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Confesionario

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SECRETARÍA DE CULTURA FEDERAL

María Cristina García Cepeda


Secretaria de Cultura
Saúl Juárez Vega
Subsecretario de Desarrollo Cultural
Jorge Gutiérrez Vázquez
Subsecretario de Diversidad Cultural y Fomento a la Lectura
Marina Núñez Bespalova
Directora General de Publicaciones

GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Silvano Aureoles Conejo


Gobernador de Michoacán

Silvia María Concepción Figueroa Zamudio


Secretaria de Cultura
Adrián Zaragoza Tapia
Secretario Técnico
Ernesto Alino Zúñiga Guerrero
Secretario Particular
Edgar Rodríguez González
Delegado Administrativo
Adriana Cerda Herrera
Directora de Promoción y Fomento Cultural
Mariana León Cornejo
Directora de Vinculación e Integración Cultural
Andrea Silva Cadena
Directora de Formación y Educación
Luis Esteban Murguía Bañuelos
Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural
María Magdalena Oliva Sandoval
Directora de Patrimonio, Protección y Conservación
de Monumentos y Sitios Históricos
Miguel Ángel García Ramírez
Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán
Fedra Ela del Río Ortega
Jefa del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura
Gobierno del Estado de Michoacán
Secretaría de Cultura
Secretaría de Cultura Federal
Primera edición, 2017

© José Martín García Campos


dr © Secretaría de Cultura de Michoacán

Colección:
Premios Michoacán de Literatura 2016
Categoría Ópera Prima Narrativa

Jurados:
Maribel Arreola Rivas
Xareni Coral Camacho Carrasco
José Carlos Serrano Vargas

Coordinación editorial:
Fedra Ela del Río Ortega
Mara Rahab Bautista López

Diseño de Colección:
Jorge Arriola Padilla

Secretaría de Cultura de Michoacán


Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,
C.P. 58020, Morelia, Michoacán
Tels. (443) 322-89-00
www.cultura.michoacan.gob.mx

ISBN: 978-607-9461-38-6

Impreso y hecho en México


Queda prohibida, sin la autorización expresa del editor, bajo las sanciones establecidas por
las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimien-
to, comprendidos reprográfico y tratamiento informático.
Índice

7 Presentación

I
11 Ave María Purísima
15 El Confesionario
18 La matriz perforada por el diablo
22 Shadow
29 Opresión
38 Pederasta

II
55 Sin pecado concebida
59 El sombrero del capitán
67 Norton
74 El ciego que podía ver a dios
79 Siete confesiones
92 El misterio de la luz
Presentación

Un premio literario es una distinción otorgada por una actua-


ción literaria particular, es un reconocimiento al talento y ori-
ginalidad. La obra que se encuentra en sus manos es una obra
distinguida entre varias, además de esto, por contar con carac-
terísticas propias que las hacen una verdadera obra de las letras.
Los Premios de Michoacán de Literatura 2016, distin-
guió en esta ocasión a cinco obras, pertenecientes a los si-
guientes premios:
1. Premio de cuento Xavier Vargas Pardo.
Obra ganadora: “Cementerio paquidermo” de Bere- 7
nice Hernández.
Una obra que nos invita a sorprendernos de la capaci-
dad de la mente para transformar la realidad, sí es que
existe una sola realidad; hojas llenas de otras maneras
de ver al mundo y comportarse en el según lo dicte
nuestra mente.

2. Premio de ensayo María Zambrano.


Obra ganadora: “Cuaderno de ensayo” de José Agus-
tín Solórzano.
Ensayo lleno de referencias de lectura que nos invita
a leer por placer, una reflexión sobre el ejercicio de la
lectura personal y desenfado, sin duda alguna se sentirá
identificado con alguno de sus fragmentos. Esta obra
nos lleva a viajar por el mundo de la literatura con una
sonrisa y un ceño fruncido.

3. Concurso de humor negro José Ceballos Maldonado.


Obra ganadora: “Tos de tísico” de Salvador Munguía.
No podrá dejar de leer esta obra ganadora, al leerla se
aplaude la decisión de los jurados al momento en que
nos saca una carcajada. El humor no es simple, es com-
plejo hacer reír y más aún con una obra tan corta, su
ritmo no nos permite distracciones, la ironía y la com-
pasión hará reír a cada uno de sus lectores.

4. Ópera Prima en poesía, con dos obras por considerarse


un empate en calidad.
Con las obras ganadoras: “Confesionario” de José
Martín García Campos y “Jaula de espejos” de Karen
Itzel Gabriel.
“Confesionario” es una obra fuerte, una conversación
con Dios sin tapujos, al tú por tú, durante toda la obra
queremos saber más de ese personaje y el por qué de
estas conversaciones crudas, sin Fe, sin respeto, pero
necesarias para desahogar el alma.
“Jaula de espejos” es una muestra de poesía joven, juega
con la palabra y la forma, un acercamiento al mundo
lírico. Una representación de emociones tan variada
como cada una de sus páginas.

Dos obras tan distintas y al mismo tiempo unidas por


una solo condición, la humana.

Es un hecho importante por recalcar que en esta ocasión los


autores de cada obra ganadora son jóvenes todos, comprome-
tidos con el quehacer literario y que sin duda alguna este pre-
mio refleja su dedicación y entrega a la creación.
La convocatoria Premios de Michoacán de Literatura
2016 son un impulso la producción, edición, publicación,
difusión de la literatura michoacana y una vía que facilita el
acceso a la literatura del estado. La secretaría de Cultura de
Michoacán, se complace en presentar esta colección, prueba
del talento, herencia y tradición literaria en el estado.
Agradecemos a los jurados de cada categoría por su es-
fuerzo y trabajo, gracias a ellos se ha podido realizar la selec-
ción entre varias obras de manera justa y honesta.

Los invitamos a conocer la colección completa, a seguir


sus pasos y acercarse a la literatura regional.
I

Ave María Purísima


A veces pienso que Dios creando al hombre
sobrestimó un poco su habilidad.
Oscar Wilde
El Confesionario

La luz parpadeaba rítmicamente todo el tiempo: se tra-


taba de esa molesta bombilla que, como muchas otras,
nunca había servido por más que se hiciera el intento.
El padre Jonás buscó alguna explicación divina para 15
tal fenómeno, años más tarde se convirtió en una pecu-
liaridad que atrajo turistas de distintas partes del país.
En ciertas ocasiones, Panchito el monaguillo, deja-
ba más asombrados a los visitantes cambiando las bom-
billas en vivo y dejando al descubierto el misterio de la
luz, pues, en efecto, ésta seguía parpadeando.
Una década después, cuando el diezmo ya no era
suficiente, se construyó un confesionario de caoba; era
rústico, tenía tallados pequeños ángeles felices, con sus
alas estéticas y sus nalguitas redondas.
Como era de esperarse, el nuevo habitante del tem-
plo ocupó un lugar privilegiado: justo por debajo de la
luz celestial.
El turismo no tardó en aumentar, pues se rumora-
ba que tal vez el mismo Dios era quien te perdonaba
los pecados.

El templo se construyó, según la placa de bronce que


adornaba su exterior, en 1940, un año como muchos
otros. La inversión había estado a cargo de los señores
Domínguez, fieles creyentes de la palabra del Señor,
casados, pero sin hijos hasta ese momento, católicos de
16 sangre y, por parte de la fémina, heredera de la gran for-
tuna de su difunto padre.
El estilo barroco novohispano había sido idea del
sacerdote Jonás, amigo entrañable de los señores Do-
mínguez, quien junto al arquitecto Gómez Mont se
encargaron del acabado exterior, la torre de cantera que
adornaba su costado izquierdo, y los acabados que ro-
deaban la inmensa puerta de madera.
En su interior, perfectamente simétricas, estaban
acomodadas en fila veinte bancas de madera clara bar-
nizada. El techo había sido construido con una técnica
moderna, distintos relieves profundos y curvos, ador-
nados con pinturas de Jesucristo, obras de John Duta:
artista exiliado de Inglaterra, cuyo parentesco lejano con
la señora Domínguez, le había servido para encontrar un
nuevo hogar.
El altar era de lo más común, una mesa larga cu-
bierta con un mantel, el cual tenía bordadas cruces de
diferentes colores. Al fondo, la figura de un Jesús de
aproximadamente dos metros, cuidaba y entregaba fe
a sus creyentes, junto a María Auxiliadora y San Jeró-
nimo, quienes reposaban dentro de los vitrales sobre el
muro pintado de dorado que completaba el cuadro de
los tres santísimos.
Exactamente al otro lado del altar, en una de las es- 17

quinas, medio oculto pero a la vista de todos, se encon-


traban el confesionario y la luz mística; todos los días, ex-
cepto el lunes, a partir de las seis de la tarde, los pecados,
secretos, perversiones y promiscuidades de gente de todo
el país habían sido confesados por más de cinco décadas.
La matriz perforada
por el diablo

Dime qué hago aquí, Jesús, dime porqué he acudido una


vez más, si me has fallado tanto, si otra vez me decepcio-
18 naste, respóndeme…
Fue ayer que me lo quitaste, uno más, ¿qué no te can-
sas de humillarme?, me diste un vientre perforado por la
saliva del diablo, un vientre que no procrea, que sólo pare
sangre y órganos mal trechos…¿por qué estoy aquí?
—Buenas tardes, Robertita, ¿cómo está tu mamá?
—me pregunta el padre Geremías.
—Bien, ayer salió con el abuelo en bicicleta…—
miento.
Me sonríe con lástima, sacerdote pederasta, como
él hay otros mil, ¿qué no se da cuenta que me estoy
confesando?
—Me da gusto, sigue rezando para que Dios te
ayude…
Me toma como loca, como lunática, como una des-
quiciada tal vez. Mi abuelo murió hace más de diez años,
él estuvo presente en el entierro, pero bien que ha aprove-
chado su oportunidad para dejarme en ridículo…¿Dios
ayudarme?, pero si es lo único que no hace.
Fue el cerdo de Román, él es el del problema, no
fornica bien, nunca lo ha hecho el muy mediocre, se pre-
sume como hombre y no puede usar su pito bien, qué
desgracia de ser. No, él no es culpable, soy yo y mi matriz
mal nacida, quemada.
El primero se llamaría como él, como ese hijo de 19

puta, ese estúpido que lo único que hace es ayudarme,


estar a mi lado, consentirme y hacer una cara de pendejo
noble cuando pierdo nuevamente a uno de sus hijos. El
segundo Joaquín, como mi padre, el que nunca tuve y mi
madre inventó para que no descubriera que fue violada,
seguramente por un insecto gordo y asqueroso, tan ho-
rrible como las cucarachas y despreciable como las ratas,
ese desgraciado que me heredó mi facultad de matar a
un recién nacido. El tercero, Agustín, como nadie, como
cualquier desconocido, como alivio de mi maldición,
pero no, el asqueroso nombre no importaba, Jesús, ¿sabes
por qué?, porque también lo mataste, más rápido que a
los otros, incluso, más contundente y sagaz que nunca,
en ése sí que te luciste, parirlo sin cabeza, qué estúpida
desgracia. Y por último, Teresa, mi niña, la primera, la
única, la destinada a nacer por fin…ni siquiera se formó,
ni una manita, o un bracito, nada, eso nació, una nada,
una Teresa, una vasca de órganos sin forma.
Te perdono, sabes, te perdono, tú no tienes la culpa
de nada, pero ayúdame, por lo que más quieras, apiáda-
te de mí, de tu hija más mal agradecida, de tu sirviente
desafortunada, concédeme el deseo de ser madre, como
María, la tuya, haz un milagro te lo pido, y jamás te vol-
20 veré a defraudar.
La luz, la luz ha empezado a parpadear, esa luz que
me encantaba cuando era niña, cuando mi madre me
traía en su brazos, esa resplandeciente mancha cegadora.
—Maestra, Roberta, ¿cómo está? —escuchó de-
trás de mí. Es Benjamín de segundo grado, trae consigo
su mochila de Toy Story y un juguito, está emocionado
por verme.
—Hola…hijo…
Se va, su mamá lo ha jalado de la mano mientras le
susurraba algo, seguramente le explicó que me estoy mu-
riendo por dentro, o tal vez la asustó la sangre que corre
por una de mis piernas, ese fino hilo de plasma que apenas
es visible para mí, que acaba de manifestarse ante mis ojos.
¿Me estás respondiendo?, ¿acaso es eso?, ¿estoy lista?,
¿acabo de expulsar lo que quedaba de mi último hijo?, es-
toy segura que ya no queda más sangre en mi matriz, es
lo último que puedo sacar, lo siguiente será un hijo, una
niña o un niño, un desgraciado que no me dejará dormir,
que cagará sin control, que comerá de lo que yo coma,
que me amará, eso lo quiero Jesús, eso lo anhelo…
Ahí viene Román, está preocupado por mí, viene
corriendo porque me escapé, sus ojos están rojos de tan-
to llorar, sus pisadas son lentas, torpes, pesadas, llenas de
dolor, del dolor que le causo. 21

