Fernando (1502), correspondiendo el nombramiento de
Rector al Ayuntamiento; y en Mallorca seguían abiertas las escuelas lulianas.
Pero la gran fundación académica de este tiempo fue la de Alcalá, debida a Cisneros (1508).
Movió al cardenal especialmente, en esta empresa, el deseo de crear un centro dedicado a los
estudios humanistas, es decir, de las lenguas clásicas y del hebreo, y a la crítica filológica:
novedades que en Salamanca y en Valencia hallaban viva oposición, como lo reconocen escritores
contemporáneos. Así, en el programa establecido por el cardenal excluíase el derecho civil
(romano) y se limitaba el canónico, dedicando en cambio, de las 42 cátedras existentes, seis a la
gramática latina, cuatro a otras lenguas de la antigüedad, cuatro a retórica y ocho a filosofía.
Merced a esta nueva organización acudieron a Alcalá los mejores humanistas españoles y muchos
extranjeros, que le dieron un sello especialísimo y produjeron obras en tan alto valor científico
como la Biblia Políglota (Políglota complutense), o sea la edición monumental de la Biblia en
hebreo, griego, caldeo y latín, con gramáticas y vocabularios, que acabó de imprimirse en 1517,
aunque no se dio al público hasta 1520. Con citar los nombres de los sabios que en ella trabajaron,
tendremos la lista de los principales cultivadores del humanismo, o sea de los estudios filológicos
de la antigüedad. Fueron estos: los conversos Alfonso de Zamora, Alfonso de Alcalá y Pedro
Coronel; los hermanos Vergara, doctísimos helenizantes, autor, uno de ellos, de la primera
gramática griega compuesta en España; Hernán Núñez (llamado el Pinciano) Antonio de Nebrija, el
más culto y original, quizá, de todos los humanistas españoles de entonces y, con otros más, que
luego citaremos, el griego cretense Demetrio Ducas, maestro de gramática.
No fue Cisneros el único protector de la cultura clásica. Mostraron por ella preferencia los
534
mismos reyes, pero en forma distinta. Es, en efecto, curioso notar que (salvo en lo que respecta al
colegio de Ávila, por cuya fundación tuvo especial interés la reina), ni Doña Isabel ni Don Fernando
fundaron Universidades ni colegios. Verdad es que la iniciativa particular proveía ampliamente a
estas necesidades. Lo que sí hicieron los reyes fue reglamentar la vida escolar que, merced a la
latitud de los primitivos privilegios, caía frecuentemente en trastornos anárquicos, como los
ocurridos en Alcalá a poco de su fundación, o en abusos del fuero académico por terceras personas.
A este fin publicaron en Santa Fe, en 17 Mayo 1492, una llamada Concordia, que no es más que
una orden limitativa de la jurisdicción del maestreescuela o de los privilegios universitarios de
Salamanca. A lo mismo se dirigieron dos pragmáticas de 1494 y 1497. Igualmente reprimieron los
sobornos, estafas y otros abusos que en el conferimiento de grados y provisión de cátedras se
cometían (pragmáticas de 1494 a 1501), especialmente en Salamanca y Valladolid.
Pero si los reyes no fundaron establecimientos de enseñanza, la dieron amplísima acogida en
Palacio. Don Fernando había sido discípulo del maestro Francisco Vidal de Noya, latinista,
traductor de Salustio. Doña Isabel, que no tenía esta base, dio elevada muestra de su estimación por
los estudios entonces en boga, dedicándose, bajo la dirección de Doña Beatriz Galindo (llamada la
Latina, por sus conocimientos de este género), al cultivo del idioma del Lacio. También procuró a
sus hijos una educación sólida de igual clase, que dio sazonados frutos en el príncipe Don Juan y en
Doña Juana la Loca, trayendo para ello profesores extranjeros como los hermanos Antonio y
Alejandro Geraldino, notables como pedagogos.
En parte por el ejemplo de los reyes, y en parte siguiendo las tradiciones de época anterior (§
522), la nobleza favoreció también a los literatos y hombres de ciencia, mostrándose interesada en
la difusión de la cultura y atrayendo a España a no pocos extranjeros ilustres. Así vinieron el
siciliano Marineo Sículo, llamado en 1484 por el Almirante de Castilla Don Fadrique Enríquez; y el
lombardo Pedro Mártir de Anghiera o Angleria, que acompañó en 1487 al conde de Tendilla a la
vuelta de Roma de este prócer. Pedro Mártir fue profesor en Salamanca, con numerosísimo público
que henchía la clase; y él y Marineo (también profesor de elocuencia y poesía latina, desde 1484 a
1496) tuvieron por discípulos en letras clásicas a los más encumbrados hombres de su tiempo, v.
gr., el arzobispo de Zaragoza, Don Alfonso de Aragón, y el de Granada; los obispos de Salamanca,
Plasencia, Barcelona y Osma; el cardenal de Monreal; el abad de Valladolid; los marqueses de los
Vélez, Denia y Tarifa; los condes de Oliva y Tendilla; el duque de Arcos; el Condestable Don Pedro
de Velasco y otros muchos, no siendo pocas las mujeres que adquirieron cultura clásica. Noticia de
estos discípulos y de los sucesos contemporáneos, así como de la geografía e historia de España, se
hallan én las obras con que los dos citados maestros consagraron su vecindad en la Península. De
Marineo Sículo son numerosas cartas latinas y el libro De rebus memorabilibus Hispaniæ,
enciclopedia histórico-geográfica de gran utilidad. Angleria dejó lo que podríamos llamar su diario
o apuntes de viaje en una voluminosa colección de 812 cartas (Opus epistolarum), dirigidas a gran
variedad de personas, y en las ocho Decades de Orbe novo, primer libro que cuenta ampliamente el
descubrimiento de América.
Pero no fue este el único camino de educación clásica de los españoles. Ni Angleria era más
que un ameno diarista, cuyo latín dejaba mucho que desear, ni Marineo podía 'pretender el título de
sabio, ni de los discípulos aristócratas, meros diletantes en su mayoría, podía esperarse una obra
sólida, que cohonestase las censuras y menosprecios de los extranjeros (especialmente de los
italianos) hacia la incultura de los españoles. Afortunadamente, éstos continuaban la tradición de
perfeccionar sus estudios en Universidades extrañas; y de esta comunicación directa vino el
remedio, propinado por inteligencias indígenas que fundaron el humanismo español, noble en el
siglo XVI. De esos verdaderos maestros fue precursor, como latinista, Alfonso de Palencia, autor de
un Opus sinonimorun (1472) y del Universal Vocabulario en latín y romance (1490), y el más
ilustre de todos, Antonio Cala Jarana Nebrija del Ojo, vulgarmente Antonio de Nebrija, educado en
Italia, de donde regresó en 1475, y reformador de los estudios gramaticales en España, según las
doctrinas del italiano Lorenzo Valla. Al igual que tantos otros escritores del Renacimiento, su
535
cultura era enciclopédica, habiendo dejado obras de teología, derecho, arqueología, historia,
ciencias naturales, geografía y geodesia. Pero su mayor fama la debió a sus lecciones en Sevilla,
Salamanca y Alcalá y a sus gramáticas latina y castellana (1481) con el diccionario latino-español
(1491), muy superior al de Palencia. Al mismo tiempo que Nebrija cultivaba así el latín, un
portugués, discípulo también de italianos y profesor en Salamanca, Arias Barbosa, fundaba los
estudios griegos, en que brilló especialmente Hernán Núñez llamado el comendador griego, uno de
los colaboradores de la Políglota. En Salamanca también, explicaba el latinista Flaminio, y en
Alcalá, a más de los nombrados antes, el toledano Lorenzo Balbo de Lillo, Diego López de Stúñiga
y Mateo Pascual. Fray Hernando de Talavera fomentó por su parte los estudios arábigos, para
facilitar la conversión de los moriscos; y merced a él, escribió Fray Pedro de Alcalá el Vocabulista
arábigo en lengua castellana.
