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Julio César el hombre que pudo reinar www.librosmaravillosos.

com Juan Eslava Galán

Colaboración de Sergio Barros 1 Preparado por Patricio Barros


Julio César el hombre que pudo reinar www.librosmaravillosos.com Juan Eslava Galán

Reseña

La vida de Julio César es una de las más brillantes de la historia:


fue victorioso general, sagaz político, envidiado amante de
Cleopatra, ilustre escritor, inventor de nuestro calendario… Pocos
hombres han dejado un recuerdo más profundo en la historia
universal. El episodio de su asesinato, genialmente dramatizado en
una tragedia de Shakespeare, ha contribuido a hacer de él una
figura de excepcional relieve.

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Índice

1. Una loba en el Capitolio


2. La guerra de Sertorio
3. La guerra de Sertorio
4. La conjuración de Catilina
5. Pompeyo regresa de Oriente
6. La guerra de las Galias
7. El paso del Rubicón
8. Fascinante Cleopatra
9. ¡África, te abrazo!
10. Los Idus de marzo del 44
11. Después de César
Epílogo
Bibliografía

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Capítulo 1
Una loba en el Capitolio

Contenido:
§. Los Reyes Malvados
§. El «cursus honorum»
§. Corrupción y soborno

Vamos a recorrer la vida de Julio César, el victorioso general, el


sagaz político, el ilustre escritor, el envidiado amante de Cleopatra,
el inventor de nuestro calendario. Si exceptuamos a los grandes
líderes religiosos (Jesucristo, Mahoma y Buda), Julio César
constituye, probablemente, la figura más relevante de la historia
universal. Su nombre designa todavía el mes en que nació: julio. Su
famoso apellido es, en varios idiomas, sinónimo de gobernante
supremo: el césar latino, el zar ruso, el kaiser alemán, el qaysar
islámico. La palabra cesarismo (inseparable de su oscuro envés,
despotismo) se ha incorporado al diccionario para designar el
gobierno personal y absoluto ejercido por un gran hombre…
Se comprende que el lector esté impaciente por entrar en materia,
pero el cabal entendimiento de las páginas que siguen requiere que
previamente refresquemos nuestra memoria con algunos datos
sobre Roma y los romanos.
Los romanos creían que su ciudad gozaba de la protección de Marte,
el dios de la guerra y de la conquista, y de Venus, la diosa de la
felicidad, de la fecundidad y de la vida. La historia mítica que

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aprendían desde niños corroboraba tan ilustre ascendencia.


Cualquier escolar romano sabía que cuando los griegos destruyeron
la ciudad de Troya, uno de los troyanos fugitivos, el príncipe Eneas,
hijo de la diosa Venus, anduvo vagando por el Mediterráneo hasta
que decidió establecerse en Italia. Allí se casó con la hija de un
reyezuelo local y tuvo un hijo que fundó la ciudad de Alba Longa.
Los descendientes de Eneas reinaron pacíficamente sobre Alba
Longa hasta que uno de ellos, el bondadoso rey Numitor, fue
destronado por su malvado hermano, un tal Amulio. Aquí es donde
interviene Marte, el dios de la guerra, que se prenda de la princesa
Rea Silvia, hija del destronado, y la deja preñada a la primera. A su
debido tiempo Rea Silvia dio a luz dos robustos gemelos, Rómulo y
Remo.
Cuando el usurpador supo que su sobrina le había parido dos
sobrinitos, temió que algún día le reclamaran el trono, así que
secuestró a los recién nacidos y los hizo abandonar en el monte a
merced de las fieras. Cayó la noche y el berrido de los niños
hambrientos atrajo a una loba a la que unos cazadores habían
robado las crías. Movida por su instinto maternal, la fiera los
amamantó en sus henchidas ubres y luego los llevó a su
madriguera, en el monte Capitolio, donde los crio.
Pasaron los años. Rómulo y Remo se hicieron hombres, conocieron
su origen y, respondiendo a la llamada de la sangre, mataron al
usurpador de Alba Longa y reinstauraron a su anciano abuelo en el
trono de la ciudad. Después, en lugar de disfrutar de su condición

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principesca, prefirieron regresar al montaraz paraje donde la loba


los había criado para establecer allí una nueva población.
¿Dónde la fundarían? Rómulo opinaba que el lugar, más apropiado
era el propio monte Palatino, donde estaba la madriguera de la loba
que los adoptó, pero Remo prefería el vecino monte Aventino. En la
duda era mejor dejar la elección a los dioses. Pasaron un día
escrutando el cielo sobre las colinas y contando las águilas que los
sobrevolaban. Rómulo vio doce; Remo, solamente seis. Los augurios
estaban claros: ganaba Rómulo. Así que armó el arado, unció la
yegua y el buey blancos que requería la ceremonia y se puso a
trazar el surco de lo que serían las murallas de la ciudad.
Antiguamente la fundación de una ciudad era un acto mágico
acompañado de solemnes ritos. En la confluencia astral más
adecuada, el fundador trazaba un surco con un arado señalando el
contorno de los muros y sus puertas. El espacio acotado de este
modo era sagrado, el pomeranium, como si fuera una extensión del
templo que presidiría la urbe.
Mientras Rómulo araba, Remo, descontento, propinó un puntapié al
surco liminar, haciendo burla de su carácter sacrosanto. El severo
fundador se lanzó sobre el sacrílego y le hundió el cráneo con una
azada. De esta manera dramática la sangre vertida de Remo,
sustancia de Marte y de Venus, fue el sacrificio propiciatorio que
consagró la ciudad.
Ésta era la leyenda que aceptaban los romanos. La historia, mucho
más prosaica, que arqueólogos e historiadores reconstruyen
pacientemente nos enseña que hacia el año 750 a. de C. Roma era

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un villorrio, poco más que una docena de chozas diseminadas por


las laderas del monte Palatino. Aquel emplazamiento tenía sus
ventajas. Por una parte estaba bien defendido y dominaba el río
Tíber y las tierras de cultivo y pastizales que sus aguas bañan; por
otra estaba suficientemente alejado del mar para que sus
pobladores se sintieran al abrigo de los piratas. Pero también tenía
sus inconvenientes porque los pantanos que lo rodeaban estaban
infestados de mosquitos. Toda la grandeza de la Roma imperial (y
luego de la pontificia que la sucedió) no pudo acabar con el pertinaz
mosquito trompetero. Habría que esperar dos mil quinientos años,
hasta nuestro siglo, para que la desecación de los pantanos librara
a la ciudad de aquel suplicio (un acierto de Mussolini que quizá no
compense sus errores de más bulto).
Con el tiempo, las pequeñas comunidades latinas, sabinas y
etruscas diseminadas por el Palatino y las seis colinas vecinas
constituyeron un embrión de ciudad: la ciudad del río, rumon, es
decir, Roma.
A primera vista, Roma parecía una más de las muchas ciudades
sometidas al poder de los etruscos, pero el recio carácter de sus
habitantes la llevó muy pronto a destacar entre las demás. El
romano se caracterizaba por su pragmatismo, por sus dotes de
organización y por sus virtudes ciudadanas, a saber: la fidelidad a
su ciudad o a su clan (fides), la devoción (pietas), el valor (virtus), la
independencia (libertas) y, sobre todo, por un concepto
absolutamente moderno: la subordinación del individuo a la ley (ex),
fundamento del derecho romano que es todavía su más valiosa

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aportación a la cultura occidental. A estas virtudes ciudadanas el


romano unía estimables virtudes privadas: integridad (probitas),
juicio ponderado (consilium), circunspección (diligentia),
autodominio (temperantia), tenacidad (constantia) y rigor (severitas).
A los jóvenes se los educaba en la obediencia (obsequium), el respeto
(verecundia) y la pureza (pudicitia).
Cuando sus poderosos vecinos, los etruscos, vinieron a menos, los
romanos fueron a más: primero dominaron las ciudades vecinas,
después las más lejanas, al cabo de cuatro siglos eran los dueños de
la península, y cuando la bota italiana se les quedó pequeña no
dudaron en extender su influencia a otras tierras. Sus intereses
chocaron inevitablemente con los de Cartago, la otra superpotencia
que había crecido de modo similar en la orilla opuesta del
Mediterráneo. El acontecimiento decisivo, equiparable a nuestras
recientes guerras mundiales, fueron las guerras púnicas (264 y 218
a. de C.), al cabo de las cuales Roma aplastó a los cartagineses, les
incendió la ciudad y sembró de sal sus campos: los borró del mapa.
El poder marítimo de los cartagineses, un próspero imperio que se
extendía por todo el norte de África, de Marruecos a Libia, por el sur
de España y por las islas occidentales del Mediterráneo, revertió de
pronto en las manos de Roma. De la noche a la mañana nuestros
romanos se encontraron ocupando ámbitos en los que antes no
habían osado soñar, nuevas tierras e islas, y navegando por un
Mediterráneo que les pertenecía. Ellos, que siempre fueron
campesinos de tierra adentro, enemigos del mar y reacios a
embarcarse.

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A partir de aquel momento el ascenso de Roma fue imparable.


Durante siglo y medio sus invencibles legiones señorearon
Occidente sometiendo extensos territorios. Los legionarios eran
ciudadanos romanos que servían en el ejército durante veinte años
o más. A estos excelentes soldados profesionales y al desarrollo de
tácticas y disciplina muy superiores a las de sus enemigos se debió
que la legión romana fuese, durante algunos siglos, una fuerza
invencible.

§. Los Reyes Malvados


En sus comienzos, Roma fue gobernada por reyes que eran
aconsejados por un Senado, o asamblea de ancianos, de cien
miembros escogidos entre las distintas tribus. Cuando la ciudad
creció, los celosos romanos no tuvieron inconveniente en admitir
emigrantes de otros lugares, pero se guardaron de concederles
derechos ciudadanos y los denominaron plebeyos o gente común,
mientras que ellos se consideraban patricios o romanos de toda la
vida. Así se explicaba, al menos, el origen histórico de los dos
grandes grupos sociales que existían en la ciudad. Pobres y ricos,
como en todas partes desde que el mundo es mundo.
Después de dos siglos y medio de monarquía, una revolución
destronó al último rey y la ciudad se proclamó en República. El
cambio de régimen no abolió las diferencias sociales sino que más
bien las acentuó.
En las películas de romanos y en los desfiles procesionales de
Semana Santa suelen aparecer unos vistosos estandartes púrpura

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sobre los que destacan, bordadas con hilo de oro, las siglas SPQR.
También pueden verse en las tapas metálicas de las alcantarillas de
Roma. Los romanos actuales, incorregibles bromistas, aseguran,
con un guiño pícaro, que las misteriosas siglas significan: «Sono
Porchi Questi Romani», pero en realidad quieren decir: Senatus
Populus Que Romanus, es decir: Senado y Pueblo Romanos. Esta
fórmula era la expresión del poder político en Roma, todo se hacía
en nombre del Senado y del Pueblo, representantes de las dos
castas en que se dividía la ciudad. La asamblea popular, o comicios,
elegía cada año al gobierno y el Senado, o parlamento vitalicio,
copado por la aristocracia, ratificaba esta elección. De este modo se
suponía que plebe y aristocracia quedaban equilibradas.
Sobre el papel pudiera parecer que la República romana era
democrática. Nada más lejos de la verdad. El peculiar sistema
electoral romano garantizaba el triunfo de la oligarquía aristocrática
en todas las votaciones. Quizá esto repugne al lector, educado en
las excelencias de la democracia moderna que hace a los
ciudadanos iguales ante la ley y establece que el voto de un
analfabeto vale tanto como el de un doctor en ciencias políticas.
Esto de un hombre es igual a un voto, lo que Borges censura como
abominable abuso de la estadística, constituye una conquista social
relativamente moderna. Los romanos no estaban tan evolucionados.
Entre ellos, los derechos políticos de un ciudadano estaban en
relación directa con su patrimonio y lo que contaba era el voto
colectivo, el voto del grupo. Por otra parte no era fácil que de la
plebe surgieran campeones capaces de liderarla en sus justas

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reivindicaciones puesto que sus mejores elementos, en cuanto


hallaban ocasión, se pasaban al bando contrario y una vez en él,
para perdonarse el origen, se volvían más papistas que el Papa.
Porque en Roma, como entre nosotros, el dinero era la llave maestra
que abría todas las puertas, el irresistible ariete que horadaba las
barreras y prejuicios sociales. Las familias plebeyas enriquecidas
permeabilizaban las lindes al emparentar con familias patricias
arruinadas.
El dinero era, además, garante de derechos ciudadanos. Atendiendo
a criterios estrictamente económicos, los romanos se dividían en
cinco clases. Los que nada poseían, la masa obrera, ni siquiera
constituían clase, eran infra classem o proletarii, curiosa palabra
que significa «los que sólo poseen a sus hijos». Éstos ni siquiera
votaban, pero tampoco hacían la mili ni cotizaban al fisco (¿de qué
iban a cotizar si eran pobres como ratas?).
Las cinco clases se establecían según un baremo que atendía al
patrimonio de cada individuo. Cada cierto número de años se
reformaba el censo para que los que habían mejorado de posición
económica pudieran pasar a la clase superior y los que habían
empeorado descendieran a la inferior. La primera clase, la más
adinerada, era la de los équites o caballeros, así denominados
porque sus individuos en edad militar podían costearse un caballo.
La posesión de caballo se convirtió, por lo tanto, en signo externo de
riqueza. Como hoy.
A efectos electorales, los ciudadanos de Roma se agrupaban en
curias, tribus o centurias. Ya hemos dicho que el mecanismo estaba

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diseñado para potenciar el voto de la minoría adinerada y


conservadora en detrimento del de la masa pobre y
consecuentemente liberal. Si la votación era por centurias, los ricos
copaban el cincuenta por ciento de las unidades de voto. Si era por
tribus, los ricos ganaban igualmente, puesto que controlaban
veintisiete tribus rurales mientras que el pueblo sólo abarcaba las
cuatro tribus ciudadanas. Además, sólo los ricos podían desplazarse
a Roma en tiempo de votaciones (unas veinte veces al año, nada
menos). El pequeño agricultor no podía permitirse perder un día de
trabajo, o varios, para ejercer su derecho al voto.
Con esta peculiar manera colectiva de valorar los votos, el margen
de participación política de la masa obrera era escaso y el gobierno
se concentraba indefectiblemente en manos de la aristocracia
ciudadana (nobilitas), los descendientes del tronco patricio
rejuvenecido por vía matrimonial con los frescos injertos de los
enriquecidos équites. Primero la posibilidad de ingresar en el
patriciado por vía matrimonial y luego el acceso a las magistraturas.
Fue así como, en el transcurso de los cinco siglos que abarcó la
República, los plebeyos fueron conquistando lenta y fatigosamente
mejoras sociales y derechos políticos.
El Senado, copado por la aristocracia, estaba al servicio de sus
intereses de clase. Es más, se daba por sentado que los retoños de
las familias patricias estaban predestinados a hacer carrera política,
que ése era su privilegio y su derecho natural, aunque fueran unos
zoquetes. Esta carrera política o cursus honorum se contemplaba
como un ascenso desde puestos de menor importancia, digamos

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equivalentes a un concejal, delegado ministerial o subsecretario


moderno, hasta la presidencia del gobierno o consulado. Esta
magistratura era doble y anual y los cónsules salientes no eran
reelegibles hasta pasados diez años. Así se evitaba el triste
espectáculo de un presidente aferrado a su poltrona. Aparte de que,
con este sistema, todos los nobles, a pocas luces que tuvieran,
podían aspirar a desempeñar alguna vez la alta magistratura.

§. El «cursus honorum»
Julio César era un patricio. A lo largo de este libro vamos a
contemplar su ascensión por el cursus honorum, es decir, su carrera
administrativa. No estará de más, por lo tanto, que dediquemos
nuestra atención a las distintas magistraturas o cargos políticos
comprendidos en aquel escalafón:
Cuestores (o indagadores): eran los funcionarios de Hacienda que
velaban por la tesorería y libraban los pagos. Cuando Roma era sólo
una modesta alcaldía eran dos, pero en la época de César el Estado
había crecido tanto que ya eran cuarenta. Ediles: eran concejales
municipales. Solían ser cuatro.
Pretores: eran altos funcionarios del ministerio de Justicia y del de
Interior. Ocupaban el lugar de los cónsules cuando éstos se
ausentaban de la ciudad. En la época de César eran ya dieciséis.
Cónsules (palabra que significa asociados): eran, como queda dicho,
los presidentes de gobierno con poderes casi absolutos. Presidían el
Senado y los comicios y capitaneaban el ejército. Como eran dos y
sus decisiones debían ser colegiadas, muy a menudo estaban

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enfrentados y no llegaban a decisión ninguna. Los romanos no lo


lamentaban: de este modo se evitaba que uno de ellos acaparara
demasiado poder y cayera en la tentación de proclamarse rey. Es
que en Roma el mando único estaba muy desprestigiado porque
traía aciagos recuerdos de cuando fue monarquía. La palabra rey
era tabú hasta el punto que, cuando se restauró la monarquía
hereditaria, los reyes jamás se atrevieron a usar tal título y se
contentaron con el de emperador, aunque sus poderes fueran tan
absolutos y hereditarios como los de cualquier monarca antiguo.
Así como ahora los ministros suelen obtener a su salida del cargo
sinecuras que les permiten enriquecerse en consejos de
administración, los cónsules salientes solían obtener
proconsulados, es decir, gobiernos en las provincias del Imperio. De
este modo, veían prorrogado su imperium o poder ejecutivo (lo que
los ponía a salvo de los tribunales ordinarios que pudieran juzgarlos
por una mala gestión) y, por otra parte, se les daba la posibilidad de
acumular grandes riquezas exprimiendo a la provincia
administrada.
Otros cónsules salientes eran nombrados censores, un importante
cargo quinquenal cuyo cometido consistía en elaborar y mantener al
día el censo de los ciudadanos, actualizándolo por clases según la
fortuna de cada individuo. También designaban a los nuevos
senadores y velaban por la pureza de las costumbres.
Los cargos gubernativos más bajos (cuestores y ediles) tenían
solamente potestas, es decir, poder administrativo; pero los más
altos (pretores, cónsules, procónsules) estaban dotados, además, de

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imperium, poder de vida y muerte, cuyo carácter sagrado confería


inviolabilidad.
Cuando ejercían su cargo, los magistrados cum imperium iban
precedidos y escoltados por un número variable de soldados
(lictores) que portaban al hombro las fasces, o haces de varas de
azotar, símbolo del poder coactivo que otorgaba el cargo.
La misma función tienen los decorativos maceros de loba que
escoltan a nuestros ayuntamientos «bajo mazas».
Fuera de la ciudad, y por tanto de la jurisdicción del pueblo, los
lictores agregaban al haz de varas un hacha de verdugo (securis).
Los fasces fueron adoptados por Mussolini como símbolo de su
partido (por eso denominado fascista). Es que don Benito soñaba
con emular las glorias de la antigua Roma y no se percataba de que
aquellos laureles se habían marchitado irremediablemente y su
mundo pertenecía ya, inevitablemente, a los bárbaros.
Ya que estamos aludiendo a un moderno dictador, parece oportuno
mencionar a los dictadores de Roma. La República romana preveía
que, de tarde en tarde, en momentos de verdadero peligro podía ser
necesario acudir a un caudillo de reconocida capacidad que
adoptara medidas extraordinarias para salvar a la patria sin
enredarse en legalismos entorpecedores. En tales circunstancias, el
Senado designaba a un dictador, cuya palabra era ley, por un
periodo de seis meses, con plenos poderes, y las demás
magistraturas quedaban en suspenso.
La única excepción, cuando había dictador, eran los tribunos de la
plebe. El pueblo llano, ya lo hemos visto, estaba excluido del cursus

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honorum, pero, no obstante, elegía a diez tribunos de la plebe


(tribuno: jefe de la tribu). Los tribunos eran una especie de
revolución institucionalizada que podía mitigar los abusos de la
plutocracia. Teóricamente los tribunos eran muy poderosos puesto
que tenían derecho de veto sobre cualquier decisión de los cargos
cum imperium, pero en la práctica aquel poder estaba bastante
mediatizado puesto que el voto de uno solo de ellos podía invalidar
el de los otros nueve. (A propósito, la palabra veto significa en latín
precisamente prohíbo, que era lo que gritaban los tribunos cuando
querían abortar las propuestas de sus adversarios políticos).
Se comprende que los tribunos no gozaran de las simpatías de los
poderosos. Por eso, para evitar que vivieran peligrosamente, su
cargo también estaba investido de carácter sagrado. El que les ponía
una mano encima quedaba automáticamente excomulgado (sacer), y
no hay que olvidar que la sociedad romana era profundamente
religiosa.

§. Corrupción y soborno
La expansión de Roma y su adquisición de un extenso imperio
colonial enriqueció a la aristocracia hasta extremos inimaginables.
El soborno y la corrupción estaban a la orden del día. Los
gobernadores amasaban grandes fortunas explotando los recursos
de los territorios conquistados, a menudo más en provecho propio
que en el del procomún, y luego adquirían latifundios en Italia, se
construían lujosas fincas de recreo y vivían de las rentas. En Roma
imperaba el capitalismo más feroz basado en la explotación de los

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prisioneros de guerra reducidos a esclavitud. Llegó a haber tantos


esclavos que el obrero libre procedente del pueblo llano quedó
desempleado. Esta circunstancia quizá hubiera provocado una
revolución si la aristocracia no hubiera tenido la precaución de
sobornar a los parados con un subsidio de desempleo. El Estado era
tan rico que podía permitirse una especie de seguridad social, la
annona, que repartía trigo, base de la alimentación romana, entre
los pobres. A estos zánganos mantenidos a las ubres del Estado les
era indiferente que todo el poder político estuviera en manos de los
patricios y que las tareas de gobierno y los cargos, debido al
peculiar sistema de votos, recayeran necesariamente sobre
aristócratas. Ellos, progresivamente envilecidos por la holgazanería,
se contentaban con panem et circenses, es decir, trigo y
espectáculos públicos gratuitos: carreras en el circo, comedias en el
teatro y luchas de gladiadores en el anfiteatro. Cabe añadir los
vistosos desfiles de los generales victoriosos. Bien mirado, se
parecían bastante a nosotros, o nosotros nos parecemos a ellos: las
carreras del circo suscitaban los mismos fervores partidistas que la
liga de fútbol; el teatro y las luchas suministraban la misma
sustancia que nos da hoy la televisión: violencia y sexo.
Un texto de Séneca, ya de época imperial, cuando la situación había
llegado a sus últimos extremos, nos ilustra sobre la jomada diaria
de estos ciudadanos que vivían sin dar golpe: «Roma está llena de
personas inquietamente ociosas que no tienen mejor cosa que hacer
que merodear y matar el tiempo. Todo el día se lo pasan por las
casas, por los teatros y por los foros, entrometiéndose en los

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asuntos de los demás y dando la impresión de que hacen algo. Sólo


buscan matar el tiempo; son como esas hormigas que suben en
largas hileras hasta la copa de los árboles para luego descender al
suelo de vacío. Si los observas detenidamente verás a los que
saludan a uno que ni siquiera les devuelve el saludo, se suman al
cortejo fúnebre de un desconocido, acuden al juicio de uno que
pleitea todos los días, a la boda de una mujer que se casa cada dos
por tres (…) Luego regresan a su posada agotados y no saben decir
a qué salieron ni dónde han estado, pero al día siguiente vuelven a
lo mismo».
Hacia el siglo I antes de Cristo el Senado se había convertido en una
institución obsoleta y corrupta incapaz de afrontar las nuevas
necesidades que demandaba la administración de los inmensos
territorios conquistados. Fue Julio César el que daría
definitivamente al traste con la República y prepararía el retomo de
Roma a un gobierno monárquico.

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Capítulo 2
La guerra de Sertorio

Contenido:
§. La Renovación Militar
§. Mitrídates ataca Roma
§. César en Roma

Julio César vino al mundo el 12 o el 13 de julio del año 101 a. de C.


Otros aseguran que fue en el año 100, quizá porque es un número
fácil de recordar, pero si lo aceptáramos, echando cuentas,
resultaría que César ocupaba los sucesivos puestos de su cursus
honorum dos años antes de la edad legal requerida.
El historiador Plinio asegura que la madre de, César, la noble
Aurelia, tuvo un parto difícil, con cesárea (lo que explicaría la
denominación que desde entonces se dio a tan delicada operación
quirúrgica).
Esta leyenda no se sostiene. Cuando César vino al mundo ninguna
mujer hubiera sobrevivido a una cesárea. Las cesáreas en mujeres
vivas sólo se han practicado con éxito desde hace un siglo. Antes de
la aparición de la anestesia, de los antisépticos, de los antibióticos y
de las transfusiones de sangre era inevitable que la parturienta
sometida a cesárea muriera durante la operación o en el
postoperatorio. Sin embargo sabemos que la noble Aurelia vivió
muchos años para educar a su hijo y orientarlo con sus prudentes
consejos.

Colaboración de Sergio Barros 19 Preparado por Patricio Barros


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La palabra cesárea pudiera proceder del verbo latino cortar, que es


caedere, pero también pudiera derivarse del título imperial romano
que designaba una antigua ley cesárea en virtud de la cual debía
extraerse el feto de toda mujer fallecida en avanzado estado de
gestación. Esto explica el origen de la palabra cesárea pero
seguimos a oscuras sobre el de la palabra césar. Lo más probable es
que se trate del vocablo fenicio que significa elefante. La familia
Julia adoptó este sobrenombre algunas generaciones antes del
nacimiento de nuestro personaje para perpetuar el recuerdo de la
hazaña de uno de los suyos que, en la segunda guerra púnica, dio
muerte a un elefante de guerra cartaginés.
¿Cómo andaba Roma al nacimiento de César? Mal, francamente
mal. Las desigualdades sociales existentes entre sus habitantes
habían ido creciendo a medida que la ciudad extendía su dominio
por el mundo. Los ricos habían adquirido la tierra de los pobres y a
éstos no les quedaba más salida que emigrar a la gran ciudad, sin
oficio ni beneficio, o alistarse en las legiones trocando azada por
espada, sin más horizonte que combatir por todo el Imperio durante
veinte o treinta años y retirarse, cosidos de cicatrices, a alguna
colonia militar para veteranos donde disfrutar de una fatigosa vejez.
César nació en plena efervescencia revolucionaria con los dos
grupos sociales claramente enfrentados: los optimates, integrantes
de la nobleza que gobernaba la República a través del Sopado, y los
populares, plebe urbana que recientemente había adquirido
conciencia política y aspiraba a mejorar su posición y a despojar a
la aristocracia de parte de sus privilegios. Las dos facciones

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andaban en pie de guerra desde que, treinta años atrás, los


hermanos Gracos, tribunos de la plebe, intentaron una radical
reforma agraria que incluía la expropiación de latifundios
manifiestamente mejorables para parcelarlos y repartirlos entre la
plebe urbana. Los optimates continuaban ostentando el poder a
través del Senado; sus adversarios intentaban conseguir sus
objetivos a través de los comicios populares, pero ya hemos visto
que éstos estaban muy mediatizados. Los Gracos quisieron derrocar
aquellas añejas instituciones por vía revolucionaria y todo acabó en
un baño de sangre.
El mismo año del nacimiento de César otro tribuno de la plebe
volvía a plantear el asunto de la reforma agraria y nuevamente era
rechazado por los optimates. Hubo un conato de motín popular que
fue sofocado por la autoridad.
A esos problemas internos se añadían los externos. Problemas en el
sur con los númidas africanos, problemas en el norte con los
cimbrios y teutones, inquietud en los diminutos reinos de Asia
satélites de Roma. Solamente el oeste, es decir, España, parecía
tranquilo.
Así estaban las cosas cuando César, el hijo de Cayo y Aurelia, nació
en el seno de una honorable familia patricia de la ciudad, la última
representante de la gens Julia, cuyos orígenes se remontaban a la
diosa Venus (al lector educado en la tradición cristiana no le
resultará inadmisible que en aquel siglo, que es también el de
Cristo, los dioses condescendieran a encamarse y mezclarse con los
mortales).

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Gente bien, los Césares, de una de las más antiguas familias de


Roma, pero ya venida a menos.
Después de una infancia que suponemos feliz y libre de cuidados,
nuestro joven César encañó en un adolescente espigado y rubiasco,
despabilado y simpático, con la cara llena de granos, y una libido
quizá algo excesiva. Tenía quince años cuando quedó huérfano de
padre. El noble Cayo falleció de repente, fulminado por un infarto
cuando estaba atándose un zapato. El muchacho había quedado
huérfano en muy mala edad pero la prudente Aurelia, matrona
romana de las antiguas, discreta, voluntariosa e inteligente, supo
hacer de padre y de madre para dar a su hijos (César tenía una
hermana) la esmerada educación que los nobles vástagos requerían.
César recibió una sólida formación griega y latina con los mejores
profesores y completó sus estudios en el extranjero, en Rodas y
Atenas, que eran las ciudades universitarias más prestigiosas de su
tiempo. Mientras aprendía argucias retóricas y se ensayaba en el
espléndido estilo literario que admiramos en sus obras, se ejercitaba
al aire libre y adquiría la forma física que en su madurez le
permitiría compartir, sin esfuerzo aparente, las marchas y
privaciones de sus soldados.
Los territorios sujetos a Roma eran tantos y sus relaciones
internacionales tan complejas que la administración había quedado
desbordada por completo. La oligarquía senatorial gobernó
acertadamente mientras la demarcación de la ciudad apenas
excedía la línea del horizonte. Pero en cinco siglos de continua
expansión Roma había crecido prodigiosamente y resultaba

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anacrónico y contraproducente aquel empecinamiento en gobernar


medio mundo con el cuadro dirigente de un ayuntamiento mal
avenido. Los más avisados romanos no dejaban de reconocer que la
dinámica de los tiempos demandaba la aparición de un poder
personal. Por otra parte, el virtuoso rústico aferrado al recuerdo
glorioso de la abolición de la tiranía monárquica parecía una
antigualla ridícula. La expansión del Imperio romano había abierto
nuevas ventanas a los puros aires del pensamiento y la cultura
helenísticos. Lo verdaderamente moderno era la monarquía, al estilo
de los griegos: esa autoridad preclara que emana del rey elegido por
los dioses. Roma necesitaba una sola cabeza rectora, clara y fría,
que rigiera sus destinos. Necesitaba un reformador inteligente y
sagaz, un gran hombre capaz de comprender los cambios que la
sociedad romana y el Imperio demandaban, un hombre dotado de la
voluntad firme necesaria para llevar a cabo tan ambiciosa
transformación. El terreno estaba abonado para que surgiera ese
reformador.

§. La Renovación Militar
En el capítulo anterior vimos que, en sus remotos orígenes, Roma
estuvo habitada por tres tribus (latinos, etruscos y sabinos). Una
tribu constaba de diez curias o barrios, cada uno de los cuales
aportaba a la defensa de la ciudad cien soldados de infantería
(centuria) y diez de caballería (decuria). El total, treinta centurias y
treinta decurias, hacía la legión, es decir, el ejército de Roma. En su
origen este ejército romano sólo alistaba a los ciudadanos censados,

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los romanos de toda la vida, por lo tanto excluía a los proletarii,


descendientes de los emigrantes que fueron llegando después, que
no figuraban en el censo.
En un principio la exclusión parecía natural. Los romanos de pleno
derecho, los censados, poseían las propiedades, eran los dueños de
la ciudad. Puesto que ellos eran los realmente interesados en la
supervivencia de Roma, a ellos competía su defensa. Estos
ciudadanos legionarios se costeaban armas y equipo de su propio
peculio y sólo eran convocados en caso de peligro. No existía ejército
permanente. Así fue durante varios siglos, pero en tiempos de
César, un general, Mario, reformó radicalmente el ejército cuando
vio las tremendas dificultades de reclutamiento que hubo de
afrontar para alistar los soldados necesarios en la guerra contra
Numidia. ¿Por qué seguir desaprovechando la estupenda cantera de
reclutas que encerraban las clases populares de Roma? Mario abolió
las barreras legales que impedían el acceso a las legiones a todo el
que aspirara a la ciudadanía romana. Los pobres hicieron largas
colas delante de las oficinas de reclutamiento. Estaban encantados,
no sólo porque en la milicia tenían posibilidad de convertirse en
ciudadanos romanos, con todos los privilegios que ello entrañaba,
sino porque, además, de este modo podían correr mundo y, con un
poco de suerte, enriquecerse con el botín de las conquistas. Incluso
podían soñar en ascender por méritos de guerra y retirarse ricos y
honrados. Y el que no aspirara a tanto, por lo menos se conformaba
con ver mundo, comer caliente y recibir regularmente una paga
interesante. El ejército se convirtió en una ocupación productiva

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para los que no tenían ocupación y, en la medida en que los


desheredados iban acogiéndose a sus filas, los romanos
acomodados se convirtieron en objetores y comenzaron a excluirse
del servicio militar.
Los soldados proletarios no tenían prisa por licenciarse y firmaban
por veinte años. Como eran gente sin recursos, la ciudad los
equipaba. Desde entonces el armamento se produjo en serie: cascos
montefertinos (parecidos a la gorra hípica, pero con la visera en el
cogote), cotas de malla hasta las rodillas, escudos ovales, espadas
cortas, jabalinas ligeras, sandalias claveteadas, grebas, picos y
palas… El ejército creció, se modernizó, se uniformó, se
profesionalizó. Creció el espíritu de cuerpo en la familia militar. Los
legionarios se sentían más vinculados al general que los mandaba
que a la institución de la que emanaba el poder del general, es
decir, del Senado. El camino estaba abierto para que cualquier
general ambicioso se hiciera con el poder.
Mientras tanto, la máquina militar romana, bien engrasada y puesta
a punto, proseguía la conquista del mundo.

****

Hacía siglos que Roma había sometido al resto de las ciudades


itálicas y las había integrado en su órbita, pero aún no les había
otorgado las ventajas de la ciudadanía romana. Los italianos
reclamaban, cada vez con más fuerza, la ciudadanía romana. Si

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compartían con los romanos los inconvenientes, el esfuerzo militar y


fiscal, querían también gozar de las ventajas.
Pero en Roma nadie quería perder sus privilegios ni compartirlos
con gente de inferior categoría. La aristocracia terrateniente que
había adquirido enormes latifundios no quería oír hablar de reparto
de tierras; el pueblo llano cuyo único tesoro era la ciudadanía que le
daba derecho a la annona, aquella pródiga ubre estatal, recelaba
que si ampliaban el club para admitir a los itálicos aspirantes, todos
tocarían a menos. Tampoco les interesaba.
En el año 91, César todavía era un niño, algunas ciudades itálicas
se rebelaron contra el patrón en demanda de mayores derechos.
Esta guerra llamada social (de socii: aliados) puso a Roma en un
aprieto. Las tropas itálicas venían combatiendo junto a las romanas
desde tiempo atrás y eran tan efectivas como ellas. Durante las
hostilidades Roma tuvo que alistar apresuradamente varios
ejércitos: el encargado de reprimir la rebelión fue, paradójicamente,
Mario, el reformador mencionado más arriba, a pesar de que
políticamente sintonizaba con los Gracos y, por lo tanto, estaba más
de acuerdo con los rebeldes que con el Senado romano.
Mario era un reformista popular, analfabeto y quizá no
excesivamente inteligente, pero tenaz y valeroso. Gozaba de tanto
prestigio en Roma como protector del pueblo y como vencedor de las
guerras contra los númidas, los cimbrios y los teutones que
consiguió ser elegido cónsul durante cinco años sucesivos (un hecho
sin precedentes que vulneraba la legalidad vigente).

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A pesar de Mario, Roma no tuvo más remedio que ceder y atender a


las razonables demandas de los sublevados. El Senado se sintió
decepcionado por la sospechosa blandura con que Mario reprimía a
los itálicos rebeldes y lo sustituyó por un antiguo oficial suyo,
Cornelio Sila, que parecía más adicto a la institución. No los
decepcionó. Sila, deseoso de hacer méritos, se empleó a fondo e hizo
alarde de mano dura.
Así comenzó la meteórica carrera política de Sila. A poco, ocupó el
consulado y asumió la tarea de defender los privilegios de la clase
senatorial de las cada vez mayores exigencias de la plebe romana.
En este forcejeo se enfrentó repetidas veces con el tribuno de la
plebe Sulpicio Rufo, portavoz de los populares.