Ya está frente a mí, con su rostro moreno y su na-


riz chata, no sé qué me dice, no sé qué quiere ¡Déjame
llorar, maldito! Déjame sacar las lágrimas que no puedes
sacar tú, déjame cargar el dolor por los dos.
Me toma de los pies y de los brazos, me carga una
vez más, después de diez horas de haber hecho lo mismo
porque ya no soportaba el dolor, estamos en la misma
situación de nuevo. Sin embargo, él no sabe lo que yo,
Jesús me ha ayudado por fin, me mandó señales, hoy le
pediré que hagamos el amor sin control, que lo intente-
mos, que quiero darle un hijo, aunque sea uno.
Shadow

¿Por qué sigues haciendo esto?, ¿no te gustaría estar con tu


familia?, sentados en la arena, comiendo un pie de fram-
22
buesa, tú, tus hijos, el aire puro de las playas griegas, donde
seguramente están ellos, a salvo, pero sin ti.
Necesito estar aquí, aunque no me guste, es mi pro-
pósito seguir adelante, encontrando a quien me digan,
buscando pistas, huellas, hasta dar con ellos, lo hago por
mi familia.
¿Estás seguro?, ¿no crees que más bien lo haces por
ti?, por un inequívoco sentido de grandeza, ¿qué quieres
demostrar Christian Shadow?, a quién buscas decirle que
eres capaz de hacer lo que te propongas. Tus papás ya están
muertos, ya no te persiguen, ya no te exigen que cumplas lo
que ellos siempre desearon para ti.
No importa lo que me digas, ya estoy aquí, ya llegué
muy lejos como para renunciar. De todos modos, no sé
hacer otra cosa, yo nací para esto.
¿Y tus hijos?, ellos qué culpa tienen, ¿vas a dejar que su
nombre esté manchado de sangre igual que el tuyo?, porque
ya los condenaste a la abstinencia, al refugio político, nunca
van a tener amigos de verdad, porque los irán perdiendo
conforme tengan que escapar. Ya les quitaste su estabilidad,
no les quites a su padre.

Valentine, como quisiera poder tocar tu rostro, tan suave


y cálido, ver una vez más tus ojos pardos, que me sonrías
y me digas que todo está bien, que tú y los niños estarán 23

esperándome para ese asado que les prometí hace dos


años. Quisiera besar tus labios como la primera vez que
lo hice, en Florencia, ¿recuerdas?
Ella no está aquí, Shadow, ella no ha estado aquí des-
de hace más de un año, seguramente ya no recuerda qué es
tener un hombre a su lado, que la cuide y la proteja, que
sea su compañero incondicional. Ella no está aquí.
Ya lo sé, tampoco están Chris ni Violet, mis hijos...
Chris, te prometí que te enseñaría a andar en bicicleta. Re-
cuerdo cuando me pediste que me quedara, que ya no me
fuera, mi pequeño gran hombre. Algún día me perdonarás.
¿Y si no lo hace?, y si decide que es mejor olvidarte, sa-
bes, a veces es preferible preservar el recuerdo que seguir con
la esperanza del presente. Él tal vez ya eligió acostumbrar-
se a tu ausencia, porque sabe que si vuelves, te volverás a ir.
Entiende que necesitan sobrevivir, si no sigo hacien-
do esto no tendrán oportunidades, no estudiarán, no
podré comprarles nada, no podré mantener un hogar, es
lo único que se hacer.
—Buenas tarde, señor, ¿va a confesarse? —pregunta
una mujer de ojos perdidos, semblante temeroso, pero
amabilidad notable.
—“Nou”, “gracias”, thank’s…
24 Sonríe y se aparta con paso cansino, la sigo con mi
vista y al recorrer aproximadamente tres metros por el
estrecho camino que otorgan las bancas de madera mi
mirada se encuentra con la de él. Está sudando, sabe que
lo tengo, que ya lo he encontrado, pero no me reconoce;
no he perdido el toque.
Está rezando al igual que simulo hacerlo yo, vaya
que me ha costado trabajo encontrarlo, más de trece me-
ses buscándolo…
No sabes ni siquiera quién es, si tiene familia igual
que tú, si tiene problemas más graves de los que conoces.
No lo hagas.
Sé lo que debo saber, lo que me ordenaron y me die-
ron en el archivo. Se llama Federic Norton, científico ter-
monuclear ruso, cuarenta y cinco años de edad, su padre
trabajó para la URSS hasta que renunció. Él cubrió esa
plaza diez años después debido a su inteligencia desarro-
llando compuestos químicos, pero decidió traicionar a
su gobierno y vendió toda su información a los Estados
Unidos. Nuestro país lo protegió todo el tiempo, lo trató
como uno de los nuestros, pero volvió a cambiar de parecer
y ahora información confidencial acerca de experimentos
nucleares de los laboratorios militares de nuestra nación
están en sus manos, no puedo permitir que la entregue.
¿Sabes en que te convierte eso?, en un peón, en un 25

soldado, en un hombre que no puede tomar decisiones


por sí mismo, para sí mismo, sino que tiene que seguir
órdenes, que es como un sabueso al que entrenas para
que te regrese el hueso que le aventaste, eso eres tú, una
herramienta manipulable.
Por supuesto que decido, de lo contrario no estaría
aquí.
¿Me estás diciendo que prefieres esto a estar con tu
familia?, prefieres ser un matón del gobierno a ser el padre
que carga en sus brazos a sus hijos; ya me lo esperaba, no
eres más que uno del montón.
¿Y qué mas?, ¿un empleado de segunda trabajando
en una tienda de autoservicio?, yo sólo sirvo para matar,
para encontrar, para seguir patrones.
No hay empleados de segunda, Shadow, hay hombres
que no aprecian lo que tienen, y tú estás a punto de conse-
guir un papel estelar en esa clasificación. ¿Quién te dijo que
no servías para algo más?, ¿tu padre?, el hombre soberbio
que siempre prefirió guardarse el amor que le tenía a tu ma-
dre por el temor de verse débil. ¿Harás lo mismo, Shadow?
Si te sigo haciendo caso él se terminará escapando y
ahora sí te prometo que no volveré a ver a mi familia. Ya
no tengo tiempo.
26 Tú no eres un asesino.
¿Tú qué sabes de mí? He matado a más de siete perso-
nas que no conocía, que jamás había visto, que la única vez
que vi su rostro fue para ponerles una pistola en la frente…
que…que tal vez eran hombres como yo…que nunca…me
di la oportunidad de ver más allá de la ficha técnica.
¿Estás llorando?, un hombre que mata por placer no
llora, y no eres un psicópata, eres un hombre que se ha
equivocado, que ha cometido pecados terribles, pero que
se arrepiente de ellos. Tendrás que remar sobre corriente
y ajustar cuentas en el camino. Todavía te puedo salvar
Christian Shadow.
Ya es tarde para fingir que puedo ser alguien más.
Esta conversación ha terminado, Dios.

Ahí está el octavo, la octava presa de mi camino, otro


hombre que no sabe que lo estoy viendo, que estuve ob-
servando los últimos días y que va a morir cuando me-
nos lo esperaba. ¿Se sentirá a salvo aquí?, en una Iglesia,
¿creerá que Dios lo va a proteger de una bala?, ¿podría
Dios hacer eso?, tarde o temprano lo voy a averiguar.
Esta decisión no me pertenece totalmente como él
creía. Ellos sólo me dan lo necesario, la ejecución ya está
impuesta en el contrato, si no lo cumplo puedo sufrir las
consecuencias. Prefiero siempre estar manchado de san- 27

gre y ver pocos días a mi familia que no verla nunca…


Aunque…podría ir por ellos, podríamos irnos a donde
nunca nos encuentren, podríamos ser felices los cuatro.
Sigue ahí, una presa sencilla, fácil de aniquilar, me
tomaría sólo cinco segundos disparar y llevarme el cadá-
ver, no hay mucha gente aquí, lo cual es extraño, pero es
irrelevante.
Dios, te prometo que me confesaré como siempre lo
he hecho. Vendré el siguiente domingo para escuchar un
nuevo sermón, aunque sé que nunca me perdonarás, ya
me lo advertiste, estoy condenado.
Ha cerrado los ojos, balbucea algo con sus labios:
“Padre nuestro…”. Dejaré que termine, seguramente se
sentirá aliviado al ya no saber más, le estoy haciendo un
favor, porque si no soy yo enviarán a otro, a menos que
se lo advierta. Quizá le daría un día de ventaja, no más,
pero sería suficiente para que se despidiese de su familia
si es que tiene.
Ya ha llegado a la última parte al igual que yo, es el
momento de decir adiós, él a este mundo, y yo al mío.
Me acerco lentamente, paso a paso, es la primera vez
en muchos años que siento el frío en mis venas, el poder
de quitar una vida sin darle oportunidad alguna de recla-
28 mar por ello, hay mucho sudor en mi frente, lágrimas en
mi rostro y un arma entre mis manos. Si no me equivoco
abrirá los ojos en cinco segundos.
Le apunto con la pistola.
Cinco…cuatro…tres…dos…uno.
Opresión

A ti, padre, Padre, vecino, lector:

