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1

RAFAEL ALTAMIRA Y CREVEA

HISTORIA DE ESPAÑA
Y DE LA CIVILIZACIÓN ESPAÑOLA

TOMO I

HASTA EL FIN DEL REINADO DE LOS REYES CATÓLICOS

A partir de la 3ª edición, corregida y aumentada por el autor.


Barcelona 1913

A mi querido y respetable amigo don Eduardo de


Hinojosa, en testimonio de sincero afecto y de reconocida
gratitud por sus enseñanzas
3

PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

Aunque bien lo advertirá el lector a poco que hojee este volumen, no estará de más afirmar
desde luego que se trata de un Manual de Historia de España, es decir, de un libro elemental de
vulgarización, que no tiene pretensiones eruditas, ni presume de agotar la materia, ni mucho menos
de enseñar nada a los estudiosos, familiarizados ya con todas y cada una de las relativas novedades
que para cierta parte del público seguramente contiene. Al escribirlo, se ha pensado ante todo en ese
público, falto de tiempo y de preparación para leer obras extensas o de carácter crítico, como para
enfrascarse en la ardua tarea de estudiar monografías e ir traduciendo luego, poco a poco, el
conjunto de los resultados parciales, en conclusiones de alcance general; y también se han tenido en
cuenta las necesidades de una gran masa escolar que cada día exige con mayor imperio, libros
acomodados a los modernos principios de la historiografía y a los progresos indudables que la
investigación ha realizado, de pocos años a esta parte, en lo que se refiere a la vida pasada del
pueblo español.
No quiero decir con ello que la literatura histórica de nuestra patria carezca de libros de este
género, a tal punto que pueda ofrecerse el actual como novedad sin precedentes. Comienzo, por el
contrario, afirmando que soy un mero continuador de ensayos anteriores valiosos, un obrero más
que intenta, a su modo y con las pobres fuerzas de que dispone, resolver nuevamente él problema de
un Manual de Historia de España que pueda servir para la enseñanza en varios de sus grados y para
la cultura general, necesitada aquí, como en ninguna otra parte, de libros de escaso volumen, de
fácil lectura, de poco aparato científico y de moderado precio, y que, juntamente, se amolden a los
principios metodológicos seguidos hoy día en todos los países, conforme el propio autor ha
expuesto en otro lugar1.
En consideración a esos principios, de gloriosa tradición nacional, se ha titulado el libro
Historia de España y de la civilización española, para evitar que, llamándose a secas Historia de
España, se creyese que sólo comprendía (como es uso corriente) la parte política externa, o que,
adoptando tan sólo el nombre de Historia de la civilización española, excluía —como muchas obras
que se apellidan así— aquella parte tan esencial en la vida de los pueblos, reduciéndose a pura
historia interna del movimiento civilizador que, además, no todos los autores entienden de igual
modo. Continuando la difusión de las ideas (que podemos llamar modernas no obstante su antiguo
abolengo, puesto que sólo en nuestros días han adquirido aceptación universal y se han formulado
sistemáticamente) acerca del concepto y el contenido de la historia, llegará momento en que baste
decir Historia de tal o cual nación para que se entienda por todos que comprende, tanto las
manifestaciones externas como las internas de la actividad social. Hoy por hoy, aún me parece
oportuno dirigir la atención del lector con esos apelativos mixtos, que ya usó nuestro gran Masdeu;
porque, no obstante la inclusión en obras extensas, como la de Lafuente, de capítulos relativos a la
civilización, por ser éstos de mucho menor desarrollo que los dedicados a la historia política externa
y sin la debida proporción con ellos, la mayoría de los lectores sigue entendiendo a la manera
antigua el contenido de la narración histórica.
El sentido moderno tuvo ya entre nosotros, en la primera mitad de este siglo, dos
representantes notables, aunque de mérito desigual: los señores Tapia y Morón. La Historia de la
civilización española (1840) del primero, ha perdido hoy todo su valor. El Curso de historia de la
civilización de España (1841-46) del segundo, aunque en algunos puntos es todavía superior a los
escritos posteriormente, en otros lo han inutilizado los muchos y notables descubrimientos hechos
de entonces acá; y es, por otra parte, libro incompleto, que no abraza todo el ámbito cronológico de
nuestra historia. Desde aquella fecha, nadie ha intentado escribir nuevamente la historia general de
la civilización española. El meritorio ensayo de Oliveira Martins tiene orientación distinta, y sólo
puede ser utilizado por un lector que conozca ya los hechos en que Oliveira basa sus conclusiones.
1 La enseñanza de la Historia. 2ª edición, Madrid, 1895.
4

Hermanando la historia externa con la interna, algunos libros de texto de nuestra segunda enseñanza
han dado entrada a materias de la civilización, pero, a mi ver, no en toda la necesaria medida ni con
la suficiente composición orgánica respecto de la parte política y militar. El Sr. Picatoste dejó
publicados dos compendios que, si bien satisfacen mejor las condiciones de la historia interna, son
demasiado breves, y en no pocos puntos inducen a error manifiesto. Finalmente, el señor Sánchez
Casado, que en sus libros escolares trató con laudable esfuerzo de reflejar los resultados de las
modernas investigaciones, renovando así la historia política de España, acometió igual propósito (en
un libro de mayor extensión que se dirigía al gran público) abrazando la totalidad de la historia
española; pero este libro quedó sin terminar y no puede, por tanto, servir al fin que se propuso.
Al publicar la presente obra, no nos proponemos, pues, sino continuar esos meritísimos
ensayos (entre los cuales también deberá citarse el del Sr. Moreno Espinosa), dando mayor
importancia a la historia interna, ligándola con la política, sistematizando su exposición, haciéndola
lo más realista y gráfica posible con el auxilio de las ilustraciones, y procurando componer un
Manual que pueda ser utilizado para todos los fines de la cultura pública no especialista.
Las dificultades que se oponen a la redacción de una Historia de España, son bien conocidas
de todos. Por investigar muchos de los puntos y de las épocas de ella; deficientemente conocidas
otras partes; inéditos gran número de documentos importantísimos, y llenas las fuentes antiguas —y
las modernas— de leyendas que han trascendido al conocimiento vulgar, ofrécese el camino, no
sólo lleno de maleza, sino, también, cortado a menudo por simas profundas que aun tardarán en
llenarse muchos años. En estas condiciones, el investigador sincero y cuidadoso hállase a cada
momento asaltado por el temor de la inexactitud, del vacío, del engaño o de la pista falsa que pueda
conducir al precipicio. No se libran de la inseguridad muchas de las tenidas por bases
incontrovertibles de nuestro saber histórico, desde el momento que cabe afirmar la imperfecta
lectura y publicación, v. gr., de muchos cronicones, crónicas y fueros de la Edad Media. El día que
el texto de estas fuentes quede suficientemente depurado ¿qué variaciones cronológicas y de todo
orden no se impondrán a la usada narración de nuestra historia? Un libro, pues, que pretenda ser
definitivo —aun a la manera relativa que lo definitivo cabe en la ciencia humana, y sobre todo en la
histórica— no puede escribirse hoy día en punto a casi ninguna de las diferentes partes que abraza
la vida secular de nuestro pueblo. La imposibilidad es mayor si se trata de abarcarlas todas.
Pero si nada de esto es hacedero, ni puede pretenderse que en obra de tan vasto horizonte
ofrezcan todos sus capítulos el fruto de investigaciones propias —que esto a nadie razonablemente
se exige en historias generales—, cabe componer un resumen «fiel y metódico del estado actual de
los conocimientos sobre la materia», es decir, de la Historia de España que hoy sabemos, reflejando
sus vacilaciones, sus vacíos, sus deficiencias, sin pretender ocultarlas ni menos sustituirlas por
fantasías y generalidades de ningún provecho. Libros así pueden y deben hacerse en cualquier
estado en que se hallen las ciencias, porque ni la humanidad ha de estar esperando eternamente a
que se averigüen todas las cosas y se desvanezcan todas las dudas (en cuyo caso no se justificaría la
publicación ni siquiera de aquellas Historias de España que justamente gozaron de crédito, como la
de Mariana y la de Lafuente), ni es, por otra parte, menos necesario para el adelantamiento de la
cultura darse cuenta, de tiempo en tiempo, de los progresos logrados y de los huecos que restan por
llenar. Mirando así las cosas, no puede parecer inmodesta la pretensión de escribir un Manual de
Historia de España. Al fin y al cabo, los españoles necesitamos saber lo que sea posible de nuestra
vida pasada, y, exigiéndose forzosamente el estudio de ella en todos los grados de la enseñanza
pública, de algún modo hay que satisfacerlo.
Claro es, repito, que en una historia general, que abraza todos los órdenes de actividad
humana —el político, el jurídico, el económico, el literario, el científico, el artístico, el moral, etc.
— no se puede exigir al autor que ofrezca constantemente fruto nuevo y de su propia cosecha.
Nadie ignora que desde las obras de mayor volumen como las de Cantú, a los manuales como el de
Seignobos, todas las que tienen este carácter penden, en la inmensa mayoría de sus páginas, de la
investigación ajena, asimilada y organizada conforme a cierto plan. Lo mismo ocurre en otras
5

historias que aparentemente son de más fácil dominio: v. gr. la de nuestro derecho, en que uno de
sus más ilustres y profundos cultivadores declaraba hace pocos años, que en muchos puntos había
tenido «que limitarse a exponer el resultado de investigaciones ajenas: suerte común, por lo demás,
a este linaje de obras, cuyo principal mérito consiste, más que en la novedad de las conclusiones,
propia de las monografías», en resumir bien los resultados a que han llegado hoy los especialistas.
Esto mismo es lo que yo he intentado. Fuera de algunos puntos muy concretos, en que he
podido apoyarme sobre trabajos de propia investigación, en todo lo demás descansa mi libro en la
autoridad de aquellos especialistas que más fe merecen y cuyas enseñanzas sigo y resumo como
mejor me ha sido posible. Y temeroso aún de no haber sabido en muchos casos concertar bien los
elementos que ofrece la literatura escrita, o encontrando en ellos motivos de duda, he procurado
completar la enseñanza de los libros con particulares consultas, de sumo provecho para mi obra.
Con referencia a ellas debo hacer aquí pública expresión de mi agradecimiento a D. Ricardo
Velázquez y D. Inocencio Redondo, que han tenido la bondad de revisar algunos párrafos de la
parte artística; a D. Julián Ribera, que ha examinado mucho de lo referente a la historia musulmana;
a D. Eduardo de Hinojosa, que ha hecho lo propio con algunos pasajes de la parte jurídica, y a D.
Salvador Calderón, con quien he consultado puntos relativos a los capítulos primeros.
A pesar de todo, tengo la seguridad de que en mi libro abundarán los vacíos y los errores:
parte, por culpa de quien lo ha escrito, y parte, también, por la dificultad inmensa (imposibilidad a
veces, dada la pobreza de nuestras bibliotecas) de conocer y tener presentes los innumerables
trabajos monográficos (en su mayoría extranjeros) que sobre Historia de España se han publicado
de veinte años a esta parte, y por la no menor que tiene «condensar y exponer con orden y claridad,
materia tan extensa y aun en mucha parte inexplorada». Tratándose de un Manual, en que no
pueden decirse todas las cosas y en que la necesidad de la concisión se impone, todavía se tropieza
con el nuevo peligro de la selección de noticias, que no siempre se logra realizar con acierto.
Abrigo, no obstante, la esperanza de que en los dos volúmenes que comprenderá mi Historia2, no
serán muchas las cosas esenciales que falten para formar idea clara del desarrollo del pueblo
español.
Reducida mi tarea, por sus propios límites, a cuidar sobre todo de las condiciones didácticas
del Manual, he atendido principalmente a las de método, claridad y sencillez de la narración. Con
frecuentes referencias, he ligado unos párrafos a otros, para que mutuamente se expliquen las
materias íntimamente relacionadas; he procurado usar un estilo sobrio y sin pretensiones retóricas,
no empleando palabras técnicas sin su inmediata traducción o equivalente vulgar; y he apoyado
siempre la exposición de los hechos importantes en antecedentes que por modo gradual llevasen a la
mejor inteligencia de lo que, presentado de golpe, pudiera parecer ilógico o incomprensible. Aun
así, la brevedad a que fuerza todo libro elemental, producirá de vez en cuando pasajes que
necesiten, para su completo aprovechamiento, ampliaciones y aclaraciones por parte del profesor, si
el Manual se utiliza en la enseñanza; pero éste es achaque de todas las obras didácticas, como
reconoce una de las primeras autoridades en la metodología de la Historia, M. Seignobos. El libro
no puede decirlo todo, ni debe decir cosas que sólo la explicación oral, auxiliada a veces de
procedimientos gráficos (dibujos en el encerado), puede presentar en pocas palabras, de manera
vivísima que comente y haga aprovechable la condensación de datos que el libro ofrece. Esta es
precisamente la misión del maestro en relación con el libro. Para el público de adultos, ya formado
y en posesión de cierta cultura, que puede usar también este Manual, no existe necesidad semejante.
El valor de algunas voces pertenecientes a las ciencias sociales, al arte y a la literatura, y que, no
obstante hallarse recibidas en la conversación vulgar, habrá de ser explicado previamente a muchos
escolares (tarea en que el Manual de historia no puede entrar, so pena de extenderse en cosas que no
le corresponden), es perfectamente inteligible para el gran público. Atendiendo a la mayor
ilustración de éste, al final del tomo II figurará una Guía bibliográfica, compuesta de modo que le
oriente en las lecturas de ampliación, sin entrar en pormenores que exijan preparación técnica

2 Así lo creía el autor al publicar el primero.


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especial.
En los grabados que ilustran el libro3, he seguido los mismos principios fundamentales que en
la narración. En vez de fantasear escenas, retratos y paisajes—como es uso deplorable en obras de
historia—, me limito a la representación fiel de objetos reales, únicos que pueden dar la impresión
verdadera de los hechos. Sólo una vez he quebrantado esta regla, y ha sido para dar entrada a una
composición artística, a un cuadro célebre que suple la carencia de pinturas contemporáneas: cosa
no sólo permitida, sino recomendada y usada en todo el mundo por los mejores autores. En lo
demás, repito, se ha tenido por modelo el objeto mismo, tal como ha llegado hasta nosotros; y me
congratulo pudiendo decir que no pocos de ellos son inéditos y por primera vez se utilizan ahora
para ilustrar un libro de Historia de España; o si no lo son totalmente, presentan puntos de vista
nuevos: v. gr., la catedral de León, el palacio de Carracedo, y otros.
Si mis buenos deseos —única cosa de que puedo certificar al lector— se viesen cumplidos, en
lo fundamental al menos, y este Manual mereciese buena acogida del público por responder
verdaderamente a las necesidades generales me animaría a completar el ciclo de publicaciones que
creo indispensables para la vulgarización de la Historia de España en beneficio de la cultura
general, haciendo seguir el presente libro de otro de Lecturas Históricas (en el tipo de los de
Maspero, Langlois, Ruffi, etc.), y quizá también de un tercero en que la vida pasada de nuestra
nación apareciese contada por los mismos contemporáneos (cronistas, poetas, historiadores,
legisladores, etc.), como en la Histoire de Belgique empruntée textuellement aux récits des
ècrivains contemporains, de Van Bemmel, o en la Histoire de France racontèe par les
contemporains, de B. Zeller. Por ahora, me limitaré a escribir el compendio para la enseñanza
primaria, sobre la base de este Manual.
Rafael Altamira
Oviedo, Junio de 1899.

3 He suprimido la mayoría. [Nota del editor digital]


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PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN


Agotada la primera edición de este tomo I, así como la del II, se ha impuesto al editor la
necesidad de reimprimir uno y otro, para satisfacer la constante petición de ejemplares, acrecida al
aparecer el tomo III. Por la premura con que es preciso hacer esta nueva edición, no figuran en ella
todas, ni aun la mayoría, de las correcciones y adiciones que el autor tiene pensadas en su deseo de
mejorar la obra todo lo posible y tenerla al corriente de las últimas investigaciones; pero sí se han
hecho las más urgentes, y se han salvado las erratas notadas en la impresión de 1900. El lector
hallará, pues, corregidos los errores de más bulto e indicadas algunas de las muchas novedades que
cabría incorporar al texto. Revisión de mayor monta quedará para el día en que se haga una
reimpresión total de la Historia, reclamada por el agotamiento de los ejemplares de los tomos III y
IV, y de los que ahora se reproducen. Entiéndase lo mismo en cuanto a la ampliación del número de
grabados y mejora de algunos de ellos.
Consigno aquí públicamente el testimonio de mi especial agradecimiento a los señores D.
Eduardo Saavedra, D. Eduardo de Hinojosa y el profesor C. F. Seybold, que me han ayudado
eficazmente en la corrección de este volumen.
Enero de 1908.
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PRELIMINARES
1. Condiciones geográficas de España.
Constituye España una península situada en el extremo SO. de Europa, ligada al continente
por un istmo de 450 kilómetros, y rodeada por dos mares: el Mediterráneo, al E. y S. (hasta el
estrecho de Gibraltar), y el Atlántico, al S., O. y N.; tomando este último, en la costa septentrional,
el nombre de Cantábrico.
Tiene con esto la Península límites perfectamente señalados, puesto que el único punto de
unión con otras tierras (con Francia, por el istmo) lo constituye una cadena de altísimas montañas
(los Pirineos) que ofrecen pocos sitios de fácil penetración, de modo que casi la cierran y aíslan de
Europa.
Geográficamente, la Península constituye un todo, de los más exactamente diferenciados y
caracterizados, aunque hoy día, desde el punto de vista político, existan en ella dos pueblos: España
y Portugal; por lo cual se señalan también los límites entre ambos en las descripciones geográficas
modernas. Pero conviene saber que por muchos siglos toda la Península tuvo una historia común, y
que, aun después de haber Portugal llegado a constituir un reino independiente (hace ocho siglos),
volvió a estar unido con España por algún tiempo, variando bastante sus límites. Ya veremos en
cada época los que ha tenido, único modo de formar idea clara del valor de las divisiones políticas.
Por de pronto, lo que nos importa es considerar el aspecto geográfico dentro del cual se han
ido determinando los diversos pueblos mediante cuya relación y enlace se hubo de constituir la
España actual.
Tiene la Península la forma de un gran promontorio, cuya parte más alta corresponde al centro
próximamente (meseta central; Castilla-Extremadura), desde el cual desciende en escalones el suelo
hasta los dos mares. La falda o vertiente oriental (la que da al Mediterráneo) es la más corta, y por
tanto la más rápida; la occidental, que da al Atlántico, es mayor y de más suave y graduado declive;
de modo que España (mirando el conjunto desde la meseta central) se inclina hacia el Oeste,
tardando bastante en llegar al mar; mientras que por el otro lado, más estrecho, se precipita
rápidamente en el Mediterráneo. Nótase también una segunda inclinación, más suave y de relieve
desigual, de N. a S., desde la base de los Pirineos cantábricos al Guadalquivir. Esta forma de la
Península se halla interiormente modificada por el sistema montañoso, cuyas líneas generales
contribuyen, sin embargo, a la disposición indicada.
Las dos cordilleras fundamentales de España son: Pirenaica, al N., en dirección de E. a O., y
la Ibérica o Celtibérica que, arrancando de aquélla, toma una dirección casi perpendicular (NO. a
SE.) hasta que, ya cerca del Mediterráneo, por el límite de Andalucía, parece torcer al O., formando
otra cordillera (la Penibética, que algunos autores consideran como independiente) de montañas
altísimas, pero muy próximas al mar y que terminan en el cabo de Tarifa. Las dos líneas primeras
forman como una gigantesca T cuyo palo vertical no fuese recto, sino tortuoso e irregular, pues no
consiste propiamente en una sucesión de montañas, sino en una serie alternada de picos (como el
Moncayo y el Javalambre) y de páramos y llanuras elevadas que los cortan; mientras que el
horizontal constituye, en parte, el límite con Francia y, en parte, corre tan junto al mar que deja sólo
una zona estrecha donde, sin embargo, existen pueblos tan importantes como los vascos (Provincias
Vascongadas), los cántabros (Santander) y los astures (Asturias), terminando luego en una
expansión muy complicada que abraza las provincias gallegas y el N. de Portugal, y constituye una
de las regiones más quebradas de España.
Queda así dividida la Península en cuatro regiones: la del Norte o cantábrica, entre los
Pirineos españoles y el mar; la Oriental o mediterránea, que arranca del nacimiento del Ebro y llega
hasta el límite entre Andalucía y Murcia, comprendiendo, pues, todo Aragón, Cataluña, Valencia y
Murcia, con parte de la Mancha; la del SE. formada por la zona de tierra que va desde la cordillera
9

Penibética al Mediterráneo (provincias actuales de Almería, Málaga, parte de Granada y de Cádiz);


y la Occidental, que coge todo el resto de España, desde el límite entre Asturias y Santander, al
cabo de Tarifa y la costa atlántica; es decir, la mayor parte de la Península.
La distribución interior de esta región o cuenca occidental es variada y muy importante
también para la historia. Divídese en subcuencas, separadas por tres cordilleras principales, que son,
de N. a S., la Carpetana o Carpeto-Vetónica, «verdadera columna vertebral de la Península», que
divide Castilla la Vieja de la Nueva y Extremadura, formando en Portugal la elevada sierra de la
Estrella; la Oretana, que atraviesa las provincias de Cuenca, Toledo, Ciudad Real, Cáceres y
Badajoz, internándose también en Portugal; y la Mariánica, que forma el límite de Castilla y
Extremadura con Andalucía y accidenta el S. del vecino reino. De aquí resultan cuatro grandes
valles: uno entre el Pirineo y la Carpetana, que es el valle del Duero; otro entre la Carpetana y la
Oretana, que lo es del Tajo; un tercero entre la Oretana y la Mariánica, por donde corre el Guadiana,
y el último entre la Mariánica y la Penibética, que forma la cuenca del Guadalquivir. Además, del
lado oriental de la Ibérica se desprenden varios brazos que seccionan también la región
Mediterránea en cuencas, de las cuales la mayor es la del Ebro, a cuyo lado S. ramificaciones del
nudo de Albarracín hacen casi infranqueable el paso entre Aragón y las demás comarcas del S. y E.
Debe considerarse también como un elemento primordial en la constitución de la Península, la
parte que corresponde al centro del promontorio que en conjunto forma, o sea, a las altas mesetas
interiores que, elevándose mucho sobre los terrenos que las rodean, constituyen una región aislada y
de difícil comunicación con las partes bajas cercanas al mar. Miden estas mesetas una superficie de
238.000 km2, formando como un segmento circular que va desde el Ebro al Guadalquivir, siendo la
parte más característica de ella la castellana (211.000 km2), que los geólogos consideran como «el
núcleo permanente de la Península al través de las edades», y como una región «perfectamente
aislada desde el doble punto de vista geológico y estratigráfico», o sea de la formación del terreno y
de la disposición de sus capas. Esta meseta queda dividida a su vez en dos, de alturas diferentes, por
el escalón que forma la altísima cordillera Carpeto-Vetónica. Finalmente, es un carácter de la
Península española el amplio desarrollo y la regularidad de sus costas, que comprenden 4.100
kilómetros lineales, lo cual, comparado con la extensión del istmo que la une al continente, la
acerca mucho a las condiciones de las islas. Las otras dos penínsulas del S. de Europa tienen: 6.785
kilómetros, Italia (con las islas), y más de 3.000, Grecia.

2. Consecuencias de estas condiciones.


De todos los caracteres geográficos indicados, se desprenden consecuencias importantes. En
primer lugar, la división del terreno en secciones separadas por altas cordilleras, que favorecen el
aislamiento y la formación de núcleos distintos de pobladores, y más principalmente la
incomunicación del centro con los extremos, o sea de la meseta central con las tierras próximas a
los mares, y la estrechez de éstas. Es también España uno de los países más montuosos de Europa,
lo cual da mucha irregularidad a su suelo y a la distribución en él de las aguas que, además, por la
rápida inclinación de los declives del promontorio, producen ríos de gran corriente, menos fáciles
de utilizar para el hombre, en los riegos y en la navegación, que los de Francia o los de Inglaterra,
más regulares y de menor carácter torrencial. Por la concurrencia de cordilleras y de mesetas
elevadas, es España el segundo país de Europa en altura media de su terreno: la de Suiza es de
1.299 metros, la de España de 700, y la de los Balcanes, que inmediatamente le sigue, de 579;
mientras que, según un geógrafo, las alturas absolutas arrojan 96.000 km 2. que se elevan a más de
1.000 metros, 270.000 que varían de 1.000 a 500, y 218.000 inferiores a 500 metros. Igualmente la
altura y la irregularidad influyen en la temperatura, muy variada —desde fríos excesivos que en
algún año han llegado a más de 13º bajo cero, hasta calores como los de 40 y 48 grados—, pero en
general muy tolerable. Es, por último, otra consecuencia, la sequedad del clima en la mayor parte
del territorio o, por mejor decir, las alternativas muy irregulares de lluvia y sequía, que en la mayor
parte de las localidades del O, E. y S. producen un término medio de agua lluviosa menor que el
10

mínimum que de ordinario cae en las llanuras de Europa. Conocidas de todo el mundo son las
tremendas sequías de Castilla, Andalucía y Valencia, cortadas a veces por lluvias torrenciales e
inundaciones de graves consecuencias. Las inundaciones tienen por causa principal la concentración
de las lluvias y las nieves en localidades montañosas de corta extensión, que luego desahogan de
golpe por los ríos en mayor cantidad de la que normalmente pueden éstos conducir; al paso que,
como hemos visto, hay otras comarcas (casi las 3/5 de la superficie peninsular) que no participan
equitativamente de la distribución de humedad. Resultado necesario de esta desproporción y de la
gran altura del terreno, es la pobreza agrícola de muchas localidades, ya conocida y señalada por los
geógrafos romanos hace diez y nueve siglos, y que continúa, en lo principal, en los mismos sitios
que ellos citan, como, v. gr., la región castellana y la Mancha.
No quiere esto decir que la Península española se halle totalmente desprovista de condiciones
favorables para la vida del hombre, ni que las contrarias que hemos señalado sean tan acentuadas e
irreductibles que originen dificultades insuperables y totalmente adversas.
Exceptúanse en primer término las regiones costeras, principalmente las mediterráneas del E.
y S., tierras bajas feraces, en que florecen cultivos importantes únicos en Europa o de mejor calidad
que los análogos de otros países, como la vid, el olivo, el naranjo, el arroz y las frutas y hortalizas
tempranas. La costa Norte, de poco valer agrícola en general, es muy favorable a la ganadería por
los extensos prados naturales que sostiene una humedad constante y más que necesaria,
caracterizándose en algunos puntos (Galicia y Asturias) por un clima muy templado, gracias a la
corriente marítima de agua caliente llamada del Golfo, que toca en ellas; y, merced a esto también,
en parte de Galicia, por una frondosidad exuberante. Debido a estas condiciones —y a otras que
luego señalaremos— las costas han sido siempre en la Península lo más poblado, rico y de
civilización adelantada, sobre todo el S. y E., como ya advirtieron los citados geógrafos de la época
romana. A estos elementos de producción natural se unen en mayor escala, y difundidos con más
igualdad en todo el territorio, yacimientos innumerables de minerales, desde los metales preciosos
(oro, y en mayor cantidad plata) hasta los de uso más vulgar en las industrias: siendo en este punto
coetánea con los primeros tiempos de su historia la fama de la Península española, fama que
constituyó uno de los más poderosos medios de atracción de los pueblos extraños.
Por otra parte, conviene no olvidar nunca que la acción del hombre puede modificar en gran
medida las condiciones de la naturaleza, y que precisamente esta reacción contra el medio natural
—que, aun en los casos más favorables, no rinde todos los beneficios de que es susceptible sino a
cambio del esfuerzo humano— constituye el fondo esencial de la historia. Claro es que el esfuerzo
ha de estar en razón directa de la facilidad que presentan para su explotación y acomodamiento a las
necesidades humanas, el suelo y el clima, y que, por lo tanto, hay países que requieren mucha
mayor energía que otros menos ingratos, como indudablemente lo son, comparados con el nuestro,
no pocos de Europa. Pero si esta circunstancia puede explicar cierto retraso en el desenvolvimiento
del pueblo menos favorecido, y aminora en algo la responsabilidad de él, puesto que lucha con
mayores dificultades, le obliga en cambio moralmente a más esforzada y constante acción para
vencer los obstáculos naturales que se le oponen. Así, la primera y más importante cuestión social
que el pueblo español tiene planteada en su historia, y hacia la cual debería haberse orientado su
actividad ante todo, es la de modificar el medio físico en que vive, aplicando a esto la mayor parte
de sus fuerzas y de su atención, como base de todo su desarrollo nacional. Así lo hicieron muchos
pueblos que han brillado en la historia, a pesar de haberse establecido en regiones poco aptas
naturalmente, a no mediar gran esfuerzo del hombre, para dar vida a naciones robustas. Los
habitantes de nuestra Península han podido contar, como base para el éxito —que en parte
contrarresta las condiciones contrarias que hemos señalado—, la feracidad de algunas regiones, el
abundante caudal de agua que en algunas épocas del año llevan los ríos y se pierde en el mar, el no
menos grande de aguas subterráneas que hay en muchas localidades y la riqueza mineralógica del
suelo, que tanto se presta a desarrollos industriales. Igualmente la gran amplitud de las costas ofrece
campo a propósito para el cultivo de la navegación y del comercio marítimo, aunque no tanto como
11

otras naciones de litoral más recortado. He aquí como la misma naturaleza ha señalado desde el
primer momento la ley fundamental que, so pena de grandes males, había de guiar la acción de
nuestro pueblo para organizarse y desenvolverse ampliamente. La comprobación del cumplimiento
o incumplimiento de esta ley necesaria, no es el menor fruto que ha de sacarse del estudio de la
historia de España.

3. Población de España.
La Península española, no obstante su gran extensión (586.000 km2. en números redondos),
ha estado siempre poco poblada. No pueden fijarse cifras exactas de población para tiempos
anteriores al siglo XVIII, porque los censos no se verificaban con la relativa perfección que
alcanzan ahora, ni eran tan constantes y regulares, transcurriendo a veces siglos sin que se hiciera
ninguno. Así las cifras que se dan para el siglo XV oscilan, de 7.900.000 habitantes en la corona de
Castilla (comprendiendo el reino de Granada) a 9.680.191. Respeto del siglo XVI, indícanse sumas
que varían de 4.500.000 (1541) o, según otros datos posteriores, 6.990.262 (en Castilla, León,
Vascongadas y Asturias), a 7.504.057 (en 1594). En el siglo XVII, si hubiéramos de dar fe a los
números que traen algunos autores contemporáneos, la población bajó extraordinariamente, pues,
según el cardenal Zapata, en Castilla había sólo (1619) tres millones de habitantes, y, según Don
Antolín de la Serna, seis millones en toda España (§ 733). Del siglo XVIII se conocen ya
estadísticas más seguras, que elevan la cifra de población (en los últimos años) a más de
10.000.000. Desde entonces ha seguido subiendo en proporción bastante acentuada, desde
11.000.000 en 1822, a 19.560.352 en 1887. El acrecentamiento iguala al de Italia, y excede en
mucho a Irlanda, Austria, Grecia, Francia y a veinte de los principales Estados alemanes. En la
densidad, o sea número de habitantes por km 2, ocupa España el número 12 en la serie de naciones
europeas, y en la cifra relativa de esa misma densidad, el número 7, después de las seis grandes
potencias (Rusia, Alemania, Austria-Hungría, Francia, Inglaterra con Irlanda, e Italia). Pero, como
se ve, el acrecentamiento es muy moderno (salvo algún caso contrario de decrecimiento regional,
como en Andalucía tan poblada en los tiempos romanos y en los árabes), y durante la mayor parte
de su historia —a pesar de varias invasiones de pueblos extraños—, la Península ha tenido muy
escasa población.

4. Relaciones históricas de España.


A pesar de hallarse nuestra Península en el extremo occidental de Europa y casi aislada, ha
mantenido siempre gran relación con los pueblos de otras regiones. Por el lado de los Pirineos ha
sido la desembocadura natural de todos los grupos humanos emigrantes del N., cuya línea de
emigración ha ido, por lo general, dirigida hacia el O.; por el lado del Atlántico ha estado expuesta a
las correrías de otros grupos septentrionales que visitaban por mar las costas O. de Europa, a la vez
que veía abierto ante sí, libremente, el camino de nuevos descubrimientos, que al cabo hizo, en
América; por el S., la proximidad de África (no sólo por el estrecho —que fue antes istmo— de
Gibraltar, sino por toda la costa de lo que ahora es Marruecos y parte de Argelia) la expone a las
invasiones de los pueblos orientales y africanos que han seguido siempre la línea del litoral; y por el
E., comunicándose con el Mediterráneo, ha estado muy presente a las miradas de todas las naciones
costeras y navegantes, desde los fenicios y egipcios a los griegos y romanos.
Por otra parte, la actividad de los habitantes de la Península, y los ideales de expansión que en
distintas épocas alimentaron, les han hecho salir de sus límites y llevar unas veces la guerra, otras
veces el comercio y los descubrimientos geográficos, a diversos puntos del globo, muy lejanos
algunos; constituyendo así una doble corriente, de fuera a dentro y de dentro a fuera, en las
relaciones internacionales. La orientación de este movimiento expansional ha sido diferente en las
varias regiones de la Península. Las orientales (y particularmente Cataluña) han tendido con gran
fuerza a la extensión por el Mediterráneo y por las tierras situadas al N. del istmo pirenaico, con las
cuales tienen lazos estrechos de parentesco. Las septentrionales costeras señalan desde muy antiguo
12

un impulso también septentrional, a beneficio de la pesca y del comercio, que las liga con pueblos
europeos distantes, como Inglaterra y los Países Bajos. La región central y occidental se ha
significado muy tardíamente en este sentido: su expansión se verifica por la misma Península, y
sólo desde fines del siglo XV sale de los límites españoles para dirigirse con gran fuerza hacia el O.
(América), y con menos ímpetu y constancia hacia el S. (África), poniéndose así en contacto con
otros continentes y contribuyendo en gran manera a la población y civilización del americano.
Por todas estas circunstancias, han sido variadísimas las relaciones de España con otros
pueblos, y en su propio territorio se han mezclado elementos muy diferentes de población,
convirtiéndolo en teatro de hechos altamente complejos. La narración de estos hechos, y por tanto
de las vicisitudes por que han pasado las gentes que los produjeron, constituye la historia de España.

5. Razas y pueblos.
Estas mezclas de pueblos tienen importancia grande para determinar la formación y el
carácter del tipo español, dado que no todos los hombres son iguales, ni física ni espiritualmente.
Atendiendo a las diferencias físicas, se distinguen dentro del género humano varias clases o grupos
que se llaman razas. Las razas se caracterizan por la forma de la cabeza o cráneo, la cavidad de éste,
el color de la piel y de los ojos, el aspecto, color y sección transversal del cabello, la altura del
cuerpo, la longitud de las extremidades (especialmente los brazos), y otras particularidades.
En el cráneo hay que considerar lo que se llama ángulo facial, formado por dos líneas que,
partiendo la una del orificio del oído y la otra del punto medio de la frente, se juntan en la base de
los dientes incisivos medios superiores. Este ángulo varía naturalmente según que la mandíbula
superior es saliente o no. Los cráneos que la tienen saliente (y por tanto un ángulo menos abierto o
más agudo) se llaman prognatas; y los que la tienen recta (con ángulo más abierto), ortognatas. Son
ejemplos de estos dos tipos, el cráneo de un negro y el de un europeo.
Igualmente importa la figura general del cráneo mirado verticalmente. Si es más largo que
ancho, se llama dolicocéfalo; si aumenta la anchura, apareciendo como redondeado, braquicéfalo; y
si ofrece un término medio, mesocéfalo o mesaticéfalo. Estas proporciones se miden también por el
ángulo que forman dos líneas, una que de la base posterior va hasta la frente, y otra que la corta en
forma de cruz. Apreciando como 100 la línea primera, este ángulo tiene en los neocaledonios
(dolicocéfalos extremados), 70; en los europeos (mesocéfalos), 80; y en los samoyedos
(braquicéfalos), 85. En cuanto a la cavidad o cabida interior del cráneo, se mide llenándolo de
perdigones o semillas, que luego se cubican en un vaso graduado; y también varía en los diferentes
pueblos.
El color de la piel tiene muchas variantes, como es sabido, distinguiéndose cuatro tipos
fundamentales según unos autores (blanco, amarillo, negro y mixto), y cinco según otros (blanco
[subdividido en enteramente blanco y moreno], negro, amarillo, cobrizo y moreno obscuro
australiano); pero estas diferencias no son consideradas hoy día como muy importantes para la
determinación de razas. En los ojos se aprecia el tamaño de su cavidad y el color del iris, aunque
por ser éste variadísimo y hallarse el negro, que es el más común, en todas las razas, tampoco es
señal muy segura. Lo mismo sucede en punto al cabello, negro o rubio, crespo o suave, etc.; pero sí
tiene importancia su sección o corte, ya redondo, ya ovalado (hombre europeo) o alargado (negro
africano), porque es carácter que persiste en las razas.
Por la altura del cuerpo, se diferencian mucho los hombres, puesto que hay pueblos, como los
patagones, que llegan a 6 pies y 4 pulgadas, mientras que los bosjemanes del S. de África sólo
tienen 4 pies y 6 pulgadas, y el europeo ocupa un término medio. Finalmente, considerando la
extensión de los brazos, se ve que en los blancos, puestos de pie, no llegan los dedos más que a la
mitad del muslo, mientras que en los negros bajan una o dos pulgadas más, y aun suelen llegar a la
rodilla.
Considerando todos estos caracteres —que en la realidad se combinan entre sí de varios
modos—, se distinguen y caracterizan las razas humanas, cuya importancia capital para la historia
13

consiste en que, según muchos naturalistas (y también según la opinión vulgar), sus diferencias
físicas suponen diferencias espirituales en punto al desarrollo de la inteligencia, aptitud para el
trabajo, predominio de éstas o las otras cualidades morales, etc. Tales conclusiones no las aceptan
todos los sabios, afirmando algunos, como mayor concesión, que las diferencias intelectuales no
pueden apreciarse sino comparando los tipos extremos de la serie de razas; mientras otros creen que
no son esenciales y sí históricas, suponiendo que, sometidas a iguales condiciones de educación,
todas las razas pueden llegar a idénticos resultados en lo fundamental. Pero, aunque fuesen
completamente exactas, perderían las citadas mucho de su valor para nosotros desde el momento
que en la historia no encontramos razas puras, es decir, que no se nos presentan los hombres
agrupados según sus caracteres físicos y excluyéndose unos tipos a otros. Así, los pueblos que más
han figurado en la historia, como los egipcios, los griegos, los romanos, etc., son producto de
cruzamientos y mezclas, notándose en su composición diferentes tipos antropológicos, o resultados
mixtos, de caracteres nuevos. Los antropólogos creen que, cuanto más mezclado es un pueblo, tanto
más fecundo y apto es para la civilización; y señalan también, como una circunstancia modificativa
de las razas (dentro de ciertos límites), la influencia del medio natural —geográfico y climatológico
— en que viven, y que puede variar mucho, por las emigraciones, v. gr. Pero es indudable que los
grupos humanos constituidos históricamente en un territorio, cualesquiera que sea su composición
antropológica, se han distinguido unos de otros por el carácter, la vocación, el género de actividad,
las cualidades morales, las costumbres, etc., y en este sentido se dice que el pueblo francés es
distinto del español o del alemán, o del italiano, notándose que estas diferencias persisten a través
del tiempo, y aun se acentúan, a veces. Desde este punto de vista, importan las relaciones de unos
pueblos con otros y sus influencias, aunque no pueda decirse que sean de razas, sino de grupos
mezclados.
Otro hecho hay que distingue a los hombres notablemente, aunque no es del orden físico: el
idioma. Atendiendo a él, se han solido clasificar los pueblos en grupos que se llaman familias de
idiomas, y también razas. Generalmente son tres las familias que los autores consideran: aria (en
que figuran casi todos los pueblos de Europa y los indos y persas de Asia), semita (asirios, hebreos,
fenicios, árabes, etc.), y turania, mogola o uratoaltaica (mogoles, fineses, húngaros, turcos, etc.),
quedando aparte los pueblos que hablan lenguas de tipo muy diferente, como los chinos, birmanes y
siameses. Esta clasificación no debe inducir a error, confundiéndola con la de las razas propiamente
dichas, o creyendo que cada raza habla exclusivamente una clase de idiomas. Por el contrario, en
cada familia lingüística se hallan confundidos pueblos y grupos de distintos caracteres físicos: así,
en la aria hay dolicocéfalos ortognatas y braquicéfalos, rubios y morenos, etc., y en la uraloaltaica,
braquicéfalos, de varias clases, blancos y amarillos. La comunidad de idioma indica, en opinión de
los sociólogos, una intimidad de vida y de civilización mayor que la analogía o identidad de los
caracteres antropológicos o de razas siendo frecuente el hecho de haberse comunicado una lengua a
grupos humanos que se distinguen desde el punto de vista de los caracteres físicos.

6. Razas y pueblos en España.


Aplicando todos estos datos a nuestra Península, hallamos que el pueblo español es mezclado,
y que en diferentes tiempos de su historia ha recibido elementos antropológicos distintos. Aunque
los estudios de este género son aún rudimentarios y no permiten afirmar en absoluto nada, parece
resultar de ellos que la población española pertenece a un grupo europeo llamado mediterráneo, que
difiere del central y del septentrional, pero que dentro de él se marcan dos tipos distintos: uno,
dolicocéfalo moderado, moreno, ortognata, de cara ovalada, llamado libio-ibero y que
principalmente se nota en las localidades de la cordillera cantábrica; y otro dolicocéfalo también y
dolico-facial (cara alargada) con ojos obscuros, llamado semita o siro-árabe, que aparece mezclado
con el primero intensamente. Los vascos —tenidos como uno de los pueblos más antiguos de
España— no se muestran como raza pura, habiéndose hallado en ellos hasta tres tipos a elementos
antropológicos. Nótanse también mezclas con un tipo braquicéfalo de origen celta (centro de
14

Europa), en las costas levantinas, en la región Norte y en Portugal.


El grupo libio-ibero pudiera ser mezclado de una raza muy antigua (§ 10) dolicocéfala,
morena y pequeña, de cabello negro, llamada de Cromagnon o ibera, con otra venida de África y de
parecidos caracteres. Correspondiendo a estos tiempos antiguos, hállanse también restos de una raza
braquicéfala, grande, de ojos claros y cabello rubio (celta o mongoloide), que por mezcla con la
ibera dio (en opinión de algunos) el tipo vasco, menos dolicocéfalo que el ibero primitivo. En
conjunto, parece predominar en España la dolicocefalia, más pronunciada en la región portuguesa y
atenuada en el resto. Considerando los pueblos extraños que han invadido en el curso de la historia
nuestra Península y han influido sobre nuestra civilización, hallamos que representan tipos
diferentes: unos, dolicocéfalos ortognatas y morenos (fenicios, cartagineses y judíos); otros quizá
dolicocéfalos prognatas (númidas); otros, mesocéfalos y rubios (germanos), considerados en
conjunto; aunque ninguno de estos pueblos pueda tenerse como de raza pura, sino mezclada ya,
según ocurre con los romanos y los griegos que tanto influyeron en la Península y que son
resultado, según se cree, de una combinación análoga a la española (libio-iberos con siro-árabes),
más otros elementos braquicéfalos de pelo obscuro (celtas) y dolicocéfalos rubios (teutones).
Desde el punto de vista de la civilización, cada uno de estos pueblos que han intervenido en
nuestra historia, representa también caracteres e influencias muy distintas y variadas.

7. División de la historia de España.


Las primeras noticias seguras que tenemos de los pobladores españoles, provienen de gentes
extrañas que visitaron en tiempos muy lejanos la Península, y se remontan al siglo VI antes de
Jesucristo. De aquí se ha partido generalmente en el estudio de nuestra historia, comenzando a
contar la primera Edad de ella, llamada, por ser la inicial, Antigua. Pero de tiempos seguramente
anteriores al siglo mencionado, sabemos hoy que había hombres en España y que poseían cierta
civilización, aunque de ellos no nos queden noticias directas, ni en escritos ni en tradiciones
precisas, teniendo que deducirlas de los restos materiales (huesos humanos y objetos de industria)
que dejaron. Estos tiempos deben en rigor incluirse en la Edad Antigua; mas, por la especialidad de
su carácter, han solido formar con ellos los historiadores una Edad o época distinta, llamada de un
modo particular, como veremos (§ 16).
La Edad Antigua, ya comience en el siglo VI o antes, termina, según la opinión común y
corriente, en el siglo V de nuestra era, en que se verifica una gran invasión de pueblos del N. de
Europa. Comienza entonces en la historia de España (y en la de Europa) una nueva Edad, llamada
Media, que concluye para nosotros en 1492, año en que los Reyes Católicos consiguen arrojar de
España a los musulmanes que habían dominado ocho siglos en gran parte de ella, fundando así la
unidad política territorial. Desde 1492 empieza a contarse una tercera edad, Moderna, que unos
hacen llegar hasta nuestros días, y otros terminan a comienzos del siglo XIX (en 1808), por creer
que los caracteres que ofrece la vida nacional desde entonces son enteramente distintos de los que
ofreció hasta aquella fecha, en que una guerra con Francia (la guerra de la Independencia) y el
cambio en el régimen político, varían mucho la dirección de la historia. A esta nueva división
llaman Edad Contemporánea.
Sin perder de vista estas divisiones tradicionales —fundadas en la indudable relación de
nuestra historia con la general europea— y refiriéndonos a ellas en lo que cabe, adoptaremos en el
presente libro otras más concretas que convienen mejor al desarrollo especial de nuestro pueblo y
marcan con mayor precisión los distintos cambios que en él se han producido.
15

EDAD ANTIGUA

I. TIEMPOS PRIMITIVOS
8. Historia de la Tierra.
La Tierra no ha sido siempre como ahora es, de la misma forma, con los mismos mares y
continentes, ni ha estado poblada con iguales plantas y animales que los que hoy vemos. Unos y
otros han pasado por cambios distintos, que necesitaron muchísimo tiempo para producirse. El
estudio de estos cambios forma una ciencia llamada Geología, que es como la Historia de la Tierra;
y del mismo modo que en la historia de los hombres hay divisiones de Edades, la Geología ha
establecido otras en la sucesión de las transformaciones por que ha pasado la Tierra.
Los tiempos más antiguos, cuando empezó la Tierra a formarse con partes sólidas y partes
líquidas, se conocen con el nombre de arcaicos o fundamentales, sin que en ellos aparezca todavía
de un modo indudable ningún ser vivo, vegetal o animal: es decir, que sólo existían minerales
sólidos (terrenos), líquidos (aguas) o gaseosos. Siguen a estos tiempos otros llamados primarios (era
primaria o paleozoica), en que ya se hallan plantas y animales, siendo éstos en su mayor parte
marinos (crustáceos, moluscos y peces). No existían entonces los continentes que ahora conocemos
(Europa, Asia, África, etc.), sino islas numerosas, pequeñas y poco elevadas. La temperatura era
uniforme y templada.
La era secundaria o mesozoica, que siguió a ésta, se caracteriza por la formación de
continentes extensos, con nuevos tipos vegetales y animales, clima cálido, pero que va ya
diferenciándose en las distintas regiones del globo y constituyendo las zonas de temperatura, a la
vez que se acentúan las estaciones del año.
Por fin, surgen los continentes con la forma y la extensión, aproximadamente, que tienen en la
actualidad y con clima muy templado, vegetación extraordinaria, fauna en que sobresalen grandes
mamíferos y abundancia de lagos y volcanes. Todos estos cambios caracterizaron una nueva era,
que se llama terciaria, neozoica o cenozoica.
No hay vestigios seguros de que el hombre viviera en estos tiempos, que duraron muchos
miles de años. La Península española, cuyo macizo central (cordillera Carpeto-Vetónica) y parte del
suelo de Galicia, del Norte de Portugal, Extremadura y provincias de Córdoba y Sevilla, se
formaron en la era arcaica, se va completando en la terciaria mediante el levantamiento de los
Pirineos, que hasta entonces no existían. El Mediterráneo se comunicaba con el Atlántico por una
depresión del Valle del Guadalquivir, mientras que en el valle del Duero, en el del Ebro y en el de
Castilla la Nueva, existían tres grandes lagos, unidos los dos primeros por el Norte de Burgos y La
Rioja, y otros menores veíanse por la parte de Murcia, Valencia y Sevilla. Estos lagos fueron
corriéndose hacia el O. y desapareciendo, ya por evaporación, ya por desagüe en el mar, dejando las
hondonadas, por donde vinieron a correr los ríos. También a fines de esta era comienza a levantarse
sobre el nivel del mar la costa de Levante.
Como se ve, en este tiempo, si España tiene ya fundamentalmente la configuración actual,
todavía se advierten en ella notables diferencias en la distribución de los terrenos, comparándola
con la que presenta hoy día.
Antes de acabar la era terciaria, se produjo un notable cambio de temperatura, mudándose el
clima subtropical en fríos intensos (período glacial), que cubren casi toda Europa de hielos y
originan multitud de accidentes, preparatorios de modificaciones en las formas continentales. Con
esto se abre la era cuaternaria; y pasado el período glacial, se restablece la normalidad de la
temperatura, que adquiere condiciones análogas a las actuales. En esta era se encuentran ya
indudables vestigios de que vivía el hombre.
16

9. Aparición del hombre.—Período arqueolítico en España.


La era cuaternaria (que algunos llaman del aluvión antiguo, reservando el nombre de aluvión
moderno a la siguiente, en que se depositan las tierras actuales) ofrece varios períodos distintos, que
importa señalar por relacionarse íntimamente con la existencia del hombre. El primero se llama
paleolítico o arqueolítico, es decir, de la «piedra antigua, y también de la «piedra tallada», porque,
como veremos, el hombre de entonces fabricaba de piedra sus principales utensilios. Igualmente se
le llama del mammuth, porque durante él predominó este animal gigantesco, parecido al elefante,
dotado de grandes colmillos y cubierto de pelo, a la vez que otros carniceros desaparecidos más
tarde, como el oso de las cavernas y una especie de rinoceronte.
En este período, España estaba unida al África por Marruecos, y a Italia por la continuidad de
Argelia y Sicilia, que aun no era isla. El Mediterráneo actual hallábase dividido en dos inmensos
lagos. La temperatura era desigual, fría en las alturas y caliente y poco variable en los valles. La
fusión de los hielos del período glacial producía grandes ríos de mucha corriente, que arrastraban
enormes cantidades de tierra de las montañas, rellenando las partes hondas, más profundas entonces
que hoy día.
Aunque se han encontrado restos humanos de este período, dúdase que representen la raza de
los primeros tiempos del paleolítico y, por tanto, la verdaderamente primitiva. Pero, sea así, o haya
que retrotraer su existencia a momentos menos antiguos dentro del mismo período, es lo cierto que
a él pertenece una raza que se llama de Neanderthal y de Canstadt, por haberse hallado sus restos
principalmente en localidades alemanas que llevan esos nombres. No son enteramente iguales los
cráneos de uno y otro punto, pero coinciden en los caracteres fundamentales, por lo cual se los
incluye en un mismo grupo. Según estos caracteres, los hombres de Neanderthal o Canstadt eran
bajos de cuerpo, pero robustos, de cabeza larga y estrecha, con la parte superior del cráneo
aplanada, los huesos muy gruesos, los pómulos salientes y la parte superior de la boca también
saliente (prognatismo). Parece que vivieron en casi toda Europa, desde la península Escandinava a
Francia, llegando por el E. a Bohemia y por el O. a Inglaterra. Respecto de España, es todavía
dudoso si hubo entonces representantes de esa misma raza, pues un cráneo incompleto hallado en
Gibraltar, y que ofrece análogos caracteres que los de Neanderthal y Canstadt, aunque exagerados
en parte, no es completamente seguro que sea de esta época.
Vivieron los hombres de entonces, primeramente, a orillas de los ríos, por la caza y pesca
abundantes que les ofrecían, y más tarde empezaron a ocupar las cuevas o cavernas que encontraban
en sitios altos, para librarse de las inundaciones. Comían de lo que cazaban y pescaban, y
probablemente también hierbas y frutas. Conocieron quizá el fuego, y no usaban vestido alguno,
aunque sí adornos.
Los objetos de que se servían para las diversas operaciones de la vida, eran de piedra (de las
clases llamadas cuarcita, sílex o pedernal, cuarzo de filón, jaspe, etc.), que tallaban a golpes. Se han
encontrado de varias clases, que parecen ser unas más antiguas que otras, y forman dos tipos
denominados chellense o cheleano y musteriense, aunque ambos suelen reunirlos bajo una misma
denominación (amigdalóideo) los antropólogos españoles. El tipo más antiguo se distingue del otro
en estar tallado o retocado sólo por una cara, y quizá corresponde a la industria de esa raza primitiva
anterior a la de Canstadt, que algunos suponen, pero de la cual no hay restos esqueléticos. Los
objetos de sílex hallados consisten en una especie de hachas (no de guerra, probablemente) gruesas
y toscas, sin mango unas, y otras dispuestas para tenerlo, terminadas a veces en punta por un
extremo; en piedras también gruesas, erizadas de puntas; otras que parece eran arrojadizas (como
las de honda); raspadores y sierras y una especie de perforadores de forma romboidal alargada y
punta fina. Dúdase si el hombre de esta época usó el hueso.
Estaciones humanas de esta clase se han hallado en España en la pradera de San Isidro (al
lado del Manzanares), en la cueva de Perneras (Murcia) y en otros sitios. La estación de San Isidro
es importantísima, como representante del tipo arqueolítico primitivo, por sus hachas de sílex
sumamente características, y por la gran antigüedad (mayor que la de estaciones análogas de otros
17

países) que revela la profundidad a que han sido hallados aquellos restos de la industria prehistórica.
No es la raza de Canstadt la única que aparece en Europa en el período arqueolítico. Existía
también otra, de tipo diferente, braquicéfalo, llamada en general de Furfooz, aunque bajo este
nombre se agrupan restos que difieren algo entre sí; pero de esta nueva raza no se han hallado
vestigios seguros en nuestra Península (hasta ahora a lo menos), correspondientes a este período;
aunque en tiempos algo posteriores parece que existió en localidades de Andalucía y de Portugal (§
13).

10. La raza de Cromagnon.


Sí hay restos, en cambio, y muy abundantes, de una tercera raza también paleolítica, llamada
de Cromagnon, posterior a la de Canstadt y cuya presencia en Europa señala, para algunos
antropólogos, un período nuevo, de transición. Era esta raza alta y robusta, de cráneo grande e
irregular, alargado y estrecho (dolicocéfalo) pero aplanado en la base, de frente ancha, recta y
espaciosa, cara más ancha que larga, nariz delgada y prominente y muy salido el hueso de la barba.
Difieren los antropólogos en punto al origen de los hombres de Cromagnon y al camino que
siguieron al difundirse por Europa; pues mientras unos creen que entraron por el S., viniendo del
África, y venciendo a los de Canstadt ocuparon a España, Francia y Bélgica, otros les suponen
irradiando desde la comarca francesa llamada Perigord, hacia Bélgica, Holanda e Inglaterra por el
N., y España e Italia por el S., llegando hasta Argelia y las islas Canarias, donde hubo de
conservarse con gran pureza hasta el siglo XV. Pero, sea de esto lo que quiera, lo que importa saber
es que la raza de Cromagnon vivió en nuestra Península, habiéndose hallado restos de ella, o de su
industria, en muchas cuevas de diversas localidades, como la de la Solana (Segovia), la de Serinyá
(Gerona), Santillana (Santander), la Lóbrega (Torrecilla de Cameros) y otras de Granada, Málaga,
Almería, Murcia, Alicante y Portugal (casa de Moura).
La vida social de esta raza se caracteriza por formar probablemente grandes grupos (tribus),
habitar con preferencia en cavernas, haber modificado la forma y hasta la materia de los objetos que
usa, y multiplicar el número y especie de ellos.
En el desarrollo de su civilización se distinguen, por lo general, dos períodos, llamados de
Solutré y de la Magdalena, por las dos localidades francesas en que primeramente se hallaron los
restos industriales que les corresponden. El primero se caracteriza por la mayor finura y elegancia
de los útiles, más largos, también, que en el período anterior. Aparece una clase de lanza de figura
de hoja de laurel, con pedúnculo o apéndice que permite sujetarlas o encajarlas en un mango, así
como puntas de dardo y de flecha, raspadores simples (por un solo lado) y dobles, percutores,
perforadores y astillas u hojas agudas en forma de cuchillos. El material que se usa para fabricar
estos utensilios no es ya sólo la piedra, sino también el hueso y el asta de ciervo. Revélanse en este
período las primeras manifestaciones artísticas, con grabados en piedra, muy imperfectos.
El segundo período, magdaleniense o del reno (que corresponde al que llaman mesolítico
algunos autores), es el más característico de la industria de Cromagnon, y no faltan antropólogos
que lo creen anterior al de Solutré, o de origen distinto. Nótase en él gran adelanto en la
construcción de armas y útiles, dando gran desarrollo al material de hueso con preferencia al de
piedra (que parece decaer, exagerando el tipo pequeño) y usando también el marfil y el asta, que en
España es de ciervo y no de reno, porque este animal (que da nombre al período en Europa) no
existió en nuestra Península, deteniéndose en el Pirineo. Fabrica cuchillos con mango, y una especie
de espadas cortas con punta; flecha, raspadores, buriles, taladros, arpones y agujas y otros objetos
de uso desconocido, así como adornos de conchas y piedras.
El hombre de esta época usaba quizá vestidos (de pieles), como parecen denotarlo las agujas
encontradas; se adornaba mucho con brazaletes, pendientes, collares, etc.; empleaba insignias,
representadas por una especie de bastones de mando hechos de un cuerno de reno taladrado y
adornado, y por diademas, como la hallada en un cadáver de la gruta de Mentón. Dedicábase a la
caza de los grandes mamíferos, de los que comía el tuétano, extrayéndolo con una especie de
18

cucharas o espátulas. En punto a habitación, es posible que comenzara a construir tiendas o


cabañas; pero en general usaba todavía, predominantemente, las cuevas naturales, que servían
también de cementerios o enterramientos. Los cadáveres sepultábanse juntamente con armas,
utensilios y objetos de adorno, de donde se ha deducido que los hombres de estos tiempos rendían
culto a los muertos, como se sabe de muchos pueblos de fecha posterior y de los salvajes actuales.
También del uso de amuletos se ha deducido que profesaban alguna creencia religiosa; así como de
las insignias antes nombradas, el hecho de existir ya diferencias de clase y jerarquía social o
política. Los puntos reconocidos en España como pertenecientes al período magdaleniense, o que
contienen objetos que corresponden a ese arte, son: la cueva de Altamira (Santander), la de Serinyá
y quizá la del Mondúber (Valencia.)

11. Desarrollo de esta civilización en España.—El período neolítico.


En las cavernas de España donde se han hallado restos esqueléticos de la raza de Cromagnon,
se advierten particularidades que muestran un progreso grande en la cultura de ella y señalan un
período de transición hacia nueva edad, caracterizada por el predominio de nuevos elementos de
industria y por el general perfeccionamiento de la vida. Así, en la cueva de la Lóbrega, en la de la
Mujer (Alhama) y en la del Tesoro (Málaga), aparece ya la cerámica, representada por cacharros de
barro hechos a mano y endurecidos probablemente al aire libre y con fuego por la parte interior.
También se encuentran, en las cuevas del tipo magdaleniense (cuya más genuina y elevada
representación aquí corresponde a la cueva de Altamira y a otras varias recientemente descubiertas
en la misma provincia de Santander), muestras de pintura y grabado en la roca, de un admirable
aunque tosco realismo que reproduce figuras de animales (toros o bisontes, ciervos, caballos, etc.)
pintadas de ocre y de almazarrón, y signos lineales o hemisféricos que manifiestamente son de
escritura: los primeros, análogos a las pictografías prehistóricas de Egipto, y los segundos,
probablemente, a una forma de escritura antiquísima de que ya se han hallado manifestaciones en
muchos países y, dentro de España, en varias localidades de Santander, Galicia, Cáceres, Badajoz,
Almería, Alicante, Teruel, y en Portugal. Todos estos hechos, que no aparecen en las estaciones de
los primeros tiempos paleolíticos, y que tanta novedad ofrecen, han llevado a pensar a algunos
arqueólogos y antropólogos en la distinción de un nuevo período, de transición entre el paleolítico
propiamente dicho y la civilización más adelantada que le sigue, llamada neolítica. A ese período
de transición se le ha apellidado mesolítico, y a él pertenecerían la cueva de Altamira y las demás
que presentan caracteres análogos, algunos de los cuales creen también otros arqueólogos que
pueden ser obra de gentes sucesoras del pueblo paleolítico en la habitación de las cavernas, o de
influencias extranjeras que ya se hubieron de producir sobre aquéllas.
Pero lo que propiamente caracteriza el período neolítico es una nueva manera de trabajar la
piedra, pulimentándola (o más exactamente, martillándola y aguzándola, para perfeccionar su
forma) en vez de tallarla simplemente, al mismo tiempo que las formas de las armas y objetos van
cambiando, y que se emplean clases de piedras nuevas (diorita, fibrolita, etc.). Así se observa, v. gr.,
en los llamados kiokenmodingos o paraderos, grandes montones de restos de cocina y de habitación
al aire libre, como los hallados en Portugal. Ayudan a la transformación las variaciones
climatológicas originadas por la retirada de los glaciares o heleros y el aumento de la temperatura,
que obliga al reno, al mammuth y otros animales, a emigrar del centro de Europa, quitando al
hombre una gran base de su sustento y de su arte e inaugurando la era moderna (§ 9). Con esto, es
uno de los caracteres de la nueva civilización el renacimiento de la industria de la piedra (que en
gran parte se había sustituido, como se dijo en el § 10, por el hueso, el marfil y el asta), pero ya,
según se ha notado antes, no tallada, sino pulimentada. No quiere esto decir que acabe por completo
la talla, sino que se usa también el pulimento, desconocido en los tiempos genuinamente
paleolíticos y aplicado a nuevas formas de instrumentos, que difieren también de los antiguos en
tamaño. La simple talla, no sólo se conserva, sino que se perfecciona mucho.
Los objetos que se fabrican ahora, conservan rasgos de los del período anterior, como las
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puntas de flecha y las hojas con empuñadura; mas aparecen otros nuevos, que lentamente van
sustituyendo a los antiguos, como hachas talladas en bisel, una especie de azuelas o azadas
pequeñas, martillos, molinos y morteros: usándose para estas fabricaciones, además del sílex, otras
clases de piedra, como ya hemos dicho. En hueso y ámbar se hacían brazales para proteger los
brazos en la guerra, peines, alfileres, agujas, leznas, ciseles, collares, botones en forma de disco
cónico y otros objetos.
Acentúanse, a medida que adelanta la civilización neolítica, los ensayos de cerámica (cocida
al sol o en hogueras) en forma de vasos funerarios y de uso común con adornos, pulimentadores,
tinajas, una especie de lámparas, y discos agujereados que se ensartaban con una fibra (fusaiolas):
siendo de notar que los vasos hallados en los Pirineos y en Portugal son superiores a los del centro
de Francia por la forma y por el decorado. Ejemplares de esta cerámica se encuentran en cuevas y
lugares de Almería, Alicante, Murcia, Málaga, Granada, Guadalajara, etc.
A la vez aparecen las industrias textiles, como lo prueban restos de vestidos encontrados en
cuevas de la provincia de Granada y otros puntos. El oro es ya conocido y empleado en construir
objetos, y siguen usándose para adornos las conchas, caracoles, azabache y otros materiales.
El hombre de este período conocía la agricultura, de la cual aprovechaba los cereales, como lo
indican los morteros y molinos a brazo encontrados; conocía también la navegación, en piraguas o
canoas hechas de un solo tronco ahuecado, y había llegado a domesticar diversos animales, como el
perro, la cabra, el toro y el caballo.
Vivía unas veces en chozas, otras en islotes artificiales sobre los ríos, o en habitaciones
construidas dentro de los lagos, sobre pilares de madera. A estas habitaciones se les ha llamado
palafitos, no habiéndose hallado hasta la fecha ningún ejemplo cierto de ellas en España, aunque se
ha supuesto existieran en algunas localidades, como Galicia, León, Huelva y Puig de Malabella
(Gerona). En su lugar, son frecuentes las viviendas trogloditas o en cuevas (siguiendo la tradición
anterior), a veces en series o pisos (Menorca, Bocairente, Madrid, etc.), y cuyas paredes muestran
pinturas, como en la cueva de la Mujer y la de los Murciélagos (ambas de la provincia de Granada);
y las construcciones al descubierto de tierra y piedras (citanias, castros, campos atrincherados...)
Como consecuencia del gran desarrollo de la industria, formáronse también centros de producción o
talleres, es decir, sitios donde se fabricaban los útiles e instrumentos de piedra, principalmente, y
desde donde se exportaban a todas partes. Ejemplo de ellos es el hallado en Argecilla, provincia de
Guadalajara. Resultado de la vida al descubierto que va sustituyendo a la troglodita, y de la
aglomeración de los hombres en tribus, es el crecimiento de los paraderos de que ya hemos hablado
y que se encuentran en lugares de Portugal, de León, etc.

12. Monumentos megalíticos.


Pero lo más interesante de este período son los monumentos funerarios. El hombre neolítico
enterraba a sus muertos utilizando para ello, unas veces (como en el período anterior), las cuevas
naturales o las fosas (Carmona, Ciempozuelos), y otras veces construyendo verdaderos
monumentos de varias clases: dólmenes, formados por una o varias losas grandes que descansan
horizontalmente sobre otras puestas de canto y constituyen así un techado, a veces cubierto de tierra
(en cuyo caso producen una eminencia redondeada, que en Galicia, donde hay muchas se llama
mamoa o mambla); túmulos, parecidos a los dólmenes cubiertos, pero formados sólo de piedras
pequeñas y tierra mezcladas, no por grandes losas; menhires, rocas de grandes dimensiones,
triangulares, cuadrangulares o fusiformes, puestas en pie y que indicaban un lugar de sepultura,
como los cromlechs o círculos de piedras erguidas, puestas a igual distancia unas de otras. Tanto los
menhires como los cromlechs cambiaron luego de significado, indicando otra clase de hechos
diferentes de los funerarios. Las enormes dimensiones de estos monumentos han dado lugar a que
se les llamase megalíticos (de dos palabras griegas: megas, grande, y lithos, piedra).
Los de España (centro de este arte, en opinión de algunos arqueólogos) pueden distinguirse en
dos grupos: uno, cuyos ejemplares se hallan distribuidos por toda la Península y que no difiere del
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que se encuentra en el resto de Europa; otro especial del S. de Andalucía y de la región portuguesa,
llamado de cúpula. El dolmen español más importante es el dolmen o cueva de Menga (Antequera),
cuya cámara o estancia está dividida en dos naves por pilares que sostienen el techo. Comparados
los de cúpula con los primitivos de Grecia (Micenas), hállanse analogías que hacen pensar en una
influencia venida de este último país, muy patente en la tumba llamada del Romeral, también de
Antequera, con cúpula. Sin embargo, se ha hecho notar que el megalitismo propiamente español
difiere del oriental primitivo en que éste usa el sillar labrado y aquél no; pero que la evolución del
español se produjo por influencias griegas, parece hoy indudable.
Los cadáveres están colocados, en las sepulturas neolíticas, sentados y con objetos de uso
común a su alrededor, tales como hachas, cuchillos, copas ornamentadas, etc., lo cual hace suponer
que los hombres de esta época, como los de la anterior, creían en una nueva vida, en la cual
necesitaban los muertos de los mismos útiles y armas que durante la existencia terrenal habían
usado. Esta circunstancia, y el esmero que ponían en los monumentos funerarios, permiten afirmar
la continuación del culto de los muertos, al cual corresponden también, probablemente, ciertas obras
escultóricas que parecen ídolos y que se han encontrado en los enterramientos. Otras veces, los
cadáveres se colocaban dentro de grandes tinajas de barro; y aun parece que en ciertos puntos (v.
gr., Almería) se practicaba la cremación, especialmente en los muertos del sexo masculino.

13. Origen de la civilización neolítica.


La presencia de tantos tipos nuevos en la industria, de progresos extraordinarios, y aun de
materias exóticas o que se califican de tales, ha hecho pensar a muchos antropólogos e historiadores
que la civilización neolítica es el resultado de la invasión de una nueva raza en Europa (y en
España, por tanto), que influye sobre la de Cromagnon o lucha con ella: ya sea esta nueva raza la de
Furfooz, de que antes hablamos (§ 9), u otra cualquiera, venida, como se supone, del Oriente. Es
verdad que en España aparecen tipos nuevos, mezclados con otros puros de Cromagnon, en cuevas
neolíticas como la de la Solana, o acusando formas mestizas resultado de cruzamientos, como tal
vez el de la cueva de la Vella y los de otras dos de Portugal (Carvalhal y Montejunto), o
francamente distintos de aquéllos, como los hallados en dólmenes de Andalucía, en diversos lugares
de Alicante, en el valle de Mena y en Portugal; pero no es seguro que estos tipos aparezcan sino en
los momentos en que la civilización neolítica comienza a ser sustituida por otra nueva, la de los
metales, ni lo es tampoco que, aun refiriéndose a esta época la inmigración, haya procedido del E.
de Europa, creyendo algunos antropólogos que más bien pudo venir de la Libia y el Egipto,
representando la raza africana de los Atlantes, que hoy subsiste en los bereberes de la Argelia y
Marruecos. Toda conclusión en este punto es insegura todavía, aunque en muchos monumentos
españoles neolíticos se observen analogías (que no se pueden explicar por simples coincidencias)
con otros de las islas del mar Egeo y de la península griega del Peloponeso, como hemos visto en
las tumbas. La cuestión de la mezcla de nueva raza es, sin embargo, distinta de la del origen de la
industria neolítica, que no es forzoso trajesen consigo los nuevos pobladores, aunque hubiesen
llegado al comienzo de este período como los antropólogos portugueses sostienen respecto de una
raza braquicéfala. Algunos especialistas en estos estudios se inclinan a suponer que el tránsito de la
piedra tallada a la pulimentada es resultado de una evolución natural e indígena, sin necesidad de
recurrir a la importación para explicarla en lo que toca a nuestra Península, y aun que el período
neolítico puro no es sino «una fase transicional del salvajismo paleolítico, como supervivencias a
medio evolucionar, en contacto de la civilización nueva», o de los metales, traída por influencias
extrañas.

14. Progresos y fin de la civilización neolítica.


Todos los elementos de civilización que caracterizan el llamado período neolítico, van
creciendo con el tiempo y llegan en su desarrollo a un grado superior que, en sentir de algunos
autores, señala un período o grado nuevo, constituyendo a la vez el tránsito de la edad de piedra a la
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del metal, que viene en se guida. En este grado de la cultura neolítica adviértese un gran progreso en
los procedimientos para trabajar la talla del pedernal, con formas muy notables de armas, como son
las flechas triangulares sin pedúnculo encontradas en el O. y S. de España, y un puñal de hueso
hallado en Aznaga (Badajoz). La piedra pulimentada decae, sustituida (como diremos) por el uso
del cobre.
El hombre de este período empieza a construir casas con pisos, cuyos muros son de piedra
cimentada con tierra y el techo de cañas y ramaje cubierto de tierra. Sostienen además el edificio
grandes columnas o poyos de madera. Cerca del río Andarax (Almería) se ha descubierto una aldea
cuyas casas estaban construidas de aquel modo, hallándose defendida con fosos y un puente que la
cerraban, y con otras construcciones cercanas, que constituyen un campo fortificado como el de
Mola de Chert (Castellón) y los que se llaman castros en Galicia. Ya veremos como este tipo de
construcción y defensa de los pueblos se prolonga hasta tiempos más cercanos. También se
encuentran murallas, de indudable tipo miceniano (v. gr., las más antiguas de Tarragona, y otras en
Gerona, Olérdola y en el Castillo de Ibros, en Jaén), formadas por bloques más o menos toscamente
labrados.
Las necrópolis o cementerios de estos pueblos tienen las tumbas recordando la forma del
dolmen: circulares, con una especie de bóveda por techo, cuyo centro sostienen columnas de
madera o de piedras (§ 13). Algunas tumbas presentan una galería de entrada (cosa frecuente en los
dólmenes también), y cámaras o salas laterales. En las paredes se ven pinturas y relieves (necrópolis
del río Andarax y otras en Granada), encontrándose asimismo túmulos, cromlechs y demás
monumentos megalíticos. De la misma clase son la citania descubierta en el monte de San Román
(Portugal) y la llamada Cava de Viriato (Vizeu). Cada tumba contiene de 1 a 100 cadáveres, al lado
de los cuales se ven útiles de piedra pulimentada (cuchillos de 35 centímetros y de 15). A veces se
encuentran huesos y telas carbonizadas, lo cual hace pensar en si imperaba ya entonces la
costumbre general de quemar los cadáveres.
La cerámica de este período lleva ornamentación lineal, hecha con los dedos y a uña, primero,
luego con punzón, y más tarde, otra más rica, quizá simbólica, de palmas, triángulos con puntos y
escenas silvestres. El grabado es en hueco relleno de pasta blanca. Nuevos tipos más perfectos,
presentan pinturas en rojo, verde o azul sobre tierra blanca. Se encuentran vasos en forma de cáliz o
tulipán con ornamentación geométrica, quizá exóticos (¿imitación de los etruscos y griegos?: en
Setúbal, Ciempozuelos, Talavera, Carmona, Argar), como también se supone que los vasos de
ornamentación rectilínea sean de origen egipcio. Los hay de yeso, adornados de líneas grabadas y
pinturas rojas o azul verdosas, uno de cuyos ejemplares tiene la forma de huevo de avestruz cortado,
que parece revelar su procedencia oriental. Al lado de este tipo, se hallan otros —los de forma de
cáliz o tulipán con líneas en hueco, a veces rellenas de pasta blanca—q ue parecen de origen
occidental y abundan muchísimo en la Península. Finalmente, se han descubierto estatuitas groseras
en alabastro, aragonito y marfil que, como en el período anterior, se colocaban en las tumbas en
proporción del número de muertos, y otros objetos de uso tal vez religioso; y figuras de bastones o
báculos y de cuerpos y rostros humanos, trazadas geométricamente sobre pizarra. (Los mejores
ejemplares han sido hallados en tumbas de la región portuguesa.)
Pero lo más característico de este último tiempo del neolítico —y lo que lo convierte en
verdadera transición a la edad de los metales, según algunos autores— es que, al lado de los objetos
de piedra, marfil, hueso, etc., se encuentran otros de cobre: hachas, tijeras, punzones, agujas y hojas
de doble filo y dentadas (Millares y Parazuelos de Murcia, en España; San Román, en Portugal,
etc.) No puede, sin embargo, afirmarse esto con toda precisión; porque, si bien es verdad que tales
objetos se han hallado en las construcciones que mencionamos antes, como éstas duraron bastante y
fueron habitadas por hombres de épocas posteriores, quizá de éstos provienen los objetos de metal
cuya introducción señala tiempos nuevos. Antes del cobre es muy probable que conocieran los
españoles el plomo.
Como resumen de todo el período neolítico español en sus dos grados, podemos decir que lo
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caracterizan tres cosas: la religión de los muertos, con la creencia en una segunda vida origen de las
grandes construcciones sepulcrales; la condición militar o defensiva de las poblaciones, lo cual
supone la guerra; y las probables relaciones comerciales con otros pueblos, como al parecer lo
indican los talleres y la presencia de objetos exóticos, hechos, incluso, de materias que en España
no existían.

15. Edad de los metales.


Se llama así porque en ella usa principalmente el hombre, para fabricar sus instrumentos de
guerra y trabajo y los objetos artísticos, diferentes clases de metal, abandonando la piedra, aunque
no de golpe, sino poco a poco. Según la clase del metal empleado, se distinguen tres períodos:
a) Del cobre.—Aunque todavía no está enteramente averiguado si hubo un tiempo en que el
único metal que usó el hombre fue el cobre, muchos autores sostienen que sí, y admiten, por tanto,
la sustantividad de este período. Ya hemos visto que, en opinión de algunos, el cobre se usó en
España en los últimos tiempos del neolítico, puesto que objetos de este metal aparecen en estaciones
neolíticas y mezclados con otros de piedra: de lo cual son un notable ejemplo las tumbas de
Carmona. Las últimas investigaciones parecen permitir la afirmación de que (coincida o no con los
tiempos llamados neolíticos) hay aquí un período en que se usa sólo el cobre, por dificultades
puramente regionales para llegar al bronce. Los objetos de cobre copian las formas de los de piedra,
trabajándose a martillo y no por fusión. Caracterizan este período el hacha de mango transversal y
el torno de alfarería, para fabricar la loza. Algún autor (Siret), cree que el cobre fue dado a conocer
a las poblaciones españolas por los fenicios.
b) Del btonce.—El bronce es un compuesto (aleación) de dos metales: el cobre y el estaño.
Créese que lo trajeron a España gentes extranjeras, de Asia (quizá del tronco celta: ¿siglo XII u
XI?), a juzgar por la igualdad de la aleación y por ciertos signos y figuras como la swástica o cruz
gammeada; aunque algunos autores opinan que pudo descubrirse en nuestra misma Península, sin
extrañas influencias.
Las ciudades y las sepulturas de este período conservan el tipo del neolítico; pero al final se
hacen más sencillos los enterramientos, desapareciendo las cúpulas y columnas y usándose ataúdes
de piedra o de barro (como en Argar), o fosas poco profundas, o tumbas hechas de lajas de pizarra
(Fuente del Álamo), y poniendo al lado del cadáver objetos preciosos y alimentos. La cerámica se
modifica, desapareciendo la adornada de los tiempos neolíticos y siendo sustituida por otra de
superficie negra y muy alisada y con pie, a veces. También la hay de forma de huevo cortado y con
reborde; y se advierte menos complicación en los objetos de arte e industria. Las formas principales
de los instrumentos y armas son: el hacha o celta, primero igual a las de piedra y luego con talón,
aletas, mango hueco o anillos; la hoz; el cuchillo, de adornos muy variados; los puñales, de multitud
de formas, y las espadas, con puños muy elegantes y llenos de dibujos; cierta especie de alabardas
de cobre; las flechas y lanzas; armaduras (corazas y cascos) y jaeces para caballos; y, finalmente,
los adornos (brazaletes, fíbulas, anillos, cinturones, láminas en tubo o hélice, pendientes, diademas,
etc.); siendo de notar que las joyas en oro, plata y cobre, que no se ven en el neolítico, abundan
ahora. También son frecuentes los collares de granos de serpentina y hueso. La ornamentación es
geométrica (círculos, medios círculos, cruces).
La explotación de minerales para la industria y de la plata especialmente, aparece indudable
en virtud de descubrimientos de escorias, martillos de piedra (diorita) y cráneos, hechos en minas de
Almería, Córdoba, Huelva y Asturias; y aun es probable que algunas de éstas (las del Aramo)
fuesen ya explotadas en época anterior, a juzgar por la presencia exclusiva de instrumentos de
piedra, y el tipo muy cercano al de Cromagnon de los cráneos hallados. Las localidades españolas
reconocidas hoy día como centros de la civilización del bronce, son muchas, en Andalucía,
Portugal, Galicia y Castilla la Vieja. Los hombres de este período siguen viviendo en aldeas
(generalmente fortificadas y construidas en sitios escarpados y escondidos), en paraderos
construidos sobre marismas de poca profundidad y también en cuevas artificiales como las que se
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ven hoy mismo en algunos pueblos de Andalucía y Valencia (Torrente).


Adviértese claramente en las estaciones españolas de este tiempo la mezcla de razas, si bien
dominando un tipo braquicéfalo y ortognata, que marca el elemento nuevo sobrepuesto al
dolicocéfalo antiguo neolítico de Cromagnon.
Al final de este período parece haber ocurrido grandes alteraciones en la población. Las aldeas
llevan (en la región andaluza) trazas de haber sido, unas abandonadas, otras quemadas, suponiendo
algunos autores que hubo invasiones y guerras con gentes extrañas, quizá por querer éstas
apoderarse de las explotaciones metalíferas.
c) Del hierro.—Fue conocido este metal desde muy antiguo (en Egipto, muy probablemente
desde las primeras dinastías, 5.000 años antes de Jesucristo, y en Grecia, quizá desde el siglo XV), y
a España créese que lo trajeron gentes de África. Lo indudable es que en este período (que
propiamente entra ya en los tiempos históricos) se observa en la civilización de los pobladores
peninsulares muchas y diversas influencias de pueblos extraños ya conocidos (v. gr., fenicios,
griegos y otros de la Europa central), como en las espadas, en los escarabeos, cráteras, ánforas,
vasos de alabastro, huevos de avestruz pintados, broches, figuras de animales grabadas en madera,
urnas cinerarias con pinturas, adornos de oro de tipo oriental, peines de marfil, brazaletes ovales de
bronce, cerámica de color claro bien cocida y a veces adornada de bandas de pintura roja, perlas en
pasta esmaltadas y otros objetos encontrados en sepulcros de diferentes regiones, entre ellos los
notabilísimos de Carmona.
Es de notar que los utensilios de hierro aparecen mezclados con los de bronce y cobre, siendo
muy abundantes en algunas regiones, como la catalana, y en general toda la costa E. y las Baleares.
El uso simultáneo de metales ha llegado en algún caso a darse en un mismo objeto, como la
admirable (y única en Europa) espada con empuñadura de bronce y hoja de hierro, hallada en
Galicia.

16. Resumen de estos tiempos.—Cómo deben entenderse.


Todos estos períodos que llevamos estudiados, desde el de la piedra tallada al del hierro,
constituyen los que, en conjunto, se llaman Tiempos prehistóricos. Etimológicamente considerada
esta denominación es errónea y se presta a falsas interpretaciones, pues significa «antes de la
historia», como si pudiera haber hechos del hombre que estuviesen efectivamente fuera o antes de
lo histórico. No se ha querido, sin embargo, dar a la palabra prehistórico este sentido, sino el de
referirse a tiempos en que no existían todavía testimonios literarios escritos (narración histórica) de
la vida de los pueblos, pudiendo utilizarse tan sólo los restos materiales. Modernamente se ha
pretendido introducir una nueva denominación, la de protohistoria, que unos aplican a los tiempos
inmediatamente posteriores a los prehistóricos, en que aun no hay más que tradiciones y noticias
vagas (tiempos tradicionales, dicen algunos), sin historia escrita precisa, y otros a las épocas de la
piedra y comienzo de los metales (o al período que va desde el neolítico a la invasión romana),
dejando la denominación de prehistoria para las épocas o eras geológicas anteriores a la aparición
del hombre. Si se conserva a lo prehistórico su originaria y más constante significación, no puede,
de todos modos, aplicarse sino a los períodos arqueolítico, neolítico, y todo lo más al del cobre,
puesto que de los tiempos en que aparece el bronce hay ya testimonios que los hacen entrar en la
categoría de propiamente históricos, según veremos en el capítulo inmediato.
Conviene ahora hacer otras dos observaciones en punto a estos períodos. Es la primera que, si
bien se llama de la piedra tallada, de la pulimentada, del cobré, etc., no quiere esto decir que en cada
uno se usara sólo el material indicado por su nombre, sino que, como ya hemos visto, coexisten los
antiguos con los nuevos, de modo, v. gr., que continúa usándose la piedra aun después de
descubierto el bronce. La segunda es que, ni todos los pueblos han atravesado sucesivamente
aquellos períodos en el mismo orden (en algunos, el hierro precede al bronce), ni en todos ha sido
simultáneo el uso de cada materia; y así, cuando unos conocían ya el hierro, otros sólo empleaban el
bronce y otros la piedra, y es probable que algunos de los caracteres de la civilización prehistórica
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española sean puramente locales y no puedan generalizarse como si hubiesen existido en toda la
Península.
Debe tenerse en cuenta, además, la incertidumbre de mucho de lo que hoy se sabe respecto de
estos períodos. El estudio del hombre prehistórico es muy reciente, y aun hay muchas dudas y
vacilaciones en no pocos puntos; pudiéndose presumir, respecto de ciertas afirmaciones, que vengan
a ser desmentidas por futuros y muy posibles descubrimientos, puesto que restan muchos lugares de
España por explorar. Téngase, pues, todo lo dicho como provisional, mientras nuevos estudios no lo
modifiquen.
Otra reserva hay que hacer por lo que toca a la cronología de estas épocas primitivas. La idea
de tiempo es muy necesaria al hombre para comprender con claridad la sucesión de los hechos
históricos y la dependencia en que están los unos, como efectos, de otros que son sus causas o
precedentes. Pero, en lo que toca a los períodos primitivos de nuestra historia, no podemos
determinar cuándo empiezan ni cuánto duró cada uno. No cabe, pues, indicar fecha alguna que nos
ayude a concebir la antigüedad de las primeras poblaciones españolas, ni el tiempo que tardaron en
pasar de la civilización paleolítica originaria a la del hierro, que inicia las edades históricas. Como
ejemplo de una hipótesis, indicaremos que, en opinión de los investigadores de la localidad de
Argar, tan notable en objetos de metal y particularmente de plata, la época a que corresponde esta
civilización se remonta próximamente a 2.000 años antes de la Era cristiana. Un especialista
moderno en estos estudios (Siret), propone el siguiente ensayo de cronología: Edad de la piedra
pulimentada, desde una fecha desconocida al año 1700; período del cobre con talla hermosa del
sílex, 1700-1200 (supremacía de la influencia fenicia, con gran explotación de metales y difusión de
los monumentos funerarios, cúpulas y construcciones megalíticas); período del 1200 al 1110,
caracterizado por la invasión de los celtas en Occidente y destrucción del imperio fenicio en esta
parte; período del bronce (los fenicios de Tiro se establecen en Cádiz y los griegos llegan al
Mediterráneo occidental, mientras que los celtas dominan la mayor parte de la Península: abandono
de la arquitectura megalítica; fundación de numerosas acrópolis); período primero del hierro, del
800 al 600 (apogeo del comercio griego); período segundo, del 600 al 400 (preponderancia
cartaginesa en el Occidente; preludios de su extensión en la Península).

II. PRIMERAS POBLACIONES HISTÓRICAS


17. Primeras noticias históricas de España.
Provienen de escritores extranjeros, no habiendo dejado los primitivos españoles historias
escritas que ilustren y completen los restos materiales que de ellos nos quedan. Ya hemos visto
cómo, desde tiempos muy antiguos, se advierten (§ 14 y 15) relaciones de pueblos extraños con los
que habitaban entonces la península; pero, faltando indicaciones concretas y fechas, nada se puede
determinar con exactitud. Es posible que hacia el siglo XVII antes de Jesucristo, como opina algún
autor (§ 18), existiesen ya relaciones militares, de guerra, entre los españoles y los egipcios. Hasta
el siglo XI, sin embargo, en que tradiciones muy verosímiles hablan de la fundación de Cádiz por
los fenicios (§ 25), no cabe señalar cronología segura, siéndolo de cada vez más a partir de esa
fecha. No obstante, hay que llegar al siglo VI para encontrar los primeros textos que hablan de
España y los españoles. Son estos textos de autores griegos y cartagineses, pero tan escasos y
concisos, que apenas arrojan luz sobre este asunto. De los siglos V y IV hay también noticias
escritas, procedentes de historiadores y viajeros griegos, igualmente poco explícitos. Más
completos, pero más recientes, son otros autores del siglo II y del I antes de Jesucristo, y del I y
siguientes después de Jesucristo, que en parte fundan sus noticias en escritos más antiguos no
llegados a nosotros. Éste es el período más rico en testimonios referentes a la Península,
perteneciendo a él un historiador judío, Josefo (siglo I de Jesucristo), cuya opinión, mal
interpretada, ha sido seguida por mucho tiempo. Finalmente, del siglo IV de nuestra Era es un
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poema latino de cierto gobernador romano de África, llamado Rufo Festo Avieno, que describe las
costas de España sobre la base de un viaje o derrotero fenicio que se cree del siglo VI (antes de
Jesucristo), aunque luego fue traducido y modificado por escritores griegos de los siglos V y II
(antes de Jesucristo). Este poema, y la obra de un geógrafo griego del siglo I, llamado Estrabón, son
los textos más amplios que se refieren a nuestra Península. También la Biblia, en diferentes libros
del Antigua Testamento, menciona una localidad llamada Tarschich o Tarsis, que muchos autores
creen sea española (S. de Andalucía, región del Guadalquivir, o la de Murcia).
En todos estos textos se leen nombres muy variados de pueblos y lugares españoles, aunque
mezclados con leyendas y fábulas difíciles de creer o de interpretar. De todos ellos, el que ha
prevalecido, por suponer que representa el resumen o conjunto de todas las demás noticias, es el
pasaje de un historiador latino llamado Varrón (siglo I antes de Jesucristo), según el cual España fue
poblada o conquistada sucesivamente por los iberos, los persas, los fenicios, los celtas y los
cartagineses. Los demás nombres particulares que mencionan otros autores, no serían —según esta
opinión— más que subdivisiones locales, comprendidas bajo las denominaciones generales de
iberos, celtas y quizá persas, si es que en este último nombre no hay error de Varrón; resultando, al
cabo, que los iberos fueron los más antiguos pobladores, siguiéndoles los celtas, que luego, en
parte, se mezclaron con ellos, formando un pueblo mixto, llamado celtíbero; siendo los fenicios y
cartagineses colonizadores extranjeros que no pueden contarse como pobladores fundamentales de
la Península, aunque sí dominadores en fecha muy anterior a la venida segura de los celtas (§ 19).
La noticia de Varrón, aunque aceptada por lo general, suscita, sin embargo, muchas dudas. Por de
pronto, excluye a los griegos, colonizadores más antiguos que los cartagineses; presenta graves
dificultades en punto a la interpretación del pueblo persa que cita, y deja sin resolver cuestiones
importantes relacionadas con el nombre de iberos y con el de celtíberos. Aceptando el primero —
como generalmente se acepta— a título de representación colectiva de la más antigua población
española de que tuvieron noticia los autores del tiempo de Varrón y los que les sirvieron de fuentes,
ocurre en seguida preguntar quiénes eran estos iberos, de dónde procedían, qué relación guardan
con las razas paleolíticas, neolíticas y de los metales que ya conocemos; en qué fecha o hacia qué
tiempos próximamente llegaron a España y, por último, cuáles restos de los que han llegado hasta
nosotros se les deben atribuir.

18. Conclusiones probables.


A ninguna de estas preguntas puede hoy darse contestación definitiva. La opinión seguida por
muchos historiadores españoles antiguos, según la cual los iberos o hispanos eran las gentes de
Tubal, hijo de Jafet, o sus descendientes, y que, por tanto, provienen inmediatamente del pueblo
hebreo, está fundada en un texto del historiador Josefo, ya citado, texto de interpretación muy
insegura, no habiéndosele dado un valor plenamente afirmativo hasta tiempos muy recientes y por
un autor español del siglo XV (Alonso Tostado), que no la apoya en nuevas razones. Los más
cercanos comentaristas de Josefo, como San Jerónimo, nada afirman en concreto.
Desechada esta opinión, los autores modernos divergen mucho en punto al sitio de origen de
los iberos, dirección que llevaron para entrar en España y familia lingüística o grupo político a que
pertenecieron; no faltando quienes los creen autóctonos, es decir, nacidos en la Península, y no
inmigrados en ella. Del mismo nombre de iberos (que por primera vez suena en un viajero griego
del siglo VI antes de Jesucristo, llamado Scilax) se duda si debe tomarse como expresivo de una
raza o pueblo extenso, o sólo de algunas tribus que vivían en las riberas del río Ebro (Iberus), cuyo
nombre utilizó Scilax para designarlas.
En el estado actual de los estudios, la mayoría de los autores parece inclinada a dar por más
segura la procedencia asiática más o menos directa de los iberos, que llegaron a la Península en
tiempos inciertos dentro de los prehistóricos, pero con posterioridad a otras razas de esas mismas
Edades, dándolos por afines o de la misma familia que los primitivos habitantes de la Caldea y la
Asirla, los llamados súmero-acadios, cuyos representantes actuales son finlandeses y mogoles
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(uralo-altaicos). Estos iberos entraron en España por el S., es decir, viniendo por el litoral N. de
África, donde dejaron grupos de población, después, quizá, de haber intervenido en los orígenes del
pueblo egipcio. Restos de ellos serían los vascos actuales y los bereberes de África, aunque hay
autores que dudan de la asimilación antropológica y lingüística de iberos, vascos y bereberes,
haciendo distintos a los primeros de los segundos, o bien reconociendo su comunidad de origen,
pero separándolos de los bereberes. Lo más seguro, por lo que toca al idioma, parece ser la
descendencia de los vascos respecto de los iberos antiguos.
Las investigaciones más recientes y atrevidas suponen que los iberos, extendidos por el N. de
África, todo España (como lo demuestran los nombres antiguos de localidades), el S. de Francia, la
parte septentrional de Italia, las islas de Córcega y Sicilia y tal vez otros países, fundaron hacia el
siglo XV, antes de Jesucristo, un imperio ibero-líbico (libios se llaman los habitantes del N. de
África) que luchó por la preponderancia en el Mediterráneo con los egipcios y los fenicios, tal vez
en connivencia con afines suyos del Asia Menor (los getas o hititas), hasta que fue vencido y
fraccionado hacia el siglo XII u XI, formándose entonces en España las primeras colonizaciones
fenicias. Los iberos quedaron dominando en el interior del país, aunque divididos en pequeños
Estados. En tiempo de Avieno, todavía llegaban por el N. al río Lez, próximo a Montpellier, donde
confinaban con otro pueblo, el de los Ligures, antropológicamente afín de. ellos (dolicocéfalo,
según parecen confirmarlo los más recientes estudios) y que llegó a penetrar en parte de España,
mezclándose tal vez con los antiguos habitantes en las provincias vascas y otras del N. y NO.
Como se ve, estas teorías ligan estrechamente la primitiva historia de España con la de los
pueblos asiáticos y africanos y con la del N. de la Italia antigua. Nótanse, sin duda, como hemos
visto (párrafos 12 y 16), en tiempos inciertos y quizá muy antiguos, influencias de pueblos
orientales, asiáticos y africanos, en la población peninsular, y relaciones, al parecer muy marcadas,
de ésta con gentes primitivas de Grecia (¿pelasgos?) y de Italia (tursos, etruscos, tirrenos). Pero lo
que no cabe determinar hoy por hoy, y quizá nunca llegue a fijarse, es si tales influencias y
relaciones proceden realmente de una comunidad de origen, de invasiones sucesivas más o menos
numerosas, o de simples colonizaciones y contactos de carácter comercial o guerrero, en tiempos
anteriores a las primeras noticias de los autores del siglo VI y siguientes que hemos citado. Posible
es que los persas que cita Varrón representen, con un ligero error de historia política (persas por
medos), alguno de esos elementos orientales, ya que los medos (antecesores de los persas en el
dominio de gran parte del Asia Occidental) eran de la misma familia súmero-acadia o presemita a
que se pretende reducir los iberos. Un historiador francés, D'Arbois, cree que aquella palabra se
refiere a la dominación asiria y persa sobre Fenicia y sus colonias, que se dejó sentir algún tiempo
en España.

19. Los Celtas.


Mayores y más exactas noticias se tienen del otro pueblo que, en la época de los viajeros e
historiadores griegos y latinos, formaba parte principal de la población de la Península.
Eran los celtas de procedencia asiática, pero de familia indogermánica o aria, distinta de la
atribuida a los iberos. Habla de ellos por primera vez el viajero griego Pyteas (siglo IV, antes de
Jesucristo), indicando su situación en el territorio occidental de lo que hoy es Francia. Se
extendieron ampliamente por el C.4 y S. de Europa, constituyendo ya en el siglo III (antes de
Jesucristo) un vasto imperio que llegaba por el N. casi a los límites de la Alemania actual, por el E.
al Danubio y la Tracia, por el O. al mar Atlántico (habiendo entrado también en las islas Británicas)
y alcanzaba por el S. toda la parte septentrional de Italia. No se sabe con certeza cuándo penetraron
en España, y posible es que verificasen más de una invasión en distintas épocas. Los autores vacilan
en fijar como fecha de su única o principal entrada los comienzos del siglo V o el final del VI (antes
de Jesucristo) y también el IV; aparte la hipótesis de una invasión muy anterior de un pueblo de
tronco céltico más o menos seguro (§ 15 y 16). Como es lógico presumir, entraron por los Pirineos,

4 Abreviatura poco usual actualmente; naturalmente, centro. [Nota del editor digital]
27

encontrando, a lo que parece, en unas partes, gran resistencia de los iberos, y en otras no, bien por
mayor dulzura o debilidad de las tribus, bien por no estar ocupada de antemano la región. Resultado
de estos movimientos y luchas, fue un cambio grande en la composición y colocación de los
habitantes de España. Los autores antiguos (§ 17), posteriores en su inmensa mayoría a la invasión
céltica, distinguen a veces, en las noticias que dan sobre España, las tribus que a su entender eran
iberas, de las que eran celtas; y sobre la base de estas indicaciones (no siempre seguras ni claras) y
del estudio de los nombres de poblaciones, ríos, etc., los historiadores modernos han llegado a
determinar, con mayor o menor precisión, los sitios que ocuparon respectivamente los dos pueblos
en el territorio de la Península. Aceptando estas presunciones, resultaría que, una vez terminado el
período de luchas, o establecidos ya los celtas en paz donde no encontraron oposición, quedó
España dividida de este modo: una parte (compuesta por las regiones próximas al Pirineo, la zona E.
del Mediterráneo y algo de la del S.) habitada exclusivamente por iberos: quizá, por lo que toca a
las costas y regiones S. y E., después de haber expulsado de ellas a los celtas que primeramente las
ocuparon; otra parte, formada por el NO. (Galicia) y Portugal, en que dominaron los celtas; y una
tercera, en que convivieron, se mezclaron o se confundieron íntimamente ambos elementos, y que
comprendía el centro y algo de las costas del N. y de Andalucía, aunque predominando el ibero. A
los pueblos resultantes de estas mezclas les llamaron los autores antiguos, celtíberos, señalando
como residencia principal de ellos una región (Celtiberia) de límites no muy seguros, que iba desde
Alcázar de San Juan hasta el Ebro, y desde Ocaña a Segorbe; pero conviene advertir que esta
aserción no es muy segura, dudándose hoy que el nombre aquél designe realmente un pueblo mixto
de iberos y celtas. Para D'Arbois, resueltamente, los celtíberos no son más que celtas: ya los más
orientales (desde el Ebro hasta el alto Tajo, Guadiana y Júcar y al SE. de Madrid y hasta Segorbe),
ya todos los celtas del centro de España, que bajan hasta Andalucía y suben hasta Palencia.
Comprende en la dominación a los Oretanos, Arévacos, Vacceos y pueblos del otro lado (N. del
Ebro).
De las noticias que traen los autores antiguos, resulta también que los principales pueblos o
naciones que después de la invasión celta había en España, eran: los Galaicos o gallegos, que
ocupaban el territorio indicado por su nombre; los Astures, habitantes en Asturias; los Cántabros,
divididos en nueve grupos, en la Cantabria, o sea el litoral comprendido entre la ría de Villaviciosa
y Castro-Urdiales; los Autrigones, Várdulos y Vascones, en los países correspondientes a las
actuales provincias Vascongadas, Navarra y parte de Aragón, hacia Huesca; desde aquí, por toda
Cataluña hacia el mar, los Ilergacones, Bargusios, Laietanos, Suesetanos, Cerretanos e Indigetes;
en Valencia y parte de Castellón y Zaragoza, los Edetanos; en Alicante y Murcia, los Contestanos;
los Turdetanos, el S. de Extremadura y el O. de Andalucía; los Túrdulos, el C. y E. de la misma; los
Lusitanos, «la más poderosa de las naciones ibéricas», según dice un autor griego, en casi todo
Portugal y algo de Extremadura; los Vacceos, en parte de Castilla la Vieja; los Celtíberos, en parte
de la Nueva y de Aragón; los Vetones, en la región entre el Duero y el Guadiana, y en especial
Extremadura, Salamanca y Ávila; los Carpetanos, en Toledo y parte de Madrid y Guadalajara; y los
Oretanos, en la región de Ciudad Real.

20. Cómo vivían los iberos y celtas.


Con la invasión de los celtas, la población de la Península quedó formada por dos elementos
distintos, en el supuesto de que los iberos constituyeran efectivamente una raza, nación o grupo
unitario. Si poseyéramos hoy datos bastantes de los tiempos anteriores a esa invasión, podríamos
quizá reconstruir el cuadro de la vida social de los iberos, a diferencia de las instituciones y
costumbres que trajeron los celtas; y así sería de desear, puesto que desde la entrada de los iberos en
España a la de los celtas, transcurrieron algunos siglos, quizá muchos, si, como hoy se cree,
aquéllos forman una de las razas prehistóricas de la Península; en cuyo caso, no poco podría
determinarse de su civilización anterior al contacto de los celtas (y anterior, también, lo mismo que
posterior, a las primeras colonizaciones orientales (§ 24), que preceden a la invasión propiamente
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céltica), sobre la base de los restos arqueológicos de aquellos tiempos primitivos. Mas, como
repetidamente hemos advertido, las noticias históricas anteriores a la fecha probable de la entrada
de los celtas son escasas, particularmente en lo que se refiere a la civilización y manera de vivir los
pueblos españoles que no cabe deducir de los puros restos monumentales; y las posteriores que
pueden servirnos para aquel objeto, no sólo se refieren a tiempos en que debieron haberse producido
ya grandes influencias entre las tribus iberas y celtas, aun en los sitios en que no se mezclaron
íntimamente, sino que son, también, posteriores a otras conquistas extranjeras que ya estudiaremos
(§ 24, 26, 27 y 34), como la fenicia, la griega, la cartaginesa y la romana, y es muy posible que
reflejen en mucha parte una modificación del estado primitivo mediante el influjo de tanto elemento
nuevo. Aun en los casos en que los autores antiguos expresamente califican de indígenas y
originales éstas o las otras costumbres, no es fácil discernir cuáles sean propiamente iberas y cuáles
celtas, ya que, como hemos visto, existen no pocas vaguedades en la determinación del origen de
muchas tribus. Por otra parte, en los grados primitivos de la civilización, se parecen bastante unos
pueblos a otros, y se advierten en ellos instituciones y maneras de vivir análogas, sin que hayan sido
transmitidas de unos a otros; y es posible que algo de esto ocurra con varias que, conocidas hoy
claramente como propias de los celtas (por el estudio de este pueblo en otras comarcas que habitó
fuera de España), aparecen en nuestra Península. Sólo pues en muy contados casos será posible
indicar ciertamente el carácter indígena puro, ibero o celta, de los datos que hoy poseemos en
cuanto a la organización social de las poblaciones españolas, datos que, en su inmensa mayoría,
proceden de autores del siglo II (antes de Jesucristo), y de siglos más modernos V por tanto, aun en
los pasajes en que se apoyan en escritores más antiguos, sospechosos de alteración o de inseguridad
en el tiempo a que se refieren; aunque sí podrían determinarse otros caracteres de vida, puramente
ibéricos (si la teoría de la condición prehistórica de esta raza se afirma), con ayuda, según hemos
dicho, de los restos arqueológicos paleolíticos y neolíticos Para ello, basta recordar lo consignado
en los párrafos correspondientes. Pero ahora nos referimos a los tiempos históricos en que se hallan
ya muy mezclados, repetimos, los datos ibéricos y los célticos.
De todos modos, para formarnos idea clara de la organización de aquellos pueblos, posterior
al siglo V, debemos comenzar por no figurarnos que vivían unidos, constituyendo una nación que
abrazaba toda la Península y sujetos a un poder único Por el contrario, cada pueblo o tribu de los
que mencionan los autores antiguos (§ 19), era independiente de los otros, y por la dificultad de las
comunicaciones y el aislamiento a que tendían los grupos humanos en aquellos tiempos, apenas se
comunicaban entre sí, a no ser los más próximos y por motivos de comercio o guerra- para lo cual
solían formar federaciones, que comprendían muchas tribus. Así, los Lusitanos eran una federación
compuesta de unos treinta pueblos o tribus; los Gallegos, otra de cuarenta, etc.
Este mismo aislamiento y división producía, naturalmente, diferencias en la civilización,
según las regiones; y así hay que tenerlo constantemente en cuenta para no confundir las cosas. Por
ello, aunque la inmensa mayoría de los españoles vivía en pequeñas aldeas, o diseminados por el
campo, había localidades en que este tipo de población era más acentuado que en otras, donde
existían en mayor número ciudades, o sea aglomeraciones urbanas. Ejemplo de lo primero eran los
Celtici que habitaban la mitad inferior de Portugal, y los Galaicos y Astures; y de lo segundo, los
Turdetanos.

21. Organización social y política.


El grupo que formaba la base común de organización social entre los españoles, como entre
muchos pueblos antiguos, se llama gentilidad (gentilitas en los autores latinos) y estaba constituido
por varias familias emparentadas entre sí, o que reconocían un tronco común. Cada gentilidad
constituíase como un todo independiente, que se regía a sí propio mediante una asamblea (y quizá,
por un jefe o patriarca superior), que podía tomar acuerdos obligatorios para todos los gentiles,
pactar con otras gentilidades, juzgar y castigar a sus miembros, etc. Tenían su religión y sus dioses
particulares, y probablemente habitaba cada gentilidad una aldea, con nombre especial. Podían
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formar parte de ellas personas extrañas, acogidas o adoptadas, y respecto de las cuales se fingía el
parentesco o se establecía un lazo de dependencia llamado clientela.
Las familias que constituían la gentilidad, originábanse mediante el matrimonio, que, por lo
común, era monógamo, o de un solo hombre con una sola mujer, aunque en algunas tribus parece
que había costumbre de casarse con varias mujeres. Las ceremonias religiosas y fiestas con que se
celebraba, diferían según las localidades, siendo también frecuente la obligación de casarse entre sí
los individuos de una misma gentilidad, o, por el contrario, la de ir a buscar mujer fuera de aquella a
que pertenecía el hombre. El jefe de familia era, por lo general, el padre, aunque en algunas
regiones, como la de los Cántabros, se cree lo era la madre, o, por lo menos, que la mujer tenía una
intervención grande en el gobierno familiar, o una consideración especial en la casa. En estos
pueblos, y en los Lusitanos, el marido dotaba a la mujer.
La reunión de varias gentilidades formaba un grupo más amplio llamado tribu (gens, populus
en los autores latinos), de carácter preferentemente político, con su capital o ciudad fortificada que
era el centro de todas las aldeas y caseríos desparramados por el territorio, su jefe hereditario o
electivo y una o dos asambleas deliberantes. En los pueblos donde existían dos, nótase su diferente
carácter por el nombre que les dan los historiadores latinos: Senatus o Senado a una, y Concilium a
otra; la primera, aristocrática y formada probablemente por los cabezas de las gentilidades o
personas ricas y de consideración, y la segunda por elementos populares. La forma monárquica del
gobierno existía ya en tiempos antiquísimos (siglo VIII o VII, antes de Jesucristo) en algunas tribus,
como las de Tarteso o territorio gaditano. A veces, el mando supremo se dividía entre dos personas,
quizá encargándose una de la parte civil y de la militar la otra. Finalmente, las tribus se unían entre
sí, aunque temporalmente y por motivos de defensa común, en federaciones, que adoptaban un
nombre propio y se regían mediante un rey o jefe y una Asamblea federal.

22. Las clases sociales.


Dentro de todos estos grupos existían diferencias sociales. Unos hombres eran libres y otros
siervos o esclavos. Los libres se dividían en aristócratas y plebeyos, siendo los primeros, como más
ricos y fuertes, protectores directores muchas veces de los segundos, que por esta protección, y por
la dependencia económica en que respecto de aquéllos se hallaban, vivían realmente sujetos y
obligados a ciertos servicios. Suponen algunos autores que la aristocracia residía principalmente en
las ciudades, y la plebe en el campo, explicándose así la dependencia política, que parece
efectivamente haber existido, de las aldeas respecto de las capitales. Una de las formas de relación
entre ambas clases era la clientela, de que ya hemos hablado, a que se acogían los débiles y escasos
de fortuna. Especie de ella parece ser el agermanamiento o pacto mediante el cual varios guerreros
prometían seguir incondicionalmente a un jefe, obligándose a defenderlo y a no sobrevivirle,
haciéndose matar o matándose ellos mismos si aquél perdía la vida en la guerra. Esta costumbre
subsistió por mucho tiempo en España.
Los siervos eran hombres, ya nacionales, ya extranjeros, que dependían absolutamente de
otros, como una cosa, hallándose privados de los derechos y de la consideración de personas. Los
había públicos, de propiedad del Estado o de las ciudades, y privados, dedicándolos sus señores al
cultivo del campo, al trabajo de las minas, al servicio doméstico, a la industria, a funciones
administrativas inferiores, etc. Su condición debía ser tan triste como la de todos los siervos de la
antigüedad, aunque quizá hubo una clase de ellos, dedicada exclusivamente a la agricultura, que
gozó de libertad relativa.
Por lo dicho en punto a la diferencia de clases, se deduce que existía la propiedad privada en
gran escala, es decir, que los individuos podían amontonar riquezas libremente, excluyendo de su
disfrute a los demás y disponiendo de ellas sin trabas. Hay, sin embargo, ejemplos de otras formas
de propiedad. Entre los Vacceos (que habitaban el territorio de Palencia), la tierra laborable
pertenecía en común a la tribu, distribuyéndose anualmente en lotes por familias y gentilidades, sin
que éstas pudieran tampoco apropiarse los frutos obtenidos, puesto que las cosechas se ponían en
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común una vez recogidas, para distribuirse, probablemente, en cantidades proporcionadas a las
necesidades de cada casa. Aunque los autores antiguos no mencionan otro caso de comunidad en
pueblos españoles, es muy verosímil, a juzgar por lo que en épocas posteriores y aun hoy mismo se
advierte, que la forma comunal estuviese muy extendida, no sólo en las tierras labrantías, sino
también, y quizá con mayor amplitud, en los prados, montes y bosques.
La sociedad ejercía igualmente su acción sobre los individuos castigando los delitos con penas
a veces terribles, como la lapidación o apedreamiento y el despeñamiento (entre los Lusitanos). La
justicia era administrada por los jefes de familia en parte, y de un modo más general por los jefes de
tribu y las Asambleas; pero a veces los pleitos y acusaciones se resolvían por un desafío a mano
armada, dando la razón al que vencía: costumbre que parece característica de las tribus celtas.

23. Religión, cultura y costumbres.


Aunque ya hemos dicho que cada gentilidad, y también cada tribu, tenían sus dioses, y, por
tanto, éstos habían de ser 'muchos en número, hubo algunos más importantes y generales que otros,
residiendo esta cualidad probablemente en los de las federaciones o en los de tribus extensas e
influyentes sobre las inmediatas. Tales parecen ser los llamados Neton y Baudvaeto, dioses de la
guerra, Endovélico, Yun o Junovis, dios superior, y la diosa Ataecina. Los había regionales, como
las Matres de Clunia, el Dios Sol de Badalona; y especiales de una clase u oficio, como los
llamados Lugoves, patronos de los zapateros. A todos ellos dedicaban fiestas, con danzas y coros.
Parece que adoraban también a la luna; y de los Lusitanos se sabe que hacían sacrificios a los dioses
inmolando animales y hombres (prisioneros), cuyas entrañas examinaban para deducir augurios de
los movimientos de ellas.
En punto a cultura, diferían mucho los distintos pueblos. Los había muy adelantados, como
los Turdetanos y Túrdulos (es decir, los que habitaban la Andalucía), que habían dado gran
desarrollo a la agricultura, a la industria y al comercio, y hacían gran ostentación de riqueza. Eran,
además, reputados por muy sabios o cultos: tenían literatura propia, historias o anales, poemas y
leyes en verso, que decían contar 6.000 años de antigüedad. Todo esto se ha perdido, así como las
obras literarias de otros pueblos iberos. Como es natural, eran los citados de costumbres dulces y
muy comunicativos.
En cambio, había otros, como los Gallegos, Astures y Cántabros, semisalvajes, de costumbres
rudas y feroces, pobres y sobrios, pero duros y fuertes. Los Lusitanos vivían en perpetua guerra,
atacando y saqueando las poblaciones. Los Celtíberos eran de costumbres análogas, pero recibían
bien a los extranjeros, agasajándolos mucho. Por lo general, en el interior de la Península el atraso
era mayor y no se conocía la moneda. En cambio, la gente de las costas, lo mismo del S. que del E.
(en gran parte, por la mucha comunicación con extranjeros), poseía regular cultura y buen carácter.
De la lengua de los iberos y celtíberos se sabe poco. No nos han dejado obras literarias, pero
sí inscripciones, o sean letreros grabados en monedas, piedras y metales, sin que haya todavía
logrado dominarse la traducción de lo escrito. La forma de las letras iberas difiere bastante (fig. 16)
de la que tiene nuestro alfabeto actual y de otros más antiguos, y se asemeja a la del fenicio y griego
primitivo, pero más al primero, del que parece derivar, no sin haber sufrido luego modificaciones.
Las artes plásticas ibéricas fueron un producto del genio peninsular fecundado por todas las
influencias extranjeras ya referidas y, singularmente, por la fenicia y la griega. Por esto se las ve
impregnadas de greco-orientalismo. El foco principal de su producción parece hallarse en el SE.,
con ramificaciones en otras regiones. En el orden arquitectural, están representadas (hasta hoy) por
una parte de las murallas llamadas ciclópeas de Tarragona (la primera reconstrucción de ellas,
diferente de la romana); los restos de construcciones recientemente hallados en Numancia; el
recinto de Berruecos (Teruel); trozos de capiteles, molduras y otros objetos encontrados en el Cerro
de los Santos, en el Llano de la Consolación y en Elche. Los arqueólogos actuales han prescindido
ya de atribuir a los iberos históricos los taloyotes y navetas de las Baleares, construcciones
ciclópeas que más bien deben tenerse por prehistóricas, ya de influencia miceniana, anterior a la
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fenicia, ya obra de pueblos extraños. Su similitud con las murallas neolíticas (§ 16), es patente en
ciertas cosas.
Mucho más importante es la escultura, de completa imitación, aunque muy feliz en no pocos
casos. Ejemplos salientes de ella son: varias de las esculturas en piedra halladas en el Cerro de los
Santos; el esfinge o toro con cara humana, de Balazote; el toro y el león de Bocairente; las esfinges
aladas de Sax y, sobre todo, una admirable cabeza de mujer encontrada en Elche y que posee hoy el
Museo del Louvre. Igualmente han aparecido, en gran número, fíbulas e idolillos de tipos muy
variados (caldeo-asirios, griegos, ibéricos puros, etc.) Las estatuas de toros y jabalíes (¿emblemas
célticos?), que se encuentran con abundancia en Castilla (toros de Guisando y esculturas análogas)
y las de guerreros lusitanos y gallegos —a veces, con inscripciones ibéricas—, aunque pertenecen al
mismo arte, son probablemente de época posterior; algunos, de tiempos de la dominación romana (§
85). También llevan impresa influencia griega los sables de hierro, de tipo muy antiguo, hallados en
algunas comarcas de España, como Almedinilla (Córdoba). La orfebrería ibérica cuenta ya con
varias piezas importantes: una diadema de oro hallada en Jávea y seis fragmentos de otra u otras
precedentes de Asturias o de Extremadura, que se hallan en el Museo del Louvre. Finalmente, la
cerámica ofrece hermosos ejemplares pintados y con dibujos lineales y de figuras de animales,
también de influencia griega miceaniana según opinan los arqueólogos. Son abundantes también las
lápidas sepulcrales y las aras con adornos grabados.
Los castros y recintos fortificados que ya vimos en los tiempos prehistóricos, continuaron
sirviendo de habitación y defensa a los iberos, y se perpetúan hasta épocas posteriores.
En punto a usos y costumbres, sabemos que en las tribus del N. y NO. los hombres vestían de
negro, con capas de lana o piel de cabra, y las mujeres de colores vivos. Las armas defensivas eran
un escudo pequeño, cóncavo al exterior, corazas de lino y de malla, casco de tres cimeras, de cuero;
y las ofensivas, lanzas y puñales o cuchillos. Estos mismos pueblos se alimentaban con pan de
harina de bellotas, bebían una especie de cerveza o sidra, usaban la manteca en vez del aceite, y
para comer hacíanlo sentados en bancos de piedra arrimados al muro. Celebraban bailes de parejas
(hombre y mujer) y juegos gimnásticos de pugilato y carrera.
Los Celtíberos vivían mejor, comiendo principalmente carnes, en mesas elegantes y limpias.
Vestían sayos de lana de color negro, y todos los meses, en la época del plenilunio, se reunían las
familias a las puertas de las casas, para danzar en honor de un dios sin nombre (tal vez la luna) a
quien adoraban, según dicen los autores latinos. En la guerra usaban escudos, unas veces grandes,
otras pequeños, botines con correas que subían enlazadas por las piernas, cascos de bronce con
sobre-cimera encarnada, espadas de dos filos y puñales de un palmo de largos. Generalmente, en
cada caballo montaban dos hombres, apeándose uno al empezar el combate.
Los Lusitanos se untaban el cuerpo con aceite y esencias, se bañaban en agua fría, dormían en
el duro suelo y se dejaban crecer el cabello como las mujeres, usando una especie de mitra sobre la
frente cuando entraban en batalla. Para beber usaban vasos de cera, y para calentarse una especie de
braseros de piedra. Llevaban escudos, cascos, lanzas y espadas cortas con punta como los
celtíberos, y manejaban el arco para arrojar saetas.
Entre los Bastetanos, las mujeres bailaban con los hombres cogiéndose de las manos, y
usaban generalmente trajes de color obscuro y sayos, con los que se envolvían para dormir sobre
camas de esparto o junquillo.
Como notas comunes del carácter de los españoles, señalan los autores antiguos la resistencia
física, el valor heroico, el amor a la libertad, la indisciplina y la fidelidad llevada hasta la muerte.

III. COLONIZACIONES FENICIA Y GRIEGA


24. Los Fenicios.
El primer pueblo de quien puede asegurarse, por testimonios literarios, que estableció
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relaciones de comercio y colonias en España, fue el pueblo fenicio. Procedía éste de Siria, en cuya
costa O., a orillas del Mediterráneo, se había establecido, según se cree, hacia mediados del tercer
milenio antes de Jesucristo, fundando una nación importante, especie de confederación de varias
ciudades (Tiro, Sidón, Arados, Biblos...) que en el siglo XX extendía ya su actividad comercial y
marítima por Egipto y las islas del mar Jónico. No puede determinarse con precisión en qué época
arribaron por primera vez a España. Autores hay que creen notar su presencia en los últimos
tiempos del período neolítico, durante los cuales ocuparían el SE. de España, que abandonaron
después para fijarse en el SO. hacia fines del siglo XII (§ 16). Un geógrafo antiguo (siglo I antes de
Jesucristo), que consultó muchas fuentes históricas anteriores a él, dice que los fenicios eran
poseedores del país de Tarteso (Andalucía Occidental) mucho antes de Homero (quien según se
cree, pertenece al siglo XI), y que de ellos proceden todas las noticias que de España tuvieron y
propalaron los autores griegos. No debe, pues tenerse por inverosímil la tradición de que hacia el
siglo XI antes de Jesucristo conquistaron a Cádiz, llamada entonces Agadir. Ocuparon luego los
fenicios diversos puntos de las costas del S., del E. y del O., llegando a Galicia y otras regiones,
donde fundaron pesquerías y beneficiaron los metales. En el siglo VIII y en el VII es seguro que
hicieron viajes de exploración por las costas, cuyos relatos o derroteros se llaman periplos.

25. Relaciones entre los fenicios y los habitantes de España.


Buscaban principalmente los fenicios la explotación de las minas y el comercio,
aprovechando los productos naturales de cada país; y no se contentaban con hacer piraterías y viajes
para apoderarse de hombres y cosas o cambiar productos, sino que se fijaban en la localidad,
estableciendo a modo de factorías o almacenes, bien al lado de las poblaciones indígenas, cuando
las había, bien fundando ellos ciudades. Buscaban para esto, con preferencia, las islas cercanas a la
costa o promontorios fáciles de defender y con puerto natural, donde edificaban sus almacenes, un
fuerte y un santuario para los dioses. Cuando estas poblaciones o factorías eran de fundación oficial,
dependían políticamente de la metrópoli, como, v. gr., depende de España en la actualidad, Río de
Oro; pero aun en los casos frecuentes en que procedían de la iniciativa particular de poderosas casas
comerciales, relacionábanse con la madre patria mediante el vínculo religioso, significado por la
concurrencia de delegados a las fiestas anuales del templo principal de Tiro y el pago de una
contribución religiosa. Las factorías o colonias fenicias más importantes de nuestra Península
créese que eran: Erythia (Sancti Petri), Melkarteia (Algeciras), Malaka (Málaga), Sexi (Jate),
Abdera (Adra), Hispalis (Sevilla), la citada Cádiz, Ibiza (Aibusos), y otras, como Ituci, Olontigi y
Alba, que no se sabe bien dónde estaban. Muy a menudo, estos nombres no significan fundación de
nuevas ciudades, sino establecimientos en otras ya existentes a las cuales apellidaban los fenicios
quizá limitándose a traducir a su lengua el nombre que anteriormente llevaban. A la península en
general la llamaron Span o Spania, que quiere decir oculto, o país escondido y remoto.
No se limitaron los fenicios a ocupar las costas. Se internaron en España, sobre todo en la
región del S. (Andalucía) y Murcia); y, merced al comercio unas veces, a la fuerza otras, y en
especial a la superioridad de su cultura, llegaron a dominar sobre los iberos, a los cuales quizá
comunicaron su lengua, probablemente su escritura, industria y artes. La importancia de esta
influencia, aunque muy discutida, nótase no sólo en los monumentos y objetos artísticos e
industriales encontrados, en que se revela el carácter fenicio, sino en los mismos nombres de la
región que principalmente ocuparon. Así se llamó, a los pueblos situados entre Málaga y Adra,
bástulo-fenicios, y un autor griego, que escribió poco antes de la era cristiana, califica de fenicias a
las poblaciones de Turdetania.
Resultado del gran desarrollo que obtuvieron las colonias fenicias en España, fue que
alcanzaran cierta independencia política y administrativa respecto de la metrópoli. El centro, y
como la capital de ellas en los tiempos históricos, era Cádiz, y el régimen de gobierno fue análogo
al que tenían los fenicios del Asia. Trajeron también su religión, con sus dioses nacionales, Baal-
Hammón, Astarté, la diosa de Sidón, y Baal-Melkarte o Hércules, de Tiro. A este último dedicaron
33

un gran templo en Cádiz, donde celebraban grandes fiestas. De este hecho se hace derivar el nombre
de columnas de Melkart o de Hércules, dado en la antigüedad a las rocas del estrecho de Gibraltar.
Al principio hicieron los fenicios el comercio por medio de permuta, es decir, cambiando
cosas por cosas. Luego introdujeron en España la moneda, acuñándola en muchas de sus colonias.
No se crea por esto que los españoles aceptaron en todas sus partes sumisamente la
dominación fenicia. Es muy seguro que hubo luchas para imponerla, quedando latente en no pocos
sitios el deseo de librarse de ella, a lo cual contribuyeron quizá abusos de los dominadores en sus
relaciones con la población indígena.

26. Restos de la colonización fenicia.


Puestos en comunicación los fenicios, mediante su activo comercio por tierra y por mar, con
los pueblos de Asia, África y Europa, servían de propagadores y porteadores de la industria y el arte
de todos ellos. Fueron así los introductores en España de elementos de civilización asiática y
egipcia, a lo cual tal vez hubieron también de contribuir los numerosos extranjeros que acudían a las
colonias fenicias o formaban parte de ellas. Vestigios de estas influencias, así como de las industrias
y arte propios del pueblo de Sidón y Tiro, se hallan en los objetos de cerámica y metal encontrados
en distintas partes de Andalucía (vasos de barro pintados y de alabastro, ídolos, estatuas funerarias,
etc.); en Jos peines y placas de marfil con figuras grabadas, que se han hallado en Carmona; en los
huevos de avestruz pintados, perlas artificiales, ámbar, lignio y perfumes, que abundan en los
enterramientos; en los vestigios de laboreo de minas, salinas y fábricas de salazón que en diversos
puntos del S., O. y NO., se notan; y, no muy seguramente, en obras de arte estatuario como las
descubiertas en Yecla. Como monumentos reconocidamente fenicios, sólo existen en España la
hermosa sepultura de Cádiz, encontrada no hace mucho, las de Málaga, con los objetos de adorno
que en ellas aparecieron, los hipogeos y pozos sepulcrales de Cádiz y quizá también los objetos de
tipo oriental que se encuentran en los sepulcros neolíticos, y aun algunos de los monumentos de tipo
miceniano (§ 12). Del grandioso templo a Melkart y sus fabulosas columnas de oro y plata de tres
metros y medio de altura, que mencionan los antiguos, nada ha quedado.

27. Fin de la dominación fenicia.


Los fenicios de la metrópoli, que desde tiempos muy antiguos (siglo XVIII?) eran tributarios
de Egipto, se vieron atacados hacia el VIII por los reyes de Asiria y Caldea, quienes, después de
repetidas luchas, acabaron por apoderarse de Tiro (año 575), anulando la independencia de las
ciudades fenicias y contribuyendo a disminuir su influencia política y comercial en el Mediterráneo.
Como resultado de este cambio político, las colonias españolas quedaron nominalmente
dependientes de los vencedores y les pagaron tributo; pero esta dependencia se rompió al poco
tiempo, y aquéllas continuaron su vida normal, roto ya todo lazo con la antigua metrópoli, aunque,
como parece natural, sufriendo las consecuencias del quebrantamiento que en la gran confederación
fenicia del Mediterráneo se había producido.
Este quebrantamiento se remedió, sin embargo, en gran parte, merced a la intervención
política y comercial de una nueva colonia fenicia, establecida en la costa N. de África y heredera
del poderío de Tiro. Llamábase Cartago; y, fundada probablemente a comienzos del siglo IX
(814?), ya en el VII era una ciudad importantísima, que ejercía cierta especie de preponderancia
sobre las demás colonias hermanas de Occidente, Creció esta influencia en el siglo VI,
combinándose con la caída de la metrópoli, cuyo lugar ocupa Cartago; y es natural que recayese
también sobre las poblaciones de España, con las que establecieron los cartagineses activas
relaciones comerciales, que se revelan en el viaje de circunnavegación, hecho en aquel tiempo por
un general llamado Himilcon. Mucho antes, según se cree, habíanse apoderado de la isla de Ibiza.
Parecerá, pues, muy natural que, al promoverse en el mismo siglo VI guerras violentas entre
los fenicios de Cádiz y las tribus indígenas cercanas, según dice un historiador antiguo, y viéndose
en peligro los colonizadores, llamaran en auxilio suyo a los compatriotas que representaban ya en el
34

Occidente del Mediterráneo el poder político más fuerte y más afín. Con este carácter de auxiliares
de los fenicios gaditanos entran tropas cartaginesas en España y luchan con los indígenas,
consagrando así, en el terreno de la fuerza, la hegemonía comercial y la influencia política que ya
tenía Cartago y que se convirtió pronto en dominación completa (§ 31). En el fondo, sin embargo,
por la comunidad de origen de los colonos españoles y los cartagineses, no se puede decir que
terminó, sino que continuó desarrollándose en España, aunque con algunas modificaciones, la
acción del pueblo y de la civilización de Fenicia.

28. Los griegos en España.


Desde antiquísima fecha los fenicios habían tenido que luchar en su expansión por el
Mediterráneo, y particularmente por las islas del mar Egeo, con otro pueblo también procedente de
Asia, el pueblo griego. Conocíase bajo este nombre un conjunto de Estados o grupos de poblaciones
que ocupaban las costas del Asia Menor, por encima del territorio fenicio, las islas del mar Egeo, y
los países que hoy forman la Grecia y la Turquía europea. Aunque todos estos Estados se hallaban
unidos por muchos lazos comunes de raza, lengua, religión, etc., eran políticamente independientes
unos de otros, como las ciudades fenicias (§ 23). Dedicábanse también los griegos al comercio, no
sólo por tierra, sino por mar, haciendo largas expediciones y colonizando otros países; pero durante
mucho tiempo se vieron detenidos por los fenicios, remontándose a los años de 1500 a 1100 antes
de Jesucristo, según opinan hoy los historiadores, la primera lucha armada entre ambos rivales. El
decaimiento del poder fenicio desde el siglo VIII, en que es atacado por los reyes asiáticos (§ 26),
favoreció el progreso colonial de los griegos, que en el siglo siguiente se establecieron en Sicilia y
otros puntos, y en el VI sustituyeron en gran parte a los fenicios en el comercio de Egipto; pero
todavía a mediados de este siglo los comerciantes de Tiro y Sidón eran dueños de casi todo el Egeo
y el mar Negro.
La expansión griega llegó a España en época que no se puede fijar con exactitud, aunque,
según el testimonio de un historiador griego, la primera noticia que tuvieron de nuestra Península
data del año 6,0 antes de Jesucristo, en que una nave de Samos llegó, arrojada por los vientos, al
territorio de Tartesio, iniciando las relaciones comerciales con los indígenas. También los focenses,
«primeros griegos que hicieron largos viajes por mar», como dice el mismo historiador antes citado,
comerciaron en Tarteso, trabando gran amistad con el rey de esta región, al cual llaman
Arganthonio. Todo hace pensar que hubo un período de meras visitas mercantiles de los griegos a
las costas de España, antes de que comenzaran a establecerse en ellas y fundaran colonias. Se cree
que la primera establecida en territorio peninsular lo fue en la costa NE., cerca del Pirineo, por los
griegos Rodios (o de la isla de Rodas), que le dieron el nombre de Rhode (Rosas?); pero este hecho
no es seguro. Más exactas noticias se tienen de la colonización de los focenses, que, después de sus
viajes a Tarteso, y tomando muy probablemente por base la ciudad de Masalia (Marsella), fundada
o conquistada por ellos hacia el siglo VII, se fueron corriendo por la costa y predominaron en todo
el litoral mediterráneo del E., absorbiendo quizá establecimientos anteriores de otros pueblos
griegos. El principal de los focenses fue Emporion (que quiere decir mercado), situado donde luego
Castellón de Ampurias (provincia de Gerona), y más abajo Hemeroscopion, frente a las Baleares en
tierra de Valencia Artemision o Dianium (Denia) y Alonai. No consiguieron esto los griegos sino a
costa de luchas cruentas con los fenicios establecidos de antes y con los cartagineses, que, dueños
de las Baleares, seguían en el Occidente del Mediterráneo la contienda antigua que en el Oriente
habían sostenido los dos pueblos navegantes. A pesar de esta oposición—manifiesta, no sólo en
batallas navales que se dieron, sino también en un tratado antiquísimo por el cual se obligaban los
de Marsella a no pasar del cabo de la Nao, dejando lo demás a los fenicios—, los focenses
avanzaron por la costa S., fundando en ella una colonia llamada Mainake o Maenace, que luego
destruyeron los cartagineses, estableciéndose también en otros puntos de Andalucía y llegando a
Portugal, Galicia y Asturias, donde han quedado muchos vestigios (aunque no completamente
seguros) de su influencia. Pero la región griega de España más conocida y de que nos quedan
35

noticias más completas es la del Este. A la totalidad del territorio español que dominaron llamaron
los griegos Hesperia e Iberia.

29. Organización de las colonias griegas.


Las primitivas colonias griegas eran, en su mayor parte, empresas de carácter particular,
dirigidas y pagadas por casas de comercio importantes. La ciudad de donde partían, suministraba
tan sólo el fuego sagrado y un funcionario religioso que practicase las ceremonias de la fundación,
indispensables entonces y análogas a la bendición con que hoy suelen inaugurarse algunas obras
públicas y privadas. La colonia permanecía independiente, aunque mostraba ciertas deferencias
naturales hacia la metrópoli. No estaba obligada a obedecerla en lo político, ni a proporcionarle
especiales ventajas comerciales, y a veces llegaba a separarse de ella por completo y aun a sostener
luchas por diferencias de intereses. Lo general, no obstante, era mantener relaciones continuas,
sobre todo religiosas, con el país de origen, enviando, como las colonias fenicias, comisiones o
peregrinaciones con ocasión de las grandes fiestas de la metrópoli. Más tarde, las colonias (sobre
todo las de Atenas) tuvieron carácter oficial o público y militar, dependiendo más estrechamente de
la ciudad fundadora.
Un ejemplo muy curioso del proceso de colonización griega en España, lo tenemos en
Emporion. En un principio, los griegos se establecieron en una isla (Paleopolis: ciudad antigua);
luego, en la costa, no lejos de la ciudad indígena que allí existía, pero dejando un espacio libre entre
ambas; más tarde, adelantando la intimidad de relaciones, avanzó el establecimiento griego
acercándose a la población española, y llegó a formar con ella una ciudad doble, cuyas dos mitades
estaban separadas por una muralla con puertas; y, finalmente, se fundieron en una sola. La división
existía aún en el siglo II antes de Jesucristo. Durante el día, las puertas estaban abiertas y se
comunicaban ambos grupos, aunque los griegos no se atrevían a salir sino en gran número. Por la
noche se cerraban, ejerciendo especial vigilancia para evitar una sorpresa.
Penetraron los griegos, en muchos puntos de la Península, más allá de las costas,
estableciéndose en localidades del interior; y aun en los lugares donde no lo hacían así, celebraban
alianzas con las tribus indígenas de tierra adentro, con la mira de extender las relaciones
comerciales.

30. Influencia de la civilización griega sobre los españoles.


Por la extensión de sus colonias y empresas mercantiles, y por la superioridad de su cultura,
influyeron mucho los colonizadores griegos en los indígenas peninsulares, como puede juzgarse de
los escasos testimonios positivos que nos quedan.
Las primeras acuñaciones de moneda que se hicieron en España (en Emporion y Rhode),
fueron del tipo griego foceo y llegaron a circular por gran parte de Europa, demostrando la gran
extensión del comercio emporitano. Entre estas monedas se hallan algunas (omonoias) que
muestran los tipos y nombres unidos de Masalia (centro de la colonización focea, como sabemos) y
de dos ciudades indígenas, Ilerda y Sagunto, lo cual muestra que existía alianza entre aquélla y
éstas. Otras hay cuya leyenda está escrita, no en griego, sino en letras de un alfabeto indígena.
Luego se adoptó el sistema púnico-sículo traído por los cartagineses. Contribuyeron los griegos
también a difundir la agricultura introduciendo o propagando el cultivo de la viña y del olivo. En
arquitectura, trajeron los tipos de su país; mas, por desgracia, no se ha conservado ningún
monumento propiamente griego en España, aunque sí reminiscencias de su arte en otros de época
posterior. De escultura quedan pocos restos (algunos bronces y varias esculturas de mármol),
aunque tal vez deba verse influencia griega en las estatuas del Cerro de los Santos y en el busto de
Elche, hallado hace poco. En Ampurias ha aparecido también un hermoso mosaico de tipo griego.
En punto a las artes industriales, lo que principalmente quedó de ellos fue la cerámica, como lo
muestra la gran abundancia de vasos con pinturas y dibujos, cuyo ejemplo más notable son los
barros emporitanos con figuras en rojo o negro y adornos. También se han encontrado en Emporion
36

vasos de vidrio y ánforas de tipo foceo. Los barros saguntinos, que se han solido creer griegos, son
de época posterior y de origen italiano. Como expresiones de la influencia griega en la cultura
intelectual, pueden citarse probablemente la introducción del teatro, y con toda seguridad el
establecimiento de escuelas o academias, como la de Asclepiades en Andalucía. De los griegos han
quedado también algunas inscripciones halladas en diversas localidades de la Península, incluso las
del Norte.

IV. LA DOMINACIÓN CARTAGINESA


31. Los cartagineses en España.
Como hemos dicho ya (§ 27), la intervención armada de los cartagineses se convirtió pronto
en dominación, absorbiendo a las antiguas colonias fenicias de España y obligándolas a depender
directamente de Cartago. Apoyada esta ciudad en los nuevos dominios, continua sus luchas con los
griegos colonizadores del Mediterráneo, y principalmente contra Marsella, aliándose con un pueblo
italiano (los etruscos o tirrenos), que por entonces era poderoso y que combatía también la
expansión griega por el Occidente de Europa. En estas luchas, destruyeron algunas colonias foceas,
como la de Mainake en la costa S.; pero no lograron desarraigar de la Península a los griegos, que,
sobre todo en el Este, continuaron ocupando extensos territorios y difundiendo su comercio.
Para asegurar su dominación, implantaron los cartagineses en España el régimen que usaban
en África, más militar y opresor que el de los fenicios. Pusieron guarniciones en las ciudades
principales; trajeron colonos y trabajadores de la Libia, y sujetaron fuertemente a muchas tribus
españolas con tributos en dinero y servicios. Explotaron activamente las minas riquísimas de plata
del Sur, y quizá también las de otras regiones, unas en favor de importantes casas de comercio de
Cartago, y otras en provecho del erario público; y continuaron en gran escala el tráfico de
mercaderías. Cartago era entonces el centro de todo el comercio occidental y meridional,
comunicándose con los países del S. y E. de África y por medio de éstos con los asiáticos.

32. Conquista general de España.


Por aquel entonces, así como antes se disputaron el dominio del Mediterráneo y su comercio
los ibero-libios de un lado y los egipcios y fenicios de otro, y luego los fenicios y los griegos, había,
como hemos visto, tres pueblos que deseaban lo mismo: los griegos, ya en decadencia,
especialmente en el O.; los cartagineses, que eran poderosísimos, y los etruscos. Pero en el siglo
VIII hubo de iniciarse en Italia un nuevo poder político, el de los romanos, que sobre la base de la
ciudad de Roma comenzó a fundar un Estado, bastante poderoso ya en el siglo IV, que absorbió el
de los tirrenos y se extendió por la parte central y algo de la meridional de aquella península. Por el
S. lindaba con posesiones de los griegos y de los cartagineses, que ocupaban parte de Sicilia.
Era natural que surgieran rivalidades entre romanos y cartagineses. Los romanos, poseídos de
gran ambición política, veían en Cartago un rival temible para sus planes de engrandecimiento.
Durante mucho tiempo, sin embargo, mantuviéronse en paz, celebrando tratados de comercio y
dividiéndose en parte el dominio del Mediterráneo; pero al cabo estalló la guerra en Sicilia, en la
cual venció Roma arrojando de la isla a los cartagineses. Esta primera guerra, en que tomaron parte
tropas españolas, sobre todo de las Baleares, aliadas de los cartagineses, y que terminó en el año
242, se llamó púnica (del nombre peno o pheno de los fenicios=phenicios), lo mismo que las
siguientes que hubo entre Roma y Cartago.
La victoria de los romanos dolió mucho a los verdaderos patriotas cartagineses, sobre todo a
los militares. Era de éstos el más renombrado Amílcar, general que fue en la guerra de Sicilia, el
cual comprendió que se hacía indispensable, de un lado, compensar con nuevas conquistas la
pérdida de Sicilia, y de otro, allegar fuerzas para tomar el desquite contra Roma. Con esta idea,
después de haber sido nombrado general en jefe del ejército cartaginés de África, con atribuciones
37

grandes e independencia del gobierno de Cartago, desembarcó de pronto en España (año 236) y
comenzó a conquistar nuevos territorios. No logró la conquista sin lucha; porque, si bien obtuvo
alianzas con algunos pueblos españoles, otros le opusieron gran resistencia, y entre ellos los
Turdetanos (o Celtas) acaudillados por un jefe que se llamaba Istolacio, y los Lusitanos por otro
llamado Indortes. A uno y a otro venció Amílcar, el cual se condujo bien con la mayoría de los
vencidos prisioneros, pero hizo crucificar a los jefes. No terminó con esto la guerra. Otro grupo de
españoles, los de Elice (población que no se sabe a punto fijo a cuál de las modernas corresponde),
se levantó contra los cartagineses. Cuéntase que un jefe ibero llamado Orisson, fingió unirse a
Amílcar en contra de los de Elice, pero con propósito de hacerle traición. Los españoles usaron de
una estratagema. Pusieron al frente de ellos todos los carros o carretas de que disponían, con toros y
bueyes uncidos; untaron las astas de éstos (o los carros) con betún, y les pegaron fuego; con lo cual,
despavoridos y furiosos los animales, comenzaron a correr acometiendo a los cartagineses y
dispersándolos. Aprovechando esta circunstancia, volvióse Orisson contra Amílcar y contribuyó a
su derrota. El propio general cartaginés dícese que murió en esta batalla.

33. El imperio de los Barcas.


La conquista militar déla Península estaba, sin embargo, empezada sólidamente. Amílcar no
sólo venció a muchos pueblos, sino que aumentó el ejército e hizo construir algunos fuertes, entre
ellos uno muy poderoso que se conoce con el nombre griego de Acra-Leuka (Peñíscola?). Se ha
dicho también que fundó a Barcelona, sin que parezca ser cierto; leyéndose en un autor antiguo que
esta ciudad es de procedencia fenicia, afirmación que tampoco se halla comprobada.
Sustituyó a Amílcar en el mando del ejército su yerno Asdrúbal Barca, que era jefe de la
escuadra, el cual continuó la guerra y venció a Orisson. Logrado un período de paz, Asdrúbal aplicó
una política dulce y conciliadora en sus relaciones con los españoles. Estableció alianzas, fomentó
los casamientos entre sus soldados y mujeres iberas, y él propio casó con una princesa española.
Hizo, en una palabra, todo lo posible para halagar a los indígenas, y echó así los cimientos de un
gran imperio. Su capital fue Cartago Nova (Cartagena), que fundó o amplió sobre la base de una
ciudad anterior (Mastia), haciendo en ella grandes obras militares y civiles (el puerto, el templo de
Melkart, almacenes, etc.), y construyendo para sí un magnífico palacio, de gran lujo.
La situación especial que los generales del ejército tenían entonces, siendo en cierta manera
independientes del gobierno de Cartago, les daba gran libertad y casi la condición de soberanos. El
gobierno cartaginés dejó que Amílcar y Asdrúbal realizasen la conquista de España, sin preocuparse
del fin que podrían llevar, y contentándose con las ganancias que obtenían la hacienda y el
comercio. Los Barcas, aprovechando esta libertad, vivían como reyes en su imperio español.
Asdrúbal fue asesinado próximamente a los 16 años de tener el mando.
Sucedió a Asdrúbal, en el mando del ejército, Aníbal, hijo de Amílcar, heredero de las
grandes condiciones militares de su familia y de los planes políticos de su padre. Era Aníbal un
mozo cuando fue elegido (26 o 29 años), pero ya probado en la guerra, sufrido, valiente, de notable
talento natural, de grandes miras, muy amante del predominio de su pueblo y, por tanto, enemigo
declarado de Roma. Confiado en su fuerza, después de haber organizado bien el ejército en el cual
formaban muchos españoles, y de haber asegurado su poder en la Península mediante una
expedición por las Castillas —en que venció a los Vacceos, Olcades y Carpetanos, tomó a
Salamanca y otras poblaciones y estableció varios fuertes— buscó un pretexto para romper con los
romanos.

34. La cuestión de Sagunto.


Los romanos, como enemigos de los cartagineses, tendían naturalmente a proteger a los
griegos y sus colonias del Mediterráneo, contra quienes aquéllos luchaban de continuo. Con las
colonias marsellesas de España siguieron igual sistema, celebrando tratados de alianza con ellas y
especialmente con Emporion. Los autores romanos pretenden que también se celebró tratado con
38

una ciudad situada más al S., llamada Sagunto, considerándola como colonia fundada por los
griegos de Zacinto o Zakyntos. Pero esta es una opinión puesta hoy muy en duda, creyéndose más
bien que Sagunto era una población indígena o quizá fundada, o colonizada, por gentes venidas de
Italia.
Tocante a España, los romanos habían celebrado con los cartagineses, antes de esta época, un
tratado (año 348), en que se fijaban como límites para las correrías de los primeros la región de
Mastia (Cartagena). Dúdase si este tratado fue reproducción de otro anterior que se cree celebraron
los griegos de Marsella con los fenicios, según se dijo; los límites coinciden en parte. No se sabe si
en él se mencionaba a Sagunto como población aliada de los romanos y que debían respetar los
cartagineses.
Más tarde, en tiempo de las campañas de Asdrúbal, se celebró otro tratado (226), en el cual se
obligó el general cartaginés-a no pasar del Ebro, más bien para no intervenir en la lucha que
entonces sostenían los romanos con los celtas, que para fijar, como límite de sus conquistas, aquel
río. En este tratado se consignó el respeto que los cartagineses habían de guardar a las colonias
griegas aliadas con Roma; pero tampoco se sabe-si se mencionaba en él a Sagunto, aunque los
autores romanos colocan en esta época (225) la fecha de los tratados con esta ciudad y Emporion.
No obstante, hoy día creen muchos historiadores que la alianza con Sagunto fue muy posterior al
tratado con Asdrúbal.
El hecho es que, teniendo Sagunto cuestiones con algunos pueblos comarcanos aliados de los
cartagineses, Aníbal intervino, dando la razón a sus aliados. Protestaron los saguntinos de la
decisión, y Aníbal, tomando por ofensa este acto, atacó a Sagunto. En algún historiador antiguo
romano se cita el hecho de tumultos ocurridos en la ciudad, en los cuales intervinieron los romanos
como arbitros, dando la muerte a varios vecinos: principales, y señalando así un elemento nuevo de
complejidad en el caso de Sagunto, que quizá influyera en la intervención de Aníbal. Sea de esto lo
que fuere, los romanos, así que tuvieron noticia del ataque (219 antes de Jesucristo), lo consideraron
como una violación del tratado hecho con Asdrúbal, y enviaron una embajada a Aníbal para que
desistiese de molestar a un ahado de Roma. Aníbal siguió sitiando a Sagunto, que era entonces una
de las ciudades más poderosas del litoral de Levante, habiéndose elevado rápidamente a este poder
por su comercio de tierra y de mar y por el aumento de la población. Los romanos, en vez de enviar
un ejército para defender a su aliada, se contentaron con dirigir nuevos embajadores a Cartago. La
cuestión no debía estar muy clara, porque el senado cartaginés discutió si Sagunto se hallaba o no
comprendida en los tratados, y hasta negó eficacia al del año 226, no atreviéndose a desautorizar a
Aníbal, aunque algunos amigos de la paz así lo pedían.
Probablemente, lo que en este caso hicieron los romanos (y lo que pretendían que se aceptase)
fue interpretar extensamente una cláusula general, aplicándola a todos los aliados de ambas partes;
por el contrario, los cartagineses sostenían que sólo debían considerarse comprendidos en el tratado
los pueblos nombrados expresamente. Mientras se discutía así la cuestión diplomática, entregados
los saguntinos a sus propias fuerzas, se defendieron heroicamente, prefiriendo morir antes que
aceptar las condiciones de rendición que fijó Aníbal. Este asaltó la ciudad y, a pesar de que los
saguntinos trataron de perecer todos y de quemar sus riquezas, cogió muchos prisioneros, que
distribuyó entre sus soldados, y gran botín de dinero, vestidos y muebles, parte del cual envió a
Cartago. Esta victoria, y el amor propio de los cartagineses herido por la altivez de un embajador de
los romanos, hicieron que, aceptando lo hecho por su general, se decidiesen a la guerra con Roma
(año 218).

35. Entrada de los romanos en España.


Entretanto Aníbal, cuyo pensamiento (no sospechado por nadie entonces) era ir a Italia por
tierra, atacando a los romanos en su propio suelo, reorganizó y aumentó el ejército, envió a Cartago
refuerzos en los cuales iban muchos españoles, y emprendió la marcha en dirección a Italia con
100.000 infantes, 12.000 jinetes, 40 elefantes y gran número de máquinas de guerra y de bagajes de
39

conducción para las provisiones. Pasó el Ebro y tuvo que detenerse a luchar con varias tribus
españolas y con las colonias griegas, que se le opusieron en el camino, las venció, y, dejando en la
parte que hoy es Cataluña un ejército defensivo, traspuso los Pirineos.
Los romanos descuidaron mucho la guerra en un principio. Sin sospechar que el propósito de
Aníbal fuese ir a Italia, no pensaron que lo conveniente era detenerle el paso en la propia España,
enviando allí un ejército que sirviese, además, de apoyo a los aliados de Roma. Cuando lo hicieron
así, ya Aníbal estaba en el S. de Francia. No obstante, el general romano Cneo Escipión desembarcó
con un ejército en Emporion y, después de procurarse alianzas con los indígenas, atacó al general
cartaginés dejado en Cataluña por Aníbal, venciéndole (año 218) y destruyendo luego la escuadra.
Con estas ventajas, pasó el Ebro, y, en unión de su hermano Publio Escipión, general también que
vino con nuevas tropas, llega hasta Sagunto y vence a Asdrúbal, obteniendo otras victorias en la
Turdetania.
No se conocen bien las vicisitudes de esta guerra, en que los soldados romanos pusieron el pie
por primera vez en España; pero sí la conducta que siguieron en ella los españoles, los cuales se
dividieron, ayudando unos a los cartagineses, y otros a los romanos. Al cabo, Asdrúbal, que había
ido a Cartago y vuelto con nuevas tropas, entre ellas muchas africanas al mando de su rey
Massinisa, venció a los dos Escipiones, que murieron (211). El ejército romano se rehizo, no
obstante, bajo la dirección de un oficial llamado C. Marcio, al cual se unió más tarde otro general,
Claudio Nerón, que logró derrotar a Asdrúbal, pero sin obtener ventajas decisivas, por lo que fue
destituido de su cargo.

36. Publio Cornelio Escipión.—Fin de la dominación cartaginesa en España.


Mientras tanto, Aníbal había derrotado diferentes veces a los romanos en Italia, por lo cual
todos los esfuerzos del gobierno de Roma se dirigían a reparar las derrotas sufridas y librarse del
general cartaginés. Para la guerra de España no encontraban general, hasta que se presentó Publio
Cornelio Escipión, hijo de uno de los Escipiones muertos en la Península, y, aunque su categoría y
su edad no eran para ser jefe del ejército, lo nombraron, en parte por consideración a las
mencionadas circunstancias de familia. Escipión vino a España, y, con más fortuna y arrojo que
pericia militar, no sólo derrotó diferentes veces a sus enemigos, sino que se apoderó desde luego,
auxiliado por barcos indígenas, de la principal ciudad militar que aquí tenían los cartagineses
(Cartagena), donde encontró gran cantidad de provisiones, armas y dinero. Para congraciarse con
los españoles, prometió a los prisioneros que tenían allí los cartagineses devolverles la libertad así
que terminara la guerra, y cuéntase que además devolvió una joven indígena de gran hermosura que
le había sido ofrecida como sierva y que estaba para casarse con un príncipe celtíbero llamado
Alucio. Esta conducta le procuró la alianza de muchos españoles, entre ellos Indíbil y Mandonio,
jefes de los Ilérgetes. Cádiz se rindió por traición de los africanos aliados de Cartago (año 206), y
las demás plazas cartaginesas o aliadas de los cartagineses fueron cayendo en poder de las tropas
romanas, algunas no sin heroica resistencia, al igual de Sagunto, como Astapa (Estepa la Vieja, en
la provincia de Córdoba), Cástulo, llliturgi y Ossigi.
Resultado de todas estas victorias, fue que los cartagineses abandonaran la Península,
concluyendo así su dominación (año 206), que duró unos cuatro siglos, sustituyéndolos los
romanos. La guerra con éstos siguió en África hasta la destrucción de Cartago, años después (146).
Las Baleares se sostuvieron en poder de un general cartaginés por bastante tiempo, pirateando.

37. Efectos de la dominación cartaginesa.—Organización de las colonias españolas.


Los cartagineses respetaron las leyes e instituciones de las antiguas colonias fenicias, así
como las de los pueblos indígenas, contentándose con que reconociesen la supremacía del pueblo
cartaginés y con que dieran auxilios en hombres y dinero: tocante a lo cual, como hemos dicho,
solían ser rigurosos.
En las ciudades propiamente cartaginesas, el gobierno era igual o parecido al de la metrópoli.
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Había jefes o gobernadores en número de dos, llamados suffetes, una Asamblea o Senado de
aristócratas y otra del pueblo, y delegados de la capital que acompañaban al general del ejército, con
el nombre de gerusiastas, especie de vigilantes o inspectores del Gobierno central.
El objeto principal de los cartagineses era el comercio y, como consecuencia, lo más
respetado por ellos, la riqueza. Los ricos, los grandes mercaderes, fueron los que dominaron hasta
los tiempos de Aníbal, en que logró cierta superioridad el partido popular.
Cartagena, que era el tipo de las colonias en España, fue el centro comercial desde que se
fundó. Teniendo cerca las riquísimas minas de plata que explotaban los cartagineses, se constituyó
en un gran mercado adonde acudían los barcos extranjeros para comprar productos españoles, y los
indígenas para proveerse de las mercaderías que llegaban por mar. Allí afluía la producción de la
plata y se establecieron fábricas de acuñación de moneda, así como otras de salazón, muy
importantes, sostenidas quizá por las pesquerías del S. y O. de España y de la costa africana. Los
Bárcidas hicieron de Cartagena una ciudad rica, rodeándola de magnífica muralla y construyendo
grandes edificios.
Cádiz (Agadir) e Ibiza (Ebusus), fueron también dos importantes centros comerciales en
aquella época, acuñando moneda según el tipo cartaginés y con leyenda fenicia. En este orden
influyeron notablemente los cartagineses en España, siendo los principales propagadores de la
moneda, lo cual da idea de la extensión e importancia de su comercio. Los Barcas batieron en el
siglo III algunas de tipo completamente nuevo, que llevan figuras de dioses (Ceres y Hércules), de
caballos, palmeras y elefantes, proas de barcos y cabezas de reyes con nombres, representando
quizá aliados de aquellos generales.
El alfabeto cartaginés se extendió mucho por España, así como su religión, y en especial el
culto de ciertas divinidades.
En punto a las artes, no nos quedan monumentos de importancia, salvo algunas necrópolis (v.
gr. la de Baria-Villaricos), pero sí algunos restos y las figuras de las monedas; debiendo tenerse en
cuenta que la mayoría de los objetos de carácter fenicio que se hallan en la Península (§ 26) son, sin
duda, de la época cartaginesa. Se sabe que en este tiempo se construyeron palacios, templos y
carreteras. A los cartagineses se atribuye la introducción en España de la cerámica de color claro,
bien cocida y a veces adornada con bandas de pintura roja, que se ha mencionado antes (§ 15); de
las sepulturas de incineración en cavidades, o en urnas de arcilla roja o amarilla clara, mono-
cromas, con bandas de color y adornos de estilo geométrico, flores, y figuras animales y humanas;
de los sables ondulados -que se encuentran en algunas sepulturas y que se cree tomaron los
cartagineses de los griegos, quienes los usaban en el siglo V; y, dudosamente, de los vasos de tipo
griego o italo-griego de figuras en rojo (siglos IV-III) que se hallan en los enterramientos de la
época.
El resultado de sus relaciones con los españoles, especialmente a causa de los muchos colonos
africanos que trajeron, fue cambiar en parte las costumbres y el tipo de la población en Andalucía;
derivando de su influencia particularmente el persistir aun siglos después, como hemos dicho (§
25), el aspecto fenicio de muchas localidades. En las monedas persistió también, por mucho tiempo,
la leyenda púnica.
Desde el punto de vista de la raza, conviene advertir que, tanto los fenicios como los
cartagineses de ellos derivados, aunque hablaban un idioma semita, no eran antropológica ni
históricamente de la raza de los semitas puros (hebreos, árabes), sino, muy probablemente, de la
presemita, tal vez congénere con la de los primitivos iberos; y a este mismo carácter debieron
corresponder los elementos africanos (bereberes, númidas) que con ellos entraron.
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V. LA DOMINACIÓN ROMANA
Al principio, no pensaron los romanos en organizar intensamente la conquista de España. Pero
tenían que afirmar lo ganado, cuando menos; y para esto aun después de expulsados los
cartagineses, hallaron serios obstáculos. Las tribus indígenas del E. y del S., es decir, las más
civilizadas, por su mucho contacto con las colonias extranjeras, se sometieron con bastante
facilidad; pero las del C., del N. y del O. opusieron, por el contrario, gran resistencia. Por esto, la
guerra comienza apenas entran en la Península los romanos, y puede decirse que no acaba hasta tres
siglos después. Sin embargo, cabe distinguir en todo este largo tiempo dos períodos diferentes: el
primero, propiamente de conquista, que termina por dominar los romanos en casi todas las regiones
de España; y el segundo, de organización, en el cual no se conquistan tierras nuevas, pero hay que
apaciguar diferentes sublevaciones de los. indígenas.

1.—CONQUISTA MILITAR DE ESPAÑA


38. La conquista.—Primeras luchas.
Estando todavía Escipión en Cartagena, antes de apoderarse de Cádiz, dos jefes indígenas que
habían sido aliados de los cartagineses atacaron a los romanos. Llamábanse estos jefes Indíbil y
Mandonio y dirigían mucha gente de distintas tribus. Después de luchas sangrientas, fueron
vencidos; pero a poco, habiendo salido Escipión de España, se alzaron de nuevo, hasta que los
generales romanos, en una batalla, consiguieron matar a Indíbil y coger prisionero a Mandonio, que
fue degollado.
No se consiguió con esto la paz. La misma desunión e independencia que existía en las tribus,
era causa de que continuamente guerreasen, ahora unas, luego otras; de modo que el vencer a las de
un territorio no era garantía de que las demás quedasen sometidas; y aun las mismas vencidas una
vez, alzábanse de nuevo. Semejante continuidad en la lucha era muy fatigosa para los romanos.
Además, la manera de guerrear de los españoles, en grupos pequeños, con sorpresas continuas,
valiéndose de los accidentes del terreno (muy conocido de ellos y poco de los romanos), haciendo,
en fin, lo que se ha llamado más tarde «guerra de guerrillas», desconcertaba mucho a las tropas
invasoras, que peleaban en grandes masas, con armas pesadas y gran impedimenta. Para sostener
esta lucha, los generales romanos tuvieron que ampliar los años de servicio; y en vez de licenciar a
los soldados cuando era costumbre, retenerlos por más tiempo para no quedarse sin tropas. Lo cual,
unido al carácter implacable que tenía la guerra y a la valentía salvaje de los indígenas, hizo que el
servicio en el ejército de España fuese tan temido en Roma como lo fue, v. gr., para nosotros,
durante muchos años, el de Ultramar. Los soldados romanos se resistían a venir a la Península; y así
hubo de crearse la leyenda del miedo a España, que alimentada por muchas victorias de los
indígenas, influyó grandemente en la duración de la guerra.
Al poco tiempo de vencidos y muertos Indíbil y Mandonio, se levantan en armas varias tribus
juntas, del C. y del O. sobre todo (197 antes de Jesucristo).
Lo formidable de esta sublevación obligó a que viniese, para ponerse al frente de las tropas,
un general romano de gran renombre, Marco Porcio Catón; el cual, no sin gran esfuerzo, venció al
cabo. La sublevación retoñó en seguida,'al saber los indígenas que Catón se iba de España; pero éste
los vence otra vez, apoderándose de muchas fortalezas, mandando destruir las murallas y torres de
muchos pueblos, vendiendo como esclavos a los prisioneros de guerra e imponiendo fuertes
contribuciones. Ni aun con esto cesó la lucha, sino que los generales que siguieron a Catón hubieron
de continuarla, especialmente con los Lusitanos y con una federación de varias tribus del C.
(Carpetanos, Vacceos, Vetones y Celtíberos), a quienes vencen, después de grandes pérdidas.
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39. Tiberio Graco.—Primeros ensayos de organización.


Hasta aquí, la conquista de España se había hecho militarmente, es decir, por medio de la
fuerza, aterrando a los indígenas, cuando se les vencía, con las crueldades atroces que la guerra
llevaba entonces consigo. Al cabo vino un gobernador romano que inauguró un nuevo
procedimiento, más humano y de resultados mejores. Llamábase Tiberio Graco y comenzó a
mandar en España en el año 179 antes de Jesucristo. Tiberio Graco sometió muchos pueblos
sublevados, pero supo tratar a los vencidos con dulzura, por lo cual afirmó notablemente la
dominación. Concedió tierras bajo el patronato de los romanos a muchos indígenas, inclinándolos a
las tareas de la paz; estableció numerosas relaciones de clientela en la forma que ya hemos visto
usaban entre sí los españoles, y concertó con tribus celtíberas tratados de alianza, en los cuales se
comprometieron aquéllas a no levantar nuevos fuertes, a pagar tributos y a dar soldados auxiliares al
ejército romano. Merced a este procedimiento, se gozó de paz por varios años, sin más que alguna
expedición de poca importancia contra diversos pueblos de Celtíberos y Lusitanos.
Los muchos aliados y amigos que de este modo se procuró Roma, llegaron a reconocer en
grado sumo la autoridad de ésta, al punto de acudir a la metrópoli en asuntos de justicia. El motivo
de esto fue que los gobernadores abusaban mucho de su poder, imponiendo contribuciones
desmedidas, saqueando a los pueblos y ejerciendo actos arbitrarios. Los indígenas de algunas
localidades llegaron a enviar embajadores suyos a Roma, para denunciar tales abusos y pedir que se
refrenaran; pero no consiguieron gran cosa, a pesar de que en la metrópoli hubo personas de
categoría que noblemente defendieron la causa de ios españoles.

40. Estado general de España.


La falta de organización de los indígenas les era muy desfavorable. Las tribus y los grupos
pequeños de tribus peleaban independientemente, salvo algún caso de federaciones temporales. Su
guerra, además, no era continua: a intervalos, la dejaban, volviendo a sus hogares, quizá para cuidar
sus cosechas y atender a las labores del campo, como hoy hacen las kábilas africanas. En vez de
presentar una fuerza compacta enfrente de los invasores, carecían de todo sentido de unidad, o a lo
menos no dieron muestras de tenerlo. Parte de ellos, ayudaba a los romanos, y otra parte, según
hemos visto, se había sometido en seguida. El diferente grado de civilización que tenían, las
distintas costumbres y la dificultad de comunicaciones, eran causas de este diverso modo de
proceder y de aquella desunión.
Los romanos, en cambio, eran un pueblo organizado y fuerte; de cultura superior que ofrecía
muchas ventajas, y empeñados, cada día más en dominar la Península. Sin embargo, hasta el
momento a que nos referimos, sólo contaban para su obra con dos elementos propiamente suyos: los
soldados del ejército que mandaban los generales gobernadores, y los trabajadores de las minas, que
empezaron a explotar desde luego, como habían hecho antes los fenicios y cartagineses. Ya
veremos cómo, poco a poco, van ampliando su esfera de acción.

41. Primera guerra de Numancia.


En el año 152 se produce nueva sublevación que empiezan los Lusitanos con su jefe llamado
Púnicos, el cual obtiene algunas victorias. Inmediatamente se le unen las tribus de Vetones, y juntos
consiguen tales ventajas, que llegan casi a las orillas del mar en el territorio ocupado por los
romanos. Muerto Púnicos, le sucede otro jefe llamado (según los romanos) Caesarus, el cual sigue
venciendo. La sublevación se extiende cada día más; y como muestra de la división que reinaba
entre los españoles, se ve a los Lusitanos de la orilla izquierda del Tajo atacar a los Célticos del S.
de Portugal que eran súbditos de los romanos.
Mientras tanto, surge también la guerra en otro punto de la Península. Los habitantes de un
pueblo español llamado Segeda, quisieron reedificar parte de sus murallas. Los romanos se
opusieron a esto, diciendo que lo prohibían los tratados de Tiberio Graco, a lo cual contestaron los
de Segeda que estos tratados se referían a la construcción de nuevas fortificaciones, pero no a la
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recomposición de las que ya existían. Los romanos, sin embargo, mantuvieron su oposición, y a la
vez pidieron tributos a los de Segeda. Irritados éstos, se sublevaron con varias tribus de Arévacos, y,
poniendo a su frente a un jefe llamado Caro, obtuvieron la victoria; pero, muerto Caro, tuvieron que
retirarse a una plaza fuerte situada a orillas del Duero, cerca del origen de este río, más arriba de
Soria y llamada Numancia, que quizá era la capital de toda la región. Los generales romanos
atacaron a Numancia, mas fueron vencidos, llegando los españoles a tomar la plaza de Ocilis, que
era de los romanos y donde éstos tenían un almacén militar.
Como se ve, los romanos iban llevando la peor parte en esta guerra. Un nuevo general, Marco
C. Marcelo, logró recobrar a Ocilis y hacer una paz provisional. Para ratificarla, los Arévacos
enviaron diputados o embajadores a Roma, mientras Marcelo seguía la guerra contra los Vetones y
Lusitanos, venciéndolos. El gobierno romano no quiso aceptar la paz; y, vueltos a España los
embajadores (año 151), se reanudó la lucha con Numancia. Sin embargo, el general Marcelo,
viéndose en malas condiciones, concertó un nuevo tratado; pero su sucesor, llamado Lúculo, no se
conformó con él y atacó desde luego a los Vacceos, saqueando la población de Cauca. Los
españoles se retiraron a las plazas fuertes, llevándose todas las provisiones, lo cual colocó en
apurado trance a las tropas romanas. Lúculo tuvo que retirarse; y, no fiándose de él los habitantes de
uno de los pueblos sitiados, llamado Intercatia, convinieron las condiciones de paz con un
subalterno (tribuno militar o legado) cuyo nombre era Escipión Emiliano.

42. Sigue la sublevación de los Lusitanos.


Mientras tanto, seguía la guerra con los Lusitanos, quienes vencieron al general S. Sulpicio
Galba, que mandaba las tropas romanas de eSte lado. Galba se unió luego con el otro general,
Lúculo, y ambos atacaron de nuevo a los Lusitanos. Para vencerlos, usó Galba de un gran engaño.
Fingió acomodarse a una paz; dejó que los indígenas volviesen a sus faenas del campo y se
establecieran de nuevo en la llanura, abandonando sus refugio», de la montaña; les garantizó
también el disfrute tranquilo de sus tierras, y cuando los halló indefensos, cayó sobre ellos,
acuchillándolos sin piedad. La circunstancia de conceder tierras a estos indígenas, con otras
análogas, han hecho pensar a algunos historiadores que se trataba en este caso, no de una
sublevación general de Lusitanos, sino tan sólo de los siervos cultivadores de las tierras (§ 22),
mientras que los señores o propietarios ayudaban a los romanos.
Sea de esto lo que quiera, la conducta atroz del general Galba había de irritar a los españoles.
Así que, en vez de apaciguarse la lucha, se encendió con nuevos bríos. Al frente de los Lusitanos se
puso entonces un Jefe llamado Viriato, hombre de excepcionales condiciones guerreras, que había
sido pastor, según dicen los autores romanos, pero que llegó a tener una personalidad grande.
Durante varios años (ocho o nueve) guerreó, obteniendo señaladas y sucesivas victorias contra
muchos generales romanos, no obstante algunas pequeñas derrotas, de que se rehacía pronto.
Resultado de esto fue que a Viriato se le reconociera como Jefe en la Lusitania, en el país de los
Carpeta-nos, de que se apoderó, y en el de los Vacceos y Arévacos, confederados con él. Las tropas
romanas le temían; y hubiera consolidado su independencia y la de gran parte del territorio español,
a no ser por la conducta desleal del gobierno romano y algunas torpezas militares que Viriato
cometió en sus últimos años.
Hasta entonces, Viriato había conseguido vencer. El último general a quien venció, Q. Fabio
M. Serviliano Emilio, ajustó con él un tratado de paz, reconociendo su independencia. Pero el
gobierno romano hizo en esta ocasión como había hecho siempre cuando no le convenía mantener
la palabra dada por sus generales en momentos de apuro: desaprobó el tratado hecho por Serviliano
y envió otro jefe, Quinto Servilio Cepión, el cual obtuvo algunas victorias parciales, ayudadas por la
imprevisión y las vacilaciones de Viriato. Trató éste de concertar una paz conveniente, y envió
embajadores suyos, a los cuales ganó Cepión, comprometiéndolos a que asesinasen a Viriato, como
así lo hicieron mientras dormía. De este modo traidor acabó por entonces la guerra de los Lusitanos;
pues, si bien las tropas de Viriato siguieron peleando por algún tiempo al mando de otro jefe, éste
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fue derrotado, y Cepión pudo desarmar a los Lusitanos y obligarles a que viviesen en tierras que les
señaló.

43. Nuevas guerras con Numancia y con los Gallegos y Astures.


Ya hemos visto que se había reanudado la guerra con Numancia. Preciso es advertir que,
cuando se habla de esta población, no se entiende que ella sola sostuviese la guerra con los
romanos. Numancia era entonces la plaza fuerte principal de una confederación, en la cual entraban
muchos pueblos; y había también otras fortalezas, como las de Cauca e Intercatia». que se han
citado antes. El general romano Q. Pompeyo Rufo exigió a los numantinos que entregasen a varios
fugitivos de otras tribus (del ejército de Viriato, según se supone) y que dejasen las armas, y no
aviniéndose a ello, los atacó; pero fue vencido por el jefe indígena, Megara. Pompeyo atacó
entonces a otras poblaciones, como Termancia y Malia; pero al cabo, desconcertado por las
constantes arremetidas de los españoles, firmó con ellos un tratado de paz. Sucedió con éste como
con el anterior. No lo aceptó el gobierno de Roma, y el mismo Pompeyo se atrevió a negar que lo
hubiese concertado. Siguió, pues, la guerra, y los numantinos y sus confederados (entre los cuales
se contaba entonces a los Cántabros, Vacceos, Lusones y otros) vencieron a varios generales,
convirtiéndose en terror de las tropas romanas, que se desmoralizaron, negándose a veces a luchar.
El campo de guerra comprendía no sólo los alrededores de Numancia, sino otras muchas tierras, y
por el N. hasta más arriba de Palencia. A la vez, otros generales romanos peleaban en la región de
los Astures y Gallegos, que oponían gran resistencia a los invasores.
Desmoralizadas las tropas romanas, acobardado el gobierno de la metrópoli, siendo el nombre
de Numancia terror de los romanos (como se la llamó) hicieron éstos el último esfuerzo enviando a
España a su mejor general, Escipión Emiliano. Acudió éste en primer lugar a la reorganización del
ejército, infundiéndole ánimos y acostumbrándolo a las fatigas, y trajo para su ayuda tropas
africanas al mando del rey Yugurta, (como también había hecho Asdrúbal en su tiempo), reuniendo
en total 40.000 hombres. Escipión, en vez de aceptar batalla con los numantinos, tomó el sistema de
cercarlos con murallas, de modo que no pudiesen comunicarse con los pueblos de alrededor, ni
recibir víveres y refuerzos. Con igual objeto interceptó el río, para que no pudiesen entrar ni salir a
nado, como hacían. A los aliados de fuera dominó poco a poco, de manera que los numantinos se
encontraron solos y además privados de alimentación y hasta de agua. A pesar de esto, algunos muy
valientes (Retógenes se llamaba uno), consiguieron atravesar de noche el campo de los romanos
para pedir ayuda a pueblos vecinos. Las gentes de Lucia se lo prometieron, pero Escipión las venció
antes de que pudieran realizar su propósito, cortando la mano derecha, según se dice, a 400 jóvenes.
Acosados por el hambre y demás molestias del sitio, los numantinos llegaron a pedir la paz;
pero, siendo demasiado duras las condiciones que impuso Escipión, decidieron incendiar la ciudad,
pelear hasta morir unos y matarse otros, como así lo hicieron; el general romano se apoderó tan sólo
de un montón de ruinas y de cadáveres. Así terminó la guerra de Numancia (fecha incierta: del 134
al 132 a. de J. C), tras de la cual los vencedores ocuparon muchos territorios de la Península,
castigando a los diferentes pueblos que habían luchado.
Semejante triunfo parece que mantuvo la paz por algunos años, durante los cuales Roma fue
ensanchando su dominación, apoderándose también de las Baleares (123), que hasta entonces había
sido nido de piratas, quizá de procedencia cartaginesa o africana, restos del ejército que Magón
llevó al huir de Cádiz. Muy luego renováronse las hostilidades, produciéndose, hasta el año 94,
diversas guerras con los Lusitanos y Celtíberos, en las cuales fueron sitiadas y tomadas poblaciones
que ya figuraron en guerras anteriores, como Termes o Termancia, Colenda, Cástulo y Jaén. Por
entonces, invadieron la Península unos pueblos bárbaros venidos del lado de Alemania y llamados
Cimbros, que saquearon el N. de España durante tres años; pero el general romano Fulvio, auxiliado
por tribus celtíberas, los derrotó, obligándoles a que se volviesen otra vez por los Pirineos, dejando
libre a España (112 a 100).
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44. Guerra de Seriorio.


Los romanos se habían gobernado hasta entonces por un sistema republicano, cuyo poder
superior era el Senado o asamblea de patricios, en combinación con diversos magistrados o
autoridades llamados cónsules, pretores, tribunos, etc. Por este tiempo, comenzó a alterarse
semejante organización, merced a las ambiciones de algunos generales, que querían hacerse dueños
del poder exclusivamente. Al fin lo consiguió, mediante la fuerza, un general llamado Syla (o Sulla)
que tomó el nombre de dictador, con el cual se conoce desde entonces el gobierno absoluto de
origen militar. Los excesos a que se entregó Syla y el descontento producido por muchas de las
leyes que dictó, promovieron varias guerras civiles. Una de éstas tuvo por campo nuestra Península.
La dirigió Sertorio, general romano enemigo de Syla, que para no ser muerto tuvo que huir de
Italia. Al principio no pudo sostenerse en España, por ser escaso su ejército, y marchó al África;
volviendo después de larga serie de peripecias y aventuras, y logrando sublevar a muchas tribus
indígenas (año 80), con cuyo auxilio venció diferentes veces a los generales enemigos.
Con esto, se creó Sertorio aquí una posición política independiente. Era como un rey, que
dominaba la mayor parte de la Península. Para consolidar su situación, organizó en España el
gobierno, creando, a imitación de Roma, un Senado y las autoridades de pretores, tribunos y otros.
El territorio de la Península lo dividió en dos provincias, llamada una (la del O.) Lusitania, con
capital en Ebora (hoy Évora.—Portugal) y la otra Celtiberia, con capital en Osca (Huesca). No se
crea por esto que Sertorio pensase en hacer autónoma a España y crear en ella un reino o república
para sí. No participaba él de los ideales indígenas de independencia. Su espíritu era totalmente
romano, y su aspiración final cobrar fuerzas en España para luego dominar en Roma; y a este
propósito trató de establecer inteligencias políticas en la Galia meridional (S. de Francia) y en los
Alpes. Conforme a esto, sus preferencias iban siempre del lado de sus compatriotas. El senado que
creó en España y los cargos de autoridad, no eran desempeñados por indígenas, sino por romanos.
La verdadera y beneficiosa influencia que produjo su dominación fue contribuir a extender la
cultura, pero desde el punto de vista romano; es decir, que los indígenas fuesen adoptando la
ciencia, las costumbres, el derecho, etc., de Roma, a lo cual ayudaron instituciones como las
escuelas que creó en Osea, en las cuales enseñaban maestros griegos y latinos y a las que concurrían
hijos de las familias principales españolas.

45. Fin de la guerra.


Mantúvose la fortuna de Sertorio algunos años. En 77 vino a España, a unírsele con bastantes
soldados (14.000, se dice), un oficial romano, Perpenna, que en Italia había luchado también contra
Syla. Pero, a la vez, el Senado envió a España un nuevo general, de gran nombradía, llamado
Pompeyo. Sertorio trató de impedir que el ejército de éste se uniese con el que ya estaba en la
Península al mando del general Mételo; pero no lo consiguió, siendo vencido cerca de Sagunto. La
guerra siguió con muy varia fortuna, victorioso unas veces Sertorio, y derrotado otras, él o sus
oficiales. Sertorio buscó la alianza de un rey asiático, llamado Mitrídates, enemigo de Roma, el cual
le ofreció buques y dinero. Pero por la distancia que había de España al país de Mitrídates, y por
otras circunstancias, no pudo ser muy eficaz el auxilio de aquél.
Las relaciones de Sertorio con los indígenas y con sus mismos partidarios, sufrieron
modificación desfavorable. Los indígenas comenzaron a flaquear en el favor que hasta entonces
habían concedido a Sertorio, bien porque les cansase a muchos la guerra, bien porque el carácter
puramente romano de ésta y el poco caso que aquél hacía de los españoles les desagradase, como
era natural. Sertorio, al verse desamparado por algunos jefes españoles, dícese que trató duramente
a varios alumnos indígenas de las escuelas de Huesca, vendiéndolos como esclavos, lo cual había de
producirle grandes enemistades. Por otra parte, los generales romanos pusieron a precio la cabeza
de Sertorio, en vista de no poder lograr una victoria definitiva; y entre los mismos romanos
partidarios de éste, había algunos descontentos y ambiciosos, uno de ellos el mismo Perpenna.
Sertorio empezó a recelar de todos y se confió especialmente a una guardia de españoles,
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juramentados en la forma que, como ya hemos visto (§ 22), usaban a menudo. Nada de esto le valió,
y fue asesinado (a. 72) en un banquete por varios conjurados de su ejército. Perpenna, que tomó el
mando, fue a poco vencido por Pompeyo, y muerto; después de lo cual, todavía siguió la guerra con
gran resistencia de muchas poblaciones como Osma, Calahorra y Cauca, que fueron unas asoladas y
otras incendiadas. Pompeyo logró al cabo dominar todo el país sujeto antes a Sertorio; y, en muestra
de sus victorias, levantó en uno de los montes del Pirineo un trofeo (que hoy ya no existe) en el cual
decía haber sujetado a 188 pueblos desde los Alpes al estrecho gaditano.
Desde las victorias de Pompeyo (año 71) hasta el año 61, es decir, durante diez años, no
parece que ocurrió nada notable, militarmente, en España. En 61, vino de general Cayo Julio César
(que luego, cómo veremos, fue emperador en Roma), y éste tuvo que luchar con los Lusitanos y los
Gallegos. A varias tribus de los primeros venció, haciéndoles bajar de las montañas y que poblasen
la llanura, donde eran menos de temer. En Galicia se apoderó de Brigantium (Coruña). Poco
después, en el año 59, habiendo estallado una sublevación de los indígenas en las Galias, muchos
españoles Cántabros, Várdulos y Vascones marcharon a auxiliarlos, teniendo allí que guerrear con
César y sus oficiales, que al cabo los vencieron, mientras que en España otro general, Q. Mételo
Nepos, luchaba con los Vacceos.

46. Nueva guerra civil romana.


Continuando el sistema iniciado por Syla, César, Pompeyo y otros generales habían querido
ser dictadores. Para no destrozarse mutuamente, convinieron tres de ellos (los dos nombrados y otro
que se llamaba Craso) en formar una liga, repartiéndose el poder en los muchos territorios que
tenían entonces los romanos (año 60). A esto se llamó triunvirato (es decir, tres viri o varones).
Pero, habiendo muerto en 53 Craso, los otros dos generales—que se miraban desde un principio con
envidia—quisieron cada uno para sí el poder, y al fin riñeron. Pompeyo, que estaba en Roma, logró
que el Senado destituyese a César del cargo de general de las Galias; pero César, que ya antes se
había acostumbrado a prescindir del Senado y a no hacer sino lo que le convenía, desobedeció la
orden, y con su ejército entró en Italia, apoderándose de ella en dos meses y haciendo huir a
Pompeyo. Así comenzó la nueva guerra civil (año 49).
En España tenía Pompeyo tres jefes amigos, con gran número de soldados. Contra ellos se
dirigió César; y, habiendo encontrado en Lérida a dos de ellos (Afranio y Petreyo), los venció,
merced a su gran tacto y habilidad militar. El tercer general amigo de Pompeyo, llamado Varrón, se
encerró en Cádiz, pero tuvo que capitular. César quedó dueño de España; y, dejando aquí a un
oficial con tropas (48), volvió a Roma, habiendo sido elegido dictador. De Roma pasó a Tesalia,
donde venció a Pompeyo, y luego a África, donde también derrotó a los partidarios de aquél, cuyos
hijos continuaron la guerra, apoderándose de las Baleares y pasando a España, en cuyo territorio
encontraron muchos partidarios. César tuvo que volver a España, y, tras varios encuentros en que le
auxiliaron algunos indígenas, dio una batalla en Munda (cerca de Ronda, en la falda de la sierra de
Tolox), logrando victoria completa, aunque a grande costa. Dícese que murieron más de 300.000
hombres de ambos ejércitos. Con esto, quedó terminado lo principal de la guerra; pero aun tuvo que
luchar César para apoderarse de Córdoba y otras ciudades, logrando matar a uno de los hijos de
Pompeyo llamado Cneo (año 45). El otro, llamado Sexto, se refugió en las Baleares, desde donde
siguió luchando como pirata, entrando alguna vez en la Península; hasta que años después, vencido
por mar, murió en Grecia (año 35). Mientras tanto, César ejercía en Roma el poder de dictador de
un modo tan omnímodo, que era como un rey, hasta que en 15 de Marzo de 44 fue asesinado.
Después de su muerte se formó un nuevo triunvirato entre Octavio, sobrino de César, y otros dos
generales. Antonio y Lépido (43). Pero también se rompió esta alianza, logrando la victoria
Octavio, que en el año 30 quedó dueño único de Roma, asumiendo todos los cargos de autoridad y
recibiendo el nombre de Augusto. Con esto, el antiguo régimen de gobierno se cambia en el nuevo,
que se llamó imperial.
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47. Guerras en España.


Augusto tuvo que luchar no poco con los indígenas para asentar en firme su dominación en
España. Antes de quedar dueño de Roma, habíanse originado en la Península disturbios merced a la
rivalidad de dos jefes africanos, Bocco y Bogud, que habían venido aquí con ocasión de la guerra
civil romana; por donde se ve la intervención constante que han tenido en nuestra historia antigua
militar los elementos africanos. A Bogud, que se hizo partidario de Antonio, el enemigo de
Augusto, ayudaron los Cerretanos o habitantes de la Cerdaña (N. de Cataluña), hasta que un general
romano, Domicio, los venció dando término a esta guerra.
Augusto combatió igualmente con los Cántabros y los Astures, que hicieron entonces un
último y desesperado esfuerzo. La guerra duró cinco años y costó muchas batallas. El mismo
emperador se puso al frente de las tropas, mientras uno de sus generales, Agripa, atacaba por mar.
Vencidos, al fin, los dos pueblos, fueron crucificados los jóvenes indígenas más valientes, vendidos
como esclavos y diseminados por España los demás y cambiadas de sitio muchas poblaciones,
apartándolas sobre todo de los montes, que eran el mejor refugio de los guerrilleros. Pero ni esto
bastó; porque a los dos años, habiéndose escapado, con muerte de sus señores, muchos de los
indígenas esclavos, volvieron a su país y encendieron la guerra de nuevo. El general Agripa logró al
cabo vencer también esta rebelión, pero no sin que le costara gran trabajo y muchas pérdidas.
Con esto quedó terminada la conquista militar de España por los romanos. Lo cual no quiere
decir que reinase paz completa en la Península, puesto que aun se produjeron algunos
levantamientos de tribus indígenas (Astures y Lusitanos) aunque de escasa importancia; de modo,
que no dificultaron mucho la obra de organización, a que se dedicaron, en gran escala, los
emperadores. Los sucesos militares que ofrecen más interés en esta época, hasta el fin de la
dominación romana, provienen de invasiones extranjeras.

48. Invasiones de moros y de francos.


Ya hemos visto la relación constante que los pueblos del N. de África tuvieron con nuestra
Península. Era por entonces aquella región (después de la caída de Cartago) un centro militar
importante, cuyas tribus, unas veces lucharon contra los romanos, otras les sirvieron de ayuda
(como en la guerra de Numancia) o intervinieron en las contiendas civiles (como en tiempo de
Pompeyo). No estaban absolutamente desprovistas de cultura; y sus reyes, en frecuente trato con los
romanos, participaban en gran medida de la civilización de éstos.
Con tales precedentes, no extrañará que aquellas tribus intentasen diferentes veces entrar en
España, como los cartagineses lo habían hecho antes. Por mar pirateaban todo lo posible, y los
romanos tuvieron que combatirlas. En nuestras costas hubo que colocar tropas especiales y
fortificaciones destinadas a rechazar a los piratas africanos; hasta que en el siglo II d. J. C, por los
años de 170 a 180, gran número de moros entraron por Andalucía, llegando hasta Antequera y
sosteniendo combates con las tropas romanas, que, al fin, los rechazaron. Un siglo después,
próximamente, otras tribus que venían del N. por la parte de Francia, los Francos, invadieron a
España llegando hasta Tarragona y Lérida y dominando en la región NE. de la Península durante
algunos años, hasta que un emperador romano, Póstumo, los venció.

2.—ORGANIZACIÓN POLÁTICA Y ADMINISTRATIVA


49. Primeras medidas de organización.
Se comprende que mientras duró la conquista militar —y sobre todo, en los primeros tiempos,
hasta después de la guerra de Numancia—, los romanos, no muy seguros de su dominación,
atendiesen más bien a afianzarla que a organizar el país. Por eso las grandes reformas gubernativas
son posteriores a las victorias de Augusto.
Sin embargo, antes de esto, las mismas necesidades de la conquista obligaron a tomar algunas
medidas importantes, ya para el ejército, ya para el régimen de los terrenos dominados.
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El núcleo de la influencia romana estaba en el ejército. El jefe de éste era, a la vez,


gobernador de las posesiones romanas en España, y recibía diferentes nombres según los honores o
grados que tenía en Roma. En la época de la República, los gobernadores se llamaron procónsules y
pretores (desde el 197), generalmente.
El territorio quedó indiviso por algún tiempo (aunque de hecho se solían distinguir dos
grandes regiones militares, mandadas por dos generales-gobernadores), hasta que en el año 197 (a.
de J. C.) se dividió en dos provincias administrativamente independientes. Se llamaron Citerior la
una, y Ulterior la otra, tomando como punto de partida el Ebro: Citerior (del lado de acá) era la más
próxima a Roma, y Ulterior (del lado de allá) la más lejana. No se ha de entender por esto que fuera
el río Ebro la frontera entre ambas provincias, de modo que la Citerior comprendiese los territorios
del N., o sea de la orilla izquierda, y la Ulterior los del S. (orilla derecha). La verdadera línea partía
del río Duero y bajaba a encontrar la ciudad de Cástulo (Cazlona), en Andalucía; por tanto, más
bien que paralela, era perpendicular al Ebro. Todo el territorio que quedaba al E. de esta línea
formaba la provincia Citerior, cuya primera capital fue Cartagena, y luego Tarragona. Los
territorios del O. formaban la Ulterior, comprendiendo, pues, aquélla, la mayor parte de España.
Esta división vino a confirmarse en el año 112 —después de la destrucción de Numancia—
mediante la primera ley de organización administrativa (lex o formula provinciae) que para España
dictó, según costumbre de los romanos, una comisión de senadores. En la misma ley (que no ha
llegado hasta nosotros) se fijaron las divisiones de distritos, las atribuciones del gobernador, etc.

50. Procedimiento de dominación.


No fiaban los romanos exclusivamente a las armas el establecimiento de su dominio en
España. De un lado, procuraban introducir elementos de su país en la población de la Península, ora
por medio de los trabajadores que traían para la explotación de las minas, ora por los soldados a
quienes, después de licenciados, daban tierras o permitían fundar ciudades, y también mediante los
hijos que nacían de los matrimonios entre romanos e indígenas, de los cuales se fundó una colonia
en Carteya. De otro lado, los romanos hacían por atraerse a los españoles, tratando de distinta
manera a los que se sometían sin lucha y a los que guerreaban más o menos. Así, a unas
poblaciones las sujetaban al poder político del gobernador y al pago de fuertes tributos y se
llamaban estipendiarias; a otras se les eximía de este pago (inmunes), y a otras, en fin, se les
declaraba enteramente independientes y se les daba el derecho de acuñar moneda, debiendo tan sólo
ayudar a Roma con tropas, barcos o marineros (libres y federadas o confederadas). Llamaban
federadas a las que obtenían esta condición por un tratado y libres a las que la lograban por una ley.
Se ve, pues, que, en los primeros tiempos, los romanos no obligaron a todos los indígenas a regirse
por las leyes políticas de Roma y a obedecer a las autoridades romanas. Respetaron también las
leyes civiles; y así los pleitos referentes a españoles los decidía el gobernador con arreglo a las leyes
de la localidad y, a veces, con ayuda de asesores y jueces indígenas.
Pero cuando hallaban gran resistencia a su dominación, empleaban también, y muy
duramente, medios de fuerza, ya alterando las divisiones políticas y territoriales de las tribus
indígenas, ya trasladando a puntos lejanos grupos enteros de población, o impidiendo que se
concentrasen los españoles, destruyendo ciudades y exterminando a los habitantes.
Donde los romanos implantaban su régimen nacional y sus costumbres de todo género, era en
las ciudades fundadas o pobladas por ellos. Eran éstas de varias clases. Las colonias, que se
constituían principalmente con soldados veteranos o con gentes del pueblo venidas de Italia, a
quienes se distribuían tierras y que se llamaban liberae cuando estaban exentas de la jurisdicción
del gobernador; los municipios, cuyos habitantes tenían iguales derechos que los de Roma, aunque
no fuesen de origen romano; las ciudades castrenses, que se formaban alrededor de los
campamentos de tropas y a veces se convertían en colonias; los distritos mineros, que tenían su ley
especial; las ciudades latinas, que gozaban de igual derecho que los habitantes del territorio italiano
llamado Latio, el más inmediato a Roma, y las ciudades de derecho itálico, equiparadas a las de
49

Italia en la exención de impuestos y otros privilegios 5. De esta manera iban introduciendo en


España habitantes de origen romano o italiano, y, juntamente con ellos, sus leyes y su régimen
político y civil, que, por ser más perfecto que el indígena en muchos puntos, y por ese atractivo que
los pueblos más civilizados ejercen siempre sobre los menos civilizados, fueron imitándolo poco a
poco los españoles, especialmente los de ciertas regiones; hasta que más adelante los emperadores
modificaron tal estado de cosas (§ 6o).

51. La romanización de la Península.


No obstante todo este conjunto de medios que empleaban los conquistadores, la romanización
de España caminó muy despacio en la primera época.
La región que más pronto y con mayor facilidad recibió la influencia romana y se amoldó a la
civilización nueva, fue la del S. (región andaluza), precisamente la más pacífica, la que había tenido
más contacto con las colonizaciones extranjeras antiguas y la más culta, según vimos. Además, los
romanos fundaron en ella mayor número de ciudades que en las otras regiones. Por todo esto, ya a
fines del siglo I las ciudades importantes ofrecían casi por completo el tipo romano, y en los
pueblos pequeños, desde el siglo II, se pierden los caracteres indígenas en las construcciones y
manera de vivir.
Como una prolongación de este centro romanizado era el S. de Portugal, donde la cultura
romana arraigó también pronto, habiendo fundado, antes de la época de la guerra cantábrica y
asturiana, cinco colonias. Algo más tardó en romanizarse la región del E., a excepción de las
grandes poblaciones como Cartagena, Sagunto y Tarragona, donde los romanos tenían guarnición y
ciudadanos. El trabajo de asimilación no se hizo activamente hasta César.
En cuanto a las regiones del C. y N., ya hemos visto, por las muchas guerras qus sostuvieron
hasta Augusto, lo refractarias que eran a los romanos. Continuaron, pues, hasta esta época (y
algunas hasta mucho más tarde) con sus leyes, costumbres, lengua, organización familiar y política,
etc., fuera de los centros de población romana que se fundaron en ellas.
En general, la romanización fue más activa en los habitantes de ciudades (especialmente de
las situadas en la dirección de los grandes caminos o carreteras) que en los del campo; y en punto a
muchos elementos de la civilización, aun en las ciudades tardó en producirse, o no se produjo sino
muy imperfectamente, puesto que el idioma indígena siguió usándose en casi toda la Península,
incluso en poblaciones romanizadas como las federadas del S., que acuñaban moneda; y lo mismo
sucedió con la región y muchas costumbres, particularmente las jurídicas, cuya subsistencia aun
reconocían las leyes en el siglo V y en el VI.
Las islas Baleares, que habían pasado por el dominio de griegos, fenicios y cartagineses,
conquistadas al cabo definitivamente por los romanos, fueron asimilándose la civilización de éstos;
pero no figuraron como provincia de España hasta más tarde. Las antiguas colonias fenicias, y
particularmente las griegas y aliadas de los romanos, conservaron su organización tradicional.
Sagunto fue reedificada y prosperó mucho bajo la dominación de Roma.

52. Reformas de los emperadores.


Los Emperadores romanos, desde Augusto, consumaron la asimilación de la Península. No
todos ellos, sin embargo, tienen importancia para nuestra historia. Hubo algunos que se interesaron

5 Para entender bien estas divisiones, hay que saber que los habitantes de Roma (ciudadanos romanos) eran
considerados, dentro de las leyes romanas, como privilegiados, gozando de la plenitud de los derechos civiles y
políticos. A medida que Roma conquistaba territorios en Italia, iba concediendo a los pueblos dominados algunos
de los derechos propios de los ciudadanos romanos, nunca todos; de manera que, según tenían más o menos, así era
la importancia jurídica de estos pueblos, estableciéndose, pues, una jerarquía o gradación, desde los romanos, que
los tenían todos, a los habitantes de las provincias, que, por seguir rigiéndose conforme a sus leyes especiales, no
tenían ninguno de los derechos de la ley romana. Así, no podían casarse con las ceremonias de los romanos, ni
comerciar como ellos en la forma y con las garantías legales de Roma, ni votar en las elecciones, etc. Los latinos
eran los que más se aproximaban a los romanos.
50

por España, hicieron reformas en su administración o la embellecieron con obras públicas, siendo,
la mayoría de éstos, españoles de nacimiento. Sólo, pues, en ellos hemos de ocuparnos, porque son
los únicos que importa citar en la historia de España, aparte de otros que reflejaron en la Península
la crueldad de su conducta.
Hasta el tiempo de Augusto ya hemos visto que España estaba dividida en dos provincias.
Augusto (o quizá su sucesor Tiberio) formó con parte de la Ulterior otra provincia llamada
Lusitania que comprendía Portugal y Extremadura; y como por la distinta conducta de las regiones
requerían éstas diferente gobierno, más o menos militar, se estableció luego que dos de las
provincias quedasen bajo la dirección inmediata del emperador, el cual nombró gobernadores
militares con el nombre de legados, y que la otra dependiese del Senado romano, con carácter más
civil. Los nombres antiguos cambiaron, llamándose la Citerior, Tarraconense, y la parte de la
Ulterior que quedó separada de la Lusitania, Bética. Esta, como más pacífica, fue la que dependió
del Senado. Hasta muchos años después, en el 216, continuó esta división. En aquel año, el
emperador que regía, llamado Antonino Caracalla, creó nueva provincia con la parte de Galicia y
Asturias; de modo que fueron ya cuatro las provincias de España. Otro emperador, llamado
Diocleciano, también del siglo III, hizo una división general de los dominios romanos,
distribuyéndolos en grandes regiones llamadas prefecturas, éstas en otras más pequeñas (diócesis) y
las diócesis en provincias. España formaba una diócesis dentro de la prefectura de las Galias, y se
dividió interiormente en cinco provincias, creando la Cartaginense (con la parte S. de la
Tarraconense) y añadiendo al gobierno de la Península las Baleares (provincia Baleárica) y parte del
N. de África (provincia Mauritania Tingitana).
La división de las provincias entre el emperador y el Senado desapareció, y ya todos los
gobernadores fueron de nombramiento imperial, llamándose legados, presidentes o rectores. El
gobernador general de la diócesis de España se llamó vicario.

53. Gobierno de las provincias de la primera época imperial.


El gobernador de la provincia, aunque autoridad suprema, no era la única. En las provincias
del emperador (mientras existió esta clase), por ser aquél de carácter principalmente militar, tenía
como auxiliares legados y otros funcionarios de carácter más determinadamente civil y judicial, de
los cuales había varios en cada provincia. Al territorio donde cada uno de éstos ejercía sus
funciones, se llamaba diócesis, nombre que sirvió luego a Diocleciano para aplicarlo a todo el
territorio español, y también a los obispos cristianos para la demarcación de sus diócesis
eclesiásticas, que, como veremos, empezaron por coincidir con las de los legados llamados
jurídicos.
Como el gobernador asumía todos los poderes, civiles y militares, él era quien fallaba los
asuntos o pleitos, tanto de los indígenas como de los romanos; mas para esto se ayudaba de un
cuerpo consultivo formado por ciudadanos romanos, los más importantes de cada provincia, quienes
se reunían, periódicamente, en determinadas poblaciones; y de jueces, que unas veces eran romanos
y otras indígenas. Las reuniones de aquel cuerpo consultivo se llamaban conventus, y de aquí el
nombre de conventos jurídicos que tomaron después los lugares donde se administraba justicia,
cada uno de los cuales formó como la capital de un distrito, análogo, v. gr. a los partidos judiciales
de nuestros días.
Además había en cada provincia Asambleas de carácter popular y representativo. Se crearon
en primer término para la celebración de las fiestas religiosas dedicadas al Emperador, pero
tuvieron también atribuciones políticas y administrativas, entre las cuales la más importante era la
de fiscalizar o juzgar los actos del gobernador, pudiendo acusarle, enviar delegados a Roma con
este objeto y hasta procesarle. Eran, pues, una salvaguardia de los derechos de los gobernados. Las
formaban diputados que nombraban las ciudades de cada provincia, y se reunían todos los años.
51

54. Legislación general.


No obstante su poder absoluto, los gobernadores no podían, legalmente, proceder de un modo
arbitrario. Habían de sujetarse al derecho, y, por tanto, debían tener en cuenta, no sólo las leyes
generales de Roma, sino lo que se llamó el jus gentium, o sea el derecho que se aplicaba a los
extranjeros en sus relaciones con los ciudadanos romanos, y las mismas leyes y costumbres
indígenas. Además, como muchas de las ciudades de las provincias, o habían sido fundadas por una
ley especial o tenían reconocidos en tratados de paz y alianza ciertos privilegios (como las
españolas libres y federadas), también había de respetar el gobernador la organización y facultades
de ellas.
Por su parte, él publicaba, al empezar el ejercicio de su cargo, una especie de programa de los
principios y reglas a que se sujetaría en su gobierno; y a esto, que formaba la ley especial de cada
provincia mientras duraba el gobernador que la había dado, llamábase edicto provincial. Para casos
particulares daba el gobernador otros edictos y decretos. Más tarde hicieron lo mismo los
emperadores, de quienes han llegado hasta nosotros bastantes disposiciones referentes a España en
el orden político administrativo, penal y civil. El texto de las leyes se grababa en planchas de cobre
o bronce.
Como se ve, el gobernador estaba sujeto por muchas trabas o condiciones legales. A pesar de
ello, abusaba a menudo de su poder, particularmente en los asuntos de Hacienda; pero los habitantes
de las provincias, reconociendo su derecho, no dejaban de protestar, ya por medio de las Asambleas
provinciales, ya, por lo que toca en particular a los indígenas, enviando delegados a Roma y hasta
levantándose en armas, como hicieron los de la Bética contra su gobernador Vibio Sereno y los de
la Tarraconense contra Lucio Pisón; obteniendo los primeros que el Senado desterrase al
gobernador.

55. Ejército provincial.


En un principio, los romanos no admitieron en el ejército más que ciudadanos. El servicio
militar era una función ciudadana, de carácter obligatorio. Pero con el tiempo fueron recibiendo
soldados que no eran ciudadanos y formando con ellos una clase especial constituida por las tropas
reclutadas en las provincias. Los cuerpos de ejército se llamaban en esta época legiones, cuyo
contingente varió mucho, siendo en el siglo I de unos 5.000 o 6.000 hombres, contando la
caballería. La infantería dividíase en grupos de 500 (cohortes), y éstos en manípulos (100) y en
centurias (60 o 30).
El signo distintivo de cada legión era el águila, que constituía su bandera. Las tropas de no
ciudadanos se llamaban auxilia o auxiliares, y se dividían en alas, sin número fijo de hombres.
Andando el tiempo, esta diferencia entre una y otra clase de tropas desapareció, formando
indistintamente en las legiones ciudadanos romanos y provinciales. Los indígenas españoles dieron
gran contingente a los auxilia, siendo reclutados por los gobernadores, hasta que, por último,
desapareciendo el privilegio antiguo, las legiones vinieron a formarse de toda clase de tropas.
Entonces hubo legiones especiales de españoles, que no sólo estuvieron de guarnición en España,
sino que guerrearon en otros territorios romanos. El tiempo de servicio era de 20 años en las
legiones o 23 y 25 en los auxilia; y el haber del legionario, unos 978 reales anuales.
Como hemos visto, en los primeros tiempos fue el ejército la base principal de la influencia
romana. Los puntos donde residían las legiones, bien fuesen ciudades, bien campamentos, tenían
gran importancia, por la población que en ellos se aglomeraba, el gran consumo que hacían y por
tanto el comercio a que daban lugar. Así que, a menudo, los campamentos que alcanzaban cierta
estabilidad se convertían en ciudades, como sucedió a León, asiento, por muchos años, de una
legión llamada VII Gemina, creada con reclutas españoles en el siglo I; y desde luego, las
poblaciones principales eran las que tenían guarnición, como Cartagena, Tarragona, Córdoba,
Denia, etc. Además, con los soldados cumplidos (veteranos) se solían fundar ciudades (colonias), a
cuyas fundaciones dieron gran impulsa César y Augusto; constituyendo así núcleos de población
52

civil adicta a los romanos, que contribuyeron mucho a la romanización de la Península. En tiempo
de paz, los soldados se ocupaban en la construcción de obras públicas, y a ellos se deben,
principalmente, las carreteras de España, de que luego hablaremos.
Las legiones y auxilia formaban el ejército regular. Pero además se autorizó en tiempo del
imperio la formación de tropas irregulares, que eran las milicias provinciales y municipales,
constituidas por los paisanos de las poblaciones, en casos extraordinarios.

56. La Hacienda provincial.


Las provincias romanas pagaban impuestos o contribución a la metrópoli. Los conceptos de
pago eran diferentes, habiendo muchas clases de contribuciones, algunas de ellas subsistentes hoy
día, como la que se pagaba por la propiedad territorial.
Establecieron también los romanos aduanas, que constituían un nuevo ingreso; y además el
gobierno se apoderó de muchas de las minas que había en España, de las cuales sacaba gran
riqueza. Las que pertenecían a ciudades o particulares pagaban un impuesto.
Los jefes de la Hacienda provincial se llamaban cuestores o procuradores y racionales. Lo
general en tiempo del imperio, era que, tanto las aduanas como el cobro de los impuestos, se
arrendasen a compañías o particulares, como hoy se hace, v. gr. con las cédulas personales, o los
consumos.

57. Gobierno local.


Lo que hemos dicho en los últimos párrafos se refiere al gobierno general de las provincias.
Veamos ahora cómo estaba organizado el gobierno local, es decir, el de las ciudades y pueblos de
diversa categoría.
Sabemos ya la diferencia existente entre ciudades indígenas y ciudades romanas. De aquéllas,
excepción hecha de las estipendiarias, las demás eran independientes en su régimen político y
administrativo, de modo que seguían regidas por sus leyes y costumbres peculiares. Pero de toda
esta parte de la población, que tenía que ser numerosa, por ser indígena, nada podemos decir. Se
ignora cómo tenían organizado su gobierno (salvo lo que se ha dicho en el párrafo 21) y también las
modificaciones que hubo de producir en ellas el contacto con los romanos. Seguramente, estas
modificaciones serían más o menos grandes según el contacto fuese mayor o menor y más o menos
intensa la romanización; siendo muy probable que las más de las poblaciones indígenas adoptasen,
al fin, el sistema romano.
De éste conocemos bien los pormenores; y aunque las ciudades romanas de las provincias
eran de varias clases, y cada una tenía su ley especial, conformaban en lo más importante,
constituyendo un sistema común de gobierno que se conoce con el nombre de régimen municipal,
aunque se refiere, no sólo a los municipios propiamente dichos, sino también a las colonias, que no
diferían esencialmente de aquéllos en la organización.

58. Régimen municipal.


Lo conocemos, por lo que respecta particularmente a España, merced al hallazgo de algunas
de las leyes u ordenanzas especiales dadas en tiempo de los emperadores a las ciudades de Osuna,
Málaga y Salpensa (cerca de Utrera), la primera de ellas colonia romana fundada por César, y por
otros documentos jurídicos emanados de las autoridades municipales. Los habitantes de las
ciudades romanas se dividían en tres clases, como hoy día: vecinos (cives), domiciliados (íncolas) y
transeúntes (hospites y adventores). Los primeros eran los únicos que tenían originariamente
derecho a ejercer cargos públicos. Los segundos llegaron con el tiempo a tener igual derecho, y
unos y otros pagaban las cargas municipales, que consistían en contribuciones y en servicios
personales y reales, como el militar, el de correos y otros.
Para el mejor régimen y sujeción de los indígenas, las ciudades romanas solían tener
incorporadas o anexionadas otras ciudades españolas vecinas; y los habitantes de éstas eran
53

considerados como íncolas de aquélla.


Juntos unos y otros, formaban el pueblo, que para las funciones políticas y administrativas de
la ciudad constituía una Asamblea popular distribuida en secciones de diferente grado, llamadas
tribus, curias o centurias. Esta Asamblea tuvo por objeto principal, durante muchos años, la elección
de las autoridades superiores o magistrados, para lo cual se verificaban votaciones en forma análoga
a la que hoy usamos para la elección de concejales: con mesas electorales, urna, interventores,
escrutadores, etc. La Asamblea, además, deliberaba acerca de los intereses generales de la ciudad,
tomando acuerdos que tenían el carácter de leyes.
Los funcionarios o autoridades que elegían las asambleas eran cuatro. Dos de ellos llevaban el
nombre de dunviros (duumviros) y eran los principales, como si dijéramos los alcaldes mayores; y
los otros dos se llamaban ediles. Los dunviros presidían las Asambleas, administraban justicia y
organizaban y mandaban las milicias municipales. Los ediles tenían a su cargo la policía urbana en
todos sus géneros, y el orden público en los espectáculos. Había además otros funcionarios como
los cuestores o administradores y tesoreros del municipio; y personal subalterno análogo al de hoy
día, como los lictores (parecidos a nuestros maceros), los escribas o escribanos, los pregoneros, etc.
Para la formación del censo, de las listas electorales, arrendamientos de las propiedades de la ciudad
y otros fines semejantes, estaban los llamados quinquenales, elegidos también por el pueblo.
Todas estas autoridades estaban obligadas a responder civilmente de su gestión, y para ello se
les exigía fianza. Era además costumbre que, al tomar posesión del cargo, diesen cierta cantidad de
dinero para espectáculos o construcción de edificios públicos.
Los dunviros y ediles tenían a su lado, como cuerpo consultivo y activo, un Consejo
municipal (curia) de diverso número de individuos, según las ciudades, y elegido por aquéllos. Los
miembros del Consejo se llamaban decuriones y entendían en multitud de asuntos del orden
religioso, político, económico, judicial, militar, etc., en suma, todas las cuestiones importantes para
la ciudad, siendo sus decisiones obligatorias para los magistrados; de modo que, en rigor, ellos eran
los legisladores del municipio.
Finalmente, las ciudades solían nombrar una especie de diputados representantes, gestores de
negocios o protectores, a los cuales encargaban la defensa de sus intereses cerca del poder central,
en Roma. Se llamaban patronos y eran siempre personas influyentes y ricas que vivían en la
metrópoli. Las aldeas o distritos rurales (vici, castella, pagus), administrativamente dependientes de
las ciudades (oppidum), tenían, sin embargo, personalidad para ciertos actos de interés local y el
derecho de formar asambleas de vecinos (fora, conciliábula).

59. Hacienda municipal e instituciones que mantenía.


Las ciudades tenían su presupuesto, que unas veces formaban y aprobaban los magistrados, y
otras veces el gobernador de la provincia. Los principales capítulos de gastos eran la construcción y
reparación de edificios y caminos públicos, pago de tributos al Estado, dotación de maestros de
escuela y médicos municipales, sueldo de los empleados, etc. Para subvenir a estos gastos, contaban
las ciudades con las contribuciones que pagaban los vecinos e íncolas, las multas que se imponían a
funcionarios y particulares, las fundaciones o mandas que se dejaban a veces con un fin benéfico (v.
gr., asilos) y también con las propiedades de la ciudad, consistentes de las tierras de labor, dehesas y
bosques, lagos y minas, todas las cuales se arrendaban. Entre estas propiedades, había algunas que
eran de disfrute común y gratuito para los vecinos, quienes enviaban allí a pastar a sus ganados o
sacaban leña, como todavía se hace hoy en muchos pueblos de Europa, incluso España. Estas tierras
no se podían vender.

60. La unificación jurídica.


Los emperadores romanos impulsaron mucho la igualdad de los derechos civiles y políticos
entre todos los habitantes del imperio. Ya hemos visto las diferencias que había entre ciudadanos
romanos, latinos, extranjeros, etc. Estas diferencias fueron borrándose, con lo cual se adelantaba la
54

asimilación de los pueblos conquistados, que, al ver como se les concedían derechos que
consideraban superiores, se mostraban más amigos y agradecidos a Roma. La primera modificación
la introdujo un emperador del siglo I, llamado Vespasiano, el cual se interesó mucho por España,
según veremos. Concedió a todas las provincias el derecho latino, es decir, el goce de iguales
derechos (en su relación con Roma) que los ciudadanos latinos; de modo, que todos los que
ocupaban un grado inferior subieron con esto en consideración jurídica. Más de un siglo después,
otro emperador ya citado, Antonino Caracalla, dio un nuevo paso, concediendo el derecho de
ciudadanía (o sea de igualdad con los ciudadanos romanos) a todos los súbditos del imperio. Sin
embargo, esta concesión no borró todas las diferencias, porque continuaron subsistiendo en gran
parte las antiguas entre ciudadanos y no ciudadanos, latinos y peregrinos o extranjeros; ni suprimió
tampoco las distintas categorías de ciudades. La influencia del trabajo unificador que los
emperadores citados y otros (como Adriano, Septimio Severo, Alejandro Severo y Diocleciano)
emprendieron, tuvo por consecuencia, sobre todo, extender el derecho romano e ir infiltrando sus
reglas y principios en las poblaciones indígenas conquistadas.

61. La época de oro de España.


Con este régimen que llevamos expuesto y el gran desarrollo que tomó la romanización, vivió
la Península muchos años creciendo en importancia política, comercial y económica. Tuvo la suerte,
en primer término, de que muchos emperadores se interesasen por el florecimiento de estas
provincias, impulsando en ellas la construcción de obras públicas, favoreciendo el comercio y la
cultura general. De éstos fueron, en primer término, Vespasiano, Tito y Nerva, todos del siglo I. La
protección de Vespasiano la agradecieron muchas ciudades españolas tomando el nombre de
Flavias, que era el de la familia del emperador; y a Tito se le llamó amor y delicias del género
humano, para significar la bondad y rectitud de su carácter y conducta.
Después de la muerte de Nerva, comienza otra serie de emperadores, todavía más favorable a
España, puesto que muchos de ellos fueron españoles o descendientes de españoles. Tales son
Trajano, natural de Itálica (cerca de Sevilla); Adriano, oriundo de la misma ciudad; Marco Aurelio
y Teodosio; con otros que, sin tener aquella cualidad, fueron buenos gobernantes, como Alejandro
Severo y Diocleciano. Los emperadores españoles, sobre todo, se interesaron por su patria en
iguales términos que Vespasiano y los demás citados antes. Adriano visitó largamente la Península,
convocando las Asambleas provinciales y enterándose de las necesidades de los pueblos, y
Alejandro Severo cuidó mucho de que las provincias tuvieran buenos gobernadores, consultando al
pueblo sobre los nombramientos.

62. Decadencia del imperio romano y de las provincias.


Con varias causas graves de disolución luchaba el imperio romano. Era una el desconcierto
político, originado por las luchas entre los que pretendían ser emperadores y el despotismo de
muchos de ellos, como Tiberio, Nerón y otros, cuyo nombre ha quedado célebre por los crímenes
atroces que cometieron. El ejército, de quien los ambiciosos acostumbraban a valerse, provocando
sublevaciones y algaradas, llegó a ser un poderoso elemento en la gobernación del Estado,
ayudando a la desorganización y desprestigio de éste, puesto que llegó el caso de que los soldados
ofrecieran el imperio a quien diese más por él.
Por otra parte, las costumbres públicas y privadas se habían pervertido mucho. Los romanos y
los pueblos romanizados, con la grandeza adquirida, se acostumbraron al lujo, a la molicie, se
hicieron egoístas, olvidaron los antiguos sentimientos patrióticos y militares y perdieron con esto la
fuerza inmensa que en la época de las grandes conquistas tuvieron. Los gobernadores de las
provincias, siguiendo el ejemplo general, abusaron de su poder con frecuencia, robando y
maltratando a sus gobernados; no obstante que, a menudo, los pueblos se quejaban al emperador,
obteniendo alguna vez justicia, como hubo de suceder con un gobernador de España en tiempo del
emperador Domiciano. La administración local o de las ciudades se fue también corrompiendo y
55

perdiendo los pueblos en libertad y en pureza de costumbres.


Como si no bastasen todas estas causas, que ya en los primeros tiempos del imperio (siglos I y
II) empezaron a influir, desde el siglo III se une a ellas un peligro muy grave del orden
internacional.
Los romanos habían extendido su poder no sólo por la Europa meridional, sino por toda la
central, comprendiendo el territorio moderno de Francia, Bélgica, parte de Holanda, Suiza,
Alemania del Sur, Austria, Hungría, algo de Rusia, e Inglaterra; pero más allá de sus fronteras
vivían muchos pueblos, que los romanos designaban con el nombre general de Bárbaros, y con los
cuales tuvieron que luchar muchas veces, ya para conquistarles terreno, ya para rechazar sus ataques
e invasiones, como hemos dicho en punto a los Cimbrios, Francos, etc. A partir del siglo III, estos
pueblos menudean sus ataques, amenazando con destruir el imperio; y los romanos se vieron
obligados a dedicar gran parte de sus fuerzas a rechazarlos y defenderse de ellos. Muchas veces, no
pudiendo hacerlo por las armas, hubieron de entrar en tratos con los Bárbaros, cederles territorios
del imperio y alistarlos en el ejército romano, confiando, incluso, la defensa de las fronteras e
límites del N., a las tribus aliadas, para que detuviesen a las que seguían siendo enemigas.
Esta situación, siendo cada día más débil el imperio, era muy grave y había de terminar por la
pérdida total del poderío romano.
No faltaron emperadores, en el siglo III y después, que trataran de reanimar el poder de Roma,
procurando reformar el gobierno y luchando con los Bárbaros. De éstos fue uno de los principales
Diocleciano (año 292), el cual reorganizó la división política y administrativa de los dominios
romanos (§ 52) y modificó el régimen del ejército, desapareciendo desde entonces los nombres de
legión, auxilia, etc., que hemos visto antes, y viniendo a quedar formado el núcleo de las tropas con
extranjeros o Bárbaros. Años después, otro emperador, español de nacimiento, llamado Teodosio
(380 395) hizo un nuevo esfuerzo, guerreando ventajosamente contra varios pueblos bárbaros,
procurando robustecer el imperio y moralizar la administración; pero todos estos esfuerzos fueron
inútiles. El imperio hubo de ir poco a poco cediendo sus territorios a los invasores y así ocurrió con
España, que, según veremos, cayó en poder de uno de aquellos pueblos, el de los Godos.

63. Últimas reformas.


Ya hemos dicho que la desorganización del gobierno provincial y local iba cada día en
aumento. Las Asambleas populares cesaron de elegir a los magistrados o autoridades municipales,
siendo la curia misma, con el gobernador, quien por sí los nombraba, quitándoles también muchas
de sus antiguas atribuciones judiciales, administrativas y económicas. Con objeto de tener seguro el
pago de los tributos, los emperadores hicieron responsables de ello a las autoridades, que habían de
pagar con sus bienes si el vecindario faltaba; y como por esta razón empezaron muchos a excusarse
de ser nombrados para aquellos cargos, se mandó que fuesen obligatorios y luego hereditarios, de
modo que pasaban de padres a hijos forzosamente. De este modo se arruinaban las familias ricas o
meramente acomodadas, se esclavizaba a las personas y se hacía odiosa la administración
municipal. La tiranía llegó al colmo cuando, para evitar el único medio de salvación que quedaba a
la riqueza particular —el de vender las propiedades para que no cayesen en manos de la
administración—, se prohibió que nadie pudiese hacerlo sin permiso del gobernador, con otras
limitaciones tan insufribles como ésta.
La situación de los vecinos de las ciudades llegó a ser tan triste, que muchos, para librarse de
aquellas cargas, se hicieron voluntariamente siervos; pero aun así no se libraron, puesto que los
emperadores dispusieron que, aun siendo siervos, no se eximiesen de ser miembros de la curia. En
fin, las cosas llegaron, en el siglo IV, hasta el punto de enviar a las corporaciones municipales,
como si fuesen cárceles o presidios, a los condenados por ciertos delitos.
Se comprende bien, con esto, que los habitantes de las ciudades estuviesen descontentos,
descuidaran la administración de los intereses comunes y deseasen librarse de aquellas imposiciones
odiosas. Algunos emperadores quisieron remediar la situación. Valentiniano I (siglo IV) creó un
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funcionario especial llamado «defensor de la ciudad, (defensor civitatis), cuyo objeto era fiscalizar
los actos de los gobernadores y autoridades, de los recaudadores de contribuciones, etc.; defender
los derechos de los ciudadanos y, sobre todo, de los pobres; y administrar justicia. Su elección fue
popular unas veces, y otras hecha por los obispos y el clero cristianos, que ya entonces, como
veremos en seguida, tenían gran importancia. Otros emperadores quisieron renovar el espíritu
regional, convocando de nuevo las Asambleas provinciales, animándolas y haciéndoles ver el
peligro de la invasión de los Bárbaros. Pero las provincias estaban cansadas de tanto sufrir, los
ánimos decaídos, la desorganización demasiado adelantada para detenerse, y los remedios de
Valentiniano y otros produjeron escasos efectos.

3.—ORGANIZACIÓN Y VIDA SOCIAL


64. Clases sociales.
Ya hemos visto las diferentes clases sociales que existían entre los indígenas españoles. Los
romanos vinieron a confirmarlas en parte, creando luego otras nuevas. En primer lugar, distinguían
los hombres en dos grandes clases: esclavos y libres. Los esclavos eran, generalmente, o prisioneros
de guerra, o extranjeros vendidos (incluso negros de África, que ya fueron usados entonces como
esclavos); pero también lo podían ser ciudadanos, que perdían con ellos su condición. Estos
esclavos —que eran a modo de criados forzosos, sujetos en un todo a su amo, a quien se reconoció
hasta el derecho de vida o muerte sobre ellos — no tenían con su señor otra relación que la personal
de servirle y obedecerle. Los esclavos romanos podían ser declarados libres, y formaban entonces
una clase superior, pero no igual a la de los hombres que no habían estado nunca en esclavitud.
Entre los libres, la jerarquía contaba varios grados, que fueron modificándose con el tiempo.
Fundamentalmente, estaban de un lado los aristócratas o patricios, y de otro el pueblo (plebs); luego
vinieron las diferencias de que ya hemos hablado, entre ciudadanos, latinos, extranjeros, etc., cada
uno de cuyos grupos tenía diversa consideración social. En las ciudades, los magistrados y
miembros de la curia femaban las clases privilegiadas y superiores. Luego seguían los propietarios
ricos y los comerciantes que no pertenecían al gobierno local; detrás de éstos, los artífices, es decir,
los que desempeñaban profesiones de las que llamaban los romanos liberales (pintores, arquitectos,
cinceladores, médicos, etc.), y detrás aun los obreros, es decir, los que ejercían profesiones
manuales o no liberales.

65. Corporaciones y sociedades.


Los obreros (y aun algunos de otras clases, como los comerciantes) solían formar sociedades
o corporaciones llamadas collegia y corpora, en las cuales se agrupaban todos los de un mismo
oficio o empleo, pudiendo figurar en ellas también los esclavos.
La creación de estas sociedades fue enteramente libre en un principio, pero necesitaban, para
fundarse, permiso de la autoridad, que ejercía también sobre ellas cierta inspección. Tenían las
corporaciones domicilio social o local propio, un patrono o dios tutelar, caja o tesoro formado por
las cuotas que pagaban los asociados y por los bienes muebles e inmuebles de la corporación, y
celebraban fiestas religiosas y banquetes. En España se sabe que hubo muchas corporaciones de
éstas, como la de comerciantes de aceite en Andalucía, la de broncistas en Itálica, la de carpinteros
en Córdoba, la de vendedores de pescado en Cartagena, la de Albañiles en Tarragona y Barcelona,
la de zapateros en Osma y la de bomberos contra incendios, de Tarragona y Sevilla.
Análogamente a éstas se formaron otras de carácter benéfico o recreativo, como las llamadas
collegia funeraticia, cuyo principal objeto era procurar sepultura gratuita a los asociados: los
collegia juvenum, especie de casinos; y otras para fines religiosos, como nuestras cofradías.

66. Las clases sociales y las corporaciones en el siglo IV.


La decadencia de la organización política del imperio y el despotismo de los emperadores se
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reflejó en el estado social. Disminuyeron mucho las fuentes de riqueza; la clase media acomodada
de las ciudades fue desapareciendo por virtud de la sujeción de sus bienes a la curia, y las clases
pobres sufrían de miseria, hasta el punto de sublevarse alguna vez, como hicieron a fines del siglo
III los labradores galos llamados Bagaudas.
Los documentos del siglo IV, que fue el último de la dominación romana en el Occidente de
Europa, nos dan a conocer el estado de las clases sociales, que había variado mucho, en general
empeorando. El grado inferior continuaban formándolo los esclavos, cuya condición era algo mejor,
porque se les trataba con más consideración y dulzura, o, a lo menos, las leyes les protegían más.
Seguían, como antes, las clases de artesanos, artífices, comerciantes, propietarios territoriales
(possessores) y nobles, cuyo elemento principal eran los altos funcionarios políticos y
administrativos. Los artesanos habían perdido en libertad, porque se les sujetó al oficio
impidiéndoles salir de él y haciéndolo hereditario, de modo que el hijo de un carpintero no podía ser
más que carpintero. Las corporaciones se hicieron obligatorias, y el Estado hizo pesar sobre ellas su
despotismo.
Además de estas clases, había ido formándose una tercera, llamada de los colonos, constituida
por labradores cultivadores de tierra ajena, es decir, de otro dueño, los cuales eran libres
jurídicamente (o sea, no eran esclavos), pero no podían abandonar la tierra cultivada.
Este régimen establecía una desigualdad grande no sólo de posición económica y de
consideración social, sino también de derechos y de responsabilidades. Sobre las clases inferiores
cargaban los tributos en dinero y en especie, los servicios personales, el militar, y hasta las penas
que se les imponían en caso de delito eran más graves que las aplicadas a los ricos y nobles. Estos
no sufrían nunca castigos corporales; en vez de ir ellos al ejército, enviaban hombres pagados, y
sólo estaban sujetos a una clase de contribución. La confusión entre las diferentes clases era
castigada severamente, hasta el punto de asimilar a un sacrilegio la simple usurpación, aunque fuese
por ignorancia de uno de los títulos de nobleza. Sobre toda esta organización, cuya base era la
desigualdad y el privilegio, pesaba el poder absorbente y absoluto del emperador, que intervenía en
todo y destruía las fuerzas vivas del país y las iniciativas de los individuos.

67. Las instituciones sociales.


Aunque, como hemos visto, el gobierno romano no pretendía suprimir el derecho y la
organización de los pueblos que dominaba (y aun en lo político dejaba gran libertad), era imposible
que en las relaciones entre romanos e indígenas, y aun por el simple ejemplo de lo que aquéllos
hacían y practicaban, dejasen de influir las formas jurídico-sociales de Roma, influyeron, en efecto,
principalmente sobre la familia y la propiedad.
En punto a la familia, ya hemos dicho que la organización indígena era favorable a mantener
la unión entre todos los parientes, en especial los más cercanos, viviendo juntos, manteniendo
comunes los bienes y sucediendo en ellos de padres a hijos naturalmente, sin que el padre pudiera
disponer de aquéllos. Los romanos, que habían tenido en un principio una organización análoga, la
fueron perdiendo, desligando unos de otros los miembros de la familia, concediendo que cada cual
tuviese bienes particulares y autorizando al padre o jefe de aquélla para disponer, a su muerte, con
toda libertad, de lo que poseía en la forma de testamento. Todas estas cosas, que eran novedades
para muchos de los indígenas de España, influyeron sobre ellos, aflojando los lazos familiares y
extendiendo la libertad de disponer de los bienes por testamento, con otras modificaciones análogas.
En punto a la propiedad en general, los romanos eran muy individualistas, es decir, creían que
cada persona debía tener su propiedad particular, y miraban con malos ojos que hubiese, v. gr.
tierras que eran comunes a muchas personas, es decir, de las cuales fuesen propietarios a la vez
varios individuos, disfrutando todos de ellas, como sucedía en las tierras de las familias. En este
sentido modificaron las costumbres de los indígenas, contribuyendo a destruir las comunidades de
propiedad de todas clases. Sin embargo, los romanos introdujeron formas parecidas con las
propiedades vinculadas y amortizadas, es decir, sujetas a una familia o a una corporación, sin que
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pudiese venderlas ninguno de los que las disfrutaban: como los fideicomisos y las fundaciones
religiosas y de beneficencia. Más adelante, al hablar del comercio, veremos otros ejemplos de la
influencia romana. Interesante es también, en el respecto social, la institución del pacto llamado de
hospitalidad, mediante el que se ligaban por mutuos deberes de protección y auxilios individuos
con ciudades o familias, ciudades con ciudades y familias con familias, de diferentes tribus o
Estados.

68. La religión.—El paganismo romano.


Los romanos, como todos los pueblos que habían invadido a España, trajeron su religión, que
organizaron en las ciudades dominadas, pero respetando la de los indígenas. En general los romanos
eran muy tolerantes y aun indiferentes en este punto; y aunque tenían sus dioses nacionales—
Júpiter, el principal de ellos; Marte, el de la guerra; Mercurio, el del comercio; Ceres, diosa de la
Agricultura; Diana, diosa celeste; Plutón, dios de los infiernos, etc.—, y además dioses especiales
de las familias lares y penates), admitían con facilidad en su Iglesia (Panteón) los dioses de otros
pueblos, o bien reducían o equiparaban éstos a los suyos. Así hicieron en España. Porque una de las
diosas indígenas, Ataecina, se parecía en sus atributos a otra romana llamada Prosérpina, hicieron
de las dos una, y lo mismo pasó con Magnón y Marte, etc. Aparte de esto, tanto las tribus
propiamente indígenas como los restos de población griega, fenicia y cartaginesa (africana) que
aquí quedaron, siguieron con su religión, o, mejor dicho, con sus religiones especiales. Esto ocurrió
principalmente en las regiones del N. y del O., como Galicia, Asturias, región superior del Duero,
etc. Como en otras partes del mundo romano se produjo en España la invasión de muchos cultos
extraños, de procedencia asiática y africana.
Los romanos tenían, para el servicio de sus iglesias o templos, sacerdotes que eran
considerados como empleados o funcionarios del gobierno. Estos sacerdotes, de diferentes clases y
nombres, formaban corporaciones o colegios, que elegían por sí mismos su personal, nombraban su
presidente y eran sostenidos por el Estado. En las colonias, la elección de los sacerdotes
municipales la hacía el pueblo en los comicios.
Los sacerdotes municipales eran los llamados Pontífices y Augures, encargados de formar el
calendario, perseguir los delitos religiosos, intervenir en los matrimonios, en la adopción y en los
testamentos, en la propiedad de las sepulturas, etc. Los Augures cuidaban especialmente de
consultar la opinión o voluntad de los dioses, examinando ciertos fenómenos en que creían se
revelaba aquélla: como el vuelo de los pájaros sagrados, los relámpagos, etc., género de creencias
que también tenían los indígenas (§ 23).
Aparte de los cultos generales, había uno especial que era el del Emperador, confundido con
otro más antiguo, el de la ciudad de Roma considerada como diosa. Para este culto tan original, y
que en el fondo constituía una muestra del servilismo político que halagaba al Emperador con el
título de dios, se levantaron varios templos en España (en Tarragona y otras poblaciones). Sus
sacerdotes se llamaban seviros augustales y llegaron a formar una clase privilegiada, aunque poco
numerosa.

69. El Cristianismo.—Las persecuciones.


Sabemos ya que Jesucristo nació siendo emperador Augusto. La predicación del cristianismo
procede, pues, de los primeros tiempos del imperio. En España se cree que lo predicaron san Pablo
y varios discípulos suyos, en forma que ya en el siglo II, y sobre todo en el III, había en la Península
numerosas comunidades cristianas, dándose el caso de que en las provincias más romanizadas, esto
es, en las más cultas, arraigase mejor la nueva religión. El espíritu de caridad, de amor y concordia
entre los hombres que respira la doctrina de Jesús, y la ardiente fe de los primeros adeptos de ella,
hicieron que se extendiera muy de prisa por todos los territorios que dominaban los romanos. Pero
halló gran oposición en los elementos oficiales, sobre todo en algunos emperadores que lo
persiguieron más que como doctrina ilícita, como crimen de lesa majestad, por negarse los
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cristianos a rendir culto a los dioses paganos y al emperador. Desde el siglo I al IV, el cristianismo,
aunque con intervalos de paz, en que se le toleró, fue perseguido y castigados duramente sus
adeptos, que sufrían todo género de martirios antes de abjurar. Los emperadores que más se
opusieron al cristianismo, haciendo derramar mucha sangre, fueron Nerón (s. I), Domiciano (s. I),
Trajano (quien, a pesar de sus grandes cualidades como emperador, hubo de ceder a la fuerza de la
opinión general, muy contraria entonces a los cristianos), Decio y Diocleciano. La persecución
verificada en tiempo de este último fue la más sangrienta, muriendo a consecuencia de ella muchos
cristianos, elevados a santos, como san Vicente, en Valencia, santa Eulalia, en Mérida, san Severo,
en Barcelona, santa Leocadia, en Toledo, santa Engracia y los Innumerables Mártires en Zaragoza.
La persecución terminó en 311, es decir, a comienzos del siglo IV, gracias a un Edicto de tolerancia
dado por el emperador Galerio y en el cual se reconocía a la Iglesia cristiana la condición de
sociedad lícita. Un año después, en 312, otro emperador, Constantino, que se hizo célebre
precisamente por su conducta con los cristianos, dio una ley o Constitución fechada en la ciudad de
Milán, en que mandó «no inquietar», es decir, no perseguir a aquéllos; y algún tiempo después dio
otra por la cual se igualó en derechos al cristianismo con la religión antigua, declarándose libre el
ejercicio del culto y ordenándose devolver a la Iglesia y a las corporaciones cristianas los bienes que
se les había confiscado.

70. Organización de la Iglesia cristiana.


A medida que se iba extendiendo el cristianismo, se iba organizando. Los cristianos se
dividían en clérigos y legos, y los clérigos en tres grados u órdenes: Obispos, Presbíteros y
Diáconos. Los Obispos eran los jefes superiores de la comunidad cristiana, nombrados primero por
los Apóstoles y sus sucesores inmediatos, y luego por el clero de la ciudad respectiva, con
aprobación del pueblo, es decir, de todos los fieles cristianos y de los otros obispos. En España, los
obispados fueron constituyéndose sobre la base de las antiguas diócesis o distritos de los legados
jurídicos de Roma, al paso que las circunscripciones rurales inferiores se constituían como
parroquias, con un presbítero. Para ser clérigo se necesitaban ciertos requisitos de edad, ciencia y
virtud, pero no era en los primeros tiempos condición indispensable el celibato; de modo, que se
podía ser casado y sacerdote, aunque no casarse, después de ordenados, los Obispos y Presbíteros.
A la sombra de la tolerancia de que en varios períodos gozó el Cristianismo en la misma
época de las persecuciones (del siglo I al IV), fue desarrollándose esta organización de la Iglesia, a
medida que aumentaban los fieles.
Desde la Constitución de Constantino, la organización fue más fácil. Rápidamente el
Cristianismo fue tomando el carácter de religión privilegiada y oficial, y por esto mismo
dependiente en gran medida de los emperadores, que intervenían en los asuntos interiores de la
Iglesia, tomaban parte en los Concilios y dictaban leyes reglamentando cosas de religión. En virtud
de éstas, se autorizó, v. gr., a la Iglesia para recibir herencias y legados de los particulares, se
preceptuó la observancia del domingo y se abolieron el suplicio de la cruz (muy en boga en Roma)
en recuerdo de haberlo padecido Jesucristo, y las luchas de los gladiadores.
Los clérigos empezaron a gozar de privilegios personales y de atribuciones de derecho. Así,
se les eximió de los cargos municipales, de pagar las contribuciones extraordinarias y las del
comercio, los que se dedicaban a él; hasta que otro emperador, Valentiniano III, prohibió que los
clérigos fuesen comerciantes, y dispuso también que pagasen las contribuciones, tanto ellos como
los bienes de las iglesias. Procedían estos bienes de dos fuentes: las limosnas que daban los fieles
para sostener al clero, y los legados y propiedades que recibían las iglesias consideradas como
sociedades. El Estado no daba sueldo a los sacerdotes cristianos.
En materia de derecho, se otorgó a éstos que diesen fe de las manumisiones, o actos de
conceder libertad a un esclavo que se verificasen a su presencia; se reconoció a los obispos el
carácter de jueces para los asuntos que se sometiesen a su fallo, bien por las dos partes litigantes,
bien por una sola, aunque la otra se opusiese: disposiciones que quedaron en suspenso algunos años,
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hasta que volvieron a tener vigor en tiempo del emperador Mayoriano. Los obispos fueron, además,
siempre, jueces de los clérigos, e intervinieron en el gobierno de las ciudades merced a la elección
del defensor civitatis.
Para el arreglo interior de la Iglesia, los clérigos solían reunirse en Asambleas llamadas
concilios, que unas veces comprendían a los de sólo un obispado, y otras a los de varios. En España
los celebrados durante este tiempo fueron el de Iliberis (año 306), el de Zaragoza (380) y el I de
Toledo (400). En el de Iliberis (Elvira) se votó en favor del celibato del clero, decisión que influyó
mucho en el Occidente de Europa, y se prohibió el casamiento de cristianos con gentiles, herejes o
judíos. El de Toledo fue muy importante, porque en él se unificó la doctrina de las comuniones
cristianas de España, adoptando la que había proclamado como católica o universal el concilio
general de Nicea presidido por un obispo español, Osio de Córdoba (cuyos consejos escuchaba con
respeto sin igual Constantino) y celebrado en aquella población del Asia Menor, con asistencia de
obispos de todo el mundo cristiano. Por esta época había también en la Península monasterios, o sea
casas de monjes que vivían en comunidad con un jefe.
Las iglesias de España gozaban de independencia en punto a su régimen y gobierno; pero
reconocían, como todo el orbe cristiano, la supremacía del obispo de Roma (Papa), la cual fue
aumentando poco a poco, ayudando a ello los emperadores, como Valentiniano III que mandó no se
pudiera intentar nada en el orden eclesiástico sin aprobación de la Iglesia de Roma. Los obispos
españoles acudieron con frecuencia a ella, bien para consultar cuestiones de fe, o disciplina, bien
para apelar de actos realizados por otros obispos. España dio a fines del siglo IV su primer Papa a la
cristiandad. fue san Dámaso (m. en 384), notable como escritor y epigrafista.

71. Las herejías.


En los Concilios, sobre todo en los generales, en que se reunían los obispos de casi todo el
orbe cristiano, iba fijándose la doctrina de la Iglesia en puntos de fe y disciplina, sobre la base de las
palabras del Evangelio y de los Apóstoles, y a medida que era necesario por las circunstancias, el
crecimiento de los fieles, la organización del clero y otros particulares. De esta doctrina común, que
la autoridad del Papa fue extendiendo sobre todas las comuniones cristianas, disintieron, por
diferentes causas, algunos clérigos, incluso obispos, y a estos disentimientos de parecer se llamó
herejías. De éstas hubo varias en España en los siglos IV y V. Las dos más principales fueron la de
Prisciliano y la de los llamados libeláticos.
Nació esta última a consecuencia de las durísimas persecuciones que los cristianos sufrían.
Para librarse de ellas y no padecer el martirio, consideraron algunos que era lícito fingir que ya no
se era cristiano, sino que se adoraba a los dioses del paganismo; y, para acreditarlo así, hacíanse dar
por las autoridades romanas un certificado (libelo, de donde el nombre de libélático) que,
naturalmente, envolvía una falsedad. Sostuvieron esta doctrina principalmente los obispos españoles
Basílides, de Astorga, y Marcial, de Mérida. A ella se opusieron otros obispos más celosos y
ardientes en la fe, que consideraron indigna y cobarde aquella superchería. Al cabo, Basílides y
Marcial fueron depuestos de su cargo y se condenó su doctrina.
La herejía de Prisciliano fue más importante y duró mucho tiempo, más de tres siglos. Era
Prisciliano natural de Galicia y muy apegado a las creencias religiosas indígenas, de origen celta.
Influido sobre todo por ellas, comenzó a predicar una interpretación especial del Cristianismo, que
difería mucho de la doctrina recibida por los Concilios y Papas. No creía en el misterio de la
Trinidad; opinaba que el mundo había sido creado por el demonio, el cual lo tiene bajo su poder;
que el alma es parte de la substancia divina, y el cuerpo depende completamente de las estrellas;
que esta vida es un castigo, porque sólo bajan a ella, a encarnarse en los cuerpos, las almas que han
pecado. Negaba la resurrección de la Carne y el valor del Antiguo Testamento. Defendía la
transmigración de las almas, la evocación de los muertos y otras ideas tomadas de los cultos
indígenas, probablemente. Por último, en vez de consagrar en la misa con vino, lo hacía con uva y
con leche, y admitía que todos los fieles pudieran celebrar las ceremonias religiosas, aunque no
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fuesen clérigos.
Esta doctrina se extendió rápidamente por España, sobre todo por Galicia, Lusitania y Bética,
contando con el apoyo de algunos obispos. A Prisciliano lo hicieron, también, obispo de Ávila.
Contra él protestaron otros prelados españoles, y para condenar sus ideas se reunió el Concilio de
Zaragoza (380). Prisciliano y los suyos acudieron al emperador, que, como hemos dicho, intervenía
mucho en los asuntos de la Iglesia. El emperador medió en la cuestión, aprobando unas veces,
desaprobando otras a los priscilianistas. Con su ayuda, éstos llegaron a dominar algún tiempo en
España, persiguiendo a los obispos ortodoxos; hasta que, al fin, un emperador sentenció en contra
de ellos e hizo matar a Prisciliano y a sus principales amigos.
No por esto concluyó la herejía, sino que se levantó más fuerte, sobre todo en Galicia; y,
aunque en el Concilio I de Toledo (año 400) abjuraron muchos priscilianistas, siguió durante cerca
de dos siglos. A fines del VI parece que quedaban ya pocos afectos a la mencionada herejía.
Aparte de estas luchas interiores, la Iglesia tuvo que combatir y condenar constantemente, no
sólo la religión romana, que subsistía, sino también las diversas religiones indígenas de las
provincias, que durante mucho tiempo continuaron influyendo, sobre todo en las gentes del campo,
bajo la forma de lo que se llamaban supersticiones.

4.—INDUSTRIA Y COMERCIO
72. Estado económico de España.—Movimiento industrial.
La diferencia de condición que tenían y tienen las distintas regiones de la Península, áridas
unas y sin riego, feraces otras y con agua, había creado desde un principio, según notamos,
situaciones muy varias en punto a la condición económica de ellas. Existían, por tanto, regiones
muy rica», como la del S., en que la agricultura y las muchas industrias adquirieron notable
desarrollo; y otras, como las del C. y N., pobres y con escaso valor agrícola e industrial.
La dominación romana atenuó estas diferencias, extendiendo la civilización por toda la
Península; pero, como era natural, produjo mayor efecto en las comarcas que estaban más
preparadas. Según el testimonio de los escritores de aquella época, la Bética, y especialmente los
terrenos que median entre el Guadiana y el Guadalquivir y las orillas de éste, eran muy fértiles. En
ellos, y en las demás comarcas agrícolas, se cultivaba con especialidad el trigo, la vid y el olivo.
España era una de las regiones que enviaban trigo a Roma; el aceite, sobre todo el de Andalucía, era
muy estimado y se producía en gran escala; y en punto al vino, aunque hubo época en que parece se
prohibió en España plantar nuevas vides (para no hacer concurrencia a los vinos italianos), se
derogó luego esta prohibición, y los mismos romanos introdujeron variedades especiales, como la
vid de Falerno, que da un vino todavía hoy célebre. De los vinos propiamente españoles tenían gran
fama en Roma el llamado Gaditanum (probablemente el de la región Jerez), el Lacetanum (quizá el
del Priorato), el de las Baleares, y otros.
El pastoreo, o sea la industria pecuaria, no era menos importante. Los ganados, sobre todo los
de la Bética, y en especial los lanares, eran muy apreciados. Con su lana se hacían tejidos
riquísimos, que con los de lino y otras materias tenían gran fama, distinguiéndose los de Salacia
(Alcacer do Sal), los de la costa catalana y los de las Baleares. Con el esparto seguían haciéndose
muchos objetos y desarrollándose esta industria, sobre todo, en la región SE., donde hoy continúa
(provincias de Alicante y Murcia).
Las industrias marítimas fueron muy importantes. Muchos pescados de España eran
preferidos en Roma a los de otros países, y las fábricas de salazón, que ya vimos en tiempo de los
fenicios, manteníanse en gran prosperidad.
Producíanse también cera-miel, grano de kermes, sal fósil y otras muchas cosas; pero la
principal y más rica producción era la de metales. Los romanos explotaron grandemente las minas
de plata y plomo de Cartagena y Almería, las de plata, oro, cinabrio, etc., del N. y O. de Andalucía
(Almadén, etc.), las de cobre y otras materias de Huelva, las de estaño de Galicia y N. de Portugal.
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Las minas de Cartagena dícese que en el siglo II antes de J. C. ocupaban a 40.000 trabajadores.
Estas minas, como ya vimos, eran unas del Estado y otras de particulares o corporaciones. El Estado
parece que se reservó siempre las de oro.

73. El Comercio.—Vías de comunicación.


Resultado de este desarrollo agrícola e industrial había de ser un gran movimiento en el
comercio, continuador del que Gades, Cartagena y otras grandes poblaciones españolas habían
tenido en tiempos anteriores. El comercio se hacía especialmente con Italia, Galia y África, de
donde venían por las caravanas productos muy apreciados.
Los romanos procuraban favorecerlo, aunque a veces tomaban medidas proteccionistas en
favor de Italia, como cuando restringieron en la Península el cultivo de la vid. Había además
muchas industrias estancadas, que los emperadores se habían reservado para su provecho particular,
como la tintura de púrpura, el tejido de sedas y otras, y establecieron los derechos de aduanas.
Aparte de esto, los romanos cultivaron los medios auxiliares del comercio.
De ellos eran principalísimos los caminos, con todos sus consiguientes de puentes, calzadas,
etc. Claro es que cuando vinieron los romanos a España había ya vías importantes de comunicación.
Los soldados romanos no siguieron en un principio otras vías que las abiertas por los indígenas y
los anteriores colonizadores, de las cuales algunas parece que atravesaban casi toda España. Por
motivos militares, en primer término, los romanos desarrollaron mucho la red de caminos,
construyendo, especialmente en la época de los emperadores, muchas grandes carreteras que
cruzaban en diferentes sentidos toda la Península y pusieron en comunicación las diferentes
regiones. De estas carreteras o vías (que aún en parte se aprovechan) eran las principales: una (la
más antigua) que, partiendo del extremo oriental de los Pirineos, seguía por muy cerca de la costa
hacia el S., hasta Cartagena, y de allí iba a Cádiz por el S. de Andalucía; otra, que conducía de
Lérida a Salamanca; otra, de Zaragoza a Mérida, por Calatayud, Alcalá y Toledo; tres de Mérida a
Lisboa; varias de Braga a Astorga, etc. Además de estas grandes vías, que en su mayor parte
construían los soldados, había caminos municipales, de que cuidaban los ediles. De los puentes que
se construyeron en las vías, algunos han quedado célebres por lo hermoso de su construcción, y aun
se conservan en todo o parte.
Esto por lo que toca a la comunicación terrestre. La marítima y fluvial era muy importante. En
la primera, aparte de los buques romanos, contaba España con buena marina mercante. Los buques
turdetanos, los de mayor tonelaje en el Mediterráneo, hacían el comercio con Italia principalmente.
Algunos de los ríos eran navegables: el Betis (Guadalquivir), con grandes navíos hasta Hispalis
(Sevilla) y con pequeños y lanchas, hasta Córdoba. El Guadiana no permitía la entrada de barcos de
mucho porte. Los puertos principales eran los del S. (Gades, Salacia, Cartagena, Malaca), del E. y
del NO. (Coruña, etc). Para la seguridad de la navegación se establecieron faros, como el del Betis,
en la desembocadura de este río, el de la Coruña y otros. Además, como los piratas de África y de
las Baleares solían apresar los barcos mercantes, y aun desembarcar en las costas, los romanos les
hicieron guerra más de una vez, y tenían en las costas (como ya dijimos) tropas especiales para
rechazarlos.

74. Otros medios favorecedores del comercio.


Aparte de la comunicación, necesitaba el comercio del medio más inmediato para los
cambios, que es la moneda. Ya hemos visto que se conocía en España antes de los romanos. Ã
‰stos la desarrollaron mucho, de un lado, permitiendo que siguieran acuñándola algunas
poblaciones indígenas que antes ya lo hacían y que, en efecto, la acuñaron con letras o leyenda
ibérica y fenicia (varias de Turdetania, Portugal (Salacia) y Sagunto), y de otro, estableciendo
centros de acuñación romana o asimilándose las de dominaciones anteriores. Con el tipo romano de
peso, división, etc., que iba extendiéndose a medida qut avanzaba la conquista, acuñaron Sagunto,
Tarragona, Celsa, Osca, Ilerda y otras varias poblaciones. Estos privilegios acabaron en tiempo del
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emperador Calígula (siglo I), que prohibió se acuñase en España.


Otro medio que hubiese favorecido mucho al comercio era el correo, caso de organizarse
como hoy día, en que sirve para la comunicación rápida de todos los ciudadanos. Pero el servicio de
correos, que estableció Augusto en los dominios de Roma, tenía un objeto puramente oficial. No se
servían de él más que los emperadores, las autoridades y algunas escasísimas personas
privilegiadas. Los gastos eran sostenidos por el pueblo, especialmente el de las provincias, que
había de suministrar caballos para los carteros o correos y prestar otros servicios muy onerosos. El
emperador Adriano (siglo II) organizó el correo como institución pública, extendiéndolo a todo el
Imperio y ordenando que contribuyese a sostenerlo Italia con las provincias.

5. CULTURA INTELECTUAL Y ARTÍSTICA.—VIDA PRIVADA


75. Cultura científica.
Los romanos atendieron principalmente al desarrollo de dos órdenes de la vida: el político y
militar, por su carácter conquistador y dominador, y el jurídico o del derecho, especialmente en el
aspecto civil: derecho de las personas, de la familia, de la propiedad, de las obligaciones o
contratos. En esto llegaron a alcanzar un gran desarrollo y una perfección superior a la de otros
pueblos: así es que influyeron notablemente en todos los territorios que dominaron, en los cuales,
no obstante subsistir por mucho tiempo las formas peculiares indígenas, acabaron por sobreponerse
las ideas jurídicas romanas. La legislación posterior al imperio romano conservó esta influencia, y,
a pesar de haber intervenido en la historia de España (y de Europa) otros elementos distintos, puede
decirse que la inmensa mayoría de las leyes y de las instituciones jurídicas han obedecido
principalmente al espíritu del derecho romano, que llegó a llamarse la razón escrita para encarecer
su perfección. La misma Iglesia cristiana, no obstante representar ideas diferentes, en gran parte, de
las que tenían los romanos, adoptó el derecho de ellos y aun favoreció su difusión por el mundo. De
esta manera, no sólo el orden político, sino todos los órdenes civiles que hemos citado, acaban por
regirse a tenor de las ideas romanas.
Pero la cultura de los dominadores no se limitó al derecho y su ciencia. La tuvieron también
en otros ramos del saber, como la filosofía, la geografía, las matemáticas, la medicina; aunque en
todos ellos no hicieron más que copiar a los griegos, no produciendo en realidad ningún filósofo ni
científico con originalidad propia y de verdadera importancia. Dentro de este carácter general, uno
de los principales entre los filósofos fue el cordobés L. A. Séneca, cuyas Epístolas morales, escritas
en el siglo I, alcanzan una gran elevación de ideas y parecen influidas por el cristianismo, entonces
naciente en Roma. Llevados de su espíritu práctico, lo que más llamó la atención de los romanos no
fue la ciencia pura, sino las aplicaciones de ésta a las necesidades de la vida, condición que tal vez
se transmitió en gran medida a los españoles. El servicio mayor que en este orden produjeron en la
Península fue el de divulgar la ciencia del mundo antiguo; y, así, al través de ellos principalmente,
influyeron sobre nosotros, durante varios siglos, los filósofos y científicos griegos, alguno de los
cuales dejó sentir su efecto largamente sobre la cultura española. En materia de agricultura y
agrimensura—estas últimas impulsadas por los grandes trabajos geográficos y estadísticos que se
emprendieron en tiempo de Augusto—dio España dos buenos tratadistas, ambos de la Bética:
Columela, autor de una Agricultura, y Pomponio Mela, que escribió de Corografía. De otro escritor
que se dedicó también a estudios científicos, históricos y filosóficos, llamado Cayo Julio Higinio (a
quien Augusto nombró director de la Biblioteca Palatina), se duda si realmente nació en Valencia.

76. Instrucción pública.


Para difundir su cultura, organizaron los romanos un sistema de instrucción o enseñanza
pública. Constaba de tres grados: la escuela primaria (schola, ludus literarius); lo que llamaríamos
establecimientos de segunda enseñanza (artes, vel disciplinae liberalis) y las escuelas prácticas o
profesionales.
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A la escuela primaria asistían los niños desde la edad de seis a siete años, sin distinción de
sexos. Los maestros se llamaban gramatistas o literatores, y aplicaban los castigos corporales en la
forma tradicional que ha durado casi hasta nuestros días. Ya hemos visto que los municipios
sostenían escuelas de este género.
En las liberales, o de segundo grado, frecuentadas desde los doce a los catorce años, se
estudiaban dos grupos de asignaturas: el primero llamado trivium, que comprendía la Gramática, la
Retórica y la Dialéctica, y el otro quadrivium, que abarcaba la Aritmética, Geometría, Música y
Astronomía. En España hubo escuelas de este género, en Córdoba, Sagunto, Cádiz y otras ciudades.
En Cartagena parece que existió una de siervos y libertinos.
Los estudios profesionales o prácticos, que se hacían en las mismas escuelas liberales,
referíanse a la Oratoria, la Filosofía, la Medicina, la Arquitectura y la Jurisprudencia. La primera
materia y la última eran las más favorecidas, como veremos luego. En punto a la Jurisprudencia (es
decir, el derecho), las escuelas especialmente dedicadas a ella llamábanse jus publice docentium, o
sea, enseñanza pública del derecho, y no se sabe si hubo de ellas en España o no. Cuando menos, no
parece que produjo la Península ningún gran jurisconsulto. Terminaban los estudios a los 21 años.
Los profesores eran de dos clases: unos, nombrados por las curias, y tenían, por tanto, el
carácter de oficiales; y otros que, sin nombramiento ni retribución del municipio, abrían cátedra
pública (auditorium), unas veces gratuitas, otras exigiendo retribución a los alumnos. Los primeros
tenían sueldo fijo en metálico y además recibían raciones de víveres; pero con frecuencia les faltaba
una cosa y otra, porque las curias se retrasaban bastante en el pago. Así es que vivían en gran
pobreza, «hasta debiendo en la tahona el pan que comen», como dice un autor de entonces.
Además de éstos, había maestros privados, que unas veces regentaban colegios, y otras daban
lecciones a domicilio. Las gentes ricas acostumbraban a tener también maestros especiales para sus
hijos. Eran, por lo general, esclavos o libertos distinguidos y de cultura, y se llamaban paedagogus.
Los romanos concedieron también gran parte en la enseñanza a los ejercicios físicos o
gimnásticos, que eran de muchas clases.

77. La Literatura.
Como hemos visto, los romanos daban gran entrada en sus estudios a las materias literarias.
No se puede decir, sin embargo, que llegasen a ser, en esta materia, originales y superiores. La
cultura literaria, como la científica, la tomaron de los griegos; y sus poetas, sus oradores, sus autores
dramáticos, no hicieron sino imitar a los de Grecia y aun traducirlos y copiarlos, sin conseguir más
que, en raros casos, igualarles. De todos los géneros literarios, la Oratoria, la Poesía y la Historia
fueron los más cultivados. En los dos primeros influyeron mucho los españoles, especialmente los
cordobeses, que llegaron a formar escuela y a imponer su gusto y manera de hablar en Roma. A esta
escuela pertenecieron Marco Porcio Latrón, Junio Gallion, Marco A. Séneca, Lucio A. Séneca,
Turrino Clodio, Víctor Estatorio y otros, todos los cuales, y en especial los Sénecas, se caracterizan
por el tono grandilocuente, florido y algo hinchado de sus discursos. Cádiz produjo también dos
buenos oradores, los Balbos(tío y sobrino), y Calahorra al principal retórico romano, Quintiliano,
profesor y autor de un tratado que influyó mucho en la enseñanza, no sólo de la época romana, sino
también de épocas posteriores, hasta nuestros días.
En poesía no contribuyó menos España al esplendor de la literatura, distinguiéndose V.
Marcial, de Calatayud, como satírico; Marco A. Lucano, de Córdoba, como épico, y otros de menos
importancia. A L. A. Séneca, el filósofo, se le atribuyen varias tragedias cuyo texto ha llegado a
nosotros y que contienen bellezas indudables. Los literatos españoles llegaron a ejercer una
verdadera tiranía en Roma, dominando el gusto público y transmitiendo su énfasis, su originalidad
algo rara y la libertad de las reglas retóricas a que propendían.
El hecho de semejante florecimiento latino en España muestra bien que el latín había
arraigado mucho en la Península, a lo menos en ciertas regiones y ciudades. El pueblo de éstas lo
hablaba como lengua propia; y, aunque el idioma o los varios idiomas indígenas continuaron
65

cultivándose y usándose incluso en las monedas, no nos han quedado de ellos obras literarias. El
latín fue bastardeándose al contacto con el habla popular y por influjo de las deformaciones que las
clases incultas producen siempre en el lenguaje. Por esto se distinguía, como una forma inferior e
impura, el latín de los campos, llamado rústico, del de las ciudades.

78. Literatura hispanocristiana.


Representando el Cristianismo un fondo nuevo de ideas, había de producir forzosamente una
literatura original y distinta de la de los autores paganos. Lo más importante que España ofrece de
los siglos II al IV son los poetas Juvenco y Prudencio, cantores de los triunfos del Cristianismo y de
los martirios de los cristianos. Sus poesías, rudas en la forma, respiran un entusiasmo y energía
altamente hermosos. También tuvo buenos oradores la Iglesia. Las herejías dieron origen a una gran
producción literaria por los muchos escritos que de una y otra parte se cruzaban defendiendo las
respectivas doctrinas. Prisciliano dícese que fue notable orador.

79. Industrias literarias.


Los libros que usaban los romanos eran todos manuscritos, lo cual obligaba a la existencia de
un oficio o industria muy importante: la de copista o copiador (librarius). De las obras que
adquirían fama, se hacían numerosas copias que se vendían en las librerías (tabernae), dispuestas de
una manera análoga a las de hoy. Se escribía sobre tablitas recubiertas de cera (códices), sobre una
especie de papel hecho con las hojas de una planta llamada papyrus, y sobre pergamino. El papel se
escribía por una sola cara y luego se juntaban las hojas por uno de sus lados formando una tira
larga, que se guardaba enrollada, a menudo sobre un eje de madera; y de aquí el nombre de
volumen. Para leer se iba desenvolviendo el volumen de izquierda a derecha, con objeto de ir
descubriendo las páginas necesarias. Las hojas de pergamino, que no podían enrollarse, se cosían
unas a otras como en nuestros libros actuales, formando el tomo (tomus), al cual se ponían cubiertas
de madera forradas de púrpura o pergamino. Andando el tiempo, se llamó liber (libro) a la obra
formada por un solo volumen o tomo; y codex a la que comprendía varios. La afición a la lectura
era grande, y, además de las bibliotecas públicas del Estado, las personas ricas tenían sus bibliotecas
particulares.
La literatura oficial —leyes, decretos, sentencias, etc., y la relativa a los enterramientos,
monumentos y edificios públicos— se grababa en planchas de metal o en piedra (inscripciones). En
España se han encontrado, como hemos dicho, algunas leyes especiales de ciudades (Osuna,
Málaga, etc.) grabadas en bronce.

80. Las Artes.—La Arquitectura.


Tampoco en bellas artes son los romanos más que discípulos de otros pueblos, cuyo sentido se
apropian, haciendo combinaciones varias que llegan a producir cierta originalidad. Esto se ve
especialmente en la arquitectura, arte que por su condición y fines prácticos fue el que los romanos
cultivaron más. Copiaron de su vecino el pueblo etrusco dos elementos arquitectónicos esenciales:
la bóveda y el arco, o arcada, con el cual dieron a sus edificios un aspecto diferente del que tenían
los de los griegos, que no conocieron más que el techo plano (horizontal o en ángulo) y la columna
sin arco. Los romanos desarrollaron aquellos elementos de una manera extraordinaria, construyendo
grandes edificios con bóvedas inmensas. Más tarde, en el siglo II antes de J. C, conquistada la
Grecia, reciben el influjo de este arte, y de él toman especialmente los elementos decorativos que
mezclan y recargan, adornando la parte superior de las columnas (capitel) de una manera nueva
(capitel compuesto).
Aparte de esto, lo característico de la arquitectura romana es la fuerza y grandeza que respira.
La construcción de grandes bóvedas y arcos, obligaba a levantar también grandes muros que
sirvieran de sostén, muy espesos y resistentes. Así lo hacían, empleando para ello la piedra labrada
como revestimiento exterior, y las piedras informes, los guijarros, los ladrillos, para el cuerpo
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interior, que va sujeto y afirmado mediante una especie de argamasa o mortero compacto de
grandísima duración. Debido a esta fortaleza, los edificios y monumentos romanos han resistido
tanto y se conservan hoy día muchos.

81. Monumentos romanos en España.


Los monumentos más característicos de los romanos no son los de carácter religioso
(templos) o militar (murallas), sino los que corresponden a la vida civil, y especialmente las
basílicas (edificios rodeados de pórticos y dedicados a la administración de justicia y al comercio),
los anfiteatros, los circos, los acueductos, las casas de baños (termas), los puentes y los arcos de
triunfo, que participan de un doble carácter, político y militar. Añádense a esto las grandes
construcciones de caminos de que ya hemos hablado.
En España hubo, indudablemente, monumentos de todas estas clases; pero sólo de algunas se
han conservado ejemplares. Corresponden todas a la época del Imperio, cuyos dos primeros siglos
son precisamente los de mayor florecimiento de la arquitectura romana; presentando la
particularidad de que los monumentos del E. y S. de la Península muestran diferencias notables con
los del N. y C, sin duda por haber influido en aquéllos la manera de construir de los romanos
orientales (los territorios conquistados al E. de Europa: la Turquía europea y la Grecia de hoy), que
modificaba algunos elementos decorativos y, constructivos. Los más importantes monumentos son:
Murallas.—Quizá las de Tarragona, construidas sobre planta antigua ibera o ibero-griega; la
parte ciclópea de Sagunto; algo de las de León y Lugo (las torres?); las de Ronda la Vieja, y otras.
Templos.—Se sabe poco de los templos españoles, aunque son muchos los restos que quedan
de ellos. En Tarragona hubo uno dedicado a Roma y Augusto; en Barcelona otro dedicado a
Hércules; otro en Mérida a Marte, y otros en Sagunto, Talavera, Hispalis, Évora, etc.
Anfiteatros, teatros, circos.—Lugares de recreo para las representaciones teatrales, las luchas
de fieras, de hombres con fieras (incluso toros) y de hombres entre sí (gladiadores). Hubo circos en
Tarragona, Sagunto, Mérida y Toledo; teatros en Tarragona, Sagunto, Mérida, Cabeza del Griego
(Segóbriga), Lisboa, Ronda; anfiteatros como el de Itálica; y en Mérida también, lo que se llamaba
naumaquia, es decir, un circo cuya pista se llenaba de agua para celebrar regatas y batallas
marítimas.
Acueductos.—Una de las obras más sorprendentes de los romanos, destinadas, como lo dice
su nombre, a llevar agua a las ciudades. El más notable de los de España, y aun de los del mundo, es
el de Segovia.
Puentes.—Los construían sobre arcos y solían decorarlos con estatuas y otros adornos a la
entrada y salida o en medio. El más característico es el de Alcántara. Los puentes los pagaba unas
veces el Estado romano, otras las ciudades vecinas.
Arcos triunfales.—Dedicados a conmemorar las victorias de los generales y emperadores,
iban adornados con relieves, inscripciones y estatuas. Análogos a éstos se levantaban otros
dedicados a personas notables, unas veces en el interior de las poblaciones (calles, plazas,
mercados) y otras en los caminos (puentes, carreteras). De éstos quedan en España el de Bará
(Tarragona), dedicado a un general; el de Caparra, el de Martorell, el de Cabanes y otros.
Sepulcros, necrópolis.—Los romanos quemaban a sus muertos y encerraban las cenizas y
huesos en urnas. Estas urnas se depositaban luego en los cementerios o necrópolis (ciudad de los
muertos), que eran de muchas clases: unos tajados en roca viva, con galerías y nichos, como el de
los Pompeyos en Baena, el de Osuna, el de Carmona, etc.; otros en cuevas o edificios abovedados,
llamados, por la forma y colocación de los nichos, palomares o columbarios. Las personas ricas
levantaban para su enterramiento grandes construcciones, de que son ejemplo en España el de
Tarragona, llamado vulgarmente sepulcro de los Escipiones, pero que parece es de una mujer
llamada Cornelia; el de los Antonios, en Sagunto; el de L. E. Lupo, en Fabara (Aragón) y otros. Los
romanos ponían en sus sepulcros lápidas con inscripciones dedicadas al muerto. De éstas se han
encontrado muchísimas.
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Baños.—Los romanos eran muy aficionados al baño, sobre todo, de agua caliente, y para
tomarlo construían grandes edificios lujosos, con muchas salas, piscinas, etc., que llamaban termas.
En España no se ha conservado ninguno de éstos, pero se sabe que existieron en muchas
poblaciones, porque los romanos introdujeron aquí esa costumbre higiénica. Además, usaban de las
aguas minerales del país; y para tomarlas cómodamente construyeron establecimientos balnearios,
como los de hoy día. En España, muy rica en aquella clase de aguas, hubo muchos; y de ellos viene
el nombre de Caldas que llevan algunos pueblos. Además, estas aguas se exportaban para que, las
bebiesen los que no podían ir a los baños.
Estatuas, mosaicos y otras obras.—Los romanos fueron muy aficionados a levantar estatuas a
sus dioses y a sus emperadores, generales, magistrados, etc. En España hubo muchas en todas las
poblaciones. De las religiosas es notable la cabeza de la diosa Roma, hallada en Itálica. En tamaño
pequeño abundaban mucho, especialmente las de dioses (sigilla), en mármol, bronce, oro, etc.,
importadas de Italia. El pueblo las usaba de barro.
En pintura es muy poco lo que se ha encontrado en España. Los romanos acostumbraban a
pintar al fresco las paredes de sus habitaciones, las fachadas, el interior de las cuevas sepulcrales.
De estas últimas quedan las de Carmona y otras. Cuadros en tabla o metal, no se ha encontrado
ninguno.
En su lugar hay muchos mosaicos, hechos con piezas pequeñas y figurando composiciones
pictóricas de carácter religioso, humano o decorativo. Con ellos adornaban los pisos de los edificios
públicos y particulares. En España son innumerables los encontrados, y algunos muy hermosos con
figuras y adornos.

82. Industrias artísticas.


Se desarrollaron en España especialmente las que respondían a necesidades esenciales de la
vida, como la cerámica o producción de objetos de barro. De éstos fueron célebres los llamados
barros saguntinos, que comprenden las diferentes clases de vasos que se usaban entonces. Su tipo
es imitación del que tenían los alfareros de Arezzo, importante población italiana en este orden de
industria. Aquí se fabricaron en Tarragona, especialmente, según se cree; pero muchos eran
importados de Italia. Llevaban adornos en bajo relieve y pinturas de grecas, guirnaldas, amorcillos,
deidades», juegos de circo, procesiones y animales, sobre fondo rojo, amarillo con vetas rojas
(jaspeado), blanquecino y ceniciento.
Hubo también en España fábricas de cántaros y tinajas (ánforas), de varios tamaños y de
estatuitas (santos) de barro. Las lámparas que se usaban entonces, de barro cocido, para aceite y con
relieves, parece que eran fabricadas fuera de la Península y traídas aquí.
En punto a la moneda, que llevaba dibujos notables, véase lo que se dijo antes. En obras de
metales se han encontrado vasos y tazas de plata, armas de bronce y un disco de plata que
representa al emperador Teodosio.

83. Monumentos cristianos.


El Cristianismo, que traía ideas y necesidades nuevas, era natural que necesitase edificios y
monumentos de carácter diferente a los de los paganos. Las persecuciones sufridas en los cuatro
siglos primeros no consintieron que los cristianos dieran por entonces gran desarrollo exterior a los
lugares que les pertenecían. Reuníanse generalmente en las casas particulares, en los oratorios
privados de los fieles ricos, y en los cementerios o panteones de éstos, que fueron la base y
principio de los cementerios cristianos. En éstos no se guardaban las cenizas como en los
cementerios romanos, después de quemar el cadáver; sino que se enterraba el cuerpo entero en unas
cavidades abiertas en la pared en forma de nichos. El crecimiento del número de fieles obligó a
extender mucho estos cementerios, abriendo galerías o cuevas por bajo de tierra, hasta el punto de
constituir como una población subterránea, con calles y plazoletas. A estos lugares se llamó
catacumbas. Las más célebres son las de Roma, que ocupaban una extensión inmensa. En España
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las hubo también. En ellas construyeron los cristianos capillas o altares, donde se decía la misa,
especialmente en las épocas de persecución. Al exterior también levantaron algunas capillas.
Las sepulturas, colocadas como se ve en el grabado, solían tener una lápida de mármol o
piedra, con inscripción sencilla; y pinturas o relieves, que adornaban los muros. Los pintores
cristianos imitaron a los paganos; pero introdujeron también elementos y figuras nuevas, simbólicas
o sea que representaban cosas de la religión. Las más frecuentes son la de Cristo en forma de un
pastor que lleva un cordero (el Buen pastor), o el cordero solo; la paloma, que significa el alma; el
pez, que representaba el anagrama del nombre de Cristo y que se imprimía también sobre las
lamparitas sepulcrales de barro y otros objetos. El distintivo que solían llevar los cristianos era un
pececito de barro, marfil, etc., a manera de escapulario. También llevaban medallas con figuras de
santos o alegorías. La decoración fue aumentando y enriqueciéndose con el tiempo y ofreciendo
caracteres muy distintos de la pagana. Los sepulcros cristianos de fines de esta época llegaron a ser
de belleza y riqueza artísticas notables.

84. Las iglesias.


De las primeras capillas cristianas no han quedado restos apreciables. Cuando Constantino
aceptó la religión cristiana como religión protegida, empezaron a levantarse las primeras iglesias
llamadas basílicas. En su construcción imitaban a las basílicas paganas, pero añadiendo elementos
nuevos tomados de las catacumbas y de los edificios romanos privados. La entrada tenía la forma de
un pórtico; luego venía un patio (atrium) con pórticos a los cuatro lados; luego un vestíbulo o sala,
y en seguida la iglesia, dividida en tres partes o naves, por medio de columnas. La nave de la
derecha la ocupaban los hombres; la de la izquierda las mujeres, y la del centro el clero. En el fondo
estaba el altar. El techo era plano», con tejado, a veces, de doble vertiente. Las paredes estaban
adornadas con pinturas y mosaicos. Otro tipo, más modesto, que parece haberse empleado en
algunas regiones españolas, como Asturias, es el de la iglesia de una sola nave, con bóveda baja,
obscura y división por canceles entre el pueblo y los sacerdotes. En los tiempos posteriores veremos
el desarrollo de este arte.

85. Los monumentos indígenas.


A pesar de lo intenso de la romanización, gran parte de la cultura y del tipo de vida propio de
las poblaciones indígenas se mantuvo con pleno carácter en diferentes territorios de la Península.
Obsérvase así», especialmente, en los monumentos ya religiosos, ya de género distinto, que
siguieron construyendo los españoles y que fácilmente se distinguen de los romanos. La mayoría de
los que hoy se conservan pertenecen a la época de la dominación romana y llenan el vacío de
monumentos de tiempo anterior (§ 23). Tales son, entre otros, los sepulcrales hallados en el C. y N.
de la Península, y que consisten en estatuas como las muy características de guerreros, encontradas
en Galicia y Portugal, y las de cuadrúpedos (toros, jabalíes, cerdos y caballos) ya citadas (§ 25), de
que son muestra los célebres toros de Guisando y que, a juzgar por las inscripciones que algunas
conservan, eran, en efecto, monumentos funerarios y no de otra clase, como se ha creído. También
los hay en forma de cipos o pedestales, con bajos relieves que diferían según la localidad, y tajados
en la roca, con pinturas en la parte exterior e inscripciones. De carácter religioso son los ídolos de
bronce representando figuras humanas, hallados en bastante número y que se distinguen bien de los
de origen romano (§ 81).

86. La vida privada.


Los romanos introducen en España, con mayor amplitud que lo habían hecho los
colonizadores anteriores, el tipo de las ciudades, de los grandes centros de población, propio de las
civilizaciones adelantadas. Los indígenas, por el contrario, sabemos que vivían preferentemente en
el campo, como población rural, desparramada en aldeas y caseríos, aunque también tuviesen
ciudades, fortalezas y puntos de reunión, que les servían, en especial, para los casos de guerra. Los
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que se romanizaron o aficionaron a las costumbres de los romanos, afluyeron a las ciudades o
fueron agrupándose en pueblos e imitando la construcción romana.
En la ciudad, los hombres vivían fuera de su casa, en la calle, la mayor parte del día. El centro
de reunión era la plaza pública (forum), rodeada por los edificios principales, la Basílica, el templo,
los mercados; y en ella se celebraban las fiestas, se ventilaban los asuntos judiciales, se arreglaban
los negocios de comercio, se reunían las secciones electorales o curias, etc. Por la tarde, lo general
era encontrarse en los establecimientos de baños (termas), cuya apertura anunciaban diariamente las
campanas. Las mujeres y los esclavos dirigían los asuntos y trabajos interiores de las casas; pero las
mujeres podían salir a la calle, ir a los baños, a los teatros, etc.
Las casas, que en un principio habían sido una cabaña sencilla, rectangular, se convirtieron,
andando el tiempo, en edificios que unas veces tenían sólo planta baja, y otras (especialmente en
Roma y las grandes ciudades) varios pisos para alquilar. Las de sólo planta baja, no tenían fachada
como las actuales; por fuera ofrecían a la vista los muros pelados y la puerta de entrada, o bien, a
derecha e izquierda de ésta, tiendas sin comunicación con el interior. En éste, la habitación principal
es el atrio, pieza rectangular rodeada de pórticos y con una claraboya en el techo; en ella se reciben
las visitas de los clientes, y se guardan las imágenes de los antepasados. Detrás vienen el despacho
del amo de la casa y los comedores, y en último término las habitaciones privadas de la familia,
alcobas, capilla de los dioses domésticos, etc. La luz viene siempre del interior. Esta manera de
construir se generalizó en España, principalmente en las regiones del S. y E., y en los pueblos de las
carreteras. Las calles eran estrechas y tortuosas; pero, en cambio, las plazas solían ser grandiosas,
sobre todo en tiempo del Imperio, adornadas con estatuas, arcos, etc.
Los romanos gustaban del campo, y los ricos solían tener casas de recreo (villas) en medio de
sus propiedades cultivadas por los esclavos y colonos. En los campos de la Bética eran muy
frecuentes las villas. En algunos sitios, como el N., las casas sufrieron alguna modificación por
motivo del clima, añadiéndoles hornos o chimeneas para calentar las habitaciones.
Trajes.—El traje de los romanos consistía, para los hombres, en una especie de camisa de lana
blanca, con o sin mangas, ceñida a la cintura (túnica), que se usaba sola dentro de la casa. Para salir
se ponían encima una especie de capa de lana blanca (toga), propia de los ciudadanos romanos. La
de los emperadores era roja, de púrpura. Los pobres, esclavos, viajeros, llevaban sobre la túnica una
capa sin mangas, de paño fuerte, que .se abotonaba por delante. Los soldados adoptaron el sayo
corto, de paño, que usaban los españoles y otros pueblos de las provincias. (Véase § 23)
Las mujeres vestían parecidamente a los hombres: la camisa, la stola o bata, larga hasta los
pies y ceñida a la cintura, y la palla o túnica larga para salir a la calle.
Estos trajes se extendieron mucho en España. A los pueblos que aceptaron la moda romana
les llamaron togados y fueron los más en nuestra Península, especialmente entre los ricos y los
esclavos.

87. Costumbres generales.


Mucho de ellas se ha mencionado en los párrafos anteriores. Fue, en rigor, lo que quedó más
vivo de la civilización indígena. Bien entrado el imperio, los autores romanos señalan en los
indígenas no pocas costumbres originales, que se separan de las de los romanos. Estos implantan las
suyas especialmente en las grandes ciudades: en ellas arraigan las fiestas del circo y del teatro,
diversiones públicas a que se aficionaron mucho los españoles. Respecto de ellas se encontrarán
todos los datos necesarios en las historias generales de Roma. En punto a los indígenas, pueden
aplicarse a este tiempo casi todo lo dicho en los párrafos 20 y 25, que procede, como es sabido, de
fuentes romanas. Otras costumbres características, cuya huella se encuentra en los monumentos (§
86), no han sido aún suficientemente estudiadas para que 5e las pueda describir con seguridad.
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EDAD MEDIA

PRIMERA ÉPOCA. LA DOMINACIÓN VISIGODA

1.—HISTORIA POLÍTICA EXTERNA


88. Los Bárbaros.
Ya hemos visto, en párrafos anteriores, las luchas que principalmente desde el siglo III
tuvieron que sostener los romanos contra la multitud de pueblos que ellos llamaban Bárbaros y que
constantemente invadían o amenazaban las fronteras N. del Imperio, más allá de las cuales vivían.
Los romanos designaron también a estos pueblos con el nombre común de Germanos (y al país
ocupado por ellos, al N. del Rhin y del Danubio, con el de Germania) que en idioma celta (es decir,
de los habitantes de las Galias) significa «vecinos», porque lo eran, en parte, de los Celtas. Ellos, sin
embargo, no constituían una nación única, sino que estaban divididos en grupos independientes,
que, a su vez, comprendían otras agrupaciones menores, también independientes en el orden
político. Así, el grupo llamado de los Godos comprendía, además de los Godos propiamente dichos,
a otros muchos pueblos como los Vándalos, Gépidos, Hérulos, Rugos, etc.
Las primeras noticias que hay de estas gentes proceden de un navegante griego, Pyteas, que
en el siglo IV antes de J. C. visitó, al parecer, las costas del Báltico. Desde entonces, hasta la época
a que ahora nos referimos, se habían producido en ellas muchos cambios, tanto en los sitios que
cada grupo ocupaba, como en sus costumbres. Al principio vivían errantes, ocupándose en la caza y
el pastoreo, sin habitaciones fijas. Luego se fueron estableciendo permanentemente, formando
aldeas o pequeños pueblos, cuyas casas eran tiendas de campaña o carros, y dedicáronse a la
agricultura. Por último, el trato frecuente con los romanos les fue civilizando, y hacia fines del siglo
I empezaron a construir verdaderas poblaciones, con casas de ladrillo rodeadas de una pequeña
huerta, habitando una familia en cada casa.
Los Germanos eran, por lo general, de elevada estatura, robustos y rubios. Los hombres se
dedicaban preferentemente a la guerra y la caza, dejando a las mujeres y a los siervos el cultivo de
los campos. Llevaban largo el cabello, teniendo esto como símbolo del hombre libre; y vestían
ligeramente, consistiendo su prenda principal en un manto de lana fuerte sujeto al hombro; el
calzado era de cuero y de lana las medias. Las mujeres usaban túnica de lino sin mangas», que
dejaba descubierta la parte superior del pecho; y tanto ellas como los hombres, gustaban adornarse
con joyas de piedras preciosas, metales y vidrio. Las armas de los guerreros eran, en los primeros
tiempos de sus relaciones con Roma, hachas, martillos, cuchillos y espadas de piedra, o de madera
endurecida al fuego, rara vez de metal, y para defensa se cubrían con casco, coraza y escudo de
madera. (Testimonio de Tácito: siglo I de J. C.)
Respetaban y estimaban mucho a la mujer, a quien creían investida de la facultad de prever lo
futuro. La familia era para ellos el centro social, y la agrupación de familias procedentes de un
mismo tronco (linaje) formaba una entidad política independiente, que los autores latinos llaman
civitas, o nación. En unas naciones había rey, que elegían los hombres libres reunidos en asamblea
o junta; y en otras era ésta misma quien gobernaba, nombrando a los funcionarios públicos que
convenía.
Las expediciones guerreras de invasión o avance las hacía toda la nación en masa, hombres y
mujeres, que viajaban en grandes carros, los cuales les servían a veces de fortaleza. De modo, que
sus invasiones no eran sólo las de un ejército, sino que representaban la emigración de todo un
pueblo.
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En punto a religión, adoraban a varios dioses personificación de fuerzas naturales, y las


ceremonias de su culto parecíanse en muchas cosas a las de los iberos españoles. Pero bien pronto,
en especial los Germanos que vinieron a España, se convirtieron al cristianismo.

89. Primeros germanos que entran en España.


De todos los pueblos germánicos, sólo algunos tienen relación directa con la historia de
España, siendo los primeros los Suevos, Vándalos y Alanos.
Los Suevos habían querido desde muy remota fecha entrar en las Galias, y por esto lucharon
ya con César, que los venció; los Vándalos también sostuvieron guerras con los romanos desde
fines del siglo II, hasta que a principios del V emigran, de los territorios de Hungría que ocupaban,
hacia el Rhin, en compañía con los Alanos; poco después, en el camino, se les unió un grupo de
Suevos. Todos juntos atravesaron el Rhin, no sin luchar con los Francos, que ocupaban las orillas, y
entrando en las Galias las devastaron por espacio de tres años, intentando también penetrar en
España; pero dos jefes españoles de la familia de Teodosio, llamados Dídimo y Veraniano, al frente
de un ejército de colonos y siervos —al decir de un historiador contemporáneo—, consiguieron
rechazarlos esta vez. Continuaron entonces recorriendo la parte S. de las Galias, hasta que las tropas
de un general romano sublevado contra el emperador les facilitaron la entrada en España (año 409).

90. Efectos de la invasión.


He aquí cómo describe la invasión de Suevos, Vándalos 6 y Alanos un escritor español (Idacio)
que la presenció y cuyos escritos se conservan: «Los Bárbaros que habían penetrado en España lo
llevan todo a sangre y fuego: la peste, por su parte, no hacía menores destrozos... El hambre llegó a
tal extremo, que se vio a los hombres alimentarse con carne humana, sirviendo a las mismas madres
de alimento el cuerpo de sus hijos, muertos y preparados por ellas. Las fieras, acostumbradas a
cebarse en los cadáveres hacinados por el hambre, la guerra y las enfermedades, que hacían estrago
aún en los hombres más vigorosos, iban acabando lentamente con el género humano... Desoladas
las provincias españolas por este cúmulo de plagas, y convertidos los Bárbaros a deseos de paz por
la misericordia divina, se repartieron por suerte el territorio provincial. Los Vándalos y los Suevos
ocupan a Galicia, situada en la extremidad del Océano, los Alanos la Lusitania y Cartaginense, y los
Vándalos llamados Silingos, la Bética.»
No se crea por esto que los Bárbaros citados ocuparon toda España, ni aun toda la extensión
de las provincias que menciona el escritor a quien acabamos de copiar. Quedaron grandes
extensiones de terreno en poder de los hispano romanos, y especialmente muchas ciudades fuertes y
castillos, donde se refugió la población para defenderse. En conjunto, España siguió dependiendo de
los emperadores romanos, que tenían aquí tropas y que lucharon contra los Bárbaros invasores
durante algún tiempo, como veremos. No obstante; la debilidad del Imperio, que carecía de fuerzas
suficientes para acudir a todos los puntos amenazados por las invasiones germánicas, y el descuido
en que hubo de quedar la administración de las provincias por atender más a las urgencias de la
guerra y a las contiendas políticas de los aspirantes al trono en Roma, hicieron que en España, como
en otras regiones, se aflojasen los lazos con la metrópoli y se crearan núcleos semi-independientes,
dirigidos por los nobles y grandes propietarios hispano-romanos, y quizá también por algunos de la
antigua nobleza indígena.
Tal era la situación de España cuando empieza a intervenir en su historia otro pueblo
germánico procedente de la nación de los Godos.

91. Los Godos.


Constituían un pueblo numeroso que, en un principio de su estancia en Europa, se supone
habitó la Escandinavia y parte de la Prusia actual, dividido en dos grupos, situados respectivamente
a orillas opuestas del mar Báltico; de donde les vendrían los nombres de Visigodos (Godos del

6 Algunos autores mencionan también a los Silingos, pero éstos no eran más que una subdivisión de los Vándalos.
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Oeste) y Ostrogodos (Godos del Este): derivación no aceptada por todos los autores. Desde allí
emigraron, a comienzos del siglo II; y adelantándose a tierras de los romanos, comenzó la lucha con
éstos, en la parte N. del Mar Negro, en Asia Menor y en Macedonia. Al cabo, consiguieron que se
les concediese en propiedad un extenso territorio al N. del Danubio, entre este río y el Theiss, donde
se colocaron en el año 270, tomando la región el nombre de Gotia. Las relaciones con los romanos,
a pesar de esta concesión, no fueron siempre cordiales en adelante; unas veces, los Godos tenían el
carácter de aliados y auxiliares, y otras veces luchaban contra las tropas del Imperio. Hacia fines del
siglo IV, empujados por otro pueblo bárbaro, los Hunos, lograron pasar el Danubio muchas tribus
visigodas y ocupar terrenos de la orilla derecha, que les concedió el emperador de Constantinopla,
no sólo para que se estableciesen, sino también para que defendieran la frontera. A pesar de esto,
nuevamente se produjeron luchas entre Godos y romanos, de las cuales resultó que aquéllos se
apoderasen en pleno dominio de todas las provincias del N., hasta el Danubio. Durante este tiempo,
la civilización de los Godos experimentó grandes variaciones. Su continuo roce con los romanos les
hizo aficionarse a la cultura de éstos, de la cual tomaron mucho, dulcificando y mejorando en parte
sus primitivas costumbres. De estas influencias, la mayor y más trascendental fue el cambio de
religión. Los Godos se hicieron cristianos, contribuyendo especialmente a ello las predicaciones de
un hombre eminente que ejerció gran influjo sobre su pueblo.

92. Ulfilas.
Parte de los Godos pertenecía ya a la religión cristiana a principios del siglo IV, puesto que en
el Concilio de Nicea figura un obispo de ellos (año 525). Poco después aparece Ulfilas,
descendiente de una familia cristiana del Asia Menor, el cual evangelizó especialmente a los
Visigodos de la Mesia, Dacia y Tracia, imponiéndose por su gran talento y cultura y siendo elegido
obispo hacia el año 348. Ulfilas intervino en las luchas políticas que dividían a los Visigodos, y
acrecentó así su influencia. A la vez trabajó para desarrollar la cultura de aquel pueblo, traduciendo
la Biblia a la lengua goda, y modificó (adoptando caracteres griegos) la escritura germánica,
llamada rúnica, de la voz «runa», con que se designaba a las letras y que literalmente significa,
según se cree, «secreto o misterio»; con lo cual parece indicarse el supersticioso terror con que
miraban los Godos el arte de escribir, teniéndolo como especie de virtud milagrosa. Merced a los
trabajos de Ulfilas, el idioma godo sufrió algunas variaciones, ganando en dulzura y majestad.
No paró aquí la influencia de Ulfilas, sino que tuvo más trascendentales efectos en materia
religiosa. Las predicaciones hechas por él en un principio habían sido de carácter ortodoxo,
conforme con el dogma de Nicea (§ 70); pero a fines del siglo IV intervino Ulfilas con el emperador
de Constantinopla para que dejase pasar el Danubio a los Visigodos, a quienes empujaban y
atacaban los Hunos; y, siendo una de las condiciones que el emperador impuso, la conversión al
arrianismo de los Bárbaros, Ulfilas se dejó vencer, aconsejó la conversión a los Visigodos y éstos se
hicieron arríanos.
El arrianismo era una secta cristiana herética, que negaba la consustancialidad del Verbo con
el Padre, el misterio de la Trinidad y otros dogmas de la Iglesia de Roma. La influencia de este
cambio sobre la historia de los Visigodos fue muy grande, según veremos.

93. Los Visigodos en las provincias romanas.


De los dos grandes grupos del pueblo godo, el que más pronto se civilizó y se mezcló con los
romanos fue el Visigodo. En el tiempo durante el cual vivieron ambos en la orilla izquierda del
Danubio, los Ostrogodos formaron un reino único bastante poderoso, aunque sólo de su grupo, pues
los Visigodos continuaron divididos en pequeños Estados, gobernados unos por reyes y otros por
jueces. Cuando los Hunos atacaron la Gotia, los Ostrogodos se les sometieron, y los Visigodos,
como hemos visto, pasaron a tierras romanas del otro lado del Danubio. Desde entonces empieza a
formarse en ellos cierta unidad política, determinada por los propósitos conquistadores que se
desarrollaron en aquel pueblo. Movidos por ellos, los Visigodos, guiados por uno de sus jefes, gran
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general, llamado Alarico, guerrearon primero contra los romanos de Oriente y luego contra los de
Occidente, invadiendo la Italia por tres veces y apoderándose en la última de Roma (24 Agosto,
410). A poco murió Alarico y le sucedió en el mando de los Visigodos otro jefe llamado Ataúlfo, el
cual, aunque en un principio tuvo el plan de destruir por completo el imperio romano y fundar uno
gótico, convencido de lo difícil de esta empresa evacuó la península italiana y se dirigió a las
Galias. Desde allí intervino en las luchas de los aspirantes al imperio romano, tomando el partido
del emperador Honorio, que, al fin, venció a sus rivales y con el cual firmó Ataúlfo un tratado en
cuya virtud aquél autorizó a los Visigodos para permanecer en las Galias bajo la dependencia del
Imperio y a título de aliados o auxiliares. Ataúlfo se obligó a devolver a Gala Placidia, hermana del
emperador, que hizo prisionera Alarico al entrar en Roma y con la cual se casó luego.

94. Los Visigodos en España.


El establecimiento de los Visigodos en las Galias fue el principio de su organización como
reino y Estado permanentes. Ataúlfo contribuyó mucho a este fin, siendo el verdadero fundador del
poder político de los Visigodos. El pueblo todo, además, se dejó influir rápidamente por la
civilización romana, con la que estaba en contacto continuo, no sólo por las relaciones con los
emperadores, sino también por la mezcla con la población romana del S. de las Galias.
Ataúlfo, sin negar ostensiblemente su dependencia del Imperio, comenzó la conquista
definitiva del territorio, apoderándose de Narbona, Tolosa y Burdeos, poblaciones importantes que
le dieron la posesión de todo el S., o sea de las regiones que se llamaban Galia Narbonense y
Aquitania.
El emperador Honorio trató entonces de expulsar a los Visigodos, sin conseguirlo; y Ataúlfo,
privado de recursos por mar, cuyas costas tenían los romanos, e impulsado, bien por la falta de
subsistencia (que los romanos habían dejado de enviar, no obstante hallarse obligados a ello por el
tratado), bien por la acción militar del conde Constancio, que le arrojó de Narbona, se decide a
penetrar en España, atravesando los Pirineos orientales y apoderándose de Barcelona, después de
luchar con los Vándalos. Así entran por primera vez en la Península los Visigodos (año 414), cinco
años después que los Suevos, Vándalos y Alanos.

95. Los Visigodos como aliados del Imperio.


Ataúlfo gozó poco tiempo de sus conquistas. Su afición a las costumbres romanas y el
propósito que parece tuvo de imponerlas a su pueblo, rechazando las genuinamente góticas,
disgustaron a los Visigodos; y a este disgusto se debió, quizá, el asesinato de Ataúlfo cometido en
Barcelona, en 416. Le sucedió en la jefatura Sigerico, partidario de la tradición goda contra las
influencias romanas; pero su carácter cruel hizo que le destronaran pronto; eligiendo en su lugar a
Valia, uno de los reyes que más significan en la historia de los Visigodos, continuador de la política
romanizante de Ataúlfo, aunque con reservas y transacciones que éste no supo realizar.
Valia restablece las relaciones políticas con el Imperio. Honorio negoció con él los términos
de una avenencia, obligándose a facilitarle medios de subsistencia para el pueblo y concediéndole el
territorio de las Galias que había conquistado Ataúlfo; con lo cual, ya tuvieron los Visigodos un
título o fundamento jurídico de su dominación. En cambio, ellos se comprometieron a guerrear
contra los Suevos y demás germanos que ocupaban a España, para reconquistar la Península en
provecho del Imperio y como aliados de éste. Valia renunció a la posesión de Barcelona y otras
poblaciones españolas de que se había apoderado Ataúlfo, y se estableció en la Aquitania, tomando
por capital a Tolosa (de Francia), que siguió siéndolo del reino visigodo hasta principios del siglo
VI. De modo, que el territorio visigodo en este tiempo era puramente ultra-pirenaico, francés, que
diríamos ahora, sin comprender nada de España 7. La intervención en ésta de los Visigodos fue por

7 En las Galias llegó a comprender íntegramente la primera Narbonense, las dos Aquitanias y la Novempopulania, y
en parte la tercera Lionense, la Vienense, la segunda Narbonense y los Alpes marítimos, es decir, e! S. y Centro O.
de Francia.
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entonces sólo a título de aliados de Roma; condición que mantuvieron hasta el año 456, en que
empiezan a declararse independientes del Imperio, obrando por cuenta propia.

96. Guerras en España.


Valia, de conformidad con el tratado hecho con Honorio, comenzó a pelear contra los Suevos,
Vándalos y Alanos. Resultado de estas luchas fue el vencimiento de los Alanos, con muerte de su
rey Atax, y el de los Vándalos Silingos que ocupaban la Bética, cuyo monarca, hecha prisionero
(año 417), envió Valia a Honorio como trofeo de guerra. Los Alanos, rio pudiendo sostener su
independencia, hubieron de fundirse con los Vándalos de Galicia bajo la jefatura del rey de éstos,
Gunderico. De esta manera, gran parte de la Península volvió a reconocer el dominio del Imperio.
Poco después surgió guerra entre los Suevos y los Vándalos, únicos pueblos germánicos que
quedaban en España con poder político. Llevaron la mejor ventaja los primeros, de tal modo que los
Vándalos hubieran sido destruidos por completo, a no mediar en la contienda los más elevados
representantes de la Administración romana en la Península, el conde Asterio y el subvicario
Maurocelo. En virtud del arreglo que se hizo, los Vándalos abandonaron los territorios del NO. que
ocupaban, y se trasladaron a la Bética, donde estuvieron antes los Silingos (420).

97. Teodoredo.
Un año antes, en 419, murió Valia y fue elegido rey de los Visigodos Teodoredo, quien
trabajó por consolidar la dominación en las Galias y por asegurar el porvenir de su pueblo contra la
veleidad de los emperadores. Siguió al principio en buena relación con éstos, ayudándolos en nueva
guerra contra los Vándalos de España (año 422), relación que se rompió momentáneamente por
haber Teodoredo intervenido en la lucha entablada entre el emperador Valentiniano III y un general
romano (Juan) que quería usurpar el trono. Teodoredo aprovechó la coyuntura para apoderarse de
varias ciudades del SE. de las Galias, pero tuvo a poco que renunciar a estas conquistas, que habían
despertado el recelo de los romanos. Vuelto a la alianza con éstos, guerreó nuevamente (247) contra
los Vándalos, que dos años antes habían desembarcado en las Baleares, destruido a Cartagena y
Sevilla, y pirateado en la Mauritania. A la sazón había muerto el rey vándalo Gunderico y le sucedía
Gaiserico, hombre de ánimo esforzado y de gran alcance político. El cual, como viese que sería más
ventajoso para su pueblo establecerse en el N. de África (Mauritania) donde la desunión de los
generales romanos y las frecuentes acometidas de los Moros hacían poco temible la resistencia de
las tropas imperiales, se trasladó allá con todos sus súbditos, que, incluyendo las mujeres y niños,
no excedían de 80.000 (año 429).
Quedaban sólo en España los Suevos, quienes poco a poco ensanchaban sus dominios del
NO., conquistando las plazas fuertes que aun conservaban allí los hispano-romanos (430). A pesar
de varias gestiones hechas para obtener la paz, los Suevos siguieron saqueando las regiones de
Galicia habitadas por aquéllos, hasta que en 438 los derrota el general romano Andevoto.
Teodoredo no desaprovechaba, entretanto, ocasión para lograr ventajas. De sus atrevimientos
resultó guerra con el Imperio, cuyos generales atacaron con fortuna las posesiones visigodas de las
Galias. Al cabo se hizo la paz, y los Visigodos volvieron a ser auxiliares de los romanos en nueva
lucha con los Suevos (446), aunque esto duró poco, porque Teodoredo abandonó el partido romano
y se alió con Suevos y Vándalos, casándose el rey de los primeros con una hija de Teodoredo, y con
otra el de los Vándalos.
La presencia de un enemigo común, los Hunos, que ya habían amenazado a los Godos en el
Danubio, y que ahora se presentaban en las Galias al mando de un famosísimo jefe llamado Atila,
hizo que Visigodos y Romanos (éstos mandados por el general Aetio) volvieran a unirse. Juntos
ambos ejércitos con otra porción de pueblos auxiliares (Borgoñones, Francos, Sajones, etc.),
presentaron la batalla a Atila, a quien ayudaban diferentes grupos germánicos, y lograron vencerlo
en las inmediaciones de Chálons-sur-Marne (Campos Cataláunicos). Teodoredo, que luchó
valientemente, fue muerto en esta batalla (451).
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Elegido rey un hijo de Teodoredo llamado Turismundo, reinó sólo tres años, siendo asesinado
por sus hermanos Teodorico y Alarico o Federico, sin que nos sean conocidas las causas de este
crimen. Teodorico ocupó el trono y conservó al principio la alianza con los Romanos, en cuyo
nombre guerreó contra los Bagaudas (§ 66) que infestaban entonces la Tarraconense, venciéndolos
por completo.
Poco después intervino en el nombramiento de emperador, apoyando a un alto personaje
romano llamado Avito, con quien estaba en relaciones diplomáticas, y así alcanzó Teodorico gran
influencia en la corte de Roma.

98. La monarquía sueva.


Mientras tanto, los Suevos iban extendiendo su dominio en la Península. Se apoderaron de
Mérida y Sevilla, uniendo a su reino la Bética y la Cartaginense. Las tropas romanas, reducidas
entonces a la provincia Tarraconense, intentaron con el auxilio de los Visigodos recobrar aquellas
dos; pero fueron derrotadas por el rey suevo Rechila (446). El sucesor de éste, Requiario, siguió la
campaña victoriosamente, invadiendo la España Citerior, entrando en Vasconia, asolando la región
de Zaragoza en unión con los Bagaudas, y apoderándose de Lérida. Sin más que un pequeño
intervalo de paz, continuó la lucha invadiendo de nuevo Requiario la Cartaginense y la
Tarraconense. Entonces, Teodorico, que se había mantenido en buena relación con el rey de los
Suevos, rompió con él por no haberle atendido en sus recomendaciones para que no atacase a los
romanos. Teodorico venció (456), obligando a huir a Requiario, a quien hizo luego prisionero en
Oporto. Los Visigodos se condujeron cruelmente con los habitantes de raza romana, generalmente
odiados por los pueblos germánicos. Redujeron a esclavitud a muchas personas, sin excluir los
sacerdotes, saquearon las iglesias, destruyeron los altares y cometieron mil horrores más.
A pesar de la derrota de Requiario, no terminó el poder político de los Suevos. El mismo
Teodorico consintió, aceptando la mediación de los obispos católicos, que se reconstituyese la
monarquía sueva en Galicia bajo el mando de un rey llamado Frauta.

99 Nuevas guerras con el Imperio y con los Suevos.


Teodorico siguió la guerra en España sin dejarse de llamar aliado de los romanos, pero en
rigor haciéndola en provecho propio, colocando en los puntos principales tropas godas y saqueando
frecuentemente ciudades que pertenecían al Imperio. En 456 (el mismo año de ser vencidos los
Suevos), Avito, el emperador apoyado por Teodorico, fue destronado y muerto. El rey visigodo se
puso frente al sucesor, Mayoriano, y se dirigió a las Galias con parte del ejército, dejando en España
otras tropas y los Borgoñones auxiliares, que invadieron el territorio de Astorga y Palencia
portándose cruelmente con los vencidos. Los hispano-romanos sólo consiguieron detener a los
Visigodos en el campo atrincherado de Coyanza; pero los generales de Teodorico se corrieron a
otros puntos de la Península, asolando muchas comarcas, hasta la Bética (458), mientras diferentes
grupos de Suevos saqueaban Lusitania y Galicia.
Teodorico fue menos afortunado en las Galias y tuvo que ajustar paz con el emperador
Mayoriano (459), el cual vino a España y preparó aquí una expedición contra los Vándalos
africanos. Resultado de esta paz fue que los Visigodos volvieran a combatir a los Suevos,
derrotándolos varias veces. En esta campaña, las tropas visigodas estuvieron mandadas por
generales romanos. A poco, Teodorico se vuelve contra el emperador y, a pesar de haber sido
derrotado en una batalla, se apodera de varias poblaciones de las Galias; luego, llamado por los
hispano-romanos de Galicia, que no podían sufrir el yugo cruel de los Suevos, convertidos al
arrianismo, guerrea contra éstos nuevamente, hasta que muere asesinado por su hermano Eurico en
467.
Teodorico fue el rey que más hizo por extender el poder político de los Visigodos. No sólo
ensanchó los dominios de las Galias, sino que fue el primero (después de Ataúlfo) que conquistó
territorios para sí en España, obrando con independencia del Imperio, con el cual rompe
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decididamente. fue hombre de gran talento político, cuidadoso del gobierno, «sobrio en la palabra,
lento en el acuerdo, pronto en la ejecución», como dice un contemporáneo; y, a pesar de ser arriano,
respetó a la iglesia católica, reconociendo la jurisdicción del Papa sobre los Obispos del territorio
visigodo.