Especial mención necesita el cardenal Cisneros, cuyo nombre va unido, no sólo a la fundación
de la Universidad de Alcalá y a la empresa de la Políglota, más también a otras muchas
publicaciones, hijas de su munificiencia y su cultura, tales como el Misal y Breviario mozárabes;
las obras completas del Tostado; muchas de las de Raimundo Lulio; las de Medicina, de Avicena; la
Agricultura, de Gabriel Alonso de Herrera y no pocos libros de devoción, cuyas ediciones repartió
generosamente. Murió sin haber podido terminar una pensada impresión en griego y latín de las
obras de Aristóteles, y otros trabajos.
Carácter señalado de todas estas fundaciones y estudios fue el de proveer a la cultura superior
de los eruditos, literatos y clases privilegiadas. La instrucción y educación de las clases populares
seguía siendo, como en los siglos anteriores, un problema no sospechado por las gentes, tanto en
España como en otros países. La escuela primera no prosperó, pues, al compás que las
Universidades.
De los pensamientos variables, y que es, a la manera de las Coplas de Mingo Revulgo (1529), un
documento de crítica política, encaminado a protestar de la tiranía ejercida por la nobleza sobre el
pueblo.
De Juan Luis Vives, filósofo, político y moralista, nacido en 1492, nos abstenemos de hablar;
pues aunque ya era célebre por su erudición a fines de la época presente, sus obras pertenecen a la
de Carlos I.
En materias jurídicas, brillan algunos civilistas, romanistas y políticos de gran importancia,
como el doctor Montalvo (1405-1499), que, a más de la colección de ordenanzas (§ 589), escribió
un Repertorio de Detecho —especie de diccionario, con un suplemento que se tituló Segunda
compilación—, editó, con glosas o comentarios, el Fuero Real y Las Partidas, y fundó una especie
de academia de Derecho; Juan López de Vivero, vulgarmente Palacios Rubios (1447-1523),
catedrático de Salamanca y consejero de los Reyes Católicos, redactor, en parte, de las leyes de
Toro, que comentó, coleccionador de los privilegios de la Mesta, autor de un tratado de donaciones
entre marido y mujer, de un interesante libro en que por encargo de Don Fernando (quien sentía
escrúpulos por la conquista de Navarra), trató de demostrar el fundamento jurídico de la anexión de
aquel reino, de otro sobre el Real Patronato que le pidió Doña Isabel y de algunas obras de política;
Galíndez de Carvajal (1472-1530?), catedrático también y consejero, cuya compilación ya hemos
mencionado (§ 589); Antonio de Nebrija (1444-1522); reformador de las glosas del italiano
Acursio. autor de unas Observaciones sobre las Pandectas y de un diccionario de derecho (Lexicón
juris civilis); Martín de Azpilcueta, quien, como Gregorio López, canonista aquél, civilista éste,
pertenecen más bien a la siguiente época; Micer Miguel del Molino, que escribió un Repertorio de
los fueros y observancias aragonesas (en latín, 1513) y otros de menor importancia, que
convivieron con algunos de los citados en la época anterior (§ 525, 526 y 541). Como canonista,
especialmente, cita Marineo Sículo con elogio al doctor Juan Alfonso de Benavente, catedrático de
Salamanca. También se señaló en Roma, Alfonso de Soto, natural de Ciudad-Rodrigo, autor de una
Glosa sobre las reglas de cancelarla y de un tratado sobre el Concilio futuro, que dedicó al Papa
Sixto IV (1471-1484).
Naturalmente, seguían en gran predicamento entre los jurisconsultos—por resultado del auge,
cada vez mayor, de las doctrinas romanistas—los escritores italianos de esta materia, que desde el
siglo XIII venían influyendo en la ciencia jurídica española (§ 526). Los Reyes Católicos trataron de
limitar esta influencia, o por mejor decir, de reglamentarla, para que no crease conflictos en la
substanciación de los pleitos, donde los abogados, menospreciando las leyes, solían fundar sus
pretensiones tan sólo en opiniones y autoridades de jurisconsultos italianos y canonistas. Al efecto,
dispusieron en la ordenanza 37 de las hechas en Madrid en 1499 que «en caso de duda y a falta de
ley» se pudieran seguir en derecho civil las opiniones de los glosadores Bartulo y Baldo, y en el
canónico las de Juan Andrés y el Panormitano (el arzobispo de Palermo); pero como esta decisión,
«que hicieron para estorbar la prolijidad y muchedumbre de las opiniones de los doctores, habían
traído mayor daño», la derogaron en la ley 1ª de Toro, disponiendo, como sabemos, que, en caso de
duda, se acudiese al rey para la interpretación y declaración de las leyes. No por esto disminuyó el
prestigio del derecho canónico y el romano en la educación de los juristas. Así, una pragmática dada
en Barcelona dispuso que para el oficio de Justicia o Relator del Consejo, Audiencias y
Chancillerías, fuese requisito indispensable el estudio de las fuentes de aquellas dos legislaciones,
de igual modo que en las leyes de Toro se les había exigido el del derecho indígena (§ 577).
Las ciencias naturales y las físico-matemáticas compitieron en desarrollo y en resultado con
las filosóficas y jurídicas, si no en todas en algunas de sus ramas, principalmente la geografía,
cosmografía y medicina.
La más alta representación de las dos primeras está en los trabajos científicos de la Casa de
Contratación y las escuelas cartográficas de Cataluña y Mallorca. De los primeros hemos hablado
algo en un párrafo anterior (el 588). Sus consecuencias principales fueron, aparte los viajes, la
formación de mapas cada vez más perfectos y la determinación de fenómenos físicos que
537
ensancharon considerablemente los conocimientos geográficos, astronómicos, etc. Los mapas más
notables de esta época que han llegado a nosotros, son: el de Juan de la Cosa(1500) y el de Morales
(1515). El primero es un mapamundi, que comprende ya las islas del golfo de Méjico, parte de las
costas del Norte América y las del S., hasta el cabo de San Agustín, descubierto por Yáñez Pinzón
en 1499. El de Morales se refiere singularmente a las Antillas. Hay noticia de otros hechos por
Solís, por García Torreño, pintor iluminador y luego cartógrafo, y por otros, cuyas obras se
utilizaron, a comienzos de la época siguiente, en la gran expedición de Magallanes. También son de
esta época (aunque no de cosmógrafos de la Casa) los primeros ensayos indígenas de geografía de
España, cuya descripción minuciosa intentó, como veremos en la época siguiente, Don Fernando
Colón y luego otros. El trabajo más antiguo de este orden que se conserva es del siglo XV,
anónimo. En cuanta a otros estudios científicos, aunque en su mayoría pertenecen a tiempos
posteriores, se iniciaron en los presentes, dando ya por fruto importantísimo el estudio de las
corrientes marinas, especialmente la del golfo de Méjico y las de la costa oriental de Sud América,
por Solís y Andrés de Morales; las observaciones sobre la desviación que la aguja magnética sufría
en los parajes americanos (base de modificaciones en los instrumentos náuticos-y de un
procedimiento nuevo para obtener la longitud de un punto determinado) y otros de menos interés. El
valor de semejantes estudios no puede apreciarse sino teniendo en cuenta los escasos medios
científicos que tenían a su alcance los marinos del siglo XV para dirigir su derrota y para determinar
la posición del buque en cada momento. Reducíanse aquéllos a la aguja náutica o brújula, conocida
desde el siglo XIII (las Partidas y Raimundo Lulio) y perfeccionada en 1302 por Flavio Goia; el
astrolabio, aparato para conocer la posición del polo y el movimiento de los astros, usado desde el
siglo XIV o quizá sólo desde el XV, y la toleta o martologium, compuesto de varias tablas para
calcular la latitud por un método sumamente intrincado y deficientísimo. Con tan modestos
auxiliares científicos tuvieron que hacer sus largos viajes Colón y sus continuadores. La astronomía
no había progresado mucho, pero seguía cultivándose. Consta, como en la época anterior, la
publicación de varios libros de observaciones, escritos por judíos y por médicos cristianos: v. gr.,
las Tablas astronómicas, del doctor catalán Johan Pere (1489), el Lunario y repertorio de tiempo,
de Bernardo de Granollachs, que se imprimió en Barcelona en 1519. Mayor importancia tuvieron
los estudios de medicina. Pruébanlo así la fama de algunos médicos españoles, como el valenciano
Jerónimo Torrella, que asistió a Fernando el Católico y escribió varias obras de medicina y filosofía
y otras materias; su hermano Gaspar, cuyos servicios utilizaron los Papas Alejandro VI y Julio II y
cuyas obras, impresas en Roma (1506, 1507, etc.), gozaron de gran fama, principalmente una que es
la primera de autor español que trata de la sífilis; Julián Gutiérrez de Toledo, del Tribunal del
Protomedicato, cuyo libro Cura de la piedra y del dolor de hijada, (1498) es interesante por sus
observaciones clínicas y por las noticias que da respecto de baños y aguas medicinales; el castellano
Francisco López Villalobos, autor de un notable tratado sobre las pestíferas bubas (sífilis), quizá
más conocido y alabado por sus dotes literarias y por la donosa crítica de las costumbres de su
tiempo que hizo en la obra titulada Los problemas (1515, pero no se publicó hasta 1545); Pedro
Pintor, médico de Alejandro VI, y Luis Alcanyís, profesor, ambos valencianos y autores de obras;
Pedro Benedicto Mateo, que en 1497 escribió la primera farmacopea legal que se conoce, y otros.