Hay ocasiones en las que no lo puedo soportar, me carcome


29
el deseo que me prohibiste sentir, pero tú sabes que yo no fui
quien decidió mi destino, por mí me hubiera largado desde
el principio a cualquier otro lado, antes de saber siquiera
quién eras, antes de que me atraparas con tu miedo y tus
engaños. Me hubiera ido, así no tendría la necesidad de
arrodillarme frente a un ídolo falso todos los días de mi
vida. Me hubiera ido, pero nunca tuve el coraje para ha-
cerlo, porque el no hacerlo me gustaba.
Cincuenta años han pasado desde que mi madre me
encerró aquí porque no podía mantenerme, desde ahí te
equivocaste: una madre puta, una hija igual.
No tengo miedo de nada, porque mi vida está olvida-
da, está perdida dentro las cuatro paredes de tu cárcel, la
misma habitación en la que menstrué por primera vez. Me
espanté mucho, debo de aceptarlo, y ninguna de las monjas
me ayudó, ninguna, hasta me acusaban de pecaminosa, de
precoz. Yo tuve que aprender sola, y tú ni siquiera sabes
qué es eso, que te sangre la vagina es una atrocidad, un
verdadero desperfecto en tus supuestos hijos que nada más
te sirven para divertirte.
Quisiera ser de las mujeres que se juntan entre ellas
a platicar en los bares, a contarse mentiras y verdades, a
presumir de sus hijos. Quisiera haber tenido alguna vez un
30 novio, que pasara por mí para ir caminar o lo que fuera,
aunque se tratara de lo más absurdo, no importaría si al
final pudiese besar unos labios; ni eso pude hacer, no ante
tus ojos, claro.
Te confieso que casi nada haces bien, como mi naci-
miento, yo ni debí haber venido a este mundo. Las putas
no deberían poder parir, pero mi madre sí lo hizo, aunque
estoy segura que si no hubiera tenido la facultad de dar
vida, ella sería muy feliz y yo ni siquiera estuviera derra-
mando mis quejas sobre un papel.
Sin embargo, estoy aquí, para compartir tus “míticas”
enseñanzas, para hacer sentir mejor a los desamparados,
educar chiquillos para tu Iglesia, darles refugio a los que
no tienen hogar, atender enfermos en el hospital, darles
de comer a los que se mueren de hambre, entregarme por
completo a mis hermanos y hermanas. Y lo mejor de todo
es que ni siquiera nos das la dicha de serte útiles ante los
feligreses que asisten a misa; dime, contéstame, ¿por qué
yo no puedo oficiar una?, ¿qué tienen los hombres que no
tenga yo?, si yo también puedo memorizarme frases, dar
sermones, beber vino, leer la biblia, ¿por qué? ¿Es por qué
soy mujer?, entonces no exijas igualdad si tú no la puedes
dar, si tú prefieres a tus hijos, a los padres encima de las
monjas, pero sin una de nosotras tu hijo ni siquiera hubiese
nacido, tómalo en cuenta para tus futuras consideraciones 31

acerca de tus absurdas batallas por la justicia.


Me da tristeza que la mayoría se atiene a tus deman-
das, a tus supuestas enseñanzas, que Lorena, Patricia y
Marta se entreguen por completo a ti, y tú no les das nada
a cambio, excepto una triste misa en la capilla. Mira, qué
considerado eres.
Pero conmigo te equivocaste.

A continuación enuncio un par de confesiones, que por su-
puesto no saldrán de mi boca, porque ni muerta me vas ha-
cer ir al confesionario. Le pido, padre, quien seguramente
es el que está leyendo esto, perdone mis pecados y luego se los
meta por el culo.
Ante los ojos de Dios he hecho todo lo que se me ordena
y pide, “Lupe atiende al enfermo, Lupe tiende las camas,
Lupe te toca dirigir el rosario, Lupe dale de comer al padre
Geremías, Lupe, Lupe, Lupe”. Si le preguntase a cualquie-
ra de las hermanas cómo soy, seguramente no encontraría
ninguna queja. Si le preguntase a Dios cómo soy, él le dirá
que he cumplido con mis obligaciones. Si alcanzase a pre-
guntármelo entonces no pude hacer lo que tenía pensado y
ya no tendrá caso echarme a la calle, porque yo misma lo
haré para ser libre…aunque eso de la libertad ya no es una
32 opción siendo tan anciana.

Lista de pecados:
• He cogido como unas quince veces. La primera
fue, aunque creo que no se le consideraría un acto
sexual con un hombre como tal, con un consolador
que encontré en el casillero de Sor Inés. Bueno, es-
toy seguro que estás sorprendido, porque yo tam-
bién lo estuve en cuanto se cayó algo en el interior
del mueble mientras lo limpiaba. Yo sólo quería
acomodar lo que había tirado, y fue cuando en-
contré el objeto que me permitió salir de tu pri-
sión. Claro que la madre nos prohibía husmear
en cosas ajenas, pero no es mi culpa su estupidez, o
¿por qué no lo aseguró con un candado? Lástima
que hace más de veinte años que se murió, siempre
le quise preguntar si estaba igual de desesperada
que yo; imagínate su cara cuando no encontró su
juguetito, pero no te preocupes, se lo regresé: sin
que nadie se diera cuenta lo metí a su ataúd…No
fuera ser que viniera a reclamarlo. La segunda
vez lo hice con un vagabundo de los que tocan la
puerta cada semana, al principio tenía miedo,
pero cuando comprobé que el hombre era ciego
fue como si tú mismo quisieras que lo hiciera y yo 33

sólo te hice caso. No fue muy difícil convencerlo, el


pobre hombre apenas sabía lo que estaba hacien-
do, yo creo que estaba igual que yo, aunque para
ser mi primera vez, creo que no estuvo tan mal;
ah, y aprovecho para agradecerte una cosa, qui-
zá la única que vale la pena, gracias por los pitos.
Después pasó en el viaje a Guanajuato, la única
noche que tuvimos libre en las misiones, y eso me
hace pensar qué sínico eres, nos quitas todo lo di-
vertido y te burlas premiándonos con días libres.
Las hermanas fueron a comprar recuerditos para
sus familiares, yo me quedé en el convento, pero
no por mucho tiempo. Me llevé una falda y una
blusa escotada, que había comprado días antes en
el mercado, e hice lo que había visto en algunas
de las películas que no debíamos ver, y lo que más
tarde descubriría fue el día a día de mi madre,
(supongo que ya no te sorprende que haga todo lo
que supone que no debemos de hacer), me pare en
una esquina. Tenía miedo, pero en ese punto ya
había atravesado la muralla de tus prohibiciones,
como dicen de los asesinos: una vez que matan ya
no pueden dejar de hacerlo. Fue un hombre ama-
34 ble, lo recuerdo bien, se llamaba Tomás, me trató
gentilmente supongo, qué voy a saber yo, pero tal
vez fue la única que vez que hice el amor y no cogí,
lo que es algo irónico. Las otras doce veces tú bien
sabes con quién fue.
• Creo que es redundante decírtelo, pero cada que
podía me escapaba de tu cárcel, y probé lo que es
vivir, aunque nunca dejé de tener miedo, si algo
hicieron bien las monjas que me criaron fue in-
fundirme ese principio de tu Iglesia. A pesar de
que muchas veces pude irme de aquí no lo hice,
porque estaba atenida a ti de alguna forma que yo
no puedo explicar, y lo más cercano a una razón es
que simplemente me gusta pecar, desobedecer, fin-
gir, aparentar, el peligro hace que me excite, y tú
sabes cuánto, padre. Fui al cine varias veces, creo
que eso no rompe tus principios, ¿o ver una clasi-
ficación “C” ya es pecado para ti?. Tomé cuánto
quise, el mezcal ha sido lo mejor que he probado,
sin embargo, nunca me emborraché, sólo un poco
la primera y segunda vez. Hice amigos, varios, la
ausencia de hombres a nuestro rededor es uno de
tus peores castigos, me gustaba mentirles, me gus-
taba jugar con ellos, les decía que era monja y que
me escapaba del convento, y cuando se ofrecían a 35

pasar por mí les daba la dirección correcta, pero


nunca nadie se atrevió a tocar, simplemente se li-
mitaban a decir: buena broma.
• Esta es la última, es necesaria, porque si yo me voy
a ir al supuesto infierno este otro desgraciado se
irá conmigo. Padre Geremías, tú que estás leyen-
do esto, debes saber que en unas horas, todos los
vecinos sabrán lo que has hecho todo este tiempo.
Hay más de cien copias de esta carta y de algunas
fotos un tanto comprometedoras, las cuales están a
punto de salir del convento; pedí a las hermanas
que repartieran los sobres a las cinco de la tarde de
este día. Te preguntarás por qué no lo hice en per-
sona, por qué simplemente no te entregué después
de lo que me hiciste, pero amorcito, tú sabes que no
te mereces una simple excomulgación o la cárcel,
sino que humillación, que te juzguen, que hablen
de ti, aunque sé “pastelito” que eso no te importa,
porque eres tan psicópata como puedo ser yo, y por
eso me gusta jugar. ¿Recuerdas las doce veces que lo
hicimos?, me dijiste que era la única mujer para ti,
¡la única! (al menos supe lo que es una decepción
amorosa). Descubrí tu “pequeño” secreto pederasta
36 de mierda. ¿Cuántas niñas, Geremías?

Yo no pedí ser así, ni que me encerrarán aquí.


Estimado lector, queridos vecinos, les pido de rodillas
que me perdonen si logré que se les cayera la venda que
cubre sus ojos día con día. Hay cosas que simplemente se
crearon para manipularnos, para oprimirnos y controlar-
nos. Éste es solo un testimonio de lo que sufro, que sufrimos
cada una de nosotras, y al final de esto solo nos encierran.
¿Que si hay quiénes lo hacen por fe?, seguramente hay her-
manas así, pero qué es la fe sino una excusa para evadir lo
que realmente pasa, una falsa esperanza cuyo objetivo es
solo privarte de la inmediatez de las cosas o un conformis-
mo estúpido porque crees que se está haciendo lo que Dios
quiere, o que él te salvará.
La salvación está en nosotros mismos. No deleguemos
a otro lo que uno puede hacer. Tómenme de ejemplo a mí,
a quien ya no podrán juzgar porque estaré muerta en este
momento.
Jamás fui feliz, pero lo intenté.
Guadalupe

37
Pederasta

Con las sábanas ensangrentadas por los gritos ocultos de


la mujer, de cuyo vientre emergía el pecado del que juró
38
jamás ser presa, nació Geremías Duta pesando la incon-
solable cantidad de un kilo y medio, por lo cual se augu-
ró una muerte prematura, un deceso deseado por todos
los presentes en el nacimiento, una mancha que jamás
sería borrada, pero que pocos conocerían.
El niño sobrevivió, dicen, por sus propios medios
¿Cuáles? Los que el Señor le otorgó de acuerdo a las
palabras de su padre adoptivo Julio Domínguez; fue
por eso que su futuro se pronosticó tan rápido como
fue posible, dentro de poco se convirtió en el pupilo
del padre Jonás.
Carolina Domínguez recibió una carta envuelta en
un sobre violado por múltiples manos en el que apenas
se podía distinguir en el timbre la imponente figura del
Big-Ben inglés; fue en una tarde lluviosa, el 3 de febrero
de 1939.
El remitente decía ser su primo segundo hijo de
tía Margot, una suerte de mexicana afrancesada con un
esposo alemán viviendo en Inglaterra: un disparate. La
señora Domínguez, fiel a su compromiso con la soli-
daridad como Dios les había enseñado, no dudó ni en
segundo en contestar, más aún por la urgencia que refle-
jaba la avidez de la tinta sobre el papel, o quizá eran las
palabras “exilio”, “urgencia”, “solo”, las que la llevaron a 39

una rápida contestación.


