Clark Carrados Diluvio
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Clark Carrados
ePub r1.0
Titivillus 22.07.18
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Título original: Después del diluvio
Clark Carrados, 1955
Ilustraciones: CHABRIL
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CAPÍTULO PRIMERO
Avanzando por entre la vegetación de aspecto fantástico, el bípedo corrió, esquivando
enormes pedruscos, saltando con grandísima agilidad sobre los obstáculos que se le
presentaban al paso, deteniéndose de vez en cuando para mirar a sus espaldas,
tratando de adivinar dónde podían hallarse sus perseguidores.
Su última parada estuvo a punto de serle fatal. Silbando ominosamente, algo pasó
junto a su cabeza. Solamente su agilidad de reflejos, pareja a la de sus músculos, le
previno de la trayectoria de aquella piedra que pasó una milésima de segundo
retrasada por el lugar en que había estado su cabeza, al mismo tiempo que escuchaba
los jubilosos gritos de sus enemigos que habían logrado descubrirle.
Ak’t no pertenecía a aquella tribu. En realidad, jamás había estado por aquellos
parajes y su presencia allí obedecía únicamente a haberse separado de su clan, atraído
por la curiosidad de ver aquellas cosas de que tanto había oído hablar a los viejos,
cuando se sentaban alrededor del fuego, en las inacabables veladas invernales,
cuando la nieve bloqueaba todo y era forzoso permanecer en las grutas, aguardando a
que el tiempo mejorase y pudieran reemprender sus correrías en busca de carne
fresca.
—Este sitio no nos conviene —había dicho Kaa’m, tanto por su terrible fuerza
física, como por su superior inteligencia, de la tribu a la que pertenecía Ak’t—. Por
estos lugares habitan los demonios, aliados de los Hombres-que-sólo-tienen-un-ojo.
Procuraremos pasar cuanto antes y no os separéis por nada del mundo. Moriríais
antes de que el sol hubiera salido otra vez.
Kaa’m tenía razón. A lo lejos, muy distantes, habían visto los hombres-de-un-
solo-ojo, quienes, ocupados en sus cosas, no se habían dado cuenta de su paso, y no
solamente habían visto a aquellos fabulosos seres que tenían pacto con los espíritus
malignos, sino que habían sentido la presencia de éstos, ya que no hubieran logrado,
afortunadamente, contemplarlos. Ciertos temblores intermitentes de tierra, ciertos
ruidos subterráneos, extraños como nunca los oyeran, les habían confirmado las
sabias palabras de Kaa’m, y la tribu de los hombres-que-tenían-el-brazo-fuerte,
compuesta de un millar de machos, casi otras tantas hembras y la mitad de dicho
número de chiquillos de todas las edades, desde el tierno mamoncillo, cargado a las
espaldas de su madre, hasta el que ya empezaba a cazar por su cuenta, había pasado
más que aprisa por aquel lugar misterioso, demoníaco, en medio de suspiros de terror
y miradas despavoridas de todos sus componentes, quienes oprimían con fuerza los
toscos puñales de piedra y las hachas de sílex, que constituían sus principales armas,
aparte de las piedras que podían arrojar con las manos.
Ak’t era ya un adulto desarrollado. Tan desarrollado que muy pronto, quizás a la
próxima luna se disputase los favores de la hermosa Ole’a, en feroz lucha, en la que
solamente debía haber un superviviente, con M’meq, otro de los que aspiraban a la
blanca mano de la muchacha considerada como la más bella de la tribu. Los demás
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pretendientes, o habían sido eliminados sin compasión por Ak’t y M’meq, o se habían
apartado de Ole’a, convencidos de que nada tenían que hacer allí. Solamente éstos,
los más fuertes, conservaban aún sus aspiraciones y en el momento en que se
hubieran alejado de la tierra de los hombres-de-un-solo-ojo, se dirimiría la cuestión
momentáneamente aplazada. Mas el que Ak’t fuera un adulto, ya casi un hombre, en
condiciones de casarse y mantener un hogar, perpetuando su especie, no era obstáculo
para que recordase la terrible desgracia —que él no había visto, pero que su padre, el
ya difunto Bio’t, le había contado cuando apenas podía tenerse sobre sus débiles
piernecillas de niño— que se había abatido sobre la tribu al apagarse el fuego.
Los culpables fueron inmolados como justo castigo a tan terrible descuido y toda
la tribu participó en la lapidación, hasta que aquellos infelices quedaron debajo de la
pirámide de piedras que fue su sepultura. Bio’t, su padre, le había contado los
terribles tiempos por que atravesaron, sin fuego, helándose en lo más crudo del
invierno, tiritando como avecillas sin nido, muriendo como moscas los niños y las
mujeres, y aun gran cantidad de los mayores, debiendo comer la carne cruda, cuando
la encontraban, en uno de los inviernos más crudos que hubo que soportar el
desgraciado grupo de hombres-del-brazo-fuerte. Pero, a la vista de la experiencia, y
cuando al fin pudieron tener fuego otra vez, se tomaron las necesarias medidas para
que no volviera a ocurrir de nuevo tan tremenda catástrofe.
Hubieron de conquistarlo por la fuerza de las armas: la tribu de los hombres-de-
una-sola-pierna se resistió a dejarles un par de brasas con las que prender una
vivificante hoguera y una feroz lucha se entabló entre ambas diminutas naciones, una
guerra en la que no hubo heridos graves; solamente muertos. Aquellos que quedaron
en el suelo, imposibilitados de rehacerse de las terribles lesiones causadas por los
cuchillos y las hachas de sílex, fueron muertos sobre el mismo campo de batalla.
Ésta fue feroz, enconada. Bio’t, el padre de Ak’t, se lo había contado antes de
perecer en las garras de la fiera-de-ocho-patas, en una expedición de caza, para surtir
de carne fresca al clan. Con aquel peculiar cloqueo, que era su lenguaje articulado, se
lo había referido innumerables veces. Los hombres-de-una-sola-pierna se defendían
hábilmente, saltando sobre su única extremidad inferior, tremendamente desarrollada,
con una poderosa córnea con la cual rasgaban los vientres del brazo-fuerte de un solo
golpe, echándoles al aire las palpitantes entrañas. Pero al fin la superior inteligencia y
mejores armas de los asaltantes, había hecho posible conseguir su propósito y el
preciado tesoro que era la vida para la tribu, había pasado a sus manos.
Ak’t no había nacido cuando esto ocurrió, pero se lo sabía ya de memoria como si
se hubiera hallado presente. Y también sabía lo que el antecesor de Kaa’m en la
jefatura del grupo había ordenado y que se seguía cumpliendo tan fielmente como el
primer día.
Muchos e ímprobos trabajos había costado, pero al fin se había logrado construir
el recipiente en el que se llevaba el fuego en los constantes nomadeos del clan. Era de
piedra, vaciada ésta a fuerza de golpes en cuyo hueco iban las preciosas brasas,
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celosamente custodiadas por los guerreros más fuertes, quienes se turnaban
equitativamente en su cometido, que pasaba únicamente a manos de las doncellas
cuando se detenían en lugar seguro en el que acampar una pequeña temporada y
dedicarse los hombres a la caza.
La fuente de vida, sobre la piedra, era llevada por ellos mismos encima de unas
gruesas ramas de árbol que servían de angarillas. Las mujeres jóvenes y los
muchachos que todavía no estaban en edad de cazar por sí solos llevaban leña de
repuesto para ir renovando las brasas, cuya combustión era vigilada atentamente.
Nunca más, a partir de aquella ocasión, tan triste, se volvió a apagar el fuego. Sus
custodios, recordando el trágico fin, secuela inevitable del justo castigo a que habían
sido sometidos los descuidados, no quitaban ojo de aquellos trocitos de madera roja,
ardiendo, despidiendo constante leve humareda, y que era más que la propia vida para
todos.
En uno de sus viajes habían llegado a la tierra de los hombres-de-un-solo-ojo.
Vagas informaciones habían llegado a la tribu, cuyo jefe era ahora Kaa’m, acerca de
aquellos misteriosos seres aliados de los espíritus infernales, y por ello, cuando en su
marcha se encontraron con uno de ellos que fue muerto antes siquiera de que pudiera
resistir, se enteraron de que se hallaban en aquella que habían reputado siempre
fabulosa región, por lo que Kaa’m había decidido dar un rodeo para evitarlos. No
tenían miedo ninguno, en realidad no lo conocían, puesto que no sabían lo que era,
pero en ocasiones como éstas, con su instinto de fieras, sabían ser prudentes.
Sin embargo Ak’t era valiente. Deseaba realizar una hazaña que realzara su
presencia a los ojos de su amada, la hermosísima Ole’a, y por ello, desobedeciendo
las órdenes de Kaa’m, procurando no ser visto, se había encaminado a aquella tierra
en la que moraban juntos los espíritus y los hombres, en busca de una excitante
aventura, cuyo recuerdo, con los tiempos, además de ayudarle a conseguir su
amoroso propósito, pudiera exaltarlo hasta la jefatura del clan.
Dominando los intensos pavores de su alma, conteniendo los acelerados latidos
de su corazón, Ak’t se había metido por aquel conglomerado de piedras y plantas. Sin
dejar de escuchar atentamente cuantos ruidos le llegaban a su oído, admiró aquellas
tremendas piedras, algunas de las cuales, con extrañadísimos agujeros, saliendo de
ellas unas muy raras extremidades de color rojo por algunos sitios, llegaban casi hasta
donde se veían los odres blancos, grises y azules que, viajando por las alturas,
descargaban su liquida carga en ocasiones que, cuando hacía calor era bien venida, y
otras veces era fuente de disgustos y malestar en la tribu.
Muchas de aquellas piedras estaban bien conservadas, pero otras tenían señales de
grandes estragos causados por pavorosos cataclismos, cuyo origen desconocía Ak’t,
pero de repente, cuando más distraído se hallaba, cuando todos sus sentidos, sin
poderlo evitar, estaban embebidos en la contemplación de aquel mundo totalmente
desconocido para él, un ruido sonando junto a su cabeza, le hizo volverla.
A menos de diez metros de él, un hombre-de-un-solo-ojo lo miraba con cara de
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muy pocos amigos, en tanto que de una especie de bolsa que tenía colgada de uno de
los hombros sacaba otra piedra, que colocó en el arma que las lanzaba con tan terrible
ímpetu, tan fuerte, que la primera se había deshecho en multitud de trocitos al chocar
contra la roca de grandísima altura, lisa, con multitud de agujeros, que Ak’t tenía a
sus espaldas.
La piedra salió velocísimamente, desplazando el aire en violento siseo, pero no
halló su blanco, porque Ak’t se agachó apenas vio la intención de su enemigo, pero
no pudo evitar que le rozara el cuero cabelludo, llevándosele algunos mechones de
pelo, al mismo tiempo que le hacía un leve surco, del que brotaron unas cuantas gotas
de sangre, inmediatamente absorbidas por la masa pilosa que cubría por entero el
cráneo de Ak’t.
Éste no dejó que su enemigo repitiera el golpe por tercera vez. En la derecha
llevaba el hacha de sílex, atada con unas cuantas fibras vegetales al mango de
durísima madera, prácticamente inastillable, y en la izquierda el cuchillo de la misma
piedra que el hacha, afilado hasta el extremo de poder cortar un pelo en el aire. Con
dos ágiles zancadas se colocó al lado de su enemigo, cuyo enorme ojo le tapaba casi
un lado de la cara, en tanto que en el otro se veía apenas un diminuto orificio, en el
que, en tiempos, había habido un segundo ojo, y su mano derecha se alzó,
descendiendo al instante en relampagueante movimiento, apenas posible de seguir
con la vista.
El corte del hacha se abrió paso por entre el pelo, la piel y los huesos, con terrible
violencia, haciendo crujir éstos de un modo terrorífico, hasta los sesos del hombre-
de-un-ojo, al mismo tiempo que el cuchillo ascendía hasta su garganta,
seccionándosela de un solo golpe, dado con la habilidad adquirida por Ak’t en sus
cacerías.
Ak’t se inclinó sobre el caído, tomando en sus manos aquella extraña arma que
nunca había conocido, contemplándola con evidente curiosidad, pero no tuvo mucho
tiempo para examinarla. Un zumbido poderoso le indicó que otro proyectil de aquel
calibre acababa de ser disparado nuevamente contra él.
Instintivamente se guardó el arma, sujetándola en la tira de piel que le servía de
cinturón y que le sujetaba el trozo mayor que le cubría la cintura. Echó a correr,
tratando de refugiarse en alguna de aquellas enormes piedras llenas de agujeros.
El griterío de sus perseguidores le indicó que eran media docena al menos.
Ayudándose en ocasiones con su brazo izquierdo, llevando en la derecha la segur de
obsidiana, corrió, esquivando obstáculos, apartando plantas y arbustos y al cabo de
algunos minutos se detuvo para mirar a sus espaldas.
Su intuición no le había engañado. Los compañeros del hombre-de-un-ojo a quien
había matado, eran tantos como los dedos de su mano más el pulgar de la izquierda,
pero no por ello sintió el menor temor Ak’t. Por cosas reales, que se podían ver y
combatir, como eran aquellos seres cuyo ojo era tan grande como su mano derecha,
no podía sentirse miedo, únicamente, cuando a su paso por aquellas regiones habían
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sentido extraños rumores subterráneos, provocados sin duda por los demonios, la
tribu de los brazo-fuerte se había sentido atemorizada, por lo que habían procurado
alejarse cuanto antes de aquellos parajes. Mas Ak’t, en sus expediciones de cacería se
había encontrado en trances más apurados que aquél.
Huyendo constantemente, tratando de buscar una posición más favorable para el
combate que adivinaba inminente, Ak’t se metió por uno de los agujeros,
agazapándose detrás de una espesa mata, con el hacha y el puñal presto. Sus finos
oídos, educados en la dura lucha por la vida, le indicaron que sus enemigos se habían
quedado momentáneamente desconcertados ante su repentina desaparición, y el
rumor de sus pisadas le hizo saber que se habían dividido en varios grupos para así
cazarle mejor.
Dos de éstos penetraron súbitamente, sumiéndose en la semioscuridad del interior
de la gigantesca roca. Los ojos de Ak’t, ya acostumbrados, los percibieron
inmediatamente y, antes de que sus antagonistas pudieran enterarse, saltó sobre ellos.
Un hombre-de-un-ojo gritó, en tanto que daba un paso atrás. De su garganta salió
un torrente de cloqueantes palabras, llamando en su auxilio a sus compañeros, en
tanto que colocaba una piedra del zurrón en el trozo ancho de piel de su arma, pero el
otro no tuvo tanta suerte. La pesada hacha cayó sobre su cabeza partiéndosela, al
mismo tiempo que el puñal se introducía en su vientre, rasgándoselo hasta el pecho y
haciendo salir fuera los intestinos, junto con ríos de roja sangre.
Ak’t no dio al otro ocasión a usar su temible arma. Sabía que, si un solo proyectil
de ésta le alcanzaba, podía darse por muerto, por lo que, apoyándose en los callosos
nudillos de su mano izquierda, saltó hacia adelante, al mismo tiempo que la segur se
movía en sentido semicircular, horizontalmente, para no embarazar su movimiento
con aquellas tiras de piel que ya giraban velozmente.
El filo del hacha se hundió profundamente en el cuello del hombre-de-un-ojo,
haciéndole crujir espantosamente los huesos. El puñal de obsidiana se hundió en su
pecho, hasta la mano de Ak’t, y éste, sabiendo que los gritos del segundo muerto
atraerían indefectiblemente a los restantes, continuó adentrándose en la piedra
grande, donde estaba seguro de hallar un escondite que le permitiera ponerse a salvo
de sus perseguidores.
Apartando los espesos matorrales que crecían en el suelo, trepó por una rampa de
forma regular quebrada. La luz entraba en ocasiones por los orificios de la roca, que
no estaban tapados por la vegetación, iluminando difusamente el interior, y de repente
una de las piedras del suelo se deshizo, convirtiéndose en polvo, bajo sus pies.
Este incidente le hizo caer, y probablemente le salvó la vida, porque todavía no
había tocado el suelo cuando dos proyectiles, zumbando como abejas irritadas,
pasaron por encima de él, desapareciendo en un espeso grupo de plantas con sordo
choque. Y Ak’t se quedó tal como estaba, conteniendo la respiración.
Los hombres-de-un-ojo, engañados, creyeron haberle tocado y lanzando feroces
aullidos de júbilo, se precipitaron sobre él para rematarle con sus propias armas, mas
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cuando ya estaban encima de su enemigo, cuando ya contaban como segura la
victoria, Ak’t se levantó de un ágil salto, blandiendo sus armas con destructores
efectos.
El hacha se hundió en el corazón de uno de sus antagonistas, quien saltó
epilépticamente unos segundos, arrojando gran cantidad de sangre por la horrible
herida, antes de inmovilizarse; definitivamente en el suelo. El otro, viendo que no
tenía tiempo para colocar otra piedra en su lanzador, se arrojó sobre el hombre-que-
tenía-el-brazo-fuerte, en tanto que cloqueaba desesperadamente llamando a sus
compañeros, quienes percibieron los gritos de auxilio y contestaron inmediatamente,
echando a correr hacia el lugar de la lucha.
Pero el rival de Ak’t no sabía hasta qué punto era justificado el nombre que éste
tenía, común a todos los de su tribu, nombre dado a sí mismos por la enorme potencia
de su brazo derecho. Desprendida la segur de su mano, ante el inesperado ataque,
cuando Ak’t había creído que le arrojarían alguna piedra, sujeta la otra mano para que
no pudiera usar el puñal, tuvo que poner en funcionamiento los músculos del brazo.
Se desasió del hombre-de-un-ojo con la misma facilidad que si hubiera sido un
niño, y luego su mano derecha se cerró sobre su garganta.
Le bastó un solo movimiento, rápido, certero. Atenazado el cuello de su enemigo
con sus férreos dedos, a Ak’t le bastó dar a su muñeca el juego de una media vuelta
para que las vértebras cervicales quedaran instantáneamente fracturadas. El enorme
ojo volteó espantosamente sobre su órbita unos segundos, y luego Ak’t, abriendo la
mano, dejó caer al suelo aquel cuerpo ya fláccido, inerte por completo.
Se agachó al suelo para recoger el hacha, mas en aquel momento algo le dio en la
mano, haciéndole sentir intensísimo dolor. Unas cuantas gotas de sangre brotaron de
la epidermis dislacerada, dejándole los músculos y tendones momentáneamente
dormidos, y Ak’t, comprendiendo que durante un rato no podría disponer de ellos,
tomó el hacha con la otra mano y corrió velozmente, ascendiendo por aquella
empinada pendiente, sintiendo a cada momento los silbidos de los proyectiles.
Súbitamente oyó gritos, muchos más gritos a su espalda, y comprendió que, aún
habiéndose deshecho de cuatro rivales, a los dos supervivientes se les habían añadido
nuevos refuerzos. Ak’t apretó los dientes de rabia, comprendiendo que se hallaba en
una situación dificilísima, pero no lo hizo tanto por el temor a la muerte, porque
comprendió que, de ocurrir tal, M’meq tendría el campo libre para conquistar a la
hermosa Ole’a.
Un terrible estruendo a sus espaldas le hizo volver la cabeza. Parte de la rampa
había cedido al peso de sus dos enemigos más inmediatos, quienes se hundieron en
medio de una nube de polvo, lanzando gritos aterradores, perdiéndose en una hondura
sin fin que Ak’t calificó como el camino al infierno. Mas los recién llegados
continuaron en sus gritos y no tardó mucho en sentir sus pisadas.
Ak’t corrió hacia uno de los agujeros de la roca. Quiso asomarse al exterior para
ver de hallar una salida por aquel sitio, pero, ante su infinito asombro, su frente chocó
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con algo duro y sólido, que sonó musicalmente, sin ceder. Notando que las fuerzas de
su brazo le volvían, dio un golpe con el hacha y aquel muro invisible cedió con
estrépito.
En aquel momento, cuando ya sentía muy próximos a sus perseguidores, cuando
ya las primeras piedras, dificultosamente lanzadas todavía, empezaban a caer en su
derredor, un ruido extraño se oyó fuera, hacia el cielo azul.
Los hombres-de-un-ojo también debieron darse cuenta de aquel extraño sonido,
porque cesaron en sus gritos, cloqueando excitadamente en bajos tonos. Y Ak’t no
pudo por menos de mirar hacia el lugar de donde venía aquel agudísimo silbido que
se extendía por todas partes.
Un puntito blanco, brillante, parecido a alguna de las luces que se veían por las
noches, bajaba de lo alto. El puntito blanco aumentó de tamaño y Ak’t,
asombradísimo, sintiendo un extraño temblorcillo en las piernas ante lo desconocido,
pensando si aquello no sería el vehículo en el cual viajaban los espíritus infernales,
estuvo a punto de echar a correr y esconderse en los más profundo del interior de la
roca, donde había anfractuosidades suficientes para no ser visto ni por el mismo rey
de los demonios.
Pero no en vano Ak’t era uno de los más valientes de la tribu. Se quedó
contemplando aquel punto que ya era una cosa redonda, como el sol-que-salía-por-
las-noches y se duplicaba en el agua de los ríos, con una notable diferencia sobre éste,
y que no era otra sino que la corona de fuego vivísimo que lo rodeaba y que se fue
atenuando al perder velocidad.
La cosa redonda, circundada de llamas, con una extraña protuberancia en su
centro, parecida a una cabeza de rarísima forma, frenó su marcha. La corona de
llamas se atenuó hasta desaparecer casi por completo, y entonces la cosa redonda se
quedó quieta, moviéndose imperceptiblemente, a una distancia del suelo de cinco
hombres tan altos como Ak’t.
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CAPÍTULO II
—¿Qué es lo que nos querrá decir el profesor, Jane?
—No lo sé, chica. Pero debo reconocer que estoy sumamente intrigada.
—¿Una guerra? ¡Bah! Fantasías. La paz del mundo está más sólidamente segura
que jamás lo estuviera desde que apareciera la primera pareja.
—Pues yo creo en los presentimientos del profesor, Tommie.
—Esto no me gusta un pelo, Andy. Cuando el profesor nos llama de una manera
tan secreta, tendrá algo grave que revelarnos.
—En eso te doy la razón, Fred. Nunca, como en las últimas semanas, le vi tan
reticente y tan obscuro en sus conversaciones que no fueran las estrictamente
científicas.
—Espero que la conferencia no dure mucho. Aquel chico tan guapo, es un sol.