100. Eurico.—La conquista de España.


Los proyectos políticos de Teodorico hallaron una circunstancia favorable para cumplirse al
subir al trono su sucesor; pues a poco de este hecho, ocurrió la disolución del imperio romano de
Occidente, dominado ya enteramente por los Bárbaros. Un año antes de desaparecer por completo el
Imperio, siendo sustituido en Italia por un reino germano, Eurico, solicitado por el emperador
Nepos, firmó con éste un tratado (año 475) en que se reconocía definitivamente la independencia
del reino godo y se le cedía la Auvernia, hasta entonces romana. En 470, destronado el último
emperador (Augústulo), Eurico queda desligado de la alianza y se apodera en nombre propio y para
el reino visigodo de muchos territorios de las Galias y de España, que hasta entonces reconocían la
soberanía romana. En esta empresa le apoyaron varios magnates romanos de las Galias.
La conquista de la península la comenzó Eurico en 468, cuando, por la derrota del ejército
romano en Italia, no era de temer que viniesen de allá socorros. Empezó la campaña por la
Lusitania, apoderándose de Mérida, Lisboa y Coimbra; mas Lisboa fue, a poco, entregada por un
traidor a los Suevos. En 476, aliado con los Ostrogodos, conquistó varias regiones del N., por el
lado de los Pirineos. Los nobles hispano-romanos levantaron un ejército, con sus siervos y
partidarios, para oponerse a Eurico; pero éste los venció, dominando con ello la Tarraconense.
No debe creerse que, mediante estas conquistas, llegaran a dominar los Visigodos en todo el
ámbito de la Península ibérica. Aunque no pueda precisarse con exactitud el territorio que ocuparon,
parece lo más seguro que les pertenecieran la antigua Tarraconense (excepto, tal vez, lo más
montuoso de la Vasconia), casi toda la Cartaginense y varios territorios de la Bética y la Lusitania.
El resto de esta última y la Galecia pertenecían a los Suevos, salvo algunas comarcas montañosas
que vivieron independientes de todo poder durante muchos años. Es más que probable que en casi
todas las antiguas provincias españolas existieran pequeños núcleos de este carácter, dirigidos por
miembros de la nobleza hispano-romana, o quizá de la indígena, los cuales, desaparecido el poder
de Roma, tendieron a crear centros de resistencia contra los invasores germanos. Únicamente las
Baleares siguieron reconociendo el dominio imperial, no obstante la invasión que de los Vándalos
sufrieron.
En las Galias, Eurico se apoderó de la Provenza y de casi todo el SO., llegando por el N. hasta
el Loire; y además guerreó con ventaja contra los Francos que pretendían invadir el territorio
visigodo, y contra los Sajones (también de origen germánico) que pirateaban en las costas.

101. Poderío y política de Eurico.


Con todas estas victorias y con el gran talento político de Eurico, fue entonces el reino
visigodo el más poderoso e influyente de Europa. A su corte, unas veces residente en Tolosa, otras
en Burdeos o Arles, acudían embajadores de diversos monarcas, incluso los del imperio romano de
Oriente, solicitando alianza, y representaciones de muchos pueblos germánicos: Francos, Sajones,
Hérulos, Borgoñones y Ostrogodos.
Eurico se ocupó mucho en el gobierno interior de su reino, regulando las relaciones jurídicas
y haciendo codificar, es decir, reduciendo a forma de leyes escritas, agrupadas metódicamente, las
antiguas costumbres de derecho de los Visigodos. De este código de Eurico conocemos hoy, en
opinión de algunos autores, varios fragmentos contenidos en un manuscrito que perteneció al
convento de San Germán de los Prados; pero otros autores rechazan esta atribución, y afirman que
los fragmentos citados pertenecen al tiempo de Recaredo. Los provinciales romanos se regían por
sus leyes de origen también romano, aunque a veces adoptaban algunas normas de sus dominadores
visigodos. Eurico dio puestos de alta importancia en la administración a personas procedentes de la
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raza romana; con los obispos y clero católicos tuvo instantes de intolerancia y persecución, aunque
no fue ésta sangrienta ni muy larga, y parece que tuvo origen en el desvío de los prelados hacia
Eurico durante la guerra contra los imperiales de las Galias (470 al 472) y en el fanatismo arriano de
Eurico.

102. Los Francos.


A la muerte de Eurico, en 485, fue elegido rey su hijo Alarico. Tenía por entonces el reino
visigodo sus fronteras N. y E. de las Galias con tres reinos diferentes. Al NO. con los Francos,
pueblo germánico con quien ya luchó Eurico; al NE. con un territorio romano, independiente bajo el
gobierno de Siagrio, y al E. con los Borgoñones, pueblo germánico también, como los Francos. De
éstos era el jefe o rey más importante, Clodoveo (481), cuya capital, Tournay, estaba situada al
extremo N. de las Galias, en territorio que hoy es belga. Clodoveo era ambicioso de poder político,
y empezó por atacar, en 486, el reino de Siagrio, a quien venció, huyendo el rey romano a refugiarse
en Tolosa, al lado de Alarico. El cual, instado por Clodoveo, le entregó a Siagrio, a quien mató el
rey franco; y con esto se apoderó Clodoveo de todo el N. de las Galias, poniendo su frontera S. en el
río Loire y su capital en Soissons, un poco al N. de París. Poco después invade también el reino de
los Borgoñones y derrota a uno de sus reyes, que hubo de refugiarse en Aviñón, plaza fuerte del S.
de aquel reino.
Los designios de Clodoveo iban más allá; se dirigían a apoderarse del reino visigodo de las
Galias, que ocupaba todavía la mayor parte de estas regiones. Para ello tuvo un buen pretexto en las
cuestiones religiosas.

103. Visigodos y Francos.


En 496, Clodoveo se había convertido al Cristianismo, haciéndose católico, hecho que tuvo
gran resonancia. Con ello se atrajo la simpatía de la población romana y el apoyo del clero. Por el
contrario, tanto los fieles como los sacerdotes de los países dominados por los Visigodos estaban
muy descontentos de Alarico, que era arriano y un tanto fanático; aunque, por otra parte, se había
interesado por la suerte de los vencidos, codificando su legislación romana en un libro que se llamó
Breviario o Código de Alarico (año 506). Predominó, no obstante, aquella oposición de carácter
religioso. Por ella los católicos de toda la Galia dirigieron sus ojos a Clodoveo, esperando que los
redimiese del poder de los arria-nos; y algunos empezaron a conspirar en favor de aquél.
Semejante situación no era la más a propósito para disminuir asperezas. Alarico, aumentada
su animosidad contra los católicos con los recelos de peligros políticos, desterró a varios prelados
sobre quienes recaían sospechas de estar en tratos con los Francos; siendo de ellos el Obispo de
Arles y el de Rodez, expulsado este último por los mismos habitantes de la ciudad.
Clodoveo se aprovechó de estas circunstancias, y dando a la guerra el carácter de guerra de
religión—para lo cual contaba con el ardor de la fe nueva de su pueblo—, atacó a Alarico, Este se
preparó militarmente de un modo extraordinario. Empezó por cejar en su persecución a los
católicos, procurando, por el contrario, halagar a los prelados y a los nobles galo-romanos, y llamó a
las armas a todos los hombres hábiles para empuñarlas, sin distinción de razas. Los Galo-romanos
acudieron al llamamiento en gran número, batiéndose valientemente contra los Francos al mando de
Apolinar, hijo del obispo Sidonio Apolinar.
Los Francos fueron vencedores en esta guerra. Venció Clodoveo en la batalla de Vouglé,
cerca de Poitiers, y se apoderó Juego de diferentes poblaciones del E. de los Visigodos y de otras
del O., como Burdeos, Angulema y Tolosa (508). El resultado fue quedar reducidas las posesiones
de los Visigodos en las Galias a lo que se llamó Septimania (parte del SE. de la Francia actual) con
capitalidad en Narbona.

104. Intervención de los Ostrogodos.


Durando aún la guerra, en 507, murió Alarico, y fue proclamado rey su hijo natural Gesaleico,
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contra el derecho del legítimo Amalarico. Este fue amparado por su abuelo Teodorico, rey de los
Ostrogodos que dominaban en Italia; el cual se dirigió con sus ejércitos contra Gesaleico y contra
los Francos. A todos vencieron los generales Ostrogodos, obligando a retirarse a los Francos y a los
Borgoñones, que también habían atacado los territorios visigodos, y recobrando para Amalarico el
SE. de las Galias, que había perdido Gesaleico, y las comarcas de España. Gesaleico murió al cabo
en la guerra (511) y entró a reinar Amala-rico bajo la tutela de su abuelo, hasta 526, en que murió
este último.
Las posesiones de los Visigodos en las Galias quedaron limitadas a una porción del SE.
(Septimania) y algo más (Rodez, etc.), quedándose con otra porción de este mismo lado (Provenza)
los Ostrogodos.

105. Regencia de Teodorico.


La regencia de Teodorico, el rey de los Ostrogodos, no sólo tuvo el efecto militar de detener a
los Francos y conservar parte de los territorios visigodos de las Galias, sino que se extendió a la
misma organización del gobierno, muy relajada en los últimos años por efecto de las guerras
continuadas y de la lucha civil entre Amalarico y Gesaleico.
Las posesiones visigodas en España estaban regentadas por gobernadores, encargados de la
recaudación del impuesto territorial que pagaba la población sometida, y de otras funciones
jurídicas y políticas. De estos gobernadores, delegados del regente, hubo en tiempo de Teodorico
unas veces dos, y otras uno solo para todos los territorios visigodos. El regente reivindicó también
para la corona la exclusiva de acuñar moneda, favoreció la suerte de los colonos pobres y dictó
leyes para reprimir la frecuencia e impunidad de los homicidios. Con la Iglesia católica fue
tolerante, permitiendo la celebración de varios concilios: el de Tarragona (516), el de Gerona (í 17)
y los de Lérida y Valencia (524). En 526 murió Teodorico, y su pupilo y nieto comenzó a reinar
libremente.

106. Amalarico y Teudis.


Los Francos seguían siendo un peligro grave para los Visigodos, especialmente por lo que se
refería a las posesiones de las Galias. Amalarico trató de conjurarlo estableciendo relaciones
estrechas con los reyes de aquel pueblo, logrando, al fin, casarse con una hija de Clodoveo, la
princesa Clotilde. Pero, habiendo maltratado duramente el rey visigodo a su esposa, para obligarla a
que se hiciese, como él, arriana, Clotilde pidió auxilio a sus hermanos, y uno de éstos, Childeberto
(cuya corte estaba en París por entonces), declaró la guerra a Amalarico y lo derrotó en una batalla
cerca de Narbona. Los mismos soldados visigodos mataron al rey después de su derrota (551).
La situación era difícil para los Visigodos. Encontrábanse en el mismo peligro que a la muerte
de Alarico y sin contar ahora con el auxilio de un monarca tan poderoso como Teodorico, que antes
los había salvado. Hubieron, pues, de buscar un hombre de especiales condiciones para hacer frente
a la gravedad de las circunstancias, y lo hallaron en un antiguo virrey o gobernador de tiempo de
Teodorico, llamado Teudis, avecindado y casado en la Península con una española riquísima, cuyos
clientes y colonos, al decir de un escritor contemporáneo, pasaban de 2.000. fue elegido rey Teudis
según los procedimientos y formas legales; y procedió desde luego a guerrear contra los Francos,
que en 531 habían llegado a la Cantabria, en 532 se anexionaron un pequeño territorio de la
Narbonense, y en 533; se apoderaron de Pamplona y pusieron sitio a Zaragoza. Resistió
valientemente esta ciudad, y los Francos hubieron de retirarse perseguidos por dos ejércitos
visigodos, uno de los cuales, mandado por el mismo Teudis, les causó grandes pérdidas; en virtud
de estas derrotas, cesaron de inquietar con nuevos ataques. En el mismo año 533 emprendió Teudis
una expedición al África, con intento de conquistar algo en ella. Pertenecía entonces esta región al
imperio de Oriente o de Bizancio, que la había tomado a los Vándalos. Las tropas de Teudis se
apoderaron de Ceuta, pero la recobraron los Bizantinos, malográndose la expedición.
Teudis, siguiendo la política organizadora de Teodorico, procuró moralizar y ordenar la
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administración pública. Consérvase una ley suya (hallada en un manuscrito del código de Alarico,
existente en la catedral de León) dirigida a impedir las estafas de que eran víctimas los litigantes por
parte de ios jueces y funcionarios subalternos de los tribunales de justicia.
En 548 murió Teudis en Sevilla, asesinado por uno que se fingía loco. Le sucedió el general
Teudiselo, de cuyo breve reinado nada se sabe, si no es que llevó durante él vida muy escandalosa,
por lo cual era generalmente odiado. Fue asesinado en Octubre de 549.

107. Agila.—Los Bizantinos en España.


Sucedió en el trono Agila, el cual, para redondear la dominación de España hizo la guerra a
los habitantes de la Bética, que aun se conservaban independientes de los Visigodos bajo la
dirección de los nobles hispano-romanos que, desde los tiempos de Mayoriano (§ 99), y aun más
desde la desaparición del imperio de Occidente, eran los que mantenían la tradición del gobierno
imperial. Agila fue derrotado cerca de Córdoba; y esta derrota, así como su conducta tiránica y su
hostilidad contra los católicos, que formaban la masa de la población española, las aprovechó en
favor suyo un noble visigodo que ambicionaba la corona. Atanagildo, que así se llamaba el
pretendiente, no creyendo bastantes las fuerzas de que disponía para derrotar a Agila, pidió auxilio
al emperador de Oriente, que lo era a la sazón el gran Justiniano, y éste le envió un fuerte ejército al
mando de uno de sus mejores generales (554).
Aprovechando la coyuntura, y a título de aliados, los Bizantinos se apoderaron de las
poblaciones más importantes de las costas mediterráneas E. y S.; y, peleando con los secuaces de
Atanagildo contra Agila, derrotaron a éste cerca de Sevilla. Agila se retiró a Mérida, donde los
suyos le asesinaron. Con esto quedó por rey Atanagildo, el cual tuvo que tolerar, por el momento,
que los Bizantinos ocupasen gran parte de la España oriental y meridional.

108. Atanagildo.—La guerra contra los Bizantinos.


Bien pronto tuvo que cambiar de actitud el nuevo rey. Los Bizantinos, traspasando los límites
del tratado —que según se cree les concedía parte de la Bética y de las regiones meridionales y
orientales de la Cartaginense—, comenzaron a querer enseñorearse de nuevos territorios, apoyados
en esto por la masa de población hispano-romana, en quien la condición de imperiales (recuerdo de
la antigua Roma) y la de católicos que tenían los Bizantinos, despertaban gran simpatía.
Los Bizantinos ocupaban toda la extensión de tierra que va desde la desembocadura del
Guadalquivir a la del Júcar, y desde el mar a las sierras de Gibalbín, Ronda, Antequera y Loja, el
picacho de Beleta (o Veleta), los montes de Jaén, Segura y Alcaráz, el puerto de Almansa y los
territorios de Villena, Monóvar y Villajoyosa. Ante este peligro, Atanagildo declaró la guerra a los
Bizantinos; y duró ésta trece años, con varia fortuna. En este tiempo tuvo, además, Atanagildo que
luchar con los Francos, que amenazaban los territorios de las Galias, y con los Vascos, indómitos y
atrevidos.
Atanagildo siguió una política muy prudente. fue dulce con los católicos, quitando así esa
fuerza a los Bizantinos; y fijando su capital en Toledo, engrandeció esta ciudad, que alcanzó fama
europea. Respetado y querido de todos, murió Atanagildo en 567. Hasta la primavera de 568 hubo
interregno, sin que se conozca la causa de él. Terminó con la elección de Liuva, hermano del rey
anterior y duque o gobernador de Aquitania, el cual, a poco de haber entrado a reinar, dividió la
gobernación de los Estados visigodos con su hermano Liuvigildo, duque de Toledo, encargando a
éste los territorios de España y quedando él al frente de los de la Galia.

109. Situación política de España.


Como ya hemos dicho repetidas veces, hallábase la Península repartida entre diferentes
dominadores. Subsistía, ocupando la región NO. y CO., el reino suevo, todavía poderoso, no
obstante las graves derrotas de años anteriores; los Bizantinos poseían la Bética y parte de la
Cartaginense; y además vivían como independientes, dirigidas por principillos y señores (en su
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mayoría, de la nobleza his-pano-romana) las regiones de Oviedo, León, Palencia, Zamora, Ciudad
Rodrigo y otras, a más de las ocupadas por los Vascos.
Leovigildo (o Liuvigildo) tuvo desde luego la aspiración de reducir toda la Península al poder
visigodo. Considerándose rey con todas sus atribuciones, quiso rodearse de toda la pompa exterior
que pudiese ayudar a su prestigio y al buen resultado de sus proyectos, y adoptó el ceremonial de
los emperadores de Constantinopla, acuñando moneda de oro conmemorativa de su elección, en que
aparece con traje regio. Dando muestras de gran tacto político, ajustó paces con las fuerzas
bizantinas y las hizo servir a sus propósitos, fingiendo sumisión y acatamiento al emperador.
Importaba, en primer lugar, detener a los Suevos, que pretendían ensanchar sus fronteras,
apoyados en las regiones independientes de Asturias, León y Extremadura. Liuvigildo les hizo la
guerra logrando ganar a Zamora, Palencia y León, pero no a Astorga, que hubo de resistirse
tenazmente, en favor de los Suevos.
Al año siguiente, el rey dirige su ejército al S., contra los mismos Bizantinos de que parecía
tan amigo, y les gana, en la región llamada Bastania malagueña, a Córdoba y Asidona (Medina-
Sidonia), después de tres años de lucha. En el entretanto, los Suevos habían invadido comarcas
independientes de Extremadura, pretendiendo extender por aquí su frontera.

110 Liuvigildo, rey único.—Desórdenes interiores.


En esta situación, ocurre la muerte de Liuva (57?), y Liuvigildo queda rey de todos los países
visigodos. Nombró al instante, según se cree, gobernadores de Narbona y Toledo a sus dos hijos,
Hermenegildo y Recaredo, y siguió adelante sus conquistas.
La primera región que ganó, con intención de contrarrestar el avance de los Suevos, fue la
llamada Sabaria, al N. de Portugal, habitada por gentes astures, independientes, según parece.
Las cuestiones de política interior detuvieron estas campañas. Bien fuese porque (según
costumbre que acreditan autores contemporáneos) hiciese matar Liuvigildo a varios nobles que
pudieran ser un peligro para su corona o para la sucesión en ella de sus hijos; bien porque, sin este
motivo egoísta y personal, tratase el rey de reducir el poderío de la nobleza (y quizá no sólo de la
visigoda, sino también de la hispano-romana e indígena), perjudicial, en todo caso, para la paz
interior y la robustez del trono, lo cierto es que los nobles, en pugna con el rey, movieron diferentes
sublevaciones y motines, primero entre los Cántabros, luego entre los Cordobeses y Astures y en
Toledo y Elvora (Aebura Carpetana), los cuales movimientos aprovecharon por su parte, los
Bizantinos y los Suevos. Liuvigildo no se doblegó por esto. Acudió a todas partes: venció a los
Cántabros, tomó entre otras poblaciones a Amaya y a Saldaña y sofocó los motines de Toledo y
Elvora, tomando terribles venganzas contra los instigadores.

111. Nuevas conquistas.


Apaciguado interiormente el país, siguió Liuvigildo su propósito conquistador, ganando
varios reinecillos independientes que existían en territorio gallego (país de Orense: Montes
Aregenses) y en Andalucía (país de los Oretanos, Bastetanos y Deitanos: Monte Oróspeda).
La conquista de esta última región despertó el recelo de los Bizantinos, que para contrarrestar
las ventajas de Liuvigildo suscitaron rebeliones en varias ciudades de la costa levantina, de la Galia
y del interior de España (v. gr., Zaragoza). El rey, ayudado especialmente por su hijo Recaredo,
venció todas estas sublevaciones, castigando cruelmente a los comprometidos en ellas y entrando
victorioso en Narbona, Zaragoza, Leiva, Rosas, Tarragona y Valencia. Siguió a estas luchas un
período de paz que comienza en el año 578 y que llenaron sucesos de política interior de que
trataremos luego especialmente. Como punto de apoyo de las nuevas conquistas, fundóse entonces
en lo que se llama ahora Alcarria una ciudad fuerte, que en honor de Recaredo se llamó Recópolis y
de la que no queda apenas vestigio.
Hacia el año 580 reanudáronse las campañas, dirigidas ahora contra los Vascones sublevados.
Ocupaban éstos una región comprendida entre el río Oyarzún y el cabo Higuer en el Océano, por el
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N., hasta Canfrac, Jaca y el Gallego; y por el S., desde Cervera del río Alhama hasta la confluencia
del Gallego y el Ebro, con poblaciones tan importantes como Pamplona, Ejea, Calahorra, Cascante,
Alagón, Jaca y otras, con más los territorios comprendidos desde Bilbao y el Nervión hasta San
Sebastián, y desde el mar hasta Miranda de Ebro. Liuvigildo emprendió en 581 la campaña contra
ellos, logrando ocupar gran parte de la Vasconia, apoderándose de Egessa y fundando como fuerte
militar avanzado la ciudad de Victoriaco (Vitoria).

112. La guerra civil.—Liuvigildo y Hermenegildo.


En el año 579, Hermenegildo casó con Ingunza, hija de un rey franco, sobrina de Liuvigildo y
católica de religión. Suscitáronse al punto desavenencias en Palacio entre la nueva princesa y la
muier de Liuvigildo, Goisuintha, muy apegada a la religión nacional de los Visigodos, como su
marido, quien no dejaba, sobre todo en los territorios conquistados, de molestar y perseguir a los
católicos.
Las desavenencias entre suegra y nuera, por pretender aquélla que ésta se convirtiese al
arrianismo, hicieron que Liuvigildo, quizá para evitar disturbios, enviase a Hermenegildo a Sevilla,
como gobernador de la Bética.
Allí, por los ruegos de su esposa y la influencia de San Leandro, obispo de Sevilla, convirtióse
Hermenegildo, que era arriano como toda su familia, a la religión católica. Este hecho promovió un
levantamiento de partidarios católicos, numerosos en la Bética, los cuales aclamaron por su jefe a
Hermenegildo en algunas ciudades y puntos fuertes, no sin que respetables miembros del clero
desaprobasen esta rebeldía. Hermenegildo cometió el desacierto de aceptar estos ofrecimientos y
declararse en rebelión contra su padre. Liuvigildo, con gran prudencia, comenzó por enviar
emisarios a su hijo para que se le sometiese, y dio orden a sus duques y condes para que se
limitasen a guardar la defensiva, conteniendo al clero con objeto de asegurar su neutralidad.
Mientras Hermenegildo procuraba aumentar sus parciales, halagando los sentimientos de la masa
indígena y conviniéndose con los Bizantinos, Liuvigildo trató de discurrir una fórmula que
conciliara a católicos y arrianos, y para ello convocó en Toledo (año 580) un sínodo o reunión de
los obispos visigodos; pero la fórmula, aunque logró contener a algunos, convirtiéndolos al
arrianismo (entre ellos al obispo de Zaragoza), no satisfizo a la mayoría; y entonces, convencido el
rey de que era preciso acudir a otros medios, comenzó la persecución, especialmente contra los
católicos influyentes en las grandes poblaciones y los partidarios de la guerra, es decir, contra los
que podían ser elementos coadyuvantes en la sublevación iniciada. Esta persecución fue sangrienta
en muchos casos, pero rara vez con el alto clero.
En el entretanto, Hermenegildo había obtenido a su favor la aclamación de poblaciones tan
importantes como Mérida, Cáceres y otras; y aunque luego se envió contra él al duque Aión, éste
fue derrotado por dos veces. Hermenegildo acuñó moneda conmemorativa de estas victorias.
En 582 se decidió Liuvigildo a proceder directamente contra su hijo, y empezó por apoderarse
de Cáceres y Mérida, no sin esfuerzo. Logrando luego que los Bizantinos abandonasen la causa de
Hermenegildo, se dirige contra Sevilla (585) y la sitia, asaltándola al cabo de dos años.
Hermenegildo, que no estaba en su capital en el momento del asalto, habiendo salido en busca de
refuerzos, se acogió a la ciudad de Córdoba. Cuando llegó para sitiarla el ejército real,
Hermenegildo se humilló a su padre, el cual le acogió muy bien al pronto, concluyendo por
desterrarle a Valencia, exonerado de todos sus cargos, y con un solo criado. Poco después, y sin que
se conozca el motivo (tal vez proyectos de fuga), le hizo trasladar a Tarragona, bajo la guarda del
duque Sisberto, quien le encerró en un calabozo, instándole repetidas veces para que abjurase.
Resistiéndose a ello Hermenegildo, fue muerto, según se dice, por el mismo Sisberto; no sabiéndose
ciertamente si obró éste mediante instrucciones del rey, o excediéndose de ellas, ni qué hiciera
Liuvigildo al tener conocimiento del hecho. La presunción más fundada hace inocente al padre de la
muerte del hijo. Así terminó, en 585 (es decir, después de seis años), la guerra civil, cuyas causas
fueron, juntamente, la diferencia de religión entre los habitantes de la Península y la ambición
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imprudente de Hermenegildo.

113. Destrucción del reino suevo.—Últimas campañas de Liuvigildo.


Los Suevos habían ayudado en un principio a Hermenegildo. Liuvigildo logró apartarlos de
esta alianza y mantuvo paz con ellos durante algunos años; pero habiéndose alzado como rey, en
584, un usurpador, llamado Andeca, Liuvigildo aprovechó la ocasión, invadió el territorio suevo, y
con gran rapidez, asombro de los enemigos, se apoderó de todo él mediante dos gloriosas batallas,
apresando al usurpador y convirtiendo el reino en provincia gótica (585). De este modo redondeó su
dominación en la Península. No quedaban fuera de su poder sino dos estrechas fajas de terreno, la
una al S. de Portugal y O. de Andalucía, y la otra en la región cartaginense, que pertenecían aún a
los Bizantinos. La conquista de este último rincón extranjero no la logró Liuvigildo, que murió en
586, mientras sus tropas guerreaban en Septimania contra los Francos invasores de aquel territorio.
Liuvigildo no fue sólo un rey conquistador, sino también organizador, como veremos (§ 116).

114. Recaredo.—El catolicismo, religión oficial.


Sucedió en el trono a Liuvigildo, su hijo Recaredo. Resultado de la guerra civil pasada, tenía
el nuevo rey ante sí un problema de política interior de cuya gravedad había podido convencerse por
experiencia propia. Por ser muy apremiante, y por haber quedado cumplida en su parte principal la
conquista de España, atendió Recaredo a él en primer término.
El hecho era que existía una fundamental divergencia en la población de España. La mayor
parte de los nobles y del pueblo visigodo seguía fiel a su religión nacional, arriana; pero la masa de
los hispano-romanos, formidable por su número, por la riqueza y poder de su aristocracia y por su
cultura, profesaba el catolicismo y representaba un peligro serio, o cuando menos un obstáculo
invencible para la tranquila posesión de España y para la unificación de la raza dominada con la
dominadora.
Recaredo, que tenía altas condiciones de rey organizador, comprendió, sin duda, lo que
faltaba que hacer para fundamentar sólidamente la obra de Liuvigildo; y movido por esta razón de
Estado, y juntamente por las predicaciones de San Leandro y el ejemplo de su hermano
Hermenegildo, se determinó desde luego a cambiar el estado de cosas.
Comenzó por cesar en las persecuciones contra los católicos; autorizó luego una reunión de
obispos de ambas religiones para que discutiesen libremente sus dogmas, mostrando al final de ella
su preferencia personal por el católico, y, por fin, hizo públicamente, en un concilio celebrado en
Toledo (III de este nombre: año 587 o 589), su conversión, acompañado de su mujer y servidores, y
de muchos nobles visigodos, que imitaron su ejemplo. Con este acto cesó de ser el arrianismo
religión oficial del Estado visigodo, aunque continuó profesándola parte del pueblo y del clero y no
pocos nobles. Los Suevos que, primeramente católicos (desde 448), se habían hecho arríanos por
influjo de los reyes godos en 465, volvieron a la Iglesia católica algunos años antes, en 550.

115. Resistencia del partido arriano.


Como era natural, el peligro de alteración del orden público se volvió de este lado. Los
elementos visigodos que permanecieron fieles al arrianismo trataron de contrarrestar el golpe dado
por Recaredo a la religión tradicional y promovieron varias conspiraciones y sublevaciones, ora con
fuerzas propias, dirigidas por obispos de sus creencias (uno de ellos, llamado Uldila), y aun por la
reina viuda Goisuintha, ora valiéndose de los Francos, que volvieron a invadir la Septimania.
Recaredo venció a los Francos, y sujetó las sublevaciones, castigando a los promotores de ellas con
el destierro o con la muerte y haciendo quemar muchos libros arríanos. Pero no por esto desapareció
la división de los partidos religiosos: aunque las ventajas estaban del lado del partido católico,
siguió luchando contra él, hasta el fin de la dominación visigoda, el arriano, que por esto es de
presumir contara con bastantes fuerzas, y que aprovechó no pocas veces otras de carácter puramente
político, como la de los nobles descontentos de la preponderancia del monarca.
83

116. Medidas organizadoras de Recaredo.


Aparte de las guerras mencionadas y otra posterior con los Vascos, que, rechazados al otro
lado de los Pirineos por Liuvigildo, querían entrar de nuevo en sus territorios peninsulares, no
empleó Recaredo sus energías en la política belicosa. Con el emperador bizantino celebró un
tratado, reconociéndole la posesión de las plazas del S. y E. que le quedaban en España, y
comprometiéndose aquél a no intentar nuevas conquistas.
En cambio, acudió Recaredo a organizar interiormente su Estado. Realizada la concordia con
la población hispano-romana, que era la más importante, convenía ir limando las asperezas
existentes entre aquélla y la visigoda y preparar su fusión más cumplida. Liuvigildo lo había
intentado ya en el orden jurídico, mediante leyes que no han llegado hasta nosotros, pero de cuyo
sentido conciliador testimonian escritores de la época. Según se cree, Recaredo siguió este impulso,
reformando varias leyes visigodas en el sentido de regular las relaciones entre ambas razas, sobre
todo en lo tocante a la propiedad de la tierra (§ 130), y de reconocer ciertos derechos al clero
católico. Algunos autores creen que el manuscrito de San Germán de los Prados (§ 101) contiene
los restos fragmentarios del código hecho en tiempo de Recaredo.
El fin que perseguía Recaredo no se logró entonces, como era natural. La separación de razas
duró hasta muchos años después, no obstante los esfuerzos de varios reyes, yendo en aumento la
influencia de la romana, incluso en las costumbres.
Recaredo embelleció varias poblaciones con monumentos importantes, de los que no es
seguro se conserven restos.

117. Sucesores de Recaredo.


Siguen a Recaredo tres reyes de escasa importancia personal, pero cuyo modo de sucederse
patentiza el estado de turbación en que aun se hallaba el Estado. En efecto, Liuva II, hijo de
Recaredo y continuador de la política católica, es destronado por Witerico, jefe del partido arriano,
el cual trata de quitar al catolicismo su puesto de religión oficial, representando, pues, la reacción
del elemento visigodo contra el romano; pero éste, a poco, se sobrepuso de nuevo, destronando a
Witerico y colocando en su lugar a Gundemaro.
La política guerrera de Liuvigildo renace con otros dos reyes: Sisebuto y Suintila. Ya
Gundemaro había luchado contra los Bizantinos, aunque sin gran resultado. Sisebuto, atento a
redondear la dominación en la Península, les conquistó la provincia oriental, que comprendía desde
Gibraltar hasta el Suero (Júcar), dejándoles sólo la provincia occidental (desde el Estrecho al
Algarbe), que años después les ganó Suintila, realizándose así la conquista definitiva de España. A
excepción de algunas regiones pequeñas del N. (Países vascos, Pirineos aragoneses), y quizá alguna
otra en lugares montañosos, dominan con esto los Visigodos en toda la Península, consiguiendo la
unidad política del territorio, igual que los romanos, después de más de dos siglos de lucha. Los
Bizantinos no intentaron recuperar los territorios perdidos. Sólo un cronista anónimo de la época (el
llamado por algunos autores Pacense) dice que en tiempo de Egica y Witiza (§ 122 y 123) trataron
aquéllos de apoderarse de algunas plazas españolas del S., siendo rechazados por un conde llamado
Teodomiro. Suintila guerreó también contra los Vascos, venciéndolos y edificando, como base
militar de conservación de sus victorias, el fuerte de Oligitum (según algunos, la moderna Olite).

118. Política interior.


Hasta los tiempos de Recaredo, los judíos, que en gran número vivían en España desde el
tiempo del emperador Adriano, gozaron de una consideración social distinguida: se casaban con
mujeres cristianas, ejercían cargos públicos (incluso el de comes) e intervenían por tanto en la
administración pública. Desde Recaredo cambió su suerte, perdiendo muchas libertades, hasta que
Sisebuto les obligó a bautizarse so pena de expulsión. La necesidad de salvar sus intereses y vidas,
hizo que muchos de ellos se dejaran bautizar, aunque sin verdadera fe, y los demás fueron muy
perseguidos, salvándose sólo con la fuga de España. Tal conducta del rey fue desaprobada por
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ilustres personajes del clero católico, entre ellos San Isidoro. Ya veremos que la cuestión judía tuvo
largas consecuencias y muchas vicisitudes durante la dominación visigoda.
Suintila abordó otro problema más grave aún. Liuvigildo y otros reyes habían tratado de
fortalecer el principio monárquico, sujetando las ambiciones y tendencias anárquicas de la nobleza
y procurando indirectamente convertir la corona en hereditaria. Suintila renovó más directamente
estas tentativas, asociando al trono a un hijo suyo; pero la nobleza visigoda resistió esta medida, y al
cabo, con el auxilio de los Francos, destronó al rey, no obstante las simpatías con que éste contaba
entre el pueblo. No por esto terminó la lucha. La cuestión dinástica, que diríamos hoy—es decir, la
oposición de intereses entre la monarquía y la nobleza—siguió produciendo disturbios; y puede
decirse que ella, con la de unificación de razas, caracterizan todo un período de muchos años en la
dominación visigoda.

119. La lucha entre la monarquía,y la nobleza.


En efecto: desde 631, en que es destronado Suintila, a 672, en que es elegido un noble
llamado Wamba, se suceden varios reyes, cuyo plan político consiste en hacer hereditaria la corona
y fusionar las dos razas de vencedores y vencidos. Ninguna de estas dos cosas consiguieron, no
obstante los esfuerzos realizados y el evidente apoyo de gran parte del clero. Aprovecháronse de
éste los reyes, aparentando someterse a él en las cuestiones de gobernación, pero en realidad
haciéndolo servir a sus propósitos, para lograr de los concilios o reuniones político-religiosas, en
que aquél intervenía en gran número (§ 132), repetidas disposiciones contra los nobles revoltosos
que ambicionaban la corona, y en favor del rey y de sus hijos. Así lo hicieron Sisenando, que
destronó a Suintila, Chintila o Quintila, Tulga y Chindasvinto o Quindasvinto; a pesar de lo cual,
alguno de ellos fue destronado, y Chindasvinto tuvo al fin que adoptar temperamentos de gran rigor,
dando muerte a muchos nobles y reduciendo otros a condición de esclavos, con privación de sus
bienes. Los que consiguieron escapar se refugiaron en países extranjeros, desde donde trataron, sin
duda, de realizar nuevos alzamientos, puesto que el VII Concilio de Toledo reunido por
Chindasvinto impone grandes penas (excomunión por toda la vida y confiscación de bienes) a los
rebeldes y emigrados que buscan en el extranjero auxilios contra su patria, aunque fuesen clérigos,
invitando a los reyes de otros países para que no permitiesen que se forjaran en ellos conspiraciones
contra la monarquía visigoda.
El coronamiento de estas medidas legislativas se hizo reinando el sucesor de Chindasvinto,
Recesvinto (o Reccesuinto). y en el VIII Concilio de Toledo. Recesvinto, que subió al trono sin
elección, hubo de luchar con nuevas sublevaciones, y para poner término a semejante estado de
cosas cedió en parte de las pretensiones monárquicas (no obstante el juramento que había prestado,
de ser inexorable), amnistiando a los rebeldes y dictando como ley en el Concilio que, a la muerte
del rey, los prelados y los grandes reunidos eligieran sucesor en persona de buenas condiciones y
que se obligara, en primer término, a conservar la religión católica y perseguir a los herejes y judíos,
los cuales en tiempo de Sisenando habían vuelto a España. De este modo pareció quedar zanjado, en
el terreno del derecho escrito, la lucha entre la monarquía y la nobleza. Pero las sublevaciones y los
destronamientos se repitieron más adelante, según veremos.

120. La fusión de razas.


Chindasvinto y Recesvinto no sólo trataron de solucionar la cuestión política, el uno por la
fuerza y el otro por la ley, sino que atendieron también, muy principalmente, a la cuestión social,
que a su vez reflejábase en la política: la fusión de la raza visigoda con la hispano-romana. Uno de
los medios principales para conseguirla era unificar la legislación, puesto que cada raza tenía la
suya, y en las relaciones entre una y otra el criterio variaba según los casos. Chindasvinto acabó con
estas diferencias, sujetando (según se cree) a todos los habitantes de la Península a una ley igual,
que no fue ninguna de las que regían antes, es decir, ni la de los romanos, consignada en el Código
de Aladeo II, ni la de los Visigodos, sino otra nueva, formada en vista de aquellas dos, procurando
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conciliar los intereses e ideales de ambos pueblos. Hizo Chindasvinto este trabajo tomando por base
las leyes anteriores, y además abolió la prohibición (vigente, según el derecho romano del código de
Alarico) de matrimonios entre hispano-romanos y Germanos: lo cual no quiere decir que antes de
esta abolición no se casaran jamás españoles con Visigodos (ejemplo, el rey Teudis), sino que el
Estado no daba fuerza legal a estas uniones sino en casos excepcionales. El hijo de Chindasvinto,
Recesvinto, mejoró la obra de su padre, revisando por dos veces las leyes y procurando darles más
uniformidad y carácter sistemático. El texto del código de Recesvinto ha llegado a nosotros en toda
su integridad (Lex Visigothorum Reccesvindiana o Liber Iudiciorum). Dictó también este monarca,
como su padre, varias disposiciones para procurar que en la administración de justicia ocurriesen
menos arbitrariedades y excesos que hasta entonces. Igualmente dictáronse en su tiempo medidas
para impedir que el tesoro particular de los reyes se aumentase a costa de la nación.

121 Wamba.—Guerras y reformas interiores.


A la muerte de Recesvinto, y no sin que se suscitaran rivalidades entre diferentes nobles que
aspiraban al trono, fue elegido uno de ellos llamado Wamba, hombre de grandes condiciones de
carácter para el mando.
El reinado de Wamba se pasó casi enteramente en guerras. Apenas elegido, estalló una
sublevación en la Septimania, dirigida por el conde de Nimes, que no quiso reconocer al nuevo rey.
Al mismo tiempo los Vascos —que ya en tiempo de Recesvinto habían traspasado sus fronteras,
llegando hasta Zaragoza— se negaban a pagar los tributos y amenazaban con invasiones. Wamba se
dirigió personalmente contra éstos, y envió con nuevas tropas, contra el conde de Nimes, al general
Paulo; pero éste, en vez de sofocar la rebelión, promovió otra, sublevando a su ejército y haciéndose
proclamar rey. La nueva sublevación se extendió por gran parte del NE. de España. Wamba no se
arredró por esto. Derrotó a los Vascos y marchó inmediatamente, con actividad asombrosa, contra
Paulo, a quien derrotó también, haciéndole prisionero. Quedó con esto dominada aquella traición y
sometida toda la Septimania.
A poco de esta guerra se promovió otra de diferente carácter. La costa N. de África, que
durante mucho tiempo perteneció al emperador de Constantinopla, hallábase entonces invadida por
un pueblo de origen asiático, los árabes, grandes guerreros y conquistadores. Renovando
aspiraciones tradicionales en los habitantes y dominadores del África fronteriza a nuestro país (§
48), los árabes quisieron entrar en España y se dirigieron, con numerosa escuadra, contra la costa
oriental de la Península. Las tropas visigodas acudieron a la defensa y rechazaron a los invasores,
causándoles gran pérdida en naves y hombres.
Todas estas empresas bélicas, y las dificultades con que en ellas hubo de tropezar, indicaron
bien claramente a Wamba uno de los peligros graves que amenazaban el poder del Estado visigodo;
y era el incumplimiento del servicio militar y la desorganización de las fuerzas guerreras. Para
conjurarlo, dictó Wamba leyes en que se prescribía la obligación general de acudir a la guerra, bajo
penas severas, y se organizaba el ejército interiormente.

l22. La decadencia visigoda.


Wamba fue el último rey que dio esplendor a la nación visigoda. Sus brillantes campañas
militares y la energía de su carácter le hicieron respetable y temible; mas, a partir de él, la
decadencia se produce rápidamente. No era posible que sucediese otra cosa en un Estado dividido
por tan contrarias fuerzas: luchaban, de un lado, los reyes contra la nobleza, y ésta contra aquéllos,
que ni llegaron a conseguir la implantación normal del principio hereditario en la sucesión a la
corona, ni impidieron las sublevaciones continuas; luchaban los nobles entre sí, por obtener la
dignidad real; luchaban los partidos católico y arriano; y, a pesar de todas las medidas tomadas por
diferentes reyes, manteníase la separación entre la raza española y la visigoda. Con tales elementos
disolventes, más la general desmoralización de costumbres que existía, no era posible que el poder
visigodo resistiese mucho tiempo.
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El mismo Wamba fue destronado por una sublevación que dirigió un pariente suyo llamado
Ervigio, el cual tuvo que sofocar varios alzamientos de nobles, no obstante haber dulcificado el
rigor represivo de Wamba dando amnistías y siendo hasta débil con la nobleza. Para asegurar más
su poder, buscó apoyo en el clero y se hizo declarar, él y su familia, sagrados e inviolables. Su
sucesor Egica, pariente de Wamba, volvió a los procedimientos de éste; castigó a los enemigos del
gran rey y favoreció, en cambio, a sus partidarios, que habían sido perseguidos en tiempo de
Ervigio. Como era corriente, hubo conspiración contra Egica, dirigida por el obispo de Toledo,
Sisberto, que fue descubierta y castigada; y a poco tuvo que rechazar nueva acometida de los
árabes. Egica dictó leyes severas contra los judíos, condenándolos a esclavitud, confiscándoles los
bienes y arrebatándoles a sus hijos, una vez cumplidos los siete años, para educarlos en la fe
cristiana y casarlos con personas que igualmente la profesasen. El motivo de esta nueva persecución
fue el haberse descubierto una conspiración urdida por los judíos de España con los de África,
probablemente para facilitar a los musulmanes (§ 124) la invasión de la Península.
Tanto Ervigio como Egica continuaron los trabajos de unificación de las leyes, revisando y
adicionando el código de Recesvinto. De la revisión de Ervigio, poseemos hoy dos códices; de la de
Egica, ninguno.

123. Witiza y su hijo.


El reinado de los dos inmediatos sucesores de Egica es de los más obscuros de la historia. Hay
gran escasez de noticias respecto de ambos, y en las que generalmente circulan tocante a Witiza
existe evidente falsedad y exageración, resultado de las luchas interiores de los partidos y de las
fábulas que éstos inventaban para justificar sus actos.
Lo que parece averiguado hasta hoy es que Witiza fue un buen rey, enérgico a la vez que
bondadoso. Empezó dictando una amnistía a favor de los nobles perseguidos por Egica, lo cual
produjo muy buen efecto. Destruyóse éste con haberse asociado el rey a su hijo Achila, con ánimo
de que le sucediera en el trono. Produjéronse varias conspiraciones, que descubrió y castigó Witiza,
haciendo cegar a uno de los jefes, el duque de Córdoba, Teudefredo, y desterrando a otro noble
llamado Pelayo. A este motivo de descontento se unió el que produjo su clemencia para con los
judíos, cuya situación mejoró algo. El clero recibió con disgusto estas medidas, a pesar de lo cual
Witiza se mantuvo en el trono. Los árabes intentaron de nuevo entrar en España, y el rey los
rechazó. Poco después, en 708 o 709, murió Witiza en Toledo, de muerte natural.
Su hijo Achila, que le sucedió, tuvo que luchar con mayores dificultades. No reconociéndolo
como rey, se sublevaron los nobles, produciéndose un período de guerra civil y de anarquía. Los
sublevados eligieron como jefe y nuevo rey al duque de la Bética, Rodrigo, el cual logró, al cabo,
vencer a las tropas de Achila y apoderarse del trono (710). Los descendientes de Witiza y algunos
de sus partidarios créese que huyeron al África.

124. Rodrigo.—La invasión árabe.


El duque de la Bélica, de nombre Rodrigo, fue el último rey de los Visigodos. Todas las
particularidades de su breve reinado han sido obscurecidas por el suceso final de la invasión de los
árabes y su conquista de España. Ya hemos visto que los árabes (§ 121) ocupaban la mayor parte
del NO. de África, lo que antiguamente se llamó Mauritania, y que habían intentado diferentes
veces entrar en España. En tiempo de Rodrigo realizaron su propósito, auxiliados por elementos
peninsulares. Cómo fue así, es cosa que no está bien averiguada. La opinión más corriente —que
sustentan los autores árabes de los siglos XI y XI— dice que auxilió a los invasores un conde
visigodo, llamado Julián, gobernador de la plaza de Ceuta (que el rey Sisenando o Suintila había
reconquistado a los Bizantinos), en venganza de agravios hechos por Rodrigo, a una hija de aquél
llamada Florinda; y que, una vez en España los árabes, les ayudaron también los partidarios de la
familia de Witiza, entre ellos un célebre obispo llamado Oppas, pasándose con sus soldados del
ejército visigodo al árabe. Otra opinión más reciente supone, con el apoyo de historiadores antiguos
87

y de conjeturas, que los árabes vinieron a España simplemente como auxiliares, llamados por los
hijos y partidarios de Witiza, y que el conde de Ceuta (que era Bizantino y no Visigodo) les ayudó
por amistad con aquel rey, que le había favorecido en otra ocasión contra los mismos árabes,
invasores de la Mauritania; sino que, una vez entrados en España los árabes, de auxiliares se
convirtieron en dominadores y conquistaron para sí.
Sea lo que fuere de esto —y resultando tan sólo en claro que los árabes hallaron apoyo para su
entrada en elementos visigodos y en los judíos—, lo único completamente cierto es el hecho de la
invasión y el resultado de la guerra.
Comenzaron los árabes, con Julián, por hacer algunos desembarcos en tierra de Algeciras
(709), como por vía de prueba. Un año más tarde, realizaron otra expedición de 400 infantes y 100
caballos al mando de un árabe llamado Tarif, que se limitó a saquear la campiña entre Tarifa y
Algeciras, sin lograr apoderarse de ninguna plaza fuerte; y, por fin, en 711, con mayores fuerzas,
mandadas por un general llamado Tárik y por el conde Julián, se apoderaron del peñón de Gibraltar,
de la ciudad (hoy desaparecida) de Carteya y de Algeciras, con lo cual tenían ya los invasores
puntos de resistencia y asegurada la retirada.

125. La conquista árabe y el fin de la monarquía visigoda.


Los invasores tomaron en seguida el camino de Córdoba; pero hallaron desde luego
resistencia en algunas tropas mandadas por un sobrino del rey, llamado Bencio, que se opuso al
paso de aquéllos. Vencieron los árabes, pero no sin tener que detenerse en su camino; lo cual dio
tiempo para que fuese avisado el rey, que a la sazón hallábase en el N. de España luchando con los
Francos y los Vascones. Rodrigo reunió un fuerte ejército y se dirigió contra los árabes, los que
también reforzaron sus tropas con nuevos envíos de África y auxiliares visigodos, enemigos del rey,
hasta reunir, según dicen algunos autores, 25.000 hombres.
Ambos ejércitos se encontraron a orillas del lago de la Janda, situado entre la ciudad de
Medina-Sidonia y la villa de Vejer de la Frontera (provincia de Cádiz), en el cual desemboca el río
Barbate, cuyo nombre árabe (Guadabeca), equivocado por algunos autores, dio lugar al error de
creer que la batalla se dio a orillas del río Guadalete.
Comenzó la lucha el domingo 19 de Julio de 711, y hubiera terminado victoriosamente para
Rodrigo, a no ser por la traición de parte del ejército del rey visigodo, sobornado por antiguos
amigos y parientes de Achila, entre los cuales descuella el obispo Oppas, y un Sisberto, de quien los
historiadores han dicho, sin fundamento, que era hijo o hermano de Witiza.
Con esta disminución de fuerzas, no pudo evitar Rodrigo que los árabes le cortasen la
retirada; lo cual produjo tal pánico en las tropas, que se desbandaron. El rey, con algunos jefes y
soldados, pudo huir.
Alcanzada esta gran victoria, los invasores siguieron su camino hacia Córdoba, con ánimo de
perseguir a la vez a los fugitivos. En los llanos de Sevilla se dio otra batalla, también desfavorable
para las armas visigodas, y a la cual siguió la toma de Écija, plaza fuerte, Tárik emprendió de nuevo
el avance hacia Toledo; pero halló resistencia en Córdoba, cuya guarnición impidió el paso del
Guadalquivir. El jefe dejó tropas para que sitiasen a Córdoba, y él, dando un rodeo, entró en Toledo,
la capital visigoda, y avanzó hasta Alcalá. Córdoba, después de dos meses de resistencia, fue
tomada por los árabes.
En el entretanto, Rodrigo, escapado, según se cree, de la derrota de la Janda, se había
refugiado en Mérida, donde reunió tropas. Con ellas amenazó a Toledo, y Tárik, ante el peligro,
pidió fuerzas al gobernador de la Mauritania, jefe superior suyo. Muza.
Llegó éste en 712 con fuerte ejército, y comprendiendo que el peligro mayor estaba en
Mérida, después de apoderarse de Sevilla y otros centros se dirigió allá, sitiando la plaza. Resistió
ésta por un año, al cabo del cual fue asaltada.
Hasta entonces, los invasores habían encontrado escasa resistencia y más bien simpatía en la
masa de la población civil, que les abría, a veces, las puertas de las ciudades. Los árabes dejaban
88

poca guarnición en los puntos conquistados, confiando la guarda de los fuertes y la administración a
los judíos; pero desde la toma de Mérida, parecen cambiar las cosas. Sin duda hubo de manifestar
entonces Muza su propósito de mudar el carácter de la guerra, conquistando para sí —es decir, para
su rey o califa— la Península, en vez de limitarse a ser simple auxiliar (con determinadas ventajas)
del conde Julián o de los Witizanos contra Rodrigo; o tal vez la noticia de vivir éste aún y de tener
tropas con las que resistía, reanimó algo el espíritu público. Lo cierto es que, apenas tomada
Mérida, se inicia una resistencia general de parte de los cristianos, cuyo primer acto fue la
sublevación de Sevilla. Muza envió contra ella a su hijo Abdelaziz, y él prosiguió adelante hacia la
Sierra de Francia (provincia de Salamanca), donde, a lo que parece, se había refugiado Rodrigo con
nuevas fuerzas. Unidos Muza y Tárik —que llegó de Toledo— se dio una batalla cerca del pueblo
de Segoyuela (Septiembre de 715), en la cual créese fue derrotado y muerto el rey visigodo.
Con esto queda terminada la dominación visigoda. Los árabes no pensaban ya en favorecer a
los partidarios de Achila y nombrar nuevo rey, sino que hacían la guerra por su cuenta,
despreciando a los Visigodos. Muza se dirigió desde Segoyuela a Toledo, que se había sublevado al
salir Tárik, y, entrando en ella, proclamó al califa como soberano. Así empezó la dominación oficial
de los árabes.

2.—ORGANIZACIÓN SOCIAL Y POLÍTICA


126. Elementos civilizadores en la época visigoda.
La población de España era ya muy heterogénea y mezclada cuando llegaron los Bárbaros.
Con éstos se complicó aún más, pudiendo distinguirse los siguientes elementos de tipo distinto: el
germano, representado por las diferentes tribus invasoras; el romano-latino, a que pertenecía gran
número de los habitantes de la Península, romanizados completamente, o muy influidos por la
civilización romana; el romano-bizantino (desde antiguo influyente en los Visigodos), que puso el
pie en España y dominó en las regiones del S. y E. durante mucho tiempo (desde Atanagildo a
Suintila) y que indirectamente, por medio del clero, pesó también sobre las regiones no dominadas.
Añádase a esto el fondo de la población,íiálígeiía, muy mezclada y en diversos grados y tipos de
cultura, según hemos visto (§ 20). De todos estos elementos, los más fuertes eran el segundo y
tercero. Los Germanos, y especialmente los Visigodos, llegaron a España muy modificados en sus
ideas y costumbres primitivas por el roce largo y constante <:on los romanos: así es, que pocas
cosas originales aportaron a la civilización de la Península, excepto en el orden jurídico y en el
religioso. En cambio, el elemento romano-latino y el bizantino siguieron influyendo poderosamente
en la nueva dirección impresa por el Cristianismo.

127. Estado social.


Al llegar los Visigodos, el estado social de España podía resumirse en los siguientes términos:
concentración de la propiedad en pocas manos; gran desigualdad de clases; desarrollo de la
servidumbre, el colonato y la dependencia semi-servil; limitación de la libertad personal y
económica mediante la sujeción a la Curia y a las corporaciones o colegios (§ 66). En punto a la
familia, el tipo romano predominante era muy análogo al moderno, habiendo desaparecido la
antigua solidaridad de la gens, la sumisión de los descendientes a los ascendientes, la
indisolubilidad del lazo matrimonial y el poder del padre, que en un principio existieron en Roma
como en líneas generales existían entre los indígenas españoles (§21).
Los Godos modificaron apenas semejante estado de cosas por lo que se refiere a las clases
sociales y al orden económico; pero en la vida familiar representaron como una reacción en el
sentido de las costumbres antiguas. En efecto, la base de su constitución social era, como hemos
visto, un respeto grande a los lazos de familia y una gran solidaridad entre los parientes, que no
excluía la libertad individual de cada uno para ciertas cosas de la vida. Así, todos los descendientes
de un tronco común se consideraban como formando un círculo especial cuyos miembros se deben
89

mutuo auxilio y protección, interviniendo en los actos principales de la vida civil (matrimonio,
tutela, herencia, etc.) La ofensa inferida a uno de ellos era vengada por los otros, reconociéndoles la
ley este derecho; pero no siempre se llegaba a derramar sangre en estas venganzas, pudiendo el
ofensor obtener el perdón de los parientes del ofendido mediante el pago de una cantidad llamada
composición o wergheld. Esta solidaridad modificóse algo en los últimos tiempos, por influencia
del derecho romano; pero es muy seguro que gran parte de las modificaciones fueron más aparentes
que reales, continuando las costumbres conforme a las tradiciones antiguas, a pesar de lo que la ley
preceptuaba.

128. La familia.
Como la mujer se consideraba estar bajo a potestad del padre —y en su vez, de la madre, los
hermanos u otros parientes varones—, para poderse casar tenía el marido que comprarla, es decir,
que adquirir el derecho de ser su señor mediante cierto precio, equivalente a la dote. Sin esto, y sin
el consentimiento de los padres o parientes, no se podía celebrar el matrimonio. Una vez casada, la
mujer quedaba sometida al marido. La dote solía consistir, entre las gentes ricas, en diez esclavos,
diez esclavas, veinte caballos y gran cantidad de adornos y joyas, que el marido recobraba si la
mujer moría sin hijos y sin testar. Era condición fundamental del matrimonio la fidelidad de la
esposa, castigándose el adulterio duramente y constituyendo causa de divorcio, también posible por
otros motivos.
A los hombres se les permitía que tuviesen otras mujeres en calidad de ilegítimas o
concubinas. Todo lo que marido y mujer ganaban mientras subsistía la unión, formaba una masa
común, que se dividía al morir uno de los cónyuges, generalmente en proporción al capital aportado
por cada uno.
Conocieron los Visigodos el testamento para transmitir los bienes de la familia, habiendo
adoptado en esto las reglas del derecho romano. Los descendientes eran herederos forzosos en los
4
/5 y la viuda participaba en usufructo de los bienes del marido difunto, mientras no volviese a
casarse.
En punto a los hijos, se prohibió en la ley el antiguo derecho de vida y muerte que tenían
sobre ellos los padres, sin negarles la potestad que tanto al padre como a la madre correspondía para
la educación y régimen de aquéllos, a quienes también se les reconoció la facultad de constituir
propiedades particulares (peculios) con todo lo que ganasen en ciertas condiciones mediante su
trabajo o por donación del rey y otras personas.
De todas estas ideas resultaba un sentido más orgánico que el de la familia romana de los
últimos tiempos, una menor corrupción de costumbres, y cierta consideración distinguida a la mujer
(mayor que en otras leyes bárbaras de la época), aunque, por otra parte, estuviese sujeta al poder del
marido y cargasen sobre ella todos los trabajos de la casa.

129. Clases sociales.


En este punto no modificaron los Visigodos el estado de cosas que hallaron en las provincias
romanas, sino que más bien ayudaron a acentuarlo, extendiendo los grados de servidumbre y
dependencia personal. En virtud de esto, distínguense en la sociedad visigoda los hombres libres de
los siervos, hasta el punto de prohibirse el matrimonio entre personas de ambas clases. Figuraban en
primer lugar entre los libres los nobles, constituidos al principio en una clase hereditaria y cerrada,
que con las invasiones fue variando de condición. Cesó, en efecto, el privilegio de pertenecer a ella
tan sólo los miembros de determinadas familias, y se abrió a todos los que conquistaban riquezas
(tierras cedidas por el rey, botín de guerra, etc.), o lograban ocupar un puesto importante en la corte.
Con esto, la nobleza perdió algo de su importancia tradicional, y se hizo, en cierta medida,
dependiente del rey; mas procuró constantemente romper esa dependencia, ayudada por la
aristocracia hispano-romana que subsistía, y con la cual, no obstante repugnancias y choques que
duraron algún tiempo a consecuencia de las guerras de la conquista, se fundió al cabo en la lucha
90

por el poder y en el goce de los cargos públicos. La oposición constante que hubo entre los nobles y
el rey, no sólo tenía por objeto (§ 119) la sucesión a la corona, sino también la supresión de la
facultad que ejercían los reyes de crear nobleza y de quitarle sus prerrogativas. Los nobles de la
España goda se designaban con los nombres de potentes, optimates y próceres. Particularmente, las
leyes designan con el de seniores a los nobles godos, y con el de senatores a los hispano-romanos.
Potentiores y possessores eran los grandes propietarios de este origen.
Los hombres libres que no pertenecían a la nobleza, vivían, por lo general, dependientes de
ella, bien en las formas antiguas del colonato y el patrocinio (para los libertos), bien como
cultivadores libres o arrendatarios, o como industriales y obreros en las ciudades. Estos mejoraron
de condición, por haber aflojado los Visigodos los lazos de sujeción forzosa que antes los ligaban a
los colegios y corporaciones, al paso que los cultivadores libres fueron perdiendo con el tiempo
hasta confundirse con los colonos en la herencia de la profesión y la inseparabilidad de la tierra.
Pero lo característico de la época visigoda es el gran desarrollo de una nueva clase de hombres
libres patrocinados, llamados bucelarios, que se ponían voluntariamente al servicio de otros
poderosos o influyentes, para que éstos los protegieran, de modo análogo a los antiguos clientes (§
22). Conservaban, a pesar de esta dependencia, todas sus derechos personales, y recibían armas y
bienes (generalmente, tierras) del patrono o señor, a quien acompañaban a la guerra. Tenía el
bucelario la facultad de romper cuando le conviniera el lazo de dependencia, diferenciándose en
esto de los libertos, ligados perpetuamente al patrocinio. El señor, no sólo se obligaba a amparar y
defender al bucelario, sino que debía casar a las hijas, quienes, al morir el padre, quedaban bajo la
potestad del patrono hasta tomar estado. Por esta protección, y por el beneficio material que
recibían con las tierras donadas, los bucelarios hallaban ventaja en mantener su situación y era raro
que la rompiesen, no obstante su derecho para hacerlo, a menos que encontraran otro señor que les
conviniese más.
Como se ve por todo esto, el hecho general era la existencia de pocos hombres completamente
libres, y la formación de distintos grados intermedios hasta el más inferior de la esclavitud o
servidumbre, que continúa como en tiempos anteriores. Esta acentuación de la dependencia
personal se debe principalmente al estado de inseguridad que había en aquellos tiempos de guerra y
movimiento constante y a la falta de organización robusta en las funciones protectoras de los
poderes públicos.
En punto a los judíos, que constituían una clase aparte, ya hemos visto las vicisitudes que
sufrieron en su derecho personal, hasta perder extraordinariamente en condición en los últimos
tiempos. A los extranjeros se les reconocían, por lo general, sus derechos y el valor de sus leyes
nacionales, como se ve en el Liber Iudiciorum por lo que toca a los mercaderes que acudían o
estaban establecidos en los puertos de mar.

130. La división de tierras.


Al entrar en las Galias los Visigodos, se adjudicaron parte (⅔) de las tierras de los
possessores romanos y la mitad de las casas, en virtud de la ley de alojamientos que regía en el
imperio romano, puesto que los soldados de Ataúlfo ocuparon aquellas provincias romanas como
tropas auxiliares del emperador.
En España se sabe positivamente que realizaron este reparto los Suevos; y es indudable que lo
mismo hicieron los Godos después de la conquista de Eurico en los puntos que poblaron, por lo que
toca a las tierras de labor y a parte de los bosques. Probable es también que verificaran el de las
casas, el de los esclavos o siervos adscritos al cultivo de los campos y el de los instrumentos de
labranza. De todos modos, parece haber sido menor en la Península que en las Galias el despojo de
la propiedad particular.

131. La monarquía.
En el orden político, los cambios introducidos por los Godos fueron mayores que en el orden
91

social.
En los primeros tiempos de la organización política de los Visigodos en Oriente, la monarquía
fue mixta de electiva y hereditaria, pues si el rey era nombrado en las Asambleas populares, éstas
no podían hacer recaer el nombramiento sino en persona de determinada familia. El rey tenía como
atribuciones principales el mando del ejército y la administración de justicia.
Con la invasión en territorios del Imperio, se romaniza la monarquía y toma para sí todas las
funciones económicas y administrativas y el poder legislativo, asesorándose, unas veces y otras no,
de los nobles. La elección del rey dejó de hacerla directamente el pueblo pasando este derecho a la
Asamblea aristocrática, y guardando la ley de sucesión en la familia real, que era la de los Baltos.
Extinguida esta familia, sobreviene un largo período —desde Amalarico a Liuvigildo— de luchas
civiles entre las varias familias que aspiran el trono. Liuvigildo es el primer soberano que ostenta
públicamente y con todos sus atributos el título y las insignias de rey, y con él se afirma el sentido
absoluto de la institución, conforme al tipo del imperio romano. El mismo Liuvigildo y otros reyes
posteriores trataron, como hemos visto, de convertir en completamente hereditaria la sucesión a la
corona, asociando al trono a sus hijos, y en esta tendencia contaron con el apoyo del alto clero
católico, que veía en ello el medio de acabar con la anarquía y las guerras civiles; pero la nobleza se
resistió constantemente a estas novedades, defendiendo la forma electiva y la libertad en la elección,
sin sujetarse a determinada familia, lo cual permitía que todas pudieran aspirar al trono. Esta
tendencia predominó en la legislación, en la cual hay diferentes disposiciones que prescriben la
forma en que ha de ser elegido el rey por una asamblea de nobles y eclesiásticos; pero, de hecho,
hubo varios casos de sucesión hereditaria. El carácter absoluto de la monarquía no se modificó por
estas luchas.

132. Los auxiliares del rey.


Figuraba al lado del rey un Consejo compuesto de nobles y cuya función era puramente
consultiva, no estando obligado el rey a consultarlo para dictar leyes o adoptar otras medidas de
gobierno. Los ancianos que lo componían —dice un autor de la época— «según su antigua
costumbre se reúnen al levantarse el sol, reflejándose en ellos, bajo el hielo de la vejez, el ardor de
la juventud. Causa repugnancia la tela que cubre sus cuerpos descarnados; las pieles de que se
visten, apenas les llegan a las rodillas; sus botas de cuero de caballo, sujetas con un sencillo nudo a
la mitad de la pierna, dejan descubierta la parte superior». El tiempo a que se refiere este autor es a
mediados de siglo V. Más tarde, los Visigodos, al fijar su corte y engrandecerse, dieron más pompa
a sus reuniones y vistieron con mayor lujo, a ejemplo de los romanos. Desde Recaredo figuran los
obispos en el Consejo Real. Andando el tiempo, nace otra institución política consistente en un
Consejo más numeroso, o Asamblea, en la cual tomaban parte obispos y nobles, visigodos e
hispano-romanos. No se sabe bien el origen directo de estas Asambleas, llamadas Concilios (y que
no deben confundirse con los Concilios puramente eclesiásticos: § 70): quizá se formaron a
imitación de las antiguas provinciales, o continuando una costumbre visigoda, unida a la necesidad
de tener en cuenta la importancia de los prelados y nobles, jefes de la población de origen romano.
Estas Asambleas tenían carácter mixto, consultivo y deliberante, y la primera noticia que sabemos
de ellas procede del reinado de Alarico II (siglo VI), el cual sometió a una reunión de este género la
ley romana que mandó redactar (§ 103). Después de la conversión de Recaredo, crece enormemente
la influencia y representación de los Concilios, probablemente reorganizados por este rey. Se
convierten en centro del poder legislativo, aunque siempre con el monarca, que es el poder
supremo. Formando parte de ellos el clero y la nobleza, dejan oír a menudo voces expresivas de las
aspiraciones políticas y sociales de ambas clases, y representaban, además, el centro superior de
cultura, no sólo jurídica, sino de todos órdenes, en el Estado visigodo. A pesar de esto, no quedaron
los reyes subyugados a los Concilios, ni siquiera el alto clero que en él predominaba. Mantenían
aquéllos su política independiente, imponían las leyes, y en el Concilio solían buscar tan sólo el
reconocimiento y la aprobación de sus actos y propósitos, que siempre lograban, aun en casos muy
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graves de usurpación. Teniendo en sus manos a la nobleza (§ 129), contra la cual luchaban
continuamente—y que asistía al Concilio, no por derecho propio, sino por delegación real—, y al
clero, puesto que el rey era quien nombraba y deponía a los obispos, antes y después de Recaredo,
utilizaban ambos elementos para sus fines; y si alguna vez coincidía con las aspiraciones de ellos o
las aceptaban, era, bien a la fuerza, obligados por las circunstancias (como Recesvinto en el concilio
VIII de Toledo, para apaciguar la lucha con los nobles), bien por simple conformidad de sus ideas o
conveniencias con las del clero y nobleza. El elemento eclesiástico, como representaba una fuerza
social y el superior grado de cultura, tuvo efectivamente influencia directa y personal (e indirecta
por la educación, por el prestigio) en la legislación y en el gobierno, siendo utilizado por los reyes
godos —como por los francos y los emperadores de Oriente— en calidad de contrarresto de la
inmoralidad reinante y de la anarquía aristocrática; pero nunca manejó el Estado por sí mismo. Si
los reyes y el pueblo se muestran a veces fanáticos e intransigentes en materia religiosa, o
extraordinariamente favorecedores de la Iglesia, es porque lo sienten motu proprio, porque es éste el
espíritu de la sociedad, y no porque cada ley, cada determinación, esté tomada y aconsejada
directamente por los obispos.
La manera de celebrar los Concilios era ésta: reuníanse los miembros de ellos en una iglesia
—en Toledo, la de Santa Leocadia— convocados por el rey, el cual tenía, tanto en la fecha de
convocación como en el llamamiento de personas, libertad absoluta; y después de varias ceremonias
religiosas, con asistencia del soberano, leíanse las proposiciones que éste presentaba para
convertirlas en ley (tomo regio). Generalmente, los primeros días se dedicaban a la resolución de
los asuntos puramente eclesiásticos, en los cuales el rey tenía gran intervención, a título de jefe civil
en la Iglesia. A estas reuniones no asistían los nobles, los cuales entraban en el Concilio sólo para
deliberar sobre las cuestiones políticas y de derecho que se trataban después, pero sin
corresponderles iniciativa ninguna, que únicamente tenían el rey y alguna vez los obispos. Al
terminar las sesiones hacíase entrar al pueblo y se leían los acuerdos adoptados para que los
aclamase. El rey conservaba siempre el derecho de oponer su veto a las resoluciones que sin su
iniciativa se acordasen; de modo que, en rigor, todo dependía de él.
Al lado del monarca estaban también los llamados leudes o fideles, especie de bucelarios del
monarca, que se consideraban ligados con la persona de aquél de un modo estrecho, y que por esta
intimidad formaban el núcleo de la nobleza cortesana.

133. Las leyes.


Hemos hecho ya referencia a las leyes principales que dictaron en España los reyes visigodos.
Escribíanlas en pergamino y las sellaban con sello, depositando en el archivo real un ejemplar
auténtico, del cual pudieran sacarse las copias necesarias. De las reuniones de los Concilios se
escribían actas o relaciones, la mayor parte de las cuales han llegado hasta nosotros. Para
conocimiento del pueblo, las leyes importantes solían promulgarse grabándolas en tablas de bronce,
a estilo romano, y colgando éstas en sitios públicos.
Queda dicho en párrafos anteriores que durante mucho tiempo la población visigoda y la de
origen romano se rigieron por leyes distintas en el orden civil, porque en el político y en el
administrativo unas mismas regían para todos. Probablemente, también los indígenas españoles
conservaron en algunos territorios sus costumbres jurídicas. El principio establecido en esta materia
era que en las relaciones entre individuos de una misma raza se aplicase su ley especial. En las
relaciones mixtas de Visigodos con hispano-romanos, se aplicaba la ley de los primeros, aunque con
ciertas modificaciones que la acercaban al tipo romano. Con la unificación legislativa de
Chindasvinto (§ 120) desaparecen estas diferencias y sólo hubo, a lo que parece, una ley común
para vencedores y vencidos, el Liber Iudiciorum que hoy conocemos con el nombre de Fuero Juzgo.
Pero esto no excluyó la subsistencia en gran medida de las antiguas costumbres, aun tratándose de
materias en que la ley las había modificado; lo cual prueba la escasa eficacia que los preceptos de
los poderes públicos tenían en aquella sociedad heterogénea y sólo aparentemente organizada.
93

134. Organización administrativa.


Una vez fijados los Visigodos en las antiguas provincias romanas, empezaron a ordenar el
gobierno de sus territorios, y para esto adoptaron el molde romano. Al hablar de la regencia de
Teodorico (§ 105) indicamos algunas de las reformas introducidas por él, a semejanza de lo que
existía en el reino ostrogodo. Más tarde, las dos o tres provincias en que se dividían los territorios
visigodos se convirtieron —por ampliación de lo conquistado— en muchas más. Liuvigildo
estableció ocho (año 579). Al frente de cada una de éstas había un gobernador con título de duque, y
al frente de las ciudades principales un jefe llamado conde. Ambos intervenían en la administración
militar, la judicial y la política. En la capital del reino residían los jefes supremos de los diferentes
órdenes de la administración, componiendo lo que se llamaba el oficio palatino, copiado de los
romanos, con sus comes del Tesoro, del ejército, etc. El municipio subsiste en las ciudades, en la
forma de la decadencia romana (§ 63), aunque aliviadas las cargas de los curiales. La población del
campo estaba regida por funcionarios llamados, de una manera general, prepósitos; y se reunía
también en asambleas de vecinos (godos y romanos) llamadas conventus publicus vicinorum, para
decidir acerca de las cuestiones de propiedad rural, división de tierras, ganadería, persecución de
siervos huidos y otras de interés local. El defensor civitatis continúa igualmente.
En la función propiamente judicial intervenían las mismas autoridades administrativas citadas
y tribunales colectivos como el Oficio Palatino, que conocía de los delitos de los fideles del rey y de
los nobles en general; los Concilios, que examinaban las reclamaciones de los particulares contra
las extralimitaciones de los funcionarios públicos; el Concilio provincial, formado por los
eclesiásticos de una provincia bajo la presidencia del obispo, para iguales fines que el Concilio
general, y, por fin, la Curia en los municipios, que decide sobre ciertos asuntos de carácter civil y
criminal. El rey nombra también, para ciertos negocios, jueces extraordinarios o especiales,
llamados Pacis assertores. Los obispos ejercían en representación del rey una función fiscalizadora
o inspectora de la administración de justicia, e intervenían en asuntos del orden civil como la tutela,
los testamentos y otros, así como en el cumplimiento de las leyes militares. Pero toda esta compleja
organización no era más que aparente. En rigor, no había justicia segura. Los jueces, lejos de
amparar a los débiles y a los que tenían derecho, cometían, a pesar de las muchas restricciones
acumuladas en la ley, toda clase de arbitrariedades. Los reyes, escuchando las quejas del pueblo,
hubieron de dictar más de una vez disposiciones para moralizar y encauzar este orden de la
administración. En la úlltima compilación de leyes visigodas se comprenden varias que establecen
la responsabilidad judicial por el perjuicio que se cause a los litigantes, de que respondía el juez con
sus bienes y, de no tenerlos, con azotes y la esclavitud.
Las penas que principalmente se imponían a los delitos eran las de muerte (por el fuego, a los
incendiarios), cegamiento, confiscación y azotes. El tormento, como medio de obtener confesión de
un delito, sólo se aplicaba a los plebeyos.
La Hacienda pública manteníase principalmente de las contribuciones, que eran pocas al
principio, menos que en los últimos tiempos del imperio romano. Las más importantes fueron: la
territorial (functio publica) y la llamada tributum, que se pagaba en metálico o en especie conforme
al rendimiento del cultivo de los campos. Las pagaban únicamente los hispano-romanos.

135. El ejército.
El servicio militar era, entre los Visigodos, obligatorio por costumbre y por la ley. Cuando se
establecieron en las provincias, obligaron también a los súbditos romanos, nobles, plebeyos y
siervos. Todos servían juntos. El ejército se dividía en grupos de 100 hombres, con un jefe llamado
centenarius. Había otros grupos superiores, de 1.000 hombres llamados tiufadías, institución de
origen germano cuyo jefe, tiufado, era al propio tiempo juez de sus soldados en tiempo de guerra y,
según se cree, también en tiempo de paz. Los patrocinados o clientes iban formando una agrupación
mandada por el patrono o señor. Con el tiempo, la obligación del servicio fue relajándose, bien por
haberse afeminado las costumbres visigodas, bien por resistirse a él los nobles turbulentos y
94

enemigos de la corona. Wamba tuvo que dar nuevas leyes recordando aquella obligación y
reorganizando el ejército. Éste no era permanente sino en una escasa parte, formada en su mayoría
por la guardia real reclutada entre los siervos, clientes o libertos del rey, o constituida por hombres
libres, a quienes se pagaba soldada o se cedían tierras en premio del servicio. Los demás eran
llamados en caso de guerra. Mandaba el ejército unas veces el rey y otras un duque.

136. La Iglesia católica.


De la Iglesia arriana, que fue la oficial hasta Recaredo, se sabe poco. Su organización era
análoga a la católica, puesto que ambas procedían de un mismo tronco. Los obispos eran nombrados
y depuestos por el rey.
La Iglesia católica continuó su organización y costumbres de tiempo del Imperio. Los obispos
seguían reuniéndose en Concilios y comunicándose con el Papa, cuya autoridad reconocían.
Intervinieron muchas veces como mediadores pacíficos en la invasión visigoda y en las luchas entre
ésta y los Suevos y los hispano-romanos. Durante el período arriano, como hemos visto, sufrieron
algunas persecuciones y se vieron privados a veces de sus puestos y de celebrar Concilios; pero
desde Recaredo, convertida la Iglesia católica en oficial, se desarrolló triunfante y normalmente,
gozando sus principales miembros de gran consideración e influencia social por su cultura. Perdió,
sin embargo, en independencia, porque los reyes, continuando las prácticas del período arriano y de
los primeros emperadores, intervinieron más de una vez en cuestiones interiores de la Iglesia, pero
no en las de culto y dogma (excepto Recaredo), y se atribuyeron la elección de obispos.
Edificáronse muchas iglesias en este tiempo, compensando, así las destruidas durante las
guerras de invasión; y las riquezas de ellas crecieron mucho, merced, sobre todo, a los donativos de
los reyes y de los fieles. No pocas llegaron a tener importantes propiedades de tierras y de siervos
adscritos.
Los sacerdotes gozaban de ciertos privilegios, como la exención de algunas penas y del
servicio militar quizá hasta Wamba, pero no en las contribuciones ordinarias, que pagaban también
las tierras y siervos de las iglesias. En el orden judicial estuvieron sujetos a los tribunales ordinarios,
sin obstáculo del fuero de los obispos sobre los clérigos. Las causas de matrimonio, divorcio, etc.,
se consideraban como civiles. Las iglesias tenían el privilegio de amparar a los delincuentes
perseguidos que se refugiaban en ellas. Los perseguidores no podían sacarlos a la fuerza, sin
permiso de los sacerdotes; los cuales, después de convencerse de la existencia del delito, entregaban
al reo, pero con prohibición de matarlo. A esto se llama el derecho de asilo.
Los monasterios crecieron mucho, fundándose en aquella época algunos que más tarde
tuvieron gran importancia en la historia social y política de España: como el de Dumio (Braga),
creado por San Martín de Hungría; el de San Donato o Servitano (cabo Martín-Valencia); el de San
Millán de la Cogolla (Rioja) y otros. Los monjes dependían del obispo, que daba la regla y
nombraba al abad, mas podían acudir en apelación a los tribunales civiles.
La manera de celebrar las ceremonias religiosas (culto) era especial, diferente de la que se
usaba en Roma. Llamábase oficio gótico, y fue reorganizada y unificada por San Isidoro, arzobispo
de Sevilla.
En punto a herejías, la Iglesia católica tuvo que luchar en este período, especialmente con la
arriana, que por ser nacional en los Visigodos se sostuvo durante mucho tiempo después de haber
perdido la protección de los reyes. Fuera de esto, el trabajo principal del clero era ir desarraigando
los restos de las antiguas religiones peninsulares y de la pagana, que subsistían en muchos puntos, y
sobre todo entre la población del campo, apartada de la influencia de las ciudades, grandes focos de
las ideas nuevas.
95

3.—VIDA INTELECTUAL Y ECONÓMICA.—COSTUMBRES


137 Elementos de cultura.
Según ya dijimos, no trajeron los Visigodos elementos de cultura originales que pudiesen
influir en España. Como pueblo más atrasado, dejáronse influir por la civilización romana en todos
los órdenes, y de ella tomaron los hábitos del comercio y la industria, de ella copiaron las artes, y
mediante ella perfeccionaron la agricultura y demás órdenes de la vida.
Lo único propio que trajeron fue la lengua, con su escritura especial (§ 92) y el fondo de ideas
religiosas y jurídicas de su vida primitiva. De las primeras puede decirse que no quedó nada,
absorbidas por el arrianismo. Sí de las segundas, que influyeron en la legislación, y en algunas de
sus formas se prolongaron a tiempos posteriores.
Con la destrucción del poderío romano y de la organización provincial, la cultura decayó
enormemente. Desaparecieron las escuelas oficiales, y la enseñanza se refugió en el elemento más
instruido de aquella sociedad, único que no ocupaba su tiempo en las guerras continuas: el clero. En
las iglesias y en los monasterios formáronse escuelas donde se estudiaban, no sólo las materias
peculiares a la instrucción religiosa, sino las generales humanas, desde la primera enseñanza, de la
cual se conoce la existencia de una escuela, la de Cauliana (Mérida). En estas escuelas se introdujo
la novedad —debida a las ideas cristianas en punto a las relaciones de los sexos— de separar a los
niños y a las niñas; con lo cual, retrayéndose la mujer, quedó su educación reducida a la que pudiera
adquirir en casa. Pero la casa, en aquellos tiempos de lucha constante y de incultura, poco podía
ofrecer para la educación femenina.
Aparte de estas escuelas de las catedrales y monasterios, naturalmente influidas y supeditadas
a la enseñanza religiosa, los judíos tenían academias propias, en las cuales los profesores leían y
comentaban los libros delante de los alumnos: sistema que luego pasó a las Universidades de siglos
posteriores.
Los gimnasios, que tan abundantes habían sido en la época romana, desaparecieron. En el
orden de la educación física, los Visigodos sólo adoptaron los llamados juegos militares, especie de
torneos en que se probaban las fuerzas de los combatientes.

138. Lengua y escritura.


Tres lenguas se conocieron en la España visigoda: el godo, que trajeron los invasores, pero
que había caído en desuso; el latín, que hablaba la población romana y romanizada, y el vascuence.
El idioma godo contaba para su expresión con la escritura llamada ulfilana (§ 92), que fue el
órgano de la cultura arriana, así como la latina lo fue de la católica. Con la conversión de Recaredo,
la preponderancia del elemento romano y la destrucción de muchos libros arrianos escritos en
gótico, decayó el uso de esta escritura, aunque en el siglo VII aun subsistía.
En el uso general, y para los menesteres oficiales, les sustituyó la escritura latina en una forma
especial que tomó en España y que se ha llamado impropiamente gótica, siendo su nombre más
apropiado el de toledana. En un principio se escribió sólo con mayúsculas, y así están los
manuscritos más antiguos. En el siglo VII comenzaron a introducirse las minúsculas.
Es de creer que las iglesias y los obispos arrianos tuviesen sus bibliotecas o colecciones de
libros. De las iglesias católicas y de los monasterios se sabe positivamente que las tenían,
dedicándose muchos monjes a la copia de libros. Esta copia se hacía en algunos puntos con ánimo
mercantil, es decir, para vender, constituyendo verdaderas ediciones manuscritas de los libros más
buscados. Existieron a este fin librerías, análogas a las romanas. Algunos reyes y nobles reunieron
también bibliotecas importantes.
Aparte de estos dos elementos literarios —el visigodo y el romano— existía en las regiones S.
y E. de la Península el influjo helénico, que se acrecentó con la larga dominación de los Bizantinos
y, en el orden erudito, por la constante comunicación del clero católico con el de Oriente. Se sabe
que muchos sacerdotes estuvieron en Constantinopla, huyendo de las persecuciones y estudiando.
96

Así, que el griego fue conocido de todos las hombres cultos en España, y con él su literatura de la
época.
También se cultivaban el hebreo y el caldeo, no sólo en la población judía, sino en los centros
ilustrados. Mediante estas lenguas comenzó a influir en la cultura española el elemento oriental, que
más tarde adquirió importancia al lado del clásico o greco-latino, que era el predominante.

139. Movimiento literario. Escritores.


La concurrencia de todos estos elementos, si no pudo crear una cultura tan amplia y profunda
como la romana, mantuvo a lo menos cierta vida intelectual, cuyo centro hallábase en las iglesias
catedrales y monasterios, y principalmente en Sevilla, donde se formó una escuela, inspirada en la
cultura clásica, de que fue jefe ilustre el arzobispo San Isidoro.
La mayor parte de los escritores de esta época son, por razón natural, eclesiásticos, y los
asuntos de que tratan, principalmente religiosos y morales. Citaremos los más célebres de entre
ellos: Orosio, autor de una historia general (Historiarum libri VII adversas paganos, escrita en 417
por instancias de San Agustín y muy interesante para conocer los primeros tiempos de la invasión
goda) y de otros libros apologéticos y de controversia; Draconcio, de un poema titulado De Deo;
Idacio, redactor de un Chronicon en que se relatan las invasiones de los Germanos; San Toribio de
Astorga, gran polemista contra los priscilianos; Montano, que escribió cartas morales a los
habitantes de Palencia; San Martín de Braga, autor de varias obras místicas y morales importantes;
Liciniano y Severo, bizantinos; el abad Donato, que trasladó desde África a España su monasterio,
con una gran biblioteca que poseía; Masona, uno de los obispos más ilustres en el clero visigodo;
San Braulio, que escribió una Vida de San Millán y Cartas interesantes para conocer el estado
social de aquella época; San Julián, autor de una Vida de Wamba; el obispo de Zaragoza, Tajón;
Apringio de Beja; San Ildefonso de Toledo; Zazeo, de Córdoba, gran filósofo; Juan de Biclara, a
quien se debe una Crónica muy importante para el estudio de las luchas políticas de los Visigodos;
San Leandro, que influyó mucho en la conversión de San Hermenegildo; y sobre todos ellos, su
discípulo, San Isidoro, arzobispo de Sevilla; hombre de grandísima cultura clásica, autor de muchos
libros, entre los cuales descuellan: por su interés histórico, un Chronicon o Historia universal
abreviada, la Historia de los Godos, Vándalos y Suevos, y las Vidas de Varones ilustres; por ser un
resumen enciclopédico del saber greco-romano, el que se titula Etimologías, y por su valor
filosófico y jurídico, los Libri Sententiarum. San Isidoro es el más alto representante de la
civilización clásica, de cuyos restos vivían las antiguas provincias y ya veremos cómo su tradición
literaria y científica no sólo hubo de perpetuarse en España, sino que se reflejó ampliamente en
naciones extranjeras.
Al lado de estos escritores y hombres cultos figuraron otros de procedencia laica, es decir, que
no pertenecían al clero. Se distinguieron, bien como autores, bien como polemistas o como
aficionados a las letras e instruidos en ellas, los Reyes Recaredo, Chindasvinto, Recesvinto y
Sisebuto, autor éste de una vida de San Desiderio y quizá de varias Cartas a obispos y patricios; el
duque Claudio, condiscípulo de San Isidoro; el conde Bulgarano, autor de Cartas; el Conde
Lorenzo, que poseía rica biblioteca. Demuéstrase con esto que la nobleza visigoda e hispano-
romana no fue enteramente inculta y bárbara, puesto que en ella figuraron escritores e individuos
muy celosos de la cultura.
La más alta representación de ésta hállase, no obstante, en el clero, y particularmente se
advierte en el orden jurídico, en forma de proposiciones y consejos ideales, o de preceptos que los
traducen a la realidad legislativa, no siempre aplicada en la práctica, por desgracia. En las obras de
San Isidoro, Etimologías y Libri sententiarum, y en otras de carácter teológico escritas por
diferentes prelados, se consignan los principios de la doctrina jurídica del clero español, principios
reflejados en las consideraciones morales con que empiezan o van comentadas muchas leyes del
Fuero Juzgo. El origen divino del poder; la obligación por parte del Estado de defender a la iglesia;
la sumisión debida a la ley, como fórmula de justicia y de bienestar público, incluso por parte de los
97

mismos reyes, cuya tiranía anatematiza; la separación entre la fortuna privada del monarca y el
patrimonio de la corona, para evitar usurpaciones de los soberanos; el apoyo prestado a la forma de
sucesión hereditaria y al prestigio e inviolabilidad de la realeza, como medio de terminar las luchas
por el poder, y la represión y castigo de los delitos religiosos por cuenta del Estado: tales son los
principios de la doctrina eclesiástica que influyeron en el derecho público.

140. Cultura artística.


Si en el terreno literario los Visigodos fueron siervos de la cultura greco-latina, no lo fueron
menos, en el artístico. En arquitectura no hicieron sino seguir la estructura clásica, aunque con
marcada decadencia en los materiales de construcción, en los planos y en los adornos, todo más
pobre, menos monumental que en la época romana, pero todavía relativamente muy rico, a juzgar
por las descripciones que nos han quedado de las iglesias de Mérida y de Évora, la primera
seguramente del siglo VI. Quizá trajeron a España elementos e influencias del arte oriental y del
griego, recibidas durante su estancia en las regiones del Danubio y el Don. En igual sentido tenía
que obrar el nuevo contacto con los bizantinos, muy directo desde la entrada de ellos en tiempo de
Atanagildo y por virtud de las muchas relaciones científicas entre España y Constantinopla (§ 138).
En su virtud (y en la de influencias de tipo germánico, que muy verosímilmente se ejercieron en
escala hoy imposible de apreciarse), modificóse el arte latino, presentando algunos caracteres
nuevos que lo diferencian de las épocas anteriores.
Poseemos noticia de muchos edificios públicos —palacios, iglesias, fortificaciones—
construidos en la época visigoda; pero pocos han llegado a nosotros en suficiente grado de
conservación para que podamos ver directamente lo que era el arte arquitectónico de entonces. Tal
sucede con la iglesia de San Román de Hornija, cuya fábrica visigoda desbarataron reformas
posteriores. Con muy leves alteraciones se conserva otra iglesia, la de San Juan en Baños de Cerrato
(Palencia), que generalmente se considera como obra del siglo VII, aunque no sea esto
completamente seguro, y una del siglo VI, San Miguel de Tarrasa. La forma dominante en las
construcciones religiosas es la de basílica, en el tipo latino o en el bizantino, o de cruz griega. La de
Baños es de tres naves, con los arcos de comunicación en forma de herradura—como en otra iglesia
de Cabeza del Griego y alguna más — y cubierta de madera a dos vertientes. El arco de herradura,
ya conocido por los hispano-romanos, fue muy usado por los visigodos en la planta de los ábsides y
en los arcos de comunicación, hasta el punto de constituir una característica de su arte. Algún autor
cree poder clasificar entre los monumentos visigodos, por su planta y disposiciones, el Cristo de la
luz, de Toledo, y la iglesia francesa de San Germiny-de-Près, construida en 806 por el obispo
Teodolfo, español de nacimiento. Esta iglesia tiene arcos de herradura en planta y en alzado. Otras
(Bamba, San Miguel de la Cogolla, etc.) son dudosas.
Mayor seguridad hay en la atribución de capiteles muy característicos hallados en Toledo,
Mérida y Córdoba y que repiten formas greco-romanas, cada vez más degeneradas. De estatuaria
suele citarse como visigoda la imagen de San Juan hallada en Baños; pero no hay probabilidad
ninguna de que lo sea. En punto a lápidas sepulcrales, las hay numerosas, que, como los capiteles,
reproducen motivos de la época romana con evidente degeneración. Una de ellas, descubierta en
Écija, revela al parecer muy marcadamente la influencia bizantina. Otra, de Mértola (año 525), lleva
grabado el arco de herradura, frecuente en las construcciones y decoraciones de la época.
En punto a construcciones militares, se perpetúa también la forma romana de las murallas,
torres y puertas, como en las de Ercavica o Cabeza del Griego, Évora (debidas a Sisebuto ), Toledo
(reedificadas por Wamba) y Córdoba (la puerta llamada Occidental o de Sevilla, que se cree obra
del siglo VII).
Las joyas, en metales preciosos y con piedras, que constituyen lo más rico entre los restos del
arte visigodo que han llegado a nuestros días, revelan marcada influencia bizantino-oriental. Así se
ve en las coronas votivas y cruces halladas en Guarrazar (Toledo), Elche y Antequera. Las
monedas, imperfectamente grabadas, eran de oro, copiando los tipos latinos y bizantinos. Por
98

algunas halladas recientemente en Sevilla se ha venido en conocimiento de la existencia de dos


reyes (no mencionados en los documentos conocidos hasta ahora), Judila y Jajita, que se cree no
fueron monarcas legítimos. El primero dominó un extenso territorio (de Granada a Mérida) a juzgar
por los lugares de acuñación de sus monedas. Otra, descubierta últimamente, revela el nombre de un
tercer rey, Suniefredo o Cuniefredo, que se cree también usurpador del tiempo de Recesvinto o de
Wamba.

141. Comercio e industria.


Un pueblo puramente agricultor como era el visigodo, y empeñado, además, casi
continuamente en guerras, no podía traer elementos propios de vida al comercio ni a la industria.
Uno y otra siguieron en España en manos de la población romana y de los extranjeros, griegos y
judíos principalmente. El comercio hacíase en su mayoría con Levante, por medio da barcos, de los
que muchos eran españoles. La marina de guerra visigoda llegó a ser muy importante. Continúan las
aduanas para los productos que venían de fuera.
En punto a industrias, subsistieron algunas de la época romana: de seda, lana e hilo,
fundiciones de hierro, fábricas de armas, molinos, minas y astilleros para la construcción de naves.
Los oficios, continuando la dirección impresa en las corporaciones romanas, se organizaron
como cuerpos cerrados, distinguiéndose en cada uno dos categorías: la de maestros y la de
aprendices. Los que no pertenecían al cuerpo en uno de estos dos grados, no podían ejercer el
oficio.

142. Costumbres generales.


Así como hemos visto que en los últimos tiempos de Roma la población tendía a concentrarse
en las ciudades, con la entrada de los Germanos se desparrama otra vez por los campos; ya por crear
los nobles hispano-romanos núcleos de resistencia cuyo centro eran sus propiedades territoriales
con casas o aldeas fortificadas, ya por el establecimiento de los Visigodos en posesiones de carácter
rural. Los nobles de la raza invasora llegaron, en efecto, a poseer extensos terrenos, en los cuales
vivían rodeados de numeroso cortejo de bucelarios, colonos y siervos, que formaban como un
pequeño ejército y corte.
En las ciudades predominaba la vida de tipo romano, a la cual fueron amoldándose los
Visigodos. Poco a poco olvidáronse las antiguas costumbres modestas y sencillas, propias de un
pueblo pobre, para adoptar las fastuosidades y lujo de la civilización romana de los últimos tiempos,
sin que por esto se asimilasen los Visigodos aquel refinamiento del espíritu latino que trascendía a
todos los actos de la vida. La corte de Eurico y la de Liuvigildo son muestra de la citada conversión
a las costumbres romanas, de tal modo, que hubo que dictar leyes para reprimir el lujo de los
particulares.
La ocupación principal de los Visigodos fue la guerra, bien de conquista, bien civil, entre los
nobles, o entre éstos y el rey. Los soldados vestían arnés y casco de cuero, cota y escudo de metal, y
llevaban muy largo el cabello, distinguiéndose en esto de los hispano-romanos. Semejante
costumbre vino a ser un signo de raza, de tal manera, que el hecho de cortarse el pelo inhabilitaba
para ejercer cargos públicos y especialmente el de rey, que había de recaer siempre en un godo.
Como armas, llevaban flechas, lanza, espada y puñal, y los toques militares los hacían sonando
cuernos o bocinas. Aparte de esto, vestían una especie de sayo de lana o piel y un gran calzón
forrado.
Los nobles y las gentes ciudadanas modificaron su traje amoldándolo al tipo romano. La
relajación de costumbres llegó a tanto en los últimos tiempos, que muchos sacerdotes, no obstante
prohibírselo los cánones, vivían públicamente casados y tenían hijos. Las leyes castigaban
severamente esta licencia, que, sin embargo, continuó por mucho tiempo. Las supersticiones
alcanzaban hasta las clases más altas. Con frecuencia, los jueces acudían a los adivinos y hechiceros
para fallar los pleitos, cosa que las leyes castigaban. Otra superstición curiosa y terrible consistía en
99

celebrar misas por personas vivas como si estuviesen ya muertas, con lo cual se creía acelerar su
fallecimiento.
Los homicidios eran frecuentes; la seguridad personal muy escasa, a pesar de que los reyes
trataron de reprimir los desórdenes, la intranquilidad y los vicios más comunes. En este punto se
llegó a tomar medidas tan escrupulosas como la de prohibir que ningún médico visitase y curase a
mujer sin la presencia de los padres o parientes de ella, y en su falta, de vecinos. A los médicos
hacía también la ley responsables, con penas de multa y hasta servidumbre, de los malos efectos de
su medicación y de que ésta produjese la muerte.
Una de las diversiones más populares de la época parece haber sido las corridas de toros, a las
cuales se mostraron aficionados incluso algunos miembros del clero; bien que no esté probado el
ejemplo, que comúnmente se cita a este propósito, del obispo Eusebio de Tarragona.
100

SEGUNDA ÉPOCA.—LA DOMINACIÓN MUSULMANA Y LA


RECONQUISTA

1.—PRIMEROS TIEMPOS DE LA DOMINACIÓN. EL EMIRATO


DEPENDIENTE
143. Los nuevos conquistadores de España.
Suele llamarse, a los conquistadores que vinieron de África y produjeron la caída del reino
visigótico, árabes, y con ese nombre los hemos designado hasta aquí. Conviene, no obstante,
determinar algo más las cosas, para inteligencia de los hechos ulteriores.
Eran los árabes un pueblo que habitaba la parte occidental de Asia y principalmente la
península de su mismo nombre». Arabia. Divididos en tribus, sedentarias unas, nómadas otras, cada
una con su jefe especial, llamado jeque, no formaban propiamente una nación ni Estado, porque las
tribus, lejos de estar unidas y reconocer un poder común, vivían dispersas e independientes, celosas
unas de las otras y en luchas continuas. El único lazo que el árabe reconocía era el de su tribu: por
ella y por los que a ella pertenecían (sus con-tributos) estaba dispuesto a todo; pero con los demás
nada tenía que ver. De semejante estado de disgregación vino, en parte, a sacarlos un hombre
llamado Mahoma, que era, a la vez, un fanático en religión y un político ambicioso. Sucedía esto a
principios del siglo VII. Los árabes profesaban creencias religiosas, la mayoría de las cuales
reconocían diferentes dioses o ídolos, que se veneraban en la Meca, ciudad situada en la vertiente
arábiga del Mar Rojo. Mahoma empezó a predicar una religión nueva, cuyas ideas estaban tomadas
del Cristianismo y del Judaísmo, proclamando la existencia de un solo Dios (Al-lah), la resurrección
de los muertos, el juicio final, en virtud del que irán los buenos al Cielo y los malos al Infierno, y
otros dogmas. Prescribía a los creyentes la obligación de rezar cinco veces al día, de ayunar durante
un mes al año (Ramadán), de hacer limosnas y de visitar, una vez en la vida al menos, el templo de
la Meca. Todos estos preceptos se consignaron en un libro llamado Alcorán, que es como la Biblia
del Mahometismo.
Los árabes, bastante escépticos y positivistas, se burlaron en un principio de Mahoma y hasta
lo persiguieron; pero la energía y la constancia de éste, ayudadas por la fuerza de las armas de los
partidarios que logró conquistar, impusieron su doctrina y su poder. Las tribus árabes —sin
participar en su mayoría del celo religioso de Mahoma— se dejaron arrastrar más bien por el
espíritu guerrero, conquistador, de aquél y de sus sucesores, y se unieron para este efecto,
conquistando en pocos años casi toda la Siria y el África del N., incluso Egipto (697-708). Los
pueblos dominados, y que aceptaban más o menos gustosamente la nueva religión, se conocen con
el nombre de Musulmanes, Mahometanos o Sarracenos. Entre ellos era el árabe el principal —por
ser quien los había conquistado y ser árabe Mahoma—, pero no el único. Por eso el nombre de
árabes no conviene, en rigor, a todos los musulmanes.

144. Organización del imperio musulmán.


Uno de los efectos principales que produjo la predicación de Mahoma fue la creación de cierta
unidad política, mediante el reconocimiento de un jefe supremo, llamado califa. Las provincias
conquistadas tenían sus gobernadores, y así los hubo en Egipto y en África occidental. Pero la
existencia del califa no daba más que una aparente cohesión a las tribus árabes. De hecho,
continuaron entre ellas las guerras, ya para conquistar el favor del soberano, ya para nombrar uno a
su gusto. Uniéndose a esta división tradicional las causadas por la diferencia en estimar y practicar
las ideas y preceptos religiosos, produjéronse diversos partidos que lucharon sin tregua y
sangrientamente en todos los territorios musulmanes.
101

De estos partidos eran los más enemistados el yemení o kelbi y el maadí o caisi, cada uno de
los cuales representaba dentro del pueblo árabe un núcleo de tribus afines entre sí y distintas de las
que formaban el otro. Puede decirse que la historia interna del imperio musulmán se reduce a la
lucha constante de estos dos partidos, lucha que, unida a la natural independencia y odio respectivo
de las tribus, no dejó que se consolidara un poder político robusto, y trajo consigo la disgregación
de los dominios árabes, causa de su ruina.

145. El Noroeste de África.—Los moros.


A principios del siglo VIII estaba ya conquistada toda el África del Noroeste que había
pertenecido antes al imperio bizantino. Los Árabes encontraron allí como base de población, a los
Beréberes, pueblo de otra raza que aquéllos, aunque organizados también por tribus. Estos
Beréberes son los que se conocen propiamente con el nombre de Moros. Diferenciábanse de los
árabes en ser más fanáticos que éstos —dominados como se hallaban por la clase sacerdotal
(santones) a quien respetaban más que a los jefes de tribu o jeques—, y por un sentido democrático
contrario a los instintos aristocráticos de los árabes. Los Beréberes no aceptaron de buen grado la
dominación. Se resistieron a ella todo lo que pudieron, y, aunque vencidos, quedaron como
enemigos constantes de sus vencedores, sublevándose más de una vez contra ellos. Aceptaron en
cambio la nueva religión con gran fervor, adoptando las ideas de las sectas más intransigentes y
celosas, en lo cual hallaron también motivo de disentimiento con los indiferentes árabes, motivos
que influyeron no poco en las conquistas. Precisamente las tropas musulmanas que en 711
invadieron la España al mando de Tárik, estaban formadas, en su gran mayoría, por berberiscos o
beréberes. Muza fue quien trajo más árabes, de diversas tribus, yemeníes y caisíes. A pesar de esta
diversidad de orígenes, los historiadores y el pueblo han llamado a todos con nombre común,
usando, ora el de moros, que conviene sólo a los originarios del África, ora el de árabes.

146. Afianzamiento de la dominación árabe en España.


En el año siguiente a la batalla de Segoyuela, que dio fin a la monarquía goda, prosiguió
Muza su campaña dirigiéndose por Guadalajara a Zaragoza, y hallando unas veces resistencia en los
jefes godos, y otras ayuda; como sucedió con el conde Fortunio, de Tarazona, uno de los varios
magnates que, atentos a la conservación de sus bienes y de su poderío, no tuvieron escrúpulo en
someterse con ciertas ventajas, y aun en apostatar de su religión. Estos casos no constituyeron, sin
embargo, la mayoría, siendo lo general que los nobles, funcionarios públicos o no, se resistiesen
enérgicamente en defensa de sus derechos y propiedades, que era lo verdaderamente amenazado por
la invasión. El pueblo, que no tenía qué perder, no siguió esta conducta. Hasta 713, la guerra había
sido relativamente benigna. Al tomar a Mérida, Muza dejó en libertad y en tranquila posesión de sus
bienes a los habitantes, no tomando para los vencedores más que los bienes de los muertos, de los
emigrados y los de las iglesias; pero la campaña de 714 fue horrible, cometiendo los árabes toda
clase de excesos, si bien dejaron a los cristianos en posesión de sus iglesias, respetando el culto.
Terminada la excursión a las tierras del Ebro, emprendieron Muza y Tárik, combinados, la
conquista de lo que fue luego Castilla la Vieja y de la Cantabria, caminando de E. a O. y de N. a S.
En esta empresa hallaron fuerte resistencia los árabes. Aunque algunos condes se sometieron,
siendo mediadores en los pactos los obispos, otros se defendieron valientemente. Al mismo Muza se
le atribuyen estas palabras referentes a los españoles: «Son leones dentro de sus fortalezas, y águilas
en sus corceles. No malogran ninguna coyuntura, si se les presenta favorable; y desbaratados y
vencidos, lejos de hallar mengua en huir del campo de batalla, súbense a lo más fragoso de los
bosques y montañas, donde se rehacen luego y vuelven con mayor empuje a la lucha». Con esto
declara Muza los dos géneros de combate que usaron los peninsulares: la resistencia en las
poblaciones fortificadas, y la guerra de guerrillas, en la misma forma que usaron contra los
romanos.
Para afianzar lo que iban conquistando, los árabes fueron estableciendo, en Amaya, Astorga y
102

otros puntos, colonias militares. En la provincia de Valladolid hallaron enérgica oposición en un


fuerte llamado de Barú, que los detuvo algún tiempo. Desde allí dirigióse Muza a tierra de Astures,
atacando (según parece interpretarse de textos de cronistas árabes y cristianos) a la población de
Luco (Lucus Asturum?) y tomando la población, así como su inmediata, Gijón. Los Astures y
Godos (§ 151) se refugiaron en las fragosidades de los montes llamados Picos de Europa, desde
donde, tiempo después, atacaron a los árabes. Cuando Muza se disponía a penetrar en Galicia,
recibió apremiantes órdenes del califa para que se presentase en la corte y rindiese cuentas de su
conducta, respecto de la cual había recibido quejas. Muza no tuvo más remedio que obedecer, y con
Tárik marchó a embarcarse en Sevilla (714).
Quedó al frente de las fuerzas árabes Abdelaziz, hijo de Muza, el cual realizó expediciones a
Portugal y al S. y SE. de Andalucía, apoderándose de Málaga y Granada. Al entrar en tierras de
Murcia, halló fuerte resistencia en un conde llamado Teodomiro, la capital de cuyo territorio era
Orihuela. Por conveniencias de ambas partes, siendo los árabes pocos, y temiendo Teodomiro
hallarse aislado (pues, aunque otros condes se defendían en diferentes puntos, no había acuerdo
entre ellos), se celebró una capitulación, reconociendo la independencia de Teodomiro y sus gentes
en el territorio de Orihuela, Alicante, Muía, Lorca y otras localidades inciertas, respetando su
religión, propiedades e iglesias, y obligándoles tan sólo a pagar leve tributo en dinero y especies.
Abdelaziz no pudo terminar la conquista de España, porque fue asesinado. La vida fastuosa
que llevaba, contraria a los rígidos preceptos de su religión, y el hecho de haberse casado con la
viuda de Rodrigo, Egilona (los árabes podían casarse con cristianas y judías, sin que éstas
renegasen, y en realidad fue muy frecuente el caso de reyes y caudillos árabes que casaron con
señoras cristianas españolas, como veremos), hiciéronle malquisto y sospechoso entre los suyos. Su
obra la terminó el nuevo gobernador llamado Alhor, que, considerando suficientemente subyugada
la Península, y vencidas las principales resistencias, después de siete años (de 712 a 718) traspasó
los Pirineos y llevó la guerra a las Galias. Engañábase, sin embargo, Alhor. En su tiempo empezó
nueva lucha, ya ofensiva, contra los dominadores árabes.

147. Conducta de los musulmanes en sus conquistas.


Conquistada España por tropas del gobierno de África, se la consideró dependiente de ésta. El
gobernador español (emir, en árabe) era nombrado por el de África, siempre bajo la dependencia del
califa, que residía en Damasco, ciudad de la Siria. Esta dependencia no impidió que la provincia
española fuese teatro de numerosas guerras civiles entre los conquistadores, y que más de una vez
se condujera como si fuese realmente independiente.
Los árabes no buscaban en sus conquistas preferentemente la conversión de los pueblos a las
ideas religiosas de Mahoma. Su conducta en esta parte varió según el grado de fervor del califa
reinante, del general que mandaba las tropas, o de la resistencia de aquellos a quienes se quería
conquistar; pero, en rigor, sus principios eran que los pueblos conquistados debían, o aceptar el
islamismo, o sujetarse a pagar un tributo personal, además del territorial. Como, según esto, los
convertidos pagaban menos contribución al Estado que los no convertidos, había entre los árabes
muchos que, mirando a los intereses materiales antes que a los morales, opinaban que no se debía
obligar de ningún modo a que se convirtiesen los pueblos conquistados, para de este modo poderles
exigir mayores tributos. Estas causas, unidas a los azares y conveniencias de la guerra que no
siempre era fácil, y que muchas veces obligaba a firmar tratados (como el de Teodomiro, que se
citó), hicieron que los árabes respetasen con bastante frecuencia, no sólo las creencias religiosas,
sino la vida especial de las poblaciones dominadas. La conquista, pues —como dice un historiador
español—, «no fue cuestión de propaganda religiosa, sino un pillaje más o menos sistemático».

148. Organización administrativa y social de lo conquistado.


La conducta seguida por Muza en Mérida fue la regla general, no obstante algunos excesos y
crueldades como los de la campaña de Aragón (714). La gran masa de la población hispano-romana
103

y visigoda continuó, bajo la dominación de los musulmanes, con sus condes, sus jueces, sus
obispos, sus iglesias y, en suma, con casi toda la independencia civil. Los emires se contentaron con
imponer a los cristianos sometidos las contribuciones legales, que eran de dos clases: la personal o
capitación8 y la que pagaban los propietarios territoriales, tanto fuesen musulmanes (éstos, sólo por
las fincas que antes hubiesen pertenecido a cristianos o judíos sometidos) como cristianos, aunque,
a veces (según indica, v. gr., la capitulación de Coimbra), se les impuso el doble a los cristianos. Se
llamaba a este impuesto jarach y consistía en una parte de los productos. Las iglesias y monasterios
pagaron también contribución. En general, por lo que toca a la propiedad inmueble, parece que la
regla seguida fue ésta: Muza reservó de lo conquistado un quinto (en tierras y casas) para el Estado,
formando así como un patrimonio público, llamado joms, cuyo cultivo concedió a los labradores
jóvenes indígenas (siervos), mediante el pago de un tercio de frutos al califa o a su representante
(emir), constituyendo este fondo, principalmente, con las propiedades que habían sido de las
iglesias, del Estado visigodo, de los nobles fugitivos y las conquistadas a viva fuerza. A los
particulares, soldados y nobles que capitularon o se sometieron, se les respetó (como en Mérida y en
Coimbra) el dominio de todos o parte de los bienes, con la obligación de pagar un impuesto
territorial (chizya, análogo al jarach), por las tierras labrantías y las de árboles frutales y lo mismo
se hizo con algunos monasterios, como se ve en la capitulación de Coimbra. Alcanzaron además
estos propietarios indígenas la libertad de vender lo que poseían, facultad que, siguiendo las leyes
romanas relativas a la Curia, tenían muy limitada en la época visigoda. Por último, la parte
excedente del quinto en las tierras confiscadas por los conquistadores fue repartida entre los jefes y
soldados, o sea entre las tribus que formaban el ejército. Según una tradición árabe, este reparto lo
hizo Muza por completo; según otra, no lo terminó él, sino Samah, hijo de Malic, por orden del
califa, el cual confirmó los derechos concedidos por Muza sobre las tierras, y concedió, además,
feudos sobre los terrenos del Estado a los soldados que trajo consigo Samah. En estos repartos
tocaron los distritos del Norte (Galicia, León, Asturias, etc.) a los beréberes, que eran los más, y los
del Sur (Andalucía) a los árabes. Los siervos visigodos que había en estas tierras y que no huyeron,
siguieron en ellas como cultivadores (los árabes sabían poco de agricultura y la desdeñaban, como
ocupación inferior), sujetos tan sólo (como los labradores del joms) al pago de un tercio o un quinto,
de la cosecha en favor de la tribu o jefe propietarios; con lo cual, no sólo mejoró la situación de los
cultivadores, sino que, por hacerse el reparto entre muchos, se dividió la propiedad, rompiendo la
traba de los latifundia. Por último, los sirios, que más tarde vinieron a España, obtuvieron, en
algunos distritos, según veremos (§ 149), no la propiedad directa de tierras, como los primitivos
conquistadores, sino el derecho de cobrar para sí el tercio que los labradores cristianos del joms
pagaban, como hemos dicho antes, al Estado. De este modo se creó entre los sirios y la población
indígena, en los distritos donde aquéllos se fijaron, una relación análoga a la de los consocios o
consortes visigodos y galo-romanos cuando las tribus de Ataúlfo obtuvieron la posesión de tierras
en la Galia.
Los esclavos mejoraron también de condición; de una parte, porque los musulmanes los
trataban más dulcemente que los hispano-romanos y los visigodos, y, de otra, porque bastaba su
conversión al mahometismo para quedar libres, si eran esclavos de cristianos o judíos. Claro es que
muchos se convirtieron sólo para obtener esta ventaja, sin creer verdaderamente en la religión de
Mahoma, y con ellos, más los propietarios que se convirtieron también para librarse de la capitación
y conservar sus tierras, se formó una población de cristianos renegados que tuvo gran influencia en
los sucesos posteriores.
Todas estas ventajas que concedió la administración árabe estaban compensadas, en parte, por
la sujeción de la masa cristiana sometida, sujeción pesada sobre todo en lo referente a las iglesias,
que dependían del califa, el cual se arrogaba el derecho de nombrar y de poner a los obispos y de
convocar los Concilios. Además, andando el tiempo, los pactos celebrados con poblaciones

8 Diferente en cuantía según la posición social del que la pagaba. Exceptuábanse de ella las mujeres, los niños, los
monjes, los lisiados, los mendigos y los esclavos.
104

sometidas, como Mérida, v. gr., se violaron, y aumentáronse también las contribuciones que
pesaban sobre los vencidos, lo cual originó no pocas guerras.
El núcleo de población peninsular más favorecido fue el de los judíos. Ganaron éstos en
libertad; abolidas las leyes visigodas que los perseguían, tomaron, como aliados de los árabes, gran
parte en el gobierno y administración de las ciudades españolas.

149. Luchas interiores de la España árabe.


Después de las conquistas de Alhor, los grupos cristianos que habían permanecido
independientes no daban gran cuidado a los dominadores, merced a su escasa fuerza; aunque, como
veremos, alcanzaron algunas ventajas. El movimiento invasor se dirigió hacia las Galias, donde
guerrearon con fortuna diferentes emires, hasta que uno de ellos, Abderrahmán, fue derrotado por
un jefe franco llamado Carlos Martel, en las cercanías de la ciudad de Poitiers (732). Este
descalabro no puso término a las correrías de los árabes en las Galias, donde conservaron durante
algún tiempo bastantes poblaciones de la Septimania (Narbona, entre ellas). Sublevaciones
ocurridas entre los beréberes de África a mediados del siglo VIII (740), distrajeron las fuerzas
mahometanas y ocasionaron la paralización y luego el retroceso en la conquista.
Lo que principalmente preocupaba efectivamente a los musulmanes era las divisiones
interiores y en primer término la rivalidad siempre latente entre árabes y beréberes. Siendo emir
Abderrahmán, el derrotado en Poitiers, o un poco antes, hubo también en España una sublevación
de beréberes, dirigidos por el jeque Osman-ben-abi-Nisa o Munuza (al que se supone gobernador de
Oviedo), quien se alió con Eudes, duque de Aquitania, con cuya hermana se había casado. Poco
después, en 740, como hemos dicho, los beréberes de África se levantan en guerra por haberles
querido su gobernador aumentar los impuestos, y consiguen derrotar, no sólo a las tropas árabes de
la provincia, sino a un fuerte ejército, compuesto en su mayoría de sirios (musulmanes de la Siria),
que envió el califa. Esta insurrección se comunicó a España, donde los beréberes, no sólo estaban
quejosos del mal trato que les daban los árabes, sino empeñados, por fanatismo religioso, en destruir
a éstos, cuya impía indiferencia les repugnaba. Todos los beréberes de Galicia, de Mérida, Coria,
Talavera y otros lugares, se lanzaron a la guerra. El emir árabe que entonces gobernaba (llamado
Abdelmelik) se vio en tal apuro, que llamó en su auxilio a los restos del ejército sirio derrotado en
África y que se había refugiado en Ceuta. Diferentes veces estos sirios, entre los cuales había un
gran general llamado Balch, habían pedido a Abdelmelik barcos para pasar a España, con objeto de
escapar de los beréberes africanos, y el emir, por miedo de que, una vez en la Península, se le
impusieran, no consintió en ello. Ahora veíase precisado a hacerlo, estrechado por las
circunstancias. Los sirios llegaron a España, y pelearon de tal modo, que derrotaron a los beréberes
y los castigaron con dureza; mas, terminada la guerra y no portándose con ellos el emir según lo
pactado, se sublevaron a su vez, arrojando del gobierno a Abdelmelik y nombrando emir a Balch.
Siguióse a esto una guerra terrible entre los sirios y los árabes partidarios de Abdelmelik, que eran
medineses. Al lado de Balch pelearon muchos esclavos cristianos de los que cultivaban las tierras.
A pesar de victorias sucesivas de los sirios, la lucha hubiese continuado por mucho tiempo a no
mediar personas sensatas de ambos partidos para concluir con los horrores de la guerra civil. El
emir de África contribuyó a este fin, enviando un nuevo gobernador llamado Abuljatar, de origen
kelbí, que pacificó a España dando amnistías, trasladando al África a los jeques más revoltosos y
alejando de la capital a los sirios, mediante la concesión de tierras del Estado, cuyos siervos desde
entonces pagaron a aquéllos el tercio de la cosecha. De este modo se poblaron con sirios los
distritos de Ocsonoba, Murcia, Beja, Sevilla, Niebla, Sidona, Algeciras, Regio (Málaga), Elvira y
Jaén.
No tardó mucho en reanudarse la guerra, esta vez entre caisíes o maadíes y yemeníes o
kelbíes, motivada por la injusticia con que el nuevo gobernador, kelbí, trataba a los del otro partido.
Duró la guerra once años, durante los cuales el poder de hecho lo tuvieron dos jefes caisíes, que
eran los vencedores, Samaíl y Yúsuf; siendo de notar que en este período de lucha, los jeques
105

nombraron emires a Yúsuf y a otros sin contar para nada con el califa ni -con el gobernador
africano. El término a esta situación anárquica lo vino a poner un nuevo personaje, que cambió por
completo la suerte política de España.

150. Abderrahmán.
Los califas o jefes supremos del Estado musulmán venían siendo, desde algunos años atrás, de
una familia noble llamada de los Omeyas; pero como en Oriente, lo mismo que en España, no
cesaban las luchas entre los jeques ambiciosos y las tribus rivales, al cabo fueron destronados los
Omeyas por los individuos de otra familia rival, los Abbassidas. Sucedía esto en la época en que
Yúsuf figuraba como emir de España. El cambio de dinastía produjo un movimiento anárquico en
las provincias. La de África se declaró en parte independiente, y en parte se negó a reconocer a los
Abbassidas. En estas circunstancias, un joven de la familia Omeya, llamado Abderrahmán, que
había escapado de la matanza ordenada por sus enemigos, refugiándose en Egipto primero y
después en el África berberisca, trató de formarse en este último punto un reino independiente. Sus
gestiones no tuvieron resultado; y entonces, noticioso de la situación en que se hallaba España,
dirigió a ella sus ojos. Apoyado por algunos clientes de su familia, desembarcó en la Península y
comenzó la guerra que, después de muchas vicisitudes, terminó venciendo enteramente a Yúsuf y al
general Samaíl y erigiéndose Abderrahmán en emir independiente del califa de Damasco. Con esto
empieza una época nueva en la España árabe (758).

151. Los núcleos cristianos de resistencia.


Ya hemos visto que los musulmanes hallaron bastante resistencia en algunas regiones de
España; pero después de la última campaña de Muza y de las de Abdelaziz y Alhor, pactaron con
todos los condes y jefes que quisieron mantener algo de su independencia política. Según dicen los
cronistas más antiguos, cristianos y árabes (aunque no faltan autores modernos que tachen de
fabulosa toda esta narración), sólo en un punto resistieron continuamente los elementos visigodos, y
fue en Asturias. Habíanse replegado allí algunos nobles del S. y del C. de España, no pocos obispos
de varias regiones, y restos de los ejércitos vencidos en Mérida, en Castilla y en otros puntos. Al
amparo de las montañas, que ofrecían un buen refugio, y quizá con la concurrencia de los indígenas
astures, se propusieron resistir a los invasores. La noticia de la muerte de Rodrigo en Segoyuela les
hizo pensar en nombrarle sucesor, que les guiase en la guerra; y reunidos nobles y obispos,
nombraron por rey a Pelayo, dignatario que había sido, quizás, en la corle del anterior monarca, y
con el cual sigue la línea de reyes visigodos y se continúa la heroica resistencia de Rodrigo.
Por de pronto, Pelayo no pudo hacer gran cosa, dado el escaso número de combatientes que
tenía. A la aproximación de Muza (campaña de 714) se retiró a las cercanías de los montes llamados
Picos o Peñas de Europa, (Cangas de Onís), donde se mantuvo a la defensiva y quizá pagando un
tributo a los musulmanes que establecieron en Gijón un gobernador berberisco, Munuza. Poco
después, siendo emir Abdelaziz, cuya política fue benigna con los cristianos, créese que Pelayo
estuvo en Córdoba para celebrar un tratado con aquél. Estas buenas relaciones (no enteramente
ciertas, sin embargo) cesaron al venir de gobernador el guerrero Alhor. Pelayo y sus partidarios
rompieron hostilidades, y no seguros en Cangas, se retiraron hacia las montañas. Allí, en el valle
llamado de Covadonga, consiguieron derrotar (718) al jefe de la expedición enviada contra ellos,
Alcama, que perdió la vida en la lucha. Esta victoria, señaladísima por venir después de tantas
derrotas de los Visigodos, ha adquirido por esto un valor representativo extraordinario. Sin ser, en
rigor, más que un episodio en la serie de batallas (Janda, Sevilla, Medina, Mérida, Segoyuela, Barú,
etc.) que señalan la resistencia hecha por los nobles y el rey contra los invasores, por venir cuando
ya esa resistencia se había acallado en casi todo el resto de la Península y por haber sido favorable a
las armas visigodas, tómase como punto de partida de un nuevo período llamado de la Reconquista
de España; y para distinguirla más, se ha supuesto que a consecuencia de ella (y no antes) fue
nombrado rey Pelayo.
106

En rigor, la victoria de Covadonga no dejó de tener importancia, aunque reducida a corto


espacio de terreno. Merced a ella parece deducirse de varios textos de cronistas que Munuza se
dispuso a evacuar la región oriental de Asturias, siendo derrotado y muerto en el campo de Olalies
(Proaza?); pero los emires de Córdoba no dejaron de enviar expediciones militares contra Pelayo,
que parece las resistió con fortuna.
Aparte de este núcleo de resistencia, no se tiene noticia segura de que por entonces hubiese
otro en España. El reino de Teodomiro en Murcia y otros reinecillos y condados, aunque eran
independientes, estaban en rigor sometidos, o en buena inteligencia con los árabes; de modo, que no
representaban fuerzas hostiles, ni además mantenían entre sí relaciones que hubieran podido unirlos,
quizá, en una acción común. Sólo algunos años después de Covadonga, en 724, según se cree,
apareció en el N. de Aragón y en el límite de la región vasca (que también era independiente en su
mayor parte), un nuevo centro cristiano de oposición, cuyo jefe fue un tal Garci-Jiménez (conde?),
que derrotó a los árabes, apoderándose de la villa de Aínsa (70 km al NE. de Huesca). El territorio
que ocuparon este Garci-Jiménez y sus sucesores se llamó Sobrarbe, y comprendía casi todo el
partido actual de Boltaña, sobre el Pirineo. Por el mismo tiempo debió existir en territorio navarro
otro núcleo independiente, más o menos relacionado con el de Sobrarbe, y del que los documentos
antiguos suponen primer jefe o soberano a un conde llamado Íñigo Arista. Las noticias que se tienen
respecto de los orígenes de estos Estados son, sin embargo, confusas y contradictorias, y nada puede
afirmarse en definitiva.

152. El reino de Asturias.


Alrededor de Pelayo se habían agrupado, como dijimos, varios nobles visigodos y obispos,
entre ellos algunos de Aragón y Navarra, que habían huido de sus diócesis al ocuparlas los árabes.
Es lógico que después de la victoria de Covadonga se le unieran más elementos, y que los condes
más próximos, en las regiones vecinas de Galicia y Cantabria, aprovechasen la coyuntura para
apartarse de la forzada sumisión a los musulmanes y ponerse de acuerdo con el nuevo rey.
Evidentemente, aparte del interés monárquico de Pelayo, a los nobles era a quienes más importaba
sacudir el yugo musulmán, en primer término para recuperar las tierras confiscadas, en todo o parte.
Como, además, los invasores respetaban la religión y las costumbres de los vencidos, la guerra no
tuvo, en sus primeros tiempos, el carácter de lucha religiosa, ni siquiera de raza, sino el de una
simple reivindicación patrimonial por parte de la nobleza y el clero y el de una restauración de
dignidad por parte de los reyes. La corte de Asturias siguió las tradiciones de la de Toledo; los
mismos elementos que en ésta figuraban en aquélla (aunque menores en número), y su situación
respectiva era idéntica. Así veremos que continúan las luchas entre la nobleza y el trono, aquélla
para conservar su intervención en las elecciones regias y mantener una independencia siempre
deseada, y éste para hacerse hereditario y obtener un poder efectivo y absoluto. A esto puede
decirse que se reduce en substancia la historia del reino de Asturias por cerca de un siglo; porque las
ventajas militares sobre los invasores fueron pocas.
El sucesor inmediato de Pelayo (quien murió en Cangas de Onís, en 737), su hijo Favila, no
hizo nada en este orden; y aunque el rey que le siguió, Alfonso I, llamado el Católico, duque de
Cantabria, según la tradición (lo fue efectivamente su padre), y yerno de Pelayo, aprovechando las
guerras civiles de berberiscos y árabes —que por entonces (740-41) perturbaban el territorio
mahometano, produciendo la emigración al S. de la mayoría de los beréberes—, hizo excursiones
guerreras por Galicia, Cantabria y tierras de León, apoderándose de poblaciones importantes como
Lugo, o saqueándolas, no por esto conquistó de modo permanente todos los territorios recorridos.
Sin embargo, los musulmanes replegáronse más allá del Duero, fijando como línea fronteriza
militar la señalada por Coimbra, Coria, Talavera, Toledo, Guadalajara y Pamplona. Esta última
población la ocuparon sólo pasajeramente. Los cristianos poseyeron permanentemente la faja de
tierra más cercana al mar (Asturias, Santander, algo de la provincia de Burgos, León y Galicia).
Entre esta línea y la anterior quedó un espacio casi desierto, sin dominación expresa, disputado
107

continuamente por unos y otros. Victorias sucesivas de reyes que siguieron a Alfonso, ensancharon
poco a poco el reino; pero hasta el siglo XI no puede decirse, en rigor, que los cristianos tomasen la
ofensiva contra los árabes, ni la frontera de su no siempre constante independencia, pasó, en los
momentos más favorables de este período, de la línea del Guadarrama; continuando el resto de la
Península, incluso la mayoría de los territorios de Aragón, en pleno poder de los musulmanes.
Alfonso I murió después de las citadas campañas y de haber contribuido mucho a la restauración del
antiguo orden social en la región N., mediante la repoblación de tierras, reconstrucción y fundación
de iglesias y monasterios, etc. Sucedía esto en 756, al tiempo que Abderrahmán creaba el emirato
independiente.

2.—EL EMIRATO INDEPENDIENTE Y EL CALIFATO DE CÓRDOBA


153. Abderrahmán I.
Las victorias obtenidas por Abderrahmán sobre Yúsuf y los kelbíes, no consiguieron
apaciguar la España árabe. Por mucho tiempo el nuevo emir independiente vio su poder disputado o
no reconocido por los kelbíes, los beréberes y por muchos jeques de distintas tribus. Los 52 años de
reinado de Abderrahmán fueron de guerra constante, en que la anarquía interior se vio sostenida por
jefes enviados con carácter de gobernadores por el califa abassida, que no podía consentir que en
España reinase un Omeya. Después de muchas vicisitudes, Abderrahmán logró imponerse, no sólo
venciendo a los enemigos interiores, sino peleando contra los vascos y haciendo tributario al conde
de la Cerdeña9 que, por lo visto, era independiente. A consecuencia de una de las conspiraciones
tramadas contra el emir, entró en España como auxiliar el rey franco Carlomagno, célebre por el
gran poder que había alcanzado en el centro de Europa. La combinación proyectada por los
conspiradores no se realizó, merced a varias circunstancias fortuitas, y Carlomagno —a quien
reclamaban otras atenciones en su reino— tuvo que volverse con sus tropas después de haber
conquistado varias ciudades del N. y llegar hasta Zaragoza. La retaguardia del ejército franco fue
destrozada completamente en el desfiladero de Roncesvalles por los indómitos Vascos, muriendo
allí un célebre guerrero franco, prefecto de la Marca de Bretaña, llamado Roldán, de cuya muerte se
formó una célebre leyenda, origen de un poema épico (Chanson de Roland). Carlomagno no olvidó,
sin embargo, el camino de España. Ya veremos cómo buscan su alianza elementos cristianos y
cómo se apodera, al cabo, de parte de las regiones del NE., que luego constituyeron la Cataluña.
A fuerza de luchar con unos y con otros y de castigar duramente las rebeliones, Abderrahmán
aseguró su dominación, recuperando las ciudades conquistadas por los Francos, pero creándose una
situación difícil respecto del pueblo. Le odiaban los jeques árabes y beréberes, y tuvo que rodearse
para su seguridad de tropas compuestas de esclavos comprados y de gentes traídas de África. Los
propósitos de Abderrahmán, que eran la fundación de una monarquía robusta y la sumisión de la
aristocracia musulmana, concluyendo con la efectiva independencia y las luchas de las tribus,
tropezaban con la tradición, con el orgullo de la nobleza árabe, con los instintos democráticos e
indómitos de los beréberes y con el odio inextinguible de unas tribus respecto de otras. Ya veremos
cuánto tuvieron que luchar sus sucesores para lograr, por poco tiempo, aquellos fines. Lo que
Abderrahmán consiguió plenamente fue hacerse respetar por el califa de Bagdad, que, asombrado
de los triunfos militares de aquél, se resignó a reconocer su independencia.

154. Sublevaciones del partido religioso y del nacional.


El sucesor de Abderrahmán I, su hijo Hixem I, era un príncipe sumamente religioso, caritativo
y modesto. Aunque no dejó de guerrear, primero con algunos gobernadores poco sumisos y luego
con los cristianos de Asturias y Galicia, los Vascos y los Francos de Septimania, derrotando al
conde de Tolosa (793), su actividad principal se dirigió del lado de la religión, protegiendo los
estudios religiosos y favoreciendo mucho a los teólogos o alfaquíes. De este modo, el partido
9 Territorios de los Pirineos Orientales, al N. de Cataluña. [Mejor, Cerdaña.—N. del E.]
108

fanático creció en importancia, y llegó a contar en su seno multitud de jóvenes hábiles, ambiciosos
y atrevidos. El resultado de esta preponderancia se vio bien claro en el reinado del sucesor de
Hixem, Alhacam o Haquem I. Sin dejar de ser creyente, el nuevo rey se permitía ciertas licencias en
su conducta (como beber vino y cazar sin descanso, cosas prohibidas), y, lo que era peor, concedía
menos influencia en el gobierno que su padre Hixem, a los alfaquíes. Herido en sus aspiraciones el
partido religioso, se convirtió en demagógico, excitando al pueblo contra el emir y conspirando
contra él. Llegó el caso de tirarle piedras cuando iba por la calle. Por dos veces castigó a los
revoltosos de Córdoba Alhacam; pero no escarmentaron por eso, antes desearon vengarse. En 814
se amotinaron de nuevo los fanáticos y llegaron a sitiar en su palacio al emir; las tropas de éste
lograron vencer la insurrección, y degollaron a gran número de cordobeses. Alhacam perdonó a los
restantes y los expulsó de Córdoba y de España. Salieron con este motivo dos grupos de emigrantes,
en su mayor parte renegados, uno de los cuales, de 15.000, se dirigió al Egipto, y otro, de 8.000
familias, a Fez, en el África Occidental del Norte.
Vencido así el partido religioso en Córdoba, el emir acudió a otro peligro no menos grande.
La ciudad de Toledo, aunque nominalmente sometida a los emires, gozaba en rigor de una
verdadera autonomía. Su población estaba formada principalmente de visigodos e hispano-romanos,
renegados los más de ellos: árabes y beréberes había pocos, por haberse establecido, en su mayoría,
en el campo. Los toledanos no olvidaban que eran españoles (es decir, que constituían la población
nacional frente a los invasores), ni que Toledo había sido la capital de España. Mostrábanse
orgullosos de ambas cosas, y se mantenían en un estado continuo de independencia, quizás apoyada
en tratados análogos al de Mérida. Alhacam quiso concluir con esto. Para inspirarles confianza, les
mandó como gobernador a un renegado, el cual atrajo a su palacio a las personas más distinguidas
por su nacimiento o riquezas de Toledo y sus cercanías, y las degolló. Privada así la ciudad de sus
hombres más influyentes, quedó sometida; pero, a los siete años de esto, volvióse a declarar
independiente (829), teniendo que luchar el emir sucesor de Alhacam, Abderrahmán II, por espacio
de ocho años, hasta que, merced a disidencias ocurridas en Toledo entre cristianos y renegados, se
apoderó de ella en 837.
En otras partes del reino musulmán ocurrían también trastornos. En Mérida, los cristianos
(que estaban en inteligencia con el rey franco Ludovico Pío) se sublevaban a cada momento, y en
Murcia los yemeníes y maadíes mantuvieron durante siete años la guerra civil. El aumento de
contribuciones que impuso Abderrahmán II, quizá violando algunos tratados anteriores con
ciudades importantes, dio pábulo a estas continuas insurrecciones.

155. Los Normandos.


En estas circunstancias, aparecieron en las costas de España las embarcaciones de un pueblo
procedente del N. de Europa, el pueblo normando, cuyos guerreros, saltando en tierra saqueaban las
ciudades y los campos, siempre que podían. Medio siglo antes habían venido por primera vez a
España, pero como auxiliares de Alfonso el Casto (§ 164) en la guerra contra los moros. Ahora sus
expediciones piráticas, hechas en barcos grandes, de vela y remo, y en número que permitía el
transporte de algunos miles de hombres, comenzaron en las costas de Galicia, de donde fueron
rechazados, pasando luego a Lisboa (844) y a Cádiz y Sevilla. Las tropas del emir lograron
vencerlos y arrojarlos del Guadalquivir; pero todavía permanecieron algún tiempo apostados en la
isla Cristina, en la desembocadura del Guadiana, desde donde hicieron frecuentes correrías por
tierras de Sidonia. Para prevenir nuevos ataques, mandó construir el emir buques de guerra,
fundando arsenales o atarazanas en el Guadalquivir. En 858 o 59 volvieron los normandos
(llamados madjus por los árabes), asaltaron y saquearon la ciudad de Algeciras, y siguieron luego
sus correrías por toda la costa de Levante, hasta el Ródano. Al volver, los atacó la escuadra
musulmana, apresándoles dos navíos. En 966 asolaron nuevamente los campos de Lisboa; pero
reformada la marina de los musulmanes, que adoptó el tipo de los barcos normandos, éstos se
retiraron en 971, al saber que salía a su encuentro la escuadra enemiga. Desde entonces no hicieron
109

más excursiones por el S.

156. Persecuciones de cristianos.


Los emires musulmanes habían seguido la política de tolerancia religiosa con que empezara la
conquista. Las gentes cultas respetaban a los cristianos; pero no podía evitarse que el pueblo bajo se
propasara, sobre todo en los momentos de exaltación del fanatismo, insultando a los sacerdotes
cuando iban por la calle, bien solos, bien en procesión. Estos hechos, y otros análogos de que eran
víctimas, tenían disgustados a los cristianos. Con esto fuéronse exaltando poco a poco los ánimos de
los más fervorosos, y especialmente de muchos sacerdotes y monjes; pero, en vez de producir
sublevaciones dirigidas a sacudir el yugo musulmán, los cristianos tomaron un camino diferente.
Buscaron el martirio, maldiciendo de Mahoma ante el pueblo y las autoridades; y como esto lo
castigaba la ley con la muerte, fueron decapitados muchos. No faltaron cristianos que desaprobasen
esta conducta, diciendo que, permitiéndoseles el ejercicio de su religión, no cabía pedir más, y
tachando a los mártires voluntarios de suicidas. Opinaban así, no sólo muchos legos, sino también
sacerdotes, más prudentes, más amigos de la paz o quizá menos fervorosos, como decían los
exaltados. Dirigían a éstos dos hombres de gran talento y de mucha cultura: Eulogio (sacerdote y
luego santo) y Álvaro (santo también).
Los escritos y las arengas de uno y otro sostenían el celo de los que no encontraban mejor
manera de protestar contra el mahometismo que insultarlo y ofrecer así su vida en aras de la religión
católica. El emir, deseoso de aplacar los ánimos, hizo reunir un Concilio de obispos cristianos para
que decidiese acerca de la conducta de aquéllos. En el concilio hubo diferentes opiniones, pero
prevaleció la contraria a los exaltados, merced, sobre todo, a las razones y la influencia del
representante del emir, que era un cristiano llamado Gómez, empleado en la administración árabe y
muy protegido de aquél. Sin condenar en principio el martirio voluntario, el Concilio prohibió que
en adelante los cristianos siguieran aquella conducta; pero los partidarios de Eulogio y Álvaro no
depusieron su actitud. Entonces el obispo Recafredo, metropolitano de Sevilla, ordenó prender a los
jefes de los exaltados, lo cual disminuyó la resistencia de muchos de éstos, que se sometieron al
Concilio, según testimonio de Eulogio. De los presos, unos fueron decapitados, como las Santas
Flora y María; otros, puestos en libertad.
No terminó por esto la cuestión religiosa. Muerto Abderrahmán pocos días después de la
decapitación de las santas, su sucesor, Mohámed I, recrudeció las pasiones, mostrándose
intolerante, mandando derribar las iglesias construidas después de la conquista musulmana. Sus
ministros extremaron el rigor de esta orden y persiguieron a los cristianos duramente. Muchos de
éstos abjuraron por temor; otros resistieron, haciéndose fuertes en Toledo, que se sublevó pidiendo
auxilio al rey de Oviedo y León, el cual envió tropas al mando de Gatón, conde del Bierzo.
Mohámed derrotó a los sublevados y siguió persiguiendo a los cristianos de Córdoba. Prendió a
Eulogio por haber ocultado a una joven musulmana apóstata (la apostasía castigábanla los
musulmanes con la muerte), y luego lo mandó decapitar por haber insultado a la religión. Después
de la muerte de Eulogio fue decreciendo el número de mártires, hasta terminar este período de
persecuciones y sacrificios que la Iglesia ha sancionado luego, elevando a los altares a varios de los
mártires cordobeses.

157. El partido español.


Apenas terminada en Córdoba la cuestión religiosa, surgió otra de mayor peligro todavía para
el trono de los emires. Los súbditos musulmanes de origen español, que ya en Toledo y en otros
puntos habían tratado de hacerse independientes, renovaron sus propósitos con mayor energía y
éxito. Los toledanos volvieron a sus sublevaciones, y, aliados con el rey de León, lograron que el
emir se aviniese en 875 a un tratado en que reconocía la independencia política de aquéllos bajo el
gobierno republicano que habían elegido, sin más lazo con el Estado musulmán que el pago de un
tributo anual. En la región aragonesa (que llamaban los árabes Frontera superior) una familia de
110

origen visigodo, pero renegada, los Beni-Casi, había llegado a constituir un reino emancipado del
emir de Córdoba, en el cual se comprendían poblaciones tan importantes como Zaragoza, Tudela y
Huesca. Uno de sus jefes llegó a titularse «tercer rey de España». El emir logró de momento (862)
recobrar a Tudela y Zaragoza; pero poco después las perdió, y sus tropas fueron derrotadas por los
Beni-Casi unidos con el rey de León. Conviene decir, no obstante, que los Beni-Casi no llevaban
plan político determinado en su independencia. Trabajaban para sí, no por ideal ninguno; y así se les
veía luchar unas veces contra el emir y otras contra los reyes y señores cristianos de España y
Francia. Hubo vez en que su jefe, aliado con el emir, gobernó en nombre de éste en Tudela y otros
pueblos.
En tierra de Extremadura se levantó otro estado independiente, regido por un renegado, Ibn o
Ben-Meruan, el cual soliviantó a los renegados de Mérida y lugares vecinos predicándoles una
religión nueva, término medio entre el islamismo y el cristianismo, y excitando los odios de raza. Se
alió con el rey de León, impuso tributos sólo a los árabes y beréberes, y al fin logró que el emir
reconociese su independencia y le cediese la plaza fortificada de Badajoz.
Todos estos hechos excitaron los sentimientos naturalmente revoltosos de los renegados y
cristianos de una región andaluza importante: la de Reya, serranía de Ronda, cuya capital era
Archidona. Sus habitantes pertenecían, casi todos, a la población indígena (que llamamos española
para caracterizarla de un modo unitario, aunque en rigor por entonces no había aún, en la extrema
complejidad de elementos, ninguno que verdaderamente representase la unidad nacional), y eran
algunos cristianos, pero en su mayoría musulmanes; no obstante lo cual, odiaban a sus
dominadores, especialmente a los árabes de quienes eran mal mirados. Los renegados ocupaban, en
efecto, en la sociedad musulmana, una situación inferior. Salvo algunos que supieron ganarse la
confianza de los emires, la mayoría estaba excluida de los cargos públicos y era despreciada y
sospechosa para los mahometanos de abolengo. No es de extrañar, pues, que los renegados, siempre
que pudiesen, tomaran desquites como el de los Beni-Casi, el de Toledo y el de Mérida. El de la
serranía de Ronda fue uno de los más formidables, porque a su frente se puso un hombre de grandes
condiciones militares y políticas.

158. El reino independiente de Omar-ben-Hafsún.


Este Ornar fue el hombre a quien aludimos. Descendía de ilustre familia goda, y su juventud
fue azarosa, merced a su carácter altivo, pendenciero y amigo de aventuras. Llevado de él, y
conociendo el estado de exaltación de los renegados de la serranía, propicio a cualquier intentona,
sublevó (880 u 881) a gran número de ellos, tomando como centro de operaciones un lugar
escabroso de la montaña, llamado Bobastro, cerca de Antequera. Esta primera tentativa no le salió
bien; pero la renovó en 884, y logró entonces completo éxito. Establecido su centro de operaciones
en el castillo de Bobastro, reunió en torno suyo a todos los cristianos y renegados de la comarca,
que le obedecían ciegamente, y organizó el país como un reino independiente, tratando en primer
término de limpiarlo de gentes de mal vivir, dando seguridad a las personas y haciendas. Hasta 886
no se vio atacado por las tropas del emir; pero desde entonces la guerra fue continua, por más de 50
años, y casi siempre favorable a Omar. Llegó éste a ser dueño de casi toda Andalucía,
especialmente de los territorios actuales de Málaga, Granada, Jaén y parte de Córdoba, a cuyas
puertas llegó alguna vez. Los emires Almondir y Abdalá, sucesores de Abderrahmán II, tuvieron
más de una vez que pactar con Omar y reconocer su independencia; pero en los últimos años de
Abdalá comenzó a decaer el nuevo reino.
La falta grave de Omar fue no tener plan político determinado y no procurar concertar su
acción con la de los otros núcleos españoles del N.; en cuyo caso, atacando a los musulmanes por
ambos lados a la vez, quizá se les hubiera vencido completamente. Pero tales combinaciones, que
suponen una idea común política, no se pensaron entonces. Omar parecía el representante de un
partido español cuyas aspiraciones, como eminentemente patrióticas, habían de concurrir con las de
los cristianos del Norte; pero no era así, en realidad. Omar varió diferentes veces de criterio.
111

Primero quiso ser independiente, prescindiendo de los demás núcleos nacionales; luego intentó
concertarse con el gobernador árabe de África, que ya obedecía de nuevo a los califas de Bagdad,
para que éstos le nombrasen emir de España; y, por fin, cambiando la aspiración puramente
patriótica o de raza, que había reunido bajo una misma bandera a cristianos y renegados, la
convirtió en religiosa, abjurando del mahometismo y haciéndose cristiano; con la cual, casi todos
los musulmanes que le ayudaban le abandonaron, preparando de este modo su derrota y la
desaparición de su reino.

159. La aristocracia árabe y los renegados.


No fueron éstas las únicas luchas que se promovieron por causa de los renegados. La enemiga
constante entre ellos, y la aristocracia árabe estalló de un modo violento en Elvira (cerca de
Granada) y en Sevilla, dos grandes centros, sobre todo el segundo, en que los renegados tenían en
su mano toda la industria y todo el comercio, haciendo de Sevilla una ciudad de primer orden. Los
señores árabes, que despreciaban a los renegados y los envidiaban juntamente, estaban además
animados de un espíritu de rebelión que buscaba la independencia política aprovechándose de la
debilidad de los emires reinantes después de Mohámed. En el reinado de Abdalá (888-912) los
conatos de independencia llegaron a producirse de un modo alarmante. Muchos jeques y
gobernadores negaron obediencia al emir, y se originó una verdadera anarquía, cuya base era la
independencia de la aristocracia árabe. Entonces sobrevinieron los choques con los renegados de
Elvira y de Sevilla. Omar auxilió a unos y a otros, pero no pudo impedir que, tras largo período de
lucha sangrienta, fueran casi aniquilados en ambas poblaciones. En Sevilla apenas quedó un español
con vida, y la gran riqueza de esta población desapareció con ellos. De este modo la aristocracia
árabe sació su odio de raza y adquirió mucho más poder que antes. Pero en los últimos años del
emir Abdalá empezaron a cambiar las cosas. Los ejércitos del emir vencieron a Omar, y, aunque no
lograron reducir la independencia de los. nobles, la quebrantaron, obligándoles a pagar los tributos.
Así quedó preparada la obra del sucesor de Abdalá, Abderrahmán III, uno de los más grandes entre
los gobernantes Omeyas. Con él acaba el período de independencia de los renegados en Aragón,
Toledo, Mérida y Bobastro, y se reprimen por largo tiempo las tendencias separatistas de los jeques.

160 Abderrahmán III.—El Califato.


En efecto: Abderrahmán inauguró una política enérgica. Dotado de grandes condiciones
políticas y militares, redujo en poco tiempo a todos los enemigos del poder central. Venció a Omar,
ya muy débil por haberlo abandonado muchos de sus partidarios, y lo redujo casi a la impotencia,
hasta que murió (917) dejando varios hijos que no supieron conservar su reino independiente.
Luego se dirigió contra los aristócratas de Sevilla y de Niebla, contra los jeques berberiscos
independientes del S. de Portugal, contra los de Orihuela, Alicante, Valencia, Elvira, Badajoz y
otros puntos, y a todos los sometió, favorecido por la falta de los grandes caudillos que en tiempos
de Abdalá habían dirigido el movimiento aristocrático. Subyugó igualmente a Toledo y a los Beni-
Casi de Aragón, restableciendo con esto la unidad política de los Estados árabes. Para caracterizar
bien sus propósitos de fundar una monarquía robusta, absoluta, dejó el título de emir independiente,
que habían usado los anteriores Omeyas, desde Abderrahmán 1, y tomó el de Califa, como el
soberano de Bagdad.
No contento con estos triunfos en el interior, llevó sus armas contra los cristianos, talando la
comarca del Duero por el lado de León, y la del Ebro por la de Navarra, derrotando a los reyes
cristianos en Valdejunquera (920) y apoderándose de muchas ciudades, incluso Pamplona. Estas
victorias se contrapesaron con la derrota de San Esteban de Gormaz (917), sufrida por un general
del califa; la toma de varios pueblos por las tropas leonesas y navarras; las dos batallas de Simancas
y Alhandega, en que fue vencido el propio califa por el rey de León. Después de este período de
guerras, Abderrahmán estableció relaciones amistosas con los reyes cristianos, interviniendo en
cuestiones de política interior de León, apoyando a unos candidatos al trono contra otros (como
112

veremos), mientras sus tropas se apoderaban del N. de África sometiéndolo a su poder.

161. Esplendor del Califato de Córdoba.


Las victorias de Abderrahmán III llamaron la atención de toda Europa, y el califa aumentó
esta admiración con sus sabias medidas organizadoras. No sólo creó un gran ejército, sino que
siguiendo la iniciativa de los emires anteriores, acrecentó la marina de guerra, la más poderosa en su
tiempo de todo el Mediterráneo. Reconociendo su poder, enviáronle embajadas pidiendo alianzas
todos los reyes europeos, con lo que la España árabe vino a ser entonces el centro político de esta
parte del mundo. fue también su centro de cultura. Abderrahmán cuidó tanto de este orden de cosas
como del poder político, favoreciendo la agricultura, las industrias, el comercio, la literatura y la
enseñanza y levantando grandes monumentos en la capital y en otros puntos. Córdoba llegó a ser
una de las ciudades más espléndidas del mundo, con medio millón de habitantes y multitud de
mezquitas (templos mahometanos), casas de baños, palacios y jardines.
El sucesor de Abderrahmán, Alhacam II (961-76), continuó la política de su padre en todos
los órdenes, y especialmente en el intelectual. Apasionado por la literatura, dedicó casi toda su
actividad a reunir en la corte los más célebres literatos y sabios, a enriquecer las bibliotecas y a
mantener el esplendor de las escuelas públicas. No dejó, por esto, de sostener guerras, primero con
los cristianos del N., a los cuales venció obligándoles a la paz, y luego con los africanos que le
negaban obediencia. El poderío militar del califato llegó a su colmo bajo el reinado del sucesor de
Alhacam, Hixem II (976-1015); pero así como en los reinados anteriores se debió todo, en primer
término, a la iniciativa de los califas mismos, en el de Hixem su persona no representa nada,
dirigiendo toda la acción política un general y favorito suyo, con lo cual se inicia la decadencia del
poder monárquico.

162. Almanzor.—Sus victorias.


Llamábase este general Mohámed-ben-Abdalá, y era oriundo de Algeciras, de familia noble.
Favorecido por la sultana favorita de Alhacam, Aurora, vascongada de origen, obtuvo grandes
mercedes del califa, llegando a primer ministro (hagib) del nuevo soberano Hixem II.
Aprovechándose de la menor edad de éste (doce años), lo secuestró en palacio, aislándolo de todo el
mundo, y gobernó por sí (aunque en nombre del califa) con toda libertad. El carácter de Mohámed
era principalmente guerrero, y precisamente a sus victorias debió, más tarde, el sobrenombre de
Almanzor (Al-mansar-billah—ayudado por Dios o victorioso por el favor divino). Para cumplir sus
propósitos, comenzó por reorganizar el ejército, aumentándolo con gran número de beréberes
adictos a su persona, que hizo venir de África. Con ellos atacó, en primer término, a su suegro, el
general Galib, cuyo poder temía; y, habiéndolo derrotado, se dirigió en seguida contra los leoneses,
aliados de Galib, apoderándose de Zamora, de Simancas y de otros pueblos, y derrotando repetidas
veces a las tropas cristianas. A consecuencia de esto y de las luchas entre varios pretendientes a la
corona de León (en las cuales intervino, como veremos, Almanzor), se hizo éste verdadero arbitro
del reino leonés por algún tiempo, durante el cual siguió la lucha con los núcleos cristianos del NE.
(Cataluña), apoderándose de Barcelona. Desavenido luego con el rey leonés, invadió los territorios
del Duero, conquistando primero a Coimbra y llegando hasta León, después de asaltar e incendiar
muchos pueblos y monasterios. Resultado de esta campaña fue que casi todo el reino de León
reconociese la soberanía de Almanzor. No quedó, en rigor, independiente más que la parte de
Asturias y Galicia y algo de Castilla; pero en nuevas campañas ganó Almanzor a Astorga, y penetró
en Galicia ayudado por los condes sometidos y por la escuadra enviada a Oporto, apoderándose de
casi todo el territorio incluso la ciudad de Santiago de Compostela, donde los cristianos habían
fundado un santuario célebre en el mundo, sobre el sepulcro del Apóstol de aquel nombre.
Almanzor se llevó a Córdoba, como botín, las puertas y las campanas del santuario. Por fin, en una
nueva campaña, asoló la Castilla, hasta que detuvo sus triunfos una derrota que le causaron los
ejércitos cristianos reunidos en Calatañazor (provincia de Soria): aunque éste es hecho todavía
113

dudoso para muchos autores.

163. La dinastía de Almanzor y los últimos califas.


Inmediatamente de la campaña de Castilla, murió Almanzor (1002), según unos a causa de las
heridas recibidas en Calatañazor, según otros por enfermedad. El poderoso impulso dado por él a la
grandeza exterior e inferior del califato fue continuado por su hijo Mudhaffar, que le sucedió en el
cargo de primer ministro, aunque en realidad él era el verdadero califa. Tal estado de cosas no
podía, sin embargo, mantenerse por mucho tiempo. La preponderancia de la familia Almanzor era
mal mirada de muchos, y, además, la organización dada al ejército por aquél —formándolo en su
mayor parte de berberiscos, africanos y de extranjeros esclavos o a sueldo (gallegos, francos
alemanes, lombardos, etc., todos los cuales recibían el nombre común de eslavos)— había creado el
grave peligro del militarismo. Así como antes residía la fuerza en la aristocracia árabe, ahora la
tenían los generales beréberes y eslavos.
Juntas todas estas circunstancias, produjeron un largo período de luchas cuyo primer paso fue
la caída del segundo hijo de Almanzor, Abderrahmán (1009), que se había hecho nombrar sucesor
en el trono, y a quien sustituyó, no como ministro, sino como califa, mediante abdicación arrancada
al débil Hixem, un jefe Omeya. Siguiéronse luego peleas interminables, ente varios pretendientes al
califato (no obstante vivir todavía Hixem) y los generales beréberes y eslavos. Al fin, quedaron
vencedores los berberiscos, que fundaron una nueva dinastía, la cual tampoco reinó en paz, sino en
medio de anarquía atroz que produjo la existencia de varios califas a la vez y últimamente su
interregno de seis meses, durante los cuales gobernó en Córdoba el Consejo del monarca. Pareció
que iba a renacer la calma con el nombramiento de un príncipe de la familia Omeya, Hixem III, en
1027. Las escasas condiciones para el mando del nuevo califa alentaron nuevas sublevaciones,
perdiendo aquél el trono (1031). Con esto terminó el califato, a los 275 años de haberlo fundado
Abderrahmán I. Los gobernadores de muchas ciudades y los más poderosos jefes de tribu se
declararon independientes, fraccionando el territorio y constituyendo varios reinos de corta
extensión; mientras algunas ciudades importantes, v. gr., Córdoba, establecían como forma de
gobierno una república aristocrática.

164. El reino de Oviedo.


La muerte de Alfonso I (§ 152) coincidió con la fundación del emirato independiente, durante
el cual el poderío enorme de los musulmanes no permitió seguros progresos a los cristianos, no
obstante algunas victorias de éstos. Verdad es que la organización de las fuerzas del nuevo reino se
oponía a grandes empresas. Los reyes veíanse forzados a atender, en primer término, a los asuntos
interiores: a las luchas con la nobleza, siempre anárquica y poderosa, y a la repoblación de ciudades
y territorios. Así, la historia de los inmediatos sucesores de Alfonso I (Fruela I, Aurelio, Silo,
Mauregato y Bermudo I) se reduce a reprimir sublevaciones en Galicia y otros puntos y a luchar
con los nobles, que se oponían resueltamente a que la corona se hiciera hereditaria, siendo ellos por
el contrario los que eligen e imponen reyes.
Las cosas variaron bastante al ocupar el trono Alfonso II, llamado el Casto, hijo de Fruela
(791), contemporáneo de los emires Alhacam I y Abderrahmán II, contra quienes luchó recorriendo
militarmente varios territorios de Portugal y recogiendo botín y prisioneros. Muchos mozárabes de
las regiones visitadas se unieron a Alfonso, y sirvieron para repoblar las tierras del N. Las
expediciones militares del rey Casto terminaron mediante pactos con los emires; pero Alfonso
quería asegurar su poder en España, y buscó alianzas con el emperador Carlomagno, el monarca
más poderoso de Europa, por entonces, y con su hijo Ludovico Pío, que habían ya entrado en
España diferentes veces (§ 153 y 166). En esta alianza parece que vieron peligros para su
independencia los nobles asturianos y gallegos y que trataron de impedirla; al menos así se
desprende de la leyenda de un cierto Bernardo del Carpio, que cuentan obligó al rey a dejar todo
trato que pareciera depresivo para la dignidad de los españoles, con reyes extranjeros. Aunque la
114

figura de Bernardo es fabulosa y de invención muy posterior, es posible que refleje tradiciones de la
época, expresivas, más bien que de un sentido patriótico (que no existía por entonces), de las
suspicacias de la nobleza, contraria al robustecimiento del poder real.
Alfonso II dedicó gran parte de su reinado a organizar interiormente el país, restaurando la
práctica de leyes visigodas caídas en desuso, construyendo poblaciones, fijando la corte en Oviedo
y facilitando la venida de pobladores. En su tiempo verificóse un suceso de carácter religioso que
tuvo gran influencia, más tarde, en la civilización de aquella parte de España; y fue el hallazgo del
sepulcro y cuerpo del Apóstol Santiago, en un campo próximo a la ciudad de Iria. El
descubrimiento causó gran regocijo en los cristianos, y el rey mandó edificar en el mismo punto una
iglesia con residencia para el obispo. Alrededor de esta iglesia se fueron construyendo habitaciones,
que al cabo formaron una población llamada Compostela. Para visitar el sepulcro se organizaron
numerosas peregrinaciones, no sólo de otros territorios españoles, sino del extranjero,
produciéndose así una corriente de visitantes y de influencias europeas en Galicia, que pesaron
mucho sobre las costumbres y la literatura.

165. Centros cristianos del Pirineo.


Mientras los cristianos de Asturias y Galicia consolidaban sus dominios y se reorganizaban
interiormente, concretábanse en otros puntos de la Península los nuevos centros de resistencia de
Navarra y Aragón, iniciados confusamente en el período anterior (§ 151).
Los Navarros pertenecían a la nación vasca, siempre independiente, no obstante las muchas
guerras que habían sostenido para subyugarla los reyes visigodos. Los Árabes se apoderaron de la
parte llana del país, incluso la ciudad de Pamplona; pero la región montañosa siguió libre y en lucha
constante, ora con los Musulmanes, ora con los Francos, que querían imponer su dominio y que en
tiempo de Carlomagno y su hijo entraron varias veces en Pamplona. Como éste era el peligro
mayor, contra él parece que se dirigieron principalmente los navarros, consiguiendo a comienzos
del siglo IX —y con ayuda, según se cree, de alguno de los renegados Beni-Casi, semi-
independientes del emir de Córdoba (§ 157)— derrotar y expulsar a los condes que gobernaban en
nombre de los Francos (824). Lograda así su independencia respecto de unos enemigos, los
Navarros se dedicaron a librarse de los otros, los musulmanes, pactando alianzas con condes de
Aragón y de la Cerdeña, que también luchaban por su cuenta. En estas luchas tuvo sin duda origen
la monarquía navarra. Para dirigirlas nombrábanse jefes o príncipes que, poco a poco fueron
logrando mayor importancia y significación. Seguramente, a uno de éstos corresponde el nombre de
Íñigo Arista, que documentos antiguos suponen, como ya hemos visto, primer rey de Pamplona.
Siguiéronle otros condes o reyes de cronología dudosa, hasta un Sancho García (comienzos del
siglo XI: 905-925) que luchó también contra los Francos, aliándose con los musulmanes, y luego
contra éstos, ganándoles tierras hacia el S., en connivencia con los cristianos de Asturias. A este
Sancho llaman las crónicas Abarca, por el calzado de cuero dicho así de que, según se cuenta,
proveyó a los soldados para hacer más ligera su marcha sobre la nieve.
Parecido rumbo llevó el condado o reinecillo de Aragón, cuyas relaciones con el de Navarra
fueron por esto mismo, acentuándose cada vez más. La comunidad de peligros —principalmente el
de los Francos, que dominaron, como resultado de sus diferentes invasiones, algunos territorios del
lado de acá de los Pirineos, durante mucho tiempo— debió estrechar tan íntimamente la vida
política de ambos núcleos, que la leyenda ha llegado a suponer un origen común a las monarquías
de Aragón y Navarra. Los musulmanes designaron a los españoles independientes de estas regiones
con el nombre de «cristianos de Al-franc». Al cabo, desarrollándose con más vigor el núcleo
navarro, absorbió a los de la parte de Aragón (fines del siglo X?), formando un reino que se
extendía desde el O. de Pamplona hasta Urgel. Aragón no alcanzó verdadera personalidad política,
como reino, hasta 1037 (§ 170).
115

166. El Condado de Barcelona.


Los musulmanes se apoderaron, en el siglo VIII, de todo el territorio catalán, incluso sus
principales poblaciones, entre ellas Barcelona (713) En este dominio fueron inquietados por los
Francos a fines del mismo siglo; los cuales, más afortunados aquí que en la parte occidental,
lograron conquistar en diferentes excursiones, mandadas algunas por el hijo de Carlomagno,
Ludovico Pío, las plazas de Gerona (785), Ausona (Vich), Solsona, Manresa, Berga, Lérida,
Barcelona (801), Tarragona (809) y Tortosa (811). Con la región así conquistada formaron los
Francos una provincia llamada Marca hispánica, para cuyo gobierno pusieron condes, de
procedencia franca o visigoda. En 812 eran, éstos, cuatro: de Roselló, Empurias, Besalú y
Barcelona. En 815 se menciona el de Cerdaña; en 819 los de Pallars y Urgell. No tardaron los
condes en declararse independientes de los reyes francos. Ya en 827 se menciona la rebelión de un
conde visigodo, Aizón, aliado de los musulmanes. En 874 lo era ya (creen algunos autores que por
concesión, poco probable, del rey Carlos el Calvo a la que se oponen documentos de fecha
posterior) el de Barcelona, Wifredo o Guifré, llamado el Velloso, quien conquistó a los Árabes
varios territorios hasta el campo de Tarragona. De este modo, a fines del siglo IX todo el N. de la
Península, desde Galicia a Cataluña —aunque la faja fuese estrecha en la región navarra y en la de
Aragón— era independiente de los Musulmanes y de todo poder extranjero. Pues si bien a últimos
del siglo X todavía los monjes del monasterio de Ripoll reconocían la soberanía de los reyes
francos, esto constituye un hecho aislado. La mayoría de los señores, condes, etc., lo mismo que los
propietarios de tierras, no reconocen, al empezar el siglo X, otra soberanía que la del país, y los
eclesiásticos abandonan la costumbre de pedir protección a los reyes francos, buscando, para la
confirmación de sus privilegios, bien al Papa, bien al conde de Barcelona.
Cada uno de los núcleos cristianos luchaba y avanzaba por su cuenta; y aunque el esfuerzo no
era común, ni siquiera dentro de cada Estado, y más de una vez pelearon éstos entre sí en vez de
pelear contra los Musulmanes, la resistencia partía de tantos lados a la vez, que los Árabes no
podían ahogarla en absoluto.

167. Progresos del reino de Oviedo.


No obstante, el período que va desde la muerte de Alfonso II (842) hasta la desaparición del
califato de Córdoba, fue en general, desastroso para los cristianos.
A pesar de todos los esfuerzos de los reyes, manifiestamente el Estado leonés-gallego no tenía
consistencia ni unidad interior. Adviértese desde luego una oposición marcada entre la región
asturiano-leonesa y la gallega, incorporada en tiempo de Alfonso I al reino ovetense. Los nobles
gallegos se resisten de continuo a la autoridad de los reyes; y, contando con fuerzas propias e
importantes, promueven continuos disturbios, cuya dirección principal la marcaba un vivo
sentimiento de independencia anárquica. Aparte de esto, los condes de las fronteras, atentos a su
interés particular más que al general del Estado, solían proceder unas veces con entera libertad, y
otras en connivencia con los Musulmanes, a cuyos ejércitos ayudaban contra los compatriotas
leoneses y gallegos: así sucedió con los de la región entre Miño y Duero y otros muchos. En las
contiendas con el rey o en las luchas entre candidatos de la corona, no vacilaban los cristianos en
pedir auxilio a los Musulmanes, mezclándolos así en las cuestiones interiores que tenían perturbado
el reino.
Con todas estas dificultades, y teniendo enfrente un Estado tan poderoso como el califato, no
es maravilla que los núcleos del C. y O. de la Península avanzasen bien poco hasta la desaparición
de aquél, a comienzos del siglo XI. No faltaron reyes, sin embargo, que en medio de tantos
desórdenes prosiguieran la guerra, a veces con buena fortuna, aunque momentánea y poco
aprovechada.
El inmediato sucesor de Alfonso II, Ramiro I (842), nada hizo en este orden. Tuvo que
combatir en primer término a varios nobles que se habían sublevado, haciéndose nombrar uno de
ellos rey; y luego a los Normandos (§ 155), que por este tiempo (844) aparecen en las costas de
116

Asturias y Galicia, y a los cuales vencieron las tropas de los condes gallegos, en dos ocasiones.
El siguiente rey, Ordoño I (850), luchó y venció al reyezuelo renegado de Zaragoza y recorrió
la región entre Salamanca y Coria, saqueando varias poblaciones, que no conservó. Con Alfonso III,
llamado el Magno (866), renacen las sublevaciones de nobles gallegos, que no quieren reconocerle
por rey. Vencidos, dedicóse Alfonso a guerrear contra los Árabes, extendiendo sus fronteras por el
O. hasta el Mondego, y por el E. en tierra castellana, para afianzar cuyo dominio se dice fundó la
ciudad de Burgos, aunque otros atribuyen esta fundación a un conde llamado Diego Porcellos.
Casado con una hija del rey de Navarra, cuyo hecho pudo haber sido de beneficiosa influencia para
la marcha política de los Estados cristianos, gozó de poca paz interior, pues se le sublevaron sus
hijos y su propia mujer, de tal suerte, que tuvo el rey que abdicar. Como resultado de este hecho,
divídense los territorios del reino leonés, tomando uno de los hijos de Alfonso, García, los de León;
otro, Ordoño, los de Galicia y Lusitania, y un tercero, Fruela, el señorío de Asturias. El rey se
reservó la plaza de Zamora.

168. Los reinos cristianos desde Ordoño II a Ramiro II.—Castilla.


La división había sido funesta para el poder político del reino, aunque duró pocos años.
Prodújose precisamente cuando subía al trono de Córdoba Abderrahmán III y comenzaba el siglo de
oro del califato. Así es que los sucesores de Alfonso III, aunque trataron alguna vez de oponerse a
los musulmanes, fueron casi siempre vencidos, y la mayor parte del tiempo vivieron sujetos de
hecho a los califas. Exceptúanse de esta regla únicamente Ordoño II (914), el rey de Galicia, que
reunió bajo sí las porciones gallega y leonesa de la herencia de Alfonso III. Ordoño II luchó
valientemente con los ejércitos de Abderrahmán, venciendo a este califa en San Esteban de Gormaz,
después de haber tomado el castillo de Alanje y saqueado el territorio de Mérida. Poco después, sin
embargo, el califa venció a Ordoño y al rey de Navarra en la batalla de Valdejunquera. Ordoño
trasladó la capital de su reino a León.
A su muerte comienza un nuevo período de guerras civiles, entre sus hijos Sancho y Alfonso
IV, que llegaron a reinar a la vez en diversos puntos, y luego entre Alfonso IV y su otro hermano
Ramiro. Fueron ocho años de anarquía y desconcierto, agravados por la aparición de nuevas
tendencias separatistas en el E. del reino, más graves que las de Galicia declaradas hasta entonces.
Procedían estas tendencias de los condes de la región castellana (llamada Bardulia y luego por los
muchos castillos construidos, Castilla), conquistada por los reyes de Oviedo y cuyo centro fue en un
principio Amaya y luego Burgos y su campo. Como los condes gallegos, los castellanos o
burgaleses mostraron desde un principio gran espíritu de rebeldía contra los reyes, desobedeciendo
sus órdenes y obrando por cuenta propia, como sucedió en la última campaña de Ordoño II.
Desconocemos los términos concretos de la relación política existente entre estos nobles y el rey, y
la jerarquía de ellos, aunque lo ordinario parece haber sido la existencia de varios condes
gobernadores en las diversas partes del territorio, quizá bajo la jefatura del de Burgos, y todos con
independencia de los reyes de Oviedo y León; pero es el caso que Ordoño los llamó al ejército y
que ellos no acudieron, causando esta falta, según se cree la derrota de Valdejunquera. El rey
castigó a los condes con la muerte; pero el espíritu de independencia no se apagó en aquellos
nobles, que llegaron, en época incierta, a nombrar (según dice la tradición) como autoridades
independientes a dos personajes que con el título de jueces gobernaron a la vez el territorio. Todos
estos hechos dejaban presumir claramente que así que hubiera un digno representante de las
aspiraciones nobiliarias y regionales, el condado de Castilla habría de subir grandemente en
importancia política. Este representante lo fue el conde Fernán González, a quien veremos figurar
mucho en el reinado de Ramiro II.
Este rey (930-950), así que terminó la guerra civil entre él y su hermano Alfonso IV, comenzó
con gran empeño la lucha contra los musulmanes, intentando socorrer a Toledo cuando la
amenazaba Abderrahmán, y derrotando al califa en los campos de Osma, aunque sin poder impedir
que el ejército musulmán asolara la tierra de Castilla, tomando a Burgos y otros puntos fuertes. A
117

poco, siguiendo sus planes, se alió con el gobernador rebelde de Zaragoza y con el rey de Navarra,
menor de edad, en cuyo nombre gobernaba el reino su madre, mujer de grandes alientos, que
batallaba al frente de las tropas. El resultado de esta campaña fue desastroso para los aliados, tanto,
que la reina de Navarra tuvo que implorar el perdón del califa y reconocerlo como señor. Ramiro
fue más afortunado, aun habiéndose quedado solo, puesto que algo después (939), en dos batallas
sucesivas, Simancas y Alhandega, derrotó al ejército del califa (§ 160). Tales ventajas quedaron
anuladas casi por completo merced a la sublevación de los castellanos, que produjo nueva contienda
civil. El conde Fernán González declaró abiertamente la guerra al rey, y, vencido, cayó prisionero.
Ramiro le encerró en un calabozo de León y nombró conde a un noble leonés; pero las gentes
castellanas partidarias de Fernán González continuaron la guerra, y el rey hubo de dar libertad al
conde, aunque haciéndole jurar fidelidad y obediencia, condenándole a perder sus bienes y
obligándole a que diera su hija Urraca en matrimonio a Ordoño, hijo mayor de Ramiro II. Este
arreglo no borró las diferencias entre castellanos y leoneses. Los primeros dejaron que los árabes
invandieran su territorio y que reedificasen y fortificasen la ciudad de Medinaceli, lo cual
constituyó un gran punto de apoyo del califato en guerras posteriores; y poco más tarde volvieron a
las rebeldías, conquistando al fin su independencia. Ramiro II todavía luchó por su cuenta y logró
una victoria en Talavera, poco antes de morir (950).

169. Sumisión de los reinos cristianos al califato.


Muerto Ramiro II, cae su reino en gran postración política, que dura largos años. Disputáronse
su sucesión dos hijos de diferentes mujeres, Ordoño y Sancho. Sancho procedía del segundo
matrimonio de Ramiro con una hermana del rey de Navarra, y contó desde el primer momento con
el auxilio de su abuela, la reina Tota, y del conde Fernán González. Estas luchas civiles trajeron,
como primer paso en la política internacional, un tratado con el califa, en que tanto Ordoño como
Fernán González salieron perdiendo.
La situación empeoró al morir Ordoño III y sucederle Sancho (955). Malquistóse el nuevo rey
con los nobles, cuyo espíritu rebelde trató de vencer, y aquéllos se vengaron destronándolo.
Alegaron como pretexto una derrota sufrida por el rey en guerra con los árabes y la extremada
gordura de Sancho, que le imposibilitaba para montar a caballo y le daba figura harto ridícula.
Sancho se refugió en Pamplona, al lado de su abuela la reina Tota o Teuda, que aun gobernaba a
Navarra en nombre de su hijo, mientras los nobles leoneses y castellanos juntos elegían por
monarca a Ordoño IV, primo del destronado. No vaciló éste en buscar, para su reposición, el apoyo
del califa Abderrahmán III, el cual se lo prestó ampliamente, empezando por enviarle un médico
judío que curó a Sancho de su gordura. El rey fugitivo y su abuela Tota se presentaron
personalmente en Córdoba, donde el califa los trató con esplendidez, pero como sometidos. Sancho
firmó un tratado por el cual se comprometía a entregar al califa, así que estuviese repuesto en el
trono, varias ciudades y castillos. Con esta condición, Abderrahmán puso a las órdenes de Sancho
un ejército que atacó los territorios de León, mientras las tropas navarras invadían los de Castilla
por el E. Sancho salió victorioso, sentándose de nuevo en el trono; pero, en vez de cumplir lo
pactado con el califa, se resistió a ello diferentes veces, sosteniendo guerras con los musulmanes,
hasta que Alhakam le obligó a pedir la paz. En el interior seguía la lucha con la nobleza. Los
señores gallegos se sublevaron nuevamente, y uno de ellos, el conde Gonzalo, envenenó al rey.
Siguió a esto un período de completa anarquía. Cada noble se declaró independiente en su territorio,
negándose a reconocer a Ramiro III, hijo de Sancho, que por su escasa edad (cinco años) estaba
bajo la tutela de su tía Doña Elvira, monja de San Salvador de León. Poco después empezaron las
campañas de Almanzor, tan fatales para los reinos cristianos, y que agravaron aún más la situación.
Como si esto fuera poco, los nobles gallegos declarados en rebeldía eligieron por rey a Bermudo,
primo de Ramiro, y derrotaron a éste, que pidió auxilio a Almanzor, Por su parte, Bermudo lo pidió
también, con grandes promesas, y el general árabe se lo concedió a cambio de una sumisión casi
absoluta. La mayor parte de las plazas fuertes leonesas quedaron guarnecidas por soldados
118

musulmanes, que causaban grandes daños en el país. Varias tentativas que hizo Bermudo para
romper este yugo, produjeron otras tantas campañas victoriosas de Almanzor, a la vez que los
nobles seguían en abierta oposición al rey, desobedeciendo sus órdenes; arrebatándole sus tierras,
robándole sus ganados y siervos. Estos mismos nobles ayudaron a Almanzor en su última campaña
contra Galicia, después de la cual gozó Bermudo de algún tiempo de reposo, dedicado a reconstruir
las iglesias, monasterios y fortalezas destruidas en la guerra.

170. Reorganización de los reinos cristianos.


El sucesor de Bermudo II, su hijo Alfonso V (994), empezó a reinar en mejores condiciones.
Como menor de edad, eran sus tutores la reina viuda Doña Mayor y el conde gallego Menendo
González. Tíos suyos eran el conde de Castilla y el rey de Navarra, a la sazón Sancho el Mayor,
nieto de la reina Teuda, gran guerrero y político. Unidos los tres, lucharon contra Almanzor, a quien
ganaron una batalla, la de Calatañazor (§ 162). Haya existido o no esta victoria, como a poco murió
el general árabe, el efecto fue el mismo, y altamente beneficioso para los reinos cristianos, que se
aprovecharon de las guerras civiles sobrevenidas en Córdoba. Sancho el Mayor extendió las
fronteras de Navarra hacia el S., y Alfonso V pasó el Duero por el lado de Portugal, procurando a la
vez que reconquistaba pueblos, aumentar la población. Por su parte, los condes castellanos, cuya
alianza solicitaban en sus luchas los diferentes caudillos y pretendientes árabes, se hicieron pagar su
auxilio o su neutralidad con cesiones de territorios y plazas fuertes. ¡Tanto habían variado las cosas
desde la muerte de Almanzor! Alfonso V, para organizar el gobierno de sus territorios, reunió en
León un Concilio (1020), en que se dio a la capital una ley especial (fuero) y varias leyes generales.
Murió Alfonso en el sitio de Viseo, sucediéndole su hijo Bermudo III (1027).
Las relaciones de familia entre los gobernantes de León, Navarra y Castilla, se estrecharon
mucho más por el casamiento de Bermudo con una hermana del conde castellano García, que tenía
otra casada con Sancho el Mayor. Debe advertirse que los condes de Castilla, desde Fernán
González, vivían en efectiva independencia de León, aunque interviniendo en las cuestiones
interiores de este reino unas veces, y otras en las del califato, contra el cual guerreó también mucho
Fernán González, que con esta política iba extendiendo poco a poco su poder. La buena inteligencia
entre los tres Estados cristianos se rompió a poco, no obstante aquellas relaciones de familia, con
motivo del asesinato de García por los hijos del conde Vela de Álava, a quienes aquél había
expulsado de Castilla, inmediatamente, Sancho el Mayor, como cuñado de García, ocupó las tierras
castellanas, promoviéndose la guerra con Bermudo por cuestión de límites. Intervinieron
mediadores (entre ellos algunos prelados), y cesó la guerra casándose una hermana de Bermudo con
el hijo mayor de Sancho, Fernando, quién tomó el título de rey de Castilla (1037); pero a poco se
reanudó la guerra, y castellanos y navarros conquistaron todo el reino de León, no dejando a
Bermudo más que Galicia. Con esto vino Navarra a ser el centro político cristiano de más
importancia, puesto que dominaba desde las fronteras de Galicia a las del condado de Barcelona,
reuniendo los antiguos territorios de León, Castilla, Navarra, Aragón y territorios vascos de España
y Francia. Sancho el Mayor llegó a tomar el nombre de rey de las Españas, pero no supo conservar
la unidad de su poder. Poco antes de morir dividió sus Estados entre sus hijos, dejando a García el
reino de Navarra, con el señorío de las provincias vascas; a Fernando, Castilla; a Ramiro, el
territorio del condado de Aragón, y a Gonzalo, el señorío de Sobrarbe y Ribagorza. En Galicia
quedaba reinando Bermudo III; pero a la muerte de Sancho (1055) se reanudó la guerra de
castellanos y navarros reunidos, contra leoneses y gallegos, venciendo las tropas de Fernando en la
batalla de Tamarón, con muerte de Bermudo (1057). Fernando, como cuñado suyo, entró a reinar,
juntando los dos Estados de León y Castilla. Ocurriría esto seis años después de haber terminando
el gobierno de los califas en Córdoba.
Por su parte, los condes independientes de Barcelona habían ido ensanchando, en el siglo XI,
sus dominios. El inmediato sucesor de Wifredo I, Wifredo II (llamado también Borrell I), los
extendió más allá del Llobregat; y aunque poco después, en 986, Almanzor invadió el territorio
119

catalán, apoderándose de Barcelona, que incendiaron y saquearon los Musulmanes, y en 1003


Abdelmelik, hijo de aquél, volvió a entrar en son de guerra asolando el Panadés y las villas de
Castellolí (cerca de Igualada), Manresa y otras (siendo conde de Barcelona Ramón Borrell),
recuperaron luego los condes sus territorios, bien mediante la guerra y la retirada de los
musulmanes, bien a cambio de la intervención que lograron en Córdoba (después de la caída de los
Almanzores: § 163), a solicitud de uno de los pretendientes al califato, a quien auxiliaron tropas
catalanas que entraron en la capital cordobesa. Estas ventajas se afianzan con la disgregación del
imperio musulmán, al destronamiento de Hixem III (1051); y de ellas se aprovechó notablemente el
conde Ramón Berenguer I, que poco después heredó el condado (1035).
Para el mundo musulmán, como para el genuinamente español, comenzaba una nueva época,
muy distinta de la antigua.

3.—ESTADO SOCIAL Y CULTURA DEL SIGLO VIII AL XI

I.—TERRITORIOS MUSULMANES
171.—Relaciones entre el mundo musulmán y el cristiano.
La oposición de intereses políticos y la lucha constante entre los centros cristianos
peninsulares y los invasores, no debe inducir a error en punto a las relaciones ordinarias entre
ambos elementos. Fuera de los campos de batalla, tratábanse ambos pueblos, a menudo, de manera
cordial e íntima. Explícase que así fuera, por las exigencias naturales del roce y de la vida próxima,
y por la manera, muy diferente de la actual, con que se apreciaba entonces la misma oposición de
cristianos y musulmanes, y por la comunidad de intereses o la necesidad de mutuo auxilio que a
veces los ligaban. No es de extrañar, pues, que se visitasen frecuentemente, se ayudasen en las
guerras civiles, comerciasen entre sí y aun se enlazaran por el matrimonio individuos de uno y otro
pueblo, y no sólo de las clases bajas y menos cultas, sino de las más altas y poderosas. Así, Muza,
caudillo musulmán de Aragón, casa a una hija suya con el conde García; Doña Sancha, hija del
conde aragonés Aznar Galindo, contrae matrimonio con Mahommad Attawil, rey moro de Huesca
(89»), engendrando un hijo, Muza, que fue luego marido de Doña Dadilde, hija del rey navarro
Jimén Garcés; una nieta de Íñigo Arista, llamada Doña Ónneca (Íñiga), casó en segundas nupcias
con el príncipe cordobés Abdallá (889-912), siendo abuelos ambos de Abderrahmán III; y por
último, el propio Almanzor, según el testimonio de historiadores árabes, tomó por mujer a una
princesa, probablemente hija del rey de Navarra Sancho II. También se ha atribuido a Almanzor
otro matrimonio con una hija de Bermudo II, llamada Teresa; pero la seguridad de este enlace es
muy discutida por la crítica moderna. Lo más extraordinario y curioso de estas uniones mixtas es
que, a pesar de no exigir la ley mahometana la conversión de la mujer cristiana (los musulmanes
pueden celebrar justas nupcias con cristiana, judía o parsi, pero no con idólatra), se dio el caso de
que se convirtiese alguna de aquéllas, sin escrúpulos y con consentimiento de su familia, como se
sabe de la referida esposa de Almanzor. Los cruzamientos debieron ser numerosos en todas las
clases sociales, obligando a ello también la falta de mujeres en los guerreros invasores, diferentes de
esto de los Germanos, cuyas inmigraciones eran en masa, de la población entera. En esta forma
sobreponíanse las conveniencias particulares incluso a los sentimientos religiosos, que, por otra
parte, no fueron en todo este tiempo barrera que apartase con odios invencibles a uno y otro; así se
ve que apenas hay guerra en que figuren exclusivamente de un lado musulmanes y de otro
cristianos, sino que en ambos ejércitos van mezcladas tropas de las dos procedencias.
Aparte de estas relaciones, en el seno mismo del Estado musulmán existían, como ya
sabemos, grandes núcleos de españoles, renegados unos, cristianos otros (mozárabes), y éstos
respetados en su religión, usos y costumbres, salvo momentos breves de persecución, que no tuvo
nunca carácter general. En el palacio de los emires y califas, y en las diversas esferas de la
administración árabe, no era raro ver cristianos españoles (como cristianos había también al servicio
120

de los califas de Damasco). En el ejército musulmán figuraban tropas cristianas a sueldo, y


conocido nos es ya el inmenso poder que en los últimos tiempos consiguieron los eslavos, gentes
procedentes de países cristianos (y, aunque esclavas, poderosas y ricas), junto a las cuales figuraban
también los soldados de varias regiones españolas. Todo esto produjo una mezcla grande de
condiciones y caracteres, y mutua influencia de genios, civilización y costumbres.

172. Clases sociales.


Algo hemos dicho acerca de este punto en párrafos anteriores, que deben recordarse. La
grande heterogeneidad de razas y tribus existente en el mundo musulmán, daba también
complejidad suma en la jerarquía y consideración de sus diversos elementos; ni éstos fueron de
hecho los mismos en los diversos tiempos que van desde la invasión, a comienzos del siglo VIII,
hasta la caída del califato a comienzos del XI. Para los árabes —el núcleo dominante y organizador
del imperio musulmán— no eran iguales sus compatriotas que los berberiscos, persas y otros
pueblos añadidos por la conquista; ni aun entre sí mirábanse de igual modo las diferentes tribus de
árabes (Yemenitas, Sirios, etc.), persistiendo, no obstante los esfuerzos de algunos califas como
Abderrahmán III para unificar las razas, la lucha entre las tribus y los pueblos distintos de los
musulmanes españoles.
Las diferencias sociales más salientes eran no obstante, muy parecidas a las de los demás
países. La división fundamental de las personas consistía en la de libres y esclavos. En los primeros
tiempos distinguióse bien, en la clase de libres, una especie de aristocracia y el pueblo, formada
aquélla por los jeques de las tribus, y éste por los demás individuos, clientes, etc. Las relaciones
entre ambos no fueron, sin embargo, uniformes en todos los elementos de la población musulmana.
La verdadera aristocracia era la de los árabes, siendo más democráticas las relaciones de clase entre
los berberiscos. Pero la aristocracia árabe, después de haber vivido mucho tiempo en abierta
oposición con los emires, de quienes se emancipaba con frecuencia, y en luchas continuas entre sí,
fue destruida y casi aniquilada en tiempos de Abderrahmán III (§ 160). Desaparece entonces, si no
enteramente como clase, como poder social y político, sustituyéndola, de un lado los jefes militares,
especie de aristocracia de la espada, y de otra, la clase media, (comerciantes, industriales, etc.), que,
por el gran desarrollo del comercio y las artes, había llegado en las capitales de importancia a reunir
considerables riquezas. Por bajo de la clase media quedaba el pueblo obrero, muy numeroso en la
época de los califas y movido más de una vez por odios de clase, motivados por la desigualdad
económica.
La aristocracia, mientras existió, formaba la clase más rica, por las concesiones de tierras que
obtuvo en lo conquistado. Los emires, para premiar servicios de guerra, y a veces para acallar
disturbios (como en tiempo de los sirios de Balch: § 149), distribuyeron grandes extensiones del
territorio entre las diferentes tribus y sus jefes, concediéndoles que los siervos que las cultivaban
entregasen a estos últimos la parte de cosecha que antes recibía el Estado. De este modo se fueron
creando grandes propiedades territoriales, base de verdaderos señoríos casi independientes unas
veces e independientes del todo otras; y es de notar que, tal vez en gran parte por este hecho de las
concesiones de tierras, la población árabe y berebere vivió casi siempre en el campo, quedando las
ciudades principalmente habitadas por los mozárabes y los renegados, es decir, la antigua masa de
población española: como sucedía en Toledo, Sevilla, Elvira, etc.
Los renegados ocupaban una situación intermedia. Distinguíanse en ellos los maulas o
cautivos cristianos que abrazaban el mahometismo, recobrando así la libertad; los muladíes, hijos de
padre musulmán y de madre cristiana o viceversa, obligados por la ley a ser musulmanes, y los
renegados propiamente dichos, es decir, españoles sometidos en tiempo de la conquista y que
habían abjurado de su religión por diferentes causas. No obstante, el nombre general con que se les
conoce es el de muladíes. Aunque todos ellos eran musulmanes, y llegaron a veces a poseer grandes
riquezas y poder, ya hemos visto que se les consideraba mal, como inferiores a los musulmanes de
abolengo; de lo cual supieron vengarse con sus numerosas y a menudo felices sublevaciones. No
121

debe olvidarse que muchos de los renegados procedían de los esclavos y siervos visigodos, que
abjurando adquirían la libertad. Los muladíes, aumentados en gran número desde Abderrahmán II
por frecuentes conversiones de mozárabes, constituían ya en el siglo IX una parte importantísima de
la población, que influyó en la cultura. En cuanto a los mozárabes, constituían un mundo aparte, del
que hablaremos luego ampliando noticias anteriores.
Los hombres no libres eran de varias clases: siervos labradores, en condición análoga a la que
tenían con los visigodos, aunque más dulce; y esclavos o siervos personales. De éstos, alcanzaron
situación privilegiada, envidiable aun para los hombres libres, los eunucos y los eslavos. Los
eunucos eran esclavos de procedencia diversa (europea, asiática y africana) destinados al servicio de
las esposas y concubinas del emir o califa (harem) y al particular de éste, ocupando a veces cargos
de importancia en Palacio, como el de maestro guardarropas y gran halconero, o constituyendo una
guardia especial del soberano. Todos ellos poseían riquezas, en tierras y dinero, y criados —
esclavos de esclavos—, a quienes pagaban. Constituían, pues, como una aristocracia en su clase, y
en más de una ocasión intervinieron poderosamente en las cuestiones políticas.
Los eslavos eran principalmente soldados, pero esclavos del califa, aunque algunos
pertenecían también a la clase de eunucos. Abderrahmán III los aumentó en tan gran número,
formando de ellos la base de su ejército, que, según autores árabes, llegaron a ser 13.750.
Abderrahmán les dio tierras y esclavos y los invistió con importantes funciones militares y civiles.
Resultado de esta preponderancia fueron las luchas sostenidas al caer los Almanzores (§ 163).

173. Los judíos.


Los judíos mejoraron notablemente de condición social con la conquista árabe. Los emires y
los califas, en vez de seguir la política restrictiva de los reyes visigodos, no sólo concedieron amplia
libertad y tolerancia a los Judíos (conforme al derecho de la guerra que usaban los musulmanes,
según hemos visto), sino que los protegieron en gran manera. Durante los siete años de conquista,
los judíos sirvieron de auxiliares, ora encargándose de la custodia de las ciudades dominadas, y
cubriendo así la escasez de soldados que tenían los conquistadores, ora desempeñando cargos
públicos para el gobierno de aquéllas. Con la tolerancia, florecieron el comercio y la industria en las
comunidades hebreas, llegando al más alto grado de prosperidad la de Córdoba, sobre todo a partir
del califato independiente. Un sabio judío, Hasdai-ben-Schaprut (915-970), fue tesorero y ministro
de Abderrahmán III, cuyo favor alcanzó mediante servicios diplomáticos y la traducción al árabe de
las obras del célebre médico griego Dioscórides. Hasdai entabló relaciones con sus correligionarios
de Oriente, e hizo venir a Córdoba muchos poetas, gramáticos y sabios judíos, de cuya concurrencia
nació la escuela talmúdica de Córdoba. El fundador de ésta, Rabí Moisés-ben Henoch (protegido
por Abderrahmán, en parte merced a la influencia de Hasdai y quizá también con la intención
política de que los judíos de España se hiciesen independientes de la academia oriental de Sura),
elevó tanto los estudios, que bajo sus sucesores vino a ser la escuela cordobesa el centro de la
ciencia talmúdica para todos los judíos, eclipsando a las de Mesopotamia. Los califas Omeyas
continuaron protegiendo este desarrollo científico, hasta el punto de que uno de ellos se hizo
traducir al árabe la Mischna (colección de leyes que forman parte del Talmud), y colocó en su
biblioteca un ejemplar de ella. Los judíos de Córdoba adoptaron el traje y las costumbres árabes y
se distinguían por su exterior brillante y caballeresco.

174. Gobierno y administración.


Ya hemos visto que en un principio (por espacio de medio siglo) España constituyó una
provincia del califato de Bagdad, con un gobernador (emir) al frente. Esta dependencia acabó con
Abderrahmán I, verdadero fundador del califato de España o Córdoba, aunque no llevara el nombre
de califa; título que, más tarde, en 929, tomó Abderrahmán III. Era, el califa, jefe supremo y
realmente absoluto del gobierno, aunque muchas veces debía su elección a sublevaciones de la
nobleza. Para auxiliarle en sus funciones tenía un hagib o primer ministro, otros varios vizires y
122

catibes o secretarios, de los cuales uno había consagrado a la defensa de los cristianos y judíos. Las
oficinas de administración se llamaban diván, y eran tantas como servicios públicos había (ejército,
hacienda, intervención del Tesoro, etc.)
Las provincias, en que se dividieron los territorios musulmanes (seis bajo Abderrahmán I)
estaban dirigidas por un gobernador, walí, jefe, a la vez, militar y civil. Algunas ciudades
importantes, aunque no fuesen capitales de provincia10, tenían walíes, así como a veces se nombraba
para toda una región extensa (especialmente de las fronterizas con los cristianos, en que la guerra
era continua o muy frecuente) un solo jefe militar.
Al lado del califa, y como cuerpo consultivo, existía el mexuar o Consejo de Estado,
compuesto de miembros de la nobleza y el clero y de altos funcionarios de palacio; Consejo que, en
los últimos tiempos del califato cordobés, fue ganando en autoridad y poderío, como representante
del patriciado o sea de las clases superiores, hasta sustituir al califa en el gobierno (§ 163). También
se solían reunir asambleas de caudillos y patricios (addiguanes), convocadas por el califa, para jurar
al heredero del trono, reconocer al nuevo monarca (ejemplo, la reunida en 2 de Enero de 977, con
asistencia de los parientes del soberano, cadíes mayores, gobernadores, dignatarios y notables de la
corte) o para modificar las leyes: v. gr., la de 5 de Febrero de 976, reunida por Alhacam II para
variar la ley que prohibía minoridades y regencias.
El califa administraba personalmente justicia, a veces; pero de ordinario ejercían esta función
empleados especiales, llamados cadíes (y en los pueblos pequeños hakimes), a cuyo frente había
uno superior, llamado cadí de la aljama de Córdoba. El háquem o zavalaquén era una especie de
juez instructor. Estos funcionarios daban diariamente audiencia pública, en que se presentaban los
interesados para alegar sus derechos o hacer sus acusaciones. En Córdoba existía también un juez
especial llamado zahebaxorta o zabalmedina (zalmedina), que entendía en asuntos criminales y de
policía, aplicando procedimientos más rápidos y jurisprudencia más sencilla que el cadí. Tenía
establecido su tribunal a las puertas mismas del palacio real, con gran ceremonia. Carácter análogo
tenía otro juez especial existente en todas las ciudades importantes, llamado mustaçaf (almohtasib,
almotacén), encargado particularmente de la policía del comercio y de los mercados (comprobación
de pesas, adulteraciones, etc.), del ornato y obras públicas, prohibición del juego y otros asuntos
que, si bien pertenecían en principio al cadí, por costumbre, y por facilitar la administración de
justicia, se fueron atribuyendo al mustaçaf. Por último, figura en la jerarquía musulmana un
funcionario especialísimo, existente ya a comienzos del siglo XI y llamado El de las Injusticias
záheb almadhdlim, cuya misión principal consiste en oír las reclamaciones o quejas contra la
conducta de los demás funcionarios públicos, de una manera análoga a como vigilaban y corregían
esta conducta en el reino visigodo los obispos, el concilio provincial y los Concilios generales (§
132 y 134).
Las penas que más generalmente se imponían eran la multa, los palos, el emplumamiento y la
muerte por decapitación. Ésta era forzosa para los que abjuraban del mahometismo o blasfemaban
de Alá o de Mahoma.
Para el sostenimiento de las cargas del Estado imponíanse contribuciones. Aparte de las
mencionadas en otro lugar (la personal y la territorial, contando en primer término el censo que
pagaban los cultivadores del joms o tierra del Estado, que se convirtió en tierra del emir o califa
desde que se declararon independientes los Omeyas), existía la llamada azzaque, consistente en el
décimo de los productos de la agricultura, industria y comercio, y dedicada a los gastos particulares
del califa, y las aduanas, al frente de las cuales había un jefe denominado almoschrif (almojarife).
Como base del reparto de las contribuciones, se hicieron desde el principio empadronamientos de la
población, indicando el número de personas y sus bienes, y tomando por guía, en los primeros
tiempos, la organización por tribus, de modo que cada individuo estaba clasificado en su tribu
respectiva, aunque se hallase en territorio distinto del que aquélla ocupaba; pero esta organización
se perdió con la caída de la aristocracia, y, aunque algún califa la quiso restaurar, ya no fue posible.

10 Eran estas capitales Toledo, Mérida, Zaragoza, Valencia, Granada y Murcia, aparte de Córdoba.
123

175. Los mozárabes.


Todo lo dicho hasta aquí se refiere a la población musulmana. En cuanto a los mozárabes, se
les dejó, como vimos, su administración y gobierno, aunque en distinto grado según las localidades.
Parece que en las ciudades y villas importantes tenían gobernadores especiales (condes) 11,
nombrados por el califa, y que unas veces eran de raza árabe y otras de raza visigoda o hispano-
romana: así sucedía en Toledo. En Córdoba existía un funcionario, defensor o protector, que
representaba a todos los cristianos sometidos y defendía sus intereses en la corte del califa. En los
pueblos pequeños, según la capitulación de Coimbra, había condes o jueces hispano-godos,
nombrados por los mismos mozárabes. No se sabe si continuó, ni en qué forma, la curia antigua, o
la asamblea de vecinos, cuando menos; pero sí que se perpetuaron dos funcionarios de aquélla, el
exceptor, encargado ahora de recaudar los impuestos municipales, y el censor o juez de primera
instancia para los litigios entre los cristianos. El conde lo era de segunda instancia.
En los delitos contra la religión mahometana y en los que merecieran pena de muerte,
conocían los jueces musulmanes. La ley que regía entre los mozárabes era el Fuero Juzgo, que
continuó por mucho tiempo vigente, a lo menos en algunas, ciudades, como Toledo. Interiormente,
la población mozárabe seguía distinguiendo sus dos elementos, el visigodo y el hispano-romano;
mas no parece que esta distinción fuese muy acentuada. Por lo menos, el peligro común, y el interés
de todos, unió e hizo proceder acordes, frente a los mahometanos, a una y otra raza. Por lo general,
no parece que vivieran promiscuamente los mozárabes con sus dominadores. Solían, por el
contrario, agruparse en barrios separados, a veces extramuros, aunque el trato con los musulmanes
en la vida diaria era constante, según se deduce de hechos antes consignados o que se dirán luego.
La importancia de la población mozárabe se dejó sentir, como era consiguiente, en el mundo
musulmán: tanto en el orden político (puesto que, en inteligencia con los cristianos del Norte,
ayudaron a la reconquista y crearon, según hemos visto, graves dificultades de orden público al
gobierno musulmán), cuanto en la cultura; aunque en ésta, no seguramente en la medida
extraordinaria que han supuesto algunos autores modernos anti-arabistas.

176. Ejército y costumbres militares.


Pueblo tan batallador como el musulmán, era lógico que atendiese, como cosa importante, a la
organización de su ejército. Sin embargo, en los primeros tiempos no fue tan ordenada y segura
como parece debiera ser. Cada vez que se emprendía una campaña, llamábase a las tribus, que
acudían con todos sus hombres disponibles, su jeque y su bandera respectiva, sin confundirse con
los demás.
En cada distrito (división de tribu) había dos jefes, que se reemplazaban.en la guerra. Los
soldados recibían sueldo al fin de la campaña, distinguiéndose los antiguos árabes de Muza
(llamados baladís), que sólo cobraban si pertenecían a la familia del jefe, pero en cambio no eran
llamados sino en casos de apuro, cuando se formaban dos ejércitos. Para los sirios regía otra regla.
Los pertenecientes a la familia del jefe debían el servicio obligatorio. En los demás era voluntario y
cobraban de cinco a diez piezas de oro por cabeza.
Generalmente se escogía, para las campañas, la primavera, llamando a las tropas por un
tiempo determinado. Más de una vez sucedió que, prolongándose la acción militar hasta comienzos
del verano, desertaron los soldados y hubo que suspender aquélla; y en otras ocasiones se excusaron
de ir algunas tribus, pretextando que las labores agrícolas exigían la presencia de los hombres en el
campo. Conviene advertir que muchas de estas expediciones no eran verdaderas campañas, sino
simples excursiones (razzias, algaradas) para talar campos, destruir fortalezas y coger cautivos,
retirándose luego las tropas. Lo mismo hacían, por su parte, los cristianos.
El ejército constaba de infantería y caballería, yendo ésta montada en mulos y no en caballos,
de raro uso aún en el siglo X, tanto, que se tenía hasta como vanidad censurable montar en uno, a
diferencia del resto de la tropa. No usaban estribos. Para la impedimenta, cada dos o tres soldados
11 Son célebres los nombres del conde Servando, de Córdoba, y de Toddo, de Coimbra.
124

solían llevar una mula. Acampaban en tiendas, colocando en medio la del jefe y sujetando a los
animales con estacas. En algunas ciudades, como Sevilla, había milicias locales, formadas por los
mozárabes. Como armas usaban la espada, la pica, la lanza y el arco y flechas, defendiéndose con
los cascos, escudos, corazas y cota de mallas. Para el sitio de ciudades y fuertes adoptaron los
aparatos romano-bizantinos (ariete, catapulta, etc.) Utilizaban también las palomas mensajeras
como medio de comunicación.
Para la defensa de las fronteras y de las costas solían establecerse, dentro de castillos o torres,
especie de agrupaciones u Órdenes semejantes a las militares que luego tuvieron los cristianos,
puesto que sus miembros peleaban y rezaban en común, adoptando reglas de carácter religioso,
como la prohibición de trato con las mujeres. Llamábase a éstos monasterios-fortalezas, Rabat, o
Rápita, en castellano. El general en jefe del ejército llamábase alcaide.
Toda esta organización fue cambiando con el tiempo. Los califas se rodeaban cada vez más de
tropas especiales, reclutadas entre los esclavos o traídas de fuera, constituyendo un núcleo de
ejército ajeno a la antigua distribución en tribus, debilitada con la desaparición de la aristocracia.
Por fin, Almanzor consumó la reforma, aboliendo la división por tribus y sustituyéndola por la de
regimientos, en que iban mezclados los musulmanes sin consideración a la tribu a que pertenecían.
De este modo acabó el poder militar de los jeques. El ejército contaba, además, con muchos
elementos extraños: de una parte, los eslavos, y de otra, batallones formados por cristianos de León,
Castilla y Navarra, pagados espléndidamente por Almanzor y entregados por completo a su
servicio. Pero esta organización, así que faltó la mano de hierro de Almanzor, se volvió en daño de
la tranquilidad pública, según hemos visto anteriormente.
En punto a marina, aunque al principio no fue muy importante, los emires y califas, sobre
todo desde los ataques de los normandos, se esforzaron por acrecentarla, y llegaron a tener, ya en
tiempo de Abderrahmán III, la escuadra más fuerte del Mediterráneo, cuya estación central fue el
puerto de Almería. Con ella hacían expediciones y desembarcos frecuentes en las costas cristianas
de Galicia y Asturias, destruyendo pueblos, y, llevándose cautivos o esclavos, y también al África,
contra el imperio de los fatimitas. El jefe de la escuadra se llamaba Alcaide de las naves.
Erróneamente se ha querido derivar de la nomenclatura árabe el nombre de Almirante. A fines del
siglo XI, habiendo desaparecido el peligro de los normandos y el reino fatimita de la región africana
de Túnez, los califas españoles dejaron de prestar atención a la marina.

177. Las leyes musulmanas.


La base y fundamento de la legislación musulmana está en el Alcorán, que durante los
primeros tiempos fue la única fuente jurídica. Las necesidades nuevas y cada vez mayores que el
rápido crecimiento y complejidad del mundo mahometano hubieron de producir, trajeron la
formación de una nueva fuente, como el Alcorán a la vez religiosa y jurídica, constituida por las
tradiciones de los dichos y hechos del profeta, llamadas individualmente hadit, y en conjunto, Suna.
La primera colección de tradiciones la hizo un jurisconsulto del siglo VII llamado Málik, quien las
fijó en su libro Mouata en número de 1.700: número que más tarde fue aumentado. A estos dos
elementos primordiales se unió a poco otro, más propiamente legislativo: las disposiciones u
ordenanzas que los califas iban dando a medida que los hechos lo requerían, y entre las cuales
gozaban de particular importancia las de los primeros de aquéllos, o sea de los más próximos
descendientes de Mahoma. A éstas se llamaba Athar. Semejante facultad legislativa la ejercieron, en
España, como era natural, los emires y califas independientes. En la formación de estas decisiones,
intervenían frecuentemente los faquíes, alfaquíes, reunidos en asambleas, de que es ejemplo una de
1090. En tiempo de los almorávides, se celebraron otras de igual clase (§ 221). A las respuestas que
daban los mutfíes o jurisconsultos autorizados al efecto por el poder público, se les daba el nombre
de fetwas y se aplicaban como ley al caso particular consultado. Sobre estas diversas fuentes se
ejercía la interpretación de los jurisconsultos, admitiéndose también la costumbre. Algunos de éstos,
que formaron escuela, añadían la razón como fuente, y otros explicaban de diversa manera la
125

jerarquía y relación de los elementos citados, originando gran diversidad de direcciones.


Caracteriza a la legislación musulmana una dependencia estrecha (que es confusión muchas
veces) con la materia religiosa, siguiendo el tipo que ofrecía ya el Alcorán. Códigos propiamente
dichos —al modo que el Fuero Juzgo, v. gr.— no los tuvieron, aunque sí compilaciones privadas,
hechas por jurisconsultos, que presentan una mezcla muy heterogénea de asuntos: por ejemplo,
doctrinas sobre la purificación, los rezos, funerales, diezmo y limosnas, ayuno legal, peregrinación a
la Meca, transacciones comerciales, herencia (muy complicada en sus grados y reglas), matrimonio
y divorcio, delitos, etc.
La escuela dominante en España en materia jurídica fue la de Málik, que también rigió en el
África del N.

178. Religión.
Ya hemos dicho lo más esencial con referencia al carácter y las doctrinas de la religión
musulmana o mahometana. Considerábase como jefe de ella el califa, por bajo del cual estaban los
doctores libres, teólogos, jurisconsultos, etc. El culto celebrábase en templos (mezquitas), sin
imágenes. Cada mezquita tenía una torre (minarete o alminar) desde la cual un funcionario llamado
almuédano anunciaba en voz alta a los fieles la hora de la oración. Ésta era dirigida por un
sacerdote llamado imán, habiendo también predicadores o catibes, teólogos o ulemas, jurisconsultos
o faquíes, e intérpretes de las leyes o muftíes. Vimos también cómo el fervor de los musulmanes por
su religión distaba mucho de ser general y vehemente. Los árabes, por lo común, mostrábanse
bastante fríos, al paso que los beréberes eran intransigentes y fanáticos. Resultado de esta diferencia
de opiniones fue la formación de escuelas o sectas —muy numerosas, a pesar de los esfuerzos en
contrario de los doctores—, que negaban parte o todos los dogmas de la religión y hasta la
existencia de Dios. Otras sostenían que todas las religiones son falsas, o que lo único verdadero son
los principios morales que la razón acepta. De todas estas ideas hubo numerosos prosélitos en
España; aunque, por lo general, no las manifestaban abiertamente, por miedo a los sacerdotes y a la
masa ortodoxa del pueblo. Aquéllos conseguían más de una vez hacer desterrar a los profesores y
filósofos tachados de herejía y quemar sus libros; pero la indiferencia o la incredulidad en las clases
altas no era, por eso, menos grande. Las persecuciones, sin embargo, continuaron, aumentadas en
tiempo de Almanzor, que quiso congraciarse así con los sacerdotes.
Pero, además de esto, entre los mismos ortodoxos había diferentes maneras de explicar el
Alcorán y los ritos; de modo, que se formaron diferentes sectas, enemigas entre sí. En España, la
que dominó generalmente y por más tiempo en lo religioso como en lo jurídico (§ 177) fue la de
Málik, llamada así del nombre de este gran teólogo y escritor, cuyos libros eran la base de la
instrucción religiosa y moral juntos con el libro sagrado. Parte de los musulmanes fervientes
tendieron al ascetismo y fundaron verdaderos monasterios, como el de la Montaña, de Ben-Masarra,
el de Ben-Mocheid de Elvira, y cofradías de análogo carácter; de modo que al lado del clero
ordinario había monjes, aunque pocos en número.
Por su parte, los mozárabes conservaban la religión cristiana, con todos sus ritos, en las
mismas poblaciones de los musulmanes. Salvo breves períodos de intolerancia, celebraron sus
ceremonias en la iglesia y en la calle, a son de campana (aunque en algunas localidades, como
Coimbra, se ordenó que celebrasen misa a puerta cerrada), siendo, cuando menos respetados y
defendidos por las autoridades. En Córdoba tenían tres iglesias (la de San Acisclo la conservaron
siempre) y tres monasterios, y en los alrededores ocho monasterios. En las afueras de Granada, un
templo, célebre por la belleza de su construcción y de su ornato, y otros en Toledo, Zaragoza,
Mérida, Valencia, Málaga, etc. Aunque hubo califa que mandó destruir las iglesias de la capital,
éstas se reconstruyeron pronto (o quizá no llegaron a destruirse por completo) y hasta hubo sitio en
que un mismo edificio servía, a la vez, de mezquita y de iglesia cristiana. La tolerancia mutua fue
tal, que algunas fiestas cristianas, como la de San Juan y el primero de año, las celebraban
juntamente mozárabes y musulmanes. En tiempo de Almanzor, las tropas (en que, como sabemos,
126

figuraban muchos cristianos) tenían como día de fiesta general el domingo. Todo esto no quita para
que el vulgo fanático musulmán mirase con malos ojos a los cristianos y les molestase algunas
veces. En punto a organización, conservaban éstos sus obispos, de los cuales se hicieron célebres
Elipando de Toledo, como herético; Recafredo de Córdoba y Hostejesis de Málaga, como
representantes de la doctrina contraria a la de los mártires, según vimos, y otros. Celebraban
también concilios, de que es ejemplo el de 835 en Córdoba, a que asistieron los obispos de Toledo,
Sevilla, Marida, Acci, Astigi (Écija), Córdoba, Iliberi y Málaga; y era frecuente que visitasen las
poblaciones dominadas sacerdotes y monjes de los países cristianos de España y del extranjero, ora
para redimir cautivos, ora con otros fines piadosos; lo mismo que de los territorios musulmanes
salían para viajar, sacerdotes y monjes, que luego volvían a su punto de origen (§ 181).

179. Riqueza y población.


La España musulmana llegó a ser una de las regiones de Europa más ricas y pobladas,
especialmente en tiempo de los califas. Según el empadronamiento hecho en el reinado de Alhacam,
había seis ciudades grandes, capitales de capitanías; otras ochenta de mucha población; trescientas
de tercera clase e innumerables lugares, torres y alquerías, que en la región del Guadalquivir se
hacían llegar a 12.000. Córdoba llegó a tener doscientas mil casas, seiscientas mezquitas,
novecientas casas de baños y otros muchos edificios de uso público. Abderrahmán II hizo empedrar
las calles y construir grandes tuberías para la conducción del agua de las fuentes públicas. Sobre el
río echáronse magníficos puentes, y tanto los califas como los grandes funcionarios poseían
hermosos palacios rebosando lujo, con grandiosos jardines. Los más nombrados de estos palacios
fueron el de Azarha, que era casi un pueblo, mandado levantar por Abderrahmán III para complacer
a una de sus mujeres, y el de Záhira, de Almanzor. Las descripciones que traen los autores árabes de
estos edificios y su decorado, aunque algo exageradas sin duda, dan a entender la gran riqueza
desplegada en ellos.
En los templos no había menos lujo. La gran mezquita (aun conservada como iglesia
católica), comenzada por Abderrahmán I y continuada y agrandada por los califas sucesivos, era
una maravilla. Tenía 19 arcadas de E. a O y 30 de N. a S., con 21 puertas y 1.293, columnas de
pórfido y jaspe con capiteles dorados. El púlpito era de marfil y maderas preciosas, y del techo
pendían cientos de lámparas —de plata unas, hechas otras con las campanas de Compostela—, que
alumbraban de noche la mezquita. De todas partes del mundo acudían viajeros para admirar las
bellezas y el fausto de la corte de los califas, a pesar de que, por lo común, los caminos estaban
infestados de ladrones y era preciso reunirse en caravana muchas personas para poder defenderse en
caso de ataque. Hasta monjes de monasterios franceses (el de San Germán de los Prados) estuvieron
en Córdoba, aunque éstos, no con aquel fin, sino para recoger reliquias cristianas. Por aquel
entonces, el Tesoro real abundaba en dinero. En tiempo de Abderrahmán I, dícese que las rentas
públicas subieron a 300.000 dinares; en el de Abderrahmán II a un millón, y en el de Abderrahmán
III a 5.408.000, o sea unas 64.896.000 pesetas de la moneda actual. El ceremonial con que los
califas salían a la calle o recibían en su palacio a los embajadores extranjeros era tan fastuoso e
imponente, que se cuenta de una vez en que la persona a quien estaba encomendado el discurso de
presentación, emocionada y sobrecogida, no supo decir una palabra.

180. Comercio e industria.


Todo este esplendor tenía que fundarse en parte (aumentándolo a su vez) en un gran bienestar
económico y en el desarrollo del comercio y de las industrias. Así era, en efecto. Ya hemos visto la
gran mejora alcanzada por la agricultura, merced a la creación de una clase numerosa de pequeños
propietarios y cultivadores, que gozaban de mejor condición que en tiempo de los visigodos.
Aunque los árabes no eran por sí grandes agricultores, se asimilaron bien pronto los conocimientos
que en esta parte tenían los españoles, y los aplicaron, como en Asia habían hecho con los de otros
pueblos, cuya experiencia agrícola reflejaron también sobre nuestro país. Los grandes tratadistas de
127

agricultura son en España mozárabes, no árabes, pero éstos se amoldaron perfectamente a las
lecciones recibidas, hasta el punto de da, incremento al cultivo de la viña, no obstante estarles
prohibido el vino, prohibición que no guardaron por lo general, a pesar de algunos califas piadosos
que mandaron arrancar gran cantidad de vides. Por su parte, introdujeron los musulmanes en España
muchos vegetales hasta entonces desconocidos, como el arroz, la granada, la caña de azúcar y otros
frutales de Oriente. Generalmente se dice que trajeron también la palmera; pero es casi seguro que
se conocía aquí hacía siglos, por otras influencias orientales o africanas. Completáronse o se
hicieron de nuevo, también, las canalizaciones para el riego de las huertas, sacándose el agua bien
de los ríos, bien de pantanos, especialmente en las comarcas de Granada, Murcia y Valencia. Los
labradores usaban, para las operaciones del cultivo, el calendario romano, no el árabe, como en
todos los países musulmanes. En otros sitios dedicábanse a la ganadería en gran escala, llevando los
ganados de unos puntos a otros en las diversas épocas del año, para huir del excesivo frío o calor.
En punto a industrias, era importante la minería. Había minas de oro, plata y otros metales,
pertenecientes unas al califa y otras a particulares. Las más célebres eran las de Jaén, y Bulche y
Aroche, las de Algarbe y las de rubíes de Beja y Málaga. Los tejidos de lana y seda de Córdoba,
Málaga y Almería, los de esta última población sobre todo (si no importados, altamente
desarrollados por el incremento del cultivo del gusano de seda en tiempo de los califas), eran
célebres en el mundo: sólo en Córdoba existían, según se dice, 13.000 tejedores. En varias
localidades, como Paterna (Valencia), se trabajaba la cerámica con gran perfección, con
procedimientos y formas artísticas de que luego hablaremos, exportándose los productos a otros
países. En Almería fabricábanse también vasijas de vidrio, de hierro y bronce, con dibujos y
esmaltes, tejidos de oro y plata, y damasco para turbantes, así como en Málaga brocados con
pinturas y leyendas; en Córdoba se tallaban sobre marfil objetos de arte, y en Játiva y otros puntos
se fabricaba papel de hilo para escribir, industria nueva traída por los árabes.
Almería, Murcia, Sevilla, Toledo, Granada y sobre todo Córdoba, eran grandes centros de
producción de armas ofensivas defensivas, siendo notables las armaduras y las espadas, cuyos
puños y vainas se adornaban con delicadísimas labores. La fábrica de Toledo fue reformada por
Abderrahmán II. En Córdoba, trabajábase también el cuero para toda clase de usos, hasta los más
artísticos, estampándolos y dorándolos, para adorno de salones; y de aquí vino el nombre de
cordobanes, célebre en el comercio. En Murcia se tejían esteras de vivos colores, con que se
cubrían las paredes y pisos. Un médico español, Aben-Firnás, inventó la fabricación del cristal
(siglo IX) construyó diversos aparatos para medir el tiempo y también (se dice) para la navegación
aérea, mientras un cordobés o toledano, Aben-Azzarquel, fabricaba un magnífico reloj de agua. En
cuanto a otras artes relacionadas íntimamente con la arquitectura —carpintería, mosaicos, labores
en yeso, etc.— ya veremos en el párrafo correspondiente, el gran desarrollo que hubieron de
adquirir.
Semejante movimiento industrial, lo numeroso de la población y las extensas relaciones
internacionales, era lógico que produjesen un gran desarrollo del comercio. Así fue, especialmente
por mar. En tiempo de Abderrahmán III, los derechos de importación y exportación eran tan
grandes, que constituían la parte principal de los ingresos del Estado. Sevilla era uno de los puertos
principales. Embarcábase allí algodón, aceitunas, higos, aceites y otros productos abundantes de la
tierra. La masa de la población sevillana, compuesta de renegados que conservaban el tipo y las
costumbres hispano-visigodas, se dedicaba al comercio y había llegado a reunir grandes riquezas; y
cuando los árabes del campo entraron en Sevilla y degollaron a casi todos los habitantes (§ 159), no
por eso cesó la animación comercial. Poco después, a comienzos del siglo XI, siendo califa Abdalá
y jeque soberano de Sevilla Abn-Hachchach el puerto estaba nuevamente lleno de buques que traían
tejidos de Egipto, viajeros de la Arabia, esclavos y cantadoras de Europa y Asia. El comercio de
esclavos y el de mujeres era uno de los principales en aquella época. Ya hemos visto que de
esclavos se formaron muchas tropas de los califas; los traían los corsarios y los comerciantes, de
Francia, de las costas N. de España, de Italia, de Grecia, de Asia y de África.
128

En Almería había astillero para la construcción de buques. De Jaén y Málaga se exportaban,


además de los productos industriales antes mencionados, azafrán, higos (superiores a los de todo el
mundo), vinos, maderas aromáticas, mármoles y piedras preciosas, con otras materias importantes,
como seda cruda, azúcar, una especie de cochinilla, pimienta, hierro en barras, antimonio, etc.
Enviábase todo esto por mar, bien al África fronteriza, de donde seguía por caravanas a
Oriente, bien a Egipto o a Constantinopla y el mar Negro, donde los bizantinos hacían gran
comercio, comunicándose con la India y el Asia Central. Los musulmanes españoles tuvieron
siempre (y en especial a partir de su independencia) estrechas relaciones con los bizantinos; y, por
otra parte, mantuvieron también frecuente comunicación, por medio de viajes y peregrinaciones,
con Oriente y en especial con la Meca y con Bagdad y Damasco, yendo bien por mar, bien en
caravanas, por el N. de África. Los califas organizaron, finalmente, un servicio oficial de correos,
aunque no para el público, sino para la administración.
Para los usos del comercio y las necesidades del Estado, acuñábase moneda en España. Las
casas de acuñación se llamaban zecas, y las había en varias poblaciones, siendo la principal
Córdoba. No llevaban figuras, pero sí inscripciones (tomadas a veces del Alcorán), el nombre y
títulos del soberano y la fecha y punto de acuñación. Las había de oro, de plata y de cobre. La base
de las primeras era el dinar, que pesaba 4,25 gramos y valía unos 12 francos de la moneda actual;
de las segundas, el dirhem, que pesaba 2,71 y valía próximamente lo que hoy un franco, aunque
luego cambió mucho, rebajándose en peso y valor.
Como sistema de numeración, usaron, generalizándolo, el que lleva su nombre (cifras árabes).
Los árabes se cree que introdujeron el cero, tomándolo de los indos y aplicándolo a la composición
de cantidades mediante su colocación a la derecha de otras cifras, conforme hoy hacemos.

181 Idiomas de la España musulmana.


Siendo muy heterogénea la población musulmana de la Península, no hablaba toda ella la
misma lengua. Los árabes y los berberiscos no se entendían unos a otros; pero el idioma exigido en
los negocios oficiales era el árabe puro, idioma de la misma familia que el hebreo y que difiere
mucho del latín, tanto en la construcción y pronunciación como en la escritura, en la cual no se
emplean las vocales, sustituyéndolas por líneas. Los árabes cuidaron mucho de mantener la pureza
de su lengua. Para ellos una de las primeras condiciones del hombre de Estado era hablar bien, y los
ministros y Secretarios del califa habían de ser muy versados en el manejo elegante del árabe.
Gracias a este celo particular, se mantuvo la lengua de los conquistadores asiáticos, a pesar de los
grandes contingentes berberiscos que las necesidades de la guerra fueron echando sobre España.
Debe entenderse, sin embargo, que si en los trabajos literarios y documentos oficiales era de rigor el
árabe puro, con su pronunciación correcta, en la vida diaria, y para los usos generales, hablábase
una mezcla de los dialectos latinos e indígenas de la Península y los que trajeron las diferentes
gentes conquistadoras, berberiscas, egipcias, sirias, etc. En esta lengua vulgar, la construcción se
apartaba mucho del árabe, del diccionario tenía numerosas voces latinas, y el modo de pronunciar
las letras y de modular las frases era tan especial y característico, que apenas si los musulmanes de
Oriente podían entenderlo.
Los mozárabes influyeron en la formación de este idioma de los musulmanes españoles.
Conservaban ellos el uso del latín, aunque desfigurado y bastardeado por la modificación de
muchas palabras, la introducción de otras ibéricas y árabes y la pérdida de la sintaxis clásica latina.
Llamaban los musulmanes a este idioma aljamía (que quiere decir idioma de los bárbaros, o sea
extranjeros), indicando así su origen; y aunque los mozárabes no lo perdieron nunca, conservándose
especialmente en la literatura y en el uso de las personas cultas (como atestiguan multitud de libros
y documentos escritos en latín, entiéndase el latín de esta época, muy decadente), no pudieron
sustraerse a la influencia de sus dominadores, con quienes estaban en roce y trato continuo; tanto
que el pueblo habló pronto el árabe, aunque sin olvidar la aljamía, y que los mismos individuos del
clero y de la nobleza, ya en el siglo XI, no sólo hablaban en aquel idioma, sino que escribían en él
129

libros y poesías; hechos que declaran (y de que se quejan) San Eulogio y Álvaro, y con ellos
multitud de obras, como la traducción de las Sagradas Escrituras hecha en el siglo IX por el
mozárabe Juan Hispalense; la colección canónica en árabe del presbítero Vicencio (1049), el
calendario del obispo Recemundo (siglo XI) y otras más. Probablemente, la mayoría de estas
traducciones se hicieron por haberse perdido en la masa del pueblo mozárabe el conocimiento del
latín puro, en que estaban originariamente escritas; porque lo cierto es que el uso del árabe lo
conservaron los cristianos de Toledo hasta el siglo XIII, incluso en los documentos privados y
públicos. La aljamía no dejó de hablarse tampoco, si bien modificándose y apartándose cada vez
más del latín y señalándose en ella dialectos o modalidades de carácter regional (Aragón, Valencia,
etc.); al paso que el clero, especialmente, procuraba mantener la tradición latina, mediante sus
relaciones con los países cristianos independientes —de los cuales traían manuscritos de autores
importantes clásicos, como hizo San Eulogio al volver de Navarra—, y la continuación de las
escuelas conventuales y catedrales, como la de San Acisclo y la del abad Speraindeo, en Córdoba.
Todos estos hechos revelan que la influencia (lógica y necesaria) de los árabes en los españoles —
notable también en los nombres de éstos, que solían ser dobles, arábigos y latinos o visigodos— se
refiere, más bien que a la vida común y diaria, en la cual, además, la influencia fue mutua, a la
cultura intelectual, en la medida que expondremos luego (§ 190). Los mozárabes comunicaron a los
musulmanes muchas palabras latinas o aljamiadas, sobre todo en el vocabulario científico.

182. La enseñanza musulmana.


No se conoció entre los musulmanes lo que hoy llamamos instrucción pública, es decir, una
organización oficial de la enseñanza, pagada por el Estado o por las ciudades, ni aun en la forma
rudimentaria de los romanos (§ 76). Hasta fines del siglo XI no se fundaron universidades o
colegios generales en Oriente, empezando por el de Bagdad (1065); pero en España no tomó pie
esta innovación, aunque más tarde (en el siglo XIII) la inició en Murcia un rey cristiano, Alfonso el
Sabio, creando un colegio musulmán para que un sabio árabe enseñase las ciencias a moros, judíos
y cristianos juntamente; ejemplo que copiaron, aunque efímeramente, los árabes de Granada.
En todo el período que ahora nos ocupa no hubo más enseñanza que la privada, es decir, la
que daban, ora gratuitamente, ora mediante paga, los particulares que se dedicaban a esta profesión.
Alguna vez hubo califas que pagaron a sabios extranjeros venidos a España y les hicieron dar
conferencias o lecciones públicas; pero esto fue temporal, y no respondió a organización reflexiva
de la enseñanza. También Alhakam II fundó, como particular y en acto de penitencia, algunas
escuelas para enseñar la doctrina a los hijos de los pobres y desvalidos de Córdoba. Tratábase, pues,
en este caso, de una manda o legado pío del sultán, y el ejemplo fue seguido en la España árabe por
muchos particulares, que fundaron otras para enseñanza de los pobres, con legados de esta clase y
sin que interviniese para nada la Administración.
Si el Estado no intervenía, pues, directamente en la enseñanza, el sacerdocio musulmán la
impulsó mucho al principio, especialmente por lo que se refería a la instrucción religiosa,
enseñando con gran fervor por todas partes las máximas del Alcorán y las tradiciones de Mahoma:
pero más tarde, cuando se hubieron desarrollado las ciencias y se formaron sectas diferentes (aun
entre los Ortodoxos), la dominante, que era la de Málik, como sabemos, se hizo muy intolerante,
coartando la libertad de los maestros siempre que podía, y en especial de los filósofos que se
apartaban de la ortodoxia. Más de una vez. se quemaron los libros de éstos y fueron desterrados los
profesores, como ya dijimos (§ 178).
Pueden distinguirse en la enseñanza musulmana dos grados: el primario y el superior. El
primario comprendía, como base, la lectura y escritura del Alcorán, a título de preparación religiosa
y gramatical al propio tiempo; uníanse a esto trozos de poesía, ejemplos de composición epistolar, y
finalmente elementos de gramática árabe, aprendidos de memoria. La lectura y escritura se
enseñaban juntamente, «no haciendo que el alumno trazase cada letra en particular, sino imitando
las palabras enteras que se les daban por modelo». Para escribir se usaban unas tablillas de madera
130

pulimentada, sobre las que se trazaban los caracteres con un pedazo de caña afilada (cálamo),
empapada en tinta. Acabado un ejercicio, se mojaba la tablilla, se borraba lo escrito y servía de
nuevo. Muchas veces, la instrucción era gratuita, dándola por puro gusto los maestros. Otras veces
eran pagados por los discípulos, costumbre que, andando el tiempo, fue la dominante; a pesar de lo
cual, se difundió tanto la lectura, y la escritura en especial, que la mayor parte de los musulmanes
españoles sabían leer y escribir, aventajando en esto a las demás naciones europeas.
La enseñanza superior, como libre que era, no guardaba plan uniforme. Cada maestro
enseñaba más o menos cosas, según su cultura o preferencias. Generalmente se empezaba por
enseñar las tradiciones religiosas, leyendo párrafos de libros, que explicaba el profesor, y
preguntando los alumnos, con toda libertad, cuando no entendían bien una palabra o un
razonamiento. La base del estudio era siempre la memoria. Además de las tradiciones, se estudiaban
los comentarios del Alcorán, la gramática, el diccionario, la medicina, la filosofía y, sobre todo, la
jurisprudencia y la literatura. En punto a jurisprudencia, derivada de la exposición y comentario de
las leyes jurídicas del Alcorán, llegó a haber gran número de autores que escribieron tratados,
comentarios, compendios, diccionarios, etc. La escuela de Córdoba se hizo famosa.

183. La literatura.
Pero, de todos los órdenes de la cultura general, ninguno era más favorecido y bien visto que
el literario, y especialmente la poesía. Primitivamente —antes de la reforma mahometana— eran ya
los árabes muy aficionados y grandes cultivadores de aquel género. Cada tribu tenía su poeta, que
cantaba las victorias, las alegrías y las tristezas de sus contributos; y de aquella época ha quedado
una copiosa literatura en verso, fuente y modelo constante hasta nuestros días, de los escritores que
no hicieron en su mayor parte más que repetir e imitar sin gran variedad sus asuntos.
Los jeques que vinieron a España trajeron consigo a sus poetas, por cuyos versos se conocen
algunos hechos históricos importantes. Con frecuencia, los carteles de desafío, las amenazas, las
declaraciones de guerra se hacían en verso. Los emires y califas no se desdeñaban de escribirlos,
incluso en cartas particulares; y era usual la improvisación, en paseo y en la calle, a propósito de
cualquier hecho o de cualquier objeto notable que se veía. Hasta libros de ciencia llegaron a ponerse
en verso, y no era raro encontrar en el pueblo iliterato gran habilidad para versificar. Las mujeres
participaban de ella, y hubo algunas esposas y esclavas de califas, notables en este arte. Los califas
tenían además, en su corte, poetas oficiales, que diríamos, favoritos a quienes pagaban grandes
sueldos y hacían repetidos regalos.
Los asuntos preferidos por los poetas eran, en los primeros tiempos, las hazañas de guerra y la
vida de los grandes héroes; luego fueron dominando los temas amorosos (llevados a un grado de
licencia y desnudez altamente inmorales) y las lisonjas a los príncipes y soberanos. En las comidas
solían recitarse composiciones poéticas de la segunda clase, acompañadas de música y baile.
También se usó mucho el epigrama y la sátira.
Además de la poesía, cultivaron grandemente los árabes españoles la historia (y en
especialidad la biográfica), la geografía y la novela, pero no conocieron la dramática en ninguna de
sus formas.
Entre los muchos nombres ilustres que se distinguieron en todos estos géneros literarios
merecen especial mención: el propio califa Alhacam II, de vasta y sólida cultura; Aben-
Abderrabihi, gran cantor de los emires andaluces y autor de leyendas históricas en prosa y de una
especie de enciclopedia pedagógica o docente (Quitab-Alicd, el libro del collar), en que incluyó sus
poemas. Ahmed-Arrazi-Attariji, conocido en España por el Moro Rasis, que escribió, entre otras
obras, la Descripción general de España y la Historia de los emires andaluces; Aben Habib,
polígrafo eminente, considerado por algunos de sus contemporáneos como «el sabio por excelencia
de España»; Yahia Albecrí o Algazel, poeta-historiador, Aben Abdelbar, autor de una obra sobre los
faquíes de Córdoba, copiosísima en noticias; Kásim ben A,bag, famoso por sus libros históricos y
jurídicos y por sus muchos discípulos; el poeta, gramático, jurisconsulto y orador, Abú Ishak el
131

Bechí; Jálid ben Saad, prodigio de erudición, que se distinguió en la corte de Alhacam II y escribió
una historia de los hombres ilustres de España; Abú Alí El Kalí, oriental de nacimiento, pero
residente durante muchos años en nuestra Península, donde gozó de gran influencia con
Abderrahmán III y Alhacam II y compuso varias de sus obras filológicas e históricas; Mohammad
ben Háni, de Sevilla, calificado por algún autor musulmán del más grande poeta entre los
occidentales; El Zobaidi, también nacido en Sevilla, «gramático y lexicógrafo el más famoso de su
tiempo en España»; Aben Ath-Thahán, el más fecundo historiógrafo de su época; Aben Xohaid de
Córdoba, «uno de los más ilustres literatos de la España musulmana»; el historiador Aben Ab-
Dagáb, de extraordinaria nombradía entre sus contemporáneos; el sevillano Aben Al-Bechí (Abú
Omar), a quien los biógrafos árabes dedican extraordinarios elogios; el poeta Aben Abi Zamanin,
natural de Elvira; Aben Fothais, de Córdoba, «una de las más grandes lumbreras del saber arábigo
en España»; Aben Maimón y Aben Xanthir, literatos toledanos eximios; Aben Abdelbar Al-
Caxquinaní, autor de dos Historias de los jurisconsultos y de los jueces de Córdoba y del Andalús;
Mohámed-ben-Hixem-benAbdelazís, de la familia de los Omeyas, autor de una Historia de los
poetas andaluces; Ahmed-ben-Farach, de Jaén, historiador y poeta a quien se debe una importante
colección de poesías titulada Libro de los Huertos; Aben-Alcutiya, famosísimo como historiador y
gramático, de origen godo; Motarrif-ben-Isa, geógrafo y cosmógrafo, de Granada; Mohámed-ben-
Hárits-Aljoxaní, de Córdoba, autor de seis volúmenes de Vidas de jurisconsultos e historiadores de
Andalucía, y varias mujeres, como Radhia, Fátima-ben-Zacaría, Lobna, Aixa y otras.
En los últimos tiempos del califato figuran Ahmed-ben-Darrach-Alcasthalí, secretario de
Almanzor y uno de los mejores poetas hispano-árabes; Yúsuf-ben-Harún-Arramadí, de Córdoba,
llamado Delicia de los Príncipes; Obada-ben-Abdallah-ben-Massamai, de Córdoba, muy celebrado
como poeta; Aben-Alfaradhí, cronista célebre; Aben Afif, ascético, pedagogo e historiador
cordobés; Aben Zarucah, literato e historiador; Aben Abid, dotado de vastísima erudición; el
jurisconsulto Abú Amrú El Dení; Moawia ben Hixem, y otros muchos. El movimiento literario no
se perdió con la caída del califato; antes bien lo veremos, en los tiempos sucesivos, muy pujante, y
en algunos géneros superior, en cantidad y calidad, a lo producido en la época de los califas.

184. La filosofía y las ciencias.


La filosofía era mal vista por el vulgo, que consideraba como herejes a los que la cultivaban, y
desde luego por los teólogos y doctores, que temían las audacias y libertades de pensamiento de los
filósofos. Las clases altas de la sociedad, por el contrario, gustaron mucho de aquella ciencia; y
aunque no solían hacer manifestación pública de estos gustos—por miedo a la censura del pueblo—
la cultivaron grandemente. Hubo escuelas filosóficas que vivieron como sociedades secretas, no
atreviéndose a hacer ostentación de sus ideas. Y, sin embargo, a este movimiento filosófico debe la
civilización árabe uno de los títulos de gloria mayores; porque, habiendo algunos sabios conocido y
leído en Oriente libros de filósofos griegos y de discípulos e imitadores suyos—género de literatura
olvidado y casi desconocido por entonces en Europa—, trajeron aquí el conocimiento de estos
autores y de esta corriente, que concordaba con la tradición clásica de los hispano-romanos. En
parte habían ya iniciado estos estudios en España los judíos, entre los cuales descollaron grandes
cultivadores de la filosofía, de la gramática y de la literatura, como el malagueño (o zaragozano)
Ben-Gabirol (conocido entre los cristianos por Avicebrón), Moisen-ben-Ezra, Maimónides, y otros,
que, como pertenecientes a tiempos posteriores, nos ocuparán luego; pero los filósofos musulmanes
les sobrepujaron en fama e influencia, sobre todo en los siglos XI y XII, según veremos, en que
promovieron en Europa un renacimiento filosófico que influyó notablemente en la ciencia
medioeval.
El florecimiento filosófico derivado de Oriente comienza en el siglo IX y llega a tener gran
importancia en el XI (reinado de Alhakam II); mas, por la hostilidad del pueblo y especialmente de
los teólogos (en cuyo favor hizo Almanzor quemar muchos libros de filosofía), han llegado a
nosotros escasas muestras de esta literatura en el período que nos ocupa. El único nombre célebre
132

que nos queda es el de Abn o Aben-Masarra (siglo XI), cuyo misticismo independiente fue
considerado como ortodoxo en España, donde fundó secta. Entre los escritores ortodoxos de
materias filosóficas y religiosas, citaremos al cadí Aben Aq-Cafar y a Abú Ornar o Chafar El
Thalamanquí, famosísimo por su ciencia alcoránica.
Del mismo modo que la filosofía, la astronomía era mal mirada por el vulgo, y esta
prevención llegó a pesar tanto sobre el gobierno, que más de una vez se prohibió su estudio. A pesar
de esto, hubo entre los musulmanes españoles muy famosos astrónomos, como Moslema o
Maslama, de Madrid, Ben-Bargot, Ben-Hay o Hayyán, y otros, y observatorios importantes (a
imitación de los que había en Oriente) en las torres o alminares de las mezquitas. Con más libertad
se cultivaron las ciencias propiamente matemáticas, ya puras 12, ya aplicadas a las necesidades de la
vida, y la medicina, en la que predominaban los orientales, que habían aprendido esta ciencia de los
persas cristianos. Los médicos estudiaban también las ciencias naturales (botánica, zoología, etc.),
porque eran, a la vez, farmacéuticos. No se tiene noticia de que existieran hospitales en España,
aunque en Oriente los había abundantes. Médico español famoso fue el cordobés Aben Cholchol
(época de Hixem II), comentador de Dioscórides y biógrafo de los médicos y filósofos más notables
de España.
Debe entenderse que el movimiento científico árabe era seguido por los judíos, especialmente
en las ciencias físicas y naturales, a las que dieron muchos y notables cultivadores (médicos,
matemáticos, etc.). No así en filosofía, en cuyo estudio, no sólo se anticiparon a la restauración
clásica de los árabes (según hemos dicho), sino que siguieron direcciones originales inspiradas en
su tradición religiosa. Por lo mismo fueron independientes en literatura (no obstante que algunos de
sus poetas y novelistas, aunque pocos, imitaron a los árabes), distinguiéndose su poesía por un
fondo más elevado y serio que la de los musulmanes. El siglo de oro de la cultura judía corresponde
al período siguiente, en que la estudiaremos, según hemos dicho.
Debemos recordar en este punto, que los mozárabes ayudaron al movimiento científico
musulmán mediante las versiones arábigas que hicieron de obras de medicina, agricultura, historia y
filosofía de autores latinos, griegos y españoles, como Columela, Orosio, Aristóteles y San Isidoro.

185. Cultura de la mujer.


En cuanto a la mujer árabe, no sólo brilló en la poesía, sino en todas las ciencias. Los
musulmanes españoles no se opusieron nunca a la instrucción femenina, antes bien la respetaron e
impulsaron. No era infrecuente que la enseñanza de las tradiciones religiosas estuviese
encomendada a maestras. Participaban las niñas de la misma enseñanza elemental de los niños y
luego se dedicaban a estudios profesionales, de los cuales practicaban algunos, como los de
medicina y los de literatura (como secretarias o redactoras en las oficinas superiores del califa).
Entre las mujeres de Córdoba llegó a estar tan difundida la instrucción que sólo en un barrio había
170 dedicadas a la copia del Alcorán. Muchas veces, no contentas con los medios que les
procuraban las escuelas españolas, iban a Oriente para estudiar en las de aquellos países, asistiendo
a las lecciones juntamente con los hombres. La cultura de la mujer llegó a estimarse de tal modo,
que un príncipe de la familia real española se casó con una esclava negra sólo por las dotes de
inteligencia y saber que ésta tenía. Otro príncipe (de Sevilla) se prendó de la que fue su mujer sólo
por haberla oído improvisar versos. Algunas de las poetisas célebres que hemos mencionado antes,
tuvieron también especial predilección por reunir y copiar libros notables, signo de su gran amor a
las letras.

186. Bibliotecas.
Los árabes usaron principalmente para escribir el papel de fabricación industrial, en vez del
pergamino y el papiro de los romanos. En Oriente se fabricaba desde mediados del siglo VII y en
España no se importó hasta el siglo XI, en que hubo de fundarse en Játiva la primera manufactura.

12 Un matemático árabe fue el inventor del álgebra.


133

Esta circunstancia y la forma cursiva de la escritura árabe, que da gran celeridad, permitieron
subvenir a las necesidades de la cultura general hasta con exceso. Los libros se multiplicaron
enormemente, siendo las copias muy baratas; y el afán de reunir las obras de muchos autores
produjo la creación de grandes bibliotecas (alguna de 400.000 volúmenes, según se dice) propiedad
de los reyes, de los nobles y de las personas importantes. Hubo también bibliotecas o gabinetes de
lectura para los estudiantes pobres, fundación de algunos amantes de la instrucción; pero duraron
poco, sustituyéndolos las bibliotecas de las mezquitas, a las cuales se fue haciendo costumbre legar
los libros. Como prueba de la gran afición a éstos que tuvieron los musulmanes españoles, baste
decir que mucha gente vivía de la copia de manuscritos para satisfacer los pedidos de los bibliófilos,
y que en Córdoba y otros puntos había grandes mercados donde se vendían a pública subasta los
códices, que a veces alcanzaban precios subidos.

187. Arquitectura árabe.


Si la civilización arábigo-española adquirió celebridad universal en el orden científico, no la
tuvo menor en lo que se refiere a la arquitectura y a las artes industriales. Algo hemos indicado ya al
hablar de los grandes palacios de Córdoba y del asombro que producían en los extranjeros.
La manera de construir de los árabes difería de la usada por los hispano-romanos. Aquéllos
habían tomado los fundamentos de su arquitectura —en tiempos anteriores a Mahoma— de los
caldeos y asirios, de quienes, tal vez, por una serie de transformaciones, se deriven también las
bóvedas de yeso «decoradas con alvéolos y pirámides suspendidas a modo de estalactitas», y las
estucaduras de muros con adornos y relieves, que ornamentan tantísimo el interior de las
construcciones musulmanas. A estas influencias primitivas se unieron luego las de los bizantinos,
de los cuales tantas cosas tomó la civilización mahometana, y que se reflejan en algunas partes de la
construcción y de la aplicación de los adornos; pero los musulmanes españoles dieron a todos estos
elementos una modalidad especial, que distingue, hasta cierto punto, su arquitectura de las
orientales de que procede. En esta diferenciación creen algunos autores que pudieron influir los
arquitectos cristiano-españoles o de origen cristiano, que vivieron entre los árabes; y aducen en su
apoyo los indudables reflejos de arte clásico y visigótico (especiales de España) que se observan en
las construcciones árabes, como a su vez, el arte musulmán influyó más tarde en los países
cristianos.
Uno de los edificios que se pueden tomar como modelos de la arquitectura árabe, es la
mezquita, de la cual es tipo notable (y en algún concepto único y original) la de Córdoba, construida
entre los siglos VIII y XI, habiéndola empezado el primer emir independiente Abderrahmán I.
Conviene advertir que en el desarrollo de la arquitectura árabe-española se observan tres períodos,
los cuales varían bastante en caracteres, aunque dentro de la unidad fundamental del arte musulmán
de Occidente. El primer período va desde el siglo VIII al XI, y coincide precisamente con el que
ahora examinamos, es decir, con los tiempos del califato. La mezquita de Córdoba es seguramente
el monumento más importante que resta de aquel brillante período.
El plano de las mezquitas es fundamentalmente rectangular, con la cuadrícula como principio
de distribución, y consta de las siguientes partes: un patio de entrada, espacioso, rodeado de
pórticos y plantado generalmente de árboles, con una fuente en medio para los lavatorios o
abluciones de los fieles; una o varias torres altas y esbeltas (alminares), desde las que anuncia el
almuédano las horas de hacer la oración; el templo propiamente dicho, con una o más naves, y el
mihrab, nicho o hornacina (adornado algunas veces con ladrillos esmaltados, y en Córdoba, como
caso único, con mosaico de vidrio), orientado hacia la Meca y delante del cual, y a la derecha del
minbar, tribuna o púlpito, hacen oración los fieles. Los elementos arquitectónicos son: el arco, de
formas diversas, predominando el de herradura (que ya usaron antes otros pueblos, entre ellos el
visigodo, según ya hemos hecho notar: § 140); la cúpula sobre base cuadrada y de aspecto variado
al exterior; las columnas, tomadas con frecuencia, en los primeros siglos, de antiguos edificios
romanos y visigodos, reproduciendo luego o imitando en los capiteles las formas llamadas corintia
134

y compuesta, que son la base del capitel que podemos llamar cordobés, adoptado y generalizado en
la arquitectura hispano-mahometana hasta la formación del estilo granadino o naserita, que más
adelante estudiaremos.
Rehuyen los árabes la monotonía de las líneas y de las superficies lisas, por lo cual decoran
las paredes con placas de mármol o de yeso labradas en hueco de poco relieve, con motivos, ya de
flora esquemática, ya geométricos. A estos adornos se les ha llamado arabescos (aunque se usaron
antes en otros pueblos), por el gran desarrollo que alcanzaron en los edificios de los árabes.
Generalmente se pintaban los fondos de rojo y azul y doraban la parte saliente del dibujo,
resultando un efecto decorativo sorprendente, de gran brillantez y alegría. En cuanto a los
materiales, usaron poco de la piedra (a no ser en edificios de lujo), prefiriendo los tapiales,
hormigones y barros cocidos (ladrillos).
La mezquita de Córdoba —la mayor en espacio cubierto de todo el mundo mahometano—
presenta muchos de los caracteres fundamentales que hemos apuntado, pero con alguna
modificación local. La planta no era completamente cuadrada; los adornos ofrecen reminiscencias
del gusto clásico, del visigodo y del sirio-bizantino, mezclados con otros de influjo persa. Tenía
naves, con columnas y arcos, según hemos visto (§ 179), en gran número y de gran riqueza. La
fachada de la antecámara que precede al mihrab, está decorada con mosaico de vidrio, de origen y
construcción bizantina (género de adorno que no arraigó en España), y aquél forma un pequeño
recinto octógono, con pavimento de mármol blanco y bóveda de estuco imitando una concha. Las
paredes están adornadas con arcos sostenidos por columnitas. La combinación de colores y dorados
de los mármoles y jaspes de las columnas, piso y muros, de los arabescos y de los zócalos, producen
un efecto deslumbrador, aun hoy día, no obstante lo mucho que con el tiempo y las restauraciones
ha perdido la mezquita.
Conviene advertir que las mezquitas no eran sólo lugares de oración: servían también para
reuniones políticas y de carácter general, como lugar de publicación de las órdenes del califa (que
era, como sabemos, jefe a la vez civil y religioso) y en fin, como edificio académico, puesto que
gran parte de las enseñanzas, tanto de materia religiosa como de materia científica, se daban allí. El
profesor se sentaba en el suelo, cerca de un muro o de una columna, y alrededor los alumnos.
En los edificios civiles se siguió el mismo plan constructivo de las mezquitas, con aquellas
modificaciones que imponían los usos distintos. Las casas ordinarias constaban de un patio central,
con arcos alrededor y fuente en medio. Casi siempre tenían un piso y pocos huecos al exterior,
completando las habitaciones un jardín.
El tipo general de las ciudades era de calles estrechas, construidas así de propósito, ya para
evitar el sol, ya para ceñirse al espacio del recinto amurallado que casi todas tenían. A veces los
barrios hallábanse también separados por muros con puertas, de modo que podían aislarse unos de
otros. Datos más particulares sobre Córdoba, ya los hemos visto anteriormente (§ 179).

188. Artes figuradas e industriales.


Cultivaron poco los árabes españoles la pintura y la escultura, ya por considerarlas como artes
de puro lujo, ya por falta de amor a ellas o de espíritu para cultivarlas. El Alcorán no les prohibía
taxativamente la representación de seres animados (excepto en las mezquitas), y si algunos
intérpretes consideraron ser esto cosa ilícita, su doctrina no produjo efecto. De aquí que, no sólo en
España, sino en Oriente, se pintasen figuras en los techos, o se esculpiesen representaciones de
animales y de personas. De ellos son ejemplos: una pila de jaspe verde, con esculturas humanas,
que se trajo de Asia en tiempo del califa Abderrahmán III y que se colocó en el palacio de Azahra
(§ 179); un fragmento de mármol blanco, que hoy se halla en el Museo de Sevilla y representa una
cabeza vista de frente; varios ejemplares de cajas de boda (siglos XI y XI) imitadas de los trabajos
griegos en marfil; las piezas de vidrio que se fabricaban en Elvira y que llevaban pintadas figuras
humanas; una faja perteneciente a Hixem II, con iguales representaciones; una pila procedente de
Játiva y correspondiente al siglo XI, con algunas otras obras de que se tiene noticia más o menos
135

exacta y segura.
Las artes que alcanzaron mayor desarrollo fueron la cerámica y la orfebrería. La cerámica
artística árabe es posterior a la época del califato en sus tipos característicos de platos, fuentes y
jarros de reflejos metálicos, que se fabricaron en varios puntos y especialmente en Valencia y
Mallorca (Mayorca en árabe, de donde el nombre de mayólicas dado a estos productos). Lo son
también los ladrillos esmaltados de que hemos hecho referencia. En punto a orfebrería, son de notar
las lámparas de mezquita, de que ya veremos un hermoso modelo en el período siguiente; los puños
y vainas de espadas y puñales, trabajados en oro y piedras preciosas, y ciertas joyas, como la caja
con planchas de plata labrada y adornada con perlas, del tiempo del califa Alhakam II, que se
conserva hoy en la catedral de Gerona; otras dos, de marfil, que se guardan en el Museo de
Kensington (Londres) y la que figura en la catedral de Pamplona, procedente de un hijo de
Almanzor y decorada con relieves (figuras de hombres y animales) y arabescos. En todas ellas se ve
el influjo del arte persa.
En los muebles solían desplegar gran lujo: tapices, esterillas de junco e hilo de oro, grandes
candelabros, divanes y cojines cubiertos de ricas telas, cortinas de seda, etc., todo lo cual daba lugar
a ramas importantes de industrias (§ 180). No conocieron la cama como mueble, pues dormían
sobre alfombras o almohadones, que durante el día se guardaban en un armario.

189. Costumbres.
Incidentalmente, hemos consignado en párrafos anteriores algunas costumbres características
de los musulmanes acerca del modo de viajar y otros particulares. Expondremos aquí otras de
importancia.
La familia musulmana se diferencia mucho de la de los cristianos. En ésta, cada hombre no
puede casarse más que con una mujer. Los mahometanos podían tomar, y tomaban en efecto, varias,
hasta cuatro consideradas como legítimas y en número mayor las ilegitimas o concubinas. De aquí
que los emires, califas y gentes adineradas o de posición, llegaran a tener un crecido número, que
formaba lo que se llama el harem. Podía contrarrestarse esta libertad mediante el derecho,
concedido por la ley a la primera mujer, de exigir al marido que no contraiga nuevo matrimonio, ni
tome concubinas. También le era permitido a la mujer imponer otras condiciones, como la de que el
marido no se ausentara de la casa muchos días sin permiso de la esposa, que no causara perjuicio en
sus bienes, y otras análogas. Dentro del hogar, la mujer está sujeta al varón; pero tiene reconocida la
facultad de disponer en gran parte de sus bienes y de comparecer ante los tribunales sin licencia del
marido. Sobre los hijos ejerce igual potestad que éste, en forma tutelar; siendo en este punto tan
celosa la ley musulmana de los derechos del hijo, que el juez puede suspender la potestad del padre,
caso de que éste dilapide los bienes de aquél confiados a su custodia. Existe el divorcio mediante
justa causa.
En la vida de relación social, gozaron también las mujeres de mayor libertad de la que
vulgarmente se supone. Aunque solían ir por la calle con la cara cubierta, muchas veces (en la clase
popular, sobre todo) no lo hacían así, acudiendo también sin dificultad a sitios donde se reunían
hombres, como las escuelas, y pudiendo imponer al marido la condición de recibir libremente
visitas y poder hacerlas a sus parientes. Los hijos llevaban, unido al suyo, el nombre del padre,
precedido de la partícula ibn o ben, que significa hijo de. Los de esclava concubina se consideraban
como legítimos y libres.
Gustaban los árabes mucho del baño; así que los edificios destinados a este uso se
multiplicaron aún más que en tiempo de los romanos. En ellos (así como en las casas particulares )
había estufas, o sea, una especie de cañones o cilindros llenos de fuego, para templar la temperatura
o elevarla al grado deseado.
El vestido, el peinado y otras particularidades, variaron según los tiempos. Al principio se
llevaban los cabellos largos y divididos en la frente; en el siglo IX, por influencias orientales (en
especial la de un célebre músico favorito del califa), se cortaron al rape. Los manteles, que antes
136

eran de hilo, se sustituyeron por los de cuero, y los vasos de oro y plata por los de cristal.
El traje, aunque con modificaciones de época, consistía fundamentalmente en una camisa
larga y una capa (albornoz), o calzones anchos y cortos, para los hombres; y en pantalones de igual
género, camisa y mantos de colores vivos, ceñidos a la cintura, para las mujeres, las cuales se
aficionaron pronto a las joyas, de que adornaban casi todo el cuerpo. El turbante era propio de los
legistas y teólogos. Los califas llevaban un gorro alto, signo de autoridad, y un manto con mangas
echado sobre los hombros, en recuerdo del que llevó el profeta. Consta que los musulmanes
españoles imitaron también el modo de vestir de los cristianos.
Gustaban mucho de la música. Los instrumentos que usaban eran la cítara, el rabel, el laúd, el
canún (salterio o arpa), la flauta barítona, el flautín, el albogue, los adufes y tambores; y con ellos se
acompañaban canciones que solían ser alegres y de escasa moralidad, o bailes de invención árabe
unos, y tomados otros quizá de las poblaciones indígenas, que ya sabemos tuvieron fama en este
punto entre los romanos.
Las fiestas que daban los califas y grandes señores eran, fastuosísimas e iban acompañadas de
banquetes, bailes y músicas. Del imponente ceremonial de la corte ya hemos hablado antes.

190. Influencia de la civilización árabe en los territorios cristianos.


La intimidad y continuidad de las relaciones sociales y políticas que mantenían ambos
pueblos (§ 171), y el movimiento natural de imitación que se produce entre los individuos y los
grupos humanos que viven próximos —especialmente si, como sucedió durante siglos con el
califato de Córdoba, uno de ellos es superior al otro en poderío, brillantez y riqueza— motivaron
necesariamente influencias mutuas a que ya hemos hecho referencia en diversos párrafos. Las de los
musulmanes sobre los españoles nótanse particularmente en el segundo período, esto es, a partir del
siglo XI y más aún en los siglos XII y XIII, en que las relaciones son más complejas y variadas,
como veremos. Coincide también con este período el gran movimiento filosófico musulmán,
transmisor de doctrinas de la antigüedad griega, que recibió la civilización española por este
conducto, así como muchos conocimientos científicos, la mayoría no originales, sino tomados de
autores clásicos. Mayor había de ser la influencia en aquellos órdenes de la vida práctica en que el
contacto era más natural y frecuente y más fuertes las solicitaciones de imitación, como en el
político, en el militar y, en términos generales, en el jurídico. Así veremos que en las instituciones
públicas y privadas de los reinos cristianos, y en su legislación, aparecen elementos tomados de los
musulmanes.
No fue tan intenso el influjo en el orden literario, si se exceptúa el género de cuentos y
apólogos, según hemos de ver. En poesía, apenas se nota el contacto, aunque sí bastante en la prosa,
siendo frecuentes las fórmulas de saludo, respeto, etc., de origen arábigo que copian los documentos
cristianos. No era raro el uso del árabe en los territorios de León, Castilla, Navarra, etc.; y a las
lenguas romances, en formación entonces, y de las que fue elemento importante la aljamía, pasaron
muchas voces, formándose otras mixtas (árabe-españolas), o alterando, por influencia de la escritura
árabe recibida entre los mozárabes y muladíes, las palabras latinas o procedentes del latín. El
número de moros latinados o ladinos, que sabían romance, y el de cristianos algaraviados, que
sabían árabe, fue grandísimo, sobre todo en las regiones fronterizas. En éstas existió una clase de
gentes llamadas enaciados, que servían de medio de comunicación constante, como recadistas y
correos, entre las poblaciones cristianas y las mahometanas, y de espías y prácticos al ejército que
les pagaba mejor. Los enaciados hablaban corrientemente los dos idiomas. Por todas estas causas,
en el castellano figuran muchos vocablos derivados del árabe, aunque no tantos como se ha creído
hasta hoy.
Tales influencias nótanse particularmente, en este período, en los mozárabes; y era natural que
así ocurriese. «Muchos de mis correligionarios —escribía aquel Álvaro de Córdoba que se
inmortalizó por su fervor religioso (§ 156)— leen las poesías y los cuentos de los árabes y estudian
los escritos de los teólogos y filósofos mahometanos, no para refutarlos, sino para aprender cómo
137

han de expresarse en lengua arábiga con más elegancia y corrección. ¡Ah! todos los jóvenes
cristianos que se hacen notables por su talento, sólo saben la lengua y la literatura de los árabes,
leen y estudian celosamente libros arábigos, a costa de enormes sumas forman con ellos grandes
bibliotecas, y por donde quiera proclaman en alta voz que es digna de admiración esta literatura.»
A su vez, los renegados y mozárabes dieron elementos de su cultura visigoda al pueblo
musulmán, esencialmente asimilador, como tantos otros de la historia que, sin ser originales en los
fundamentos de su vida intelectual, han acumulado y fundido restos de civilizaciones anteriores. En
varios párrafos hemos hecho notar cómo contribuyeron a esto los españoles, mediante la traducción
de obras científicas o la producción de otras que, no obstante estar escritas en árabe o llevar sus
autores nombres arábigos, creen algunos que proceden del elemento español, y quizá, también,
mediante su concurso en el orden artístico (§ 187). De Oriente ya traían los musulmanes, según
vimos, muchas influencias de pueblos extraños, como el persa, el bizantino, el sirio, etc., influencias
que mantuvo la constante comunicación de los musulmanes españoles con los orientales. Los
mozárabes —a pesar de aquel entusiasmo por la literatura árabe que declara Álvaro de Córdoba—
mantenían en parte las antiguas escuelas eclesiásticas, en que seguía cultivándose la tradición
isidoriana bajo la dirección de maestros célebres como el abad Sansón, Speraindeo y otros: lo cual
debió sin duda mantener algo del sentido original de su civilización en medio del mundo musulmán.
Las mismas mujeres cristianas que venían a formar parte de familias árabes, beréberes, etc.,
debieron ingerir influencias latinas o ibéricas que se sumaban a las anteriores; aunque las
condiciones fundamentales para desarrollarlas fueran las propias del mundo musulmán en que
vivían, superior en este tiempo, sin duda ninguna, al de los reinos españoles independientes. Por
esto mismo, no es prudente, en términos de crítica histórica, exagerar la influencia mozárabe sobre
los árabes, como algunos autores han hecho.

2.—TERRITORIOS CRISTIANOS
191. Diversidad regional.
La existencia de un gobierno único, de un poder central y de cierta organización
administrativa común, dieron a los distintos territorios visigodos de la Península aparente
uniformidad, que oculta a nuestros ojos las diferencias reales existentes entre ellos en la mayor parte
de los órdenes de la vida. Estas diferencias se manifestaron claramente así que, invadida España por
los musulmanes, se rompió la unidad política y se interrumpieron las relaciones entre las regiones.
En el NO. (Asturias-Galicia) se continuó con más pureza la tradición visigoda; continuaron los
reyes la línea de conducta de los anteriores a la invasión, dando bien a entender que no veían en ésta
sino un accidente, aunque grave, en manera alguna decisivo para la existencia política del reino
visigodo; siguieron rigiendo las mismas leyes, gobernando las mismas autoridades (incluso en el
ejército, v. gr., los tiufados), y el nombre de godos se perpetúa en los escritores de los siglos IX, XI
y XI para designar a los reyes, a los nobles y a la población entera de aquellos territorios.
En los del NE., sólo en parte continuó el orden de cosas antiguo. Resultado de la
incomunicación con el NO., perdieron su relación con el poder central, con el rey, y recobraron una
autonomía política que les había de llevar a la organización de nuevos Estados. En el orden social y
el jurídico conservaron la división de clases y las leyes visigodas (el Fuero Juzgo) por mucho
tiempo; pero su mayor roce con otros países (Francia, principalmente), las influencias muy
inmediatas que por esto recibieron (incluso por dominación, como en Navarra y Cataluña), y quizá
también el propio carácter de los habitantes, dieron giro diverso a su civilización y a los organismos
sociales y políticos. Esta diversidad se fue acentuando con el tiempo, a medida que cambiaban las
cosas en las regiones del NE., constituyéndose así centros de muy distinta condición social y
política, que deben ser estudiados cada uno por sí, puesto que sus instituciones se diferenciaron
mucho.
No hay, pues, en este período, vida nacional española, porque no hay unidad entre las diversas
138

partes de la Península. Cada cual vive para sí y se desarrolla a su modo. La fusión y la unificación
son hechos muy posteriores. En la Edad Media, aunque se conserve el nombre unitario de España
—«rey de las Españas, se llama un monarca; «tercer rey de España», un reyezuelo—, no hay
propiamente España, sino Asturias, Galicia, León, Castilla, Navarra, Cataluña, Aragón, etc. Y
todavía esta diversidad se complica con nuevas diferencias interiores en régimen y vida, puesto que
las mismas instituciones no eran enteramente iguales en Galicia y en Castilla, v. gr. La variedad de
Estados, de organismos, de nacionalidades, es la característica de la Edad Media, como veremos en
los párrafos siguientes.

Reinos de Asturias, León y Castilla


192. Los nobles.
Ya hemos notado que la dominación visigoda, en vez de variar el curso de la organización
social iniciada en los últimos tiempos del Imperio Romano, lo siguió en igual dirección,
contribuyendo grandemente al desarrollo de las clases serviles y de la dependencia de unos hombres
respecto de otros. La invasión de los Árabes no modificó tampoco este orden de cosas; por el
contrario, la azarosa vida de la población cristiana que seguía luchando, el decrecimiento de la
riqueza pública, del comercio y las artes, y la anarquía política de los primeros años, lo
favorecieron, aumentando la desigualdad social y produciendo en las clases serviles y dependientes
la formación de distintos grados, cuya respectiva condición es, a veces, difícil de discernir y
diferenciar.
Fundamentalmente, persistió la división de los hombres en libres y siervos, entendiendo por
libres a todos los que podían disponer de su persona y trasladar a voluntad su domicilio de un punto
a otro, ya fuesen nobles ya plebeyos.
Los nobles formaban la clase superior, distinguiéndose en ellos los funcionarios palatinos, es
decir, los íntimos y favoritos del rey, poseedores a menudo de grandes territorios (príncipes,
próceres, magnates, potestades, optimates, magnates togae palatii), que con los condes o
gobernadores constituían el primer grado. Dependía la nobleza del rey, en cuanto éste era quien
concedía los títulos, oficios y tierras, pudiendo quitar estás mercedes a la muerte del donatario y aun
en vida misma de él: no siendo, pues, propiamente hereditarias y perpetuas las concesiones de
tierras y señoríos, aunque alguna vez llegasen a serlo, bien por excepcional merced del rey, bien por
continuación tácita de ella13. Aparte de esto, hubo conquistas de tierras sin intervención del rey, por
nobles que adquirían así un derecho respetado generalmente. Formaban parte también de esta
primera nobleza los que, no siendo palatinos, poseían grandes territorios, bien por donación real,
bien por tradición de familia, como los antiguos poseedores hispano-romanos; aunque ahora, su
independencia era bastante menor. El nombre de infanzones, que se usa en documentos de la época
(siglos XI y XI), designa una clase secundaria de nobles, que dependía directamente del rey.
No obstante la indicada subordinación de los magnates respecto del monarca, mientras
gozaban de esta categoría tenían grandes privilegios en sus personas y en sus tierras, que les
desligaban bastante del poder real. Sus dominios o tierras considerábanse como sagrados.
Cerrábanlos con piedras fijas, mojones y cadenas, impidiendo la entrada incluso a los dependientes
y oficiales del rey, aun para la persecución de delincuentes; excepto si se trataba de ciertos crímenes
como homicidio, camino deshecho, mujer forzada, etc. Dentro de sus tierras eran los nobles
verdaderos señores, dueños absolutos; y su libertad personal llegaba al punto de poder dejar el
servicio del rey y marcharse a otro reino (desnaturarse) cuando se creían ofendidos por el monarca;
ocurriendo por esto, más de una vez, que nobles cristianos se fuesen a territorio musulmán o se
aliasen con los califas, guerreando contra sus correligionarios. También estaban exentos de pagar
los tributos, como en la época visigoda, siendo su única obligación el asistir al rey en la guerra, con
sus personas y dependientes, pero a expensas de aquél. Compensaba en parte esta situación
13 Recuérdese lo explicado en el § 129 acerca del cambio sufrido en su organización por la nobleza visigoda.
139

privilegiada la circunstancia ya existente en el período visigodo) de ser la nobleza, no un cuerpo


cerrado, sino una clase a la que podían ascender los individuos de las otras sólo con reunir riquezas
o ciertas condiciones especiales, o conquistar fama y poder, alcanzando la consideración del
monarca.
En los documentos de aquellos tiempos aparecen también nombres que parecen designar un
grado inferior de nobleza, o, por lo menos, una clase privilegiada, que se aproxima a la de los
nobles que acabamos de ver, sin serle igual; tales son los de caballeros, milites, y también
infanzones de fuero. Llamábase caballeros y milites, a los hombres libres que podían costear por sí
caballos y armas para ir a la guerra, en virtud de cuyo servicio se les conceden ciertos privilegios.
Esta clase aumenta mucho en el período siguiente. La palabra caballero se aplicaba también a los
nobles propiamente dichos, que se dedicaban a la profesión militar a caballo; luego se hizo genérica
de todo noble. Los infanzones de fuero señalaban otra especie de nobleza u orden privilegiado por
concesión del rey, que solía darse a veces, colectivamente, a todos los habitantes de una ciudad o
villa, como veremos. Tampoco esta clase logra gran desarrollo hasta el siglo XI. Tanto ella como la
de caballeros, y los nobles de origen que por vicisitudes de la suerte perdían sus riquezas o su
posición social, vivían por lo común —en estos primeros siglos— en dependencia de los nobles
poderosos (como los bucelarios del período visigodo), para que éstos les protegiesen.

193. Los patrocinados.


A esta dependencia o patrocinio se llamaba encomienda o benefactoría. Lo mismo pasaba con
el tercer grado de hombres libres, los pequeños propietarios plebeyos (hereditarii) y los industriales
que, no siendo muy ricos, se recomendaban también a los magnates; de modo que, propiamente, los
únicos completa y verdaderamente libres en esta época son los nobles del primer grado. La clase,
pues, de hombres patrocinados (homo de benefactoría), fue numerosa, perteneciendo a ella, no sólo
individuos aislados y familias, sino colectividades (pueblos, aldeas) que se recomendaban a un
noble (señor) en condiciones de que luego hablaremos. Los patrocinados daban a veces, como
premio del patrocinio que recibían, una parte de sus bienes al señor, y en todo caso, ciertos tributos
y prestaciones personales; pero si no recibían del patrono la protección que les era debida, podían
abandonarlo y buscar otro.
Figuraban también en esta clase los cultivadores libres, entendiendo por tales a los que, siendo
libres de condición, pero no propietarios, recibían de otros hombres (possessores) terrenos para su
cultivo; o los que habiendo estado antes en servidumbre alcanzaban su libertad y tomaban tierras.
Estaban obligados unos y otros al pago de tributos (muy gravosos, a veces) y a prestaciones
personales enojosas; pero podían abandonar a su señor, si bien a veces perdían por esto parte de sus
bienes. Según las obligaciones que habían contraído para con el propietario o señor, al tomar las
tierras o adquirir la libertad, variaba su condición, que era más o menos favorable, y recibían
diferentes nombres. Con el tiempo fue cambiando esta condición, mejorando en general, aunque
empeorándose en algunos casos por influencia de instituciones nuevas, de que hablaremos.

194. Clases serviles o esclavas.


Siguieron la misma condición que en la época visigoda, aunque algo aflojados los lazos de
dependencia al principio, pues los reyes tuvieron más de una vez que sujetar al poder de los señores,
por medio de las armas, a los siervos sublevados. Eran los siervos, con relación a las personas que
los poseían, fiscales o del Estado (del Rey), eclesiásticos (de iglesias y monasterios) y de
particulares; y por su condición, personales y adscriptos a la gleba (colonos) cuando estaban sujetos
al cultivo de un campo. Los siervos personales eran, ya prisioneros de guerra (moros), ya gentes
compradas a los comerciantes de esclavos, ya descendientes de otros siervos. A pesar de las
doctrinas del Cristianismo, duró esta clase de esclavitud muy desarrollada hasta el siglo XII, en que
el número principal de siervos pertenecía a la gleba. Solían llamarse los esclavos mancipia, y a
veces pertenecían incluso a la clase sacerdotal.
140

Los de la gleba se distinguían, no precisamente por ser cultivadores de tierra (pues también
las cultivaban a veces los siervos personales), sino por no poder separarse de aquella a que estaban
adscriptos, siendo vendidos o donados con ella, como si fueran parte de la misma, al igual que los
árboles o los edificios. Estos siervos, derivados de los colonos visigodos (§ 129), cultivaban a sus
expensas el campo o gleba a que pertenecían, y entregaban al señor (noble, iglesia, monasterio, etc.)
una parte de los frutos, pagando otros tributos generalmente en especie (aves, ganados, queso,
manteca, lino, etc.) y prestando ciertos servicios como labrar las heredades del señor, segar y trillar
la mies, elaborar el vino y el aceite, ayudar a la construcción de edificios, etc.; y como todo esto
variaba según los casos, existían multitud de grados de servidumbre, más benignos unos y más
duros otros. Su principal ventaja era tener asegurada la subsistencia y la morada en la gleba, no
pudiendo separárseles de ella para llevarlos a otro lado. Erales lícito, a veces, poseer bienes fuera de
ésta, aunque con ciertas limitaciones. En cambio tenían mucho que sufrir en las relaciones
personales, principalmente porque, a menudo, vendiendo los señores parte de la gleba, separaban a
las familias, yendo a un propietario el marido y a otro la mujer o los hijos. De igual modo, cuando
se casaban sin permiso de sus señores dos siervos de distinta gleba, los hijos de este matrimonio se
dividían por mitad entre aquéllos, excepto en algunos puntos en que los señores se comprometían
por un pacto (consogrerium) a permitir las uniones entre sus respectivos siervos, sin reclamar luego
los hijos ni otro derecho alguno. Los siervos del rey —como los del califa— llegaron a ser personas
de consideración, poseedoras de riquezas.
En la condición servil se entraba de varios modos: por nacimiento, es decir, que los hijos de
siervos eran también siervos; por deudas, cuando el deudor por causa civil o criminal no podía
pagar al acreedor; por cautiverio en la guerra, forma que se aplicaba a los musulmanes, que
constituían la clase más baja y peor tratada de esclavos, y, finalmente, por obnoxación, es decir,
voluntariamente, ya entregándose a un señor o propietario, a cambio de obtener bajo su protección
cierta garantía de seguridad y reposo, ya casándose una persona libre con otra sierva, con lo cual se
sujetaba aquélla a la condición de ésta, ya sometiéndose por motivos piadosos al dominio de una
iglesia o monasterio. Los que esto hacían se llamaban generalmente oblati y eran de mejor
condición que los demás siervos.

195. La manumisión.
La libertad se recobraba, ya por manumisión, ya por sublevación o fuga. Estos dos últimos
medios no eran frecuentes, pero a veces lograron algunos siervos, después de alguna de las muchas
sublevaciones en que se significaron, ver reconocida su libertad. En cuanto a la manumisión, se
produjo a menudo, por influencia especialmente de las predicaciones de la Iglesia cristiana. De aquí
nació una clase social intermedia, la de los libertos, cuyos individuos no gozaban todos de iguales
derechos. Unas veces, los señores les concedían libertad plena, de primera intención; otras veces la
concedían limitada al principio, quedando sujeto el liberto a ciertos servicios y prestaciones para
con su señor, y más tarde la ampliaban por nueva concesión. Lo más frecuente era que los
manumitidos quedasen sujetos a la protección o benefactoría de las iglesias y monasterios, como
fue ya costumbre entre los godos, aunque reservándoles la facultad de que, si eran maltratados,
pudiesen abandonar la benefactoría y quejarse al rey, al obispo o al conde.
Los siervos no tuvieron, en los primeros tiempos, bienes propiamente suyos, porque si
adquirían algunos quedaban a disposición de sus señores; pero en cambio, debían ser alimentados
los días que trabajaban para éstos, como se consigna en varias escrituras de la época al hablar de los
servicios de los siervos (criationes) de monasterios, iglesias y nobles. Cuando se les concedía la
libertad, solía concedérseles también la facultad de llevarse algunos bienes (peculio) y disponer de
ellos; pero todavía, el señor, cuando el liberto moría sin hijos y sin testamento, le sucedía en toda la
herencia, y en la mitad si había testado.
141

196. Progresos de la clase servil.


El aumento de la población, las manumisiones y otras causas análogas, fueron produciendo
poco a poco la formación de una clase intermedia, constituida en parte por los libertos (véase
párrafo anterior) y en parte por hombres originariamente libres: clase que a fines del siglo X
formaba la gran masa de la población y cuyos derechos y condiciones eran más ventajosos que los
de la primitiva servidumbre. Llamábanse, los que a ella pertenecían, con diversos nombres, según la
condición de que gozaban (que no era para todos igual) o la región en que se hallaban. El más
frecuente era el de juniores, que se decían de cabeza si eran libertos sujetos por sí y por sus
descendientes a una contribución personal en favor del señor; y de heredad o solariegos si
trabajaban tierras ajenas pagando un tributo, o vivían en solar ajeno. A esta clase pertenecían
muchos antiguos colonos o siervos de la gleba, que se convertían, por concesión del señor, o por
voluntad propia, una vez alcanzada la libertad, en cultivadores sujetos al pago de ciertos tributos y a
diversas prestaciones. Los juniores de heredad podían poseer bienes, mudar de habitación dentro de
un mismo señorío y hasta irse a otro, pero perdiendo entonces su peculio. Esta dependencia, con
que se nos muestran comienzos del siglo XI en el citado Fuero de León, está basada principalmente
en el pago de los tributos que los señores querían asegurarse, y fue perdiéndose con el tiempo. Ya
veremos cómo en el período siguiente han variado las condiciones de las clases serviles y sus
similares.

197. El poder real.


El jefe del Estado era el rey, y en este sentido tenía poder sobre todos los individuos de su
reino; mas este poder, ni era igual en todos los casos, ni tan completo como lo hemos visto en otras
épocas anteriores. El rey poseía la autoridad legislativa exclusivamente, y en tal grado, que no sólo
las leyes generales procedían de él, sino que en las mismas leyes particulares dadas por los nobles a
sus dependientes se consignaba que lo hacían con el consentimiento y aprobación real; poseía
también la facultad de llamar a la guerra a sus vasallos (fonsadera) y obligarles a este servicio; la
exclusiva de acuñar moneda, y finalmente, el poder de administrar y regir la justicia. Tales atributos
de la dignidad real sufrían en la práctica modificaciones importantes, ora por concesiones de los
reyes, ora porque en rigor el rey no mandaba directamente de un modo igual sobre todos sus
súbditos.
Para entender esto bien hay que figurarse el territorio dividido en tres partes o categorías: una
formada por las tierras que pertenecían a los nobles; otra por las que eran propiedad de las iglesias y
monasterios, y una tercera compuesta por las pertenecientes al rey y las que se conquistaban
nuevamente, las cuales se atribuían también directamente al soberano. Es verdad que éste era
considerado en la ley como dominus rerum, señor de todas las cosas, y que, por tanto, se suponía
que procedían de él, por donación (y muchas veces era exacto, en aquellos tiempos), las tierras que
poseían nobles, obispos o abades de monasterios; pero una vez que éstos entraban a disfrutarlas, el
rey perdía mucha parte de poder sobre ellas y sus habitantes, poder que adquirían para sí los
señores, eclesiásticos o laicos.
Las tierras que directamente dependían del rey, llamábanse realengas y estaban habitadas por
hombres libres, plebeyos o nobles de la segunda categoría y por siervos del rey o del Estado
(fiscales). Sobre esta población tenía el rey jurisdicción plena en todos sus órdenes: cobraba los
tributos, administraba plenamente justicia por sí o por medio de sus funcionarios, regía, en una
palabra, libremente a la población; era su señor directo y único. En las tierras señoriales y en las
eclesiásticas su poder era bastante menor, según veremos inmediatamente.

198. El poder señorial.


Hemos consignado ya, al hablar de las clases sociales, que los nobles gozaban de una gran
independencia dentro de sus dominios. Componíanse éstos de tierras labrantías o incultas, castillos
y pueblos o grupos de población más o menos importantes. El señor vivía en un castillo, ya aislado,
142

ya rodeado de casas, pero siempre fortificado y por lo general en sitio inexpugnable o estratégico.
Fuera de él y de su familia, que constituía un núcleo privilegiado, todos los habitantes de su
territorio le estaban sometidos: unos como siervos, otros como patrocinados. Cobraba de ellos los
tributos para sí, no para el rey; recibía sus prestaciones personales; los sometía al servicio militar, ya
en beneficio propio, ya cuando el rey le llamaba a la guerra; los juzgaba por sí en la misma relación
privada que tenían los romanos sobre sus siervos y colonos, y a veces lograba por concesión del rey
una jurisdicción que afectaba a la esfera pública del derecho penal, con privilegio, v. gr., de que los
oficiales del rey no entrasen en sus tierras, ni aun para la persecución de delincuentes, a no ser en
casos especiales, que fijaba la ley (§ 192); les daba en cierto sentido leyes; en una palabra, los regía
como verdadero soberano, distribuyendo las funciones gubernativas en subalternos llamados judex,
majordomus, villicus, sagio o sayón (alguacil), etc., que presidían la asamblea de vecinos
(concilium), reunida como en tiempo de los visigodos.
Por su parte, el señor debía a veces ser juzgado por individuos de su misma clase, no por
jueces del rey que no fueran nobles; se arrogaba el derecho de hacer la guerra a otros señores
cuando recibía de ellos injurias graves se negaban a pagarle la multa que correspondía a un daño
causado, derecho que produjo multitud de guerras privadas, causantes de grave anarquía y
perturbación; podía, en fin, abandonar como hemos visto el servicio del rey sin perder sus bienes, y
hasta guerrear contra él. Estos privilegios y el poder jurisdiccional antes citado, cuando lo concedía
el rey, sólo tenían dos limitaciones: en caso de traición y alevosía, en que perdía el noble sus bienes
y preeminencias, y en caso de adquirir nuevas tierras, a las cuales no podía extender sus privilegios
sin permiso del rey, a no ser que tales tierras fuesen ya de por sí privilegiadas.
Aun con ser tan grande esta independencia y tan exuberantes los privilegios señalados, la
tutela señorial hubiera podido producir algunos bienes en aquellos tiempos tan azarosos para el
pueblo débil e indefenso, si los nobles hubiesen cumplido dignamente su deber y se hubiesen
encerrado en los límites de su territorio. Por desgracia, no sucedió así. Los señores, por lo general,
no sólo vejaban a sus siervos y sometidos, sino a los pobladores de otras tierras. Saliendo de sus
castillos, asaltaban los pueblos, talaban los campos, se apoderaban de los ganados ajenos y detenían
y robaban a los viajeros, comerciantes o peregrinos. Más de una vez las guerras entre unos y otros
señores provenían de estas excursiones de bandidaje; y los obispos y el rey tuvieron también que
intervenir para proteger la vida y hacienda de los pobladores de tierras no señoriales, o de los que
viajaban, ya fuesen nacionales, ya extranjeros. El bandidaje señorial continuó, no obstante, por
muchos siglos, entorpeciendo la buena organización social y el sosiego de los pueblos.
Las tierras de los nobles (mandaciones) se dividían generalmente en dos partes: una reservada
al señor, para habitarla y cultivarla directamente; llamábase dominicum, terra dominicata y en ella
estaba el castillo o torre del señor, al cual se atribuían también, por lo común, los montes y bosques.
La otra parte era la habitada y cultivada por los siervos, libertos, colonos y patrocinados y llamábase
manso, casal y de otros varios modos. Estas tierras también se dividían en dos partes: una
compuesta por la casa y el huerto adyacente, que no podía enajenarse nunca, por estar como
hipotecada para el pago de los tributos, y otra constituida por los demás terrenos. Las tierras seguían
la condición de sus propietarios: así es que las pertenecientes a plebeyos o pecheros (los que
pagaban pechos o tributos) mantenían su carácter aunque pasasen a manos de cultivadores libres,
exceptuándose sólo el caso en que las adquiriese un noble, que les comunicaba su privilegio. Por
esto en las escrituras de la época se repite mucho la fórmula de que las tierras no pasen a propiedad
de personas privilegiadas.

199. El poder eclesiástico.


No eran los nobles los únicos que tenían poder independiente y ejercían jurisdicción especial
en sus territorios. También los obispos y los abades gozaban de semejante privilegio. Las iglesias y
los monasterios poseían tierras particulares, procedentes de fundaciones y donativos piadosos, y en
ellas claro es que ejercían los derechos de todo propietario, a la manera absoluta como se entendían
143

en aquellos tiempos. Poseían también siervos y colonos, obtenidos, bien por donaciones, bien por
obnoxaciones (§ 194) piadosas, bien por benefactorías; y sobre ellos gozaban de iguales derechos
que los señores nobles, cobrando tributos, exigiendo prestaciones, etc. Finalmente, los reyes,
llevados de su piedad, concedieron con frecuencia grandes extensiones de terreno a las iglesias y
monasterios más importantes, con objeto de que disfrutasen los tributos y servicios de sus
moradores y dándoles sobre éstos jurisdicción especial. Muchas veces, tales privilegios se
acentuaban más aún para evitar las intrusiones de los nobles vecinos y oponerles un dominio
sólidamente organizado y con poder propio. En cambio, los obispos y abades contraían el deber de
acudir a la guerra con sus gentes cuando el rey les llamase; y así lo hacían, ora mandando ellos
mismos las tropas compuestas de siervos, colonos y libertos, ora encomendándolas a un jefe no
eclesiástico. En suma, los obispos y abades poseedores de territorios eran verdaderos señores, como
los nobles, llevando a éstos la ventaja, en los más de los casos, de tener concedidos por los reyes, en
documentos escritos, sus privilegios. Así se formaron, a veces, grandes centros de población, como
Santiago de Compostela, que comprendía, no sólo la ciudad, formada muy rápidamente junto a la
basílica-santuario que fundó Alfonso II, sino muchas tierras de los alrededores, hasta 24 millas.
Tanto en la ciudad como en el campo, la autoridad suprema era el obispo, que gobernaba por
sí y por medio de funcionarios especiales, condes, pertigueros, etc. 14 Tenía su ejército o milicia, con
la cual defendía sus territorios de enemigos extranjeros (como los normandos) o de los nobles
vecinos, cuyas correrías castigaron y evitaron a menudo las tropas episcopales; y aun hubo vez en
que con ellas guerrearon (como los nobles con las suyas) contra los mismos reyes. Andando el
tiempo, la población sujeta a los obispos (especialmente en las ciudades, como Santiago) fue
adquiriendo ciertas libertades y sostuvo con sus señores grandes luchas sangrientas para alcanzar
una independencia mayor.

200. La administración pública.


Después de lo dicho en los dos párrafos anteriores, se comprenderá bien la posición respectiva
del rey y de los señores nobles y eclesiásticos en la gobernación del territorio, y en qué manera, aun
siendo el monarca jefe supremo en lo político, se le escapaba gran parte del poder sobre la
población y las tierras de su reino. Conviene saber que, además, en el gobierno de las tierras exentas
de señorío noble o eclesiástico, y en las funciones generales de administración intervenían los
nobles, obispos y abades, ya como consejeros, ya como delegados del rey; de modo, que no sólo
tenían el poder directo sobre sus dominios, sino el que les correspondía como funcionarios reales en
la administración pública. Formaban, en efecto, parte del oficio palatino, del Consejo Real, que
siguió como en los tiempos visigodos, y de los Concilios, que también continuaron; gobernaban por
comisión del rey los distritos en que se dividía el reino, cuyos límites, muy variables, no se pueden
determinar fijamente, yendo por un lado hasta tierras de Navarra y las Vascongadas, por otro hasta
las costas occidentales gallegas y tocando por el S. comarcas de León, Castilla y N. de Portugal (§
152). Los distritos administrativos se llamaban commissa, mandationes, tenentiae, etc., y sus jefes
llevaban el título de condes y otros. Cada mandation tenía a su frente un conde con atribuciones
militares, judiciales y económicas, auxiliado por un vicario y por la junta de vecinos (conventus
publicus vicinorum y también concilium), que continúa como en tiempo de los visigodos. Los
condes y los nobles, en general, formaban, en fin, parte de los tribunales de justicia ordinarios, lo
mismo el del rey, cuando se reunía, que el del conde (en los distritos), como asesores o jueces;
interviniendo, además, en otras funciones administrativas, como la de reparto de tributos, etc. Todas
estas atribuciones y los privilegios enumerados, sirvieron para alentar el espíritu tradicionalmente
turbulento de la nobleza (recuérdese la época visigótica), que sigue siendo, no obstante su
dependencia del rey, un poder que pretende constantemente imponerse a la corona y obrar con
independencia; y ya hemos visto en párrafos anteriores cuan numerosos son los alzamientos de

14 A tal punto, que los funcionarios de justicia del rey no podían entrar en las tierras de Santiago sin permiso del
obispo (cf. § 192).
144

nobles y su intervención en las luchas para la sucesión al trono, exactamente como en los tiempos
visigodos. Los más inquietos y revoltosos solían ser los condes gobernadores de mandationes o
distritos, los cuales, acostumbrados a regir extensos territorios y confiados en sus parientes y
amigos, aspiraron más de una vez a la soberanía política, alzándose contra el rey. Ejemplos de ello
son el conde Nepociano, en tiempo de Ramiro I; el conde Fruela, en el de Alfonso III, y los de
Castilla en el de Ordoño II. Estos últimos consiguieron al cabo su propósito, según sabemos.
No debe extrañar que los reyes, no obstante tal política de la nobleza, tuviesen que tolerarla
más de una vez, con daño del prestigio real. La debilidad de la monarquía, las necesidades
imprescindibles de la guerra y las mismas luchas civiles que empeñaban los candidatos al trono más
de una vez, obligaban a los reyes a transigir y aun a aumentar los privilegios, para no quedar
desamparados, no favorecer la desnaturación o no prolongar la anarquía; porque no ha de olvidarse
que la nobleza, merced a la extensión de la servidumbre y al patronato, contaba con elementos
propios para guerrear, elementos que, por lo general, le eran muy adictos.

201. El señorío y el feudalismo.


A pesar de todo lo dicho, la nobleza de León y Castilla fue menos poderosa y menos
independiente en el orden político que la de otros países. El régimen con el cual se constituye la alta
nobleza en Europa durante la Edad Media es el llamado feudalismo, que se caracteriza por los
siguientes elementos: donación de tierras hecha por el rey al noble en pago o con el compromiso del
servicio militar; establecimiento de un lazo de fidelidad entre el donatario (que en este sentido se
llama vasallo) y el donante (señor); irrevocabilidad de la donación, que se convierte en propiedad
hereditaria de aquél, aunque con reserva de ciertos derechos por el señor; reconocimiento en el
vasallo de todos los derechos de soberanía jurisdiccional sobre el territorio que recibe,
confundiendo así la propiedad privada del suelo con el poder político, por lo cual, a su vez, el
vasallo del rey se convierte en señor feudal respecto de los habitantes de las tierras que le fueron
dadas; como una consecuencia de esto mismo, conversión de los cargos públicos en privilegio
privado y hereditario, que el rey no puede suprimir sino en ciertos casos graves; posibilidad de que
el primer vasallo haga a su vez donaciones de tierras a otros, enfeudándoselas en las mismas
condiciones y creando así una jerarquía feudal. Así se manifestó el feudalismo en Francia desde el
siglo XI y en los demás países de Europa.
En León y Castilla no se llegó a organizar nunca en esta forma. Las donaciones de tierras
procedentes de los reyes no son hechas en concepto de soldada; y si alguna rara vez aparece la
donación condicionada por el deber del servicio militar, es con carácter temporal y pasajero 15. Estas
donaciones, además, las hace el rey simplemente, es decir, en propiedad absoluta sin reservarse
(salvo en muy raros casos) derecho ninguno de dominicatura, como en la relación feudal hemos
dicho que se reservaba; y nunca llevaron aneja la soberanía. Si los nobles astures, gallegos, leoneses
y castellanos (como algunos monasterios e iglesias) gozan a veces de inmunidad en punto a la
justicia del rey, o adquieren el poder de juzgar libremente a los habitantes de su territorio, es por
gracia especial o privilegio que el rey concede, consintiendo en desprenderse de estos derechos que
como verdadero soberano le corresponden a él solo; y aun en estos casos la concesión es limitada,
por reservarse el rey ciertos hechos de justicia en que cesa el privilegio de inmunidad por quedar
siempre abierta la apelación de las sentencias de los señores al tribunal del rey, y por estarles
prohibido tener cárcel en sus mandationes. En lo que toca al poder legislativo, ya hemos indicado
que si los señores dan a veces fueros o leyes para sus patrocinados, colonos, etc., es con licencia del
rey, el cual, motu proprio, interviene con frecuencia para modificar esos fueros confirmarlos o dar
otros en el mismo territorio señorial, ya sea laico, ya eclesiástico (verbigracia Fernando I en el
señorío de los obispos de Lugo). En cuanto a los cargos públicos, esta perfectamente comprobado

15 Donde aparece la obligación del servicio militar claramente, es en las donaciones de tierras que solían hacer los
monasterios e iglesias a señores laicos, para que los defendiesen contra los enemigos, ya musulmanes, ya cristianos,
v. gr. los nobles (§ 198).
145

que las mandationes administrativas o condados variaron constantemente en número y límites a


voluntad de los reyes, y que los condes fueron igualmente amovibles, sin que se convirtieran por
tanto las funciones públicas en propiedad privada. Tampoco los nobles —aunque podían resolver
por duelo sus cuestiones privadas, y con frecuencia lucharon a mano armada con sus respectivas
gentes— pudieron hacer guerra lícita por su cuenta.
Jerarquía feudal no la hubo en las regiones que estudiamos. Los caracteres esenciales del
feudalismo no aparecen, pues, realizados en la organización de estos países. Verdad es que algunos
de ellos se inician en ciertos casos; que se notan algunas formas de relaciones con el rey semejantes
a otras de países feudales, y que la misma palabra feudo se ve empleada en documentos leoneses y
castellanos (aunque no faltan autores de la época que nieguen la exacta aplicación de esa palabra a
las costumbres existentes); pero si todo esto puede demostrar que las prácticas feudales intentaron
introducirse en los reinos citados, de todos los demás datos resulta que no llegaron a cuajar y a
producir una verdadera organización como la francesa y la alemana; y, en fin, que si los nobles
leoneses y castellanos llegaron a gozar, por privilegio o por abuso, de tanto poder efectivo, a veces,
como los de otros países, fundamentalmente y desde el punto de vista jurídico se puede distinguir
entre el señorío de esta parte de la Península y el feudalismo de otras regiones (Aragón, Cataluña...)
y del resto de Europa.

202. Los señoríos plebeyos.


Aparte de estas limitaciones, apareció pronto en los reinos de León y Castilla otra,
representada por un nuevo organismo expresivo de las fuerzas plebeyas, y que llegó a constituir un
elemento social y político importante.
El primer paso en este camino parece fueron las benefactorías colectivas; es decir, los grupos
de población libre que, para mayor garantía en aquel período en que el poder central no podía acudir
a todas partes y la seguridad era escasa, buscaban el patrocinio de un noble poderoso. Del hecho de
esta protección (benefactoría) viene el nombre de behetría, que tenían estos grupos de población.
Eran de dos clases las behetrías: de mar a mar, si podían elegir libremente señor; y de linaje a
linaje, si estaban obligadas a elegirlo dentro de determinada familia. Las primeras eran más libres
que las segundas, pues podían mudar de protector, si no estaban contentas con la protección
lograda, «hasta siete veces al día»; si bien esta misma libertad fue causa de grandes disturbios por la
elección de señor.
Se comprende bien que las behetrías no lograsen mucha fuerza en aquellos tiempos, no
siendo, además, enteramente independientes; pero ya en el siglo XI aparece otro organismo plebeyo
que a poco adquiere gran importancia y absorbe a las mismas behetrías: la villa o concejo, es decir,
los pueblos conquistados por los reyes y pertenecientes a tierras realengas, y los que nuevamente en
ellas se fundaban o creaban, segregados de la jurisdicción de los condes. En aquellos tiempos de
guerra continua, los territorios fronterizos con los musulmanes, o con otros reinos cristianos,
estaban constantemente expuestos a ser saqueados; tanto más cuanto que, como ya vimos, llegó vez
que el reino de Asturias y León, después de haberse extendido hasta Extremadura y Madrid, quedó
nuevamente reducido a parte de las regiones gallegas y asturianas (campañas de Almanzor). Las
gentes se retraían, ante tal inseguridad, de ir a poblar, especialmente las tierras fronterizas; y, sin
embargo, la necesidad de que así lo hicieran era grande, no sólo por motivos de prosperidad
pública, para cultivar las tierras y construir pueblos, sino por exigencias de la guerra misma, que
pedía mucha gente para defender las ciudades y fortalezas. Los reyes comprendieron esta necesidad
y trataron de satisfacerla, no bastando las inmigraciones voluntarias que hicieron algunos señores de
otros territorios (de los musulmanes, de Septimania) trayendo siervos con que poblaron regiones,
como el obispo Odoario las de Lugo y Braga. Para halagar a los pobladores de las villas, diéronles
los reyes privilegios y mercedes, ya declarando libres a todos los que en ellas entrasen, aunque
procediesen de la clase servil, ya eximiéndoles de contribuciones y servicios, ya concediéndoles
cierta autonomía política, para que se rigiesen libremente, o reconociéndoles sus prácticas y
146

exenciones consuetudinarias.
Así se fueron creando nuevas entidades políticas, independientes de los señores y en parte del
rey, a cuyo calor se libertaron los siervos, se creó la clase media y se desarrollaron el comercia y la
industria. Los reyes fijaban las libertades de cada villa en un documento que se llamaba fuero o
carta de población, de los que se conocen algunos del siglo XI (Burgos, San Zadornín, Castrojériz)
y otros de comienzos del XI (Nájera, Sepúlveda, León, Villavicencio, Bayona de Miño, etc.). Estas
libertades variaban mucho según los casos, produciendo organizaciones diferentes en las villas,
aunque también se acostumbraba a extender el fuero de una a otras varias, que resultaban uniformes
por esto; mas, por lo general, su constitución en orden al gobierno era la siguiente: formación en la
villa del concilium o asamblea de vecinos a imitación de la que existía en las mandationes o
condados, dándole facultades administrativas y judiciales como la policía de pesas y medidas, tasa
de artículos de primera necesidad y de jornales, fijación de multas por contravención de ordenanzas,
derechos de consumos, inspección del mercado, jurisdicción en ciertos actos que han de realizarse a
su presencia (ventas, donaciones, testamentos, etc.), como en las antiguas curias romanas. Este
concilium, en el cual intervienen con igualdad absoluta todos los vecinos, forma el poder supremo y
único de la villa, y nombra anualmente para el cumplimiento de sus acuerdos y atribuciones un
judex o juez (que sustituye al conde o juez nombrado antes por el rey) y varios iurados, fieles o
veedores, que dependen estrechamente de la asamblea. Tal es el comienzo de lo que luego se llamó
concejo (de concilium), o sea el régimen municipal de la reconquista. Su desarrollo consiste
puramente en la adquisición gradual por el concilium, de las atribuciones privativas del poder
público, ejercidas antes por el rey y el conde, y en particular de las del orden judicial, a pesar de que
el rey mantenía su derecho de nombrar en todas las ciudades y distritos del campo sus jueces, como
en el mismo León (Fuero de 1020), coexistiendo con los del concilium. Con estos elementos y las
múltiples exenciones de tributos, penas, jurisdicción penal, etc., que logran los concejos, se
constituyen como verdaderos señoríos, es decir, como entidades privilegiadas, independientes del
rey en gran parte, especie de cantones que en exclusivismos y representación política no ceden a los
señores civiles o eclesiásticos. Sus privilegios se extendían no sólo al casco de la población, con sus
vecinos, sino a los terrenos adyacentes o anejos (alfoz, lo que ahora se llama término municipal o
partidas rurales), en que, a veces, había otros pueblos y caseríos. En punto a jerarquía social,
guardábanse en el concejo las distinciones usuales, distinguiéndose entre majores y minores,
infanzones y villanos, honoratii y simples vecinos. Sólo eran iguales los vecinos de la villa en ser
todos libres y gozar del mismo fuero.
Ya hemos hecho constar que los señores, tanto nobles como eclesiásticos, daban también
fueros, ya para poblar sus tierras (cartas de población), ya para transigir con pretensiones o
sublevaciones de sus sometidos, creando así también núcleos que, sin ser tan libres como los
concejos, lo eran más que los puramente señoriales. De estos fueros se conoce uno ya del siglo IX
(Brañosera, dado por el noble Munio Núñez), y otros se dieron en el X y en el XI. También en ellos
se ve aparecer el concilium, a veces.

203. Legislación.
Con este régimen común de privilegios, resultaba muy varia la legislación en los territorios de
Asturias, Galicia, León y Castilla. Como ley común regía el Liber Iudiciorum o Iudicum (§ 133),
que fue variando su nombre primitivo hasta quedar definitivamente con el de Forum o Fori
Iudicum (en castellano, Fuero Juzgo), y cuya observancia no se interrumpió, hallándose
comprobada por confirmaciones de los reyes, desde Alfonso II, y por varias sentencias de los
tribunales reales, que aplicaban el mismo código. Alfonso III creó en León un tribunal llamado del
Fuero o del Libro, encargado especialmente de fallar conforme a la ley visigoda. Como excepciones
suyas estaban los fueros de las villas, que en un principio no se escribieron, sino que parece se
dieron oralmente; pero los fueros no comprendían toda la legislación. Generalmente no contenían
otras disposiciones que las concernientes a la condición de las personas de la villa foral, a las
147

exenciones de tributos y servicios, al régimen o gobierno y a ciertos particulares de policía y


justicia. En las demás cuestiones que el fuero no regulaba, se seguía, bien el Fuero Juzgo (cuyo
texto sufrió modificaciones y recibió aditamentos que dieron lugar a una nueva forma del antiguo
código), bien las tradiciones y costumbres de la localidad. Estas costumbres eran en mucha parte de
origen visigodo, restauradas o reintegradas en todo su vigor merced a las circunstancias de la época,
en que la energía del poder central y la fuerza unificadora de la legislación toledana se habían
menguado mucho. El pueblo, tornando a un género de vida análogo al de los antiguos germanos,
por los azares de la guerra, volvió también a las antiguas costumbres desdeñadas por la legislación
de los reyes, pero que se habían conservado en la memoria de los pueblos. En los mismos fueros se
ven reflejos de ellas y más aún en los documentos privados que tocan a esferas del derecho civil; y
no será aventurado creer que, a la vez de estas costumbres visigodas, retoñaron otras indígenas,
ahogadas en parte hasta entonces por la -exclusión de los legisladores unitarios a la romana.
Hay que tener en cuenta, además, los fueros dados por los señores y obispos, que forman un
ramo especial de legislación, aunque muy afín de los fueros reales; y, por último, los privilegios de
la nobleza, cuya fuente son la tradición y los documentos especiales en que a veces reconocían o
concedían los reyes preeminencias a determinados nobles, como también las concedían a iglesias y
monasterios, la serie de cuyas cartas de donación y privilegios (excepciones del derecho común y
otorgamientos de tributos) constituye una rama importante de la legislación de la época.
Ayudaban al rey en la función legislativa, según apuntamos, los Concilios continuados como
en tiempo de los visigodos, reunidos por iniciativa del rey y en los cuales se solían dar los fueros
importantes, las leyes nuevas de carácter general, etc. En el período que estudiamos se celebraron
en Asturias y León varios de estos concilios: bajo Alfonso I, en Oviedo, año 801; bajo Alfonso II,
en Oviedo también, 813; siendo el más notable el de León de 1020 (presidido por Alfonso V y su
mujer Geloria), porque en él se dieron el ya citado fuero de aquella población y otras leyes de
aplicación común a todo el reino.