Algunas de las obras mencionadas y otras de igual carácter (se hicieron bastantes traducciones de
autores extranjeros) fueron mutiladas o condenadas totalmente por la Inquisición, a causa, ya de sus
doctrinas, ya de los detalles anatómicos que contenían y que se consideraron inmorales.
En punto a organización de la enseñanza y del ejercicio de la medicina, hubo en este tiempo
importantes novedades. En Barcelona creó una escuela de cirugía (1490) el doctor Antonio
Amiguet, quien tuvo numerosos discípulos. Por privilegio de 1488, Don Fernando concedió a los
médicos y cirujanos del hospital de Santa María de Gracia (Zaragoza) libertad para «abrir o
anatomizar algún cuerpo muerto... tantas cuantas veces en cada un año a ellos será visto, sin incurrir
en pena alguna», con lo cual pudo ir mejorando el estudio de la anatomía. Creóse también en
Castilla, en unión del tribunal de alcaldes de Medicina (§ 525), el Protomedicato, análogo al que
538
la elaboración que sufrió entonces, por cuenta de los literatos eruditos, se perdieron muchos de los
tipos antiguos y otros se desfiguraron con elementos líricos o interpolaciones, todavía sirvió, no
sólo para conservar el género mismo, mas también para salvar muchos restos de los primitivos
romances. Tal ocurre con algunos históricos de Montesino y otros escritores.
Como en la época anterior, pero en mayor escala, las producciones de casi todos los poetas de
este tiempo fueron reunidas y han llegado a nosotros en Cancioneros. A más del de Resende, ya
citado, pueden mencionarse el de Fernández de Constantina, vecino de Bélmez (no se conoce el
lugar ni año de la impresión), el primero que incluyó romances viejos (v. gr., el del Conde Claros, el
de Fonte frida, el de Durandarte o Durantarte); los de Toledo y Zaragoza de 1508; el de Urrea de
1513 y, sobre todo, el Cancionero general de Fernando del Castillo (impreso en Valencia en 1511 y
reimpreso, con adiciones, en 1514), que comprende 138 autores.
En él se evidencian dos notas de la poesía de este tiempo: la persistencia de poetas de la época
anterior, que aun vivían (v. gr., Antón de Montoro; Alvarez Gato, de quien hay un Cancionero;
Pero Guillén de Segovia; Gómez Manrique, etc.), con la continuación de muchas de las formas,
géneros y direcciones de su literatura, y la aparición de elementos y de nombres nuevos que pasan,
en parte, a la época siguiente y anuncian la gran transformación que iba a sufrir la literatura
castellana. Entre las supervivencias de tiempos anteriores deben contarse como dice un crítico
moderno, «el imperio de la alegoría dantesca y la tendencia moral, didáctica y sentenciosa, con la
mezcla, también, de lo erótico y lo místico en parodias irreverentes y aun sacrílegas, como las que
hicieron antes Diego de Valera, Juan de Dueñas y varios más (§ 529); y entre los elementos de
novedad, a lo menos en el espíritu de la poesía, el «maridaje frecuente de lo vulgar con lo erudito, el
desarrollo visible de los elementos musicales del lenguaje y un lento infiltrarse de la canción
popular en la lírica cortesana».
de poesías jocosas y de una elegía en décimas, al fallecimiento del príncipe Don Juan (el hijo de los
Reyes Católicos); Nicolás Núñez, glosador de romances viejos, como Tapia, y cultivador de la
parodia erótico-mística, en quien se da la curiosa circunstancia de usar las estancias de arte mayor;
un tal Vázquez, que compuso (1510?) un Dechado de amor a petición del cardenal de Valencia
(Don Luis de Borja), enderezado el la reina de Nápoles (la viuda del rey Ferrante); Cartagena,
cuyos artificiosos juegos de palabras tuvieron gran boga entre los contemporáneos; Diego Guillen
de Ávila, que escribió en estilo alegórico dos Panegíricos, uno de Doña Isabel y otro de Don
Alfonso Carrillo, llenos de descripciones de hechos históricos contemporáneos, como la entrada de
los Reyes Católicos en Granada; el sevillano Alonso Hernández, autor de un poema histórico
alegórico, Historia Parthenopea (impreso en 1516), que describe las campañas de Gonzalo de
Córdoba en Nápoles; Hernando de Rivera, que relató con gran fidelidad, pero en versos vulgares,
las guerras de Granada; y otros muchos de menor importancia, de los que se hablará más adelante.
No era menos notable el movimiento literario en Aragón Cataluña y Valencia, aunque, como
hemos dicho ya, bajo la influencia castellana en su mayor parte, después de la brillante
manifestación que tuvo la poesía indígena en los tiempos inmediatamente anteriores a los Reyes
Católicos (§ 543). En la época de éstos, fue Valencia el centro principal de la poesía de tronco
catalán y, por ello, también el de la literatura bilingüe. Lo prueba así, desde luego, el Cancionero
general de 1511, en que figuran muchos valencianos, como mosén Juan Tallante, poeta religioso; el
conde de Oliva, Don Serafín de Centelles, protector de Fernando del Castillo y de todos los
escritores de su tiempo entre los que se contó como cultivador del género religioso y del erótico; el
comendador Escrivá, maestre racional de Fernando el Católico, autor de una novela «por modo de
diálogo en prosa y verso», y también de versos catalanes sobre varios asuntos; mosén Crespí de
Valldaura, catedrático de la Universidad de Valencia (1502), entre cuyas composiciones (casi todas
castellanas) hay una Elegía por la muerte de la reina Doña Isabel, en que colaboró otro valenciano,
mosén Trillas; Don Francés Carros, autor de varias poesías alegóricas en el tipo dantesco; el
bachiller Ximénez, de quien queda un poemita titulado Purgatorio de amor, y otros varios.
En Cataluña hubo también poetas bilingües de importancia, como mosén Juan Ribelles, Pedro
Torellas, el rosellonés Pedro Moner. En cuanto a los aragoneses, que usaban el castellano, merece
especialísima mención Don Pedro Manuel de Urrea, poeta filosófico-moral y también amatorio,
muy influido de los italianos (especialmente de Petrarca) y cuyas mejores poesías son las dedicadas
a cantar la vida de familia y de aldea, los villancicos y un fidelísimo arreglo en verso del primer
acto de la Celestina (§ 601).