John Duta, primo segundo, había sido condenado
por la corte inglesa debido a su atrevimiento reflejado
en las pinturas que adornaban edificios históricos, en
las cuales sobre sus trazos, se encontraban figuras huma-
noides aparentemente teniendo relaciones sexuales con
mujeres para entonces procrear alimañas; por supuesto,
la razón del exilio jamás la supo Carolina.
A los pocos días llegó el extranjero de rasgos finos,
cabello obscuro y nariz prominente, varonil. Su familia,
los señores Domínguez, lo recibieron con los brazos
abiertos, le ofrecieron un cuarto en su próspera casa y
hasta un trabajo futuro, el cual consistía en elaborar una
serie de imágenes eclesiásticas en un templo aún en pla-
nes de construcción.
No fue sorpresa para John Duta encontrarse plena-
mente atraído por Carolina, pues él mismo se debatía
por las razones de su repentino enamoramiento, quizá
fuese la melena castaña con finos toques color oro, o tal
vez le resultara irresistible por su exagerada devoción a
los gestos católicos, los cuales le hacían lucir ese tipo de
inocencia que deseas romper a la primer oportunidad.
Sin embargo, la señora Domínguez se mostraba
40 supuestamente inmune a los encantos extranjeros o a
las exuberantes inspiraciones artísticas de John; alguna
de ellas consistía en un maratónico intento por ver un
punto fijo en la nada, sin inmutarse, hablar o siquiera
respirar más de lo debido. No obstante, la amabilidad,
solidaridad y buen comportamiento de Carolina no
eran exentos, aunque sí insuficientes para la necesidad
del supuesto artista.
A mediados de 1940 concluyó la construcción del
templo, Julio Domínguez estuvo presente durante todo
el proceso junto a su esposa, Carolina, quien, con ligeras
sonrisas y miradas, declaraba una satisfacción absoluta
a aquel hombre con el cual había logrado un sueño en
nombre del Señor.
John Duta comenzó a pintar el interior de la recien-
te construcción, seis horas cada día sin descansar por un
lapso de un mes, aunque el mínimo resquicio de tiempo
que le sobraba, lo aprovechaba para admirar a Caroli-
na, a quien empezaría a conquistar cuando terminara su
gran creación, lo cual, en efecto logró.
A Julio ella lo veía más como un hermano, o quizá
como un padre, a quien le estaría eternamente agradeci-
da, y con quien se había casado por devoción a una Igle-
sia compartida, además de la única idea que la alejaba de
su religiosa conducta: “si me convirtiese en una monja 41

no podría llevar a cabo mis sueños, una madre siempre


estará limitada”.
Este pensamiento la llevo a involucrarse en círculos
sociales devotos al Señor, personas que creían fervien-
temente en él, pero se excusaban en lo que encontrasen
prudente para no formar parte de sus filas sacerdotales.
Ahí lo conoció, se hablaron, se encontraron símiles, se
confesaron sueños, se compartieron visiones, se vieron
inmersos en situaciones que los llevaron a un matrimo-
nio discreto, sencillo, educado y sin ningún tipo de in-
tención sexual por respeto a Dios.
A John Duta lo veía más como algo que nunca per-
cibió jamás, no porque no pudiera, sino porque no que-
ría, ya que significaba una distracción o una pérdida de
tiempo bien recreada por el sufrimiento de sus hermanas
con sus relaciones amorosas. Pero, a fin de cuentas era
carne, pasión, instinto, presa del deseo de sentir algo
inexplicable, algo nuevo, algo impalpable tal como su fe;
encontró en el amor un dios nuevo, uno que se manifes-
taba con cada orgasmo.
No se dio cuenta de cómo fue que sucedió, si em-
pezó a partir de la hermosa pintura que adornaba su
templo, o las pláticas interminables acerca de su buena
42 relación con la reina inglesa, o que le recordara su belleza
a cada instante, o simplemente que jamás había tenido
contacto con un hombre que realmente se interesara por
ella como lo que era, una mujer. Tanto era el enamora-
miento que jamás lo cuestionó sobre el exilio. John Duta
resultaba ser encantador, un mentiroso encantador.
Hicieron el amor más de una docena de veces en se-
creto, en rincones inexplicables para amar, en camas ajenas
para entregarse, en instantes adorados por la pasión y do-
minados por la impulsiva sensación del placer prohibido.
Julio nunca sospecho, y si lo hizo, jamás pareció im-
portarle, él seguía manteniendo su voto sagrado con su
esposa, a la que nunca se atrevió a tocar ni a cuestionarle
nada, ni siquiera reaccionó con agresividad cuando fue
imposible ocultar los cuatro meses de embarazo de Ca-
rolina, al contrario, se mostró paciente y comprensivo;
el hombre se había acostumbrado a la dulce presencia de
la mujer.
La que no pudo con la carga fue la madre de la fu-
tura criatura, dejó de alimentarse sanamente, se olvidó
de su amabilidad y buen carisma, le extrañó encontrar-
se como pecadora, desconoció su rostro ante los ojos de
Dios, y jamás vio a Julio de la misma manera; así pasó
también con Duta, a quien repudió en secreto hasta el
día de su muerte. 43

Claro que intentó deshacerse del producto de su


traición un par de veces, usó algunas técnicas casi inve-
rosímiles para sus oídos, pero necesarias para su desaho-
go, sin embargo nunca pudo llevarlas a cabo con éxito:
no podía quitar una vida, no así; y paradójicamente, al
nacer Geremías se llevó consigo la vida de su madre.

Julio se hizo cargo del niño, después de que irremediable-


mente y para su desconcierto, aunque le doliese aceptarlo,
éste no murió días después del parto. El hombre devoto a
su Iglesia pronto se olvidó de ésta, y poco a poco de quién
era, pues los tintes adictivos del alcohol lo llevaron a una
enfermedad incurable, irremediable y fatal.
Sin embargo, procuró que a Geremías no le faltara
nada, aunque no se preocupó mucho por ser la figura del
padre que siempre desconoció el propio niño, cosa que
al final no era. Y su verdadero progenitor, John Duta
no dio señal de su paradero desde pocos días antes de la
muerte de Carolina y hasta el trágico hecho de su par-
tida de este mundo a manos de unos cobradores de una
empresa que traficaba droga.
Al morir Julio, el padre Jonás tomó las riendas de
la educación de Geremías, se hizo cargo de todo lo que
44 tuviera que ver con su bienestar, pero aún más en lo que
tuviera que ver con Dios y el honor que representaba ser
un sacerdote.
A sus diez años, Geremías sufría un terrible descon-
trol hormonal, que lo llevó a sufrir varias enfermedades
dermatológicas, a masturbarse prematuramente, y a in-
teresarse de cuestiones no dignas de un hombre de Igle-
sia, cosa que Jonás buscó resolver de inmediato.
Fue en esa época cuando Clérigo, el psicólogo de
una comunidad aledaña, intentó resarcir el deseo por
hacer lo incorrecto de Geremías en el mismo templo que
sus padres (aunque uno adoptivo) habían construido.
En una de las consultas, cuando el doctor citó la
gran obra de los señores Domínguez, una bombilla em-
pezó a fallar, el parpadeo de la luz no hizo más que pro-
vocar que se cambiara el objeto descompuesto. Jonás, al
hacerlo, se encontró con el milagro que haría leyenda al
templo: la luz no dejaba de parpadear pusiesen la bom-
billa que pusiesen.
Después de un año de consultas interminables, que
más bien eran elogios para los padres del niño, Geremías
presumió de una notable salud mental, un envidiable
amor por sus progenitores, y de ser un fiel lacayo del Se-
ñor, un sustituto perfecto para cuando Jonás se retirase.
El padre Geremías pronto se hizo de fieles amigos, 45

cultos feligreses, notables personalidades de la farándula


aprovechaban para tomar un poco de té después de co-
nocer el misterio de la luz, y todo gracias a ser el hijo úni-
co de Carolina y Julio Domínguez, pues Jonás se había
encargado de desaparecer toda incidencia que pudiera
delatar al pequeño bastardo, hasta que sólo quedaron las
pinturas de la casa de Dios como recuerdo de aquel ar-
tista exiliado, causante del pecado más grande que pudo
cometer: dar vida a Geremías.
A sus dieciocho años se convirtió en sacerdote, el
más joven de todos, el más prometedor. Por supuesto,
Jonás se encargó de que el proceso de conversión fuera
bajo su cuidado y protección, así que nunca asistió al se-
minario, casi nunca convivió con alguien más hasta des-
pués de su fama, aunque a veces se le veía en el convento
platicando con algunas futuras madres. Le costó algunos
miles de pesos ordenar a su pequeño alumno, pero lo va-
lía por ser el descendiente de Carolina.
Geremías encontró la satisfacción del poder que le
otorgaba su apellido consiguiendo todo tipo de favores
en todo tipo de lugares, situaciones y circunstancias;
pero más que el poder de su estirpe, lo que lo hacía más
importante era ser el sacerdote más joven en ordenarse y
46 dónde oficiaba sus misas: en la Iglesia de la Luz, como se
le conoció más adelante.
A Jonás jamás lo vio como un padre, ni siquiera
como un maestro y nunca entendió por qué él le tenía
tanto afecto, y nunca sospecho de los secretos del an-
ciano sacerdote, y nunca planeó enterarse de ellos, sim-
plemente fue el caprichoso destino el que lo hizo entrar
al cuarto de su tutor para preguntarle si ya era capaz de
perdonar las confesiones de sus fieles.
La habitación era de lo más sencilla, desolada, fría,
triste, simple como su cama individual cubierta con una
sola sábana, o su acabado buró de madera, o el pequeño
escritorio destartalado que lucía una vela adherida gra-
cias al poder de la cera y, desde luego, el armario de Ca-
rolina Domínguez, un regalo que había obtenido gracias
al testamento de la difunta.
Jamás se interesó por su madre, pues no tenía sen-
tido conocer a alguien fenecido a menos que tuviera al-
guna importancia más allá de lo sentimental. De Julio, a
quien vio contadas veces, lo reconocía por su determina-
ción, pero lo despreciaba por su cobardía, pues haberse
casado con una puta y después perdonarla no era digno
de Dios.
Ese juicio provocó aún más el desinterés por saber
más de Carolina, ese juicio lo adoptó al abrir aquel arma- 47

rio, aquél que Jonás siempre le prohibió en su infancia,


aquél que ocultaba toda la información de la aventura
de su madre con un tal John Duta, a quien descubrió
como su verdadero padre, a quien odió por siempre. Y,
en una cajita de madera a la que no se le dificultó tener
acceso, encontró cientos de cartas de amor, fotografías
borrosas de Carolina, y confesiones dirigidas a Dios en
las cuales Jonás pedía el perdón por haberse enamorado,
por haberse masturbado, por haber intentado llevársela
a la cama más de una vez, por encerrar todos aquellos
secretos que la mujer borró instantáneamente de su
cabeza, pero Jonás, el pobre e inocente Jonás, los dejó
tatuados en la tinta de sus pecados, pero peor aún, al
alcance de Geremías.
A lo largo de un año y medio pudo ocultar todo lo
descubierto dentro de su corazón, cosa que no hubiese
logrado si el confesionario no hubiese llegado a su vida.
Colocado debajo de la luz celestial, el gran mueble rústi-
co y legendario tomó como primera confesión la de Ge-
remías, quien reveló todo lo descubierto al padre Jonás,
a quien, después de pocos días se le encontró colgado en
su habitación.
Así fue como el sacerdote Geremías se hizo cargo de
48 todo lo relacionado con su Iglesia a la lozana de edad de
veinte años, y fue entonces que se llenó de fama, gloria y de
algo más poderoso que cualquier otra cosa: confesiones.
Encontró en el confesionario a un instrumento de
sus perversiones, ésas que tuvo que ocultar para que el
fastidioso de Clérigo lo dejase en paz, y no tardó mucho
en dejarlas fluir sin control.
En Marianita, la hija de los señores Gutiérrez, en-
contró algo que no había sabido apreciar en cualquier
otra mujer: inocencia, gentileza, amabilidad, a su ma-
dre antes de convertirse en puta. Aunque esa imagen de
Carolina la había construido de las pláticas de algunos
amigos lejanos de los señores Domínguez, como el ar-
quitecto Gómez Mont, que de vez en cuando moderni-
zaba o remodelaba algunos detalles del templo.
Mariana, de tan solo diez años de edad, se encontró
con Geremías por primera vez en confesión; que si bien
el sacerdote perdonó cada uno de los pecados de la niña,
no reprimió el suyo que se reflejaba en la acosadora mira-
da directa hacia las piernas de la infante, quien sin saber
muy bien lo que sentía, se encontró ruborizada ese día.
Con Julieta, hermana de Mariana, le pasó igual, sin
embargo dio el primer paso con Sasha, una niña medio
pelirroja que venía con un grupo de norteamericanos
a conocer el misterio de la luz. Se encontró fascinado, 49