—¿Se te ha declarado ya, Mimmie?
Poco más o menos, éstas eran las frases que se cruzaban entre un grupo de
jóvenes de ambos sexos que acudían a la sala donde el profesor Cyrus Bakefield les
había citado. En total serían poco más de un centenar, todos comprendidos entre los
diez y ocho y veinticinco años, como máximo, sanos, fuertes, robustos, sin la menor
tara física, todos ellos de talla ligeramente superior a la normal, con un I. Q[1]. no
inferior a 110, y discípulos predilectos del profesor, quien, tras cuidadosos estudios,
los había ido seleccionando lentamente, hasta obtener el más aventajado grupo de
alumnos que poseyera jamás ningún sabio, sabio que podía permitirse tales lujos
merced a su enormísima fortuna.
Cyrus Bakefield era uno de los cerebros más aventajados de la Tierra. Sus
estudios sobre Cibernética[2] habían revolucionado totalmente dicha ciencia, dejando
anticuados y fuera de uso muchos conceptos que el día anterior se tenían por
infalibles e inmutables. Tales habían sido sus estudios, sus inventos, sus adelantos,
que los premios en metálico concedidos por las diversas Academias y Corporaciones
Científicas de todos los Gobiernos de la Tierra, sin excepción, le habían hecho dueño
de una fortuna colosal, lo cual le había permitido independizarse de la Universidad de
Harvard, para la cual había trabajado durante toda su vida, y crearse, por así decirlo,
una pequeña Universidad para su uso, y en la cual eran admitidos solamente jóvenes
dotados de un elevado I. Q., que eran examinados personalmente por Bakefield,
después de haber sido sometidos a severísimas indagaciones médicas, desechando a
todo aquel que no presentaba un mínimo muy elevado de aptitudes físicas. El
profesor había querido hacer realidad el clásico aforismo latino, Mens sana in
corpore sano, y lo había conseguido con eficacia, sin atender a recomendaciones, por
muy elevada que fuera su procedencia. Por ello era tan codiciado el honor de
pertenecer a la Universidad privada de Bakefield, y ninguno de sus alumnos, que
hubieran podido perfectamente servir de profesores en cualquier centro de estudios de
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dicha especialidad, no solamente de los Estados Unidos, sino de la Tierra, hubiera
vendido su plaza aunque se la hubieran pagado a peso de oro. Sabían que el salir
graduado de aquella diminuta Universidad, con un único profesor, era tener
inmediatamente una plaza en cualquier otra, sin necesidad de solicitarla. Por el
contrario, el allí graduado tendría muchas proposiciones que estudiar antes de
decidirse por la más conveniente.
Charlando indiferentemente, el centenar de alumnos, repartidos equitativamente
en los dos sexos, fueron penetrando en la sala de conferencias y acomodándose en las
sillas instaladas al efecto. No era muy frecuente el que Cyrus Bakefield les convocara
en aquel lugar, y por ello la curiosidad de todos los estudiantes alcanzaba límites
insospechados, que aumentaron al ver una calculadora electrónica que había junto al
estrado desde el que habitualmente les dirigía la palabra el profesor.
Éste no tardó mucho en hacerse ver. Tomó una tira de papel que había encima de
la mesa, saliendo de un aparatito registrador allí instalado y conectado con una célula
fotoeléctrica en la puerta y, tras unos momentos de atento examen, murmuró con leve
acento de disgusto:
—Faltan Juan Almenara y Melissa Rhysling. ¿Alguno de ustedes los ha visto?
Los alumnos se miraron unos a otros, sin atreverse a contestar, mas no hizo falta
que inventaran ninguna excusa, para justificar la ausencia de los nombrados.
Cogidos de la mano, sofocados, sonrientes, dos jóvenes, fuertes y hermosos
ambos, entraron corriendo en la sala. Alto y moreno él, con negros ojos que
denotaban la agudeza de su cerebro, rubia la muchacha, también de buena estatura, de
azules ojos que indicaban dulzura al par que nobles y elevados sentimientos, llegaron
hasta casi el estrado.
—Discúlpenos, profesor. El campo está tan hermoso en la primavera… —
murmuró a guisa de salutación Juan Almenara.
—¡El campo! ¡El campo! —refunfuñó disgustado Bakefield—. Vayan a sus
puestos. Tendré que anotarles cero dos puntos por falta de precisión.
—Sí, profesor. Gracias, profesor. ¡Uf! ¡Menos mal! —cuchicheó Juan al oído de
Melissa—. Creí que serían lo menos cero cero tres de puntuación negativa. Bakefield
debe andar muy preocupado para habernos castigado tan poco.
Se sentaron los dos jóvenes y, apenas lo habían hecho, el científico, sin ningún
preámbulo, comenzó a hablar:
—Les he citado aquí para hacerles una declaración sumamente grave. Verán a mi
derecha una calculadora. Supercalculadora sería la palabra exacta, Esta máquina es el
fruto de toda una vida de trabajo y toda ella es perfecta, dando a esta palabra su
verdadero sentido en relación con una cosa fabricada por la mano del hombre. La he
hecho funcionar y sus respuestas no han podido ser más precisas. Una guerra feroz,
de total y absoluto exterminio, se acerca inexorablemente.
Las últimas palabras de Bakefield hicieron que cien personas dieran cien saltos en
sus respectivos asientos. Todos ellos lo conocían de sobra y tenían sus palabras,
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fueran del tema que fuera, por artículos de fe. Naturalmente, aquéllas no podían
constituir una excepción, constituyeron objeto de infinidad de comentarios, que el
profesor se apresuró a cortar, prosiguiendo.
—Cada determinado lapso de tiempo, ha habido una guerra. Éste es un hecho
histórico, y por ello mismo, perfectamente irrefutable. Ahora, afortunadamente
hemos disfrutado de un largo período de paz, durante el cual la Humanidad ha
realizado considerables progresos. Pero este pacífico interregno se está acabando y ya
no durará mucho tiempo. He sometido al examen de la calculadora la fecha próxima
en que estallará la guerra que les estoy anunciando, habiéndole dado como datos
todas las fechas de comienzo y fin de todos los conflictos bélicos anteriores, como así
las épocas de paz entre uno y otro, y la respuesta ha sido: En un período comprendido
entre el 25 de abril y el 3 de mayo de 1987 estallará la guerra.
Bakefield calló un instante, paseando su mirada por su sorprendido auditorio que,
en esta ocasión, no tuvo ánimos para hacer el menor comentario, y prosiguió:
—Continuando con mis preguntas a la calculadora, sus respuestas acerca de las
armas que se usarán en la guerra que se nos acerca a pasos agigantados no pueden ser
más desoladoras: las armas termonucleares serán las utilizadas, sin compasión
alguna, lo mismo contra combatientes que contra poblaciones civiles. No habrá
distinción alguna. Se bombardearán ciudades enteras sin la menor compasión.
Núcleos urbanos desaparecerán de un solo golpe, ante el brutal puñetazo de un
estallido atómico. Millones de personas morirán en un segundo, pero esto no será lo
más grave. Los muertos, con el tiempo, se reponen, por ley natural. Pero no ocurrirá
ahora porque la atmósfera se contaminará de tal forma, ya que la guerra se extenderá
inexcusablemente por todo el globo, de acuerdo siempre con los cálculos dados por la
máquina, y la supervivencia será imposible. Las radiaciones desprendidas de las
explosiones, que unos y otros provocarán ciegamente, causarán más bajas que la
guerra misma. Horribles transformaciones sufrirán los cuerpos humanos y animales,
y aun las plantas y toda clase de vegetales, que serán escasísimos, apenas un uno por
cien mil, que tanto el ser viviente, como el relativamente inanimado, como es el
vegetal, se convertirán en auténticos monstruos, monstruos de pesadilla, horrores con
vida que serán el único resto de la raza humana, condenada a desaparecer dentro de…
—Bakefield miró un calendario suspendido tras él, y puntualizó—, exactamente dos
años y seis días.
Alguien alzó una mano en señal de que deseaba hablar: Juan Almenara.
—Hable, Juan —dijo el profesor.
—Si todo lo que dice usted es cierto, ¿por qué no lo ha comunicado al Gobierno
de la Nación para que prevengan lo necesario y, a ser posible eviten esa guerra?
—Tengo un prestigio, ¿no? —Cyrus Bakefield sonrió amargamente, escuchando
murmullos de aprobación—. Gracias a tal prestigio me he librado de ir a hacer cestos
de mimbre en cualquier sanatorio mental cuando comuniqué mis temores —mis
temores no, la certeza absoluta de cuanto he dicho— y muy altas personas que por su
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posición están obligados a realizar cuanto usted ha dicho, Juan.
—Y bien, puesto que le han rechazado poco menos que ignominiosamente, ¿qué
es lo que piensa hacer, profesor?
—Escuchen atentamente y lo sabrán.
* * *
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Un guardia, balanceando indolentemente su porra, se acercó al grupo:
—¡Circulen, por favor, señoras y caballeros! Están obstaculizando el tránsito.
Los desocupados obedecieron al agente, pero el robot se dirigió a él:
—Perdone, guardia, pero tengo la correspondiente licencia para recorrer todas las
calles y anunciar la bondad de mis productos. Véala.
La pinza derecha de la máquina se dirigió hacia un lugar de su costado que
oprimió suavemente, haciendo salir un documento plegado que alargó al estupefacto
agente, quien, no creyendo aún lo que sus ojos estaban viendo, leyó lo escrito,
devolviéndoselo a continuación, murmurando:
—Le ruego me dispense, señor robot. Puede seguir. Pero le agradecerá que en
cada manzana no se detenga más de cinco minutos.
—Así lo haré, guardia —contestó benignamente el robot, quien, poniendo en
funcionamiento el mecanismo de locomoción continuó caminando, parándose cien
metros más allá, ante un despistado viandante, al que interrogó:
—¿Busca usted algo o a alguien, caballero?
—Sí. ¿Dónde está el Parque Central?
El robot no se molestó por pregunta tan estúpida como aquélla, que hubiera hecho
salirse de sus casillas a cualquier neoyorquino. Se limitó a decir:
—Vuélvase a su izquierda. ¿No ve una masa de árboles?
—Sí. Claro.
—Pues ése es el Parque Central. ¡Eh! No se vaya tan aprisa, amigo. La
información vale dos centavos. En la ranura número once. Buen día, ¿verdad?
El despistado tejano miró al cielo, espléndidamente azul. De un azul maravilloso,
pero que no obstante, treinta kilómetros más arriba era negro, plagado de
centelleantes luminarias. No pudo ver el puntito negro que se movía velozmente por
el espacio, a una velocidad de veinte mil kilómetros a la hora. Estaba demasiado alto
todavía. A unos veinticinco mil metros en la vertical de aquel trozo de la Quinta
Avenida de Nueva York.
* * *
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pronunciación.
Los estudiantes escuchaban con tremenda atención las palabras de su maestro, en
medio de un impresionante silencio.
—El planeta que he elegido no es tal, propiamente dicho, sino un planetoide.
Vesta, de unos 644 kilómetros de eje, con una densidad de 15 en relación con la del
agua, lo cual da una gravedad muy similar a la de la Luna, es el astro elegido para
trasladarnos allí, huyendo de esta enloquecida Humanidad que no piensa en otra cosa
que en su propia autodestrucción. Por otra parte, su albedo[3], dos veces superior al de
Marte, nos indica la existencia de una espesa capa de nubes, lo cual no puede, en todo
caso, sino favorecer nuestra vida en dicho planetoide. Es cierto que, en los primeros
tiempos, habremos de acostumbrarnos a ciertos fenómenos no conocidos en nuestro
globo, como el de la menor gravedad, quizá temperaturas inferiores, pero creo que
vale la pena soportar todo éstos antes que perecer en una guerra cruel, insensata o, lo
que sería muchísimo peor, transformarse en monstruos vivientes, sin apenas relación
con la especie humana, a la cual, pertenecemos. Vosotros sois jóvenes, sanos,
animosos, sin la menor mancha en vuestra constitución fisiológica y estoy seguro de
que seréis el inicio de una nueva raza, perfecta en todo, en el cuerpo y en el cerebro.
Durante unos momentos todos permanecieron callados y de nuevo fue Juan
Almenara el que volvió a hablar:
—Estoy —miró a Melissa, sonriéndola y ésta le devolvió el gesto cariñosamente
—, estamos de acuerdo con usted, profesor, pero ¿cómo vamos a realizar ese viaje de
cuatrocientos cincuenta millones de kilómetros que, por término medio, nos separan
del citado planetoide?
—Todo está resuelto y calculado a la milésima de milímetro, a la milésima de
gramo. Apenas faltan pequeños detalles complementarios que adrede he dejado para
lo último, a fin de aceptar vuestras sugerencias. Por muy inteligente que pueda ser un
cerebro, siempre puede dejarse olvidado algún dato que luego puede resultar de
excepcional importancia. Sí os diré que los planes para la construcción de una
astronave de gran tamaño, con suficiente capacidad de transporte y carga, no
solamente para nosotros, sino para toda clase de animales útiles, cuya reproducción
en nuestro nuevo mundo nos interesará grandemente, están en marcha. Dicha nave
especial podrá llevar perfectamente cien personas y en ella, convenientemente
microfilmados, nos llevaremos todo cuanto se ha escrito acerca del saber humano, en
todos sus géneros. Tanto el Arte como la Literatura, la Historia como la Ciencia,
reducidos en films de la mínima expresión, viajarán con nosotros y constituirán
nuestro tesoro más inapreciable, no solamente para los que abandonemos la Tierra,
sino para las futuras generaciones que nazcan de nosotros. Y ahora, tras ordenar la
suspensión inmediata de todos los estudios, comenzando inmediatamente a trabajar,
os ruego una cosa: secreto. Secreto absoluto. Nadie debe enterarse de lo que
planeamos. Sería nuestra ruina y nuestra catástrofe, y todo el «Proyecto Vesta», como
así se le llamará, se vendría abajo.
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Alguien, a mitad de las filas, se levantó, alzando una mano. Bakefield lo miró con
interés:
—Diga, Pfalfter.
—Profesor, le debo mucho y le respeto infinito, pero no creo en los cálculos de su
máquina. No creo que la paz actual se altere y por lo tanto me niego a formar parte de
ese «Proyecto Vesta». Le ruego me perdone.
Dicho lo cual, aquel alumno se levantó, saliendo de la sala. Varios de ellos, tras
algunas vacilaciones y cabildeos, murmurando frases análogas, abandonaron la
estancia. El profesor los miró marchar, sonriendo con expresión de amargura y
desencanto, diciendo:
—Afortunadamente, los más me habéis creído. Eso me consuela de tales
defecciones que, a decir verdad, ya esperaba, aunque no en número tan crecido.
En las últimas filas, Juan decía:
—Yo estoy con el profesor, Melissa. ¿Y tú?
Ella lo miró profundamente, con toda sinceridad, poniendo el alma entera en la
respuesta:
—Mi suerte será tu suerte, Juan.
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CAPÍTULO III
Muchas veces, cuando Ak’t era todavía un niño, su padre le había contado cosas
maravillosas ocurridas tiempos atrás.
—Tan lejanos, tan lejanos —decía Bio’t— que todos los dedos de las manos y los
pies de cuantos componemos la tribu no bastarían a contar las lunas que nos separan
de ellos. Ni juntando todos los animales-que-tienen-ocho-patas, ni siquiera con los
dedos de nuestros seculares enemigos, los hombres-con-un-brazo-en-el-vientre,
podríamos alcanzar aquella edad. Nuestros antepasados lo han ido transmitiendo de
generación en generación. Ellos decían que el hombre se movía encima de otros
animales que en vez de patas tenían unas cosas redondas, parecidas al sol-de-día y al
sol-de-noche, que les servían para caminar y viajar encima de ellos. No comían
plantas ni animales, solamente bebían un líquido mágico que les servía de alimento,
de agua y comida al mismo tiempo. También dicen que tenían otros animales que
volaban y que les transportaban en el interior de su vientre, haciendo mucho ruido y
despidiendo llamas en su veloz caminar, más veloz que el viento cuando derriba los
árboles que ya estaban antes que tu padre naciera. Pero a mí me parece que son
consejas y fábulas de los viejos para asustar a los niños, y yo no quiero que tú te
asustes por nada. Quiero que seas un hábil cazador y un valiente guerrero que no
tenga miedo.
Ahora veía Ak’t que las palabras de su padre, al transmitirle las tradiciones no
escritas, conservadas a través de los tiempos de boca en boca, eran ciertas. Había
animales que volaban y hacia aquella roca enorme en la cual se había guarecido se
dirigía aquél cuya imagen se reflejaba en sus agudas pupilas, a las que no se les
escapaba el vuelo de un mosquito a la distancia a que podía arrojar su cuchillo. Y,
recordando también las palabras de su padre, Bio’t, que no debía tener miedo por
nada ni por nadie, cortó el temblor de sus piernas y contempló con curiosidad la
llegada de aquel extraño animal, que solamente tenía cuerpo y cabeza, sin piernas ni
brazos de ninguna clase, pero del que se desprendían constantes chorros de llamas,
más fuertes que las que producía el fuego sagrado de su tribu.
—Creo que ya hemos llegado, Melissa —dijo Juan, observando atentamente el
televisor—: Este lugar en ruinas debe ser Nueva York. ¿Quieres mirar, por favor, el
detector de radiactividad?
Melissa dio media vuelta a la llave que ponía en funcionamiento el Geiger y
apreció que la lámpara del aparato permanecía ciega y muda.
—No hay ningún síntoma peligroso, querido. Creo que podemos desembarcar sin
ningún peligro.
—No obstante, sería conveniente llevar algún arma con nosotros, Melissa. No
sabemos a los peligros que nos exponemos, porque no sabemos con qué clase de
seres, si los hay, nos vamos a enfrentar. Abriré la portezuela.
Haciendo lo que acababa de decir, Juan aspiró a pleno pulmón el vivificante aire
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que penetró al instante en la espacionave.
—¡Maravilloso, cariño! Todo un mundo para nosotros dos solos. Sin que nadie
venga a molestarnos ni estorbar nuestra luna de miel. ¿Qué te parece, Melissa?
La muchacha cogió las manos del hombre y lo miró profundamente a los ojos:
—Antes de partir te dije: tu suerte será mi suerte. Donde quieras que vayas, iré
contigo y no me separaré de ti hasta que la muerte lo haga. Tú mandas, Juan.
Se hallaban a muy poca distancia del suelo. Saltó primero Juan, tomando en sus
brazos a la muchacha, besándola de nuevo. Pero no sabían que varios pares de
pupilas los estaban mirando con tremenda atención.
—Fíjate, Juan —dijo Melissa, impresionada a su pesar—: ¡Qué batallas tan
descomunales debieron desarrollarse en la ciudad!
El espectáculo era pavoroso. Los edificios, en ruinas, mostraban sus muros
acribillados, algunos de ellos en inestable equilibrio, cubiertos hasta gran altura por la
espesa vegetación, de fantásticas formas, saliendo por muchos lugares las vigas de
acero, oxidadas completamente. De trecho en trecho se veían montones de hierro,
retorcidos, algunos de los cuales, al tocarlos Juan, se deshacían en impalpable
polvareda del color de la herrumbre.
—Deben ser los automóviles que usaban… ¡Oh! —gritó Melissa y el hombre
corrió en su auxilio.
—¿Qué te pasa?
—No… no es nada —suspiró ella, señalando el interior de un coche en el que
había dos esqueletos. Uno más grande, el de un hombre o una mujer, sostenía en sus
brazos otro mucho más pequeño.
—Mira, Juan. Debió ser una madre a la que sorprendió una explosión nuclear. No
les dio tiempo a huir.
—¿Por qué dices que fue una mujer? —se extrañó Juan, y ella sonrió, satisfecha
de su perspicacia:
—¿No lo ves? Lleva una pulsera en uno de los brazos. Seguro que todavía… —Y
alargó la mano para tomarla, pero apenas sus dedos habían entrado en contacto con el
metal, los dos esqueletos se desmoronaron, convirtiéndose en poco más que un
montoncito de gris ceniza—: ¡Oh! —se decepcionó la mujer, para dar un nuevo grito
y un salto tremendo.
—Me vas a hacer enfermar de los nervios, Melissa —la recriminó el hombre,
pero ella, muda de terror, incapaz de hablar, le señaló algo, a muy pocos metros de
distancia.
Juan reconoció instantáneamente —en los microfilms proyectados que trataban de
la vida en las junglas india y africana lo había visto más de una vez— una enorme
boa constrictor, de más de veinte metros de longitud que se agitaba
amenazadoramente. Pero no era su tamaño, repelente ya de por sí lo que asombró
hasta la estupefacción a los recién llegados, sino el aspecto de mitológico dragón que
tenía el animal porque era bicéfalo, haciendo que las largas y bífidas lenguas de cada
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una de sus bocazas, capaces de hacerlos desaparecer en sus fauces, silbaran
desagradablemente. Pero el hombre reaccionó al instante, sacando algo de uno de los
bolsillos de su traje, algo que parecía un bastoncito de unos veinticinco centímetros
de longitud, doblado casi en ángulo recto al final de uno de los extremos.
Apuntó con aquel artefacto a la fiera, que se les aproximaba peligrosamente, y de
repente una raya luminosa, de deslumbrante blancura, cruzó el espacio.
El trazo de luz alcanzó a la boa en una de sus cabezas, que se convirtió al instante
en ceniza humeante. La descarga eléctrica se corrió rapidísimamente por aquel
inacabable cilindro animal, del que, a los pocos segundos no quedaba otro rastro que
una larga señal grisácea, de la que salían unas pocas volutas de humo.
Aliviados de la tensión, Juan y Melissa continuaron andando, mas no habían
caminado cien pasos, cuando un ruido subterráneo les llegó de muy lejos, resonando
opacamente. Se miraron el uno al otro, extrañados, mas no llegaron a formularse
ninguna pregunta, porque en aquel momento la atmósfera fue sacudida por el
estallido de un latigazo.
De momento no supieron a qué atribuir aquel ruido tan seco, capaz de hacer saltar
los nervios del más templado, pero cuando se repitió adivinaron la causa al momento.
Un largo brazo vegetal, con un agudo garfio obscuro en el extremo, era el autor
del chasquido. La planta carnívora había sentido la presencia de alimento y había
disparado el tentáculo para atrapar a los incautos que habían pasado tan cerca de ella,
pero no tuvo ocasión de descargar el tercer golpe, porque Juan usó nuevamente su
arma, y la planta desapareció en medio de una serie de diminutos fogonazos y espiras
de humo.