Para terminar esta exposición de la poesía castellana, difundida por toda la Península, resta
hablar de los que la cultivaron en Italia, ya en Nápoles, ya en Roma (donde la protección de
Alejandro VI y otros Papas reunió una gran colonia de españoles). De algunos de ellos, v. gr.,
Vázquez, autor del Dechado de amor, hemos hablado ya, y pudieran añadirse a él otros muchos —
ya anónimos, ya de nombre conocido—, que en los primeros años del siglo XVI compusieron
versos castellanos, principalmente amorosos o galantes, dedicados a damas tan célebres, como
Lucrecia Borgia y Victoria Colonna, o dedicados a pintar y aun satirizar la fastuosa sociedad
renaciente de Nápoles y otras ciudades, en que figuraban muchas familias de origen castellano,
aragonés, catalán y valenciano, emparentadas, como sabemos, con otras de Italia (§ 550.) Nos
limitaremos a citar, como ejemplo de poetas, los nombres del sevillano Diego Velázquez, el
aragonés Sobrarias y el portugués Cayado, y entre los mismos italianos, Galetto del Carretto, Antico
de Montona y otros, que empezaban a versificar en castellano. Y aunque estos no fueran muchos a
comienzos del siglo XVI, es indudable que las poesías españolas gozaban de gran favor en Italia,
como lo atestiguan Calateo, en su tratado De educatione (1504), quejándose de esta boga que le
parecía contraria al patriotismo, y León Transillo, poeta napolitano, que se declaraba español de
corazón (Spagnuolo d'affezione). En cuanto a la difusión del castellano y del valenciano mismo en
aquellos países, está probado por la redacción de este último idioma de muchas actas notariales de
la poderosa familia de los Borja (a que pertenecían, como es sabido, Alejandro VI, Lucrecia y César
541
Borja o Borgia); por el uso del primero en cartas del citado Papa y de sus hijos, y por el testimonio
del mencionado Calateo, quien cita numerosas voces castellanas usadas en Nápoles y la gran boga
de algunos autores españoles, como Mena, Villena, Lucena y otros.
Pero al mismo tiempo que así imperaba y se extendía la literatura del reino castellano, seguía
brillando, aunque con menos fuerza que años antes (en la mitad del siglo XV), la poesía regional de
Cataluña y Valencia. Sus cultivadores principales (especialmente en esta última ciudad) fueron:
mosén Bernardo Fenollar, «el mejor poeta valenciano de su tiempo», notable por su diálogo sobre
La Passió de Nostre Senyor Deu Jesuchrist, que escribió en colaboración con Pedro Martínez
(1495); mosén Narcís Vinyoles, autor de unas Cobles en lahor de la gloriosa Sancta Catalina de
Sena (1494); el citado rosellonés Pedro Moner, imitador de Bernat Metje en L'anima de Oliver; el
comendador Escrivá, que colaboró con Fenollar en unas notables Cobles fetes de Passió de Iesu
Christ (1493) y escribió otras composiciones que figuran, principalmente, en la colección catalana
contemporánea Jardinet d'orats; y otros, pertenecientes a la generación anterior (§ 543) y que
siguen escribiendo en esta época. Y es curioso notar que al lado de la poesía religiosa, tan
desarrollada como acabamos de ver en esta escuela, florece vigorosa la erótica, llevada a un
extremo de licencia verdaderamente censurable: siendo ejemplo notabilísimo de tal género el poema
titulado Procés de les olives, cuyo tema es dilucidar quiénes son más a propósito para el
matrimonio, los viejos o los jóvenes, y en el que colaboraron con poesías, que a menudo son de
mucho ingenio y gracia, Fenollar, Gazull, Escrivá, Vinyoles y otros valencianos.
pensamientos y lenguaje tiene esta parte de la obra, aunque no era cosa nueva, ciertamente, en la
literatura medioeval (y ya hemos visto de ello algunos ejemplos), hizo que fuese mal mirada por los
moralistas de la época y que la Inquisición llegara a prohibir su lectura, no obstante la lección o
moraleja que Rojas saca al final de su historia. El título de ésta y su forma dialogada han hecho que
algunos críticos la clasifiquen entre las obras de teatro; pero, ciertamente, ni fue escrita con esta
intención, ni el diálogo puede bastar para darle aquel carácter, puesto que fue muy usado en los
autores de la época —especialmente los poetas, según veremos (§ 602)— sin intención alguna de
dramatizar; y en cuanto al título, ya sabemos de otras obras que lo tienen análogo (la Comedieta de
Ponza v. gr.), sin que sean en manera alguna teatrales. Lo indudable es que sus fuentes literarias
directas no fueron dramáticas, sino novelescas, como la Cárcel de amor, o narrativas, como el
Libro de buen amor, y que en el desarrollo posterior de los géneros aparece como modelo, no del
teatro castellano clásico, sino de la novela picaresca, uno de los tipos característicos de nuestra
literatura.
La historia tuvo también un extraordinario cultivo, que el carácter heroico de la época, la
variedad e importancia desusada de los acontecimientos políticos y de toda clase, en ella ocurridos,
excitaron muy naturalmente: caso aparte del incentivo que representaban las muchas traducciones
de autores clásicos hechas (siguiendo la tradición de tiempos anteriores) en Castilla y en Cataluña.
Dejando aparte multitud de historias particulares, biografías de los Reyes Católicos o sólo Doña
Isabel, y genealogías de familias ilustres, mencionaremos los nombres que más descuellan en este
género literario, a saber: mosén Diego de Valera, autor de una Crónica abreviada de España
(1481), desgraciadamente, llena de fábulas y errores, de una Genealogía de los Reyes de Francia,
un Tractado de las armas, otro de Ceremonial de príncipes y muchas cartas de gran interés
histórico; Diego Rodríguez de Amela, cuyo Valerio de las historias (1472) es una compilación
escrita con fin didáctico, en la que tiene gran entrada la historia de Castilla, y cuyo Compendio
historial de las crónicas de España va dedicado a los Reyes Católicos, quienes le nombraron
cronista real; Gonzalo de Santa María, que narró la Vida de Don Juan II de Aragón, en latín
primero, y luego (por encargo de Don Fernando) en castellano, tomando por modelo a Tito Livio; el
bachiller Palma, que escribió bajo el extraño título de Divina retribución, la historia de Castilla
desde 1385 a 1478, con la mira especial de celebrar la victoria de Toro, vindicatoria de la derrota de
Aljubarrota (§ 388); el bachiller Andreas Bernáldez († en 1513), por otro nombre el Cura de los
Palacios, cuya Crónica de los Reyes Católicos encierra interesantes noticias respecto de los hechos
contemporáneos, incluso el descubrimiento de América; y, sobre todos ellos, Hernando del Pulgar
(1436?-1492), cuya Crónica, excelente desde el punto de vista literario, muy influida por los
clásicos latinos y de incontestable mérito en los retratos y pintura de caracteres, forma, con los
Claros varones de España (colección de biografías de personajes contemporáneos), la más
inmediata y digna continuación de la obra y el sentido histórico de Pérez de Guzmán (§ 532).
Carácter histórico tienen también el Libro de la Cámara real, que escribió Gonzalo Fernández
de Oviedo, para describir las costumbres y ceremonias de Palacio, principalmente en lo que se
referían al malogrado príncipe Don Juan y sus servidores; y las numerosas Cartas de
contemporáneos, de las que hemos citado ya las de Pulgar, Ayora, Pedro Mártir y Marineo Sículo.
A éstas hay que añadir las importantísimas de Cristóbal Colón, que, si literariamente no cabe
presentar como modelos, no obstante la elocuencia de algunos pasajes, históricamente son de un
valor inmenso, por referirse a su magna empresa geográfica. De una de ellas, la escrita desde Lisboa
al arribar a este puerto en 4 Marzo 1493 y en la que se da cuenta del éxito del viaje, se hicieron
inmediatamente dos ediciones: una en Barcelona por Pedro Posa, y otra en Valladolid o Sevilla.