204. Comercio e Industria.—Régimen económico.


Con lo azarosa que era la vida entonces, no podían prosperar mucho el comercio ni la
industria. La seguridad personal era menor en los reinos cristianos que en el Califato, y menos
perfecta y unitaria la organización administrativa. Así que, fuera de la ganadería y agricultura, y de
aquellas industrias indispensables para la vida, la población no se dedicaba sino a la guerra. En las
escrituras y cartas de donación de los siglos VIII, IX y XI se habla de lienzos, paños de lana y seda,
pieles y plumeros, vestiduras sagradas, vasos de vidrio, cálices y patenas, incensarios y tazas de
plata; pero se ignora si estos objetos eran, en todo o en parte, producción de industria
contemporánea o restos de la época anterior, ni si procedían de obreros españoles o extranjeros.
El renacimiento de este orden de cosas se produjo en las ciudades episcopales y en las villas
de fuero de la región N. y NO., en lo más apartado de las luchas con los musulmanes. Santiago de
Galicia vino a ser la expresión superior del comercio y la industria en estos tiempos, favorecida por
su proximidad al mar, por los privilegios que le concedieron los reyes y por la gran cantidad de
peregrinos que acudían de todas partes. Esto había dado lugar a la creación de hospederías o
albergues para los forasteros, al establecimiento de tiendas para cambiar moneda y al desarrollo de
industrias que consistían en la fabricación de conchas de metal para el traje de peregrino, y de
cruces, medallas y otros objetos de devoción, cuyos fabricantes se constituyeron en gremios, como
lo estaban los zapateros, carpinteros, picapedreros, mercaderes, carniceros, curtidores, panaderos,
etc., y principalmente los aurífices o oulives (plateros). Los productores de objetos piadosos
llegaron a obtener la exclusiva, es decir, el derecho a ser los únicos que fabricasen los relicarios,
cruces y distintivos de los peregrinos, de modo que éstos no pudiesen llevar sino lo que se vendía en
Santiago; pero hubo también que reprimir con frecuencia los fraudes y abusos que tanto ellos como
los hospederos y cambiadores cometían con los peregrinos, ya engañándolos en punto a la comida y
albergue, ya dándoles moneda falsa, etc. Los gremios no poseían siempre todas las tiendas de sus
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respectivas industrias: muchas de ellas (las de objetos de devoción) eran propiedad del arzobispo.
Se conservaron también en la región gallega algunas de las industrias tradicionales, como las
de salazón, de que seguía haciéndose comercio. Ya veremos más adelante el progreso de la riqueza
en Santiago. Conviene advertir, recordando hechos ya citados, que no todos los industriales (y
menos los simples obreros) eran libres, como los más de Santiago; sino que muchos pertenecían a la
clase de siervos adscritos a un oficio, que no podían abandonar. El comercio no gozaba de tantas
libertades como en épocas anteriores. Aparte de lo expuesto que se hallaba a las depredaciones de
enemigos de fuera, como los normandos y los árabes, y a las de los señores, tenía que pagar
diferentes derechos por la conducción de mercancías, no sólo en las aduanas reales, sino al atravesar
los caminos, ríos o puentes de territorio señorial, pues los señores obligaban al pago de pontazgos,
portazgos, barcajes, etc. En las ciudades y villas el régimen dominante era el de la tasa,
especialmente en los artículos de primera necesidad. Así, todos los años se reunían los habitantes de
León (Fuero de 1020) para fijar el precio que habían de tener los comestibles y los jornales. En
muchos pueblos pequeños se concedía la exclusiva de la venta de ciertos artículos (v. gr., la carne) a
un individuo, con tal que los diese a un precio determinado, sin variarlo. Esta reglamentación de los
precios tenía sus ventajas para los vecinos pobres, que así no se veían explotados. En punto a pesos
y medidas, tomábanse disposiciones análogas para evitar fraudes. La moneda era escasa,
conservándose, así como en las medidas y pesos, los tipos romanos y godos.
La agricultura fue muy fomentada por los monjes, especialmente los de la orden de San
Benito, que se dedicaban a cultivar tierras; contribuyendo también a esto el derecho que las leyes
concedían (adprisión, presura), a los que roturaban un terreno, de poseerlo y aun apropiárselo;
incentivo de gran fuerza en la repoblación de los campos. Los frutos que principalmente se
recolectaban entonces (según mención de los documentos de la época) eran el vino, mijo, avena,
habas, miel y cera de los panales, trigo, cáñamo, lino, (éste en gran cantidad). El cultivo del olivo —
muy abundante en Extremadura y Andalucía— no se conoció en Castilla hasta entrado el siglo XI.
Cuan frecuente era que las cosechas se perdiesen a punto de ser cogidas, se comprenderá por la
costumbre que tenían los musulmanes de hacer sus algaradas en primavera, talando los campos y
apoderándose de los frutos para privar de medios al enemigo.
Iguales perjuicios ocasionaban los nobles (§ 198) y las compañías o partidas de gente de mal
vivir que abundaban por los campos. Embarazaban también el progreso de la agricultura, como el
de la industria y el crecimiento de la riqueza general, los muchos tributos que pesaban sobre las
clases trabajadoras, pequeños propietarios e industriales, tanto en provecho del rey como en el del
señor de las tierras. Así, los cultivadores libres e industriales, donde los había, pagaban un canon
(infurción) por las tierras, un tributo (capitación) al rey, diversos servicios o prestaciones
personales, ya para obras públicas, ya para defensa del territorio, que podían compensar por una
cantidad en dinero, y contribuciones indirectas como las de consumos, aduanas, etc. Los siervos y
colonos estaban más cargados, pues sobre los tributos personales tenían otros en provecho de sus
señores, tanto más pesados y vejatorios cuanto en estos primeros siglos no eran fijos, y podía, pues,
el señor aumentarlos caprichosamente. En la siguiente época veremos cómo se van concretando
estas cargas, tanto en el orden privado como en el público (Hacienda).
El rey, como señor de tierras (realengas), era propietario y poseía campos de cultivo y
ganados, sobre los cuales ejercía iguales derechos que los particulares, exigiendo tributos y
prestaciones personales en la misma forma que se ve en las mandationes señoriales. Por todos estos
motivos —y no obstante el desarrollo singular de algunos centros de población y de localidades
reducidas—, el estado general era miserable, azotando con frecuencia a los pobladores hambres
terribles y epidemias que tenían su causa principal en la falta de buena alimentación, de
comodidades y de higiene en las habitaciones y el vestido; desgracias éstas comunes por entonces a
todos los pueblos de Europa.
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205. Cultura general.


La situación política y social de aquellos tiempos no era lo más a propósito para un gran
desarrollo de la cultura. El primero y casi único cuidado de las gentes era defender su vida y su
territorio, e ir repoblando las tierras, sin que les quedase tiempo ni sosiego para otras ocupaciones
más altas. La cultura general retrocedió, aun más que en la época visigoda, no sólo por los motivos
anteriormente dichos, sino también por ser las regiones septentrionales, en que comenzó la
reconquista, de las más pobres y atracadas en la Península ibérica. La instrucción se hizo patrimonio
casi exclusivo de una minoría exigua, ya que tan sólo los individuos del clero y los monjes
(especialmente estos últimos, por vivir más retirados del mundo) podían dedicarse a mantener la
tradición intelectual; y así lo hicieron, continuando las escuelas episcopales y monacales en igual
forma que en los tiempos visigodos con el estudio del trivium y del quadrivium, y las bibliotecas
eclesiásticas, cuyos libros eran principalmente de autores clásicos (Virgilio, Juvenal, Horacio, etc.)
y cristianos (Prudencio, San Avito, San Isidoro y otros). Contribuyeron, sin duda, a mantener esta
tradición los mozárabes, que a cada progreso de los territorios cristianos se pasaban a ellos y
repoblaban las ciudades y los campos 16. Con frecuencia, los reyes, y los nobles hacían regalos de
libros a las iglesias y monasterios: como Alfonso II a Oviedo; el conde Osorio a los monjes de
Villanueva de Lorenzana; Adosinda, a San Martín de Lalín; el presbítero Félix, a Santiago.
Los monjes se dedicaban a copiar los manuscritos (códices) más importantes, ya de los
ejemplares existentes en España, ya de los que se traían de fuera (de Roma v. gr., como se hizo en
915 por instancia del obispo Sisenando). Escribían las copias en pergamino, como antes, no
habiéndose extendido todavía por los reinos cristianos el uso del papel; y como el pergamino
escaseaba algunas veces, se solía aprovechar el de obras antiguas que se considerasen de poca
importancia, y borrando lo escrito se volvían a utilizar las hojas. A estos pergaminos que tienen
doble escritura se les llama palimpsestos, y modernamente ha sido posible restaurar lo borrado,
haciendo salir de nuevo las letras merced a reactivos químicos. Así se han hallado algunos
documentos legislativos y literarios que se creían perdidos; pero otros muchos de la antigüedad
clásica perecieron de aquel modo, o bien destruidos en los azares de las guerras.
En cuanto a producciones literarias, lo más frecuente entonces eran las Vidas de Santos; los
himnos religiosos, que, diversificándose en las varias regiones e iglesias y monasterios,
enriquecieron notablemente el antiguo himnario visigodo; y las Crónicas, o sea relación breve de
los sucesos políticos y religiosos, ordenada por fechas. Cultivaban este género los monjes
principalmente, y por esto se han hecho célebres los monasterios de Albelda (Rioja), de donde
proceden las Crónicas Albeldenses (del siglo IX y XI: Albeldense o Emilianense y Vigilana), el de
Silos (Cronicón Silense, de autor dudoso), y otros. Algunos prelados escribieron también Crónicas,
como el obispo Sebastián de Salamanca (siglo IX) y Sampiro de Astorga (siglo XI). Anterior, del
siglo VIII, es un anónimo latino que escribió en Córdoba y en Toledo una crónica interesantísima
para la historia de la época visigoda. El autor fue verosímilmente, clérigo. No se conoce su nombre.
Por error le han llamado algunos Isidoro de Beja o Pacense.
La lengua que se usaba, tanto en la literatura como en los documentos legislativos y en el uso
común, era el latín, pero muy modificado, tanto en la construcción como en las palabras, que iban
adquiriendo formas nuevas y preparando así el nacimiento del castellano, gallego y demás idiomas
que sustituyeron al latín o lengua romana, y que se llamaron, por venir de ésta, romances.
Contribuyeron a semejante transformación la mezcla de razas, cada una de las cuales traía su idioma
diferente, el contacto con los árabes, y antes de esto, la caída del Imperio romano y el rompimiento
de la tradición latina que se produjo. Así es que en pleno período visigodo ya el latín español
comienza a estar viciado, incluso en la literatura, como se nota en los libros de San Isidoro. Sucedía,
pues, lo que en otro orden pasaba con el árabe, según hemos visto (§ 181).
En este tiempo, sin embargo, aun no puede decirse que existiera la lengua castellana. El latín

16 Paralelamente, y con gran vigor, revivía en el reino franco de Carlomagno (§ 164) la tradición clásica isidoriana,
cuyo principal representante allí fue Teodulfo, discípulo y continuador de la escuela española visigoda (§ 159).
150

era la lengua oficial, y en los documentos públicos y privados es la que, mejor o peor, se usa; tanto,
que hasta el siglo XII (no obstante haber continuado la transformación de la lengua y hablarse
propiamente romance) sigue llamándose al idioma de los países cristianos, latín. Las palabras
romanceadas fueron aumentando de día en día, siendo numerosas en los fueros y cartas pueblas del
siglo XI, que dan testimonio de la formación de un idioma vulgar, distinto ya del romano, y al cual
autores de la época, para diferenciarlo de éste, llaman rústico y también nuestro. Los primeros
documentos literarios que se conocen escritos completamente en romance, son de fines del siglo XI,
o comienzos del XII. La letra usual continuaba siendo la toledana (que más tarde se sustituyó por
otra forma), y los manuscritos solían adornarse con pinturas pequeñas (miniaturas), de las que se
conserva hoy día una, quizá de comienzos del siglo IX, puesta en el acta de donación hecha por
Alfonso II a la iglesia de Oviedo, y otras del XI.

206. Costumbres.
No sabemos hoy día gran cosa de las costumbres de estos siglos —desde el VIII a comienzos
del XI—, porque faltan documentos de los que suelen contener datos acerca de este punto. Puede
conjeturarse fundadamente que no serían ni muy dulces, ni muy cultas, puesto que el estado
dominante era el de lucha. El sentimiento religioso cristiano se manifestaba principalmente en las
leyendas piadosas, las peregrinaciones y el favor de que gozaban ciertos monasterios e iglesias; y
continuamente aparecían imágenes de la Virgen o cuerpos de Santos y se producían milagros que
daban origen a leyendas de sentido, a veces, altamente poético. Lo que para Galicia Santiago de
Compostela, eran para León Sahagún y para Castilla San Millán, aunque en menor escala. En las
iglesias y en los monasterios enterrábanse los reyes y las personas de alta categoría, especialmente
si eran fundadoras o protectoras de la institución.
Esto no obstante, abundaban las supersticiones, que trascendían incluso a la administración de
justicia. Así la inocencia o culpabilidad de los acusados se probaba de maneras tan extravagantes
como las llamadas «pruebas judiciales o vulgares», ya iniciadas en la época visigoda, pero no
desarrolladas ampliamente en España hasta el siglo IX, según parece. A ellas pertenecían la del
«agua hirviendo, y la del «hierro candente», que consistían en someter la mano del acusado o del
acusador a los efectos de aquellos agentes, y según salía ilesa o herida, así se juzgaba de la
acusación; la del «agua fría», que se practicaba arrojando a la persona en un gran recipiente, atada
de pies y manos, dándose por inocente si se iba al fondo y por culpable si sobrenadaba; y, en fin, la
del «fuego», para objetos materiales. También era forma muy usada para lo mismo el duelo, es
decir, el combate a mano armada de dos hombres, uno de los cuales defendía al acusado y otro
sostenía la acusación. Creíase que Dios daba la victoria al que tenía la razón de su parte, y por esto
se llamaba al duelo judicial, juicio de Dios. A pesar de que la legislación procuró desterrar esta
costumbre —común a muchos pueblos, pues la usaban, entre otros, los iberos y los mismos
romanos (en sus primeros tiempos)—, continuó durante toda la Edad Media, y aun a mediados del
siglo XIV se usaba en Navarra.
Practicábase mucho entonces la vida en común, por grupos, no tanto por influencia de las
comunidades monásticas, cuanto por la pobreza y estrechez de los tiempos y por la necesidad de
mutuo apoyo. Así en muchas iglesias, incluso catedrales, los individuos del clero vivían juntos,
como los monjes; mientras que en ciudades ricas vivían separados, cada cual en su casa, como los
canónigos de Santiago. Los siervos solían también vivir en común en los mansos señoriales o
eclesiásticos, partiendo el mismo techo y el mismo pan. Generalmente, estos grupos eran familiares,
pero también se formaban de gentes no unidas por parentesco y a quienes la misma desgraciada
suerte y la necesidad de defensa agrupaba. En las ciudades y villas, la vida era distinta, conservando
en algo el tipo romano, según hemos visto en Compostela.
Los señores y personas ricas gustaban mucho de la caza y se dedicaban a ella con ardor, como
lo demuestran el trágico fin del rey Favila, muerto por un oso, y la leyenda de haber el rey de León
concedido la independencia al conde de Castilla a cambio de un caballo y un halcón. En aquellos
151

tiempos, el suelo de España, inculto en su mayor parte, estaba muy cubierto de bosques, en los que
se criaba gran cantidad de osos, ciervos, jabalíes y otros animales, hoy casi desaparecidos de
nuestras montañas, excepto en cortos distritos del N. (Asturias, Santander, Pirineos), y cuya captura
divertía mucho a reyes y nobles. Con frecuencia, las partidas de caza producían grandes daños en
los cultivos de los siervos y labradores libres, cuyos campos cruzaban sin respeto alguno los
señores.
El pueblo se divertía especialmente con la música y baile y con los cantores populares, que
recitaban o cantaban leyendas y narraciones de carácter religioso y guerrero, y de cuyas
producciones salieron más tarde importantes obras literarias.

207. Desarrollo artístico.


En arquitectura siguió dominando, hasta el siglo XI, el tipo llamado latino, con influencias
bizantinas y de otros estilos formados en diferentes provincias del antiguo imperio conquistadas por
tribus germanas, como Italia. Al hablar de la arquitectura árabe, hemos apuntado ya algo de la
mutua influencia que hubo en este orden entre los países cristianos y los musulmanes. Aunque no
puede señalarse exactamente ni la fuerza ni la dirección de estas influencias, es lo cierto que en los
edificios cristianos (iglesias principalmente) y en los árabes del siglo XI se observan elementos y
formas comunes, no obstante la apariencia exterior completamente distinta. Basta comparar las
iglesias asturianas de esta época, como Santa María de Naranco, Santa Cristina de Lena, San
Miguel de Lino, etc., y las leonesas y castellanas, como San Miguel de Escalada, Santiago de
Peñalba y Santa María de Lebeña (ésta, de tradición visigoda), con las partes de la mezquita de
Córdoba correspondiente a los siglos VIII, IX y XI. Las influencias arábigas continuaron en
adelante, aunque la arquitectura cristiana se modificó mucho.
Nótase en las iglesias citadas y en otras de la misma época — v. gr. San Julián de los Prados
(Oviedo)— dos tipos: uno de cruz latina, con tantas capillas absidiales como naves, arcos de
comunicación y cubierta de bóveda en el ábside, parcialmente sustituida por la de madera en las
naves; otro, de cruz griega 17, una sola nave, con tribuna o coro del pueblo en alto y cubierta por
entero de bóveda, más alta en el centro del crucero que en los otros puntos, alguna vez. En este tipo,
que es el más característico, las basas de columnas, capiteles, jambas de puertas y mesas de altar
(éstas exentas o libres, en el centro del ábside) siguen decorándose como en el período visigodo,
con adornos, hojas y figuras humanas, a veces muy ricamente —v. gr. en las iglesias de Naranco,
Lino y Lena— y los fustes de columnas se presentan en algunas con relieves funiculares. Siguen
usándose los arcos de herradura (y no sólo en las iglesias asturianas, mas también en otras de
diversas regiones), que se repiten en las ventanas con grandes labrados en la piedra. En Peñalba se
observa, además, la especialidad de tener dos ábsides, uno a oriente y otro a poniente, y la iglesia de
Naranco hallábase abierta por lo menos en los dos frentes de la tribuna y el ábside, esto es, sin
muros entre las columnas, no siendo su planta de cruz. Algunas iglesias presentan también en alto el
presbiterio o sitio de los sacerdotes, delante del altar, y el mismo ábside. En el fondo de éste se
colocaba la silla presidencial, de piedra, que ocupaban el obispo o el abad. Al exterior, la
construcción aparece reforzada, para sostener el empuje de las bóvedas, por pilares adosados
(contrafuertes), con o sin decoración de líneas y cordones, adelantándose muchos años las iglesias
asturianas a las del resto de la Península en el uso de estos contrafuertes. En el siglo XI comienzan a
ser circulares por dentro los ábsides, como en Peñalba y Escalada.
El estado continuo de guerra hacía que se fortificasen todas las ciudades y edificios aislados,
como los monasterios. Rodeábanse de murallas con torres, imitando las de los romanos y godos. En
las ciudades persistía la plaza pública o foro, que servía para las reuniones de los vecinos, para el
mercado y otros usos generales.

17 La cruz latina, como es sabido, tiene los brazos desiguales, el inferior más largo que los otros †; la griega tiene los
cuatro brazos iguales +. En la planta de las iglesias, la parte superior (cabeza) corresponde al ábside, capilla mayor
y presbiterio o santuario; el travesaño, al crucero, y el extremo inferior a la entrada.
152

Los fuertes aislados se llamaban castillos, y de aquí el nombre de Castilla dado a la región de
Burgos, que por ser fronteriza tenía muchos fuertes o atalayas (torres de aviso), los cuales servían
para anunciar la llegada de los enemigos y para defenderse. Constaban estos castillos
fundamentalmente de una torre con aspilleras y troneras, sola o rodeada de empalizadas, foso o
zanja para impedir el acceso, y de barracas o casas de madera. Al predominio de este material y a
las modificaciones y mejoras hechas en tiempos posteriores, se debe que no existan hoy restos de
castillos de estas épocas remotas.
Las casas de las poblaciones créese que tenían, por lo común, un solo piso y una sola
habitación para todos los usos domésticos, predominando en su construcción la madera. La
facilidad con que eran quemados en las guerras los edificios privados y públicos —como se vio
sobre todo cuando la invasión normanda— llevó a la sustitución de las cubiertas de madera por
otras de fábrica en los templos.
En las demás artes, el desarrollo no fue grande, si se exceptúa la orfebrería, muy influida por
el arte bizantino primero y luego por el árabe, y de tanto uso en los objetos dedicados al culto. Así
se conservan hoy algunas cruces, como la de Santiago (874) y las de Oviedo (de los Ángeles y de
Pelayo), y arquillas para reliquias, como las de Astorga, de madera forrada de plata (regalada una de
ellas por Alfonso III) y la de Oviedo, que es de oro y ágata, regalo del rey D. Fruela (911). De
marfil hacíanse también arquillas con el mismo objeto. Las iluminaciones de los códices (§ 205) son
todavía toscas de dibujo, si se exceptúa la de Alfonso II, caso de que, efectivamente, sea del siglo
XI como se cree. Estas pinturas, y las que solían adornar los muros de las iglesias, constituyen la
única representación del arte pictórico en esta época.
Los trajes fueron, al principio de este período (siglo IX), modestos, consistiendo en sayales
largos, tocados cerrados, calzas adornadas para cubrir las piernas, sobretúnicas de manga abierta o
media manga, vendaje en las piernas, muceta o capucho penulado, y en las mujeres, brial, o vestido
con cisuras a los lados o al dorso y trenza de cordones para ajustarlo, gorros, velos y mantos
prendidos a la cabeza.
Como armas se llevaba la loriga, cota o camisa de cuero, reforzada con láminas de metal
cosidas que forman como las escamas de un pez; el perpunte, cota o jubón con manguillas, también
de cuero y planchas de metal; el casco y el escudo, de madera o piel reforzada. Empiezan a usarse
las bambergas o piezas de metal para defender la antepierna, y unas corazas para la cabeza que se
ponían debajo del yelmo o casco cerrado.
En el siglo XI, según el códice Vigilano, se usaron túnicas amplias cruzadas sobre el pecho,
mantos prendidos por una punta al hombro derecho y ceñidos al cuerpo, gorros altos (para las
mujeres) con velos flotantes de diversos colores, cofias o tocas con randas, y las calzas, sayales,
etc., del siglo anterior. De las modificaciones que se hicieron en este punto entrado el siglo XI
hablaremos en la época siguiente.

Navarra, Aragón y Cataluña


208. Clases sociales.
Muy poco se sabe todavía acerca de la organización social de estos territorios cristianos hasta
el siglo XI. Así como con respecto a León, Asturias y Castilla se han estudiado los documentos
originales de la época y se ha podido de este modo reconstruir, hasta cierto punto, el cuadro de la
sociedad en aquellos reinos, tocante a Navarra y Aragón las investigaciones hechas no alcanzan a
estos primeros siglos de la Reconquista: se refieren a tiempos posteriores, que conviene no
confundir con los que ahora nos ocupan. Cabe suponer, con fundamento, que esencialmente no
diferiría la organización social de aquellos territorios de la de Asturias y León en los primeros
siglos, puesto que sobre ellos, al menos en parte, habíase ejercido la influencia y el poder de la
monarquía visigoda y de sus leyes, en especial el Fuero Juzgo, que estuvo en observancia en
Aragón como en Cataluña. Manifiestamente existía la división de hombres libres y siervos, y entre
153

los libres ocupaban el primer grado los nobles, dueños de territorios en que ejercían un poder
señorial: lo que se ignora es cuáles fueran las subdivisiones de cada una de estas clases y sus
respectivos derechos. Conviene saber que, abiertos Navarra y Aragón —cuya historia, además, va
íntimamente enlazada en toda esta época, según hemos visto— a influencias extranjeras en gran
escala, y especialmente a la de los francos (que distintas veces invaden y aun dominan por más o
menos tiempo en ambos países), su organización social y sus costumbres se modificaron bastante,
separándose de las que presentan las regiones cristianas del Centro y del NO., como veremos
confirmado más adelante.
Lo propio sucedió en Cataluña y aun en mayor grado, puesto que fue, por algún tiempo,
dependiente de la corona de Francia; pero acerca de la organización social de esta región ya
podemos decir algo más concreto.
La invasión de los árabes produjo una gran emigración de españoles a las Galias
principalmente, y con esto quedaron yermos y desiertos la mayoría de los campos. Aun continuaban
así en el siglo IX. A comienzos de éste (801) se reconquistó Barcelona, y a fines del VIII (797) se
había conseguido lo propio definitivamente en punto a Gerona. De estas fechas nace la organización
social y política del territorio que luego fue Cataluña, procurándose su repoblación.
La primera medida oficial de esta organización fue el reparto de tierras hecho por el
conquistador Ludovico Pío entre los guerreros que le ayudaron, los indígenas que habían quedado
en el país (refugiados en la montaña o sometidos a los musulmanes) y los que empezaron a venir, a
la sombra del poder franco, huyendo de otras partes, o con la esperanza de mayor lucro en ésta. Con
ellos empezó activamente la roturación, en la cual ayudaron mucho los monjes de la orden de San
Benito. Ludovico Pío hizo aplicar el sistema de leyes de raza o personal, usado antes por los
visigodos. Mediante él, los indígenas siguieron rigiéndose por el Fuero Juzgo, y los francos
establecidos, por las leyes de su país de origen.
Los primeros propietarios legítimos en la Marca Hispánica fueron, pues, según las nuevas
leyes, los guerreros de las invasiones iniciales. Estos recibieron sus tierras libremente, sin vasallaje,
pero con sujeción al servicio militar. Su condición económica subsistió hasta el siglo XI. Los más
fuertes de estos propietarios fueron, como era natural, los representantes políticos del monarca, los
condes, a quienes se concedía en posesión todos los territorios enclavados en su distrito y que no
perteneciesen ya a un propietario libre. Tales tierras podían los condes donarlas o arrendarlas a
quien les pareciese bien, ora en forma de censo, ora a cambio de la prestación de cierto número de
servicios militares o civiles (beneficio). De aquí nacieron dos estados sociales: el de los labradores
vasallos, censatarios, de los cuales salen luego los de remensa; y el de los vizcondes, barones y
demás subordinados del conde, que lo representaban fracciones del territorio del condado y ejercían
parte de la jurisdicción civil, penal, etc., a cambio del disfrute de tierras. A esta clase pertenecían
también los beneficiarios, que no ejercían jurisdicción pública, pero sí tenían ciertas obligaciones
militares: v. gr., la defensa de un castillo.
Andando el tiempo, los reyes francos hicieron nuevas concesiones de tierras libres (alodiales),
como las primitivas, es decir, fuera del señorío de los condes, y otras beneficiarias a los soldados, a
los españoles que inmigraban, a los que venían a repoblar, etc. Mediante la roturación de tierras
vírgenes y la posesión por largo tiempo de ellas, cultivándolas (presuras), se fue también formando
un núcleo de propietarios libres, sin concesión real, pero con el reconocimiento de este derecho por
los reyes. Se llamaban (documentos del XI) primi homines y bozadores. Aunque seguramente estas
roturaciones se hicieron en gran número, todavía a fines del siglo IX existían muchos yermos en
Cataluña.
Los propietarios alodiales no tenían sobre sus tierras jurisdicción inherente, sino por
excepción, ni pagaban censos o pensiones al rey. Jurábanle fidelidad, le prestaban homenaje y
quedaban obligados al servicio militar.
Los condes, a quienes por ley natural no había de ser agradable la constitución de estas
propiedades extrañas a su poder, las atropellaron a menudo, imponiéndoles tributos, censos, etc.
154

Ante las quejas de los señores alodiales, los reyes francos (Carlomagno, Ludovico y Carlos el
Calvo) dictaron órdenes para que se respetase su libertad, reconociéndoles, también, el derecho de
prestar a censo sus tierras, enajenar en vida el alodio, o hacerse vasallos voluntarios de los condes
(para obtener de ellos protección, cosa tan frecuente, como sabemos, en aquellos días), con
prestación de los servicios correspondientes, si de éstos recibían nuevas tierras. Tales privilegios, y
sobre todo las concesiones a censo que hicieron, convirtiéronles andando el tiempo en rama
importante de la nobleza, que en Cataluña toma, a diferencia de León y Castilla, carácter feudal.
La clase servil (aparte los esclavos personales) nació, como ya hemos indicado, de los
censatarios, tanto los de los condes como los de señores alodiales y aun de los mismos reyes, que
también acensaban tierras. A medida que se fue acentuando el carácter feudal de los señoríos, fue
agravándose la condición de los censatarios con aumento de los servicios y tributos que prestaban,
hasta parar en verdaderos siervos de la tierra, como los de Castilla (§ 194). Pero a veces las
necesidades de la reconquista y repoblación llevaban a conceder privilegios (como los de los fueros
leoneses y castellanos), de que es ejemplo notable el concedido en 974 a los habitantes del castillo
de Montmell, eximiéndoles de censos y declarándolos, «hasta la eternidad, libres de todo yugo de
servidumbre».
Finalmente, los eclesiásticos representan una clase social importante por las riquezas que
fueron acumulando las iglesias y monasterios, merced a las donaciones de reyes y condes y a su
propio esfuerzo en la repoblación. En este concepto se distinguen, entre otros, en el siglo IX, los
monasterios de Bañolas y Amer, y en el XI, el de Roda, el de Camprodón y el de San Feliu de
Guixols. Gozaban estas propiedades de inmunidad y dominio absoluto, y tenían, como los señores
alodiales, colonos o censatarios. Algunos monasterios llegaron a poseer castillos y derechos
señoriales, cedidos por los condes. Los monjes de Ripoll fabricaron en el siglo IX un molino
hidráulico, con acequia para moverlo, tomada del Fraser. La iglesia de Gerona llegó a acumular
inmensas propiedades.

209. Poder público.


En los primeros años siguientes a la invasión musulmana, no puede reconocerse en los
territorios navarros y de Aragón un verdadero poder público. Cada noble, conde o magnate
propietario luchaba por cuenta propia para defender sus tierras, desligado del poder central, que
había sucumbido, sin que ningún otro análogo hubiera venido a sucederle o continuarle en aquella
región. Semejante estado de cosas terminó (como vimos) en fecha incierta, por lo que toca a
Navarra y Aragón, mediante el nombramiento o la supremacía efectiva de un jefe, al cual quedaron
sometidos los demás, reconociéndolo como rey o gobernante supremo. Las cualidades monárquicas
de este jefe se fueron acentuando poco a poco, a medida que el territorio del nuevo Estado se iba
ensanchando, hasta adquirir la importancia que hemos visto tuvo en el reinado de Sancho el Mayor
(comienzos del siglo XI). Navarra se sobrepuso, y Aragón no tiene por esto personalidad política
marcada en este período.
Cataluña, por su sumisión a Francia, careció durante algún tiempo de soberano especial. Los
reyes francos crearon, como hemos dicho, diferentes distritos gubernativos (condados), cuyos jefes,
que ejercían el poder por delegación, fueron amovibles en un principio y dependientes en un todo
de aquéllos, convirtiéndose luego en fijos y hereditarios, y al cabo en independientes. El conde de
Barcelona, jefe superior de la Marca (y por esto, marqués, título que respecto de Wifredo consta en
documento del año 875), fue sobreponiéndose a los demás en la forma que hemos visto, y logrando
cierta autoridad sobre los condados que no anexionó al suyo (§ 166 y 170).
La dignidad condal no fue electiva después de Wifredo I, ni por los demás nobles ni por el
pueblo, sino hereditaria, de padres a hijos, por propio derecho; y más de una vez el poder estuvo
ejercido, no por un solo individuo, como en las monarquías puras, sino por dos, que gobernaban
juntamente. No bastan, sin embargo, estos datos para formarse idea de la organización política; es
preciso enlazarlos con una institución nobiliaria que por influencia francesa arraigó notablemente en
155

Navarra, Aragón y Cataluña y de la cual pasamos a hablar.

210. El feudalismo.
El señorío de estas regiones difiere mucho del de Asturias, León y Castilla: es más absoluto,
más desligado de la autoridad del rey o del poder central. Su forma fue la llamada feudal, traída por
influencias francas y sostenida especialmente en Cataluña. Procedió esta forma de las donaciones de
tierras en beneficio (§ 208) que hicieron los reyes francos y los condes, esto es, reservándose el
dominio directo y cediendo sólo el usufructo o dominio útil, no perpetuamente, sino por vida del
donatario o beneficiario. Este origen se comprueba por la equivalencia de las palabras, pues el
beneficio era llamado también fisco y feudo. Consta que Carlos el Calvo tenía en la Marca hispánica
feudos, que cedió a Wifredo I. En pago de la donación, el que recibía las tierras se obligaba a
prestar al señor fidelidad y ciertos servicios personales (§ 201), declarándose vasallo u hombre
suyo. Aunque los documentos que nos quedan hoy relativos a pactos de beneficio o feudo en
Cataluña son del siglo XI, puede asegurarse que las obligaciones que contienen y las formalidades
que revelan se pactaban y usaban con anterioridad, sin variantes esenciales. Las expondremos en la
época siguiente.
Cuando por la liberación de los condados y el término del poder franco se convirtieron en
hereditarias las concesiones vitalicias hechas por los reyes, y por los abusos de los nobles
desaparecieron muchos alodios, la forma feudal crece y se consolida, tomando también los
caracteres de soberanía que fraccionaban el poder público. Así en Cataluña, donde con más vigor se
desarrolló el feudalismo, los condes de Barcelona no fueron en rigor, durante mucho tiempo, sino
los condes más poderosos de la región; pues, salvo el homenaje que les prestaban los demás, no
gobernaban por sí más que las tierras propias de su condado y las que iban conquistando de nuevo y
quedándose en su propiedad. Sin embargo, los condes de Barcelona llegaron a alcanzar, como
marqueses o jefes superiores de la antigua Marca, cuya tradición continúan, una especie de
vigilancia o inspección sobre los tribunales de justicia de los señores feudales, aunque sólo para el
efecto de que juzgasen siempre según las leyes generales vigentes; reservándose la apelación o
resolución en última instancia de las causas criminales contra los nobles de segunda clase. Más
adelante fue cambiando esta relación. En documentos de principios del siglo XI se llama ya al
conde de Barcelona, príncipe, es decir, soberano, reconociendo su supremacía.
En Navarra, la autoridad real parece ser más fuerte, no obstante la existencia de señores
feudales, puesto que le pertenecía plenamente la administración de justicia. En cambio, estaba el
rey, según parece, sujeto a una porción de trabas impuestas por los nobles, entre ellas la de no
celebrar corte ni hacer guerra, paz o tregua, sin consejo de aquéllos; la de darles parte de las tierras
y la de sujetarse en un todo a los fueros, leyes especiales o privilegiadas de la nobleza o de las
villas. El rey era electivo, y la elección seguía, por lo general, la línea de una misma familia, hasta
el punto de haber reinado niños menores, como García el Temblón bajo la regencia de su madre
Tota; estando también admitidas las hembras en la sucesión al trono.
El feudalismo no sólo influyó en el poder público, fraccionándolo y debilitando la monarquía,
sino también, y en gran escala, en el orden social, empeorando la suerte de las clases serviles que
tardaron en emanciparse en estos territorios mucho más que en León, Asturias y Galicia, según
veremos.

211. La jurisdicción civil.


Con todos estos antecedentes, se comprenderá bien las condiciones y jerarquía de la
jurisdicción. La expondremos con referencia a Cataluña, careciendo, como se carece, de datos
precisos respecto de Navarra en estos tiempos.
Los condes ejercían: 1º, Jurisdicción delegada del rey franco para la alta justicia, recaudación
de tributos y demás derechos del soberano; 2º, Jurisdicción propia o privada, en las tierras que les
fueron concedidas, para la justicia inferior. Con el fin de administrar justicia, reunían los condes
156

asambleas (mallos, placitum o judicium) compuestas del conde o vizconde, varios jueces
nombrados por aquél, y hombres libres, vasallos del conde (obligados, por el pacto de beneficio, a
formar parte del tribunal), y ante ellas se celebraban los juicios. La sentencia podía ser confirmada o
suspendida por el conde. Desde comienzos del siglo X se consigna en acta. Además de los mallos y
de los condes francos, los naturales del país tuvieron, por concesión de Carlos el Calvo, jueces
propios, que les aplicasen la ley visigoda y no la franca. Los mallos juzgaban lo mismo a los
seglares que a los eclesiásticos, a los nobles y a los plebeyos.
Gozaban también de jurisdicción privada los monasterios e iglesias, en sus tierras, y los
señores alodiales (§208) en sus alodios; pudiendo darse el caso de que un señor alodial gozase de
este privilegio en unas tierras y fuese, a la vez, beneficiario o vasallo de un conde en otras.
A medida que el condado de Barcelona fue adquiriendo supremacía, después de la
independencia, recogió para sí la suprema jurisdicción propia de los reyes francos, con la alta
justicia, los recursos, el poder moderador en las competencias, etc.

212. Las leyes.


La ley común en las regiones aragonesas y en las catalanas (para los indígenas) era el Fuero
Juzgo (aparte, para Cataluña, las leyes o capitulares francas que rigieron durante la dominación de
Carlomagno y sus sucesores), que se siguió observando durante los primeros siglos y aplicándose a
la decisión de los pleitos y cuestiones entre particulares. En Cataluña rigieron además, durante la
dominación de Carlomagno y sus sucesores, las leyes o Capitulares francas. La observancia del
Fuero Juzgo no fue cumplida sino en la parte de derecho civil y en la del político que no tocaba a la
organización del poder, que ya hemos visto era muy diferente. Poco a poco fueron apareciendo,
como excepciones privilegiadas unas veces, otras como confirmaciones de costumbres, varios
fueros o leyes especiales dados, ya a una ciudad o villa (como en Asturias y León), ya a una clase
social. De éstos se supone el más antiguo en Navarra y Aragón el llamado Fuero de Sobrarbe,
colección de disposiciones puramente políticas, expresivas de las preeminencias de la nobleza y que
se ha creído por mucho tiempo perteneciente a los primeros años de la Reconquista. Pero como el
texto de ese Fuero no ha llegado a nosotros, y los autores que de él hablan son de fecha muy
posterior (siglo XIV y siguientes), no apoyándose tampoco en documento alguno auténtico, la
opinión general de los historiadores es de considerar como pura fábula esa pretendida constitución
política primitiva. Tampoco se conocen fueros municipales o cartas de población correspondiente a
esta época en las regiones aragonesas y navarras, si se exceptúa una carta de población dada en
1032 por el rey Sancho el Mayor a Villanueva de Pampaneto (Logroño) y la de Roncal, de 1015.
En Cataluña sí los hubo, y como nuestra de ellos hemos citado ya el de Montmell. Análogos
con la carta puebla dada a Cardona por Wifredo y confirmada por el conde Borrell en 986; el
privilegio de franquezas concedido en 10?6 a los vecinos de Santa Licenia (Lérida?) por el conde
Ermengol y algún otro. En todos estos documentos se hace alusión a la vigencia del Fuero Juzgo,
que se confirma. Aparte de la legislación, regían muchas costumbres de carácter jurídico. De
importancia muy especial es el privilegio concedido en 1025 a Barcelona por el conde Berenguer
Ramón I, confirmando las franquicias y libertades de sus habitantes en punto a usos de tierras y
aguas, administración de justicia, etc. El desarrollo de esta fuente legistativa pertenece al período
siguiente.

213. Organización religiosa.—Los monjes de Cluny.


El estado general anárquico de la época trascendía a todos los órdenes. Manifestóse en el
clero, especialmente por lo que toca a dos puntos que respondían a costumbres viciosas: la simonía,
o tráfico de las cosas sagradas, dándose por dinero los puestos importantes de la Iglesia, y el
nicolaísmo, o matrimonio de los clérigos, quienes no obstante las prohibiciones de los Concilios,
seguían casándose viviendo con sus mujeres e hijos, trasmitiendo a éstos los beneficios eclesiásticos
y dotando a las hijas con bienes de las iglesias. Además, la sumisión al Papa era poco efectiva
157

muchas veces, existiendo de hecho cierta autonomía por parte de las iglesias lejanas de Roma,
merced a las dificultades de comunicación, las guerras, etc. El mal era menor en España que en
otros países, aunque no dejaba de existir; y si bien los obispos españoles habían reconocido desde
muy antiguo la autoridad y supremacía del Papa, acudiendo a él en los grandes conflictos, v. gr. de
herejías, y recibiendo órdenes suyas, conservaba nuestra iglesia cierta libertad representada por
variantes notables entre su liturgia, usos y costumbres y los de Roma (§ 136). Contra aquellos vicios
y la falta de cohesión en los diversos elementos del catolicismo, se alzó a comienzos del siglo X, en
la Borgoña francesa, una orden religiosa de monjes llamados de Cluny, por la abadía de este
nombre en que comenzaron, y cuya regla era la antigua benedictina o de San Benito, monje del
siglo VI. Los cluniacenses se propusieron restaurar la disciplina de los monasterios y del clero todo
y estrechar las relaciones entre éste y el Papa, enalteciendo la autoridad de la Santa Sede. Para
lograr su objeto, contaban los cluniacenses con una organización muy rígida, fundada en la
obediencia absoluta al abad de Cluny, y con una cultura notable en aquella época. Bien pronto
empezaron a extenderse por Francia; y los reyes de Navarra, que mantenían grandes relaciones con
el país franco, se pusieron en seguida en comunicación con los abades y personajes importantes de
la nueva orden. Resultado de ello fue que los cluniacenses entraran en Navarra, en tiempo de
Sancho el Mayor, fundando varias abadías (entre ellas la de Leyre, célebre por haber sido
enterramiento de los monarcas) y sobreponiéndose a las demás órdenes monásticas, hasta el punto
que de sus monasterios salían principalmente los obispos. De Navarra pasaron los cluniacenses a
Castilla, en 1033, ocupando y reformando el monasterio de Oña (que era, como muchos otros,
dúplice, esto es, de monjes y monjas); y ya desde aquí siguieron desparramándose en el siglo XI por
los territorios cristianos, en cuya organización religiosa, como veremos, introducen grandes
variaciones.
Los cluniacenses produjeron de momento, en Aragón y Navarra, dos efectos importantes:
reforzaron las influencias francas, ya tan grandes como hemos visto en cuanto a la jerarquía social y
el poder público, y aceleraron la reconquista, impulsando a los reyes a la lucha contra los árabes.
En punto a herejías, se vio turbada la Iglesia española en estos siglos por varias, nacidas entre
los mozárabes y en Cataluña, y especialmente por la que promovieron (siglo VIII) el obispo de
Urgel, Félix, y el arzobispo de Toledo, Elipando; muy extendida ésta, no sólo en la Península, mas
también en los territorios francos. La doctrina principal de estos herejes se refería a la condición de
Cristo como hijo de Dios. Fue combatida por Heterio, obispo de Osma, que residía en Asturias, y
por el abad Beato o Vieco, cuyos libros alcanzaron gran resonancia en varios países. También
acudieron a reprimirla los Papas mediante la reunión de Concilios, envío de legados, publicación de
epístolas, etc. En el siglo IX hubo nuevos movimientos heterodoxos en el clero mozárabe, logrando
en ellos celebridad el obispo Hostegesis, ejemplar característico del clero anárquico de aquellos
tiempos. En el pueblo persistían las supersticiones de la época visigoda.

214. Cultura general.


Como en Asturias y León, continúa en los territorios del NE. la tradición de la cultura
visigoda, en las escuelas de iglesias y monasterios, y principalmente en estas últimas, pues los
monjes son aquí, como en todas partes, afanosos coleccionadores y copistas de libros. En sus
bibliotecas veíanse, al lado de las obras de San Isidoro (que nunca faltan) y de otros autores
cristianos, las de los clásicos, de que llevó ejemplares a Córdoba San Eulogio. En los monasterios
de Navarra y en Cataluña parece ser donde más viva se mantuvo la cultura, quizá por las relaciones
con Francia, donde, como hemos visto, españoles refugiados a consecuencia de la conquista
musulmana introdujeron y desarrollaron grandemente la ciencia isidoriana. La biblioteca del
monasterio de Ripoll era ya importante en el siglo XI, así como otras eclesiásticas. Las escuelas de
Cataluña alcanzaron nombradía en el mismo siglo, tanto, que a ellas venían gentes extranjeras a
estudiar. De éstas fue Gerberto, monje, arzobispo de Reims más tarde y luego Papa, el cual estudió
en la escuela del obispo de Vich, Atón. Una de las materias en que más brillaban los catalanes eran
158

las matemáticas, y se citan de este tiempo varios sabios en estas ciencias, como Lupito, Boufilio,
Joseph y el monje de Ripoll, Oliva. De tiempo de Borrell I es una colección de cánones decretales
hecha por Juan, monje de Ripoll en 958, por orden de aquel conde. La literatura era también
cultivada, aunque con marcado decaimiento; conociéndose, de fines de este período, un canto
fúnebre dedicado al conde de Barcelona, Borrell III, el mismo que con sus tropas había intervenido
en las contiendas políticas de los pretendientes al califato de Córdoba (§ 163). Sin embargo, la
cultura general era muy escasa. En los siglos IX y X es muy frecuente ver que personas de categoría
no saben escribir y firman sólo con una cruz.

215. Comercio, artes y costumbres.


Los catalanes hacían el comercio por el Mediterráneo, siendo ya importante en el siglo IX, a
juzgar por el rendimiento de las aduanas y otros datos. Documentos del XI hablan del puerto de
Barcelona, que tenía faro. En esta misma época contaban ya los condes de Barcelona con marina de
guerra, que peleó contra la de los musulmanes.
Aunque todavía en el siglo XI debía escasear la moneda, puesto que muchas compras se
pagaban en especie, no faltaron acuñaciones desde el IX. Las hicieron los reyes francos, en
Barcelona, Gerona y Ampurias; los condes Wifredo I, Borrell y otros. Las de estos últimos recibían
los nombres de denarios y sólidos. También algunas iglesias catedrales tuvieron privilegio de
acuñar, y lo utilizaron. Como monedas de tráfico se conocen los sólidos Melguresensis, moneda
francesa; onzas, mancusos y libras de oro, etc.
En las artes nótanse las mismas influencias que hemos visto al hablar de León y Castilla. En
el § 188 se han mencionado arquillas árabes que pertenecieron a las catedrales de Gerona y
Pamplona. En inventarios de la época, del monasterio de Ripoll, se citan muchas alhajas y algunos
códices riquísimos con letras de oro y plata y pinturas, análogas a las de otras regiones.
En la arquitectura, nótase en Cataluña una influencia nueva, la lombarda (italiana), que trae
consigo la modificación en la manera de construir la cúpula, asentándola sobre trompas, como en
varias iglesias de Tarrasa y en San Pedro de las Puellas, de Barcelona. Es de esta época también la
fachada de San Pablo del Campo, en la misma ciudad, reconstruida luego según el tipo románico (§
353), con utilización de elementos primitivos.
En punto a trajes, aparte de las formas generales de la época, ya estudiadas, se notan respecto
de Cataluña las particularidades que consigna el códice de San Beato (Gerona), en el cual, se ven
tipos de vestimenta muy arabizados (mujeres veladas, hombres con turbante pequeño, etc.) y otros
con sayos y manteletes, ropajes largos, bonetillos, gorros a la frigia, botas altas hasta la rodilla,
mangas de punta prolongada y varias otras formas nuevas y caprichosas. Del clero catalán consta,
por relieves y dibujos de la época, que llevaba trajes parecidos ya a los modernos (sotana, etc.) y
capas con sus colgajos (perpéndulos), pellizas y sobrepellizas, estolas con campanillas, palios de
seda de varios colores, recamados de oro, sandalias, guantes y otras prendas de este orden. En
algunos códices de Ripoll se encuentran datos análogos.
En punto a costumbres, vida doméstica y otros particulares, siendo la mayoría de los
documentos que hoy podemos utilizar como fuentes, del siglo XI y posteriores, haremos su
descripción en la siguiente época.
159

TERCERA ÉPOCA.—LAS GRANDES CONQUISTAS


CRISTIANAS (SIGLOS XI AL XIII)
216. Carácter general de la época.
Los años que corren desde comienzos del siglo XI a mitad del XIII, marcan un período
perfectamente caracterizado en sí mismo y en relación con los tiempos anteriores. Hasta entonces,
política y socialmente representan en España el elemento principal los musulmanes. Su poder es el
más fuerte; su civilización la más brillante y desarrollada. Los estados cristianos se mantienen con
dificultad en los territorios primitivos, con breves alternativas de progresos militares poco estables.
Las ventajas que adquieren son escasas, y, en cambio, más de una vez se ven obligados a retroceder
ante el empuje de las armas musulmanas. Su civilización es rudimentaria, y, a pesar de excepciones
individuales no muy abundantes, notoriamente inferior a la que existe en los territorios
mahometanos, merced a la concurrencia de elementos indígenas y orientales.
Desde el siglo XI al XIII, la escena cambia por completo. El Estado musulmán se disgrega y
debilita, y en cambio los cristianos, tomando con gran fortuna la ofensiva, ensanchan
considerablemente sus fronteras, realizando las grandes conquistas peninsulares que dejan reducido
el poder musulmán a estrechos límites en el S. de Andalucía. Al propio tiempo, las mayores
relaciones con países europeos y el mayor bienestar consiguiente a una seguridad política y personal
más garantidas, hacen que se extienda el comercio y que se acumulen grandes condiciones de
cultura que darán su fruto en la época siguiente.
En la constitución interna, social y política de los territorios cristianos prodúcense también
cambios de gran trascendencia; y, finalmente, aunque sin desaparecer las diferencias entre los
diversos reinos constituidos, las relaciones entre ellos son más íntimas y se reconoce mejor la
homogeneidad de sus intereses, produciéndose fusiones parciales que a mitad del siglo XIII dejan
reducida la representación política de España a dos grandes Estados: el de Castilla en el O. y C., y el
de Aragón-Cataluña en el E., aparte del decaído reino de Navarra. El período actual no termina
exactamente a la vez en aquellos dos principales Estados, por mediar 24 años de diferencia entre la
muerte de los dos grandes monarcas conquistadores, Fernando III y Jaime I.

I—HISTORIA POLÍTICA EXTERNA

Los Estados musulmanes


217. Los reinos de Taifas.
No podría explicarse la historia militar de los Estados cristianos en esta época, sin conocer la
de los musulmanes, puesto que a su disgregación y decaimiento político se debió en gran parte el
éxito de las conquistas de aquéllos.
Sabemos ya que en los últimos años del reinado de Hixem empezaron a sublevarse y a
declararse independientes muchos gobernadores y generales del territorio musulmán. Con el
destronamiento de Hixem y la proclamación de la república aristocrática en Córdoba, se consumó el
movimiento, formándose varios pequeños Estados, conocidos con el nombre de reinos de taifas,
palabra que significa, en árabe, pueblo, tribu o cuadrilla. Fueron estos reinos en gran número (23),
hasta fines del siglo XI; pero de ellos basta citar, como más importantes, los siguientes: el de
Córdoba; el de Sevilla, territorio constituido primeramente bajo el régimen republicano y luego bajo
el monárquico; el de Málaga, en que reinó una familia principal llamada de los Hamdumitas; el de
Granada; el de Almería; el de Denia y Baleares, famoso por su marina y por las expediciones
corsarias que hizo a las islas del Mediterráneo y costas de Italia; el de Zaragoza, con la familia
160

aristocrática de los Beni-Hud; el de Toledo y el de Badajoz. La mayor parte de los nuevos


soberanos eran generales eslavos o berberiscos; a los primeros pertenecían los territorios del E.
(Almería, Denia, etc.), y a los segundos el Mediodía y O. (Málaga, Granada, Badajoz y también
Toledo). Dados los antecedentes de lucha encarnizada entre berberiscos y eslavos, no era infundado
suponer que los nuevos reinos estarían en guerra continua unos con otros para dominarse
mutuamente. Y así pasó, en efecto, hasta fines del siglo XI, en que mudaron las condiciones
políticas. Los reyes de taifa se exterminaban unos a otros sin piedad; y si bien algunos, como el de
Zaragoza, el de Denia, el de Badajoz, se mantuvieron bastante apartados de estas luchas, no dejaron
de sufrir las consecuencias de las empeñadas ciegamente entre los soberanos del S., especialmente
Granada, Málaga y Sevilla. La aspiración de todos era ser califas con pleno poder en la totalidad de
los antiguos territorios musulmanes; de tal manera, que a mediados del siglo hubo cuatro príncipes
que a la vez usaban aquel título.
El pormenor de estas luchas no nos interesa ni nos es dado exponerlo aquí. Basta conocer las
líneas generales y, sobre todo, el resultado político que produjeron con relación al poder musulmán
y a la reconquista cristiana.

218. Predominio del reino de Sevilla.


La preponderancia se declaró bien pronto de parte del reino de Sevilla. Constituida en
república la ciudad con su territorio en 1023, comenzó a regirla el cadí Abul Cassim Mohammed,
de la familia árabe de los Abbaditas, recientemente incorporada a la clase noble por sus riquezas y
por el gran prestigio militar, literario y religioso, del padre de Abul-Cassim, Ismael. El cadí,
ambicioso, astuto, de grandes condiciones intelectuales y de voluntad enérgica, se propuso dominar
primero en Sevilla y luego en toda Andalucía. Consiguió lo primero muy pronto, no obstante la
forma republicana del gobierno, anulando a sus compañeros en la especie de Junta o Senado
aristocrático que se constituyó a petición suya. Comprendiendo en seguida que, dados los términos
de la lucha entablada entre los musulmanes, y siendo los enemigos más peligrosos por su poder los
reyes de procedencia berberisca (Málaga, Granada), convenía estrechar los vínculos de todos los
eslavos y árabes para formar un gran partido sobre cuya base se reconquistara la supremacía, se le
ocurrió levantar de nuevo la bandera de los Omeyas, como lazo de unión. Al efecto hizo creer,
valiéndose de un esterero de Calatrava que se parecía mucho al último califa Hixem II, que éste
había reaparecido, acogiéndose a Sevilla y nombrando al cadí su primer ministro. La estratagema
dio resultado, porque el supuesto califa fue reconocido por los reyezuelos de Carmona, Valencia,
Denia, Tortosa y por la misma república de Córdoba. Reforzado con estos elementos, pudo
oponerse con ventaja, primero, al príncipe Yahia de Málaga, jefe entonces del partido berberisco,
derrotándolo, y luego al príncipe Badis de Granada, que sustituyó a Yahia y a los de Málaga en la
jefatura de los berberiscos.
Muerto el cadí en 1042, su hijo y sucesor Abbad, por sobrenombre Al-Motadid, personaje de
tan notables condiciones políticas como su padre, pero más brutal, sanguinario, vengativo y vicioso
que éste, siguió el mismo plan, combatiendo contra Badis y otros príncipes, y apoderándose de las
ciudades y distritos de Mértola (en Portugal), Niebla, Santa María de Algarbe, Ronda, Morón,
Arcos, Jerez y Algeciras, y anulando en gran parte el poder de los reyes de Badajoz. Con esto, los
Abbaditas eran, en 1058, dueños de toda la región occidental de los territorios musulmanes, y tenían
aliados en el E. por la parte de Valencia y Denia.
Estas guerras interiores no dejaban a los musulmanes tiempo ni energías para batallar contra
los cristianos, que precisamente por entonces atacaban con gran decisión a sus enemigos. Así, que
la mayoría de los reinos de taifas, para alejar este peligro, tuvieron que reconocer cierta soberanía
en los reyes de León y Castilla, pagándoles tributo, y lo mismo hizo el de Sevilla. Al-Motadid,
después de sus conquistas, creyó llegado el momento de prescindir de la superchería inventada por
su padre, y publicó que Hixem II había muerto y que en su testamento le había nombrado a él emir
de toda la España árabe. Su hijo Al-Motamid, que le sucedió (1069), llevó a su mayor grado la
161

preponderancia de Sevilla, conquistando la ciudad de Córdoba (que quería también para sí el rey de
Toledo) y el reino de Murcia; de manera, que la mayor parte de la España árabe pertenecía a los
Abbaditas, salvo los reinos del N. y E. (Zaragoza, Albarracín, Valencia, Denia, Alpuente) y los de
Almería, Toledo, Granada, Málaga y Badajoz, con algún otro de escasa importancia que se
mantenía independiente, pero obscuro. Motamid, a la vez guerrero y hombre de gran cultura,
protector decidido de los literatos y notable poeta él mismo, hizo también de Sevilla (ayudado por
su ministro Aben-Amar, no menos literato que él) un centro de ilustración, que recordaba sin
menoscabo los buenos tiempos de Córdoba bajo los califas.
Esta preponderancia, mal vista por los demás reyes de taifas, y las victorias que alcanzaron
por entonces los cristianos apoderándose de poblaciones tan importantes como Toledo, y Valencia,
después de haber conquistado Coimbra, Viseo, Lamego, Barbastro y otros puntos, produjeron la
invasión en España de un nuevo pueblo musulmán, que por entonces comenzaba a ser poderoso en
África, y hacia el cual, como de costumbre, dirigieron sus miradas los príncipes españoles; quienes
de tal modo temían a los cristianos, sintiéndose débiles para resistirles, que llegaron a opinar por el
abandono del país.

219. Los Almorávides.


Conocemos cuán ligada ha estado siempre la historia política de nuestra península con la del
N. de África, y cómo esta relación no se rompió ni aun en la época de los grandes califas de
Córdoba, quienes más de una vez tuvieron que contrarrestar el poderío de los musulmanes
africanos, o les pidieron fuerzas para sus luchas interiores y para la organización de su ejército.
Desde que el N. de África se había declarado independiente del califato oriental (§ 150), el
elemento predominante allí era el berberisco, porque éste formaba la base de la población indígena.
Diferentes tribus y familias habían ido constituyendo distintos reinos, a veces muy poderosos, como
el de los Fatimitas, con quienes lucharon Ab-derrahmán III y sus sucesores. En el último tercio del
siglo XI, se levantó un nuevo poder político en África: el de los berberiscos del Sahara, cuyo núcleo
fue la tribu de los Lamtunas, movida a la guerra por las predicaciones de un alfaquí llamado
Abdalá, que se dolía de la falta de entusiasmo religioso de los musulmanes. Convertidos a la
religión de Mahoma y fanatizados los Lamtunas, se lanzaron a la conquista del África, tomando el
nombre de morabetyn o Almorávides (que quiere decir hombres religiosos) y logrando fundar un
vasto imperio que se extendía, a fines del siglo, desde el Senegal hasta Argel. El jefe o emperador
de los almorávides, contemporáneo de Motamid, llamábase Yúsuf-ben-Texufín o ben Taxfin, y con
él mantenían relaciones algunos de los reyes de Taifas y hasta le habían pedido en diferentes
ocasiones que les ayudara contra los cristianos.
Sin embargo, cuando se formalizó el peligro y pensaron los reyes de Taifas en solicitar de
común acuerdo el auxilio de los Almorávides, algunos vacilaron, porque en general tenían pocas
simpatías por los nuevos dominadores de África, gente fanática que hacía notable contraste con los
descreídos, pero ilustrados musulmanes españoles. Veían éstos, además, en el gran poderío de
aquéllos, un peligro, un arma de dos filos, que podía volverse contra los musulmanes españoles. El
peligro más próximo, que era el de los cristianos, decidió por fin a los reyes andaluces, y el propio
Motamid expresó muy bien la fuerza de las circunstancias cuando, advirtiéndole su hijo Arraxid de
las graves consecuencias que podía traer para los príncipes españoles la venida de los Almorávides,
le contestó: «Todo eso es verdad; pero no quiero que pueda censurarme la posteridad de haber sido
causa de que Andalucía sea presa de los infieles. No quiero que mi nombre sea maldecido en todas
las cátedras musulmanas; y si tengo que elegir, prefiero ser camellero en África que porquero en
Castilla». Envióse, pues, a Yúsuf una embajada formada por cadíes de Badajoz, Sevilla, Granada y
Córdoba.

220. Invasión de los Almorávides.


Los embajadores conferenciaron con el emperador almorávid Yúsuf, invitándole, en nombre
162

de sus soberanos, a venir a España con un ejército, bajo la condición, entre otras que no se conocen,
de obligarse con juramento a no quitar sus Estados a los príncipes andaluces. Yúsuf prestó el
juramento, pero exigió se le diese la plaza de Algeciras. No queriendo dársela por su propia
autoridad los embajadores, Yúsuf les dejó ir sin darles respuesta definitiva; mas a poco, amparado
por una declaración de sus alfaquíes que le reconocía el derecho de apoderarse de Algeciras si no se
la cedían buenamente, se presentó con fuerte escuadra y logró que las tropas de Motamid, que
guarnecían aquella ciudad, la desalojaran. Luego, habiendo fortificado Algeciras y dejado allí
tropas, se dirigió a Sevilla, donde se le unieron soldados de los reyes de Granada, Málaga y
Almería. Con todas estas fuerzas marchó Yúsuf a Badajoz, donde se juntaron a él más soldados del
rey de este último punto. No lejos de allí, en un lugar que los Musulmanes llamaban Azagal
(Zalaca, nombre que hoy se conserva), encontró Yúsuf al ejército del rey de León (entonces
Alfonso VI) que venía a buscarle. Se dio la batalla (Octubre de 1086), y los cristianos fueron
vencidos con pérdidas enormes. Por el pronto, sin embargo, los musulmanes no recogieron todo el
fruto que prometía esta victoria, porque Yúsuf recibió la noticia de haber muerto su primogénito y
se volvió al África, no dejando en España más que un cuerpo de 3.000 hombres al mando del rey de
Sevilla, Motamid. Los cristianos, además de las grandes pérdidas sufridas en Zalaca, hubieron de
evacuar a Valencia (que habían conquistado antes) y abandonaron el sitio de Zaragoza. Los reinos
de taifas que pagaban tributo al rey de León y Castilla, se vieron también libres de este gravamen.
No obstante, los cristianos seguían siendo un peligro, especialmente por el E., donde, gracias
a un fortísimo castillo que poseían, llamado de Aledo y sitiado entre Murcia y Lorca, amenazaban
continuamente a los musulmanes cercanos, destruyéndoles los campos y llegando a sitiar la ciudad
de Almería. Motamid se dirigió contra Aledo con sus tropas y las dejadas por Yúsuf; pero todos sus
esfuerzos fueron inútiles.
Entonces se pensó de nuevo en los Almorávides, y esta vez la idea era popular, acariciada por
todos, y especialmente por los alfaquíes y notables de la región oriental. La victoria de Zalaca había
dado a Yúsuf gran renombre y estimación entre los andaluces, y en particular entre los individuos
del clero y los fanáticos. Después del mal éxito de la expedición contra Aledo, se vio bien que sin
auxilio extraño nada podían los príncipes andaluces. Llamado el almorávid por el propio rey de
Sevilla, desembarcó de nuevo en la primavera de 1090 con fuerte ejército y puso sitio a Aledo.
Acudieron los castellanos al socorro, y Yúsuf se retiró sin presentar batalla; pero el fuerte había
quedado tan maltrecho del sitio, que Alfonso lo abandonó, incendiándolo. Con esto, se consiguió lo
que querían los musulmanes, aunque sin gloria para ellos.

221. La dominación almorávid.


Mientras tanto, la opinión seguía pronunciándose a favor de Yúsuf y en contra de los
príncipes andaluces. El pueblo, con sentido práctico natural, comprendía que sólo bajo el poder
fuerte del emperador almorávid gozaría de paz y mejoraría su condición, siendo preferible tener un
solo amo a tener muchos. Los alfaquíes, quejosos de la tibieza religiosa de los reyes de taifas, que
permitían la libre predicación de ideas heterodoxas, creyeron ver en el reinado de Yúsuf el cambio
completo de cosas, siendo ellos los que dominarían entonces: así es, que intrigaban todo lo posible
para que Yúsuf se determinase a destronar a los príncipes andaluces; y aunque éstos advirtieron las
intrigas y castigaron a varios alfaquíes, el propósito se consiguió. Yúsuf, a quien habían seducido la
hermosura de la tierra de España y las riquezas de algunos de los príncipes, se dirigió al cabo contra
ellos y los venció, arrojándolos de sus tronos y proclamándose señor de España (1090-91). Sólo se
conservó como rey el de Zaragoza, reconociendo la soberanía de Yúsuf; pero tan sólo por pocos
años, pues el sucesor de Yúsuf, Alí, se hizo también dueño de Zaragoza. Así volvieron a la unidad
política los territorios musulmanes. En 1111, toda la España musulmana, excepto Rueda, pertenecía
al príncipe almorávid.
Sobre los musulmanes, la gobernación de los Almorávides fue buena en un principio. Las
contribuciones se rebajaron, el pan y demás artículos de primera necesidad iban baratos y se gozaba
163

de sosiego. Pero al poco tiempo variaron las cosas.


Lo emperadores almorávides sucesores de Yúsuf, Alí (1106-1143)y Texufín (1143-1145), no
adelantaron un paso la reconquista del antiguo poderío musulmán. Salvo el abandono de Aledo y la
toma de Valencia y algunas otras poblaciones o castillos de poca importancia, la dominación
musulmana no avanzó apenas, aunque por la parte de Castilla y de Portugal la guerra fue continua y
se dieron grandes batallas favorables a los invasores. Toledo siguió siendo de los castellanos, y en
1118 Zaragoza cayó en poder de los aragoneses. Los guerreros almorávides, enriquecidos por el
botín de los reyes de taifas, se debilitaron, y entregáronse a una vida perezosa, llena de deleites.
Alí se dejaba manejar por una de sus mujeres, la cual (como otras de varios dignatarios de la
corte) daba los empleos por dinero; de suerte, que el pueblo llegó a burlarse del soberano y los
nobles a pretender destronarlo. La seguridad personal era nula: en las ciudades y en los campos
abundaban los ladrones; el comercio se paralizó, y los víveres no eran ya baratos como al principio.
En estas circunstancias ocurrió en África una tremenda sublevación que puso desde el primer
momento en peligro el poder de los Almorávides.

222. Los Almohades.


Los sublevados eran moros habitantes de las montañas del Atlas marroquí, gentes salvajes, sin
cultura ninguna, fanatizadas por un pretendido reformador religioso que había tomado el nombre de
Mahdí, anunciado por Mahoma. Los nuevos creyentes se llamaron Almohades (Almu-wahhidún,
esto es, «unitarios») aludiendo a sus creencias; y como eran hombres atrevidos, robustos y
enérgicos, atacaron con brío a los Almorávides (1125) para apoderarse del Imperio de África.
Muchas de las tropas que estaban en Andalucía tuvieron que acudir a defender los territorios
africanos, con lo que los españoles quedaron muy desguarnecidos.
Al propio tiempo, los musulmanes de España, muy descontentos de sus monarcas (quizá por
motivos religiosos), producían diferentes sublevaciones en Mértola, Córdoba, Murcia, Valencia y
otros puntos. El mismo afán que se tuvo antes por destronar a los reyes de Taifas, se tenía ahora por
sacudir la dominación almorávid; y para conseguirlo se pensaba sin repugnancia incluso en
someterse al rey de Castilla y pagarle tributo, como en tiempos de Motamid. Formáronse estados
independientes en el Algarbe, en Córdoba y en Murcia y Valencia, hasta el punto de constituir,
como dice un autor, «un segundo período de reyes de Taifas»; siendo los principales de estos reyes
Abencasi, Abenhamdín, Abenhud Aimpstansir (o Zafadola) y Abenmerdanix o el rey Lobo: estos
dos últimos muy mezclados, como veremos, en la historia de los reyes cristianos.
Los Almohades se encargaron de resolver la situación. Habiendo vencido en África a los
Almorávides y destruido su poder, vinieron a España (1146) llamados por Abencasi, y se
apoderaron sucesivamente de Tarifa, Algeciras, Gibraltar, Jerez, Sevilla, y otras poblaciones del S.
Casi todos los reyezuelos rebeldes de Portugal, Extremadura y S. de Andalucía, se sometieron en
1150; y aunque los de Levante tardaron más, en 1172, con la sumisión del hijo de Abenmerdanix
que dominaba en Murcia, rigen los Almohades todos los territorios musulmanes de la Península. El
emperador almohade, que residía en África, vino a Sevilla (1172) por algún tiempo; pero en general
hubo en España un gobernador; con lo cual quedó en la categoría de provincia dependiente del
imperio africano, dirigida por simples gobernadores. A la vez, con la venida de los Almohades se
consumaba un cambio de raza preparado ya de antiguo y reforzado por los propios Almorávides: el
elemento berberisco, tan pujante ya en los últimos tiempos del califato y al que pertenecían los
nuevos dominadores, lo absorbió todo, rechazando de tal manera a los árabes puros, que éstos no se
atrevían ni a declarar su origen. Desde entonces cabe decir que los musulmanes españoles son casi
exclusivamente moros.

223. Guerra con los cristianos.


Como era natural, se encendió pronto la guerra con los reyes de Castilla y de Aragón, que no
cesaban en sus correrías, con ánimo de adelantar las fronteras. Los primeros encuentros fueron de
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resultados variables. Los Almohades vencieron en Atarkines, cerca de Badajoz, en Santarem y otros
puntos; pero en cambio pierden varias plazas, como Évora y Cuenca, y son derrotados en Ciudad
Rodrigo, Silves, y otros lugares. El rey de Castilla, Alfonso VIII, envió un cartel de desafío —fiado
en su poder y en el auxilio de otros reyes— a Yacub, emperador entonces de los Almohades y
residente en África (1194). Yacub aceptó el reto y desembarcó en España con numerosas fuerzas,
haciendo sufrir gravísima derrota en Alarcos (Badajoz) a Alfonso VIII, a quien no ayudaron en esta
ocasión los aragoneses ni tropa alguna extranjera (1195). Yacub se apoderó, merced a esta victoria,
de varias poblaciones, entre ellas Guadalajara, Madrid y Uclés, y en 1198 regresó al África. La
guerra continuó, sin embargo; y años después las tropas españolas, reunidos los contingentes de
leoneses, castellanos, navarros y aragoneses, alcanzaron el desquite en la memorable batalla de las
Navas de Tolosa (16 julio 1212), que fue tremenda y definitiva derrota para los Almohades; pues
aunque los cristianos no supieron aprovecharse debidamente de su victoria y el general almohade
Abu-Saíd taló al año siguiente (1213) las comarcas de Talavera y Extremadura, fue vencido
nuevamente en Febragaen, y los musulmanes no pudieron oponer ya a los cristianos obstáculo serio.
La victoria de las Navas fue un suceso capital en la reconquista. De ella parte el engrandecimiento
territorial de los reinos españoles.

224. Nueva disgregación de los Estados musulmanes.


A partir de 1214, aparecen nuevos peligros para la dominación almohade en la Península.
Comienza con discordias en la familia imperial por sucesión al trono, sublevándose el gobernador
de Murcia, tío del emperador Yúsuf, muerto en 1224; y siguen diferentes sublevaciones de
gobernadores y caudillos, que mantienen en grande anarquía, no sólo los territorios españoles, sino
los africanos, ayudándose algunos de los pretendientes de tropas castellanas. Resultado de estos
movimientos fue la constitución de varios Estados autónomos y el destronamiento de los
Almohades. En Valencia se formó un reino (1228) de escasa duración; en Murcia (1228) otro, que
duró hasta 1241 y que con su rey Aben-Hud llegó en 1229 a dominar la mayor parte de la España
musulmana; y en Arjona un tercero (1230), que fue al cabo el más próspero. Su soberano,
Mohamad-Abu-Abdalá-Alahmar, se apoderó en 1232 de Jaén y fue luego reconocido en los distritos
de Baza, Guadix y Granada, fijando en esta última población su corte (1238) y fundando así el reino
de Granada, único que había de subsistir por algunos años y cuyo territorio comprendía la cuenca de
Sierra Nevada y toda la costa desde Almería a Gibraltar. La dinastía de Alahmar se llamó de los
nasridas o naseritas (nazaridas), del nombre de los Ben-Nasr, a que aquél pertenecía. En el
entretanto, los castellanos se apoderaban de Córdoba y otros puntos. Mohamad-Alahmar, para que
no combatieran, les cedió Jaén (1246), y luego les ayudó con tropas propias a conquistar la plaza y
territorio de Sevilla (1248); con lo cual, fuera del reino de Granada, no quedó a los musulmanes otra
posesión en la Península, si se exceptúan pequeños núcleos en el S. de Portugal, puesto que las
regiones de Aragón y Valencia y las Baleares cayeron también, por entonces, en poder de los
cristianos. Veremos, sin embargo, cómo el reino de Granada bastó por mucho tiempo para sostener
la guerra, sin que los cristianos lo dominaran hasta dos siglos después.

Reinos de León y Castilla


225. Fernando I.—Comienzan las grandes conquistas.
Vimos ya la división que hizo de sus Estados Sancho el Mayor de Navarra (§ 170), merced a
la cual se constituyó legalmente en reino Castilla, con Fernando I; y como éste se apoderó luego de
León, uniendo así las dos coronas. Para afianzar su dominación, celebró (1050) Concilio en
Coyanza (Valencia de Don Juan, hoy), y ratificó allí todos los fueros concedidos por Alfonso V,
con lo cual detuvo el descontento de los leoneses, que no miraban con simpatía al vencedor de su
rey. Poco después se empeñó en guerra con su hermano García, de Navarra, que pretendía reunir
bajo su mando todos los territorios que fueron de su padre. A pesar de la intervención de varios-
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monjes ilustres, como Santo Domingo de Silos y San Íñigo, abad de Oña, que trataron de evitar la
fratricida lucha, ésta se empeñó, especialmente por terquedad de García, quien fue vencido y
muerto en Atapuerca (1054). Fernando I no se apoderó, sin embargo, del reino de Navarra, sino que
lo dejó a un sobrino suyo, hijo de García, y él dirigió toda su actividad a la guerra contra los
musulmanes, que había de constituir timbre glorioso de su reinado. Se dirigió primero del lado de
Portugal, donde los árabes poseían muchas ciudades, entre ellas la de Viseo, cerca de la cual había
conquistado poco antes, el cadí de Sevilla dos castillos que formaban un núcleo completamente
independiente desde la época de Muza, quien concertó con sus habitantes un tratado de paz. El rey
Fernando se apoderó rápidamente de Viseo y Lamego (1057). Atacó en. seguida los territorios
musulmanes de Aragón, conquistando varias fortalezas del S. del Duero, y asolando más tarde el N,
del reino de Toledo, hasta Alcalá de Henares. Resultado de estas victorias, fue que se declararan
tributarios de Fernando I los reyes musulmanes de Badajoz, Toledo y Zaragoza. Años después
(1063), se corrió el castellano a las tierras de Sevilla, quemando pueblos y destruyendo cultivos. El
rey Motadid (§ 218) se sujetó a pagarle un tributo anual, entregándole, además, el cuerpo de San
Isidoro, que estaba enterrado en Sevilla. Al año siguiente (1064) se apoderó Fernando de Coimbra,
en Portugal, recogiendo más de 5.000 prisioneros, y en seguida se dirigió contra el rey de Valencia,
venciéndolo en Paterna, a tiempo que la fortaleza de Barbastro era tomada a los musulmanes por
una tropa de Normandos que había venido de Francia al mando de un tal Guillermo de Montreuil,
general en jefe de las tropas del Papa. Fernando no se pudo apoderar de Valencia por caer enfermo,
circunstancia que le hizo retirarse a León, donde murió con grandes extremos de religiosidad
(1065).
Su política exterior, tan favorable para los intereses españoles, quedó en parte destruida por la
inexplicable disposición de su testamento (inexplicable en hombre que, como él, conocía por
experiencia propia las funestas consecuencias de dividir el reino), según el cual había de
corresponder la corona de Castilla al primogénito de Fernando, Sancho; la de León, a su otro hijo,
Alfonso; los territorios gallegos, con cualidad de reino, a García, y a sus dos hijas, Urraca y Elvira,
los señoríos de Zamora y Toro, respectivamente.

226. Guerra civil.


Durante dos años y merced a la influencia de la reina madre, hubo paz entre los nuevos reyes
y señores que se repartían los Estados de Castilla y León. Muerta aquélla (1067), estalló la guerra
civil por ambición de Sancho, que aspiraba a reconstituir bajo su cetro la unidad política de
Fernando I. Para ello atacó primeramente a su hermano Alfonso, venciéndolo en dos batallas
(Llantada y Volpéjar), en la segunda de las cuales lo hizo prisionero, encerrándolo en un castillo.
Alfonso pudo escapar a poco, y buscó refugio en la corte del rey de Toledo, que gustoso se lo
prestó. Dirigióse en seguida Sancho contra Galicia, destronando también a García, que huyó a
Sevilla; volviendo así aquellos tiempos de Sancho rl Craso, en que los monarcas cristianos iban a
pedir hospitalidad y ayuda a los Musulmanes. La ciudad de Toro, en que gobernaba Doña Elvira, se
sometió a Sancho; pero Zamora se resistió. Púsole sitio el rey de Castilla, y en él fue muerto a
traición por un fingido desertor de la plaza, llamado, según la tradición, Bellido Dolfos. Así
tuvieron fin los proyectos ambiciosos de Don Sancho, aun cuando no acabó la guerra civil; porque
si bien Alfonso, que volvió de Toledo, fue reconocido rey por los leoneses y por los castellanos
(como heredero de su hermano, muerto sin hijos), para anexionarse a Galicia tuvo que guerrear con
García, que vino a recuperar el trono con tropas del rey sevillano. Vencido García, fue encerrado en
una prisión, donde murió.

227. La conquista de Toledo.


Así que Alfonso VI hubo reunido bajo su poder los tres reinos separados por su padre, dirigió
su actividad a lo que había de ser ocupación gloriosa de su vida: la guerra con los musulmanes. La
situación política de éstos era entonces muy crítica y débil (§ 219): la mayor parte de los reyezuelos
166

pagaban tributo a los monarcas cristianos. Con el de Toledo había Alfonso celebrado un pacto, en el
cual, como recompensa a la hospitalidad recibida cuando huyó de su hermano Sancho, se
comprometía a no hacer la guerra contra aquel reino mientras viviesen el rey Alimenón y su hijo
mayor. Alfonso no se contentaba, sin embargo, con esta superioridad reconocida, que en nada
ensanchaba sus fronteras. Aprovechando la circunstancia de haber ayudado el rey de Sevilla,
Motamid, a García, le declaró la guerra, invadiendo sus territorios con fuerte ejército. Motamid,
aunque muy poderoso, carecía de fuerza bastante para resistir el empuje de castellanos y leoneses;
pero, gracias a la habilidad de su ministro Ibn-Amar o Aben-Amar, que conocía al monarca
cristiano por haber estado varias veces en Castilla, pudo conjurar por entonces el peligro, si bien
comprometiéndose a pagar doble tributo. Poco después, y a consecuencia del pago de este tributo,
invadió Alfonso de nuevo las tierras sevillanas, sitió a Sevilla durante tres días, cogió gran número
de prisioneros y llegó hasta la orilla del mar, en Tarifa (1082), Entonces metió su caballo en el agua,
y cuéntase que dijo estas palabras, reveladoras de sus anhelos políticos: «¡Esta tierra es la última de
España, y la he pisado!»
Entretanto, ocurrían en Toledo sucesos que obligaban también a que interviniese Alfonso. Los
toledanos se habían sublevado contra su rey, Cadir, príncipe débil, subyugado por el monarca de
Castilla, y lo habían arrojado de la ciudad, entregándola al de Badajoz. Alfonso prometió reintegrar
en su trono a Cadir, a cambio de tributos crecidos y de varias fortalezas, y así lo hizo (1084); pero
no se contentó con el dinero y las poblaciones que Cadir le hubo de dar. Conociendo la flaqueza, del
reyezuelo musulmán, aspiraba a hacerse dueño de la misma Toledo, plaza fuerte importantísima,
centro insustituible de operaciones militares contra los musulmanes. Alfonso reunió considerable
ejército, en el que figuraban bastantes caballeros franceses (entre ellos dos condes de la casa de
Borgoña), y sitió la capital después de apoderarse de varios pueblos cercanos, de los cuales uno fue
Madrid. El sitio duró poco, no obstante ser Toledo ciudad inexpugnable, dada su estratégica
situación, porque el ejército cristiano impedía la llegada de víveres, y el rey Cadir, además,
comprendía que era demasiado débil para oponerse a Alfonso. Le pidió, por tanto, capitulación, y
ésta se convino en los siguientes términos: Se respetarían la vida y haciendas de los toledanos, que
podrían quedarse en la ciudad o salir de ella, según desearan; no se les haría pagar más que un
tributo personal fijado previamente; se les dejaría la mezquita mayor para su culto, y Alfonso se
comprometía a poner a Cadir en posesión de Valencia. El rey cristiano hizo su entrada en Toledo el
25 de mayo de 1085, hecho de suma trascendencia para la historia militar y para la civilización de
los castellanos. Toledo, no soló fue desde entonces el centro de la reconquista, desde el cual se pudo
atacar perfectamente los Estados musulmanes, sino, a la vez, un centro de cultura notable: de un
lado por el contacto más íntimo entre el elemento cristiano y el oriental, que entonces empieza a
influir de modo más activo, y de otro, por la mayor acción que ejercen los mozárabes sobre sus
correligionarios del N., que los van salvando del dominio musulmán.
La capitulación hecha con Cadir no se cumplió fielmente en todas sus partes. El espíritu
celoso e intransigente de los monjes de Cluny, que pesaba mucho sobre el ánimo de la reina (de
origen francés, como ellos), llevó a los vencedores, a los pocos días de haber entrado en la ciudad, a
usurpar a los mahometanos sometidos la mezquita mayor, convirtiéndola en iglesia cristiana. El rey
Alfonso, que se hallaba a la sazón fuera de Toledo, tomó muy a mal esta contravención de lo
pactado, y quiso castigar al nuevo arzobispo de Toledo (don Bernardo, antes abad de Sahagún) y a
la reina; pero los mismos musulmanes cuéntase que intercedieron para evitar un conflicto. No fue
éste, sin embargo, el único hecho que marcó la influencia cluniacense en España, a la cual se
debieron grandes cambios en la organización de la iglesia nacional y notable impulso en el orden
literario.

228. Consecuencias militares de la toma de Toledo.


El efecto producido en los Musulmanes por la conquista del reino toledano, fue enorme.
Todos los reyezuelos de Taifas se humillaron a Alfonso, pidiéndole la paz y ofreciéndole tributos.
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Un ejército castellano sitiaba a Zaragoza; otro se posesionó de Valencia colocando en el trono a


Cadir (conforme a la capitulación de 1085), pero quedándose en la capital y sus tierras, donde eran
los verdaderos amos; una tropa de caballeros, al mando del capitán García Jiménez, conquistó el
castillo de Aledo (§ 220), y desde allí amenazaba continuamente los reinos de Murcia y Almería.
Alfonso titulábase, con razón, «soberano de los hombres de las dos religiones».
En estas circunstancias, los reyes musulmanes hubieron de llamar en su auxilio a los
Almorávides, y las consecuencias de esta invasión ya las conocemos. Los cristianos fueron
derrotados en Roda y Zalaca, y años después en Uclés (1108), con muerte del infante Don Sancho,
hijo de Alfonso VI, y los caudillos del ejército castellano. Por fortuna, los almorávides no supieron
aprovecharse de sus triunfos, y, aunque hicieron desistir del cerco de Zaragoza y evacuar a Valencia
y Aledo, lo fundamental de las conquistas de Alfonso se mantuvo incólume. El rey murió en 30 de
Junio de 1109, amargado por las derrotas sufridas y por la muerte de su hijo Sancho.

229. El Cid.
Figuró mucho en el reinado de Alfonso VI un caballero castellano llamado Ruy Díaz de
Vivar, cuya memoria se ha hecho célebre en todo el mundo y especialmente en el pueblo español,
con los nombres de El Cid y El Campeador. Era natural de Burgos, o de la aldea de Vivar, según
creen algunos autores, ignorándose el año en que nació, aunque seguramente hubo de ser en el
primer tercio del siglo XI, pues figura ya su nombre en un documento del reinado de Fernando I. El
dictado de Campeador (que significa retador o batallador) lo alcanzó por haber triunfado en un
combate singular habido, según costumbre de la época, y por cuestiones de patriotismo, con un
caballero navarro. Guerreó al servicio de Sancho II, contribuyendo notablemente a la victoria de
Volpéjar o Golpéjar, y asistió al sitio de Zamora, donde tuvo un altercado fuerte con el rey, que lo
desterró en el primer rapto de cólera, aunque en seguida lo llamó nuevamente. Como todos los
nobles castellanos, reconoció a Don Alfonso VI, y por encargo de éste fue a Sevilla para recoger el
tributo anual que pagaba Motamid. Hallándose éste en guerra con el rey de Granada (que le había
atacado con tropas en que figuraban muchos castellanos al mando de un conde llamado García
Ordóñez, de sangre real, portaestandarte del rey en tiempo de Fernando I), el Cid se puso del lado
de Motamid, como aliado de Alfonso, y derrotó a los granadinos en Cabra, haciendo prisionero a
García Ordóñez, si bien lo dejó en libertad a los pocos días. Al volver a la corte castellana con el
botín y el tributo y con regalos de Motamid, fue acusado por sus enemigos, no se sabe si con razón,
de haberse apropiado parte de las riquezas que traía para el rey. Éste, que tal vez guardaba aún
resentimiento a Rodrigo por la derrota de Volpéjar (§ 226), aprovechando la circunstancia de haber
a poco el Campeador movido la guerra a los moros sin venia del monarca, lo desterró en sus
Estados.
Entonces comienza el período característico de la vida militar del Cid. Fuera de su patria,
rodeado de su no muy numerosa tropa, busca riquezas y honores cerca de otros reyes, a cambio de
ayudarles con su espada; y al cabo, como muchos nobles castellanos y leoneses habían hecho antes
que él, se pone al servicio del reyezuelo musulmán de Zaragoza, Almoctadir. En este concepto,
hace la guerra a diferentes caudillos moros, y, después de un intento de reconciliación con Alfonso
VI, no muy satisfecho el Cid de las buenas disposiciones de aquél, vuelve a servir a Almutamin,
hijo de Almoctadir, en cuyo favor luchó contra el rey moro de Valencia, a quien auxiliaban el
monarca cristiano de Aragón Sancho Ramírez y el conde de Barcelona Berenguer Ramón II.
Rodrigo los venció, alcanzando gran fama entre los musulmanes aragoneses. El nombre de Cid le
vino a Rodrigo precisamente de sus soldados musulmanes, pues la voz Cid (Mío Cid, mi Cid, dicen
los documentos antiguos) procede del árabe, Sidi, señor. Almutamin concedió a Rodrigo grandes
honores en Zaragoza (1082). Años después, habiendo tenido que abandonar el territorio valenciano
(a consecuencia de la Batalla de Zalaca) las tropas castellanas que, como sabemos, habían colocado
en el trono de Valencia al ex rey de Toledo Alcadir, encontróse éste desamparado frente a la
malquerencia de la mayoría de sus súbditos. Buscó entonces (1086) alianza con el rey de Zaragoza,
168

y como caudillo de éste fue a Valencia, para apoyar a Alcadir, Rodrigo Díaz, con tropas en que se
mezclaban los cristianos y los musulmanes. A pesar de ir en representación ajena, el Cid obró por
cuenta propia y concertó con Alcadir un tratado, en virtud del cual éste se comprometía a pagar a
Rodrigo un tributo mensual y alojarlo en Valencia, así que el Cid le repusiese en el trono. El Cid lo
repuso, efectivamente, después de haber vencido y hecho tributarios a los gobernadores y
reyezuelos de Tortosa, Albarracín, Alpuente y otros puntos; y por haber después de esto sitiado
Alfonso de Castilla a Valencia, a pesar de las reclamaciones del Cid, éste asoló los territorios
castellanos de Nájera y Calahorra.

230. El Estado independiente de Valencia.


Pocos años después (1092) ocurrió una sublevación en Valencia, dirigida por el cadí Aben-
Gehaf, quien destronó y dio muerte a Alcadir, proclamando la república como forma de gobierno.
Al saber esto el Cid, marchó sobre Valencia con gran número de cristianos y musulmanes y,
sitiando la ciudad, logró que los valencianos le pidiesen paz, obligándose a pagarle un crecido
tributo; pero al poco tiempo, y después de varias vicisitudes —una de las cuales fue pelear el Cid
con el reyezuelo moro de Albarracín, a quien apoyaba el rey de Aragón y que deseaba apoderarse
de Valencia—, Rodrigo se posesionó de la ciudad (1094). En ella vivió con su mujer y sus soldados
hasta 1099, siendo un verdadero señor independiente, derrotando en varias ocasiones a los
Almorávides que le sitiaron y aliándose con Pedro I de Aragón. Eran sus tributarios los reyes moros
de Albarracín, Alpuente, Murviedro y otros puntos; y con Alfonso VI de Castilla reanudó las
buenas relaciones, aunque conservando de hecho la independencia.
Su gobierno en Valencia fue duro para los vencidos y no siempre correcto y noble en los
procedimientos. En esto el Cid no era una excepción de su época, sino que conformaba con el
carácter general de los nobles guerrilleros, ambiciosos, de poco escrúpulo en las relaciones sociales,
deseosos de riquezas y de poder, y que lo mismo guerreaban contra los musulmanes que contra
cristianos. El Cid, no obstante sus luchas con los condes de Barcelona y los reyes de Aragón, casó a
una de sus hijas con Ramón Berenguer III, y a la otra con Ramiro, de la casa real de Navarra.
Muerto Rodrigo, su mujer Jimena (hija del conde de Oviedo) trató de sostenerse en Valencia,
a pesar de los ataques de los Almorávides; pero notando bien pronto que no le sería posible
defenderse mucho tiempo, pidió auxilio al rey Alfonso VI (1101) el cual lo concedió, logrando
hacer levantar el sitio a los moros. No obstante esta ventaja, el rey comprendió que no podría
mantener a Valencia, demasiado alejada de Castilla, y dadas las condiciones de la época, después de
la derrota de Zalaca. Evacuaron, pues, la ciudad las tropas del Cid (1102), no sin haberla
incendiado, para que los musulmanes no hallasen sino ruinas; y así acabó el reino del Cid. Tanto
éste como su mujer favorecieron con donaciones a varios monasterios e iglesias y dieron privilegio
para levantar la catedral valenciana. Fueron enterrados en San Pedro de Cardeña, con cuyos monjes
había mantenido el Cid relaciones muy amistosas 18. Del Cid se conservan dos espadas (Colada y
Tizona), la primera en la Armería real de Madrid, donde también hay una silla de montar que se le
atribuye.

231. El reinado de Doña Urraca.


No habiendo dejado Alfonso VI hijos varones, entró a sucederle su hija Doña Urraca, casada
en primeras nupcias con Raimundo de Borgoña (uno de los nobles franceses que hubo en la
conquista de Toledo) y ahora viuda de él, con un hijo de corta edad, llamado Alfonso. Los
castellanos y leoneses, que por vez primera veían en el trono a una mujer, precisamente en época
18 Tal es la historia verdadera del Cid, hasta donde es posible conocerla. Los poetas castellanos de la Edad Media, los
romances populares, los autores árabes y la fantasía del vulgo, añadieron luego multitud de pormenores
extraordinarios, que han formado la leyenda del Cid: tales la jura en Santa Gadea, tomada al rey .Alfonso VI; el
casamiento de las hijas de Rodrigo con los condes de Carrión; las guerras con el Emperador; la visita al Papa; la
batalla ganada por el Cid después de muerto, y otros más, que han hecho interpretar erróneamente el carácter e
ideas del Cid, dando como suyas intenciones que son de otros tiempos y de personas distintas.
169

que por las circunstancias políticas necesitaban la dirección de un hombre enérgico —pues que los
Almorávides apretaban por el Sur, y aunque no se apoderaron de Toledo hiciéronlo después de
Madrid, Talavera y otros puntos—, pusieron por condición a Doña Urraca que se casase
nuevamente, y le proporcionaron por marido a Don Alfonso I, rey de Aragón, pariente de la reina y
con quien ésta no se avenía en manera alguna. La presión de los nobles la obligó a casarse, no
obstante, y ambos cónyuges fueron proclamados reyes de León, Castilla y Toledo, mientras el hijo
de Doña Urraca, Alfonso, de menor edad, se criaba en Galicia, considerado, según la voluntad de su
abuelo, como rey de esta región.
La unión de los dos monarcas de Aragón y Castilla parece que debía inaugurar un período de
gran florecimiento, especialmente en el orden militar, puesto que Alfonso I llevaba, en
demostración de sus aficiones, el título de Batallador; pero no fue así. Doble serie de cuestiones y
desavenencias separaron a marido y mujer: de una parte, las condiciones diferentes de carácter de
uno y otro y la conducta poco recatada de la reina produjeron disgustos domésticos, hasta el punto
de encerrar Don Alfonso a Doña Urraca en un castillo, cerca de Zaragoza; de otra, el rey aragonés,
deseando gobernar en León y Castilla como soberano absoluto, realizaba actos como el de poner en
los castillos alcaides exclusivamente aragoneses y navarros, cosa que descontentaba mucho a la
nobleza indígena y a la misma reina. Comprometió aún más la situación el haber declarado el Papa
nulo el matrimonio de Don Alfonso y Doña Urraca, por parentesco entre ambos, amenazando con la
excomunión si no se separaban. El alto clero leonés y castellano aceptó esta declaración del Papa y
se puso frente a Don Alfonso, que le persiguió duramente. Con estos antecedentes no era dudoso
que la guerra había de estallar, como así sucedió, poniéndose del lado de Doña Urraca casi toda la
nobleza, que veía con malos ojos la intrusión del aragonés. Por último, se complicó nuevamente el
estado de cosas con el alzamiento de un partido gallego, cuyas cabezas eran el conde de Trava, ayo
del infante Alfonso (el hijo de Doña Urraca) y el obispo de Compostela, Don Diego Gelmírez, que
hicieron coronar al infante por rey de Galicia (1110), y luego, con la ayuda de muchos nobles,
intentaron coronarlo también en León.

232. Anarquía política.


El condado de Portugal. Produjese con todo esto una serie de guerras interminables y
complejísimas. Luchaba de un lado el rey de Aragón para conquistar el poder en los territorios de su
esposa. Ésta ayudaba unas veres a su hijo, otras se reconciliaba con su marido, celosa de la
preponderancia del infante, o bien guerreaba por su cuenta contra unos u otros, apoyada por los
municipios (que en este período crecieron en importancia, organizando sus fuerzas y coaligándose
entre sí) y por varios nobles, entre ellos el conde de Lara, favorito suyo, de quien tuvo un hijo y con
quien se cree que casó al fin, una vez roto definitivamente el matrimonio con Don Alfonso de
Aragón.
Mezclábase en estas contiendas una hermana de Doña Urraca, llamada Doña Teresa, casada
con otro de los condes franceses, Enrique de Lorena, a quien Alfonso VI había concedido (1095?)
territorios al N. de la Lusitania, formando un condado, que se llamó portugalense o de Portugal y
que comprendía las ciudades de Braga, Porto, Coimbra, Viseo y Lamego, con otras villas y lugares
situados entre el Tajo y el Miño. Alfonso VI concedió el condado al de Lorena a título de feudo,
obligándole, como vasallo, a pagar ciertas parias anuales y a concurrir a la guerra contra los moros
con 500 caballeros. Aprovechándose de las guerras civiles entre Doña Urraca y su marido, el conde
de Portugal (que al parecer abrigaba pretensiones sobre toda la herencia territorial de Alfonso VI)
pasó a Francia para reclutar tropas y se alió con la reina, logrando, según parece, la promesa de
nuevos territorios al N. del Miño y por el E. hasta Valladolid, comprendiendo Zamora, Salamanca y
Toro. Murió el conde Enrique en 1114, y su mujer Doña Teresa continuó su política ambiciosa,
conforme a lo cual, aprovechándose de las circunstancias, unas veces se unía al conde de Trava,
otras a Doña Urraca o al obispo Gelmírez. Así logró apoderarse de comarcas de Tuy y Orense
(1119), hasta que, unidos Doña Urraca y su hijo el rey de Galicia, derrotaron a las gentes de Doña
170

Teresa, concertándose una paz en que ganó la condesa de Portugal algunas tierras en la región S. de
León y en Castilla.

233. El Obispo Don Diego Gelmírez.


En todos estos disturbios intervino activamente un personaje que ya hemos citado, Don Diego
Gelmírez, obispo de Compostela desde 1101. Si se recuerda lo que dijimos en el lugar oportuno
acerca de la importancia del Señorío episcopal de Santiago (§ 199), se comprenderá que Gelmírez
había de ser un elemento considerable en las luchas políticas, pues contaba con riquezas, poder y
numerosos vasallos. Era además Don Diego, personalmente, hombre de gran talento, de temple
vigoroso, ambicioso, inquieto, muy amigo de extender la categoría y atribuciones de su iglesia, y
poco escrupuloso en los medios, como lo comportaba la escasa moralidad política de la época, en
que las gentes pasaban con gran facilidad de unos partidos a otros y faltaban a cada momento a la fe
o amistad prometidas. Por todas estas circunstancias, era Don Diego un representante muy
característico de su tiempo y de la clase señorial, que comprendía tanto a nobles como a
eclesiásticos. Gelmírez fue sucesivamente amigo y enemigo de Doña Urraca, de Doña Teresa, del
infante Alfonso, y peleó contra unos y otros en campo abierto, cayendo dos veces prisionero de la
reina, que le tuvo que soltar en evitación de nuevos peligros. Por fin, pareció fijarse en política,
merced a que, nombrado Papa Calixto II, tío del rey de Galicia, tomó a éste bajo su protección. El
obispo siguió la conducta del Papa y logró, en virtud de ello, de sus intrigas y de la protección de
los cluniacenses, que el obispado de Compostela se convirtiese en arzobispado, trasladando a él las
honras y privilegios de que gozara antes Mérida, ahora en poder de los musulmanes (1120). Entre
las distinciones del nuevo arzobispado, se contó la de tener siete canónigos cardenales, a imitación
de la Iglesia de Roma, los cuales acompañaban con mitra a Gelmírez en Misas y procesiones. Sin
embargo de esto, todavía el arzobispo tuvo nuevas desavenencias con Doña Urraca, después de la
expedición de Portugal.
En el interior de sus tierras no pasó por menos azares Don Diego. Interesado como estaba por
el esplendor del señorío episcopal, promulgó diferentes disposiciones encaminadas al buen régimen
y gobierno, a impedir los desmanes de los nobles y a proteger a los plebeyos. A este orden
pertenecen los Fueros dados a la Tierra de Santiago (no a la ciudad ni a las villas) en 1113, en los
cuales hay prevenciones muy justas y bien entendidas. Fue también el primero que trajo naves de
guerra genovesas, para defenderse por mar de los piratas musulmanes, que hacían frecuentes
desembarcos en las costas de Galicia; y en Iria hizo montar un astillero para construir buques, cosa
que los reyes no hicieron por sí hasta muchos años después.
No obstante, los ciudadanos de Santiago se alzaron más de una vez contra él, parte por las
circunstancias políticas que variaban a cada momento, parte por la pugna que sostenían ya por
entonces contra los obispos para lograr el nombramiento de jueces y autoridades propias, al igual de
lo que pasaba en los municipios libres. El movimiento de independencia popular era general en todo
el reino. Los concejos, de un lado, se federaban contra los nobles; los labradores y el bajo pueblo se
juntaban también formando alianzas o hermandades contra los señores, originando numerosas
luchas de carácter social, con incendios de castillos, asesinatos, robos y crímenes de todo género.
En uno de los alzamientos de los ciudadanos de Santiago (1117), el obispo se vio reducido al último
extremo con la reina Urraca, que se hallaba en la ciudad. El pueblo los sitió en la iglesia, y luego en
una torre, a la que pegaron fuego los amotinados para que pereciese el obispo. A la reina, a quien
permitieron salir, la maltrataron, no obstante, de palabra y obra, dejándola tendida en el suelo,
medio desnuda; y el obispo pudo a duras penas escapar disfrazado de mendigo. A pesar de todas
estas violencias, cuando Don Diego volvió a entrar en la ciudad, los sublevados no sufrieron castigo
alguno, tal vez para no excitar a nuevos desórdenes.
De todos estos peligros salió bien Don Diego, afirmando su poder y el de la iglesia de
Santiago, aunque hubo de ceder algo a las pretensiones de los compostelanos en punto al régimen
de la ciudad. El hijo de Doña Urraca, Don Alfonso, le nombró poco después su capellán mayor,
171

cargo de los más distinguidos del reino.

234. Alfonso VII.—Cuestiones políticas.


Los últimos años del reinado de Doña Urraca no son bien conocidos, por falta de documentos
claros y terminantes; pues mientras unos dicen que en el 1120 a 22 reinaban ¡untos la madre y el
hijo, otros declaran que Alfonso reinaba en Toledo y Doña Urraca en León, y algunos también que
Alfonso era rey único en Galicia, León, Castilla y Extremadura. Se desprende de aquí que
continuaba la guerra civil, aunque de día en día iba siendo más numeroso el partido del hijo de
Doña Urraca. En 1124 se reunió un Concilio para poner paz y organizar el gobierno; pero
seguramente hubieran seguido los disturbios, a no sobrevenir en 1126 la muerte de la reina.
Entonces se coronó rey en León Don Alfonso VII; el cual aun tuvo que luchar por algún tiempo
contra la nobleza sublevada en parte, a la que al fin redujo, castigando unas veces, perdonando y
conciliando otras. Arregló en seguida la cuestión pendiente con su padrastro Alfonso de Aragón,
que mantenía sus aspiraciones; y, aunque estuvo a punto de estallar la guerra, hubo avenencia, de la
cual salió ganando el de Aragón el territorio comprendido entre Villorado y Calahorra y las
provincias de Guipúzcoa y Álava.
Todavía quedaba otra cuestión de política interior por resolver: la del condado de Portugal.
Doña Teresa continuaba en sus propósitos de declararse independiente y ensanchar las fronteras.
Alfonso VII venció a la condesa, obligándola a retirarse de los territorios adquiridos en Galicia y
Castilla años antes (§ 232) y a reconocer de nuevo el vasallaje que debía al rey de León (1127). A
poco de esto, una sublevación de los portugueses quitó el poder a Doña Teresa y la sustituyó con su
hijo Alfonso Enriquez, quien invadió desde luego las tierras de Galicia (1130). Reanudóse la guerra
con varia fortuna por algunos años, hasta que Alfonso VII hizo paz con Alfonso Enríquez, que juró
amistad al rey Castellano, prometiendo respetar el territorio de Galicia y reconociendo el vasallaje
(1137).
Todavía se produjo nueva guerra entre los reinos cristianos, a consecuencia de la muerte de
Alfonso I, de Aragón, que no dejaba hijos. Alfonso VII, no conforme con los sucesores nombrados
por navarros y aragoneses, penetró en Navarra con un ejército, apoderándose de muchos pueblos de
la Rioja, Álava y Vizcaya, y luego en Aragón, tomando a Zaragoza y su contorno. No alcanzó el rey
de León sus pretensiones a la corona aragonesa y navarra, pero ganó para sí todas las tierras hasta el
Ebro, que quedó por frontera.

235. Conquistas en territorio musulmán.


Estas cuestiones de política interior no privaron a Alfonso VII de avanzar en la obra de la
reconquista. Hizo para ello varias expediciones a Andalucía y Extremadura, tomando a Córdoba
(1144) con auxilio del reyezuelo Abenhamdin e incendiando y saqueando más tarde (1146) los
pueblos y campiñas de Jaén, Úbeda, Baeza, Andújar, Granada, Sevilla y Almería, tomando la
fortaleza de Aurelia u Oreja (cerca de Ocaña), la de Coria, en Extremadura, y, por fin, la ciudad de
Almería, que sitió por tierra y por mar con ayuda de naves catalanas y genovesas (1147). Esta
conquista fue de breve duración, porque los almohades, llamados por los andaluces, atacaron a
Almería; y aunque Alfonso VII los venció por dos veces, no pudo evitar que la reconquistaran.
También Córdoba, entregada por Alfonso al reyezuelo Abenganía, pasó a poder de los almohades.
En 1131 o 1132 había logrado Alfonso la sumisión de Almostansir o Zafadola (§ 222) quien
le entregó el castillo de Rueda y le acompañó en las invasiones de Andalucía, como aliado. El rey
de León no perdonó ocasión de intervenir en las discordias de los reyezuelos musulmanes,
apoyando a unos en contra de otros para disminuir el poder de todos y ejercer él influencia suprema
y tutelar.

236 El imperio de España.


Alfonso VII no se contentó con el título de rey: tomó el de Emperador, que había llevado
172

también Fernando I. Conviene, pues, explicar aquí el valor y significación de este título. El primero
que lo llevó, después de la caída del Imperio romano de Occidente, fue el rey franco Carlomagno,
célebre por las victorias que sujetaron a su poder la mayor parte de Europa, incluso el NE. de la
península ibérica. Con esto, pretendía Carlomagno resucitar el poder de los emperadores romanos y
su autoridad suprema en las antiguas provincias. Ocurría esto el año 800. Sus sucesores siguieron
llevando el título hasta el año 899, en que se perdió la costumbre; pero en 962 se restableció a favor
de Otón I, rey de Alemania, siguiendo ya en los demás reyes de este país. El emperador era
consagrado en Roma por el Papa, reconociéndolo como jefe civil supremo de la cristiandad y señor
de los demás reyes y príncipes: atribuciones que en rigor fueron más nominales que reales para
algunas regiones europeas, entre ellas España, aunque los emperadores pretendieron siempre
ejercerlas. Manifestación de la protesta española contra esas pretensiones, fue la leyenda de
Bernardo del Carpió (§ 164). Con el mismo carácter y sentido parece que tomó el título de
Emperador Fernando I de Castilla, para oponerse a las pretensiones de Enrique III de Alemania,
contra el cual, además, protegió al Papa Alejandro II. Quizá también pensaba Fernando I en la
aplicación práctica de su título, sobreponiéndose a los reinos de Navarra y Aragón y haciéndolos
tributarios.
Alfonso VII tuvo efectivamente este propósito y lo realizó en parte. A consecuencia de sus
victorias en Navarra y Aragón, logró que los reyes de estas dos regiones le ofreciesen vasallaje; y
para significar esta supremacía en los reinos cristianos de la Península, Alfonso se hizo coronar
emperador de España en León (1135) con asistencia del rey de Navarra, de los condes de Barcelona
y Tolosa, y de otros de Gascuña y Francia, que le rendían vasallaje, y de algunos aliados
musulmanes. Como se ve, este Imperio difería del de los alemanes en que se ceñía a territorios de la
Península y algunos próximos, sin pretender extenderse a toda Europa; pero, a la vez, sustraía una
gran porción de ella a las pretensiones de los emperadores germánicos. En España, si hubieran
prosperado estos intentos de Fernando I y Alfonso VII, quizá se hubiera llegado a la unidad política
mediante una confederación de los reinos cristianos bajo la dirección imperial; pero cada uno de
aquellos era harto celoso de su independencia para someterse en poco ni en mucho, y además
faltaba entonces, en general la idea común de patria o nación, única que hubiera podido realmente
unir a los diferentes grupos peninsulares. Por el contrario, las diferencias entre éstos eran
marcadísimas y estaban muy arraigadas en el ánimo de los pueblos, no sólo en las aspiraciones
políticas de los gobernantes. Así es, que bien pronto protestaron del acto de León el rey de Navarra
(no obstante haber asistido a él) y el conde de Portugal (que se excusó de asistir).

237. Nueva división de León y Castilla.


La política concentradora de Alfonso VII quedó desmentida por él mismo con la división que
hizo, al morir, de sus reinos, dejando el de Castilla a Sancho III, y el de León a Fernando II, ambos
hijos suyos. El reinado de Sancho III fue breve y de escasa importancia. Hubo de luchar contra su
hermano Fernando II de León que ambicionaba los dominios de Castilla, y con quien hizo, al cabo,
paz; contra el rey navarro que invadió las fronteras, y contra el de Aragón. Venció al primero, y con
el segundo firmó tratado devolviéndole algunos lugares y reconociéndose aquél vasallo suyo, con
obligación de asistir a las Cortes de Castilla, comprometiéndose Sancho, por su parte, a apoyar al
aragonés para conquistar a Navarra; cosa que no se efectuó, por sobrevenir la muerte del rey
castellano (1158). El mayor suceso de su tiempo lo realizaron dos monjes cistercienses. Fray
Raimundo, abad de Fitero, y Fray Diego Velázquez, quienes se comprometieron a defender la plaza
de Calatrava amenazada por los moros. Ambos monjes, llamando a cruzada, reunieron bastantes
soldados, con los que rechazaron a los sitiadores. El rey les concedió la plaza con todos sus
términos (1158); y de esta hazaña salió la orden militar de Calatrava (1164), de cuya organización y
atribuciones se hablará oportunamente.
173

238. Minoridad de Alfonso VIII.


Dejó el rey Don Sancho un hijo de menor edad, llamado Alfonso, por cuya tutoría o regencia
se promovió un largo período de luchas (siete años) en que se careció en absoluto de seguridad
personal, siendo constantes los asaltos, robos, incendios y demás graves males de la anarquía en un
país. La lucha se mantenía especialmente entre dos familias nobles: los Castros (a quienes Don
Sancho confió la tutela) y los Laras (protegidos ya en tiempo de Doña Urraca: § 252). Los Laras
lograron usurpar la tutela, apoderándose de la persona del rey. Reclamaron los Castros, y así se
encendió la guerra. Una y otra casa formaron sendos partidos que se atacaban con las armas en la
mano continuamente; y a su sombra aprovechábanse del desconcierto general otros señores y no
pocos bandidos. La intervención de Don Fernando de León se debió a requerimientos de los
Castros, que se sentían débiles para luchar por sí solos; pero Don Fernando, apenas entró en
Castilla, desentendiéndose de su papel de auxiliar, comenzó a guarnecer en provecho propio las
fortalezas y a cobrar tributos, demostrando querer ser verdadero rey, coma ya lo había intentado en
vida de Don Sancho. Esta conducta irritó a los castellanos; y, después de haber logrado poner a
salvo la persona del rey menor en la ciudad de Ávila, rechazaron con energía a los leoneses,
apoyados por los Castros. Para colmo de desdichas, el monarca de Navarra, queriendo aprovecharse
de las circunstancias, invadió la Rioja y tomó varias plazas, como Logroño, Entrena, Briviesca, etc.
Al cabo, el rey Alfonso, aunque niño, apoyado por los de Ávila y algunos nobles fieles,
empezó a recorrer personalmente las ciudades para que lo reconociesen por soberano, como así lo
hicieron muchas. Entrado en Toledo por sorpresa, fue aclamado allí por el pueblo (1166); siendo
este, propiamente, el primer acto de su reinado. Desde entonces, considerándose como de mayor
edad y engrosadas las filas de sus parciales, fue reduciendo las fortalezas que aun se mantenían por
los Laras, los Castres, el rey de León y otros señores declarados independientes, como Don Pedro
Ruiz de Azagra, en Albarracín. A todos fue venciendo Alfonso VIII; y con ayuda del rey de Aragón
recobró lo que le había usurpado el de Navarra en la Rioja. Propiamente, hasta 1180 (en que hizo
Alfonso paz con su tío Fernando) no terminaron estas guerras de pacificación y reintegración del
reino de Castilla; pero, después de ellas, aun continuaron por largo tiempo infestando muchas
comarcas, y especialmente las de Sierra Morena y Castilla, grandes bandas de soldados y
aventureros, ya sin ocupación y convertidos al bandidaje. Contra ellos levantaron milicias,
hermanándose, Toledo y Talavera.

239. La guerra contra los moros.


En el entretanto, no descuidaba Alfonso VIII el principal interés de la Reconquista. Ayudado
por el rey de Aragón, conquistó la importante ciudad de Cuenca; y en premio a su auxiliar le
dispensó del vasallaje que debía como feudatario a Castilla (1177). A la vez, el rey de León hacía
conquistas a los moros en Extremadura, ensanchando por este lado sus fronteras. Poco después, el
arzobispo de Toledo, con los caballeros de Calatrava, verificó una gran correría por tierras de
Córdoba y Jaén, talando mieses, matando y aprisionando moros. Para vengar este descalabro, el
emperador almohade Yacub envió tropas a España, y al saberlo Alfonso, reunió Cortes en Carrión
con objeto de preparar elementos para la guerra. A la vez, solicitó el auxilio de los reyes de León y
Navarra, que se lo prometieron, faltando luego a su palabra. Alfonso se halló solo con sus tropas
contra el numeroso ejército almohade, y fue vencido en Alarcos, cerca de Sierra Morena. El
resultado de esta derrota, y de las quejas que Alfonso produjo contra los reyes de León y Navarra,
fue promover nueva guerra con ellos, mientras Yacub sitiaba a Toledo, Madrid, Alcalá, Cuenca y
otras poblaciones. Ante aquella multiplicidad de peligros, Alfonso permaneció sereno. Pactó tregua
con los moros, afirmó la alianza con el rey de Aragón y luchó esforzadamente por espacio de tres
años contra el de León, que era entonces Alfonso IX, hijo de Fernando II, muerto en 1188. La
guerra terminó por medio de paz y contrayendo matrimonio el de León con una hiia de Alfonso
VIII, llamada Berenguela (1197). Volvió en seguida el rey castellano contra el de Navarra, ganando
en esta campaña tierras en Álava y la provincia de Guipúzcoa, que espontáneamente le reconoció
174

(1200) por señor. Alfonso VII, que veía así tan considerablemente extendidas sus fronteras por el
NE., reparó y aumentó las fortificaciones de San Sebastián, Fuenterrabía y algunas más poblaciones
marítimas, y pobló a Santander, Laredo, Castro Urdiales y otras villas de la costa, concediéndoles
privilegios (1200).
A la vez, y terminada la tregua con los moros, comenzó de nuevo la guerra (1198) con
incursiones de los cristianos en Andalucía y Valencia. Alarmados los almohades, hicieron grandes
preparativos, reuniendo muchos combatientes, mientras Alfonso, por su parte, solicitaba el auxilio
de los reyes de Aragón, Navarra y León, del conde de Portugal y del Papa. A la voz de éste, que
predicó cruzada, acudieron a Castilla muchísimos extranjeros, en número que las crónicas hacen
subir (indudablemente con gran exageración) a 100.000 infantes y 10.000 caballos. Mas, apenas
comenzada la campaña, desertaron casi todos, agobiados tal vez por el calor y las incomodidades de
la guerra, no quedando más que el arzobispo de Narbona, oriundo de Castilla, y unos 150
soldados19. De los reyes españoles acudieron todos, menos el de León. Portugal envió a los
caballeros Templarios y a otros nobles.
Con todas estas fuerzas, se dio una gran batalla en el lugar de las Navas de Tolosa, provincia
de Jaén (16 Julio 1212), que fue plena victoria para las armas españolas, desquite de la derrota de
Alarcos y preparación sólida para las conquistas nuevas, que no habían de tardar en venir. Como
consecuencia de la victoria, Úbeda, Baeza y otras plazas de Andalucía cayeron en poder de los
cristianos. Con esto, y las discordias interiores que empezaron a poco en los Estados almohades (§
224), el poder musulmán quedó quebrantadísimo en España. Por su parte, el rey de León, Alfonso
IX, aunque no concurrió a las Navas, combatió a los moros por el lado de Extremadura, ganándoles
las importantes poblaciones de Cáceres, Mérida y más tarde la de Badajoz y otras (1229).
Alfonso VIII sólo sobrevivió dos años a la victoria de las Navas, muriendo en 1214. Durante
su reinado no sólo se ocupó en asuntos de guerra, sino en otros de gobernación y cultura de que se
hablará en los párrafos correspondientes.
Es de notar que en tiempo de Alfonso VIII continúa la supremacía política de Castilla sobre
los reinos cristianos, iniciada por los emperadores Fernando I y Alfonso VII. El rey de León, no
obstante ser también nieto de Alfonso VII, se hubo de declarar vasallo del de Castilla; si bien
aquella preponderancia no pasó sin protesta de los otros reyes, que hicieron alianza entre sí y
promovieron guerra para quebrantarla. Respecto al de Aragón, ya hemos dicho que el propio
Alfonso le dispensó del vasallaje.

240. El reino de Portugal.


Vimos ya en el reinado de Doña Urraca y en el de Alfonso VII los esfuerzos hechos por los
condes de Portugal para declararse independientes de los reyes de León y Castilla y constituir un
nuevo reino. Alfonso Enriquez, no obstante haber sido vencido por el emperador, cuya soberanía
reconoció, siguió combatiendo por el S. contra los moros, a quienes ganó la batalla de Ourique
(1139), haciendo incursiones en Galicia y tomando, en fecha incierta, el título de rey, que al cabo le
reconoció Alfonso VII en el tratado de Zamora de 1145, dándole también el señorío de Astorga, en
cuya virtud los reyes de Portugal debían seguir como tributarios o vasallos de los de León. También
esto procuró eludirlo Alfonso Enríquez, sometiendo su reino a la soberanía del Papa, quien aceptó
(1144), aunque limitándose a llamar a aquél, duque. Alfonso VII protestó del nuevo vasallaje, pero
no insistió en la reclamación. La independencia de Portugal se consolidó de hecho, y el Papa
Alejandro III reconoció al fin el título de rey que solicitaba Alfonso Enríquez, quien todavía realizó
en 1165 y 1166 nuevas invasiones en Galicia, ocupando territorios de Tuy y otros, no obstante
haber casado con el rey de León, Fernando II, a una de sus hijas. En 1169 hubo de restituir lo
conquistado. La monarquía de Portugal se divorció pronto de las demás de la Península, queriendo
constituir como un mundo aparte. Lo consiguió; al paso que las otras, aun formando nacionalidades

19 Los desertores intentaron apoderarse de Toledo y cometieron grandes excesos en su marcha hacia el Pirineo, hasta
trasponer las fronteras.
175

o grupos bien definidos (Aragón, Navarra, Cataluña, Valencia, y antes Galicia), fueron acercándose
y concurriendo a la formación de un Estado común, con fines comunes. Portugal se consideró de
cada día más ajeno a España, mientras que la unidad española se iba preparando con los demás
territorios peninsulares. Por esto dejaremos de tratar especialmente de Portugal, salvo en los
tiempos en que brevemente aparece unido a España; aunque sí haremos notar las frecuentes
ocasiones en que el nuevo reino aparece mezclado en la historia política e intelectual de aquéllos.

241. Don Enrique I y Doña Berenguela.


Sucedió a Alfonso VIII su hijo Don Enrique, menor de edad, renovándose con tal motivo los
disturbios ocurridos en la minoridad de su padre, a pesar de contar Don Enrique, con la tutela de su
madre y luego la de su hermana Doña Berenguela, mujer de Alfonso de León, pero divorciada de él
a instancias del Papa, por ser parientes ambos cónyuges. Como siempre, fueron los Laras los
principales promovedores de los disturbios, para aplacar los cuales cedió Doña Berenguela la tutoría
a Don Álvaro de Lara; pero, usando éste mal de su poder, se rebelaron otros nobles, hasta que la
imprevista muerte del rey (1217), a consecuencia de un golpe en la cabeza, cortó las disputas, si
bien promoviendo otros peligros.
Fue elegida reina Doña Berenguela, quien no quiso aceptar para sí la corona y la cedió a su
hijo, llamado Fernando, habido en el matrimonio (luego disuelto) con Don Alfonso de León.
Parecía natural que éste respetase al que era tan hijo suyo como de la infanta de Castilla. Lejos de
eso, ambicionando para sí la corona, entró en son de guerra en tierras castellanas, ayudado por los
Laras; pero Don Fernando, apoyado en otros nobles y en la mayoría de las ciudades, le obligó a
concertar una tregua. La lucha siguió contra los Laras por algún tiempo, y luego contra otros
señores, que se habían sublevado llamándose independientes, como Don Rodrigo Días, señor de los
Cameros, y Don Gonzalo Pérez, de Molina. Al cabo, Don Fernando venció a todos, obligando a
huir a tierra de moros al de Lara, que murió miserablemente. Con esto pudo decirse que empezaba a
reinar verdaderamente en Castilla Fernando III.

242. Las grandes conquistas de Fernando III.


La gloria principal de Fernando III, como político, estriba en el enorme impulso que dio a la
reconquista, apoderándose de casi todos los territorios musulmanes del S., y llevando su influencia
al África. Para esto, realizó varias expediciones: la primera en 1225, conquistando a Andújar y otras
poblaciones próximas a Córdoba, al propio tiempo que enviaba al África un ejército para restaurar
en el trono a su aliado el emperador almohade Almamún; el cual, en agradecimiento a este auxilio,
así que logró su objeto (1229), permitió a los castellanos que se establecieran en la ciudad de
Marruecos, donde fundaron un barrio o arrabal, levantaron una iglesia y fueron muy agasajados por
Almamún. Esta colonia cristiana (que ya tenía precedentes desde el siglo IX, según parece) se
conservó en Marruecos por mucho tiempo, haciendo sentir su influencia en la esfera militar y
política. A su arrimo comenzaron las misiones de frailes franciscanos en África.
Fernando III hubiese continuado la expedición de 1225 sitiando a Córdoba, a no haber
recibido, cuando a ello se disponía, la noticia del fallecimiento de su padre Alfonso IX de León.
Aunque el matrimonio de éste con Doña Berenguela se había roto, según sabemos, por razón de
parentesco, Fernando había sido declarado hijo legítimo, como nacido antes de la ruptura. Parecía,
pues, que había de corresponderle la corona de León; pero Alfonso en su testamento dispuso que
pasara a dos hijas que tenía de un matrimonio anterior al de Doña Berenguela. Protestó Fernando,
apoyándose en las leyes del reino, que daban preferencia al varón; y aunque hubo un momento en
que, resistiéndose sus hermanas, pareció que iba a estallar la guerra, arregláronse las diferencias
mediante un pacto, recibiendo las infantas grandes sumas de dinero. Así volvieron a unirse los
reinos de León y Castilla, para no separarse más.
Aumentadas sus fuerzas de este modo, volvió Fernando III a sus expediciones militares; y en
esta segunda etapa de ellas conquistó la importantísima plaza de Córdoba, antigua capital del
176

Califato (1236), cuya mezquita principal fue convertida en iglesia cristiana, devolviendo a
Compostela, en hombros de cautivos, las campanas que siglos antes había llevado a Córdoba, de
igual modo, Almanzor. Poco después, el rey moro de Murcia, Mohámed-ben-Alí (Hudiel), envió
mensaje a Fernando III ofreciéndole sus Estados en vasallaje y la mitad de las rentas públicas, con
tal que aquél le protegiese con sus armas. Aceptada la proposición, firmaron el convenio el hijo
mayor de Fernando, Don Alfonso, y Mohámed, juntamente con los arráeces o gobernadores de
Alicante, Elche, Orihuela, Alhama, Aledo, Roz y Cieza, a los cuales se unieron a poco los de Lorca,
Mula y Cartagena. Las tropas cristianas entraron en Murcia (1241), y quedó este reino sometido a
Castilla. A los cinco años, en 1246, en nueva expedición, atacó Fernando III a Jaén, que por
entonces pertenecía, como sabemos (§ 224), al rey de Granada Alhamar; el cual, comprendiendo
que no podía resistir a las armas españolas, entregó aquella plaza y se declaró tributario.
Conquistado así todo el N. de Andalucía, se dirigió Fernando III a Sevilla, con ánimo de
tomarla, empresa en que le auxilió con tropas el propio Alhamar de Granada. Púsole sitio,
efectivamente, por tierra y por el río; figurando entonces en el S., por vez primera, una escuadra
castellana formada con naves de las villas marítimas del Cantábrico y otras construidas
expresamente para el rey (§ 243). Mandaba esta escuadra Don Ramón Bonifaz, primer jefe o
almirante de la marina real de Castilla, el cual logró vencer a la musulmana antes de remontar el río.
Gracias a las naves, que incomunicaron a la ciudad por la parte del mar y luego con el barrio de
Triana (de donde le venían auxilios), destruyendo por choque el puente de barcas que lo unía a
Sevilla, logró Fernando III apoderarse de ella mediante rendición (1248). Este hecho de armas,
capitalísimo, y los que le siguieron como natural consecuencia (rendición de Medina Sidonia,
Arcos, Cádiz, Sanlúcar y otras poblaciones del S.), señala la terminación de las grandes conquistas
cristianas. No quedaban a los moros sino el reino de Granada (§ 224) y algunos territorios en
Huelva, pues los del E. habían sido ganados, por el rey de Aragón, con quien el infante Alfonso
celebró tratado en 1244 (ampliación de otro de 1179: § 248) para determinar bien las respectivas
conquistas. A poco que hubieran continuado la política de Fernando III los reyes sucesores de éste,
la desaparición del poder musulmán en la Península hubiese sido un hecho próximo. Pero a la
muerte de aquel monarca, queda paralizada la obra militar. Excepto Alfonso X, su hijo, que se
apoderó de los territorios de Huelva, los demás reyes, hasta mediados del siglo XV, nada importante
hicieron contra los moros. De vez en cuando realizaban alguna excursión de más lucimiento que
provecho real, por donde el reino de Granada mantuvo sus fronteras durante todo este tiempo, y aun
hubo vez en que las dilató, con auxilio de los moros africanos. Constituían éstos, verdaderamente, el
mayor peligro; y, considerándolo así, Fernando III proyectó, después de la toma de Sevilla, una
gran expedición al África, cosa que no pudo verificarse por muerte del rey (1252).

243. Reformas políticas y militares.—Condiciones personales de Fernando III.


No se preocupó Fernando III solamente de las empresas militares, sino también de la
organización interior de sus Estados, complicada con las necesidades de los territorios nuevamente
adquiridos. La conquista de Sevilla había hecho ver la necesidad de la marina de guerra. Fernando
III proveyó a esto mandando construir en aquella ciudad un astillero para naves del rey, dando
grandes premios a los navegantes y organizando el servicio marítimo por primera vez (§ 242). En el
orden jurídico, se le atribuye el proyecto de publicar un código de leyes que sirviese para todos sus
reinos; intento que no llegó a realizarse por sobrevenir la muerte del monarca, y que suponía, de ser
exacto, un sentido unitario y centralizador de gran trascendencia, aunque no afectase a todos los
órdenes de la legislación. Modificó Fernando III algunos particulares de la administración pública,
dio fueros a varias poblaciones y fomentó el desarrollo de las Universidades.
Era Don Fernando hombre de gran cultura, de energía y tacto político y de acendrada piedad y
celo religioso. Por estas dotes personales fue elevado a la categoría de Santo, con cuyo título se le
venera. Del criterio nacional de su política, ofrece prueba la contestación dada a su pariente el rey
de Francia Luis IX, que le instaba para que fuese con él a luchar, como cruzado, contra los
177

musulmanes de Oriente: No faltan moros en mi tierra, le dijo; y tenía razón. Para los españoles
había cruzada desde el siglo VIII, y lo importante era terminar con ella.

Reino de Aragón
244. Primeros años del reino de Aragón.—Unión con Navarra.
Sabemos que nació este nuevo reino a la vida política por el testamento de Sancho el Mayor
de Navarra, quien dejó el territorio comprendido entre los valles del Roncal y de Gistain a su hijo
Ramiro, con el título de rey. El nombre de Aragón le vino del río de este nombre, que atraviesa su
primitivo y reducido solar. Don Ramiro no se contentó con tan pobre herencia, y quiso apoderarse
del reino de Navarra, perteneciente a su hermano García; pero fue derrotado y tuvo que desistir. En
cambio, heredó al poco tiempo los condados de Sobrarbe y Ribagorza, por muerte de su otro
hermano Gonzalo; con lo que, apenas nacido, obtuvo el reino de Aragón un notable crecimiento por
el E. Con intento de ensanchar más sus fronteras por el lado de Ribagorza, hizo la guerra a los
moros, y en el sitio de Graus fue derrotado y muerto.
Su hijo Sancho Ramírez, que le sucedió (1063), continuó la guerra apoderándose, más al S.,
de la plaza de Barbastro y de la de Monzón y luego de Graus y otras. Corriéndose después hacia el
O., puso sitio a Huesca, siendo allí muerto de un flechazo. No sólo logró Aragón en tiempo de
Sancho engrandecimientos por las armas, sino también la incorporación del reino navarro, por
acuerdo espontáneo de los naturales de él, que no quisieron darlo al matador de su rey Sancho IV (§
264).
Con esto, el nuevo Estado pirenaico se extendía, al terminar el siglo XI, por casi toda la
región del N., desde San Sebastián al Noguera Ribagorzana, y por el O. hasta el Ebro (Rioja). El
hijo de Sancho, Pedro I, consumó la obra de su padre apoderándose de Huesca (1090) y otras
poblaciones, ensanchando así la frontera de su reino.

245. Alfonso I.—Las grandes conquistas.


Habiendo muerto Pedro I en 1104, le sucedió su hijo Alfonso I, cuya intervención en la
política de Castilla por casamiento con la reina Doña Urraca, hemos visto en el lugar oportuno (§
231). Aparte de estas luchas, que en el ánimo del aragonés llevaban un fin político favorable a su
reino, Alfonso I dirigió lo mejor de sus fuerzas a la conquista de los territorios musulmanes de la
derecha del Ebro, y especialmente de la importantísima ciudad de Zaragoza, que Alfonso VI de
Castilla quiso también rendir, años antes. Alfonso I logró su propósito (1118), de tanta
representación militar para Aragón como la toma de Toledo para los castellanos; porque no sólo
suponía el dominio el, la capital de los Estados musulmanes en la cuenca del Ebro, sino la sumisión
de todas las plazas dependientes de aquélla, como Tarazona, Calatayud, Daroca y otras poblaciones,
que llevaron el poder de Aragón mucho más allá del río, hacia Cuenca y Teruel. Los almorávides
trataron de reconquistar a Zaragoza, pero fueron brillantemente derrotados por el aragonés en
Cutanda (1120). Sintiéndose fuerte con estas victorias, Alfonso I, que por ellas tomó el título de
Batallador, hizo una excursión a tierras de Valencia, Murcia y Andalucía (1125), llamado por los
mozárabes, o en connivencia con ellos, no logrando apoderarse de ninguna ciudad importante, pero
obteniendo notable victoria en Arinsol, cerca de Lucena (1126) y llegando hasta el Mediterráneo
(costa de Salobreña). De los mozárabes se trajo 10.000 para poblar las nuevas conquistas. A la
derecha del Ebro habían quedado, no obstante, algunas plazas en poder de los musulmanes. El rey
se dirigió contra una de ellas, Mequinenza que tomó, y luego contra Fraga, sobre el río Cinca, cerca
de Lérida, y fue derrotado en el sitio, muriendo quizá a consecuencia del pesar que le produjo la
derrota (1134).

246. Ramiro II.—Separación de Navarra y unión con Cataluña.


Alfonso I no dejó hijos. En su testamento ordenaba que el reino se repartiese entre dos
178

órdenes militares, la del Templo y la de Hospitalarios; pero ni los navarros ni los aragoneses
quisieron cumplir tan extraña disposición. Reunidos los nobles de Aragón, eligieron por rey a un
hermano de Don Alfonso, llamado Ramiro, monje a la sazón en un monasterio de Narbona. Por su
parte, los de Navarra, queriendo recobrar su independencia y creyendo oportuna la ocasión, se
reunieron también y eligieron rey propio. Con esto volvieron a desunirse los dos reinos.
No hizo Ramiro II nada de notable, siendo puramente fabulosa la leyenda de La campana de
Huesca. Para asegurar la sucesión a la corona, y previamente dispensado de sus votos, por el Papa,
casó con Doña Inés de Aquitania. De este matrimonio nació una hija, Doña Petronila, que Ramiro
desposó con el conde de Barcelona, Berenguer IV, renunciando luego el reino y volviendo
nuevamente a su retiro monástico (1137). Con esto, vino a ser considerado como soberano de
Aragón el conde de Barcelona, verificándose así la unión de los dos más importantes Estados
pirenaicos, que siguieron juntos constantemente, realizando grandes empresas militares y políticas
en que Cataluña representó siempre el espíritu de expansión hacia el exterior y el de relación
comercial y civilizadora con el resto de Europa.

247. Alianza con Castilla.—Anexión de territorios franceses.


El primer rey único de Aragón y Cataluña fue Ramón Berenguer, hijo de Berenguer IV, que,
en homenaje a los aragoneses, cambió aquel nombre por el de Alfonso (II de Aragón y I de
Cataluña). El nuevo monarca fue aliado constante por muchos años de Alfonso VIII de Castilla, en
parte por el interés común que ambos tenían en reducir, aquél el sentido de independencia, y éste las
ambiciones y correrías de los reyes de Navarra; y en parte también por el vasallaje que desde la
época de Alfonso VII debían a los castellanos los monarcas aragoneses (§ 236). Lucharon ambos
juntos contra los navarros; y aunque Alfonso II no logró incorporar de nuevo aquel reino al de
Aragón, le ganó algunas plazas y el de Castilla otras. Mayores ventajas logró Alfonso II por el lado
de Francia. En 1167 heredó, por muerte de un primo hermano suyo, de la casa de los condes de
Barcelona —y, según los pactos celebrados anteriormente por su padre Berenguer IV con el
emperador de Alemania (§ 263)—, el ducado de Provenza; y aunque halló dificultades al principio,
por pretender la sucesión el conde de Tolosa, apoyado Alfonso por la mayoría de los nobles
provenzales logró el reconocimiento de su derecho. En 1168 quedó sujeto el ducado al rey de
Aragón y de Cataluña. Poco después, en 1172, nueva herencia puso bajo el poder de Alfonso el
condado de Rosellón; y todavía en 1187 le ofrecieron vasallaje los condados de Bearn y de Bigorra
al SO. de Francia, por el lado del Atlántico. De este modo vio Alfonso II ensanchado notablemente
su poder político por el lado N., dominando en casi todo el S. de Francia; lo cual no dejó de traerle
guerras frecuentes con el conde de Tolosa y otros nobles, que pretendían dominar o ser
independientes.

248 Guerra contra los moros.—Cambio de política con Castilla.


No descuidó Alfonso II la extensión de las fronteras por el S. Unas veces unido con Alfonso
VIII de Castilla, y otras por propia cuenta, se apoderó de Caspe y de las tierras de Albarracín,
fundando la ciudad de Teruel (1170); rechazó dos incursiones de moros en la provincia de
Tarragona, la segunda de las cuales (1173) hizo gran daño en los pueblos cercanos a la capital, si
bien no se apoderó de ésta; y por fin conquistó a Cuenca, auxiliando a su aliado Alfonso VIII, el
cual, según dijimos, le levantó el vasallaje existente a favor de Castilla. En los últimos años de su
reinado, Alfonso II varió de política, y formó confederación con los reyes de Navarra, León y
Portugal contra el castellano, a quien dicen algunos autores que venció en una batalla. De todos
modos, la enemistad duró breve tiempo. Ambos monarcas celebraron en 1179 un tratado en que se
repartían las tierras de España, fijando los límites de sus respectivas conquistas presentes y futuras.
Alfonso II murió en Perpiñán, a 25 de Abril de 1196.
179

249. El condado de Montpellier y el de Urgel.


Sucedió a Alfonso su hijo Pedro II, en circunstancias muy críticas. La extensión de los
dominios aragoneses-catalanes en el Mediodía de Francia, donde las turbulencias eran continuas,
complicaba enormemente los problemas políticos que por entonces amenazaban con grandes
dificultades, debidas en gran parte a la ambición de los reyes franceses (cuyas fronteras lindaban
con aquéllos) y a la falta de cohesión de los señoríos feudales que formaban la Provenza, no
obstante la soberanía reconocida del rey de Aragón y Cataluña. Las consecuencias no tardaron en
producirse; pero mientras tanto, Pedro II unió a su corona el condado de Montpellier, por
casamiento con la heredera de él, condesa María (1204); y un año después (1205) tomó igualmente
posesión del condado de Urgel, cedido por la condesa Elvira.

250. La infeudación al Papa.


Por entonces realizó Pedro II un acto de grandísima trascendencia política para sus reinos; y
fue el viaje a Roma para que el Papa le coronase. No se sabe a ciencia cierta cuál fuese el móvil real
que indujo a Pedro a esta novedad notable en las costumbres de la corona aragonesa y del condado
barcelonés. Parece que el motivo ostensible, oficial, que diríamos hoy, fue obtener el apoyo del
Papa y el auxilio de genoveses y písanos —poseedores de grandes escuadras— para conquistar las
Baleares. Es muy verosímil que a este propósito uniera Pedro II otros relacionados con las
cuestiones políticas del S. de Francia. A los peligros que representaban allí las desavenencias
constantes entre los nobles y la declarada ambición de los reyes franceses de dominar en aquella
parte de las Galias, se unía ahora otro de mayor gravedad: un gran movimiento religioso, herético,
contrario, pues, a las ideas e intereses de la Iglesia católica, y que, patrocinado por la mayoría del
pueblo, y sobre todo de los nobles provenzales, habían producido ya una viva oposición entre el
elemento eclesiástico y el civil. Veíase bien claro que estas circunstancias las habían de aprovechar
los reyes franceses y algunos señores ambiciosos, para intervenir en Provenza; y en este caso, Pedro
II se hallaba en el deber, como señor feudal de aquella región y en defensa, a la vez, de sus derechos
y de sus vasallos, a oponerse a toda ingerencia extraña; y como esto hubiera representado colocarse
al lado de los herejes (Albigenses o Valdenses) y frente a la Iglesia, es muy probable que Pedro II
tratase, con su viaje a Roma, de prevenir la hostilidad del Papa y de señalar perfectamente, por
medio de un acto que afirmase de modo público y solemne sus sentimientos católicos, la separación
entre la cuestión religiosa y la política, que muchos habrían de confundir en provecho propio.
En Noviembre de 1204 fue Pedro II coronado en Roma por el Papa, que le armó luego
caballero. El rey, en cambio, ofreció defender siempre la fe católica, respetar la libertad e
inmunidad de las iglesias, perseguir a los herejes y hacer justicia en todas sus tierras. Pero en
seguida añadió una declaración muy comprometedora: la de ser vasallo del Papa, ofreciéndole en
feudo los reinos de Aragón y Cataluña, que le pagarían anualmente un tributo, a cambio de que el
Papa y sus sucesores defendieran a los reyes con su autoridad apostólica.
Manifestación tan grave, produjo gran disgusto en los aragoneses y catalanes, que negaron al
rey el derecho a realizar un acto de tal naturaleza sin su consentimiento. Los nobles y los pueblos se
juntaron formando unión o hermandad contra el rey, a quien obligaron a retractarse de la
infeudación; pero ésta siguió produciendo efectos de parte de los Papas, a quienes se pagó también
el tributo prometido por Pedro II. El rey tomó el título de Católico.

251. La cruzada contra los Albigenses.


La cuestión religiosa se agravaba día por día en Provenza, y en todo el S. de Francia, siendo
muy tirantes las relaciones entre los nobles y el Papa, poco dispuestos aquéllos a reprimir la herejía,
como deseaba éste. Al cabo se produjo el rompimiento, llamando el Papa a cruzada contra los
Albigenses y en especial contra el conde de Tolosa, yerno de Pedro, y contra Ramón Roger,
vizconde de Beziéres y de Carcasona, vasallo de Aragón (I 209). La cruzada se reunió en Lyon y se
compuso de nobles franceses, representando una verdadera invasión del elemento puramente
180

francés en Provenza, de acuerdo con las ambiciones políticas de sus monarcas. Por fuerza se
sometió el conde de Tolosa, que había sido uno de los que más contribuyeron al rompimiento con
Roma. Los cruzados, dirigidos por el noble francés Simón de Montfort, atacaron la villa de
Beziéres, y, a pesar de la heroica resistencia de los sitiados, la asaltaron, pasando a degüello a todos
los vecinos, católicos y herejes, hombres, mujeres y niños, persiguiéndolos hasta el pie de los
altares, y después incendiaron la población (22 de Julio de 1209).
Semejante crueldad fue censurada por el insigne religioso español Santo Domingo de
Guzmán, que se hallaba en Provenza predicando a los Valdenses para que se convirtiesen, y que
procuró en vano reprimir los excesos de Montfort y su gente. En su calidad de señor feudal del
vizconde de Bezieres, Pedro II hubo de intervenir, aunque sólo como mediador, para evitar nuevos
desastres. No lo consiguió, sin embargo. Los cruzados atacaron y tomaron poco después la ciudad
de Carcasona, repitiendo los horrores de Beziéres. Simón de Montfort se apoderó de las tierras de
Ramón Roger, a lo cual no se avino Pedro II, continuando la guerra hasta que la fuerza de las
circunstancias, los requerimientos de Montfort y la mediación de los Legados del Papa, lograron un
acomodamiento, conformándose el rey de Aragón a reconocer a Montfort como señor de Beziéres y
Carcasona, recibir su homenaje y casar a su hijo Jaime con una hija de aquél.
Sucedió a esto un breve período de paz, que Pedro II utilizó para dirigir su atención a las
cosas de España, acudiendo a la cruzada contra los moros levantada por Alfonso VIII y
contribuyendo en gran manera a la victoria de las Navas (1212). Antes había logrado anexionar a su
reino territorios de Navarra (Aibar y Roncesvalles), de Castilla (Moncayo) y de los musulmanes del
S.
Los asuntos del Mediodía de las Galias retoñaron bien pronto. En 1213 se reanudó la guerra
contra el conde de Tolosa. Pedro II trató de arreglar pacíficamente la cuestión, acudiendo al Papa y
al Concilio de Lavaur para que se hiciese justicia al de Tolosa contra las arbitrariedades de
Montfort; y no habiéndolo conseguido, tomó la extrema resolución de acudir a las armas, apoyando
al conde de Tolosa y a los demás nobles del Mediodía, despojados de sus tierras por los franceses.
Consiguió, como medida preliminar, que el rey de Francia, Felipe Augusto, negase su concurso y el
de sus hijos a la cruzada de Montfort, y en seguida declaró a éste la guerra. Sólo se dio una batalla
en los alrededores del pueblo de Muret, con tan desgraciada suerte para Don Pedro, que murió en
ella, con derrota de su ejército por el de Montfort (15 de Septiembre de 1213). Con él perecieron
también muchos nobles aragoneses.

252. La minoridad de Jaime I.


Al morir Pedro II, quedaron por un momento huérfanos de rey Aragón y Cataluña. El único
hijo del monarca difunto, llamado Jaime, estaba en poder de Simón de Montfort, al cual lo entregara
Pedro II cuando hubo de proyectarse el casamiento de una hija de aquél con el infante aragonés.
Merced a un mandato enérgico del Papa, Inocencio III, Simón de Montfort hizo entrega de Don
Jaime al año siguiente de la batalla de Muret (1214). Aragoneses y catalanes recibieron con júbilo al
nuevo rey; pero siendo éste de pocos años, no pudo hacerse cargo desde luego de la gobernación de
sus reinos. Para proveer a ella y a la guarda de Don Jaime, reuniéronse las Cortes de Aragón y
Cataluña en Lérida, nombrando tutor del rey-niño al Maestre de la Orden de los Templarios,
Guillem de Monredó; Procurador general de ambos Estados, a un hermano del abuelo de Don
Jaime, llamado Don Sancho, y cuatro gobernadores subalternos, dos para Aragón, uno para
Cataluña y otro para Montpellier.
No por esto se logró que hubiese paz en el reino. El Procurador general Don Sancho, y otro
tío de Don Jaime, Don Fernando, trabajaban para usurpar la corona al hijo de Don Pedro; y por su
parte los nobles aragoneses turbulentos y orgullosos, se declaraban independientes u obraban como
tales, luchando unos contra otros y promoviendo grandes disturbios. Al cabo, el partido fiel a Don
Jaime logró arrancar a éste del poder de Guillem Monredó, que lo tenía encerrado en la fortaleza de
Monzón; y aunque el rey-niño no contaba más que nueve años (1217), se puso al frente de las
181

fuerzas que le apoyaban y luchó valerosamente contra sus ambiciosos parientes y contra la
anárquica nobleza, uno de cuyos representantes más genuinos era entonces Don Pedro Fernández de
Azagra, señor de Albarracín, que se había declarado independiente de todo poder político. Con
ayuda, en especial, de los nobles catalanes y de las Cortes, a que recurrió desde luego, logró Don
Jaime, si no restablecer por completo su autoridad (pues tuvo que desistir, por traición de los
mismos partidarios, de tomar la fortaleza de Albarracín), reducir a sus ambiciosos tíos y atraer a su
lado a la mayoría de sus súbditos. Para esto tuvo que sostener continuas luchas por bastantes años
(hasta 1227) con la nobleza, que ora guerreaba entre sí como si fuese independiente, obligando al
rey a mediar en la contienda, ora desconocía la soberanía de éste, o formaba partidos y banderías
generadores de grandes disturbios. En estas guerras civiles figuraron especialmente Guillem de
Moncada, señor de Bearn; Pedro Abones, y otros. Don Jaime llegó a estar prisionero de los nobles
por dos veces y fue traicionado no pocas, logrando salir en bien de tanto peligro gracias a su
serenidad y arrojo. Al fin se llegó a una paz general mediante un convenio con la nobleza (31 de
Marzo de 1227). Todavía tuvo el rey que combatir, al año siguiente, con Guerán de Cabrera
usurpador del condado de Urgel, a quien venció, apoderándose de todas las villas de aquel territorio
y reponiendo en el señorío de él a su legítima poseedora Doña Aurembiaix.
En este período de luchas se produjo también otra, en que intervino principalmente la nobleza
catalana, y que fue de grandes consecuencias políticas. La batalla de Muret no había resuelto la
cuestión del Mediodía de Francia. Los nobles indígenas se resistían al dominio de Simón de
Montfort; y al cabo, el de Tolosa renovó la guerra ayudado por los catalanes. En ella murió Simón
de Montfort, y con su muerte se quebrantó el poderío francés en los territorios que la cruzada de
1209 había arrebatado a los señores vasallos o aliados de Aragón y Cataluña.

253. La conquista de Baleares y de Valencia.


Solventadas las cuestiones interiores, Don Jaime pensó en dirigir su política al
engrandecimiento exterior del reino, de conformidad con el espíritu de gran parte de la población,
especialmente de la catalana, cuyos hábitos de comercio y viaje la impulsaban a la conquista del
predominio mediterráneo. Comenzó ésta por lo más inmediato y ligado a España, que eran las islas
Baleares, habitadas por moros que pirateaban frecuentemente en costas españolas. Don Jaime
encontró oposición a su empresa en los nobles aragoneses, que se negaron a prestar su ayuda, y en
algunos catalanes de la región occidental, y hubo de contentarse con las tropas, naves y dinero que
se prestaron a dar varios señores, eclesiásticos y ciudades de Cataluña y del Mediodía de Francia.
Con esto, se reunió un ejército de bastante consideración y una armada de 4, naves y 12 galeras, con
la cual arribaron los expedicionarios a Mallorca (Septiembre, 1229). La conquista de esta isla no fue
difícil, porque se consiguió desde un principio derrotar a las tropas musulmanas de Palma y a otras
de la región montañosa, logrando que uno de los reyezuelos se aliase con Don Jaime y le diese
ayuda de hombres y víveres. Conquistada la capital, y a poco toda la isla, repartióse el botín entre
los soldados, y las tierras entre los señores o jefes, estableciendo en Palma, para el gobierno, un
lugarteniente general del rey. En nueva expedición hecha por Don Jaime años después (1232), fue
sujetada a vasallaje la isla de Menorca, mediante pacto con sus dominadores; y tres años después,
varios señores conquistaron la de Ibiza (1235). Así pasaron las Baleares a formar parte del reino
catalano-aragonés, reconquistadas a los musulmanes. La población cristiana que llevó la conquista,
y que fue la predominante en riquezas y poder, componíanla en su gran mayoría catalanes,
especialmente del N. (Ampurdán), los cuales difundieron en los nuevos territorios, su lengua, su
cultura y sus costumbres.
Aun no terminada la conquista de las Baleares, emprendió el rey la del país valenciano, que
dominaban los musulmanes. Con aquella independencia de acción que usaban los nobles en aquel
entonces, un rico hombre aragonés, Blasco de Alagón, emprendió por su cuenta, en 1232 la
conquista de Morella. El rey no quiso consentir tal cosa, y dirigiéndose al encuentro de Blasco, le
obligó, ante los mismos muros de Morella, a que le entregase la villa una vez tomada, prometiendo
182

por su parte Don Jaime cedérsela en feudo. Dominada Morella, continuó el rey, con algunos
barones y milicias ciudadanas de Cataluña, la invasión del reino de Valencia, conquistando poco a
poco los más importantes castillos y poblaciones, hasta que puso sitio estrecho a la capital (1238).
En toda esta compaña, el rey se vio privado del auxilio de la mayoría de los señores aragoneses y de
muchos catalanes; pero, formalizado ya el sitio, acudieron casi todos, así como las ciudades y villas
de ambos reinos, predominando el elemento aragonés y el catalán del O. En Septiembre de aquel
mismo año, se rindió Valencia, bajo la condición de dejar salir libremente al rey musulmán Zaen y a
todos los que le quisieran seguirle, con las ropas y efectos que pudiesen llevar consigo. Dícese que
abandonaron la ciudad 50.000 musulmanes.
La conquista de la capital valenciana se completó poco después con la de otras ciudades
importantes, en primer lugar la de Xátiva o Játiva, cuya fortaleza se consideraba de primer orden,
Alcira, y otras de la actual provincia de Alicante, como Biar (1253). Las tierras se repartieron entre
los señores que habían ayudado a la conquista; pero ésta no pudo considerarse como definitiva hasta
bastantes años después, ya que, por dos veces, la población musulmana montañesa se sublevó,
costando no poco al rey y a los nobles reducir a los sublevados. Para evitar nuevos peligros,
desterró Don Jaime de sus dominios valencianos a todos los musulmanes, a raíz de la primera
sublevación. La segunda no pudo verla terminada, pues ocurrió poco antes de su muerte.

254. Conquista de Murcia y cruzada a Palestina.


Todavía realizó Don Jaime, y con él los Estados de Cataluña y Aragón, nuevas conquistas en
territorios musulmanes. Al realizar la del reino de Valencia, que se extendía hasta el término de
Biar, de común acuerdo Don Jaime y el rey de Castilla fijaron como límite de los territorios
catalano-aragoneses el de la región valenciana hasta el mencionado sitio de Biar. Las tierras
situadas más al S., aunque en poder de los musulmanes, se reservaban a Castilla para cuando fuesen
conquistadas. No obstante tal condición, Don Jaime, ayudado por varios nobles aragoneses y
catalanes, emprendió en 1265 la conquista del reino de Murcia, aunque no con intento de
apropiárselo, sino de someterlo al dominio del entonces rey de Castilla Alfonso X, sucesor e hijo de
Fernando III y yerno de Don Jaime 20. El reino de Murcia se había declarado en 1241, mediante
convenio con Fernando III, vasallo de Castilla (§ 242), con obligación de pagar la mitad de lo que
producían las rentas públicas; pero esto no bastaba a los monarcas cristianos, y se pensó en la
conquista definitiva. Comenzóla Don Jaime apoderándose de Elche y Alicante, y a poco (1266) de
la capital, Murcia, que se rindió bajo la condición de permanecer todos los musulmanes en la ciudad
regidos por sus propias leyes, juzgados por sus jueces y conservando las mezquitas. Don Jaime trajo
al reino población catalana y distribuyó las tierras entre los nobles que le habían ayudado en la
conquista, pero sometiéndola a la soberanía del rey castellano.
No contento con esto, pensó Don Jaime poco después en realizar una expedición a Palestina
para conquistarla a los mahometanos. Envió embajada al emperador de Constantinopla y al kan o
emperador de los tártaros (pueblo de Asia que estaba en guerra con los musulmanes), y ambos le
prometieron ayuda. Reunió tropas de Castilla, de la orden de Santiago y de San Juan de Jerusalén,
de Aragón y de Cataluña, y una armada de 50 naves gruesas y 12 galeras, todas catalanas, con la
que salió a la mar en 4 de Septiembre de 1269. Una furiosa tormenta que desbarató la escuadra e
hizo arribar con peligro la galera del rey a las costas francesas, le hizo desistir de la expedición.
Sólo once buques llegaron a Palestina, y parte de las fuerzas que llevaban quedaron en San Juan de
Acre, plaza fuerte que pertenecía a los cristianos, sirviendo de gran ayuda en la defensa de la ciudad
contra los musulmanes. Todavía proyectó Don Jaime, en 1273, una nueva expedición contra los
moros españoles, para ayudar a su yerno Alfonso de Castilla; pero los nobles catalanes se negaron a
seguirle, alegando que no estaban obligados a servir al rey castellano. En cambio, una armada
catalana, en alianza con el rey moro de Fez, atacó las costas de Marruecos y se apoderó de Ceuta,
incendiando los buques que halló en el puerto.

20 Es decir, casado con una hija de Don Jaime, llamada Violante.


183

255 Luchas con la nobleza.—Política del rey.


Don Jaime había tenido que luchar en sus primeros años contra la nobleza anárquica, con la
cual, según hemos visto, hubo de contemporizar, cediendo a menudo ante el peligro de alargar
indefinidamente las guerras civiles. Los nobles, en más de una ocasión, obraban por cuenta propia,
desatendiendo al rey, negándole su concurso para la guerra, o haciéndola por sí y ante sí. Nada de
extraño tiene, pues, que, a medida que el rey iba creciendo en poderío y en grandeza política, tratase
de ir reduciendo a la nobleza y cortándole los privilegios abusivos que derivaban del régimen
feudal. Ayudaban en estos propósitos al rey los jurisconsultos que le rodeaban y que difundían por
entonces, según veremos en lugar oportuno, las ideas más favorables al poder absoluto de los reyes.
El rey y su hijo mayor Don Pedro, que ya intervenía en la gobernación de los Estados, intentaron
modificar algo la legislación y hacer cumplir a los nobles con sus deberes. Esto produjo una guerra
civil del monarca contra los señores catalanes y aragoneses coligados, guerra que duró mucho
tiempo y puso en grave aprieto a Don Jaime. Suspendióse, en virtud de graves sucesos que ocurrían
en otras partes del reino: la sublevación de los moros valencianos y la entrada de una nueva
invasión musulmana que amenazaba a Murcia. La atención general se dirigió hacia estos peligros.

256. Muerte de Don Jaime.—Su carácter y condiciones personales.


Don Jaime, según dijimos (§ 261), acudió a Valencia, y esta fue su última campaña, pues
habiendo enfermado murió en 27 de Julio de 1276 (24 años después de Fernando III de Castilla) sin
dejar terminada la guerra. El reino catalano-aragonés le debe su engrandecimiento político en la
Península, base y preparación de su predominio en el Mediterráneo. No desatendió Don Jaime, por
el esplendor de las conquistas, la organización interior de sus Estados. Ya hemos visto lo que hizo
para sujetar el espíritu anárquico de los señores feudales. Celoso de sus prerrogativas y de su
independencia, se negó a enfeudar el reino al Papa, como lo había hecho su padre y pedía ahora de
nuevo el pontífice Gregorio X; sin que esto impidiera que fuese Don Jaime altamente religioso,
como lo demuestran las fundaciones piadosas que hizo, la proyectada expedición a Tierra Santa y
otros hechos. Regularizó la hacienda real, compiló varias leyes para mejor fijarlas y conocerlas,
fundó establecimientos de enseñanza, y él mismo, literato notable, escribió versos y la Crónica de
su reinado. En la vida privada fue, sobre todo, sensual como su padre, dejando muchos hijos
ilegítimos; y aunque de condición magnánima, por lo general, cometió actos de fiereza como el de
mandar arrancar la lengua al obispo de Gerona, por haber revelado al Papa un secreto de confesión,
según se cree generalmente, relativo a los amores del rey con una señora llamada Doña Teresa Gil
de Vidaure.
En lo único que contradijo el rey su política de concentración y engrandecimiento de sus
Estados, fue en la división que de ellos hizo al morir, dejando Aragón, Cataluña y Valencia a su
primogénito Pedro, y Baleares, con la soberanía del Mediodía de Francia, al segundo, llamado
Jaime. Con esto quedaron divididos, aunque por breve tiempo, los dominios catalano-aragoneses.

Cataluña21
257. Precedentes.
Los condes de Barcelona pertenecientes al período anterior, sucesores de Wifredo, hemos
visto que intervinieron provechosamente en las contiendas civiles de los musulmanes de Córdoba y
mantuvieron la independencia de su territorio, a pesar de los ataques de Almanzor, que ocupó por
poco tiempo a Barcelona. Al finalizar el período, era conde Berenguer Ramón I (1018-1035),
dominado por su madre y el cual nada hizo por extender las fronteras de sus dominios, aunque sí
procuró organizar políticamente el país, otorgando o reconociendo fueros y libertades a los
21 El nombre de Cataluña (Catalaunia, Catalonia), con que hoy conocemos esta región, no empezó a usarse hasta el
siglo XII. Antes de que prevaleciese este nombre de conjunto, cada condado se designaba por el suyo,
distinguiéndose como más importante el de Barcelona y toda la región con el de Marca o Marca hispánica.
184

habitantes de Barcelona, Olérdula, Penedés, Vallés y otras poblaciones y comarcas. Por entonces la
casa condal de Barcelona reunía en sí los condados de la capital y de Gerona, Ausona y Manresa,
además de los territorios conquistados al S. El condado de Urgel, que era independiente (así como
el de Ampurias, el de Peralada y Besalú), luchaba en tanto contra los árabes, ensanchando sus
límites. Berenguer Ramón dio su última prueba de su ineptitud política dividiendo sus dominios
entre sus hijos y su segunda mujer. Correspondió así: al primogénito Ramón Berenguer, los
condados de Gerona y Barcelona, hasta el Llobregat; a Sancho, el territorio que va desde el
Llobregat hasta las fronteras musulmanas, con la ciudad de Olérdula; y a su segunda mujer y a su
otro hijo Guillem, el condado de Ausona.

258. Ramón Berenguer I (1035-1076).


Con este conde, a quien más tarde llamaron el Viejo, no por su edad (pues sucedió a su padre
a los once años), sino en concepto de primero o más antiguo en relación a otros condes sucesores,
comienza la era del engrandecimiento territorial y político de Cataluña. Los primeros años de su
reinado los ocupó en luchar contra su abuela Ermesindis, que encerrada en Gerona detentaba a favor
suyo la mayor parte de los territorios catalanes. Ramón Berenguer procuró atraerse a los nobles,
consiguiendo que le firmasen escrituras de reconocimiento de fidelidad y ayuda, y anulando la
influencia de su abuela hasta recuperar todos los condados y ciudades que fueron de su padre
Berenguer Ramón.
Dos elementos concurrieron a realizar el pensamiento político y patriótico del conde. Fue uno
la guerra contra los árabes, hecha principalmente por nobles llenos de valor y ardimiento, que
conquistaban pueblos y castillos de los moros, obteniendo luego de los condes la concesión de lo
conquistado, Donde más hubieron de ensancharse las fronteras por este medio, fue en el O.,
llegando las armas catalanas hasta Barbastro. Por el S., la influencia política de Ramón Berenguer
fue tanta que, no obstante hallarse todavía en poder de los musulmanes las plazas de Tarragona y
Tortosa, así como las de Denia y las islas Baleares, los prelados cristianos de alguna de estas
ciudades concurrían libremente a Barcelona, y a una de las iglesias de esta población se
consideraban sujetos (preceptuándolo así los reyezuelos y gobernadores mahometanos) todos los
fieles de aquellas poblaciones e islas. Muchos reyes musulmanes próximos, incluso el de Zaragoza,
pagaban tributo, sin duda para evitar que se les hiciera la guerra.
El segundo de los elementos de que se aprovechó Ramón Berenguer fueron sus relaciones de
familia con la alta nobleza del S. de las Galias. Dos de sus mujeres, Isabel y Almodis, pertenecían a
aquella clase (la segunda era hija del conde de la Marca del Limousin), y no sólo estaban
entroncadas con los linajes de todos los Estados de aquella región, sino que poseían derechos
hereditarios en muchos de ellos. De este modo empezó a relacionarse estrechamente la casa condal
de Barcelona con las del Mediodía de las Galias, echando las bases de aquel dominio ultrapirenaico
de Cataluña que tantas graves consecuencias políticas produjo (§ 251). Por su parte, Ramón
Berenguer procuró adquirir feudos comprándolos, y extendió así de un modo positivo su poder en la
mencionada región francesa.

259. Los Usatges.—La expedición a Murcia.


En su constitución interior, Cataluña, más bien que un Estado unitario, era una verdadera
confederación de condados bajo la supremacía del de Barcelona, y en ella el régimen feudal, no sólo
mantenía cierta independencia en sus elementos varios, sino que había producido multitud de reglas
jurídicas diferentes de las que rigieran en tiempos anteriores. En el interés de los condes y de la
nobleza estaba que esas reglas, especialmente en lo que les favorecía, se fijasen, se redujesen a
escrito y fuesen solemnemente reconocidas por todos como legislación común. Esto es lo que se
hizo mediante una reunión de los principales señores y jueces que formaban la Cort o consejo del
conde y que se celebró en Barcelona bajo la presidencia de Ramón Berenguer. El resultado de esta
asamblea fue redactar una compilación o libro, en gran parte de costumbres legales, que por eso se
185

llamó Usáticos o Lex usuaria, en latín, y luego Usatges, cuando se tradujo al catalán. En esta
compilación, de que trataremos especialmente en lugar oportuno, lo principal eran las leyes
referentes a los señores feudales y a su relación con los inferiores y con el conde de Barcelona, cuya
autoridad realza.
Los últimos días del gobierno de Ramón Berenguer I viéronse amargados por el asesinato de
su segunda mujer Almodis, cometido por Pedro Ramón, hijo de anterior matrimonio. Para ahogar
estas penas, emprendió el conde una expedición guerrera a territorio de Murcia, con mala fortuna,
pues fue derrotado y tuvo que volverse a Barcelona, (1074), donde murió dos años después (1076) a
los 52 de edad.

260. Límites del dominio de la casa de Barcelona.


Del testamento de Ramón Berenguer I, en que dejó el gobierno de sus dominios pro indiviso a
sus dos hijos Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II, se viene en conocimiento de que a su
muerte (es decir, a fines del siglo XI: 1076) pertenecían a la casa de Barcelona los siguientes
territorios: condados de Barcelona, Gerona, Manresa, Ausona, Carcasona y otros; las tierras de
Panadés; el castillo de Laurag con todas sus pertenencias, y diversos lugares en el condado de
Tolosa en Manerbes, Narbona, Comenge, Sabert y en los Estados del conde de Foix; es decir, que la
dominación de los condes se extendía casi tanto por el lado de las Galias como por el lado de
España. Cítase también en el testamento la ciudad de Tarragona hasta Tortosa y el Ebro; pero
sábese de seguro que estos territorios permanecían aún, entonces, en poder de los musulmanes.
Quizá tendría sobre ellos derechos de soberanía Ramón Berenguer, mediante pactos con los jefes
mahometanos en los términos antes dichos (§ 258).

261 Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II.


Los dos hermanos sucesores en el gobierno condal, vivieron en gran desavenencia desde un
principio; hasta el punto que, no obstante haberles dejado su padre la herencia pro indiviso, ellos la
dividieron, adjudicándose cada uno la mitad de los territorios condales. Estos disturbios de familia
terminaron con el asesinato de Ramón Berenguer (llamado vulgarmente Cap d'estopes por su rubia
y ensortijada cabellera), atribuido por la voz popular a su hermano, aunque hay hechos históricos
que permiten ponerlo en duda. Quedó como único conde Berenguer Ramón II, que guerreó contra el
rey moro de Zaragoza y su aliado el Cid (§229) el cual venció por dos veces al conde haciéndolo
prisionero en ambas y devolviéndole la libertad luego. Poco después, en 1091, hizo Berenguer
Ramón una incursión militar por el campo de Tarragona, apoderándose, según se cree, de la ciudad,
puesto que consta hizo donación de ella y su campo, como si le perteneciesen, a la Iglesia de Roma.
Los últimos años del gobierno de Berenguer Ramón están llenos de lagunas y obscuridades
para la historia. En 1097 se pierde el rastro de los hechos referentes a este conde, se supone, bajo la
fe de un documento posterior en un siglo, que algunos nobles catalanes lo emplazaron delante de
Alfonso VI de Castilla para celebrar duelo judicial, acusándolo de la muerte de Ramón Berenguer
II, y que en este duelo fue vencido y declaró su crimen; pero no es seguro este testimonio. Otro
documento dice que el conde murió en Jerusalén, donde quizá había ido en calidad de cruzado.

262. Engrandecimiento territorial del condado.—Conquistas marítimas.


Con la desaparición de Berenguer Ramón II, hereda el condado Ramón Berenguer III, hijo del
asesinado Cap d'estopes, de quince años de edad. Su parentesco con otros condes y sus casamientos
le proporcionaron aumentos importantes en sus dominios, pues en 1111 heredó el condado de
Besalú, en 1117 el de Cerdeña, y en 1112 le trajo en dote su mujer Dolsa el de Provenza, que
ocupaba el SE. de las Galias, hasta Niza: es decir, todo el país en que se hablaba la lengua d'Oc o
lemosín, de que el catalán es una forma. De este modo Ramón Berenguer III se vio dueño de casi
todo el territorio del Principado de Cataluña (excepto los condados de Urgel, de Ampurias, de
Peralada) y de gran parte del Mediodía de las Galias. Pocos años después (1123) logró que el conde
186

de Ampurias se declarase vasallo suyo, con lo cual sólo dos quedaban como independientes.
Cumplióse con esto un cambio notable en la constitución política de la región catalana. Sin guerras
civiles, los antiguos condados creados por Ludovico habían ido desapareciendo absorbidos por el de
Barcelona (el único que en el siglo XII conservaba su antigua fisonomía era el de Peralada),
creándose así un poder unitario de gran fuerza. La importancia de esta transformación pacífica es
considerable, y se comprenderá mejor teniendo en cuenta lo azaroso de los tiempos.
No se limitó Ramón Berenguer III a esperar de la herencia y de los matrimonios el
engrandecimiento de sus Estados. En 1106, aliado con el de Urgel, combatió a los moros y
conquistó la villa de Balaguer, con sus castillos; en 1115, ayudado por la república italiana de Pisa,
que tenía gran marina, desembarcó en Ibiza y Mallorca, aunque no para ocuparlas, sino para cobrar
tributos y obtener vasallaje del walí musulmán; poco después verifica, también ayudado por los
písanos, una excursión militar a Valencia y otras a tierras de Lérida y Tortosa, aunque no se
apoderó de estas dos poblaciones. Los almorávides invadieron por dos veces el territorio, llegando a
sitiar a Barcelona; pero fueron derrotados en Martorell (1114) y en el llano de aquella ciudad
(1115). En 1131 murió el conde, dejando afirmado el poderío terrestre y marítimo del condado y
establecidas las relaciones comerciales y diplomáticas con las repúblicas italianas, famosas por
aquel entonces.

263. Ramón Berenguer IV. Nuevas conquistas y unión con Aragón.


Ramón Berenguer III dejó dos hijos, entre los cuales distribuyó sus Estados, dando a uno
(Ramón Berenguer IV) el condado de Barcelona, y al otro (Berenguer Ramón) el de Provenza y
demás tierras de las Galias. El conde de Barcelona (1131-1162) fue guerrero como su padre. Con él
pactó alianza, mediante pago de tributo por cuatro años, el reyezuelo de Murcia y Valencia
Abenmerdanix o Lobo (1146-72), que para contrarrestar el empuje de los almohades (§ 222) y
mantener la independencia del reino musulmán, se unió constantemente a los reyes cristianos,
siendo en rigor un vasallo de éstos y de las repúblicas italianas, con quienes también pactó.
Concurrió Ramón Berenguer a la conquista de Almería, ayudando a Alfonso VII de Castilla; se
apoderó definitivamente de Tortosa, Lérida, Fraga y Mequinenza (pertenecientes al rey Lobo),
asegurando así la frontera del S.; guerreó en Provenza, ayudando a su hermano y a un hijo de éste;
luego, contra la casa feudal de los Baus o Baucis, que alegaba derechos a aquel condado, y a la cual
venció al fin, y contra el conde de Tolosa. Estas guerras, aunque no aumentaron directamente los
dominios del conde de Barcelona, le dieron gran importancia política en aquellas regiones.
En 1150 casó Ramón Berenguer con Petronila, hija del rey de Aragón Ramiro II (§ 246), con
lo cual quedó realizada la unión personal de aquel reino y el condado de Barcelona. A la muerte del
conde, 12 años después (1162), heredó sus Estados catalanes el hijo de aquel matrimonio, Ramón,
que cambió su nombre por el de Alfonso (§ 247). El condado de Cerdaña, el señorío de Carcasona y
los derechos sobre Narbona, los legó a su otro hijo Pedro. En 1164, por renuncia de su madre
Petronila a la corona de Aragón, Alfonso reunió en sí ambas soberanías.

Navarra
264. Los descendientes de Sancho el Mayor.
El testamento de Sancho III quebrantó, como sabemos ya, la preponderancia política de
Navarra en los territorios cristianos. Al frente del reino puramente navarro, quedó García, hijo
primogénito de Sancho. García murió víctima de su ambición, en la batalla de Atapuerca, ganada
por su hermano Fernando de Castilla (§ 225). Sucedióle su hijo Sancho IV, que procuró extender
por el SO. las fronteras, guerreando contra el rey musulmán de Zaragoza. Asesinado por un
hermano suyo bastardo, Ramón, en Peñalén, los navarros (como ya dijimos), para que no ocupase el
trono el fratricida y para evitar que Alfonso VI de Castilla se apoderase del país, ofrecieron la
corona al rey de Aragón, que era también de la familia de Sancho el Mayor, y continuaron unidos
187

con aquel reino desde 1076 a 1134 (§ 244), bajo Sancho Ramírez, Pedro I y Alfonso I.
A la muerte de Alfonso I, se rompió la unión de navarros y aragoneses (§ 246). fue elegido
rey de los primeros García Ramón II, nieto de Sancho IV, cuyo reinado (1134-1150) se pasó en
continua lucha con Aragón, que había crecido mucho en importancia, y con Castilla, que le
disputaba la posesión de los territorios del Ebro (Rioja). Estas luchas terminaron con su hijo Sancho
VI el Sabio, por mediación del rey de Inglaterra (cuyas relaciones con Castilla conocemos ya),
quien hizo, entre navarros y castellanos, una división de la Rioja que unos y otros aceptaron.
Entonces Sancho VI se dedicó a la organización interior del reino, dando fuero a varias ciudades,
fomentando el comercio y el bienestar del país. Las luchas con Aragón y Castilla se reprodujeron,
no obstante, al heredar el trono el hijo de Sancho VI, Sancho VII el Fuerte, quien para contrarrestar
el poder de sus enemigos pactó alianza con los almohades, a cuyo fin pasó al África, donde
permaneció varios años. A la vuelta a España, cambiaron las cosas, y Sancho VII se unió al rey de
Castilla para rechazar a los almohades, contribuyendo no poco a la victoria de las Navas. Al morir,
sin hijos, dejó su corona al rey de Aragón, Don Jaime.

265. Navarra feudataria de Francia.


Los navarros resistieron cumplir esta voluntad de Sancho, por no querer unirse a Aragón, y
Don Jaime no hizo tampoco valer su derecho, dejándoles que eligiesen rey propio. Fijáronse en un
sobrino de Sancho VII, Teobaldo, que era conde de Champaña y vasallo, por esto, del rey de
Francia (1234). Desde esta fecha comienza a perder la historia de Navarra interés para España,
alejada como estuvo, por muchísimos años, de la marcha de la política peninsular y de sus-
cuestiones principales. La casa de Champaña reinó hasta 1285, con Teobaldo I y II, Enrique I y
Juana I. Teobaldo I, desconociendo las instituciones y carácter del pueblo navarro, promovió
muchos conflictos políticos y terminó sus días lejos del reino, en Palestina, formando parte de la
sexta cruzada. Su hijo Teobaldo II, casado con una hija del rey de Francia, San Luis, acompañó a
éste en sus dos cruzadas, muriendo también lejos de sus Estados; y Enrique I, regente del reino
durante la ausencia de Teobaldo, ciñó la corona sólo cuatro años, dejando al morir (1274) una niña
llamada Juana I, que fue reconocida heredera del trono. La minoridad de Juana fue turbulenta, como
lo eran entonces casi todas las minoridades reales, hasta que su madre la puso bajo la tutela del rey
de Francia, Felipe III, quien la desposó luego con su hijo y sucesor Felipe IV. De este modo
desapareció Navarra, a fines del siglo XIII, como reino independiente, siendo por algunos años
simple dependencia de los reyes franceses.

2.—ORGANIZACIÓN SOCIAL, POLÍTICA Y ADMINISTRATIVA (SIGLOS XI


AL XIII)

Los Estados musulmanes


266. La forma de gobierno.
Aunque pudiera parecer a primera vista que la destrucción del califato y los sucesivos
cambios de dominación que ocurrieron hasta el siglo XIII en la España musulmana, habían de traer
grandes variaciones en la organización política interna, no fue así en el fondo. Verdad es que se
rompió la unidad del Estado árabe; que, por lo tanto, la división territorial y la jerarquía de
funcionarios se trastornó por completo, y las leyes generales de la administración que ligaban las
diferentes partes del extenso imperio de los califas, dejaron de producir sus efectos. Pero los reyes
de Taifas, lo mismo que los emperadores almorávides y almohades, continuaron la tradición
monárquico absolutista de los califas, agravándola, si acaso, con mayor y más entero despotismo.
Aun los mismos gobiernos que con título de republicanos se formaron (en Córdoba y Sevilla, v.
gr.), ya hemos visto cuan pronto degeneraron en monarquías absolutas; aparte ser ellos mismos,
188

antes de esta variación, meras ficciones tras de las cuales dirigía a su voluntad los negocios públicos
un solo hombre, bastante astuto para ocultar sus propósitos.
En punto a los elementos sociales que intervenían en la política, la constitución de los reinos
de Taifas pareció favorecer en un principio la restauración de la aristocracia árabe; pero lo mermado
de ésta y la lucha terrible sostenida por los elementos berberiscos y eslavos, que eran los más
numerosos, produjo según vimos la destrucción de aquélla y, al cabo, la anulación del elemento
árabe. El pueblo, aunque pareció tener en algunos momentos cierto poder, en realidad no tuvo
ninguno, siendo puramente nominales las democracias de algunas grandes ciudades. El despotismo
de los Abbaditas de Sevilla, de los Hammuditas y de los emperadores africanos, no sólo impedía
toda representación popular, sino que perjudicó a la libertad de los individuos y a la seguridad de
vidas y haciendas. La filantropía democrática y la simpatía hacia el pueblo que demostró algún rey
(como Idris II), no influían para nada en la esfera política, ni modificaban lo más mínimo el sistema
absolutista dominante.
Con los almohades, España perdió su autonomía, convirtiéndose en una provincia del Imperio
africano. El centro del poder estaba en África, y aquí gobernaban, en nombre del emperador, jefes a
la vez políticos y militares; hasta que se formaron otra vez reinecillos independientes, que las
conquistas de Fernando III y Jaime I redujeron al de Granada.
En los cargos políticos y administrativos se produjo un rebajamiento correspondiente a la
disgregación del Estado. En cada reino independiente se reprodujeron las autoridades de Córdoba
en menor escala: así, el alcaide o general en jefe, se convirtió en gobernador de fortalezas; el juez
único de las Injusticias se multiplicó; los wizires o alguacires (ministros) se multiplicaron también,
y, a veces (por elevarse a rey independiente un cadí), se confundieron con los ejecutores o
alguaciles de juzgados; los cadíes juntaron en sí atribuciones judiciales, políticas y administrativas,
como los alcaldes cristianos (sucesores de los judex), a quienes comunicaron el nombre en muchas
partes ya en el siglo XII, etc. El soberano tomó el título de sultán, no el de califa.

267. Ceremonial regio.


El propio Idris II, no obstante su democracia, era en su corte altamente fastuoso y llevaba la
etiqueta al último extremo. A los Hammuditas (a cuya rama pertenecía) se les consideraba, por su
cualidad de descendientes del yerno de Mahoma, como unos semidioses. «Para mantener una
ilusión tan favorable a su autoridad —dice un historiador— se presentaban rara vez en público, y se
rodeaban de una especie de misterio. El mismo Idris, a pesar de la sencillez de sus aficiones, no se
separó del ceremonial establecido por sus predecesores: una cortina le ocultaba a la vista de los que
le hablaban», y rara vez llegaban éstos a contemplar cara cara al soberano. Los reyes de Taifas
atesoraron grandes riquezas y habitaban palacios lujosísimos. El de Zohair, de Almería, estaba
«amueblado con magnificencia y atestado de sirvientes; tenía quinientas cantadoras, todas de
extrema belleza». Cuando los almorávides entraron en Granada, hallaron en el palacio del rey Badis
«riquezas inmensas, prodigiosas, innumerables; las cámaras estaban adornadas con esteras, tapices
y cortinajes de un inmenso valor; por doquiera esmeraldas, rubíes, diamantes, perlas, vasos de
cristal, de plata y oro deslumbraban la vista. Había especialmente una capillita compuesta de 400
perlas, cada una de las cuales fue valuada en cien ducados». El rey de Sevilla no era menos rico, y
estas riquezas les ayudaban a sostener su absolutismo semidivino.

268. Clases sociales musulmanas.


La más importante variación que en esto se produjo fue la anulación del elemento árabe y la
preponderancia del africano (beréber) y de los renegados europeos (eslavos), preparada ya en los
últimos tiempos del califato. La influencia que este hecho produjo sobre las costumbres, el tipo
social y hasta los sentimientos religiosos de la masa, debió ser grande, aunque no se conozca hoy
detalladamente. Los árabes puros, según llevamos dicho, llegaron a no atreverse ni aun a declarar su
origen. La antigua aristocracia desapareció por entero, sustituyéndola la nueva nobleza militar. El
189

clero tuvo momentáneamente cierta preponderancia social, pero duró bien poco; y la población,
cada vez más mezclada de elementos extraños, renegados en su mayor parte, iba perdiendo sus
caracteres propios y los sentimientos que la caracterizaban antes. Abundaban los esclavos cristianos
hechos cautivos, por lo cual los reyes españoles procuraron a menudo su rescate en los tratados de
esta época.

269. La distribución de la propiedad.


Otra causa notable de disolución social fue la desigualdad económica, acentuada desde los
últimos tiempos del califato por la formación de grandes latifundios o propiedades territoriales, con
detrimento de las explotaciones agrícolas menores, que la guerra dificultaba también y que las
conquistas de los cristianos, en los siglos XII y XIII, fueron reduciendo muy de prisa. Como
ejemplo de latifundio se pueden citar el del cadí de Sevilla (§ 218), que poseía la tercera parte del
término de aquella gran ciudad, y el del rey de Murcia Abu-Abderramán-Ibn-Tahir, a quien
pertenecía la mitad del territorio de su reino. Las grandes riquezas muebles que poseían los reyes (§
267) significaban por sí una concentración grande de la riqueza pública. Las contribuciones que
pesaban sobre el pueblo fueron aumentándose, hasta el punto de hacer imposible la vida; y si al
comienzo de la dominación almorávid hubo un período en que se rebajaron aquéllas y se gozó de
algún bienestar público, esta ventaja duró poco tiempo (§ 221).

270. Los judíos.


Sabemos la gran importancia que en el mundo musulmán tenían los mozárabes y los judíos.
Éstos conservaron, con ligeras variantes, al comienzo de la época que nos ocupa, la posición social
que ocupaban durante el califato. Patrocinados por los reyes de Taifas, intervenían en la política,
llegando algunos a ministros (como Samuel-ibn-Nagrela, que lo fue del rey de Granada) y pesando
su influencia como colectividad en las guerras civiles. Eran también los intermediarios obligados
entre cristianos y musulmanes en los tratados, conferencias y demás relaciones diplomáticas;
formaban parte del ejército y, en fin, por su cultura en las ciencias, no sólo se les consideraba
mucho, sino que influyeron sobre los autores musulmanes, según veremos en el lugar oportuno. En
las ciudades principales, su número era considerable, y aun había algunas, como Lucena, compuesta
exclusivamente de judíos. El comercio, a que se dedicaban principalmente, les había dado grandes
riquezas.
Semejante ventajosa posición tuvo un eclipse de importancia al comienzo de la dominación
almorávid. Los sacerdotes musulmanes y el pueblo fanático, no obstante la protección de los reyes a
los judíos, y quizá por ella misma, aprovechaban todas las ocasiones para perjudicar a aquella raza.
Así lo habían hecho años antes (1066) en Granada, después de muerto Samuel y siendo ministro el
hijo de éste, Joseph. El demasiado favor que Joseph concedió a sus compatricios, junto con otras
circunstancias políticas, excitó a los fanáticos. El ministro fue muerto por la soldadesca y 500
familias judías perecieron, siendo arrasadas sus casas. Como consecuencia de esto, todos los judíos
del reino de Granada tuvieron que vender sus bienes y emigrar a los otros Estados andaluces.
Cuando vencieron los almorávides, algunos individuos del clero, aprovechando el favor que
gozaban con Yúsuf, trataron de hacer daño a los judíos. El emperador, excitado por ellos, según se
cree, y dirigiendo su vista, sin duda, a las riquezas de los israelitas, dio orden a todos los de Lucena
para que se hiciesen musulmanes; pero esta orden se revocó, evitándose también otras
persecuciones, mediante el pago de fuertes sumas en dinero.
No obstante aquel ataque, los soberanos almorávides tuvieron algunos ministros judíos y
escogieron de entre ellos sus médicos y astrólogos. Los almohades repitieron la persecución, pero
con más dureza, disolviendo comunidades importantes como la de Lucena, obligando a los judíos a
que abrazasen el mahometismo o expulsándolos, tanto en España como en Marruecos (1146), y
prohibiendo el matrimonio de los conversos con los musulmanes de raza. Merced a esta política,
gran número de ellos —entre los cuales había hombres ilustres— emigraron a Castilla, donde
190

fueron bien acogidos.

271. Los mozárabes.


Si la consideración social de los judíos varió mucho en esta época, lo mismo hubo de suceder
con la de los mozárabes. El odio que el clero musulmán y el populacho sentían hacia ellos, fue
aumentándose día por día; y aunque en algunos reinos de Taifas aparecen influyendo mucho en el
gobierno individuos mozárabes, produjéronse vejaciones que se agravaron a fines del siglo XI con
el emperador Yúsuf, quien, movido por los alfaquíes, hizo destruir una iglesia antigua en la ciudad
de Granada, de construcción visigoda al parecer. Los mozárabes ayudaron mucho a la reconquista,
y los de Granada, según vimos, llamaron al rey de Aragón Alfonso I (§ 241), el cual se llevó
consigo 10.000 de ellos; pero los que quedaron en territorio musulmán fueron, en venganza,
privados de sus bienes, algunos muertos o presos y la mayoría trasladados al África (1126). Once
años más tarde (1137) se hizo nueva deportación de mozárabes. Los que quedaron en Granada
viéronse luego protegidos por algunos príncipes, y se multiplicaron; mas, a lo que se cree, la
mayoría de ellos pereció en una batalla dada en 1164.
No debe entenderse por esto que la política de los almorávides fuese de constante y aguda
intolerancia. Por el contrario, parece que una de las razones del descontento de los musulmanes
españoles (causa de las sublevaciones que ya relatamos: § 222) fue la protección concedida por Alí
y Texufín a los cristianos que figuraban en el ejército almorávid y que continuaron figurando en él
por mucho tiempo. Más intolerantes fueron los almohades, quienes en 1146 expulsaron a muchos
mozárabes (particularmente de Marruecos) que no quisieron abjurar, y demolieron sus iglesias.
Refugiáronse no pocos en los territorios de Castilla, y entre ellos, obispos de África y de Andalucía,
que vivieron en Toledo. Quedaron, no obstante algunos grupos de población cristiana en territorio
musulmán, como lo demuestra el hecho de haber persistido en Valencia, hasta poco antes de la
entrada en ella de Don Jaime, una iglesia (la de San Vicente) abierta al culto.
Avanzaban entretanto las conquistas de los reinos cristianos. En 1085 fue tomada Toledo y a
comienzos del siglo XIII empezaron las grandes expediciones de Fernando III. Con esto, se hacía
más difícil la vida de los mozárabes en los territorios mahometanos, por la violencia de la lucha;
pero también se ofrecía ocasión para que no pocos se acogieran a las plazas cristianas, en las que
vivieron según diremos en el lugar oportuno.

León y Castilla
272. Clases sociales.
En el período que va desde el siglo XI al XIII se producen en los reinos de León y Castilla
cambios y novedades de gran importancia en las clases sociales. Se acentúan de un lado ciertos
rasgos de independencia en la clase nobiliaria respecto del poder real y se plantea claramente la
lucha política entre la aristocracia y los reyes; de otra parte, se renueva la misma clase aristocrática
con la creación de caballeros de distinto origen; avanzan en el camino de su libertad, hasta
conseguirla casi por entero, las clases serviles; se desarrollan los concejos llegando a ser una fuerza
política y robusteciendo la clase media, de que proceden los letrados o jurisconsultos, arma de
guerra de los reyes contra los nobles, y finalmente se producen nuevas clases como consecuencia de
la conquista de territorios mahometanos y de la mayor afluencia de extranjeros a las tierras del C. y
O. de España. El clero católico, por su parte, continúa y amplía sus privilegios como clase, si bien el
elemento popular comienza a pedir y a iniciar la igualdad jurídica, especialmente en el orden
contributivo y en el del fuero judicial.

273. Los nobles.


Siguen siendo la clase privilegiada por excelencia. Algunos de ellos, que han reunido grandes
riquezas por el favor de los reyes, la guerra o los enlaces matrimoniales, constituyen el núcleo de
191

casas nobiliarias poderosas, que a veces se atreven a luchar con el mismo rey. No llegaron nunca,
sin embargo, a establecer el régimen feudal, a la manera que existía en otros países (§ 210), no
obstante las influencias extranjeras que pesaron desde la venida a Castilla de los cluniacenses y,
sobre todo, la conquista de Toledo. Sin embargo, el condado de Portugal se dio en feudo, y los
documentos de la época hablan con frecuencia de vasallaje y vasallos. Los reyes concedían a los
nobles, ya para sosegar sus alborotos, ya para premiar sus servicios en la guerra, bien tierras
pobladas de siervos cultivadores, bien villas, lugares y castillos, haciendo estas donaciones, unas
veces sin limitación alguna, reservándose sólo el rey los derechos esenciales de la soberanía; otras,
concediendo al donatario la jurisdicción sobre sus vasallos; otras, eximiendo a sus tierras y
pobladores de tributos; otras, en fin, sin esta exención. También a menudo confiaban los reyes sus
fortalezas y castillos a nobles, mediante juramento de obediencia y fidelidad, es decir, obligándose
el noble a guardar, defender y restituir el castillo o villa murada que se le encomendaba; lo cual
ponía en manos de la nobleza, cuando se sublevaba, la mayor parte de los lugares fuertes del reino.
Además de esto, continuaba la anárquica costumbre de las guerras privadas entre los magnates (si
bien los reyes trataron siempre de reprimirlas) y el duelo entre hijodalgos para vengar las ofensas.
Los nobles podían desnaturarse y se desnaturaron con frecuencia (v. gr. el Cid); pero el rey tenía
facultad de desterrarlos y confiscarles los bienes en casos graves. El monarca continúa siendo
teóricamente el centro del poder, a quien competen en exclusiva los atributos fundamentales de éste
(justicia, legislación, guerra, moneda), nombrando él los funcionarios judiciales y administrativos.
Los privilegios nobiliarios de otro orden, como el de exención de tributos, forma de ir a la
guerra, etc., continuaron como en el período anterior.
La nobleza de segunda clase (milites, infanzones, etc.) creció grandemente (sobre todo en
algunas regiones, como Galicia) desde el siglo XII, tomando en esta fecha el nombre de fijosdalgo,
equivalente, en sentido estricto, al antiguo de infanzones, y también, en sentido lato, a persona noble
de linaje. Al hijo de noble que no había recibido aún la armas, se le llama escudero. Los nobles de
primer grado o superior categoría, llevan el nombre de Ricos-hombres (expresado en documentos de
fines del siglo XII) y comprenden, tanto a los condes (de mandatión o de palacio), como a las
potestades, dominación que aparece ya en documentos del siglo XI y que en los del XII designa con
claridad a todos los funcionarios superiores que no son condes. Los infanzones dependían muy
directamente del rey, estaban exentos de la jurisdicción señorial y podían hasta tener tierras en
honor, es decir, con jurisdicción.
Como ya indicamos (§ 192), había caballeros que no procedían de la nobleza, sino de la clase
popular libre, es decir, de la clase media de los concejos o ciudades (caballeros de villa o de
collaciones). Se consideraron como tales, todos los que mantenían caballo de silla para la guerra,
dándoles el honor y título mencionado, exceptuándoles de tributos, concediéndoles con el tiempo la
exclusiva de los oficios y ministerios públicos del concejo (portiellos) y privilegios especiales en
punto a las penas. Formaban, pues, como una segunda nobleza, o una aristocracia dentro del
elemento plebeyo de los concejos, distinguiéndose claramente de los infanzones, que se llamaban
también milites nobiles. Los reyes favorecieron a esta clase, como se ve, por ejemplo, en el fuero
que otorgó Alfonso VII a los vecinos de Toledo «que quien quisiese cavalgar, cavalgase y entrase
en las costumbres de los caballeros»; con lo que un labrador o un industrial podían ennoblecerse
fácilmente. Se comprende bien que fuese así en aquellos tiempos en que la guerra constante hacía
tan necesario el elemento militar, cuyo aumento importaba favorecer a toda costa.
En lo que no hubo variación fue en las costumbres anárquicas y contra derecho de los nobles
de la clase superior, los que poseían castillos y numerosos guerreros. El conde de Monterroso, Don
Munio Peláez (1121), desde su castillo situado a las márgenes del Iso (Galicia) asaltaba y
desvalijaba a mansalva a los viajeros; el conde Don Fernando Pérez hacía lo propio desde su castillo
de Raneta; el conde Don García Pérez (1130) asaltaba a los comerciantes de Inglaterra y Lorena que
iban a Santiago, robándoles la enorme suma de 22.000 marcos de plata, o sea 176.000 duros de
nuestra moneda actual. Contra tales desmanes —frecuentísimos, no sólo en Galicia, sino en todo el
192

territorio leonés-castellano—, acudieron a veces los reyes, y con más frecuencia las milicias
concejiles y algunos señores eclesiásticos, como los arzobispos de Santiago, quienes, entre otros
casos, castigaron al conde Don Fernando Pérez asaltando el castillo de Raneta al frente de la milicia
de Compostela y arrasando por completo sus muros.

274. El clero.
Aparte de su especial representación en el orden religioso, el clero formaba una clase social
muy influyente y poderosa. Lo era indirectamente, merced a su cultura, por lo general superior a la
de los hombres civiles; a su intervención en las discordias políticas y guerras intestinas, procurando
calmar los ánimos y restablecer la concordia, aunque no faltasen prelados turbulentos, como el
arzobispo Gelmírez, que la perturbaran; a su esfuerzo en punto a la repoblación de los campos y el
cultivo de éstos, que impulsaron en gran manera los monjes. Directamente, lo era merced a los
señoríos de que gozaba (§ 199), y que solían ser menos duros que los de los nobles para las clases
serviles; a los muchos libertos que recibía (§ 195) y a las inmunidades personales y reales de que
gozaba y cuyos precedentes vimos ya en las épocas romana y visigoda.
La inmunidad personal, o sea la exención de la jurisdicción ordinaria, no fue igual en todos
tiempos, a pesar de existir en principio formulada por el Concilio IV de Toledo. Comenzó por casos
particulares, mercedes especialísimas de los reyes a los clérigos de determinada iglesia o a los
monjes de tal monasterio, y con el mismo carácter siguió hasta fines del siglo XIII, en que se hizo
medida general para todos los clérigos y monjes. Sucedió con este privilegio lo que suele ocurrir
con todos; que a su sombra se cometieron muchos abusos, acogiéndose a él personas que, por
escapar de la jurisdicción de los reyes, vistieron sin vocación, y con falsedad a menudo, el traje
talar; y así, quedaron impunes no pocas fechorías. Contra esto clamaron más de una vez las Cortes.
La inmunidad real, o sea la referente a los bienes, también iniciada en el Concilio IV de
Toledo, consistía, ora en los privilegios que acompañaban a las donaciones de tierras y villas,
hechas por los reyes y los particulares, ora en la exención (y esto era lo más importante) de pechos y
tributos, por los bienes adquiridos. Así, Alfonso VIII eximió a los prelados y clérigos de Castilla y a
sus cosas (y en especial al clero de Palencia) de todo pecho; y Alfonso IX, en las Cortes de León de
1208, les dispensó de peaje, pedido, portazgo y otros tributos; si bien previno en otras Cortes
anteriores que «las cosas, bienes y posesiones vendidas o dejadas a iglesias, monasterios o al clero,
lleven siempre consigo las mismas libertades, derechos y cargas que tenían antes, y que por
semejantes donaciones, ventas y enajenaciones, no perdiese el rey cosa alguna de su derecho»: con
lo cual quiso evitar que, siendo tan numerosas como eran las donaciones y ventas a las iglesias y
monasterios, disminuyesen considerablemente los tributos que servían para nutrir el Tesoro público.
Este peligro había sido ya advertido por Alfonso VII, quien en 1138 ordenó que «ningún
heredamiento corra a los fijosdalgo ni a monasterio alguno»; y por Alfonso VIII, que en el fuero de
Cuenca estableció no pudiese nadie vender bienes raíces a clérigos ni monjes, prohibición que se
reprodujo en otros fueros. Las Cortes también pidieron repetidas veces que se impidiese el pase de
las propiedades a los monasterios, porque se disminuían los tributos, teniendo que pagar las mermas
los plebeyos. Sin embargo, es positivo que no siempre estaban exentos los monasterios de pagar
impuestos. Lo prueban, entre otros hechos, los siguientes: que Fernando I dio a la iglesia de León y
a su obispo la villa de Godos, con la condición de que contribuyese al rey y a sus sucesores con los
tributos reales; el monasterio de San Millán pagó la fonsadera hasta 1089, en que le eximió Alfonso
VI; y por otras concesiones se viene en deducción de que antes pagaban muchos monasterios los
tributos. Lo que sucedió fue que, según avanzaban los tiempos, las exenciones particulares iban
siendo más y más, y al fin se hicieron regla común.
Los prelados que tenían tierras del rey, estaban obligados al servicio militar, y si no podían
concurrir a la hueste, debían enviar a su vez un caballero. Intentaron alguna vez excusarse de esta
carga, pero no lo consintieron los procuradores de las Cortes, dando por razón que, tratándose de
hacer la guerra a los infieles, los prelados eran quienes primeramente debían exponer su vida.
193

275. La clase media.


El crecimiento de los concejos, o sea de las villas y ciudades exentas de señorío, y en que
todos los vecinos eran libres; la emancipación de muchos siervos y la extensión de las conquistas
cristianas, que habían incorporado nuevos grupos de población, produjeron el renacimiento de la
clase media, industrial y labradora, casi desaparecida a fines del siglo V. Los reyes la apoyaron,
concediéndole privilegios en los fueros y ordenanzas; y ella por sí, con la extensión que iban
adquiriendo la agricultura, la industria y el comercio, con la organización municipal, con el
concurso que prestaban a la guerra mediante sus milicias y hasta con la asimilación de muchos de
sus individuos (caballeros-milites) a los nobles, fue adquiriendo importancia social y política. De
esta última hablaremos en su lugar. La primera se expresaba principalmente por la riqueza y por los
privilegios que, consignados en los fueros, eran muy variados. Tendían unos a impedir que las
propiedades de los vecinos (y en general las tierras enclavadas en el término del concejo) pasasen a
poder de los nobles, para que éstos no influyesen malamente con su poder sobre el pueblo y también
para que no disminuyesen las propiedades que pagaban tributo, limitando las ventas y donaciones a
los vecinos entre sí, u obligando a los extraños que las compraran, a tomar vecindad y sujetarse a las
leyes del concejo. Otras leyes autorizaban a los vecinos para herir o matar al caballero o poderoso a
quien hallaren cometiendo violencia en el término del concejo, eximiendo de pena, también, al que
hiriese o matase a cualquier noble por motivo de justa defensa. Los vecinos no podían ser
encarcelados o detenidos violentamente en su casa por otra autoridad que los jueces foreros o del
concejo; y ni aun éstos podían prenderlos, si diesen fiador, privilegio que les igualaba a la nobleza
de Castilla.
Aunque la clase media pagaba, por regla general, los tributos ordinarios, alguna vez se
exceptuaba de ellos a los vecinos de una villa (Cuenca), o se los reducía a uno solo (Sanabria-León)
y desde luego se declaraban libres de pechar o contribuir los jornaleros y los pobres. Estaba
prohibido cargar al pueblo con tributos extraordinarios (pechos desaforados) por exclusiva voluntad
de los reyes.
En los señoríos (nobiliarios y eclesiásticos, sobre todo en los segundos), se formó también una
clase media de industriales y labradores, muy importante en ocasiones. Contribuyó a ello, de un
lado, el crecimiento de la industria y el comercio y las exigencias que estos dos órdenes de actividad
económica traen consigo; de otro, los fueros y exenciones que tuvieron que ir dando los señores,
unas veces para atraer pobladores, otras por acto desinteresado en favor de la liberación de siervos,
y no pocas para acallar las sublevaciones del pueblo (§ 277). En algunas villas eclesiásticas
importantes (como Santiago) influyeron también mucho los extranjeros que acudían, bien como
simples viajeros, bien como mercaderes, que a menudo se avecindaban. Los reyes intervinieron, a
veces, declarando, por ejemplo, libres e ingenuos a los habitantes de una ciudad sujeta a señorío
eclesiástico (Ordoño II respecto de los de Santiago, confirmada esta declaración por la carta foral de
1105), sin perjuicio del vasallaje al prelado. Los industriales y cambiadores de moneda (§ 204)
formaron una clase importante por su riqueza y organización en gremios.

276. Clases serviles.


Ya hemos visto que a comienzos del siglo XI muchos de los antiguos siervos adscriptos
habían logrado desprenderse de la condición miserable que antes tenían y alcanzar cierto grado de
libertad, en la forma de los juniores o foreros. Este movimiento de emancipación siguió con gran
rapidez en León y Castilla, ayudado en mucha parte por las frecuentes manumisiones, la influencia
del sentido cristiano, la repoblación, las nuevas necesidades económicas, los esfuerzos de la misma
clase servil y la protección de los concejos, a los cuales huían los siervos. Uno de los pasos más
importantes dados en el sentido de la emancipación civil y política de los juniores, fue el diploma
otorgado en 1215 por Alfonso IX. Sabemos que los juniores se dividían en dos clases, una de los
llamados de capite y otra de los de hereditate. Ni unos ni otros podían cambiar libremente de
domicilio; los primeros tenían prohibición absoluta de hacerlo; los segundos tropezaban con
194

grandes dificultades y limitaciones cuando querían lograrlo. El diploma de 1215 vino a romper estas
trabas, autorizando (merced a las instancias del arzobispo de Santiago) a los foreros o juniores de
heredad de las villas realengas, para que se trasladasen cuando quisieran a las tierras del señorío de
Santiago y viceversa, sin perder las heredades que poseyesen en el territorio de donde procedían;
pero obligándose a solventar las cargas que pesasen sobre ellas y a pagar los tributos personales en
el lugar en que moraban. Esta libertad fue ampliándose, hasta que fue ya general, a partir del siglo
XIII, que el junior dejara cuando le conviniese a su señor, sin más que notificárselo públicamente y
con ciertas solemnidades; pero se conservaba todavía la diferencia entre los de capite y los de
heredad, más libres éstos que aquéllos, a quienes seguía, por doquiera que fuesen, el tributo de
capitación que debían pagar a los señores. Los reyes permitieron también, a veces, el derecho de
asilo de los siervos, favoreciendo así la emancipación: v. gr. concediendo a un concejo que todos
los siervos refugiados en él quedaran libres, o dando igual privilegio a castillos y fuertes fronterizos
que convenía guardar y poblar de combatientes (el de Villavicencio, en 1020). Pero esto no fue
medida general para todos los concejos y castillos, como lo prueban las prohibiciones de ello con
respecto a León y Bayona del Miño (1020 y 1021), y más bien se observa su restricción u medida
que avanzan los tiempos, dado que Alfonso IX prohibió terminantemente a los juniores de capite
que fuesen recibidos en las villas realengas.
En general, a fines del siglo XII los siervos y colonos habían obtenido ya definitivamente las
siguientes ventajas: fijación exacta de las prestaciones y servicios que debían a los señores;
abolición de la práctica de ser vendidos con la tierra, contra la cual habíase ya declarado un concilio
de comienzos del siglo XI; y reconocimiento de la validez de sus matrimonios aunque los
celebrasen sin consentimiento del señor, en lo cual influyó mucho el papa Adriano VI.

277. Revoluciones de siervos y burgueses.


Este movimiento de emancipación no era, sin embargo, uniforme, ni continuo, ni tan
acelerado como el interés de las clases serviles deseaba. Así que éstas, una vez despertado en ellas
el espíritu de libertad, lucharon directamente para redimirse a sí propias, y lograron por la fuerza no
pocas ventajas.
En las guerras frecuentes entre los nobles, y en las de éstos con los concejos, los siervos, por
regla general, se ponían enfrente de sus señores y recibían auxilio de los municipios; otras veces
desertaban en gran número y se acogían a los pueblos de asilo, o bien formaban asociaciones de
resistencia (hermandades, como la de la Tierra de Santiago) que llegaron a convertirse en
verdaderas sublevaciones, con lucha encarnizada en que menudearon los asesinatos, incendios de
castillos, robos y demás violencias, de modo tal, que hubo de formarse para atajarlas una contra-
hermandad pactada en el Concilio de Oviedo de 1115.
Contribuyeron a estos movimientos revolucionarios dos causas: las influencias extranjeras,
que traían el ejemplo de otras sublevaciones de siervos en diferentes países, y con ello ideas de
libertad que arraigaban especialmente en los centros de población importantes, y los excesos de
poder (verdaderas reacciones en el camino de la emancipación) que se intentaron en algunos
señoríos.
Las influencias extranjeras revélanse bien claramente en el hecho de que, al frente de algunas
de las revoluciones, figuran italianos y franceses, como en la ocurrida en Santiago en 1136; si bien
ésta no fue propiamente de siervos, sino de ciudadanos o burgueses (clase media) que también
aspiraban a mejorar su condición. Pero estos movimientos burgueses repercutían luego en las clases
serviles de las ciudades y del campo. Este mismo espíritu de libertad había promovido, años antes
(1117), el alzamiento de que ya se hizo referencia (§ 233).
Los excesos o reacciones desfavorables a las clases serviles y dependientes, produjéronse a
partir de la toma de Toledo, según se cree, por influencias también extranjeras, que representaban
en primer término los monjes de Cluny, procedentes de una nación en que los derechos de los
señores feudales eran mucho más gravosos para los vasallos que en Castilla; aunque probablemente
195

no todos los abusos que se les achacan son en realidad obra suya.
Así sucedió en Sahagún, villa dependiente del monasterio del mismo nombre, centro principal
de los cluniacenses. Alfonso VI había concedido a los monjes independencia de toda jurisdicción
espiritual y temporal, y a su abad lo declaró señor, juez y arbitro de las causas que se promoviesen
en todo el territorio adscrito al monasterio. Para atraer población, y de común acuerdo el rey y el
abad, diose el fuero de 1085, concediendo ventajas a los que viniesen a la villa; pero junto con estas
ventajas iban no pocas sujeciones y vejámenes para los pobladores, en beneficio de los monjes.
Introdujéronse tributos, servicios y limitaciones, como la de cocer pan en otro horno que no fuese el
del señor (o sea, el del monasterio); la de cortar cualquier rama de árbol, autorizando para
escudriñar la casa de quien se sospechase tener algún palo o ramo cogido en el monte; la de vender
el vino de sus cosechas antes de que los monjes hubiesen vendido el suyo; la de que nadie pudiese
comprar paño, peces frescos y leña antes de que los monjes hubiesen comprado lo que necesitaban
de estos productos; con otras limitaciones que molestaban mucho a los vecinos. Así éstos se
sublevaron diferentes veces, pidiendo la reforma de «los malos usos». Obtuvieron la derogación del
relativo al horno en 1096, y la de otros dos en 1110; pero las quejas continuaron y promovieron
nuevas sublevaciones, como la de 1117. Alfonso VII tuvo que acudir con su corte a Sahagún,
(1152) y dar nuevos fueros que, no obstante, dejaron subsistentes muchos de los abusos. Las
desavenencias no se cortaron hasta fines del siglo XIII, mediante otra revisión y mejora de los
fueros.
Estas sublevaciones y hermandades, unidas a la pugna con los concejos, hicieron que no
pocos señores se vieran obligados a mejorar la condición de sus siervos, «ya concediéndoles la
libertad, ya dándoles en enfiteusis las tierras que labraban o reduciendo y fijando sus tributos y
prestaciones personales». «Muchas veces —dice un autor— llegaron a dar a sus solariegos y
vasallos los mismos privilegios de que gozaban los vecinos de las villas reales, incluso el
municipio.»
Por todos estos medios las clases serviles de León y Castilla logran a principios del siglo XIII
(o sea, casi al final de la época que nos ocupa), poco menos que la plenitud de su libertad personal,
y vienen a sumarse, en parte, con la clase media de las villas, en punto a su significación social.

278. Los extranjeros.


La población de los reinos cristianos no estaba formada únicamente por españoles
propiamente dichos. Aparte de los viajeros, peregrinos, comerciantes, monjes, etc., que venían a las
poblaciones más importantes y a los santuarios y monasterios célebres, grupos más o menos
numerosos de extranjeros (llegados con nobles franceses e italianos que auxiliaron a Alfonso VI y
otros reyes, atraídos por ventajas materiales, o bien refugiados de otras tierras) habíanse
domiciliado y avecindado en las villas gallegas, leonesas, portuguesas y castellanas.
En Salamanca había francos, portugaleses, y de otros puntos. En Burgos, gascones, francos y
alemanes. En Sahagún, bretones, alemanes, gascones, ingleses, borgoñones, provenzales y
lombardos. En Toledo abundaban los francos, establecidos después de la conquista; pero ni en ésta
ni en ninguna otra villa leonesa o castellana tuvo importancia considerable esta población
extranjera, como la tuvo, la de procedencia franca, en los territorios portugueses. A los elementos
ultrapirenaicos indicados se unían otros dos, que si bien eran peninsulares, pueden considerarse
igualmente como extranjeros: los judíos y los moros sometidos o conquistados, que se llamaban
mudéjares.
Lo característico de la situación social de estos grupos es que la mayor parte de ellos tenía
fuero o ley especial, que determinaba sus derechos, diferentes de los otorgados a los españoles
propiamente dichos. Así ocurría en Toledo, donde Alfonso VI reconoció esta legislación por
naciones, que diríamos; en Avia de Torres, cuyos fueros (1130) se distinguen en castellano, franco,
judío y moro, y en muchos puntos más; aparte de existir leyes comunes a todos. De todos ellos, los
que más importancia tienen, como elementos de población, son los judíos y los mudéjares. Los
196

estudiaremos separadamente. A los simples viajeros, que no se avecindaban o domiciliaban,


protegían las leyes en sus personas y vidas; como es de notar, concretamente, en fueros y
ordenanzas de Santiago de Compostela.

279. Los judíos.


Durante el período que ahora nos ocupa, los judíos gozaron en León y Castilla de una
consideración jurídica y social muy humana. Servían de intermediarios a españoles y musulmanes
en las alianzas, tratados, etc.; peleaban en los ejércitos cristianos, como soldados; influían mucho en
el comercio; por su cultura, especialmente en ciencias, eran el medio de difusión de los
conocimientos de las escuelas orientales, y los reyes estimaban y utilizaban sus servicios como
intendentes, médicos, profesores, etc. Los fueros locales les reconocían iguales derechos que a los
cristianos. Tenían su juez especial, ante quien debían comparecer los cristianos si les demandaba un
judío, y Alfonso VI les admitió a todas las funciones públicas.
Fue ésta la edad de oro del judaísmo en España, y durante ella brillaron sus más ilustres
escritores (siglos XI y XII). Al comenzar el siglo XIII se inició ya la decadencia con una serie de
medidas restrictivas, que si de pronto no surtieron todo su efecto, lo dieron a poco, como hemos de
ver en el período siguiente, cambiando por completo la situación social de los judíos. Poco antes,
según vimos (§ 270), los almohades comenzaron a perseguirlos ferozmente, lo cual produjo grandes
emigraciones a los territorios cristianos. Así llegaron a juntarse en Toledo hasta 12.000 judíos, que
ayudaron mucho a los reyes en la guerra contra los moros, con dinero y hombres; y Castilla fue
entonces el centro de la civilización judía. El antagonismo de religión y de raza con los cristianos
revélase, no obstante, con cierta fuerza, en documentos de siglo XII.

280. Los mudéjares.—Su origen.


Con este nombre se conocen, como hemos dicho, los musulmanes sometidos a los cristianos,
ora mediante pacto tributario, ora por capitulación o alianza, y que conservaban sus leyes, religión y
libertad en todo o parte. A medida que avanzaba la conquista cristiana por tierras de musulmanes,
iban ingresando en la jurisdicción de los reyes españoles grupos de vencidos, a quienes se
comprenderá bien que no era posible, por su gran número, por las exigencias políticas que
aconsejaban temperamentos de consideración, y también por las condiciones pactadas en las
capitulaciones o rendiciones de ciudades y fortalezas, someter en globo a servidumbre o expulsar
del territorio. Lo primero equivaldría a crear en el seno mismo de los reinos cristianos, un enemigo
poderoso por su número, que hubiera embarazado notablemente la marcha de la conquista; lo
segundo hubiese sido contraproducente, cuando una de las grandes dificultades con que tropezaba la
reconquista era la repoblación de los nuevos terrenos, no ya para su defensa, sino para su cultivo,
como base de un progreso económico muy necesario en aquellos tiempos de reconstrucción social.
Adviértase, además, que los musulmanes habían seguido con los cristianos de sus territorios
(mozárabes) una política benévola durante mucho tiempo; y que esto, además de las frecuentes y
obligadas relaciones entre el pueblo mahometano y el cristiano, había de producir la reciprocidad y
por consecuencia la consideración en el trato. Así comenzó a ocurrir desde los primeros tiempos de
la reconquista asturiana, bajo Alfonso el Católico, en que, al lado de los moros prisioneros, hechos
esclavos, se sabe de otros recibidos como vasallos libres y en paz, con posesión de tierras 22. Siguió
esto aumentando a través del siglo IX y el XI, en que aparecen en los Estados cristianos moros no
conversos, habitantes de pueblos y castillos y otorgantes o confirmantes de documentos públicos.
Pero la verdadera constitución del mudejarismo, como elemento importante de la población,
procede de las grandes conquistas del siglo XI. Fernando I y otros reyes, si bien no mantuvieron una
política constantemente igual con los moros vencidos (pues a veces los expulsaban), con frecuencia

22 Créese que los maragatos sean beréberes de los que a mediados de! siglo VIII poblaban el N. de las llanuras
castellanas y luego emigraron al S. en gran número (§ 152). Parte de ellos quedarían en tierra de León y sostuvieron
lucha con reyes asturianos (Mauregato?)
197

permitíanles permanecer en sus villas y tierras, pagando tributo, pero conservando sus usos, etc.
Alfonso VI se mostró decididamente favorecedor de ellos, por el marcado orientalismo de su
educación; como se ve en la capitulación de Toledo, en que garantizó a los muslimes la seguridad
de vidas y haciendas, la exención de tributos fuera de la capitación de costumbre, y varios
privilegios más relativos a su religión, administración propia, etc.: con lo cual, acudieron a Toledo
muchos moros que no se hallaban bien bajo el dominio de sus reyes de Taifa o de los almorávides.
El Cid concedió otro tanto en la capitulación de Valencia, conservando al rey moro su autoridad y
respetando las contribuciones existentes, sin cargas nuevas, la moneda, los usos, religión, jueces
especiales, etc.; si bien por haber faltado más tarde a estas condiciones, casi todos los moros
salieron de la capital. Alfonso VII continuó la política suave para con los mudéjares,
concediéndoles fueros propios y logrando la sumisión de importantes caudillos, como el reyezuelo
de Rueda, a quien nombró alguacil de los mudéjares de Toledo. Bajo Alfonso VIII se alcanzó lo
mismo del rey de Murcia, llamado por los cristianos Don Lup o Lobo que fue jefe de tropas
castellanas contra sus correligionarios.
A fines del siglo XII, el número de mudéjares había crecido considerablemente en Castilla, y
la Iglesia comenzó a preocuparse vivamente de las reglas que convenía dictar respecto de las
relaciones entre ellos y los cristianos. Ya los Concilios de Letrán, I y II (1123 y 1139), prohibieron
la comunidad de habitación de unos con otros y ordenaron que los mudéjares se distinguiesen con
traje especial, lo mismo que los judíos: cosa esta última en que insistió el Papa Honorio III (1216-
1227), a la vez que condenaba toda violencia que pudiera hacérseles para obligarles a cambiar de
religión o estorbarles la celebración de sus fiestas.
Las victorias de Fernando III trajeron nuevos contingentes a la población mudéjar. A los
vencidos de Sevilla les concedió que siguiesen viviendo en sus casas y posesiones, pagándole igual
tributo que a su antiguo rey; que los que dejasen la población pudieran llevar sus bienes muebles;
que tuviesen un gobernador o alcalde de su misma raza, con otros privilegios. Muchos moros
principales obtuvieron tierras en el reparto que hizo el rey, y algunos villas enteras, con mezquitas.
En la capital, los mudéjares conservaron una mezquita, mediante tributo fuerte, en el barrio que
principalmente ocupaban, llamado Adarvejo. Aumenta el bienestar de los mudéjares con el reinado
de Alfonso X, cuyas aficiones por la cultura oriental influyeron mucho, como veremos, en la suerte
de aquéllos, sobre todo en el reino de Murcia.

281. Condición social de los mudéjares.


En el párrafo anterior van trazadas las líneas generales acerca de este punto; y en rigor, pocas
más disposiciones comunes cabe señalar, dada la diversidad grande que en esta época ofrece la
legislación de los mudéjares, y la falta de fueros especiales que (así como los de judíos, nada
escasos) ilustren con claridad la condición de aquellas gentes.
Importa consignar, en primer término, que donde más se desarrolla, y con mayor favor de los
mudéjares, su legislación especial, es en las tierras aragonesas, de donde copian o imitan a menudo
los reyes castellanos. Así el Fuero de Tudela, el de Calatayud (1134), el de Daroca (1142) y otros,
reflejados en el de Cuenca y otras poblaciones. El texto de las capitulaciones y fuero primitivo de
Toledo no existe, lo cual nos priva de conocer los privilegios extraordinarios que la política de
Alfonso VI indudablemente concedió a los mudéjares, privilegios amenguados ya en las reformas
del fuero, de 1101 y 1118. La tendencia a limitar los derechos de aquéllos, sigue mostrándose en los
fueros de Escalona (1130) y Calatalifa (1141) dados por Alfonso VII, al paso que otro fuero
coetáneo, el de Avia de Torres, casi equipara a los mudéjares (moros) con los cristianos. Lo mismo
se ve en el de Soria y en otros de Castilla, copiados del aragonés de Calatayud, mientras en los
territorios y ciudades fronterizas, como Cuenca, se concedían aún más derechos. El fuero de
Cuenca, dado por Alfonso VIII, copia en esencia al aragonés de Teruel, que concede garantía
personal a los moros para vivir en la ciudad y para acudir a sus ferias; los equipara a los cristianos
en punto al derecho penal, y les concede que pudiese ser nombrado de entre ellos el corredor o
198

habilitado público para la contratación de mercancías. Semejante legislación, favorable a los


muslimes, se extendió luego a muchas otras poblaciones de Castilla la Nueva y Andalucía. Las
grandes conquistas de Fernando III, que acumularon de pronto gran número de pobladores moros
bajo el dominio castellano, produjeron gran diversidad de fueros para los mudéjares, que en Baeza y
Murcia, v. gr., recibían toda clase de garantías y privilegios, al paso que en Córdoba apenas si se les
consideraba. Esta gran diferencia vino en algún modo a fundirse en el reinado de Alfonso X, que,
como veremos, estableció reglas generales para organizar la condición social de los mudéjares.
Vivían éstos, unos en las ciudades y otros en los campos, gozando de diferentes derechos. La
población rural era de tres clases: colonos casi siervos, repartidos en los heredamientos de los ricos-
hombres; moros guerreros, que siguieron viviendo en lugares fuertes bajo la jefatura inmediata de
sus régulos, arráeces o alcaides, pero sometidos a los reyes castellanos; y labradores libres,
formando caseríos o agrupaciones (aljamas) que, ora bajo la soberanía del rey, ora bajo el
protectorado de los maestres de las órdenes militares, gozaban de una independencia administrativa
análoga a la de los concejos. Con el tiempo, fue decreciendo la población de estas aljamas y
reuniéndose, en cambio, los moros en las ciudades y villas importantes, al calor de las garantías de
fueros como los de León, Toledo y Cuenca, y constituyendo en ellas comunidades o aljamas en gran
número. En las ciudades, sin embargo, era menor la libertad, pues aunque en algunas se permitía a
los moros el culto público de su religión, por privilegio o concesión especial en las capitulaciones
(tal en Toledo, Baeza, Sevilla, Jerez, Niebla y Murcia, donde quedaron por mucho tiempo
mezquitas), en la mayoría les era negado, se les hacía vestir, como hemos dicho, un traje especial
(desde 1252 en Sevilla) y se les obligaba a vivir en barrio separado, bien que esto último hubiese
sido pedido alguna vez por las mismas aljamas, para más seguridad. En las comunidades o
agrupaciones de labradores libres se les permitía erigir mezquitas y celebrar en público su culto. En
algunas ciudades conservaban los moros su antigua corte y magistrados, aunque claro es que con
poder más nominal que real. En cambio, la separación se llevaba hasta el punto de tener los moros
(como los judíos) en algunas partes, carnicerías especiales (para que pudiesen comer sin escrúpulos
de conciencia la carne) y jueces de riego diferentes de los cristianos. Contra esta separación —que
fueron imponiendo lentamente los sentimientos religiosos, la conveniencia política y los mismos
moros con su tendencia a agruparse y aislarse—, estuvieron por mucho tiempo las costumbres y aun
el interés codicioso de los propietarios cristianos, que no reparaba en alquilar casas a los
musulmanes en todos los sitios de la ciudad. Puede decirse, sin embargo (aunque con las reservas
impuestas por los ejemplos del trato favorecido que gozaron en esta época y más tarde, los
mudéjares), que, según avanzaba la reconquista iba acentuándose el carácter religioso de la guerra,
disminuyendo la primitiva amplitud de la tolerancia, tanto del lado de los musulmanes (§ 271) como
de los cristianos, y señalándose, pues, más y más, las diferencias, repugnancias y odios entre ambos
pueblos; a lo cual sin duda, contribuyó no poco el fanatismo y rudeza de los almohades. Pero así y
todo, el interés político de una parte, y el privado de otra, unidos a influencias de orden intelectual
que ya estudiaremos, introducían con mucha frecuencia en las relaciones mutuas, temperamentos
amistosos y de solidaridad que contradicen sin duda el sentido intolerante, cada vez más acentuado,
de la masa social, y los recelos (naturales en la Iglesia) de que el trato de los cristianos con la
población, cada vez más numerosa, de mudéjares, arrastrase a la indiferencia o a la herejía.
Aparte de todo lo dicho, recaían sobre los mudéjares grandes tributos: el diezmo de sus
ganancias o rentas, con nombre de capitación o dinero real; otro diezmo pagadero a las iglesias,
como si fuesen cristianos; el onceno para el concejo en que vivían, con otros más que a comienzos
del período siguiente produjeron gran despoblación en el reino de Sevilla.

282. Los mozárabes.


Con la conquista de territorios ocupados por los musulmanes, tan activa e importante en los
siglos XI a XIII, y con las emigraciones de cristianos por las persecuciones de almorávides y
almohades (§ 271), fue entrando en la población de Castilla un nuevo elemento, que si por la raza y
199

la religión era afín (por haber vivido largo tiempo bajo la dominación y la influencia musulmana y
haber gozado de cierta independencia administrativa y judicial), representaba como una sociedad
aparte, que se incorporaba sin confundirse, sin perder sus caracteres.
Nos referimos a los mozárabes. Es de presumir que muchos de ellos, los que huían sueltos o
por grupos de poca entidad, o los pertenecientes a lugares de escasa importancia, se sumasen con
los cristianos invasores y aceptasen sus leyes. Pero donde persistían fuertes agrupaciones, como v.
gr. en Toledo, continuaron formando una comunidad cuya independencia o fuero especial
reconocieron los reyes conquistadores. Así, en aquella población, donde eran muchos, Alfonso VI
les dejó su alcalde y alguacil propios, y les concedió que siguieran gobernándose por su ley, que
era, como sabemos (§ 175), el fuero Juzgo. Alfonso VII confirmó este privilegio, y en su
confirmación se ve que, si bien los castellanos de Toledo tenían igualmente su juez y alguacil y sus
leyes civiles propias, en lo criminal estaban sometidos a los funcionarios mozárabes. La distinción
del fuero de éstos se hace también en otras poblaciones, donde su número era crecido.
Sin embargo, la mayor importancia de los mozárabes no fue jurídica, sino relativa a la cultura,
en que, como veremos, influyeron notablemente sobre los cristianos del N., castellanos y leoneses.

283. El poder político y la administración.


Fundamentalmente, seguían organizados el poder político y la administración como en la
época anterior hemos visto, salvo que, con el crecimiento de la clase media y la libertad de los
siervos, aumentaba de día en día la fuerza política popular (representada por los concejos y por la
nueva institución de las Cortes) y que el poder real, después de múltiples luchas con la nobleza, iba
fortaleciendo su poder gracias a las notables condiciones personales de monarcas como Alfonso VI,
Alfonso VII, Fernando III y otros. Quiere esto decir que en el presente período, sin desaparecer
ninguno de los elementos que forman la trabazón política del período precedente, ni disminuir las
luchas entre ellos, cambia algo su respectiva posición, quebrantándose la preponderancia de la
nobleza y creciendo la de la monarquía y el pueblo. La crisis, sin embargo, no se resuelve entonces
de un modo definitivo, puesto que la oposición sigue con gran fuerza; y a menudo, la anarquía
nobiliaria se sobrepone temporalmente 6 coloca en grave conflicto la seguridad del Estado.

284. El poder real.


Conocemos ya las atribuciones esenciales de la monarquía. No se modifican en este período,
si bien los reyes conceden a veces, por excepción y privilegio, el uso de alguna de ellas, como la de
acuñar moneda, otorgada al monasterio de Sahagún por Doña Urraca, a quien movió la necesidad
de resolver las urgencias públicas que la guerra con Aragón había aumentado.
La sucesión a la corona, que tantos disturbios produjo en este período, seguía siendo, en
principio, electiva; pero, en rigor, todavía a principios del siglo XII no había ley fundamental ni
costumbre fija en este punto. La tendencia de los reyes era a convertir en hereditario el trono, y lo
consiguieron algunos (Ramiro III, Fernando I), aunque sin concretarla en una declaración legal
definitiva; tanto, que las dudas persistieron aún con los sucesores de Fernando III. Lo mismo
sucedía con respecto al derecho de las hembras. Generalmente se oponía resistencia a que ocupasen
el trono por sí solas, obligándolas, en todo caso, a que tomaran marido que las representase y fuera
guía seguro en los azares bélicos, como sucedió a Doña Urraca. Al cabo, se consolidó la costumbre
en Doña Berenguela, quedando ya establecido plenamente el derecho.
La facultad que tenía el monarca de desterrar o echar del reino, y confiscarle los bienes, al que
«incurría en su ira» o «perdía su amor» por faltas graves, hállase muy marcada en los documentos
del siglo XII, así como la de declarar cuando procede el riepto (reto) entre nobles y determinar el
orden de la contienda. De otras atribuciones hablaremos en el párrafo de la administración de
justicia.
200

285. La administración real.


Las necesidades de la guerra y las nuevas conquistas hacían variar con frecuencia las
demarcaciones territoriales y los distritos gubernativos, ampliándolos también en algunos casos. La
primitiva división en condados, que persistía (habiendo Fernando I dividido el territorio en varios,
como los de Lemos, Bierzo, Astorga, Campo de Toro, etc.), se complicó, según parece, a comienzos
del siglo XI, con la creación de grandes demarcaciones regionales que comprendían extensos
territorios (y por tanto, varios condados), y tenían a su frente un jefe superior. Los hubo en León,
Asturias, Toledo y otros puntos, siendo nombrados directamente por los reyes, y eran como especie
de gobernadores o capitanes generales. Juntamente figuraban en las grandes comarcas otros
funcionarios por delegación real llamados merinos mayores, que tenían a su cargo la jurisdicción
civil y criminal. Por último, Fernando III, para evitar las sublevaciones y disturbios promovidos por
los nobles que regían condado, suprimió esta jerarquía administrativa y creó otra, la de los
adelantados, cargo de más carácter civil que militar y, por tanto, menos peligroso. Aparte de éstos,
hubo otros funcionarios análogos, designados con nombres diferentes y que ejercían jurisdicción
política y militar.
Al lado del rey continuaba el consejo palatino, pero con la modificación esencial de incluir en
él (desde Alfonso VIII, según se cree) representantes de villas y ciudades. Sus funciones
continuaron siendo precarias e irregulares. Todavía tardó bastantes años la organización de aquel
consejo como cuerpo normal y de atribuciones definidas.

286. Las Cortes.


Sabemos ya que en los reinos de León y Castilla, desde sus primeros tiempos, hubo Concilios,
esto es, reuniones o asambleas de nobles y eclesiásticos, convocadas por el rey, ora en Oviedo, ora
en León (desde 974), en Coyanza (1050), Palencia, Benavente y Salamanca. En estos Concilios, que
se llamaban también curias, tratábanse diferentes asuntos, ya del orden religioso, ya del político o
gubernativo; pero sin que los reunidos tuvieran por sí poder de legislar, que, como hemos dicho,
residía exclusivamente en el rey.
A veces, la reunión se tormaba sólo de nobles o de eclesiásticos, y entonces se llamaba
conventus o congregación; notándose desde el siglo XI una tendencia marcada a celebrar, para la
resolución de los asuntos civiles, asambleas o juntas puramente nobiliarias, es decir, con la
exclusión de los eclesiásticos.
Hacia mediados del siglo XII (1137) unas de estas juntas o congregaciones de nobles sólo (las
de Nájera, presididas por Alfonso VII) recibe un nombre nuevo: el de Cortes; pero esta
denominación se empleó con más propiedad para un género de asambleas desconocido hasta
entonces y formado por la reunión de representantes de los municipios o concejos, ora fuesen solos,
ora en unión de los nobles o del clero, o de ambas clases; de modo que lo característico de las
Cortes era que interviniese en ellas el elemento (brazo) popular. Sucedió esto por primera vez,
según generalmente se cree en la llamada curia de León de 1188, reinando Alfonso IX; y este hecho
demuestra por sí solo la importancia que habían adquirido los concejos. Desde entonces se
reunieron diferentes veces Cortes en León; siendo de notar que en Castilla no comenzó esta forma
propiamente (a lo menos, no se tienen testimonios anteriores de la asistencia del elemento popular)
hasta 1250, y que aun después de la unión de León y Castilla siguieron durante bastantes años
celebrándose separadamente las Cortes de uno y otro reino. León fue, con esto, el primer país de la
Península (y de Europa también) en que los representantes de los municipios se reunieron ante el
rey en forma de asamblea.
Las Cortes eran convocadas por el rey como Consejo suyo general, sin sujeción a plazo fijo;
pues aunque alguna vez prometieron los monarcas reunirías cada dos o tres, o todos los años, nunca
fueron observadas estas promesas. Ninguno de los llamados (Prelados, nobles o Concejos) lo era
por derecho propio; así, no se convocaba siempre a los mismos, hasta que la costumbre fue fijando,
por lo que toca a los concejos, el privilegio de ser llamadas siempre ciertas ciudades y villas. Lo
201

mismo sucedió con los nobles y eclesiásticos; creyendo algunos autores que estando las Cortes
caracterizadas esencialmente por la reunión de los elementos populares, sin necesidad de que
concurriesen los otros, éstos jamás formaron propiamente un brazo de ellas. Lo que puede
asegurarse es que nunca se dio el caso de ser convocados todos los concejos, ni todos los prelados y
nobles. Los individuos de estas dos últimas clases tenían, cada uno, un voto; pero los representantes
de los municipios (que se llamaban ciudadanos, hombres buenos, personeros, mandaderos y, más
tarde, procuradores) no eran siempre singulares. Algunas ciudades o villas enviaban dos o tres o
más personeros, sin sujeción a ninguna regla general; y como el llamamiento era a la ciudad o villa,
y no a determinadas personas, la designación de los representantes se hacía dentro de cada
municipio, ya por elección, ya por turno o por suerte.
Las Cortes eran, en substancia, un cuerpo consultivo. No tenían verdadero poder de legislar,
aunque sí el derecho de hacer peticiones al monarca, y además otro importante: el de votar ciertas
contribuciones o impuestos que solicitaba el rey. Fuera de esto, las Cortes intervenían, bajo ciertas
condiciones, en la ratificación de las elecciones o herencias de la corona, en la formación de los
Consejos de regencia y en otros puntos análogos de política interior. Ante las Cortes juraba el rey el
mantenimiento de las leyes y fueros del país. Cada uno de sus elementos o brazos formaba
cuadernos de sus peticiones o quejas, que presentaba al rey, y éste era quien decidía; aunque claro
es que, dada la índole de los tiempos, la voluntad de estos diversos factores pesaría sobre el ánimo
del rey, a veces, con gran fuerza, produciendo la adopción de las medidas que apetecían. Por lo
demás, y no obstante alguna promesa de monarcas, ni se contaba con la opinión o voto de las Cortes
para decidir la paz o la guerra (aunque lo contrario se hubiese acordado en las de León de 1188), ni
para otras altas cuestiones de gobierno. Ya veremos, no obstante, que en períodos turbulentos se
vino a conceder a las Cortes mayor importancia, aunque con fines políticos egoístas.

287. Modo de celebrarse.


Lentamente fue fijándose un procedimiento de celebración o, lo que hoy diríamos, un
reglamento interior de Cortes, cuyas líneas generales fueron las siguientes. La sesión de apertura y
la de clausura eran solemnes y las presidía el rey. En las restantes, por lo general, presidía un noble,
o un prelado, no elegido por las mismas Cortes, sino por el rey; y eran secretarios los cancilleres o
notarios reales. Mucho más tarde, a fines del siglo XV, se discutieron ya las actas o poderes de los
representantes de los municipios, quienes estaban obligados a no separarse un ápice de las
instrucciones o mandato que recibían de su concejo; y los que no lo hacían así, corrían grave riesgo
después, incluso en sus vidas.
Las sesiones ordinarias eran secretas siempre, tratando separadamente de sus propios asuntos
cada uno de los brazos, quienes se comunicaban entre sí y con el rey, ora por medio de
embajadores y mensajeros, ora de comisiones mixtas, como diríamos hoy, o de Tratadores, como
se decía entonces, que nombraban de común acuerdo el rey y los brazos.
En la sesión inaugural, el monarca, después de dar la bienvenida a los convocados y
exhortarles al buen desempeño de su cometido, proponía de viva voz o por escrito (ya por sí, ya por
medio de un Prelado, o un Letrado o un Canciller) los asuntos sobre que pedía consulta o decisión
de las Cortes, constituyendo esto como una especie de discurso de la Corona. Las Cortes
contestaban en análogas formas, ya por conducto de un Prelado, ya por el de un personero y a veces
(en tiempos posteriores) por el de un Infante. Los discursos de estas sesiones —únicos que en rigor
había— eran breves. En las sesiones de clausura solía también hablar el rey.

288. La legislación.
El carácter puramente consultivo en la forma, y en rigor nada más que representativo o
expositivo, que las Cortes tenían, hizo que en esta época influyeran poco sobre la legislación. Los
reyes seguían dando fueros y disposiciones de carácter general, y el estado de las fuentes del
derecho continuaba tan cantonal y anárquico como en el período anterior. El Fuero Juzgo tenía el
202

carácter de legislación común sólo en algunas materias; en lo demás, cada ciudad o villa se regía
por su fuero, como hemos dicho; por las costumbres jurídicas en práctica; por las ordenanzas
concejiles, y por las sentencias de los jueces ordinarios, militares, árbitros, etc., que iban creando
una especie de legislación (llamada, en ciertos casos, de fazañas y alvedríos). Esta diversidad se
aumentaba con la relativa a las clases sociales, pues dado el sistema de los privilegios, los nobles
tuvieron sus fueros o leyes especiales, y lo mismo el clero secular, los monasterios, etc. Se ha
supuesto, sin base documental suficiente, que los fueros de los nobles castellanos se condensaron en
un cuaderno o recopilación dado por Alfonso VII en las Cortes de Nájera. Sea de esto lo que fuere,
el carácter general de la legislación era el ser varia, diferente y privilegiada.
Los reyes tendieron, no obstante, a medida que robustecían su poder y organizaban el país, a
uniformar ciertas partes de la legislación y a llenar vacíos de la existente; y así lo hicieron, dando
con frecuencia en los Concilios, y luego en Cortes, disposiciones de común observancia para todos
sus súbditos (v. gr., en el Concilio de León). A lo mismo contribuyó la determinación de ciertos
fueros municipales como fueros tipos; es decir, que, dados primeramente a un concejo, se iban
luego concediendo sin variante substancial a otros más: con lo que se disminuía el número de fueros
y se iban creando grupos homogéneos de legislación. No obstante, desde mediados del siglo XI a
mediados del XII, se dieron muchísimos fueros municipales, ya reales, ya nobiliarios. Fernando III
parece que concibió la idea de formar un Código o compilación de leyes que obligasen en todo el
reino, y comenzó a ejecutarlo así, mandando redactar un libro llamado el Setenario, porque estaba
dividido en siete partes; pero no llegó a terminarse, ni rigió como ley; y, además, este mismo
monarca dio muchos fueros de carácter local (Córdoba, Sevilla, etc.). Los sucesores de Fernando III
continuaron la obra iniciada, uniformando aunque sólo en parte, la legislación de León y Castilla.

289. El gobierno municipal.


Hemos visto hasta aquí lo concerniente al gobierno general. Conviene ahora ver cuál era el
estado del gobierno local, tanto en los municipios libres, como en las villas y pueblos señoriales.
Empezaremos por aquéllos.
A fines de la época anterior estaba ya constituido el concejo, con sus funcionarios propios, sus
juntas generales de vecinos, etc. (§ 202). Se continúa ahora aquella organización, figurando en
primer término los jueces concejiles o forenses (que empiezan a llamarse alcaldes por influencia de
los mozárabes, aunque el nombre no arraigó en algunos puntos, v. gr. Galicia, hasta fines del
período) a cuyo cargo estaba la jurisdicción civil y criminal (incluso en las querellas de fijosdalgos
con obispos, cabildos, monasterios y órdenes) y que eran nombrados por suerte y por collaciones,
barrios o parroquias. El poder directo popular seguía representado por las juntas o asambleas
generales de vecinos, que se reunían, ora para acordar en punto a policía de la población, ora para
fijar lo concerniente a pesos y medidas, precio de las labores del campo y otros asuntos. En algunas
ciudades había también representantes del rey, llamados domini, dominantes, merinos, potestades,
etc. Conviene, sin embargo, no poner en olvido que, en realidad, el régimen político de los
municipios variaba grandemente de unos a otros. Había concejos en que tenía siempre
representación la nobleza y otros en que no sólo los funcionarios eran plebeyos, sino que se
prohibía admitir por vecinos a los hidalgos o caballeros o dejar construir fuerte o palacio, a no ser
para el rey o para el obispo. En algunos puntos, los cargos se repartían por mitad entre la nobleza y
el pueblo: v. gr., León, donde había cuatro alcaldes, de los que uno nombraba el rey y otro salía de
la iglesia.
Aparte de los funcionarios nombrados, que eran los principales, había el aguacil mayor, el
cual custodiaba la bandera del concejo; el alférez, que mandaba las milicias concejiles organizadas
ya desde 1137 en Ávila, Salamanca, Toledo, Guadalajara, Talavera, Madrid, Segovia y otras
poblaciones, y notablemente crecidas en el reinado de Alfonso VIII; los fieles, que cuidaban de la
policía de los mercados y escribían y sellaban las cartas de los concejos; los alamines o veedores de
mercaderías; los alarifes, que inspeccionaban las obras públicas y particulares; los veladores o
203

guardas de noche (serenos), etc.


Además de la representación que el rey tenía a veces en el concejo por medio del alcalde u
otro delegado, comunicábase con aquél por medio de cartas y mensajeros, para participarle hechos
importantes de la política (paz o guerra, casamientos, nacimientos de infante, etc.) o prevenirle que
reuniese las milicias para una campaña; y el concejo, a su vez, contestaba por medio de mensajeros,
bien a lo que el rey le decía, bien exponiéndole peticiones y quejas. Los mensajeros solían también
llevar poderes para negociar en la corte asuntos que interesaban al municipio.

290. Independencia municipal.


No obstante todas estas relaciones con la corona, y las que derivaban del otorgamiento de los
fueros y de las reuniones de Cortes, los municipios obraban con frecuencia—reflejando el espíritu
cantonal o localista de su tiempo y la debilidad del poder central—con independencia absoluta. Así
como hemos visto que, a veces, los nobles se lanzaban a hacer la guerra sin permiso del rey, los
concejos también solían hacer lo propio, invadiendo los territorios musulmanes por su cuenta.
Igualmente luchaban a mano armada unos contra otros, o contra los señores vecinos, y a menudo
con mucha razón y motivo sobrado, por las vejaciones que de éstos recibían. Para tales guerras y
para efectos de la policía, como la extinción de bandidos, etc., se unían varios concejos formando
una federación o hermandad, como la de Escalona y Segovia, la de Escalona y Ávila, y la de
Plasencia y Ávila, a fines del siglo XII; las de Toledo y Talavera después de la minoridad de
Alfonso VIII; la de Segovia con Ávila, Plasencia y Escalona, en 1200, y otras. Para el régimen de
ellas se formaban ordenanzas, se nombraban alcaldes, se dictaban y ejecutaban sentencias, sin
contar para nada con el rey. Fernando III reconoció algunas de estas hermandades, pero tuvo que
prohibir otras que bajo el pretexto de justicia cometían no pocos abusos. A veces, las hermandades
se constituyen entre concejos y nobles, con fines distintos.
El mismo espíritu de autarquía revelábase en el orden de la legislación especial del concejo.
De ordinario, la ley en que constaban escritos los derechos y privilegios de éste era el fuero, que se
daba al constituirse y se ampliaba o reformaba en otras ocasiones por la autoridad del rey,
expresada particularmente o en concilios y Cortes. A veces, los municipios obtenían también el
derecho de formar por sí las reglas de su régimen interior, como sucedió al parecer en Salamanca—
cuyo llamado fuero se cree sea una colección de ordenanzas hechas por el concejo con autorización
del rey—, y en otros puntos (Cáceres, Zamora, Madrid) para materias determinadas de la
administración (ordenanzas de ganados, etc.) Pero a menudo no se contentaban con esto, sino que, a
escondidas del rey y con fraude, solían inventar por sí o ampliar sus fueros. Las cosas llegaron a
mayor extremo en municipios muy apartados del poder central, o en que la tradición de vida
independiente se conservaba y aun había sido reconocida por los reyes, como privilegio; puesto que
algunos concejos de la costa cantábrica (§ 300) sostuvieron guerras con reyes extranjeros (el de
Inglaterra, v. gr.) y ajustaron tratados de paz como si fuesen completamente soberanos.
Esto, unido a los datos que acerca de los nobles conocemos, da perfecta idea de la falta de
unidad que tenía entonces el poder político. La autonomía dio, no obstante, a los municipios una
grandeza no exenta de aspectos buenos y que brilló sobre todo —mantenida por el régimen de
democracia directa que suponía la intervención y poder acentuados de la Asamblea—, desde el
siglo XII hasta bien entrada la época siguiente, en que se marca la decadencia.

291. Tributos concejiles.


Los municipios no gozaban tan sólo de libertades políticas o administrativas, sino también de
ventajas y privilegios en el orden económico. Ya hemos visto que los plebeyos eran casi los únicos
que pagaban las contribuciones al rey, puesto que los nobles estaban exentos de ellas, excepto
algunos ligeros tributos, y los eclesiásticos, tanto regulares como seculares, se fueron eximiendo
rápidamente de aquella obligación. Las contribuciones o tributos eran entonces muchos en León y
Castilla y de muy varia clase, teniendo unos el carácter de tales contribuciones, otros el de
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indemnizaciones por servicios que se dejaban de prestar y otros el de multas o compensaciones.


A los primeros pertenecían la goyosa o tributo que pagaban los casados cuando les nacía
algún hijo; la luctuosa o nuncio, que consistía en la mejor cabeza del ganado o la mejor alhaja de las
personas que fallecían, y que se entregaba al rey23; el movicio, que se pagaba por el traslado de
domicilio; el yantar o cantidad de víveres que se daba al rey y a su acompañamiento cuando
visitaba alguna villa; el conducho, colecha o colleita, análogo al yantar, pero más extenso, pues
comprendía habitación, luz, ropas, forraje, etc.; el censo o capitación, que daban los libertos y sus
descendientes; el petitum, contribución extraordinaria que imponían los reyes con motivo de algún
hecho importante como casamiento o nacimiento de un príncipe y otros análogos, y que desde
comienzos del siglo XIII se hizo anual, llamándose moneda, por la pieza en metálico que se pagaba;
los servicios, tributos o donativos extraordinarios que las Cortes o los pueblos concedían a los
reyes; la mañería, por la cual se entregaban al rey los bienes de los que morían sin sucesión dentro
del cierto grado; la enlizia o décima parte del precio de las casas o heredades vendidas; el montático
y herbático, que se pagaban respectivamente por el aprovechamiento de leñas y pastos de los
montes, o por el de la hierba de los prados públicos; el pontático o pontadgo, por el pasaje de
caminos o puentes -públicos; las diezmas de mar, o derechos de aduanas en los puertos; el portazgo,
o derechos de carga y descarga, y otros.
A la segunda clase de tributos pertenecían: el fonsado o fonsadera, indemnización que
pagaban al rey los que no podían asistir personalmente a la guerra; el pectum o pecho, que se
introdujo en el siglo XI y consistente en cuatro sueldos que pagaba cada vecino de tierra de
realengo, cuando el rey levantaba tropas para la guerra; la anubda o castellaria, con que se
rescataban los trabajos de edificación, construcción o reparación de castillos y fortificaciones a que
estaban obligados los plebeyos (como peones) y los caballeros (como capataces); la facendera o
serna, que se pagaba en conmutación de los trabajos agrícolas que se debían al rey en ciertas
ocasiones, y otros.
A la tercera clase pertenecía la multa llamada calonna o caloña, que habían de pagar todos los
habitantes de una comarca en que se cometía un crimen y no era habido el autor, por considerarlos a
todos como solidarios responsables. Estas multas se graduaban según la gravedad del caso y la
condición de la persona ofendida. Generalmente, de las multas por delitos cobraba una parte el rey,
otra el consejo y otra el querellante.
Como se ve, los plebeyos libres no estaban menos agobiados de tributos y servicios que los
siervos patrocinados (§ 194) dependientes de los señoríos. Era natural, pues, que los reyes
estableciesen, como uno de los mayores atractivos para la población de las villas y fortalezas,
exenciones de aquellas cargas económicas. Así, en muchos fueros municipales se dispensa gran
parte de los tributos mencionados, o se les reduce, como el fonsado, a una vez por año; o bien, y
esto era lo más común (y lo fue siendo más de día en día), se sustituyen todos con uno solo en
dinero (moneda forera) o en especie, que pagaban los vecinos, a veces en cantidad no excesiva (dos
sueldos en Logroño) cada año, aparte del fonsado, que no se dispensaba, y de los yantares, que se
debían siempre al rey cuando visitaba la villa o ciudad.

292. Hacienda municipal.


Para la vida interior del municipio y la satisfacción de sus propias necesidades generales,
contaba la hacienda concejil, en primer lugar, con tributos que pagaban los vecinos y multas de los
mismos ingresadas en la caja del concejo, a diferencia de los que se daban al rey; con servicios
personales de trabajo, que también eran obligatorios, ora en el orden agrícola (cultivo de campos
municipales), ora en la construcción, reparación, etc., de caminos, murallas y demás obras; y,
finalmente, con tierras propias, cedidas por el rey al fundar la villa o dar el fuero, o ganadas en la
guerra por el concejo, o pertenecientes a éste por tradición de la época visigoda o romana y,

23 Este tributo lo pagaban también los caballeros con un caballo, loriga o cantidad de dinero; y los clérigos, con una
mula o un vaso de plata.
205

también quizá, de tiempos anteriores. Eran de dos clases estas tierras: unas, cultivadas por todos los
vecinos, como servicio o carga concejil, y cuyo producto ingresaba en las arcas municipales para
ser gastado en cosas de provecho común: caminos, murallas, castillos, puentes, etc.; y otras, cuyos
frutos aprovechaban directamente los vecinos, y que unas veces permanecían indivisas y otras se
distribuían en lotes o porciones cada año o cada cinco, tres, etc. Las primeras se llamaron de
propios, y las segundas, comunales o de aprovechamiento común. Estas consistían en prados,
montes o terrenos de labor, pero más principalmente en montes y prados, de que aprovechaban los
vecinos, según ciertas reglas, los pastos, leñas y madera de construcción.
Ni los propios ni los comunales podían venderse, siendo nula la venta que de ellos se hiciera;
pero los primeros podían arrendarse, en vez de ser cultivados directamente por el concejo. Los
pueblos tenían buen cuidado de deslindar y amojonar estas tierras, procurando que se conservaran
sin detrimento ni variación los lindes, porque ellas constituían su primera y más importante riqueza
y la base del bienestar de los vecinos.

293. Organización de los señoríos.


La organización popular del gobierno y administración locales no se limitó a los concejos. En
parte por la influencia y el ejemplo que éstos daban, en parte por el crecimiento de la población
libre y la mezcla de elementos (muy heterogéneos) venidos de tierras extrañas, se produjo en los
habitantes de las villas y ciudades señoriales, y especialmente en las de señorío eclesiástico, un
fuerte movimiento dirigido a recabar participación en el régimen político y administrativo, paralelo
con el de las clases serviles para mejorar su condición civil. No pocas de las sublevaciones a que
hemos hecho referencia en un párrafo anterior, se dirigieron a este fin o tuvieron por motivo
cuestiones relacionadas con él. «La formación de centros populosos —dice un autor— compuestos
de individuos ligados estrechamente por la comunidad de intereses; la conciencia cada vez mayor
de esta solidaridad; el crecimiento de su prosperidad y bienestar gracias al desarrollo de la industria
y el comercio, y la organización de las milicias concejiles con sus poderosos contingentes para
rechazar los ataques de los normandos y de los moros, despertaron en los habitantes de las
poblaciones y de señorío eclesiástico legítimas aspiraciones de independencia y de libertad, el afán
por gobernarse a sí mismos como las poblaciones que dependían directamente de la corona. Tenían
la independencia en el orden económico y quisieron también tenerla en lo político... En las ciudades
del señorío eclesiástico, como Santiago, Lugo, Orense, Tuy, Palencia, Zamora y Sahagún, luchan
los burgueses, primero, por limitar la facultad del señor de elegir a su arbitrio los magistrados
municipales; más tarde, por concentrar en el Concejo o asamblea general de vecinos tan preciosa
atribución. Esfuérzanse por extender la competencia de los funcionarios municipales a expensas de
la ejercida por los dependientes del señor, y en casi todas las ciudades episcopales, como en
Oviedo, y León, además de las citadas anteriormente, surgen conflictos de jurisdicción entre los
jueces civiles y los eclesiásticos...» Los reyes intervinieron con frecuencia en estas luchas, aunque
no con política constante, sino circunstancial, favoreciendo unas veces a los señores y otras a los
súbditos.
Pero los pueblos fueron haciendo su camino. Hasta fines del siglo XII, hubo en Santiago, v.
gr., únicamente jueces nombrados por el obispo; pero en 1181 suenan ya jueces o magistrados
populares, creyéndose que empezaron a ser elegidos hacia 1130, con el nombre de justicias. En el
fuero dado a Padrón en 1164 se mencionan también dos justicias de carácter popular.
El pueblo intervenía además, desde el año 1020, en ciertas funciones administrativas, como
eran fijar el precio de los comestibles y el de los jornales cada año. A este efecto, reuníanse los
vecinos el primer día de cuaresma en asamblea (concilium); pero como estas reuniones se hacían
cada vez más difíciles por el aumento de la población, se fue estableciendo la costumbre de delegar
sus funciones en una comisión de personas de reconocida probidad y competencia, que se llamó
concilio o concejo.
No debe, sin embargo, confundirse este concejo con el análogo de los municipios libres (§
206

202). El concilio compostelano, a que hemos hecho referencia, tenía funciones muy especiales y
limitadas, inferiores a las que supone el gobierno de la ciudad. Correspondía éste a una junta o
concejo de optimates populi, de personas distinguidas, nombrada por el obispo. Así duró, hasta
fines del siglo XII, aunque con bastantes alternativas; pues en todos los movimientos y
sublevaciones de los burgueses (como en la de 1136) se formaban concejos revolucionarios, de
elección popular, reflejo de la aspiración de los compostelanos. Por último, lograron establecer
definitivamente el gobierno propio entre los años 1173-1206. A comienzos, pues, del siglo XII
habían conquistado los burgueses de Santiago una organización autónoma, como la de los
municipios libres.
Esto por lo que toca a la ciudad. En el campo y en las villas y aldeas del territorio era
costumbre antigua, mantenida y sancionada en documentos legales (Fueros de Don Diego
Gelmírez: 1113), que todos los meses se reunieran en cada Arciprestazgo de los que comprendía la
diócesis, los presbíteros, caballeros y campesinos, para que, «si alguno tiene que exponer alguna
queja o algún agravio, se vea y se corrija por el Arcipreste y demás discretos varones». Estas
reuniones o asambleas se convirtieron con el tiempo en permanentes, con el carácter de Cofradías.
Aparte de los Arciprestazgos, constituían también unidades políticas las parroquias, es decir, el
territorio correspondiente a una iglesia parroquial (§ 70), cuyos habitantes eran convocados cuando
convenía, celebrando también asambleas como las de los Arciprestazgos: v. gr., en Taboadelo, en
Río Caldo y otras localidades en que esta costumbre aun persiste.
Hemos presentado el caso de Santiago sólo como ejemplo. Cosa análoga fue produciéndose
en las demás ciudades de señorío eclesiástico y en las de señorío civil o noble, cuyos moradores
obtuvieron, poco a poco, fueros y mejoras en su condición política que les aproximó a la
organización de los municipios-libres.

294. Organización judicial.


Con todo lo que antecede queda explicada la respectiva situación y el juego normal de los
diferentes elementos políticos que en este período influyen en los reinos de León y Castilla; y se
pueden ya comprender dos órdenes generales del gobierno cuya organización difiere mucho de la
actual: la justicia y el ejército. Comenzaremos por aquél.
El principio general, como sabemos, era que la justicia pertenecía fundamentalmente al rey.
En el concilio de León de 1020, Alfonso V confirmó esta ley ordenando que en todas las ciudades
del reino hubiese jueces de nombramiento de la corona, para que juzgasen los pleitos de todo el
pueblo. En realidad, la jurisdicción civil estaba encomendada a los alcaldes de las villas o jueces; la
criminal, bien a funcionarios o jueces mayores (que se llamaban merinos o adelantados), bien, en
los concejos donde ambas jurisdicciones correspondían a los magistrados populares (§ 202), a éstos.
Pero aun en tales casos correspondía al rey la vigilancia y el castigo de tales jueces, si no
administraban bien justicia, y hasta el nombramiento de otros de fuera del lugar, que se llamaban
jueces de salario. Los funcionarios de la justicia real no necesitaban de menos vigilancia y represión
por lo común, como en general todos los empleados públicos, en aquellos tiempos de constante
anarquía. «Los sayones, ministros y alguaciles cometían mil violencias en la exacción de las caloñas
(§ 291) o multas pecuniarias, así como los merinos reales en la de los pechos y tributos. Los jueces
de las villas y pueblos sentenciaban arbitrariamente y sin conocimiento de las leyes». Los mismos
reyes se quejan de estos desmanes, como se ve por palabras de Fernando I y Alfonso VI, entre
otros. Este último hubo de anular un portazgo que se pagaba en el puerto de Montevalcárcel, por los
muchos desórdenes e injusticias que se cometían, robando y molestando a los viajeros; siendo de
notar que uno de los motivos que inclinaron al rey a tomar esta determinación, fue el interés de los
viajeros franceses, alemanes e italianos que entraban por aquel puerto; lo cual prueba, de una parte,
la importancia que ya tenían las relaciones internacionales, y de otra, el influjo civilizador que éstas
representan.
El rey tenía la alzada de los pleitos (aunque no siempre se hacía efectiva, por el desorden de
207

los tiempos), el poder de avocar a sí todos los asuntos y conocimiento privativo o especial de ciertos
delitos y cuestiones: hombre muerto a mansalva, mujer forzada, quebrantamiento de iglesia, palacio
o camino, ruptura de tregua, contienda civil entre nobles, causas de riepto o desafío, y otros así.
Para administrar justicia en tales casos, el rey daba audiencia pública rodeado de su tribunal,
llamado Cort, del cual formaban parte personas de la familia real, obispos, condes, funcionarios de
palacio, jefes de circunscripción y, a veces, también infanzones. La Cort o Curia podía ser ordinaria
o extraordinaria, cuando el rey la convocaba especialmente (Corte pregonada). En estas audiencias
oía el rey también a los representantes o enviados de los concejos (§ 290) y a todo vasallo que
hubiese de exponerle queja, pretensión o petición de justicia en un negocio administrativo. Hasta
fines del siglo XII, las funciones de la Cort parece que fueron meramente consultivas, sin derecho
de iniciativa ni voto decisivo. La sentencia dependía exclusivamente de la voluntad del rey, cuyas
órdenes ejecutaba el Portero, cargo que sustituye, en el siglo XII, al de sayón. En las mandationes o
condados, había juntas o asambleas judiciales que se reunían periódicamente y a las que debían
asistir los caballeros.

295. Penalidad.
A la rudeza de las costumbres y a la misma intranquilidad y anarquía sociales, que pedían
enérgica represión en consonancia con la cultura de la época, respondía la penalidad,
verdaderamente feroz. Consistía ésta en mutilar al delincuente, apedrearle, despeñarle, quemarle o
sepultarle vivo, encadenarle hasta que muriese de hambre, cocerlo en calderas y desollarlo,
ahorcarlo, ahogarlo en el mar, etc.; habiéndose inventado algunas de tales penas, como
extraordinarias, para reprimir el bandidaje que se desarrolló mucho en ciertos momentos, por
resultado de las discordias civiles y de la guerra, v. gr., en tiempo de Alfonso IX.
Como medios de prueba seguían usándose el agua caliente, el hierro ardiendo y el duelo
judicial, admitido por el Concilio de León de 1020; pero ya a fines del siglo XI eran mal mirados, y
los reyes (quizá por influencia de los cluniacenses) tendieron a suprimirlos por vía de privilegio o
exención. Para lograr la confesión de los delincuentes empleábase el tormento, sancionado ya en el
Fuero Juzgo, aunque sólo en causas graves y previas ciertas formalidades de juicio, y cuidando que
no se produjera la muerte ni la pérdida de miembro importante del atormentado.
En cambio de todos estos rigores, había a veces lenidades extraordinarias para ciertos delitos.
Tal sucedía con el homicidio, que, penado en muchos fueros con pérdida de la vida, en otros seguía
atemperándose a la ley visigoda, que permitía el arreglo pecuniario (composición, enmienda,
caloña) entre la familia del muerto y la del homicida, o se fijaba simplemente un precio para redimir
el delito. Esta sustitución de la pena corporal por la multa, es muy característica de la legislación de
aquella época. Así, el Fuero de León, fija una cantidad; el de Logroño y Miranda, 500 sueldos, cifra
que se repite en otros fueros; el de Cuenca, 500; el de Sahagún, 100; el de Alcalá, 108; y el de
Salamanca dice que pague el homicida 100 maravedises y salga desterrado, y, si no puede pagarlos,
que se le ahorque. Estos precios solían no ser uniformes, sino variar según la clase social del
ofendido; y, así, se pagaba más por el homicidio de un noble que de un plebeyo; pero los privilegios
forales fueron concluyendo con estas diferencias. Es muy curiosa la prescripción del Fuero de León,
que señala la cifra insignificante de nueve días para prescribir el delito de homicidio; de modo, que
si en ese plazo no era cogido el delincuente, quedaba libre de pena, aunque no siempre de la
venganza de los parientes de su víctima, que solía ejercerse como entre los germanos. En algunos
fueros se observa la aplicación del principio del talión. Pero la Iglesia y los reyes trataron con
insistencia de restringir estas costumbres de la venganza privada (como se ve en los Concilios de
Coyanza y León y en fueros como el de Sepúlveda) y de dulcificarlas, introduciendo, con la llamada
«paz de Dios», (acordada en Concilios eclesiásticos, como el de Santiago de 1115 y el de Oviedo de
1115), compromisos obligatorios de conservar la paz, respetar las personas y propiedades, perseguir
a los malhechores, etc., que aprobaron los reyes y se extendieron por todo León y Castilla.
208

296. Dificultades de la administración de justicia.—El fuero eclesiástico.


A pesar de las disposiciones de los reyes, encaminadas a regularizar la administración de
justicia y a hacer efectiva la concentración de ese poder en su mano, y a pesar de las leyes que
ordenaban que la justicia fuese igual para todos y que nadie pudiera ser preso, muerto o embargado
en sus bienes sin ser oído y vencido en juicio según fuero, el espíritu desordenado y anárquico de la
época, las pretensiones de las clases sociales privilegiadas, y la misma arbitrariedad de los
funcionarios, ponían muchas dificultades a la buena marcha de la administración en este orden.
Era frecuente que los ofendidos, o acreedores, o pleiteantes, se tomasen la justicia por su
mano, sobre todo si eran nobles, o cuando menos que procurasen asegurar el éxito pecuniario de
ella adelantándose a tomar prendas, o sea a embargar por sí bienes de la parte contraria dondequiera
que los hallasen; lo cual daba lugar a riñas y muertes.
Los mismos delincuentes hallaban refugio a menudo, bien acogiéndose abusivamente a la
inmunidad eclesiástica, como hemos visto (§ 274), bien a lo que se llamaba derecho de asilo, es
decir, al que gozaban algunas iglesias y algunos monasterios de que el juez no pudiese entrar a
prender al que se refugiaba en ellos, aunque viniera persiguiéndolo como delincuente probado. Las
personas principales solían también ocultar en sus casas y sustraer a la acción de la justicia a
muchos criminales. Añadíase a esto el haber establecido la costumbre de que en ciertos días del año,
llamados de indulgencia, o en algunas fiestas religiosas notables, se diese libertad a un preso,
aunque no hubiese sido juzgado todavía, ni extinguido su condena; y, finalmente, de la facultad de
perdonar que tenían los reyes se hacía a menudo gran abuso, en virtud de las influencias de los
magnates y gentes que privaban en la Corte. Se comprende que con todo esto anduviese de manera
muy irregular la justicia.
Por estos conflictos se originaron no pocos disturbios y se embarazaba la administración de
justicia, hasta que en el período siguiente los sucesores de Fernando III fueron poniendo remedio.

297. El ejército.
El servicio militar, como hemos visto (§ 291), era en estos tiempos un deber general en todos
los súbditos del rey, lo mismo nobles y eclesiásticos que plebeyos. Sólo en muy pocos casos se
dispensaba de él, y esto únicamente tratándose de pueblos fuertes o cercanos a la frontera, y con la
obligación de defenderse por sí en caso de ataque del enemigo; es decir, que la exención era sólo
para salir al campo.
Más absolutas eran las dispensas personales, que se hacían a ciertos individuos, pero a cambio
de un tributo o indemnización en dinero o especie (fonsadera).
El ejército no se reunía sino en tiempo de guerra. Cuando ésta terminaba, los soldados volvían
a sus casas y continuaban ejerciendo su oficio o industria, si eran plebeyos, o se dedicaban al
descanso, si eran nobles. Es decir, que no había, como hoy ejército permanente, sino más bien una
milicia temporal, que sólo era llamada en caso necesario, como las reservas actuales. En tiempo de
paz no solía haber sobre las armas más que algunas tropas a sueldo que tenía el rey, o gentes
allegadas a palacio (mesnaderos-donceles).
Llegado el momento de salir a combate, llamaba el rey y acudían los señores nobles y
eclesiásticos con sus vasallos, siervos, etc., formando grupos (mesnadas) diferentes, mandadas por
el señor y mantenidas por él en ciertos casos, en que se le llamaba señor de «pendón y caldera», por
la bandera que llevaba y la caldera en que se cocía el rancho o comida de los soldados. Cuando el
noble era poderoso y tenía bajo su dependencia a otros nobles inferiores o caballeros, iba cada uno
de éstos acompañando a su superior con el número de soldados de a pie (peones) o montados que le
cupiese reunir. Por otro lado, venían las milicias de los concejos, con su alférez o abanderado. El
fuero de cada población fijaba ya «el número de ciudadanos que debía acudir a la milicia, sus
oficios, obligaciones, tiempos y circunstancias en que habían de salir a las expediciones militares».
No todos los vecinos iban, en efecto, al fonsado. Estaban obligados, en primer término, los alcaldes,
jueces y cabezas de familia; pero éstos podían enviar, en lugar suyo (según algunos fueros), a un
209

hijo o sobrino. Los jefes de las milicias eran también jueces para las faltas y delitos que se
cometieran en la guerra y para el reparto del botín. En las narraciones de la batalla de Alarcos
(1195), se mencionan ya las milicias municipales. En la de las Navas de Tolosa estuvieron presentes
las de Soria, Almazán, Atienza, San Esteban de Gormaz, Ayllón, Medinaceli, Cuenca, Medina,
Valladolid, Toledo, Ávila, Segovia, y otras.
El rey tenía ciertas obligaciones con los caballeros en punto a pagar la soldada de los
combatientes y repartir las tierras o riquezas ganadas, obligaciones que fijó claramente Alfonso X,
sucesor de Fernando III, como veremos en la época siguiente.
Aparte de las mesnadas señoriales y las milicias concejiles, formaban con frecuencia parte del
ejército, extranjeros, que unas veces eran moros aliados, otras judíos, y también franceses,
alemanes, italianos, etc., que venían, ya por afán de guerrear y obtener algún lucro, ya por
excitaciones del papa, que llamaba a Cruzada para auxiliar a los reyes españoles.

298. Las Órdenes militares.


Las necesidades de la guerra de los cristianos con los musulmanes de Oriente (Palestina), que
por este tiempo se produjo, trajeron la creación de ciertas milicias de carácter mixto, religioso y
guerrero, formadas de voluntarios, caballeros, nobles y frailes en su mayor parte, de las cuales fue la
primera la llamada del Templo (1118), creada para defender a los peregrinos que iban a visitar los
Santos Lugares (Jerusalén, Belén, etc.) A estas milicias se les llamó, dado aquel carácter mixto a
que hemos hecho referencia, Órdenes militares, organizándolas como las órdenes monásticas, con
voto de castidad, hábito, voto de obediencia al abad, vida en común, etc. Las condiciones guerreras
fueron, no obstante, las principales en las Órdenes, puesto que las puramente religiosas sufrían
excepciones frecuentes. Así, no todos los Templarios habían de ser célibes, y en otras órdenes
tampoco se exigía este voto.
En España se crearon Órdenes militares por las especiales exigencias de la guerra, según
hemos visto (§ 127). La primera que se formó, con objeto de defender la plaza de Calatrava contra
los almohades, tomó el nombre de aquella población (1158). Poco después se creó otra, llamada de
Santiago, por dedicarse sus caballeros principalmente a proteger a los peregrinos que iban a
Compostela; en 1166 se organizó una tercera, llamada de San Julián de Pereiro, que cambió este
nombre por el de Alcántara, a virtud de haberle cedido esta villa el rey Alfonso IX. Las tres
obtuvieron la confirmación del Papa, y en las tres era libre el voto de castidad; de modo que había
caballeros (freires) que eran religiosos profesos y otros que eran seglares. Los religiosos vivían en
comunidad, en conventos o casas de la Orden. Cada una era dirigida por un superior llamado
maestre, elegido por los mismos caballeros y confirmado, dada su calidad de prelado, por el Papa, a
cuya suprema obediencia estaban sujetas las órdenes. Llegaron éstas a ser muy poderosas por el
número de sus miembros y las riquezas que allegaron, tanto, que constituyeron alguna vez un
peligro para la corona, o a lo menos un motivo de temor para ésta.
Aparte de las Órdenes españolas, se introdujeron en Castilla otras de creación extranjera,
como la citada del Templo, en el reinado de Alfonso VII, la de San Juan de Jerusalén, etc., que
alcanzaron aquí importancia; además de éstas, una fundada en Palestina, pero por un noble español,
el conde Rodrigo (1180), para defensa de Tierra Santa. Llamábase de Mont-joye, y la confirmó el
Papa Alejandro III dándole la regla del Císter. Aunque tuvo de existencia tan sólo un cuarto de
siglo, alcanzó a poseer grandes bienes en España y otros puntos. Al desaparecer, sus propiedades
pasaron a la orden de Calatrava.
Todas ellas acudían a la guerra, cuando el rey las llamaba, con sus maestres, y formaban una
de las partes más numerosas e importantes del ejército. Los caballeros iban montados,
constituyendo una excelente caballería, y cada uno tenía por auxiliares uno o varios sirvientes de a
pie, llamados escuderos.
210

299. Modo de hacer la guerra.


Las costumbres de la guerra estaban en consonancia con la rudeza de los tiempos. No se solía
tener piedad ni misericordia del vencido. La mayor parte de las expediciones militares hacíanse,
más que para lograr ventajas, para quitar medios a los enemigos y molestarlos todo lo posible. Así,
que, por lo regular, una o dos veces cada año entraban las tropas castellanas en tierra de moros (y lo
mismo hacían éstos siempre que podían) para robar los frutos, saquear los pueblos, destruir los
sembrados, viñas y olivares, quemar casas y recoger o matar rebaños. A las personas se las mataba
o se las reducía a esclavitud, siendo, sobre todo, feroz la persecución cuando se obtenía la victoria
en una batalla.
Tales costumbres seguíanse incluso en las grandes expediciones mandadas por los reyes y
dirigidas en primer término a conquistar alguna ciudad o dar una batalla. También, cuando ninguna
de estas cosas era posible, los reyes se limitaban a talar campos y recoger cautivos, como medio de
intimidar y de obtener tributos, según hizo varias veces Fernando I (§ 225). Este rigor en las luchas
armadas —más grave por la mucha frecuencia de éstas— se trató de calmarlo mediante la llamada
«Tregua de Dios», iniciada en el concilio franco de Toulonges (1041) e introducida primeramente
en Cataluña, conforme a la cual en ciertos días de la semana—del miércoles por la noche al lunes
por la mañana—y en ciertos otros de fiesta, se daba tregua a las guerras privadas. Para imponer esta
tregua se amenazó con penas eclesiásticas y multas, y en algunos puntos se formaron tribunales o
asociaciones de la paz.
Cuando se rendía una villa, solía hacerse mediante pacto (capitulación) en que el vencedor se
obligaba, por lo general, a respetar las vidas y haciendas de los vencidos; pero ya hemos visto que, a
menudo, dejaban de cumplirse estas obligaciones (§ 227).
Las tierras conquistadas y las casas y haciendas particulares que dejaban vacantes los moros
que huían, morían o emigraban, repartíanse entre los peones y caballeros que más se habían hecho
notar en la guerra, no olvidándose los reyes de hacer donativos a las iglesias, conventos, órdenes
militares, etc. Estos repartimientos, como se llamaban, consignábanse en cuadernos, de los que son
célebres los relativos a Murcia y Sevilla, que aun se conservan. Las riquezas muebles (dinero,
alhajas, etc.) se repartían también según ciertas reglas, tocando al rey una parte.
Las armas que principalmente se usaban eran, como en la época anterior, el casco, la coraza,
que cubría la parte superior del cuerpo y se fabricaba de metal, acero, generalmente; la loriga,
armadura metálica más completa; los brazaletes, manoplas, etc., que defendían brazos, manos y
demás; el escudo, reforzado con barras de hierro, o todo de metal, y que llevaba pintadas las armas
del caballero, o su insignia especial (empresa), con leyenda o mote o sin él. Los caballeros llevaban
defendido el caballo con piezas de hierro (loriga y armadura). Como armas ofensivas usaban los
combatientes la espada, la lanza (de caballería), la pica, la ballesta para las flechas o dardos, el
puñal y el hacha. Para el ataque de las ciudades muradas utilizábanse torres de madera; arietes,
como los de los romanos; máquinas para arrojar piedras o flechas, y otras. Los fosos se llenaban con
piedras o haces de leña y hierba (faginas), o se atravesaban con puentes de madera. Para cubrirse en
éstos trabajos, los soldados usaban una especie de casetas con ruedas cubiertas de pieles fuertes, y
con ellas se acercaban a los muros.
Como distintivos y medios de comunicación o de excitación del ardor bélico, usábanse ya en
estos tiempos las banderas, las bocinas o trompetas, los tambores y otros instrumentos en cuya
introducción influyeron mucho los musulmanes, sobre todo los almorávides y almohades. Cuando
la toma de Sevilla, la bandera real llevaba ya el escudo de León y Castilla como hoy lo conocemos.
Otras veces se ponían en las banderas imágenes de santos o de la Virgen, o cruces. Los colores
variaban mucho. No se había llegado aún a fijar un color propiamente nacional.

300. La marina.
Hasta la primera mitad del siglo XII no tuvieron los cristianos de esta parte de la Península,
marina de guerra. Para la pesca usaban barcos pequeños de remos, hasta que Don Diego Gelmírez
211

(§ 233) estableció en Iria un astillero, haciendo venir de Génova un maestro constructor, llamado
Ogerio, que construyó, efectivamente, por los años de 1120, dos galeras. Diez años después, hablan
las crónicas de una escuadra importante, que ayudó a Don Alfonso I de Aragón en el sitio de
Bayona; y a poco, los portugueses siguieron su ejemplo, formando marina de guerra que en 1182
luchó ya con la de los moros.
Los barcos que formaban en esta época la escuadra no eran propiedad del rey ni del reino en
conjunto. Pertenecían unos a señores, como el arzobispo de Compostela, y otros a vecinos o
corporaciones de las villas de mar en la costa cantábrica y en la atlántica de Galicia. A lo que
parece, sobre ellos se ejercía el fonsado; y así como los señores y las villas de tierra adentro
enviaban soldados a la guerra cuando el rey los llamaba, los que estaban en la costa y poseían
barcos, los enviaban también, y terminada la expedición los volvían a su puerto.
Esto es lo que hizo Fernando III cuando trató de tomar a Sevilla. Comisionó a un noble de
Burgos, experimentado en cosas navales, Ramón Bonifaz, para reunir el «fonsado de mar», que
diríamos, en las villas del N.; es decir, para recoger el mayor número posible de barcos por
llamamiento real. Se prestaron a ello los concejos marítimos, y reunió trece naos gruesas, más cinco
galeras que a expensas del rey se construyeron en Santander. Con esta escuadra mixta (pues parte
era de los concejos y parte del rey) venció Bonifaz a la mahometana que guardaba la entrada del
Guadalquivir. Los concejos que asistieron a esta guerra fueron: Santander, Laredo, Castro, San
Vicente de la Barquera, Santoña, Aviles, Irún, y otros de las Vascongadas y Galicia. En memoria de
esta hazaña, el cabildo catedral de Sevilla, que se creó después de la toma, grabó en su sello un
barco con una imagen de la Virgen. El rey premió a los marinos concediéndoles tierras en el
repartimiento y privilegios, de los cuales fue uno considerarlos como agrupación especial con
alcalde propio que juzgase sus pleitos y diferencias en el marítimo. El sitio que ocuparon se llamó
Gran Barrio, en la Parroquia mayor.
Fernando III no se contentó con esto, sino que organizó formalmente la escuadra real,
estableciendo un astillero en Sevilla y nombrando jefe de la marina (almirante) a Bonifaz, con
jurisdicción sobre los marineros, cierto derecho en las mercancías traídas por mar y otros
privilegios. Por su parte, los concejos cantábricos intervenían con sus naves, independientemente
del rey, en las guerras entre Francia e Inglaterra, ora apresando buques de esta última nación (1254),
ora auxiliando a los sitiados de la Rochela, contra lo cual reclamó a Fernando III el rey inglés
Enrique III.
Después de la conquista de Sevilla fueron a poblar las costas S. muchas gentes del N., las
cuales constituyeron núcleo de la marinería, estando obligados a servir en la escuadra los vecinos de
Cartagena (fuero de 1246), los de Sevilla (1251) y otros. Con esto aumentó, la navegación, el
comercio y la importancia marítima de Castilla. Bonifaz ganó, en 1251, nueva victoria sobre los
moros.
Los buques usados eran de varias clases: los llamados galeras o navíos, propios para combate
y que llevaban vela y remo; las naos y carracas, de vela y de uno o dos palos, y otros menores,
llamados galeotas, carracones, leños, cocas, etc.

301. La Iglesia.
La influencia de los cluniacenses en Castilla, trajo, según va dicho, grandes reformas en la
Iglesia. Un monje cluniacense, Hildebrando, había llevado las ideas de su Orden a Roma, y como
cardenal y confidente de los Papas influyó notablemente, haciendo que se dictasen decretos que
desligaban a la Iglesia de la dependencia en que estaba de los emperadores de Alemania, y tendían a
concluir con la simonía y el nicolaísmo (§ 213). Elevado luego a la Santa Sede (con el nombre de
Gregorio VII), reunió un concilio en Letrán (1074), cuyas declaraciones fueron prohibir a todos los
sacerdotes que tuviesen esposa o viviesen con mujeres; condenar a los que vendían beneficios o
puestos eclesiásticos y negar a los reyes el derecho de distribuir los obispados. Al mismo tiempo, se
procuraba estrechar las relaciones de las iglesias existentes fuera de Italia con el Papa, y unificar el
212

rito y la disciplina, que variaban según las naciones. Los cluniacenses procuraron lograr todo esto
en España y lograron gran parte de ello.
Los reyes castellanos seguían la tradición visigoda en punto a sus relaciones con la Iglesia. No
obstante los privilegios que le concedían, la jurisdicción exenta que fueron otorgándole, etc.,
ejercían siempre sobre ella un poder superior, especialmente en cuanto al nombramiento de las altas
jerarquías, organización territorial y demás puntos análogos. Así, ellos erigían y restauraban las
sillas episcopales, elegían obispos y los deponían mediante justa causa, reunían y confirmaban
concilios y hasta juzgaban causas eclesiásticas en alzada. Resultaba de aquí una dependencia
estrecha de la Iglesia para con los reyes: dependencia atenuada por la piedad de éstos y por la
cultura de muchos eclesiásticos que gozaron de gran influencia en aquellos tiempos; aparte del
poder que representaban los que eran, juntamente, jefes de señorío. El derecho del rey a elegir los
obispos se ejercía unas veces directamente, y otras indirectamente, es decir, permitiendo que el
cabildo o el concilio hiciese la elección y luego se pidiera la conformidad del rey, sin la cual no
valía aquélla. Una vez elegidos los obispos, ejercían dentro de su diócesis jurisdicción
independiente, aunque se comunicaban con el Papa para los asuntos generales de la religión.
La influencia de los cluniacenses se mostró ya en este punto. Merced a ella comenzó a
sentirse en España la autoridad del Papa en cuanto a la elección de obispos y a la disciplina,
obrando los reyes de acuerdo con la curia romana en muchas cosas en que hasta entonces se había
prescindido de ella, y avocando ésta a sí, en virtud de la política de centralización y uniformidad de
Gregorio VII, derechos que antes tuvieron los reyes, obispos y concilios provinciales. Sin embargo,
los reyes no renunciaron por completo a su antigua intromisión cesarista en las cuestiones interiores
de la Iglesia, y sostuvieron el principio de que, para que tuvieran efecto las determinaciones de la
Santa Sede en punto a la Iglesia de España, era preciso el consentimiento y beneplácito reales. El
resultado de las influencias cluniacenses y de la nueva política papal inaugurada por Gregorio VII,
fue, por lo que toca a la misma Iglesia, estrechar la relación y dependencia con la Santa Sede y
establecer poco a poco la unidad de gobierno en este orden, desligando los negocios eclesiásticos
del poder civil. El Papa tuvo desde entonces, regularmente, legados o representantes suyos en
España, que presidían los concilios generales o intervenían en las cuestiones de las iglesias; lo cual
no quiere decir que antes de esta época fueran nulas semejantes relaciones de la Santa Sede con los
obispos españoles, puesto que ya en el siglo XI, como veremos, hubo legados del Papa en Galicia
para investigar el oficio gótico y comunicarse con el prelado de Compostela.

302. La disciplina y el rito.


Como natural consecuencia, las corrientes unificadoras de la orden de Cluny y de los Papas
que la representaban, trascendieron del gobierno de la Iglesia general a la vida interna de cada
iglesia particular y al culto.
Sobre lo primero, o sea sobre la disciplina, no había por entonces reglas generales que
obligasen por igual a todos los eclesiásticos cristianos, salvo en algunos puntos, y aun en ésos,
como el celibato, ya hemos visto que las costumbres eran muy contrarias y diversas. En lo demás,
cada región o cada obispo habían ido proveyendo a las necesidades o resolviendo las cuestiones con
criterio propio, produciéndose diferencias regionales de disciplina. Así, por lo que se refiere al
régimen de vida de los eclesiásticos de las catedrales o iglesias importantes, lo general en León y
Castilla era lo que se llamaba «canónica goda», es decir, la vida en común a la manera de los
Apóstoles y sin más regla casi que el Evangelio, mientras en Galicia se observaba una regla más
estrecha que imponía vida monástica, con dormitorio y refectorio comunes, silencio obligatorio en
todos los actos, lecturas piadosas durante la comida y otras condiciones. La pobreza de las iglesias
durante los primeros siglos de la Edad Media favoreció esta disciplina. Los eclesiásticos que vivían
en común se llamaban canónigos y estaban bajo la obediencia del obispo; pero bien pronto se
rompió con esta regla, puesto que en tiempo del obispo Gelmírez (§ 233) ya los canónigos de
Compostela vivían independientemente, cada cual en su casa, y con gran lujo muchos, por cierto.
213

La influencia cluniacense y el ejemplo de su regla uniformaron la disciplina y apretaron los lazos de


dependencia entre los eclesiásticos y el obispo, así como entre los monjes y el abad, por el voto de
obediencia absoluta. Desde entonces comenzaron a vivir según una regla uniforme la mayoría de las
iglesias cristianas.
Lo mismo sucedió con el rito, es decir, los rezos, cantos, fórmulas, ceremonias, etc., de la
iglesia, que en España se hacían conforme a la liturgia llamada visigoda (§ 136) o mozárabe, por
haberla conservado los mozárabes en las ciudades del califato, lo mismo que los cristianos
independientes en las del N. Esta liturgia procedía de los primeros tiempos de la Iglesia y se había
completado y desarrollado (hasta llegar a la forma en que hoy es conocida) bajo la dominación
visigoda. En Roma y en Francia se usaba entonces otro rito, llamado romano o francés, y ambos
tenían igual valor canónico, habiendo sido el mozárabe aprobado por varios Papas y Concilios. Pero
las ideas unitarias de Gregorio VII y los cluniacenses repugnaban esta diversidad y trataron de
imponer en Castilla, como en todas partes, el rito romano; si bien debe notarse que los cluniacenses
tenían para uso especial misal y breviario distintos del romano. Un legado del Papa, llamado Hugo
Cándido, fue el que en 1064 comenzó las gestiones para que se aboliese el rito mozárabe,
informando al Papa que estaba aquél contaminado de herejía. Por de pronto, no obtuvo éxito en su
deseo, porque los obispos castellanos recurrieron al Papa Alejandro II, y éste, habiendo examinado
el rito, lo aprobó. En esta ocasión, los obispos españoles presentaron al Papa los cuatro libros que
encerraban «en su tipo más perfecto, las fórmulas principales de la antigua liturgia nacional, a saber,
el Liber Ordinum, el Liber Orationum, el Liber Missalis y el Comicus (compuesto por pasajes de la
Biblia que se leían en alta voz en la primera parte de la misa). Los cuatro nos son hoy conocidos.
No obstante la victoria conseguida por el rito mozárabe, Hugo Cándido insistió años después
en su propósito con Gregorio VII, inclinándole a que pidiese al rey la abolición (1074). Alfonso VI,
a quien se dirigó el Papa, no opuso resistencia, influido como estaba por los monjes de Cluny y por
las ideas francesas de su mujer; pero el clero español y el pueblo, acostumbrados a su rito
tradicional, repugnaron el cambio. Se remitió la decisión a la prueba del duelo judicial, y venció el
defensor del rito mozárabe. Luego se hizo lo propio con la prueba del fuego, echando en una
hoguera los dos misales, gótico y romano, y también salió vencedor el primero. No obstante, el rey
siguió apoyando los deseos del Papa y se abolió al fin el rito nacional para seguir el romano: nuevo
elemento de uniformidad en el régimen de la Iglesia, y de subordinación de todo el clero a Roma. El
rito mozárabe se conservó sólo (y se conserva aún) como recuerdo, en una capilla de la catedral de
Toledo y en otra de Salamanca. Algunos historiadores creen que algo de lo que cuentan las crónicas
medioevales en punto a las vicisitudes de la lucha entre ambos ritos, puede ser invención o
exageración del arzobispo Don Rodrigo (§ 352).

303. Las jurisdicciones.


Establecióse merced a estos cambios, con cierta uniformidad, la jurisdicción eclesiástica.
Como superior jerárquico de todo el clero de cada obispado, estaba el obispo, aunque bajo la
inspección de los arzobispos o metropolitanos y de los legados del Papa, y en último término con
sumisión a éste, a cuyo tribunal o curia se acudía para la resolución definitiva de los asuntos. El
obispo no tenía, sin embargo, jurisdicción más que sobre los eclesiásticos seculares, o sea de las
iglesias ordinarias, y la ejercía mediante los arciprestes, jefes de distritos dentro del obispado, y los
curas párrocos. Los monasterios, que en un principio estaban también sujetos al obispo, gozaban ya
a mediados de esta época de jurisdicción exenta, en cuya virtud los monjes no eran juzgados por el
tribunal del obispo, ni obedecían las órdenes suyas, sino las del abad, jefe supremo de cada orden, o
de prior, jefe de conventos secundarios llamados prioratos u obediencias; estableciéndose, pues, con
esto, una diferencia entre el clero secular y el regular, si bien uno como otro estaban sujetos en
primer término al Papa. Los monjes vivían en comunidad, que unas veces era sencilla (de hombres
solos o de mujeres solas) y otras doble, juntándose en un mismo monasterio (v. gr., el de Oña),
aunque con debida separación, dos comunidades, una de religiosos y otra de religiosas,
214

correspondiendo a la primera el gobierno y dirección.


También las Órdenes militares fueron exentas. Reconocían todas por superior al Papa, pero
tenían jurisdicción privativa o independiente de los obispos: lo cual produjo, más de una vez,
cuestiones de competencia entre los maestres y los diocesanos.
La Iglesia imponía a los herejes penas eclesiásticas, tales como la confiscación de bienes,
privación de cargos, prisión y excomunión o lanzamiento de la comunidad cristiana. Esta última
pena con el entredicho o privación de los sacramentos, se aplican aún a los señores y a los reyes,
pues era doctrina de Gregorio VII y otros Papas, que todo soberano debía ser rigurosamente
ortodoxo o quedar privado de su autoridad. Pero no obstante la tradición de la época (§ 122 y 159)
en punto al deber que tenía el Estado de castigar los delitos religiosos —tradición renovada en el
siglo XII por Concilios y Papas que exhortaron en este sentido a los reyes—, la legislación de
Castilla no admitió tal principio hasta bien entrado el siglo XIII.

304. Bienes de las iglesias y monasterios.


Favorecieron los reyes a las iglesias y monasterios con grandes mercedes, consistentes, no
sólo en villas, montes, prados y demás propiedades inmuebles que se conquistaban a los moros o
poseía de antes de la corona (con lo cual se miraba también un poco a la repoblación de los
territorios conquistados), sino en recursos de la hacienda pública, como diezmos, acuñación de
moneda, etc. Así, Alfonso VI concedió a la catedral de Toledo, juntamente con varios lugares, la
tercera parte de los diezmos del rey, concesión que ampliaron en 1125 Doña Urraca y Alfonso VII.
La misma Doña Urraca dio a la iglesia de Sigüenza el diezmo de las rentas del portazgo, los quintos
de las alcabalas de Atienza y Medinaceli y otros derechos, y al monasterio de Sahagún el de acuñar
moneda. Alfonso VII favoreció con rentas en Madrid, Buitrago, Alcalá y otros pueblos, a la iglesia
toledana, y Alfonso VIII dio grandes posesiones a la orden de Calatrava en Alcarria. Por su parte,
las leyes protegieron de un modo especial las propiedades eclesiásticas, como se ve en
disposiciones de los concilios de León, Coyanza, Palencia, Benavente, etc.
Resultado de todas esas concesiones y de la inmunidad real, cada vez más extendida (§ 274),
fue que las iglesias y los monasterios se enriquecieran mucho. La misma Orden de Cluny y la de
Císter, fundada con igual espíritu que aquélla y rival suya, a fines del siglo XI habían degenerado
por su lujo y ostentación. Cluny dirigía en el siglo XII 2.000 conventos, y su abad viajaba con una
escolta de ochenta jinetes. Por el lado de la pobreza y de la humildad parecía fracasada la obra de la
Iglesia; pero la idea renació bien pronto y produjo la creación de nuevas Órdenes monásticas, cuyo
voto principal era la pobreza.

305. Las Órdenes mendicantes.


Fueron éstas dos, en un principio: la de los franciscanos, fundada por el italiano San
Francisco, y la de los predicadores, fundada por el español Santo Domingo de Guzmán, natural de
Calaruega, villa del obispado de Osma, donde nació en 1170, distinguiéndose pronto por su saber y
fervor religioso. Ambas Órdenes hacían voto de absoluta pobreza viviendo de limosna. Los
franciscanos iban de dos en dos, vestidos de peregrinos, con traje de lana burda con capucha (de
donde el nombre de capuchinos, dado a una clase de ellos), pidiendo limosna y predicando el
arrepentimiento y la conversión. Los predicadores o dominicos, cuya Orden se fundó
principalmente en vista de la herejía albigense (muy extendida en el Mediodía de Francia y en
Cataluña, sobre todo entre la nobleza), se dedicaban en primer término a convertir a los heréticos e
iban siempre a pie y vestidos muy sencillamente. Se distinguieron de los antiguos monjes, no sólo
en ésto, mas también en que, en vez de estar encerrados en monasterios y alejados del mundo,
vivían en íntimo contacto con él, dirigiéndose los franciscanos con preferencia al pueblo y los
dominicos a las clases altas. El Papa aprobó ambas Órdenes, permitiéndoles predicar, confesar y
enterrar, y ellos influyeron mucho en afirmar la autoridad de la Santa Sede. Se extendieron
rápidamente, de tal manera que en 1260 había ya 1.808 conventos de franciscanos, y en 1277, 417
215

de dominicos. En todas partes excitaron el entusiasmo popular, agrupando a su alrededor los fieles
con mayor número que las otras Órdenes o el clero secular. Santo Domingo fundó también la
Milicia de Jesucristo, llamada después «Tercera Orden de penitencia o Terciaria», especie de Orden
de caballería cuyos individuos se obligaban a tomar las armas contra los herejes cuando fuere
necesario. Ya sabemos lo que Santo Domingo influyó en la guerra de los albigenses. A él se debe,
igualmente, la institución del Rosario.

306. Costumbres de los clérigos españoles.


A pesar de la gran revolución que produjeron las reformas de Gregorio VII y las Órdenes
mendicantes, ciertos vicios o corruptelas de la vida del clero tardaron mucho en desarraigarse. De
ellas fue el nicolaísmo, contra el cual se había pronunciado ya el concilio de Letrán (§ 301) y que en
León y Castilla estaba muy arraigado, lo mismo que en Aragón. La mayoría de los clérigos vivían
maritalmente con mujeres y disponían en testamento a favor de sus hijos, autorizados en esto por
los fueros, que también consideraban a tales hijos como herederos forzosos con preferencia a los
demás parientes (fueros de Molina, Plasencia, Alcalá, Fuentes y otros). Como en rigor, según la
disciplina recibida de antiguo en la Iglesia española (§ 70), los clérigos no podían legítimamente
casarse, se consideraban sus uniones como concubinatos, y a sus mujeres se llamaba barraganas.
Los prelados celosos de la ley canónica y los Papas trataron diferentes veces de remediar este
abuso; y las reformas de los siglos XI y XII hicieron redoblar las medidas en este sentido. Así, en
1228, reinando Fernando III, se celebró en Valladolid un Concilio de todos los prelados de León y
Castilla, presidido por un legado del Papa, y en él se estableció que fuesen excomulgadas las
barraganas de clérigos y se les negase sepultura en sagrado; que a los sacerdotes que tenían
barragana se les privase para siempre de los beneficios que hubiesen, y que sus hijos no los
heredasen, como era permitido hasta entonces. No obstante estas penas, el mal siguió por mucho
tiempo, «casi con la misma publicidad y generalidad», viéndose obligadas las autoridades
eclesiásticas y las civiles a nuevos mandamientos y castigos, como veremos en el período siguiente.
También hubo que reprimir algunos desórdenes en comunidades de monjas.
En puntos a otros órdenes de la vida, lujo, obediencia, regularidad de votos, etc., nuestro clero
padecía de iguales males que el clero de Europa en general, en virtud del espíritu anárquico, de la
ignorancia y grosería de los tiempos, aunque, como siempre sucede, con no pocas excepciones de
varones virtuosos y de gran saber. Sabemos ya que la reforma cluniacense se dirigió a remediar
estos males; y aunque con sus doctrinas y el ejemplo de algunos de sus hombres pudo influir en
moralizar y regularizar las costumbres del clero, muchos de los monjes de aquella orden que
vinieron a España, unos por su ambición y su sentido invasor en la esfera de las demás Órdenes y
del clero en general, y otros por relajación de vida, fueron piedra de escándalo de la Iglesia
española. Las Órdenes mendicantes, que en un principio sostuvieron su austeridad sin debilitarla,
contribuyeron más al fin de reformar las costumbres del clero, de conformidad con las ideas de los
concilios y de los Papas.

307. El matrimonio.
Del estado anárquico y atrasado de la sociedad participaban todas las instituciones. No hay
una en que no se encuentre, junto con gran diversidad de formas, que variaban de región a región,
manifestaciones poco conformes con la moralidad de las costumbres o, cuando menos, muy
distantes del orden y regularidad a que estamos acostumbrados hoy día, si bien no pasen a menudo
de la apariencia.
Siendo una de las necesidades de la Reconquista y del progreso económico el aumento de la
población, parecerá natural que la opinión pública y las leyes protegieran las uniones matrimoniales
y persiguiesen, más o menos directamente, el celibato de los que no eran clérigos. Los célibes
gozaban, según muchos fueros, de menos derechos civiles y políticos que los casados. A éstos, en
cambio, les concedían privilegios, como devengar mayor multa en caso de insultos a ellos dirigidos,
216

excusarse en el primer año de matrimonio, o por muerte de su mujer, de ir a la guerra y de pagar


fonsado, etc. Pero la opinión y las leyes tenían de la unión matrimonial un concepto más amplio que
el que ahora tenemos. Reconocían, en efecto, dos formas de matrimonio: el de bendición, que se
celebraba con todas las solemnidades de derecho públicamente y ante la iglesia, y el llamado a
yuras, que era un contrato juramentado, con iguales obligaciones que el matrimonio de bendición,
pero sin la publicidad y las solemnidades de éste; es decir, sin ceremonia religiosa, por puro acuerdo
de las partes. La igualdad de efectos de ambos matrimonios era tan grande, que en algún fuero se
establece la mediación del obispo para reconciliar a los casados tanto de bendición como el yuras,
en caso de rompimiento o separación de uno de los cónyuges. Las solemnidades esenciales eran: los
esponsales, contrato celebrado entre el novio y el padre (o, mejor dicho, los padres; pues en este
punto era común e igual el derecho de marido y mujer) y en virtud del cual adquiría aquél derecho a
que le fuese entregada la potestad sobre la esposa; y el casamiento, en que el padre verifica la
entrega. En nombre suyo comenzó a realizar esta ceremonia en el siglo XIII el sacerdote, que a su
vez recibe de manos de aquél, o de los parientes, a la desposada. El nuevo marido daba al padre un
regalo en dinero o especie, en señal de gratitud por la potestad que se le confería.—Aparte de estas
dos formas de unión, había una tercera, parecida al matrimonio a yuras y llamada barraganía.
Celebrábase ésta entre varón y mujer solteros, mediante contrato de amistad y compañía cuyas
principales condiciones eran la permanencia y la fidelidad, pero no se consideraba como verdadero
matrimonio. El varón que se enlazaba en barraganía podía ser lego o clérigo, según hemos visto,
pero fundamentalmente debía ser soltero. La costumbre extendió estas uniones a los hombres
casados, no obstante la prohibición de muchos fueros; y la barraganía vino a ser así una forma
general de unión de los sexos muy frecuente en esta época y que, cuando recaía en solteros legos,
no sólo era tolerada, sino que se consideraba en muchas localidades como decente y decorosa,
concediendo las leyes casi iguales derechos a las barraganas que a las mujeres legítimas. Esta forma
de unión puramente contractual, y la del matrimonio a yuras, las consideran algunos autores como
imitaciones del matrimonio musulmán.
En cambio, se castigaba duramente el adulterio de la mujer, así como ciertos vicios, carnales,
generalmente con la muerte; siendo de notar que en alguna localidad, cuando menos, se permitía al
cónyuge inocente, una vez probado el adulterio, que se pudiera casar con otra mujer, es decir, que
se reconocía el divorcio completo por esta causa, de conformidad con el Fuero Juzgo. También
estaba admitido por repudio (que usaban frecuentemente los reyes y nobles), por malos tratos del
marido y otros hechos. La prostitución, aunque tolerada en parte, era mal mirada, permitiendo los
fueros que se injuriase y maltratase a las mujeres pertenecientes a ella sin incurrir en multa, y
arrojándolas ignominiosamente de las villas y ciudades.

308. El derecho de familia.


El varón era el jefe de la familia, y la mujer le quedaba sometida en todos órdenes,
necesitando licencia suya para celebrar contratos. El marido dotaba a la esposa y ésta aportaba al
matrimonio algunos bienes muebles, alhajas, vestidos, lechos, etc., que se conocían con el nombre
de axuvar o ajuar. La dote se llamaba también arras, y los fueros fijaban unas veces su cuantía y
otras dejaban en libertad a las partes para determinarla. Los bienes adquiridos durante el
matrimonio se consideraban por mitad de uno y otro cónyuge (gananciales), de modo que, al morir
el marido, la mujer adquiría una parte, y viceversa: diferenciándose en esto del Fuero Juzgo, que
establecía la división a prorrata de los bienes llevados por cada uno al matrimonio. En alguna región
estuvo vigente el fuero llamado de Bailío, según el cual todos los bienes de los esposos son
comunes. Los gananciales se reconocían, en esta época, tanto a las mujeres de bendición como a las
el yuras y aun a las barraganas. En algunos fueros se concede al cónyuge superviviente el derecho
de que, permaneciendo viudo durante el resto de su vida, disfrute de todos los bienes matrimoniales,
sin que los parientes del muerto puedan reclamar la división: a esto se llamaba ley de unidad. A
falta de ella, le concedía también la costumbre al sobreviviente cierta parte de bienes muebles o
217

raíces, con tal que siguiese en viudedad e hiciera vida casta si era mujer. Las que quisieran casar de
nuevo, no podían hacerlo hasta pasado un año.
Los hijos quedaban en la potestad del padre, al cual estaba prohibido venderlos, darlos en
rehenes, maltratarlos, herirlos, etc., respondiendo, además, de las multas en que incurriesen
aquéllos, ya fuesen legítimos, ya de barragana. En cambio, los hijos no poseían bienes propios
mientras estaban bajo la patria potestad, de la cual se salía mediante casamiento e indirectamente
por razón de edad. Muerto el padre, la madre obtenía la potestad tutelar sobre los hijos, mientras no
contrajese nuevas nupcias.
Por regla general, los hijos heredan de los padres y tienen preferencia los legítimos. Sin
embargo, los ilegítimos podían en ciertos casos (según disposición de algunos fueros) concurrir a la
herencia con los legítimos. Los que nacían de barraganía de soltera con soltero, podían, según el
fuero de Soria, recibir la cuarta parte de los bienes del padre, aunque éste tuviera, en la época de la
donación o testamento, otros hijos legítimos de posterior matrimonio. Los hijos de barraganía de
soltera con casado llamábanse bastardos; y, según los fueros, si el padre era hidalgo podía darles
500 sueldos y heredarlos, lo cual sucedía también con los de padre pechero. Ya hemos visto que
hasta los hijos de clérigo heredaban. La parte de bienes que los padres tenían obligación de dejar a
los hijos llamábase legítima, y por lo común era igual para todos, prohibiéndose las mejoras.
Los que morían sin hijos se llamaban mañeros, que vale tanto como infecundos; y sus bienes,
si eran siervos o foreros, pasaban al señor, por el derecho que se llamaba de mañería: ley que se
observó en León y Castilla hasta principios del siglo XI y que duró más en Asturias y Galicia. Los
foreros o pecheros de realengo también estaban sujetos a mañería; pero tanto en éstos como en los
de señorío, hubo muchos casos de exención o de limitación a cierta clase de bienes, variando mucho
en este punto los fueros. El rey Alfonso V derogó la mañería para los nobles en el fuero de León, y
de aquí pasó a otros sustituyéndose con la libertad de testar. A pesar de esto, todavía en el siglo XIV
hubo en Asturias casos de mañería.

309. La parentela.
La estrecha relación existente entre los esposos y entre padres e hijos, daba a la familia gran
consistencia orgánica, que se extendía a círculos mayores entre los parientes. Así aunque la ley
autorizaba la emancipación por casamiento, era muy frecuente, sobre todo en la población rural,
agricultora, que no se separasen los miembros de la familia, sino que continuasen reunidos los hijos
casados con los padres y abuelos, formando grupos familiares que vivían en común y seguían
disfrutando de los bienes de la casa, sin dividirlos por herencia. Estas comunidades, de cuya
existencia sabemos particularmente en Asturias y Galicia bajo diferentes formas y nombres, no sólo
contribuían a mantener los lazos de familia sino a conservar las propiedades sin romper su unidad,
favoreciendo con esto a la agricultura en aquellos tiempos en que era tan necesaria la asociación de
brazos; siendo de notar que muchas veces la dirección de la comunidad, cuando la dejaba el padre,
recaía en el hijo o hija mayor.
A este sentimiento de solidaridad respondían en Castilla diversas leyes y costumbres que, ora
fijaban como propiedad permanente no enajenable de la familia la casa, la era y el huerto, ora daban
preferencia a los parientes para adquirir los bienes que se ponían en venta, ora disponían que a la
muerte de uno de los cónyuges, no teniendo hijos, volvieran sus bienes a los ascendientes, es decir,
a la familia de donde salieron. Con todo lo cual, continuándose por ventura costumbres antiguas,
proveía la sociedad medioeval a la necesidad importante en aquellos tiempos de mantener los lazos
de solidaridad familiar y concentrar los esfuerzos en el trabajo agrícola.
También en el derecho penal, allí donde persistían las formas antiguas de la venganza o de la
composición privada, el parentesco dejaba sentir su fuerza, ya considerando enemigo de todos al
que mató u ofendió a un pariente, ya peleando en los duelos judiciales, ya siendo testigos
privilegiados, etc.
218

Aragón
310. Clases sociales.
Apenas se dibuja con claridad para el historiador el nuevo reino aragonés, aparecen en él más
señaladas y duras las diferencias sociales que en León y Castilla, si bien debe notarse que no
conocemos con tanto pormenor aquéllas como éstas. La nobleza de Aragón ofrece caracteres más
feudales, jerarquía más cerrada y absoluta y más despótico poder sobre las clases proletarias y
serviles. Distinguíanse en ella varios grados, siendo el primero el de los ricos-hombres de natura,
que se consideraban descendientes de los primeros conquistadores. Con ellos partía el rey las tierras
ganadas, dándoselas, ya vitaliciamente con obligación del servicio militar (relación verdaderamente
feudal, llamada honor), ya en condiciones análogas a las semifeudales que hemos visto en León y
Castilla. Los honores se hicieron, con el tiempo, hereditarios; y la organización feudal se acentuó
después de la unión con Cataluña, introduciéndose las reglas de los Usatges o consuetudines
Barchinonae (§ 259). Seguían a los ricos-hombres los caballeros, que recibían de aquellos rentas o
parte de los señoríos que adquirían, constituyéndose en vasallos suyos. El rey tenía también
especialmente sus caballeros, que desde Jaime I se llaman mesnaderos y forman una nobleza a
veces tan poderosa como la primera, pero de categoría inferior. Seguían a los caballeros los
infanzones, que aquí son gentes francas de tributos y con privilegio de no acudir a la guerra con el
rey sino en los casos de batalla campal y cerco de castillo, en que iban a sueldo del rey, con pan
para tres días: especie de nobleza de fuero (como se ve en el de Belchite), análoga a la que vimos en
Castilla (Sepúlveda). Los ricos-hombres habían de militar por su feudo, tres meses cada año. Don
Jaime I creó un nuevo grado de nobleza en 580 caballeros de Aragón y Cataluña, que habían
asistido a la conquista del reino de Valencia, y que se llamaron caballeros de conquista.
El clero gozaba de iguales ventajas sociales que hemos visto en León y Castilla, sin que haya
diferencias tan grandes que merezcan ser notadas aquí. Poseía igualmente grandes propiedades con
vasallos y jurisdicción, constituyendo señoríos eclesiásticos.
La clase media libre se fue formando en los municipios de análoga manera que en los
territorios castellanos, pero con menos importancia que en éstos, distinguiéndose en dos categorías:
los burgueses o ciudadanos que ejercían profesiones liberales, y los hombres de condición,
artesanos, obreros, etc.
En cuanto a los siervos, colonos, etc. (conocidos, los primeros, con el nombre de mezquinos
hasta el siglo XII, y en el XIII con los de casati, collati, peitarii, villani de parata, homines signi
seivitii), créese que al principio gozaban de condición bastante favorable, pudiendo los colonos
libres cambiar a voluntad de domicilio; pero que en el siglo XIII se produjo marcada agravación en
su dependencia de los señores, alcanzando éstos una potestad absoluta que llegaba hasta el derecho
de matar a aquéllos de hambre, sed o frío. Así se consignó en las Cortes de Huesca de 1245, primer
documento en que consta esta miserable condición de las clases populares. El movimiento
emancipatorio tardó en llegar y corresponde por completo al período siguiente.
Los esclavos moros adscriptos a la gleba, llamábanse (aquí como en Navarra y Cataluña)
exáricos y se diferenciaban de los siervos cristianos. Los más antiguos documentos hoy conocidos
que hablan de exáricos, son de los años de 1095 a 1247. Es de notar que, mientras en Castilla la
servidumbre a que se sujeta a los moros es ordinariamente personal, en los demás países a que ahora
nos referimos, fue adscripticia. La sociedad aragonesa era, en suma, más aristocrática y
privilegiada, y sus leyes más duras para las clases pobres que las de León y Castilla.