—Vaya, un país —comentó el hombre.
—Seguro que todo lo que estamos presenciando, estas plantas tan extrañas, de tan
raras formas, la boa bicéfala, son el resultado de la radiactividad producida por las
explosiones de la I Guerra Nuclear.
—¡Cuidado, Juan! —le advirtió ella.
—¿Qué es lo que ocurre?
—Has pronunciado la palabra guerra. ¿O es que no te has dado cuenta? —La
muchacha había palidecido.
Juan la miró de buen humor y al fin soltó el trapo de la risa:
—Claro que lo sabía cuándo lo dije. Pero, cariño, ¿me quieres explicar quién
puede castigarnos aquí por pronunciar la palabra prohibida? ¿Quién, fuera de ti, lo ha
escuchado? Vamos, no te espantes. Ahora ya no es pecado. Continuemos. Creo que
tienes razón. La radiactividad debió afectar a los elementos reproductores y éstos, con
el tiempo, han ido creando nuevos tipos y formas en los animales inferiores y en las
plantas. No me extrañaría que también los seres superiores, como el hombre, si es que
quedó alguno para contarlo, también hayan variado su forma y…
Juan, absorto en su disertación continuó hablando, sin percatarse de que Melissa
no le prestaba la menor atención. Los ojos de ésta se hallaban fijos en el único y
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enorme de un hombre, mal cubierto de pieles, que también se hallaba medio
paralizado por el asombro, al ver aquellos dos seres que, como él, caminaban sobre
dos pies, pero vestían de una forma harto rara. Melissa contempló espantada la
enorme cabezota, que se balanceaba sobre un ridículo cuello, cuya característica más
notable era el ojo, de más de diez centímetros de longitud y que le tapaba casi todo el
lado derecho de la cara, en tanto que en el otro apenas si se veía un diminuto orificio,
de cinco milímetros, que indicaba que en tiempos había existido otro ojo de normal
aspecto, desaparecido sabe Dios por qué ignoradas causas físicas.
—Yo… yo creo… creo… que tienes razón… Ju… Juan… También… también al
hom… hombre le han afee… afectado las… las radia… radiaciones… —tartamudeó
la aterrorizada Melissa, incapaz de articular claramente las palabras.
—¿Quieres hablar bien? ¿Es que no sabes construir una frase correctamente?
—Yo… yo… —Pero no pudo seguir. Tiró de la manga del traje de Juan, que, en
tanto hablaba contemplaba el rascacielos más próximo, hecho una ruina desde su
mitad, que era lo único que quedaba, pues el resto se hallaba convertido en
escombros que lo rodeaban totalmente, y entonces fue cuando el hombre se dio
cuenta de la presencia del cíclope que todavía no había salido de su asombro.
Respingó Juan, soltando un enérgico reniego que hizo enrojecer a la muchacha.
Su mano voló hacia la pistola, pero no la disparó en seguida. Quería conocer las
intenciones de aquel extraño ser quien, tras unos momentos de atenta contemplación,
salió corriendo hacia las ruinas, gritando excitadamente, con un cloqueo semejante al
de los gorilas africanos.
—¡Uf! —Juan se pasó la mano por la frente, mas apenas lo había hecho, cuando a
menos de cien metros de distancia estalló un alborotado griterío.
Las voces eran roncas unas, agudas otras, pero la algarabía parecía tener un
motivo concreto y determinado: ellos. Sin embargo, en el interior del ruinoso edificio
parecía sostenerse una furiosa lucha, a juzgar por los alaridos y golpes que llegaban
en alas de la suave brisa, y de repente, Juan y Melissa vieron algo que los dejó
paralizados de horror: un hombre, pateando desesperadamente, fue sostenido en el
aire por otro, con la mayor facilidad, ya que solamente usaba una mano y luego
arrojado al vacío.
La caída del desgraciado fue contenida primeramente por algunas ramas, pero
éstas cedieron prontamente ante el peso del cíclope. Luego cayó hacia abajo,
estrellándose con sordo choque contra el pavimento, que enrojeció con su sangre.
Durante unos minutos, los recién desembarcados permanecieron como
estupefactos. No acababan de creer en lo que habían visto sus ojos, mas, sin embargo,
muy pronto tuvieron que abrirlos a la realidad.
Un vociferante grupo de hombres-de-un-ojo salió por una de las puertas del
rascacielos. Una puerta que antaño estuviera cubierta de mármoles y bronces, y que
ahora mostraba desconchaduras y agujeros por todas partes. Y los cíclopes empezaren
a usar sus tiras de piel.
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—¿Qué clase de armas son ésas? —inquirió Melissa atemorizada.
—Hondas. Una de las armas más antiguas que usó el hombre. Anterior sin duda
alguna al arco y las flechas, cosas que lo confirma el hecho de que estos salvajes no
hayan sabido fabricárselos y…
Juan se calló, vaciló y cayó al suelo, en tanto que la muchacha lanzaba un grito de
angustia, al ver la sangre brotar del cráneo de su amado.
* * *
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los incendiados árboles, que ponían dantesco contrapunto a las destrucciones de los
edificios.
Sin ver nada, sin preocuparse de los pocos que habían salido ilesos, Susie
McLean caminaba sollozando espantada, con la barra de goma de mascar en las
manos.
—¡Mamá, mamá! ¿Dónde estás?
Había sido atractiva en otro tiempo. Ahora la señora McLean era una máscara de
sangre, medio desnuda al arrancarse las ropas incendiadas, con la piel, en su mayor
parte, desprendida con ellas, gritando enloquecida:
—¡Susie! ¡Susie! ¡Ah, al fin! ¡Gracias a Dios!
Cogió a la niña en brazos, como una leona, sin lograr que la pequeña acallara sus
convulsivos sollozos.
—Calla, hija, calla. Aquí tenemos un coche. Nos llevará a casa junto con el papá.
Se metieron en el automóvil. En su histeria no se dio cuenta de que las llantas
tocaban el suelo, puesto que las gomas habían reventado.
Cincuenta metros más allá, el robot había sido empujado violentamente contra la
pared, pero su fabricación había sido perfecta y resistió impunemente el impacto.
Un alocado transeúnte, al que la explosión había sorprendido en lugar
relativamente seguro, tropezó con la máquina. El robot extendió uno de sus brazos y
con las pinzas sujetó al aterrorizado fugitivo por una de las mangas.
—¡Alto, caballero! ¿Quiere la guía del Museo Metropolitano de Arte? ¿De la
Sociedad Hispánica de América? Diez centavos cada una. En los números tres y
cinco. ¿Prefiere la guía de espectáculos? Dos centavos. Casilla nueve.
Pero el hombre tiró de la manga dejándosela no obstante entre los acerados
alicates, continuando su carrera. Los gritos y alaridos se oían por doquier, y todavía
aumentó más la confusión cuando las bocas de agua saltaron violentamente y las
conducciones de gas reventaron con atronadores estampidos, que se mezclaron a los
latigazos de los cortocircuitos que fulminaron centenares de neoyorquinos.
En la cabina del coche, la señora McLean luchaba, teniendo a Susie fuertemente
abrazada, llorando monótonamente, por ponerlo en marcha, sin conseguirlo. Al fin, la
razón penetró hasta su perturbada mente e intentó salir de allí.
En aquel momento estalló la segunda bomba.
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deslizarse por el camino monorriel situado en la pendiente opuesta al Pike’s Peak.
Rugieron los motores al impulsarlo suavemente para aprovechar hasta el último
gramo del impulso descendente, en tanto que, en el exterior, la muchedumbre,
alarmada por las noticias llegadas del Este, también rugía, intentando en vano asaltar
el aparato y huir de aquel planeta que comenzaba a arder por los cuatro puntos
cardinales.
Algún desgraciado murió abrasado por los gases en ignición escapados por las
toberas. Otros aplastados por el vehículo que transportaría la astronave hasta el final
de la rampa de despegue. Ninguno consiguió su propósito. Los más se quedaron
mirándolo melancólicamente, defraudados en su última esperanza, sabiendo
quedaban condenados irremisiblemente a la peor de las muertes.
Los motores rugieron al alcanzar el régimen máximo. La estela de llamas se
alargó y la nave espacial subió, como un meteoro, hasta el final de Pike’s Peak, donde
concluía el monorriel, permaneciendo una décima de segundo en el aire, como
vacilando entre continuar o desplomarse. Pero todavía aumentó más el trueno de los
motores, y continuó acelerando ya su marcha, ayudándose a sostenerse por las
escasas aletas que sobresalían casi en la popa, junto a los tubos de chorro.
La primera sección impulsora se desprendió a los treinta segundos exactamente,
al agotarse su combustible. Automáticamente, la segunda sección entró en
funcionamiento, que hizo aumentar de un modo gradual la velocidad al cohete, hasta
que, a cuatrocientos kilómetros, cedió su paso a la tercera, que fue arrojada
igualmente al alcanzarse los mil quinientos kilómetros. Entonces y solamente
entonces, habiéndose alcanzado la velocidad mínima de escape de once kilómetros
doscientos cincuenta por segundo, salvada ya la «barrera de la gravedad», fue cuando
el control automático puso en marcha los reactores nucleares que continuarían
impulsando la nave hasta su punto de destino. El «Proyecto Vesta» acababa de
convertirse en realidad, y el aparato en un puntito de fuego que disminuía
constantemente en la lejanía y que solamente hubiera podido ser visible con el
telescopio de Monte Palomar.
Así como un segundo Diluvio acababa de abatirse sobre el planeta, de la misma
manera una segunda Arca de Noé intentaba la salvación del género humano,
buscándola en un mundo alejado del primero en cuatrocientos cincuenta millones de
kilómetros.
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CAPÍTULO IV
No en balde era reputado Ak’t como uno de los más audaces y decididos guerreros de
la tribu-del-brazo-fuerte, porque, aprovechándose de la momentánea indecisión de
sus enemigos que se habían detenido al escuchar los gritos de alarma de otro que
había estado muy cerca de aquellos dos seres que habían descendido del suelo,
vacilaron un instante, lo que sirvió muy bien a los fines de Ak’t, ya que se lanzó hacia
adelante antes de que los tres o cuatro más próximos a él, pudieran darse cuenta de
sus intenciones, se arrojó sobre ellos, moviendo velozmente el hacha y el puñal.
El duro sílex, la obsidiana afilada, hendieron cráneos, rasgaron pechos y vientres
antes de que los cíclopes pudieran reaccionar y de aquel reducido grupo solamente
quedó uno, quien, por primera vez en su vida, se sintió despavorido e intentó huir de
aquel enemigo que parecía ser invulnerable.
No lo consiguió. El brazo derecho de Ak’t se disparó hacia adelante, asiéndolo
por el cuello y, volteándolo una vez tan solo, lo arrojó con toda facilidad por el
agujero más próximo. Luego aquél se asomó mirando hacia abajo, en el mismo
instante en que uno de los recién llegados recibía una pedrada en la frente y caía al
suelo.
Ak’t gruñó irritado. De su amplio tórax salieron una serie de apagados y
espeluznantes sonidos que no auguraban nada bueno para los cíclopes que cayeran en
su mano derecha. Aquellos dos recién llegados combatían a los hombres-de-un-ojo, y
la ley no escrita de su tribu ordenaba que, aunque sólo fuera circunstancialmente, y
aun perteneciendo a clanes distintos, quienes combatían contra un enemigo común,
debían ser aliados por el tiempo que durase la lucha. Por otra parte, su agudo instinto,
que en el caso de Ak’t era casi inteligencia, le decía que le convenía en alto grado
hacerse amigo del hombre que yacía en tierra y de su hembra que lanzaba horrorosos
chillidos, de un tono desagradable, como él no había escuchado jamás a ningún ser de
aquel sexo. No eran demonios, puesto que había sido abatido el macho por una
certera pedrada, en lugar de dejarse atravesar por el proyectil limpiamente, sin sufrir
el menor daño. Pero sí eran seres de gran poder, puesto que habían venido montados
en uno de aquellos animales de que, en su infancia, le hablara Bio’t, su padre. Y, en
consecuencia, decidió ayudarles.
Saltando de cuatro en cuatro los escalones, que en más de una ocasión cedieron a
su paso, se precipitó hasta el nivel del suelo, en el momento en que los restantes
cíclopes, envalentonados por su éxito inicial, se lanzaban hacia adelante, dispuestos a
rematar al caído y a su hembra.
Melissa se irguió en toda su estatura. Creía muerto a su amado y se vio sola
durante toda su vida, pero decidió vengarlo. Cogió la pistola eléctrica y comenzó a
disparar.
Los rayos luminosos volaron al encuentro de los cíclopes, convirtiéndolos
instantáneamente en estatuas de ceniza, disipadas al momento por la suave brisa. Tres
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o cuatro desaparecieron en otros tantos segundos, mientras que los restantes,
despavoridos, aterrorizados por el repentino esfumarse de sus compañeros, volvieron
grupas huyendo de aquel demonio irritado que se proponía matarlos a todos con sus
rayos.
Se encontraron con otra Némesis vengadora: Ak’t, que cayó sobre ellos, agitando
velozmente su hacha de piedra.
El primer hombre-de-un-ojo que tuvo a su alcance murió sin poder lanzar un
grito. Trozos de vello y esquirlas de hueso, mezclados con fragmentos de masa
encefálica, saltaron por los aires cuando el sílex se separó del cráneo hendido hasta el
cuello por la terrible fuerza de Ak’t. Un segundo cíclope se desplomó al suelo,
pateando espantosamente, en tanto intentaba contener, impotente, con las manos, la
salida de los intestinos por la enorme rasgadura que le había abierto el puñal de
obsidiana.
Saltando ágilmente, cubierto con la sangre de sus enemigos, moviéndose tan
velozmente que escapaba a la visión, Ak’t descargó otro golpe, enterrando el hacha
hasta el mango en el pecho de un tercer enemigo. Y los restantes, poseídos ya de un
terror pánico, no esperaron a más. Huyeron, dando a sus piernas toda la velocidad que
les era posible.
Ak’t no se molestó en perseguirlos. Arrojándoles una mirada de desprecio, se
volvió, encaminándose hacia donde estaban los recién llegados, guardándose las
ensangrentadas armas, y cruzando los brazos a la espalda, que en el lenguaje mímico
de la tribu era señal de pacífico acercamiento.
La acongojada Melissa vio cómo se le aproximaba aquel fabuloso personaje, de
más de dos metros de estatura y comprendió que no traía malas intenciones, sino que,
por el contrario, sus propósitos no pedían ser más tranquilizadores.
A pesar de los sentimientos que la conturbaban, la muchacha no pudo por menos
de asombrarse al ver al ser de tan extraña catadura. No era su estatura, ni su aspecto
que, en general, era idéntico por completo al de ellos, sino el anormal desarrollo de su
brazo izquierdo el que la dejó atónita, por comparación con el derecho, que
correspondía por entero a una persona de constitución corriente y vulgar.
Aquel brazo, que comenzaba en un tremendo abultamiento que ocupaba desde el
hombro hasta casi el codo, concluía en una mano, enorme también, que su propietario
debía llevar encogida para no tocar el suelo. Melissa apreció que los nudillos tenían
grandes callosidades y pensó que, en ocasiones, aquella extremidad les serviría como
una tercera pierna, cosa que comprobó, cuando, para salvar un obstáculo, Ak’t se
sirvió de la mano, además de sus dos pies, saltando con agilidad suma. Pero si el
brazo derecho era normal, los gruesos rollos de músculos, los tendones como cables
de acero, la indicaron la poderosa fuerza que debía esconderse allí contrastando con
la del mayor, que no debía tener más que la suficiente para una mediana ayuda.
De haber sido más certero el tiro con la honda, la piedra hubiera machacado el
cráneo de Juan, pero se limitó a hacerle un rasguño en la frente que le privó del
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conocimiento. Lo recobró en el instante exacto en que, saltando sobre su brazo
izquierdo, Ak’t se les acercaba, haciendo una mueca que quería ser una sonrisa
tranquilizadora.
—¡Cielos! ¿Qué es eso, Melissa?
Las palabras de Juan atrajeron la atención de la muchacha, quien, al instante,
olvidó al monstruo, para arrojarse a sus brazos, sollozando de alegría, histéricamente,
al comprobar la resurrección de su amado.
—¡Oh, Juan, Juan! ¡Creí que te habían matado esas fieras de un solo ojo! Pero te
vengué cumplidamente. Hice desaparecer tres o cuatro de otros tantos disparos, pues
de no haberlo hecho así, entonces sí que nos hubieran matado a los dos.
Juan la atrajo hacia sí, besándola cariñosamente.
—Eres el más preciado tesoro para un hombre indigno de él, como yo, cariño.
—No seas tonto —ronroneó ella, zalamera, pero en aquel momento el estridente
cloqueo de Ak’t interrumpió las amorosas efusiones.
—¿Qué querrá? —preguntó ella.
—Ahora lo veremos. Dame el lanzarrayos. No hay que descuidar las precauciones
—repuso él.
Avanzó con cuidado hacia Ak’t, contemplándole fijamente, extrañándose de la
piel que le cubría su cintura, piel que era lisa, grisácea, sin pelo alguno, mas, no
obstante, de bastante espesor y abrigo, según apreció a simple vista. Melissa no quiso
separarse de él, y así, el hijo de los supervivientes del Segundo Diluvio y quienes
habían escapado de él, se encontraron por primera vez.
Juan alargó su mano en señal de amistad, diciendo:
—Mi nombre es Juan Almenara y ésta es Melissa, mi esposa. ¿Cómo te llamas
tú?
Notó la terrible fuerza de la mano del que tenía enfrente, que, sin hacer ningún
esfuerzo, casi le machacó los dedos. Pero procuró no mostrar ningún signo de dolor y
escuchó atentamente las palabras que, en incontenible torrente, salían de la boca del
deforme individuo.
Hubo una que se repitió muchas veces, y Juan creyó adivinar. Poniendo una mano
en el pecho del otro, dijo:
—¿Ak’t?
Se iluminaron los ojos de éste y a su vez apoyó la mano en el pecho de su
interlocutor, quien, comprendiendo, dijo, señalándose a sí mismo, deletreando para
que Ak’t le entendiera:
—J-u-a-n —indicó luego a la muchacha y dijo—: M-e-l-i-s-s-a.
—Ju-an. Me-lis-sa —repitió Ak’t y un alegre cloqueo que era su risa indicó la
exaltación de su ánimo, rompiendo luego a hablar excitadamente, queriendo indicar
que era amigo de los recién llegados y que todo el que intentara hacerles el menor
daño, moriría al filo de sus armas.
—No logro comprender muy bien su idioma —dijo Almenara—. Esencialmente
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es monosilábico, como lo fueron todos en sus principios. Tan horrible debió ser la
catástrofe que hasta los idiomas se perdieron. Sin embargo, en algunas de sus
palabras noto reminiscencias de monosílabos ingleses. Probaré con la palabra
amigo[4].
Se dirigió muy despacio a Ak’t modulando bien las letras para que le
comprendiera:
—A-m-i-g-o —dijo, señalando primero hacia él y luego a sí mismo.
—A-mi-go —repitió trabajosamente Ak’t, volviendo a pronunciar la palabra con
más rapidez, cuando comprendió que correspondía a uno de los sonidos de su idioma.
Durante un buen rato, Juan y Melissa trataron de hacer comprender a Ak’t los
vocablos más rudimentarios y vieron que su interlocutor aprendía rápidamente.
—Creo que con un par de semanas de constante intercambio de frases lograremos
hacernos entender de él. Y cuando domine nuestro idioma por completo, y nosotros el
suyo desde luego, será interesante conocer su historia. Es evidente que deben
conservar en su tribu alguna tradición sobre lo ocurrido en tiempos remotos —dijo
Almenara, asintiendo la muchacha, enteramente de acuerdo con él.
Al fin, Juan comprendió, más que nada, por el lenguaje mímico, que Ak’t se
hallaba separado de su tribu y que ésta debía encontrarse en la parte donde el sol se
ocultaba. Miró hacia arriba y exclamó:
—Debemos dejar estos lugares, Melissa. Nos será muy útil entrar en contacto con
su grupo.
—¿No nos harán daño? —sugirió la muchacha.
—No lo creo. Ak’t nos servirá como excelente embajador. Por otra parte… —
Miró a lo lejos, tomándola del brazo y extendiendo el suyo en la dirección en que
tenía fijos los ojos—. Por otra parte, los que nos harán daño con toda seguridad son
los cíclopes. Si mi vista no me engaña, creo que son lo menos cien los que vienen
hacia aquí. Y no con muy buenas intenciones.
—No les causes ningún mal —suplicó Melissa—. Ten en cuenta su actual estado
de salvajismo. Sería una matanza perfectamente inútil. Alejémonos de aquí.
Juan oprimió afectuosamente la mano de Melissa, posada sobre su hombro.
—No pensaba hacerlo —dijo, y dio el gas al disco volador, elevándose
suavemente, pasando por encima de los cíclopes, quienes, sin el menor temor,
comenzaron a apedrear el aparato con sus proyectiles, disparados por medio de las
hondas.
Pero entonces ocurrió lo inesperado.
Por encima del metálico ruido de granizo de la lapidación, se oyó un prolongado
trueno que parecía venir de lo alto. La misma Melissa fue quien, instintivamente,
conectó el televisor superior y un grito de espanto se escapó, a su pesar, de su
garganta.
¡El rascacielos en ruinas se estaba desmoronando sobre ellos!
El espectáculo era aterrador, apocalíptico. Millones y millones de toneladas de
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piedra, cemento, vigas de hierro y toda clase de material de construcción, caían sobre
ellos, en espectacular cascada, removido el inestable equilibrio de la derruida
edificación por el zumbido de los gases del disco al ganar altura y aumentar su
presión.
La mano de Juan empujó a fondo la palanca de propulsión horizontal. El aparato
dio un salto hacia adelante, como corcel desbocado, arrojando al suelo, de espaldas, a
Melissa, que todavía no se había sentado, y a Ak’t, que aún permanecía estupefacto
contemplando el interior de un artefacto que para él era obra del diablo, en tanto que
Juan sentía el aplastamiento de su cuerpo contra el respaldo acolchado de su sillón, a
consecuencia de la inercia.
La maniobra fue oportunísima. Tres o cuatro pedruscos, a pesar de todo, cayeron
sobre la astronave, haciéndola balancearse peligrosamente y aun perder algo de
altura, pero el problema fue solucionado poniendo en funcionamiento las toberas de
ascenso, en tanto que el aparato recuperaba el equilibrio después de tan agitada
danza, y fue Melissa la que, de nuevo, conectó otra pantalla, esta vez la posterior,
cuyo objetivo enviaba las imágenes captadas a la que el piloto tenía ante sí.