Curiosa muestra de la literatura de viajes es la traducción del Viaje de la Tierra Santa, de B. de
Breidembach, hecha por Martínez de Ampiés (Zaragoza, 1498), quien le añadió un Tractado o
descripción de Roma y curiosas notas sobre los bohemianos o egipcianos (§ 574).
Para terminar este cuadro de los escritores didácticos, mencionaremos los únicos tratados de
preceptiva literaria escritos en esta época: el Arte de la Poesía Castellana que sirve de introducción
543
al Cancionero de Juan del Enzina, cuyas obras pasamos examinar, y el Prohemio de Torres
Naharro, a que luego nos referiremos.
Lucas Fernández, que le aventajó en las composiciones religiosas (v. gr., el Auto de la Pasión).
Continuadores de su obra y superiores a él —porque si bien lo tuvieron por modelo, en parte,
introdujeron grandes novedades y crearon la verdadera comedia—, son el portugués Gil Vicente
(1470-1540) y el extremeño Torres Naharro. Pertenece el primero a la escuela bilingüe que hemos
estudiado antes, y sus obras dramáticas (la primera, el monólogo del Vaquero, fue representada en
1502) están escritas en castellano. La que empezó a revelar la originalidad del talento de Gil
Vicente, libre de toda imitación de sus predecesores, es el Auto de la sibila Casandra, probable
germen de los autos simbólicos de Calderón de la Barca y pieza en que se juntan la poesía, el canto
y el baile. No todo el teatro de Gil Vicente corresponde a la época que estudiamos, pues siguió
escribiendo en la siguiente. De aquélla son una farsa bilingüe (1505), gracioso cuadro de
costumbres portuguesas; el Auto da alma (religioso); la trilogía del Infierno, Purgatorio y Gloria
(esta última parte, en castellano), representada ante los reyes de Portugal en 1517, 1518 y 1519, y
otras obras escritas en portugués. Gil Vicente fue también, como Enzina, poeta lírico.
Castellano puro y en ciertos respectos superior a Gil Vicente, fue Torres Naharro, de cuya
larga estancia en Nápoles, al servicio de Fabrizio Colonna, se tiene noticia. Sus ocho comedias se
publicaron por primera vez con el título de Propaladia, en aquella ciudad y en 1517, es decir, a
fines de la época presente, cuyo enlace con la de Carlos V representa. Torres Naharro no fue sólo un
dramaturgo, sino también un preceptista (en el Prohemio de su colección), inspirado en los autores
clásicos. Siguiendo a Horacio, divide sus piezas en cinco actos, que llama jornadas, y clasifica las
obras teatrales en comedias de noticia o históricas y de fantasía o imaginadas. Aunque tendió
demasiado a la farsa, fue creador de caracteres y descolló en la invención e interés de la trama. Su
mejor obra se reputa ser la titulada Himenea.
condestable en Burgos, etc., entre los de carácter religioso; y la Casa del Cordón en Burgos (morada
del condestable Velasco), la ya citada Lonja de Valencia (§ 514), los castillos de Medina del Campo
y Coca, en lo que se refiere a la arquitectura civil y militar. Gótica es también la Cartuja de
Miraflores (Burgos), comenzada por Juan de Colonia en tiempo de Don Juan II y terminada por
Simón de Colonia en tiempo de Doña Isabel, y cuyo interés principal está en los enterramientos de
que luego hablaremos.
La escultura revela la misma mezcla o coexistencia de estilos que en la arquitectura se nota.
Al lado de artistas que siguen la tradición gótica, aunque exagerando el adorno —como Gil de
Siloé, Forment, Dancart, Ortiz, Colonia, Jorge Fernández Alemán y otros—, aparecen los
platerescos Diego de Siloé, Felipe Vigarny o de Borgoña y Andino, y los francamente renacientes,
como el español Bartolomé Ordóñez y los italianos que venían a España o enviaban sus obras,
como Domenico Francelli y otros. De Gil de Siloé son los soberbios mausoleos de Don Juan II y su
mujer, en Miraflores; del infante Don Alfonso, en la misma Cartuja; de Don Juan de Padilla en el
monasterio de Frex del Val, y el trascoro de la catedral de Palencia. De Simón de Colonia, quizá, el
sepulcro del arcediano Diez (capilla de Santa Ana en Burgos). De Ortiz, el del Condestable y su
mujer en Toledo. Del valenciano Forment, el retablo del Pilar de Zaragoza, terminado en 1515. De
Dancart, el comienzo del retablo de Sevilla (1482-97), que no se terminó hasta mucho después y por
otros artistas. De Diego de Siloé, entre otras cosas, la escalera del crucero de la catedral de Burgos,
que acabó en 1519. De Felipe de Borgoña, los relieves del trasaltar mayor de Burgos (1498) y parte
del gran retablo de la capilla mayor de la catedral toledana (el más importante de todos los de
España) en que, por encargo de Cisneros, trabajó con Sebastián Almonacid y otros. De Andino,
varias admirables obras de herrería, de las que la mejor (reja de la capilla del Condestable en
Burgos), es ya de la época siguiente (1525). Por último, como ejemplos de la escultura renaciente,
italiana o muy influida por los maestros de este país, pueden citarse la portada en forma de retablo
que en la iglesia de Santa Engracia de Zaragoza hizo Morlanes (y que ostenta los retratos de los
Reyes Católicos); la parte ejecutada por Ordóñez (cuyas principales obras son de tiempo de Carlos
I) en el trascoro de la catedral de Barcelona (1517?), el sarcófago veneciano de L. Suárez de
Figueroa (1503 o 1505), que está en Badajoz; el sepulcro florentino de Don Diego Hernández de
Mendoza (Sevilla); el del príncipe Don Juan obra de Domenico Francelli y el de Don Ramón de
Cardona en Bellpuig, de Juan Nolano.
Y con ser tantas las obras admirables que llevamos citadas, todavía no son todas las dignas de
recuerdo que a esta época pertenecen. En la enumeración de los sepulcros no puede olvidarse el de
Don Juan Pacheco, obra de Almonacid o de Contreras, en el Parral (Segovia); en punto a retablos,
en madera pintada y dorada (estofado), todavía deben mencionarse el de la capilla real de Granada,
obra de Felipe de Borgoña, y el de Miraflores, de Gil de Siloé y Diego de Cruz; como sillerías de
coro, la de Toledo, en que trabajaron varios artistas, entre ellos, maese Rodrigo, Felipe de Borgoña
y Berruguete, que ya pertenece a la época de Carlos I; la de Burgos, ejecutada bajo la dirección de
Felipe de Borgoña, desde 1499 (la parte inferior es la más antigua); la de Sevilla, obra en su mayor
parte de Nuño Sánchez; la de Barcelona (1457-85), de artistas alemanes y en que quizá puso mano
Ordóñez; la de Palma, comenzada en 1514, y otras. No hay para qué detenernos en otras
manifestaciones de la escultura que van incluidas ya en la parte arquitectónica.