§. Mitrídates ataca Roma


Así las cosas, una explosión de violencia conmovió la provincia
romana de Asia (Asia Menor, en la península anatólica que hoy es
parte de Turquía). Allí coexistían desde antiguo diminutos reinos
helenísticos resultantes de la descomposición del imperio de
Alejandro Magno: Bitinia, Ponto, Galacia, Capadocia, etc. El más
poderoso era Ponto, regido por una dinastía de reyes de origen persa
que se llamaban, invariablemente, Mitrídates. Aparte del nombre
tenían en común un desmedido deseo de medrar a costa de los
vecinos, sin dejarse amedrentar por la atenta y suspicaz mirada de
Roma.
El sexto de los Mitrídates, que ascendió al trono a los once años de
edad, en 121, aspiraba a ser otro Alejandro. En esto no se mostró

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nada original: en la antigüedad Alejandro Magno era el paradigma


de príncipe, el claro espejo en el que todos los gobernantes se
miraban. Mitrídates era culto y desconfiado. Dícese de él que
hablaba veintidós lenguas y que estaba inmunizado contra todos los
venenos conocidos porque se había habituado a ingerirlos en
pequeñas dosis. (Lo de las lenguas es posible, aunque improbable;
lo de la inmunidad a los venenos, totalmente imposible). Por cierto,
hay una antigua voz castellana, mithridato, hoy caída en desuso,
que designa a un antídoto universal que los boticarios de antaño
preparaban con «varias drogas, como opio, víboras, agárico, etc.».
Como Alejandro, también Mitrídates se hizo llamar el Grande, y así
como Alejandro se enfrentó al imperio persa y lo conquistó,
Mitrídates aspiraba a conquistar el Imperio romano. O al menos, a
expulsar a los romanos de Asia.
En los días que estamos historiando, Mitrídates seguía atentamente
los avatares de la política romana. Roma era atacada en África por
los númidas; en el norte por los bárbaros, y además se encontraba
sumida en las convulsiones de una guerra civil contra sus propios
socios italianos. La ocasión parecía propicia para expulsar a los
romanos de Asia, así que Mitrídates no se lo pensó dos veces e
invadió los territorios romanos y los de sus aliados asiáticos y
ejecutó a cuantos romanos e itálicos cayeron en su poder. Luego
pasó a Grecia y fue recibido por la población como un libertador del
yugo romano.
En Roma las noticias de Oriente causaron estupor. Después de dos
siglos y medio, el fantasma de Aníbal todavía merodeaba por las

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puertas de la ciudad. ¿Se atrevería Mitrídates a invadir Italia? Y, lo


peor de todo: si lo hacía, ¿serían capaces de vencerlo?
¿Quién podía frenar a Mitrídates? Los generales más expertos eran
Mario y Sila. Naturalmente el Senado nombró a su favorito Sila.
Pero Mario no podía consentir que aquel advenedizo lo suplantara
en la hora de la mayor gloria. Se entrevistó con el tribuno Sulpicio
Rufo y le prometió hacerlo partícipe del botín de la guerra si
apoyaba su candidatura como jefe del ejército. El tribuno, que
estaba ahogado de deudas, vio pintada la ocasión de escapar de sus
apuros económicos y desde entonces apoyó la ley que extendía la
ciudadanía romana a los socios italianos. Con la ayuda de los
flamantes ciudadanos Mario fue designado comandante del ejército
contra Mitrídates.
Sila no era hombre que se doblegara fácilmente. La maniobra de
Mario lo sorprendió en Campania, cuando apagaba los últimos
rescoldos de la guerra social. Formó a sus tropas y les anunció que
si Mario se hacía cargo de la campaña de Oriente se quedarían sin
botín. Los indignados soldados no tuvieron inconveniente en seguir
a su general en una marcha contra Roma, dispuestos a todo. No
hubo necesidad de llegar a las manos. Mario, reconociendo que sus
tropas eran inferiores, huyó de la ciudad y buscó refugio en una
islita frente a las costas de Cartago. Su socio Sulpicio Rufo fue
capturado y ejecutado.
La acción de Sila, dos milenios después repetida por Mussolini, iba
a traer cola. Era la primera vez que un general entraba en la urbe al
frente de un ejército, una eventualidad cuidadosamente soslayada

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por la Constitución. El Senado, al consentirlo, pues se trataba de su


propio campeón, sentaba un peligroso precedente que más adelante
tendría que lamentar.
A todo esto, ¿cómo vivía el joven César los acontecimientos que
estremecían su ciudad? Por su nacimiento patricio parecía natural
que César se alineara con los optimates, pero la tradición familiar lo
entroncaba con Mario, que estaba casado con una tía de César. Por
otra parte su madre, que lo guió en sus primeros años, simpatizaba
con los populares. Roma estaba cambiando, los tiempos nuevos se
anunciaban y la sagaz Aurelia había comprendido que su hijo
tendría más futuro en el grupo progresista.
Sila, ya indiscutible generalísimo del ejército expedicionario romano,
pasó a Grecia, saqueó Atenas, sometió a la provincia rebelde, forzó a
Mitrídates a pedir la paz y le impuso elevadas reparaciones: devolver
sus conquistas, ceder su escuadra y satisfacer una elevada
indemnización. Sila hubiese podido redondear su campaña
conquistando el reino de Mitrídates, pero las noticias que le
llegaban de Roma eran alarmantes. En su ausencia el partido
popular galleaba de nuevo y Mario había regresado en olor de
multitudes y se había adueñado de la ciudad con la connivencia del
cónsul Cornelio Cinna. Cuando esto ocurría César contaba apenas
dieciséis años. Mario, que en el fondo no las tenía todas consigo,
intentó hacerlo ingresar entre los flamines, los sacerdotes del
templo de Júpiter, que eran inviolables, un seguro de vida en caso
de que diera la vuelta la tortilla y Sila alcanzara el poder
nuevamente.

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Ingresar en el sacerdocio de Júpiter hubiera supuesto un grave


obstáculo en la carrera política del joven César. Su madre,
alarmada, se apresuró a deshacer la maniobra buscándole una
esposa. El matrimonio era incompatible con tan alto sacerdocio. La
elegida fue Cosutia, hija de un plebeyo rico ascendido a caballero.
Así fue como nuestro César, todavía imberbe, comenzó a gozar las
mieles de la vida matrimonial.
A todo esto, Mario, cada vez más inseguro, impuso en Roma un
régimen de terror. Las ejecuciones de senadores y silanos
destacados estaban a la orden del día. Así llegaron las elecciones del
año 86 y Mario y Cinna se hicieron elegir cónsules, Mario por
séptima vez. Pero a los pocos días de tomar posesión del cargo
falleció de muerte natural.
Desaparecido Mario, no tenía objeto que el joven César siguiera
casado con la anodina Cosutia. Es más, aquella boda desigual se
había convertido más bien en una cortapisa para el desarrollo de su
carrera política. En Roma el divorcio era un fácil trámite. Casi todos
los nobles romanos se casaban y divorciaban varias veces a lo largo
de sus vidas. Por lo tanto, Aurelia buscó a su hijo una nueva
esposa, otro matrimonio de conveniencia que impulsara su carrera.
Ninguna nuera mejor que Cornelia, la hija del cónsul Cinna, el
heredero de Mario al frente del partido popular y dueño de Roma.
Los acontecimientos iban a demostrar que fue una elección
desafortunada por el lado político. En la primavera del 83 Sila
regresó a Italia al frente de su victorioso ejército y se enfrentó a
Cinna. Nuevamente se reproducía la guerra social porque Cinna

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contaba con el apoyo de las ciudades itálicas que habían obtenido la


ciudadanía italiana y Sila con el de los optimates, los conservadores
romanos que se negaban a compartir las ventajas de su ciudadanía.
Tras dos años de guerra sangrienta, los romanos derrotaron a los
itálicos, Cinna murió, y Sila penetró en Roma por segunda vez al
frente de su ejército y se adueñó del gobierno.
La segunda dictadura de Sila fue aún más virulenta que la primera.
El autócrata se tituló dictador, desempolvando el título excepcional
que el Senado instituyó en los angustiosos días en que Aníbal
amenazaba Roma. No deja de ser paradójico que el dictador
justificara su asalto al poder como el único medio posible de
depurar las instituciones y restaurar la República después de
desparasitarla de sus enemigos.
El dictador no perdonó a nadie. Compuso un censo de sus enemigos
políticos, las proscriptiones, que abarcaba hasta cinco mil
ciudadanos romanos de cierto relieve entre senadores y caballeros.
Todos ellos estaban condenados a la pena capital: los que pudieron
huyeron con lo puesto; otros fueron capturados y ejecutados. Se
rumoreaba que muchos censados no habían cometido mayor delito
que el de ser ricos, pues Sila y sus sicarios codiciaban los bienes
ajenos. Es que Sila, como todo general romano después de una
larga campaña, se veía en la necesidad de cumplir promesas de
premiar a los veteranos con lotes de tierras.
Después de acabar con la oposición, Sila se aplicó a robustecer el
Senado. Después de las sucesivas sangrías a que lo habían
sometido Mario y Sila, el nuevo Senado era una pálida sombra de lo

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que fue. No quedaban ya senadores de la pasta indomable de los


antiguos. Sila aumentó a seiscientos el número de sus miembros y
cubrió los numerosos huecos con sus propios partidarios sin fijarse
mucho en si pertenecían a la vieja nobilitas. La cámara resultante
era una dócil asamblea deseosa de complacer al dictador.
No fue esto todo. Además Sila acometió un profundo programa de
reformas institucionales encaminadas a robustecer el Senado.
Quiso dejarlo todo atado y bien atado para cuando él faltara. Ya que
todos los problemas de los optimates se derivaban de la creciente
influencia del tribunado de la plebe, en adelante los tribunos de la
plebe, y por tanto la plebe, quedaban desposeídos de poder
legislativo.
César había quedado en situación bastante desairada. El dictador le
ordenó que repudiara a su esposa, la hija del odiado Cinna, pero él,
haciendo gala de inédita entereza, se negó en redondo. Sus amigos
quedaron espantados: ya habían rodado en Roma muchas cabezas
por motivos más fútiles y César era sospechoso por sus simpatías
con el partido popular y su parentesco con Mario. No obstante, por
el momento, salió bien librado gracias a la protección dispensada
por el clero, los Aurelii y las vestales. Sila gruñó: ¡Vigilad a ese joven:
en él hay madera para muchos Marios!
A César no le convenía tentar a la suerte. Sus amigos le aconsejaron
un alejamiento temporal de Roma. Era mejor que aguardara lejos el
advenimiento de tiempos más propicios. Nuestro hombre,
comprendiendo que mientras viviera Sila su vida corría peligro, hizo
su equipaje y marchó a la provincia romana de Asia, donde muchos

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jóvenes romanos velaban sus armas cerca de las peligrosas


fronteras de Mitrídates. Sila disfrutó de su omnímodo poder durante
un tiempo. Libre de oposición, ejerció una cómoda dictadura que
nos recuerda la del general Narváez, aquel del que se cuenta que en
el lecho de muerte, cuando su confesor le recomendaba perdonar a
sus enemigos, abrió un ojo para replicar: «Padre, yo no tengo
enemigos, los he matado a todos». A Sila tampoco le quedaban
enemigos. Ejerció pacíficamente su dictadura por espacio de tres
años prefigurando muy a pesar suyo el inminente retorno de Roma
a la monarquía. Luego, sintiéndose viejo y cansado, devolvió el
poder al Senado y se retiró de la política. Murió al año siguiente. Su
memorable funeral incluyó coronas de oro, parihuelas con pebeteros
de incienso, procesión por el Foro e incineración en el Campo de
Marte. Nunca se habían dispensado tantos honores a un prohombre
de la República.
¿Y César, qué noticias llegaban a Roma del joven César? Venía de
camino, bebiendo los vientos. En cuanto supo que Sila había
muerto regresó a la urbe llevando en su equipaje los laureles
gloriosamente cosechados en Asia. Primero le habían encomendado
la delicada misión de recoger en Bitinia la escuadra de guerra que
Nicomedes entregaba a Roma en cumplimiento de los pactos. César
había culminado esta tarea con tan notable habilidad que sus
enemigos romanos, que ya los tenía, y los envidiosos que nunca han
de faltar, quisieron empañar tan señalado éxito difundiendo por los
mentideros romanos el rumor de que se había convertido en amante
de Nicomedes. Lo apodaban «reina de Bitinia», sugiriendo que había

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sido bardaje, es decir, sodomita pasivo, en el lecho del sensual


monarca.
En este punto quizá convenga recordar que, aunque los romanos
mantenían una actitud liberal respecto al sexo y toleraban
socialmente las relaciones homosexuales con muchachos (una
influencia griega del amor socrático o amor dorio), el bardaje (el
fututus in culum, que dará fodidencul era socialmente rechazado).
César fue probablemente bisexual al modo grecorromano y es
posible que íntimamente rechazara su vena homosexual. Según el
doctor Gustav Bychowski, discípulo de Freud, «el vanidoso deseo de
César de aparentar e impresionar al pueblo puede haber sido una
compensación de su homosexualidad pasiva y una manifestación de
su desmesurado afán exhibicionista». En la misma línea anda el
doctor Marañón cuando señala que las conquistas femeninas que
colecciona el donjuán no son sino una compulsiva afirmación de
virilidad con la que se pretende compensar sus inconfesables
tendencias homosexuales.
Lo cierto es que el sambenito de su homosexualidad persiguió a
César durante toda su vida dando pie a muchas burlas cariñosas de
sus legionarios, que lo adoraban, y de sus adversarios y enemigos,
que lo adoraban menos. Curio lo llamó en público «el marido de
todas las mujeres y la mujer de todos los maridos». Otros datos que
parecen abonar sus tendencias homosexuales son su gusto por las
vestiduras lujosas, por las perlas y por las joyas, y su acicalamiento
narcisista. Por ejemplo, en su madurez la República le concedió la

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corona de laurel y él dio en usarla continuamente para ocultar su


calvicie.
Aparte del éxito diplomático en Bitinia, César había demostrado ser
un buen soldado distinguiéndose en la campaña contra los piratas
que infestaban el mar de los griegos y en el sitio de Mitilene, donde
alcanzó la corona cívica, condecoración que se otorgaba a romanos
que salvaban a camaradas en combate.

§. César en Roma
Al regreso de César, el panorama que ofrecía la política romana era
bastante confuso. Las reformas de Sila comenzaban a zozobrar. Los
nuevos cónsules, Catulo y Emilio Lépido, se detestaban. Catulo
pertenecía al grupo optimate y tenía fama de íntegro. Por el contrario
Lépido, aunque de origen patricio, era un trepador nato, fiel sólo al
dinero y habituado a cambiar de chaqueta según soplaran los
vientos.
Las diferencias no tardaron en aflorar. En el entierro de Sila surgió
la primera chispa. Lo presidieron con la solemnidad y concierto que
la ocasión demandaba, pero al despedirse intercambiaron insultos
en privado.
Desaparecido el dictador, soplaban vientos del pueblo. Lépido
presentó una ley frumentaria que aseguraba un subsidio de un saco
de trigo al mes a cada ciudadano que lo solicitase. Con esta
demagógica medida pretendía obtener el apoyo de la masa indolente
que abarrotaba Roma. Los senadores se llevaron las manos a la
cabeza. La ciudad era rica pero no tanto como para mantener

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indefinidamente el pesado fardo de semejante subsidio. ¿Adónde


iremos a parar? No tardaron en añorar los tiempos de Sila. El
dictador nunca hubiera cortejado a aquel atajo de vagos. Pero ya
había muerto y de nada servía invocarlo.
Nuevamente estaban las espadas en alto. De un lado, Catulo, el
campeón del Senado y del partido optimate. Del otro, Lépido, el
popular, el que prometía devolver a la plebe las prebendas y
libertades arrebatadas por Sila.
Una rebelión de campesinos en Etruria obligó a los cónsules a
aplazar sus disputas y reconciliarse momentáneamente. Se
pusieron en campaña, cada cual al frente de un ejército, y sofocaron
la rebelión, pero Lépido, astutamente, anduvo remoloneando con
sus tropas hasta que se agotó el plazo de su magistratura.
Cuando el Senado lo apremió para que regresara a Roma para las
elecciones de los nuevos cónsules, se declaró abiertamente en
rebelión contra el Senado. Muchos populares corrieron a alistarse
bajo sus enseñas como antaño bajo las de Mario. El joven César, no.
Aunque lo invitaron a unirse a la rebelión, fue suficientemente listo
como para comprender que estaba condenada al fracaso, y se
mantuvo al margen.
El Senado declaró a Lépido enemigo público y envió contra él a dos
generales, Catulo y Pompeyo. De este último tendremos que hablar
mucho a lo largo del libro, pero aplazaremos su presentación hasta
el capítulo siguiente. Por ahora diremos tan sólo que Pompeyo no
decepcionó al Senado. Avanzó por la vía Emilia ocupando las plazas
en poder de los rebeldes y ejecutando a los jefes que hacía

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prisioneros, entre ellos a Junio Bruto y a un hijo de Lépido. Los


aliados de Lépido lo abandonaban, las ciudades le cerraban las
puertas. Sus sueños se desvanecieron como el rocío en la solana.
Para colmo sus enemigos le enviaron pruebas fehacientes del
adulterio de su esposa. Mientras él salvaba a Roma, Apuleya se la
estaba pegando con otro. Estaba acabado. A nadie sorprendió que
enfermara y muriese. Sus últimos partidarios se dispersaron.
Muchos de ellos buscaron refugio en España, donde también serían
perseguidos por Metelo y Pompeyo como veremos en el próximo
capítulo.

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Capítulo 3
La guerra de Sertorio

Contenido:
§. César, rehén de los piratas
§. La guerra contra Ponto
§. La guerra de Espartaco
§. César en Hispania

Quinto Sertorio era un general de Mario que se había refugiado en


España huyendo de Sila. Pero antes de relatar su loca guerra contra
la República romana será mejor que hablemos de España.
Unos siglos antes de Cristo, la península Ibérica estaba poblada por
tribus de los más variados orígenes y niveles culturales. En el folleto
turístico de Estrabón leemos que el país produce muchos rebecos y
caballos salvajes, que en sus lagunas abundan los cisnes y las
avutardas; que en sus ríos hay castores, que la tierra produce
olivos, higueras y plantas tintóreas. Diversos historiadores griegos y
latinos nos han transmitido curiosas noticias de las tribus feroces y
entrañables que la poblaban. El mentado Estrabón atestigua que los
lusitanos se alimentaban principalmente de pan de bellota y carne
de cabrón (el macho de la cabra, naturalmente), que cocinaban con
manteca, que bebían cerveza, que practicaban sacrificios humanos
y que cortaban las manos de sus prisioneros. Los hombres y
mujeres bastetanos bailaban cogidos de la mano una especie de
sardana, y calentaban la sopa introduciendo una piedra candente

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en el cuenco; entre los cántabros se observaba la curiosa ceremonia


de la covada: el presunto padre se metía en el lecho y fingía padecer
los dolores de parto mientras que la genuina parturienta seguía
cavando el campo, indiferente, o se afanaba en las labores
domésticas, y así daba a luz. En la Cerdaña y el Puigcerdá, hogar de
los carretanos, se producían excelentes jamones cuya industria
«proporciona ingresos no pequeños a sus habitantes». Los astures,
por su parte, observaban la costumbre de enjuagarse la boca o
lavarse los dientes con orines. Por cierto, este sorprendente uso
dentífrico parece perdurar hasta por lo menos el siglo XVI cuando el
escritor Eugenio de Salazar observaba que en la aldea asturiana de
Tormaleo las mujeres «muelen la sal en el servidor (es decir, el
orinal) cuando no hallan limpio el mortero», lo que él, ayuno de
veneraciones antropológicas, atribuyó irreflexivamente a la escasa
higiene de aquellas gentes.
A ojo de buen cubero puede estimarse que en la península Ibérica
existían por lo menos cien comunidades autónomas, aunque unas
más desarrolladas que otras. Entre muchas de ellas se establecieron
relaciones de parentesco más o menos estrechas por proceder de un
tronco común, lo que originaba una impenetrable urdimbre de
pactos y clientelas que los modernos historiadores se esfuerzan por
desentrañar. En términos generales puede afirmarse que las tribus
de la costa mediterránea estaban más adelantadas que las de la
meseta central y noroeste debido a la influencia ejercida en ellas por
los comerciantes y colonos griegos, fenicios y cartagineses, que

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desde siglos atrás se habían establecido en estas tierras para


explotar sus metales y materias primas.
En el año 218 (entendamos siempre, y a partir de ahora, antes de
Cristo) los romanos arrebataron a los cartagineses sus posesiones.
Después, durante otros dos siglos, ampliaron sus dominios y fueron
conquistando las tierras interiores a celtíberos y lusitanos. En
tiempos de César sólo les quedaba por ocupar la franja cantábrica y
parte de Galicia.
A efectos administrativos, los romanos habían dividido casi
diagonalmente la Península en dos mitades: de Cartagena a los
Pirineos era la Citerior (la más cercana); el resto, la Ulterior (la más
lejana).
Regresemos ahora al fugitivo Sertorio. Nuestro hombre había sido
tribuno en España y en su hoja de servicios figuraba una acertada
defensa de la ciudad minera de Cástulo (en Jaén), acosada por los
celtíberos, hazaña por la que había sido condecorado con la corona
de césped. Luego fue cuestor en la Galia, donde perdió un ojo y
ganó cierta fama como general de Cinna durante las guerras
sociales. En el año 81 aspiraba a coronar su brillante cursus
honorum con un consulado, pero su partido, el de los populares,
prefirió promocionar a otros candidatos y sólo le confió el gobierno
de la Hispania Citerior.
Pero ni siquiera este premio de consolación estaba seguro, porque
Sila, en pugna con los populares, consiguió que ese puesto le fuera
asignado a un optimate. En aquellos turbios tiempos no quedaba
muy claro de qué parte quedaba la máxima autoridad para asignar

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el cargo, por lo tanto lo más seguro es que fuera del primero en


llegar. Sertorio ganó la carrera de velocidad, se presentó antes que
su rival y se hizo con el control de las guarniciones. Luego hizo todo
lo posible por congraciarse con sus súbditos y reforzar su ejército
para resistir al enviado de Sila.
¿Fue Sertorio un traidor a su patria, un separatista que quiso
arrebatar a Roma su fértil provincia occidental, o fue por el
contrario un luchador por la libertad contra la dictadura de Sila? La
figura es controvertida y seguramente lo seguirá siendo. Como
resultó vencido, la historia lo ha juzgado como traidor.
Las guerras de Sertorio duraron diez años, los que van del 82 al 72.
Primero, cuando el ejército senatorial enviado contra él desembarcó
en Hispania, nuestro hombre se vio obligado a huir a África y a las
islas de los Afortunados (Canarias). Luego regresó al frente de tres
mil romanos y setecientos moros y, declarándose abiertamente
rebelde, organizó la resistencia y obtuvo algunos éxitos contra los
ejércitos de Pompeyo y Metelo. Era habilísimo en el arte de ganar las
voluntades de los jefes indígenas e inclinarlos a luchar por él,
algunas veces aprovechando el carácter supersticioso de aquellos
pueblos. Tenía una cierva amaestrada y fingía que la diosa madre se
le manifestaba a través de ella para aconsejarlo sobre la dirección
de la guerra, así que se pasaba las horas en animado coloquio con
la cierva, a la que trataba con la misma familiaridad con que un
inglés trata a su perro. Aparte de estas escenificaciones, ponía en
práctica medidas más sustanciosas: rebajaba los impuestos de los
territorios ocupados, respetaba la idiosincrasia de los pueblos

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sometidos a su autoridad y procuraba desasnarlos introduciendo en


ellos costumbres romanas compatibles con las autóctonas. En Osea
(Huesca) estableció una especie de Roma rebelde a la que los
jefecillos indígenas enviaban a sus hijos para recibir educación
principesca. Visto desde otro ángulo, puede decirse que así se
proveía de excelentes rehenes para asegurarse la fidelidad de sus
aliados. Sertorio, actuando como poder independiente contra Roma,
llegó a firmar acuerdos con el mayor enemigo de la República, el ya
mencionado rey Mitrídates de Ponto, del que recibió cuarenta navíos
y tres mil talentos.
Finalmente en Roma pusieron precio a su cabeza, se atrajeron con
indultos a muchos de los oficiales romanos del rebelde y sobornaron
a otros. Lo asesinaron durante una cena o durante una orgía. Lo
más probable es que fuera cena seguida de espectáculo folclórico-
musical, a las que los romanos eran muy adictos (lo que no descarta
la orgía). Corría el año 73.
El desastrado final se veía venir porque la estrella de Sertorio se
había oscurecido casi por completo desde que el general Pompeyo
puso pie en España.
Y llega el momento de hablar de Pompeyo, que va a ser personaje
central en la vida de César. Cneo Pompeyo el Grande (106 al 48)
constituye, junto a Alejandro Magno y Aníbal, uno de los grandes
generales de la antigüedad. Seguramente él se identificaba
plenamente con Alejandro y acariciaba la idea de que los dioses le
habían otorgado una señal para acentuar tal semejanza, el mechón

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rebelde sobre la frente, la legendaria anastolé de Alejandro Magno,


cuyo cognomen también adoptó.
Con la perspectiva de la Historia es evidente que Pompeyo no llega a
la altura del griego pero, no obstante, su nombre destacaría más de
no oscurecerlo la estrella de César, más brillante que la suya. César
era vástago de familia patricia venida a menos, Pompeyo, por el
contrario, era de origen plebeyo, aunque su familia había venido a
más. Parece, por tanto, natural que anduviese sus primeros pasos
en política de la mano de los optimates. Apadrinado por ellos, ganó
un triunfo a pesar de su extrema juventud, y cobró fama de ser un
genio de la guerra.
Ya dejamos dicho que cuando Sila regresó triunfalmente a Italia
Pompeyo se le unió con un ejército privado y arrebató Sicilia a los
populares. Este fue su primer hecho destacado.
Pompeyo, al conquistar la tierra hispánica a los sertorianos, se
mostró tan magnánimo con los jefes indígenas prisioneros que se
ganó para siempre el agradecimiento y la fidelidad de aquellas
gentes simples y emotivas. Además los favoreció con repartos de
tierras y otras ventajas políticas y concedió la ciudadanía romana a
los jefes más destacados. Incluso extendió la perdurable huella de
Roma fundando algunas ciudades, entre ellas Pompaelo (Pamplona).
Existe una anécdota reveladora de la grandeza de ánimo de este
romano: uno de los altos funcionarios sertorianos quiso
congraciarse con él entregándole una detallada lista en la que
aparecían los nombres de los partidarios y corresponsables que

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Sertorio había tenido en Roma. Pompeyo la arrojó al fuego sin leerla.


No quería saber. Bastante sangre se había vertido ya.
Cuando Pompeyo abandonó la Península para regresar a Roma, el
año 71, dejaba tras él una sólida y numerosa clientela dispuesta a
seguirlo hasta el fin del mundo. El general debió de sentirse
orgulloso de la obra que dejaba en España porque erigió un
monumento conmemorativo in summo Pyrenaeo en el paso de Le
Perthus. No han quedado vestigios de él, pero seguramente tendría
forma de torre circular, más ancha que alta, a manera de pedestal,
sobre la cual se alzaría un talud tronco-cónico cuya cima quizá
estuvo adornada por una estatua de Pompeyo rodeado de trofeos de
guerra. Los romanos solían levantar estas torres trofeo de diversa
función y significado, unas veces en sus fronteras, otras en lugares
geográficamente significativos. En Urculu, no lejos de Roncesvalles,
dentro de territorio navarro aunque a pocos metros de la frontera
con Francia, quedan vestigios importantes de una de estas
construcciones.

****

La generación de Julio César y Cneo Pompeyo, nacida en Roma en


torno al año 100, fue fecunda en hombres de perdurable memoria.
El más grande de todos ellos fue sin duda César, al que iremos
conociendo en las páginas que siguen.
Cuando alcanzó su madurez, Julio César era alto y apuesto, de cara
redonda y ojos negros cuya penetrante mirada denotaba gran

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energía espiritual y aguda inteligencia. A veces sufría ataques de


epilepsia, una enfermedad considerada entonces divina y muy
característica de grandes hombres (también Aníbal y Alejandro
Magno la habían padecido). Era creencia común que el ataque de
epilepsia era provocado por la irrupción de un dios en el cuerpo de
la víctima.
La epilepsia no preocupaba tanto a Julio César como la calvicie.
Nuestro hombre era calvo como un huevo e intentaba disimularlo
como mejor podía, cubriéndose el cráneo con los ralos aladares,
usando bisoñé, e incluso, hacia el final de su vida, llevando puesta
constantemente la corona de laurel que el Senado le había
concedido, como queda dicho páginas atrás. Su coquetería era
igualmente manifiesta en lo referente al vestido y al cuidado de su
persona. Acudía con frecuencia al peluquero, se depilaba el vello
superfluo y vestía elegantemente. Era también singularmente
aficionado al lujo, a las joyas y a las obras de arte. No nos
resistiremos a copiar unas líneas, quizá algo exageradas, del
historiador Suetonio: «Como ya han constatado muchos, César era
muy aficionado al lujo y a la elegancia. Mandó construir una
hermosa casa de campo en las cercanías del bosque de Diana, y
apenas terminada la hizo demoler porque no le gustaba. En sus
viajes llevaba consigo pavimentos de mosaico y fuentes de mármol.
Su ida a Britania fue movida, según dicen, por el deseo de encontrar
perlas (…) Siempre estaba dispuesto a comprar piedras preciosas,
obras de arte de prolijo trabajo, estatuas y cuadros antiguos. Por
esclavos de hermoso cuerpo y cultivada inteligencia pagaba precios

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tan fantásticos que él mismo se avergonzaba y no los asentaba en


sus libros».
Cuando estaba en campaña, el dandi romano se transformaba en
rudo soldado que despreciaba las comodidades, comía el mismo
rancho de la tropa, arrimaba el hombro cuando era menester dando
ejemplo a sus subordinados y sufría las fatigas como el primero.
Era, además, generoso con los vencidos. Tan sólo se le conocía una
debilidad: era un impenitente mujeriego. Cuando entró
triunfalmente en Roma, sus soldados iban cantando: «Romani,
servate uxores: moechum calvum adducimus» (« ¡Romanos, esconded
a vuestras mujeres que aquí traemos al calvo putañero!»). En la
larga lista de sus conquistas amorosas figuraban las esposas de sus
amigos Craso y Gabinio e incluso Mucia, la primera esposa de su
colega y adversario Pompeyo.
Después de César mencionaremos a Marco Tulio Cicerón (106-43),
el más grande orador de un pueblo de grandes oradores. Cicerón
nació en una familia acomodada de los equites. Cuando las guerras
sociales prefirió considerarse más cerca de los optimates que de los
populares y apoyó a Sila (por otra parte no apoyarlo resultaba
bastante peligroso). Como muchos intelectuales, era en el fondo
cobarde y procuraba templar gaitas y no comprometerse demasiado
en la cambiante política romana.
Por las limitaciones que le imponía su mediocre salud y por
inclinación de carácter, Cicerón prefirió eludir las armas y
concentrar sus esfuerzos en la carrera de las letras, es decir, en la
elocuencia y el derecho. En los centros de cultura griega asistió a

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las lecciones de los más famosos filósofos y oradores de su tiempo y


con este sólido bagaje regresó a Roma y se casó juiciosamente con
Terencia, una mujer riquísima aunque autoritaria. Ya inserto en lo
más respetable de la sociedad romana inició su labor como abogado.
A los veintiséis años de edad era ya el más afamado y hábil
picapleitos de Roma. Luego emprendió su cursus honorum ocupando
sucesivamente los cargos de cuestor, edil y pretor, apoyó a Pompeyo
en su campaña por el mando del ejército de Oriente y más adelante,
siendo cónsul, logró que fracasara el golpe de Estado conocido como
conjuración de Catilina, del que nos ocuparemos más adelante. En
esta ocasión compuso cuatro piezas maestras de la oratoria
universal, las famosas Catilinarias, a las que más adelante uniría
las Filípicas (contra Marco Antonio, a imitación de los discursos de
su maestro Demóstenes contra Filipo de Macedonia). Estas le
costaron la vida.
El tercer gran hombre de nuestra lista es Lucio Licinio Lúculo (117-
58), nombre muy reverenciado por los gastrónomos y mesoneros
instruidos. Le debemos la aclimatación en Europa del delicioso
cerezo (palabra derivado de Ceraso, la ciudad del Ponto donde se
criaban los cerezos más dulces).
Lúculo era vástago de noble familia y como tal hizo el consabido
cursus honorum: cuestor, con Sila, pro-cuestor, edil, pretor y cónsul.
Ocupaba esta alta magistratura cuando Mitrídates de Ponto invadió
la provincia romana de Bitinia en Asia Menor y Lúculo, general en
jefe de las fuerzas romanas en Asia, derrotó a Mitrídates. Después
hizo una brillante campaña por Oriente al frente de cinco legiones al

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término de la cual se llenó los bolsillos con las multas impuestas a


las ciudades rebeldes y dictó sabias disposiciones adicionales que
favorecieran a la población evitando que financieros romanos sin
escrúpulos exprimieran la economía de las colonias. Esto le granjeó
enemistades entre los poderosos, lo que a la postre daría al traste
con su carrera política. Por otra parte el epicúreo Lúculo no
ambicionaba más de lo que ya tenía. Prefirió dedicarse a la vida
privada, a disfrutar del bien merecido retiro y de los muchos
millones de sestercios que había amasado. Su nombre ha quedado
asociado al lujo, a la prodigalidad y a la búsqueda desenfrenada del
placer. Como tal lo traemos a este censo, porque ejemplifica una
clase de romano de su tiempo a la que también perteneció César.
Lúculo repartía sus ocios entre la lectura de los clásicos de su
espléndida biblioteca, la composición de una Historia de la guerra
social, en griego, y la celebración de memorables banquetes para
agasajar a sus amigos (y es fácil imaginar que tendría muchos). De
sus tiempos militares le había quedado una inclinación a organizar
escrupulosamente sus operaciones. En su mansión había una serie
de comedores que recibían distintos nombres alusivos a las pinturas
que los decoraban. A cada uno de ellos había asignado un menú de
diferente categoría. Sólo tenía que indicar: «Hoy cenaremos en la
sala de Apolo», para que su mayordomo entendiera que debía
preparar un banquete de cincuenta mil dracmas.
Lúculo debió de ser, como tantos grandes gastrónomos, un punto
melancólico. En una ocasión el mayordomo le preguntó: « ¿Para
cuántos invitados es la cena de esta noche?», y él respondió: «Esta

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noche Lúculo come con Lúculo. Para uno solo». En 1937 Julio
Camba recordó al personaje en el título de su precioso ensayo La
casa de Lúculo o el arte del bien comer.
Nuestro cuarto hombre es Lucio Licinio Craso (115-53), el hombre
más rico de Roma, el prototipo de todos los ricos que hacen fortuna
rápidamente con lo que en nuestros pecadores días se denomina el
pelotazo. La fortuna de Craso procedía de las confiscaciones que
Sila practicó en los populares y de otras fuentes no menos turbias.
Era el casero de media Roma: cuando se declaraba un incendio en
la ciudad (llena de edificios altos, como colmenas, deficientemente
construidos de madera y barro) apostaba en sus proximidades a su
retén de bomberos particular y se ponía en contacto con los dueños
del inmueble en llamas y los de los paredaños igualmente
amenazados, para comprárselos a precio de saldo. Cerrado el trato
ordenaba a sus bomberos que sofocaran el fuego y entraba en
posesión de magníficas viviendas que los angustiados propietarios
se habían visto obligados a vender por una miseria. Políticamente
procedía del campo optimate, sus parientes habían perecido durante
la represión de Mario, y él había sido lugarteniente de Sila. En
tiempos de César la decencia había desaparecido de Roma. Los
ciudadanos vendían sus votos al mejor postor y los políticos
aspiraban a llenarse los bolsillos lo más rápidamente posible. Entre
todos ellos había un hombre ferozmente honrado que destacaba
como mosca en la leche en medio de la podredumbre: Marco Porcio
Catón, llamado Catón de Útica, nuestro quinto hombre (95-46). Era
biznieto del famoso Catón el Censor y vivió mediatizado por la

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sombra de este ilustre predecesor que se había hecho famoso por su


rígida moralidad y sus ideas ultraconservadoras. Procurando
imitarlo en todo, se propuso ser monolíticamente honrado en una
Roma corrupta y abrazó la defensa de los optimates y de la
independencia senatorial con ardor suicida. Más adelante lo
veremos enfrentarse a los poderosos con una energía de la que
carecían sus colegas. Como es natural, este hombre chapado a la
antigua y honrado hasta la médula hizo un breve cursus honorum y
nunca pasó de una modesta pretura. Incluso cuando lo enviaron de
gobernador a Chipre, para evitar la molestia de soportarlo en Roma,
como veremos dentro de unas páginas, en lugar de aprovechar el
cargo para enriquecerse, como hubiera hecho cualquiera, ingresó en
el tesoro público hasta el último denario recaudado. Su esposa,
Marcia, le ponía los cuernos con el joven y atractivo orador
Hortensio, un pico de oro que rivalizaba con el propio Cicerón. En
cierta ocasión Catón se encaró con él: « ¿Deseas a mi mujer? Te la
presto». Con ello quería indicar que era impasible y estaba por
encima de las pasiones humanas. A la muerte de Hortensio, Catón
admitió nuevamente en su casa a la esposa descarriada.
Después de toda una vida dedicada a la defensa del Senado y de la
República, una causa totalmente perdida, Catón se suicidó con
admirable desdén para evitar el perdón de César. Con él terminaba
la República y se cerraba una época irrepetible.