enviciado, adherido a los ojos caídos de la infante, a sus


senos apenas crecientes, a sus piernas frágiles, a su olor
a rosas campestres, a su acento y a su boca, la cual besó
en plena confesión, la cual violó con instinto asesino, y a
la cual amenazó hasta traumar: el poder de Jesús es más
grande, pero más aún el poder que genera el miedo, el
miedo a perder su amor, el temor de faltarle al respeto,
la amenaza de un infierno atroz. Y combinados con la
inocencia de las pequeñas, todo resultaba perfecto.
Con dicho grupo de norteamericanos, viajó a oficiar
algunas misas en distintos estados del país vecino, lugar
que le propinó una de las más vitales experiencias con una
prostituta de lo más libidinosa, que tuvo que soportar para
entonces conocer a Margarie, una huérfana de ocho años
con quien descargó todas las noches de deseo reprimidas,
todos sus prófugos pensamientos, toda clase de fantasías
sexuales, todo instinto de perversión irremediable.
Entonces comenzó a violar, a embarazar, a acosar,
a pervertir, a desgraciar, a usar la palabra de Dios como
amenaza, a usar a sus contactos como salida, a tener al
poder como su aliado; Geremías no tenía límites.
Y cuando no quedaba alguna inocente presa, sacia-
ba su sed con alguna madre del convento, alguna en la
50 cual se veía reflejado y con la que se daba cuenta que no
estaba solo.
La vejez le sentó bien al sacerdote, aligeró su trabajo
eclesiástico y aumentó su sagacidad para sus encuentros
sexuales. Tenía tres lugares favoritos: su habitación, el
Parque de las Mariposas, y el confesionario.
El último siempre resultaba el más factible, pero tam-
bién el menos condescendiente, pues no podía llegar más
allá de unos cuantos besos o algunas caricias bajo las fal-
das de algunas estudiantes de primaria. Su habitación era
el lugar de los encuentros más tardíos, con las niñas con
menos suerte, pero también con aquéllas que se hallaban
intrigadas por algo que confundían con amor y pasión;
cualquier tipo de violación pensada cabía entre las cuatro
paredes del pecado. En el Parque de las Mariposas disfru-
taba de un ingrediente más: el peligro. Con ropa casual
y un pasamontañas, literalmente secuestraba pequeñas y
abusaba de ellas a la luz de la luna, sobre el tronco más
oculto, y la sangre más inocente.
Nunca llevó bien la cuenta, pues se ocupaba más de
no se descubierto. Para tales fines le sirvió el poder, su
apellido, su lugar a nivel nacional, amenaza, tras amena-
za. Cuando alguien lo acusaba se encargaba de que no se
volviese a escuchar del asunto, ya fuese con una buena
cantidad de dinero, o con una forma más común, pues 51

algunos de sus contactos también eran los más buscados


en el país.
Siempre culpó a Guadalupe de la masacre, la mon-
ja a quien había seducido en el convento, con quien se
había acostado quién sabe cuántas veces, aunque conta-
das, a la que había descubierto masturbándose con un
consolador, una hija de Dios que le hizo pensar que no
estaba solo y a quien fue a la única que deseó que no
fuese una niña.
Recibió la carta mientras descansaba en su habi-
tación después de una ardua sesión con Violeta, una
sobrina del Presidente Municipal. Alguien la arrojó de-
bajo de la puerta, tres minutos después terminó de leer-
la encontrándose incapaz de dominar sus sentidos. Se
inventó una serie de soluciones que no tenían principio
ni fin, así como un montón de cosas para destruir todas
las cartas, algunas rayando en los limites de la cordura,
otras más allá de eso, y fue una de esas últimas la que
decidió ejecutar.
Le costó quinientos mil pesos, poco en realidad,
pero lo que tenía más valor eran las confesiones que
ofrecía, las confesiones de quienes quisiesen, incluso de
personalidades que no viviesen en la ciudad, pues tenía
52 el poder para prometer tal cosa.
Con una llamada hizo el trato con uno de los más
buscados, le bastaron tres minutos para acabar con un
centenar de vidas. La noche de la masacre se ejecutó a la
perfección, se encontraron más de setenta cartas las cua-
les fueron quemadas y de las otras treinta leídas, quince
se atrevieron a mostrarlas, y quince fueron asesinados;
además, la serie de sepelios, lágrimas y dolor por el asesi-
nato múltiple a manos del crimen organizado, ocupaba
más las mentes y corazones de los ciudadanos, que un
simple chisme sin argumentos, aunque las fotos eran
más que claras, fueron reprimidas por la fe, pues quien
más que Geremías para oficiar la misa de los ciento vein-
ticinco muertos en ese terrible hecho.
No obstante, nunca pudo acabar por completo con
los rumores, aunque siempre disfrutó más de la fidelidad
de la mayoría que de su desprecio.
Geremías Duta ofició misas, aclamó la palabra de
Dios, perdonó a miles de pecadores, construyó su Igle-
sia, denegó algunas peticiones para convertirse en obis-
po y violó a niñas inocentes por más de cuarenta años.

53
II

Sin pecado concebida


Yo creo que es mejor pensar que Dios no acepta sobornos.
Jorge Luis Borges
El sombrero del capitán

Vista periférica desde los ojos de Jesús:


El templo está muy solo, apenas unos feligreses y el padre
Geremías entrando al confesionario; no es un día como 59
cualquier otro, es tercer jueves de mes, los vecinos saben que
no deben de estar ahí, aunque unos pocos se revelan. Entra
un hombre, es alto, no se le alcanza ver el rostro porque lo
cubre un sombrero vaquero. Sus pisadas han sido creadas
para que él se distinga, pues sus botas están adornadas con
espuelas aparentemente de oro, combinan con la hebilla de
su cinturón pardo, pero no así con su camisa a cuadros. No
dice ni una palabra, se limita a tomar con dos dedos la
punta de su sombrero para saludar a quien lo saluda con el
mismo movimiento. Está de frente al confesionario, la luz
parpadea. Entra.
—Ave María purísima.
—Sin pecado concebida.
Me arrodillo.
—Primero que nada, ¿cómo has estado, hijo? —pre-
gunta el sacerdote como es costumbre.
Me tallo los ojos al recordarla.
—Bien, padre, ya sabe que siempre hay trabajo duro,
que unos se quejan, que no les gusta como se hacen las
cosas por acá, pero bien que se divierten en el parque que
les construimos y ahora con estos hijos de la chingada
que quieren sobornarnos para que ya le bajemos…
—No me vayas hablar de política, hijo—me dice.
60 Le hago caso.
Me quito el sombrero, agacho la cabeza.
—He pecado, padre.
—Cuéntame tus pecados.
—Anoche me di cuenta de lo que pasaba con mi
mujer…— Cierro los ojos, quería un chingo a esa vieja.
El sacerdote tose.
—¿Qué exactamente?
—Ya sabe…que me era infiel.
—¿Lucía?, ¿estás seguro, hijo?, no parecía ser una
mala muchacha.
Me aclaro la garganta, no se merece que le llore.
—Sí. La encontré con El chulo, el pinche zopilote que
vendía en la Morelos…un puto mocoso, padre, ni los vein-
te ha de haber tenido—remarco con fuerza mis palabras.
—Lo mataste, ¿verdad?
No respondo, porque no es necesario.
—A veces, hijo, algunos de nosotros tenemos que
hacer el trabajo de Dios, quien es justo, pero en ocasio-
nes no puede con todo y envía a sus mensajeros. —Hace
una pausa—. Gente como tú.
No me alivian las palabras del padre, pero me hacen
sentir mejor, porque aunque ya sé que sólo cumplo con
la misión de Dios, eso no me regresará lo que mi mujer
me daba. 61

—¿Y Lucía?
Comienzo a sudar un poco. Suelto una lágrima.
—Le hice lo que se le hace a las traidoras, padre.
—¿Cómo?
Otra lágrima.
—La silla.
Se queda todo en silencio un rato. Imágenes de Lucía
amarrada, encuerada y sentada sobre una silla aparecen en
mi cabeza. Me ruega que la perdone, me dice que ella no
tuvo la culpa, que me ama…No puedo hacerlo yo y le doy
la sierra eléctrica al Chupirul, le doy la espalda…Gritos.
—Se lo merecía, hijo. Se lo merecía, mi “Capitán”
Mendoza—me dice el sacerdote con un sincero pésame.
Sus palabras hacen que las imágenes se pierdan.
—¿Usted cree? —le pregunto con gratitud.
—No sólo lo creo, lo sé. Hazme caso a mí, que en mi
palabra está la del Señor, que mi boca es la suya.
—Gracias, padrecito. Que la Virgen lo tenga en su
santa gloria.
Escucho un “clac” frente a mis rodillas, una rendija
se impulsa hacia arriba y una cuarenta y cinco bañada en
oro aparece.
—Mire, Capitán, ya le hice el favor que me pidió la
62 otra vez…
Tomo el arma, la veo, ésa sí que siempre me será fiel,
y más si está bendecida.
—¿Si pudo? —pregunto viendo al padre entre los
pequeños orificios.
—Bendecida por el mismísimo Obispo. Yo no le iba
a quedar mal, si usted ha sido parte importante en la re-
construcción de esta ciudad, gracias a usted aumento el
turismo y por lo tanto el diezmo.
Me enfundo el arma. Me cae que cuando uno está
de la chingada, sólo el poder de Dios puede ayudar a que
las penas no sean tan malas. Saco mi cartera, tomo el fajo
de billetes, ni los cuento, la neta es que me vale madres
cuánto sea, todo se lo merece este pinche padrecito.
—Aquí tiene, para su iglesia, y para usted, cómpre-
se lo que quiera—digo mientras le paso el dinero por
la rendija.
—Eso es mucho dinero, Capitán—susurra.
—Tómelo, padre, usted sabe que se lo merece…
Los billetes desaparecen, escucho como si los contara.
—Padre…
—Ah, perdón, hijo, ¿eso es todo lo que querías
confesarme?
—No, hay una cosa más.
Me rasco la barbilla, no le pensaba confesar esto, 63

pero creo que se lo debo a Dios.