La orfebrería tuvo extraordinario desarrollo (como ya lo indica el mismo nombre de
plateresco), especialmente en las joyas de uso religioso y profano. Centros importantes de este arte
fueron, entre otros, (Córdoba, Burgos, Toledo, etc.), Sevilla Barcelona y León. De la importancia de
los plateros de Sevilla hemos hablado anteriormente (§ 591), siendo de notar que el mismo arte
desplegaban en las obras de lujo como en las modestas que usaban las clases populares o las
corporaciones pobres, según se ve en los picheles, salseras, candeleros, fuentes y arquetas: v. gr., los
que mandó hacer Cisneros para las iglesias pobres de Granada. Los plateros barceloneses fueron
famosos, no sólo en Cataluña, mas también en Roma, en la corte papal. El municipio regaló a Don
Fernando, con motivo de su entrada en la ciudad, una rica vajilla de plata en que había piezas como
546
las siguientes: un salero figurando una roca, y sobre ésta un castillo, un león de plata dorada con
corona en la cabeza y un escrito en la mano derecha, y varias esmaltadas. En 1481 se regaló a Doña
Isabel otra vajilla en que figuraban dos basines de plata dorada y esmalte, con follajes y adornos, y
un salero de plata con seis torres y tres esmaltes al pie. Pero las obras más admirables de este arte
son las custodias, y principalmente las de la escuela leonesa, fundada por el alemán Enrique de Arfe
y continuada por sus descendientes. Hizo Arfe el tabernáculo de plata de la catedral de León (1506),
hoy desaparecido; el de Córdoba (1513), y empezó el admirable de Toledo, no terminando hasta
1524. Todos ellos revelan (ya sea puramente góticos, ya platerescos) un gran influjo del arte
flamenco. Al contrario, los de Cataluña y Valencia se acercan al tipo italiano, principalmente
florentino; cosa que se observa en las joyas todas, que con frecuencia llevan pinturas y esmaltes de
procedencia igualmente italiana. El más hermoso ejemplar de custodias catalanas es la de
Barcelona, construida en el siglo XV para sustituir a otra de oro y piedras preciosas, robada en
1408. Aquélla es de oro también, ojival, rematada en cruz de brillantes, y se ostenta colocada sobre
el llamado sillón del trono de Don Martín. Análogas son las de Gerona y Palma. La de Vich es más
antigua (1413) y menos importante. La de Santa Catalina (Valencia), gótica también y muy notable,
está hoy desfigurada por adiciones posteriores de poco gusto.
Como rejeros, aparte el arquitecto Andino, ya citado, florecieron otros, como Ervenat (?), de
quien es la preciosa verja del altar mayor de la catedral pamplonense (1517). Pero los mejores
ejemplares de este arte son de la época siguiente.
Por último, es de notar el rico desenvolvimiento de los tejidos y bordados, que en Toledo
tienen grandiosa manifestación: con los paños del Tanto monta (llamados así por la divisa de las
armas reales) y los frontales, mangas, etc., de la época de Cisneros. De estilo plateresco se
conservan en Roncesvalles ornamentos pontificales de brocado. Se conoce también (para no citar
más) el nombre de un bordador mallorquín, Miguel Desí, que en 1498 bordó en oro una imagen de
la Virgen en un paño de cofradía.
Al lado de todas estas manifestaciones de arte, ya gótico, ya renaciente, ya mezclado, sigue el
mudejarismo produciendo obras de importancia, especialmente en la decoración. Ejemplos de ellas
son el interior del Alcázar de Sevilla y la Puerta del Perdón o de los Naranjos; puerta de la sala
capitular de Toledo y su artesonado; convento de la Concepción de la misma ciudad (torre, ábsides
y cúpula), y el techo con decoración árabe del último tiempo, que se conserva en el actual Archivo
de Alcalá de Henares (antiguo palacio episcopal). Hay noticia de haber encargado el duque de Alba,
en 1476, a dos artistas llamados García del Barco y Juan Rodríguez, una decoración «a la morisca».
briales. En cuanto a los mantos, que ya se usaban en la época anterior (§ 548) y servían muchas
veces para encubrir aventuras arriesgadas, empezaron a promover polémicas entre los moralistas:
polémicas que, en tiempo de Carlos I y después, adquirieron gran celebridad.
La reina Doña Isabel, no obstante sus sentimientos religiosos y lo grave de su carácter,
gustaba de presentarse en público ricamente ataviada, de lo cual dan testimonio viajeros
contemporáneos (como Rozmital) y el mismo Fray Hernando de Talavera, que censuró esas
vanidades. Usaba la reina trajes de terciopelo llenos de joyas y de piedras preciosas. Para recibir a
los embajadores de Carlos VIII, además de los ricos vestidos que ya poseía, estrenó uno de seda con
tres marcos de oro. En su entrada solemne en Barcelona (1481), iba montada en una hermosa mula,
sobre cojines de brocado, con vestidos tejidos de oro, gola de brocado, corona de oro guarnecida de
perlas, diamantes, balajes, rubíes y otras piedras de valor. El desfile de los gremios ante los reyes en
esta ocasión fue un derroche de ostentación. Pero no era sólo Doña Isabel la que gustaba de este
lujo. La casa real toda hallábase montada con gran aparato, como lo atestiguan las noticias que se
conservan de las «cámaras, de los príncipes e infantes (§ 601). El príncipe Don Juan entró en
Barcelona, en 1492, vestido de bellísimo brocado guarnecidas las mangas con gruesas perlas y al
cuello un collar de oro con diamantes, perlas y otras piedras. Respecto de la infanta Isabel, puede
verse la relación de las alhajas y los vestidos riquísimos que sus padres le entregaron al casarla, en
la Crónica de Pulgar.
Con estos ejemplos, no debe maravillar que la nobleza mantuviera sus hábitos de lujo, a pesar
de las leyes suntuarias. Así se vio en las justas celebradas en Barcelona el 5 de Agosto, de 1481. La
plaza en que se efectuaron y las casas de alrededor hallábanse adornadas con damascos y rasos; y el
rey, que rompió lanzas con algunos señores, vestía ricamente de brocado y oro, con corona de oro
también, guarnecida de piedras preciosas y rematada por el murciélago (Rat-Penat) característico de
las armas aragonesas. La reina, que presenció las justas desde una ventana, lucía traje de oro con
gran collar de perlas.
Reflejo de esta ostentación son las estatuas sepulcrales, cuyas, vestimentas acusan un lujo
extraordinario, como se ve en las de Don Juan II, Don Juan de Padilla, ti obispo de Burgos Don
Alonso de Cartagena y otras.
No eran menos aparatosas las fiestas de los españoles que vivían en Italia, donde el esplendor
de los nobles y el tipo general de vida convidaban a esto. Tal se ve en la Cuestión de Amor y
Dechado de amor y otras pinturas de costumbres napolitanas contemporáneas que hemos citado (§
600), en que se habla de las «justas de ocho Carreras», la carrera de lanza, el juego de cañas, las
danzas españolas —que gustaba mucho bailar a Lucrecia Borgia— y otras modas de aquí en trajes y
diversiones. Entre las danzas cortesanas del siglo XV figuraban la llamada Alta (de que se conserva
la música), la españoleta, el Paso y medio y otras de importación flamenca, e italiana.
Las corridas de toros —a que era muy aficionado César Borgia— seguían extendiéndose por
la Península, a pesar del horror que a Doña Isabel causaban. Felipe el Hermoso fue obsequiado de
este modo en Alcalá, Burgos, Chinchón, Madrid, Ocaña, Toledo y Valladolid.
Toda esta magnificencia exterior en el traje, ceremonias y fiestas, contrastaba con el tipo
sobrio y modesto de la vida ordinaria, no sólo del pueblo en general, sino de los reyes mismos. Un
viajero italiano, Quirini, caracterizó bien este contraste diciendo que los españoles eran pródigos los
días de gran fiesta y vivían tristemente el resto del año. Los gastos de palacio, no obstante el gran
número de empleados, no pasaban de una cantidad en maravedises equivalente a unas 500.000
pesetas. No tiene nada de extraño, con esto, que chocaran los hábitos de gula que los flamencos de
la corte de Felipe el Hermoso demostraban en la comida y bebida. Contra ellos protestaron Pedro
Mártir de Angleria y Villalobos, prefiriendo las costumbres modestas, quizá excesivamente
modestas, de la cocina española. No es dudoso que muchas veces esta sobriedad en la vida interior
fuese impuesta por el exagerado gasto de la exterior. Algún caso hemos visto en nobles catalanes (§
546), y tampoco fue raro en Aragón y en Castilla que los reyes poseedores de ricas alhajas, las
tuvieran que empeñar para comer o para otras necesidades urgentes. Es curioso advertir, a este
550
propósito, que a la muerte del monarca era costumbre sacar a la venta sus alhajas, cuadros y demás
muebles, para atender al pago de las deudas y mandas; pero el heredero de la corona solía adquirir
estos objetos en su mayor parte. De la Reina Católica sólo se enajenaron cuatro tablas y dos lienzos.