§. César, rehén de los piratas

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Ya va siendo hora de que volvamos a César, al que dejamos en el


capítulo anterior regresando a Roma después del exilio silano.
Eran los tiempos de la revancha en que Lépido acaudillaba el
renovado partido popular y parecía que se iba a comer el mundo,
pero el joven César, con sorprendente madurez, adivinó que aquella
aventura acabaría desastradamente y declinó cuantos ofrecimientos
le hicieron para embarcarse en ella. No obstante hizo sus armas en
el foro como abogado en el proceso contra Cornelio Dolabela, ex
cónsul y conspicuo silano, pero fue vencido por su oponente, Quinto
Hortensio, el abogado de moda, y Dolabela salió absuelto. Quizá no
estaba el joven César lo suficientemente maduro para debutar en el
foro. Por consiguiente, decidido a ampliar estudios con los griegos,
se embarcó para la isla de Rodas, donde esperaba seguir los cursos
de Apolonio Molon, el famoso orador. En este viaje se produjo el
celebrado episodio de su captura por los piratas. Los malhechores lo
llevaron a su guarida y exigieron un rescate proporcionado a la
calidad del rehén. Un día uno de los bandoleros le preguntó: « ¿Qué
piensas hacer cuando recobres la libertad?». Y César respondió:
«Armaré una flotilla, os perseguiré, os capturaré y os haré ejecutar».
El pirata rio la ocurrencia de buena gana y cambió de tema. A poco
César pudo reunir el rescate, y en cuanto recobró su libertad
cumplió lo prometido: capturó a sus secuestradores y los hizo
crucificar. Después, ya metido en la arena militar, se puso al frente
de las milicias locales de la provincia asiática, nuevamente invadida
por Mitrídates. Corría el año 74 y el joven César tenía veintiséis
años.

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§. La guerra contra Ponto


César, después de ejercitar las armas en la campaña contra
Mitrídates, decidió regresar a la política romana. Por otra parte tenía
que hacerse cargo de sus obligaciones como miembro del colegio de
pontífices, una influyente entidad político-religiosa que podía muy
bien servir a sus fines.
El lector irá notando que aquellos jóvenes romanos empeñados en
ascender por el cursus honorum ganaban prestigio en el imperio
para capitalizarlo en Roma. Los populares habían quedado
alicortados por las leyes de Sila que prohibían el acceso de los
tribunos del pueblo al consulado. No obstante, la presión política
parecía indicar que este obstáculo estaba a punto de desaparecer.
En consecuencia César se hizo elegir como uno de los veinticuatro
tribunos militares del año 72 y seguramente participó como tal en la
guerra de Espartaco. Pero esta rebelión merece epígrafe aparte.

§. La guerra de Espartaco
Mientras Pompeyo guerreaba en Hispania contra Sertorio, en Italia
habían surgido otros problemas. En la región de la Campania se
amotinó un grupo de sesenta gladiadores a los que rápidamente se
unieron muchos bandidos y esclavos fugitivos hasta constituir un
verdadero ejército. El cabecilla de la rebelión era un tracio llamado
Espartaco.
La rebelión de Espartaco logró poner en pie de guerra a unos
noventa mil hombres que durante dieciocho meses devastaron

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regiones enteras, saquearon diversas ciudades, cometieron todo


género de tropelías y mantuvieron en jaque a los romanos
derrotando a varios ejércitos consulares. Italia, agotada
demográficamente por las recientes levas exigidas por las guerras
contra Mitrídates, contra Lépido y contra Sertorio, se las vio y se las
deseó para derrotar a aquellos desharrapados.
En el año 72 resultó elegido pretor Marco Licinio Craso (Craso el
rico, del que hablábamos anteriormente). El potentado tenía prisa
por triunfar en política y, como los gastos no lo arredraban, añadió
seis legiones pagadas a su costa a las cuatro de que disponía por
razón del cargo. Con esta tropa aplastó a los rebeldes en una serie
de encuentros en uno de los cuales pereció el propio Espartaco.
Craso regresó triunfalmente a Roma dejando a lo largo del camino
seis mil prisioneros crucificados. Sólo escaparon del aniquilamiento
algunas bandas de forajidos que se retiraron hacia el norte
intentando escapar de Italia. Quiso su mala fortuna que se dieran
de bruces con el ejército de Pompeyo que regresaba, triunfador, de
España.
Pompeyo aniquiló a los rebeldes y se presentó en Roma exagerando
su victoria y ninguneando a su rival Craso.
Era casi inevitable que los cónsules del año 70 fueran Pompeyo y
Craso, los dos romanos más prestigiosos del momento. Su elección
se hacía vulnerando las precisas normas dictadas por Sila cuando
lo dejó todo atado y bien atado antes de devolver el poder al Senado,
pero ¿quién se acordaba ya de la constitución silana?

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El Senado, desbordado por los acontecimientos, hizo todo lo posible


por mantener el equilibrio entre Pompeyo y Craso, recelando que si
alguno de ellos anulaba al otro, fatalmente se proclamaría dictador.
Admitió, sin poner muchas pegas, las candidaturas de los dos
generales a cónsules para el año 70. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Los nuevos cónsules favorecieron los designios del partido popular,
liberaron al tribunado de las trabas impuestas por Sila y devolvieron
sus prerrogativas a los tribunos de la plebe, especialmente el
derecho a vetar las decisiones de los magistrados y a presentar
proyectos de ley.
En esta etapa César era todavía una figura secundaria, pero ya se
enfrentaba resueltamente a la mayoría senatorial para apoyar a los
tribunos de la plebe en su propuesta de amnistía para los
seguidores de Lépido y Sertorio (moción que fue rechazada en
bloque por el Senado, mayoritariamente integrado por optimates).
No obstante el joven César no era considerado peligroso por los
optimates. En realidad les parecía que el fervor popular de su
excéntrico y joven colega respondía más a sus deseos de notoriedad
que a una opción política responsable. El joven patricio había
cobrado fama de pródigo y mujeriego. Se rumoreaba que sus deudas
alcanzaban la fabulosa cifra de ocho millones de denarios. Llevaba
un tren de vida muy por encima de sus posibilidades y derrochaba
sumas fabulosas en obras de arte y en escogidos esclavos.

§. César en Hispania

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César no era el único romano de noble familia que se arruinaba. De


hecho los políticos romanos solían arruinarse para sufragar los
cuantiosos gastos que acarreaba la promoción electoral, pero
después del consulado se resarcían con creces esquilmando las
provincias cuyo gobierno les asignaba el Senado. El joven César
obtuvo una cuestura en el año 69 y marchó a España dispuesto a
hacer fortuna. Le había sido asignada la propretura de España
Ulterior, provincia que abarcaba Andalucía, Extremadura y gran
parte de Portugal. El joven funcionario residió primero en Córdoba,
en una casa cercana al río en cuyo jardín plantó, de su propia
mano, un plátano. Este árbol creció en su ausencia prodigiosamente
hasta el punto de merecer un adulador epigrama del poeta Marcial:
«Parece que el árbol siente la grandeza de su plantador, tanto crece
elevando sus ramas hasta tocar los astros del cielo». El poema
acaba: « ¡Oh árbol del gran César! ¡Oh amado de los dioses! / No
temas el hierro ni el fuego sacrílego: / tus ramas deben esperar
honores sempiternos, / pues no te plantaron manos pompeyanas».
No sabemos cómo desarrolló César su magistratura en España. Los
cronistas han preferido transmitirnos anécdotas personales de las
que cabe deducir que fue en España donde, de pronto, echó juicio y
acarició el proyecto de convertirse en rey de Roma. Un día, al
parecer, soñó que se unía incestuosamente a su madre. Hoy la
psicología podría seguramente hacer una interpretación edípica de
este sueño pero en su tiempo los sacerdotes del templo de Cádiz
consultados prefirieron una interpretación política muy a gusto del
consultante y de la posteridad: en el sueño la madre representaba a

Colaboración de Sergio Barros 56 Preparado por Patricio Barros


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la tierra y César, al tomarla, prefiguraba que un día sería dueño de


ella. Es de suponer que fue en aquella visita al templo de Hércules
en Cádiz cuando el joven cuestor exclamó ante una estatua de
Alejandro Magno: «A mi edad él había conquistado el mundo y yo no
he conseguido nada todavía».
Fue el camino de Damasco del joven César. Desde entonces vio
claro su futuro y lo ganó una impaciencia que ya lo acompañaría
durante el resto de su vida. El galancillo romano, el petimetre, el
perseguidor de esposas ajenas, el juerguista, el dandi, había
decidido ponerse a trabajar de firme, poner sus cinco sentidos en la
construcción de una sólida carrera política, aplicar a conseguir sus
metas la indomable energía que antes desperdiciaba en sus
mezquinas empresas mundanas. Tenía que recuperar el tiempo
perdido.
César regresó a Roma antes de agotar su cuestura en España. Le
urgía acelerar su carrera política y estaba dispuesto a aprovechar
cualquier ocasión propicia, incluyendo el funeral de su tía, la viuda
de Mario, el execrado caudillo de los populares. A César
correspondía, como sobrino de la difunta, pronunciar la alabanza de
la finada, pero él la convirtió en un discurso de propaganda
electoral centrado en su persona y recordó a los presentes que su
familia descendía de reyes por parte de madre y de dioses por parte
de padre (de Anco Marcio, rey, y de Venus, diosa). Para cualquier
observador avisado, las palabras del joven César encerraban el
mensaje de su ambición: ser rey de Roma.

Colaboración de Sergio Barros 57 Preparado por Patricio Barros


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No era una propuesta descabellada. Los tiempos republicanos


tocaban a su fin. El decadente Senado era incapaz de gobernar el
imperio. La República romana se había convertido en un
mecanismo obsoleto cuyo único objeto consistía en atomizar el
poder entre los miopes caciques de una ciudad provinciana para
conseguir que ninguno de ellos destacara sobre los otros. Ahora
poseía un imperio que abarcaba los tres continentes y necesitaba
una autoridad centralizada y una voluntad firme capaces de
concordar y armonizar sus fuerzas y recursos.
Roma necesitaba un gobierno absoluto y firme. Por otra parte, la
mentalidad helenística predominante demandaba un representante
divino como cabeza de la comunidad. Había que arrojar por la borda
los antiguos prejuicios antimonárquicos. Ése era el signo de los
tiempos. La monarquía parecía inevitable. Además existía una razón
práctica: casi todos los pueblos sometidos estaban habituados a
gobiernos monárquicos y, por lo tanto, serían más dóciles si un rey
de Roma, cabeza visible de aquella ecúmene, garantizaba la
estabilidad del sistema.
Hubo más mensajes políticos en el entierro de la viuda de Mario.
César, erigido en maestro de la ceremonia, se atrevió a desafiar una
ley de Sila que prohibía la exhibición en Roma de efigies de su
odiado antecesor, Mario. En la procesión figuró, siguiendo la
costumbre funeraria romana, la efigie de cera del marido de la
difunta. La evocación del rostro de su llorado líder fue recibida por
el pueblo con entusiastas aclamaciones.

Colaboración de Sergio Barros 58 Preparado por Patricio Barros


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El Senado no se atrevió a rechistar, ni siquiera cuando César


extendió su osadía a reinstaurar la estatua de Mario en la galería
del Capitolio, donde figuraban las representaciones de romanos
ilustres.
El año anterior César había enviudado de Cornelia, su segunda
esposa, que pasó por su vida como una tenue sombra, casi sin dejar
rastro. En el 68 nuestro hombre volvió a contraer matrimonio, esta
vez con Pompeya, nieta de Sila y lejana pariente del general
Pompeyo.
Mientras Roma estaba ocupada en derrotar a los sertorianos de
España y a Espartaco, sus intereses en Oriente y el Mediterráneo
habían quedado bastante abandonados. En este río revuelto los
piratas, un mal endémico del mar latino, se habían reproducido
hasta el punto de amenazar los suministros de trigo egipcio de los
que dependía la estabilidad social de Roma. No se podía consentir.
El año 67, el tribuno de la plebe Gabinio propuso nombrar un
procónsul que exterminara a los piratas. Se le otorgaría mandato
para tres años sobre mar y costas y se pondrían a su disposición
veinte legiones y quinientas naves. Era un secreto a voces que
aquella ley estaba hecha a la medida de Pompeyo. El suspicaz
Senado se opuso, como es natural, aunque César, que buscaba
ganarse la simpatía del general, se alineó con los que apoyaron la
ley. La ley fue aprobada.
Pompeyo puso inmediatamente manos a la obra. Comenzó por lo
más fácil, que era barrer a los piratas del Mediterráneo occidental,
donde su implantación era más débil, y lo consiguió en poco más de

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un mes. A continuación se concentró en el Mediterráneo oriental.


Allá tenían los piratas su base principal, en Cilicia, en las costas de
Asia Menor, pero los piratas no estaban coordinados ni constituían
un ejército permanente capaz de presentar un frente común. Se
fueron rindiendo sin combatir y sólo en raras ocasiones plantaron
cara. El general había terminado con el problema en tres meses.
Pompeyo, una vez más, había obtenido un señalado éxito con poco
coste. ¿Devolvería ahora su poder proconsular al Senado? Se alzó la
voz de otro tribuno de la plebe, C. Manilio: ya puestos, ¿por qué no
encargar al invencible Pompeyo que rematase el molesto asunto de
Mitrídates de una vez por todas?
Nuevamente Mitrídates, aquella mosca cojonera tan molesta para
Roma. El Senado se opuso, naturalmente, y nuevamente salió
derrotado.
Pompeyo hizo algo más que derrotar a Mitrídates. Condujo a su
ejército a Oriente y en sólo cuatro años duplicó las tierras sometidas
a Roma extendiendo sus dominios desde el Cáucaso hasta el
desierto del Sinaí, en la frontera con Egipto. En el verano del 66
despojó a Mitrídates de su reino; en otoño sometió a Armenia; en el
invierno derrotó a los albanos del Cáucaso; al año siguiente venció a
los iberos (otra tribu caucásica que no tiene relación directa con los
iberos españoles), y nuevamente derrotó a los albanos. En Roma,
con el relato de sus hazañas, circularía la especie de que entre los
albanos se había visto combatir a las amazonas, las fabulosas
mujeres guerreras.

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Después de invernar en la Pequeña Armenia, Pompeyo prosiguió sus


conquistas por los antiguos dominios de Mitrídates. En Talaura
capturó un tesoro compuesto de armaduras de oro adornadas de
piedras preciosas; en el Castillo Nuevo se hizo con los archivos de
Mitrídates y encontró sus cartas amorosas y los libros en los que el
tirano llevaba cuenta cabal de sus variadas actividades e intereses.
Se hallaron recetarios de venenos en los que el rey había anotado
los datos de sus víctimas, algunas de ellas hijos suyos, con
expresión del tipo de pócima administrado a cada persona.
Después de estas victorias, Pompeyo se estableció en Amisos para
preparar la campaña siguiente: la invasión de Siria. Oriente estaba
podrido y Pompeyo, combinando hábilmente la fuerza disuasoria de
sus legiones con las negociaciones, consiguió hacerse con Siria
prácticamente sin combatir. Siguiendo su marcha hacia la frontera
egipcia, penetró en tierras de Israel y ocupó Jerusalén.
En Jerusalén Pompeyo se atrevió a hollar el Templo, un recinto
vedado a todo extranjero, aunque se abstuvo de profanar el
sanctasanctórum, la habitación oscura y sin ventanas donde
moraba el Dios de Israel. Aquel recinto era visitado una vez al año,
el Día de la Expiación, por el Sumo Sacerdote para pronunciar, en
voz baja, el verdadero nombre de Dios, sólo por él conocido, y
renovar así el pacto de Dios con su Creación. Pompeyo anduvo muy
considerado al respetar el sanctasanctórum pero, no obstante,
cometió sacrilegio al profanar con sus plantas gentiles el sagrado
recinto del Templo. Uno está tentado a suponer que ésta fue la
causa de sus posteriores desgracias, pues lo cierto es que si hasta

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entonces la fortuna le había sonreído, a partir de entonces el santo


se le puso de espaldas y todo le salió mal.
Pompeyo fue seguramente el hombre que dio más grandeza a Roma.
Solamente con las tierras conquistadas durante su campaña de
Oriente, que abarcaban toda la fachada mediterránea oriental desde
el Ponto Euxino hasta Gaza, elevó de 200 a 340 millones de
sestercios el presupuesto del Estado. En esta campaña tuvo,
además, la habilidad de dejar en las fronteras interiores de las
nuevas provincias un escudo protector de estados pequeños, meros
satélites de Roma, interpuestos entre el territorio romano y los
bárbaros asiáticos. (Bárbaros en el sentido grecolatino: pueblos
extranjeros percibidos como una posible amenaza).
Pompeyo era el romano más prestigioso, concentraba en sus manos
un formidable poder militar y se sentía respaldado por una
numerosa clientela tanto en Oriente como en España. Era evidente
que la nobilitas había perdido la partida. Los tiempos de la
aristocracia habían pasado. Había llegado el tiempo de los grandes
autócratas, de los reyes.

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Capítulo 4
La conjuración de Catilina

Mientras Pompeyo ampliaba los territorios romanos en Asia, Craso


aprovechaba su ausencia para aumentar su clientela en Roma y
procuraba arrebatarle el liderazgo de los populares. Julio César,
medrando a su sombra, procuraba disipar la mala fama cobrada en
su extravagante juventud con actos de madurez política. Pisaba
firme el joven César, crecían sus seguidores en el pueblo y ello le
concitaba el respeto, pero también el recelo, de los optimates.
En el verano del 66 se celebraron elecciones para designar los
cónsules del año siguiente. Craso untó las manos necesarias y
movió influencias hasta conseguir que sus hombres coparan las
principales magistraturas: los cónsules serían Cornelio Sila
(pariente del dictador) y Autronio Peto. César, su mano derecha,
sería edil curul, y el propio Craso, censor.
El edil curul era una especie de concejal encargado de la policía
local, de la vigilancia de mercados y sobre todo de la organización de
los festejos anuales. Era una ocasión propicia para ganarse el favor
del pueblo y César no la desaprovechó. Echó la casa por la ventana
y organizó los juegos más espléndidos vistos hasta entonces. Se las
ingenió, además, para eclipsar al otro edil, de modo que los laureles
y la popularidad fueran sólo para él.
Ya que tenemos a nuestro protagonista embebido en su oficio de
concejal de festejos, no estará de más que dediquemos unas líneas a
los juegos romanos. Eran especialmente dos: la fiesta de Cibeles, la

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diosa madre, en abril, que duraba una semana y venía a ser unas
fiestas de primavera, y la fiesta de Júpiter Capitolino, el dios
máximo, en setiembre, que se prolongaban durante una quincena. A
primera vista parecen muchos días de fiesta, pero téngase en cuenta
que los romanos no tenían Navidad ni Semana Santa.
Aquel cargo de concejal de festejos suministraba una excelente
ocasión de ampliar las fiestas. César organizó también unos juegos
funerarios (ancestral costumbre romana) en memoria de su padre.
La ocasión estaba un poco cogida por los pelos porque hacía quince
años de la muerte del prócer y ya nadie se acordaba de él. Era,
lógicamente, un mero pretexto para sobornar a la plebe, es decir, a
los votantes, con espectáculos gratuitos. César reunió nada menos
que trescientas veinte parejas de gladiadores, una cantidad
exorbitante y, por cierto, contraria a la ley. El Senado se alarmó
cuando conoció la cifra. ¿No será una estratagema? ¿No estaremos
todos en peligro? ¿No azuzará contra nosotros a esa gente terrible?
«Este César ya no mina a la República —comentó el senador
Catulo—: ahora la demuele directamente a golpes de ariete».
De este modo el joven César amplió el espacioso lugar que tiempo
atrás había ganado en el corazón de muchos romanos cuando,
desafiando las prohibiciones silanas, repuso en el Capitolio la
estatua de su tío Mario.
El partido de los optimates temía que sus adversarios políticos se
perpetuaran en el poder si se hacían con las riendas del Estado.
Para evitarlo recurrieron a una cirugía radical y sin embargo legal:
echando mano de todos los recursos que la ley ponía a su alcance,

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declararon que las elecciones habían estado amañadas y las


impugnaron. Además, consiguieron que los cónsules electos fueran
sustituidos por otros de su propio partido: Manlio Torcuato y
Aurelio Cotta.
Los populares bramaron de ira ante semejante atropello. Si el
Senado se empeñaba en anularlos ellos recurrirían al expediente
supremo, al de las armas.
El 5 de diciembre del 66 los principales líderes populares, reunidos
secretamente en la mansión de Craso, acordaron asesinar a los
cónsules usurpadores en el mismo acto de la toma de posesión de
sus magistraturas, que sería el día primero de enero del año 65,
ante el Senado. ¿Y si los senadores intentan defenderlos?, inquirió
alguien. Los mataremos también, le contestaron. Sería un golpe de
Estado en toda regla. Los senadores populares defenestrados con
argucias legales tomarían el mando y en virtud del poder conferido
por su magistratura nombrarían dictador a Craso.
Hay que suponer que César, aunque asistió a la reunión, adoptó un
papel pasivo y procuró no comprometerse. César era más inteligente
que Craso, pero hasta que llegaran mejores tiempos no tenía más
remedio que secundar sus torpes iniciativas. Por otra parte, uno de
los cónsules condenados, Aurelio Cotta, era tío suyo.
Regresemos ahora a la conspiración de Craso. Sólo faltaba un mes
para que sus hombres perpetraran el magnicidio, pero en este
período de tiempo alguien se fue de la lengua y el asunto llegó a
conocimiento del Senado, que inmediatamente reforzó la escolta de
los cónsules electos. El efecto sorpresa se había malogrado. Los

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conspiradores decidieron aplazar el golpe hasta que se presentara


otra ocasión propicia.
Pero el Senado no estaba dispuesto a soportar el acoso de sus
enemigos con los brazos cruzados. Decidió alejar de Roma a algunos
de los principales conspiradores. A Cneo Pisón lo enviaron a España
Citerior. Craso aprovechó esta circunstancia para encomendarle que
sublevara contra Roma a las tribus indígenas al tiempo que César
hacía lo propio en la Galia Cisalpina. Fue un alivio para César que
el asesinato de Pisón en Hispania determinara un nuevo
aplazamiento del golpe de Estado y lo excusara de cumplir su parte
del plan.
Ya hemos visto que la conjura fue ideada por Craso. Pero como
algunos historiadores se empeñan en llamarla primera conjuración
de Catilina, quizá sea el momento de presentar este nuevo
personaje.
El partido de los populares contaba entre sus simpatizantes con un
tal Lucio Sergio Catilina (108-62). Este sujeto había comenzado su
mediocre carrera política como fanático seguidor de Sila, pero a la
desaparición del dictador estaba tan desprestigiado entre sus
propios correligionarios que cambió de bando y se inclinó hacia los
populares, con la esperanza de medrar entre ellos. Quería conseguir
el consulado a toda costa.
En el año 73 estuvo implicado en un proceso por fornicación con
virgen vestal del que salió absuelto con argucias legales. En el 68
fue elegido pretor y en el 67 gobernador de la provincia de África. No
pudo presentarse a las elecciones consulares del 65 y 64 porque

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estaba acusado de extorsión (cargo del que resultó también


absuelto).
En las elecciones para el 64 los optimates tenían el voto dividido
entre cuatro candidatos. Los populares, más concordados, sólo
proponían dos: Catilina y Antonio. No obstante resultó vencedor
Cicerón, aunque no era apoyado por ninguno de los dos bandos.
Cicerón sólo contaba en principio con el apoyo de los equites de su
clase y de algunos populares, pero era uno de esos políticos duchos
en el difícil arte de nadar entre dos aguas. También era el mejor
orador de Roma, un político moderno en el más amplio sentido de la
palabra, es decir, capaz de persuadir al votante de izquierdas de que
va a defender sus intereses y, en el mismo mitin, convencer al
votante de derechas exactamente de lo contrario. Craso y César no
se dejaron engañar y continuaron apoyando a Catilina y Antonio.
Las elecciones romanas se caracterizaban por la virulencia y la
ausencia de cortesía parlamentaria. En su discurso electoral, u
oratio in toga candida (los candidatos vestían toga blanca,
cándida, de donde procede la palabra), Cicerón puso a sus
adversarios como chupa de dómine, llamando a Antonio bandido y
cochero y a Catilina adúltero, prevaricador y sacrílego. Realizado el
escrutinio, Cicerón resultó elegido por gran mayoría, y en segundo
lugar, a considerable distancia de él, Antonio. El rencoroso Catilina
quedaba en la cuneta una vez más.
Si no hubiese tenido un carácter tan soberbio y rencoroso, Catilina
se habría consolado pensando que, de todos modos, un consulado

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compartido con Cicerón no prometía ser plato de gusto para nadie.


Cicerón le hacía sombra a cualquiera.
Esto también lo sabía Antonio, por eso procuró contar con el apoyo
de los tribunos de la plebe para impulsar su primer proyecto, una
ley agraria que garantizara el reparto de lotes de tierra primero a los
aliados italianos y después a otros súbditos del imperio. Era un
torpedo en la línea de flotación de la oligarquía senatorial. Cicerón
se opuso al proyecto, con lo que se acercó a los optimates y se alejó
de los populares.
Por aquel tiempo falleció el gran pontífice, y César, que pertenecía al
colegio sacerdotal desde hacía diez años, aprovechó la ocasión para
presentar su candidatura al cargo después de maniobrar
hábilmente para que de nuevo la elección recayera en el pueblo. Fue
una gran osadía por parte de César pues solamente era edil y el
cargo solía recaer en personas que habían culminado el cursus
honorum. No obstante se arriesgó a poner toda la carne en el
asador, soborno de los votantes incluido. El sumo pontificado, que
confería inviolabilidad y autoridad perpetua, podría ser una baza
decisiva en sus ambiciones futuras. El día de la elección, al salir de
casa, César confió a su madre: «Esta tarde sabrás si soy gran
pontífice o fugitivo».
Como decían los romanos, la fortuna favorece a los audaces. El
triunfo de César fue arrollador: él solo consiguió más votos que el
resto de los candidatos.

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En nuevo pontífice tuvo que abandonar la casa familiar, en el


Esquilmo, y se instaló con sus penates en la domus pública, el
santuario llamado Regia, antigua residencia de Numa.
El siguiente movimiento de César, en su afán de labrarse una
clientela popular, fue atacar al Senado desempolvando el tema de
las ejecuciones sumarísimas en que muchos de sus miembros se
vieron implicados durante la dictadura de Sila. Para ello sugirió al
tribuno Labieno, su incondicional aliado, que incoara un proceso
por homicidio contra el anciano senador Rabirio, acusándolo de un
asesinato perpetrado 37 años atrás. Rabirio, ya octogenario y con
un pie en el otro mundo, era en realidad un pretexto. La estocada
estaba dirigida contra el corazón optimate del Senado. Ni Cicerón,
que en su papel de protector de aquella corporación puso toda su
elocuencia al servicio de la causa, pudo evitar que Rabirio fuera
condenado. Entonces los implicados recurrieron a una argucia de la
peor especie. Cuando las centurias reunidas en el Campo de Marte
se disponían a votar, una bandera roja se alzó sobre el Janículo.
Según una ley consuetudinaria aquella bandera era señal de peligro
y a su vista la asamblea debía disolverse inmediatamente. El
anciano Rabirio se salvó por la campana, pero no fue absuelto.
Nuevamente Catilina era candidato para el consulado del año
siguiente y César y Craso fingían apoyarlo para justificarse ante los
populares, pero no movían un dedo por asegurar su elección.
Catilina hizo una campaña virulenta y demagógica, clamando
contra los optimates, contra los ricos, contra los prestamistas y
contra los comerciantes, y haciendo a la plebe promesas imposibles

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de cumplir. A pesar de ello resultó nuevamente derrotado. Los


electos fueron Silano y Murena, apoyados secretamente por Craso y
César. Por su parte César consiguió ser elegido pretor para el año
62, justo con la edad mínima requerida por la ley.
Catilina había fracasado por cuarta vez consecutiva en su intento de
alcanzar el consulado. Era más de lo que estaba dispuesto a
soportar. Ya que no alcanzaba el poder por las buenas, decidió
alcanzarlo por las malas, e inmediatamente se puso a preparar el
golpe de Estado que propiamente debe llamarse conjuración de
Catilina. El eterno candidato frustrado tenía muchos conocidos de
su calaña que podían fácilmente convertirse en sus cómplices
porque en Roma abundaban los aristócratas venidos a menos, los
descontentos, los arrumados y, en suma, mucha gente que no tenía
nada que perder pero mucho que ganar en el río revuelto de una
guerra civil. Además contaba con que la baja plebe lo apoyaría con
entusiasmo si sabía atraérsela con promesas revolucionarias. El
señuelo de repartir entre los desheredados las propiedades
confiscadas a los ricos siempre había funcionado.
Es curioso pensar que en circunstancias normales este Catilina
hubiese pasado por la historia absolutamente desapercibido sin
merecer más allá de una nota a pie de página. Sin embargo su
nombre figura entre la docena que evocamos al pensar en Roma.
Gracias a él, o muy a su pesar, tenemos la Crónica de Salustio y las
Catilinarias de Cicerón, dos obras maestras de la literatura latina.
Catilina urdió su plan y asignó a cada uno de sus secuaces una
misión que cumplir. C. Manlio y C. Flaminio amotinarían a los

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irredentos de Etruria, otros lo harían en Piceno, en Apulia e incluso


en las escuelas de gladiadores.
Parecía que la cosa podía funcionar, pero a finales de setiembre uno
de los conjurados, Q. Curio, reveló a su amante la existencia del
complot. Muy a menudo la historia ha cambiado su curso por
indiscreciones de alcoba, verás, nena, lo importante que soy, a la
querida de turno. Quizá para compensar una mediocre actuación
sexual. El caso es que la tal Fulvia andaba quejosa con el tal Curio
porque los amantes de sus amigas se mostraban mucho más
generosos con sus parejas. Curio, haciéndose el misterioso,
comenzó por prometerle que en breve tiempo la colmaría de regalos.
Le picó a ella la curiosidad y no cejó en su empeño ni consintió en
separar las rodillas, es un suponer, hasta que el torpe conspirador
la puso al tanto de la conjura en sus mínimos detalles. A la moza le
faltó tiempo para presentarse ante el cónsul y delatar a su amigo.
Cicerón, después de hacer las averiguaciones pertinentes y
comprobar la veracidad del caso, denunció el complot ante el
Senado.
Los patres de la patria escucharon las revelaciones del cónsul con
semblante grave y expresión preocupada pero sin las muestras de
estupor que parecían adecuadas al caso. Cicerón, un poco
contrariado, cargó la suerte exponiendo los alcances del caso: en el
plazo de un mes se producirían motines en toda Italia y el cónsul
que informaba sería asesinado.
Seguramente Cicerón esperaba que el mundo se conmoviese hasta
los cimientos al conocer sus descubrimientos. Nada de eso. Durante

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la larga sesión que siguió sólo hubo palabreo y actitudes evasivas


cuando no claramente exculpatorias. ¿Le faltaba valor al Senado
para enfrentarse con el matón o es que muchos senadores estaban
del lado de Catilina? No pasó nada. La denuncia sólo sirvió para
poner en guardia a los conjurados.
Como dato anecdótico cabe consignar que en medio de aquella
memorable sesión entró resoplando el senador C. Octavio, que
nunca llegaba tarde. Su esposa acababa de dar a luz un niño que,
andando el tiempo, sería Augusto, primer emperador y sucesor de
César.
La revelación de la conjura dejó en situación comprometida a Craso
y a César. Catilina pertenecía al bando de los populares.
Seguramente temieron que aquella acémila desbocada los
comprometiera con su torpeza y en los días siguientes procuraron
desligarse de toda sospecha de estar implicados en la conspiración.
Es más, Craso visitó a Cicerón en su domicilio para entregarle un
paquete de cartas que habían llegado a poder del portero de su
mansión. Estaban dirigidas a distintos prohombres romanos, entre
ellos el propio Craso, y contenían la advertencia de que el estallido
de una rebelión era inminente y convenía que estuvieran lejos de
Roma si querían salvar el pellejo.
La inquieta ciudad se llenó de rumores. Cicerón convocó al Senado
a la mañana siguiente y distribuyó las cartas dirigidas a distintos
senadores como si fuera el cartero del regimiento. Los interesados
leyeron sus misivas a la concurrencia. Esta vez muchos se

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preocuparon por el sesgo que tomaban los acontecimientos y


consintieron en declarar a la ciudad en estado de sedición.
Sólo eso. No se atrevieron a ir más lejos condenando a Catilina. ¿Y
si finalmente triunfa el golpe de Estado? ¿No tomará represalias
contra los que lo condenaron? Prefirieron cobardemente conceder
plenos poderes a los cónsules. Era pasarles la patata caliente para
que fueran ellos los que tomasen las medidas oportunas. Un cónsul
con plenos poderes quedaba por encima de la ley mientras durara el
estado de excepción expresado en su nombramiento. Lo malo es,
que Cicerón, como cónsul, no era más audaz que sus compañeros
de cámara. En lugar de cortar por lo sano y arrestar a los
conspiradores, se contentó con enviar tropas a las regiones que
estaban a punto de rebelarse.
A todo esto Catilina seguía en Roma y actuaba como si todo el
asunto del complot fuese una burda mentira, un montaje destinado
a desprestigiarlo. Incluso se ofreció hipócritamente a ser prisionero
del Senado hasta que se aclararan las cosas, pero el Senado,
cobardemente, rehusó hacerse cargo de él. Entonces, haciendo gala
de increíble cinismo, Catilina anunció que se consideraba arrestado
en su domicilio y se recluyó en su casa durante una semana.
El día fijado para asesinar al cónsul, el caballero y el senador
designados para eliminarlo fueron a visitarlo a altas horas de la
noche con el pretexto de comunicarle un asunto de vital
importancia, pero encontraron la casa bien guardada por criados
armados y no fueron recibidos. Tampoco fueron detenidos. Ninguna
ley prohibía que dos ciudadanos honrados portaran armas bajo sus

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togas. La intención no es delito. Pero Cicerón, que tenía muy


desarrollado el instinto de conservación, dio un puñetazo en la mesa
y decidió que aquello había llegado ya demasiado lejos. Cuando
amaneció, pronunció ante el Senado su primera Catilinaria, la
orationen suculentam et utilem, el discurso espléndido, la de
aquellas famosas palabras que resuenan en los oídos de tantos
escolares: «Quo usque abutere Catilina patientia nostra…?».
«¿Hasta cuándo vas a abusar, Catilina, dé nuestra paciencia…?».
Es también la del famoso óleo historicista de Maccari, en el que
vemos en primer término un Catilina cabizbajo y siniestro que
parece avergonzado entre asientos vacíos que sus colegas
senatoriales han ido dejando para agruparse al fondo del hemiciclo
senatorial en torno al tonante Cicerón, que sigue desgranando las
retóricas preguntas de su discurso: «¿Cuánto tiempo tendremos que
sufrir todavía tus torcidas intrigas? ¿Cuál es el límite de tu osadía?
¿No has advertido el refuerzo de las rondas, la intranquilidad del
pueblo, la determinación de los ciudadanos honrados? ¿Las
medidas de seguridad de este lugar para la sesión del Senado no te
causan impresión alguna? ¿Y la mirada y el grave semblante de los
hombres aquí congregados? ¿No adviertes que tus planes han
dejado de ser secretos? ¿No ves que tu conspiración, al conocerse,
ha sido abortada? ¿Crees que ninguno de nosotros sabía lo que
maquinabas anoche y antes de anoche, dónde te reunías con tus
compinches y qué planes habías concebido? O témpora o mores!…
¡Qué tiempos, qué costumbres!».