—¿Qué sucede?
—Hoy en la noche va estar medio culero. Vamos
a asaltar casas como la otra vez, y también nos vamos a
chingar a unos cuantos cabrones que nos han estado ju-
gando chueco.
Silencio.
—¿Se van a llevar mujeres?
—Usted ya sabe cómo es eso, además necesito una
nueva vieja, padre…—Intento reírme, pero no puedo,
enserio amaba a esa cabrona.
—Entiendo, hijo, nada más no se lleven a las mu-
chachitas, las menores de quince años, ésas qué culpa
tienen.
Asiento, de todos modos casi nunca nos llevamos a
las más morras.
—No se preocupe, padre, tampoco los vamos a de-
jar sin gente para la misa del domingo…Aparte le con-
viene, va a tener mucho trabajo dándoles el adiós a mu-
chos cabrones…
El sacerdote tose, creo que se ríe un poco.
—No, pues eso sí, Capitán.
Me cae que es a toda madre este padre. Te pido Vir-
64 gencita que no se me muera nunca, porque si no es él,
quién me va a sacar de dudas, quién me va a ayudar a
calmar a la gente, quién va a bendecir mi casa, a bautizar
a mis hijos y a decirle adiós a mis muertos.
—¿Algo más? —pregunta.
—Nada por el momento, padre, creo que por hoy
ya tuve suficiente. Nos vemos el mes que entra, y una vez
más muchas gracias por la bautizada—digo mientras
toco el gatillo del arma.
—“La letal”, así se llama, como tú me lo pediste,
hijo. Y no agradezcas que nuestra iglesia te debe mu-
chas cosas, sigue siendo el buen hombre que siempre
has sido, y sobre todo cuídate mucho, Capitán, que te
quiero ver para el próximo mes.
—Gracias…
—Ah, sí, se me olvidaba, rézate unos diez “padres
nuestros” y ocho “aves marías” para que se enmienden
todos tus pecados.
—Simón, padre, buenas tardes…
—Buenas tardes, hijo.

Vista periférica desde los ojos de Jesús:


La luz parpadea intensamente mientras el hombre del
sombrero sale del confesionario. Su cabello es negro, cor-
to, al igual que sus ojos, tiene una cicatriz debajo del iz- 65

quierdo y una nariz tosca. Se pone el vaquero, vuelve a


ocultar su rostro. Toca el arma que al entrar no traía, sólo
hay otras dos personas rezando, las ignora mientras pasa
a su lado. Toma la ruta más inusual para salir, a unos
cinco metros a la izquierda del atrio está la puerta peque-
ña, por la que casi nadie pasa. Los pasos cesan. Se escucha
un impacto, un estruendo proveniente de un arma de
fuego. Las personas dentro del templo se alarman, se le-
vantan de sus lugares y corren hacia la entrada principal.
En el suelo pequeños estigmas de sangre. Se escucha cómo
arrastran un cuerpo, es un hombre encapuchado jalando
de un pie al del sombrero, que ya no lo porta, que ya no
respira. Deja al narcotraficante sin vida frente al atrio y
sale corriendo.

Geremías sale del confesionario; susurra: “Dios es justo”

66
Norton

¿Por qué huyes?, no debes de huir, aunque toda tu vida lo


has hecho. Sabes que en la existencia de todos los humanos
hay un momento en el que deben enfrentar lo que más 67
temen. Éste es tu momento.
¿Te parece poco que toda una nación me esté
buscando?, ¿qué otra tengo para querer esconderme?,
quiero vivir más años, pero ya no haciendo lo mismo,
estoy cansado.
Y no has hecho nada bueno, Federic.
Depende del punto de vista que lo veas. Soy un cien-
tífico, eso en automático me convierte en un enemigo
tuyo, pero no porque no crea en ti, sino porque he dedi-
cado mi vida a crear armas…
Armas que han quitado miles de vidas, pero la que es-
tabas construyendo amenazaba con matar a millones, sin
embargo renunciaste. ¿Por qué?
Tú lo has dicho. ¿Cómo puede un hombre estar
tranquilo si sabe que en sus manos, en su mente existe la
capacidad de matar? Y no de una forma sencilla, no con
un cuchillo atravesándote la garganta o una bala per-
forándote la sien. No, eso no es sofisticado, lo que estaba
creando no te daría ni siquiera un segundo para recordar
lo que has hecho en tu vida, para despedirte con una mi-
rada. No tienes la oportunidad de conocer esa centésima
de segundo que advierte tu muerte, ni siquiera eso.
68 Entiendo. Hay ocasiones en las que huir es un acto
más noble que enfrentar tus temores cara a cara.
Exacto.
Déjame preguntar, ¿es la primera vez que visitas mi
hogar?
No, lo he hecho cientos de veces, a pesar de lo que
puedas pensar, creo en una fuerza más allá del enten-
dimiento humano, después de todo nosotros podemos
quitar vidas, pero tú puedes darle fin a la existencia.
¿Tienes esposa?
¿Por qué haces preguntas cuyas respuestas conoces?
Estás aquí Federic Norton, puedo hacer la pregunta
que se me antoje porque tú has venido a aquí para solicitar
mi ayuda, ¿no es así?
Alguna vez tuve. Falleció hace cinco años, pero no
todo se perdió. Aún puedo verla en los ojos de Emily,
aunque ella no sabe siquiera que su padre existe, para mi
pequeña soy un tío lejano a quien su madre dejó encar-
gada por mucho tiempo.
No está muy lejos de aquí, la has sabido cuidar a pesar
de que la ves dos veces al año, ¿y dices que te la dejaron
encargada?, creo que ha estado más tiempo cuidada por la
soledad que por tus brazos. Pero tienes una oportunidad
para volverla a ver…
—Disculpe, señor, quería informarle que el padre se 69

encuentra en el confesionario por si gusta…


Hago un ademán con la mano indicándole a la mu-
jer que este no es un día propio para ello.
Me sonríe y se retira cortésmente.
Cuando el último desquicio de su sombra desapare-
ce noto, o más bien, me perturbo por los ojos que me es-
tán viendo directamente. Se trata de un hombre, está su-
dando un poco al igual que yo, no recuerdo haberlo visto
nunca; no obstante algo es seguro: ya me ha encontrado.
Hace un instante me dijiste que dependía del punto
de vista que lo viera, sin embargo no puedo atisbar qué be-
neficio pudiera tener un arma cuyo propósito final es el de
arrancar la vida de uno de mis hijos.
¿Qué?, ¿por qué me dices esto?, ¿qué no acabas de
ver a ese hombre?...viene por mí…me ha encontrado y…
Tranquilízate.
¡No me pidas que me tranquilice! Esta conversación
ha ter…
Si te paras ahorita seguramente te disparará y no ha-
brás logrado nada. Si es que ya te encontraron no hay nada
más que puedas hacer, él es un experto y no fallará. Si te
70 paras ahora habrás firmado tu sentencia de muerte.
¿Qué debo hacer entonces?
Tal vez, aprovechar tu centésima de segundo.
Perdóname, Dios, por los daños que he hecho,
pero tú me diste este cerebro, esta mente capaz de qui-
tar vidas.
Jamás reproches lo que te han dado tus padres, no fui
yo quien te heredó la brillantez, fueron Margaret y Vladi-
mir, a los que les debes todo, no a mí. Son pocos, Norton, los
que llegan a potencializar la raza humana, pero son aún
menos, los que usan su capacidad para salvarla y tú estu-
viste a punto de aniquilarla, pero te arrepentiste y ahora
estás aquí, conmigo y conmigo no hay nada que temer. ¿No
es eso lo que te decía papá?
Él también renunció, se dio cuenta de lo mismo de
lo que me percato ahora. Mi padre nos salvó a mi madre
y a mí, nos llevó a una cabaña oculta en las montañas
de Moscú. Después…años después nos encontraron, los
asesinaron y a mí me metieron a un orfanato especial,
vieron en mí un potencial diferente, me convirtieron en
su conejillo de indias.
Hiciste cosas atroces, Norton, en un laboratorio nu-
clear se recrean los pecados del infierno en los que unos
creen. Lograste escapar, pero no pudiste salvar a tu esposa,
a ella la mataron. Creíste que vendiendo tu conocimien- 71

to encontrarías la paz, pero te encontraste con una verdad


irrefutable: el poder es el más grande enemigo del hombre.
¿Qué diferencia hay de una nación a otra?, si ambas usan
la mayor parte de sus recursos en destruirse, al final todos
buscan una estabilidad que nunca encontrarán. Siempre
queremos ser mejores que los otros, pero imagínate que to-
dos quisieran ser los mejores al mismo tiempo, sin compa-
raciones absurdas, ni luchas innecesarias. Tú ya eres uno de
los mejores, Norton.
Gracias.
Ha concluido todo, mi vida se esfumará en un ins-
tante, mi conversación con Dios ha logrado tranqui-
lizar cada uno de mis demonios. Emily, mi pequeña
princesa, ruego porque tengas la dicha de ser la mujer
que quieres ser, porque logres alcanzar lo que te pro-
pongas, cuídate mucho.
Cierro los ojos.
—Our father…—empiezo a rezar.
Mis emociones palpitan, intento controlarlas una
por una, sin embargo es imposible desaparecer el sudor
de mi frente. Creo que debo de sentirme afortunado por
tener más de una centésima de segundo para despedir-
72 me. La muerte es inevitable, pero saber que vas a morir
en menos de un minuto es despreciable.
Lo escucho, escucho cada uno de sus pasos, cada vez
más fuertes, cada vez más auguradores de muerte, ya no
debe estar a más de dos metros de mí…En este momento
ya no siento nada, sólo una paz interna muy grande, lo
he logrado al fin. Estoy listo para morir.
—And lead…cinco…us…cuatro…not into tempta-
tion…tres…but deliver us…dos…from evil…uno…Amén
—Why have you not opened your eyes?... —escucho en
forma de suspiro, como un alarido contenido en la boca
de mi asesino, y sin embargo no sé si ya me mató.
Mi corazón sigue palpitando, puedo sentir los be-
llos de mi piel erizándose por completo; sigo vivo.
—Why?... —pregunta lentamente.
—Because, if I do that, you`ll shot…—susurro con
miedo.
—Well…—Creo que ha dejado de apuntarme—…
Don´t do that…you must still in this position for one mi-
nute, then, open your eyes.
¿Es en serio?, mi pregunta es rápidamente contes-
tada por sus pisadas que poco a poco se tornan en au- 73

sentes. Está huyendo, está escapando, está abandonando


su posibilidad de quitarme la vida, ¿por qué?, ¿por qué
ha decidido perdonarme?...No puede ser, ¿esto es acaso
posible?, ¿por qué?
Porque él como tú, Norton, es uno de los mejores.
El ciego que
podía ver a dios