551
ÍNDICE GENERAL
PRELIMINARES
1. Condiciones geográficas de España.................................................................................................................8
2. Consecuencias de estas condiciones................................................................................................................9
3. Población de España......................................................................................................................................11
4. Relaciones históricas de España....................................................................................................................11
5. Razas y pueblos.............................................................................................................................................12
6. Razas y pueblos en España............................................................................................................................13
7. División de la historia de España...................................................................................................................14
EDAD ANTIGUA
I. TIEMPOS PRIMITIVOS
8. Historia de la Tierra.......................................................................................................................................15
9. Aparición del hombre.—Período arqueolítico en España.............................................................................16
10. La raza de Cromagnon.................................................................................................................................17
11. Desarrollo de esta civilización en España.—El período neolítico...............................................................18
12. Monumentos megalíticos.............................................................................................................................19
13. Origen de la civilización neolítica...............................................................................................................20
14. Progresos y fin de la civilización neolítica..................................................................................................20
15. Edad de los metales.....................................................................................................................................22
16. Resumen de estos tiempos.—Cómo deben entenderse................................................................................23
V. LA DOMINACIÓN ROMANA
1.—CONQUISTA MILITAR DE ESPAÑA
38. La conquista.—Primeras luchas..................................................................................................................41
39. Tiberio Graco.—Primeros ensayos de organización...................................................................................42
40. Estado general de España............................................................................................................................42
41. Primera guerra de Numancia.......................................................................................................................42
42. Sigue la sublevación de los Lusitanos.........................................................................................................43
43. Nuevas guerras con Numancia y con los Gallegos y Astures.....................................................................44
44. Guerra de Seriorio........................................................................................................................................45
45. Fin de la guerra............................................................................................................................................45
46. Nueva guerra civil romana...........................................................................................................................46
47. Guerras en España.......................................................................................................................................47
48. Invasiones de moros y de francos................................................................................................................47
2.—ORGANIZACIÓN POLÁTICA Y ADMINISTRATIVA
49. Primeras medidas de organización..............................................................................................................47
50. Procedimiento de dominación.....................................................................................................................48
51. La romanización de la Península.................................................................................................................49
52. Reformas de los emperadores......................................................................................................................49
53. Gobierno de las provincias de la primera época imperial............................................................................50
54. Legislación general......................................................................................................................................51
55. Ejército provincial.......................................................................................................................................51
56. La Hacienda provincial................................................................................................................................52
57. Gobierno local.............................................................................................................................................52
58. Régimen municipal......................................................................................................................................52
59. Hacienda municipal e instituciones que mantenía.......................................................................................53
60. La unificación jurídica.................................................................................................................................53
61. La época de oro de España..........................................................................................................................54
62. Decadencia del imperio romano y de las provincias...................................................................................54
63. Últimas reformas.........................................................................................................................................55
3.—ORGANIZACIÓN Y VIDA SOCIAL
64. Clases sociales.............................................................................................................................................56
65. Corporaciones y sociedades.........................................................................................................................56
66. Las clases sociales y las corporaciones en el siglo IV.................................................................................56
67. Las instituciones sociales.............................................................................................................................57
68. La religión.—El paganismo romano............................................................................................................58
69. El Cristianismo.—Las persecuciones..........................................................................................................58
70. Organización de la Iglesia cristiana.............................................................................................................59
71. Las herejías..................................................................................................................................................60
4.—INDUSTRIA Y COMERCIO
72. Estado económico de España.—Movimiento industrial..............................................................................61
73. El Comercio.—Vías de comunicación........................................................................................................62
74. Otros medios favorecedores del comercio...................................................................................................62
5. CULTURA INTELECTUAL Y ARTÍSTICA.—VIDA PRIVADA
75. Cultura científica.........................................................................................................................................63
76. Instrucción pública.......................................................................................................................................63
77. La Literatura................................................................................................................................................64
78. Literatura hispanocristiana...........................................................................................................................65
79. Industrias literarias.......................................................................................................................................65
80. Las Artes.—La Arquitectura.......................................................................................................................65
81. Monumentos romanos en España................................................................................................................66
82. Industrias artísticas......................................................................................................................................67
83. Monumentos cristianos................................................................................................................................67
84. Las iglesias...................................................................................................................................................68
85. Los monumentos indígenas.........................................................................................................................68
86. La vida privada............................................................................................................................................68
87. Costumbres generales..................................................................................................................................69
553
EDAD MEDIA
PRIMERA ÉPOCA. LA DOMINACIÓN VISIGODA
1.—HISTORIA POLÍTICA EXTERNA
88. Los Bárbaros................................................................................................................................................70
89. Primeros germanos que entran en España...................................................................................................71
90. Efectos de la invasión..................................................................................................................................71
91. Los Godos....................................................................................................................................................71
92. Ulfilas..........................................................................................................................................................72
93. Los Visigodos en las provincias romanas....................................................................................................72
94. Los Visigodos en España.............................................................................................................................73
95. Los Visigodos como aliados del Imperio....................................................................................................73
96. Guerras en España.......................................................................................................................................74
97. Teodoredo....................................................................................................................................................74
98. La monarquía sueva.....................................................................................................................................75
99 Nuevas guerras con el Imperio y con los Suevos.........................................................................................75
100. Eurico.—La conquista de España..............................................................................................................76
101. Poderío y política de Eurico......................................................................................................................76
102. Los Francos................................................................................................................................................77
103. Visigodos y Francos..................................................................................................................................77
104. Intervención de los Ostrogodos.................................................................................................................77
105. Regencia de Teodorico..............................................................................................................................78
106. Amalarico y Teudis....................................................................................................................................78
107. Agila.—Los Bizantinos en España............................................................................................................79
108. Atanagildo.—La guerra contra los Bizantinos..........................................................................................79
109. Situación política de España......................................................................................................................79
110 Liuvigildo, rey único.—Desórdenes interiores...........................................................................................80
111. Nuevas conquistas.....................................................................................................................................80
112. La guerra civil.—Liuvigildo y Hermenegildo...........................................................................................81
113. Destrucción del reino suevo.—Últimas campañas de Liuvigildo.............................................................82
114. Recaredo.—El catolicismo, religión oficial...............................................................................................82
115. Resistencia del partido arriano...................................................................................................................82
116. Medidas organizadoras de Recaredo.........................................................................................................83
117. Sucesores de Recaredo..............................................................................................................................83
118. Política interior..........................................................................................................................................83
119. La lucha entre la monarquía,y la nobleza..................................................................................................84
120. La fusión de razas......................................................................................................................................84
121 Wamba.—Guerras y reformas interiores....................................................................................................85
l22. La decadencia visigoda...............................................................................................................................85
123. Witiza y su hijo..........................................................................................................................................86
124. Rodrigo.—La invasión árabe.....................................................................................................................86
125. La conquista árabe y el fin de la monarquía visigoda...............................................................................87
2.—ORGANIZACIÓN SOCIAL Y POLÍTICA.....................................................................................................88
126. Elementos civilizadores en la época visigoda...........................................................................................88
127. Estado social..............................................................................................................................................88
128. La familia...................................................................................................................................................89
129. Clases sociales...........................................................................................................................................89
130. La división de tierras.................................................................................................................................90
131. La monarquía.............................................................................................................................................90
132. Los auxiliares del rey.................................................................................................................................91
133. Las leyes....................................................................................................................................................92
134. Organización administrativa......................................................................................................................93
135. El ejército...................................................................................................................................................93
136. La Iglesia católica......................................................................................................................................94
3.—VIDA INTELECTUAL Y ECONÓMICA.—COSTUMBRES.......................................................................95
137 Elementos de cultura...................................................................................................................................95
138. Lengua y escritura......................................................................................................................................95
139. Movimiento literario. Escritores................................................................................................................96
140. Cultura artística..........................................................................................................................................97
554
2.—TERRITORIOS CRISTIANOS
191. Diversidad regional..................................................................................................................................137
Reinos de Asturias, León y Castilla
192. Los nobles................................................................................................................................................138