Los cíclopes se dieron cuenta de la catástrofe que se les venía encima y se
dispersaron frenéticamente, huyendo a la desesperada de aquel pétreo aluvión que se
les venía encima, pero sus esfuerzos resultaron baldíos por completo.
Para no tener que arriesgarse a sufrir otro accidente de la misma índole, Juan ganó
la suficiente altura, rebasando cumplidamente los restos de los edificios más
desviados. Durante un buen rato, navegando a una velocidad reducidísima, ambos
contemplaron el impresionante espectáculo que les ofrecía la arruinada ciudad.
—De no ser por la vegetación, si hubiera estado en mitad del desierto, parecería
una segunda Babilonia —murmuró Melissa quedamente.
—Lo es, no te quepa duda, cariño. Aquélla fue sepultada por las arenas
volanderas. Nueva York es ahora una selva, una auténtica selva que lo invade todo,
una selva vegetal, en lugar de serlo de asfalto y cemento.
Apenas se podía adivinar la cuadrícula de la urbanización. Los árboles, creciendo
en plena libertad, alcanzaban alturas de cuarenta y cincuenta metros, en tanto que las
plantas trepadoras, algunas de las cuales tenían tallos del grosor de un cuerpo
humano, llegaban hasta la parte más alta de los edificios que no se había hundido con
los bombardees. Las calles, lo que quedaba de las mismas, no eran llanas como
antaño. Los montones de escombros se habían apelmazado con las lluvias, hasta
formar parte integrante del terreno, como si siempre hubieran existido, e incluso,
además de las hierbas que los cubrían en su totalidad, habían nacido en ellos grandes
árboles.
Toda la vegetación adoptaba formas rarísimas, absolutamente desconocidas,
jamás vistas por Juan y Melissa. Algunas clases de árboles tenían el tronco totalmente
liso, blancuzco, sin el menor saliente en su cilíndrica regularidad hasta los cincuenta
metros de altura donde empezaban las ramas, de las que nacían anchísimas hojas.
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Otros se movían demasiado para la escasa corriente de aire que soplaba y aquello le
dio idea a Juan de la naturaleza carnívora de aquellas plantas, de descomunales
tamaños. Todo el mundo vegetal, en fin, parecía la delirante creación de un
monomaniaco dibujante en sus horas de pesadilla y, aguzando la mirada, también
pudieron ver infinidad de animales pululando por aquella jungla, sin que, desde la
altura, pudieran precisar sus formas.
Rebasando aquella impresionante colección de ruinas, navegando hacia el oeste,
tras dejar a sus espaldas la corriente del río, el disco siguió su ruta, hasta que al fin
Ak’t, con excitados tonos, le señaló unas leves humaredas que salían de un trozo de la
selva.
—Allí es el lugar en que debe hallarse su tribu —exclamó Juan y picó con
suavidad perdiendo altura, hasta encontrarse a muy pocos metros de distancia del
claro en que el grupo de los compañeros de Ak’t había acampado.
Todavía antes de aterrizar y, a través del televisor, pudieron ver el espanto que se
apoderó de todos los miembros del clan, quienes huyeron frenéticamente a
esconderse en el bosque. Dejando los motores con el mínimo de funcionamiento,
Juan abrió la escotilla y saltó al suelo, descuidadamente, en el mismo momento en
que un espeluznante rugido se oía a pocos metros de distancia.
En su subconsciente percibió que otra persona había bajado con él, pero ahora su
atención estaba centrada en la fiera, que, a grandes saltos, en cada uno de los cuales
recorría más de veinte metros, se arrojaba sobre él.
Su mano derecha se encaminó velozmente hacia el lugar en que guardaba
habitualmente su pistola eléctrica, y apenas lo había hecho, cuando se quedó rígido,
paralizado por el espanto.
¡Se la había olvidado en el interior del aparato!
Ya no tenía tiempo de volver al disco. Aquella bestia, en su próximo salto, tanto si
la hacía frente, como si huía de ella, caería sobre él y sería irremisiblemente
destrozado por las agudísimas garras y las poderosas fauces, armadas de
descomunales colmillos.
Pero en aquel momento se sintió empujado a un lado. Tan violentamente que cayó
al suelo, y entonces se dio cuenta de que era Ak’t el que había saltado tras él y quien
se disponía a hacer frente al animal, en el último de sus saltos.
Éste no encontró el objetivo que buscaba bajo sus garras. Con un agilísimo salto a
un lado, Ak’t esquivó la feroz acometida, haciendo descender al mismo tiempo su
mortífera hacha, que hendió hasta su base el cráneo del animal.
La vitalidad de la fiera era tremenda. Aun derramando por el suelo su sangre,
mezclada con la masa encefálica, todavía alentaba, y se levantó, intentando el postrer
ataque, pero entonces entró en funciones el potentísimo brazo derecho de Ak’t, quien,
al mismo tiempo que fracturaba el cuello de la bestia, manejó su puñal con el otro,
hundiéndolo hasta la mano en el costado. Aquello fue suficiente y el monstruo se
quedó inmóvil.
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El monstruo, porque no era otra cosa, fue examinado atentamente por Juan y su
esposa, atónitos, estupefactos, creyendo ver visiones al contemplar un animal
fabuloso de cuya existencia no tenían la menor idea. En principio era parecido a un
león, pero sin la melena de éste, antes por el contrario, teniendo la piel absolutamente
lisa, desprovista por completo del menor vello, infundiendo la sensación de ser de
gran abrigo, tanto para la misma fiera, como para quienes la utilizaran. Su cuerpo
hubiera podido pasar por el del «rey de la selva», pero lo extraño no era la piel, sino
los cuatro pares de patas, ocho en total, a cuatro por costado, todas ellas terminadas
en afiladísimas garras de más de diez centímetros de longitud, capaces cada una de
abrir el vientre de un hombre con un leve movimiento, cuanto más al usarlas todas a
su vez. Pero Ak’t debía hallarse muy acostumbrado a tales fieras, porque, una vez
muerto el animal, no se dignó siquiera arrojarle una mirada.
Sin embargo, ni Juan ni Melissa tuvieron tiempo que perder contemplándolo.
Algo acaparó su atención a los pocos momentos. Algo extrañísimo, todavía más
extraño que la misma bestia octópoda, y que les dejó sin poder hablar.
Se hallaban en un claro de la selva, a cuya parte opuesta había un barranco de
unos cien metros de profundidad. Frente a ellos se alzaba un talud del doble de altura
y no muy pronunciada pendiente, y del que repentinamente, salieron unos extraños
ruidos, sordos, como si sonaran muy adentro, en las profundidades de la misma tierra.
Los ruidos cesaron, para producirse intermitentemente a los pocos minutos.
—Sería conveniente averiguar qué es lo que produce esos sonidos tan raros. No
creo que sean causados por fuerzas plutónicas —dijo Almenara a Melissa, que
asintió, mirando a continuación a Ak’t, quien envalentonado por su victoria sobre la
fiera no se mostró remiso en acompañarlos.
Marchó en cabeza el indígena, abriéndose paso por entre la maraña de espesa
vegetación. Juan ya llevaba la pistola eléctrica, tomada de la astronave como medida
de precaución, y en más de una ocasión hubo de fulminar con sus disparos alguna
planta carnívora para la cual constituían aquellos seres humanos una irresistible
tentación.
Un cuarto de hora, poco más o menos les llevó el encontrarse al pie del talud,
habiendo atravesado como cien metros de inextricable jungla, y apenas habían
llegado cuando un grito de asombro se escapó de las gargantas de los recién llegados.
Frente a ellos había un camino liso, absolutamente llano, sin la menor señal de
vegetación, la cual quedaba en forma de túnel de unos diez metros de anchura por
otros tantos de altura. El camino parecía ser de cemento y uno de sus extremos
terminaba en el barranco, en tanto que el otro concluía en el talud que de nuevo
volvió a emitir aquel sonido tan raro.
Los ruidos se reprodujeron durante un par de minutos, con una leve trepidación
terrestre y apenas habían cesado, cuando del trozo aquel de ladera en que terminaba
el camino cementado, se abrió un panel, algo menor que el túnel de plantas y algo
cuya existencia no hubiera sospechado ninguno de ellos, comenzó a caminar sin
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grandes prisas, a marcha reducida.
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CAPÍTULO V
Los dos culpables, Juan Almenara y Melissa Rhysling, cogidos de la mano
avanzaron, pálidos, pero resueltos hasta el centro del anfiteatro, subiendo la media
docena de escalones que los situaron en el podio desde el que podrían ser vistos por
todo el público que llenaba la enorme sala, de vastas proporciones, y en donde iban a
ser juzgados, acusados de un horrible crimen.
Estaban en el centro geométrico del semicírculo compuesto de setenta sillones, en
los que ya habían tomado asiento los miembros del Gran Septenado del Imperio de
Vesta, órgano consultivo y ejecutivo al mismo tiempo, que gobernaba
automáticamente, sin apelación posible en sus fallos, toda la población del
planetoide.
Phineas Cobb era el presidente del Septenado. Se había vestido con el uniforme
de gran ceremonia, y sus ropajes de púrpura le conferían una gran prestancia,
aumentando la que ya poseía de por sí, tanto por la majestuosidad de su porte, como
por lo orgulloso de su expresión.
No le hizo falta ningún papel para leer la acusación. Se puso en pie mirando a los
acusados:
—Juan Almenara, Melissa Rhysling, se os acusa de ser culpables del peor crimen
que puede cometerse en nuestro Imperio. ¿Es cierto?
Juan miró a Melissa y su voz sonó firmé, sin la menor vacilación al replicar:
—Sí. Es cierto. Melissa y yo nos hemos casado.
Un murmullo de horror se elevó de las apretadas filas del público en tanto que
muchos de los miembros del Septenado se cubrían sus rostros con las cárdenas
túnicas, como si se sintieran incapaces de presenciar aquel espanto cuya condena
debían pronunciar. Phineas Cobb palideció, pero no por ello dudó un solo momento.
Extendiendo los brazos, de modo que los flotantes pliegues de sus ropajes parecieron
por un instante las alas de algún fantasmagórico pájaro, exclamó con voz tenante:
—¡Ya lo habéis oído! Ellos mismos se confiesan culpables. ¿Cuál es la pena para
tan horrible crimen?
Decenas y decenas de pulgares se inclinaron hacia abajo, en significativo gesto,
pero antes de que el presidente pronunciara la definitiva condena, Juan, sosteniendo
con el brazo por el talle a Melissa que estaba a punto de desmayarse de un momento a
otro, alzó el brazo, exclamando:
—Es cierto que Melissa Rhysling y yo somos culpables. Pero, en uso del derecho
conferido a todo ciudadano del Imperio, quiero defenderme.
—Son muy lógicas tus palabras, Juan Almenara —contestó Cobb—. Habla, pues,
aunque te advierto que la sentencia está ya pronunciada.
Juan sonrió desdeñosamente, ignorando los murmullos aprobatorios del público a
las palabras del presidente y comenzó su defensa, que sabía perfectamente inútil:
—Es cierto que Melissa Rhysling y yo somos culpables de haber contraído
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matrimonio, contraviniendo las órdenes dictadas por el Gran Septenado. Pero
tampoco es menos cierto que nosotros, como todos los que me escuchan, como todos
los que me juzgan, descendemos de aquel audaz grupo de exploradores del espacio
que, sabiendo condenado su planeta a una total destrucción, por una guerra sin
piedad, se lanzaron a los caminos celestes buscando un nuevo mundo donde vivir
pacíficamente y donde determinada palabra, que no pronuncio, por no horrorizar a la
asamblea, estuviera proscrita. Aquellos precursores que llegaron a Vesta hace más de
dos mil años, lo hicieren con la idea de fundar una comunidad donde todos tuvieran
acceso a todo, donde la igualdad fuera perfecta, donde las obras de cada uno serían
sus propios méritos, donde nadie fuera más que otro y, en fin, donde la única
superioridad debía radicar en la inteligencia. Y, ¿qué es lo que ha ocurrido al cabo de
esos veinte siglos? Que el orden natural que fundaran aquellas cuarenta parejas, en
unión de nuestro maestro, el profesor Bakefield, se fuera vulnerando y alterando con
el paso de los tiempos, hasta concluir en esta ley, tan caprichosa como injusta, que
determina que los matrimonios entre los ciudadanos de diferentes niveles, son
imposibles. Yo nací en el Segundo Nivel. Melissa en el Sexto. Ninguno debíamos
salimos del nuestro. Yo estaba condenado a vivir en mi órbita, inmutable, por una
caprichosa discriminación, como la de cualquier astro de nuestro sistema. Mi esposa
igualmente. ¿Es esto justo? ¿Fueron tales los propósitos de Nuestros Precursores? No.
Nada de eso. Ellos no inventaron las castas ni los niveles. Antes bien, cada uno
tendría lo que alcanzara por sus merecimientos y no por los dictados de los demás.
Melissa y yo nos conocimos, nos amamos y resolvimos contraer matrimonio. Ahora
somos marido y mujer y nada, si no es la muerte, podrá separarnos. Y, miembros del
Gran Septenario que gobernáis despóticamente el Imperio, tened una cosa presente.
Nosotros podremos morir y a ello estamos resignados, pero nuestra sangre no será
estéril. Vuestro sistema de Niveles, determinado única y exclusivamente por razón
del nacimiento, cosa en la cual el individuo no tiene la menor responsabilidad, está
irremisiblemente condenado. Un año, diez, un siglo, y desaparecerá, cuando los
débiles se convenzan de que son tan fuertes como los fuertes y tan sabios como los
sabios. Cuando los del Primer Nivel se den cuenta que valen lo mismo, o más, que los
del Séptimo.
Calló un segundo Juan, fijando su mirada con amoroso interés en la de Melissa y
exclamó finalmente:
—He hablado. Vuestra es la decisión.
Durante unos instantes, nadie habló, como abrumado por las palabras del reo.
Pero después, una voz fresca, juvenil, vibrante, exclamó:
—¡Bravo, Juan! Así se habla. Que sepan esos carcamales que nos gobiernan cuál
es la opinión de sus gobernados.
Inmediatamente estalló un inmenso tumulto en la tribuna del público. Gritos,
aullidos, silbidos, voces en favor de los condenados, en contra la mayoría,
constituyeron un pandemónium salvaje, que aumentó cuando los partidarios del que
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había hablado comenzaron a usar algo más que las gargantas, cerrando los puños y
arremetiendo contra quienes pedían la cabeza del culpable. Pero la intervención de la
guardia terminó bien pronto con el motín. Sin distinción de ideología, edad ni sexo, la
tribuna fue desalojada enérgicamente, y sólo cuando los reos, algunos soldados y los
miembros del Septenado estuvieron solos, su presidente se decidió a pronunciar la
sentencia.
—Juan Almenara y Melissa Rhysling. Culpables de haber contraído matrimonio,
violando las leyes imperiales en tal materia, se condena a la pena de muerte que se
ejecutará en la forma acostumbrada: el fusilamiento eléctrico. Tenéis cuarenta y ocho
horas para poner vuestros asuntos en orden.
Melissa dejó escapar un gemido y hubiera caído al suelo de no haber sido
sostenido por Juan. Rodeados por sus guardianes, los reos salieron de la inmensa
estancia y conducidos al lugar donde debían aguardar el cumplimiento de la
sentencia.
Pero aquella misma noche, la prisión fue asaltada. A favor de las sombras, un
grupo de descontentos, partidarios de Juan y Melissa, ansiosos de un nuevo orden,
mataron a todos los que se encontraban de servicio en la prisión, y abrieron las
puertas de la celda a quienes ya se contaban entre el número de los muertos.
Antes de que la alarma general estuviera dada, Juan y Melissa se despedían del
hombre que había encabezado la revuelta y que no era otro que el que había gritado
en la tribuna a su favor.
—Adiós, Mike Brendan. Por mucho que vivamos no podremos olvidar jamás el
favor que nos han hecho.
—¡Bah! —Agitó la mano desdeñosamente Mike—. No tiene la menor
importancia. Igualmente lo hubiera hecho por otros. El caso era dar en la cabeza a
esas momias faraónicas, y ahora, no perdáis tiempo. La astronave que os hemos
preparado está magníficamente equipada. Tiene de todo y, con vuestra inteligencia,
podréis arreglároslas muy bien en cualquier mundo deshabitado. Personalmente os
recomiendo el planeta desde el que vinieron Nuestros Precursores. No se les ocurrirá
buscaros allí.
—¡Pero está lleno de radiactividad! —objetó temerosamente la muchacha.
Mike guiñó un ojo:
—Si supieran los miembros del Septenado las maravillas que hago con mi
ultradetector, ya me habrían liquidado. No pueden soportar que haya alguien más
inteligente que ellos. Sé positivamente que no hay la menor sombra de peligro
radiactivo en la Tierra. ¡Vamos, daos prisa!
Estrecharon afectuosamente la mano de Brendan. No sabían que lo hacían por
última vez.
Y ahora, después de mucho tiempo de vagar por el espacio, dos nuevos Juan
Almenara y Melissa Rhysling, habían vuelto al planeta del que sus antepasados
salieran dos mil años antes, huyendo del Segundo Diluvio, y tenían a su lado un
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hombre, producto de aquella bárbara guerra, contemplando estupefactos lo que salía
del panel abierto en la ladera de la colina.
El panel se partió en dos mitades, cubiertas de plantas, girando sobre bien
engrasados goznes y dejó ver algo que salió del interior de la abertura, rodando a
mediana velocidad, sorprendiendo enormemente a los tres espectadores.
El automóvil pasó por delante de ellos, pero Juan se recobró prontamente de la
estupefacción y de un ágil salto se coló en la cabina. Las proyecciones y sus
recuerdos de tiempos de estudiante le sirvieron lo bastante como para detener el
vehículo justamente al borde del barranco, en el que contempló un espectáculo
ciertamente inolvidable.
Miles, millones de automóviles, convertidos en pura chatarra yacían allí. Con el
transcurso de los tiempos, se habían ido amontonando de tal forma que lo habían
nivelado totalmente, y no solamente lo habían rellenado en ambas direcciones, sino
que habían hecho una especie de irregular camino por el que se habían abierto paso
los sucesivos coches arrojados por aquella colosal fábrica subterránea, que no había
parado de funcionar, a causa de su especial constitución automática. Aquellos autos
que no se habían convertido inmediatamente, al salir de la fábrica, en un montón de
piezas inservibles, habían seguido rodando por el túnel kilómetros y kilómetros hasta
agotárseles la gasolina del depósito, que era rellenado también, de modo mecánico,
en la última etapa de la construcción.
Manejando la marcha atrás, Juan volvió hacia donde le aguardaban Melissa y
Ak’t y detuvo el coche.
—Es increíble —dijo—. Esa fábrica de automóviles debe ser algo colosal, nunca
imaginado. ¿Te das cuenta de ello, Melissa?
—Sí, y creo que nuestros antepasados debieron alcanzar un elevadísimo grado de
civilización —repuso la muchacha.
—Ahora lo que nos conviene es detenerla. Es una barbaridad consentir que se
estropeen los coches. Podrán sernos muy útiles para nuestros fines, Melissa. ¿Me
comprendes?
Ella sonrió, estrechando afectuosamente la mano de Juan.
—Sí. Creo adivinar la serie de ideas que te bullen por la cabeza, pero hablaremos
más adelante, ¿no te parece?
Tuvieron que esperar un buen rato antes de que se abriera la puerta y ya iba Juan
a colocarse en el interior, presto a poner en práctica su idea, cuando una serie de
gruñidos le detuvieron, haciéndole volver la cabeza.
También su esposa y Ak’t se volvieron, lanzando la primera un grito de alarma, y
el segundo una serie de apagados gruñidos que no presagiaban nada bueno.
Siguiendo el rastro que habían dejado al abrirse paso en la selva, dos hombres,
muy cerca de ellos, los estaban contemplando con intenciones muy poco
tranquilizadoras. Unos pasos más atrás, aumentando su número a cada momento que
pasaba, infinidad de miembros de la tribu de Ak’t se acercaban, pasados los primeros
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momentos de temor al ver descender el para ellos diabólico artefacto. Pero los que se
hallaban en primera fila eran nada menos que el jefe del clan, Kaa’m, y el rival de
Ak’t, M’meq.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué has traído a esos extranjeros contigo? —inquirió el
primero.
—Esos extranjeros son mis amigos y nadie osará tocarles sin antes entendérselas
conmigo.
Ni Juan ni Melissa comprendieron los cloqueos del idioma de aquellos hombres,
pero la actitud de los mismos les bastó para comprender que eran ellos los
protagonistas de la conversación. Juan aprestó su pistola eléctrica, para el caso de una
posible intervención, mas no le hizo falta usarla.
—Deben morir —gruñó M’meq—. Traerán la desgracia a la tribu.
—Nada de eso —objetó decidido Ak’t—. Por el contrario, son muy inteligentes y
dominan la manera de volar como las aves y correr como el león-de-ocho-patas. Con
su ayuda seremos invencibles.
—¡No! —rechazó enérgicamente Kaa’m—. No los queremos. Que mueran.
Ak’t requirió inmediatamente su hacha y su cuchillo. Sus ojos se clavaron con
desprecio en los de sus interlocutores.
—Sois despreciables, más que el animal de dos cabezas que se arrastra por el
suelo. Os aconsejo que no los toquéis. Pueden convertiros en humo con un solo
movimiento de su mano.
Las palabras de Ak’t no dejaron de impresionarles. Habiéndoles visto caer desde
los cielos, no les extrañó que su compañero de clan les amenazara con tan terroríficos
males, pero eran obstinados, tercos, y M’meq volvió a insistir:
—Los hombres-del-brazo-fuerte no tienen amigos fuera de su tribu. Tú lo eres de
esos que tienen la piel de color —se refería a los trajes de Juan y Melissa—, tú
también debes morir. Y así Ole’a será la esposa de M’meq.
Ak’t comprendió instantáneamente la jugada. Eliminándole con el pretexto de ser
amigo de unos extranjeros, su rival obtendría un doble beneficio: la sucesión en la
jefatura de la tribu y la mano de su amada. Rugió, mientras su poderoso pecho Se
hinchaba a impulsos de la cólera y avanzó hacia M’meq, blandiendo sus armas.
—Haz algo, Juan. Impide esa horrible lucha —suplicó Melissa.