311. Los extranjeros.


Además de la población indígena y cristiana, había en Aragón, de igual modo que en Castilla,
otros grupos importantes de gentes, como eran los judíos, los mozárabes y los mudéjares. Los judíos
gozaron hasta comienzos del siglo XIII de gran consideración social, y vivieron en íntima relación
con los cristianos, prestando iguales servicios a la política y a la cultura que en Castilla y León. En
219

algunas ciudades aragonesas, los judíos formaron comunidades importantes, como la de Tudela.
Jaime I los protegió (a pesar de que ya empezaba entonces a iniciarse la persecución religiosa contra
ellos), declarándolos clientes suyos; lo cual no obstó a que el mismo rey favoreciese los trabajos del
clero católico para procurar la conversión de los judíos y consintiese las controversias públicas entre
sacerdotes y rabinos, algunas de las cuales presidió el propio Jaime I.
Los mozárabes habían ido aumentando a medida que avanzaba la conquista. La protección
concedida por Alfonso I a los mozárabes andaluces, de los cuales dio tierras a 10.000, aumentó su
número y su importancia, señalada muy especialmente en orden al lenguaje y a la cultura. Estas
gentes gozaron a menudo, como en Castilla, de fuero especial.
Cosa análoga les ocurría a los mudéjares, cuya existencia empieza a fines del siglo XI y que
llegaron a ser más numerosos que en Castilla, viéndose muy favorecidos por reyes como Alfonso I,
según se nota en los muchos fueros de esta región y época, copiados e influyentes en los territorios
castellanos (§ 281). A pesar de que los concilios de Letrán, en 1179 y 1215, habían prohibido que
viviesen juntos los cristianos con los moros y judíos, y exigían que los individuos de estas dos
últimas clases se distinguieran de aquéllos por la calidad y color del vestido, con lo cual se iniciaban
las medidas restrictivas, no sólo la opinión general permitía el trato íntimo con los moros, lo mismo
que con los judíos (ni se comprende que fuera posible otra cosa en gentes que habían de vivir lado a
lado permanentemente), sino que la legislación, como hemos apuntado, les concedía, bien
privilegios especiales, bien el mismo trato y consideración legal que a los cristianos. Así, el fuero de
Tudela (1115? 1122?) les otorgaba que fueran juzgados por sus propias autoridades, alcaldes y
alguaciles; que conservasen sus heredades y la mezquita (ésta sólo por un año); que no fuesen
obligados a ir a la guerra y que no les hiciera fuerza ningún cristiano; el de Calatayud (1120) les
protegía contra los abusos que pudieran cometer con ellos los cristianos, castigando la muerte dada
a judíos y moros, concediendo a éstos que jurasen según su religión, que tuviesen mercado franco
para su comercio, que cobrasen sus aljamas el precio de la sangre por homicidio de los suyos, y, en
fin, declaraba la igualdad de judíos, moros y cristianos ante las leyes civiles y penales: cosa que
igualmente repiten, por lo que toca a la ley penal, el fuero de Teruel (1176) y el de Daroca (1129),
dado por Ramón Berenguer después de casado con Doña Petronila, probando la importancia que se
concedía en la Edad Media a este orden del derecho, por reflejarse en él las diferencias sociales. No
tardaron mucho, sin embargo, en iniciarse medidas restrictivas y de separación, como la de obligar a
los moros a que viviesen en los barrios de las afueras de las ciudades, medida que se hizo general a
fines de este período.
Vivían los mudéjares de Aragón, como los de Castilla, ora en el campo, ora en las ciudades,
libres unos, sometidos otros a vasallaje de nobles o de la Orden del Templo. Por virtud de la
laboriosidad de los moros y también, en parte, para eludir tributos, era muy frecuente el hecho de
que los nobles y los burgueses dieran sus tierras en aparcería (exarico) a los mudéjares, que
labraban y cultivaban, reservándose parte de los frutos. En punto a tributos, pesaban sobre los
mudéjares de Aragón los de costumbre, por capitación, homicidios y caloñas, hornos, molinos,
peaje, carnicerías, quinto y cuarto de los frutos de secano y regadío, etc. Los que dependían de
señores o de órdenes militares (como la del Hospital, en Zaragoza) pagaban también tributos
anuales.
A pesar de todas las libertades mencionadas, la condición de los mudéjares aragoneses era, en
general, más humilde que la de los castellanos, por considerarlos menos en sociedad y ser mayores
los pechos y servicios que sobre ellos cargaban, no obstante privilegios como los de llamar
públicamente a la oración desde lo alto de las torres de las mezquitas, celebrar sus fiestas religiosas
populares y cumplir peregrinaciones y romerías.
Esto aparte, el contacto entre musulmanes y aragoneses, en toda esta época fue muy frecuente
e intenso en el orden político y social, como lo demuestran la cultura marcadamente arábiga de los
primeros reyes (Sancho Ramírez, Pedro I, que muy fundadamente se cree no sabía escribir más que
en árabe, Alfonso I, etc.), y las muchas imitaciones del orden jurídica musulmán que se hicieron en
220

Aragón, como veremos.

312. Régimen político y administración pública.


La monarquía aragonesa, nacida en 1035 con Ramiro I, aunque absoluta en su forma, se
diferenció bastante de la de León y Castilla, merced a la organización feudal de la nobleza y a su
intervención en el gobierno. Ya hemos visto, en el relato de los sucesos políticos, que el rey tenía
que contar para todo con los nobles, los cuales, además, obraban con frecuencia por cuenta propia y
con independencia absoluta. Las muchas guerras que con ellos sostuvo Jaime I (§ 252) son buena
prueba de este poderío de la nobleza. Los ricos-hombres, no sólo tenían el feudo de las poblaciones
conquistadas, sino que ejercían en ellas la jurisdicción completa (mero y mixto imperio), por medio
de alcaldes o delegados que se llamaban zalmedinas en las ciudades, y bayles en las villas; de modo
que esta función no pertenecía al rey tan por completo como en Castilla, a tal punto que el Justicia
(de que se hablará en seguida) no tenía facultades para favorecer a los villanos de parada. Siendo los
honores o beneficios militares irrevocables, salvo en caso de desobediencia o infidelidad al rey —
caracteres propios del régimen feudal— a diferencia de lo que pasaba en León y Castilla, resultaba
de hecho el monarca dependiente de los ricos-hombres en cuanto al poder político. La corona tenía
también, sin embargo, sus jueces en los territorios de realengo. Los funcionarios reales encargados
del gobierno de los territorios que no eran de señorío o de la administración de justicia, se designan
con diferentes nombres. En poblaciones principales aparece el zalmedina (Zaragoza, Huesca,
Valencia...) análogo al zahebaxorta musulmán, jefe de policía y juez criminal en la corte del rey, el
alguacil real, cargo mixto de juez civil y criminal y de ejecutor de las órdenes del Consejo real y del
rey mismo; en todas las ciudades, el mustaçaf o edil, también copiado de los musulmanes; los
alcaldes de que se hablará luego, con muchos otros cargos inferiores de sayones o alguaciles,
escribanos, etc. Encargados especialmente de inspeccionar la ruptura de la Paz de Dios aparecen los
paciarios, nombre que también parece haberse usado genéricamente para designar funcionarios
judiciales o de policía, así como el de juntero y sobrejuntero. Entendían en la percepción y custodia
de las rentas públicas los bayles reales.
Jaime I introdujo la costumbre de asociar al gobierno al primogénito del rey, creando a este
efecto un cargo político llamado de gobernación o procuración general, con jurisdicción propia. A
falta de primogénito, o siendo éste menor de 14 años, ayudaba al rey en la gobernación un
lugarteniente general. Al lado del monarca aparece también, confusamente en los primeros
tiempos, con más claridad a partir de Alfonso II, un funcionario especial llamado el Justicia,
especie de juez u oficial real, encargado de conocer de la violación de los privilegios y de las quejas
contra las demás autoridades, y cuyos caracteres fundamentales asimilan algunos autores a los del
juez de las Injusticias que tuvieron los musulmanes y que se multiplicó en los reinos de taifas (§
266). El Justicia dependía directamente del rey. En tiempo de Jaime I esta autoridad comienza a
sufrir modificaciones que produjeron grandes resultados en la época siguiente. Así, en las Cortes de
Ejea, de 1265, después de intentar vanamente los nobles arrancar al rey el nombramiento del
Justicia, logran que se le reconozcan a éste, como privativas, funciones que solía ejercer sólo por
delegación, y entre ellas la de entender en los pleitos que mediarían entre el rey y los nobles como
juez medio; a cuyo derecho, acentuado más tarde, se debe que algunos historiadores hayan visto en
el Justicia una especie de poder moderador. Ya veremos cómo se desarrolló en España esta reforma.
En punto al uso de las pruebas vulgares y del duelo judicial, rigieron las mismas costumbres que en
León y Castilla, según se ve en los fueros,-marcándose especialmente la del hierro candente. (San
Juan de Peña, Alquézar, Santa Cristina...) Son curiosas las formalidades del duelo que señala el
fuero de Teruel (1176). En otros, desde fines del siglo XI, se marca tendencia a abolirlas.

313. Los municipios o universidades.


Exceptuaban los reyes del señorío nobiliario o eclesiástico muchas plazas o ciudades
importantes, a las que concedieron fueros o privilegios con el mismo fin que los de León y Castilla.
221

Así se constituyeron los municipios, llamados universidades, en que la clase media vivía
aumentando paulatinamente su poder hasta constituir una verdadera fuerza política, opuesta a los
nobles, como en Castilla, y afecta por lo general a los reyes; siendo de notar que los del Sur
representaron siempre una tendencia más democrática y realista que los del N., aristocráticos y
feudales, frecuentemente unidos a la nobleza. Ni unos ni otros se preocuparon de las clases serviles.
El gobierno interior de los municipios era análogo al de los castellanos. Una junta o comisión
de jurados, nombrada por elección popular y a veces por la misma junta anterior, en la renovación
que se hacía cada año, cuidaba de los intereses de la ciudad o villa, formaba las ordenanzas y
castigaba las infracciones de éstas. Los alcaldes aparecen como jueces civiles, de nombramiento
popular en la mayoría de los municipios; y a su lado figuran en muchos fueros los judex o jueces
criminales y de policía, generalmente de elección real. También se reconocía a los vecinos gran
intervención en los pleitos privados. En Zaragoza, según el fuero o privilegio concedido por
Alfonso I en 1119, veinte ciudadanos elegidos por los demás eran los encargados de hacer jurar el
fuero y castigar los contrafueros u ofensas a la capital. El carácter de esta comisión era más bien
judicial que administrativo. Fuera de ella existían, para el gobierno de la ciudad, dos clases de
funcionarios: los jurados, elegidos por parroquias, y los conselleros, auxiliares y consultores de los
jurados. La asamblea de éstos se llamaba capítol, y la de aquéllos consello, siendo preciso, para que
los acuerdos fuesen ejecutivos, si se referían a materias graves, que los tomaran juntamente el
capítol y el consello. Existía además, la asamblea popular o junta de vecinos, llamada concello,
convocada por los Jurados y Conselleros para deliberar sobre los asuntos de importancia que éstos
sometían a su consideración. Aunque la mayor parte de estos datos se refieren a época posterior
(siglo XV), en que es conocida con certeza la organización municipal de Zaragoza, parece probable
que, con ligeras variantes en el número de funcionarios y otros pormenores, fuesen iguales en el
siglo XIII.
Los municipios solían formar entre sí uniones, cuyo fin era aumentar sus fuerzas y beneficios.
Llamábanse comunidades, y tomaban el nombre de la ciudad o villa que hacía cabeza de la unión.
Anteriores al siglo XII existían ya las de Calatayud, Daroca y Teruel, que tuvieron gran importancia
en la historia política de Aragón. Para formar una comunidad necesitábase permiso del rey,
sumisión a éste, igualdad de fuero y otras condiciones. El carácter de ellas era principalmente
militar y fueron siempre muy adictas a la causa real. Cosa diferente eran las hermandades, análogas
a las de León y Castilla. Como los concejos castellanos, las universidades tenían sus milicias.

314. Las Cortes.


Desde fines del siglo XI (1071) se reunían asambleas generales en Aragón; pero las de
aquellos tiempos eran solamente junta de personas pertenecientes a la nobleza y al clero. Hasta bien
entrado el siglo XII (1163), y según otros autores en 1274 (es decir, a fines del XIII), no tomó parte
en estas asambleas el elemento popular, debido a la escasa importancia que antes tuvieron los
municipios. Desde entonces, las Cortes aragonesas se compusieron de cuatro brazos: el de los ricos-
hombres o alta nobleza, el de los caballeros, el del clero y el de las universidades o municipios. No
todos los nobles tenían derecho a figurar en Cortes, sino los que llamaba el rey, según costumbre, ni
tampoco asistían todas las universidades, sino algunas, como en Castilla, estableciéndose con el
tiempo la costumbre de no llamar a ningún pueblo que tuviese menos de 400 casas o fuegos. A las
Cortes de 1165 (Zaragoza) acudieron sólo los procuradores de Huesca, Jaca, Tarazona, Calatayud y
Daroca. Las comunidades formaban parte del brazo popular.
Convocaba el rey las Cortes y, según las leyes del reino, debían ser llamadas cada cinco años,
plazo que se extendió a dos, posteriormente a esta época; pero los reyes no cumplieron siempre esta
obligación. Las Cortes recibían el juramento de los reyes en punto respetar los fueros; juraban a los
herederos de la corona, conocían de los greujes o agravios de los particulares y pueblos contra el
rey o sus oficiales; votaban los servicios en gente o en dinero que necesitaba el monarca, dando a la
prestación en moneda el nombre y carácter de socorro o préstamo (profierta); y hacían las leyes, de
222

conformidad con el rey. Para la adopción de acuerdos se necesitaba la unanimidad de votos, siendo
notable que las ciudades principales disponían de varios, mientras que las inferiores sólo tenían uno.
La manera de celebración era análoga a la de las Cortes castellanas.
Cuando por muerte del rey y extinción de su línea reuníanse Cortes para decidir sobre la
sucesión, llamábase, a esta forma extraordinaria, Parlamento. De esta clase fue la reunión de Borja
(1134), en que los aragoneses eligieron rey a Ramiro el Monje.
Cuando se verificó la unión de Aragón con Cataluña, no se fundieron las Cortes de ambos
Estados. Siguieron celebrándose con independencia las de Aragón en Zaragoza u otra ciudad, las de
Cataluña en Barcelona; y cuando se conquistó a Valencia, las Cortes especiales de esta región se
reunieron por sí propias. No obstante, alguna vez se juntaron los tres Estados en Cortes comunes,
para decidir asuntos de interés general. Estas Cortes se celebraban de ordinario en Monzón.
Mientras estaban cerradas las Cortes, funcionaba una Junta, nombrada por ellas y llamada
Diputación permanente, cuya misión era velar sobre la observancia de las leyes y la inversión de
fondos públicos.

315. Legislación.
La forma principal de la legislación, en este período, es la de los fueros. Ya se dijo
oportunamente lo que cabía en punto al supuesto Fuero de Sobrarbe. Desde que Aragón se
constituyó independientemente y se extendieron las conquistas, empezaron los reyes a dar fueros; y
así se fue formando un grupo de instituciones heterogéneas de derecho político, civil,
administrativo, etc. Los Fueros de Jaca (1064), Huesca, Zaragoza (1119), Tudela, Teruel (1176),
Alquézar (1114), Daroca, Calatayud, Belchite y otros, son de este tiempo, siendo de notar que la
legislación castellana y navarra de la época copió no poco de las leyes de Aragón. «Los castellanos,
navarros y otros —decía Alfonso I al confirmar el fuero de Jaca en 1187— suelen ir a Jaca para
instruirse en sus fueros y trasladarlos a su país». Jaime I, siguiendo la corriente general en su época,
de uniformar la legislación (trabajo que favorecía, además, el robustecimiento del poder real y la
organización administrativa, ideales del conquistador de Valencia), y también para depurar los
textos falseados que corrían, manda redactar una compilación del derecho contenido en los fueros
municipales. El encargo fue hecho al obispo Don Vidal de Canellas, el cual compuso un libro
conocido con el nombre de Compilación de Canellas o de Huesca, en que se refleja el derecho
tradicional de Aragón; sin mezcla del canónico ni del romano, cuyo estudio tenía ya en aquel país
muchos cultivadores; pero dando como fuentes supletorias el sentido natural y la equidad, con lo
cual abrió en rigor las puertas a la aplicación de aquellos dos derechos. La colección o compilación
no derogó los fueros particulares de cada ciudad o villa. Se consideró, simplemente, como la ley
supletoria de ellos, aplicable en las apelaciones que se hiciesen al rey. No contiene disposición
alguna de derecho político. Las de este orden fueron añadidas posteriormente, en 1265, mediante la
confirmación que Don Jaime hizo, en Cortes de Ejea, de varios privilegios de la nobleza. Esta clase
se opuso, en las cortes de Alcañiz de 1250 y 1251, a que se alegasen en los tribunales leyes romanas
y canónicas.

316. El sistema tributario.


Esencialmente, no se diferencia Aragón de Castilla en punto a la naturaleza y distribución de
los tributos. La hacienda real, que era entonces la hacienda pública, contaba con el quinto del botín
de guerra, las caloñas o multas, la parte de tierras conquistadas que retenía el rey y los tributos
impuestos, ora a los moros vencidos, ora a los vasallos cristianos. Entre los tributos especiales
hallábanse los llamados pecha y moraveti, análogos, según se cree, a los servicios y a la moneda
forera de Castilla. La pecha recayó, desde el siglo XII, sobre los bienes raíces y muebles, en
proporción a su cuantía; el moraveti o maravedí lo pagaban cada siete años los vecinos que poseían
70 sueldos de hacienda. Había, además, la cena, correspondiente al yantar de Castilla; la sisa o
rebaja, en favor del erario, de cierta cantidad en los pesos y medidas de mercancías de consumo; los
223

tercios diezmos o parte que de los diezmos correspondía a la corona en virtud de la división que
Jaime I hizo, adjudicándolos por terceras partes al clero, a las iglesias y la hacienda pública; las
generalidades, en que se comprendían varios impuestos indirectos, como los de aduanas, estancos
(v. gr., el de los naipes), imposiciones sobre la sal, aguardiente, etc. La hacienda real se vio, no
obstante, en grandes apuros. Jaime I tuvo que pagar a su sastre con un privilegio de exención de
tributos; empeñó su botellería y el servicio de mesa y comía a crédito; lo cual no era óbice para que,
en ocasiones solemnes, desplegase gran fausto, producto de préstamos, y que fuese excesivamente
dadivoso.
En cuanto a los tributos señoriales, es decir, los exigidos por los nobles que poseían señorío, a
sus vasallos y siervos, eran todavía más numerosos y vejatorios en Aragón que en Castilla, debido a
la organización feudal. Resulta con esto que las clases bajas, tanto la de ciudadanos libres como la
de siervos, estaban muy sobrecargadas en la parte económica. Después de la unión con Cataluña,
algunos de los tributos que en este Estado existían se extendieron a Aragón, según veremos en el
período siguiente.

317. Ejército y marina.


Formábase el ejército en Aragón como en Castilla, merced a la concurrencia de las mesnadas
señoriales y las milicias concejiles, con las fuerzas que por sí podía reunir el rey; y ya hemos visto
(§ 255) que más de una vez los reyes tropezaron con la negativa de los nobles y aun de algunas
ciudades para emprender una campaña. Jaime I puso mano en ésta como en muchas otras cosas
relativas o la organización política y administrativa, y con la institución de los mesnaderos (§ 510)
sentó las bases de un ejército propiamente real. La conquista de Baleares y de Valencia túvolas que
hacer todavía, como sabemos, merced a auxilios particulares, en gran parte, y con fuerzas muy
heterogéneas.
Aragón no tuvo marina propia, como pueblo que no poseía litoral. Su unión con Cataluña se
la procuró, y desde entonces todos los adelantos que la marina catalana había hecho son utilizados
por los reyes de Aragón. La influencia de este elemento fue grande, no sólo en el éxito de las
guerras (según se ha visto), sino en la dirección de las conquistas, que el espíritu mercantil y
marinero de los catalanes empujó hacia el Mediterráneo, produciendo los dominios de Italia y las
expediciones análogas que llenan toda la época siguiente.
En punto a las armas, ofensivas y defensivas, no se diferenció Aragón de los territorios
castellanos. En el ejército de Don Jaime figuraban los arietes, las balistas, las torres de madera y
demás máquinas que servían para el sitio y ataque de las ciudades. Los almogáveres, o tropas
ligeras a sueldo de Aragón, llevaban casco, escudo, cuchillo, lanza, azagaya (lanza ligera), dos
dardos, zurrón de piel y calzas y abarcas de cuero. Muchos de los cargos y nombres del ejército se
tomaron de los musulmanes.
Los barcos de guerra eran de las varias clases que ya conocemos: naves, galeras, etc., de
construcción catalana o italiana; pintados de varios colores los cascos, con esculturas y dorados en
popa y proa y llenos los palos de banderolas, gallardetes, etc., que a veces eran de seda. En las velas
solían pintarse, bien el escudo del señor dueño de la nave, bien una imagen religiosa, y aun se tejían
en oro y púrpura. Llevaban remeros y combatientes. Los colores de la casa de Aragón eran ya por
entonces el rojo y amarillo, y se cree que de tiempo de Pedro II data el uso del escudo o sello con
las cuatro barras. En el ejército, además de la señera o bandera del rey, llevaba cada cuerpo
pendones o banderines.
Las órdenes militares extranjeras, como la del Templo, la del Hospital, etc., que entraron muy
pronto en Aragón y que arraigaron en él tanto como ya vimos al hablar del testamento de Alfonso 1
(§ 246), concurrieron como en Castilla a la guerra, siendo de no poco auxilio a los reyes; aunque en
otro respecto, por las muchas riquezas y el poderío adquiridos, fueran un peligro político en Aragón
mucho más que en Castilla. Tuvieron los aragoneses, en este período, otras Órdenes nacionales,
como la de San Jorge de Aljama (creación de Pedro II) y la de la Merced (fundada por San Pedro
224

Nolasco, San Reimundo de Peñafort y Jaime I); pero ninguna de éstas alcanzó la importancia que
tuvieron las citadas antes. La de Montesa es de creación posterior.

318. La Iglesia.
En punto a organización, atribuciones, etc., no se diferencia la Iglesia de Aragón de la de
Castilla, si no es en que se dejó sentir allí más pronto la influencia de los cluniacenses y del Papado,
aboliéndose el rito godo en 1071 y siendo más estrechas las relaciones del clero con la Santa Sede.
Las Órdenes mendicantes se desarrollaron también mucho, y en especial la dominicana, por ser
español Santo Domingo y por la intervención que tuvo en la cruzada contra los Albigenses. Según
hemos visto, las creencias religiosas hallábanse por entonces muy quebrantadas, especialmente en la
región catalana, contaminados muchos de los nobles, por sus relaciones con los del S. de Francia,
de la herejía albigense, o escépticos e indiferentes en religión. Contra semejante estado del espíritu
público lucharon, sobre todo, los dominicos, predicando la conversión, y los franciscanos excitando
los sentimientos de fervor y piedad del pueblo.
La infeudación de Pedro II al Papa, coincidiendo con las doctrinas de los cluniacenses, suscitó
en las relaciones entre el monarca y el Santo Padre un período de luchas, por extremarse las
pretensiones de Roma al dominio señorial de Aragón y resistirse a reconocer este dominio la
nobleza y el pueblo de ambos Estados, el aragonés y el catalán, defensores de su independencia
política y sus privilegios. Ya veremos en el período siguiente los resultados de esta lucha. Aragón
fue el primer Estado peninsular que expulsó, por ley dictada .en 1197, a los herejes, dándoles plazo
de dos meses y condenando a la pena de hoguera a los reacios.

319. La familia.
Existieron en Aragón iguales formas de matrimonio que en Castilla, siendo la barraganía tan
frecuente en uno como en otro país. Los clérigos, por lo menos hasta el siglo X, tenían mujer,
considerada en las costumbres públicas casi como esposa legítima (uxor). Lo característico de la
región aragonesa fue el gran desarrollo de la familia troncal o comunista, cuya organización refleja
los fueros, y en la que viven junto todos los hijos bajo la dirección del padre, o del consejo de
familia, o uno de los miembros de ésta (generalmente el hijo mayor). Los bienes de la casa
permanecen indivisos entre los padres y los hijos, y cuando uno de éstos se casa saliendo de la
familia, se le dota en dinero o especie, pero no en tierras (que jamás se fraccionan) y siempre con la
condición de que, si muere sin hijos, la dote volverá a la casa. El consejo de familia está muy
desarrollado e interviene en la mayoría de los actos que realizan los individuos. De la familia
troncal formaban también parte personas ajenas a ella, viudos o célibes de avanzada edad, por lo
general pastores o jornaleros afectos a la casa, que son adoptados o donados, mediante la
incorporación de sus ahorros al fondo familiar.
Bien se comprende que esta organización, cuya base es la tierra, estaría grandemente trabada
por las obligaciones del vasallaje, en país tan feudal como Aragón; de lo que se deduce que hubo de
desarrollarse preferentemente en las tierras de realengo y en las de los municipios con fuero,
creando una clase media rural poderosa por su riqueza y arraigo, que andando el tiempo había de
influir mucho en la vida social de Aragón.
Contra esta organización propia de la montaña, de la zona pirenaica, comenzó a levantarse la
concesión de libertad de testar, que en 1307 lograron los nobles como privilegio, y en 1311 los
plebeyos, en las Cortes de Daroca. Mediante ella, el padre, considerado único dueño de los bienes
familiares, podía dejarlos a quien quisiera, y desheredar, por lo tanto, a todos sus hijos en beneficio
de uno solo. Ya veremos en la época siguiente las consecuencias de este régimen nuevo. Son
caracteres también de familia aragonesa, conservados hasta hoy, la dote de la mujer al estilo
romano, combinada con otra del marido (excreig), ambas obligatorias; la hermandad o comunidad,
o el usufructo del viudo en forma parecida a la de los fueros castellanos (§ 308); los gananciales
divididos, ya por mitad, ya proporcionalmente, y otras particularidades que no cabe mencionar aquí.
225

Cataluña
320. Clases sociales.
Desde Berenguer Ramón I (1018) a Ramón Berenguer IV (1131) constituyó Estado aparte
Cataluña durante más de un siglo. En 1137 verificóse la unión con el reino aragonés; pero esta
unión, puramente personal de los reyes y que, como veremos, ni aun en el orden político produjo la
igualdad de instituciones, no significó la anulación de carácter y organización propia de la sociedad
catalana. Las bases de ésta, por otra parte, concordaban mucho con las de la sociedad aragonesa,
según hemos visto (§ 208, 210), por lo arraigado del régimen feudal y la mísera condición de las
clases serviles. La jerarquía feudal establecía los siguientes grados: condes, vizcondes, valvasores y
vasallos. Valvasores se llamaba a los que recibían feudo y tenían cinco caballeros. Las tres primeras
clases eran nobles. A éstos se llamó genéricamente barones, nombre que luego pasó a designar a los
nobles de título inferior a vizconde.
La clase media ciudadana tenía en Cataluña un carácter especial, distinto de la de Aragón: era
comerciante y navegante, y habitaba por esto las poblaciones de la costa, mientras en el interior
predominaban las clases serviles bajo la dependencia de los señores, excepto en algunos centros,
como Lérida y otros, donde la había en corto número. La propiedad condal tan importante en la
primera época, fue decayendo a medida que los antiguos condados se reunían en el de Barcelona,
perdiendo su independencia: pues aunque con posterioridad a las respectivas incorporaciones se
volvieron a crear algunos títulos de los antiguos, fue por gracia especial del de Barcelona, y con
sujeción a su poder. Los sucesores de los condes quedaron como señores feudales, con gran parte de
la jurisdicción privada, constituyendo el núcleo de la nobleza territorial que oprimía a los
labradores, en unión de los primitivos señores alodiales (§ 208), y se sublevaba contra los reyes.
Las riquezas territoriales de estos señores, su condición feudal y el gran número do nobles inferiores
(sometidos o recomendados: emparats) y de hombres libres o vasallos patrocinados (homes de
paratje) que solían tener en sus tierras, les dieron gran fuerza en el Estado. Los homes de paratje,
cuya condición era intermedia entre los siervos y los ciudadanos libres, desempeñaron andando el
tiempo gran papel social y político, convirtiéndose en una especie de aristocracia económica y
agraria. Desde el siglo XII se nota una tendencia marcada en los hombres libres a buscar la
emparanza del conde de Barcelona, a cambio del pago de un censo; y lo mismo hacen los vasallos
de otros señores.
Las relaciones del vasallaje están claramente determinadas en el código de los Usáticos. El
señor daba tierras de su dominio en feudo al vasallo, que se obligaba a prestarle fidelidad y ciertos
servicios. Son éstos, principalmente: el militar, consistente en hacer host y cabalcadas (hueste y
cabalgadas) cuando el señor lo requiera, y el de dar potestad del castillo cuando el señor la pida. Por
costumbre, estos deberes no tenían otra garantía que el juramento, prestado por el vasallo en el acto
del homenaje. La ley de los Usáticos añadió el pago de multas e indemnizaciones en caso de faltar a
ellos.
Los siervos (payeses) estaban sobrecargados de servicios y tributos, tanto como los de
Aragón, y tardaron igualmente mucho en obtener su libertad. Consta, sin embargo, que ya en el
siglo XII podían redimirse o emanciparse por dinero, y de aquí que se añadiera a su nombre el de
redimentia o remensa. Los Usatges reconocen los tributos debidos: la intestia, o derecho sobre las
herencias ab intestato; la exorquia o xorquia, por la cual recibe el señor tantos bienes del siervo que
muere sin hijos como hubiesen correspondido a éstos, caso de haberlos; la cugucia, derecho a los
bienes de las mujeres adúlteras; la arsina o derecho a cierta parte de bienes del siervo cuyo manso
se incendiaba, en castigo de descuido; y otros análogos a los que ya vimos en Castilla. La
desigualdad entre señores y vasallos nótase, sobre todo, según la costumbre de la época, en el
derecho penal, siendo mayores y más graves las penas para los segundos.
En un principio, a la muerte del siervo tributario sus bienes volvían al señor; pero luego se
introdujo la costumbre de continuar en el usufructo y cultivo de las tierras los descendientes del
226

concesionario, con lo cual quedaron los cultivadores tan unidos al terruño, que se les vendía al
mismo tiempo que éste, como si fueran parte de él. Había también esclavos personales, hechos en la
guerra y, por lo general, musulmanes. En Barcelona existía un mercado de ellos.
Los mozárabes y mudéjares tuvieron menos importancia aquí que en otras regiones de la
Península, a pesar de lo cual la política que con los segundos se siguió fue tan liberal como en
Aragón, según testifica el fuero de Tortosa (1149) muy semejante al de Tudela. Jaime I modificó
poco la legislación, añadiéndole sólo algunas disposiciones en parte restrictivas, como la de
obligarles a acudir a los sermones de predicadores cristianos que fuesen a sus propias mezquitas con
propósito de catequizarlos (1242). Las aljamas de Barcelona, Lérida, Tortosa y otras poblaciones
eran poco importantes y se confundieron con frecuencia con las de los judíos, arrastrando la suerte
de éstas cuando comenzaron las persecuciones en la época siguiente.
No se conoce bien la condición de los judíos en los primeros tiempos. A juzgar por escrituras
del siglo XI, estaban sujetos, en favor del conde de Barcelona, a ciertos tributos parecidos a los de
los payeses, como el de herencia y el de confiscación por adulterio. En una disposición del Concilio
de Gerona de 1068 consta que podían comprar bienes de cristianos, pero obligándose a pagar el
diezmo que éstos debían a la Iglesia; y se sabe también que en algunas localidades alcanzaron gran
desarrollo, siendo notables las agrupaciones de Barcelona y Gerona, que estaban en relación con las
del otro lado del Pirineo y que, a la sombra de la legislación entonces protectora, alcanzaron un
período brillante en el orden económico y en el intelectual, no sin que en tiempos de Jaime I
empezaran ya contra ellos las vejaciones populares y del Estado.

321. Organización política general.


Como Estado esencialmente feudal, no tenía Cataluña un poder político unitario como el del
reino de Castilla. Los condes de Barcelona no ejercían sobre los demás señores feudales de la
antigua Marca Hispánica otra soberanía que la procedente de la relación feudal, con la prestación de
homenaje, que en los Usatges se prescribe sea por escrito; a lo cual se añadió, con el tiempo, la
superioridad que les dieron las conquistas en territorio musulmán y la incorporación de otros
dominios feudales, por enlaces de familia. Eran en suma, los condes de Barcelona los señores más
poderosos e influyentes de la Marca; pero como el poder de hecho tiene tanta fuerza, y la unión de
los antiguos condados en una sola familia había robustecido tanto al de Barcelona, la influencia de
éste (a pesar de algunas luchas) era decisiva, y lo fue siendo cada vez más. En los Usatges aparecen
ya como soberanos, con los títulos de príncipes, postestades y condes.
El conde de Barcelona tenía como atribuciones de su poder superior las siguientes: decretar
leyes, mandar las tropas, dominio eminente del suelo, otorgamiento de treguas, concesión de
nobleza, acuñación de moneda, percepción de tributos, administración de justicia en los territorios
propios e inspección sobre la que administraban los condes feudales (potestades), para que no se
apartasen de las leyes generales de Cataluña; entendiendo, por esto, de las apelaciones en causas
criminales contra los caballeros, etc.
Para el ejercicio de la justicia continuaron los antiguos tribunales, llamados audiencias en el
siglo XI y curias en el XII. Componíanlos, como en la época anterior, diversas personas seglares y
eclesiásticas a título de vocales, y jueces (iudices) nombrados por los condes y encargados de dar la
sentencia, que ejecutaban los condes. Los tribunales se reunían en palacios o iglesias, a las puertas
de éstas y, alguna vez, al aire libre. El procedimiento ordinario era el del Fuero Juzgo. Practicábanse
las pruebas vulgares en las formas mencionadas y en otras, v. gr. la de albats o párvulos muertos
que se arrojaban al agua como en la prueba del «agua fría». El duelo entre caballeros lo decidían los
tribunales, no los interesados.
Más tarde, parece que se dividió el territorio en distritos llamados veguerías o verguerías,
cuyo jefe, nombrado por el conde de Barcelona, se llamaba veguer. Inferiores y subordinados a los
vegueres eran los bayles o administradores. Conociéronse también los paciaros. En punto apenas,
abundan las pecuniarias y se admitía el talión. Aplicables a las mujeres eran las de cortarles la nariz,
227

los labios, las orejas, los pechos, y quemarlas.


Al realizarse la unión de Aragón y Cataluña, no se produjo en la organización política de esta
variación ninguna esencial. Los reyes de Aragón fueron al propio tiempo condes de Barcelona, y,
por lo tanto, señores feudales de los demás condes, con las mismas facultades que aquéllos tenían.
Ya hemos visto que más de una vez los reyes tuvieron que luchar para reprimir los alardes de
excesiva independencia que muchos nobles se permitían.
La unión permitió, sin embargo, que los reyes aragoneses ejercieran también, en Cataluña,
andando el tiempo, la influencia unificadora de su ideal absoluto y centralizador, igualando
políticamente la organización de ambos países. Precisamente esta tendencia se significa también en
Aragón a partir del entronque con la rama catalana.

322. Los municipios.


Como en Castilla y en Aragón, a medida que avanzaba la conquista de territorios musulmanes
iban formándose los municipios, es decir, las ciudades o villas libres del poder feudal, sometidas, en
principio tan sólo, al Conde de Barcelona (y luego al rey de Aragón). Las villas buscaban a veces la
protección o emparanza del conde de Barcelona para sustraerse del poder feudal, y otras veces las
amparaba espontáneamente aquél, fomentando además la población y desarrollo mediante fueros o
legislaciones privilegiadas, al calor de las cuales se iban agrupando los hombres libres, los vasallos
que rompían el pacto con su señor, los mercaderes, las gentes aventureras o pobres venidas de otros
países, los judíos, mozárabes y mudéjares, etc. Como era natural, los municipios se forman
principalmente, a partir del siglo XII, en la llamada Cataluña nueva, es decir, en las tierras llanas y
meridionales que se iban ganando a los moros; de un lado, porque las tierras altas eran todas
feudales, y de otro, porque las recién conquistadas, como fronterizas, requerían mayores esfuerzos y
halagos para atraer la población: halagos que representan los privilegios de los, fueros, que a veces
conceden el perdón de delitos a los que vinieren a poblar las ciudades y villas nuevas o restauradas;
otras, eximen de tributos y también conceden a los habitantes derechos feudales análogos a los que
tenían los señoríos. Así se fueron organizando los municipios de Agramunt, Tortosa, Lérida, etc., en
tiempo de Ramón Berenguer III y IV y más tarde otros muchos. En ellos se constituyó la clase
media, trabajadora y comercial, que se dividió al cabo en tres partes o manos: la má major,
constituida por los propietarios, médicos, jurisconsultos y demás cultivadores de las profesiones
liberales, que se llamaban honrats; la má mitjana, formada por los negociantes y grandes
industriales, y la má menor, por los tenderos, menestrales, artesanos, etc.
La organización política y administrativa de los municipios fue muy varia, como en todas
partes, según el carácter de la época. La carta de población de Agramunt (1113), que puede tomarse
por modelo, concedía el pleno dominio libre de la villa y su territorio a los pobladores, con
exención de todo usatge señorial, la libertad de herencia y otros privilegios. Por regla general, había
en cada municipio una junta numerosa de vecinos distinguidos llamados probi-homines o pahers, y
un consejo, nombrado por éstos, cuyos miembros se llamaban concelleros, (como en Zaragoza),
paciarii, cónsules, jurados y de otras maneras.
Jaime I confirmó y desarrolló en gran medida la organización municipal, completando la de
Barcelona que, por ser la capital, por la gran afluencia de extranjeros y por sus relaciones
comerciales, tenía exepcional importancia y ejerció una verdadera hegemonía sobre las demás
poblaciones del condado. En virtud de la reforma, hubo en Barcelona desde 1274, además de un
Veguero y un Bayle, cinco consejeros (concellers) nombrados por la asamblea de probi-homines y
que a su vez nombraban un cuerpo de cien ciudadanos, de todas categorías, llamado Consell de
Cent, cuyos miembros se renovaban cada año, así como los concellers. Estos se reunían los martes
y sábados con el Veguero y el Bayle, «para tratar y disponer todo lo más conveniente a la utilidad
pública». El Consell de Cent asistía a estas reuniones cuando era convocado. El municipio
barcelonés tuvo la facultad de acuñar moneda y de nombrar funcionarios llamados cónsules,
encargados de representar en países extranjeros a la ciudad y de velar por los intereses del comercio
228

barcelonés. El Consell tenía también jurisdicción mercantil, que delegaba en dos cónsules de mar.

323. Tributación general.


Como en todos los países, existieron en Cataluña durante esta época gran número de tributos
diferentes en nombre y condiciones. Llamábanse censos en general a los que recaían sobre bienes
raíces, y de ellos era la tasca, tributo especial de los labradores, pagado en trigo y vino. Por el
tránsito de mercancías se pagaba la leuda o lezda; por el de animales o musulmanes, el passaticum
o peaje; por derechos de posada, las albergas, principalmente en especie. En los puertos, fronteras y
entradas de las ciudades se pagaba el derecho de aduanas (telonio). Ramón Berenguer III creó
nuevos tributos sobre las ventas del mercado. Los vasallos pagaban también a su señor por el uso
del horno señorial, el de la forja o herrería para afilar los aperos de labranza, etc. La cobranza de los
tributos solían arrendarla los condes y señores. Los musulmanes sometidos en la guerra en calidad
de tributarios, pagaban lo que se llamaba parias, en dinero, por meses vencidos. Ramón Berenguer I
tuvo doce reyes moros que le tributaban parias. Otros las daban al conde de Urgel y al de Cerdaña.

324. Las Cortes.


Se componían en Cataluña sólo de tres elementos o brazos: el eclesiástico, el militar o de la
nobleza y el real, de que formaban parte los municipios, enviando sus síndicos. En 1218 asistieron
ya éstos a las Cortes, en Vilafranca, bajo la presidencia de Jaime I. Su derecho se afirmó
completamente por la constitución de 1282, dada por Pedro III en las Cortes de Barcelona. Como
Zaragoza en Aragón, Barcelona tenía en Cataluña cinco votos; y con esta preeminencia solía ejercer
mayor autoridad de la que convenía a los demás municipios, que se quejaban de ello. Los catalanes
siguieron celebrando Cortes independientes después de su unión con Aragón, y la forma de
celebrarlas era análoga a la empleada en los demás países. Como en Aragón, celebraban el juicio
del greuges o agravis (§ 314), cuya reparación debía preceder al otorgamiento de subsidios al rey.
Si un solo diputado disentía y se retiraba de las Cortes, éstas no podían seguir funcionando. La
lengua usada generalmente fue el catalán, o el latín. Las leyes votadas en Cortes a propuesta del rey
se llamaban Constituciones; las que se hacían a propuesta de uno o más brazos y aceptaba el rey,
capítulos y actos de corte.

325. Legislación.
Se compuso, en este período, de dos elementos principales: los fueros dados por los reyes y de
que ya hemos hablado, y las Constituciones y capítulos de Corte, a partir de mediados del siglo
XIII. Pero el documento legislativo más importante fue el código llamado de los Usáticos, dado por
Ramón Berenguer I con asistencia y asentimiento de los nobles reunidos en asamblea con el conde
de Barcelona (§ 259). Los Usatges contienen disposiciones del orden civil, penal, político y de
procedimientos. En lo político, confirman la organización feudal, aunque dejando entrever cierto
sentido de unidad del territorio; en punto a la organización social, reconocen las divisiones de clase,
se afirman los deberes de los vasallos con sanción penal y se acentúa la esclavitud de los moros; en
lo civil, establecen la libertad de testar y el derecho de intestia y otros para el señor. Dictan leyes
protectoras para los viajeros, cualesquiera que sean su estado y religión, mandando que se les haga
justicia más pronto que a los de la tierra; pero mantienen las diferencias de penas y multas por
delitos según la clase social del delincuente (principio común y característico de la época), la pena
del talión, los duelos judiciales, la prueba del agua hirviendo, etc. Los Usáticos, en su mayor parte,
no hicieron más que reducir a escrito y compilar las costumbres jurídicas de la Marca en aquella
época, y llegaron por esto a ser de observancia general (aunque, al parecer, en algunos condados no
rigieron nunca), sin perjuicio de los fueros particulares, del Fuero Juzgo (que sigue aplicándose) y
de las costumbres24. La compilación primitiva no ha llegado a nosotros. Luego fue modificada y

24 A este elemento, que podríamos llamar nacional, de los Usáticos, hay que añadir la mucha parte que tomaron de
una fuente extranjera, las Exceptiones legum romanorum.
229

añadida. En los municipios libres se formaron cuadernos de Ordenanzas o Costumbres, distintos de


los fueros y que tienen, a veces, la categoría de códigos completos. A este orden pertenecen las
costumbres de Lérida, compiladas en 1229 por Guillermo Botet, y las de Tortosa, de fines de esta
época, que contienen leyes políticas, civiles, penales y marítimas. Se refleja en éstas el derecho
romano justiniáneo, que por entonces volvía a estudiarse y propalarse y representan un caso
curiosísimo de independencia municipal; pues Tortosa, no sólo tuvo este verdadero código, sino
que, para lo no dispuesto en él, aplicaba el derecho romano en vez del catalán, privilegio que perdió
en la época siguiente (1580). Las Cortes de 1243 habían logrado que se prohibiese la alegación de
leyes romanas mientras bastasen las costumbres y los Usatges, y en 125 1 los nobles, acentuando
más la reacción contra los romanistas, obtuvieron del rey que hiciese la prohibición sin reservas,
extendiéndola al derecho canónico; pero en 1173 consta ya, sin embargo, la aplicación general del
derecho romano en Cataluña como supletorio, y siguió aumentando su influencia. De las
costumbres generales de Cataluña hizo una compilación privada el canónigo Pedro Albert, en
tiempo de Jaime I.

326. Ejército y marina.


Ninguna novedad especial hay que señalar en punto al ejército en Cataluña, sobre lo ya dicho
al tratar de Aragón. Nótase, sí, que a medida que avanza la reconquista y se exacerban las luchas, se
acude a organizar mejor la parte militar, tanto en el ejército como en las fortificaciones, sobre todo
las de las fronteras con los musulmanes, guarnecidas de castillos y torres que era necesario reparar a
menudo y aumentar para detener las incursiones del enemigo, contar con puntos estratégicos para
las operaciones y refugiarse los pobladores. En la marina, Cataluña tuvo originalidad e iniciativa
propia. El carácter emprendedor de los catalanes, su condición de pueblo litoral y sus relaciones con
las gentes italianas más próximas y adelantadas en la navegación (písanos y genoveses) hicieron
que bien pronto, según hemos visto (§ 215) en el siglo IX, tuvieran los catalanes marina mercante y
de guerra. Ambas aumentaron mucho en tiempo de Ramón Berenguer III (siglo XII) que dio
especial impulso a una y otra, mediante la supresión de tributos que antes pesaban sobre los buques
mercantes, celebración de tratados con los genoveses, y otras medidas análogas. Se sabe de este
conde que prestó al walí moro de Lérida veinte galeras y otras tantas embarcaciones menores, lo
cual ya muestra que existía una poderosa armada. El progreso continuó en tiempo de Ramón
Berenguer IV, estableciendo una escuadra de guerra permanente que frecuentó los mares de Italia.
Consta que en 1154 se construían ya galeras en la playa de Barcelona y existía un arsenal. La
organización de la marina no era, sin embargo, uniforme, ni toda ella dependía directamente del rey:
ya hemos visto que a la conquista de Mallorca acudieron naves pertenecientes a señores feudales y a
municipios. En esto seguía la marina la misma condición que el ejército de la época.

327. La Iglesia.
Siguió Cataluña igual suerte que las demás regiones de la Península en el orden de las
costumbres religiosas y de la organización de la Iglesia. Los condes de Barcelona fueron tan
devotos y protectores de iglesias y monasterios como los reyes de León y Castilla; y no pocos
obispos, como el de Ausona y el de Gerona, y varios abades, llegaron a constituir poderosas
entidades políticas por sus riquezas, la extensión de sus dominios y sus privilegios. Al morir Ramón
Berenguer I existían, junto con las sedes importantes de Ausona (Vich), Gerona, Barcelona y otras,
más de 26 monasterios de importancia. Los clérigos de Gerona, Barcelona, Vich y otros puntos,
vivían en comunidad (canónica). Los cluniacenses extendieron por Cataluña su influencia, hasta el
punto de existir abadías como la de Camprodón, que en el siglo XI dependía directamente del
monasterio francés de Moissac (Languedoc). Los condes no se limitaron sólo a favorecer con
concesiones a las iglesias: atendieron también a las costumbres del clero y las personas del orden
religioso, procurando, en unión de algunos prelados notables por su virtud y ciencia, fortalecer la
disciplina y mejorar la conducta, ora suprimiendo monasterios de monjas poco recomendables por
230

su decoro, ora favoreciendo la reforma de la vida monástica. En este empeño les ayudó la iniciativa
poderosa de Gregorio VII, enviando legados a Cataluña para la reunión de concilios que tratasen de
la reforma del clero.
Ocurrió entonces un hecho curioso, que retrata admirablemente la condición feudal y
anárquica del alto clero. Habiendo intentado el legado del Papa, Amat, reunir un concilio en
Gerona, el arzobispo de Narbona (que, como sabemos, tenía jurisdicción en Cataluña) promovió en
aquella ciudad un tumulto para impedir el concilio, cosa que consiguió, haciendo huir al legado, que
hubo de refugiarse en Besalú (1077), capital del condado de su nombre. Allí se celebró una especie
de concilio con sólo los obispos de Agda, Elna y Carcasona y algunos abades; pero no concurrió
ningún prelado de la parte propiamente catalana.
Sin embargo, el estado del clero necesitaba urgente reforma. Ocurrían hechos como el de
haber comprado en 100.000 sueldos el obispado de Narbona aquel Guifredo que se opuso al
concilio, y el de Urgell en otra gran cantidad, para lo que se despojó a las iglesias hasta de sus vasos
sagrados. Al cabo reunióse en Gerona un concilio (1078) bajo la presidencia de Amat, en el cual se
dictaron cánones contra los eclesiásticos que se casaban o mantenían públicamente concubinas;
contra los heredamientos de hijos de sacerdotes; contra la costumbre que tenían éstos de ir armados,
dejarse crecer la barba y el cabello, ocultar la corona y vestir trajes militares de colores; contra la
simonía, etc. Con esto no se consiguió desarraigar del todo las malas costumbres; pero algo se
remediaron. La influencia de la Santa Sede se dejó notar con gran fuerza, así como la de las
Órdenes militares (la del Templo, principalmente), que arraigaron mucho en Cataluña, como en
Aragón. A fines de este período, los franciscanos y dominicos, que se extendieron mucho por la
región, influyeron no poco en el orden religioso, según ya hemos apuntado. A los dominicos
(establecidos en Barcelona en 1219), fue confiada la persecución de herejes y el establecimiento del
tribunal de la Inquisición, con arreglo a las Bulas dadas en 1233 por Gregorio IX. Ya antes, en
1119, un Concilio celebrado en Tortosa con asistencia de prelados franceses y españoles, había
exhortado a los reyes para que aplicaran su poder a la restricción de la herejía. En 1235 publicó el
obispo de Tarragona la primera instrucción de inquisidores redactada por San Raimundo de
Peñafort, y en un concilio celebrado en la propia villa en 1242 se terminó de arreglar el orden de
proceder en las causas contra herejes, estableciendo que los que abjurasen debían ser reducidos a
prisión perpetua. Ya hemos visto que en 1197 el rey de Aragón y conde de Barcelona, Pedro II,
consignó en una ley la expulsión de herejes y su castigo en hoguera. Los reos juzgados por el
tribunal eclesiástico y que no se convirtiesen eran entregados al juez civil para que les impusiese
castigo. Ya veremos en la época siguiente como se desarrolla esta institución.
En cuanto al rito, cambióse en tiempo de Ramón Berenguer I, como se había hecho en
Aragón, por influencia de los cluniacenses. Nótase, por último, a partir del siglo XI, un aumento
notable en el fervor religioso que caracteriza con toda claridad la guerra contra los musulmanes
como guerra religiosa. Acentuóse esto con el establecimiento de las Órdenes militares.

328. La familia.
La libertad de testar que concedió los Usatges a los nobles no suponía la falta de cohesión
entre los miembros de la familia catalana. Predominó en el pueblo, por el contrario, el tipo
comunista, como en Aragón, con el fin especial de mantener reunidos los bienes y constituir
núcleos de resistencia económica en aquellos tiempos tan azarosos. La elección de jefe recaía, por
lo general, después de los padres, en el primogénito, a quien se dejaban todos los bienes hereditarios
o la mayor parte En Aragón, Vizcaya y Navarra se modificó esta ley a comienzos del siglo XIII
mediante la libertad de instituir heredero (y por lo tanto jefe de la familia) a cualquiera de los hijos,
para poder escoger el más capaz de llevar adelante la casa. En Cataluña, por el contrario, prevaleció
el derecho de primogenitura modificando la legislación del Fuero Juzgo, y de aquí procede la
institución del hereu. El heredero está obligado a «educar y asistir con todo lo necesario a la vida
humana, a los otros hermanos, mientras estén solteros y permanezcan en la casa trabajando para
231

ella; y, si se casan fuera, a dotarles según el haber y poder de la misma, pero nunca en tierras. Esta
organización convenía principalmente a las familias labradoras. En las poblaciones mercantiles, las
necesidades del comercio y el sentido individualista que lleva consigo, modificaron con el tiempo
esas costumbres; pero el hereu quedó como institución genuinamente catalana a diferencia de la
división de bienes entre todos los hijos que regía en Castilla, y fue base de prosperidad económica,
no sólo por mantener indiviso el patrimonio familiar que iba acumulándose, sino por la obligación
en que pone a los demás hijos de buscar en el trabajo propio la satisfacción de sus necesidades.
Continúan en el siglo XI y XII las prescripciones del Fuero Juzgo en punto a la dote del marido
(arras), admitiéndose también una segunda donación llamada esponsalicio. Las costumbres
referentes a la familia fueron concretándose en tiempos posteriores, con la influencia, además, del
derecho romano, hasta constituir una institución con caracteres especiales que la distinguen de la
castellana y, en parte, también de la aragonesa.

Baleares y Valencia
329. Organización de los territorios baleáricos.
Habiéndose realizado la conquista de las Baleares a fines de esta época, el estudio de su
organización corresponde más bien a la siguiente, puesto que al principio no hizo más que
esbozarse, estableciéndose las condiciones que luego se desarrollaron. Jaime I respetó, en cuanto al
orden jurídico-legislativo, las antiguas costumbres del país, sin duda muy complejas por la
diversidad de población que debía existir allí: árabes, beréberes, mozárabes, italianos y de otras
procedencias. Esto aparte, concedió diversos fueros con grandes franquicias y aplicó la legislación
de los Usatges, para ciertas materias, mas no para otras; librando así al nuevo territorio de las cargas
más graves del feudalismo y de ciertas prácticas bárbaras como la prueba del combate, haciendo
alodial o libre toda la propiedad, suprimiendo servicios como el de cabalgada y tributos que
impedían el comercio y la contratación.
Como la mayoría de los habitantes era de moros, Jaime I se mostró, por natural política, muy
benigno con ellos para impedir la despoblación. Así, no sólo les respetó sus leyes, sino que
encomendó el gobierno de algunas de sus agrupaciones o distritos, a bayles o gobernadores moros.
No debe olvidarse, además, que en la conquista fue ayudado el propio Don Jaime por caudillos de la
morisma (§ 253). Las casas de Mallorca y los campos fueron repartidos por el rey a diversos
señores, al obispo de Barcelona, a los Templarios, al pavorde de Tarragona y a ciudades y villas que
le auxiliaron.
Menorca fue sujeta a vasallaje del rey por tratado de 1232, como ya dijimos, y así continuó
hasta 1287, manteniendo sus jefes musulmanes (§ 402).
Ibiza fue conquistada en 1235 por el sacrista de Gerona, Guillermo de Mongrí, asistido de
otros caballeros.

330. Valencia.—Las clases sociales.


Sabido es que realizó Jaime I la conquista de Valencia con caballeros y ciudadanos de
Aragón, Cataluña y Mallorca, aparte de algunos navarros. Dado el carácter privilegiado y regional
de las leyes de aquella época, constituía esto una complejidad grande para la organización del nuevo
territorio. El rey siguió una política especialmente favorable a sus intereses y al fortalecimiento del
principio monárquico. En el acostumbrado reparto de tierras procedió como único señor,
concediéndolas todas a título de pura donación real y limitando las relaciones feudales
acostumbradas en Aragón. Así, aunque repartió algunos honores, creó en cambio, 80 feudos nuevos
en otros tantos caballeros elevados por gracia real, según vimos (§ 310), al primer grado de la
nobleza, y la mayoría de las tierras las dio como francas (es decir, como propiedades libres) a los
demás auxiliares, sujetos a un censo que bien pronto fue sustituido por el pleno dominio, sin
obligarles al pago de otros tributos que los reales y vecinales. Con esto, se vino a formar una clase
232

media propietaria muy numerosa, que influyó no poco en la historia social de Valencia, más
adelante.
La población cristiana era, sin embargo, poco importante con relación a la musulmana, en el
territorio del nuevo reino, que por entonces no pasaba del Júcar. En la capital y en las villas
principales predominaron los cristianos (los catalanes, sobre todo); pero en el campo, a causas de la
rapidez con que se hizo la conquista y el sinnúmero de capitulaciones, quedaron en su mayor parte
los moros. A muchos de éstos se les respetó en sus haciendas, y a algunos se les repartieron tierras
después de la toma de la capital, con pago de un quinto. Por fuero especial se concedió en varias
localidades que los moros nombrasen a sus alfaquíes y alcaldes, que conservasen sus cementerios,
mezquitas y escuelas o academias. En lo general, estaban sujetos al derecho de peaje en pago de la
protección que les aseguraba el rey por medio de un funcionario representante suyo, llamado
portant-veu, que juzgaba los delitos graves de los moros vasallos de la nobleza cristiana; y se les
permitía el comercio, si bien se les prohibía trasladarse de población, comer con cristianos, ser
enterrados en campos santos de éstos, etc. En los lugares donde no había fuero especial, la ley
común era que los oficiales del rey juzgasen todas las causas de los moros. La guerra que bien
pronto se produjo entre los conquistadores y los moros sometidos (§ 253), modificó bastante en la
práctica esta situación. Los judíos que también había en Valencia, parece que fueron tratados con
menos consideración, a juzgar por la dureza con que se castigaba (pena de hoguera) las relaciones
sexuales de cristiano con judía.

331. Organización política.—Legislación.


Empezó Jaime I por constituir un patrimonio real para no cargar con muchos tributos a los
valencianos, quedándose para sí la Albufera, el terciodiezmo, salinas, hornos, molinos y otros
bienes y derechos. Luego, en vez de aplicar puramente las leyes de Aragón, como pretendían
muchos de los nobles, otorgó leyes especiales, Fueros (furs) a Valencia, mediante consulta a una
junta o consejo de eclesiásticos, nobles y ciudadanos. En ellos se prohibió la amortización
eclesiástica y la aplicación de las Decretales y del derecho romano. Para el gobierno de la capital
nombraba el pueblo cuatro individuos llamados jurats o jurados, y un cuerpo consultivo de
consejeros (consellers), plebeyos todos. En las restantes ciudades había justicias, y como jefe civil
superior de los pueblos de realengo un bayle general. La jurisdicción correspondía en su mayor
parte al rey; pero los nobles aragoneses lograron eximirse en parte, consiguiendo que en sus tierras
u honores se aplicasen las leyes feudales de Aragón.
Valencia tuvo sus Cortes especiales desde 1283, compuestas, como las de Cataluña, de tres
brazos: eclesiástico, militar y real o popular. Cada ciudad o villa tenía un voto, y la capital (como
Barcelona) cinco. El rey era el supremo legislador, según ya lo hizo notar Don Jaime en el proemio
de los Fueros. Habiéndose fijado taxativamente en los Fueros los tributos, los reyes no podían
imponer otros sin acudir a las Cortes, y éstas, cuando los concedían, era a título de donativo
voluntario. Cada uno de los brazos podía reunirse por sí, estando cerradas las Cortes: llamábanse a
estas juntas estamentos, y deliberaban para elevar peticiones al rey. Había también su Diputación
permanente, encargada de la recaudación de los tributos, creada más tarde, en la época siguiente
(1376).
En 1240 dio Jaime I una carta municipal a Valencia, con el título de Costums, indicando el
propósito de expenderlo poco a poco a todo el reino. En 1251 se reformó y se empezó a llamar
fuero. Luego hubo otros cambios y adiciones por privilegios singulares. Existían aparte diversos
fueros locales, resultado de las capitulaciones de villas moras.

Navarra
332. Clases sociales.
A partir del siglo XI nos son conocidas, aunque no con todo detalle, las condiciones de la vida
233

social en Navarra. Los nobles formaban una jerarquía de tres grados, ricos-hombres, caballeros
(nobles creados por el rey) e infanzones, ya de abarca, ya simples gentes francas o exentas de
señorío, que no poseían la investidura de caballero y que aumentan mucho a medida que los
tiempos avanzan. Los ricos-hombres, señores feudales, constituían la clase dominante. Gozaban de
potestad absoluta sobre sus tierras, no podían ser juzgados sino por sus iguales, y disfrutaban en sus
castillos del derecho de asilo, además de estar exentos de tributos, etc. El orgullo de estos nobles era
tan grande, y la separación de clases tan honda, que si una mujer noble casaba con villano, perdía su
nobleza. Los villanos, o sea los plebeyos, siervos o vasallos, no obligaban a los hidalgos para el
cumplimiento de promesas, pero ellos estaban obligados siempre. Si un noble era acusado de hurto
por un plebeyo, quedaba absuelto si juraba no ser cierto el hurto. Los siervos pagaban al señor,
como en Castilla, tributos y servicios de diferentes clases, según sus mayores o menores cargas; no
podían abandonar el territorio de aquél sin dejar otro hombre en su puesto y perder los bienes
muebles, por lo general; estaban forzados a ir a la guerra por todo el tiempo que se les mandase, y si
morían sin hijos pasaban sus bienes al señor. Pero como los simples vasallos estaban también
ligados por servicios a los nobles, resultaba una serie de grados en que se confundían unos y otros.
De esclavos moros hay testimonios que se remontan a los primeros tiempos.
El clero constituyó una clase social de gran importancia, no sólo por la influencia
ultramontana de los cluniacenses, sino por ser muchos prelados y abades dueños de señoríos y
grandes propiedades. Señálase por sus derechos sobre los siervos (collazos) el monasterio de Iranzu.
La clase popular libre, origen de la clase media, empezó a constituirse a comienzos de este período
en las villas realengas o que dependían directamente del rey; por lo cual, así como sucedía en punto
a los municipios castellanos, muchos labradores siervos se pasaban a la jurisdicción real mejorando
de posición, no obstante el peligro que corrían caso de volver de nuevo al señorío de origen o caer
en poder del señor. En el reinado de Sancho el Sabio obtuvieron los villanos realengos el privilegio
de poder reducir los varios tributos que pagaban a uno solo por capitación o encabezamiento de
todo el pueblo, y poco a poco fueron mejorando su condición, así éstos como los solariegos. Los
habitantes libres de las ciudades se llamaban ruanos, y constituyeron la base de la clase media
industrial y comerciante. Por la proximidad de Navarra a Francia y ser paso para otras regiones de
la Península, abundó en ella la población de extranjeros. La condición libre y los privilegios
personales de éstos, influyeron no poco en el desarrollo del derecho de los ciudadanos.
En cuanto a los mudéjares, eran sólo importantes en Pamplona, en Tudela (población de cuyo
fuero, dado en época en que estaban unidos Navarra y Aragón, ya tratamos). Cortes y Fontellas;
estas dos últimas villas tuvieron gran relación en los siglos XIV y XV con la casa real. Gozaron los
mudéjares de mercado franco con cristianos y judíos; de gran libertad religiosa; del desempeño de
cargos municipales; del mando de mesnadas reales y aún de títulos de nobleza. Pagaban en cambio
multitud de tributos, de uno de los cuales (el de mañería) se libertó a los de Tudela en 1264,
concediéndoles que pudiesen dejar sus bienes, a falta de otro heredero, al pariente más cercano.

333. Organización política.


A partir de Sancho el Mayor, la sucesión en el trono se hace de hecho hereditaria, admitiendo
a las hembras sin reserva alguna, como hemos visto en la reseña anterior (§ 265). El rey ejercía el
mando supremo del ejército, la jurisdicción superior judicial y administrativa, el poder legislativo,
con o sin las Cortes, y el derecho de acuñar moneda. Estaba ligado por el juramento de guardar los
fueros y por la preponderancia de la alta nobleza feudal, que formaba su consejo. Solía ceder a ésta
la jurisdicción de causas poco importantes, reservándose la suprema y los recursos; pero de hecho,
los ricos-hombres ejercían en sus señoríos una autoridad casi absoluta.
Dividíase el territorio, para los efectos de la gobernación, en distritos llamados merindades, y
éstas en baylíos. Tanto los jefes de las merindades (merinos) como los de baylios (bayles), tenían
potestad ejecutiva en punto a las sentencias que recaían sobre plebeyos, la cobranza de tributos, etc.
La administración de justicia correspondía, en los pueblos, a funcionarios nombrados por el rey y
234

que se llamaban alcaldes de jurisdicción, y en superior instancia a los llamados alcaldes mayores;
pero sólo por lo que se refería a villanos y ruanos. Los nobles eran juzgados directamente por el rey
y tres ricos-hombres o infanzones.
El poder municipal tuvo escasa importancia en Navarra debido al gran desarrollo de los
territorios señoriales y a las luchas intestinas constantes que mantuvieron entre sí los municipios, y
aun en cada uno, las diversas familias que pretendían preponderar. Concertáronse, no obstante,
hermandades para la persecución de malhechores, como las que en algún tiempo formaron los
concejos de Castilla.
Las Cortes no alcanzaron por esto la representación política que en los demás países
peninsulares. Hasta fines del siglo XIII no las hubo, a juzgar por lo que hoy sabemos, y aun creen
algunos autores que las primeras se reunieron en el año 1300. Corresponde de todos modos su
florecimiento a la época siguiente. Antes de estas fechas parece que hubo en Navarra reuniones o
juntas de nobles (como la de 1090) y otras en que figuraban también representantes de las villas, del
clero y francos; pero esto ocurrió incidentalmente con motivo de sucesos graves y extraordinarios
como en la elección de García Ramírez (1134: § 264) y en la minoridad de Teobaldo II. Créese que
poco a poco fue arraigando la costumbre de celebrar estas reuniones con asistencia de elementos de
las tres clases sociales, hasta que quedaron constituidas regularmente las Cortes.
En el exterior, la política de Navarra, en toda esta época, consiste puramente en defender su
territorio de las ambiciones de los reyes de Castilla y de Aragón, que aspiraban continuamente a
dominarlo. Las tierras más disputadas fueron las ribereñas del Ebro, hasta que por el reparto
convenido (§ 259) quedaron divididas, tocando la mayor parte a los castellanos. Navarra
comprendía poco más que la actual provincia de Pamplona.

334. Legislación.
Ofrece la legislación de Navarra en este período el carácter de ser exclusivamente foral.
Encabeza la serie de fueros el de Estella, dado en 1090, y siguen otros muchos, de los que son
importantes el de Arguedas por sus muchos privilegios, y los de Tafalla, Cáseda (notable por
constituir la villa en lugar de asilo, como Sepúlveda en Castilla), San Saturnino (Pamplona),
Medinaceli, y otros. El de Logroño, dado por el rey de Castilla Alfonso VI en 1095, se extendió a
territorios navarros y vascongados, como Vitoria (por Sancho el Sabio, en 1181), Azcoitia,
Azpeitia, Cestona, Tolosa, Vergara, Villarreal, etc. San Sebastián recibió fuero de Sancho el Sabio,
en 1180, sobre el modelo de los de Jaca. Del de Tudela hemos hablado ya. En todos ellos se
establecen franquicias para atraer población, y se legisla sobre el duelo judicial y demás pruebas
vulgares, ya aprobándolas (Tudela), ya restringiéndolas (Caparroso). A los vecinos de Tudela se les
concede el derecho de tomarse por sí mismos justicia contra los que les hubiesen causado agravio
(tortum), de donde se dio a este privilegio el nombre de tortum per tortum. La intervención de los
vecinos en el régimen y administración de las villas se nota igualmente, más o menos desarrollada,
en estos fueros. La ciudad de Pamplona tenía la especialidad de estar formada por tres barrios
diferentes, con fuero distinto y en pugna constante, que se trató de resolver por concordias de los
años 1213 y 1222, entre otras.
A los tiempos de Teobaldo I (1237) se atribuye la formación de un Fuero general de Navarra.
Lo más probable es que el conocido con este nombre en tiempos posteriores no sea tan antiguo
(aunque muchos de sus elementos, v. gr. fazañas, presenten caracteres arcaicos), y aun es muy
verosímil que su primera compilación sea obra puramente privada, no ley procedente de los poderes
públicos. Con arreglo a ella describiremos en la época siguiente la organización familiar y las
costumbres vecinales de Navarra, muy curiosas en no pocos puntos.
235

3.—DESARROLLO MATERIAL E INTELECTUAL

Los Estados musulmanes


335 Industria y comercio.
La destrucción del califato, el fraccionamiento de los territorios musulmanes, las invasiones
de almorávides y almohades y, en fin, las conquistas de los cristianos en los siglos XII y XIII,
fueron circunstancias que influyeron desfavorablemente sobre la industria y el comercio de los
moros españoles. La decadencia no hubo, sin embargo, de manifestarse de golpe, ni aun fue
continua, sino cortada por momentáneos crecimientos de desarrollo, sino en todos, en parte de los
órdenes a que se refieren aquellas actividades.
El primer período de los reinos de Taifas fue en conjunto, favorable. Mientras duró el
gobierno republicano de Córdoba, se mantuvo el comercio con gran brío, merced a la seguridad de
que gozaba y al crecimiento de la población. Sevilla fue, con el cadí y su hijo, un centro de gran
actividad en todos órdenes; en Granada el lujo de Badis había amontonado toda especie de objetos
de industria de gran valor, y Almería sostuvo, en tiempo de Almotacín, fuerte marina mercante, que
mantenía con Oriente el tráfico de sederías y otros productos españoles. Los almorávides, aunque al
principio se mostraron enemigos de todo progreso material, cedieron al cabo a los alicientes de la
civilización española, y dieron gran impulso, sobre todo, a la arquitectura y artes industriales afines,
haciendo construir muchas mezquitas, fortalezas, palacios y casas de recreo con jardines y juegos de
agua. El rey Lobo celebró tratados de carácter comercial con los genoveses; y lo mismo hicieron
Abenganía, reyezuelo de Mallorca y su hijo Ishac, con las repúblicas de Génova y Pisa (1149-1150-
1181-1184). Con los almohades renacieron la agricultura y las artes. En las comarcas de Valencia y
Sevilla cultivábase en gran escala la caña de azúcar, y en esta última población, el olivo, habiendo
unas 100.000 prensas y cortijos para la obtención del aceite. En Granada, se sabe que en el siglo XII
se colectaba seda en gran cantidad, lino, trigo, cebada, vino y aceite, siendo la vega de aquella
población modelo de espléndido cultivo. Seguían las fábricas de armas mencionadas en la época
anterior (§ 180), y existían, además, otras de curtidos en Córdoba, de papel en Játiva (usando ya
comúnmente en el siglo XII el papel de trapo), de cerámica en Sevilla, Mallorca, Valencia y otros
puntos. La tapicería, introducida por los árabes, tenía un foco principal en la zona de Levante,
siendo célebres las fábricas de Chinchilla y Cuenca para los tapices de lana. La primera noticia de
esta industria hállase en un autor musulmán del siglo XII. En Jaén explotaron los almohades minas
de oro y plata. Por los puertos de Almería, Valencia, Denia, Málaga y Sevilla, hacíase comercio
activo con África, que era entonces país rico, y con el Oriente. La conquista de muchas de estas
ciudades y regiones por los cristianos quebrantó, como era natural, las relaciones del comercio; pero
no pocas de las industrias existentes persistieron en manos de los mismos moros convertidos en
mudéjares, y pasaron a ser propias de los reinos de Castilla y Aragón. Los almohades dieron
también gran desarrollo a la arquitectura, como veremos en el párrafo correspondiente, influyendo
no poco en este orden, sobre el arte cristiano.

336. Cultura.
A pesar del decaimiento político que los musulmanes sufren en este período, en primer lugar
por su fraccionamiento en pequeños Estados, y luego por la sumisión a los imperios africanos, la
cultura en vez de decaer sube, a lo menos en sus manifestaciones superiores, pues a este tiempo
corresponden los grandes escritores árabes, los de más nombradía y que más influyeron en España y
en Europa. Los reyes de Taifas protegieron mucho a los literatos y filósofos, concediendo a estos
últimos libertad absoluta para decir y escribir su pensamiento, aunque fuese heterodoxo, cosa que
desagradaba bastante al pueblo creyente y fanático; y aunque pudiera creerse a los almorávides
intolerantes y despreciadores de la cultura, por haber prohibido la lectura de ciertos libros, mandado
236

quemar otros (como el de la Resurrección de las ciencias religiosas del filósofo Algazalí) y
ahuyentado a los poetas de la corte, es lo cierto que el desarrollo de la literatura y de las ciencias, en
los siglos XII y XIII especialmente, llega a gran altura. De este período es Averroes, el más célebre
de los filósofos árabes; y a él también corresponden los grandes escritores musulmanes y judíos de
la España musulmana, Avempace, Tofáil, Ben Gabirol, Maimónides, etc., así como los más
importantes poetas. Además, en este tiempo (a partir de Alfonso VI y la toma de Toledo) se inicia la
verdadera influencia de las literaturas árabe y judía, particularmente en lo científico, sobre los
cristianos.

337. Las ciencias.


El principal servicio que los árabes hicieron a la cultura general fue, como se ha dicho,
transmitir a Europa la ciencia griega, si no en su pureza, en los reflejos y variantes que tuvo en sus
últimos tiempos con las escuelas alejandrinas, principalmente. Ya en el siglo XI, según vimos, un
filósofo de Córdoba, Aben-Mesarra, trajo libros de filosofía helénica, que, aunque apócrifos, es
decir, atribuidos falsamente a autores de gran celebridad, como Aristóteles y Empédocles, algo
tenían del gran pensamiento de los griegos, e iniciaron —junto con lo que, por su parte, hacían los
judíos— la corriente clásica o pseudoclásica en la España musulmana.
El desarrollo de esta corriente se cumplió en los siglos XII y XIII, atrayendo a España
extranjeros de nota, como Gerardo de Cremona, Miguel Escoto y otros, que aprendieron con los
musulmanes la ciencia helénica y la difundieron luego por Europa, dando origen a un movimiento
filosófico que duró hasta el Renacimiento en que, con el estudio directo de los textos griegos,
traídos de Constantinopla y Atenas, se rectificaron los. errores y falsedades de transmisión de los
árabes.
Trazado en el período anterior el cuadro general de las instituciones y costumbres relativas a
la enseñanza (toda ella privada, como sabemos), no hace falta repetir aquí los mismos pormenores,
puesto que continuaron las academias o clases de profesores particulares, dadas generalmente en las
mezquitas y sin intervención ninguna del Estado. Hasta el año 1065 no apareció, en los territorios
musulmanes de Oriente (en Bagdad) la primera Universidad de carácter oficial; y aunque este
ejemplo, rápidamente extendido por el Asia Occidental y Egipto, influyó pronto por intermedio de
los normandos de Sicilia en los países cristianos, incluso España, en los territorios musulmanes de
la Península no se llegó a crear una institución análoga hasta fines del siglo XIII, como veremos en
la época siguiente.
Las academias y enseñanzas particulares se multiplicaron en la época de los reyes de Taifas,
de una parte por la libertad concedida a los filósofos y teólogos, y de otra, por la protección especial
que cada corte o reyezuelo daban a los sabios. En las mismas familias reales abundaban los
hombres de ciencia, como el emir de Badajoz Modáfar, y su hijo Omar Almotauáquil. Siguieron
cultivándose las mismas ciencias que en los siglos anteriores, predominando las naturales, la
filosofía, y el derecho. En medicina se llega al más alto desarrollo, con Abul-Kásim, de Zahra, el
cirujano más célebre de la Edad Media, Avenzoar, de Sevilla, y, más tarde, con Abu-Meruán,
conocido en los reinos cristianos por Abumerón. A la medicina ayudaron mucho los estudios de
química, muy adelantada entre los árabes. En botánica floreció Aben-Albaithar, de Málaga, gran
coleccionador de minerales y plantas, autor de un libro llamado Colección de medicamentos
simples, en que da a conocer más de 200 especies nuevas de vegetales, género de estudio que desde
los griegos no había vuelto a cultivarse en el mundo europeo. En matemáticas adelantaron mucho
los árabes, no sólo por lo que toca a la ciencia pura, sino también en sus aplicaciones, y más
especialmente en la astronomía y astro-logia, continuando las observaciones y la construcción de
observatorios especiales, de los cuales fue el más importante en Europa, por entonces, el colocado
en lo alto de la torre o alminar de Sevilla, llamado hoy Giralda, por el califa almohade Yacub
Almanzor (1196). Los estudios geográficos hallaron grandes cultivadores en esta época, unos como
teóricos y compiladores, otros como viajeros. Tales Abu-Hámid Algarnathí, el Granadino, que viajó
237

por Oriente; Aben-Chobair, de Valencia, que recorrió la misma región; El Abdarí, valenciano,
visitante de Berbería, Egipto y Arabia; El Bekrí, de la familia real de Huelva; y Aben-Said, de
Granada, que describió la Siria, Caldea y Arabia. En punto a jurisprudencia, el importante
movimiento de la escuela malequita y otras, iniciado en tiempo del califato (§ 177), se continúa con
porción de nombres ilustres en los siglos XI a XIII, los más cultivadores de aquella misma escuela
que, no obstante una fuerte reacción producida en el período almohade, continuó siendo la
dominante entre los musulmanes españoles.

338. La filosofía.
Pero si en todas estas ciencias produjeron los árabes obras de gran importancia, que se
reflejaron en la cultura europea, adelantándose en muchos puntos a los pueblos cristianos, en
ninguna fueron tan célebres, ni llegó a ser mayor su influencia como en la filosofía, que desde los
últimos tiempos del califato, había empezado a desarrollarse, ya en la vía francamente heterodoxa,
ya en las escuelas varias de la ortodoxia alcoránica (§ 178). Los almorávides, aunque prohibieron y
quemaron una obra teológica del filósofo Algazel o Algazalí, no se opusieron en general al cultivo
de la filosofía, que en su tiempo contó con nombres ilustres, como los de Abumohámed Abdalá, de
Badajoz (que también fue gramático, literato y filólogo), Abulabás Ahmed (Abenalarif), Abenbarra-
chán, Abencasi, Abualí Asadafí y otros, que por cierto enseñaban la doctrina de Algazalí no
obstante la citada condenación, a la vez que se formaban sectas de carácter místico, exaltadas e
intransigentes, como la de los sufíes y hermanos moridin o adeptos que se extendió mucho por
Andalucía y Extremadura, y que produjeron, al lado de muchos ascetas y predicadores populares de
ambos sexos, algunos filósofos de importancia como Mohidín Abenarabí, de Murcia, de grandísima
influencia en la filosofía musulmana, discípulo en parte de otro sabio español, Abenhazam,
descendiente de cristianos, que floreció en el siglo XI y se distinguió en muchos órdenes de las
ciencias y las letras, escribiendo, entre muchos más libros, uno sobre el amor y otro sobre los
heterodoxos musulmanes. Los almohades protegieron a los filósofos y naturalistas, hasta que su
tercer califa reaccionó contra la libertad de pensamiento, persiguiéndolos otra vez e iniciando la
decadencia. Entretanto, brillaron en los Estados musulmanes los más grandes filósofos, como
Averroes (I 126-1198) de Córdoba, comentador y propagador de Aristóteles y Platón, y por quien
muchas ideas de estos autores, especialmente del primero, llegaron, aunque desfiguradas, a
conocimiento de los pueblos europeos; tal sucedió en punto a la doctrina literaria, difundida merced
a una traducción, hecha en 1256, del compendio o paráfrasis que escribió Averroes. Distinguióse
también como médico y como matemático, y su fama se extendió con sus libros por toda Europa.
En los últimos años de su vida fue preso por el califa almohade y prohibidas sus doctrinas.
Contemporáneo suyo, y también muy célebre, fue el guadijeño Abubéquer Aben-Tofail, autor de
una novela filosófica titulada Haiben-Yokdán (El viviente hijo del vigilante), en que desarrolla la
doctrina del método, reflejando las ideas de algunos griegos alejandrinos que, a su vez, recordaban
las de Platón, no sin desfigurarlas bastante. Maestro de él fue Aben-Bacha, de Zaragoza (Avempa-
ce), autor de un libro titulado El Régimen del Solitario, en que retrata una especie de República
ideal utópica, semejante a la de Platón, reflejando también las ideas de la escuela alejandrina y
preparando el gran desarrollo filosófico del mismo Averroes.
Al lado de estas manifestaciones filosóficas del mundo propiamente árabe, brillaban otras de
los judíos habitantes en la España musulmana, que no sólo dieron nombres ilustres a las ciencias,
sino que se adelantaron a los mismos árabes en la exposición de las ideas neoplatónicas o
alejandrinas (§ 184). Descuella en esta obra, en primer término, el original y profundo poeta
Salomón Ben-Gabirol (1021-1070), autor de un libro filosófico llamado La Fuente de la vida (que
influyó más en Europa que entre sus correligionarios) y de varias poesías, también filosóficas; y le
siguen Abraham-ben-David o Daud, de Toledo, autor de muchas obras filosóficas y astronómicas,
entre las que descuella la titulada Emunah Ramah (Fe excelsa), escrita en 1161 y dirigida a
concertar las doctrinas filosóficas con la religión a propósito de varias cuestiones fundamentales
238

como la de la libertad; Juda-Levi, de Lucena, cuyo poema filosófico del Cuzari se tradujo al
castellano; Moisés-ben-Ezra (1070-I n9), polígrafo, propagandista de las ideas de los judíos
españoles en Italia, Francia e Inglaterra, por donde viajó, y otros que, en virtud de las persecuciones
de los almorávides y después de la destrucción de Lucena (1146), se refugiaron en Toledo y demás
poblaciones cristianas, o bien nacieron en ellas, como Aben-Ezra, Daud y Levi, influyendo mucho
en la cultura; y, en fin, el gran Moisés-ben-Maimón, o Maimónides de Córdoba (1139-1205), el
mayor talento dialéctico y positivo de los hebreos de España, de quien se dijo que «desde Moisés a
Moisés, no ha habido otro Moisés». Maimónides es el fundador de la exégesis o explicación
racionalista de las doctrinas judaicas, enemigo y crítico acerbo del neoplatonismo, pero muy
influido por las ideas aristotélicas que contribuyó a esparcir en Europa y las fantasías ideológicas
anteriores. Su obra principal titúlase Guía de los que andan perplejos acerca del recto camino.
Maimónides profesó exteriormente el mahometismo obligado por las persecuciones de los
almohades, y fue médico de cámara de un hijo del célebre sultán Saladino, rector de un colegio en
Alejandría y príncipe (Nagid) de los judíos de Egipto. A Maimónides se debe también la redacción
del primer credo o profesión de fe de los principios obligatorios de la religión judía, credo que luego
fue aceptado oficialmente.
Al lado de estos nombres ilustres figuran todavía otros como Bahya o Bechai, autor de un
tratado de filosofía moral (Deber de los corazones) en que proclama la superioridad de la religión
interior sobre las prácticas exteriores; Issac Alfassi, natural de Fez, pero que fijó en Lucena el
centro de los estudios talmúdicos hasta la destrucción de la comunidad. Debe notarse que, además
de los tratados de ciencias particulares, escribiéronse en esta época y en los países musulmanes,
muchas enciclopedias o colecciones de enseñanzas de todo género, al modo de las Etimologías de
San Isidoro y obras análogas de autores griegos.

339. La literatura.
No menos brillante que el desarrolla de las ciencias fue el de la literatura entre los
musulmanes españoles. Cultiváronla, no sólo en la producción de obras imaginativas (poesías,
novelas, cuentos, etc., pero no teatro), sino en las obras doctrinales (tratados de retórica y poética,
de gramática en verso muchas veces, de crítica de metrificación). De las poesías se formaron
muchas colecciones o antologías, de las que se conservan bastantes en la Biblioteca de El Escorial.
Entre los gramáticos y retóricos los hubo muy célebres, como Ebn-Málik, de Jaén, cuyas
obras gozaron de gran autoridad;, los ya citados Abu-Mohámed-Abdalá y Aben-Hazam, de
Córdoba, polígrafo eminente este último y el hombre más sabio y más fecundo de su tiempo, pues
escribió 400 volúmenes dedicados a todo género de asuntos, y otros. Como poetas, descuellan en
primer lugar, en la poesía amorosa, el célebre Motamid, rey de Sevilla y Córdoba, y su ministro
Aben-Amar; Almotacim, de Almería; Omar Almotauáquil, príncipe de Badajoz, gran Mecenas de
literatos y poeta armonioso; Aben-Jafacha, de Alcira; ibn-Said, de Granada; Ibn-Seidon o Zaidún,
llamado el Tíbulo andaluz; Ahmed-ben-Xohaid, y las poetisas Wallada y Racunía; y en la poesía
elegiaca y heroica, Ben-Wahbún, autor de una oda celebrando la victoria de Zalaca; Abul-Beka,
autor de un poema sobre la pérdida de los territorios conquistados por Fernando III y Jaime I; Aben-
alabar, de otro sobre la pérdida de Valencia, poema que fue popular en España, y Ben-Abdún, de
Évora, que escribió sobre la desgracia de los reyes de Badajoz. También fueron célebres
Abenalarabí el sevillano, Abú-Abdallah el Thobní y otros. Pero no sólo tuvieron los árabes poetas
cultos, o eruditos, sino también poetas y poesía popular, cantores ambulantes, que en las calles y
plazas o en-los palacios y castillos, acompañados a veces de juglaresas o volatineras, entonaban con
música canciones y poesías de carácter heroico, fabuloso, amatorio o satírico, análogamente a los
romancistas y primitivos trovadores y juglares que en Castilla hubo. A partir del siglo XIII, estos
cantores y juglaresas figuran a menudo en las ciudades cristianas, bien fuesen forasteros, bien
mudéjares de los muchos que había y conservaban las costumbres moras. De estas canciones
populares formó un Diván o colección, escribiéndolas en la lengua vulgar, un famoso poeta
239

cordobés (de origen cristiano, según se cree), Mohámmed-ben-Abdelmélic-ben-Cuzmán. Gran


coleccionador de divanes fue el poeta Almansur, que vivió algún tiempo en Valencia. A esta
literatura poética popular se unía, como siempre entre los árabes, el cuento o apólogo, género que
influyó más que ninguno en Castilla, como veremos en su lugar. Las colecciones de estos cuentos y
algunas novelas de tesis o pensamiento filosófico, forman el caudal de los musulmanes españoles en
este orden.
En géneros que intermedian entre lo científico y lo literario, pero que más propiamente
pertenecían a lo último en aquellas épocas, como la historia, tuvieron los árabes durante el período
de los reinos de Taifas representantes ilustres, como Aben-Hayyán, de Córdoba, el primero y más
importante de los historiadores musulmanes de España, el cual, entre otras obras, escribió la
Historia de su época (Al-Matin) en 60 tomos de los cuales se sirvieron todos los autores posteriores
a él; el citado Aben-Hazam, autor de una Historia de los Omeyyas y una colección de genealogías;
Alhomaidí, que compuso varias crónicas y un Diccionario biográfico; Abu-Omar el Talamanquí,
que empezó una Biblioteca de historiadores españoles, y el rey de Badajoz, Al-mudáfar, autor de
una enciclopedia en 60 volúmenes, de historia, tradiciones, ciencias, etc. Bajo los almorávides y los
almohades siguió cultivándose el género, si en decadencia por lo que toca a sus condiciones
artísticas y críticas, no en punto a la imparcialidad, pues los historiadores se atrevieron a censurar
más de una vez a los emperadores y a sus ministros. Las formas más cultivadas fueron la
compilación, como la famosa de Alhicharí y Said, que aprovechó luego el célebre Almaccari, y los
diccionarios biográficos, de que son modelo el llamado Assilah, del cordobés Aben-Pascual y el de
Abenalabar, de Valencia, «príncipe de los biógrafos españoles».

340. Los literatos judíos.


Frente a la literatura musulmana brilló la de los judíos residentes en el territorio mahometano,
con propia originalidad y grandeza. Así como en las ciencias siguieron por punto general a sus
dominadores, en la poesía y en la novela, lo mismo que en la filosofía (§ 184), se diferenciaron
mucho, inspirados como se hallaban por sus propios sentimientos e ideas religiosas y patrióticas.
Son pocos, por esto, los poetas y novelistas judíos que imitan a los árabes. Sus poesías son, por lo
general, de carácter filosófico o religioso, y por eso se repiten en este orden casi los mismos
nombres que en el capítulo de la filosofía: Ben-Gabirol, cuyos cantos, «henchidos de grandeza y
ternura», todavía repiten sus compatriotas; Juda-Levi, el más grande de todos, poeta amatorio en sus
primeros años, religioso luego y «renovador del sentimiento de la naturaleza»; y Ben-Ezra, el
primer lírico después de los dos mencionados. Como novelistas, tuvieron a Salomón-ben-Zakbel; al
toledano Alcharisi (I 170-1230), llamado el Ovidio israelita, comendador e imitador de los relatos
árabes llamados Sesiones de Harirí; a Abraham-ben-Hasdai, autor de El hijo del Rey y el Nasir,
traducida hoy al alemán.
También tuvieron los judíos sus retóricos, gramáticos y críticos, iniciados en el siglo XI por
Menahem-ben-Saruk, según la dirección de los gramáticos árabes, y por Rabí Jonás-ben-Ga-nach (o
Abul-Gualid), de cuyos trabajos ha dicho Renán «que sólo los más recientes de la filología moderna
pueden aventajarlos». El mismo Ben-Ezra escribió un tratado de Retórica y Poética; y en algunas
novelas de las citadas hállanse reglas de composición y crítica de autores.
Los judíos crearon también una literatura riquísima de viajes, en que lo que predomina es la
fábula y la invención. Fueron autores famosos en este género Benjamín de Tudela, autor de una
Peregrinación en que relata sus viajes por Italia, Grecia, Palestina, Persia, Egipto y Sicilia, y Al-
Haziri, o Alcharisi, ya citado entre los novelistas. Los poetas judíos comunicaron mucho con los
cristianos, y de ahí resultó, en la época siguiente (siglo XIV), una influencia notable sobre la
literatura castellana, según veremos.

341. Las artes.


La época que ahora estudiamos es una de las más obscuras en la historia de las artes
240

musulmanas de la Península, de un lado por los pocos monumentos (algunos dudosos) que nos
quedan, de otro por la inseguridad de sus caracteres, y, en fin, por la falta de estudios especiales y
detenidos que aclaren, aun con los pocos datos existentes, el origen y relaciones de esta época (en
particular por lo que toca a la arquitectura) con la anterior y la siguiente. Suele llamarse a los
tiempos que nos ocupan período o época de transición, suponiendo que lo sean entre la arquitectura
de los siglos VIII-XI y la de los siglos XIV-XV; pero no faltan autores respetables que dudan de la
exactitud de aquella denominación, ya porque la transición es un fenómeno constante y no de un
momento dado en la historia artística, ya porque en la arquitectura de estos siglos (XI-XIII) se
continúan los caracteres fundamentales de la anterior, aunque degenerados, menos definidos y de
ejecución más tosca e incorrecta.
Los monumentos en que se encuentran restos o partes de la arquitectura de esta época son: la
Aljafería de Zaragoza, la Giralda de Sevilla, el Alcázar de esta última ciudad (algunos trozos), la
Puerta de Bisagra en Toledo, las aljamas de Niebla y Sevilla (restos) y algún otro. En Córdoba se
nota gran resistencia en aceptar las modificaciones de este tiempo cuya diferencia con el antiguo
estriba principalmente en despojarse de las reminiscencias visigóticas y clásicas del arte del califato.
Hay quien supone que en él influyó, además, la arquitectura propiamente africana, que desde el
siglo IX se estaba produciendo (en Fez, Cairuán, etc.») con bastante diferencia de la del califato.
Los almorávides fueron grandes edificadores: fundaron la ciudad de Marruecos, que luego dio
nombre al país; construyeron grandes mezquitas y palacios en Fez y Cairuán. Los almohades aun
fueron más espléndidos, desarrollando gran lujo en Fez, que llegó a ser bajo su imperio ciudad de
785 mezquitas y capillas, 122 lavatorios para abluciones, 95 baños, 462 molinos, 89.236 casas,
3.074 fábricas, 86 tenerías, con 400 manufacturas de papel en Mequínez y en otras poblaciones. A
ellos se debe en España multitud de construcciones que hoy ya no existen (mezquitas, puentes,
acueductos, alcázares), y entre las que restan, el citado alminar o torre (Giralda) de la mezquita de
Sevilla, dirigida por un arquitecto árabe-siciliano, Abu-Alait. En lo alto de ella se puso un gran
capitel, y dícese que también un observatorio astronómico. De todos modos, la arquitectura de esta
época es, en España, menos importante que la de la época anterior y la siguiente.
En punto a las demás artes plásticas, se conservan de esta época una arqueta de comienzos del
XI, de gusto pérsico, labrada para una esposa de Almotamid de Sevilla; una llave del XIII, que se
dice entregada a Fernando III cuando la conquista de Sevilla, y algunos objetos de menos
importancia.
De tapicería, muy cultivada por los musulmanes, se cita generalmente un ejemplar,
considerado como bandera cogida a los musulmanes en la batalla de las Navas, aunque es dudoso.
Son muy notables por la belleza del grabado, la uniformidad de peso y su abundancia (indicio
de la gran prosperidad de esta época), las monedas almorávides, que presentan, además, tipos
nuevos fraccionarios del dirhem (semi-dirhemes, cuartos, octavos y dieciseisavos de dirhem), que
antes no se conocían. Igual perfección artística se nota en las inscripciones sepulcrales y sus
adornos. Los almohades introdujeron la novedad de acuñar la moneda (particularmente la de plata)
en forma cuadrada.
En música, los árabes, aunque tomaron la teoría de los griegos, parece ser que la completaron
mediante el estudio físico de los sonidos; pero los tratados que se conocen, y de que se guardan
ejemplares en El Escorial, no son españoles.

342. Costumbres.
Muy poco se puede decir respecto de las costumbres musulmanas en esta época y las
diferencias que tuvieran con las de tiempos anteriores, por ser punto que se halla aún sin estudiar.
Como pormenor característico, puede señalarse la recíproca y fuerte influencia que se produjo entre
las costumbres moras y las cristianas. El fundador del reino de Granada, vasallo de Fernando III,
Aben-Alahmar, vestía a la usanza cristiana, llevando iguales armas, capas de escarlata y hasta
arreos en el caballo que los castellanos. En Castilla, a su vez, (como veremos), las costumbres
241

moras se acentúan mucho.

Castilla
343. La agricultura.
Queda dicho, al hablar de las clases sociales y del régimen de la familia, lo substancial en
punto a la constitución jurídica de la propiedad territorial, base de la industria agrícola. Las
conquistas de leoneses y castellanos, llevando las fronteras al corazón de Andalucía e imponiendo
la sumisión y el vasallaje a los Estados musulmanes, trajeron para el interior del país un estado de
paz que no podía menos de contribuir a la repoblación y al cultivo de los campos. La política
benévola para con los moros sometidos ayudó a este fin; y aun cuando en el interior no faltaban
guerras, promovidas ora por los pretendientes al trono, ora por los nobles, especialmente en las
minoridades de reyes; ni la seguridad personal estaba garantida contra los abusos de los señores y
los ataques de bandidos, las disposiciones de los fueros, protectoras de la propiedad, el crecimiento
de los municipios, la formación de Hermandades, la emancipación de las clases serviles y el apego
de las familias a la tierra, mejoraron notablemente la situación, creando garantías para el labrador.
Por lo general, las tierras labrantías eran las únicas que pertenecían en derecho propio a los
individuos o a las familias. Los montes, bosques, prados naturales y terrenos sin roturar,
correspondientes a los municipios, o realengos, eran comunes, es decir, de disfrute común para los
vecinos (§ 292); pero también se daba el caso de que las mismas tierras de labor fuesen comunes, ya
sorteándose todos los años en lotes entre los vecinos, ya labrándose en común o repartiéndose el
fruto de las tareas individuales entre todos los vecinos y copartícipes: forma de propiedad o disfrute
muy frecuente en la zona que va de Asturias a Extremadura, como lo era también en las regiones
pirenaicas de Navarra, Aragón y Cataluña. La legislación de los fueros velaba por el mantenimiento
de estas tierras comunes, prohibiendo que nadie las acotase y redujese a cultivo los montes, pastos,
etc., de uso general para los vecinos, negando desde luego tales utilidades a los que no gozasen de
aquella condición vecinal.
Fuera de esto, las leyes tendían a impulsar el interés individual como medio seguro de que
adelantasen la agricultura y la repoblación, empleando los medios de uso general en aquellos
tiempos (§ 202), a saber: concediendo la propiedad de los terrenos nuevamente roturados a quien
los redujese a cultivo; dispensando por un año a los colonos o labradores de tributos y servicio
militar; garantizando la seguridad de las propiedades particulares (viñas, prados, huertas, etc.)
cercadas de tapia, seto ü foso (acotadas), porque de no estar cerradas convenientemente no se
pagaba multa por entrar en ellas hombres o ganados; prohibiendo que se abriese senda o se cazara
en sembrado ajeno; eximiendo de prenda los bueyes de labor, etc. Esto no obstaba para que en las
mismas tierras de particulares se autorizaran ciertos usos comunes en determinadas épocas, como
sobre el barbecho y sobre los árboles una vez recogida la cosecha, para utilizar los frutos olvidados.
Los fueros y ordenanzas dispusieron también a menudo (como se ha hecho en casi todos los países,
cuando se ha querido impulsar la agricultura) que los dueños que no cultivasen los terrenos
roturados perdieran la propiedad y pasara ésta, bien al rey, bien al municipio o al común de vecinos.
La conquista de Toledo y luego la de otras comarcas de Extremadura y Andalucía
acrecentaron la agricultura castellana, introduciendo el cultivo de árboles como el olivo, que hasta
entonces no se conocía en Castilla. Las tierras dedicadas al lino eran muy abundantes. Algunos
reyes, como Alfonso VII, atendieron directamente a la mejora agrícola, mandando plantar vides y
árboles. Igualmente se provee a la multiplicación de las norias; pero no hay indicios de que se
acometieran las grandes obras hidráulicas, condición indispensable en la Península para el progreso
agrícola, ni aun que se pensase en ellas; como tampoco en las de vialidad, tan importantes en la
época romana y tan necesarias para comunicar entre sí las diversas regiones.
242

344. La ganadería.
Tuvo gran importancia en este período, en primer término por la facilidad con que podían
sustraerse los ganados a los azares de la guerra y por ser tradicional en nuestro país esta industria.
Las especies más comunes eran el buey, el caballo, el asno, la oveja, la cabra y el cerdo. Los reyes
protegieron la ganadería, a veces con detrimento de la agricultura, no sin que los ganaderos, por su
cuenta, aprovechasen todas las libertades comunes, como la de entrar en los rastrojos y barbechos y
abusasen en lo concerniente a la entrada en viñas, huertas, etc. De aquí se suscitaron infinitas
cuestiones entre labradores y pastores, a las cuales procuraban atender los fueros fijando los
derechos respectivos, casos en que procedía multa o prenda a los ganados, etc.; pero la guerra entre
ambas industrias continuó durante toda la Edad Media, favorable en la mayoría de los casos a la
ganadería.
Los ganados solían pagar por el pasto en tierras realengas o municipales un derecho o tributo
llamado montazgo; el cual derecho, aunque en principio correspondía al tesoro real, acostumbraron
los reyes concederlo en provecho de los concejos con respecto a los ganados forasteros.
La conservación del ganado se procuraba mucho: ora multando a los que le hicieren daño (v.
gr., arrancando las cerdas de la cola), ora prohibiendo que se juntasen con las reses sanas las
enfermas de sarna, y con otras medidas así. En el ejercicio de la ganadería repetíanse las formas
mancomunadas de la agricultura: bien por constituir los ganaderos asociaciones para que las reses
pastasen en común o tuvieran pastores y guardas comunes, bien por unirse todos los vecinos de un
pueblo con carácter semioficial o administrativo, pues intervenía el concejo, para efectos iguales,
manteniendo entre todos al pastor o pastores, a las reses padres (que eran propiedad común), etc.

345. Industrias manufactureras.


Fuera de algunos centros, como Santiago —y tal vez éste el único— no parece que existió en
las comarcas de Galicia, León y Castilla hasta el siglo XIII industria importante que representara
fuente valiosa de riqueza y comercio, excepción hecha de aquellas indispensables para los usos de
cada población, pero cuyos productos no excedían de las necesidades de los vecinos. A lo menos, la
legislación no muestra preocuparse mucho de los industriales antes de aquella fecha, si bien hay
fueros como los de Salamanca, Cáceres, Cuenca, Molina y Plasencia, que hablan de herreros,
carpinteros, cardadores, tejedores, pellejeros, plateros y otros oficios, y algunos más importantes,
como el dado a San Sebastián en 1180 por el rey de Navarra (y confirmado en 1202 por Alfonso
VIII al aceptar la señoría de Guipúzcoa), verdadero código de comercio en que se señala la
exportación a tierras extranjeras de vino, lana y hierro; si bien hay que suponer estas materias de
producción local, es decir, no propiamente castellana, puesto que hasta comienzos del XIII
Guipúzcoa, y mediados del XIV Álava, no pertenecieron a la soberanía de Castilla.
Con respecto al siglo XIII, hay ya datos que permiten afirmar, no sólo la frecuencia de
relaciones comerciales de los castellanos del N. con Flandes y Alemania, sino la exportación
efectiva y frecuente de hierros, lanas, granos, cueros, cera, hilados, azogue, sebo, vino, comino y
anís de Castilla; aceite, miel y frutas de Andalucía; cueros, lanas y vinos de Galicia; azúcar y pasas
de Málaga: exportación que fue aumentando cada día.
Y aunque es obvio presumir que semejante producción industrial no se improvisó, y que por
tanto su origen y el de su exportación remontan a más lejana fecha, en el siglo XIII es cuando
adquiere verdadera importancia, siendo ese siglo, en este orden como en muchos otros, el inicial
(aunque preparado por los obscuros y constantes esfuerzos anteriores) de la grandeza material de la
Península.
En cuanto a Santiago, creció en esta época su importancia industrial y su riqueza por la
extraordinaria cantidad de peregrinos y viajeros que concurrían a él, fomentando la prosperidad
material, refinando las costumbres y los gustos y haciendo necesario el establecimiento de posadas,
hospitales, comercios, etc., en gran escala.
Sevilla, después de la conquista por Fernando III, revela ser un centro industrial considerable,
243

cuyo mayor desarrollo veremos en la época siguiente. Las minas de Almadén se explotaban, a lo
que parece, en este mismo tiempo.
Los industriales organizábanse en todas partes, como los de Santiago (§ 204), en gremios o
corporaciones, que formaban verdaderas entidades morales, con su casa común, caja, sello, bandera,
patrono religioso, de modo análogo a los antiguos collegia romanos (§ 65). Creáronse a la sombra
de los municipios y favorecidos por la libertad y privilegios de éstos; pero ya en el siglo XIII,
aumentando en número e importancia, reclamaron para sí de los reyes honores y franquicias
especiales, formando cuerpos sociales de verdadero peso en la vida de las ciudades. El desarrollo de
esta legislación particular (ordenanzas de gremios) corresponde a tiempos posteriores. Dentro de
cada gremio se distinguían los aprendices, los oficiales y los maestros. El aprendizaje duraba más o
menos años, según los casos, y generalmente se pagaba un tanto por él al maestro. Con éste vivían
los oficiales, como si fueran individuos de su familia; y aunque recibían jornal escaso, porque el
desarrollo de la industria no permitía otra cosa, tenían seguras, cuando menos, la comida y la
habitación: cosa posible en aquellas épocas, en que la industria era casera, la producción corta y no
se habían inventado aún las máquinas de hoy día, que acumulan en una fábrica cientos y miles de
obreros. El oficial podía pasar a maestro mediante un examen, y establecerse por su cuenta. Al
obrero se le exigía que llevase buena vida y costumbres; y cada gremio nombraba, además, especie
de inspectores (Alcaldes) para vigilar los talleres y tiendas, no permitir que se vendiesen malos
productos, arreglar las diferencias entre los distintos oficios y defenderlos en sus causas. Era
también costumbre vivir agrupados en barrios y calles los industriales de cada gremio u oficio: de
donde vienen los nombres de Plateros, Cerrajeros, Pelaires, Sederos, etc., que aun conservan en
muchas ciudades ciertas calles.
No pocos de los industriales eran extranjeros, moros o judíos, dedicándose éstos
especialmente a la orfebrería y oficios análogos. Los mudéjares representaron en todas partes un
contingente de importancia para la industria.

346. El Comercio.
Se comprende que con el progreso industrial (manufacturero y agrícola) se desarrollase
mucho el comercio castellano, y ya hemos anticipado algo acerca de esto en el párrafo anterior. Las
dos regiones que parecen haber tenido más tempranamente comercio con otros países fueron la de
Galicia y la cantábrica del O. (provincias Vascongadas). De los marinos de ésta se sabe que en la
época de las Cruzadas mantenían ya relaciones comerciales con puertos del N. de Europa y con
otros de Inglaterra, exportando los productos de Castilla, de Navarra y de Aragón que por aquella
costa tenían salida.
Los vinos españoles eran estimadísimos en Europa desde antiguo: y a mediados del siglo XIII
(1254) ya celebraban contratos aduaneros Flandes y Alemania acerca de los artículos traídos de
España.
Por el S., una vez conquistada Sevilla, no se hizo menos activo comercio. Fernando III otorgó
a los moradores del barrio de Francos (comerciantes) libertad de comprar y vender sus mercaderías,
y favoreció la institución de lonjas de comercio, con corredores de nombramiento real. Unido esto a
la importancia comercial que ya tenía Sevilla con los moros, hizo de ella «ciudad —como dice la
Crónica antigua de San Fernando— a quien le entraban cada día por el río hasta los adarves naos
con mercaderías de todas las partes del mundo, de Tánger, de Ceuta, de Túnez, de Bujía, de
Alejandría, de Génova, de Pisa, de Portugal, de Burdeos, de Bayona, de Sicilia, de Gascuña... y de
otras muchas partes de allende el mar de moros y cristianos». La creación de una marina militar por
Fernando III (§ 300) y el establecimiento de astilleros en Sevilla y otros puntos contribuyó no poco
a aumentar la marina mercante, base de nuestro comercio exterior.
En punto al interior, todavía tropezaban los comerciantes con la falta de seguridad personal en
los caminos, los tributos de pasaje, portazgo, barcaje, etc., que imponían el rey y los señores, y los
privilegios y monopolios de nobles y monasterios (el de Sahagún, v. gr.: § 277). Los reyes se
244

esforzaron por su parte en corregir estos males, ora aboliendo algunos pechos, ora procurando
afirmar la seguridad de los caminos ayudados por alguna Orden militar y por las hermandades de
concejos, o abriendo mercados o ferias en ciudades importantes. Consistían las ferias y mercados en
señalar uno o varios días al año o al mes para reunirse en determinadas poblaciones los
comerciantes y compradores de todos sitios, con objeto de facilitar las compras y ventas: medida
necesaria en aquellos tiempos en que las comunicaciones eran difíciles y por tanto no había ocasión
diaria de proveerse de muchos productos, sobre todo de los extraños a la localidad, y en que,
además, era conveniente viajar en grandes grupos para la defensa mutua, lo cual se conseguía
habiendo de ir muchos a un mismo sitio en época determinada. Generalmente, se concedían
privilegios y garantías extraordinarios a los concurrentes a las ferias, otorgándolos, no sólo a los
cristianos, sino a los moros y judíos, según hemos visto. Los alcaldes tenían encargo de velar muy
especialmente por el orden en estas ocasiones, que solían coincidir con la fiesta del santo patrono de
la población, y constituían con esto un motivo especial de animación y regocijo.
Un nuevo elemento vino a facilitar en este período las transacciones mercantiles: la moneda.
Sabemos ya que en los primeros siglos no abundó el numerario en los reinos cristianos, antes bien
escaseaba, haciéndose muchas ventas por permuta de especies. Con la extensión de las relaciones
internacionales y la venida de extranjeros, comenzó a correr la moneda en las ferias y mercados y
en los grandes centros de producción, siendo en su mayoría extranjera: doblas moriscas, metcales,
florines, moneda merguliense, andegabiense y turonense, procedente en gran parte de los tributos
que pagaban los moros y de los mercaderes francos, alemanes, etc. Moneda propia de los reyes de
León consta que la había en 1020; pero su desarrollo corresponde al reinado de Alfonso VI, después
de la toma de Toledo: lleva una cruz equilátera y el monograma de Cristo y estaba imitada de la de
los almorávides, cuyo nombre llevan las de oro (morabiti: moneda almorávid). En tiempo de
Fernando II de León y de Alfonso IX se acuñaron monedas de oro (maravedises). Alfonso VIII, no
sólo imitó el sistema de los dinares almorávides, sino que los acuñó con leyenda árabe, como se ve
en el dinar alfonsí de la era 1219 que reproducimos. Usábase también el nombre de mizcales para la
moneda de oro. Algún tiempo después aparece el castillo en el reverso; y luego, unidos Castilla y
León, el castillo en un lado y el león en otro. La acuñación era facultad especial del rey, que tenía su
casa de moneda; pero sabido es que se concedió por extraordinario a la catedral de Compostela y a
varios monasterios.

347. Cultura.
Hasta el siglo XI, la cultura de los pueblos leonés y castellano debió ser muy escasa, no
trascendiendo al común de las gentes la influencia de los contados y pobres centros que constituían
las bibliotecas y escuelas de algunos monasterios e iglesias. Desde el siglo XI, el crecimiento de la
importancia política de los reinos cristianos, el desarrollo de las relaciones con países extranjeros
(Francia, Inglaterra, Italia) y el mismo contacto, más íntimo que antes, con la civilización árabe y
mozárabe de los territorios del S., produjeron un despertar vigoroso de la cultura, que se extendió a
todos los órdenes. Concurrieron a formarlo dos elementos principales: el clásico, tradicional en
España, mantenido entre los mozárabes y en el clero, y el oriental, que en parte también era como
una restauración de la ciencia clásica, puesto que los árabes tan sólo reflejaron, en la mayoría de sus
obras, las ideas de los griegos y de los neogriegos de Asia y Egipto. Solo lo que ya existiera en
España como reliquia de tiempos anteriores (§ 205), el elemento latino se vio reforzado en gran
manera por los europeos que desde el siglo XI penetraron en gran número en España, asistieron al
sitio de Toledo y habitaron en ésta y otras poblaciones (§ 278) y en los monasterios cluniacenses. El
elemento oriental procedía de los mudéjares, de los mismos mozárabes, y en parte también de los
italianos, franceses, etc., que, influidos por las ideas de la civilización musulmana en los diversos
contactos que ésta tuvo con Europa fuera de España, traían a la Península, incorporadas a su cultura,
muchas de estas influencias, no sin haberles hecho sufrir alguna modificación. De la fusión de
ambos elementos nace la civilización española de los siglos XI y XII, base del gran desarrollo
245

alcanzado en el XIII, sobre todo al final de este siglo. El afán de saber y de enseñar nótase muy
claramente en este período por todas partes y trasciende al arte mismo, dando, v. gr., a la imaginería
(figuras de los códices, de los vidrios, de las ventanas, de las puertas, frisos, capiteles, etc.) un
sentido simbólico y pedagógico, o tendencioso, como hoy se dice. Se concede gran valor a los
libros, como se desprende del hecho de dar por uno varias casas y viñas (1044), de exponerlos al
público en las iglesias, atados con cadenas para que no los robasen, y de resguardarlos con costosas
encuademaciones de oro y plata: todo lo cual demuestra también que eran escasas y caras las copias
manuscritas, únicas posibles entonces. En las catedrales y monasterios había, no obstante, muchos
ejemplares de obras latinas: de Salustio, Horacio y Terencio, en la de León (siglo XII); de Ovidio,
Virgilio y otros varios, en Santa María de Nájera (siglo XIII); de Lucano, en Albelda (siglo XIII);
así como otras de San Isidoro (Etimologías), de Álvaro (el Liber scintillarum) y ejemplares del
Fuero Juzgo (el de León de 1058). El influjo de los extranjeros de Francia e Italia nótase con gran
fuerza desde la conquista de Toledo. Alfonso VIII hizo venir a Palencia profesores de aquellos dos
países, y muchos españoles iban a estudiar a París, como el arzobispo Don Rodrigo (1170-1247),
uno de los más ilustres eruditos de la época (§ 352), notándose especial predilección por las
enseñanzas europeas contra el influjo musulmán, no obstante la preponderancia de éste en otros
órdenes. Nace de aquí un gran movimiento de autores en los siglos XI, XII y primera parte del XIII,
pero con la particularidad de que, no obstante venir en mucho el impulso de fuera, España presenta
en la producción literaria (sobre todo en historia) una notable superioridad sobre Francia e Italia. Ya
estudiaremos este punto especial al tratar de los autores.
Los reyes y personajes importantes de este período contribuyeron de un modo positivo al
desarrollo de la cultura, fundando bibliotecas en abadías, como Santa María la Real de Nájera
(1052); donando libros, como Gelmírez a la catedral de Compostela, y el arzobispo Jiménez de
Rada (que los poseía muy abundantes) a Nuestra Señora de Huerta; y creando, en fin, las primeras
Universidades, nuevo órgano de enseñanza que vino a sustituir a las antiguas escuelas catedrales y
monacales del trivium y quadrivium. Como bibliotecas importantes, ricas en códices, pueden
mencionarse, entre otras, la de San Isidoro, de León, y la de Uclés.

348. Las Universidades.


A mediados del siglo XII, sea por influencia directa y única de los Colegios o Universidades
árabes de Oriente, imitados en Sicilia, sea por satisfacción espontánea de las necesidades de la
época, que aprovechó también el ejemplo de los musulmanes, aparecen en Italia y Francia nuevos
organismos de enseñanza llamados Universidades, es decir, comunidades de profesores y
discípulos, reunidos en una población para dar y recibir respectivamente instrucción en las
diferentes ciencias que entonces se cultivaban, y de las cuales eran preferentes el derecho romano,
el canónico, la teología y la filosofía. Las gentes ávidas de saber acudían en un principio, dada la
carencia de centros de enseñanza y de hombres que en todas partes proveyesen a ella, allí donde
descollaba alguno por su gran ciencia o donde se reunían varios con propósito de establecer cátedra;
y seguían sin dificultad y con entusiasmo a los maestros en los cambios de residencia que
verificaban. Así, los primeros núcleos de estudios se forman alrededor de dos sabios medioevales,
Irnerio (siglo XI-XII) en Italia, y Abelardo (siglo XII) en París. Cuando los maestros fijaron la
residencia, o se impuso ésta de por sí, merced a la mucha aglomeración de alumnos, a la
importancia de la ciudad, a la costumbre de ir a ella o facilidad de hacerlo y a otras causas análogas,
los estudios se fueron organizando, favorecidos por los reyes y los Papas y adoptaron reglamentos y
constituciones para su régimen interior, formulados por los mismos maestros y discípulos que crean
el Estudio o Universidad. Así nacieron las de Bolonia y París, confirmada esta última y reconocida
por privilegio del rey francés Felipe Augusto en 1200.
Castilla no ofrecía por entonces el atractivo de un hombre ilustre y de fama universal como
Abelardo, y no pudo nacer aquí, por este camino, ningún Estudio o Universidad; antes bien, como
hemos visto, los castellanos acudían al extranjero. Pero el ejemplo de París y Bolonia estimuló a los
246

reyes y personas notables; y Alfonso VIII, en 1212 o 14, fundó en Palencia unos Estudios generales,
trayendo para ello profesores de Italia y Francia. Con esto, diferenciábase la institución de Palencia
de las antes citadas, en ser de pura creación real (primer establecimiento del Estado en la
Península), no hija de la voluntad de los discípulos y de la fama de los maestros; pero tuvo vida
efímera, pues duró sólo 51 años. Diferenciábase también en no contener en su programa la
enseñanza teológica (que no figuró en nuestras Universidades hasta el siglo XV), tan en boga en
Francia. Poco después creó otra Universidad en Salamanca Alfonso IX de León, con el mismo
carácter civil y público, es decir, de patronato real y sostenida con fondos del Erario, sin
intervención del Papa ni de ninguna entidad o corporación: motivo que produjo el resistirse durante
mucho tiempo nuestros reyes a la admisión de representantes del Papa en las Universidades
(Conservadores y Maestreescuelas), aunque aceptaban y aun buscaban su apoyo para el fin de dar
validez a los estudios en todos los países de Europa (cosa que sólo por bula del Papa se lograba), o
por obtener rentas del clero. Así la Universidad de Salamanca fundada como hemos visto por
Alfonso IX hacia 1215, favorecida con privilegio de 1243 por Fernando III, obtuvo bula en 1255. El
mismo rey estableció en Valladolid unos estudios generales sobre la base de los eclesiásticos que
existían desde 1095 por creación de un noble, el conde de Ansúrez, fundador de la Iglesia abacial.
El rey concedió 10.000 maravedises, y nombró profesores de Derecho y otras materias.
Desde esta fecha, queda establecida la instrucción pública superior en Castilla; pero como su
gran desarrollo corresponde a la segunda mitad de siglo XIII y tiempos posteriores, en la época
siguiente estudiaremos su organización e influencia.

349. El idioma.
En el párrafo correspondiente del período anterior indicamos ya cómo, no obstante seguir
siendo idioma oficial el latín, no sólo el pueblo, sino también las clases cultas (según se ve por los
documentos escritos), hablaban una lengua en que las palabras latinas iban mezcladas con otras
muchas de nueva forma, base de los romances. Siguiéndose este cambio o evolución, a fines del
siglo XI ya puede decirse que está constituido el castellano o romance de Castilla, lo mismo que el
gallego y demás variantes de las regiones occidentales y centrales de la Península. Este hecho se
produjo a la vez en todos los territorios cristianos de esta parte, y principalmente, según parece, en
los sitios donde se conservaban menos los antiguos idiomas indígenas. No fue, pues, el castellano
una importación de los guerreros gallegos y asturianos, que iban imponiéndola a medida que
avanzaban en su conquista, máxime cuando es sabido que la producción del romance empezó ya en
época visigoda y en regiones del S. Algo influyeron en la constitución del romance los mozárabes,
comunicándole elementos del árabe, no sólo en palabras, sino en giros y fórmulas enteras —que
aparecen en los documentos cristianos copiadas de aquel idioma— introduciendo voces mixtas,
alterando la escritura de nombres y contribuyendo, por las modalidades de su propio dialecto
especial, muy parecido al castellano, a la determinación de los dialectos regionales romances.
Los primeros documentos completamente romanceados proceden de mediados del siglo XII,
aunque ya a fines del XI, (1088) la escritura toledana era una mezcla de palabras latinas y vulgares.
El desarrollo de los romances era tan grande en el siglo XII, que permitió la producción de obras
literarias de importancia, como veremos; y el progreso fue tan rápido, que ya a mediados del XIII
hicieron traducir al romance, Alfonso IX y Fernando III, el Forum Jiudicum, que como sabemos
regía en León y Castilla. Según se dirá también en el párrafo siguiente, los dialectos romances que
se desarrollaron con preferencia en esta parte de España fueron el castellano, el gallego y el leonés,
estos dos últimos sobre todo, hasta fin del siglo XIII; pues no pocas copias del Fuero Juzgo y
algunos poemas de la época (el de Alexandre, v. gr.) están escritos en leonés, al paso que gran parte
de la poesía lírica lo estaba en gallego. El castellano puro se impuso más tarde. Los mozárabes
siguieron empleando con gran persistencia el idioma árabe, en el cual redactan los documentos
jurídicos privados, aunque mezclando con las palabras arábigas muchos romances de forma
definitiva.
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Al mismo tiempo, la influencia francesa hizo cambiar el tipo de letra toledana o visigoda, que
se usó hasta entonces (principalmente en la sociedad mozárabe, aunque algo modificada) por el de
letra francesa, en que desde Alfonso VI se empieza a escribir, aunque su difusión fue lenta, no
llegando a dominar enteramente hasta fines del siglo XII; a la vez que la introducción del papel,
comunicado por los árabes, daba a la copia de manuscritos mayor facilidad y mayor baratura,
coadyuvando a difundir los libros. En éstos se extremaron el lujo y las bellezas caligráficas y
pictóricas, de que son ejemplo el Fuero Juzgo de San Salvador de Chantada (1063), el Cronicón
que regaló a San Martín de Santiago Fernando I (1135), y otros.

350. La literatura.
No cabría explicarse la literatura de las regiones occidentales y centrales de España en este
período, sin tener en cuenta las influencias que la determinan y que son tres principalmente: la de
los mudéjares, que recayó en especial sobre la lírica y el baile populares; la de los provenzales, más
notable que la anterior, sobre la lengua y la poesía, y la francesa propiamente dicha. La primera
nótase, sobre todo, a partir del siglo XIII; la segunda tiene su núcleo en el reinado de Alfonso VIII y
se perpetúa durante mucho tiempo, y la tercera déjase notar desde Alfonso VI. La literatura judía
empieza a influir más tarde. El cultivo de la poesía latina continuó, al comienzo de esta época,
principalmente en lo religioso, con los himnos de la Iglesia, como los famosos de Grimaldo de Silos
(final del siglo XI), los de San Millán y de Ph. Oscense, el Gramático (1076); y en lo heroico, como
en el poema de la toma de Almería, el cantar latino del Cid, etc. Mas, por bajo de esta literatura
erudita, que también se manifestaba en prosa —en Crónicas como la latina de Alfonso VII—,
comenzó muy tempranea en León y Castilla (sobre todo en esta última) una poesía popular de
carácter épico, consistente en canciones (llamadas de gesta, cantares de los juglares, o simplemente
cantares) dedicadas a narrar y enaltecer las glorias y proezas de los guerreros cristianos. El núcleo
de estos cantares parece haber sido (en los siglos XII y XIII) Burgos, la antigua capital de Castilla,
creyéndose que algunos de los poemas de la época (el del Cid, v. gr.) son refundición de cantares
populares anteriores. No se han conservado más que algunos de éstos embebidos en la prosa de
obras posteriores, como la Crónica general (§ 5,2). Es dato curioso el de que, probablemente,
muchos de estos cantares expresan la oposición, tantas veces revelada en la historia política, entre
Castilla (cuna de ellos) y León, reveladora a su vez de la rivalidad étnica entre el elemento gallego y
el castellano. El origen, no obstante, de esta literatura es francés. Trajéronla consigo los caballeros y
cluniacenses venidos en gran número en el siglo XI con sus cantores (trovadores y juglares) y
cuentistas. El primer trovador, Marcabrú, es del tiempo de Alfonso VII (I 126-57), y uno de los más
célebres, Vidal de Besalú, figura en la corte de Alfonso VIII. A menudo estos cantores (en que
había, como es natural, sus clases y grados más o menos humildes) iban de pueblo en pueblo y de
castillo en castillo, recitando versos al compás de instrumentos de cuerda. Ellos fueron los
propagadores y los autores, en muchos casos, de este género de poesía, en la cual influyó desde muy
temprano, como es natural, la francesa de igual carácter, cuyas obras principales estaban divulgadas
desde el siglo XI en España y eran muy gustadas de los caballeros y monjes franceses o
afrancesados de las cortes de Alfonso VI, Doña Urraca y Alfonso VII; mas parece que esta
influencia se ejerció únicamente sobre la forma y no sobre el espíritu y cualidades esenciales de la
poesía castellana, pues los asuntos de ésta, aunque son con frecuencia imitación de los franceses,
muestran en su mayoría un profundo sentido nacional, incluso de protesta contra el elemento
extranjero; y los metros, aunque revelan en algunas de sus formas la influencia de los franceses
(más perfectos entonces), se separan bastante de ellos y concluyen por adoptar el tipo octosílabo (en
versos partidos; de diez y seis sílabas) que es el genuinamente nacional, dejando el francés
alejandrino (de catorce) a la poesía erudita. A la vez, parece que hubo cierta influencia española en
la literatura francesa, desde el siglo XI.
De la poesía heroica castellana no han llegado a nosotros los cantares populares primitivos,
pero sí poemas de mayor artificio y extensión, de asunto caballeresco, a los que se llamaban
248

entonces romances, y así llama al suyo el autor del Poema del Cid. La aplicación de este nombre a
las composiciones cortas (cantares) no consta hasta el siglo XV. Conocemos hoy dos obras
principales conservadas, pero no completas, en su forma primitiva o en una muy aproximada a ella:
tales son el Poema del Cid o Gesta del mío Cid y la Crónica de sus mocedades, o cantar de gesta
de Rodrigo. Ambos, como indica su título, relatan hechos de la vida del Cid, mezclando la leyenda
con la historia (§ 229), pero reflejando intenciones políticas seguramente poco conformes a la
realidad de la época en que vivió el Cid y al carácter de los actos de su vida. El Poema parece ser de
mediados del siglo XII, y es menos legendario y falso que el Cantar de Rodrigo, de fecha posterior
probablemente, y refundido en el siglo XIV. De otros cantares de gestas sólo conocemos resúmenes
en prosa asonantada, conservados en la Crónica general de tiempo de Alfonso X. La influencia
francesa revélase con gran fuerza en varios otros poemas del siglo XIII, de asunto religioso o moral,
Vida de Santa María Egipciaca, El Libro de los tres Reis d'Orient, la Disputación del alma y el
cuerpo y el Debate entre el agua y el vino, versiones de obras francesas hechas con gran servilismo.
Corresponde también a este período la primera muestra castellana de poesía dramática, el
Misterio de los Reyes Magos (fines del siglo XII?), obra de poeta erudito, arreglo de otra latina
francesa y notable por la variedad de sus metros, que inicia la tendencia polimétrica característica
de nuestro teatro.
La forma de éste en la primera mitad de la Edad Media, perdida la tradición clásica (en parte
continuada en la época visigoda) se amoldaba al carácter y tendencias de las corrientes literarias y
sociales, manifestándose en dos géneros: el religioso y el popular. El primero estaba ligado a las
grandes festividades de la Iglesia, y en especial a la de Navidad, con cuyo motivo se celebraban en
los templos representaciones (misterios) de asuntos de historia sagrada en que tomaban parte los
canónigos, monaguillos y el pueblo, con música y baile. A este género, que los cluniacenses
desarrollaron mucho, pertenece el citado poema de los Reyes Magos. El segundo género,
consistente en representaciones muy rudimentarias, que hacían los juglares en las calles y en los
castillos, tenía asunto profano y generalmente satírico y de gran libertad de expresión, del cual no
nos quedan muestras correspondientes a este período. Ambos géneros no estaban radicalmente
separados, pues también en las iglesias se celebraban a veces farsas burlescas más profanas que
religiosas, el día de Inocentes, por ejemplo; y sin duda la libertad de lenguaje y maneras debió
contaminar al teatro litúrgico, puesto que a mediados del siglo XIII (y comienzos del siguiente
período) hubo que dictar disposiciones legales para corregir las «muchas villanías y desaposturas»
indignas de la casa del Señor que se cometían. El porvenir del teatro nacional estaba, sin embargo,
en el género juglaresco, y ya veremos cómo se desarrolla en los siglos posteriores.

351. El mester de clerecía y la influencia provenzal.


Con el siglo XIII comienza en Castilla una nueva escuela poética, muy diferente y aun
contraria de la popular y heroica de gesta, con la cual coexistió, pero sin confundirse: la escuela
llamada de mester de clerecía, erudita, pulcra, nacida en los monasterios y en las Universidades o
Estudios generales, especial de la clase que le dio origen y ligada a la influencia francesa.
Caracterízase por los asuntos, generalmente religiosos, la cultura escolástica de que alardea, cierta
madurez y corrección de las formas exteriores, conseguidas a fuerza de artificio, y una riqueza
mayor de diccionario que la poesía juglaresca. El poeta que la representa de modo más brillante en
este período es Gonzalo de Berceo, clérigo, nacido probablemente a fines del siglo XII y que vivió
hasta bien entrado el XIII. Se conocen diez obras suyas (entre ellas tres himnos), todas de carácter
religioso, en que expresa una dulzura grande de sentimiento. Sus asuntos son más bien legendarios
que místicos, y como inspiración sus mejores versos hállanse en la Vida de Santo Domingo de Silos,
la de Santa Oria y el Duelo de la Virgen. El metro usado por Berceo es el de catorce sílabas
(quaderna via), formando cada copla de cuatro versos de rima igual, diferenciándose en esto de los
poemas anteriores cuyo metro es de nueve sílabas, a partir de la Vida de Santa María Egipciaca. De
nueve sílabas es también un poema, Razón feita de amor, de autor no seguro, notable por su
249

delicadeza y sentimiento y educado seguramente en modelos extranjeros.


Contemporáneos de Berceo fueron el autor desconocido del Libro de Apolonio, que narra la
leyenda bizantina del rey de Tiro e introduce en España la novela griega de amor y aventuras,
tomándola de fuentes extrañas, latinas o francesas; el de Poema de Alexandre (Juan Lorenzo de
Segura, clérigo, según algunos autores; según otros, el mismo Berceo), voluminosa obra de gran
aliento, primera tentativa en nuestra lengua de epopeya clásica y gran alarde de erudición
enciclopédica. Su asunto es la vida de Alejandro Magno, pero mezclada con leyendas y cuadros de
costumbres medioevales que hoy resultan de gran interés. El autor se apoyó en fuentes latinas y
francesas, pero es original en los detalles. Un poco posterior a éste es otro poema de clerecía escrito
probablemente por un monje de Arlanza, con todos los caracteres de obra erudita en el género del
Libro de Apolonio, pero muy análogo, por el asunto y por cierto tono épico que adopta, a los
cantares de gesta juglarescos. Refiérese este poema al conde Fernán González y es una narración de
los hechos legendarios del famoso conde castellano, narración hecha indudablemente sobre
tradiciones y documentos de origen popular y notable por el ímpetu bélico, el ardiente amor patrio a
Castilla, no menos que por la erudición bíblica y los propósitos moralistas que a cada paso revela.
Es por todo esto el Fernán González como punto de unión entre las dos escuelas, no sin daño de la
juglaresca, pues a él se debe en gran parte, sin duda, la pérdida de las primitivas gestas del conde,
obscurecidas por esta refundición erudita. Manifestación más pura del mester de clerecía es una
relación en verso, de autor desconocido y fecha incierta, conocida con los nombres de Poema o
Historia de Júsuf o de José. Tiene esta obra la particularidad de estar escrita en idioma castellano,
pero con caracteres árabes, forma literaria propia de los mudéjares, que se llama aljamía y que,
como veremos, tuvo otras manifestaciones importantes. El asunto de este Poema es la conocida
historia bíblica de José y Putifar.
Al propio tiempo que se desarrollaba el mester de clerecía, empezaba a influir en España otra
escuela poética extranjera: la de los trovadores provenzales, o sea de las regiones del Mediodía de
Francia, Aquitania y Tolosa. Distínguese esta escuela por ser esencialmente lírica y erótica, cantora
del amor, de la mujer, de la cortesía y caballerosidad, bastante fría y despreocupada en materia de
fe, puramente erudita, ingeniosa y correcta. Por la relación estrecha que había entre Aragón,
Cataluña y aquellas regiones (§ 247), influyó la poesía provenzal primeramente en estos países,
siendo el primer trovador español Alfonso II de Aragón. De aquí pasó su influencia a Castilla,
donde se hubo de señalar mucho en la lengua y en la literatura lírica en los siglos XII y XIII; a la
vez que por Galicia se introducía también directamente, dando origen a una escuela especial
(galaico-portuguesa) de poetas líricos, que florece en los siglos XIII y XIV y empezó a formarse a
fines del XI, en aquel período en que Galicia desempeñó importante papel político en la historia de
España, llevando la supremacía en los reinos unidos de León y Castilla (§ 231-33), y procurando —
por la gran fama del santuario de Compostela, que atraía innumerables peregrinos— la
comunicación con el resto del mundo europeo y la difusión en la Península de la ciencia escolástica
y romanista y de las formas nuevas de poesía. La escuela gallega tuvo de original el unir a la
corriente genuinamente erudita de la forma provenzal, otra popular, imitada por los trovadores (a
ejemplo de lo que hacían los juglares) de los propios cantares populares de la región, cuyo origen se
desconoce hoy, pero se sospecha sea céltico. Esta poesía lírica, «de rara ingenuidad y belleza»,
como dice un crítico, llenó los siglos XIII y XIV siguiendo la preponderancia de la total escuela
galaica que se impone en Castilla, haciendo que los más de los poetas escriban en .gallego y
llegando a una perfección que la propia poesía castellana no alcanzó hasta el siglo XV. Expresa esta
poesía principalmente conceptos de amor y escenas de vida rural y marítima. Abundan también en
ella las composiciones satíricas y licenciosas.
La influencia de los provenzales se acentuó más aún cuando, triunfante la cruzada de Simón
de Monfort contra los albigenses y perseguida la nobleza provenzal, los trovadores se
desparramaron por la Península, acudiendo a las cortes de los reyes y promoviendo el desarrollo
literario de que nos ocuparemos en el período siguiente.
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353. La literatura histórica y científica.


Ya hemos hecho antes alguna indicación acerca de la gran importancia que adquirió en este
período la literatura histórica, sobrepujando a la de otros países europeos, no obstante las
influencias extranjeras de que en parte deriva. Las crónicas del siglo XII, de Pelayo de Oviedo, el
Silense, la de Alfonso VII, la Historia compostelana y otras, escritas en latín o en romance,
expresan un adelanto literario notable en el modo de componer la historia, reflejando alguna de
ellas, como la Compostelana, la influencia francesa de los cluniacenses. Los dos principales
cultivadores del género son el arzobispo de Toledo Don Rodrigo Jiménez de Rada y el obispo de
Tuy Don Lucas. Don Rodrigo era natural de Puente la Reina (Navarra), donde nació en 1170.
Estudió, como ya sabemos, en París, y de vuelta en España fue elegido obispo de Osuna primero, y
arzobispo de Toledo después (1208). La obra de Don Rodrigo consistió en ordenar y concertar la
antigua literatura histórica (de los cronicones), sometiendo a sistema la narración y adornándola de
aquellas excelencias eruditas y literarias que su cultura clásica le permitía ampliamente. Es, con
esto, el fundador de la historia patria, sin que deba entenderse que sus libros encierran todas las
cualidades exigidas a los de su género, ni aun que se hallen exentos de leyendas, errores y faltas de
crítica. Escribió Don Rodrigo en latín un Breviario de la Historia Católica, la Historia de los
Ostrogodos, Hunos, Vándalos y Suevos, otra de los árabes y la Historia Gothica, su libro más
importante, que comprende hasta la muerte de Alfonso VIII y que el propio autor tradujo al
romance.
Don Lucas de Tuy le es inferior en sus escritos, no obstante que, como Don Rodrigo, estudió
en el extranjero, viajando por Italia, Palestina y otros lugares orientales. Sus libros, el de las
Crónicas (Chronicon mundi, terminado en 1236) y la Vida de San Isidoro adolecen de graves
defectos de método y crítica siendo el primero pura compilación poco escrupulosa de crónicas
antiguas. Fueron, no obstante, muy populares, y a fines del siglo XIII se habían traducido ya al
romance. Tanto uno como otro, pero especialmente Don Rodrigo, ejercieron notable influjo sobre la
literatura castellana.
En otros órdenes más científicos, no ofrece grandes nombres Castilla de los siglos XI al XIII.
Los estudiosos, o dependían de la ciencia árabe o de la europea, que brillaba en París y Bolonia.
Así, los dos escritores más conocidos del siglo XII, Gundisalvo y Juan Hispalense, son
principalmente traductores, «intérpretes de todo el saber filosófico de los orientales», y pertenecen a
una escuela o núcleo de traductores de libros árabes que empieza en el reinado de Alfonso VI y
llega a su apogeo en el de Alfonso VII (1130 a 1150), el cual acogió en su corte a los rabinos
expulsados por los almohades (§ 270), que trajeron consigo no pocas influencias árabes y jugaron
gran papel en las traducciones. No quiere esto decir que no se hicieran antes versiones de la
literatura arábiga; pero eran pocas y reducidas a libros de matemáticas, medicina y otras ciencias
concretas. La escuela de Toledo, por el contrario, traduce principalmente libros de filosofía, y hace
de esto un empeño especial; y tales traducciones que se esparcieron bien pronto por Europa,
atrajeron en primer término a muchos sabios, admirados de aquellas doctrinas en que se reflejaban
(aunque imperfectamente) ideas de autores griegos no conocidos aún directamente en Europa;
sabios que hicieron por cuenta propia o mandaron traducir (a judíos y mudéjares) nuevos libros. De
estos extranjeros fueron los ingleses Roberto de Retines, arcediano, y Daniel de Morlay; Hermán el
Dálmata; Hermán el Alemán; Gerardo de Cremona célebre erudito italiano, y el famoso filósofo
Miguel Scoto (principios del XIII). Así se tradujeron las obras de Avicena, Algazalí, Avicebrón,
Tolomeo, Abubeker Abul-Cásim, Averroes Alpetrochi y otros. De los dos principales traductores
españoles ya nombrados (protegidos por el arzobispo Don Rodrigo, que debió ser entusiasta de este
movimiento científico, y a quien dedican ellos las traducciones), Gundisalvo, educado en la escuela
de Ben Gabirol, era arcediano de Segovia y vertió al latín las obras de aquél, ayudado por Juan
Hispalense o de Sevilla, judío converso conocedor del árabe, que le iba dictando en romance la
versión. Gundisalvo fue autor también de un tratado original De processione mundi, que reproduce
las ideas de la Fuente de la vida. Juan Hispalense contemporáneo de Alfonso VII, se distinguió
251

como matemático, siendo el primer escritor de álgebra en latín, y traduciendo libros de física,
astronomía, astrología, etc. Al cabo, estas traducciones, y los viajes de sabios extranjeros, hubieron
de producir una influencia grave, en sentido panteísta, de la filosofía oriental sobre la europea de
Amalarico y otros autores.
Al final de este período, en el reinado de Fernando III, se inicia un movimiento de literatura
política moral en romance, reflejo también (y aun muchas veces traducción) de fuentes musulmanas
y orientales, al cual pertenecen obras como el Libro de los doce sabios, las Flores de Philosophia,
el Libro de los buenos proverbios, Poridat de Poridades y los de cuentos o apólogos titulados
Kalila y Dina y Sendebar.

353. La arquitectura románica.


Hemos visto ya (§ 207) el camino decadente que la arquitectura clásica, modificada por los
visigodos, tomó en los reinos cristianos durante los primeros siglos. Desde el XI, esta evolución
adquiere caracteres especiales que la determinan en un género propio (llamado por los autores
románico, y también con error, bizantino), sin dejar de ser en el fondo una transformación de la
arquitectura clásica, que ocupa, respecto de ésta —como dice un autor—, el mismo lugar que las
lenguas romances respecto del latín. La misma heterogeneidad de elementos que se notan en el
romance, nótase en la arquitectura cristiana de los siglos XI y XII. Se conservan unas veces las
proporciones clásicas, la planta rectangular latina y otros recuerdos de lo romano; pero, a menudo,
se les sustituye con plantas de diversa forma, ábsides redondeados por fuera, arcos de varios tipos
(medio punto, lobulados, peraltados, siguiendo en esto la variedad que ya usaban los árabes),
cúpulas sobre pechinas o sobre trompas, diversidad de capiteles acusando influencias bizantinas,
germanas, italianas, árabes y francesas, ya locales, ya generales, sobre un elemento o varios de la
construcción o decoración. Créese que la invasión y establecimiento de los normandos en Europa,
fue una de las principales causas de las novedades que presenta la arquitectura de estos tiempos,
debiéndose a ellos la introducción, no sólo de motivos, sino de maneras de tratar la ornamentación
derivadas del arte escandinavo y muy diferentes de las que usaban los pueblos del S.
La zona principal del románico español estuvo al N. del Tajo, señalándose el castellano-
leonés, es decir, el de las regiones del C. y O. (a diferencia del aragonés catalán), por un predominio
de formas robustas, proporciones pesadas y ornamentación muy tosca y profusa. Dentro de estas
condiciones generales se observa gran variedad. Tomando por tipo las iglesias, que son el edificio
principal en aquellos siglos, las hay de una nave y un solo ábside, como muchas de Asturias y la de
la Magdalena, de Zamora; de tres naves, siendo la central doble ancha que las laterales y varios
ábsides, como Santiago de Galicia (el más hermoso monumento de España); de cúpulas sobre
pechinas, al modo bizantino, pero por influencia directa del románico francés del Perigord, traído
por los cluniacenses, como la Catedral Vieja de Salamanca, la de Zamora y la Colegiata de Toro; de
plantas octogonales y circulares (llamadas éstas de Templarios), como la Vera-Cruz, de Segovia, y
San Marcos, de Salamanca, etc. Es frecuente que las iglesias de estos tiempos tengan atrios
adheridos, como los de Segovia; claustros, como el famoso de Santillana del Mar y el de las
Huelgas de Burgos; torres prismáticas y sin composición con el resto del edificio, como en
Valladolid, Segovia, Oviedo y León, o de ladrillo y forma piramidal, como en Sahagún; y triforios,
o sea galerías en lo alto de las naves laterales, como en Santiago y Lugo.
La manera de cubrir las iglesias tiene una importancia grande, porque de ella derivan muchas
de las modificaciones que caracterizan el nuevo tipo arquitectónico. En los primeros siglos se
habían conservado los techos de madera, como en las basílicas; pero, según ya dijimos, las
invasiones de los normandos y las guerras continuas demostraron con evidencia el peligro que en
esto había, dado que era muy fácil incendiar las iglesias. Entonces se pensó en cubrir de otro modo:
con bóvedas, como los romanos y los árabes las habían usado, adelantándose en esto algunas
localidades españolas (§ 207). Generalizada la novedad, se originó en seguida la necesidad de
modificar los muros, que si antes, para sostener techos de madera, no era preciso que tuviesen
252

mucha fortaleza, ahora que sufrían grave peso con la bóveda debían aumentar en espesor y
disminuir los huecos en ellos (ventanas). Se usaron varias formas de bóveda: la de cañón seguido o
semicircular, más fácil de construir, pero muy pesada; la bóveda por arista, que resulta de la
intersección de dos semicilindros, más difícil, pero más ligera, y la cúpula. Para sostener las
bóvedas agrandaron los pilares o columnas, que afectan dos formas: cruciforme y cilíndrica, o una y
otra, alternadas, con arcos de varios tipos; y todavía, para mayor fuerza, se aplicaron por el exterior
los contrafuertes o pilares adosados al muro. Los capiteles de las columnas son variadísimos en un
mismo templo, y aun en una misma parte de éste (el claustro, v. gr.), ya imitando los clásicos, ya
adornándose con el lazo rúnico o con motivos de flora (hoja de cardo, etc.) tratada con carácter
oriental, en planos, a bisel, y con figuras humanas o de animales extrañamente desfiguradas o
fantaseadas, elemento quizá septentrional o escandinavo. Al exterior, presentan las iglesias lujo de
decoración en las portadas, multiplicando las arquivoltas (es decir, la curva o parte interna de la
bóveda en que se abre la puerta y que contiene varios arcos) sobre columnitas delgadas, y
ornamentándolas, ya con figuras de hombres y animales, ya con motivos de follaje. En el tímpano
de las puertas, y sobre el capitel de las columnitas, se ponen estatuas de piedra, que a veces forman
composiciones histórico-religiosas. Lo mismo hacen en las ventanas. El tipo más hermoso de
portada es el llamado Pórtico de la Gloria, de Santiago, si bien se muestra ya influido por las formas
góticas que florecen en el XIII (§ 361). Ejemplos de románico más puro son las portadas del brazo
S. de la misma catedral de Santiago y la de San Isidoro, de León. Las ventanas adornábanse con
vidrios que llevaban figuras de colores. Por bajo de los aleros salen las piedras (canes) que
sustituyen a los modillones clásicos de las cubiertas y que se decoran también con figuras.
Aparte de la influencia francesa que ya hemos detallado, y de la bizantina, también indicada,
la árabe se nota especialmente en la construcción de cúpulas, como la de la Sala capitular de la
catedral vieja de Salamanca, la de San Millán, de Córdoba, y otras muchas; y en los arcos
lobulados, como en San Isidoro, de León.
La arquitectura románica militar y civil, menos importante que la religiosa, ha dejado no
obstante en Castilla algunos monumentos de interés, como el Palacio de Carracedo (provincia de
León) y las murallas de Ávila. En Carracedo son de notar la bóveda cupular de tipo lombardo; las
pinturas sobre madera de la cámara llamada de Doña Sancha (probablemente mudéjares) y las losas
perforadas de las ventanas, que recuerdan las de algunas iglesias más antiguas: v. gr. San Miguel de
Lino (§ 207).

354. La arquitectura gótica.


El gran impulso que representa la arquitectura románica no se inmovilizó en las formas
fundamentales de ésta, sino que siguió el proceso de su desarrollo, determinando especialmente, de
entre los muchos y heterogéneos elementos que la componen, algunos que habían de traer consigo
un nuevo tipo arquitectural, característico de una época entera. Así, en monumentos originariamente
románicos como la catedral de Santiago y otros (citados antes), se advierten ya formas que difieren
de las propiamente románicas, sin dejar de ser una excepción dentro del género: como en las
cubiertas; en las pilas (V. gr, las de ladrillo de Sahagún, las de Sandoval, Gradefes y otras), que
modificando su planta cruciforme inician nuevos arcos transversales que se traducen en cambios de
la bóveda; en los arcos (apuntados en vez de lobulados, de medio punto, etc.); en la escultura de las
portadas y otros particulares; a tal punto, que los autores señalan todos estos edificios, en que hay
signos desarrollados de un arte nuevo, con el apelativo «de transición», como si en el continuo
mudar de las formas del arte no fuera todo pura y constante transición. Poco a poco estos elementos
heterogéneos del puro estilo románico van adquiriendo más importancia, sobreponiéndose a los que
antes eran principales, o extremando la evolución de éstos, y al fin crean un nuevo tipo
arquitectónico: el llamado gótico, que comienza a florecer en el siglo XIII. Caracterizan este tipo: el
arco apuntado u ojival, a diferencia del de medio punto que es esencial en la construcción románica
como elemento constructivo, si bien el ojival no lo es, propiamente, en el gótico; la bóveda por
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arista empleada con nueva significación relativamente a la bóveda, y a la cual se subordina toda la
construcción, elevando los arcos, acentuando el uso de transversales y modificando para esto la pila
de que arrancan, en el sentido ya iniciado en Sahagún (§ 35»); el contrafuerte, desarrollado de una
manera grandiosa, menos grueso que antes, pero no adosado a los muros, sino independiente y
unido a ellos por arcos que transmiten todo el empuje de la bóveda (originando lo que se llama
arbotante o botarel), y rematado por torrecillas muy adornadas (pináculos). Por consecuencia de
todo esto, se produce la mayor elevación de las naves; el desarrollo de la ventanería en mayor grado
que en la iglesia románica, puesto que, no siendo ya los muros quienes reciben el peso de la bóveda,
se les puede alargar y perforar impunemente; el cambio de cubiertas (agudas) cuya tapa exterior
afecta en los muros formas angulares (gabletes), origen de los hastiales que luego coronan las
portadas, y la transformación del ábside, que de circular se convierte en poligonal. Al mismo
tiempo, se aumenta la decoración, tanto de los pórticos como de las ventanas, de las canales de
agua, de los capiteles, etc., dando por resultado edificios de gran elevación, ligereza y profusión
ornamental. Las torres adquieren gran desarrollo y van unidas al edificio. La ornamentación es
naturalista, de flora local fina (hojas de hiedra, de encina, etc.) que más tarde se cambia por otra de
hojas carnosas y de malla (crochets), con gran desarrollo de la imaginería en pórticos y ventanales.
La planta es de una o varias naves, con crucero que corta la nave principal y que va tendiendo a
bajar hacia el centro de la iglesia (buscando la cruz griega), para dejar sitio al coro, que se coloca
ante el ábside central, en cuyos muros, y los de los demás ábsides (cuando hay varios, tres o cinco),
se abren capillas aprovechando el hueco entre los contrafuertes.
Como se ha visto, los elementos de la arquitectura gótica existían ya iniciados en la románica.
Muchos de ellos también como la ojiva, la bóveda por arista y la de crucería (que señala sus nervios
o arcos al exterior: braguetones o baquetones), usábanse con autoridad en otros pueblos, como en el
persa y árabe, de los que, tal vez, hubieron de ser tomados en parte. Pero en la producción del arte
gótico, que desarrolla todos esos elementos y les da una importancia de que carecían antes,
influyeron causas sociales, sin las que no cabe explicárselo. Fueron estas causas el aumento de la
población en las ciudades, el crecimiento de la importancia de éstas, de la clase media y del clero
secular, en oposición al regular; la necesidad, por tanto, de agrandar las iglesias, cubriendo grandes
espacios, junto con la vanidad, natural en las nuevas fuerzas sociales, de construir grandes
monumentos. Las iglesias góticas son, conforme a estas causas, obra completamente social,
colectiva, debida al concurso espontáneo de todas las fuerzas sociales y en especial la burguesa; en
lo que estriba su poesía y alta representación histórica. En las catedrales trabaja todo el pueblo, en
medio de cantos y alegría; y en ellas se reúnen los burgueses, no sólo para las ceremonias del culto,
sino para tratar de los intereses mundanos, y en ellos tienen asiento los cabildos, cuya importancia
en todos órdenes es manifiesta.
A fines del siglo XII empieza también la costumbre de enterrar los muertos en las iglesias,
generalmente en los claustros. Antes, los cementerios estaban situados alrededor o a la cabeza de la
iglesia, y así continuaron por mucho tiempo en las aldeas y pueblos escasos. La construcción de
cementerios aislados, cerca de las grandes poblaciones, se inicia también en este tiempo.

355. Edificios góticos en España.


Señálanse tres períodos en la arquitectura gótica. El primero, que ocupa el siglo XIII (único
que ahora nos interesa), se caracteriza por su sobriedad y robustez, sobre todo en las regiones del C.
y O. Los monumentos principales son: la catedral de Toledo, la más genuinamente española; la de
León, muy influida por el gótico francés, construida por un maestro educado en la escuela del
ducado de Francia y superior a muchos de sus modelos en ligereza, esbeltez y armonía de
proporciones en el interior, y más sencilla y elegante de ornatos, debido a falta de recursos; la de
Cuenca, con espléndido triforio, y otras varias.
La arquitectura gótica no es sólo notable en monumentos religiosos: lo es también en los
militares y civiles. En los primeros, el tipo fundamental es el castillo, que antes del siglo XII era de
254

pobre construcción, madera por lo general. A la madera sustituye por completo la piedra (a fines del
siglo XI los hay ya en Francia), y a la vez se amplía su área y se desarrollan los elementos
defensivos. Al terminar el siglo XII, el castillo —feudal, real o municipal— adquiere todo su
esplendor. Lo rodea al exterior un foso, con empalizada, detrás del cual se eleva un espeso muro
flanqueado de trecho en trecho por torreones redondos o cuadrados y con la cima coronada de
almenas, desde donde disparan los arqueros. Completan la defensa: construcciones salientes,
primero de madera (siglo XIII), más tarde de piedra, cuyo piso está lleno de hendiduras
(matacanes) desde las cuales los soldados pueden arrojar grandes proyectiles sobre los que intenten
escalar el muro o atacar su base; las puertas, protegidas por torres, por defensas exteriores
(barbacanas) y por puentes que se pueden ir levantando pieza a pieza. Se construyen también desde
el XII, para evitar lo débil de un recinto extenso, fortificaciones avanzadas y sueltas que completan
la defensa.
En el interior hay dos cuerpos de edificios: el de los artesanos, con los almacenes, etc., y el de
los señores y sus soldados, separados por un muro; y en uno de los lados, aislada por un foso, una
torre alta, que se llama del Homenaje y que puede servir de ultimo refugio en el asalto. En las
ciudades señoriales, el castillo o habitación del señor, que domina todas las demás fortificaciones,
está defendido y aislado también por la parte interior o que da a la ciudad, en previsión de
sublevaciones de los vasallos. Los conventos y palacios episcopales copian el mismo sistema de
defensas, con torres, murallas, etc. Estas últimas (que ya vimos cómo se construían en el período
visigodo), lo mismo en las ciudades señoriales que en las libres rodean el casco de la población, a
veces en doble línea separada por un foso. Son de piedra al exterior, rellenas de tierra o piedra
machacada, y guarnecidas de trecho en trecho (como las murallas exteriores de los castillos o
residencias señoriales) de torres, cilíndricas o cuadradas, con puertas defendidas, etc. Los puentes,
cuando los hay, están también defendidos a su entrada por torres y puertas.
Juntamente con la militar se desarrolla la arquitectura civil, en mucho mayor grado que en el
período anterior. Las poblaciones siguen siendo de calles estrechas y tortuosas, pero el caserío
comienza a ser importante. Las corporaciones y muchos particulares construyen edificios cómodos
y de elegante aspecto. Los concejos crean la Casa de la villa, con grandes salones para las juntas, y,
desde fines del XII, la atalaya o torre donde se cuelgan las campanas (que antes se colgaron en las
puertas de la ciudad), a cuyo son se reúnen los ciudadanos y las milicias.
En España queda muy poco del gótico del siglo que nos ocupa: el lienzo del E. o parte antigua
del Alcázar de Toledo; la Torre de Don Fadrique, en Sevilla, y portadas de casas en Segovia. Las
grandes construcciones civiles y militares son de los siglos XIV y XV.

356. La arquitectura mudéjar.


Juntamente con el románico y gótico, empieza a señalarse en España un nuevo género de arte,
especial de nuestra patria, debido a los mudéjares. En el fondo, es una combinación de elementos
árabes con los cristianos, de estructuras en general góticas, pero simplificadas; los ábsides
semicirculares; la ojiva túmida o sea compuesta de un arco de herradura que termina apuntando
(árabe, dicen otros). La cubierta vuelve a ser de madera, aunque empleando en ella los grandes
progresos de riqueza y ornamentación de la época.
Al exterior, se caracteriza por dejar al descubierto el ladrillo, base de la construcción, que le
da un aspecto especial y un tono rojo uniforme; por las arquerías ciegas, es decir, arcos rellenos o
tapiados y el uso de parteluces, a veces, de barro esmaltado. Centro de este arte fueron Sevilla,
Córdoba, León, Burgos, Guadalajara, Toledo y otras poblaciones, en cada una de las cuales el
mudejarismo toma modalidades diferentes que constituyen tipos locales distintos. A este arte, y
como monumento del siglo XIII o del XII, pertenece la hermosa sinagoga de Santa María la Blanca,
en Toledo; aunque sin atreverse los arqueólogos a dar sentencia definitiva en punto a la fijación
cronológica del edificio. La Puerta del Sol, de Toledo, edificio también mudéjar, es del XIII o XIV.
Veremos el desarrollo de lo mudéjar en los siglos posteriores.
255

357. Las demás artes.


Tres son las que principalmente descuellan en el período románico y en el comienzo del
gótico: la escultura, la pintura sobre vidrio o pergamino (de libros) y la orfebrería. La escultura
renace juntamente con la arquitectura, uniendo su desarrollo al de ésta. Empléase para decorar los
tímpanos, archivoltas y capiteles de los edificios románicos, y los artistas imitan, ora las formas de
las miniaturas, marfiles y orfebrería bizantinas, ora las de los sarcófagos cristianos de los primeros
siglos. En los primeros tiempos, las figuras son groseras, mal proporcionadas, torpes o rígidas; pero
poco a poco, aplicándose a la imitación del natural, va perfeccionándose y comunicando vida a sus
creaciones. Francia, donde más pronto adquiere propio valor este arte, influye notablemente en
España. En el gótico alcanza mayor importancia todavía la escultura, pero siempre como elemento
secundario de la arquitectura. Las portadas, los capiteles, los pináculos, se llenan de figuras y
composiciones de historia sagrada o alegóricas, ora en bajo relieves, ora en verdaderas estatuas
exentas en que se nota ya un adelanto enorme. Acentúase la verdad de los tipos y de los
movimientos, la expresión de las figuras adecuada al personaje o a la situación, y hasta en el
desnudo se llega a grandes aciertos, revelando el estudio del natural y quizá influencias clásicas.
Hay sobre todo en ellos gran vida y una riqueza de formas que se nota especialmente en las figuras
extravagantes de las canales de agua (gárgolas), tan espléndidas a veces. Los dos tímpanos de
Santiago y Toledo, un relieve en mármol de Sahagún y las estatuas del XIII de la catedral de León
bastarán para dar idea de este arte en su primer período en Castilla y Galicia. Los sepulcros no se
decoran en esta época con bustos yacentes, como más tarde ocurrió. Llevan, a lo sumo, relieves de
figuras (V. g., el de Alfonso VIII y el de Doña Berenguela, madre de Fernando III, ambos en el
Monasterio de las Huelgas). Algunos sepulcros (Huelgas, Zamora, Ávila) tienen baldaquino,
aunque en esta época no son abundantes los de este tipo.
Forma especial e importante de la escultura, desligada de la construcción, son las imágenes de
los altares (de la Virgen especialmente), labradas, por lo general, en madera y cubiertas de hojas de
plata. Tiénense por importación francesa las más de ellas, y el recubrimiento créese que es de época
posterior. Como ejemplos, véanse la Virgen de Santa María la Blanca, la de San Fernando, que es
de marfil, y Nuestra Señora de la Majestad, de Astorga. En los caminos (encrucijadas) y a la entrada
de las poblaciones, solían colocarse cruces sobre columnas, que se adornan con toda la profusión
del decorado gótico y constituyen a veces preciosas obras de escultura.
La pintura tiene escaso desarrollo en estos siglos, en los tipos que más se prestan a la
composición: la pintura sobre muro (al fresco) y la de tabla o lienzo, aunque no dejaba de haber
algunas iglesias románicas cuyos muros ostentaban pinturas (v. gr., como ejemplar notable, San
Isidoro de León: bóveda del Panteón de los Reyes), y en las góticas no es raro ver también
composiciones policromas, que se extienden a las molduras y capiteles. En cambio, alcanza gran
importancia la pintura ornamental de los manuscritos (letras ornadas, orlas, miniaturas) y la de los
vidrios, en que se representan figuras aisladas o composiciones policromas, cuyo progreso va
creciendo desde el siglo X, hasta producir las espléndidas vidrieras de catedrales de los siglos XIII y
XIV. Las primitivas son de vidrios pequeños que recuerdan el mosaico, con figuras también
pequeñas, de ángeles y santos, encerradas en marcos geométricos y que no ocupan más de dos
paneles. Luego aumenta el tamaño del vidrio y de las figuras. También los esmaltes de barro son
importantes, no sólo en forma de los azulejos, sino en la de composiciones de figuras humanas,
usadas en objetos de lujo y de uso ordinario. Todas estas pinturas tienen (como ya advertimos)
marcado carácter simbólico. Su gran desarrollo en España es de la segunda mitad del siglo XIII, en
que estudiaremos estos puntos. Sirvan de ejemplo, en cuanto a miniaturas y pinturas de libros: los
varios códices llamados Beatos (Exposición del Apocalipsis) de los siglos X, XI y XII; el Libro de
los Testamentos de Oviedo (§ 270), según algunos autores; los antifonarios (siglo X), la Biblia y el
Libro de los Testamentos (siglo XII) de León; la Biblia de Ávila (XII); las obras de San Martino,
también de León (XIII); el Psalterio de la biblioteca de Medinaceli (XII), el Tumbo de Celanova, y
otros. En todos ellos se advierte influjo francés, y la ejecución es cada vez más perfecta.
256

La orfebrería es notable, aunque debe notarse que se conservan pocas piezas de los sig1os XI
a XIII. Reviste el mismo carácter simbólico que la pintura, y reproduce formas bizantinas, árabes y
románicas o góticas en la ornamentación (lazos, animales fantásticos, figuras humanas, etc.). Entre
las obras de este arte que se conservan en España, figuran algunos cálices de oro y piedras preciosas
(como uno de Santiago, que se dice del XIII), la corona de Fernando III el Santo, una cruz
procesional con las figuras de Adán, Cristo, la Virgen, San Juan y los Evangelistas, románica; la
urna de Santa Eulalia (siglo XI), que se conserva en Oviedo, y la mesa del altar (llamada
vulgarmente arca de las reliquias) de la Cámara Santa de Oviedo, probablemente también del XI,
etc. De tipo gótico, las obras principales pertenecen al siglo XIV.
De otras artes (talla en marfil, objetos de vidrio) queda apenas nada que pueda servir para
formar idea suficiente de su desarrollo y caracteres. Mencionaremos algunos de los objetos que
pertenecieron a San Fernando: una taza, una Virgen de marfil (ya citada) y la espada. En el museo
arqueológico existe hoy una hermosa cruz de marfil del siglo XI, llamada de Don Fernando, que
antes perteneció a San Isidoro de León, de donde también es una arqueta con placas de marfil.
Finalmente, en Oviedo se conserva un díptico de esta misma materia, atribuible al siglo XII o
comienzos del XIII. Los tipos predominantes en los objetos de esta clase son: el oriental (como en
la época anterior) y el italiano (veneciano) en punto a los vasos especialmente.

358. El mobiliario.
Los muebles son fuertes, pesados, macizos, muy sobrios de decoración, y sin tallas en el
período románico. Los adornos, cuando los hay, son de asunto religioso, guerrero o cinegético, muy
convencional en la composición y naturalista en los pormenores, o de tipo vegetal y geométrico
(hojas, lazos, ajedrezados). Las camas eran objeto de puro lujo. Generalmente se dormía sobre
arcones o bancos, con o sin jergón, y en el suelo. Los señores y gentes ricas solían tener camas de
madera o bronce, con respaldo en un lado y un cabecero muy alto, sobre el que se apoyaba gran
cantidad de almohadones, de modo que las personas venían a quedar más bien sentadas que
acostadas.
Para asiento usábanse taburetes, sillas de tijera sin respaldo, y otras con él o con brazos
(sillones) que reservaban para el señor de la casa, cubriéndolas de tapices. Los tronos de los reyes y
obispos eran sillones de esta clase, colocados sobre un estrado y con dosel o cortinaje, costumbre
bizantina.
Siguen estas formas en lo esencial durante el siglo XII y comienzos del XIII, aunque
mejoradas, con mayor lujo y en mayor número, porque la mayor estabilidad y seguridad de la vida y
el crecimiento del bienestar económico aumentan y enriquecen el mobilario de las casas. Los
artesanos y obreros suelen tener ya una cama, una mesa, dos sillas y un cofre o arca. En la
construcción de los muebles se emplea el torno y se les decora con pinturas, molduras, taraceas e
instrucciones, y con clavos y herrajes, necesarios, además, por no estar generalmente ensambladas
las maderas. Las camas, estrechas, aunque hubiesen de servir para dos personas, son ricas y llevan
colchones de telas de lujo bordadas y galoneadas, sábanas, cobertores y pieles. Los asientos siguen
siendo, en su mayor número, bajos y sin respaldo (taburetes, escaños, escabeles), quedando las
sillas y sillones para las gentes de distinción. El dosel de los tronos toma casi la forma actual, y
delante de las sillas y sillones se colocan taburetes para apoyar los pies, con objetos de
resguardarlos del frío del pavimento, desnudo casi siempre y embaldosado con losas o ladrillos. Al
lado de estas formas antiguas se desarrolla el banco o asiento para varias personas, de varios tipos:
con y sin pies, con y sin respaldo, etc., y con los asientos señalados (si eran para personas de
distinción) por brazos o tabiques. De aquí se derivaron las sillerías de coro, de que se conserva un
ejemplar leonés (coro de Gradefes). Las mesas para comer eran de varias formas y pies de tijera, sin
que se usasen los platos individuales ni los tenedores. Para escribir había una especie de pupitres
colocados sobre pies, y para guardar las ropas, arcas, cofres y más raramente armarios, ya en forma
de alacenas abiertas en la pared, ya sueltos, de madera con herrajes, cerrojos, etc., y pies. Para
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guardar los cuerpos de los santos empleábanse en las iglesias arcas, al principio de maderas,
grandes, y desde el siglo XII de metal macizo, más pequeñas. Las reliquias (trozos del cuerpo,
vestidos, etc.) de los santos seguían guardándose en relicarios o cajitas de marfil, metal o maderas
preciosas, esculpidas, incrustadas, esmaltadas, pintadas, etc., e influidas ya por el arte árabe, de las
que son ejemplos la arquilla de San Millán de la Cogolla, de madera con chapas de plata, piedras y
cristal y 22 placas de marfil, y la esmaltada, con cabezas en relieve, de San Isidoro de León. Ya en
el siglo XI, los relicarios empiezan a adoptar otras formas, como la de torre (p. ej., el de Conques),
la de linterna y también las de los objetos que contenían (v. gr. cabezas, si habían de encerrar
cráneos: catedrales de Ávila y Toledo; brazos, manos, etc.)
Los tabernáculos para guardar la Eucaristía tenían forma de torres o tiendas de telas preciosas
y eran portátiles. Finalmente, empieza a desarrollarse el uso de los retablos (que hasta el siglo X no
se conocían), aunque portátiles, consistentes en grandes planchas de metal (de oro muchas veces,
como los frontales) con figuras, y combinados a veces con relicarios; o de madera pintada, en las
iglesias pobres.

359. Costumbres.—La casa y la mujer.


Desde el siglo XI, el tipo de vida —merced al mayor bienestar económico, a la tranquilidad
de que se goza en las cada vez más extensas regiones no fronterizas, a cubierto de la guerra exterior,
y al influjo de las ciudades que se desarrollan mucho—, cambia rápidamente. Mejoradas las
condiciones de las casas, provistas todas, por lo común, de hogar (aunque no siempre de chimenea,
por lo cual el humo, cuya única salida eran la puerta y ventanas, aun sin vidrios en el siglo XII,
llenaba las habitaciones), se hizo vida más constante en ellas, aumentando la intimidad doméstica y
dando paso a la influencia de los sentimientos y costumbres de la mujer, que forzosamente habían
de dulcificar las del hombre y reflejarse en el adorno y cuidado de la casa. Siendo éstas de madera
en su mayor parte, según hemos visto, ocurrían frecuentes incendios, especialmente por la noche;
para evitar los cuales se fue introduciendo en el siglo XII, como regla de policía urbana, la
disposición de mandar apagar el fuego en todas las casas a una hora dada (toque de oraciones o el
de ánimas, que se llamó, por esto, cubre fuego en algunas partes).
No iba, sin embargo, paralela con el lujo y confort que empezó a desarrollarse en las
habitaciones y mobiliario, la pulcritud de las costumbres relacionadas con las personas. Los
vestidos solían llevarse puestos, sin mudarlos ni lavarlos, hasta que quedaban inútiles. Desconocíase
el uso del tenedor, y no era frecuente el de los platos individuales, ni el de los manteles; los huesos
y restos de la comida quedaban sobre la mesa o tirados en el suelo, y las abluciones caseras de toda
especie eran cosa rara. Por fortuna, a esto remediaba en parte la costumbre de los baños públicos,
que se fue extendiendo en las ciudades y reglamentándose en los Fueros, que establecían días y
horas para las mujeres con separación de las de los hombres, y reglas para tomar el baño. Los
establecimientos de este género solían ser de propiedad del concejo.
La principal ocupación del hombre era la guerra, o bien la industria (casera) y el comercio;
todo lo cual, unido a las juntas o asambleas para el régimen de la ciudad, daba a su vida cierto
carácter público, aunque menor que en la época romana (§ 86). La mujer, por el contrario, vivía
retirada, mucho más siendo soltera. Llevaban éstas el cabello tendido (por lo cual se llamaban
comúnmente mancebas en cabellos), para distinguirse de las casadas, que lo recogían bajo de una
toca que cubría la cabeza y cuello, cuidando también, unas y otras, de no llevar vestidos escotados
ni que mostrasen los brazos. La conquista de Toledo y las relaciones con príncipes extranjeros del
rey Don Alfonso VI introdujeron en Castilla no pocas modas extranjeras, a más de las árabes, como
la cota atrevida o túnica talar, cerrada al cuello y a la muñeca, con ceñidor, la gansapa o abrigo
encapillado, la escarcela o bolsita de cuero que se llevaba colgado de un lado (propia de labradores
y peregrinos y traída a Europa por los cruzados). Predominaron en Castilla las sayas, las túnicas con
pieles (pellotes) y largas mangas, los briales y los corpiños de pieles (pellizas), durante el siglo XI.
En el XII siguen los briales bordados, mostrando la túnica con mangas, ora estrechas, ora anchas y
258

colgantes; túnicas de lienzo fino, rizadas sobre todo en la pechera, y otras ropas y adornos de lujo.
En el siglo XIII aparecen nuevos tipos más sencillos y de mejor gusto y armonía; pero en la segunda
mitad de él desarrolla gran lujo. Las viudas, por obligación que consignan algunos Fueros, llevaban
manto o velo negros, y debían acudir en determinados días a la iglesia para «hacer duelo» sobre la
sepultura del difunto marido; estándoles prohibido presentarse con frecuencia en público, ni aun en
los tribunales de justicia. No se les impedía por esto volver a casarse, con tal que fuera después de
un año.
De las mujeres mozárabes de Toledo (siglo XII) se sabe que usaban enaguas, chinelas, mitras
pequeñas o rodetes en la cabeza, mantos de colores que les llegaban a los pies, jubones de seda y el
pelo rizado.
El recato femenino se sancionaba con castigos que protegían a las mujeres contra los insultos
o agravios. Considerábase grave delito forzar a una mujer y aun cogerle con violencia el cabello; a
las viudas se les otorgan exenciones de pecho (fonsado, posada...) y los mismos honores y
privilegios de que gozaron sus maridos, y en el gobierno de la familia ya hemos visto que tenía la
madre gran participación (§ 307 y 308).
No ha de creerse por esto que en el trato diario gozase la mujer, de parte del hombre, una
consideración elevada, ni aun igual a la de los mismos hombres, siendo absolutamente falso e\
espíritu de galantería que se ha supuesto característico de estas épocas. La literatura castellana
refleja tan sólo, de una manera sobria, la ternura doméstica, común a todos los tiempos y
compatible con un concepto de inferioridad respecto de la mujer; pues si ésta logra en Castilla ser
reina o representar un señorío, y aun, mezclándose a los azares de la guerra, realiza heroicidades
como las de Doña Mencía López de Haro, que con sus doncellas defendió contra los moros la
fortaleza o castillo de Martos, en ausencia de su marido Don Álvaro Pérez de Castro, no solía la
opinión pública considerar el propio valor la acción de las mujeres sin auxilio de varón; como
ocurrió en el caso de Doña Urraca (§ 231). Es de notar, sin embargo, que en la reunión de concilios
y en el otorgamiento de fueros y privilegios por los reyes y nobles, siempre figuran, con los
presidentes u otorgantes, sus mujeres respectivas. Varios documentos medioevales muestran
también la intervención de éstas en asuntos diferentes de gobernación y mando, como es el caso, v.
gr., de Doña Milia, madre de Don Andrés de Castro, conde de Lemos (1242), la cual en ausencia de
su hijo medió en las contiendas existentes entre monasterios de la localidad, y a la que el rey Don
Fernando III no le quitó el condado cuando quedó viuda y en menor edad su hijo, como era usual
hacerlo, para que lo rigiese varón apto y de condiciones guerreras.

360. Costumbres de los hombres.


Continúa la costumbre visigoda de llevar los hombres largo el cabello y la barba, a diferencia
de los clérigos, que usaban corona abierta y barba raída, como ya el Concilio de Coyanza (siglo XI)
se lo había prescrito. La barba larga considerábase de tal modo signo de dignidad, que unos de los
mayores insultos era tirar de ella (mesar la barba), o cortarla, castigándose esto en los Fueros.
Concedíase gran fuerza a la promesa jurada, cuya expresión simbólica era el apretón de manos con
que se cerraban los tratos generalmente: costumbre ya antigua y que ha subsistido durante mucho
tiempo.
Los trajes de los seglares eran de formas que en parte imitaban las de los árabes, usándose los
colores vivos, las túnicas largas (cota o manto), las capillas, bonetes, etc., siguiendo la misma
evolución que en el traje mujeril. Las capas con pieles, los ropones orientales (para la gente rica),
las camisas y túnicas finas (alcandota), las calzas y medias calzas, la aljuba morisca, reducida a
media túnica, siempre policromas, se usaron mucho en el siglo XII. En la primera mitad del XIII se
simplifican los trajes. Los soldados, como ya dijimos (§ 299), llevaban casco o yelmo y cota de
malla (tejido de alambre o de escamas de acero, que cubría el cuerpo) y sobre ella una veste o toga.
Desde el siglo XIII se hizo general la costumbre de llevar espada los vecinos de las villas, como
consecuencia, en parte, de la especie de hidalguía que en general les reconocían los fueros, sobre
259

todo a los que pudieran mantener caballo (§ 273), y, en parte, del mismo orgullo de los florecientes
municipios, cuya tendencia era hombrearse con los nobles.
Los clérigos llevaban todavía vestidos iguales a los de los hombres civiles, pero de un solo
color. Para los oficios usábanse ropas como las de hoy día. Los canónigos de Compostela vestían
traje talar y birretes negros para Cuaresma, y los abades un birrete cónico.

361. Fiestas y costumbres militares.


Seguía el uso del duelo para dirimir los pleitos y ofensas, no obstante los esfuerzos de los
reyes para suprimirlo, sustituyéndolo por la función de los tribunales de justicia.
Las diversiones principales eran las que procuraban los juglares, titiriteros, etc., y los bailes y
músicas populares con ocasión de las ferias, mercados, peregrinaciones o romerías, y los ejercicios
de armas y caballos, no conociéndose el teatro (si no es en la forma ya explicada en el párrafo de la
literatura) ni el circo. Las bodas celebrábanse grandemente. Con motivo de ellas, los caballeros
ejecutaban diferentes juegos peleando unos contra otros o disputándose en certamen de agilidad o
destreza en el tiro de lanza, ballesta, etc., un premio. De aquí nacieron los torneos, o sea desafíos de
fuerza a caballo o a pie, en que sin haber intención de hacerse daño, ocurrían con frecuencia heridas
graves y muertes. Para prevenir desgracias establecían los fueros que estos ejercicios se ejecutasen
fuera de la población, en el coso o sitio destinado a los espectáculos públicos, o en las calles y
plazas, con ciertas limitaciones (Fuero de Soria). Sujetándose a tales reglas, no se consideraban
delito las heridas o muertes que sin malicia ocurrieran entre los combatientes. Los mismos juegos
de armas ejecutábanse con motivo de tiestas concejiles, venida del rey o la reina, matrimonio real y
otros hechos análogos. La influencia francesa, traída principalmente por los caballeros de aquel
país, cuya concurrencia a las conquistas del siglo XI ya vimos, acrecentó esta afición a los torneos,
implantando por primera vez en España las costumbres de la caballería feudal cosmopolita, cuya
profesión esencial es la de las armas, y cuyo ideal estriba en el valor indomable, la lealtad en todas
las relaciones de la vida, y la dignidad, por la cual no puede el caballero permitir que nadie dude de
su condición, de su palabra, de su valentía, etc., ni menos que se le infiera injuria o golpe, sin
vengar el honor ofendido. Este sentimiento del honor, exagerado y en contradicción muchas veces
con la conducta real del caballero, constituye durante siglos la característica de las personas de
condición, reflejándose en la literatura, como veremos. Es también propio de la caballería que no se
obtenga por nacimiento, sino mediante la ceremonia de «armarse caballero», después de haberse
ejercitado en las artes militares el candidato. En el período de aprendizaje, el noble se llama
escudero (§ 273) y está al servicio de otro noble ya armado. Para pasar a caballero tiene que recibir
solemnemente las armas con ceremonias especiales. Muchas veces el escudero vive apartado de su
familia, en casa de otro noble o del rey, criado y alimentado (nutrido) por éstos; se llaman entonces
escudero de criazón, o simplemente diado. Esta costumbre de criar en la casa real y en las de los
grandes hijos de otras familias (no siempre nobles), estuvo muy extendida en España, y creó fuertes
lazos de dependencia y vasallaje. El rey tenía constantemente en criazón muchos hijos e hijas de los
señores principales. También los prelados solían criar a los que se dedicaban a la Iglesia.
Volviendo a las fiestas, notaremos que en algunas partes se formaban también, con motivo de
las bodas, cabalgatas, montando a caballo en dos grupos: uno de las mujeres y otro de los hombres,
que recorrían la población después de haber ido a la iglesia, y terminaban en el coso para presenciar
los juegos. Los excesos y desórdenes que se cometían con ocasión de estas cabalgadas motivaron la
adopción de restricciones, mandando que sólo cabalgasen la novia y su madrina. Lo mismo hubo
que hacer respecto de las rondallas y serenatas que daba la gente del pueblo, en coros de hombres y
mujeres, con panderetas, sonajas e instrumentos músicos diferentes, mandando que no se tuviesen
estas diversiones sino en los barrios respectivos de cada coro, o en la casa de los novios. En ésta se
daba un gran banquete, con mesa abierta para todo el pueblo. Cruzábanse regalos entre los padres y
parientes de los novios y los vecinos convidados, originándose de aquí escándalos que la ley tuvo
que reprimir estableciendo limitaciones a las liberalidades de momento, de que luego se arrepentían
260

muchos. A los juegos de armas se unían los de pelota, tejuelo, dados, ajedrez y damas, que es
sabido se conocían ya en el siglo XIII. La caza seguía siendo ejercicio muy general, ya a caballo, ya
a pie, con halcones y otras aves de presa (cetrería) y en otras formas.
En punto a costumbres militares, además de lo dicho en el § 299, es curioso advertir que a los
ejércitos acompañaban clérigos y religiosos que en el momento del combate excitaban a los
soldados levantando en alto crucifijos y presentándoles Evangelios abiertos: cosa que ocurría de un
modo análogo en las huestes musulmanas, como se sabe con referencia a la batalla de Azagala o
Zalaca. Los campamentos formaban verdaderos pueblos, ordenadas las tiendas en calles y plazas y
ocupando sitio diferentes los traperos, cambiadores de moneda, especieros, boticarios, carniceros,
etc., lo cual da idea de la impedimenta que llevaban consigo los ejércitos, necesaria, por otra parte,
para su manutención y arreglo. Téngase en cuenta, no obstante, que la descripción mencionada se
refiere al campamento formado para el sitio de Sevilla y que no era lo mismo entonces (ni aun
ahora) sitiar una ciudad, que realizar una cabalgada o correría, cosa la más frecuente. Los sitios, por
lo abundante y sólido de las fortificaciones y la falta de instrumentos de guerra que combatiesen a
distancia (como los cañones que algún tiempo después empezaron a usarse), duraban muchos años
y exigían una organización especial.
Habiendo mencionado los años, es ocasión de decir que en España se contaba entonces por la
Era española, usada por San Isidoro y que comienza 38 años antes de la de Cristo, y no por ésta;
siendo necesario, pues, reducir los años de la primera a los de la segunda, que hoy rige, pero que
tardó en ser adoptada. Los musulmanes contaban el tiempo (y siguen contándolo hoy) a partir del
día siguiente a la llamada Hégira o huida de Mahoma de la Meca a Medina, el 15 de Julio del año
622 de J. C. El año musulmán, que consta de 12 meses lunares, no coincide, con el cristiano, el cual
le excede en 11 días.
Conócense ya de este período establecimientos de beneficencia pública o caridad, con la
fundación de hospitales y malaterías en Burgos (Alfonso VI y VII) y otros sitios. Sábese de uno
especial para peregrinos, con 112 camas, que creó Alfonso VIII (1180). La gran extensión que las
epidemias de lepra tuvieron en España, como en toda Europa, hizo fundar lazaretos y hospitales
particulares para los atacados de esta enfermedad terrible, que se prolongó durante siglos. También
fueron frecuentes las invasiones de la peste de Levante (¿peste bubónica?), de la cual hablan los
libros de medicina de entonces.

Aragón y Cataluña
362. Agricultura e industrias.
Igual impulso de progreso que en León y Castilla, nótase en Aragón y Cataluña, a partir del
siglo XI, en lo que atañe a la agricultura y a las industrias. Los datos referentes al comercio que con
países del N. de Europa se hacía desde nuestros puertos cantábricos (§ 346) acusan una producción
notable de vinos y otras materias procedentes de la agricultura de Aragón. Los fueros y las
ordenanzas demuestran el crecimiento del cultivo, la existencia de tierras comunes en los pueblos,
las garantías otorgadas a los labradores y la existencia de aquel mismo núcleo de comunidades de
familia que representan el arraigo de la población en el terruño y son base de la prosperidad
agrícola. En Aragón empezó a cosecharse aceite antes que en Castilla, a juzgar por un privilegio de
1093 referente a la campiña de Huesca; y de la producción de trigo se sabe también que era
importante y servía para alimentar a Cataluña, así como la de arroz y azafrán, que a mediados del
XIII se exportaban a Flandes. Sin embargo, la tierra aragonesa era en general pobre, y esta
inferioridad económica se perpetuó hasta siglos después, como veremos con testimonios de las
mismas Cortes.
También florecieron allí industrias, y en primer término la pecuaria, con análogos privilegios
que en Castilla e iguales luchas con la agricultura. En Cataluña debió ser importante, a juzgar por
los legados que figuran en testamentos de diversos condes del siglo XI. De la ganadería derivaban
261

el arte de adobar pieles y la fabricación de paños de lana. El primero debió llegar a gran desarrollo
ya en el siglo XII, pues consta que en 1137 existía en Zaragoza una calle llamada de la Pellicería. El
arte de la lana tenía su centro en Albarracín, cuyos pelaires suenan ya en 1200, con ordenanzas
sobre fabricación de paños de color. Había también fábricas, a mediados del XIII (1249), en Jaca,
Huesca y otros puntos. De esta época es igualmente la explotación de las minas de plata de los
montes de Benasque.
En Valencia, hijuela de Aragón, eran muy florecientes la agricultura (merced, sobre todo, al
sistema de riegos tan extendido por la vega) y las industrias, especialmente las que traían
procedencia árabe, por la gran cantidad de mudéjares que habían quedado. Lo mismo pasaba en
Mallorca. Así se cuentan ya en el siglo XIII gran número de fábricas de paños de lana y algodón en
Valencia, otras de papel, cordobanes, sedas, objetos de latón y de cerámica, en especial la de
reflejos dorados, que se fabricaba también en Calatayud y Mallorca y alcanzó gran celebridad. La
influencia del elemento musulmán en las industrias aragonesas es muy señalada en estos tiempos,
no sólo en las mencionadas, sino en otras muchas, como la misma del adobo de pieles y la
orfebrería, según se verá oportunamente.
En Cataluña, cuya situación marítima impulsaba más a la navegación y al comercio, y cuyo
suelo se presta poco para algunos cultivos agrícolas, como el del trigo, la agricultura fue menos
importante que otras industrias. Se sabe, no obstante, que el cultivo de la vid extendíase, a mediados
del siglo XII, por casi toda Cataluña. Generalmente hacían las plantaciones labradores pobres, que
recibían tierras en precario (o sea gratuitamente, pero con facultad en el dueño de revocar en
cualquier momento la donación), dividiendo luego los frutos por mitad o recogiendo para sí el señor
de la tierra la cuarta parte. La costumbre solía conservar por siete años este contrato, y, al fmal de
ellos, las tierras cultivadas se dividían por mitad, formándose así lentamente una clase de pequeños
propietarios rurales. Las demás tierras se daban en enfiteusis, con pago de la cuarta parte de todos
los frutos anualmente. Las casas de labranza se llamaban mansos, de donde mas y masía. En punto
a industrias, el desarrollo fue rápido, movido por el ejemplo de las repúblicas italianas vecinas.
Según datos del siglo XIII, fabricaban los catalanes en Gerona, Lérida, Vich y sobre todo en
Barcelona, objetos de hierro labrado, madera (incluso toneles para el vino), cueros, pieles, vidrios,
jarcia y cordelería de cáñamo y esparto, salazones, tejidos de lino, algodón, lana y seda. En el siglo
XI consta la existencia de muchos obradores o talleres organizados en Barcelona y sus arrabales.
En el XII había ya muchos batanes, fábricas de curtidos, forjas, herrerías, etc. Y que estas industrias
debían ser importantes (amén de las artísticas como las de orfebrería, pintura y cerámica,
principalmente explotadas por judíos y mudéjares) se deja notar en lo extendido del comercio,
según veremos en seguida.
A los artesanos llamábaseles ministerialis, de donde el nombre de menestral, no exclusivo de
Cataluña. Tanto aquí como en Aragón, formaban ya en el siglo XIII —y quizá antes— gremios de
igual carácter y organización que los gallegos y castellanos. El primer documento catalán que habla
de oficios corporados es del año 1200.

363. Comercio, marina, moneda.


En este punto, la región catalana vencía a la aragonesa, como era natural que así fuese. Los
aragoneses, alejados de las costas, habían de acudir, bien a los puertos del Cantábrico (como lo
hacían desde el siglo XII, por lo menos), bien a los de Cataluña. Aun así, era numerosa la
exportación para Flandes, Alemania e Inglaterra, por el Norte, aparte de la que se hacía
interiormente a Castilla, Navarra, etc. Los fueros aragoneses reflejan esto, con disposiciones
favorables, estableciendo mercados, garantizando la seguridad de los mercaderes, la legalidad de los
pesos y medidas y demás condiciones del tráfico. Claro es que éste no fue igual en todo el período
que ahora nos ocupa. Empezó a lograr prosperidad después de la toma de Zaragoza, y fue
extendiéndose a partir de aquí, merced a las nuevas conquistas. El Ebro se utilizaba para el
transporte de mercancías; y no es dudoso que con Francia también se hiciera gran comercio.
262

El de Cataluña, ya hemos visto que era importante en el siglo IX. Forzosamente debió ir
aumentando, pues en el XII se tienen ya muchos testimonios de su gran extensión.
Los Usáticos contienen disposiciones encaminadas a proteger a los mercaderes que iban y
venían por mar y tierra. El puerto de Barcelona, abierto a todas las naciones, era muy visitado por
mercaderes griegos, písanos, genoveses, sicilianos, sirios, francos y de otros países que traían los
objetos de la industria y de la agricultura extranjera, influyendo noblemente en Cataluña. Â¥A
principal comercio se hacía con Italia, desde la época de Ramón Berenguer III, que visitó, como
sabemos, Pisa y Génova, e impulsó mucho el crecimiento de la marina. Los tratados comerciales
con písanos y genoveses se repiten con frecuencia, interviniendo mucho en Cataluña los elementos
italianos, que también en Castilla lograron ventajas, como el privilegio de comercio en Sevilla que a
los genoveses dio Fernando III (1254). En 1265 obtienen la exclusiva en el territorio catalán. Las
relaciones del tráfico extendíanse hasta Berbería y Egipto, y desde comienzos del XIII a las
llamadas escalas de Levante (Palestina, Siria, etc.), en competencia con los italianos para traer a
Europa los productos de Oriente (especiería, perfumes, telas...) Bien se comprende que esto había
de traer aparejado un gran desarrollo de la marina mercante, al paso que la de guerra (según hemos
visto) se aumentaba precisamente para proteger a aquélla contra los piratas y los enemigos. El
movimiento comercial fue aún más impulsado por Jaime I, merced a sus conquistas, por una parte, a
las tarifas de aduanas y ordenanzas de policía náutica y mercantil que publicó (1258) y al
establecimiento de representantes de comercio (cónsules) en diferentes puntos del extranjero, para
proteger e impulsar los intereses de los comerciantes catalanes. Con el mismo objeto se
establecieron en los puertos principales de nuestra costa Consulados de mar, como el de Valencia,
que fundó poco después Pedro III.
Verosímilmente los catalanes regían también sus relaciones marítimas por leyes
consuetudinarias, bien de común observancia en el Mediterráneo, bien nacidas de iniciativa
regional. Con estas costumbres se formó al cabo un Código o compilación llamado Libro del
Consulado de mar, cuya fecha no se conoce de fijo, poniéndola unos en mediados del siglo XIII,
otros más tarde y algunos antes. Del propio siglo XIII son de cierto las costumbres de Tortosa, que
también encierran una compilación de derecho mercantil. Sea lo que fuere de la respectiva
procedencia de ambos Códigos y de su antigüedad exacta, los dos son prueba del gran desarrollo
marítimo que en este tiempo había alcanzado Cataluña, y sólo a este título importa aquí señalarlos;
así como es indudable, conocido el carácter consuetudinario de sus disposiciones, que si no llegaron
a escribirse hasta mediados, o fines del siglo XIII, o más tarde, muchas de ellas se ejecutaban con
anterioridad y pueden servir para formar concepto de los usos marítimos de la época.
En punto al comercio interior, dan testimonio de su importancia el establecimiento frecuente
de mercados y ferias, cuya concesión correspondía al conde de Barcelona (quien solía hacer
donación de este derecho), la protección especial concedida a los que concurrían a ellos y la
importancia de los tributos que por las ventas se cobraban.
Todo este desarrollo comercial suponía gran abundancia de numerario. Lo hubo, en efecto,
con acuñaciones particulares en Aragón y Cataluña, aunque no tanto como pedían a menudo las
necesidades de la guerra; por lo cual los reyes más de una vez alteraron el valor y ley de la moneda,
acuñándola de menos valor real que el nominal, contra lo que protestaron las Cortes. La moneda
principal de los aragoneses era la llamada jaquesa.
Los catalanes tenían moneda propia desde el siglo IX, en que la acuñó ya de oro y plata
Barcelona (§ 215). Gerona y Vich también la emitieron desde el siglo XI, lo mismo que los condes
de Ampurias, cuya serie es muy interesante, Besalú y Agramunt. Generalmente llevan las monedas
catalanas el escudo y la cruz. Los tipos en circulación eran muy varios, por la moneda extranjera
que se recibía y cuyo pase llegó a restringirse en algún punto, como en Vich, cuyo obispo Pedro
prohibió en 1174 que se comprase o vendiese con otra moneda que la acuñada por él. Los Usatges
hablan de falsificadores de moneda, a quienes se aplican penas severas.
263

364. Movimiento intelectual.


Ya hemos visto que, ni aun en los siglos de mayor decaimiento intelectual de Europa, se había
apagado por completo en Cataluña la tradición científica y literaria, aunque reducida a un escaso
número. Los documentos de los siglos XI y XIII mencionan diferentes individuos dedicados a la
enseñanza en general o a la de la gramática, y que, al parecer, se sostenían con los productos de esta
profesión. En tiempos de Ramón Berenguer III se inicia un movimiento literario análogo al de
Toledo, con la traducción de obras de astronomía y matemáticas de Albategui, Teodosio, Tolomeo,
Assofar (discípulo de Moslema), Ibrahim el Fesari y otros autores musulmanes o transmitidos por
éstos. Figuran como traductores un judío, Abraham Savasorda, y el italiano Platón de Tívoli.
También parece que se escribieron obras originales de las mismas ciencias. En otro orden de
estudios se puede citar al maestro Renallo, del siglo XI, autor de una colección de leyes
eclesiásticas, una historia del martirio de Santa Eulalia y un libro de Corpore divino, igualmente
acusan cierto desarrollo literario las bibliotecas cuyos inventarios conocemos hoy, de diferentes
monasterios (Ripoll, San Cucufate, San Benet, Cardona, etc.) y catedrales (Vich, Gerona,
Tarragona...), así como la abundancia de copistas y el precio que alcanzaban los manuscritos. La
cultura fue creciendo en la misma progresión que en Castilla, siendo el centro principal de ella, en
el siglo XIII, Lérida. En Aragón lo era Zaragoza, donde el clero continuaba los Estudios de origen
romano, establecidos desde el siglo XII en el mismo sitio que ocupó luego la Universidad.
Jaime I, siguiendo la corriente general, fundó en Lérida un Estudio general o Universidad, en
que se enseñaba el derecho canónico, el civil (romano) y las artes liberales (gramática y filosofía), y
otro en Valencia, anejo a la catedral; mientras que la escuela de Medicina de Montpellier —ciudad
perteneciente entonces a la soberanía aragonesa-catalana— brillaba como la más notable de su
tiempo.
Estas fundaciones, y, sobre todo, el trato frecuente de los catalanes con Francia e Italia,
donde, como sabemos, florecían en alto grado por entonces los estudios a que acudían los de acá,
produjeron en la mitad segunda del siglo XIII un gran movimiento intelectual que dio insignes
representantes a la ciencia europea. De ellos es el más importante Raimundo Lulio, nacido en 12,2
en Palma de Mallorca, asiduo de la corte de Jaime I, filósofo, místico, poeta, autor de muchos libros
que adquirieron gran celebridad en su tiempo e influyeron en la ciencia europea. Raimundo Lulio
es, ante todo (no obstante lo mucho que tomó, para su doctrina, de fuentes musulmanas, y
particularmente del lógico Algazel y de Mohidín: § 338) filósofo cristiano: su doctrina, como ha
dicho Menéndez y Pelayo, «es la teodicea popular, la escolástica en la lengua del vulgo, saliendo de
las cátedras para difundirse por los caminos y por las plazas, la metafísica realista e identificada con
la lógica, el imperio del símbolo, la cábala cristiana, que predicaba a las multitudes aquel aventurero
de la idea y caballero andante de la filosofía, asceta y trovador, novelista y misionero, en quien toda
concepción del entendimiento se calentó con el fuego de la pasión y se vistió y coloró con las
imágenes y los matices de la fantasía». Representa la protesta contra Averroes y su panteísmo. Sus
obras principales, Arte magna, Árbol de la ciencia, Contemplaciones magnas, aparte las especiales
de Retórica y otras así, constituyen un sistema general de la ciencia cuyo fundamento es la idea de
que, no obstante tener cada materia sus principios particulares, «el entendimiento busca una sola
ciencia general, aplicable a todas, con principios generalísimos, en los cuales está contenido el
principio de las ciencias particulares, como está contenido lo particular en lo universal». Raimundo
Lulio, cuya vida científica se extiende por los comienzos de la época siguiente, terminó predicando
la fe cristiana en África, después de profesar en la Orden de San Francisco, y murió apedreado por
las turbas en Bujía (1315).
Compañero y en parte maestro suyo fue Arnaldo de Vilanova (Villanueva), nacido en las
cercanías de Montpellier en 1240, educado en las escuelas árabes de Córdoba y médico famoso en
aquella ciudad. En la corte de Don Jaime I brillaron también su confesor San Raimundo de
Peñafort, profesor de la Universidad de Bolonia, autor de la primera Suma de moral y compilador
(por orden del Papa Gregorio IX) de una Colección de Decretales o constituciones pontificias (libro
264

V del Corpus juri canonici); el obispo Don Vidal de Canellas, representante de la clase, ya entonces
importante, de los jurisconsultos (legistas), cultivadores del Derecho romano y partidarios del poder
real absoluto; San Pedro Nolasco, ayo del rey y fundador, con San Raimundo, de la Orden de la
Merced (1218), dedicada a redimir cautivos del poder de los musulmanes, y otros más. De este
tiempo es también Raimundo Martí (1230?-1286?), autor del Pugio Fidei, libro de controversia con
los judíos, que gozó de gran celebridad y que puede suponerse escrito entre 1250 y 1260.

365. La literatura.
Si, a pesar del glorioso nombre de Raimundo Lulio, no se puede decir que el cultivo de las
ciencias adquiriese en Aragón ni en Cataluña un desarrollo importante, sí lo alcanzó, en cambio, el
de la literatura, por influencia de la escuela provenzal, que arraigó más pronto en estas regiones que
en Castilla, ya por la proximidad del foco, ya por la condición común del idioma popular. En efecto,
al paso que en las regiones del N. y C. de la Península iban determinándose los romances castellano
y gallego, en parte de Aragón se formaba una variante importante (aragonés), y en Cataluña y
localidades adyacentes por el O. y N. otra, muy diferente (catalán), que en las comarcas del SE. de
Francia correspondía al provenzal o lemosín. A medida que se estrecharon políticamente las
relaciones entre Cataluña y los condados franceses, la influencia del idioma provenzal fue
creciendo. Limitado al principio al uso vulgar (pues tanto las disposiciones oficiales como los
documentos jurídicos y la literatura en prosa se escribían en latín), alcanzó en el siglo XII
consideración de lengua literaria, aunque sólo para la poesía, traída por los trovadores provenzales.
El provenzal-catalán se hizo de moda, lo mismo que la poesía erótica y convencional de aquéllos;
pero la prosa siguió escribiéndose en latín hasta los tiempos de Jaime I, en que se produce un
movimiento vigoroso y fecundo en favor de la lengua popular, como signo de la nacionalidad
primitiva, comenzándose a escribir entonces en catalán los libros de Historia y hasta los de
Filosofía. Raimundo Lulio escribió sus obras en catalán (probablemente todas, o casi todas, aunque
luego las tradujo al latín), siendo éste el primer idioma romance de Europa en que se habló de
asuntos filosóficos, así como el castellano lo fue para los de ciencias físicas y matemáticas. Las
mismas leyes (fueros, etc.) se redactan ya en romance, a pesar de lo cual los Usáticos tardaron aún
más de un siglo en traducirse del latín.
Aun cuando, por la fuerza que cada día iba adquiriendo el idioma vulgar de la región
mediterránea, es de presumir que simultáneamente se produjeran muestras de poesía en lengua d'oc
(como se llamaba) tanto en Provenza como en Cataluña, el foco de la escuela poética fue aquella
región. Los trovadores no usaban propiamente el idioma vulgar, tal como lo hablaba el pueblo, sino
otro de iguales caracteres, pero más refinado, y en que las formas propiamente provenzales
predominaban. Las. composiciones, de diferentes géneros, metrificación y composición (canciones,
serventesios, albadas, etc.), rimadas siempre, se cantaban generalmente al son de un instrumento de
música (laúd, mandolina, etc.); y aunque abordaban todos los asuntos, predominaba en ellas el tema
del amor, entendido de una manera especial, artificiosa y enfermiza, mezcla de sensualismo mal
encubierto y adoración platónica a un ser bello y perfecto, adoración compatible con la más rigurosa
fidelidad matrimonial, a lo menos en teoría. Por esto era permitido que las damas, con
consentimiento de sus esposos, aceptasen, no sólo las declaraciones de los poetas, sino una especie
de relación amorosa con ellos. No era, pues, la poesía provenzal más que la expresión de un cierto
espiritualismo hijo de la cultura de su región y de las costumbres refinadas, galantes, cortesanas, de
aquella numerosa nobleza feudal, cada uno de cuyos castillos parecía una corte donde se
desarrollaban todo el lujo y elegancia de la época. No extrañará con esto que los mismos nobles
fuesen los primeros cultivadores de la poesía. Al difundirse ésta en España, sucede lo propio. El
primer trovador español es Alfonso II de Aragón (1162-1196), y le siguen Ramón Berenguer III y
IV, Pedro II y Jaime I, acompañados de otros poetas, unos de origen provenzal, venidos a España
(sobre todo, en tiempo de Pedro II), y otros indígenas, como Guillermo Ameller, Nat de Mons,
Arnaldo Plagues, Hugo de Mataplana, Guillermo de Berguedam, Mosén Jaume Febrer, Serveri de
265

Gerona y el propio Raimundo Lulio, contemporáneos y cortesanos de Don Jaime. Esta poesía siguió
desarrollándose en la segunda mitad del XIII y produjo en el XIV una escuela propiamente catalana,
de que hablaremos oportunamente.
De las obras en prosa, el género más importante de la época es la historia, y en él descuella en
primer término la Crónica o Comentari que el rey Jaime I escribió para relatar las visicitudes de su
reinado. El estilo de la Crónica, conciso, pintoresco y claro, hace de ella un monumento de gran
importancia para la literatura catalana. El ejemplo del rey fue seguido, en años posteriores, por otros
que levantaron a gran altura el género histórico. A Don Jaime se le debe también un libro moral (Lo
Llibre de la Saviesa), colección de proverbios y sentencias de sabios, entre los cuales figuran
algunos filósofos clásicos. En el siglo XIV adquiere, como veremos, extraordinaria importancia este
género didáctico de literatura, análogo al que hemos notado en Castilla, en tiempo de Fernando III
(§ 352).
En punto al romance aragonés, créese, con grandes visos de verosimilitud, que llegó a tener
importancia literaria, introduciéndose en los poemas de algunos trovadores franceses.

366. Arte.
Estudiados en párrafos anteriores los caracteres generales de la arquitectura y demás artes
plásticas durante este período, poco es lo que podemos añadir con referencia especial a Cataluña y
Aragón.
La diferencia entre el romántico castellano y el de la región de Levante consiste en ser éste
más ligero y de proporciones más esbeltas, quizá por influjo italiano, señalándose, entre otras
particularidades, la construcción de las bóvedas sobre trompas, a la manera lombarda. De esta época
son las iglesias de Vich y Gerona (consagradas en 1038) y la de Barcelona, todas tres desaparecidas
por construcciones posteriores. Entre los monumentos que subsisten, importa señalar la catedral de
Lérida y la de Tarragona (ambas del XIII y con elementos ya góticos), la iglesia de Poblet, las
cúpulas de San Pedro de las Fuellas (Barcelona) y San Pedro de los Galligáns (Gerona); las portadas
del Palau (en la catedral de Valencia), la del claustro, (en la de Barcelona) y los claustros de
Gerona, Tarragona, Poblet, Ripoll, San Juan de la Peña, San Pedro el Viejo (Huesca), y otros, casi
todos de transición.
Como tipo esencial deben señalarse las iglesias de Templarios abundantes en Cataluña y
Aragón (siglos XII y XIII) y notables por sus muros robustos, sobriedad de adornos, archivoltas y
cubiertas de madera a dos vertientes o bóveda de cañón. A este género pertenecen la de San Juan de
Vilafranca, la de Santa Margarita, cerca de Martorell, y la iglesia-castillo de Marmellá, que
conserva curiosas pinturas murales y lienzos de muralla.
En lo gótico (primer período) adviértese también alguna diferencia entre los monumentos de
Levante y los castellano leoneses. El gótico catalán, muy influido por el italiano, se aparta de las
condiciones fundamentales de aquel arte, y no llegó a encarnar su verdadero espíritu. Como tipo de
esta época, puede señalarse la iglesia de San Félix, de Gerona. Tanto en los edificios románicos
como en los ojivales, la estatuaria ocupó tan señalado puesto como en las regiones de la corona
castellana, siendo un rico ejemplar de su desarrollo la portada del monasterio de Ripoll, en el tipo
románico.
La arquitectura mudéjar ha dejado en Aragón, sobre todo, hermosos ejemplares, pero no del
XIII, sino de siglos posteriores.
En punto a arquitectura civil y militar, los grandes monumentos que nos restan son también de
época posterior.
De las artes menores se conservan: un trono episcopal (§ 207) de mármol blanco, en la
catedral de Gerona; un tapiz del XI o del XII, en la misma localidad y tal vez de industria catalana;
varios retablos (algunos de los cuales se emplearon después como frontales) de madera pintada, un
arca de San Cucufate del Vallés, del XIII, con forro de plata dorada con relieves, que representan
escenas de la vida del Santo; un relicario mudéjar procedente del monasterio de Piedra (hoy en la
266

academia de la Historia) y muestras de la cerámica mallorquina que se guardan en el museo de


Cluny. Hasta 1809 existió también en la catedral de Gerona un frontal riquísimo de plata y oro, con
relieves y piedras preciosas (siglo XII), que se llevaron los franceses cuando la guerra de la
Independencia.
La pintura en los códices se manifiesta como en las regiones del Oeste y Centro, debiendo
citarse, entre los códices notables, el Fuero Juzgo de Cardona (1012), el Psalterio de Vich (siglo
XI), el libro de Astrología de Barcelona (1134) y el de los Feudos, colección de privilegios
mandada formar por Alfonso II y que se guarda en el Archivo de la Corona de Aragón.
En cuanto a los trajes, se sabe, por un documento catalán del siglo XI, que en este tiempo el
pueblo llevaba camisa, calzas, bragas (calzones), gonela (túnica) y capa. El clero continúa usando
vestiduras de colores, como los seglares, puesto que el arzobispo de Tarragona les prohíbe (1129)
llevarlas, así como sobregoneles abiertos, zapatos de punta, capas de colores bordadas en seda y con
cordones de oro, ceñidores de sirgo y otras prendas. El traje canónico constaba de túnica,
sobrepelliz, capa y birrete. Para el culto empezaron a usarse en el XII cotas de color, abiertas por los
lados. Los obispos las llevaban de lujo. Algunas monjas nobles usaban túnicas de púrpura
adornadas de pieles (cuyo uso continúa siendo frecuente), capas violetas, tocas transparentes y
botines con piedras preciosas: todo lo cual demuestra la falta de uniformidad y disciplina de
aquellos tiempos. Las Órdenes militares, que al principio se habían distinguido por la sencillez de
sus trajes (el de guerra, con sayales y mantos, blancos o negros, y cruz o distintivo de la Orden),
desplegaron también gran lujo.
En el siglo XIII (primer período), siguiendo la moda de sencillez que imperó por entonces,
usaban todas las clases sociales túnica reducida, sayal ceñido de manga justa y poco adorno y calza
larga que se une a las bragas. Las mujeres llevaron túnica larga y desceñida; y las ricas añaden cota
ajustada, brial cisado por ambos lados y manto y capa. A la cabeza un casquete o cofia de tela con
ligaduras debajo de la barba, que alcanzó gran favor. Andando el siglo, debió mudarse esta
primitiva sencillez en hábitos de lujo, puesto que las Crónicas al hacer la descripción de los trajes
militares revelan gran esplendidez, y el propio Jaime I (que personalmente era bastante desordenado
y fastuoso, a pesar de sus apuros pecuniarios) hubo de legislar en 1234 contra el exceso en el vestir,
prohibiendo las ropas acuchilladas, listadas o trepadas, y el oro, plata u oropel en ellas. En esta
prohibición posible es que influyeran las órdenes mendicantes.

367. Costumbres.
Pocas particularidades conocemos de las costumbres generales aragonesas y catalanas en esta
época. Algunas van ya señaladas en otros párrafos, como la de defender, en duelo, según las leyes
de la caballería, el honor de las mujeres. El aumento progresivo de cultura y especialmente las
predicaciones de algunos Papas y de los frailes de las nuevas órdenes del XII, fueron dulcificando
las relaciones sociales. Para evitar las constantes luchas entre los nobles y de país a país, se
introdujo entonces la Tregua de Dios (§ 299). En 1033 los nobles catalanes formaron en Vich una
Paz y Tregua por cierto tiempo, obligándose todos a no mover guerra ni tomar venganza en el
período que se fijó. Esta corriente contra el abuso de la fuerza se reforzó en el siglo XII y a
comienzos del XIII por influjo de las órdenes mendicantes y del movimiento antifeudal que
acompañó a las guerras religiosas de tiempo de Pedro II. Así se dio el caso de que un obispo de
Gerona excomulgase a los propios Templarios sólo porque éstos ayudaban al conde de Ampurias en
sus luchas con los obispos gerundenses, y que en 1225 se desenterrase, a título de reparación, a tres
magnates excomulgados, uno de ellos de tanta nombradía cuanto que fue de los primeros caudillos
de la batalla de las Navas.
La vida doméstica revela costumbres especiales. Hacíanse, por lo general, tres comidas:
almuerzo, comida propiamente dicha (dinar) y cena (sopar). Como manjares más comunes usaban,
las personas pudientes, el cerdo y las gallinas, según se deduce de las cuentas del conde Ramón
Berenguer II. En la mesa de Doña Petronila, reina de Aragón y mujer de Ramón Berenguer IV,
267

figuraban, como platos de vigilia, huevos, quesos, cebollas y pan, y como alimentos ordinarios,
carne de cerdo, capones, pollos, etc. La irregularidad de la vida civil y de las cosechas y el comercio
producía a veces —como en toda Europa— grandes carestías y hambres, complicadas con
epidemias horrorosas. El bienestar fue aumentando con el tiempo y complicándose con el lujo, que
también se significó en la mesa, como se ve en las citadas leyes restrictivas de Jaime I (1234), que
prohíben el uso al día de más de dos clases de carne, aparte las saladas y secas y la caza,
estableciendo para ésta que no pudiese prepararse sino de un solo modo. Los bailes y recepciones
acompañados de banquetes se conocieron de antiguo, y a ellos debieron juntarse pronto los juegos,
cantares y farsas de juglares, bufones, etc. Jaime I llevó también a este orden la regulación de las
costumbres, prohibiendo que nadie, excepto el rey y los magnates, pudieran sostener juglar o
juglaresa; que quien no fuera caballero o ballestero se sentase a la mesa de dama o señor, como
tampoco los cómicos y cantores, y recomendando que las mujeres nobles evitasen compartir su
mesa o cama con juglaresas, tanto como darles besos. Aparte de los juglares, mantenían los reyes
bufones, como el llamado Poncio, de Alfonso I.
Para los viajeros había hospicios, sostenidos por legado piadosos y dedicados principalmente
a los pobres y peregrinos, paradas, mesones o posadas, en que se pagaba, y alfondechs o fondas
especiales para los comerciantes. También abundaban los baños públicos, respecto de los cuales las
primeras noticias oficiales que poseemos pertenecen precisamente a los países aragoneses y
navarros, consignándose en fueros desde Alfonso I y en escrituras, la creación y donación de
establecimientos el esta clase. En el siglo XIII eran muy frecuentes en las poblaciones de Aragón y
Cataluña, estableciéndose a veces competencias, como, v. gr., en Tortosa, entre el de los Templarios
y el del ciudadano Pedro Jordánez.
La seguridad de los caminos, protegida por numerosas leyes, se confiaba, a veces, a
funcionarios especiales. Había también guías para los viajeros.
El placer de la caza, tan general en aquellos tiempos, se ejercitaba en diferentes formas, como
en Castilla. De la cetrería se sabe era muy usada por los caballeros y gentes ricas de Aragón y
Cataluña. Los torneos gozaban en estas comarcas tanto favor como en Castilla, marcando el
desarrollo de las costumbres caballerescas, que tuvieron otra manifestación singular en el abuso de
los escudos nobiliarios, emblemas y blasones, a que todo el mundo aspiraba.

Navarra
368. Navarra.
Apenas nada especial puede decirse de este reino en punto a los temas que corresponden a
este capítulo. Teniendo en cuenta la mucha influencia que Francia ejerció sobre este país, algo de la
vida navarra pudiera deducirse del estudio de la francesa, especialmente a partir del siglo XII. Esta
influencia, es clara en las artes, tanto en la arquitectura (palacio de Estella, catedral de Tudela)
como en las artes menores, v. gr. la arquilla de Pamplona, siglo XI, y el evangelario de
Roncesvalles, del XIII, que servía para el juramento de los reyes y tiene tapas de oro y plata, con
figuras a cincel. También lo fue en la literatura, señalándose la corte de Teobaldo IV como uno de
los principales centros de la poesía trovadoresca.
En punto al comercio, sabemos que lo hacía activo por los puertos del Cantábrico, exportando
varios productos, como sargas, cordobanes, badanas y lonas para velas de naves, vinos y hierro; lo
cual supone la existencia de industrias en el país.
268

CUARTA ÉPOCA.—EL FIN DE LA RECONQUISTA Y EL


COMIENZO DE LA UNIDAD NACIONAL (SIGLOS XIII-XV)
369. Caracteres generales.
Después de la muerte de Fernando III y de Jaime I, se paraliza la reconquista de España.
Aragón y Cataluña, en virtud de los tratados hechos, no encuentran ya donde extenderse en la
Península sin tropezar con fronteras castellanas, y dirigen su actividad política hacia comarcas
extranjeras con las que, de antiguo, el genio comercial de los catalanes mantenía relaciones. Desde
fin del siglo XIII al XV, se cumple la expansión mediterránea de aragoneses y catalanes, que lleva
un poderío a gran parte de Italia y al imperio bizantino. Por su parte, León y Castilla, no obstante
quedar aún gran extensión de terreno en Andalucía bajo el poder musulmán (desde Cádiz a
Granada, con toda la costa), detiene el gran impulso conquistador de Alfonso VI y VII y de
Fernando III y se contentan con algunas expediciones fragmentarias de más brillantez que éxito
positivo, o con ejercer una influencia política sobre la dinastía Nasrida o Nazarita de Granada (§
224), pero sin conseguir que se modifique de un modo importante la línea fronteriza de los Estados
musulmanes, que sigue siendo esencialmente la misma hasta que, a fines del XIV, los Reyes
Católicos dan el paso definitivo en la Reconquista. Durante todo este período absorben toda la
actividad de los castellanos los problemas internos políticos y sociales, a saber: de un lado, la lucha
entre la nobleza y la monarquía y la crisis formidable por que atraviesa la segunda en sus deseos de
fundar un poder unitario y absoluto frente a la anarquía señorial y concejil dominante; y de otro, el
cambio que se produce lentamente en la vida, desde el tipo señorial al burgués, base de la moderna.
Las cuestiones personales que se suscitan durante todo este tiempo entre individuos de la familia
real o entre favoritos de los reyes y los nobles (aparte del fondo humano y de todas épocas que hay
en ellas), no son sino la expresión de aquella lucha, o bien de ella se amparan para el logro de sus
respectivos deseos. Por eso la guerra entre Don Alfonso X y su hijo Don Sancho tiene un valor
representativo muy superior al de una mera disensión doméstica fundada en motivos de egoísmo; de
igual modo que la figura de Don Álvaro de Luna y sus peleas continuas con los nobles significan
algo más que una pura disputa por el poder.
La terminación, juntamente, de estas luchas y de la reconquista, es la obra de los Reyes
Católicos, que cierran así la Edad Media, a la vez que fundan la Monarquía moderna y la unidad
política y territorial de España, en los límites posibles entonces. Son, de este modo, el eslabón que
une dos Edades, pero más inmediato a la nueva.

1.—HISTORIA POLÍTICA EXTERNA

León y Castilla
370 Alfonso X.—Guerra con los moros.
Sucedió a Fernando III, en 12,2, su primogénito Alfonso, cuyo reinado no ofrece en el orden
político más que dos hechos importantes: uno correspondiente a la lucha interna, que se estudiará en
lugar oportuno, entre las aspiraciones de la monarquía (perfectamente representadas por Alfonso) y
las licencias anárquicas de los nobles, y otro las aspiraciones al trono imperial de Alemania, que a
poco si realizan el sueño acariciado por otros reyes castellanos (§ 236) de traer a España el centro
del Imperio europeo; como al cabo ocurrió en parte, tres siglos después, con Carlos V.
Estos dos hechos llenan la historia externa de Alfonso X con múltiples y variadas
manifestaciones que se enlazan entre sí, aumentada su complejidad con un nuevo elemento
personalísimo, que no fue la menor entre las causas de las desdichas que amargaron la vida del rey e
269

hicieron infructífera en gran parte, por entonces, su obra política, a saber: la indecisión de su
espíritu en punto al nombramiento de sucesor a la corona y sus debilidades y pugnas con su
segundo hijo Sancho. Con todo esto, quedaron obscurecidas las prendas militares del rey y
abandonado en rigor el pensamiento de proseguir activamente la Reconquista, a cuya obra había
contribuido siendo infante Alfonso X, con su participación en las conquistas de Murcia y Sevilla.
Hubo, no obstante, guerra con los moros en varias ocasiones. La primera, por iniciativa del propio
Alfonso, que prosiguiendo el pensamiento de su padre, concertó una expedición o cruzada al África,
fracasada por desavenencias de los reyes de Portugal y Navarra, pero a la cual prestaron su
aprobación los Papas Inocencio IV y Alejandro IV (1254-55). Aprovechando las fuerzas reunidas
(entre ellas una fuerte escuadra preparada en las costas del Norte), y ayudado por el rey moro de
Granada, su vasallo, atacó Don Alfonso a Cádiz (14 de Septiembre de 1242), apoderándose por
sorpresa de la ciudad y de la isla, con gran botín; con lo cual hizo desaparecer uno de los
importantes centros de corsarios, que llegaban a molestar a la plaza de Sevilla. Al año siguiente se
tomó a Cartagena, donde se habían sublevado los moros, y el rey aseguró el dominio de ambos
lados construyendo castillos y favoreciendo el establecimiento en Cádiz, Rota, Sanlúcar y Puerto de
Santa María (por él fundado), de población cristiana, en especial marineros cántabros. Poco después
ganó la villa de Niebla (en cuyo sitio se habla por primera vez en España del uso de la pólvora y de
la artillería por los moros) y otros varios pueblos del Algarbe (aun en poder de musulmanes). A esto
se redujo la acción militar directa de Don Alfonso. Porque, si bien se produjo la guerra, fue en esta
segunda ocasión por iniciativa de los mismos musulmanes, y sobre todo del rey de Granada, que se
sublevó de concierto con los de Jerez y lugares inmediatos y los de Murcia, y con socorro del de
Marruecos. Don Alfonso, apoyado por Jaime I de Aragón, sostuvo la guerra por la parte de Jerez, en
Granada y en Murcia, y logró reconquistar la primera de las plazas citadas, dominar a los otros
pueblos y castillos sublevados y obligar a rendición al de Granada y los suyos. La guerra continuó,
no obstante, aprovechando Alfonso X desavenencias entre el rey granadino y varios walíes o
gobernadores suyos (de Málaga, Guadix y Gomares) y el rey de Granada, el descontento de varios
nobles castellanos, que le ayudaron en la rebelión; hasta que, muerto Ben-Alhamar, y convenidos
entre sí Don Alfonso y sus nobles, se firmaron paces (1272).

371. La aspiración al Imperio.


La idea capital de la Reconquista quedó obscurecida, según dijimos, por otras aspiraciones
políticas del rey. Las dos menos importantes, pero más inmediatas, se refirieron a Navarra y a
Gascuña. Las pretensiones de los reyes de Castilla al dominio de Navarra sabemos que se habían
demostrado repetidamente en tiempos anteriores, siendo frecuentes las luchas, en especial por el
territorio de la Rioja. Sucedió en esto la muerte del rey navarro Teobaldo I (1255), recayendo la
corona en su hijo, de 15 años de edad, Teobaldo 11. Aprovechó las circunstancias Alfonso para
tratar de invadir la Navarra, cuya regente (la reina viuda Doña Margarita) se había acogido, en
previsión, al apoyo de Jaime I. La guerra no estalló, gracias a la mediación de prelados y nobles,
que lograron se ajustase una tregua.
El ducado de Gascuña, incorporando de derecho a Castilla (por haber entrado en dote de la
mujer de Alfonso VIII), se empeñó por entonces en guerra con los ingleses y pidió el auxilio de
Alfonso X, que lo concedió, con ánimo de consolidar su dominio; pero también este intento quedó
baldío, por haberse allanado el rey a las proposiciones de paz del de Inglaterra, y pactado el
casamiento de su hermana con el príncipe inglés Eduardo, con renuncia, por parte de Don Alfonso,
de todos sus derechos y las de sus descendientes al ducado de Gascuña (1254): con lo que quedaron
separadas las dos porciones del país vasco (aquende y allende el Bidasoa) y se dio margen a
rivalidades mercantiles entre ellas, como veremos.
Ambos fracasos quedaron obscurecidos por la nueva y más importante empresa del Imperio.
Vacante éste, teniendo derecho a él Alfonso, por causa de su madre (de la casa ducal de Suabia) y
siendo su fama de hombre sabio general en Europa, muchos de los electores imperiales le
270

nombraron emperador en 1257. Tomó Don Alfonso a gran empeño este asunto —de indudable
trascendencia— y no sin base para hacerlo así; pues, además de los votos obtenidos, contaba con la
general simpatía de los italianos y de muchos alemanes. De este modo se explica que el rey hiciese
grandes esfuerzos en primer término pecuniarios, enviando una escuadra a Génova con ejército de
desembarco, y no regateando gastos para sostener la guerra, que se promovió desde luego, por no
aprobar algunos príncipes alemanes la elección de Alfonso, apoyando en su lugar a un hermano del
rey de Inglaterra, y al morir éste (en 1271) al conde Rodolfo de Habsburgo. Si Don Alfonso no
hubiese tenido en contra primeramente la resistencia pasiva de los Papas Urbano IV y Clemente IV
y luego la formal oposición de Gregorio X que apoyó al de Habsburgo, y si, además, las frecuentes
sublevaciones de nobles castellanos, las guerras promovidas por el rey de Granada y la poca
simpatía con que en general veíase aquí el negocio de Alemania no le hubieran retenido años y años
en la Península, sin poder, ni atreverse, a verificar el viaje para tomar posesión del Imperio —como
a ello le instaban sus partidarios de allá—, hubiera sido indudablemente muy otro el resultado de
esta empresa. Pero todas estas circunstancias le perjudicaron grandemente. Inútil fue ya que,
enojado el rey por la oposición de Gregorio X y aprovechando un período de calma que hubo en
Castilla, decidiese el viaje, enviando a Marsella una fuerte escuadra y pasando él mismo a Francia
para tratar con el Papa.
No consiguió vencer la resistencia de éste; antes bien, llega Gregorio X, en vista de que
Alfonso insistía en sus pretensiones, promovía guerra en Italia y usaba el título o insignias de
emperador, a amenazarle con la excomunión. Fracasó con todo esto la empresa del Imperio, que fue
nuevo motivo para el descontento del pueblo castellano y, en primer lugar, de los nobles.

372. Las luchas interiores.


Tan desgraciado como en las empresas exteriores fue Don Alfonso en las de política interior.
Partidario de la forma absoluta de la monarquía contra la anarquía señorial, influido por el derecho
romano, cuyo estudio tenía ya gran fuerza en toda Europa, y por sus aficiones a todo género de
cultura, que le creaban ideales poco compatibles con el carácter de las luchas políticas, tuvo desde
el primer instante enfrente de sí a aquella aristocracia señorial, levantisca, orgullosa, poco
escrupulosa de conducta, pronta a la sublevación y resueltamente enemiga, por egoísmo, no por
conveniencia general, de los actos de autoridad del monarca. A estas causas se unieron otras dos de
mayor apariencia, aunque menos fundamentales: la pobreza del erario público, muy gastado en las
guerras anteriores, que obligó a medidas radicales, pero desacertadas (si bien muy comunes
entonces en todo el mundo), y el carácter desprendido, liberal y algo fastuoso del rey. No hay para
qué decir si estas dos circunstancias —de las que mayor impresión causan en las muchedumbres—
serían aprovechadas por los enemigos de las ideas políticas de Don Alfonso. Éste, además, aunque
valiente y arrojado en los combates, era débil de voluntad, y, como débil, terco unas veces, indeciso
y variable otras: lo cual le perjudicó mucho en la resolución de conflictos interiores y aun
domésticos.
Comenzó el rey por rebajar el tributo que pagaba el soberano moro de Granada; y al propio
tiempo hizo alterar el valor de la moneda, mandándola acuñar de más baja ley que la antigua, lo
cual trastornaba grandemente al comercio. Ante las muchas reclamaciones de los castellanos
(análogas a las de los catalanes con Don Jaime), dio tasa para las mercancías, remedio que no
consiguió su fin, por lo cual suspendió sus efectos para volverlos a aplicar poco después, ordenando
nueva alteración de la moneda que agravó más y más el conflicto económico y el descontento de la
población. Y como al propio tiempo el rey —sin cuidarse de estos apuros pecuniarios— aumentaba
los sueldos de los criados y cortesanos de su palacio, gastaba un dineral en las bodas de su
primogénito Fernando de la Cerda (llamado así por un pelo largo que le nació en el pecho) con
Doña Blanca, hija de Luis IX de Francia, bodas celebradas en Burgos con asistencia de reyes,
príncipes y señores de toda Europa, y hacía regalos como el enorme de 10.000 marcos de plata para
rescatar de la usura al hijo del emperador de Constantinopla, sobrino suyo (amén de lo que suponían
271

los gastos de la elección de Alemania) las quejas generales iban en aumento día por día.
A la vez que estos desaciertos del orden económico, ejercía Don Alfonso actos de autoridad
política poco discretos en su aspecto nacional y reveladores de la conciencia que tenía del poder
absoluto de la Corona. Fueron éstos: la cesión del Al-garbe al rey de Portugal, el levantamiento del
feudo que debía éste a Castilla, y la renuncia de los derechos al ducado de Gascuña (§ 371). Los
nobles castellanos consideraron estos actos principalmente como abusos de autoridad y síntomas de
absolutismo en el rey; y con aquella deplorable facilidad que tenían para sublevarse, lo hicieron
varias veces, dirigidos por el infante Don Enrique, por Don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya y
otros señores, ora desnaturalizándose y ofreciendo sus servicios a los reyes de Aragón y Navarra,
ora ayudando a los moros de Granada, o formando liga con unos y otros y aun con los musulmanes
de Marruecos, sin que valiesen las concesiones extraordinarias de mercedes que les hizo el rey en
las Cortes de Burgos de 1271, ni los castigos terribles que a menudo imponía, de que son testimonio
el hecho de haber mandado quemar vivo, algún tiempo después, a Don Simón Ruiz de Haro y hecho
estrangular al infante Don Fadrique. Al cabo, ocurrida la muerte de Alhamar de Granada, se
consiguió un período de paz relativa.

373. La cuestión dinástica.—Muerte de Alfonso X.


En semejante estado hallábanse las cosas, y ausente Don Alfonso de España, cuando
ocurrieron sucesos militares gravísimos, originarios de una nueva cuestión de política interior. Los
moros de Granada, deseosos de desquitarse de pasados reveses, concertaron el auxilio de los
Benimerines, que habían sucedido a los almohades en el dominio del África del Norte, y éstos
desembarcaron en Tarifa con fuerte ejército. Acudieron los soldados castellanos, y la suerte les fue
contraria en dos batallas consecutivas. En la primera murió el general de la frontera, Don Nuño
González de Lara, con otros nobles; en la segunda pereció el infante Don Sancho, hijo de Jaime I y
arzobispo de Toledo, y gracias al arrojo del señor de Vizcaya pudo recobrarse la insignia del
Arzobispo y efectuar una retirada ventajosa. En esto, el primogénito del rey, Don Fernando, que se
disponía a salir a campaña con nuevas fuerzas, enfermó gravemente y murió en Ciudad Real (1275),
dejando dos hijos, al mayor de los cuales, según la ley establecida por el propio Don Alfonso,
correspondía la herencia de la Corona. La ambición del segundo hijo del rey, Don Sancho, se
manifestó en esta ocasión produciendo nuevo conflicto. Apenas supo la muerte de su hermano, se
apresuró a concertarse con los nobles desafectos al rey para que le apoyasen en su pretensión de ser
el heredero de la Corona, pretextando que la costumbre antigua era que fuese el pariente más
cercano, y además que su sobrino, el hijo mayor de Don Fernando el de la Cerda, era de muy corta
edad. Don Sancho no dejó de apoyar sus razones con ofrecimientos de grandes mercedes a los
nobles. Con este apoyo logró que a su vuelta de Francia, Don Alfonso, contradiciendo no sin
violencia interior el orden que previamente había establecido, hiciese jurar por heredero a Don
Sancho, perjudicando a los infantes de la Cerda. Huyeron éstos a Aragón con su madre, pero no
lograron apoyo de sus derechos; antes bien Don Sancho alcanzó del rey aragonés que tuviese
encerrados en la fortaleza de Játiva a los infantes, para que no promoviesen guerra, hasta que,
apretado Don Alfonso por el rey de Francia, Felipe III, tío de los de la Cerda, se contradijo
nuevamente, concertando la formación de un nuevo reino en el territorio de Jaén, desmembrándolo
de Castilla, (pero bajo feudo de ésta) para el mayor de los infantes. El resto de los reinos lo dejó a
Don Sancho. Pero a éste no acomodó semejante partición; y, persistiendo en ella Don Alfonso, se
produjo la guerra entre padre e hijo (1281). Tuvo ésta varias vicisitudes, llegando los partidarios de
Don Sancho, que lo eran casi todos los nobles —los cuales hallaban así ocasión de manifestar su
odio al rey y de mantener su independencia y sus privilegios— a reunir Cortes en Valladolid
(1282), en las cuales nada menos que fue depuesto del trono Don Alfonso; al paso que éste llegó a
buscar el auxilio del rey de Marruecos y empeñarle la corona real por un préstamo de 60.000 doblas
de oro. Al principio tuvo Don Sancho en favor suyo, como hemos dicho, a casi toda la nobleza, al
clero y a la mayoría de los concejos; pero al cabo empezaron las deserciones, pasándose al campo
272

de Don Alfonso muchos nobles y pueblos, e interviniendo el Papa que puso en entredicho a Don
Sancho y los suyos, si bien éstos hicieron bien poco caso de la autoridad del Papa. En tal estado de
la lucha enfermó Don Alfonso y murió a poco en Sevilla (1284). En su último testamento
desheredaba a Don Sancho, daba el trono de Castilla al hijo mayor de Don Fernando de la Cerda, y
formaba dos nuevos reinos: el de Sevilla y Badajoz para el infante Don Juan, y el de Murcia para
Don Jaime.

374. Sancho IV.—Siguen las luchas políticas.


Aunque el precedente de deber Don Sancho el principal apoyo de su causa a muchos nobles
pudiera hacer presumir que su reinado había de ser de gran calma en punto a las luchas entre los
señores y la corona, no fue así, porque semejante lucha no era circunstancial ni meramente fundada
en el carácter o en los desaciertos de un rey, sino que respondía a la fundamental e interna oposición
entre las pretensiones políticas de ambos poderes. Ni los nobles habían de estar contentos sino con
el completo logro de su independencia jurisdiccional, ni los reyes podían consentir el capricho y
arbitrariedad constante de aquéllos. Además, las cuestiones domésticas, en la casa Real —merced al
testamento de Don Alfonso y al carácter turbulento de infantes como Don Juan, hermano de Don
Sancho— estaban en pie, y de ellas vinieron no pocos conflictos.
Don Sancho, sin respetar la última voluntad de su padre, se alzó como rey y fue reconocido
por la mayoría de los pueblos y nobles; pero otros, acatando el testamento, apoyaron al primogénito
de la Cerda, al paso que el infante Don Juan, cuyo nuevo reino de Sevilla y Badajoz no quiso
admitir Don Sancho, se sublevaba con varios nobles, entre ellos el tantas veces citado Don Lope de
Haro, antes muy amigo y parcial del rey. Acudió éste a los temperamentos enérgicos, de represión
sanguinaria. Hizo matar al de Haro, encarcelar a Don Juan, pasar a cuchillo a 4.000 parciales de la
Cerda, en Badajoz, castigar de igual modo a 400 en Talavera y ejercer otras justicias análogas en
Ávila y Toledo. Ni aun así logró cortar de raíz las sublevaciones. El infante Don Juan, perdonado
por el rey, volvió a rebelarse, buscando apoyo en los Benimerines de Marruecos. Entonces ocurrió
el heroico hecho de Guzmán el Bueno, gobernador de Tarifa, plaza que sitiaba el infante con tropas
moras. Amenazó éste a Guzmán con matarle un hijo de corta edad que tenía en su poder, sino
entregaba la fortaleza. Guzmán despreció la amenaza, prefiriendo ser leal al rey y entregando su
propio cuchillo para que la cumpliese el infante: rasgo de salvaje heroicidad, admirable en un
tiempo en que tan quebradiza era la fe política. Don Juan correspondió a él de una manera brutal,
haciendo degollar al niño al pie de las mismas murallas; pero Tarifa no se rindió. Con esto quedaron
desbaratados los planes del infante y al propio tiempo los del rey de Marruecos, a quien ya antes
había vencido Don Sancho por tierra y por mar, deshaciéndole la escuadra que tenía preparada en
Tánger para hacer desembarco en España, y librando por entonces del peligro que tan grave fue en
tiempos de Alfonso X por la alianza entre los moros africanos y granadinos.
Murió Don Sancho en 1295, y los contemporáneos le dieron el sobrenombre de El Bravo, por
su arrojo en la guerra y su tesón en las diferentes luchas que hubo de sostener.

375. Nueva anarquía.—Doña María de Molina y Fernando IV.


Dejó Sancho IV un hijo de nueve años, habido de su mujer Doña María de Molina y llamado
Fernando; y aunque fue éste proclamado rey en Toledo por numerosa representación de los tres
brazos políticos de León y Castilla, levantáronse inmediatamente muchas parcialidades que le
disputaron el trono o dificultaron el gobierno, produciendo durante catorce años una espantosa
anarquía. Volvió a sus pretensiones el infante Don Juan, y a las suyas el mayor de los la Cerda, uno
y otro apoyados por el rey de Portugal, el de Aragón y el de Francia, que, como señor de Navarra,
quería aprovechar la ocasión de tan grandes turbulencias para ensanchar los límites de sus
dominios. El infante Don Enrique, personaje ambicioso y dominado por la avaricia, no obstante
haber alcanzado desde el primer momento la regencia a que aspiraba durante la minoridad del rey,
se alió más de una vez con los enemigos de éste, o no se opuso a ellos con la energía que era debida,
273

procurando en primer término para sí y concertándose con los moros de Granada para venderles la
plaza de Tarifa y no hacerles la guerra. Muchos nobles, valiéndose del estado del país, mostraron su
condición mezquina y bulliciosa, ora levantándose contra el rey y variando a cada paso de partido;
ora traicionándole, o defendiéndole tibiamente, ora pidiendo en pago de su lealtad nuevas mercedes
sin cuya concesión se tornaban en enemigos; al paso que las ciudades, engañadas o atraídas por el
infante Don Juan, por los la Cerda y otros, negaban también con frecuencia la obediencia a
Fernando IV y le cerraban las puertas cuando iba a ellas, como sucedió con Valladolid, Salamanca y
Segovia. Hubo noble, como Don Fernando Ruiz de Castro, que se ofreció al rey con su gente a
cambio de obtener en juro de heredad el castillo de Monforte de Lemus, y así que obtuvo la
donación abandonó el ejército volviéndose a sus tierras. Llegó ocasión en que Don Fernando IV (o,
por mejor decir, sus fieles) sostenía guerra con el rey de Portugal, el de Aragón (apoderado del
reino de Murcia), el de Francia, que amenazaba por Navarra, el infante Don Juan, dueño de León, y
los moros de Granada, sin que pudiera fiar mucho en la constancia de los que estaban a su lado,
empezando por el citado Don Enrique. En medio de tanto peligro, la reina viuda, tutora de su hijo y
gobernadora o regente a la vez de Don Enrique, no perdió el ánimo ni la serenidad. Procuró irse
atrayendo a las ciudades con donaciones o promesas de fueros y privilegios, con su política dulce y
el prestigio enorme de su palabra y de su presencia; desarmar a los nobles sublevados, ya
haciéndoles concesiones, ya interesándolos por otros medios; apartar de la alianza con los rebeldes
al rey de Portugal, no obstante las continuas infidelidades de éste, que sólo procuraba ir ganando
villas para sí; evitar que Don Enrique vendiese la Villa de Tarifa; aplacar al rey de Aragón y
sostener sin descanso la lucha, pidiendo y logrando subsidios de las Cortes y en especial de los
Concejos, vendiendo sus propias joyas y sacrificándose de continuo. Así pudo llegarse a la mayoría
de edad del rey (1303), declarada a los 16 años; y aunque no cesaron por completo las guerras,
rebeliones parciales y conflictos con Aragón, la más grave dificultad estaba vencida, habiendo
logrado que Don Juan prestase obediencia al rey y el de Portugal se aplacase. Don Fernando, dando
oídas a sus favoritos de entonces, antes enemigos suyos (el infante Don Juan entre ellos), se mostró
ingrato con su madre, pidiéndole cuentas de la inversión de los fondos públicos y tomando graves
determinaciones políticas sin su consejo y contra su parecer. De éstas fue el arreglo con el rey de
Aragón, que señaló como límite de ambos Estados por la parte de Murcia, el Segura, quedando para
Castilla la capital y todo el lado derecho, en lo cual perdía Don Fernando, si bien terminaba la
guerra. A la vez se consiguió calmar a Don Alonso de la Cerda, concediéndole muchas villas y
lugares.
Entonces pensó el rey en guerrear con los moros, y lo hizo así aliado con el de Aragón, que
dio naves y soldados, atacando a Almería, Gibraltar y Algeciras; pero sólo se logró entonces
conquistar la segunda de estas plazas, firmándose paz. con los moros a condición de la entrega de
las villas de Quesada y Bezmar, con sus castillos y 50.000 doblas. Apenas terminada esta guerra, el
infante Don Juan, siempre artero, promovió dos nuevas rebeliones, que hizo fracasar Doña María,
celosa del bienestar de su hijo no obstante la ingratitud y apartamiento de éste.
De nuevo pensó Don Fernando el ir contra los moros, apeteciendo, sobre todo, la plaza de
Algeciras. Mandó armar una gran escuadra, al paso que sus tropas cercaban Alcaudete; pero cuando
se dirigía hacia allá cayó enfermo y murió.
Respecto de esta muerte corrió una leyenda de la cual procede el apelativo de El Emplazado,
dado a Fernando IV. Cuéntase que éste hizo despeñar en Martos a dos hermanos llamados Carvajal,
por creerlos autores del asesinato de un noble favorito suyo, no obstante protestar ellos de su
inocencia; y que, habiéndole emplazado ante el tribunal de Dios por la injusticia que cometía, en el
término de treinta días, al cumplirse éste hallóse al rey muerto en su cama. No hay testimonio
verídico que certifique ni aun de la pura existencia de los hechos que se mencionan en esta leyenda.

376. Alfonso XI.—Nueva minoridad anárquica.


Dejó Fernando IV un hijo de apenas un año de edad, llamado Alfonso; y como las causas que
274

habían engendrado las turbulencias de pasadas minoridades subsistían aún, se repitieron aquéllas,
primero por cuestión de la regencia, que apetecían muchos, hasta que fueron nombrados en Cortes
cuatro regentes: los infantes Don Pedro y Don Juan, tíos del rey; la madre de éste y su abuela, la
ilustre Doña María de Molina, cuya prudencia y sagacidad política salvaron al nieto de graves
peligros, confiándolo a los caballeros de Ávila y luego a los de Valladolid, que le permanecieron
fieles. Habiendo muerto los cuatro regentes, la lucha se renovó por causa de la tutoría, ejercida por
los infantes Don Juan Manuel y Don Juan el Tuerto (es decir, el contrahecho, hijo del que sitió a
Tarifa en tiempo de Don Sancho IV). Los caballeros de Valladolid, que tenían en guarda al rey, lo
declararon de mayor edad apenas hubo cumplido los catorce años (1325), y tales habían sido los
trastornos sufridos por el país hasta entonces, que el rey halló «el reino muy despoblado», según
dice la Crónica, porque «todos los ricos-hombres vivían de robos y de tomas que hacían en la tierra;
y, además, los tutores echaban muchos pechos desaforados; y por estas razones vino gran
mermamiento de las villas del reino». Don Alfonso, no pudiendo cortar los abusos y las
sublevaciones por los medios ordinarios, acudió al muy admitido entonces del engaño, único
posible en aquella época de continua traición y de espíritu anárquico: llamó a su palacio, bajo
pretexto de avenencia, al infante Don Juan, y como hicieron en casos análogos su padre y su abuelo,
lo mandó matar. Realizó lo mismo con otros revoltosos, y esto intimidó a los restantes, incluso a
Don Juan Manuel, sometiéndose todos a Don Alfonso.

377. Invasión africana.


Apenas conjurados los peligros de la anarquía, estalló otro de diferente género, pero también
muy grave. Los moros de Granada, que aprovechándose del estado interior de Castilla no cesaban
de hostilizar la frontera —tanto que en la minoridad de Alfonso XI murieron en la guerra con ellos
los infantes Don Pedro y Don Juan—, buscaron de nuevo la alianza de los Benimerines africanos, y
éstos desembarcaron en la Península con gran ejército, apoderándose de la plaza de Gibraltar. La
escuadra castellana fue derrotada por dos veces, y, si bien cerca de Lebrija el ejército español
alcanzó victoria sobre el de los africanos, la situación era, en conjunto, de las más apuradas.
Uniéronse entonces los reyes de Castilla, Aragón y Portugal, y marcharon juntos en socorro de
Tarifa, sitiada por benimerines y granadinos. A orillas del río Salado dióse una gran batalla,
favorable a los cristianos, y cuyo resultado fue que huyera el rey de Granada y los Benemerines se
volviesen al África, sin intentar de nuevo desembarcos, aunque conservaron en Andalucía algunas
plazas, como Ronda. Alfonso XI atacó en seguida la plaza de Algeciras, tomándola con auxilio de
la escuadra, y trató también de recuperar la de Gibraltar; pero habiéndose desarrollado durante el
sitio una epidemia de las que tan frecuentemente se presentaban entonces en los ejércitos —merced
a la falta de aseo, de alimentación, etc.—, el rey enfermó gravemente, y al cabo murió (1350).

378. Importancia del reinado de Alfonso XI.


Excepción hecha de la batalla del Salado, parece, a juzgar por los acontecimientos externos
que van narrados, no haber sido el reinado de Alfonso XI más importante (incluso en lo político)
que el de sus dos inmediatos predecesores. No fue así, realmente. La gran labor de Alfonso XI, una
vez vencidas las turbulencias de su minoridad, fue la organización política y administrativa del país,
continuando el pensamiento y la obra de su bisabuelo Alfonso X con mejor fortuna que éste y en un
grado muy extenso, según explicaremos en su lugar oportuno. Y aun cuando no logró el nuevo rey
extirpar la raíz de la anarquía, que renació en reinados posteriores poniendo en grave peligro a Gas-
tilla, echó los cimientos de la obra jurídica que había de permitir futuros progresos.
Su política externa logró también la definitiva incorporación de Álava a Castilla (1332),
mediante la condición de respetar los Fueros o leyes privativas de aquella comarca.

379. Don Pedro I.—La nobleza, la familia Real y los bastardos.


Alfonso XI dejó al morir un hijo legítimo y varios bastardos, habidos éstos en su relaciones
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con una dama de Sevilla llamada Doña Leonor de Guzmán, favorita del rey durante veinte años; no
sin que la esposa de Don Alfonso y el padre de ella, que lo era el rey de Portugal, promoviesen
graves disgustos que a poco si llegan a la guerra entre Portugal y Gas-tilla. Los bastardos eran
cinco: Don Enrique, Don Fadrique, Don Fernando, Don Tello y Don Juan, poseedores de señoríos e
investidos de títulos y honores, como el de Conde de Trastamara el primero, y Maestre de la Orden
de Santiago el segundo.
La sola circunstancia de existir esta división de linajes en la familia real, era ya, cuando
menos, condición de posibilidad para grandes luchas. Y así ocurrió, en efecto. La reina madre,
apenas enterrado su esposo, halló ocasión propicia para vengarse de su rival Doña Leonor, e hizo
que Don Pedro la mandase prender. Semejante venganza había de producir la natural reacción en
los hijos de Doña Leonor y en los que favorecieron las relaciones de ésta en vida de Don Alfonso
XI.
Ya la propia Doña Leonor y sus hijos y parciales se habían adelantado a los sucesos,
refugiándose (cuando aun no había recibido sepultura el rey difunto, y como recelando y
preparándose a resistir) en diferentes castillos y plazas fuertes. De todos ellos, era el bastardo Don
Enrique —juntamente con su pariente Don Pedro Ponce de León, alcaide de Algeciras— quien más
aire de ofendido parecía tener, aunque sin demostrar intento de rebelión, como en la corte se temía;
tanto, que pronto se formalizó una reconciliación entre él y Don Pedro, volviendo también a la
gracia del rey los deudos de aquél; y por el pronto, aunque se prendió, como hemos visto, a Doña
Leonor, sus hijos mostráronse sumisos y aun recibían mercedes de Don Pedro. Duró esta paz bien
poco: por una imprudencia de Doña Leonor, acrecieron los rigores contra ella, y aun parece que se
trató de prender a Don Enrique, pues éste huyó con algunos amigos a Austria, donde tenía grandes
posesiones y riquezas.
Por su parte, los nobles, amigos o no de los bastardos, seguían ofreciendo grave motivo de
intranquilidad, ora por sus ambiciones, ora por su descontento de ver que el rey favorecía sobre
todos a un noble de origen portugués, Don Juan Alfonso de Alburquerque, su favorito y consejero
principal, según hemos dicho; aparte de proseguir en la anárquica costumbre de tomarse la justicia
por su mano y de atropellar al débil siempre que les convenía. Lo mismo sucedía con los prelados y
señores eclesiásticos. Así, en el mismo primer año de su reinado, tuvo Don Pedro que amonestar al
obispo de Plasencia por haber atropellado con fuerza de armas al prior e iglesia de Guadalupe,
produciendo o tolerando muchos desafueros y apoderándose de bienes del templo. Una grave
enfermedad que sobrevino a Don Pedro hizo resaltar aún más este peligro; pues, creyendo que
moriría, empezaron los nobles a disputar por la sucesión, apoyando unos (por no tener hijos Don
Pedro) a Don Fernando de Aragón, marqués de Tortosa, sobrino de Alfonso XI, y otros a Don Juan
Núñez de Lara, señor de Vizcaya, descendiente de los la Cerda y hombre poderosísimo. Adviértase
que nadie pensó por entonces en invocar la candidatura de los bastardos, ni éstos hicieron gestión
alguna en este sentido. Todo terminó con sanar el rey, y morir a poco Don Juan Núñez de Lara;
pero, como ocurriese casi en seguida el asesinato de Doña Leonor, ordenado por la reina viuda (no
se sabe si mediando consentimiento de Don Pedro, que era entonces casi un niño, pero seguramente
con la complicidad del favorito de éste Don Juan Alfonso de Alburquerque) volvieron a señalarse
causas de próximos y graves disturbios, aunque por de pronto y aparentemente los bastardos,
excepto Don Enrique, se sometieron ahogando su pena.

380. Luchas con la nobleza y con los bastardos.


Ni los nobles de aquellos tiempos eran materia dispuesta para la tranquilidad y sumisión, ni
Don Pedro hombre que les aguantara osadías ni turbulencias. Antes bien, su natural rígido e
impetuoso le llevaba a la reprensión inmediata y enérgica, en la forma cruel que habían ejercitado
ya su padre y abuelo. Con esto, no tardaron en producirse choques. fue el primero con Garcilaso de
la Vega, noble de Burgos, y algunos ciudadanos de esta población, que habían promovido revueltas
y muerto a un oficial recaudador del rey. Garcilaso era, además, hombre altanero, partidario del de
276

Lara y enemigo de Alburquerque. Algunas imprudencias suyas motivaron su prisión y muerte, así
como la de tres burgueses, huyendo muchos otros por miedo del rey. Poco después otro noble, Don
Alfonso Fernández Coronel, señor de Aguilar, se rebeló abiertamente contra el rey (aunque so color
de enemistad y temor de ser maltratado por Alburquerque), buscando alianza con otros nobles y con
los moros de Granada y África. Don Pedro sitió a Aguilar, la tomó e hizo matar a Coronel y a los
principales caballeros que le apoyaban, declarando realenga la villa para siempre.
Por su parte, los bastardos empezaron a promover disturbios, aunque siempre con la bandera
de ir contra el favorito Alburquerque. Así, Don Tello saqueó a los feriantes de Burgos que iban a
Alcalá, huyendo después a Aragón, mientras Don Enrique amotinaba a los de Asturias. Don Pedro
le atacó en Gijón, y al cabo, habiéndose apoderado de la mujer del bastardo y pidiendo éste la paz,
se la concedió otorgándole la devolución que pedía de todos los lugares, castillos y tierras
embargados por el rey y pertenecientes al propio Don Enrique, a su esposa y a la difunta Doña
Leonor. Como se ve, Don Pedro se mostraba muy condescendiente con su hermano, buscando antes
la tranquilidad del país que la venganza particular, no obstante los agravios recibidos.

381. Don Pedro, Doña Blanca de Borbón y Doña María de Padilla.


En 1353 casó Don Pedro con Doña Blanca de Borbón, de la familia real de Francia,
casamiento negociado por Alburquerque y la reina madre. Pero, con anterioridad, Don Pedro había
entrado en relaciones (favorecidas por el propio Alburquerque) con una hermosa dama de buena
familia, llamada Doña María de Padilla; y tan vivo fue desde luego su amor por ella, que por todas
partes iba con Doña María, dando sin rebozo pública muestra de aquellos amores, como ya hiciera
su padre Alfonso XI respecto de Doña Leonor. Tan ciego estaba, que, aproximándose la ocasión de
la boda con Doña Blanca, tuvo Alburquerque que ir a arrancarle de brazos de Doña María; pero
Don Pedro, más atraído, a lo que parece, por su concubina que por su legítima mujer, concibió y
realizó el indiscreto propósito de abandonar a ésta, fugándose de palacio a los tres días de casado,
para ir a reunirse con la Padilla. Semejante hecho promovió en Valladolid, donde estaba la corte,
gran alboroto. Muchos nobles, entre ellos los bastardos fuéronse a buscar al rey adhiriéndose a su
conducta, por pensar que mediante ella se mermaba el poder de Alburquerque; otros la
desaprobaron, retirándose a sus posesiones, como el gallego Don Fernando de Castro.
Alburquerque, receloso del rey, se refugió primero en Valladolid y luego en los Carvajales, cerca de
la frontera portuguesa, seguido de otros como el maestre de Calatrava, que se acogió a sus tierras.
Don Pedro, persistiendo en sus propósitos y extremándolos, entregado por completo a Doña María y
a los parientes de ésta, que eran ahora los favoritos, hizo trasladar en condición de presa a Doña
Blanca a la fortaleza de Arévalo y cambió todo el personal de la corte, al paso que tenía recelosos a
muchos nobles por haber intentado matar alevosamente a varios de ellos, salvados gracias a Doña
María. El que no se salvó fue el maestre de Calatrava, amigo del de Alburquerque, a quien el rey
atrajo a Almagro con promesas de seguridad, haciéndole luego prender, despojándole del
Maestrazgo y dejando sin castigo al nuevo Maestre Don Diego García de Padilla que hizo asesinar
al preso.

382. La liga contra los Padilla y contra el rey.


Poco después declaró el rey la guerra a Alburquerque, teniéndolo por rebelde; y el antiguo
favorito contestó a ella conviniéndose con los bastardos Don Enrique y Don Fadrique para realizar
un levantamiento que arrancase la corona a Don Pedro y la pusiese en cabeza de un hijo del rey de
Portugal, nieto de Sancho IV; el cual, si aceptó en un principio, rechazó luego la candidatura por
recomendación de su padre.
Intervino en esto el Papa (tal vez a instancias de los caballeros franceses que acompañaron a
Doña Blanca y que se volvieron a su país airados por la conducta de Don Pedro) para procurar que
el rey volviese a unirse con su esposa legítima; pero Don Pedro, no sólo desoyó las amonestaciones
del Pontífice, sino que concertó y celebró matrimonio con Doña Juana de Castro, viuda de noble
277

linaje, alegando que el contraído con Doña Blanca era nulo, y hallando sin gran dificultad dos
obispos (el de Salamanca y el de Ávila) que, por temor o por ambición, declararon esa nulidad. Pero
el rey, al día siguiente de su casamiento, abandonó a Doña Juana, como había hecho con Doña
Blanca, no sin que el Papa censurase duramente este hecho, mandara formar proceso canónico
contra los dos mencionados obispos y amenazase con la excomunión al rey.
Entretanto, la sublevación de Alburquerque y los bastardos tomaba fuerza, habiéndose unido a
ellos el noble gallego Don Fernando de Castro y otros muchos. El pueblo de Toledo, a donde el rey
había hecho trasladar a Doña Blanca, condolido de la triste situación de ésta se sublevó igualmente,
arrastrando con su ejemplo a otras poblaciones; al paso que se apartaban del rey no pocos señores y
hasta los mismos infantes de Aragón, que en un principio le ayudaron. Todos pedían que dejase a la
Padilla y cesara el favor de que gozaban los parientes de ésta; designio en que (mezclada con
sentimientos de piedad hacia la reina Doña Blanca, sólo verdaderos en algunos) iba, al fin y al cabo,
una pura lucha por la privanza del rey. Después de varios sucesos e intentos de avenencia que
hicieron los nobles sublevados, insistiendo en su pretensión y protestando a la vez de su respeto al
monarca —no obstante haber muerto entonces Alburquerque y haberse atribuido su muerte a
envenenamiento mandado por Don Pedro—, decidieron aquéllos, animados por la propia madre del
rey, tomar una resolución enérgica; y fue requerir al monarca para que acudiese a conferenciar con
ellos en Toro, y, una vez que Don Pedro llegó a la cita, le prendieron, repartiéndose las principales
dignidades de palacio y arreglando el gobierno del reino a su gusto, sin contar con el rey y aun
vejándole no poco, y sin guardarle los respetos debidos, no permitiéndole ni siquiera hablar con las
personas que él deseaba, pero al cabo produjéronse entre los mismos sublevados desavenencias,
aprovechándolas las cuales logró Don Pedro escapar de Toro con algunos de ellos. Este hecho causó
gran consternación entre los rebeldes, que se desbandaron. Don Pedro reunió tropas y acometió a
los que aun resistían, entre los que eran principales los dos bastardos Don Enrique y Don Fadrique,
quienes, en venganza de una derrota sufrida en la sierra de Ávila, retrocedieron a Toledo y allí
incendiaron y saquearon brutalmente la judería, degollando a muchísimos habitantes de ella. Don
Pedro llegó tras ellos y recobró a Toledo y luego a Toro, castigando con la muerte en uno y otro
punto, y con terrible crueldad, a multitud de rebeldes, algunos de ellos a los pies de la misma reina
madre, quien maldijo a Don Pedro; a pesar de lo cual, éste la perdonó. El resultado de todo esto fue
que aterrorizados los rebeldes, terminase la lucha, refugiándose Don Enrique en Francia,
sometiéndose Don Fadrique y Don Tello y retirándose a Portugal la reina madre, la cual murió a
poco, en 1357, no sin que se corriese la voz de que su mismo padre la había hecho matar para
concluir con el escándalo que parece daba aquélla con su conducta poco recatada.

383. Primera y segunda guerra con Aragón.—Nuevas crueldades de Don Pedro.


Quedó por el pronto pacificada interiormente Castilla; pero no tardó en producirse nueva
guerra exterior con Aragón. La causa ocasional de ella fue que una escuadrilla de buques catalanes
se apoderó en aguas castellanas, y a presencia misma del rey, de dos naves italianas —a pretexto de
haber guerra entre Aragón y Génova— menospreciando groseramente el ruego que Don Pedro hizo
al jefe de aquélla para que abandonase la presa; pero las verdaderas e íntimas causas de la lucha
residían en anteriores y repetidos agravios entre ambos reyes y en el carácter violento de ambos,
poco leal también el de Aragón. La guerra duró poco por entonces, ajustándose una tregua por un
año (1357). Don Enrique el bastardo y otros nobles castellanos que estaban con él en Francia,
ayudaron al de Aragón.
Los recelos entre ambos monarcas seguían en pie, no obstante; y al paso que Pedro de Aragón
buscaba por todas partes auxiliares y aliados para la futura lucha, Pedro de Castilla, desconfiando de
los que le rodeaban y temiendo traiciones o castigando otras antiguas, prosiguió con sus crueles
matanzas, de que fueron víctimas ahora: el bastardo Don Fadrique, por creerlo en tratos con su
hermano el de Trastamara; su primo el infante Don Juan, que deseaba el señorío de Vizcaya, y
muchos señores y caballeros de Córdoba, Salamanca y otros puntos.
278

La muerte de Don Fadrique encolerizó tanto a su hermano, que continuaba en Aragón, que sin
respetar la tregua entró en tierras de Castilla, al paso que el infante Don Fernando —hermano del
Don Juan asesinado por el rey— atacaba por el lado de Murcia. Don Pedro hizo grandes
preparativos para llevar la guerra por mar, auxiliándose con galeras del rey de Portugal y el de
Granada. Intervino el Papa, deseoso de que se concertase la paz; pero halló grandes dificultades en
el de Aragón, no obstante que el de Castilla se allanaba bastante. Irritóse Don Pedro con la mala fe
de su enemigo, y nuevamente vino a expresar su ira con muertes de personas principales, como su
tía Doña Leonor, madre del infante Don Fernando; Doña Juana de Lara, muier de Don Tello, y la
hermana de ésta Doña Isabel. A estas muertes siguieron las de dos hermanos bastardos del rey, hijos
de Doña Leonor de Guzmán: Don Juan y Don Pedro. La guerra se siguió por tierra y por mar, con
diferentes vicisitudes, no sin que sufriese Don Pedro traiciones de parte de alcaides y caballeros
suyos, por lo cual hizo dar muerte a varios. Al cabo, una derrota sufrida en Nájera por el bastardo
Don Enrique hizo posibles las negociaciones de paz, acogidas ahora por el rey de Aragón; pero no
llegaron a realizarse, continuando la guerra hasta Mayo de 1361, en que terminó por convenio,
interviniendo un legado del Papa. Don Enrique y su gente se retiraron a Francia. Poco después de
esto ocurrió la muerte de la reina legítima Doña Blanca, según se cree por mandato de Don Pedro, y
la de Doña María de Padilla, ésta última, dolorosamente sentida por el rey.

384. Guerra con los moros.—El rey Bermejo.—Nueva guerra con Aragón.
Aprovechando turbulencias ocurridas en Granada, cuyo trono había usurpado un reyezuelo
llamado Abud-Said o el Bermejo, comenzó Don Pedro a guerrear con los moros, unido al rey
destronado Mohámed, con quien, en pago del auxilio, estipuló ventajas materiales. La guerra duró
poco, presentándose a Don Pedro el propio Abu-Said y confiándose a él; pero Don Pedro, aunque lo
acogió al principio benévolamente, lo despojó en seguida de sus riquezas y lo mató por su propia
mano, en venganza de haber Abu-Said años antes ayudado al rey de Aragón. Contra éste, cuya mala
fe era constante, a pesar de que aparentaba querer ayudar al de Castilla, rompió nuevamente
hostilidades Don Pedro. Apenas estalló la guerra, el infante Don Enrique acudió de nuevo a la
alianza con el de Aragón, firmando ambos un convenio (1365) en que por primera vez se muestra el
de Trastamara como pretendiente a la Corona de Castilla; y aunque llegó a concertarse paz muy
pronto entre los dos reyes, no fue ésta duradera, y el de Aragón se convino nuevamente con el
bastardo para ayudarle en la conquista, mediante la entrega, cuando esto se consiguiese, del reino de
Murcia y de varias plazas importantes cercanas a la frontera con Aragón. La guerra siguió,
especialmente por la parte de Valencia y Murcia, buscando Don Enrique y el de Aragón alianzas
con que aumentar sus fuerzas.

385. Las Compañías blancas.—Victorias de Don Enrique.


De estos auxiliares fueron las célebres Compañías blancas o mesnadas de aventureros que a
la sazón infestaban la Francia y con las cuales había combatido Don Enrique. Concertáronse con
ellas el de Trastamara y el rey de Aragón, y ayudaron a su propósito de que vinieran a España, el
propio rey de Francia y el Papa (residentes en Aviñón), quienes deseaban quitarse de encima tan
incómodos huéspedes, a tal punto que el mismo Papa les dio cien mil florines en oro. El de Aragón,
por su parte, les dio otros cien mil, y además el derecho de todo el pillaje o botín que hallasen en
España, a condición de que no habían de combatir lugar ni fortaleza alguna pertenecientes a aquel
monarca. A pesar de este pacto, y de los grandes honores que el rey de Aragón hizo al jefe de las
Compañías dándole también el título de conde de Borja, los aventureros cometieron grandes
tropelías, robos, muertes e incendios en Bar-bastro y otros pueblos de Aragón. Formaban las
Compañías gentes de todas procedencias (alemanes, gascones, españoles, ingleses, etc.),
aventureros acostumbrados a la guerra, pero con poca disciplina. Dirigíalas Beltrán Duguesclín
(caballero francés que antes había combatido contra ellas en Francia), junto con varios señores
importantes, franceses e ingleses. A Don Enrique acompañaban también varios nobles castellanos y
279

aragoneses, y con ellos, habiendo tomado a Calahorra, se hizo proclamar rey de Castilla en 16 de
Marzo de 1366.
Como si este hecho hubiese sido prenda de victoria, Don Enrique ganó sucesivamente a
Burgos (donde se coronó), Toledo y Sevilla. Don Pedro tuvo que huir a Galicia, y de allí a Bayona
de Francia. Don Enrique se apresuró a despedir a las Compañías, aunque quedaron algunas, con
Beltrán y otros caudillos.

386. Nuevas alianzas de Don Pedro.—Derrota de Don Enrique.—Montiel.


Don Pedro buscó y halló en tan apurado trance el auxilio de los ingleses y del rey de Navarra,
siéndole preciso acudir a este apoyo en fuerzas extranjeras, porque la mayoría de los nobles (si se
exceptúan algunos de Galicia) y la masa del pueblo, o se habían declarado por Don Enrique, o se
habían sometido a él después de la victoria. Don Pedro no consiguió aquellas alianzas
graciosamente: hubo de prometer Ja cesión de Guipúzcoa, Álava, Logroño, Fitero, Calahorra y
Alfaro al rey de Navarra y la de Bermeo, Lequeitio, Bilbao, tierra de Castrourdiales, y otros muchos
castillos, territorios, villas y aldeas. De las fuerzas auxiliares, sin embargo, sólo pudo contar luego
con las de los ingleses, cuyo príncipe de Gales o heredero de la Corona, vino personalmente a
dirigir la lucha. En cuanto al rey de Navarra, no cumplió los pactos.
La campaña fue, al principio, favorable a Don Enrique; pero a poco sufrió una terrible derrota
en los campos de Nájera, que le obligó a huir a Francia. Don Pedro, a pesar de la protección
caballerosa que el príncipe de Gales quiso dar a los prisioneros, mató a varios de éstos y se empeñó
en que le fueran entregados otros, cosa que disgustó mucho al inglés. Don Pedro no por esto dejó de
ordenar muertes en Toledo, en Córdoba y en Sevilla. Disgustado cada vez más con ello el príncipe
de Gales (y también por no pagar Don Pedro a sus soldados ni ponerle en posesión de las villas
prometidas) se volvió a Francia, a tiempo que muchas poblaciones de Castilla se sublevaban contra
Don Pedro, y Don Enrique entraba nuevamente en España para proseguir la lucha, reuniendo en
favor suyo los votos de la mayoría; y es de notar que por entonces apeló el bastardo al recurso (muy
repetido en la historia) de dar color religioso a la guerra, acusando a su hermano de hereje por haber
buscado alianza con los moros de Granada. Don Enrique fue nuevamente afortunado en su
campaña, que terminó bien pronto con derrota de Don Pedro en los llanos de Montiel. Refugióse el
rey en el castillo, donde lo sitió Don Enrique. Buscando la salida, propuso aquél a Duguesclín que
se la facilitase, y éste se negó al pronto, por no ser infiel a su señor; pero luego, por instigación del
bastardo, fingió ceder y atrajo a su tienda a Don Pedro y varios caballeros leales, quedando todos
prisioneros. Sobrevino entonces Don Enrique, el cual acometió a su hermano; y trabándose la lucha
cuerpo a cuerpo, si bien cayó aquél debajo, ayudado luego por el vizconde de Rocaberti o algún
otro parcial, logró sobreponerse y mató a Don Pedro (23 de marzo de 1369). Así terminó la guerra
civil y el reinado de Pedro I, llamado el Justiciero y el Cruel.

387. Enrique. II.—Luchas en el interior y en el exterior.


Aunque con las muerte de Don Pedro la mayoría de los nobles y de la población castellana se
sometió al bastardo, quedaron todavía fieles a la memoria del rey legítimo Carmona, Ciudad
Rodrigo, Zamora, Molina y otros lugares, que se sublevaron contra aquél, a la vez que el de Aragón
alegaba pretensiones a ciertas villas y el de Portugal entraba en Galicia como defensor de las hijas
de Don Pedro. Don Enrique luchó contra el de Portugal en primer término, logrando ventajas por
partes de tierra, si bien la escuadra portuguesa asoló las costas andaluzas. Rindió luego a Zamora y
Carmona, y, faltando a lo pactado en la rendición, hizo matar al alcaide de esta última plaza, Martín
López de Córdoba, guardador de dos hijas de Don Pedro, que fueron puestas en prisión.
Aunque de momento se vio obligado a pactar la paz el rey de Portugal, pronto la rompió
nuevamente, y Don Enrique tuvo que luchar otra vez con él, con el de Navarra y con los rebeldes de
Galicia, a la vez que, para ayudar a su amigo el rey de Francia, enviaba a la costa de la Guayana una
escuadra que derrotó a la de los ingleses, con prisión del almirante de éstos, conde de Pembroke. No
280

hubo de guiar a Don Enrique en esta guerra solamente el deseo de ayudar al rey de Francia en sus
luchas con los ingleses. También le movía el propio interés, puesto que los príncipes ingleses eran-
ya, por entonces, un peligro para el nuevo rey de Castilla. Procedía este peligro de haber casado dos
de los hijos del rey de Inglaterra, el duque de Lancaster y el de York, con dos hijas de Don Pedro I y
Doña María de Padilla, llamadas Doña Constanza y Doña Isabel. El duque de Lancaster, apoyado
en esta unión, y con el beneplácito de su padre Eduardo III, que fue amigo de Don Pedro, alegó
derechos a la corona de Castilla y se tituló rey de ella en unión con su mujer. Doña Constanza. En
este sentido declaró la guerra a Don Enrique, quien, como hemos visto, llevó ventaja al principio en
la batalla naval mencionada y en otra posterior. Poco después, obtenía nuevos triunfos contra el rey
de Portugal, llegando a sitiar a Lisboa y obligándole a pedir la paz; con lo cual pudo dirigirse contra
el rey de Navarra (logrando igualmente reducirlo a buena amistad) y luego contra el duque de
Lancaster, que amenazaba invadirá Castilla. Don Enrique pasó el Bidasoa y llegó a sitiar, aunque
sin éxito, a Bayona; y poco después afirmaba su alianza con los reyes de Aragón y Navarra,
mediante el casamiento del infante de Castilla, Don Juan, con una hija de Don Pedro de Aragón y el
del infante Don Carlos de Navarra con una hija de Don Enrique. En el mismo año, habiéndose
pactado tregua por mediación del Papa entre los reyes de Francia y de Inglaterra, se hizo extensiva a
Castilla por un año (2 de Agosto de 1375). Con esto, y la paz renovada en igual época con los
moros de Granada, comenzó un período de paz que Don Enrique aprovechó para ir afianzando su
dinastía, templando pasados odios y allegándose amistades, mediante concesión de privilegios y
mercedes, incluso a sus enemigos anteriores. Todavía se suscitó nueva guerra, si bien de escasa
duración, con el rey de Navarra; y a poco de firmar las paces, murió en Santo Domingo de la
Calzada (Mayo de 1379).

388. Don Juan I.—Guerra con Portugal.—Aljubarrota.


Sucedió a Don Enrique en el trono su hijo legítimo Don Juan, quien continuó desde luego la
política de su padre, renovando la alianza con Francia, reuniendo Cortes, otorgando mercedes y
mejorando la legislación. Inicióse nueva guerra con Portugal; pero, habiendo logrado ventajas en
ella Don Juan, se ajustaron en breves paces, concertándose el matrimonio de la infanta portuguesa
Doña Beatriz con un hijo del rey de Castilla; y habiendo quedado éste viudo a poco, casó con Doña
Beatriz en vez de su hijo, bajo condición de que, si el rey de Portugal fallecía sin sucesión
masculina, pasaría su corona a Doña Beatriz.
Parecía con esto bien preparada la unión de los dos reinos occidentales de la Península; pero
el amor a su independencia que tenía el pueblo portugués (en especial la nobleza) y su animosidad
contra los castellanos, hicieron fracasar el intento, pues en lugar de reconocer lo pactado por su rey
difunto, se sublevó, nombrando rey al Maestre de la Orden de Avis (fundada a mediados del siglo
XII), que tomó el nombre de Juan I. El rey de Castilla entró en Portugal y puso sitio a Lisboa, pero
tuvo que retirarse por haberse desarrollado gran epidemia en el ejército. Una nueva invasión
produjo la batalla de Aljubarrota, en que fueron derrotadas las armas de Castilla e imposibilitada la
unión de las dos coronas.

389. Alianza con la Casa de Inglaterra.—Legitimación de la rama bastarda.


Renovó en esto sus pretensiones el duque de Lancaster, y ayudado por el rey de Portugal entró
en Galicia y se apoderó de varias poblaciones. Don Juan, en vez de empeñarse en una guerra de
problemáticos resultados, concertó alianza con el de Lancaster, realizándose el casamiento de una
hija de éste y de Doña Constanza (nieta, por tanto, de Don Pedro I) con el infante Don Enrique, hijo
de Don Juan y heredero de la Corona. Tomaron los nuevos esposos el título de Príncipes de
Asturias, que desde entonces usan los herederos del trono. De este modo se unieron las ramas de los
dos hermanos enemigos, Don Pedro y Don Enrique, legitimándose la dinastía bastarda. Ocurrió esto
el año 1388, y en el mismo murió prematuramente Don Juan de la caída de un caballo.
281

390. Nuevas luchas con la nobleza. La cuestión del Papado.


El nuevo rey, Enrique III, era de menor edad cuando murió su padre, y la situación del reino
no se ofrecía como la más a propósito para que la minoría fuese tranquila, sino antes bien para que
se renovasen los tumultos de las de Fernando IV y otros reyes (§ ,75). De una parte, la nobleza—
que había cobrado nuevos bríos al calor de las luchas civiles de Don Pedro y Don Enrique y de las
desmedidas mercedes de éste—mostraba de nuevo su natural anárquico y ambicioso; de otra, las
cuestiones sociales se habían complicado especialmente en lo que se refería a los judíos, muy
protegidos antes, según sabemos, perseguidos ahora (no siempre por motivos que tengan honrada
explicación) y maltratados a cada paso por los mismos infantes (los hermanos bastardos de Don
Pedro) y por el pueblo. Resultado de estos dos grupos de causas, fue que la minoridad de Enrique
III abundase en trastornos. Los regentes atendieron más bien a su provecho personal que al del
reino; los nobles, divididos en bandos, peleaban entre sí, como el conde de Niebla y los Ponces en
Sevilla, ensangrentando las ciudades; las matanzas de judíos se sucedían desde 1391, que
empezaron en gran escala en Sevilla, en todas las villas andaluzas y en Castilla la desorganización
era, en fin, general y grave.
El rey, que no obstante ser débil de complexión (por lo que se le conoce con el dictado de El
Doliente) tenía gran fuerza de ánimo, apenas se declaró de mayor edad a los 14 años se apresuró a
remediar los males producidos por los regentes y la nobleza, revocando muchas mercedes
desmedidas hechas por aquéllos en daño del Real Patrimonio, obligando a que fuesen restituidas
rentas y posesiones usurpadas y castigando las banderías de nobles. Cuéntase, como suceso (más o
menos real) que pinta gráficamente los abusos de los palaciegos, que un día, al pedir el rey la
comida en Burgos, le fue contestado que no había nada con qué hacerla ni quien lo fiase,
advirtiéndole al propio tiempo que aquella misma noche celebraban gran banquete en casa del
arzobispo de Toledo, Don Pedro Tenorio, varios magnates de los que más habían usurpado rentas
de la Corona. El rey empeñó aquella noche su gabán para comer, y luego, disfrazado de sirviente,
presenció la comida de los nobles. Al día siguiente los llamó a su cámara y preguntó al arzobispo
cuántos reyes había conocido en Castilla. Tres, contestó el prelado.—Pues yo, dijo el rey, con ser
más mozo, he conocido más de veinte, y desde hoy no ha de haber más que yo. Hizo entonces salir a
su guardia y al verdugo y amenazó a los magnates con quitarles la vida si no restituían al punto las
rentas reales.

391. Guerra con Portugal y los moros.—Relaciones diplomáticas.—Las Canarias.


Renovóse la guerra con Portugal, cuyas tropas se apoderaron, sin previa declaración de
guerra, de Badajoz; pero Don Enrique recobró la plaza (1397). Atendiendo a la necesidad que había
de poner coto a las expediciones de piratas musulmanes, que desde África caían constantemente,
asolándolas, sobre las costas españolas, el rey mandó organizar una expedición marítima contra
Tetuán. La escuadra española forzó la barra del río Martín y destruyó la ciudad africana (1400),
refugio de piratas.
Atendió igualmente Don Enrique a las relaciones diplomáticas; y por ser entonces soberano
poderosísimo y célebre en Europa el emperador del Mogol y rey de Persia, Tamerlán —y
probablemente también por importar mucho las relaciones comerciales con Oriente—, Don Enrique
envió una embajada de dos nobles castellanos y luego otra, de que se escribió, como veremos, una
relación muy interesante. Tamerlán acogió muy bien a los delegados del rey de Castilla, y envió a
su vez una embajada.
El Cisma de Occidente, que afligía a la Iglesia Católica por entonces, preocupaba, como era
natural, a nuestros reyes. Ya Enrique II había adoptado una actitud neutral, mandando que se
retuviesen las rentas pontificias hasta que hubiese Papa legítimo y reconocido por todos. Bajo Juan
I, la Iglesia española se había adherido a la causa de Clemente VII, que residía en Aviñón, contra
Urbano VII, que estaba en Roma. Enrique III, deseando terminar estas cuestiones, se apartó de la
obediencia de Benedicto XIII, sucesor de Clemente VII (no obstante ser español: el llamado
282

antipapa Luna), por estar contra él la corte de Roma.


Todavía hubiera llevado la guerra Don Enrique contra los moros de Granada, a no haber
muerto prematuramente (1406).
Don Enrique protegió también la conquista y colonización de las islas Canarias, que, si bien
conocidas (y aún disputadas desde tiempo de Alfonso XI), no estaban formalmente en posesión de
ningún Estado europeo. En 1402 empezaron la conquista Rubín de Bracamonte y su primo Juan de
Bethencourt, que juró fidelidad al rey de Castilla; pero luego las cosas tomaron otro rumbo, según
veremos.

392. Minoridad de Don Juan II.


Aun no tenía dos años cumplidos el heredero de Don Enrique, cuando éste murió. Parecía
lógico que sobreviniera nueva minoridad tumultuosa. No fue así, gracias a las relevantes
condiciones personales del regente, cuyo cargo recayó ahora en un tío del rey, llamado Don
Fernando. No faltaron al regente sugestiones para que se amparase del trono, desposeyendo a su
sobrino; pero él rechazó noblemente tales propuestas, y tuvo energía y habilidad bastante para
sortear las dificultades que la misma reina madre oponía a su gestión, y para sujetar las ambiciones
y banderías de los nobles. Para distraer las fuerzas de éstos y reprimir a la vez las audacias de los
moros —que ya en los últimos días de Enrique III habían derrotado al Maestre Santiago— llevó
Don Fernando la guerra contra el reino de Granada, consiguiendo conquistar la importante plaza de
Antequera (1410), de donde vino al regente el nombre de Don Fernando de Antequera.
Desgraciadamente, no dirigió éste los negocios del reino durante toda la minoridad de su sobrino.
En 1412 fue llamado por elección cuyos trámites se estudian en otro lugar (§ 412), al trono de
Aragón, y la regencia pasó entonces a la reina madre Doña Catalina, cuyo mal influjo no tuvo por
fortuna mucho tiempo para ejercerse, pues murió meses después. Las Cortes declararon la mayor
edad del rey, que contaba ya catorce años.

393. Don Álvaro de Luna.—Luchas con la nobleza.


Era el rey Don Juan hombre muy entregado a las aficiones literarias, a las diversiones y
espectáculos de la caballería y débil e indeciso de voluntad: con esto, poco apto ni gustoso para el
gobierno de su Estado. Era lógico, pues, que lo confiase a persona cuya voluntad le dominara y a
quien profesase cariño. Estas condiciones se reunían en un sobrino del arzobispo de Toledo (Don
Pedro de Luna) llamado Don Álvaro, que, llevado de muy joven a la corte, se había criado casi al
lado del rey. Tan larga relación en edad temprana, el ser Don Álvaro también amante y cultivador
de las letras, y estar dotado de superiores condiciones de carácter e inteligencia, diéronle gran
ascendiente sobre Don Juan. Este favoritismo exclusivo no podía tolerarlo la ambiciosa y turbulenta
nobleza, contra cuyas maquinaciones era, también, fuerte obstáculo la energía de Don Álvaro.
Formáronse partidos contra él, acaudillados por dos primos del rey, Don Juan y Don Enrique, a la
vez, enemigos entre sí. Don Enrique logró apoderarse del rey y tenerlo en su poder algún tiempo;
pero lograron fugarse el rey y Don Álvaro y deshacerse de los dos caudillos rivales, por haber
casado Don Juan con la heredera del trono de Navarra y Don Enrique con una hermana del rey. Aun
desprovistos de estos jefes, los nobles continuaron intrigando contra Don Álvaro y constituyeron
una coalición formidable, atemorizado por la cual el rey consintió en desterrar de la corte a Don
Álvaro. El destierro duró poco tiempo, porque Don Juan no sabía pasarse sin su favorito, ni hallaba
persona que con ventaja le reemplazara.
Se repitió esta escena varias veces, ora cediese Don Juan al temor de los nobles, ora a su amor
por Don Álvaro, el cual, en los períodos de favor que gozaba, emprendió por dos veces la guerra
contra los moros, logrando en la primera una gran victoria llamada de la Higueruela (cerca de
Granada), y en la segunda conquistar algunas plazas; pero estos éxitos fueron perdidos, porque las
discordias civiles creaban serias dificultades interiores y preocupaban ante todo. Al cabo, los
nobles, a quienes apoyaba el príncipe de Asturias (cuyo favorito Don Pedro Téllez Girón, maestre
283

de Calatrava, era cabeza de los enemigos de Don Álvaro), se presentaron en franca rebelión, y fue
forzoso que acudiese a castigarla el rey. Dióse batalla en Olmedo, en la cual fueron enteramente
derrotados aquéllos (1445); pareciendo con esto que quedaba asegurada la privanza del de Luna. En
todas estas contiendas, a partir de 1439, figuró, al lado de Don Álvaro, un aventurero español,
Rodrigo de Villandrando, que había hecho famoso y terrible su nombre en Francia, como jefe de
bandas mercenarias que, según los hábitos de la época, combatían a menudo en provecho propio.
Villandrando, llamado por Don Álvaro, entró en España en la fecha referida, con tres o cuatro mil
hombres. Tomó a Roa, prestó grandes servicios al rey y asistió a la batalla de Olmedo. Ya antes
había intervenido en las contiendas del rey de Castilla con el de Aragón. Villandrando fue conde de
Ribadeo.
La fortuna del privado de Don Juan II cambió por la intervención de un nuevo elemento que
el propio Don Álvaro trajo sin sospechar que había de ser su mortal enemigo. Fue éste la segunda
mujer de Don Juan, Doña Isabel, infanta de Portugal, a cuya voluntad se doblegó bien pronto la
débil del rey. Doña Isabel se declaró enemiga del favorito y trabajó todo lo posible para derrotarlo,
ayudando a la obra de los nobles. Consiguió, al fin, que Don Juan diese orden de prender a Don
Álvaro, el cual, si se resistió en un principio, cedió en cuanto le presentaron una cédula del rey en
que éste le aseguraba el respeto a la persona. No se cumplió esta promesa. Doce letrados del
Consejo Real, enemigos de Don Álvaro, le formaron causa y le juzgaron (no hallando otros motivos
más serios) como culpable de haber dado hechizos al rey a fin de dominar su voluntad, con otros
insignificantes cargos en virtud de los cuales fue condenado a muerte. La sentencia se ejecutó en
Valladolid (1453). El rey murió poco después.

394. Enrique IV.—Nuevas luchas con la nobleza.


Sucedió en el trono a Juan II su hijo mayor, Enrique IV (1454), el cual inauguró su reinado
haciendo la guerra a los moros. Las tropas castellanas llegaron por un lado hasta los muros de
Granada, y por otro se apoderaron de Gibraltar; pero el rey, influido por ideas humanitarias muy
opuestas a la realidad de los tiempos y a las urgencias del Estado, hizo inútiles estas victorias,
esquivando encuentros decisivos por temor de que fuesen muy cruentos. La nobleza, tan mal
preparada por hechos anteriores a respetar la persona del monarca, halló en esto motivo para
malquerer y despreciar a Enrique IV. Poco después surgió nueva ocasión de renovar antiguas
luchas. Don Enrique no logrando sucesión de su primer matrimonio con Doña Blanca de Navarra,
se divorció de ella y casó en segundas nupcias con Doña Juana, infanta de Portugal. Durante seis
años fue también estéril esta unión, y la voz pública atribuía la culpa a defecto orgánico del rey, que
por esto comenzó a ser conocido con el nombre de El Impotente. Al cabo de los seis años, dio a luz
la reina una niña, que se llamó Juana, como su madre. La opinión vulgar, y muchos nobles
especialmente, mantuvieron la opinión de que la princesa nacida no era hija del rey, sino del
favorito de éste y de Doña Juana, llamado Don Beltrán de la Cueva, a quién se suponía amante de la
reina. La especie era imposible de probar, y lo cierto es que el propio Don Beltrán la desmintió con
sus actos, peleando años después en contra de la misma a quien se suponía hija suya. Las Cortes
juraron por sucesora del trono a la princesa Doña Juana, comúnmente llamada, en virtud de la
suposición de su origen, la Beltraneja, y también la reconocieron los dos hermanos del rey Don
Enrique, los infantes Don Alfonso y Doña Isabel.
No se conformaron con esto muchos de los nobles, bien porque realmente creyesen en el
ilegítimo origen de Doña Juana, bien porque hicieran de esto arma contra el favorito, cuyo
encumbramiento les molestaba, como años antes el de Don Álvaro. Lo cierto es que formaron una
Liga, cuyo objeto era apoderarse de la persona del rey —como había sucedido tantas veces ya en
Castilla—, y matar a Don Beltrán. Fracasó el plan, los nobles conjurados se declararon entonces en
franca rebelión, exigiendo por medio de carta de muy insolentes tonos que se revocase el
reconocimiento de Doña Juana como heredera de la corona, por no ser hija legítima del rey, con
otras pretensiones de carácter político. Don Enrique, en vez de hacer frente a tan injuriosa y grave
284

pretensión, se atemorizó ante la actitud de la Liga, pidió acomodamiento y firmó al cabo la


declaración de heredero a favor de su hermano Don Alfonso, destituyendo así a Doña Juana y
asintiendo tácitamente a su deshonra. El infante Don Alfonso, a pesar de haber reconocido antes a
Doña Juana, no tuvo ahora escrúpulo en aceptar el nombramiento en provecho propio.

395. La lucha política.—Destronamiento de Don Enrique.—Olmedo.


Aparentemente, la lucha entre el rey y la nobleza no tenía otro fundamento que la ilegitimidad
supuesta de Doña Juana. En el fondo era más grave, pues continuaba la oposición fundamental entre
el principio unitario y ordenador del Estado, representado por el monarca, y el principio anárquico y
perturbador de los señores. Las pretensiones de ellos, según veremos en el lugar oportuno, eran
esencialmente políticas, imponiendo reformas en la legislación que aumentasen los privilegios de la
nobleza. El mismo Enrique IV lo comprendió así. Desde un principio trató de crear una nueva
nobleza —como ya hicieron en parte otros reyes— que contrarrestara el poder de la antigua, por
deber al monarca su origen inmediato. Por desgracia, carecía Don Enrique de condiciones de
carácter para sostener su derecho, y el propio prestigio de la dignidad real hallábase muy
quebrantada, a causa de los pasados disturbios y flaquezas, de que habían salido gananciosos los
nobles. Comprendió el rey, a' poco de haber cedido a los de la Liga, la gravedad que esto entrañaba,
y trató de remediarlo (como hacen, por lo común, los espíritus débiles, cuando pasado el momento
de peligro advierten las consecuencias de su debilidad) desdiciéndose de ello. Declaró, pues, nulo lo
pactado; pero, como era lógico, dado el estado de las cosas, los nobles no sufrieron esta anulación
de su triunfo. La lucha se acentuó con mayores caracteres políticos. Extremábanse las pretensiones:
se discutía abiertamente la autoridad real. Muchos sacerdotes (obispos entre ellos) predicaban el
derecho de deponer al rey malo, mientras otros defendían la obediencia pasiva al monarca. Al fin,
los nobles dieron el último paso. Reunidos en Ávila con el infante Don Alfonso, proclamaron a éste
rey y depusieron a Enrique IV, cuya efigie, colocada sobre un tablado, fue sucesivamente despojada
de los atributos reales, y al cabo arrojada al suelo.
Semejante desprecio a la persona del rey produjo inmediata reacción en favor de Enrique IV.
Muchas ciudades acudieron a la defensa de éste; y aunque Don Enrique dilató el venir a las manos,
tratando de negociar arreglos con el marqués de Villena, jefe de los sublevados y antes favorito del
rey, al fin se dio una batalla en los campos de Olmedo, en que vencieron las tropas reales (1467).
La guerra continuó, sin embargo, apoderándose los rebeldes de Segovia, donde estaba la
infanta Isabel. La repentina muerte del infante Don Alfonso, candidato de los nobles (quizá
envenenado), paralizó momentáneamente la obra de la sublevación; pues, aunque le fue ofrecida la
corona a la infanta Isabel, ésta se negó a admitirla mientras viviera su hermano Don Enrique, si bien
la reclamaba, una vez muerto, por no reconocer la legitimidad de la Beltraneja.

396. Tratado de Guisando.—Doña Isabel y Don Enrique.


Sobre la base de esta declaración de Doña Isabel, los nobles propusieron al rey volver a su
obediencia si reconocía a la infanta como heredera del trono. Se avino a ello Don Enrique; y
reunidos ambos hermanos en el monasterio de Jerónimos situado en el campo de Guisando, firmóse
un tratado en aquel sentido, por el cual nuevamente confesaba el rey el adulterio de su esposa.
Protestó ésta, como era natural, atacada juntamente en su honra y en el derecho de su hija,
creándose grave conflicto para Don Enrique. Terminó éste por el rompimiento del tratado de
Guisando, que hizo el rey (1470), en mucha parte enojado por haber Doña Isabel rechazado el
matrimonio que su hermano le proponía con el Rey de Portugal, y haberse casado con el infante
Don Fernando de Aragón (1469). Todavía mediaron intentos de reconciliación, que no cuajaron;
muriendo en 1474 Don Enrique sin haber resuelto de una manera decisiva la cuestión de sucesión a
la corona: si bien el último acto positivo de su vida fue la mencionada revocación del tratado de
Guisando y el reconocimiento de Doña Juana como heredera. Con esto, quedaba planteada la guerra
civil.
285

397. Guerra civil.—Reconocimiento definitivo de Doña Isabel.


Apenas muerto Don Enrique, fue proclamada reina en Segovia Doña Isabel; pero muchos
nobles —entre ellos algunos, como el arzobispo de Toledo, que antes figuraba en el partido de la
infanta— creyeron ilegítima la proclamación y se levantaron en defensa del derecho de Doña Juana,
reconocida por su padre. Buscóse el apoyo del rey de Portugal, prometiéndole en matrimonio a
Doña Juana, y encendióse la guerra con ayuda de muchas ciudades que se declararon en favor de la
hija de Don Enrique, no sin que ésta tratara antes de resolver la cuestión por el arbitraje de una
Junta magna de los tres brazos de Cortes. La lucha fue, sin embargo, ventajosa para Doña Isabel,
cuyos combatientes vencieron en dos importantes batallas, la de Toro y la de Albuera. El rey de
Portugal desistió de sus pretensiones, y se ajusto a poco (1479) un tratado de paz, mediante el que
se reconocía por reina a Doña Isabel. Aunque se concertó igualmente el matrimonio de Doña Juana
con el infante Don Alfonso, niño de pocos años a la sazón, la hija de Enrique IV prefirió entrar en
un convento.
Así terminó la cuestión dinástica y comenzó el reinado legítimo de Isabel I.

Aragón, Cataluña y Valencia


398. Los hijos de Jaime I.
Sabemos ya que Don Jaime dividió sus reinos al morir, dejando el de Aragón (con Cataluña y
Valencia) a Pedro, tercero de este nombre, y Baleares a Jaime. De este reparto nació la vida
independiente de las islas durante bastantes años, aunque no se rompieron por completo los lazos
entre Mallorca y la Península, según veremos. Si por este lado no parece muy sensata la política de
Don Jaime —puesto que lo que más importaba en aquellos tiempos era concentrar el poder—, debe
alabarse su solicitud en procurar mayor engrandecimiento al reino, casando a Don Pedro con
Constanza, hija del rey de Sicilia, Manfredo. De este matrimonio derivan los derechos de los reyes
de Aragón a parte de Italia, derechos que tanta influencia ejercieron en la política militar por
muchos años. Con esto, oponía también Don Jaime una fuerte alianza a la constituida por el
matrimonio de la condesa de Provenza (tierra tan estrechamente ligada a Cataluña, como hemos
visto) con Carlos de Anjou, de la Casa Real francesa.

399. Política interior de Pedro III.


El primer acto del nuevo rey fue, al coronarse, afirmar su independencia respecto del Papa,
negando así, conforme a la tendencia dominante en el pueblo y en la política real, el valor de aquel
vasallaje concedido por Pedro II. Su declaración hace constar que no recibía la corona del obispo de
Zaragoza, porque así fuera necesario, ni por la Iglesia Romana, ni contra ella.
Apenas coronado, tuvo Pedro III que atender a la lucha constante contra la nobleza. El primer
motivo lo ofreció la discutida sucesión al Condado de Urgel. El rey, que ya se había señalado
siendo infante por su rencor contra los nobles, combatió al pretendiente Armengol X, si bien esta
guerra duró poco, terminándola un convenio por el cual se declaraba aquél feudatario de Pedro III.
La lucha renació bien pronto por otro lado. La nobleza catalana se confederó toda contra el rey
(1280), no se sabe a punto fijo por qué causa concreta. El rey sitió a los sublevados en la villa de
Balaguer, ayudado por soldados de las milicias municipales. En Balaguer había 500 nobles, y al
frente de ellos el conde de Foix. Al cabo, los sitiados, viendo que el pueblo no los secundaba, se
rindieron; y el rey, aunque tuvo en prisión desde luego a los jefes principales, los soltó bien pronto,
mediante pacto de feudo e indemnización de daños causados. Por este tiempo, el hermano del rey,
Jaime, a quien su padre dejó el Rosellón y Mallorca, firmó (1278) el reconocimiento de recibir sus
Estados en feudo de Pedro III, a quien transmitía, para él y sus sucesores, el dominio directo. Esta
declaración no fue bien recibida por los súbditos de Jaime, y él mismo protestó contra ella años
después, diciendo que la había firmado por miedo. Por su parte, Pedro III establecía relaciones
amistosas con Castilla y con Portugal, casando con el rey portugués Dionis a la infanta Isabel de
286

Aragón, que luego fue Santa Isabel. La guerra con los moros de Valencia, que seguía empeñada a la
muerte de Don Jaime I, como sabemos, la terminó Don Pedro expulsando a muchos de aquéllos del
reino valenciano.

400. Política exterior.—Túnez.—Sicilia.


Don Jaime I había sido aliado de El-Mostansir, rey moro de Túnez, el cual pagaba tributo al
de Aragón. Al morir El-Mostansir, fue usurpado el trono por uno de sus hijos, a quien no
correspondía, y Pedro III aprovechó la ocasión para intervenir en la política tunecina. Envió para
esto una expedición (1280) al mando de un marino siciliano, Coral o Conrado de Llansa; y el
resultado de ella fue establecer el protectorado de Aragón sobre Túnez, con el derecho de cobrar un
tributo y la mitad de la contribución sobre el vino, de tener en la capital un alcalde (caballero
aragonés o catalán) para los cristianos, y cónsules catalanes en Bugía y Túnez, y que aquél llevase
la bandera de las cuatro barras a la cual había de rendirse iguales honores que a la del país. Este
notable triunfo diplomático, mediante el cual se afirmaba la influencia aragonesa en África, fue el
precedente lógico de nuevos sucesos que tuvieron por teatro el reino de Sicilia.
Comprendía éste la isla así llamada y parte del territorio de Nápoles; y, aunque en poder de
los hijos del emperador alemán, Federico III, era disputada su posesión por la Santa Sede, cuya
lucha en Italia contra el poderío de los emperadores alemanes duró, como es sabido, largo tiempo.
Buscando el Papa una manera de reivindicar el derecho que creía tener a los territorios sicilianos,
los ofreció a Carlos de Anjou (§ 598), a condición de que los rescatara del poder de los alemanes y
se declarara luego feudatario del Papa. Aceptó Carlos, se dirigió contra el regente de Sicilia,
Manfredo, y logró vencerlo y matarlo. Igual suerte cupo al sobrino de Manfredo, Conradino, a
quien correspondía propiamente la corona. Vencido en una batalla, fue luego decapitado (1268).
Estos sucesos habían de mover justamente los sentimientos de Pedro III, casado, según hemos visto
(§ 398), con una hija de Manfredo. No se sabe hoy todavía con certeza si desde entonces comenzó
ya el rey de Aragón a preparar la conquista de Sicilia, ni si se entendió desde luego con los
sicilianos, descontentos, por la usurpación de Carlos de Anjou, que suponía el triunfo del partido
papal y también por su gobierno tiránico, que el propio papa Clemente IV censuró enérgicamente.
Los que creen que hubo inteligencias entre ellos, o, cuando menos, ánimo preconcebido en Pedro III
de disputar a Carlos (y por tanto al Papa) el dominio de Sicilia, suponen que la misma expedición a
Túnez (hecha en 1280, años después de la muerte de Conradino), era ya un primer paso para la
guerra, dada la proximidad de Túnez a la isla. Sea lo que fuere de esto, un año después, en 1281, se
hicieron poderosos armamentos en Aragón, reuniendo en la desembocadura del Ebro una escuadra
de 140 buques y un ejército de 15.000 hombres. El rey de Francia, alarmado, envió embajadores
para conocer la intención que guiaba a Pedro III, el cual contestó evasivamente; si bien lo ostensible
era realizar una expedición a Constantina, en África, cuyo gobernador había pedido el auxilio del
rey de Aragón, contra el sultán. La escuadra se hizo en efecto a la mar con las tropas (1282) y se
dirigió a la villa de Alcoyll, en la costa berberisca, de la cual se apoderó el ejército aragonés,
fortificándose en ella y sosteniendo durante algún tiempo la guerra con los naturales del país.
Estando así, llegó una embajada de sicilianos—que poco antes se habían sublevado contra el rey
Carlos en las famosas Vísperas Sicilianas (31 de Marzo de 1282) —pidiendo el apoyo de Pedro III.
Aceptó éste, creyéndose con derecho, por parte de su mujer, al trono de Sicilia, y se dispuso a pasar
a la isla. Las condiciones eran inmejorables, ya obedeciesen o no a cálculo premeditado. Hallábase
el rey de Aragón a poca distancia de Sicilia y con ejército y armada de gran poder. En Agosto del
propio año, 1282, desembarcó Pedro III en Trápani.

401. Conquista de Sicilia.—Guerra con Francia y desavenencias con el Papa.


Costó poco al rey de Aragón apoderarse de Sicilia. Carlos de Anjou se refugió en la
Península, al otro lado de Mesina. Siguiéronse varios combates navales y terrestres, favorables a las
armas aragonesas. En Febrero de 1285, Pedro III era dueño de toda la costa de Calabria. Carlos de
287

Anjou, desesperado por estas derrotas, acudió al medio (tan usado entonces) del duelo, retando al de
Aragón. Aceptó éste y se fijó como sitio Burdeos, y como día, el 1 de Junio de 1283. Llegada la
época de verificarse el desafío, supo Don Pedro que el rey de Francia, en connivencia con el de
Inglaterra, cuya era la plaza de Burdeos, le preparaba asechanza, habiendo reunido tropas para
hacerle prisionero con los caballeros que llevase. Para evitar este peligro, y cumplir además su
palabra, Don Pedro se dirigió disfrazado a Burdeos, se cercioró allí de la trama urdida contra él y de
que el gobernador no garantizaba la seguridad del rey de Aragón y sus acompañantes, y, dándose
entonces a conocer en el mismo campo del duelo, hizo levantar acta de haber estado en él y marchó
inmediatamente, llegando al fin a Tarazona no sin grave riesgo de ser cogido por los partidarios del
rey de Francia. Continuaba mientras tanto la guerra en Italia, con gran fortuna para Aragón, cuyo
almirante, Roger de Lauria, que alcanzó gran notoriedad, consiguió derrotar a la escuadra enemiga
en Malta y en Nápoles, cogiendo prisionero al hijo de Carlos de Anjou, Carlos el Cojo (Junio de
1284). Nuevos peligros amenazaban a Aragón. El Papa, que no podía perdonar a Pedro III la
conquista del reino de Sicilia, y que sostenía, además, las pretensiones originadas por la cesión de
Pedro II, declaró a aquél privado de sus Estados, relevando a sus súbditos del juramento de
fidelidad, y los concedió a Carlos de Valois, hijo segundo del rey de Francia (Mayo de 1284). En
Enero de 1285 moría Carlos de Anjou, dejando sin jefe la guerra de Italia (por estar prisionero su
hijo), y poco después los franceses invadían Cataluña. A esta invasión había dado carácter de
Cruzada el Papa.
Hallaron los invasores apoyo en el rey de Rosellón y Mallorca, Don Jaime (hermano de Pedro
III, según es sabido), aunque algunas plazas fuertes resistieron, como Salses y Colliure, defendiendo
la causa de Aragón y Cataluña. Don Pedro, por su parte, no hallaba completa unanimidad en sus
reinos para la defensa. Algunos nobles y eclesiásticos, y varios pueblos del Ampurdán, o se
apartaron de la causa del rey o pusieron dificultades para ir a su defensa. Los franceses penetraron
en el Ampurdán por un paso del Pirineo mal guardado, y en poco tiempo se apoderaron de casi todo
el país, coronándose rey, en el castillo de Ller, Carlos de Valois, que sitió luego a Gerona. Resistió
ésta valientemente, dando tiempo a que llegase la armada de Roger de Lauria, llamada por Don
Pedro, y a que, por falta de alimentación y exceso de gente, se desarrollase en el ejército francés una
epidemia que causó muchas víctimas. Dióse una batalla naval, en que salieron vencedoras las armas
de Aragón, si bien la victoria quedó manchada con graves crueldades ejercidas sobre los prisioneros
heridos. Inutilizados así los socorros por mar del ejército francés y enfermo el propio rey Felipe,
comenzó la retirada, funesta para los invasores. El ejército aragonés-catalán, apostado en el puerto
pirenaico de Panissars, dejó pasar libremente tan sólo al rey de Francia, pero cayó sobre el resto de
las tropas haciendo gran carnicería. Siguió la guerra en Rosellón, y con ella los motivos de
enemistad entre Aragón y Francia, manteniendo Don Pedro como prisionero al infante francés
Carlos el Cojo. Poco después murió Don Pedro (II de Noviembre de 1285), mientras se dirigía
contra Mallorca, al mando de su hijo, una expedición. Declaró el rey antes de morir, que devolvía al
Papa el reino de Sicilia.