De las cinco de la tarde a once de la noche, el templo se


74 vestía con la presencia de al que a todos llamaban Pan-
chito “El vidente”, irónico sobrenombre para el hombre
que se había quedado sin la facultad de ver a través de
sus ojos.
La figura flaca del ciego estaba acompañada de
ropa harapienta y un aroma nauseabundo, como si el
hombre se hubiese revolcado en la basura. Tras su bar-
ba puntiaguda, se encontraba el pasar de los años, el
caminar de los creyentes, las voces de las confesiones y
la limosna obtenida.
Geremías, de vez en cuando, aprovechando la vis-
ta distraída de quienes pasaban alrededor del recinto
católico, se disponía a aromatizar al ciego con un par
de fragancias dejando en su rastro una terrible combi-
nación de olores.
—Tobías, vente para acá—escuchó Panchito.
—Gracias, que Dios lo bendiga—respondió el ciego.
La madre tomó a su hijo de la mano, después de que
éste depositara cuatro pesos en una taza color rosa, taza
que había servido como sostén económico para obtener
lo suficiente para comer de vez en cuando, tomar cuando
el tiempo lo requiriese, fumar para conservar la calma,
caminar por horas y vivir por más de sesenta años.
—No te acerques ahí, no vaya a ser que se te pegue
una enfermedad muchacho pendejo—regañó la proge- 75

nitora a su creación.
El ciego se rió para sus adentros. Observó al mucha-
cho a través de sus oídos, en su mente aparecieron unas
manchas auriazules con formas humanas; encontró a un
pequeño de unos diez años, regordete y de pies grandes.
Panchito no recordaba cómo había perdido la vista,
según su tía Rosa, la que se había hecho cargo de él, así
había nacido: mal hecho. Por lo tanto, no encontró en
su ausente vista una razón para sufrir el despojo de uno
de los sentidos, de hecho, a los quince años, se enteró del
por qué de todo:
Después de visitar la tienda de don Cuco, se sen-
tó en la esquina del templo, donde se decía que podías
confesarte con el mismo Dios debido al fenómeno que
emanaba de una luz mística.
Pero él no encontró la voz de Dios, sino su imagen.
Cierto era que Panchito nunca se había preocupado por
profesar alguna religión, pero, como buen mexicano, si-
guió la costumbre de los rezos y peticiones a santos per-
tenecientes del catolicismo.
—Ave María Purísima—pronunció el padre Jonás.
Silencio.
—Hola, ¿tú eres Dios? —soltó Panchito.
76 —Se contesta “Sin pecado concebida”, niño. No, mi
nombre es Jonás.
—No hablo contigo, sin con él.
Jonás observó bien al pequeño hombre que tenía
enfrente, se dio cuenta de su ceguera en segundos. Segu-
ramente le estaría pidiendo a Dios que su vista volviera,
tal vez había escuchado del misterio de la luz y se había
tomado tan en serio eso de que podías hablar con el mis-
mísimo Señor, que él, el mensajero del Todo poderoso,
pasaba por desapercibido para el ciego. Pensar en eso le
causó gracia. Sintió curiosidad.
—¿Con quién?
—Con quien está detrás de ti.
Por puro reflejo, Jonás volteó encontrando su sombra.
—No hay nadie detrás de mí.
—Sí, si hay y lo puedo ver.
Panchito podía ver a Dios. No había duda, sabía que
era él porque no tenía la forma de una mancha auriazul
como todos las demás, sino era blanca, con los bordes
brillantes, como, como algo que jamás había percibido.
—¿Por eso estoy ciego? ¿Para poder verte? —soltó.
La mancha se hizo grande, después pequeña, como
si entendiera lo que Panchito le estaba diciendo.

Así, también, obtuvo el sobrenombre que le daría fama. 77

Y él encontró una razón para no ver. Pronto se olvidó, si


alguna vez los tuvo, de sus hábitos cotidianos tales como
la higiene personal, la alimentación organizada y demás.
Lo único que no dejó de hacer fue visitar la tienda de
don Cuco, porque era la única donde vendían “chicles
sabor mora”, sus favoritos.
Algunas veces se le veía en el Jardín de las Maripo-
sas, quieto, como una estatua, pegado a una rama fuerte
que había bautizado como bastón, sin decir nada, sin
moverse, solo, tal vez, apreciando los sonidos de la pla-
za. Una vez le pareció escuchar un gemido seguido de
respiraciones cálidas; se excitó, pero a los segundos ig-
noró la sensación.
Muy pocos habían intentado hablarle, los más jóve-
nes se burlaban de su apariencia, los viejos se preocupa-
ban por terminar como él, y los intrépidos recibían silen-
cios como respuesta o un “Gracias, que Dios te bendiga”.
Jamás pudo hablar con Dios, pero eso no lo frustra-
ba, sino que era una motivación para despertar cada día.
Siempre se conformaba con ver esa gran mancha blanca,
hermosa, única, diferente. Él había nacido para admirar
lo que muchos habían deseado, lo que nadie podría ha-
cer, él era único, un ciego afortunado.
78 Panchito ya no amaneció un domingo, murió de-
bido a la falta de una que otra vitamina, el exceso de
suciedad, alguna enfermedad que pescó en las calles, y
una sobredosis: don Cuco se encargó de enterrarlo, él se
había adjudicado la tarea de despedir a su mejor cliente
cuando el suceso aconteciera; entre las manos de Panchi-
to, depositó un par de cigarrillos con mariguana.
Siete confesiones

1. No creo en Dios
—¿Por qué? —preguntó el padre Geremías.
—Porque no tengo necesidad de creer en algo que 79
no existe—afirmé.
—No eres de por aquí, ¿verdad?
—¿Lo supo por mi acento o porque todos los de por
aquí creen en Dios?
El padre se llevó el puño a la boca, apenas podía
apreciar su rostro entre los pequeños orificios que sepa-
ran al pecador del sacerdote.
—Si no crees en Dios, ¿por qué estás aquí? —. Igno-
ró mi pregunta anterior.
—Esa respuesta será mi séptima confesión…
—¿De dónde eres?
—¿Esto está permitido?, quiero decir, en su Iglesia,
¿los sacerdotes pueden sostener pláticas con los que se
confiesan?
Respiró profundamente.
—Mi Iglesia es tu Iglesia.
Sonreí.
—¿Cómo sabes que Dios no existe? —preguntó
Geremías casi susurrando.
—Porque si existiera no podría ser tan cruel como
lo fue conmigo, sin embargo, el que haya llegado hasta
aquí me hace pensar ciertas cosas…
—¿Qué cosas?
80 Volví a sonreír.

2. Jamás he rezado, no he ido a misa nunca.


—Pero estás aquí—argumentó Geremías. Me provocó
una risa interna el verme arrodillado mientras él estaba
sentado, tan cómodo, tan tranquilo. Me gustaría estar en
su lugar, tal vez.
—Porque tengo siete confesiones…
—No me extraña que jamás hayas ido a misa, pues
no crees en Dios, si no rezas deberías empezar a hacerlo.
El sacerdote nunca se inmutó, mis confesiones no
retumbaron en sus oídos como, supongo, en los de mu-
chos otros habrían hecho. Claro, eso fue hasta la confe-
sión número seis.
—Mi madre me contó cómo vine al mundo. —Ce-
rré los ojos, me relamí los labios comprobando que el
sabor de mi saliva era el mismo de toda mi vida, la misma
sensación de odio—. “Tú fuiste producto de una viola-
ción”, me confesó a los seis años, ¿puedes creerlo?, a los
seis—remarqué.
Silencio.
—Hay cosas que uno no se puede explicar, y jamás
lo hará, por eso Dios nos ayuda… 81

—¡Cállate!
Noté como mi respiración se aceleró, tenía que cal-
marme, no podría echar a perder todo por un simple
impulso.
—Creo que ya fue suficiente…—soltó el sacerdote
amenazando con dar fin a la conversación.
—No puede hacerlo, ¿qué no es su obligación? —
Logré que el tono de mi voz se tornara a un agudo el cual
emulaba impotencia—. Tiene que salvarme, padre, tiene
que perdonar mis pecados o nunca seré libre…
—Busca a Dios en tu corazón—dijo con tranquilidad.
—¿Y cómo hago eso?, ¿tú lo encontraste?, ¿a qué
se refieren?, cómo voy a encontrar algo dentro de mí, si
sólo hay odio ahí—volví a remarcar mientras fruncía el
entrecejo.
—Rezar sería un buen primer paso.
—Enséñame…
—Repite conmigo. Padre Nuestro…
—Padre nuestro…
Me empezó a dar calor, decidí despojarme de mi
abrigo mientras seguía repitiendo el rezo, se escuchó un
golpe seco al dejar caer mi ropa, sin embargo el sacerdote
continuó como si no hubiera escuchado nada.
82

3. Me masturbo tres veces al día.


—Como todos…—confesó Geremías para mi sorpre-
sa, ¿o no?. Curiosamente había mucho en él que veía en
mí…En realidad sólo alimentaba mi odio…
—¿Tú lo haces?
—A veces—. Así lo dijo, sin temor alguno, sin titu-
bear, como si fuera de lo más común, aunque lo era.
—¿No es un pecado?
Quizá me equivoco, pero escuché una pequeña ges-
ticulación parecida a la de una sonrisa contenida.
—Somos hombres, hijo…
—No me digas así.
Silencio.
—Tenemos necesidades como todos, por supues-
to hacemos un pacto con Dios al ejercernos como sa-
cerdotes, pero los deseos primarios y básicos, ésos, son
incontenibles.
Ahí estaba otra vez el odio impidiéndome pensar
con claridad, me arremangué la camisa, de un minuto a
otro el calor aumentó su intensidad.
—¿Y en qué piensas cuando lo haces? 83

No hubo respuesta alguna por más de treinta segun-


dos, sin embargo ninguno de los dos estuvo incómodo
con el silencio.

4. He deseado la mujer de otros.


—¿De quiénes?
—De todos los que me rodean…
—Pensé que estabas muy solo, nuca me dijiste de
dónde eres.
—¿En qué momento esto se convirtió en una pláti-
ca entre amigos?
Escuché su risa, algo silenciosa, contenida, pero risa
al fin.
—Somos hermanos ante los ojos del Señor—
argumentó.
No pude evitar soltar una carcajada.
—¿Hermanos?, entonces explícame dónde están
esos hermanos cuando te estás muriendo de hambre,
cuando sufres día y noche y nadie se acerca a regalarte
ni un mísero pedazo de bolillo. Ni una cobija cuando te
mueres de frío. Ni un dólar…
84 —¿Estados Unidos?
—¿Qué?
—Que si eres de Estados Unidos…
—¿No escuchaste lo que dije?, ¿por qué no defien-
des tus palabras?
Se aclaró la garganta.
—Tus problemas no son mis problemas…arrepién-
tete de tus pecados…—me ordenó, así como si nada, así
como si a mis palabras se las tragara el viento, así como
otro hermano, él me daba la razón con su desprecio.
—No me voy a arrepentir de nada—dije con segu-
ridad—. Disfruté todos esos momentos, el sabor de un
cuerpo que no me pertenece, esa… sensación…—Co-
mencé a tener una erección—. Te confieso que hasta sen-
tí una atracción profunda por mi madre…—. Apreté la
quijada, intenté suprimir recuerdos, pero me fue impo-
sible, estaba tan arropado por una incipiente y asfixiante
impotencia...Le daría fin…
Geremías tosió un par de ocasiones, susurró algo in-
comprensible, no sé cuánto tiempo llevábamos ahí, pero
debería ser el suficiente como para sentir el calor como
un inquilino más en mis últimas confesiones.
—Te comprendo.

85

5. Conozco a alguien que pecó.


—¿Me comprendes?, ¿qué quieres decir?...
Silencio.
—Creo que fui muy claro.
Desgraciado. Era cierto. Había llegado al punto al
que quería llevarlo todo.
—¿Por qué me dices esto a mí?
Escuché un pequeño gemido, me acerqué lo más
que pude a uno de los orificios que nos separaban, pude
ver cómo el sacerdote se pasaba la mano sobre sus meji-
llas limpiando lo que tal vez fuesen lágrimas.
—Todos tenemos nuestro infierno, ¿no? —confe-
só, pero ya no era la misma voz que simulaba ser mejor
que la de todos los demás, ya no era esa que tenía la
facultad de otorgar perdón; se tornó en la voz de un
hombre con miedo.
—Desgraciado…
—Eso es lo que soy, ¿no? Todos dicen lo mismo,
pero soy más listo, más cuidadoso. —Respiró profunda-
mente— ¿Conociste a alguien que pecó?, pero si tú no
crees en Dios, por lo tanto el pecado te es inherente, no
sabes ni lo que dices, ni quién eres…
Fue la única vez que dudé en toda mi vida, ¿era lás-
86 tima?, conocía cada uno de los pecados de esa rata que
escuchaba mi confesión, conocía todos absolutamente,
pero al verlo llorar, al sentir su impotencia, dudé.
—Este trabajo no es sencillo. Doy misa todos los
días, veo a personas pasar por aquí día y noche, gente
de la colonia, pero también gente de otras ciudades, de
otros países incluso. Todos vienen con el propósito de
entrar aquí, donde estás tú, de confesarse directamen-
te con Dios bajo esa luz…—Noté claramente cómo se
relamió los labios—…Me gusta cuando se confiesan las
mujeres, sobre todo las adolescentes. Me gusta que me
cuenten sus pecados, me gusta que me digan que se mas-
turban, que tienen pensamientos libidinosos— . Su voz
ya no era la misma, lo había dejado por completo, había
llegado a sustituirla una más densa, marcada y obscura,
así como yo me había convertido en el sacerdote de un
momento a otro.
—¿Con cuántas? —pregunté secamente.
—Más de diez.