Él le apretó el brazo, al mismo tiempo que respondía:
—No. No te lo consentirían. Son costumbres ancestrales, costumbres perdidas en
la civilización de Nuestros Precursores y resucitadas al caer la Humanidad en la
segunda noche de los Tiempos. Dejémosles.
M’meq saltó sobre Ak’t, pero éste paró el primer golpe, al mismo tiempo que su
brazo izquierdo se movía vertiginosamente hacia adelante. Solamente la prodigiosa
agilidad de su antagonista libró a éste de una fulminante muerte, más aún así y todo
no pudo evitar la desgarradura de su costado derecho que le hizo brotar un arroyo de
sangre.
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M’meq lanzó un rugido de dolor y de ira. Nuevamente saltó sobre Ak’t
descargando un fenomenal golpe que, de haber llegado a su destino hubiera decidido
la lucha en un segundo, pero el amigo de los recién llegados era habilísimo luchador
—no en balde, confiado en sí mismo, se había lanzado a correr aventuras, cosa a la
que no se había atrevido ningún otro componente del clan— y sonrió
despectivamente cuando el filo del sílex pasó silbando inofensivamente rozándole el
hombro izquierdo, sin tocarle siquiera. Y de nuevo el brazo del mismo lado lanzó otro
golpe que esta vez rasgó la mejilla de M’meq de arriba a abajo.
Así llegó, pues, el momento en que M’meq se detuvo jadeante, cubierto de sangre
de pies a cabeza, debilitándose con progresiva rapidez y su fin no se hizo esperar. Sin
poderse defender con un mínimo de eficacia, apenas sintió ya penetrarle en su cráneo
el hacha de Ak’t, que lanzó un rugido de alegría, coreado por buen número de
hombres de la tribu, encantados con aquel espectáculo, no muy frecuente entre ellos.
Entonces fue cuando Kaa’m creyó llegada su hora. Vio a Ak’t ensangrentado por
varios sitios y le creyó agotado, ignorando que las heridas del matador de su
compinche no eran otra cosa que epidérmicos rasguños, más aparatosos que
efectivos.
Melissa tembló por la suerte de su amigo. Si el ya difunto M’meq era un hombre
de respetable envergadura, Kaa’m, llegado a la jefatura de la tribu precisamente por
su fuerza física, era un ejemplar único.
Alto, de más de dos metros y medio, robustísimo, con un tórax de enorme
anchura, todo él sugería la idea de fuerza y poder físicos y sus amarillentos dientes se
dejaron ver cuando sonrió, seguro de su próximo triunfo. Sabía instintivamente que
Ak’t era un peligroso rival que le podía arrebatar la sinecura del mando y
eliminándolo haría desaparecer aquella posibilidad.
Pero no contaba con la inteligencia de éste. No contaba con que Ak’t tenía un
cerebro sumamente desarrollado que le había hecho practicar, en secreto, ciertos
trucos, que puso en práctica en aquellos momentos, utilizando en la realidad los duros
entrenamientos a que se había sometido, quizá impulsado por atávicos recuerdos de
otros hombres que existieron antes que él en aquellos mismos lugares, veintidós
siglos antes y que usaban plumas como adorno capilar.
Su gigantesco brazo izquierdo se distendió hacia atrás, disparándose luego, al
mismo tiempo que abría la mano.
El puñal de obsidiana voló por los aires, constituyendo durante una fracción de
segundo una verdosa y chispeante mancha, y terminó su viaje al enterrarse en el
ancho pecho de Kaa’m, quien abrió los ojos, enormemente sorprendido al verse
aparecer el arma casi debajo de la barbilla.
Vaciló, tambaleóse y quiso erguirse para, aprovechando su enorme vitalidad,
arrojarse sobre Ak’t y morir con él, pero éste sonrió desdeñosamente, porque ya su
brazo derecho, de cuádruple fuerza que el izquierdo, había despedido el hacha, que
volteó con fugacísimos movimientos, imposibles de ser seguidos por la vista, para
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terminar hundiéndose hasta el mango entre ambos arcos superciliares de Kaa’m
haciéndole crujir los huesos hendidos con siniestros sonidos.
Se desplomó fulminantemente, sin hacer ya un solo movimiento. Ak’t fue hacia
Kaa’m, arrancándole sus armas, que, todavía goteando sangre, fueron alzadas en alto,
en tanto que gritaba:
—Ak’t es ahora el jefe de la tribu de los hombres-del-brazo-fuerte. ¿Hay alguno
que quiera disputarle su derecho?
Nadie contestó. Durante unos momentos reinó el más absoluto de los silencios y
luego un griterío ensordecedor estalló. Un griterío de gozo, de aprobación, de alegría
por tener un jefe tan hábil y tan poderoso, gran amigo de dos seres mucho más
poderosos que él mismo, puesto que dominaban a su antojo el secreto de volar por los
aires.
Ak’t volvió a alzar los brazos, acallando los gritos, y cuando lo consiguió, avanzó
unos cuantos pasos, cogiendo de la mano a una muchacha que se hallaba a pocos
pasos de él, colocándola en el centro del círculo de espectadores.
—Ak’t toma por esposa a la hermosa Ole’a y Ole’a lo toma por esposo. Que
nadie se oponga a los deseos de Ak’t. Que nadie, tampoco, toque un solo cabello de
mis amigos, los-que-vuelan. Morirá fulminado por los rayos que lanzan éstos.
Tomando de la mano a Ole’a, Ak’t se acercó a Juan, señalándole con expresivos
gestos ambos cadáveres. El desterrado comprendió:
—Nos será muy útil hacerles una demostración —susurró al oído de Melissa, que
asintió—. Quedarán muy impresionados.
Treinta segundos más tarde, no quedaba el menor rastro de los dos muertos,
disipadas sus cenizas por la brisa, en tanto que una aterrada tribu comentaba en voz
baja los tremendos poderes de aquellos dos extranjeros, tan amigos de su nuevo jefe,
y éste, venciendo la resistencia y el temor de Ole’a, hacía las presentaciones
correspondientes, ayudándose de su lenguaje mímico, con el que suplía las
deficiencias del hablado.
Melissa apreció que, fuera de la anormalidad del brazo izquierdo, aparte de las
huellas que una vida al aire libre, que había curtido por completo su epidermis, Ole’a,
en cualquier otro lugar, hubiera pasado por ser una bonita muchacha, e
instantáneamente sintió una gran simpatía por ella.
—Ole’a —dijo— seremos buenas amigas.
—Seremos buenas amigas —contestó la otra, sonriendo igualmente.
Pero, claro, cada una lo había dicho en su respectivo idioma, por lo que se
limitaron a suponer el sentido de las frases pronunciadas.
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CAPÍTULO VI
Juan se hallaba sentado ante la mesa ligeramente inclinada sobre la cual se hallaba
una amplia pantalla televisora. En el cristal deslustrado, y con una perfección
insuperable en cuanto a precisión de forma y colorido, se reflejaba la escena de la
habitación inmediata, que no era otra cosa que un quirófano, adaptado y construido
con los más modernísimos medios, en el cual, por medios automáticos, se estaba
verificando una complicadísima intervención.
Sin mirar apenas, teniendo la vista fija en la mesa de operaciones, las manos de
Juan oprimían alternativamente los botones del tablero, los cuales movían los
bisturíes, las pinzas, los ágrafos, colocados al extremo de sendos brazos articulados
que eran los que estaban realizando la operación quirúrgica. Diminutos altavoces,
colocados al extremo del hilo que los unía con los correspondientes instrumentos, le
daban automáticamente la tensión arterial, el número de pulsaciones, la temperatura,
como asimismo realizaban transfusión de sangre si el paciente lo precisaba y lo
anestesiaban igualmente, de tal modo, que en el quirófano no había nadie. Era una
habitación absolutamente desierta, esterilizara por los más modernos métodos y en la
que, por tanto, no existía el más remoto peligro de una infección. Juan sabía que, en
aquellos instantes, centenares de alumnos se hallaban ante centenares de pantallas,
presenciando la operación y aprendiendo su técnica. Luego, a su vez, se convertirían
en competentísimos profesores que extenderían las enseñanzas de su maestro por
todo el orbe, contribuyendo lenta, pero seguramente, a reducir los catastróficos
efectos de las radiaciones procedentes de los bombardeos, devolviendo a la
Humanidad transformada en una colección de monstruos su primitiva forma, la que
recibió en el momento de la Creación.
Los últimos cortes fueron hechos. Se ligaron las arterias, se cosió, en el lugar de
la ancha herida, el trozo de piel artificial, que luego se convertiría en natural
epidermis, y finalmente, brazos metálicos expertamente movidos por los hábiles
dedos de Juan, vendaron y envolvieron al paciente, de cuyo vientre había sido
extirpado el tercer brazo que con el transcurso de los tiempos, heredara de sus
antepasados, modificados sus elementos hereditarios por los explosivos
termonucleares.
Juan sabía que aquél era el primer paso. Sabía igualmente que no vería el último,
pero estaba convencido de que, con el transcurso de los tiempos, todas aquellas lacras
que desfiguraban a los hombres terrestres desaparecerían, y llegaría el momento en
que los niños nacieran normalmente, con la apariencia acostumbrada. El elemento
psicológico, factor importantísimo, contribuiría enormemente a sus propósitos, pero
¡estaba tan lejos todavía la meta!
Terminado el vendaje del paciente, una última pulsación en uno de los mandos
movió la camilla sobre sus ruedas, expulsándola de la sala de operaciones. Auxiliares
expertos, sumamente instruidos, terminarían su labor y antes de dos semanas, aquel
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hombre gozaría de un placer para él desconocido hasta entonces: el de la vuelta a la
normalidad física. Sería una persona más que tuviera infinitos motivos de
agradecimiento hacia él, pero a Juan no le importaban tales sentimientos. El crear un
nuevo mundo era suficiente satisfacción.
Desconectó la pantalla y se recostó en el sillón. Quiso reposar allí mismo un
momento, pero alguien se lo impidió: su esposa.
Veinte años habían transcurrido desde su llegada a la Tierra y Melissa continuaba
con la misma expresión de aniñada belleza que cautivara el corazón de Juan en Vesta.
Los adelantos en materia gerontología la habían permitido conservarse como si
apenas hubiera pasado un año, sin que la menor arruga hollara la suavidad de su terso
cutis, sin que la morbidez de las graciosas curvas de su cuerpo de ninfa hubiera
variado un ápice y todavía, antes de que sus facciones sufrieran la menor
modificación, habrían de pasar numerosos años. La constante renovación de células
obraba milagros.
Pero ahora la esposa de Juan no entró sonriente y alegre como de costumbre. Su
rostro, hermosísimo siempre, reflejándose en él la constante admiración, el infinito
amor que sentía por su marido, tenía ahora una grave expresión, y la sombra de las
preocupaciones lo contraía levemente.
Juan se levantó de un salto al verla:
—¿Qué te ocurre, cariño? ¿Por qué tan seria? —inquirió.
Ella alzó sus grandes ojos azules hasta los de su esposo:
—Demasiado lo sabes, Juan —murmuró, dejando escapar una lágrima.
—¿Nuestro hijo?
Asintió la esposa, en mudo gesto, y él, alzándola la delicada barbilla sonrió
complacido:
—¿Cuándo te vas a convencer —dijo—, de que Juan es ya un hombre hecho y
derecho, que muy pronto, dentro de uno, cumplirá los veinte años? ¿Qué es lo que te
preocupa? ¿Qué le guste recorrer el planeta? Ya volverá, mujer, ya volverá. Es
grandecito y de sobra inteligente para defenderse de cualquier asechanza o peligro
que pueda salirle al paso.
—Es que… —protestó Melissa tímidamente.
—Tú te crees que tu Juanito es todavía aquel niño que luchaba por ponerse en pie
con la inestabilidad de sus piernecillas. No te has dado cuenta de que han pasado
veinte años desde que llegamos aquí desterrados de nuestro mundo natal, veinte años
que para mí han sido los más felices de mi vida, hasta el extremo de olvidar por
completo cuanto se refiere al período anterior. Anya, la hija de Ak’t y Ole’a, es una
muchacha muy hermosa. Cualquier día te encontrarás con que se han casado, y antes
de que lo puedas sospechar serás, ¡ay!, una abuela. Un nuevo Juan Almenara habrá,
nacido para continuar la estirpe.
—Bien, pero me gustaría al menos saber dónde se encuentra mi hijo —dijo
Melissa con infantil terquedad—. La Tierra es muy grande y ya que no se le ocurrió
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avisar que se marchaba, cuando menos podía avisar de que se encontraba bien, ¿no te
parece?
—Sí, claro —repuso Juan, haciendo volverse a su mujer y pasándole el brazo por
los hombros—. Vamos, veremos a Ak’t y Ole’a. Quizá ellos puedan decirnos algo
sobre el paradero de nuestros respectivos vástagos.
Saliendo del cuarto de control de quirófanos, pasaron a un amplio corredor,
brillantemente uniformado, en el que el silencio absoluto, recordado por infinidad de
parpadeantes rótulos luminosos, era la característica más acusada. Cruzándose con
infinidad de médicos y enfermeras, todos ellos vestidos con la convencional bata
blanca que se usara dos mil años antes, correspondieron ambos a los respetuosos
saludos que se les dirigían, en sencillo, pero elocuente gesto y que demostraban bien
a las claras el amor que todos sentían hacia aquellos seres que habían venido del
espacio a redimirlos de la peor de las esclavitudes: la de la barbarie y obscuridad
mental.
El coche particular les aguardaba a la puerta. Aquel espacio urbano estaba
totalmente desconocido. Edificios de escasa altura, muy desperdigados, constituían el
núcleo de la nueva ciudad que se había levantado, surgiendo como Ave Fénix de las
cenizas neoyorquinas, una ciudad limpia, sin que en la espesa vegetación que cubría
aún muchos de los espacios libres quedara ninguna de las plantas carnívoras o
inútiles, eliminadas sistemáticamente, por haber dejado únicamente las que servían
para su transformación química en alimentos, o de simple ornato. La selva virgen
había sido empujada, barrida, alejada y sus avances para recuperar el terreno perdido
contenidos por el fuego y la electrocución. Por las calles, y en los vehículos que
circulaban constantemente, se veían numerosos hombres y mujeres, de normal
aspecto, aunque todavía abundaban los deformes, especialmente los hombres de una
sola pierna. Los médicos no abundaban todavía como deseara Juan, y la
transformación seguía siendo lenta a su pesar. Pero todo el mundo, normales y
anormales, estaba contento, alegre, animoso. Los primeros por saberse felices en su
forma: los segundos porque sabían tener paciencia y aguardar sin prisas el día en que
perdieran su deforme complexión para adquirir la natural en el hombre.
Un tanto extraño era el vehículo. Casi parecía un huevo y solamente tenía una
rueda sobre la que caminaba, sosteniéndose por dos delgadas patas auxiliares que se
distendían automáticamente al pararse el motor, complementado por un giróscopo
que ayudaba a conservar el equilibrio del vehículo en marcha. Todo él era blanco, a
excepción de la curvada tapa de la cabina, y solamente tenía, como distintivo de sus
ocupantes, una J y una M, en oro, entrelazadas, sobre un fondo rojo, para que todo el
mundo supiera la identidad de los mismos.
Sentándose en la cabina, Juan dio gas y el coche arrancó. Las tres aletas
posteriores, dos horizontales y una vertical, contribuían asimismo a la conservación
de la estabilidad, ya que las velocidades medias en aquellas anchísimas calles, de más
de cien metros de distancia de acera a acera, eran del orden de los doscientos
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kilómetros a la hora, facilitadas por la rectitud de la alineación urbana. En pocos
minutos pues, se hallaron ante la puerta de un edificio, en nada diferente a los demás,
a no ser por una bandera blanca, con los distintivos de las iníciales idénticos a los
grabados en el cocho, Las patas auxiliares salieron de sus alvéolos, fijando el
automóvil, y el matrimonio saltó fuera.
Contestando, igualmente que en el hospital, los saludos, Juan y Melissa se
dirigieron directamente al despacho desde el que Ak’t, todavía jefe, pero no de una
tribu, sino de una urbe civilizada, la gobernaba con habilidad y firmeza, que en
ningún caso quería decir despotismo. Antes, al contrario, también él, como sus
amigos, era intensamente querido de su pueblo.
Nadie les impidió el paso. Lo tenían libre por propio derecho y el mismo Ak’t,
avisado por algún oficioso, abrió la puerta de la estancia, saludándoles con efusión.
Era el mismo: también se conservaba perfectamente, pero había sido de los primeros,
cuando Juan decidió crear un mundo nuevo, en recuperar la forma habitual, y él y
Ole’a fueron los más decididos propagandistas de sus métodos. Todavía se sonrojaba
de sus antecedentes selváticos, pero el matrimonio se abstenía de recordárselos, con
tacto y finura.
—¿Qué os ocurre, amigos? Os veo preocupados.
—A mí nada. —Sonrió Juan. —Es Melissa la que suspira por su hijo. Creo que
Anya estaba con él. ¿Tienes alguna noticia de ambos?
—Pues no. Ésta es la verdad, y ya sabéis que no me gusta mentir por nada. No
obraría bien con vosotros si os dijera cualquier excusa para tranquilizar a Melissa. Lo
único que sé es que Anya me habló hace varios días de una excursión que pensaban
hacer, pero no me dijo dónde ni cuándo.
—Tendremos que lanzar una alarma general. Estoy seguro de que Melissa no
dormiría esta noche —sugirió Juan.
—Por mí, encantado. Ahora mismo lo haré. Ya sabéis que, en vuestra presencia,
mi mando es teórico.
—Vamos, no digas tonterías —exclamó Juan afectuosamente—: Te confirmaron
en la jefatura y no creo hubiera habido otro más digno de tal honor. Anda, tranquiliza
a mi esposa.
Ak’t se dirigió hacia la mesa, en la cual había una serie de transmisores, pero
antes de que tuviera tiempo de ponerlos en funcionamiento, una lamparita roja titiló
apresuradamente.
Conectada la pantalla, el rostro de un hombre apareció en ella.
—Ak’t, el observatorio de Nueva Vesta tiene noticias interesantes que transmitir.
Aparatos desconocidos, no identificados, que no proceden de nuestro planeta, están
volando a unos dos mil kilómetros de altura.
* * *
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Juan Almenara, hijo, saltó del disco volador y, tomando por el talle a Anya, la
ayudó a saltar al suelo. En el hermosísimo rostro de la muchacha, de un
extraordinario parecido con su madre, se reflejó al instante una deliciosa turbación,
que hizo sonrojarse también al muchacho.
Carraspeó éste para disimular y al fin dijo:
—Anya, creo que éste es el lugar. Me parece que podremos hacer buena caza, ¿no
te parece?
—Sí, si tú lo dices —repuso ella, clavando sus inmensos ojos, negrísimos, como
luminarias en la noche, en los del joven que de nuevo tuvo que carraspear.
—Está bien. Tú llevarás la cámara y procurarás no perderte detalle. Tienes carga
suficiente para todo el tiempo que estemos aquí. Yo llevaré las armas.
Entrando en el disco, salió a los pocos momentos con un aparato de largo cañón,
ante el que Anya mostró su extrañeza, como asimismo el cinturón de forma tan rara
que Juan se había colocado, y del que pendía la pistola eléctrica.
Éste se dio cuenta de que la muchacha, no mayor de diecisiete años, se hallaba
intrigada ante aquel extraño artefacto y se echó a reír.
—Antiguamente se llamaba fusil. O más exactamente rifle. Lo he construido a
espaldas de mis padres. Me gusta experimentar las emociones de la Caza, pero con
esto —señaló la pistola eléctrica que le colgaba del cinturón—, no es posible. Haces
un disparo y ¡zas!, el animal que se volatiliza. En cambio, con este rifle, que puede
hacer hasta diez disparos sin recargar, matas la pieza y puedes obtener muchas cosas
de ella: la principal, su piel como trofeo, como hacían Nuestros Precursores, quienes
también, para volver a los que para ellos eran sus tiempos primitivos, solían emplear
arco y flechas, según he visto en algunos microfilms. Lo que no sé de cierto es si los
empleaban como recreo o como arma de caza. Pero a nosotros nos es igual. Tú
estarás atenta a la cámara, ¿verdad, Anya?
Asintió la muchacha y, tras conectar el enlace electrónico, para poder regresar al
vehículo en cualquier momento, sin temor de extraviarse en la espesura de la jungla
del lugar que antaño fuera África y que tampoco se había salvado de la destrucción
nuclear, comenzaron a andar.
En muchas ocasiones tuvo que echar mano el muchacho de la pistola eléctrica.
Pero solamente lo hizo para abrirse paso, quemando espesos matorrales que les
hubieran hecho dar enormes rodeos, teniendo constantemente a su lado a la
muchacha, quien se sentía segura y valiente al lado del joven que para ella era como
su propia vida. Apenas, en el hombro izquierdo, junto a la articulación, se le notaba
una leve línea más blanca que la morena piel, recuerdo breve de la intervención a que
fuera sometida apenas estuvo en condiciones para ello, tras su nacimiento.
El primer disparo sobresaltó enormemente a Anya. Nunca había escuchado un
sonido igual, y por ello se agarró convulsivamente a Juan, sin acordarse siquiera de
disparar la cámara y filmar la caída del león octópodo, certeramente fulminado por el
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proyectil de grueso calibre. El muchacho la reprendió suavemente:
—¿Por qué te asustas? ¿No sabes que no puede causarte ningún mal?
Recobrado el color perdido momentáneamente, Anya grabó la agonía del animal,
en cuya piel clavó Juan, ya provisto de antemano, una diminuta aguja, con cabeza de
un par de centímetros de longitud, que no era otra cosa que un pequeñísimo
oscilómetro, cuyas variaciones de intensidad les darían una pista segura para despojar
de su piel a la fiera muerta, al regreso de su excursión.
Los sucesivos disparos ya no asustaron a la muchacha, que no perdió ni un solo
metro de celuloide.
Varios leones más cayeron bajo los hábiles tiros de Juan, y en cada uno de ellos
dejó la correspondiente pista.
De repente un inesperado obstáculo se les presentó ante su vista: un anchuroso río
que Juan identificó rápidamente, mediante un vistazo al mapa, como el Zambeze,
cuyas verdinegras aguas, merced a la enorme distancia entre ambas orillas, corrían
mansamente.