402. Alfonso III.—Cuestiones internacionales.


Esta declaración de Pedro III no tuvo eficacia alguna. Ninguno de sus hijos pensó en
abandonar el nuevo reino de Italia, a cuyo frente quedó el segundogénito Jaime, mientras el
primogénito Alfonso ceñía la corona de Aragón-Cataluña, reteniendo también la posesión de
Mallorca hasta 1295, ,n que fue devuelta a Jaime II después de ratificado el pacto de infeudación y
homenaje. En Italia seguían luchando las armas aragonesas-catalanas y las francesas, si bien con la
independencia que daba ahora a Sicilia su constitución en reino aparte del aragonés. Facilitó esto a
Don Alfonso III la transacción de sus diferencias con Francia, a lo cual apremiaban otras naciones
de Europa, en especial Inglaterra. Pactóse al fin, en 1288, una paz (de Campfranch) cuyas
principales condiciones en punto a Aragón eran: la revocación de la investidura del reino hecha por
el Papa a favor de Carlos de Anjou; el reconocimiento del señorío sobre Mallorca y el Rosellón; la
288

libertad del prisionero Carlos el Cojo mediante indemnizaciones y nuevos rehenes, y la posesión de
Sicilia para Don Jaime. Puesto en libertad Carlos, ni el rey de Francia ni el Papa cumplieron lo
pactado, renovándose las amenazas de guerra por parte de aquél en connivencia con el destronado
monarca mallorquín Don Jaime, al paso que en Sicilia seguía la lucha. Una nueva paz, concertada
en Tarascón (1291), terminó el conflicto, pero con gran pérdida para los derechos aragoneses;
porque, si bien el Papa revocó la donación hecha a Carlos de Valois, fue a condición de que Don
Alfonso pagase el censo de Pedro II con fodos sus atrasos. Don Alfonso se comprometía a pedir a
su hermano la devolución de Sicilia, o a pelear contra él si no la cumpliese. Este mismo rey
conquistó, en Enero de 1286, la isla de Menorca, acabando con la soberanía nominal y el puro
vasallaje que hasta entonces tuvo (§ 329).

403. Cuestiones interiores.—El Privilegio de la Unión.


Las guerras y los peligros exteriores a que había estado sometido el reino de Aragón durante
tantos años, no consiguieron desvanecer, ante el interés común, la lucha interna constante entre la
nobleza y el rey. Recuérdense los trastornos que hubo de reprimir en los primeros años Pedro III;
recuérdese que durante la misma invasión francesa se vio abandonado y traicionado por varios
nobles. Sólo la energía indomable del gran rey había podido afrontar y vencer tales dificultades.
Ahora, con Alfonso III, de menos temple y condiciones que su padre y abrumado por tantas
complicaciones de carácter internacional, demasiado graves para su genio, el peligro era mayor y
podía temerse que se doblegara la corona a las pretensiones señoriales; como así ocurrió, en efecto.
La Unión de nobles aragoneses que en reinados anteriores había pretendido imponerse al rey,
insistió ahora en sus propósitos. Tomó como pretexto de disgusto, según parece, el hecho de que
Don Alfonso comenzara a titularse rey antes de jurar las leyes y fueros. Cumplido este requisito en
Cortes, los nobles exigieron el reconocimiento de nuevos privilegios que aumentaban su poder. No
quiso concederlos por el pronto Don Alfonso; pero los nobles persistieron en su actitud,
requiriéndole para que volviese a Aragón, amenazándole con disturbios si no concedía los
privilegios pedidos, conspirando para entregar el reino a Carlos de Valois y procediendo como
verdaderos soberanos, pues llegaron incluso a enviar embajadores a otros Estados de Europa. El rey
adoptó, en un principio, temperamentos enérgicos, condenando a muerte a varios de los revoltosos;
pero, no logrando con esto sino exacerbar el conflicto, necesitando de la paz interior para afrontar
las dificultades gravísimas del exterior y careciendo de energía para imponerse, hubo de ceder a la
Unión, otorgándole el Privilegio de este nombre (1287), en que el rey se obligaba a no matar ni
mandar matar a ningún noble ni procurador, y reconocía la Justicia como juez medio, con otras
limitaciones que rebajaban la autoridad real. De este modo Alfonso III dejaba comprometida la
suerte de la Corona en el interior, como la había comprometido en el exterior con la paz de
Tarascón.

404. Jaime II.—Terminación de la lucha con el Papa y con Francia.


Por una de esas combinaciones tan frecuentes en la vida, fuente de todo imprevisto, murió
Alfonso III sin hijos y vino a sucederle su hermano Jaime, el rey de Sicilia, contra el cual se había
comprometido a combatir aquél. Don Jaime se coronó rey de Aragón y Cataluña; pero, no obstante
el tratado de Tarascón, lejos de desamparar la isla, dejó allí a su hijo Fadrique, como soberano.
Renovóse con esto la guerra entre Aragón y Francia, pero duró bien poco. Don Jaime era favorable
a la paz, y a ella empujaba también el Papa Bonifacio VIII. Se firmó al cabo en Aguani (5 de Junio
de 1295), en condiciones tan vergonzosas como el tratado de Tarascón. Renunció el rey a sus
derechos sobre Sicilia; y como fuera de recelar que ni los sicilianos ni el propio Don Fadrique se
avendrían a esto, comprometióse el rey a luchar con su hijo para devolver la isla al Papa. Este, por
su parte, anuló todas las sentencias de excomunión que pesaban sobre los reyes aragoneses, y la
Casa de Francia renunció a todos sus pretendidos derechos. Poco después logró Don Jaime que la
iglesia le cediese el derecho a las islas de Córcega y Cerdeña (1297) en compensación de la de
289

Sicilia, pero como feudatario de la Santa Sede y pagando a ésta un censo; siendo preciso, además,
que conquistase por su cuenta las dichas islas. Por último, se pactó y celebró el matrimonio de Don
Jaime con Doña Blanca de Anjou, hija del rey francés.
Todo esto no hizo sino transportar la guerra a otra parte, más grave aún. El temido conflicto
con Sicilia estalló al punto. Los sicilianos, viéndose desamparados por el rey de Aragón, se
declararon independientes y eligieron por nuevo rey a Don Fadrique. Entonces comenzó una larga
guerra entre padre e hijo, con varia fortuna; hasta que, cansados todos de la lucha, temerosos los de
Anjou de nuevas complicaciones, por haber roto la alianza con ellos el Papa, se llegó a un convenio
de paz (1302) por el cual se reconocía rey de Sicilia a Don Fadrique, casándose éste con Doña
Leonor, hija de Carlos de Anjou, y comprometiéndose a que la corona siciliana no pasase a sus
hijos, sino a su suegro, el cual le daría una compensación. A pesar de esto, Sicilia continuó por
muchos años en poder de la familia real aragonesa.

405. Sucesos en la península.—Conquista de Cerdeña.


Aparte de las complicaciones que el asunto de Sicilia trajo, tenía Don Jaime otras
preocupaciones de orden político en la Península. Eran éstas las desavenencias con Castilla por
causa de la guerra de sucesión promovida a la muerte de Don Alfonso X entre Don Sancho y los
infantes de la Cerda, refugiados en Aragón (§ 381). Don Jaime luchó por la parte de Murcia, y al
cabo obtuvo el reconocimiento de propiedad en todo el norte de esta región. Poco después, lograba
que el rey de Francia le devolviese el valle de Aran, que detentaba aquél hacía años, y a la vez
realizaba nuevas alianzas matrimoniales, casando a su hija Isabel con el duque de Austria, luego
emperador, Federico el Hermoso (casamiento de grandes consecuencias diplomáticas en la lucha
con el Papado); a su hijo segundo, Alfonso, con una sobrina del conde de Urgel, cuyos Estados
heredó, casándose él propio, por muerte de la reina Blanca de Anjou, con María, hija del rey de
Chipre. Las adquisiciones territoriales de la casa real se redondearon años después por nuevos
casamientos y herencias, siendo nombrado rey de Mallorca un nieto de Don Jaime, y recayendo los
condados de Ribagorza y Ampurias en su hijo Pedro. La isla de Cerdeña, cedida por el Papa, según
hemos visto, fue conquistada en 1525-24 por el infante heredero Don Alfonso, no sin que hubiera
que luchar mucho contra los pisanos que la poseían. En la tradicional contienda política interior,
Jaime II logró reducir en parte los privilegios de la nobleza, y en especial las prerrogativas
alcanzadas por el Justicia Mayor en tiempo de Pedro III y que cedían en beneficio de aquélla.

406. La expedición de catalanes y aragoneses a Oriente.—El ducado de Atenas.


La terminación de la guerra de Sicilia fue causa de un suceso glorioso dentro de las
costumbres militares y aventureras de la época, suceso conocido en la historia con el título que
encabeza estas líneas. La falta de ejércitos regulares, pagados normalmente por los Estados, como
hoy ocurre, daba origen a que, terminada una guerra al calor de la cual se acumulaban en
determinada región miles de hombres, quedaran muchos de éstos sin ocupación, constituyendo —
sobre todo si no eran del país, como sucedía a menudo— un verdadero peligro para la seguridad del
territorio en que se hallaban. De estas tropas inactivas se formaban con frecuencia bandas de
salteadores o de conquistadores, que peleaban por su cuenta o vendiéndose al mejor postor. Con
estos antecedentes, se comprenderá que todo el mundo tratase de sacudir semejante plaga,
facilitándole la salida para otros territorios, como ya vimos que hicieron respecto de las Compañías
blancas, el Papa y el rey francés (§ 385) en época próxima a la que nos ocupa.
El rey de Sicilia, Don Fadrique, trató también de librarse de los soldados aventureros que en
gran número habían quedado en la isla, después de la paz de 1302. Para ello sugirió a uno de los
jefes, llamado Roger de Flor, que acudiera en auxilio del emperador de Constantinopla, Andrónico,
en grave apuro entonces por los ataques de los turcos, que se habían apoderado de todas las
posesiones bizantinas del Asia. Aceptó la idea Roger, y acudió a Constantinopla con 1.500 hombres
de a caballo, 4.000 almogávares y 1.000 peones, embarcados con 36 buques que prestó Don
290

Fadrique (1303). El emperador concedió en seguida a Roger el título de Megaduque, y le casó con
una hija del rey de Bulgaria.
La campaña contra los turcos comenzó en breve, consiguiendo grandes victorias en el Asia
Menor Roger y sus compañeros. La noticia de estos triunfos y de los honores concedidos al jefe de
la expedición, atrajo nuevos aventureros catalanes, aragoneses y navarros, que realizaron dos
expediciones más, mandadas por Berenguer de Rocafort y Berenguer de Entenza. El emperador, en
recompensa del buen éxito de la campaña, que le libraba por el pronto de los turcos, dio a Roger el
elevado título de César, transmitiendo a Entenza el de Megaduque, cediéndoles además toda la
Anatolia (parte asiática del Imperio) con sus islas, para que la repartiesen entre los caballeros de la
expedición (1305).
Tanto favor, aunque merecido, excitó la envidia de los cortesanos griegos, y, con ellos, del
príncipe heredero Miguel. De esta envidia nació el complot merced al cual fueron asesinados
traidoramente en un banquete Roger y muchos de sus oficiales, con 1.300 hombres que le
acompañaban. Esta matanza se repitió en la ciudad de Galípoli, donde estaba otro grupo de
catalanes y aragoneses, y en Constantinopla, donde había otro con el almirante Fernando de
Ahones. Quedaron con esto las tropas de Roger reducidas a unos 5.300 hombres y 200 caballos;
pero en lugar de acobardarse estos sobrevivientes, se encendieron en ánimos de venganza —célebre
en la historia con el nombre de Venganza catalana— y atacaron a los griegos, derrotándolos varias
veces, saqueando e incendiando muchas poblaciones. Rivalidades sobrevenidas entre los varios
jefes —a los cuales se vino a unir por algún tiempo el infante de Sicilia, Fernando, investido por el
rey de la suprema autoridad— inutilizaron políticamente estos triunfos y dieron nuevo giro a la
expedición.
Llamados por el duque de Atenas para que lo libertasen de enemigos que le atacaban, fueron
allá catalanes y aragoneses, con algunos turcos auxiliares. Sacaron al duque del peligro en que
estaba; pero la traición de éste, que intentó hacer con ellos lo que el emperador había hecho antes,
les impelió a tomar por la fuerza la capital y ponerse bajo el dominio y protección del rey de Sicilia.
El rey D. Fadrique aprovechó la ocasión y envió como soberano a su segundo hijo Manfredo, con el
cual se fundó el Ducado catalán-aragonés de Atenas, que duró desde 1326 a 1387 u 88,
constituyendo una extraña y gloriosa terminación de las proezas de aquellas compañías de
aventureros salidas en 1303 de Sicilia y con las cuales paseó triunfante por primera vez en Asia y en
Grecia, la bandera de Aragón y Cataluña.
407. Alfonso IV el Benigno.—A la muerte de Jaime II, ocurrida en 1327, le sucedió su hijo
Alfonso, durante cuyo reinado ningún hecho notable hubo de ocurrir. La guerra contra Pisa y
Génova por la posesión de la Cerdeña, continuó por tierra y mar, sin consecuencias importantes. El
rey, casado dos veces, intentó dividir su reino para favorecer al infante Don Fernando, hijo del
segundo matrimonio. Creó con este motivo un marquesado, llamado de Tortosa por comprender
esta población además de extensos territorios del reino de Valencia (desde Castellón hasta
Albarracín, Alicante y Orihuela); pero, habiéndose opuesto a esta medida la opinión pública,
especialmente de los valencianos —que repugnaban la desmembración y el recaer bajo el dominio
de un príncipe de origen castellano (la madre de D. Fernando era Doña Leonor, hermana de Alfonso
XI) siendo así que, como país fronterizo, Valencia estaba en pugna frecuente con Castilla—,
obligaron al rey a desistir de su empeño, a que le movía la reina. Ésta continuó haciendo política en
favor de sus hijos y en contra del primogénito y heredero de la corona, Don Pedro; mas, dotado éste
de singular energía, que se reveló desde los primeros años, ganó bien pronto la simpatía popular.
Doña Leonor, al ver que se aproximaba la muerte de su marido Don Jaime, huyó a Castilla con sus
hijos, por miedo de que el nuevo rey tomase represalias de las persecuciones sufridas.

408. Pedro IV.—Guerra con los moros.—Reincorporación de Mallorca y Rosellón.


En 1335 comenzó a reinar el infante Don Pedro, cuarto de este nombre, muy parecido en
carácter a su contemporáneo castellano Pedro I: enérgico, traicionero y cruel como éste, aunque
291

menos áspero de forma y más hipócrita y guardador de las apariencias, por lo que se le dio el mote
de El Ceremonioso, cualidades todas que estaban en el ambiente de su siglo inmoral, pero que
servían admirablemente a los fines políticos que tanto el uno como el otro de ambos monarcas
perseguían. Pedro IV fue más afortunado que Pedro I; y en la lucha capital con la nobleza, venció,
según veremos, evitando para en lo sucesivo tan lamentables ocurrencias como las de los reinados
de Enrique III, Juan I y Enrique IV de Castilla.
Los primeros años de Pedro IV los llenan la guerra con los moros y la guerra con Mallorca
para conseguir la anexión. La primera se hizo en la Península, en unión con Alfonso XI de Castilla,
para rechazar la invasión de los Benimerines, dando por resultado la gran victoria del Salado (§
577). La segunda fue provocada por Don Pedro en su ambición de dominar sobre las Baleares,
reintegrando la unidad del Estado aragonés, rota por el testamento de Jaime I. Aprovechó el rey las
pretensiones de Francia a la plaza de Montpellier, que pertenecía al de Mallorca, para apurar a éste
con un capítulo de agravios, como señor feudal que era de él, en vez de ayudarlo, según aquél pedía.
El mallorquín Jaime III acudió a Barcelona (1342) sometiéndose al proceso; pero como no convenía
la sumisión a Don Pedro, fingió éste que el de Mallorca había conspirado contra su vida, y lo acusó
de alta traición, secuestrando también a la esposa de Don Jaime. Rompióse con esto la amistad y
vasallaje entre ambos monarcas, y el de Aragón se dirigió a conquistar la isla de Mallorca (1343), lo
cual consiguió fácilmente. En seguida se dirigió contra el Rosellón, y también obtuvo victoria,
obligando a someterse a Don Jaime y obteniendo así el dominio de este territorio. Don Pedro
prometió en Cortes no separar jamás del Estado aragonés los territorios reincorporados: Rosellón y
Baleares (29 de Marzo de 1344). Jaime III murió años después (1349) en una desgraciada operación
que hizo a Mallorca con ánimo de recuperar su reino. Un hijo de este rey Jaime IV, renovó años
después los intentos de recobrar el Rosellón, y luchó aliado con Pedro I de Castilla; pero nada pudo
conseguir, y falleció en 1375, no se sabe si de muerte natural o envenenado por Pedro IV.

409. Luchas interiores con la Unión.—Revocación del Privilegio.


Continuaba latente, como sabemos, la enemiga entre la Corona y la nobleza, secundada esta
última en sus pretensiones anárquicas por algunas ciudades. El menor pretexto había de hacer
estallar nuevamente la lucha. Ese pretexto lo dio el rey desposeyendo a su hermano Jaime,
Procurador general del reino y presunto heredero de él (por no tener Don Pedro hijos varones), de
estos títulos, para hacer jurar heredera a la infanta Constanza. Llevaron muy a mal la medida los
nobles de Aragón y de Valencia (donde residía Don Jaime), unos y otros, como dice un historiador,
«muy susceptibles y propensos a oponerse a la voluntad del rey». El desposeído Don Jaime se
dirigió a Aragón y formó nuevamente la Unión de nobles y ciudades a que había tenido que
someterse, años antes, Alfonso III. También tuvo Pedro IV que someterse en un principio, cediendo
en las Cortes de Zaragoza de 1347 a las pretensiones de los nobles y devolviendo a Don Jaime el
cargo de Procurador general.
La lucha no estaba terminada con esto, sino que, al contrario, empezaba realmente entonces.
Un hombre como Don Pedro no podía darse por vencido a las primeras de cambio. Aprovechando
tal vez la muerte de Don Jaime, ocurrida en 19 de Noviembre de 1347, es decir, al poco tiempo de
celebradas las Cortes de Zaragoza —muerte atribuida por la voz pública al rey y de que éste
procuró sincerarse—, se dirigió Don Pedro hacia Valencia, con ánimo de castigar a los unionistas
de esta parte. No le fueron bien los sucesos al principio. Amotinado el pueblo, retuvo al rey casi
prisionero por algún tiempo, haciéndole sufrir imposiciones e insultos depresivos para la dignidad
real. Al cabo, pudo escapar (en Junio de 1348) merced a la peste que se declaró en Valencia y al
movimiento de tropas leales que se produjo en Cataluña para libertarlo. Con ellas atacó el rey
resueltamente a los unionistas de Aragón en Épila, causándoles tremenda derrota, después de la cual
entró en Zaragoza, castigando con la muerte a muchos revoltosos y aboliendo el Privilegio de la
Unión. Cuéntase que rasgó el pergamino en que se hallaba escrito, con su propio puñal, y con tanta
furia, que se hirió en la mano. De este hecho le vino a D. Pedro el sobrenombre de En Pere del
292

Punyalet. Vencidos en Aragón los unionistas, pronto lo fueron en Valencia, donde el rey se vengó
mandando matar, como en Zaragoza, a muchos de los comprometidos en aquella causa, y
sujetándolos a terribles suplicios, de los cuales fue uno el hacerles beber a varios el metal fundido
de la campana con la que se convocaba a las juntas de la Unión.
Choca ciertamente ver en esta lucha unidos la nobleza y el pueblo, así como la gran extensión
que alcanzó el movimiento unionista. Semejantes circunstancias han hecho pensar a algunos que el
programa de la Unión contenía algo más que los deseos de una anarquía, feudal independencia y
superioridad de los nobles, o que, a lo menos, se juntaban con él, a estas pretensiones egoístas, la
defensa de las libertades municipales (en cierta manera feudales también, según hemos notado: §
202), amenazadas por el sentido centralizador y absoluto que cada día más iba encarnando en los
reyes. No tenemos hasta ahora datos para decidir la cuestión, aunque pueda decirse que el efecto fue
acentuar la tendencia absoluta de la monarquía. Por otra parte, los privilegios de la nobleza como
clase, y los de las Universidades, continuaron por muchísimos años los mismos, sin alteración
substancial, a pesar de irse fortaleciendo el principio unitario de la monarquía; porque Don Pedro no
abolió los privilegios generales del reino, limitándose a suprimir los de la Unión, a reprimir las
exageradísimas pretensiones de la nobleza (que ya estudiaremos) y a modificar algo las atribuciones
del Justicia Mayor, como veremos en lugar oportuno; siendo circunstancia también importante la de
haber permanecido Cataluña (donde había nobles y municipios como en todas partes) no ya
indiferentes, sino inclinada a favor del rey en esta lucha.

410. Guerras exteriores, en Cerdeña y con Castilla.—Señorío del ducado de Atenas.


Terminadas las cuestiones interiores, atendió el rey a las de la política exterior. La isla de
Cerdeña era teatro de frecuentes sublevaciones, promovidas por la república de Génova. Para cortar
de raíz el mal, declaró Pedro IV la guerra a los genoveses y se alió con los eternos enemigos de
éstos, los venecianos. Dos batallas navales, favorables a las armas de Aragón, no fueron suficientes
para pacificar la isla. Don Pedro tuvo que ir personalmente a ella (1354) con fuerte ejército, y,
aunque se apoderó de importantes poblaciones, aun continuaron por algún tiempo los desórdenes
locales. Pero ya entonces preocupaba al rey otro asunto de importancia: la guerra con Pedro I de
Castilla, que duró, como sabemos, muchos años, con varias peripecias y fluctuaciones en el ánimo
siempre artero y desleal del de Aragón. Con la victoria de Don Enrique de Trastamara, aliado de
Pedro IV, logró éste ventajas, enlazándose además con la rama bastarda de Castilla mediante el
casamiento de la infanta Doña Leonor con el infante castellano Don Juan, hecho importante, porque
de él derivan los derechos de la dinastía que poco después entró a reinar en Aragón (§ 412). Don
Pedro trabajó también para lograr que la Corona siciliana viniese de nuevo a la familia troncal, y
celebró un tratado de comercio con el sultán de Babilonia.
En 1381 una embajada de caballeros y ciudadanos del ducado de Atenas, que hasta entonces
había dependido de Sicilia, vino a ofrecer a Don Pedro el señorío de aquellos territorios
conquistados por catalanes y aragoneses. Aceptó Don Pedro, concediendo a Atenas los privilegios
de la ciudad de Barcelona, con lo cual la influencia directa del reino de Aragón viene a extenderse
hasta los más lejanos confines orientales del Mediterráneo.
Los últimos años del rey viéronse amargados por disensiones de familia y por un desgraciado
intento de subyugar a los vasallos del campo de Tarragona, que dependían del obispo. Murió Pedro
IV abandonado de su mujer y sus hijos en Enero de 1387.

411. Juan I y Martín I.


Los dos reinados inmediatamente posteriores al de Pedro IV no tienen apenas importancia en
lo que respecta a la historia política externa, si se exceptúa el haber ocurrido en el primero la
pérdida del ducado de Atenas y el de Neopatria. Nuevas expediciones a Cerdeña, breves luchas con
el conde de Armagnac y el de Foix, que alegaban pretensiones a la corona, y una sublevación de los
sicilianos que hubo que reducir por la fuerza de las armas, son los hechos más salientes en el orden
293

militar. Más importancia que ellos tienen la reincorporación, ya prevista por Pedro IV, de la isla de
Sicilia a la corona aragonesa, en la persona de Don Martín, rey de aquélla, y luego (por muerte
prematura de su padre Juan I (1396) rey también de Aragón. Lo más interesante de estos reinados es
la historia interna, especialmente en lo que toca a las clases sociales y a las costumbres, puntos que
veremos en su lugar correspondiente. En 1410 murió Don Martín sin sucesión, y con esto se planteó
la cuestión dinástica, que los aragoneses y catalanes resolvieron de una manera especial
pacíficamente.

412. Términos de la cuestión dinástica.—El compromiso de Caspe.


Varios eran los pretendientes a la Corona, alegando todos ellos parentesco con el difunto rey
Don Martín. Los más importantes, por más próximos, eran el infante de Castilla Don Fernando de
Antequera, hijo de una hermana de Don Martín (Doña Leonor), y el conde de Urgel Don Jaime, hijo
de un primo de Don Martín y sobrino segundo de Pedro IV. Contaba el primero con el apoyo del
Papa Benedicto XIII, aragonés (el antipapa Luna), del elemento eclesiástico y popular, de gran parte
de Aragón, de varios nobles con el Justicia y de la influencia política de su patria castellana. Don
Jaime, que era Lugarteniente del reino por nombramiento de Don Martín tenía a favor suyo las
simpatías de la masa en Cataluña, Valencia y parte de Aragón (por ser Don Jaime coterráneo y no
extranjero como Don Fernando), además del apoyo decidido de algunas familias nobles como la de
los Lunas.
Durante dos años (1410 a 1412) estuvo sin decidir la cuestión, no sin graves desórdenes
causados por las luchas entre varias familias nobles, que unían sus rivalidades con la cuestión
dinástica, y por la invasión del territorio aragonés que hizo Don Fernando de Antequera, en
reclamación de sus derechos. Aragón, Cataluña, y Valencia gobernábanse entretanto por sus
Diputaciones, emanadas de las Cortes, según sabemos (§ 314, 324 y 331), en unión con otros altos
funcionarios. El Parlamento catalán tomó la iniciativa de reunirse, convocado por el gobernador de
la región, para tratar del asunto palpitante (31 Agosto, 1410), y ante él fueron presentándose, para
alegar sus derechos, los procuradores de los pretendientes a la Corona. Al cabo se obtuvo (15
Febrero, 1412) de los representantes de Aragón y de Valencia el acuerdo de nombrar una comisión
mixta, que examinase y decidiese la cuestión del mejor derecho a la Corona. El nombramiento lo
hizo por sí solo el Parlamento catalán, excluyendo la representación de Mallorca y de Sicilia y
Cerdeña, no obstante ser territorios del reino. Los comisionados fueron nueve, tres por cada región
(Aragón, Cataluña y Valencia), siendo de ellos, cinco eclesiásticos y cuatro jurisconsultos. Entre los
primeros figuraba el célebre predicador y santo valenciano Fray Vicente Ferrer. Con los
antecedentes ya expuestos, era lógico suponer que la mayoría de los comisionados—caso aparte de
la justicia del caso—habrían de inclinarse hacia la candidatura de Don Fernando: los eclesiásticos,
por natural influencia del Papa y de la mayoría de su clase, y los jurisconsultos (y con ellos también,
en este punto, los eclesiásticos), por considerar el problema de la elección como un puro caso de
derecho civil, o sea de derecho hereditario, en vez de considerarlo como un problema político en
que, antes que a los grados de parentesco, había que atender a las circunstancias del candidato en
relación con las tradiciones y simpatías de, pueblo. No dejarían también de influir en la elección las
condiciones personales de Don Fernando, cuya nobleza en el desempeño del cargo de regente en
Castilla y cuyos triunfos militares le habían dado gran fama, eco de la cual fue el arzobispo de
Tarragona.
Lo cierto es que, reunidos los comisionados en la villa de Caspe, después de varios días de
deliberación publicaron la sentencia (25 de Junio de 1412) por la cual se reconocía el mejor derecho
a Don Fernando de Antequera, quien lo tenía, efectivamente, por la línea femenina y como más
próximo al rey difunto; aunque el conde de Urgel le aventajase en ser descendiente directo del
tronco común por sola línea masculina, según sabemos.
La sentencia fue recibida con júbilo en Aragón, pero no con tanta unanimidad en Valencia y
Cataluña, aunque abundan los testimonios aprobatorios de ambas regiones. Repugnaban, sin
294

embargo, a mucha gente, en esta última, según se deduce de documentos contemporáneos, la


calidad de extranjero de Don Fernando, el supuesto odio de los castellanos a los catalanes y la
diferencia de costumbres políticas, entendiendo ser más liberales las de Cataluña.

413. Guerra dinástica.


A poco de entrar en Aragón el nuevo rey Don Fernando, se alzó en armas el conde de Urgel,
rebelándose contra la sentencia de Caspe. Ayudaban a Don Jaime algunas familias nobles, de las
que ya habían luchado durante el interregno, y le eran simpáticos no pocos elementos del país,
disgustados por haber traído Don Fernando tropas castellanas y séquito de cortesanos de su país, a
quienes concedía honores y cargos. Por su parte, el de Urgel se auxiliaba con soldados gascones e
ingleses. Trabada la lucha, bien pronto consiguió el rey la ventaja, acorralando al de Urgel en la
villa de Balaguer y promoviendo la deserción en las filas enemigas mediante el ofrecimiento del
perdón a los que se sometiesen. Rindióse el conde, perdonándole Don Fernando la vida y
encerrándole en un castillo, aunque con libertad de recibir visitas, tener criados, etc. Con la condesa
procedió el rey con poca cortesía y justicia, privándola de sus bienes «contra derecho común y de la
tierra» y tratándola con desprecio, no obstante haber reconocido su inocencia.
A pesar de las indicadas simpatías de los catalanes por Don Jaime, tanto el pueblo como la
nobleza vieron con indiferente tranquilidad la derrota del de Urgel, de lo cual se queja un partidario
de D. Jaime en documento de la época. El pretendiente murió en 1433 de muerte natural y no
asesinado, como se ha supuesto.

414. El Papado.—Cuestiones interiores.


Terminada esta cuestión, se suscitó otra que llevaba en sí la posibilidad de graves
complicaciones internacionales. El cisma de la Iglesia continuaba, hasta el punto de existir por
entonces tres Papas, cada uno de los cuales considerábase como legítimo. El emperador de
Alemania, deseoso de poner término a esta situación, trabajó para obtener la renuncia de los tres
Pontífices, dejando vacante la Santa Sede para que un Concilio general convocado en Constanza
eligiese un solo Papa. Dos de aquéllos (Juan XXII y Gregorio XII) cedieron a los deseos del
emperador; pero el tercero, que lo era el aragonés Don Pedro de Luna, Benedicto XIII, se negó en
absoluto, considerándose como legítimo Papa. Don Fernando, que le debía en gran parte la corona,
trató de apoyarlo; pero, estrechado por la opinión de los demás monarcas europeos, habiendo el
propio emperador venido a Perpiñán para conferenciar con Don Fernando acerca de este punto, no
tuvo el rey otro remedio que desamparar a Benedicto XIII y negarle obediencia (1415). Ni aun así
cedió el de Luna, sino que, reuniendo los pocos parciales que le quedaban, se encerró en la fortaleza
de Peñíscola y allí se mantuvo, titulándose Papa hasta su muerte (1423).
Hallábase ya el rey por entonces muy quebrantado de salud. Nuevos disgustos que le
produjeron sus ideas y procedimientos políticos aceleraron su muerte. De ellos fue el más sonado el
ocurrido en Barcelona, donde el rey se negó a pagar un tributo o vectigal, especie de derecho de
consumos, que los fueros municipales imponían a todos, desde el rey al último ciudadano. Alegaba
Don Fernando que la voluntad y la persona del rey no podían estar sujetas a leyes de sus súbditos;
pero el Concejo barcelonés se mantuvo fuerte en su derecho y envió al rey una comisión, presidida
por el conceller segundo Juan Fivaller, para representarle la necesidad de que respetase los fueros,
por estar dispuesta la ciudad a sostenerlos a todo trance. Don Fernando hubo de ceder, si bien
mediante una trasacción que pusiese a salvo el decoro del monarca: a saber, que el tributo lo pagase
el Consejo Real.
Poco después de este suceso, en 2 de Abril de 1416, murió el rey.

415. Guerra de Italia.—Incorporación de Nápoles a la corona de Aragón.


Sucedió a Don Fernando su hijo Alfonso V, llamado el Sabio y también el Magnánimo, cuyo
reinado se pasó casi todo en guerra exterior merced a la cual, y a las conquistas que fueron su
295

consecuencia, el rey vivió la mayor parte del tiempo fuera de la Península y en Italia.
La causa ocasional de la guerra fue el hecho de haber prohijado la reina de Nápoles, Juana, y
aceptado por defensor suyo y heredero, a Don Alfonso, con ánimo de que la amparase contra Luis
de Anjou, que pretendía apoderarse del reino italiano. Aceptó Don Alfonso, a quien esto daba
ocasión de proseguir la política aragonesa de engrandecimiento en Italia; pero la consecuencia fue
renovar las antiguas luchas entre la Casa de Aragón y la francesa. Tuvo el rey que batallar, no sólo
con las tropas del pretendiente francés y de varios príncipes italianos que le ayudaban, mas también
con la deslealtad de la reina Juana, que tan pronto revocaba su donación como se acogía de nuevo a
Don Alfonso. La suerte fue favorable a éste en un principio, apoderándose de Nápoles y entrando en
Marsella. Muerta Doña Juana en 1434 se renovó la guerra con desgracia para el de Aragón, que fue
vencido y hecho prisionero en la batalla naval de Ponza (1435); pero, libertado a los dos años,
siguió combatiendo, y en 1442 se apoderó de nuevo de Nápoles, consiguiendo dominar todo el
territorio en 1443 y establecer su corte en la capital. Desde entonces se dedicó a conseguir la paz en
Italia, concertándose con el Papa, haciendo jurar heredero del reino de Nápoles a su hijo bastardo
Fernando y obteniendo en 1447, por herencia, el ducado de Milán. Con esto el poder de Aragón fue
grandísimo en Italia. La corte de Alfonso V, ilustrada por los muchos sabios y literatos que las
aficiones cultas del rey atraían, era una de las más brillantes de Europa, como veremos en su lugar.
Todavía sostuvo Don Alfonso nueva guerra en los últimos años de su reinado con la república
de Génova, con gran lustre para su gloria militar; e intervino también, aunque brevemente, en los
sucesos de Castilla en tiempo de Juan II; pero todas estas guerras, si por una parte engrandecían los
dominios aragoneses, perjudicaban por otra a la gobernación de la Península, que él tenía
abandonada en manos de sus hermanos y de la reina. Más de una vez pidieron al rey las Cortes que
volviese, afligido como estaba el reino por las guerras intestinas de los bandos políticos y las
ambiciones y despotismos de los infantes; pero Don Alfonso permaneció en Italia y aun pensó en ir
más lejos, proyectando una expedición a Constantinopla que habían conquistado por entonces los
turcos (1453). En 1458 murió el rey, dejando los Estados de Nápoles a su hijo bastardo Fernando, y
los de España, Sicilia y Cerdeña a su hermano Juan, a la sazón rey de Navarra.

416. Estado de la política interior.—El príncipe de Viana.


No era nada pacífica la situación de los reinos peninsulares a la muerte de Don Alfonso. Su
hermano Don Juan, rey de Navarra por su matrimonio con la reina Doña Blanca (§ 420), y casado
en segundas nupcias con Doña Juana Enríquez, estaba en lucha con el legítimo heredero del trono,
su hijastro Don Carlos, príncipe de Viana, a quien trataba de despojar de su derecho. La muerte de
Don Alfonso, a cuyo arbitraje había recurrido últimamente Don Carlos, dejó a éste en peor
situación, puesto que, a la vez, crecía el poder de su padrastro, convertido en rey de Aragón,
Cataluña, Valencia y Sicilia. En tan crítica situación, halló el príncipe apoyo en los catalanes, que lo
acogieron con gran entusiasmo y pidieron a Don Juan que lo declarase heredero del trono.
Negándose a ello el rey, estalló la guerra civil no sólo en Cataluña, sino también en Aragón y
Navarra. Atemorizado Don Juan, dio libertad al príncipe, a quien tenía prisionero (1461), y Don
Carlos entró triunfalmente en Barcelona. Terminó la guerra por entonces mediante la concordia de
Vilafranca (21 de Junio de 1461) celebrada entre los catalanes y Don Juan, mediante la cual
reconocía éste todos los actos de aquéllos, se comprometía a enmendar su conducta respecto de su
hijastro, lo hacía jurar Primogénito y se obligaba a no entrar en territorio catalán, donde gobernaría
Don Carlos como lugarteniente. Pero de repente, a los pocos meses (en Septiembre del mismo año)
enfermó el príncipe y murió. La voz pública hubo de atribuir esta muerte a envenenamiento,
señalando como autora a la madrastra Doña Juana Enríquez. Esta circunstancia, y las intrigas de la
reina en contra de la Diputación, alma de la causa de Viana, promovieron nuevamente la guerra.

417. Guerra civil.—Propósitos de independencia en Cataluña.


Comenzaron las hostilidades mandando ahorcar la Diputación a varios oficiales reales y
296

miembros del Consejo municipal, acusados de complicación en la trama urdida por -la reina, y
marchando en seguida el ejército de aquélla a sitiar la villa de Gerona, donde se hallaba Doña Juana
con algunos nobles, en su mayoría del Ampurdán y el Rosellón. No pudo ser tomada Gerona, y el
ejército de la Diputación tuvo que levantar el sitio, obligando, también, por la más apremiante
necesidad de oponerse a la invasión de las tropas que de Francia, de Gascuña, de Aragón y Castilla
venían sobre Cataluña. En tan crítico momento, la Diputación, lejos de flaquear, dio el último paso
en su fundada desavenencia con los reyes, rompiendo con ellos el pacto de fidelidad y
declarándolos, a ellos y a todos sus acompañantes, enemigos del Estado y expulsados de Cataluña
(11 de Junio de 1462). Comenzó entonces una larga serie de tentativas por parte de los catalanes
para hallar un nuevo señor que les dirigiera y apoyara en lucha contra Don Juan, no sin que se
pensara también en organizarse como República, a la manera de las italianas. Sucesivamente
eligieron conde de Barcelona a Enrique IV de Castilla, gran enemigo del de Aragón, al condestable
Don Pedro de Portugal y a Renato de Anjou, rey de Sicilia y conde de Provenza. El primero
renunció a poco de haber sido nombrado; el segundo murió prematuramente, después de haber
reinado dos años y medio. La acción militar del tercero, dirigida por su hijo Juan, duque de Lorena,
y afortunada en un principio, tuvo imprevisto final con la muerte (por veneno) del caudillo (16 de
Diciembre de 1470); lo cual, unido a lo largo y penoso de la guerra (que duraba ya doce años) y a la
misma situación personal del rey Don Juan, que había quedado viudo, ciego y solo —por residir en
Castilla su primogénito, después de su casamiento con la infanta Isabel (§ 396)—, inclinaron el
ánimo de unos y otros a la paz. Siguiéronse pronto pérdidas de plazas importantes, como Gerona,
cuyo obispo era muy realista, San Feliu de Guixols. La Bisbal, Figueras, Castelló, y por último, la
entrega de Barcelona. El mismo Don Juan escribió al Consejo de Ciento una carta amistosa,
ofreciendo entrar en pactos honrosos. Celebráronse éstos, dando al olvido todo lo pasado y jurando
el rey nuevamente los fueros y privilegios (1472).
Terminada así la guerra civil, quedó como rastro de ella otra contra el rey de Francia, a quien
Don Juan, indiscretamente, había concedido el Rosellón en premio de su apoyo. Duró la guerra
varios años, empeñadas ahora todas las fuerzas de Aragón y Cataluña en reconquistar aquel
territorio, a la vez que luchaban también en Cerdeña contra los nobles rebeldes, venciéndolos. Antes
de que terminara la campaña del Rosellón, murió Don Juan (19 de Enero de 1479). Años antes (15
de Diciembre de 1475) habían sido nombrados reyes de Castilla y León Doña Isabel y su marido D.
Fernando, primogénito de Don Juan. Con esto se produjo la unión política personal de los dos
grandes reinos peninsulares.

Mallorca
418. Historia política externa.
Creado el reino de Mallorca en 1262, por el testamento de Jaime I (§ 256), con el Rosellón y
la Cerdeña, pero bajo el señorío feudal de los reyes de Aragón, duró tan sólo hasta 1344 y en
continuas luchas con éstos, hasta que Pedro IV se apoderó del reino definitivamente.
De 1262 a 1344, hubo en Mallorca tres reyes: Jaime II, Sancho I y Jaime III. El hijo de éste,
Jaime (IV), siguió titulándose rey, a pesar de la anexión hecha por Pedro IV, pero no lo fue
propiamente de hecho (§ 408). La historia externa de estos reinados, cuyas principales vicisitudes
consisten en sus relaciones con Aragón, queda hecha en los párrafos relativos a este reino. En la
interna es notable el reinado de Jaime II, como veremos en el lugar oportuno.

Navarra
419. Casa de Francia y Casa de Evreux.
De 1285 a 1328 fue Navarra provincia francesa. Recobró su independencia política por
muerte, sin sucesión, del rey francés Carlos (IV de Francia y I de Navarra), siendo nombrada reina
297

una sobrina suya, Juana II, casada con Felipe de Evreux. Dio esta línea dos reyes más: Carlos II y
Carlos III. A Carlos II lo conoce la historia con el dictado de el Malo, por su tiranía en la
gobernación del reino y su deslealtad en las relaciones exteriores, como digno contemporáneo de
Pedro I de Castilla y Pedro IV de Aragón. Conocida nos es ya su intervención en las guerras entre
Pedro I de Castilla y sus hermanos bastardos, y las traiciones que le señalaron (§ 386). No obstante,
Carlos II era —como sus citados contemporáneos— hombre de iniciativa y de idea en punto a la
gobernación del reino. A él se debió, según hemos de ver, una nueva organización administrativa de
Navarra y la creación de un alto tribunal (Cámara de Comptos) encargado de dirigir la Hacienda.
Su hijo Carlos III, llamado el Noble —con cuyo apelativo se caracteriza su diferencia moral
respecto de su padre—, se mantuvo en paz con los monarcas vecinos y atendió a la mejora interior
del reino.

420. Casa de Aragón.—La guerra de sucesión.


Heredó a Carlos III su hija Doña Blanca I, casada primeramente con Don Martín de Sicilia y
luego, en segundas nupcias, con el infante de Aragón, Don Juan, hijo de Fernando I. Tomó Don
Juan el título de rey juntamente con su esposa; pero durante los primeros años, en vez de atender a
su reino, se ocupó en intervenir en las guerras civiles de Castilla, favoreciendo a los enemigos de
Don Álvaro de Luna (§ 393) y en acompañar a su hermano Alfonso V de Aragón a la guerra de
Italia.
Habiendo muerto en 1441 Doña Blanca, dejó en el testamento por heredero a su hijo Don
Carlos, príncipe de Viana, si bien con la condición de que no tomase el título de rey mientras
viviera su padre. Don Carlos quedó gobernando el reino con el cargo de Lugarteniente, mientras
Don Juan seguía fuera de Navarra, desatendiendo los intereses de esta región.
Las segundas nupcias contraídas por Don Juan, sin dar parte de ello a su hijo, agravaron las
tirantes relaciones que entre ambos existían. El rompimiento vino con ocasión de la paz hecha por
Don Carlos con los castellanos y que desaprobaron Don Juan y su mujer. Enviada ésta a Navarra
para que gobernase junto con el príncipe, agriáronse aún más las relaciones entre ellos, a lo cual
contribuyó mucho el carácter altivo de la reina y su impertinente conducta con Don Carlos. Como
de continuo sucedía en estos tiempos, mezclóse a la cuestión la rivalidad de dos familias nobles
navarras, los Agramont y los Beamont, llevada cada cual, por lógica consecuencia de sus luchas, a
militar en opuesto bando y levantar bandera diferente. Los Agramont defendían al rey, y los de
Beamont al príncipe. Habiendo estallado la guerra, conforme dijimos (§ 416), los partidarios de
Don Juan se llamaron en todas partes beamonteses, y agramonteses los de Don Carlos.
Muerto este último, ocupó su sitio como heredera legítima su hermana Doña Blanca,
designada para ello en el testamento de su madre (caso de que muriera sin sucesión el príncipe) y en
el del propio Don Carlos. Pero Don Juan hizo infructuoso el nombramiento mandando aprisionar a
Doña Blanca, la cual murió a poco, envenenada, según se cree, por su hermanastra Doña Leonor.

421. Últimos reyes de Navarra.


A la muerte de Don Juan heredó el trono de Navarra Doña Leonor, casada con el conde de
Foix, con lo cual comienza una nueva dinastía extranjera (1479), de escasa importancia. Francisco
de Foix y su hermana Catalina (1481) fueron sus dos únicos reyes. En 1512, según veremos, fue
conquistada la parte española de Navarra por el rey de Aragón Fernando II, y termina así la historia
independiente de esta región. Al otro lado del Pirineo quedó otra parte de Navarra (la llamada
francesa), sobre la cual aun reinó algún tiempo la casa de Foix.

Provincias Vascongadas
422. Historia externa hasta la incorporación a Castilla.
La historia de las Provincias Vascongadas es más importante y valiosa en su parte interna que
298

en la externa, por hallarse ésta ligada casi siempre a la de los estados fronterizos, Navarra y Castilla,
que se disputaron el dominio, y subordinada a la de ellos excepto en algunas relaciones
internacionales con Francia e Inglaterra, en que, por el sistema cantonal de los tiempos, tuvieron
verdadera personalidad política algunas villas vascongadas, hermanadas, a lo que parece, con otras
de la costa perteneciente a Castilla (Santander), Asturias y Galicia, que también en este caso hacían
de cabeza (§ 300). Repetidamente hemos visto cuan indomable fue el espíritu de independencia de
los vascos en la época romana y la visigoda, y cómo obligaron a campañas frecuentes para su
sujeción. Discuten los autores si la invasión musulmana llegó a pesar en las provincias vascas como
en el resto de la Península, inclinándose los más a contestar negativamente, de acuerdo con la
crónica del arzobispo Don Rodrigo. En ellas, y particularmente en la más interna, Álava, se
refugiaron muchas gentes de otras regiones peninsulares (v. gr., León), que huían de la invasión
musulmana; pero aun allí tuvieron que sufrir diferentes incursiones de las tropas musulmanas,
contra las cuales se defendieron los naturales apoyados en castillos o fuertes fronterizos, como el de
Pancorbo. Iniciada la organización del núcleo cristiano de Asturias, aparece Álava en dependencia o
relación muy íntima con éste, así como Vizcaya, quizá como pertenecientes al ducado de Cantabria,
que, según las crónicas, regía Alfonso I. Sea lo que fuere de la intensidad y alcance (no bien
conocidos) de esa dependencia en los primeros tiempos, aparecen en los siglos VIII, IX y X condes
de Álava que a veces lo son también de Castilla (como de Fernán González afirman escrituras de la
época); hasta que, por la división que hizo de sus Estados el rey de Navarra Sancho el Grande,
quedó Álava incorporada a este reino bajo el mando de García, por lo cual recibió fueros de los
reyes navarros (§ 334). En tiempo de Alfonso VIII, volvió a pertenecer a Castilla después de
conquistada Vitoria (1200) gobernándose, bajo la soberanía de reyes castellanos, por una asamblea
o corporación de nobles y eclesiásticos llamada Cofradía de Arriaga, que figura ya en documentos
del siglo XIII, representando la acción del poder central condes y más tarde los adelantados
mayores de Castilla. En 1332, reinando Alfonso XI, la misma Cofradía pactó con este rey el
reconocimiento pleno de su señorío, incorporándose totalmente a la Corona, aunque con
reconocimiento de los fueros y libertades del país, como era uso entonces.
Vizcaya aparece también, en los primeros siglos de la Reconquista relacionada con Navarra
como condado protegido, más o menos independiente, y luego con Castilla, adquiriendo celebridad
la dinastía o familia de sus condes de Haro, hasta que definitivamente se incorporó a la corona
castellana en 1570, por herencia de Doña Juana Manuel, mujer del rey Don Enrique III, en el
reinado de su hijo Don Juan. Para el gobierno interior tuvo Vizcaya Juntas o Asambleas análogas a
la de Álava, y cuyas funciones estudiaremos en lugar oportuno.
La historia de Guipúzcoa es muy semejante —en lo que de ella se conoce— a la de las otras
dos provincias, apareciendo en documentos del. siglo XI gobernada por condes bajo la soberanía de
Navarra y luego de Castilla (ya en tiempo de Alfonso VI); siguiéndose otros cambios (el fuero de
San Sebastián le da, en 1180, un rey navarro: § 334) hasta que en 1200, reinando Alfonso VIII, el
conquistador de Vitoria, los guipuzcoanos se sometieron al señorío de este monarca entregándole la
tierra, «especialmente —como dice una crónica— las villas de San Sebastián, Fuenterrabía y la
fortaleza y castillo de Velvaga, que es en el valle de Oyarzún», con otras por el lado de Álava y
Vizcaya. Desde entonces Guipúzcoa confunde por completo su historia externa con la de Castilla.

Los Estados moros


423. Situación general.
Políticamente, tiene escala importancia la historia de los moros españoles desde la fundación
del reino de Granada (1238) y las conquistas de Sevilla, Valencia y Murcia. Así como antes del
siglo XIII son ellos el centro de la vida política peninsular, al cual está sometido en gran parte el
desarrollo de los Estados cristianos, desde las grandes conquistas de Fernando III y Jaime I, quedan
reducidos a un mero accidente, molesto alguna vez, para los cristianos, pero del cual pueden éstos
299

prescindir y prescinden a menudo, como enemigo poco temible y tolerable. Precisamente a esta
consideración debió en gran parte el reino de Granada vivir tantos años sin ser absorbido por los
potentes reinos de Castilla y de Aragón.
No quiere esto decir que fuese insignificante la extensión territorial de aquél, ni su población.
Comprendía, desde el Norte de Sierra Nevada hasta Gibraltar, toda la tierra andaluza de la costa,
con puertos tan importantes como Almería, Málaga y Algeciras; y, con muy escasas variantes,
conservó estos límites al través de varias alternativas, perdiendo y recobrando sucesivamente a
Gibraltar, Algeciras y otros puntos. Hubo momentos en que constituyó serio peligro, por el auxilio
que hallaron los moros de Granada en los Estados africanos (el de Fez, de los Merínidas o
Benimerines; el de Tremecen, de los Benizeyan), que habían sustituido al Imperio almohade. Ya
vimos (§ 377) cómo llamó en apoyo suyo el rey de Granada a los Benimerines de África. Pero,
vencidos los invasores en la batalla del Salado (1340) y habiendo también decaído la fuerza política
de los moros africanos, reducidos los españoles a sus propios elementos, volvieron a su situación
defensiva, favorecida por el olvido de los propósitos conquistadores en los reyes cristianos.

424. Relación con los reinos cristianos y estado interior.


De 1340 a fines del siglo XV, la historia política del reino de Granada se reduce, en sus
relaciones con el de Castilla, a intervenir en las luchas interiores (dinásticas o de otro género) de
éste, o a pedir su auxilio para que intervenga en las suyas propias, como hemos visto que ocurrió
con Abu-Said en-tiempo de D. Pedro I, aprovechando estas circunstancias para obtener ventajas o
para realizar expediciones de corta duración y escaso fruto. Breves episodios, que renovaban las
antiguas guerras sistemáticas, fueron las invasiones de Juan II y Enrique IV, cuyos resultados
principales, la victoria de Higueruela y la toma de Gibraltar, quedaron infructuosos, como sabemos
(§ 393), en su propósito de acabar con la dominación mora, si bien produjeron la posesión de
algunas plazas importantes, como Jimena, Huéscar, Huelma y otras, recobradas en parte por el rey
Mohámed IX en 1447. Aunque las disensiones interiores eran muchísimas en el reino de Granada y
frecuentes los destronamientos y las sublevaciones, y, por la intervención en ellas de los reyes
castellanos, muchos de los granadinos se declararon vasallos suyos, las talas y correrías por
territorio cristiano ocurrían con frecuencia, causando grandes daños en la agricultura y en la
población fronteriza; y así continuaron hasta que definitivamente fue conquistada Granada (1492).
Pero si en estas vicisitudes no parece traslucirse la existencia de un Estado de gran vitalidad
interior, demuestran que sí lo era socialmente —a pesar de su inferioridad política relativamente a
los cristianos— los hechos referentes a su prosperidad social y a su civilización, como veremos en
lugar oportuno. Conviene saber, para explicarse esto, que, después de las conquistas de Sevilla,
Murcia y Valencia, la población —árabes, africanos, renegados, etc.—, se concentró en el núcleo de
Granada, llevando allí el esfuerzo de sus brazos y las producciones de su actividad. De Valencia
dícese que vinieron 50.000 moros y 300.000 de Sevilla, Jerez y Cádiz; y, aunque se descuente de
estas cifras la consiguiente exageración (puesto que, además, se sabe de muchos que emigraron al
África, figurando en las Cortes de Tremecen y otras), es indudable que hubo inmigraciones
importantes que produjeron una condensación de fuerzas favorables al progreso interior.

2.—ORGANIZACIÓN SOCIAL Y POLÍTICA

León y Castilla
1.—CLASES SOCIALES

425. Sentido de la evolución social.


La época que ahora estudiamos no ofrece, en punto a la organización de las clases sociales,
más que un desarrollo de la evolución iniciada en la época anterior y cuyas líneas principales eran:
300

extinción de las clases serviles; crecimiento de la clase media y su oposición a la de los señores
mediante dos elementos principalmente: los letrados y los caballeros de villa; aumento de los
privilegios del clero, y aumento, igualmente, de las riquezas territoriales de los nobles por las
donaciones de los reyes y las conquistas. La lucha principal no es ya de los siervos contra los
señores, porque la servidumbre desaparece, si no de los ciudadanos, de los burgueses, contra la
nobleza y el clero, para obtener la igualdad jurídica, especialmente en el orden económico (tributos,
cargas concejiles, diezmos). Pero la mejora en la condición jurídica qué obtienen los antiguos
siervos y cultivadores pobres, no se traduce en un bienestar real, análogo al que adquiere la clase
media ciudadana; sino que, como veremos (§ 431), la relación de dependencia económica (y hasta
cierto punto jurisdiccional también) en que quedan respecto de los señores, es a menudo, de hecho,
tan vejatoria y dura como la anterior dependencia personal. AI propio tiempo, la clase popular
pobre, que va aumentando en las villas y ciudades, sufre también de una inferioridad jurídica
respecto de la burguesía. Veamos algunos pormenores de este complejo movimiento.

426. Los nobles.


Resultado de las muchas guerras civiles y de la debilidad de los reyes, el poder social y
político de la nobleza crece mucho, hasta el punto de amenazar seriamente la unidad del Estado, a la
vez que la tolerancia del poder real y su flaqueza permiten que crezcan desmesuradamente las
luchas entre los mismos nobles, no por razón política o de ideas sino por pugna personal de las
diferentes clases señoriales. Los bandos nobiliarios ensangrientan diariamente las calles de las
ciudades más importantes (en Sevilla, los Guzmanes contra los Ponces; en Córdoba, el conde de
Cabra contra Don Alfonso de Aguilar; el clavero de Alcántara contra el maestre de Santiago, en
León; el deán y prior de Aroche contra el conde de Fuensalida, en Toledo; y lo mismo en
Valladolid, Medina, Toro, Salamanca, etc.), creciendo estas luchas particularmente en el siglo XV.
La victoria de un bando era seguida de persecuciones, confiscaciones y toda clase de vejámenes
contra el vencido, y esto hubiera bastado para que los nobles se destruyeran a sí mismos, si los reyes
hubiesen sabido aprovechar tales divisiones. No fue así, y antes bien la división se reflejaba en las
luchas políticas con la corona o en las dinásticas, llevando a todas partes el espíritu anárquico y
sectario y la falta de lealtad, de ideas levantadas y de sentido moral que caracterizan la época y,
particularmente, la clase noble.
No faltaron reyes que, como Sancho IV, Pedro I, Alfonso XI y Enrique III, trataran de rebajar
la prepotencia social de la nobleza antigua atacándola directamente y de manera sangrienta, como
ya sabemos. Otros, v. gr., Enrique IV, favorecieron el desarrollo de la nueva nobleza que hemos
visto iniciada en tiempos anteriores, creándola —por concesión real inmediata— en personas de la
clase media; y los más, sólo se atrevieron a luchar indirectamente, favoreciendo a los plebeyos
ciudadanos, naturales enemigos de los nobles, y accediendo a sus peticiones de igualdad jurídica (§
430). Pero la aristocracia nobiliaria afirmó su posición, no sólo por los triunfos políticos, de que
hablaremos, sino por otras dos circunstancias importan-les: la fijación de la regla hereditaria en los
títulos, acompañada de la sucesión del mayorazgo, y la formación de grandes propiedades
territoriales. La ley de herencia en el título que acepta la nobleza, es la que indicó Alfonso X para la
herencia del trono, estableciendo que sucediese el hijo mayor, varón o hembra, y en representación
suya (si muriese antes de heredar) sus hijos. Al propio tiempo, se vinculaban los bienes de la familia
en manos del mismo primogénito, o de otro miembro de ella, mediante la institución de los
mayorazgos que prohibía la división de los bienes y su enajenación. De este modo se acumulaban
propiedades, sustrayéndolas de la circulación, disponiendo sólo de las rentas y favoreciendo a un
individuo de la familia, para que mantuviese, en representación de todos, el lustre de la casa. Los
demás hijos, a quienes no tocaba el mayorazgo, quedaban en muy inferior condición económica,
constituyendo una clase de desheredados conocida con el nombre de segundones y cuyo refugio era
la carrera eclesiástica o la de las armas. La institución de los mayorazgos, que comienza en tiempos
de Alfonso X por privilegios singulares, continuó en la misma forma, pero fijándose cada vez más y
301

aumentando su número en los reinados sucesivos. De dos maneras se establecía: con licencia del rey
y en bienes propios, o recibiendo de la corona en merced heredades o villas a título de inalienables
y con sucesión forzosa por derecho de primogenitura, como se hicieron la mayor parte de las
mercedes y donativos reales, tan frecuentes desde Enrique II. La base económica que produjeron
estas donaciones vinculadas fue, cuando se inició la decadencia de los nobles como elemento
político, un apoyo que evitó por algún tiempo su decadencia social.
A la vez, alcanzaron los nobles (sobre todo en los siglos XIV y XV) otras riquezas,
especialmente territoriales, por mercedes, conquistas y usurpaciones. Ya hemos aludido a las
muchas concesiones que hizo Enrique II, y conocidas son las usurpaciones que tuvo que castigar
Enrique III, el cual, sin embargo, hizo muchas mercedes perpetuas, lo mismo que Juan II y Enrique
IV. El mal venía, no obstante, de mucho mas atrás, puesto que Alfonso X fue ya pródigo de
concesiones, en las dos formas que entonces se usaban: la llamada honor y la de tierra25. Consistía
la primera en ceder a un noble los derechos fiscales que correspondían al rey en un lugar, y la
segunda en señalarle cierta renta o cantidad en maravedises sobre determinado pueblo o-pueblos.
De este modo hubo en tiempo de aquel rey nobles-muy ricos, por ejemplo el célebre Don Nuño de
Lara, que tenía como vasallos 300 caballeros. Sancho IV, siguió esta misma política, concediendo a
los ricos hombres muchas rentas reales y de las juderías, diezmos, morerías, etc.; y aunque reyes
posteriores prohibieron las encomiendas de villas, no por esto cesaron las mercedes. La guerra con
los moros, emprendida en los primeros años del reinado de Enrique IV, facilitó al duque de Medina
Sidonia y a otros nobles que figuraron en ella conquistando plazas fuertes, extensos dominios en
Andalucía, produciéndose verdaderos latifundia que han influido hasta nuestros días en la
organización económica de aquella región. Los nobles poseedores de villas y castillos
encomendaban la tenencia y defensa de estos lugares a caballeros vasallos suyos, mediante un.
juramento de fidelidad, que en documentos de la época se llama homenaje (§ 452), aunque la
palabra no tuvo entonces el alcance-que en países feudales extranjeros ha tenido siempre.
La jerarquía nobiliaria sigue siendo, fundamentalmente, la que vimos en la época anterior. El
nombre de fijodalgo (fidalgo-hidalgo) se extiende, tomado en la acepción lata de persona noble,
mientras que el de ricohombre o altohome se va perdiendo en el uso. Documentos de la época de
Alfonso X fijan claramente la doctrina de que fijodalgo es equivalente a hombre de noble linaje: así
el hijo de un noble y una villana, es fijodalgo; el de un villano y una mujer noble, no lo es. Con esto
se demuestra igualmente la primacía que se da al parentesco por línea de varón o agnaticio.
También se hace sinónimo el nombre de fijodalgo y el de caballero, tomándose éste en la acepción
moral que iba unida a la profesión de la caballería (§ 361); y al lado de éstos, todavía persisten, en
documentos de fines del siglo XIII, apelativos antiguos como el de príncipe y conde.
De otros particulares, relacionados con los derechos sobre las clases serviles, hablaremos al
tratar de éstas (§ 431).

427. Los caballeros de las Órdenes militares.


Adquieren dentro de la nobleza notable importancia en este tiempo los caballeros de las
Órdenes militares, por las grandes riquezas que éstas llegaron a juntar y el poderío de quienes las
representaban.
La dirección de ellas (maestrazgo, clavería) solía recaer en nobles de alta alcurnia y aun en
personas de la familia real, que unían así dos prestigios formidables: el de la nobleza y el de la
Orden. Los caballeros del Templo, de Calatrava, etc., pueden considerarse como uno de los grados
sociales superiores dentro de la jerarquía aristocrática de aquellos tiempos, y a este título jugaron
gran papel en la historia; pero esa misma preponderancia fue la causa de su ruina, que empezó,
naturalmente, por la Orden más poderosa, la de los Templarios, la cual llegó a tener doce conventos

25 Según algún autor próximo a esta época, había una tercera forma llamada en feudo, porque en ella los favorecidos
reconocían o pagaban al rey cierta parte de renta cada año. A las tres llama, en común, encomiendas, palabra que
también usa el Ordenamiento de Alcalá.
302

en Castilla. Su anulación comenzó en Francia, donde, acusados los Templarios de ejecutar actos
contrarios a la moral, usar prácticas supersticiosas y ser reos de blasfemias, herejías, etc., el rey —
aprovechando la coyuntura para anular un elemento político que era temible para el mismo trono—
les hizo formar proceso y solicitó el apoyo del Papa Clemente V (el primero que residió en Aviñón,
dando lugar al gran Cisma de Occidente) para castigar los crímenes de la Orden. El Papa sentenció
en contra de los Templarios, y el maestre de ellos con 59 caballeros más fueron quemados vivos en
París, extinguiéndose en Francia la Orden. La actitud del Papa y el ejemplo del rey francés se
reflejaron en Castilla. Un tribunal formado ad hoc hizo comparecer en Medina del Campo (1310) al
maestre y los freires, y poco después se repitió la escena ante un Concilio provincial celebrado en
Salamanca: ni el Concilio ni el tribunal de Medina hallaron justificadas las acusaciones dirigidas a
los Templarios, pero no se atrevieron a sentenciar en favor suyo por respeto al Papa. Persistiendo
éste en su juicio, dio en 15 de Marzo de 1312 una bula —de conformidad con el Concilio general de
Viena de Francia—, extinguiendo la Orden del Templo. Los bienes de ésta pasaron a la corona en
su mayor parte, y este fue un golpe terrible para el poder social de las Órdenes, que comienzan a
decaer, ayudando también a ello la cesación de las circunstancias militares que las habían dado
origen, una vez entrados los turcos en Europa y paralizadas las guerras con los moros en la
Península. Internamente, habíanse relajado mucho todas ellas, siendo frecuentes los disturbios,
cismas y banderías entre sus miembros, así como las cuestiones jurisdiccionales con los obispos.
Aunque hubo creación de otras nuevas, v. gr., la de la Banda, por Alfonso XI, ninguna prosperó,
continuando como predominantes —una vez extinguida la del Templo— las de Santiago y
Alcántara, con algunas de las extranjeras que habían fincado en Castilla.

428. El canciller Ayala y Don Pedro Téllez Girón.


La fisonomía moral de la clase nobiliaria castellana en aquellos tiempos, sus ideas y conducta,
su calificación social, no pueden ser bien apreciadas sino con el ejemplo de uno de sus
representantes genuinos, en quien a la vez júntanse los caracteres de la nueva dirección política que
se iniciaba en la nobleza, llevándola a fiar sus triunfos más en las intrigas de corte que en las
conquistas territoriales. Ofrécenos este ejemplo la persona del canciller Pedro López de Ayala
(1332-1407), «hombre de acción política intensa y devoradora, mezclado en todas las agitaciones y
tumultos de la vida de su tiempo, perseverante y tenaz» en sus propósitos, a la vez que «astuto,
cauteloso y sutil». Merced a estas cualidades consiguió pasar plaza de honrado y de buen caballero
durante su vida, no obstante la sorprendente facilidad con que cometía deslealtades y la maña con
que se procuraba ventajas materiales, «sacando partido hasta de sus desgracias y reveses para
acumular sin tasa, pero también sin escándalo de nadie, señoríos, alcaldías, tenencias,
heredamientos y buena cantidad de sonantes doblas; con lo cual, de pobre solariego del Norte (era
nacido en Vitoria), vino a ser prócer opulentísimo, canciller del reino y arbitro de los destinos de
Castilla, haciendo sus evoluciones políticas tan a punto y con tal destreza y tan aparente color del
bien público, que el mismo Maquiavelo le hubiera saludado como aventajadísimo precursor teórico
y práctico de sus máximas y aforismos, principalmente en lo de bordear los límites de la
inmoralidad sin caer resueltamente dentro de ella».
Comenzó Ayala su carrera en tiempo de Pedro I (1259), y habiéndole servido con gran
fidelidad durante los primeros tiempos de sus luchas con Don Enrique, cuando el rey huyó en busca
del auxilio de los ingleses creyó el noble llegado el momento de cambiar de ideas. El mismo Ayala
dice, que pues «los fechos de Don Pedro no iban de buena guisa, determinaron (él y su padre)
partirse de él, con acuerdo de non volver más». De Enrique II alcanzó grandes mercedes, siendo
consejero y favorito suyo, lo mismo que de Juan I, al lado de quien luchó bravamente en la batalla
de Aljubarrota (que se dio contra el parecer de Ayala), quedando prisionero de los portugueses, de
cuyo poder le rescató el precio de treinta mil doblas de oro. Con Enrique III alcanzó nuevas
ventajas, distinguiéndose, como antes en Aragón, Francia e Inglaterra, en tratos diplomáticos con el
rey de Portugal, y todavía sobrevivió a Enrique III, muriendo en 1407 después de haber reunido en
303

sí el cargo supremo de canciller de Castilla, junto con los de miembro del Consejo de la Regencia,
camarero del rey de Francia, con mil francos de oro de pensión, señor del valle de Llodio, la torre
del de Orozco, alcalde mayor y merino de Vitoria, alcalde de Toledo, y otros muchos, amén de los
que sacó para sus hijos.
Continuador suyo, y no menos célebre y característico, fue otro magnate, Don Pedro Téllez
Girón, gran maestre de Calatrava, que llena con sus proezas el fin del reinado de Juan II y todo el de
Enrique IV. Favorito de éste cuando todavía no era más que príncipe de Asturias, influyó
notablemente en la caída de Don Álvaro de Luna, y aprovechó su privanza para acumular honores y
riquezas, de suerte que llegó a ser en la época de Don Enrique el más poderoso de los señores
castellanos. Pero también fue el más turbulento y uno de los más desleales y malignos cortesanos.
Habiéndose mezclado en la lucha de las facciones políticas que tan tristemente llenó el reinado del
sucesor de Juan II, supo utilizar todas las circunstancias, haciéndose pagar a buen precio sus
servicios; y de no sorprenderle la muerte, hubiera contraído matrimonio con la infanta Isabel, con lo
cual la unión política realizada luego mediante el enlace con Don Fernando de Aragón no hubiese
tenido lugar, y la historia de España quizá hubiera tomado otros derroteros.

429. El clero.
La importancia social de esta clase y su carácter privilegiado, aumentan en los tiempos a que
nos referimos, por virtud del estrechamiento de las relaciones entre los reyes y los Papas y de la
influencia de las nuevas Órdenes (mendicantes y otras), que ya estudiamos oportunamente (§ 305) y
que en gran parte se sobreponen al clero secular. Sigue desarrollándose con gran amplitud la
inmunidad personal, aspirando a ella y lográndola, no sólo los que eran realmente sacerdotes, sino
los domésticos y familiares de ellos, los clérigos de menores, algunos casados y gentes allegadas,
que procuraban con esto eximirse de la jurisdicción de los tribunales de justicia ordinarios. Añádase
que, a virtud de la mayor libertad concedida para las ordenaciones, aumentó mucho desde fines del
siglo XIII el número de eclesiásticos, especialmente los de menores órdenes, dedicándose muchos
al comercio, al foro (como abogados, notarios, etc.), a las funciones administrativas (alcaldes), y
aun a los oficios de juglar y bufón, en que solían llevar vida muy licenciosa. Por otra parte, las
Órdenes mendicantes, tan útiles en un principio a la civilización, se relajaron, y a mediados del
siglo XIV habían caído en gran laxitud, mezclándose en los asuntos políticos y civiles, abrumando a
los pueblos con cuestaciones, introduciéndose en las familias para procurarse donaciones y
herencias, etc. Contra todo esto clamaron las Cortes castellanas, y en ellas, especialmente, los
procuradores del estado llano. Los de León, en tiempo de Alfonso XI, y las Cortes de Valladolid en
igual época, pidieron al rey que se cortasen los abusos de la inmunidad personal. Las de Medina, de
1328, y las de Madrid, de 1329, pidieron igualmente que no se permitiese a los clérigos el ejercicio
de la abogacía, ni el de escribanos públicos, y el rey lo concedió. Finalmente, las Cortes de Alcalá,
de 1348, las de Valladolid, de 1351, y las de Soria, de 1380, pidieron a los reyes Alfonso XI, Pedro
I y Juan I, que cortasen los abusos de los religiosos en punto a la obtención de testamentos a favor
de las Órdenes, y a las coacciones ejercidas sobre los labradores para obtener de ellos donativos
(encerrándolos, v. gr., en una iglesia, sin dejarlos salir hasta que daban algo). En orden a la
exención real, o sea de pechos y servicios, continuaron las pretensiones del clero a eximirse de
todos los tributos foreros y comunales o concejales, incluso los destinados a obras públicas, como
puentes, calzadas, muros, a que taxativamente estaba mandado que contribuyesen. Los reyes
favorecieron estas pretensiones con privilegios particulares a varias iglesias; pero los procuradores
de los pueblos no cesaron de reclamar, hasta que Enrique II dio una ley, confirmada por Juan I en
1390, en la cual se ordenaba que a los gastos de obras públicas contribuyesen los clérigos, por
cuanto son «pro comunal de todos», y que las heredades tributarias que fuesen compradas por
eclesiásticos siguiesen pagando igual tributo, cosa esta última que ya se fijaba en una ley de
Partidas (55, título VI, Part. I). No parece que se cumpliera mucho esta disposición, pues en 1458
vuelven las Cortes de Madrigal a pedir al rey Juan II el remedio de los mismos abusos, quejándose
304

de que cuando los pueblos acudían a cobrar estos pechos, se les excomulgaba y ponía en entredicho,
cosa que también hacían con los recaudadores de rentas reales muchos obispos, cabildos, etc., como
dicen las Cortes de Valladolid (1299), las de Palenzuela (1425) y las de Zamora (1432), entre otras,
pidiendo remedio para ello. En 1367 reclamaron también las Cortes de Burgos, y en 1386 las de
Segovia, contra el incumplimiento de la segunda parte de la ley.
Análogas reclamaciones hicieron los pueblos respecto de los clérigos de menores y sus
domésticos y familiares, en quienes el abusivo privilegio era más irritante; de los collazos y vasallos
de iglesias y monasterios, a quienes también se pretendía eximir, aunque el fuero era puramente
para los individuos pertenecientes al clero y nunca valió para los siervos y pobladores de villas o
tierras eclesiásticas; de los hermanos terceros de las Órdenes mendicantes, que se acogían a la
exención de éstas; resultando de todo ello que grandísima parte de la población estaba exenta de los
tributos, que pesaban únicamente sobre la clase media y parte del pueblo.
A este privilegio se unió desde el siglo XIII (aunque ya en el XII hubo algún ejemplo de lo
mismo) otro de carácter económico, el llamado diezmo predial o real, consistente en el derecho de
cobrar para sí las iglesias y monasterios una parte alícuota (no precisamente la décima) de los frutos
particulares del territorio circunvecino. En 1228 un Concilio de Valladolid lo había declarado
obligatorio, incluso para los moros y judíos. Alfonso X lo sancionó con carácter general,
estableciéndolo, tanto sobre los frutos de la tierra como sobre los de la industria, sueldos,
honorarios, etc. Esta segunda forma del diezmo (personal) no se pagó nunca en España, aunque el
clero lo reclamó varias veces con protesta de las Cortes, que también representaron al rey sobre los
abusos que andando el tiempo se cometieron en el cobro del diezmo predial. Estas quejas no fueron
atendidas, afirmándose el nuevo privilegio económico de la clase sacerdotal, del que los reyes
aprovecharon, como hemos visto (§ 448), una parte (generalmente los dos novenos, aunque se
llamó tercias reales) con destino a sostener la guerra contra los moros, a la alimentación de los
pobres en tiempo de hambres, a fundar obras pías (entre ellas establecimientos de enseñanza) y a
obras de iglesias, fines todos a los cuales faltaron los monarcas muy a menudo.

430. La clase media.


La repoblación de los territorios castellanos, la agregación de nuevos núcleos de pobladores,
el desarrollo de la industria, el comercio y la agricultura, la libertad de las antiguas clases serviles,
la formación y crecimiento de la nobleza de segundo grado (caballeros e infanzones) —enemiga
natural de la alta nobleza, avecindada en las ciudades y villas y compenetrada con los plebeyos, de
quienes en gran parte procedía— y, en fin, la importancia grande que políticamente adquieren los
Concejos, son las causas (apuntadas ya en la época anterior y más desarrolladas a medida que
avanzaban los tiempos) que contribuyen a dar extraordinaria importancia social a la clase media. El
centro de ella es la ciudad, el Concejo: su influencia nace de la fuerza del régimen concejil, que
interviene como factor de gran peso en las luchas políticas y en la guerra, y de la preponderancia
creciente de los letrados, nacidos, en gran parte, de esa clase; su ley es el fuero, en que constan sus
privilegios y que procura sostener en las Cortes contra toda transgresión o anulación, resistiéndose a
las unificaciones jurídicas; su sentido es realista, favorecedor de la doctrina unitaria monárquica en
contra de la nobleza y el clero, pero dejando a salvo la particularidad de los fueros locales.
Teniendo en sus manos las fuentes de producción y constituyendo la mayoría, es el nervio del
Estado;, pero también es el único elemento contributivo, que pecha, (de donde el nombre de
pecheros), no obstante que la propiedad territorial la poseen, en su mayoría, los nobles y las iglesias
y monasterios.
Al lado de la clase media propiamente dicha, más o menos adinerada o pudiente —y con la
cual se confunden los nobles de segundo grado que toman fuero de vecindad o proceden de la
burguesía—, figuran en las villas y ciudades los trabajadores, jornaleros y menestrales de condición
inferior, que gozan también del fuero y de los privilegios que éste otorga, aunque económicamente
se hallen supeditados a la clase media y encuentren limitada su libertad en este orden por las tasas
305

de jornales, la limitación de horas de trabajo y otras trabas análogas que estudiaremos en el lugar
oportuno. No se marca, sin embargo, oposición de clase que merezca notarse entre los dos
elementos de la vida social ciudadana, ya porque el popular era aún escaso, ya porque no se
señalaran en su situación tan graves males como andando el tiempo se produjeron, ya también
porque les unía el interés común de la libertad concejil. La lucha económica va propiamente
dirigida contra la nobleza y el clero, para obligarles a que contribuyan al sostenimiento de las cargas
públicas; y si al cabo surgen divisiones entre los dos factores señalados, es en el orden político, por
el cambio que sufre la administración municipal, desde el antiguo Concejo general al Ayuntamiento
de carácter privilegiado (§ 450). Entiéndase, no obstante, que cuando en esta época —y en general
en la Edad Media— se habla de «elemento popular», «brazo popular, (en las Cortes), se designa a la
clase media, que a medida que crece la riqueza privada va diferenciándose más de las clases
llamadas «bajas»26.
Tanto para la indicada lucha económica como para defenderse contra las arbitrariedades de la
alta nobleza, la clase media, fiando poco, y con razón, en el poder de los reyes (que a menudo era
flaco, por minoridad del monarca o por otras razones), formó más de una vez Hermandades en que
van unidos sus dos elementos: el plebeyo y el de los caballeros e hidalgos. Sirva de ejemplo la
creada en las Cortes de Burgos de 1515, cuyo programa, firmado por 103 caballeros y los
procuradores de 102 ciudades y villas, establecía una estrecha solidaridad para defenderse de los
«omes poderosos» y velar por el rey, entonces menor.
La victoria había de ser, al cabo, para la burguesía: ella es la que dirige el movimiento
civilizador; y el siglo XIV se caracteriza, principalmente, por la transformación de la antigua
sociedad caballeresca en burguesa, cuyo centro es la ciudad en vez del castillo y cuyas costumbres
son las del habitante de los grandes grupos de población, atento a los intereses materiales de la
industria y el comercio, antes que a las glorias de la guerra y de la caballería.

431. Liberación de las clases serviles.


El movimiento de liberación de las clases serviles rurales, tan acentuado en la primera mitad
del siglo XIII, se cumple en todas sus partes durante la época que examinamos. La lucha no cesa de
repente, como es lógico suponer; continúan produciéndose disturbios en varias villas señoriales —
Sahagún, v. gr.— en contra de los malos usos, y por su parte los señores pretenden que el rey les
reconozca derechos abusivos que significan, en pleno siglo XIV, un intento de reacción social,
suponiendo (según parece de una compilación legal de carácter privado, la llamada Fuero viejo de
Castilla) ser ley de algunas comarcas castellanas que «a todo solariego puede el señor tomarle el
cuerpo e cuanto en el mundo ovier»; pero es dudoso si este pretendido fuero tuvo eficacia legal y,
en todo caso, el proceso libertador siguió produciéndose cada vez en mayor escala.
Dos ordenamientos de mediados del siglo XIV (el de Valladolid, 1325, y el de Alcalá, 1348)
señalan con toda claridad el grado de independencia personal y económica a que habían llegado los
solariegos: la primera era ya completa; la segunda todavía mermada, unas veces por abusos extra
legales, otras por expreso mandamiento de la ley. Así, el Ordenamiento de Valladolid prohíbe que,
a los que pasasen de tierras de órdenes a otras de realengo, se les retengan o embarguen los bienes
tanto muebles como raíces, manteniéndoles en la propiedad de unos y otros con todas las inherentes
facultades de labrarlos, esquilmarlos, venderlos, etc.: lo cual prueba que había retenciones ilegales.
En el de Alcalá se nota evidente retroceso. En unas leyes no se permite el traslado de solares que
estuviesen sujetos a pago de infurción o canon (en reconocimiento del dominio directo sobre las
tierras) desde un señorío a otro o a realengo, salvo por razón de matrimonio siendo mujer la
tributaria, porque «la mujer está sujeta a su marido y no puede ni debe llevar sino donde él
mandare»; en otras, aunque se prohíbe a los señores que tomen para sí las tierras de los solariegos,
se limita el derecho de éstos en ellas, impidiendo que las vendan libremente. El objeto de tales

26 Los redactores de las Partidas ya distinguían las tres clases sociales de grandes, medianos y pequeños, como en
fueros anteriores se había distinguido entre mayores, menores, etc. (§ 202).
306

limitaciones era lograr que los señores no perdiesen nunca el provecho económico que sacaban de
los solares por los tributos (restos de los que antiguamente debían los siervos) a que éstos se
hallaban sujetos; y como la condición de las personas se reflejaba a veces en la de las tierras, el
único modo de conservar el derecho y la utilidad consistía en prohibir que las de behetría pudiesen
comprarlas hombres que no fuesen de behetría, las de abadengo los que no fuesen de igual
condición, las de señorío, otros que los solariegos, etc., obligando a éstos a que tuviesen (o dejasen
caso de marcharse) poblado el solar, para que siempre hubiese quien pagara. Al cabo confirmóse la
libertad en el sentido indicado por el Ordenamiento de Vallado-lid, desligando el tributo de la tierra,
haciendo a ésta libre y convirtiendo aquél en personal; y como al propio tiempo se iba mudando la
antigua relación servil o semiservil en un verdadero arrendamiento o usufructo mediante pago de un
canon o censo y algunos servicios, los cultivadores alcanzaron una situación muy inmediata a la de
plena libertad.
Es muy probable que este proceso se retrasase en algunos puntos de Galicia, León y Castilla,
perpetuándose estados como el de los foreros de la época anterior; pero es una prueba de que la
liberación se extendió a la mayoría de los territorios, el hecho de que (salvo el levantamiento de los
Hermandinos en Galicia, popular en su origen, aunque lo mixtificaron y explotaron luego en
provecho propio algunos miembros de la nobleza) no se produjeran luchas sociales en los siglos
XIV y XV, como veremos que ocurrió en Cataluña. En Castilla no se forma partido rural alguno, ni
la población labradora llega a tener importancia política.
No quiere esto decir que la condición real de las clases populares en los sitios de señorío fuese
envidiable, ni aun que se ajustara a los derechos que en justicia les correspondían. Aunque la
relación jurídica con los señores había cambiado en la forma que hemos dicho, no se vieron libres
los cultivadores, los colonos y los villanos de toda clase, de las vejaciones que anteriormente
padecían. Al amparo de su poder dominical, los nobles abusaban de los servicios y rentas que les
debían los antiguos siervos y solariegos, no obstante que el interés económico les aconsejaba no
descontentar a los campesinos para que éstos, usando de su libertad personal (reconocida
expresamente a este propósito por el Ordenamiento de Alcalá), no abandonaran los campos y se
refugiasen en las villas exentas o en las behetrías libres. Así lo comprendieron algunos señores, que
procuraron atraerse a los labradores, en competencia con los Concejeros, otorgando fueros y cartas
pueblas ventajosas, muy abundantes en este tiempo. Pero otros, más tiránicos que prudentes, y
favorecidos por las concesiones reales que convertían en pueblos de señorío a muchos que antes
eran de realengo, extremaron sobremanera los vejámenes. De ello da testimonio una petición
dirigida por las Cortes de Valladolid de 1385 a Juan I, y en la cual se indica que los señores habían
echado sobre los pueblos «muy grandes pedidos y les han hecho muchas fuerzas y muchos males y
sinrazones, por lo cual las dichas villas y lugares están destruidos y despoblados.» Cuando los
villanos no podían satisfacer las peticiones del señor, éste los mandaba prender y encerrar en
cárceles, donde los tenía sin comer y beber, «como si fueran cautivos». Obligábales por la fuerza a
que firmasen escrituras de préstamo usurario; casaban violentamente con sus escuderos a las viudas
ricas y a las hijas de familias pudientes, y, en fin, llegaron a despojar a las iglesias y hospitales de
las cruces, campanas y ornamentos, que empeñaban y vendían, «de modo que quedaron yermas las
iglesias y hospitales para siempre». Los reyes trataron de poner remedio a estos males, pero con
dificultad lo lograban.
Por lo que toca a los siervos personales, continúan del mismo modo que en la época anterior,
si bien disminuidos en número porque los moros cautivos, que daban gran contingente a esta clase
en los primeros años de la Reconquista, veíanse ahora favorecidos por las nuevas condiciones de la
guerra y por la legislación favorable al mudejarismo (§ 452). Eran, sin embargo, numerosos en
algunas localidades los moros esclavos, y los fueros tratábanlos con bastante dureza, como atestigua
el de Brihuega. En tiempo de Alfonso X se reconocía expresamente la condición de siervo
(personal) como posible en individuos cristianos e infieles, prohibiéndose no obstante como de
antiguo, y bajo pena de muerte, que los judíos y moros pudiesen tener siervo que fuese cristiano,
307

aunque sí lo podían comprar para volverlo a vender. A los hijos de clérigo ordenado se les sujetaba
a servidumbre de la iglesia en que era beneficiado su padre, aunque con la prohibición de ser
vendidos como los otros siervos. Pertenece a esta condición todo nacido de madre sierva y también
los traidores a la patria que procurasen a los moros elementos para la guerra. La legislación
favorece, sin embargo, la condición de los esclavos, facilitándoles los medios de obtener la libertad
y de disponer en parte de sus bienes propios. Así, v. gr., todo siervo de judío, moro o hereje, que se
hiciera cristiano adquiría al punto la libertad, lo mismo que el que ingresare en el clero con
consentimiento del señor, o casase (mediante igual condición) con persona libre. En contradicción
con esto, una ley del Fuero Real dado por Alfonso X invalida la compra de su libertad que con
dinero propio hiciere el siervo no sabiéndolo su señor, porque «tanto es de éste el siervo como lo
que tenga». El emancipado o liberto (franqueado, forro, aforrado) quedaba sujeto a su antiguo
señor por deberes de respeto y reverencia muy solemnes y exagerados, y a veces también por
servicios cuyo incumplimiento llevaba como pena la pérdida de todo lo que el señor le diera al
libertarlo.

432. Los mudéjares.


Desde la muerte de Fernando III (1252) a la de Enrique IV (1474) las conquistas en territorio
musulmán no fueron muy extensas, dado que los grandes avances durante la minoridad de Alfonso
XI, la de Juan II, la época de don Álvaro y los primeros años de Enrique IV, no pasaron, en su
mayoría, de momentáneas ocupaciones, a pesar de las vivas instancias de los Papas y de algunos
señores como Don Pedro Téllez Girón, y no obstante haberse llegado hasta las puertas mismas de
Granada. Así y todo, los territorios y plazas que a la menuda se iban ganando por la parte del
Estrecho, de Málaga y de Jaén, y, particularmente, el decaimiento interior del reino granadino,
trajeron nuevos contingentes de moros sometidos, ora en pueblos conquistados (Jerez, Arcos,
Lebrija, Tarifa, Gibraltar, Archidona, Jimena), ora en otros fronterizos que voluntaria y
espontáneamente se acogían al amparo de las armas castellanas para sufrir menos en la guerra,
como Vélez Blanco y Vélez Rubio, Castilleja y Galera. Hubo un momento (en 1462) en que los
mismos moros de Granada intentaron someterse al rey Enrique IV, lo cual hubiese dado término a
la lucha.
Este crecimiento de la población mudéjar había de influir en su estado y promover gran
número de disposiciones legislativas referentes a ella. Así ocurrió, tanto en el orden de los tratados,
como en el de las pragmáticas reales y actos de Cortes. Particularmente, nótase en ciertos territorios
(v. gr., Alcarria), a partir del siglo XIII, un aumento grande de los mudéjares libres, que forman
aljamas nuevas y señalan un estado social de privilegio, contrastando con el muy frecuente de
servidumbre que en la época anterior y en algunos fueros de comienzos de la presente se nota (§
431).
El período señalado por el gobierno de Alfonso X se caracteriza por una marcada tendencia
favorable a los mudéjares.
Los de Jerez quedaron en su ciudad, que era muy populosa, 5Án otra carga que un tributo al
rey, y lo mismo pasó a los de Lebrija. A los de Murcia, que, como ya sabemos, se sublevaron
después de la conquista hecha por Don Alfonso en tiempo de Fernando III (§ 242 y 370), les
concedió que habitaran en barrio propio, separado por muro de las casas de los cristianos, y les dio
gobernador de su misma raza, conservándoles su aljama, justicia mayor, alguaciles en la capital y
pueblos vecinos, ejercicio libre del culto, facilidad de tratos comerciales en el mercado, instituyendo
ferias especiales en Murcia y Sevilla- que mantuviesen la industria mudéjar, y otorgándoles otros
beneficios análogos a los acordados tiempo atrás en Cuenca, Cáceres y Baeza (§ 281). Este sentido
tolerante nótase también en las leyes de carácter general dadas por Don Alfonso, que no sólo
garantizan la seguridad personal de los mudéjares poniéndoles bajo la inmediata protección del rey,
sino que les permite la práctica de sus leyes y la resolución de sus pleitos en la aljama por un jeque
y Viejo mayor o anciano que nombraba el rey. Las restricciones consistían en prohibirles que
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construyesen nuevas mezquitas y que celebrasen públicamente las ceremonias de su culto en


lugares poblados en su mayoría por cristianos (villas de cristianos), aunque podían mantener las
mezquitas poseídas de antiguo, bajo patronato del rey, que nombraba a los faquíes; en pagar el
diezmo a la Iglesia, en venir obligados a hincarse de rodillas cuando hallaren a su paso el Santísimo
Sacramento, a menos que prefiriesen esconderse; en ciertas incapacidades para ser testigos y
voceros, no siendo en causa propia o de los suyos; en la prohibición de casarse cristiano con mora y
de amamantar los cristianos niño o niña que fuesen moros, etc. En cambio, autorizó a los que se
convirtiesen para que conservaran sus mujeres aunque fuesen más de una (cosa permitida por la
Iglesia), y no fue riguroso en prohibir que viviesen y comiesen con cristianos, aunque,
posteriormente, por ley de Cortes (1268), se extremó el rigor en esto, estableciéndose también,
como regla general, la separación de barrios, pedida para mayor seguridad por las mismas aljamas.
En punto al traje, se les prohibió usar telas y objetos de lujo o de ciertos colores, y se les obligó a
llevar barba y el pelo de la cabeza afeitado alrededor y partido sin copete. Las relaciones
comerciales favorecíanse con rebajas de tributos.
No obstante su mayor sujeción, los que mejor vivían eran los mudéjares de las ciudades. Los
del campo tuvieron que sufrir no poco, ora de los señores, ora de los moradores cristianos
codiciosos, y fueron reconcentrándose en aquéllas y constituyendo grandes e importantísimos
grupos de población mora en territorio cristiano. Los tributos que sobre ellos recaían eran, no
obstante, muy subidos y aumentaban de día en día, según hicimos notar, produciendo emigraciones
que se revelan en cartas y privilegios de Alfonso X. Reinando el hijo de éste, Sancho IV, las
morerías y juderías del arzobispado de Toledo devengaban 140.068 maravedises; los moros de
Sevilla, 8.000; los de Ávila y Segovia, 6.615, y los de Palencia, 5.671, lo cual prueba que no sólo en
los territorios fronterizos había grupos importantes de mudéjares.
Semejante crecimiento de la población musulmana era lógico que acentuase la intervención
de la Iglesia, iniciada ya en la época anterior con los Concilios de Letrán. Reunido uno de-obispos
castellanos en Valladolid (1322), acordó varias restricciones en punto a la comunicación y trato
frecuente de cristianos y moros, censurando también que éstos ocupasen cargos públicos, pero
disponiendo, en cambio, la institución de hospitales para los conversos, con mandas piadosas para
ayudarles al ejercicio de sus oficios y profesiones. Otro Concilio (de Salamanca, en 1355) renovó
las restricciones en punto al trato, la cual prueba que no se cumplían las anteriores; y el de Palencia
(1588) se pronunció enérgicamente por la separación de los grupos de moros en barrios exclusivos
(morerías). Por su parte, la legislación civil posterior a Alfonso X extremó también las
prohibiciones, siendo los procuradores de las ciudades quienes. más pedían la restricción, movidos,
en parte, por las muchas riquezas que los mudéjares iban acumulando. Así se les prohibía en 1295
que adquirieran propiedades de los cristianos, obligándoles a vender las que hubiesen adquirido,
con lo cual se les impelía a buscar en la usura medios de especulación, sin conseguir atajar su
importancia social y económica, que fue muy grande; al paso que la estrecha incomunicación a que
se les sujetaba, y que ellos mismos pedían, y la incapacidad general (no sin excepciones) de acudir a
la guerra de fronteras, les favoreció para mantener en su grupo las costumbres y creencias
tradicionales y dedicarse libremente a la industria y al comercio.

El sentido restrictivo continuó en el reinado de Alfonso XI, aunque no para todo, pues este
mismo rey, por ejemplo, concedió a los mudéjares de Zorita (a petición del maestre de Calatrava y
para evitar que emigrasen) la reducción en una mitad de los tributos. Por otra parte, continuaron sin
lograr observancia muchas de las disposiciones restrictivas que reiteró Enrique II, el cual levantó en
cambio la prohibición de comprar heredades de cristianos, hecha en 1295. Durante la minoridad de
Juan II, se impuso resueltamente a los mudéjares ciertas señales en el traje que los distinguiese de
los cristianos, y se renovaron y extremaron todas las prohibiciones señaladas de antiguo, hasta
llevar el conocimiento de sus pleitos a los tribunales ordinarios (si bien éstos debían fallar con
arreglo a las costumbres de los moros), a la vez que se aumentaban las predicaciones para obtener la
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conversión. Pero todas estas leyes cayeron pronto en desuso, y durante el reinado de Enrique IV
volvieron los mudéjares a gozar de ventajas y a ser un importante elemento social en todo el reino,
incluso en la corte, como atestiguan viajeros que visitaron la de aquel rey, peticiones hechas a éste
por sus súbditos y hasta coplas populares. En general, la segunda mitad del siglo XV parece señalar
un renacimiento del mudejarismo, pues que en algunas regiones es seguro que formaban una clase
rica e influyente, que gozaba empleos de confianza en muchas casas nobles de Castilla. El favor con
que distinguió Enrique IV a los mudéjares y la cordialidad de relaciones que, por otra parte, venía
existiendo entre moros y cristianos—incluso en el propio disputado territorio de Granada, donde se
celebraban torneos de nobles castellanos y granadinos—produjeron abusos de parte de aquéllos, no
sólo en las ciudades, sino en los señoríos, hasta en los del Norte, donde eran muchos los vasallos
mudéjares. Todo lo cual trajo quejas (§ 445) y comenzó a crear motivos de graves restricciones
cuyo cumplimiento se efectuó en la época siguiente.

433. Los judíos.


A través de algunas alternativas cúmplese rápidamente la decadencia de los judíos como clase
social a partir de las medidas iniciadas en los comienzos del siglo XIII (§ 279). Todavía las leyes
dadas en tiempo de Alfonso X les reconocen la libertad religiosa, respetando incluso su festividad
del sábado, hasta el punto de declarar que en ese día no se les debe llamar a juicio por pleito, y
prohibiendo que se les convierta a la fuerza. A la vez les tasan la usura en cierto tipo (, maravedís
por 4 al año), les incapacitan para criar hijos de cristianos y dar los suyos con el mismo fin, castigan
duramente los denuestos y predicaciones que hicieren contra la religión cristiana, y dificultan, en
general, su relación con los católicos; pero estas restricciones eran exiguas al lado de aquellos
reconocimientos y el de su jurisdicción propia (nombramiento de adelantados y rabís), que
subsistía. Continuó igual favor en tiempo de Sancho IV, en que eran numerosas las comunidades
judías27 y daban gran rendimiento con sus tributos. Pero la Iglesia acentuó las medidas contra ellas,
y el pueblo—en parte por esta influencia y en mucha mayor parte todavía por la codicia que
despertaban las riquezas de los judíos (fabulosamente exageradas las más de las veces, como sucede
a menudo en estas cosas) y por los resentimientos que levantaban sus préstamos y el oficio de
recaudadores y arrendatarios que desempeñaban generalmente—les manifestaban cada día más
sentimientos hostiles, que se traducían en vejaciones y atropellos frecuentes, o en pretensiones
abiertamente injustas, como la de obtener, sin razón ni motivo, condona de las deudas particulares
que los cristianos tenían con los judíos, cosa que las Cortes pidieron repetidamente y obtuvieron
alguna vez; aunque también se dio el caso de negarse a ello reyes como Alfonso XI, quien prohibió
la práctica abusiva en clérigos y legos de ganar bulas del Papa y cartas de excomunión de los
prelados contra los que intentaran apremiar al pago de tales deudas.
A pesar de todo esto, mantuviéronse firmes los judíos merced a la protección de los reyes que,
obteniendo de ellos grandes servicios económicos, no se resignaban a abandonarlos. Pagaron los
judíos esta protección con fidelidad notable durante las guerras civiles de Pedro I, teniendo en
cambio que sufrir mucho de parte de los Bastardos, que, ora por congraciarse con el vulgo, ora por
cuestión política, hicieron o consintieron matanzas y robos en las aljamas de Nájera, Miranda de
Ebro y Toledo. Cumple decir, no obstante, que Don Enrique de Trastamara negó, en las Cortes que
celebró en Burgos, en 1566, la pretensión de los procuradores encaminada a que se quitase a los
judíos las fortalezas que tenían, los oficios de la casa del rey (aun el de médico) y el arrendamiento
de rentas reales. A esto último contestó Don Enrique que, si había concedido a judíos tal
arrendamiento, era porque ningún cristiano quiso tomarlo sobre sí. También se opuso a que se
derribasen las cercas que en algunas ciudades resguardaban las juderías, y sólo ofreció que los
judíos de su corte no tendrían parte ni poder en el Consejo real, lo cual prueba que antes lo tenían.
La condición social de los judíos fue empeorando más tarde, aunque todavía Juan I, si por un

27 No tanto como se ha solido calcular sobre la base de un documento del año 1290, según el cual había entonces en
Castilla 861.618 judíos. Seguramente eran bastantes menos.
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lado les quitaba la jurisdicción criminal con jueces propios (que habían dado muy mal resultado),
les mantenía este privilegio en lo civil, así como la protección real en punto a vidas y haciendas,
muy necesaria contra la animosidad del pueblo. El Concilio de Palencia de 1388 y otros (ya citados
al hablar de los mudéjares) extremaron las medidas contra ellos en el mismo sentido que contra los
moros, pero con mayor dureza, llegando incluso a imponerles la asistencia a los sermones que se
predicaban para convertirlos.
Pocos años después, tuvieron estas persecuciones una terrible y sangrienta consecuencia. La
animosidad del pueblo halló su expresión en un sacerdote fanático de Sevilla, Fernando Martínez, el
cual, no obstante las reconvenciones del Prelado, excitó de tal modo a la multitud con sus
predicaciones, que promovió horribles matanzas en la judería de aquella ciudad (6 Junio 1391), en
Córdoba, Toledo y muchas otras poblaciones de Castilla. Gran número de judíos fueron degollados
y saqueadas sus casas; los sobrevivientes no tuvieron otro recurso, para salvar su vida, que
bautizarse. Ocurría esto durante la minoridad de Enrique III, el cual trató de reprimir semejantes
atrocidades así que ocupó el trono, en 1393. Pero el impulso estaba dado. Las restricciones contra
los judíos fueron aumentando, prohibiéndoles ejercer oficios manuales, cortarse la barba y cabellos,
llevar armas, vestirse de otro modo que como les indicaban las leyes (1405). A la muerte de Enrique
III, redoblaron las persecuciones, junto con la predicación evangélica, recomendada por la Iglesia
como único medio de obtener la conversión voluntaria de los que aun persistían en el judaísmo. Un
autor judío, con evidente exageración, hace subir a 15.000 los convertidos, y a 150.000 los muertos
en las persecuciones de entonces (1431-1447: pontificados de Eugenio IV y Félix V) en toda
España.
Influida por el convertido Pablo de Santa María, la reina viuda, tutora del rey menor Juan II
(que tanto hizo contra los mudéjares), siguió igual política con los judíos en una serie de edictos y
ordenamientos (1408-1412) que les sujetaban a la jurisdicción de los tribunales cristianos,
suprimiéndoles los jueces propios —cosa que ya se había intentado antes sin éxito—, prohibiendo
que gozasen cargos en la Casa Real, que fuesen arrendatarios y almojarifes, que ejercieran el
comercio o profesiones médicas en relación con los cristianos, sirvieran de intermediarios
mercantiles con éstos y tuvieran trato íntimo, especialmente con mujeres cristianas. Al propio
tiempo prescribíase la absoluta separación de los judíos en barrio aparte, cercado y con sólo una
puerta, y se les imponía traje y peinado especiales.
Estos edictos no tuvieron eficacia, a lo menos en parte, pues en 1432 reuniéronse en
Valladolid, con aprobación real, los diputados de las aljamas hebreas de Castilla y redactaron un
convenio (secama) u Ordenamiento, de cuyo texto se deduce que continuaba eligiendo jueces
privativos (dayanes), síndicos o veedores y hombres buenos para formar tribunal de justicia; que
ningún judío podía acudir a la jurisdicción cristiana, sino atenerse a la de sus dayanes en lo civil y
criminal, y que seguía perfectamente organizada entre ellos la enseñanza religiosa, con maestros
públicos y pasantes pagados con los rendimientos de una contribución especial (nebda). Este
Ordenamiento era obligatorio para todas las aljamas, que a su vez regulaban sus asuntos interiores
autonómicamente en virtud de ordenanzas (tecanas). Reuníanse también los diputados de las
aljamas para repartir los tributos que habían de pagarse al rey.
De igual manera debió conservarse la participación en las funciones de Hacienda, pues de
1427a 1430 fueron los judíos arrendatarios de los diezmos de mar; en 1450 casi todos los
recaudadores de Talavera eran hebreos, y en 1449 los de Toledo eran de esa raza, aunque
convertidos: con todo, no les valió esto para librarles de las iras del pueblo, pues con motivo de un
empréstita de un millón de maravedises pedido a la ciudad por Don Álvaro de Luna, los vecinos
cristianos, dirigidos por dos canónigos, asaltaron los almacenes de un rico mercader convertido, los
incendiaron y destruyeron el centro comercial (alcana) de los judíos.

434. Los conversos.


Por este y otros ejemplos que pudieran citarse, se ve que las conversiones, muy numerosas, no
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hicieron sino aplazar la cuestión, trasladándola de los judíos puros a los conversos, a quienes el
vulgo denostaba con palabras injuriosas, entre ellas la de marranos, que, en esta aplicación, se ha
creído derivada del hebreo Maranatha («anatema sobre ti»), cuando, muy probablemente, no hay
relación alguna entre ambas voces, sino que la primera se usó con referencia a los conversos, en la
acepción insultante que conserva en castellano. Por su número, industria, riquezas y por la natural
frialdad de su forzada fe, eran envidiados y sospechosos para el pueblo, que no sólo les acusaba (al
parecer, con razón) de practicar a escondidas el culto judaico, sino de realizar otra porción de actos
en cuyo supuesto entraba por mucho la calumnia.
Combináronse con esto las pasiones de las luchas políticas. No pocos conversos, como se ha
dicho, ocupaban altas posiciones oficiales; y en el reinado de Juan II, no obstante las persecuciones
de la reina viuda, los hubo de gran influencia en el Estado. Pusiéronse todos ellos en pugna con el
favorito Don Álvaro, ayudando al partido enemigo de éste, y Don Álvaro trata de inutilizarlos,
según se cree, aconsejando al rey para que pidiese al Papa (Nicolás V) el nombramiento de
inquisidores contra los judaizantes. El Papa accedió a la petición, comisionando para ello al obispo
de Osma y al maestrescuela de Salamanca para que organizaran la nueva institución; pero ésta no
llegó a establecerse. Continuaron, no obstante, los recelos y las excitaciones populares, cuyo
resultado fue reproducir las matanzas en los últimos años del reinado de Enrique IV, a favor de los
graves trastornos civiles que ocurrían. En Córdoba, en Sevilla y en otros puntos, los marranos
tuvieron mucho que sufrir. En esta situación hallábanse las cosas al inaugurarse el reinado de Isabel
I, en el cual se resolvió definitivamente, como veremos, la cuestión judía.

2.—EL ESTADO

435. Factores políticos.


El período que ahora examinamos es de profunda crisis para la monarquía. El
engrandecimiento del Estado, la mejor situación económica y el influjo de las ideas políticas del
derecho romano cuyo estudio privaba en las Universidades, habían acentuado en la monarquía el
sentido absolutista, es decir, el deseo de concentrar en sí, de hecho y de derecho, todos los poderes
del Estado, dando fin a la difusión peligrosa en que se hallaban y a virtud de la cual existían frente a
frente varios elementos casi soberanos que luchaban entre sí con daño grave del orden social y
político. Pero no crecía juntamente con este deseo la fuerza de los reyes en grado tal que pudiese
vencer fácilmente las contrarias. De éstas era la nobleza la más peligrosa: no sólo por tener más
abierto y determinado el espíritu de independencia y el orgullo del propio valer, sino por estar en
posesión de grandes elementos en hombres y riquezas—sobre todo en riqueza territorial, que
llevaba consigo tan grande influencia sobre la población—y por ser absolutamente necesaria su
ayuda para las guerras, a falta de ejército real permanente bastante numeroso. De una parte, pues,
los reyes necesitaban de la nobleza, de otra parte habían de temerla, y en esto se fundaba lo crítico
de la situación.
El elemento municipal, no obstante el sentido señorial ya notado (§ 202), era menos peligroso,
por lo ligados que estaban su nacimiento y su vida al rey, y por ser, en el fondo, tan enemigo como
éste de los nobles. Así lo recordaba Jaime I a su yerno Alfonso el Sabio, al recomendarle en sus
máximas políticas que procurase ante todo conservar dos partidos: la Iglesia y las ciudades y
pueblos, «porque a éstos quiere Dios más que a los caballeros, porque suelen los caballeros
levantarse contra su señor con más ligereza que los demás... y con los dos referidos sujetaría a los
demás». Pero no eran los Concejos un auxiliar seguro y decidido en todos casos. Muchas veces
cost6 a los reyes grandes esfuerzos y concesiones el atraérselos (v. gr., durante la minoridad de
Fernando IV); otras veces, las ciudades y villas formaban Hermandad con los propios nobles contra
el rey, como en tiempo de Alfonso X. La lucha era, pues, desigual, y requería en los reyes
condiciones personales especialísimas y una política más sagaz que enérgica, para no irritar a los
enemigos e irlos quebrantando lentamente. Los procedimientos sanguinarios (aplicados por Alfonso
312

X de manera cruelísima, por Sancho IV, Alfonso XI y otros monarcas) fueron de dudoso éxito en
conjunto, y a veces, como en tiempo de Pedro I, agravaban el mal.
Pero el mayor peligro nacía de que a la vez que los reyes formaban conciencia de la integridad
esencial de su poder, los nobles iban formándola de aspiraciones comunes que constituían una
política frente a la política real, convirtiendo las primitivas luchas parciales, hijas del orgullo
individual, del sentimiento separatista de cada señor, en lucha general de dos principios.

436. Vicisitudes de la lucha.—Los programas políticos.


Así se vio desde luego en la contienda entre Alfonso X y su hijo Sancho. Aparentemente,
según hemos visto (§ 573), discutíase una cuestión dinástica. En el fondo, y junto a ésta, había una
cuestión política: la oposición entre el sentido unitarista, absoluto, de la monarquía, y el antiguo
sentido particularista de los fueros y privilegios. Alfonso X había formulado con toda claridad en
una de sus obras de carácter jurídico (§ 455), las Partidas, los principios de la monarquía cesarista,
reivindicando-para sí los poderes esenciales del Estado y modificando la ley de sucesión (§ 426). En
este propósito tuvo a su lado a los letrados, pero en contra a los nobles y a muchos Concejos de
Castilla, León y Galicia, reunidos en Hermandad, según la manifestación hecha en 1282; la cual
Hermandad obtuvo del infante Sancho una especie de pacto constitucional en que se reconocía a los
pueblos y nobles el derecho de insurrección contra los desafueros del rey y el de juzgar a los
oficiales reales y a los jueces, castigándolos incluso con la muerte: principió este del derecho de
insurrección acentuado en las declaraciones de las Hermandades de 1285 y 1286 y que había de
traer largas consecuencias y ser discutido ampliamente por los teóricos de aquí en adelante.
Don Sancho se apoyó en esta Hermandad para vencer, y la aprobó después de la victoria; mas
no parece que participase de sus ideas políticas ni tuviese ánimo de consentirlas, a lo menos en la
parte que más directamente afectaba al trono, puesto que castigó algunas turbulencias de los nobles
(§ 374). La Hermandad se deshizo; pero a la muerte de Sancho IV se reprodujo, ya con carácter
exclusivamente popular, comenzando por formarla los Concejos de León y Galicia, a los cuales
siguen con uniones análogas otros de Castilla, Murcia y la Montaña (1295-96). El programa político
de estas nuevas Hermandades es igual al de la de 1282, salvo que no desconoce la autoridad del rey,
como aquélla había desconocido la de Don Alfonso. Aprovechando las turbulencias de la minoridad
de Fernando IV y la necesidad que del apoyo de los Concejos tenía la reina gobernadora, las
Hermandades impusieron condiciones análogas a las que había reconocido Sancho IV, a saber: el
derecho de insurrección en caso de desafuero no remediado; el de suspensión de las provincias
desaforadas de los justicias del rey; el de matar al alcalde o merino que, con orden del rey y sin
juicio, diera muerte a algún hermano, y al que presentara real orden para disolver la Hermandad,
con otras libertades y privilegios análogos que muestran cómo los Concejos participaban del mismo
espíritu de independencia feudal que los señores, no obstante el sentido monárquico de la clase
media y el interés común contra los nobles que les hacía muchas veces ir con el rey.
Por su parte, la nobleza aprovechó también la minoridad de Fernando IV y, volvió a mostrar
su espíritu turbulento y desordenado, como sabemos (§ 375), espectáculo que se renovó en la
minoridad de Alfonso XI. Fue preciso la mano de hierro de este rey y su diplomacia, juntamente,
para aplacar los males políticos y reducir de momento a la nobleza, ora concertando con unos, ora
engañando a otros, castigando a los recalcitrantes, sembrando la desconfianza en el partido señorial,
distrayendo sus fuerzas en la guerra con los moros y utilizando, en fin, todos los medios que, sin
irritar los ánimos, contribuyesen a disminuir el peligro nobiliario. Lo propio hizo con los Concejos,
procurando atraérselos y apagar todos los focos de rebelión, y con las Órdenes militares, recabando
de ellas el juramento de que nunca negarían la entrada en sus villas y fortalezas al rey. De los actos
de Alfonso XI se deduce que tenía clara conciencia de su ideal político como monarca, y que sabía
ir realizándolo prudentemente. Así se le ve garantizar a las villas y ciudades realengas que nunca
serían enajenadas del dominio real, pasándolas a señorío o abolengo en donaciones o mercedes
regias; cosa que aquéllas repugnaban mucho (habiendo pedido repetidamente en Cortes a Sancho
313

IV y Fernando IV que no consintiesen las muchas mercedes que se hacían a los nobles), y que luego
olvidaron con daño grave el mismo Alfonso XI, Enrique II y, sobre todo, Enrique III, cuyas
enormes mercedes a los nobles dieron a éstos gran fuerza. Procura a la vez Alfonso XI, mediante
concierto con los procuradores en Cortes, allegar dinero para el Tesoro real, arma indispensable en
la lucha política; aprovecha toda ocasión de destruir castillos señoriales, que eran foco de bandidaje;
se esfuerza en corregir los abusos de la administración de justicia; oye gustoso las quejas de los
pueblos contra los excesos de los alcaldes reales, los arrendatarios de tributos y los nobles; persigue
a los malhechores y procura la seguridad de los caminos; atiende a las necesidades económicas del
pueblo, y, a la vez, afirma la organización municipal convirtiendo los oficiales municipales de
temporales en vitalicios, para evitar las querellas de la elección; declara enérgicamente que sólo al
rey pertenece la facultad legislativa, tanto para hacer leyes como para interpretarlas y enmendarlas,
y halaga a la nobleza cuando la tiene sumisa, procurando educarla en sentimientos caballerescos,
creando nueva Orden militar (llamada de la Banda) para premiar servicios guerreros, y sujetándola,
en fin, de modo seguro.
Toda esta política quedó destruida por la falta de discreción y la sobrada energía de Pedro I.
Los nobles vuelven a sus turbulencias, ora individualmente, ora confederados, hasta convertir el
reinado todo en continua guerra civil. Las consecuencias se tocaron en los reinados sucesivos, sin
otro intervalo que los momentos de energía de Enrique III y la resistencia empeñada de Juan II, o
más bien de Don Álvaro de Luna, representante genuino de la política monárquica antiseñorial;
pero que acabó por ser vencido y con él la monarquía; no obstante que los nobles apoyaban su
rebelión en una ley de Alfonso X según la cual el pueblo debe guardar al rey, no dejándole hacer a
sabiendas casas por que pierda el alma o que sean en deshonra de su cuerpo o de su linaje o en gran
daño de su reino, pudiendo para alcanzar este fin hasta embargar a quienes le aconsejasen mal: en
cuyo caso consideraban al Condestable.
El reinado de Enrique IV ofrece el último y más deplorable cuadro de la lucha política entre el
rey y la nobleza (§ 395). Las aspiraciones políticas de ésta formúlanse con toda claridad, sin
ambages, comprendiendo reformas favorables a los señores. El reino aparece dividido por las dos
políticas. Varios prelados y muchos clérigos inferiores predican el derecho de deponer al rey malo,
acentuando el sentido de la Hermandad de 1282. Frente a ellos se levantan otros, defensores del
principio monárquico, que llegan hasta imponer la obediencia pasiva a los mandatos del rey. Nótase
perfectamente que la contienda, aunque tiene por base aparente la privanza de Don Beltrán y la
ilegitimidad de Doña Juana, es en el fondo pura lucha de dos principios políticos. En la Concordia
de Medina del Campo (1465) formulan e imponen los nobles y prelados condiciones muy parecidas
a las de la Hermandad de 1282 y que manifiestamente se dirigen a reducir el poder real y a sostener
el régimen de los privilegios. Así exigen el desarme de la guardia particular del monarca, fijando
para en adelante el número de hombres que la habían de componer; la destitución de todos los
jueces de villas y ciudades realengas y de los alcaldes y guardas de montes y bosques reales, para
nombrar otros a gusto de los nobles; la supresión de los nuevos oficios creados en palacio por
Enrique IV; el juicio de residencia de todos los contadores y recaudadores de tributos desde 1454 y
la sujeción del rey a una especie de Consejo de Estado formado por nobles y clérigos, el cual había
de intervenir en los asuntos que antes privativamente despachaba el monarca: indultos y gracias
pontificias, provisión de beneficios y cargos eclesiásticos, corrección a los jueces de este orden y
hasta ei ejercicio de la justicia ordinaria. Juntamente pedían, como requisitos de inmunidad
personal, que todo proceso referente a nobles o al clero había de pasar por un tribunal compuesto
del conde de Haro, el de Plasencia, los marqueses de Villena y Santillana, el arzobispo de Toledo
(todos éstos de los sublevados), dos obispos «que sean sin sospecha, y tres procuradores de Burgos,
Toledo y Sevilla. Sólo estando conforme este tribunal en que se haga el proceso, se hará; y si el rey
contraviniese a ello, se le podrá declarar la guerra sin incurrir en pena.
Enrique IV aceptó, como sabemos, estas condiciones, aunque se retractó a poco; y mientras,
según testimonio de un contemporáneo (Hernando del Pulgar), los nobles ensangrentaban las
314

principales ciudades con sus bandos y la región murciana vivía casi independiente de la corona,
pues en «cinco años no había mandado ni recibido carta, mensajero, procurador ni cuestor alguno».

437. Gérmenes de decadencia en la nobleza.


Parecía, pues, quedar enteramente derrotada la política real y triunfante el espíritu
independiente, defensor del régimen de privilegios de la nobleza. Por fortuna, esto, más bien que un
triunfo definitivo, era como una crisis en que la causa, internamente muerta, de los señores, lanzaba
un deslumbrante resplandor, movimiento puramente galvánico antes de confesarse completamente
vencida y batirse en retirada.
Un síntoma de esta muerte próxima era el cambio que en la misma nobleza se iba efectuando,
de elemento local o regional, pegado al terruño y apartado de la corte, en nobleza cortesana que se
agrupa en torno del rey y procura aprovecharse del favor de éste, haciendo política a su sombra. Así
se ve, aun en los mismos períodos de mayor oposición; y prototipo de esta nueva tendencia (que en
el fondo suponía el tácito reconocimiento del poder efectivo que tenía el rey) lo era el propio Ayala,
cuya figura hemos esbozado antes (§ 428), así como su expresión material se halla en las luchas por
la privanza que ocurrieron en diferentes reinados. Del mismo modo, los nobles de las provincias
vascongadas, divididos en banderías (Oñaciños y Gamboínos), acaban por aliarse para contrarrestar
la oposición de los Concejos y lograr un verdadero turno pacífico del poder en aquellas regiones, ni
más ni menos que los partidos políticos de hoy día. Además, en la propia nobleza surgieron
divisiones, no ya hijas puramente de la ambición personal, sino de verdaderos ideales, o, por lo
menos, inclinaciones del orden político. Los Guzmanes de Sevilla son conservadores, los Ponces,
radicales, y lo mismo sucede en otras ciudades de importancia. El germen de disolución política
brotaba con gran vigor. La misma frecuencia con que los nobles pedían privilegio al rey para fundar
mayorazgos «porque su casa quede siempre hecha e su nombre non se olvide nin se pierda», como
dice una concesión de Sancho IV, es un hecho significativo de que los señores comenzaban a fiar el
sostén de sus casas, más que a los muros del castillo y a la obediencia de la antes numerosa
población servil, a la acumulación permanente de riquezas que les procurase puesto principal en la
nueva sociedad urbana, comercial, que a pasos agigantados sustituía a la señorial de los siglos
anteriores. Cuando la clase media no existía y el poder personal y económico se fundaban sobre el
dominio territorial y la sumisión de numerosos siervos y patrocinados, compréndese bien que la
nobleza no se preocupara del porvenir, y constituyera, indisputablemente, la primer fuerza nacional;
pero desde que otro género de poder y riqueza se hubo formado en las ciudades con el comercio, la
industria y los privilegios concejiles, y a la vez se hubieron roto los lazos de sumisión de las clases
serviles, la nobleza tuvo que pensar en sustituir esta fuente de producción en otra que pudiera
contrarrestar las fortunas que la clase media creaba con su trabajo. De aquí el afán de obtener
mercedes del rey y vincularlas. Pero como el tipo de fuerza económica lo daban ahora aquellos
elementos que creara la clase media y para cuyo manejo no se hallaban preparados los nobles, era
fácil presumir que la lucha ofrecería desventajas para éstos y que desde luego gran parte de su
antiguo poder caería bien pronto en tierra.

438. Alcance del poder real.


Tres notas fundamentales señálanse en este período por lo que toca a la organización y
atribuciones del poder real: la acentuación de la tendencia centralizadora y absolutista, el
establecimiento de un orden regular de suceder en el trono, y el desarrollo de los centros consultivos
que forman la base de la administración unitaria y burocrática a la moderna.
El representante de la tendencia absolutista es Don Alfonso el Sabio: no porque él la iniciara o
inventase, puesto que los principios que la constituyen, aparte de ser connaturales a la forma
monárquica —y por tanto, de seguro desarrollo andando el tiempo—, venían ya proclamados de
atrás por toda una clase, la de los hombres cultos que no hacían con esto sino reflejar un carácter de
la civilización romana, renaciente por entonces en lo jurídico (§ 455); sino porque él fue quien con
315

más llaneza hubo de declarar esos principios, consignándolos, como en programa político, en obras
jurídicas, y quien sufrió el primer choque formal de la contienda entre los monarcas y los demás
factores políticos antiguos que, naturalmente, había de recrudecerse.
Don Alfonso estableció sin reserva alguna la consustancialidad de la monarquía y el poder
legislativo, el judicial, la jefatura militar y la acuñación de moneda, declarando que ninguno de
estos fundamentales derechos era prescriptible por nadie, y que si alguna vez el rey otorgase el uso
de ellos o de parte de ellos a otra persona, se entendiera que esta concesión dependía
completamente de la voluntad real y expiraba con la muerte de éste; y todavía recalca más la
limitación del poder de los nobles, declarando que no tendrán en sus tierras otras atribuciones de
señorío y justicia que las que les fueran concedidas por el rey o usaran por antigua costumbre, sin
que nunca puedan «legitimar ni hacer ley, ni fuero nuevo sin consentimiento del pueblo». El
concepto superior de la monarquía que revelan estos preceptos, se reflejaba igualmente en la
persona del monarca: basta leer la ley 18, tít. 13, Part. II 28, donde se especifica la manera como debe
tratarse al rey y honrar su persona, para ver que el respeto a ella empezaba a tomar ya la forma
ceremoniosa de la etiqueta palaciega.
No debe, sin embargo, interpretarse esta tendencia en el sentido que modernamente se da —
no sin error histórico— a la palabra absolutismo. El absolutismo de Alfonso X no significaba más
que la centralización y reivindicación para la corona de los caracteres esenciales de la soberanía
política; pero no de modo alguno, a lo menos doctrinalmente, la imposición de la voluntad
(arbitraria) del rey. Este, por el contrario, se confesaba ligado en su conducta por el derecho y la
justicia y por los intereses y conveniencias del pueblo, a quien el propio rey concedía (§ 435) cierto
derecho de inspección sobre su conducta política, no sin peligro de que esta inspección se tradujese
en más graves-facultades; pues aunque en ello, como en otros pasajes de las Partidas, puede verse
más una manifestación doctrinal, científica, que un precepto legal, los nobles no lo entendieron así y
abusaron de la ley (§ 372 y 436) hasta dar lugar, en las Cortes de Olmedo de 1455, a una aclaración
pedida por los procuradores de las ciudades y villas para que se reformase la torcida inteligencia del
mencionado pasaje legal de que se seguían «bullicios, levantamientos y escándalos».
Por todo esto, aunque las Cortes no fueran propiamente una traba constitucional para el rey —
excepto en lo relativo a la Hacienda—, porque no estaba obligado a aceptar sus peticiones», ni los
acuerdos de ellas le eran en rigor forzosos (§ 286); y aunque los Consejos palatinos no tuvieran
tampoco más representación y efecto que el puramente consultivo, la monarquía del siglo XIII,
centralizadora, unitaria y absoluta enfrente de la dispersión de la soberanía que representaba el
régimen señorial y el concejil, no era, ni aun teóricamente, tirana, que es lo que hoy suele
entenderse por absoluta: aunque algunos reyes fuesen duros y cruelísimos en su proceder, más con
la nobleza que con el pueblo. En el hecho, lejos de alcanzar el triunfo las ideas de Alfonso X, fueron
derrotadas en lucha abierta; y aunque internamente iban ganando terreno y preparando la ocasión de
que una mano enérgica las impusiera en su punto y hora, en la política externa más bien parecía ir
perdiendo la causa monárquica. Aun las mismas declaraciones teóricas sufrieron considerable
merma, no ya sólo en la pasajera aprobación de Sancho IV a la Hermandad de 1251 y de Enrique IV
a la concordia de 1465, sino en terminantes preceptos de Alfonso XI que echaron abajo la
inalienabilidad y la temporalidad de los atributos reales, declarando que la justicia civil era
prescriptible por 40 años y la criminal por cien, haciendo sólo imprescriptibles los pechos y la alta
justicia (o sea la de apelación donde los señores la administrasen mal) y concediendo la perpetuidad
de las donaciones con la sola reserva de la alta justicia, la moneda y la guerra; confirmando,
además, todas las jurisdicciones señoriales cuyo disfrute inmemorial se probase por documentos o
por información testifical.
Al tratar de las Cortes veremos otras manifestaciones de este vaivén de la política real, que
hallaba serios obstáculos en la implantación de sus ideales absolutistas.

28 Todo este título está dedicado al mismo asunto.


316

439. Concepto ideal del monarca.


Para completar ahora el cuadro de las pretensiones monárquicas, veamos cuál era el concepto
doctrinal que del rey y sus relaciones con el pueblo tenían los jurisconsultos de la época de Alfonso
X, tal como se refleja en las Partidas, prescindiendo de lo que va ya indicado en el comienzo del
párrafo anterior.
Establecen, desde luego, la teoría del origen divino del poder real, conforme a la doctrina de
San Pablo y según las ideas dominantes entonces, reflejadas en declaraciones de las Cortes de
Olmedo (1445) y Ocaña (1469). Siguiendo la tradición española desde la época visigoda (§ 139),
afirman la condición fundamental de tutores de los pueblos y administradores de justicia que los
reyes tienen, recordando una etimología de la voz rey, que la hace sinónima de regla, «porque así
como por ella se conocen todas las torturas (errores) y se enderezan, así por el rey son conocidos los
yerros y enmendados». Por esto mismo, y continuando también la tradición visigótica (contraria al
sentido dominante en el siglo XIII entre los romanistas extranjeros), niegan al rey el poder de
confiscar arbitrariamente los bienes de los súbditos, y distinguen con claridad entre el rey legítimo y
el tirano, llamando así a los que se apoderan injustamente de la corona y a los que usan mal de su
poder; y para que esto no ocurra, fijan con gran minuciosidad las cualidades morales que ha de tener
el rey y tratan largamente de su educación y crianza.
Por lo que toca a su independencia de otros soberanos, las Partidas —apartándose también en
ello de los romanistas, y siguiendo una idea que ya hemos advertido en sucesos anteriores de la
historia de España (§ 236)— establecen de una manera terminante que el rey no depende del
emperador; pero sí lo sujetan al Papa de un modo directo en los reinos feudatarios de la Santa Sede,
e indirectamente merced al poder que reconocen en el Supremo Pontífice para absolver a los
súbditos del juramento de fidelidad en ciertos casos.
En sus relaciones con el pueblo (entendiendo con esta palabra, no las llamadas «clases bajas»,
sino «el ayuntamiento de todos los hombres comunalmente, de los mayores y de los menores y de
los medianos»), viene obligado el rey a honrarlo en varias maneras, entre las cuales nótanse desde
luego las que corresponden a los fines fundamentales de la justicia y del Estado: «poner a cada uno
en su lugar, según le corresponde por su linaje, o por su bondad, o por su servicio»; «no hacerle
cosa injusta (desaguisada), lo que no querría que otros le hiciesen»; evitar que unos a otros se hagan
los súbditos «fuerza o tuerto»». no consintiendo que los mayores «sean soberbios, ni tomen, ni
roben, ni fuercen, ni hagan daño en lo suyo a los menores». El pueblo, por su parte, tiene grandes
deberes que llenar respecto del rey y su familia: deberes de respeto, de obediencia», de lealtad y aun
de tutela para evitar que se descarríe y falte a sus obligaciones, aconsejándole y oponiéndose al mal.
En la reverencia debida al rey, no es extremada la doctrina de las Partidas: pide tan sólo que no se
digan de él, a sabiendas, palabras que le deshonren, porque esto sería caer en delito de traición; que
nadie se atreva a ser igual que el rey, ni le vuelva la espalda, o permanezca sentado ante él, o se le
acerque sin ser llamado, o monte en la cabalgadura real, o se acueste en el lecho del monarca, etc.
El respeto debe extenderse a los retratos del rey (acogiéndose a los cuales se logra el privilegio del
«asilo»), a su sello, cartas, etc.; pero tienen buen cuidado de advertir los autores de las Partidas que
el pueblo debe temer al rey con aquel temor natural que viene del amor y la sumisión, mas no con el
miedo que procede «del espanto o de la premia», como el que tienen los siervos (esclavos) a los
señores, «temiendo que, por la servidumbre en que ellos son, toda cosa que los señores hagan contra
ellos la pueden hacer con derecho». Estas doctrinas están fundadas en escritos de autores clásicos
(Aristóteles, v. gr.) y eclesiásticos. Otros documentos de carácter legal de esta época (§ 454)
concuerdan en lo fundamental con las Partidas tocante al modo de considerar los derechos y deberes
mutuos del rey y los pueblos.

440. Orden de suceder.—El Principado de Asturias.


El establecimiento de un orden de suceder fijo, no era más que una consecuencia de los
principios absolutistas de la monarquía. Fijando la costumbre con la precisión de una fórmula legal,
317

Alfonso X declaró solemnemente el carácter hereditario y patrimonial de la corona, y le dio la ley


de sucesión que conocemos (§ 426) para evitar conflictos; y aunque el mismo rey dio lugar al
primer conflicto relativo a este orden (§ 373), para en adelante quedó establecida la ley de sucesión
mencionada.
Los herederos de la corona tomaron desde tiempo de Juan I (1388) el título de Príncipes de
Asturias, creándose para ellos un mayorazgo en las tierras de Asturias incorporadas por aquel rey a
la corona, título que se confirmó por decreto de Enrique III (1394) y albalá de Juan II (1444),
documento este último el más antiguo que hoy se conserva en punto a la fundación del Principado.
La mayor edad se alcanzaba, generalmente, a los 14 años; y para gobernar entretanto el país y
proveer a la guarda del rey, se regularizó la institución de los regentes o guardadores, fijando en las
Partidas (ley 3ª, título XV, P. II) la costumbre tradicional. Conforme a esta ley, si el monarca
difunto no había nombrado por sí personas determinadas para ejercer la guarda, deberían ser
nombradas por Cortes o asamblea de todas las clases sociales, a menos que sobreviviese la reina
madre y quisiera encargarse de la regencia, con la condición de permanecer viuda, pues en este caso
era preferida. La guarda se establecía también para los casos de locura del rey por todo el tiempo
que durase.

441. Organismo palaciego.


A medida que iba creciendo en los reyes la conciencia de su poder, iban dándole exterioridad
en la organización de su casa, en el aparato de su vida y en la complejidad de los elementos
gubernativos que les rodeaban. Las Partidas revelan ya la existencia de todo un mundo de
funcionarios palatinos: capellán mayor, canciller, notarios, médicos de cámara, camarero, repostero,
caballerizo, despensero, copero, aposentador, portero, mayordomo, alférez, alguacil, etc. En
documentos posteriores se habla de monteros de caza, gallineros del rey y otros oficios.
Tenía el rey una guardia particular que se llamó primero de mesnaderos, y luego de
ballesteros de maza y de monteros de Espinosa. A Palacio seguían acudiendo los hijos de los
grandes señores para recibir educación política y criarse al amparo y con el favor del rey. A estos
jóvenes se llamaba donceles, y para su cuidado e instrucción había un funcionario llamado alcaide
de los donceles. La consecuencia natural era que éstos formasen como una guardia escogida y muy
afecta a la persona del rey.
No gozaban, sin embargo, los reyes de absoluto poder para organizar con todo el lujo que se
les antojara su corte. Por el contrario, las Cortes del reino fijaron más de una vez, en cantidad cierta,
los gastos de la casa real. Así, en las de Valladolid de 1258 señaláronse para la comida del rey y de
su mujer no más que 150 maravedises diarios, y se advirtió al monarca mandase a los que se
sentaren a la mesa real que comiesen con mayor mesura, sin hacer tan grandes gastos como hasta
entonces. En 1307, otras Cortes limitaron la contribución del yantar, en los pueblos donde se
aposentase el rey, a 1.000 maravedises por cada diez años.
Pero la corona no vivía sólo de los tributos otorgados por las Cortes. Poseía, según hemos
visto, tierras, ganados, minas y otros bienes: es decir, un patrimonio particular, que arrendaba o
utilizaba según sus necesidades. Aun en esto metieron baza las Cortes, pidiendo en 1311, v. gr.,
relación de a cuánto ascendían las rentas del rey, que desde Alfonso X habíanse aumentado con el
estanco de la sal y otros.

442. El Consejo real.


La novedad más importante que se produce en esta época es la diferenciación en las funciones
de aquel antiguo y precario Consejo real (§ 285) que se constituía en Cort o Curia para los asuntos
de justicia (§ 294), sin que se dibuje claramente la distinción entre este oficio y el propiamente
administrativo en el cuerpo consultivo de que se rodea el rey. En efecto, todavía en el siglo XIII, en
que se determinan con precisión las atribuciones de la Curia regia, entiende ésta juntamente de
asuntos políticos, judiciales y económicos, según se desprende de algunos documentos en que se
318

consignan resoluciones tomadas por el rey previa consulta de la Curia. La diferenciación se produjo
lentamente y con ella vinieron cambios importantes en la composición del Consejo, acentuando la
intervención del elemento popular. A una y otra cosa contribuyeron diferentes disposiciones de
Alfonso XI, Enrique II, Juan I y otros reyes. Enrique II mandó en 1406 que del número de
individuos del Consejo fuesen doce «hombres buenos, (dos de León, dos de Galicia, dos de Toledo,
dos de las Extremaduras y dos de Andalucía), confirmando una costumbre legal que existía ya, por
lo menos desde 129], en tiempo de Sancho IV, a cuyo lado figuran ciertos diputados o consejeros
perpetuos de la provincia de Extremadura. Fernando IV tuvo, según se desprende de las Cortes de
Cuéllar (1297), doce «hombres buenos» nombrados por los Concejos para aconsejarle y ayudarle en
la gobernación del país. En la minoría de Alfonso XI vuelven a aparecer los hombres buenos, en
unión de cuatro prelados y varios caballeros, para aconsejar a los tutores. Alfonso XI, años después
(1331), sancionó esta composición mixta de su Consejo, que refleja la importancia política de la
clase plebeya. Bajo Juan I, en 1385, parece adquirir el Consejo real un cuerpo administrativo fijo,
puesto que, en virtud del Ordenamiento de aquella fecha, se organiza con doce vocales, de los que
cuatro eran del brazo popular, convertidos desde 1387 en letrados: condición que se afirma en el
reinado de Enrique III, llamándose a estos jueces «oidores». En 1390 se les nombró presidente
gobernador. Juan II dividió el Consejo en dos salas (de Gobierno y de Justicia), que todavía
muestran la antigua confusión de atribuciones, y aumentó mucho el número de consejeros, que
había crecido en el reinado de Enrique el Doliente (§ 390-91), En 1459, Enrique IV hizo nueva
reforma del Consejo, que a poco variaron sus sucesores los Reyes Católicos, con quienes realmente
adquiere estabilidad.
Mientras se iba determinando así, en un órgano especial, la función administrativa del
Consejo, diferenciábase también la judicial, como diremos (§ 444), en nuevos centros y
funcionarios.

443. Funcionarios de la Administración central.


La jerarquía administrativa que en la época anterior aparece confusa e insegura, se va
determinando a partir de Alfonso X, a lo menos en las leyes y ordenanzas reales y de Cortes.
Persiste en ella por mucho tiempo (como hemos visto sucede con el cuerpo consultivo del rey) la
mezcla del orden propiamente administrativo y el judicial, que procuraremos separar en lo posible
en este párrafo y el siguiente.
El funcionario u oficial superior de los que van con el rey es el canciller, especie de secretario
general y notario mayor, encargado de refrendar los reales despachos y cartas, y a quien se exige,
entre otras condiciones, saber latín y romance. Es cargo de confianza del rey, y le ayudan en sus
funciones notarios que llevan el registro de las disposiciones regias (encargado más tarde a un
registrador real), y escribanos del rey (escribientes). Forman todos ellos, como más tarde se dijo en
Castilla, el despacho o secretaría del rey. En las grandes circunscripciones, administrativas hubo
también notarios mayores, análogos a los de la Corte. Siguen al canciller el alférez del rey, cuyas
atribuciones militares y judiciales expondremos en lugar oportuno, y el adelantado mayor o del rey,
o sobrejuez, cargo igualmente mixto: juez de apelaciones que oye y sentencia en lugar del monarca
cuando éste no puede hacerlo, y que fiscaliza los actos de los merinos y oficiales inferiores, con
poder para castigarlos y removerlos. Igual función fiscal tienen los pesqueridores o pesquesidores,
qué también son jueces, como veremos, y que pueden ser nombrados por el rey o por los merinos.
Más adelante, llamáronse estos pesqueridores, veedores. A semejanza del adelantado mayor,
continuó habiendo en las grandes circunscripciones administrativas otros adelantados, especie de
gobernadores, jefes de todos los merinos, encargados de velar por el orden público y de informar al
rey acerca del estado de cada comarca y de resolver asuntos de justicia en apelación. Iban estos
adelantados asistidos de un consejo de «sabedores de fuero y de derecho, o de alcaldes. Cuando el
territorio del adelantamiento era fronterizo, llamábase el funcionario adelantado de frontera y
llevaba consigo dos alcaldes. Para comunicar verbalmente sus órdenes, usaba el rey de mandaderos
319

o delegados, cargos de importancia y honor, diferentes de los «mandaderos por cartas, o correos.
Los merinos mayores, conocidos ya en la época anterior, sustituyen a los adelantados con iguales
funciones y aparecen en algunas leyes como jefes militares de fortalezas o castillos. Los merinos
menores son subalternos encargados de algunos asuntos de justicia. Los porteros siguen siendo
ejecutores de las órdenes del rey y alguaciles citadores (§ 294); pero se les encarga también de la
entrega en posesión de los castillos reales. Sustituyó a este nombre de porteros el de ballesteros de
nómina, indicado en documentos del siglo XIV. Finalmente, en tiempo de Juan I se creó el
condestable de Castilla, oficial superior del ejército, en cuyo poder quedaban las llaves de la ciudad
donde estuviese el monarca y en cuyo nombre, juntamente con el del rey, se daban los bandos.
La división en circunscripciones administrativas no se puede determinar con exactitud, quizá
porque era insegura y variable. De los documentos del siglo XIV parece deducirse que gozaban de
cierta sustantividad en este orden Castilla, León, Galicia, Asturias, Guipúzcoa, Álava, las
Extremaduras, Toledo y Andalucía. Pero debe advertirse que, a pesar de las reformas de Fernando
III (§ 285), todavía en documentos de mediados del siglo XIII (1260) aparecen —como
supervivencias del régimen antiguo— tenencias o condados regidos en nombre del rey por nobles
que se llaman prestameros, tenentes, dominantes, y que tienen a sus órdenes subalternos
mayordomos, notarios y sayones. Quizá estas supervivencias fueron especiales de ciertos territorios,
v. gr., Galicia, donde se ve a un conde rigiendo a la vez tres tenencias. Las ciudades distinguidas,
por la existencia en ellas de funcionarios superiores, eran Toledo, Sevilla, Córdoba, Jaén, Murcia,
Algeciras y seguramente otras más que no suenan en las leyes. De Toledo, Sevilla y Córdoba dice
una ley que son «ciudades grandes».

444. La administración de justicia.


Natural parece, puesto que la justicia era uno de los atributos esenciales y más señalados de la
corona (y también uno de los que más poder daban al rey para sujetar a los elementos anárquicos
del país), que a medida que los monarcas iban afirmando y extendiendo de hecho su soberanía,
fortaleciesen y afirmasen también la organización de este poderoso medio de gobierno. A tan
grande necesidad respondieron sin duda la diferenciación ya señalada en la Cort (§ 442) y el
establecimiento de nuevos funcionarios en las regiones.
Las primeras medidas tocante a la creación del Tribunal real proceden de Alfonso X, quien,
por Ordenamiento de 1274, formó la cort con nueve jueces (alcaldes) de Castilla, seis de
Extremadura y ocho de León, que turnaban en sus funciones por terceras partes los primeros y por
mitad los segundos. Además, nombró jueces especiales para las alzadas y designó tres días en
semana para librar o juzgar por sí mismo los pleitos. Los grados o instancias eran cuatro: de los
alcaldes de villa o concejo se apelaba a los adelantados o merinos; de éstos a los alcaldes del rey; de
éstos a los adelantados mayores de Castilla, y, finalmente, al monarca mismo. Don Alfonso volvió a
recordar en este Ordenamiento de 1274 los casos de justicia que eran privativos de su tribunal
(casos de cort o corte), y que ya indicamos (§ 294). Fuera de ellos, no cabía acudir al rey sino en
alzada de otros jueces, exceptuándose tan sólo de la alzada ciertos pleitos en que el aplazamiento
podría traer daños, o los de escasa cuantía (diez maravedises), y aún en éstos permitíase apelación
de presente, hallándose el rey en la ciudad o villa donde se sentenció. En todo caso, los particulares
podían querellarse de los agravios que les hiciere el juez. También el rey, en virtud de la facultad de
advocación de las causas (§ 294), podía entender directamente en ciertos delitos aunque no mediase
acusación o querella, nombrando delegados especiales (pesqueridores) para instruir el proceso y
averiguar los hechos constitutivos del delito. Igualmente procedía la pesquisa en casos de querella,
si no se podía indicar el delincuente, o se trataba de gentes de mala fama, y aun cuando tuviese
aquélla por objeto hechos conocidos y bien determinados de personas también conocidas; y, por
último, en delitos políticos (contra el señorío o la persona del rey) y en causas contra judíos y
moros. El uso de la pesquisa tiene una significación especial en el procedimiento de esta época,
cuya explicación haremos más adelante (§ 446).
320

Las alzadas o apelaciones podía verlas el rey mismo o persona designada por él, aparte de la
Cort, y, en primer término, el adelantado del rey o sobrejuez (§ 443). Entre los asuntos de que puede
conocer este funcionario —así como todos los adelantados, aunque no estén en la corte con el
monarca—, mencionan las leyes de la época algunos que es curioso recordar: pleitos de Concejos
sobre términos municipales; de un Concejo y una Orden u hombre poderoso; de los agraviados por
las sentencias de los alcaldes de la Cort; de viudas, huérfanos, religiosos o «caballeros sin señor»
(es decir, que no son vasallos de rico-hombre), si contienden con gente poderosa, debiendo en
algunos casos ser el propio adelantado abogado de ellos. Sigue en importancia a los adelantados, el
alférez, como abogado natural y amparador de viudas, huérfanos y fijosdalgo que no tuvieran
persona que los defendiera, como ejecutor de sentencias en altos personajes y como defensor de los
intereses reales (heredamientos, villas, castillos) cuya pérdida o usurpación hubiese de traer desafío
(riepto). Los merinos mayores, que sustituían a los adelantados, tenían igual jurisdicción que éstos
en las comarcas o localidades (villas) en que los estableciera el rey; y los menores, nombrados por
aquéllos o por los adelantados, se limitaban en su delegación al conocimiento de algunos delitos
graves. Por bajo de los merinos estaban los alcaldes del rey (diferentes de los de la corte), que
debían juzgar, asistidos por hombres buenos del vecindario, todos los días laborables. En algunas
leyes conservan los alcaldes el nombre antiguo de jueces, que también se emplea en el siglo XIII
para designar en conjunto a todo funcionario de la administración de justicia. Con ellos terminaba la
jerarquía del poder judicial dependiente del rey, siendo auxiliados todos estos oficiales de justicia
por subalternos ejecutores, llamados porteros y alguaciles. El rey tenía su alguacil mayor. Para la
defensa y representación de los pleiteantes y procesados había ya entonces abogados (boceros) y
procuradores (personeros).
No se ha de creer por esto que llegara a uniformarse completamente la administración de
justicia. Oponíanse a ello, no sólo la diversidad de jurisdicciones, sino la misma variedad que en el
derecho sustantivo había de región a región. Los documentos de la época dan testimonio de esta
variedad legislativa —que obligaba a juzgar los pleitos de cada parte por jueces distintos (de donde
la composición de la Cort real)— y de excepciones curiosas como la confirmada en 1286 por
Sancho IV a favor de la iglesia de León, uno de cuyos canónigos tenía, por antigua costumbre (§
203), bajo su guarda, un ejemplar del Fuero Juzgo, hallándose facultado en unión con los alcaldes y
«hombres buenos, de la villa para enmendar todas las sentencias, incluso las dadas en la corte del
rey, que infringiesen alguna ley de aquel Código. Este tribunal duró algún tiempo, a pesar de las
reformas introducidas en la administración de justicia: documentos de fines del siglo XIII (1295) lo
declaran subsistente; su tramitación era oral y sencilla. Además, las jurisdicciones diferentes de la
real eran numerosas. Los municipios de fuero seguían teniendo sus jueces o alcaldes propios, de
nombramiento popular o concejil; los señores, favorecidos con privilegio de esta clase, podían
nombrar jueces y merinos, como también pesquesidores; los gremios de menestrales gozaban de la
facultad de tener jueces privativos; los nobles tenían también alcaldes de hijosdalgo, o resolvían
privativamente sus contiendas, ante la corte del rey, en forma normal o por duelo (§ 446), y también
podían en algunos casos tomarse por sí propios la justicia; los ganaderos (que habían constituido
una corporación llamada Mesta, bajo la protección de los reyes) gozaban de jurisdicción particular,
con alcaldes propios; en fin, las Universidades y el clero disfrutaban de exenciones jurisdiccionales:
todo lo cual demuestra cuan fraccionada estaba aún la función judicial. Por otra parte, los pueblos
no solían acudir de buena voluntad a las apelaciones del rey, por no salir de su término privilegiado.
Y sin embargo, la corriente centralizadora era ya fuerte e iba preparando con gran rapidez la
organización unitaria. La educación romanista de los letrados que los reyes escogían para alcaldes,
y su sentido acentuadamente monárquico y absoluto, empujaron sobremanera a este cambio,
ayudados por los adelantados y merinos mayores cuyas facultades gubernativas y de justicia fueron
creciendo, incluso contra el antiguo derecho de asilo eclesiástico y nobiliario: v. gr., persiguiendo a
los malhechores aun cuando se hubiesen acogido a fortalezas y castillos de personas influyentes. A
la vez extendióse mucho la tregua de Dios (§ 229), de que hablan frecuentemente las leyes de los
321

siglos XIII y XIV, en especial con referencia a las enemistades de los nobles.

445. Reformas posteriores a Don Alfonso X.


Los sucesores de Alfonso el Sabio extremaron todo lo posible la corriente centralizadora,
distinguiéndose en esto Alfonso XI. Atacando, a la vez que el cantonalismo señorial, el de los
Concejos, usaron en gran medida de la facultad de colocar jueces reales en los municipios, ya
reservándose por completo la facultad de nombrar alcaldes (excluyendo el nombramiento popular),
ya colocándolos junto a los foreros, o sustituyendo a éstos cuando daban pretexto con abusos o
injusticias. En el siglo XIV puede decirse que todas las ciudades importantes (Burgos, Sevilla,
Córdoba, Jaén, Murcia, Alicante, etc.) tenían alcaldes del rey, llamados mayores o corregidores,
instituidos estos últimos por Alfonso XI, y de gran influjo, no sólo en la administración de justicia,
sino en el orden político, como hemos de ver. Enrique II, que se preocupó mucho por estas
cuestiones, puso mano en ellas (aprovechando peticiones de los pueblos) repetidas veces,
especialmente en el Ordenamiento de Toro de 1569, en los de 1371 y 1375, y en las Cortes de
Burgos de 1577. El resultado de todas estas medidas, así como de otras de Juan I y Juan II, fue
reorganizar la jerarquía judicial y aumentar la competencia de la jurisdicción del rey. En las muchas
órdenes, pragmáticas, etc., que se dieron en los siglos XIV y XV, refléjanse muy bien estas
consecuencias. Para la mejor realización de los fines que tenía la Corte real, se estableció que
hubiera de girar con frecuencia visitas de inspección a las diferentes localidades, residiendo cada
trimestre en punto distinto del reino, y al cabo se dividió el tribunal (que cambia su antiguo nombre
por el de chancillería, por ser el chanciller o canciller del rey quien sellaba las providencias, y
también por el de audiencia) en dos secciones, una que quedó en Segovia, y otra que pasó, aunque
por poco tiempo, a Andalucía. Enrique II reorganizó la chancillería, fijando en siete el número de
jueces u oidores (de ellos, cuatro letrados con sueldo) y en ocho el de alcaldes ordinarios de corte
(dos de Castilla, dos de León, dos de Extremadura, uno de Toledo y otro de Andalucía), con dos
más llamados del rastro y uno de alzadas; afirmando en todo caso la procedencia de la apelación al
rey de las sentencias de los señores y de sus alcaldes. Juan I y Juan II hicieron nuevas reformas,
entre las cuales merece notarse la de creación de un procurador fiscal y la de que fuesen los oidores,
y no el rey, quienes firmasen las sentencias (Juan I); y todavía Enrique IV introdujo nuevas
modificaciones que rigieron poco tiempo. A la vez, la jurisdicción real se extendía a nuevos casos,
como las violencias y fuerzas entre prelados y clérigos por cuestiones de iglesias y beneficios,
ordenándose firmemente que los obispos y abades no pudiesen tener jurisdicción que dañase a la del
monarca (Alfonso XI). Pero ni aun con todo esto se evitaron las usurpaciones jurisdiccionales, ni las
trabas que se oponían al buen desempeño de esta función del Estado. Documentos de fines del siglo
XIV lo muestran así. En las Cortes de 1390, los procuradores de las villas quejáronse al rey (Juan
II) de que los señores, particularmente los de localidades antes realengas recibidas por merced del
monarca, se oponían completamente a las apelaciones de sus sentencias, no contentándose con la
justicia de mero mixto imperio, ordinaria o de primera instancia, sino usurpando la «mayoría de
justicia, privatísima del rey, negándose igualmente a que las cartas u órdenes de éste se cumplieran
en el territorio señorial. Citaban los procuradores, como ejemplo, el caso del conde de Denia, a
quien Enrique III dio el castillo de Garci-Muñoz, las villas de Alarcón, Escalona, Cifuentes.
Chinchilla, el señorío de Villena y otros lugares. El monarca contestó a la queja ordenando
nuevamente que «todos los pleitos de los señoríos se librasen ante los alcaldes ordinarios de la villa
o lugar que era donadío (donación) de señor o caballero, hasta que diesen sentencia. Y si la parte se
sintiese agraviada, apelase al señor de la tal villa o lugar. Y si el señor no le hiciese derecho o le
agraviase, entonces puede apelar al rey». Sin embargo, los abusos continuaron por largo tiempo,
agravados por la posibilidad, que reconoció Alfonso XI (§ 438), de obtener mediante prescripción la
justicia. Como hecho característico de la inseguridad de los tiempos en este orden, puede citarse la
prevención a que (según documento del siglo XIV) tenían que acudir los merinos para no ser
maltratados, una vez que cesasen en sus funciones, por los nobles a quienes habían prendido en uso
322

de sus deberes de justicia: consistía esta prevención en que el rey ordenase tregua de sesenta años
entre unos y otros.
A la vez que se procuraba arreglar así las apelaciones y la audiencia real, iba completándose o
variándose el orden de los funcionarios judiciales. En los documentos legales, particularmente
desde Alfonso XI, establécense o se citan merinos ejecutores de justicia subordinados a los alcaldes
y jueces de las ciudades y villas; monteros o alcaides de prisiones (entre los que se señalan los
llamados monteros de Bavia y los de Espinosa, que llegaron a formar una especie de escolta real),
escribanos de Audiencia, alcaldes de diferente categoría, jurados y otros muchos.
Todo este organismo no tuvo siempre la solidez que los reyes, naturalmente apetecían, sino
que se bamboleaba al compás de las guerras civiles y trastornos que produjeron en esta época las
minoridades y las luchas por la privanza. Mas como el cuerpo social acude a su propia defensa en
los casos urgentes, los vacíos que por todas las citadas causas dejaba la justicia del rey, los llenaba
el pueblo, organizando (§ 290) para la policía y seguridad públicas Hermandades que lanzaban al
campo sus somatenes o milicias, nuevo elemento de disturbios, a veces, no obstante la buena
intención que presidió al crearlas. De estas Hermandades fueron las más célebres, por su
importancia, privilegios y permanencia, la formada por Talavera, Toledo y Villarreal y la de
Segovia. La primera, de obscuro y remoto origen, constituida primitivamente por los colmeneros o
dueños de colmenas de aquellos territorios, y aprobada por Fernando III Alfonso X, se confirmó en
Toledo en 1300 para perseguir a los golfines o bandoleros, con nombramiento de tres jueces o
alcaldes a cuyas órdenes iban los guardias, mozos de escuadra o cuadrilleros, nombre este último
que deriva, muy probablemente, de la voz quadrillos, con que se designaban ciertas saetas de hierro
cuadrado y con punta. Al confirmar Alfonso XI nuevamente los privilegios de reyes anteriores,
mandó que los hermanados nombrasen de entre ellos dos jefes u hombres buenos. La Hermandad,
consentida al principio sólo temporalmente por Fernando IV, quedó como permanente desde 1312 29.
Reconocida también por el Papa, vino a llamarse Santa Real Hermandad vieja de Toledo, Talavera
y Villarreal, que subsistió, no obstante repetidos intentos de suprimirla por parte de los nobles y
Órdenes militares, hasta el siglo XVIII. El procedimiento seguido por los cuadrilleros era
sumarísimo: aprehendido el delincuente (a quien perseguían hasta los linderos de Portugal y de
Aragón), era llevado al monte, donde, después de una comida en común, era atado a un poste y
asaeteado, recibiendo premio el cuadrillero que acertaba a dar en el corazón. La sentencia se daba
después de haber ejecutado al reo. Este procedimiento, que fue el primitivo, se modificó
posteriormente, suprimiéndose el asaeteamiento.
La Hermandad de Segovia nació en el reinado de Enrique IV, provocada por atropellos de la
guardia mudéjar del rey. Formáronla los municipios de Castilla, región del Ebro hasta Vizcaya y
Galicia; pero habiéndose mezclado en cuestiones políticas, los nobles lograron, con malas artes,
deshacerla. El recrudecimiento del bandolerismo la volvió a crear en 1473, aprobando el mismo
Enrique IV los estatutos de la Hermandad nueva general de los reinos de Castilla y León, cuya
competencia se extendió (como en la vieja) a los casos de blasfemia, monederos falsos, robo en
poblado y despoblado, quemas intencionadas, violaciones, homicidios fuera de poblado y otros.

446. Las penas y los procedimientos.


La penalidad sufrió poca alteración, continuando, a pesar de ciertas restricciones no
cumplidas de Alfonso X y que significaban gran progreso, la aplicación del tormento y de los
castigos atroces que ya vimos en uso tiempo atrás (§ 295): mutilación de la lengua, señalamiento de
la cara con hierro ardiendo, hoguera, etc. Los herejes, respecto de cuyo castigo hemos visto lo que
se practicaba en la época anterior en Aragón y Cataluña (§ 327), tienen ya consignada, a partir de
las leyes de Alfonso X, penalidad especial que generalmente era de muerte, en hoguera si se trataba
de apóstatas, con pérdida de todos los bienes. Un documento del siglo XV (1477) dice que el primer

29 En 1570, Enrique II, por Ordenamiento dado en la Junta de Medina, consintió y reglamentó estas Hermandades de
policía, en general.
323

proceso y ejecución de fuego que se hizo contra herejes en el reino de Castilla, fue en Llerena, por
autoridad del alcalde mayor. De hecho, ya se había aplicado esta pena antes de Alfonso X, en
tiempo de su padre Fernando III, quien hizo cocer en calderas de agua hirviendo, a varios herejes.
El Fuero real y las Partidas declararon ser de jurisdicción privativa de los obispos las causas de
herejía, estableciendo así un tribunal ordinario diferente del extraordinario y especial que
introdujeron los dominicos en Cataluña (§ 327): todo lo cual expondremos más especialmente en
otro párrafo (461). El tormento (según la ley que fija los deberes de los adelantados mayores), usado
como medio de obtener la confesión del procesado, no se imponía más que a los de mala fama o a
los que llevasen consigo señales del crimen y a los acusados de delitos de traición y de lesa
majestad; pero siempre había de aplicarse aquel medio ante testigos. La misma ley ordena que no se
ejecute pena corporal alguna en las grandes festividades eclesiásticas y regias, así como tampoco en
domingo ni en viernes. En el orden civil, estaba prohibido embargar a los labradores, por razón de
deudas, los instrumentos y ganado de labor, excepto si los acreedores fuesen el rey (por los pechos),
el señor del lugar o el dueño de la tierra. Este privilegio a favor de los poderosos es un reflejo de la
desigualdad en las penas según la clase social que continúa. Así, a los nobles (fijosdalgo) les
confirmó Alfonso XI el privilegio de que no les fuesen embargados los palacios, moradas, caballos,
armas y mula. El rey era el juez especial de los caballeros en los delitos contra el orden de la
caballería y en los graves. En los leves podían juzgarlos las autoridades inferiores; pero la ejecución
de la pena correspondía siempre al alférez o al caudillo de quien fuese subordinado el caballero. En
los fueros municipales de villas libres y de señorío, se consignaban también las diferencias de
penalidad por razón de clases o de vecindario. La hidalguía señalábase por el derecho a una caloña
de 500 sueldos. En punid al indulto, que era facultad del rey, se reglamenta fijando süs diferentes
causas, clases y efectos. El asilo eclesiástico también se reglamentó, excluyendo de él muchos
delitos graves como el robo en despoblado, incendio, traición, adulterio, asesinato, etc. Las casas y
celleros (almacenes) del rey eran igualmente lugar de asilo.
Las modificaciones introducidas en los procedimientos fueron más importantes y de gran
trascendencia. Veníase usando generalmente, en el orden criminal, el procesamiento a instancia de
parte, es decir, por denuncia o querella de persona determinada que había de figurar en el juicio,
siendo éste de carácter público y predominantemente oral. Originábanse con ello muchos
inconvenientes, sobre todo, cuando se trataba de delitos, de gentes poderosas, dada la desigualdad
social reinante y lo, imperfecto de la función protectora del Estado. La necesidad de sostener cara a
cara la acusación, de probarla, etc., retraía a no pocos y dificultaba la acción de la justicia. Para
remediar tales. inconvenientes se introdujo la pesquisa o procedimiento inquisitivo (de que hay ya
mención, aunque breve, en fueros municipales de época anterior), que el rey y sus jueces podían
incoar motu proprio o de oficio aunque no precediese acusación ninguna determinada, y sin
requerir, por tanto, la presencia de un querellante, ni aún el señalamiento preciso del delincuente (§
444). Era ésta la regla general en la pesquisa, tanto que, según la ley, probablemente de tiempo de
Alfonso X, si en caso de homicidio interviniesen en la causa los parientes del muerto, cesaba la
pesquisa. Mediante ella, además —y en este motivo se apoyan particularmente algunas leyes
definidoras del procedimiento—, trataban los jueces reales de invalidar los artificios con que las
gentes poderosas y los malvados impenitentes encubrían sus malos hechos (fechos desaguisados),
logrando que «por los testigos que se presentaban contra ellos en juicio, no se pudiera saber la
verdad». A veces, procedía la pesquisa aun mediando querella, lo cual demuestra como el nuevo
procedimiento iba invadiendo toda la administración de justicia. Aplicóse también a delitos y faltas
de carácter especial, como la-violación de los privilegios forales de las behetrías y las cuestiones
sobre límites de términos municipales y uso de pastos, leñas, etc.
A la vez que de este modo se va cambiando el procedimiento, complícanse los trámites y las
formalidades, generalizándose la forma escrita con detrimento de la oral antigua y de la rapidez y
baratura de las causas y pleitos. La preocupación de los legisladores por esta reglamentación, cada
vez más minuciosa, de los procedimientos, nótase claramente en las leyes y escritos jurídicos de la
324

época, hasta el punto que las 252 que forman el grupo llamado Leyes del Estilo (§ 454) son, casi
todas, de puro derecho procesal. Consecuencia natural de esto —y causa también, en parte— es la
importancia cada vez mayor que adquieren los procuradores y abogados, de quienes hablan por vez
primera leyes de tiempo de Alfonso X. Una de ellas establece la manera de hablar o informar los
boceros ante los jueces: habían de hacerlo de pie, a no ser que el alcalde les mandara sentarse, y
cuidando de no denostar ni usar palabras irrespetuosas. No estaba de más esta prevención, pues los
abogados —oficio al que se dedicaron multitud de gentes de todas clases— acudían en tan gran
número y con tales ínfulas a los tribunales, que a menudo turbaban el orden, dando consejos a los
jueces y a las partes sin ser requeridos a ello, interrumpiendo las alegaciones, embrollando los
negocios y alargando los pleitos. Contra esto dictó reglas Alfonso X en unas Ordenanzas de 1258.
El uso de abogado continuó durante algún tiempo como potestativo en las partes, que en 1268
todavía seguían con la costumbre antigua de defenderse por sí.
En cuanto a las pruebas en juicio, prodúcese en esta época la total abolición de las llamadas
pruebas vulgares (§ 206), contra las que se pronuncia decididamente la Iglesia en el Concilio de
León de 1288 y el de Valladolid de 1322. Aunque persisten aquí y allá en algunos fueros, las leyes
generales no las mencionan ya, excepción hecha del duelo o riepto que expondremos
particularmente (§ 447). Aumenta la importancia de la prueba documental (escrita) y de la de
testigos, siendo en esta última muy interesante la modificación de los privilegios concejiles
consignada en una ley general, que ordena no sean rechazados en juicio los testigos de vecindario
distinto al de la villa en que se substancia aquél. No obstante, quedan vigentes no pocas de las
excepciones forales que creaban un derecho especial a favor de los habitantes de cada municipio,
merced al que podían quedar impunes muchos delitos por mutuo encubrimiento de los vecinos,
principalmente contra forasteros.

447. Los rieptos.


Diferentes veces hemos empleado esta palabra al hablar de los privilegios de la nobleza, de la
administración de justicia y de las costumbres, sin especificar la manera como se verificaba el
desafío judicial, ni las leyes jurídicas que lo regulaban. Aunque este género de procedimiento,
comprendido en la categoría de las pruebas vulgares (§ 206), se aplicaba tanto a los plebeyos como
a los nobles, nótase a partir del siglo XIII —y aun en documentos literarios del XII— marcada
tendencia en las leyes generales y en las costumbres de la corte real a restringir el sentido de la
palabra, aplicándola principalmente al duelo judicial de hijosdalgo en que es precisa la intervención
del rey (§ 294). Los fueros municipales, tanto los emanados del rey como los de señorío (v. gr.,
Brihuega), siguen no obstante admitiendo en general el desafío, y este derecho lo reconocen varias
leyes generales de tiempo de Alfonso X.
Las disposiciones más antiguas sobre el riepto de nobles, créese fueron dadas —quizá
únicamente en calidad de costumbres reducidas a ley— por Alfonso VII en las Cortes de Nájera
(1137) y en un Ordenamiento de fijosdalgo que se supone hizo a petición de la nobleza. El texto de
este Ordenamiento no ha llegado a nosotros; pero trozos de él fueron reproducidos en otro
Ordenamiento del siglo XIV, reinando Alfonso XI: el llamado Ordenamiento de Alcalá. Antes de él
legisló sobre los rieptos Alfonso X, recogiendo costumbres antiguas, según expresamente
manifiesta el rey. En virtud de esas costumbres, todo hijodalgo que tuviere agravio con otro debe
romper con él la amistad y desafiarlo, sin poder hacerle daño alguno antes del desafío ni durante
nueve días después, debiendo preceder a esto una especie de juicio de avenencia. El riepto había de
hacerse precisamente ante el rey y doce caballeros, llamando el ofendido al ofensor «alevoso», y el
rey podía declarar procedente el duelo o levantar la acusación de alevosía, proclamando leal e
inocente al acusado. Lanzado el reto ante la corte real, el retado puede escoger entre aceptar el
duelo o someterse a la que el rey y el tribunal digan; cabiendo también en el retador la presentación
de prueba documental o testifical. Si acepta el duelo, el rey fija día y sitio y establece las
condiciones que han de regir en punto a las armas, etc., nombrando también fieles o jueces de
325

campo. Si en el duelo muere el retador, queda por inocente el retado, aunque el primero hubiese
persistido en su acusación; y si es muerto el segundo protestando de su inocencia, queda «libre del
riepto, porque razón es que sea quito quien defendiendo su verdad prende muerte». Por el contrario,
si el retador no prueba su acusación o desiste de ella, sufre castigo porque se presume en él
falsedad. Las armas y caballos de los duelistas pasaban en un principio al mayordomo del rey,
después de verificado el duelo; en tiempo de Alfonso X se ordenó que sólo perdiesen la propiedad
de ambas cosas los vencidos por alevosos. El desafiado podía negarse, no sólo al riepto, mas
también a que la acusación se decidiese por pesquisa del rey; y negándose a una y otra cosa,
quedaba libre de la acusación y el retador era penado. Pero si no acudiese a la corte del rey y fuese
declarado rebelde, sufriría la pena como alevoso y traidor, pronunciada por el rey. Si el vencido
como aleve no muriese en el duelo, será «echado de la tierra» y perderá la mitad de sus bienes en
beneficio del rey. En algunos casos podrá también ser condenado a muerte. A diferencia de lo que
ocurría en los duelos generales de gente plebeya, nadie podía lidiar en lugar del ofendido, si éste
viviese, a no ser que la ofensa recayera en el señor del que desafía, en mujer, en religioso o en
persona que no pueda o deba tomar las armas; procediendo también el riepto aunque retador y
retado no fuesen de igual categoría y poder social dentro de la nobleza, pudiendo el inferior
presentar para la lid o duelo un hombre de igual linaje (par) que el retado, y aun de linaje superior.
Terminado el duelo por muerte de uno de ellos, el rey mandaba que no subsistiese enemistad
judicial entre los parientes de aquél y el vivo. El riepto también podía producirse por acusación de
traidor, bajo cuyo nombre se comprendían diferentes delitos de lesa majestad o de falta de respeto al
señor. Los que no tenían la categoría de fijodalgos, no podían retar sino cuando la ofensa o daño
recibido por ellos lo fuese mediando tregua o pleito con el ofensor. En leyes y documentos de
carácter jurídico posterior se dieron nuevas reglas del riepto y de la lucha que le seguía (lid), sin
introducir variaciones de importancia. Alfonso XI estableció al efecto un Ordenamiento en Burgos
(1342) que disgustó a los nobles; por lo que en las Cortes de Alcalá (1348) se restablecieron las
reglas de Nájera, muy semejantes a las de Alfonso X.

448. La Hacienda real.


A medida que iban creciendo el poder efectivo de los reyes y el territorio sobre el cual lo
ejercían, aumentaban también los recursos económicos que podían utilizarse para el sostenimiento
de las cargas del Estado. Eran éstas cada vez mayores, por la complicación creciente de las esferas
de la administración, y exigían por lo mismo mayor presupuesto para sostenerse, con una
organización más perfecta y ordenada de la Hacienda pública. Desgraciadamente, fue esta época de
las más desdichadas en este orden, por las muchas guerras y turbulencias que sobrevinieron y por
las excesivas mercedes de honores y tierras que los monarcas hacían a los nobles (§ 426). Así, no
obstante haber aumentado los ingresos con los derechos de cancillería, herrerías, salinas, minas y
otros monopolios de que hablaremos; con la capitación de judíos y moros; con los servicios (que se
pidieron cada vez con más frecuencia a las Cortes) y las ayudas o suplementos de servicios, con la
sisa o rebaja en favor de la Hacienda de cierta cantidad en los pesos y medidas de los géneros de
consumo (tributo indirecto creado por Sancho IV y que duró poco); con el semoyo y el buey de
marzo, impuestos de origen alavés que se introdujeron en Castilla después de 1300; con la alcabala
o impuesto directo sobre el precio de todas las ventas, trueques y permutas (que si no se creó en
tiempo de Alfonso XI, se generalizó y se hizo permanente entonces), y con otros recursos
extraordinarios, tuvieron los reyes que acudir con frecuencia a los préstamos o empréstitos, algunas
veces forzosos (en tiempo de Enrique II, de Juan I y de Juan II, por ejemplo), y a la alteración del
valor de la moneda, acuñándola de baja ley, con lo cual no conseguían sino perturbar la Hacienda y
la vida económica de la nación entera. Los reyes acudieron también a los subsidios eclesiásticos, es
decir, a obtener por vía de donativo cantidades de las rentas de la Iglesia, previa autorización del
Papa: y así lo lograron, como otros reyes anteriores, Alfonso X y Alfonso XI, generalizándose y
afirmándose la percepción de las tercias sobre los diezmos que las iglesias recibían de los fieles (§
326

429); y no sin frecuencia apelaron igualmente a las confiscaciones y a los despojos violentos, como
los llevados a cabo en los judíos por Alfonso X, Pedro I y Enrique II, y a la creación de oficios
públicos inútiles perpetuos, que se vendían para atender a las necesidades del Tesoro. El
desbarajuste llegó a su colmo en tiempo de Enrique IV. «Las mejores villas y lugares —dice un
historiador— pasaron al dominio particular; las tercias y alcabalas se cedieron por título oneroso o
gratuito, con nombre de juros; se vendieron a vil precio pingües rentas a cargo del tesoro público...»
Por 1.000 maravedises en dinero, v. gr., se podía comprar otro tanto de renta anual en juros; y a
todo esto, había que añadir las usurpaciones de rentas reales que, no contentos con lo que
profusamente se les donaba, hacían los nobles.
El resultado fue empobrecer grandemente la Hacienda y comprometer su porvenir seriamente.
Y sin embargo, las bases de un organismo rentístico sólido, que había de servir durante muchos
siglos para regular la vida económica del Estado, están ya echadas en el siglo XIII, señalando una
diferencia notable entre la Hacienda de los siglos anteriores y la que entonces comienza.
Anteriormente, según vimos, la base del tesoro público eran las prestaciones de carácter, por decirlo
así, feudal, de los vasallos del rey, sujetas a multitud de excepciones, privilegios variaciones de tipo.
Desde el siglo XIII adviértese la imposición de tributos generales de origen y condición distintos,
que recaen sobre las cosas (mercancías), ora sobre los actos de los súbditos en su relación con el
Estado, no en la puramente personal con el rey. Así nacen los derechos de timbre, que ahora
diríamos, o de cancillería, que Alfonso X reglamenta con toda precisión, aplicándolos a todas las
concesiones, privilegios y contratos que otorga la corona; así se declara por leyes de Alfonso X y XI
que la propiedad exclusiva de las salinas, minas y pesqueras pertenece al rey, y se afirma la renta de
portazgos o derechos de consumos, que recaen sobre todas las mercancías que entran en las
ciudades, con otros ya mencionados que en los siglos siguientes habían de ser el más sólido
fundamento de la Hacienda, generalizándose a todas las clases sociales.
No quiere esto decir que en la época presente hubiese uniformidad en la aplicación de los
tributos. No será ocioso repetir (§ 291), en primer término, que la nobleza no pagaba más que
algunos impuestos entre los muchos existentes; siendo de notar en este punto que, habiendo
concedido los nobles en las Cortes de Burgos de 1269 seis servicios al rey, cuidaron de pedir que no
se repitiese esta carga y protestaron, incluso tumultuariamente, de que se les impusiera alcabalas,
dado que este pecho indirecto se estableció en un principio sobre todas las clases sociales. En
cuanto a los eclesiásticos, incumplida como ley general la exención declarada por Alfonso VIII (§
274), continuaron concediéndose en gran escala inmunidades particulares, que iban restando a la
Hacienda fuerzas contributivas; y aunque Alfonso X protestó de los Cánones del Concilio de Letrán
(que declaraban ser todo tributo que pagase el clero fundamentalmente voluntario y excepcional, no
pudiendo otorgarse sin autorización del Papa), estableciendo, por el contrario, que en ciertos casos
estaba aquél obligado a pagar, el exiguo número de estos casos no compensaba, ni aun con la
adición de los donativos extraordinarios y de las tercias de que antes se habló, las numerosas
inmunidades que el propio Don Alfonso contribuyó a extender. No eran tampoco iguales los
tributos para los plebeyos. Continuaron, como en tiempos anteriores (§ 391), las exenciones
privilegiadas: v. gr., en los portazgos a favor de los habitantes de determinada villa o ciudad, como
Murcia; y aun se daba el caso de que los reyes concedieran al Concejo alguna parte del producto de
aquel pecho o de otros (por ejemplo, el montazgo), concesión que, si al principio fue módica, llegó
a tener gran importancia por el crecimiento de la población y del comercio.
Con todo esto, los apuros de la Hacienda eran frecuentes, así como los del mismo rey, que
más de una vez se vio en el caso referido de Enrique III (§ 390), muy frecuente por entonces en
todos los reinos, como respecto del de Aragón hemos consignado (§ 316). En 1312 el déficit de la
Hacienda era de 8 millones de maravedises, y años después, en 1393, de 21 millones.

449. Organización de la Hacienda.


El principio de la distinción entre los bienes particulares del rey y los del Estado, que ya
327

vimos explícito en la época visigoda (§ 139), recibe nueva confirmación en documentos de la época
de Alfonso X; aunque en el hecho no habría de ser infrecuente la aplicación de rentas de la
Hacienda general a necesidades de la persona del monarca (como quiera que éste era la
representación absoluta del Estado, debiendo por tanto referirse a él todas las cosas públicas), la
distinción aquella no dejaba de tener su valor como, principio jurídico, que presidía a la
organización del orden financiero.
Créese que de esta época proceden los primeros ensayos de presupuestos formales, a juzgar
por un documento de la época de Juan II (1429) que trae relación calculada de todos los ingresos
que se suponían para la Hacienda real (cerca de 61 millones de maravedises). Pero si realmente
hubo el propósito de organizar en este sentido la Hacienda, no alcanzó por entonces realización
cumplida.
Generalmente, los tributos se pagaban en dinero, aunque también ocurría que se pagasen en
especie, como los portazgos de Toledo (según arancel de 1359). En el criterio de imposición se
observan confusiones y diferencias, según los casos, ora cobrándose por cabezas, ora por cuantía de
bienes; pero la tendencia de los reyes parece ser, a lo menos en los tributos principales de la moneda
forera y de los servicios, que se pagasen según la riqueza, formándose padrones o catastros,
computándose los bienes inmuebles y los muebles, con excepción de los vestidos y ropas de cama.
Créese que los dos tributos citados, consistían en un diez por ciento de la renta bruta.
La forma de recaudación que se empleaba generalmente era el arriendo, siendo arrendadores,
por lo común, moros, judíos conversos, contra cuyos abusos, reales unas veces; supuestos otras,
reclamaron con frecuencia las Cortes y se amotinaron los pueblos. Habiéndoles sustituido personas
de carácter eclesiástico «prelados e clérigos», no por esto cesaron los abusos (inherentes por otra
parte a esa forma de recaudación), y las Cortes siguieron pidiendo remedio a este mal que agravaba
el peso le los tributos.
La dirección general de la Hacienda la llevaba un funcionario llamado mayordomo,
almojarife30 o tesorero real, cargo ocupado, en la mayor parte de esta época, por judíos. A sus
órdenes estaban los diezmeros o administradores de aduanas; los almojarifes o portadgueros, de
portazgos; los cogedores y sobrecogedores; los alcaldes de sacas, que vigilaban sobre las
mercancías cuya extracción estaba vedada; los pesquisidores o investigadores y otros varios
empleados, que ya lo eran de una localidad o de una sola renta. En las poblaciones principales,
como Murcia, v. gr., el almojarife local era jefe, no sólo de la ciudad, sino de un extenso distrito que
comprendía varios pueblos, en los que tenía administradores subordinados. Todos estos agentes
cobraban los tributos y hacían por sí mismos los pagos que correspondían a cada ingreso, dando
cuenta de ellos al tesorero mayor, el cual, por su parte, reunía en sí todas las funciones de la
contabilidad; es decir, que no estaban aún organizadas propiamente las oficinas de Hacienda, ni
distinguidas sus principales operaciones. Sin embargo, en tiempo de Pedro I creáronse los llamados
contadores reales, para examinar las cuentas y fiscalizar la gestión de los recaudadores; y en tiempo
de Juan II (1437) se dieron ordenanzas reglamentando aquel cargo que, no obstante, créese ejerció
por entonces poca influencia en la regulación del Tesoro. El mismo rey trató de modificar el sistema
de cobranza, confiándola a los municipios (reforma que no prosperó), y dio el arancel de aduanas de
1451 y las ordenanzas de puertos de mar (1450) y de puertos secos (1446).

450. Los municipios libres.


Repetidamente hemos dicho que la época de más florecimiento para los municipios es la que
ahora nos ocupa. Crecen su número y su importancia como elemento político, ora buscado y
halagado por los reyes, ora en combinación con los nobles; reciben nuevos privilegios en los países
recién conquistados (v. gr., Sevilla, Murcia) y hacen llegar continuamente a oídos del rey, en las
reuniones de Cortes, sus quejas y deseos de justicia, de orden interior y de igualdad jurídica. A los

30 Procede este nombre de la administración musulmana (§ 174). En tiempo de Fernando III se llamaba también
almojarifazgo al impuesto de aduanas, por igual influencia de los musulmanes.
328

habitantes de Murcia, v. gr., les concede Alfonso X facultad para que todos los años nombren
(unidos los caballeros y «los hombres buenos») dos jueces, un justicia y un fiel almotacén para el
gobierno de la ciudad, y anualmente también los hombres buenos podían nombrar seis jurados (que
formaban cabildo o Ayuntamiento bajo la dirección de los alcaldes y el alguacil mayor), siendo dos
caballeros, dos hombres buenos y dos oficiales o artesanos; autoriza al Concejo para elegir por sí
escribanos y corredores; le exime de portazgo; le da la libertad profesional de comercio, para que
toda el mundo pudiese vender y establecer tiendas; otorga la consideración y honores de, caballero a
todo el que pudiese mantener armas y caballos, concediéndoles uso de pendón y seña, y halaga, en
fin, por mil medios a los pobladores. Entre los nuevos cargos concejiles que aparecen en esta época,
se halla el de pesquesidores, análogos a los reales (§ 444).
La manifestación más radical de la independencia concejil la ofrece la Hermandad de las
marismas, o sea de los puertos cantábricos (Castrourdiales, Santander, Laredo y San Vicente de la
Barquera, en primer lugar), a que ya hubimos de aludir (§ 300). Los privilegios de estas villas
databan de muy antiguo, gozando de absoluta libertad en su administración y gobierno sin más que
el reconocimiento, en términos generales, de la soberanía del rey castellano. Fernando III y Alfonso
X les confirmaron tales libertades, halagándolas para disponer en la guerra de sus naves y hombres;
y habiendo querido este último rey imponerles el tributo del diezmo (de que estaban exentas), tuvo
que desistir en vista de la actitud de protesta de las villas. Sancho IV amplió los privilegios, y los
aprobó Fernando IV; pero como quiera que los tutores de éste volvieran a imponer el diezmo, las
villas reunieron en Castrourdiales (Mayo de 1296) sus procuradores o delegados y, después de
protestar de su respeto al señor rey, se comprometieron a mantener unidos sus fueros y antiguas
costumbres, oponiéndose al tributo citado y declarando, en son de amenaza, que si una vez hechas
sus reclamaciones contra fuero sufrieran de ricohombre o de caballero algún mal por mandato del
rey, tomarían nuevo acuerdo de lo que les conviniera proveer. Para realizar estos acuerdos
formaron hermandad Castrourdiales, Santander, Laredo, Bermeo, Guetaria, San Sebastián,
Fuenterrabía y Vitoria, nombrando para representantes tres delegados, que residirían en Castro y
serían guardadores del sello que, como prueba de existencia de la alianza, se mandó construir con
esta leyenda: Sello de la Hermandad de las villas de la marina de Castilla con Vitoria. La primera
providencia de los delegados fue prohibir en absoluto el comercio con el interior de Castilla
mientras el rey mantuviese la petición del diezmo, establecer buenas relaciones con Portugal y
cortarlas con Inglaterra, mientras esta nación guerrease contra Francia. Hay motivos para suponer
que esta Hermandad existía de mucho tiempo antes de 1296 y que comprendía, no sólo las villas
mencionadas, mas también todas las otras del litoral cantábrico, de Bayona (vasca) a Bayona
(gallega).
La Hermandad pactada en Castro funcionó por muchos años, produciéndose con igual
soberanía en sus relaciones con el extranjero: así vemos que celebra en 2 de Mayo de 1297 nueva
junta para concertar convenio con mensajeros del rey de Francia enviados con motivo de la guerra
entre los de Bayona y los ingleses. Desgraciadamente, no ha sido hallado hasta ahora el cuaderno de
ordenanzas de la Hermandad, y desconocemos por tanto su efectiva organización interior. En el
siglo XIV (1351) aparece aún subsistente la liga, y sólo en los últimos años del reinado de Pedro I
comienza a fraccionarse, constituyéndose otras menores, aunque subsistiendo un fuerte núcleo aun
en 1452. Los reyes, celosos de su autoridad, comenzaron a combatir tan extremada independencia, y
con ese objeto dio Enrique IV varias cédulas en 1460, 1461 y 1466, concediendo además a Don
Pedro de Velasco el derecho de cobrar el tantas veces disputado diezmo; pero los marinos se
opusieron a ello y dieron batalla a Velasco, derrotándolo. Todavía en 1473 se sabe que el rey de
Inglaterra enviaba dos embajadores a Guipúzcoa para tratar «cierta concordia con los de la costa»,
con el fin de atraerlos para la formación de una escuadra; pero son estas las últimas manifestaciones
de aquel feudalismo plebeyo, que acabaron de rendir los Reyes Católicos.
Un ejemplo también interesante de autonomía regional lo da Asturias, que, no obstante tener a
su frente desde el siglo XIII (1225) adelantados y corregidores, desde 1450 dirigía todos sus asuntos
329

propios por medio de una Junta (Junta general del Principado) de origen incierto, formada por
representantes de los Concejos, y que representó una fuerza política de importancia contra los
desmanes de los nobles (para lo cual se concertó con Enrique IV), y aun en luchas civiles como la
de Pedro I y Enrique de Trastamara.
En el interior de Castilla, no obstante los fueros y privilegios —que afectaban principalmente
al orden civil y económico y a la seguridad de las personas—, no se gozaba de tanta independencia
en lo político y administrativo. Al tratar de la administración de justicia hemos visto ya cómo los
reyes iban ganando terreno sobre los funcionarios concejiles, aunque subsistía en algunos
municipios el privilegio de que no entraran en su territorio jueces del rey. En el gubernativo
siguieron igual proceso, comenzando por convertir en vitalicios los cargos que antes eran
temporales. Aquella democracia directa de las asambleas populares y aquella igualdad dentro del
fuero que tenían, por lo general, todos los vecinos (§ 202 y 289) —condiciones fundamentales de la
grandeza municipal desde el siglo XII a comienzos del XIV— se modifican a partir de este tiempo,
marcando la decadencia del régimen concejil y de la importancia política de los burgueses. Señálase
el cambio en la lenta usurpación (primero de hecho, luego de derecho) que de las atribuciones del
Concejo todo (asamblea) hace el Ayuntamiento, o sea el conjunto de los funcionarios que en un
principio dependieron estrechamente de aquél (§ 202). Únese a esto la vinculación de los cargos
municipales en los caballeros o en determinadas familias de cada municipio, lo cual dio lugar, no
sólo a pugna de clase, sino a frecuentes querellas con motivo de las elecciones, como las que la
crónica de Alfonso XI señala en Córdoba (1312) y en Úbeda (1331) entre los caballeros y el pueblo
—querellas que solían decidirse de manera sangrienta—, o las de ciertos Concejos de Asturias, v.
gr., Grado (1450), en que se erigen en autoridad para repartirse los cargos públicos siete vecinos,
dando por pretexto que deseaban acabar con las divisiones y escándalos que producían las
elecciones populares. Juntamente con ello, menudearon las inmoralidades en la administración
municipal. Los mismos pueblos pidieron remedio a estos males, y los reyes supieron aprovechar tan
excelente coyuntura de extender su poder y reprimir la anarquía.
A mediados del siglo XIV, en el reinado de Alfonso XI, comienzan los regidores perpetuos
nombrados por el rey, v. gr., en Segovia (1345), con representación de las diferentes clases sociales.
Creóse además el cargo de corregidor (§ 445), puesto en muchas ciudades y villas para vigilar e
inspeccionar los intereses locales y representar la soberanía real, al lado de los alcaldes de fuero.
Los corregidores, cuyo establecimiento solicitaron a veces los pueblos mismos, influyeron
notablemente en las deliberaciones y acuerdos de los Ayuntamientos, rebajando, por natural efecto
de esta intervención, el poder y la independencia de los funcionarios de elección popular. Pero las
reformas de Alfonso XI no consiguieron acabar con los disturbios de orden público en los Concejos.
Continuaron las luchas interiores, que, si antes fueron por la elección popular, ahora eran por el
favor real que pretendían para sí varias familias, rivales constantes y dedicadas a explotar el poder,
por turno, en provecho propio. Casi todas las contiendas sangrientas a que nos hemos referido en
párrafo anterior (435) tuvieron en esto su origen. Pero conviene repetir aquí lo dicho en otros
párrafos acerca de la falta de regularidad y sincronismo que se advierte en la evolución política y
social de las diversas regiones; pues a mediados del siglo XV, y en tiempos posteriores, subsistieron
muchos casos de nombramiento popular de los fieles, jueces, personeros, alcaldes y otros
funcionarios concejiles, ya por elección directa, ya por suerte, excluyendo a los nobles y a los
plebeyos que viviesen con hombres poderosos comarcanos, y renovando anualmente los cargos sin
derecho a reelección hasta pasado cierto tiempo.
A la par que se verificaban estas mudanzas en las ciudades, quebrantábase el poder y riqueza
de las más importantes con la desmembración de las aldeas y arrabales que antes les estaban
sometidos. El crecimiento de la población había ido engrandeciendo estas dependencias rurales
formadas al calor de los grandes núcleos, como al amparo de iglesias, castillos y monasterios se
formaban otros, que, según era natural, al sentirse fuertes quisieron ser autónomos. Los reyes
accedieron a las peticiones hechas en este sentido, y desde Fernando IV comenzaron a dar
330

numerosos privilegios de villazgo (como se llamaban), en los cuales se comprendía el régimen


independiente, la jurisdicción y la facultad de tener cepo, horca, cadena y picota, signo de justicia.
Así se crearon muchos municipios nuevos, que si extendían la institución, la debilitaban en cambio,
disminuyendo los grupos robustos. No poca culpa corresponde en esta desmembración a las mismas
ciudades, que explotaron a los rurales y los excluyeron del gobierno municipal, creando así odios y
recelos de clases entre los burgueses y los campesinos.

451. Las behetrías.


Conocemos ya en términos generales (§ 202) la existencia y carácter de estos grupos de
población, que ocupaban un término medio entre los municipios libres y los pueblos de señorío
absoluto. Los peligros que envolvía el régimen, tanto de las behetrías de mar a mar como de las de
linaje se fueron significando cada vez más con el transcurso del tiempo. En las primeras, la elección
de señor promovía disturbios frecuentes, hijos de las envidias y ambiciones de los nobles y de la
división de los vasallos; en las segundas, que eran las más numerosas, declarada la herencia dentro
del linaje por estipulación con los pueblos u otras causas, prodújose una extrema división en los
derechos sobre la behetría, que en vez de tener un solo señor tuvo varios, entre los cuales
repartíanse los pobladores para recibir por partes los servicios y tributos, análogos a los de todo
señorío (conducho, yantar, martiniega, infurción, mincio, devisa, etc.). Las leyes acerca de las
behetrías dadas en el siglo XIV, acusan esta concurrencia de varios señores en un mismo pueblo, y
en documentos estadísticos de la misma época se ve lo propio. Así, la behetría de Villaldemillo y
Barrio de Arenas tenía por señores a López Rodríguez de Aza, Juan Díez de Rocafué, Don Beltrán
de Guevara y otros. Cada uno de estos partícipes llamábase devisero, promoviéndose a menudo
cuestiones entre ellos acerca de la percepción de su parte (devisa) de derechos, de los cuales
también solían abusar, con daño de los labradores y gentes de la behetría, tomándoles más
conducho o más infurción, etc., de lo que les era debido. A este mal procuraron poner remedio los
reyes, ora fijando de una manera minuciosa la cuantía de los derechos de los señores (v. gr., en la
sopa que había de dárseles, la cebada para el caballo, la paja, la luz, etc.), ora declarando el derecho
de los labradores de behetría a fijar por pacto los servicios y el de cambiar de señor si éste no
cumplía con las condiciones pactadas, reducidas a escrito en cartas o privilegios (behetrías
encartadas) o conformes al uso y costumbre inmemorial. También declararon el derecho de los
encartados a la apelación de todo agravio o abuso ante el rey y sus jueces, así como la conservación
de los derechos que al rey pudiesen corresponder en la behetría y estuviesen consignados en la
carta. En efecto: las behetrías, como los Concejos libres, a pesar de sus privilegios dependían en dos
maneras del rey: por la obligación de pagarle tributos (aparte de los que pagaban a sus señores) y
por la intervención del monarca en la creación o establecimiento nuevo de behetrías, como lo
acreditan documentos del siglo XII y una ley de Alfonso X que prohíbe la formación de nuevos
lugares de aquella naturaleza sin permiso del rey. La condición de estos pueblos complicóse todavía
más con la concurrencia (que a veces se daba en ellos) de derechos propiamente de behetría y otros
de señorío solariego y abadengo, con lo cual originábanse no pocas confusiones. En una especie de
registro que se formó en tiempo de Pedro I o de Alfonso XI (y que se conoce con el nombre de
Becerro de las behetrías, por la piel o pergamino en que se escribió), detállanse todos estos
derechos diferentes, para distinguirlos bien y que resultasen con claridad los tributos debidos a la
corona. Figuran en él 14 merindades (todas de Castilla la Vieja), con 628 pueblos, entre los cuales
hállanse Cantoral, con cuatro vasallos de solariego (dos de un señor y dos de otro) y los demás de
behetría; Retuerto, mitad de abadengo y mitad behetría; Puebla y Tablares, que pagaban servicios a
dos señores, además del rey, etc.
Los disturbios que se producían por las diferentes causas indicadas, preocuparon a los reyes,
que más de una vez hubieron de intentar la supresión o disminución de las behetrías. Enrique II
trató de hacer en ellas un arreglo que evitase los disturbios; pero halló oposición en muchos nobles,
temerosos de que la reforma cediese tan sólo en beneficio de los parientes y amigos del rey sin
331

corresponderles en derecho. Alfonso XI legisló algo sobre ellas en el Ordenamiento de Alcalá, para
regularizar la sucesión de señores, evitar que se convirtiesen más pueblos de solariego en behetrías
y regularizar la exigencia de pechos; pero no hizo ninguna reforma radical, y las behetrías
continuaron siendo presa de las disensiones entre los señores y, con esto, perdiendo poco a poco su
antigua libertad que, aunque relativa, era estimable en aquellos tiempos. Su decadencia nótase en
peticiones que algunas hicieron (Salas de Barbadillo en 1458) para convertirse en pueblos de
solariego. Juan II prohibió en 1454 que morasen en ellas personas nobles ni poseyesen heredades y
casas, para evitar disturbios; pero esta orden no se cumplió en la mayoría de los casos.

452. Los señoríos.


A pesar de las grandes ventajas obtenidas por los solariegos (§ 276-77), no desaparece en esta
época la clase de pueblos señoriales que ya vimos en las anteriores. Las grandes riquezas
acumuladas por algunos nobles les permiten tener, no sólo vasallos plebeyos, sino caballeros y
fidalgos, como en tiempos antiguos; pero la población más interesante y la más numerosa de los
señoríos, era la plebeya. La conveniencia económica obligó a los señores, como ya hemos dicho,
primero a libertar a los siervos, descargándose de la obligación de mantenerlos, luego a concederles
franquicias en competencia con los reyes y municipios, contratando, para asegurar el cultivo del
campo y las rentas, con grupos de labradores, con familias y hasta con individuos aislados, o
concediendo nuevos fueros a los pueblos señoriales: creándose así una variedad grande en las
relaciones entre el señor y los vasallos y en el estado civil de éstos. De los mencionados fueros
mejorados hay en los siglos XIII, XIV y XV numerosos ejemplos, entre los cuales son dignos de
notarse los de Talamanca, Alcalá y Brihuega dados por el arzobispo de Toledo Don Rodrigo
Jiménez de Rada, y que no sólo eximen o rebajan de servicios y pechos, sino que conceden
libertades de carácter municipal, como ya antes hiciera con Santiago el obispo Gelmírez; el de
Nestrosa (1287), dado por Don Lope de Haro y su hijo; el de Bilbao (1300), del mismo señor, que
dispensó a los pobladores de todo género de pechos, y otros.
No obstante todas estas ventajas, subsistieron no pocos de los antiguos y onerosos servicios y
tributos y de las limitaciones de la libertad en los vasallos de señorío. En el fuero de los solariegos
de Quintanilla de Onsoña, dado por Don Pedro González en 1242, se exigen todavía: el tributo en
especie y dinero por San Miguel (fanegas de trigo y cebada, y sueldos y dineros), la martiniega, el
yantar, cuatro sernas al año para segar, trillar, sembrar y barbechar, la mañería, las ossas, la caloña y
los derechos del merino. En este mismo fuero, y en otros de la época, así como en las leyes
generales, se prohíbe que los solariegos pudiesen vender sus tierras, huertos, eras, etc., a persona
que no fuese labrador, para que no se perdiesen el cultivo y los servicios señoriales, siendo en lo
demás libre para desseñorarse o cambiar de suelo, «llevándose lo suyo», es decir, los bienes
muebles. Alfonso XI, en las Cortes de Valladolid (1325), sancionó nuevamente, como ya vimos,
esta libertad de los vasallos (§ 431), e igual declaración consta en el Ordenamiento de Alcalá y en el
de Valladolid de 1351 (Pedro I), aunque siempre con la limitación citada en cuanto a las personas a
quienes podían venderse los solares, cosa en que, con natural interés, insistió la nobleza. El mismo
cuidado tuvieron los reyes en punto a sus derechos fiscales, ordenando repetidas veces que si un
solariego compraba tierras de realengo, éstas no perdieran su condición de «pecheras al Rey». Si el
labrador dejaba despoblado o inculto el solar, el señor podía darlo a otro para que lo explotase.
La manera de desseñorarse los vasallos es curiosísima. Si fueren vasallos caballeros,
establece una ley de Alfonso X que habrán de hacerlo, por sí o por mandatario, declarando al señor
su voluntad y besándole la mano. En otra forma no era válida la despedida y se pagaba multa por
ella. Si el vasallo fuere plebeyo, la despedida se declaraba públicamente, a son de campana y ante
testigos; pero no podía verificarse hasta cierto plazo (nueve días en algunos fueros) para que
durante él se hiciese la venta de los solares.
A la vez que estos derechos civiles, continuaban teniendo los señores jurisdicción sobre los
vasallos, y ya hemos visto los abusos que de ella hacían (§ 431-444). Los fueros señoriales y las
332

leyes de este tiempo mencionan la existencia —ya conocida anteriormente— de merinos de señorío
y de pesquesidores nombrados por la nobleza en sus mandaciones; y el propio Alfonso X declaró
que sobre los vasallos de solariego no tenía el rey más derecho que la «moneda»: lo cual no era
exacto, puesto que al rey correspondía la apelación, según vimos (§ 444), y la injerencia a veces en
la misma jurisdicción señorial. Alfonso X, Sancho IV y Alfonso XI castigaron repetidamente a los
nobles que impedían la jurisdicción de los merinos reales, procurando reducir la independencia
política y administrativa de los señoríos y viéndose obligados más de una vez a luchar, ora para
someter a los rebeldes, ora para impedir la construcción de nuevos castillos roqueros («peñas
bravas», como dicen las crónicas) asilo de la anarquía señorial. Son muy interesantes y gráficas a
este propósito las narraciones de la Crónica de Alfonso XI: «Y fue el rey Don Alfonso (en 1332)
sobre aquel lugar de Peñaventosa y teníalo en homenaje por Don Juan Núñez de Lara Rui Pérez,
hijo de Ruiz Pérez de Soto y Sancho Sánchez de Rojas y estaban con ellos otras compañas. Y el rey
tuvo cercado este lugar diez días... Y aquellos que tenían la peña, viendo que no se podían defender
del rey, entregáronsela con condición que los dejase el rey salir a salvo: y el rey túvolo por bien y
ellos fueron a Busto: y el rey mandó derribar todas las labores que estaban hechas en aquel lugar de
Peñaventosa y dio sentencia que fuese tenida por peña brava y que cualquiera que trasnochase o
afincase, que fuera por ello traidor... Y se fue (1333) a la casa de Rojas, y tenía esta casa por Lope
Díaz un caballero que llamaban Diago Gil de Fumada y no quiso acoger en ella al rey: y por esto
mandóla combatir, y los de la casa tiraron muchas piedras y saetas contra el pendón del rey y contra
su escudo; pero tan apretado fue el combate, que Diago Gil envió a pedir merced al rey que le
dejase salir salvo a él y a los que estaban con él y que le entregaría la casa, y el rey se lo otorgó. Y
así que la casa fue entregada al rey, luego mandó prender a aquel Diago Gil y a todos los que
estaban dentro de ella, y tuvo su consejo con los fijosdalgo que allí estaban, y preguntóles que, pues
aquellos hombres eran sus naturales (súbditos) y dieron muchas pedradas en su escudo y en su
pendón, si eran por esto caídos en traición y todos dijeron que sí. Y el rey por esto juzgóles todos
por traidores y mandóles, degollar, y tomó sus bienes para la corona de sus reinos y fue muerto
aquel Diago Gil y otros diez y siete con él.»
Por su parte, ya hemos visto que los vasallos ayudaban a reducir la importancia política de los
pueblos de señorío, continuando con gran vigor, especialmente en las ciudades eclesiásticas, la
lucha secular (§ 277) encaminada a obtener un Concejo y una administración populares,
independientes del obispo, cabildo, abad o comunidad. Con frecuencia estas luchas, tomando
carácter legal, se reflejaban en apelaciones a la corte del rey; otras veces adquirían aspecto
revolucionario. El resultado fue que los vasallos obtuviesen en casi todas partes el nombramiento de
funcionarios propios y una libertad civil y política muy análoga a la de los municipios. Por este
lado, la influencia política de los señores decayó notablemente. Sus victorias sobre los reyes las
alcanzan en lucha abierta personal, mediante coaliciones y con ayuda de los mismos Concejos.
Conviene no olvidar que muchos señores contaban entre sus vasallos gran número de
mudéjares (§ 281 y 432), por haberles concedido los reyes el heredamiento de poblaciones moras
conquistadas o por haberse ido acumulando en otras antiguas núcleos de población musulmana
sometida; y que estos vasallos gozaban por lo común de cierta independencia administrativa (con
jueces particulares y uso de las leyes propias, como en la aljama de Palma [Sevilla], propiedad de
los Bocanegra), aunque en lo económico estuviesen muy cargados de tributos.

453. Las Cortes.


En los párrafos anteriores hemos visto todo lo que se refiere a los distintos factores y grados
de la vida política en León y Castilla. Vengamos ahora a considerar la institución que los resume y
representa a todos, y en primer lugar a los municipios: esto es, las Cortes. Crece su importancia al
comienzo de la época y se continúa durante casi toda ella, iniciándose tan sólo la decadencia en el
siglo XV; pues si es cierto que Alfonso X apenas las menciona en su recopilación doctrinal y
333

preceptiva de Las Partidas31 —ni aun a propósito de los asuntos de hacienda en que parecía natural
su consideración—, como no fue aquélla tenida por ley obligatoria hasta tiempos muy posteriores
(1348) y sus teorías absolutistas hallaron serios obstáculos, como hemos visto, las Cortes más bien
suben en influencia política desde el siglo XIII hasta mediados del XIV, en virtud del apoyo que los
monarcas buscaban en los Concejos contra la anarquía nobiliaria; y aun después de aquella fecha,
vuelven a subir en consideración durante los reinados de los primeros Trastamaras (Enrique II, Juan
I y minoridad de Enrique III), quienes, para afianzar la dinastía, favorecieron el régimen
parlamentario y las libertades populares. Todavía en el siglo XV diferentes leyes de Juan II las
muestra con gran vitalidad, llamadas para aconsejar al soberano en los casos arduos de gobierno,
aunque pendientes siempre de la voluntad de él. Su función sigue siendo principalmente económica,
no legislativa, como ya dijimos. La primera importaba muchísimo a los Concejos. Fernando IV y
Alfonso XI la afirmaron nuevamente, declarando este último en una ley que no se pudiesen
establecer tributos de ninguna clase sin otorgamientos de las Cortes. En cambio, no se cuidaron
gran cosa de limitar las facultades del rey en punto a la fijación de las normas del derecho vigente
(facultades que los monarcas, por otra parte, se esforzaron en recalcar, como se ve en leyes de
Alfonso X y Alfonso XI), y en el exagerado uso hecho por Juan II y sus sucesores de la frase
«poderío real absoluto»; al paso que los juristas proclamaban cada día más, conforme a su
educación romanista, el principio de que «es ley lo que el príncipe quiere que lo sea». En las Cortes
de Briviesca de 1387 pareció que se quebrantaba este absolutismo, mediante el ordenamiento
otorgado por Juan I en que se declaraban irrevocables las leyes dadas en Cortes, a no mediar
consentimiento de las mismas; pero esta concesión fue puramente teórica. Los reyes la violaron
siempre que se les antojó, no sin protesta, a veces, de los procuradores.
No quiere esto decir que las Cortes dejaran de participar en cierta medida de la función
legislativa, ya que, valiéndose del obligado favor que los reyes concedieron más de una vez a los
Concejos, estimularon el poder legislador del monarca y presentaron numerosísimas peticiones de
reformas o de represión de abusos, casi en los mismos términos y sobre iguale cuestiones que antes.
Sin duda, los ordenamientos de Cortes no lograban eficacia en las más de las cosas, y se hacía
preciso renovar constantemente las peticiones, en especial por lo que toca a las cuestiones de judíos,
de beneficios eclesiásticos dados por el Papa, abusos de oficiales de justicia y de arrendadores de
pechos y alcabalas, donaciones reales, tasas de comercio y uso, etc. Pero a veces, consiguieron los
que se proponían, aun en casos que afectaban a la persona del rey. Así, las Cortes de 1299 y 1325
lograron importantes confirmaciones de la seguridad personal y del derecho de todos los ciudadanos
a ser oídos y vencidos en juicio, con lo cual limitaban el arbitrio real, demasiado fácil en condenar y
en confiscar a su favor bienes particulares. Análogamente, las de Madrid de 1329 obtuvieron la
prohibición de expedir cartas o albalaes reales en blanco, que servían generalmente para
injustificados atropellos, y las de Alcalá de 1348 extendieron la prohibición a las cartas que con
frecuencia se solicitaban del rey para lograr por fuerza casamientos ventajosos. En las Cortes de
Valladolid de 1351 (unas de las más fecundas e importantes del siglo XIV), los procuradores
pidieron la represión del bandidaje, la determinación de atribuciones de los funcionarios regios, la
corrección de los abusos de escribanos y recaudadores, la rebaja de gabelas y servicios, la armonía
entre los derechos de ganaderos y labradores, la regulación de la cobranza de tributos, la reforma
del procedimiento judicial y otras muchas cosas importantes a que accedió el rey, quien, en las
propias Cortes, otorgó ordenamientos de tanta entidad como el de Menestrales y el de Prelados.
Poco después, en la reunión de Burgos de 1366, pidieron la conservación y observancia de
fueros y privilegios locales, la rebaja en la usura de los judíos, la represión de los malhechores, la
formación de hermandades o somatenes y otras medidas que en su mayor parte también fueron
otorgadas. En las de Toro de 1371 tratáronse puntos tan importantes como la administración de
justicia, las mercedes reales, la seguridad personal, que no era muy grande, las provisiones y fueros

31 No se refiere a ellas (y aun sin darles su nombre) más que para el caso de reconocimiento de nuevo rey (I. 19, tít.
13, Part. II).
334

eclesiásticos, las behetrías; y en las de 1373, la cobranza de contribuciones y la organización de la


justicia real en los alfoces. En nuevas Cortes de Burgos (1377) se volvió sobre las deudas a moros y
judíos, los juicios convenidos con que se encubría la usura, la provisión de beneficios por el Papa y
la apelación de las sentencias de los señores o sus alcaldes a los del rey; y en reunión celebrada en
la misma capital en 1379, se dieron tasas de trajes, comidas, muebles, etc., se ratificó la práctica de
la audiencia real dos veces por semana, se prometió abastecer los mercados de la moneda necesaria,
nombrar consejeros reales del estado llano, reprimir las mercedes de lugares realengos, excluir a los
extranjeros de las alcaidías de castillos, regularizar las atribuciones de alcabaleros y arrendadores, y
los oficios de notarios, jueces y alcaldes, etc., etc.; siendo curioso notar que los procuradores
pidieron al rey que los ordenamientos prevaleciesen sobre toda concesión particular, es decir, que
las disposiciones tomadas en Cortes tuvieran fuerza de ley no derogable sino por otra disposición
análoga («lo que es fecho en Cortes o por Ayuntamiento que non se pueda desfacer por las tales
cartas, salvo por Cortes»), y que el rey negó la petición, considerándola, sin duda, atentatoria a su
libérrimo poder legislativo; aunque más tarde la otorgó, como sabemos. Finalmente, en las de Soria
de 1380, que con las anteriores constituyen el grupo de las más importantes del siglo XIV, se dieron
dos ordenamientos importantes: uno referente a los judíos y otro al nombramiento de alcaldes en los
Concejos, regulando de paso costumbres privadas y varios extremos referentes al arrendamiento de
tributos, barraganía del clero, inmunidad real eclesiástica, y otros asuntos.
Basten estos ejemplos como prueba de la mucha y varia actividad de las Cortes en este
período y de la complejidad de los ordenamientos, que comprendían justas disposiciones de género
muy diferente, aunque sin orden ni plan, dependiendo de las peticiones que se hacían; por lo que si,
en razón al contenido, nutrido y complejo, constituyen como unos códigos de legislación general,
por su falta de método y la particularidad de los casos a que obedecían, no tienen propiamente aquel
carácter.
La composición de Cortes no fue uniforme en todo este tiempo, es decir, que no acudieron a
todas los mismos Concejos y los mismos representantes de la nobleza y el clero. Sabemos ya que
esto dependía en gran manera de la voluntad del rey que convocaba, habiéndose afirmado esta
facultad por ley de Juan II, y decidiéndose antes (en 1442) que el monarca resolviera por sí las
discordias relativas a las personas elegidas por las ciudades, es decir, lo que hoy llamaríamos
cuestiones de actas. Hasta años después no se nombraron funcionarios especiales (presidente y
asistentes), que examinaban en Cortes los poderes de los procuradores. Por otra parte, el derecho de
elección libre de los procuradores en los Concejos llamados, se afirma en diferentes leyes del siglo
XV, castigando también la corruptela de comprar las procuraciones, que era, por lo visto»,
frecuente. El número de procuradores de cada ciudad o villa siguió siendo variable por algún
tiempo, hasta que lo fijó en dos una ley de Juan II, que no parece hubo de cumplirse siempre con
exactitud. En esa misma ley nótase un reflejo del cambio ocurrido en el orden de la política
concejil, puesto que prohíbe a los labradores el ser diputados. Para la votación de impuestos se
exigió, por ordenamiento de las Cortes de Medina de 1328, la conformidad de todos los
procuradores. Poco después, en 1351, se les garantizó lo que hoy llamaríamos «inmunidad
parlamentaria», prohibiendo acusarles, demandarles y procesarles mientras durasen las Cortes;
aunque una ley posterior (de Enrique IV) exceptuó el caso de acusación por deudas particulares.
En punto a los elementos que concurrían a las sesiones, aunque una ley de Juan II parece
establecer la doctrina (conforme a costumbre, según dice) de que las Cortes se componen de los tres
brazos o estados, es lo cierto que hubo reuniones de sólo procuradores (Madrid, 1391; Medina,
1431, p. ej.), y otras de eclesiásticos sólo (Sevilla, 1481), llamadas congregaciones (§ 286); y ya
veremos en épocas posteriores como los mismos reyes distinguen el carácter de estas diferentes
reuniones. La división entre los estados, que muchas veces se habían opuesto mancomunadamente a
la política absolutista del rey, acentuóse en el siglo XV a virtud de la oposición de intereses de
clase, y fue una de las causas de decadencia de las Cortes; al paso que análogas divisiones
quebrantaban, como hemos dicho, la fuerza política de los Concejos. Asistían también a las Cortes
335

(según se desprende de ordenamientos, del siglo XV) los «oidores y alcaldes» de la corte del rey.
Aunque la costumbre de celebrar Cortes separadas los dos reinos unidos, León y Castilla,
siguió hasta comienzos del siglo XIV, ya en tiempos de Alfonso X se dan casos de Cortes comunes:
Sevilla, 1250 y 1263; Valladolid, 1258; Toledo, 1260; a la vez que se celebraban otras puramente
leonesas (Ávila, 1273; Zamora, 1274 y 1301; Valladolid, 1290); y castellanas (Burgos, 1274 y
1301). Desde esta última fecha, todas son comunes.

454. La legislación.—Los fueros municipales y el Fuera Real.


Por lo dicho en párrafos anteriores se trasluce la enorme actividad legislativa de los siglos
XIII, XIV y XV, signa de la transformación de las instituciones y de la mayor complejidad que
adquiría, rápidamente, la vida social. Sólo en ordenamientos de Cortes cabe contar un buen número.
Añádanse a ellos las leyes generales de exclusiva iniciativa real, los fueros municipales otorgados
sin concurso de las Cortes y los innumerables diplomas, albalaes, cédulas y cartas dados para
satisfacer intereses particulares, pero que muchas veces tocaban cuestiones de índole común y
modificaban los ordenamientos y leyes generales o llenaban sus vacíos (cosa notable, sobre todo, en
el final del siglo XIII y en el XIV: reinados de Sancho IV, Fernando IV, Alfonso XI y Pedro I), y se
tendrá idea de la riqueza de documentos legales que nos ofrece la época.
Todos ellos han sido obscurecidos por la nombradía de las obras legislativas de Alfonso X y
las complementarias de Alfonso XI; y como esta excesiva consideración ha hecho que en la opinión
vulgar y en la de muchos historiadores se pierda el concepto exacto del valor proporcional que en la
historia jurídica tienen aquellas obras, y de las efectivas modificaciones que en la forma y en el
fondo del derecho positivo castellano produjeron, conviene fijar exactamente, en el cuadro de la
legislación, el lugar que propiamente les corresponde en relación con los otros elementos o fuentes.
Hemos visto cómo en la época anterior (§ 288) predominaba la legislación particularista, local
y de clases, representada por los fueros municipales, los privilegios, las costumbres, etc., enfrente
de la cual representaban una tendencia contraria de muy escasa fuerza el Fuero Juzgo y algunas
leyes generales. Aparentemente, esta situación de las fuentes del derecho no se modifica en la
segunda mitad del siglo XIII ni en los siglos XIV y XV. Siguen dándose fueros locales —que
significan siempre excepciones y heterogeneidad de régimen— en número tal que casi iguala al de
los siglos anteriores (más de 127 desde Alfonso X a 1299: más de 94 en el siglo XIV, la mayor
parte de Alfonso XI, y por lo menos 5 seguros en el XV); y aunque muchos de estos fueros eran
reproducción, con muy leves modificaciones, de ciertos modelos o tipos, y otros eran de escasísima
importancia, su número crecido acusa la persistencia del sentido particularista. Al lado de ellos rige,
aunque muy mermado y contradicho en no pocas de sus leyes, el Fuero Juzgo, de cuya vigencia y
de cuya consideración como ley general por los jurisconsultos hay testimonios de los siglos XIV y
XV; notándose respecto de él que, a pesar de su carácter de ley común, sigue la corriente
dominante, ya tomando la consideración de fuero municipal (en este concepto lo dio Fernando III a
Córdoba: § 288), ya sufriendo modificaciones regionales, como se observa comparando la
traducción al romance del tiempo de Alfonso IX (?) que se conserva en Santiago y las que corrían
por Castilla.
La tendencia unificadora se manifestó, no obstante, diferentes veces. En el mismo orden de
los fueros, Alfonso X dio uno (1254) —llamado de las leyes, Libro de los Concejos de Castilla,
Fuero castellano, Fuero Real y de otros modos— que no es otra cosa sino un modelo más completo
y sistemático que todos dos anteriores, pero hecho sobre la base de estos mismos y del Fuero Juzgo,
con adiciones, y conservando el sentido del derecho visigodo y del leonés y castellano elaborado
durante los primeros siglos de la Reconquista, salvo algunas modificaciones. Abraza este Fuero el
derecho político, el judicial, el civil, el penal y el mercantil, desarrollados en 4 libros; según dice el
proemio, obedeció su redacción a la carencia del fuero propio en que una gran parte del reino estaba
teniendo que regirse meramente por fazañas, alvedríos y costumbres muchas veces perniciosas, por
lo que los mismos pueblos pidieron al rey que les diera ley nueva. Se adoptó el Fuero Real como
336

regulador del tribunal regio para las apelaciones y casos de corte, y además se concedió por primera
vez como municipal a Aguilar de Campóo (1255), y con el mismo carácter se fue extendiendo a
otros pueblos, v. gr., Burgos, Valladolid, Simancas, Tudela, Soria, Ávila, Madrid, Plasencia,
Segovia, etc., constituyendo, en suma, uno de aquellos fueros tipos de que hablamos (§ 288) y el
más extendido de todos. El primitivo texto sufrió modificaciones (del propio Alfonso X en 1278-79,
de las Cortes de Valladolid en 1293) y tuvo además variantes locales, acusadas en las diferencias de
las copias manuscritas que nos quedan. Su importancia revélase, no sólo en las modificaciones que
acaban de citarse y en el gran territorio a que alcanzaba su vigencia, mas también en las cuestiones
jurídicas que produjo su aplicación, según se ve en un manuscrito de carácter jurídico que a, veces
acompaña a las copias del Fuero Real con el título de Leyes del Estilo o declaraciones de las leyes
del Fuero, y que si no, puede calificarse seguramente de documento legal (pues no consta que lo
promulgasen rey ni Cortes), sirve para mostrar —aunque el manuscrito sea producto de la iniciativa
privada de algún jurisconsulto, ya como recopilación de jurisprudencia, ya con otro carácter— el
esfuerzo de adaptación de las costumbres, tradicionales a la obra de Alfonso X, o el choque de ella
con nuevas necesidades de los tiempos, e indudablemente, también, vacíos y obscuridades de que
adolecía.
Más seguridad hay respecto de otro grupo de leyes llamadas Nuevas, que se dicen
promulgadas por Alfonso X, después del Fuero Real, y que, a juzgar por el epígrafe que abraza
muchas de ellas, obedecieron también a dudas de los jueces en punto 1 la aplicación del derecho. En
las diferentes copias que han llegado a nosotros, el núcleo principal de estas leyes aparece
adicionado con otros, variables de copia a copia, y que en algunos, puntos acusan bien la mano de
un compilador particular y no de un legislador. De todos modos, las Leyes nuevas sólo comprenden
algunas materias del derecho: relaciones de cristianos y judíos en cuestión de préstamos;
procedimientos civiles y herencias.
Por este camino, como se ve, la unificación jurídica avanzaba, poco, pues el mismo Fuero
Real, no obstante su mucha extensión (que revelan algunos de sus nombres), no comprendía sino
mínima parte de los municipios establecidos en los vastos territorios de la corona castellana. A
lograr de golpe esa unificación se ha supuesto que Alfonso X y su padre dedicaron no poca atención
y trabajo, traduciendo su propósito en obras jurídicas que se han hecho célebres y que pasamos a
examinar.

455. El Setenario, el Espéculo y Las Partidas.


A Fernando III se le atribuye, como ya vimos (§ 288), no sólo el proyecto, sino el principio de
ejecución de un código que, por deber componerse de siete partes, se llamó Setenario, y cuya
terminación hizo Alfonso X. Así se dice, efectivamente, en el prefacio de la obra que, con un libro
dedicado a exponer materias teológicas y canónicas, constituye todo lo que del Septenario ha
llegado a nosotros en un manuscrito del siglo XV; pero es lo cierto que ni rigió como ley, porque no
fue promulgado, ni el carácter del texto autoriza a reputarlo como trabajo verdaderamente
legislativo, sino más bien enciclopédico y doctrinal, ni, en fin, puede siquiera presumirse hoy la
orientación que llevaría el cuerpo del libro, ya en el sentido tradicional del Fuero Real, ya reflejando
influencias romanistas.
De la misma época de Alfonso X, y redactada por su orden o por iniciativa privada, es otra
compilación de carácter jurídico, análoga al Setenatio: la llamada Espéculo o Espejo de todos los
derechos (nombre muy usado en aquel tiempo en toda Europa para designar tratados doctrinales),
de que han llegado a nosotros fragmentos conservados en un manuscrito de fines del siglo XIII o
principios del XIV. En el prólogo se dice que este libro fue redactado «escogiendo de todos los
fueros lo que más vale y lo mejor, y con consejo y acuerdo de autoridades eclesiásticas, de ricos
hombres y de jurisconsultos, y que fue comunicado a los pueblos para que se rigiesen por él; pero
esta última circunstancia no está comprobada por ningún testimonio histórico; así que la nueva
tentativa de unificación (si realmente la hubo) no llegó tampoco a realizarse. El Espéculo fue, sin
337

embargo, utilizado como libro de estudio y consulta por los juristas de la época, según se deduce de
manuscritos del siglo XIV en que aparecen confrontadas sus doctrinas con las leyes vigentes y con
tratados doctrinales.
No fue el Espéculo la última obra de este carácter producida en la época de Alfonso X. El
intento de una gran compilación jurídica aparece repetido años después en un nuevo trabajo más
amplio, semejante en algunas cosas a los anteriores, pero de mayor trascendencia y de suerte muy
distinta: el que se llamó Libro de las leyes, y que por estar dividido en siete partes, fue denominado
ya en el siglo XIV Las Partidas o Leyes de Partidas, nombres que han prevalecido y hoy son los
que se usan para designarlo. Se empezó a escribir en 1256 y se terminó en 1265, según parece.
Tuvo como fuentes los fueros y buenas costumbres de Castilla y León (v. gr., el Fuero Juzgo, el
Real, los de Cuenca y Córdoba), el derecho canónico vigente (Decretales), los jurisconsultos
romanos que figuran en las Pandectas y los comentaristas italianos del Derecho justinianeo. De
estos tres elementos, los preponderantes son el canónico y el romano, y aunque no siempre se
aceptan servilmente, sino que se modifican sus doctrinas en ciertos puntos (§ 439), el aspecto
general de Las Partidas es el de una enciclopedia o compendio metódico de esas dos fuentes de
derecho, que señalan una novedad grande en la historia jurídica de Castilla, tanto por lo que añadían
como por lo que modificaban el derecho tradicional visigodo y de los fueros en el orden civil y en
parte del público. La redacción de Las Partidas fue obra de varios jurisconsultos, cuyos nombres no
se citan en el texto, bajo la inspección del rey y con más o menos intervención (que esto no puede
determinarse) del propio Don Alfonso, literato de empuje, como veremos.
¿Qué intención pudo tener el monarca al producir la compilación del Libro de las leyes? ¿Fue
la de componer una enciclopedia de carácter jurídico, análoga a otras que en diferentes órdenes de
conocimientos hizo siguiendo la corriente de la época (favorable en los países musulmanes y los
cristianos a este género de obras), o bien quiso redactar una ley, un Código expresivo de las nuevas
influencias canónica y romanista para imponerlo como ley común —que, por consiguiente, había de
anular el Fuero Juzgo, los municipales y el propio Fuero Real— a todos sus súbditos? Esto último
parece desprenderse de un párrafo del prólogo de Las Partidas, en que se dice: «tenemos por bien y
mandamos que se gobiernen por ellas (todos los de nuestro señorío) y no por otra ley ni por otro
fuero», y de otros pasajes análogos que contienen varias leyes de la misma colección; y aunque lo
mismo se lee en el Espéculo, que nunca fue ley, la declaración, suficientemente explícita y repetida
en otros pasajes, no existe menos por ello y parece autorizar aquella deducción. De ser ésta exacta,
chocaría no obstante con varios significativos hechos del reinado de Don Alfonso, a saber: la
prohibición de que se usasen en Castilla las leyes romanas, hecha en carta del mismo rey a los
alcaldes de Valladolid (Agosto 1258), de una parte; y de otra, la constante confirmación que en
diferentes Cortes hizo de los fueros locales (Zamora, 1274; Valladolid, 1255; Sevilla, 1256), el
otorgamiento de muchos nuevos (la mayor parte de los de la segunda mitad del siglo XIII son de
Don Alfonso) y la misma promulgación del Fuero Real: hechos anteriores, coetáneos y posteriores a
la redacción de Las Partidas, y con los cuales contradecía el propio rey el carácter y propósitos de
esta compilación.
De cualquiera manera que se explique esta contradicción de Don Alfonso, el hecho es que
Las Partidas no se sancionaron como ley común y obligatoria, ni en el reinado de aquél ni en el de
sus sucesores hasta Alfonso XI (§ 456). Continuaron éstos, como hemos visto, dando fueros
municipales, autorizando el Juzgo y el Real, introduciendo modificaciones en éste y persiguiendo
todo lo que fuese contrario a los privilegios locales, con lo cual oponíanse, no sólo a la pretensión
de vigencia de Las Partidas, sino a las innovaciones que representaba la doctrina de éstas.
Y, sin embargo, la compilación de Alfonso X fue ganando terreno en la sociedad. Entre los
estudiosos, principalmente los abogados, y en las Universidades —elementos influidos
notablemente por el derecho romano y el canónico— sirvieron Las Partidas de libro de consulta y
de texto, como se ve por las acotaciones de las copias manuscritas de los siglos XIII y XIV, por el
hecho de leerse y comentarse en las clases universitarias (incluso de Portugal y Cataluña) y por la
338

publicación de fragmentos sueltos, como trozos de doctrina. Favorecía esta tendencia el carácter
propiamente doctrinal (científico, ético e histórico) que no pocas de las leyes tienen, análogamente a
lo que ocurre con muchas del Fuero Juzgo (§ 139). Sin duda, por influencia de los juristas que se
formaban en las Universidades y que ya iban pensando notablemente en los negocios públicos
(Alfonso X dice en más de un lugar de sus obras que consultaba a los «sabedores del derecho»),
muchos puntos de Las Partidas fueron introduciéndose a guisa de doctrina jurídica, autorizada por
el gran prestigio del derecho romano, en la práctica de los tribunales y en las consultas de los
pleitos. No de otro modo se comprende que en algunas Cortes (v. gr., en las de Segovia de 1347) se
represente al rey contra ciertos particulares de Las Partidas, que si no se hubieran aplicado como
ley, no cabría que las calificasen los peticionarios como desafuero. En las de Alcalá (1348), el
Ordenamiento confirmado por Alfonso XI parece también aludir a conflictos surgidos por la
aplicación de leyes de Partidas; y, sin duda, la corriente favorable a éstas había llegado a ser muy
fuerte, puesto que en el mismo Ordenamiento se acuerda promulgar la compilación de Alfonso X,
haciéndola obligatoria en todo lo que no contradijese los fueros municipales, el Fuero Real y los
privilegios de la nobleza. Con esto se completó la iniciativa del rey Sabio; de una manera franca y
legal podían ya en adelante influir sobre el derecho positivo las doctrinas canónicas y romanistas y
realizar la modificación del derecho tradicional de León y Castilla.
A Don Alfonso X se debió igualmente una ley especial sobre los adelantados mayores y un
ordenamiento de las casas de juego, de que ya hemos hablado.

456. La legislación desde Alfonso XI a los Reyes Católicos.


El Ordenamiento de Alcalá no se limitó a dar fuerza de ley a Las Partidas con las salvedades
indicadas, sino que formuló un cuadro de la jerarquía de las fuentes de derecho positivo. Colocó en
primer lugar las leyes acordadas en aquellas Cortes y que tocaban diferentes puntos del derecho
político, el judicial y de procedimientos, del civil, el penal y el de hacienda pública, introduciendo
novedades importantes, a varias de las que hemos hecho ya referencia (§ 439-440); seguían el Fuero
de las leyes o Real («que se usa en nuestra corte, y algunas villas de nuestro señorío lo tienen por
fuero») y los municipales, cuya vigencia ratificó Alfonso XI, salvo en las cosas que son «contra
Dios y contra razón», reservándose también el derecho de mejorarlos y enmendarlos; y venían por
último, como supletorias, Las Partidas, «como quiera que hasta hoy no consta que hayan sido
publicadas por mandato del rey, ni fueron tenidas por leyes». Igualmente confirmó los fueros o
privilegios de la nobleza y sus vasallos, el especial de rieptos (§ 447) y el general de fijosdalgo, que
sobre la base del que se dice dado en las Cortes de Nájera (§ 288) ordenó Altonso XI y consta al
final del ordenamiento. Respecto de Las Partidas, el rey advirtió que las había hecho «concertar y
enmendar en algunas cosas que cumplían», es decir, que el texto de ellos vigente desde entonces no
era el mismo que dio Alfonso X, habiéndosele reformado con arreglo a las necesidades de la época,
y siendo también de notar que las leyes nuevas del Ordenamiento, cuya autoridad era preferente,
modificaban de una manera substancial muchas doctrinas importantes de la compilación alfonsina
(v. gr., en los procedimientos judiciales, en los contratos, en el régimen de bienes matrimoniales, en
las herencias), manteniendo el derecho tradicional del Fuero Real y los municipales, en gran parte.
La variedad legislativa continuó, como se ve, en los mismos términos en que la dejara
Alfonso el Sabio; y su biznieto, no sólo la confirmó en el Ordenamiento de Alcalá, sino que la
remachó con otorgamiento de muchos fueros municipales, como ya hicimos notar (§ 454).
Los elementos comunes del derecho positivo iban, sin embargo, creciendo en número y
ganando terreno rápidamente. La gran actividad legislativa de las Cortes y el sentido cada vez más
absoluto de los reyes—que se traducía en la frecuencia y abundancia con que legislaban motu
proprio en cédulas, albalaes, cartas y ordenamientos—iban echando, sobre la diversidad jurídica de
los fueros, una balumba de disposiciones de observancia común que venían a mermar el campo
especial de las leyes locales y a derogar muchas de sus disposiciones. Y así fue cómo se hubo de
cumplir el proceso unificador, sin publicar ningún código general común ni abolir expresamente los
339

fueros, sino confirmándolos y aun aumentándolos, según hemos visto y se siguió haciendo en
Cortes de los siglos XIV y XV y en disposiciones reales; pero estas confirmaciones y aumentos
tenían cada vez menos valor efectivo, representaban una exención más aparente que real, cercenada
de día en día en mayor grado. Los ordenamientos de Cortes y las disposiciones regias habían ido
modificando y unificando el derecho político; el judicial y penal y el relativo a la hacienda (§ 448),
que constituían precisamente la base particularista de los fueros; y por estos conductos pasaron
también las novedades de derecho civil y procesal de Las Partidas a ser, de ley supletoria, ley
preferente. En la apariencia, no se varió la jerarquía de fuentes que señala el Ordenamiento de
Alcalá; pero desde el mismo Alfonso XI hasta los Reyes Católicos, en el fondo variaron mucho las
cosas, viniendo a ser lo principal aquel poder de mejorar y enmendar los fueros que el monarca
reivindicaba para sí y mediante el cual se entronizó el nuevo derecho en la mayor parte de las
relaciones sociales. Coincidiendo con esta dirección, Pedro I hizo nueva depuración del texto de
Las Partidas en las Cortes de 1351, y los reyes posteriores confirmaron repetidamente la vigencia
de la compilación de Alfonso X. Es de notar el hecho de que diferentes Cortes del siglo XV
(Madrid, 1433 y 1458; Valladolid, 1447; Medina, 1465) pidan la formación de nuevas
compilaciones legales y aclaraciones en las existentes: nueva comprobación de esa gran
complejidad que tenía el derecho positivo y de las confusiones y dudas que a la continua se
producían al determinar lo que en cada caso era verdaderamente obligatorio.
A Pedro I se ha venido atribuyendo un código comprensivo de los fueros especiales de la
nobleza, y conocido con el nombre de Fuero viejo de Castilla. Ignorábase la existencia de este
Código, hasta que a fines del siglo XVIII dos eruditos aragoneses hallaron su texto en manuscritos
antiguos y lo publicaron dando por segura su autenticidad; pero el hecho de estar lleno de
inexactitudes el prólogo en que se explica la historia del Fuero viejo y se pretende que Pedro I lo
concertó y promulgó de nuevo en 1356; la circunstancia de contener leyes expresivas de estados de
derecho que es muy dudoso tuvieran efectividad en Castilla, y la depuración de las fuentes reales de
Su texto verificada modernamente, no permiten creer que fuera nunca código legal, sino
compilación hecha en el siglo XV por iniciativa y para fines particulares, sobre la base de otras
compilaciones también privadas y del Ordenamiento de Alcalá, aunque con variantes notables: si
bien el compilador muestra estar bien enterado del derecho vigente, a juzgar por la concordancia de
muchas leyes del Fuero con documentos auténticos de la época. Las fuentes de los privilegios o
fueros de la nobleza en este tiempo hay que buscarlas principalmente en los diplomas, en el Fuero
Real, en Las Partidas y en el ordenamiento de fijosdalgo que dio Alfonso XI.
Ya veremos cómo los Reyes Católicos modificaron semejante estado de cosas y hasta qué
punto.

457. Ejército y Marina.


Fundamentalmente, no varía la organización del ejército. Sigue reclutándose merced a la
obligación del servicio militar que recaía en los nobles y los Concejos, conservando cada unidad
(mesnada, milicia concejil, etc.) cierta independencia, con bandera y constitución especiales. Don
Alfonso X recordó en una de sus leyes de Partida la obligación del servicio militar en que estaban
los clérigos cuando se trataba de guerra contra los moros, incluyendo a los obispos y prelados que
tenían tierras del rey o heredamiento, los cuales debían ir personalmente, o enviar cuando menos, a
sus caballeros y servidores. Los vasallos de las iglesias no se libraban del servicio ni aun en los
casos en que los clérigos estaban exentos. Tan sólo se advierte en esta época, como notamos, un
crecimiento en las fuerzas particularmente propias y sostenidas por el rey (§ 438). Fíjanse, no
obstante, más claramente los cargos de ciertos funcionarios que dan alguna unidad al ejército: tales
los caudillos o generales; los adalides, especie de jefes de Estado Mayor nombrados por el rey a
propuesta de 12 soldados expertos, y encargados de acaudillar el ejército, de dirigirlo bien en su
camino, de proveerlo convenientemente y de juzgar acerca de las cuestiones que se promovieren en
las cabalgadas, como, v. gr., las procedentes del reparto del botín; los fronteros o jefes militares de
340

las fronteras, y los alfaqueques, que intervenían en el rescate de los cautivos y servían de intérpretes
con los musulmanes. De los adalides dependían (y por ellos eran nombrados) los almocadenes, jefes
o caudillos de los peones o infantes.
Técnicamente, progresa mucho el arte de la guerra. Las Partidas distinguen, además de los
caballeros, varias clases de soldados: los peones, armados con lanzas, dardos, cuchillos y puñales;
los ballesteros, los almogávares de a caballo y de a pie, soldados ligeros, veteranos, dedicados
especialmente a la guerra de fronteras y sacados de los almocadenes, etc. Respecto de todos
consigna la Partida II los deberes militares y las condiciones técnicas que han de reunir, explicando
también las reglas generales de la guerra en punto a cabalgadas, asaltos, sitios de ciudades, modo de
aposentar las tropas, acémilas y bagajes, sorpresas, algaradas, etc. Los tratados medio legales,
medio doctrinales del arte y el derecho de la guerra, eran entonces frecuentes, y ejemplo de ellos,
anterior a Las Partidas, fue el llamado Fuero viejo de las cavalgadas, escrito sobre la base de los
textos forales.
El uso de la pólvora, que se introdujo por entonces en España (a mediados del siglo XIII),
extendido rápidamente y aplicado a diferentes operaciones, no modificó por el pronto las
condiciones y táctica de la guerra ni la organización del ejército. A mediados del siglo XIV aparece
ya la artillería en el ejército castellano, en forma de pequeños cañones llamados cerbatanas o
culebrinas, de hierro forjado, con refuerzos de lo mismo. Se disparaban sobre una horquilla o cubo
de madera, y sus proyectiles eran de piedra en los comienzos, luego de plomo y de hierro. Hasta
algún tiempo después no adquirió verdadera importancia el uso de los cañones; y en cuanto a las
demás armas de fuego, no se generalizaron sino mucho más tarde. Continuóse, pues, peleando del
mismo modo que en los siglos anteriores: con armaduras de hierro, lanzas, hachas, espadas y
ballestas, que sustituyen al arco antiguo y tienen mayor precisión y alcance. En tiempo de Enrique
II se introdujo en España —por influencia francesa— el uso de la armadura completa que trajeron
las compañías blancas.
El reparto del botín se hacía conforme a reglas determinadas: el rey cobraba la quinta parte y
retenía para sí las villas, fortalezas, palacios y navíos del enemigo, más la familia, servidumbre y
bienes particulares del jefe o rey vencido. Este derecho lo podía ceder el monarca a otra persona. El
resto del botín se reparte entre los guerreros, según sus grados y merecimientos militares. Las
cabalgadas tenían leyes especiales. Los soldados recibían además indemnizaciones (encha) por las
heridas y por las pérdidas de los objetos de su pertenencia; y en caso de muerte, la encha, cuya
cuantía es mayor, se transmite en parte a los herederos. Esta indemnización se deducía del botín. La
paga o soldada, que se generaliza a medida que el ejército real va siendo mayor y sustituyendo a las
mesnadas (y que aun en éstas era obligatoria, en parte) producía ya en estos tiempos disturbios de
consideración; pues no permitiendo satisfacerla siempre los apuros del Erario, los soldados se
amotinaban y saqueaban las aldeas y campos, como se ve por las quejas formuladas en las Cortes de
Ocaña de 1469. Para la resolución de las cuestiones referentes a los repartos, y otras especiales de la
vida militar, actuaban de jueces los jefes y se formaban tribunales.
En punto a marina, el impulso dado por Fernando III fue continuado resueltamente por sus
sucesores. Alfonso X, no sólo hizo construir un arsenal en Sevilla para las naves de guerra, sino que
organizó por primera vez, con independencia de las naves que prestaban los marinos cántabros, una
escuadra real castellana, compuesta de diez galeras nuevas, cuyo servicio había de ser permanente.
Para el gobierno de esta fuerza y el régimen de la marina, creó dos almirantazgos, uno con
residencia en Sevilla y el otro en Burgos, este último para vigilar las atarazanas del Norte y reunir
en caso preciso las demás galeras con que contribuían a la guerra las villas de la costa, dando una
cada villa, con sesenta remos, por tres meses. Esto no impidió, sin embargo, que Sancho IV tuviese
que utilizar (como siempre se había hecho) naves genovesas a sueldo, sin dejar de construir otras en
Sevilla. De este modo, reuniendo los tres contingentes (las galeras del arsenal real, las del
Cantábrico que acudían al servicio de guerra y las genovesas), consiguió el almirante castellano dos
victorias notables (1284 y 1292) sobre la armada de Abu Yúsuf. También se sirvió luego Sancho IV
341

(para el sitio de Tarifa) de naves aragonesas.


Los grupos de población vasca que se domiciliaron en las costas mediterráneas, y los
establecimientos mercantiles que crearon allí desde 1293, influyeron notablemente en el desarrollo
y mejor organización de la marina castellana del Sur, y aun en la italiana, introduciendo algunos de
los tipos de sus embarcaciones.
Las leyes de Partidas, que dedican todo un título a la «guerra que se faze por mar» (así como
otro anterior al ejército), consignan reglas acerca de las condiciones de esta guerra y de las cosas y
hombres que en ella se emplean, deteniéndose a explicar cómo debe ser el almirante o jefe superior
de la armada; los comitres o capitanes, elegidos por 12 peritos; los naocheros o pilotos; los proeles,
gentes de proa que entran primeramente en combate; los alieres, que van en los costados; los
sobresalientes, ballesteros, etc. En punto a clases de buques, distinguen las Partidas los grandes,
llamados carracas y naos, de dos palos y de uno, y los menores, conocidos con nombres diferentes
según su tipo (carracones, buzos, táridas, cocas, leños, barcas, etc.); pero advierten que en España se
llamaban «navíos o galeras grandes» a los barcos que llevan juntamente velas y remos y van
armados en guerra. Las cocas, de menor tamaño y más ligeras, introducidas por los cántabros, se
generalizaron mucho en el Mediterráneo. No es seguro, aunque hay lugar a sospecharlo, que en
tiempo de Alfonso XI empezara a usarse en los buques españoles la artillería.
Alfonso XI se sirvió en sus guerras de buques genoveses y catalanes, así como de Galicia y
Asturias; Pedro I utilizó ampliamente los buques de las villas del Norte en sus guerras con Aragón,
y Enrique II sostuvo con estas fuerzas brillante campaña contra ingleses y portugueses (1377-1400),
logrando grandes victorias. La guerra se reanudó en 1405, luchando las naves castellanas solas o en
unión con las francesas contra las de Inglaterra, cuya costa asoló el célebre almirante Pero Niño.
Los vizcaínos, entretanto, se empeñaban en guerras particulares, como la sostenida contra los
bretones y los de Bayona, o bien acudían a formar en la armada del rey de Portugal contra los moros
(1412). fue este período brillantísimo para nuestra marina, que dominaba en el Norte y en el
Mediterráneo, luchando allá con los ingleses y aquí con los moros. Con Enrique IV se inicia un
cambio de política, rompiendo la alianza con Francia que generalmente se había sostenido. La
marina castellana, al unirse poco después con la catalana-aragonesa, acreció su valor, como
veremos, y cambió de organización.

3. LA IGLESIA

458. Costumbres y organización del clero.


Después del Estado, la Iglesia católica era, como sabemos, la institución social más poderosa
e influyente, no sólo por los privilegios de que personalmente gozaban sus individuos, sino también
por sí misma, como cuerpo organizado y como influencia moral. Por desgracia, durante toda esta
época sufrió la Iglesia española graves perturbaciones en su orden interior. De un lado, la
corrupción de costumbres del clero, que inútilmente trataban de contener los Papas y algunos
insignes obispos españoles, y que llegó a extremos tales como los señalados en punto a barraganía,
a la celebración de concursos o competencias de belleza entre las monjas de Sevilla y las de Toledo,
a intervenciones tumultuosas y graves en la política de prelados como los de Sevilla y Toledo, en
tiempos de Enrique IV, a casos de indisciplina tan escandalosos como la resistencia armada del
deán de Sigüenza contra el nombramiento de obispo hecho por el Papa (1465), y a luchas
sangrientas, despojos y atropellos como los cometidos por los monjes de Melón en propiedades y
personas de los de Armenteira, y por el obispo de Mondoñedo contra los cistercienses de Meyra. De
otro lado, el Cisma de Occidente, en que hubo de tomar parte tan activa el clero español (por ser
españoles algunos de los Papas o antipapas que lo mantuvieron), era causa más que suficiente para
que reinase en la Iglesia de Castilla, como en la de los demás países peninsulares, profundo
desorden, que se reflejaba también en la irreverencia y despreocupación de las clases ilustradas,
según nos demuestra la literatura de entonces. Tampoco se consiguió sino a medias, la desaparición
342

de la barraganía, que aun parece consentida por privilegios de Alfonso X, y contra la cual se reunió
en Valladolid un Concilio presidido por el cardenal de Santa Sabina (1322), y otro en Toledo
(1339). No faltaron hombres eminentes como el cardenal y arzobispo toledano Albornoz (de quien
oportunamente se hablará), que trataron de reglamentar las costumbres y enderezar la disciplina,
reuniendo Concilios y publicando cánones; pero no fue muy afortunada su gestión. Las
consecuencias del cisma (no obstante la actitud tomada últimamente por los reyes de Castilla)
continuaron produciéndose hasta 1429, en que renunció el último Papa español (§ 472).
La organización interior, en punto a jerarquía y funciones, no sufrió modificación esencial con
relación a la época anterior, aunque sí la disciplina, que, como hemos visto, se relajó mucho en el
clero regular y en el secular; manifestándose la relajación, en otras cosas, en la desaparición de la
vida en común de muchos cabildos según la regla llamada «canónica Agustiniana», que antes
tuvieron.
Siguen, por otra parte, estrechándose más las relaciones con Roma, siendo mayor cada vez la
intervención del Papa y sus legados en los asuntos de España; esta misma intervención trajo, como
veremos en seguida, algunos cambios en las relaciones entre la Iglesia y los reyes.

459. La Iglesia y el Estado.


Efectivamente, la centralización producida a partir del siglo XI en la Iglesia y la lucha secular
del Pontificado y el Imperio, reflejadas ya en la Península desde un principio (§ 301), continuaron
produciendo sus efectos, acentuándose y traduciéndose en cuestiones sobre la gobernación de la
Iglesia española y, en especial, sobre el nombramiento de obispos, eficacia de las leyes de la Santa
Sede y asuntos análogos. Las ideas de Gregorio VII habíanse hecho generales y promovido una
literatura teológico-política que desde entonces se señala por defender, contra la teoría de la
coordinación de la potestad civil y la eclesiástica que antes reinaba, la supremacía de la segunda
sobre la primera, condensada en la proposición de que San Pedro había recibido de Dios las dos
espadas, una de las cuales (la política o terrestre) entregaron los Papas a los monarcas, cuyo poder,
por tanto, dependía de aquéllos. Esta literatura tuvo en la Península su primera manifestación en un
libro del obispo portugués Álvaro Pelayo (siglo XIII), y más tarde otras en escritores catalanes y
castellanos de los siglos XIV y XV, Eximenis, Madrigal (el Tostado), Sánchez Arévalo y
Torquemada, de quienes se hablará oportunamente; y aunque de un modo directo no influyeron
estas obras en las relaciones entre el Papado y la realeza española, por tratar el asunto de una
manera muy general y por estar posesionados de los Consejos de la Corona los jurisconsultos,
fervientes realistas y aun cesaristas, el principio de que partían no dejó por esto —merced al
desarrollo del Derecho canónico y su incorporación a las fuentes jurídicas nacionales— de producir
resultados: como se ve claramente en una ley de las de Partidas, que reconoce como uno de los
medios de adquirir el título de rey la concesión hecha por el Papa, y, juntamente, el derecho que
éste tiene de absolver a los súbditos, en algunos casos, del juramento de fidelidad, doctrinas que ya
en Aragón habían producido consecuencias, y en Castilla las produjeron más tarde.
La elección de obispos fue por lo pronto, como ya indicamos, una de las que promovieron
más choques entre los reyes y la Iglesia. Así se ve a Bonifacio VIII (1294-1303) intervenir a cada
paso en las elecciones hechas por los cabildos, y a Alfonso X, por su parte, reivindicar como
derecho de la corona la aprobación de las elecciones capitulares, fundándolo en estas tres razones:
que los reyes de España ganaron la tierra a los moros, extendieron el cristianismo y convirtieron las
mezquitas en iglesias; que fundaron otras nuevas, que las dotaron y les hicieron y hacen continuos
beneficios. El verdadero estado de hecho era en el siglo XIII, por punto general, que los obispos los
nombrara el cabildo con venia del rey y su aprobación, y que los confirmara el metropolitano
respectivo. En cuanto a éste, se afirmó más pronto la práctica de su confirmación directa por el
Papa, aunque los reyes no dejaron de intervenir en la elección, como se ve por dos casos de Toledo,
ocurridos en 1308 y 1335, bajo los reinados de Fernando IV y Alfonso XI. Teóricamente, la ley de
Partidas (5ª, del t. V, P. I) reconoce como facultad privativa de los Papas la de mudar los obispos y
343

aumentarlos o disminuirlos, pero con la condición de que fuese «a pro de la tierra o por ruego de
los reyes»; y, en efecto, a fines, del siglo XIII comienzan en España los nombramientos directos del
Papa. En el siglo XIV se hizo ya general la confirmación de éste (en vez de la del metropolitano) y
abundaron los nombramientos directos, aunque no tanto en Castilla como en Aragón. En este
mismo tiempo hubo en Castilla tres arzobispados y veinticuatro obispados.
Usaron los reyes también el derecho de echar o extrañar del reino a los prelados cuando éstos
obraban contra los intereses o deseos de aquéllos, y mantuvieron el de prohibir la publicación de las
bulas pontificias que pudieran perjudicar al Estado, como hicieron Sancho IV, Fernando IV,
Alfonso XI y otros, entre ellos, particularmente, Juan II. De igual manera siguieron resistiendo las
intrusiones de la jurisdicción eclesiástica (de que ya se dio cuenta: § 444 y 445), procurando afirmar
la real en todo lo que convenía a la buena marcha de la justicia criminal y civil, e iniciando para ello
la institución de los recursos de fuerza, o apelaciones al rey cuando los tribunales eclesiásticos
quisieran conocer privativa e indebidamente de un asunto, o impidieran la acción de los jueces
reales, o cometieran vejación o injusticia, siendo el primer caso práctico de esto último, el recurso
entablado por los clérigos parroquiales de Ávila contra el obispo y los canónigos (1258). Alfonso X
fijó en varias leyes de Partidas los asuntos en que perdían su fuero exento los sacerdotes, a saber:
los pleitos sobre propiedades y herencias entre clérigo y seglar; los delitos de falsedad, herejía,
desobediencia o denuesto al obispo; usurpación de título; desprecio de la excomunión y otros de
carácter religioso o disciplinar, aparte de los delitos comunes; consignando también que el fuero
gozado por los obispos de no poder ser compelidos a presentarse ante ningún juez seglar, no era
válido cuando el rey les mandase venir ante sí. El mismo Alfonso XI, rey piadosísimo, muy
dadivoso con las iglesias y monasterios, guardó los derechos del Estado prohibiendo que los legos
citasen para sus pleitos ante jueces eclesiásticos en asuntos que pertenecían a la jurisdicción
temporal; que los clérigos y hombres de religión fuesen alcaldes, abogados y escribanos; que los
tribunales eclesiásticos entendiesen en pleitos civiles reprimiendo los abusos con que aquéllos
procuraban, mediante excomuniones y otros medios, hacer valer su jurisdicción; que dejasen de ser
castigados los clérigos delincuentes, amenazando con intervenir la justicia real caso de que no
procurase el castigo la eclesiástica, etc., sobre todo lo cual insistieron los reyes posteriores. Mas, por
otra parte, se afirmó la jurisdicción de la Iglesia en las causas espirituales y sus conexas, como
diezmos, primicias, ofrendas, patronatos, sepulturas, beneficios, excomuniones, entredichos,
competencias entre jueces eclesiásticos, demarcaciones de iglesias, artículos de fe, sacramentos,
matrimonios, nacimientos, usuras, divorcio, adulterio y robos sacrílegos.
Una de las cosas que más molestaban a los monarcas y a los pueblos, era la frecuencia con
que el Papa nombraba o procuraba nombrar para beneficios, abadías, priorazgos y aun obispados, a
extranjeros, «con daño de los naturales y perjuicio de la riqueza común», porque éstos «sacaban del
reino muchos bienes»; aunque ese derecho aparece reconocido en una ley de Partidas (Iª, tít. 16,
Part. I) como superior al de los obispos, abades, priores y cabildos, que tradicionalmente hacían
esos nombramientos. Clamaron contra la novedad los procuradores, y Alfonso XI, Enrique II, Juan I
y otros reyes acordaron, de conformidad con ellos, pedir al Papa que no insistiese en tales
nombramientos, sino que se hicieran siempre en personas de estos reinos. Semejantes reclamaciones
surtieron poco efecto, y los mismos reyes solían faltar a ellas cuando así les convenía.

460. Vida económica de la Iglesia.


Otra de las cuestiones que movían entonces el interés público era la de los bienes
eclesiásticos. Ya hemos visto cómo (§ 429), por concesiones de los reyes y donativos de
particulares, se habían ido acumulando-propiedades en las iglesias y monasterios. Sucesos varios
(como la terrible mortandad que por epidemia hubo en Castilla en los años 1349, 50 y 51)
produjeron nuevas y numerosas donaciones de los aterrorizados fieles; y aunque sabido es que, no
por pertenecer a lugares religiosos, dejaban de pagar tributos las tierras y vasallos, máxime
habiendo sido antes de otra condición (§ 429), y además Alfonso X había logrado la concesión del
344

diezmo de las propiedades eclesiásticas, así como luego se obtuvieron otros tributos, ello es que
semejante acumulación de inmuebles preocupaba al país, quien pidió más de una vez en Cortes se
prohibiesen las adquisiciones de heredades a favor de las iglesias, y sobre todo de los monasterios,
declarando nulas las ventas, donaciones, etc., que de ellas se les hicieran. Esta prevención no
obedecía a prejuicios antieclesiásticos, sino a conveniencias sociales de una parte (para evitar el
poderío de los nobles, abades, etc., en tierras incluidas antes en término de un Concejo: § 450); y
del fisco por otra (para eludir las cuestiones de exención): como lo prueba el hecho de prohibirse las
adquisiciones no sólo para clérigos, sino también para nobles, pueblos, hospitales, etc. Las
Partidas, no obstante, reconocieron el derecho absoluto de las iglesias a adquirir toda clase de
bienes procedentes de particulares y de clérigos, aunque hacen constar (ley 27, tít. VII de la Part. I)
los abusos de poderío económico a que había llegado la Orden del Císter poseyendo villas, castillos,
diezmos, iglesias, vasallos y ejerciendo jurisdicción, y los prohíben, de acuerdo con los decretos de
la Iglesia, al propio tiempo que mantienen la obligación de tributar por las tierras que fueron antes
de condición pechera.
La concentración, pues, de inmuebles, continuó produciéndose en manos de los cabildos.
Órdenes y corporaciones, al paso que en la clase noble se desarrollaba la concentración de los
mayorazgos. Así tendía la propiedad, por diferentes caminos, a la amortización, cuyos dos
principales perjuicios eran someter la clase cultivadora a condición perpetua de usufructuaria y
producir la incultura de muchas extensiones de tierra.
Por su parte, los clérigos no dejaban de representar a los reyes contra usurpaciones y
desconocimientos de sus bienes y derechos, que cometían los nobles y los jueces reales; y en
muchos casos tenían razón, como, por ejemplo, en los de encomiendas o protectorados de templos o
monasterios, ejercidos por personas poderosas que solían trocar la protección en despojo y tiranía, y
en otra clase de encomiendas o concesiones de monasterios y abadías a cardenales, prelados
extranjeros y aun simples tonsurados, que igualmente explotaban la concesión. Pero aunque hubo
rey, como Juan I, que reconoció ser de derecho divino la inmunidad eclesiástica real o de los bienes,
prevaleció la fuerza de las quejas que formulaban los procuradores, y los mismos monarcas llegaron
hasta consignar como ley (Juan II) que en caso de apuro podían apoderarse de la plata de las
iglesias, si bien en calidad de devolución.
Entre los ingresos nuevos de la Iglesia, sancionados por el poder civil y de que en parte se
aprovechó éste, hemos mencionado ya los diezmos y primicias (§ 429).

461. Herejías y supersticiones.


No sufrió la Iglesia castellana de las herejías tanto como la catalana, en esta época; pues
aunque apareció en León un núcleo de albigenses (§ 250) a comienzos del siglo XIII (1216-32),
duró poco y no dejó, al parecer, rastros. Lo mismo sucedió con otras herejías, como la de Pedro de
Osma y la de fray Alonso Mella. En cambio preocuparon mucho, y con razón, las supersticiones,
muy extendidas y arraigadas merced a la falta de cultura del pueblo y aun de los señores,
procediendo a veces de influencias musulmanas y judías. Contra ellas trabajaron continuamente los
prelados y los Concilios, y el poder civil, por su parte, las persiguió con penas, como se ve
particularmente en Las Partidas (7ª, tít. 23) respecto de los adivinos, agoreros, hechiceros,
nigromantes o encantadores de espíritus, vendedores de hierbas mágicas, y otros así, que en realidad
eran truhanes (como las mismas Partidas les llaman) que lucraban con la credulidad de las gentes
ignorantes y aun de clérigos, religiosos, beatos y beatas, como dice una ley de Juan I.
Respecto de los herejes, hemos visto en general lo establecido legalmente por Alfonso X y
practicado ya en tiempo de su padre (§ 446). El poder civil los castigaba con penas que variaban
desde el destierro y confiscación de bienes, nota de infamia e incapacidad absoluta política y civil, a
la muerte en hoguera (Fuero Real y Partidas). Conocidos el delito y el delincuente, abría el proceso
la jurisdicción eclesiástica (§ 444), y dada sentencia, se relajaba o entregaba el condenado a los
jueces ordinarios del rey para que aplicasen la pena correspondiente. La relación, pues, entre la
345

Iglesia y el Estado era en este punto igual a la que se estableció en Aragón (§ 327), salvo la
existencia de un tribunal eclesiástico privativo (§ 446). Don Álvaro de Luna (§ 395), entre cuyos
enemigos políticos figuraban muchos judíos conversos —de los cuales algunos habían llegado a
ocupar altas posiciones en la Iglesia y el Estado—, indujo, según parece, al rey Don Juan II a que
solicitase del Papa (Nicolás V) el nombramiento de inquisidores especiales contra los judaizantes (§
434); pero el intento no llegó a realizarse. En 1475 renovó la tentativa el Pontífice Sixto IV,
nombrando a su legado Nicolás Franco inquisidor, y tampoco llegó a cumplirse esta orden. Las
cosas continuaron, pues, hasta los Reyes Católicos, tal como las había establecido Alfonso X,
renovando los monarcas sucesores suyos (Alfonso XI, Enrique III) las penas citadas y
particularmente la de confiscación, sin duda porque la mitad de los bienes confiscados pasaban a
poder de la Cámara Real. Respecto de los judíos y mudéjares, ya vimos especialmente las penas que
se les imponían por incumplimiento de algunas de las restricciones que, a partir del siglo XIV sobre
todo, fueron limitando su antigua libertad (§ 432, 433 y 434).

462. Las peregrinaciones y los romeros.


En los párrafos 278 y 345 hemos hecho alusión a la importancia que en la Edad media tenían
las peregrinaciones a lugares sagrados. Hacíanse las peregrinaciones, unas veces por pura devoción,
otras en cumplimiento de votos o de penitencia canónica, y no pocas por gusto de viajar y de buscar
aventuras, aprovechando los beneficios económico-jurídicos de que gozaban los que las llevaban a
cabo. En el siglo XIV se impuso también la peregrinación como pena civil, según consta de
sentencias dadas en Flandes, en Francia y Alemania. El nombre de peregrino (viajero) aplicóse en
general, por el vulgo y por las mismas leyes, a todo el que realizaba un viaje a lugar santo; y aunque
propiamente se distinguía entre romero (peregrino que va a Roma), palmero (el que va a Jerusalén)
y peregrino, se usaron indistintamente la primera y la última denominación. A los que iban a
Santiago de Galicia se les llamaba también, en el extranjero, jacobitas.
Fue Santiago (y con él la iglesia de San Salvador de Oviedo, notable por sus muchas
reliquias) de los puntos más visitados en las peregrinaciones y de mayor celebridad en el mundo
entero. Sábese que ya en el siglo IX eran numerosos los peregrinos que iban a Compostela; siguió
en el XI esta costumbre, según testimonios de privilegios reales y autores mahometanos, y aumentó
en el XI, figurando ya entre los peregrinos personajes extranjeros de alcurnia, como el duque de
Aquitania. En el siglo XII la afluencia fue enorme, de todas las partes del mundo, según enumera un
documento contemporáneo; siendo de esta época los primeros relatos de viajes a Santiago que han
llegado hasta nosotros. En 1122 concedió el Papa la fiesta llamada del jubileo, que se había de
celebrar los años en que el día de Santiago cayese en domingo, elevando juntamente la
peregrinación a Compostela a la categoría de mayor, con idénticas ventajas espirituales que las de
Jerusalén, Roma y Loreto. Esto hizo que aumentaran todavía más las romerías en el siglo XIII,
contándose entre las más celebres de este tiempo las de los cruzados frisones, que en 300 barcos
llegaron en 1217 a Lisboa, la de ciertos peregrinos de Groninga (cuyo relato se conserva) y la de las
damas suecas Ingrid y Matilde, acompañadas de gran número de jóvenes de origen noble. Los
siglos XIV y XV son la edad de oro de las peregrinaciones a Santiago. Las crónicas escandinavas de
este tiempo abundan en noticias de viajes de este género. En París se formó una cofradía para
perpetuar la memoria de las peregrinaciones y se fundó un hospital de peregrinos de Santiago. En
las sentencias civiles antes mencionadas se impone, por regla general, la visita al sepulcro del
Apóstol. Vienen entonces a Compostela delegados reales, como los de la reina Margarita de Suecia
(1412) y los de Luis XI de Francia; nobles como el barón de Rosmithal, Oswald de Wolkestein,
Kaspar Schlick; obispos como el de Arzendjan (Armenia); pintores como Van Eyck, y multitud de
gentes, entre ellas dos frailes catalanes, que en 1465 fueron enviados por la ciudad de Barcelona
para pedir al Apóstol que la librase de la peste, y dos capellanes que con idéntico motivo acudieron
en 1475 enviados por la parroquia de Santa María de Palma de Mallorca. Sólo de Inglaterra
llegaron, en 1434, 2.990 peregrinos con 65 naves. De esta época quedan por fortuna numerosos (y
346

algunos amplios) relatos de los viajes, particularmente de los verificados por alemanes. Uno de ellos
(Schlick) fue «de romería a Compostela (1416) con otros caballeros alemanes de la casa del
emperador Segismundo, y sesenta cabalgaduras, ricamente vestidos y aderezados».
Dada la diversidad de motivos que llevaban a la peregrinación y la diferencia social de los
peregrinos, claro es que no todos hacían el viaje de igual manera. El peregrino perfecto iba a pie
(como se sabe de muchos de los de Suecia), después de vestir el sayal con esclavina y tomar en la
iglesia del pueblo de donde partía el bastón simbólico. Por lo común hacíase el viaje en grupos que
entonaban cánticos como el llamado de Ultreya (en que se referían los milagros de Santiago), el de
los peregrinos flamencos y otros. Los caminos seguidos desde la frontera, eran varios; generalmente
se designaban con el nombre de «caminos franceses». Pasaban unos por León, subían otros a
Oviedo, y aunque en los primeros tiempos estuvieron muy abandonados, luego los reyes y las
personas caritativas se ocuparon en mejorarlos, recomponerlos, colocar de sitio en sitio hospitales y
asilos, destinando a ello parte de las rentas de las villas, tierras, etc., donada a las iglesias y
monasterios importan-,tes que se hallaban al paso de los peregrinos. Al propio tiempo se trató de
asegurar la vida e intereses de los que viajaban contra los ataques de salteadores y de nobles
codiciosos, que aun a mediados del siglo XV detuvieron y robaron a dos embajadores de Fernando
III de Alemania. La legislación de los siglos XIII y XIV, particularmente el Fuero Real, Las
Partidas y ordenamientos de Cortes (v. gr., las de Alcalá de 1348), tratan de los peregrinos y
romeros, de su protección por las autoridades contra los fraudes de posaderos (albergueros),
cambiadores de moneda, comerciantes, etc. Ya en Santiago, los peregrinos acuden a la puerta de la
Gloria (§ 353), en cuyo pórtico se detienen; y entonces empiezan las ceremonias de recepción en la
iglesia, que variaban según los visitantes fuesen excomulgados o no, según el motivo de la
peregrinación, etc. Antes de salir de Santiago, todo peregrino se procuraba las simbólicas conchas y
las medallas, naturales o de metal, que atestiguaban el viaje (y que los industriales compostelanos
tenían siempre a la venta), y con ellas adornaban la esclavina y el sombrero (§ 204).

4.—INSTITUCIONES SOCIALES

463. La sociedad familiar.


Conocemos ya cuál era la organización de la familia en el siglo XII y comienzos del XIII (§
307-308), conforme a los datos que arrojan la legislación foral y los documentos públicos y
privados de aquella época. La vigencia no interrumpida de aquel derecho y de las costumbres
locales, hace presumir que, fundamentalmente, no variara hasta el siglo XV semejante organización,
en la cual no deben perderse de vista las diferencias regionales, que, dentro de las líneas de carácter
general, ofrecen, v. gr., un tipo solidario y colectivista en el N. y NO. (familia rural asturiana,
compañía gallega, etc.) y otro más individualista hacia el S. Contra esta permanencia de la vida
familiar antigua trabajaban, desde tiempos anteriores a Don Alfonso X, dos elementos de gran
fuerza: las doctrinas de la Iglesia católica, enemigas naturales de la laxitud de costumbres que se
observa en los fueros, y partidarias de centralizar en la curia eclesiástica las causas matrimoniales, y
el derecho civil romano (§ 455), muy diferente en no pocas cosas del creado en Galicia, León y
Castilla por concurrencia de varios factores. La influencia de estos dos elementos forzosamente se
había de sentir en la sociedad, y ya hemos visto cómo, en efecto, se produjo la del segundo,
representado por la compilación de Las Partidas (§ 455). En el Fuero Real, no obstante las bases
sobre que reposa (§ 454), nótase ya el peso de las doctrinas canónicas en la prohibición de la forma
matrimonial a yuras, dando por válida tan sólo la de bendición (§ 307), y en otros particulares.
Continúa, no obstante, tolerando la barraganía de casados; prohibiendo los matrimonios entre
libres y siervos (§ 431); consintiendo el homicidio de la hija y de su amante o de uno de los dos, en
caso de relación ilícita; admitiendo cierta legítima de los hijos de barragana en concurrencia con los
legítimos (el quinto, a voluntad del padre), doctrina que, si les perjudica comparándola con lo que
disponían los fueros de Soria (un cuarto de la herencia), de Logroño, de Ayala y otros, les favorece
347

en cuanto suprime la condición que en algunos fueros se impone de haber nacido antes que los
legítimos. En punto a las hijas, aunque para verificar el matrimonio sostiene la necesidad del
permiso de los padres so pena de desheredación, establece decididamente el Fuero Real un límite a
esta dependencia en los 25 años (30 según algunos códices).
Las Partidas, por el contrario, adoptaron en este punto doctrinas muy contrarias al derecho
tradicional. Aceptando la doctrina de las Decretales, no sólo sancionan la competencia de la curia
eclesiástica en las causas de matrimonio, divorcio, etc., arrancándolas completamente de la
jurisdicción civil, sino que aceptan todos los impedimentos de derecho canónico cuya dispensa
correspondía al Papa, y confirman la necesidad de las solemnidades religiosas, que hieren de muerte
el matrimonio a yuras. En cambio derogan la prohibición de los matrimonios entre libres y siervos.
Por otra parte, y recogiendo las disposiciones del derecho justinianeo, cambian el régimen de bienes
en la familia, aceptando que la dote la lleve la mujer en vez de darla el marido, y suprimen los
gananciales y el derecho de viudedad, adoptando en vez de éste el de la cuarta parte de la herencia
para la viuda pobre que no aportase dote. En lo tocante a las relaciones entre padres e hijos, por una
contradicción que se explica en virtud del carácter enciclopédico de Las Partidas y la variedad de
sus fuentes, establecen una potestad del padre tan dura como la de los primitivos germanos, puesto
que comprende la facultad de matar al hijo y hasta de comérselo en caso de apuro en ciudad sitiada,
enormidad que tomó, sin duda, de leyes feudales extranjeras; trastornan los derechos hereditarios de
los descendientes, fijando la legítima en un tercio si hay tres hijos, un medio si hay cinco o más y
permitiendo la concurrencia de ellos con personas extrañas; y dejan indecisa en este orden la
situación de los ilegítimos, pues que en una ley les niegan la participación en la herencia, y en otras
les conceden dos dozavas partes, no habiendo legítimos. Por lo que toca a otros miembros de la
familia, otorgan el derecho a la herencia abintestado hasta el grado 12º; en su defecto, permiten que
se hereden mutuamente marido y mujer y luego hacen pasar los bienes al Estado. En fin, prohíben
la troncalidad en los. Abuelos. Pero la reforma más grave que sancionan es la de los mayorazgos,
que ataca la igualdad entre los hijos (§ 426) y que arraigó mucho y rápidamente en las costumbres.
Las demás. no fueron aceptadas por el Ordenamiento de Alcalá; y como éste, según vimos, no
declaraba aplicables Las Partidas sino en aquello que no contradijesen al Fuero Real y los
municipales, de preferente observancia, legalmente no se cambió el orden de cosas establecido. La
única modificación que en el Ordenamiento se encuentra, es la de la ley de Fuero Real relativa al
adulterio de la mujer desposada, permitiendo que el esposo, en vez de hacer siervos suyos a los dos
adúlteros, pueda matarlos, pero no a uno solo. Posteriormente al Ordenamiento, las órdenes,
cédulas, albalaes, etc., de los reyes hasta Enrique IV, tampoco señalan aceptación de las doctrinas
romanistas; antes al contrario, confirman varias leyes del Fuero Real, entre ellas la de los
gananciales. Como novedades que merecen la pena de indicarse, sólo se encuentran el permiso
concedido a las viudas de casarse antes del año y la prohibición de heredar a los hijos de barraganas
de clérigos, coincidiendo en esto con las medidas restrictivas de la Iglesia (§ 458). Sin embargo,
Las Partidas siguieron influyendo en las costumbres, y ya veremos en la época siguiente cómo
acabaron por imponerse.

464. La propiedad.—Instituciones económicas.


Una serie análoga de hechos se produjo en cuanto al derecho de propiedad, y en general a las
relaciones económicas entre las personas. Socialmente, la propiedad había crecido mucho y había
variado de forma, o mejor dicho, adoptó, al lado de las primitivas (agricultura y ganadería, en punto
al medio explotado; colectivismo, concentración en pocas manos y cultivo servil, por lo que toca al
disfrute), otras nuevas, resultantes del progreso de la población y de los cambios sufridos en las
clases sociales. Así se fueron haciendo cada vez más importantes la riqueza urbana y la mueble, que
procedía de las industrias y el comercio; y la gran masa de propiedad señorial cultivada por gentes
siervas y semisiervas se disgregó, permitiendo —al amparo de los municipios, de la libertad
concedida a los foreros o solariegos y de la conversión de los cultivos serviles en arrendamientos—
348

la formación de una clase de pequeños propietarios que la legislación foral amparaba, dificultando
que nuevamente fuese absorbida por los nobles. Continuó, sin embargo, produciendo efectos la
antigua dependencia de la propiedad respecto de la condición social de las personas,
particularmente en lo que se refería a los tributos debidos al rey y a los señores. En tesis general,
tierra de noble era tierra exenta, libre; tierra de plebeyo, pechera. Casándose una mujer noble con un
villano, los bienes de ella convertíanse en pecheros; pero a la muerte del marido volvían a ser
exentos, con tal de que la mujer rechazase la condición de villana que había recibido con el
matrimonio. Por análoga razón, toda ganancia de tierras que hiciera un solariego, seguía la
condición de éste y se atribuía al solar en cuya dependencia estaba, a menos que procediese de
realengo, en cuyo caso quedaban a salvo los derechos del rey en punto a la tributación. Así se ve
todavía en leyes del Ordenamiento de Alcalá. Precisamente a esta influencia grande de la condición
social del propietario en la condición jurídica de ,a propiedad se debieron las frecuentes
prohibiciones forales y generales de ventas a los señores y a las iglesias. Sin embargo, vimos ya que
el peligro de la concentración se reprodujo del lado de las entidades eclesiásticas, contra las que
Alfonso XI hubo de declarar nuevamente en el Ordenamiento de 1348 la libertad económica de los
solariegos; y las Cortes clamaron muy a menudo contra ella (§ 460). La referida libertad económica
hallábase, no obstante, limitada por muchas trabas correspondientes a un sentido socialista de la
propiedad, como las ya citadas de vender a determinadas personas; la de las tasas en dotes, fiestas y
vestidos; las de fijación de precios en las mercancías y en los jornales, según explicaremos; las de
los tanteos y retractos de parientes (§ 309), y otras así. Al propio tiempo, los privilegios concedidos
a la ganadería, cada vez mayores, según se verá en lugar oportuno, limitaban el derecho, de los
dueños de tierras. Por último, señalaban la persistencia de costumbres colectivas los muchos
comunales que en los pueblos se repartían periódicamente (§ 292), constituyendo gran parte de la
propiedad territorial de los vecinos. En orden a las relaciones entre éstos, y por lo que tocaba a la
forma de establecerse las de obligaciones y contratos, reinaba tradicionalmente la mayor libertad y
sencillez, lo mismo que en las disposiciones testamentarias, rechazándose el uso de solemnidades
embarazosas. Contra esta libertad fueron las leyes de Partidas, resucitando todas las formas
solemnes y complicadas que para los contratos reconoció el derecho justinianeo, y aumentando las
de los testamentos (que ya en el Fuero Real se fijaban más escrupulosamente que en los
municipales y en el Juzgo) bajo tres formas: ante escribano, ológrafo y por testigos. Pero en este
punto, Las Partidas no hallaron tampoco confirmación en el Ordenamiento de Alcalá, sino que éste
declaró que en cualquier modo o forma en que un hombre quisiera obligarse, quedaba obligado; y
para los testamentos, si bien acentuó las formalidades con relación al Fuero Real, no llegó a lo
dispuesto en Las Partidas. En punto a las formas de la propiedad, la compilación de Alfonso X,
como influida por las doctrinas romanas, representó un sentido individualista que en el fondo
llevaba consigo la destrucción de las comunidades familiares y populares; pero no dejó de
reconocer la institución de los comunales de vecinos, sin introducir cambios en este punto, aunque
también sin acoger ni especificar el derecho consuetudinario que a ellos se refería.
Aplicó, por otra parte, extensamente toda la teoría formalista y minuciosa del derecho romano
en punto a los modos de adquirir, que en el Fuero Real y en los municipales falta por completo,
callando en cuanto a la de adprisión, tan extendida en las leyes locales (§ 204). También se advierte
en Las Partidas la importancia que iban adquiriendo los censos en su forma enfitéutica y en la
reservativa (entrega de una cosa inmueble con reserva de una pensión anual), muy usada por los
nobles y por las iglesias y monasterios en sustitución de las antiguas explotaciones serviles y como
fuente segura y cómoda de renta. Ya veremos en cuán alto grado se desarrolló más tarde esta
institución, tanto en aquellas formas como en la consignativa, que se aprovechó mucho para la
realización de obras públicas. Por último, la teoría de la posesión que puede dar lugar al dominio, y
la de la prescripción, aparecen también en Las Partidas completando y modificando las leyes
anteriores: así, en el Fuero Juzgo, el término ordinario para prescribir las cosas era de treinta años;
en los municipales se bajó a un año y un día, favoreciendo la consolidación de la propiedad en el
349

proceso de repoblación; y Las Partidas elevó a tres el número de años para las cosas muebles y a
diez entre presentes y veinte entre ausentes para las inmuebles, exceptuando de prescripción las
cosas sagradas, las nacionales y comunales y la servidumbre. Esta reforma no fue aceptada por
Alfonso XI, que ratificó el plazo de los fueros. Con referencia a la jurisdicción real, ya vimos lo
establecido (§ 438).

465. Los gremios y las cofradías.


Fuera de la familia y de los organismos políticos (municipios, hermandades, etc.), por una
parte, y los religiosos por otra, el espíritu de asociación de la Edad media no parece haberse
manifestado aquí en más instituciones que las del orden comercial e industrial (gremios) y las
semirreligiosas, semiciviles de las cofradías de laicos. Las corporaciones de industriales y
comerciantes se constituían, generalmente, como hemos visto en la época anterior (§ 345), con los
individuos dedicados a un mismo oficio; y aunque crecen mucho en número a partir del siglo XIII,
y es evidente que por la cualidad de sus miembros había de darse siempre en ellas el elemento
técnico y profesional, junto con el de resistencia contra todos los peligros externos, no es fácil
discernir bien siempre (de los documentos que hoy poseemos) si predominaba en ellas el fin
económico u otro cualquiera de los fines sociales que pueden alcanzarse corporativamente. En
rigor, la palabra gremio, que tiene un sentido lato equivalente a la agrupación de oficio, no debe
aplicarse más que a las corporaciones de carácter profesional (predominante o único), cuya
organización hemos trazado ya en líneas generales (§ 345). No siendo así, las asociaciones
gremiales se confunden con el tipo más general de las confraderías o cofradías y hermandades (que
podía constituir toda clase de individuos para mejor lograr el cumplimiento de un fin social o
político, o de varios, y bajo una advocación religiosa) y con los simples cuerpos de oficios. En estas
formas es como nos aparecen agrupados los menestrales desde el siglo XII, según vimos, y sobre
todo, ya con entera claridad (fueros de Santiago), en el XIII. Don Alfonso X, en un Ordenamiento
de 1258, alude a los fines lícitos que podrían legitimar la formación de cofradías; tales como dar de
comer a los pobres, hacer luminarias, enterrar a los muertos, celebrar comidas funerarias, y las
prohíbe para los fines políticos (negándoles siempre la facultad de nombrar alcaldes propios) y para
los inmorales o contra justicia: prohibición repetida varias veces por los monarcas posteriores, en
particular por lo que se refería a las cofradías, ligas o hermandades defensivas o políticas, según ya
vimos (§ 450). Ejemplos de cofradías lícitas de menestrales con fines distintos que el económico y
técnico, son la de Nuestra Señora de la Balesquida, de Oviedo, que tenía a su cargo un hospital,
visitaba enfermos y presos, asistía a los entierros y misas, celebraba comidas en común, etc.; la de
recueros y mercaderes de Atienza, nacida quizá en el siglo XII y de que se conservan estatutos del
XIII, y algunas de Sevilla, como la de sastres. En la de Atienza, aparte los fines piadosos y de
socorro mutuo, son de advertir el carácter obligatorio que pretende para todos los del oficio, y el
intento de una jurisdicción privativa de los cofrades ante el director o preboste y sus oficiales
(provisores).
Pero lograron más desarrollo e importancia las que no excedían del campo propio de los
oficios e industrias, muy favorecidas por los reyes en esta época, que si por algo se caracteriza en
este orden es por el exceso de legislación referente a la vida industrial. Para formarnos una idea
concreta de lo que eran en el siglo XIII estas asociaciones, expondremos la organización de la de
zapateros, de Burgos, cuyas ordenanzas se otorgaron en 1259. Presidía la corporación un cabildo o
junta, con funciones ejecutivas. Los acuerdos generales los tomaban todos los asociados reunidos en
asamblea. El cabildo designaba de su seno cuatro jurados, veedores o inspectores del oficio, para
evitar fraudes y engaños en el uso de los materiales. Las ordenanzas fijaban también los días
festivos en que debían de vacar los zapateros, y establecían la institución de los aprendices (§ 321),
haciendo pagar a cada menestral que tomase uno de éstos dos maravedises. Las multas se
destinaban, en parte, para sostener un hospital. Estas primitivas ordenanzas, autorizadas tan sólo por
el Concejo, fueron en 1270 confirmadas por el rey, y presentan ya el tipo de un verdadero gremio.
350

Lo mismo se ve en las de tejedores de Soria (1283), que establecen minuciosas reglas técnicas
obligatorias sobre la manufactura. Esta reglamentación (de que volveremos a tratar en sitio
oportuno) no era, después de todo, más que la continuación ampliada, y cada vez más estrecha, de
aquella intervención de los Concejos en cuestiones del orden económico, que hemos visto en épocas
anteriores (§ 202). La historia de estas ordenanzas en él siglo XIV nos es todavía muy poco
conocida, por falta de documentos; pero, en cambio, poseemos datos muy importantes de
legislación general sobre las clases trabajadoras durante ese siglo, consignados en ordenamientos de
Cortes que ya expondremos; así como numerosas concesiones de privilegios reales a gremios como
el de monederos de León (1324), el de los pastores (1347) y el de los cirujanos (1324). La
conclusión que se saca del examen de estos documentos es que la dependencia en que al principio
estaban los gremios respecto del Concejo (sin cuya aprobación no parece que tenían fuerza legal los
estatutos), se traslada de un modo declarado al rey como jefe central del Estado, aunque no cesa por
completo la intervención del municipio.
El siglo XV nos es mejor conocido por lo que toca a la vida interna de los gremios, merced a
la abundancia de los estatutos que han llegado hasta nosotros, v. gr., los de Sevilla, Toledo y
Burgos. En él se nos manifiesta ya de un modo clarísimo la corporación de oficios como verdadero
gremio, generalizando y perfeccionando el tipo de los del siglo XIII, que hemos citado. En virtud de
esta determinación, las asociaciones de menestrales pierden en importancia respecto de aquellos
fines sociales que muestran las cofradías, y se concretan casi en absoluto al económico y
profesional estrechamente reglamentado, o lo anteponen a los otros. Se precisan y diferencian mejor
que antes los órganos directivos del gremio y sus funciones respectivas; se determina
minuciosamente toda la parte técnica; se hace obligatorio el gremio y se generalizan los exámenes
como condición para el ingreso y para los ascensos en la jerarquía, además del pago de ciertos
derechos de entrada, según se ve en ordenanzas de zapateros, coqueros y chapineros de Burgos. Una
de las leyes de Partidas habla particularmente de la educación de los aprendices y de la
remuneración que han de dar a los maestros.
Los gremios así organizados tienen sus bienes propios (inmuebles, censos, rentas, etc.);
asisten a las procesiones, invitados como el Concejo y los caballeros; intervienen en la
administración concejil (Ordenanzas de Oviedo, 1262); acuden al ejército, y extienden su acción a
obras de beneficencia y a servicios de carácter público (Ordenanzas de Burgos, 1481), celebrando
fiestas especiales el día del santo patrón del oficio.
Las cofradías y gremios de mudéjares eran frecuentes en esta época, y se señalan por el gran
desarrollo de la protección mutua y de los fines religiosos y de beneficencia.

Aragón
466. Clases sociales.
No se conoce la historia de las clases sociales aragonesas con tanto pormenor como la de las
castellanas, faltando respecto de aquéllas estudios profundos que abundan en lo tocante a éstas.
Cabe, no obstante, trazar las líneas fundamentales de la evolución sufrida en la época que nos
ocupa. Nótase en la primera parte de ella un recrudecimiento del sistema social privilegiado, en el
sentido de aumentar la importancia de la nobleza y extremar sus derechos sobre las clases
inferiores, y en el ejercicio del poder público. En la segunda mitad, como natural reacción contra
semejante retroceso, origínanse luchas cruentas entre el rey y los nobles (§ 468), que en parte
reducen la condición de éstos, sin que alcancen ni aun a preparar siquiera la emancipación de las
clases serviles, no conseguida hasta tiempos muy posteriores.
La jerarquía nobiliaria de ricos hombres de natura o barones, mesnaderos-caballeros e
infanzones (§ 310), se afirma en las diferentes leyes que dan los sucesores de Jaime I, con la
particularidad de que en 1451 se abolió en las Cortes de Calatayud la antigua costumbre de nombrar
el rey infanzones de fuero o de carta y crear nobleza de origen plebeyo. Continúa el derecho de los
351

ricoshombres a recibir del rey tierras, honores y caballerías, y la obligación de repartirlos a su vez
entre los mesnadores vasallos, y de prestar el servicio de guerra al monarca en las condiciones que
luego se expondrán (§ 471). Igualmente vienen obligados a devolver al rey, cuando quiera que se
los pida, los pueblos y castillos que recibieron en honor, estándoles prohibido imponer tributos
nuevos y desusados a los pobladores de estos lugares, así como agraviarlos y oprimirlos. Los
deterioros y perjuicios causados en tales concesiones por los ricoshombres, debían ser reparados a
sus costas con pérdida, además, del derecho a recibir nuevos honores. Tampoco pueden construir
castillos sin permiso del monarca, ni tener vasallos en encomienda en pueblo de otro; pero sí
comprar bienes de vasallos del rey, cosa que en Castilla se evitaba. Podían ir los nobles a servir a
otro príncipe fuera del reino, pero siempre que con esto no perjudicasen al rey ni al país. Estaban
exentos de los tributos llamados boalaje y herbaje, cobrando además para sí el monedaje que sus
vasallos debían al rey; pero los infanzones pagaban las caloñas o multas en caso de homicidio hecho
en persona vasalla del monarca.
El clero afirmó sus privilegios, así como la inmunidad de las iglesias y monasterios que ni el
rey podía quebrantar, excepto tratándose de ladrones, asesinos y traidores, para quienes no eran
aquellos edificios lugar de asilo. Se excluye de fuero a los clérigos en asuntos pecuniarios, pero se
les reconoce jurisdicción privativa en los eclesiásticos y aun el derecho de conocer en el tribunal del
obispo las reclamaciones de los legos contra ellos.
La clase media cobra cada día más alientos, como se desprende de la importancia de los
municipios durante esta época; pero márcanse en ella dos corrientes distintas: una propiamente
feudal, notable en los Concejos del N. (Huesca, Barbas-tro, Zaragoza, etc.), cuyo prurito es obtener
privilegios análogos a los de la nobleza, con la cual se alían y luchan contra los reyes; otra,
democrática, representada por las comunidades del Sur, que siguen una dirección más burguesa. De
una y otra parte, los privilegios obtenidos aumentan la consideración social de esta clase y mejoran
su condición.
Los siervos o villanos salen perdiendo con todas estas reformas y agitaciones. La sujeción en
que vivían de parte de los señores se hace más pesada y dura, a consecuencia de las ventajas
obtenidas por los nobles, y quizá también a impulso de las teorías romanistas, que se interpretaban
en sentido favorable al dominio señorial. Lo cierto es que la servidumbre se acentúa en esta época,
particularmente desde las reformas políticas de 1283, cuando iba ya desapareciendo en otras partes:
sin que las luchas sociales que se desarrollan al fin de ella en Cataluña, se extendieran por Aragón,
ni lograran aquí la libertad de los villanos. Verdad es que, como hemos dicho antes, los
ricoshombres tenían prohibido, por ley de 1247, agraviar u oprimir a los pobladores de las tierras
obtenidas en honor; pero contra esta prohibición prevalecían en los señoríos costumbres opuestas,
de que son muestra las discusiones de las Cortes de Zaragoza de 1381, antes de las cuales (en 1380)
se había reconocido la jurisdicción plena, con mero y mixto imperio, de los señores en sus
territorios. En estas mismas se trató, según consta de la Observancia CIX, «de la pretensión que los
nobles y caballeros y cualesquiera señores de vasallos tenían de poder tratar bien o mal a sus
vasallos, porque los vecinos de Anzanego, lugar de las montañas de Jaca —que era de un caballero
que se llamaba Pero Sánchez de Latrás—, obtuvieron cierta inhibición contra su señor para que no
los maltratase; y los del brazo de los nobles propusieron que aquella inhibición que se había hecho
por el rey, o por su canciller en su nombre, era contra fuero, atendiendo que ni el rey ni sus
oficiales se podían entrometer a conocer semejante caso; antes cualquiera noble o caballero o
cualquier señor de vasallos del reino de Aragón, podían tratar bien o mal a sus vasallos, y si
necesario era, matarlos de hambre o sed o en prisiones. Y suplicaron al rey que mandase revocar lo
que contra su preeminencia se había atentado. Y después de haber altercado sobre este negocio, y
muy discutido, el rey mandó revocar aquella inhibición que se había proveído». Respecto de los
infanzones, dice una ley que si un vasallo de ellos mata a otro vasallo, puede el señor prenderlo y
matarlo por hambre, sed o frío, aunque para ajusticiarlo por pena capital o externa necesitaba acudir
al rey o al baile. El Justicia (§ 312) carecía de jurisdicción para favorecer a los vasallos de nobles
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(villanos de parada), y el brazo popular no hizo petición alguna en Cortes a favor de aquéllos hasta
tiempos muy posteriores (1626). Documentos de mediados del siglo XV dan cuenta de compras, de
lugares señoriales «con hombres y mujeres, así cristianos como sarracenos y judíos, jurisdicción
civil y criminal, alta y baja y mero y mixto imperio».

467. Judíos y mudéjares.


Los mismos hechos que se producen en Castilla durante esta época, en punto a la condición
social de judíos y mudéjares, repítense en Aragón. Los judíos son perseguidos y vejados, no sólo
por las muchedumbres, sino por la legislación, que restringe sus derechos. Así, les priva de ser
fiadores por personas de su religión, de ser colectores de contribuciones, de utilizar el asilo de las
iglesias, de batirse y desafiar a cristianos. En cambio, les sujeta a pagar los diezmos de la Iglesia y,
les permite la usura, mientras se les cierran otros caminos de ganancia lícita, como que se les obliga
a no ejercer sino esta industria odiosa y odiada por el pueblo. En el orden religioso, se les obligó
más de una vez a oír los sermones de los dominicos catequistas. Al mismo tiempo se producen
matanzas en las juderías de toda la corona de Aragón, incluso Mallorca, en cuya capital son
asesinados 300 judíos. Muchos de los sobrevivientes emigran al África. A comienzos del siglo XV
(1412), las predicaciones de San Vicente Ferrer consiguen bautizar a un número considerable de
judíos (20.000 según se dice), que entran a formar la nueva clase de marranos. Poco después, el
Papa Benedicto XIII convoca en Tortosa un Congreso o Concilio (1413-14) —novedad introducida
ya en el siglo XII y muy extendida sobre todo en Aragón, Cataluña, y Provenza— para discutir
públicamente con los rabinos, y concluye por prohibirles la lectura del Talmud y de los escritos
polémicos anticristianos. La decadencia de las comunidades judías fue con esto muy rápida en
Aragón. Sin embargo, consta, a fines del siglo XIII, la celebración de reuniones de judíos ricos,
convocados por el rey para tratar de asuntos relativos a su interés y a los del reino; reuniones
repetidas en el XIV, como la de 1354 a que concurrieron representantes de todas las aljamas del
reino de Aragón, quienes redactaron un estatuto o Memorándum, en virtud del que las comunidades
hebreas habían de elegir cinco diputados (2 por Cataluña, 2 por Aragón, 1 por Valencia y Mallorca)
con plenos poderes para pedir y negociar con el rey sobre los asuntos que importasen a los judíos; y
aunque, por retraimiento de los aragoneses, no se cumplió lo acordado, conserva el hecho de la
reunión todo su valor, unido al de juntas o asambleas religiosas que eran frecuentes en el siglo XIV.
Los mudéjares fueron más afortunados. Se reglamenta su traje, v. gr., obligándoles a no llevar
el pelo cortado en redondo ni usar garceta (trenza formada con el pelo del lado de las sienes, que se
deja crecer), se les abruma a tributos, pagaderos ora al rey, ora a las Órdenes militares, ora a los
señores, según la dependencia en que cada pueblo o grupo sometido era colocado; pero, en cambio,
siguen poseyendo magistrados propios y mezquitas y celebrando las ceremonias de su culto
públicamente —como las fiestas del ramadán, las romerías a sepulcros de santones, etc.—, no
obstante las prohibiciones de los Papas, v. gr., Clemente V (Concilio de Viena de 1311). En este
punto de la libertad religiosa se llegó al extremo de una desenfadada indiferencia, cuya base, tal
vez, era en los reyes la consideración positiva del interés económico nacional en punto a población,
tributos y cultivo del campo, y seguramente en los señores, el provecho personal de recibir rentas y
tener poblados lugares que amenazaban quedar yermos. Así se ve, en documentos de fines del siglo
XIV, otorgar los nobles toda clase de libertades religiosas a los moros de una localidad, a cambio de
pechos y servicios y con la prohibición de vender las propiedades a cristianos clérigos, caballeros e
infanzones.
Los privilegios generales otorgados por los reyes fueron notables. Pedro III concede a los
moros que elijan libremente el lugar de su residencia y que vendan y compren a su arbitrio cosas
prohibidas antes; Alfonso III coloca (1528) las causas criminales de ellos bajo la jurisdicción de los
tribunales cristianos o del portant veu (sustituto del procurador del rey), cuyas funciones eran
tutelares y de más ventaja para los mudéjares que la acción de sus propios jueces; y los mismos
bailes o justicias extreman su magnanimidad hasta en pormenores como permitir que la aljama de
353

Calatayud (1354) tenga una carnicería especial, con carnicero cristiano que «matase las reses y
portiese la carne según el rito judío». No es maravilla que con todo esto las aljamas aragonesas
fuesen durante el siglo XIV muy importantes en población y riqueza, como testimonian las cifras de
sus tributos en Huesca, Teruel, Zaragoza, Borja, Daroca y otras poblaciones (1315). Lo mismo
ocurría en Valencia; y en conjunto, cabe decir que la población rural en todo el territorio era
principalmente mudéjar, bajo la ley del señorío y del usufructo censual (exarico).
Con el siglo XV cambia bastante el carácter de la legislación, que propende ya a restringir la
libertad religiosa y a colocar a los mudéjares cada vez más bajo el imperio de los tribunales y
autoridades cristianas, impidiendo también su emigración al reino de Granada, que parece hubo de
ser frecuente. Manifestaciones de este sentido son la prohibición de las ceremonias del culto público
(hecha por Martín I en 1403), y el Concilio de Tortosa de 1429, dedicado a renovar antiguas
restricciones, si bien esto logró muy escasa eficacia. Los mudéjares servían al rey en la guerra y
fueron, por lo general, tropas muy fieles.

468. La organización política.—El Justicia de Aragón.


Con más claridad que en Castilla, y en términos más acentuados, se marca en Aragón la lucha
característica de la época entre el rey y la nobleza, representando ésta el principio reaccionario en
sentido feudal —procurando aumentar y afirmar sus privilegios políticos y dar a la constitución del
Estado un corte aristocrático—, y defendiendo por su parte el rey, no sólo el robustecimiento de su
soberanía, sino también un sentido más igualitario del derecho y, por de contado, la integración en
el poder central de las funciones y resortes de gobierno de la nación. También como en Castilla
(según hemos advertido), concurren con los nobles en la lucha no pocos Concejos de marcada
tendencia feudal, en daño del desarrollo lógico, democrático, de la institución municipal burguesa.
La lucha fue en Aragón más breve y los resultados más decisivos que en Castilla. Comienza
por triunfar la tendencia aristocrática, imponiendo, aun en vida de Jaime I (en las Cortes de Ejea de
1265), un cambio en las atribuciones del Justicia, nombrándolo Juez especial de los pleitos entre los
ricoshombres y el rey (§ 312), aunque procediendo siempre de éste el nombramiento, y juez
también particular de los pleitos entre nobles, segregando así atribuciones que eran antes propias del
monarca. Poco tiempo después obtienen de Pedro III, a pesar de la energía de este rey y de sus
intenciones absolutistas, el Privilegio general (1283: § 399), manifiestamente favorable tan sólo a
los privilegios de la aristocracia y de los Consejos oligárquicos. Entonces se hizo del Justicia un
juez general para todos los pleitos que fuesen a la corte, bajo la dependencia de los señores y de los
burgueses aliados suyos, pretendiendo abolir la legislación de Jaime I y volver a los antiguos fueros
y costumbres desordenadas. Consiguieron además los nobles que el rey les devolviese los bienes
usurpados antes por ellos y que había reivindicado para la corona Jaime I; que se les rebajase de la
mesnada o servicio de guerra los días de ida y vuelta y no se les impusiera tributos, como deseaba el
rey, para auxilio de las guerras exteriores; que se les concediesen de nuevo los honores de que por
sus abusos les había privado don Jaime; que pudieran afincar en territorio realengo sin pagar
contribuciones ni al Concejo ni al rey; que se les eximiese de servicios marítimos, con otros
privilegios. Resultado de esas ventajas obtenidas por los nobles, fue la lucha constante que llena el
reinado del sin fortuna Alfonso III, y el otorgamiento del nuevo Privilegio, llamado de la Unión (§
403), mucho más favorable a las pretensiones de los nobles que el General. En aquél obligóse el rey
a no proceder contra ningún adherido a la Unión sin que mediase sentencia del Justicia y
consentimiento de las Cortes; a que éstas se celebrasen todos los años en Zaragoza, y a que
nombrasen consejeros que habían de acompañar y decidir con el monarca los asuntos gubernativos
de Aragón, Valencia y Ribagorza. Si el rey contravenía al Privilegio, podían los de la Unión negarle
obediencia y elegir otro soberano sin incurrir en nota de infidelidad: con lo cual bien pudo decir
Alfonso III que «en Aragón había tantos reyes como ricoshombres». Años después (1300-1301),
Jaime II logró desvirtuar algunas de las disposiciones del Privilegio, pero indirectamente, puesto
que no lo abolió, sino que la reconoció como vigente; bien que por haber dado nuevos fueros
354

generales políticos y declarado que los anteriores quedaban en vigor en cuanto no se opusieran a
aquéllos, resultó de hecho, en su mayor parte, una restauración del derecho anterior al Privilegio.
Así, las atribuciones alcanzadas por el Justicia fueron rebajadas por el rey (§ 470). Esta restauración
relativa no fue, sin embargo, más que un paréntesis en la lucha. El partido aristocrático feudal (de
nobles y Concejos) logró nuevamente vencer, y con mayor ventaja, sobre Pedro IV (1347),
imponiéndole el Privilegio de la Unión en la parte que reconocía a la Hermandad el derecho de
deponer, desterrar y sustituir al rey si castigaba sin sentencia del Justicia y consejo de los
ricoshombres. Además, dividióse el reino en comarcas (sobrejunterías), dirigidas por delegados o
conservadores de la Unión; se toleraba en ésta una autoridad legislativa referente a promulgación de
ordenanzas generales sobre el modo de entregar y recibir castillos, pago de tributos, etc., negando al
rey los servicios personales y pechos, con otros abusos e intrusiones. La Unión no sólo ejerció actos
de irreverencia contra el rey, sino que tiranizó a los que no se conformaban con sus principios, es
decir, a los municipios democráticos del Sur y a los elementos realistas. La victoria de Épila decidió
la lucha resueltamente en favor de la monarquía. Abolido el Privilegio (§ 409), Pedro IV dio en las
Cortes de Zaragoza (1348), que renunciaron a la Unión, nuevos fueros de sentido centralizador y
realista, aunque conservando las esenciales libertades aragonesas y modificando los fueros de Jaime
II más en lo administrativo que en lo político. El Privilegio general siguió vigente en los mismos
términos que el propio Jaime II había establecido.
Desde entonces quedó la cuestión política resuelta por completo en favor de la institución
monárquica, con muerte de los partidos feudales; puesto que si al fin de este período, en el reinado
de Juan II, surgen nuevas guerras civiles en que el elemento realista lucha con otros que pretenden
negarlo (§ 417), ni esta negación era de igual carácter que la aristocrática que hemos visto (sino que
antes bien era democrática y personal), ni se produjeron aquellas guerras principalmente en Aragón,
sino en Navarra y en Cataluña, siendo precisamente los más realistas los aragoneses.
El rey, pues, afirma desde Pedro IV su poder y sus funciones soberanas, constituyéndose
efectivamente en centro y clave de la organización política. Reduce las funciones del Justicia
(vueltas a crecer, como dijimos, en favor de los nobles con la Unión) y si lo reconoce por Juez
superior y medio, a quien habían de consultar los otros en casos arduos y dudosos, administrativos y
judiciales, y le permite tener dos lugartenientes en Zaragoza; organiza a la vez un tribunal o
Consejo Real, compuesto por dos caballeros y dos letrados que acompañasen al monarca. No por
esto terminaron las tentativas de constituir al Justicia en poder independiente del rey. Hasta
entonces, y no obstante las prerrogativas alcanzadas en momentos revolucionarios, aquel cargo
había dependido directamente de los reyes en punto al nombramiento; y no fueron raros los casos de
destitución o muerte violenta de Justicias demasiado engreídos, en tiempo de Jaime I y Pedro III,
repitiéndose después de Pedro IV estos hechos. Las Cortes trataron de hacer inamovible al Justicia
para sustraerlo a la dependencia del monarca, y éste, por su parte, le hizo alguna vez firmar, al
nombrarlo, una cédula de dimisión de que podía usar a plazo fijo o cuando le pareciera conveniente,
o lo deponía si hallaba razones para ello, como sucedió con Juan Jiménez Cerdán (1389-1420), que
había cometido, al parecer, grandes inmoralidades. El sucesor de éste, Martín Díaz de Aux
(nombrado vitaliciamente) no fue mejor. Siguiendo la corriente de la época, favoreció a sus amigos,
lucró con las rentas públicas, y lejos de reprimir los males de que padecía la administración, los
agravó con su tolerancia y con su ejemplo. Para mayor seguridad, y con objeto de eludir posibles
persecuciones, Aux obtuvo de las Cortes celebradas en Alcañiz que dieran fuero prohibiendo
perseguir al Justicia por delitos que hubiese cometido como particular, declarando al propio tiempo
que el único tribunal competente para juzgarle eran las Cortes y el rey. Pero no le valió esta treta, y
Alfonso V, escandalizado por las inmoralidades de Aux, le intimó a que renunciase el oficio según
la cédula firmada y, negándose a ello, lo hizo prender y más tarde asesinar en la prisión. Las
pretensiones de las Cortes lograron no obstante éxito en 1441, declarando inamovible al Justicia;
pero esta declaración no limitó de hecho la libertad de los reyes (como no la impidió el fuero de
Alcañiz), ni mermó en nada su soberanía.
355

Las reformas de Pedro IV se extendieron también a otros órdenes. Para evitar nuevos
disturbios, mandó que no fuese Gobernador del reino ningún personaje, sino simplemente un
caballero; restableció el baile general, dependiente del rey, y dispuso que las Cortes se reuniesen
cada dos años, y no todos, como decía el Privilegio de la Unión.
Los monarcas posteriores a Pedro IV no tocaron en nada a la organización política, ni dieron
nuevos fueros de esta clase: de modo que, robustecido el poder real, abolidos los privilegios
anárquicos de los nobles y concejos feudalistas e inutilizado el cargo del Justicia mayor de que se
quisieron valer aquéllos, la Constitución aragonesa quedó establecida sobre la base- del absolutismo
real, que no suponía entonces la supresión de las libertades concejiles, ni las del orden civil que la
gran variedad de fueros y costumbres hacía muy importante. Las Cortes continuaron reuniéndose en
la misma forma que ya hemos visto (§ 314); y el hecho del Compromiso de Caspe (§ 412) puso bien
de relieve que a pesar de lo turbulento de la época y de la terrible inmoralidad de las costumbres
públicas (general en Europa), había en las clases directoras de la sociedad aragonesa, especialmente
en la burguesía, un instinto jurídico grande, nacido, sobre todo, de la influencia de los
jurisconsultos, perfectamente marcada en el carácter que se dio a la cuestión, confirmatorio a la vez
del sentido patrimonial de la monarquía.
Esta muestra de cordura dada por la clase media, no fue óbice para que manifestara en las
cuestiones interiores de su vida política el mismo espíritu egoísta que en Castilla hubimos: ya de
advertir, y que, convertido en exclusivismo por parte de los burgueses ciudadanos, provocó también
luchas con la población rural y ciudades anejas. Aunque sabemos hoy muy poco acerca de las
vicisitudes de esta contienda, bastan las noticias que se conocen para calificarla de mucho más dura
que la de los municipios castellanos y muy aproximada a los términos violentísimos que en
Mallorca tuvo (§ 496). Así en 1448 las villas de Teruel, provocadas por las autoridades y vecinos de
la ciudad, alzáronse en armas y pusieron en grave aprieto a sus opresores, y en 1469 abundaron los
choques sangrientos entre Daroca y sus aldeas. Así iba quebrantándose interiormente el poder
municipal.
Demasiado, se comprende, por otra parte, que los reyes no habían de pararse en delicadezas
para conseguir la realización de su ideal absolutista, ni siempre habrían de usar de su poder en
aquella forma mesurada y justa que el Fuero Juzgo les recomendaba particularmente, una vez
obtenida la victoria sobre el obstáculo más fuerte representado por los nobles y Concejos de la
Unión. El carácter autoritario de monarcas como Pedro IV, Fernando I, Alfonso y Juan II, no era
tampoco el más adecuado para procedimientos de templanza, ni para guardar grandes respetos a
todo lo que se opusiera al logro de sus voluntades; y así ocurrió que, sin derogar, como hemos
dicho, ninguno de los fueros generales o locales de Aragón, ni introducir cambios profundos en la
organización política, los reyes contradijeron con sus hechos la ley, cometiendo verdaderos
desafueros y arbitrariedades. Tal se vio con Fernando I en el nombramiento de castellanos para
funciones públicas, de que sólo podían ser investidos los aragoneses (§ 470) según fuero de las
Cortes de Zaragoza en 1300. En el nombramiento de baile a favor de un tal Álvaro Garabito, el rey
pretendió eludir el fuero, declarando aragonés a su protegido, por orden real, y las Cortes, con el
Justicia, se opusieron a esta superchería. El rey tampoco cedía y Garabito siguió llamándose baile,
aunque sin ejercer el oficio. Las Cortes de Maella de 1425 declararon este hecho perjudicial y lesivo
a los fueros; pero no fue el último de esta clase en la historia aragonesa.