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Cicerón propuso que Catilina fuera expulsado de Roma, pero


aquella pandilla de cobardes bajó la cabeza y no dijo ni pío. Tenían
miedo.
Aquí es donde Cicerón se revela como el magnífico abogado que era:
había previsto la pacata reacción de sus colegas (que probablemente
hubiera sido la suya propia de no ser él cónsul), así que sorteó el
escollo preguntando: «¿Creéis que Catulo debe ser expulsado de
Roma?». Oír el nombre del senador Catulo, unánimemente
apreciado, unido a una propuesta de destierro provocó un murmullo
de sorpresa seguido de general desaprobación. Cicerón, el viejo
zorro, se limitó a sonreír: si a esta propuesta protestan y a la de
expulsar a Catilina callaron es porque estaban de acuerdo con
aquella expulsión. El que calla otorga. Catilina también lo
comprendió así. Hizo su equipaje y abandonó Roma aquel mismo
día, 8 de noviembre del 63.
Catilina había huido. ¿Lo perseguirían hasta acabar con él y con los
rebeldes y conjurados? Nada de eso. El cónsul y el Senado se
enzarzaron en larguísimas deliberaciones y no hicieron nada. Sólo
cuando tuvieron noticias de que Catilina y sus secuaces había
sublevado la región de Etruria y concentraban tropas para marchar
sobre Roma, el Senado se atrevió a declararlos enemigos públicos
(hostes publici) y a enviar contra ellos un ejército mandado por el
cónsul C. Antonio.
A todo esto, una embajada de los alóbregos llegó a Roma para
negociar con el Senado y un avispado agente de Catilina logró
convencerlos para que sublevaran sus tribus y las pusieran de parte

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de su patrocinado. El texto del acuerdo, debidamente firmado por


las partes, cayó en manos de Cicerón. Era la prueba que necesitaba
para desenmascarar a los cómplices de Catilina en Roma. Fueron
detenidos y puestos a disposición judicial. ¿Qué castigo merecían?
En Roma, desde tiempo inmemorial, a los traidores al Estado se los
condenaba a muerte. Sin embargo Julio César abogó por ellos. Al fin
y al cabo eran ciudadanos romanos y no se podían eliminar así
como así. Cicerón tampoco quería comprometerse directamente.
Prefería que el Senado dijera la última palabra para que la sentencia
fuera asumida colectivamente. Lo de siempre: todos temían que
algún día diera la vuelta la tortilla y pudieran verse acusados de
asesinato. El caso del senador Rubirio, condenado por muertes
acaecidas treinta años antes, planeaba en la mente de todos.
Solamente Catón, el insobornable moralista, el hombre que no se
casaba con nadie, alzó su voz para denunciar la tibieza y la cobardía
de sus colegas y para solicitar la pena de muerte para los reos de
traición. Los senadores no tuvieron más remedio que bajar la cabeza
y asentir.
César había intercedido por los detenidos. Catón zahirió a César por
la sospechosa suavidad con que trataba a los culpables y la
multitud lo insultó en el foro. ¿Acaso estaba implicado en la
conjuración?
Por lo demás la justicia siguió su curso. Cicerón dio las órdenes
oportunas y los cinco detenidos fueron estrangulados en el
Tullianum. Ésta era la cárcel de alta seguridad de Roma, apenas un
par de espaciosos calabozos superpuestos habilitados en una

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antigua cisterna etrusca excavada en la roca. No deja de ser


aleccionador que cuando todos los mármoles y las glorias edilicias
de la Roma imperial han desaparecido totalmente o han dejado sólo
escasos vestigios, esta lóbrega cárcel se conserve en aceptable
estado. Hoy es conocida con su denominación medieval de prisión
Mamertina, y sobre ella se yergue la iglesia San Pietro in Cárcere en
testimonio de una piadosa tradición cristiana según la cual san
Pedro y san Pablo sufrieron prisión allí.
La construcción tiene dos niveles. En el inferior hay un manantial y
un rehundimiento circular, quizá un tholos, tan antiguo como la
ciudad. En esta cárcel se custodiaban los prisioneros importantes,
reyes y caudillos extranjeros cuya ejecución formaba parte de los
actos conmemorativos del triunfo del general que los derrotó.
Yugurta y Vercingetórix padecieron prisión y fueron ejecutados en
este lugar.
Regresemos ahora junto a Cicerón que, consciente de estar viviendo
el acontecimiento más trascendente de su carrera, se dirige al foro
para hacer público el cumplimiento de la sentencia, y lo hace del
modo más efectista. Para que sus conciudadanos y la posteridad lo
admiremos por siempre como sublime ejemplo de severidad y
gravedad romana, se limita a pronunciar una sola y terrible palabra:
Vixerunt (vivieron).
Después Cicerón se retiró a su morada. Muchos romanos que se
habían creído al borde de una nueva guerra civil respiraron
tranquilos y aquella noche tomaron a alumbrar las puertas de sus

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casas como hacían en tiempo de paz y regocijos. En algunas


ventanas y azoteas incluso aparecieron festivas tocas y guirnaldas.
En Roma las aguas parecían haber vuelto a su cauce, pero en Italia
soplaban vientos de guerra. Los secuaces de Catilina extendían la
rebelión por todas partes. Preocupantes comunicados se iban
amontonando cada día sobre la mesa del Senado. ¿Qué hacer?
Algunos pensaron en Pompeyo, el invencible general que había
liquidado a los piratas y pacificado el Oriente, pero a otros la mera
mención de su nombre les producía pavor. Si Pompeyo regresaba a
Italia con su ejército era seguro que marcharía sobre Roma y se
adueñaría de la República. Otra vez el espectro de la dictadura
silana.
El Senado estaba atrapado entre la espada y la pared: por una parte
los rebeldes de Catilina, cada vez más fuertes; por la otra el ejército
de Pompeyo. Si lo llamaban en auxilio de Roma, lo más seguro era
que se hiciera con el control del Estado.
En estas vacilaciones llegó enero del 62, que trajo aparejado el
cambio de las magistraturas anuales. Salía Cicerón de su agitado
consulado y César estrenaba pretura con un discurso en el foro en
el que zahería a Catulo por no haber acabado todavía las
proyectadas obras del Capitolio y solicitaba que el nombre del
moroso edificador fuese sustituido por el de Pompeyo en la lápida
conmemorativa. Catulo intentó replicar, pero César le negó acceso a
la tribuna.
¿Qué había ocurrido? César, de pronto, se había vuelto ferviente
partidario de Pompeyo y apoyaba a Nepote, tribuno de la plebe

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empeñado en llamar al general para que sofocase la rebelión


catilinaria. El Senado se negó en redondo pero, al propio tiempo,
para congraciarse con el pueblo, extendió la seguridad social de
treinta mil beneficiarios a varios cientos de miles. Una actitud
suicida porque ello elevaba el presupuesto del Estado a límites casi
intolerables. Cualquier cosa con tal de conjurar el fantasma de la
monarquía que Pompeyo parecía encarnar.
Pero los disturbios no cesaban. El Senado destituyó al tribuno
Nepote y al pretor César y otorgó poderes absolutos a los nuevos
cónsules. Nepote abandonó Roma enfurecido para ir en busca de su
amigo Pompeyo. César se limitó a recluirse dignamente en su casa.
Pocos días después su pretura le fue restituida y nuestro hombre
reanudó su asistencia a las sesiones del Senado, ya definitivamente
limpio de sospechas de haber participado en la conjuración de
Catilina. Tenía muchísimo trabajo por delante porque a poco tuvo
que ocupar la jefatura del grupo de los populares por deserción de
Craso que, ante las perspectiva del regreso de Pompeyo, al que
odiaba a muerte, se creyó en peligro y escapó a Macedonia.
En los días que siguieron, nuevos acontecimientos modificaron el
panorama político romano. Las tan temidas tropas de Catilina
resultaron ser de ínfima calidad, compuestas por desharrapados y
esclavos fugitivos, mal armadas e indisciplinadas, y fueron
derrotadas por las fuerzas senatoriales. Catilina sucumbió luchando
valerosamente.
El Senado respiró tranquilo: Pompeyo no tenía pretexto alguno para
intervenir en Italia.

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Pompeyo no pareció afectado por la noticia ni demostró tener prisa


alguna por regresar a Roma. En cómodas etapas continuó su viaje,
dejándose agasajar en todas las ciudades griegas por las que
pasaba. Era vanidoso y le encantaban las aclamaciones, los arcos
triunfales/las fiestas y banquetes en su honor. Además se esforzaba
por alardear de cultura, no fueran aquellos griegos a pensar que era
un generalote sin educación. En Atenas hizo un generoso donativo
para la restauración de los monumentos. En Rodas departió con los
sofistas, y tuvo el simpático rasgo de visitar en su domicilio al
filósofo Posidonio, que estaba impedido. Lo hizo con llaneza
encomiable, sin lictores ni insignias: «Los haces del imperio se
inclinaron en los umbrales de la sabiduría», comentó, adulador,
Plinio el Viejo.

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Capítulo 5
Pompeyo regresa de oriente

Contenido:
§. César en España
§. El primer triunvirato

Después de sus resonantes éxitos en Oriente, donde había


ensanchado considerablemente el Imperio romano, Pompeyo se
creía otro Alejandro. Cuando desembarcó en Brindisi al frente de
sus tropas, toda Italia contuvo el aliento. ¿Qué pasará ahora? ¿Dará
un golpe de Estado como hizo Sila? Pero los temores resultaron
infundados. Pompeyo estaba hecho de diferente madera. No es que
no aspirara al poder, por supuesto: es que quería ejercerlo con el
beneplácito de sus conciudadanos. Quería que se lo ofrecieran, no
tomarlo por la fuerza. Tan seguro estaba de que la República caería
rendida a sus pies que licenció a sus tropas, sorprendiendo a
propios y extraños. Sus amigos encomiaron su respeto a las leyes y
sus enemigos lo tildaron de torpe o de cobarde. Además, para que
ninguna sombra menoscabara su grandeza, Pompeyo había
repudiado a su indigna esposa, la inconstante Mucia, que le había
sido repetidamente infiel en su ausencia. Por cierto, uno de los que
habían mantenido una relación con la señora había sido, según se
rumoreaba, el propio Julio César, el seductor.
La noticia corrió como la pólvora por todo el imperio: ¡Pompeyo
regresaba a Roma como cualquier hijo de vecino, por solitarios

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caminos embarrados, tan sólo acompañado por algunos criados y


amigos! Los que habían huido de la ciudad temiendo otra dictadura
silana se tranquilizaron y regresaron a sus casas, entre ellos Craso,
que nuevamente tomó las riendas del partido de los populares.
Pompeyo tardó en llegar a Roma pues allá por donde pasaba era
recibido en olor de multitudes y agasajado como un príncipe. Ya se
sabe cómo son los ayuntamientos cuando tienen pretexto para
organizar comilonas y festejos.
Uno se alegra por Pompeyo porque sus únicos días felices iban a ser
los del incómodo viaje. En Roma fue la gran decepción. Los romanos
no se echaron a la calle para recibirlo, ni hubo guirnaldas,
luminarias, aclamaciones ni cánticos. Quizá es que llegó en mal
momento porque la ciudad se hallaba conmocionada por un reciente
suceso y no se hablaba de otra cosa en los mentideros y termas.
Como el escándalo implicaba directamente a Julio César, será mejor
que nos detengamos en sus pormenores.
Existía en Roma una curiosa fiesta, llamada las Damia, de remotos
orígenes, probable pervivencia de cultos matriarcales paleolíticos a
la Bonna Dea, que reunía durante toda una noche a muchas
matronas en la casa de un magistrado cum imperio. Aquel año le
había tocado a Julio César y por lo tanto su esposa Pompeya
oficiaba como anfitriona. El culto era eminentemente femenino y
requería que todos los moradores masculinos abandonaran la casa.
El escándalo estalló cuando las celebrantes descubrieron que se
había colado un hombre disfrazado de tañedora de arpa. Al
principio se pensó que se trataba tan sólo de un curioso que

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pretendía asistir a sus ritos, pero después de las primeras


averiguaciones resultó que lo que el sacrílego pretendía era
encontrarse a solas con una dama de la que estaba encaprichado.
Una vez dentro de la mansión no daba con la mujer que buscaba y
tuvo que preguntar por ella a una criada. Lo hizo atiplando la voz,
pero a pesar de ello su interlocutora sospechó que se trataba de un
hombre y lo delató.
Cuando se extendió la noticia, las mujeres elevaron tal clamor que
se conmocionó todo el barrio. La madre de César, la prudente
Aurelia, tomó las disposiciones oportunas, como persona de más
autoridad: suspendió la fiesta y despidió a las celebrantes.
A la mañana siguiente, en Roma no se hablaba de otra cosa. El
intruso era un tal P. Clodio. Se rumoreaba que la dama que iba
buscando era Pompeya, la esposa de Julio César. Es posible que
César hubiese querido echar tierra al asunto y olvidarlo, pero sus
enemigos en el Senado se encargaron de airearlo cuanto les fue
posible. Después de discutirlo en solemne sesión, decidieron que se
había producido un sacrilegio y ordenaron una encuesta oficial.
César, en vista del cariz que tomaban los acontecimientos, repudió
a su esposa.
P. Clodio fue procesado dos meses después. Presentó testigos
dispuestos a jurar que cuando ocurrieron los hechos se hallaba con
ellos, lejos de la fiesta. Por otra parte las mujeres no estaban
seguras de que el hombre descubierto en la fiesta fuera Clodio.
Titubeaba el jurado cuando Cicerón desarmó la defensa del acusado
revelando que el día de autos el presunto culpable se había

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entrevistado con él en Roma y por lo tanto mentía cuando


aseguraba que se hallaba lejos de la ciudad.
Nuevas deliberaciones del jurado y finalmente compareció Julio
César, al que preguntaron: «¿Por qué has repudiado a tu mujer?».
Fue en esta ocasión cuando pronunció aquellas palabras tan
repetidas por los políticos de nuestro tiempo: «La esposa de César
no sólo debe ser honesta, sino que debe parecerlo».
Deliberó el jurado y emitió su voto. Veinticinco condenatorios;
treinta y uno absolutorios. «Éstos son los que se han dejado
sobornar por el acusado», observó Cicerón, al que no se le escapaba
un detalle en cuestiones legales. Pero con soborno o sin él, Clodio
resultó absuelto.
A César le pareció un buen momento para ausentarse de Roma y
ocupar aquel cargo de propretor en España Ulterior recientemente
alcanzado. Tenía sus motivos para darse prisa. Estaba comido de
deudas y sabía que sus acreedores caerían sobre él como buitres en
cuanto dejara de ser pretor. Tiempo antes había recurrido a su
correligionario Craso, que le prestó cinco millones de denarios para
pagar las deudas más urgentes. Luego se alejó de Roma.
¿Y Pompeyo? Pompeyo estaba apurando el cáliz de la amargura.
Este hombre decepcionado no entendía que Roma pagara su
tremenda generosidad al licenciar al ejército con aquella fría
indiferencia, con aquella hostilidad incluso. Porque el Senado,
aquella manada de hienas que un mes antes temblaba ante la
posibilidad de que el general avanzara sobre Roma al frente de su
ejército, ahora se mofaba de él viéndolo indefenso y examinaba con

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lupa, para desautorizarlos, los tratados que había suscrito con los
reyezuelos de Oriente. Además, le negaba la tierra que pedía para
sus veteranos. Cicerón puso la guinda declarándolo hominem dis
ac nobilitati perinvisum, es decir, «hombre aborrecido por el cielo
y por la nobleza».
Evidentemente se había precipitado al licenciar a sus tropas. Ahora
sólo le quedaba tener paciencia y ganarse amigos entre los
optimates. Nada mejor que emparentar con uno de los más
prestigiosos. Pompeyo pensó en casarse con una hija, una hermana
o una sobrina de Catón. Sería una boda doble: él y su hijo mayor
con las dos mujeres de la familia de Catón que el adusto senador
eligiera.
Catón, la viva conciencia de la ley, el insobornable, no sólo rechazó
el proyecto sino que montó en cólera: adivinaba que el pretendiente
quería comprarlo para tenerlo de su lado.
Para colmo, Pompeyo ni siquiera podía sacar partido de su
popularidad entre la gente común. Antes de un año no se podía
presentar a las elecciones, pues aún no se cumplían los diez de su
consulado. Se resignó, por lo tanto, a promocionar a uno de sus
más fieles seguidores, L. Afranio, y le consiguió el consulado, pero el
otro consulado fue para su enemigo Metelo Celer, así que su
influencia quedaba equilibrada. No obstante le hicieron una
procesión triunfal en la que pudo lucir una fastuosa clámide
encontrada entre los tesoros de Mitrídates. Se decía que había sido
tejida para Alejandro Magno, pero lo más probable es que sólo fuera
una leyenda. Eran ya los tiempos en que comenzaban a circular por

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el mundo famosas piezas atribuidas a héroes y dioses y los


coleccionistas pagaban auténticas fortunas por ellas.
Pompeyo celebró, por lo tanto, su triunfo, sacrificó a Júpiter
capitolino, repartió dinero entre el pueblo, sufragó la construcción
de templos, teatros y obras de interés general y entregó al tesoro
cincuenta millones de denarios.
Por cierto, entre las obras públicas que costeó el general figuraba el
llamado pórtico de Pompeyo, un edificio columnado en el que, a
partir de entonces, se reuniría el Senado.

§. César en España
Así que César regresaba a España, esta vez cómo propretor. En
aquel extremo de Occidente encontró ancho campo para adquirir su
dimensión histórica, pues no sólo demostró sus magníficas dotes de
administrador sino también su genio militar. Llegaba el joven
funcionario dispuesto a labrarse una sólida fortuna y una firme
reputación que a su regreso a Roma lo catapultaran al consulado.
El procedimiento más directo para ganar popularidad era hacerse
acreedor de un triunfo y regresar como general victorioso. Incluso
algunos historiadores sospechan que la expansión del imperio por
toda la faz de la tierra fue consecuencia de la avidez de los
vanidosos romanos por esas procesiones triunfales.
El triunfo se ganaba solamente en la guerra. ¿Dónde encontraría
César su guerra? No tuvo que devanarse los sesos: en las tierras
lusitanas, nominalmente adscritas a su jurisdicción, existían
algunas tribus rebeldes que lejos de acatar la autoridad de Roma, se

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atrevían incluso a enviar expediciones de saqueo contra las regiones


del sur, más pacíficas, prósperas y romanizadas. César no perdió un
minuto. Con su habitual celeridad reforzó su ejército reclutando y
entrenando a numerosos indígenas (como había hecho, siglos atrás,
Aníbal), y con esta renovada tropa organizó una campaña en toda
regla, no una simple expedición punitiva.
Los romanos eran muy escrupulosos con las cuestiones de
procedimiento. La guerra tenía que ser justa (bellum iustum). Por
lo tanto César conminó a los habitantes de Mons Herminius (sierra
de la Estrella, al sur del Duero) a abandonar las montañas y
asentarse pacíficamente en la llanura. Como es natural no le
hicieron el menor caso y prefirieron ir a la guerra. César derrotó en
Mons Herminius a la mayoría, pero otros habían evacuado sus
mujeres y niños a Galicia y se habían replegado a tierras oceánicas.
A éstos los acorraló y rindió en una isla próxima a la costa con
ayuda de una flotilla traída ex profeso desde Cádiz. Luego embarcó
a sus tropas y las llevó a Brigantium (Betanzos, La Coruña), cuyos
habitantes se rindieron también. De este modo quedaron
incorporadas al Imperio romano las tierras entre el Duero y el Miño.
César obtuvo la gloria que buscaba, fue aclamado imperator por
sus tropas y el Senado no tuvo más remedio que votarle un triunfo.
Además se aseguró una considerable fortuna personal porque el
botín había sido espléndido.
Luego llegó el invierno, con sus lluvias y sus fríos y sus caminos
embarrados. César no se durmió en los laureles, antes bien siguió
trabajando intensamente en los aspectos administrativos de su

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magistratura y dio pruebas de talante humano y progresista al


solicitar del Senado la condonación de las reparaciones de guerra
que todavía tenían que satisfacer algunas tribus hispanas como
castigo por haber apoyado al rebelde Sertorio. César era codicioso e
interesado, como los romanos de su clase, pero se apiadaba de los
menesterosos y aspiraba a convertir en ciudadanos romanos de
pleno derecho a los pueblos del imperio. Era un romanizador en el
más noble sentido de la palabra.
Después de unos meses de intensa labor en España, nuestro
hombre no esperó a que su sucesor lo relevara del cargo, sino que
regresó a Roma, en junio del 60, dispuesto a capitalizar el prestigio
ganado para apoyar su campaña hacia el consulado. Quizá
debiéramos hablar de precampaña, porque la campaña quedaba
aún lejos.
César regresó a Roma, pero no entró en Roma. Según una antigua
ley, el magistrado cum imperium que atravesaba el límite de la
ciudad, el llamado pomerium, perdía automáticamente su derecho
al imperium. Por lo tanto, César se instaló fuera de la urbe, en la
Villa Pública. El dilema que se le presentaba no era baladí porque,
por otra parte, todo aspirante al consulado tenía que presentar su
candidatura personalmente en Roma.
¿Qué hacer? Si entraba en la ciudad perdía el imperium y se
quedaba sin procesión triunfal y si permanecía fuera no podía
presentar la candidatura. César solicitó del Senado que se hiciera
una excepción. Los padres de la patria comenzaron a discutir el
asunto y entre ellos había muchos que simpatizaban con César,

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pero Catón, el severo y legalista campeón de los optimates, tomó la


palabra y estuvo hablando hasta que anocheció. Era una táctica
obstruccionista que los parlamentarios usaban a veces para
bloquear una discusión, porque al caer la noche la asamblea se
disolvía sin haber votado y el asunto discutido quedaba aplazado
para otra sesión. César no tuvo más remedio que cruzar el
pomerium renunciando a su procesión triunfal. Ya tendría tiempo
de ganar nuevos triunfos más adelante.

§. El primer triunvirato
La candidatura de César fue debidamente admitida con todas las
reservas de los optimates. En España, César había demostrado ser
un magnífico general y un inteligente administrador. En Roma,
ahora, reveló sus excepcionales cualidades como estadista.
César lo tenía todo muy meditado. En sus días de forzada estancia
en la Villa Pública había mantenido conversaciones con Craso y
Pompeyo y se había esforzado en amistarlos, aunque sólo fuera
temporalmente, para formar un frente común contra el Senado. A
falta de términos más positivos sobre los que establecer la
colaboración de aquellos dos enconados enemigos, logró por lo
menos un compromiso de no emprender ninguna acción que
desaprobara el otro.
Fue solamente un acuerdo privado entre tres ambiciosos, pero los
historiadores han dado en denominarlo, indebidamente, primer
triunvirato; los historiadores romanos, con más claro juicio, lo
denominaron conspiratio continua (Tito Livio) y potentiae

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societates (Veleyo). En aquella sociedad, Craso aportaba su dinero


y sus influencias sobre el partido de los populares; Pompeyo, su
prestigio; César, su habilidad política y su capacidad de actuar
como agente cohesionante, y a la vez aislante, entre los dos colosos.
¿Y qué esperaban obtener? Pompeyo, ratificación de sus tratados en
Oriente y reparto de tierras entre sus veteranos; Craso, ventajas
fiscales para sus inversiones en Asia; César, solamente (y nada
menos) escalar una cota más en su decidido camino hacia la
monarquía. El, aunque se esforzara en disimularlo, aspiraba a todo,
aspiraba a Roma misma.
Los optimates hicieron lo imposible por cerrar el camino a César.
Muñidores de una y otra parte se disputaron los votos a golpe de
denario. Pero César, sólidamente respaldado por la simpatía de la
plebe y por el dinero de Craso, alcanzó su consulado del año 59.
A primera vista parecía que aquella magistratura no iba a ser un
camino de rosas porque el otro cónsul era Bibulo, yerno de Catón y
enemigo natural del triunvirato. Quizá por ello las primeras
actuaciones del joven César en el cargo se encaminaron a aplacar
suspicacias en el alborotado Senado. Poniendo los intereses del
Estado por encima de sus rencillas personales, hizo un hermoso
discurso en el que se comprometió a colaborar sinceramente con su
compañero de consulado. No fueron sólo palabras porque después
dio señales de gran respeto y deferencia hacia su compañero y rival.
Era costumbre que los cónsules se alternaran en el gobierno por
meses, comenzando por el más votado. Cuando llegó febrero le
tocaba el turno a Bibulo. César hizo que sus lictores caminaran

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detrás de él y no delante, costumbre caída en desuso. Era una


manera de demostrar que respetaba a su colega y que se desvivía
por restaurar los usos antiguos.
No fue sólo eso. En el resto de sus intervenciones parlamentarias
César dio una imagen inédita de sí mismo que tranquilizó al
Senado. Los que lo tenían conceptuado como un libertino de
avanzadas ideas descubrieron de pronto al prudente y mesurado
estadista respetuoso con las leyes y que prometía luz y taquígrafos.
El flamante cónsul dispuso que se diera publicidad a las actas del
Senado, en una especie de gaceta oficial, como si con ello quisiera
demostrar la transparencia de su gestión. Era en realidad un regalo
envenenado que hacía a la cámara, porque la medida implicaba que
los actos y discusiones de sus adversarios naturales, los senadores,
serían expuestos a la luz pública y serían conocidos por la plebe, en
la que César, como popular, tenía su clientela política y su fuerza.
Después de estas maniobras meramente diversivas, el cónsul cogió
el toro por los cuernos proponiendo dos importantes leyes sociales.
Comenzó por la más suave, una Lex Iulia que señalaba el tope de
diez mil sestercios a las donaciones a funcionarios de la
administración imperial. Era una estocada directamente dirigida
contra los bolsillos de muchos optimates que financiaban sus
campañas electorales con lo que esquilmaban a las provincias.
La segunda y más controvertida Lex Iulia fue la agraria. El Estado
adquiriría tierras a los latifundistas para parcelarlas y repartirlas
entre soldados licenciados y desempleados de la urbe. La ley
favorecía claramente a Pompeyo, empeñado en recompensar a sus

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veteranos con las tierras que les prometió. Además aliviaría la


presión social ejercida por una legión de indigentes que pululaban
por las calles de Roma, parásitos que vivían, sin dar golpe, de los
subsidios del Estado y de las propinas de los poderosos. Por lo
demás era una ley social y benéfica en la línea defendida por los
populares desde los tiempos de los Gracos. Para evitar suspicacias,
César proponía que los lotes fueran adjudicados por una comisión
mixta de expertos provenientes de todos los sectores políticos de
Roma.
La ley era un torpedo dirigido contra la línea de flotación de la nave
de los optimates y del partido senatorial, cuya fuerza estribaba
precisamente en la posesión de enormes latifundios. Disimulando
intenciones, los defensores de la controvertida ley excluían
expresamente de su ámbito de aplicación la fértil Campania, región
donde radicaban los mayores latifundios del Senado, pero había que
ser muy lerdo para no percatarse de que tarde o temprano se
abolirían las excepciones y toda la tierra sería parcelable.
El Senado en bloque se opuso a la ley. Recurrió, una vez más, a la
vieja técnica obstruccionista consistente en alargar la discusión
hasta la puesta de sol y dejar el asunto sin votar. César reaccionó
esta vez temperamentalmente. Haciendo uso de sus poderes legales,
hizo prender a los senadores obstruccionistas. Después,
pensándoselo mejor, los puso en libertad. Acababa de ocurrírsele un
procedimiento legal para sacar adelante su ley: en vista de la
renuencia de los paires, sometería el asunto al escrutinio de la
asamblea popular.

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En la asamblea Craso y Pompeyo lo apoyaron, pero Bibulo defendió


la opinión contraria en beneficio de los intereses de sus amigos
senadores, aunque sin poder razonar coherentemente los motivos
de su negativa dado que, en realidad, se trataba de mantener los
privilegios de la oligarquía. César, astutamente, lo puso entre la
espada y la pared. Volviéndose a la asamblea hizo ver que él había
hecho cuanto le era posible y que ahora el éxito de la ley dependía
de que Bibulo la apoyara. El aludido estaba tan irritado por la
encerrona de que era objeto que recordó a la caldeada asamblea su
derecho consular a veto: «Esa ley —amenazó— se aprobará
solamente si Bibulo lo consiente, así que está claro que no la
tendréis este año aunque todos estéis de acuerdo».
La asamblea se disolvió con los ánimos bastante soliviantados. En
los días siguientes Pompeyo convocó en Roma a sus veteranos.
Bibulo, haciendo uso de sus prerrogativas consulares, declaró
festivos los próximos días hábiles para votar, pero César no le hizo
el menor caso y prosiguió con los preparativos para las votaciones.
Los optimates recurrieron a todo tipo de maniobras
entorpecedoras. Incluso intentaron aplazar sine die los comicios
por la obnuntiatio u observación de presagios funestos en el cielo,
pero César no les prestó la menor atención. Tampoco dieron
resultado los intentos de proclamar el estado de excepción
(senatusconsultus ultimum).
Ya sólo le quedaba a Bibulo el supremo argumento, usar el veto
contra su colega. Con esta idea intentó reventar un mitin que daba
César desde la escalinata del templo de Cástor, pero la plebe

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congregada para escuchar a su favorito se rebeló y comenzó a lanzar


al intruso pelladas de barro tomadas del arroyo que recorría el
centro de la calle. Los lictores de la escolta no pudieron hacer nada
para protegerlo de las iras del populacho: la multitud les arrebató
las fasces y usó sus varas para apalear a los barandas que
rodeaban al odiado cónsul. Después del incidente votó el pueblo y la
ley propuesta fue aprobada.
Bibulo esperaba que el Senado reaccionara contundentemente
declarando el estado de guerra y concediéndole poderes especiales,
pero nadie movió un dedo por él. Despechado y humillado, se
encerró en su casa y rehusó aparecer en público hasta el término de
su magistratura.
A los optimates sólo les quedaba el recurso del pataleo. Además,
una cláusula añadida a la ley a última hora obligaba a los
senadores a acatarla. Si no quieres caldo, taza y media. Hasta
Catón, el indomeñable, tuvo que pasar por aquellas horcas
caudinas presionado por las súplicas de sus amigos y las lágrimas y
lamentos de las mujeres de su casa que temían su linchamiento.
Ya que no podían parar los pies a César, los optimates hicieron lo
posible por difamarlo. Nuevamente circularon por Roma chismes
sobre su homosexualidad: lo apodaban «la taquera de Nicomedes» y
«el colador bitiniano» (por su supuesto affaire de juventud con el rey
de Bitinia). Cierto bufón andaba por los teatros montando mimos en
los que César era la reina y Pompeyo el rey. Un panfleto se mofaba
del triunvirato al que llamaba Trica ranus (la grulla de tres

Colaboración de Sergio Barros 94 Preparado por Patricio Barros


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cabezas). A Pompeyo, por su parte, lo apodaban Alabarques y


Sampsigeram, ridiculizando sus hazañas en Oriente.
Sus enemigos podían difamarlo, pero mientras tanto César tenía el
camino libre. Durante el resto del año no hubo más cónsul que él.
Los optimates del Senado, en vista de que el homo no estaba para
bollos, depusieron toda actitud obstruccionista. La ley agraria era el
compromiso de César con Pompeyo, pero de camino le había servido
para ganarse al pueblo. La siguiente ley que hizo aprobar reducía
los impuestos de los equites en cumplimiento de su compromiso
con Craso. También le sirvió para ganarse la eterna gratitud de la
influyente clase intermedia romana, los comerciantes y ricos que
nadaban entre dos aguas, entre la plebe de la que procedían y el
patriciado en el que aspiraban a ingresar.
En cuatro meses de magistratura, César había robustecido
considerablemente su poder personal a costa de debilitar el poder
colectivo del Senado.
En primavera apuntaló aún más su posición con una doble boda: él
se casaba con la hija de Calpurnio Pisón, y su única hija, Julia, se
casaba con Pompeyo. La chica tenía veintitrés años y el general
cuarenta y seis. Fue, sin embargo, un matrimonio feliz.
En verano se celebraban las elecciones para designar los cónsules
del año siguiente. Antes César recalificó como provincias consulares
las llamadas Bosques y Caminos, al sur de Italia, venciendo la
encendida oposición del Senado. Así se aseguró de que las
magistraturas del año siguiente quedarían en manos de los suyos:

Colaboración de Sergio Barros 95 Preparado por Patricio Barros


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para el consulado, el pompeyano Gabinio y su suegro Pisón; entre


los tribunos, su fiel P. Clodio.
César se había convertido en el amo de Roma, pero diciembre
estaba a la vuelta de la esquina y en cuanto expirara su
magistratura, y por ende su inviolabilidad jurídica, los enfurecidos
optimates caerían sobre él como lobos. Le urgía proveerse de otro
mando cum imperium para resguardarse de los posibles peligros.
Lo mejor era un nombramiento proconsular. Hizo que uno de sus
hombres, el tribuno de la plebe Vatinio, lo propusiera ante la
asamblea popular para un proconsulado de cinco años que tendría
por objeto la pacificación de la Galia Cisalpina y la Iliria, con mando
sobre tres legiones. Pompeyo, por su parte, consiguió que el Senado
le concediese, además, jurisdicción sobre la Galia Narbonense y una
cuarta legión.

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Capítulo 6
La guerra de las Galias

Contenido:
§. La legión romana
§. Contra los germanos
§. La campaña véneta
§. Puente sobre aguas turbulentas
§. La muerte de Craso
§. La rebelión de Vercingetórix

Las Galias eran un extenso país que comprendía los actuales


territorios de Francia, Países Bajos, Suiza y norte de Italia. Estaba
poblado por una infinidad de tribus célticas que siempre andaban
de gresca por un quítame allá esas pajas. Los romanos distinguían
entre un sur más civilizado, la Galia togada (Galia togata), y un
vasto norte incivilizado, la Galia greñuda (Galia comata).
En la Galia, Roma poseía dos provincias, la Cisalpina y la
Transalpina. La primera ocupaba el abanico en que remata la bota
italiana por el norte (los Alpes, los Apeninos y el mar Adriático). La
Transalpina, al otro lado de las montañas nevadas, era la última y
peligrosa frontera, la linde de los belicosos bárbaros, un terreno
abonado para ganar dignitas y riqueza con nuevas conquistas.
Aquellas provincias eran un vivero de excelentes soldados.
César aspiraba ya a la realeza, pero sabía que los romanos sólo
admitirían un rey cuya dignitas fuese netamente superior a la de

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sus posibles rivales. En este sentido Pompeyo había puesto el listón


muy alto. A César le iba a resultar muy difícil no ya superar sus
conquistas sino tan siquiera igualarlas. Por otra parte, Pompeyo
había conquistado una buena porción del antiguo imperio de
Alejandro, helenizado, rico y culto. César tuvo que conformarse con
tierras bárbaras pobladas por belicosos celtas, pero quizá
íntimamente compensó la deficiencia soñando con que su ejército
fuese un elemento civilizador que llevase el fermento de la cultura a
los pueblos sometidos.
Contemplado desde cierta perspectiva histórica, este logro de César
adquiere especial importancia. Su conquista acarreó la
incorporación de Francia y el corazón de Europa a la cultura
grecorromana, así como la definitiva fijación del centro de gravedad
del Imperio romano en Europa, lo que obraría perdurables efectos
en la historia universal. La benéfica y secular influencia de una
Francia civilizada y romanizada sobre sus semibárbaros vecinos
anglosajones y germanos constituye el aglutinante decisivo de lo que
llamamos cultura occidental.
Durante su larga estancia en las Galias, César, tan buen
propagandista como general, se cuidó de mantener la devoción de
sus clientes romanos. Regularmente les enviaba efemerides,
escuetos partes de guerra en los que, bajo la apariencia de la más
estricta imparcialidad, procuraba resaltar sus éxitos y disimular sus
fracasos.
Cuando César ocupó su proconsulado, la Provenza era provincia
romana (de ahí le viene el nombre). Era una tierra de gran valor

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estratégico pues comunicaba Italia con España. No obstante, en su


discurrir entre los Alpes y el Ródano, la frontera presentaba
peligrosos portillos naturales que parecían diseñados para facilitar
la invasión de aquel territorio por las tribus centroeuropeas. Roma
tenía buenas razones para preocuparse. Al otro lado de los Alpes, en
Francia, Alemania y Suiza, se extendía un conglomerado de tribus
germanas y galas potencialmente peligrosas. Una de ellas, los
cimbrios, había amenazado a Roma sólo medio siglo antes.
Entre los años 58 y 50 César corrigió aquella inestable frontera y la
extendió hasta el río Rin, sometiendo para ello a una serie de tribus
bárbaras cuyo poder militar era superior al suyo. La victoria de
César no se explica sólo por la calidad de sus soldados. Sobre todo
estribó en su genio como estratega y táctico y en la inteligencia con
que condujo las negociaciones con los jefes de las otras tribus.
Cuando César se hizo cargo de su proconsulado, aquel volcán
dormido de las Galias daba inequívocas señales de estar
despertando: los suevos germánicos habían cruzado el Rin y los
galos helvecios, ante el peligro de quedar aislados del resto de las
Galias, se veían obligados a abandonar sus tierras, cerca de
Ginebra, para trasladarse a otras más seguras al oeste. Por ello
solicitaron permiso de César para atravesar pacíficamente la
provincia romana que éste gobernaba.
César comprendió que aquel trasiego de pueblos acarrearía
problemas a largo plazo. Si los helvecios abandonaban sus tierras,
el vacío resultante sería ocupado por los suevos, y a la vuelta de
unos años la provincia romana quedaría en contacto con estos

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belicosos e indeseables vecinos. A Roma le convenía proteger sus


fronteras con vecinos débiles y pacíficos que sirvieran de aislante
frente a las posibles agresiones de los pueblos guerreros del
exterior. Por lo tanto César negó el permiso que los helvecios
solicitaban y puso a sus hombres a construir una barrera de
veintiocho kilómetros que taponara y defendiera el camino natural
entre el lago de Ginebra y las montañas del Jura. No hay que
imaginarse una especie de muralla china en versión romana. En
realidad se componía simplemente de un foso y el terraplén
resultante de la excavación, y coronado con una empalizada. Los
romanos, siempre grandes constructores, acudieron a veces a estas
barreras artificiales para contener a vecinos peligrosos. La más
importante que levantaron en Europa, la muralla de Adriano, casi
atravesaba la Gran Bretaña por su parte más estrecha. La
experiencia enseña que a la postre este tipo de fortificaciones no
suelen dar resultado. El más reciente ejemplo es el de la línea
Maginot.
Al contrario que el alto mando francés de 1939, César nunca confió
en su línea Maginot. Mientras procuraba prolongar las
conversaciones con los helvecios para ganar tiempo, reclutaba
aceleradamente hombres hasta formar cinco legiones. Sabía que iba
a necesitar algo más que una muralla de tierra para contener a los
bárbaros. Cuando los helvecios comprendieron que César no
pensaba dejarlos pasar, suspendieron las conversaciones y se
pusieron en marcha. Eran quizá trescientos mil entre hombres,
mujeres y niños, un pueblo en marcha. Evitando el camino de

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Ginebra, donde las líneas romanas les cerraban el paso, tomaron


una vía alternativa a través de las montañas del Jura que iba a
desembocar en el valle del Saona.
César siguió a los helvecios y les aplastó la retaguardia en el
momento en que no podía ser auxiliada por el cuerpo principal, que
acababa de cruzar un río. Luego siguió a los fugitivos durante dos
semanas y los atacó en cuanto se presentó una ocasión propicia. La
batalla fue muy reñida, duró toda la noche, pero a la postre César
se impuso. En vista de que pintaban bastos, los galos de la región,
que hasta entonces habían aprovisionado de buena gana a sus
primos, comenzaron a darles excusas en lugar de grano. Los
helvecios, agotados los suministros, se rindieron y César los obligó a
regresar a las tierras que habían abandonado. Las pérdidas
humanas fueron tan crecidas que el pueblo helvecio desapareció
prácticamente de la faz de la tierra.