Haciendo hervir y espumear las aguas, a muy pocos metros de distancia, una
gigantesca bocaza, de afiladísimos dientes, de más de veinte centímetros de longitud,
surgió del fondo del Zambeze. Con un impulso de su poderosa cola, el saurio, de
aterradoras proporciones, saltó hasta la orilla, poniendo en la misma sus dos patas
delanteras, armadas de poderosísimas garras.
Durante unos momentos, los dos jóvenes se quedaron estupefactos. Aquello sí
que era un dragón mitológico, se dijo él, apreciando los casi veinte metros de
longitud, sus escamas, de espeluznante grosor, la cordillera doble que, compuesta
también de escamas, le corría a todo lo largo de la espalda, y en fin, el aterrador
espectáculo que constituía de por sí el tremebundo animal.
Juan advirtió que su fusil sería perfectamente inútil contra la bestia. En
consecuencia se lo colgó del hombro y empuñó la pistola eléctrica.
Descarga tras descarga, fueron enviadas al animal, que se retorcía
espantosamente, levantando nubes de fango y agua, en obscuras y espumantes
oleadas, que ascendían a varios metros de altura. Casi inmune a los miles de voltios
que recibía, hubo de ser preciso agotar la carga del arma, antes de que pudieran darse
por satisfechos y el animal, muerto, pero no convertido en humo, se hundiera en el
río, volteando sobre sí mismo antes de hundirse, sin que Anya dejara perderse ni un
segundo de tan interesante escena.
—¡Cielo santo! —exclamó Juan, secándose el sudor de la frente con la manga—:
De no verlo con mis propios ojos no lo creería jamás.
Descansaron durante unos minutos, recuperando el aliento perdido, y ya se
disponían a reanudar la marcha, cuando las aguas comenzaron a hervir de nuevo,
desprendiéndose de ellas intensísimos vapores.
La ebullición aumentó rápidamente al mismo tiempo que, cruzando todo el ancho
río, separándolo en dos mitades, una línea de blanquecinos vapores, de gran espesor,
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se acercó rápidamente al punto de la orilla en que se hallaban ambos jóvenes.
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CAPÍTULO VII
—¿Cuántos son los aparatos? —preguntó Juan, con expresión preocupada.
—No se puede precisar su número. Sabemos que están a dicha distancia porque
notamos perturbaciones en las emisoras de radio y televisión, que nos indican su
presencia, pero parece como si emitieran ondas que interfirieran las de nuestros
radares —contestó el operador.
—Páseme aquí las imágenes —ordenó Juan.
En el vidrio del televisor pudieron apreciar el haz giratorio de la antena, barriendo
el espacio al girar con los haces de sus ondas, proyectando una imagen sumamente
difusa, que no permitía apreciar más que una especie de grumos muy juntos los unos
a los otros, pareciendo en ocasiones como si fueran un solo aparato desdoblado de sí
mismo por una imprecisa recepción de las ondas.
—Con esto no arreglaremos nada —murmuró Juan, pensativo—: Tendremos que
averiguarlo por nosotros mismos.
A Melissa casi se le paró el corazón al escuchar las palabras de su marido.
—¿Quieres decir que irás tú en persona, querido? —preguntó.
Él le sonrió, mientras estrechaba afectuosamente sus hombros.
—No pases cuidado. No me ocurrirá nada.
—Mejor es decir no «nos» ocurrirá nada —sugirió Ak’t, decidido.
—¿Cómo? —Esta vez el asombrado era el propio Almenara.
—Naturalmente —respondió Ak’t, sonriendo—: ¿Crees que el ser jefe de esta
«tribu» —subrayó la palabra, abarcando en amplio ademán todo cuanto le rodeada,
incluyendo la ciudad—, es solamente un oficio para darse buena vida? No, Juan.
Estás muy equivocado. Tú y yo partiremos juntos y volveremos con ese problema
completamente resuelto.
Media hora después el disco volador, construido enteramente semejante al que
trajera a la Tierra la pareja de desterrados, era sacado de su hangar y Juan y Ak’t se
colocaron en los puestos de mando, haciéndolo ascender velocísimamente, guiados
por el piloto automático conectado con los radares, de modo que, aun siendo
imprecisas las indicaciones de los aparatos, seguía un rumbo muy aproximado.
El brillo característico de la atmósfera desapareció cuatrocientos kilómetros más
arriba, sumiéndose el disco en la negrura de la noche sideral. Pero todavía les
quedaba una buena distancia antes de llegar al lugar que ocupaban los misteriosos
artefactos voladores, los cuales fueron localizados media hora más tarde, gracias a la
incesante exploración telescópica, por visión directa, que estaba haciendo Ak’t desde
que llegaron a los dos mil kilómetros de altura del planeta.
—¡Allí! —exclamó alborozado—. ¡Allí están!
Eran cuatro solamente y no parecían haber advertido su presencia. Se hallaban
quietos, absolutamente inmóviles, como observando el enorme globo que yacía allá
abajo, brillantes, silenciosos, reflejando en su nítido caparazón metálico los rayos
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solares.
El rostro de Juan adquirió instantáneamente una grave expresión. Todo su trabajo,
todo su esfuerzo de veinte años había sido inútil. Había sido localizado, ya que
aquellas naves solamente podían haber sido construidas en Vesta, y su pista había
sido hallada. Conocía demasiado las leyes del Imperio para no saber que su crimen, el
delito de amar a una mujer no perteneciente a su mismo nivel, no había prescrito,
concurriendo en él la circunstancia agravante de su fuga de la prisión, en la que
habían sido muertos todos sus guardianes, y no se hacía demasiadas ilusiones acerca
de su porvenir.
El dilema era dé difícil resolución. Si solamente hubiera sido él el criminal, no
hubiera vacilado en entregarse, pero quedaba su esposa, reo también del mismo
crimen. Aun suponiendo que ella accediera a reducirse a prisión para cancelar aquella
deuda pendiente desde veinte años antes, todavía quedaba el pueblo que fundara con
su propio esfuerzo, el cual sería baldío, porque todavía no había realizado la décima
parte de lo que se propusiera, y el segundo retorno a la barbarie sería inevitable. Ak’t
y los de su generación vivirían bien aún, pero ¿y los que les siguieran?
Se torturó con estos pensamientos y Ak’t se los adivinó porque le puso la mano
en el hombro. Conocía al dedillo la historia del que, más que un amigo, era para él un
hermano querido y quiso demostrarle con sus palabras la verdad de su afecto:
Yo y los míos estaremos contigo, pase lo que pase, Juan. Lo que tú decidas estará
bien hecho, sea lo que sea.
—Gracias —murmuró Juan, todavía indeciso.
A sesenta kilómetros de distancia, el capitán Hugh Gernsbaier había recibido por
fin la anhelada contestación que pidiera. Había viajado a la Tierra mandando media
docena de discos, en expedición investigatoria ordenada por el Gran Septenado y
desde la altura había percibido signos de adelantada civilización.
—¿Qué es lo que debo hacer? —inquirió, y a trescientos mil kilómetros por
segundo, su mensaje tardó veinticinco larguísimos minutos en ser recibido y otros
tantos en ser contestado.
—Esa civilización no puede ser más que obra del traidor Juan Almenara. En
primer lugar debe intentar su captura, por todos los medios, para ser traído aquí y
ejecutada la sentencia dictada. Después… ¡Destruirá todo signo de vida organizada!
La respuesta llegó en el momento en que avistaran el disco en que viajaban Juan y
Ak’t, y poniéndose en contacto con los tres aparatos restantes, ya que los otros dos
estaban recorriendo el resto del Globo, ordenó:
—Debemos capturar vivos a los ocupantes del disco. Hay que rodearlo e
inmovilizarlo como primera medida.
—¡Nos atacan! —gritó Ak’t al percibir el movimiento simultáneo de los aparatos
enemigos.
Antes de que tuvieran tiempo de reaccionar, se vieron envueltos. Si habían
pensado tener alguna probabilidad de escapar, se les esfumó porque cuando los
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tuvieron a quinientos metros de distancia, algo brotó del costado de cada aparato, en
la parte dirigida hacia su presa. Un finísimo cable de acero, sobre el que brillaba,
resbalando, la luz del Sol, que partió velocísimamente, dirigido por la protuberancia
que tenía a su extremo, una especie de ventosa metálica de unos diez centímetros de
diámetro, se extendió, surcando la distancia y adhiriéndose con irresistible fuerza a
los costados del aparato que tripulaban Juan y Ak’t, que había intentado una tardía
fuga.
La detención fue repentina, súbita, y, sorprendidos, los dos hombres rodaron por
el suelo.
* * *
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cien metros siquiera, empresa harto difícil a causa de la espesura de la vegetación,
por lo cual, y tras contener una nueva carga de los dos discos, Juan usó, a la
desesperada, su último recurso: el rifle.
No confió mucho en él. A decir verdad, lo hacía más por el efecto psicológico que
sugería el hecho de tener un arma en la mano, que, por los desperfectos, sí es que los
causaba, que podía provocar en los artefactos, pero su sorpresa fue mayúscula.
Se colocó el arma firmemente en el hombro derecho, encuadrando en el visor
telescópico uno de los aparatos, aproximándoselo tanto que se le figuró tocarlo con la
mano. Apretó el gatillo e hizo el primer disparo.
Se quedó viendo visiones. No vio la trayectoria de la bala, pero sí apreció el
chispazo que provocó al choque con la envoltura metálica de la nave. La perfección
de su visor era tal, que instantáneamente vio el redondo orificio que apareció tras el
impacto, en la semiesférica cabeza situada en la parte céntrica y superior de la misma.
Juan ignoraba que aquellos aparatos estaban construidos para resistir descargas
eléctricas, para atravesar largas distancias en el espacio, pero eran relativamente
endebles, puesto que no habían sido proyectados para una lucha con armas que no
existían por anticuadas. Por otra parte, el muchacho se había fabricado aquel rifle, a
espaldas de sus padres, siguiendo instrucciones de viejos libros que había hallado
huroneando en sus correrías de muchacho, como asimismo los proyectiles y la
pólvora, y tanto el uno como los otros, eran harto potentes para un arma de aquel tipo.
De haber sido un poco más grueso su calibre, el platillo volante hubiera sido
destruido instantáneamente, y desde luego no hubiera resistido la explosión de una
granada de setenta y cinco.
Se dio cuenta, por tanto, de su ventajosa situación. Sabía que con aquellas balas
podía perforar perfectamente el metal, y apretó el gatillo en rápida sucesión,
colocando los disparos tan próximos entre sí, que hubieran podido cubrirse con la
palma de una mano. Y en el interior de la nave, sus efectos fueron devastadores.
Sus tres ocupantes resultaron atravesados por el plomo. El primero en caer fue el
propio conductor, quien no tuvo tiempo siquiera de sorprenderse ante el increíble
hecho de que un viejísimo proyectil de cobre y níquel, con núcleo de plomo, hubiera
atravesado la nave para concluir su trayectoria incrustándosele en la frente. Sus otros
dos compañeros fueron igualmente alcanzados, merced al hecho de que se hallaban
en la cabina de pilotaje, angosta, que permitía muy poca libertad de movimientos. Sin
mando, sin rumbo, el aparato convirtió su movimiento de descenso oblicuo, en
vertical desplome, aumentada la velocidad de caída por el hecho de que continuaran
funcionando los motores, y terminó su último viaje al estrellarse contra el suelo,
desintegrándose en una espantosa explosión, cuya llamarada comunicó al trozo de
bosque situado al otro lado del Zambeze, el que empezó a arder casi al momento.
Pero la tripulación de la otra nave no se arredró ni mucho menos. Por el contrario,
irritados por la destrucción del que tripulaban sus compañeros, ya muertos, picaron
sobre el lugar en que suponían a sus enemigos, pero Juan ya se había dado cuenta del
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terrible poder de su arma, y su mano voló del cinturón-canana al rifle, cargándolo con
veloces y precisos movimientos.
Las balas penetraron nuevamente en la segunda cabina, astillando vidrios,
perforando metales y destruyendo delicadísimos aparatos de control, haciendo volar
los fragmentes de los mismos por su interior, uno de los cuales alcanzó al piloto en la
frente, abriéndole un gran rasguño, del que manó inmediatamente un torrente de
sangre.
La herida era más aparatosa que eficaz, pero de momento sirvió para cegar al
piloto, quien, ocupándose más de su lesión que del aparato, abandonó los mandos de
éste, con lo cual dejó que descendiera a su capricho, sin que sirvieran para nada los
frenéticos esfuerzos de sus compañeros, obstaculizados por los movimientos del que
conducía el disco, aullando de dolor, y antes de que tuvieran tiempo de rectificar su
trayectoria, el aparato chocó con la superficie del río.
Rebotó, de la misma forma que una piedra plana arrojada en sentido horizontal
salta varias veces antes de hundirse en las aguas. Levantando verdaderas trombas
espumeantes, botando como si fuera una pelota, la nave recorrió en pocos momentos
los centenares de metros del Zambeze, en sentido transversal, y solamente se detuvo,
con tremebundo chirrido, al chocar contra la orilla opuesta, que era aquélla en que se
encontraban Juan y Anya.
Antes de quedarse definitivamente inmóvil, saltó, dando dos o tres volteretas,
despidiendo chorros de llamas por todo su círculo de toberas. Luego, el fuego de
éstas comenzó a quemar las plantas circundantes, y de repente, tres hombres,
sangrantes, tambaleándose, vacilando medio atontados por las lesiones y el choque
sufridos, huyeron de aquella ruina, dejándose caer unos metros más allá, jadeantes,
incapaces de hacer el menos movimiento.
Éste fue el momento elegido por Juan para salir a terreno descubierto.
Sosteniendo el fusil firmemente, a la altura de la cadera, avanzó hacia los tres caídos,
abrigando, en el fondo de sus pensamientos, la intención de llevárselos prisioneros.
Sin embargo, uno de ellos sacó fuerzas de flaqueza al ver avanzar al que tenía la
culpa del estado en que se hallaban. Sacó la pistola eléctrica de su funda, alzándola,
pero su gesto fue tardío. Se hallaba en inferioridad de condiciones con respecto al
muchacho y éste no vaciló en hacer uso de su arma. Se oyó una detonación, el silbido
de una bala, y los dos sonidos se confundieron con el espeluznante que hizo el
proyectil al atravesar el frontal del que había intentado resistirse y que se venció
hacia adelante, sin proferir ni una sola queja.
Ante tal demostración, a los otros dos no les cabía otro remedio que realizar un
gesto universal que en todos los idiomas significa rendición: alzar los brazos,
procurando tenerlos bien separados del cinturón en que llevaban sus armas. Con la
del hombre que había abatido los dos discos y causándoles ya cuatro muertos no
podían andarse con bromas.
—¿Quiénes sois? —preguntó Juan—. ¿De dónde venís?
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Los dos prisioneros soltaron un respingo al oír hablar en un idioma que ellos
conocían. Se habían supuesto que los supervivientes del Diluvio Atómico, tal como
aquellos que tenía enfrente, caso de haberlos, vivirían en un tremendo estado de
ignorancia y salvajismo, sin que ni remotamente hubieran Llegado a la Edad de la
pólvora, pero lo que no sabían era que, en determinado lugar del planeta, la
civilización de éste era idéntica a la del asteroide del que procedían.
Uno de ellos, el piloto, restañándose con frecuencia la sangre que todavía le corría
por el largo rasguño, respondió, apenas rehecho de la pregunta:
—Soy el teniente Mathias Cobb, perteneciente al Séptimo Nivel del Imperio de
Vesta —el orgullo se le veía en el tono en que pronunciaba las frases—, y mi
compañero, simple soldado, del Tercer Nivel, se llama Joseph Lefébvre. Mi padre es
el Presidente del Gran Septenado.
Ahora el sorprendido fue Juan. Conocía de sobra la historia de sus padres y, sin
esperarlo siquiera, se veía frente a frente con el hijo del que lanzara tan cruel como
injusta condena. Pero si las altivas palabras de éste habían sido emitidas con ánimo de
impresionar a su captor, se llevó otra sorpresa más aquel día. En lugar de ello, Juan se
echó a reír:
—Un refrán antiquísimo dice que el mundo es un pañuelo. Yo creo que la
metáfora sería mucho más correcta substituyendo la; palabra por Universo. ¿Te ha
contado tu padre la historia de Juan Almenara y Melissa Rhysling?
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CAPÍTULO VIII
La detención de la nave en la que viajaban Juan y Ak’t había sido tan brusca, que
ambos rodaron por el suelo, sin poderlo evitar. Pero el segundo se levantó ágilmente,
de un salto, arrojándose acto seguido sobre la palanca de gases, empujándola a fondo.
La reacción del aparato fue tan violenta, que saltó hacia adelante, abriéndose un
boquete en la parte en que había logrado desasirse de la amarra que le sujetaba, y
solamente gracias al reparador automático de perforaciones, que entró en
funcionamiento instantáneamente, lograron conservar la vida, al conservar el aire que
no pudo huir al vacío sideral. Pero los otros tres cables resistieron perfectamente y
Ak’t hubo de desistir de sus esfuerzos, desalentado.
—No podemos huir. Estamos cogidos en la trampa —dijo, en tanto que ayudaba a
su amigo a levantarse.
Por medio de la pantalla se dieron cuenta de que las maromas de acero eran
enrolladas en sus tambores, situados en el interior de las otras naves.
—Ésta es una modificación posterior a mi salida de Vesta —dijo con tristeza
Juan, cruzándose de brazos impotente para resistirse a la tracción que sobre el suyo
ejercían los otros aparatos.
La distancia se fue reduciendo poco a poco y, al fin, cuando apenas se hallarían a
menos de veinticinco metros de distancia, algo salió de una de las naves, algo que
avanzó, pausada, pero con seguridad hacia la cautiva, enlazando con ella: una especie
de tubo metálico, de unos dos metros de anchura, que se acopló inmediatamente a su
costado, uniéndose a él de forma hermética.
—¿Qué es eso, Juan? —Se intrigó Ak’t.
—No lo sé exactamente, pero creo que es un tubo de comunicación. Ahora
vendrán por él y nos tomarán prisioneros.
—Y, ¿para qué quieres tu lanzador de rayos de alta tensión? ¿Por qué no lo usaste
anteriormente?
—Hubiera sido inútil. Solamente es eficaz contra otro disco que no lo posea, pues
los de ellos nos lo hubieran neutralizado inmediatamente.
Un círculo rojizo, que luego adquirió un tono blanco, apareció inmediatamente
frente al lugar en que se encontraban los dos amigos. Un segmento de metal cayó
hacia adelante, y por la abertura, tres hombres penetraron en el interior, encañonando
con sus armas a Juan y Ak’t.
—No intentéis resistiros. Sería vuestra muerte segura. ¿Quién sois vosotros?
Juan dio un paso hacia adelante, resignado, pero con dignidad en sus ademanes:
—¿Buscáis a Juan Almenara?
—Sí… ¿pero cómo lo sabes? —inquirió el jefe de la patrulla, extrañado—. Tales
son las órdenes que hemos recibido del Gran Septenado de Vesta.
—¡Yo soy aquél a quien buscáis!
El oficial miró a sus compañeros y no pudo evitar que una sonrisa de triunfo
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distendiera sus facciones.
Hugh Gernsbaier empezaba ya a ver en lontananza un dorado porvenir de honores
y recompensas, y no pudo por menos sentirse ligeramente benevolente.
—Está bien —dijo—. Deberás venir con nosotros, en calidad de prisionero, para
que sea cumplida cierta sentencia que se suspendió hace veinte años terrestres. Tu
mujer también deberá acompañarnos.
Juan suspiró. No tenía la menor duda de que Melissa acataría sus deseos, pero aun
aceptando el sacrificio que le supondría la separación de su hijo, al que debería dejar
en la Tierra, quedaba otro problema; ¿qué sería del pueblo que con tanto acierto
gobernaba Ak’t? Quiso indagarlo y exclamó:
—Estoy preso y no pretendo hacer la menor resistencia. Mi mujer vendrá también
en el momento en que se lo diga. ¿Y después? ¿Qué ocurrirá a los que dejamos en el
planeta?
Gernsbaier soltó una risotada:
—¡Oh! En cuanto a «ésos» —acentuó despectivamente la palabra, sin cesar en su
insultante expresión—, ya tienen su suerte decidida. Haremos que vuelvan a su
condición de bestias… los que sobrevivan. —Y rió de nuevo estrepitosamente,
acompañado en esta ocasión por sus dos compinches.
La sangre se le paralizó en las venas a Juan Almenara. Lo temido había llegado al
fin. La destrucción comenzada hacía veinte siglos y que él estaba conteniendo,
volviendo a la Humanidad terrestre a su prístina condición, sería ahora concluida
definitivamente. Y no pudo evitar que una lágrima de pesadumbre rodara por su
mejilla, no por su muerte, no por la de su amadísima esposa, sino por la de aquellos
seres que tanto confiaban en él.
Mas, absorto en su dolor, no se dio cuenta de que a medida que el capitán
Gernsbaier avanzaba en su conversación, un apagado gruñido iba invadiendo
lentamente la cabina del disco, un ominoso gruñido al que, en un principio, ninguno
de los ocupantes de la misma prestó la menor atención.
Podían haber pasado veinte años, pero Ak’t conservaba la misma hercúlea
fortaleza que le había hecho llegar a la jefatura de su clan. Su brazo izquierdo podía
haber sido reducido de tamaño, pero el derecho tenía aún la misma tremenda potencia
que le hacía quebrar el cuello de su antagonista como si fuera un débil tallo. Y
todavía flotaban en el aire los ecos de las últimas carcajadas de sus tres rivales,
cuando el gruñido se convirtió en espeluznante rugido que puso el más abyecto pavor
en los corazones de Hugh Gernsbaier y sus acólitos.
La delgada capa de civilización que cubría el ánimo de Ak’t saltó
inmediatamente. Dos mil años de barbarie, de vivir como fieras, no se borran tan
fácilmente con veinte de cultura, y así, el dormido salvaje que reposaba en el fondo
del cerebro de Ak’t salió a la superficie con toda su tremenda potencia. En una
décima de segundo, se despojó de sus cultas maneras y sus ojos, inyectados en
sangre, volvieron a adquirir la misma feroz expresión que poseían cuando sostenía un
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combate a muerte.
El rugido se convirtió en enorme alarido, al mismo tiempo que, sin darles tiempo
a reaccionar ni a usar sus armas, Ak’t, impulsado por los músculos de sus poderosas
piernas, saltaba hacia adelante, en impetuoso plongeon, con los brazos extendidos.