469. La legislación.
Resultado de las luchas políticas y ,e la tendencia general de la época, favorable al cultivo del
derecho y a las compilaciones más o menos dogmáticas, la legislación fue abundante y de forma
codificada, como en Castilla. Constituyó la base de todas las reformas, la compilación de fueros
mandada hacer por Jaime I en 1247 (§ 315). Las leyes posteriores de carácter general se fueron
reuniendo como adiciones a esta compilación. Así, en 1285 se le agregó el Privilegio general; más
tarde (1300) todas las reformas de Jaime II se consignaron en un libro (el IX), añadido a los ocho
356

anteriores, y Pedro IV (1348) formó el X. Por último, en tiempo de Don Juan I y de Don Martín se
añadieron dos más (el XI y XII). Este código general, cuyo contenido se refiere en primer término,
al orden político, a la administración de justicia y a los derechos que ahora llamamos individuales,
no excluía la legislación local de los fueros concejiles y de las costumbres, referentes al derecho
civil, sobre todo. Diéronse en esta época varios fueros nuevos, como los de Albarracín (1370), de
Arán (1313), de Camprodón (1321), de Pedralva (1354), de Montesa (1289) y otros, confirmándose
el especial de los veinte de Zaragoza (1283).
Es preciso también registrar las ordenanzas de los municipios y comunidades y los
documentos privados en que se reflejan las costumbres, para formarse idea exacta de la situación
jurídica del país. Particularmente de las costumbres, empezaron a formarse en el siglo XIV (reinado
de Jaime II) compilaciones, con el título de Observancias. El primer compilador, cuya obra se ha
perdido, fue el Justicia Pérez de Salanova. Fundándose en la obra de éste y en escritos de
jurisconsultos, hizo nueva colección, aumentada con algunos actos de Cortes, Martín Díaz de Aux,
respondiendo a la iniciativa de Alfonso V, que en las Cortes de Teruel de 1427-28 dispuso la
recopilación de los usos y costumbres del reino. Estas observancias, con otras posteriores llamadas
nuevas, vinieron más tarde a formar cuerpo con los doce libros de los fueros generales. Por último,
hay que contar como elementos importantes de la legislación aragonesa, los acuerdos o fueros de las
Cortes no incluidos en los doce libros y que forman nueve cuadernos, desde 1413 a 1467.

470. La administración de justicia.


Como elemento de organización nacional en que se reflejaban a la vez las diferencias sociales,
y como elemento de gobierno en favor de la concentración del poder y la constitución de un
verdadero Estado común, la administración de justicia tiene, en los tiempos que nos ocupan, un
interés muy superior al que ahora ofrece. Por eso importa tanto registrar sus modificaciones
esenciales, para ir viendo el proceso de su desarrollo como fuerza, a la vez social y política. Mucho
hemos tenido que adelantar en lo tocante a este punto al hablar de la organización política, por la
dependencia que guardan ambos órdenes. Así hemos visto que el Justicia mayor, simple asesor o
auditor de guerra del rey en los primeros tiempos, convertido en juez especial de los nobles. (1265),
luego en juez general de la corte, con asiento en Zaragoza, llega últimamente, por el Privilegio de la
Unión, a juez medio, encargado de velar por la seguridad de los nobles bajo la inspección y consejo
de éstos. No tuvo, pues, en todo este tiempo, el carácter de poder moderador intermedio entre el
pueblo y el rey, como ha querido suponerse. Sus funciones eran propiamente judiciales, y así
quedaron después de las reformas de Pedro IV hasta el fin de la época, encargado el Justicia
particularmente de velar por la observancia de dos privilegios, de carácter penal, especialísimos de
Aragón, y que aparecen en este tiempo con toda claridad: el llamado de manifestación, análogo al
asilo, y en virtud del cual el Justicia retenía al procesado que se acogía a él para que no se le causara
vejación mientras se substanciaba el proceso, entregándolo al juez ordinario-una vez pronunciada
sentencia para que ésta se ejecutara, y el de las firmas, en virtud del cual daba el Justicia provisión
para que se respetasen la propiedad y posesión de un litigante y no se le privara de la libertad
mientras no fuese vencido en el juicio, ante el juez o tribunal competente. Los acogidos al primer
privilegio eran custodiados en la cárcel de los manifestantes.
Por desgracia, más de una vez el Justicia faltó a los sagrados deberes de su cargo, como
hemos visto (§ 468), y las Cortes, que tanto habían procurado la exaltación de aquel cargo
(haciéndolo incluso presidente de ellas), crearon un organismo fiscalizador de sus funciones
judiciales, el llamado Tribunal de los diez y siete, que tenía por misión inspeccionar y moderar los
agravios que causara el tribunal o Consistorio del Justicia formado por cinco individuos, doctores
en derecho, que el rey nombraba a propuesta de las Cortes.
Por su parte, el rey debía dar, según los fueros, audiencia pública todos los viernes o los
sábados. Los jueces habían de ser naturales de Aragón, y tomaban diversos nombres según sus
funciones y jerarquía, como bailes, justicias, zalmedinas, jurados, jueces, alcaldes y sobrejunteros.
357

Todos debían prestar juramento antes de entrar a ejercer el cargo, y les estaba prohibido exigir
dinero por administrar justicia y admitir dádivas, etc. La competencia de los sobrejunteros aparece
establecida en las leyes de Jaime II en la siguiente forma: cumplir y hacer cumplir las sentencias del
Justicia de Aragón, los mandatos que éste hiciese en nombre del rey, los del gobernador de Aragón
y las sentencias de los demás jueces; perseguir y prender a los malhechores, en especial a los
ladrones y homicidas, y entregarlos a los justicias de los pueblos para el proceso; obligar al
ejecutado o compelido a que indemnice las costas del pleito al querellante. Estábales prohibido citar
y embargar sin orden del rey, del Justicia, gobernador o jueces, castigar a nadie antes de que fuese
juzgado, exigir salario a las partes, etc. Los abusos en la administración de justicia debían ser
análogos a los que en Castilla hemos advertido, a juzgar por un documento de Alfonso V (1456) en
que manda al Justicia reprimir «malicias y prácticas dañadas de malos abogados, los cuales son
causa de calumniar y vejar la justicia», y que él propio «guardase en todo y por todo la honestidad
de su oficio».
La región de Ribagorza parece señalar una especialidad en lo judicial, pues tenía un vicario o
veguer (que había de ser precisamente aragonés o ribagorzano), con título de «sobrejuntero de
Ribagorza, Sobrarve y sus valles».
En punto al procedimiento, suprimió el Privilegio general la forma secreta o inquisitiva (que
por otra parte se adoptó para con los herejes). En los fueros de 1247 se habían abolido el tormento,
la prueba del hierro candente, los juicios de Dios, la aplicación de leyes extranjeras en los
tribunales, etc.; pero, en rigor, las pruebas vulgares no desaparecieron de las costumbres aragonesas
hasta el siglo XIV. Más grave era el privilegio del tortum per tortum que tenían algunos Concejos,
en virtud del cual podían tomarse la justicia por su mano cuando se creían ofendidos: lo que dio pie
a graves abusos y trastornos.
Como derecho supletorio de los fueros, cuando éstos no declaraban sobre el caso, teníanse la
equidad y el sentido común. El homicidio siguió rescatándose por dinero, y subsistía el derecho de
venganza particular, puesto que las leyes aconsejan al desafiado por homicida que se guarde de los
parientes del muerto durante un año y un día, pasado cuyo término puede ya ofrecer la composición
por dinero.
La jurisdicción del rey continuó siendo (§ 312) general para todos los pueblos realengos,
aunque limitada por la de los señores, que tenían obligación de perseguir y juzgar en sus tierras a
los malhechores; si bien para la ejecución de cualquier pena corporal, necesitaban permiso del rey o
del baile, como ya vimos. Los señores tenían derecho también a una parte de las multas que se
imponían por castigo o composición de homicidio. Las guerras entre ellos, previo desafío y para
vengar afrentas, tienden los reyes a suprimirlas, o, por lo menos, a disminuir sus daños: así
establecen los fueros generales que el rey debe exhortar a los nobles a que no se hagan la guerra «y
prefieran estar a derecho, confiando en la justicia de él». Si una de las partes quiere la paz, el rey le
prestará su ayuda; mas si ambas van a la guerra, quedan a salvo, bajo la protección del monarca, los
vasallos no armados, las mujeres y los bienes.

471. Administración general, Hacienda y Ejército.


Los fueros generales del siglo XIV revelan nombres nuevos en este orden, con otros ya
conocidos (§ 312), y determinan más claramente las funciones de algunos cargos públicos.
Menciónase en ellos al gobernador de Aragón, el bayle general, sobrejunteros, merinos, jueces,
inquisidores, justicias, zalmedinas, alcaldes y peajeros: denominaciones que, en su mayoría, son
equivalentes e indican funciones ya manifiestas en la época anterior. Ribagorza parece señalar en lo
administrativo (como se vio en lo judicial) una especialidad, debiendo ser naturales de la región
todos los empleados públicos. Las funciones relativas a la Hacienda son las más detalladas en la ley.
Según parece, hízose en este tiempo por primera vez la distinción entre el patrimonio o tesoro del
reino (fisco) y el particular del rey, poniendo al frente del primero, para su gobernación, al
procurador general y luego al mestre racional, y al baile para los bienes del rey. Dependían de ellos
358

los collidores o lesdarios (recaudadores) y los administradores de rentas. El fisco seguía


alimentándose en primer término con los tributos, que el Privilegio general redujo para los villeros
(burgueses) a ocho, entre ellos, los de caballerías, cena, calonias, hueste y monedaje, prohibiendo la
imposición de nuevos portazgos, la quinta de ganado y el peaje sobre artículos de primera
necesidad. Se introdujeron los derechos de cancillería y el bovaje, que vino de Cataluña y recaía
sobre las yuntas de bueyes y cabezas de ganado mayor.
Los nobles estaban exentos del pago de tributos, incluso en las fincas que adquiriesen en tierra
realenga, según el Privilegio general. Sólo satisfacían las caballerías (análogas a las lanzas
castellanas), y los infanzones, caso de ejercer el comercio, pagaban también como los mercaderes
burgueses. Pero todas las reglamentaciones financieras y de la administración se estrellaban en la
terrible inmoralidad reinante. «Los empleos públicos se vendían, las rentas públicas eran manejadas
por unos pocos que las explotaban escandalosamente, y nadie ponía remedio, porque todos eran
culpables»; los poderosos, nobles o juristas, vejaban al pueblo (v. gr., Pedro Gilbert a la comunidad
de Daroca, mediados del siglo XV), y cuando los reyes, escandalizados, trataban de imponer
castigo, no era raro que los culpables lo eludiesen entregando al monarca cuantiosos donativos en
dinero.
Pocas novedades ofrece en esta época la organización del ejército y la marina. Los fueros
posteriores a Jaime I afirman el deber de servir al rey que tienen los ricoshombres (no siendo fuera
de Aragón o «allende el mar»), aunque recibiendo paga, y el de los vasallos de la señera o bandera
del rey, así que son llamados. Exceptuábanse los enfermos, los que tenían moribundos a su padre,
madre o mujer, los dispensados por el Justicia, y otros. Sobre los nobles pesaba, además, obligación
de acudir a la defensa del muro en las villas y de contribuir a la reparación de éste. Pero los reyes no
se contentaron con tan exiguos medios para sus luchas. Frecuentemente tomaban a sueldo
compañías de aventureros, como sucedió en las guerras entre Pedro IV y Pedro 1 de Castilla (§ 385)
y en las de Italia (§ 406), o bandas de aquellos montañeses almogávares que usaban también los
reyes castellanos, según se ve en Las Partidas. Descríbelos así un cronista de fines del siglo XIII:
«Son gentes que no viven sino de hechos de armas, ni moran en villas ni en ciudades, sino en
montañas y bosques: y guerrean todos los días con los sarracenos y entran muchos en tierras de los
sarracenos, y del haber de éstos y de eso viven, y sufren muchos rigores que los otros hombres no
podrían sufrir, que bien pasarán a veces dos días sin comer si es preciso y comerán las hierbas de
los campos... Y los adalides que los guían saben las tierras y los caminos. Y no visten más que una
gonela o una camisa, sea verano o invierno; en las piernas llevan calzas de cuero y en los pies
abarcas de cuero. Y lleva cada uno una lanza y dos dardos y un bolso de cuero en que guardan su
vianda. Y son muy fuertes y muy ligeros para huir... Y son catalanes, aragoneses y serranos.»
También solían contratar los reyes —especialmente para las expediciones lejanas y de
empeño— otra clase de gentes de peor condición, golfines de aquellos que perseguían en Castilla
las Hermandades (§ 446).
«Son —dice el mismo cronista— castellanos y salagones y gentes de las profundidades de
España: y son la mayor parte hombres de paraje (§ 320). Y por eso, como no tienen rentas, o las han
gastado y jugado, o por algún hecho malo, huyen de su tierra con sus armas. Y así, como hombres
que no saben hacer otra cosa, viéndose en la frontera de los puertos del Muradal, que son grandes
montañas, y fuertes, y grandes bosques, y lindan con la tierra de los sarracenos y de los cristianos, y
por ellos pasa el camino que va desde Castilla a Córdoba y a Sevilla, y así aquellas gentes se
apoderan de cristianos y de sarracenos y están en aquellos bosques y allí viven y son hombres
grandes y de buenas armas, tanto que el rey de Castilla no puede acabar con ellos.»
La opinión general de los aragoneses fue contraria a la formación de estos grandes ejércitos,
motivados por la política internacional guerrera de muchos de los reyes (Pedro III y Alfonso V en
especial), que originaba cuantiosos gastos y arrastraba al país a ostentaciones mal avenidas con el
natural modesto de la vida aragonesa.
La policía de orden público era función general que desempeñaban los Concejos y nobles
359

cuando ocurría robo en despoblado o revuelta, bajo pena de muerte si no cumplían.


Se creó en esta época (1319) la nueva Orden militar de Montesa, dándole los bienes de los
Templarios. En ella se fundieron la de Alfama y la de la Merced, que dejó de ser militar y quedó
como mendicante tan sólo. La de San Juan adquiría gran poder también desde la supresión de los
Templarios.

472. La Iglesia.
La condición de la Iglesia católica en Aragón, durante esta época, tiene importancia por dos
conceptos: por las relaciones entre los reyes y el Papa, complicadas extraordinariamente merced a
los asuntos de Italia, como hemos visto en el capítulo de historia política externa; y por el gran
cisma, en que Aragón tomó parte tan principal en virtud de ser aragonés uno de los antipapas más
célebres. Benedicto XIII, de la familia de los Lunas, y haber fijado algún tiempo su corte papal en
territorio de aquel reino, lo cual produjo grandes, divisiones en el clero.
La influencia de Don Pedro de Luna en la Iglesia aragonesa (y en general, en toda la
española) comenzó antes de ser Papa. Por sus gestiones reconocieron Juan I de Castilla y Juan I de
Aragón (1381-1387) a Clemente VII, Pontífice residente en Aviñón. En 1388 reunió Luna en
Palencia un Concilio nacional, que fue notabilísimo por sus cánones sobre reforma de las
costumbres, harto relajadas, como sabemos. Al morir Clemente VII (1394), los cardenales franceses
eligieron Papa a Luna, quien se resistió a aceptar, pero al cabo cedió. Su condición de español, su
carácter entero, justificado, honesto, sobrio, le granjearon desde el primer momento la adhesión de
todos. San Vicente Ferrer fue uno de sus más ardientes partidarios. Luna, que tomó el nombre de
Benedicto XIII, se distinguía también por su piedad, que le llevó a fundar muchos conventos e
iglesias, y por su cultura, que no sólo se manifestó en escritos, sino también en protección a la
enseñanza, como lo demuestran las obras hechas a sus expensas en la Universidad de Salamanca,
los estatutos que dio para ésta y que tuvieron vigor durante siglos, y la creación de la Universidad
de San Andrés, en Escocia, que aun subsiste.
Con alternativas de parte del rey de Francia y de los castellanos, Benedicto XIII siguió
reconocido como Papa legítimo hasta la elección de Fernando el de Antequera para la corona de
Aragón (1312). Deseoso este rey de que terminara el cisma, e influido por el emperador de
Alemania, según vimos (§ 414), trató de hacer renunciar a Benedicto XIII, el cual se negó
terminantemente, retirándose a Peñíscola con algunos cardenales afectos (1416). Un Concilio
general reunido en Constanza para decidir el grave problema, nombró Papa único a Martín V, y
motivó que todos los antiguos partidarios de Benedicto XIII le abandonasen; pero teniéndose éste
por legítimamente elegido, se mantuvo sin renunciar hasta su muerte (1424), que se supone causada
por envenenamiento. Los cardenales que le habían seguido, en vez de someterse a Martín V,
nombraron nuevo Papa en la persona del canónigo barcelonés Don Gil Muñoz, quien renunció, al
cabo, en el Concilio de Tortosa de 1429, terminando definitivamente el cisma. La momia de Muñoz
se conserva en Teruel, habiendo sido considerada erróneamente como de Benedicto XIII. El cráneo
de este famoso Pontífice guárdase en el pueblo de Sariñán.
En el breve papado de Muñoz influyeron las desavenencias entre el rey aragonés Alfonso V y
Martín V. Negó aquél obediencia a éste, y fue el primer monarca aragonés que explícitamente
estableció (1425) la retención de bulas o pase regio (§ 459). Autorizábase esta novedad por el
mismo hecho del cisma y por los abusos que se cometían a menudo en los nombramientos de
prelados y beneficios, como en Castilla (§ 459). El propio Benedicto XIII, tan recto por lo común,
dio el arzobispado de Toledo a un sobrino suyo de pocos años, cosa que en un principio se negó a
reconocer el rey.
La cuestión del nombramiento episcopal se resolvió más pronto y más radicalmente en
Aragón que en Castilla. Jaime II introdujo la costumbre de que hiciese la elección el mismo Papa; y
aunque se resistieron a la novedad los cabildos, al fin se impuso, trayendo desagradables
consecuencias, sobre todo en los tiempos del cisma, y aun después. Así, para arzobispo de Zaragoza
360

nombró Clemente V a su sobrino Pedro de Inge, mozo de poca edad, que no residió nunca en su
sede. Con esto, mantúvose la irregularidad de las costumbres, que no eran mejores en Aragón que
en Castilla; como lo demuestra el casi seguro envenenamiento de Benedicto XIII por un fraile, la
desaparición misteriosa del arzobispo de Zaragoza, Argüello, por orden de la reina Doña María, las
turbulencias del obispo de Vich y otros hechos análogos.
Por lo que toca a las relaciones entre el Papa y los reyes, es de notar la continuación de los
efectos producidos por el acto de vasallaje de Pedro II (§ 250). Así, Martín IV excomulgó a Pedro
III porque «siendo vasallo de la Iglesia había puesto asechanzas para ocupar el reino de Sicilia
tiránicamente», declarando que el rey había incurrido «en pena de infidelidad a que estaba obligado
como súbdito de la Iglesia». Promulgada la sentencia de excomunión y entredicho, fue privado
Pedro III de sus tierras y señoríos «como contumaz y rebelde», exponiéndolos «a la invasión y
ocupación de cualquier príncipe católico que contra ellos procediese, y dando por libres y absueltos
a sus súbditos y vasallos de los juramentos y homenaje que le hubiesen prestado». Protestó Don
Pedro; y aunque se guardó el entredicho, produjo escasos efectos, desvirtuados más aún por la
derrota de los franceses en Cataluña (§ 401).
Esto aparte, dieron los reyes muestras repetidas de querer mantener el sentido autoritario,
tradicional desde tiempo de los visigodos, en relación con la Iglesia, no sólo renovando la
prohibición (hecha por Jaime I en 1251) de alegar en los tribunales el derecho canónico, sino
también interviniendo y resolviendo por sí en asuntos de carácter eclesiástico.
Caracterizan también esta época las polémicas sobre el dogma de la Inmaculada Concepción
de la Virgen María, que en Aragón contaba muchos partidarios (entre ellos el rey Don Martín) y no
pocos contradictores. Unos y otros produjeron abundante literatura relativa al punto discutido.

473. Instituciones sociales.


Al historiar la organización de la familia en la época anterior (§ 319), hemos adelantado
algunas noticias de modificaciones verificadas en la que ahora nos ocupa. Los Fueros generales
posteriores a Jaime I, las Observancias y los Actos de Cortes, no hacen más que afirmar o
desarrollar, con leves variantes, el cuadro trazado en el lugar referido. La particularidad
fundamental de esta época fue el establecimiento —ya indicado— de la plena libertad de testar,
primero (1307) para los nobles (y motivándolo por cierto en la necesidad de «conservar en buen
estado sus casales», razón análoga a la que sirvió de origen a los mayorazgos en Castilla), luego
(1311) para todos los ciudadanos y villeros o habitantes de las villas, con la sola limitación de dejar
a los hijos legítimos, si los hubiere, la legítima (cinco sueldos por bienes muebles y otros cinco por
los inmuebles), cabiendo también mejora con autorización de la mujer; pero como estas
limitaciones eran exiguas al lado de la general declaración del testamento libre, de hecho —y por
influjo de las teorías de los romanistas— se fue introduciendo y dominando la herencia a un solo
hijo con exclusión de las demás y el vínculo o mayorazgo.
En punto a los bienes de los esposos, se nota en las leyes de esta época la existencia de
axovar y de dote aportada por la mujer; cuando menos tres heredades la infanzona; 500 sueldos la
mujer franca; y casa techada de doce vigas, cama, vestidos, alhajas, dos campos, dos bestias de
labor y sus aperos, la villana; pero muchos comentaristas del derecho aragonés convienen en que no
era obligatoria la dote.
Es muy de notar la gran consideración jurídica de que gozaba la mujer: podía ser procuradora,
prestaba todo el servicio vecinal, menos el militar; administraba la hacienda en ausencia del marido;
era necesario su permiso para que éste pudiese vender bienes; si alguien agraviase a otro delante de
una infanzona, debía besarle los pies y hacerle homenaje con doce de su clase; hace al marido de su
condición social (infanzona que case con villano, lo hace franco), etc.
El pueblo aragonés atendió igualmente a los faltos de protección familiar. Conjetúrase, en
efecto, que en esta época nació (sin que pueda hoy por hoy precisarse cuándo y cómo) la institución
del Padre de huérfanos, funcionario encargado de recoger y amparar a los niños abandonados y
361

desvalidos. Existió, al parecer, en varias ciudades, entre ellas Zaragoza; pero la legislación no se
ocupó en él hasta el siglo XVI, en que adquieren especial desarrollo sus funciones, como veremos.
Respecto de la propiedad, es de advertir la decisión por arbitraje (por hombres buenos) de las
cuestiones entre vecinos acerca de lindes de casas o términos municipales y de daños en fincas
rústicas. El derecho de escalio en montes y yermos aparece reconocido en general, con la condición
de labrar lo acotado en el término de ocho días.
La vida corporativa muéstrase en Aragón con análogos caracteres que en Castilla. De la
segunda mitad del siglo XIII hay noticias de cofradías profesionales y de recreo, como la de
predicadores de Zaragoza y la de cazadores de Calatayud. Los grupos gremiales, sin duda, debieron
dar lugar a alteraciones del orden; pero esto no impidió el otorgamiento de licencias y privilegios
para formarlos, pues en 1322 aparece la cofradía de notarios de Zaragoza; en 1333 las de zapateros
de Villafranca y de Huesca y la de pastores y ganaderos de la Sesma de Campo de Carrión; en 1336
la de judíos zapateros de Zaragoza, etc. La constitución interna de ellas era como sigue, tomando
por tipo la cofradía de zapateros de Huesca, de cuyos estatutos no diferían en lo esencial los demás.
Los asociados forman por sí mismos su reglamento, bajo la dirección del prior y la asistencia de los
mayorales; pero no tiene eficacia este reglamento hasta que el rey lo aprueba. Tanto el prior como
los mayorales, son elegidos libremente y forman el poder ejecutivo, representante de la asamblea
general o capítol. El ingreso fue libre en un principio, pero a fines del siglo XIV empieza a notarse
marcada tendencia a declararlo forzoso. El cofrade nuevo paga cuota de entrada. Cada cofradía
tiene un patrón religioso (a veces la misma Virgen o Cristo), cuya fiesta se celebra pomposamente.
Es deber de los cofrades velar a los compañeros muertos y asistir al entierro, visitar a los enfermos,
socorrer al pobre, pagar entierro y sepultura, concurrir a las bodas y redimir a los compañeros
cautivos. Como se ve, todavía no aparecen en esta reglamentación las ordenanzas técnicas o
industriales del gremio, que más adelante se extendieron en Aragón tanto como en Castilla y con
caracteres iguales (§ 465), aunque no tan conocidos. Al verificarse esta diferenciación, las cofradías
propiamente dichas, con su doble significación religiosa y de ayuda mutua, no desaparecieron. De
su gran número, particularmente en el campo, dan testimonio hoy día numerosas supervivencias. En
ellas aparece la cofradía propietaria de tierras que cultivan en común los cofrades y cuyos productos
se destinan, ya a gastos comunes, ya a repartos, ya a caridades y socorros.

Cataluña
474. Nobles y payeses.
Dos hechos caracterizan la historia social de Cataluña en esta época: la revolución de los
siervos del campo (payeses de remensa) y la hegemonía alcanzada por algunos centros burgueses,
cuya más alta y genuina representación lleva Barcelona. Señala el primero la decadencia de la clase
nobiliaria, en otro tiempo prepotente, y el advenimiento de un nuevo factor a la vida económica y
política; indica el segundo la dirección que resueltamente tomará la organización social en la Edad
moderna.
Quebrantado el poder político de los barones por la superioridad del conde de Barcelona,
primero, y después por el esfuerzo centralizador de los reyes aragoneses (§ 321 y 476), el interés
todo de esta clase se concentra —como en Castilla— en las relaciones señoriales con vasallos y
siervos, y principalmente en el cobro de los tributos debidos por éstos y en la jurisdicción sobre
ellos. La importancia de semejantes relaciones se comprende bien al considerar que la mayor parte
del territorio estaba en poder de los nobles y, por tanto, que una inmensa mayoría de la población
veíase sujeta a los derechos dominicales. Una estadística de 1359 indica la existencia en toda
Cataluña de sólo 25.731 casas de realengo y 57.278 de señorío, y todavía en el siglo XVII, dice un
autor catalán que de 2.400 ciudades, villas y lugares existentes en la región, sólo 600 eran
realengos, perteneciendo los demás (tres cuartas partes) a señores titulados, caballeros, iglesias y
comunidades regulares; y aunque debamos tener en cuenta que en el siglo XVI y en el XVII (como
362

veremos) los reyes enajenaron a la nobleza no pocos pueblos, hallando en esto una fuente de
ingresos para el Tesoro, la proporción resulta siempre favorable en gran medida a la propiedad
señorial, aunque los plebeyos trataron de disminuirla (§ 477).
Documentos de principios y fines del siglo XV señalan con precisión el cuadro de los tributos
y servicios de los payeses de remensa. En la escritura de reconocimiento de dominio, hecha en 1407
por los vasallos labradores de Bagur a sus señores los barones de Cruilles y conservada en un
códice (cap-breu) del Ayuntamiento de dicha población, se mencionan los siguientes deberes de
aquéllos: hueste y cabalgada, redenciones, intestia, exorquia, entradas, salidas, emparas, firmas de
derecho, firmas esponsalicias, residencia continua en la granja que cultivan (mas-masía), una parte
del mejor cerdo que maten o vendan, otra de todos los frutos que den las tierras, facendera por valor
de tres aradas o yugadas cada año, bagajes (traginas), velas o guardias en el castillo, trabajos de
reparación en éste o en las murallas, una espuerta y una cesta de uvas de la viña, una migera de vino
y un queso el día de la trilla. En cambio de todos estos servicios, el vasallo tiene el derecho a ser
alimentado los días en que trabaja en beneficio del señor (como las criationes de los primeros siglos
de la Reconquista en Castilla: § 194), o a recibir un modesto presente, v. gr. una «torta de harina sin
levadura amasada con queso y miel». Pero aun era más dura la condición del payés en algunos
señoríos, viniendo obligado a prestar o a sufrir, en ocasiones, los siguientes servicios o malos usos,
no mencionados en el documento de 1407: que su mujer fuese nodriza de los hijos del señor; que en
caso de fallecimiento de persona de la familia del payés, se diese al señor la mejor manta, so pena
de no poder enterrar al muerto; que no vendiese los frutos sin licencia del señor, y que pagase hasta
treinta diversos tributos, la mayor parte en especie (análogos al del cerdo, el vino, etc., antes
mencionados) además del ordinario canon por las tierras, etc.
No podía ser más angustiosa la situación de los payeses, mucho peor, como fácilmente se
deduce, que la de los solariegos de Castilla (§ 431). Verdad es que ya en el siglo XII se introduce el
derecho a redimirse por dinero (§ 320), y que en 1283 lo confirma Pedro III en las Cortes de
Barcelona, aunque limitando a esta forma la manumisión y añadiendo que los payeses habrán de
redimirse «a satisfacción de sus señores»; deduciéndose también de este documento y de textos de
las Cortes de 1299, que no regía esa obligación en todas las tierras señoriales, siendo más libres
para trasladar su domicilio a lugares realengos los payeses de dominios exentos de redención, a los
cuales bastaba, para marcharse, entregar al señor los títulos de las tierras que poseían. Esta
condición abrazaba localidades extensas, como el obispado de Urgel, el condado de Peralada, etc.
En otras (dominios del monasterio de Santa María de Cerviá) el precio de la redención era, en algún
caso una libra de cera. Pero así y todo, quedó un gran número de labradores en situación
plenamente servil, no obstante los propósitos libertadores de reyes como Juan I y Martín el
Humano, y las teorías humanitarias de jurisconsultos como el gerundense Mieres; y todavía las
Cortes de Gerona de 1321 ordenaban que los oficiales del rey no protegiesen a los labradores contra
el señor, a menos que se hubiesen redimido y avecindado en villa libre. No ha de parecer, pues,
extraño que se produjeran revoluciones de siervos, como las de Castilla. El impulso lo dieron las
hambres y pestes que desde mediados del siglo XIV azotaron la región catalana empeorando la
situación económica de los payeses, y las medidas liberales de la reina Doña María, mujer de
Alfonso V, que alentaba sus aspiraciones y conatos de emancipación.

475. La guerra social de los payeses.


Contra lo dispuesto por el propio Alfonso V en las Cortes de 1452, Doña María se mostró
partidaria de los remensas y enemiga de los señores. Siguiendo el ejemplo de Don Martín, organizó
ampliamente la redención, estableciendo un tributo o derrama (tall) entre los mismos payeses para
indemnizar a los señores de los malos usos que se les quitaban. La recaudación de este tributo (tres
florines por hogar) motivó una aproximación grande entre los elementos de la población rural, que
se juntaban y deliberaban a menudo. Por su parte, la reina mandó ocupar la jurisdicción que el
obispo y cabildo de Gerona tenían sobre los remensas y colocó a éstos bajo su protección especial.
363

Envalentonados los payeses, comenzaron a formular pretensiones e intentos de sublevación, que la


Diputación general de Cataluña denunció a la reina en carta de 1449. El rey, necesitado de dinero,
alimentó con su perfidia estos propósitos, pues recibía cantidades tanto de los payeses como de los
nobles, concediendo y quitando sucesivamente a los primeros las franquicias que deseaban. Los
aldeanos no se dejaron engañar, y más de una vez amenazaron con entregarse al rey de Francia,
diciendo: «Nuestro dinero damos al señor rey, esperando obtener libertad; pero si pagamos y no la
obtenemos, a rey traidor, vasallos traidores.» El estallido de la sublevación no se produjo, sin
embargo, hasta 1462. En 1458, el rey Juan II, para congraciarse con los remensas, abolió por un
decreto los malos usos, si bien no consiguió la efectividad de esta radical medida. En 1461, con
motivo de las luchas con el príncipe de Viana (§ 416), la Diputación de Cataluña y el rey trataron
por medios diferentes de atraerse a los remensas: aquélla, mediando en las cuestiones de éstos con
los señores, y el rey procurando desbaratar tales manejos. Supo Don Juan halagar mejor las
pretensiones (en el fondo justísimas) de los payeses, y en 1462 se inició la sublevación en el
Ampurdán. Los sublevados, según dicen documentos de la época, «perseguían a los señores,
sitiaban los castillos, robaban en los caminos públicos, aprisionaban a los nobles y saqueaban las
casas de éstos». La reina Doña Juana supo aprovecharse de estos movimientos, convirtiéndolos en
políticos contra la Diputación general de Barcelona y el elemento burgués. De este modo los
payeses vinieron a representar el elemento realista, partidario de Juan II, aunque no todos; pues
mientras los de la montaña, con su caudillo Verntallat, proclamaban resueltamente que querían
colocar de nuevo al rey en el mando de Cataluña, los del Ampurdán apoyaban a los burgueses.
Estalló la guerra, en la cual el partido burgués logró atraerse a varios grupos de remensas, como los
de Gerona (Junio 1462), mediante la condonación de todas las deudas que tuviesen con los judíos y
conversos y el arbitraje de la Diputación en las cuestiones con los señores; pero en la montaña
seguían manteniendo la bandera realista y asaltando o acometiendo villas importantes (Camprodón,
San Juan de las Abadesas, Olot, Ripoll...). La invasión francesa (§ 417) distrajo un momento la
atención de la lucha civil; pero a fines de 1462 volvieron a sublevarse los remensas del Ampurdán,
sitiando, según se cree, a Gerona. La pugna de éstos con los montañeses de Verntallat, siempre
realistas (más cuidadoso su jefe de propósitos políticos que de reivindicaciones sociales), quitó
importancia a la revuelta. La victoria de Don Juan, pocos años después (1472), terminó la cuestión
política, pero no la social.
En 1475 estalló de nuevo la sublevación, con grandes desmanes de los payeses,
particularmente contra los clérigos sometidos a la curia eclesiástica de Gerona, cuyo cabildo
excomulgó a los sublevados. Verdad es que el caudillo Verntallat vio premiados por el rey sus
antiguos servicios con el título de vizconde y varios territorios y castillos con alta y baja
jurisdicción, y que usó de este poder con la misma arbitrariedad que los señores contra quienes
había luchado hasta entonces; pero» esta traición no desmayó a los remensas, que continuaban
sublevados y sin pagar sus tributos a la muerte de Juan II (1479). La cuestión social vino a ser
resuelta, como veremos, por Fernando el Católico.

476. Decadencia de la nobleza.


Con todos estos sucesos», la nobleza perdió muchísimo. Desde el reinado de Alfonso V, en
rigor, no percibía apenas ningún tributo de los payeses, produciéndose así importante brecha en su
presupuesto y en su autoridad. De los antiguos condados —principal asiento del feudalismo y
barrera contra el poder real—, sólo quedaban al comienzo de esta época (después de Jaime I) los de
Urgel y Ampurias y el vizcondado de Castellbó. El primero fue absorbido por Fernando de
Antequera (§ 413); el segundo pasó en 1402 a manos de Don Martín, y el tercero, si se mantuvo
independiente hasta tiempos posteriores, fue por haber recaído en una casa extranjera, la de los
condes de Foix, quienes más de una vez tuvieron que ser contenidos por los reyes aragoneses en sus
pruritos de invadir territorios catalanes.
Los nobles mismos agravaban su situación con altercados y guerras continuadas, ya entre sí,
364

ya con los Municipios. En 1432 contendían sangrientamente el conde de Cardona y el de Prades; en


1459-45, Ramón de Cardona y el obispo de Urgel; en 1459, éste último y el señor de Prades; en
1456, el barón de San Vicente dels Horts entró a sangre y fuego en las llanuras de Tarrasa y produjo
la muerte de Jofre de Sentmenat; en el Vallés luchaban entre sí varias familias; en el Ampurdán
dividióse la población entre los dos bandos de Juan de Villamarín, primo del arzobispo, y Ramón
Sagarriga, gobernador de Rosellón y Cerdaña, alterando grandemente el sosiego público, y en las
mismas guerras de Juan II pusiéronse frente a frente la alta y la baja nobleza. Por otra parte, el señor
de Torrelles y Sant Boy pirateaba en las costas catalanas, promoviendo la acción represora del
municipio barcelonés; el vizconde de Rocabertí luchaba contra el sometent municipal de Castellón
de Ampurias, y otros pueblos tenían que reprimir con las armas las tropelías de los señores,
análogas a las de la nobleza castellana, o les disputaban la primacía en la representación política y
social.
Al propio tiempo que esto ocurría en los grados superiores de la nobleza, crecían en
importancia los caballeros y los hombres de paraje, cuya importancia inicial hemos visto ya en la
época anterior (§ 320), y que constituyeron en el medio rural una especie de aristocracia o
plutocracia, natural enemiga de los señores y apegada a los reyes. A virtud de este crecimiento,
pidieron y lograron, en tiempo de Pedro IV, sustraerse a la jurisdicción de los barones,
estableciendo jueces propios en las veguerías, formando una Junta de cavallers de Catalunya, y
obteniendo privilegio para organizarse en 1589.
Todos estos motivos de disolución hallábanse contrarrestados en parte por las frecuentes
ventas de pueblos realengos, con jurisdicción más o menos amplia, que los reyes (necesitados de
ingresos en el Tesoro) hacían, no obstante la repetida promesa de no consentir tales enajenaciones,
y no obstante casos contrarios de comprar los reyes territorios señoriales, como hizo Pedro III para
fundar las villas reales de Palamós y Torroella, verbigracia. Fueron las enajenaciones de
jurisdicción numerosas en el siglo XV, y se dio más de una vez el caso de recaer en pueblos que ya
por su esfuerzo propio se habían redimido, mediante dinero, de la jurisdicción señorial; y como el
deseo de no caer en ella era muy vivo y casi seguro que los plebeyos procurarían nueva redención,
convirtiéronse las enajenaciones más de una vez en un verdadero negocio por parte de los señores,
quienes consignaban falsamente en la escritura una cantidad doble o cuádruple de la que realmente
habían pagado. Cuando esto no ocurría, la condición de los pueblos era muy desdichada. La
jurisdicción señorial alcanzaba en Cataluña gran amplitud, no obstante proceder siempre de una
concesión del príncipe, sin la cual (como en Castilla) el mero hecho de poseer un territorio y castillo
no autorizaba para ejercer la justicia. Podía ser ésta unas veces meramente civil; otras, criminal;
otras, doble, en mero y mixto imperio, con lo cual el señor castigaba sin medida, con multas, cepo,
mutilación y horca; y aunque el rey Don Martín trató de poner remedio a esto, revisando los títulos
de los feudos y propiedades de los señores para incorporar a la Corona toda jurisdicción enajenada
que no-tuviera título bastante, semejante propósito no se realizó, y las cosas continuaron en tan
grave estado como antes, excitando más y más la ira de los vasallos.

477. El poder burgués.


Pero el poder de la nobleza tenía frente a sí otro elemento tan robusto y temible como el de los
remensas y el de los reyes: el poder burgués, que en esta época alcanza el mayor esplendor.
Tomando ejemplo de los señores». y para contrarrestar la fuerza de éstos, los pueblos compraron
también a los reyes jurisdicciones, aumentando con ello sus privilegios e inmunidades y aun
convirtiéndose a su vez en señores de castillos y de villas de menor importancia. Otras veces,
aplicando la antigua costumbre de la emparansa (§ 322) —que los reyes siguieron otorgando a
colectividades y a individuos, aun los de condición humilde, autorizándoles para izar en sus casas,
como signo de la protección o guiatge, el pendón real—, los municipios importantes como Lérida,
Barcelona, Cervera, Vich, San Feliu de Guixols y otros, ampararon, mediante un canon, a otros
municipios o aldeas, próximos o remotos, concediéndoles el «derecho de vecindad, o el de
365

carreratge, consistente en ser considerados como calles de la ciudad o villa que amparaba. Este
movimiento de agregación, que robustecía el poder burgués y lo ponía a cubierto de las
arbitrariedades de los señores, encontró más de una vez fuerte obstáculo en los reyes por lo que
tocaba al pago de impuestos, que persistían en exigir aun estando derogados por el hecho del
carreratge establecido con ciudades exentas. Ni era tampoco infrecuente el hecho de comprar la
jurisdicción real los pueblos y revocar la venta los reyes, por influencia de los nobles, pero sin
devolver el dinero recibido. Tal pasó a Corsa, Cruilles, San Sadurní y otros en 1402, y a Bagur y
Peratallada en 1444; aunque los primeros lograron más tarde (1442), en compensación, el derecho
de carreratge con Barcelona. Pero en general, los reyes ayudaron al elemento burgués para crear
villas exentas y aumentarles los privilegios; con lo que el poder de los municipios fue creciendo y
se hubiese consolidado con fuerza irresistible, a no sufrir, entre otros, el mismo vicio del caudillaje
y las divisiones intestinas, que también en Castilla fue causa de decadencia. Era frecuente la lucha
armada de unos municipios contra otros, ya por vejámenes injustos, como los que vecinos de
Anglesola cometieron en ciudadanos de Barcelona (1448), ya por cuestiones de límites o por estar
afiliados en partidos distintos. Dentro de cada ciudad no eran menores las luchas y bandos: húbolos
en Vich por la provisión de la baylía en 1399, 1402 y otros años; en Lérida, Gerona, Perpiñán,
Piera, Tárre-ga, Tarragona, Cervera, Tarrasa, diferentes veces; y Barcelona misma viose agitada por
mucho tiempo con las contiendas de los buscaires (plebeyos) y bigataires (nobles y burgueses).
Nótase en la organización de los municipios libres o reales cierta uniformidad a partir del
siglo XIII —y particularmente en el XIV, bajo la dirección y el espíritu centralizador de Pedro el
Ceremonioso—, tanto en los nombramientos de bayles y consejeros como en el mismo plano o
agrupación del caserío. La base primitiva del gobierno fue la asamblea popular, como en Castilla,
sustituida más tarde (en las villas del N. desde el siglo XIV) por la curia, cort o senado, es decir, la
reunión de los jurados o prohombres o concelleres o próceres —sacados de la aristocracia
ciudadana, de los burgueses ricos, con exclusión de los plebeyos—, y cuyo nombramiento hacían de
cada vez los mismos funcionarios salientes sin intervención de la comunidad; siendo también ellos
los que elegían, y no el pueblo todo, a los procuradores a Cortes. Pero esta situación—que
provocaba luchas entre la burguesía y el pueblo y que no complacía a los reyes, porque semejante
aristocracia acabó por serles hostil—terminó pronto, mediante la entrada en el Consejo de los
elementos populares, ya en el mismo siglo XIV (v. gr. Palamós en 1358, Figueras en 1384,
Barcelona en 1387). La asamblea popular no desapareció, sin embargo, en todos los municipios.
Conservóse durante mucho tiempo en Tortosa (según se ve en el Código de las costumbres), en
Cadaquers (1403) y en otras villas reales o independientes. A veces, la villa formaba el centro de un
distrito formado por la agregación de otras menores y sus términos, bajo la jefatura de un bayle real
encargado de la jurisdicción, sin menoscabo de la particular administrativa de la curia o Consejo.
En la segunda mitad del siglo XIV, algunas de estas baylías fueron enajenadas por los reyes,
concediendo al pueblo que presentase propuesta en terna para elegir el bayle: así ocurrió en
Palamós y en Torroella, villas reales del Ampurdán. Los reyes tuvieron particular empeño en crear
municipios y baylías en las fronteras de los condados y territorios señoriales, sirviéndose de ellos
como elementos de lucha y lugares estratégicos contra el feudalismo. En el condado de Ampurias
llegaron a construir un verdadero cinturón, que rodeaba y encerraba casi por completo el dominio
condal.
Contra esto defendiéronse los nobles en forma igual que en Castilla, para retener la población
en sus tierras: esto es, concediéndole franquicias que iban creando organismos municipales en pleno
señorío. Lo mismo hicieron los señores eclesiásticos, y por cierto, mucho antes. De aquí los fueros y
privilegios nobiliarios de Cataluña, a cuyo impulso se formó la burguesía feudal. Ejemplo de estas
villas liberadas fueron, en el Norte (donde persistió más el feudalismo), Castelló de Ampurias,
Rosas, Peralada, La Bisbal, San Feliu de Guixols, Palafrugell y otras. Nótase en la organización de
estos municipios gran variedad, quizá por fundarse en las costumbres jurídicas, distintas en cada
localidad, y no en un plan concebido a priori, como parece verse en las villas reales. El proceso de
366

desarrollo de sus libertades fue análogo, sin embargo, al de los municipios independientes, pues
también como en éstos, excluidas al principio las clases inferiores del Consejo, entraron al fin en él,
en el siglo XV. Como tipos de organización de villas señoriales, señalaremos las de Castelló de
Ampurias y Peralada. En la primera correspondían al conde la justicia, el dominio de salinas, aguas
corrientes y molinos, los dos tercios de las multas de los ganados y otros tributos, el nombramiento
de bayle (batlle) veguer y saitxs (sayones); al pueblo tocaba la administración de las cosas comunes
del vecindario por medio del Consejo general, que en 1366 se formaba de sesenta consejeros y
cuatro cónsules, sacados de la clase media rica (prohombres), con exclusión de los pobres
(privados). Los cónsules eran nombrados anualmente por los consejos, no sin que más de una vez
intentasen introducirse en la junta electoral elementos populares o nobiliarios, que llegaron a
expulsar a los reunidos «con vanas y tumultuosas voces populares». Estaban exentos los vecinos de
malos usos y derechos feudales, y tenían, respecto de los extraños que injuriaban o perjudicaban a
un castellonense, el derecho libre de venganza, análogo al que en ciertos Concejos castellanos
existía. Duraron estas libertades hasta 1403, en que el rey Don Martín se apoderó de Castelló
convirtiéndola en villa realenga, conforme al patrón general de la legislación catalana. El fuero de
Peralada contenía la exención de los derechos feudales, la declaración de la libertad completa en el
cambio de domicilio y en la venta de bienes, el derecho de venganza respecto de los extraños, la
libertad de profesión, la sujeción del juez y bayle del conde a los privilegios y costumbres de la
villa, y la necesidad del consentimiento de los cónsules para la publicación de todo estatuto nuevo.

478. Hegemonía de Barcelona.—El ciudadano honrado.


La más acentuada representación de la vida burguesa que hemos descrito, fue el municipio
barcelonés, que importa considerar aparte también por la hegemonía, no siempre beneficiosa, que
ejerció en Cataluña.
Conocemos ya las bases de la organización municipal barcelonesa, asentadas en tiempo de
Jaime I (§ 322). Substancialmente, no variaron en esta época, aunque sí aumentaron mucho los
privilegios de Barcelona merced a confirmaciones y concesiones nuevas de los reyes, de que son
muestra principal el cuaderno otorgado por Pedro III en 1283, conocido con el nombre de
Recognoverunt proceres por las palabras con que empieza, y las Ordenanzas llamadas de
Sanctacilia, formadas en tiempo de Jaime II por el Consejo de Ciento. En 1285 se consolidó la
existencia de los concelleres y del Consejo, convirtiendo en perpetuo el privilegio temporalmente
concedido en 1265 y 1274 por Jaime I. El número de miembros del Consell se elevó en 1453 a 144,
con ciertas modificaciones en la forma de elección, y en 1454 era de 177, cifra que Juan II rebajó a
128 nuevamente.
Los concelleres, que en un principio eran elegidos tan sólo de la clase de los hacendados
(ciudadanos honrados), se distribuyeron desde 1455 en esta forma: el primero (en cap), y el
segundo, de los ciudadanos; el tercero, mercader; el cuarto, artista; y el quinto, menestral. Los del
Consell se distribuyeron también, a partir de 1587, entre las diversas clases sociales, preponderando
desde 1454 las populares sobre los honrados.
Las atribuciones de los concelleres consistían en cuidar del orden público en la ciudad;
proveerla de mantenimientos suficientes; conservar sus privilegios, usos y costumbres, y
administrar con fidelidad sus rentas. Era también privilegio suyo aconsejar a los reyes, cosa que
hicieron repetidamente, sobre todo en el azaroso siglo XV. El cuidado por la conservación de los
fueros municipales revistió en los concelleres —genuinos representantes en esto del espíritu
municipal de la Edad media— caracteres de acentuada inflexibilidad. Los casos de contrafuero —
reales o no— promovieron actos de resistencia y de agresión», como el encarcelamiento, en 1435,
del bayle general de Cataluña, la expulsión del rey en 1459 y las guerras todas del reinado de Juan
II.
La jurisdicción de Barcelona comprendía muchos más territorios que los de su término
municipal escrito. Por sucesivas ampliaciones y privilegios, y por la extensa aplicación del
367

carreratge, Barcelona llegó a formar un núcleo municipal que a fines del siglo XV alcanzaba a todo
el llano, desde la costa hasta Molins de Rey, con 17 lugares foráneos, y a localidades tan apartadas
como Monteada y Cervelló, las Franquesas del Valles, Elche y Crevillente (en la provincia de
Alicante), Tarrasa, Sabadell, Tárrega, Vilagrasa, Castellví de Resanes, las baronías, de Martorell,
Flix y Montbuy, el condado de Ampurias, Sant Pedor, Mataró, Granollers, Igualada, el valle de
Ribas, Raíamos, Vilamajor, Vallvidrera, Cruilles y otros lugares, comprados unos, anexionados
otros. Tal importancia adquirió con esto Barcelona —sobre la que ya tradicionalmente tenía como
capital del marquesado o principado—, que los jurisconsultos y los políticos del siglo XV
consideraban como doctrina generalmente recibida que aquella ciudad era «cabeza de Cataluña, y
comprendía «todo el resto, de la región catalana. Esta jurisdicción, si obligaba a la defensa de las
localidades a que se refería —dándoles por lo general todos los derechos y exenciones de
Barcelona, con el uso de la insignia o emblema de la metrópoli—, suponía en favor de ésta la
administración de justicia civil y criminal, ya completa, ya en el mero imperio (encomendada, en su
aplicación, a bayles locales de nombramiento real, como-en los casos de carreratge sancionados
por el monarca), la cooperación de todos los asociados en obras de interés general y en otras
especiales (como la construcción y reparación de murallas, fosos, etc., a que venían obligados los
foráneos), su llamamiento a las armas en sometent, el pago de cánones y hasta la imposición de
otros tributos.
Como siempre que se constituye un poder tan grande, Barcelona lo extremó, tanto en sus
relaciones con otras ciudades. y villas como en las que naturalmente se producían con el rey y con
entidades políticas del principado. Así, llegó en ocasiones: a equipararse y aun a exceder en mando
e influencia a la misma Diputación general de Cataluña, con la que suscitaba celos tan nimios como
el de la trasmisión de noticias a los reyes, en que quiso el Consell ser siempre el primero; a la vez
que procuraba dificultar la vida económica de capitales como Valencia, oponiéndose a que se
embarcasen mercancías en naves extranjeras, como pedían los valencianos para impulsar el
comercio. Otras veces, por el contrario, la intervención de Barcelona era beneficiosa, como en los
casos repetidos en que intervino la ciudad, motu proprio o a petición de los interesados, para poner
paz en las frecuentes contiendas entre caballeros, municipios y clases sociales. Para esta especie de
intervención —que también solicitaron de Barcelona los reyes—, recibieron los concelleres poder
general del Consejo de Ciento, en 1417.
Para el mejor desempeño de la gobernación de Barcelona y de la tutela sobre las muchas
villas anejas, contaban los concelleres y los del Consejo con funcionarios subalternos y especiales,
que aquellos nombraban. Eran los tales funcionarios el bayle, juez ordinario; el clavari, especie de
fiscal de Hacienda e inspector de los empleados municipales, cuyas faltas podía castigar; el
administrador de mercados, que cuidaba de la venta de vinos y granos, del salario de las nodrizas y
de otros asuntos heterogéneos, el mostaçaf; el capitán del puerto (Mestre Portolá), que recaudaba y
administraba el derecho de anclaje; el cónsul del sello, comerciante que sellaba con la marca del
municipio las telas fabricadas y que los peritos daban como buenas; los obreros (obrers), que tenían
a su cargo el ornato y obras públicas, con facultad de dar edictos y bandos generales; los cónsules,
de que ya hablaremos, y otros más. Pero la más alta y genuina representación de la clase burguesa
catalana era el ciudadano honrado o distinguido de Barcelona, esto es, el burgués rico y poderoso,
que se elevaba sobre los mercaderes, los comerciantes al por menor, los menestrales y los rústicos,
y se codeaba con los generosos u hombres de pajatge, habiendo absorbido durante mucho tiempo
exclusivamente el mando y gobernación de la capital. El ciudadano honrado (home honrat) de
Barcelona tenía desde muy antiguo iguales prerrogativas que los caballeros militares, entre ellas las
del desafío o riepto; y más de una vez los concelleres protestaron de que quisiera negarse esa
equiparación, como cuando en 1447 la Orden de San Juan de Jerusalén intentó poner en vigor en
Cataluña un estatuto que sólo permitía el ingreso a los descendientes de nobles, o cuando los
catedráticos de la Universidad de Lérida propusieron colocar en lugar preferente a los alumnos hijos
de caballeros. Estaban los honrats exentos de todo tributo general, aunque no de los especiales de la
368

ciudad, que eran numerosos (§ 483); pero no formaban una clase cerrada, pues si su número fue
limitado, todo plebeyo que reuniese determinadas circunstancias podía ser elevado a la categoría de
honrat, mediante acuerdo de los concelleres, que, al efecto, se reunían todos los años el 1 de Mayo.
El espíritu receloso de la burguesía (general a todos los grupos de esta clase en Europa),
revelábase, no sólo en las pugnas con los nobles por motivos de honores, que acabamos de citar, en
las habidas con la misma Generalitat de Cataluña y en la política toda, marcadamente exclusivista,
de los concelleres (hasta 1455 todos honrats, como sabemos), mas también en cuestiones
verdaderamente nimias, pero que bastan a pintar un carácter. Así, en 1444, los concelleres se
opusieron enérgicamente a que se colocase pendón en la sepultura del jurisconsulto Micer Bonanat
Pere, uno de los hombres de más prestigio de su tiempo, consultor de los reyes de Aragón «y asesor
obligado de cuantos asuntos de importancia se ventilaban en toda Cataluña», alegando que el honor
era excesivo y señalaba un peligroso favoritismo de los consejeros del rey.

479. Mudéjares, judíos y esclavos.


Muy poco hay que añadir a lo consignado en la época anterior (§ 330) respecto de .a suerte de
los mudéjares catalanes, dado su escaso número e importancia. Las restricciones iniciadas en
tiempo de Jaime I se repiten y acentúan en los de Jaime II (Constituciones de 1300 y 1311). En ellas
se les obligaba a oír sermones cristianos en sus propias mezquitas y a llevar el cabello cortado y
partido en círculo, bajo pena de multa o azotes para los insolventes. En tiempo de Pedro IV (1363)
todavía se les reconoce el ejercicio de la medicina, mediante examen intervenido por médicos
cristianos.
Respecto de los judíos, regían las mismas restricciones, habiendo sufrido las aljamas iguales
atropellos que en Castilla y Aragón, como, v. gr., en La Bisbal, en 1285; en Gerona, en 1391, y en
Barcelona, el mismo año, desapareciendo completamente en esta última ciudad la judería, que fue
saqueada y quemada. Alfonso V, en 1425, legitimando este hecho, dio, a petición de la ciudad,
privilegio de que en Barcelona no hubiese nunca judería ni pudiese morar por más de una quincena
judío alguno.
Sin embargo de esto —y de la imposición de controversias religiosas con los cristianos, de
que fue muestra notable la celebrada desde el 6 Febrero 1413 al 12 Noviembre 1414 en Tortosa,
bajo la presidencia de Don Pedro de Luna—, los judíos catalanes gozaban todavía en el siglo XIV
cierta libertad, expresada en la reunión de 1354 (§ 467) —en que intervinieron dos diputados por
Cataluña y cuyas decisiones estuvieron muy influidas por Rabi Nisim Bar-Ruben de Gerona—, y en
las asambleas de carácter religioso convocadas por los rabinos, como la de Barcelona de 1315.
Algunos reyes, v. gr., Martín I, los protegieron también (especialmente por razón de las
contribuciones que de ellos percibían), evitando que los atropellase el pueblo. Tiempo antes, habían
ocupado altos cargos, como el de canciller de Palacio, que Astruyo Ravaya (de Castelló) tuvo cerca
de Pedro III. Pero el odio que cada vez más les manifestaba el pueblo, especialmente por las
deudas; las numerosas conversiones forzadas; las restricciones de la Iglesia y de los reyes, y los
tributos ya generales, ya locales (v. gr., en Perpiñán a comienzos del siglo XV), que pesaban sobre
ellos, aminoraron grandemente su importancia e hicieron cada vez más difícil su vida en Cataluña.
La organización interior de las aljamas asemejábase mucho a la de los municipios. Así se desprende
de documentos del siglo XIV, en que la población judía de Castelló se dividía en las tres conocidas
manos o estamentos (mayor, media y menor), eligiendo, como la de Gerona, consejeros, síndicos,
secretarios, oidores de cuentas y un clavero o guardador de llaves.
Compartían con los judíos el grado inferior en la jerarquía social los esclavos personales, de
peor condición aún que los remensas y que subsisten en la vida privada y en la pública. Los había
en todas las ciudades y villas (adquiridos, ora en los mercados, ora por cautividad en guerra), en los
monasterios y ,un en los gremios, según se desprende de un privilegio del siglo XIV, concedido a
los barqueros del muelle de Barcelona para que pudiesen tener más de dos esclavos. En tiempo de
Juan I existían en la capital muchos griegos sujetos a esta condición, y el rey intentó libertarlos.
369

480. El organismo político general.


La gobernación general del principado no varía substancialmente en esta época, y las luchas
políticas son análogas a las que ya estudiamos en Castilla y en Aragón, lo mismo de los reyes con la
nobleza (éstas algo atenuadas por prevalecer los problemas sociales que ya conocemos) que de la
burguesía y su espíritu fuerista (representado especialmente por Barcelona) con el monarca. Sentían
recelo los catalanes contra los reyes de Aragón, príncipes suyos, sobre todo desde el advenimiento
de la casa de Castilla con Fernando I, por el origen extranjero 32 de ella y por el supuesto de un ideal
absolutista acentuado en aquel monarca y sus sucesores; ideal que, ciertamente, no era patrimonio
exclusivo de los reyes más o menos castellanos, sino de todos los de Europa en aquel tiempo, en el
mero hecho de ser reyes, y cada vez más, a medida que avanzaban los tiempos y crecía en fuerza el
sentido romanista.
No se mostraron los catalanes tan opuestos como los aragoneses a la política internacional de
muchos de los monarcas, por ser de tradición en aquéllos la expansión mediterránea y de seguro
provecho para su industria y sus relaciones comerciales; aunque más de una vez se negaron a dar
recursos para la guerra que en Italia sostenía Alfonso V y se quejaron de la larga estancia del rey en
Nápoles, con abandono de los graves intereses de los territorios peninsulares, que, sin embargo,
manejaba con raro acierto la reina Doña María. Pero síntomas de descontento, o, por lo menos,
suspicacias que alimentaban una especie de resistencia latente contra todo posible intento de
desafuero, sí los hubo, sostenidos por el espíritu receloso de la burguesía y por imprudencias,
alardes o hechos autoritarios, más o menos graves y legítimos, de los mismos reyes: como sucedió
con Fernando I en el caso del pago del vectigal (§ 414) y cuando la entrada de tropas castellanas en
Aragón y Valencia, de que protestaron los concelleres de Barcelona; con Pedro IV, en los alardes de
autoritarismo que expresan los documentos de su cancillería (como los de Juan II de Castilla); con
Alfonso V, que no era menos cesarista, y que procedió con la desenvoltura que ya sabemos respecto
de los fueros aragoneses y los derechos de los remensas; y con varios reyes en punto a
nombramientos de extranjeros para cargos públicos, llegando en este punto a tal grado el
descontento de los catalanes con Alfonso V, que estaban decididos a negarle obediencia si persistía
en proteger especialmente a los castellanos. Semejante oposición estalló al cabo, según vimos, en
las guerras entre el príncipe de Viana y Juan II. Formóse entonces un partido catalán (de nobles y
clase media en su mayoría), que reveló al punto inclinaciones separatistas, mostrándose favorable,
primero, a la unión con Francia (que debía ser popular, pues la expresaron ya los mismos remensas
en sus primeras sublevaciones), y, fracasado este intento, más tarde, a una constitución republicana
a semejanza de los italianos (§ 417). La lucha entre los catalanes y Juan II, aunque tuvo por causa
primera la conducta del rey con su hijo el de Viana, suponía en el fondo, verdaderamente, el
conflicto entre el sentido absolutista de la monarquía —encarnado en Don Juan y en su enérgica
mujer la reina Doña Juana— y el de las libertades forales, que se presentaban ligadas (por el fondo
común particularista y aun egoísta de los privilegios) con las aspiraciones feudales, aun vivas, de la
nobleza. Pero ni ésta ni anteriores contiendas terminaron con la desaparición de los derechos
tradicionales de Cataluña. Juan II y sus antecesores no cambiaron los fueros ni la organización
política del principado en sí misma o en sus relaciones con el Estado aragonés. Ya hemos visto, por
el contrario, que los privilegios de Barcelona fueron aumentando, así como la solidaridad burguesa,
con la amparansa y el carreratge. Pero, en el fondo, el golpe estaba dado, y la ruina del feudalismo
había de acarrear bien pronto la ruina de las libertades municipales, que minaban también por su
base los vicios propios de la burguesía.
Las Cortes especiales de Cataluña (nacidas casi a fines de la época anterior: § 324) siguieron
reuniéndose con independencia de los de Aragón y afirmando su función principal económica de la
votación de impuestos, a tal punto, que más de una vez (en el reinado de Alfonso V, por ejemplo)

32 Los aragoneses y catalanes consideraban entonces (y esta consideración duró siglos) como extranjeros a los
castellanos, es decir, a los que pertenecían al reino unido de León y Castilla. Notábase así incluso en la Iglesia, con
motivo de las prohibiciones de dar beneficios a extranjeros.
370

hubieron de ser disueltas sin lograr el rey sus peticiones de dinero. En 1283 se hizo también, en
reunión de Barcelona, una declaración análoga a las que más de una vez se hicieron en Castilla en
punto al valor del poder legislativo, esto es: que el príncipe debe, cuando ha de dictar leyes,
convocar a los prelados, barones, caballeros y ciudadanos, con cuya aprobación y consentimiento ha
de contar, bastando la asistencia de la «mayor y más sana parte». Claro es que esto no pasó de una
pura declaración platónica, pues los reyes siguieron legislando motu proprio; e igual sucedió con
los preceptos de reunir anualmente las Cortes (tomado éste en 1285), de tenerlo que hacer
precisamente el primer domingo de Cuaresma y alternativamente en Barcelona y Lérida
(Constitución de 1299), y el de celebrarlas cada tres años (Cortes de Lérida de 1301). Por acuerdo
de las de Barcelona de 1365, debían siempre ser convocadas y reunidas por el rey o, mediando justo
impedimento, por el lugarteniente real. Los procuradores de los municipios, nombrados por
elección en los primeros tiempos, comenzaron a insacularse desde 1387; y para entenderse
directamente con ellos se constituyó, primero en Barcelona, y más tarde en casi todas las villas, una
Junta municipal (Vintiquatrena), especie de tribunal fiscalizador del mandato imperativo de los
procuradores. El brazo popular o real estuvo presidido y dirigido por el conceller y síndicos de
Barcelona que asistían a las Cortes.
Las Cortes generales de la confederación catalano-aragonesa (Cataluña, Aragón, Valencia,
Mallorca, Rosellón y Cerdaña) siguieron igualmente celebrándose, habiéndose acordado en 1385
que en ellas el rey hiciese su discurso de entrada en catalán y le contestase el infante, en nombre de
las Cortes, en aragonés. Aparte de ellas había también Cortes para las posesiones mediterráneas (de
allá mar: Córcega, Cerdeña, Sicilia, Nápoles).
Como las Cortes aragonesas, tuvieron las catalanas (desde 1289, según se cree) su
representación permanente en la Diputación general o Generalitat, compuesta de diverso número de
individuos según los tiempos (tres, en 1359; tres, con otros tantos oidores de cuentas, en 1413). En
este último año se acordó también que el cargo fuese trienal, nombrando los salientes a los que
habían de sucederles, si no estaban reunidas las Cortes; pero en 1454 se cambió la elección directa
por otra cuya forma última era la insaculación. Cada diputado representaba uno de los tres brazos de
las Cortes. Recibían sueldo y les ayudaban en sus funciones diputados locales nombrados por
aquéllos. La Diputación, además de velar por el cumplimiento estricto de las leyes y decidir cuando
se había cometido desafuero (para lo cual un privilegio de 1422 le concedía que, si el rey o sus
delegados dictaban una orden que derogase o perjudicase las leyes existentes, pudiera oponerse a
ella), tenía a su cargo la alta policía del principado, terrestre y naval (§ 485), y recibía el juramento
de fidelidad a los fueros del lugarteniente, gobernador, virrey y demás altos funcionarios. Por
último, y en casos extraordinarios, podía convocar a los brazos de Cortes o celebrar consejo con los
individuos de ellos que estuviesen más a mano. Durante el interregno que precedió a la elección de
Caspe, gobernóse el principado por una Junta que formaban doce diputados, los concelleres de
Barcelona y el gobernador general.

481. La legislación.
Continúa la misma variedad legislativa de la época anterior, con la particularidad de ir
disminuyendo las concesiones de nuevos fueros municipales (del siglo XIV se conocen algunos,
dados por reyes, obispos y señores, así como ordenanzas: v. gr., las ordinaciones rurales del
condado de Ampurias; del XV, ninguno, aunque menudearon los privilegios sueltos, v. gr., a
Barcelona) y de aumentar las Constituciones, Capítulos, Actos de Corte, Pragmáticas reales y
demás disposiciones emanadas del poder legislativo del rey, si bien éstas sujetas siempre a la
condición (por lo menos teórica) de no contradecir las leyes generales, según repetidamente se
declaró en Cortes de 1289, 1292, 1311 y 1413. En este último año se acordó formar una
recopilación de todo el derecho catalán, nombrando al efecto una comisión formada por tres
jurisconsultos (Narciso de San Dionisio, Jaime Callís y Bonnonatus de San Pedro) que, tomando
por modelo el Codex repetitæ prælectionis, distribuyeron toda la materia en varios libros y títulos,
371

traduciendo del latín al catalán los Usatici y otras leyes. Es de notar que, en virtud de la anexión del
condado de Ampurias a la corona, en tiempos del rey Don Martín, se extendió a aquellos territorios
la vigencia de los Usages y de las Constituciones, contra el derecho romano.
Del siglo XIII y del XIV son otras compilaciones hechas por particulares o para servicio de
corporaciones, como una de Constituciones y Costumbres que se guarda en el archivo catedral de
Lérida. En 1279 (es decir, en los primeros años del reinado de Pedro III) se redactaron
definitivamente, y en la forma codificada que ha llegado a nosotros, las Costumbres de Tortosa,
especie de transacción entre el señor de ciudad y el pueblo, que forma uno de los códigos
municipales más completos de la Edad media; y del siglo XIV son las Constituciones de la baylía
de Mirabel, interesantes para el derecho civil. Las Costumbres feudales de Gerona se compilaron en
un código a mediados del siglo XV. Para el gobierno de la corte, se promulgaron en tiempo de
Pedro IV las Ordinacions de la Casa Real.
Pero el hecho más interesante de esta época, en punto a la legislación, es la lucha entre la
influencia romanista y el derecho tradicional, iniciada ya en el siglo XII (§ 325) y que parece
resolverse a favor de la primera. En efecto, muchas de las leyes nuevas de los siglos XIII, XIV y
XV, especialmente las que se refieren a la familia y la herencia, modifican, como veremos (§ 485),
en sentido romanista las instituciones; y el rey Don Martín, en acuerdo tomado en las Cortes de
Barcelona de 1409, establece una jerarquía de fuentes del derecho positivo análoga a la que en 1348
se estableció en Castilla, dando entrada a lo que en Cataluña se llamaba «derecho común» (el
canónico y el romano) como supletorio, después de los Usajes, Constituciones, Capítulos y Actos
de Cortes, usos, costumbres, privilegios, inmunidades y libertades. Con esto no hacía más que
seguir el impulso dado por Pedro IV, que años antes ordenara el estudio y alegación de las leyes
romanas, y el impulso general de la sociedad catalana y de sus letrados, manifiesto en el Código de
Tortosa y otros documentos, no obstante las prohibiciones de tiempo de Jaime I, que cayeron pronto
en desuso.

482. La administración de justicia y el derecho penal.


El mismo aspecto de confusión y poliarquía que hemos visto en Castilla, revela en esta época
la administración de justicia en Cataluña, a causa de la jurisdicción independiente de los
municipios, sobre todo los mayores (v. gr., Barcelona: § 478), y de la que los nobles tenían en sus
tierras, no obstante la organización general de la justicia ordinaria dependiente del rey, en las
veguerías o verguerías, subverguerías, bayliatos, etc. En los procedimientos, nótase la misma
evolución que en Castilla, cambiándose la acusación particular por el sistema inquisitivo o de
denuncia sin mostrarse parte, como se ve en el Código de Tortosa. Y es curioso notar, al lado del
progreso de los tiempos y frente a la tendencia general de abolir las pruebas vulgares, la
subsistencia del duelo, no tan sólo entre los nobles (como en Castilla), mas también entre los
burgueses de Barcelona y de otros puntos. Acredítanlo así documentos del siglo XV. Tan arraigada
estaba tal costumbre, que la ciudad de Manresa y otras tenían como especial privilegio prohibir que
riñesen los desafiados, «forzándolos a que hiciesen paz y seguridad» o a salir de la población. Los
concelleres de Barcelona intervinieron muchas veces en los desafíos para imponer paz, mostrándose
celosos de esta humanitaria misión.
Para los delitos religiosos continuaba funcionando la Inquisición, confiada a los dominicos y
franciscanos. El último inquisidor de esta época, Fr. Juan Cristóbal de Gualbes, tomó parte activa en
las guerras entre el príncipe de Viana y Juan II, mostrándose acérrimo partidario de aquél y
predicando en Cataluña contra la reina Doña Juana. En algunas localidades de condición feudal
subsistieron durante algún tiempo el derecho de venganza, la pena pecuniaria por delitos de sangre
(y en general por todos los cometidos contra personas), y otras supervivencias del derecho penal
germánico.
372

483. La Hacienda general y municipal.


La organización, de la Hacienda general del principado en esta época es, como en Castilla,
muy deficiente por lo que toca a la distribución de tributos, cobranza, administración, formaciones
de presupuestos, etc. Por ello, y no obstante el aumento de los tributos, veíanse a menudo los reyes
en graves conflictos pecuniarios, que pretendían resolver mediante nuevas peticiones de donativos a
las Cortes (que éstas negaban repetidamente), ventas de jurisdicciones, multas y aun aceptación de
obsequios en dinero, los cuales, como sucedió en tiempo de Alfonso V, no siempre tenían honesto
origen, o bien obedecían a la compensación de un tributo que se quería suprimir: v. gr., donativos
de 3.000 y 10.000 florines que hicieron los mercaderes a Juan II para que levantase cierto subsidio.
Mayor orden había en la Hacienda especial de la Diputación de Cataluña, que contaba a su favor
con ingresos propios, mediante los cuales atendía a gastos que particularmente le tocaban, como
veremos. Esos ingresos, llamados Drets del General, eran: los de importación y exportación de
mercancías; tallas y gabelas diferentes sobre toda clase de personas, tanto civiles como
eclesiásticas, y el llamado derecho de la bolla o del sello de plomo que se imponía a las telas, paños
y otras mercancías para que pudiesen venderse. Considerábase sagrada la obligación de pagar estos
derechos, y la falta de ella castigábase, en lo espiritual, mediante excomunión que debían lanzar los
obispos una vez requeridos por la Generalítat. La recaudación se hacía comúnmente por
arrendamiento (como casi todos los tributos en aquella época), teniendo también la Diputación
guardias y otros funcionarios —a más de los que, bajo su inspección, nombraban los arrendatarios
— para prevenir fraudes, sobre todo, en el derecho de la bolla. Los ingresos colocábanse en
depósito en el Banco o Taula de Barcelona, y de allí se iban sacando para aplicarlos a los gastos,
que eran: militares, para la defensa del territorio por mar y tierra y especialmente, persecución de
piratas; judiciales, para el pago de jueces; reales, para acudir a las peticiones de donativos de los
reyes; económicos, para pago de censos, y de otras clases.
Los municipios tenían igualmente su hacienda especial, mereciendo singular mención la de
Barcelona. Los tributos que a mediados del siglo XIV (1357) se pagaban en la ciudad, eran diez y
seis, aunque no de gran cuantía; entre ellos figuraban algunos muy curiosos, como el de barraganas,
del aceite y pescado salado, de honores, del vidrio y la cera, etc. Era también ingreso de Barcelona,
otorgado por privilegio de Juan I (1390), el llamado de la dreçana, que duró hasta 1453 y consistía
en el cobro de derechos fiscales a los navíos que comerciaban en ciertos puertos extranjeros. En
cambio, y para facilitar el aprovisionamiento de trigo en la ciudad, se derogó el derecho de entrada
llamado periatge, que pagaban ordinariamente todas las mercancías introducidas por mar, a
beneficio de la Lonja de mercaderes. También se redimió casi por completo Barcelona, en 1421, del
tributo de leuda que pagaban al castillo de Tamarit y sus señores las mercancías transitadas por
aquel punto, en compensación de la defensa que representó el castillo mientras fue fronterizo de
moros. Los remensas pagaban especialmente tres florines por hogar, y un tributo que se llamaba
dotzé, que no se aplicaba a los hombres libres.

484. El ejército y la marina.—La piratería.


Sabemos ya que la defensa del territorio catalán estaba especialmente encomendada a la
Diputación, quien podía y debía convocar a los ciudadanos, pagar tropas especiales y adquirir
armas, barcos, artillería, municiones, etc., que sólo podía prestar al rey en ciertos casos de guerra,
mediante garantías y sin hacer gasto alguno en renovar o reparar el material. Uno de estos casos de
auxilio o préstamo se dio en 1443, acudiendo la Diputación con sus naves en ayuda del gobernador
general. El núcleo del ejército propiamente catalán lo forman en esta época las milicias concejiles
(sometents). No desaparecen las mesnadas señoriales, que luchan juntas con el elemento popular en
la guerra de los remensas y en la sostenida contra Juan II; pero en todos, sentidos tienen más
importancia las tropas de los municipios. Era frecuente que las ordenanzas municipales prohibiesen
el alistamiento de los ciudadanos en el ejército real, para impedir que se mermasen las fuerzas del
sometent. Reuníase éste, en los casos necesarios, por convocación de la autoridad local o de la del
373

centro municipal, cuando se trataba de ciudad que tuviese anexionadas otras por carreratge. Así,
Barcelona podía llamar —y lo hizo a menudo— las milicias de las ciudades y villas amparadas por
ella. Los concelleres barceloneses llegaron a tener 54 compañías, formadas por los mercaderes,
cofradías y gremios, mandadas por capitanes que aquéllos nombraban y dirigidas por el primer
conceller (conceller en cap), con título de coronel, por lo que la milicia entera se llamaba Coronela.
La tradición marítima de Cataluña se acentúa más y más a impulso de las guerras exteriores y
el crecimiento del comercio, que era necesario proteger, especialmente contra los piratas, muy
frecuentes entonces y muy audaces. La marina de guerra formábase de tres elementos: naves reales,
construidas y mantenidas a expensas del rey o alquiladas por éste a Estados o aventureros de otros
países (italianos principalmente); naves que la Lonja de mercaderes, dedicadas a la persecución de
piratas, y que eran comúnmente alquiladas, como en 1474 se hizo con las galeras del conde de
Cardona; naves de la Generalidad, que esta corporación tenía el deber de sostener para defensa de
las costas, pagándolas con los ingresos da su caja especial; y naves municipales de Barcelona, que
ésta podía armar en virtud de privilegio de 1321, ampliado en 1390. Así, en 1409 tenía armadas la
ciudad tres galeras, contando también con un arsenal o dreçana, a cuyas obras aplicábase el
impuesto ya citado de igual nombre (§ 483). Aparte de todo esto, muchos señores feudales (laicos y
eclesiásticos) tenían también marina, con la que a veces pirateaban, como sabemos (§ 476).
Ejemplos de ello son el citado conde de Cardona y los que conquistaron la isla de Ibiza (§ 253). Con
todos estos elementos formáronse poderosísimas escuadras, como la que en 1282 salió de Port
Fangos con Pedro III, la de 1322 y la que en 1354 ancló en Rosas, compuesta de 300 velas, de ellas,
45 galeras y 20 naves armadas, con 13.500 soldados. En tiempo de Pedro IV fueron redactadas, por
mano del almirante Cabrera, unas Ordenanzas de las Armades navals. Con Cabrera compartieron la
nombradía en la dirección de las flotas catalano-aragonesas otros grandes marinos de fama europea,
como Roger de Lauria o Lluria (italiano de origen).
Preocupación importantísima de aquellos tiempos era la defensa de las costas, y no tanto
contra enemigos en guerra formal, cuanto contra los corsarios y piratas, ya musulmanes (de Argel
principalmente), ya cristianos de Mallorca, de Provenza, de Italia y otros puntos, que a veces tenían
sus guaridas en lugares próximos como las islas Medas, frente a Torroella (Gerona), o los Alfaques.
Para avisar del peligro de desembarcos, organizóse ampliamente el tradicional (§ 48) servicio de
atalayas y torres costeras, que vigilaban el mar, comunicando la alarma con toques de bocina y otros
signos. Los avisos venían a veces de muy lejos y se comunicaban con gran rapidez, para lo cual
estaban en relación constante, por correos, los municipios de la costa, sufragando los gastos la
ciudad o villa avisada. Así ocurrió en 1453 con una carta del gobernador y jurados de Mallorca que,
dando cuenta de la presentación de nueve barcos de moros, pasó a Ibiza, de aquí a Valencia, y
luego, por mano de los cónsules y jurados de Burriana, Peñíscola, Tortosa y Tarragona, a los de
Barcelona. Aparte de estos medios preventivos, usáronse, como es natural, los represivos, que
competían en primer término a la Diputación general, armando galeras para persecución de
corsarios y piratas. Los sometents acudían también a la defensa de los puertos. No bastaron estas
medidas, y vez hubo en que fue preciso rescatar a precio de oro lugares como las citadas islas
Medas, habitadas por piratas. Y como los abusos no faltan nunca, aun en los más obligados a la
defensa general, se dio el caso repetido de que oficiales de la administración autorizasen, mediante
salvoconductos, armamentos de corsarios que cometían daños en las costas. Corrigióse este abuso
por privilegio de 1401, que concedió el rey a los cónsules y Lonja de Mar de Barcelona. Las
frecuentes aprehensiones de cautivos que muy especialmente hacían los moros, dieron lugar a la
organización de las redenciones por dinero, en que principalmente se ocupaba la Orden de la
Merced. Por lo que toca al daño en las mercancías, establecióse la indemnización mediante un
tributo especial que pagaban los comerciantes del país a que pertenecía el pirata.

485. La Iglesia feudal en Cataluña.


En general, lo dicho respecto de la Iglesia de Aragón puede aplicarse a la de Cataluña, sin
374

necesidad de repetir hechos casi iguales y consideraciones análogas. La decadencia de las Órdenes
monásticas alcanzó a las del principado como a las de otros países: ejemplos de ellos son los monjes
benedictinos de San Quirico de Colera, que en el siglo XV cometieron muchos atropellos en
personas y bienes, según atestiguan los papeles de la Diputación general; las monjas de Barcelona,
que en igual época, eran amonestadas por ciertos excesos; las discordias interiores de otros
monasterios; la supresión del dúplice de Pedret (junto a Castelló), etc. Es circunstancia curiosa que
los concelleres de la capital ejercían amparanza sobre todos los monasterios catalanes, y en virtud
de ella tenían derecho de visita, incluso en los de monjas con clausura, para conocer las faltas y
ponerlas remedio.
Pero lo característico de la Iglesia catalana en su relación con el poder público, es la
continuación acentuada del régimen feudal ejercido por obispos, cabildos y abades. Bastará citar
como prototipo de él la Iglesia de Gerona, cuyos dominios, aumentados sin cesar en los siglos XIII
y XIV por compras de castillos, villas y jurisdicciones, llegaron a ser extensísimos, no menos que
su riqueza en esclavos, dineros, ropas, libros, diezmos, alcabalas, etc. Y como en todo su territorio
era soberana y ejercía, por lo general, jurisdicción plena con mero y mixto imperio, convirtióse en
un poder fortísimo que desafiaba a los nobles y a los mismos reyes y oprimía a los pueblos. Del
poco respeto a la autoridad real, da muestra el hecho de que, habiendo sido reprendidos los
canónigos en 1278 por Pedro III, a causa de haber arrojado piedras desde la torre de la catedral
contra el barrio judío, «los clérigos impidieron con sus voces y risotadas que se oyese la voz del
pregonero que publicaba la orden»; y en 1330 pasearon por las calles de Gerona, con hábito de
condenados y azotándolos continuamente, al veguer y subveguer reales, a quienes, en camisa,
descalzos y con una vela en la mano, hicieron subir de rodillas la escalinata de la catedral para
recibir el perdón: todo ello por haber los citados oficiales detenido y encarcelado al abad de San
Feliu de Guixols y a su camarero, en razón de un pleito entre aquél y el municipio de Gerona.
Compréndese bien que, con éste y otros hechos análogos, se produjera a fines del siglo XIII un
movimiento general contra el feudalismo eclesiástico, movimiento expresado, por parte de los
nobles, en ataques frecuentes a monasterios y lugares de señorío abadengo (Palafrugell, Roda,
Cerviá, etc.) Los reyes se opusieron a estas violencias, pero en formas de derecho combatieron
igualmente aquel poder. Así, Pedro III embargó «los bienes y lugares del obispo y cabildo de
Gerona y de otros prelados de su diócesis, porque cometían excesos y otras cosas contra Nos y la
dominación nuestra», desterrándolos del reino; Pedro IV renovó en 1341 esta pena, y en 1385
volvió a desterrar al obispo; y la reina Doña María mandó ocupar en 1448 la jurisdicción que el
prelado y cabildo gerundenses tenían sobre los remensas, a lo cual se resistieron, excomulgando al
delegado de la reina. Era por entonces obispo de Gerona Bernardo de Pau, de espíritu tan
eminentemente aristocrático, que ordenó la no admisión de canónigos que no fuesen nobles por la
línea paterna y la materna, y riñó más de una vez con los plebeyos de villas próximas a quienes
mermaba los derechos en la gobernación del municipio. Y no era éste el primer caso, ni fue el
último, de choques entre la realeza y el poder señorial de la iglesia de Gerona, hasta que, a fines del
siglo XV, ocupada la silla episcopal por Margarit, gran partidario de Juan II y la reina Doña Juana,
y ayo de Fernando II, se convirtió en portaestandarte de la causa realista contra el partido-nacional
catalán.
Del gobierno de pueblos de señorío eclesiástico en esta época, dan idea los ejemplos de La
Bisbal, dependiente del obispo de Gerona, y Palafrugell, sometido a los monjes de Santa Ana. La
Bisbal había logrado, como tantos otros de igual carácter (ejemplo en Galicia, Santiago), tener
cierta independencia municipal con asamblea popular, que elegía la curia o ayuntamiento; pero,
como en Castilla, trocóse más tarde esta democracia en una oligarquía de los ricos (prohombres o
mayores) con exclusión del pueblo, y sobre todo de los rurales. El obispo Pau todavía quiso mermar
más la intervención del elemento popular, ordenando que los consejeros y jurados salientes
nombraran a sus sucesores. En 1440, reformados los estatutos, elegíanse los funcionarios por
compromisarios, dando entrada a los foráneos o labradores. El consejo tenía a su cargo toda la
375

administración de la villa, pero no la justicia. Ayudábale, en las cuestiones de ornato y policía de


mercados, el mostaçaf o mustasaf. Exceptuábanse de impuestos y restricciones en uso de armas los
caballeros, quienes, en cambio, no intervenían en las elecciones.
Palafrugell, rescatado del poder señorial en el siglo XII, alcanzó autonomía bajo el poder del
conde de Barcelona; pero la desvirtuó también por sus divisiones interiores. Ganado señorío en él
por los monjes de Santa Ana, lo gobernaba en nombre del prior un bayle, con jueces, a los que se
añadía un procurador de los canónigos. El pueblo podía elegir cuatro jurados y doce concelleres. El
rey conservó la jurisdicción criminal; pero enajenada en 1387 a los mismos monjes, el prior se
constituyó en pleno señor feudal, con horca levantada, signo del poder de aplicar penas, incluso la
de muerte. Cerraremos estos ejemplos con el del obispo de Urgel, que ejercía derechos señoriales
sobre el valle de Andorra, compartidos desde fines del siglo XIII, en virtud de convenios, con los
condes de Foix, quienes, como sabemos, eran vizcondes de Castellbó y, en este concepto, vasallos
del obispo por virtud de la posesión de ciertos territorios. De los condes de Foix pasó luego el
derecho de intervención en Andorra a los reyes de Francia.
A la acción de los monarcas contra el feudalismo eclesiástico cooperaron las Órdenes
mendicantes (franciscanos y dominicos), muy difundidas en el siglo XIV y cuyo carácter
democrático atrajo las simpatías del pueblo; pero que carecieron siempre de la influencia que
representaba el asistir a las Cortes como los abades de las demás Órdenes religiosas.

486. Reformas en la organización familiar.—Los gremios.


En el párrafo 328 se han trazado las líneas generales de la evolución de la familia catalana, en
sus elementos más importantes. Consignaremos ahora tan sólo algunas modificaciones realizadas en
esta época y nuevos detalles que vienen a completar la fisonomía de la institución familiar del
principado. Consuetudinariamente, en los casos en que se dividía la herencia entre los hijos,
considerábase como legítima los ocho quinceavos del caudal hereditario. Modificóse esto por
privilegio de Pedro IV (1343), quien, accediendo a las peticiones de los burgueses de Barcelona,
redujo aquella porción a la cuarta parte del caudal, favoreciendo con esto la libertad de testar del
padre y el establecimiento de hereus. Los principios del derecho romano fueron imponiéndose
rápidamente a partir del siglo XIV y constituyeron en muchas localidades la base de la organización
familiar, mezclándose más o menos con preceptos consuetudinarios, merced, sobre todo, a la
libertad que se dejaba en las capitulaciones matrimoniales, que en rigor eran las que establecían en
cada caso la ley constitutiva de la familia en puntó a los bienes. Así, hubo dos clases de dotes, una
de la mujer, a la romana (dote o axovar), y otra del marido (esponsalicio) o escreig. Los ganan-
cíales existían en ciertas localidades solamente (Tortosa, Tarragona y su campo, Arán y parte del
territorio de Lérida). La viuda podía gozar el derecho de tenuta, o sea la posesión de todos los
bienes del marido con percibo de las utilidades que necesitase para su subsistencia, y el usufructo
total después de un año, hasta que le fueren entregados la dote y el escreig. En las capitulaciones
matrimoniales solía establecerse la institución del hereu en el varón primogénito, o, a falta de
varones, en la hija, que tomaba el nombre de pubilla y era considerada como jefe de la casa,
llevando los hijos su apellido y no el del padre: género de institución que tenía por origen la
conveniencia de que continuase la familia asociada y su patrimonio, y por efecto esta misma
continuación. Introdujéronse también los mayorazgos, con nombre de vinculaciones o fideicomisos,
pero con la especialidad de poder deducir o vender el poseedor del vínculo algunas partes del
capital y poder también enajenarlo en enfiteusis. Las mejoras no se admitieron nunca. La
emancipación del hijo por casamiento se estableció en privilegio de 1351. Es curiosa la licitud del
adulterio de casado con soltera (barraganía), mantenida en las costumbres escritas de alguna
localidad feudal, y la pena de exposición a la vergüenza pública (abolida la pecuniaria) para el
adulterio de mujer casada.
Si los intereses económicos favorecieron, como acabamos de ver, las formas de solidaridad de
la familia —o, cuando menos, la persistencia del capital familiar o de su mayor parte, en una masa
376

indivisa que pasaba de primogénito a primogénito—, no menos impulsaron la solidaridad en grupos


sociales de carácter más específico y de fines menos generales que la familia. Así ocurrió con las
cofradías y gremios, que hallaron en Cataluña un campo mucho más fecundo que otro alguno de la
Península para su desarrollo, mejor conocido también que el de tales instituciones en Castilla y
Aragón.
De cofradías de menestrales y gentes de profesión liberal menciónanse, a partir de 1276, las
de notarios de Cervera; herreros, plateros, carpinteros, albañiles, horneros, etc., de Villafranca;
ciegos mendigos, panaderos, freneros, carniceros, herreros, barqueros, albañiles, plateros, pelaires,
etc., etc., de Barcelona; sastres y pellejeros de Gerona; patrones y marineros de Coplliure, y otros
muchos, siendo de notar que no pocas de ellas, aunque conservan los nombres de cofradías, oficios,
almoynas y basílicas (algunas hasta mediados y fines del siglo XVI), eran ya, por lo menos en el
XIV, verdaderos gremios. Con este nombre designábanse en Barcelona: 13 en el siglo XIV y 71 en
el XV. Usaban también el de Colegios. Para constituirse necesitaban autorización del rey o del
Consejo de Ciento, siendo de advertir que, no obstante el sentido restrictivo tomado por los gremios
aquí, como en todas partes, el rey podía dar privilegio a cualquiera persona no agremiada para que
ejerciera arte u oficio. Había gremios constituidos por dos o tres agrupaciones de oficios diferentes,
y, en cambio, oficios que formaban diferentes gremios. Gobernábanse éstos por cónsules o priores,
que, a propuesta de los agremiados, nombraban los concelleres o el veguer; clavarios, síndicos,
oidores de cuentas y veedores, sujetos todos a la autoridad de la asamblea general. La jerarquía
ordinaria de aprendices, oficiales y maestros, existía igualmente, con sus contratos, exámenes, etc.
Las mujeres podían formar parte de la agremiación. En la vida municipal intervenían los gremios,
ya formando compañías del sometent, ya nombrando individuos del Consejo de Ciento (en el que
figuran desde 1257 y constantemente en el siglo XIV en gran número), enviando comisiones para la
recepción de los reyes y ejerciendo otros actos de personalidad política.

Valencia
487. Luchas sociales y políticas.
La heterogénea composición de los elementos que concurrieron a la conquista de Valencia (§
330), determinó necesariamente el sentido y dirección de las luchas sociales y políticas que
constituyen el fondo de la historia valenciana hasta el siglo XVI. Predominaba en los pobladores
cristianos el elemento burgués y, dentro de éste, el catalán; la nobleza, por el contrario, era en su
mayoría aragonesa, y aunque numéricamente menor que la burguesía, representaba una fuerza
mayor por razón de su categoría social. No obstante, la política de Jaime I se dirigió, como ya
vimos (§ 331), a enaltecer el elemento plebeyo, entregándole las funciones gubernativas y
resistiéndose a implantar la legislación feudal de tipo aragonés. No sólo los jurados y conselleres,
sino los justicias, pertenecían exclusivamente, en la primitiva constitución, a la clase de
ciudadanos. Pero los nobles lucharon desde luego por que cambiase este orden de cosas. La
traducción al valenciano (catalán) de los Fueros dados primitivamente en latín, hecha en 1261,
parece demostrar que el mismo Jaime I se hizo cargo de que, al cabo, la nueva legislación de tipo
burgués no regiría nunca plenamente sino en los territorios realengos y sobre la población de origen
catalán; y en efecto, bien pronto el justicia pudo ser indistintamente burgués o caballero (generoso)
en la capital, y en varios pueblos de importancia (Játiva, Alcira, Castellón, Morella, etc.) alternaron
en el cargo representantes de ambas clases. En 1285 declararon abiertamente los nobles al rey
Alfonso su pretensión de que todo el nuevo reino se rigiese por los fueros de Aragón. Opúsose
enérgicamente el municipio valenciano, y no lo consiguieron; pero, poco después, el otorgamiento
del Privilegio de la Unión aumenta los derechos y la fuerza de la nobleza, y se hace más viva la
oposición entre ésta y la burguesía. Mientras tanto, el elemento popular iba nutriéndose en las
ciudades y villas realengas y diferenciándose al propio tiempo. La división tradicional de las tres
manos, mayor, mediana y menor, procede de tiempos de Pedro III (1278), sin que la última, que
377

podía formar parte del consejo municipal, llegara nunca —no obstante la protección otorgada por el
rey— a disfrutar el cargo de jurado. A la vez se organizó la representación popular por gremios y
oficios (1283). Pero antes de cumplirse medio siglo, y reinando Alfonso IV de Aragón, los nobles
consiguieron gran parte de sus propósitos. Se les concedió la legislación aragonesa (que se llamó
«alfonsina») en los lugares de señorío, con aplicación de la justicia de sangre que Jaime I se
reservara, quedando con esto decididamente limitada la vigencia de la legislación democrática de
los furs a los territorios realengos. Además, se les dio entrada en el Consejo municipal de Valencia,
obligándose ellos, en compensación, a prestar ciertos servicios de que estaban exentos según el
fuero aragonés; y de los dos justicias de la capital, creados por Jaime II y que se dividían la
jurisdicción criminal y la civil, uno fue desde entonces noble, alternando con el plebeyo. No
descuidaban los burgueses la defensa de sus prerrogativas, y reclamaban, con tanto calor como los
catalanes, contra todo contrafuero. Así se vio al ceder Alfonso IV, por instigaciones de su mujer, las
villas de Játiva, Alcira, Murviedro y Castellón al infante Don Fernando. En nombre de los pueblos
reclamó contra este desafuero el jurat en cap de Valencia, Francisco Vinatea, y la cesión fue
revocada.
El reinado de Pedro IV complicó todavía más la lucha política. Promovida la guerra de la
Unión (§ 409), dividiéronse los nobles y los plebeyos valencianos, apoyando unos a los unionistas y
permaneciendo otros fieles al rey. La ciudad de Valencia fue cabeza de la Unión, como sabemos;
mientras que Játiva se colocaba enfrente, y Alcira, Murviedro y otras se encerraban en neutralidad
absoluta. El resultado final de la lucha fue, como ya dijimos, desfavorable a los valencianos. Pero el
rey, una vez victorioso y derogado el abusivo privilegio de la Unión, no abolió los fueros, sino que
antes bien los completó en sentido democrático, dando gran número de privilegios en que se
determinaban minuciosamente las reuniones de Cortes, las funciones de los jurados y de la
Diputación general, etc. Bien pronto se significaron en la nobleza valenciana los mismos síntomas
de decadencia que en la de otras regiones de la Península. Origináronse banderías y parcialidades,
especialmente entre las dos grandes familias de los Centellas y los Soler, y por mucho tiempo se
vieron ensangrentadas las calles y los campos. Intervino al cabo el rey Don Martín, adoptando
medidas extraordinarias; y si no cortó el mal de raíz, lo aminoró en gran manera. Desde este tiempo
hasta el final de la época que examinamos, no ofrece la historia social y política de Valencia
cambios de importancia que merezcan registrarse aquí.
Añadiremos tan sólo la noticia de haberse abolido a viva fuerza en tiempo de Jaime II la
Orden del Templo, muy poderosa en Valencia. Con los bienes de ella se creó, por bula de Juan
XXII, la nueva Orden militar de Montesa, especial del reino valenciano.

488. La diversidad legislativa y los territorios valencianos.


Por resultado de la concesión de Alfonso IV, quedó la población valenciana definitivamente
dividida, desde el punto de vista jurídico, en dos partes o grupos, repartidos en todo el territorio.
Comprendía éste diferentes regiones que variaron con el tiempo. La primitiva conquista tuvo por
linderos, que señaló el propio Don Jaime: con Cataluña, por el Norte, una línea muy aproximada a
la actual, desde la costa de Ulldecona (Tarragona) hasta el pueblo de Benifasar y Morella; con
Aragón partía límites por el lado de Monroy, Anglesola, Arcedo y Aledo, Mosqueruela y Mora, el
río de Albentosa (Teruel), Castellfabib y Ademuz; con Castilla (reino de Murcia), por Occidente,
desde Chelva a Fuente la Higuera por la sierra de la Rúa, y torciendo hacia el SE. trazaba una línea
que, desde los montes del puerto de Almansa, dirigíase por la sierra de Biar (dejando a Villena en
Castilla) y su continuación en la de Tibi y Jijona, viniendo a morir, por Busot y Aguas al mar, en la
divisoria de la Huerta de Alicante. Esta y la ciudad que le da nombre, con toda la mitad S. de la
actual provincia alicantina», quedaban fuera del reino de Valencia. Las contiendas fronterizas que
durante muchos años hubo entre los reyes de Aragón y Castilla, y de las que fueron teatro en gran
medida las localidades últimamente nombradas, trajeron en tiempo de Jaime II (1304) una
rectificación de los límites meridionales, entrando-definitivamente en el reino valenciano Alicante,
378

Elche y Guardamar y sólo por algún tiempo Villena y Cartagena, que pronto volvieron a Castilla.
Dentro de estos límites, sujetáronse al derecho feudal aragonés los territorios de Jérica, las baronías
de Arenoso, Alzamora, Benaguacil y Manisa y la tenencia de Alcalatén; constando en documentos
muy posteriores a esta época la noticia de unos 28 pueblos tan sólo, regidos por la ley aragonesa.
Los furs valencianos dominaban, pues, en la mayoría del territorio, aumentados y modificados por
los privilegios que diferentes reyes dieron y que se referían todos al orden político y administrativo,
y por los cuadernos de Cortes. Ténganse en cuenta igualmente que en el reino de Valencia había
pueblos, unidos a Barcelona por el lazo del carreratge o patrocinio (§ 478) y que gozaban de las
inmunidades correspondientes a esta situación.

489. Especialidades de la administración pública.


En los dos párrafos anteriores y en otro de la época precedente (§ 331), hemos expuesto las
líneas generales del gobierno valenciano. Conviene ahora entrar en algunos pormenores que acaben
de caracterizar el derecho público del nuevo reino, particularmente en la administración de justicia,
que tan grande importancia tuvo entonces por sus relaciones con la política y como signo de las
ideas jurídicas generales.
Admitieron los furs valencianos el castigo de apóstatas y herejes con penas corporales
(principalmente la hoguera) y la confiscación de bienes, autorizando al hijo, de acuerdo con el
derecho canónico, para que pudiese acusar al padre del crimen de herejía. Seguían en importancia
los delitos de lesa majestad y los de traición, comprendiéndose en el primer grupo la entrega de
Valencia o de otras ciudades o fuertes a los enemigos, la rebelión de castillos y villas, la acuñación
de moneda falsa o no autorizada por el rey y otros actos análogos. Con el apelativo de traición
designábanse hechos culpables variadísimos, desde el homicidio del señor y el adulterio con su
mujer, hasta el asesinato de un pariente o de un compañero. La pena generalmente aplicada era la de
muerte; en algún caso, enterrando vivo al matador con su víctima. La de hoguera estaba
preceptuada en los casos de envenenamiento, infanticidio y aborto. El simple homicidio sin
premeditación, sólo se castigaba con multa y destierro. El ladrón sufre, por primera vez, la
amputación de la oreja derecha; por segunda, la de un pie, y a la tercera vez es ahorcado. La quiebra
fraudulenta o la estafa grave de mercaderes, banqueros, cambiadores y vendedores de telas, traían
consigo la pena de muerte. Escasea mucho la imposición de la pérdida de libertad; aplicábase sólo a
los deudores para obligar al pago de penas pecuniarias, o en forma preventiva, no debiendo exceder,
en este caso, de un mes, y hallándose exceptuadas de ella las mujeres. El derecho de asilo en lugares
sagrados estaba muy restringido; y por de contado, como en todas las legislaciones de la época,
marcábanse diferencias notables en la cuantía de las penas según el reo o la víctima pertenecieran o
no a una misma clase social y según fuese el culpable noble, caballero o «ciudadano honrado». Por
lo general, no se fija pena determinada para los nobles, entregándolos «a la merced del rey, cuando
el delito merece la muerte.
Pero al lado de toda esta penalidad establecida y aplicada por el Estado, subsisten en la
legislación valenciana vestigios del primitivo derecho de venganza; pues si bien lo prohíbe en
general, obligando a que todo delito sea denunciado a los tribunales, autoriza luego para que los
parientes hasta el cuarto grado de un herido de muerte en riña, puedan matar al homicida si éste no
abandona el lugar en que cometió el crimen. El duelo judicial estaba absolutamente prohibido en las
contiendas civiles, y en las criminales, cuando se oponían a ello los testigos o el asunto había sido
elevado a conocimiento del rey o su lugarteniente. En todo caso, el duelo no cabía sino entre iguales
«en linaje y riquezas».
En el procedimiento señala el derecho valenciano una mezcla grande de los principios
germánicos y los canónicos. Establece de una parte, como regla general, la acusación pública; pero
admite la pesquisa o investigación de oficio (mediando «fama pública» contra el delincuente) en los
delitos de lesa majestad, moneda falsa, homicidio, robo, secuestro, allanamiento de morada y otros.
Prevalece la forma escrita, en algunos casos secreta, al lado de la discusión oral una vez terminada
379

la instrucción de la causa, prohibiéndose las pruebas vulgares («batalla, hierro candente o cualquier
otro modo») tanto en lo criminal como en lo civil. El juramento es tenido por prueba suficiente, a
falta de documentos o testigos, en los pleitos civiles. El tormento es medio probatorio o de
convicción que se aplica tan sólo a los plebeyos.
Vese por este cuadro que los Furs reflejan bien, a pesar de sus tendencias innovadoras y
democráticas, el carácter de la época con su desigualdad jurídica, sus penas atroces y
desproporcionadas y las supervivencias del derecho procesal y penal germánico.

490. Mudéjares y judíos.


A pesar de las guerras habidas en los últimos años de Jaime I (§ 253) y de las expulsiones
ordenadas por este rey, siguió habiendo en Valencia numerosa población musulmana, cuyo aumento
antes bien se procuró: como indica una carta-invitación dirigida en 1279 a los mudéjares de la
frontera castellana y de Biar, para que poblasen Villarreal (villa próxima a Burriana) y la carta-
puebla otorgada a los moros de Chelva (1370). Pedro III confirmó en general (1283) los privilegios
que les concediera Don Jaime en los Fueros, y buscó su apoyo en la guerra contra los franceses.
Documentos del siglo XV prueban que en este tiempo seguía siendo importante el elemento
mudéjar, aunque le alcanzaban las restricciones generales acordadas por los reyes de Aragón y por
los Concilios. En la propia capital, el barrio moro, situado desde mediados del siglo XIII fuera del
casco de la ciudad, ocupaba una gran extensión de terreno. En los señoríos eran los mudéjares
numerosos y jugaron gran papel en las luchas civiles de la época y de tiempos posteriores, como
vasallos fieles. Los Furs castigaron con pena de hoguera las relaciones sexuales de moro con
cristiana, y sólo con la pena de exposición a la vergüenza pública las de un cristiano con mujer
mora.
Los judíos eran también muchos, aunque no tantos como se ha supuesto con referencia a fines
del siglo XIV. Poseían un barrio importante dentro de la ciudad, adosado a la antigua muralla, con
una gran sinagoga (que luego se convirtió en convento de San Cristóbal) y otra más pequeña. Por
medio del barrio pasaba el camino seguido por los carros que llevaban las mercancías al Grao, y que
se invalidó al convertirse en lugar cerrado la judería: cosa a que se opusieron fuertemente los
cristianos que sufrían con ello perjuicio. Las postrimerías del siglo XIV fueron en Valencia, como
en todas partes, funestas para los judíos. En 1391 la judería fue asaltada y, tras un sangriento
combate, se siguieron las repetidas escenas de saqueo y matanza. Años más tarde repitiéronse los
atropellos. San Vicente Ferrer comenzó en 1412 las predicaciones evangélicas para convertir a los
judíos, destruir sinagogas y quemar libros de la religión judaica, cosas todas que consiguió en gran
medida, merced al fuego y elocuencia de su palabra. Según testimonio, sin duda exagerado, de un
escritor hebreo, convirtiéronse 15.000; aunque haya de rebajarse esta cifra, las conversiones
hubieron de ser muchas, a juzgar por los sentidas lamentaciones en que prorrumpieron a este
propósito los escritores Salomón Aben-Verga y Josef Ha Cohen. Muchos judíos, huyendo de
convertirse y de que sus familias abandonaran la religión tradicional, dieron muerte a sus hijos y se
la dieron ellos mismos. La situación no se resolvió por entonces, sin embargo; continuó con
alternativas, cada vez más desfavorables para los judíos, a pesar de la protección que a los derechos
personales de éstos concedieron siempre los reyes, enemigos de las violencias ilegales del
populacho.

491. Poderío valenciano.


La autonomía de que gozaba el reino valenciano, la extensión de sus dominios, sus favorables
condiciones naturales para la agricultura y el comercio, la tradición industrial de los musulmanes y
la influencia que desde luego ejerció la población burguesa catalana, produjeron un desarrollo
grande de la riqueza y prosperidad públicas. Significáronse éstas, principalmente, en el rápido
crecimiento de la marina militar y mercante que, dando importancia naval a Valencia, permitían el
aumento de sus relaciones comerciales en el Mediterráneo, hasta llegar a ser rival de Barcelona y
380

mirada con recelo por los catalanes (§ 478). El famoso almirante Roger de Lauria vivió en territorio
valenciano, donde el rey le concedió el condado de Concentaina, y las cuentas relativas al
sostenimiento de sus escuadras se guardaron en el archivo catedral de Valencia, donde han
aparecido. En tiempo de Alfonso V —que favoreció a la capital con donativos y construcción de
obras, públicas— los marinos valencianos, mandados por Juan de Corbera, decidieron el éxito del
ataque al puerto de Marsella. Señaló este reinado el punto culminante del poderío político de
Valencia, desatendida luego por el monarca sucesor de Alfonso, Juan II; pero siguió por mucho
tiempo aún, como veremos, su importancia comercial e intelectual, expresada esta última en un rico
florecimiento literario alimentado por las estrechas relaciones mantenidas con Italia, donde
Valencia tuvo renombre de ciudad rica, elegante, fastuosa y culta.

492. Instituciones sociales.


El derecho civil valenciano está constituido por elementos romanistas puros, catalanes y
aragoneses; pero en conjunto ofrece menos diferencias que el catalán respecto del castellano. Así, la
organización de la familia no ofrece como especialidades dignas de mención más que la matria
potestad perfectamente declarada, alcanzando la del padre a la imposición de castigos, incluso el de
prisión por diez, días, en casos de hurtos o injurias domésticos; la concurrencia de la dote de la
mujer con la del marido (donación propter nuptias o creiximent), que también se produjo en
Castilla (§ 463) y los derechos recíprocos de viudedad ampliados a una parte alícuota de la herencia
del marido para la viuda pobre (setenta morabetinos por mil) y a la retención de los bienes o renta
de la dote que fuesen necesarios para la subsistencia del viudo. En punto a los testamentos, es
notable la prohibición de legar bienes raíces a clérigos, personas o lugares religiosos. A falta de
descendientes, ascendientes y colaterales legítimos, son llamados a la herencia los hijos naturales.
Para la guarda y educación de los niños desamparados o cuyo padre estuviese impedido, adoptóse
en Valencia la institución del Padre de los huérfanos, tomada probablemente de Aragón, en algunas
de cuyas localidades existía (§ 473) desde fecha incierta.
No se reconocen gananciales, a menos que se hayan pactado expresamente; en general, todo
lo adquirido por el trabajo durante el matrimonio es del marido. El adulterio de éste no tiene
castigo; el de la mujer se pena tan solo con la exposición a la vergüenza pública de la culpable y su
cómplice, desnudos, pero sin que se les azote, como en algunos fueros catalanes.
Los gremios adquirieron un desarrollo extraordinario, siendo su organización muy análoga a
la de los catalanes. Nótanse en la evolución de las agrupaciones de oficios los dos grados que
también se advierten en otras regiones: primero, el de simples cofradías de carácter religioso y
benéfico; luego el de gremios propiamente dichos, reglamentados en todo lo referente a su
constitución interna con particular mira al fin técnico. Claramente se manifiestan en esta evolución
el influjo liberal del mediodía de Francia, que admite a los forasteros en la corporación y no sujeta
apenas a los miembros de ésta, y el tipo de reglamentación estrechísima venido del Norte de Europa
y que sustituyó al provenzal. Cofradías del siglo XIII son las de zapateros (1242), herreros,
albéitares y plateros (1298) de Valencia y la de San Juan, de artes y oficios, de Sagunto (1188),
todas con Ordenanzas aprobadas por el rey. En el siglo XIV aumenta mucho su número. En el XV
aparece el gremio plenamente constituido, con su clavario, presidente de la Junta, los mayorales,
veedores o examinadores que tienen a su cargo la inspección y gerencia económicas, técnicas y
administrativas y la reglamentación en punto a ventas, fabricación de productos, ingreso en el
oficialazgo, etc. Respecto de la intervención de los gremios en la vida pública, ya hemos hecho (§
487) la oportuna referencia. En el Consejo municipal tuvieron representación las tres manos desde
un principio y más especialmente desde el siglo XIV, en que a los tenderos, posaderos y
menestrales uniéronse en el disfrute de aquel derecho los corredores de comercio (privilegio de
1321), labradores (1329), plateros, aluderos, pergamineros y curtidores (1332).
Prescindimos de estudiar particularmente la vida interna de la Iglesia valenciana, por no
ofrecer singularidad ninguna que la aparte de lo dicho respecto de Aragón y Cataluña. Respecto de
381

las dos grandes figuras eclesiásticas que en Valencia brillan en esta época, San Vicente Ferrer y
Benedicto XIII, que vivió mucho tiempo en territorio valenciano (Peñíscola), se ha dicho ya lo que
más importaba saber.

Baleares
493. Nobles, ciudadanos y rurales.
Las diferencias sociales y los problemas que traen consigo, tuvieron en el reino de Mallorca, y
en la época que ahora estudiamos, un carácter especial que los distingue de los que hemos visto en
otros Estados españoles.
Aunque a Don Jaime ayudaron en la conquista (§ 253) magnates catalanes y señores
eclesiásticos, como el obispo de Gerona, muy pocos de ellos quedaron en la isla al frente de los
territorios que, según pacto anterior, les correspondieron en el repartimiento (§ 229). Murieron unos
en la guerra, otros de la peste que sobrevino, y los más volviéronse a la Península dando sus
porciones de tierra a los caballeros de su séquito o arrendándolas bajo prestación anual a
cultivadores plebeyos. Por su parte, el rey distribuyó casi todo lo que hubo de corresponderá en
tierras y casas a sus mesnaderos y servidores, muchos de los cuales también se volvieron a España:
con lo cual, y salvo dos o tres grandes señores, la aristocracia feudal quedó representada en
Mallorca tan sólo por nobles de segunda clase (caballeros), a quienes Don Jaime fijó un máximo de
adquisiciones territoriales (en valor de 500 morabatines de oro), para evitar la acumulación de la
propiedad en personas privilegiadas.
Como si todas estas causas de disminución y restricción del elemento nobiliario no fueran
bastantes, vino a reforzarlas el numeroso contingente burgués, que ya como concurrente a la
conquista (ciudadanos de Barcelona, Tarragona, Lérida, Tortosa, Gerona, Cervera, Manresa, etc.),
ya atraído por los muchos privilegios y franquicias concedidos a las islas, acudió a poblarlas,
constituyendo mayoría dentro de la gente cristiana y produciendo un fraccionamiento grande de la
propiedad, que 80 años después de la anexión había trocado en villas importantes muchas de las que
fueron simples granjas o alquerías en un principio. En 1343 estaban ya individualizadas las
parroquias de todos los pueblos y aun de las aldeas que en la actualidad existen.
Pero ese elemento democrático no era homogéneo, y bien pronto se diferenció más y más a
impulsos del movimiento económico que tuvo la vida baleárica, en especial la mallorquina.
Orientada la actividad de la población en el sentido mercantil, constituyóse rápidamente una
plutocracia o aristocracia de la riqueza, en que se vinieron a confundir los caballeros y los simples
burgueses de origen: clase, por su misma naturaleza, abierta a todos y cuyos componentes variaban
a menudo, a compás de la creación o desaparición de capitales, fenómeno constante en la vida
comercial. Los ricos, enlazados con los pocos nobles que habían quedado en territorio balear,
enorgullecidos por sus riquezas y haciéndolas valer en manifestaciones de pompa y fastuosa
liberalidad, formaron, pues, la verdadera aristocracia, la «mano mayor», propiamente ciudadana,
mirada con respeto y envidia por el resto de la población, adornada a menudo con los privilegios del
estado militar (que de doce casas primitivas se extendió en un siglo a 120) y aun con el mismo título
de «caballero», originariamente propio de siete casas y ampliado luego a 45, o el de hombres de
honor o hidalgos, librándose con tales privilegios de ciertos tributos como el monedaje (§ 494).
Semejante engrandecimiento tenía graves inconvenientes para el equilibrio y ponderación de
la vida social mallorquina, ahondando las diferencias de clase en un sentido puramente económico y
halagando Cada vez más los hábitos de lujo y vanidad imprevisora de los enriquecidos. Bien pronto
se reflejó esta perniciosa consecuencia sobre la población rural. Formábanla desde un principio dos
clases de gentes, abstracción hecha de los pocos nobles que residieron en sus estados: burgueses que
prefirieron la vida del campo y las faenas agrícolas al tráfago mercantil de la ciudad —y cuya
elevada alcurnia dentro de la clase media señalaba un caballero mallorquín llamándoles homens de
honor empagesits (ciudadanos honrados aldeanizados)—, y colonos libres de extracción pobre, que
382

habían acudido a cultivar las porciones acensadas y arrendadas por los primeros poseedores. De
ambos factores se formó bien pronto una plutocracia rural, en que naturalmente predominaban los
honrados, y que llegó a competir en riqueza con los burgueses de la capital. El pernicioso ejemplo
de éstos, el atractivo que en todas las épocas ha tenido para los hidalgos rurales la vida ciudadana y
los entronques repetidos entre ambas aristocracias, produjeron bien pronto una corriente de
emigración hacia Palma de Mallorca, que absorbía lentamente lo más granado de la población
campesina. A pesar de disposiciones reales que tendían a reprimir este absenteísmo (v. gr. la de
Pedro IV, en 1367, que exigía casa propia en la ciudad y residencia continua por tres meses para
adquirir el derecho de ciudadanía), siguió acentuándose cada vez más, a impulsos de dos diferentes
causas: el aumento de los tributos y cargas, que desde fines del siglo XIV fue muy sensible en la
población rural o forense, parte por apuros generales del Tesoro público, parte por consecuencia de
pleitos con la ciudad (§ 497), y el cambio que se produjo en la misma vida económica de los
ciudadanos, quienes, por efecto de las continuas guerras de Pedro IV y reyes sucesivos, de pestes,
inundaciones y naufragios, del crecimiento de las repúblicas italianas y del avance de los turcos por
el Asia Menor hasta tocar en Europa, vieron gravemente comprometida su riqueza mercantil desde
mediados del siglo XIV, y extraordinariamente mermado el comercio de Levante, cada vez más, a
medida que avanzaba el siglo XV; con lo cual, buscando un contrarresto, mudaron de destino los
capitales, dedicándolos a las compras de tierras y a la adquisición de censos sobre la agricultura o
sobre la Hacienda pública, estancando así la riqueza y cargando todo el peso de la producción de
rentas sobre la población rural.
Pero, al propio tiempo, ésta había variado de composición, perdiendo sus elementos más
fuertes refugiados en la ciudad y quedando reducida a una masa de colonos pobres, que habían
adquirido el derecho de explotación de pequeñas parcelas a cambio de obligaciones y censos
complicados con cargas financieras de consideración (§ 497) que, al no ser satisfechas, traían
consigo embargos y ventas de que se lucraban los acreedores de la ciudad. No es esto decir que
desapareciese todo elemento de riqueza en el campo. Todavía a fines de la época que nos ocupa
resistíanse a la general decadencia y absorción algunas familias de labradores acomodados,
sucesores de aquellos primitivos homens de honor empagesits y dueños de propiedades importantes
—singularmente en ciertos distritos como los de Alaró y Bunyola—, o de la mayoría de las tierras
aunque muy divididas, como en Inca, Arta y Pollensa (parte N. de la isla); pero aun sobre ellos
pesaba la desigualdad jurídica y económica, favorable a los ciudadanos, y en condición inferior
quedaba todavía un numeroso proletariado forense, casi todo él dependiente de los propietarios de
la capital que, como siempre ocurre, cuidábanse más del percibo de las rentas, perseguido
implacablemente, que del cultivo de los campos, en gran decadencia a fines del siglo XV.
Así se formó una plebe rural llena de odios hacia los burgueses de Mallorca y formada por
colonos censuales y por jornaleros (semaneros, mayorales, mozos o misatjes) procedentes a veces
de aquéllos y en rigor de mejor condición, pues abandonando sus tierras se libraban de impuestos y
exacciones, y vivían de su trabajo, indispensable a los propietarios. Más adelante veremos cómo
estas desigualdades y agravios económicos, complicados con otros políticos, produjeron cruentas
luchas entre forenses y ciudadanos.
494. Mudéjares, judíos y esclavos.
A pesar de lo crecido de la población musulmana que quedó en las islas a la muerte de Jaime I
(§ 329), suena muy poco en la historia social del reino baleárico. Obedece esto, por lo que toca a
Menorca, a la conquista verificada en 1287 por Alfonso III, trocando en absoluta dominación el
anterior estado de vasallaje (§ 329) y destruyendo la población musulmana, parte de la cual quedó
en servidumbre o fue vendida como esclava. En Mallorca, la conquista de 1229 dejó muchos menos
moros libres que en Menorca el vasallaje de 1232, y esos fueron pronto absorbidos, a pesar de sus
franquicias, por la población cristiana; aparte los que, vencidos por la fuerza en campañas
sucesivas, quedaron como siervos del rey o de los señores, o fueron vendidos como esclavos
públicamente. A la absorción contribuyó especialmente la conversión de muchos de ellos, y la lenta
383

emancipación de sus sucesores, que se confundieron al cabo con la plebe cristiana.


Tuvieron en cambio importancia los judíos, cuya suerte fue análoga a la de los peninsulares.
Los monumentos legales referentes a ellos que nos han quedado (muchos en número e
importantísimos), revelan con toda claridad el doble y divergente proceso seguido por la opinión
pública y por la acción real en punto a la condición jurídica de las aljamas. Con breves
interrupciones, los monarcas mallorquines y los de Aragón que desde Pedro IV tuvieron aneja la
corona de las islas, protegieron abiertamente a los judíos, tanto en la libertad de su comercio como
en las exenciones de tributos municipales y generales (excepto los debidos directamente al rey), en
la independencia para el régimen interior de la aljama, en la vida religiosa y en los intereses
privados que representaban, sobre todo, los numerosísimos créditos por préstamos hechos a los
cristianos. En punto a tributos, diferentes privilegios de 1285, 1291, 1311, 1334, 1339, 1360 y otros
años, afirman el deber en que están los judíos de pagar al rey la capitación o cabezaje (cabessatje)
consistente en la vigésima parte de los bienes; pero les eximen de los impuestos emanados del
municipio mallorquín (no obstante las reclamaciones del Ayuntamiento) y aun de otros que se
referían a subsidios para la guerra. La independencia administrativa de la aljama está reconocida
por otros privilegios del siglo XIV, que conceden la elección de secretarios propios, quienes, de
acuerdo con el Consejo de aquélla, pueden dictar Ordenanzas sobre diferentes asuntos e imponer
multas, prohibiendo expresamente que en el gobierno y constitución administrativa de ella pudiese
ingerirse ningún cristiano, ni aun el rey (privilegio de 1328), y declarando la absoluta autonomía en
punto al reparto de tributos y cuestiones que a este efecto se suscitaran. Igualmente dan jurisdicción
penal sobre los judíos a los secretarios y consejeros, en punto a ciertas causas, tolerando que entre
ellos se aplique la pena del talión en caso de denuncia calumniosa, eximiéndoles de tormento a no
mediar mandato especial del rey, concediéndoles cárcel propia y admitiéndoles el juramento
judicial (que por antiquísima costumbre gozaban) sólo por el Decálogo de Moisés, sin atemperarse
a las fórmulas de los Usáticos; privilegios todos que contrastan con la conservación del suplicio de
horca por los pies, aplicado únicamente a los judíos y cuya derogación pidieron en vano éstos,
apoyándose en la inútil crueldad de semejante pena.
No menos resueltos se mostraron los reyes en la protección a los judíos como acreedores de
cristianos, amparándolos constantemente en su derecho de cobrar las deudas o reducir a prisión a
los deudores, negándose a las constantes peticiones de demoras, condonación, etc., que pedían éstos
y desbaratando los mil subterfugios con que pretendían eludir el cumplimiento de la obligación. En
materia religiosa —además de lo ya referido en punto al juramento— se les respetó la existencia de
sinagoga; pues aunque en 1314 confiscó el rey la magnífica que habían construido por privilegio de
1300 (dado por Jaime II de acuerdo con el obispo), años después pudieron construir otra con
nombre de «escuela o casa de oración». También les ampararon los reyes contra las violencias de
que eran objetó a menudo para hacerles cambiar de religión. En fin, todos estos privilegios se
completaron con el de ciudadanos mallorquines, confirmado por sucesivos documentos hasta 1381.
Y no contentos con ello, los reyes facilitaron más de una vez la entrada en Mallorca de familias
judías o conversas, ya allanándoles la traslación de sus bienes, sitos en África y otros puntos, ya
llamándolas directamente, como se ve en documentos de 1344 y 1463.
Todas estas ventajas hallaban resistencia y serio obstáculo en las autoridades, el clero y la
población cristiana toda, a quienes respectivamente movían en contra los celos de jurisdicción junto
con los intereses municipales, el natural afán de proselitismo y conversión y el injusto odio de los
deudores a los acreedores, aliado más de una vez con acusaciones infundadas de crímenes nefandos,
cándidamente creídos por la ignorante multitud. De estas múltiples causas se originaron —amén de
dificultades repetidas, incluso para el cumplimiento de las órdenes reales— diferentes atropellos y
ataques al barrio o Call de los judíos, en 1309, 1370, 1374 y 1376. Con mano enérgica acudieron a
reprimirlos Jaime II y otros reyes, ordenando la prisión de los culpables, pidiendo al prelado que
castigase o contuviese a los clérigos que excitaban al populacho (como el presbítero Galcerán en
1309), amonestando a las autoridades, etc.; no sin ceder, a veces, a las reclamaciones populares, ya
384

por creerlas justas, ya por ser irresistible su empuje, y ordenando procesos como el de 1314 (que
quitó temporalmente a los judíos sus privilegios), o suprimiendo derechos y exenciones, como
hicieron Jaime II en 1310 y Jaime III al final de su reinado.
Pero la corriente de animosidad fue creciendo a medida que avanzaba el siglo XIV, no siendo
bastante a contenerla la protección de los reyes a la aljama. Reforzábanla sobre todo las quejas de
los ciudadanos mallorquines —que por la exención de tributos de los judíos veíanse privados de un
necesario auxilio para levantar las exorbitantes cargas municipales—, y los ahogos de los deudores,
que eran numerosísimos (en 1375 las deudas de los labradores por capital e intereses al 10 por 100,
alcanzaban enorme cifra) y no hallaban manera de salvar sus apuros. A estos dos poderosos móviles
se unió bien pronto la excitación producida por las noticias (recibidas en Mallorca en Julio de 1391)
de los degüellos de judíos verificados en Castilla y en Valencia. El estallido final no se hizo esperar.
Tras repetidas peleas parciales entre cristianos y judíos, las turbas ciudadanas, crecidas con gran
contingente de labradores y forenses, asaltaron el 2 de Agosto la judería saqueándola por completo
y matando a unos 300 entre hombres y mujeres. Asustadas e impotentes las autoridades, no
acertaron a reprimir ni a castigar estos atropellos, antes bien hubieron de ceder al empuje de los
revoltosos, comprometiéndose a obtener la conversión de todos los judíos, aunque por otros medios
que el de amenaza de muerte que proclamaban los amotinados. Lograron éstos, en sucesivas
capitulaciones o tratados con el gobernador general, la amortización y extinción de los créditos que
tenían los judíos con supresión de los intereses; el levantamiento de la obligación de devolver a los
habitantes del Call lo robado en dinero y alhajas o lo usurpado en bienes; el perdón de todas las
violencias cometidas y la inmediata conversión de los hebreos. Cuándo y cómo la verificaron éstos,
no se sabe; pero sí que fue casi unánime y anterior al 21 de Octubre, trocando sus nombres
tradicionales por otros cristianos, y volviendo, en su mayoría, a habitar el Call, bajo la protección
del rey. Éste confirmó en 1392 (16 Julio) todo lo pactado, con su perdón general a los asaltantes de
la judería. Desde entonces, apenas si tuvo importancia en Mallorca la colonia de los judíos no
convertidos, bien que no dejara de haberlos, especialmente por inmigración de familias procedentes
de Valencia, de Portugal y otros puntos, pero aunque a éstos les siguió protegiendo en sus derechos,
fundamentales la legislación general (edictos de 1393, Ordenanzas de 1413) mandando respetarles
la propiedad y la religión, las prohibiciones que se les impusieron en punto al ejercicio de
determinados oficios y al trato con cristianos y conversos, etc., las predicaciones de los dominicos
que los judíos estaban obligados a oír, y el temor de nuevos atropellos, produjeron la extinción de
estas gentes con una nueva y general conversión (Mayo de 1435), directamente motivada por el
miedo a las consecuencias de un proceso inquisitorial por escarnios a la religión cristiana. Pero si
bien, en general, la población mallorquina acogió con júbilo las conversiones y la desaparición de
los privilegios de los judíos, desde el punto de vista económico hubo de ver y de quejarse bien
pronto del atropello de 1391 y de las restricciones posteriores. Los ciudadanos no perdonaron jamás
a los forenses el saqueo del Call, que un siglo más tarde citaban como «una de las causas
principales de la ruina de Mallorca», por ser los judíos depositarios de casi todas las joyas de los
cristianos, deudores, a veces, de éstos, y comerciantes e industriales de importancia.
Formaban la última clase social mallorquina los esclavos, de estirpe musulmana, tártara o
cristiana (v. gr., sardos prisioneras de guerra, que no fueron libertados hasta 1389). Los primeros
procedentes de la conquista, fueron bautizándose y emancipándose lentamente en Mallorca y
fundiendo sus restos con las clases bajas, de tal modo, que a mediados del siglo XIV apenas si
quedaba rastro de ellos. Los de Menorca eran en 1287 unos 20.000, aparte de los que se vendieron
en Sicilia, Cataluña y otros puntos. De los judíos se sabe que estaban autorizados para tener
esclavos turcos y tártaros, con tal que no se convirtiesen al judaísmo.
Para la vigilancia y cuidado de todos los sujetos a esclavitud había un funcionario especial,
llamado capdeguaytas (jefe de ronda).
385

495. La monarquía balear.


Por el testamento de Jaime I, el reino balear, con sus porciones anejas del Rosellón y Cerdaña,
quedaba por completo independiente de Aragón. Jaime II de Mallorca hubo sin embargo, de ceder a
la ambiciosa presión de Pedro III, y para evitar mayores males se reconoció feudatario del rey
aragonés con las siguientes condiciones expresas en la concordia que ambos hermanos firmaron (§
399); asistencia de los reyes de Mallorca, como feudatarios de honor del de Aragón, a las Cortes en
Cataluña; aplicación de los Usáticos en Rosellón y Cerdaña, pero no en las islas; aceptación de la
moneda barcelonesa; que ningún súbdito mallorquín pudiese apelar al rey de Aragón; facultad en el
de Mallorca de seguir cobrando el bovaje y de imponer nuevos tributos de peaje y leuda; alianza
perpetua ofensiva y defensiva entre ambos reinos. Ratificóse este tratado en 1295, al ser devuelta a
Jaime II la posesión de sus estados mallorquines (§ 402); y así quedó para siempre constituida la
monarquía balear, en forma feudataria que la diferenciaba del resto de las españolas. Interiormente
también se distinguió no poco de la aragonesa por su espíritu más democrático y patriarcal y su
oposición a todo intento de feudalismo nobiliario, que el mismo Jaime I había tratado de evitar. Así,
Jaime II compró muchas de las porciones de tierra que en el repartimiento había correspondido a
caballeros (§ 493) y fundó varias villas reales, mostrando también su sentido organizador y
filántropo en la construcción de importantes obras públicas, acuñación de moneda que gozó de gran
estima en el comercio, fundación de un colegio de lenguas orientales, protección a la agricultura,
etc. No dejó, sin embargo, de sufrir la corona mallorquina —a pesar del cuidado que pusieron los
reyes en establecer la curia real y los jueces regios (bayle, veguer, etc.) y en ensanchar todo lo
posible la jurisdicción ordinaria del Estado— limitaciones en el poder judicial, procedentes de los
primeros establecimientos feudales (§ 493); pues si éstos en su mayoría desaparecieron o se
transformaron pronto, todavía dejaron algunos rastros, como el señorío de Zaforteza, que gozó de
jurisdicción civil y criminal y duró hasta tiempos muy avanzados de esta época. Si las ambiciones
de los reyes aragoneses no hubieran perturbado a la continua la vida normal de los de Mallorca, es
seguro que éstos hubieran consolidado una monarquía mucho más firme y centralizada que las
peninsulares, por prestarse a ello mejor las condiciones sociales de las islas, acentuando al propio
tiempo el carácter de ostentación y aparato a que tendían los reyes en todas partes y que Jaime III
consignó, quizá sobre la base de costumbres de la corona aragonesa, en las Leyes palatinas
promulgadas en 1337 y que tal vez sirvieron de modelo a las Ordinaciones de Pedro IV. La
absorción vino demasiado pronto y no dejó desarrollarse a la monarquía balear. Jaime III, antes de
perder la vida en Mallorca (§ 408), se vio despojado de otros territorios o tuvo que venderlos (como
la baronía de Montpellier) para levantar ejército contra Aragón. Cumplida la anexión en 1349,
Mallorca quedó sin rey propio, pero conservó el título de reino y toda la organización de su
gobierno especial, con erario aparte, los mismos funcionarios que había tenido en la época de su
independencia y la legislación privativa, pues los reyes aragoneses no se mostraron centralizadores
hasta el punto de matar la autonomía regional fundada por Jaime I. Por esta razón, y descartados los
poblemas monárquicos que en los Estados peninsulares tuvieron tanta importancia, la vida política
de Mallorca se concentró en el funcionamiento de sus instituciones municipales propias,
manifestándose en luchas de un carácter especial que reseñaremos en seguida.
Las consecuencias directas de la anexión se significaron en otros órdenes: en el aumento de
los gastos, por concurrir muy activamente a las guerras internacionales de Aragón, lo cual obligaba
cada día más al de los tributos y cargas; y en la ruina del comercio, que como natural secuela se
produjo, en gran parte.

496. El gobierno general y las cuestiones municipales.


Desde un principio fue la ciudad de Mallorca el centro de la gobernación general,
dependiendo de ella el resto de los pueblos, de escasa importancia al principio.
Hasta 1249 no tuvo la ciudad otros funcionarios (aparte el bayle y el veguer reales) que la
comisión de prohombres o vecinos honrados, elegidos libremente por el pueblo para la resolución
386

de cuestiones administrativas y de justicia. En 1249 se estableció normalmente la magistratura


gratuita y obligatoria de los jurados (seis en número), facultándoles para asociar a sus. funciones
algunos consejeros.
El cargo era anual, sin reelección; el nombramiento, hecho por los salientes; y en punto a las
condiciones, se dispuso al principio que uno de los jurados fuese caballero, y más tarde que hubiese
dos ciudadanos, dos mercaderes y un artesano o menestral. La sencillez de esta organización chocó
bien pronto con la creciente complejidad de la vida social; y por otra parte, el aumento de la
población forense, que en un principio bastaban a gobernar los magistrados de Palma, hizo
necesarias modificaciones, ampliando los organismos y dando entrada en ellos a nuevos elementos.
Pero como lo tradicional tiene siempre mucha fuerza —sobre todo cuando va unido a intereses
creados.. y goce de privilegios—, la ciudad no se resignó a perder su jefatura absoluta sobre toda la
isla; y en vez de rectificar radicalmente el error, que consistía en querer aplicar a una región extensa
y poblada instituciones que se crearon para una sola ciudad sin grandes agrupaciones urbanas que la
contrarrestaran, se empeñó en mantener el antiguo orden de cosas, rectificándolo parcialmente,
poniéndole remiendos mal zurcidos en las innumerables grietas que naturalmente se le abrían a
medida que se trataba de estirarlo sin romperlo. De aquí las luchas municipales entre el elemento
rural (forense) y el ciudadano, que llenan toda la historia mallorquina: luchas complicadas con las
que, dentro de la ciudad, reñían por su participación en el gobierno las diferentes clases sociales y
las familias pudientes y ambiciosas. El nombramiento de un gobernador general (a veces con título
de virrey) que desde la anexión se hizo, complicó las cosas con nuevas ambiciones e intrigas.
Al través de muchos cambios, expresados en numerosas leyes y órdenes reales, la evolución
del gobierno municipal (abstracción hecha de lo relativo a los forenses, de que luego hablaremos) se
produjo en el sentido de convertir el primitivo consejo de precaria existencia, dependiente en
absoluto de los jurados, en cuerpo autónomo, de vida normal, representante de los varios brazos o
clases de la sociedad mallorquina; creando a la vez nuevos poderes con facultades bien
determinadas, y procurando evitar los amaños e ilegalidades que turbaban las elecciones. De todas
las reformas hechas en el siglo XIV, la más importante fue la del virrey Hugo de Anglesola (1398),
quien dispuso que cada año correspondiese el gobierno al consejo formado por los vecinos aptos de
una de las cinco parroquias de la ciudad, que turnaban así en el disfrute de los cargos públicos. El
número de consejeros sufrió, como en Barcelona, más de una variación. Anglesola lo fijó en 93:
nueve caballeros, diez y ocho ciudadanos, diez y ocho mercaderes y notarios, diez y ocho artesanos
y treinta forenses. Ya éstos gozaban, desde 1315 (Ordenanzas de Sancho I), de alguna intervención
en el gobierno para los negocios que pudiesen interesar a las villas; pero ni esto, ni la ventaja
lograda en 1398 por la reforma de Anglesola, podía bastar a los naturales deseos de independencia
de los forenses, ya que dentro del consejo constituían siempre minoría frente a los elementos
burgueses, constantes enemigos suyos. Aspiraban, pues, a formar un cuerpo autónomo, ampliando
la separación que en punto al orden financiero les habían reconocido los reyes Sancho I y Pedro IV
(1358), con nombramiento, por un consejo peculiar forense, de diez síndicos, dos clavarios y tres
contadores, más un abogado y procuradores. Con la reforma de Anglesola, los 30 consejeros
generales forenses se escogieron de entre los 50 que formaban aquel consejo peculiar subsistente, y
de esos 30 salían los 10 síndicos.
Trastrocó Anglesola el orden antiguo, haciendo depender los jurados de los consejeros que,
siendo antes los nombrados, se convirtieron ahora en nominadores de aquéllos. Los cuales,
juntamente con 2 consejeros caballeros, 4 ciudadanos, 4 mercaderes, 4 artesanos, y I o forenses,
formaban el consejo permanente, comisión ejecutiva del general que se reunía de tarde en tarde.
Sufrió este régimen nuevos cambios en 1440, 1444 y 1448, cambios relativos, más que a la
substancia de las funciones, a los procedimientos de elección, número de funcionarios y relaciones
entre consejeros y jurados. La última reforma (de 1448) —que establecía el nombramiento por
sorteo, fijaba en 84 el número de consejeros y hacía depender de los jurados la convocación del
consejo— estuvo vigente, con leves modificaciones, por más de dos siglos. Conforme a ella,
387

existieron en la ciudad los siguientes oficiales públicos: bayle y veguer encargados de la justicia
civil y criminal, con atribuciones no muy bien deslindadas; asesores de los tribunales; almotacén o
jefe de mercados y de policía urbana; dos cónsules de mar, que formaban tribunal para los asuntos
marítimos, con un juez superior de apelaciones; el abogado o asesor municipal; los saigs, sayones o
aguaciles, que persisten en Mallorca, como en Cataluña, mucho más tiempo que en Castilla, con
otros más de categoría inferior. Como base para la administración se formaron tres libros; uno de
los censos del municipio, otro de los créditos y otro de las deudas atrasadas, a cuyo cargo había
contadores elegidos de entre los consejeros.
Por su parte, los forenses, además de su intervención en el Consejo general (y del privativo de
50 miembros delegados de las villas, que tenían desde 1349), contaron con los consejos
parroquiales, formados por los jurados de cada villa (imitando el de la ciudad); los bayles de villa,
elegidos por el gobernador; el veguer o juez especial que administraba justicia en toda la región
foránea, incluso en los lugares de jurisdicción feudal (capdalías), nombrado por el rey, pero no de
entre los forenses, sino de entre los ciudadanos; y los antiguos síndicos, clavarios y contadores. En
cuanto a la Hacienda, continuó la autonomía relativa alcanzada en tiempo de Sancho I, que limitó la
solidaridad económica de forenses y ciudadanos a sólo los gastos verdaderamente comunes,
dejando siempre a los primeros el beneficio de un tercio de todo subsidio para atender a sus
necesidades especiales.
La gobernación de Menorca parece haber sido análoga a la de Mallorca: teniendo por centro
la ciudad de Ciudadela, con cuatro jurados que gozaban de jurisdicción municipal sobre toda la isla
y un regente delegado del gobernador general.

497. Sublevaciones de los forenses.


Las reformas de 1448 no resolvieron la oposición fundamental entre forenses y ciudadanos,
que tenía hondas raíces en el orden político y en el económico (§ 493). Hasta entonces, todas las
cuestiones que continuamente surgían en punto a la intervención de los jurados y síndicos de la
ciudad en la vida forense, a los conflictos de derechos y jurisdicciones, a la participación en las
cargas financieras, etc., se había ido discutiendo en forma puramente legal en las sesiones del
Consejo, y mediante recursos, peticiones, pleitos y embajadas a la Corte del rey para obtener
justicia o mantener los privilegios. Pero de cada día las desavenencias iban siendo mayores, no sólo
por el desconcierto de la gobernación ciudadana, presa de las luchas intestinas de las familias y los
individuos ambiciosos, sino también, y muy principalmente, por la ruina económica de la isla que
trajeron consigo el crecimiento desmesurado de los tributos y la decadencia del comercio, notable
desde mediados del siglo XIV y acentuadísima en la primera mitad del XV. Provino de aquí el
absentismo de los campos y la especulación sobre ellos, dejando entregada la parte rural (§ 493), en
su mayoría, a pobres cultivadores cargados de censos y cuyo trabajo todavía se hacía más precario
por la enorme competencia de los esclavos a quienes los señores burgueses encargaban la
explotación de las tierras. Así fue creciendo el odio de la población rural a la ciudadana y
agravándose el conflicto, que al cabo estalló en forma sangrienta.
Ya en 1391, cuando el asalto del barrio judío, los amotinados forenses unieron a las peticiones
de conversión y de condona de los débitos a judíos (§ 494) otras de carácter político, que, en efecto,
impusieron a las autoridades en el citado convenio de 30 de Septiembre. Esta victoria no excluyó
que en 1 de Octubre intentaran los forenses (en número de 6 a 7.000 hombres armados) asaltar la
ciudad. Repelidos por de pronto, se vino a un arreglo, con nueva imposición de 56 peticiones o
capítulos, muchos de ellos políticos, que el rey no quiso reconocer, mandando, por el contrario, que
se procediese enérgicamente contra los revoltosos. Así se hizo, siendo ejecutados en el mes de
Noviembre algunos de los jefes y abolidas las conquistas revolucionarias. Pero la contienda seguía
latente y era fomentada por la inmoralidad administrativa, por el despilfarro de las rentas —de que
dio triste ejemplo la misma corte real en la visita hecha a Mallorca por Juan I (1395)—, por las
luchas intestinas de los burgueses y por catástrofes naturales (como la inundación de la ciudad en
388

1403) que traían consigo muertes y empobrecimiento. Fueron éstos preludios de la espantosa
conflagración de 1450 (poco después de la última reforma municipal), precedida por choques
sangrientos en Menorca, donde era igual la oposición entre forenses y ciudadanos. Armados los
rurales mallorquines, al frente de los cuales iba un obscuro labrador de Manacor, Simón Tort
Ballester, trataron de potencia a potencia con el gobernador, no sin haber saqueado algunas quintas;
y no satisfechos con la injusta sentencia que aquél dio en 1451, redoblaron sus ataques,
envalentonados por las apocalípticas predicaciones del dominico fray Juan Tey contra los ricos y
por la connivencia de los menestrales de la ciudad que, dirigidos por el pelaire Pedro Mascaró,
trataron de abrir las puertas a los forenses, nuevamente sitiadores de Palma. Hasta el 31 de Agosto
de 1452 duró la sublevación, ahogada en sangre en los llanos de Inca, aunque trasladada la
contienda nuevamente a terreno legal mediante reclamaciones al rey. En 1454 dictó éste una
amnistía general e imposición a las villas de cuantiosas indemnizaciones y tributos, que
promovieron emigraciones de labradores a Córcega y otros países, con grave daño y miseria de los
campos. Ballester fue arrastrado y descuartizado. Pero la comunidad forense no cejó en sus
empeños: sus síndicos, siempre unidos e independientes, siguieron luchando en el Consejo general
contra el egoísmo burgués; lo cual no excluía las contiendas intestinas entre las mismas villas, muy
acentuadas hacia 1462. Nueva sublevación de los forenses se produjo en 1465, complicada con las
guerras de Juan II y los burgueses catalanes, que repercutían en la isla; y consecuencias de ella
fueron nuevos atropellos, suplicios y matanzas. Mientras tanto, el rey pedía sin cesar auxilios en
armas y dinero contra Barcelona, abrumando más y más a la Hacienda mallorquina y halagando con
promesas a los forenses y a los artesanos de la ciudad a la vez que en ésta los choques sangrientos
de las banderías y el estrago de pestes terribles como la (al parecer) bubónica de 1475, hacían crecer
el desconcierto y la ruina. El último acto notable de la lucha entre forenses y ciudadanos en esta
época, es la presentación, en 1477, de unas alegaciones en que cada parte exponía sus agravios y sus
deseos, marcando el estado de la cuestión. Quejábanse los forenses de que los síndicos y jurados de
la ciudad se guiaban por censurable exclusivismo a favor de la capital y en perjuicio del resto de la
isla; de que casi toda la propiedad rural estaba en poder de los burgueses llenos de privilegios,
derrochadores de riquezas y explotadores del Tesoro público por medio de los préstamos a censo;
de que los atrasos en el pago de las deudas municipales eran producidos por la «ambición de los
que, disputándose el gobierno, satisfacían a expensas del público sus rivalidades y contiendas
privadas», o por la codicia imprevisora de los que hacían contraer a la universidad más obligaciones
que los que podían cumplir; de que la miseria de los campos era extrema, y, en fin argüían que era
muy discutible que esto fuera imputable a las insurrecciones pasadas y no a los que con su ambición
y mal régimen dieron motivo a ellas. A todo lo cual contestaban las alegaciones del síndico
ciudadano negando que fuese tan grande la miseria de los forenses, ni tan pingües los provechos de
los de la ciudad, ni tan exentos de responsabilidad aquéllos en sus desdichas, aunque mañosamente
callaban en punto a las acusaciones del orden político y financiero. Juan II no decidió, en lo
substancial este pleito, dando tan sólo, poco antes de morir (1479), algunos decretos encaminados a
reprimir la anarquía reinante en la isla y los choques continuos que ensangrentaban el suelo.

498. Instituciones sociales.


Difieren poco la organización, tanto de la familia como de los gremios mallorquines, de lo
que hemos visto en Cataluña. Nótanse en la primera vestigios de primogenitura masculina en punto
al gobierno y sucesión de la casa; y en cuanto a los bienes, predominó la dote de la mujer, con
excreig del marido y sin gananciales. Durante los siglos XIII y XIV se acostumbró también a pactar
en las capitulaciones matrimoniales el sistema de agermanaments. Los menestrales aparecen
organizados en gremios que más de una vez jugaron papel importante en las luchas políticas y cuya
personalidad se ve reconocida en su intervención en el consejo y en su participación en el cargo de
jurados. En las varias Ordenanzas (capitols) del siglo XV qué han llegado a nosotros, se llama
invariablemente al gremio, cofradía (confraria) admitiéndose tanto a hombres como a mujeres
389

(cofradía de boneteros), a cristianos viejos como a conversos (la de jaboneros: 1493), pero no
libertos ni esclavos; notándose también en todas ellas la existencia de veedores, contadores y
presidentes (sobreposats, prohomens, rector, mayoral), de oficiales (mossos, fadrins, joves,
massips), de exámenes para lograr el título de maestro, de socorros mutuos entre los cofrades en
casos de enfermedad, prisión, etc., y de reglas en punto a la fabricación y al deslinde de atribuciones
entre los gremios afines. Era muy frecuente la intervención, en las elecciones y otros actos, del
veguer y del lugarteniente general.

Navarra
499. Clases sociales.
Nótase en Navarra como en Aragón y Cataluña cierto retraso en la evolución de las clases
sociales, comparada con la que siguieron en Castilla, persistiendo más el régimen feudal en sus
relaciones con la propiedad y la dependencia personal de los plebeyos, quizá por la sostenida
influencia francesa. No obstante esto, en líneas generales produjéronse iguales cambios que en los
demás Estados de la Península, como lo demuestran los hechos siguientes. La cualidad de
ricohombre que primitivamente era de puro linaje, desde el siglo XIV parece degenerar claramente
en cualidad de honor que el rey puede otorgar libremente, desarrollándose también los mayorazgos
(mayoríos) en los bienes inmuebles (castillos, etc.), signo de decadencia económica. A la vez, crece
notablemente la nobleza inferior (hidalgos o infanzones), hasta el punto de que el rey otorga este
privilegio a pueblos enteros (como el de Arberoa, de 110 casas, en 1435), con lo consiguiente
exención de pechos.
La clase media libre crece en las villas, desarrollando el poder municipal y la riqueza
industrial y mercantil (enemiga de la de los nobles); y en fin, los villanos siervos, no obstante el
mantenimiento en el Fuero general de los más absolutos derechos del señor (como el reparto por
igual, entre el delegado del rey y el propietario de la localidad, de los hijos de los villanos muertos,
pudiendo incluso partir uno por en medio si fuese impar el número: libro II, tít. 4º, cap. 17), van
redimiéndose de estos malos usos convirtiéndose poco a poco en arrendatarios con cierta libertad
autorizada por cartas o fueros.
Los mudéjares eran numerosos, especialmente en algunas villas como Tudela, Cortes y
Fontellas. Los de la primera formaban aljama importante (de 500 pecheros en 1380), con sus
autoridades, nuncios o pregoneros, etc., y los de Cortes eran 400 antes de 1352, en que los redujo
una epidemia a 60, Diferentes órdenes reales del siglo XIII y XIV confirman a los de Tudela sus
antiguos privilegios, y Teobaldo II les eximió del tributo de mañería. Formaban parte de los
ejércitos reales, a veces con mando de mesnadas; ejercían cargos municipales y alguna vez
recibieron privilegios de nobleza; pero estaban abrumados de tributos, tanto en dinero como en
especie. Dependieron unas veces inmediatamente del rey, y otras de señores a quienes la Corona
cedió las villas de mudéjares. Aunque en el siglo XV decreció mucho su número, es de notar que,
tanto los mudéjares libres de los grupos urbanos como los moros siervos del campo y los esclavos,
ejercieron una marcada influencia en las costumbres y trajes, sobre todo de los nobles, como lo
atestiguan viajeros de fines de esta época.
Los judíos tuvieron que sufrir en Navarra las mismas terribles pruebas que en los demás
reinos peninsulares. Formaban importantes aljamas, con sinagogas en las principales villas,
protegiéndoles la legislación en sus derechos y privilegios especiales, religiosos y de jurisdicción.
Los de Estella estaban sujetos al Senescal de la ciudad. Los de Tudela diéronse Ordenanzas
(tecana) en 1363, renovándolas en 1413. En ellas se advierte la existencia de un consejo o senado
de 20 o 21 miembros y de adelantados que ejercían jurisdicción sobre los suyos, nombrando
también pregonero, distinto del de los cristianos y moros, para sus propios asuntos. Pero ya en 1234
el Papa Gregorio IX instaba al rey para que obligase a los judíos a usar traje especial; en 1256,
Alejandro IV daba bula autorizando la represión de usuras de los judíos, despojándoles de los
390

bienes así adquiridos, y en 1299, Felipe I manda aplicar una ordenanza del monarca francés San
Luis, que exime a los deudores cristianos del pago de intereses. A menudo pidieron éstos condonas
o moratorias, que alguna vez concedieron los reyes: pero como no faltaron atropellos y contrafueros
por parte de los senescales, recaudadores de rentas, etc., contra los judíos, quienes se quejaban a los
monarcas, éstos les amparaban en su derecho. Exasperáronse con tan justa y natural protección los
cristianos, y sobreviniendo imprudentes e inhumanas excitaciones de un religioso franciscano, fray
Pedro Olligoyen, desbordáronse las pasiones populares en concertados saqueos y matanzas que a la
vez estallaron en Tudela, Funes, San Adrián, Falces, Marcilla, Viana y Estella (1328). La judería de
esta última población quedó aniquilada. La reina Doña Juana mandó prender y procesar a fray
Pedro (1329) e impuso multas crecidas a Estella y Viana; bien que a poco, alzada la de esta villa, no
tuviera escrúpulo el rey en apropiarse los, bienes de los judíos muertos y huidos y en imponer a
todas las aljamas un tributo de 15.000 libras para las fiestas de su coronación. Con esto queda dicho
que no desaparecieron del todo las comunidades judías; habiendo visto ya como la de Tudela
confirmaba su tecana a comienzos del siglo XV.

500. La vida política.


La incorporación a Francia no hizo cambiar en lo fundamental el orden político de Navarra.
Siguió durante toda esta época el fraccionamiento del Estado característico de la Edad media,
representando los reyes el principio centralizador, pero substituyendo la autonomía municipal, la
jurisdicción en gran parte exenta de nobles y señores eclesiásticos y la variedad legislativa. El Fuero
general no trajo, en efecto, consigo (ni lo pretendía) la unificación jurídica. Reformáronlo en 1309
Luis Hutin, en 1330 Felipe III y en 1418 Carlos III, adicionándolo y amejorándolo, y lo mismo
intentó hacer, según parece, la reina Catalina de Foix en 1511 poco antes de la incorporación a
Castilla. Pero aunque el Fuero abrazaba casi todas las ramas del derecho, no tuvo nunca más que un
valor supletorio, después de los municipales y de los privilegios reales. En éstos, en las ordenanzas
regias y en ios acuerdos de las Cortes, es donde hay que buscar los elementos de formación de un
derecho común que iba minando las excepciones del feudal y del foral. Los privilegios emanados
del rey Teobaldo I se reunieron en una colección privada que se conoce con el nombre de
«Cartulario magno». Pero al mismo tiempo seguían dándose o confirmándose fueros municipales en
Viana, Espronceda, San Juan de Pie de Puerto, Tudela (1330 confirmación). Torres, Corella,
Santesteban de Lerín, etc.
Ejercíase el poder del rey en lo judicial (donde, como sabemos, se señalaba particularmente la
soberanía del Estado) en primer término por medio de su Cort, confundida con el Consejo hasta
mediados del siglo XIV, y determinada luego en su función judicial propia. Formáronla en un
principio varios ricoshombres llamados por el rey, bajo la presidencia de éste y con el alcalde de la
comarca en que residía la corte. Al fijarse su organización, tuvo ya jueces propios, permanentes y
con sueldo que llegaron a llamarse alcaldes de Corte. En 1413 eran éstos, cuatro, todos de
nombramiento real: uno por cada una de las clases (nobles, clero y villas) y otro delegado directo de
la Corona. Los funcionarios locales eran los merinos, jueces de merindad (había cinco en 1346 y en
1407 se añadió la de Olite), con sus tenientes o sozmerinos; los alcaldes de distrito o mercado, los
bayles, alcaldes de fuero, etc. Estos últimos, de nombramiento real a propuesta de los jurados,
debían asesorarse, en los casos dudosos no comprendidos en el Fuero, de los jurados o de siete
hombres buenos. De ellos cabía apelación al rey o su tribunal.
El derecho penal se conservó con los caracteres antiguos por mucho tiempo. Así, a comienzos
del siglo XV todavía se ven subsistentes las pruebas vulgares del hierro, el agua caliente, etc., así
como el duelo judicial, no sólo en los nobles, sino-en los labradores; siendo en éstos la lucha con
bastón y no con espada como se ve en el Fuero general y en las reformas de Don Felipe (1344). Era
muy dura la penalidad del robo, el hurto y los daños hechos a los animales, especialmente a los
gatos; y es de notar que se consideraba también a los brutos como sujetos responsables, según se
desprende de señalar el Fuero penas a perros, mulos, etc. En el siglo XV conservábase aún la
391

costumbre (vigente también en otros países españoles y extranjeros) de embargar el cadáver del
deudor hasta que la familia pagase la deuda.
El Consejo real, como cuerpo consultivo en materias políticas y administrativas, se fue
organizando en los siglos XIV y XV con separación de la Cort, por diferentes ordenanzas. Sin
embargo, de un documento de 1496 se desprende que funcionaba también como tribunal de
apelación. En 1508 había dos Consejos: el llamado Grande (pleno) y el ordinario. Para las
cuestiones de Hacienda creó Carlos II un tribunal especial, llamado Cámara de comptos (1364), que
alcanzó gran importancia en el organismo administrativo. No hay para qué decir que los reyes, no
sólo tenían que luchar con los defectos de organización del Estado y sus funciones, sino con la
inmoralidad de los oficiales mismos. Indicamos más arriba los abusos de algunos contra los. judíos.
No eran menores los que acostumbraban a cometer los marinos en las prisiones y en la exacción de
las multas, derechos, etc. Carlos III tuvo que publicar una ordenanza especial para reprimir estos
males.
A mediados del siglo XV (1450) parece nacer un nuevo organismo, el de la Diputación
general de Navarra, con funciones económico-fiscales delegadas de las Cortes. A comienzos del
XVI (1501) se cambia esta Diputación en una especie de comisión ejecutiva de las Cortes
compuesta de representantes de los tres: brazos y encargada (como las de Aragón, Cataluña y
Valencia) de vigilar por la observancia de los fueros y el arreglo de la Hacienda pública.
Como oficial superior del reino aparece el mariscal (de importación francesa, probablemente),
especie de canciller, subordinado al condestable que se creó en tiempo de Doña Blanca, como jefe
militar y presidente de la nobleza en Cortes.
Limitaban la jurisdicción real, como sabemos, en primer término, los señoríos feudales, tanto
laicos como monacales (monasterio de Iranzu; monasterio de Fitero, muy importante, con
jurisdicción sobre la villa de igual nombre, etc.). Pero en la mayoría de los casos el rey se reservaba
la justicia mayor, la apelación, su parte en las penas pecuniarias y los pechos generales.
Los municipios libres, escasos en Navarra, procuraban contrarrestar los privilegios y abusos
de la nobleza y mantener la integridad de sus fueros, mediante hermandades (juntas), que más de
una vez acometieron y ahorcaron a los caballeros vagabundos (balderos) que en cuadrillas solían
robar y forzar a las. gentes plebeyas. No faltaban tampoco, al igual que en la época anterior, las
luchas entre concejos, a las cuales aluden los estatutos de una cofradía de 1355, y más de una vez
las hermandades tuvieron que ser disueltas por extralimitarse en sus funciones. Sin llegar a
establecer hermandad, las villas principales ejercían una especie de tutela sobre los pueblos de
menor importancia, amparándolos en la defensa de sus derechos, como se ve en Tudela respecto de
los pueblos de su merindad, a los que más de una vez tuvo que defender a mano armada centra los
limítrofes de las fronteras castellana y aragonesa.
El gobierno municipal sigue encargado a los alcaldes, regidores, jurados, etc., elegidos
libremente unas veces, otras nombrados por insaculación para evitar las luchas de partidos. La
unidad electoral era la parroquia. En algunos puntos aparece, al lado del alcalde, un justicia, cargo
de origen remoto y que perduró hasta siglos después.
Económicamente, los concejos disponían de muchos bienes comunales (montes), que
facilitaban notablemente la vida de los vecinos; notándose muy claramente la diferencia que esto
esta-blecía entre los municipios de la Montaña —ricos en tal clase de bienes y en los que no había
propiamente jornaleros pobres— y los de la Ribera, en que la individualización de la propiedad hizo
abundante esa clase.

501. La familia navarra.


Las diferencias de clases márcanse en Navarra con mayor claridad que en los demás países en
todo lo referente a la organización familiar y sus consecuencias económicas. Así, hay que distinguir
entre la familia noble, la burguesa y la labradora y, en general, entre las dos regiones de la Montaña
y la Ribera (N. y S. de la región). La forma troncal, comunista, de la familia pirenaica, careció en
392

Navarra del desarrollo que logró en Aragón, o a lo menos, no la señalan tan enérgicamente los
fueros y las costumbres. Los labradores, en quienes más podía interesar el arraigo de esta
agrupación, tenían por ley de herencia la de legítimas, sin mejoras, a diferencia de los nobles, que
gozaban amplia libertad de testar apenas limitada por la mezquina legítima (análoga a la aragonesa)
de «5 sueldos febles y una robada de tierra» en el monte. Pero, en cambio, favorecía la posibilidad
de crear y mantener grupos troncales la costumbre de otorgar, al tiempo de casarse, capitulaciones
en que se nombraba de antemano heredero único a un hijo, señalando a los demás porciones
desiguales en los bienes; costumbre cuyas consecuencias parecen reflejarse en la condición
económica inferior de los segundones que en algunos puntos de la Navarra francesa, por lo menos,
estaban bajo el dominio del primogénito, sujetos a habitar la casa ancestral e imposibilitados de
adquirir para sí bienes propios, revertiendo todo a la familia. El retracto de parientes, por el que se
habían de celebrar a son de campana las ventas, es otro indicio de la tendencia a la troncalidad. Ya
hemos visto (§ 499) cómo, por otra parte, los nobles desarrollaron el mayorazgo en los inmuebles.
Hállanse también vestigios de la comunidad doméstica agraria entre las clases serviles.
Persistió en Navarra quizá más que en otras partes, el matrimonio a yuras, como simple
contrato sin intervención de sacerdote, que autorizaba al divorcio o repudio tanto entre los nobles
como entre los labradores, si bien éstos pagaban en tal caso (según parece desprenderse de una ley
obscura del Fuero) cierta indemnización en especie. Contra esto trabajó sin descansa la Iglesia,
procurando que prevaleciese el matrimonio canónico (según la ley de Roma, como se decía),
indisoluble; pero tardó mucho tiempo en desarraigar la otra forma, consagrada en los fueros, como,
tampoco pudo evitar la barraganía, tan frecuente en el siglo XV que los mismos clérigos
(especialmente los rurales) vivían en ella, conforme dicen testimonios de las Cortes y de viajeros de
la época. Carlos III, rechazando las pretensiones de esas concubinas a gozar de las inmunidades
eclesiásticas como si fuesen legítimas esposas, ordenó que pagasen los pechos que les
correspondían, reconociendo, a la vez, la licitud de tales uniones. En general, la ley y las
costumbres eran muy condescendientes para las uniones ilegítimas, aceptando la de mujer noble con
villano, la del viudo y la del hombre casado que, si no podía propiamente celebrar contrato de
barraganía, de hecho podía vivir en concubinato. En cambio, eran severas para el adulterio de la
mujer, aunque sin llegar a la pena de muerte que prodigan los fueros de otras regiones, si bien
parece que excusaban el homicidio de los culpables por el marido. La pena generalmente aplicada al
amante era de destierro y confiscación. Estaba permitida la investigación de la paternidad para los
hijos naturales, usándose la prueba caldaria.
Al igual que en Aragón, no se conoce patria potestad legal (es decir, al modo romano); hay en
cambio consejo de familia, y para los que carecen de padres, existe la institución del Padre de
huérfanos. Los hijos estaban clasificados en cuatro clases: de matrimonio desigual; naturales;
adulterinos, incestuosos y sacrílegos (fornecinos); adulterinos dobles o de padre y madre (cam-
pices). Los primeros no heredaban sino después de cumplir siete años; a los segundos, si eran
reconocidos, debía el padre alimentos y se les reconocían más o menos derechos en la herencia
según concurrían o no con esposa e hijos legítimos, caso de ser de padres nobles; si procedían de
villanos, heredaban una parte igual a los legítimos. Las demás clases de hijos gozaban de muchos
menos derechos, que en algunos no llegan más que a la posibilidad de legarles algo a título de
alimentos. En tiempo de Juan II, las Cortes prohibieron que los hijos de clérigos recibiesen herencia
de sus padres, como era costumbre.
El régimen económico entre esposos era mixto. Hay dote romana, reversible, dote del marido
o arras, gananciales (que pueden continuar entre el viudo y los hijos) y, entre los nobles usufructo
vidual de todos los bienes igual para ambos sexos.
La condición jurídica de la mujer ofrece caracteres interesantes. Por de contado, no se
consulta su voluntad para casarla, aunque puede rechazar al primero y al segundo de los novios que
se le ofrecen. Las ofensas que se le hacen son castigadas severamente, y si en su presencia se
cometen actos violentos contra un tercero, hay que desagraviarla en forma parecida a la que señalan
393

los fueros aragoneses (§ 473); a pesar de todo lo cual, el Fuero autoriza costumbres poco
respetuosas respecto de las ofrecidas en matrimonio por los parientes.

502. El régimen vecinal y las asociaciones.


El sentido corporativo de la sociedad navarra muéstrase muy acentuado en la solidaridad de la
vida vecinal que, si común a todos los pueblos en aquellas épocas de luchas y escasa protección del
Estado, aparece en Navarra notablemente favorecido por las leyes. Los vecinos se hallan sujetos
unos a otros por deberes y cargas recíprocas en gran número. Son, mutuamente, fiadores
compurgadores, protectores, testigos en todos los asuntos tanto públicos como privados (esponsales,
matrimonio, testamento, vigilia fúnebre, entierro, etc.), y entre las obligaciones sagradas que les
imponían la ley y las costumbres locales estaba la de prestarse fuego para el hogar.
El vecino que faltaba a estos deberes era castigado, a veces, con el entredicho social, es decir,
el aislamiento de la sociedad concejil. Esta solidaridad, que naturalmente perduró por más tiempo
en las aldeas y en las villas menores, no excluía la formación de asociaciones especiales con fines
distintos. De una cofradía muy curiosa, la de Santiago (creada en Tudela en 1355), poseemos las
Ordenanzas, que revelan el fin militar, religioso y benéfico con que se estableció. Formaban todos
los cofrades una milicia que salía a la guerra nacional o concejil; celebraban un banquete común el
día de su patrón; daban limosnas a los pobres; castigaban las ofensas mutuas; asistían a los funerales
y entierros; socorríanse en casos de enfermedad, pobreza y cautiverio, con sendas multas por el
incumplimiento de los deberes recíprocos. Los labradores formaban comunidades de regantes, con
Ordenanzas de fecha remota, y los artesanos también las tuvieron; aunque las que hoy se conocen
sean, casi todas, de tiempos más recientes (siglos XVI y XVII).

Provincias vascongadas

503. Organización social y política de Álava.


Socialmente considerada, la extensa behetría alavesa no se diferenció —ni había motivos para
que se diferenciase— de los demás países españoles. Por la composición de la antigua Cofradía de
Arriaga (§ 422), se ve ya que las clases preponderantes eran la noble (hijosdalgo) y la eclesiástica; y
en efecto, a pesar de la autonomía política inherente a su condición de señorío libre (que puede
inducir a error en punto a la cualidad de su régimen interno), Álava no fue en manera alguna
agrupación democrática, sino principalmente un conjunto de señoríos diminutos, federados, que
obedecían a un señor común elegido por ellos según la ley de las behetrías libres. El elemento
popular estaba representado en los primeros tiempos únicamente por labradores patrocinados,
collazos y siervos de nobles y de abades. Andando el tiempo, y por influjo de Navarra y Castilla —
cuyos reyes fueron extendiendo la legislación foral de sus territorios—, se formaron en Álava
centros municipales en que la clase popular libre empezó a levantar cabeza. Así recibieron fueros
propios Vitoria (1181) y Laguardia (1168), mientras otros pueblos adquieren las libertades del de
Logroño, muy extendido en la tierra alavesa. Anteriormente, parece no haber habido más fuentes de
derecho que el Fuero Juzgo (perpetuado en parte, como en Asturias, León, etc.) y la costumbre. De
Alfonso X se dice que dio a Vitoria el Fuero Real y de Fernando IV que concedió el de Soportilla,
particularmente aplicable a los nobles y a las relaciones de señorío. El pacto de la Cofradía con
Alfonso XI en 1322 (Privilegio de contrato) no modificó substancialmente el estado social, pues si
bien se convino que el Fuero Real rigiese en lo civil como ley común para las villas, confirmóse el
de Soportilla como especial de los fijosdalgo, y el rey reconoció todos los derechos señoriales de
éstos, excepto en la administración de justicia, cuya instancia superior reivindicó para sí la corona.
La legislación posterior a 1332 (cuadernos de ordenanzas de 1417, 1458, 1463), aunque de
aplicación común, no se refirió al orden social, sino al político y administrativo, como veremos:
perpetuándose la constitución aristocrática de Álava en los señoríos antiguos y en otros que
394

concedieron los reyes de Castilla, hasta el punto de que los pueblos de un mismo grupo
(hermandad) perteneciesen a jurisdicciones distintas. Expresión de esta prepotencia de los nobles,
fueron las juntas especiales de hijosdalgo que siguieron reuniéndose después de 1332. De ellas tuvo
singular importancia la llamada de los caballeros de Elorriaga, que pretendió sustituir en parte a la
extinguida Cofradía y en la que se atrincheraron los nobles, no sólo para la defensa de sus
privilegios, mas también para evitar en lo posible la absorción de la clase indígena por la de los
señores castellanos, que al fin se impuso. Los hijosdalgo conservaron por mucho tiempo el derecho
de tener dos vocales o síndicos en el ayuntamiento de Vitoria.
Políticamente, la incorporación a Castilla sí que introdujo grandes cambios. La behetría de
mar a mar convirtióse resueltamente en un señorío fijo, y desapareció la Cofradía que, con cuatro
ancianos consultores y un canciller o juez mayor, parece haber constituido el organismo central de
gobierno antes de 1332, con la adición, desde 1200 (conquista de Vitoria), de condes representantes
del rey castellano. A partir de 1332, se determinan con claridad los dos órdenes de poderes, central
y regional, que durante siglos rigieron en Álava. El rey tuvo por delegados suyos un adelantado
mayor de Castilla, a veces, y alcaldes reales, merinos, contadores, etc., y se reservó, además de la
alta justicia, la fonsadera o derecho de llamar a su ejército un contingente alavés y los tributos del
semoyo (anual, en especie, sobre las cosechas de trigo y cebada) y del Buey de Marzo (anual, en
dinero y proporcional a la fortuna de cada familia pechera).
La autonomía regional estaba expresada en Juntas generales formadas por representantes de
los pueblos y señoríos que se reunían dos veces al año: una en Vitoria (mes de Mayo), otra en una
villa facera (mes de Noviembre). Obedecía esta diferencia a la división fundamental existente en el
orden jurídico, respecto del que la población alavesa se distribuía en dos partes: la urbana (ciudades,
villas) y la rural (villas esparsas), con derecho público y privado especial para cada una,
representante la primera del elemento burgués libre y la segunda del labrador, primero siervo y
luego emancipado a medias, sin romper los lazos de dependencia económica respecto de los
señores. Estas Juntas generales elegían dos comisarios y cuatro diputados que formaban la Junta de
interregno o Comisión ejecutiva, encargada de la resolución de los asuntos comunes de todo el
territorio. Para la regulación de las Juntas se dictaron varias Ordenanzas, de las que son notables las
de 1417 dadas por Juan II. En ellas, además de señalar las reglas para la elección, orden de celebrar
sesiones, etc., se determinaba el derecho más importante de las Juntas, el llamado Pase foral o
inspección de las órdenes emanadas de la corona (especialmente las relativas a ejercicio de
jurisdicción en Álava) para ver si se conformaban o no a los fueros regionales. A estos organismos
de añadió en tiempo de los Reyes Católicos, como veremos, un funcionario especial llamado
Diputado general.
Por su parte, las diferentes localidades que formaban la región alavesa —aunque muy
diferentes en punto a su régimen concejil, según el fuero y el señorío— celebraban sus Juntas, que
recibían diversas denominaciones según las entidades que representaban. La jerarquía de las
agrupaciones locales era como sigue: pueblos; ayuntamientos o concejos, formados por varios
pueblos; hermandades de varios concejos y cuadrillas de varias hermandades. Las Juntas de
cuadrilla, que se reunían para asuntos económicos, eran también las que elegían los procuradores o
diputados para la Junta general, mediante procedimientos muy variados.
Para la administración de justicia, cada hermandad tenía alcaldes, aparte de los jueces y
fiscales del rey. En 1417 se creó el Tribunal de las hermandades de Vitoria, Salvatierra y Treviño,
encargado de nombrar anualmente a los alcaldes para lo criminal y a dos comisarios celadores. Los
nobles tenían sus alcaldes propios con jurisdicción especial.
En lo que se refiere al derecho privado o civil, y por tanto a las instituciones sociales,
marcábase en Álava la ya mencionada diferencia entre las villas y la población rural. En las
primeras, rigió el derecho castellano, que ya conocemos. En la segunda (más de 50 pueblos) el
régimen era igual que en Vizcaya (§ siguiente), por el predominio de las costumbres.
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504. Organización social y política de Vizcaya.


A lo que parece desprenderse de las noticias antiguas, la repoblación de Vizcaya fue
haciéndose por diferentes señores que fundaron así pequeños centros de carácter naturalmente
señorial; ya mediante conquista, ya por ocupación o establecimiento originario, ya por donación o
permiso de los pobladores indígenas, quienes formaron quizá varias behetrías federadas, o una sola,
que se distinguió siempre de los territorios aquellos con el nombre de tierra llana o infanzona,
pretendiendo un abolengo hidalgo del que se mostraban celosos los vizcaínos, hasta el punto de no
permitir que se domiciliara en el país ningún extranjero que no fuese también de cualidad hidalga.
Al través de estos hechos, tal vez no exactos del todo, o en que van confundidas realidades de
tiempos muy diversos, se descubre bien la existencia de una nobleza señorial, fundadora de villas, y
de una clase popular libre asentada en los pueblos de la tierra llana; la primera, con los privilegios
de costumbre y la subordinación de sus patrocinados, siervos, etc., convertidos más tarde en
solariegos con las libertades de fueros como el de Logroño (que se hizo muy general) y de los
pactos o cartas que aquí, como en todas partes, indican un momento importante en la liberación de
las clases serviles; la segunda, franca e independiente, base de la clase media vizcaína, regida por
costumbres y quizá por algunos fueros y privilegios de los reyes de Navarra y Castilla y de los
señores generales de Vizcaya. Así lo confirman la diferencia que en el derecho civil se nota hoy día
aún, entre las villas (de origen señorial) y los distritos rurales. Las costumbres se escribieron por
primera vez en 1452, siendo confirmadas por el rey de Castilla.
Políticamente, determinóse Vizcaya, según sabemos, como un señorío de linaje, que se vino a
consolidar por ley de herencia en la corona castellana (1370), que ya lo había gozado antes. No dio
esto unidad completa al gobierno, aunque se establecieron funcionarios y organismos centrales
representantes del monarca y residentes en Bilbao. Continuaron, en efecto, como distritos casi
autónomos —a lo menos entre sí—, los llamados Infanzonado, Duranguesado (capital Durango) y
Encartaciones (capital Avellaneda).
El gobierno general para toda la provincia en los asuntos comunes (que era también especial
para el Infanzonado) estaba compuesto por un corregidor —quien tenía en diversos puntos tenientes
— como representante del rey, varios diputados generales, regidores, procuradores, síndicos,
secretarios y un prestamero mayor. Así como el corregidor era el representante inmediato del poder
central, los diputados generales tenían a su cargo, en nombre de la provincia, la gestión
administrativa y económica común, y también la política en lo que no menoscababa la autoridad del
rey. Gozaban de una atribución semejante al pase foral de Álava, pudiendo tener la acción del
corregidor, si éste cometía desafuero. El prestamero mayor, era la autoridad suprema en el orden
financiero: cobraba los impuestos y decidía las cuestiones que a este propósito se suscitaban.
El mismo carácter común, a toda la provincia tenían las Juntas generales, análogas a las de
Álava, constituidas por un número variable de representantes de villas y de la tierra llana, elegidos
éstos por merindades, con exclusión (que merece notarse) de individuos del clero. Reuníanse estas
Juntas con carácter ordinario cada dos años en Idoybalzaga y desde el siglo XV en Guernica, bajo el
árbol tradicional: y ante ellas juraban el corregidor y los reyes los fueros y libertades de la
provincia.
El gobierno especial del Duranguesado se componía de un teniente de corregidor, con Junta
regional propia, que se reunía en Guerediaga. El de las Encartaciones (SO. de Vizcaya) formábanlo
otro teniente corregidor, un síndico, un consejero letrado y una Junta que se reunía en Avellaneda.
El régimen municipal variaba según se tratase de villas o de tierra llana, y aun en los distintos
concejos de estas dos partes había diferencias. En las poblaciones de carácter señorial, era el señor,
naturalmente, quien elegía los alcaldes y demás funcionarios. En los distritos rurales libres (ante-
iglesias) usábanse formas muy diversas de régimen democrático. Cada concejo o república solía
tener su junta, así como las merindades, constituidas por varios concejos. Como tipo de
hermandades con gran amplitud de gobernación, conviene recordar la de las villas de la costa, en
que figuraban no pocas de las. vizcaínas (§ 300).
396

Gozaron los vizcaínos, como privilegios generales, de la exención de todo tributo de origen
castellano; pero pagaban uno especial llamado pedido tasado que se distribuía por encabezamiento,
así como otros sobre el hierro, sobre las mercancías importadas (lezda) y alguno más. Estaban
igualmente obligados al servicio militar por mar y tierra.
La administración de justicia estaba confiada a los alcaldes y corregidores. Las causas
procedentes de Durango y Encartaciones tenían tres instancias: de los tenientes de corregidor
locales; del teniente corregidor general; del corregidor de Bilbao, juez supremo de apelación.
En el orden civil (régimen de la familia, de la propiedad, etc.) Vizcaya es la única de las tres
provincias que ofrece alguna singularidad, y esto, no en las villas francas o reales, que recibieron en
sus fueros el derecho castellano, sino en los distritos rurales que se regían por costumbres
perpetuadas durante siglos y que no vinieron a escribirse hasta mediados del siglo XV, y no por
completo. Como particularidades, ofrece este derecho privado las siguientes: continuación de la
forma patriarcal en la familia, expresada económicamente en la troncalidad de los inmuebles, que
son siempre reversibles a la casa de que proceden caso de no existir descendientes directos, y
aunque los haya, en la parte libre de la herencia (un quinto); en la posibilidad de heredar a uno de
los hijos en la casi totalidad de los bienes, con la sola obligación de dejar a los otros algún tanto de
tierra, poca o mucha, considerándose bastante la que sostiene vivo un árbol; en lo acentuado del
retracto gentilicio; en los derechos de los colaterales (profincos tronqueros) y en otros particulares
análogos, demostrativos todos del carácter labrador de la población e inherentes a él. En el
matrimonio existe la dote de la mujer, con plena comunidad entre los cónyuges si no hubiese hijos,
gananciales, que se reparten por mitad y viudedad foral por un año y un día, limitada al puro uso en
lo referente a los plantíos, con prohibición de cortar árboles ni tomar de ellos más ramas que las
necesarias para el consumo ordinario. Los hijos naturales gozaban de herencia en defecto de los
legítimos. Las mujeres eran admitidas como testigos en los testamentos. Expresando la escasa
importancia de la vida económica, las costumbres se ocupan preferentemente en la permuta y no en
la compraventa. Para auxiliar las funciones de la vida de relación, se reconoció como servidumbre
forzosa el derecho de paso de personas por las tierras, aun las cerradas: lo cual indica poco
desarrollo de la viabilidad. Las tierras comunes de vecinos (montes para pastos y leña) eran
numerosas y contribuían al bienestar de la población campesina. De la regulación de su disfrute se
ocupan detalladamente los fueros. Ya hicimos notar que el derecho privado especial de los distritos
rurales alaveses era como el vizcaíno (§ 503).

505. Organización social de Guipúzcoa.


Al igual que los vizcaínos, pretendieron siempre los guipuzcoanos ser de condición hidalga
por linaje, pretensión que les fue reconocida, si no a todos, a los más, en fueros antiguos, en
Ordenanzas del siglo XIV y XV y en leyes posteriores. No quiere esto decir que no existiesen en
Guipúzcoa diferencias sociales, como en los demás países; márcanse por el contrario con perfecta
claridad las tres clases, aristocrática, hidalga y popular, y aun en la segunda (no obstante ser
condición común de la mayoría) señaláronse, andando el tiempo, diferencias considerables entre la
población rural, labradora, y la burguesa comerciante. La aristocracia estaba representada por los
llamados «parientes mayores», caballeros propietarios de grandes heredades que, como los
ricoshombres castellanos, tenían por razón de su poderío y riqueza buen número de personas
protegidas y dependientes. Defendidos por estas gentes y por sus torres y fortalezas, constituían
verdaderos señoríos, arrogándose facultades de jurisdicción por nadie concedidas y que llegaban
hasta el punto de tener cárcel, administrar justicia por su propia cuenta y nombrar funcionarios de
gobierno. Por su riqueza, eran fundadores de iglesias parroquiales y patronos de ellas, con lo que
nombraban y removían a su voluntad los curas, y cobraban para sí los diezmos y primicias; y como
quiera que para la afirmación de estas facultades tenían gentes de armas con las que formaban
mesnadas, atropellando a los que osaban oponerse a su arbitrariedad, su acción social estuvo
incontestada o, por lo menos, no halló represión suficiente durante los primeros siglos. Los mismos
397

reyes reconocieron indirectamente este poder, al llamar a la guerra a las mesnadas de los parientes
mayores y eximirlos de la Jurisdicción ordinaria, sometiéndolos civil y criminalmente a la Corte
real. Formaban esta aristocracia 24 casas o solares, procedentes, 15 de ellos, del tronco o linaje de
Oñaz y 9 del de Gamboa. Muy probable parece que en la dependencia de ellos hubo, durante mucho
tiempo, gentes de condición servil; pues consta que los colocados en aquella relación no podían
casarse ni construir casa sin licencia del señor.
Las mismas prerrogativas, y el abuso que de ellas hacían los parientes, trajeron la decadencia
de esta clase. En efecto: al igual que todas las aristocracias señoriales de la Edad media, la
guipuzcoana señalóse por los atropellos que cometía en las personas de diversa condición y por las
luchas de bandería que entre sí sostuvo. Los daños que con esto venían al país levantaron al cabo las
energías de los demás habitantes, vecinos de villas aforadas realengas, y de los reyes mismos; y
unos y otros, de común acuerdo, empezaron a combatir en el siglo XIV el poderío de los parientes,
mediante la formación de hermandades de los concejos y la promulgación de Ordenanzas que
castigaban las guerras, desafíos y bandos de aquéllos, prohibían a los guipuzcoanos y forasteros que
se encomendasen o por cualquier medio se ligasen a los señores, y autorizaban a los jueces
ordinarios para expulsar de la tierra a los parientes rebeldes, con toda su familia, incapacitándolos
también para los cargos públicos provinciales y mandando (Enrique IV) demoler los castillos, y
casas muradas, con prohibición de construirlos de nuevo. Con todo esto, se aminoró el poder de los
nobles, pero no se les desarraigó por completo, subsistiendo en los siglos XV y XVI no pocas casas
solariegas. Aparte de ellas, figuran, como territorios señoriales enclavados en la provincia, pero
excluidos de su régimen general, el condado de Oñate, con su anejo el valle de Léniz (donado en
1374 por Enrique II, con jurisdicción civil y criminal, mero y mixto imperio, a la casa de Guevara)
y otros.
A la vez crecía la importancia de la clase media, de los hidalgos guipuzcoanos, pequeños
propietarios o industriales, y comerciantes de las villas y sus aldeas, favorecidos por las exenciones
ordinarias de los fueros (el de Vitoria y el de San Sebastián, fueros tipos extendidos a todo el
territorio), por los privilegios de las hermandades y por el apoyo de los reyes. No dejó de señalarse
esta burguesía hidalga por el exclusivismo que caracteriza a su clase, exigiendo la cualidad de
hidalguía probada para la obtención de cargos públicos y llegando (en Ordenanzas poco posteriores
a la presente época: de 1527) a negar domicilio en los pueblos de la provincia a todo el que no fuese
de aquella condición, aunque tuviese linaje guipuzcoano, so pena de expulsión: cosa que no se llevó
a la práctica sino rara vez.
Los privilegios de los hidalgos eran principalmente: goce exclusivo de los oficios públicos,
exención del tormento y de prisión por deuda y facultad de desafiar a los de su clase mediando
justas causas. A estos privilegios uníanse otros, municipales o generales a toda la provincia, en
materia financiera, militar, etc.
Con los guipuzcoanos que no tenían reconocida su hidalguía, pero a quienes no se llegó a
expulsar, y con los muchos extranjeros que fueron poblando el país, se formó la clase popular o
estado llano de Guipúzcoa, cuya separación de la hidalga se mantuvo cuidadosamente aun en siglos
posteriores. No parece que hubiera comunidades de judíos en la provincia.

506. Gobierno y administración.


Políticamente fue Guipúzcoa, hasta 1200, una behetría que tuvo por señores, alternativamente,
a los reyes de Navarra y Castilla, representados por condes cuya existencia consta en los siglos XI y
XII. Verificada la unión definitiva, constituyó el territorio guipuzcoano una provincia o merindad
de Castilla, inmediatamente dependiente del rey; excepto en el territorio de Oñate y sus anejos, cuya
autonomía jurisdiccional, ya notada, hizo que por mucho tiempo no se le considerase como
formando parte de la provincia. Representaron al rey, y por tanto al gobierno central, primeramente
los adelantados, por lo general comunes a Guipúzcoa y Álava o a Guipúzcoa y Castilla y residentes
en Burgos, y más tarde (mediados del siglo XV), en corregidor especial, con funciones
398

administrativas y judiciales; pero este funcionario no fue permanente en un principio, siendo


prerrogativa de los guipuzcoanos (como de muchos pueblos de Castilla) que el rey no lo nombrase
sino a petición de la provincia. Para la administración de justicia hubo también merinos. Hasta el
siglo XIV no correspondió a este gobierno delegado del rey ningún organismo regional
representante de toda la provincia. Cada villa tenía su fuero, por el que se regía, nombrando sus
autoridades propias y aun enviando aisladamente sus procuradores a las Cortes castellanas. Sólo
alguna que otra vez, de manera excepcional y transitoria, parece que se reunieron y deliberaron
juntos representantes de todos o de algunos concejos llamados por un interés común, pero sin que se
construyese un organismo provincial. Lentamente fue preparándose el nacimiento de éste, mediante
el establecimiento de varias hermandades parciales entre varios pueblos (desde fines del siglo XIII);
de las comunes —con fin político unas veces, de puro orden público otras—, con Castilla (1315) y
con Navarra, y, sobre todo, de la hermandad general guipuzcoana a que los mismos reyes instaron
repetidamente, desde fines del siglo XIV (1357), para contrarrestar y domeñar el poder de los
parientes mayores. De las reuniones a que daba lugar, surgieron las Juntas generales, primer
organismo de gobierno provincial, claramente establecido en las Ordenanzas de 1451 al constituirse
de una manera estable la Hermandad común. Fijada después de varios tanteos las reglas referentes a
la nueva institución, determinóse ésta como asamblea deliberante, reunida ordinariamente dos veces
por año en las varias villas de la provincia, por riguroso turno, con funciones administrativas en
todo lo que no se opusiera a la autoridad real y al derecho castellano que en lo penal y civil regía, y
con poder de establecer ordenanzas de régimen interior para la hermandad, que eran obligatorias
una vez aprobadas por los reyes. Le estaba vedado imponer tributos sin intervención y
consentimiento de los funcionarios reales. En cambio, gozaron las Juntas del pase o uso foral (como
en Vizcaya). Presidíalas el corregidor, o el alcalde mayor que, en su vez, solía nombrar la corona,
con un asesor letrado que consta desde 1457 y que se consideraba como presidente efectivo. Las
votaciones se hacían computando los votos de cada procurador según la cuota contributiva que
pagaba su Concejo, es decir, según el número de fuegos o casas que lo componían, necesitándose
para los acuerdos mayoría de procuradores y de votos. La hermandad, cuya relativa pero amplia
autonomía reconocieron diferentes reales cédulas de fines del siglo XV, nombró también sus
alcaldes (alcaldes de Hermandad) para la administración de justicia. Hasta el siglo XVI no hubo
otros organismos ni funcionarios del gobierno provincial.
La autonomía de la región residía principalmente en el régimen municipal, es decir, en los
privilegios y fueros de los concejos. Constituían el primer grado las villas, en número de 26 en el
siglo XV, y casi todas fundadas por los reyes (los Alfonsos VIII, X y XI, Fernando IV y otros), de
las que dependían jurisdiccionalmente los demás pueblos, considerados como aldeas anejas. Es de
notar que esta dependencia procedía de convenio libre, originado (como en los carreratges de
Barcelona) por la necesidad de protección que las agrupaciones menores y los caseríos rurales
sentían en aquellos tiempos de revueltas y abusos de poder; pero no llevaba consigo la desaparición
de la autonomía administrativa, pues los territorios agregados conservaban los concejos propios,
con los montes y propiedades comunes, etc., adquiriendo además los fueros y privilegios de la villa
a que se unían. Por lo general, persistieron estas uniones hasta comienzos de la época siguiente
(siglo XVI), en que se van produciendo las segregaciones mediante la adquisición del título de
villazgo con jurisdicción civil y criminal. Casi siempre, en lo antiguo, formaban unidad política y
administrativa (Concejo) los pueblos de cada valle, si bien aquí las separaciones empezaron muy
pronto: v. gr., Mondragón, que obtuvo el villazgo en 1260 separándose del Concejo del valle de
Léniz. Aparte de estas entidades, existían también las que se llamaban alcaldías mayores, tres en
número (Ariztondo, Areria y Sayaz), formadas por la agrupación de varias aldeas con un alcalde
caballero nombrado por el rey, y que generalmente delegaba en un teniente. También solían
formarse uniones especiales (parzonerias) para el disfrute de montes comunes entre varios
concejos.
El régimen concejil fue probablemente en los primeros tiempos (hasta el siglo XV) el de
399

Concejo abierto o asamblea general de vecinos, con un alcalde y un preboste o jurado ejecutor. En
el siglo XV comienzan a diferenciarse y aumentar los cargos públicos, apareciendo al lado de
aquéllos los regidores, fieles, jurados, etc., de elección anual, pero subsistiendo la asamblea. Cada
Concejo formaba sus ordenanzas, sometidas a la aprobación del rey, y en las cuales se regulaban las
reuniones del Concejo, los nombramientos de funcionarios, los abastos, tasas de precios de
comestibles, jornales, salarios, etc., mercados, montes, policía urbana y rural y demás asuntos de
orden interior. Los alcaldes tenían, como en todas partes, funciones judiciales y administrativas.
Del concurso de estas Ordenanzas municipales, de los fueros y privilegios concejiles y las
ordenanzas generales de las Juntas de la hermandad, se fue formando el derecho especial (foral) de
Guipúzcoa, que contenía varios privilegios generales a toda la comarca. Dejando a un lado los
fueros municipales (reducidos al de San Sebastián, cuyo modelo fue el de Jaca, y a los de Vitoria y
Logroño, aplicados a las demás villas guipuzcoanas), deben mencionarse como fuentes principales
de estos privilegios las Ordenanzas generales de 1375 y 1377; cuyo texto se ha perdido; las de la
hermandad de 1397, hechas en la Junta de Guetaria; las de la hermandad general reformadas en
1463 y en 1472 y el cuaderno de leyes dado en 1457 por Enrique IV, comprensivo de disposiciones
referentes a la administración de justicia y a la celebración de las juntas. No consta la existencia
auténtica de ningún pacto escrito con el rey, análogo al Privilegio de contrato hecho en Álava al
tiempo de la incorporación. Teniendo en cuenta todas estas fuentes (que en tiempos muy posteriores
se recopilaron y redujeron a unidad), los fueros especiales de los guipuzcoanos pueden resumirse en
lo siguiente, aparte lo que ya queda referido tocante al régimen político y social: exención de
tributos reales, salvo las alcabalas, los diezmos de puertos, tanto de mar como de tierra (que se
cobraron, no sin contradicción, durante los siglos XIII, XIV y XV), en lo que no fuera de consumo
provincial, el subsidio industrial de las herrerías —que comenzó a pagarse, según se cree, en tiempo
de Juan II— y los dos sueldos anuales que, según los fueros de Logroño y Vitoria, debía pagar cada
casa al rey; exención del íonsado, salvo en los casos de guerra extranjera o de batalla campal (fuero
de Vitoria); exención de las pruebas vulgares y de los malos usos (pesquisas, mañería, sayonía,
anubda, etc.); libertad de las heredades de los vecinos; libertad de pastos y de uso de leña y madera
de construcción; exención de la prisión por deudas (fuero de San Sebastián) y franquicia de hornos,
baños y molinos (id.).
La exención de tributos en general (tal vez consiguiente a la condición de hidalguía)
tuviéronla los guipuzcoanos, al igual que todos los pueblos por entonces, como su más preciado
privilegio. Así, que las tentativas hechas en más de una ocasión para introducir en la provincia otros
tributos de origen castellano que los mencionados anteriormente, fueron rechazadas con energía y
alguna vez con violencia, que dio lugar al derramamiento de sangre.
Los gastos especiales de la provincia eran sufragados por los concejos mediante repartos
hechos por fuegos o casas, dado que los pueblos poseían pocos bienes de propios rigurosamente
tales; siendo, aun los que así se llamaban, de aprovechamiento común de los vecinos. Estos repartos
se hacían en las Juntas generales con intervención del corregidor (cuyo sueldo era uno de los
gastos), el cual fiscalizaba también la administración económica de los concejos.

507. Relaciones entre las tres provincias.—Los bandos políticos.


No obstante la comunidad de raza y lengua que existía en las tres provincias vascongadas,
nunca formaron, como hemos visto, unidad política, ni las relaciones entre ellas fueron muy íntimas
ni frecuentes en la esfera pública. Aparecen alguna vez reunidas Álava y Guipúzcoa (según
dijimos), bajo el mando de un adelantado común; pero cuando sustituyó a este funcionario el
corregidor, desaparece esta comunidad. En 1449, Juan II ordenó se hiciese una hermandad general
de todos los concejos de las tres provincias, reconociendo así sus afinidades; mas no debió de
prosperar esta idea, pues en 1451 se formó la particular de los de Guipúzcoa. Parece, sin embargo,
cierta la reunión en algunos casos de Juntas generales de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, para tratar
asuntos comunes a todo el país vascongado, y aun se cree que en el siglo XV eran frecuentes las
400

Juntas comunes de Álava y Guipúzcoa, que por lo visto fueron las más enlazadas entre sí. Más
constantes y seguras parecen las alianzas o hermandades (parzonerías) para el uso y disfrute de los
montes comunes: género de relación que se establecía entre concejos limítrofes, pertenecieran o no
a la misma provincia y que, por otra parte, no fueron exclusivas del territorio vascongado. Estas
parzonerías (facerías, passeríes, etc., en otros puntos) establecíanse a veces, también, con
municipios de la vertiente francesa limítrofes con los fronterizos de España, mediante tratados (lies)
especiales.
Pero si en los particulares de la vida política arriba mencionados no hubo relación permanente
entre las provincias, se produjo muy acentuada en una parte de la historia interna que tiene marcado
interés: las luchas políticas y sociales de los señores y de la población rural con la urbana. Ya
hemos visto cuan enérgica fue en Guipúzcoa la represión de los parientes mayores y qué repetidos y
escandalosos los desmanes que éstos cometían. Cosa análoga sucedió en las otras provincias, y en
todas tres complicóse el daño de la connatural arbitrariedad de los nobles y grandes propietarios con
las guerras civiles que entre sí mantuvieron por la hegemonía en el poder. Las dos ramas de los
parientes mayores (§ 505), la de Oñaz y la de Gamboa, reprodujeron en la provincia las rivalidades
que en Castilla hemos visto, v. gr., entre Castros y Laras, en Navarra entre Beamonteses y
Agramonteses, y que eran tan generales y graves en toda la Península a fines del siglo XV.
Oñacinos y Gamboínos odiábanse mutuamente, procurando diferenciarse en todo hasta en el traje, y
moviendo a cada paso disturbios sangrientos; y como quiera que estos dos bandos adquirieron
especial celebridad por el mayor empeño y duración de sus luchas, llegaron a obscurecer a los de las
otras provincias y aun a convertir sus nombres en denominación general, en el uso corriente, de
todos los bandos vascongados, unidos entre sí, cierto es, por afinidades de intereses y de familias.
Pero no fueron únicos contendientes los linajes de Oñaz y Gamboa, o sea de los señores de Lazcano
y los de Olaso (Elgóibar) en Guipúzcoa. En Álava combatíanse igualmente los bandos de los Ayalas
y los Callejas; en Vizcaya los de los Urquizu-Abendaño y los Múxica-Butrones, y en 1475 (es decir,
a fines de esta época) luchaban también entre sí los partidarios de los condes de Haro y de Treviño
(Álava). Pero a la vez que los señores reñían entre sí, hacíanlo también con las villas realengas,
fundación y asilo al propia tiempo de la burguesía o de los hidalgos libres, dedicados al comercio y
a la industria y representantes del sentido autónomo concejil opuesto al señorial. Ayudábanle los
reyes, como hemos visto especialmente en Guipúzcoa, por natural interés político y financiero, pues
el desarrollo de la clase media suponía un aumento de tributación y de arraigo para la monarquía
centralizadora; pero como al mismo tiempo el sentido mercantilista de los burgueses y su egoísmo
foral pugnaban con la ingénita independencia de los rurales y su sistema económico agrícola de tipo
antiguo, hízose doblemente compleja la lucha en que iban, de una parte, juntos (aunque no en todo
con intereses comunes) los señores y la población rural en su mayoría, y de otra, los habitantes de
las villas con el rey. Así se vio en 145ó que los parientes mayores guipuzcoanos enviaban cartel de
desafío a ocho villas de la provincia, al paso que Rentería y el valle de Oyarzun, Vergara y Santa
Marina de Oxirondo, Elgóibar y sus arrabales, peleaban o pleiteaban por cuestiones de tributos y
privilegios mercantiles, precipitando la separación de las aldeas anexionadas a los grupos urbanos
(§ 506). Este doble movimiento fue común a las tres provincias y, como ya hemos visto, no hacía
más que reproducir otros análogos de Castilla, Aragón, Cataluña y Mallorca.

Reino musulmán de Granada


508. Vicisitudes sociales y políticas.
No nos es conocida la historia interna del reino granadino con tanto pormenor como la de las
poblaciones cristianas de la misma época. De los escasos datos que hasta ahora poseemos parece,
sin embargo, deducirse que no se produce novedad importante respecto de la condición jurídica de
las clases sociales, subsistiendo en lo fundamental las divisiones ya conocidas; pero la doble
complejidad, étnica y jerárquica que ya hemos advertido en épocas anteriores, debió acentuarse por
401

la acumulación en territorio granadino de una gran parte de la población musulmana española (§


424) emigrada voluntariamente de los territorios conquistados por los reyes de Castilla y Aragón, o
lanzada de ellos por intolerancias que se avenían mal con el sentido general protector de los
mudéjares (§ 432), pero que, no obstante, se produjeron en Sevilla y en Murcia. Noticias del siglo
XIV (1311) hacen elevar a 200.000 el número de habitantes de Granada; otras posteriores
correspondientes al reinado de Yúsuf I (1333-1354), elevan la cifra a 500.000; y aunque, según un
escritor castellano del siglo XVI, eran en 1476 sólo 30.000, puede asegurarse que hay equivocación
en este cómputo, puesto que el mismo autor dice que a fines del XV había en Granada 8.000
soldados de a caballo y más de 25.000 ballesteros. Cálculos modernos hacen subir la población total
del reino granadino en sus últimos tiempos a tres o cuatro millones, número que, dada la
disminución de territorio por las sucesivas conquistas de los reyes castellanos, supone una gran
densidad.
Los elementos que más parecen sobresalir en esta población son los árabes, procedentes,
unos, de los antiguos establecimientos sirios (§ 149) de tiempo de Baleg, otros de inmigraciones de
mediados del siglo XIII (cuando la conquista de Sevilla por Fernando III), sabiéndose también de
algunas tribus de antiguo abolengo asiático establecidas en Granada en época que se ignora, pero
cuya presencia en el siglo XIV está probada en diversos pueblos del territorio granadino. Seguían a
los árabes los muladíes o renegados de origen español, numerosísimos en Granada y en otras
poblaciones, hasta el punto de constituir una inmensa mayoría sobre los musulmanes, como
atestiguan documentos del siglo XIV; y los bereberes, que si bien vencidos políticamente,
abundaban en la segunda mitad de aquel siglo aun más que los árabes, y procedían de las tribus de
Mogravitas, Comeres, Zenetes, Benimerines y otras. Al lado de estos elementos, aparecen con
mucha frecuencia y en número no escaso (dícese que 50.000 a comienzos del siglo XIV), los
esclavos cristianos, cautivos de la guerra y empleados como trabajadores en obras públicas de
importancia. Su liberación procurábase con ahinco en los tratados de paz (como se ve en el de 1450,
que siguió a la batalla de Higueruela) y por medio de las Órdenes religiosas encargadas de
rescatarlos por dinero.
Los árabes, a cuya raza pertenecía la dinastía fundadora del reino (los Nasridas o Nazaritas)
mantuvieron su sentido aristocrático, el orgullo que les hacía mirar como inferiores a todos los
demás musulmanes y el espíritu independiente, provocativo y rencoroso, que les hacía, según
confesión de un autor árabe, vecinos molestos en las ciudades donde abundaban, como Andarax,
Purchena y Guadix. Su preponderancia política fue, sin embargo, más aparente que real, puesto que
los bereberes —enemigos suyos siempre y formando mayoría en el ejército— quebrantaban a cada
paso el poder árabe con sublevaciones, agravadas por la misma división en bandos o partidos que
continuó viva entre los dominadores. Al propio tiempo revelábase en unos y otros, ya perteneciesen
a la aristocracia militar, a la burocrática o la mercantil, el síntoma más característico de las
decadencias sociales, a saber: la pasión del lujo, del fausto, de las diversiones fútiles y aparatosas en
que se derrochaban las riquezas a la vez que se acentuaban más y más las diferencias económicas de
clase, abriendo ancho abismo entre los ricos pródigos y las clases populares abandonadas y
hambrientas.
Políticamente, el reino de Granada estuvo regido por una monarquía absoluta, como sus
predecesores, y como ellos minado constantemente por las intrigas cortesanas y las de harem (es
decir, de las mujeres del soberano) y por sublevaciones, rivalidades de familia y destronamientos,
que más de una vez llevaron a los musulmanes a pedir la intervención castellana, como sabemos.
Estos desórdenes, que tan gravemente herían la estabilidad del Estado, acentuáronse
particularmente desde el reinado de Mohamed VIII (comienzos del siglo XIV), convirtiendo la
historia interna de Granada en «una serie no interrumpida de motines, asesinatos, rebeldías,
venganzas parciales y rencores de partido». En este desconcierto señalóse principalmente la actitud
semi-independiente de los alcaides de Almería, de la familia del sultán Yúsuf-Aben-al Maul que,
fuertemente arraigada en aquella ciudad y su territorio hasta Baza, vivían, bajo la apariencia de una
402

sumisión exterior, en profunda hostilidad con el soberano granadino, apoyándose en los cristianos
de Castilla, con quienes contemporizaban mejor que con los reyes de Granada y a cuya nobleza
estaban enlazados por vínculos de familia. Ultimas consecuencias de estas deplorables divisiones,
fueron (como veremos) la intervención de los Reyes Católicos y la desaparición del reino mismo de
Granada.
En cuanto a la organización de las diferentes esferas políticas y administrativas, parece
haberse continuado la tradición de la época anterior, con los nombres ya conocidos de los distintos
funcionarios, cadís, emires, alguaciles, alcaides, almocadenes, etc. (§ 266). El rey fue designado con
el nombre de sultán, que no vemos usado antes en los Estados musulmanes de España.
De conformidad con el precedente de su fundación, pagó el reino de Granada tributo, durante
el mayor tiempo de su existencia, a los reyes de Castilla. En el tratado de 1430 fijábase este tributo
en 20.000 doblas de oro anuales. Verdad es que los granadinos aprovecharon todas las
circunstancias favorables para negar este tributo o para librarse de él definitivamente; pero su
flaqueza cada día mayor, y el poderío creciente del Estado castellano, sólo en breves intervalos les
permitió gozar de independencia. La influencia de los españoles fue siendo cada vez más intensa en
los territorios granadinos, propagándose a los trajes, costumbres, etc., y hasta en el orden
caballeresco se tradujo, convirtiendo la tierra musulmana (particularmente durante el reinado de
Yúsuf: mediados del siglo XV) en campo preferido para los rieptos y juegos militares de los nobles
castellanos, a quienes el monarca musulmán acogía con hidalga galantería, perpetuando así la
tradición de aquellas buenas relaciones que en tiempo de paz dominaban entre cristianos y mu-
sulmanes (§ 171).

II.—INDUSTRIA Y COMERCIO

Castilla
509. Producciones e industrias.
No existiendo (o por lo menos no habiendo llegado a nosotros) registros, estadísticas ni
descripciones sistemáticas de la producción y de la industria españolas en los últimos siglos de la
Edad media, nuestro conocimiento en este punto es muy deficiente, concretándose a las noticias
indirectas que nos proporcionan las ordenanzas de gremios, las municipales, las leyes referentes a la
clase obrera (§ 509), los tratados de comercio y ios aranceles de aduanas o diezmos de mar.
Reuniendo todos estos datos, y sin descender a pormenores que no son de este lugar, resulta
evidente un gran progreso en la producción agrícola, logrado a la sombra de la mayor paz, del
ensanche de las fronteras y de la desaparición de la servidumbre rural, así como la creación, en
todas las poblaciones importantes, de industrias dedicadas a los menesteres de la vida ordinaria y a
las exigencias, cada vez mayores, de un refinamiento artístico perfectamente marcado en la
indumentaria, en la joyería, en las armas, en la arquitectura, en la iluminación de manuscritos, etc.
Lo que en los primeros siglos constituye una excepción a favor de Santiago y otras escasas
poblaciones, conviértese desde el siglo XIII en un estado general propagado a todas las ciudades y
villas importantes, singularmente a las de los nuevos territorios conquistados, donde a los
conquistadores se agregan los mudéjares, entre quienes las industrias hallábanse muy desarrolladas.
Así se ve, por ejemplo, en Sevilla, cuyas ordenanzas municipales, los inventarios particulares y
otros documentos, revelan la existencia de fabricaciones moriscas, particularmente en objetos de
mobiliario, orfebrería e indumentaria; al paso que la constitución de gremios y cofradías prueba el
establecimiento o desarrollo progresivo de oficios como el de sederos, lineros, plateros, herreros,
armeros, etc. Por la repetición de los privilegios reales y el tenor de éstos, parece haber tenido
entonces especial importancia la industria de tejidos, favorecida por Alfonso X, por Pedro I y otros
monarcas, y que no sólo florecía en Sevilla (tejedores de lino y lana), sino también en Toledo
(cuyas leyes sirven de pauta a los de la ciudad andaluza), en Segovia y Zamora (de cuyos paños hay
403

noticia) y en otros puntos. Las condiciones particulares de algunas comarcas, dieron nacimiento o
hicieron progresar muchas industrias también especiales, como se observa en las Provincias
Vascongadas (cuyo estudio incluimos aquí por su incorporación a Castilla) con la explotación del
mineral de hierro y su laboreo en las herrerías, muy abundantes en aquel país. La producción debió
extenderse al acero, puesto que se le menciona en una cédula de Juan II (1447) relativa a las
aduanas de Guipúzcoa y Vizcaya. Las materias que más repetidamente se nombran entre las
exportadas al extranjero (y que por esta razón hay que suponer expresivas de las producciones más
abundantes en Castilla), son: hierro, acero, lanas, peletería, cordobanes, paños, hilados, cueros,
grana, cera, azogue, entre las industriales, y el vino, aceite, azúcar, pasas y otras frutas, entre las
agrícolas. De las prohibiciones establecidas sobre ciertas mercancías (v. gr., los granos) para que no
pudieran exportarse, resulta la continuación de la industria minera (particularmente en oro, plata,
azogue y plomo) convertida en un monopolio de la Corona, como las salinas y las pesquerías, que
se arrendaban mediante fuertes cánones (§ 448). Respecto de las salinas, el monopolio debió ser tan
riguroso, que trajo consigo la incautación de todas las de ricoshombres, iglesias y monasterios, no
sin protestas de los antiguos propietarios, muy frecuentes en las Cortes de fines del XIII y el XIV.
El Ordenamiento de Alcalá permitió, sin embargo, la prescripción de ellas y la donación a
particulares mediante privilegio. La ganadería sigue desarrollándose con gran pujanza (como lo
demuestra la mucha exportación de lanas), ayudada por la prohibición de extraer caballos, mulos,
etc., y por los privilegios, cada vez mayores, que los reyes le concedían y que daban lugar a grandes
abusos en daño de la agricultura (§ 344), haciendo frecuentes los pleitos, las competencias de
jurisdicción entre autoridades y las reclamaciones de los labradores en las Cortes, de que ofrecen el
primer ejemplo las de Valladolid de 1293. Alfonso X autorizó las cofradías o corporaciones de
pastores, con celebración de asambleas (concejos de mesta) que tenían derecho a nombrar alcaldes,
poseedores de jurisdicción especial en los asuntos propios y en las querellas con los labradores.
Estos diferentes concejos formaron más tarde una sola Mesta de todos los grandes castellanos (en
1347, por privilegio de Alfonso XI), corporación formidable de que provinieron los mayores con
flictos.
Pero juntamente con todos estos datos, figuran en los documentos de la época otros que
vienen a modificar en gran medida la deducción exagerada que de aquéllos pudiera sacarse
afirmando la existencia de un extraordinario desarrollo agrícola e industrial en Castilla. En primer
término, es indudable que hay que distinguir, en el extenso territorio del Estado castellano, las
diferentes regiones que lo formaban, desigualmente propicias al desarrollo de las diversas
producciones e industrias; y, en efecto, las leyes reflejaron esta desigualdad, v. gr., en las tasas de
jornales (§ 510). Las más de las industrias debieron ser puramente locales, no excediendo su
difusión de un área limitadísima, en que podían bastar para cubrir las necesidades ordinarias; y no
debemos por esto, ni generalizar las noticias que a ellas se refieren, ni suponerles mayor
importancia de la que realmente tenían sino en los casos en que su exportación abundante a otros
países da testimonio de la mucha producción. Confirman la legitimidad de esta reserva, los datos
referentes al comercio de importación, donde se señala la venta de España de muchos productos
extranjeros que tenían aquí sus similares, aunque por lo visto, o insuficientes para el consumo, o
menos perfectos o baratos. En un arancel de tiempo de Alfonso X (1268?) menciónanse los paños
de Gante, Douai, Ipre, Lila, Monterol, Cambray, Ruán y Maubege que, en efecto, los comerciantes
castellanos compraban en gran cantidad, asistiendo a las ferias y mercados de Flandes y Francia,
estableciéndose en ciudades de estos países y enviando numerosos barcos a los puertos flamencos y
franceses. Por su parte, los mercaderes extranjeros (ingleses y otros) acudían continuamente, según
consta de noticias del siglo XV, a los puertos y mercados fronterizos, v. gr., Fuenterrabía, San
Sebastián, para vender paños y otras cosas, y entre los productos que aparecen descargados en la
lonja de San Sebastián figuraban también paños, telas, lonas, aceite, clavo destilado, azúcar, vinos,
pasas, higos, arroz, fustanes, etc., así como consta que los guipuzcoanos iban frecuentemente a la
raya de Francia y Gascuña para comprar «puercos y bestias, (que por lo visto faltaban en el país).
404

Por último, de los privilegios de exención de diezmos de mar dados por Juan II y otros reyes en el
siglo XV, se sabe también que se importaban «mantenimientos», es decir, artículos de primera
necesidad, trigo, vino, etc.; constando, respecto de la insuficiencia de éstos en algunas regiones —
tanto por pobreza propia como por no poder remediarse con la importación de comarcas próximas
—, el dato de Guipúzcoa, a cuyos habitantes se reconoció en 1475 cierta libertad de comercio con
reinos extraños, porque «la tierra era toda montaña tragosa y no había en ella ninguna cosecha de
pan ni de vino y que, a causa de estar en los confines de Navarra y de Francia, no podía subsistir ni
abastecerse de mantenimientos de los reinos de Castilla».
A todos estos datos, que prueban el estado embrionario de la industria española y la escasez
de su producción excepto en algunas materias, hay que añadir la frecuencia con que aparecen en los
privilegios y noticias referentes a industrias, nombres de extranjeros y de mudéjares y judíos, que
muestran bien a las claras las influencias ejercidas sobre los castellanos y el origen de buena parte
de su progreso económico. Por último, aun en los casos más favorables, no se debe deducir la
consecuencia de una general prosperidad pública, de un desahogo económico que alcanzase a todas
las capas sociales. Sólo una minoría exigua sacaba fruto de aquellas fuentes de riqueza, y en cambio
los villanos, especialmente los del campo y también los de las villas señoriales, abrumados de
tributos y servicios, vivían miserablemente, odiando a sus explotadores, pidiendo remedio de sus
males al rey, y, a veces, promoviendo sublevaciones sangrientas como la de los Hermandinos (§
431).

510. Política económica.


La legislación favoreció este movimiento en la medida compatible con el interés (cada vez
mayor en la monarquía) de allegar grandes recursos para el Tesoro, y con la tendencia común de los
tiempos a las tasas, reglamentos y monopolios del Estado. De la lucha entre aquel interés y la
conciencia —que no podía faltar en los reyes y en las Cortes—, de la necesidad de favorecer la
producción y el comercio castellanos, nacieron dos corrientes opuestas en la política económica,
que expondremos separadamente y en resumen.
Una ley de Partidas, la 1ª, tít. XI de la Part. II, explica claramente lo que pudiéramos llamar el
ideal de la política económica en los reyes, pues al tratar de cómo debe amar el rey a su tierra, dice
que consiste ese amor «en hacerla poblar de buenas gentes, y antes de los suyos que de los ajenos, si
los pudiese hallar, así como de caballeros y de labradores y de menestrales; y labrarla para que
tengan los hombres los frutos de ella más abundantemente. Y aunque la tierra no sea buena en
algunos lugares para dar de sí pan y vino y otros frutos, que son para gobierno de los hombres, no
debe con todo el rey querer que quede yerma ni por labrar, sino hacer sobre ella lo que entendieren
los hombres sabedores. Porque podía ser que fuese buena para otras cosas de que se aprovechen los
hombres... así como para sacar de ella metales o para pasturas de ganados, o para leña, o para
madera u otras cosas semejantes que necesitan los hombres. También debe mandar labrar las
puentes y las calzadas y allanar los pasos malos para que los hombres puedan andar y llevar sus
bestias y sus cosas desembarazadamente de un lugar a otro, de manera que no las pierdan al pasar
los ríos ni en los otros lugares peligrosos donde fueren» Confirmó Alfonso X estas declaraciones
generales mediante leyes protectoras, particularmente de los comerciantes, tanto los de tierra como
los de mar, e igual política siguieron otros reyes sucesores. Así, en la Partida V hay todo un título
(el 7º) dedicado a los mercaderes o mercadores, en que, después de consignar la obligación común
en que se hallan de contribuir a los gastos públicos mediante los derechos de aduana o portazgo
(que pagaban, tanto los géneros importados como los exportados), da reglas para evitar los fraudes
y arbitrariedades de ios aduaneros y para amparar -en su derecho a los comerciantes, estableciendo
además algunas exenciones de pago que revelan buen sentido, como son: los instrumentos de
labranza, si se destinaren al cultivo de campos propios y no a la reventa, y los libros, vestidos y
mantenimientos de los escolares. Estas leyes generales se acentuaron todavía más por un privilegio
especial de 15 Febrero 1281, en que se extendió la exención a otros muchos objetos de uso
405

doméstico, se prohibió el embargo de mercaderías, con ciertas limitaciones, y la prisión de los


mercaderes por falta de pago del diezmo o portazgo, y se permitió la extracción libre de géneros por
valor igual al de los importados, si éstos pagaron aduana. Y para evitar abusos, Don Alfonso dio
aranceles, fijando la cuota que correspondía a cada cosa. Ampliáronse estas ventajas con exenciones
particulares de diezmos, como las concedidas a los guipuzcoanos (§ 505) y otras análogas. Para el
comercio por mar, adoptó Don Alfonso las leyes y costumbres más en boga en su tiempo, reflejando
en este punto las Partidas el sentido de los famosos Roles de Olorón (franceses) y de las costumbres
de mar de Cataluña. Los tratados de comercio con naciones extrañas empiezan a ser frecuentes en el
siglo XIV, reconocido el derecho de las villas marítimas del Norte a contratar por sí respecto de sus
bienes, cosas y mercaderías con Francia, Inglaterra, ducado de Bretaña y con Navarra y Aragón: y
así se concertaron el tratado de 1351 con Inglaterra, muy favorable a los españoles, el de 1366 con
privilegios especiales para Vizcaya y Castilla, y otros.
Todas estas medidas, que revelan, de una parte, el deseo de hacer eficaz la función protectora
del Estado en punto a los derechos de los particulares, y de otra, el ánimo de favorecer el desarrollo
del comercio y de ciertas industrias, tropezaban con no pocas dificultades, hijas, como ya notamos,
del sistema rentístico dominante y de las ideas económicas de la época. A pesar de todos los
privilegios, las aduanas eran el primero y quizá más grave obstáculo, porque muy rara vez se eximió
de ellas, insistiendo por el contrario los reyes en la aplicación general de este tributo, que obligaba
tanto a los plebeyos como a los caballeros y clérigos. Colocadas en todas las fronteras, y dada la
división de España en cuatro reinos (Castilla, Portugal, Aragón-Cataluña-Valencia y Navarra), sin
contar el de Granada, impedían la libre comunicación entre las diversas regiones de la Península,
dificultando que mutuamente se remediasen sus faltas y llevando por ley natural a una más estrecha
dependencia de la producción extranjera. No tuvieron en esto (como tampoco en otras cosas,
entonces) los pueblos peninsulares conciencia de su unidad, determinada por condiciones
geográficas y de varios géneros que hacen solidarios sus intereses y les obligan a mutua defensa
contra la competencia exterior. Pero no se limitaba el Estado a cobrar derechos a las mercancías en
las fronteras y costas (v. gr., en la N. y NE. de Castilla, mediante las aduanas de San Sebastián,
Guetaria, Motrico, Fuenterrabía, Rentería, Orio, Zumaya, Deva, Tolosa, Villafranca, Segura,
Vitoria, Salvatierra y Orduña, que formaban un cordón aislador con Francia y Navarra), sino que en
cada municipio, o en muchos de ellos, había como segundas aduanas verdaderos portazgos, en que
no sólo se pagaba (a la manera que hoy en los llamados «consumos») por los objetos de comer,
beber y arder, sino también por telas y otras mercancías, p. ej., la seda en capullo. Y aunque este
tributo —que se satisfacía ya en dinero, ya en especie— fue al principio módico (según lo prueba el
arancel de Toledo de 1359) y a veces parte de él era concedido por los reyes a los municipios, no
dejó por esto de embarazar la circulación de los productos y de suscitar en los pueblos dificultades
que se revelan bien en el aprecio que éstos hacían del privilegio de exención, concedido por lo
general a los vecinos de cada Concejo y excepcionalmente a todos los comerciantes e introductores,
aunque fuesen extranjeros: como se ve por el privilegio de 1281 ya citado, y más particularmente
por los de 1290 y 1401 otorgando la libre circulación a los productos que entrasen por Fuenterrabía,
Rentería y otros puntos, con destino a Navarra, una vez pagado el diezmo en la frontera o puerto.
Resultaba con esto, en rigor, una política más bien librecambista que proteccionista, pues no se
hacía diferencia para la imposición o exención de tributos entre los productos nacionales y los
extranjeros.
Entorpecían también el desarrollo de ciertas industrias las alcabalas o impuestos de ventas y
los monopolios reales, ya citados anteriormente y que se fueron ampliando con más o menos
generalidad a diversas materias, como los molinos, hornos, herrerías y otras.
Por último, fue igualmente traba para el desarrollo industrial y comercial la excesiva
reglamentación económica y técnica con que el Estado unas veces, los mismos industriales otras,
intervenían cada vez más, a medida que avanzaban los tiempos, en la producción, en el cambio y en
el consumo mismo. La reglamentación económica versó sobre salarios, jornada de trabajo, precio de
406

las mercancías y libertad de la contratación: y aunque a veces llevaban estas medidas el santo
intento de regular el mercado, evitar abusos, favorecer el trabajo de las tierras y limitar la
prodigalidad en los gastos, más bien perjudicaron, por querer resolver mediante una ley cosas que el
solo juego de las fuerzas económicas resuelve, o por excederse en la intervención. Así, el
Ordenamiento de Jerez de 1268 —ampliando y generalizando lo dispuesto ya en el fuero de Cáceres
(1250) y otras leyes locales— fija el máximo de salario o jornal para los labradores, carpinteros,
albañiles y otros oficios, con el fin de remediar la carestía de la mano de obra; siendo de notar que
no establece un precio uniforme para todo el reino, sino diferente según las regiones, y más subido
en las fronterizas de moros, seguramente por la menor tranquilidad de que en ellas se gozaba y el
interés mayor de atraer braceros.
Cerca de un siglo después, en 1351, Pedro I dio en las Cortes de Valladolid otro
ordenamiento, conocido vulgarmente por de Menestrales, reiterando la tasa de los jornales del
campo y la fijación de la jornada (de sol a sol), determinando los precios fijos de muchos productos
industriales (como los de zapatería, carpintería, cantería, herrería, fundición, sastrería, etc.) y de
ciertos servicios como el de nodrizas; repitiéndose el hecho de variar los tipos según las localidades
y mostrando en todo ello el estado de desconcierto a que se había llegado en Castilla por el
encarecimiento de la mano de obra —que, en lugar de favorecer a los obreros, paralizaba las obras y
aumentaba el número de los sin trabajo— y por los abusos de los comerciantes, que subían
desmesuradamente el precio de las cosas. No fue esta la última ley de tasas, sino que en igual
sentido legislaron otros reyes como Enrique II, Juan I, etc. Por su parte, los municipios concurrían a
obtener igual resultado en punto al precio de los artículos de primera necesidad o de más consumo,
fijando en sus ordenanzas tasas, dando la exclusiva de la venta con imposición de precio constante o
máximo y también estableciendo tiendas reguladoras del concejo; y una disposición de Enrique 11
encomienda expresamente a los municipios que fijen, según las circunstancias de cada localidad, el
precio de los jornales. Y no se limitó a estas cosas de intervención del Estado en la vida económica,
sino que llegó a limitaciones en los contratos, fijando el máximo de interés en los préstamos
usurarios (cosa muy frecuente en todas partes) y prohibiendo formas de cooperación como las
aparcerías en asuntos de crédito o en el empleo de caudales entre cristianos, judíos y moros.
En cuanto al orden técnico, la reglamentación era también muy minuciosa y procedía, como
sabemos, ya del Estado, ya de los mismos industriales (§ 465). Referíase, tanto a las condiciones
mismas del producto, como a la clasificación de éste, procurando limitar con toda claridad el campo
propio de acción de cada gremio. En el primer punto, llegóse a detalles como el de las Ordenanzas
de zapateros de Burgos (1481), que disponían no tuviesen los zapatos más que una suela, y otros
análogos respecto al modo de cortar los vestidos, finura de las telas, etc., tendiendo a asegurar la
buena calidad del producto, con sanción de multas. En cuanto a las competencias e intrusiones entre
los gremios afines, origináronse pleitos cada vez más frecuentes a medida que se desarrollaba la
industria y se creaban nuevas necesidades.

511. Ferias, mercados, moneda y establecimientos mercantiles.


Pero tanto la producción agrícola como la estrictamente llamada industrial, necesitaban para
su adecuada circulación de medios auxiliares, y en primer término de la fijación de las relaciones
mercantiles. Acudieron a esto las leyes, mediante el otorgamiento, cada vez mayor, de privilegios
de ferias y mercados, procurando constituir grandes centros de contratación o favorecer los que, por
tendencia natural de las cosas, se iban formando en determinadas localidades. Así, Alfonso X
estableció dos ferias anuales en Sevilla (por 30 días cada una), otra en Murcia (de quince días), y
amplió los privilegios de las de Cuenca, Cáceres y Baeza. Medina del Campo comenzó ya en esta
época a tener feria importante, como centro comercial de los puertos del N. y NO. y de las regiones
centrales de Castilla; y al lado de ésta suenan, en tiempo de Enrique IV, las de Valladolid y
Segovia. De la importancia comercial de Sevilla hemos hablado ya (§ 346), y también figuran en los
documentos de la época (a partir de fines del siglo XIII), como grandes plazas comerciales, Toledo
407

y Burgos. Los privilegios reales no causaban, sin embargo, todo su efecto, a causa de la inseguridad
de los caminos —que las Hermandades no conseguían librar de golfines— y de los disturbios de las
guerras civiles, que traían consigo (v. gr., en tiempo de Pedro I) repetidos saqueos. Los ataques a las
juderías y la destrucción de muchas de éstas, desequilibraron también el comercio, neutralizando los
buenos propósitos de la legislación.
Pero no sólo en esto encontraban dificultades las relaciones mercantiles, sino también en la
variedad e inseguridad de la moneda y de las pesas y medidas. En punto a la moneda, no llegaron a
uniformarse los tipos, circulando en Castilla, como en tiempos anteriores (§ 346), diferentes clases
de valor distinto; pero además, y no obstante la terrible pena (ser quemados vivos) que Alfonso X
estableció contra los monederos falsos, acuñábase mucha moneda de baja ley que entorpecía el
mercado y traía gran pérdida al comercio. Los mismos reyes más de una vez, para resolver apuros
del Tesoro (§ 448), rebajaron el peso de las monedas conservándoles su valor nominal, con lo que
sólo consiguieron encarecer la vida enormemente, puesto que las cosas llegaron a valer «el doble de
cuanto valían por la buena moneda». Accediendo a los ruegos de las Cortes, Fernando IV dictó en
1303 un ordenamiento mandando cortar las piezas malas, afinar los metales determinando su valor
relativo, fijar seguramente el peso, etc., con lo cual hubo un período de normalidad. Pero los
disturbios volvieron a surgir en tiempo de Enrique II, merced a nuevas alteraciones de la moneda.
De los tipos de ésta en la época que ahora estudiamos, mencionaremos el maravedí de oro
(morabeti o dinar almorávide), del que se acuñaron ejemplares cristianos en Toledo y León, hasta
Enrique I; las doblas de oro, que proceden del reinado de Alfonso X, y las doblas dobles (o de la
banda), de Juan II. El maravedí era una moneda ideal, representativa de la suma de diez dineros. El
real de plata equivalía a 34 maravedises.
Las dificultades procedentes de los pesos y medidas fundábanse en la variedad de unos y
otras; pues aunque Alfonso XI estableció en una ley del Ordenamiento de Alcalá la unidad de tipos
para las diferentes mercancías, esto no se cumplió, y aun en la misma ley se transparenta la
diversidad regional y el uso de pesos extranjeros, puesto que para unas cosas impone el marco de
Colonna (Colonia?); para otras el de Tría (?); para el vino, pan, etc., las medidas toledanas; para los
paños, la vara de Castilla, etc.
A pesar de todos estos inconvenientes, el comercio iba prosperando, merced al esfuerzo del
interés y de la iniciativa particulares que creaban los medios necesarios para la rápida y fácil
comunicación mercantil. A esta época parece corresponder la introducción y difusión en España de
las letras de cambio», traídas por los italianos quizá. Aunque los documentos de la época no las
muestran corrientes sino en las regiones de Levante y Aragón (como veremos), no es aventurado
afirmar que las usaron también los comerciantes castellanos, dada la frecuente relación de éstos con
los franceses, flamencos y alemanes, que las empleaban mucho. Consta en efecto, como ya hemos
apuntado antes, que los mercaderes de Flandes, partiendo de Brujas, hacían regularmente el viaje de
España atravesando Francia para entrar por Bayona y dirigirse a Burgos o Lisboa. Por su parte, los
españoles fundaban establecimientos o sucursales en Brujas, con sus cónsules o jueces especiales; y
a fines del siglo XIII eran aquéllos tan acreditados y numerosos, que los demás mercaderes
delegaron en ellos su representación para reclamar del conde de Flandes la abolición de varias
disposiciones administrativas que perjudicaban al comercio. Figuran también en Dordrecht, en
Gravelingas, en Lille y en las plazas comerciales inglesas, por privilegio de Eduardo I. En 1348, los
vizcaínos fundaron su Bolsa de comercio en Brujas, adonde llevaban mercancías, no sólo de su
región, mas también de Barcelona. Un documento inglés de 1350 acusa la presencia en el puerto de
la Esclusa de numerosos barcos españoles, castellanos y catalanes, que todavía en el siglo XIV (no
obstante la aparición de los italianos en 1318) eran los dominantes en los mercados de aquella parte
de Europa, llevando gran ventaja los castellanos (comprendiendo bajo este nombre a gallegos,
vizcaínos, etc.) sobre los catalanes. Es digno de notar el hecho de que las naos castellanas causasen
admiración, por su fortaleza y gran porte, al célebre cronista francés del siglo XIII, Froissart.
No fue escasa la importancia de los judíos en todo este orden de cosas, ya por dedicarse
408

principalmente al oficio de cambiadores de moneda y prestamistas, ya por las relaciones


internacionales que mantenían entre sí, apoyados en la gran solidaridad de su raza, que les permitía
montar muy bien los establecimientos bancarios y de giro.

512. Obras públicas.


Al mismo tiempo, y aunque muy débilmente, empiezan a renacer en Castilla las obras
públicas en su relación con las necesidades económicas del país. Ya hemos visto la declaración
teórica que en este sentido hizo Alfonso X; pero, desgraciadamente, en la práctica se hizo poco de
lo que el rey Sabio veía como de imprescindible necesidad, no obstante que el mismo rey impuso
como obligatorio a los concejos el gasto de construcción y reparación de caminos, puentes y caños
(conducción de aguas), no eximiendo ni aun a los nobles, clérigos, viudas y huérfanos. El primer
puente nuevo de que hay noticia lo hizo construir Santo Domingo de la Calzada sobre el río Oja, así
como el de Logroño y el de Nájera. Del siglo XIII se mencionan dos de Toledo y uno de Orense,
sobre el Miño; del XIV otros en Coruña, Alcalá de Henares, San Sebastián, Córdoba y Cáceres.
Oponíanse a estas obras, principalmente, el egoísmo de los señores laicos y eclesiásticos, a quienes
convenía mantener el paso de los ríos por medio de barcas, que pagaban impuesto. Enrique IV
prohibió terminantemente que se dificultasen con este pretexto y, a la vez, que se impusiesen
derechos de pontazgo.
Los viajes realizábanse a caballo o en litera, y el transporte de mercancías en recuas y en
carros, aunque estos últimos debieron emplearse poco por el mal estado de los caminos. Los
carruajes de lujo para viajeros, no parece se usaran por entonces. Sin embargo, el mejoramiento de
los caminos preocupaba cada vez más a los pueblos; así se ve, en disposiciones administrativas del
siglo XV referentes a Vizcaya, que se procura dar a las vías públicas el ancho y firmeza necesarios
para que pasen los carros. El Guadalquivir continuaba siendo navegable en tiempo de Pedro 1,
aunque luego perdió esta condición por descuido, o quizá por el gran número de presas para
molinos y otros artefactos que se construyeron en sus orillas. En punto a riegos y canalización, se
conocen leyes de Alfonso X que mantenían las costumbres antiguas en la huerta de Murcia (el
sistema vigente en tiempo de los musulmanes). Del siglo XIV es la construcción de la primitiva
presa del pantano de Almansa (1384) a costa de los mismos labradores. La mayor parte de las rentas
públicas dedicadas a obras se consumían en la fortificación y defensa de las ciudades y villas;
mostrando así la condición guerrera y turbulenta de aquellos tiempos.

Aragón, Cataluña y Valencia


513. Producciones e industrias.
Las tres regiones principales que formaban el reino unido aragonés-catalán, diferenciábanse
bastante en punto a sus caracteres económicos. Cataluña era la más industrial. Valencia la más
agrícola, Aragón, pobre en ambos órdenes comparado con ellas. Noticias del siglo XV revelan, en
efecto, el escaso desarrollo que en general tenía la agricultura aragonesa, reflejado en la miseria de
la población labradora, probablemente también por influjo de la triste condición jurídica de los
villanos (§ 466). Sin embargo, los documentos mercantiles de la época indican cierta exuberancia
en la producción de algunas materias, dado que se exportaban al extranjero, v. gr., arroz y azafrán
—según mencionan las Ordenanzas de Comercio de Brujas (1304)— y granos, que se llevaban a
Barcelona utilizando el Ebro hasta Tortosa, y que también iban a Castilla, Navarra y Francia, no sin
recelos de que faltasen a veces para el consumo interior del país, hasta el punto que los Jurados de
Zaragoza pidieron al rey prohibiese la extracción del trigo. El Ayuntamiento de la capital tuvo buen
cuidado de proveerse siempre de cereales, con que más de una vez socorrió, ya a las tropas reales
(v. gr., en las conquistas de Cerdeña y Mallorca: 1331 y 1334);. ya a diversas comarcas de España y
el extranjero. La existencia de numerosos gremios de obreros hacen suponer el florecimiento de
algunas industrias, comprobado en punto a la de tejidos de paños por privilegios y ordenanzas
409

referentes a su fabricación en Albarracín, Tarazona, Jaca y Huesca. Base de esta producción eran
los numerosos ganados que se criaban en la sierra de Albarracín y en otras comarcas. En
documentos del siglo XIV figuran como ciudades insignes de Aragón —en las que, por tanto, hay
que suponer un florecimiento económico— Zaragoza, Huesca, Jaca, Barbastro, Calatayud,
Tarazona, Daroca, Alcañiz, Montalbán, Ejea, Sariñena, Aínsa, Tamarite y Fraga.
Respecto de Cataluña, las noticias son más abundantes y revelan un desarrollo más pujante en
todos los órdenes. Escaseaba el trigo, y por tanto el pan (según dicen documentos del siglo XIV), no
obstante lo que se importaba de Aragón y del extranjero (§ 514); pero no carecía la región de
producciones agrícolas, como el arroz (en Bellcaire y Castelló de Ampurias, por ejemplo), el vino
(de que son muestra los muchos contratos relativos a la plantación de cepas), el aceite y el trigo
mismo (en la comarca de Torroella y en la de Palafrugell, v. gr.), aunque éste, como ya hemos
notado, insuficiente para el consumo regional. La ganadería era abundante en la parte alta del país y
aun en sitios próximos a la costa abundantes en pastos, como Torroella. De las materias minerales,
explotábase la sal en gran escala, y de la pesca en el mar y en los lagos (v. gr., las albuferas de
Castellví), vivían muchas poblaciones, agremiados entre sí los marineros, y siendo de notar que en
algunos sitios se dedicaban a extraer el coral (por ejemplo, en Rosas, y Castelló). Pero la
producción más importante de Cataluña era la industrial, principalmente concentrada en Barcelona,
mas no por esto ajena a otras comarcas, como las del Ampurdán y Lérida. Fabricaban los catalanes
cueros, paños en gran número, rasos (industria introducida a mediados del siglo XV), fustanes o
telas de algodón (industria muy próspera hasta que en ese mismo siglo la arruinó la competencia
extranjera) y toda clase de tejidos, así como productos de alfarería, tonelería, cordelería, vidrio y
otros muchos de que dan testimonio los gremios existentes y repetidos documentos. Los molinos
eran también abundantes en todos los ríos, pero con frecuencia su uso estaba gravado con impuestos
y limitaciones, por pertenecer a señores, tanto nobles como eclesiásticos, y al rey (v. gr., en Gerona
y en Torroella).
La región valenciana se nos muestra particularmente agrícola, muy superior en esto a
Cataluña, pero no exenta tampoco de industria, como lo prueban sus fábricas de paños, telas de
algodón y otras, reglamentadas ya en tiempos de Jaime I y Pedro III, y lo numeroso e importante de
sus gremios.

514. Comercio.
En la esfera comercial, las tres regiones guardaban el mismo orden que en la producción. La
exportación aragonesa, no insignificante ni mucho menos, desembocaba principalmente por la vía
de Navarra y las Vascongadas (como lo revelan las aduanas de Guipúzcoa) y por la de Cataluña;
pero también hacían los aragoneses el comercio por mar, ya como exportadores, ya como simples
porteadores, constando su presencia frecuente en Tremecén (África), gran plaza mercantil en tiempo
de los Benizeyan, centro de afluencia de las caravanas del Sudán, y en Oran, Mazsalquevir, Honein
y otros puertos. También sostuvieron relaciones con Flandes, como lo demuestran las citadas
Ordenanzas de Brujas, y con Italia.
Algunos reyes se esforzaron en ayudar a la iniciativa privada facilitando la contratación
mediante las ferias y mercados, eximiendo de cargas al comercio y celebrando tratados con otros
Estados, entre ellos el de Tremecén. Pedro III, recordando que era antigua costumbre la libertad de
comercio entre Aragón y Castilla, propuso a Don Alfonso el Sabio que se restableciese, y en el
Privilegio general confirmó los especiales de los mercaderes, revocando las tasas, alzando la
prohibición de extraer ganados y frutos, prohibiendo que se impusieran peajes nuevos,
particularmente sobre el pan y el vino, y declarando libre el comercio de la sal y todo el de
exportación. Los comerciantes pagaban un impuesto o lezda, de que no se eximían aunque fuesen
infanzones de condición. Fue, sin embargo, exención general la de los trigos embarcados en el
Ebro; dado que si Jaime II los cargó con lezda en 1320, el Ayuntamiento de Zaragoza rescató este
tributo con 50.000 sueldos, estableciendo otro moderado de 3 dineros por libra de grano exportado a
410

Tortosa. Para la jurisdicción mercantil, funcionó en Zaragoza, desde comienzos del siglo XIV, un
Consulado de Comercio, a quien confió Juan I (1391) y superintendencia y vigilancia de la
navegación del Ebro.
El comercio catalán, ya tan pujante en el siglo XIII (§ 363), continuó su desarrollo prodigioso
en el XIV y XV, como desde luego se puede deducir de las noticias relativas a la organización
social y administrativa de Barcelona y otras poblaciones (§ 478). En efecto, los barcos catalanes
compiten con los italianos en la conducción de mercancías a los puertos de Europa, Asia y África
dentro del Mediterráneo, y en el cambio de productos entre estos mismos. Verdad es que en la
misma Barcelona y otras plazas catalanas (v. gr., Castelló de Ampurias) abundaban los barcos
provenzales, genoveses, venecianos y sardos, y que en algún puerto, como San Feliu de Guixols, el
comercio era italiano en su mayor parte; pero, a su vez, los catalanes enviaban sus flotas a Italia,
obtenían allí (v. gr., en Cerdeña los barceloneses y los de Castellón) exención de aduanas y
establecían sus cónsules (v. gr., en Génova y Pisa: siglo XIV); a la vez que, rodeando las costas
españolas, llegaban a Flandes antes que los italianos, pues en 1389 tenían ya Bolsa de comercio en
Brujas, mientras que los venecianos no la crearon hasta 1415. El comercio catalán con los países del
NO. de Europa fue activísimo en estos tiempos, reflejándose en los progresos de la cartografía o
trazado de mapas que lograron los catalanes, a cuyos estudios se deben el primer bosquejo de la
península de Dinamarca y la corrección en el dibujo del litoral sueco y noruego y de todo el mar
Báltico. Los cartógrafos catalanes y mallorquines llegaron a constituir una escuela productora de
obras superiores a las italianas, como los mapamundi y cartas de diferentes regiones, de Soler,
Mecía de Viladestes, Gabriel de Vallseca (estos últimos iluminados y dorados), Rosell, Dulcet,
Prunes, y otros anónimos publicados en Barcelona, Tarragona y Valencia. También establecieron
los catalanes relaciones con plazas alemanas como Nuremberg y Ueberlingen, como lo prueba la
existencia en Barcelona de comerciantes alemanes, de uno de los cuales se conserva una carta
curiosísima fechada en 1383.
La política comercial de Cataluña estuvo en consonancia con el interés que para ella tenía el
desarrollo de su comercio. Reyes, señores y municipios procuraron impulsar y sostener la iniciativa
privada, regulando las ferias y mercados, favoreciéndolos con grandes privilegios (v. gr., los de La
Bisbal, exentos de lezda y dotados de amplísimas y minuciosas ordenanzas, los de Castelló de
Ampurias, que llevaban anejo el asilo para deudores y delincuentes), extendiendo la institución de
los consulados de mar y la vigilancia de las leyes marítimas (§ 363), dictando otras nuevas
(ordenanzas de Pedro IV: 1340) y celebrando tratados de comercio. Mas no por esto dejó de
tropezar la actividad catalana con las trabas económicas hijas de las ideas dominantes en aquel
tiempo. La tasa en las ventas era frecuente, así como las limitaciones en punto a la concurrencia: v.
gr., en el almacén de trigos establecido por el municipio de La Bisbal se había de vender primero la
cosecha del obispo, y una vez agotada, la de los labradores (payeses). La reglamentación técnica de
las industrias llegó a un grado extraordinario, mucho mayor que en ningún otro país de la Península,
dificultando realmente la producción, aunque el ánimo era de levantarla y evitar fraudes. Los
tributos, a pesar de las muchas exenciones que hemos indicado, eran numerosos y algunos muy
pesados: v. gr., la lezda que se pagó hasta 1477 al castillo de Tamarit y que sólo pudo extinguirse
mediante el pago de 1.350 libras barcelonesas al arzobispo de Tarragona, que era entonces el señor
del castillo. El sentido proteccionista se marcó a veces exageradamente en favor de unos municipios
contra otros, de lo cual son ejemplo la destrucción de algunas fábricas de paños del condado de
Ampurias, ordenada por el rey Don Martín so pretexto de que no tenían veedores, ni daban a sus
productos «aquella cisa y color» que les daban los fabricantes de Castelló, y los privilegios
especiales para el abastecimiento de trigos en Barcelona, que llegaban hasta expropiar cargamentos
por causa de utilidad pública, conduciendo forzosamente al puerto de la capital los barcos que
cargados de aquel cereal navegaban por las costas catalanas.
La piratería era muy frecuente y hacía gran daño en el comercio, no obstante lo que se la
perseguía (§ 484). Muchos de los piratas eran de nacionalidad catalana y extendían sus correrías
411

hasta la costa de Italia, donde, por una errónea generalización de estos hechos, gozaron por entonces
de mala fama los catalanes, según revelan documentos de la época. La seguridad de los caminos
terrestres no era tampoco muy grande, merced a las contiendas civiles de nobles y municipios (§
476) y a los muchos bandoleros que se aprovechaban de ellas. Los poderes públicos se esforzaron,
por esto mismo, en procurar seguridades al comercio, a la vez que impulsaban las obras públicas
encaminadas a facilitar la circulación (§ 516).
Valencia fue en no pocas cosas rival de Barcelona. Su marina era importante y daba ocasión a
un dilatado comercio, favorecido desde 1283 con la creación de un Consulado de mar que tuvo su
código como el de Barcelona y el de Tortosa. Valencia, Cullera y Denia fueron los puertos
principales, y el primero especialmente se veía favorecido por multitud de barcos de todas
procedencias, singularmente de Italia, donde el nombre valenciano era famoso, como sabemos (§
491). Dando testimonio de su riqueza, los comerciantes levantaron una hermosa Lonja de
contratación, que es uno de los monumentos civiles más interesantes de la época; y sus letras de
cambio, de que hay testimonios más antiguos que los de ninguna otra región (desde 1376),
demuestran las muchas relaciones que sostenían y el crédito que gozaban, tanto ellos como la
ciudad, representada por sus Jurados, quienes a veces tenían que intervenir en compras de granos y
otros mantenimientos. Valencia parece haber propendido a la libertad de comercio, como lo
demuestra su oposición al decreto de Alfonso IV que prohibió el embarque de mercancías en naves
extranjeras, decreto dado a petición de los barceloneses y que los valencianos temían, con razón,
que produjese la subida de los fletes (§ 478).

515. El proteccionismo barcelonés.


No fue sólo Barcelona el mayor emporio industrial y mercantil de España en aquel tiempo,
sino el prototipo de la política económica que ha caracterizado siempre a los catalanes. Revélase
esto, no sólo en la medida referente a los navíos extranjeros que acabamos de citar y en las relativas
a los cereales, mas también en las dificultades que por lo general opusieron a la entrada de
mercancías. Así, hasta 1491 estuvo prohibida la venta de paños extranjeros, y aunque en esta fecha
los Concelleres trataron de levantar la prohibición, se opuso a ello la Generalitat. El proteccionismo
barcelonés aplicábase a las cosas producidas en Cataluña, pero cesaba en punto a las no producidas:
v. gr., los paños finos, que los mismos Concelleres no vacilaban en pedir a Perpiñán, y los trigos,
cuya importancia se favorecía incluso con primas, prohibiendo totalmente su exportación o
cargándola con derechos crecidos. Verdad es que a esto obligaba en gran medida la necesidad de
que una población numerosa (especialmente la acumulada en Barcelona) no careciese de pan,
evitando que se desarrollasen en ella las hambres que muy a menudo azotaron a Europa y que traían
consigo la peste y otros estragos: y bueno será añadir que Barcelona, cuyo municipio era el gran
acaparador de trigo, no sólo lo facilitaba a otros municipios en casos de apuro (v. gr. a Caller, de
Cerdeña, en 1478), sino que lo repartía entre los vecinos de la capital y lugares foráneos, cuando
había peligro de que se averiase en los almacenes públicos. Otras veces, obligaba a los panaderos a
que comprasen trigo de los depósitos municipales. La prohibición de exportar cereales no fue, sin
embargo, aplaudida siempre por los comerciantes. Protestaron alguna vez, y la misma Generalitat
(representante en esto de uno de los principios económicos de la época, que hacía consistir la
riqueza de las naciones en el dinero puramente) pidió que se levantara, para evitar que saliera del
país mucho numerario, que no compensaban los ingresos de la exportación. Pero la libertad en este
punto sólo duró dos años, de 1480 a 1482.
Lo admirable de la política comercial barcelonesa es el cuidado con que atendió a desarrollar
este orden de vida, ya impulsando la iniciativa privada, ya tutelándola con organismos especiales de
carácter público. Desde 1249, el Concell de Cent tenía jurisdicción mercantil, con dos cónsules de
mar, delegados, suyos. En 1347 se desprendió esta jurisdicción, haciéndose independiente mediante
la creación del Consulado de mar, posterior a los de Valencia y Tortosa, y que, además del examen
de las cuestiones de comercio marítimo, tenía a su cargo (juntamente con otras autoridades: § 484)
412

la protección de los navíos contra los piratas. No excluyó esto la intervención en asuntos
comerciales de la Generalidad y de los Concelles, como muestran algunos casos antes citados. Los
Concelleres disfrutaban especialmente de una facultad importante, como era la de nombrar los
cónsules, representantes del comercio catalán en todos los puntos que importaban para el tráfico.
Escogíanse para esta función personas de reconocida probidad y significación, quienes desde el
tiempo de Juan I recibieron como honorarios cierto derecho sobre las mercancías vendidas o
compradas por todos los súbditos de la Corona de Aragón. Los cónsules, no sólo eran jueces y
agentes mercantiles, sino tutores y defensores en el extranjero de las personas y bienes de sus
compatriotas. Los Concelleres se preocuparon también por la introducción de industrias nuevas —
v. gr., contratando en 1441 por cuatro años a dos maestros picardos para montar telares de rasos— y
por el levantamiento de otras decaídas, como la de tejidos de algodón, que en el siglo XIV llegó a
contar con 300 fabricantes y 12 cónsules del gremio. Tanto la Generalidad como el Consejo, tenían
a sus órdenes para las cosas comerciales empleados financieros y técnicos, que muestran cómo la
vida industrial y mercantil era la primera preocupación del pueblo catalán y especialmente el
barcelonés.
Merced a todas estas medidas, la riqueza de Barcelona llegó a un grado altísimo, creando una
burguesía comercial verdaderamente poderosa, que significaba su prosperidad en el lujo de sus
casas, de sus vestidos, de sus fiestas y hasta de sus enterramientos. La letra de cambio más antigua
que se conserva íntegra, firmada en Mallorca a 26 de Octubre de 1392, está girada contra
Barcelona. En esta ciudad existía una Taula de Cambi o establecimiento de cambio y depósito
(1401), imitado luego en Perpiñán, Manresa, Gerona, Vich y Lérida.

516. Las obras públicas.


Medios auxiliadores de la vida industrial y comercial, y a la vez expresión de su pujanza y del
sentido de la política en este orden, las obras públicas merecen párrafo aparte, especialmente en este
caso, por la abundancia de noticias que respecto de la Corona de Aragón poseemos hoy día.
Sábese, en efecto, de numerosos puentes construidos en esta época: el de Zaragoza sobre el
Ebro y el de la Trinidad en Valencia (siglo XV ambos), precedidos por otras obras análogas en las
mismas ciudades, como lo prueban, para Zaragoza, un documento de 1269 y para Valencia otro de
1336, concediendo éste un singular arbitrio para terminar un puente. En la construcción del de
Zaragoza se observa el empleo de la prestación personal obligatoria y de subvenciones del rey para
el mismo objeto. En Cataluña hay noticia de algunos puentes importantes, costeados, ya por los
señores, ya por los municipios: v. gr., el de Peralada sobre los ríos Orlina, Llobregat y la Muga, que
confluían allí entonces; los dos de Castelló de Ampurias y el de Torroella, sobre el Ter. A su
conservación y reparación solía atenderse, en todas partes, mediante los tributos de pontazgo o
barra que pagaban los viandantes, ya fuesen a caballo, ya a pie.
No cuidaron menos los catalanes sus puertos. El de Barcelona, más importante que ninguno,
hubo de ampliarse en el siglo XIV, construyéndose astillero y arsenal nuevo; pero no satisfaciendo
estas obras al rápido crecer del comercio marítimo, se pensó en construir un buen puerto artificial,
para cuyas obras concedió Alfonso IV (1459) a los Concelleres el primer derecho de ancoraje de
que tenemos noticia en España. Tras algunas vicisitudes, se terminó la obra en el propio siglo XV,
utilizando para ello peritos italianos y griegos. Igualmente hicieron construir azudes o
desembarcaderos fluviales sobre el Ebro, en Flix y Cherta (1447), con almacenes y depósitos de
trigos en Miramar y Bañuls. Los caminos terrestres fueron también ampliados y mejorados,
abriendo otros nuevos como el de Cervera a Igualada y Barcelona y la carretera general de enlace
con Aragón.
En el siglo XV se comenzó el puerto artificial de Valencia, con un muelle embarcadero de
madera.
También recibieron en esta época impulso notable las obras hidráulicas dedicadas al riego, tan
indispensable en la Península por la irregular distribución de las aguas y las condiciones poco
413

favorables de los ríos (§ 2). La región valenciana llevó en este punto la supremacía. Sobre la base de
las obras hechas en la época musulmana, se amplió y mejoró la canalización del Turia y del Júcar.
La acequia real de este último río, dícese comenzada en tiempo de Jaime I. Aragón no dejó de
trabajar en el mismo sentido, sacando acequias del Ebro; y Cataluña canalizó en el Ter y el
Llobregat, construyendo el llamado Canal de Manresa, por privilegio de Pedro IV. No se tiene
noticia de pantanos en esta época, si no es, como veremos, en Navarra: aparte el de Almansa, que ya
mencionamos (§ 512).
Finalmente, entre los medios auxiliares de la industria y el comercio hay que citar el servicio
público de comunicaciones, o sea, el correo, que en tiempos de la dominación romana existía, como
sabemos, con carácter exclusivamente oficial (§ 74) y en los azarosos primeros siglos de la
Reconquista hubo de suspenderse. Hay datos para suponer que a mediados del siglo XIII había ya
gentes dedicadas a este servicio en Castilla. En Cataluña es seguro que constituyó una industria
privada, pues consta que en 1283 formaban un gremio los peatones o troters y que se acordó
hubiese buenos correos en todas las localidades. En el siglo XIV se perfeccionó la institución.
Había correos del rey y de los municipios. En Barcelona, el nombramiento correspondía al Concell.
Los carteros hacían sus jornadas a caballo y llevaban en la manga izquierda una chapa, que más
tarde se sustituyó por el escudo de la ciudad, bordado. Antes de salir de Barcelona, el cartero recibía
la bendición de un sacerdote en la capilla del gremio.

Mallorca
517. Grandeza y decadencia del comercio mallorquín.
Ya hemos visto que Mallorca fue un país eminentemente comercial, pero que si en esto
consistió su característica durante el período de mayor esplendor, no dejó de ser, también, región
muy agrícola, merced a las excelentes condiciones del clima y de la tierra. El libro del
Repartimiento (§ 493) muestra que el origen de la explotación agrícola es musulmán, habiéndose
encontrado los conquistadores con campos feracísimos, merced a la industria de los moros que
vivían al frente de sus propiedades en numerosísimos cortijos, alquerías o rabales. Buena muestra
de la gran producción baleárica fueron los tributos en especie pagados a Don Jaime, de los que es
sin duda asombroso el de 5.000 hanegas de trigo anuales que prometieron darle los de Menorca. Los
moros habían sabido aprovechar muy bien las corrientes de agua para el riego y para mover molinos
(en los alrededores de la capital se contaron más de 60), y donde no había ese recurso abrieron
pozos y aljibes.
Igual origen tuvieron el comercio y las industrias manufactureras, como lo prueban los
frecuentes tratados de comercio de los catalanes e italianos con los walíes mallorquines, antes de la
conquista; la existencia en Mallorca de barrios y lonjas de mercaderes pisanos y provenzales; de
numerosas tiendas (Jaime I se quedó con 320 en el repartimiento) de productos agrícolas, joyería y
objetos de hierro, en que eran maestros los musulmanes, y de fábricas de jabón, papel y tejidos.
Mallorca era la escala obligada del comercio de Levante y África.
Sobre esta doble base se desarrolló la riqueza de la población cristiana. La marina mercante
mallorquina fue una de las más numerosas e importantes del Mediterráneo en el siglo XIV. A 360
hace subir un contemporáneo el número de naves mayores (de ellas, 33 de tres puentes) que salían
del puerto mallorquín para comerciar en Italia, Rodas, Berbería, Egipto, Constantinopla, Asia
Menor, Flandes, etc., exportando aceites, telas y otros productos de las islas, e importando especias,
oro y esclavos en gran número. Para regular este movimiento, tenían los mallorquines cónsules y
lonjas en casi todas las naciones; y en la capital vivían más de 30.700 marineros y muchos
comerciantes catalanes, vizcaínos, italianos, etc., que compartían las ganancias del tráfico con los
naturales del país y con los judíos, en cuyas manos estaba, a mediados del siglo XIV (1359), no
poca parte del comercio con Rosellón, Cataluña, Aragón, Valencia y otros países.
A la vez, y siguiendo la tradición musulmana, llenábase la campiña de hermosas casas de
414

recreo, verdaderos palacios rodeados de viñedos y huertas. Todavía en 1400 existían en la ciudad
poderosas familias de comerciantes que podríamos hoy calificar de millonarios. Citaremos tan sólo
a Bernardo Febrer, que al salir de tutela recibió de su madre 40.000 reales de oro y 5.000 libras 33 en
censos y que no pisaba la calle sin hacerse preceder de una comitiva de 15 jinetes, siendo su fortuna
total de 100.000 florines; y a la familia Bertomeu, de quien se decía medio siglo después, que «más
ricos eran sus mozos que los mercaderes de la actualidad». En cuanto a la riqueza de muchos
hidalgos rurales, ya hemos consignado datos suficientes en otro lugar (§ 493). El comerciante fue el
verdadero gran señor de Mallorca, considerado y respetado por todo el mundo, incluso por las más
altas autoridades civiles y eclesiásticas.
Y no sólo trajo este gran desarrollo comercial provechos materiales, sino también científicos.
Los mallorquines comparten con los catalanes la gloria de haber dado las primeras muestras de la
cartografía moderna con sus mapamundi, en que recogieron y aprovecharon todas las ricas noticias
de los navegantes, realizando un notable progreso sobre las cartas de marear que usaban ya los
italianos desde el-siglo XIII. Los cartógrafos mallorquines formaron una escuela tan notable como
la catalana, constituyendo un prototipo o modelo que se reprodujo abundantemente por espacio de
tres siglos. En este trabajo se hicieron célebres los nombres de los Benicasa o Benancaza (tenidos
hasta hoy por italianos), de Jafuda Cresques, de Dulcert (autor de un hermoso mapamundi fechado
en 1539) y otros que citaremos. También conocieron y usaron los mallorquines la aguja náutica
desde 1272.
Este rápido y grandioso florecimiento empezó a decaer a mediados del mismo siglo XIV, una
vez incorporada Mallorca a la corona de Aragón, y en gran parte por este mismo hecho (§ 495). En
1362 se habían reducido a cuatro y poco fuertes las cien compañías o sociedades de mercaderes
que, con un capital de 30.000 reales oro, tiempo antes existían; y en las dos guerras con Cerdeña y
Castilla (reinado de Pedro IV), se hundieron o inutilizaron 140 buques, valorados en un millón y
pico de libras. Los sangrientos sucesos de fines del siglo (§ 494 y 497) precipitaron la ruina,
arrastrando en su furia, no sólo las riquezas de los judíos, sino también las de muchos cristianos; y
acabaron la obra de postración, pestes, terremotos e inundaciones que cayeron sobre la isla,
especialmente sobre la capital, mientras los italianos se apoderaban del comercio de Levante y los
corsarios pululaban en las aguas del Mediterráneo, con gran perjuicio de la marina mercante.
Y sin embargo, era tan fuerte el desarrollo económico de Mallorca, que, a pesar de todas estas
calamidades, todavía a mediados del siglo XV una sola embarcación mallorquina exportaba para
Berbería ropas por valor de 10.000 florines; llenábase otra con aceite de un solo mercader;
trabajaban mucho los tejedores de lana y edificábase el edificio de la Lonja, análogo al de Valencia.
fue preciso que llegaran los últimos años del siglo XV para que, a consecuencia de haberse
apoderado los turcos de Jafa y de Constantinopla (1453), cesara el comercio de esclavos de
Levante; que por edicto del rey de Nápoles se prohibiese la importación en este país de los paños
mallorquines; por la competencia de los caballeros de Roda se cortase el tráfico con esta isla; por la
de los portugueses decayera el de Alejandría, y por las hostilidades con los moros se dificultase el
de los puertos berberiscos: y ya juntas todas estas causas, unidas a las antiguas, dieran
definitivamente en tierra con el poderío mallorquín.
Sólo una ventaja se obtuvo entre tantos males; y fue, que no pudiendo ejercer la actividad de
los insulares en el comercio, se dedicaran a explotar más intensa y extensamente que antes los
campos, cuyo cultivo en gran parte dificultaron hasta entonces el empleo de esclavos y las cargas
enormes que la codicia ciudadana imponía (§ 493): preparándose así un nuevo renacimiento,
aunque de mucha menor amplitud que el de la época que ahora estudiamos.

33 El real de oro y la libra, valían lo mismo. El florín de oro, que comenzó a acuñarse en 1390, valía 15 sueldos, a
diferencia del de Aragón, que valía 8.
415

Navarra
518. Industrias y comercio.
Indirectamente hemos anticipado no pocos datos respecto del desarrollo económico de
Navarra en párrafos anteriores, al hablar de sus relaciones con Guipúzcoa y con Aragón. Las ya
citadas Ordenanzas del Comercio de Brujas (1304) prueban que los navarros producían hilados para
sargas, cordobanes, badanas y lonas; así como los aranceles y estatutos de las aduanas guipuzcoanas
muestran que recibían muchos productos extranjeros. Aunque la agricultura chocaba con grandes
dificultades por lo agrio del terreno, los naturales se esforzaron en vencerlas, ya canalizando las
aguas para aprovecharlas bien en los riegos, que reglamentaron tan minuciosamente como los
valencianos (v. gr., en Tudela y sus alrededores); ya construyendo pantanos (ej., el de Cardete, en
Tudela), o derivando aguas del Ebro para servicio, primero de las villas de Fustiñana y Cabarillas y
más tarde de Tauste y Buñuel, originándose de aquí el canal llamado de Tauste, cuyas obras se
ejecutaron hacia 1444. Así se generalizaron y adquirieron importancia cultivos como el del olivo y
la viña. No menos floreció la ganadería, aprovechándose de los muchos montes comunes de pastos
de que disfrutaban los municipios, y de que son ejemplo notable el de Bardena, situado en los
confines de Aragón y sobre el que tenían derecho varios pueblos.
Las ferias y mercados de Navarra eran muchos y notables, acudiendo a ellos no pocos
extranjeros. En poblaciones importantes, como Tudela, estableciéronse (por el rey o por los
municipios) almudís o alhóndigas, esto es, almacenes públicos para la venta de cereales, con
ordenanzas propias. Los vendedores pagaban de impuesto tres almudes por carga. En los días de
mercado usábanse las medidas del rey (tipo uniforme), y en otros días las de la ciudad, pero se
prohibía el uso de las forasteras; lo cual prueba que también en Navarra había gran variedad en este
punto.

Reino de Granada
519.—Reino de Granada.
La escasez de datos que ya hicimos notar respecto del reino granadino, en el capítulo de
instituciones sociales y políticas, se repite con mayor intensidad en lo referente a la vida económica.
El esplendor extraordinario que en el siglo XIV alcanzó Granada; las relaciones continuas con el
territorio africano, donde florecían grandes centros comerciales, como Tremecén, y las influencias
ejercidas por los musulmanes granadinos en países cristianos, así como las recibidas por ellos, no
sólo de la civilización española (principalmente castellana), mas también de otras extranjeras, como
la italiana, son hechos generales que bastarían para deducir, a falta de datos más concretos, la
existencia de un amplio desarrollo industrial y mercantil. Pero la rápida decadencia del Estado, las
luchas civiles que agotaron sus fuerzas, la anarquía que lo devoró (§ 508), son factores que
trastornan toda conclusión y la hacen insegura. Nos limitaremos, pues, a consignar aquellas noticias
concretas mejor averiguadas y de más significación, tomándolas principalmente de un autor árabe
del siglo XIV, Ibn-Aljathib, o Benaljatib, natural de Loja y visir que fue de Granada.
Según este escritor, cuyas descripciones confirman otras posteriores de cristianos, Granada
era por entonces ciudad pobladísima, de extenso circuito amurallado, con muchos y hermosos
edificios en que descollaban hasta 14.000 torres, varios alcázares o palacios, antiguas y hermosas
mezquitas, puentes y calzadas, y su campiña era abundante en lujosas casas de recreo con jardines
(almunias), ora para uso del sultán y su familia, ora de las gentes ricas de la ciudad, que
acostumbraban a pasar en el campo muchas temporadas, singularmente la de la Pascua del Açir
(época de la vendimia): todo lo cual denota una gran prosperidad, aunque hayamos de suponerla
reducida a ciertas clases sociales.
Las producciones del territorio granadino, singularmente del próximo a la ciudad, eran, en lo
agrícola, las frutas tempranas, las secas que duraban todo el año, la uva en gran cantidad, los granos,
416

las plantas aromáticas y los pastos. El trigo abundaba tanto, que el principal alimento de los
granadinos consistía en pan excelente; salvo en temporadas de invierno, en que los pobres solían
comerlo de una especie de mijo de buena calidad. Las cosechas eran continuas, y las huertas
abundantísimas, favorecidas por un sistema de canalizaciones de las aguas de riego que surcaban
todas las vegas. Extraían los granadinos el azúcar, de que hacían comercio, y cultivaban
profusamente el gusano de seda y la cochinilla para teñir los hilados, en cuya producción sólo
competían con ellos las fábricas del Irak (Bagdad y su territorio). Entre los varios productos de este
género, mencionan los autores ciertas famosas vestiduras llamadas al-molábbad almojáttam, de
seda recia labrada y de varios colores. De las manufacturas granadinas salían también tisúes,
brocados, terciopelos, damascos y cofias y adornos para las mujeres, muy dadas al lujo, por cierto.
En orfebrería eran habilísimos, siendo de notar sus fabricaciones de collares, brazaletes, pendientes,
gargantillas de oro, ajorcas para los tobillos, joyas cuajadas de piedras preciosas y armas de
excelente temple y lujosos adornos. Ayudaba a esta industria la explotación de minas de oro, plata,
plomo, hierro, lapislázuli y otros minerales.
La abundancia de pastos permitía criar mucho ganado, y las aguas corrientes eran utilizadas
para la molinería, contándose, en la época de Benaljatib, más de 130 molinos en el recinto de
Granada y sus arrabales.
Por último, de la importancia del comercio daban testimonio las lonjas y casas de contratación
que existían en Granada, particularmente en los barrios llamados todavía hoy el Zacatín (que quiere
decir ropavejero) y la Alcaicería (que significa, al parecer, lonja de mercaderes), y los tratados de
comercio, de que es muestra curiosa el celebrado con Venecia.
Este cuadro lisonjero, en el que quizá haya que rebajar alguna exageración del patriotismo y
la fantasía musulmanes, se llenó bien pronto de sombras. El mismo Benaljatib dice que eran
frecuentes en la capital las crisis económicas y la penuria de víveres, agravadas por la tasa en las
ventas y por lo excesivo de los impuestos; y lo mismo en estos datos, que cuando expone la carestía
de ciertos artículos como la madera y la cal, la interrupción de industrias y de relaciones
comerciales, el abandono de la política urbana (reflejado en el deterioro y descuido de edificios,
calles y cementerios), la codicia y el duro egoísmo que reinaban entre las gentes, nótase que aquel
autor escribía ya en época de decadencia, cuyo fin estaba próximo. El mismo aduce una de las
principales causas de la ruina: la pérdida del poderío político y el peligro cada vez mayor de las
incursiones con que los castellanos iban reduciendo el territorio y la fuerza de los musulmanes. Sin
embargo, como ya veremos, todavía al desaparecer el Estado granadino quedábanle muchos y
valiosos elementos de vida.

III.—CULTURA

Castilla
520. Factores y dirección de la cultura castellana.
Antes de entrar en el pormenor de los hechos, importa consignar dos observaciones de
carácter general que sirven para enlazarlos y para ilustrar al lector en la apreciación y sentido de
ellos. Es la una, que el movimiento de expansión territorial de los primitivos núcleos del NO.,
dirigido (como era natural) hacia el S., trajo consigo la traslación del centro político desde la costa a
la meseta castellana, primero, luego a los confines de ésta, y, por fin, a las tierras andaluzas, cuya
población había de representar, no obstante su reciente incorporación, un factor de altísima
influencia en los destinos del pueblo castellano. La fuerza de las cosas políticas desplazó así el
centro de influencia, llevándolo desde la costa al interior y desde aquí nuevamente a las cercanías
del mar, fijando en Sevilla, por algún tiempo, la corte; pero tendiendo siempre a volver a la meseta,
por el incontrastable influjo de la raza castellana de que se nutrieron especialmente los
conquistadores, no obstante lo extenso de los territorios que habían ido formando el reino más
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dilatado de la Península, y lo heterogéneo de las poblaciones que vivían en ellos.


El valor de este hecho es grandísimo, porque traslada la dirección del movimiento nacional a
países que, geográficamente, parecían de difícil utilización para este fin (§ 1 y 2). Pero tiene tal
fuerza la preponderancia política, favorecida intensamente por el interés centralizador de los
monarcas, que logró acumular en territorio castellano numerosos elementos de prosperidad y
cultura, merced a los cuales se produce por primera vez en la meseta una civilización superior a la
de los territorios del litoral, contra lo observado, en parte, en las épocas ante-rromana (§ 23) y
romana y en los primeros siglos de la Edad media. El florecimiento de todos estos factores
acumulados se produjo en los siglos XVI y XVII, subordinando casi por completo a la dirección
castellana la vida espiritual de la Península.
La segunda observación se refiere a la procedencia de los elementos que juegan en esta obra y
explican el sentido de la cultura en los últimos siglos de la Edad media. Sabido es que las
poblaciones más romanizadas y cultas de la Edad antigua, y en la misma época visigoda, fueron las
del S. y E. Al verificarse la irrupción musulmana, quedaron en poder de los vencedores esos
territorios mejor preparados. La Reconquista se hubo de verificar con aquellos astures y gallegos
ásperos y rudos que, al lanzarse hacia el S., se mezclaron con los castellanos viejos y leoneses, de
no mayor cultura. En esa masa fueron creando las circunstancias históricas, el contacto con los
musulmanes y las influencias de peregrinos, emigrantes, clérigos y soldados extranjeros,
condiciones de cultura que ya en el siglo XII (coma llevamos dicho) dieron notables pruebas de
vigor. La historia de los siglos XIII, XIV y XV no es más que el desarrollo de estos gérmenes,
reforzados con nuevas influencias del mismo o diferente orden que las anteriores, influencias que el
núcleo indígena se asimila sin perder su propia individualidad, antes bien nutriéndola y
preparándola para la brillante manifestación original que tuvo en los siglos siguientes. Puede decirse
que la característica de la época que ahora estudiamos se halla en el afán de saber y de incorporar a
la cultura patria todos los elementos que fueran asequibles.
La población andaluza representa en este orden un aumento y una intimidad mayor de las
influencias musulmanas bajo la forma del mudejarismo, que llega a su grado culminante en el siglo
XIV, tanto en la ciencia como en el arte. El elemento francés, cuyo valor en tiempos anteriores ya
hemos visto, sigue ingiriéndose, por el lado de la literatura, con la escuela provenzal, renovada
originalmente en la lírica gallega (§ 351), con los libros didácticos y con la poesía caballeresca.
Pero, al mismo tiempo, la influencia italiana (de que ya hemos visto pruebas en la región del
Mediterráneo) crece y llega a entrar en Castilla con gran fuerza, representando una nueva dirección
en la literatura y la sustitución del elemento científico musulmán por el estudio directo de los textos
clásicos y la experimentación inmediata.
El elemento indígena no era puramente pasivo en esta obra de su educación. A la vez que
reelaboraba con propio sentido las influencias que entraban en su territorio, iba él,
espontáneamente, a buscarlas en el extranjero; y para ello continuó visitando las grandes escuelas
francesas e italianas (principalmente las Universidades de París y de Bolonia), convirtiéndose más
de una vez de discípulo en maestro y manteniendo así el interés de estas emigraciones de tan
provechoso fruto intelectual.
Con esta mezcla de factores y de iniciativas, se desarrolla la cultura castellana de la época
presente.

521. Establecimientos de enseñanza.


El impulso dado en los comienzos del siglo XIII a la fundación de Universidades (§ 348),
siguió cada vez con más fuerza, secundando los particulares a los reyes, y promoviendo, a la vez, un
renacimiento de los antiguos estudios eclesiásticos. No hay más que ver la importancia que Las
Partidas conceden a la organización de los estudios, dedicándole todo un título (31 de la Part. II),
para comprender que el Estado se preocupa ya seriamente por la cultura y tiende a crear medios
públicos que la faciliten. Para darnos idea clara del cuadro de los establecimientos de instrucción
418

general en esta época, conviene distinguir entre los diversos elementos de población del reino
castellano: el cristiano, el judío y el mudéjar. Cada uno de ellos tenía sus centros de enseñanza
independientes.
Las Partidas señalan dos clases de establecimientos: los que llaman Estudios generales,
creados por el Papa, el emperador o el rey, y los particulares, caracterizados, no sólo por deber su
creación «a un prelado o un concejo», sino también por limitarse a un solo maestro y pocos
escolares. Esta segunda diferencia no fue esencial, sin embargo, ni tampoco la hubo en punto a la
eficacia de los títulos (si no es entre los Estudios que tenían bula papal y los que carecían de ella) y
al mismo programa. Fundáronse en esta época los Estudios de Sevilla por cédula de Alfonso X, y
los de Alcalá (1295 Sancho IV). En esta última villa trató también de crear Don Alfonso Carrillo
una Universidad (1459), y, no pudiendo conseguirlo, fundó cátedras de gramática y artes.
El programa de los Estudios generales comprendía juntamente lo que llamaríamos hoy las
enseñanzas secundaria y superior, puesto que en él figuraban las materias del clásico trivium y
quadrivium (§ 76), o sea gramática, lógica, retórica, aritmética, geometría y astronomía, más la
música (que en España no faltó, según veremos, aunque Las Partidas no la mencionen) y otras de
carácter profesional como las Leyes (el Derecho romano) y los Decretos (el canónico). Los
redactores de Las Partidas consignan que un Estudio general debe comprender todas las ciencias
sin excepción; pero de no ser esto posible, han de enseñarse en él, cuando menos, el trivium y el
quadrivium y los dos Derechos. A pesar de esto, predominaron cada vez más en los
establecimientos de enseñanza los estudios superiores, vinculando así en ellos el nombre de
Universidad que aquéllos tomaron. En el siglo XV se unió al programa universitario la Teología.
Hubo también fundaciones de carácter especial. El Estudio que creó en Sevilla Alfonso X era
de latín y árabe. Este mismo rey trató de establecer en la propia ciudad cátedras de ciencias
naturales («para los físicos que venían allende»; estableció de hecho en Murcia una escuela en que,
como veremos, se explicaban materias muy diversas, y a la Universidad de Salamanca la dotó de
cátedras de medicina, cirugía, música y canto llano, además de las comunes a todo Estudio. Por su
parte, el clero secular y el regular organizaban enseñanzas especiales para uso de sus individuos:
como la del idioma y literatura árabes, que eran frecuentes en los conventos de Predicadores; las de
gramática y lógica, que acordó crear en las ciudades más notables de cada diócesis el Concilio de
Valladolid de 1522, y que, en efecto, se estudiaron (con la de artes) en los conventos franciscanos y
dominicanos de Palencia, Valladolid, Córdoba, Salamanca, etc.; y, en fin, la de teología —que se
fue generalizando en todas las Órdenes religiosas desde el siglo XIV—, y la Sagrada Escritura,
cultivadas sobre todo por los agustinos. La mayoría de estas enseñanzas eran sólo para los
eclesiásticos, pero de algunas, como las de Palencia, consta que se abrieron más tarde a los seglares.
De lo que no se encuentran manifestaciones en esta época es de un plan (o por lo menos de
una preocupación tan insistente y razonada como la que tenía por objeto los Estudios generales) en
punto a la enseñanza primaria. No obstante la existencia de una cédula de Enrique II, confirmada
por sus sucesores, en que se conceden privilegios personales a los «maestros de primeras letras, y de
Doctrina, declarando que el reino de Castilla «no se puede pasar sin ellos», la escuela popular no
fue en rigor para el Estado, ni para los particulares, lo que es hoy para nosotros: el factor primero y
esencial de la cultura. Se atendía más al coronamiento de la obra, sin darse cuenta de que la
enseñanza elemental pudiese ser una necesidad común a todos los hombres y no especial de los
dedicados a profesiones intelectuales. Hubo, sin embargo, escuelas primarias, dirigidas, conforme a
la tradición de pasados siglos, por el clero. Una Decretal de Gregorio IX imponía está función como
deber, disponiendo que en cada parroquia hubiese un clérigo dedicado «a la enseñanza de las
primeras letras y los rudimentos de la religión». Algunos municipios, quizás muchos, sostuvieron
también escuelas, y otras procedieron de fundaciones piadosas. Pero, en general, este grado de
enseñanza hallábase muy descuidado.
A pesar de la intervención de los reyes en los Estudios generales, no dependían éstos a la
manera que hoy de la administración pública, ni estaban sujetos a un régimen uniforme. Por el
419

contrario, eran las Universidades autónomas; tenía cada cual sus estatutos especiales, que variaban a
menudo (recuérdense los de Salamanca que hizo el cardenal Luna: § 472); y no obstante lo hecho
en Valladolid y otras partes y lo preceptuado en Las Partidas en cuanto al sueldo de los profesores,
que debía ser pagado y fijado por el rey, las Universidades vivieron principalmente de rentas
propias, procedentes de donaciones, ya de los monarcas, ya del clero, ya de particulares, y los
administraron por sí.
En cada Universidad se consideraban formando una cofradía o ayuntamiento los estudiantes y
profesores, quienes nombraban a su director o mayoral (rector de estudios), provisto de jurisdicción
especial y privativa para todos los asuntos que entre la gente universitaria mediasen, no siendo
«pleitos de sangre». Sin perjuicio de esta autoridad, acostumbraron los reyes (como homenaje,
seguramente, a las primitivas escuelas eclesiásticas) nombrar encargados o tutores de los Estudios
generales al obispo, deán o abad de la Colegiata, con el título, a veces, de Conservadores. Así se
hizo en Palencia, Valladolid y Salamanca. Pero ya a mediados del siglo XIII, es decir, en el
comienzo casi de la vida universitaria, empezó a señalarse al lado de estas autoridades la del
Maestrescuela de la Catedral, a quien dio Alfonso X (1254) cierta jurisdicción, juntamente con el
obispo, para que pudiera prender y encarcelar a los estudiantes revoltosos. Semejante atribución fue
creciendo con el tiempo, hasta excluir la intervención del obispo, convirtiéndose, pues, el
Maestrescuela de Salamanca en juez único de los estudiantes y familiares de la Universidad. No
consta con certeza cuándo se cumplió este cambio, pero sí su confirmación por privilegio de
Enrique III, dado en 1391. Por la bula del Papa Martín V (1421), que reformó los estatutos de aquel
establecimiento, se aumentaron las atribuciones del Maestrescuela, aunque todavía se le ve
subordinado al rector. Más tarde, la competencia entre ambas autoridades creó conflictos, como
veremos. El Maestrescuela acabó por arrogarse, a título del canciller del cabildo, el derecho de
conferir grados, que Las Partidas otorgan expresamente al rector y doctores del claustro. No se sabe
con certeza cuándo comenzó a usar esta prerrogativa, pues aunque parece haber indicios de que ya
la tuvo en el siglo XIV (por lo menos en Salamanca), un autor de fines del XV niega que fuese así y
que tuviera el Maestrescuela atribución semejante, ni por Derecho canónico, ni por el civil, aunque
en Universidades del extranjero gozaba ya de él.
Auxiliar subalterno de las autoridades académicas era el bedel, especie de pregonero y
ordenanza. Maestros y estudiantes disfrutaban de singulares privilegios en punto a sus personas y
bienes, cuya seguridad les garantizaba la ley. Según fueron creciendo en fama las Universidades
castellanas y acudiendo a ellas mayor número de escolares, se hizo necesario proveer a las
necesidades de alojamiento, etc., de éstos, particularmente de los que eran pobres, y se crearon
hospitales de estudiantes (como el de Salamanca que fundó Fr. Lope Barrientos: siglo XV) y
colegios anejos a la Universidad. En ellos recibían los escolares albergue y auxilios de distinto
género, según los estatutos, que reglamentaban también la vida de los colegiales. De estos colegios,
corresponde al siglo XIV el Viejo de Oviedo, y al XV (1401) el de San Bartolomé, ambos anejos a
la Universidad de Salamanca. Los colegiales se distinguían por su traje y la beca de color que sobre
él llevaban, signo de su plaza privilegiada.
Pero no sólo hubo colegios universitarios en España, sino también en el extranjero, para
beneficio de los escolares españoles (particularmente clérigos) que allí iban a estudiar, ya motu
proprio, ya por excitación y con auxilios de las corporaciones. De ellos es principal el de San
Clemente de Bolonia, anejo a la Universidad y fundado por el célebre cardenal conquense Don Gil
de Albornoz, con 24 becas (1364). En un principio tuvo el colegio cátedras de todas las Facultades,
pues sus individuos debían ser bachilleres, sirviéndoles el auxilio de la fundación para graduarse de
doctores.
En cuanto al método de enseñanza en todos estos centros, consistía, según las costumbres de
la época y para la mayoría de las materias, en leer un texto (el Digesto, las Decretales, etc.) y
explicarlo y comentarlo a los oyentes. Para el otorgamiento de grados (bachiller y doctor) había
exámenes de gran aparato y rigor.
420

522. Bibliotecas y libros.


Completaban estos poderosos medios de cultura las bibliotecas públicas y privadas. Desde
luego, cada Universidad fue formándose su propia biblioteca; pero además se citan de este tiempo la
librería pública del Hospital de San Miguel, en Santiago (1400), abierta a peregrinos, estudiantes,
etc.; las de algunos obispos, como el de Cuenca, Don Gonzalo Palomeque, y el de Toledo,
abundantes una y otra en libros científicos arábigos; la fundada en 1445 por el conde de Haro; la de
los bibliófilos Don Íñigo López de Mendoza y Don Luis Núñez de Guzmán, Maestre de Calatrava;
la de Don Enrique de Villena (de 146 autores) y otras varias, amén de las ya existentes en
monasterios e iglesias (§ 347). El afán por la lectura hizo crecer el número de copistas de
manuscritos y el comercio de librería (importado principalmente de Italia), dando hermosos
ejemplares con miniaturas, pero también multiplicando las malas copias, hechas sin cuidado y con
fin puramente industrial. En general, desde el siglo XIII al XV se nota una gradual decadencia en la
escritura, degenerando el tipo de letra francés (§ 349), perdiéndose en derivaciones más o menos
adornadas (tipo gótico), haciéndose cada vez más ligada, e introduciéndose otras formas resultantes
de influencias extrañas (italiana o bastardilla). La forma más corrupta de todas fue la llamada letra
procesal del XV, usada en I los instrumentos públicos y actuaciones judiciales y que llegó a hacerse
ilegible.
Para el servicio de los estudiantes había en cada Universidad un librero o estacionario que,
bajo la inspección del rector, alquilaba los libros de texto con el fin de que los escolares sacasen
copias o enmendasen sus apuntes. El hecho de hablarse en la ley que a esto se refiere, de alquiler y
no de venta de libros, prueba que, a pesar de todo, eran escasos y caros los ejemplares. Pero ya a
fines de esta época (§ 539) penetró en España el nuevo arte de la imprenta inventado poco antes en
Alemania; y con ello se abrió un nuevo campo, inmensamente fructífero, a la difusión de la cultura.
Las fechas de los primeros libros impresos en Castilla son dudosas, aunque es seguro que antes de
1475 ya hubo impresores; pero como quiera que el desarrollo de la imprenta pertenece a la época de
los Reyes Católicos, al tratar de ella daremos los datos oportunos.
Cosa frecuente en los siglos XIV y XV (en particular este último) fue la celebración, en los
palacios de la nobleza, de reuniones y academias literarias en que los hombres cultos dábanse
comunicación de sus lecturas y de sus escritos: poderoso medio de ilustración, expresivo del interés
que ésta despertaba y cuyos más señalados ejemplos fueron, a comienzos del XV, las reuniones
presididas por los Mendozas (en Guadalajara) y las del duque de Arjona.

523. La enseñanza de los mudéjares y judíos.


Hasta aquí hemos hablado de la población cristiana. Pero, según indicamos antes, los
mudéjares y los judíos tuvieron también sus. establecimientos de enseñanza que interesa conocer
con algún pormenor. Los primeros, tan protegidos durante largo tiempo en esta época, no sólo
continuaron (en los grupos o aljamas que eran independientes) con sus escuelas y maestros en la
forma tradicional musulmana que ya hemos estudiado, sino que llevaron su influencia hasta el
punto de imponer en Castilla a sus mismos sabios, que gozaban de gran prestigio. Así se ve en la
escuela creada por Alfonso X en Murcia, común en parte a cristianos, moros y judíos, y en la cual,
además de las materias que generalmente se estudiaban entonces, el musulmán El-Ricoti explicaba
matemáticas y ciencias naturales. Posible es, también, que algunos de los físicos «de allende», a que
se refiere la fundación sevillana de Alfonso X, fuesen mudéjares. En cuanto al estudio del árabe, no
sólo era, como sabemos, frecuente en los conventos de Predicadores y figuró en varias
Universidades, sino que el propio Clemente V, ordenó, por Constitución de 1311, que se estudiase
en ciertos establecimientos universitarios, entre ellos, Salamanca. Consta, por otra parte, que
algunos literatos castellanos, de los que luego se citarán, conocían y cultivaban en sus
composiciones el árabe.
De la enseñanza entre los judíos hay datos interesantes en las Ordenanzas de 1432 (§ 433).
Para cada grupo de quince familias era obligatorio un maestro, que pagaban los padres de los
421

alumnos según las necesidades de aquél, computadas por el número de individuos de su propia
familia. Cada maestro podía tener a su cargo hasta 15 discípulos, pero no más, y si le auxiliaba un
pasante, hasta 40. Había además, para la enseñanza religiosa (Talmud-tora), maestros letrados
sostenidos mediante una contribución especial, que recaía sobre los comestibles y bebidas,
casamientos, muertes, etc. A estos maestros se les debía, además, dotar de una habitación decente y
cómoda, de techo alto y forma circular, donde daban su clase pública.
Ocioso es decir que esta organización, así como la de los mudéjares, sufrió grandes
quebrantos cuando la situación privilegiada de unos y otros se trocó en restricciones y
persecuciones sangrientas (§ 432 y 433). De esta decadencia hay una muestra curiosa en cierto libro
religioso, escrito en castellano por un musulmán de fines del siglo XV, el cual, explicando el por
qué no lo escribió en árabe, dice: «porque los moros de Castilla, con gran sujeción y apremio
grande y muchos tributos, fatigas y trabajos, han descaecido de sus riquezas y han perdido las
escuelas de arábigo».

524. Movimiento científico.


Hemos visto en la época anterior como la ciencia castellana (§ 353) vivía dependiente de la
extranjera, y principalmente (al comienzo) de la musulmana, o de la clásica transmitida por autores
árabes. Esta situación se prolonga durante gran parte de la época presente, pero con algunas
modificaciones: a la preponderancia de los estudios filosóficos que significa la escuela de Toledo,
sustituye la de los jurídicos y morales, iniciados ya con cierta pujanza en el reinado de Fernando III;
adquieren gran valor las ciencias físicas y naturales, incluso en sus más extravagantes derivaciones,
y la influencia oriental va decreciendo hasta ser sustituida en el siglo XV por la europea,
principalmente por la italiana, que se presentaba adornada con todo el prestigio del Renacimiento
clásico: logrando así la victoria aquella tendencia que ya en el siglo XIII notábase clara en la cultura
de Castilla (§ 347). Pero esta sustitución no se hizo de pronto, sino que continuó por mucho tiempo
la supremacía del elemento oriental en todos órdenes (§ 432), hasta el punto de ser el siglo XIV el
momento culminante de esta influencia, como ya dijimos (§ 520). Aparte lo consignado en el
párrafo anterior, se significa ese influjo científico en los hechos siguientes: imitación de filósofos y
moralistas árabes por los cristianos (fenómeno que también se produjo en Cataluña: § 364) y
difusión de las traducciones de aquéllos; condición musulmana y judía de origen, de muchos de los
sabios y escritores castellanos, pertenecientes a la clase de conversos (v. gr., Zadique de Uclés, del
siglo XIV; Zag de Sujurmena, del XIII; Pablo de Santa María y Don Alonso de Cartagena, del XV,
etc.); concurso directo de autores judíos y musulmanes a la producción científica castellana,
mediante la formación de una nueva escuela de traductores en Toledo, debida a los esfuerzos de
Alfonso X y en que figuran el rabino Jehuda ben Mosca, Rabbi Zag ben Zaqut, Jehudah Ha-Cohem,
Don Bernaldo el arábigo, el alhaquem Abrahem, el sabio Abo-l-Hosain de Medinaceli, Rabbi
Samuel Ha-Leví, etc., ayudados por los cristianos Garci-Pérez, maese Johan Daspa, maese
Fernández y otros; redacción en castellano, por autores musulmanes, de obras religioso jurídicas
como las «Leyes de moros»—, escritas, al parecer, a principios del siglo XV, para que sirviesen en
la decisión de pleitos de las aljamas—, y el «Breviaro Çunni» o de la Sunna (§ 177), escrito en 1462
por Iça Gebir o Gedih, alfaquí mayor y mufti de la aljama de Segovia, aparte otras muchas obras de
carácter literario; y en fin, el gran número de copias de libros árabes no traducidos que figuraban en
las bibliotecas castellanas y que, durante los siglos XIII, XIV y XV, salieron de las manos de
escribientes mudéjares de Toledo, Sevilla, Alcalá, Guadalajara, Córdoba y otras poblaciones. Hasta
en la forma de exposición científica influyó el elemento oriental, comunicando a los libros
castellanos doctrinales el tipo enciclopédico muy en boga entonces entre los árabes y que en España
tenía, además, precedentes clásicos (§ 338). Las Partidas son, como ya dijimos, un buen ejemplo de
este género dentro de una esfera particular del saber, y en sus mismas doctrinas hay no pocas
reminiscencias y reflejos de ideas arábigas. Otra muestra curiosa del tipo enciclopédico es el libro
llamado Luçidario, escrito en tiempo de Sancho IV, y que en sus 106 capítulos estudia desde «la
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primera cosa que hubo en cielos y tierra» hasta los dientes de los negros.
Pero donde más ostensible se manifestó esta corriente oriental fue, como ya hemos
adelantado, en las ciencias naturales. Continuaban naturalmente produciéndose los efectos de
aquella impulsión filosófica característica de la época anterior (§ 338), pero los grandes pensadores
árabes y judíos no existían ya; con ellos parecía haberse agotado el esfuerzo filosófico de las razas
orientales, y el elemento cristiano, aun nutrido en gran modo por la substancia de ellos, la iba
reelaborando con criterio distinto y, a la vez, reaccionando contra ella (§ 525). Todavía se hacen en
el siglo XV algunas traducciones al castellano de filósofos árabes, como la del More Nebuchim o
Guía de los que andan perplejos (§ 338) de Maimónides, que Pedro de Toledo comenzó en 1419 y
terminó en 1432. Pero el interés de los estudiosos se dirigió principalmente por el lado de las
ciencias naturales, que compartieron la hegemonía con las morales y jurídicas, según veremos. Dan
de ello testimonio dos leyes de Partidas que acusan el gran favor (excesivo a veces) que aquellas
ciencias gozaban entre los clérigos. La escuela de traductores de Toledo vertía al romance, casi
exclusivamente, libros de matemáticas, física, química, medicina, astronomía, etc., tales como el
Lapidario, el Libro de la Ochava Sphera e de sus XLVIII figuras, el de la Sphera redonda, el del
Alcora, el de la Açafeha (planisferio) o Al-Memonia, el Libro cumplido de los indicios de las
estrellas, de Ali-ben Ragel, y otros muchos: a la vez que los sabios de que se rodeó Alfonso X
escribían por su mandato tratados como el de Los Astrolabios llano y redondo de Rabbi Zag, el de
la Lámina universal (astronómica), el del Relogio de la candela, etc., o rectificaban, en observatorio
construido al efecto (y con el concurso de sabios mudéjares y judíos, con los que el rey formó en
Toledo una especie de academia científica, subsistente por diez años) las tablas astronómicas con
arreglo a las cuales se hizo nuevo cómputo cronológico arreglado al meridiano de Toledo y a la
nueva era que se llamó Alfonsí, por comenzar a contarse en el primer año del reinado de aquel
monarca. Por otra parte, las obras mudéjares escritas en árabe, de que hemos hecho ya mención,
eran en su mayor parte de medicina (entre ellas, una curiosísima de la Medicina práctica a uso de
Castilla), así como otras de astronomía, v. gr., el Libro de las Sombras, del matemático español
Abdillah Nuhammad, de botánica, etc. El ejercicio de la medicina, juntamente con el de la farmacia,
progresó mucho por influencia oriental, dado que los médicos de los reyes castellanos y los de
mayor reputación en las principales ciudades eran, a veces, musulmanes y más generalmente judíos,
comunicándose la ciencia de ellos a los cristianos que cultivaban esta especialidad, entre los cuales
abundaban (en el siglo XIII) los eclesiásticos, como se ve en las prohibiciones de varios concilios y
de Las Partidas. En ellos era característica la aplicación del método deductivo y de las formas
dialécticas, en vez de la observación personal y la experimentación, propias de los estudios
médicos. En aquel siglo también empezaron las leyes a reglamentar la profesión, ordenando el
Fuero Real que nadie pudiese ser médico (físico) o cirujano (maestro de las llagas) sin examen y
aprobación de los otros técnicos de la localidad y licencia del alcalde. Creadas las Universidades, en
ellas tuvieron entrada los estudios científicos: la medicina en Salamanca y Valladolid, y, a lo que
parece, la astronomía y los estudios naturalistas en la primitiva fundación de Sevilla (§ 521). Pero
no tuvieron estas enseñanzas gran vida, ni dieron nombres ilustres de abolengo cristiano, si se
exceptúa el sabio Fernando de Córdova, de renombre universal (1422 a fines del siglo XV),
políglota, médico, astrónomo, matemático y músico, que asombró a los claustros de París y de Italia
con su saber enciclopédico, y dejó escritas una introducción al tratado de los animales, de Alberto el
Grande (1478), un comentario del Almagesto de Tolomeo, un libro de recetas de cirugía y otras
obras. A fines del siglo XIV, Juan II perfeccionó lo establecido en el Fuero Real, instituyendo el
tribunal de los alcaldes de Medicina, subsistente en el siglo XV. Como juez examinador figura en
1387 un maese Estéfano, y en 1429 un maestro Alfonso Chirino, médico del rey. De Juan II lo fue
Fernán Gómez de Ciudad Real. Suenan también, como escritores o prácticos de medicina, los
nombres de Diego del Covo, Juan de Aviñón, Esteban de Sevilla y otros del siglo XV.
Pero lo característico del cultivo de las ciencias naturales en esta época hállase en las
aplicaciones extravagantes y torcidas a que la ignorancia y las supersticiones, comunes al vulgo y a
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los doctos, daban gran boga. La química, sin descuidar los aspectos prácticos que la ligaban a la
farmacia y otras necesidades, empeñábase principalmente en lo que se llamaba la obtención de la
«piedra filosofal», o sea del oro, por medios artificiales, y en producir elixires misteriosos dotados
de extraordinarias virtudes amatorias, rejuvenecedoras, etc. Con esto, no tiene nada de extraño que
los alquimistas o químicos fuesen considerados por el común de las gentes como hechiceros o
nigromantes, que ejercían artes mágicas y tenían pacto más o menos estrecho con el diablo:
creencias de que es verosímil participasen más de una vez los interesados mismos, influidos por
doctrinas de origen oriental, que circulaban mucho entonces. La ciudad de Toledo tuvo fama en
aquella época de ser centro notable de ciencias ocultas o artes mágicas, hasta el punto de que el
saber de esta clase se llamara, por antonomasia, «ciencia toledana»; y realmente, en el siglo XIV era
Toledo un verdadero foco de estudios alquímicos. Del mismo Alfonso X se contó que hizo venir de
Egipto al sabio Mail para que le enseñara a obtener la «piedra filosofal»; pero esto es tan inexacto,
como el atribuirle la traducción y redacción de libros de alquimia, que no hizo en manera alguna;
por el contrario, anatematizó en Las Partidas a los alquimistas. De un obispo de Jaén se dijo que era
nigromántico y que cierta noche había ido a Roma montado en el diablo; y si esto es seguramente
fábula, no lo es que el arzobispo Don Alonso de Carrillo fue cultivador crédulo del arte de alquimia,
con el que esperaba lograr grandes riquezas, y que Fr. Lope Barrientos escribió un Tratado de
adivinar y sus especies y del arte mágico, en que se reflejan muchas de las supersticiones de aquel
tiempo. Don Enrique de Villena (1384-1454), muy versado en química y en otras ciencias, se dejó
vencer por las fantasmagorías, y escribió algunos libros como el del Aojamiento o fascinología y el
de Astrología, que dieron lugar a que el rey Don Juan II diese comisión al obispo de Segovia,
Barrientos, para que expurgase la biblioteca de Don Enrique y quemase los manuscritos de doctrina
perniciosa, como así lo hizo, aunque conservando alguno de ellos en su poder. Estos hechos dieron
lugar a que el vulgo creara, alrededor del nombre de Don Enrique, una leyenda de hechicería, muy
abultada siglos después, y que ha llegado hasta nuestro tiempo en los cuentos y comedias de magia
de que es protagonista el Marqués de Villena. Algo debió participar también de las fantasmagorías
alquimistas Sancho IV, puesto que hizo traducir al romance el Libro del Tesoro, de Bruneto Latino,
tarea que realizaron el médico Alonso de Paredes y el escribano Pascual Gómez.
Paralelas con tales extravagancias de los químicos, iban las de los astrónomos, convertidos en
astrólogos, es decir, en sabedores de la ciencia de adivinar por medio de las estrellas. También a
Don Alfonso X se le supuso contaminado con estas creencias. Las doctrinas astrológicas eran
comunes a musulmanes y cristianos; y como las alquimistas, aunque erróneas, sirvieron
indirectamente para perfeccionar las ciencias a que se referían.

525. Las ciencias filosóficas y morales.


La producción filosófica original tuvo en Castilla escasísima importancia durante esta época,
y ni siquiera en el campo especial de la teología dio grandes frutos, no obstante las muchas cátedras
de esta materia que existían (§ 521) y el nombre adquirido por -algunos teólogos castellanos, como
Fr. Alonso de Vargas (siglo XIV), catedrático en París y autor de tratados filosóficos y teológicos;
Dionisio de Murcia (siglo XIV), también del claustro de la Universidad parisién; Fray Alonso de
Espina, contemporáneo de Don Álvaro de Luna; Juan de Segovia, que brilló mucho en el Concilio
de Basilea (1431-1437) y escribió obras teológicas y canónicas; el prelado Alonso de Cartagena,
uno de los más sabios y briosos oradores del citado Concilio; el cardenal Juan de Torquemada, que
jugó gran papel en las Cortes, pontificias de Eugenio IV, Calixto III y Pío IV, explicó en la
Universidad de París y se distinguió mucho en varios concilios; el mismo Tostado, teólogo y
polígrafo fecundo, y otros. Muy relacionados con estos estudios, iban los de la Biblia, a que
singularmente se dedicaron los judíos conversos, como Juan el Viejo (época de Juan II); siendo de
notar las traducciones al romance de la Sagrada Escritura hechas por judíos; de las que Son notables
la que en 1269 mandó hacer Alfonso X y la que, con notas o glosas, hizo en 1430, a ruegos del
Maestre de Calatrava Don Luis de Guzmán, el rabí Mosé Arragel de Guadalajara, y que hoy se
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conserva en hermoso códice con admirables miniaturas. También se escribieron algunos libros
ascéticos-y apologéticos de la religión cristiana, como los del obispo de Jaén, Fr. Pedro Nicolás
Pascual, los del judío converso Alfonso de Valladolid (1270?-1349) y los de Fr. Jacobo de
Benavente (el Viridario). De este mismo tiempo es la redacción (en verso) del primer catecismo
español de Doctrina cristiana que se conoce. Su autor fue Pedro de Berague o Veragua. Suena
también por esta época el nombre de un adepto de la filosofía luliana, Pedro González de Uceda, sin
duda uno de los más antiguos que hubo en Castilla, pero de escaso valor científico.
En cambio de esta penuria, abundaron mucho las producciones de aquella literatura moral y
política que en el reinado de Fernando III había ya tenido numerosas manifestaciones (§ 352). A.
este género pertenecen los Engannos e Assayamientos de las mujeres, que tradujo del árabe el
infante Don Fadrique, hermano de Alfonso X, libro que tuvo larga descendencia en los siglos XIV y
XV, durante los cuales discutieron mucho los moralistas y los literatos sobre las cualidades de la
mujer, distinguiéndose en esta polémica Don Álvaro de Luna, defensor del elemento femenino en
su Libro de las claras e virtuosas mujeres; Juan Rodríguez de la Cámara, que también las defendió
en su Triunpho de las Donas, y el arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez de Toledo, que las atacó
duramente en su Reprobación del amor mundano, vulgarmente conocido con el título de El
Corbacho. De carácter moral son también el Bonium o Bocados de oro, colección de máximas
vertidas del árabe; el libro de Castigos y documentos de Sancho IV, especie de tratado pedagógico;
el Libro infinido, el del Caballero y el Escudero, el del Infante y otros, escritos por Don Juan
Manuel; la Vita Beata, de Juan de Lucena, imitada de Cicerón; la Visión deleitable de la Filosofía y
de las Artes liberales, de Alfonso de la Torre, y otras muchas obras análogas, gran parte de las
cuales no cabe señalar como propiamente científicas, si bien todas expresan la afición de aquellas
generaciones a los estudios de este género. Íntimamente ligados con él están muchos libros
literarios, composiciones poéticas de trascendencia o tesis moral, de que hablaremos en otro párrafo
(529).
Juntamente con la influencia oriental que hemos señalado, y que es perfectamente visible en
muchos casos, alimentaban estas corrientes las influencias clásicas e italianas, vencedoras ya en el
XV y representadas, no sólo por la lectura y difusión de libros de ambas procedencias, sino también
por abundantes traducciones de Aristóteles (que los redactores de Las Partidas revelan conocer).
Platón, Cicerón y Séneca por un lado; y de Egidio Colona (De regimine Principum), Petrarca
(opúsculos morales) y Bocaccio, por otro. La comunicación con los italianos se mantenía, también,
mediante la escolaridad en Italia, las relaciones con Roma y aun por correspondencia directa con los
grandes escritores renacientes, como Leonardo Aretino, que escribía cartas filosóficas a Juan II y
discutía sobre Aristóteles con Don Alonso de Cartagena, cabeza de los moralistas castellanos del
XV. Expresión viva de la influencia propiamente clásica son la Floresta de Filósofos, en que
Fernán Pérez de Guzmán extractó gran parte de los libros de Séneca, Cicerón, Boecio y otros
escritores antiguos, y el Razonamiento sobre la muerte del Marqués de Santillana, en que Pedro
Díaz de Toledo reflejó ideas platonianas.
A la vez que entraban así en España las doctrinas de la antigüedad y de los contemporáneos
italianos, se reforzaban las influencias cristianas, ya por el culto del Derecho canónico, ya por la
traducción de autores eclesiásticos como San Bernardo, San Isidoro (las Etimologías), San Agustín,
San Gregorio el Magno, y otros. Resultante especial de estas corrientes es la curiosa literatura
política cristiana, cuyas principales manifestaciones en Castilla son el Libro de los Conseios et
Conseieros del Príncipe, del obispo Pedro Gómez Barroso († 1345); la Summa de Ecclesia, de
Torquemada (1420-98); el tratado De óptima política, de Alfonso de Madrigal (1400-1435); el
Liber de Monarchia orbis, del prelado Sánchez Arévalo (siglo XV); las Epístolas políticas, el
Doctrinal de Privados y otros escritos, de Mosén Diego de Valera, (siglo XV), y aun la
Proposición sobre la preheminencia del rey de Castilla sobre el rey de Inglaterra, de Don Alonso
de Cartagena. En esas obras se estudia uno de los dos problemas teológico-políticos, entonces en
boga (a saber: el de las relaciones entre la Iglesia y el Estado) y el de la educación de los reyes y sus
425

atribuciones (§ 459). Las referentes al primero, con más o menos radicalismo, coinciden en
subordinar la potestad civil a la eclesiástica (del Papa), en quien reconocen el derecho de dictar
normas a aquélla, dirigirla y aun privarla del poder. En punto a las formas políticas, se inclinan a la
monarquía, si bien reconociendo sus peligros y anatematizando la tiranía. Alfonso de Madrigal llega
a decir que en esta materia no ha de seguirse criterio absoluto, sino que cada país debe aceptar la
forma que convenga a su especial carácter; afirmando que el poder de elegir a los reyes reside
siempre en el pueblo, quien no puede enajenarlo nunca por completo.