193. Los patrocinados......................................................................................................................................139
194. Clases serviles o esclavas........................................................................................................................139
195. La manumisión........................................................................................................................................140
196. Progresos de la clase servil......................................................................................................................141
197. El poder real.............................................................................................................................................141
198. El poder señorial......................................................................................................................................141
199. El poder eclesiástico................................................................................................................................142
200. La administración pública........................................................................................................................143
201. El señorío y el feudalismo.......................................................................................................................144
202. Los señoríos plebeyos..............................................................................................................................145
203. Legislación...............................................................................................................................................146
204. Comercio e Industria.—Régimen económico..........................................................................................147
205. Cultura general.........................................................................................................................................149
206. Costumbres..............................................................................................................................................150
207. Desarrollo artístico...................................................................................................................................151
Navarra, Aragón y Cataluña
208. Clases sociales.........................................................................................................................................152
209. Poder público...........................................................................................................................................154
210. El feudalismo...........................................................................................................................................155
211. La jurisdicción civil.................................................................................................................................155
212. Las leyes..................................................................................................................................................156
213. Organización religiosa.—Los monjes de Cluny......................................................................................156
214. Cultura general.........................................................................................................................................157
215. Comercio, artes y costumbres..................................................................................................................158
288. La legislación...........................................................................................................................................201
289. El gobierno municipal..............................................................................................................................202
290. Independencia municipal.........................................................................................................................203
291. Tributos concejiles...................................................................................................................................203
292. Hacienda municipal.................................................................................................................................204
293. Organización de los señoríos...................................................................................................................205
294. Organización judicial...............................................................................................................................206
295. Penalidad..................................................................................................................................................207
296. Dificultades de la administración de justicia.—El fuero eclesiástico......................................................208
297. El ejército.................................................................................................................................................208
298. Las Órdenes militares..............................................................................................................................209
299. Modo de hacer la guerra..........................................................................................................................210
300. La marina.................................................................................................................................................210
301. La Iglesia.................................................................................................................................................211
302. La disciplina y el rito...............................................................................................................................212
303. Las jurisdicciones....................................................................................................................................213
304. Bienes de las iglesias y monasterios........................................................................................................214
305. Las Órdenes mendicantes........................................................................................................................214
306. Costumbres de los clérigos españoles......................................................................................................215
307. El matrimonio..........................................................................................................................................215
308. El derecho de familia...............................................................................................................................216
309. La parentela.............................................................................................................................................217
Aragón
310. Clases sociales.........................................................................................................................................218
311. Los extranjeros.........................................................................................................................................218
312. Régimen político y administración pública.............................................................................................220
313. Los municipios o universidades...............................................................................................................220
314. Las Cortes................................................................................................................................................221
315. Legislación...............................................................................................................................................222
316. El sistema tributario.................................................................................................................................222
317. Ejército y marina......................................................................................................................................223
318. La Iglesia.................................................................................................................................................224
319. La familia.................................................................................................................................................224
Cataluña
320. Clases sociales.........................................................................................................................................225
321. Organización política general..................................................................................................................226
322. Los municipios.........................................................................................................................................227
323. Tributación general..................................................................................................................................228
324. Las Cortes................................................................................................................................................228
325. Legislación...............................................................................................................................................228
326. Ejército y marina......................................................................................................................................229
327. La Iglesia.................................................................................................................................................229
328. La familia.................................................................................................................................................230
Baleares y Valencia
329. Organización de los territorios baleáricos...............................................................................................231
330. Valencia.—Las clases sociales................................................................................................................231
331. Organización política.—Legislación.......................................................................................................232
Navarra
332. Clases sociales.........................................................................................................................................232
333. Organización política...............................................................................................................................233
334. Legislación...............................................................................................................................................234
338. La filosofía...............................................................................................................................................237
339. La literatura..............................................................................................................................................238
340. Los literatos judíos...................................................................................................................................239
341. Las artes...................................................................................................................................................239
342. Costumbres..............................................................................................................................................240
Castilla
343. La agricultura...........................................................................................................................................241
344. La ganadería.............................................................................................................................................242
345. Industrias manufactureras........................................................................................................................242
346. El Comercio.............................................................................................................................................243
347. Cultura.....................................................................................................................................................244
348. Las Universidades....................................................................................................................................245
349. El idioma..................................................................................................................................................246
350. La literatura..............................................................................................................................................247
351. El mester de clerecía y la influencia provenzal.......................................................................................248
353. La literatura histórica y científica............................................................................................................250
353. La arquitectura románica.........................................................................................................................251
354. La arquitectura gótica..............................................................................................................................252
355. Edificios góticos en España.....................................................................................................................253
356. La arquitectura mudéjar...........................................................................................................................254
357. Las demás artes........................................................................................................................................255
358. El mobiliario............................................................................................................................................256
359. Costumbres.—La casa y la mujer............................................................................................................257
360. Costumbres de los hombres.....................................................................................................................258
361. Fiestas y costumbres militares.................................................................................................................259
Aragón y Cataluña
362. Agricultura e industrias............................................................................................................................260
363. Comercio, marina, moneda......................................................................................................................261
364. Movimiento intelectual............................................................................................................................263
365. La literatura..............................................................................................................................................264
366. Arte..........................................................................................................................................................265
367. Costumbres..............................................................................................................................................266
Navarra
368. Navarra....................................................................................................................................................267
II.—INDUSTRIA Y COMERCIO
Castilla
509. Producciones e industrias........................................................................................................................402
510. Política económica...................................................................................................................................404
511. Ferias, mercados, moneda y establecimientos mercantiles.....................................................................406
512. Obras públicas.........................................................................................................................................408
Aragón, Cataluña y Valencia
513. Producciones e industrias........................................................................................................................408
514. Comercio..................................................................................................................................................409
515. El proteccionismo barcelonés..................................................................................................................411
516. Las obras públicas....................................................................................................................................412
Mallorca
517. Grandeza y decadencia del comercio mallorquín....................................................................................413
Navarra
518. Industrias y comercio...............................................................................................................................415
Reino de Granada
519.—Reino de Granada.................................................................................................................................415
III.—CULTURA
Castilla
520. Factores y dirección de la cultura castellana...........................................................................................416
521. Establecimientos de enseñanza................................................................................................................417
522. Bibliotecas y libros..................................................................................................................................420
523. La enseñanza de los mudéjares y judíos..................................................................................................420
524. Movimiento científico.............................................................................................................................421
562
CLÁSICOS DE HISTORIA
http://clasicoshistoria.blogspot.com.es/
17 Crónica de Sampiro
16 Crónica de Alfonso III
15 Bartolomé de Las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias
14 Crónicas mozárabes del siglo VIII
13 Crónica Albeldense
12 Genealogías pirenaicas del Códice de Roda
11 Heródoto de Halicarnaso, Los nueve libros de Historia
10 Cristóbal Colón, Los cuatro viajes del almirante
9 Howard Carter, La tumba de Tutankhamon
8 Sánchez-Albornoz, Una ciudad de la España cristiana hace mil años
7 Eginardo, Vida del emperador Carlomagno
6 Idacio, Cronicón
5 Modesto Lafuente, Historia General de España (9 tomos)
4 Ajbar Machmuâ
3 Liber Regum
2 Suetonio, Vidas de los doce Césares
1 Juan de Mariana, Historia General de España (3 tomos)