Su primera presa fue el capitán Gernsbaier. Éste quiso alzar su pistola, pero
Inmediatamente el brazo que la sostenía se convirtió en algo muy parecido a un
sacacorchos, cuando Ak’t de un simple tirón y un giro de su muñeca izquierda, se lo
retorció, haciéndole convulsionarse de dolor, al mismo tiempo que profería agudos
gritos. Más, inmediatamente su mano derecha entró en contacto con el pescuezo del
capitán, y allí acabó la historia de éste. Sus aullidos cesaron al instante y, cuando Ak’t
abrió la mano, lo que cayó al suelo no fue otra cosa que un fláccido cuerpo del cual
había huido la vida.
Todo esto ocurrió apenas en tres segundos, de modo que los otros dos soldados se
quedaron helados de terror, sin atreverse por el momento a usar sus armas, quizá
porque no se daban cuenta, en su pánico, de que las tenían en las manos, y aquello
fue su perdición.
Ak’t extendió ambas manos. Con la izquierda, mucho más fuerte que cualquiera
de las de sus antagonistas, a pesar de su relativa debilidad, tomó una cabeza,
sujetándola firmemente, en tanto que con la otra cogía el cráneo del tercero y luego,
antes de que éstos supieran qué era lo que les iba a ocurrir, las juntó como si fuera a
aplaudir.
Lo malo, malo para los de Vesta, claro está, fue que Ak’t no pensaba en ovaciones
ni nada por el estilo. Los dos cráneos chocaron con terrorífico crujir de huesos, y fue
tal la fuerza del impacto, que aquéllos saltaron como si de una fruta madura se tratara.
A través de las enormes grietas abiertas, Juan pudo ver la masa amarillenta,
enrojecida por la sangre que ya brotaba, de los cerebros destrozados, y cuando Ak’t
separó sus manos, dos cuerpos más mancharon con el rojo de su líquido vital el suelo
de la espacionave.
—No sé si vendrán más o no, pero estoy seguro de que estos tres no volverán a
causar daño a nadie —gruñó Ak’t, satisfecho, volviendo a la normalidad—. Y ahora
lo que nos interesa es largarnos de aquí.
—¿Y cómo? —preguntó Juan—. Estamos ligados a las otras naves. No podremos
separarnos de ellas.
—Yo tengo una idea. Aunque por unos momentos haya retrocedido veinte años,
vuelvo a ser la persona civilizada que tú creaste. Ven.
Sin conceder una sola mirada a los tres cadáveres, Ak’t, encorvándose, pues era
demasiado alto para el túnel de comunicación, se adentró por él, en dirección al otro
aparato, seguido por Juan.
Apenas estuvieron en la cabina, Ak’t le señaló el puesto de pilotaje:
—Hazte pasar por el jefe y diles que nos suelten. Creo, entretanto, que sabrás
hallar el medio para desconectar el tubo, ¿no?
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Asintió Juan, en tanto que pulsaba el contacto del transmisor y, retirándose a un
lado, procurando no dejarse ver el rostro para que no se reflejara en la pantalla de los
otros, siguió las instrucciones de Ak’t.
—Tenemos a los ocupantes del otro disco prisioneros. Soltad los cables de
tracción —ordenó secamente, procurando adaptar su tono de voz al del difunto
Gernsbaier.
Los pilotos de los otros artefactos obedecieron inmediatamente. Los tirantes de
finísimo acero fueron desprendidos y recogidos en sus tambores, haciendo que, tanto
Ak’t como Juan lanzaran un suspiro de satisfacción.
—Ahora el túnel —dijo el primero, pero como muy bien había expresado
Almenara, había ciertas modificaciones introducidas en las naves posteriores a su
marcha, y le costó mucho trabajo hallar el mecanismo que hacía replegarse el tubo
estanco, y no solamente trabajo, sino que hubo de moverse por el interior de la
cabina, olvidándose que tenía el aparato visor conectado, por lo que el teniente
Kellerman, que pilotaba uno de los dos discos se dio cuenta con infinita sorpresa, de
que había alguien en el interior de la nave, y que ese alguien no era precisamente su
superior.
No era, pues, necesario tener un cerebro superdotado para comprender que, por
una razón para él desconocida, su superior había sido eliminado, y en consecuencia,
obró rápidamente, comunicándose con el otro oficial:
—¡Wang! ¡Los que ocupan la nave-jefe no son nuestros compañeros! ¡Debemos
marcharnos y huir de aquí!
Y apenas pronunciadas tales palabras, que Juan y Ak’t oyeron perfectamente, dio
gas a su aparato, remontándose velocísimamente y convirtiéndose, a los pocos
momentos, en un puntito luminoso, que desapareció con gran rapidez, seguido del de
su compañero.
—¡Se van esos granujas! —gritó Ak’t, furioso ante su impotencia.
—Sí —replicó amargamente Juan—. Y lo malo es que no podemos perseguirlos
—habló mientras que luchaba frenéticamente por desasirse de su propio aparato, lo
que consiguió al cabo de unos minutos cuando, casi por casualidad, halló el botón
que recogía el tubo.
—¿Por qué no podemos alcanzarlos? —objetó Ak’t.
—Por la sencilla razón de que, aun cuando diera a la espacionave teda la marcha
posible, nunca rebasaría la de las otras, y solamente conseguiría conservarme a la
misma distancia, sin poder hacer nada práctico. Por otra parte, a estas horas ya se han
puesto en comunicación con el Gran Septenado y lo más probable es que de Vesta
envíen una expedición más numerosa. Francamente —concluyó Juan—, nuestro
porvenir se presenta con mucha sombra, con demasiadas nubes para que abriguemos
el menor optimismo.
* * *
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Sin dejar de vigilar a sus prisioneros, Juan Almenara saltó del disco, ayudando a
descender a la muchacha. Luego habló:
—¡Seguidme! Y os recomiendo tranquilidad. De lo contrario el presidente del
Gran Septenado se quedará sin hijos.
Fue la propia Anya, con objeto de que Juan no pudiera descuidar a Cobb ni a
Lefébvre, la que tomó los mandos del cochecillo monorrueda, que devoró en pocos
instantes la distancia que había entre el hangar y la casa de sus padres.
Todavía no se había apeado, cuando dos mujeres, con los ojos enrojecidos, se
abalanzaron sobre los muchachos:
—¡Mamá, por Dios! Que ya soy un hombre —recriminó el muchacho a Melissa
—. Como veis, hemos regresado, no solamente sin el menor daño, sino que además
nos hemos traído dos prisioneros de nuestra excursión.
—Hijo, ¿te das cuenta del disgusto que nos has ocasionado? Y estas palabras
valen también para Anya, ¿no es así, Ole’a?
—En cuanto llegue a casa, me voy a creer que tienes de nuevo cinco años, y te
voy a impedir sentarte en una semana —reprendió la mujer de Ak’t a su hija, que
enrojeció. Pero ninguna de ambas madres pensaba en llevar a cabo sus amenazas.
Ambas se sentían felicísimas por haber recobrado a sus respectivos vástagos.
Pasados los primeros momentos de efusión, ya en el interior de la casa, Melissa
miró curiosamente a los cautivos. Uno de ellos tenía unas facciones que le recordaban
vagamente otras que conociera en tiempos pasados, aunque de momento no podía
precisar a qué rostro pertenecían aquellas evocaciones fisionómicas. Pero su hijo se
encargó de aclarárselo:
—Mamá, éste es el teniente Mathias Cobb. Su padre es el Presidente del Gran
Septenado. El que os condenó a muerte.
—Mi padre no hizo otra cosa que cumplir la Ley. Tus padres fueron y son
culpables de un crimen peor que el asesinato. Debes dejarme en libertad y hacer que
se entreguen para pagar sus culpas —exclamó altivamente Mathias Cobb, haciendo
enrojecer de ira al joven.
—Mis padres no son criminales —contestó Juan en alta voz—. Ni se entregan, ni,
mientras yo viva, consentiré que lo hagan. Ni tampoco ninguno de los habitantes de
Nueva Vesta. Y no pongas ninguna condición, porque eres mi prisionero y puedo
hacer que te maten en cualquier instante. O soltarte en la jungla que hay a veinte
kilómetros de aquí, sin armas. ¿Qué harías tú, con las manos como única defensa, en
medio de la selva, en la que pululan infinidad de feroces animales, de los cuales no
tienes la menor idea? Quizá ni siquiera murieras en sus garras. Alguna planta
carnívora te atraparía en sus tentáculos y le proporcionarías un magnífico banquete.
Cobb palideció, pero no por ello suplicó. Por el contrario, su tono orgulloso
aumentó más todavía, si ello era posible:
—Tened en cuenta mi elevada estirpe. Tened en cuenta que pertenezco al Séptimo
Nivel. Ni siquiera tu madre, cuando se hallaba en Vesta, hubiera podido rozarse
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conmigo. Antes al contrario, se hubiera sentido infinitamente feliz de que una
persona, dos Niveles más alta que ella, se hubiera rebajado a mirarla.
Ahora sí que no pudo contenerse Juan. Su mano, de revés, chocó con la boca de
Cobb, de la que brotaron unas gotas de sangre.
—¡Hijo! Está desarmado y no puede defenderse —le recriminó Melissa.
—Es algo de lo que tendrá que arrepentirse —sonrió fríamente Mathias sin
molestarse en restañar los hilillos de sangre que le corrían por el mentón—. En lugar
de ser dos los condenados a muerte, lo serán tres: los padres y el hijo.
—Es probable —contestó Juan—. Pero ten en cuenta que antes que nosotros,
caerás tú. Y espero que mi gesto anterior te haya convencido de que entre un hombre
del Séptimo Nivel y otro que, como yo, no pertenece a ninguno, y además se siente
muy orgulloso de ello, no hay la menor diferencia.
Mathias iba a replicarle, pero en aquel momento entraron dos personas,
interrumpiendo la escena:
—¡Juan! ¡Esposo mío! —clamó Melissa, arrojándose en sus brazos—. ¿Dónde
has estado?
Juan besó a su mujer y luego miró reprobadoramente a su hijo:
—Después de esto hablaremos, caballerete. Pero antes me dirás qué es lo que
hacen aquí estos dos hombres.
—Papá, tú recuerdas un tal Cobb, que te condenó a muerte, ¿no es así? —sonrió
tranquilamente el muchacho, sin hacer el menor caso del amago de reprimenda de su
padre.
—Sí, es claro, pero no comprendo…
—Fíjate en este tipo. ¡Vamos tú, vuélvete que te vean bien!
Hubo de empujarlo para que Mathias Cobb quedara frente por frente a su padre y
éste entrecerró los ojos, tratando de recordar.
—Si no hubieran pasado tantos años, diría que esta cara me es harto conocida.
—Su padre es muy amigo tuyo, papá. Te aprecia tanto que quiso que murieras. Y
tu esposa también.
—¡Ahora…! Naturalmente. Tú eres el hijo de Cobb. ¡Qué tonto he sido! ¿Cómo
no te habré reconocido antes?
—Si usted es Juan Almenara, lo mejor será que me deje en libertad. Quizá influya
acerca de mi padre para que suavice la pena…
—Vamos, vamos, muchacho. Ese disco ya está muy gastado. Ni tú ni tu padre os
halláis en situación de imponer condiciones, sino en todo caso de aceptarlas —
exclamó el muchacho.
—¿Cómo lo capturasteis? —preguntó el recién llegado.
Juan, hijo, contó todo lo ocurrido, sin omitir detalle, y entonces fue a Ak’t a quien
le tocó el turno de reír a su vez:
—Las cosas han cambiado mucho, Juan. Creo que podremos mirar el porvenir
con cierto optimismo.
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—No —replicó firmemente el que de nuevo se veía ante su pasado—. Si
conocieras a Cobb como yo, sabrías que no le detiene ninguna consideración. Lo
mejor que podemos hacer es prepararnos para la marcha, Melissa. Así evitaremos la
destrucción de cuánto hemos logrado y…
¡Crack!
—Lo siento —exclamó Ak’t, frotándose los nudillos de la mano derecha, en tanto
que Juanito tomaba a su padre, inconsciente, en brazos—. Pero no puedo consentir
que cometa una estupidez. Y en cuanto a ti, jovencito —se dirigió a Mathias—, tú y
yo vamos a sostener una interesante conversación.
Guiñó un ojo a los asombrados espectadores y luego, antes de que el atónito Cobb
tuviera tiempo de impedirlo, lo tomó debajo del brazo, sin hacer caso de sus protestas
y pataleos, como si pesara menos que una pluma.
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CAPÍTULO IX
De no haber estado Melissa por medio, de haberse tratado de otra mujer cualquiera,
no hubiera puesto Phineas Cobb tanto empeño en castigar a los culpables. La palabra
del presidente de un organismo que regía el Imperio de Vesta tenía la suficiente
influencia para atenuar la pena impuesta, y los miembros del Gran Septenado
hubieran acatado sus deseos.
Pero lo que Phineas Cobb no había dicho a nadie es que también había estado
enamorado de la muchacha, y, como conocía perfectamente las leyes, en los tiempos
que ocurrió el hecho, andaba buscando el subterfugio legal que le permitiera salvar el
escollo que suponía la diferencia de Niveles. El conocimiento de que todos sus planes
se habían frustrado, encendió una hoguera de ira en su pecho, hoguera que, al cabo de
cuatro lustros no se había apagado todavía, a pesar de que hubiera contraído
matrimonio con otra mujer de su clase, que fuera la madre de Mathias.
Por ello, los dormidos sentimientos revivieron de nuevo al tener conocimiento,
por sus avanzadillas exploratorias, que durante años y años habían recorrido en vano
los espacios buscando a los culpables y, cuando ya creía que éstos, o habían muerto, o
se hallaban tan bien escondidos que era imposible hallar su paradero, le llegaba
repentinamente la noticia de que una próspera colonia, con grandes adelantos
científicos, había nacido en el planeta abandonado hacía dos mil años.
No podían ser otros que Juan y Melissa los autores de aquella resurrección, y así
transmitió la orden de que fueran hechos prisioneros, y se destruyera la obra de
aquéllos. Veía en la nueva ciudad, instintivamente, un peligro que, al cabo de los
años, pudiera arrebatarle el poder, sobre todo si llegaba a oídos de los descontentos
que los había, y numerosos, en el planetoide. No había caído en terreno yermo la
semilla que sembraran los dos condenados, posteriormente evadidos, y aunque sin
manifestarlo públicamente los habitantes de aquel pequeño mundo, gruñían
sordamente contra un estado de cosas que, inevitablemente tendía a desaparecer. Y su
futuro no sería demasiado halagüeño en tal caso. Había creado, con su conducta,
demasiados odios para que, en caso de una rebelión, no fuera él el principal objetivo
de los que se alzasen contra su autocrático mando.
Sin embargo, antes de decidir nada, quiso recrearse y humillar a cierta persona,
con la noticia del descubrimiento. En los subterráneos de su palacio tenía encerrado a
alguien, que alzó los ojos al verlo entrar.
La ciencia gerontológica había realizado notabilísimos progresos. Hasta pasados
los ciento veinte años, por término medio, no empezaban a notarse los efectos del
paso de la edad, pero el hombre que se hallaba tumbado en un rincón, sujeto a él por
unas cadenas de acero, cubiertas de orín, en unas condiciones medievales por
completo, parecía haber entrado en plena decrepitud física.
No tendría más allá de cuarenta y cinco años, y, sin embargo, Mike Brendan, el
salvador providencial de Juan y Melissa, el hombre que protestara públicamente en el
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acto del juicio contra los dos acusados de un crimen estúpido, inexistente, parecía una
momia viviente. Veinte años de encierro en una mazmorra húmeda —no porque el
calabozo lo fuese, sino porque ésta, como otras condiciones inhumanas, habían sido
creadas ex profeso—, habían hecho del arrogante joven, una ruina humana, algo así
como una momia viviente. Los largos cabellos le pendían fláccidos sobre los
hombres, las uñas de manos y pies le sobresalían enormemente, y la barba le rebasaba
ampliamente la cintura, pero su espíritu continuaba inquebrantable. Era el mismo de
veinte años atrás y sus ojos conservaban aún, en medio de los millares de arrugas de
los párpados y mejillas, el ardor de la juventud. No se molestó en ponerse en pie al
ver entrar un visitante, al que solamente había tenido delante dos o tres veces durante
todo el interminable tiempo de su condena.
—Veo que sigues tan terco como entonces, Mike Brendan —rió sarcástico Cobb
—. Nunca quisiste decir el lugar hacia el que marcharon aquellos dos criminales.
Preferiste morir en vida a traicionarlos, ¿verdad? Y, ¿quieres decirme de qué te ha
servido tanta lealtad? Los años vuelan y ni en el inmenso espacio del Universo puede
decirse que se está seguro de no salirse fuera de los límites del sistema, cosa hasta
ahora imposible. Tantos años callando, ¿para qué? Para, al fin, llegar al mismo
resultado…
Alguien, entrando en la mazmorra, saludó respetuosamente y le entregó una breve
nota. Cobb la leyó y sus ojos se iluminaron satánicamente, sonriendo satisfechísimo
al continuar:
—Puedo confirmártelo ahora, Mike Prendan. Juan Almenara y Melissa Rhysling
se hallan en la Tierra en un lugar conocido. Consiguieron sobrevivir, y no solamente
salieron adelante en su empeño, sino que han vuelto a la civilización a quienes se
hallaban sumidos en el salvajismo. Pero esa maravillosa obra está condenada a la
destrucción, Mike Prendan. Enviaré aparatos suficientes para destruirlos a todos.
Nadie, en el Universo, puede ser superior a nosotros.
El prisionero había estado callado en tanto que Cobb hablaba gárrulamente, pero
al escuchar las últimas palabras no pudo contenerse. Lanzando un rugido de cólera, se
levantó de un salto, arrojándose sobre tan elevado personaje.
Estaba atado por la cintura a la pared, con una cadena del largo suficiente para
que pudiera moverse dos o tres metros en ambas direcciones. Por si esto fuera poco,
sus muñecas tenían gruesos aretes de hierro, sujetos entre sí por otra cadena, de un
metro aproximadamente de longitud, cadena que se cerró sobre el cuello de Phineas,
en tanto que el enloquecido Mike profería gruñidos inarticulados, más propios de una
bestia que de un ser humano.
El rostro de Cobb enrojeció al sentir la violentísima presión del acero en su
garganta, y sus ojos giraron en sus órbitas, locamente, en tanto que su boca se abría
en busca de un aire que no lograba llegar a sus pulmones.
Por fortuna para él, no había ido solo a la mazmorra. Los carceleros que tenía se
arrojaron sobre el enfebrecido Brendan y, tundiéndolo a golpes, lograron separarlo
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del Presidente, que tuvo que apoyarse en la pared, en tanto que se llevaba las manos
al dolorido cuello, en el que destacaban, lívidas, las señales de los eslabones que le
habían producido fuertes equimosis.
Jadeó en busca de aire y, cuando su respiración se normalizó un tanto, gritó,
perdidos los estribos:
—¡Matadle! Ha osado poner sus manos sobre el Presidente del Gran Septenado.
¡Debe morir!
Los dos guardianes vacilaron un tanto. A pesar de que estaban endurecidos contra
todo dolor ajeno, la orden les parecía una monstruosidad, pero no tuvieron tiempo de
expresar el menor reparo. Phineas Cobb se lanzó sobre el que tenía más próximo y le
arrebató la pistola.
—Mike Brendan —dijo lentamente—. Tenías que haber muerto hace veinte años.
He tenido, sin embargo, la suficiente paciencia para aguardar este momento. Ahora
que ya tengo al alcance de mis manos a los dos culpables, ya no me sirves para nada.
Y esto diciendo, apretó el gatillo.
El restallido de la descarga se confundió con el cegador fogonazo.
Instantáneamente, el cuerpo del cautivo se convirtió en una estatua de gris ceniza, que
se desmoronó en seguida, formando un pequeño montoncito, que el propio Cobb,
llevando hasta el límite sus rencorosos sentimientos, aventó de un puntapié.
Luego miró a sus dos servidores:
—Habéis dudado en cumplir un mandato mío. No sois dignos de seguir viviendo
—y dos nuevos grumos de ceniza aparecieron inmediatamente, después de sendos
latigazos causados por los disparos eléctricos.
Pero Cobb no lo hacía por castigarlos. Durante todo aquel tiempo, solamente ellos
dos, y el que le había traído el mensaje, sabían de la existencia del prisionero, y tener
una persona en tales condiciones, era algo que ni al mismo Presidente le hubiera sido
tolerado. Por todo lo cual se decidió a eliminar dos molestos testigos. Quedaba un
tercero, pero éste caería bien pronto también. Cualquier excusa sería buena para
liquidarlo.
Lo encontró a la salida del subterráneo.
—Vete a comunicar mis deseos de hablar al Gran Septenario. Tengo graves
noticias que comunicarles.
—Oír es obedecer —murmuró el otro, seguido por la fría mirada de Cobb, la cual,
de haber podido apercibirse, le hubiera hecho helar la sangre en las venas.
Una hora más tarde, en el salón de sesiones, al que únicamente tenían acceso los
miembros del gobierno de Vesta, aislado herméticamente, para que nadie pudiera
sorprender sus deliberaciones, Phineas Cobb comunicaba el resultado de sus
indagaciones.
—Es, pues, necesario —concluyó— destruir esa amenaza latente que pervive a
cuatrocientos cincuenta millones de kilómetros de nosotros. Juan Almenara y Melissa
Rhysling han conservado vivo el odio que nos tenían, como miembros pertenecientes
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a un Nivel interior y, dentro de diez, de veinte años, cuando estén seguros de su
poder, nos declararán la guerra. Ahora es el momento de hacer abortar tales
propósitos. Cuando todavía no pueden oponemos más que una débil resistencia…
En su estrado presidencial, a su derecha, Cobb tenía un intercomunicador que
solamente debía ser usado por el oficial de la guardia que custodiaba la puerta de
acceso a la sala de reuniones en casos de muy extrema gravedad. Aquél debía ser uno
de ellos, porque la lámpara de señales parpadeó y Pirineas Cobb interrumpió el final
de su discurso.
—¿Qué ocurre, capitán? —preguntó acremente.
—Excelencia, un mensaje de la Tierra para vos acaba de ser recibido. En vista de
la enormidad de la noticia, me he permitido…
—Está bien —gruñó impaciente Cobb—. Acaba ya. ¿Qué es lo que dice tal
mensaje?
—Excelencia, no sé si…
—¿Tendré que arrancártelo con la vida? —rugió el Presidente—. Dilo de una vez,
sea lo que sea.