§. La legión romana
Acabamos de asistir al primer episodio de la guerra de las Galias.
Quizá sea éste el momento de explicar el secreto de las
sorprendentes victorias romanas en su conquista del mundo,
luchando muy a menudo contra fuerzas superiores en número y no
inferiores en valor y acometividad. El predominio romano,
mantenido durante siglos, se debió principalmente a su superior
táctica y entrenamiento, a su disciplina y al inteligente diseño de
sus armas. También se debió al dominio de un concepto logístico
sorprendentemente moderno: la movilidad, la capacidad de

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trasladar tropas de un teatro de operaciones a otro en un tiempo


sorprendentemente breve, aprovechando la tupida red de calzadas
que intercomunicaban el imperio (todos los caminos iban a Roma) y
la capacidad de las propias legiones de desplazarse rápidamente
cuando la situación lo exigía, transportando la impedimenta
esencial a lomos de los propios legionarios (que por eso fueron
también conocidos con el cariñoso apelativo cuartelero de «muías de
Mario»).
El recluta romano pasaba muchas horas lanzando venablos y
entrenando con espadas de palo y pesados escudos de mimbre. «Sus
entrenamientos eran batallas sin sangre y sus batallas eran
entrenamientos sangrientos», escribe Flavio Josefo, que vivió mucho
tiempo en los campamentos.
El cine ha divulgado la imagen de un legionario romano uniformado
con loriga segmentada y reluciente casco rematado en penacho
parecido a un cepillo. Sin embargo, en tiempos de César los
legionarios presentaban un aspecto distinto. Todavía vestían cota de
malla sobre camisa de cuero que llegaba hasta las rodillas (las
corazas musculadas estaban restringidas a los oficiales superiores)
y se protegían la cabeza con los ya mencionados cascos
montefortinos, semiesféricos, similares a las gorras hípicas, con una
viserilla cubrenuca, dos anchas carrilleras abisagradas y un perno o
anilla en la parte superior. Algunos se adornaban con penacho de
crines. Los escudos eran de madera, rectangulares, con refuerzos
metálicos en los bordes y una placa metálica circular, llamada
ombligo (umbo), en el centro.

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En los tiempos de César la legión era un cuerpo compacto de


soldados profesionales auxiliados por tropas indígenas. En el
ejército de César que hizo la guerra de las Galias había auxiliares
baleares y númidas africanos. Los númidas eran excelentes jinetes;
los baleares, desde siglos atrás, habían cobrado fama como
honderos. Estos auxiliares gozaban de una cierta autonomía y
utilizaban sus armas nacionales. Los legionarios romanos
propiamente dichos estaban dotados de un armamento bastante
uniforme: espada corta, llamada hispánica, y dos pila, uno pesado y
otro ligero.
Los pila (singular pilum) eran cortas jabalinas provistas de un
hierro largo y fino de hasta setenta centímetros de longitud
diseñado para herir al adversario a través de su escudo. El
legionario arrojaba sus pila cuando estaba a pocos metros del
enemigo e inmediatamente desenvainaba el gladium, la espada
corta de punta y doble filo, y atacaba en formación cerrada,
buscando el combate cuerpo a cuerpo. El gladium, tajo y estocada,
era un arma ideal para desenvolverse en poco espacio.
El pilum era un arma de inteligente diseño, posiblemente derivada
de la falárica de los antiguos hispanos (ésa es la tesis de Schulten).
Estaba ideado de manera que quedara inservible después del
impacto, para que el enemigo no pudiera devolverlo. Para ello Mario
había sustituido uno de los dos remaches que unían el hierro al
asta por una clavija de madera que se astillaba al caer. César lo
resolvió de otro modo: destemplando parcialmente el hierro detrás
de la punta para que se doblara por este punto al chocar contra el

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suelo. Además de herir al adversario, la aguzada varilla del pilum le


inutilizaba el escudo porque quedaba colgando de él y constituía un
lastre que entorpecía sus movimientos. En las guerras contra los
galos a menudo se daba el caso de que un solo pilum cosía dos
escudos contiguos, desarmando de golpe a dos hombres y
dejándolos indefensos a merced del legionario. Como el romano se
lanzaba al cuerpo a cuerpo cuando los pila que acababa de arrojar
estaban todavía en el aire, el adversario no tenía materialmente
tiempo de arrancarlos de sus escudos. La única solución era
desembarazarse del escudo que se había convertido en un estorbo
más que una ayuda, pero entonces tenía que enfrentarse al
legionario sin protección alguna.
Otra gran virtud militar romana era su magistral uso de las técnicas
de fortificación y asedio. Los romanos solían tomarse las cosas con
calma cuando sitiaban una población murada y se preparaban a la
oppugnatio longinqua o asedio largo, alternativa de la oppugnatio
repentina o asalto por sorpresa, que no siempre era factible. Antes
de comenzar los combates montaban varios campamentos que
dominaran los accesos naturales del poblado sitiado y luego lo
rodeaban con una barrera continua consistente en un foso con cuya
tierra excavada se construía un terraplén coronado por una
empalizada. Completado este dogal impenetrable, la ciudad sitiada
sucumbía sin remedio. Era sólo cuestión de tiempo. No obstante, si
tenían prisa por tomarla, construían una rampa que los condujera
cómodamente hasta la altura de las murallas. En sus asedios, los
romanos daban muestras de paciencia infinita. En una ocasión un

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jefe sitiado intentó desmoralizar al general romano haciéndole saber


que su ciudad disponía de víveres para diez años. «Entonces
tardaremos once en conquistarla», respondió tranquilamente el
romano.

§. Contra los germanos


Regresemos ahora junto a César. El asunto de los helvecios parecía
solucionado, pero el problema principal, César lo sabía, era otro:
mientras los galos seguían enzarzados en sus endémicas disputas
tribales, los germanos del otro lado del Rin aprovechaban la
coyuntura para invadir sus territorios.
Los germanos constituían un enemigo más formidable que los galos.
Aquellos guerreros altos, rubios, fuertes, orgullosos y fieros
padecían una genética avidez por las tierras de sus vecinos. No
hacía falta ser profeta para adivinar que, si se acercaban a las
fronteras romanas, acarrearían grandes problemas. Lo mejor era
intervenir en las Galias antes de que los germanos las conquistaran
y se hicieran más fuertes de lo que eran.
Cuando César se hizo cargo de su proconsulado, la invasión
germana de las Galias acababa de comenzar: los suevos germanos
de Ariovisto estaban cruzando el Rin.
César, erigido en protector de los amenazados galos, envió a
Ariovisto una embajada portadora de espléndidos presentes y a poco
se reunió a parlamentar con él. ¿Quién le daba al romano vela en
aquel entierro? Nadie, evidentemente, pero los angustiados galos del
Rin no vieron daño alguno en que el representante de la

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superpotencia romana intercediera por ellos. No advirtieron que, de


este modo, le estaban suministrando un pretexto para inmiscuirse
en sus asuntos. Estaban aceptando tácitamente el protectorado
romano.
César y Ariovisto celebraron su entrevista en la llanura de Alsacia.
Llevaban un buen espacio de tiempo conversando cuando algunos
suevos de la escolta del bárbaro, cansados de tanta palabrería y
quizá movidos de esa bravuconería suficiente que caracterizaba a
los antiguos germanos (y que, según Robert Graves, sigue
caracterizando a los modernos), comenzaron a arrojar piedrecitas a
la escolta de César. César, ofendido por tamaña descortesía,
interrumpió las negociaciones y regresó junto a sus tropas.
Conociendo al romano, se hace difícil creer que obrara movido por la
ira. Seguramente su inteligencia militar le había suministrado los
datos necesarios para saber que tenía ganada la partida. El caso es
que César y Ariovisto llegaron prontamente a las manos. Las
operaciones militares sólo duraron unos días. César aplastó
literalmente al ejército suevo: le infligió más de cincuenta mil bajas.
Ariovisto tornó al otro lado del Rin, rabo entre piernas, y nunca más
volvió a cruzarlo.
Después de derrotar a los suevos, César se tomó un respiro, dejó a
sus tropas invernando al oeste de las montañas del Jura, en tierras
de los secuanos (y a expensas de éstos), y regresó a la Galia romana
para dedicarse a actividades administrativas. Los secuanos estaban
tan agradecidos que al principio no advirtieron que César les había

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quitado el yugo de Ariovisto para ponerles el de Roma. Porque los


legionarios estaban allí para quedarse.
El creciente malestar de los secuanos tardaría algún tiempo en
perturbar el sueño de César. Lo que distraía sus vigilias eran otros
informes más preocupantes: los galos belgas, unas tribus mestizas
resultantes de la mezcla de galos y germanos, estaban preparándose
para la guerra.
César no perdió tiempo: reclutó y entrenó dos nuevas legiones en la
Galia Cisalpina y, cuando llegó el verano del 57, condujo a sus
tropas al norte y se enfrentó con la confederación de los galos belgas
junto al río Aisne. El romano, obligado a vérselas con un ejército
numéricamente superior al suyo, se fortificó de modo que un
meandro del río le sirviera de foso natural y levantó trincheras y
empalizadas en la parte despejada. Considerando que era bastante
probable que aquél fuera el campo de batalla, protegió sus flancos
con nuevas zanjas y fortines desde los que las balistas lanzadoras
de dardos y las hondas pedreras podrían batir al atacante. Esa era
la artillería de la época.
Los belgas intentaron evitar esta ratonera y concibieron la idea de
enviar un potente destacamento al otro lado del río con la misión de
cortar las líneas de suministros de los romanos. César, atento a los
movimientos, los atacó en el crítico momento en que cruzaban los
vados con el agua al cuello, infligiéndoles muchas bajas y
desbaratando la operación. A este revés se unió que el trigo
comenzaba a escasear en la desorganizada horda bárbara. Donde
no hay harina todo es mohína: aquellos rubios y mostachudos

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mocetones se desmoralizaron. Sus jefes celebraron consejo y


acordaron que, en vista de las inesperadas dificultades que tenían
que arrostrar, era mejor suspender la operación y que cada cual
regresara a su lugar de origen. Para que no pareciera que
retornaban con las manos vacías, suscribieron el solemne
compromiso de los mosqueteros: todos acudirían, como un solo
hombre, en auxilio de cualquiera de ellos que fuese atacado por los
romanos. Luego hicieron el petate y se dispersaron, cada cual por
su camino, sin planear una retirada escalonada ni nada parecido.
Juntos eran más de cuarenta mil y constituían una fuerza temible,
muy superior numéricamente a la de César, pero por separado no
eran nadie.
César, sin perder un segundo, levantó el campamento y llevó a sus
tropas en pos de uno de los grupos belgas. Cuando se hubieron
alejado lo suficiente, cayó sobre él y lo derrotó; después siguió las
huellas de un segundo grupo y lo derrotó igualmente; luego las de
un tercero… Los restantes caudillos se apresuraron a hacer las
paces con el romano.
Todos menos el principal, el de los belgas nerviones, que se creían
suficientemente fuertes como para derrotar por sí solos al romano.
Los nerviones pecaban quizá de exceso de confianza, pero no eran
lerdos. Enviaron exploradores que observaran a los romanos y
tomaran nota de su orden de marcha. Los romanos tenían la sana
costumbre de construir un campamento completo cada vez que
acampaban, foso, empalizada y letrinas incluidos, y lo hacían cada
atardecer, aunque supieran que iban a abandonarlo en cuanto

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amaneciera. El campamento se convertía en tierra romana, en el


hogar seguro protegido por sus dioses tutelares. De este modo
pasaban la noche sin temor, perfectamente defendidos, aunque
estuvieran en tierra enemiga.
Los nerviones concibieron la idea de sorprender a los romanos al
término de una jomada de marcha, cuando estuvieran acampando.
El plan constaba de dos fases. En la primera, un nutrido grupo de
nerviones caía por sorpresa sobre el campamento y se retiraba
rápidamente perseguido por la caballería romana. La infantería que
labraba las zanjas quedaba temporalmente sin protección. Entonces
se ponía en marcha la segunda fase del plan: el grueso del ejército
nervión, que hasta entonces había permanecido oculto en las
inmediaciones, caía sobre el campamento y aniquilaba a los
romanos.
La primera parte salió a pedir de boca. Un tropel de nerviones cruzó
el río Sabis y arremetió contra los forrajeros y cavadores. La
sorpresa fue completa porque los soldados se habían desprendido
de sus cascos y escudos y no tenían las armas a mano. Solamente
su disciplina y entrenamiento salvó la situación. En lugar de dejarse
ganar por el pánico, los legionarios aguantaron la primera
embestida y, mientras unos intentaban contener a los atacantes con
los escasos medios que tenían a mano, los otros acudían a los
equipajes e iban formando las líneas a medida que se armaban. El
propio César tomó el escudo de un soldado cualquiera y acudió al
punto de mayor peligro seguido de sus hombres. De este modo los
romanos sostuvieron la lucha, aun a costa de muchas bajas, dando

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tiempo a que las legiones que marchaban en retaguardia se


incorporaran a la batalla, ya en perfecta formación de combate. La
balanza, tan indecisa al principio, no tardó en inclinarse del lado
romano. La matanza de nerviones fue tal que la tribu más poderosa
de los galos belgas quedó completamente destruida aquel día.
Desaparecidos los nerviones, no había fuerza que se opusiera a
César. El romano conquistó la Galia belga y se enfrentó a los
aduaticos, una tribu germana aliada de los nerviones, y los derrotó.
Al día siguiente, los que se habían rendido cambiaron de parecer y
atacaron a los romanos que los rodeaban. César castigó esta
deslealtad aniquilando a cuatro mil guerreros y vendiendo como
esclavos al resto de la tribu, unas cincuenta mil personas.
En la primavera del 56 César, Pompeyo y Craso se reunieron en
Lucca para hacer balance de su alianza y programar los siguientes
movimientos del triunvirato. Pompeyo y Craso se presentarían al
consulado para el año siguiente y moverían influencias para que el
proconsulado de César en las Galias fuese prorrogado por otros
cinco años. Además legalizarían las cuatro legiones suplementarias
que César había alistado en sus provincias. Al término de su
consulado, Pompeyo se reservaba el proconsulado de Hispania y
Craso el de Siria. De este modo el triunvirato controlaría el imperio.
Craso escogió Siria porque soñaba con obtener victorias militares
parangonables a las de sus socios. Había puesto su mirada sobre el
imperio de los partos, una vieja asignatura pendiente de los
romanos.

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Las cosas salieron a pedir de boca. Al año siguiente Craso marchó a


su proconsulado de Siria y Pompeyo asumió el de España, aunque
se limitó a ejercerlo a distancia, por medio de legados, y evitó
apartarse de Roma, donde estaban sus intereses.
Años atrás, al principio del triunvirato, César había actuado como
elemento de cohesión entre Pompeyo y Craso. Con los años la figura
de César había crecido hasta hacer sombra a Pompeyo. La posible
lucha por el poder se planteaba ahora entre los dos generales y
Craso quedaba relegado al papel de agente moderador. Sin él
probablemente sería inevitable una colisión entre los encontrados
intereses de los dos colosos. Ambos aspiraban al poder absoluto.

§. La campaña véneta
En el verano del 56 los ejércitos de César, reforzados por la ayuda
material de sus cada vez más numerosos aliados indígenas, se
multiplicaron por la vasta extensión de las Galias sometiendo
muchas tribus hostiles cuyos nombres resuenan extrañamente
salvajes: eburones, sexovis, únelos, vocates, tarusates…
César había mostrado a los galos quién era el nuevo amo de
aquellos territorios. Las embajadas de las tribus indígenas se
sucedían frente a su tienda. Todos rivalizaban por servirlo, le
enviaban presentes y le entregaban rehenes.
No todos eran sinceros, claro. Algunos sólo intentaban ganar tiempo
para preparar la guerra. Al año siguiente, un grupo de vénetos, una
tribu asentada al sur de la Bretaña francesa y aliada a otras tribus
vecinas, se atrevieron a secuestrar a un grupo de romanos que

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recorrían la región para proveer la intendencia de su ejército. Los


vénetos anunciaron que sólo liberarían a sus prisioneros a cambio
de los rehenes vénetos que César retenía.
La campaña contra los vénetos no iba a ser nada fácil. Aquellos
galos constituían un pueblo marítimo cuyos castillos estaban
situados en promontorios de la costa sólo accesibles con la marea
baja. Atacarlos por mar resultaba bastante complicado, dada la
naturaleza rocosa de aquellas costas, llenas de traicioneros escollos,
y por tierra sólo se podía llegar a ellos cuando bajaba la marea.
César se armó de paciencia y puso sitio al primer promontorio. Los
romanos estaban acostumbrados a poner la naturaleza de su parte
aunque para ello tuvieran que realizar faraónicas obras de
ingeniería. Contaban con buenos ingenieros y no se arredraban ante
ninguna dificultad. Recordemos la impresionante rampa que
construyeron en Masada, Israel, para llevar sus torres de asedio a lo
alto de una montaña, el nido de águilas donde se habían fortificado
los últimos resistentes judíos.
En Bretaña, César comenzó a rellenar el istmo para que ni siquiera
la marea alta lo cubriera. Una obra de ingeniería parecida a la que
emprendió Alejandro Magno para conquistar la isla donde se
asentaba Tiro. Pero, para su sorpresa, cuando ya parecía que
estaban a punto de tomar la plaza enemiga, llegó una escuadra de
socorro que evacuó por mar a los sitiados trasladándolos a otro
promontorio fortificado.
César reconsideró su estrategia. No podía jugar al ratón y al gato
con los vénetos indefinidamente porque aquella jugada podían

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repetirla una y otra vez en cada uno de los promontorios


fortificados. Si quería derrotarlos necesitaba barcos. Era necesario
destruirles la escuadra.
Materia prima no faltaba en aquel país cubierto de espesos bosques.
César improvisó astilleros en el Loira y construyó su escuadra. Al
propio tiempo alistó los pilotos, marineros y remeros necesarios.
Cuando todo estuvo listo los navíos salieron al mar y se enfrentaron
a la escuadra véneta con resultados desalentadores. Los romanos,
acostumbrados a las ligeras naves mediterráneas, se toparon con
unas naves atlánticas, mucho más sólidas, con macizas planchas
de roble unidas por gruesos clavos de hierro, velamen de cuero
resistente a los peores vientos y fondos planos para evitar los
traidores escollos. Los espolones de los navíos romanos rebotaban
contra aquellas fortalezas flotantes. Además eran de alto bordo y las
pasarelas de abordaje romanas no las alcanzaban.
Los romanos conquistaron el mundo porque eran tesoneros e
ingeniosos, prácticos y disciplinados. No había problema que no
supieran resolver, a menudo de la manera más simple.
Rápidamente dieron con la táctica que les permitiría vencer a los
navíos vénetos: se proveyeron de largas pértigas rematadas por
guadañas y cortaron el cordaje de los navíos enemigos, provocando
la caída de las velas. Con los adversarios inmovilizados les fue fácil
ir rodeando cada nave y asaltándola por sus dos costados, una tras
otra. También ayudó lo suyo que una oportunísima calma chicha
impidiese la huida de los navíos.

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El vencedor de la escuadra véneta fue un joven oficial llamado


Décimo Bruto. César lo apreciaba mucho, quizá porque sospechaba
que podía ser hijo suyo, pues era amante de su madre, una casada
infiel, en la época en que ella quedó embarazada. En su debido
momento veremos a César sorprenderse dolorosamente al descubrir
al joven Bruto entre sus asesinos. Pero esto es adelantar
acontecimientos. Regresemos a la campaña contra los vénetos.
Perdida su flota, los vénetos se rindieron. César no tuvo piedad de
ellos. Los romanos eran muy puntillosos en cuestiones legales y no
solían perdonar a los pueblos que traicionaban tratados de paz, así
que ejecutaron a los jefes de las tribus y vendieron como esclavos al
resto. Las ganancias fueron fabulosas, claro, y la fortuna personal
de César aumentó tan considerablemente que aquel mismo año
estuvo en condiciones de adquirir, por sesenta millones de
sestercios, ciertos terrenos en la propia Roma (donde más adelante
levantaría el foro que llevó su nombre).

§. Puente sobre aguas turbulentas


El año 55 nuevas tribus germanas, presionadas por los suevos,
cruzaron el Rin. Al principio César negoció con ellos. Luego,
comprendiendo que el enfrentamiento era inevitable, les tomó la
delantera y, cayendo sobre ellos por sorpresa, los aniquiló. Catón
denunció la felonía con que César había derrotado a los germanos y
propuso que fuera entregado a sus víctimas para lavar el honor de
la República. Esta propuesta no tuvo éxito alguno. Corrían ya los

Colaboración de Sergio Barros 114 Preparado por Patricio Barros


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tiempos en que el honor de la República importaba un bledo incluso


a los republicanos.
Después de derrotar a los invasores germanos, César tendió un
puente sobre el Rin y pasó su ejército al otro lado. Debió de ser una
espléndida obra de ingeniería: una espaciosa plataforma de tablones
sostenida sobre pilares de madera en un río que tenía casi
quinientos metros de anchura. Y ello en sólo diez días. Una proeza
técnica que impresionaría vivamente a los germanos y ejercería
sobre ellos un saludable efecto disuasorio al mostrarles la inmensa
superioridad de aquellos hombrecillos morenos que llegaban del
sur. Por lo demás fue solamente una expedición de reconocimiento
más encaminada a ganar prestigio que a otra cosa. A los ocho días,
César regresó al otro lado del Rin y destruyó el puente detrás de él.
Otra gran proeza de ingeniería que César ideó por aquel tiempo,
aunque no la llegó a realizar (la cumpliría su sobrino y sucesor
Augusto), fue la de abrir una calzada que acortara el camino entre
la Galia Cisalpina y el corazón de las Galias, atravesando los Alpes
por el Gran San Bernardo, quinientos metros por encima del nivel
de las nieves perpetuas. Estrabón menciona este paso alpino como
«una escarpada vereda que no permite el paso de carruajes». Estas
grandes obras de ingeniería eran realizadas por las «muías de
Mario», los sufridos legionarios que lo mismo servían para un roto
que para un descosido y sucesivamente combatían, hacían de
porteadores, de cavadores, de albañiles, de leñadores y de mozos de
cuerda. No hay que imaginárselos encantados de los trabajos que
les mandaba el general. Muy humanamente, incluso se alegraban

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cuando los técnicos incurrían en algún fallo. Por ejemplo, el que


cierto soldado relata en una carta. Se trataba de construir un túnel
que atravesara una montaña. Los técnicos tomaron medidas y se
pusieron a excavar por los dos lados para encontrarse en el punto
central. Después de muchos días de intenso trabajo el anónimo
autor de la carta escribe: «Medí la longitud de los dos tramos del
túnel y resultó que, sumándolos, eran superiores a la anchura total
de la montaña».

****

Aquel mismo verano César tuvo aún tiempo y ánimo para


embarcarse en su controvertida expedición de reconocimiento a
Gran Bretaña. Entonces las islas británicas estaban habitadas por
tribus célticas. César cruzó el canal de la Mancha con dos legiones
embarcadas en ochenta navíos de transporte. No le resultó fácil
desembarcar, pues primero tuvieron que buscar un lugar propicio
entre los blancos acantilados de la costa inglesa. Para colmo, en
cuanto pusieron pie en la playa fueron atacados por vociferantes
indígenas armados con grandes escudos de madera, desnudos de
cintura para arriba, las cabezas desprovistas de casco y el cabello
untado de barro y peinado en forma de cresta de púas, lo que les
daría un curioso aspecto parecido al de nuestros punkies. Algunos
llevaban el cuerpo cubierto de tatuajes (por lo que ciertas tribus
fueron denominadas pictos, los pintados). Su caballería consistía
en diminutos carros de guerra tirados por parejas de ponis. La

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dotación del carro era de dos hombres, uno conducía y otro


combatía, generalmente a pie, mientras el conductor aguardaba sin
alejarse mucho, presto a recogerlo y ponerlo a salvo o transportarlo
a otro lugar de la batalla. Cuando el guerrero mataba a un enemigo
le cortaba la cabeza y la colgaba de la trasera del carro como trofeo
de guerra. Hay que suponer que existiría cierta rivalidad entre ellos
por regresar a la tribu con la mayor cantidad posible de trofeos.
Como los pilotos o los tanquistas de los ejércitos modernos. El juego
de la guerra cambia poco, sólo evolucionan las armas.
César y sus hombres quedaron muy sorprendidos de ver aquellos
extraños guerreros que parecían surgidos del pasado, porque los
latinos nunca habían visto actuar un carro de guerra. Del use
militar de estos artefactos no quedaba más memoria que la
transmitida por los venerables poemas homéricos sobre la guerra de
Troya. El carro de guerra había decaído dos siglos atrás en el ámbito
mediterráneo, en cuanto los ejércitos dispusieron de caballos
suficientemente poderosos como para aguantar un jinete. Los carros
célticos, sorprendentemente maniobrables y sólidos, eran capaces
de girar en muy poco espacio y de subir y bajar pronunciadas
pendientes saltando entre las piedras. Cuando atacaban en masa,
como un destacamento de caballería, el ruido combinado de sus
llantas infundía pavor en el enemigo. La plataforma del carro era
muy baja, por lo tanto los aurigas no vacilaban en hacer equilibrios
sobre el eje delantero para lanzar sus jabalinas desde mayor altura,
aunque el carro fuera lanzado a toda velocidad.

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Fue una suerte que los isleños se limitaran a hostigar a los


invasores sin atreverse a más. Quizá se sintieron amedrentados por
la majestuosa visión de las galeras romanas aproximándose a remo,
que les parecerían monstruos marinos dotados de muchas patas.
Los romanos rechazaron a los atacantes y desembarcaron, pero la
expedición fracasó por falta de caballos. Los vientos adversos
habían obligado a regresar a sus puertos a los veleros de transporte
que llevaban la caballería.
No fueron los únicos quebraderos de cabeza que acarreó a César su
aventura británica. Sus hombres, todavía ignorantes de las mañas
del océano, habían dejado las galeras varadas en la playa como
hacían en los mares tranquilos e interiores de Italia. Por la noche, la
marea entrante las inundó y las olas rompientes les ocasionaron
diversos destrozos. De pronto se veían aislados en tierra hostil, con
la mar por medio y sin posibilidad de regresar. Por si fuera poco, los
indígenas, envalentonados, tomaban a atacar.
¿Qué hacer? César evaluó los daños. Doce galeras estaban tan
dañadas que era mejor no pensar en repararlas. Las hizo desguazar
para que los carpinteros repararan las restantes con sus restos.
Luego jugó la baza del prestigio romano y, ocultando su debilidad,
logró llegar a un acuerdo con las tribus bretonas de la región y les
arrancó la promesa de enviarle rehenes (aunque sólo algunas de
ellas cumplirían). Hecho esto, consideró que el honor quedaba a
salvo y se hizo de nuevo a la mar para cruzar el canal antes de que
el mal tiempo dificultara la travesía.

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César regresó a Inglaterra al año siguiente, esta vez con cinco


legiones y dos mil caballos. Con esta fuerza remontó las tierras del
Támesis y derrotó al rey Cassivellauno. Quizá hubiera proseguido la
conquista de la isla de no haberse producido una serie de
levantamientos en las Galias que aconsejaron su regreso.
Nuevamente las tribus belgas desenterraban el hacha de guerra: los
eburones habían tendido una emboscada a dos destacamentos
romanos y los habían aniquilado. César, nuevamente, construyó un
puente sobre el Rin y lanzó una operación de castigo contra los
germanos (la política de César consistía en evitar que se hicieran
demasiado fuertes). Luego, eliminado el peligro germano, regresó a
las Galias, derrotó a los eburones, arrasó su territorio e hizo
ejecutar al cabecilla principal por medio de azotes, el terrible castigo
romano para los traidores.

§. La muerte de Craso
La entente entre César y Pompeyo se mantenía gracias a los buenos
oficios interpuestos por el tercer socio, Craso, y por Julia, la hija de
César casada con Pompeyo. Pero estos dos personajes
desaparecieron en los dos años siguientes. Julia murió de
sobreparto en el 54 y a Craso lo mataron los partos al año siguiente,
después de la desastrosa batalla de Carres.
Llegados a este punto, será mejor que prestemos atención a estos
partos. Entre el mar Caspio y Persia, en el territorio que hoy ocupa
la provincia iraní de Jurasan, se estableció, hacia el año 247, la
tribu escita de los paraos o partos. Los escitas eran jinetes de origen

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indoeuropeo, originarios del Turlcestán. En el siglo VI a. de C.


desplazaron a los sumerios y se extendieron por Asia Menor. Luego
fundaron un reino de inspiración aqueménida que llegó a dominar
hasta Irán y Mesopotamia y se mantuvo relativamente
independiente hasta el siglo segundo de nuestra era, lo que no le
resultó nada fácil pues tuvo que defenderse de los ataques de los
nómadas en sus fronteras del norte y de los romanos por el oeste.
En el siglo I la expansión de Roma llegó hasta las fronteras partas y
los dos colosos se enfrentaron repetidamente, unas veces por
Armenia y otras por móviles estrictamente económicos: la ruta de
las caravanas procedentes de China y de toda Asia discurría por
tierras partas antes de llegar a su estación de Ecbatana, desde
donde se encauzaba hacia Antioquía, que era el centro natural de
redistribución para los mercados mediterráneos. Roma consiguió
arrebatar a los partos algunos territorios y la ciudad de Ctesifonte,
pero ellos le pararon los pies y le cerraron el camino de la India, el
sueño dorado de todo admirador de Alejandro Magno.
Las legiones romanas, invencibles en tantos lugares, fracasaron
repetidamente frente a la caballería ligera y los arqueros partos, un
enemigo móvil imposible de fijar en el campo de batalla porque su
táctica consistía en acribillar a flechazos al adversario en rápidas
pasadas y emprender una aparente huida cuando éste
contraatacaba. En realidad regresaban a repostar flechas para
volver a la carga. El arco compuesto usado por los partos era tan
potente que frecuentemente atravesaba el escudo romano, de
madera con refuerzos metálicos, y hería al infante. Los arqueros

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partos constituyeron tal pesadilla que los romanos empleaban la


expresión «flecha de parto» como nosotros decimos «puñalada de
pícaro».
La táctica parta prefiguraba el declive de las grandes formaciones de
infantería y la supremacía de la caballería que sería, andando el
tiempo, una de las causas de la decadencia del Imperio romano. Los
partos, dueños de aquella útil maquinaria guerrera, quizá hubieran
prosperado más de no estar gobernados por una aristocracia
camorrista que malgastaba su fuerza en trifulcas domésticas.
Pompeyo había conquistado un imperio en oriente, César estaba
haciendo otro tanto en las Galias. Craso no quería ser menos.
Probablemente quería ser incluso más. No sólo aspiraba a derrotar a
los partos y a conquistar su imperio sino a la fabulosa India. Él
remataría una empresa que en su día intentó, sin éxito, el propio
Alejandro. Al principio las cosas le fueron bien porque los partos se
hallaban inmersos en una guerra civil. Todos los auspicios se le
mostraron favorables cuando cruzó el Éufrates al frente de sus siete
legiones y emprendió su gran aventura. Pero cometió el error de
fiarse de un jeque árabe que, fingiéndose aliado suyo, lo atrajo a
Caires, donde los partos le habían preparado una celada.
Craso no supo desarrollar contramedidas tácticas para defenderse
de los partos. Una noche le lanzaron la cabeza de su hijo, al que
habían capturado, por encima de la empalizada del campamento.
Craso, sobreponiéndose a sus sentimientos, se dirigió a sus
hombres: «Que esto no os amedrente. Soy yo el que lo ha perdido,
no vosotros».

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La campaña se saldó con la muerte de veinte mil romanos y la


captura de otros diez mil. Además los partos capturaron siete
águilas. El águila, símbolo de Júpiter, era un objeto sagrado, a la
vez bandera y talismán de la legión. Solían ser figurillas de plata de
unos veinte centímetros de altura que el aquilifer portaba en lo alto
de un mástil. Como «divinidades de las legiones» (Tácito), el numen
o genio protector del grupo habitaba en ellas. Dejárselas arrebatar
por el enemigo constituía una vergüenza nacional que no podía
borrarse hasta que eran recuperadas.
Por cierto, como insignia regimental, el águila ha gozado de gran
fortuna a lo largo de la historia. No le han faltado ilustres
seguidores, entre ellos Napoleón, Hitler y Mussolini, todos ellos
grandes admiradores de la milicia romana.
Cuando las terribles noticias del desastre de Carres llegaron a
Roma, la ciudad se sintió consternada. Los enemigos del triunvirato
no tardaron en extender la noticia de la muerte terrible de Craso.
Aseguraban que suplicó por su vida al rey parto pero el bárbaro le
dio muerte vertiéndole oro fundido en la boca al tiempo que le decía:
«Bebe cuanto quieras. ¿No es esto lo que has buscado toda tu
vida?». En realidad, Craso murió de una estocada en una refriega
menor después de la batalla. Su cabeza y su mano fueron enviadas
al rey de los partos, y un actor griego presente en aquella corte tuvo
la detestable ocurrencia de tomar la cabeza y usarla para recitar a
Eurípides.