6. Voy a matar a alguien.


—¡Déjame salir!, ¡ábreme!, ¡ábreme!, ¡ábranme! —gri-
tó con desesperación, pero por más que gritara, por más 87
que chillara o por más que intentaran abrir no lo iban a
lograr. Había asegurado ambas puertas perfectamente.
Ese confesionario era el lugar perfecto para encerrar a
alguien, así que aproveché todo para hacerlo.
—Me tomó diez años encontrarte, Geremías, pero
aquí estamos al fin y ya no hay marcha atrás—dije tan
sutilmente como pude.
—¿Quién eres? —me preguntó con angustia.
—Tú ya sabes quién soy, te conté mi historia, o bue-
no la primer parte de ella. Pero déjame completarla…
—¡Auxilio!, ¡sáquenme de aquí! —gritó empezan-
do a golpear las paredes de su tumba.
—No vas a salir.
No dejaba de golpear la madera del confesionario,
pero fiel a mi promesa, conté lo que me faltaba.
—Nunca he tenido nada, excepto por una cosa. —
Toqué mi cien con mi dedo índice sin importarme si me
veía—. Sufrí por más de quince años de hambre, frío y
peor aún, soledad. La soledad es un demonio, te puede
destruir si lo permites, puede volverte loco, o puede con-
vertirse en tu amiga, como lo hizo conmigo. Mi madre
me abandonó a los diez años, un día regresé al pequeño
88 apartamento que alquilábamos en una pestilente colonia
de Manhattan, encontré en la cama una nota: “suerte en
tu vida, no puedo hacer más por ti, lo siento”. ¿Lo sien-
to?, ¿lo sentía? —Mi pecho se inflamó, mi odio se había
vuelto mi más fuerte arma—. ¿Sentía haber abandonado
a su hijo de diez años? ¡Sólo y sin nada!
Por fin se calló.
Estaba agitado al igual que yo, respiraba con tal in-
tensidad que sentí que me iba ahorrar el homicidio.
—¿Quién…eres? —suspiró.
—Pero pude sobrevivir. Tenía gente que me ayudó.
Comencé a robar, a subsistir por mi cuenta, por cierto,
“padre”, se me pasaron varias confesiones: he robado.
—Sonreí— - Me lograron atrapar y estuve dos años en
prisión. Al salir, decidí que tenía que sustentar mi vida
de una forma…más honesta y comencé a trabajar en lo
primero que encontré, una biblioteca. Verás, he leído
bastante, como has notado. Sin embargo en cada uno
de mis días no dejaban de estorbarme esas malditas
palabras. —Respiré y dije claramente: —. “Tú fuiste
producto de una violación”, mi madre aparecía en mis
sueños, en mis pesadillas repitiéndomelo una y otra vez
convirtiendo mi cabeza en un infierno, hasta que por
fin lo entendí…
—Déjame ir por favor…te juro que… 89

—¡No jures nada!, no tienes más poder aquí,


Geremías.
Empezó a chillar como el cerdo que era, un cerdo
arrepentido de revolcarse en el lodo, de ensuciarse cuan-
to más podía, de regodearse en las fauces de su pecado,
de aprovecharse de mujeres frágiles y sumisas, de peque-
ñas inocentes, porque el sacerdote Geremías no se acos-
taba con mujeres maduras o de su edad, no, él buscaba la
piel más joven, la de pequeñas niñas inocentes, que no
podían defenderse, que no podían hacer mucho.
—Déjame salir…—suplicó.
—Encontré a mi madre, se había convertido en una
prostituta muy hermosa debo aceptarlo. —Me encogí de
hombros—. A ti te gustan las niñas y a mí las mujeres
mayores, quién lo diría. —Solté una última carcajada—.
Me confesó quién la había violado, quién era mi padre,
me confesó todo lo que hiciste para que se fuera, para
que escapara de tu vida, como la mandaste al otro lado
prometiéndole que le depositarías dinero todos los me-
ses, y lo hiciste sólo dos…sólo dos…
—¿Padre Geremías? —escuché una voz femenina
acercándose al confesionario, era el momento de la últi-
ma confesión, debía hacerlo tan rápido como fuera capaz.
90

7. Te voy a matar, papá.


No dijo nada, sólo siguió llorando, no dijo nada, ni una
disculpa más ni un remordimiento, sino todo lo contra-
rio. Se empezó a reír, suave, sutil, elegante, se empezó
a regodear en su ya sabida muerte, entró en una locura
parcial, fue su última acción, una risa más, placentera
seguramente, aunque no me importaba en lo absoluto.
Tomé mi abrigo que estaba en el suelo, busqué en
uno de los bolsillos y saqué un revólver .45 y disparé tres
veces. La madera salió volando, los pequeños destellos
me provocaron rasguños, el estruendo sacudió mis tím-
panos, pero ya estaba muerto, totalmente, con el hocico
abierto y la sangre escurriendo hasta sus pies, ahí, acos-
tado, con su sotana puesta y su arreglo morado. Por fin.
El siguiente disparo…Lo guardé para mí.

91
El misterio de la luz

Un hilo de sangre emanó del confesionario, denso, color


vino, olor a muerte, un desperfecto ante los ojos de Dios,
92
la inminente destrucción de su templo, de su guarida,
del pequeño nido de secretos que confía a simples hom-
bres que se aprovechan de ellos; el confesonario lloraba
su destrucción.
El cuerpo de Geremías fue velado, llorado y ente-
rrado en el jardín de la iglesia, aunque entre susurros se
alcanzaba a despertar una que otra sonrisa, especialmen-
te entre las mujeres más jóvenes. Para algunos el cuerpo
sin vida del sacerdote representaba un alivio, para otros
la fatalidad misma.
Al insensato que le disparó lo identificaron como John
McLuhan, un ex convicto de la prisión de Manhattan, sin
ningún lazo o nexo aparente con el padre Geremías, lo
cual dificultó mucho las suposiciones e investigaciones
de las autoridades que intentaban discernir entre las cau-
sas del homicidio.
El confesionario fue retirado de su puesto celestial,
se mandó a arreglar con especialistas, y de paso se pidió
que impregnaran en la madera el rostro del fenecido sa-
cerdote a modo de alabanza, pero por más que se hizo,
por más curaciones que se buscaron, retoques, reempla-
zos, jamás se pudo rescatar. Era como si el mueble hu-
biese perdido la vida, como si aquel disparo también
hubiera perforado su cuerpo y al mismo tiempo era una
coincidencia anormal, pues al parecer el mueble había 93

decidido ser solidario y fallecer al mismo tiempo que su


padre, literalmente.
El templo entonces se quedó con la luz solamente
una vez más, sin un sacerdote digno de emitir el per-
dón de Dios, poco a poco el turismo comenzó a bajar,
y, aunque resultaba enigmático el fenómeno de la luz la
primera vez que lo presenciabas, el no poder confesarte
bajo sus encantos místicos, hizo que perdiera el toque
celestial; como alguna vez lo advirtió el visionario Jonás,
quien por dicha razón (la caída del turismo) había man-
dado construir ese confesionario.
Por supuesto se intentó suplir al mueble, pero al
parecer sin el sacerdote Geremías no lograba la misma
mística, y no era para menos, pues por más de cuarenta
años el mismo hijo del Señor había confesado a cientos
de miles fieles. Poco a poco, el ahora llamado Templo
de la Luz, perdió toda la fama que poseyó en sus tiem-
pos mozos.
Al cabo de los años el edificio dejó de ser lo que los
señores Domínguez alguna vez adoraron y presumieron
como su gran creación. La última remodelación del ar-
quitecto Gómez Mont se vino abajo debido a su muer-
te, poco antes que la de Geremías. La construcción se
94 empezó a aburrir de su propia existencia y de pronto se
dejaron de oficiar misas y recibir visitas.
Los vecinos más cercanos nunca entendieron por-
qué dejó de asistir la gente, si la luz seguía parpadeando
eternamente, si Dios se manifestaba enfrente de ellos.
La gente tampoco entendió muy bien porque dejó de
asistir, pero muchos coincidían que era por Geremías y
su buena fe, o por algo más que les daba el antiguo con-
fesionario. Hicieron a un lado el fenómeno luminario,
como si éste no fuera suficiente, hasta se escucharon
bromas diciendo que Gerónimo, el carnicero, sufría de
una manifestación similar en su refrigerador, porque a
cada rato se iba y venía la luz debido a fallas en el siste-
ma eléctrico.
Y precisamente, años más tarde, cuando el templo
fue abandonado a su suerte y se demolió para construir
una cafetería de una franquicia moderna, fue que se en-
contró en una falla del sistema eléctrico, la respuesta al
misterio de la luz celestial.
Muy pocos fueron los vecinos que se opusieron a
la demolición, y aún más pocos fueron los que se ente-
raron de la falacia de la que habían sido presa por más
de cinco décadas, y al final de las cosas era mejor no en-
terarse o hacerse de oídos sordos para evitar cualquier
tumulto en su fe. 95

En estos tiempos la cafetería presume de mucha audien-


cia, pero también de leyendas, pues en realidad el miste-
rio de la luz no fue olvidado del todo, ya que una de las
paredes del establecimiento estaba ocupada por fotogra-
fías de los señores Domínguez, Geremías, Jonás, El Con-
fesionario, el tempo, un pintor desconocido y múltiples
personalidades que se fotografiaron con el sacerdote.
Una noche, cuando los empleados estaban a punto de
retirarse, se presentó un fenómeno particular: una de las
cafeteras se encendió repentinamente y comenzó a hacer
su trabajo para el asombro de todos; sin embargo sólo se
trataba de una falla de la maquinaria.

96
José Martín García Campos es licenciado en Ciencias
de la Comunicación. Su tesis “Propuesta de Taller para
la creación de personajes literarios con trastornos de
personalidad usando la psicología médica y el DSM-5”,
ha sido llevada a la aplicación práctica en la FILIT, FO-
TOVIVA y en la SEMICH. Es miembro de la Sociedad
de Escritores Michoacanos. Ha publicado su trabajo en
diversas revistas literarias. Fue becario en el Encuentro
Regional de Literatura Los signos en Rotación del Fes-
tival Interfaz del ISSSTE. Su libro de cuentos “Confe-
sionario” fue ganador en la categoría Ópera Prima de
los Premios Michoacán de Literatura 2016. Con el cor-
tometraje Des-Enlace fue ganador en las categorías de
Mejor Guión y Mejor Dirección en el 8 Festival de Cine
Universitario UVAQ. Es titular del programa de radio
(UVE Radio) llamado El Eco de las Letras, cuyo conte-
nido pertenece al ámbito literario.
Se terminó de imprimir en abril de 2017
en los talleres gráficos de Impresora Gospa
ubicados en Jesús Romero Flores no.1063,
colonia Oviedo Mota, C.P.58060
Morelia, Michoacán, México

La edición consta de 1,000 ejemplares


y estuvo al cuidado del Departamento de
Literatura y Fomento a la Lectura y el autor.

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