526. Los jurisconsultos.


Pero la manifestación más interesante e influyente de la cultura castellana en este orden,
hállase en los jurisconsultos propiamente dichos, cuya obra tan grandiosamente se significó, sobre
todo, en la época de Alfonso X (§ 454 a 456). Ignórase, como ya dijimos, los nombres de quienes
redactaron Las Partidas, y no tiene nada de extraño que los críticos atribuyan ese trabajo a los
jurisconsultos conocidos de aquella época, algunos de los cuales se ven citados en Las Partidas
mismas. Son estos, el Maestre Jacobo de las Leyes, el Maestro Fernando Martínez y el Maestre
Roldán. Era el primero italiano de origen, naturalizado en España, en donde hay memorias de él
hasta el año 1272. fue ayo de Alfonso X, para quien escribió una Suma o Flores de las Leyes,
especie de enciclopedia o antología en que compiló diferentes elementos (procedentes de las obras
de los jurisconsultos italianos de la época, que él llama «libros de los sabedores») en lo que respecta
al derecho civil, a la administración de justicia y procedimientos judiciales, muchos de los que se
incorporaron luego a Las Partidas. Las Flores de las Leyes se tradujeron al catalán y al portugués.
Del mismo autor son dos tratados: Tiempos de las causas o pleitos y Doctrinal de todos los pleitos,
todavía inéditos y referentes a la misma materia que el libro anterior. El Maestro Martínez,
canónigo de Zamora, obispo electo de Oviedo en 1269 y embajador del rey cerca del Papa cuando
el asunto del Imperio (§ 371), fue jurista de fama, y se le atribuyen dos libros, ambos inéditos: el
titulado Margarita de los pleitos, y otro Del orden de los juicios (en latín). Por último, del Maestro
Roldán consta, aparte su reputación de legista, que redactó el Ordenamiento de las Tafurerías, o sea
el reglamento de las casas de juego, que eran propiedad del Estado y éste arrendaba a los
particulares. También se menciona un jurisconsulto llamado Oldrado, a quien se cree de tiempos de
Fernando IV, pero del que no tenemos noticias ni obras seguras. Conócense en cambio las de
Vicente Arias de Balboa o Valbuena, obispo de Plasencia, fallecido en 1414, y del cual queda
memoria como canonista y como autor de unos Comentarios al Ordenamiento de Alcalá, una Glosa
al Fuero Real y una colección de pareceres de jurisconsultos contemporáneos sobre la sucesión a la
corona de Aragón.
No fueron estos seguramente los únicos escritores de materias jurídicas en esta época. Basta
considerar la abundante producción jurídica que hubo desde Alfonso X a Enrique IV y el
predominio de que gozaban los letrados (§ 446), para afirmar que debió de haber otros muchos. Y
que así fue, lo certifica un hecho característico de los siglos XIV y XV, a saber: la abundancia de
compilaciones privadas de carácter jurídico y con forma legal que, más de una vez, según ya vimos,
han extraviado a los. críticos modernos, haciéndoles tomar por obra propiamente legislativa lo que
no fue sino trabajo de gabinete de un erudito. Las colecciones de que al parecer se formó el Fuero
viejo, éste mismo y quizá las Leyes del Estilo, las Nuevas, el Setenario y el Espéculo, son ejemplo
de esta literatura curiosa, hoy anónima para nosotros (§ 454 a 456). En la Biblioteca de la
Universidad de Madrid se conservan varias otras disertaciones inéditas del siglo XV, sobre materias
de derecho. En cuanto a las corrientes de ideas expresadas en obras jurídicas de la época, ya hemos
dicho lo suficiente en párrafos anteriores. Nos limitaremos ahora a notar que las cuestiones
principalmente estudiadas en los libros que nos quedan son las de procedimientos judiciales, y que
en las bibliotecas y préstamos de los siglos XIII y XIV figuran repetidamente las obras legislativas
de Justiniano.
Complétase el cuadro precedente con la consideración de los españoles que figuraron en
426

Universidades extranjeras o en Roma, como profesores y escritores de materias jurídicas. Ya en el


siglo XII suenan en este concepto un Juan Español y un Pedro Hispano. Del siglo XIII, el más
antiguo es un Bernardo, compostelano, que formó parte del claustro de Bolonia, homónimo de otro,
llamado el Joven auditor y capellán del Papa Inocencio IV y compilador y comentador de la
colección de Decretales llamada Tercera o Romana. De Santiago también, y contemporáneo suyo,
fue otro Juan Hispano, escritor de derecho canónico y romanista. Pedro Hispano, dominico y
profesor en París, fue autor de un compendio de la Lógica de Aristóteles, titulado Summula o Suma
pequeña. Juan García, el Hispano, explicó en Bolonia derecho civil y canónico y escribió obras
notables. Adquirieron, igualmente, notoriedad como decretalistas, un Lorenzo y un Vicente, cuyas
obras constan, pero de cuya vida se sabe muy poco. Por último, el cardenal Torquemada, ya citado,
explicó también en París y escribió unos Comentarios al Decreto de Graciano. En la corte papal se
distinguieron mucho como canonistas Juan de Mella, catedrático de Salamanca y obispo de Zamora;
el cardenal Don Juan de Carvajal, uno de los políticos más eminentes y de superior talla que tuvo el
Papado en esta época (siglo XV), escritor, diplomático y guerrero; y el no menos célebre cardenal
Albornoz, natural de Cuenca, contemporáneo de Alfonso XI y Pedro I, personaje altamente
influyente en la política romana, reconquistador de muchos de los Estados de la Santa Sede y
promulgador del importante Código titulado Constituciones de la Marca de Ancona. En España, y
en la corte del arzobispo toledano e influyente político Don Pedro Tenorio (contemporáneo de Juan
II), figuraron también algunos prelados canonistas como Don Gonzalo, obispo de Segovia, el doctor
Juan Alonso de Madrid y otros.

527. Dirección de la historia literaria.


Durante la época que nos ocupa, siguen influyendo en la cultura literaria del reino castellano
los mismos factores que vimos ya en la anterior, si bien ocupando posiciones distintas, con el
aditamento, desde fines del siglo XIV, de la influencia propiamente clásica y de la italiana. La
escuela provenzal tiene aún manifestaciones puras que luchan con la gran corriente, de ella nacida,
de la lírica galaico-portuguesa (§ 351). El elemento francés propiamente dicho actúa cada vez
menos en la poesía, pero se nota bien en ciertas obras didácticas, como las de historia y en la prosa
novelesca. El mudéjar, desde el campo popular en que se ejerció primeramente, pasa a la literatura
erudita, comunicándole, como hemos visto, el sentido moral y la forma legendaria que de las
traducciones orientales (§ 525) se derivaba. Pero sobre todos estos elementos concluye por pasar
arrollándolos, aunque no extinguiéndolos por completo, la influencia italiana y clásica renaciente
que, victoriosa a fines del siglo XV, no deja de encontrar oposición en la tradicional poesía
juglaresca modificada con el tiempo (§ 350).
El juego de todos estos elementos produjo internamente en Castilla fenómenos literarios muy
interesantes: de un lado, en la cuna misma de la literatura romance, la lucha entre el gallego y el
castellano, que pareció durante algún tiempo decidirse por el triunfo definitivo de aquél, pero que al
fin se resolvió imponiéndose el segundo, tanto en la lírica como en la épica y en las mismas obras
didácticas (donde nunca se introdujo el gallego), rechazando también el latín en casi todos los
géneros literarios, incluso los científicos (§ 524), como ya hemos visto, o luchando, por lo menos,
muy briosamente con él. Expresión de este magnífico empuje del idioma castellano fue, no sólo la
gran producción de traducciones en que Alfonso X y otros reyes pusieron gran empeño, sino
también el abandono definitivo del latín, desde mediados del siglo XIII, en la redacción de los
documentos públicos. Por otro lado, la vacilación grande que se nota en la época anterior a impulsos
de tan heterogéneas influencias, se resuelve, cada vez con más claridad, en una resultante que
refleja sin duda los elementos asimilados, pero va siendo de cada día, a pesar de ellos, más propia,
más nacional en el fondo y en la forma, aprovechando, por natural inclinación y con seguro instinto,
el espíritu popular expresado en la literatura de este género. Así como en la ciencia, el alma
castellana va manifestando en la literatura su personal originalidad y cimentando la obra que, en
siglos venideros, ha de caracterizarla a diferencia de la de otros pueblos.
427

Detallaremos estos movimientos en la medida aquí posible.

528. La lírica gallega y la provenzal.


Ya hemos visto que la escuela galaico-portuguesa, iniciada en la época anterior, fue
precisamente una de esas manifestaciones del poder de asimilación y transformación que tenía el
genio peninsular; puesto que, nacida de la provenzal, se constituyó en independiente y aun la
avasalló. Desde mediados del siglo XIII a mediados del XIV, corre el apogeo de esta literatura
exclusivamente lírica, mitad erudita, mitad popular, y cuya influencia se significó, de una parte, en
la renovación del fondo poético —refrescándolo con el contacto de la inspiración y los asuntos
populares realistas—, y de otra, sustituyendo los metros y rimas tradicionales del romance, de
escasa variación (§ 350), por una gran variedad de combinaciones. La difusión de esta corriente fue
tan grande, que no sólo abarcó la poesía erudita de los escritores cultos, sino también la popular no
épica de los mismos territorios castellanos. Entre los cultivadores más notables de la lírica gallega,
figuraron los dos reyes Alfonso X y Alfonso XI, el abad de Valladolid Don Gómez García, el
compostelano Juan Ayras y multitud de juglares de diferentes puntos, gallegos y castellanos, entre
los cuales se destaca, por fecundo y notable, el sevillano Pedro Amigo. Las obras de estos poetas se
coleccionaron en antologías (Cancioneros), de los que seis han llegado hasta nosotros en copias
más o menos completas y antiguas, y otros varios sólo por citas nos son conocidos. De los primeros,
el más antiguo y el que más importa a nuestro propósito es el cancionero de la Virgen, escrito por
Alfonso X y conocido con el nombre de Cantigas de Santa María. Existen en él dos manuscritos,
uno en el Escorial y otro en Toledo, ambos de gran importancia caligráfica y artística por las
preciosas miniaturas que los adornan. Forman las Cantigas gran número de composiciones en verso,
variadísimas en metro y rima, con acrósticos y otros, juegos retóricos, en general muy correctas
para su tiempo y cuyos asuntos son, ora propiamente líricos, ora narrativos de hermosas leyendas
piadosas, universales o locales, que con posterioridad han inspirado a muchos poetas y prosistas: v.
gr., la leyenda que Zorrilla titula Margarita la Tornera, popular en nuestros días. No fueron las
Cantigas los únicos versos galaicos-que escribió Alfonso X. En otro Cancionero (llamado del
Vaticano porque se halló el Códice en la biblioteca papal), figuran bastantes composiciones de
aquel monarca pertenecientes al género satírico, imitado de los provenzales, pero más sensual,
cínico e insultante. Entre ellas hay una dirigida a cierta cortesana gallega llamada María Balteyra,
que gozó gran fama en el siglo XIII, y otra contra el deán de Calez, acusándole de costumbres
licenciosas. Esta mezcla, en un mismo autor, de inspiraciones tan contrarias como la religiosa
(dulcemente sentida) y la satírica, muestra bien el carácter de aquella sociedad profundamente
turbada (§ 539).
A mediados del siglo XIV empieza a decaer la escuela galaica y a perder su hegemonía. El
mismo Alfonso XI mezcla a sus poesías gallegas una castellana, «la más antigua trovadoresca de
autor conocido que hasta ahora tenemo» en romance de Castilla, si bien aparece todavía muy
plagada de galleguismos. En un Cancionero de fines del siglo XIV, llamado de Baena, predominan
ya los poetas castellanos, y las mismas composiciones gallegas están invadidas por los
castellanismos. En él, los autores más señalados de tipo gallego son Álvarez de Villasandino,
Macías (célebre por sus amores desdichados), el arcediano de Toro y Juan Rodríguez del Padrón,
que luego figuró en la corte de Juan II y a quien puede considerarse como el último trovador
galaico, aunque escribió en castellano. En el siglo XV, el tránsito del gallego al castellano se
cumplió plenamente, perdiendo el primero su condición de lengua literaria y usando los mismos
portugueses, muy a menudo, del segundo. A pesar del auge que del XIII al XIV tuvo la escuela
galaica, no faltaron en Castilla manifestaciones de la provenzal pura, ni cesó de sentirse su
influencia. Lo demuestran así la presencia en la corte de Alfonso X de trovadores provenzales como
Giraldo Riquier, Aimeric de Belenoi, Nat de Mons, Calvo, Lunel y otros, los cuales escribieron
composiciones en su idioma literario, algunas de las que han sido atribuidas con error a Don
Alfonso. Riquier dirigió también al monarca una especie de memorial sobre el oficio y nombre de
428

juglar. Y esta corriente de poesía, aunque dominada en el favor público por la escuela gallega,
siguió influyendo en ella como había influido en sus comienzos, comunicándole formas y
combinaciones, v. gr., las vaqueras o villanescas (género en que precisamente sobresalió el citado
Riquier) y el serventesio, en que se expresa la poesía política y satírica y que domina en la última
época de la escuela galaica (Cancionero de Baena); a la vez que señalaba su origen en el fondo, por
la comunicación de las leyendas caballerescas francesas del llamado ciclo bretón. El provenzalismo,
sin embargo, no arraigó en Castilla como escuela con propia substantividad, al revés de lo ocurrido
en Cataluña. Oponíase a ello la diferencia de idioma. Así, que cuando decayó la lírica galaica, no la
sustituyó la provenzal, sino la castellana pura, como llevamos dicho, nutrida, eso sí, con todos los
elementos nuevos traídos por sus antecesoras. De ellos, el provenzal que mejor se conservó fue el
relativo a la métrica. La representación más genuina que en el siglo XV tuvo esta escuela, fue Don
Enrique de Villena, poeta en idioma catalán, presidente del Consistorio o Juegos Florales de
Barcelona, y preceptista a la manera de los trovadores tolosanos. El rey Don Juan II, su ministro
Don Álvaro de Luna y el mismo obispo Don Alonso de Cartagena, escribieron también versos en
castellano y a la manera provenzal.

529. La literatura didáctica y satírica.


Pero la poesía castellana no se limitó a continuar la dirección lírica y amatoria. La tradición
del mester de clerecía (§ 351) por una parte, y la de los romances (§ 350) por otra, la inclinaban del
lado épico, narrativo, y la primera suponía además inclinaciones eruditas y refinadas. Al propio
tiempo, la influencia oriental y la clásica empujaban por el camino moralista (§ 525). Respondiendo
a -estas influencias, se dividió la producción en tres corrientes principales: una, ética y didáctica, a
cuyo contacto se modificó el mester de clerecía, recibiendo a la vez influencias galaicas (§ 528) y
clásicas (§ 530); otra popular, continuación de los romances y predominantemente épica; la tercera,
satírica y derivada de la escuela gallega y provenzal, cuya vena libre y desvergonzada también se
introdujo en la corriente ética.
El representante más notable de esta conjunción erudita y satírica, y a la vez de las influencias
técnicas de los poetas gallegos, es un poeta del siglo XIV llamado Juan Ruiz, arcipreste de Hita y
natural de Alcalá, según parece. Escribió Juan Ruiz de asuntos muy diversos, puesto que en el
códice que de él ha llegado a nosotros aparecen, junto a una colección de fábulas y cuentos
(enxiemplos), una paráfrasis del Arte de amar, de Ovidio, un poema burlesco (Batalla de Don
Carnal y Doña Cuaresma) y otras composiciones profanas, cantigas y loores a la Virgen y
digresiones morales y ascéticas. Pero lo más sobresaliente del libro es una especie de autobiografía,
verdadera novela picaresca, en que el arcipreste, además de contar su vida poco edificante con gran
desenfado, traza un admirable cuadro realista de las costumbres relajadas de su tiempo, escribiendo
lo que un crítico llama con razón «la epopeya cómica» del siglo XIV. Desorienta a primera vista en
Juan Ruiz la mezcla de inmoralidad y fervor religioso, de doctrina ética y cinismo; pero en rigor,
aparte de que esta mezcla es característica de la poesía de la época, como veremos, y aparte también
la condición personal del autor, hombre de vida libre como los más de sus contemporáneos, se
explican aquellas encontradas cualidades por el tono realista de la composición y el intento
puramente artístico que guió al poeta, ajeno a todo propósito didáctico, a pesar de los pasajes
morales y ascéticos en que abunda su obra. Las fuentes en que se inspiró Juan Ruiz son muchas y
heterogéneas, reflejando por esto en su obra influencias muy variadas; pero todas ellas las fundió en
el molde de su estilo personal y de su lozana fantasía.
Contrasta singularmente con el de Hita otro poeta del siglo XIV, el Rabí Don Sem Tob de
Carrión, en cuyos Proverbios morales toma cuerpo la corriente didáctica seria, desprovista de toda
desviación satírica. Los Proverbios derivan inmediatamente de la Biblia y de la influencia oriental
(§ 529), que se nota tanto en el fondo como en la lengua y en las imágenes. En cuanto al metro,
representa este poema el abandono del verso de catorce sílabas del antiguo mester (§ 350), por
cuartetas de versos eptasílabos. Sem Tob ofrece además la novedad de ser el primer poeta judío que
429

escribe en castellano. El género didáctico que él inició en toda su pureza, tuvo grandísimo arraigo
en Castilla, donde, todavía más que a él cabe considerar como el más alto representante a su
contemporáneo el célebre canciller Ayala (§ 428), autor de un poema titulado Rimado de Palacio,
que es, juntamente, sátira, sermón moral y confesión de un desengañado de la vida que, al fin de
ella, ve sus muchas culpas y se arrepiente. El Rimado, además de su importancia moral, ofrece la de
ser la última manifestación del antiguo verso alejandrino y del mester de clerecía, aunque mezclada
ya con elementos líricos emanados de la escuela gallega y que el autor usa en las Canciones a la
Virgen que siguen al poema propiamente dicho; el cual se cierra con un nuevo trozo didáctico,
paráfrasis de los Morales de San Gregorio Magno y escrito también en alejandrinos.
Aunque los poetas posteriores al Canciller son de un tipo distinto, representantes de la nueva
lírica castellana, en muchos de ellos se continuó el género didáctico (moral y religioso) por
influencia directa de aquel escritor, las más de las veces. Tal sucede con el marqués de Santillana,
autor del Diálogo de Blas contra Fortuna, lleno de filosóficas reflexiones sobre la adversidad, del
Doctrinal de Privados, escrito contra Don Álvaro de Luna, y de Los Proverbios de gloriosa
doctrina, compilación poética de sentencias tomadas de autores clásicos. A la misma tendencia
pertenecen el Libro de los Exemplos, de Clemente Sánchez de Valderas, adaptación española de la
leyenda sánscrita de Buda; la Confesión Rimada, las Diversas virtudes y loores divinos y otras
poesías de Fernán Pérez de Guzmán; el Planto de las Virtudes y Poesía, las Coplas o Consejos a
Diego Arias, las Coplas del mal gobierno de Toledo y el Regimiento de Príncipes, composiciones
todas de Gómez Manrique; la Elegía o «Coplas por la muerte de su padre», de Jorge Manrique, que
es un trozo de poesía moralista; los versos sobre la predestinación, de Fernán Sánchez Talavera,
poeta del siglo XIV, y los de Pero Guillén de Segovia, del XV; el Proceso que ovieron en una la
dolencia e la Vejez e el Destierro, de Ruy Páez de Ribera (siglos XIV-XV); el anónimo poema
Danza de la muerte, imitado de otros análogos muy difundidos en el extranjero, y cuya tesis viene a
ser la igualdad de todos los hombres en el sepulcro y en la sanción de sus culpas; muchas de las
composiciones político-morales a que dio origen la caída y muerte de Don Álvaro de Luna y, en fin,
las Coplas de Mingo Revulgo (cuyo autor se desconoce), sátira social de tiempo de Enrique IV, que
se propuso «provocar a virtudes y refrenar vicios», tanto del común de las gentes como de los
cortesanos y del mismo rey, en su vida privada y en el manejo de los negocios públicos. Guardan
también relación con la literatura didáctica muchos de los cuentos de que se hablará más adelante.
Pero esta escuela tuvo pronto su degeneración en las dos corrientes que en ella se notan: la
religiosa cristiana y la moral y política, contaminándose ambas de aquella vena satírica, libre y
despreocupada de Juan Ruiz, y mezclándose bastardamente con la literatura amorosa. La primera se
descarrió por el lado de las parodias irreverentes de asuntos sagrados, que ya se notan en
comparaciones usadas por algunos de los citados escritores y en las que formó escuela Mosén
Diego de Valera (1412-1486?) con sus parodias de los Salmos penitenciales y la Letanía,
siguiéndole con sus Misas de amor Juan de Dueñas, Suero de Ribera y otros. La poesía puramente
moral se precipitó en terribles sátiras, de inaudita crudeza, que caracterizan el reinado de Enrique
IV, aunque ya tuvo precedentes en el de Juan II. Tales, las anónimas Coplas del Provincial, libelo
infamatorio de los más ilustres personajes castellanos, hombres y mujeres; las poesías de Antón
Montoro el Ropero o sastre de Córdoba (1404?-1480), autor, entre otras cosas, de un Pleito del
Manto, y a quien se han atribuido las Coplas del Provincial; las de Pedro de la Caltraviesa contra la
inmoralidad social de su tiempo, y otras muchas de este género.

530. La influencia clásica y la italiana en literatura.


Al propio tiempo que desaparecía la escuela galaico-portuguesa, se hacía más intensa la
influencia de los autores clásicos y comenzaba la de los literatos italianos del Renacimiento,
principalmente Dante, Petrarca y Bocaccio. La corriente clásica tuvo siempre tradición en la
Península, como sabemos: apagada y escueta en los primeros siglos de la Reconquista (§ 205); más
fuerte después aunque bastardeada, por intermedio de los árabes (§ 352). No es maravilla, pues, que
430

prendiera fácilmente aquí el renacer de los estudios clásicos en Italia y otros países. Ya en poetas
realistas como el arcipreste de Hita y en muchos didácticos, figuran como fuentes directas escritores
latinos y griegos. Las traducciones no tardaron en llegar, tanto de poetas: Virgilio, Ovidio, Lucano,
Homero (un compendio de la Ilíada), como de prosistas: Tito Livio, Salustio, Julio César, Q,
Curcio, Plutarco y otros. El resultado de esta intensa comunicación con la literatura clásica fue, no
sólo enriquecer el fondo y la forma de la castellana, sino cambiar la sintaxis misma y el aspecto de
la lengua, al principio deformándola, y acercándola después a la hermosa majestad que alcanzó en
la época siguiente.
Sin embargo, la influencia propiamente italiana fue, por lo pronto, la más poderosa y la que
venció en el terreno de la poesía a la antigua influencia francesa y en parte a la galaica, desterrando
también las formas literarias de los siglos pasados (mester de clerecía v. gr.) anatematizando por
vulgares las manifestaciones épicas y líricas del pueblo. Al contacto de los italianos nació la lírica
genuinamente castellana, cuyo carácter principal consiste en la imitación de Dante y Petrarca (sobre
todo de Dante), sobre el fondo heredado de la escuela galaica y mantenido especialmente en los
géneros menores y ligeros. La misma Divina Comedia fue traducida (en prosa) por Don Enrique de
Villena (1427-8), y es posible que se hicieran otras versiones.
Representa en primer término esta influencia un italiano de nacimiento, Micer Francisco
Imperial, avecindado en Sevilla y centro del núcleo primitivo de imitadores de Dante (fines del
siglo XIV). Su obra capital, Desyr de las Siete Virtudes, es un puro reflejo de trozos de la Divina
Comedia. Sus versos han llegado a nosotros en el Cancionero llamado de Baena porque lo formó
Juan Alfonso de Baena, judío converso, contemporáneo del rey Juan II (§ 393), cuya corte fue el
centro de toda la vida literaria de Castilla en los primeros años del siglo XV, época de las más
fecundas de la literatura medioeval. La especial importancia que el Cancionero de Baena tiene, es
que, figurando en él obras de los poetas que florecieron desde el reinado de Enrique II (1369) hasta
el fin de la minoridad de Juan II (1412), muestra el contacto de las dos escuelas: la galaica, que iba
a desaparecer, y la italiana, que comenzaba. De los representantes de la primera hemos hablado ya
(§ 528). De los segundos, figuran en el Cancionero algunos discípulos de Imperial, como Páez de
Ribera, González de Uceda y, sobre todo, Gonzalo Martínez de Medina, que, con otros muchos,
formaban el núcleo andaluz. Al lado de éstos va el introductor en Castilla de la nueva escuela, el
sevillano Ferrán Manuel de Lando, quien se señaló especialmente por sus polémicas literarias con
los poetas de la vieja escuela (en particular Villasandino), polémicas que acabaron con la victoria de
la italiana. Pero el gran florecimiento de ésta corresponde a la época de Juan II (1412-1454) y sus
sucesores. En ella brillan algunos de los más grandes poetas de la Edad media castellana, a varios
de los cuales ya hemos citado anteriormente: el marqués de Santillana (1398-1458), cuyos méritos
principales consisten en los sonetos «hechos al itálico modo», que él introdujo en Castilla, y en las,
composiciones bucólicas, graciosas, ligeras (decires, serranillas, vaqueiras), que han dado
popularidad al nombre de la vaquera de la Finojosa; Juan de Mena (1411-56), uno de los más
perfectos imitadores del simbolismo dantesco en su Laberinto, poema largo y de pesada lectura,
pero rico en episodios de altísima inspiración; Fernán Pérez de Guzmán, menos notable como poeta
que como prosista (§ 532); Álvarez Gato, poeta erótico y religioso, muy correcto de forma; Gómez
Manrique (1412-91), didáctico, satírico y amoroso; Guillén de Segovia o de Valladolid (1413?),
principalmente moralista, religioso y elegíaco (Lamentación a la muerte de Don Álvaro de Luna); y,
en fin, el admirable Jorge Manrique (1440-1478), que inmortalizó su nombre merced a las citadas
Coplas por la muerte de su padre. Fuera ya de España, la poesía castellana de influjo italiano brilló,
como veremos, con nuevos nombres memorables, en la corte napolitana de Alfonso V de Aragón.

531. Los géneros épicos.


Este florecimiento extraordinario de la lírica, en sus dos escuelas que llenan toda la época
presente, no ahogó por completo la inspiración épica del pueblo castellano; porque si es verdad que
las últimas manifestaciones, del mester de clerecía son más bien líricas que épicas, todavía hubo
431

algún poeta de este género que mantuvo la tradición de los poemas históricos (§ 350). Tal fue el
desconocido autor del Poema de Alfonso XI, o Crónica rimada, cuyo asunto son las glorias
guerreras del vencedor en el Salado. Probablemente escrito el original en gallego, lo tradujo al
castellano un Rodrigo o Rui Ibáñez, y en esta forma ha llegado a nosotros. El Poema de Alfonso XI
es una composición de tipo popular, que muestra el tránsito de los cantares de gesta a los romances
históricos (§ 350) y consolida el triunfo del metro genuinamente español de diez y seis sílabas, que,
dividido, se convierte en octosílabo. Después del Mío Cid, puede considerarse como el mejor
poema épico-medioeval de España.
Al propio tiempo, el pueblo castellano seguía cantando y transmitiéndose por tradición los
antiguos cantares de gesta, convertidos en romances; los cuales, lentamente iban sufriendo
refundiciones y cambios de forma, sin aumentarse con producciones nuevas por la falta de
estímulos, dada la paralización de la guerra contra los musulmanes, sobre todo, a partir de la muerte
de Alfonso XI. La novedad que en este orden ofrece el siglo XV es la reducción a escrito de muchos
romances, por obra de poetas eruditos, quienes, sin duda, los desfiguraron algo. Los dos más
antiguos que se conocen proceden del Cancionero de Stúñiga y son obra de un poeta castellano del
siglo XV, llamado Carvajal o Carvajales, quien figuró en la corte de Alfonso V.
De las formas épicas en prosa, comienzan a escribirse en los albores de la época, ligados a la
corriente didáctica oriental, los cuentos o apólogos, cuya representación más interesante es el
llamado Libro de Patronio o Conde Lucanor, del infante Don Juan Manuel (§ 525), compuesto
antes de 1342, y al cual puede muy bien unirse el Libro de los Exemplos ya citado. Don Juan
Manuel fue personalmente investigador y colector de las tradiciones literarias árabes en Murcia y
Sevilla, algunas de las que parecen haberle servido directamente para sus cuentos. A la vez,
difundíanse en Castilla los poemas caballerescos franceses (Chanson de Roland, etc.), traducidos al
romance por trovadores, y las novelas de aventuras que, inspiradas en ellos, abundaron en Francia,
haciendo populares los hombres y hechos fantásticos de Oliveros, Ferragut, el rey Marsilio, el rey
Artús, Carlomagno, el mágico Merlín y otros, que ya suenan en poetas tan antiguos como Berceo.
De esta corriente, alimentada con nuevas versiones, v. gr., de la Crónica Troyana, de Guido de
Colonna (mezcla de lo caballeresco con reminiscencias de Homero), nacen en el siglo XIII varias
leyendas y cuentos, como el del emperador Carlomagno y la buena emperatriz Sevilla y oíros; a la
vez que el ideal caballeresco (§ 361), inspiraba obras verdaderamente didácticas como el Libro de
Caballerías, de Don Juan Manuel, y muchos más de análogo carácter. Pero el elemento fantástico
se sobrepuso, dando lugar a las novelas que se llamaron «libros de caballerías», en que se contaban
las aventuras extraordinarias de los caballeros andantes, llenas de extravagancias y exageraciones,
hijas de la más desenfrenada imaginación. El primer monumento indígena de esta clase fue el
Amadis de Gaula, redactado originalmente en portugués, según parece, pero que ya fue conocido
por Ayala y otros poetas del Cancionero de Baena. El Amadis cuenta los hechos fabulosos de un
caballero inglés así llamado, y sus amores con Oriana, hija de Lisuarte, rey de Bretaña. Es, no sólo
el primero, sino el mejor de los libros de caballería. Su traducción al castellano no se hizo hasta
fines de la época siguiente (1508); pero la influencia de este género muéstrase en las costumbres del
siglo XV (§ 539) y en algunas obras de carácter histórico como el Libro del Paso Honroso que
escribió Pero Rodríguez de Lena, para relatar las aventuras y ánimo esforzado de Don Suero de
Quiñones, caballero leonés que retó a todos los paladines de Europa en el puente de Órbigo,
defendido por él y nueve caballeros más.
Ya en el siglo XV hizo su aparición otro género novelesco, el de las novelas amatorias, con El
Siervo libre de amor, de Rodríguez del Padrón, y la Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, que
contienen pasajes propiamente «caballerescos» combinados con el lirismo y las alegorías italianas.
De algo de éstas y del influjo clásico participa el libro de Los doce trabajos de Hércules, especie de
novela mitológica que escribió Don Enrique de Villena, primero en catalán (1471) y luego en
castellano. También es composición alegórica y de tipo novelesco la Batalla campal entre los lobos
y los perros, de Alfonso de Palencia.
432

532. Historiadores y retóricos.


El gran empuje que en el siglo XII y comienzos del XIII (§ 352) tomó la literatura histórica en
Castilla, se continua en los siguientes. La influencia personal de Alfonso X se dejó notar en este
género como en tantos otros, y puede decirse que su obra fue capital para el desarrollo de la historia.
Dos libros han llegado a nosotros con el nombre del rey Sabio: una historia universal (General e
grand Estoria) y otra de España (Crónica o Estoria de España). Lo más probable es que, tanto una
como otra, fueran redactadas por varias manos, quizá por una junta de escritores que para este
efecto reuniera Don Alfonso, como para otras empresas sabemos que hizo. La tradición ha
conservado, en efecto, nombres de varios supuestos colaboradores del rey en estos libros históricos.
La Crónica, que es la más interesante, está basada en fuentes muy diversas: españolas (Don
Rodrigo J. de Rada y Don Lucas de Tuy), francesas, latinas y árabes (éstas únicamente en lo
relativo al Cid), con no pocos cantares de gesta intercalados en la prosa (§ 350). Hay gran
desigualdad en las diferentes partes de esta obra, pero es muy visible en ella cierta tendencia crítica
superior a la de las historias precedentes, acompañada de un vivo sentimiento patriótico cuya
expresión más notable, por el fondo y por la hermosa forma en que va escrito, es el pasaje en que se
describen los bienes o excelencias de que gozan la tierra y la gente de España.
Contemporáneos de Alfonso X fueron otros cronistas, como Fray Juan Gil de Zamora, Jofré
de Loaisa, Rodrigo de Cerrato y Bernardo de Brihuega; quien compiló vidas de Santos y confesores
y escribió una cronología de emperadores, desde Tiberio a Federico I. A Sancho IV se le atribuye
una historia de las Cruzadas que lleva por título Gran Conquista de Ultramar, y que no es sino
traducción pervertida de la obra original de Guillermo de Tiro, mezclada con elementos literarios
provenzales. De este mismo tiempo es el monje de Silos Pedro Marín, autor de los Miráculos de
Sancto Domingo (1232 a 1293), Primera historia monacal en prosa castellana. A los comienzos del
reinado de Alfonso XI corresponde Don Gonzalo de la Finojosa, obispo de Burgos, que escribe en
latín su Chronica, y algo posteriores son Fernán Sánchez de Tovar y Juan Núñez de Villaizán,
autores probables de las crónicas de Alfonso X, Sancho IV, Fernando IV y quizás también de
Alfonso XI. A la vez, la Estoria de España del rey Sabio servía de núcleo a una porción de crónicas
de ella sacadas, y se traducían libros árabes como la crónica del Moro Rasis. Pero los mejores
historiadores de la época pertenecen al siglo XV. Ocupa el primer lugar Don Pero López de Ayala
el Canciller, autor de las crónicas de Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III (ésta, incompleta) y de
la Historia del linaje de Ayala (1398) notables monumentos literarios en que se refleja la directa
imitación de los clásicos, especialmente Tito Livio, traducido por Ayala. Síguenle en importancia
Fernán Pérez de Guzmán, cuyo Mar de Historias, conjunto de biografías que llegan hasta el siglo
XV, es de notar como primera y aventajada muestra fiel sentido psicológico en la narración de
sucesos humanos ,especialmente en su parte tercera (la única original), que ha sido publicada con el
título de Generaciones y semblanzas: el célebre converso Don Pablo de Santa María (§ 433), que
escribió una Suma de Crónicas, desde la antigua división del mundo al año 1412, y Mosén Diego de
Valera, cuyas obras principales pertenecen al reinado de los Reyes Católicos. Aparte de estos
nombres salientes, el siglo XIV, y sobre todo el XV, están llenos de Crónicas de reyes, de
personajes notables y de sucesos particulares, así como de Vidas de Santos, constituyendo toda esta
producción una rica literatura del género histórico.
A ella pueden referirse también los libros de Viajes, cuyas primeras manifestaciones
castellanas aparecen en esta época con las Andanzas e Viajes de Pedro Tafur por diversas partes
del mundo (1435-1439) y el Livro del conoscimiento de todos los reinos, escrito por un franciscano
español a mediados del siglo XIV. Pedro Tafur viajó por Europa y por Asia, y su relación está llena
de noticias curiosas.
También aparecen en esta época los primeros ensayos de retórica y de historia literaria.
Aquéllos tienen interesante representación en las Reglas como se debe trobar, de Don Juan Manuel
(cuyo ms. se ha perdido), y el Arte de trobar, de Don Enrique de Villena, traductor de la Retórica a
Herennio y de Cicerón; los segundos, en el Proemio e carta que el marqués de Santillana envió al
433

Condestable de Portugal, y que contiene datos históricos y críticos sobre las literaturas
contemporáneas, especialmente la castellana.

533. La literatura dramática.


Durante toda esta época no salió el teatro de la forma religiosa que ya tenía en la anterior
(dramas litúrgicos) y de los ensayos rudimentarios de representaciones profanas o juglarescas (§
350). Aunque la mayoría de los documentos de una y otra clase se han perdido, o no han sido aún
descubiertos, conjetúrase con mucha probabilidad que ambas manifestaciones fueron abundantes, a
juzgar por las noticias de representaciones, las referencias que de ellas hacen las leyes y los pocos
textos que han llegado hasta nosotros. Las Partidas distinguen con toda claridad (ley 34, tít. VII,
Part. I) entre las representaciones de carácter religioso, que pueden hacerse en las iglesias, y las
profanas. Como ejemplos de las primeras citan las del Nacimiento de Jesús, de los Reyes Magos y
de la Resurrección. Las había también de otros asuntos: por ejemplo, el de la Asunción de la
Virgen, muy repetido y de que es todavía muestra el Misterio que anualmente se representa en la
Iglesia Mayor de Elche; el de la Magdalena, de que hay textos, aunque no castellanos; el de la
Sibila, de que luego se hablará, etc. Los abusos que a la sombra de estas fiestas se hubieron de
producir según dijimos (§ 350), fueron causa de que los Concilios y los prelados, y de conformidad
con ellos los legisladores, se esforzaran por purificar los dramas litúrgicos, arrojando de ellos todos
los elementos profanos que habían ido vaciándolos poco a poco. Y esto, que fue un beneficio para
el teatro religioso, lo fue también para el juglaresco, que se multiplicó alcanzando gran favor de los
reyes, los nobles y el pueblo, y haciéndose cada vez más culto y perfecto. Así, aparte los «juegos de
escarnio» que citan las Partidas, aludiendo a la vez a sus formas groseras, hállanse en documentos
del siglo XV mención de entremeses, acciones cómicas, momos, farsas y otras representaciones de
este género, que solían acompañar a las grandes fiestas populares y reales como coronaciones,
entradas publicasen ciudades, bodas, natalicios, triunfos, etc. (§ 539). Por lo general, estas obras
eran cuadros de costumbres de la época, y su género el cómico, y solían tener canto. De ellas no
conocemos más que un momo que se representó en Arévalo en 1467, y que se conserva en el
manuscrito del Cancionero de Gómez Manrique. Es posible que también se representasen las
Coplas de Mingo Revulgo (§ 529).
En la época de los Reyes Católicos, veremos ya como este teatro adquiere rápidamente
condiciones literarias dignas de consideración, y se muestra con abundantes ejemplos que han
llegado a nosotros, y como sus primitivas formas, de igual modo que las del teatro religioso, dan
nacimiento a las que hoy conocemos como teatro clásico.

534. La literatura mudéjar.


A la influencia mudéjar en la literatura castellana ya hemos aludido repetidas veces en
párrafos anteriores. Mencionemos ahora las producciones de mudéjares pertenecientes a esta época.
Entre las poéticas, conocemos hoy los versos de Mahomad el Xartosi, mudéjar de Guadalajara,
conservados en el Cancionero de Baena. De las obras escritas en aljamía (de achamí, extranjero: §
351) hay también ejemplos correspondientes a los siglos que ahora estudiamos, como el
Racontamiento del Rey Alixandre, que parece ser del siglo XV: aunque en general la fecha de estas
obras es difícil de calcular con exactitud, y en los más de los casos aun no la han establecido
fijamente los críticos. Usaron los mudéjares también otra forma literaria, consistente en escribir con
caracteres latinos las palabras árabes, forma que especialmente emplearon en los cantares populares.
El arcipreste de Hita nos ha conservado en sus poemas noticia de uno de esos cantares, así como de
los juglares y juglaresas mahometanos que seguían pululando por las calles de las villas castellanas,
como también atestiguan el Poema de Alfonso XI y otros documentos.

535. La arquitectura.
Durante la época que estudiamos se desarrolla plenamente el arte gótico, pasando por un
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período de gran brillantez y decayendo luego por degeneración y exageración de sus elementos (§
354). Los caracteres fundamentales de esta arquitectura se mantienen puros en la segunda mitad del
siglo XIII, señalándose en España (principalmente en el reino castellano), a diferencia de otros
países, por una tendencia general a las proporciones clásicas; predominio de la planta poco
prolongada, es decir, con escasa diferencia entre el eje longitudinal y el transversal, reduciendo la
altura en el alzado; menor desarrollo de la ventanería, en los más de los casos; gran robustez en los
muros, pilares y columnas, disminuyendo la importancia de los contrafuertes y de los botareles;
cubiertas planas o poco agudas, y generalización y amplitud de los claustros en los conventos e
iglesias. Pero el razonamiento constructivo y la sobriedad que tuvo el gótico en sus principios, va
perdiéndose en el siglo XIV. En vez de los capiteles independientes para cada elemento de las pilas,
se traza uno corrido para toda ella, aumentándose esos mismos elementos, que se señalan cada vez
más hasta convertir la pila en un verdadero haz de columnas. Los arcos son más abiertos que en el
siglo XIII, y las bóvedas, en lugar de tener simples diagonales en las juntas, se complican con
transversales. Por último, los adornos se multiplican sin correspondencia con la construcción.
Ejemplos de este período son la catedral de Oviedo (en gran parte), la de Palencia, la iglesia de la
Antigua en Valladolid, la capilla de San Ildefonso en la catedral de Toledo, y los claustros de León,
Burgos y Ávila. En muchas iglesias del Bierzo y de Galicia se conservan rasgos románicos,
mostrando una supervivencia de los tipos antiguos.
En el siglo XV la corrupción del gótico se acentúa rápidamente, perdiendo las estructuras y
las proporciones mismas; ampliando desmesuradamente los muros cerrados; abriendo y
complicando los arcos, ya apuntados, ya de medio punto y de varios centros; suprimiendo casi el
capitel y, sobre todo, recargando muchísimo el adorno en todas las partes del edificio, incluso en los
pináculos, que se desarrollan extraordinariamente. Para el adorno utilízanse líneas y trazados
flameantes y molduras de varios tipos que se penetran mutuamente. Las bóvedas se recargan
también con líneas ramificadas. En este siglo trasládase definitivamente el coro, en las catedrales
españolas, al medio de la nave central, frente a la capilla mayor o presbiterio. Los altares, ya fijos y
exentos, toman la forma de cimborrios o templetes con cúpula o columnas, disposición que van
perdiendo en el siglo XIV, por adosarse al muro y por el gran desarrollo que toma el retablo (§
536).
Ejemplos arquitectónicos de este último período del gótico ofrecen la catedral de Sevilla en
muchas partes de su interior, exterior y cubiertas; las de Salamanca (nueva) y Segovia; las agujas de
las torres de Burgos; las capillas del Condestable de Burgos y Toledo, etc. En la Giralda de Sevilla
se colocó con gran solemnidad, en 1396, el primer reloj de torre que hubo en Castilla.
A este mismo período corresponde el mayor florecimiento de la arquitectura gótica civil y
militar. De la primera, son modelos las casas de los Picos y del conde de Alpuente, en Segovia; la
de las Conchas, en Salamanca; muchas portadas de Toledo; el palacio del Infantado, en
Guadalajara, y el de Miraflores (Burgos), sitio de recreo de Enrique III, cedido más tarde por Juan II
a los cartujos y enriquecido luego, como veremos, con obras nuevas de otro estilo. La arquitectura
militar se desarrolla en gran medida por la perfección del arte de la guerra y las continuas luchas
civiles. Las ciudades refuerzan o renuevan sus murallas con torres (de que son interesante resto las
de Ávila), y las iglesias y monasterios siguen resguardándose de este modo y utilizando más de una
vez tales defensas, según vimos (§ 457). Al propio tiempo se multiplican los castillos reales,
señoriales y de las Órdenes religiosas, construyéndose con mayor solidez y riqueza que antes, con
hermosas torres, y defensas exteriores; cambiando los antiguos puentes que salvaban el foso, por
otros levadizos de una sola pieza (siglo XIV); desarrollando el almenaje y abriendo anchas saeteras
para ballestas y culebrinas, o espacios mayores para lombardas y otras piezas gruesas de artillería.
Tipos interesantes de estos castillos son el del Alcázar de Segovia, el de Valencia de Don Juan y los
de Maqueda y Escalona, este último célebre en las contiendas de Don Álvaro de Luna, que tuvo allí
un palacio.
Paralelamente al gótico (y en gran correspondencia con él) siguió desarrollándose la
435

arquitectura mudéjar, que en los siglos XIV y XV dio hermosísimos ejemplares, tanto en los
edificios religiosos como en los civiles, principalmente en Toledo y Sevilla. Pertenecen a este
género las sinagogas toledanas del Tránsito y de Santa María la Blanca, el palacio de Don Pedro el
Cruel (hoy en grave estado de deterioro), la casa de Samuel Leví (todo ello del siglo XIV) y varias
torres y ábsides de iglesias, también de Toledo. En Sevilla, la más hermosa representación del
mudejarismo es el Alcázar, cuya fachada, del siglo XIV, refleja probablemente influencia toledana.
El arte mudéjar se aplicó en gran medida a la decoración interior de los monumentos (especialmente
los palacios y casas particulares), en hermosos artesonados y cubiertas de maderas talladas o
pintadas, que también se ven en algunas iglesias y salas capitulares; frisos pintados y esculpidos,
con o sin inscripciones, en los que era frecuente el motivo de leones y castillos que se generaliza
mucho en el XIV, empleándose incluso en las iglesias (v. gr., catedral de Santander); zócalos y
adornos de yeso y de barro esmaltado; y al exterior, en aleros y cabezas de vigas de vivos colores.
También se hizo notar su influjo en las bóvedas y cúpulas pintadas o de azulejos, como la de la
Concepción de Toledo, que ya tenían precedentes.

536. La escultura y otras artes plásticas.


Continúa ligada a la arquitectura, la escultura, que entra por mucho en la decoración de los
edificios y que toma especial desarrollo, de gran riqueza, en las portadas y en los sepulcros de las
iglesias, monasterios y conventos. Siguiendo la tradición de tiempos anteriores, la nobleza y los
reyes construyen capillas que sirven de panteón, o utilizan cada vez más los muros de los claustros
para enterramientos. Refléjase en unas y otros el mismo proceso seguido por la arquitectura, es
decir, que van sobrecargando el adorno a medida que avanzan los tiempos, pero mezclando a los
elementos de tipo ojival influencias italianas y mudéjares. Las primeras revélanse, sobre todo, en la
forma de construir los sepulcros (los exentos, no los adosados al muro), colocando la caja sobre
columnas (que es a lo que se llama baldaquino), en vez de apoyarla, como antes se hacía
generalmente, en el suelo, en un zócalo, o en pies, representados, v. gr., por cuerpos de leones:
como en el sepulcro de la madre de Fernando III el Santo. También se revela el influjo italiano en
las estatuas que adornan los sepulcros. En los siglos anteriores, como ya dijimos, no tienen éstos
figuras humanas ni en la tapa ni en los ángulos, sino, a lo sumo, relieves de escenas con escudos y
blasones o efigies grabadas; pero ya desde mediados del siglo XIII se colocan en la tapa bultos
yacentes o acostados, que poco a poco van siendo de mayor relieve y adquiriendo individualidad.
En el siglo XV se ponen también arrodillados, en actitud de oración, etc., y en otras partes del
sepulcro, como adornos. A fines del XIV se introduce la costumbre de añadir, sobre la piedra o
mármol, cubiertas de bronce (laudas) en que se graban dibujos o la figura del personaje enterrado,
como se ve en sepulcros del monasterio del Parral, Castrourdiales, Sevilla, Badajoz y otros puntos.
Con la influencia italiana luchan en la escultura la propiamente ojival, que tiende, v. gr., a alargar
las figuras, y la mudéjar, que se nota en pormenores de adornos, tocados, etc. (sepulcros de Carrión
de los Condes, de Ávila, de la catedral vieja de Salamanca).
Tan interesante como la de los sepulcros, mucho más abundante y a veces más rica, es la
escultura de los tímpanos, portadas y puertas de comunicación de las iglesias, particularmente las
catedrales. Vense, en efecto, todos estos sitios cuajados de labores finísimas en la piedra (hojarasca,
crochets, doseletes, arquerías, etc.), y de figuras, sueltas o agrupadas, en relieve mayor o menor,
semiexentas, o exentas del todo, del Padre Eterno, de Cristo, de la Virgen, de santos,
bienaventurados, ángeles, reyes y reinas. En algunas iglesias (como la catedral de León) se ven
reunidos los tipos estatuarios de diversos tiempos y se puede estudiar la evolución de este arte. En
líneas generales, puede decirse que, en la segunda mitad del XIII, continúan los caracteres
señalados en la primera (§ 357); en el XIV, se complican los paños, acusando un prolijo estudio de
que alardean los ejecutantes, pero con tendencia a la exageración en los pliegues, ocultando muy a
menudo el ropaje (profuso, excepto en el pecho) el dibujo del cuerpo, y fantaseando algo en el
modo de tratar el cabello; y en el siglo XV parece haber un retroceso hacia la sobriedad y sequedad
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del XIII, pegándose más: las telas al desnudo, decayendo el estudio del natural y acortándose las
túnicas, que dejan ver el principio de las piernas: a diferencia de las estatuas del XIII y XIV, en que
sólo salen o se acusan los pies. En general, el movimiento y gracia de la cabeza y el cuerpo son muy
notables en la estatuaria de estos siglos, sobre todo, el XIII.
Son de notar también la esculturas destinadas al culto, principalmente los crucifijos y las
imágenes de Vírgenes. Los primeros, que en siglos anteriores se representaban con túnica larga y
mangas pierden éstas ya desde el XI y acortan considerablemente aquélla, que en el XIV queda
reducida a un solo lienzo arrollado a la cintura. Las imágenes se siguen chapeando (§ 357) o se
pintan de varios colores, o bien se construyen de plata embutidas, como las de la capilla de las
reliquias de Santiago (siglo XIV o XV). El ejemplo quizá más notable de imagen gótica que ha
llegado a nosotros, es la Virgen del coro de Toledo, llamada la Blanca.
El desarrollo de la escultura revélase también en los relieves de los aleros y gárgolas (§ 357) y
en la talla de madera, que toma extraordinarias proporciones, llegando a su apogeo en la época
siguiente, en que haremos mención de hermosos ejemplares muy característicos, sobre todo en las
sillerías de coro, salas capitulares, sacristías, palacios, etc.
Aplicado a los metales el arte escultural, copiando las formas y los adornos góticos, tiene una
rica representación en los objetos del culto (§ 358), entre los que principalmente deben mencionarse
los retablos o tablas de cobre, oro y plata, que en los siglos XIII, XIV y XV (sobre todo en este
último) son muy frecuentes y adquieren gran desarrollo; los copones y cálices, los viriles u
ostensorios, generalizados en el XIV merced a la institución de la fiesta del Corpus, y que,
afectando en este siglo formas muy variadas (imágenes, copones transparentes, fuentes simbólicas,
torres, etc.), adquieren en el XV la de templete, que predominó ya luego y dio motivo en la
siguiente época a los admirables ostensorios o custodias procesionales; los portapaces, que se
desarrollaron con igual riqueza; las cruces procesionales de plata y hierro de finísima labor y tipos
variados, repitiendo motivos ojivales principalmente; los relicarios, de que son hermosa muestra el
que en forma de tríptico y con el nombre de tablas alfonsínas (por proceder de Alfonso X) se
conserva en la catedral de Sevilla, y otros que mencionan el testamento de este rey y el de Pedro I.
El de Sevilla es de madera con placas de plata sobredorada, y se cree obra del orfebre maestro
Jorge, platero de Sevilla; de los segundos, uno tenía muchas figuras de marfil. Igualmente son
notables las rejas y verjas, sobre todo las del XV, de tipo original.
Las joyas de uso profano, muy generalizadas en las fastuosas costumbres de la época, eran a
menudo de gran valor y de importancia artística. Algunos ejemplares han llegado a nosotros; pero
son más los perdidos, de que conservan noticias los documentos de la época. Tales, las joyas de
Don Alfonso X, que se mencionan en su testamento (1284) y entre ellas, «coronas con piedras» y
camafeos; las de Pedro I: coronas, collares con rubís, aljófar y otras piedras de valor, una galea de
plata, copas de oro con aljófar, una nave de oro con piedras, espadas guarnecidas de plata, sillas de
montar con adornos de metales preciosos, etc., en todas las cuales es de presumir que dominaría el
gusto mudéjar, muy difundido en la orfebrería, o el francés, que también influyó, especialmente en
los esmaltes; las que usaban los judíos y se mencionan en las Ordenanzas de 1439, y otras que se
pudieran citar. De mitras riquísimas de oro con piedras preciosas, hay noticias correspondientes a
los siglos XIV y XV. En Santiago consérvase una que parece haber pertenecido al arzobispo
Moscoso, muerto en 1367. Los sellos que la cancillería real colocaba pendientes de los documentos
regios de importancia, y que también usaron las Corporaciones y los nobles, revelan un gran
progreso.
A la vez se perfeccionó y desarrolló mucho el arte del bordado y el de tejidos ricos. Tuvieron
representación notable, ambos, en las telas y ropas de iglesia: frontales de altar, que dejan de ser de
piedra, madera o metales, para fabricarse de telas preciosas, con bordados de adornos y figuras,
como el de la catedral de Córdoba; casullas y capas, ya de tisú (fabricación árabe y mudéjar,
especialmente), ya de damasco (importado desde el XIV) y de camelote (tejido de piel de camello o
cabra con hilos de oro, seda, lana y algodón, etc.), con espléndida ornamentación de adornos,
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escudos, blasones y figuras, como se ve en la de Santiago, que se conserva, y se sabe de las que
dejaron en sus testamentos Alfonso X y Pedro I.
De trabajos en marfil han llegado a nosotros pocos ejemplares. De ellos son una Virgen que se
conserva en la catedral de Oviedo (siglo XIV) y una arqueta que se guarda en la Academia de la
Historia (mismo siglo) y algunos dípticos del XIII y XIV con más o menos influjo francés. En
punto a la cerámica, fueron famosas las porcelanas y barros esmaltados mudéjares y la loza con
reflejos dorados.

537. La pintura.
La particularidad que en este arte ofrece la época que estudiamos, consiste en el desarrollo,
cada vez mayor, de la pintura mural y sobre tabla, que adquiere vida propia, tendiendo a obscurecer
la miniatura y echando, en realidad, los gérmenes de la decadencia de esta forma de iluminación,
que también la imprenta ayudó a desterrar. No quiere esto decir que falten ejemplares notables de
miniaturas. Antes al contrario, los hay hermosísimos, superiores a los de la época anterior,
notándose en ellos gran perfección de dibujo, mucha riqueza de color, entonación bien estudiada y
composición elegante y movida. Ya hemos citado algunos códices que merecen estudiarse en este
sentido, tales como el de las Cantigas (1276-84), la Biblia de Arragel y otros. Pueden añadirse
algunos de Las Partidas, el del Ajedrez y el de las Tablas, el del Saber de Astronomía, y la Biblia
de Pedro de Pamplona, todos de tiempo de Alfonso X, así como el Pontifical de Sevilla (1390-
1473). Las miniaturas parecen reflejar principalmente influencias francesas y flamencas.
De pinturas murales, los restos más antiguos y de mayor interés son los de la catedral vieja de
Salamanca (1248), las Vírgenes de Sevilla y el arca de San Isidro (Madrid); pero muy
especialmente los de la antigua iglesia de San Pablo, en Salamanca, y el Juicio final, de una capilla
de San Isidoro, en León, que, a juicio de algún crítico, expresa, mejor que otras obras, el tipo
propiamente español de la pintura gótica de fines del siglo XIII y comienzos del XIV. De tiempo de
Sancho IV (1291-92) hay noticia de pintores de palacio. Pero ya en el siglo XIV se nota bien claro
el influjo y penetración de las escuelas italianas, representadas en nombres de artistas que figuran en
las cortes de Juan I y II y en pinturas de género giotesco (de Giotto, pintor italiano: 1276-1356) de
la catedral de Toledo y del convento de San Isidoro, en Santi Ponce; y es de notar que se distinguen
con gran precisión las hechas por españoles y las debidas a pintores de Italia, siendo muy
imperfectas aquéllas y propiamente no clasificables como giotescas. El influjo de la escuela de
Giotto se perpetuó en el XV, a cuyo tiempo pertenecen los más hermosos ejemplares hoy
conservados, obra de artistas italianos, o de españoles que los copian con excesiva fidelidad, a
saber: la pintura mural del ábside de la catedral vieja de Salamanca y las de la capilla de San
Martín, en la misma iglesia.
Pero si los pintores castellanos no supieron asimilarse propiamente los géneros italianos,
creando obras originales dentro de este tipo (a diferencia de lo que ocurrió en Levante, como
veremos), acogieron en cambio con gran favor y se dejaron penetrar por la influencia flamenca, que
parece iniciarse con la venida a España del célebre pintor Van Eyck (1428), el cual hizo el retrato
de la infanta Isabel de Portugal. Desde entonces, abundan en Castilla y Andalucía las pinturas
flamencas importadas y los artistas de aquel país, quienes pintaron, entre otras cosas, un tríptico
regalado por Juan II a la cartuja de Miraflores (1445) y los retablos del hospital de Buitrago (1455)
El primero fue obra de Roger Van der Weyden, de quien hay varias pinturas en el Museo del Prado.
La nueva escuela arraigó mucho entre castellanos y andaluces, y se significó principalmente en los
retablos pintados, que sustituyen rápidamente a los antiguos de orfebrería (§ 355) Los tres artistas
más notables y dignos de recordar son Juan Sánchez de Castro, que pintó mucho en Sevilla y cuyas
obras principales ya no existen; su discípulo Juan Núñez, y Fernando Gallegos, salamanquino. Los
tres alcanzaron la época de los Reyes Católicos. A Sánchez de Castro se atribuyen, pero no es
seguro, unas hermosas tablas de factura flamenca halladas en la iglesia de San Benito de las
Calatravas. De Gallegos quedan muchas obras, unas seguras, otras dudosas (entre ellas un retablo
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de 1470, en Zamora), notándose en él que no copia tan fielmente como los andaluces el arte
flamenco, conservando más los rasgos del tipo local y siendo su color menos brillante y entonado,
con tonos secos, obscuros y poco transparentes, que caracterizan a la escuela propiamente
castellana. La formación de la escuela española original corresponde, como veremos, a la época
siguiente.
La pintura sobre vidrio progresó muchísimo, haciéndose ya en trozos mayores que en la época
anterior y ocupando las figuras tres y más paneles, con representaciones, no sólo de santos y
ángeles, sino también de obispos y personajes varios, escudos, etc. En algunas catedrales
consérvanse hermosísimas vidrieras de este tiempo, pertenecientes a ventanería y a los roscones que
generalmente coronan las portadas. Son notables las de León, del siglo XIV, de brillante colorido y
elegante dibujo.

538. La música.
Durante los primeros siglos de la Reconquista, el cultivo de la música estuvo reducido al de
las canciones o himnos litúrgicos (§ 350) y fue casi exclusivamente vocal, en la forma del canto
llano. Al principio era esta música de una voz sola; pero luego se fueron combinando dos o más
voces (polifonía) y mezclando a las antiguas melodías sagradas otras profanas (cantos populares,
que ofrecían mayor variedad y viveza de movimientos. Los cantos escribíanse en los libros de coro,
himnarios, antifonarios, no a la manera actual sino con puntos y signos convencionales (neumas) y,
más frecuentemente, en España, con letras de un alfabeto desconocido, usadas hasta el siglo XII y
sustituidas luego por puntos. En el siglo XIII la polifonía vocal está ya plenamente constituida en la
música sagrada. La profana seguía siendo generalmente de una voz sola, y adquirió rápido y rico
desarrollo con las escuelas de poesía provenzal y gallega, cuyas composiciones cantaban los
juglares y trovadores, acompañados de instrumentos de cuerda (laúd, vihuela, etc.) Tanto éstos
como los de viento (órgano portátil y fijo, chirimía...) que se usaban en las iglesias y fuera de ellas,
no tenían otro papel que acompañar a las voces, sosteniéndolas, sin que se dibuje todavía la música
puramente instrumental con independencia del canto, a no ser en los bailes, que también solían ir
acompañados de canciones. En los versos del arcipreste de Hita hay una larga enumeración de los
instrumentos, muchos y variados, que se conocían entonces; señalando a veces su origen, ya
francés, ya arábigo, etc.
La afición creció en los siglos XIV y XV, hasta el punto de que «no hay en España catedral,
colegiata ni convento en que no se practique el género religioso»; a la vez que los reyes y magnates,
protectores de la poesía trovadoresca, llevan a sus cortes y palacios músicos y poetas asalariados,
que van enriqueciendo el contingente de la música profana sobre la base de la popular, muy
expresiva, y llegan a producir composiciones de cierto artificio: v. gr., cantares armonizados de tres
y cuatro voces. Como protectores y aficionados del arte musical, distinguiéronse los reyes Juan II y
Enrique IV.
Entre las obras musicales de carácter religioso correspondientes a esta época, figuraban las
canciones a la Virgen, escritas sobre la letra de las Cantigas de Alfonso X (§ 528) y de uso
constante en la catedral de Toledo, y es llamado Canto de la Sibila, especie de profecía del Juicio
final, que, introducida en España por los benedictinos franceses (siglo XI), arraigó en nuestras
iglesias. Desde fines del siglo XIII, quizá, y traducida al romance castellano, se cantaba en la
Nochebuena, acompañada (en Toledo) por la música llamada Eugeniana o melodía, que ha llegado
hasta nosotros. Formaba este canto parte de una de las representaciones dramático-religiosas, tan
frecuentes entonces, según vimos (§ 533), en la , cual intervenían varios niños de coro, infantillos o
seises, con disfraces o vestiduras alegóricas, los cuales actuaban sobre un tablado dispuesto cerca
del púlpito del lado del Evangelio.
Merced a la concurrencia de todos los elementos señalados, echáronse las bases de lo que en
el siglo XVI había de ser la escuela musical española, caracterizada, según veremos, por principios
originales distintos de las extranjeras.
439

539. Costumbres y modas.


En diferentes párrafos anteriores, al hablar de las clases sociales, de la Iglesia, de la literatura,
etc., hemos, en rigor, caracterizado las costumbres de la época, en lo que tuvieron de más esencial.
Réstanos tan sólo reforzar algunas líneas del cuadro y añadir ciertos pormenores, de los no muy
abundantes que conocemos hoy en este particular, todavía poco estudiado. Téngase en cuenta que
las más de las noticias que han llegado a nosotros se refieren a las clases superiores, escaseando
mucho las de la vida popular.
En general, puede decirse que son rasgos de la sociedad castellana en esta época la
inmoralidad de las costumbres en todos los órdenes, acompañada de cierta licencia en el pensar, que
alcanza a las mismas materias religiosas, tratadas con poco respeto, cuando menos; el lujo
desmedido; el afán de honores y de hidalguía (representado por la excesiva difusión de los escudos,
blasones y abolengos nobiliarios, verdaderos o fingidos); el predominio de la vida ciudadana y de
las luchas políticas, en la corte y en los municipios, sobre los hábitos guerreros de antes; la
asimilación de modas e influencias extranjeras; la mezcla de un gran apetito de saber con la
continuación acentuada de innumerables supersticiones, y la práctica exagerada de los principios
caballerescos (§ 361), profesados, las más de las veces, sin ninguna sinceridad y por puro deseo de
singularizarse las personas.
De la inmoralidad hemos dado repetidas pruebas, y no es preciso insistir en este punto. El
lujo, derivado, por una parte, de esta inmoralidad, y por otra de la situación económica mejorada en
la burguesía, avasalló, no sólo a los nobles, sino también a los mercaderes adinerados de las grandes
plazas comerciales, y se tradujo en las construcciones ricamente decoradas, en los refinamientos
interiores del hogar, en los trajes y armas, en los juegos, fiestas y diversiones y hasta en las
comidas, según revelan a cada paso los restos artísticos, las obras de literatura, los documentos
privados y los mismos libros especiales de montería, cetrería y cocina, que escribieron personajes
tan encumbrados como Don Juan Manuel, Ayala, Villena y otros. El Arte cisoria, de este último,
está lleno de noticias muy curiosas respecto de manjares y condimientos, que prueban el grado de
perfección a que había llegado la cocina, la pastelería, salchichería y demás industrias afines, hijas
de los gustos de la época.
El refinamiento de la vida lleva fácilmente a las mujeres al uso de afeites en el rostro, de
pinturas en el cabello, de exageraciones en el traje, como crudamente les echó en cara el Corbacho
(§ 525). En las anotaciones de la Biblia de Arragel (§ 525) se dice que las mujeres hermosas
buscaban una fea y la metían en medio de ellas para que realzase su belleza, y que las jóvenes
ponían polvo de almizcle, etc., entre el pie y el chapín, y cuando llegaban los mancebos daban
fuerte al pie y salían los polvos, que almizclaban la calle. Pero no se libraron de este contagio los
hombres, quienes, según Rodríguez del Padrón (§ 531), mostraban gran afán en rectificar las
condiciones naturales de su cuerpo, ya usando botas de altos tacones, ya vistiendo ropas sobre ropas
o rellenándolas de algodón y lana para disimular la delgadez, ya pintándose el cabello, ya
derramando sobre sí aguas de olor. En las fiestas reales y nobiliarias (torneos, partidas de caza,
banquetes, etc.) el derroche era enorme, según se ve, verbigracia, en El paso honroso, de Suero de
Quiñones, en los relatos de las fiestas dadas por Juan II y Don Álvaro de Luna, en la descripción
que hace Jorge Manrique de la corte de los infantes de Aragón, etc. Bastará citar el hecho de que
Don Álvaro gastaba al año 100.000 doblas. Alguna vez se quiso poner remedio a estas locuras
dictando leyes suntuarias, como ya se había hecho respecto de las bodas (§ 361) y se tuvo que
repetir, v. gr., en tiempo de Alfonso XI (Cortes de 1348); citándose en las prohibiciones, tanto a los
caballeros y escuderos, como a los labradores. Pero no se logró gran resultado.
En los trajes influyeron mucho, como era natural, las modas extranjeras, que tienden cada vez
más a ceñir la ropa al cuerpo, abandonando los ropones y prendas flotantes y talares de siglos
anteriores. Como resultado de esto, el vestido y el tocado se estrechan y se hacen puntiagudos, tanto
en las mangas como en las caperuzas, en el calzado, en todo. La prenda nueva y predominante,
desde mediados del siglo XIV, fue un jubón hecho a corte y medida, y que adopta muchas variantes.
440

Las calzas se ajustaron a la pierna desmesuradamente, llevándose de diferente color cada una, y en
el sombrero o birrete empezaron a ponerse plumas de avestruz, águila o pavo real. Para cubrir el
traje se generalizaron diferentes sobrevestas, dalmáticas, capas y hopalandas de colores, blasonadas,
con franjas y ribetes de oro, plata, pieles, etc. La hopa u hopalanda muy ancha, llevaba cola y
mangas que arrastraban por el suelo. Las mujeres modificaron también sus vestidos, dando más
libertad a los movimientos del cuerpo y usando faldas de colores y con blasones, manteletes o
corsés de armiño con oro y pedrería y mantos de gran riqueza y varias formas. En el peinado se
usaban varios tipos, entre ellos uno de trenzas pequeñas, llamado a la castellana. En el calzado
hízose general el chapín o zapato adherido a gruesas suelas de corcho, que realzaban la estatura, al
paso que los hombres usaban el zapato de polaina, de punta larguísima. En el siglo XV todavía se
extremó más lo escurrido de los trajes y de los bonetes, caperuzas, etc., que al fin, sin dejar de ser
altas, se hendieron en el tocado mujeril, dividiéndose en picos y dejando caer por detrás larguísimos
velos.
No es raro, sin embargo, ver alternar (en miniaturas y estatuas) estas modas del XIV y XV
con otras menos exageradas, tanto en hombres como en mujeres, y más parecidas a las
tradicionales; y también hay períodos (v. gr., el de Enrique IV) en que, predominando las
influencias mudéjares, la indumentaria castellana toma caracteres especiales que la apartan en no
poco de la evolución europea. En Las Partidas y otros documentos hay testimonios de la
persistencia de las tocas de las casadas, que cubrían cabeza y cuello. Por otra parte, no todas las
gentes vestían del mismo modo en el reino castellano. Los judíos y mudéjares veíanse obligados,
como sabemos, a llevar distintivos y formas especiales en sus ropas. A las barraganas de clérigos se
les impuso, en 1580 (Cortes de Soria), el uso de una franja de paño bermejo sobre la toca, y a las
mujeres de mal vivir tocas azafranadas «porque sean conocidas» (Ordenamiento de 1337). En fin,
los trajes de las clases populares, y especialmente de la labradora, poco conocidos hoy, es seguro
diferían bastante de los antes citados, no sólo en riqueza, sino en formas, diferenciándose también
de las diversas regiones.
Ni se crea tampoco que el lujo de las clases pudientes y el refinamiento a que hemos hecho
referencia, eran expresión de haber mejorado en general las condiciones de la vida, o de haberse
dulcificado las relaciones entre los hombres. Contra lo primero dan testimonio los viajeros
alemanes, italianos, etc., que en el XIV, y sobre todo en el XV, recorrieron la Península, y lo
comprueban hechos como el de hallarse sin empedrar las más importantes poblaciones, entre ellas
Santiago, tan visitada por gentes de otros países. De lo segundo dan elocuente prueba las continuas
luchas generales y locales que llenan aquellos siglos, particularmente en la nobleza (§ 436), y la
crueldad que, tanto en ellas como en los ataques a las juderías, se desplegaba. Bastará citar (sin
detenernos en ejemplos repetidos que suministra, v. gr., la guerra civil entre Pedro I y Enrique de
Trastamara) el siguiente pasaje de un cronista gallego: «Y en el tiempo que Fray Berenguel era
arzobispo de Santiago, estando en la Rocha (1358), degolló por traición muchos nobles... Y cuando
el rey Don Pedro entró en Santiago, un caballero que se llamaba Fernán Pérez Churruchao, en la
Porta Faxeira mató un arzobispo y un deán por mandato del rey Don Pedro, y todo se levantó por lo
que hizo el arzobispo Fray Berenguel.» Cuando así procedían los eclesiásticos (cf. § 458), ¡qué no
harían los seglares, sobre quienes no pesaban tan fuertemente las penas canónicas y la celosa
vigilancia de muchos Papas y prelados, afanosos por regenerar la vida del clero! En
correspondencia con estas costumbres sanguinarias y por razón de ellas, creáronse en el siglo XV
las Hermandades de la Paz y Caridad, cuyo fin consistía en enterrar a los muertos que era frecuente
encontrar por la calle durante las noches, y en recoger los cuerpos o miembros de los ajusticiados,
que se exponían en los caminos. La primera que se estableció, créese fue en Sevilla. La de Madrid
es de 1421.
En cuanto a las supersticiones, no sólo tomaron, entre los estudiosos, las formas de la
alquimia y de la astrología adivinatoria, sino que entre los iletrados y en la sociedad toda se
difundían las más extravagantes o se perpetuaban las que ya eran perseguidas muchos siglos atrás,
441

como la de misas de difuntos dedicadas a personas vivas (§ 142). Las leyes persiguieron con
insistencia tan perjudiciales creencias, entre las que una pragmática de 1410 cita «los agüeros de
aves y estornudos... de suertes y hechizos... adivinanzas de cabeza de hombre muerto o de bestia, o
de palma de niño o de mujer virgen», etc. La Confessión Rimada, de Pérez de Guzmán, menciona
otras formas, y Rabí Arragel da testimonio de que en sus tiempos había gentes que dormían sobre
los sepulcros y luego decían tener comunicación con las almas de los fallecidos, así como otras
sacaban agüeros del canto de la gallina, de encuentros con ciertos animales, etc. Muchas de estas
supersticiones procedían, como es fácil advertir, de la antigüedad ibérica, céltica o romana; pero
otras se ingirieron en Castilla por el roce continuo con los mudéjares, de quienes se tomaron
muchos hábitos, proverbios y refranes populares, y a cuyas mujeres no era raro que galanteasen, con
gran respeto y entusiasmo, los poetas cristianos.
De las costumbres caballerescas nada diremos después de lo apuntado en el § 531. El caso de
Suero de Quiñones no fue único, mencionándose otros análogos de Pero Niño, conde de Bulnes, de
Don Beltrán de la Cueva, de Juan de Merlo, etc., quienes emularon las hazañas y la destreza
guerrera de los héroes del Amadis y demás libros, ora en desafíos especiales, ora en las justas y los
torneos a pie y a caballo, que con frecuencia se celebraban para festejar sucesos o para entretener a
los reyes y magnates. De ellos alcanzaron especial renombre los verificados en tiempo de Juan II,
en uno de los cuales salió herido Don Álvaro de Luna. Diferenciábanse las justas de los torneos, en
que en aquéllas peleaba sólo un combatiente por cada parte, y en éstos, varios. El pueblo tuvo, a su
manera, análogos pugilatos de fuerza en las luchas de hombres asalariados a que alude,
condenándolas, una ley de Partidas.
Además de estas diversiones, cabe ya citar en esta época la de las corridas de toros, que, a
pesar de su abolengo antiguo (§ 142), no se ve mencionada de manera fehaciente en documentos
anteriores a Don Alfonso X. Las Partidas hablan de esta diversión en la ley 57, tít. 5º, Part. I,
prohibiendo a los eclesiásticos que asistan a ella, y también parecen aludir a la misma en otra ley (4ª
de la Part. VII tit. 6º), que habla de los oficios infamados. Se ve por estos textos que el correr toros
era juego muy difundido ya en aquella época. La compilación de fueros de Zamora (fines del siglo
XIII) habla de una plaza o sitio fijo en las afueras de la ciudad para correr toros, y el creciente favor
que fiesta esta iba alcanzando nos lo prueban documentos y noticias de tiempos de Sancho IV,
Pedro I, Enrique III, Juan II y Enrique IV. De tiempos del penúltimo parece ser la primera plaza de
toros que se construyó en Madrid. No sólo lidiaban gentes especialmente afectas a este arte, sino
también los nobles, ora a pie, ora a caballo.

Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca


540. Las Universidades, las escuelas y la imprenta.
En sus líneas generales, la historia de la cultura en los extensos territorios del Estado
aragonés-catalán y los reinos de él nacidos, es igual a la de la cultura castellana durante esta época.
El mismo afán por saber en las clases elevadas; el mismo desarrollo de los establecimientos
docentes; análoga penetración de las influencias extranjeras, especialmente de las francesas e
italianas, e idéntica expansión del espíritu indígena hacia los grandes focos científicos de Europa.
Así como en Castilla Alfonso X y Juan II significan dos momentos capitales de la evolución
intelectual, en el reino aragonés Pedro IV, y sobre todo, Juan I y Alfonso V, representan aspectos
fundamentales en la civilización oriental de la Península: Juan I, el provenzal y trovadoresco;
Alfonso V, el clásico renaciente y Pedro IV, el didáctico de muy variado origen.
Lérida fue la primera población que en estos territorios tuvo Universidad, fundada por Jaime
II (1300), para apartar a los escolares aragoneses y catalanes de la de Tolosa, a que concurrían en
gran número. Para lograr este propósito, pidió permiso al Papa Bonifacio VIII, quien se lo concedió
con las mismas gracias y privilegios de que gozaba la Universidad tolosana, a los cuales añadió el
rey otros muchos. El diploma real de fundación está calcado sobre el que dio Federico II al crear la
442

Universidad de Nápoles. El sostenimiento de las cargas corrió a cargo del municipio, cuyos paheres
dirigían los estudios con escasa intervención del obispo. Las enseñanzas establecidas desde el
primer momento fueron las de derecho canónico y civil, medicina, filosofía y artes, con inclusión de
la física y la gramática. Los médicos tuvieron cátedras de disección, las primeras autorizadas en
España, por privilegio de Juan I (1391). De 1349 créese procede la Universidad de Perpiñán,
fundada por Pedro IV, y que en 1450 aun existía, según se lee en un privilegio de Alfonso V. En
1345 Pedro IV creó en Huesca otra Universidad, cuyos estudios, interrumpidos en 1450, se
reanudaron por nuevo privilegio de Juan II en 1461, y una bula de Paulo II de 1464 incluyendo ya la
teología, que (como en Castilla) fue entrando en el siglo XV en todos los establecimientos docentes.
En Valencia (donde Jaime I concedió libertad para establecer estudios de gramática y demás artes,
de medicina y de derecho y trató de fundar Universidad: § 364) existieron, sin duda desde entonces,
cátedras de varias materias, además de las de teología que tuvieron asiento en la catedral y en el
convento de dominicos. En 1373, el Ayuntamiento trató de reunir en un solo edificio todos los
estudios de artes, y así se verificó; pero desavenencias que surgieron, por competencias de
jurisdicción, entre las autoridades civiles y las eclesiásticas, no permitieron constituir formalmente
los estudios hasta 1412, en que el Consejo aprobó estatutos para las enseñanzas de gramática, lógica
y filosofía. A éstas se unió pronto (1424) otra de literatura latina, sostenida, como aquéllas, por el
municipio ,y encomendada al veneciano maestro Guillén, quien leía y comentaba la Eneida y el
libro De consolatione, de Boecio. No consta que se estudiase medicina ni ambos Derechos; pero es
muy probable que hubiese enseñanzas (privadas) de todas materias, aunque la Universidad
propiamente dicha no se organizó hasta 1500. Alfonso V confirió (1420) la nobleza a todos los
licenciados y doctores en Derecho que fuesen «ciudadanos honrados» de Valencia. Una bula de
Sixto IV confirmó, en 1474, los estudios de artes que, como sabemos (§ 364), existían desde siglos
anteriores, con el derecho de conferir grados; pero no se crearon por entonces otras cátedras.
Mayor interés ofrece la Universidad que fundaron en la morería de Zaragoza los mudéjares,
quienes perpetuaron por algún tiempo en Aragón el estudio de la medicina, la filosofía y otras
ciencias, así como en Valencia el de la historia, y en todas partes el de la religión, entre los doctores
de las aljamas.
En Barcelona se creó, a comienzos del siglo XIV, una academia con varias enseñanzas, entre
ellas la de medicina, de que el rey Don Martín formó una escuela especial, aprobada por el Papa en
1400 y cuyos estatutos se hallan mencionados en un documento de 1405, indicando que confería
grados de doctor, licenciado y bachiller. En 1450, los concelleres trataron de fundar un Estudio
general que, confirmado por el rey, comenzó con las enseñanzas de teología, derecho canónico y
civil, filosofía, artes y medicina. El Papa le concedió igual categoría que a las de Tolosa y Lérida.
En Gerona se hizo otra fundación municipal en 1446, pero con escasos resultados.
A parte de estos centros generales, hubo, como en Castilla, numerosas cátedras de teología, de
gramática, hebreo y árabe en los monasterios y conventos (especialmente de los dominicos) de
Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca.
Pero las dos manifestaciones más señaladas y originales de la enseñanza fueron aquí las
escuelas lulianas y las de primeras letras, de que hay noticias seguras, más abundantes que en otras
regiones de la Península.
Las escuelas lulianas, debidas en parte a la iniciativa de Raimundo Lulio, y en parte a la gran
fama de que gozó y al número considerable de sus discípulos, fueron principalmente de filosofía,
pero también comprendieron la enseñanza de lenguas extranjeras, en especial el árabe. Para este fin
se fundó la primera en 1276, viviendo Lulio. Después de su muerte cundió muchísimo el lulismo y
se crearon otras de filosofía en Cataluña, Mallorca y Nápoles, ya por iniciativa o con autorización y
protección real, como la de Berenguer Fluviá (1369), la de F. de Lauria (1393), las de Juan Llobet
(1449) y otras, ya por iniciativa y con fondos particulares. Merced a ellas, la corriente luliana se
perpetuó durante mucho tiempo, contribuyendo grandemente al cultivo y progreso de los estudios
filosóficos.
443

De las escuelas primarias sostenidas por los municipios hay testimonios de que existían en
Castelló (1356), en Figueras (1321) y en otras villas catalanas: lo cual hace pensar que era esta
fundación muy común en las municipalidades.
En Universidades extranjeras fueron maestros no pocos aragoneses y catalanes, juntamente
con los castellanos que ya se citaron (§ 526). De ellos merecen notarse Raimundo Lulio, que
explicó en París, Montpellier, Aviñón y varias ciudades de Italia; Arnaldo de Vilanova; Guido de
Terrena o de Perpiñán y Juan de Claravó, ambos teólogos; Francisco de Bacho, llamado en París «el
doctor sublime», y Bernardo de Masoller (manresano), los dos carmelitas; Fr. Juan Monzó,
valenciano, célebre por las polémicas que levantó en la Universidad parisién, y su paisano Bernardo
Oliver, que explicó teología en la misma capital francesa; Raimundo Sabunde o Sibiude, y otros. Es
muy de notar la práctica, casi general en los cabildos (v. gr., los de Vich, Calahorra, Gerona, Urgel),
de subvencionar a los eclesiásticos que salían a perfeccionar sus estudios en el extranjero. Lo
mismo hicieron algunos municipios, v. gr., el de Valencia. Los médicos gerundenses tenían un
colegio universitario en Montpellier desde 1452. San Vicente Ferrer se graduó en París de teología.
Todos estos focos de cultura —además de los que fundó en Nápoles, como veremos, Alfonso
V, y de lo que suponía en este orden el constante trato con los italianos y franceses— recibieron
notable empuje, en los medios de difusión de sus enseñanzas, con la introducción de la imprenta,
que, según hoy se cree con mucha probabilidad, establecióse primeramente en Valencia, donde salió
a luz, en 1474, el primer libro, colección de Trobes en lahors de la verge María. Poco después
extendíase el nuevo arte a Zaragoza y Tortosa, y en 1478, o antes quizá, se imprimía ya en
Barcelona. La mayor parte de los impresores eran extranjeros, principalmente alemanes.

541. Cultura científica.


La filosofía y la medicina parecen ser las dos ciencias más cultivadas en los reinos
aragoneses, aparte la náutica y la cosmografía, en que ya sabemos brillaron mucho mallorquines y
catalanes.
De Raimundo Lulio se dijo oportunamente lo esencial. Entre sus numerosos discípulos,
brillaron principalmente el ya citado Llobet, el monje Pelayo, mallorquín, Fr. Mario de Passa,
veneciano, Daguí y Descós, catalanes, y otros. Arnaldo de Vilanova († 1311), químico y médico, se
señala también como filósofo y teólogo, condenando el estudio de la filosofía con motivo de las
polémicas, sobrado ociosas muchas veces, que solían entretener por entonces a los escolásticos, con
daño de la ciencia real y positiva; y aunque sus doctrinas fueron consideradas como peligrosas por
algunos teólogos y se las condenó en 1316, el mismo Papa Bonifacio VIII las aprobó muy luego, y
de ellas hicieron apología varias autoridades de la Iglesia.
De otro filósofo, probablemente catalán, del siglo XV, Sabunde o Sibiude, se tienen muy
escasas noticias. Dejó una obra titulada Libro de las criaturas, y quizá también otras de asuntos
filosóficos. Explicó en la Universidad tolosana. A la época del .rey Don Martín pertenecen el
catalán Bernat Metge (a quien, por su apellido, se tuvo durante algún tiempo, erróneamente, como
médico), autor de Quatre llibres de somnis en forma de diálogos filosóficos y morales, y Fr.
Anselmo Turmeda, moralista satírico en su Disputa del ase sobre la natuta y noblesa dels animáls.
Algo posterior, de tiempo de Don Juan II, fue el aragonés Pedro Martínez, dominico, bibliotecario
del príncipe de Viana y autor de un tratado moral titulado Mirall de divináls asots. Influyeron en el
cultivo de estas ciencias elementos muy variados. En primer término, el oriental (hebreo y árabe)
cuyo reflejo en Raimundo Lulio ya hemos visto (§ 364) y que, llegado a su apogeo en el reinado de
Jaime II, promovió traducciones e imitaciones numerosas, merced a las cuales se difundieron las
doctrinas de Maimónides, Algazalí, Mohidin, Avicena y, sobre todo, de Averroes, muy señaladas en
los tratados político-morales de esta época. Del seno de los mismos filósofos, teólogos y moralistas
así influidos, salió, sin embargo, la reacción anti-semita, que representan el controvertista Ramón
Martí cuyo Pugio fidei se dirigió contra los judíos, Lulio, San Pedro Pascual y San Vicente Ferrer:
no obstante lo cual, todavía a fines del siglo XIV hay vestigios de aquella influencia en escritores
444

eclesiásticos.
En sustitución suya reinó en el XV la italiana, aunque también se tradujeron al catalán
filósofos y moralistas franceses. El centro de aquélla fue la corte napolitana de Alfonso V en que se
rindió especial culto a las aficiones filosóficas influidas por el clasicismo de los italianos y en cuyas
discusiones intervinieron brillantemente algunos españoles como Juan García y el célebre Fernando
de Córdoba (§ 524), mientras otros vertían al castellano y al catalán —según diremos— las obras de
Séneca y otros escritores latinos. El mismo rey, cuyo palacio era una verdadera academia a que
acudían diariamente filósofos, médicos, jurisconsultos, teólogos, gramáticos, etc., intervino más de
una vez en las polémicas; y como dice un contemporáneo suyo, «ninguna cosa de Filosofía le fue
desconocida; investigó todos los secretos de la Teología; supo razonar gentil y doctamente de la
esencia de Dios, del libre albedrío del hombre, de la Encarnación del Verbo, del Sacramento del
Altar y de otras dificilísimas cuestiones»: contrastando así grandemente con su padre Fernando I,
quien dio repetidas muestras de su ignorancia y de su escaso aprecio a la cultura.
Teólogos propiamente dichos hubo algunos (además de los ya citados) aunque de poca
importancia, si se exceptúa a Juan Palomar, asistente al Concilio de Basilea; los dos embajadores
que acudieron al de Constanza; el inquisidor Eymerich o Aymerich, perseguidor injusto de las
doctrinas de Lulio y Vilanova, del cual se volverá a hablar más adelante, y algún otro eclesiástico
que brilló en la corte de Alfonso V. Pero sí hubo muchos escritores de materias eclesiásticas:
controversistas, moralistas, traductores (de la Biblia y de obras latinas, francesas, italianas, etc.),
historiadores de santos, místicos, ascéticos y oradores sagrados, entre los cuales deben citarse a
Bernat Oliver, Huc de Bariols, Exemeno, Brugera, Ros de Tárrega, Oller, Fr. A. Cañáis, Malla,
Corella, San Vicente Ferrer y otros muchos.
El cultivo de la medicina tuvo extraordinario desarrollo por influjo de la ciencia judaica y
musulmana y por el prestigio de Vilanova y aun del mismo Lulio, quien, sin ser médico, escribió de
esta materia y logró muchos adeptos. Parece que, aparte las escuelas de medicina que en la
Península y en territorio francés otorgaban grados, hubo (tal vez desde el siglo XIII) un tribunal o
protomedicato examinador, aunque era frecuente que los reyes otorgasen licencia para ejercer la
medicina sin examen. Entre los nombres de los médicos célebres, suenan, en documentos del siglo
XIV y XV, no pocos judíos y aun varias mujeres, autorizadas por el rey (1386). Judío barcelonés
fue Bonposc Bonfill, traductor al hebreo de obras de Galeno e Hipócrates, así como de Esopo y
Boecio, y judío leridano R. Galab, escritor de medicina. También escribieron de esta ciencia
algunos cristianos, notándose ya en los de fines del siglo XV una marcada reacción contra el
método deductivo y en favor de los estudios experimentales, a la vez que desaparecían rápidamente
las escuelas médicas musulmana y judía. Contribuyeron grandemente a esto —preparando la
renovación científica del siglo XVI— el cultivo de la anatomía en algunas cátedras universitarias (§
540) y la fundación de hospitales, como el de Santa Cruz de Barcelona (1401), resultado de la
fusión de otros cuatro anteriores; el de la Virgen de Gracia, en Zaragoza (1425), cuya especialidad
consistía en admitir toda clase de personas, cualesquiera que fuesen su patria, religión, sexo y
enfermedad; el de Santa Eulalia o San Andrés, fundado en Palma de Mallorca por Nuño Sans, y
otros. De esta misma época en la creación (en Valencia) del primer hospital-asilo de locos, debido a
la piedad del fraile mercenario Fr. Juan Jofré Gilabert (1409). De la existencia de médicos
municipales hay varios testimonios, relativos a pueblos de Cataluña, en el siglo XIV.
Juntamente con la medicina, solía ir el estudio de la química y aun los extravíos de la
alquimia. Las obras de química de Vilanova fueron apreciadísimas y circularon de ellas muchas
copias, algunas de las que se guardan en archivos catedrales. Propiamente alquímicas, y más en
especial relacionadas con la obtención del oro y transmutación de los metales, dejó varias, aparte
otras que falsamente se le han atribuido; y como de costumbre, la fama pública exageró más allá de
lo cierto las artes ocultas de Vilanova, quien, si escribió de estos asuntos, no fue en rigor porque
participara de los sueños de los alquimistas. Bien es verdad que Aragón y Cataluña dieron un gran
contingente a esta literatura en multitud de tratados alquímicos, y que los mismos reyes participaron
445

de la loca esperanza de obtener el oro, llegando Juan I a pagar espléndidamente a un alquimista


francés, Jaime Lustrach, quien le había prometido obtener la piedra filosofal. No debió limitarse a
esto el contagio de tales doctrinas, mezcladas a otras de magia y ciencias ocultas (o, cuando menos,
la producción de leyendas populares relacionadas con este asunto), pues, como sucedió en Castilla,
no faltó un obispo, el de Tarazona, Don Miguel Jiménez de Urrea (1303-1306), a quien el vulgo
creyera nigromante hasta el punto de haber engañado al diablo con sus artes. Propiamente
visionarios e iluminados fueron los alquimistas Jaime Mas, discípulo de Lulio, y Juan de
Peratallada, continuador de Vilanova y cuya nombradía se extendió por Austria y Rusia, donde
estuvo y donde predicó sus doctrinas, expresas en su Libre secret de filosofía.
Pero tampoco faltaron contradictores de estas y otras extravagancias, como se ve por el
tratado de N. Aymerich «contra los que prefijan el tiempo cierto del fin del mundo», y el libro que,
por indicación del conde de Ampurias Don Juan el Viejo, escribió el abad de Santa María de Rosas,
combatiendo a los alquimistas.
De otros químicos contemporáneos de Vilanova o sucesores suyos hay noticia, y entre ellos,
de un dominico catalán, el maestro Teodorico, profesor en París, en 1272, y que escribió varios
libros de química y de cirugía.
El gran desarrollo de la cartografía, a que ya hemos aludido, suponía, como es natural, un
cultivo especialísimo de las matemáticas, la astronomía y sus aplicaciones. Es curioso notar que no
pocos de los médicos de aquella época fueran también astrónomos, como el Dr. Johan Pere, autor
de. unas «Taules astronómiques», y otros, tanto en Cataluña como en Castilla. Pero la celebridad de
estas ciencias correspondió propiamente a los prácticos en la náutica y a los especialistas, como
maese Francés, que publicó en Aragón, y en romance castellano, sus obras matemáticas; Dulcet,
Rosell, Prunes, Soler, Mencía de Viladestes y Antonio Valseca, mallorquines, autores de cartas
geográficas (la de Valseca o Valsequa es de 1438); Gabriel Fonseca, discípulo de Lulio y
perfeccionador de la práctica del astrolabio; Jaime Ferrer, judío converso mallorquín, a quien Don
Enrique de Portugal puso al frente de la Escuela o Academia fundada en Sagres (1395) para los
estudios de náutica y geografía, verdadero foco europeo de tales enseñanzas; y otros ya citados. En
un mapa de esta época, de que se tiene noticia y que representaba las costas de España, las de África
con los confines de Asia, las islas Canarias, las de Cabo Verde y la desembocadura del Rio de Oro,
figuraba un buque de dos timones con la siguiente leyenda: «isque lo uxer den Jaques Ferrer per
anar al Or al jorn de S. Lorens, qui es a X agost, e fo l'any 1346», prueba los viajes realizados por el
citado cartógrafo.
Práctica general en el siglo XIV fue que las naves reales llevaran consigo cartas de navegar,
como parece de documentos de Pedro IV; y en la biblioteca del rey Don Martín se sabe figuraban
varios tratados, como el Libre sobre la carta de navegar, el de las naus y el de la ordinació del mar
(aparte el de Armadas navales, que escribió el almirante Bernat de Cabrera), que prueban la gran
importancia dada a estos estudios; no sin que en los astronómicos se produjeran aquellas
derivaciones malsanas que ya advertimos en Castilla (§ 524), como demuestran la Astrología, de
Planas, el Tractat d'Astrología o sciencia de les steles, de Mestre Pere Gilbert y Dalmau Planas, los
de Alí ben Ragel y otros que existían en las bibliotecas de Pedro IV, Juan I y Don Martín.
Pero no sólo en materias filosóficas y de ciencias naturales y exactas brillaron los súbditos del
rey de Aragón. La gran corriente de los jurisconsultos, que tanta importancia tenía ya en el siglo
XIII (§ 315), siguió dando sus frutos, al paso que la huella de San Raimundo de Peñafort,
hondamente marcada en los estudios canonistas, llevaba tras de sí notables continuadores. Como
civilistas y romanistas, distínguense García el Español (catalán), catedrático de Bolonia a fines del
siglo XIII; Juan Español, aragonés, profesor de derecho canónico y civil; Jaime Hospital, aragonés,
coleccionador y comentador de las Observancias (§ 469); Jaime Callís o Calicio, de Vich (n. en
1370), comentarista de los Usages y autor de varios tratados de política y de hacienda; Vallseca,
Mieres, Socarrat y Marquilles, también como Callis expositores y críticos del derecho catalán;
Micer Bonanat Pere, consultor de los reyes de Aragón (siglo XV); el famoso mallorquín Mateo
446

Malferit; sus compatriotas Ferrando y Teseo Valentí, sobre todo este último, profesor en Bolonia,
que alcanzó la época siguiente; el valenciano Pedro Belluga, contemporáneo de Don Juan II y autor
de un Speculam principum; Jaime Pau, llamado gloria juris cæsaris, por sus notas al derecho
imperial; Juan Ramón Ferrer, que escribió un vocabulario jurídico (Semita juris canonici); Jerónimo
Pau, y otros, letrados y notarios o tabeliones, que vivieron en los tiempos de Alfonso V, tanto en la
Península como en Nápoles.
A la vez brillaban en el derecho canónico el ya citado Guido de Terrena o de Perpiñán; el
mercedario catalán Tajal, el dominico aragonés Juan de Casanova; Guillermo de Montserrat autor
de un comentario a las decisiones tomadas en los Concilios de Constanza y Basilea, etc. Pero la
mayor gloria en las ciencias morales y políticas, túvola sin duda la corona de Aragón en los
cultivadores de la ciencia teológico-política. De ellos figura en primer término el franciscano
catalán Francisco Eximenis o Jiménez, obispo de Elna, autor de un tratado que lleva por título
Crestiá o Llibre de regiment de Princeps e de la cosa pública (1379), «no inferior en la doctrina a
los mejores libros de índole análoga escritos en otros países, y superior a todos ellos por la
grandiosidad del plan y su copiosa y escogida erudición». Traía Eximenis del origen de la sociedad
y del gobierno de la autoridad y funciones de los gobernantes, de las relaciones entre el Papa y los
reyes, etc., defendiendo las monarquías paccionadas (de que era ejemplo el reino de Valencia), la
intervención de todas las clases sociales en el régimen municipal, el principio hereditario en la
corona y la insaculación para el nombramiento de funcionarios públicos, y atacando a la monarquía
absoluta «sin ley o pacto con los vasallos», y a los que creen que los judíos o infieles que viven
entre cristianos son esclavos de derecho. Censura también agriamente a quienes «aconsejan a los
señores del mundo que tomen los bienes de los judíos y de los otros infieles, como si fueran de
cautivos». En punto a las relaciones entre el Papa y los reyes, afirma que aquél es «general señor y
monarca en todo el mundo, por derecho divino y temporal», y sostiene que si el rey es hereje, se
debe acudir al Papa «para que desligue a los súbditos del juramento de fidelidad» y entregue el
reino a otra persona, cabiendo también la destitución por causa de tiranía. Igual doctrina se halla
expuesta en el Directorium Inquisitorum, de Fr. Nicolás Eymerich, inquisidor general de Aragón
(siglo XIV), quien expone en su obra, probablemente escrita en 136 y adicionada más tarde por el
mismo autor, las teorías y prácticas del tribunal de la Inquisición (§ 327), defendiendo el uso del
tormento «como medio el más eficaz para arrancar del reo la confesión de la verdad».

542. El idioma y las corrientes literarias.


Ya vimos como, al fin de la época anterior (§ 365), se produjo en Cataluña un movimiento
favorable al empleo de la lengua vulgar en las producciones literarias y científicas, especialmente
las escritas en prosa, predominando en la poesía el idioma provenzal erudito. La época que ahora
historiamos se caracteriza por la acentuación de ese movimiento, que de día en día va ganando más
campo en el sentido del catalán propiamente dicho, confinado primeramente en la poesía vulgar, de
donde pasa a todos los géneros poéticos, extendiéndose igualmente por el campo de la prosa
científica, incluso la legislación (§ 481).
Contra esta corriente que se dirigía a establecer una verdadera literatura nacional —y que
hallaba apoyo en los elementos catalanes de origen, habitadores de Valencia y Mallorca— luchaban
otras dos de indudable fuerza: la latina, de extraordinario arraigo en la tradición, y la castellana,
cada vez más fuerte a partir de comienzos del XV. El latín seguía siendo la lengua oficial y
cancilleresca en los más de los casos, señalándose precisamente los secretarios reales de Aragón,
durante toda la Edad media, por lo atildado y puro de su estilo latino, al cual reducían siempre, de
manera más o menos feliz, los términos vulgares. Se reforzó esta tradición con la gran
preponderancia del influjo italiano clásico, más poderoso en el Este de España que en el Centro, y
alimentado por la íntima relación política de los reyes de Aragón con Sicilia y Nápoles, a partir de
Martín I (§ 411), y muy especialmente con Alfonso V (§ 415). Representa este rey el período álgido
del clasicismo. En su corte napolitana, no sólo se reunieron (atraídos por él) los más señalados
447

escritores y polemistas del Renacimiento, sino que se alentó el cultivo de la lengua latina en las
discusiones, la correspondencia, las obras didácticas y aun la poesía. El mismo Don Alfonso
escribió en latín varios discursos y epístolas políticas y de otros géneros; y a su lado, reunidos por
su entusiasta impulso, figuran, como hemos visto, no pocos aragoneses, catalanes, valencianos y
mallorquines, dignos discípulos de los humanistas italianos. Citemos como los más notables al ya
nombrado Ferrando Valentí, que se educó en Florencia bajo la dirección del Aretino y fue profesor
público en Mallorca; a Luciano Colomer, gramático, jurisconsulto y poeta latino, que tuvo escuela
en Valencia, Játiva y Palma; a Jaime Pau y su hijo Jerónimo, versado en la literatura latina y en la
griega, gramático, poeta, arqueólogo y el primero que en España cultivó la geografía histórica; a
Juan Ramón Ferrer, que puso en verso los Aforismos de Hipócrates y los comentarios de Galeno; a
Jaime García, transcriptor y corrector de los versos de Terencio; a Jaime Ripoll y otros muchos,
entre ellos el historiador de este movimiento literario, Pedro Miguel Carbonell (1457-1513), que
dejó noticia de todos sus contemporáneos en el tratado De viris illustribus catalanis suæ
tempestatis.
Al propio tiempo, la influencia del elemento castellano hacíase cada vez más intensa, no sólo
por la educación de los reyes a partir de Fernando I, sino también por el peso que naturalmente
representaba el romance aragonés, muy semejante al de Castilla; y singularmente se reforzó en la
corte de Alfonso V con la presencia de numerosos nobles castellanos que, con sus familias no pocas
veces, se trasladaron a Nápoles, ora huyendo de las luchas civiles de tiempo de Don Álvaro de
Luna, ora por otros motivos. Todas estas causas juntas, explican que gran parte de los poetas que
figuran en Nápoles (y cuyas composiciones se han conservado, especialmente en el llamado
Cancionero de Stúñiga) escriban en castellano, y no sólo los procedentes de Castilla y Aragón, sino
los mismos catalanes, que con frecuencia son bilingües, como Mosén Pere Torrellas o Torroella,
autor de unas coplas «de maldezir de mujeres»; Mosén Juan Ribelles, y otros. El mismo Alfonso V,
que, al decir de un contemporáneo suyo, usaba en sus conversaciones del romance castellano y
aragonés y no del catalán, hizo traducir al primero algunas obras clásicas, y aun él mismo tradujo
las Epístolas de Séneca. Representa con esto, la corte de Alfonso V, la penetración del espíritu
castellano en el reino aragonés-catalán, y, juntamente, «una estrecha hermandad, no conocida hasta
entonces, entre las letras del Centro y del Oriente de España». A la larga, esto trajo la decadencia y
la desaparición de la literatura propiamente catalana, en la cual debe incluirse la valenciana y la
mallorquina; pero tanto el influjo clásico italiano como el castellano, no impidieron el coetáneo
florecer vigoroso de la prosa y de la poesía en idioma catalán durante los siglos XIV y XV, aunque
sí les comunicaron (en especial la corriente clásica e italiana) elementos y formas que sirvieron para
depurarlas y engrandecerlas, sacando a la poesía de la relativa imperfección del género popular a
que antes estuvo reducida, dando gran perfección a los versos sueltos e infundiendo el gusto
alegórico de Dante y los modelos petrarquistas en toda la costa mediterránea. Y es interesante hacer
notar que, aun en los mismos usos oficiales y cancillerescos (en que parecían predominar el latín y
el castellano) y en actos de la vida privada de hombres como Alfonso V, el catalán se empleó con
frecuencia: pruébalo las numerosas cartas de aquel rey, dirigidas a su mujer Doña María y
conservadas en el Archivo de la Corona de Aragón; los innumerables documentos jurídicos
referentes a la vida política y administrativa de los municipios catalanes, valencianos y
mallorquines; las cédulas de tesorería y otros documentos salidos de la cancillería de Nápoles; la
versión al catalán de colecciones legales como las llamadas Constituciones de Cataluña; así como
en el terreno literario lo prueban las traducciones en el mismo idioma de libros clásicos, v. gr. las
Paradojas de Cicerón (que tradujo Ferrando Valentí) y las tragedias de Séneca (por Vilaragut); la
del Alcorán, por Saclota; la de la Divina Comedia, por Andreu Febrer (1429) y, en fin, la misma
difusión del catalán en Italia.
Trazadas estas líneas generales, vengamos a detallar los dos principales grupos de literatos: el
catalán y el castellano.
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543. Los literatos catalanes.


De conformidad con sus orígenes (§ 365), la poesía catalana sigue siendo, en los comienzos
de esta época, de tipo provenzal; pues aunque los últimos trovadores que visitan la corte aragonesa
(Riquier, Lanfranco y otros) son de tiempo de Pedro III, los juglares catalanes, a partir de Jaime I,
son imitadores de aquéllos y continúan usando el idioma erudito (§ 365). Así se ve en Pere Salvatje,
contemporáneo de Pedro III, en Bernat de Auriac, Ameneo de Escás y otros trovadores de Cataluña
y del Rosellón. Nótase, sin embargo, en ellos, una expresión más sencilla y sobria, mayor sinceridad
en el sentimiento, más sentido moral, unido a cierta tendencia didáctica y algún influjo de las
formas populares.
El sello provenzal no se borró nunca por completo en los poetas catalanes. Lo reforzaron, en
la primera mitad del siglo XV (a partir de 1323), la difusión en Cataluña de las retóricas y tratados
de la escuela tolosana (Consistorio de Tolosa), y al final de él (1395), la fundación en Barcelona,
por obra de Don Juan I, de otro Consistorio del Cay saber y de los Jochs Floráls o certámenes
poéticos, que ofrecían ocasión solemne para la reunión de los trovadores, numerosos y bien
recibidos en la corte, donde se celebraban con frecuencia fiestas literarias y musicales. Merced a
este esfuerzo de la traducción provenzal, combinada con el influjo italiano, la escuela catalana
acentúa nuevamente su carácter erudito, artificioso, convencional, con mezcla de misticismo, de
sensualidad amorosa, de tendencias morales, de formas alegóricas y de inclinaciones satíricas.
Después de Raimundo Lulio, primer poeta catalán conocido (aunque su lenguaje esté lleno de
provenzalismos) y de los demás citados en el lugar oportuno (§ 365), la musa catalana fue poco a
poco constituyéndose, con cultivadores como Arnaldo de Vilanova, el rey Jaime II, la reina Doña
Constanza de Mallorca, Muntaner y el propio Pedro IV, hasta llegar, en el reinado de éste y sobre
todo de Juan I y sus sucesores, a un grado notable de desarrollo. Como los poetas fueron muchos y
su enumeración ocuparía mucho espacio, nos limitaremos a citar los principales: Pedro March,
poeta didáctico, cuyos «proverbios de gran moralidad» elogió mucho el Marqués de Santillana; sus
homónimos Jaime y Arnaldo; los citados Metje y Turmeda; Ferruig, Vilarrasa, Francesch Ferrer,
Leonardo de Sors, Jaume de Alesa, Romeu Lull, Jaime Gazull, Juan de Fogassot, Bernat Miquel,
los tres Masdovells, contemporáneos de Alfonso V, y sobre todo, Mosén Jordi de San Jordi, Andreu
Febrer, Corella y el valenciano Ausias March, muy influidos por la literatura italiana, y
particularmente por Petrarca; siendo de notar que la primitiva influencia provenzal —notable
todavía en los poetas de tiempo de Pedro IV y V, de Juan I, etc.— cede pronto la primacía a esa
influencia renaciente, que se deja sentir, no sólo en el uso de la alegoría, en los conceptos y en los
asuntos, sino también en el cambio del metro endecasílabo provenzal por el sáfico italiano.
Jordi de San Jordi, poeta y músico a la vez, fue muy estimado como March, por Santillana,
quien dedicó un poema a su coronación; Andreu Febrer imitó mucho a los italianos en sus poesías
amatorias y en sus alabanzas de Alfonso V y Doña María; Corella se distinguió, en sus
lamentaciones de Mirra, Narciso y Tibe y sus historias de Biblis y Caldesa, por el corte clásico y la
perfección del verso libre, y Ausias March, el más original y tierno de todos como erótico, se hizo
inmortal por sus poesías, Cantos de amor y de muerte (a veces obscuras y enigmáticas, pero con
frecuencia de un gran sentimiento y elevadas ideas), dirigidas a una dama que, probablemente, era
una ficción ideal, como tantas otras cantadas por los poetas de entonces.
A éstos se pueden añadir Fr. Bernat de Rocaberti, castellano de Amposta, autor de un poema
alegórico titulado Comedia de la Gloria de Amor, imitación directa de Dante, y Antonio de
Vallmanya, que era, además, un notable erudito. Es de notar que en todos ellos domina la nota
amorosa, aunque no faltaron poetas catalanes didácticos que se ocuparan en cantar asuntos
religiosos, dar consejos morales o satirizar las malas costumbres: como el citado Pedro March; el
dominico (también nombrado) Pedro Martínez y el célebre Fr. Anselmo de Turmeda, cuyas
sentencias poéticas fueron muy populares. Al mismo género pertenece el valenciano Jaime Roig,
autor de un Libre de Consells y de una sátira contra las mujeres, eco de aquellas polémicas
feministas tan frecuentes en los siglos XIV y XV, y en que intervino también el citado Torrella o
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Torroella. Ni faltaron tratadistas de arte literario, pues de tiempo de Pedro IV y de Juan I son un
Llibre de concordances de rimes e concordans apellat diccionari de Jaime March; el Arte poética,
de Jofré de Foixá; el Truximan y del gay saber, de Aversó; la Conexensa dels vicis que poden
esdevenir en los dictats del gay saber, de Castellnou; el Mirall de trobar, de Berenguer de Noya; el
Doctrinal, de Cornet, y otros libros análogos.
La prosa catalana se desenvolvía al propio tiempo, con mayor tradición, de manera
esplendorosa, principalmente en dos géneros: la novela caballeresca y la historia. El primero tiene
como antecedentes la poesía narrativa, épica o novelesca (codolada, noves rimades) que bajo las
influencias francesa, bretona y provenzal (cf. § 365), se cultivó en Cataluña desde el siglo XIII,
mantenida por traducciones de libros caballerescos, fábulas, etc. En el siglo XIV comenzaron las
narraciones en prosa, que en el XV se aumentan con traducciones del italiano (Boccacio); y de la
conjunción de todos estos elementos, salió al cabo la novela catalana, de que es notable expresión
Tirante el Blanco (Tirant lo Blanc) de Joanot Martorell y Johan de Gralla o Galba, que se distingue
de sus similares de otros países, no obstante proceder de las mismas fuentes y coincidir en lo
esencial, por haber prescindido del elemento sobrenatural (magia, encantamientos, etc.) que abunda
en aquéllas. Al género novelesco pertenecen también, en cierto sentido, Turmeda, por su apólogo
satírico en prosa, que luego imitó el italiano Maquiavelo; Raimundo Lulio con su novela alegórica
Blanquerna, cuyo héroe parece representar el ideal cristiano en todos los períodos de la vida, y
otros. Como cultivador de la forma epistolar, puede citarse, entre otros, al conde de Ampurias Don
Juan el Viejo (siglo XIV).
Los historiadores continúan el camino abierto por Don Jaime el Conquistador (§ 365),
perfeccionando el género merced a la influencia clásica que en lecturas directas y en traducciones se
difundía ampliamente. De las traducciones, merecen notarse la de las Guerras troyanas, por
Conesa, la de Valerio Máximo, por Canals, la de Tito Livio, etc., siendo una muestra del poder del
clasicismo la versión al latín que de la misma Crónica de Don Jaime I hizo el dominico Marsilio
(1313). También se tradujeron historiadores franceses y castellanos, como Alfonso el Sabio.
Continuadores de Don Jaime fueron Ramón de Muntaner, noble de nacimiento, cuya Crónica
refleja el carácter guerrero, caballeresco y leal de su autor; Bernardo Desclot o D'Esclot,
contemporáneo de Jaime I y Pedro III, que narró hasta la muerte de este monarca; Bernat Descoll,
consejero de Juan I y a quien pertenece, en rigor (aunque no totalmente), la Crónica por mucho
tiempo atribuida a Pedro IV, escrita bajo la dirección de este rey con documentos suministrados por
Descoll, quien luego hubo de continuarla y corregirla; Bernat Boades, autor de un notable Libre
deis feyts d'armes de Cataluña (1420); Tomich, con sus Historias y conquestas; Turrell, que dejó un
excelente Recort historial; Doménech, con su Historia general, y otros.

544. Los literatos aragoneses y los castellanos de la Corona de Aragón.


Ya hemos visto que unos y otros formaron un grupo importante en la corte de Alfonso V,
sobre todo en el género poético. A él pertenecen los notables aragoneses Mosén Juan de Moncayo,
Johan de Sessé y Hugo de Urriés, poetas amorosos de canciones, coplas y decires, a la manera
provenzal; así como Pedro de Santafé, que también escribió poesías de carácter histórico, glosando
hechos del rey Alfonso V, y Mosén Juan de Villalpando, a quien debe citarse por haber sido el
único que siguió a Santillana en escribir sonetos. También figuraron en aquella corte otros poetas
aragoneses y navarros, que escribieron, no obstante, en catalán: como Valtierra, Mescua, Díez,
García, etc.
Castellanos eran Lope de Stúñiga, el compilador del Cancionero que hemos citado varias
veces, y uno de los versificadores más atildados de su época en el género amatorio, aunque abordó
también el político y moral; Carvajal o Carvajales, el más fecundo y notable de todos, con marcada
influencia popular, gracioso, ligero y fácil; Juan de Andújar, autor de unos Loores al rey Don
Alfonso, poeta alegórico en el tipo dantesco; Juan de Tapia, celoso partidario de la casa aragonesa
de Italia, versificador político y amatorio; Juan de Dueñas, cuya composición más curiosa es un
450

diálogo, El pleito que tuvo Juan de Dueñas con su amiga, que al parecer se representó en una fiesta
palaciega (1438), y Juan de Valladolid o Juan Poeta, coplero popular y mendicante, de dudosa
conducta y principalmente satírico, con otros de menos importancia artística.
El romance castellano también tuvo en prosa manifestaciones, interesantes en todo el reino
aragonés, ya en obras de intento moralista, ya en el género histórico; si bien para la historia, al igual
que para la teología, aun siguió usándose por mucho tiempo el latín. Historiadores profanos fueron,
entre otros, Pedro de Urrea, autor de una Relación de las inquietudes de Cataluña (las ocasionadas
por la guerra civil entre Juan II y el príncipe Don Carlos); Luis Panzán, cronista de la vida de
Fernando I; Diego Pablo de Casanate, que escribió una Crónica de la cibdad e Sancta Iglesia de
Tarazona, y varios traductores de escritores clásicos, como Mosén Hugo de Urriés, que tradujo las
historias de Valerio Máximo. Dejando a un lado otros autores de este género, conviene citar al
célebre obispo de Gerona, Margarit, que tanto jugó en las contiendas catalanas del XV (§ 485) y
que, como escritor, se conoce generalmente con el apelativo del Gerundense. Su fama en los
estudios históricos es bien ingrata, pues en su Paralipomenon Hispanis y otros libros, en vez de
depurar la verdad de los hechos, sembró multitud de fábulas que dañaron no poco al progreso de las
investigaciones.
De otros libros de carácter didáctico, como los del arte de caballería, hablaremos al tratar de
las costumbres.

545. La literatura dramática.


Aunque, como sucedió en Castilla, la constitución formal del teatro corresponde a tiempos
posteriores, nótase en los países catalano-aragoneses la germinación de lo que había de ser bien
pronto esa rama de la literatura, ya en ensayos (como el de Juan de Dueñas), ya en fiestas religiosas
de carácter dramático, análogas a las señaladas en el § 533, ya en verdaderas representaciones, más
pantomímicas que habladas, que los juglares y otras gentes de este jaez solían hacer en los palacios.
Aunque, en rigor, el período embrionario del teatro se halle por estudiar en gran parte, hay, sin
embargo, noticias suficientes para presumir lo que sería.
Basta recordar, por lo que toca a lo religioso, representaciones líricas como el Canto de la
Sibila (§ 538), difundido también en estas regiones; las del Jueves y Viernes Santos, que Alfonso V
hacía celebrar espléndidamente en Nápoles, con el concurso de artistas florentinos; las del Corpus;
La conversió de la Magdalena, de Mallorca, ya citada, y otras muchas. En el orden profano, consta
la celebración, también en la corte napolitana, de bailes teatrales y de representaciones de mimos y
momos, etc., entre ellas una propiamente dramática, en que, con ocasión de las fiestas
conmemorativas del triunfo del rey Alfonso, se presentaron dos coros o comparsas, que cantaron
versos, no se sabe si catalanes o castellano-aragoneses, representando una batalla. Una canción
italiana en loor de Alfonso V recuerda los momos traídos por los catalanes (bailes con máscara), las
danzas moriscas (pantomimas con baile) y otras diversiones análogas; pero el elemento literario de
la mayor parte de ellas no revestía aún propiamente la forma dramática, que no tardó, sin embargo,
en aparecer, como veremos en la época siguiente.
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546. Arquitectura, escultura y sus derivados.


Por lo que toca a la arquitectura, pueden perfectamente aplicarse aquí todas las notas de
carácter general expuestas al hablar de Castilla, sin más que recordar la advertencia hecha (§ 366)
respecto de la diferencia del gótico en las regiones centrales y occidentales de la Península, y en las
orientales. En éstas no llegó a encarnar propiamente aquel arte, y la influencia italiana que lo
modifica es muy acentuada, como natural consecuencia de la penetración general del espíritu
italiano, singularmente en Cataluña y Valencia: de lo que ya dimos pruebas repetidas. También se
observan influencias francesas en las regiones próximas al Pirineo, como el Ampurdán, y sin duda
las hubo en Mallorca (a lo menos en la ornamentación), a juzgar por los nombres franceses de
artistas que allí trabajaron; aparte ciertas modalidades de carácter local que distinguen
especialmente los edificios catalanes de la época.
Hermosos tipos del siglo XIV son la catedral de la Seo de Zaragoza; el ábside y crucero de la
de Gerona; la de Palma de Mallorca (y especialmente su puerta llamada del Mirador, obra de Pedro
Morey); la iglesia de Santa María del Mar, en Barcelona; la puerta llamada de las Aguas o de los
Apóstoles, en la catedral de Valencia; la iglesia de Castelló (interesante ejemplo de las
construcciones populares de la Edad media, costeada por burgueses y nobles y dirigida por un
italiano, Antonio Antigoni); parte de la iglesia y fachada del monasterio de Santas Creus, la capilla
real de Santa Ágata, y, con otras muchas más, la grandiosa catedral de Barcelona, de gran
originalidad e importante como ejemplo saliente de las influencias italianas. En las construcciones
civiles es tipo la Lonja, de Barcelona, anterior a las ya citadas de Valencia y Mallorca.
La arquitectura del XV está representada por la nave de la catedral de Gerona en lo religioso,
y en lo civil, por las casas del Ayuntamiento y Diputación de Barcelona, y por varios castillos
señoriales.
De los claustros, merece consideración especial el del monasterio de Poblet, en que también
se conserva una ventana gótica curiosísima de tiempo de Don Martín (perteneciente a las
habitaciones reales que este monarca mandó construir en 1397, próximas a una de las naves del
claustro) y los de Santas Creus.
Las torres tienen singular importancia, ya sea en las iglesias, ya en edificios civiles. Son a
menudo poligonales, sobre todo en la zona de Levante, pudiendo servir de tipo las de las catedrales
de Valencia (el Miguelete), Barcelona y Vieja de Lérida y las llamadas torres de Serranos, que
flaqueaban una de las puertas de entrada a la ciudad del Cid. En algunas de estas torres aparecen, ya
en el siglo XIV, y más en el XV, relojes y campaneros municipales, como en Barcelona (1395) Y
en Torroella.
Representación más modesta, pero muy interesante, de la torre defensiva, fueron las que, para
librarse de los piratas y de todos los azares de las guerras frecuentes, levantaron, casi sin excepción,
los labradores catalanes de la costa (y en general todos los de Levante) en sus alquerías o masos y
que dan a estas construcciones una fisonomía especial. Edificábanse ya exentas y alejadas de la
casa, ya en un ángulo de ésta, con entrada angosta y difícil y pisos de bóveda, que se comunicaban
por escaleras de mano.
La escultura tiene también manifestaciones análogas a las estudiadas en Castilla. El tipo de
baldaquino, de influencia italiana, domina mucho en los sepulcros, tanto en Aragón como en
Cataluña y Valencia, con estatuas yacentes y relieves historiados.
Ejemplos salientes de ello son el célebre sepulcro de Santa Eulalia (catedral de Barcelona),
que se levanta sobre seis columnas, y muchos de los monasterios de Poblet y Santas Creus y de la
iglesia del Puig (cerca de Valencia), entre ellos los de Pedro III, Jaime II y Pedro IV. Es de notar,
tanto en los de este tipo como en los de formas diferentes, la riqueza (cada vez mayor, según
avanzan los tiempos) del decorado. Los relieves con escenas religiosas y fúnebres abundan y son de
gran complejidad de composición; las estatuas, con mucho influjo italiano, son a veces grandiosas,
como algunas de Poblet. En las obras de la catedral de Mallorca figuraron, indígenas, otros
franceses y alemanes. Pero no obstante tales progresos, que se advierten también en la estatuaria de
452

los pórticos, etc., las grandes obras artísticas pertenecen a la época siguiente.
Iguales caracteres se observan, como era natural, en otras aplicaciones de la escultura y en la
talla en madera, en la orfebrería, en el grabado de sellos, etc. Muestras interesantes y típicas de
todas estas artes son: la silla episcopal del presbiterio de la catedral de Barcelona; el sillón regio de
Don Martín, de finísima labor y airoso aspecto; la preciosa decoración interior del coro de
Barcelona y el sello de Don Juan que reproducimos en los grabados. Como ejemplos de la
orfebrería, pueden verse el retablo y baldaquino de la catedral de Gerona, de madera recubierta de
plata labrada, obra del orfebre valenciano Pedro Bernech, quizá ayudado por los llamados
Raimundo Andreu y el maestro Bartolomé; las cruces procesionales de esta misma catedral y de la
de Barcelona, y una curiosa nave de plata del siglo XV, existente en la catedral de Zaragoza, y que
recuerda las citadas por Alfonso X en su testamento. Hay memoria también de varias joyas
interesantísimas que pertenecieron a los condes de Ampurias: un juego de ajedrez, consistente en
mesa con pies de plata, cuadros de jaspe y cristal, adornos de perlas pequeñas y cuatro leones de
plata en los ángulos, más las piezas, también de cristal y jaspe, que se guardaban en bolsas de tejido
de oro; una barca de plata, con las armas condales; una copa de plata dorada con tapa esmaltada;
otras copas, jarros, dos baños de plata y varias piezas de vajilla del mismo metal. El ajedrez quizá
procedía de Sicilia; una de las copas era el botín arrancado al ejército francés fugitivo en 1285 (§
401) y aunque las demás piezas pudieran proceder también de país extranjero, su existencia en
Cataluña muestra, no sólo la riqueza y el lujo de los nobles con anterioridad a su decadencia (pues
ya en el siglo XIV tuvieron los condes que empeñar estas alhajas), sino también la variedad de
influencias artísticas que obraron sobre la cultura catalana, señalándose siempre la italiana como la
más constante e intensa.
El arte del bordado, tan en boga entonces y que tantas maravillas produjo en esta época y la
siguiente, tuvo un notable representante en el catalán Antonio Sadurní, autor del precioso frontal de
San Jorge en la Diputación general. Y claro es que, como en Castilla, no podía menos de hacerse
sentir en estos territorios el influjo del arte mudéjar. Nótase en la arquitectura (con los mismos
procedimientos y formas expuestas en el § 535), en edificios como la Torre nueva o inclinada de
Zaragoza y las iglesias de San Pablo, San Miguel y San Gil, del siglo XV; en multitud de
artesonados, arquerías y adornos de casas y palacios aragoneses, valencianos y mallorquines (v. gr.,
el soberbio artesonado de la casa del Obispo, en Sagunto), y en otras manifestaciones, como la
tracería del tríptico del Monasterio (§ 547). Nótase igualmente en los relieves y estatuas de muchos
sepulcros, como el lujosísimo del arzobispo Don Lope de Luna (catedral de Zaragoza: siglo XIV),
los de Don Pedro y Don Fernando Boil, que estuvieron en el convento de Santo Domingo de
Valencia (capuz a la morisca) y otros; y en la cerámica, particularmente la mallorquina y la
valenciana, con sus famosos platos de reflejos dorados, sus azulejos, etc., etc. La cerámica dorada
aparece en Valencia a fines del siglo XIV, y en este mismo tiempo se fabricaban allí ya ladrillos de
colores y quizá también azulejos propiamente dichos. Eximenis cita, a fines del siglo XV, los
manises dorados y pintados, y por el mismo tiempo. Marineo Siculo menciona cacharros barnizados
de Murcia, Talavera, Málaga, Jaén y Teruel. En este último punto hubo fábrica de azulejos desde el
siglo XIV, con un tipo distinto del valenciano. Con ellos se adornó una torre de aquella ciudad,
comenzada a construir en el siglo XIII. En Daroca y otros puntos se producían ladrillos de colores
(verde, generalmente).

547. Pintura y música.


En la pintura, las religiones aragonesas y de Levante ofrecen, desde luego, la particularidad de
una asimilación franca del estilo giotesco por los pintores locales. Son conocidos los nombres de
algunos de éstos, catalanes, aragoneses, mallorquines y valencianos, autores de retablos y de
miniaturas o iluminaciones de libros. Ejemplares de esta pintura (en que la nota local se
transparenta bien) y de otros influjos italianos no giotescos, se encuentran en retablos del claustro
de la catedral de Barcelona, de la iglesia de San Miguel de Tarrasa (éste, admirable por su finura y
453

corrección) y de la de San Pedro; en el fresco de la Almoyna de Barcelona, y en tablas que se


conservan en los Museos de Vich, Palma, Valencia y en la catedral de esta última ciudad. Pero el
resto más notable de este género de pintura es el tríptico-relicario del Monasterio de Piedra
(Aragón, cerca de Calatayud), obra de fines del siglo XIV (hacia 1390), cuyas puertas están
pintadas por ambos lados; siendo de notar, especialmente, las hermosísimas figuras de ángeles que
hay en el interior, difíciles de clasificar, porque, si de un lado parecen italianas (tal vez sicilianas),
de otro no es posible referirlas a ninguna escuela determinada, pudiendo representar una obra
propiamente española. Son de notar las flores de lis que adornan la dalmática de uno de los ángeles,
género de decoración que tal vez se relaciona con la casa de Anjou, reinante algún tiempo en
Nápoles y Sicilia, pero que también se halla en otras producciones artísticas de aquí, como el
escudo de la familia de Castelló que se ve en la iglesia de esta villa ampurdanesa.
El influjo flamenco se hizo notar igualmente en estas comarcas. En Aragón parece haberlo
representado el zaragozano Pedro de Aponte, que pintó mucho en la época de Juan II y en la del rey
Católico, y con él otros contemporáneos: siendo la obra capital de este tipo el retrato de Santo
Domingo de Silos, procedente de la iglesia de Daroca, ahora en el Museo Arqueológico Nacional
(nº 226), Junto a estas pinturas, se señala con claridad el tipo aragonés ecléctico, expresado, v. gr.,
en la tabla que representa a San Vicente Mártir (Museo Arqueológico, nº 235) y que se diferencia
del flamenco, entre otras cosas, por el uso de los adornos en relieves (broches, nimbos, joyas, etc.)
En Cataluña, aquella influencia parece haber sido mayor, a juzgar por muchas tablas reunidas
actualmente en el Museo de Vich y por la conocida existencia en Barcelona, durante los siglos XIV
(fines) y XV, de muchos pintores alemanes y flamencos, tales como Mulner, Nicolás de Bruselas,
Loquer, Frederich (estos dos trabajaron en la catedral), Gaffer y los Alemanys, que hacían gran
competencia a los pintores locales. Ejemplos salientes de esta influencia —derivada no de una sola,
sino de varias escuelas del Norte— son, v. gr., el cuadro votivo de San Pedro Apóstol, la Virgen de
los ángeles músicos, la Asunción, el retablo de la historia de San Lorenzo y la Santa Faz, todos
existentes en el citado Museo; pero su más alta representación está en la célebre tabla de Luis
Dalmau conocida por La Virgen de los Concelleres (1445); aunque no en todo, pues se ven en ella
elementos italianos, y aun figuras enteras (como las de los concelleres), que más bien son de arte
italiana que flamenco. Además de Dalmau, se conoce el nombre de muchos otros artistas catalanes,
pintores en tablas o vidrio, pintores y escultores a la vez, etc., algunos de gran fama, como Luis
Borrasá (fines del XIV), Torrent, Fort, Borau, y otros, cuyas obras se desconocen, en su mayor
parte. Lo mismo sucede en Aragón, Valencia y Mallorca.
Sin embargo, en la mayoría de tablas catalanas anteriores y coetáneas de Dalmau, parece
sobresalir, con mayor vigor que en las dos otras regiones (tal vez porque se conocen más obras), la
nota local realista, resultante de las influencias alemanas asimiladas de modo original y mezcladas
con la idiosincrasia indígena. A juicio de un crítico, se caracterizan estas pinturas por la aplicación
al tema religioso de lo típico de las costumbres locales; con más tendencia al carácter y al género
que al estilo y a la depuración formal; por el abuso de los metales (dorado, etc.), desconocimiento
de la perspectiva y de los aspectos naturales; factura tímida y miniada y gama de colores poco
variada ni fina. Representan esta dirección tablas anteriores al XV, como las del altar de La
Anunciación (antesala del Capítulo de la catedral de Barcelona); otras de comienzos del XV, v. gr.,
las de la Sala Capitular de la misma y las de la sala de los Códices, de Vich; y algunas de mediados
del mismo siglo (como el San Miguel de la cofradía de revendedores de Barcelona), en que se
recargan los dorados, la minuciosidad y los adornos. Curioso ejemplo de la penetración del medio
local en las representaciones pictóricas, lo ofrece la tabla de Santa Catalina de Alejandría,
procedente de Castellón (siglo XIV), en que los trajes son todos de la época, fielmente trasladados,
y el emperador ante quien comparece la Santa es el mismo Pedro IV el Ceremonioso.
Además de todas estas direcciones de la pintura catalana, nótase también alguna influencia,
aunque escasa, de pintores franceses.
En la iluminación de manuscritos nos ofrece igualmente esta época ejemplos admirables,
454

como el misal de Santa Eulalia; el salterio de Alfonso V, en que, a más del arte, son de notar las
escenas representadas; el Liber Regum o colección de privilegios de Mallorca, uno de los más
hermosos códices del siglo XIV, escrito e iluminado espléndidamente por Romeu Des-Poal, de
Manresa (1334), y un Libro del oficio de la Virgen (siglo XV) que figuró en la colección del conde
de Montenegro (Mallorca) y cuyas viñetas son notables por el colorido, el dibujo y los paisajes que
sirven de fondo.
Para terminar el cuadro general de las artes, sólo nos queda decir algo de la música. Como en
Castilla, aparece en la forma vocal, en las canciones populares y trovadorescas, que eran siempre
líricas y en los cantos religiosos. En la forma instrumental servía para los acompañamientos, las
fiestas palaciegas y el culto (órgano). El rey Juan II, aficionadísimo a la música, tenía en su palacio
arpistas, organistas, trompeteros, tocadores de cornamusa, etc.; y artistas especiales como los
llamados Colinet y Everli, introductores de instrumentos de nuevo género (de novella guisa). Cosa
análoga se sabe de las cortes de Pedro IV, Alfonso V, etc. En Montserrat existía ya, tal vez desde
comienzos del siglo XIII, una escolanía o escuela de cantores religiosos, que se reformó en el XIV y
que en 1456 se amplió grandemente. Entre las composiciones dramático-religiosas de esta época
que han llegado a nosotros, figura una traducción catalana del famoso Canto de la sibila, hecha
probablemente por Fr. Anselmo Turmeda, y que se cantaba, no sólo en las iglesias catalanas, pero
también en las de Mallorca y muy verosímilmente en las de Valencia. La música era de canto llano,
más o menos complicada y característica.

548. El lujo y la inmoralidad.


En líneas generales, las costumbres aragonesas, catalanas, etc. —especialmente las de la
aristocracia y burguesía— son, en la época de que tratamos, iguales que en Castilla. Las
particularidades regionales y locales se advierten, sobre todo, en la vida del pueblo, que es,
precisamente, la que menos se conoce.
El lujo y la esplendidez en todas las manifestaciones de la conducta; el ideal caballeresco
difundido en todas las esferas; la inmoralidad general de seglares y clérigos; las singularidades de
modas extranjeras en los trajes: todo ello caracteriza la sociedad aragonesa-catalana en sus varios
grupos, y por adelantado hemos podido ver pruebas de ello al hablar de las clases y de las luchas
sociales y económicas.
El lujo de la corte real, de las casas nobiliarias y del ejército, llegaron a extremos inauditos.
Conocida es la alusión de Jorge Manrique al fausto traído a Castilla por los «infantes de Aragón».
La casa real de Juan I constaba de 287 personas; los grandes palacios del rey estaban ricamente
amueblados, y en ellos se celebraban grandes fiestas literarias y musicales, a que ya hemos hecho
referencia. Las Cortes de Monzón de 1388 exigieron la rebaja en los gastos, que eran enormes; pero
el lujo no desapareció por esto. Bien lo prueba la corte napolitana de Alfonso V con sus bailes,
representaciones pantomímicas, etc. (§ 545).
Los nobles, acostumbrados a vivir, cuando no estaban en la guerra, «honoríficamente y sin
negociar», seguían el impulso de los tiempos, derrochando sus rentas para emular a los reyes. Los
condes de Foix (cuya relación con Cataluña ya sabemos) daban el tono en su casa, la más fastuosa
del occidente europeo. De los de Ampurias puede juzgarse por las joyas que mencionamos (§ 546)
y por los datos siguientes: el conde Pedro (hijo del rey Jaime II) solemnizó su casamiento en
Castelló con fiestas lujosísimas, en que, además de otros gastos, hubo el de 500 beaficia de trigo y
1.000 de cebada, que le envió el rey. Otro conde, Juan «el Viejo», gustaba mucho de vestir
pomposamente e ir cargado de alhajas riquísimas; en su boda con una hija del rey de Sicilia, gastó
«en pieles de abrigo y doradas sillas de montar», centenares de florines. Del lujo de los mercaderes,
ya hemos dado pruebas; y el mal debió trascender al pueblo todo, a juzgar por varios datos legales,
como el de las ordenanzas del Mustazaf de Igualada, en que se lee la prohibición de que las novias
cabalgasen: medida que verosímilmente tuvo igual intención que su análoga de Castilla (§ 361).
Naturalmente, el lujo iba acompañado por la vanidad en otros órdenes. El afán de ser o
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parecer noble o procedente de familia de abolengo, se comunicó a todas las clases y tomó
exteriormente la forma de los blasones, escudos y genealogías nobiliarias. El que no tenía realmente
blasón tradicional, lo inventaba, tomando por motivo inspirador sus apellidos. Así, un llamado
Molas, de humilde cuna y encumbrado más tarde, puso en su escudo unas muelas de molino; los
Cornells, un cuerno; los Corberas, un cuervo; los Pau, un pavo, etc. La locura nobiliaria alcanzó a
clérigos y monjas, como el canónigo Berenguer de Tor, quien, latinizando su nombre, hizo pintar un
toro en su escudo, y la abadesa de Cadins, que, por llamarse Despasens, puso espadas en su blasón.
Juntamente con la vanidad y el lujo, vino la ruina de no pocas casas. Los nobles, comidos por
la usura, tuvieron que vender sus alhajas, que empeñar sus rentas, que buscar pretextos para burlar a
sus acreedores; y, más de una vez, de estos apuros nacieron los desmanes contra los judíos. Los
mercaderes arruinábanse con gastos desmedidos, y la inmoralidad reinaba en todas partes. Las
citadas Cortes de Monzón pidieron al rey, no sólo la reforma en los gastos de palacio, también la de
costumbres, arrojando de la corte algunos nobles que escandalizaban con su conducta. El hecho de
que los reyes tuviesen concubinas era frecuentísimo y casi regular a los ojos de las gentes. Las
Cortes de Barcelona de 1413, adoptaron serias medidas para contener la enorme prostitución,
declarada y clandestina, que pululaba en los mesones y en todas partes, y sobre esto mismo se
dieron numerosas pragmáticas, sancionadas con penas, a veces atroces, que denotan lo grave y
extendido del mal. En 1401, el rey Don Martín mandó arrojar de Gerona a los encubridores de
mancebías que, expulsados de Valencia, Zaragoza, Barcelona y otras ciudades, se habían refugiado
allí en gran número. Los reglamentos del siglo XV relativos a los burdeles (que estaban en barrio
aparte, por lo general extramuros) son muy rígidos. En fin, las Ordenanzas municipales abundan en
disposiciones, muy detalladas por cierto, contra la blasfemia, que era frecuentísima y aguda en
todas partes.
La inmoralidad y el lujo revelábanse de una manera especial en los trajes y en las discusiones
que acerca de ellos hubo. Aparte los caracteres generales de época que ya hemos descrito en punto a
Castilla (§ 559), se conocen las siguientes particularidades: la polaina larguísima, dos o tres veces
mayor que el pie, señalada por Eximenis como novedad en Cataluña, a fines del siglo XIV; el gran
uso de pieles, contándose que el conde de Ampurias compró en1380, a un pellejero barcelonés, 626;
el miriñaque o ahuecador (albarda o albardilla), mencionado en un pregón del siglo XV; las
zamarras largas hasta la cadera, cerradas en el cuello; las bolsas de seda guarnecidas de flecos y con
cantoneras de metal; los finísimos guantes fabricados en Lérida y que, al decir de las gentes, cabían
dentro de una cascara de nuez, los mantos, capas, etc., con que solían taparse la cabeza hombres y
mujeres, y que fueron objeto de prohibiciones como las contenidas en las Ordenanzas de Igualada,
que sólo permitieron este uso, en ciertos casos, dentro de la iglesia; y los trajes de los clérigos, que
hubieron de reglamentarse en 1388 (en Tortosa), prohibiéndoles los hábitos cortos o largos,
escotados, de colores, las botonaduras en ropas exteriores, las gramallas, sobrecotas y tabardos, las
mangas anchas y flotantes y los zapatos en punta, etc.
Consecuentemente con el lujo de los palacios, los trajes regios eran suntuosos y llamativos.
En su coronación, llevó Don Martín riquísima cota y manto, hechos de grandes tiras de tisú y
terciopelo con los colores rojo y oro. Al coronarse en Mallorca Pedro IV el Ceremonioso, llevaba el
traje siguiente: camisa romana de seda verde, con ramajes; dalmática de paño rojo historiado con
oro; estola y manípulo de lo mismo; corona de oro, perlas y piedras preciosas; cetro de oro con un
rubí, esfera de oro con cruz de perlas y pedrería, y espada toda cubierta de lo mismo. En Lo Somní
de Bernat Metje (§ 541) figuran otros muchos datos sobre la indumentaria y costumbres de la
época.
En consonancia con la suntuosidad en el traje, tenía que ir el desarrollo del arte de sastrería; y,
en efecto, los sastres catalanes, particularmente los de Lérida, tuvieron fama que competía con la de
los parisienses. Las modas catalanas trascendieron a otras tierras en el siglo XIV, como lo prueba el
hecho de vestir «a la catalana» ciertos embajadores venecianos que fueron a Verona en 1340.
Quisieron atacar los excesos con leyes suntuarias, que menudearon en el siglo XV; pero el mal no
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hubo de tener remedio, por de pronto.

549. Diversiones.—Costumbres varias.


El ideal caballeresco penetró profundamente en los Estados aragoneses, sobre todo en
Cataluña, a juzgar por muchas manifestaciones de la literatura y de las costumbres, particularmente
en las fiestas y diversiones. En la literatura abundan los tratados de caballería y de juegos de armas
(torneos, etc.), de que son muestra el Tractat de la cavallería, de M. de St. Jordi, el Tractat
d'armería, de Turell, el Llibre de la orde de cavallería, de Micer Bernabé Asaán, y otros análogos.
Hubo, en efecto, grandes torneos reales, tan lujosos como los de Castilla; ejemplo de ellos es el
celebrado en Figueras en tiempo de Alfonso III, con asistencia de 200 caballeros de cada banda,
dirigidos por Gisberto de Castellnou y el vizconde de Rocaberti. Estas costumbres de la aristocracia
reflejábanse en la burguesía y en el pueblo, como se nota en varios programas de fiestas populares
celebradas en el siglo XV, en los cuales la fórmula de convocatoria es propiamente caballeresca: v.
gr. «Oíd... de parte de un caballero de la tierra o isla de Irlanda que por amor a una doncella que
está encantada en el puerto de Tintonil y no puede desencantarse si él no hace muchos ayunos,
corriendo muchos reinos», etc. (fiesta de San Bartolomé de Igualada en 1404).—«Un joven
peregrino que, de vuelta del Santo Sepulcro, ha estado, por encantamiento del Hada Morgana, en el
valle del falso engaño, preso, detenido y parado» (fiesta de 1394).—«De parte de un doncel de alta
alcurnia, que viene de tierra de Indias...» (fiesta de 1454). Los juegos que en estos casos solían
celebrarse eran atléticos: salto, tiro de lanza y de barra, y carrera (cossos).
También la caza era una gran pasión de aquellos tiempos, y con caracteres de gran lujo en las
personas reales y en la nobleza. El rey Juan I recibió el sobrenombre de El cazador, y en sus jaurías
figuraban perros de todos los países del mundo; no siendo menos escogidos los halcones, milanos y
demás aves de presa para la cetrería. Abundaban entonces en bosques las montañas de Aragón y
Cataluña, y en ellos había animales de todas clases. La representación de escenas de caza es
frecuente en los capiteles historiados de aquel tiempo.
Las fiestas palaciegas eran verdaderamente espléndidas, y a menudo artísticas. De algunas
celebradas en Nápoles hemos dado ya noticia, y de otras análogas hablan el Cancionero de Stúñiga
y varios documentos de la época. Los bailes, iluminaciones públicas, etc., eran frecuentes en las
grandes solemnidades. Las pantomimas, comparsas disfrazadas y los mimos, usábanse incluso en
las procesiones, como se ve por las cuentas referentes al Corpus de Igualada, en que figuraban
diablos, ermitaños», estudiantes, juglares, turcos, bailadores, etc.; en todo lo cual debió sin duda
llegarse a grandes excesos, pues la reina Doña María prohibió (1454) que en la citada procesión
saliesen «hombres desnudos», se disparasen cohetes, fuegos griegos y voladores o «se cometieran
otras deshonestidades». En la corte real y en la de muchos nobles había bufones, como el famoso
mosén Borra (Antonio Tallander), que estuvo al servicio de Alfonso V. Entre los juegos de azar
figuraban los de naipes y de dados, muy extendidos entre todas las clases sociales, a tal punto, que
hubo que dictar ordenanzas (análogas a las leyes de Tafurerías de Alfonso X) para evitar y castigar
los fraudes y engaños y para reprimir los excesos, señalando sitios especiales para los juegos
consentidos y prohibiendo otros. Una muestra de lo extendido que estaba el juego de baraja, hállase
en la existencia de la fabricación de naipes, cuyos grabados se estampaban por un procedimiento
análogo y precursor del de la primitiva imprenta. En Barcelona había ya, en 1442, naiperos o
grabadores de naipes.
Esta variedad de diversiones, cultas y artísticas o higiénicas unas, viciosas y groseras otras, da
clara idea del espíritu de los tiempos, mezcla de la rudeza de los anteriores y de las nuevas
exigencias y gustos del Renacimiento clásico, que había de producir bien pronto el nuevo tipo de
vida de la civilización moderna. Un detalle curioso de este encuentro de dos épocas se halla, por lo
que toca a las clases populares, en la costumbre, perfectamente consentida, de pegar el marido a la
mujer: hecho comprobado por un documento catalán del siglo XIV, en que precisamente se
contiene una promesa solemne de no continuar esta usanza poco delicada. Más enérgico es el
457

contraste en lo que toca a la vida en los castillos señoriales. Al paso que en unos, abiertos a las
modas provenzales e italianas, pasábase el tiempo en fiestas y se derrochaba el dinero, en otros —y
aun en aquellos mismos, según las circunstancias— conservábase el tipo feudal primitivo,
puramente guerrero y duro de condición. Véase sino cómo describe Marquilles, jurisconsulto
catalán del siglo XV (1448), aquella vida: «Ha mostrado la experiencia que en el establecimiento de
los castillos son necesarias provisiones como aceite, vinagre y también seda para fabricar cuerdas
de las ballestas; sal lapídea o sea de Cardona, y provisiones fáciles de conservar: éstas duran mucho
tiempo si, cocidas con agua, se ponen a secar al sol. Abundancia de leñas debe haber, así para
auxilio como para el fuego... no menor debe tenerse provisión de hierro, cáñamo, estopa, lana seca y
trapos para los heridos, al cuidado de los cuales habrá un médico cirujano con todos los necesarios
instrumentos y ungüentos... Debe haber así bien molinos de mano en abundancia, que muelen
muchas provisiones, aun trabajando pocos hombres... Debe procurarse que no haya en el castillo
dados ni tablas, ni ajedrez, porque estos juegos fomentan la pereza y excitan las riñas. Podrán los
guardias jugar, tirando al blanco con las ballestas o arrojando lanzas y dardos... Sean en él también
romances y libros de gesta, como por ejemplo, Alejandro, Carlos, Roland, Oliveros y de Verdún, de
Aucenill lo Daucer, de Ocover y de Bechón, y del conde de Mancull, y grandes libros y nobles
luchas y guerras que en España hubo, cuya lectura sirve de animación y deleite... Será bien que en
el castillo haya un huerto de coles y no menos hierbas medicinales (menta, salvia, petrocillo y
celiandria); plantaránse vides, aunque las más veces no llegaran a sazonar las uvas, dada la altura y
frío del lugar, generalmente agreste. Debe tener el castillo perros vigilantes, gansos y pavos en los
puntos en los cuales sea más fácil escalar; no deben faltar centinelas o atalayas, mayormente en
tiempo de niebla, la cual, si es densa, convendrá que las centinelas y todos los hombres ocupen el
muro. Debe saberse de qué manera se despacharán los palomos que llevan cartas...»
Aunque es muy verosímil que en esta descripción figuren algunos datos no coetáneos, sino
procedentes de lecturas o de recuerdos de costumbres ya pasadas, en general se desprende bien de la
lectura el hecho de supervivir en medio de la sociedad burguesa, afeminada, industrial, de entonces
(aunque turbulenta y peleadora, como sabemos), aquel tipo hosco y sobrio del castillo roquero. Sin
embargo, la decadencia señorial era cada vez mayor, y estos restos de los siglos pasados habían de
desaparecer muy pronto.
En lo que se marca bien el atraso real de las costumbres, no obstante el barniz de cultura
literaria y científica, es en la higiene pública y privada, enteramente rudimentarias en todas partes.
Verdad es que en las Ordenanzas municipales figuran con frecuencia prohibiciones iguales a las que
ya en la época anterior se leen en muchos fueros, v. gr.: de lavar loza o ropa sucia en las fuentes de
que se sirve el vecindario; de arrojar agua a la calle; de dejar basuras en la vía pública; de soltar en
ella los cerdos, y otras análogas. Pero ni se obedecían con el debido cuidado, ni iban acompañadas
de otras prácticas necesarias para prevenir enfermedades. Los mismos baños públicos, tan
frecuentes en los primeros siglos de la Reconquista y en el mismo siglo XIII (según se ve en
documentos de los reinados de Jaime I y Alfonso III), desaparecieron. Así es que las epidemias muy
frecuentes en aquellos tiempos y favorecidas por las guerras, se cebaban duramente en los pueblos,
como ya hemos indicado respecto de Mallorca y otros puntos. Contra ellas sólo se empleaban, por
lo general, las preces religiosas y el acordonamiento absoluto, acompañado de la prohibición de
entrar en las ciudades libres (cuyas puertas se cerraban) las gentes que procedían de puntos
infestados, incluso, a veces, las que habían hecho cuarentena. En el interior de los lugares atacados
se procuraba la desinfección por medio de fogatas y quema de muebles, ropas, etc.; sahumerios de
hierbas aromáticas; extrema vigilancia para descubrir los casos; imposición forzosa de limpieza
pública y privada; socorros a los pobres, y demás medidas análogas: todo lo que, combinado con el
acordonamiento, producía, como es natural (y en nuestros actuales tiempos también se ha visto),
que a los primeros síntomas escapasen las personas pudientes y las mismas autoridades, y el hambre
se desarrollase en los pueblos. En el siglo XV se introdujeron las cuarentenas marítimas, de que es
ejemplo la morbería u hospital contra la peste que, desde antes de 1471, existía en Mallorca, y el
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lazareto a que iban los buques en que recaía sospecha de contagio. Tocante a las consecuencias que
traían las pestes, es curioso notar un acuerdo del Consell de Igualada (1442), el cual dio poder a tres
vecinos para concertar con gran diligencia matrimonios entre solteros, viudos y viudas, y buscar
acomodos en otros lugares si fuere necesario, para repoblar la villa, diezmada por epidemias y
guerras.

550. La civilización aragonesa-catalana en el extranjero.


Fuera de las provincias del S. de Francia, en que la civilización de los dominadores catalanes
y aragoneses tanto influyó como fue influida (y en muchas cosas más bien sucedió esto segundo que
lo primero) por el espíritu francés preponderante desde Simón de Monfort, en dos regiones pudieron
dejar huella las costumbres, sentido y manera de vivir de aquellos pueblos españoles: en Grecia y en
Italia. En la primera, no obstante los muchos años que duró la dominación en los ducados de Atenas
y Neopatria (§ 406), la influencia catalana fue casi nula; pues si bien la lengua de los conquistadores
se conservó pura entre ellos y se impuso como oficial en las relaciones diplomáticas y
cancillerescas, y aun en los instrumentos notariales, lado por lado del latín, ni se trasmitió a la
población helena, ni en ésta ha dejado rastros. Tampoco influyeron, ni la literatura, ni el derecho, no
obstante haber adoptado la colonia catalana, como ley fundamental suya, las Costumbres de
Barcelona en su texto catalán, que no se tradujo al griego. Y por un fenómeno curiosísimo, tampoco
la civilización de aquellos países, ni en su forma bizantina contemporánea de la conquista, ni en la
antigua clásica, fue recogida por los catalanes, cuya gente se mantuvo en rígida persistencia del tipo
de cultura traído de la madre patria. Sólo se conocen dos manifestaciones de haber penetrado algo
aquellos elementos de civilización en cerebros catalanes y aragoneses: es uno, el elogio, hecho por
Pedro IV (1380), de la Acrópolis de Atenas, «la más rica joya que en el mundo sea»: primer
testimonio, en labios occidentales, de admiración a las bellezas arquitectónicas de la Grecia clásica;
otro, el cultivo de las letras helénicas por el aragonés Don Juan Fernández de Heredia, gran maestre
de la Orden de San Juan, cuyos caballeros se apoderaron de la Morea (siglo XIV). Este personaje,
que figuró mucho en la corte papal de Aviñón, era hombre de gran cultura y tan amante de ella
como Alfonso X de Castilla y Alfonso V de Aragón. En aquella ciudad francesa, en la que residió
muchos años, estableció su biblioteca, riquísima en libros de todas procedencias, y se dedicó, como
los citados reyes, a procurar la traducción y compilación de obras griegas —clásicas y del período
bizantino—, a la vez que de otras italianas, castellanas y catalanas (v. gr., de Don Alfonso el Sabio
y Don Jaime), ayudado por un erudito griego de Rodas, Demetrio Talodiqui o Calodiqui. Así
pasaron a Occidente, traducidas, las Vidas de Plutarco, la Crónica de Zonaras, la de Grecia
(vulgarmente llamada de Morea) y se difundieron libros como los de Trogo Pompeo, Josefo y otros,
a que se refieren cartas del rey Don Juan I. Pero a esto y no más se redujo la influencia directa de la
dominación en Grecia y de las relaciones con este país.
En Italia, las cosas llevaron camino más fructífero. Con el establecimiento de la corte
alfonsina, afluyeron a Nápoles muchas gentes, nobles y plebeyas, de Castilla, Aragón y,
especialmente, de Cataluña, acreciendo la colonia catalana que desde mucho tiempo antes existía en
aquella ciudad. Por su parte, el rey colocó grupos de compatriotas en diversos lugares de su reino, v.
gr., en la isla de Ischia. No tardaron en producirse enlaces, algunos de gran resonancia: como el de
Íñigo de Avalos con Antonia de Aquino, hija del marqués de Pescara; el de Íñigo de Guevara con la
hija del duque de San Marcos; el de Fernando de Ayerbe con la del conde de Aiello; el de mosén
Juan Ruiz de Corella, capitán de la isla de Ischia, con Antonia de Alagno. Así, en el libro que se
conserva manuscrito, de la cofradía de Santa Marta, fundada en 1400 y una de las más importantes
de Nápoles, figuran los nombres y los blasones de muchos aragoneses y catalanes (incluso el escudo
real de Aragón) al lado de otros italianos: v. gr., Alfonso I (Alfonso V), Fernando o Ferrante I,
Isabel de Aragón, Pedro, Sancha, Alfonso y César de Aragón, el duque de Lemos, Juan de Cardona,
Arnaldo Sans, Simón Pérez Corella, López Ximén de Urrea, Pedro Roig Corella, de un lado, y
Fernando Sanseverino, los Balza, los Orsini, Piccolomini, etc., de otros.
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De la difusión del idioma catalán y de las costumbres, ya hemos indicado algo anteriormente
(§ 542). Como dato curioso debe consignarse que se introdujeron en Nápoles los frutos y flores
catalanes, de lo cual queda todavía memoria en una variedad de uva que allí se cultiva y se llama
«uva catalana», y en otras de jazmines, etc.
La colonia española, y en particular los elementos intelectuales, mostrábanse, no sólo
entusiastas de la cultura italiana, sino humildes discípulos de los humanistas de aquel país, cuya
superioridad reconocían. Así lo acredita la copiosa correspondencia del mismo rey Alfonso y de
Avalos, Centelles, Martorell. García Aznar de Anón, obispo de Lérida, etc., con Aretino, Filelfo, el
Panormitano y otros eruditos de Italia. Por su parte, éstos se interesaron, como era natural, por las
cosas de España, y escribieron varios libros referentes a la Casa real y a nuestra historia: v. gr., la
Historia de Alfonso V, por Fació; los Detti e fati, del Panormitano; la del rey Fernando (De rebus a
Ferdinando Aragoniæ rege gestis) por Lorenzo Valla (1445-46), que comienza con una amplia
descripción geográfica e histórica de España, y la biografía de Don Alfonso, por Vespasiano de
Bistici.
El rey procuró atraerse a los italianos, y en particular a los de Nápoles, con fundaciones y
obras de interés público. De ellas fue la Biblioteca alfonsina, germen de otras, servida por
numerosos empleados y riquísima en códices, que Alfonso hacía traer de todas partes (incluso de
Valencia, donde el canónigo Jaime Torres era su librero de confianza), ya comprados, ya para
copiarlos o para traducir las obras. Protegió mucho a los literatos, y se preocupó por la enseñanza
popular, como lo demuestra la creación, en 1453, de una escuela gratuita de primeras letras, cuyos
alumnos pasaban luego, con una pensión suficiente, a terminar sus estudios en París y en otras
Universidades. La Academia Alfonsina o Napolitana, en que se juntaban los eruditos españoles e
italianos, comenzó en 1442.
En el capítulo de obras públicas, se debe a él la ampliación y mejora del Castillo nuevo
(donde fijó su residencia) y la construcción de un Arco de triunfo anejo, que todavía se conserva.
Para el Castillo se emplearon materiales de las canteras de Tarragona, Gerona y Mallorca.
Directores de la obra fueron Arnau Sans, gobernador, y el mallorquín Antonio Sagrera,
interviniendo también Guillermo de este mismo apellido, Antonio Vico, Antonio Gomar, Pascual
Esteve (carpintero) y otros artistas españoles, en unión de varios italianos. El Arco de triunfo no se
terminó en vida de Alfonso; pero a éste, aparte la idea del monumento, le corresponde el encargo de
una estatua representando a la ciudad de Nápoles pacificada. Otras obras escultóricas encargó el
rey, unas a artistas italianos y otras a España (una Piedad de mármol traída de Aragón), la mayor
parte para el Arco.
También proveyó al ensanche y mejoramiento de la ciudad y del puerto de Nápoles,
construyendo murallas, parapetos, torres, castillos, la aduana nueva, calles y plazas. En todos estos
trabajos figuran artistas y obreros españoles.
Al propio tiempo formábanse en Roma otro núcleo importante de españoles. Alrededor de
Don Alfonso Borgia, nombrado Papa con el nombre de Calixto III (1455-58), agrupáronse varios
prelados compatriotas suyos, a los cuales favoreció mucho. En 1456 hizo cardenales a Luis Milá
(valenciano), a Rodrigo Borgia y Jacobo, hijo del rey de Portugal. Poco después elevó a igual
dignidad a Juan Milá. Y con éstos pasaron la mayor parte de su vida en Italia los obispos Alfonso
Carrillo, Juan Cervantes, Antonio Cerdano, Juan Torquemada (profesor de derecho canónico en
Roma durante 25 años), Juan Carvajal, Juan Casanova, Juan Moles, Pedro Ferrer, Alfonso Tostado,
Alfonso de Portugal y otros muchos, de quienes decía Eneas Silvio que eran «de vida correctísima y
de doctrina admirable». La afluencia de españoles (valencianos y catalanes, sobre todo) era tal, que
un escritor italiano escribía en 1458: «No se ve más que catalanes por todas partes.»
Nada de esto impidió, sin embargo, que se levantasen odios y envidias contra los españoles:
antes bien, el ser éstos dominadores en Nápoles, con usufructo natural de los cargos públicos, y el
nepotismo y favoritismo del Papa, hicieron que los italianos murmurasen con frecuencia y que se
suscitaran algunas contiendas personales. En general, y desde mucho tiempo antes, los catalanes —
460

émulos de los italianos en el dominio del mar— gozaban allí de mala fama.
La elección de Calixto III promovió gran escándalo, y en los escritores contemporáneos de
Alfonso V abundan las pruebas del odio que despertaban los conquistadores, o del desprecio que
por su inferior cultura clásica sentían los italianos. Intentaron estos que, ya en su lecho de muerte, el
rey recomendase a su hijo que apartase de los cargos públicos a los aragoneses y catalanes y se
sirviese sólo de gente italiana. Acusábase a aquéllos de haber introducido en Nápoles los rufianes,
espadachines y envenenadores, así como muchas viciosas costumbres; y del propio Alfonso se decía
que era un «medio bárbaro» (Cosimo de Médici), «indigno del reino de Talia» y «tirano»; a pesar
de lo cual, en su corte se educaron jóvenes tan ilustres como Hércules y Segismundo de Este.
Al morir Alfonso V y Calixto III, la colonia española de Italia se disolvió en gran parte,
regresando no pocos nobles, prelados, poetas y artistas. Pero todavía continuaron viviendo en
Nápoles muchas gentes, y siguieron imperando numerosas costumbres importadas de España; y
como, por otra parte, la Casa real aragonesa y la napolitana eran del mismo tronco, las relaciones
entre ambos países se mantuvieron sin interrupción, a la vez que la influencia mutua: preparando así
el nuevo período de dominio directo que empieza con Fernando II, el Rey Católico.

Navarra
551. Cultura intelectual.
La cultura navarra en esta época tiene singular interés, como prueba de la honda penetración
que en aquel país logró la influencia francesa, ya de abolengo (§ 368) y acentuada cada día, hasta el
punto de hacer de Navarra, más que región española, una prolongación del reino ultra pirenaico.
Los veremos así en lo que respecta a muchos elementos de la cultura intelectual y sobre todo de la
artística.
No llegó a fundarse en Navarra ningún Estudio general. La población escolar acudía a los
establecimientos franceses y alemanes, como lo acreditan documentos de los siglos XIV y XV, que
dan también noticia de las pensiones de escolaridad, que solían conceder los reyes. De escuelas
inferiores sólo se conoce una de gramática, que existía ya en Sangüesa a mediados del siglo XV
(1445), aunque es de presumir hubiera otras, de que faltan noticias. La materia más cultivada por
los estudiosos parece haber sido el Derecho canónico o Decretales, que debió ejercer considerable y
perturbadora influencia en la vida jurídica del país, a juzgar por la prohibición que el fuero de Tu-
dela impone, para ser abogados, a los caballeros y clérigos que fuesen decretalistas. La mención de
un astrolabio construido en Pamplona por el maestro de obras Juan de Santo Archangelo y
destinado al palacio de Olite, y la de astrólogos que figuran en la comitiva de algún rey, hacen
pensar en el cultivo de la ciencia astronómica y de sus derivaciones fantásticas, hijas de la época.
Pero en general, la cultura del país debió ser escasísima. Lo revelan la ignorancia casi general de los
reyes, que no solían usar otros libros que los de rezo, y la del clero, reflejada en sus costumbres, de
que alguna idea hemos dado antes (§ 501). Interesante excepción de esta regla general ofrecen tres
personajes regios del siglo XV: el rey Don Juan II, su hijo el príncipe de Viana, y Don Juan d'Albrit
o Albret, marido de la reina Doña Catalina (§ 421).
El rey Don Juan, muy influido por las corrientes clásicas e italianas de la época, fue asiduo
lector de Dante, favoreció la traducción de autores latinos (entre ellos Virgilio, cuya Eneida, vertida
por Don Enrique de Villena, se debió a los ruegos de Don Juan) y proporcionó amplia educación
literaria a su hijo Don Carlos. Acentuáronse mucho en éste las influencias clásicas e italianas,
fortalecidas en él durante su viaje a Nápoles, donde figuró algún tiempo al lado de Alfonso V.
Amigo de todo género de cultura, muy dado al estudio, y escritor, quizá el más importante de
Navarra en este tiempo, reunió una notable colección de objetos artísticos (joyas, tapices, medallas,
etc.) y una biblioteca de más de cien obras de autores latinos y franceses, en las que estaban
representadas, además de la Biblia, la filosofía, la historia, la poesía, los libros caballerescos, etc.
Sus aficiones clásicas se demostraron con la traducción de las Éticas de Aristóteles, comentadas; los
461

ensayos de oratoria, de que es excelente muestra su Lamentación a la muerte del rey Don Alfonso;
la Epístola a los valientes letrados de España, exhortándoles a que emprendiesen la redacción de
una obra de moral universal, y la Crónica de los reyes de Navarra, en que el príncipe, no obstante
su afán de claridad y exactitud, dio entrada a más de una leyenda.
Mayordomo de Don Carlos fue el célebre poeta mosén Pere Torrellas, de quien se hizo
mención oportunamente y a cuyo lado figuraron otros muchos escritores navarros y catalanes, como
Fogassot, Gibert, Boscá, Boixadors, constando igualmente la existencia de relaciones literarias entre
Don Carlos y Corella, March y otros autores de la escuela catalana (§ 543). Las poesías de este
tiempo fueron reunidas en un Cancionero, por Pero Martínez. Contemporáneos de aquéllos son
Gonzalo Dávila, que en una de sus poesías alude a la guerra de beamonteses y agramonteses, y un
Antón de Mora (navarro o aragonés), que mantuvo con Dávila una de aquellas discusiones poéticas
tan comunes a la sazón.
Del otro erudito de sangre real, Don Juan de Labrit, se sabe que reunió en su palacio de Pau
numerosa biblioteca y escribió genealogías de casas ilustres por su nobleza. Pero el influjo de Don
Juan llegó ya tarde, y, además, pertenece a la corriente puramente francesa, a distinción de la
española que personifica el de Viana; porque es muy de notar que, no obstante la fuerza grandísima
de los elementos extraños que obraban sobre la cultura navarra, y a pesar de la existencia de un
idioma nacional (el vasco), Don Carlos y todos los autores de la época usaron en sus escritos el
latín, o, más preferentemente, el romance castellano: con lo cual demostraban una vez más el
predominio intelectual que las regiones centrales iban alcanzando rápidamente en toda la Península.
Predecesor del de Viana en este camino, y en los estudios históricos, fue Fray García de Euguí,
obispo de Bayona y confesor de Carlos III, el cual escribió, también en castellano una Crónica
general de España hasta Don Alfonso XI, muy falta de crítica.
No impidió esto la difusión de la poesía provenzal, que desde comienzos del siglo XIII había
penetrado en Navarra (§ 368) y tuvo allí cultivadores; así como de la catalana, en que figuran, a
título de bilingües, varios hteratos de origen navarro, aparte los catalanes citados ya. De la poesía
indígena, en vascuence, no hay testimonio ninguno auténtico. Su cultivo no debió pasar de
manifestaciones populares de escasa importancia, que no han llegado a nosotros.
Con tan escaso y tardío bagaje, compréndese que la influencia literaria navarra no se dejase
sentir en otros países, de los cuales, por el contrario, todavía fueron imitadores o discípulos los
escritores de aquella nación. No es, pues, maravilla que la compañía navarra que —como las bandas
de catalanes y aragoneses (§ 406), fue a Oriente en el siglo XIV, al mando de Don Luis de Evreux,
hermano del rey Carlos II y con auxilio de éste, para reconquistar la Albania (que perteneció antes a
la familia de la duquesa de Durazzo, mujer de Don Luis)—, no obstante ir formada en su mayor
parte de gente noble y a pesar de los arraigados gustos artísticos del príncipe d'Evreux, no dejara
huella en los países dominados. Muerto Don Luis en 1376, la compañía pasó al servicio del último
emperador de Constantinopla, Jaime de Baux (1380), quien la hubo de utilizar contra los catalanes y
aragoneses que ocupaban los ducados de Atenas y Neopatria y la Morea. Apoderáronse de una gran
parte de éstos los navarros; pero su dominación fue cortísima, pues ya en mayo de 1380 habían
perdido la ciudad de Atenas, y, con ello, su influencia deleznable. En la Morea, que conquistaron
poco después —asentándose allí y entrando en buenas relaciones con los aragoneses y catalanes a
quienes habían combatido anteriormente—, tampoco dejaron vestigios que interesen desde el punto
de vista de la cultura, el idioma, etc.

552. Las artes.


El gusto ojival, de tipo muy francés, que ya a mediados del siglo XIII se había significado en
la catedral de Tudela (§ 368) y otros edificios, sigue influyendo en la arquitectura, y se impone,
tanto en las construcciones nuevas como en las reparaciones de las antiguas, transformando en parte
las primitivas iglesias. Así se le ve mezclado con el románico, y marcando sus dos períodos del
siglo XIV y el XV, en la catedral de Pamplona, que comenzó a rehacerse en 1397. Uno de los
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claustros de esta iglesia es del primero de los siglos citados, así como el presbiterio, naves y coro;
otro pertenece al XV. Lo mismo se advierte en la capilla de San Agustín contigua a la Colegiata de
Roncesvalles, con rica bóveda de crucería y florones con figuras. La iglesia de San Saturnino en
Pamplona es también ojival, con trozos del siglo XIII y otros del XIV. De un templo pamplonés
dedicado a Santa Eulalia y demolido en el siglo XVI, se tienen noticias que hacen deplorar
grandemente su desaparición, pues según ellas tenía dos portadas, claustros, sillería de coro «muy
bien labrada», retablo hermoso, órgano, tres campanarios (uno de ellos con reloj) y muchas pinturas
murales, entre las que figuraba una representación de la Danza de la muerte. De los edificios civiles
de la capital quedan restos, siendo notable una ventana del palacio del duque de Granada (siglo
XV).
La escultura, de tipo francés, muéstrase en las portadas y capiteles (v. gr. de la iglesia de San
Saturnino y de los antepechos del coro y del púlpito en la de Tiebas); en las imágenes exentas,
como la Virgen de Huarte (1349), esculpida en mármol, y la de Roncesvalles (del XIII), chapeada
de plata, y en relieves como el curiosísimo de la Adoración de los Magos (catedral de Pamplona:
claustro del XIV).
La misma escuela se advierte en los objetos de orfebrería que se conservan: el relicario
llamado Tablero de ajedrez (Roncesvalles: siglo XIII), de plata esmaltada, con 31 composiciones;
el de la catedral de Pamplona (siglo XIV), adornado con valiosa pedrería; la arqueta de plata con
chapas de oro que sirvió de crismera en Roncesvalles; aparte muchas alhajas profanas (vajillas de
plata y oro con esmaltes y piedras, coronas, joyeles, etc.) que se sabe hubo en los palacios reales de
Pamplona, Sangüesa, Estella, Tudela, Olite y Tafalla. De bordados, consérvase una rica capa pluvial
de fines del siglo XIII, bordada y regalada a Roncesvalles por la reina Santa Isabel de Portugal y
notable por las figuras del Calvario (en sedas de colores e hilos de plata y oro) que ostentan su
precioso capillón. Hay, por último, notables ejemplares del grabado de sellos, como el de San
Nicolás, de 1274, y el de Carlos II (1564).
La pintura siguió iguales derroteros que las demás artes: muéstranlo así (ya que nada pueda
decirse respecto a las desaparecidas de Santa Eulalia), la Crucifixión, tabla francesa de fines del
XIII, ejecutada al temple y con basamento del XIII o del XIV (catedral de Pamplona) y otros restos.
La pintura sobre cristal debió tener escaso desarrollo en Navarra, si se juzga por el curioso dato de
que en los palacios reales (donde el lujo tomó en otros respectos vuelo extraordinario) no se usaban
cristales, tapándose los huecos de las ventanas con telas enceradas. En cambio, abundaron los
tapices de artistas franceses, como se ve en cuentas del rey Carlos III, quien tenía a sueldo tres
tapiceros, uno de ellos el maestro Andrés, señalado como autor de bordados de seda y oro.
Aparte todos estos restos y noticias de obras de arte, conservan los documentos de la época
memoria de varios artistas, pintores y escultores, cuyos nombres revelan a veces que la educación
francesa prendió bien en gentes navarras y sacó notables discípulos; con vislumbres, también, de
influencias orientales que perduraban en manos de judíos. Así se ve en los plateros del siglo XIV,
Rollet el judío, Achach Acaya, Martín de Ichove, Juan de Toro, Juan de Sancto Archangelo, que
con Daniel de Bonte y otros, de seguro origen francés, trabajaban para la Casa real; en los pintores
Pedro de Tudela, Juan de Pamplona, Juan de Laguardia y Guillermo de Estella, de que se valió
Carlos III para ornamentar el palacio de Olite (comienzos del siglo XV): en Pedro Pérez de Arrieta,
que pintó para Carlos II (1357) un frontal de tablas; Miguel de Leyún, que decoró, con «oro y finos
colores», habitaciones de Carlos III; el maestro Eurich, pintor de banderas y otras cosas (1406-7); el
escultor o imaginero Juan Lome, autor de los sepulcros de Carlos II y Carlos III, este último en el
coro de la catedral de Pamplona, y el judío Simuel-ben-Benist, que vendió al citado rey un rico
paño de oro. Por desgracia, las noticias que de todos estos artífices e industriales poseemos son muy
deficientes para poder determinar el género y condiciones de sus obras.

553. Costumbres.
En líneas generales, el cuadro de las costumbres navarras es igual, en las clases altas sobre
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todo, al de las castellanas y aragonesas. La misma preponderancia del elemento caballeresco (más
acentuadamente francés por tener muy cerca el modelo y la influencia), expresándose, sobre todo,
en el afán de aventuras y conquistas, de que son elocuente muestra las expediciones a Grecia (§
551) y la llevada a cabo por cien hidalgos del Baztán a Tierra Santa; en los torneos y duelos (rieptos
o bataillas), celebrados con mucha concurrencia de curiosos y gran lujo de trajes: como el duelo
entre el señor de Camar y el de Asiain (1379), en que los testigos enviados por el rey vestían rico
paño de granza de Angers, comprado ex profeso; y en la abundancia de castillos señoriales, asiento
de diminutas cortes, remedo de las de Provenza. El lujo y ostentación de la vida toman
manifestaciones exuberantes, ya en los palacios de los reyes, como el de Olite y el de Tafalla, de
soberbia construcción, y los de Pamplona y Puente la Reina, no menos importantes; ya en la
servidumbre real, numerosísima y compleja, como en la corte de Carlos II, en la de Carlos III y en
la del príncipe de Viana, quien tenía a su servicio más de 39 oficios, desempeñados por doble o
triple número de personas (secretario refrendario, donceles, ayo, escudero, amo o mayre de Palacio,
clérigos, médico, cirujano, caballerizos, porteros, copero, sonador de arpa o juglar, etc.); ya, en fin,
en los saraos y fiestas (salas), como la del rey de la faba o de Reyes, las coronaciones, procesiones
y exequias: v. gr., las suntuosísimas de Carlos II, celebradas a la vez en Pamplona, Roncesvalles y
Ujué, con gran gasto de catafalcos, carrozas, escudos dorados, pinturas, caballos y armaduras, en
que se emplearon, entre otras cosas, más de 3.200 hojas de oro y 600 de plata. Cuando Carlos III
hizo, en 1397-98, un viaje a París, acompañábanle, además de muchos nobles y eclesiásticos, otros
servidores, hasta 75, con escolta de 324 caballos; y aunque el rey de Francia le hizo donación de
30.000 escudos de oro, todavía tuvo necesidad de pedir prestados al duque de Orleáns 2.000, de
vender varias alhajas y de empeñar su vajilla de oro y la de un hermano suyo. No hay que decir que
en los festejos reales abundaban los bufones, juglares, graciosos, tocadores de arpa, guitarra, laúd,
bailarines de cuerda y otras gentes por el estilo, que figuran en cuentas del tiempo de Carlos II y III.
No menos ostentación se hacía en la caza, ejercicio predilecto, aquí como en los demás países, de
reyes y nobles, favorecidos en esta diversión por la abundancia de bosques que había en Navarra;
no siendo raro que usasen, para la caza mayor, de leopardos amaestrados, o que los monarcas, como
Carlos II, viajasen acompañados de leones en domesticidad o los regalasen a los soberanos de otros
países, v. gr., el de Aragón (1384). La diversión se convirtió en oficio reglamentado entre los
plebeyos, constando la existencia, en el siglo XIV, de gremios de cazadores. Para la cetrería
empleábanse, como de costumbre, halcones traídos a gran coste de lejanas tierras, cubiertos de
caperuzas recamadas de oro y aljófar y llenas las patas de cascabeles, que llevaban grabadas las
armas del dueño. También gozaron de gran favor las corridas de toros, siendo la primera de que se
tiene noticia, al parecer, la celebrada en Agosto de 1385 en Pamplona. Por cierto que, tanto en ésta
como en otras posteriores, los matatoros que figuran procedían de Zaragoza. Los toros se mataban a
rejón o venablo. Los de cuerda son de fecha anterior. Ya por entonces eran célebres los navarros y
los vascongados todos, en el juego de pelota y en los bailes populares, como el «de las espadas» y
otros.
Del lujo en los trajes algo se ha dicho al hablar de las artes. Claro es que en ellos, como en
todo, tenía que dominar la moda francesa. En documentos regios del siglo XIV encontramos la
mención de hopalandas de paño negro de Londres, abotonadas por delante, otras de escarlata
bermeja, mantos de cabalgar, capirotes, calzas, etc. A comienzos del XV se trató de poner coto al
lujo, pero este intento no prosperó, volviéndose pronto a los malos hábitos en este orden.
Respecto de las costumbres populares, consérvanse curiosas, aunque fragmentarias noticias.
Es de notar la disposición del Fuero en que se manda que el infanzón vista a su mujer según su
clase, y se señalan las telas y adornos que debe darla cada año (saya ancha con mangas de fustán,
cinta de lana que se llama faisa, etc.), así como la comida: cada veinte días, un robo de trigo,
conducho, un tocino y cinco cocas de vino. Aparte la de embargar el cadáver del deudor hasta que
la deuda fuese pagada —práctica que todavía en el siglo XV estaba en uso, y que no es sólo del país
navarro—, hállase la siguiente, de un realismo feroz. Para probar que un deudor que había sufrido
464

enfermedad estaba ya sano, se le acostaba sobre un lecho de paja al cual se prendía fuego; si saltaba
a fuera, se le reputaba curado, y si no, los testigos peritos clasificaban la enfermedad.
Los enterramientos se hacían, por lo común, llevando al cadáver en ataúd descubierto y con el
mismo traje que usó en vida. Si el muerto era caballero, su caballo y armas se ofrecían al sacerdote
que había celebrado los sufragios. También eran usuales las plañideras (aurots) y los banquetes
funerarios (enterrorios), en que se gastaban sumas enormes.
Por ser Navarra sitio de paso para los numerosos peregrinos extranjeros que visitaban el
sepulcro de Santiago y otros lugares españoles, se atendió a ellos en forma igual a la que hemos
visto en Castilla y, particularmente, con el establecimiento de hospitales, de los que en el siglo XIII
había ya dos (uno de hombres y otro de mujeres) en Roncesvalles, según describe un poemita latino
existente en el archivo del monasterio.
Entre las varias epidemias, siempre terribles, que en estos tiempos azotaban a la humanidad,
era de las más temidas la lepra. En Navarra, como en todos los países, la legislación dictó el
aislamiento de los leprosos o gafos; y, probablemente, de ellos se formó la raza o clase especial de
los agotes, que suena en documentos de los siglos medios y que, al parecer, todavía era abundante
en el siglo XVIII.

Los musulmanes granadinos


554. Cultura intelectual.
Ya hemos visto en párrafos anteriores (508 y 519) cómo, a pesar de lo reducido de sus
términos y de su decadencia política, el reino granadino tuvo vid, interior muy intensa, tanto en el
orden social como en el económico. También la tuvo en la que respecta a la cultura. Dan testimonio
de ello la existencia, en la capital, de varias madrasas, academias o escuelas, fundadas y dotadas por
reyes de la dinastía nazarita. A ejemplo de Alfonso X, creador del colegio-árabe de Murcia (§ 523),
el segundo monarca granadino instituyó, en una de sus quintas de la vega, una escuela regentada por
el famoso sabio y controvertista Abu Béquer el de Ricote, a quien el propio Don Alfonso procuró
atraerse con sueldos, honores y distinciones. Esta fundación, en que se enseñaban las ciencias
filosóficas, duró poco. En cambio, a un español de Almería, Moffadal el de Dalías, alcalde de Fez,
se debe la importación en Marruecos de las Universidades, construyendo la célebre de Alcarawin
donde se implantaron las costumbres y los libros de texto españoles. Tiempo después, los
establecimientos africanos provocaron a su vez la creación en Granada de otra Universidad, dotada
espléndidamente por el ministro y canciller Reduán y en que se enseñaban lecturas alcoránicas,
derecho, teología, medicina y otras ciencias. La Universidad fue instalada por Yúsuf I en nuevo y
hermoso edificio, situado donde hoy las antiguas casas del Ayuntamiento y cerca de la aljama o
mezquita mayor. Y así como continuaron estos centros de enseñanza, siguieron también
concurriendo a Granada y los otros territorios musulmanes de Andalucía, sabios de otros países, que
mantenían la comunicación intelectual con los demás centros de la ciencia arábiga. Consta, en
efecto, la presencia de extranjeros de Samarcanda, Tauris, India, Tremecén y otros puntos, notables
por su saber; así como las relaciones continuas e íntimas entre los literatos y profesores granadinos
y los de los reinos africanos, por ejemplo, el de Abuhamu Muza II (de Tremecén), contemporáneo
de Aben-alahmar o Mohámed V de Granada y fundador de la famosa madrasa llamada Yacubiana,
en que enseñaron también hombres tan ilustres como Abderramán, hijo de Jaldún; Abuzacaria
Yahya; el matemático Abulhasán Alí (Abenfeham), y el más renombrado de todos, Abuabdala
Mohámed, que también dio lecciones en la capital andaluza. Algunos de los extranjeros que
visitaron el recinto granadino, han dejado relaciones de viaje, que importan mucho para el
conocimiento de las costumbres, monumentos, etc., de los musulmanes españoles; tales son la del
príncipe Abu Hachach (1347), escrita tal vez por su secretario Lisán-al Din, y la más célebre de Ibn
Batuta o Ben-Ba-tuta (1302-1378). A su vez, los musulmanes españoles, que también viajaban por
otros países, escribieron muchas relaciones (rihlas) que contienen noticias curiosas sobre los varios
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reinos mahometanos, particularmemte los de África, y sobre la Arabia.


Resultado de todo este movimiento intelectual, fue el florecimiento de no pocos autores
granadinos importantes en ciencias y letras. De ellos los más notables son: el ya citado Abuhamu
Muza II, rey de Tremecén, nacido en Granada (1323), educado en sus escuelas (por entonces en
gran apogeo) y autor de un interesante tratado de política y administración, que lleva por título El
collar de perlas; Aben Aljatib o Benaljatib de Loja (1313-1374), visir que fue de Granada y uno de
los más fecundos polígrafos de su tiempo, entre cuyas obras descuella el lexicón biográfico de los
personajes distinguidos que nacieron en Granada, habitaron en ella o la visitaron, cuyo título es El
círculo sobre la historia de Granada, vulgarmente, Ihatha; Aben Said el Magrebí (1214-1274 u
87), de Alcalá la Real, autor, según dicen algunos escritores, de 400 libros, de los cuales debe
citarse especialmente el Libro de la esfera de la literatura, dividido en dos partes con títulos
diferentes, y dedicado a la historia del pueblo musulmán. La primera de estas partes consta de 15
tomos. Del mismo autor son una compilación de la geografía de Ptolomeo y una Descripción
geográfica e histórica del orbe. Contemporáneo suyo (1201-1264) fue el célebre Aben Mosdai,
«uno de los hombres más distinguidos del islamismo español y tal vez del islamismo universal»,
autor de una colección de 4.000 biografías y de un libro sobre las doctrinas de los sabios antiguos y
modernos. Merecen también citarse El Abderí, valenciano, que escribió una extensa e interesante
relación de sus viajes por el África, y Aben Chozaí, de Granada (1321-56), verdadero redactor de la
obra conocida con el nombre del viajero Ben-Batuta. A esta lista cabe añadir el nombre de un
discípulo de Abenaljatib, el historiador Aben Jaldún, que, si bien nació en Túnez (1332), era hijo de
padres españoles, se educó en Granada y vivió muchos años en tierra española, habiendo visitado,
como embajador, la Corte de Don Pedro el Cruel. Aben Jaldún, cuya obra puede considerarse como
«síntesis y compendio de la cultura musulmana de su tiempo», fue uno de los más ilustres
representantes de la historia filosófica y crítica, y su principal obra, en 12 tomos, El intérprete de
las lecciones de la experiencia y colección de los orígenes y noticias acerca de los días de los
árabes y berberiscos..., además de gran riqueza de datos, contiene una introducción
(Prolegómenos) que es un verdadero tratado de sociología y de doctrina históricas, no superado en
importancia hasta nuestros días.
También fueron muchos, y algunos de gran valer, los jurisconsultos de esta época; aunque, en
general, los estudios de esta clase decayeron con relación a los de épocas anteriores. Nos
limitaremos a citar los nombres del cadí de Granada Aben Salmún (siglo XIV) y del de Guadix
Aben Asem († en 1426), cuyas doctrinas adquirieron celebridad fuera de España y todavía se citan
y aplican hoy en los tribunales musulmanes de África.
Como poetas, gramáticos y científicos, distinguiéronse también en el reino granadino el
malagueño Ben Albaithar, ya citado (§ 337); Abdallá ben Vivax y Abu Otzman ben Loyón,
maestros de Benaljatib; Mohámed ben Alí ben Farah, médico del rey y formador de un jardín
botánico (siglo XIV); Mohámed ben Alí ben Abdilla Al-Lajmi, médico también y autor de varias
obras, con otros muchos; notándose en varios de ellos el uso de nombres seguramente de
procedencia española, que quizá pertenecen a muladíes de los que en gran abundancia poblaban la
capital (§ 508).

555. Las artes, los trajes y el lujo.


Todavía es más notable y de mayor trascendencia el desarrollo de las artes plásticas. La
arquitectura granadina de los siglos XIV y XV, no sólo ofrece caracteres de gran novedad con
respecto a la de la época anterior (§ 341), sino que ha dejado algunos de los más hermosos
monumentos artísticos del mundo musulmán, en los que, a las bellezas de construcción, se unen
otras, admirables, en el decorado. En efecto; una de las notas más salientes de aquella arquitectura
es la riqueza de la ornamentación, no superada por ningún otro arte. En los edificios de este tipo, se
revisten los muros de planchas de estuco labradas en relieve, en vez de los mosaicos de piedras y
pastas de vidrio, con fondo de oro, que antes se usaban; los capiteles de las columnas son -cúbicos,
466

de modelos nuevos, y tallados en forma de prismas y facetas o de cintas y flores; los arcos varían
mucho, unos de herradura, otros apuntados y mitrados, notándose la tendencia a preponderar éstos
aunque con carácter decorativo; la construcción es arquitrabada y entramada; los tímpanos están
perforados y decorados; las cubiertas son planas y, donde hay cúpulas, ofrécense adornadas con
estalactitas o colgantes; en los zócalos úsanse con profusión y riqueza las chapas de azulejos en
colores; los motivos de decoración son, ya geométricos (tracerías, especialmente), ya de flora
esquemática, y todo ello realzado por viva policromía y toques dorados, constituyendo un conjunto
llamativo y brillante. Por último, y como nota muy importante, aunque no nueva ni desusada, según
ya sabemos (§ 188), abundan en los edificios granadinos las pinturas y las esculturas, además de las
inscripciones árabes decorativas.
El edificio (o conjunto de edificios) que muestran reunidos estos caracteres con mayor riqueza
y variedad, es la Alhambra (la Roja?, por el color de sus defensas y muros exteriores) de Granada,
en el que deben notarse los trozos siguientes: las salas de los Baños, como ejemplo de la parte más
antigua de lo construcción; la mezquita; el patio de los Leones y las salas de Justicia, de las dos
Hermanas y de los Abencerrajes. Además de las construcciones que hoy subsisten, había en el siglo
XV otras, entre ellas la gran aljama que luego fue derribada (o se hundió, según otros) y que, según
Benaljatib, era un monumento grandioso «por la riqueza de su ornamentación, lo grueso de sus.
pilares o columnas, adornados con basas o capiteles de plata (?) y por lo primoroso de sus
lámparas». Fue fundada y dotada por el sultán Mohámed III.
En cuanto al origen de la arquitectura granadina, se ha discutido mucho. Algunos críticos, con
muy fuertes razones, la creen importada de Oriente, donde se encuentran edificios (en Armenia,
Persia, Egipto, India, etc.) cuyo estilo se enlaza con el de aquélla, aunque parece más desarrollada y
con mayor riqueza artística en Granada.
En el techo de la sala de Justicia están las únicas y famosas pinturas de la Alhambra. Son tres:
en una de las cúpulas aparecen representados reyes moros; en otra una cacería y en la tercera una
aventura de amor. Es insegura la atribución de estas obras. Lo más probable es que sean italianas,
del XV, pero no falta algún crítico que cree posible referirlas a un pintor catalán de aquellos
tiempos. También las hubo, según testimonio de Ben Jaldún, en muchos palacios y casas de
Granada.
En escultura, aparte los adornos de los muros y la decoración de capiteles, hay que señalar
como obras importantes: los leones del patio de la Alhambra ya citado; otros que se conservan hoy
en el carmen de Arratía o de la Mezquita; y las escenas de caza y lucha de fieras talladas en una de
las pilas de la desaparecida mezquita mayor de la Alhambra. Probablemente estas obras, como los
pictóricas antes mencionadas, son de artistas cristianos, españoles o extranjeros.
Los tipos y procedimientos de decoración de la Alhambra reflejáronse en las demás artes
menores: así se ve en la orfebrería, de que hay muestra notable en lámparas, espadas y collares, y en
la cerámica, cuyas manifestaciones principales fueron (continuando la tradición, § 188): el azulejo,
los jarrones, de que subsisten ejemplares admirables, y los platos: todo ello propagado por los
mudéjares en territorios cristianos (§ 536 y 546), con más o menos modificaciones en el dibujo.
Ben-Batuta habla con elogio de los platos dorados que en su tiempo (siglo XIV) se fabricaban en
Málaga.
En cuanto a los trajes, aparte algunos dibujos contemporáneos (o muy próximos al fin del
reino granadino), Benaljatib dice en uno de sus libros que la vestimenta principal usada por los
habitantes de Granada era, en invierno, «el alquicel de tipo persa, con almalafas (lienzos que usaban
las mujeres en lugar de manto) ostentosas y otros trajes de mucho precio de lana, lino, seda, algodón
y pelo de cabra, mantos africanos y vestimentas tunecinas, que se hacen de seda gruesa, con
vistosas labores. En estío visten todos blancos almaizares (tocas), de suerte que, al verlos en las
mezquitas los viernes, parecen flores abiertas en un prado fértil, bajo la templada atmósfera de la
primavera». De las armas dice que los soldados andaluces usaban en lo antiguo «las que estaban
también en uso entre los Romíes (cristianos), sus vecinos y adversarios, como anchas lorigas,
467

escudos pendientes, cascos gruesos de hierro, lanzas de punta ancha y sillas de poca firmeza.
Delante llevaban sus abanderados, y en pos de ellos los demás guerreros... Pero más tarde dejaron
dichas armas y empezaron a usar corazas cortas, cascos ligeros, sillas de montar árabes, escudos de
ante y lanzas delgadas». De los soldados africanos que había en Granada, escribe: «Forman varias
cohortes (o compañías), capitaneadas cada cual por su arráez (caudillo) y sujetos éstos a un arif
(general), que lo suele ser algún magnate de las tribus merinitas y de la parentela del rey de
Almagreb. Y aunque apenas se ven imamas (turbante árabe) en el traje de los habitantes de esta
corte, exceptuando algunos de sus jeques, alcaldes y sabios, el ejército africano las usa
generalmente. Las armas que lleva la muchedumbre de estos Magrebitas son astas largas,
duplicadas con otras cortas, que tienen en su mitad ciertos lazos, (o nudos) y que empujan con las
puntas de los dedos al lanzarlas: a estas armas nombran matasas (cuerdas), pero también suelen
llevar arcos europeos (franchíes) para sus ejercicios diarios.»
Respecto de las mujeres dice (§ 519): «Usan hoy día ricos collares, brazaletes, ajorcas, (en los
tobillos) y pendientes de oro puro con mucho de pedrería y de plata en el calzado. Esto en la clase
media, porque las damas de la clase más principal, como son las pertenecientes a la aristocracia
cortesana o a la antigua nobleza, ostentan gran variedad de piedras preciosas, como rubíes,
crisólitos, esmeraldas y piedras de gran valor. Las granadinas son hermosas, distinguiéndose por lo
regular de su estatura, lo garboso de sus cuerpos, lo largo y tendido de sus cabelleras, lo blanco y
brillante de sus dientes, lo perfumado de su aliento, la graciosa ligereza de sus movimientos, lo
ingenioso de sus palabras y la gracia de su conversación. Mas por desgracia han llegado en nuestros
días a tal extremo en el atavío, el afeite y la ostentación, en el afán por las ricas telas y joyas y en la
variedad de los trajes y adornos, que ya es un desenfreno.»
468

QUINTA ÉPOCA.—ESTABLECIMIENTO DE LA UNIDAD


POLÍTICA Y DE LA MONARQUÍA ABSOLUTA (1479-1517)

I. HISTORIA POLÍTICA EXTERNA


556. Pacificación de los territorios castellanos.
Terminada la guerra dinástica (§ 397), Isabel I pudo llamarse propiamente reina de Castilla y
gozar sin contradicción de la corona. En el mismo año, 1479, Fernando subía al trono de Aragón
por muerte de su padre Don Juan (§ 417). El matrimonio de ambos soberanos no trajo modificación
esencial al estado político de sus reinos. La participación de Fernando en el gobierno de Castilla
fue, como veremos, puramente personal, sin influencia en las instituciones, aunque sí en la política
(§ 562); y en cuanto a la de Isabel en Aragón, todavía se hizo menos sensible. Los intereses de
ambos cónyuges eran, naturalmente, comunes en muchos puntos; pero los de sus pueblos siguieron
siendo en la mayor parte (y salvo los asuntos de orden internacional) tan independientes como hasta
entonces, como era consiguiente a la distinta orientación de su política y a las diferentes cuestiones
que su vida interior les planteaba. En Aragón y Cataluña, terminada la guerra civil, no apremiaba la
resolución de ninguna dificultad política grave (§ 417), ni, ultimada en tiempo de Jaime I su
expansión territorial por la Península, podía interesar tampoco la guerra con los musulmanes
españoles. La lucha interior de la realeza con el elemento aristocrático y con el burgués, que se le
había opuesto (en Cataluña) durante la guerra de Juan II, no podía ya afectar caracteres graves, y su
resolución pedía procedimientos políticos que reseñaremos en la historia interna. Hubo no obstante
algunos disturbios, provocados (en Aragón y en Cataluña) por los nobles, según veremos; pero no
llegaron nunca a tener las proporciones que en el reino castellano, donde los reyes tenían aún en pie
el problema de la anarquía nobiliaria con los mismos caracteres terribles que años antes había
relatado Hernando del Pulgar (§ 436), y que sólo podrían vencerse por una acción exterior de
fuerza, muy potente y radical. No era posible acometer nada en el exterior, ni afianzar el poder
monárquico, sin pacificar antes el país. Esto es lo que hizo la reina apenas terminó la lucha
dinástica, empleando en la obra de pacificación un rigor implacable. Las dos regiones en que más
hubo de ejercerse la acción real, y que pueden servir de tipos para comprender lo que se hizo en
todas partes, fueron Galicia y Andalucía.
En la primera, el estado anárquico y la condición facciosa de la nobleza y del mismo clero (§
458) eran, por decirlo así, tradicionales (§ 273), y en los siglos XIII a XV habían dado lugar a
graves trastornos. Últimamente, complicáronse éstos con la sublevación de los hermandinos (§ 431)
y con la guerra civil, por contar Doña Juana la Beltraneja, con muchos y tenaces partidarios
gallegos. Entre otros, el conde de Camina promovió, en 1478, una verdadera rebelión, llevado por
espíritu de venganza contra el señor de Sobroso, García Sarmiento, el alcalde de Pontevedra, Lope
de Montenegro y varios más, cuyos castillos atacó y arrasó siempre que pudo, teniendo que salir a
combatirle el arzobispo de Santiago y el conde de Monterrey. A su vez, éste dirimía con las armas
diferencias y ofensas del conde de Lemos, auxiliado por el señor Diego de Andrade y por el de
Rivadavia.
Los daños que de estos y otros hechos análogos se seguían, reflejábanse en el Estado y en el
derecho de los particulares. Estos veíanse vejados continuamente por los señores, a cuyo servicio y
bajo cuya protección vivían verdaderas bandas de facinerosos, cuya benevolencia tenían que
comprar los pueblos mediante tributos. El Estado —es decir, la autoridad real— veíase desconocida
en sus funcionarios, que ni podían cobrar los impuestos, ni administrar justicia, ni reprimir a los
revoltosos. Resueltos a terminar con semejante estado de cosas, los reyes enviaron a Galicia en
1480 dos delegados, uno militar, Don Fernando de Acuña, y otro civil, letrado perteneciente al
469

Consejo real, Garci López de Chinchilla; el primero, como gobernador y visorrey, y el segundo
como corregidor, acompañados de un cuerpo de 500 jinetes escogidos. Ambos delegados reunieron
cortes en Santiago, a las cuales leyeron sus poderes, que consistían en formar un tribunal superior
de Justicia para avocar a sí todos los pleitos y causas, desterrar a todas las personas que creyesen
perjudiciales, prender a todos los que lo mereciesen, poner jueces y corregidores donde fuera
necesario, y levantar en armas la gente de que pudieran necesitar. En el mismo año se había
establecido en Galicia la Hermandad Real, que de antiguo existía en Castilla (§ 445) y que, como
veremos, reorganizaron con mayor amplitud los Reyes Católicos (1476).
Acuña y Chinchilla procedieron, sin perder tiempo y con energía indomable, a pacificar el
territorio gallego. De acuerdo, en parte, con los mismos señores (que hubieron de someterse) y, en
parte, por la fuerza, hicieron derribar hasta 46 castillos, entre ellos, tres del conde de Altamira y seis
del de Camiña; obligaron al pago de los tributos al rey, que desde años atrás tomaban para sí los
nobles; restituyeron a las iglesias y monasterios muchos bienes, heredamientos y beneficios
detentados por gentes poderosas, y condenaron a muerte «a muchos hombres —dice el citado
Pulgar— que habían cometido en los tiempos pasados fuerzas y crímenes, entre los cuales... un
caballero que se llamaba Pedro de Miranda y otro... que se llamaba el mariscal Pedro Pardo... Y
después de presos daban grandes sumas de oro para la guerra de los moros, porque los salvasen las
vidas; pero aquel caballero (Acuña) y aquel letrado (Chinchilla) no lo quisieron recibir». Todavía la
hija y el yerno del mariscal quisieron resistir en el castillo de Villajuán, pero fueron vencidos. El
conde de Lemos, por su parte, también se opuso al gobernador, y fue preciso que los reyes mismos
anunciasen su venida a Galicia para que cejase en el sitio que había puesto al castillo de Lugo.
Otros señores, en fin, que quisieron ignalmente renovar las pasadas turbulencias, fueron
dominados;. y los malhechores de menor cuantía que abundaban en el país, se apresuraron a
marchar lejos de la acción de la nueva Justicia.
En Andalucía ocurrió lo propio. Luchaban allí principalmente dos partidos, que dirigían el
duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz, manteniendo el país en una verdadera guerra civil.
La reina Isabel abrió audiencia pública en Sevilla para oír a los oprimidos y perjudicados con estas
banderías. La información abierta demostró que las violencias, asesinatos, robos, etc., eran tantos,
que, a juicio de Pulgar, «pocas gentes había en Sevilla libres de toda falta: unos por haberla
cometido, otros por haberla ocultado, otros por haberse aprovechado de ella». La reina castigó sin
piedad. Más de 4.000 personas tuvieron que salir de Sevilla por miedo a la justicia, y aunque Doña
Isabel dio una amnistía, exceptuó de ella a muchos criminales. Los mismos duque de Medina
Sidonia y marqués de Cádiz fueron desterrados de la población. Al marqués de Aguilar y al conde
de Cabras se les prohibió residir en Córdoba.
En Castilla se procedió de igual modo. Don Fadrique Enríquez, señor de Simancas y Medina
de Rioseco, fue preso y relegado a Sicilia. El duque de Alba se vio obligado a restituir la villa de
Miranda que tenía detentada, y su alcaide de Salvatierra fue ahorcado por haber insultado de palabra
y obra a un agente del rey. El castillo de Castroñudo, que, con otros seis, más de la ribera del Duero,
estaba en manos de un alcaide forajido, Pedro de Mendaño, fue sitiado y tomado después de once
meses, así como los de Hornachuelos, Andújar, Bujalance, Mérida, Medellín, Montánchez y otros,
en que los reyes colocaron alcaides de su confianza. En Toledo hicieron degollar a Fernando de
Alarcón, favorito del arzobispo y reo de varios delitos, y en Medina del Campo al caballero gallego
Alvar Yáñez de Lugo, quien ofreció por rescate de su vida 40.000 doblas, no aceptadas. Para
terminar, los reyes hicieron destruir todas las fortalezas que no eran absolutamente indispensables
para la defensa del territorio, y particularmente las que, como la de Madrigalejo, v. gr., habían sido
centro de robos y crímenes.
Con estos procedimientos, se logró en pocos años la pacificación del reino, haciendo
desaparecer las reliquias de las turbulencias ocurridas en tiempo de Enrique IV y de la guerra
dinástica.
470

557. La conquista del reino de Granada.


En 1478 era emir o sultán de Granada Abulhásan Alí, quien, dominada con escaso esfuerzo
una sublevación de varios alcaides que tomaron por caudillo a un hermano de aquél, Abu Abdallah
Mohámed ben Saad o El Zagal, gobernó con gran acierto durante algún tiempo; pero bien pronto
abandonó la dirección de los asuntos públicos, distraído por la pasión que le había inspirado su
esclava Zoraya, dejando que su visir manejase el gobierno en provecho propio. A las quejas y
murmuraciones del pueblo y de las gentes poderosas, contestó el sultán haciendo matar a muchos
caballeros y funcionarios ilustres, con lo cual el descontento creció más y más.
Con Castilla, Abulhásan tenía tregua desde 1476; pero terminada ésta, los moros rompieron
las hostilidades con la toma de Zahara (1481), a la que respondieron los castellanos apoderándose
de Alhama (28 Febrero 1482). Los moros pusieron sitio a esta última ciudad; pero las tropas del
marqués de Cádiz, auxiliadas luego por otras del duque de Medina Sidonia, se mantuvieron firmes,
derrotando a los sitiadores. Desgraciadamente, estas victorias se vieron enturbiadas por dos graves
derrotas sufridas en Loja (1482). Pero a la vez que esto ocurría, sublevábanse en Granada los dos
hijos del emir, Abu Abdallah Mohámed y Abulhachach Yúsuf, quienes temían que su padre los
matase por instigación de Zoraya. Fue centro de esta sublevación Guadix, y se unieron a ella
Almería y Baza, además de la capital. Muerto Yúsuf por Abulhásan, Granada proclamó emir a
Abdallah, y su padre huyó a Málaga. Aprovecharon estas circunstancias los castellanos y dirigieron
una expedición, en que figuraban el marqués de Cádiz y otros señores, a la Cora o distritos de
Málaga y Vélez; pero con tan mala fortuna, que fueron derrotados con gran mortandad en la
Ajarquía, sin haber logrado ninguna ventaja (Marzo de 1483). Cayeron prisioneros entonces un tío
materno del rey y muchos nobles, entre ellos los señores de Sevilla, Jerez y Antequera. Este
desastre tuvo compensación en una gran derrota sufrida por los moros de Málaga que invadieron el
territorio castellano (Abril de 1485), y otra más terrible aún, cerca de Lucena, donde muchos
alcaides y señores murieron, y otros, con el propio Abu Abdallah (Boabdil), cayeron prisioneros
con 22 banderas (25 Abril). Al saber los moros de Granada el cautiverio de su emir, ofrecieron de
nuevo el trono a Abulhásan, quien, sintiéndose enfermo, lo renunció en favor de su hermano El
Zagal o (según algún autor árabe) fue depuesto por éste.
Continuó la guerra con nuevas victorias, apoderándose los castellanos de los castillos de
Almara, Setenil, Cártama, Coin y de la ciudad de Ronda (1485) que asegura el dominio de casi toda
la región malagueña. Poco después (3 Septiembre) los castellanos que trataban de apoderarse de
Moclín, fueron derrotados; pero no impidió esto que ganaran a Cambil y otros muchos castillos
(Septiembre-Octubre).
En tal estado las cosas, el rey Don Fernando, que empleaba en su política tanto las armas
como la astucia, puso en libertad a Abu Abdallah o Boabdil, considerándole como aliado y
prestándole hombres y dinero para que recuperase el trono de Granada. Lo reconocieron al punto
Vélez-Málaga y muchos castillos de la Ajarquía y, poco después, las gentes del barrio del Albaicín
en la misma capital. Boabdil pareció dispuesto a ajustar paces con su tío El Zagal, reconociéndole
como emir a trueque de ciertos territorios; pero a la vez facilitó a Don Fernando la toma de Loja (30
de Mayo 1486), según lo convenido en el tratado de alianza que antes se mencionó. A esta
conquista siguieron las de Elvira (Junio), Moclín, Colomera y otros castillos; tras de lo cual se
retiraron las tropas castellanas (no sin dejar guarniciones en lo conquistado), llevándose consigo a
Boabdil, quien fue puesto de nuevo en libertad pocos meses después. Entró entonces el emir moro
en tierra de Vélez, diciéndose portador de un tratado de paz con el rey de Castilla, y lo aclamaron
nuevamente varias ciudades, entre ellas Granada: con lo que se encendió otra vez la guerra civil
entre Boabdil y su tío el Zagal, ayudado aquél por los castellanos. Estos, continuando su táctica,
aprovecharon tales disturbios para apoderarse de Vélez-Málaga (3 Mayo 1487), a la vez que
Abdallah era proclamado en Granada (28 de Abril) y El Zagal se hacía fuerte en Guadix.
Don Fernando, que no se arredraba ante las deslealtades, con tal de que le favoreciesen, sitió
entonces a Málaga, no obstante pertenecer esta ciudad a Boabdil y hallarse comprendida en el
471

tratado de paz, y se apoderó de ella (Agosto 1487), haciendo cautivos a todos sus habitantes. Lo
mismo hizo con los castillos de la Ajarquía y Vélez, a pesar de pedir éstos la paz y de hallarse
también comprendidos en el tratado. En 5 de Diciembre de 1489 fue tomada por capitulación, y tras
un sitio muy prolongado, Baza. A esto siguió la sumisión de El Zagal, quien hizo entrega de la villa
de Guadix y de todos los territorios que le obedecían, desde Almería y Almuñécar hasta la alquería
de la Padula, comprometiéndose a dar ayuda a los castellanos contra Abdallah, reducido a Granada
y su término. Le apremió Don Fernando para que capitulara y particularmente para que entregase la
fortaleza de la Alhambra, prometiéndole en cambio (según dicen los autores árabes) grandes
riquezas y la soberanía de una ciudad andaluza, a su elección. Pero Abdallah y su gente, en vez de
acceder, proclamaron la guerra santa, pidiendo el cumplimiento de lo pactado con Don Fernando y
Doña Isabel. La consecuencia de esto fue poner sitio a Granada (Mayo 1490) las tropas de Castilla,
a las que auxiliaban muchos renegados. Pero no se hizo por entonces nada decisivo, retirándose
Don Fernando después de dejar bien guarnecidos los castillos cercanos a la capital.
Siguió a esto una campaña, en general favorable a Boabdil, quien recuperó varias fortalezas.
Pero los castellanos volvieron con grandes refuerzos y, después de haberse desentendido Don
Fernando de El Zagal (a quien para nada necesitaba ya y que, desengañado, emigró a Tremecén con
algunos de sus amigos), penetró en la vega de Granada (1491), poniendo definitivo sitio a la ciudad.
Acompañábale la reina Doña Isabel. Levantado el campamento en la alquería del Gozco, un
incendio destruyó todas las tiendas; pero los reyes decidieron construir un recinto murado con
viviendas y fosos, utilizando los materiales de las alquerías próximas, que fueron demolidas. A esta
población militar se llamó Santa Fe. Durante muchos meses combatieron, en los alrededores de
Granada, musulmanes y cristianos, con grandes heroicidades por parte de unos y otros, señalándose
las de Hernando Pérez del Pulgar, Gonzalo de Códoba y los moros Tarfe y Muza. Pulgar, que fue
llamado el de las Hazañas, tuvo el atrevimiento de entrar una noche en Granada seguido de 15
caballeros, y llegar hasta la puerta de la mezquita, donde dejó clavado un cartel con las palabras Ave
María (21 Octubre 1491). Respondió a esto Tarfe, atando a la cola de su caballo el cartel y
presentándose en el campamento castellano, donde pereció en duelo singular con el caballero
Garcilaso de la Vega. Por su parte, Muza acometió cierto día, él solo, a las tropas cristianas, y al
verse perdido se arrojó al río, donde murió ahogado.
Sobrevino, al cabo, el hambre en Granada, y se pensó en la capitulación (Diciembre 1491),
dado también que habían perecido muchísimos combatientes y no cabía esperar auxilios de África.

558. Capitulación de Granada y sus consecuencias.


Entabláronse las negociaciones (interviniendo en ellas, por parte de los castellanos, los
caballeros Hernando de Zafra y Gonzalo de Córdoba) sobre la base de las que convino El Zagal
cuando la capitulación de Guadix, con la adición, entre otros, de un artículo mediante el cual los
monarcas cristianos garantizaran el cumplimiento de todo la pactado antes de que se les entregaran
la Alhambra y demás fortalezas, jurando, además, que así lo harían. Al fin se redactó el documento
en 67 artículos, cuyas principales disposiciones fueron: seguridad de personas y bienes; libertad de
continuar viviendo los moros en sus lugares y domicilios; mantenimiento del culto musulmán,
conservando las mezquitas y los bienes de éstas, y la ley religiosa en punto a los juicios; que ningún
cristiano entraría en casa de los musulmanes ni ejercería coacción sobre ellos; que sus gobernadores
serían musulmanes o judíos, de los que con anterioridad hubiesen ejercido cargos públicos; libertad
de todos los cautivos hechos en guerra; limitación de los tributos al azaque y el diezmo; que todo
moro pudiese dejar a su arbitrio la ciudad, vendiendo sus bienes sin traba alguna y que el que
quisiera pasar al África pudiese también enajenar su hacienda y llevar consigo sus alhajas, haciendo
el viaje en naves del rey y sin pagar flete; «que no se forzaría al que hubiese abrazado el islamismo,
a hacerse nuevamente cristiano, y que si algún musulmán se hubiese cristianizado, se le darían
algunos días de plazo para que lo meditase y, transcurridos que fueran, comparecería ante un juez
musulmán y otro cristiano, y si se negara a volver al islamismo, sería mantenido en su resolución»;
472

que los moros podrían discurrir libremente por tierra de cristianos con seguro de sus personas y
bienes; que no se les impondrían señales en el traje como se hacía con los judíos y mudéjares; que
se les respetaría el almuédano y todas las prácticas religiosas, y que el rey cristiano garantizaría con
su firma la capitulación.
El primer sitio que ocuparon los castellanos fue la Alhambra (2 Enero 1492), y días después
hicieron los reyes su solemne entrada en la ciudad. Nombraron en ella multitud de funcionarios
musulmanes; cadíes, alfaquíes, escribanos, porteros, trujimanes o intérpetres, alguaciles, etc., y
favorecieron de tal moda a los vencidos, que los cristianos decían a los musulmanes: «Más
glorificados y honrados que nosotros estáis vosotros ahora por nuestro rey.» Sin embargo, muchos
habitantes de Granada y de la Alpujarra optaron por la emigración, vendiendo a bajo precio sus
haciendas, ganado e instrumentos.
Boabdil continuó viviendo en la capital por algún tiempo, hasta que los Reyes Católicos le
hicieron retirarse a Andarax (hoy Laujar) y de allí al África, desembarcando en Melilla con 1.120
personas de su familia y servidumbre. Es falsa la tradición que ha dado lugar al nombre de El
suspiro del Moro, y a la conocida frase que se supone dicha por la madre de Boabdil: «Haces bien,
hijo mío, en llorar como mujer lo que no fuiste para defender como hombre.» Boabdil murió en Fez
el año 1518, según unos autores y el 1533 según otros.
Bien pronto los vencedores cambiaron de política. Olvidando los artículos de la capitulación,
vejaron a los musulmanes, ya con limitaciones de su libertad, ya con nuevos tributos y, por último,
con la coacción, más o menos velada en la forma, para que abrazasen el cristianismo. Dirigida en un
principio la propaganda por el arzobispo Fray Hernando de Talavera, el conde de Tendilla y
Hernando de Zafra, en términos prudentes y por medio de la predicación, habíanse obtenido
bastantes conversiones. Pero el celo excesivo de otros personajes de la corte, entre ellos el confesor
de la reina y arzobispo de Toledo Ximénez de Cisneros, mudó tales procedimientos por otros de
fuerza, pues no sólo importunaban para lograr la abjuración, sino que, según dice un cronista
castellano, «a los que no se querían convertir echábalos en la cárcel y trabajaba con ellos por todos
los medios posibles, que se convirtiesen. Pareció que esto tocaba a muchos moros y se
escandalizaban de ello». Quejáronse, en efecto, a los reyes, de aquella infracción de las
capitulaciones, y por último, se sublevaron los del Albaicín, a consecuencia de haber querido dos
criados de Cisneros arrebatar a una joven mora para convertirla. Sólo merced a la voz y prestigio de
Fray Hernando de Talavera y a la intervención del conde de Tendilla, pudo apaciguarse la
sublevación. Don Fernando y Doña Isabel desaprobaron en un principio la conducta de Cisneros,
pero luego se dejaron vencer por la opinión de éste, quien, entre otras cosas, alegaba que,
habiéndose sublevado los moros del citado barrio, quedaban derogadas las capitulaciones. Trataron
los musulmanes de guarecerse tras la protección del sultán de Egipto, a quien dirigieron una carta, y
este soberano envió al Papa una embajada pidiéndole que obligase a los Reyes Católicos al
cumplimiento de lo pactado, so pena de expulsar de Egipto a todos los cristianos que allí moraban.
Pero esta acción diplomática quedó sin efecto, por el envío de un embajador castellano, Pedro
Mártir de Anglería, quien convenció al sultán de que no había injusticia en la conducta de los reyes
castellanos. Desalentados los moros granadinos, se convirtieron, dícese que en número de 50.000
(1499). Cuenta un autor árabe, Almaccarí, que entre las razones aducidas por los cristianos para
hacer abjurar a los moros, se contaba la siguiente, en que aludían a la condición de renegados (§
508) que tenían muchos granadinos: «Tu abuelo era cristiano y se hizo musulmán; pues hazte tú
ahora cristiano.» Para afirmar la obra de la conversión, Cisneros hizo quemar en una de las plazas
de Granada (la de Bibarrambla) considerable número de Alcoranes y otros libros religiosos
mahometanos, reservando los de filosofía, historia y ciencias médicas y naturales, parte de los
cuales (unos 300) hizo llevar al colegio de San Ildefonso, en Alcalá. Entre los quemados había
hermosos ejemplares caligráficos, con ricas encuademaciones y registros de oro y plata.
Pero la política de Cisneros exasperó a los musulmanes de otros puntos, que no querían
convertirse, y se sublevaron los de la Alpujarra, Baza, Guadix y sierra de Filabrés, Costó mucho
473

esfuerzo y sangre a las tropas castellanas el apoderarse de algunos de los puntos citados, en que
hicieron cautivos a mujeres y niños, bautizándolos por la fuerza. La sublevación retoñó en el
Algarbe andaluz o serranía de Ronda, donde resistieron mucho tiempo, logrando una victoria con
muerte de varios caudillos castellanos, entre ellos Don Alonso de Aguilar, hermano de Gonzalo de
Córdoba. Estrechados, al fin, por el mismo rey Don Fernando, capitularon, concertando que los que
no quisieran abjurar pudiesen trasladarse al África, como así hicieron muchos (1501). Desde
entonces no hubo en Andalucía más que musulmanes convertidos, que se llamaron moriscos; si bien
la mayoría de ellos, como sus mismos autores dicen, «aunque cristianos en la apariencia, no lo eran
en sus corazones, porque adoraban a Allah en secreto y hacían sus oraciones y abluciones en las
horas acostumbradas; pero vigilados constantemente por los cristianos, algunos de ellos fueron
quemados». Completaron los reyes su política en este punto dictando, en 11 de Febrero de 1502,
una pragmática, en virtud de la cual obligaron a todos los mudéjares de Castilla y de León a que
abjurasen o saliesen de España. Se ignora el número de los que adoptaron respectivamente uno u
otro camino; pero se cree que los más abjuraron, convirtiéndose en moriscos. Fueron exceptuados
de aquella medida los mudéjares esclavos, que se conocieron con el nombre de moros cortados.

559. Cristóbal Colón.


Al mismo tiempo que los Reyes Católicos ensanchaban el territorio castellano con todo lo
perteneciente al reino de Granada, el genio, la perseverancia y la suerte de un marino extranjero
incorporaban a la Corona un continente desconocido hasta entonces y muy superior en extensión y
en recursos naturales a la Europa entera. El marino llamábase Cristóbal Colón, y el continente
descubierto recibió, años después, el nombre de América.
Era Colón natural de Génova, o de un pueblecito próximo a esta ciudad y, si no dedicado a la
vida del mar desde joven (pues, según se cree, embarcóse por primera vez en 1473 o en fecha
próxima a esta), de familia de marinos, que figuran durante el siglo XV al servicio del rey de
Francia. Establecido en Lisboa poco después, hallóse Colón en el centro de las grandes
expediciones marinas de la época, y al mismo tiempo en el principal foco científico en orden a la
geografía y la cosmografía, representado por la escuela de Sagres (§ 541). Los portugueses habían
tomado con empeño el explorar la costa occidental de África y doblarla en su extremo S., para ir
derechamente a las Indias, uno de los mercados más importantes, entonces, del comercio europeo.
Viajó mucho Colón en navíos portugueses, adquiriendo, no sólo la práctica de la navegación, mas
también una vasta cultura cosmográfica. Su residencia en la isla de Porto Santo (Madera) y sus
conversaciones con diferentes navegantes, le procuraron noticias acerca de la existencia de tierras
situadas al O. del mar Atlántico, a las cuales aluden varios testimonios de aquel tiempo, incluso
mapas (de comienzos y mediados del siglo XV) que suponen la existencia de islas (una de ellas
llamada Antilia) a las que pretendían haber llegado algunos navegantes y que otros, v. gr., un
Fernando Dulmo, trataron seriamente de descubrir, obteniendo, al parecer, licencia del monarca
portugués. Unido esto a la convicción que Colón tenía de la esfericidad de la tierra con diámetro
menor del efectivo —de donde derivaba la creencia (tomada de los geógrafos griegos, romanos y
árabes, principalmente por mediación del libro Imago mundi, que en 1410 publicó el cardenal de
Cambray, Pedro de Ailly) de que, entre las costas occidentales de Europa y las de Asia, había un
espacio de mar relativamente corto—, le hizo concebir el proyecto de llegar a las Indias (es decir, al
Asia) por un camino enteramente opuesto al de los portugueses, o sea navegando derecho al O., en
vez de bajar hasta el Cabo de Buena Esperanza para doblar luego al NE. Igual proyecto tuvo el
médico y cosmógrafo italiano Toscanelli, quien lo comunicó en 1474 al canónigo portugués Fernán
Martínez en carta cuya autencidad es dudosa, así como el hecho, generalmente afirmado por los
historiadores, de que Colón tuviera conocimiento de aquel escrito (y del mapa adjunto) de
Toscanelli, carteándose luego con su compatriota y recibiendo la más completa aprobación de su
idea. Comunicada ésta al rey de Portugal, fue desechada, probablemente porque las navegaciones y
conquistas de África absorbían a los portugueses y no les permitían distraer fuerzas en otros
474

propósitos; y entonces vino Colón a España, para proponer a los soberanos de Castilla su
trascendental viaje. El primer sitio en que Colón residió fue la ciudad de Sevilla, donde el banquero
italiano Juanoto Berardi le protegió y le puso en relación con muchos señores de la corte, quienes le
acogieron con desprecio o con frialdad. Sólo el contador mayor Alonso de Quintanilla se interesó
por él y lo presentó al cardenal Mendoza, quien, a su vez, lo llevó ante los reyes. Doña Isabel no
quiso decidirse sin oír a personas doctas, y sometió los planes de Colón a una junta presidida por
Fray Hernando de Talavera, la cual los tuvo por imposibles. No desalentó por esto Colón, y
ayudado, por Quintanilla y otros personajes (cuyo favor había ido conquistando con sus
razonamientos), obtuvo la reunión de una nueva junta en Salamanca, la cual dio dictamen favorable.
Formaban parte de ella Fray Diego de Deza, Fray Antonio de Marchena y otros dominicos, que
fueron desde entonces ardientes partidarios de Colón. También lo fue, y aun hizo indicaciones sobre
el mejor rumbo para los viajes, el cosmógrafo catalán Jaime Ferrer de Blanes. Estos pareceres
hicieron prometer a los monarcas que, terminada la conquista de Granada, resolverían respecto de la
petición del genovés, quien fue admitido en la corte (1486) y con ella asistió a gran parte de la
campaña. A la vez iba aumentando el número de sus adictos. Pero como la resolución se aplazaba
indefinidamente, Colón acabó por cansarse y se volvió a Sevilla. En el Puerto de Santa María halló
protección y alojamiento en casa del duque de Medinaceli (1489-91), el cual, en un arranque de
generosidad, se comprometió a costear el viaje; pero al pedir permiso para ello a la reina. Doña
Isabel, probablemente por consejo de Deza y del cardenal Mendoza, tomó sobre sí el empeño y
reanudó las negociaciones, que no se ultimaron, sin embargo, esta vez (al decir de un
contemporáneo), por lo mucho que el italiano pedía «en remuneración de sus trabajos y servicios e
industria, a saber: estado, almirante, visorrey y gobernador perpetuo». Rotas nuevamente las
negociaciones. Colón salió de la corte y marchó a Huelva, pasando por Moguer y Palos. En este
viaje acertó a detenerse en el convento de la Rábida (donde, según algunos autores, había estado
con anterioridad), cuyo guardián Fray Juan Pérez (o uno de los frailes), seducido por las
explicaciones de Colón, en que convinieron también, al parecer, otras personas —entre ellas un
marino de Palos, Pero Vázquez de la Frontera, que daba por segura la existencia de tierras al
Occidente—, decidió intentar nueva gestión con la reina Doña Isabel, a quien escribió. La
contestación fue altamente favorable, y Colón partió de nuevo para avistarse con la corte, que
estaba en santa Fe. Tras nuevas dificultades y merced a la intervención del escribano racional o
tesorero de la corona aragonesa, Don Luis de Santángel, la reina se convino en aceptar las
condiciones que Colón proponía. El hecho que durante mucho tiempo se ha atribuido a Doña Isabel,
de haber empeñado sus alhajas para los gastos del viaje, carece de fundamento histórico. Se
firmaron las capitulaciones en 17 Abril 1492, y el 12 de Mayo salió Colón para Palos, donde había
de prepararse la expedición. Santángel anticipó a interés un cuento y 40.000 maravedises
(procedentes del arrendamiento de censos en Valencia), y los monarcas ordenaron por Reales
Cédulas al alcalde de Palos que pusiese a disposición de Colón las dos carabelas «armadas a
vuestras costas e espensas» que, en virtud de condena impuesta por el Consejo real, tenía obligación
el municipio de poner a servicio de la corona por un año, y que se diese al futuro descubridor cuanto
necesitase de víveres, maderas, pertrechos, etc., a precios módicos y con exención de derechos.

560. El descubrimiento de América y el reparto con los portugueses.


El viaje había de hacerlo Colón en tres carabelas. Antes de su partida de Palos en 1492, el
italiano había trabado conocimiento y amistad con un marino de aquel puerto, Martín Alonso
Pinzón, armador rico y avezado a las travesías del Atlántico. Enterado del proyecto de Colón,
Pinzón (que al parecer también creía que navegando a Occidente se hallarían tierras), convino en
asociarse con el italiano, recibiendo en premio la mitad de las mercedes que los monarcas hicieren a
aquél. Vuelto Colón a Palos después de firmadas las capitulaciones, se rompió este pacto, no se
sabe bien por qué motivos. Pero habiendo hallado Colón una resistencia inesperada y unánime en
los marinos a formar parte de sus tripulaciones —quizá por intrigas de Pinzón— hubo de venir a
475

nueva avenencia, mediando en esto Fray Juan Pérez. Los términos de ella no son exactamente
conocidos; pero desde entonces, todo fue fácil. Hubo marineros; se cambiaron las dos carabelas
embargadas mediante orden de los reyes, por otras dos mayores, llamadas la Pinta y la Niña, y se
contrató o fletó una tercera, la Santa María. Ésta hizo de capitana, y en ella embarcó Colón, con
Juan de la Cosa, dueño de la nave, por maestre; en la Pinta, Martín Alonso Pinzón, y en la Niña, un
hermano de éste, Vicente Yáñez. La escuadrilla se hizo a la vela en la mañana del 5 de Agosto de
1492 y, después de una navegación feliz que duró 69 días, cuando ya la tripulación de la capitana,
desalentada por no hallar tierra o por otro motivo, amenazaba con sublevarse, arribó (12 de
Octubre) a la isla de Guanahani, en las Antillas, y luego a la de Cuba (27 del mismo mes), creyendo
siempre Colón y sus compañeros, que estaban en Asia y que iban a encontrar yacimientos de oro. El
19 de Noviembre se dirigieron a Babeque (Haití o la Española), punto que los indígenas les dijeron
ser abundante en el precioso metal, y en el camino la Pinta se separó de las otras carabelas, sin que
sepamos ciertamente la causa, que Colón atribuyó a malicia, suponiendo en Pinzón deseo de
apoderarse él solo del oro de Haiti; aunque la conducta del marino andaluz, cuando pocos días
después se reunió nuevamente con la Santa María y la Niña, a las cuales buscó espontáneamente,
no autorizan a creerlo así. Explorada gran parte de la costa de la Española y habiéndose perdido la
Santa María por haber encallado en un banco (25 Diciembre), el 16 Enero 1493 emprendieron los
expedicionarios la vuelta a España con la Pinta y la Niña. Ya cerca de la Península, el 15 de
Febrero se desencadenó un temporal que separó a las dos naves, yendo la Pinta de arribada a
Bayona de Galicia y la Niña a una de las Azores primero y más tarde a Lisboa, donde Colón debió
su libertad a la generosidad del rey Juan II. Por fin, el 15 de Marzo entraron en Palos las dos
carabelas.
La expedición había sido pobre en resultados materiales para los viajeros, que no encontraron
en las islas visitadas las riquezas que esperaban hallar; pero los reyes de Castilla y de Aragón
contaban desde entonces con un mundo nuevo que unir a su corona. Colón se trasladó a Barcelona
para presentarse a Doña Isabel y Don Fernando, con cuatro de los diez indios que llevaba; mientras
Pinzón, que había enfermado a poco de llegar a Palos, moría en la Rábida. Los reyes recibieron a
Colón con honores extraordinarios, haciéndole sentar a su presencia para que les relatase el viaje.
Confirmado en sus cargos de almirante y virrey de las Indias, preparó una segunda expedición, que
empezó el 22 o 23 de Septiembre de 1493 y en la cual descubrió nuevas islas, entre ellas la
Dominica, Guadalupe, Puerto Rico y Jamaica. En la Española halló destruido el fuerte que había
hecho construir cuando su primer viaje, y muerta por los indios la guarnición. En la costa
septentrional de la isla fundó entonces la primera ciudad española, llamándola Isabela. Luego
volvió a Cuba, y después de recorrer 1.200 kilómetros de su lado N., se afirmó en la errónea
creencia de que era tierra firme, correspondiente a los fabulosos territorios de Catay y Cipango, a 30
grados tan sólo de Malaca: y así hizo que lo declarasen sus tripulaciones ante notario, so pena de
fuertes castigos. En un tercer viaje (1498) llegó al continente (desembocadura del Orinoco), después
de descubrir la Trinidad. Colón creyó que aquel río era uno de los del Paraíso terrenal. Vuelto a
Santo Domingo, Colón —contra cuyo gobierno en América se habían formulado quejas a los reyes
— vióse depuesto de su cargo por un gobernador nuevo, Bobadilla, enviado de España con plenos
poderes, y regresó a la Península en calidad de preso. Hizo, sin embargo, un cuarto viaje (1502), en
que llegó a Honduras; pero a la vuelta naufragó en Jamaica y, abandonado por el gobernador,
Nicolás de Ovando, no pudo hasta 1504 pisar otra vez tierra española. Murió en 1506, empeñado en
un pleito con la Corona sobre la validez de las capitulaciones de Santa Fe (§ 587), y murió creyendo
siempre que había llegado al Asia y descubierto las islas del mar oriental de este continente: error
de que, ya en 1493, recelaban algunos.

El éxito de las expediciones de Colón alentó a otros marinos. En 1499, Alonso de Hojeda,
Juan de la Cosa y el italiano Américo Vespucio, exploraron, siguiendo las huellas del almirante, las
costas de Venezuela; y merced a otros viajes de los españoles Pero Alonso Niño (1499), Diego de
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Lepe (1499), Vicente Yáñez Pinzón (1500 y 1508), Rodrigo de Bastidas (1500), Cristóbal y Luis
Guerra 1504), Ponce de León (1515), Nicuesa y Hojeda (1508-9), Núñez de Balboa (1513), Díaz de
Solís (1508 y 1515) y varios más, se incorporaron a los descubrimientos otras tierras de la parte
meridional del golfo mejicano (hasta Yucatán) y por el N., la Florida; se atravesó el istmo de
Panamá, llegando a la ribera del Pacífico (Núñez de Balboa, 1513) y, navegando hacia el S., se
avanzó hasta la desembocadura del Plata (1516).
Pero al mismo tiempo los portugueses, cuya tradición de navegantes les había forzosamente
de interesar en la empresa acometida por los españoles y coronada por tan gran éxito, sin dejar el
camino del Cabo de Buena Esperanza —que constituía su título de gloria—, trataron de tener parte
en las tierras occidentales nuevamente halladas, a las que, por casualidad, había también llegado, en
1500 (costa del Brasil), el portugués Pedro Álvarez Cabral. Para aquel efecto salió de Lisboa, en
Mayo de 1501, una expedición en que iba Américo Vespucio, según dicen las Cartas de éste,
publicadas en 1504 y 1507. Consígnase en ellas que recorrieron los expedicionarios casi toda la
costa oriental de la América del S., desde el Brasil (cabo San Roque) hasta la Patagonia y las islas
Falkland, según se cree, adquiriendo la convicción de que se trataba de un continente nuevo y de
que por el extremo S. de él se podía pasar a la India. También hablan de otros viajes.
Sobre la base de esta relación, que se tradujo e imprimió en Francia y en Alemania, un
escritor alemán, Martín Walzemüller, propuso en su Cosmographiæ Introductio 1507) que a las
tierras descubiertas se les diera el nombre de América. La proposición hizo fortuna, y el transcurso
del tiempo la ha confirmado, arrebatando un derecho que seguramente a nadie correspondía mejor
que a Colón. Pero las Cartas de Vespucio son de dudosa veracidad para muchos autores, y aun se
cree que ni siquiera las escribió él, sino que fueron invención de Walzemüller y otros literatos
extranjeros. En España no se llegaron a imprimir nunca. Lo que parece resultar de un documento
español de 1503 (asiento del libro de Tesorería de la Casa de Contratación) es que, si no con
Vespucio, con otros marinos, los portugueses hicieron dos viajes a las Indias, trayéndose indígenas
y palo de Brasil; pues en 1503 se comisionó a Juan de la Cosa, para que averiguase secretamente
qué había de cierto en punto a estos viajes, de lo cual dio informe a la reina en Septiembre del
mismo año.
Pero la rivalidad de Portugal y España en punto a los descubrimientos, produjo consecuencias
diplomáticas. Apenas llegado Colón de su primer viaje, los Reyes Católicos obtuvieron del Papa
bulas que sancionaban su derecho a las nuevas tierras. Fueron tres estas bulas. La primera, de 3 de
Mayo 1493, concedía a perpetuidad, a los monarcas españoles, «las islas y tierras firmes
recientemente descubiertas y por descubrir, en cuanto no pertenezcan ya a algún otro rey cristiano».
Pero como el de Portugal había logrado antes a su favor otras concesiones que comprendían las
regiones de África, Guinea y Mina de Oro, el Papa, para evitar concurrencias, trazó en su segunda
bula (4 Mayo) una línea ideal que, pasando por ambos polos, cortase el mar a una distancia de cien
leguas de las islas Azores o las de Cabo Verde, sin fijar, especialmente, ninguna. El hemisferio
occidental que resultaba de esta división se concedía a España, y el oriental a los portugueses. Pero
como el punto de partida era vago, pues las diversas islas Azores y de Cabo Verde se hallan en
longitudes distintas, resultó prácticamente imposible fijar la separación señalada y, por tanto, la bula
de 4 de Mayo, así como la otra de 23 de Septiembre (llamada «Bula de extensión y donación
apostólica de las Indias»), quedaron de hecho sin valor. Probablemente, aun sin aquella dificultad,
no lo tenían muy grande en derecho, ni quizá se lo concedían el Papa y los reyes. Lo cierto fue que
mediaron embajadas entre los monarcas de Portugal y de España, y que se llegó a la firma de un
convenio (Tordesillas, 7 Junio 1494) por el que, reconocidos todos los derechos de la corona
portuguesa sobre Guinea y demás territorios que ya poseía, se fijó la línea de demarcación en un
punto distante 370 leguas de la línea más occidental de Cabo Verde, pero dejando indeciso el modo
de determinar ese punto y confiándolo, primero, a Solís (1508) y luego a una comisión mixta, que
jamás se reunió. Por eso el dominio de América, en su parte S., creó más tarde dificultades de orden
internacional entre las dos naciones peninsulares. Preludio de ellas parecen haber sido las
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expediciones que, según noticias llegadas a Don Fernando, prepararon los portugueses en 1512 y
1513. El rey ordenó entonces que fuese a las Indias una fuerte armada «para que si los portugueses
allí fueren, les resistan la entrada». Al mismo tiempo envió un embajador al rey de Portugal, para
recordarle el cumplimiento del tratado de Tordesillas. Debieron persistir los lusitanos en su empeño,
pues en 1514 fue apresada en Puerto Rico una carabela de este país, cuyos tripulantes, presos y
custodiados en Sevilla, no parece que recobraron la libertad hasta 1517.

561. Política africana.


También en África hubo dificultades con Portugal. Iniciáronse en 1475 como pura
consecuencia de la guerra dinástica, para cuyo éxito interesaba a los Reyes Católicos hostilizar las
posesiones portuguesas de Guinea. Al efecto, en 1475-76 realizó una expedición marítima a este
punto el capitán Carlos de Valera con el conde de Pallares, Mosén Álvaro de Nava y varios más
(vizcaínos y de otras regiones españolas), derrotando a los portugueses y apresándoles naves. En
nueva expedición, Valera, con 30 carabelas y 3 naos, asaltó varias islas de Guinea, apresó al capitán
enemigo y trajo a España 400 esclavos.
Terminada la guerra por el tratado de Trujillo de 1479, no quedaron resueltas las cuestiones
de derecho en punto a los territorios africanos. No era la parte de Guinea lo que importaba a los
reyes españoles, sino el territorio mogrebino y las islas Canarias; el primero, por ser el asiento de
varios reinos musulmanes, en que se refugiaron muchos '.de los emigrados y expulsados de Granada
(§ 558); las segundas, por depender ya de la corona castellana y por su proximidad a la misma
región africana. La seguridad del nuevo reino conquistado y la conveniencia de poner a cubierto la
región andaluza —y con ella a toda España— de una nueva irrupción mahometana, exigían, por lo
menos, la posesión de plazas fuertes y de una base de operaciones en la misma patria de los moros.
Por otra parte, las posesiones de Aragón en el S. de Italia, obligaban a llevar la atención,
particularmente, hacia Túnez, y en general hacia los turcos, conquistadores de países próximos en el
SE. de Europa (Grecia, Turquía), dominadores de gran parte de África y peligrosos vecinos para
todos los Estados europeos.
Para realizar esta política hubo que descartar la posible oposición portuguesa, asegurándole,
en cambio, la posesión pacífica de los territorios que en el SO. habían ido conquistando los
navegantes lusitanos. A ésto respondieron, después del tratado de 1479, el de Toledo de 1480, en
que se ratificó el derecho de Portugal a las tierras de Guinea y a todas las islas descubiertas y por
descubrir «de las islas de Canaria para abajo contra Guinea, y a la conquista del reino de Fez, que
llegaba hasta Melilla, reservando a Castilla Lanzarote, Palma, Fuerteventura, la Gomera, Hierro,
Graciosa, Gran Canaria, Tenerife, «y todas las otras islas de Canaria ganadas y por ganar»; el de
1494, y el de 1509, en que se alcanzó de Portugal la cesión del Peñón de la Gomera, conquistado,
como veremos, por españoles, aunque dentro de los límites que antes se había reconocido a la
acción militar de aquel reino. Claro es que, como de costumbre, la existencia de estos tratados (y el
hecho mismo del Peñón lo prueba) no embarazó poco ni mucho a los reyes españoles y sobre todo a
Don Fernando, para proseguir cautelosamente su política, que era, en fin de todo, dominar en la
costa N. de África. Veamos cómo se desarrolló este propósito.
Parte de las islas Canarias habían sido conquistadas (§ 391) a principios del siglo XV por el
francés Bethencourt, quien, según lo acostumbrado en aquellos tiempos, aunque hizo la expedición
bajo los auspicios del rey, quedó como señor de lo conquistado. Mediante una serie de cesiones y
ventas, fue pasando este señorío por manos diferentes, hasta que, en 1477, vino a parar a las de
Doña Isabel, por cesión de Don Diego García Herrera y su mujer Doña Ana. La reina envió tropas
que, tras muchos combates, se apoderaron definitivamente (1494) de las islas que aun quedaban por
conquistar y, particularmente, de la Gran Canaria y de Tenerife, habitadas por una raza indígena
llamada Guanche. Portugal, que había sostenido pretensiones al grupo de las Canarias, renunció a
ellas, como ya hemos visto. Por el lado occidental de África quedaba, pues, resuelta la necesidad de
un centro de resistencia contra los moros, aumentando con la fundación (por el propio Don Diego
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García) del fuerte de Santa Cruz de Mar Pequeña, en la misma costa africana.
El dominio de la cual fue una inspiración de los reyes, muy constante y explícita en Doña
Isabel, aunque también muy perseguida por Don Fernando, quien trataba, a la vez, de contrarrestar
el avance de los portugueses; pero en ello hubieron, de coincidir con tendencias espontáneas del
pueblo castellano, que, en numerosas expediciones de carácter particular, demostró, a fines del siglo
XV y antes de que oficialmente se emprendiera campaña alguna, que sentía vivamente el deseo de
continuar la guerra contra los musulmanes fuera de la Península. Un documento de 1506 —en que
informa precisamente acerca del modo mejor de realizar expediciones al África, cierto sujeto que
las había hecho repetidas veces—, comienza recomendando que se utilicen los servicios de hombres
de guerra de Andalucía «por haber acostumbrado muchos años a realizar asaltos en la Sierra de
África, así en la Berbería del Poniente como en la del Levante». Y precisando más, dice ser
necesario que la gente escogida sea «de Jerez de la Frontera y del Puerto de Santa María y de Cádiz
y de San Lúcar y del ducado de Medina Çidonia y de Gibraltar y de Cartagena y de Lorca y de la
costa de la mar, porque en estos dichos lugares lo tienen por uso ir al África y saltear y correr la
tierra y barajar (saquear) aduares y aldeas y tomar navíos de los moros... entre los cuales hombres y
gentes en los dichos lugares hay adalides que, desde Bugía hasta la punta de Tetuán (Cabo
Espartel), que es cabe Ceuta, no hay lugar ni cercado, ni aldea, ni aduares, ni valles, ni sierras, ni
puertos, ni desembarcaderos, ni atalayas, ni ardiles dispuestos, adonde no puedan ofender y hacer
guerra, que ellos no lo sepan como se ha de saber».
Entre las expediciones que menciona el documento, están: la del alcaide de Rota, que en
1480, con otros caballeros y 150 velas, se apoderó de Azamor; la de varios nobles de Jerez, que se
apoderaron de la Casa del Caballero; la de Francisco Estopiñán y otros, que en 1487 asaltaban las
costas marroquíes de Poniente; la del alcaide de Gibraltar, Pedro de Vargas, que en 1497 asaltó a
Tárraga; la de Don Fernando de Meneses y su hermano, en 1490; la de las islas Bucima
(Alhucemas) y Fadala, con otras muchas más, ya de españoles sólo, ya de españoles con
portugueses; todo ello consentido y aun alentado por los reyes, como base para futuras empresas.
Comenzaron éstas seriamente en 1497, año en que, utilizando, armamentos navales hechos
por el duque de Medina Sidonia (a quien Don Juan II había concedido en 1449, el mar y tierra
comprendidos entre los cabos Aguer y Bojador), y para oponer un dique a la piratería de los moros,
se apoderó de la plaza de Melilla (Mellosa, entonces) el caudillo Don Pedro Estopiñán. Melilla
quedó bajo la soberanía del monarca castellano y en el señorío de la casa de Medina Sidonia, que
había sufragado los más de los gastos de la expedición. Los asuntos de América y las luchas con
Francia motivaron un interregno, apartando la atención de la política africana que Doña Isabel tuvo
siempre presente, hasta el punto de señalarla como uno de los principales objetivos del Estado
castellano. Don Fernando que tampocO' la descuidaba, volvió a ella en 1506, como la demuestra el
documento citado antes; y tomando por pretexto la existencia, en el Peñón de Vélez, de muchos
corsarios que, no sólo molestaban las costas de Granada, llevándose muchos cautivos, sino que
constituían un peligro serio para este territorio (§ 570), hizo apoderarse de aquel lugar y construyó
en él una fortaleza (Julio 1508), que motivó las negociaciones de 1509 con Portugal.
Tales fueron los comienzos de las conquistas africanas, que años después habían de
reanudarse con gran éxito (§ 565).

562. Política antifrancesa y alianzas matrimoniales.


A Don Fernando y a los súbditos suyos, aragoneses y catalanes, interesaban más otros
poblemas políticos. A diferencia de Castilla, que en general había mantenido con Francia en los
pasados siglos, relaciones cordiales y aun alianzas defensivas y ofensivas, Aragón y Cataluña
habían peleado más de una vez, desde el siglo XIII, con la vecina nación, tanto en los Pirineos»,
como en Italia. En aquéllos, y por la parte de Cataluña, Francia dominaba a la sazón dos regiones
que, durante siglos, fueron catalanas (la Cerdaña y el Rosellón) y que en tiempo de Juan II habían
sido cedidas (§ 417), a cambio del auxilio prestado a este rey. Don Fernando aspiró desde luego a
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recuperarlas, y lo obtuvo en 1493 por el tratado de Barcelona, con que el monarca francés, Carlos
VIII, creyó cerrar el camino a toda oposición española en sus planes respecto del reino de Nápoles.
En efecto, por este tratado comprometióse la corona aragonesa a no ayudar a ningún enemigo de
Francia, salvo el Papa, y a no enlazarse por matrimonio con las casas de Hapsburgo (Austria),
Inglaterra y Nápoles. Pero Don Fernando no era hombre a quien pudiesen contener tratados ni
promesas. Hijo legítimo de su tiempo, tenía por principios el disimulo y la mala fe, y sabía ir
derecho, utilizando toda clase de intrigas, y saltando por todas las palabras empeñadas, a la
consecución del fin que se proponía. En este punto, sus dos ideas fijas fueron la humillación de
Francia y la afirmación de la supremacía aragonesa en el Mediterráneo, 'e intentó la realización de
ellas por varios medios.
El primero fue el de las alianzas matrimoniales, utilizado ya por sus antecesores en la corona
de Aragón para estrechar relaciones con la corona castellana y arribar a la unidad política de la
Península; coincidiendo en esto Don Fernando con la aspiración de Doña Isabel a fundar el poder
internacional de Castilla. La guerra de sucesión con Doña Juana la Beltraneja (§ 397) y el
matrimonio entre Doña Isabel y Don Fernando, habían alejado la posibilidad de una unión con
Portugal, a que este reino se mostró muy propicio por entonces, como lo demostró en aquella misma
guerra y en el propósito que el rey Don Alfonso V tuvo de casarse con Doña Isabel. Esta y su
marido fueron los que, por razones bien naturales de política y de familia, procuraron apartar de
aquella corriente a los castellanos, propalando que los portugueses eran fundamentalmente
enemigos de Castilla: contra lo cual protestó Doña Juana en un manifiesto dirigido a la villa de
Madrid. De haber triunfado la Beltraneja, hubiesen quedado unidas las coronas portuguesa y
castellana, y el problema político de la Península hubiese consistido en la unión con el Estado
aragonés.
Pero ya en el tratado de 1479 se concertó un doble matrimonio, que se dirigía a preparar la
reunión futura de Portugal y Castilla. Conforme a él, habían de casarse Doña Juana con el infante
Don Juan, hijo de los reyes Católicos, y la infanta Doña Isabel, hija también de los mismos, con un
nieto del rey portugués. El primer matrimonio no se verificó, por renuncia de Doña Juana, según
sabemos (§ 397). El segundo no dio resultado, pues el príncipe murió casi en seguida; pero los
Reyes Católicos, persistiendo en su idea, volvieron a casar a la infanta con Don Manuel, duque de
Beja, presunto heredero, de la corona. Nació de este segundo matrimonio un hijo, Don Miguel,
quien, por la muerte (en 1497) del primogénito de los-Reyes Católicos, el príncipe Don Juan,
hubiera podido ser el futuro monarca de toda la Península; pero en el mismo año 1497 fallecieron
Don Miguel y su madre. Todavía insistieron los Reyes Católicos en su plan por dos veces,
enlazando a Don Manuel, primero con la infanta Doña María, hija menor de aquéllos, y muerta ésta
(1517), con una nieta. Doña Leonor. Esta política de unión con Portugal se prosiguió más tarde,
como veremos.
El otro Estado peninsular con quien podía convenir a los Reyes Católicos relacionarse, era
Navarra, y también con los príncipes Francisco Febo y Catalina intentó Doña Isabel concertar el
matrimonio de los infantes Doña Juana y Don Juan (1481); pero a esto se opuso la madre de
aquéllos. Doña Magdalena, regente del reino, de conformidad con la Asamblea (Estados generales)
del Bearn.
Dirigiendo a otra parte las miradas, y firmes en su política de engrandecimiento por
entronques, casaron al fin a Doña Juana con el archiduque Don Felipe (el Hermoso), de la casa de
Borgoña (cuyos Estados rodeaban por E. y N. a Francia) y heredero presunto de la corona imperial;
y con una hermana de éste, al príncipe Don Juan, que un año después (1497) fallecía, como hemos
dicho. Por último, y para asegurarse el apoyo de Inglaterra, unieron a la infanta Doña Catalina con
el príncipe heredero Don Arturo, y muerto éste, con el rey Enrique VIII. Así creyeron asegurar, no
sólo el robustecimiento de la corona española y el posible aumento de sus territorios, mas también
el aislamiento de Francia y la imposibilidad de que fuera ayudada por las dos potencias europeas
que podían inspirar cuidado. Pero estos cálculos de Don Fernando y Doña Isabel salieron fallidos en
480

gran parte, y las consecuencias de los matrimonios por razón política fueron muy otras, como
veremos, de las que seguramente pensaron al concertarlos (§ 566).

563. La guerra de Italia.


Pero, por de pronto, el efecto inmediato sobre la política antifrancesa, se consiguió. El tratado
de Barcelona (1493), por el que Carlos VIII había querido asegurarse la neutralidad de la corona
aragonesa en los asuntos de Italia, no produjo el resultado que esperaba el rey francés. Quería éste,
en efecto, renovar las aspiraciones de la casa de Anjou a los territorios napolitanos, poseídos a la
sazón por la rama bastarda de Alfonso V (§ 415), tío de Fernando el Católico. Este no podía, por
razones de familia, de futuras expansiones en Italia, de tradiciones de la política aragonesa en el
Mediterráneo, y por el interés constante y natural de impedir el engrandecimiento de Francia,
permitir que esta nación se apoderara de Nápoles. El pretexto de intervención fue el hecho de que
Nápoles era feudo del Papa y, en este sentido, exceptuado del tratado de Barcelona. La guerra
estalló, procurándose inmediatamente Don Fernando la alianza del Papa, Venecia, el emperador de
Alemania y el duque de Milán. Aunque al principio Carlos VIII llevó ventaja, bien pronto la
sublevación de Nápoles y la amenaza por el lado del Rosellón hicieron firmar al rey francés una
suspensión de hostilidades (1497). A este tratado siguió otro secreto, en que Don Fernando,
variando de conducta, concertó con Francia el reparto del reino de Nápoles, quedándose Aragón con
la Calabria a título de indemnización por gastos de guerra. Renovado este acuerdo por Luis XII,
sucesor de Carlos VIII (11 Noviembre 1500), se llevó a efecto, conquistando los Estados italianos;
pero inmediatamente estalló el desacuerdo, por pedir Luis XII una de las partes que tocaban a Don
Fernando. Rompiéronse de nuevo las hostilidades (1502), al principio con muy mala suerte para «el
ejército español que mandaba Gonzalo de Córdoba, caudillo ya famoso por sus triunfos en la guerra
de Granada. Don Fernando y Doña Isabel —que se había visto arrastrada por la política aragonesa,
extraña a Castilla, pero abrazada ahora con entusiasmo como medio de contribuir al
engrandecimiento político de España— dieron plenos poderes a su yerno Don Felipe para negociar
la paz con Luis XII. Una de las condiciones de ella era el matrimonio de la infanta Claudia de
Francia, con Carlos, hijo primogénito de Don Felipe y Doña Juana.
Pero, al propio tiempo, las tropas españolas de Italia, reforzadas, obtenían el desquite de las
derrotas anteriores, y Gonzalo de Córdoba vencía a los franceses en Seminara, Cerignola y
Careliano, apoderándose de todo el reino de Nápoles. Aprovechóse Don Fernando de estos éxitos,
haciendo caso omiso del tratado en proyecto, y el rey de Francia pidió y obtuvo una tregua de tres
años (31 Marzo 1504). Nápoles quedó en poder del rey de Aragón, y las luchas con Francia
tuvieron un interregno de siete años.

564. Nueva separación de Aragón y Castilla.


El 24 de Noviembre de 1504 murió Doña Isabel, en el castillo de la Mota, de Medina del
Campo. En su testamento nombraba heredera a su hija Doña Juana (que, con Doña Catalina, eran
los dos únicos vástagos sobrevivientes de los Reyes Católicos) y, en caso de no poder gobernar ella,
regente a Don Fernando, hasta que cumpliese los veinte años el primogénito de Doña Juana.
Aparentemente, continuaba, pues, la unión personal de Aragón y Castilla; pero la ambición de
Felipe el Hermoso inutilizó, por de pronto, los cálculos de Don Fernando y los deseos de Doña
Isabel. En efecto, Don Felipe quiso gobernar en Castilla; y como previamente (Septiembre de 1504)
había concertado alianza con Luis XII —en la cual se ratificaba el antiguo acuerdo de casar a la
infanta Claudia con el infante Carlos, a quien se entregaría el reino de Nápoles (para lo cual se trató
de ganar a Gonzalo de Córdoba y demás capitanes del ejército de Italia)—, Don Fernando no se
atrevió a oponerse abiertamente a las pretensiones de su yerno, y abandonó todo pensamiento de
regencia en Castilla. Pero inmediatamente tomó el desquite, firmando con Luis XII (12 Octubre
1505) un tratado por el que trasmitía el rey francés a su sobrina Germana de Foix todos los derechos
sobre Nápoles, y Fernando tomaba en matrimonio a Germana, comprometiéndose a dejar la corona
481

de aquel reino a los hijos que naciesen de este matrimonio. La noticia de semejante tratado hizo
pensar a Don Felipe en avenirse con su suegro, y llegó a concertar con él una especie de regencia
doble; pero no llegó a realizarse este acuerdo, que repugnaba a la ambición del archiduque y que la
nobleza castellana, hostil a Don Fernando, tampoco miraba con gusto. Se convino, pues, en un
nuevo arreglo, dejando a Don Felipe la regencia y a Don Fernando los Maestrazgos de las Órdenes
militares y la mitad de las rentas del reino de Granada. Defraudado en sus deseos, Don Fernando se
retiró a sus Estados de Aragón, no sin que en su viaje hallase en algunos pueblos (según dice un
historiador del siglo XVI) muestras de gran «descortesía y villanía», pues «le cerraron las puertas y
no le quisieron recibir en ellas».
Quedaron en Castilla Doña Juana, como reina, y su marido Don Felipe como regente, cargo
que hizo preciso el trastorno de las facultades mentales de Doña Juana. En efecto, esta señora, a
quien los historiadores y el vulgo dieron el sobrenombre de la Loca, herida por la pasión de los
celos que su marido no dejaba de excitar con su conducta, llegó, si no a la locura propiamente dicha
—pues hay documentos que prueban su lucidez para muchas cosas—, por lo menos a
manifestaciones de gran extravagancia y desequilibrio, que dificultaban su gestión directa, como ya
su propia madre reconoció en su testamento. Don Felipe se aprovechó de esta situación e intentó
incapacitar totalmente a Doña Juana, pero las Cortes se opusieron. En lo que cabía, pues, el
archiduque siguió gobernando, no sin que descontentase al pueblo castellano el favor excesivo que
en el otorgamiento de gracias y de oficios públicos concedía a los señores flamencos que formaban
su corte y la debilidad que mostraba frente a la nobleza indígena, que ya no tenía sobre sí la mano
férrea de Doña Isabel y de Don Fernando. Rompióse bruscamente esta situación con la inesperada
muerte de Don Felipe (1506). Con ocasión del entierro de su marido, dio Doña Juana nuevas
pruebas de su exaltación amorosa, algunas de las cuales ha inmortalizado la pintura moderna.
Entretanto, Don Fernando había pasado a Nápoles, receloso de Gonzalo de Córdoba, no
obstante haberse sincerado éste de las sospechas de infidelidad en carta dirigida al rey. A propósito
de esto se dice que, habiendo pedido el rey a Don Gonzalo (conocido ya, por sus victorias, con el
apelativo de El Gran Capitán) cuenta de los gastos hechos en la administración y gobierno de aquel
territorio, presentó el de Córdoba una relación estrambótica de gastos, para indicar al monarca lo
inconsiderado de su proceder con un general a quien debía la dominación en todo el Mediodía de
Italia. Esta relación es la conocida con el nombre de Cuentas del Gran Capitán; pero el documento
en que debieron de escribirse, nadie lo ha visto.
Sabedor Don Fernando de la muerte de su yerno, no se apresuró a volver a España, previendo
que había de ser llamado; como en efecto ocurrió bien pronto, en fuerza del estado anárquico que
las ambiciones de los nobles y el desgobierno de Doña Juana produjeron.

565. Regencia de Don Fernando.—Conquistas en África y anexión de Navarra.


En 1507 entró de nuevo Don Fernando en Castilla, haciéndose cargo de la regencia. Fuera de
los asuntos interiores de gobierno, su atención principal se dirigía hacia la extensión territorial en
Italia y el afianzamiento de su preponderancia política en Europa. Consintió, sin embargo, aunque
no sin recelos (hijos de su carácter envidioso y desconfiado), que el cardenal Cisneros, confesor que
había sido de la reina, prosiguiese las expediciones al África (§ 561), cumpliendo el deseo de Doña
Isabel. A su costa equipó Cisneros naves y tropas, y conquistó (I 509-10), con la espada del general
Pedro Navarro, el Peñón de la Gomera, Oran, Bujía y Trípoli, afirmando la posesión de Santa Cruz
de Mar Pequeña y obligando a que prestasen vasallaje los reyes moros de Túnez, Argel y Tremecén.
En otra expedición anterior se había apoderado de Mazalquivir; con todas cuyas ventajas, y a pesar
de la derrota sufrida por las tropas castellanas en la isla de los Calves (30 Agosto 1510), aseguró la
influencia castellana en el N. de África y contuvo la piratería que perjudicaba grandemente a todo el
litoral de la Península.
Entretanto, Don Fernando firmaba en Cambray (10 Diciembre 1508) una alianza con el Papa
(Julio II), el emperador Maximiliano y Luis XII, contra Venecia, que poseía algunos puertos (Trani,
482

Otranto, Callípoli) en el reino de Nápoles. Declarada la guerra, Don Fernando se contentó con
reconquistar esos puertos; pero luego, viendo que Francia lograba demasiadas victorias, halló
manera de excitar contra Luis XII la cólera del Papa y de formar una nueva coalición, en que entró
la antes combatida Venecia, contra el monarca francés (Octubre 1511). Unidos a ella Enrique VIII y
el emperador, se entabló la lucha, muy favorable para Luis XII merced al arrojo del príncipe Gastón
de Foix; pero muerto éste en la batalla de Ravena (1512), volviéronse las tornas, y Francia perdió
todas sus posesiones italianas. Don Fernando había conseguido su objeto de librarse de aquel vecino
poderoso, que contrapesaba la influencia aragonesa en Italia.
Al mismo tiempo, tropas castellanas y aragonesas invadían el reino de Navarra y se hacían
dueñas de él, a pesar del arrojo de su soberano Juan de Albret o Labrit, marido de Doña Catalina de
Foix. No era esto una consecuencia de la guerra con Francia, aunque lo parecía a primera vista, ni
un incidente impensado de la campaña. Hacía muchos años que, no sólo el rey Católico, sino
también Doña Isabel atisbaban la ocasión y la manera de anexionarse el territorio navarro. Trataron
de conseguirlo primero por la vía matrimonial (§ 560); luego fomentando las rebeliones del conde
de Lerín, condestable de Navarra (personaje ambicioso y turbulento que recuerda a los nobles
castellanos del XIV y XV), o aparentando mediar en ellas para dirimir la lucha entre el conde y el
rey. Ahora Don Fernando apoyaba sus hostilidades en tres motivos diferentes: la petición de que se
ampliase el tratado de paz hecho en tiempo de Doña Isabel, dando Navarra, en garantía, algunas
fortalezas; las concomitancias entre el rey navarro y el francés, y la excomunión que el Papa había
lanzado contra Juan de Albret por su intervención en asuntos políticos de Italia, desligando del
juramento de fidelidad a sus súbditos. Con motivos reales o sin ellos, la ocasión era propicia y la
conquista se verificó, no obstante el auxilio prestado por Luis XII. El Papa sancionó el hecho en
bula que reconocía como soberano de Navarra a Don Fernando, y la anexión de todo el territorio
navarro de los Pirineos al Ebro se proclamó en las Cortes de Burgos de 1515, quedando aparte la
Navarra francesa. Don Juan de Labrit continuó, sin embargo, resistiéndose durante algún tiempo y
tratando de recuperar lo perdido aunque sin éxito.
Logrado su propósito por este lado, Don Fernando concertó con Luis una tregua (1513)
renovada un año después. Pero muerto el rey de Francia en 1 Enero 1515, y habiéndole sucedido
Francisco I, joven ambicioso y enamorado de la gloria, Don Fernando, atento siempre a su política
antifrancesa, se apresuró a convenir contra aquél una alianza en que entraron el Papa, el emperador,
el duque de Milán, los Médicis de Florencia, los Estados suizos y Enrique VIII. Poco después
(Febrero 1516) moría Don Fernando, dejando planteada una nueva guerra, asentada la supremacía
española en Europa y aumentadas considerablemente las posesiones de Aragón fuera de la
Península.

566. La regencia de Cisneros.


Muerto Don Fernando, la corona de Aragón debía, naturalmente, recaer en Doña Juana. Pero
el estado mental de esta señora hacía imposible todo gobierno sólido. Era lógico, pues, pensar desde
luego ea los hijos de ella. Eran éstos dos: el ya citado Carlos y Fernando; el primero educado en los
Países Bajos (por lo cual se le solía llamar Carlos de Gante, ciudad en que nació, y, también, de
Luxemburgo, por el nombre de uno de los Estados de su padre, y de Austria, por ser archiduque
Don Felipe), y el segundo criado en España. Se ha supuesto que Don Fernando proyectó dejar a este
segundo nieto los reinos de España y las dos Sicilias, dado que Carlos heredaría el Imperio y los
países sujetos a la casa de Borgoña y, también, que pensó en formarle un reino en Italia; pero
ninguna de estas opiniones resultan probadas. A lo sumo, parece que de lo que se trató fue dar al
príncipe Fernando una especie de virreinato (suponiendo que su hermano Carlos, absorbido por las
tareas imperiales, residiría poco en España) y los Maestrazgos que, como sabemos (§ 564)», se
había reservado el rey de Aragón. Pero, al fin, las cosas tomaron un rumbo distinto, y el testamento
de Don Fernando respetó la primogenitura. En su consecuencia, Carlos heredó los reinos de Aragón
y Navarra y la regencia de Castilla mientras viviese su madre Doña Juana, aunque no había
483

cumplido todavía los 20 años que Doña Isabel exigió (§ 564); y hasta tanto que llegase a tierra de
España, fue confiada la regencia de Castilla al cardenal Cisneros y la aragonesa al arzobispo de
Zaragoza, Alfonso de Aragón, hijo bastardo de Don Fernando. Don Carlos, por su parte, envió para
que lo representase al deán de Lovaina, Adriano, su preceptor. Suscitó esto algunas dificultades, que
se arreglaron conviniendo en que Cisneros conservaría el carácter de regente y Adriano el de
embajador y asociado al gobierno. No se contentó con ello Don Carlos, y pidió ser reconocido y
proclamado como rey de Castilla: cosa probadamente irregular, puesto que aun vivía su madre.
Cisneros, aunque con marcada repugnancia y no obstante oponerse las Cortes, hizo la proclamación
de Don Carlos, en evitación de conflictos casi seguros, dado el carácter enérgico del príncipe.
Tuvo en seguida que acudir el cardenal a la defensa de Navarra, que Juan d'Albret intentó
recuperar, sin conseguirlo, y I una nueva expedición contra los moros africanos, desgraciada para
las armas cristianas.
En 1517 llegó a España Don Carlos, desembarcando en un puerto de Asturias y dirigiéndose,
por la provincia de Santander y la de Palencia, a Valladolid. Como su padre, venía rodeado de una
corte de nobles flamencos. Cisneros, previendo las mismas dificultades que en vida de Don Felipe
habían ocurrido, escribió a Don Carlos dándole consejos sobre el particular y pidiéndole una
entrevista. Adelantóse él mismo hasta Roa, ya muy enfermo, para recibir al rey; pero éste se limitó a
escribirle una carta en que, después de agradecerle los servicios prestados, le daba licencia para que
«se retirase a su diócesis a descansar y aguardar del Cielo la recompensa de sus merecimientos».
Con este acto de ingratitud comenzó su reinado Carlos I de España.

II.—REFORMAS SOCIALES
567. Cambios en la nobleza castellana.
La victoria de los Reyes Católicos sobre la nobleza (§ 556) tuvo un alcance puramente
político. Socialmente, continuó siendo aquella clase la primera, tanto en Castilla como en los demás
países peninsulares, compartiendo tan sólo esta superioridad con las jerarquías elevadas del clero.
Verdad es que la emancipación de los antiguos siervos y el nacimiento de desarrollo de los nuevos
tipos de riqueza mueble, fruto del comercio y la industria explotados por la clase media y por los
grupos mudéjares y judíos, habían herido gravemente la antigua preponderancia económica de los
señores; pero éstos se defendieron con los mayorazgos (cada vez más extendidos) y con las nuevas
adquisiciones que les produjo la guerra de Granada. Doña Isabel les atacó también por este lado,
revocando todas las mercedes concedidas por los reyes anteriores en momentos difíciles de anarquía
y debilidad y, especialmente, por Enrique IV. Sobre este punto las Cortes habían hecho frecuentes
representaciones, sin éxito, hasta que en la reunión de Madrigal de 1476 levantaron la voz
recriminando a Doña Isabel y a su marido porque, lejos de atajar a aquella verdadera sangría por
donde se marchaba gran parte de los ingresos de la Hacienda, seguían haciendo enajenaciones del
patrimonio y de las rentas de los pueblos o de vales que recaían sobre éstas; pero tampoco lograron
ser atendidas. Por fin, y renovada la petición en 1480 (Cortes de Toledo), los Reyes Católicos la
prohijaron, promoviendo desde luego una reunión de letrados y nobles. Después de mucho discutir,
se convino en principio y por unanimidad (no obstante el perjuicio que con ello recibía la nobleza)
en la revocación de las mercedes, encargando al cardenal Mendoza la averiguación de las que
debían respetarse y en qué términos; a la vez se ordenaba a todos los señores que poseían juros de
heredad que «diesen información por escrito de las causas por donde las habían habido», y se hacía
revisar los libros de juros y mercedes, consultando a los contadores oficiales de tiempo de Enrique
IV. El dictamen del cardenal fue que «todos los que tenían pensiones concedidas sin haber prestado
ningún servicio correspondiente por su parte, las perdieran enteramente; que los que habían
comprado papel de renta, devolvieran sus vales, recibiendo el precio que hubiesen dado por ellos; y
que los demás acreedores, que eran el mayor número, conservaran tan sólo una parte de sus
pensiones, proporcionada a los servicios efectivos que hubiesen prestado al Estado». Por consejo de
484

Fray Hernando de Talavera, al aplicar este dictamen, se rescataron hasta unos treinta millones de
maravedises. «A algunos —dice un historiador del siglo XVI— quitaron la mitad, a otros el tercio,
a otros el cuarto, a algunos quitaron todo lo que tenían, a otros no quitaron cosa ninguna, y a otros
mandaron que hubiesen y gozasen de aquellas mercedes en su vida, juzgando y moderándolo todo
según las informaciones que tuvieron (los reyes) de la forma en que cada uno lo hubo. Y de esta
determinación que se hizo, algunos fueron descontentos, pero todos lo sufrieron, considerando
cómo obtuvieron aquellas mercedes, con disolución del patrimonio real.» Así perdió el almirante
Enríquez 240.000 maravedises; el duque de Alba, 475.000; el marqués de Cádiz, 575.000; el duque
de Alburquerque, 1.400.000 y los Mendozas (de la familia del cardenal) otras cuantiosas rentas.
A pesar de este quebranto en la hacienda de las casas nobiliarias (y de las corporaciones,
conventos, etc., que también se sujetaron a la revisión), muchas de ellas siguieron disfrutando
riquezas cuantiosas, que representaban los más fuertes patrimonios del país. Según datos de un
escritor francés que visitó más tarde nuestra patria, eran 15 las grandes familias nobles existentes en
Castilla en la época de los Reyes Católicos, de ellas ocho creadas (con la categoría de ducados) por
estos monarcas. De la riqueza de algunas, certifican los siguientes datos de dos contemporáneos. La
casa de Medina Sidonia —que para transportar al campo de Málaga, con ocasión de la guerra contra
los moros (§ 557), sus combatientes y pertrechos, utilizó nada menos que cien navíos— ofreció a
Felipe el Hermoso, si desembarcaba en Andalucía, 2.000 caballeros y 50.000 ducados. La de los
Mendozas, cuyo jefe era el duque del Infantado y a la que pertenecían el arzobispo de Toledo, el
conde de Tendilla (gobernador de la Alhambra) y otros señores, se hacía notar por la magnificencia
de sus palacios, joyas, vajillas de oro y plata, la riqueza de sus caballerizas y su tren de caza, y lo
escogido de sus capillas de músicos y cantores. Y el condestable Don Pedro Fernández de Velasco,
conde de Haro, el más poderoso señor de Castilla la Vieja, tenía a sus órdenes innumerables
vasallos. A pesar de todo, pues, la preponderancia económica de la nobleza estaba asegurada por
mucho tiempo, a lo menos en varios de sus representantes más conspicuos, ayudada, claro es, por la
institución de los mayorazgos.
Los Reyes Católicos respetaron todo lo que tocaba a la propiedad privada; pero continuaron,
mediante una serie de medidas que corren parejas con la de las mercedes, rebajando los humos,
demasiado entonados, de los señores. Así, en 1480, prohibieron que los caballeros siguieran usando
dos ostentaciones propiamente regias a que se habían malamente habituado, tales como usar corona
real sobre el escudo; llevar delante de sí maza o estoque enhiesto; poner en sus cartas las
expresiones de «es mi merced» y «so pena de la mi merced» y usar «de las otras ceremonias, ni
insignias, ni preeminencias, a nuestra Dignidad Real solamente debidas». Pero confirmaron y
respetaron los privilegios tradicionales de exención de pechos, de prisión por deudas, de dar en
prenda las armas y caballos y de aplicarles el tormento, así como el de cubrirse ante el rey, que
parece haber sido facultad, en aquel tiempo, de todos los duques, marqueses y condes: a la cual
Felipe el Hermoso logró que renunciasen, aunque temporalmente.
A la vez, los reyes procuraron atraer la nobleza a la corte, cosa fácil, puesto que, dominada
por las enérgicas justicias de Galicia, Andalucía, etc., comprendía bien que, de allí en adelante, toda
influencia pública la había de obtener puramente del favor del monarca. Con esto lograron Don
Fernando y Doña Isabel dos cosas: separar a los señores de sus castillos y territorios, amenguando
su contacto con las poblaciones de su jurisdicción particular, y tenerlos a la vista y bajo su
vigilancia. Gran parte de la nobleza se convirtió así de rural en cortesana, viviendo a la sombra del
trono y con la golosina de los cargos palatinos que pendían completamente del rey. Los que no
hicieron esto, continuaron viviendo obscuramente en sus tierras, cada vez más olvidados por no
participar de los cargos públicos, e impotentes para toda revuelta.
Jerárquicamente, los grados seguían siendo los antiguos, con alguna modificación en el
nombre. Cesa de haber ricoshombres, siendo la primera nobleza conocida con el apelativo de
Grandes; el título de duque y marqués abunda más que en los tiempos anteriores, en que el más
común era de conde (§ 426) y el de hijosdalgo se hace por completo genérico (§ citado), aunque a
485

veces, también se usa el de caballero. Uno y otro se emplea igualmente para designar la nobleza de
segundo grado, que los reyes seguían creando por servicios militares, principalmente. Así,
confirmaron Don Fernando y Doña Isabel algunos privilegios de hidalguía dados por Enrique IV,
revocando otros; crearon en Andalucía los llamados caballeros quantiosos, especie de milicia
fronteriza del reino de Granada, y otorgaron la caballería sin ceremonias y hasta por simple carta
real. En cuanto a los nobles desprovistos de fortuna, vivían como antes, bajo la protección de los
grandes, llamándose caballeros o escuderos. Todos ellos gozaban de las exenciones generales de la
nobleza, que ya hemos expuesto.
En la nobleza de Aragón, dominada ya desde Pedro IV, no se produce cambio alguno ni social
ni político, salvo lo que veremos en el párrafo siguiente; y la catalana, vencida tiempo antes y
reducida económicamente en los más de los casos acabó de perder su fuerza con la solución dada a
la cuestión de los payeses.
Sin embargo, una y otra dieron prueba de no haber olvidado las antiguas costumbres
anárquicas, que se traducían las más de las veces en guerras locales, en contiendas de bandos,
guiadas por rencores e intereses puramente personales. Así ocurrió en 1510 en Aragón, donde, por
el hecho inicial de una cuestión de riego entre dos pueblos, vinieron a las manos, de una parte, las
gentes del señor de Trasmoz y las del conde de Aranda, y de otra, las del conde de Ribagorza,
ayudadas por las del conde de Ricla y los vasallos del monasterio de Veruela, saliendo a campaña
más de 5.000 hombres de uno y otro bando. Intervino, al cabo, el rey y apaciguó la contienda
resolviendo lo cuestionado por sentencia de 6 Octubre 1513. Como ésta, aunque de menor
importancia, hubo otras, prolongándose hasta bien entrada la época siguiente los casos de
turbulencia movida por los nobles.
En Cataluña, tanto o más que en Castilla, revistieron singular gravedad los bandos de los
señores ampurdaneses. En 1512 fue asesinado el señor de Castellá, y, en venganza, el baile general
de Barcelona, Sarriera, con un grupo de hombres armados, entró por sorpresa en la casa donde se
refugiaban Baldirio Agullana y el barón de Llagostera, presuntos autores o cómplices del asesinato,
y los hizo matar. Acogidos después Sarriera y los suyos al convento de frailes menores de San
Francisco, salieron de allí públicamente y con todo descaro entre doce y una del día, embarcándose
en un buque que tenían a prevención en el puerto y desde el que, a manera de desafío, tremolaron
banderas e hicieron salva de lombardas. Perseguidos por el virrey y tropas de Barcelona, se ahogó
Sarriera en Palamós al querer desembarcar, y sus secuaces fueron presos y castigados. Continuaron,
sin embargo, las parcialidades, hasta el punto de que, como dice un cronista (quizá
exageradamente), «en treinta años habían sucedido por esta causa 900 muertes, sin muchos raptos
de mujeres, incendios de casas y otros excesos». En 1525 se apaciguaron (aunque no
definitivamente) estas turbulencias, prendiendo el virrey a los cabezas de los bandos y a muchos de
sus partidarios respectivos.

568. Los vasallos y los siervos señoriales.


Hemos visto cómo, en la época anterior (§ 431), todavía era insegura la situación jurídica de
los antiguos solariegos en lo que tocaba ásu libertad de traslación y a la propiedad de todos sus
bienes, y cómo, respecto de los hombres libres, de los vasallos y cultivadores exentos que habitaban
las villas y las tierras de señorío (§ 431), la acción abusiva de los nobles mermaba en la práctica
muchos de sus derechos fundamentales. La enérgica represión de los Reyes Católicos cortó muchos
de estos abusos y decidió la cuestión de los solariegos. En efecto, una pragmática de 28 Octubre
1480, confirmando la aplicación extensiva del diploma de 1285, concede sin excepción la facultad
de trasladarse de residencia con todos los bienes, ganados y frutos. Pero no pudieron evitarse las
extralimitaciones que los jefes de señorío cometían en daño de los habitantes plebeyos (solariegos y
villanos) de sus territorios, iguales a las que tuvieron que reprimir tiempo antes Juan I y otros reyes;
pues si es verdad que procuraban atraerse población, arrancándola con promesas de exenciones y
ventajas a los mismos territorios realengos (como se deduce de las repetidas órdenes que tratan de
486

evitar la despoblación de éstos y la disminución de los pechos debidos al rey), una vez convertidos
en villanos de señorío veíanse explotados de mil modos; y como —a pesar de la revocación de
mercedes y de la petición hecha por las Cortes para que no se enajenaran villas realengas— los
mismos Don Fernando y Doña Isabel vendieron algunas, se dio más de una vez el caso de perder de
hecho, en condición y en libertades, una localidad entera. Estas enajenaciones (que en rigor
contradicen la política antiseñorial) continuaron, como veremos, y aun se acentuaron, en la época
siguiente.
En Aragón, el problema era más grave, por lo duro de la servidumbre rural (§ 466); y,
naturalmente, su solución se planteó en otros términos. Así, fueron muy frecuentes en los últimos
años del siglo XV y primeros del XVI las sublevaciones de los villanos de parada o vasallos signi
servitii. Ejemplo de ellas es la del señorío de Ariza, donde los siervos llegaron a sitiar el castillo
señorial. Vencidos, unos sufrieron la pena de muerte y otros la de azotes. Los de la baronía de
Monclús, después, de haber acudido inútilmente a los tribunales ordinarios, se sublevaron,
manteniendo esta actitud hasta 1517. Don Fernando trató de poner remedio a situación tan
desagradable, limitando los derechos feudales y, sobre todo, los malos usos; pero halló viva
oposición en la oligarquía nobiliaria y tuvo que cejar en su propósito. En el mismo caso del señor de
Ariza, acabó por reconocer, ante las reclamaciones de aquél, todos los privilegios tradicionales del
señorío, incluso el de condenar a los vasallos sin formación de proceso. Esta declaración del
monarca, que cerraba el camino a toda solución equitativa, se consignó en la sentencia llamada de
Celada.
En Cataluña, la cuestión de los remensas volvió a presentarse tan amenazadora como años
atrás (§ 475). Don Fernando intervino en ellas de un modo análogo a como lo hicieron Alfonso V y,
en parte, Juan II, es decir, tratando de aprovecharse de aquel movimiento para fines políticos y
económicos: a lo menos, así lo hace sospechar la conducta poco franca del rey, y así lo creyeron por
entonces los concelleres barceloneses. Su primera medida fue condenatoria de los remensas,
ordenándoles que restituyesen «a la Iglesia y a las personas eclesiásticas, todos los censos y
prestaciones que les debían de antiguo; y la confirmó (mediante un donativo de 300.000 libras que
le fue hecho) en las Cortes de Barcelona de 1480 y 81, con carácter extensivo a todos los señores de
remensas y a todos los derechos y servidumbres debidas por éstos. Pero conocedores los payeses del
donativo citado, ofrecieron al rey hacerle otro, para inclinarlo a su favor y redimir su servidumbre.
Aceptó Don Fernando, concediendo permiso a los remensas (carta de 26 de Agosto 1482) para
celebrar juntas, nombrar recaudadores y «trabajar, tratar y acordar acerca de las servidumbres
vulgarmente llamadas malos usos y sus consecuencias». Los recaudadores fueron infieles después
de reunidas muchas cantidades, y esto exasperó a los remensas, que se alzaron en armas en el valle
de Mieres, cerca de Gerona, extendiendo luego la revuelta al vizcondado de Bas, al llano de Vich y
al Valles, causando grandes destrozos y apoderándose de villas y castillos. Al frente de ellos se puso
un labrador llamado Pedro Juan Sala. Los sublevados, como en parte sucedió bajo Juan II, decían
proceder de acuerdo con el rey y en virtud de las concesiones y opinión favorable a ellos que el
monarca tenía: lo cual durante mucho tiempo tuvo desconcertado al municipio barcelonés, que no
se atrevía a salir con su milicia y que varias veces consultó a Don Fernando sobre su actitud y sobre
lo que convenía hacer, sin lograr respuesta. Pero tuvo Sala la inadvertencia de entrar en Granollers y
en Mataró (villa esta última unida en carreratge con la capital), y ya no supieron contenerse los
barceloneses. Su milicia derrotó a los remensas, y Pedro Juan Sala, hecho prisionero, fue decapitado
y descuartizado (Marzo de 1485).
Ya por entonces andaban nuevamente los payeses en tratos con el rey, mediante
comisionados. Días antes del ataque a Granollers, el 2 de Febrero de 1485, se había celebrado en
Llinás una conferencia entre esos comisionados, los jefes de los payeses y los delegados del infante
Don Enrique, virrey de Cataluña. Estas inteligencias continuaron después de la muerte de Sala, sin
que cesaran los desmanes de los sublevados, quienes se retiraron a las comarcas de la Montaña y la
Selva acaudillados por gente de la familia de Sala y por otros labradores. El grito de los remensas
487

era que nadie pagase los censos, diezmos y demás derechos que pesaban sobre la gente rural, siendo
curioso advertir que su furia, principalmente, se dirigía contra el clero, siendo muchos los atropellos
que causaron en monasterios y en personas eclesiásticas, incluso de fuera del país. En punto a los
bienes, secuestran, sobre todo, los trigos de los diezmos. Verdad es que la Iglesia de Gerona había
sido siempre su más tenaz enemigo (§ 475); pero algo más—hoy ignorado—debía haber en el
asunto, cuando en Barcelona se motejaba a los inquisisores (§ 573) de estar en connivencia con los
payeses, y dado que el mismo Papa llamó a su presencia a tres canónigos de la capital «enemigos de
los payeses». Así las cosas, y continuando las tropelías, desmanes y hechos de armas en muchos
puntos, envió Don Fernando como delegado especial para poner término a la cuestión, a Don Diego
López de Mendoza, quien, no sin mucho trabajo, consiguió que el 8 de Noviembre de 1485
firmasen los remensas poderes a nombre del monarca para que éste fallase como arbitro inapelable.
Iguales poderes firmaron los señores. Reunidos los comisionados de una y otra parte con Don
Fernando y otras personas de la corte en el monasterio de Guadalupe (Extremadura), el 21 de Abril
de 1486, y expuestas las razones de ambos partidos, dictó el rey días después la resolución que
pasamos a detallar.

569. La Sentencia arbitral de Guadalupe y sus efectos.


Se conoce esta resolución con el nombre de «Sentencia arbitral de Guadalupe», y, como
veremos, resolvió en lo fundamental el pleito entre payeses y señores (aunque sin satisfacer
enteramente las aspiraciones de los primeros), apaciguó casi en absoluto los ánimos y produjo,
andando el tiempo, consecuencias de importancia. Abolió la Sentencia los llamados malos usos y
rescatándolos por una cantidad en metálico, y declarando, en su consecuencia, a los payeses
perpetuamente libres. Eran los malos usos la remensa personal (u obligación de redimirse el payés
para poder abandonar libremente la tierra), la intestia (análoga a la luctuosa), la cugucia (derecho a
los bienes de los adúlteros), la xorchia (semejante a la mañería), la arcia o arsina (indemnización
pecuniaria en caso de incendiarse, en todo o en parte, el predio que ocupaba el payés) y la firma de
espoli forsada o derechos que el señor cobraba por la aprobación del matrimonio de sus vasallos.
Además, consta que, entre los abusos (que también se abolieron) de los señores, figuraban otros
hechos vejatorios para la dignidad humana. A los nobles les quitó el rey la jurisdicción criminal
sobre los vasallos, incorporándola a la Corona. Concedió a los payeses el mismo derecho que a los
solariegos se había reconocido por la pragmática de 1480, es decir, el de abandonar el mas o solar
en que vivían, pudiendo llevarse sus muebles, con lo que se rompía su adscripción al terruño. Por
último, prohibió (para que no renaciese la servidumbre) que se pactase en cualquier forma relación
servil o mal uso alguno.
Aunque esto era mucho, no era todo lo que pedían los remensas, en cuyo programa entraba
como condición fundamental la abolición de los usos sin rescate. Pero Don Fernando no sólo les
impuso éste, sino también un tributo de 50.000 libras (moneda barcelonesa), pagadero en diez años,
y una indemnización para los señores, de 6.000 libras. Además confiscó los bienes de 70 de los
jefes de la sublevación. Con esto, los remensas se llamaron a engaño y no se recataban de decirlo;
pero la fuerza de las cosas y de las libertades ganadas (si bien a precio carísimo) se impuso y
apaciguó los ánimos. No obstante, las reuniones que para la recaudación de aquellas cantidades
celebraban los remensas, siguieron produciendo trastornos, a veces sangrientos, que Don Fernando
trató de evitar prohibiendo, en 1492, las juntas de más de 25 hombres.
En 1488 se dictó una «Interpretación auténtica» de la Sentencia, desarrollando sus
disposiciones, y en el mismo año se produjo una nueva sublevación, de escasa importancia, en la
Montaña.
Verificada la redención y entradas las cosas en su normalidad, se fue formando, sobre la base
de los antiguos remensas ya libres, una clase media rural, propietaria de tierras, las cuales fue
acensuando a trabajadores de menos fortuna, mediante una pensión perpetua en dinero o frutos.
Estos trabajadores se llamaban menestrals. El payés, por su parte, seguía pagando al antiguo señor
488

de la tierra (noble, obispo o abad) el censo señorial, que no se redimió.


Estos payeses libres jugaron gran papel, como clase, en los siglos XVII y XVIII.

570. Los mudéjares y los moriscos.


Al tratar de la rendición de Granada (§ 558) nos hemos referido a la suerte que corrieron los
moros de este reino, llamados moriscos después de su conversión. Pero conviene no confundir a
éstos con los mudéjares de los demás territorios españoles (particularmente del castellano) y dar, a
la vez, nuevos pormenores sobre la misma gente morisca.
Durante muchos siglos, como sabemos, habían vivido lado a lado, en paz y en intimidad y con
privilegios muy semejantes, los tres grandes factores nacionales que integraban el pueblo
peninsular: el cristiano indígena, el judío y el mudéjar. La práctica seguida comúnmente en el orden
jurídico durante ese tiempo, hacía presumir que, salvo los mudéjares reducidos a esclavitud (que
eran muchos, sin duda, pero no todos, y en no pocas localidades ni siquiera la mayoría), los demás
acabarían por constituir un verdadero agregado nacional con los cristianos, conservando más o
menos autonomía en la esfera civil y en parte de la pública, y quizá siendo absorbidos al cabo,
lentamente, por la masa predominante. En el orden social, todavía era más seguro esto, por los
repetidos enlaces de sangre que entre las tres razas, y singularmente entre la cristiana y la judía (§
571), se habían realizado. Parecía lógico, pues, que se dejara producir a los hechos sus últimas
consecuencias naturales, confiando al juego libre de las fuerzas sociales la solución de este
problema etnográfico que la historia había planteado en España. Pero ya desde el siglo XII —y
quizá antes— se habían iniciado gérmenes de hostilidad en el pueblo cristiano respecto de los otros
dos, y particularmente del judío; y a medida que la reconquista avanzaba e iba siendo más fuerte el
poder de los Estados indígenas, esa hostilidad, como hemos visto, se acentuaba, tomando, sobre
todo respecto de los judíos, un color marcadamente religioso, cuyas consecuencias últimas fueron
sangrientas. Respecto de los mudéjares, el cambio tardó más en producirse, y todavía en el siglo XV
no era popular, ni, salvo intervalos de intransigencia (v. gr., el intento de expulsarlos de Aragón en
tiempo de Juan II, a instancias del arzobispo de Valencia), se reflejaba en las leyes. Pero el impulso
estaba dado, y el problema de las relaciones entre ambos pueblos se ofreció con caracteres agudos a
los Reyes Católicos, quienes lo resolvieron, como veremos, de conformidad con el sentido de
repulsión de que participaban los más de los cristianos, aunque no todos entre las clases cultas. Así,
en vez de intentarse una asimilación por medios benévolos, se adoptó el sistema enteramente
contrario.
De acuerdo con la menor animosidad que contra los mudéjares había (y que se significó
elocuentemente en el hecho de respetarlos cuando las matanzas de 1391 y siguientes), se nota en la
política de los Reyes Católicos para con ellos un primer momento que más bien es de protección
que de restricción. Comienzan, en efecto, reaccionando contra la extrema licencia de que bajo
Enrique IV gozaron los mudéjares (§ 432), restableciendo, al efecto, las antiguas restricciones: pero
lo hacen con criterio de gran moderación, pues si es verdad que restauran el uso del distintivo en el
traje, les facultan para conocer de los asuntos civiles en sus tribunales y, en general, atenúan el
excesivo rigor que revelan las leyes de tiempo de Juan II (§ 432). Un segundo período, todavía más
favorable, arranca de la capitulación de Purchena, villa fuerte del reino de Granada (Diciembre
1489). Conforme a ella, se respetó en sus puestos al alcaide y alguacil moros; y a los habitantes que
continuaran en la localidad pagando al rey cristiano los mismos tributos que hasta entonces al de
Granada, se les garantizó el ejercicio de su ley y de sus costumbres, el mantenimiento de sus
almuédanos, aljamas y alfaquíes, la no imposición de señales en el traje y la promesa de no ser
enajenada la ciudad a ningún señor. Todavía se ampliaron más las concesiones a los moros de Al-
m,ería, mostrando el deseo de halagar a las gentes de los nuevos territorios conquistados. La misma
capitulación de Granada fue ventajosísima, como sabemos; y cinco años después, todavía los reyes
procuraban atraerse a los moros expulsados de Portugal, permitiéndoles, no sólo a entrar a Castilla,
sino residir en ella o pasar de largo con todos sus bienes y tomándolos bajo su real protección. Los
489

actos de intransigencia de Granada (§ 558) marcan el comienzo de una política completamente


nueva, como si, vencidos por completo los musulmanes, no importase ya atraerlos y respetarlos. Las
consecuencias de este cambio fueron dolorosas, puesto que la sublevación de los moriscos costó
mucha sangre, aparte los estragos que causaron, en 1499 y 1500, los corsarios de África que,
llamados por los mismos granadinos, penetraron en muchos puntos de Andalucía llevándose no
pocas gentes cautivas particularmente del clero.
Después de la victoria de las tropas castellanas, los elementos más levantiscos de los moros
emigraron a Berbería, y los demás continuaron pacíficamente en el ejercicio de sus profesiones e
industrias, dando un alto ejemplo de laboriosidad que alaban los contemporáneos, entre ellos el
canónigo granadino Pedraza. Pero aun estos moriscos, de tan excelentes condiciones, estaban
minados por el odio a los que les habían mermado sus derechos haciendo caso omiso de las
capitulaciones y, al cabo, dominándolos por la fuerza; y así no debe extrañar que un escritor de
tiempos de los Reyes Católicos, Pedro Mártir de Anglería, dijera, refiriéndose al año 1512, que si
algún osado pirata penetrase en territorio granadino, toda la población morisca se uniría a él y
podría perderse el reino. Téngase en cuenta que los moriscos formaban la mayoría de la población.
De ello es buena prueba una nota del secretario de los Reyes Católicos, Fernando de Zafra, según la
cual sólo los de las Alpujarras y la Vega pagaban de tributos (al tipo de 25 % de la riqueza
imponible), 6.382.500 maravedises.
Respecto de los musulmanes del resto de la Península, se siguió idéntico criterio restrictivo.
Por sucesivas órdenes, desde 1501 (en vida de Doña Isabel, que era la más celosa en este sentido),
les impusieron iguales limitaciones que a los moriscos de Granada; prohibieron que se comunicaran
con éstos, penetrando en territorio granadino «los mudéjares de los reinos de Castilla, Aragón,
Cataluña y Valencia», y, por fin, dictaron, en 12 Febrero 1502, según ya dijimos (§ 558), la
expulsión de todos ellos; medida que no llegó a efectuarse. En su vez, viéronse obligados a
bautizarse por la fuerza los de Castilla; pero no los de Aragón, a quienes Don Fernando confirmó
los privilegios, a ruegos de los señores que tenían vasallos musulmanes y temían perderlos. Ya
antes, en 1495, las Cortes de Tortosa habían arrancado al rey la promesa de que no expulsaría a los
mudéjares de Cataluña. Después del decreto de 1502, las de Barcelona de 1505 y las de Monzón de
1510, obtuvieron igual declaración, más la de que no se trataría de convertirlos por la fuerza, ni se
limitarían sus relaciones con los cristianos. Consecuente con ello, Don Fernando (requerido por el
duque y la duquesa de Cardona, el conde de Ribagorza y otros nobles), ordenó a la Inquisición
aragonesa que se abstuviese de forzar a los moros para su conversión (pragmática de 5 Octubre
1508), y cuando más adelante se produjeron algunas conversiones, prohibió que se separase a los
conversos de sus familias. Permitió, sin embargo, la predicación en las aljamas para obtener
conversiones. Como caso excepcional, los moros de Teruel y Albarracín se bautizaron en masa el
año 1502. En general, se prohibió la erección de nuevas mezquitas, haciendo destruir las que se
levantaban faltando a esta orden, según ocurrió en Valencia en 1514.
Los de Navarra, por haber sido incorporado este reino a la corona de Castilla y no a la de
Aragón, cayeron bajo los efectos del decreto de 1502; pero la mayoría, según parece, optó por
emigrar a Francia. En Valencia hubo bastantes conversiones, algunas de todo un pueblo en masa (v.
gr., Manises, antes de 1519), pero subsistieron muchos mudéjares.
En las Vascongadas se procedió con gran rigor. El espíritu público era particularmente hostil a
los mudéjares y judíos. En 1482, Guipúzcoa había alcanzado una ordenanza prohibiendo la
residencia de todos los conversos en la provincia; y en 1511 se dio a Vizcaya una pragmática
expulsando a los musulmanes y sus descendientes.
Los convertidos de Castilla —cuya nueva fe no inspiraba gran confianza— quedaron sujetos a
la Inquisición (§ 371); pero en los primeros años no tuvieron que sufrir mucho de ella. Cisneros se
preocupó vivamente de la instrucción religiosa de los conversos, al parecer muy descuidada por
parte del clero, y lo mismo hizo Don Fernando, según se desprende de cartas y gestiones suyas de
1510, en que con razón dice que sería inhumano perseguir por herejes a neófitos a quienes no se
490

daba la suficiente instrucción religiosa. Una pragmática de la reina Doña Juana (20 Junio 1511),
insistiendo en el punto de vista de Cisneros (§ 558), ordenó que todos los moriscos entregasen los
libros arábigos que tuviesen en su poder, para que, «examinados, les fuesen devueltos los de
filosofía, medicina e historia, quemándose los de carácter religioso.»

571. Expulsión de los judíos.


Según ya hemos anticipado, la oposición de razas y de creencias religiosas hubo de resolverse
de modo más duro y rápido respecto de los judíos. Sabemos a qué grado de exaltación habían
llegado las pasiones populares contra los hebreos a mediados del siglo XV, después de las matanzas
iniciales de 1391 y a pesar de la protección que en la esfera jurídica siguieron prestándoles los reyes
(§ 433). No obstante su sentido pacífico, las mismas condenaciones y restricciones de la Iglesia,
exageradas por los fanáticos, ayudaban a mantener la excitación, inclinándola del lado intransigente
y violento que, respecto de los mudéjares, había revelado Cisneros. Los Reyes Católicos se
encontraron planteado así el problema. Su ideal político de centralización y reducción de los
elementos que pudieran representar un peligro nacional; la sincera creencia (muy acentuada en
Doña Isabel) de que no podía vivir junto a la población cristiana otra de religión distinta sin grave
peligro de contaminación, que en los mismos conversos, clase tan importante en Castilla (§ 434 y
572), se recelaba de antiguo; y, en suma, la anteposición del interés espiritual a cualquier otro de
índole distinta, les llevaron naturalmente a eliminar la raza extraña mediante la expulsión. Pero
antes de llegar a esto, pasaron los judíos por no pocas vicisitudes.
A pesar de todas las persecuciones, la comunidad judía continuaba siendo fuerte (en el reino
castellano, sobre todo), tanto por su riqueza —originada, ya en las más altas operaciones
comerciales (banca, empréstitos en grande, etc.), ya en las industrias, a que se dedicaba la clase
popular— como por su intervención en ciertas funciones administrativas, especialmente las
financieras, causa de buena parte de la animadversión popular. Los ataques sangrientos a las
juderías habíanse reproducido (§ 434), el año antes de morir Enrique IV (1473), en Jaén, Andújar,
Córdoba y otras poblaciones andaluzas. Apenas terminada la guerra de sucesión a la corona (§ 396),
Doña Isabel y Don Fernando renovaron, en las Cortes de Madrigal de 1479 y en; las de Toledo de
1480, las antiguas leyes, caídas en desuso, que prohibían a los judíos el uso de vestidos de seda y
joyas y ordenaban la separación de las aljamas en barrios especiales y la supresión de trato y
comercio con los cristianos en casi todas, las relaciones de la vida. Para la ejecución de estas leyes
dictaron una orden en Abril de 1481, reiterada en 1483. Una bula de Sixto IV (31 Mayo 1484) vino
a coadyuvar a este propósito, derogando todo privilegio emanado de la Santa Sede (los había,
fundados «en el talento financiero y medicinal» de los judíos) que dificultase, con tolerancias que
ahora parecían excesivas, el efecto de separar a los hebreos de los cristianos y el de vedar a los
primeros el ejercicio de profesiones y cargos de ciertas clases.
Pero estas medidas no debieron parecer suficientes, puesta que ya por entonces, aunque en
fecha que no puede precisarse, se decretó el destierro para todos los judíos de Andalucía. Este
decreto, cuyo texto no ha llegado a nosotros, hállase citado en documentos de 1483 y 84 y en el
edicto final de 1492; pero no llegó a cumplirse, ya porque se prorrogara el plazo de su ejecución, ya
porque se revocase la orden misma, o por influencia de la guerra de Granada, en la que los judíos se
encargaron del abastecimiento del ejército; y lo mismo ocurrió con el que en 1486 dio Don
Fernando para los judíos aragoneses.
Pero a la vez que se hacía todo esto, la legislación continuaba amparando a los judíos,
especialmente en Castilla, contra las extralimitaciones de funcionarios y particulares. Así lo
demuestran una carta del presidente del Consejo Real (1 Marzo 1479), atendiendo cierta
reclamación de la aljama de Ávila sobre exigencia indebida de tributos; las provisiones de 18
Septiembre 1479 y 8 Enero 1480, que confirman a los judíos de la misma ciudad los privilegios de
que no les tomasen en prenda las casas, ropas y otros objetos, y el de exclusión de repartimientos o
gravámenes municipales; la orden del capitán general de la Hermandad (§ 583), para que no se
491

causen vejámenes a los judíos abulenses (1480), víctimas de robos frecuentes y muy descarados; la
provisión real (15 Marzo 1485) amparando a la aljama contra los ataques de los vecinos cristianos
que quebrantaban las cercas; la carta de seguridad de vidas y haciendas dada a la misma, en 16
Diciembre 1491, en virtud de haber sido apedreado un judío y temer los demás que se les prendiese,
hiriese o matase, y otros documentos de la misma índole. A la vez, otorgábase a los judíos de
Almería y Granada, en las capitulaciones de estas ciudades (§ 570), la más amplia libertad religiosa
y civil.
Los reyes no abandonaban, sin embargo, la idea de la expulsión, que quizás las mismas
violencias del pueblo les hacían ver como necesaria; supuesto que no se creyeron con ánimo de
enfrenarlas y corregirlas, como habían hecho con las de los nobles. Hay pruebas de que ya en 1491
pensaban los reyes en que fuese total la expulsión, es decir, no limitada a Andalucía como en el
primer decreto antes citado; y, en efecto, una vez conquistada Granada, el propósito se cumplió,
promulgando el edicto de 31 Marzo 1492 que expulsa a todos los judíos de ambos reinos, el
castellano y el aragonés. El mismo decreto motiva esta resolución extrema en «el gran daño que a
los cristianos se ha seguido y sigue de la participación, conversación, comunicación que han tenido
y tienen con los judíos; los cuales se prueba que procuran siempre, por cuantas vías y maneras
tienen, de subvertir y sustraer de nuestra Santa Fe católica a los fieles cristianos y los apartar de ella
y atraer y pervertir a su dañada creencia y opinión, etc.» Se dio de plazo para la salida hasta fin de
Julio, prohibiéndoles volver ni aun de paso, so pena de muerte y confiscación de todos los bienes.
Durante todo este tiempo, los judíos quedaron bajo el «amparo y defendimiento Real» para que
pudieran «andar y estar seguros y puedan entrar y vender y trocar y enajenar todos sus bienes
muebles y raíces y disponer de ellos libremente». Bien se comprende, sin embargo, que toda esta
libertad tenía que ser de muy escaso efecto. Las ventas forzosas son siempre de enorme quebranto
para el vendedor, y máxime con la concurrencia que había de producirse haciéndose casi a la vez las
de todos los hebreos; y como, juntamente, se les prohibía sacar de España «oro, ni plata, ni moneda
amonedada, ni las otras cosas vedadas por las leyes de nuestros reinos, salvo las mercaderías y que
no sean cosas vedadas o en cambios», claro es que las pérdidas fueron enormes para los expulsados;
aunque muchos de ellos procuraron burlar la ley recurriendo al cambio internacional, mediante las
relaciones bancarias y de comerciantes judíos de los distintos países. En 14 de Mayo, y a solicitud
de los mismos expulsados, recelosos de violencias verosímilmente no imaginadas, se dictaron una
Carta real, con nuevo seguro o amparo, y una provisión sobre ventas y cambios de bienes.
Llegado Julio, empezó la salida de todos los que no quisieron bautizarse. Los judíos de
Castilla se dirigieron casi todos a Portugal; los del N., a Laredo; los andaluces embarcaron en
Cádiz, y los de Aragón y Cataluña en diferentes puertos, enderezando su emigración a Italia y al
África del N.; pero fueron tales los malos tratos que sufrieron en su viaje (especialmente en
Portugal y al desembarcar en los territorios africanos), que algunos prefirieron volver a España y
bautizarse. Poco tiempo después se completó la medida tomada por los Reyes Católicos con la
expulsión de los judíos de Portugal (15 Diciembre 1496) y los de Navarra (1498), cerca de cuyos
monarcas hicieron al efecto gestiones los de Castilla y Aragón. La de Portugal fue particularmente
cruel, pues se separó a los padres de los hijos menores de 14 años, obligando a éstos a que se
quedasen en el país, mientras el resto de la familia era lanzado fuera.
Respecto del número de los expulsados, no hay datos precisos, siendo muy varias las
opiniones de los historiadores. La región donde más abundaban los judíos era la andaluza. En
Castilla no debían ser muchos, relativamente (§ 433), y menos todavía en Cataluña (§ 479). Así y
todo, autores próximos a 1492 hacen oscilar los salidos de España, de 500.000 a 800.000, y no falta
quien, posteriormente, suba hasta 2.000.000, con grande y segura exageración. El cómputo hecho
en nuestros días por un escritor judío, llega, a las cifras siguientes: emigrados, 165.000; bautizados,
50.000; muertos, 20.000.
La expulsión, no obstante la animosidad general contra los judíos, halló bastantes
contradictores y censores en Aragón y en Castilla, según atestiguan cronistas contemporáneos o
492

muy próximos a los sucesos. Uno de tales cronistas, que escribió la historia del reinado de Don
Fernando, dice: «Fueron de parecer muchos que el rey hacía yerro en querer echar de sus tierras
gente tan provechosa y granjera, estando tan acrecentada en sus reinos, así en el número y crédito,
como en la industria de enriquecerse. Y decían también que más esperanza se podía tener de su
conversión dejándolos estar, que echándolos, principalmente de los que se fueron a vivir entre
infieles.» (Zurita, Anales, II, lib. I, cap. VII.)
Tan sólo en Cataluña se vio sin protesta y sin duelo la expulsión. Verdad es que en Barcelona
había ya eliminado a los judíos en 1392, por privilegio de Juan I otorgado el año anterior, y que el
nuevo privilegio dado a este propósito por Alfonso V en 1425 (§ 479), fue renovado por Fernando
II en 1479 y 1481.