§. La rebelión de Vercingetórix

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Regresemos ahora junto a César, ya dueño indiscutible de las


Galias. En los intervalos invernales, cuando los caminos
embarrados imponían una tregua, César regresaba ligero de
equipaje a la Galia Cisalpina para reanudar sus tareas de
administración civil. En el 52 no pudo hacer este viaje.
Cruzando la vasta extensión de las Galias observó signos
inequívocos de que se estaba incubando una sublevación general.
Se entiende. Al principio de la llegada de los romanos, muchas
tribus galas se les habían sometido impresionadas por su
superioridad militar y creyendo que sólo estaban de visita. Cuando
advirtieron que se les habían instalado sine die y que no mostraban
interés alguno en marcharse, comenzaron a cavilar la manera de
expulsar a tan molestos huéspedes. Aquel invierno del 52 una gran
confederación de tribus galas se había juramentado para aniquilar a
los romanos: aulerces, armoricanos, andes, turones, parisienses,
senones, arvernos, cadurcos, lemosines y otras tribus de la Galia
central aplazaron sus disensiones tribales y pusieron guerreros y
recursos bajo el caudillaje de un jefe prestigioso, Vercingetórix, un
joven rey arverno que contaba menos de treinta años. El plan de
Vercingetórix consistía en cortar las líneas de aprovisionamiento de
César y debilitarlo, evitando enfrentarse a él en campo abierto. Para
que el plan surtiera efecto era necesario que los galos de la región
aceptaran la táctica de tierra quemada y contribuyeran al
desabastecimiento del ejército romano, pero esto sólo se cumplió a
medias.

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Vercingetórix poseía una brillante inteligencia natural y había


asimilado las técnicas de combate y asedio romanas, lo que le
permitía idear contramedidas adecuadas. No fue una guerra fácil
para César.
La confederación inauguró su campaña con un acto sonado:
pasando a cuchillo a los numerosos comerciantes romanos
establecidos en Genabum (Orleans).
César se dio por enterado. Su situación no podía ser más delicada.
Si reclamaba las legiones estacionadas en la frontera del Rin, las
expondría a un ataque en campo abierto sin que él estuviera
presente para dirigirlas. La alternativa era aventurarse por territorio
galo con una escolta insuficiente y exponerse a ser capturado por
los rebeldes.
César rebañó las tropas que pudo en la misma región donde se
encontraba y las envió sobre Cevenas, atravesando los campos
nevados. Era sólo una maniobra de distracción. Mientras tanto, él
se dirigió hacia el nordeste, regresó a marchas forzadas junto a sus
legiones, las sacó de sus campamentos y las lanzó contra los
poblados de los rebeldes.
Una de las tribus, los biturigos, decidió resistir a los romanos en su
ciudad de Avaricum (Bourges) aunque ello supusiera apartarse de la
estrategia acordada por la federación. El poblado estaba situado en
un otero defendido por tierras pantanosas. César se estableció en
una altura cercana, separada de Avaricum por una depresión, y
ordenó construir una rampa de cien metros de longitud por
veinticinco de anchura que rellenara la depresión y llegara a la

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muralla. En estas labores invirtió un mes. Concluida la obra, el


asalto de las legiones era cosa fácil. Los galos, ya escarmentados,
aplicaron las contramedidas adecuadas: minaron las rampas e
intentaron incendiar las torres rodantes, pero a pesar de ello
Avaricum sucumbió y sus habitantes, unos cuarenta mil, fueron
pasados a cuchillo para que su desastrado final sirviera de
escarmiento a otros poblados decididos a resistir a ultranza.
Vercingetórix, mientras tanto, se había fortificado en Gergovia, alta
meseta fácilmente defendible y rodeada de montañas en su Arvemia
natal (cerca del actual Clermont-Ferrand). César organizó un asedio
en toda regla. Como había hecho en Avaricum, ocupó y amuralló la
colina contigua estableciendo lo que en el arte de la fortificación se
denomina padrastro o malvecino. Luego rodeó la ciudad enemiga
con una trinchera y parapeto y construyó otro detrás del primero
formando una corona (circumvallatio), que en realidad era un
campamento circular con el enemigo aislado en una isla central.
Después de completar estas obras, César lanzó un ataque parcial
con objeto de tantear las defensas de la plaza, pero sus hombres se
excedieron intentando asaltarla y fueron rechazados con graves
pérdidas. La desafortunada acción se saldó con unos setecientos
cincuenta muertos, medio centenar de los cuales eran centuriones.
No fue una derrota pero sí un fracaso que tuvo vastas repercusiones
psicológicas tanto en romanos como en galos. Todas las tribus de
las Galias estaban pendientes de los sucesos de Gergovia y aquella
aparente victoria de Vercingetórix atrajo a muchos indecisos a la

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rebelión, entre ellos a los aedos, que César consideraba sus fieles
aliados.
En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, el romano
levantó el asedio y se alejó. Quería aprovechar la euforia de
Vercingetórix para atraérselo a un terreno más favorable.
Siguieron meses de incertidumbre. Los rebeldes continuaban
atacando guarniciones y colonias en los límites de la provincia
romana. César defendía el territorio incluso empleando
destacamentos de mercenarios germanos reclutados al otro lado del
Rin. El romano era predominantemente un soldado de infantería,
pero César empleaba la caballería germana para proteger sus
flancos y perseguir al enemigo en derrota. La caballería germana era
extraordinariamente móvil. Sus jinetes no usaban sillas y a menudo
transportaban a un infante a la grupa, lo que otorgaba gran
movilidad a su infantería. En las largas marchas el infante
caminaba detrás, agarrado a la cola del caballo, para que el animal
no se cansara excesivamente.
Finalmente Vercingetórix se vio obligado a ceder terreno y replegarse
con sus ochenta mil guerreros hacia el territorio de los aedos. Allí se
hizo fuerte en Alesia, un poblado situado en la cumbre de un cerro
cuyos escarpes cortados a pico le parecieron fáciles de defender. En
realidad la posición era una verdadera ratonera, pues estaba
rodeada por un anfiteatro de alturas superiores, pero al jefe galo le
pareció el emplazamiento ideal quizá porque en aquella altura
tenían los galos uno de sus santuarios más importantes y todavía
confiaba en la protección divina.

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César se resignó nuevamente a un asedio y puso a los cuarenta mil


hombres de sus diez legiones a excavar zanjas de metro y medio de
profundidad, con estacas aguzadas en el fondo, y a levantar
terraplenes de una altura similar sobre los que los carpinteros
instalaban una empalizada. A intervalos regulares hizo construir
torres de madera y cabañas para alojar a las tropas. De este modo,
el poblado sitiado, rodeado por una barrera infranqueable, quedaba
aislado y tenía que rendirse por hambre.
Como era de esperar, las tribus rebeldes se movilizaron para
auxiliar a sus hermanos sitiados y llegaron a reunir la respetable
cifra de doscientos cincuenta mil guerreros. Eso aseguran, al
menos, las fuentes romanas, probablemente exagerando un poco. El
caso es que César, sin dejar de ser sitiador, se convirtió en sitiado y
hubo de soportar ataques simultáneos a uno y otro lado de su doble
circunvalación. En 1860 Napoleón III hizo excavar el oppidum de
Alesia y halló los restos de las impresionantes fortificaciones
romanas y de algunos de los veintitrés fortines o reductos que César
construyó para albergar tropas y vigilar el campo. El círculo interior
de la circumvallatio medía dieciséis kilómetros y el exterior
veintiuno. Entre los dos se extendía un anillo de unos doscientos
metros de anchura por donde discurrían los romanos.
En los escritos de César encontramos una descripción bastante
detallada de estas obras. La corona donde se encerraban las fuerzas
romanas constaba, a un lado y a otro, de un terraplén reforzado con
empalizada y torres de observación y defensa. A continuación había
dos anchos fosos de escarpadas laderas, uno de los cuales estaba

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parcialmente inundado con aguas desviadas de un río cercano.


Delante de los fosos había una zanja menos profunda con cinco filas
de ramas de árbol trabadas a las que habían aguzado las puntas de
manera que hirieran a los atacantes. Delante de todo esto había
hoyos pequeños con agudas estacas clavadas en el fondo (los
llamaban cippi o urnas funerarias) seguidos de un sector de
trampas disimuladas con paja (tilia o lirios). Eran agujeros del
tamaño de un pie humano, con el fondo provisto de la
correspondiente estaca aguzada. Y finalmente, rodeándolo todo, otra
zona de tarugos clavados en el suelo y rematados por un clavo con
la punta en forma de anzuelo (stimuli o aguijones).
Lo que César había ideado era, en términos modernos, un verdadero
campo minado guarnecido de alambradas que cualquier atacante
había de sortear antes de alcanzar las trincheras y la empalizada.
Si César estaba preparando concienzudamente su asedio,
Vercingetórix estaba dispuesto a defender su posición mejor de lo
que los de Avaricum defendieron la suya. Previendo que César
pretendía rendirlo por hambre, su primera medida, juiciosa aunque
cruel, consistió en expulsar del poblado a la población civil para
suprimir bocas inútiles. Los pobres fugitivos se entregaron a los
romanos suplicando que los hicieran sus esclavos, pero César
tampoco estaba sobrado de alimentos, sólo contaba con raciones
para un mes, así que, a su vez, los expulsó de su anillo fortificado.
De nada sirvieron los tres ataques de los galos contra el anillo
romano. César, astutamente, hizo intervenir su caballería germana,

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que atacaba por la retaguardia a sus sitiadores mientras él contenía


a unos y otros desde sus bien defendidas fortificaciones.
César se mantuvo firme hasta que los sitiados, aislados e incapaces
de recibir ayuda exterior, agotaron sus alimentos y se rindieron por
hambre. Vercingetórix vistió su mejor coraza y cabalgó hasta César
para postrarse a sus pies con gesto ritual de sometimiento. César lo
envió a Roma, donde permaneció seis años en la prisión Mamertina
en espera de ejecución, hasta que César tuvo ocasión de celebrar su
triunfo.
Alesia es ahora un despoblado muy visitado por turistas en cuyo
centro se alza una impresionante estatua de Vercingetórix mandada
erigir por Napoleón III.
La caída de Alesia hubiera sido un broche de oro ideal para la
conquista de las Galias. César esperaba regresar a Roma con los
laureles de la victoria recién cortados para capitalizar su triunfo. El
momento era delicado porque sus proyectos políticos lo reclamaban
urgentemente en la urbe. Desgraciadamente las cosas se
complicaron. La derrota de Vercingetórix acabó con la federación
gala pero no con la voluntad de resistencia de algunas tribus que
siguieron haciendo la guerra a los romanos. César tuvo que aplazar
su viaje una y otra vez para acudir a sofocar las esporádicas
rebeliones. Hay que imaginar que se lo llevaban los diablos.
Mientras sus enemigos medraban en Roma, él tenía que permanecer
en el lodazal galo, atado de pies y manos por aquellos recalcitrantes
bárbaros. A veces desahogó su ira tratando a los vencidos con
innecesaria crueldad. Por ejemplo, en Uxellodonum, Dordogne, una

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fortaleza rebelde a cuyos defensores hizo cortar las manos. O quizá


fuera una crueldad calculada para persuadir a otras fortalezas
rebeldes a rendirse sin resistencia.

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Capítulo 7
El paso del Rubicón

Contenido:
§. En España
§. César regresa a Italia
§. Batalla de Farsalia

Mientras César conquistaba las Galias, en Roma la situación


política y social se iba deteriorando de día en día. En aquel peculiar
sistema electoral, el pucherazo había estado siempre a la orden del
día, pero en ausencia de César se alcanzaron unas cotas de
corrupción tales que ni los más viejos del lugar recordaban nada
semejante: el soborno, el cohecho, la amenaza y los piquetes se
habían adueñado de la escena política.
Al lector memorioso le sonará el nombre de Clodio. Fue el sujeto que
protagonizó páginas atrás un sonado incidente cuando se coló
disfrazado de mujer en la fiesta de Bona Dea que se celebraba en
casa de César. Aquel turbio asunto había obligado a César a
repudiar, por el qué dirán, a su esposa. Era de esperar que César
guardase rencor eterno al pelagatos. Nada de eso. El magnánimo
César perdonaba fácilmente, sobre todo si tenía buenos motivos
para hacerlo. Y los tenía: podía servirse de aquel crápula para
deshacerse de Cicerón, que se estaba convirtiendo en su principal
adversario en el Senado. Ya se sabe que las conveniencias políticas
hacen extraños compañeros de viaje e incluso de lecho.

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Clodio pertenecía, por nacimiento, a la clase patricia. Aunque


estuviera completamente desprestigiado entre los de su clase, por
sinvergüenza y amoral, de acuerdo con la ley seguía siendo patricio.
Esto significa que podía optar al cursus honorum pero le estaba
vedado el tribunado de la plebe. César le allanó el camino para que
pudiera ser transferido a la plebe haciéndolo adoptar por un
plebeyo. Se trataba tan sólo de una argucia legal que le permitía
cambiar de clase, como el que cambia de camisa, a fin de aspirar al
cargo. El plebeyo era veinte años menor que Clodio y sólo fue su
padre adoptivo el tiempo que duró la ceremonia. Luego cobró la
gratificación convenida por sus servicios y emancipó a su efímero
hijo, ya legalmente integrado en la plebe.
Clodio se presentó para tribuno y obtuvo el cargo, con la ayuda de
César, en el año 58. Inmediatamente impulsó la extensión de la
seguridad social a mayores sectores de la plebe urbana para
hacerse con una fácil clientela política de los paniaguados. Luego,
sintiéndose fuerte, dio en perseguir sañudamente a sus enemigos.
Su primer objetivo fue Cicerón. Desempolvó el asunto de las
ejecuciones sumarísimas de ciudadanos romanos que el antiguo
cónsul había aprobado durante la conspiración de Catilina y con
este pretexto solicitó la cabeza del orador. Aparte de la acción legal
en la que quizá Cicerón, como primer abogado de Roma, podía salir
bien librado, Clodio recurrió a artimañas del peor estilo. Enviaba
sicarios para que insultasen a Cicerón en la vía pública y agrediesen
a sus sirvientes o le incendiaran la casa. Incapaz de soportar aquel
acoso, el gran orador optó por abandonar Roma y refugiarse en su

Colaboración de Sergio Barros 132 Preparado por Patricio Barros


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finca del Epiro, donde se mantuvo reprimiendo nostalgias y


escribiendo muchas cartas, hasta que sus amigos orquestaron una
campaña para reclamarlo y consiguieron que regresara, en el año
57. Para entonces Clodio había perdido gran parte de la popularidad
que obtuvo al principio de su magistratura con los repartos de trigo.
La nobilitas necesitaba urgentemente un nuevo campeón y
Pompeyo creyó que, si apoyaba al Senado, éste dejaría de entorpecer
su carrera política. El Senado aceptó el trato y le concedió un
mandato proconsular de cinco años encomendándole el cada vez
más imprescindible abastecimiento de trigo a Roma. Lo primero que
hizo Pompeyo fue contrarrestar a Clodio con sus propios métodos y
encomendó el trabajo sucio al tribuno Annio Milo Papiniano. Con
ello la pugna entre la nobilitas y los populares subió de tono y
comenzó a parecer una larvada guerra civil. La noche romana,
disputada por las dos bandas armadas, se teñía de sangre.
En el año 54 los cuatro candidatos al consulado fueron acusados de
corrupción. Los enfrentamientos se recrudecieron durante los años
siguientes, hasta que en una de las refriegas los esbirros de Clodio
incendiaron la casa de Milo, y la banda de Milo asesinó a Clodio en
plena vía Apia. Los gángsters no tuvieron en cuenta que su
magistratura tribunicia le confería inviolabilidad.
Había que calmar a la enfurecida plebe. Milo Papiniano fue juzgado
y, aunque lo defendió el mejor abogado de Roma, es decir, Cicerón,
resultó condenado a largo destierro en Marsella. Por cierto que
cuando Cicerón le envió el texto de su defensa, ya adobado con las
convenientes correcciones de estilo, Milo le respondió con amarga

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ironía: «Ay, Cicerón, si hubieras dicho ante el tribunal todo lo que


me escribes no estaría yo ahora aquí, comiendo pescado». Se ve que
este Milo prefería un recio solomillo al delicado rodaballo.
La desaparición de Clodio no hizo sino precipitar la descomposición
política de la ciudad. Los desórdenes que sucedieron fueron de tal
magnitud que el alarmado Senado nombró a Pompeyo cónsul sine
collega, es decir, dictador. Esto ocurría en el año 52.
No eran buenas noticias para César, quien, mientras tanto,
permanecía retenido, muy a su pesar, en el avispero galo. Nuestro
hombre examinó la situación: Craso había desaparecido y Pompeyo,
en pleno idilio con los optimates (incluso se había casado con la
hija de uno de los más relevantes) se había adueñado de Roma y le
estaba segando la hierba bajo los pies en connivencia con el Senado.
La labor de Pompeyo como cónsul sine collega fue radical y
efectiva. Ocupó militarmente la ciudad, erradicó la violencia con
una violencia mayor que acabó con las bandas y devolvió a Roma
una estabilidad como no disfrutaba desde hacía años.
César seguía atentamente la evolución de la política romana. La
alianza de Pompeyo con el Senado no le presagiaba un futuro
halagüeño. Mientras fuera procónsul estaba a salvo, pero cuando su
magistratura expirara quedaría a merced de sus adversarios y
podría ser procesado y condenado con cualquier pretexto. Por lo
tanto decidió asegurarse la obtención de otra magistratura cum
imperium que prorrogara su inmunidad. Un consulado podía ser el
seguro de vida perfecto.

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César, nuevamente cónsul, hubiese podido reconducir el partido de


los populares y adueñarse del poder, máxime con el prestigio
ganado en las Galias, pero sus enemigos del Senado no dormían y
se adelantaron a su maniobra modificando la ley para dejarlo
desprotegido. En adelante los magistrados salientes tendrían que
esperar cinco años antes de volver a ejercer puestos en la
administración provincial. César quedaba otra vez a la intemperie.
Podría ser juzgado y condenado en cuanto expirara el período de su
magistratura.
El 7 de enero del 49 el Senado ordenó a César que licenciara sus
tropas y regresara a Roma como ciudadano particular. Si
desobedecía lo declararían proscrito.
Le tocaba mover sus piezas.
Los hombres de César en Roma se pusieron en movimiento. Dos
tribunos de la plebe, Marco Antonio y Quinto Casio Longino,
huyeron de la ciudad y se refugiaron en el campamento de César
proclamando que sus vidas corrían peligro en la urbe. ¡Los legítimos
representantes del pueblo romano huían del Senado y de Pompeyo!
Aquel episodio, fuera espontáneo o calculado, suministraba a César
un pretexto ideal para intervenir. Si invadía Italia no lo haría movido
por sus ambiciones personales sino solamente para proteger y
salvaguardar los derechos sacrosantos de los tribunos de la plebe,
representantes de la soberanía del pueblo, amenazados por el
Senado.
César no sólo contaba con el apoyo de una parte importante del
pueblo romano. Estaba además respaldado por un ejército curtido

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por diez años de incesantes combates. Sus legionarios lo adoraban y


estaban dispuestos a seguirlo hasta el fin del mundo. Políticamente
se sentían más vinculados a él que a Roma: casi todos ellos
procedían de la Cisalpina, una región que debía la ciudadanía
romana a su gestión personal. Sólo uno de los generales de César,
Tito Labieno, no vio claro el asunto y prefirió ponerse del lado del
Senado. César, caballerosamente, le hizo llegar su equipaje y sus
pagas atrasadas.
El 12 de enero César llegó al Rubicón, un riachuelo que marcaba el
límite entre Italia y las Galias. Todavía estaba dentro de su
jurisdicción, pero si cruzaba a la otra orilla equivaldría a declararle
la guerra al legítimo gobierno de la República y al Senado.
Probablemente había tomado su decisión días antes, pero, no
obstante, buscando señales del cielo en el trance más decisivo de su
vida, hizo soltar una manada de caballos, un antiguo rito para
incitar a la divinidad a manifestar su voluntad, y esperó la señal
divina que había de producirse. Aguas abajo, unos legionarios
descubrieron a un mancebo alto y hermoso que tocaba un caramillo
junto a la rumorosa orilla. Cuando se le acercaron, el desconocido
se levantó de pronto y, asiendo la trompeta que llevaba uno de los
soldados, cruzó el río alegremente tocando paso de carga. ¡La señal
estaba clara! Aquella angélica aparición era un mensaje de los
dioses: invitaban a César a invadir el suelo italiano. Uno, que es
escéptico por naturaleza, no puede dejar de pensar que a lo mejor
todo estaba preparado para disipar los últimos escrupulillos de la
supersticiosa tropa. Piénsese que, en términos modernos, lo que se

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disponían a hacer era dar un golpe de Estado contra el gobierno


legítimo.
La arenga de César en aquella ocasión es famosa: « ¡Adelante! Nos
reclaman los dioses y la injusticia de nuestros enemigos. ¡La suerte
está echada!». Estas últimas palabras, dichas en latín, alea jacta
est, eran las que solían acompañar al lanzamiento de dados en los
ocios del campamento. Han tenido gran fortuna y forman hoy parte
del bagaje cultural de Occidente, junto con la expresión pasar el
Rubicón, en su equivalencia de tomar una decisión trascendente.
Los dados del Rubicón estuvieron rodando durante cuatro años.
Fue una larga y sangrienta guerra civil que terminó de decidir no
sólo los destinos de Roma sino también los de Occidente. Dos
colosos estaban frente a frente: César, rebelándose en nombre del
pueblo, y Pompeyo, encamando la legalidad representada por un
Senado cicatero y copado por optimates que sólo servían a sus
intereses de clase. Las fuerzas parecían desiguales: Pompeyo
disponía de más de cincuenta mil hombres; César, tan sólo de unos
seis mil, pero contaba con la popularidad de su causa y con que
muchos italianos y romanos pasarían a sus filas a la menor ocasión.
Por otra parte, un Pompeyo retirado de las armas desde hacía doce
años y al frente de un ejército bisoño no era rival para su genio
militar ni para sus veteranos de las Galias. Pompeyo lo sabía, así
que cedió terreno, desamparó Roma y se replegó hacia el sur. La
retirada de Pompeyo provocó una desbandada de senadores y
optimates. Ninguno era tan loco como para permanecer en Roma
esperando que César la ocupara y desvelase sus intenciones. Era

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más sensato poner tierra por medio, por si acaso. El recuerdo de las
sangrientas represiones de Mario y Sila estaba todavía fresco en la
memoria de la ciudad.
Los fugitivos, como rebaño en busca de pastor, siguieron a Pompeyo
y se trasladaron con él a Grecia. Allí se sintieron relativamente a
salvo: César no disponía de barcos.
César se adueñó de toda Italia en un paseo militar que duró tres
meses. Entró en Roma el 16 de marzo, dejando respetuosamente a
sus tropas fuera del pomeranium. Aunque era el amo virtual de la
ciudad, no tenía inconveniente en respetar las añejas leyes
republicanas siempre que no estorbaran a sus intereses. Por eso,
cuando el tribuno de la plebe L. Metelo le interpuso su veto para
evitar que confiscara el tesoro de la ciudad, guardado en los sótanos
del templo de Neptuno, se le quedó mirando fijamente y le dijo: «Me
resulta más fácil hacerte degollar que advertirte de que puedo
hacerte degollar». L. Metelo comprendió que hablaba en serio y
retiró el veto. César necesitaba aquel tesoro para sufragar los
cuantiosos gastos de la guerra que se avecinaba.
Después de esto, el general sólo permaneció en Roma por espacio de
una semana, durante la cual dictó oportunas y populares medidas
sobre el gobierno y el aprovisionamiento de la urbe, y dejándola bien
guardada prosiguió su triunfal campaña.
Italia pertenecía a César, pero el Senado disponía de tres ejércitos
en Albania, Sicilia y España, mandados respectivamente por
Pompeyo, Catón y Afranio. ¿Por cuál empezar? Decidió comenzar
por España, territorio proconsular de Pompeyo.

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§. En España
César se dirigió a España por tierra, pero al llegar a Arles tuvo que
detenerse y construir doce naves para bloquear Marsella, que se
había rebelado y obedecía a un gobernador pompeyano.
Pompeyo contaba con muchos partidarios en España, especialmente
en la Citerior, donde, como quedó dicho en su momento, había
ganado la amistad de muchos caudillos indígenas durante su
campaña contra Sertorio. Un general pompeyano, Afranio, se había
establecido en la Citerior con tres legiones; otros dos oficiales,
Petreyo y Varrón, mantenían dos legiones cada uno a ambos lados
del Guadiana. En total siete legiones que sumaban unos setenta mil
hombres, de los que quizá un tercio eran españoles.
Además Pompeyo había enviado a España a otro oficial, Vibulio
Rufo, con instrucciones de cortar el paso de su oponente en los
Pirineos, pero César, adelantándosele, apresuró la marcha de las
tres legiones que había dejado acantonadas en Narbona y las hizo
cruzar los Pirineos antes que las tropas pompeyanas pudieran
interceptarlas. Siempre se adelantaba a los movimientos de su
enemigo: ése era uno de los secretos de sus éxitos. Mientras tanto
Petreyo unió sus dos legiones a las de Afranio.
Las tropas de César estaban ya en España. Los generales
pompeyanos pensaron en establecer una segunda línea en el Ebro,
pero cometieron la torpeza de concentrar sus efectivos en Ilerda
(Lérida), donde no pintaban nada.

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Fabio, el legado de César, estableció su campamento al norte de


Ilerda y esperó la llegada de su jefe escaramuzando con los
pompeyanos. César llegó en la primavera del 49 y se dispuso a
pasar con sus tropas al otro lado del río Segre. Las aguas, crecidas
con el deshielo, le arrastraron dos puentes, pero él no se amilanó e
hizo cruzar a sus hombres en botes de piel con estructura de
madera cuya construcción había aprendido en Gran Bretaña.
Aunque parezca mentira, se trata de embarcaciones sólidas y
capaces. En una de ellas, se supone que san Brandán alcanzó
tierras americanas anticipándose en unos siglos a los vikingos y
más todavía a Colón. Los irlandeses las llaman curragh.
Parecía que César estaba dispuesto a tomar la iniciativa y a
demostrar quién mandaba en la Península. Cautamente, algunos
pueblos le enviaron legados con promesas de amistad y los
indígenas comenzaron a desertar de las filas pompeyanas para
pasarse a las suyas.
Mientras tanto, los generales de Pompeyo, encerrados en Ilerda,
habían perdido por completo la iniciativa. Después de algunas
vacilaciones pensaron que mejorarían su posición si se trasladaban
un poco al sur, pero César cruzó nuevamente el Segre, les cortó el
paso en las proximidades de Mayals, antes de que alcanzasen el
Ebro, y los obligó a regresar a sus posiciones de Lérida. Cundía el
desánimo entre los pompeyanos, las deserciones menudeaban y los
depósitos de intendencia estaban casi exhaustos. Afranio,
comprendiendo que estaba acorralado, se rindió incondicionalmente
y licenció a sus tropas.

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César había vencido en el norte pero todavía quedaba el ejército


pompeyano del sur, las legiones Segunda y Vernácula al mando de
Varrón, y la escuadra fondeada en Cádiz. César se dirigió al sur en
un paseo triunfal. Las ciudades por donde pasaba expulsaban a las
guarniciones pompeyanas y lo recibían con guirnaldas. Finalmente
la legión Vernácula, integrada por elementos hispanos, cambió de
bando y se pasó en masa a César.
Como en España quedaba poco por hacer, César embarcó en Cádiz
(ciudad a la que entonces concedió la ciudadanía romana) con
destino a Tarragona. Los últimos pompeyanos se quedaban sin trigo
y se pasaban al ejército del vencedor.
César dejó la Península al cuidado de sus legados y continuó viaje
hacia Italia con escala en Marsella, rendida por fin. Por cierto, al
atravesar los Pirineos, por Le Perthus, pasó cerca del majestuoso
monumento conmemorativo erigido por Pompeyo unos años atrás.
César hizo erigir otro, pero de proporciones mucho más modestas.
Ya se ve que las cualidades del propagandista no eran inferiores a
las del guerrero.

§. César regresa a Italia


César fue elegido cónsul para el 48. Era de esperar que
permaneciera en Roma ocupado en el gobierno de la ciudad y dejara
pasar el invierno. Pero César, ya lo estamos viendo, era un hombre
impaciente y solía actuar a contracorriente para sorprender al
adversario. Pompeyo estaba al otro lado del Adriático. Se había
fortificado con cinco legiones en el promontorio de Dirraquio

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(Durrés, en la Albania actual) y se sentía muy a salvo. ¿Por qué


dejar pasar unos meses preciosos en los que Pompeyo robustecería
su ejército con las tropas y los recursos que le enviaban sus aliados
de Oriente?
En pleno invierno, César concentró tropas en Brindisi y,
confiscando todas las embarcaciones de la región, se lanzó a cruzar
el Adriático con veinte mil hombres en la desapacible noche del 4 de
enero del 48. Cuando amaneció, la escuadra navegaba frente a las
costas de Palaeste, a salvo de los navíos pompeyanos y de los malos
vientos invernales.
Cuando tuvo noticia de la osada acción de su enemigo, Pompeyo se
mordió los puños. Había desaprovechado la oportunidad de
aniquilarlo en la mar y ahora se le venía encima con dos tercios de
sus efectivos intactos. Lo único que cabía hacer era alertar a la
escuadra para que impidiera el paso del tercio restante. Sólo
consiguió mantener el bloqueo por espacio de dos meses. En marzo,
Marco Antonio, el lugarteniente de César, consiguió cruzar el mar,
sin novedad, con el resto de la tropa.
César había desembarcado a sus hombres en una región desolada
donde le iba a ser poco menos que imposible proveerse del trigo
necesario para mantenerlos. No obstante, actuó animosamente
como si tuviera todas las bazas en la mano, e inmediatamente rodeó
a las fuerzas de Pompeyo, aunque eran superiores a las suyas, con
el acostumbrado terraplén de circunvalación, mayor aún que el
construido en Alesia. Dada la accidentada configuración del terreno,

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fue una empresa titánica que ya entonces pareció a algunos la obra


de un demente.
Mientras tanto, Pompeyo sólo pensaba que no le convenía
enfrentarse a César en campo abierto, donde se impondría la
superior calidad de las tropas adversarias. Por lo tanto prefirió
esperar a que consumieran el escaso trigo que tenían y el hambre
los obligara a interrumpir el asedio. Al fin y al cabo él no tenía
problemas de aprovisionamiento, ya que continuaba recibiendo
vituallas por mar.
Las previsiones del viejo zorro se probaron acertadas. La escuadra
de Pompeyo el Joven barrió del mar a los barcos de César e impidió
que éste recibiese trigo de Italia. Las reservas del general rebelde se
agotaron rápidamente. En tales circunstancias le urgía actuar. Al
llegar el verano, con las obras de circunvalación concluidas, planeó
un asalto al campo de Pompeyo. Esta vez confluyeron varios errores
que lo hicieron fracasar y Pompeyo consiguió romper el cerco
cesariano por el punto más débil. César contraatacó vigorosamente,
pero sus tropas fueron rechazadas y sufrieron casi mil bajas. Un
desastre.
César comprendió que si se obstinaba en mantener el cerco sólo
empeoraría su situación. Por tanto, levantó el campo y se dirigió a la
región de Tesalia en busca del trigo que necesitaba
desesperadamente.
Los optimates que acompañaban a Pompeyo, entre ellos doscientos
senadores, estrategas de salón en su mayoría, lanzaron las
campanas al vuelo: ¡habían derrotado a César; el poderoso César

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cedía terreno y huía delante de ellos! Ya estaban impacientes por


darle la batalla decisiva en la que confiaban ganar fáciles laureles.
Pompeyo, aunque bastante indeciso, porque sabía de milicia más
que sus partidarios y conocía bien que César era duro de roer, no
tuvo más remedio que ceder: lo siguió a la Tesalia y presentó
batalla.

§. Batalla de Farsalia
El 27 de junio del 48 los ejércitos de César y Pompeyo situaron sus
respectivos campamentos a unos cuatro kilómetros de distancia el
uno del otro, junto a la orilla del río Enipeo, no lejos de Farsalia.
Según la práctica militar romana, aquella noche circuló el santo y
seña para el día siguiente. En el campo pompeyano «Hercules
invictas»; en el de César, «Venus Victrix» (César se ponía bajo la
protección de la diosa familiar protectora de los Julios).
Cuando amaneció, los ejércitos se armaron y avanzaron pegados al
río hasta un punto equidistante de los dos campamentos. Cuando
estuvieron a sólo unos centenares de metros de distancia, se
detuvieron y formaron las líneas. Pompeyo disponía de doce legiones
de heterogénea procedencia, entre ellas siete cohortes de españoles.
En total unos cincuenta mil infantes y siete mil jinetes. César, por
su parte, tenía nueve legiones, unos veintitrés mil infantes y mil
jinetes galos y germanos. El ala derecha de Pompeyo, formada por
hispanos y orientales, se apoyaría en el río. Por este lado la
movilidad de las tropas iba a ser mínima. En el cuerpo central
colocó a las legiones sirias e italianas, y a su izquierda, en la zona

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más expuesta a un movimiento envolvente de César, situó a las


legiones más veteranas, las que había recibido de las Galias dos
años antes. En este punto concentró además a su abundante
caballería, con instrucciones precisas de arrollar a la débil
caballería de César y envolver a la infantería atacándola por la
espalda. Así, las tropas de César quedarían entre dos fuegos.
César previo exactamente el plan de su enemigo y dispuso las
contramedidas oportunas, fortaleciendo su caballería con infantería
ligera, además de apostar una reserva de ocho cohortes cerca del
flanco amenazado.
El de Farsalia fue un combate entre romanos. Es de suponer que los
procedimientos de aproximación fueran los usuales. Primero
avanzarían las ordenadas cohortes a paso de marcha. A una
distancia prudencial se detendrían ambos ejércitos y comenzarían a
desafiarse gritando (clamore sublato) tanto para enardecerse como
para amedrentar al enemigo. Luego, a una señal de los oficiales que
a su vez la recibían del general, las cohortes se lanzaban al ataque a
paso de carga (concursus) hasta llegar a unos treinta pasos del
enemigo, donde hacían un breve alto para arrojar sus pila en
mortífera nube antes de lanzarse al cuerpo a cuerpo (Ímpetus).
Ésta era la táctica usual, pero Pompeyo, en Farsalia, intentó
alterarla en su favor. Cuando los ejércitos llegaron a ciento treinta
metros del objetivo, la acostumbrada distancia del inicio de la doble
carga para chocar a medio camino, el veterano general prefirió dejar
que los cesarianos cargaran en solitario. Quería endosarles el
esfuerzo suplementario para que llegaran a él sin resuello después

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de haber cruzado todo el campo. También esto lo había previsto


César. Su primera línea avanzó hasta el centro del campo y, una vez
allí, se detuvo a descansar y realinearse. En aquel momento la
caballería de Pompeyo atacó, pero la de César aguantó bien el
impacto, reforzada como estaba por las ocho cohortes de la reserva,
a las que César había dado instrucciones de blandir sus lanzas a la
altura del rostro de los jinetes enemigos. El astuto general, tan
ducho en los salones frecuentados por los elegantes como en los
campos de batalla, sabía que en la caballería pompeyana militaba la
flor y nata de la aristocracia romana e intuía que aquellos
pisaverdes no estarían dispuestos a ganar sus laureles a costa de
cicatrices que les afearan la cara.
Todo resultó como César había previsto. Después de un breve
combate, la caballería pompeyana cedió el campo perseguida por la
de César, circunstancia que aprovecharon las ocho cohortes
auxiliares para atacar el flanco izquierdo de Pompeyo, rodeándolo.
Tomados de frente y lateralmente, los pompeyanos titubearon y
cedieron terreno. La presión de las tropas cesarianas aumentó. Al
poco, sus adversarios dieron la espalda y huyeron dejando sobre el
terreno entre seis y diez mil muertos, a los que cabe sumar veinte
mil prisioneros. César solamente sufrió mil doscientas bajas.
Entre los muertos pompeyanos había muchos aristócratas romanos
pertenecientes a las grandes familias de la urbe. César examinó con
atención las listas en busca del nombre de Bruto y suspiró con
alivio cuando supo que se encontraba entre los fugitivos que habían
escapado con vida de la batalla. Recordemos nuevamente que César

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tenía motivos para sospechar que Bruto fuera hijo suyo, pues
Servilia, madre del chico y hermanastra de Catón, era su amante
cuando engendró al muchacho.
Pompeyo no se sintió seguro ni siquiera en su campamento
fortificado. Al día siguiente prosiguió su huida, acompañado por su
estado mayor, hacia una playa próxima donde lo esperaba una
nave, con la que se trasladó a Anfípolis y después a Mitilene, donde
lo aguardaban su esposa Cornelia y su hijo Sexto. Juntos
prosiguieron viaje a lo largo de la costa asiática rumbo a Egipto,
donde Pompeyo creía contar con buenos amigos, de los que no
fallan en la adversidad.