—Sí, Excelencia. Lo firma un tal Juan Almenara y dice que tiene en su poder al
capitán Mathias Cobb. Dice que lo conserva como prenda de rescate a cambio de la
amnistía para su delito…
—¡Basta ya! —gritó Cobb, cortando la comunicación. Se dirigió a los miembros
del Gran Septenado que formaban círculo en torno a su estrado.
—¡Ya lo habéis oído! No solamente el traidor ha conseguido vivir hasta ahora,
después de su reprobable crimen, sino que ha osado hacer prisionero a un oficial de
nuestro Ejército. No es mi propio hijo de quien se trata, sino de la ofensa
imperdonable que ha recibido el Imperio con tal ultraje.
Gritos y murmullos de cólera salieron de los setenta hombres, ante lo cual,
Phineas Cobb sonrió satisfecho. Hablando en puridad, nunca le había tenido gran
afecto a su hijo, quizá porque su subconsciente le decía que no era el hijo que hubiera
anhelado recibir de Melissa Rhysling. Pero, a fin de cuentas, la desagradable
situación en que se hallaba Mathias le servía a las mil mandilas para la consecución
de sus tortuosos planes.
En consecuencia, acallados los duros comentarios, inquirió:
—Y bien, ¿cuál es vuestra respuesta al traidor?
—No hay más que una. ¡La guerra! ¡Su destrucción! —gritó alguien, y los demás
corearon sus frases.
Simulando un intenso dolor por la captura de Mathias, Cobb sonrió para sí.
Aquellos imbéciles habían decidido por él.
* * *
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inquieto, desasosegado, sin reparar en las miradas de su esposa, sentada en un rincón,
en tanto que, unos metros más allá, su hijo y Anya, con las manos entrelazadas,
cambiaban de vez en cuando algunas palabras murmuradas en voz baja.
Ak’t, llevando a su esposa Ole’a del brazo entró en la habitación e
instantáneamente su aguda percepción le dijo las nubes que se cernían, negras,
amenazadoras, en el ánimo de su amigo. No obstante, como medio de iniciar la
conversación, tras los primeros saludos, en tanto que Melissa y Ole’a se sentaban
juntas, le preguntó:
—¿Qué te ocurre; Juan? Te veo ceñudo, preocupado…
—Demasiado lo sabes, Ak’t. Tengo motivos más que suficientes para no dormir
en el resto de mis días.
—Bien, y ¿qué es lo que puede suceder? ¿Que envíen de Vesta un ejército para
cogerte? Cualquiera diría que nosotros tenemos las manos vacías. No tienes más que
alzar un dedo y medio millón de nombres te seguirán hasta morir. ¡Y qué hombres!
—elogió Ak’t, calurosamente—. No arriendo la ganancia a los que caigan en sus
manos.
—Todo eso estaría muy bien, si no fuera por los que inevitablemente tienen que
morir. Ya sabéis cuál ha sido la contestación de Phineas Cobb. Debemos entregar a su
hijo y entregarnos Melissa y yo. Solamente de esta forma, os dejará a vosotros
indemnes.
Ak’t se puso las manos en las caderas y soltó una serie de estrepitosas carcajadas.
—¡Qué ingenuo eres, Juan! ¿Crees que, aun haciendo lo que dices, ese bandido
va a cumplir su palabra? No sé mucho de él, pero por lo poco que me has contado, no
le gustará poco ni mucho una fundación tan próspera como Nueva Vesta. Y, como es
lógico, poniéndose en su pellejo, una vez os tenga en su poder, dejará esto como la
palma de la mano. Es decir que, defendiéndonos, pueden morir equis miles de
personas. Sin defendernos, moriremos todos. ¿Cabe alguna duda ante tal dilema?
La argumentación de Ak’t era certera, irrebatible, y sus frases hicieron vacilar a
Almenara. Por si fuera poco, su hijo se levantó diciendo:
—Estoy por completo de acuerdo con lo que ha dicho Ak’t, papá. Tu deber es
defenderte, defendernos. ¿Qué sería de nosotros sin ti? Y, además, ¿crees que yo voy
a dejar marchar así como así a mis padres? Según las leyes de Vesta, tú y mamá
podéis ser criminales, pero ¿he de pagar yo, Ak’t, Ole’a, Anya, todos en general, esa
culpa? ¿Hemos de quedarnos abandonados a nuestra suerte para que, sin tu dirección,
Nueva Vesta, aun suponiendo que sea respetada, se deshaga lentamente hasta volver a
su antiguo estado de salvajismo? No y mil veces no, papá. No —repitió el muchacho
ardorosamente, en tanto que Ak’t hacía enérgicos gestos de aprobación—. Lo único
que cabe hacer es empezar a buscar el medio de defendernos.
—Y ¿cómo? —preguntó Juan—. Ellos son muchos y bien armados. Nosotros, aun
siendo también numerosos, ¿qué armas podemos oponerles?
—Juan —exclamó risueño Ak’t—, a veces dudo de tu inteligencia. ¿Para qué
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quieres esa fábrica automática que antaño construía automóviles y que ahora hace
toda clase de objetos útiles? Puedes adaptarla para la construcción de naves como la
tuya. Eso no te costaría mucho. Ten en cuenta que, suponiendo que los hombres de
Cobb hayan emprendido su viaje a la Tierra, tardarían todavía unos meses, casi media
docena en llegar aquí. Ciento ochenta días dan mucho de sí, sabiéndolos aprovechar.
—Pero… —objetó Juan, y su tono de voz era el del vencido.
—No se hable más —exclamó Ak’t—. Al trabajo.
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CAPÍTULO X
Eddie Francks había sido la persona que le llevara el mensaje a Cobb cuando éste se
hallaba en la mazmorra en que tenía cautivo al infeliz Brendan. Extrañándose de no
ver acudir a sus otros dos compañeros, los únicos que con él sabían el terrible secreto,
descendió al subterráneo para inquirir los motivos de su ausencia y los cabellos se le
erizaron instantáneamente al ver la suerte que habían corrido tanto el prisionero como
sus guardianes. No era preciso ser un águila para adivinar las intenciones de Cobb, a
quien le interesaría tener cerrada la tercera boca y, en consecuencia, temblando de
miedo, echó a correr y no paró hasta que, tras largas indagaciones, dio con la persona
que buscaba, a la que contó todo lo ocurrido.
Aquel hombre, apenas de veintidós años escuchó sin pestañear la relación de los
hechos y, cuando Francks terminó de hablar, sudoroso, jadeante, exclamó:
—¿Qué es lo que pides ahora por tu silencio?
—Yo… yo… querría.
—Tú no querrás nada, miserable cómplice de Cobb. Bastante haré con perdonarte
la vida. Pero el momento de obrar no ha llegado todavía. Te conservaré bien
guardado hasta que lo considere oportuno.
—¡No! ¡No diré nada! ¡Lo juro…!
Un seco puñetazo en el mentón derribó a Francks sin conocimiento y el joven se
inclinó sobre él cogiéndolo en brazos sin aparente esfuerzo. Lo arrojó como un trasto
viejo en una habitación cuya llave se echó al bolsillo y, hecho esto, salió de su casa
con paso firme y seguro.
En sus ojos brillaba una luz que de haber sido vista por Pirineas Cobb, le hubiera
hecho sentir un escalofrío de espanto. Y en el pecho del hombre rugía la cólera más
desatada.
* * *
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encaminando al gigantesco refugio en el cual, una metódica organización había
previsto los más nimios detalles: desde las salas de maternidad hasta las de recreo y
esparcimiento con objeto de que la espera no se hiciera demasiado larga: desde los
quirófanos, dotados de todo el complicado material preciso para las más difíciles
intervenciones, hasta los kindergarten para los niños, a los cuales aquel inesperado
viaje les parecía una cosa maravillosa.
Y entretanto que las sirenas se desgañitaban rasgando la azul atmósfera, una
pequeña flotilla de discos voladores ascendía raudamente al cielo, buscando la órbita
en la que las calculadoras electrónicas habían predicho navegaban los aparatos
enemigos.
No eran muchos los de Juan y sus amigos. Hubiera podido construir más allá de
las tres docenas que se estaban remontando, de no ser porque otras cosas, igualmente
necesarias, habían atraído su atención, aparte de que la transformación del utillaje
tampoco había sido grano de anís. Y así, en el disco insignia, iban él, Ak’t y su hijo
Juan que, a pesar de las exhortaciones de su padre, de Melissa y de la propia Anya no
había podido ser disuadido de quedarse en tierra.
—No —había dicho—. El ser hijo de mi padre no me exime de ninguna de las
obligaciones que tengo. Además —y ésta había sido la razón más contundente—, ¿no
he ideado yo las armas que llevamos a bordo? Si soy el inventor o, mejor dicho, el
readaptador, ¿por qué no voy a poderlas experimentar en los pellejos de mis
contrincantes?
Así, pues, el hijo de Juan y Melissa era el encargado de las armas de a bordo. Aun
llevándolas repartidas de modo que pudieran disparar en todas direcciones, no hacía
falta apenas apuntar. Ellas solas se orientarían, como atraídas por el blanco y, cuando
en el tablero de control de tiro apareciese la señal de que una nave enemiga se hallaba
a tiro seguro, bastaría una leve presión en un pulsador para hacer el disparo con
efectos infalibles.
Escasos minutos les llevó el ganar el espacio vacío. En previsión de una guerra
atómica, Juan no había querido llevar la primera fase de la batalla a la atmósfera
propia para no contaminarla, por lo que unos y otros se avistaron a enorme distancia
del planeta, de modo que éste formaba una inmensa pelota blanca, restallante de luz
en el negro ambiente que lo rodeaba.
Quizá habría un par de miles de discos en la armada atacante. Tan espesos
navegaban, seguros de sí mismos, fanfarrones, que parecían una inmensa alfombra de
chispitas de luz, que atravesó el espacio a cortísima distancia del ángulo que
formaban los treinta y tantos aparatos que comandaba Juan, sin apercibirlos siquiera.
No solamente el antirradar, sino la pintura negra, especialmente preparada por
Almenara y que absorbía todos los rayos de luz de la gama del espectro, los hicieron
prácticamente invisibles, tanto a los detectores radáricos, como a los simples
televisores directos. La flota de Vesta pasó apenas a medio millar de metros de la de
Juan, velocísimamente, y esté dejó que la retaguardia pasara por delante de él.
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No le hizo falta impartir ninguna orden. Todos los pilotos de su reducido ejército
sideral conocían su oficio y por ello, apenas el último aparato atacante pasó por
debajo de ellos, cada uno comenzó su maniobra particular.
En el que ocupaban ellos, Juan dirigía la batalla, Ak’t pilotaba el disco y el hijo
del primero era el jefe de la artillería, porque artillería simple, del más anticuado de
los tipos que disparaba proyectiles con espoleta que funcionaban por percusión, eran
las únicas armas de que habían dotado a los aparatos, si bien añadiéndoles una gran
precisión en el tiro y un enfoque automático, para hacer fuego apenas la puntería se
hubiera logrado, como si la boca del cañón fuera imantada por el blanco.
Las luces de los dos cañones gemelos de proa titilaron indicando que el blanco se
hallaba en la posición exacta, y Juan no dudó un sólo momento: su índice derecho
oprimió el botón correspondiente.
Dos granadas de 105 partieron con fulmínea velocidad. Apenas se vio el chispazo
de las dos piezas gemelas y el breve espacio que había entre los dos discos, atacante y
atacado, fue recorrido instantáneamente, puesto que la atracción gravitacional
terrestre era prácticamente nula. Así, pues, en tanto los ocupantes de la nave tenían
aún en las retinas la imagen del doble fogonazo, otro, infinitamente más intenso, les
llegó a sus ojos, cuando el platillo enemigo se deshizo en una centésima de segundo,
sin que sus atacantes supieran siquiera qué es lo que les había ocurrido.
Todavía brillaba en el espacio la luz de la explosión, cuando un denso
chisporroteo se encendió en la retaguardia de la flota atacante. Los cañones de los
adictos a Juan habían hecho fuego casi simultáneamente y decenas de discos
desaparecieron, en medio de multiplicados destellos de todos los colores, como una
impresionante traca de fuegos artificiales sin que, no obstante, por ocurrir las
explosiones en pleno vacío, se percibiera el menor sonido. Todo ello hubiera podido
agradar a la vista, sin que los tímpanos sufrieran lo más mínimo, de haber sido otras
las circunstancias, pero no había lugar al recreo visual. Lo único que cabía era
combatir, y combatir duramente, aprovechando sobre todo el pequeño éxito inicial.
Una segunda descarga encendió treinta luminarias más. Provistos de cargador
automático, los cañones podían rendir al máximo, con la ventaja de que, estando
instalados en casamatas perfectamente aisladas, en pleno vacío, la refrigeración
después de cada disparo era automática.
Al cabo de unas cuantas descargas, atacados por la zaga, los discos imperiales se
desbandaron, reinando en ellos el desorden más absoluto. Un par de centenares de
ellos se habían volatilizado ya, de un modo que a los restantes les parecía
absolutamente misterioso, ya que por mucho que lo intentaban, no conseguían
localizar a los causantes de aquellas desconocidas explosiones y la flota de Cobb se
esparció rápidamente por la negrura sideral.
Entonces fue cuando cada uno de los aparatos de Juan comenzó su batalla
particular.
Navegando en velocísimos zigzags, convirtiéndose en verdaderos rayos de
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destrucción, las tres docenas de naves defensoras de Nueva Vesta, sembraron el
pánico y la desolación en las filas invasoras, cuyo número se redujo, sin que todavía
hubiera tenido tiempo de rehacerse de la sorpresa, en otros dos centenares más.
—¿Ves, papá —exclamó alborozado Juan, convirtiendo en polvillo cósmico una
nave que se le había puesto a tiro—, el acierto que tuve al proponer la instalación de
artillería? Todavía es demasiado… ¡Hola! ¡Ahí va eso! —se interrumpió el
muchacho, soltando un par de disparos que desintegraron otro artefacto enemigo—.
Todavía es demasiado. Recuerda que en el Zambeze me bastaron media docena de
disparos de rifle para liquidar dos astronaves de Vesta.
Pero cuando, en un espacio de tiempo relativamente breve, les habían causado
medio millar de bajas, algo raro empezó a ocurrir en los aparatos leales a Juan.
Lo supieron más que por otra cosa, por su posición, pero tres o cuatro estallaron,
de una forma un tanto rara. No como los otros que lo hacían de una vez apenas
recibían el impacto, sino en varias veces, saltando en trozos que volvían a estallar
apenas se habían separado de la masa principal.
—¿Qué será eso, papá? —preguntó el muchacho intrigado, y en el mismo instante
una descarga eléctrica los sacudió de pies a cabeza.
Defendiéndose desesperadamente, las otras naves soltaban sus proyectiles
eléctricos al buen tuntún y solamente una casualidad les había hecho ser objeto de un
impacto. Pero Juan no se había dejado sorprender y, desde el primer momento que
comenzara la batalla, había dispuesto el neutralizador de ondas, de modo que, salvo
el inevitable susto, no ocurrió nada digno de mención, a no ser que otras cinco o seis
espacionaves propias saltaron en pedazos, en sucesivas explosiones, como si cada
uno de los trozos despedidos fuera un aparato solo.
Bruscamente la luz se hizo en el cerebro de Almenara y, viendo que su hijo,
atento al combate, se disponía a lanzar una descarga le contuvo con un grito;
—¡No! ¡Ni un solo disparo más!
—¿Por qué, papá? Ahora que estábamos…
—No, repito. Nadie ha tenido la culpa de que nuestras espacionaves estallen, sino
nosotros mismos. Es demasiada la diferencia térmica entre el calentamiento por un
disparo y la subsiguiente refrigeración del metal de la pieza a —273º. Los cañones se
agrietan y llega un momento en que no pueden resistir la presión de los gases
deflagrados en su recámara. Por eso se producen los estallidos. Fuimos unos
estúpidos al no tener en cuenta tan desagradable contingencia.
—Y ¿qué haremos entonces? —inquirió Ak’t silencioso durante todo el combate.
—No nos queda otro recurso que desistir de pelear aquí y buscar unas
condiciones más favorables en la baja atmósfera —replicó Juan—. Lo transmitiré así
a los supervivientes.
Pero, cuando apenas a dos mil metros de altura ya se hicieron visibles las naves
defensoras de Nueva Vesta, las otras, como jaurías de halcones enfurecidos, se
lanzaron sobre ellas, soltándolas descarga tras descarga de sus proyectores eléctricos.
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Durante un buen rato, Juan y los suyos se defendieron como pudieron. Los
neutralizadores de ondas funcionaron a la perfección, pero era inevitable por
completo su derrota, y más que ésta, la destrucción absoluta de la ya reducida flotilla
terrestre. Los continuos disparos adversarios, multiplicados por cien, fueron
debilitando la potencia de los neutralizadores y, al fin, el momento tan temido por
Juan llegó.
—No nos queda otro recurso que perecer —exclamó, cruzándose de brazos,
resignado a su inevitable suerte. Ya hacía rato que habían agotado, además, todos sus
proyectiles de pólvora.
Sin embargo, cuando ya creían ver las descarnadas fauces de la muerte sonreírles
siniestramente, cuando ya daban por segura su eliminación, y con ella, dejar el paso
libre a los que, sin la menor piedad arrasarían Nueva Vesta, un movimiento de
vacilación, de duda, de desconcierto pudo observarse en centenares y centenares de
discos que, por unos momentos cesaron en sus disparos.
Las imágenes de la batalla sostenida a cuarenta mil kilómetros de distancia de la
superficie del planeta llegaban a la pantalla de Phineas Cobb, con veinticinco minutos
de retraso por el tiempo que empleaban las ondas, a razón de trescientos mil
kilómetros por segundo, en recorrer los cuatrocientos cincuenta millones de
kilómetros de distancia. Primeramente se mordió los puños de rabia al ver la
aniquilación de infinidad de sus aparatos, pero cuando los de Almenara comenzaron a
estallar por sí solos, y los suyos reaccionaron, acorralándolos y castigándolos
duramente, una sonrisa de triunfo comenzó a extenderse por sus orgullosas facciones.
La sonrisa se le borró cuando, interrumpiéndole en su premeditada soledad, dos
personas entraron silenciosamente. Tan silenciosamente que no se dio cuenta de que
estaban allí, hasta que uno de ellos le dirigió la palabra.
—¿No me conoces, Phineas Cobb?
Se levantó el presidente del Gran Septenado de un salto. Echó mano a su pistola,
pero el otro ya se le había anticipado. Cobb murmuró desconcertado:
—¡Mike Brendan! ¡Tú… tú… estás mu… muerto!
—Exacto —repuso el otro sonriente—. Pero, quién murió fue mi padre,
sacrificado a tu odio insano, y quién se halla ante ti es el hijo, que trae la justicia.
—¡No! —gritó Cobb, perdiendo el control de sí mismo—. ¡No! —repitió, mas no
pudo continuar hablando. El joven le interrumpió.
—Ahora es tarde ya. He tardado muchos años en conocer la razón de la
inextinguible tristeza de mi madre, quien, desde hace veinte, ignoró siempre el
paradero de su esposo. Afortunadamente, murió antes de que tú lo asesinaras, y murió
de consunción, de pesar, de tristeza, causados por tu incalificable acción. Ni siquiera
el consuelo de tener un hijo de Mike Brendan fue para ella suficiente, He aquí, pues,
que son dos víctimas las que voy a vengar, de un solo golpe y…
Pirineas Cobb no dejó al muchacho terminar su parlamento. Lanzando un rugido,
en el que la ira, la decepción y el pánico se mezclaban por partes iguales, tomó la
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pistola, sorprendiendo, hasta cierto punto, al hijo de Brendan, quien, no obstante,
tuvo tiempo de saltar a un lado, esquivando el disparo.
Pero Eddie Francks no se apartó tan oportunamente y, antes de enterarse, se
volatilizó, convirtiéndose en un montoncito de polvillo grisáceo.
Phineas Cobb no tuvo tiempo de repetir el golpe. En la milésima de segundo que
duró su vida al recibir la descarga disparada por el joven Brendan, sintióse abrasar en
un incandescente globo de fuego, como si de repente hubiera caído en el centro del
Sol. En tan brevísimo espacio de tiempo, desapareció de su cerebro toda noción
consciente. No supo, no pudo enterarse de que no era ya más que un montón de
ceniza que caía lentamente al suelo.
El muchacho miró las dos columnitas de humo que se disipaban lentamente, y
sonrió con amargura:
—Y ahora —se dijo a sí mismo—, a la Tierra. Es el lugar que me corresponde, y
en el que hubieran querido vivir mis padres, con el mejor de sus amigos. Con Juan
Almenara.
Pero, antes de abandonar la estancia, se aproximó al transmisor. Había que dar la
noticia de la muerte de Cobb. La comunicó a toda la población de Vesta, e igualmente
a la flotilla de espacionaves que intentaba arrasar la nueva civilización terrestre. Y si
en el planetoide no fueron pocos los que comenzaron a sublevarse contra el orden
estatuido, encabezados en algunos casos por muchos de los miembros del Gran
Septenado, libres ya de la sugestión que sobre ellos ejercía Cobb, en la armada
sideral, los desafectos comenzaron a retirarse al momento, debilitándola
notablemente, ante lo cual a los restantes no les quedó otro remedio que imitarlos…
* * *
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carga.
—Es muy joven todavía. Un chiquillo. Todavía han de pasar unos cuantos años
hasta que alcance su madurez.
—Puede —dijo Almenara simplemente—. Pero, o mucho me engaño, o antes de
doce meses, te veo convertida en abuela.
—¡Oh! —exclamó Melissa con coquetería, sonrojándose—. ¡No soy tan vieja!
—¿Quién te ha llamado anciana? —exclamó Juan, exultante de optimismo—.
Serás la abuela más encantadora de la Tierra.
FIN
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Notas
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[1] Intelligence Quotient. Cociente de Inteligencia, empleado para medir la de los
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[2] Cibernética. Palabra admitida mundialmente y que designa el estudio del
funcionamiento de los centros nerviosos y de las transmisiones eléctricas de los
aparatos electromecánicos, como robots, cerebros electrónicos, aparatos teledirigidos,
etc. Creada por N. Wiener en 1947. <<
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[3] Se llama albedo (palabra española usada internacionalmente en Astronomía,
Quizá, en honor del «blanco de España») a la cantidad de luz solar reflejada por un
astro, siempre dentro de nuestro sistema planetario. <<
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[4] En inglés, amigo se escribe «friend». <<
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