572. Los conversos y la Inquisición.


Sin embargo, el decreto de 1492 no resolvía por completo la cuestión judía. La razón religiosa
que movió, principalmente, al clero y a los reyes, dábase también, con más o menos certeza, en los
conversos, tanto los anteriores de 1492 como los de esta fecha; y aunque la expulsión se había
fundado, entre otras razones, en la influencia que los que permanecían fieles al hebraísmo podían
ejercer sobre los bautizados, en rigor, los motivos de recelo eran más hondos y tocaban más
personalmente a los conversos. Sería un error histórico pensar que todos ellos pecasen de frialdad
en su nueva fe y de retornos irresistibles a sus antiguas prácticas. Los había muy sinceramente
católicos y aun exagerados en su celo, merced al cual ocuparon altos cargos eclesiásticos;
señalándose algunos, como el obispo Pablo de Santa María (§ 433), precisamente como
perseguidores de sus correligionarios. Muchos de los prelados del siglo XV eran conversos o hijos
de conversos; y cuando no, tenían en las venas sangre judía. Tales, v. gr., el obispo Alonso de
Burgos, el de Segovia, Don Juan Arias, el arzobispo de Granada y confesor de Doña Isabel, Fray
Hernando de Talavera, y varios obispos gallegos (estos últimos, según se desprende de un breve de
Sixto IV, fecha de 25 Mayo 1483), aparte otros eclesiásticos de grado inferior. El prejuicio era, sin
embargo, tan grande, que aun de éstos se recelaba, haciendo reflejar sobre ellos las fundadas
sospechas a que otros conversos daban margen.
En efecto; muchos de los marranos eran, seguramente, judaizantes, es decir, practicaban a
escondidas su antiguo culto y menospreciaban el cristiano; y es verosímil que, así como se habían
transmitido a la sociedad cristiana española algunas de las supersticiones musulmanas (§ 539),
llegaran a difundirse también usos y creencias judías, aun entre gentes que no soñaban en apostatar
y recibían, sin conciencia de su verdadera representación, aquellas influencias. Un cronista de los
Reyes Católicos, Bernáldez, llega a indicar la simpatía con que los judaizantes eran mirados por las
clases cultas de Castilla, tanto del clero como de la burocracia (contadores, secretarios y factores) y
de la nobleza. Tal vez, en muchos casos, no había en esto sino la benevolencia natural hacia gentes
de próximo parentesco, dado que, aparte lo dicho de los prelados, muchos nobles habían tomado
mujer entre los judíos (v. gr., el duque de Nájera) o descendían de éstos (el vicecanciller de Aragón,
Don Alonso de la Caballería). Pero aunque mediaban tan sólo estas razones de familia, los
católicos, celosos de la pureza de su fe, veían un peligro en tales influencias domésticas y de sangre.
Por esto al cabo, y exagerando las cosas, se confundió en un mismo recelo a todos los conversos o
descendientes de conversos, y se les persiguió sin distinción, aun a riesgo de equivocarse muchas
veces y de molestar, sin causa, a personas de acendradas creencias. El descubrimiento de algunos
casos de verdadera herejía y de graves delitos religiosos, reforzó ese prejuicio general y trajo
consecuencias innumerables. Verdad es que a todas estas causas de animadversión uníanse, a veces,
otras menos espirituales, como eran la envidia causada por la riqueza o la posición social y política
de algunos conversos. Así lo da a entender, v. gr., Gómez Manrique, corregidor de Toledo, en un
discurso u oración que dirigió a los toledanos y se conserva en su Crónica.
Ya en 1477, con ocasión de hallarse los monarcas en Sevilla, el dominico Fray Alonso de
Ojeda hizo públicos cargos contra los judaizantes de aquella ciudad, los cuales, al parecer, eran
493

muchos, muy osados, y contaban con la protección de gentes poderosas, con ellos emparentadas. Se
nombró una comisión inspectora, compuesta de personas eclesiásticas y civiles, encargada de
descubrir las herejías y de procurar la vuelta a la fe por medio de la predicación y de
amonestaciones secretas. No habiendo logrado éxito estas medidas, se volvió a pensar en el
establecimiento de inquisidores especiales (§ 434). A petición de los reyes, el Papa Sixto IV dio, en
1478, una bula, permitiendo que Don Fernando y Doña Isabel nombrasen («eligiesen y diputasen»)
dos o tres «obispos o arzobispos u otros varones próbidos y honestos», para que fuesen Inquisidores
«en cualesquier parte de... nuestros Reinos y Señoríos, usando, respecto de los herejes, todo el
poderío y jurisdicción y autoridad de que usan y pueden usar, así de derecho como de uso y
costumbre, los jueces eclesiásticos ordinarios» (§ 461). En la misma bula se autorizó a los reyes
para que «pudiésemos cada y cuando y cuantas veces nos pluguiese, o bien visto fuese, revocar y
amover a los tales elegidos y diputados por nosotros para el dicho oficio y cargo y subrogar y poner
otros en su lugar». Con estos caracteres de especialidad y dependencia del poder civil y excluyendo
la jurisdicción ordinaria de los obispos, comenzó en 1480, en Sevilla, la Inquisición castellana,
siendo nombrados inquisidores Fray Juan de San Martín y Fray Miguel de Morillo, dominicos, con
Juan Ruiz de Medina por asesor. La nueva institución adoptó, desde luego, los procedimientos y
penas tradicionales respecto de los herejes (§ 461).
Comenzada la fiscalización, multitud de conversos de Sevilla y de otros puntos próximos
(Jerez, v. gr.) huyeron, temerosos de ser acusados. Contra ellos se dictó auto de prisión y secuestro
de bienes, como personas «muy sospechosas», evidenciándose entonces la protección que a los
conversos prestaban los nobles. Así resulta de una orden enviada por los inquisidores (a 2 de Enero
de 1481) al marqués de Cádiz y a todos los duques, marqueses, condes, caballeros, etc., de Castilla,
en cuyas villas y lugares se habían refugiado los huidos. Quedaron sin embargo en Sevilla los
bastantes para que el número de los arrestados (entre los que figuraban muchos jurados de la
ciudad, bachilleres y letrados) llenase por completo el convento de San Pablo, que fue la primera
cárcel habilitada, y el castillo de Triana. El 6 de Febrero de 1481 se celebró el primer auto de fe (§
584). A diez y seis de los reos se les aplicó la pena de hoguera; y al decir de un contemporáneo
(Bernáldez), en ocho años el tribunal de Sevilla hizo perecer a 700 y condenó a prisión perpetua, o a
penitencias rigurosas, a 5.000.
Sin entrar ahora en pormenores referentes a la historia de la Inquisición como tribunal y a los
cambios sufridos en su régimen y procedimiento (de todo lo que ha de tratarse en otro párrafo),
indicaremos las principales medidas tomadas contra los judíos bautizados o los descendientes de
éstos, sospechosos de herejía; notando antes que ya, en los primeros decretos de los reyes, se
advierte que, si bien la fundamental atención de los inquisidores había de ser la apostasía de los
judaizantes, caían también bajo su jurisdicción toda clase de actos heréticos. Al reformar la
Inquisición castellana, Sixto IV (1482) señaló declaradamente esta ampliación, cuyos efectos sobre
los moriscos hemos indicado ya (§ 570). Igualmente es clarísima la influencia que la persecución de
los conversos produjo sobre la condición y suerte última de los judíos (§ 571), y no sin razón ha
dicho un historiador moderno que «el tizón inquisitorial inflamó la animadversión pública» contra
los judíos, precipitando la medida de su expulsión.
No cabe duda que el celo de los inquisidores fue excesivo en más de una ocasión y recayó en
personas inocentes. Lo prueba, entre otros, el hecho de haber sido procesado el mismo Fray
Hernando de Talavera, y las apelaciones que en los primeros años se dirigieron al Papa contra el
rigor de los inquisidores castellanos. Diferentes Breves de Sixto IV (29 Enero 1482, 25 Febrero y 2
Agosto 1485) aluden a esas extralimitaciones y hablan de «víctimas inocentes». Alejandro VI
censuró al inquisidor Torquemada (§ 584), trató de deponerlo y amparó a muchos conversos que
recurrían a la Santa Sede. El sucesor de Torquemada, Deza, se vio forzado a dimitir, amenazado por
Cisneros y por el marqués de Priego; y su subordinado Lucero, inquisidor de Córdoba (el que
procesó a Talavera), después de promover por sus excesos (de que dan testimonio una carta del
capitán Gonzalo de Ayora y diferentes quejas elevadas al mismo Deza y a los reyes) una
494

sublevación, a cuyo frente se puso el citado marqués, fue depuesto y estuvo en prisión un año.
Gómez Manrique, el corregidor de Toledo, indignado por la animosidad desplegada contra ellos,
amparó más de una vez a los conversos de la ciudad, y especialmente en 1484, intercediendo con
Doña Isabel para que se aplazase la inquisición de sus vidas y creencias; y no fue éste el único
personaje de viso que protestó e hizo por aminorar los estragos de un celo apasionado, que los
Papas eran los primeros en reprobar. Así vemos en 1482, al consejo de Jerez, quejarse de
arbitrariedades cometidas en la confiscación de los bienes de los conversos.
Sin embargo de todas estas restricciones, el número de procesados, desde 1481 a 1516, fue
grandísimo, aunque no se conoce con exactitud la cifra. Los condenados a muerte se han hecho
subir a 8.000, sólo en los años en que Torquemada fue inquisidor. Autores más prudentes y
desapasionados, dicen 2.000, de 1480 a 1504, la mayoría judaizantes. Sin querer llegar a una
precisión, hoy imposible, puede, en general, afirmarse que fueron muchos los condenados, y entre
ellos no pocos a muerte, a juzgar por los datos seguros que arrojan los procesos o notas llegados a
nosotros, v. gr.: en Ávila fueron quemados, de 1490 a 1500, más de 113 conversos, la mayor parte,
en persona; en 1492, hubo en Jerez un auto de fe que duró tres días; en un solo auto de la
Inquisición de Toledo (10 de Marzo 1487) figuraron 1.200 reos; en otro anterior (12 Febrero 1486),
750, y en el de 16 de Agosto fueron quemadas 25 personas, entre ellas un doctor, un regidor de la
ciudad, un fiscal y un comendador de Santiago, etc.
Entre los procesos de la época que estudiamos, alcanzó fama especial el conocido con el
nombre del Santo Niño de la Guardia, por el martirio que algunos conversos y judíos hicieron
sufrir, según parece de las confesiones, a un niño de pocos años en quien escarnecieron la pasión y
muerte de Jesús. De este género de martirios y de irreverencias se acusaba ya a los judíos en tiempo
de Alfonso X (Partida VII, tít. 24, I. 2ª) y por muchos siglos se ha creído que tan cruenta práctica
(muerte ritual) estaba sancionada por la misma religión hebrea. Comprobada hoy la inexactitud de
esta imputación, no es inverosímil, sin embargo, que, ya en forma de doctrina secreta (fuera de la
Ley y de la Escritura), ya como particular expresión de singulares fanatismos y supersticiones,
ocurriesen casos de sustituir «el sacrificio sangriento del cristiano, a la comunión cristiana basada
en el sacrificio incruento de Cristo». Que en el caso del Niño de la Guardia se trataba de una
superstición, lo prueba el hecho (indicado en un documento inquisitorial) de que el judío Mosé
Franco —uno de los procesados— dijese a otro de ellos, antes de cometer el crimen y hallándose
presenciando un auto de fe, «que pudiendo procurarse un corazón de un muchacho cristiano, se
podía todo remediar». En virtud de este proceso, fueron quemados vivos el judío Jucé Franco, de
Tembleque, y siete cómplices, judíos y conversos, en 16 Noviembre 1491 y en la ciudad de Ávila.
A la odiosidad que este proceso levantó entre los cristianos y al pánico que hubo entre los judíos, se
debe precisamente la carta de seguridad que pidieron y obtuvieron los de Ávila (§ 572); y aun hay
quien cree que el mismo decreto general de expulsión tuvo en aquel hecho un fuerte motivo
ocasional.

573. Los conversos de Aragón y Cataluña.


Aunque, como sabemos, en los territorios del reino aragonés existía la Inquisición desde el
siglo XIII (§ 327), Don Fernando les aplicó en 1480 la bula de 1478, que creaba en Castilla con
arreglo a nuevas condiciones; si bien el Papa no aprobó esta aplicación hasta 7 Abril 1482 y
suspendió sus efectos en 10 Octubre. El rey se apresuró a exonerar, con la aquiescencia del Papa, al
inquisidor de Aragón Fray Juan Cristóbal de Gualbes, que en el reinado de Juan II se había señalado
como defensor del príncipe de Viana y enemigo de la reina, madre de Fernando II (§ 482).
Confirmado en 1483 el nuevo régimen, a los dos años en 1485, y después de reformada la
Inquisición de Castilla, se agregó a ésta la jurisdicción del reino aragonés, concediéndose en 6
Febrero 1487 (por breve del Papa Inocencio VIII) el nombramiento especial de inquisidor en la
ciudad y diócesis de Barcelona a Torquemada, autorizándole también para la destitución de los
otros inquisidores que él no hubiese nombrado en Aragón, Valencia y Cataluña.
495

Pero la nueva institución tropezó en estos territorios con graves dificultades; de una parte, por
contradecir la forma tradicional que allí se usaba y suprimir la jurisdicción especial de los
inquisidores indígenas; de otra, por el rigor, también excesivo a veces, con que procedían los
nuevos funcionarios y el exceso de autoridad de que hacían gala. En Zaragoza se llegó al extremo
de una sublevación (como antes en Córdoba, contra Lucero), en que fue asesinado el inquisidor
Pedro Arbués, suponiéndose complicados en este hecho, no sólo los conversos, sino también gentes
tan calificadas como el vicecanciller Don Alfonso de la Caballería, a quien el Papa declaró inmune
y exento de la Inquisición en breves de 1488. En Barcelona, los concelleres empezaron por
oponerse a la instalación del Tribunal (1484). Insistieron los reyes, y el Consejo declaró
nuevamente su repugnancia, alegando que en Barcelona no había judíos (§ 571) ni moros; que
«hallábase todo el mundo espantado con la fama que corría de las ejecuciones y procedimientos que
se dice hácense en Castilla», y que «la poca vida que tiene la ciudad se debe al escaso comercio que
hacen los llamados conversos, en cuyas manos está hoy la mayor substancia de pecunia de esta
ciudad, así como por la negociación que hacen con los corales, telas, cueros y otras mercaderías, se
sostienen y viven muchos menestrales; y de pocos días a esta parte, temiendo que la Inquisición se
porte en la dicha ciudad tan rigurosamente como lo ha hecho en Valencia, Zaragoza y otros puntos,
los más y los principales de ellos han pensado irse y muchos se han ido ya a Perpiñán, a Aviñón y a
otros sitios, la partida de los cuales trae la total destrucción y exterminio de esta ciudad». La
oposición siguió tan enérgica, que la primera vez que entraron los nuevos inquisidores en Barcelona
(1486) se les obligó a salir; hallándose de acuerdo en esto los concelleres con todas las clases
sociales, más el obispo y el cabildo y el inquisidor catalán (del régimen antiguo) Comes, quienes
calificaron de nulos los poderes que llevaban los agentes enviados por los monarcas. Intervino el
Papa, diéronse poderes nuevos, y al cabo la nueva Inquisición se implantó en Barcelona (1487). Los
concelleres se negaron, el primer día a prestar el juramento que les pidió el Inquisidor general.
Aparte otras consideraciones, obedecía esta oposición a motivos políticos, por entender los
concelleres y la Diputación general que los fueros y privilegios locales se oponían al
establecimiento de aquella jurisdicción, la cual chocaba a menudo con las costumbres jurídicas y las
garantías de los ciudadanos (sesión de 20 Junio). Uníase a esto la repugnancia de los barceloneses a
recibir en su ciudad funcionarios extranjeros (los nuevos inquisidores eran castellanos), y las
pretensiones exageradas que éstos revelaron, creyendo superior su autoridad a toda otra eclesiástica
o civil. Muestra de semejantes pretensiones fue el hecho de haber mandado colocar los inquisidores
sus sillas en el altar mayor de la catedral y en el sitio correspondiente al rey o virrey. Los
concelleres les obligaron a que las quitasen de allí. En este aspecto jurisdiccional de la lucha,
convinieron más de una vez los obispos catalanes con la Diputación y los concelleres. Inaugurado el
Tribunal en 14 Diciembre 1487 (aunque ya seis meses antes habían comenzado las detenciones de
conversos y otras gentes sospechosas y los embargos de bienes), se reconciliaron y fueron absueltos
—pero con la prohibición de llevar oro, plata ni seda, de ejercer oficios públicos y de dedicarse a las
profesiones de médicos, barberos, drogueros, arrendadores, etc.— 51 conversos. De 1488 a 1492
fueron quemados: en persona, 15, y en estatua, 243, y condenados a reclusión perpetua, 71. De 1489
a 1490 hubo en Tarragona 6 quemados (de ellos 5 mujeres), y 41 entre reconciliados y condenados
a prisión perpetua. En Valencia se quemaron, de 1512 a 1514, 65 personas y 17 en efigie.
Como es natural, la Inquisición no se limitó a perseguir las personas, sino que, continuando el
ejemplo de Cisneros (§ 558), persiguió igualmente los libros hebraicos que pudieran ser causa de
judaizar. Así consta especialmente de las provisiones publicadas en 1498 por el inquisidor «de los
condados y obispados de Tarragona, Barcelona, Vich, Gerona y Elna», el licenciado Fernando de
Montemayor, quien noticioso de que «muchas personas cristianas tienen Biblias y otros libros, tanto
de medicina, cirugía, como de otras artes, en letra e idioma hebreos escritos y de las dichas Biblias
tienen escritas en todo o en parte en lengua vulgar y en romance trasferidas y traducidas», manda
que le sean entregados esos libros y denunciadas las personas que los poseen, so pena de
excomunión y perdimiento de todos los bienes.
496

El efecto de todas estas medidas fue provocar, donde como en Barcelona se hizo esto posible,
una fuerte emigración de conversos. Los que no pudieron huir quedaron en una condición social
realmente miserable, recayendo en ellos la animadversión de las gentes y las sospechas constantes
de la Iglesia. Fruto de ambas cosas fue, a su vez, el establecimiento de las pruebas llamadas de
«limpieza de sangre», o sea de la condición (indispensable para ejercer cargos públicos u obtener
ciertos honores), de no tener en la ascendencia persona alguna contaminada de judaísmo o
mahometismo; con lo cual se tendía más y más a aislar socialmente a los originarios de las dos razas
extrañas, tan toleradas y aun protegidas en los siglos anteriores. Aunque las pruebas de «limpieza de
sangre» se desarrollaron especialmente en la época de Carlos I y sus sucesores, ya en tiempo de los
Reyes Católicos se inician con bastante claridad. Así, por una bula de 12 Noviembre 1496,
Alejandro VI autorizó a Torquemada para que no fueran admitidos en el convento de Santo Tomás
de Ávila religiosos descendientes de judíos. Ya se ha hecho mención de otra bula de 1485, que
prohibía a los obispos de Galicia que no fuesen cristianos viejos, el procesar, ni por sí ni por sus
vicarios que se hallasen en caso igual, a los judaizantes.

547. Los gitanos y los indios.


Pero a la vez que con estas medidas, y las expuestas anteriormente contra los judíos y los
moros, se buscaba la unificación nacional por medio de la expulsión o de la asimilación forzosa de
los elementos extraños, entraban en la sociedad española nuevos factores, de los cuales uno
promovió cuestiones jurídicas de importancia.
En 1447 (según algunos autores) penetró por Barcelona en la Península una numerosa tribu de
gitanos o egicianos. Aunque otros autores opinan que ya existían en España estas gentes desde la
invasión de los musulmanes, lo cierto es que ni en los fueros, ni en las Partidas, ni en los
ordenamientos anteriores a los Reyes Católicos, se hace mención expresa de ellas. De 1499 procede
la más antigua disposición dirigida contra los gitanos. Es una pragmática de Don Fernando y Doña
Isabel, en que se expresa desde luego el género de vida de aquellos extranjeros («que andáis
vagando por estos nuestros Reinos y Señoríos con vuestras mujeres e hijos y casas»), sin oficio
alguno, dedicados a la mendicidad «o hurtando o trafagando y engañando y haciéndoos hechiceros
y adivinos y haciendo otras cosas no debidas ni honestas». Los reyes invitan a los «egipcianos, a
que se fijen en las ciudades y villas, tomando oficio conocido; y de no hacerlo así, que salgan de
España, incurriendo, en caso de contravención, en diferentes penas, incluso la esclavitud. No
obstante tal severidad, los gitanos, ni salieron de la Península, ni abandonaron sus costumbres
nómadas; quedando como un factor extraño y aislado en el seno de la sociedad peninsular.
Con el descubrimiento de América entraron bajo el dominio de los Reyes Católicos las
poblaciones indígenas de aquel continente y sus islas. Debido al error de Colón (§ 560) y de la
mayoría de los cosmógrafos contemporáneos, comenzó a darse a estas gentes (aunque de muy
diversas condiciones antropológicas y sociales) el nombre genérico de indios, que ha prevalecido
hasta nuestros días. La costumbre jurídica seguida en las conquistas de territorios no europeos (v.
gr. de África), sancionada por la doctrina común a todos los jurisconsultos de la época, era de
reducir a esclavitud a las poblaciones tenidas por bárbaras o, cuando menos, utilizarlas en relación
semi-servil. De conformidad con esto, Colón trajo ya en concepto de esclavos algunos indios, a la
vuelta de su primer viaje. Los reyes, y especialmente Doña Isabel, tendieron, sin embargo, a una
política diferente desde los primeros momentos. En las instrucciones dadas a Colón para su segundo
viaje, se le previene que «procure la conversión de los indios a la fe», pero tratándolos siempre
«muy bien y amorosamente», regalándoles mercaderías y castigando a quien los tratase mal. No
obstante, Colón envió nuevamente a España (en 1495) varios indios, para que fuesen vendidos
como esclavos; pero, aunque por cédula real de 12 Abril se facultó para la venta de ellos en
Andalucía, otra resolución, del día 13, mandó suspender lo ordenado hasta «consultar y estar
seguros de si podrían o no venderlos». Hecha la consulta, se resolvió declarar libres a los indios
enviados y que se les devolviese a su país (20 Junio 1500).
497

Esta libertad era muy relativa, como veremos, y la hizo aún más precaria la conducta del
gobernador Bobadilla, enviado a Santo Domingo para fiscalizar la conducta administrativa del
Almirante y que, sin más ni más (1498), repartió en positiva cualidad de siervos a los indios de la
isla entre los colonos españoles, sujetándolos a las labores del campo y de las minas. Sustituido
Bobabilla por Fray Nicolás de Ovando (1501), en las diferentes instrucciones, cartas, etc., dadas a
este gobernador, los reyes, no obstante mantener la doctrina de la libertad jurídica de los indios y las
recomendaciones para que se les trate con dulzura (mandando, incluso, averiguar si alguien envió a
Castilla mujeres e hijos de indios), ordenan que se emplee a los indígenas en coger el oro de los
yacimientos, pagándoles su trabajo; que den para el rey la mitad del metal precioso que sacasen o
tuviesen; que se les haga vivir en poblado (concentrados), aunque en el cumplimiento de esta
medida se recomienda mucho tiento y templanza; que se les prohíba bañarse tan a menudo como
solían «porque... eso les hacía mucho daño»; y, por último, y esto era lo más grave, autorizan para
cautivar a los indios caníbales de otros puntos, a los llamados nacalos y a los «que se defendieran
para no ser doctrinados ni enseñados en las cosas de la santa fe católica»: es decir, se marcaban
diferencias, permitiendo que ciertos indios fuesen reducidos a esclavitud y perseguidos a este
intento. La codicia e inhumanidad de muchos colonos y funcionarios (tan en armonía con las ideas
de la época) sacó de esto motivo para grandes abusos, esclavizando a no pocos indígenas y dando
caza (hasta con perros) y matando a los que se resistían. También se prestó a no pocos abusos la
autorización dada (20 Septiembre 1505) para venir a Castilla, a los indios e indias que
voluntariamente quisieran acompañar a los españoles en cuya casa hubiesen servido. A pesar de
todo ello, los colonos de Santo Domingo se quejaron a los reyes de que la consideración de libres
otorgada a los indios en general traía perjuicios, por negarse aquéllos a trabajar, aun con salario, a
las órdenes de los españoles; con lo que «tampoco los podían doctrinar ni atraer a nuestra santa fe
católica». A consecuencia de esto, una carta de la reina, fecha de 20 Diciembre 1505, dispuso que
se obligase a los indios a trabajar con los cristianos en las edificaciones, minas, etc., pagándoles
jornal, y entendiendo siempre que se tuviesen como «personas libres que son y no como siervos».
Pero con esta licencia bastaba para que los abusos hallaran un pretexto legal. En efecto, el mismo
Ovando (no obstante las repetidas autorizaciones para que se llevaran a la isla indios de otras partes,
cautivos si eran caníbales) volvió a los repartimientos de Bobadilla: medida que sancionó una R. C.
de 30 Abril 1508, en que Don Fernando (entonces regente de Castilla) se reserva la facultad de
hacerlos en ciertos casos.
Todas estas disposiciones, que empeoraban la condición de los indios, se afirmaron en la
instrucción dada en 1509 al hijo de Colón, Don Diego. En ella se dispone —aparte la
recomendación usual de que se trate bien a los indígenas, bajo penas severas a quienes los maltraten
— que se les prohíba celebrar sus fiestas y ceremonias, para que vivan como cristianos, pero
haciendo esto, «poco a poco y con mucha maña, para no disgustarlos; que se les reduzca o
concentre en poblaciones; que se les obligue al trabajo según se mandó en 1503, procurando que
esto sea «con contentamiento de ellos y de sus caciques»; que se averigüe el número de indios que
hay en la isla y personas que los tienen, respetando, hasta nueva orden, el repartimiento de Ovando,
pero con prohibición expresa de que se diesen indios a los clérigos, «para que no se consagren a
granjerías, sino sólo a su ministerio». Desde este momento se pudo decir que la primitiva
declaración de libertad era, aun desde el punto de vista de la legislación, una pura fórmula. El rey
aceptaba los hechos y las ideas dominantes en su época, y los indios, a pesar de todas las reservas
de buen trato y demás, quedaban convertidos, de hecho, en siervos de los colonos. El egoísmo había
vencido al ideal, manifiesto, no sólo en la resolución de 1500, sino en la solicitud con que desde los
primeros tiempos se acudió a promover los matrimonios mixtos entre españoles e indígenas,
recibiendo a éstos, pues, bajo un pie de igualdad, y buscando la fusión de razas. En 14 Agosto 1509
se autorizó a Don Diego Colón para un nuevo repartimiento; viéndose, en cédula de 14 Noviembre,
la cita de diversas concesiones de indios: v. gr., a Bartolomé de San Pier y a Miguel de Pasamonte,
alcaides de fortalezas. En la isla de San Juan también se hicieron repartimientos.
498

Se ve bien claro en las disposiciones reales de este tiempo que, resultado de los abusos, los
indígenas de la Española o Santo Domingo y de San Juan, habían disminuido grandemente; pues se
ordena o autoriza más de una vez para que se lleven allí indios de otros lugares, ya esclavos, ya
simples trabajadores, excepto de la isla de la Trinidad y de las cercanas de San Juan, Cuba y
Jamaica, renovándose todavía, en cédula de 3 Julio 1511, la distinción teórica entre los indios libres
y los que podían reducirse a servidumbre (los caribes de algunas islas y de ciertos territorios del
continente: costa septentrional de la América del Sur). La tendencia a favorecer en lo posible a los
trabajadores indígenas libres, se sigue notando en los reglamentos del trabajo, v. gr., prohibiendo
que se les carguen cosas de mucho peso; pero a la vez se manda que se señale en las piernas (con
hierro candente) a los indios que de otras partes se llevaban a Santo Domingo y que «se recoja el
mayor número posible de niños indios para enseñarles, especialmente, las cosas de la fe»: medida
expuesta a grandes abusos contra la unión de las familias indígenas.

575. La gestión del P. Las Casas.


La buena doctrina renació, sin embargo, como era de esperar en donde tan claras
manifestaciones de humanidad y favor para con los indios había tenido, a pesar de las ideas y
convicciones generales de la época. Los abusos terribles que se cometían a la capa de los
repartimientos, y la posibilidad de capturar a ciertos indios (acabando con ellos en Santo Domingo,
en Cuba y en otras islas cercanas) promovieron la indignación de los dominicos que, con otras
Órdenes, habían ido a evangelizar en América. Varios de ellos predicaron públicamente contra los
malos tratos de que eran víctimas los indios, y llegaron hasta negar la absolución y la comunión a
todo el que utilizaba indios en calidad de siervos y los maltrataba. Esta doctrina inflamó el alma
caritativa y fogosa de un sevillano, Bartolomé de Las Casas, que en 1501 había pasado a las Indias
con Ovando, y que poco después ingresó en religión. Resuelto a que se terminasen aquellas
injusticias, Las Casas, ayudado por los dominicos, se embarcó en 1515 para España con ánimo de
hablar al rey; pero éste, enfermo, achacoso y preocupado con muchos problemas políticos, prestó
escasa atención a las reclamaciones, delegando el conocimiento de ellas en su secretario Conchillos.
Por desgracia, Conchillos, así coma el obispo de Burgos, Fonseca, eran manifiestamente opuestos al
derecho de los indios, y Las Casas no obtuvo nada de ellos. Por su parte, los procuradores o
representantes de los colonos españoles de América trabajaban porque se defraudasen las gestiones
de Fray Bartolomé.
Sobrevino la muerte de Don Fernando, y Las Casas, sin desanimarse, acudió a los regentes, el
cardenal Cisneros y el deán Adriano, presentándoles sendas memorias en que relataba los hechos,
base de su pretensión. Cisneros, que había recibido análogos informes de otros frailes, ofreció desde
luego su apoyo, y dispuso que se redactasen nuevas ordenanzas relativas a la libertad y gobierno de
los indios. Escribió el mismo Las Casas el borrador, lo corrigió el doctor Palacios Rubios (§ 598) y
fue aprobado por el Consejo. Al pensar en el nombramiento de delegados especiales que fuesen a
ejecutar las nuevas leyes, Cisneros, para evitar rozamientos, dada la rivalidad existente entre
franciscanos y dominicos, no obstante proceder de éstos la iniciativa, encargó a los Jerónimos la
comisión. Designados dos de estos frailes, bien pronto advirtieron Las Casas, Palacios Rubios y
demás gentes favorables a los indios, que los delegados se inclinaban del lado de los colonos,
ganados por las razones de los procuradores de éstos. Los cuales, lograron también que en las
instrucciones dadas a los Jerónimos se suprimiesen algunas cosas que beneficiaban a los indios y se
añadiesen otras que habían de perjudicarles. Las Casas fue nombrado «procurador y protector
universal de los indios», con cuyo carácter había de visitar las islas Española, Cuba, San Juan,
Jamaica y Tierra Firme, y como juez de residencia de los funcionarios de Indias se indicó al
licenciado Zuazo. Los del Consejo real ponían dificultades a la firma de estos nombramientos y
cuando Cisneros les obligó a refrendarlos, «lo hicieron con un rasgo o contraseña particular en sus
rúbricas, para poder decir cuando el rey (Don Carlos) viniese, que habían firmado contra su
voluntad, porque el cardenal les había forzado a ello». Las Casas, ya muy receloso de los
499

Jerónimos, al despedirse de Cisneros le pidió que enviase otros delegados de mayor confianza.
Espantado y desalentado, a la vez, por tal circunstancia, contestó Cisneros: «Pues ¿de quién lo
hemos de fiar? Allá vais, mirad todo.»
Como Las Casas temía, los delegados no pusieron remedio alguno a las iniquidades
manifiestas, ni siquiera consintieron en quitar a los jueces y demás funcionarios los indios que
tenían. Las instrucciones que se les dieron, a más del criterio general de considerar como libres a los
indios pacíficos, comprendían los siguientes puntos: concentración de los indígenas en pueblos de
300 vecinos, con su jefe o cacique y bajo la vigilancia de un visitador castellano; obligación de que
la tercera parte de vecinos trabajase en las minas, y los demás en las tierras que se les repartieron,
cuidando de que los mineros no estuviesen sobrecargados de faena y se alimentasen bien; facultad
de perseguir y reducir a cautiverio a los indios llamados caribes, que se habían resistido a recibir las
predicaciones de los misioneros y a quienes la opinión reputaba por antropófagos, hecho no
probado en certeza.
Con el fracaso de las gestiones de Las Casas, por entonces, quedaron los indios de las islas y
los de Tierra Firme en una condición efectiva de servidumbre; aunque, para los más de ellos,
continuaba declarándose el estado jurídico de libertad. El efecto de esta situación fue que
desapareciese la raza indígena en las Antillas, principalmente en Santo Domingo, Cuba y Puerto
Rico. Felizmente, ni terminaron con esto las generosas campañas que iniciaron los dominicos, ni la
conducta de los conquistadores y colonizadores fue igual en todas las regiones del continente
americano. Gracias a esta rectificación en las relaciones con los indios (salvo, como veremos, en
algunos sitios y ocasiones y con motivo de guerra), la raza no desapareció de los otros lugares
dominados por los españoles, pudiendo decirse que aún, «actualmente, más de la mitad de la
población que ocupa ambas Américas (excepción hecha de lo perteneciente a Inglaterra y los
Estados Unidos), puede considerarse descendiente de los antiguos dueños de aquellos territorios»,
predominando en casi todas partes los indios y mestizos sobre los europeos puros.
Para llenar los vacíos de las gentes indígenas diezmadas en la isla Española, en Cuba, etc., se
autorizó más de una vez la introducción de esclavos negros de África (instrucciones de 1501) y de
otras procedencias. La esclavitud (aunque para los indios en general la negasen las leyes) seguía
siendo un estado jurídico sancionado por el derecho, tanto en la Península coma fuera de ella; y así,
continúa en esta época habiendo moros, negros, tártaros, turcos, etc., hechos esclavos en la guerra o
a mano armada, y vendidos y utilizados como en tiempos anteriores, según era uso general en todo
el mundo.

576. La reforma del clero.


Las costumbres del clero y su condición jurídica frente a los demás ciudadanos, habían
promovido de tiempo atrás (§ 458 y 460) varias cuestiones, que interesaban juntamente a la Iglesia
y al Estado. Los Reyes Católicos trataron de resolverlas poniendo su mano en el arreglo de esta
clase social. En lo económico, tendieron a suprimir las usurpaciones de bienes eclesiásticos,
ordenando que nadie fuera osado a tomar ni ocupar rentas de la Iglesia, como sabemos que hacían
muchos nobles (§ 460); revocando también las mercedes —que por juro de heredad habían hecho
Juan II y Enrique IV— de parroquias de la Montaña, cedidas a caballeros y escuderos para que las
pudiesen enajenar como bienes patrimoniales. Pero a la vez pusieron coto a los abusos que solía
cometer el clero, prohibiendo que los arzobispos y obispos tomasen los derechos (alcabalas y demás
rentas) que se deben al rey, en los lugares de sus iglesias, y exigiéndoles que jurasen observar esta
prohibición antes de entrar en el desempeño de su cargo; así como revocaron los privilegios y cartas
en que los procuradores de las Órdenes de la Trinidad y Santa Olalla (la Merced.?) fundaban el
derecho a obtener de los seglares legados a su favor, o el total de la herencia, caso de no haber
testamento.
Las rentas del clero eran muy grandes. Según escritores contemporáneos, los 40 obispados y 7
arzobispados (12 de los primeros y 3 de los segundos en Aragón, los demás en Castilla) cobraban
500

476.000 ducados; sólo el arzobispo de Toledo disponía de 80.000 (cerca de 6 millones), y reunidas
las rentas de todo el clero secular, llegaban a 4 millones de ducados (unos 500 de nuestra moneda).
El clero regular no era menos rico. El monasterio de las Huelgas, centro jurisdiccional de otros 17,
tenía poder sobre 14 aldeas, y disponía de numerosos edificios.
Pero la ignorancia y la inmoralidad que reyes y prelados habían procurado combatir (§ 458),
seguía minando al clero, y las tradiciones señoriales todavía retoñaban en obispos como Alonso
Carrillo, enemigo de la reina, y contra cuyas maquinaciones tuvo que luchar el corregidor Gómez
Manrique. La barraganía, tan perseguida por los Papas y los reyes, continuaba practicada aún por
tan altos personajes como el arzobispo de Zaragoza, Alfonso de Aragón (hijo natural de Fernando el
Católico) y el cardenal Pedro de Mendoza. Las obras de Montesinos a que luego haremos referencia
(§ 600) contienen amargas censuras contra la inmoralidad de algunos prelados, que el autor señala
con toda franqueza. Una Congregación o asamblea eclesiástica celebrada en Sevilla en 1478,
denunció las costumbres de los llamados «clérigos de Corona» (de simple tonsura), gente semilaica,
semieclesiástica, que solía llevar una vida llena de escándalo, como «públicos rufianes». Pero, a la
vez, la Congregación pidió se revocase la ley dada por Juan II en las Cortes de Briviesca (1387)
contra las «barraganas de clérigo», asegurando que esta mala costumbre se cortaría; mas como
siguió habiendo barraganas en gran número y públicamente, los Reyes Católicos confirmaron
aquella ley (Toledo, 1480), imponiendo como penas: por la primera vez, multa; por la segunda,
destierro, y por la tercera, cien azotes.
Pero esto no bastaba. El interés de la religión y de la Iglesia pedían una intensa depuración de
la vida clerical, y en España (en Castilla principalmente) se hizo, merced a la energía y el celo de
Doña Isabel y de Cisneros. Diferentes concilios provinciales y diocesanos celebrados en Aranda,
Sevilla, Madrid, etc., habían formulado ya medidas conducentes a elevar la moralidad y la cultura
de los sacerdotes. Cisneros procedió de una manera más directa y rápida, aplicando el sistema
seguido por los Reyes Católicos para acabar con la anarquía civil. Comenzó por visitar los
conventos de su Orden (franciscana), expulsando a los recalcitrantes, mandando prender al abad del
Santo Espíritu de Segovia, castigando sin contemplaciones. Se dio el caso de que 400 frailes
prefirieran emigrar al África y convertirse al mahometismo; pero Cisneros, ayudado por los reyes,
no cejó en su campaña purificadera, que el Papa, requerido por los monarcas españoles, aprobó. De
la Orden de San Francisco la reforma pasó a las demás: dominicos, carmelitas, agustinos, etc. En la
del clero secular intervino más directamente Doña Isabel, poniendo especial cuidado en la selección
del personal que proponía para las prelacias y dignidades mayores (§ 590), tendiendo a excluir de
estos cargos a los procedentes de la alta nobleza y escogiéndolos en especial de entre los nobles
menores y la burguesía, considerando sobre todo las condiciones morales de los agraciados. A la
vez se trató de cortar de raíz el abuso del extranjerismo (§ 459). Con este fin, los reyes declararon
en las Cortes de Madrigal (1476) que siendo costumbre inmemorial, reconocida por los Papas, que
las iglesias y beneficios sean para los naturales del reino, seguíanse grandes perjuicios de
entregarlos a gentes extrañas, siendo de notar que desde el año 1474 a la fecha iba creciendo «la
turbación, causada por este motivo, al cual se debía también que, a la sazón, no hubiese ni un solo
cardenal español en la Corte romana. Los reyes, atentos al remedio, revocan todas las cartas de
naturaleza que hubiesen dado para aquel efecto a favor de extranjeros, y prohiben concederles
«Prelacia, Dignidad, Préstamos, Canonjía y otros Beneficios», ordenando que se traslade esta
resolución al Papa con petición de que no provea en extranjeros. Y no habiendo conseguido gran
resultado con esta determinación, la repitieron en las Cortes de Toledo de 1480. Por último,
pusieron coto a las extralimitaciones de jurisdicción de los jueces y tribunales eclesiásticos, en la
forma que luego diremos (§ 582).
Las medidas reformadoras se extendieron también a las Indias, para evitar que se refugiaran
en ellas muchos de los clérigos aventureros y turbulentos que en la Península eran perseguidos. A
este propósito expidió el rey desde Monzón (15 Junio 1510) una R. C. y una carta ordenando que no
pasase a las Indias ningún clérigo sin ser antes examinado en Sevilla, ante el doctor Matienzo. A
501

pesar de lo cual, según testimonio del padre Las Casas, pasaron algunos indebidamente y
promovieron en las nuevas colonias desórdenes graves. En Aragón y Cataluña tardó todavía unos
años en hacerse la reforma, no obstante ser tanto o más necesaria que en Castilla, a juzgar por
muchos documentos contemporáneos que revelan cuan honda había penetrado la inmoralidad en el
clero secular y en los monasterios y conventos de ambos sexos.

577. Las reformas del derecho privado.


También hubo de cumplirse, en tiempo de los Reyes Católicos, la reforma legal del derecho
privado (especialmente el de familia) que venía anunciándose de tiempo atrás, por influjo de las
doctrinas canónicas y romanistas (§ 463). El triunfo de éstas, y por tanto del derecho supletorio de
Las Partidas (§ 456), tuvo su expresión en una serie de 83 leyes acordadas en las Cortes de Toledo
de 1502, pero que no se publicaron hasta 1505 en las Cortes celebradas en Toro, siendo reina Doña
Juana: por lo cual se conocen vulgarmente con el nombre de Leyes de Toro. Con ellas se trató de
llenar algunos vacíos de la legislación vigente hasta entonces; de sancionar con carácter general
ciertas costumbres y prácticas que por privilegios singulares venían permitiéndose y, sobre todo, de
resolver muchas de las dudas, cuestiones y conflictos que en la administración de justicia surgían a
cada paso, por el choque entre el derecho tradicional castellano y la orientación doctrinal de los
jurisconsultos; habiendo llegado a tal punto la confusión que, según dice la misma pragmática de
Doña Juana que precede a las leyes, había tan «gran diferencia y variedad en el entendimiento... así
de Fuero como de las Partidas y de los Ordenamientos, y otros casos donde había menester
declaración», que «en algunas partes de estos mis reinos y aun en las mis audiencias se determinaba
y sentenciaba un caso mismo unas veces de una manera y otras veces de otra: lo cual causaba la
mucha variedad y diferencia que había en el entendimiento de las dichas leyes entre los letrados».
Antes de decidir, consultaron los reyes con los individuos de su consejo y con los oidores de las
audiencias o chancillerías. Y es muy curioso notar que, no obstante el triunfo del derecho romano
visible en las más de las leyes de Toro, la primera de ellas, reproduciendo otra del Ordenamiento de
Alcalá (§ 456), sigue considerando Las Partidas como ley supletoria, en último término y para lo
que no preveyesen los ordenamientos y pragmáticas de los reyes, el Fuero Real y los fueros
municipales. Todavía muestra mayor deseo de conservar el espíritu indígena del derecho positivo la
ley 2ª, en que se dice ser «intención y voluntad» de los reyes que «los letrados sean principalmente
instructos e informados de las dichas leyes de nuestros reinos», y se manda que dentro del término
de un año «todos los letrados que hoy son o fuesen, así de nuestro Consejo u Oidores de las nuestras
Audiencias y Alcaldes de la nuestra casa y corte y chancillerías o tienen o tuviesen otro cualquier
cargo o administración de justicia... no puedan usar de los dichos cargos... sin que... hayan pasado
las dichas leyes de ordenamientos y pragmáticas, partidas y fuero real».
Las novedades más importantes que en materia civil ofrecen las leyes de Toro, se refieren a
diversos puntos de las personas y de los bienes familiares. Desde luego se nota en ellas la resuelta
proscripción, bajo penas severas, del matrimonio a yuras o clandestino y de muchas de las formas
de la barraganía, aunque la de solteros parece todavía tolerada. La de casados se había prohibido
con anterioridad, bajo las mismas penas que la de clérigos, en dos leyes de las Cortes de Toledo
(1480), confirmatorias de otra dada por Juan I en las Cortes de Briviesca. De conformidad con este
rigor (que entonces tuvo más eficacia legal que en tiempos anteriores), se clasificó a los hijos
ilegítimos en dos grupos: uno de los llamados naturales (o sea los de padres que, al tiempo de la
concepción o del parto, pudieron contraer matrimonio justamente y sin dispensa, y previo el
reconocimiento), y otro en que se comprendía a los adulterinos, incestuosos, sacrílegos, etc. El
objeto de esta clasificación fue aminorar o suprimir del todo los derechos hereditarios de los
segundos, incluso con relación a la madre, para combatir así indirectamente las uniones prohibidas.
Aun en los alimentos mismos, al paso que autorizan al padre para que a los hijos naturales (no
teniendo descendientes legítimos) les dé todo lo que quiera, limitan a un quinto lo que puede dar a
los demás. En la familia legítima, la forma de suceder varía bastante. Se reconoce a los ascendientes
502

como herederos forzosos en los dos tercios; fíjase en cuatro quintos la legítima de los descendientes,
restableciendo la mejora (de un tercio y un quinto) que los fueros municipales rechazaban (§ 308),
pero que ya el Fuero Real permitía en el un tercio Y se mantiene la institución de los mayorazgos,
sancionándola con carácter general, aunque siempre con la condición de obtener licencia del rey.
Novedades son también el reconocimiento explícito y absoluto de la emancipación en los hijos
casados y velados; la prohibición de las donaciones de todos los bienes; el aumento de formalidades
en los testamentos, adoptando todos los principios de derecho romano, y la elevación de los plazos
de las prescripciones, de conformidad con el sentido de Las Partidas (§ 464). En punto a la mujer
casada, se fija minuciosamente su falta de personalidad jurídica, dependiendo de la licencia del
marido en casi todos sus actos, y se confirman las leyes del Fuero Real respecto a los adúlteros,
salvo la prohibición de que el marido pueda acusar a uno solo de los delincuentes y de que tome la
dote y bienes de ellos caso de matarlos infraganti. Aunque explícitamente no lo dice ninguna ley, se
ve, por diferentes alusiones, que ya entonces se había introducido la forma de la dote romana, es
decir, de la dote aportada por la mujer (como disponían Las Partidas), subsistiendo la antigua del
marido, que ya vino a designarse especialmente con el nombre de arras que de antiguo tenía (§
308).
Aparte todas estas innovaciones, las leyes de Toro conservan el sentido tradicional en los
retractos de familia y respetan el fuero de troncalidad que regía en algunas ciudades, villas y
lugares.

III.—REFORMAS POLÍTICAS
578. Alcance político de la unión personal de los Reyes Católicos.
Ya hemos visto (§ 556) cómo por lo tocante a Castilla, las cuestiones a que dio lugar en un
principio el matrimonio de Doña Isabel y Don Fernando, se resolvieron en una diarchia, es decir, en
un gobierno doble personal, que unió los nombres y las efigies de ambos cónyuges en los
documentos públicos, en las monedas, etc., siempre sobre la base de ser considerada Doña Isabel
como la única soberana propietaria del reino, no obstante las pretensiones que en un principio tuvo
su consorte. Así, la fórmula usada para la proclamación en Segovia (a la muerte de Enrique IV), fue
la siguiente: «Castilla, Castilla, por el rey Don Fernando y por la reina Doña Isabel, su mujer, dueña
de estos reinos.» Este acuerdo y concurrencia personal en el gobierno castellano, no trascendió lo
más mínimo a la respectiva situación de los Estados hereditarios de ambos cónyuges. Ni Castilla se
subordinó a Aragón, ni éste, con todos sus elementos, varió en nada sus fueros y costumbres, ni
perdió de su autonomía. Castellanos, aragoneses, catalanes, etc., siguieron considerándose como
extranjeros, hasta el punto de tener los catalanes cónsules suyos en los puertos de mar andaluces,
como los tenían en Italia y otros países completamente extraños. Ni se fundieron las Cortes de los
diferentes reinos antiguos de la Península, ni se unificó su administración, ni se les dio una ley
común aboliendo los fueros y privilegios tradicionales. A la muerte de la reina Doña Isabel se vio
perfectamente que Castilla y Aragón seguían siendo dos entidades políticas separadas, y lo
siguieron siendo aún después de la muerte de Don Felipe y con la regencia de Don Fernando, no
obstante el influjo personal de éste sobre la gobernación de Castilla y el ideal de unificación política
que en la casa real aragonesa venía manifestándose desde Fernando I.
El único punto en que produjo efectos legales la unión de los Reyes Católicos, fue el de las
aduanas de frontera (§ 594). Más tarde, reformada la Inquisición, el inquisidor general de Castilla
acabó por serlo de toda España, suprimiendo las jurisdicciones independientes de Aragón, Cataluña
y Valencia (§ 573). No hubo nada más, ni se pensó en ello, seguramente. El testamento de Don
Fernando es bien explícito en este punto, puesto que recomienda a su nieto Don Carlos «que no
haga mudanza alguna en el gobierno y regimiento de los dichos Reinos de Aragón, de las personas
del Real Consejo y de los oficiales y otros que nos sirven... E más, no trate ni negocie las cosas de
los dichos Reynos sino con personas naturales de ellos, ni ponga personas extranjeras en el Consejo
503

ni en el gobierno y otros oficios sobredichos», y lo mismo dispuso respecto de Castilla (de


conformidad, en este punto, con el testamento de Doña Isabel), manteniendo así la separación
política y nacional entre los Estados aragoneses y los castellanos.
La frase atribuida a la reina, de que era preciso dominar al pueblo aragonés como se dominaba
ya al castellano34, de ser cierta, es bien claro que se refería, no a la unificación de los reinos, ni a la
subordinación de uno respecto del otro, sino simplemente a la política absolutista y centralizadora
que caracterizó a los monarcas en todas partes, y de que Don Fernando participaba en tanto mayor
medida que Doña Isabel. Las influencias de uno y otro Estados fueron, entonces y más tarde,
independientes de todo plan que atacase la respectiva independencia. Aragón arrastró a Castilla en
la política internacional europea, hasta el punto que, habiendo sido solos los castellanos (como era
natural) en la conquista de Granada y pesando sobre ellos principalmente el descubrimiento y
dominación de las Indias, contribuyeron en gran medida a las guerras de Italia, asunto propio de la
corona aragonesa. Castilla se convirtió luego en el centro político de la Península, por su mayor
extensión, (recuérdese que le estaban anexionados los reinos de Granada y Navarra y que las Indias
dependían de ella), por su riqueza, por residir en territorio castellano habitualmente la Corte, por
representar más fielmente el espíritu de los tiempos que inauguran los Reyes Católicos y porque
Doña Isabel se preocupó especialmente de su reforma política y social, elevando el país a gran
altura, mientras que Don Fernando no hizo lo propio en sus reinos. De consecuencias más remotas
nada hemos de decir aquí, porque corresponden a otros párrafos de este libro.

579. La centralización en Castilla.


Centralizadores sí lo fueron, tanto Doña Isabel como Don Fernando, en sus reinos respectivos
y en el sentido de llevar a la monarquía todos los poderes efectivos del Estado y de suprimir o
subordinar a ella todas las antiguas autonomías, cualesquiera que fuese su carácter. No puede
decirse que en esto se mostrase menos decidido e inflexible uno que otro cónyuge, tanto en lo que
respecta a los privilegios señoriales, como a los de la Iglesia y de la burguesía; y en tal empresa fue
en la que hubieron de chocar, necesariamente, con los fueros, libertades y prácticas independientes
de los antiguos factores políticos de Castilla y de Aragón.
En lo cual, no fueron ciertamente sino los continuadores de la conducta de otros reyes
anteriores a ellos (v. gr., Alfonso XI y Juan II en Castilla; Pedro IV, Alfonso V y Juan II en
Aragón), con esta diferencia: que en Castilla, lo que había que sojuzgar principalmente era la
nobleza oligárquica, pues la clase media estaba en gran parte ganada políticamente cuando Doña
Isabel subió al trono; al paso que en Aragón la nobleza pesaba ya poco en el gobierno al subir Don
Fernando (aunque sus parcialidades, como ya vimos, seguían perturbando la paz de algunos sitios),
manteniéndose sólo en pie, aunque decaído, el poder municipal de algunos centros. Por eso la
mayor parte de las medidas que Doña Isabel toma respecto de los municipios, son, como veremos,
mera repetición de las que habían tomado sus antecesores, salvo la mayor eficacia que ahora podían
lograr y lograron; mientras que en Aragón y Cataluña los desafueros y absolutismos de Don
Fernando —aunque con precedentes, no escasos ni suaves— chocaron más y levantaron, al
principio, mayor oposición.
Las medidas centralizadoras respecto de la nobleza castellana, ya nos son conocidas (§ 556 y
567) en gran número. Añadiremos a ellas la incorporación a la corona de los maestrazgos de las
Órdenes militares, obtenida por bula del Papa y encaminada a evitar las rebeldías posibles de
aquellos grandes cuerpos nobiliarios.
Pero no bastaba esto para satisfacer el sentido personal, absolutista, de la monarquía. Era
preciso, también, dominar a la clase media en los organismos que representaban su fuerza política.
El camino ofrecíase aquí más fácil. En primer lugar, la burguesía era, en su mayor parte,
profundamente realista, y en ella se reclutaban los letrados, imbuidos en el cesarismo del derecho
justinianeo y utilizados por los reyes en su lucha con la nobleza: no era necesario, pues, atacarla

34 «Aragón no es nuestro, menester es que vayamos a conquistarlo de nuevo.»


504

derechamente y en la forma que había exigido la oligarquía nobiliaria, francamente rebelde, a


menudo (§ 556). Por otra parte, las discordias interiores de los municipios, la descomposición
íntima del poder concejil, había permitido, tiempo ha, la intervención de los reyes en el gobierno de
las ciudades y villas, en formas muy variadas (§ 450) que, aparentemente, dejaban incólume la
autonomía de aquellos centros. Esto bastaba, en rigor, a los monarcas. Salvo muy raros casos, ni
suprimieron fueros, ni derogaron privilegios. Se contentaron con no continuar la forma antigua de
legislación municipal (no se conoce de esta época más que un fuero, el de Bernedo, dado en 1491) y
con proseguir la honda y callada tarea de unificación legal expresada en los ordenamientos de
Cortes (a petición, las más de las veces, de los procuradores concejiles), y, sobre todo, en las
pragmáticas y reales cédulas (§ 589). Y de este modo halagando a la clase media con el favor
cortesano y con la humillación de los nobles; manteniendo, aparentemente, las antiguas libertades, y
satisfaciendo las mismas aspiraciones burguesas que coincidían en muchos puntos con las
monárquicas, alcanzaron lo que les importaba para sus fines políticos.
Dos manifestaciones principales tiene esta política tocante a los municipios: la legislación
referente a su gobierno y la conducta observada con las Cortes, genuina representación de la
burguesía.
La legislación es relativamente escasa, y aun muchas de las leyes son repetición pura de otras
dadas en tiempo de Juan I, Juan II y aun de Alfonso XI. Los hechos que principalmente revelan son:
las discordias entre municipios; las luchas interiores de ellos; las usurpaciones de las gentes
poderosas; la intervención cada vez mayor de los delegados y oficiales reales; la sustitución de los
antiguos cargos concejiles electivos por otros de nombramiento real, vitalicios y hereditarios y la
organización de las oficinas municipales.
Dos leyes, una de las Cortes de Madrigal (1476) y otra cuya procedencia no consta, aluden a
las represalias que unos pueblos ejercían contra otros «de que se seguían fuerzas y daños» y a los
escándalos a que no podían «proveer las justicias (alcaldes) de la localidad». Provenían estos
escándalos principalmente, de las luchas entre familias distintas que aspiraban a acaparar los cargos
concejiles; de la oposición entre caballeros, hidalgos y plebe, o entre comerciantes y letrados
(orgullosos éstos con el favor real y preponderantes en las oficinas), y de los rozamientos entre el
concejo mismo y los funcionarios reales, alcaldes y corregidores, de cuyos abusos hablan ya varias
cédulas de Alfonso IX, Enrique II, Juan II, etc., y otras de los mismos Reyes Católicos. Resultan
también manifiestas las arbi-trariedades de los nobles, que ora tomaban a viva fuerza «posada u
otras casas en ciudades y villas del rey», ora ocupaban «los términos de los lugares en que vivían»;
habiendo muchas ciudades, villas y lugares «desapropiadas» y despojadas de «sus lugares,
jurisdicciones, términos, prados, pastos y abrevaderos»: género de usurpación que también
cometían los mismos vecinos plebeyos y, por de contado, unos concejos respecto de otros
colindantes.
Para remediar todos estos males, usaron los reyes de los procedimientos ya conocidos:
nombramiento de corregidores anuales (no obstante haberse quejado las cortes de Madrigal de que
se hiciesen estos nombramientos sin pedirlos las villas), prohibiendo que en una sola persona se
juntasen dos corregimientos y que se diesen estos cargos a caballeros de las Órdenes militares;
sujeción de tales funcionarios a juicio de residencia, «por 50 días después de dejar su empleo», para
«cumplir de derecho a los querellosos y pagar los daños que han hecho»; envío de pesquisidores
especiales cuando los alcaldes del lugar no pudiesen resolver por sí las cuestiones surgidas
(haciendo que este enviado lo pagasen las partes o el funcionario por cuya negligencia ocurriese el
caso), y de veedores o visitadores para que revisaran las cuentas de los bienes de propios, la
inversión de los repartimientos vecinales, la conducta de los empleados públicos, etc., supresión de
la forma electiva para los oficios o magistraturas concejiles en algunos municipios (v. gr., Cáceres,
que se había señalado por sus turbaciones interiores), nombrándoles el rey vitaliciamente,
prohibiendo que se arrendasen, como era práctica abusiva en muchos sitios, que se transformasen en
«por juro de heredad» o se considerasen hereditarios en virtud de privilegios reales (que reyes
505

anteriores habían concedido, en efecto), que se dieran cartas expectativas es decir, promesas de tales
oficios) y que se renunciasen, aun mortis causa, sin ciertas condiciones, para evitar abusos,
conservando el rey, en todo caso, su derecho de provisión: medidas, casi todas ellas, repetición de
otras iguales dadas por otros reyes antecesores. También se reglamentaron las elecciones en los
consejos en que subsistían, manteniendo la exclusiva a favor de las clases aristocráticas, y se fijaron
las escribanías municipales y los aranceles de los oficiales concejiles, con minuciosas reglas tocante
a las atribuciones y derechos de los escribanos, con otras disposiciones de menos interés.
No bastan éstas, sin embargo, para formarse idea del alcance que tuvo la centralización
política, la cual iba derogando de hecho toda la particularidad del antiguo régimen foral y
reduciendo lentamente a un mismo patrón la vida política y administrativa de los municipios. Al
enumerar las atribuciones del Consejo real y de la administración de justicia, veremos otras
limitaciones impuestas indirectamente a la autonomía concejil.
En algunos casos procedieron los reyes de manera especial, muy directa y decidida, contra las
manifestaciones demasiado autónomas de los municipios libres. Tal ocurrió con la antigua
Hermandad de las villas de mar (§ 450), cuya independencia trataron de anular por completo, no sin
que Vizcaya se opusiese a esta desaparición de los fueros tradicionales. Por carta de 1490, el rey
reprobó la celebración de las juntas de la Hermandad sin intervención del corregidor de Vizcaya (§
504); y aunque muchas de las costumbres jurídicas subsistieron por algunos años después, la unión
de las villas decayó, extinguiéndose al fin su representación política. Por último, la venta de algunos
oficios concejiles, que ya se inicia en esta época y se desarrolla en la siguiente, acabó de señalar la
dependencia de los municipios respecto del poder central.
En cuanto a las Cortes, también expresaron los Reyes Católicos el sentido absolutista de su
política, reuniéndolas sólo nueve veces en el espacio de más de 25 años (1475-1503), no obstante
haber ocurrido sucesos tan importantes como los que llevamos referidos. Verdad es que al principio
del reinado se sirvieron de ellas para cumplir parte de la reforma interior, adoptando resoluciones
tan importantes como las de la reunión de Toledo (1480); pero, de 1482 a 1498 —es decir, durante
el lapso de tiempo en que se conquistó el reino de Granada, se descubrió América, se instituyó la
nueva Inquisición y se expulsaron los judíos—, no fueron convocadas ni una sola vez. Cierto que
las Cortes no eran propiamente el poder legislativo, y que los reyes no necesitaban contar con ellas
para legislar, salvo en lo referente a los tributos, en parte (§ 453); pero su concurso en el caso de la
proclamación de los reyes —que algunas veces había tenido gran importancia, motivando
resoluciones de trascendencia, por ejemplo cuando la sucesión de Enrique IV (§ 396)—; el
juramento de los fueros y libertades que ante los procuradores se hacía; las peticiones de los tres
brazos, especialmente el plebeyo, que convertían las Cortes en el órgano de comunicación directa
del pueblo con el monarca (expresivo de las necesidades de aquél, que buscaban su satisfacción en
una medida legal rogada al soberano), y, en fin, la costumbre ya antigua de consultar con ellas la
adopción de ciertas resoluciones, cuando el rey quería dar a éstas más fuerza o presentarlas
adornadas del consentimiento general expreso de los vasallos (como en el caso de la revocación de
mercedes y en el de la Hermandad: § 583), daban a aquellas asambleas una significación que hacía
más chocante el que no se les convocara para casos tan arduos y nuevos como los citados. Después
de la muerte de Doña Isabel, Doña Juana y Don Fernando las reunieron siete veces, volviendo a
consultarlas (Burgos, 1515) asuntos de tanta gravedad como las relaciones internacionales con
Francia y la incorporación del reino de Navarra. Pero la tendencia a prescindir de ellas era evidente,
y la decadencia de su poder se significó, no sólo en el tono cada vez más respetuoso para con el
monarca que usaron en sus peticiones, sino también, y muy principalmente, en la dependencia en
que se les vino a colocar respecto del Consejo Real, haciendo al presidente de este cuerpo,
presidente de las Cortes y sujetando las actas a la revisión de aquél y sus colegas (§ 581).
Por lo que toca a la constitución y funcionamiento de ellas, no hubo variación notable. En
1480 eran 17 las ciudades con voto en corte, la mayor parte de Castilla (de Galicia, ninguna); más
tarde se concedió a Granada, y en 1506, a petición de los procuradores, se fijó definitivamente el
506

número de ellas. La elección de procuradores la hacía, por lo común, el ayuntamiento de cada


concejo (es decir, el conjunto de funcionarios, alcaldes, regidores, jurados veinticuatros, etc.), y no
el pueblo, recayendo, generalmente, en regidores y jurados, y reservándose el rey nombrarlos por sí
en ciertos casos; dábaseles mandato imperativo, es decir, instrucciones concretas y detalladas, de
que no podían separarse, y se les asignaba una indemnización por los gastos de viaje, etc. (140
maravedises), de que más de una vez se quejaron los concejos, comenzando entonces la práctica de
pagar el tesoro real las dietas de los procuradores: nueva forma de independencia cuyos efectos
habían de ser gravísimos. Las sesiones eran secretas y las presidió siempre el rey, salvo en caso de
enfermedad; como ocurrió en la reunión de Burgos (1515), presidida, en nombre de Don Fernando,
por el obispo de Burgos.

580. La centralización en Cataluña.


Don Fernando siguió en sus Estados de Aragón igual política, demostrada en su repugnancia a
reunir las Cortes, prefiriendo tomar por sí las determinaciones que importaban a la gobernación de
los reinos. Verdad es que las Cortes aragonesas se mostraron particularmente hostiles en las
pretensiones del monarca, más prontas a negar que a conceder lo que se les pedía, como ya en
reinados anteriores habían hecho, y en esta conducta les imitaban las catalanas. Don Fernando
reunió diez y seis veces las de los tres Estados, desde 1481 a 1515, correspondiendo siete a Aragón,
uno a Valencia y seis a Cataluña, con tres Cortes generales (1484, 1510 y 1511). De 1505 a 1510 no
las convocó. Conociendo su resistencia a otorgar subsidios, utilizó un medio indirecto, consistente
en no pedirlos, pero levantando tropas cuyo sostenimiento colocaba después a cargo del país; o bien
(como hizo en las Cortes de 1480) fijando por sí mismo el donativo y amenazando a la asamblea
con la disolución si no lo votaba.
Pero donde particularmente se señaló la política absolutista de Don Fernando fue en Cataluña,
debido a ser Barcelona el municipio más poderoso y más privilegiado de todo el reino aragonés, y,
por tanto, el que más importaba dominar. La victoria alcanzada por el elemento democrático sobre
los «ciudadanos honrados» a mediados del siglo XV (§ 478) —victoria impulsada por los reyes, a
quienes convenía quebrantar el poder burgués—, había echado las bases de la decadencia
municipal. La guerra civil de Juan II, en que Barcelona luchó contra el rey y los remensas, fue un
nuevo paso, ahondando las diferencias entre los burgueses ricos y la plebe y debilitando el prestigio
de aquéllos, así como el de los señoríos. Don Fernando no hizo más que continuar la política de su
padre y de su tío Alfonso V y completar la derrota de Barcelona, vengando en ella agravios
producidos por la guerra civil. Para el éxito de su política, el monarca contaba con especialísimas
condiciones de carácter. Astuto, reservado, tan fácil para dar palabras como para no cumplirlas,
falso en los tratos, intrigante y receloso, reunía ampliadas, todas las facultades (salvo la crueldad)
que habían caracterizado en su conducta monárquica a Pedro I de Castilla y a Pedro IV y Alfonso V
de Aragón, y que constituían, a fines del siglo XV, no sólo el ideal del arte político, sino la práctica
usual en Europa. Cuéntase que habiéndose quejado Luis XII de que Don Fernando le hubiera
engañado dos veces, contestó el rey aragonés: «Miente. Lo he engañado más de diez veces.»
Aunque la frase no sea histórica, es perfectamente gráfica. Numerosos testimonios de
contemporáneos, certifican ser exacto este retrato moral de Don Fernando.
Aparte de haber mantenido hasta 1481 las confiscaciones hechas en los bienes de los
barceloneses con motivo de la guerra civil, dio comienzo el rey a su plan destituyendo (por decreto
de 1479) a todos los corredores de la Lonja de Barcelona y ordenando que no podrían serlo en
adelante sino los autorizados por Guillermo Sánchez, consejero y copero del monarca. En carta de
Marzo 1480, quejábanse los concelleres de la paralización comercial que se había producido en
Barcelona, del poco caso que les hacía el rey y de que éste entregase el conocimiento de los asuntos
locales a «personas que jamás supieron ni han visto las libertades de Cataluña». También pretendió
Don Fernando variar o suprimir algunos privilegios de la ciudad, como el de nombramiento de
cónsules, a todo lo cual se opusieron con energía los concelleres, quienes buscaron la mediación de
507

la reina Doña Isabel, en cuya imparcialidad parecían confiar grandemente.


En 1481 puso mano el rey en la constitución de los concelleres y del Consejo, introduciendo
modificaciones en el modo-de elegir aquellos y otros funcionarios. En 1490 volvió sobre el mismo
asunto, siendo de advertir que en la reunión celebrada por los concelleres para ver la manera de
evitar el golpe que les amenazaba, la mayoría de las personas a quienes pidieron consejo mostraron
gran frialdad en la defensa de los fueros municipales: prueba elocuente de que se había perdido el
antiguo amor a la independencia, y de que la masa se sentía dominada por el prestigio de la
autoridad real y por las ideas absolutistas de la época. La reforma de 1490 consistió en suspender
las elecciones que habían de celebrarse y nombrar de real orden nuevos concelleres para todo el año
de 1491. Las razones que para esta medida daba el rey, merecen consignarse. Ciertamente no eran
todas infundadas (§ 477): «Vistas —dice— las divisiones que hay entre los ciudadanos de nuestra
ciudad de Barcelona y las pasiones que por causa de tal regimiento entre sí tienen y los grandes
abusos que en las elecciones se cometen, de mucho tiempo atrás... atendido que a nuestra excelsitud
corresponde en las cosas desordenadas y descompuestas ordenar y componer... Nos, por nuestra
autoridad real, así como a Rey y Señor y por el beneficio y reposo y bien público de la dicha ciudad,
deliberamos nombrar, etc.» Llegada la época de la nueva elección (1492), el rey pidió a los
concelleres (no sin lanzar acusaciones de inmoralidad y poco celo en la administración de la
ciudad) que confiaran el asunto a su decisión arbitral, renunciando al derecho de la elección: lo cual
obtuvo sin dificultad y sin protesta del vecindario. El plan de Don Fernando se completó con un
decreto de 1495, en que se distribuían de manera nueva los cargos entre las distintas clases sociales.
En virtud de esta reforma, el Consejo de Ciento se compuso de 114 individuos, a saber: 48
ciudadanos, 32 mercaderes, (gente rica, verdadera aristocracia del dinero, comerciantes en paños y
sedas y navieros), 32 artistas y 32 menestrales (eran 79 en tiempo de Alfonso V). Los cinco
concelleres fueron: tres ciudadanos, un mercader y un artista y menestral, alternando. La
democracia, que había ayudado a los reyes en sus luchas civiles, quedó, pues, sacrificada en la
reforma, y la mayoría pasó a las clases ricas, o realistas, o inertes ante las intrusiones del poder real.
En 1498, por nueva reforma, se concedió una de las concellerías a los caballeros y se estableció el
sistema de insaculación para los cargos municipales. El régimen había cambiado totalmente sin
protesta de los barceloneses, ya que no puede considerarse relacionado con la política real el
regicidio de 1493. El día 7 de Diciembre de ese año, un payés de remensa llamada Juan, de la aldea
de Canyamas, asestó a Don Fernando una cuchillada entre cabeza y cuello, que puso en peligro
grave la vida del rey. Preso el asesino, lo juzgó la jurisdicción real (no sin que los concelleres
entablaran competencia para substanciar la causa) y, aunque se le tuvo por loco, fue condenado a
muerte y ejecutado tras terribles tormentos. No parece probado que Juan tuviese cómplices, ni que
el acto cometido por él obedeciese a complot ninguno.
El sistema de insaculación se extendió luego a otros municipios (v. gr., Figueras en 1499), y
por de pronto trajo buenas, consecuencias para la paz pública, evitando las luchas intestinas que por
causa de las elecciones producíanse antes frecuentemente.

581. El organismo burocrático.


La concentración en manos del rey de todos los poderes anteriormente dispersos en varios
centros e individuos (señores y concejos), pedía una organización administrativa extensa, una serie
de oficinas y funcionarios que ayudaran al monarca y difundieran su acción por todo el territorio.
Las bases de esta organización existían ya, merced a los esfuerzos acumulados de los reyes
anteriores (§ 442 y 443). Doña Isabel y Don Fernando no hicieron más que desenvolver y
perfeccionar lo que encontraron iniciado.
El Consejo Real adquirió con ellos verdadera estabilidad y funciones bien definidas. Aunque
en 1476 todavía estaba formado principalmente por nobles, en 1480 lo reformaron, dando mayoría a
los letrados. No se quitó a los duques, condes, marqueses, etc., el derecho consuetudinariamente
adquirido de acudir a las sesiones del Consejo, pero se les dejó sin voto. Su presencia se convirtió,
508

pues, en puramente decorativa. Los negocios eran examinados y resueltos por el grupo de
consejeros ordinarios activos, que acabaron por excluir completamente a los puramente honoríficos.
Con esto, el Consejo quedó más ligado al monarca, quien, para mayor precaución, mandó que
celebrase sus sesiones en palacio o en una casa próxima. El reglamento que para las sesiones,
deliberaciones, actas, funcionarios subalternos (relator, abogados, escribanos, etc.), se dictó en
varias decisiones de las Cortes de 1480, es muy minucioso. El rey asistía al Consejo los viernes y
decidía siempre en caso de discordia de votos. Aunque las funciones de este cuerpo —como
consecuencia de la diferenciación iniciada ya en la época anterior— eran principalmente
gubernativas, todavía se le ve intervenir en asuntos judiciales. Así lo atestigua una de las leyes de
1480, al mandar que no puedan ir al Consejo las causas que correspondan a otros jueces y que, si se
advocare alguna, sea con conocimiento del rey. Lo mismo se deduce de otra ley referente al orden
en que debían fallarse los pleitos que entraban en el Consejo, Audiencia, etc. También correspondía
al Consejo la visita de cárceles y la apelación de las sentencias de los alcaldes del rastro de la Corte:
con todo lo cual quedó en sus manos la decisión suprema de todos los asuntos importantes,
convirtiéndose en un poder fortísimo con apariencias de independiente, pero, en rigor, subordinado
por completo al rey.
Según parece de un párrafo de la Crónica de Hernando del Pulgar, el Consejo se dividía en
secciones: una de alta política, presidida por los reyes; otra de asuntos gubernativos; otra de
Hacienda, etc. Es posible, sin embargo, que algunos de estos grupos no formaran realmente parte
del Consejo Real, sino que fuesen como oficinas centrales de los diversos ramos de la
administración pública; por lo menos, se distinguió claramente (y así lo atestigua un documento de
1493) entre el Consejo Real propiamente dicho y los demás, que tenían funciones y personal
distintos. Más tarde se crearon otros cuerpos análogos independientes, como el Consejo Supremo
de la Inquisición, el de las Órdenes militares y el de Indias. Esto por lo que toca al gobierno general
y al particular de Castilla. Pero también los Estados aragoneses tuvieron sus Consejos especiales.
Pulgar habla, refiriéndose a 1480, de los Consejos formados por «caballeros y doctores naturales de
Aragón, Cataluña, Sicilia y Valencia, para despachar los negocios de aquellas provincias con
arreglo a sus particulares fueros y costumbres». Don Fernando organizó en 19 Noviembre 1494, con
carácter permanente, el Consejo Real de Aragón y en 1493 añadió al Consejo extraordinario de
Justicia mayor, cinco jurisconsultos letrados.
Los Consejos no eran más que la cabeza del organismo burocrático, que se complicó mucho
más de lo que ya lo estaba antes (§ 443). Así, al lado de los reyes aparece, con carácter bien
definido, el secretario, cargo de pura confianza, sin jurisdicción personal y directa, pero de
influencia decisiva, a veces, por el gran favor que gozaba de los monarcas. Cada reino (Castilla y
Aragón) tuvo el suyo, habiendo logrado notoriedad, por su intervención en cuestiones importantes y
por sus condiciones de inteligencia, Juan de Coloma, Miguel Pérez de Almazán, Pedro de Quintana
y otros. Vienen luego, por lo que toca a Castilla, el canciller mayor (lo fue vitaliciamente el
arzobispo de Toledo); los notarios mayores, uno para León y otro para Castilla, que tenían a su
cargo la guarda del sello, con llave doble; el condestable (cargo vinculado en la casa de los
Velasco); los adelantados (de Castilla, León, Andalucía, Murcia, Granada y Cazorla), sustituidos
luego, por abusos que hubieron de cometer, por alcaldes mayores (de Burgos, León y Campos),
subsistiendo tan sólo el adelantamiento de Cazorla; los merinos mayores (en Asturias y Guipúzcoa);
los corregidores, pesquesidores, veedores y demás funcionarios cuyas facultades conocemos ya (§
443 y 579).
Los oficios de palacio eran muy numerosos. El registrador, que antes sólo llevaba nota de las
disposiciones regias, amplió su registro a las provisiones del Consejo; de los contadores, alcaldes
de casa y corte, jueces comisarios del rey y oidores. La expedición de documentos se sujetó a
reglamentación minuciosa y a tasas o aranceles muy detallados. Los reyes tenían secretarios
particulares (aparte de los del reino), monteros de Espinosa, limosnero, capellanes, sacristán mayor,
camarero, mayordomo, despensero, maestresalas, copero, cocinero mayor, reposteros, caballerizo,
509

aposentadores, gallineros, etc. Para el manejo del tesoro y administración de hacienda, había
contadores mayores (dos), pagadores del sueldo (de los sueldos de los funcionarios públicos),
oficiales de tierras y acostamientos y de mercedes de por vida y juro de heredad, oficiales y
escribanos de rentas, concertadores y escribanos de privilegios, alcaldes de sacas (aduanas) y otros
muchos. La lista no era menos numerosa en lo referente a la administración de justicia, al ejército, a
la marina, etc. En cuanto a otros servidores personales de los reyes y de sus hijos, hay curiosos
pormenores en el Libro de la Cámara real que escribió el contemporáneo Gonzalo Fernández de
Oviedo. Pulgar dice, por su parte, que cada una de las infantas tenía multitud de personas a quienes
se confiaba su educación y las cosas que tocaban a su servicio. Para todo este verdadero mundo de
empleados (en que no se cuentan los municipales) se dieron multitud de reglamentos y ordenanzas,
acotando sus facultades, la organización de sus oficinas, redacción de expedientes, derechos o
aranceles, etc.
En los Estados de Don Fernando, aparte los virreyes y gobernadores generales, sus tenientes o
Portantveus y los funcionarios regionales y locales ya conocidos de Aragón, Cataluña, Valencia y
Mallorca, figuran al lado del rey el escribano racional, el camarero, el tesorero, el contador y otros
más, análogos a los de Castilla.

582. La administración de justicia.


Las modificaciones principales que en ella hacen los Reyes Católicos son, respecto de
Castilla: reglamentación del Consejo real como cort o audiencia (§ 581); reorganización de las
audiencias regionales (§ 445) independientes, pero inferiores al Consejo; desaparición del sobrejuez
y el alférez (§ 444); desarrollo de la Hermandad (§ 445); creación de nuevos funcionarios y de
jurisdicciones especiales, y prohibición terminante (hecha en las Cortes de Toledo a petición de los
procuradores) de todo privilegio que concediese a título hereditario «cargo de administración de
justicia y de regimiento, y gobernación de pueblo o provincia», como se había otorgado en tiempo
de Juan II y de Enrique IV.
La reforma de las audiencias o chancillerías regionales consistió (1489) en fijar una de ellas
en Valladolid y otra en Ciudad Real (1492), trasladada luego a Granada (1505). También en Galicia
se creó otra. Según una de las leyes de las Cortes de Toledo (1480), la chancillería real (la de
Valladolid, única que existía entonces) constaba de 1 presidente, 4 oidores, 5 alcaldes de la cárcel, 2
procuradores fiscales y 2 abogados de pobres. Los oidores fueron luego 8. Tenían a su cargo el
conocimiento de los asuntos civiles y los nombraba el rey anualmente. Los procuradores fiscales
fueron instituidos para que «los delitos no queden ni finquen sin pena y castigo y por falta de
acusador», y «para acusar o denunciar los maleficios». Representan la consagración del
procedimiento inquisitivo (§ 446). Respecto a la forma de tramitar los juicios, se dictaron también
leyes especiales (Toledo, 1480).
Además de las audiencias había en la corte y su rastro cuatro alcaldes, 1 de hidalgos, 1 de
suplicaciones y 8 provinciales o regionales (2 para Castilla, 2 para León, 2 para Andalucía, uno para
Toledo y otro para Extremadura). En los adelantamientos funcionaban dos alcaldes mayores que, a
su vez, podían nombrar a otros dos menores. Su competencia en lo civil y criminal se extendía a una
legua en derredor del punto de su residencia. Por último, estaban los corregidores, ya citados; los
jueces y alcaldes de concejo, de nombramiento real, o popular; los jueces extraordinarios (veedores
o pesquesidores); el alguacil mayor y los menores, y el carcelero o guarda de la cárcel.
Tanto como de uniformar y reglamentar el cuerpo judicial, se preocuparon los Reyes
Católicos de lo que era cuestión batallona desde tiempo de los visigodos, a saber: la depuración del
personal y el castigo de las arbitrariedades de los mismos jueces. Así, una ley de las Cortes de
Toledo, refiriéndose de manera expresa a los «agravios y desafueros que hacen los alcaldes del
adelantamiento de Castilla», habla del envío de inspectores especiales para averiguar los hechos
mandando que, si se prueba que hicieron ejecución o prenda, sean tenidos por ladrones y entienda
en el caso la Hermandad, como si robasen en yermo». A lo mismo se dirigía el juicio de residencia
510

de los corregidores y alcaldes (§ 579) y la recusación de los consejeros, oidores y demás


funcionarios cuya intervención en un pleito o causa fuera sospechosa. Los reyes no se contentaron
con esto. Practicaron asiduamente el precepto de la audiencia personal y pública que era costumbre
antigua en Castilla. Un escritor contemporáneo, Gonzalo Fernández de Oviedo, describe en estos
términos las audiencias de Doña Isabel y Don Fernando: los reyes tomaban asiento (en el palacio de
Madrid) en una plataforma elevada, bajo dosel, y a derecha e izquierda tenían a los 12 oidores del
Consejo Real y su presidente. En pie, frente a la mesa, estaba un relator del Consejo, el cual leía en
voz alta las peticiones; y más abajo otro, que tomaba nota de los asuntos. A la puerta de la sala
hallábanse los porteros, con orden rigurosa de dejar entrar libremente a todos los que tuvieran algo
que pedir, fuesen quienes fuesen. También se hallaban presentes los alcaldes de la corte. «Fue aquel
tiempo una edad de oro y de justicia; a quien tenía derecho, dábasele. Después que Dios se llevó a
esa santa reina, he visto que cuesta más trabajo hablar con el criado de un secretario que antes con
ella y su Consejo.»
También persiguieron los reyes los abusos que procedían de los particulares y en especial de
las gentes ricas o de posición. Dieron para ello leyes especiales, penando rigurosamente «los robos
que cometen los caballeros, personas poderosas o su compaña y hombres que con ellos vivan». Y
previendo amaños, dispusieron los reyes que «si las personas delincuentes fuesen tales en que no se
podría hacer ejecución de justicia, que la pesquisa sea traída ante nos». Prohibieron, también, el
derecho de asilo, o encubrimiento de malhechores o deudores, en fortalezas, castillos, casas de
morada y lugares de señorío o abadengo, «aunque digan que lo tienen por privilegio, uso o
costumbre», castigando al contraventor con el pago de la deuda o sufrimiento de la pena que
correspondiese al encubierto. Para los testigos falsos se restableció la pena de talión prescrita ya en
el Fuero Juzgo; y con el fin de evitar malas consecuencias se prohibió el uso de armas de fuego y
ballesta (salvo en caso de defensa de una casa que se viese atacada), se persiguió severamente el
juego, y, por último, se abolieron los rieptos o desafíos.
La administración de justicia se completó con la reglamentación de los abogados, a los cuales
se refieren dos leyes de las Cortes de Toledo y un ordenamiento o cédula de 1495, que también trata
de los procuradores y del modo de proceder en los juicios, procurando impedir los pleitos inútiles.
Todo esto por lo que toca a Castilla.
En Aragón existía la audiencia real, que el rey presidía dos veces por semana, y una serie
jerárquica de jueces que ya hemos estudiado (§ 470). Don Fernando introdujo los procuradores
fiscales en todos los municipios y creó los asesores del Justicia mayor, ya citados. En Navarra,
después de su incorporación, se creó una audiencia.
Pero todas estas medidas de organización y purificación de la justicia seguían chocando con la
grave dificultad de los conflictos de jurisdicción, principalmente con los jueces y tribunales
eclesiásticos. A ellos se refieren varias disposiciones de las Cortes de Madrigal y Toledo. En una se
prohíbe a los legos (cristianos, judíos o moros) que se obliguen con juramento ni se sometan a la
jurisdicción de la Iglesia: otra ordena que los capellanes del reino no demanden a los legos ante los
jueces eclesiásticos, sino ante la jurisdicción ordinaria «sobre los privilegios que de nos tienen de
limosnas y de otras mercedes que les hicimos», y una tercera castiga con penas severas a los
conservadores y jueces eclesiásticos que se entrometan en la jurisdicción ordinaria. Doña Isabel
mantuvo con gran energía el derecho de ésta, que era, en suma, el derecho del Estado, cuya acción
resultaba contradicha a menudo por las jurisdicciones exentas. Semejante política —nueva muestra
del sentido centralizador de los reyes— tuvo sus episodios sangrientos. A consecuencia de haber
preso el corregidor de Trujillo a un criminal, que reclamó su pase a la jurisdicción eclesiástica con
el pretexto de ser tonsurado, promovióse un tumulto dirigido y excitado por los sacerdotes. Doña
Isabel envió tropas a la villa, sofocó la algarada, hizo colgar a los principales amotinadores laicos y
desterró de la Península a los eclesiásticos. Sólo una vez se vio a la reina ceder ante el fuero
clerical, y esto por consideración al cardenal Mendoza, arzobispo de Toledo, quien pretendió y
sostuvo que dentro de su diócesis no podía funcionar la justicia real. Pero aun en este caso. Doña
511

Isabel no cedió por completo, consintiendo únicamente en que una comisión de letrados estudiase el
conflicto de jurisdicciones que el cardenal planteaba.
A pesar de todas estas medidas, siguió habiendo competencias y verdaderas intrusiones del
fuero eclesiástico en el civil. También se mantuvieron algunas otras jurisdicciones exentas, aunque
con esfera muy reducida (§ 444).

583. La nueva Santa Hermandad.


Los procedimientos ordinarios de la justicia no bastaban para reprimir las violencias que
continuamente se producían en Castilla, ya de parte de las gentes poderosas (como dicen leyes ya
mencionadas: § 582), ya de los malhechores o golfines, generalmente amparados por aquéllas. Era
preciso acudir a medidas extraordinarias. La Hermandad de Toledo (§ 445) tenía esfera muy
reducida: la general de Castilla y León (mismo párrafo) no funcionaba después de la muerte de
Enrique IV; y como la guerra civil había vuelto a agravar la situación del país, aumentando las
cuadrillas de bandoleros, se pensó en resucitar con mayor fuerza la antigua institución. Llevaron la
iniciativa en este intento el contador Alonso de Quintanilla y el vicario general de Villafranca, Don
Juan de Ortega. Aceptada la idea, fue sancionada en las Cortes de Madrigal de 1476, autorizando
los reyes nueva Hermandad general por cierto tiempo, entrando en ella Castilla, León y Asturias.
Reunidos poco después en Dueñas los representantes de las villas, para acordar la forma de
organización, estuvo a punto de fracasar el proyecto, por falta de decisión en la mayoría. La
elocuencia de Alonso de Quintanilla triunfó de la poquedad de los procuradores. Pactóse
Hermandad por tres años, entrando en ella también los señores, por iniciativa del condestable Don
Pedro Fernández de Velasco. Contribuyeron a los gastos, en un principio, tanto los hidalgos como
los pecheros, pero bien pronto quedaron solos estos últimos. Las atribuciones, de la nueva
Hermandad, reglamentadas por cédula de 27 Abril 1476 y un cuaderno de 27 mismo mes y año
(modificado en Diciembre 1485) eran análogas a las de las antiguas. Competíanle especialmente el
conocimiento y castigo de los crímenes en despoblado y en pueblos de menos de lou vecinos; los
cometidos en poblado si el criminal huía o se refugiaba en otro punto; el quebrantamiento de
morada; los casos de mujer forzada y todo acto de rebelión contra los poderes públicos. Las penas
eran severísimas, según la tradición, y el procedimiento muy sumario (§ 455).
Sobre la base de un soldado a caballo por cada grupo de 100 vecinos, se reunió un ejército de
2.000 hombres, cuyo mando confiaron los reyes a Don Alonso de Aragón. Por carta de 14 Abril
1476, se dio a Toledo la capitalidad de la nueva institución. Contaba ésta para su régimen con una
Diputación general, formada por un representante de cada provincia y con delegados en ésta, más
los acaldes de la Hermandad. Pero bien pronto los pueblos empezaron a quejarse de los grandes
gastos que originaba la nueva milicia. Los reyes la mantuvieron, no obstante, por algunos años más
utilizándola en la guerra con los portugueses y en la de Granada. En 1498 suprimieron la
Diputación general y algunos oficios de los que tenían sueldo; y reducida la Hermandad a una
especie de somatén para el servicio de los distritos rurales, perdió su importancia primitiva y su
utilidad. En cambio, la Hermandad vieja de Toledo resurgió y tuvo vida hasta comienzos del siglo
XIX. En un documento emanado de ella a fines del XVII, se alude al fracaso de la Nueva
Hermandad, que «no ha correspondido en las obras y efectos los que de ella se esperaban, pues sólo
ha servido de multiplicar en los lugares, ministros de justicia sin fruto alguno de su obrar, pues ni se
ve ni se oye que ella asegure los caminos, siga y persiga a los malhechores, ni hasta hoy se ha visto
ni se sabe hayan castigado a delicuentes, malhechor, robador y salteador de caminos». En el siglo
XVI ya gozaban de mala fama los cuadrilleros, como se ve en el Quijote.
También en Aragón tuvo vida efímera la Hermandad. Se estableció en 1488, suspendiendo los
privilegios de firmas y manifestación en los casos a ella correspondientes. Pero restablecido el
segundo en 1510, desapareció la Hermandad y continuó el bandolerismo en los campos, protegido
por los nobles casi siempre.
512

584. La Inquisición.
Conocemos ya el origen de la Inquisición como tribunal independiente de la jurisdicción
ordinaria y dedicado a un solo género de delitos (§ 572). Debemos ahora exponer lo más substancial
de su historia, esfera de acción y procedimientos.
La primitiva Inquisición de 1480, fundada en la bula de 1478, sufrió modificación, como ya
sabemos, en 1482 (bula de 31 Enero), restableciéndose la jurisdicción de los ordinarios y
procurando rectificar el cesarismo o regalismo de los reyes, atentos, sobre todo, a crear un tribunal
dependiente de ellos. Negóse el Papa a delegar en los monarcas el nombramiento de inquisidores
para Aragón, pero respetó el de los dos castellanos. Morillo y San Martín, nombrando poco después
(11 Febrero 1482) otros ocho más para León y Castilla. Quedó con esto el nombramiento de
inquisidores dependiente del Papa, así como su revocación, dejando al rey la facultad de
recomendar a las personas que creyera merecedoras del. cargo. La autoridad de la Santa Sede se
significó de nuevo en 25 Mayo 1483, nombrando al arzobispo de Sevilla juez de apelaciones de
Castilla y León, destituyendo al Inquisidor de Valencia, Cristóbal de Calves y, en otros casos (v. gr.,
el del proceso de Don Gonzalo Alfonso, padre del obispo de Calahorra), designando jueces
especiales. Nuevamente se reorganizó la Inquisición en 23 Junio 1494 aunque no de una manera
esencial.
Torquemada fue, como sabemos, el primer inquisidor general (1485) que extendió su
jurisdicción a los territorios aragoneses. Relevado en 28 de Junio 1494 por «viejo y achacoso»
(aunque, al parecer, influyeron también en la relevación las muchas quejas que contra su extremado
rigor se produjeron), nombró el Papa cuatro obispos en calidad de inquisidores generales. Fueron
éstos los de Mesina (español), Córdoba, Mondoñedo y Ávila. En 1498 les sustituyó Fray Diego de
Deza, primero sólo para León y Castilla, luego, también, para Aragón (1499), y al dimitir éste (§
572) pasó el cargo supremo (1507) al cardenal Cisneros, pero sólo para León y Castilla. Para
Aragón fue nombrado el obispo de Vique y más tarde otros, hasta que en 1518 volvieron a unirse
ambas jurisdicciones en la persona del cardenal Adriano.
La organización primitiva consistió en un centro (Sevilla) y varios delegados, con
nombramiento temporal, en las ciudades y villas a que se iba extendiendo la acción inquisitorial.
Bien pronto se constituyó un Consejo llamado Supremo y las delegaciones se convirtieron en
tribunales provinciales permanentes, con varios jueces y un procurador o promotor fiscal. El
Consejo estaba presidido por el inquisidor general. Cisneros extendió la Inquisición a los territorios
conquistados en África y a las Indias.
El procedimiento, aunque basado en las prácticas tradicionales y en el Directorium de
Eymerich (§ 541), ofrecía particularidades dignas de mención. Usábase el tormento (conforme a la
legislación civil de la época), como medio de obtener la confesión del acusado. Una vez preso éste,
se le incomunicaba en absoluto, prohibiendo dar noticias de él a su familia, que no volvía a saber
del procesado hasta su liberación, o hasta que aparecía en el auto de fe. El mismo secreto se
observaba en punto a la procedencia de la acusación; se comunicaba tan sólo al acusado los
términos de ella, pero callando la persona. Igual reserva se empleó con los testigos, procurando que
aquél no pudiese adivinar quienes eran por la forma del testimonio. En este punto la legislación
canónica no era precisa. Un breve de Bonifacio VIII (1298) hizo potestativo del tribunal, en cada
caso, el revelar o no el nombre de los testigos, a menos que de publicarlo corriesen peligro las
personas. Los inquisidores españoles —tal vez apoyados en la experiencia que hizo abandonar en el
orden civil la práctica de la acusación personal (§ 446)— optaron desde luego por el secreto. Así lo
prueban los Estatutos de 1484 y una carta de Cisneros a Carlos V, afirmando que la publicación de
los nombres había traído grandes daños a los testigos. Las Cortes de Valladolid de 1518 propusieron
que se revelaran, a menos que el testigo fuese duque, marqués, conde o prelado; pero no se aceptó
la innovación. Sólo se concedió al acusado el derecho de indicar las personas de quienes
desconfiaba, y si acertaba con el nombre de algún denunciante, era éste excluido. Por último, se
obligaba al más riguroso secreto en punto a todas las actuaciones, imponiéndolo así a los
513

procesados que recobraban la libertad. Los testigos eran de dos clases: de cargo y de abono. No
podían serlo de abono los conversos. El testimonio de dos de cargo hacía fe contra toda negativa del
acusado. La confesión de éste no era bastante para la reconciliación: hacíase preciso que denunciara
a los cómplices, sin excluir a las personas más allegadas de la familia, sobre las cuales, por la
misma relación de parentesco, se hacían recaer principalmente las sospechas.
El acusado podía nombrar defensor, recusar a los jueces de quienes temiera parcialidad,
dirigirse a ellos por medio de escritos exculpatorios y apelar al Papa. En los primeros años de la
Inquisición fueron numerosas las apelaciones (§ 572), cosa que desagradó mucho a los reyes. Las
conferencias entre el procesado y el defensor habían de celebrarse siempre en presencia de un
individuo del tribunal. La Inquisición tuvo cárcel propia, y, debido al gran número de acusados (§
572), era muy común que los procesos se dilatasen excesivamente.
La primitiva jurisdicción inquisitoral alcanzaban sólo a los herejes, y principalmente, a los
conversos judíos, como sabemos. Por consecuencia lógica, se aplicó bien pronto a los conversos
musulmanes (§ 470); pero como unos y otros podían tener cómplices y encubridores entre los
cristianos viejos, o relaciones de parentesco con ellos (v. gr., en el caso del obispo de Talavera) y
como, naturalmente, también los cristianos podían heretizar, la jurisdicción se extendió desde un
principio a todos, incluso a los no bautizados, aunque en éstos no cabe ser propiamente herejes, y
así lo sostuvieron algunos inquisidores, entre ellos el obispo Simancas. Prevaleció, no obstante, la
doctrina restrictiva, y se sujetó a la acción inquisitorial a los judíos y moros (mientras los hubo en
España) que predicaban su doctrina entre cristianos. Las pocas excepciones de la jurisdicción
inquisitorial que concedieron los Papas, están reguladas por las bulas de 27 Noviembre 1487 y 17
de Mayo 1488.
La penalidad usada por la Inquisición fue la tradicionalmente contenida en el derecho
canónico y en las leyes civiles (§ 446); reconciliación pública o privada; penitencias más o menos
rigurosas; sujeción a la vigilancia de los tribunales; uso perpetuo o temporal de un distintivo
consistente en una túnica amarilla con una cruz roja (sambenito), prisión perpetua o temporal y
muerte en hoguera. Cuando el procesado merecía esta última pena y no podía ser habido, se le
quemaba en efigie o estatua. Si había muerto, la Inquisición podía desenterrarlo y quemar sus
restos. Por privilegio especial, que consta en bulas de 1485 y 1486, se concedió a los reyes de
Aragón y Castilla la facultad de admitir a reconciliación secreta tanto a vivos como a difuntos,
condonando en éstos la nota de infamia a su memoria y la pena de cremación pública. A estos actos,
a que se acogieron muchos conversos, debían asistir los inquisidores, con derecho a hacerse constar
todas «las reconciliaciones secretas privilegiadas, cualesquiera que fuesen».
No debe confundirse el auto de fe con la ejecución de la pena capital: eran dos actos distintos.
El primero consistía en la proclamación solemne y fastuosa del fallo inquisitorial. En día de fiesta
religiosa generalmente, se organizaba una procesión en que intervenían los jueces y funcionarios
(familiares) de la Inquisición, las Órdenes religiosas de la localidad y los reos, con sus sambenitos.
Llegados a una plaza de la ciudad, escogida al efecto y en la que se levantaba un tablado, leíanse las
sentencias, se verificaban las abjuraciones y reconciliaciones públicas, y se entregaban al poder
civil los relajados o condenados a muerte, pena que se cumplía en el lugar ordinario de las
ejecuciones y en presencia de notario. Es posible que en algunos casos se verificase este acto en el
mismo lugar del auto de fe, e inmediatamente después de leída la sentencia, según parece deducirse
de algunos testimonios gráficos, como el cuadro que reproducimos en el texto. Lo general era, sin
embargo, que, una vez hecha la relajación, se retirasen los jueces inquisitoriales con su séquito.
Todo esto por lo que toca a las penas corporales. Pero, como es sabido (§ 446), iban éstas
acompañadas siempre de la confiscación del patrimonio, pudiendo además imponerse multas o
indemnizaciones en dinero. Los bienes confiscados pertenecían al rey; pero como de ellos se
pagaban los sueldos de todos los funcionarios de la Inquisición, prácticamente cedían en beneficio
de éstos. De aquí provinieron no pocos conflictos entre los reyes y los inquisidores, y aun entre los
Papas y los reyes. En la asamblea inquisitorial celebrada en Valladolid el 27 Octubre 1488 y
514

presidida por Torquemada, se acordó (Ordenanza XIII) pedir a los reyes que se atendiese ante todo
al pago de los inquisidores y oficiales, como quiera «que en los tiempos pasados... no han sido
pagados de su salario en tiempo y como sus Altezas lo tienen mandado... y si en ello no se diese
remedio, se podrían seguir muchos inconvenientes y este santo negocio recibirá detrimento»;
solicitando también que si «de otra parte no hubiese de qué sean pagados, puedan para ello vender
los dichos receptores de las posesiones y otras cosas en la cuantía que para lo tal bastase». Sin duda
hubo en ello extralimitaciones, puesto que en una instrucción dada en Ávila, a 25 Mayo 1488, se
ordena a los inquisidores que «por respecto de ser pagados sus salarios, no impongan mayores
penas ni penitencias que de justicia fuere». Atestiguan de lo mismo una carta del capitán Gonzalo
de Ayora (Julio 1507), relativa a los hechos de Lucero (§ 572) y una petición hecha al Papa en este
mismo tiempo por el obispo de Córdoba, Juan de Daza, y las autoridades de la ciudad, en que se
atribuyen muchos atropellos de los agentes inquisitoriales al afán de las confiscaciones. Produjeron
éstas grandes cantidades en los primeros años. Todavía en 1501 se sacaron de ellas, en Córdoba,
para los gastos inquisitoriales y emolumentos de los jueces, 55.000 maravedises, y en 1505,
500.000. Un documento referente a la confiscación del archidiácono de Castro, hijo de un converso,
muestra que el producto (considerable) de ella se dividió entre el cardenal Carvajal, Lucero el
inquisidor, el tesorero real Morales y el secretario de Don Fernando, Juan Ruiz de Calcena. Los
Papas reconocieron siempre el derecho de los reyes en este punto. Un breve de Inocencio VIII (25
Julio 1485) les da privilegio para condonar la pena civil de los reconciliados ante ellos, y otro (18
Febrero 1495) fija la doctrina de que las gestiones de hacienda proveniente de los exentos, queden
sometidas a la voluntad de los reyes.
En la corona de Aragón, y particularmente en Valencia, las confiscaciones dieron lugar a otro
conflicto. El fuero de Don Jaime disponía que los bienes de los vasallos condenados a muerte por
herejía, traición, etc., revertiesen a los señores. La Inquisición no respetó este fuero, dando lugar a
quejas del brazo eclesiástico y el noble en las Cortes de Orihuela (1488) y en las de 1510; pero el
contrafuero no se remedió, no obstante las promesas del rey.
En cuanto a las penas de multa, fueron cobradas al principio directamente por la Inquisición,
luego pasaron al tesoro real, y por último volvieron a aquélla, por aplicarse a sus gastos
extraordinarios.
La pérdida de bienes no era siempre absoluta. Si la viuda e hijos del reo eran pobres, se les
asignaba sobre aquéllos una renta prudencial, y no era raro que el rey les dejase la libre disposición
de la herencia del padre.

585. La Hacienda.
La complicación administrativa del reino castellano y la amplitud de su acción y de sus
intereses internacionales, pedían como elementos imprescindibles de sustentación una Hacienda
bien organizada y de seguros rendimientos y un ejército dependiente del rey y apto para las
conquistas con naciones extrañas. A una y otra cosa atendieron los reyes.
La reforma de la Hacienda se planteó con toda precisión, dictándose las medidas legales
necesarias para obtenerla en las Cortes de Toledo de 1480. Las mercedes y el desbarajuste
administrativo de tiempo de Enrique IV (§ 448), exigían un pronto remedio, si no se quería ir a la
bancarrota del Estado y al agotamiento de las fuerzas productoras del pueblo, en provecho de unos
cuantos privilegiados. Los procuradores de los municipios, que habían clamado inútilmente a Don
Enrique, volvieron a exponer sus quejas, en tono de gran energía, a Doña Isabel y Don Fernando, en
las Cortes de Madrigal (1476) y en las citadas de Toledo. Consecuencia de aquellas peticiones y de
la decisión de los reyes, fue la revocación general de las donaciones enriqueñas y la devolución al
Tesoro de las rentas, posesiones, etc., defraudadas al Estado (§ 567). Algunos de los abusos fueron
objeto de leyes especiales. En una se revocaron y anularon todos los tributos nuevos y abusivos
introducidos desde el año 1464, por merced de Enrique IV, en varios puertos de mar y otros puntos:
de los que se seguía gran daño a los ganados, pastores, recueros, etc. El mismo Don Enrique había
515

tratado de revocar este privilegio, sin conseguirlo. Los Reyes Católicos mandan hacer pesquisa
sobre esto, para remediar los males causados. En otra ley anterior (Madrigal) confirmaron una de
Alfonso XI prohibiendo que ningún particular ni corporación «pidiese, demandase, tomase o llevara
de nuevo portazgo, roda ni castillería», revocando todas las mercedes que a esto pudieran referirse.
En una tercera ley (Toledo) ordenaron que todos los que tuvieran bienes en lo realengo, si fueran a
vivir a otras partes, pecharan por aquellos bienes, medida que ya había tomado Enrique IV para
prevenir evasivas al pago de los tributos o pechos. Por último, y para acabar con las exenciones
extraordinarias, dispusieron que cuando una iglesia, universidad u otra «persona singular» tuviese
privilegio de eximir de pechos a alguien, usara de él a favor de los «pecheros menos acomodados» y
no de los ricos, con lo cual se muestra que, generalmente, tales concesiones eran explotadas por
quienes menos las necesitaban y merecían. Pero si los reyes consintieron en alguna exención
respecto de los tributos debidos a la Corona, confirmaron en cambio las leyes antiguas que
exceptuaban de aquel privilegio los pechos y derramas concejiles, debidos incluso por los nobles y
eclesiásticos.
Removidos así los obstáculos y extirpados los abusos que se oponían a los legítimos ingresos
en el Tesoro general, procedieron los reyes a organizar las rentas y las oficinas a ellas referentes. En
la enumeración de los funcionarios administrativos hemos hablado ya de los contadores reales,
oficiales de rentas y otros correspondientes al orden financiero. Procuraron los reyes, en primer
término, sanear y regularizar tres clases de ingresos: el del sello, el de alcabalas y el de sacas o
aduanas (§ 448). El primero fue ampliado mediante una minuciosa organización de la cancillería y
sus funciones y el establecimiento de aranceles y tasas que comprendían todas las operaciones de
expedición de documentos regios (cartas, privilegios, mercedes, albalaes, etc.) Para las alcabalas se
dio un ordenamiento, cuya idea principal se debía a Cisneros, confiando la cobranza a los
municipios, o mejor, encabezándolos por una parte del producto proporcionado a sus fuerzas
contributivas. El tipo del impuesto era del 10 %. Doña Isabel, que tenía sus dudas en punto a la
legitimidad de la alcabala, encargó en su codicilo que una comisión estudiase si la Corona podía o
no justamente exigir este tributo. Cisneros fue más allá, pidiendo a Don Carlos que lo aboliese; pero
ninguna de estas aspiraciones se vio satisfecha. Las aduanas, sacas o diezmos, no sufrieron más
modificación que la relativa suspensión de sus efectos en las fronteras aragonesas (§ 594). Por lo
demás, se confirmó y acentuó la prohibición de sacar de la Península oro, plata, vellón (cobre),
pasta ni moneda alguna, sujetando a los viajeros a inspecciones vejatorias para evitar la exportación
de aquellas materias en las que, según las ideas económicas de la época, estribaba la riqueza
fundamental de las naciones. Así, todo el que saliese del reino tenía que presentarse al corregidor,
alcalde o autoridad de cualquier género que hubiese en la localidad, declarando, ante escribano y
testigos, adonde iba, cuándo volvería, qué cosas llevaba, etc. Los que sacaren cosas vedadas debían
ser denunciados y penados por los alcaldes de sacas.
Pero no bastaron estos tributos ni los demás ordinarios, y ya conocidos de antiguo (montazgo,
portazgo, tercias reales, servicios, monedas y pedidos otorgados por las Cortes, y los monopolios
como el de las salinas, etc.), para levantar las crecientes cargas del Estado. fue preciso inventar
otros nuevos, de ellos el llamado Bula de la Cruzada o sea la venta de indulgencias, cuyo importe
ingresaba en las arcas reales con destino a la guerra contra los infieles. Lo concedieron los Papas a
Doña Isabel y Don Fernando repetidas veces; y aunque la concesión era en cada caso temporal,
acabó por convertirse la Bula en un impuesto constante y ordinario. Su cobranza dio lugar a muchos
abusos, de que se quejaron las Cortes de 1512. También obtuvieron los reyes la concesión de los
diezmos eclesiásticos, igualmente con destino a la guerra contra los moros, aunque se emplearon en
otras necesidades: v. gr., la guerra de Italia.
Finalmente, la conquista y colonización de América trajo consigo nuevas rentas. En primer
lugar, las minas, cuya propiedad correspondía a la Corona y cuya explotación se solía conceder
temporalmente a particulares, mediante el pago de yn medio al principio y luego un tercio del
producto, para lo cual se obligaba a llevar el mineral a las casas de fundición establecidas
516

oficialmente. Aunque en las tierras exploradas hasta la muerte de Don Fernando no se halló tanto
oro y plata como esperaban los reyes y el mismo Colón, el rendimiento fue bastante considerable, y
a él atendió la Corona asiduamente, recordando este asunto en cédulas e instrucciones a los
gobernadores y reglamentando minuciosamente el otorgamiento de licencias de explotación y los
derechos a que se sujetaban. También se establecieron en las Indias los diezmos eclesiásticos, por
bula de Alejandro VI (16 Noviembre 1501); el sello (análogo al de la Península), por cédula de 14
Enero 1514; las aduanas, etc. (§ 588).
La reorganización de la Hacienda se completó con varias medidas referentes a la acuñación de
moneda. La excesiva concesión del privilegio de batirla, hecha en tiempo de Enrique IV (llegaron a
existir 150 cecas), había hecho caer en depreciación el numerario. Los Reyes Católicos redujeron
las casas de moneda a seis (Burgos, Toledo, Sevilla, Segovia, Coruña y Granada), todas ellas
dependientes de la Corona, y acuñaron excelente moneda de oro, plata y cobre, cuyos diversos tipos
(doblas, excelentes de la Granada, etc.) se señalan por llevar los bustos de ambos reyes y sus armas
(una ballesta y un haz de flechas), o, por lo menos, estas últimas. La unidad monetaria fue el
maravedí, moneda ideal equivalente a una suma (variable según los tiempos) de moneda de vellón.
Una pragmática de 1479 fijó su equivalencia, disponiendo que 50 maravedises compusieran un real
de plata y 375 un excelente de oro (análogo al florín de Aragón, aunque de mejor ley que éste).
A pesar de todas estas reformas y del aumento de los ingresos, Doña Isabel tuvo que acudir
más de una vez a empréstitos como el realizado en 1493-94, con la garantía de Don Fernando y con
cargo a la tesorería de éste (tomando 266.000 sueldos de los secretarios del rey y de mercaderes
barceloneses); y si bien a la muerte de la reina estaban casi equilibrados los presupuestos de
Castilla, la deuda se elevaba a 127 millones, y poco después, en 1509, subía a 180.

586. El nuevo ejército.


La reforma militar llevada a cabo en tiempo de los Reyes Católicos consistió en variar la
forma de reclutamiento sujetando las tropas más directamente que antes al rey, y en dar a las
diferentes armas del ejército una organización técnica nueva.
Lo primero se consiguió por dos maneras: aumentando el número de tropas pagadas y
variando la forma de prestar servicio las gentes de territorios realengos, en especial las milicias
municipales. El efecto de estas dos medidas fue concluir con las antiguas mesnadas señoriales que,
de un lado perjudicaban a la disciplina del ejército y, de otro, sostenían la fuerza política de los
nobles. Durante la guerra de Granada, todavía figuraron todos los elementos tradicionales de las
tropas castellanas: gentes del rey (donceles, escuderos, caballeros continuos), milicias municipales
(de Écija, de Toledo, de la Hermandad...), mesnaderos señoriales (v. gr.) 3.000 caballeros y 200
infantes del conde de Tendilla, del arzobispo de Sevilla y del conde de Benavente; 2.000 hombres
del cardenal de Toledo) y caballeros de las Órdenes militares (los de Santiago, al mando de su
Maestre). Las expediciones y conquistas en África se hicieron muchas veces por iniciativa privada,
sin intervención del rey, o por el esfuerzo de un solo noble (§ 561). Pero las tropas reales habían
crecido ya mucho y superaban en poderío a las de los nobles. En Galicia situaron Doña Isabel y su
marido, después de la represión de la nobleza anárquica, un cuerpo de ejército pagado por el
Tesoro. Sólo los guardias reales, la escolta real de nobles y las tropas particulares de Don Fernando
que figuraron en la conquista de Granada, subían a 3.000 hombres. Estos contingentes se
aumentaron más tarde considerablemente con la creación de las Guardias viejas de caballería
(2.500 hombres), los arqueros a caballo que trajo Don Felipe (1502), las compañías de mercenarios
que Don Fernando reclutó en Nápoles, etc. Pero la modificación principal fue producida por la
pragmática de 22 Febrero 1496, en la cual se hizo obligatorio el servicio militar a un hombre por
cada doce de los que se hallasen entre los 20 y los 40 años. Los reclutas obtenidos así no entraban
desde luego en el servicio activo. Formaban una especie de reserva que era llamada cuando
convenía, recibiendo sueldo desde que movilizaba. Créese que para el llamamiento se siguió en un
principio cierto turno entre las diferentes regiones. Cisneros trató de desenvolver este sistema, para
517

llegar a un contingente de 40.000 hombres en pie de guerra, y en 1516 llegó, en efecto, a reunir
30.000 infantes. La caballería, que había sido siempre deficiente en España, fue más difícil de
aumentar. Las guerras mismas, las de Italia principalmente, fueron preparando la nueva forma de
organización que había de cumplirse en el reinado de Carlos V y que estudiaremos a su tiempo,
porque ella fue la base de la fuerza militar española en la edad moderna. La vida de campamento, el
amor a la gloria y el afán del botín, el deseo de hacer carrera y la misma vanidad guerrera que se
despierta siempre en los Estados conquistadores, fueron creando el soldado profesional y llevando
el ejército, de un lado, la nobleza y los hombres ambiciosos de todas clases; de otro, los
aventureros.
Técnicamente, la reforma fue también profunda e influyó en el mismo carácter político del
ejército. Empezaron los Reyes Católicos por variar la antigua división del ejército en cuerpos
desiguales llamados batallas, en los que todavía se dejaban notar demasiado los contingentes
señoriales, estableciendo la división uniforme por batallones de 500 hombres, divididos en 10
cuadrillas. Más tarde, y por los consejos del capitán Gonzalo de Ayora (educado militarmente en
Italia) y de Gonzalo de Córdoba, no sólo se introdujo una nueva distribución en capitanías o
compañías (500 hombres) y coronelías o escuadrones (12 capitanías), sino que se mejoró el
armamento del soldado, se modificó la táctica según aconsejaba la experiencia y el ejemplo de los
ejércitos extranjeros, y se agruparon las armas, uniendo a cada coronelía de infantes 600 caballos, y
a cada brigada mixta 64 piezas de artillería. Los infantes eran piqueros, rondaches y arcabuceros,
utilizando así, juntamente, las armas blancas y las de fuego.
La artillería había jugado gran papel en la guerra de Granada. Los reyes hicieron venir de
Italia, Flandes y Alemania, ingenieros y artilleros, que, a las órdenes de Francisco Ramírez o
Ramiro, señor de Bornos, llamado por antonomasia el artíllero (gran conocedor de la nueva arma
de combate y del empleo de la pólvora en minas, etc.), organizaron la artillería castellana. Las
piezas usadas entonces llamábanse lombardas, pasabolantes, cebratanas, ribadoquines y buzanes.
Las balas eran de piedra. También se organizaron entonces el cuerpo de sanidad militar (con un
médico, cirujano, boticario y ayudantes por compañía y hospitales de campaña) y la administración
del ejército, en que influyó no poco Ayora.
La nomenclatura de los jefes y oficiales, como era consiguiente, varió, perdiéndose la de Las
Partidas. El condestable quedó en puro título de honor, y sus tenientes o mariscales, que todavía
figuraron en la campaña de Granada, desaparecieron. El alférez del rey se convirtió en
portaestandarte del monarca. Con las reformas de Ayora y Córdoba, nacieron los coroneles, los
capitanes de 500 hombres, los cabos de batalla (jefes de compañía) y los cabos de diez (de decena).
Cosa análoga sucedió en la marina. El almirante de Castilla, cuya jurisdicción era muy
amplia, sufrió en ella y en su poderío, todo gran pérdida, por la absorción real y por el
descubrimiento de Indias. Le sustituyó en el mando efectivo de la flota un capitán mayor (1479). La
marina castellana desempeñó funciones importantes, sobre todo en la guerra contra los portugueses,
en la de Granada y en las conquistas de África, figurando como jefes notables mosén Juan de
Villamarín, Charles o Carlos de Valera (hijo del escritor Diego de Valera: § 532) y otros. Para
escoltar a Doña Juana la Loca en su viaje matrimonial a Flandes, reuniéronse 130 naves con 20.000
hombres. Don Fernando se preocupó especialmente de reglamentar el servicio, deslindando las
atribuciones de los buques de guerra y de los mercantes que, como auxiliares y en forma de corso,
se mezclaban en las guerras continuamente. Así consta se hizo, particularmente, respecto de los
corsarios catalanes, por orden de 20 Diciembre 1492, que alude a «todas las galeras que por fuerza
traían armadas súbditos suyos» (§ 484).
La marina catalana venía ya en decadencia desde el tiempo de Juan II, quien atendió muy
escasamente al fomento de ella. Todavía en 1506 se organizó una armada que, bajo el mando de
Don Pedro de Cardona, trasladó a Nápoles a Don Fernando y su mujer Doña Germana de Foix. En
1515 figuró en las costas de Berbería otra (compuesta de 9 galeras, 1 galeón y otra nave), con la que
Don Luis de Requesens venció a los turcos. La distinción entre la escuadra real y la de la
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Diputación de Cataluña, siguió manteniéndose como antes. Don Fernando obligó, por orden de
1494, a las provincias de Cataluña, Valencia y Mallorca, a que mantuviesen en pie de guerra una
galera por cada una, para la defensa de las costas contra los piratas turcos.

587. Colón y el gobierno de los territorios americanos.


Conforme a las capitulaciones de Santa Fe (§ 559), «las islas y tierra firme que Colón
descubriese habían de constituir un señorío casi feudal en manos del marino genovés». Concedíase
a éste y a sus herederos, perpetuamente, el almirantazgo de «las mares océanas», con todos los
derechos inherentes al cargo (jurisdicción sobre marinos y comerciantes, cobro del quinto y otros
tributos sobre las mercancías, etc.): se le nombró Virrey y Gobernador general, con facultad de
proponer, para el gobierno de cada tierra de las descubiertas o ganadas, tres personas, de las que el
rey escogía y nombraría una; se le atribuyó, desde luego, el décimo de todas las mercancías que «se
comprasen, trocasen, hallasen, ganasen o hubiesen dentro de los límites del dicho almirantazgo,
correspondiendo los 9 décimos al monarca, con jurisdicción para conocer, por sí o su teniente, de
todos los pleitos que con ocasión de las mencionadas mercancías se promoviesen»; y se le autorizó,
en fin, para que pudiese contribuir con una octava parte a la armazón o fletamento de los navíos que
hiciesen aquel comercio, cobrando la misma cantidad de los productos. Ratificáronse y se
ampliaron estos derechos en el título de Almirante, Visorrey y Gobernador que se le expidió el 30
Abril 1492 (haciendo hereditarios los dos últimos cargos, como lo era explícitamente el primero en
las capitulaciones), y en las Instrucciones que se le dieron a la vuelta de su primer viaje (29 Mayo
1493), cuyos números 10, 11 y 12 dicen: «El Almirante, do poblase, nombrará alcaldes y alguaciles
que administren justicia, y él oiga las apelaciones o primeras instancias, como más viere que
cumple.—Si fuesen menester regidores, jurados y otros oficios, por esta vez nombre el Almirante;
en adelante, envíe terna, y nos proveeremos...—En cualquier Justicia, dirá el pregón que la manda
hacer el Reí y Reina.» Es decir, que no obstante mantener el principio de dependencia general de la
Corona en lo que se refiere a la justicia y gobierno, los monarcas concedían una jurisdicción muy
amplia al almirante, confiándole los nombramientos de alcaldes, etc., que precisamente en la
Península había ido absorbiendo y centralizando los monarcas (§ 582).
Estas concesiones, excesivas ya y contradictorias de la política real que representan los Reyes
Católicos, se explican en las capitulaciones y título de 1492 por la esperanza del éxito y el deseo de
vincularlo en Castilla; y en las instrucciones, por el entusiasmo del triunfo obtenido y la necesidad
de mantener la palabra empeñada, que tenía, nótese bien, carácter contractual. Pero bien pronto
rectificaron los reyes esta conducta. Los descubrimientos de Colón habían superado en mucho a lo
que esperaba la mayoría de las gentes. Se comenzó a sospechar la existencia de territorios
inmensos, en los cuales el ejercicio de las atribuciones que correspondían al almirante podían hacer
de él un señor más poderoso y rico que los mismos monarcas y temible para éstos. El ejemplo de la
nobleza castellana, dominada con tanto trabajo y a tanta costa, había necesariamente, de hacer
reflexionar a Doña Isabel y Don Fernando; aparte que su natural tendencia política les llevaba a
dejar sentir en todas partes el peso de su autoridad. Por ello, además de nombrar para el segundo
viaje de Colón un contador y un tesorero real, que intervenían en muchos de los actos del almirante,
apenas vinieron a España quejas contra la gobernación de éste (autorizadas en especial por las
firmas de Fray Buil y otros religiosos, franciscanos, principalmente), enviaron allá en calidad de
gobernador, y para hacer pesquisa, al comendador Francisco de Bobadilla, quien tomando desde
luego partido contra Colón, no sólo le destituyó, .sino que lo remitió a España en calidad de preso.
Verdad es que los reyes desautorizaron a Bobadilla, dando por escrito y de palabra amplias
satisfacciones a Colón y organizando el tercer viaje de éste; pero insistieron en diputar funcionarios
propios, sustituyendo a Bobadilla por Fray Nicolás de Ovando (§ 560), aunque dejando a la
Española una persona representante del descubridor para recaudar su parte en las mercaderías y
haciendo que se le restituyeran a él y a sus hermanos, todo lo que se les hubiera tomado
injustamente. El 18 Junio 1504 se reconoció de nuevo este derecho, mandando (por cédula que
519

firmaron ambos monarcas) la entrega a Colón del décimo del oro recogido, que le pertenecía según
las capitulaciones; existiendo también, del año 1504 y hasta la muerte del almirante (20 de Mayo
1506) muestras repetidas de la consideración que en la Corte se le guardaba y que el propio D.
Fernando le tenía.
En el mismo asunto del gobierno, y aunque éste no volvió a manos de Cristóbal Colón, Don
Fernando se abstuvo de romper por completo. Poco después de morir el descubridor (2 Junio 1506)
envió el rey una cédula a Ovando, en el cual le ordena que entregue a Don Diego Colón (a quien da
el título de almirante) «o a quien su poder hubiese... todo el oro y otras cosas pertenecientes al
dicho... su padre hasta aquí o lo de aquí adelante le perteneciese». En 1508 hizo abrir información
para deslindar claramente los derechos que tocaban a Colón y los que eran de la Corona en los
asuntos de América, y en el mismo año, mediante empeños del duque de Alba, con una de cuyas
sobrinas se había casado Don Diego, fue éste nombrado gobernador, ratificándole en todos los
derechos reconocidos a su padre en las capitulaciones (poder expedido en Sevilla el 10 de Febrero
1509). Sin embargo, esta concesión fue de carácter temporal, duradera «mientras mi merced e
voluntad fuese». Duró sólo dos años.
La Corona siguió, en efecto, dictando medidas para organizar administrativa y
comercialmente las nuevas colonias (§ 588), como fueron las de crear municipios con sus oficiales,
bienes de propios, etc.; establecer una audiencia en la isla Española con jueces de apelación de
nombramiento real; nombrar un gobernador especial de Puerto Rico (14 Agosto 1509), aunque poco
después (25 Julio 1511) llama, en otra cédula, a Don Diego Colón, gobernador «de la española y de
las otras islas y tierra firme que fueron descubiertas por su padre», etc.; procurando, en suma,
afirmar los derechos y la autoridad del monarca en aquellos territorios.
Todas las citadas transgresiones de lo pactado en 1492 y de lo concedido posteriormente en
cédulas y otras disposiciones reales, produjeron un pleito de Don Diego Colón con la Corona que,
aparte las razones políticas expuestas, indudablemente faltaba a lo estipulado y concedido. Verdad
es que algo de lo primero iba contra las leyes de Castilla (con lo cual era, desde su origen, nulo) y
que desde luego las contradecía el carácter hereditario del virreinato y gobernación —dada la ley de
las Cortes de Toledo que había prohibido expresamente toda condición hereditaria en los cargos de
justicia y regimiento—; pero, o hay que suponer en los reyes voluntad de excepcionar de esa ley el
caso de Colón, o mala fe en prometerlo, sabiendo que era de por sí nulo. Por eso la contestación
dada por el abogado de la Corona a la demanda de Don Diego, no se apoya en razones de esta
índole, sino, simplemente; en la lesión enorme que, de cumplirse lo pactado, se seguiría al reino
«porque pretende el dicho almirante la jurisdicción de un reino y de reinos que se descubrieron»,
siendo la lesión una de las causas que en el derecho romano se admitía como rescisorias de los
contratos. El mismo espíritu se refleja en la contestación personal que Don Fernando dio a Don
Diego: «Yo por vos lo haría (cumplir todo lo pactado con el descubridor), pero temo lo que
pudieran hacer vuestros descendientes.»
Don Diego Colón, por su parte, extremó sus peticiones, reclamando la perpetuidad del
almirantazgo, virreinato y gobierno de Indias; un sueldo por estos cargos; subvención para sostener
una guarda de su persona, o sea, fuerza armada; derecho de nombrar todos lo funcionarios de
justicia civil y criminal; facultad de hacer por sí el repartimiento de indios y otras muchas cosas ya
expresas, ya más o menos claramente implícitas o que él deducía, de las capitulaciones, título y
demás documentos citados. El pleito no se decidió hasta 1536, en los términos que expondremos.

588. Organización administrativa de las Indias.


Aun cumplidas estrictamente las capitulaciones de Santa Fe, quedaba en ellas margen
amplísima para la intervención real en los negocios de América, no sólo porque comenzaban
afirmando la soberanía de los monarcas en «los mares océanos», sino porque en lo relativo el
nombramiento de funcionarios gubernativos y de justicia se marcaba fuertemente la superioridad
del poder central, y, en lo económico, los intereses de éste eran muy grandes, superiores a los del
520

mismo Colón. Así lo entendieron Doña Isabel y Don Fernando (caso aparte del incumplimiento de
las capitulaciones), y desde el segundo viaje comenzaron a proveer en punto a la explotación y
organización de las nuevas tierras. Y es de advertir con qué buen sentido procuraron desde el primer
momento reunir el mayor número de datos posibles respecto de las condiciones de aquellos países y
de sus habitantes, como precedente para mejor determinar lo que conviniera en el gobierno de ellos.
Así se ve que en las instrucciones dadas a Fray Nicolás de Ovando en 1501, a Colón en 1502, a
Juan de la Cosa en 1504, y en capitulaciones hechas con otros navegantes y descubridores en 1508,
1512 y 1514, se recomienda y aun se manda la formación de relaciones con aquel objeto, las cuales
habían de servir para crear y nutrir un «padrón de todas las tierras e islas de las Indias». La cédula
de 1508, en que Don Fernando señaló las atribuciones de su piloto mayor Vespucio, manda a «todos
los pilotos que de allí en adelante fueran a las dichas nuestras tierras de Indias descubiertas o por
descubrir, que, hallando nuevas tierras, o islas, o bahías, o nuevos puestos, o cualquiera otra cosa
que sea digna de ponella en nota en dicho Padrón Real, que en viniendo a Castilla que vayan a dar
su relación».
Para centralizar y dirigir los asuntos, tanto científicos como administrativos y económicos de
Indias, se crearon en Castilla dos organismos: la Casa de Contratación de Sevilla (10 Enero de
1505) y el Consejo de Indias. La Casa de Contratación fue en un principio, como su nombre lo
indica, un establecimiento esencialmente comercial, destinado a reunir en sus almacenes todas las
mercaderías que se exportaban a las Indias o se importaban de allá y a presidir a su compra, venta y
transporte. También se incluyó en sus atribuciones de este género lo relativo a la contratación en las
costas de África (Mar pequeña y Berbería) y en Canarias. Sus oficiales fueron un tesorero, un
contador y un factor. En 1505 se ampliaron las ordenanzas con otras nuevas en que se ponían bajo
la autoridad de aquellos funcionarios, no sólo lo relativo a la entrada y salida de mercancías, sino la
emigración a las Indias y el fletamento de naves que allí fuesen. Más tarde (o quizá desde el
principio, heredando las atribuciones del antiguo tribunal del almirantazgo), parece que se les
concedió alguna jurisdicción en asuntos criminales, como se desprende de las competencias que con
los jueces de Sevilla tuvieron y del contenido de una cédula de 14 Noviembre 1509. En otras
ordenanzas de 1510 se ve ya perfectamente declarada esta jurisdicción y la existencia en la Casa de
letrados, con cuyo acuerdo y parecer se habían de pronunciar las resoluciones.
Aunque desde la fundación de la Casa figuran en ella empleados técnicos, pilotos y
cosmógrafos, como Juan de la Cosa (1503), Vicente Yáñez Pinzón y otros, que intervinieron en la
preparación de expediciones y en la formación de mapas, hasta 1508 no se organizaron propiamente
las funciones científicas de aquel establecimiento. Creóse entonces el cargo de piloto mayor,
encargándole la enseñanza de los pilotos que habían de hacer la navegación de las Indias (con
exámenes que facultaban para navegar) y el levantamiento y conservación de cartas geográficas de
los nuevos descubrimientos, con las que había de formarse el Padrón general. Fueron titulares de
aquel cargo, en este tiempo. Américo Vespucci o Vespucio (1508-12) y Juan Díaz de Solís (1512-
16), con asistencia de otros pilotos menores, de nombramiento real (Juan Vespucci, Andrés de San
Martín, Juan Rodríguez Mafra, etc.) A esta función técnica —que detallaremos más adelante—
alude al capítulo 7º de las ordenanzas de 1510, al encargar «que se averigüen las circunstancias de
las tierras descubiertas y aun no pobladas, y que los oficiales traten con los particulares que
quisieren ir a ellas, dando cuenta al rey de sus proposiciones».
En el mismo documento se dan también reglas minuciosas sobre la navegación, y se
constituye una especie de registro central de los despachos reales para Indias y de los que envíen el
almirante y demás funcionarios. Por último, en pragmática de 26 Septiembre 1511, se marcaron los
límites de la jurisdicción, disponiendo que los jueces de la Casa «puedan conocer y conozcan de
cualesquier debates y diferencias que hubiere entre cualesquier tratantes o mercaderes y sus factores
y maestres y contramaestres y calafates y marineros y otras cualesquier personas sobre cualesquier
compañía que hayan tenido y tengan entre sí en las dichas Indias y sobre los fletes de los navíos que
fueren y vinieren... el asegurar de los navíos... y sobre los contratos que sobre ello hubiesen hecho».
521

Les autoriza también para que «puedan perseguir civil y criminalmente a los que dieren barreno a
las naves o en cualquier forma contribuyesen a su pérdida».
El Consejo de Indias se estableció en 15 II, pero el desarrollo de sus funciones corresponde a
la época siguiente.
Complementarias de la Casa de Contratación de Sevilla fueron otras casas de contratación
subalternas que se establecieron en las Antillas, donde figuran desde el primer momento, como ya
indicamos, factores, tesoreros y contadores.
Como uno de los intereses principales era que las tierras descubiertas se poblasen de
españoles, para la seguridad de la dominación y para el comercio, se facilitó la emigración,
concediendo tierras (mercedes) a los colonos, eximiendo de derechos a las mercaderías que
llevaban, y enviando allá a los desterrados de la Península y a los reos de delitos que no merecieran
la pena de muerte, «siendo tales los delitos que justamente se les pueda dar destierro para las dichas
Indias» (provisión de 22 Junio 1497); pero se prohibió enérgicamente la inmigración de extranjeros,
respetando tan sólo a los que en los primeros momentos habían acudido a la Española (tan sólo 15).
Administrativamente, se trasladó a América la organización municipal de Castilla, reflejada
también en los pueblos de indios (§ 574); siendo curioso notar que ya en este tiempo se inicia la
reunión de asambleas deliberantes, formadas por delegados de las ciudades y villas, asambleas que
tuvieron cierta importancia en la época siguiente, como veremos.
El centro más importante fue en este tiempo la isla Española, en cuya costa N. fundó Colón la
ciudad llamada Isabela. En la O. se creó la de Santo Domingo, que fue la capital. Poco después se
pobló Puerto Rico y se comenzaron a colonizar Cuba y Jamaica.

589. La legislación.
Todas estas novedades y reformas suponen, naturalmente, un gran desarrollo de la legislación.
Ya hemos visto que, no obstante la importancia de las Cortes de Madrigal, Toledo y Toro y otras de
las celebradas en Aragón (§ 579), la mayor parte de las disposiciones promulgadas en esta época
procedieron de la iniciativa personal de los monarcas, bajo la forma de cédulas, cartas, provisiones,
capitulaciones, instrucciones, etc. Los cambios que así se introdujeron en la legislación anterior y el
cúmulo de resoluciones sueltas que se había ido amontonando desde el reinado de Alfonso X, sin
que se coleccionaran y concordasen entre sí (pues, todo lo más, hubo agrupaciones diminutas, de
carácter especial y no siempre oficiales, como las leyes del Estilo y el Ordenamiento de 1348),
hicieron nacer, así en los pueblos como en los jurisconsultos, el deseo de ordenar tantos elementos
dispersos, formando una compilación en que quedara fijo el texto de cada uno y eliminadas las
leyes que habían caído en desuso o sufrido derogación. Realizaron este trabajo dos jurisconsultos de
la época y, al parecer, los dos por encargo de Doña Isabel: el doctor Alfonso Díaz de Montalvo y el
doctor Galíndez de Carvajal. Sólo llegó a publicarse la colección del primero, bajo el título de
Ordenanzas reales de Castilla (1484?) vulgarmente conocida con el de Ordenamiento del doctor
Montalvo. Comprende esta obra, distribuida en ocho libros, ordenamientos de Cortes (desde las de
Alcalá de 1348) y disposiciones varias de los reyes a partir de Alfonso X, con algunas tomadas de
otras fuentes, legales anteriores, en número de 1.163 leyes relativas a derecho político,
administrativo, procesal, civil y penal, de las cuales unas 230 son de los Reyes Católicos. Dúdase si
la colección de Montalvo alcanzó fuerza legal, o quedó en mero ensayo, que los reyes no llegaron a
promulgar formalmente. Lo primera parece lo cierto, dado que en los libros de acuerdos de varios
municipios se han hallado notas referentes a un mandato de los monarcas para que adquiriesen las
Ordenanzas y juzgasen por ellas. Esto aparte, se puede asegurar que gozaron de gran prestigio y
fueron muy utilizadas, como lo prueban las 15 ediciones que de ellas se hicieron hasta 1513. Pero
no fue esta compilación ni perfecta, ni completa. Hay en ella leyes repetidas, otras de texto viciado,
algunas cuya atribución es insegura y, desde luego, no contiene todas las disposiciones reales y de
Cortes anteriores a los Reyes Católicos, ni todas las dadas en. tiempo de éstos hasta 1484.
En cuadernos sueltos se promulgaron, y se imprimieron más tarde, la Instrucción de
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Corregidores (Sevilla, 1500), las Ordenanzas de la Hermandad, las de Alcabalas (1491), la Cédula
de abogados (1496), las Leyes... para la brevedad y orden de los pleitos (1499), las Leyes de Toro
(1505), varias ordenanzas municipales (de Madrid, 1499; de Sevilla, 1502-12, etc.); otras sobre
gremios (Santa Fe y Alcalá) y una nueva compilación llamada de Juan Ramírez (por el que fue su
editor, escribano del Consejo), que comprende varias bulas de los Papas en favor de la jurisdicción
real, «con todas las pragmáticas y algunas leyes del reino hechas para la buena gobernación y
guarda de la justicia» (1503). Según la cédula que autorizó la publicación, hicieron este libro los
consejeros reales, por mandato de Don Fernando y Doña Isabel.
La necesidad de una compilación clara y metódica de la legislación castellana, subsistía, sin
embargo, motivada sobre todo por la contradicción de continuar vigentes (según la conocida ley de
Alcalá, repetida en las de Toro: § 577) elementos tan diversos como el Fuero Juzgo, el Real, los
municipales, las Partidas, los ordenamientos posteriores a Don Alfonso X, y por la continua y
callada transformación y unificación legislativa que, a partir del siglo XIII, se había ido cumpliendo
en Cortes y por la acción personal de los monarcas. Así lo comprendió Doña Isabel, en una de las
cláusulas de cuyo testamento se lee: «Otrosí, por cuanto yo tuve deseo siempre de mandar reducir
las leyes del Fuero (el Real) y ordenamiento y pragmáticas en un cuerpo, donde estuviesen más
brevemente y mejor ordenadas, declarando las dudosas y quitando las superfluas, por evitar las
dudas y algunas contrariedades que cerca de ellas ocurren... por ende suplico al rey mi señor y
mando y encargo a la dicha princesa mi hija (Doña Juana)... que luego hagan juntar un prelado de
ciencia y de conciencia con personas doctas y sabias y experimentadas en los derechos y vean todas
las dichas leyes del Fuero y ordenamientos y pragmáticas y las pongan y reduzcan todas en un
cuerpo donde estén más breve y compendiosamente compiladas... Y en cuanto a las leyes de las
Partidas, mando que estén en su fuerza y vigor...» Los propósitos de la reina no se cumplieron, y
siguió, no sólo la tradicional variedad legislativa (que de hecho no se sabía bien adonde llegaba),
sino la confusión respecto de buena parte de las leyes que Montalvo no había logrado concertar
claramente.
En los territorios de la corona de Aragón y en Navarra también se sentía la misma necesidad,
no obstante las compilaciones que ya conocemos de Fueros generales aragoneses, de Observancias
(§ 469) y del derecho catalán (§ 481). Esta última se imprimió en tiempo de Don Fernando; pero
poco después ya pedían las Cortes nuevas compilaciones, sobre todo de Capítulos y actos de Cortes.
En Valencia se hicieron compilaciones, privadas, una de los Fueros (1482) desde los de Don Jaime
a los de Alfonso V, y otra de los Privilegios (1515), esta última bajo el título de Aureum opus
regalium privilegiorum Civitatis et Regni Valentiæ. En las Vascongadas no hubo más novedad
importante que las ordenanzas del licenciado Chinchilla, dadas a Bilbao en 1484 con objeto de
contener y castigar las luchas civiles de los bandos vizcaínos (§ 507). Conviniendo al propósito que
las había originado ampliarlas a toda la provincia, resistiéronse las villas; pero los reyes impusieron
su voluntad e hicieron que una junta general presidida por Chinchilla acordase la publicación de
nuevas ordenanzas, más rigurosas que las anteriores, que rigieron durante algunos años; cayendo en
desuso una vez aquietados los disturbios cuya terminación perseguían. En ellas hay, entre otras
disposiciones, dos importantes referentes a la admisión de procuradores de las villas a las juntas de
la tierra llana, y a la reserva que el rey se hacía de los casos de riepto. En las otras dos provincias
no se hizo más que confirmar los fueros anteriores y dar algunas disposiciones sueltas.
En Aragón y Mallorca no hubo en esta época compilaciones nuevas, no obstante haber
aumentado la legislación con disposiciones reales y de Cortes.
Las leyes relativas a América, tampoco se compilaron hasta fines de la época siguiente.

590. El Estado y la Iglesia.


No obstante la piedad y el celo religioso que valieron a Don Fernando y a Doña Isabel (con
más motivo a ésta) el dictado de Reyes Católicos, con que vulgarmente se les conoce, distinguieron
siempre entre las relaciones espirituales y las temporales del Estado y la Iglesia, mostrando en estas
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segundas tendencia constante a mantener la preponderancia o, por lo menos, la libertad de acción de


la Corona. Pruebas de ello las hemos visto en el primitivo planteamiento de la Inquisición (§ 572) y
en las medidas tomadas contra usurpaciones y arbitrariedades del clero (§ 582).
Conservaba éste parte de su antiguo poder señorial. Sin contar los abadengos y los derechos
del arzobispo de Santiago, de los obispos de Lugo, de Gerona, etc., en sus respectivos territorios, la
Iglesia de Toledo tenía jurisdicción sobre gran número de villas y aldeas, mantenía tropas, cuyo
mando se daba a un hombre civil (v. gr., un hermano del cardenal Mendoza, un sobrino de
Cisneros) y podía nombrar dos adelantados, el de Granada (por concesión de los mismos Reyes
Católicos) y el de Cazorla. Pero tanto Doña Isabel como Don Fernando trataron de limitar estas
atribuciones señoriales en lo que podían dificultar el sentido absoluto de la monarquía.
Cuidaron, por otra parte, de tener en sus manos, o de intervenir por lo menos, los
nombramientos importantes del personal, conforme a la tradición de nuestras costumbres (§ 459).
Así, aunque ya se había generalizado y tomado carta de naturaleza el nombramiento de los obispos
por el Papa, los Reyes Católicos hicieron constar siempre su derecho a conocer y aprobar la
designación, sobre todo, teniendo en cuenta que las que provenían de Roma, generalmente no
recaían en españoles. Tal ocurrió en 1482 con el obispado de Cuenca. El Papa nombró, sin consultar
a los reyes, a un extranjero, el cardenal de San Jorge, con lo que resultaba contradicha la ley
promulgada en Madrigal (§ 576). Protestaron Don Fernando y Doña Isabel; y como el Papa (Sixto
IV) no les atendiera, llegaron a ordenar que abandonasen la ciudad de Roma todos los súbditos
españoles, amenazando también con otras medidas. Pronto se llegó a una avenencia, concediendo el
Pontífice a los Reyes Católicos el derecho de suplicar en favor de los candidatos que considerasen
más dignos, derecho que ya antes se atribuían, como se ve por una de las leyes de las Cortes de
Toledo (1480). El nombramiento de los suplicados lo haría la Santa Sede. No obstante lo cual, en
1485 se repitió el caso de Cuenca en la vacante de Sevilla. Volvieron a protestar los monarcas, y el
Papa cedió nuevamente.
Quedó en pie la cuestión respecto del nombramiento de beneficios, que el Pontífice se reservó
en el acuerdo de 1482. Los reyes procuraron asumirlos por medios indirectos, ya ocupando o
embargando las rentas cuando la persona nombrada no era de su agrado, ya obteniendo del Papa,
temporalmente, el derecho de nombrar los titulares. Una ley de las Cortes de Toledo habla también,
como caso especial, de las «iglesias parroquiales de las montañas», cuya provisión correspondía a
los reyes.
Por último, el Papa les concedió el patronato sobre todas las iglesias del reino de Granada y
más tarde sobre las de América. Fundóse este último, especialmente, en el trabajo de evangelización
de las Indias, que como cosa principal se impusieron los reyes, y en la fundación de iglesias dotadas
y mantenidas por el Estado. Así, en bula de 16 Noviembre 1501, al atribuir el Papa Alejandro VI los
diezmos de Indias perpetuamente a los reyes de España, lo hace con la obligación de dotar todas las
iglesias que en aquellos territorios se erigiesen. De este modo vino a diferenciarse la situación
económica del clero americano respecto del poder civil, de la que tenía en la Península, donde su
sostenimiento pendía del patrimonio y rentas particulares de las iglesias; y, con esto, la influencia y
la autoridad del Estado fueron allí, por lo común, mayores que en Europa. No obstante lo dicho
anteriormente, hubo dificultades en cuanto al patronato mismo. Por bula de 15 Noviembre 1504, el
Papa creó en la Española un arzobispado y dos obispados sufragáneos. Halló Don Fernando con
esto mermados sus derechos patronales, y dio instrucciones a su embajador en Roma, Francisco de
Rojas, para que solicitase de la Santa Sede «que no pudieran ser erigidas las dichas dignidades y
canonjías y otros beneficios, sino de el consentimiento del Rey como patrón y que la dicha erección
fuese cometida al arzobispo de Sevilla para que a consentimiento del Rey la hiciera». Don Fernando
prometía ceder para la dotación de estas iglesias los diezmos concedidos por la bula de 1501,
reservando sólo para la Corona las tercias reales (§ 429) y el oro, plata, metales, brasil (palo de),
piedras preciosas y aljófar. Las negociaciones, aunque largas, llegaron al feliz término que el
monarca apetecía.
524

Todas estas cuestiones aparte, los Reyes Católicos cuidaron solícitamente de los intereses del
clero y de la Iglesia. El clero representado por los confesores de la reina y el rey (de aquélla
especialmente), adquirió un ascendiente espiritual cuyos efectos hemos visto en el caso de los
moriscos de Granada, de los judaizantes, de Colón, de la revocación de mercedes (§ 567) y otros.
Por fortuna, y en lo que se refiere al orden público, al de la cultura y a la reforma de la misma
Iglesia, los confesores estuvieron, por lo común, bien elegidos: como lo atestiguan los nombres
ilustres de los cardenales Mendoza, Talavera y Cisneros, este último muy especialmente. Por lo que
toca a los bienes y privilegios eclesiásticos, basta ver las leyes de las Cortes de Toledo, que
prohibían terminantemente las usurpaciones de rentas de la Iglesia, mandando volver las
injustamente tomadas por algunos señores, y lo que manifiesta Doña Isabel en su testamento al
encargar la formación de un nuevo Ordenamiento de leyes: «y si entre ellas hallaren algunas que
sean contra la libertad e inmunidad eclesiásticas, las quiten para que de ellas no se use más».
Por último, y en lo que se refiere a la potestad política internacional del Papa, defendida por
tantos escritores eclesiásticos de la época (§ 525), es curioso notar que el propio Don Fernando
fundó en ella su derecho a la posesión de Navarra. Así, dijo a las Cortes de Burgos de 1515, al dar
cuenta de la anexión, «que ya sabían cómo el duque de Alba les había dicho de su parte, estando
juntos en Cortes, que el Papa Julio... le proveyó del reino de Navarra, por privación que del dicho
reino Su Santidad hizo a los reyes Don Juan de Labrit y Doña Catalina, su mujer... que siguieron y
ayudaron al dicho Rey Luis de Francia, que perseguía la Iglesia con armas y cisma para que fuese
de Su Alteza el dicho reino y pudiera disponer de él en vida o en muerte a su voluntad».
Veremos, no obstante, cómo los sucesores de Don Fernando hicieron caso omiso de esa
facultad papal cuando, en las luchas políticas con la Santa Sede, se volvió contra ellos.

IV.—DESARROLLO INDUSTRIAL Y MERCANTIL


591. Protección a las industrias.
No sólo se preocuparon los Reyes Católicos de los asuntos políticos y sociales, más también
de los referentes a la vida económica del país: demostrando con ello que tenían conciencia del
verdadero problema nacional. Claro es que, al plantearlo y al pretender resolverlo, ni los monarcas,
ni las personas de quien se servían, pudieron sustraerse al influjo de las ideas que en su tiempo eran
univer-salmente aceptadas. Lo contrario, hubiera sido un fenómeno extraño e inusitado. No debe,
pues, maravillar que cayesen en los mismos o parecidos errores que anteriormente hemos señalado
(§ 510) y que no llegaran a comprender la necesidad grande que había de modificar las condiciones
geográficas de mucha parte del territorio (§ 2), en la medida de lo posible; aunque ya, como
veremos, empezó a pensarse en el estudio de ellas.
El principal de todos los errores consistió, sin duda, en creer que la vida económica podía
regularse toda ella mediante leyes emanadas del Estado y por la intervención de éste en todas las
operaciones de aquel orden. De conformidad con esto, fue abundantísimo el número de cédulas,
pragmáticas y provisiones relacionadas con el comercio, la agricultura y las industrias. En todas
ellas se ve el deseo de levantar la producción española por medio del proteccionismo. Procuraron
cerrar la entrada en la Península a los productos extranjeros que pudieran hacer competencia a los
nacionales: v. gr., los paños, que perjudicaban mucho a los fabricantes del reino de Murcia y a los
ganaderos (1486-87); la seda de Nápoles, Calicut, Turquía y otros puntos, que arruinaba a los
sederos granadinos (1500). Pero comprendiendo, a la vez, que era preciso levantar las industrias
indígenas, en su parte técnica, a la altura de las extranjeras, excitan el establecimiento en España de
obreros de Italia y de Flandes, otorgándoles franquicias como la de exención de tributos por término
de diez años (1484). En efecto; la exportación principal de Castilla y de otras regiones consistía,
tradicionalmente, no en efectos manufacturados (salvo los tejidos de seda que en Granada
constituían una industria importante, mudéjar), sino en primeras materias, que luego volvían a
entrar elaboradas por fabricantes de otros países. Tal sucedía, en gran medida, con las lanas, que en
525

1512, por ejemplo, dieron 250.000 ducados, correspondientes a cerca de 50.000 quintales. También
era importante la exportación de hierro, vinos, aceites y cueros, tanto por el N. como por las costas
del Mediterráneo. En cambio, la importación más numerosa en todos los puertos —según datos de
1477, 1491 y otros años— era la de los paños, especialmente los finos, que suponían un precio
mucho mayor que el de las lanas. Los Reyes Católicos trataron de remediar este desequilibrio,
creando e impulsando las fábricas nacionales; y a medida que éstas iban adquiriendo fuerza, las
protegían prohibiendo la entrada de los paños extranjeros y la salida de lanas, en todo o en parte
(Cortes de 1515). De este modo, ya en 1512, según el testimonio de viajeros contemporáneos,
tenían cierta importancia las fabricaciones (incluso de paños ricos) en Toledo, Sevilla Valencia y
otros puntos. Los tejidos de seda dieron en 1504, y en sólo ocho ciudades de Andalucía, cerca de 9
millones de maravedises a la Hacienda por su parte de tributos.
Removiéronse también los obstáculos que la legislación, las costumbres y los abusos oponían
al desarrollo industrial, ya prohibiendo tributos injustos, ya derogando privilegios y monopolios de
que sólo se beneficiaban algunos nobles. Así, y además de lo indicado en párrafos anteriores, se
revocó (1480) una merced que hizo Enrique IV a varios caballeros «para que todos los cueros de los
ganados que en ciertos arzobispados se hubiesen de vender, fuesen traídos a lugar muy cierto y allí
se vendiesen en días y lugares bien señalados; y que a otra persona no se vendiesen, salvo a
aquellos que tienen la dicha merced pasado cierto tiempo, que otro alguno no los pudiese comprar
ni cargar so cierta pena».
La ganadería seguía siendo una de las primeras industrias del país, como lo demuestra la
citada exportación de lanas; aunque en alguna región (Murcia) se produjo en pocos años una baja
notable (más de 50.000 ovejas antes de 1480; sólo 10.000 en 1486). Los Reyes Católicos
favorecieron extraordinariamente a la Mesta de ganaderos, para evitar la continuación de esta
decadencia y para que las fábricas de paño tuvieran primera materia abundante. Le confirmaron,
pues, extremándolos, todos los privilegios que en 1347 le otorgara Alfonso XI, no obstante las
quejas muy fundadas de los agricultores; pero le impusieron un tributo especial y la sujetaron en
cierto modo a la Corona, por el nombramiento de un consejero real como miembro de la asociación
(1500). El cuaderno de privilegios de la Mesta se ordenó y publicó en 1511.
A la vez, y como era natural, dado el espíritu de la época, se multiplicaron las leyes y las
ordenanzas de gremios y oficios. Sirvan de ejemplos de esta reglamentación, sin duda excesiva,
pero que muestra el extraordinario desarrollo de la vida gremial y la injerencia cada vez mayor (con
excelente deseo, por otra parte) del Estado en las funciones técnicas de la industria, los datos
siguientes: de 1494 a 1501 se dieron ocho pragmáticas sobre paños, y en 1511 un ordenamiento
general que comprende 120 leyes; en 1494 una pragmática sobre los bordadores de telas; en 1496
para los armeros de Oviedo, en 1499 para los zapateros; en 1491, 1499 y 1515, las ordenanzas de
los aljabibes o roperos de Córdoba; en 1481 y 1500 las de los zapateros, coqueros, chapineros,
fundidores, juboneros y sastres de Burgos.
No todas estas eran de procedencia real, puesto que los municipios seguían facultados para
aprobar ordenanzas y aun para darlas por propia iniciativa; como así lo hicieron, v. gr., en Burgos.
Pero los reyes por su parte, dictaron leyes de carácter general (ordenanzas de menestrales, análogas
a las de reinados anteriores: § 510) e impulsaron la formación de Ordenanzas municipales (como las
citadas de Sevilla) en forma de código, dando entrada en ellas, y en gran medida, a la
reglamentación gremial.
Aparte de los datos citados, consta que Sevilla, Córdoba, Toledo, Segovia, León, Granada y
otras poblaciones fueron centros industriales de gran desarrollo. En la primera suenan
especialmente los ceramistas o fabricantes de azulejos esmaltados; los plateros, que tanto hacían
alhajas como plateaban, doraban y adornaban los jaeces de caballos, espuelas y espadas; los
correeros o fabricantes de objetos de cuero; los tejedores de terciopelo; los hiladores de seda; los
espaderos, etc. En Toledo eran importantes (y lo fueron más, entrado el siglo XVI) las industrias de
sedería, paños, bonetes, armas, particularmente las famosas espadas, y cerámica, de que habla con
526

elogio Marineo Sículo (§ 597). Se ve por todas partes nacer y prosperar un movimiento industrial
que parecía llamado a porvenir considerable.
En Aragón y regiones anejas, el desarrollo gremial continúa en igual sentido. Zaragoza,
Barcelona y Valencia muéstranse al frente de él como centros importantes de industria. En las dos
últimas ciudades era excepcional que los industriales no estuviesen agremiados, y el número crecido
de ordenanzas prueba el aumento de los oficios manuales. Lo mismo ocurre en algunas villas, como
la de Alcira, donde tenían importancia tradicional los paños.
Pero ya en Barcelona se revelan síntomas clarísimos de decadencia, que los mismos pelaires
(«oficio y arte de peraires de esta ciudad..., que es lo principal de ella... y no hay aquí otro arte ni
oficio que más utilidad dé») declaran a Don Fernando, en su súplica de 1495. Aparte otras causas, la
competencia con las industrias de otros países se había hecho imposible, ya por estar reducida la
fabricación a paños bastos, ya por no haber arraigado industrias que se trató de establecer (como la
del terciopelo), ya por lo rudimentario de otras v. gr., la sedería. Un documento de 1481 enumera
así las producciones barcelonesas en tejidos: «paños teñidos de grana, escarlata morada, clara u
obscura, sanguínea, colea, cenicienta, acardenalada y rosada. Paños de lana peinada, cadinas o
paños banyolenchs sencillos, estrechos, sargas estrechas, estameñas, fustanías, medias lanas, telas
de lino, de estopa, bordados, cañamacería, algodones, telas tejidas de lino y algodón y otras
similares». Las telas de oro y plata, seda, brocados, terciopelos, camelotes, tafetanes, cendrados,
damascos y otras así, eran importadas. Entre los gremios, aparecen como los cinco más importantes
los de freneros, sastres, pelaires, zapateros y plateros. Entre los otros 33 citados en las reformas
municipales de Fernando II (§ 580) no constan los tintoreros y retorcedores de seda, tiradores de
oro, veleros y terciopeleros, que sólo llegaron a constituir agremiación muchos años después; lo
cual muestra su escasa importancia en la época que nos ocupa. Verdad es que, al decir de un escritor
contemporáneo, los paños catalanes introducidos en 1481 en Lombardía importaron 120.000
escudos venecianos; pero diez años después (en 1491) ya la decadencia es manifiesta, pues el
municipio trata de ayudar con dinero a los pelaires para que puedan comprar buenas lanas con que
tejer paños «buenos y finos»; cosa que el gremio no podía hacer «por la poca facultad que al
presente tienen los peraires». Esta confesión viene confirmada con la citada súplica de 1493 y el
privilegio que Don Fernando les concedió diciendo que el mencionado oficio, «por la mala
disposición de los tiempos, ha tomado muy gran decaimiento y flaqueza». A pesar de todo esto,
Barcelona era, en 1491, según testimonio de contemporáneos, ciudad pobladísima y de gran área,
casi tanta como la de Nápoles, con casas de piedra y de tres o cuatro pisos, que admiraban a los
forasteros y extranjeros y un sistema notable de alcantarillado, cosa rara por entonces en la
Península. En aquel mismo año, el presupuesto de ingresos del municipio se subastó en 55.050
libras (unas 688.125 Pesetas). La población total de Barcelona, por entonces, era de 38.000
habitantes (contando el arrabal y las personas eclesiásticas), bastantes menos que en 1463 (según el
censo de este año). En 30 años perdió un quinto de la población total, que, en parte, llevaba
recuperado en 1516.
En Mallorca, los datos referentes a 1500 revelan el buen estado de las manufacturas de lana en
Palma, Manacor, Arta y Pollensa, así como de la fabricación de vinos. Por último, el gran esplendor
de las bellas artes, que en lugar oportuno detallaremos, muestra la existencia de multitud de
industrias artísticas de positiva importancia.

592. Reglamentación de oficios.


En sus líneas generales, la reglamentación de los oficios sigue el mismo criterio de la época
anterior. Aparece claramente el examen, como título para ejercer en las Ordenanzas de Burgos de
1481 y 1500, así como el oficialazgo, y se determinan con toda precisión, tanto en Castilla como en
las demás regiones, las jerarquías de industriales (maestros, oficiales y aprendices). La importancia
económica de los gremios se expresa en los bienes que poseían: censos y rentas perpetuas (Burgos),
inmuebles (Valencia), alhajas y dinero (Barcelona), y la social, en su participación en los actos
527

oficiales y en el gobierno de los municipios (v. gr., en Cataluña: § 580); en el uso exclusivo de
capillas para sus fiestas y enterramientos (v. gr., la de San José en la Catedral de Barcelona: 1505) y
en distinciones especiales como el uso de blasones y escudos de las mismas insignias reales (los
pelayres de Sagunto, por concesión de Fernando el Católico: 1493) y de armas para la defensa
personal a usanza de los caballeros. Al mismo tiempo se desarrollan los Montepíos y declinan las
cofradías forzosas para fines caritativos y piadosos, aunque no las prácticas religiosas, patronazgo,
etc., de los agremiados.
Pero el mismo interés de los reyes y de los municipios por la reglamentación gremial llevaba
en sí los gérmenes de muerte de las industrias, como ya hemos observado en la época anterior (§
510). Crece, en efecto, el afán ordenancista y la minuciosidad de los preceptos técnicos (incluso por
parte de los mismos industriales representados por sus cónsules y veedores), que cada vez atan más
la producción. Así, en ordenanzas de 1481 se manda que los zapatos no tengan más que una suela;
en otra de 1500 se prohíbe cortar la ropa al través, que tengan borra los jubones, etc.; en las de 1511
se reglamentó estrechamente la división del trabajo entre los obreros, prohibiendo a los de cada
operación que interviniesen en otra distinta, y se sujetaron los productos a tantas inspecciones, que
antes de ponerse a la venta cada pieza había de llevar tres sellos de la fábrica y cuatro de la
administración pública. Verdad es que algunas veces estas minuciosidades tenían un fin higiénico o
jurídico digno de loa, como cuando vedaban hacer zaleas de pieles saladas, para que no recibiesen
daño los niños que sobre ellas dormían, o restringían el fraude de los plateros; pero muy a menudo
las restricciones no traían verdadero beneficio y en cambio trababan la iniciativa individual y la
rapidez de las operaciones.
También es notable advertir la tendencia de las ordenanzas a obtener la mayor igualdad
posible en la producción de los distintos maestros, procurando hacer por igual el reparto y acopio de
las primeras materias y persiguiendo los fraudes que en esto se cometían (ordenanzas de curtidores
y pellejeros de Barcelona, 1481 y 1490).
Más daño que todas estas medidas hicieron las tasas, que continuaron en gran escala. Cierto
que algunas eran de imprescindible necesidad para cortar abusos, como las impuestas a los
mesoneros sobre las cosas que vendían (Cortes de Toledo, de 1480), pero las más eran
contraproducentes. Señalemos como ejemplos, en cuanto a los productos, las tasas de los cereales
para evitar los acaparamientos, que no dieron resultado, y las de los géneros en todos los oficios,
que son constantes en las ordenanzas. En cuanto a otros particulares, aun más perniciosos,
continúan las tasas de jornales ordinarios, de salarios por obras determinadas, las limitaciones de
horas de trabajo, etc. Es de notar la prohibición del préstamo con usura a los cristianos, que los
judíos explotaban como industria muy lucrativa. Las Cortes de 1480 no hicieron, en este punto, más
que renovar las leyes anteriores.
Por último, los monopolios de la corona y el valor excesivo dado en aquellos tiempos a los
metales preciosos y al dinero, amenazaban también gravemente el porvenir de las industrias.

593. Menosprecio de la agricultura.


Todo este interés por la industria vino a ceder en perjuicio de la agricultura. Los privilegios de
la Mesta, sobre todo, la dañaron muchísimo. Y no era que se hallase en situación muy próspera.
Algunos datos de fines del siglo XV y comienzos del XVI, confirman lo expuesto a este propósito
en párrafos anteriores (510 y 513) declarando la existencia en Castilla de muchos campos incultos,
la perezosa indiferencia general de sus habitantes en punto a la agricultura y la insuficiencia de la
producción de los principales mantenimientos en aquel país y en Valencia, Aragón y Cataluña. Sin
embargo, algunos productos eran abundantes y se exportaban: el vino, especialmente de Segovia,
Salamanca, Cuenca y Zamora (poblaciones que obtuvieron un privilegio proteccionista), el aceite de
Andalucía, las frutas de varias regiones del S. y el E.
Los Reyes Católicos procuraron fomentar el cultivo y ayudaron a la clase labradora en la
medida compatible con la superior importancia que concedían a la ganadería y las manufacturas.
528

Para ello confirmaron una ley de Juan II por la que se eximían de embargo en cada casa labradora
un par de bueyes y los aparejos de labranza, salvo si la deuda era por tributos al rey; ordenaron la
conservación de los «montes, huertas, viñas, plantas, de los concejos (pragmática de 1496) y
facilitaron la circulación de productos agrícolas en la Península, como veremos. Pero a la vez, y
para evitar la subida de precios en los granos, los tasaron (medida contraproducente) y obligaron a
su venta en determinados lugares (albóndigas, plazas públicas...) para que fuese inspeccionada
(1491), no cuidándose de favorecerlos en las alcabalas; si bien los municipios, al establecerse el
sistema de encabezamiento (§ 585), eximieron a los frutos, particularmente los granos, de aquel
impuesto. La tasa se suprimió en 1504; pero tal desgracia tenía la agricultura, que si bien durante
algunos años se produjo en Castilla centeno suficiente para las necesidades regionales y aun para
exportar, y en Murcia llegó momentáneamente a ser el producto de las tierras mayor que el de los
ganados, desde 1503 hubo una serie continuada de malas cosechas, que arruinaron más y más a los
labradores. Todavía a fines del siglo XVI, como veremos, la pobreza agrícola del N. de Castilla era
tal, que el pan se hacía con harina mezclada de mil substancias diferentes (por ser carísima ella
sola), o bien se utilizaba la de bellotas, etc.

594. El comercio en Castilla.


La legislación mercantil fue objeto de numerosas disposiciones, fundadas en el mismo sentido
proteccionista y reglamentario que las referentes a la industria. Acudieron los reyes, en primer
término, a facilitar las relaciones interpeninsulares, singularmente de Castilla con Aragón,
separados antes, no sólo por apretada cadena de aduanas, sino por prohibiciones numerosas de
exportación-importación, como las de ganados, pan y legumbres (leyes de Enrique III y Juan II).
Ese fin tuvo la ya citada ley de las Cortes de Toledo (1480), en que se declaraba la libertad de
introducción en los reinos aragoneses, de mantenimientos, bestias, ganados y otras mercaderías,
salvo la moneda, encargando a los alcaldes de sacas y sus tenientes (§ 585) que dejen pasar
libremente aquellas cosas en la frontera; pero no se las dispensó del diezmo de aduanas.
Con igual propósito de fomentar el comercio se renovaron y ampliaron las antiguas
concesiones y libertades de ferias y mercados francos, salvo algunas otorgadas antes por Enrique
IV. Dos leyes de las Cortes de Toledo mencionan, como lugares importantes de contratación,
Toledo, Segovia, Medina, Valladolid y otras ciudades, confirmando el «seguro real», o sea la
protección del rey, a las personas y bienes que acudiesen a las ferias de tales puntos; siendo de notar
que los aragoneses y catalanes estaban excluidos de ellas, por lo menos de las importantísimas de
Medina del Campo, puesto que suplicaron a Doña Isabel, en 1492, que se les admitiese como
nacionales.
Expresando un alto respeto a la propiedad en general, otra ley (con precedentes de la época de
Alfonso XI) prohíbe que en las costas de Galicia, León y Andalucía se cobre el derecho llamado
picio, es decir, la apropiación, por los ribereños, de los navíos que naufragaban y de sus
cargamentos. Igualmente prohíbe que «cuando una bestia cayese de un puente, o hiriese a otra
bestia o persona, o se despeñase carreta o se cayere casa, que no tomen por eso las justicias ni los
señores de los lugares las bestias, carretas ni casas, como dice que se acostumbra en algunos
lugares, pues es injusta esta extorsión y corruptelas; ni de las cosas susodichas, ni de otras
semejantes, se lleven derechos de sangre ni homicidio». Otra medida protectora de los derechos de
propiedad y de la buena fe, se dio en las Cortes de Toledo, mandando que los cambiadores y
mercaderes que tienen en depósito dinero y huyen con él, sean tenidos por ladrones públicos.
A la vez que aseguraban así el respeto a las personas y bienes para fomentar la circulación y
el arribo de buques a las costas del reino castellano, fomentaron los reyes la marina mercante: ya
ofreciendo primas considerables a los armadores que construían navíos de más de 600 toneladas; ya
prohibiendo que se transportasen mercancías en buques extranjeros cuando en el mismo puerto los
había españoles; ya dificultando la venta, fuera de España, de buques construidos en nuestros
arsenales; ya, en fin, eximiendo del tributo de aduanas a los barcos que tocaban en puerto español
529

sin desembarcar mercancías. Pero los Reyes Católicos, subordinando el interés de la marina
mercante a las posibles necesidades de la guerra, crearon un privilegio a favor de los buques de gran
tonelaje; con lo cual, si se aseguraban para lo futuro una marina militar de importancia, arruinaban a
los armadores de barcos pequeños, más aptos para muchos fines del comercio, especialmente el de
cabotaje. A pesar de este grave error, a comienzos del siglo XVI la flota mercante llegaba a un
número considerable de barcos, que algún autor (con exageración seguramente) hace subir a 1.000.
Como en el caso de las industrias, el sentido proteccionista nacional se acentuó en las leyes
mercantiles. Una muestra de ello la hemos visto en lo referente a los fletes o cargamentos de
buques. Por medio de las aduanas se dificultó, también, el comercio extranjero. Mas no por esto se
cortaron las relaciones internacionales existentes de antiguo (§ 511). De la extensión de ellas dan
noticia los documentos de las aduanas de Vizcaya y Guipúzcoa (a cuyos puertos iban
principalmente los marinos y comerciantes ingleses y de Flandes) y los de las lonjas de otros países,
que comprueban la existencia de factores y cónsules castellanos en Londres, Nantes, La Rochelle,
Florencia y las principales plazas del territorio flamenco. Por su parte, los extranjeros seguían
acudiendo en gran número a España, y fundando aquí casas de comercio, bancos, etc.,
especialmente después de la expulsión de los judíos, que dejó muchos huecos en la clase mercantil.
La mayor parte de los así establecidos eran alemanes e italianos (sobre todos genoveses), cuya
presencia consta en todo el litoral de Levante (Barcelona, Valencia, Alicante) y en Andalucía.
También vinieron muchos franceses, a quienes Don Fernando protegió en sus últimos años. No
faltaron quejas contra esta invasión de extranjeros, que se prestaba, sobre todo, a la saca de los
metales preciosos. Para evitarla se dictó en 1499 una ley que les prohibía ser cambiadores, y en
1515 otras vedándoles ejercer el comercio de los artículos de primera necesidad y ordenando
inspeccionar cada cuatro meses los libros de los banqueros, para impedir la exportación de moneda.
Las Cortes de 1516 pidieron también que se prohibiese a los extranjeros realizar negocios
comerciales en España por tiempo que excediese de un año; pero el rey no accedió a esto,
fundándose en lo muy necesarios que aquéllos eran en el país.
Por último, y para beneficio de todas las transacciones que se realizasen en la Península, una
pragmática de 1496 renovó los esfuerzos de Alfonso XI (§ 511) en el sentido de regularizar, ya que
fuera imposible uniformar, los tipos de pesas y medidas. Creáronse también Consulados de
comercio en Burgos (1495) y Bilbao (1511), y se pensó en hacer navegable el Tajo desde Toledo al
mar.
Pero al lado de todas estas disposiciones, que en más o en menos (y aunque sólo fuese
temporalmente) favorecían al comercio, las erróneas ideas económicas de la época se significaron
en las prohibiciones de exportación o saca de ciertos productos y de importación de otros. De la
prohibición referente al oro, plata, etc., hemos hecho ya las oportunas indicaciones (§ 585); y claro
es que si se prohibía esto a los nacionales, con más motivo a los extranjeros. Así lo declara una
pragmática de 1491, que sólo autoriza el trueque de mercancías extrañas por otras del país, y no por
dinero. Temporalmente hubo también prohibición de exportar al reino de Granada ganados, armas,
provisiones, etc.
En cuanto a la importación, se vedó, por razón de las leyes suntuarias, la entrada de telas de
brocado y de vajilla de oro y plata (1494) y, por razones proteccionistas, otros productos ya
mencionados (§ 590).

595. El comercio en Cataluña y Mallorca.


Por lo que atañe a Cataluña y Mallorca hay que señalar varias especialidades. En párrafos
anteriores hemos citado algunos testimonios de la decadencia comercial de Barcelona, precipitada
con la persecución de los conversos y judíos, en cuyas manos estaba gran parte de la riqueza (§
573). Confirman estos hechos otras noticias, contenidas en los libros del municipio barcelonés
correspondientes a aquella época y en cartas de los concelleres a Don Fernando. Un acuerdo de
1489 muestra la preocupación que esto causaba a los administradores del Concejo, quienes,
530

pensando de qué manera «se podría enderezar algún tanto la negociación mercantil que del todo se
ha perdido en esta ciudad», deciden la construcción de dos naves de 500 a 600 toneladas, dando a
los constructores una prima de cien libras por cada cien toneladas más; contando con que así «los
mercaderes de esta ciudad harían negocios, porteando en dichas naves muchas ropas y bienes, los
cuales no se atreven a cargar en barcos extranjeros por los grandes daños que a diario ocurren». Con
igual fin, se recargaron en 1481 los derechos de aduanas, prohibiendo la importación de paños
extranjeros (como ya se había prohibido en tiempo de Alfonso V), «aun cuando fueran fabricados
en tierras del Señor Rey», es decir, en otros lugares de la Corona de Aragón. Pero el comercio
barcelonés estaba herido de muerte, así como el movimiento industrial (§ 590). Los Concelleres de
1492 insisten en afirmarlo así: «Recordarán los dichos futuros Concelleres cómo por causa de la
Inquisición que en lo pasado se introdujo en la ciudad, se han seguido muchos tropiezos en la
negociación mercantil, despoblación de la dicha ciudad y muchos otros daños e inconvenientes
irreparables en la cosa pública y cómo se seguirán muchos más en adelante si no se provee con
algún saludable remedio.» Aunque se suponga alguna exageración en éstas y otras quejas, el hecho
de la decadencia (anterior, por supuesto, a 1484) queda subsistente. Precipitáronlo también otras
causas, y en especial las conquistas de los turcos en la parte oriental del Mediterráneo (que
imposibilitaron el comercio con las llamadas escalas de Levante) y el descubrimiento de América,
que llevó en otro sentido la corriente mercantil. Así pudieron decir los Concelleres a Don Fernando,
en 1491, que «los Cónsules de la Lonja de mar de esta vuestra ciudad ven que la negociación
mercantil está del todo postrada y perdida, por los mercaderes que cesan de comerciar por causa de
los corsarios y señaladamente de los vasallos que con bandera de Vuestra Majestad les ocupan sus
bienes, y los menestrales que por no poder vivir ni hacer cosa alguna de sus oficios, despueblan la
dicha ciudad y se transfieren a otros reinos».
Agravábase esta situación por las dificultades del comercio terrestre. Ya hemos visto lo
limitada que era la libertad de tráfico con Castilla. En la misma Cataluña—aparte las dificultades
que por espíritu proteccionista creaban los mismos barceloneses—la comunicación con otras
ciudades estaba erizada de trabas. Muy a menudo, Tarragona y Gerona prohibían la entrada de
ciertos productos de Barcelona, v. gr., los de alfarería. En el Rosellón se procuraba eludir la
competencia de los paños barceloneses. Con estos exclusivismos, fácil era prever la catástrofe.
En Mallorca la situación era parecida. Las causas generales de decadencia relatadas en la
época anterior (§ 517), habían hecho caer el comercio en manos de unos cuantos extranjeros o
forasteros, que ya en 1511 se retiraron de los negocios, sin duda por no hallar el suficiente lucro.
Los conversos de Valencia, llamados en 1463 a la Isla para reanimar las transacciones mercantiles,
huyeron en su mayor parte al establecerse la Inquisición, quien precipitó aún más la ruina con «las
numerosas confiscaciones decretadas... contra los bienes, así de conversos como de algunos
cristianos de origen condenados en rebeldía», o después de muertos, reconciliados o reclusos en
cárcel perpetua o relajados al brazo seglar. Todos convienen del modo más explícito en que eran
incalculables las riquezas que con este motivo, y con la predicación de cruzadas y jubileos, se
extrajeren de la Isla, y en que las personas sospechosas o culpables contra la fe eran cabalmente las
de mayor giro e industria». La marina mallorquina había quedado reducida a la nada; faltaba el
numerario y aún el crédito en los naturales de la isla, y de ella se apartaban los extranjeros. Un
testigo de 1511 dice que «cuantos mercaderes hay en el día, no podrían cargar una barca». Los
impuestos eran muchos y muy pesados. A principios del siglo XVI llegaban al número de
veinticuatro y contribuían a la ruina del comercio. No obstante apreciase por esta misma época
(1500) cierto renacer de las transacciones mercantiles con Sicilia y otros países sobre la base de
algunas industrias agrícolas y manufactureras (§ 591).

596. El comercio y la industria en las colonias.


Las conquistas de África y el descubrimiento de América abrieron dos mercados
extraeuropeos a los españoles. En rigor, el de África no era nuevo, pues ya lo vimos explotado en
531

épocas anteriores por castellanos y catalanes; pero en el siglo XV alcanzó mayor importancia
merced a los descubrimientos geográficos en la costa occidental y al dominio de algunos territorios
en la parte N. y O. de Berbería. Sabemos ya que sobre este punto hubo serias dificultades con
Portugal, como consecuencia, no sólo de la guerra dinástica, mas también de las concurrentes
pretensiones de los dos países sobre la tierra africana, tanto de la citada Berbería como del golfo de
Guinea, que los portugueses habían descubierto.
Los tratados de 1479 (Trujillo), 1480 (Toledo), 1494 (Arévalo) y 1509, arreglaron como ya
vimos, esas diferencias, limitando la extensión española a muy menor espacio que la portuguesa. El
comercio siguió las vicisitudes de estas relaciones internacionales. En 1478 (cédula de 4 Mayo), los
Reyes Católicos autorizaron a los marinos de Palos para comerciar libremente, por tierra y mar, con
Mina de Oro (Costa del Oro), para perjudicar así a los portugueses. Después de los convenios
citados, siguieron las relaciones mercantiles con la costa O.; y sin duda eran importantes, puesto que
Don Fernando y Doña Isabel se creyeron en el caso de dictar una provisión (Alcalá, 1498)
prohibiendo «ir y enviar a las tierras de África que son de nuestra conquista, hacia la parte de la Mar
pequeña y por aquella costa hacia la parte de Mega a rescatar oro y esclavos y otras mercaderías,
llevando para ello pan y otros mantenimientos y plata y otras cosas... y porque todos los rescates y
tratos y otras cosas de las dichas tierras de África que son de nuestra conquista pertenecen a nos y
son nuestros, queremos que ningunas ni algunas personas non se entremetan a ir ni enviar, ni hacer
los dichos rescates, ni a tratar con los alaraves y africanos... sin tener para ello nuestra licencia...»
Es decir, que los reyes entendieron constituir de este comercio un monopolio. Pero la prohibición
fue pasajera. En Agosto de 1499 se levantó, dejando y consintiendo desde entonces «a todas y
cualesquier personas que quisieren ir o enviar, como solían, a tratar sus mercaderías a las partes de
la Berbería donde acostumbraban ir los años pasados».
La importancia de este comercio fue, sin embargo, muy escasa, comparada con la que desde
luego adquirió el de las Indias. En la correspondencia y en los actos de Colón se advierte con toda
claridad el doble fin que hubo de impulsarle en su viaje: de un lado (y aparte la gloria personal, la
satisfacción del descubrimiento), el hallazgo y la explotación de grandes riquezas, sobre todo en
metales y objetos preciosos, que era opinión general habrían de encontrarse en los países de Asia
que se buscaban; y de otro, la difusión del cristianismo y la conquista del Santo Sepulcro, para lo
cual serían medio adecuado las riquezas obtenidas. El error geográfico de Colón descartó
inmediatamente este último propósito, haciendo recaer la atención sobre la existencia de las nuevas
e inesperadas tierras. El fin religioso fue atendido por los reyes, como sabemos; pero el interés
material, tanto financiero (ingresos para el tesoro) como mercantil, se sobrepuso a todo otro. Basta
recordar la insistencia con que los reyes apremian para que se obtengan rendimientos cuantiosos de
las minas y se envíen a España; el carácter predominante de la Casa de Contratación; el envío de
contadores, etc., a las Antillas y el afán de muchos particulares en organizar viajes, previa
capitulación o convenio con la corona. Atendió ésta en gran medida al desarrollo del comercio en
América, no sólo por el provecho indirecto que de él había de recibir (aumento de tributos), sino
también por el general interés que en esta materia había demostrado desde el punto de vista
nacional; y no hay para qué decir que en ello siguió el mismo criterio proteccionista, de
monopolios, etc., que en punto al comercio interpeninsular hemos visto.
En las instrucciones de 1493 nótase ya el deseo de crear una riqueza agrícola en las tierras
descubiertas. Recomiéndase para ello que la mayor parte de los vecinos de los pueblos que iban
fundándose atiendan al cultivo de los campos, procurando aclimatar allí los frutos de Castilla; y en
diferentes ocasiones se enviaron a la Española labradores, hortelanos (v. gr., 50 y 10
respectivamente en 1497) y gentes duchas en construir acequias de riego. La Casa de Contratación
proveyó a estos propósitos enviando repetidas expediciones (en 1495, 1497,1509, 1512, 1514) de
semillas (trigo, cebada, arroz, etc.), plantas (caña de azúcar, naranjos, limoneros, olivos, vid) y
herramientas para la labranza. El mismo Colón, al fundar la ciudad de la Isabela, se apresuró a
plantar y sembrar los campos circunvecinos; y de este modo se enriqueció América con
532

producciones exóticas, algunas de las cuales (v. gr., la caña de azúcar, cuya primera cosecha se
logró en 1517 y que muy luego se difundió por modo extraordinario) constituyeron pronto una gran
fuente de riqueza. También se importaron y se difundieron bestias de carga y ganados que no
existían allí, como el caballo, asno, vaca, cabra, oveja, etc. En 1494 se introdujeron los primeros
ejemplares bovinos y en 1525 eran ya abundantes en la Española. Y no contentos con esto, los reyes
y la Casa de Contratación hicieron construir puentes y caminos (v. gr., en Puerto Rico, en 1511) y
enviaron artífices, es decir, obreros (albañiles, carpinteros, etc.) desde el segundo viaje de Colón.
Para facilitar el comercio, en 26 de Septiembre de 1501 se dio real cédula eximiendo de
derechos a todas las mercancías que se descargasen o cargasen para las Indias: y como desde un
principio se habían dedicado a este tráfico algunos extranjeros, principalmente de los establecidos
en España, Don Fernando —en contestación a consulta de la Casa de Contratación— dictó cédula
en 5 de Marzo de 1505, autorizándoles para que enviasen mercaderías a las Indias (salvo armas,
caballos, esclavos, oro y plata), pero a condición de que lo hicieran en compañía de españoles y con
factores españoles.
No obstante tal concesión, y como quiera que en órdenes repetidas se prohíbe la ida de
extranjeros a las Indias (§ 588), el comercio de éstos, salvo en el caso de licencias singularísimas,
no pudo hacer competencia al de los nacionales. Aun con respecto a los españoles, es interesante
notar que, habiéndose facultado en las primeras cédulas e instrucciones, en términos generales, a
«los naturales de estos reinos», una cédula de 1505 interprete esta frase por la de casados que
tuviesen bienes raíces y llevaran de residencia 15 o 20 años en Sevilla, Cádiz o Jerez y los hijos de
ellos. Semejante restricción es de creer que no se mantuviera en la realidad; pero sí la hubo, durante
algún tiempo, para los aragoneses, catalanes y valencianos, que en vida de Doña Isabel sólo
pudieron comerciar por concesión especialísima en cada caso; si bien ha de tenerse en cuenta que
las Indias se consideraron como conquista de Castilla, no de Aragón. Mayor perjuicio hubo de
causar a los de este reino el monopolio de carga y descarga establecido a favor de Cádiz y Sevilla.
Los procuradores venidos a España en 1508 para conferenciar con el rey, le pidieron que los
naturales de Castilla y Aragón pudiesen cargar mercancías para las Indias en cualquier puerto de la
Península. No accedió a ello Don Fernando, permitiendo tan sólo que se pudiesen registrar y
embarcar los cargamentos en los citados puertos andaluces, eximiendo en cambio de todo derecho a
las mercancías que de cualquier parte se llevaran a Sevilla. Este exclusivismo no obedecía a
parcialidad en favor de los andaluces, sino al propósito de concentrar la vigilancia de las
expediciones (encomendada, como sabemos, a la Casa de Contratación), para que la Corona no
fuese defraudada en ninguno de los tributos o participaciones que le correspondía. También
concedió el rey a los procuradores citados, que los habitantes de la Española tuviesen barcos para el
comercio de cabotaje en la isla; pero aplazó el permiso para que comerciasen con los de otras
regiones, hasta recibir informes suficientes del gobernador.
En punto a las explotaciones mineras, ya hemos referido en términos generales la manera de
ejercerse en ellas el monopolio de la Corona (§ 585) En las concesiones a particulares, aquélla se
reservó la mitad primero y, más tarde, un tercio. En 1508 nombró Don Fernando un escribano
mayor de todas las minas descubiertas o por descubrir en las Indias, para que inspeccionase su
explotación, vigilando por los derechos del real tesoro.

V—CULTURA Y COSTUMBRES
597. La enseñanza y la cultura clásica.
Los numerosos e importantes elementos de cultura reunidos en España a fines de la época
anterior y fructificados de la manera brillante que ya dijimos, tuvieron, en los tiempos que ahora nos
ocupan, nuevas y notables manifestaciones, merced a la adición y fortalecimiento de variadas
influencias extrañas y al favor de los reyes, especialmente de Doña Isabel, que mostró especial
cuidado en esta parte de su acción gubernativa. Basta leer una ley de las Cortes de Toledo (1480) en
533

que se exime de todo derecho a los libros que se introduzcan en España, consignando a la vez que
«de pocos días a esta parte algunos mercaderes nuestros, naturales y extranjeros, han traído y de
cada día traen libros muchos y buenos», para comprender que los poderes públicos deseaban
impulsar la cultura, y que la comunicación con los centros intelectuales de Europa era intensa. Claro
es que a ella contribuía principalmente, entonces, la difusión de la imprenta, y que esos libros de
que habla la ley son, seguramente, los ejemplares codiciados de las primeras impresiones. Y no es
que faltasen impresores en la Península. Poco antes de terminar la época anterior, aparecieron,
como hemos visto (§ 540), en Valencia y otros puntos de los reinos aragoneses. En 1476 ya los
había en Sevilla; en 1480 en Salamanca, y luego se corrieron a Toledo, Burgos y Murcia y a casi
todas las ciudades importantes, estableciéndose también en monasterios como los de Miramar
(Mallorca) y Montserrat (Cataluña). Los reyes ayudaron a la difusión de este nuevo arte, otorgando
exenciones de tributos a los impresores, v. gr.: a Teodorico Alemán, domiciliado en Murcia (carta
orden de 25 Diciembre 1477); a Antón Cortés Florentín (1489) y a Melchor Garrido de Novara
(1502). Merced a esta rápida extensión de la imprenta, se publicaron muchos libros de autores
españoles y se popularizaron los clásicos, traducidos o sin traducir.
A la vez, aumentábanse los establecimientos de enseñanza. En Sigüenza (1476-1483), en
Valladolid (1484 y 1488), en Sevilla (1516 y 1517), en Toledo (1485), en Santiago de Compostela
(1501 y 1506), en Salamanca (1500 a 1517) y en Ávila (1504), la iniciativa particular de prelados
como Mendoza, Fray Alonso de Burgos y Deza, de canónigos como Don Juan López de Medina, de
arcedianos como Rodrigo Fernández de Santaella, fundaba colegios, estudios y cátedras
conventuales, que en su mayoría (salvo los colegios de Valladolid y de Salamanca) se convirtieron
poco después en Universidades.
La Corona de Aragón fue, por entonces, menos fecunda en creaciones de esta especie.
Zaragoza sólo tenía una escuela de Artes fundada en 1474. En Barcelona arrastraba lánguida vida la
creación de 1450, sin local propio y, en rigor, sin los caracteres de Universidad; tanto, que Don
Fernando confirmó en 13 Mayo de 1491 a Alejo Bambaser el privilegio que Juan II le había
concedido para fundar un Estudio general. Los Concelleres se opusieron, alegando que muy en
breve organizarían el concedido por Alfonso V (§ 540); pero hasta la segunda mitad del siglo XVI
no hubo allí verdadero centro universitario. El Estudio de Valencia logró esta categoría por bula de
Alejandro VI (1500) y privilegio de Don Fernando (1502), correspondiendo el nombramiento de
Rector al Ayuntamiento; y en Mallorca seguían abiertas las escuelas lulianas.
Pero la gran fundación académica de este tiempo fue la de Alcalá, debida a Cisneros (1508).
Movió al cardenal especialmente, en esta empresa, el deseo de crear un centro dedicado a los
estudios humanistas, es decir, de las lenguas clásicas y del hebreo, y a la crítica filológica:
novedades que en Salamanca y en Valencia hallaban viva oposición, como lo reconocen escritores
contemporáneos. Así, en el programa establecido por el cardenal excluíase el derecho civil
(romano) y se limitaba el canónico, dedicando en cambio, de las 42 cátedras existentes, seis a la
gramática latina, cuatro a otras lenguas de la antigüedad, cuatro a retórica y ocho a filosofía.
Merced a esta nueva organización acudieron a Alcalá los mejores humanistas españoles y muchos
extranjeros, que le dieron un sello especialísimo y produjeron obras en tan alto valor científico
como la Biblia Políglota (Políglota complutense), o sea la edición monumental de la Biblia en
hebreo, griego, caldeo y latín, con gramáticas y vocabularios, que acabó de imprimirse en 1517,
aunque no se dio al público hasta 1520. Con citar los nombres de los sabios que en ella trabajaron,
tendremos la lista de los principales cultivadores del humanismo, o sea de los estudios filológicos
de la antigüedad. Fueron estos: los conversos Alfonso de Zamora, Alfonso de Alcalá y Pedro
Coronel; los hermanos Vergara, doctísimos helenizantes, autor, uno de ellos, de la primera
gramática griega compuesta en España; Hernán Núñez (llamado el Pinciano) Antonio de Nebrija, el
más culto y original, quizá, de todos los humanistas españoles de entonces y, con otros más, que
luego citaremos, el griego cretense Demetrio Ducas, maestro de gramática.
No fue Cisneros el único protector de la cultura clásica. Mostraron por ella preferencia los
534

mismos reyes, pero en forma distinta. Es, en efecto, curioso notar que (salvo en lo que respecta al
colegio de Ávila, por cuya fundación tuvo especial interés la reina), ni Doña Isabel ni Don Fernando
fundaron Universidades ni colegios. Verdad es que la iniciativa particular proveía ampliamente a
estas necesidades. Lo que sí hicieron los reyes fue reglamentar la vida escolar que, merced a la
latitud de los primitivos privilegios, caía frecuentemente en trastornos anárquicos, como los
ocurridos en Alcalá a poco de su fundación, o en abusos del fuero académico por terceras personas.
A este fin publicaron en Santa Fe, en 17 Mayo 1492, una llamada Concordia, que no es más que
una orden limitativa de la jurisdicción del maestreescuela o de los privilegios universitarios de
Salamanca. A lo mismo se dirigieron dos pragmáticas de 1494 y 1497. Igualmente reprimieron los
sobornos, estafas y otros abusos que en el conferimiento de grados y provisión de cátedras se
cometían (pragmáticas de 1494 a 1501), especialmente en Salamanca y Valladolid.
Pero si los reyes no fundaron establecimientos de enseñanza, la dieron amplísima acogida en
Palacio. Don Fernando había sido discípulo del maestro Francisco Vidal de Noya, latinista,
traductor de Salustio. Doña Isabel, que no tenía esta base, dio elevada muestra de su estimación por
los estudios entonces en boga, dedicándose, bajo la dirección de Doña Beatriz Galindo (llamada la
Latina, por sus conocimientos de este género), al cultivo del idioma del Lacio. También procuró a
sus hijos una educación sólida de igual clase, que dio sazonados frutos en el príncipe Don Juan y en
Doña Juana la Loca, trayendo para ello profesores extranjeros como los hermanos Antonio y
Alejandro Geraldino, notables como pedagogos.
En parte por el ejemplo de los reyes, y en parte siguiendo las tradiciones de época anterior (§
522), la nobleza favoreció también a los literatos y hombres de ciencia, mostrándose interesada en
la difusión de la cultura y atrayendo a España a no pocos extranjeros ilustres. Así vinieron el
siciliano Marineo Sículo, llamado en 1484 por el Almirante de Castilla Don Fadrique Enríquez; y el
lombardo Pedro Mártir de Anghiera o Angleria, que acompañó en 1487 al conde de Tendilla a la
vuelta de Roma de este prócer. Pedro Mártir fue profesor en Salamanca, con numerosísimo público
que henchía la clase; y él y Marineo (también profesor de elocuencia y poesía latina, desde 1484 a
1496) tuvieron por discípulos en letras clásicas a los más encumbrados hombres de su tiempo, v.
gr., el arzobispo de Zaragoza, Don Alfonso de Aragón, y el de Granada; los obispos de Salamanca,
Plasencia, Barcelona y Osma; el cardenal de Monreal; el abad de Valladolid; los marqueses de los
Vélez, Denia y Tarifa; los condes de Oliva y Tendilla; el duque de Arcos; el Condestable Don Pedro
de Velasco y otros muchos, no siendo pocas las mujeres que adquirieron cultura clásica. Noticia de
estos discípulos y de los sucesos contemporáneos, así como de la geografía e historia de España, se
hallan én las obras con que los dos citados maestros consagraron su vecindad en la Península. De
Marineo Sículo son numerosas cartas latinas y el libro De rebus memorabilibus Hispaniæ,
enciclopedia histórico-geográfica de gran utilidad. Angleria dejó lo que podríamos llamar su diario
o apuntes de viaje en una voluminosa colección de 812 cartas (Opus epistolarum), dirigidas a gran
variedad de personas, y en las ocho Decades de Orbe novo, primer libro que cuenta ampliamente el
descubrimiento de América.
Pero no fue este el único camino de educación clásica de los españoles. Ni Angleria era más
que un ameno diarista, cuyo latín dejaba mucho que desear, ni Marineo podía 'pretender el título de
sabio, ni de los discípulos aristócratas, meros diletantes en su mayoría, podía esperarse una obra
sólida, que cohonestase las censuras y menosprecios de los extranjeros (especialmente de los
italianos) hacia la incultura de los españoles. Afortunadamente, éstos continuaban la tradición de
perfeccionar sus estudios en Universidades extrañas; y de esta comunicación directa vino el
remedio, propinado por inteligencias indígenas que fundaron el humanismo español, noble en el
siglo XVI. De esos verdaderos maestros fue precursor, como latinista, Alfonso de Palencia, autor de
un Opus sinonimorun (1472) y del Universal Vocabulario en latín y romance (1490), y el más
ilustre de todos, Antonio Cala Jarana Nebrija del Ojo, vulgarmente Antonio de Nebrija, educado en
Italia, de donde regresó en 1475, y reformador de los estudios gramaticales en España, según las
doctrinas del italiano Lorenzo Valla. Al igual que tantos otros escritores del Renacimiento, su
535

cultura era enciclopédica, habiendo dejado obras de teología, derecho, arqueología, historia,
ciencias naturales, geografía y geodesia. Pero su mayor fama la debió a sus lecciones en Sevilla,
Salamanca y Alcalá y a sus gramáticas latina y castellana (1481) con el diccionario latino-español
(1491), muy superior al de Palencia. Al mismo tiempo que Nebrija cultivaba así el latín, un
portugués, discípulo también de italianos y profesor en Salamanca, Arias Barbosa, fundaba los
estudios griegos, en que brilló especialmente Hernán Núñez llamado el comendador griego, uno de
los colaboradores de la Políglota. En Salamanca también, explicaba el latinista Flaminio, y en
Alcalá, a más de los nombrados antes, el toledano Lorenzo Balbo de Lillo, Diego López de Stúñiga
y Mateo Pascual. Fray Hernando de Talavera fomentó por su parte los estudios arábigos, para
facilitar la conversión de los moriscos; y merced a él, escribió Fray Pedro de Alcalá el Vocabulista
arábigo en lengua castellana.
Especial mención necesita el cardenal Cisneros, cuyo nombre va unido, no sólo a la fundación
de la Universidad de Alcalá y a la empresa de la Políglota, más también a otras muchas
publicaciones, hijas de su munificiencia y su cultura, tales como el Misal y Breviario mozárabes;
las obras completas del Tostado; muchas de las de Raimundo Lulio; las de Medicina, de Avicena; la
Agricultura, de Gabriel Alonso de Herrera y no pocos libros de devoción, cuyas ediciones repartió
generosamente. Murió sin haber podido terminar una pensada impresión en griego y latín de las
obras de Aristóteles, y otros trabajos.
Carácter señalado de todas estas fundaciones y estudios fue el de proveer a la cultura superior
de los eruditos, literatos y clases privilegiadas. La instrucción y educación de las clases populares
seguía siendo, como en los siglos anteriores, un problema no sospechado por las gentes, tanto en
España como en otros países. La escuela primera no prosperó, pues, al compás que las
Universidades.

598. Filósofos, juristas y científicos.


Pero si cabe decir que este afán de extender la cultura, y el triunfo del humanismo, son los dos
hechos que caracterizan la época de los Reyes Católicos, no debe desconocerse que también hubo
entonces cultivadores notables de las ciencias morales y. sociales y de las que tienen por objeto la
naturaleza, sobre todo de estas últimas. El florecimiento de la filosofía corresponde a la época
siguiente, lo mismo que de él nuestra clásica escuela de juristas; pero ya en ésta vivieron y se
señalaron algunos de los que habían de hacerse singularmente célebres más tarde.
Nótanse como filósofos el antiaristotélico Hernán Alfonso de Herrera, predecesor de Vives en
su Disputación de ocho levadas contra Aristotil y sus secuaces; el ya citado López de Stúñiga, que
discutió hábilmente con el sabio alemán Erasmo; los lulistas o lulianos Nicolás de Paz, Alfonso de
Proaza, Pedro Dagui, capellán de Fernando el Católico, profesor en Mallorca y en Roma y, según
un contemporáneo discípulo suyo, el P. Boil, preceptor de la reina, y Juan Cabaspré, a quien Don
Fernando concedió en 1503 privilegio para que explicara en el Estudio luliano de Palma. Como
teólogos y moralistas descollaron Pedro Ciruelo, de quien se volverá a hablar con otro motivo;
Pedro Martínez de Osma, catedrático de Salamanca, a quien llamó un escritor de la época «el
español más sabio de aquel tiempo después del Tostado» y cuya celebridad se debió,
señaladamente, al proceso y condena que hubo de sufrir (1479) por las proposiciones heterodoxas
contenidas en su libro sobre la Confesión y la potestad de la Iglesia para absolver, de las cuales se
retractó, siendo quemados el escrito y la cátedra en que Martínez explicaba; mosén Diego de
Valera, cuyos libros ya se han mencionado en la época anterior (§ 525), aunque el autor siguió
viviendo y produciéndolos en la presente; Fray Juan de Dueñas, con sus dos Espejos, de la
Conciencia y de Consolación de tristes; Fray Andrés de Miranda, con un Tratado de la Herejía;
Fray Alonso de Orozco, autor de un Libro de las Confesiones; Alonso Ortiz, que escribió de
filosofía moral en sus Consolatoria y Gratulatoria; Alonso Núñez de Toledo, con su Tratado del
Vencimiento del mundo, y otros más.
Párrafo aparte merece un libro anónimo, escrito en prosa y en verso mezclados, con el título
536

De los pensamientos variables, y que es, a la manera de las Coplas de Mingo Revulgo (1529), un
documento de crítica política, encaminado a protestar de la tiranía ejercida por la nobleza sobre el
pueblo.
De Juan Luis Vives, filósofo, político y moralista, nacido en 1492, nos abstenemos de hablar;
pues aunque ya era célebre por su erudición a fines de la época presente, sus obras pertenecen a la
de Carlos I.
En materias jurídicas, brillan algunos civilistas, romanistas y políticos de gran importancia,
como el doctor Montalvo (1405-1499), que, a más de la colección de ordenanzas (§ 589), escribió
un Repertorio de Detecho —especie de diccionario, con un suplemento que se tituló Segunda
compilación—, editó, con glosas o comentarios, el Fuero Real y Las Partidas, y fundó una especie
de academia de Derecho; Juan López de Vivero, vulgarmente Palacios Rubios (1447-1523),
catedrático de Salamanca y consejero de los Reyes Católicos, redactor, en parte, de las leyes de
Toro, que comentó, coleccionador de los privilegios de la Mesta, autor de un tratado de donaciones
entre marido y mujer, de un interesante libro en que por encargo de Don Fernando (quien sentía
escrúpulos por la conquista de Navarra), trató de demostrar el fundamento jurídico de la anexión de
aquel reino, de otro sobre el Real Patronato que le pidió Doña Isabel y de algunas obras de política;
Galíndez de Carvajal (1472-1530?), catedrático también y consejero, cuya compilación ya hemos
mencionado (§ 589); Antonio de Nebrija (1444-1522); reformador de las glosas del italiano
Acursio. autor de unas Observaciones sobre las Pandectas y de un diccionario de derecho (Lexicón
juris civilis); Martín de Azpilcueta, quien, como Gregorio López, canonista aquél, civilista éste,
pertenecen más bien a la siguiente época; Micer Miguel del Molino, que escribió un Repertorio de
los fueros y observancias aragonesas (en latín, 1513) y otros de menor importancia, que
convivieron con algunos de los citados en la época anterior (§ 525, 526 y 541). Como canonista,
especialmente, cita Marineo Sículo con elogio al doctor Juan Alfonso de Benavente, catedrático de
Salamanca. También se señaló en Roma, Alfonso de Soto, natural de Ciudad-Rodrigo, autor de una
Glosa sobre las reglas de cancelarla y de un tratado sobre el Concilio futuro, que dedicó al Papa
Sixto IV (1471-1484).
Naturalmente, seguían en gran predicamento entre los jurisconsultos—por resultado del auge,
cada vez mayor, de las doctrinas romanistas—los escritores italianos de esta materia, que desde el
siglo XIII venían influyendo en la ciencia jurídica española (§ 526). Los Reyes Católicos trataron de
limitar esta influencia, o por mejor decir, de reglamentarla, para que no crease conflictos en la
substanciación de los pleitos, donde los abogados, menospreciando las leyes, solían fundar sus
pretensiones tan sólo en opiniones y autoridades de jurisconsultos italianos y canonistas. Al efecto,
dispusieron en la ordenanza 37 de las hechas en Madrid en 1499 que «en caso de duda y a falta de
ley» se pudieran seguir en derecho civil las opiniones de los glosadores Bartulo y Baldo, y en el
canónico las de Juan Andrés y el Panormitano (el arzobispo de Palermo); pero como esta decisión,
«que hicieron para estorbar la prolijidad y muchedumbre de las opiniones de los doctores, habían
traído mayor daño», la derogaron en la ley 1ª de Toro, disponiendo, como sabemos, que, en caso de
duda, se acudiese al rey para la interpretación y declaración de las leyes. No por esto disminuyó el
prestigio del derecho canónico y el romano en la educación de los juristas. Así, una pragmática dada
en Barcelona dispuso que para el oficio de Justicia o Relator del Consejo, Audiencias y
Chancillerías, fuese requisito indispensable el estudio de las fuentes de aquellas dos legislaciones,
de igual modo que en las leyes de Toro se les había exigido el del derecho indígena (§ 577).
Las ciencias naturales y las físico-matemáticas compitieron en desarrollo y en resultado con
las filosóficas y jurídicas, si no en todas en algunas de sus ramas, principalmente la geografía,
cosmografía y medicina.
La más alta representación de las dos primeras está en los trabajos científicos de la Casa de
Contratación y las escuelas cartográficas de Cataluña y Mallorca. De los primeros hemos hablado
algo en un párrafo anterior (el 588). Sus consecuencias principales fueron, aparte los viajes, la
formación de mapas cada vez más perfectos y la determinación de fenómenos físicos que
537

ensancharon considerablemente los conocimientos geográficos, astronómicos, etc. Los mapas más
notables de esta época que han llegado a nosotros, son: el de Juan de la Cosa(1500) y el de Morales
(1515). El primero es un mapamundi, que comprende ya las islas del golfo de Méjico, parte de las
costas del Norte América y las del S., hasta el cabo de San Agustín, descubierto por Yáñez Pinzón
en 1499. El de Morales se refiere singularmente a las Antillas. Hay noticia de otros hechos por
Solís, por García Torreño, pintor iluminador y luego cartógrafo, y por otros, cuyas obras se
utilizaron, a comienzos de la época siguiente, en la gran expedición de Magallanes. También son de
esta época (aunque no de cosmógrafos de la Casa) los primeros ensayos indígenas de geografía de
España, cuya descripción minuciosa intentó, como veremos en la época siguiente, Don Fernando
Colón y luego otros. El trabajo más antiguo de este orden que se conserva es del siglo XV,
anónimo. En cuanta a otros estudios científicos, aunque en su mayoría pertenecen a tiempos
posteriores, se iniciaron en los presentes, dando ya por fruto importantísimo el estudio de las
corrientes marinas, especialmente la del golfo de Méjico y las de la costa oriental de Sud América,
por Solís y Andrés de Morales; las observaciones sobre la desviación que la aguja magnética sufría
en los parajes americanos (base de modificaciones en los instrumentos náuticos-y de un
procedimiento nuevo para obtener la longitud de un punto determinado) y otros de menos interés. El
valor de semejantes estudios no puede apreciarse sino teniendo en cuenta los escasos medios
científicos que tenían a su alcance los marinos del siglo XV para dirigir su derrota y para determinar
la posición del buque en cada momento. Reducíanse aquéllos a la aguja náutica o brújula, conocida
desde el siglo XIII (las Partidas y Raimundo Lulio) y perfeccionada en 1302 por Flavio Goia; el
astrolabio, aparato para conocer la posición del polo y el movimiento de los astros, usado desde el
siglo XIV o quizá sólo desde el XV, y la toleta o martologium, compuesto de varias tablas para
calcular la latitud por un método sumamente intrincado y deficientísimo. Con tan modestos
auxiliares científicos tuvieron que hacer sus largos viajes Colón y sus continuadores. La astronomía
no había progresado mucho, pero seguía cultivándose. Consta, como en la época anterior, la
publicación de varios libros de observaciones, escritos por judíos y por médicos cristianos: v. gr.,
las Tablas astronómicas, del doctor catalán Johan Pere (1489), el Lunario y repertorio de tiempo,
de Bernardo de Granollachs, que se imprimió en Barcelona en 1519. Mayor importancia tuvieron
los estudios de medicina. Pruébanlo así la fama de algunos médicos españoles, como el valenciano
Jerónimo Torrella, que asistió a Fernando el Católico y escribió varias obras de medicina y filosofía
y otras materias; su hermano Gaspar, cuyos servicios utilizaron los Papas Alejandro VI y Julio II y
cuyas obras, impresas en Roma (1506, 1507, etc.), gozaron de gran fama, principalmente una que es
la primera de autor español que trata de la sífilis; Julián Gutiérrez de Toledo, del Tribunal del
Protomedicato, cuyo libro Cura de la piedra y del dolor de hijada, (1498) es interesante por sus
observaciones clínicas y por las noticias que da respecto de baños y aguas medicinales; el castellano
Francisco López Villalobos, autor de un notable tratado sobre las pestíferas bubas (sífilis), quizá
más conocido y alabado por sus dotes literarias y por la donosa crítica de las costumbres de su
tiempo que hizo en la obra titulada Los problemas (1515, pero no se publicó hasta 1545); Pedro
Pintor, médico de Alejandro VI, y Luis Alcanyís, profesor, ambos valencianos y autores de obras;
Pedro Benedicto Mateo, que en 1497 escribió la primera farmacopea legal que se conoce, y otros.
Algunas de las obras mencionadas y otras de igual carácter (se hicieron bastantes traducciones de
autores extranjeros) fueron mutiladas o condenadas totalmente por la Inquisición, a causa, ya de sus
doctrinas, ya de los detalles anatómicos que contenían y que se consideraron inmorales.
En punto a organización de la enseñanza y del ejercicio de la medicina, hubo en este tiempo
importantes novedades. En Barcelona creó una escuela de cirugía (1490) el doctor Antonio
Amiguet, quien tuvo numerosos discípulos. Por privilegio de 1488, Don Fernando concedió a los
médicos y cirujanos del hospital de Santa María de Gracia (Zaragoza) libertad para «abrir o
anatomizar algún cuerpo muerto... tantas cuantas veces en cada un año a ellos será visto, sin incurrir
en pena alguna», con lo cual pudo ir mejorando el estudio de la anatomía. Creóse también en
Castilla, en unión del tribunal de alcaldes de Medicina (§ 525), el Protomedicato, análogo al que
538

existía en Cataluña (§ 541), en quien se centralizaron los exámenes y otorgamientos de títulos,


dictando al efecto varias leyes (1477, 1491 y 1498). En punto a hospitales y asilos, el ejemplo de
Fray Jofré fue seguido en Barcelona (donde consta se admiten dementes ya en 1481) y en Toledo,
donde el canónigo Ortiz fundó el llamado hospital de Inocentes (1483), aunque estos
establecimientos más bien eran asilos, hijos de la piedad, que casas de curación, imposibles
entonces dado el atraso de la ciencia en cuanto a las enfermedades mentales. También existían
hospitales de leprosos; pero éstos fueron disminuyendo en los últimos años del siglo XV y primeros
del XVI, sin que se sepa la causa, y muchas leproserías se cerraron o destinaron a otro objeto.

599. Carácter de la literatura en esta época.


Aunque, literariamente, la época de los Reyes Católicos puede llamarse de transición entre la
literatura medioeval y la de nuestra siglo de oro, figurando en ella muchos de los escritores ya
conocidos en la anterior y muchos de los que brillaron principalmente en la de Carlos I (los cuales
se mezclan y cruzan sus influencias respectivas en un corto número de años), no es menos cierto
que ofrece caracteres propios muy señalados, cuya existencia basta para diferenciarla de los tiempos
de Juan II y Enrique IV. Son estos caracteres: el triunfo completo del humanismo y de la influencia
italiana; el predominio incontestable del castellano, que se revela en su cultivo intenso por los
poetas catalanes, valencianos, portugueses y aun muchos de Italia; el favor especial que los poetas
conceden a los romances (§ 350), ya imitando los populares antiguos, ya rehaciéndolos, ya
glosándolos o aplicando su forma a muy variados asuntos, y la constitución del teatro castellano
propiamente dicho.
El primero de estos caracteres se expresa (aparte los datos expuestos en el § 597) en las
muchas traducciones de autores-clásicos (Ovidio, Virgilio, Horacio, Juvenal, Plauto, Apuleyo y no
pocos historiadores) y de los italianos del Renacimiento (Dante, Boccacio, Petrarca, Eneas Silvio),
en la imitación cada vez más intensa y general de estos modelos en las diferentes ramas de la
literatura, y en el hecho de haber compuesto versos italianos algunos escritores españoles, como los
valencianos Vinyoles y Gentil, el castellano Tapia, el catalán Gareth, que se hizo célebre en Italia
con el nombre Chariteo, y el judío portugués Judas Abarbanel (León Hebreo), cuyo Diálogo de
amor, compuesto en 1502 (después de la expulsión), ha llegado a nosotros en italiano.
Del predominio del castellano en la Península y fuera de ella testifican los muchos autores
bilingües de Cataluña, Valencia y Nápoles (de que luego hablaremos), y la formación en Portugal
de una escuela poética que usa aquel idioma en vez del propio, para la lírica y el teatro.
Representantes de ella son, a partir ya de tiempos anteriores a los Reyes Católicos, pero sobre todo
en estos, el Condestable de Portugal, Don Pedro (1429-66), autor de importantes obras filosófico-
morales en prosa y verso (Satyra de felice e infelice vida; Tragedia de la insigne Reina Doña Isabel
y Coplas del contemplo del mundo); Don Juan de Meneses, mayordomo de Don Juan II y de Don
Manuel; Álvaro de Brito Pestaña, protegido de los Reyes Católicos; Don Juan Manuel, hijo natural
del obispo de Guarda, embajador en Castilla con motivo de la boda del rey Don Manuel con la
infanta Isabel (§ 562); Luis Enríquez, autor de un canto a la conquista de Azamor (§ 561) y de otro
por la muerte del príncipe Don Alfonso; Resende, el compilador de un Cancionero en que se hallan
las composiciones de los poetas contemporáneos (1516), y otros muchos que no cabe citar aquí,
además de Gil Vicente, cuyas obras examinaremos en el párrafo corespondiente al teatro.
En cuanto a la gran boga de los romances, obsérvase en casi todos los autores de este tiempo
que luego van citados y en todos los géneros de poesía, revelando una incorporación íntima de las
formas populares en la literatura erudita, que llega hasta el punto de imprimir alguna vez los
romances en líneas de diez y seis sílabas, tal como se escribían tradicionalmente, y no en versos de
ocho. Este renacimiento de la poesía más genuina-mente castellana en la Edad media, demuestra
cómo, aun en los momentos de mayor sumisión a influencias extranjeras, el espíritu peninsular
permanece fiel, ya en un aspecto, ya en otro, a lo que en él hay de más característico y nacional. El
romance se aplicó lo mismo a los asuntos amatorios que a los religiosos y a los épicos; y si bien en
539

la elaboración que sufrió entonces, por cuenta de los literatos eruditos, se perdieron muchos de los
tipos antiguos y otros se desfiguraron con elementos líricos o interpolaciones, todavía sirvió, no
sólo para conservar el género mismo, mas también para salvar muchos restos de los primitivos
romances. Tal ocurre con algunos históricos de Montesino y otros escritores.
Como en la época anterior, pero en mayor escala, las producciones de casi todos los poetas de
este tiempo fueron reunidas y han llegado a nosotros en Cancioneros. A más del de Resende, ya
citado, pueden mencionarse el de Fernández de Constantina, vecino de Bélmez (no se conoce el
lugar ni año de la impresión), el primero que incluyó romances viejos (v. gr., el del Conde Claros, el
de Fonte frida, el de Durandarte o Durantarte); los de Toledo y Zaragoza de 1508; el de Urrea de
1513 y, sobre todo, el Cancionero general de Fernando del Castillo (impreso en Valencia en 1511 y
reimpreso, con adiciones, en 1514), que comprende 138 autores.
En él se evidencian dos notas de la poesía de este tiempo: la persistencia de poetas de la época
anterior, que aun vivían (v. gr., Antón de Montoro; Alvarez Gato, de quien hay un Cancionero;
Pero Guillén de Segovia; Gómez Manrique, etc.), con la continuación de muchas de las formas,
géneros y direcciones de su literatura, y la aparición de elementos y de nombres nuevos que pasan,
en parte, a la época siguiente y anuncian la gran transformación que iba a sufrir la literatura
castellana. Entre las supervivencias de tiempos anteriores deben contarse como dice un crítico
moderno, «el imperio de la alegoría dantesca y la tendencia moral, didáctica y sentenciosa, con la
mezcla, también, de lo erótico y lo místico en parodias irreverentes y aun sacrílegas, como las que
hicieron antes Diego de Valera, Juan de Dueñas y varios más (§ 529); y entre los elementos de
novedad, a lo menos en el espíritu de la poesía, el «maridaje frecuente de lo vulgar con lo erudito, el
desarrollo visible de los elementos musicales del lenguaje y un lento infiltrarse de la canción
popular en la lírica cortesana».

600. Principales poetas.


Los principales poetas de esta época, en el género religioso y filosófico-moral, son: Fray Íñigo
de Mendoza, autor de muchas poesías de carácter piadoso (entre las que descuella la Vita Christi, en
que figuran trozos líricos, himnos, romances y villancicos, otros satíricos y hasta escenas casi
dramáticas) y de otras de carácter político, como el Dechado de la reina Doña Isabel o Regimiento
de Príncipes; Fray Antonio Montesino, imitador de los franciscanos de Italia y poeta favorito de la
reina, cuyas composiciones son de carácter casi teológico; el vizconde de Altamira, Don Rodrigo
Osorio de Moscoso, autor ele un Diálogo entre el Sentimiento y el Conocimiento, Don Diego López
de Haro, que escribió otro Diálogo entre la Razón y el Pensamiento; Diego de San Pedro, que tras
haber escrito muchas poesías eróticas, irreverentes en gran parte, se arrepintió de ellas en un
poemita titulado Desprecio de la Fortuna, de los mejores de aquel tiempo; Juan de Luzón, cuya
principal obra es un largo poema Epilogación de la Moral Philosophia sobre las Virtudes
cardinales, contra los vicios y pecados; Fray Hernando de Talavera, a quien se atribuye una
composición «docta y devota sobre la salutación angélica»; Fray Juan de Padilla, llamado el
Cartujano, imitador del Dante y del antiguo poeta español Juvenco (§ 78) y autor de un Retablo de
la vida de Cristo, de Los doce triunfos de los apóstoles y de un Laberinto del Marqués de Cádiz,
que no ha llegado a nosotros; Juan de Narváez, cuyos poemas Valencianas lamentaciones y Partida
del Ánimo (éste, en diálogo) siguen la escuela moral del marqués de Santillana; y, en fin, algunos
imitadores de Padilla, que no cabe mencionar individualmente.
En los géneros erótico, elegíaco e histórico, merecen citarse Garci Sánchez de Badajoz, uno
de los poetas más célebres y leídos de su tiempo, autor de varios poemas amorosos (alegóricos
unos; en el tipo, otros, de las parodias irreverentes y aun sacrílegas de que hemos hablado) y cuyos
títulos son El sueño, Infierno de amor, Lamentaciones de amores y Liciones de Job apropiadas a
las pasiones de amor; Guevara, poeta también amoroso y humorístico, dulcísimo en el sentir y
gracioso en las burlas; Tapia, amanerado en sus versos eróticos, pero notable por haberlos escrito
también en italiano, y por haber imitado y glosado romances viejos; el comendador Román, autor
540

de poesías jocosas y de una elegía en décimas, al fallecimiento del príncipe Don Juan (el hijo de los
Reyes Católicos); Nicolás Núñez, glosador de romances viejos, como Tapia, y cultivador de la
parodia erótico-mística, en quien se da la curiosa circunstancia de usar las estancias de arte mayor;
un tal Vázquez, que compuso (1510?) un Dechado de amor a petición del cardenal de Valencia
(Don Luis de Borja), enderezado el la reina de Nápoles (la viuda del rey Ferrante); Cartagena,
cuyos artificiosos juegos de palabras tuvieron gran boga entre los contemporáneos; Diego Guillen
de Ávila, que escribió en estilo alegórico dos Panegíricos, uno de Doña Isabel y otro de Don
Alfonso Carrillo, llenos de descripciones de hechos históricos contemporáneos, como la entrada de
los Reyes Católicos en Granada; el sevillano Alonso Hernández, autor de un poema histórico
alegórico, Historia Parthenopea (impreso en 1516), que describe las campañas de Gonzalo de
Córdoba en Nápoles; Hernando de Rivera, que relató con gran fidelidad, pero en versos vulgares,
las guerras de Granada; y otros muchos de menor importancia, de los que se hablará más adelante.
No era menos notable el movimiento literario en Aragón Cataluña y Valencia, aunque, como
hemos dicho ya, bajo la influencia castellana en su mayor parte, después de la brillante
manifestación que tuvo la poesía indígena en los tiempos inmediatamente anteriores a los Reyes
Católicos (§ 543). En la época de éstos, fue Valencia el centro principal de la poesía de tronco
catalán y, por ello, también el de la literatura bilingüe. Lo prueba así, desde luego, el Cancionero
general de 1511, en que figuran muchos valencianos, como mosén Juan Tallante, poeta religioso; el
conde de Oliva, Don Serafín de Centelles, protector de Fernando del Castillo y de todos los
escritores de su tiempo entre los que se contó como cultivador del género religioso y del erótico; el
comendador Escrivá, maestre racional de Fernando el Católico, autor de una novela «por modo de
diálogo en prosa y verso», y también de versos catalanes sobre varios asuntos; mosén Crespí de
Valldaura, catedrático de la Universidad de Valencia (1502), entre cuyas composiciones (casi todas
castellanas) hay una Elegía por la muerte de la reina Doña Isabel, en que colaboró otro valenciano,
mosén Trillas; Don Francés Carros, autor de varias poesías alegóricas en el tipo dantesco; el
bachiller Ximénez, de quien queda un poemita titulado Purgatorio de amor, y otros varios.
En Cataluña hubo también poetas bilingües de importancia, como mosén Juan Ribelles, Pedro
Torellas, el rosellonés Pedro Moner. En cuanto a los aragoneses, que usaban el castellano, merece
especialísima mención Don Pedro Manuel de Urrea, poeta filosófico-moral y también amatorio,
muy influido de los italianos (especialmente de Petrarca) y cuyas mejores poesías son las dedicadas
a cantar la vida de familia y de aldea, los villancicos y un fidelísimo arreglo en verso del primer
acto de la Celestina (§ 601).
Para terminar esta exposición de la poesía castellana, difundida por toda la Península, resta
hablar de los que la cultivaron en Italia, ya en Nápoles, ya en Roma (donde la protección de
Alejandro VI y otros Papas reunió una gran colonia de españoles). De algunos de ellos, v. gr.,
Vázquez, autor del Dechado de amor, hemos hablado ya, y pudieran añadirse a él otros muchos —
ya anónimos, ya de nombre conocido—, que en los primeros años del siglo XVI compusieron
versos castellanos, principalmente amorosos o galantes, dedicados a damas tan célebres, como
Lucrecia Borgia y Victoria Colonna, o dedicados a pintar y aun satirizar la fastuosa sociedad
renaciente de Nápoles y otras ciudades, en que figuraban muchas familias de origen castellano,
aragonés, catalán y valenciano, emparentadas, como sabemos, con otras de Italia (§ 550.) Nos
limitaremos a citar, como ejemplo de poetas, los nombres del sevillano Diego Velázquez, el
aragonés Sobrarias y el portugués Cayado, y entre los mismos italianos, Galetto del Carretto, Antico
de Montona y otros, que empezaban a versificar en castellano. Y aunque estos no fueran muchos a
comienzos del siglo XVI, es indudable que las poesías españolas gozaban de gran favor en Italia,
como lo atestiguan Calateo, en su tratado De educatione (1504), quejándose de esta boga que le
parecía contraria al patriotismo, y León Transillo, poeta napolitano, que se declaraba español de
corazón (Spagnuolo d'affezione). En cuanto a la difusión del castellano y del valenciano mismo en
aquellos países, está probado por la redacción de este último idioma de muchas actas notariales de
la poderosa familia de los Borja (a que pertenecían, como es sabido, Alejandro VI, Lucrecia y César
541

Borja o Borgia); por el uso del primero en cartas del citado Papa y de sus hijos, y por el testimonio
del mencionado Calateo, quien cita numerosas voces castellanas usadas en Nápoles y la gran boga
de algunos autores españoles, como Mena, Villena, Lucena y otros.
Pero al mismo tiempo que así imperaba y se extendía la literatura del reino castellano, seguía
brillando, aunque con menos fuerza que años antes (en la mitad del siglo XV), la poesía regional de
Cataluña y Valencia. Sus cultivadores principales (especialmente en esta última ciudad) fueron:
mosén Bernardo Fenollar, «el mejor poeta valenciano de su tiempo», notable por su diálogo sobre
La Passió de Nostre Senyor Deu Jesuchrist, que escribió en colaboración con Pedro Martínez
(1495); mosén Narcís Vinyoles, autor de unas Cobles en lahor de la gloriosa Sancta Catalina de
Sena (1494); el citado rosellonés Pedro Moner, imitador de Bernat Metje en L'anima de Oliver; el
comendador Escrivá, que colaboró con Fenollar en unas notables Cobles fetes de Passió de Iesu
Christ (1493) y escribió otras composiciones que figuran, principalmente, en la colección catalana
contemporánea Jardinet d'orats; y otros, pertenecientes a la generación anterior (§ 543) y que
siguen escribiendo en esta época. Y es curioso notar que al lado de la poesía religiosa, tan
desarrollada como acabamos de ver en esta escuela, florece vigorosa la erótica, llevada a un
extremo de licencia verdaderamente censurable: siendo ejemplo notabilísimo de tal género el poema
titulado Procés de les olives, cuyo tema es dilucidar quiénes son más a propósito para el
matrimonio, los viejos o los jóvenes, y en el que colaboraron con poesías, que a menudo son de
mucho ingenio y gracia, Fenollar, Gazull, Escrivá, Vinyoles y otros valencianos.

601. Los géneros en prosa.


Aparte la oratoria religiosa y la profana (política), que tuvieron notables cultivadores, los dos
géneros que principalmente brillan en esta época son el novelesco y el histórico.
Habíase iniciado el primero, como sabemos, con obras eróticas, muy influidas por los
modelos italianos (§ 531) y otras caballerescas (§ 543), aparte algunas de carácter filosófico.
Aquéllas tuvieron, a fines del siglo XV y comienzos del XVI, descendencia relativamente
numerosa, cuyos mejores ejemplos son, después de la Cárcel de amor (§ 531), que quizá se
compuso a comienzos o en los lindes de la época presente (la primera vez que se imprimió fue en
1492, y la tradujo el valenciano Vallmanya, en 1493); el Tractado de Arnalte y Lucenda, atribuido
al mismo Diego de San Pedro (1491); la Amorosa historia de Aurelio e Isabela, hija del rey de
Hungría, de Juan de Flores, que se cree sirvió de fuente al dramaturgo inglés Shakespeare para el
drama La Tempestad, y la anónima Cuestión de amor (1ª edición en 1515), escrita en prosa y verso
y notable por su parte histórica, en que retrata costumbres de la vida cortesana de Nápoles y hechos
militares contemporáneos, como la preparación de la batalla de Rávena. En ella figuran, bajo
nombre supuesto, muchos personajes italianos y españoles que vivían en la ciudad del Vesubio.
En el género caballeresco hay que señalar la traducción y arreglo al castellano, por Garci
Ordóñez de Montalvo, del Amadís de Gaula (§ 531), que tuvo larga descendencia en Castilla. A ella
pertenecen el Palmerín de Oliva, de Luis Hurtado o quizá de Francisco de Moraes (1511), el
Primaleón (1512), Las Sergas de Esplandián, desdichada continuación del Amadís, escrita por el
mismo Montalvo, y otros muchos libros. Del mismo género se tradujeron bastantes del francés.
Pero con ser mucha la boga de las novelas amatorias y de las fábulas de caballería, todas las
citadas fueron vencidas en mérito y en popularidad por un admirable libro, la célebre Tragicomedia
de Calixto y Melibea, vulgarmente conocida por La Celestina (1499) y cuyo autor parece haber
sido, indudablemente, el bachiller Fernando de Rojas. Todo es digno de elogio en La Celestina: el
lenguaje, castizo, armonioso y elocuente; la pintura de costumbres, de una fidelidad realista que
recuerda la del arcipreste Ruiz (§ 529), pero que le supera en gracia y en sentido artístico; los
caracteres, perfectamente trazados y sostenidos; la acción, llena de vida y movimiento, tierna y
poética en los pasajes amorosos de los protagonistas, sabrosa, picaresca y donosísima en los que se
refieren al mundo rufianesco y encanallado a que pertenece la Celestina, mediadora en los amores
de Calixto y Melibea. La licencia excesiva —por pura fidelidad al realismo de lo descrito— que en
542

pensamientos y lenguaje tiene esta parte de la obra, aunque no era cosa nueva, ciertamente, en la
literatura medioeval (y ya hemos visto de ello algunos ejemplos), hizo que fuese mal mirada por los
moralistas de la época y que la Inquisición llegara a prohibir su lectura, no obstante la lección o
moraleja que Rojas saca al final de su historia. El título de ésta y su forma dialogada han hecho que
algunos críticos la clasifiquen entre las obras de teatro; pero, ciertamente, ni fue escrita con esta
intención, ni el diálogo puede bastar para darle aquel carácter, puesto que fue muy usado en los
autores de la época —especialmente los poetas, según veremos (§ 602)— sin intención alguna de
dramatizar; y en cuanto al título, ya sabemos de otras obras que lo tienen análogo (la Comedieta de
Ponza v. gr.), sin que sean en manera alguna teatrales. Lo indudable es que sus fuentes literarias
directas no fueron dramáticas, sino novelescas, como la Cárcel de amor, o narrativas, como el
Libro de buen amor, y que en el desarrollo posterior de los géneros aparece como modelo, no del
teatro castellano clásico, sino de la novela picaresca, uno de los tipos característicos de nuestra
literatura.
La historia tuvo también un extraordinario cultivo, que el carácter heroico de la época, la
variedad e importancia desusada de los acontecimientos políticos y de toda clase, en ella ocurridos,
excitaron muy naturalmente: caso aparte del incentivo que representaban las muchas traducciones
de autores clásicos hechas (siguiendo la tradición de tiempos anteriores) en Castilla y en Cataluña.
Dejando aparte multitud de historias particulares, biografías de los Reyes Católicos o sólo Doña
Isabel, y genealogías de familias ilustres, mencionaremos los nombres que más descuellan en este
género literario, a saber: mosén Diego de Valera, autor de una Crónica abreviada de España
(1481), desgraciadamente, llena de fábulas y errores, de una Genealogía de los Reyes de Francia,
un Tractado de las armas, otro de Ceremonial de príncipes y muchas cartas de gran interés
histórico; Diego Rodríguez de Amela, cuyo Valerio de las historias (1472) es una compilación
escrita con fin didáctico, en la que tiene gran entrada la historia de Castilla, y cuyo Compendio
historial de las crónicas de España va dedicado a los Reyes Católicos, quienes le nombraron
cronista real; Gonzalo de Santa María, que narró la Vida de Don Juan II de Aragón, en latín
primero, y luego (por encargo de Don Fernando) en castellano, tomando por modelo a Tito Livio; el
bachiller Palma, que escribió bajo el extraño título de Divina retribución, la historia de Castilla
desde 1385 a 1478, con la mira especial de celebrar la victoria de Toro, vindicatoria de la derrota de
Aljubarrota (§ 388); el bachiller Andreas Bernáldez († en 1513), por otro nombre el Cura de los
Palacios, cuya Crónica de los Reyes Católicos encierra interesantes noticias respecto de los hechos
contemporáneos, incluso el descubrimiento de América; y, sobre todos ellos, Hernando del Pulgar
(1436?-1492), cuya Crónica, excelente desde el punto de vista literario, muy influida por los
clásicos latinos y de incontestable mérito en los retratos y pintura de caracteres, forma, con los
Claros varones de España (colección de biografías de personajes contemporáneos), la más
inmediata y digna continuación de la obra y el sentido histórico de Pérez de Guzmán (§ 532).
Carácter histórico tienen también el Libro de la Cámara real, que escribió Gonzalo Fernández
de Oviedo, para describir las costumbres y ceremonias de Palacio, principalmente en lo que se
referían al malogrado príncipe Don Juan y sus servidores; y las numerosas Cartas de
contemporáneos, de las que hemos citado ya las de Pulgar, Ayora, Pedro Mártir y Marineo Sículo.
A éstas hay que añadir las importantísimas de Cristóbal Colón, que, si literariamente no cabe
presentar como modelos, no obstante la elocuencia de algunos pasajes, históricamente son de un
valor inmenso, por referirse a su magna empresa geográfica. De una de ellas, la escrita desde Lisboa
al arribar a este puerto en 4 Marzo 1493 y en la que se da cuenta del éxito del viaje, se hicieron
inmediatamente dos ediciones: una en Barcelona por Pedro Posa, y otra en Valladolid o Sevilla.
Curiosa muestra de la literatura de viajes es la traducción del Viaje de la Tierra Santa, de B. de
Breidembach, hecha por Martínez de Ampiés (Zaragoza, 1498), quien le añadió un Tractado o
descripción de Roma y curiosas notas sobre los bohemianos o egipcianos (§ 574).
Para terminar este cuadro de los escritores didácticos, mencionaremos los únicos tratados de
preceptiva literaria escritos en esta época: el Arte de la Poesía Castellana que sirve de introducción
543

al Cancionero de Juan del Enzina, cuyas obras pasamos examinar, y el Prohemio de Torres
Naharro, a que luego nos referiremos.

602. El teatro profano.


Ya hemos visto la diferenciación de los dramas litúrgicos y el teatro profano, claramente
iniciada a fines de la época anterior (§ 533). El interés histórico de la presente, estriba, por lo que a
esto respecta, en la definitiva constitución de la dramaturgia profana.
Seguían, ciertamente, representándose misterios sagrados, como el de la Natividad de
Jesucristo, que vieron en Zaragoza los Reyes Católicos en 1487, y escenas de otro género como las
que amenizaban las fiestas palaciegas de Nápoles (§ 545); pero a la vez nacían formas nuevas, no
desprendidas aún de otros géneros literarios, y que preparaban el camino a la emancipación del
teatral. Tales, la égloga intercalada en la Cuestión de amor (y que, al parecer, se representó en
Nápoles); la titulada Comedia de Preteo y Tibaldo, del comendador Perálvarez de Ayllón; los
diálogos dramáticos, perfectamente representables —aunque no siempre lo fueran, ni se hubiesen
escrito con semejante intención—, que se ven en la Vita Christi, de Mendoza (§ 600), en el
Cancionero general (sobre todo uno de Don Luis Portocarrero) y en otras obras que hemos
mencionado antes, y ciertas composiciones sueltas a fines del siglo XV y principios del XVI que,
como las Coplas de la muerte como llama a un poderoso caballero, se acercan mucho al tipo
propiamente teatral. A este género intermedio —pero con carácter mucho más dramático que los
anteriores y, desde luego, con superior mérito artístico— pertenece el Diálogo del amor y un viejo,
original del judío converso Rodrigo de Cota de Magnaque. Es este Diálogo un «drama en miniatura,
de tema filosófico y humano que tiene cierta analogía con el remozamiento del doctor Fausto» y en
el que hay verdadero argumento, lucha de pasiones y un desarrollo de la acción propiamente
escénico. No consta, sin embargo, que se representase; pero su fama fue tal, que tuvo numerosos
imitadores.
Entre ellos estuvo Juan del Enzina (1468-1554), en quien la forma dramática adquiere un
desarrollo extraordinario y una vida propia indiscutible. Alumno de la Universidad de Salamanca,
protegido del duque de Alba, testigo de la toma de Granada y familiar del Papa Alejandro VI,
reunió, a una cultura y experiencia de la vida adecuadas, directa comunicación con los modelos
italianos y clásicos; de donde nació lo que, según acertado juicio de un escritor moderno, le
caracteriza y diferencia de los autores que antes de él usaron formas dramáticas: el ser poeta de este
género «de un modo intencional, con vocación, con perseverancia, y con una marcha ascendente
desde sus primeras obras hasta las últimas, siempre en busca de formas nuevas y más complicadas».
Por esto se le puede llamar, ciertamente, «padre de la comedia española», aunque sus
composiciones no se representaban públicamente en un teatro, sino en casas particulares, con
motivo de fiestas palaciegas o aristocráticas y exentas de todo aparato escénico, en lo que se
distinguen de los momos antiguos. Hay en el teatro de Enzina obras de los dos géneros que
conocemos: el religioso y el profano. Al primero pertenecen varias églogas (palabra que Enzina fue
el primero en usar) referentes a la Natividad de Jesús y también algunos villancicos dialogados, que,
con su música correspondiente, figuran en las poesías líricas del autor. Las composiciones profanas
llevan los títulos de églogas, farsas y autos, y siendo superiores a las religiosas y muchas de ellas de
un tono realista, que descubre bien la filiación que traen de La Celestina de Rojas y de los antiguos
juegos de escarnio. En este sentido, son notables el Auto del Repelón que retrata y caricaturiza
costumbres de aldeanos salamanquinos en el mercado de la ciudad; la égloga de la noche de
Antruejo o Carnestolendas y la de Fileno. En el género amatorio es digna de especial mención la
égloga en requesta de unos amores, que tiene un a manera de prólogo. La de Fileno y Zambardo se
señala por su tono grave y melancólico y por el metro, de arte mayor. Todas las representaciones de
Enzina terminaban con villancicos cantados y, algunos, bailados también.
Aparte algunos contemporáneos que escribieron al mismo tiempo que él (v. gr., Francisco de
Madrid), Enzina dejó verdaderos discípulos e imitadores, entre los cuales descuella el salmantino
544

Lucas Fernández, que le aventajó en las composiciones religiosas (v. gr., el Auto de la Pasión).
Continuadores de su obra y superiores a él —porque si bien lo tuvieron por modelo, en parte,
introdujeron grandes novedades y crearon la verdadera comedia—, son el portugués Gil Vicente
(1470-1540) y el extremeño Torres Naharro. Pertenece el primero a la escuela bilingüe que hemos
estudiado antes, y sus obras dramáticas (la primera, el monólogo del Vaquero, fue representada en
1502) están escritas en castellano. La que empezó a revelar la originalidad del talento de Gil
Vicente, libre de toda imitación de sus predecesores, es el Auto de la sibila Casandra, probable
germen de los autos simbólicos de Calderón de la Barca y pieza en que se juntan la poesía, el canto
y el baile. No todo el teatro de Gil Vicente corresponde a la época que estudiamos, pues siguió
escribiendo en la siguiente. De aquélla son una farsa bilingüe (1505), gracioso cuadro de
costumbres portuguesas; el Auto da alma (religioso); la trilogía del Infierno, Purgatorio y Gloria
(esta última parte, en castellano), representada ante los reyes de Portugal en 1517, 1518 y 1519, y
otras obras escritas en portugués. Gil Vicente fue también, como Enzina, poeta lírico.
Castellano puro y en ciertos respectos superior a Gil Vicente, fue Torres Naharro, de cuya
larga estancia en Nápoles, al servicio de Fabrizio Colonna, se tiene noticia. Sus ocho comedias se
publicaron por primera vez con el título de Propaladia, en aquella ciudad y en 1517, es decir, a
fines de la época presente, cuyo enlace con la de Carlos V representa. Torres Naharro no fue sólo un
dramaturgo, sino también un preceptista (en el Prohemio de su colección), inspirado en los autores
clásicos. Siguiendo a Horacio, divide sus piezas en cinco actos, que llama jornadas, y clasifica las
obras teatrales en comedias de noticia o históricas y de fantasía o imaginadas. Aunque tendió
demasiado a la farsa, fue creador de caracteres y descolló en la invención e interés de la trama. Su
mejor obra se reputa ser la titulada Himenea.

603. La arquitectura, la escultura y las artes similares.


En ninguna cosa, quizá, revela mejor la época de los Reyes Católicos ser de transición y
enlace de dos tipos de vida y cultura diferentes, como en las Bellas Artes. En ella, a la vez que se
perpetúan las formas góticas, penetra por todas partes el tipo clásico, restaurado e imitado con afán
en Italia y de allí transmitido a todos los países: compenetrándose o codeándose aquellas y éste,
muy a menudo, en un mismo edificio u obra de arte.
Representación genuina de este encuentro de dos ideales artísticos es el género llamado
plateresco (porque su exuberante decoración recuerda las obras de los plateros de entonces), que
caracteriza precisamente los últimos años del siglo XV y primeros del XVI. Resultó el plateresco de
la libre y variada combinación de elementos góticos del tercer período (§ 535) con los clásicos del
primer Renacimiento, superponiendo el adorno a la estructura arquitectural y dando a aquél gran
profusión y riqueza. Ejemplos típicos de este arte son: la capilla de los Reyes Nuevos de la catedral
de Toledo; la fachada de San Pablo de Valladolid; el patio del Colegio de San Gregorio, en la
misma ciudad; la catedral de Granada, que totalmente no corresponde a esta época; la iglesia de
Santa María de Pontevedra y la Lonja de Zaragoza.
Pero no todos los edificios del tiempo que nos ocupa son platerescos. Los hay en que
predominan o se emplean sólo una de los dos factores que componen aquél, el del Renacimiento,
caracterizado por la restauración de los elementos de la arquitectura y de la ornamentación clásicas:
arco de medio punto; bóveda por arista; columnas y entablamentos al modo romano; frontones;
flameros y ornamentación profusa (como en el plateresco) de bichas, medallones y otros adornos;
todo ello, aplicado con preferencia a las fachadas. Ejemplos de este arte son: el hospital de Santa
Cruz de Toledo y el Colegio de igual nombre de Valladolid (1486-92), obras ambas de Enrique de
Egas, y otros muchos edificios de esta época y la siguiente, en que fue dominando más y más el
Renacimiento.
Al mismo tiempo seguían levantándose monumentos propiamente góticos, como la catedral
nueva de Salamanca, cuyos planos son de Egas, Alfonso Rodríguez y Juan Gil de Hontañón; la de
Segovia; la iglesia de San Juan de los Reyes en Toledo, obra de Juan Guas; la capilla del
545

condestable en Burgos, etc., entre los de carácter religioso; y la Casa del Cordón en Burgos (morada
del condestable Velasco), la ya citada Lonja de Valencia (§ 514), los castillos de Medina del Campo
y Coca, en lo que se refiere a la arquitectura civil y militar. Gótica es también la Cartuja de
Miraflores (Burgos), comenzada por Juan de Colonia en tiempo de Don Juan II y terminada por
Simón de Colonia en tiempo de Doña Isabel, y cuyo interés principal está en los enterramientos de
que luego hablaremos.
La escultura revela la misma mezcla o coexistencia de estilos que en la arquitectura se nota.
Al lado de artistas que siguen la tradición gótica, aunque exagerando el adorno —como Gil de
Siloé, Forment, Dancart, Ortiz, Colonia, Jorge Fernández Alemán y otros—, aparecen los
platerescos Diego de Siloé, Felipe Vigarny o de Borgoña y Andino, y los francamente renacientes,
como el español Bartolomé Ordóñez y los italianos que venían a España o enviaban sus obras,
como Domenico Francelli y otros. De Gil de Siloé son los soberbios mausoleos de Don Juan II y su
mujer, en Miraflores; del infante Don Alfonso, en la misma Cartuja; de Don Juan de Padilla en el
monasterio de Frex del Val, y el trascoro de la catedral de Palencia. De Simón de Colonia, quizá, el
sepulcro del arcediano Diez (capilla de Santa Ana en Burgos). De Ortiz, el del Condestable y su
mujer en Toledo. Del valenciano Forment, el retablo del Pilar de Zaragoza, terminado en 1515. De
Dancart, el comienzo del retablo de Sevilla (1482-97), que no se terminó hasta mucho después y por
otros artistas. De Diego de Siloé, entre otras cosas, la escalera del crucero de la catedral de Burgos,
que acabó en 1519. De Felipe de Borgoña, los relieves del trasaltar mayor de Burgos (1498) y parte
del gran retablo de la capilla mayor de la catedral toledana (el más importante de todos los de
España) en que, por encargo de Cisneros, trabajó con Sebastián Almonacid y otros. De Andino,
varias admirables obras de herrería, de las que la mejor (reja de la capilla del Condestable en
Burgos), es ya de la época siguiente (1525). Por último, como ejemplos de la escultura renaciente,
italiana o muy influida por los maestros de este país, pueden citarse la portada en forma de retablo
que en la iglesia de Santa Engracia de Zaragoza hizo Morlanes (y que ostenta los retratos de los
Reyes Católicos); la parte ejecutada por Ordóñez (cuyas principales obras son de tiempo de Carlos
I) en el trascoro de la catedral de Barcelona (1517?), el sarcófago veneciano de L. Suárez de
Figueroa (1503 o 1505), que está en Badajoz; el sepulcro florentino de Don Diego Hernández de
Mendoza (Sevilla); el del príncipe Don Juan obra de Domenico Francelli y el de Don Ramón de
Cardona en Bellpuig, de Juan Nolano.
Y con ser tantas las obras admirables que llevamos citadas, todavía no son todas las dignas de
recuerdo que a esta época pertenecen. En la enumeración de los sepulcros no puede olvidarse el de
Don Juan Pacheco, obra de Almonacid o de Contreras, en el Parral (Segovia); en punto a retablos,
en madera pintada y dorada (estofado), todavía deben mencionarse el de la capilla real de Granada,
obra de Felipe de Borgoña, y el de Miraflores, de Gil de Siloé y Diego de Cruz; como sillerías de
coro, la de Toledo, en que trabajaron varios artistas, entre ellos, maese Rodrigo, Felipe de Borgoña
y Berruguete, que ya pertenece a la época de Carlos I; la de Burgos, ejecutada bajo la dirección de
Felipe de Borgoña, desde 1499 (la parte inferior es la más antigua); la de Sevilla, obra en su mayor
parte de Nuño Sánchez; la de Barcelona (1457-85), de artistas alemanes y en que quizá puso mano
Ordóñez; la de Palma, comenzada en 1514, y otras. No hay para qué detenernos en otras
manifestaciones de la escultura que van incluidas ya en la parte arquitectónica.
La orfebrería tuvo extraordinario desarrollo (como ya lo indica el mismo nombre de
plateresco), especialmente en las joyas de uso religioso y profano. Centros importantes de este arte
fueron, entre otros, (Córdoba, Burgos, Toledo, etc.), Sevilla Barcelona y León. De la importancia de
los plateros de Sevilla hemos hablado anteriormente (§ 591), siendo de notar que el mismo arte
desplegaban en las obras de lujo como en las modestas que usaban las clases populares o las
corporaciones pobres, según se ve en los picheles, salseras, candeleros, fuentes y arquetas: v. gr., los
que mandó hacer Cisneros para las iglesias pobres de Granada. Los plateros barceloneses fueron
famosos, no sólo en Cataluña, mas también en Roma, en la corte papal. El municipio regaló a Don
Fernando, con motivo de su entrada en la ciudad, una rica vajilla de plata en que había piezas como
546

las siguientes: un salero figurando una roca, y sobre ésta un castillo, un león de plata dorada con
corona en la cabeza y un escrito en la mano derecha, y varias esmaltadas. En 1481 se regaló a Doña
Isabel otra vajilla en que figuraban dos basines de plata dorada y esmalte, con follajes y adornos, y
un salero de plata con seis torres y tres esmaltes al pie. Pero las obras más admirables de este arte
son las custodias, y principalmente las de la escuela leonesa, fundada por el alemán Enrique de Arfe
y continuada por sus descendientes. Hizo Arfe el tabernáculo de plata de la catedral de León (1506),
hoy desaparecido; el de Córdoba (1513), y empezó el admirable de Toledo, no terminando hasta
1524. Todos ellos revelan (ya sea puramente góticos, ya platerescos) un gran influjo del arte
flamenco. Al contrario, los de Cataluña y Valencia se acercan al tipo italiano, principalmente
florentino; cosa que se observa en las joyas todas, que con frecuencia llevan pinturas y esmaltes de
procedencia igualmente italiana. El más hermoso ejemplar de custodias catalanas es la de
Barcelona, construida en el siglo XV para sustituir a otra de oro y piedras preciosas, robada en
1408. Aquélla es de oro también, ojival, rematada en cruz de brillantes, y se ostenta colocada sobre
el llamado sillón del trono de Don Martín. Análogas son las de Gerona y Palma. La de Vich es más
antigua (1413) y menos importante. La de Santa Catalina (Valencia), gótica también y muy notable,
está hoy desfigurada por adiciones posteriores de poco gusto.
Como rejeros, aparte el arquitecto Andino, ya citado, florecieron otros, como Ervenat (?), de
quien es la preciosa verja del altar mayor de la catedral pamplonense (1517). Pero los mejores
ejemplares de este arte son de la época siguiente.
Por último, es de notar el rico desenvolvimiento de los tejidos y bordados, que en Toledo
tienen grandiosa manifestación: con los paños del Tanto monta (llamados así por la divisa de las
armas reales) y los frontales, mangas, etc., de la época de Cisneros. De estilo plateresco se
conservan en Roncesvalles ornamentos pontificales de brocado. Se conoce también (para no citar
más) el nombre de un bordador mallorquín, Miguel Desí, que en 1498 bordó en oro una imagen de
la Virgen en un paño de cofradía.
Al lado de todas estas manifestaciones de arte, ya gótico, ya renaciente, ya mezclado, sigue el
mudejarismo produciendo obras de importancia, especialmente en la decoración. Ejemplos de ellas
son el interior del Alcázar de Sevilla y la Puerta del Perdón o de los Naranjos; puerta de la sala
capitular de Toledo y su artesonado; convento de la Concepción de la misma ciudad (torre, ábsides
y cúpula), y el techo con decoración árabe del último tiempo, que se conserva en el actual Archivo
de Alcalá de Henares (antiguo palacio episcopal). Hay noticia de haber encargado el duque de Alba,
en 1476, a dos artistas llamados García del Barco y Juan Rodríguez, una decoración «a la morisca».

604. Pintura y música.


Un fenómeno análogo al ocurrido en la arquitectura y escultura se produce en la pintura. Las
influencias flamenca e italiana, ya apuntadas en la época anterior, se mezclan, y nace un estilo
ecléctico con el que va determinándose la primera escuela propiamente española, aunque
inclinándose cada vez más hacia los modelos renacientes de Italia. Subsisten todavía pintores
francamente alemanes, como el citado Gallegos (que vivía aún a mediados del siglo XVI) y el
aragonés Pedro de Aponte que, no obstante haberse educado en Italia, se entregó pronto al
germanismo, señalándose como retratista (de los reyes católicos y otros personajes); pero la
mayoría es ecléctica o aparece especialmente influida por los italianos. Los caracteres de esta
pintura, cuyos centros son Castilla y Andalucía, pueden resumirse así en lo que se refiere a los
rasgos propiamente españoles: contornos duros y recortados; figuras tratadas con la misma falta de
elevación y nobleza que antes; tipos vulgares y de poca elegancia; composición también vulgar;
dibujo indeciso; color falto de energía y con pocos matices y claro-obscuro; ambiente general triste
y sombrío y descuido en todo lo que no es la figura humana (v. gr., los animales y los fondos).
Hay numerosos restos (especialmente anónimos) de pinturas en tabla y murales. Los nombres
de pintores que principalmente suenan en Castilla, son: Antonio del Rincón y su hijo Fernando; los
hermanos Comontes, Juan de Borgoña, padre de Felipe; Pedro Berruguete, padre del escultor
547

citado; Santos Cruz y Juan de Flandes, pintor de Doña Isabel.


A Rincón se atribuyen varias tablas que no es seguro sean de él, como la que representa a los
Reyes Católicos en oración ante la Virgen. Lo único verdaderamente auténtico que nos queda es el
retablo de Robledo de Chavela (provincia de Madrid), que en 17 tablas representa la historia de la
Virgen. También se cree de Rincón el retablo de Santo Tomás de Ávila, que algún crítico tiene por
lo más selecto de la época; pero otros lo atribuyen a Gallegos. Los Comontes, así como Juan de
Segovia, Pedro Gumiel y Sancho de Zamora, trabajaron en Toledo. De los tres últimos hay en la
capilla de Santiago de la catedral toledana un retablo, algo anterior a esta época (1448), en que
figuran los retratos de Don Álvaro de Luna y su mujer. De Pedro Berruguete (pintor de Felipe el
Hermoso), Santos Cruz y Juan de Borgoña nos queda el retablo de la catedral de Ávila, terminado
en 1508. Los trozos mejores son los de Santos Cruz, que se muestra más arcaico y local y menos
influido por los italianos que sus compañeros. A Berruguete se le atribuyen también varias tablas
del convento de Santo Tomás de Ávila, que hoy están en el Museo del Prado (números 2.139 a
2.148). Entre las tablas anónimas debe mencionarse otra procedente del mismo sitio y también
expuesta ahora en el Prado (núm. 2.184), que contiene los retratos de los Reyes Católicos, príncipe
Don Juan e infanta Doña Juana, y el inquisidor Torquemada.
En Andalucía brillaron principalmente Alejo Fernández, más correcto, rico de luz y expresivo
que los pintores ya citados, y cuya mejor obra es la Virgen con el Niño sobre sus rodillas que se
halla en la parroquia de Santa Ana (Triana), y Pedro Fernández de Guadalupe, autor del retablo de
la capilla de la Santa Cruz (catedral de Sevilla). En la catedral de Córdoba (altar de la Encarnación)
hay un retablo firmado por Pedro de Córdoba, que tiene la particularidad de ser el cuadro fechado
más antiguo que se conoce (1475).
Además de estas obras, cabe citar muchos retablos (pintados) como los del colegio de Triana,
en Sevilla; de la Colegiata de Santillana del Mar; de la de Gandía; las notabilísimas puertas del
retablo de plata que existió en la catedral de Valencia y que se creen obra de artistas italianos, etc.
En punto a pinturas murales, las más interesantes son: las de la sala capitular de Toledo, obra
de Juan de Borgoña y quizá también de Berruguete; las de la capilla mozárabe de la misma catedral
(1514), en que Borgoña representó, por encargo de Cisneros, algunas escenas de las campañas
africanas del cardenal; las de la iglesia de Celorio (Oviedo); la escena de caza pintada en la casa
núm. 11 de la calle de los Postes, en Toledo, etc. En la Seo valenciana, dos artistas italianos de la
escuela florentina pintaron (de 1472 a 1479), al fresco, los muros y bóveda de la capilla mayor.
Por de contado, los pintores de quienes hemos hablado hasta ahora no son, ni con mucho,
todos los que pueden citarse de esta época. Los hubo en gran número, especialmente estofadores, y
no sólo peninsulares, sino también italianos. En cuanto al aprecio que las personas ricas y de cultura
hacían de este arte, bastará citar el ejemplo de la reina Doña Isabel, que tuvo varios pintores de
cámara (entre ellos. Chacón, Juan de Flandes, Melchior Alemán, Rincón y el flamenco Michiel), y
en los inventarios de cuyas recámaras figuran más de 470 tablas, lienzos, dípticos, retablos, etc.; así
como en el referente a Doña Juana la Loca se cuentan 32, entre tablas y lienzos. Por lo general, los
cuadros no se colgaban en las paredes, decorando las estancias. Los que no estaban sobre los
altares, mesas, etc., de las capillas, solían guardarse en cajas o bolsas. Algunas veces se prendían a
la tapicería de las camas.
Aunque ese gran desarrollo de la pintura (en tabla, en lienzo y al fresco) perjudicó
notablemente a los miniaturistas, todavía pueden citarse de este tiempo preciosos códices
iluminados: como el misal del cardenal Mendoza, los dos libros de horas de la reina Doña Isabel y
el manuscrito de la Introductionum latinarum, de Nebrija (siglo XV), que se conserva en la
Biblioteca Nacional.
Tanto favor como las artes plásticas gozó en aquella época la música, siguiendo la corriente
ya iniciada en la anterior (§ 538). Ya hemos visto como algunos de los grandes poetas de entonces
eran a la vez músicos (v. gr., Garci Sánchez de Badajoz, Enzina) y ponían música, ya en sus
composiciones líricas, ya en las comedias; siendo muchas las canciones del siglo XV y del XVI que
548

han llegado a nosotros con su acompañamiento.


Enzina fue uno de los mejores músicos de entonces, señalándose sobre todo por la expresión,
es decir, por la importancia dada al sentido de la letra en la melodía; de tal modo que, al decir de un
crítico moderno, algunas de las composiciones de Enzina «se adelanta de tal modo a su siglo, que
parece escrita en el presente». Este carácter expresivo es el que había de señalar especialmente la
significación de la escuela musical española en el siglo XVI, a que pertenecen sus más notables
maestros.
Correspondientes a la época que ahora nos ocupa, señalan los documentos los nombres de los
maestros Peñalosa, Contreras. Castillo, Anchieta y otros, que los Reyes Católicos (Doña Isabel,
singularmente) tenían a sueldo, como jefes o directores de las músicas palaciegas. En la Lista de los
oficiales de la casa de la Reina Católica Doña Isabel (1498), en el Libro de la Cámara ya citado, y
en otros escritos de aquel tiempo, se mencionan, en efecto, las que podríamos llamar banda militar y
orquesta, o capilla de palacio. En la primera, que figuró en la guerra de Granada, tomaban parte
trompetas, clarines, chirimías, sacabuches, dulzainas y atabales. En la segunda, órganos,
clavicordios, laúdes y otros instrumentos, con más de 40 cantores. El príncipe Don Juan, que era
aficionadísimo a este arte y gustaba de cantar y tocar, tenía a su servicio no pocos músicos de todas
clases, y en el inventario de los objetos que Doña Isabel reunió en el Alcázar de Segovia (1503),
figuran no pocos instrumentos de viento y cuerda, colecciones de canto de órgano en latín,
castellano, italiano, francés y portugués, y cancioneros y coplas de Villasandino y Alonso de Baena.
De Anchieta se sabe que compuso una misa en que a las palabras religiosas se mezclaban
cantares populares, y Peñalosa fue autor de una Ensalada a seis voces en que se juntaban idiomas,
melodías y conceptos variados, combinados. De Juan del Enzina, aparte los villancicos y otras obras
ya citadas, se conservan varios romances, entre ellos uno dedicado a la rendición de Granada.

605. Modas y costumbres.


Para no repetir cosas ya explicadas en la época anterior y que se continúan en la presente
callaremos muchos particulares referentes a la inmoralidad de las costumbres, no corregida, y que
se refleja en obras literarias ya citadas y en otras que poco después se imprimieron, como el Pleito
del Manto (Cancionero toledano de 1520), la C...comedia y el Aposentamiento de Juvera, que
figuran en el Cancionero de obras de burla impreso en Valencia (1511).
No era menor el afán por el lujo. Los Reyes Católicos quisieron cortarlo, menudeando las
pragmáticas o leyes suntuarias (alguna de ellas, ya citada) y los moralistas tronaron contra él y
contra las fiestas cortesanas. Ejemplo de estas predicaciones son los dos Tratados que escribió Fray
Hernando de Talavera: uno, del vestir, del calzar y del comer, y otro de cómo se ha de ocupar una
señora cada día, para pasarle con provecho.
Por las noticias que trae el primero de ellos, se saben particularidades curiosas de los trajes de
entonces. Usábanse camisones, con cabezones ricamente labrados; jubones de brocado, a veces, de
dos colores; mangas enteras o tranzadas, sobre las del camisón; ropas largas y rozagantes o, por el
contrario, muy cortas y deshonestas; sayuelos con pliegues en las caderas; cintos de varias clases y
de rico adorno, con dagas, bolsas, escarcelas, etc.; calzas vizcaínas, italianas y de otras procedencias
abiertas y cerradas; botas francesas, delgadas y estrechísimas o zapatos de cuerda y puntas largas, y
borceguíes de colores, bordados. Los pechos iban encordados con cintas. El cabello, alto y
encrespado, o largo y muy peinado. Sobre él, caperuzas y carmañolas largas, capelos de gran ruedo,
con beca, sombreros de fieltro voleados y bonetes de colores. Las mujeres cuidaban mucho de sus
cabellos y los cubrían con tejidos de oro y seda, toquillas, bonetes, etc. Gustaban mucho también de
llevar profusión de alhajas en el pecho y sortijas en las manos, bajo los guantes, que eran de rigor
también en los hombres. Para cubrir la garganta usaban gorgueras transparentes, y para el busto
corpiños broslados de oro, que transparentaban las carnes. El calzado era de chapines, castellanos y
valencianos, muy realzados con corcho, como en la época anterior. Introdujéronse, por fin, los
llamados verdugos y caderas anchísimas (moda de Valladolid), que daban gran vuelo a las faldas y
549

briales. En cuanto a los mantos, que ya se usaban en la época anterior (§ 548) y servían muchas
veces para encubrir aventuras arriesgadas, empezaron a promover polémicas entre los moralistas:
polémicas que, en tiempo de Carlos I y después, adquirieron gran celebridad.
La reina Doña Isabel, no obstante sus sentimientos religiosos y lo grave de su carácter,
gustaba de presentarse en público ricamente ataviada, de lo cual dan testimonio viajeros
contemporáneos (como Rozmital) y el mismo Fray Hernando de Talavera, que censuró esas
vanidades. Usaba la reina trajes de terciopelo llenos de joyas y de piedras preciosas. Para recibir a
los embajadores de Carlos VIII, además de los ricos vestidos que ya poseía, estrenó uno de seda con
tres marcos de oro. En su entrada solemne en Barcelona (1481), iba montada en una hermosa mula,
sobre cojines de brocado, con vestidos tejidos de oro, gola de brocado, corona de oro guarnecida de
perlas, diamantes, balajes, rubíes y otras piedras de valor. El desfile de los gremios ante los reyes en
esta ocasión fue un derroche de ostentación. Pero no era sólo Doña Isabel la que gustaba de este
lujo. La casa real toda hallábase montada con gran aparato, como lo atestiguan las noticias que se
conservan de las «cámaras, de los príncipes e infantes (§ 601). El príncipe Don Juan entró en
Barcelona, en 1492, vestido de bellísimo brocado guarnecidas las mangas con gruesas perlas y al
cuello un collar de oro con diamantes, perlas y otras piedras. Respecto de la infanta Isabel, puede
verse la relación de las alhajas y los vestidos riquísimos que sus padres le entregaron al casarla, en
la Crónica de Pulgar.
Con estos ejemplos, no debe maravillar que la nobleza mantuviera sus hábitos de lujo, a pesar
de las leyes suntuarias. Así se vio en las justas celebradas en Barcelona el 5 de Agosto, de 1481. La
plaza en que se efectuaron y las casas de alrededor hallábanse adornadas con damascos y rasos; y el
rey, que rompió lanzas con algunos señores, vestía ricamente de brocado y oro, con corona de oro
también, guarnecida de piedras preciosas y rematada por el murciélago (Rat-Penat) característico de
las armas aragonesas. La reina, que presenció las justas desde una ventana, lucía traje de oro con
gran collar de perlas.
Reflejo de esta ostentación son las estatuas sepulcrales, cuyas, vestimentas acusan un lujo
extraordinario, como se ve en las de Don Juan II, Don Juan de Padilla, ti obispo de Burgos Don
Alonso de Cartagena y otras.
No eran menos aparatosas las fiestas de los españoles que vivían en Italia, donde el esplendor
de los nobles y el tipo general de vida convidaban a esto. Tal se ve en la Cuestión de Amor y
Dechado de amor y otras pinturas de costumbres napolitanas contemporáneas que hemos citado (§
600), en que se habla de las «justas de ocho Carreras», la carrera de lanza, el juego de cañas, las
danzas españolas —que gustaba mucho bailar a Lucrecia Borgia— y otras modas de aquí en trajes y
diversiones. Entre las danzas cortesanas del siglo XV figuraban la llamada Alta (de que se conserva
la música), la españoleta, el Paso y medio y otras de importación flamenca, e italiana.
Las corridas de toros —a que era muy aficionado César Borgia— seguían extendiéndose por
la Península, a pesar del horror que a Doña Isabel causaban. Felipe el Hermoso fue obsequiado de
este modo en Alcalá, Burgos, Chinchón, Madrid, Ocaña, Toledo y Valladolid.
Toda esta magnificencia exterior en el traje, ceremonias y fiestas, contrastaba con el tipo
sobrio y modesto de la vida ordinaria, no sólo del pueblo en general, sino de los reyes mismos. Un
viajero italiano, Quirini, caracterizó bien este contraste diciendo que los españoles eran pródigos los
días de gran fiesta y vivían tristemente el resto del año. Los gastos de palacio, no obstante el gran
número de empleados, no pasaban de una cantidad en maravedises equivalente a unas 500.000
pesetas. No tiene nada de extraño, con esto, que chocaran los hábitos de gula que los flamencos de
la corte de Felipe el Hermoso demostraban en la comida y bebida. Contra ellos protestaron Pedro
Mártir de Angleria y Villalobos, prefiriendo las costumbres modestas, quizá excesivamente
modestas, de la cocina española. No es dudoso que muchas veces esta sobriedad en la vida interior
fuese impuesta por el exagerado gasto de la exterior. Algún caso hemos visto en nobles catalanes (§
546), y tampoco fue raro en Aragón y en Castilla que los reyes poseedores de ricas alhajas, las
tuvieran que empeñar para comer o para otras necesidades urgentes. Es curioso advertir, a este
550

propósito, que a la muerte del monarca era costumbre sacar a la venta sus alhajas, cuadros y demás
muebles, para atender al pago de las deudas y mandas; pero el heredero de la corona solía adquirir
estos objetos en su mayor parte. De la Reina Católica sólo se enajenaron cuatro tablas y dos lienzos.
551

ÍNDICE GENERAL

PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN...............................................................................................................3


PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN..............................................................................................................7

PRELIMINARES
1. Condiciones geográficas de España.................................................................................................................8
2. Consecuencias de estas condiciones................................................................................................................9
3. Población de España......................................................................................................................................11
4. Relaciones históricas de España....................................................................................................................11
5. Razas y pueblos.............................................................................................................................................12
6. Razas y pueblos en España............................................................................................................................13
7. División de la historia de España...................................................................................................................14

EDAD ANTIGUA

I. TIEMPOS PRIMITIVOS
8. Historia de la Tierra.......................................................................................................................................15
9. Aparición del hombre.—Período arqueolítico en España.............................................................................16
10. La raza de Cromagnon.................................................................................................................................17
11. Desarrollo de esta civilización en España.—El período neolítico...............................................................18
12. Monumentos megalíticos.............................................................................................................................19
13. Origen de la civilización neolítica...............................................................................................................20
14. Progresos y fin de la civilización neolítica..................................................................................................20
15. Edad de los metales.....................................................................................................................................22
16. Resumen de estos tiempos.—Cómo deben entenderse................................................................................23

II. PRIMERAS POBLACIONES HISTÓRICAS


17. Primeras noticias históricas de España........................................................................................................24
18. Conclusiones probables...............................................................................................................................25
19. Los Celtas....................................................................................................................................................26
20. Cómo vivían los iberos y celtas...................................................................................................................27
21. Organización social y política.....................................................................................................................28
22. Las clases sociales.......................................................................................................................................29
23. Religión, cultura y costumbres....................................................................................................................30

III. COLONIZACIONES FENICIA Y GRIEGA


24. Los Fenicios.................................................................................................................................................31
25. Relaciones entre los fenicios y los habitantes de España............................................................................32
26. Restos de la colonización fenicia.................................................................................................................33
27. Fin de la dominación fenicia........................................................................................................................33
28. Los griegos en España.................................................................................................................................34
29. Organización de las colonias griegas...........................................................................................................35
30. Influencia de la civilización griega sobre los españoles..............................................................................35

IV. LA DOMINACIÓN CARTAGINESA


31. Los cartagineses en España.........................................................................................................................36
32. Conquista general de España.......................................................................................................................36
33. El imperio de los Barcas..............................................................................................................................37
34. La cuestión de Sagunto................................................................................................................................37
35. Entrada de los romanos en España..............................................................................................................38
36. Publio Cornelio Escipión.—Fin de la dominación cartaginesa en España..................................................39
37. Efectos de la dominación cartaginesa.—Organización de las colonias españolas......................................39
552

V. LA DOMINACIÓN ROMANA
1.—CONQUISTA MILITAR DE ESPAÑA
38. La conquista.—Primeras luchas..................................................................................................................41
39. Tiberio Graco.—Primeros ensayos de organización...................................................................................42
40. Estado general de España............................................................................................................................42
41. Primera guerra de Numancia.......................................................................................................................42
42. Sigue la sublevación de los Lusitanos.........................................................................................................43
43. Nuevas guerras con Numancia y con los Gallegos y Astures.....................................................................44
44. Guerra de Seriorio........................................................................................................................................45
45. Fin de la guerra............................................................................................................................................45
46. Nueva guerra civil romana...........................................................................................................................46
47. Guerras en España.......................................................................................................................................47
48. Invasiones de moros y de francos................................................................................................................47
2.—ORGANIZACIÓN POLÁTICA Y ADMINISTRATIVA
49. Primeras medidas de organización..............................................................................................................47
50. Procedimiento de dominación.....................................................................................................................48
51. La romanización de la Península.................................................................................................................49
52. Reformas de los emperadores......................................................................................................................49
53. Gobierno de las provincias de la primera época imperial............................................................................50
54. Legislación general......................................................................................................................................51
55. Ejército provincial.......................................................................................................................................51
56. La Hacienda provincial................................................................................................................................52
57. Gobierno local.............................................................................................................................................52
58. Régimen municipal......................................................................................................................................52
59. Hacienda municipal e instituciones que mantenía.......................................................................................53
60. La unificación jurídica.................................................................................................................................53
61. La época de oro de España..........................................................................................................................54
62. Decadencia del imperio romano y de las provincias...................................................................................54
63. Últimas reformas.........................................................................................................................................55
3.—ORGANIZACIÓN Y VIDA SOCIAL
64. Clases sociales.............................................................................................................................................56
65. Corporaciones y sociedades.........................................................................................................................56
66. Las clases sociales y las corporaciones en el siglo IV.................................................................................56
67. Las instituciones sociales.............................................................................................................................57
68. La religión.—El paganismo romano............................................................................................................58
69. El Cristianismo.—Las persecuciones..........................................................................................................58
70. Organización de la Iglesia cristiana.............................................................................................................59
71. Las herejías..................................................................................................................................................60
4.—INDUSTRIA Y COMERCIO
72. Estado económico de España.—Movimiento industrial..............................................................................61
73. El Comercio.—Vías de comunicación........................................................................................................62
74. Otros medios favorecedores del comercio...................................................................................................62
5. CULTURA INTELECTUAL Y ARTÍSTICA.—VIDA PRIVADA
75. Cultura científica.........................................................................................................................................63
76. Instrucción pública.......................................................................................................................................63
77. La Literatura................................................................................................................................................64
78. Literatura hispanocristiana...........................................................................................................................65
79. Industrias literarias.......................................................................................................................................65
80. Las Artes.—La Arquitectura.......................................................................................................................65
81. Monumentos romanos en España................................................................................................................66
82. Industrias artísticas......................................................................................................................................67
83. Monumentos cristianos................................................................................................................................67
84. Las iglesias...................................................................................................................................................68
85. Los monumentos indígenas.........................................................................................................................68
86. La vida privada............................................................................................................................................68
87. Costumbres generales..................................................................................................................................69
553

EDAD MEDIA
PRIMERA ÉPOCA. LA DOMINACIÓN VISIGODA
1.—HISTORIA POLÍTICA EXTERNA
88. Los Bárbaros................................................................................................................................................70
89. Primeros germanos que entran en España...................................................................................................71
90. Efectos de la invasión..................................................................................................................................71
91. Los Godos....................................................................................................................................................71
92. Ulfilas..........................................................................................................................................................72
93. Los Visigodos en las provincias romanas....................................................................................................72
94. Los Visigodos en España.............................................................................................................................73
95. Los Visigodos como aliados del Imperio....................................................................................................73
96. Guerras en España.......................................................................................................................................74
97. Teodoredo....................................................................................................................................................74
98. La monarquía sueva.....................................................................................................................................75
99 Nuevas guerras con el Imperio y con los Suevos.........................................................................................75
100. Eurico.—La conquista de España..............................................................................................................76
101. Poderío y política de Eurico......................................................................................................................76
102. Los Francos................................................................................................................................................77
103. Visigodos y Francos..................................................................................................................................77
104. Intervención de los Ostrogodos.................................................................................................................77
105. Regencia de Teodorico..............................................................................................................................78
106. Amalarico y Teudis....................................................................................................................................78
107. Agila.—Los Bizantinos en España............................................................................................................79
108. Atanagildo.—La guerra contra los Bizantinos..........................................................................................79
109. Situación política de España......................................................................................................................79
110 Liuvigildo, rey único.—Desórdenes interiores...........................................................................................80
111. Nuevas conquistas.....................................................................................................................................80
112. La guerra civil.—Liuvigildo y Hermenegildo...........................................................................................81
113. Destrucción del reino suevo.—Últimas campañas de Liuvigildo.............................................................82
114. Recaredo.—El catolicismo, religión oficial...............................................................................................82
115. Resistencia del partido arriano...................................................................................................................82
116. Medidas organizadoras de Recaredo.........................................................................................................83
117. Sucesores de Recaredo..............................................................................................................................83
118. Política interior..........................................................................................................................................83
119. La lucha entre la monarquía,y la nobleza..................................................................................................84
120. La fusión de razas......................................................................................................................................84
121 Wamba.—Guerras y reformas interiores....................................................................................................85
l22. La decadencia visigoda...............................................................................................................................85
123. Witiza y su hijo..........................................................................................................................................86
124. Rodrigo.—La invasión árabe.....................................................................................................................86
125. La conquista árabe y el fin de la monarquía visigoda...............................................................................87
2.—ORGANIZACIÓN SOCIAL Y POLÍTICA.....................................................................................................88
126. Elementos civilizadores en la época visigoda...........................................................................................88
127. Estado social..............................................................................................................................................88
128. La familia...................................................................................................................................................89
129. Clases sociales...........................................................................................................................................89
130. La división de tierras.................................................................................................................................90
131. La monarquía.............................................................................................................................................90
132. Los auxiliares del rey.................................................................................................................................91
133. Las leyes....................................................................................................................................................92
134. Organización administrativa......................................................................................................................93
135. El ejército...................................................................................................................................................93
136. La Iglesia católica......................................................................................................................................94
3.—VIDA INTELECTUAL Y ECONÓMICA.—COSTUMBRES.......................................................................95
137 Elementos de cultura...................................................................................................................................95
138. Lengua y escritura......................................................................................................................................95
139. Movimiento literario. Escritores................................................................................................................96
140. Cultura artística..........................................................................................................................................97
554

141. Comercio e industria..................................................................................................................................98


142. Costumbres generales................................................................................................................................98

SEGUNDA ÉPOCA.—LA DOMINACIÓN MUSULMANA Y LA RECONQUISTA

1.—PRIMEROS TIEMPOS DE LA DOMINACIÓN. EL EMIRATO DEPENDIENTE


143. Los nuevos conquistadores de España.....................................................................................................100
144. Organización del imperio musulmán.......................................................................................................100
145. El Noroeste de África.—Los moros........................................................................................................101
146. Afianzamiento de la dominación árabe en España..................................................................................101
147. Conducta de los musulmanes en sus conquistas......................................................................................102
148. Organización administrativa y social de lo conquistado.........................................................................102
149. Luchas interiores de la España árabe.......................................................................................................104
150. Abderrahmán...........................................................................................................................................105
151. Los núcleos cristianos de resistencia.......................................................................................................105
152. El reino de Asturias.................................................................................................................................106

2.—EL EMIRATO INDEPENDIENTE Y EL CALIFATO DE CÓRDOBA


153. Abderrahmán I.........................................................................................................................................107
154. Sublevaciones del partido religioso y del nacional..................................................................................107
155. Los Normandos........................................................................................................................................108
156. Persecuciones de cristianos......................................................................................................................109
157. El partido español....................................................................................................................................109
158. El reino independiente de Omar-ben-Hafsún..........................................................................................110
159. La aristocracia árabe y los renegados......................................................................................................111
160 Abderrahmán III.—El Califato.................................................................................................................111
161. Esplendor del Califato de Córdoba..........................................................................................................112
162. Almanzor.—Sus victorias........................................................................................................................112
163. La dinastía de Almanzor y los últimos califas.........................................................................................113
164. El reino de Oviedo...................................................................................................................................113
165. Centros cristianos del Pirineo..................................................................................................................114
166. El Condado de Barcelona........................................................................................................................115
167. Progresos del reino de Oviedo.................................................................................................................115
168. Los reinos cristianos desde Ordoño II a Ramiro II.—Castilla.................................................................116
169. Sumisión de los reinos cristianos al califato............................................................................................117
170. Reorganización de los reinos cristianos...................................................................................................118

3.—ESTADO SOCIAL Y CULTURA DEL SIGLO VIII AL XI


I.—TERRITORIOS MUSULMANES
171.—Relaciones entre el mundo musulmán y el cristiano............................................................................119
172. Clases sociales.........................................................................................................................................120
173. Los judíos.................................................................................................................................................121
174. Gobierno y administración......................................................................................................................121
175. Los mozárabes.........................................................................................................................................123
176. Ejército y costumbres militares...............................................................................................................123
177. Las leyes musulmanas.............................................................................................................................124
178. Religión....................................................................................................................................................125
179. Riqueza y población................................................................................................................................126
180. Comercio e industria................................................................................................................................126
181 Idiomas de la España musulmana.............................................................................................................128
182. La enseñanza musulmana........................................................................................................................129
183. La literatura..............................................................................................................................................130
184. La filosofía y las ciencias........................................................................................................................131
185. Cultura de la mujer..................................................................................................................................132
186. Bibliotecas...............................................................................................................................................132
187. Arquitectura árabe...................................................................................................................................133
188. Artes figuradas e industriales...................................................................................................................134
189. Costumbres..............................................................................................................................................135
190. Influencia de la civilización árabe en los territorios cristianos................................................................136
555

2.—TERRITORIOS CRISTIANOS
191. Diversidad regional..................................................................................................................................137
Reinos de Asturias, León y Castilla
192. Los nobles................................................................................................................................................138
193. Los patrocinados......................................................................................................................................139
194. Clases serviles o esclavas........................................................................................................................139
195. La manumisión........................................................................................................................................140
196. Progresos de la clase servil......................................................................................................................141
197. El poder real.............................................................................................................................................141
198. El poder señorial......................................................................................................................................141
199. El poder eclesiástico................................................................................................................................142
200. La administración pública........................................................................................................................143
201. El señorío y el feudalismo.......................................................................................................................144
202. Los señoríos plebeyos..............................................................................................................................145
203. Legislación...............................................................................................................................................146
204. Comercio e Industria.—Régimen económico..........................................................................................147
205. Cultura general.........................................................................................................................................149
206. Costumbres..............................................................................................................................................150
207. Desarrollo artístico...................................................................................................................................151
Navarra, Aragón y Cataluña
208. Clases sociales.........................................................................................................................................152
209. Poder público...........................................................................................................................................154
210. El feudalismo...........................................................................................................................................155
211. La jurisdicción civil.................................................................................................................................155
212. Las leyes..................................................................................................................................................156
213. Organización religiosa.—Los monjes de Cluny......................................................................................156
214. Cultura general.........................................................................................................................................157
215. Comercio, artes y costumbres..................................................................................................................158

TERCERA ÉPOCA.—LAS GRANDES CONQUISTAS CRISTIANAS (SIGLOS XI AL XIII)


216. Carácter general de la época....................................................................................................................159

I—HISTORIA POLÍTICA EXTERNA


Los Estados musulmanes
217. Los reinos de Taifas.................................................................................................................................159
218. Predominio del reino de Sevilla...............................................................................................................160
219. Los Almorávides......................................................................................................................................161
220. Invasión de los Almorávides...................................................................................................................161
221. La dominación almorávid........................................................................................................................162
222. Los Almohades........................................................................................................................................163
223. Guerra con los cristianos.........................................................................................................................163
224. Nueva disgregación de los Estados musulmanes.....................................................................................164
Reinos de León y Castilla
225. Fernando I.—Comienzan las grandes conquistas....................................................................................164
226. Guerra civil..............................................................................................................................................165
227. La conquista de Toledo............................................................................................................................165
228. Consecuencias militares de la toma de Toledo........................................................................................166
229. El Cid.......................................................................................................................................................167
230. El Estado independiente de Valencia......................................................................................................168
231. El reinado de Doña Urraca......................................................................................................................168
232. Anarquía política.....................................................................................................................................169
233. El Obispo Don Diego Gelmírez...............................................................................................................170
234. Alfonso VII.—Cuestiones políticas.........................................................................................................171
235. Conquistas en territorio musulmán..........................................................................................................171
236 El imperio de España................................................................................................................................171
237. Nueva división de León y Castilla...........................................................................................................172
556

238. Minoridad de Alfonso VIII......................................................................................................................173


239. La guerra contra los moros......................................................................................................................173
240. El reino de Portugal.................................................................................................................................174
241. Don Enrique I y Doña Berenguela...........................................................................................................175
242. Las grandes conquistas de Fernando III..................................................................................................175
243. Reformas políticas y militares.—Condiciones personales de Fernando III............................................176
Reino de Aragón
244. Primeros años del reino de Aragón.—Unión con Navarra......................................................................177
245. Alfonso I.—Las grandes conquistas........................................................................................................177
246. Ramiro II.—Separación de Navarra y unión con Cataluña.....................................................................177
247. Alianza con Castilla.—Anexión de territorios franceses.........................................................................178
248 Guerra contra los moros.—Cambio de política con Castilla....................................................................178
249. El condado de Montpellier y el de Urgel.................................................................................................179
250. La infeudación al Papa.............................................................................................................................179
251. La cruzada contra los Albigenses............................................................................................................179
252. La minoridad de Jaime I..........................................................................................................................180
253. La conquista de Baleares y de Valencia..................................................................................................181
254. Conquista de Murcia y cruzada a Palestina.............................................................................................182
255 Luchas con la nobleza.—Política del rey.................................................................................................183
256. Muerte de Don Jaime.—Su carácter y condiciones personales...............................................................183
Cataluña
257. Precedentes..............................................................................................................................................183
258. Ramón Berenguer I (1035-1076).............................................................................................................184
259. Los Usatges.—La expedición a Murcia...................................................................................................184
260. Límites del dominio de la casa de Barcelona..........................................................................................185
261 Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II.............................................................................................185
262. Engrandecimiento territorial del condado.—Conquistas marítimas........................................................185
263. Ramón Berenguer IV. Nuevas conquistas y unión con Aragón..............................................................186
Navarra
264. Los descendientes de Sancho el Mayor...................................................................................................186
265. Navarra feudataria de Francia..................................................................................................................187

2.—ORGANIZACIÓN SOCIAL, POLÍTICA Y ADMINISTRATIVA (SIGLOS XI AL XIII)


Los Estados musulmanes
266. La forma de gobierno...............................................................................................................................187
267. Ceremonial regio.....................................................................................................................................188
268. Clases sociales musulmanas....................................................................................................................188
269. La distribución de la propiedad...............................................................................................................189
270. Los judíos.................................................................................................................................................189
271. Los mozárabes.........................................................................................................................................190
León y Castilla
272. Clases sociales.........................................................................................................................................190
273. Los nobles................................................................................................................................................190
274. El clero.....................................................................................................................................................192
275. La clase media.........................................................................................................................................193
276. Clases serviles..........................................................................................................................................193
277. Revoluciones de siervos y burgueses......................................................................................................194
278. Los extranjeros.........................................................................................................................................195
279. Los judíos.................................................................................................................................................196
280. Los mudéjares.—Su origen.....................................................................................................................196
281. Condición social de los mudéjares..........................................................................................................197
282. Los mozárabes.........................................................................................................................................198
283. El poder político y la administración.......................................................................................................199
284. El poder real.............................................................................................................................................199
285. La administración real.............................................................................................................................200
286. Las Cortes................................................................................................................................................200
287. Modo de celebrarse..................................................................................................................................201
557

288. La legislación...........................................................................................................................................201
289. El gobierno municipal..............................................................................................................................202
290. Independencia municipal.........................................................................................................................203
291. Tributos concejiles...................................................................................................................................203
292. Hacienda municipal.................................................................................................................................204
293. Organización de los señoríos...................................................................................................................205
294. Organización judicial...............................................................................................................................206
295. Penalidad..................................................................................................................................................207
296. Dificultades de la administración de justicia.—El fuero eclesiástico......................................................208
297. El ejército.................................................................................................................................................208
298. Las Órdenes militares..............................................................................................................................209
299. Modo de hacer la guerra..........................................................................................................................210
300. La marina.................................................................................................................................................210
301. La Iglesia.................................................................................................................................................211
302. La disciplina y el rito...............................................................................................................................212
303. Las jurisdicciones....................................................................................................................................213
304. Bienes de las iglesias y monasterios........................................................................................................214
305. Las Órdenes mendicantes........................................................................................................................214
306. Costumbres de los clérigos españoles......................................................................................................215
307. El matrimonio..........................................................................................................................................215
308. El derecho de familia...............................................................................................................................216
309. La parentela.............................................................................................................................................217
Aragón
310. Clases sociales.........................................................................................................................................218
311. Los extranjeros.........................................................................................................................................218
312. Régimen político y administración pública.............................................................................................220
313. Los municipios o universidades...............................................................................................................220
314. Las Cortes................................................................................................................................................221
315. Legislación...............................................................................................................................................222
316. El sistema tributario.................................................................................................................................222
317. Ejército y marina......................................................................................................................................223
318. La Iglesia.................................................................................................................................................224
319. La familia.................................................................................................................................................224
Cataluña
320. Clases sociales.........................................................................................................................................225
321. Organización política general..................................................................................................................226
322. Los municipios.........................................................................................................................................227
323. Tributación general..................................................................................................................................228
324. Las Cortes................................................................................................................................................228
325. Legislación...............................................................................................................................................228
326. Ejército y marina......................................................................................................................................229
327. La Iglesia.................................................................................................................................................229
328. La familia.................................................................................................................................................230
Baleares y Valencia
329. Organización de los territorios baleáricos...............................................................................................231
330. Valencia.—Las clases sociales................................................................................................................231
331. Organización política.—Legislación.......................................................................................................232
Navarra
332. Clases sociales.........................................................................................................................................232
333. Organización política...............................................................................................................................233
334. Legislación...............................................................................................................................................234

3.—DESARROLLO MATERIAL E INTELECTUAL


Los Estados musulmanes
335 Industria y comercio.................................................................................................................................235
336. Cultura.....................................................................................................................................................235
337. Las ciencias..............................................................................................................................................236
558

338. La filosofía...............................................................................................................................................237
339. La literatura..............................................................................................................................................238
340. Los literatos judíos...................................................................................................................................239
341. Las artes...................................................................................................................................................239
342. Costumbres..............................................................................................................................................240
Castilla
343. La agricultura...........................................................................................................................................241
344. La ganadería.............................................................................................................................................242
345. Industrias manufactureras........................................................................................................................242
346. El Comercio.............................................................................................................................................243
347. Cultura.....................................................................................................................................................244
348. Las Universidades....................................................................................................................................245
349. El idioma..................................................................................................................................................246
350. La literatura..............................................................................................................................................247
351. El mester de clerecía y la influencia provenzal.......................................................................................248
353. La literatura histórica y científica............................................................................................................250
353. La arquitectura románica.........................................................................................................................251
354. La arquitectura gótica..............................................................................................................................252
355. Edificios góticos en España.....................................................................................................................253
356. La arquitectura mudéjar...........................................................................................................................254
357. Las demás artes........................................................................................................................................255
358. El mobiliario............................................................................................................................................256
359. Costumbres.—La casa y la mujer............................................................................................................257
360. Costumbres de los hombres.....................................................................................................................258
361. Fiestas y costumbres militares.................................................................................................................259
Aragón y Cataluña
362. Agricultura e industrias............................................................................................................................260
363. Comercio, marina, moneda......................................................................................................................261
364. Movimiento intelectual............................................................................................................................263
365. La literatura..............................................................................................................................................264
366. Arte..........................................................................................................................................................265
367. Costumbres..............................................................................................................................................266
Navarra
368. Navarra....................................................................................................................................................267

CUARTA ÉPOCA.—EL FIN DE LA RECONQUISTA Y EL COMIENZO DE LA UNIDAD NACIONAL


(SIGLOS XIII-XV)
369. Caracteres generales................................................................................................................................268

1.—HISTORIA POLÍTICA EXTERNA


León y Castilla
370 Alfonso X.—Guerra con los moros..........................................................................................................268
371. La aspiración al Imperio..........................................................................................................................269
372. Las luchas interiores................................................................................................................................270
373. La cuestión dinástica.—Muerte de Alfonso X........................................................................................271
374. Sancho IV.—Siguen las luchas políticas.................................................................................................272
375. Nueva anarquía.—Doña María de Molina y Fernando IV......................................................................272
376. Alfonso XI.—Nueva minoridad anárquica..............................................................................................273
377. Invasión africana......................................................................................................................................274
378. Importancia del reinado de Alfonso XI...................................................................................................274
379. Don Pedro I.—La nobleza, la familia Real y los bastardos.....................................................................274
380. Luchas con la nobleza y con los bastardos..............................................................................................275
381. Don Pedro, Doña Blanca de Borbón y Doña María de Padilla...............................................................276
382. La liga contra los Padilla y contra el rey.................................................................................................276
383. Primera y segunda guerra con Aragón.—Nuevas crueldades de Don Pedro..........................................277
384. Guerra con los moros.—El rey Bermejo.—Nueva guerra con Aragón...................................................278
385. Las Compañías blancas.—Victorias de Don Enrique..............................................................................278
559

386. Nuevas alianzas de Don Pedro.—Derrota de Don Enrique.—Montiel...................................................279


387. Enrique. II.—Luchas en el interior y en el exterior.................................................................................279
388. Don Juan I.—Guerra con Portugal.—Aljubarrota...................................................................................280
389. Alianza con la Casa de Inglaterra.—Legitimación de la rama bastarda..................................................280
390. Nuevas luchas con la nobleza. La cuestión del Papado...........................................................................281
391. Guerra con Portugal y los moros.—Relaciones diplomáticas.—Las Canarias.......................................281
392. Minoridad de Don Juan II........................................................................................................................282
393. Don Álvaro de Luna.—Luchas con la nobleza........................................................................................282
394. Enrique IV.—Nuevas luchas con la nobleza...........................................................................................283
395. La lucha política.—Destronamiento de Don Enrique.—Olmedo............................................................284
396. Tratado de Guisando.—Doña Isabel y Don Enrique...............................................................................284
397. Guerra civil.—Reconocimiento definitivo de Doña Isabel.....................................................................285
Aragón, Cataluña y Valencia
398. Los hijos de Jaime I.................................................................................................................................285
399. Política interior de Pedro III....................................................................................................................285
400. Política exterior.—Túnez.—Sicilia.........................................................................................................286
401. Conquista de Sicilia.—Guerra con Francia y desavenencias con el Papa...............................................286
402. Alfonso III.—Cuestiones internacionales................................................................................................287
403. Cuestiones interiores.—El Privilegio de la Unión...................................................................................288
404. Jaime II.—Terminación de la lucha con el Papa y con Francia..............................................................288
405. Sucesos en la península.—Conquista de Cerdeña...................................................................................289
406. La expedición de catalanes y aragoneses a Oriente.—El ducado de Atenas...........................................289
408. Pedro IV.—Guerra con los moros.—Reincorporación de Mallorca y Rosellón.....................................290
409. Luchas interiores con la Unión.—Revocación del Privilegio.................................................................291
410. Guerras exteriores, en Cerdeña y con Castilla.—Señorío del ducado de Atenas....................................292
411. Juan I y Martín I......................................................................................................................................292
412. Términos de la cuestión dinástica.—El compromiso de Caspe...............................................................293
413. Guerra dinástica.......................................................................................................................................294
414. El Papado.—Cuestiones interiores..........................................................................................................294
415. Guerra de Italia.—Incorporación de Nápoles a la corona de Aragón......................................................294
416. Estado de la política interior.—El príncipe de Viana..............................................................................295
417. Guerra civil.—Propósitos de independencia en Cataluña.......................................................................295
Mallorca
418. Historia política externa...........................................................................................................................296
Navarra
419. Casa de Francia y Casa de Evreux...........................................................................................................296
420. Casa de Aragón.—La guerra de sucesión................................................................................................297
421. Últimos reyes de Navarra........................................................................................................................297
Provincias Vascongadas
422. Historia externa hasta la incorporación a Castilla...................................................................................297
Los Estados moros
423. Situación general.....................................................................................................................................298
424. Relación con los reinos cristianos y estado interior.................................................................................299

2.—ORGANIZACIÓN SOCIAL Y POLÍTICA


León y Castilla
1.—CLASES SOCIALES
425. Sentido de la evolución social.................................................................................................................299
426. Los nobles................................................................................................................................................300
427. Los caballeros de las Órdenes militares...................................................................................................301
428. El canciller Ayala y Don Pedro Téllez Girón..........................................................................................302
429. El clero.....................................................................................................................................................303
430. La clase media.........................................................................................................................................304
431. Liberación de las clases serviles..............................................................................................................305
432. Los mudéjares..........................................................................................................................................307
433. Los judíos.................................................................................................................................................309
560

434. Los conversos..........................................................................................................................................310


2.—EL ESTADO
435. Factores políticos.....................................................................................................................................311
436. Vicisitudes de la lucha.—Los programas políticos.................................................................................312
437. Gérmenes de decadencia en la nobleza...................................................................................................314
438. Alcance del poder real.............................................................................................................................314
439. Concepto ideal del monarca.....................................................................................................................316
440. Orden de suceder.—El Principado de Asturias.......................................................................................316
441. Organismo palaciego...............................................................................................................................317
442. El Consejo real.........................................................................................................................................317
443. Funcionarios de la Administración central..............................................................................................318
444. La administración de justicia...................................................................................................................319
445. Reformas posteriores a Don Alfonso X...................................................................................................321
446. Las penas y los procedimientos...............................................................................................................322
447. Los rieptos...............................................................................................................................................324
448. La Hacienda real......................................................................................................................................325
449. Organización de la Hacienda...................................................................................................................326
450. Los municipios libres...............................................................................................................................327
451. Las behetrías............................................................................................................................................330
452. Los señoríos.............................................................................................................................................331
453. Las Cortes................................................................................................................................................332
454. La legislación.—Los fueros municipales y el Fuera Real.......................................................................335
455. El Setenario, el Espéculo y Las Partidas.................................................................................................336
456. La legislación desde Alfonso XI a los Reyes Católicos..........................................................................338
457. Ejército y Marina.....................................................................................................................................339
3. LA IGLESIA
458. Costumbres y organización del clero.......................................................................................................341
459. La Iglesia y el Estado...............................................................................................................................342
460. Vida económica de la Iglesia...................................................................................................................343
461. Herejías y supersticiones.........................................................................................................................344
462. Las peregrinaciones y los romeros..........................................................................................................345
4.—INSTITUCIONES SOCIALES
463. La sociedad familiar................................................................................................................................346
464. La propiedad.—Instituciones económicas...............................................................................................347
465. Los gremios y las cofradías.....................................................................................................................349
Aragón
466. Clases sociales.........................................................................................................................................350
467. Judíos y mudéjares...................................................................................................................................352
468. La organización política.—El Justicia de Aragón...................................................................................353
469. La legislación...........................................................................................................................................355
470. La administración de justicia...................................................................................................................356
471. Administración general, Hacienda y Ejército..........................................................................................357
472. La Iglesia.................................................................................................................................................359
473. Instituciones sociales...............................................................................................................................360
Cataluña
474. Nobles y payeses......................................................................................................................................361
475. La guerra social de los payeses................................................................................................................362
476. Decadencia de la nobleza.........................................................................................................................363
477. El poder burgués......................................................................................................................................364
478. Hegemonía de Barcelona.—El ciudadano honrado.................................................................................366
479. Mudéjares, judíos y esclavos...................................................................................................................368
480. El organismo político general..................................................................................................................369
481. La legislación...........................................................................................................................................370
482. La administración de justicia y el derecho penal.....................................................................................371
483. La Hacienda general y municipal............................................................................................................372
484. El ejército y la marina.—La piratería......................................................................................................372
485. La Iglesia feudal en Cataluña..................................................................................................................373
561

486. Reformas en la organización familiar.—Los gremios.............................................................................375


Valencia
487. Luchas sociales y políticas.......................................................................................................................376
488. La diversidad legislativa y los territorios valencianos.............................................................................377
489. Especialidades de la administración pública...........................................................................................378
490. Mudéjares y judíos...................................................................................................................................379
491. Poderío valenciano...................................................................................................................................379
492. Instituciones sociales...............................................................................................................................380
Baleares
493. Nobles, ciudadanos y rurales...................................................................................................................381
495. La monarquía balear................................................................................................................................385
496. El gobierno general y las cuestiones municipales...................................................................................385
497. Sublevaciones de los forenses.................................................................................................................387
498. Instituciones sociales...............................................................................................................................388
Navarra
499. Clases sociales.........................................................................................................................................389
500. La vida política........................................................................................................................................390
501. La familia navarra....................................................................................................................................391
502. El régimen vecinal y las asociaciones.....................................................................................................393
Provincias vascongadas
503. Organización social y política de Álava..................................................................................................393
504. Organización social y política de Vizcaya...............................................................................................395
505. Organización social de Guipúzcoa..........................................................................................................396
506. Gobierno y administración......................................................................................................................397
507. Relaciones entre las tres provincias.—Los bandos políticos...................................................................399
Reino musulmán de Granada
508. Vicisitudes sociales y políticas................................................................................................................400

II.—INDUSTRIA Y COMERCIO
Castilla
509. Producciones e industrias........................................................................................................................402
510. Política económica...................................................................................................................................404
511. Ferias, mercados, moneda y establecimientos mercantiles.....................................................................406
512. Obras públicas.........................................................................................................................................408
Aragón, Cataluña y Valencia
513. Producciones e industrias........................................................................................................................408
514. Comercio..................................................................................................................................................409
515. El proteccionismo barcelonés..................................................................................................................411
516. Las obras públicas....................................................................................................................................412
Mallorca
517. Grandeza y decadencia del comercio mallorquín....................................................................................413
Navarra
518. Industrias y comercio...............................................................................................................................415
Reino de Granada
519.—Reino de Granada.................................................................................................................................415

III.—CULTURA
Castilla
520. Factores y dirección de la cultura castellana...........................................................................................416
521. Establecimientos de enseñanza................................................................................................................417
522. Bibliotecas y libros..................................................................................................................................420
523. La enseñanza de los mudéjares y judíos..................................................................................................420
524. Movimiento científico.............................................................................................................................421
562

525. Las ciencias filosóficas y morales...........................................................................................................423


526. Los jurisconsultos....................................................................................................................................425
527. Dirección de la historia literaria..............................................................................................................426
528. La lírica gallega y la provenzal................................................................................................................427
529. La literatura didáctica y satírica...............................................................................................................428
530. La influencia clásica y la italiana en literatura........................................................................................429
531. Los géneros épicos...................................................................................................................................430
532. Historiadores y retóricos..........................................................................................................................432
533. La literatura dramática.............................................................................................................................433
534. La literatura mudéjar................................................................................................................................433
535. La arquitectura.........................................................................................................................................433
536. La escultura y otras artes plásticas...........................................................................................................435
537. La pintura.................................................................................................................................................437
538. La música.................................................................................................................................................438
539. Costumbres y modas................................................................................................................................439
Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca
540. Las Universidades, las escuelas y la imprenta.........................................................................................441
541. Cultura científica.....................................................................................................................................443
542. El idioma y las corrientes literarias.........................................................................................................446
543. Los literatos catalanes..............................................................................................................................448
544. Los literatos aragoneses y los castellanos de la Corona de Aragón........................................................449
545. La literatura dramática.............................................................................................................................450
546. Arquitectura, escultura y sus derivados...................................................................................................451
547. Pintura y música......................................................................................................................................452
548. El lujo y la inmoralidad...........................................................................................................................454
549. Diversiones.—Costumbres varias............................................................................................................456
550. La civilización aragonesa-catalana en el extranjero................................................................................458
Navarra
551. Cultura intelectual....................................................................................................................................460
552. Las artes...................................................................................................................................................461
553. Costumbres..............................................................................................................................................462
Los musulmanes granadinos
554. Cultura intelectual....................................................................................................................................464
555. Las artes, los trajes y el lujo.....................................................................................................................465

QUINTA ÉPOCA.—ESTABLECIMIENTO DE LA UNIDAD POLÍTICA Y DE LA MONARQUÍA


ABSOLUTA (1479-1517)
I. HISTORIA POLÍTICA EXTERNA
556. Pacificación de los territorios castellanos................................................................................................468
557. La conquista del reino de Granada..........................................................................................................470
558. Capitulación de Granada y sus consecuencias.........................................................................................471
559. Cristóbal Colón........................................................................................................................................473
560. El descubrimiento de América y el reparto con los portugueses.............................................................474
561. Política africana.......................................................................................................................................477
562. Política antifrancesa y alianzas matrimoniales........................................................................................478
563. La guerra de Italia....................................................................................................................................480
564. Nueva separación de Aragón y Castilla...................................................................................................480
565. Regencia de Don Fernando.—Conquistas en África y anexión de Navarra............................................481
566. La regencia de Cisneros...........................................................................................................................482
II.—REFORMAS SOCIALES
567. Cambios en la nobleza castellana............................................................................................................483
568. Los vasallos y los siervos señoriales.......................................................................................................485
569. La Sentencia arbitral de Guadalupe y sus efectos...................................................................................487
570. Los mudéjares y los moriscos..................................................................................................................488
571. Expulsión de los judíos............................................................................................................................490
572. Los conversos y la Inquisición................................................................................................................492
573. Los conversos de Aragón y Cataluña......................................................................................................494
563

547. Los gitanos y los indios...........................................................................................................................496


575. La gestión del P. Las Casas.....................................................................................................................498
576. La reforma del clero.................................................................................................................................499
577. Las reformas del derecho privado............................................................................................................501
III.—REFORMAS POLÍTICAS
578. Alcance político de la unión personal de los Reyes Católicos................................................................502
579. La centralización en Castilla....................................................................................................................503
580. La centralización en Cataluña..................................................................................................................506
581. El organismo burocrático.........................................................................................................................507
582. La administración de justicia...................................................................................................................509
583. La nueva Santa Hermandad.....................................................................................................................511
584. La Inquisición..........................................................................................................................................512
585. La Hacienda.............................................................................................................................................514
586. El nuevo ejército......................................................................................................................................516
587. Colón y el gobierno de los territorios americanos...................................................................................518
588. Organización administrativa de las Indias...............................................................................................519
589. La legislación...........................................................................................................................................521
590. El Estado y la Iglesia...............................................................................................................................522
IV.—DESARROLLO INDUSTRIAL Y MERCANTIL
591. Protección a las industrias.......................................................................................................................524
592. Reglamentación de oficios.......................................................................................................................526
593. Menosprecio de la agricultura.................................................................................................................527
594. El comercio en Castilla............................................................................................................................528
595. El comercio en Cataluña y Mallorca.......................................................................................................529
596. El comercio y la industria en las colonias...............................................................................................530
V—CULTURA Y COSTUMBRES
597. La enseñanza y la cultura clásica.............................................................................................................532
598. Filósofos, juristas y científicos................................................................................................................535
599. Carácter de la literatura en esta época.....................................................................................................538
600. Principales poetas....................................................................................................................................539
601. Los géneros en prosa...............................................................................................................................541
602. El teatro profano......................................................................................................................................543
603. La arquitectura, la escultura y las artes similares....................................................................................544
604. Pintura y música......................................................................................................................................546
605. Modas y costumbres................................................................................................................................548
564

CLÁSICOS DE HISTORIA
http://clasicoshistoria.blogspot.com.es/

63 Sebastián Miñano, Diccionario biográfico de la Revolución Francesa y su época


62 Conde de Romanones, Notas de una vida (1868-1912)
61 Agustín Alcaide Ibieca, Historia de los dos sitios de Zaragoza
60 Flavio Josefo, Las guerras de los judíos.
59 Lupercio Leonardo de Argensola, Información de los sucesos de Aragón en 1590 y 1591
58 Cayo Cornelio Tácito, Anales
57 Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada
56 Valera, Borrego y Pirala, Continuación de la Historia de España de Lafuente (3 tomos)
55 Geoffrey de Monmouth, Historia de los reyes de Britania
54 Juan de Mariana, Del rey y de la institución de la dignidad real
53 Francisco Manuel de Melo, Historia de los movimientos y separación de Cataluña
52 Paulo Orosio, Historias contra los paganos
51 Historia Silense, también llamada legionense
50 Francisco Javier Simonet, Historia de los mozárabes de España
49 Anton Makarenko, Poema pedagógico
48 Anales Toledanos
47 Piotr Kropotkin, Memorias de un revolucionario
46 George Borrow, La Biblia en España
45 Alonso de Contreras, Discurso de mi vida
44 Charles Fourier, El falansterio
43 José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias
42 Ahmad Ibn Muhammad Al-Razi, Crónica del moro Rasis
41 José Godoy Alcántara, Historia crítica de los falsos cronicones
40 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles (3 tomos)
39 Alexis de Tocqueville, Sobre la democracia en América
38 Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación (3 tomos)
37 John Reed, Diez días que estremecieron al mundo
36 Guía del Peregrino (Codex Calixtinus)
35 Jenofonte de Atenas, Anábasis, la expedición de los diez mil
34 Ignacio del Asso, Historia de la Economía Política de Aragón
33 Carlos V, Memorias
32 Jusepe Martínez, Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura
31 Polibio, Historia Universal bajo la República Romana
30 Jordanes, Origen y gestas de los godos
29 Plutarco, Vidas paralelas
28 Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España
27 Francisco de Moncada, Expedición de los catalanes y aragoneses contra turcos y griegos
26 Rufus Festus Avienus, Ora Marítima
25 Andrés Bernáldez, Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel
24 Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la guerra de África
23 Motolinia, Historia de los indios de la Nueva España
22 Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso
21 Crónica Cesaraugustana
20 Isidoro de Sevilla, Crónica Universal
19 Estrabón, Iberia (Geografía, libro III)
18 Juan de Biclaro, Crónica
565

17 Crónica de Sampiro
16 Crónica de Alfonso III
15 Bartolomé de Las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias
14 Crónicas mozárabes del siglo VIII
13 Crónica Albeldense
12 Genealogías pirenaicas del Códice de Roda
11 Heródoto de Halicarnaso, Los nueve libros de Historia
10 Cristóbal Colón, Los cuatro viajes del almirante
9 Howard Carter, La tumba de Tutankhamon
8 Sánchez-Albornoz, Una ciudad de la España cristiana hace mil años
7 Eginardo, Vida del emperador Carlomagno
6 Idacio, Cronicón
5 Modesto Lafuente, Historia General de España (9 tomos)
4 Ajbar Machmuâ
3 Liber Regum
2 Suetonio, Vidas de los doce Césares
1 Juan de Mariana, Historia General de España (3 tomos)

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