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Capítulo 8
Fascinante Cleopatra

Contenido:
§. Cleopatra sucede a César
§. Alejandría, la ciudad

Pompeyo quería tomar el desquite, pero ello implicaba rehacer su


ejército, adquirir trigo y alistar nuevas tropas, es decir, dinero,
mucho dinero. ¿Dónde conseguirlo? Inmediatamente pensó en
Egipto, cuyos reyes le debían el trono. Había llegado la hora de
pasar factura por aquella vieja deuda. Fletó una galera siria y zarpó
para Alejandría, siempre acompañado de Cornelia, su esposa.
Este es un buen momento para hablar de Egipto. Dos mil años
atrás los egipcios habían desarrollado una cultura refinada cuyo
máximo exponente fueron las grandes pirámides, pero a este
esplendor sucedió una larga decadencia. El país fue conquistado
primero por los persas y después por Alejandro Magno. A la muerte
de Alejandro, Egipto correspondió a su general Tolomeo, cuyos
sucesores poseyeron el trono hasta la incorporación de Egipto al
Imperio romano, en tiempos de César. El último descendiente
directo de Tolomeo había dejado el reino en herencia a Roma. Esta
ocurrencia, que puso al borde del infarto a los poderosos de la corte
alejandrina, tuvo la virtud de actuar como revulsivo y obligarlos a
deponer sus intrigas y banderías para tomar una decisión que
asegurara sus puestos y prebendas: se apresuraron a elegir un

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nuevo rey. Como no había mucho donde escoger, echaron mano de


dos bastardos del difunto Tolomeo IX y los elevaron a los tronos de
Egipto y Chipre respectivamente. Corría el año 76 antes de Cristo.
El nuevo rey de Egipto, Tolomeo XII, apodado Auletes, «el flautista»,
se casó con Cleopatra VI Trifena, probablemente hermana suya.
Este rey pelele, figura débil y patética, mero títere de Roma,
engendró cinco hijos, a saber: Berenice, Cleopatra VII, Arsinoe,
Tolomeo XIV y Tolomeo XV. Esta Cleopatra VII, también llamada
Thea Philopator, es decir, «Diosa que ama a su padre», es la famosa
reina de Egipto que fue amante sucesivamente de César y Marco
Antonio. Había nacido en el año 69.
El testamento del último Tolomeo llegó a Roma cuando el primer
triunvirato se hallaba vigente. Craso elevó su voz en el Senado para
proponer que Egipto fuese incorporado al imperio como provincia y
que su regencia se encomendase a su colega César. Pero el Senado,
con Cicerón al frente, se opuso decididamente al plan: permitir que
César, líder de los populares, metiera mano en las ingentes rentas
de Egipto hubiese sido el suicidio político de los optimates.
Mientras el Senado discutía la conveniencia de aceptar el regalo de
Egipto, el nuevo Tolomeo sobornaba generosamente a muchos
senadores para que dejasen estar la cuestión. Mientras tanto, el
pueblo egipcio, abrumado de impuestos, se rebeló, y el Flautista
tuvo que huir y refugiarse en Roma, a la propicia sombra del
poderoso triunvirato.
El Flautista se hizo cargo de la situación. Craso nadaba en la
abundancia pero sus dos camaradas distaban mucho de ser ricos,

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particularmente César, que siempre andaba sin blanca. Le fue fácil


sobornarlos con la promesa de seis mil talentos de plata (la renta
anual de su reino). Entonces César hizo aprobar la llamada «ley
Julia sobre el rey de Egipto», una declaración oficial que reconocía
los derechos de Tolomeo al trono del país del Nilo y lo declaraba
«amigo y aliado del pueblo romano».
Tolomeo, nuevamente encaramado en el trono, dejó las tareas de
gobierno en manos de tres ministros: Aquilas, jefe del ejército;
Teódoto, retórico griego y tutor de su primogénito, el joven Tolomeo,
y Potino, un intrigante eunuco que cuidaba las finanzas.
Un poco antes de su muerte, en el año 51, Tolomeo el Flautista
proclamó corregentes a sus hijos Cleopatra y Tolomeo XIII.
Cleopatra tenía dieciocho años y su hermano, con el que contrajo
matrimonio, diez.
Quizá al lector le extrañe que Cleopatra se casara con su hermano.
El incesto dinástico fue una práctica común entre los faraones de
los antiguos imperios egipcios. Los Toldmeos, aunque griegos de
origen, no tuvieron inconveniente en adoptarla para continuar las
costumbres del país. El incesto dinástico aseguraba hijos legítimos
al trono. Dado que la realeza se transmitía por vía femenina,
siguiendo una tradición matriarcal neolítica, el rey tenía que ser
concebido por hijas de reyes. Esta monstruosa endogamia acarrea
la degeneración genética de las familias que la practican.
Costumbres similares se han visto en algunas casas reales
europeas, entre ellas las de Austria y Borbón.

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Por su formación y carácter, Cleopatra, aunque reina de Egipto,


resultaba ser más griega que oriental. Era una mujer culta,
desenvuelta e independiente. Cuando los ministros del Flautista se
percataron de que la nueva reina tenía ideas propias y no se dejaría
manejar, se apresuraron a urdir una conjura para destronarla y
casar a Tolomeo XIII con Berenice, la hermana pequeña. Cleopatra,
viéndose en peligro, huyó a Siria, pero no se dio por vencida:
inmediatamente se puso a reclutar tropas para recuperar el trono.
A la llegada de Pompeyo a Egipto, el rey niño Tolomeo XIV y sus
ministros no se hallaban en Alejandría sino en Pelusio, la plaza
fuerte que guardaba la frontera oriental, donde pensaban derrotar
al ejército sirio de Cleopatra, cuya aparición era inminente.
La llegada de Pompeyo en aquellas circunstancias no podía ser más
inoportuna. Los ministros se reunieron en consejo. ¿Qué hacer?
Pompeyo era un hombre prestigioso al que los Tolomeos debían
mucho, pero después de su expulsión de Italia y de su derrota en
Farsalia estaba acabado. Ahora bien, todavía retenía poder en
Oriente y no se podía descartar que al cabo de un tiempo se
volvieran las tornas, que derrotara a César y se adueñara
nuevamente de Roma. No hacía falta ser muy avispado para
comprender que Pompeyo venía a pedirles ayuda contra César. Si se
la prestaban y vencía César, malo. Si se la denegaban y vencía
Pompeyo, peor.
Teódoto, el sofista griego, propuso cínicamente una posible
solución: «Un muerto no muerde. Matemos a Pompeyo y así nos
aseguramos de que nunca va a gobernar Roma y, al propio tiempo,

Colaboración de Sergio Barros 151 Preparado por Patricio Barros


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garantizamos la victoria de César, que nos quedará eternamente


agradecido».
La galera de Pompeyo había anclado a unos cientos de metros de la
costa. Los egipcios, convenido el plan, formaron la compañía de
honores en la playa. El propio Aquilas, el ministro de la Guerra,
salió al encuentro del ilustre huésped en una embarcación tan
pequeña que resultaba imposible embarcar en ella escolta alguna.
Pompeyo tuvo un mal presentimiento y preguntó, escamado, por
qué no habían enviado una barca más espaciosa. «Es que hay poco
calado y otra mayor no llegaría a la playa», lo tranquilizó Aquilas.
Pompeyo no quedó muy convencido, pero tampoco estaba en
situación de exigir mayores garantías. Resignado, se volvió hacia
Cornelia, su esposa, y le recitó los conocidos versos de Sófocles:

… y el que entró en la casa para ser príncipe


fue esclavo de ella aunque llegara libre.

Luego subió al esquife acompañado tan sólo por un criado y su


liberto Filipo. Aquilas se había hecho acompañar por dos antiguos
oficiales romanos a su servicio, Lucio Septimino y Salvio. Mientras
los remeros los acercaban a la playa, Pompeyo se quedó mirando al
primero: «Tu rostro me resulta familiar. ¿Hemos sido compañeros de
armas?». Septimino se limitó a asentir. Luego se produjo un
incómodo silencio.
Llegaron a la orilla. Cuando Pompeyo se alzaba de su asiento para
saltar a tierra, Septimino, situado a su espalda, le clavó su espada.

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Aquilas y el centurión Salvio lo apuñalaron también. Luego


depositaron el cadáver sobre la arena, un esbirro lo decapitó y le
arrancó el sello que llevaba en el anular de la mano derecha: un
león que sostenía entre sus garras una espada.
La infortunada Cornelia presenció desde la galera el asesinato de su
esposo y profirió un grito tan desgarrador que fue percibido desde la
playa. Luego la galera levó anclas y huyó a mar abierto escapando
de algunas embarcaciones egipcias que pretendían capturarla.
La muerte de Pompeyo debió de ocurrir a finales de setiembre.
César, ignorante de lo sucedido, navegaba por el Mediterráneo
rumbo a Alejandría, donde creía que se había dirigido el fugitivo.
Cuatro días después, el dos o el tres de octubre, desembarcó en la
capital egipcia. En ausencia de Tolomeo XIV, que se encontraba
todavía en el campamento de Pelusio, César fue recibido por el
ministro Teódoto, que creyó apuntarse un tanto en el favor de César
al presentarle, ufano, la cabeza de Pompeyo. Craso error: ante el
sangriento despojo de su enemigo, César se mostró consternado. A
lo mejor hipócritamente, por parecerse a los héroes antiguos, puesto
que, bien mirado, la desaparición de Pompeyo le allanaba el camino
y le evitaba tener que matarlo él mismo, lo que le hubiera granjeado
la perpetua enemistad de los muchos romanos que admiraban y
querían de veras a Pompeyo.
César tenía un talante conciliador y solía apiadarse de sus enemigos
derrotados, así que liberó a los pompeyanos que Teódoto retenía en
Alejandría y se ocupó de que las cenizas del difunto llegaran a su

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viuda. Cornelia las sepultó en el jardín de la villa de Pompeyo en


Albano.
Después del patinazo de presentar a César la cabeza de Pompeyo,
Teódoto comprendió que su carrera política estaba acabada.
Curándose en salud, huyó de Alejandría y anduvo por diversas
ciudades de Siria y Asia Menor durante unos años, hasta que cayó
en manos de Bruto, que lo hizo crucificar.
Desaparecido Pompeyo, César sólo tenía un motivo, pero muy
importante, para prolongar su estancia en Egipto: el dinero. Las
últimas campañas militares lo habían dejado sin blanca y quería
poner al cobro la vieja deuda de los seis mil talentos, más intereses
por demora, que los herederos de Tolomeo el Flautista le
adeudaban. Un negocio que se presentaba muy dudoso mientras
Tolomeo XIII y Cleopatra estuvieran enfrentados en Pelusio.
Si lograba reconciliar a los hermanos, caviló César, se aseguraría la
clientela de Egipto, ya camino de convertirse en el granero del
Imperio romano, y además podría cobrar su deuda.
Nuestro romano se instaló cómodamente en el palacio real de
Alejandría y convocó a Tolomeo XIII. Jugaba fuerte. Había llegado a
Alejandría con mucho prestigio pero con escasas tropas, y se
permitía actuar como si dominara la situación, presuponiendo que
los egipcios lo obedecerían.
A los consejeros que regían los destinos de Egipto, la osada
convocatoria del general romano debió de parecerles un insulto,
pero eran cautos y optaron por obedecer. No convenía indisponerse
con un hombre que se estaba convirtiendo en el amo virtual de

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Roma. El astuto Potino acompañó a Tolomeo XIII a la entrevista


mientras Aquilas permanecía en Pelusio con el ejército.

§. Cleopatra sucede a César


Potino, el capado ministro de Hacienda, no contaba con que César
retendría a Tolomeo en el palacio, custodiado por sus cuatro mil
legionarios, en una hospitalidad que se parecía más a un arresto
domiciliario. Entonces Cleopatra, en un golpe de audacia, se metió
en la cama de César, el incorregible mujeriego, y lo catequizó para
su causa por vía vaginal, ganando la partida a su hermano y a
Potino. El episodio es bien conocido. Para burlar la vigilancia del
palacio real, donde quizá su vida hubiese peligrado de ser
descubierta antes de llegar a César, la reina se hizo conducir oculta
en un revoltijo de ropa de cama o en el interior de una alfombra
enrollada que su fiel y fornido sirviente, el siciliota Apolodoro, llevó
en su barquilla hasta el atracadero de palacio y luego cargada sobre
su hombro hasta los aposentos ocupados por César. El siciliano
depositó a los pies de César el presente, tiró de un extremo y
Cleopatra apareció deslumbradora en su belleza. Ya lo dice Dión
Casio: «Cleopatra era muy hermosa y estaba en la flor de la dulzura,
y nadie podía sustraerse a su encanto. Su presencia y sus palabras
causaban tan profunda impresión que hasta el hombre más frío y
menos aficionado a las mujeres quedaba preso en sus redes».
Algunos autores, los que no hablan de su encuentro con el joven
Pompeyo años antes, suponen que Cleopatra entregó su virginidad a
César aquella misma noche. Vaya usted a saber. La chica tenía ya

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veintidós años y es poco probable que en el ambiente libre y culto de


Alejandría una muchacha se conservase hasta tal edad.
Es posible que el lector tenga una imagen algo equivocada de
Cleopatra, la que ha recibido a través del cine. Las Cleopatras
cinematográficas Theda Bara, Claudette Colbert, Rhonda Fleming,
Sofía Loren, Lynda Cristal y Liz Taylor tienen en común que han ido
encarnando en cada época el ideal femenino de belleza y seducción.
Todas han dado la imagen de una mujer moderna amante del lujo y
de los placeres, una mujer que ignora que el sexo sea pecado, y de
los más gordos, y goza de él con fruición ninfomaníaca. La Cleopatra
histórica fue totalmente distinta. En realidad permaneció soltera
durante más de la mitad de su vida y sólo estuvo unida
sentimentalmente a dos hombres; primero a Julio César, con el que
convivió unos doce meses como máximo, y después a Marco
Antonio, cuyo lecho compartió durante seis años, de los que se
podrían descontar las frecuentes ausencias que la guerra o la
política imponían al romano. A los dos fue fiel. No contamos, porque
es dudoso que se consumaran, sus dos matrimonios oficiales con
sus hermanos, mozalbetes muertos a los catorce y dieciséis años
respectivamente.
Otro mito que conviene disipar es el de la irresistible belleza de
Cleopatra. Las Cleopatras cinematográficas, y las pictóricas que las
precedieron, han sido, todas ellas, muy bellas y sensuales, pero la
Cleopatra real fue más bien, hasta donde podemos deducirlo, una
mujer corriente, si acaso algo por debajo de la media, feílla y ósea y
seguramente morena, con la tez de un tono oliváceo claro.

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En una moneda que representa a Cleopatra en su juventud


observamos que la chica tenía los ojos y la boca grandes, la cara
huesuda, la barbilla prominente y el pelo recogido en un moño en la
nuca. Aparte de las monedas, no se conoce ninguna imagen cierta
de Cleopatra. Plutarco, que la describe a doscientos años de
distancia, asegura que físicamente era corrientilla. ¿Y la famosa
nariz? Pascal, en sus Pensamientos, escribió una frase enigmática
que desde entonces se ha repetido mucho: «Le nez de Cléopatre:
s’il eut été plus court, toute la face de la terre aurait changé.».
En las monedas la famosa nariz resulta más bien fea: grande y
aguileña, de dilatadas alas.
En un relieve del templo de Hathor en Denderah (Alto Egipto)
Cleopatra se nos representa de cuerpo entero, enfundada en traje de
lino que marca todas sus formas como si estuviera desnuda. Si
diéramos crédito al relieve resultaría una mujer de bien torneados
muslos y pechos pugnaces, algo culibaja pero atractiva. Lo malo es
que este relieve ofrece escasa confianza. Está hecho en el estilo poco
naturalista de los antiguos egipcios y es dudoso que se trate de una
representación fiable del cuerpo de la reina tal como era.
Es Plutarco el que, hablando de oídas, ofrece la descripción más
cumplida de Cleopatra: «Su belleza no era tal que deslumbrase o
que dejase suspensos a los que la veían, pero su trato tenía un
atractivo irresistible, y su figura, ayudada de su labia y de una
gracia inherente a su conversación, parecía que dejaba clavado un
aguijón en el ánimo. Cuando hablaba, el sonido mismo de su voz
tenía cierta dulzura, y con mayor facilidad acomodaba su lengua,

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como un instrumento de muchas cuerdas, al idioma que se


quisiese: usaba muy pocas veces de intérprete con los bárbaros que
a ella acudían, sino que a los más les respondía por sí misma, como
a los etíopes, trogloditas, hebreos, árabes, sirios, medos, partos.
Dícese que había aprendido otras muchas lenguas, cuando sus
antecesores, los otros Tolomeos, ni siquiera se habían molestado en
aprender la lengua egipcia».
La gran arma de Cleopatra no fue, pues, la belleza sino su simpatía
y su don de gentes, su cultura y su habilidad diplomática. Lo
confirma otro romano, Dión Casio, nada sospechoso de favorecerla
indebidamente: «Cleopatra, por su forma de hablar, parecía que
conquistaba a su interlocutor».
«Hay diez maneras de agradar —escribió un historiador antiguo—,
pero Cleopatra conocía mil». La reina de Egipto ganó a sus amantes
por la delicadeza de sus sentimientos, su femineidad y su
conocimiento de la naturaleza humana.
Junto a esa Cleopatra encantadora, la historia nos presenta
también a una mujer depravada y caprichosa, cruel y extravagante,
a una ninfómana esclavizada por sus apetitos, a la reina prostituta
(Regina Meretrix) capaz de las mayores bajezas, a la mujer
devoradora que pervirtió a los grandes hombres de Roma, primero a
Julio César, después a Marco Antonio, apartándolos de su alta
misión y arruinando sus vidas. Otros historiadores, por el contrario,
nos retratan a una Cleopatra modelo de esposa, abnegada y fiel
hasta la muerte, «la más ilustre y sabia de las mujeres, grande por

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ella misma, por sus logros y por su valor», como la llama el obispo
Juan de Nikiu.
Regresemos ahora a la fascinante egipcia que sale de la alfombra
ante los asombrados ojos de César. ¿Qué hay de cierto en el
episodio de la alfombra? Probablemente nada. Seguramente fue
inventado por los romanos para demostrar que Cleopatra no
vacilaba en prostituirse para lograr sus ambiciosos objetivos. Parece
más lógico pensar que César convocara a los dos hermanos
enfrentados para reconciliarlos y de paso presentarles factura por la
deuda paterna. En cualquier caso sus gestiones no obtuvieron el
resultado apetecido. Incluso podría ser cierto que Tolomeo, al saber
que el romano pretendía que volviera a compartir el trono con su
hermana, incurriera en una rabieta de niño mal criado y se
arrancara la corona de la cabeza.
El ministro Potino, abrumado por las pretensiones de César, decidió
eliminarlo. Para ello hizo regresar a Aquilas con el ejército de
Pelusio. César se alarmó. Con los cuatro mil legionarios de que
disponía difícilmente podría hacer frente a los veinte mil infantes y
dos mil jinetes del ejército egipcio, a los que sin duda se sumaría
una multitud de milicianos civiles, porque los alejandrinos, en torno
al millón, le eran mayoritariamente hostiles. No obstante, como el
experto jugador que sabe ir de farol, prosiguió la partida sin
descomponer el gesto y envió un legado para conminar a Aquilas a
detener su avance. Aquilas decapitó al mensajero en el acto. La
máscara de untuosa diplomacia oriental había caído dejando al
descubierto el rostro cruel y oportunista de la camarilla egipcia.

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César lo comprendió: su último farol no había resultado. Tenía que


prepararse para dirimir el asunto con las armas en la mano.
A primeros de noviembre la población de Alejandría salió a la puerta
de Cánope para aplaudir la llegada del ejército egipcio. El romano,
atrincherado en el palacio real, estaba cercado. Ni siquiera podía
escapar por mar porque los vientos soplaban contrarios.
César retenía al joven Tolomeo, cuyo ejército sitiaba el palacio, y era
amante de Cleopatra, hermana y esposa del prisionero. Parecía
aconsejable templar gaitas. El romano, conciliador, dispuesto a
conseguir la paz por vía diplomática, reunió en asamblea a los
notables de Alejandría para leerles el testamento de Tolomeo el
Flautista. Incluso prometió devolver la isla de Chipre a Egipto para
que fuera gobernada conjuntamente por el hermano menor,
Tolomeo XIV, y su hermana Berenice.
Los egipcios se habían crecido tanto que rechazaron la oferta.
Contaban con una abrumadora superioridad militar y dominaban
toda Alejandría y el muelle occidental, el Eunosto, mientras que los
romanos sólo tenían el palacio, el muelle de oriente y la isla de
Faros.
César, agotada la vía diplomática, pasó a la militar. Comenzó por
ejecutar a Potino, al que responsabilizaba de todo lo que estaba
ocurriendo. Luego se dispuso a resistir un largo asedio hasta que le
llegaran los refuerzos que había solicitado de su amigo Mitrídates de
Pérgamo. Había que tener paciencia. El camino desde Asia Menor y
Siria era largo y los refuerzos podían tardar meses en llegar.

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En este punto dejemos a los contendientes con las armas en alto y


echemos un vistazo a la ciudad de Alejandría, porque conviene
obtener una cabal visión del escenario en que se va a desarrollar la
que los historiadores han llamado, quizá excesivamente, «la guerra
alejandrina».

§. Alejandría, la ciudad
Alejandría, la urbe fundada por Alejandro Magno en la
desembocadura del Nilo, era, sin lugar a dudas, la ciudad más
hermosa y cosmopolita del mundo con su población cercana al
millón de habitantes de heterogéneo origen: egipcios, griegos,
persas, armenios, judíos, sirios, nubios y árabes. Era una ciudad de
anchas calles empedradas y rectas, de suntuosos palacios, de
hermosos templos y edificios públicos, de bien trazados barrios con
casitas familiares de estilo griego o bloques de vecinos de varias
plantas. Sus puertos eran frecuentados por barcos del Nilo con
cargas de trigo y papiro. Frente a la costa estaba la isla de Faros,
con la famosa torre de señales que ha dado nombre a los faros en
español y otros idiomas. El faro, una de las siete maravillas del
mundo, tenía más de ciento veinte metros de altura. Una estatua
situada en lo alto giraba durante el día para señalar la trayectoria
del sol; otra apuntaba la dirección del viento; una tercera anunciaba
las horas y una cuarta daba la alarma si aparecía alguna flota
enemiga. Lástima que no haya quedado nada de todo ello. La torre
fue destruida por un terremoto y los mamelucos acabaron de

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arrasar sus restos en el siglo XIII. En su solar se levanta hoy el


castillo de Qaitbey, de finales del siglo XV.
La isla de Faros estaba unida a la ciudad por un espigón llamado
Heptastadion(es decir, «siete estadios», lo que equivale a 1176
metros). A un lado del malecón quedaba el puerto de Eunosto o
«feliz regreso» y al otro el gran puerto, dentro del cual estaba a su
vez la islita llamada Antirodas y el puerto real, en un extremo del
promontorio Loquias, al pie del palacio real.
El visitante podía subir al Paneo, un montículo artificial desde el
que se podía contemplar una panorámica sobre la ciudad, para
extasiarse contemplando sus templos y palacios, sus jardines y sus
tribunales de justicia. Podía visitar famosos monumentos: el Sema,
o panteón real, tumba de Alejandro Magno, tan venerada como la de
Napoleón en París; podía asistir a conferencias y actos culturales en
el gimnasio (también consagrado a ejercicios corporales, motivo por
el cual concurría la afición para contemplar a los efebos desnudos).
Estaba también la famosa biblioteca, donde se clasificaban y
codificaban los conocimientos de la humanidad y se copiaban las
obras literarias o científicas relevantes; y el museo, ministerio de
mecenazgo de las artes y las ciencias, donde sabios competentes y
hombres de letras se consagraban a las más dispares disciplinas.
Mantener una ciudad como ésta resultaba carísimo, pero Alejandría
era también la más próspera del Mediterráneo, lonja de comercio de
Europa, Asia y África, y feria permanente para el intercambio de
productos procedentes de partes del mundo que se ignoraban entre
sí. En sus almacenes se acumulaba el aceite y la vajilla griega, el

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marfil africano, el vino de Libia, el oro de Arabia, las especias de la


India, así como los productos de la industria nacional,
principalmente tejidos y papiros, vidrio, joyas, cerveza y muebles.
César, como otros romanos antes que él, se sintió subyugado por la
belleza y esplendor de Alejandría, pero al ojo perito del general no
escapaba la certeza de que Egipto era solamente un coloso con los
pies de barro. De su pasada grandeza militar quedaba solamente un
lejano recuerdo transmitido por las hiperbólicas inscripciones
conmemorativas en los antiguos monumentos. Como dijo Arato de
Sicione en el siglo II: «La riqueza egipcia, las escuadras, los palacios,
no son más que farsa y aparato». Desde las altas terrazas del
palacio sitiado, César contemplaba el atardecer sobre la blanca
ciudad y sentía que aquello pertenecía a Roma, le pertenecía a él.
Al principio, los sitiadores intentaron rendirlo por sed:
contaminaron el agua del acueducto que abastecía el palacio, para
echar a perder las reservas de las cisternas, y cortaron el
suministro. Pero César hizo excavar pozos en la roca caliza hasta
que dio con una vena de agua potable que lo sacó del apuro.
También fracasaron los intentos de arrebatarle el muelle del palacio
para incomunicarlo por mar.
César tenía buenos motivos para mantenerse a la defensiva, pero su
costumbre era atacar y sorprender al enemigo anticipándose a sus
posibles movimientos. Por lo tanto incendió la flota egipcia surta en
el puerto, unos setenta barcos, para evitar que en su momento
estorbara el desembarco de los refuerzos que estaba esperando.
Lamentablemente el incendio se propagó a tierra y destruyó la

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biblioteca y el museo. La fabulosa biblioteca de Alejandría, el centro


que atesoraba todo el saber de la antigüedad, quedó reducida a
cenizas. Años después, Cleopatra la reedificaría y la dotaría con los
doscientos mil volúmenes de la biblioteca de Pérgamo que le regaló
Antonio. La biblioteca sufrió nuevas destrucciones en 272 y 295
después de Cristo. En 395, en tiempos del obispo Teófilo, fue
brutalmente expurgada. No obstante, continuó funcionando, y tres
siglos después volvía a contar con fondos estimables cuando los
árabes conquistaron la ciudad en 641 y el califa Omar I ordenó que
los preciosos manuscritos atesorados en sus anaqueles fueran
destinados a calentar las calderas de los baños públicos. Como
alguno de sus consejeros pusiera objeciones a la ejecución de
tamaña salvajada, el ilustre espadón razonó con sutileza
fundamentalista: «Si esos libros contradicen al Corán deben
destruirse; si, por el contrario, coinciden con el Corán, son
innecesarios. Por lo tanto podemos quemarlos».
César concibió un audaz plan para conquistar la isla de Faros. Sus
soldados forzaron el paso del Eunusto y, tras reñida batalla naval
con los egipcios, recobraron la isla y el Heptastadion, pero los
egipcios contraatacaron con fuerzas superiores por el canal. Cogidos
entre dos fuegos, los romanos hubieron de ceder terreno y
consiguieron a duras penas romper el cerco y regresar al palacio. En
la accidentada retirada César perdió la insignia de su dignidad, su
valioso manto púrpura.
A pesar de sus éxitos parciales, la situación de los romanos era
desesperada, con tendencia a empeorar. A poco Berenice, la

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hermana menor de Cleopatra, escapó de palacio con su tutor


Ganimedes para unirse a los sitiadores y proclamarse reina. La
nueva aspirante encontró cierta oposición en el general Aquilas y su
estado mayor. Los generales preferían seguir siendo fieles a su
hermano Tolomeo XIV, aunque estuviera prisionero de César.
Entonces Ganímedes dio un golpe de Estado, asesinó a Aquilas y se
hizo con el mando del ejército.
Así las cosas, un día de marzo del año 47, aparecieron en el
horizonte los navíos que traían refuerzos para César, la legión
trigésimo séptima al mando de Domicio Calvino, procedente de Asia
Menor. La flota avanzaba con dificultad venciendo vientos adversos.
César aparejó las naves disponibles y salió a escoltarla.
César y Cleopatra eran amantes y ella esperaba un hijo del romano.
Seguramente era un hijo deseado, al menos por Cleopatra. La reina,
como todas las egipcias, conocía métodos para evitar un embarazo o
para abortar, pero seguramente había decidido tener un hijo de
César. ¿Maquinaba casarse con él? Esto no puede saberse. En
cualquier caso César, que hasta entonces sólo pretendía reconciliar
a los hermanos y poner al cobro la deuda del difunto rey, alteró su
propósito inicial, que consistía en mantener estricta neutralidad, y
comenzó a favorecer descaradamente a Cleopatra. Su primer
movimiento fue desconcertante: en lugar de retener al joven
Tolomeo, en cuyo nombre actuaban los sitiadores de palacio, lo
puso en libertad para que regresara con sus partidarios. Fue una
astuta decisión. Eliminar al rival de su amante mientras estaba en
su poder hubiese resultado escandaloso. Si moría fuera de su tutela

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nadie podría acusarlo, ni acusar a Cleopatra, de asesinato. Por otra


parte, el regreso de Tolomeo XIV al campamento sitiador, donde su
hermana Berenice pretendía hacerse reconocer como reina,
contribuiría a dividir a los egipcios.
Las esperanzas del romano no resultaron infundadas. A poco,
Ganimedes desapareció de su campamento. ¿Lo habían asesinado
con ocultación del cadáver o había huido?
A partir de entonces los acontecimientos se precipitaron. El rey
Mitrídates de Pérgamo, al que César había solicitado refuerzos, llegó
con sus tropas a la frontera de Pelusio, invadió Egipto y derrotó a
las fuerzas que salieron a su encuentro en el camino de Menfis.
Temerosos de verse cogidos entre dos fuegos, los generales de
Tolomeo retiraron sus tropas de Alejandría para detener a
Mitrídates antes de que alcanzara la capital. César, anticipándose a
este movimiento, zarpó con la mayor parte de los suyos rumbo al
este para que los espías enemigos creyeran que se dirigía a Pelusio.
Pero en cuanto anocheció invirtió el rumbo y navegó hacia el oeste,
desembarcó en lugar propicio y se reunió con Mitrídates al norte de
Menfis.
El reforzado ejército de César derrotó al egipcio a orillas del Nilo. El
joven Tolomeo se ahogó, lastrado por su pesada coraza de oro,
cuando trataba de huir. César entró triunfante en Alejandría. Egipto
estaba en sus manos. Si quería, podía anexionarlo al Imperio
romano. El destino de Cleopatra, como el de todo el país del Nilo,
dependía de su voluntad.

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Pero César permitió que Egipto siguiera siendo lo relativamente


independiente que había sido hasta entonces. ¿Lo hizo por favorecer
a su amante o porque todavía no consideraba la situación
suficientemente madura como para enfrentarse al Senado?
Recordemos que el Senado prefería la independencia de Egipto a
encomendar su administración a César, lo que hubiese acrecentado
su poder hasta convertirlo en el virtual rey de Roma.
César entronizó a Cleopatra y nombró corregente al pequeño
Tolomeo XIV, de once años, su otro hermano. Algunos historiadores
ven en esta concesión el fruto de los refinamientos amorosos de la
egipcia que hacía perder el seso a los hombres, pero ¿por qué no
atribuirlo a la inteligencia y sentido político de la reina y no a su
belleza y seducción?
Después de la guerra parecía que César no tenía nada más que
hacer en Egipto. No obstante demoró su partida dos meses y medio,
según algunos para disfrutar del amor de Cleopatra, según otros
por razones políticas o porque quería cobrar la deuda tolemaica. La
verdad es que César necesitaba urgentemente aquel dinero para
impulsar sus proyectos.
Alguien ha sugerido que quizá se casó con Cleopatra. Es dudoso,
puesto que ni las leyes romanas ni las egipcias consentían la
poligamia y César seguía legalmente casado con una romana. Los
partidarios de la boda egipcia aducen como prueba cierta
inscripción del templo de Hermointhis, cerca de Tebas: «El vigésimo
año después de la unión de Cleopatra y Amón». ¿Creían los egipcios
que César era la reencarnación del dios Amón? Muchos pueblos de

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la antigüedad, entre ellos los egipcios y los romanos, creían que los
mortales pueden participar de los atributos divinos por nacimiento o
por méritos. Ello explica que los reyes de Egipto fuesen
descendientes de los dioses y que algunos romanos se consideraran
también de estirpe divina. César estaba convencido de que su
familia descendía de Afrodita. Tiempo atrás, en Éfeso, había sido
titulado «descendiente de Ares y Afrodita, Dios encarnado y Salvador
de la Humanidad».
En cierto modo esta creencia de que un mortal puede participar de
los poderes de los dioses se ha transmitido al cristianismo, por eso
se rinde culto a santos que fueron simples mortales pero de los que
se supone que pueden hacer milagros y obrar prodigios después de
muertos, es decir, que tienen poderes divinos. Y ése es también el
origen divino de las monarquías: la designación, por el propio Dios,
de una familia, transmitida por la sangre, para regir graciosamente
un país. Esta irracionalidad es la que justifica que teman
emparentar con plebeyos y el empecinamiento en los matrimonios
consanguíneos, con los desastrosos resultados que nos enseña la
historia.
Aceptemos que César y Cleopatra vivieron un idilio, e incluso se
embarcaron en un crucero de placer Nilo arriba, entre nubes de
feroces mosquitos, como cualquier pareja moderna de recién
casados, para conocer las maravillas del país de los faraones. Quizá
no exactamente como cualquier pareja de turistas modernos: el
equipaje de César y Cleopatra necesitaba, si concedemos crédito al
historiador Apiano, unos cuatrocientos barcos de apoyo. Algunos

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creen que llegaron hasta Heliópolis, donde pudieron contemplar las


pirámides y la esfinge, después de pasar por el santuario de Afrodita
en Menfis, los lagos de sosa, la ciudad griega de Naucratis y la
tumba de Osiris en Sais, el Santiago de Compostela de los egipcios.
Otros creen que llegaron hasta Asuán, donde está la primera
catarata, después de visitar Menfis, santuario de Apis, el toro, y
Tolemaida. Incluso aseguran que hubieran proseguido remontando
el Nilo de no ser porque las tropas estaban cansadas. Vaya usted a
saber: quizá el presunto crucero de placer fue solamente una
excursión de fin de semana que los historiadores han exagerado. El
caso es que en cuanto César regresó a palacio recibió noticias
alarmantes. Farnaces, rey del Ponto, había invadido la Pequeña
Armenia y la Capadocia, había arrollado, en Nicópolis, a las legiones
de Domicio Calvino y avanzaba por el Ponto pasando a cuchillo a los
residentes romanos de los poblados conquistados. César no
malgastó un minuto: envió tres legiones vía Judea y se apresuró a
acudir a Asia Menor por vía marítima. Todos los pequeños reinos de
Oriente, muchos de ellos satélites de Roma y tributarios suyos,
estaban pendientes del conflicto. Si César no afirmaba su autoridad
era fácil que todas aquellas tierras agregadas al imperio por
Pompeyo se sacudieran el yugo romano.
César desembarcó en Antioquía y avanzó hacia Tarso y Capadocia,
recogiendo por el camino soldados y guarniciones romanos y
aliados. Cuando llegó al Ponto disponía ya de tropas suficientes
para enfrentarse a Farnaces. Los dos ejércitos se encontraron en las
afueras de Zela el dos de agosto. Farnaces se había fortificado en un

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cerro. César localizó en sus cercanías una pequeña eminencia que


le podía servir de padrastro. Por la noche envió tropas a ocuparla y
fortificarla, cuidando aproximarlas por la zona desenfilada. Cuando
comenzaba a amanecer Farnaces descubrió las obras del enemigo,
todavía inconclusas, y se apresuró a atacarlas. Sus tropas tuvieron
que descender hasta el cauce seco de un arroyo antes de remontar
la pendiente que conducía a los romanos, pero éstos, debidamente
reforzados, los recibieron con una salva de proyectiles y se lanzaron
contra ellos aprovechando la pendiente. Las tropas de Farnaces,
concentradas todavía en el barranco, no pudieron desplegarse y
resultaron arrolladas, de modo que César ganó la batalla casi antes
de plantearla, tan inadvertidamente que aquella misma noche pudo
escribir a su amigo Amancio: «Llegué, vi y vencí» (Veni, Vidi, Vici).
Cinco días había durado la campaña.
¿Cuál iba a ser su movimiento siguiente? Estaba tan lejos de
Cleopatra como de Roma. Es posible que en algún momento le
apeteciera regresar al lado de su amante egipcia, que en su
ausencia había dado a luz a un hijo varón al que impuso los
nombres de Tolomeo Cesarión, es decir, Pequeño César.
César prefirió aplazar su regreso a Egipto y se dirigió a Roma, donde
asuntos urgentes reclamaban su presencia. A su paso por Atenas
una comisión de ciudadanos acudió a cumplimentarlo. No les
llegaba la camisa al cuerpo porque habían apoyado la causa de
Pompeyo durante la reciente guerra civil. César, siempre
magnánimo, los tranquilizó: «Aunque merecéis la muerte, os

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concedo el perdón por respeto a la memoria de vuestros ilustres


antepasados».
Mientras tanto, Cleopatra, en Alejandría, debió de sentirse
satisfecha, como mujer y como reina, de haber tenido un hijo del
hombre llamado a regir Roma y los destinos del mundo. A poco
acuñó moneda, en la que se hizo representar amamantando a
Cesarión y adornada con los atributos de Isis y de Afrodita. Isis y
Afrodita podían identificarse en el panteón greco-egipcio pero,
además, Cleopatra, por tener sangre real, era reencarnación de Isis
y Cesarión descendía de Afrodita, como toda la gens Julia, por parte
de padre. Cleopatra puso sus esperanzas en aquel niño. También
parece que lo identificó con el dios Horas. En el templo de Hathor,
en Denderah (Alto Egipto), hay un relieve que muestra a Cleopatra y
a Cesarión en figuras de Isis y Horas respectivamente.
Como la historia la han escrito los historiadores romanos enemigos
de Cleopatra y a ninguno de ellos le interesaba que César tuviera
descendencia (para congraciarse con Octavio, su heredero e hijo
adoptivo), las fuentes hacen todo lo posible por silenciar la
paternidad de César, pero Suetonio observa que Cesarión era la viva
imagen del caudillo romano.
En Roma la violencia y los desórdenes habían vuelto a la calle a
pesar de los esfuerzos pacificadores de Marco Antonio. Los soldados
licenciados después de Farsalia se impacientaban y reclamaban las
gratificaciones y repartos de tierras que les habían prometido.
Cuando supieron que César había vencido en Zela y regresaba a
Roma temieron que intentara llevarlos otra vez a la guerra. Ni

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siquiera se dignaron escuchar al enviado de César: el hombre tuvo


que salvarse por pies cuando empezaban a lloverle las pedradas.
A poco, César llegó a Roma. Regresaba cargado de gloria pero sin un
céntimo con que pagar a la tropa. Se enfrentaba a la desagradable
perspectiva de un motín de sus mejores soldados. Soldados a los
que, por otra parte, necesitaba para reducir a los pompeyanos que,
mientras tanto, se habían hecho fuertes en África.
César fue a parlamentar con sus legiones. Desarmado y sin escolta,
se internó entre la multitud enfurecida de los legionarios que
abarrotaban el Campo de Marte. Allí estaban los veteranos de la
famosa Décima Legión, el cuerpo romano más prestigioso, hombres
curtidos en cien batallas que en otro tiempo adoraban a César y
ahora lo maldecían. Encarándose con ellos les preguntó
bruscamente: «¿Qué queréis?». «Queremos que nos licencies»,
respondió una voz. Y todo el ronco coro de la legión aulló: «¡Sí, sí,
que nos licencie!».
«Muy bien: ¡os licencio!», respondió César.
Se hizo un silencio sepulcral. Los legionarios no daban crédito a sus
oídos. Tenían entendido que César los necesitaba más que nunca,
que venía a convencerlos para que lo acompañaran en una nueva
campaña.
« ¡Sí, os licencio!, quirites—insistió César—. En cuanto a la paga
que os debo, prometo satisfacerla en cuanto regrese a Roma para
celebrar mi triunfo con mi ejército».

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Y les dio a entender que lejos de Roma disponía de suficientes


legiones como para emprender la nueva campaña. No los necesitaba
a ellos.
Los había llamado quirites, «ciudadanos», no milites, «soldados».
Era la primera vez que se oían llamar así. Más que atender a sus
justas reclamaciones, César, su amado general, los estaba
expulsando del ejército. ¿Queríais licenciaros? Pues ya estáis
licenciados. Ya sois civiles. Su amado general, para el que tanta
gloria habían ganado, el que había luchado con ellos codo con codo.
Juntos habían soportado los malos caminos, las nieves alpinas, los
abrasadores veranos, las heladas madrugadas, habían compartido
peligros y gloria… El que tantas veces los había conducido a la
victoria, les daba ahora la espalda. No movía un dedo por
detenerlos. Es más, quería quitárselos de encima.
Los amotinados llevaban meses reclamando licenciamiento y reparto
de tierras, pero en el fondo muy pocos de entre ellos deseaban
apartarse de las armas para convertirse en destripaterrones. Sólo
sabían ser soldados.
Los curtidos veteranos de la Décima Legión estaban al borde de las
lágrimas. «Nosotros somos milites, no quirites», protestaron. «
¡Milites, milites!», corearon cientos, miles de gargantas.
Los que un minuto antes hablaban de asesinar a su general hacían
protestas de fidelidad: lo seguirían al fin del mundo, ellos eran sus
soldados invencibles.
César, ufano, se resistió todavía un poco y luego fingió ceder y se
reconcilió con sus soldados. De una tacada había sofocado el motín

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y había recuperado un ejército que le era imprescindible para


acabar con los pompeyanos de África. Sin soltar un céntimo.

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Capítulo 9
¡África, te abrazo!

Contenido:
§. El triunfo de César
§. De nuevo en España
§. El asedio de Ulía
§. La batalla decisiva
§. El plátano de César
§. El calendario juliano

Después del paso del Rubicón y de la conquista de Italia, César


había encomendado la ocupación de la provincia romana de África a
su lugarteniente Curión. Después de tomar Sicilia, que fue
abandonada por los pompeyanos sin combatir, Curión pasó a África
con dos legiones y puso sitio a la ciudad de Útica. Todo le fue bien
hasta que cometió la imprudencia de enfrentarse en inferioridad de
condiciones al rey de Numidia, Juba I, aliado de los pompeyanos, en
lugar de esperar el refuerzo de las otras dos legiones que había
dejado en Sicilia. Su ejército fue aniquilado y él se dejó matar en
combate. Esto ocurrió en agosto del 49. Al año siguiente César se
sacó la espina de aquella derrota en Farsalia, pero en cualquier caso
África seguía siendo una cuestión pendiente.
Después del descalabro de Farsalia muchos optimates arrojaron la
toalla y desistieron de luchar, pero otros, entre ellos Cicerón. Catón,
Escipión, Metelo y Pompeyo el Joven, mantuvieron erguida la

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antorcha de la guerra. Todavía estaban a tiempo, creían, de derrotar


a César y recuperar lo perdido. Proseguirían la guerra en tres
frentes distintos: en España, donde contaban con numerosos
partidarios; en África, donde contaban con la amistad de Juba, rey
de Numidia, y en el Mediterráneo, que Pompeyo el Joven dominaba
con los trescientos barcos de su escuadra.
Desaparecido Pompeyo, faltaba por determinar quién heredaría la
jefatura de las fuerzas. Algunos pensaron en Catón, cuya autoridad
y probidad eran por todos reconocidas, pero Catón, siempre tan
escrupuloso y observante de las normas, rechazó aquella
responsabilidad. El mando militar, argumentó, correspondía al ex
cónsul más antiguo, es decir, a Cicerón. Lo malo es que el gran
orador sentía pavor por las armas y carecía por completo de
aptitudes militares, así que se apresuró a declinar tan señalado
honor argumentando que lo suyo era hablar. El mando recayó en
Escipión, descendiente del ilustre general que había vencido a
Aníbal, en aquellas mismas tierras africanas, dos siglos antes.
Mientras los pompeyanos hablaban y hacían planes, César
reagrupaba su ejército y se procuraba los medios logísticos para
transportarlo a África. En diciembre del 47 reunió en Sicilia diez
legiones, cinco de ellas de veteranos, y las desembarcó en la bahía
africana de Hadrumetum. Por cierto, al saltar a tierra César perdió
pie y se dio una costalada en la arena, delante de la tropa formada.
Los soldados eran muy supersticiosos y en circunstancias normales
la caída del general hubiera constituido un pésimo augurio, pero
César, hombre de rapidísimos reflejos, salvó la situación y supo

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transformar el accidente en señal de victoria: sin cambiar de


posición extendió los brazos y exclamó: « ¡África, te abrazo!».
César acampó en la península de Ruspina e ignoró la provocación
del enemigo que vino a instalar sus ocho legiones en las
proximidades. Durante unos meses, los dos bandos jugaron al ratón
y al gato. César escurría el bulto sin comprometerse y daba largas.
Sabía que el tiempo jugaba a su favor: mientras él continuaba
recibiendo nuevas tropas vía Sicilia, los pompeyanos apenas podían
mantener las frágiles alianzas de sus aliados africanos y sufrían un
drenaje continuo de desertores que abandonaban su campo para
pasarse al de César. Por otra parte, aplazando el enfrentamiento,
César permitía que sus caballos galos se acostumbraran al olor y a
los bramidos de los elefantes del enemigo. Escipión disponía de
treinta elefantes de guerra y era presumible que durante la batalla
decisiva los empleara como fuerza de choque para romper las líneas
cesarianas. No vendrá mal recordar al lector que en aquellos
tiempos todavía no se habían extinguido el Loxodonta africana,
variedad Cyclotis, propio del norte de África. Este elefante
mediterráneo de pequeña alzada (2,35 metros) fue el que Aníbal
llevó a Italia a través de los Alpes. Entonces abundaba en el norte
de África, desde Túnez hasta Marruecos. En tiempo de César ya
escaseaban, y a poco se extinguieron. No debemos confundirlos con
la otra especie africana aún existente, la de los circos, que procede
de las estepas de África central y meridional, y alcanza hasta 3,40
de alzada. Una tercera especie, el elefante indio, es algo menor, de
2,90 metros de alzada.

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A finales de enero, César disponía ya de treinta mil hombres, había


eliminado al rey Juba y no tenía inconveniente en aceptar la batalla
contra los pompeyanos, pero las operaciones se dilataron todavía
por espacio de un mes, al término del cual César recibió otros
cuatro mil legionarios de Sicilia. Con estas tropas se dirigió a Tapso,
al suroeste de Cartago, la única ciudad costera que los pompeyanos
retenían, y comenzó las acostumbradas labores de circunvalación
para sitiar la plaza.
El ejército pompeyano no tardó en aparecer y César le salió al
encuentro con sus tropas formadas de manera que las patrullas
especializadas en combatir contra los elefantes quedaran
equitativamente distribuidas entre sus dos alas. Eran tropas ligeras
armadas de dardos y hondas con órdenes de concentrar el tiro sobre
los mastodontes. La táctica constituyó un completo éxito porque los
elefantes fueron presa del pánico y, dejando de obedecer a sus
cuidadores, dieron media vuelta y huyeron hacia su retaguardia
atropellando al ejército pompeyano. La victoria de César fue
completa. Sólo le costó cincuenta muertos y a sus enemigos más de
diez mil. El caudillo derrotado, Metello Escipión, se suicidó con su
espada en el mismo campo de batalla.
Después de Tapso, César conquistó fácilmente el resto de la
provincia africana mientras los cabecillas vencidos huían. Catón
puso a disposición de sus colegas los navíos disponibles y, cuando
se aseguró de que todos estaban a salvo, se suicidó clavándose su
espada después de haber repartido sus pertenencias entre criados y
amigos. El lector irá notando que los generales romanos derrotados

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tienen cierta propensión al suicidio. Esta era una vieja tradición, en


cierto modo similar al harakiri japonés, aunque no tan
ceremoniosa. El general romano derrotado «se echaba sobre su
espada», es decir, apoyaba la empuñadura en el suelo, con la punta
a la altura del corazón y se dejaba caer. No siempre acertaba, claro.
Por ejemplo, la muerte de Catón fue especialmente laboriosa. Los
familiares aprovecharon que se había desvanecido para avisar a un
médico que le vendó la herida, pero en cuanto el moribundo volvió
en sí los despidió a todos y se arrancó los vendajes. Cuando se
atrevieron a entrar en el aposento donde se había encerrado
encontraron su cadáver con la cabeza apoyada en un ejemplar del
diálogo platónico Fedón. César lamentó su muerte; al menos eso dio
a entender cuando comentó: «No le perdono que no me haya
permitido perdonarle».
Con Catón, desde entonces llamado «de Utica», moría no sólo el
único hombre íntegro de Roma sino el último republicano.
Aniquilado en África el partido pompeyano, César regresó a Roma,
sin prisas ya, y llegó cuando apuntaban los calores del verano del
año 46. El Senado, domesticado y temeroso, legalizó la virtual
dictadura del vencedor confiriéndole magistraturas extraordinarias:
cónsul por cinco años y dictador perpetuo. Además lo autorizaba a
usar el título de Imperator, que sería hereditario, y le otorgaba el
derecho de designar la mitad de los funcionarios públicos, incluso
los propios de la asamblea popular. Aparte de esto, lo declaraba
intangible y le asignaba una escolta de setenta y dos lictores.
Obrando desde dentro del sistema, y sin aparente conculcación de

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la legalidad, César había vaciado de contenido la pretura, la


cuestura y la edilidad. En las sesiones del Senado tendría derecho a
hablar el primero y dispondría de una silla de oro entre los
cónsules. En el templo del Capitolio se colocó su estatua sobre un
carro triunfal en cuya inscripción era alabado como semidiós
descendiente de Venus.
Nominalmente Roma seguía siendo una República. El libre
ciudadano romano execraba oficialmente la monarquía. Pero César,
en mínimos detalles cotidianos, iba dejando entrever su proyecto de
fundar una dinastía: no perdía ocasión de despreciar las devaluadas
instituciones republicanas, usaba zapatos altos y manto de
púrpura, tenía trono de oro en la cámara, en el tribunal y en el
teatro, e ignoraba la cortesía de levantarse de su asiento en
presencia del Senado. Al fin y al cabo, debía de pensar, la cámara
era suya. Los senadores se habían convertido en la claque del
dictador.
En una fiesta nacional, un hombre, quién sabe si enviado por el
propio interesado para sondear la opinión general, coronó la estatua
de César con laurel atado con una cinta blanca. Cualquier romano
medianamente instruido sabía que la cinta blanca era el antiguo
símbolo de la realeza. De la multitud, quién sabe si aleccionada, se
alzaron voces que lo aclamaron usando la vieja palabra tabú: rex,
pero César, haciéndose de nuevas, corrigió: «No, no soy rex sino
César». Los sucesores de César, ya reyes de Roma, nunca se
atrevieron a usar el devaluado título real y prefirieron elevar el
propio nombre de César a la categoría de título.

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Volviendo a la anécdota de la coronación de la estatua con cinta


blanca, César hizo expulsar al autor del espontáneo homenaje y
aseguró que tales incidentes no eran sino ardides de sus enemigos
para comprometerlo y demostrar que ambicionaba el trono.
Así marchaban las cosas cuando, en octubre del año 46, Cleopatra
llegó a Roma. La acompañaba su hermano y esposo, Tolomeo XIV,
jovenzuelo de trece años, y Cesarión, el hijo de César. No parece
casual que Cleopatra llegara a tiempo de asistir a la celebración de
los triunfos de César por sus campañas de los últimos diez años. Es
posible que los triunfos fueran el pretexto oficial de la llegada de
Cleopatra a Roma, en calidad de reina de Egipto y aliada del pueblo
romano. En esas celebraciones expiró el verano, y el general regresó
a sus tareas con renovado ímpetu.

§. El triunfo de César
El Senado había votado cuarenta días de fiesta por las victorias de
César. Había que celebrar los cuatro triunfos a que tenía derecho.
El triunfo era el desfile apoteósico de un general victorioso por la Via
Sacra romana. Era, a un tiempo, desfile de la victoria y acto
religioso de acción de gracias ante Júpiter Capitalino por haber
favorecido a Roma en la batalla. Condición indispensable para la
celebración del triunfo era que el general agasajado hubiese
resultado vencedor en una guerra justa (bellum iustum) en cuya
batalla más importante hubieran perecido un mínimo de cinco mil
enemigos. La cifra de bajas enemigas en las cuatro guerras que

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César conmemoraba se calculó en un millón doscientos mil. Le


sobraban muertos.
César hizo las cosas a lo grande. Celebró cuatro triunfos en cuatro
días sucesivos: el primero por su victoria en las Galias, con
exhibición y posterior ajusticiamiento de Vercingetórix, el caudillo
vencido; el segundo, por su victoria en la guerra alejandrina, no
sobre Egipto, país oficialmente aliado, sino sobre el partido egipcio
rebelde. La prisionera de mayor rango que figuró fue Arsínoe, la
hermana de Cleopatra, pero César no la hizo ejecutar. También
aparecieron, aunque solamente en efigie, puesto que ya habían
muerto, Aquilas y Potino, los dos ministros del último Tolomeo, y
una efigie que representaba al Nilo. El tercer triunfo de César
conmemoró su victoria sobre el rey Farnaces, en Asia Menor, y el
cuarto su reciente éxito sobre el rey Juba en África. En éste
apareció el hijito de Juba, de tan sólo cinco años, que luego sería
rey de Mauritania.
Observemos que César, diplomáticamente, se guardó mucho de
celebrar sus otros éxitos sobre los pompeyanos en Farsalia y Tapso,
porque los derrotados habían sido romanos, en guerra civil, y más
valía olvidar.
El general que esperaba ser distinguido con un triunfo llevaba extra
pomerium, es decir, fuera de los límites de la ciudad, a una
representación de su ejército y allí esperaba, a veces hasta tres
años, a que el Senado le concediera el honor. Una vez obtenido
permiso, el día fijado se congregaban en la explanada del Campo de
Marte las tropas que habían de participar en el desfile y partían

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desde allí, siguiendo el itinerario oficial, que pasaba bajo el arco


triunfal y seguía por la Via Sacra y el foro hasta el templo de Júpiter
en el Capitolio, máximo santuario romano.
A lo largo de la carrera oficial, las calles aparecían adornadas con
guirnaldas y colgaduras. Además, el itinerario entre la residencia de
César y el Capitolio fue entoldado con piezas de seda para
resguardar a los transeúntes de los rigores del sol estival (es un
detalle que los calvos siempre agradecemos, y César lo era, como
una bombilla). En una ciudad de ordinario maloliente, aquel día
señalado se perfumaba el aire con incienso quemado en los templos.
Abrían la procesión los senadores y magistrados, seguidos de la
banda de música. A éstos sucedían los carros que transportaban el
botín arrebatado a los vencidos, sus insignias, las imágenes de sus
dioses, sus objetos sagrados y la figuración de las ciudades tomadas
y de los territorios sojuzgados, cada cual convenientemente
identificado por un letrero que los que sabían leer descifraban para
beneficio de los analfabetos. Detrás de los trofeos desfilaban las
víctimas que iban a ser inmoladas a Júpiter en acción de gracias,
por lo general toros blancos con los cuernos dorados y adornados
con guirnaldas. Detrás del ganado iban cuerdas de prisioneros
destinados a ser vendidos como esclavos y los caudillos derrotados,
con una soga al cuello o encadenados.
Acabado el desfile, los reyes y jefes de los pueblos vencidos eran
ejecutados en la cárcel Mamertina.
Ni los más viejos del lugar recordaban triunfos tan lucidos como los
de César ni derroche semejante de espectáculo y colorido: ya se iban

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anunciando los fastos del imperio, con sus extravagancias y su


pompa oficial. En el triunfo africano incluso figuraron, como trofeos
de guerra, cuarenta elefantes portadores de faroles, y una jirafa,
animal nunca antes visto en Roma. Los atónitos romanos lo
denominaron camelopardalus, es decir, «pantera camello».
Regresemos ahora a nuestro desfile. Detrás de los cautivos, a
prudente distancia, iban los lictores escoltando a los magistrados
cum imperium, y con ellos un tropel de portadores de vasos
aromáticos y nuevos músicos que acompañaban al carro blanco,
tirado por caballos también blancos, del general victorioso. El
triunfador, coronado de laurel, había cambiado sus arreos militares
por una túnica tachonada de estrellas de oro. En la mano derecha
portaba un cetro de oro rematado en águila; en la izquierda, una
rama de laurel. Detrás del general, un esclavo le sostenía la corona
de Júpiter Capitolino sobre la cabeza y le iba susurrando al oído:
«Respice post te, hominem te esse memento» («Mira hacia atrás y
recuerda que sólo eres un hombre»).
Luego desfilaban los soldados victoriosos con sus insignias y
estandartes, en alegre y dudosamente marcial algarabía, entonando
canciones cuarteleras y coreando «io triumphe!».
Durante el triunfo, el general victorioso era la imagen de dios
mismo, pero al propio tiempo no dejaba de ser mortal y tanta gloria
podía atraerle el mal de ojo, el tan temido fascinum. Para defenderlo
de él, el carro triunfal se adornaba con un monumental falo erecto,
el viejo recurso apotropaico de los pueblos mediterráneos. Además,
los soldados, aunque adoraban a su general, lo insultaban y

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ridiculizaban en sus canciones no por falta de respeto sino para


preservarlo del mal de ojo y de la envidia de los celosos dioses. Ya
dijimos que los que acompañaban a César iban coreando:
«Romanos, guardad a vuestras mujeres, que os traemos al calvo
salido» («Romani, servate uxores: moechum calvum adducimus»).
El desfile terminaba en la explanada del Capitolio. El triunfador se
apeaba del carro y penetraba en el templo de Júpiter para devolver a
la imagen su corona e insignias. La ceremonia religiosa continuaba
con la inmolación de las víctimas; la profana, en otro lugar de la
ciudad, con un multitudinario banquete al que asistían los
magistrados, el ejército victorioso e incluso el pueblo de Roma.
Durante la celebración del primer triunfo se produjo un presagio de
lo más funesto: el eje del carro de César se partió. El general, que
también era sumo sacerdote y, por lo tanto, perito en estos trances,
contrarrestó el maléfico efecto subiendo de rodillas la escalinata del
templo capitolino. Una forma de expiación, es curioso, cuya vigencia
perdura entre gentes sencillas en los santuarios mediterráneos.
El pueblo tenía motivos para sumarse a los triunfos de César y
alabar su nombre. Además de los espectaculares desfiles, los
triunfos traían aparejados repartos de trigo y carne. César
distribuyó a cada ciudadano romano un costal grande de trigo, una
jarra de aceite y cuatrocientos sestercios. Además sufragó funciones
gratuitas de teatro en todos los barrios y espectáculos de circo y
luchas de gladiadores. Incluso hubo una escenificación de batalla
naval, o naumaquia, en el Campo de Marte, en homenaje a la

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memoria de Julia, la hija de César y esposa de Pompeyo fallecida


ocho años atrás.
El triunfo era también el solemne momento en el que el general
entregaba al fisco la parte que correspondía al Estado en el botín de
guerra cobrado. Con tal motivo César ingresó en el tesoro público
seiscientos millones de sestercios. Además gratificó a sus soldados,
por las fatigas y peligros sufridos, con veinte mil sestercios por
cabeza, el doble a los centuriones y el cuádruple a los tribunos. Por
cierto que algunos soldados amenazaron con amotinarse porque
pretendían recibir, además, la gratificación correspondiente a cada
ciudadano. César cortó en seco el conato de rebelión ejecutando a
tres de los más revoltosos, dos de ellos en forma de sacrificio a
Marte, una costumbre ancestral que parecía olvidada por todos
menos por el sumo sacerdote. Las cabezas de los desdichados que
habían intentado aguar la fiesta fueron debidamente expuestas a la
entrada de la Regia, residencia oficial de César.
Podemos pensar que César planeaba divorciarse de su esposa para
unirse a Cleopatra. Quizá había decidido reconocer a Cesarión como
hijo suyo y aglutinar los vastos territorios imperiales y el trono de
Egipto en una dinastía regida por descendientes de los dioses, las
estirpes Julia y tolemaica unidas. No obstante, le convenía ser
discreto y no adelantar acontecimientos porque antes tenía que
vencer numerosos obstáculos en la propia Roma. Por eso había
alojado a Cleopatra y a su reducido séquito en una mansión de
recreo, rodeada de jardines, que poseía junto al Tíber, a las afueras
de Roma, y él continuaba residiendo en su domicilio conyugal con

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Calpurnia, su esposa romana con la que llevaba casado catorce


años.
Después de sus triunfos, César era el ídolo de Roma, pero antes de
coronarse rey e iniciar una dinastía debía superar dos importantes
obstáculos: los senadores rebeldes y el partido pompeyano, que
nuevamente preparaba el desquite en España, donde contaba con
once legiones y el apoyo de una amplia clientela política.

§. De nuevo en España
Pompeyo el Grande había muerto, pero quedaban sus hijos Cneo, de
treinta y un años de edad, y Sexto, de veintidós, y quedaban
muchos optimates en el exilio empeñados en mantener encendida la
llama de la guerra.
En Hispania, un número respetable de reyezuelos indígenas
reverenciaban la memoria de Pompeyo. Recordará el lector que el
general se había ganado el eterno agradecimiento de aquellas gentes
veinticinco años atrás, cuando tuvo el gesto magnánimo de
perdonarles la vida y les concedió la libertad en lugar de
decapitarlos o esclavizarlos por haber ayudado al rebelde Sertorio.
Así que Hispania militaba en el bando pompeyano. El caso es que
César, en su primera campaña peninsular, casi logró equilibrar la
balanza cuando derrotó a los pompeyanos en Ilerda (Lérida), lo que
le concitó las adhesiones inquebrantables que suelen acompañar al
vencedor, pero desde entonces el partido cesariano había perdido
mucha popularidad debido a la rapacidad de sus representantes.

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Recordemos que César había dejado la España Ulterior al cuidado


de Quinto Casio con las dos legiones arrebatadas a Varrón y otras
dos que le envió de Italia. La elección de este gobernador fue
desafortunada porque Casio aumentó los impuestos abusivamente y
gobernó despóticamente. Los hispanos, llevados a la desesperación,
daban claras señales de malestar, entre ellas el atentado que sufrió
el propio Casio cuando administraba justicia, del que escapó con
dos puñaladas aunque ninguna de ellas mortal. Finalmente las dos
legiones que habían sido de Varrón se amotinaron y César hubo de
reforzar a su gobernador enviándole tropas apresuradamente desde
la España Citerior y desde África.
Lo peor fue que muchas poblaciones de la oprimida provincia se
pusieron abiertamente del lado pompeyano, y a finales del 47 el
partido senatorial, batido en todo el imperio, aprovechó la
oportunidad para organizar en España su última resistencia. Cneo
Pompeyo conquistó con su escuadra las Baleares (excepto Ibiza) y
pasó a España, donde fue recibido en olor de multitudes. Las
legiones amotinadas contra Quinto Casio, temerosas del castigo de
César, también sé pusieron de su lado. A poco su hermano Sexto, el
menor de los Pompeyo, se le unió llevando consigo los restos del
ejército derrotado en África.
César, retenido en Roma por otros asuntos, envió desde Cerdeña a
sus generales Quinto Pedio y Quinto Fabio Máximo, pero éstos sólo
disponían de seis o siete legiones y se abstuvieron prudentemente
de enfrentarse con el joven Pompeyo, que ya había reunido una
fuerza de once legiones.

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César comprendió que la situación era lo suficientemente grave


como para justificar su presencia. Una vez más, aplazó sus labores
administrativas, los mil proyectos de gobierno que había madurado
en tantos años de campañas guerreras, y se dispuso a extinguir, de
una vez por todas, el último fuego de la resistencia pompeyana.
Dejando Roma al cuidado de su socio Lépido, desembarcó en
Sagunto y, forzando la marcha, como era habitual en él, se reunió
en Obulco (Porcuna, provincia de Jaén) con Fabio Máximo y Quinto
Pedio.
César se puso al corriente de la situación. El enemigo dominaba
toda la Bética, a excepción del poblado de Ulía (hoy Montemayor, en
Córdoba), donde muchos legionarios que seguían fieles a César
soportaban el asedio de Cneo Pompeyo. Mientras tanto Sexto, el otro
Pompeyo, permanecía en Córdoba.

§. El asedio de Ulía
Ulía llevaba dos meses cercado y sus defensores estaban a punto de
sucumbir. Bajo la iglesia parroquial existen todavía los restos de un
silo de época romana que ahora alberga el museo local. Entre
aquellos vetustos muros uno imagina las angustias del oficial de
suministros con el trigo tasado, el suelo casi barrido y los refuerzos
de César que no llegan. Pero llegaron: César amagó un ataque a
Córdoba para aliviar el cerco y Ulía recibió el esperado auxilio. Lucio
Junio Pacieco, uno de los oficiales de César, se las ingenió para
averiguar el santo y seña que los pompeyanos usarían cierta noche,
la palabra Pietas, y, declarándola donde fue menester, aprovechó

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que un intenso aguacero desanimaba a los centinelas a entrar en


muchas averiguaciones y, haciéndose pasar por pompeyano,
atravesó el cerco con sus tropas formadas en columna de a dos, y
llevó refuerzos al poblado sitiado.
Mientras tanto, a treinta kilómetros de allí, César atacaba Córdoba
con el grueso de su ejército y derrotaba a las tropas de Sexto
Pompeyo que le salieron al encuentro. El joven e inexperto Sexto,
creyéndose perdido, se encerró tras las murallas de la ciudad y pidió
auxilio a su hermano mayor. Cneo aplazó la toma de Ulía para
mejor ocasión y, levantando el cerco, acudió en socorro de Córdoba.
César sabía que rendir por hambre aquella gran ciudad podría
llevar meses, incluso años. Lo que necesitaba urgentemente era una
resolutoria batalla campal porque andaba escaso de provisiones y el
tiempo corría en favor de los pompeyanos. Para ello tenía que
atraerlos a campo abierto. Con este pensamiento se apartó de
Córdoba y fue a sitiar Ategua (Teba la Vieja), en la ribera derecha
del río Guadajoz.
Tal como César había previsto, Cneo acudió en auxilio de la
amenazada Ategua y acampó en sus proximidades, al otro lado del
río. Comenzaron las escaramuzas en torno al poblado. La
abundancia de glandes (proyectiles de plomo para las hondas
semejantes a dátiles en forma y tamaño) que se encuentra en
aquellos parajes testimonia los combates que allí se riñeron. No
obstante, los pompeyanos no pudieron impedir que Ategua se
entregara a César, con todos sus depósitos de grano, el 19 de
febrero de 45 a. de C.

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Allí no quedaba nada por hacer. Cneo mudó su campamento a la


cercana Ucubi o Lucubi (Espejo). A siete kilómetros de Espejo hay
un cerro en cuya cima se observan importantes restos de murallas.
Este oppidum o recinto fortificado pudo ser uno de los fortines
ocupados por los pompeyanos, quizá el que los textos denominan
Aspavia.
En Ucubi, Pompeyo ejecutó a setenta y cuatro simpatizantes de
César. Ya comenzaban a surgir en las ciudades héticas los
quintacolumnistas cesarianos, que hasta entonces habían
permanecido expectantes. Pompeyo comenzaba a perder los nervios.
El 5 de marzo un destacamento pompeyano fue derrotado en
Soricaria (¿Castro del Rio?, ¿cortijo de Dos Hermanas, en los
llamados llanos de la Vanda, no lejos de Montilla?). Cneo Pompeyo
decidió desamparar la línea del Guadajoz amenazada por César
desde Ulía y Ategua y replegarse a la más defendible del Genil.
Antes de abandonar Ucubi la incendió.
Desde su nuevo campamento, cercano a Aguilar, Cneo Pompeyo
esperaba defender eficazmente Urso (Osuna), su principal apoyo en
la región. Pompeyo sabía que César había enviado legados a Urso
para solicitar su sumisión, pero la ciudad respondió asesinando a
los parlamentarios y a los cesarianos que pudieron hallar.
Imprudentemente Cneo había prometido a Urso que César no
pisaría el valle. No reparó en la endiablada capacidad de maniobra
del astuto general ni en su habilidad para las rápidas marchas y los
movimientos imprevisibles, eso que ahora llamamos «guerra
relámpago».

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César, adivinando las intenciones del adversario, condujo a sus


tropas a marchas forzadas por la antigua vía de Córdoba a
Antequera, la que rodea los montes de las Mestas y cruza el Genil
por Badolatosa, y, después de destruir la población de Ventipo
(Casariche), en plena retaguardia de Pompeyo, intentó caer sobre su
enemigo desde el sur cuando éste lo estaba esperando por el norte.
Esta vez la suerte favoreció a Pompeyo, que descubrió a tiempo la
maniobra y logró escapar de la trampa descendiendo al valle. Luego
se decidió a cruzar el río para establecer su campamento cerca de
Munda. César instaló el suyo a unos siete kilómetros de distancia.
Cneo no podía seguir cediendo terreno. Estaba perdiendo prestigio,
sus aliados en la región comenzaban a desconfiar de su capacidad y
se estaba dejando acogotar por el adversario. César amenazaba ya
sus comunicaciones con Córdoba y con Carteya (su base naval, en
El Rocadillo, a seis kilómetros de Algeciras). Sus correos a Córdoba
habían sido interceptados por el enemigo y les habían cortado las
manos.
No le quedaba más solución que enfrentarse a César. Además un
nuevo paso atrás hubiera sido suicida: a su espalda se extendían
las llanuras héticas, en las que sus tropas serían presa fácil de la
potente caballería enemiga. Por otra parte, si planteaba la batalla en
aquella situación, contaría con la ventaja de su campamento,
situado en un otero que dominaba la llanura donde acampaba
César. No lo pensó más y decidió jugárselo todo a una carta,
aceptando la batalla que César proponía. El 17 de marzo del año 45
(casualmente cuarto aniversario de la huida de Pompeyo de Roma y

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del comienzo de la guerra) amaneció un día limpio y primaveral. «El


día estaba tan brillante y tan sereno —escribe Hircio—, que parecía
que los dioses inmortales lo habían hecho especialmente para esta
sangrienta batalla». Cneo Pompeyo formó a sus legiones en orden de
combate. «Los nuestros se alegraron aunque algunos estaban
inquietos y temerosos de su muerte y de su vida», recuerda el oficial
menor del ejército cesariano autor de Bellum hispaniense.
Los pompeyanos disponían de trece legiones pero sólo cuatro de
ellas eran de primera calidad, las restantes estaban integradas
principalmente por hispanorromanos y auxiliares indígenas, amén
de esclavos fugados y de otras tropas de heterogénea procedencia,
ignorantes de las tácticas romanas y merecedoras de escasa
confianza. En total sumaban unos setenta mil hombres, a los que
César sólo podía oponer unos cincuenta mil, agrupados en ocho
legiones. No obstante, en términos reales, los ejércitos podrían
considerarse igualados dada la superior calidad de las tropas de
César, cuya caballería, quizá ocho mil jinetes, superaba la del
adversario.
Los posibles campos de batalla de Munda están sembrados de
proyectiles de honda, lo que prueba que tanto César como Pompeyo
alistaron un nutrido contingente de honderos indígenas. En España
existía una larga tradición de excelentes honderos desde siglos
antes, cuando auxiliaron a los griegos en sus luchas y a Aníbal en
su campaña de Italia. En algunos glandes se inscribía una
imprecación contra el general enemigo: «Hiere a César», «Hiere a

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Pompeyo». No había escudo, casco o coraza que resistiera un


impacto directo a media distancia.

§. La batalla decisiva
En tiempos de César el peso principal de la batalla recaía en la
infantería, pero muy a menudo, desde que Aníbal lo enseñó
admirablemente en Cannas, los movimientos tácticos más decisivos
corrían a cargo de la caballería. En Munda, César supo sacar
excelente partido de su caballería, más numerosa que la del
adversario.
César, desplegadas sus tropas, colocada su Décima Legión en el ala
derecha y la masa de la caballería y tropas auxiliares en la
izquierda, avanzó hacia el centro de la llanura. Una vez allí se
detuvo, como invitando a Pompeyo a que hiciera el siguiente
movimiento. Pompeyo entendió el mensaje, pero permaneció
inmóvil. Obró exactamente como su padre en Farsalia, aunque
probablemente por distinto motivo: no quería perder su ventajosa
posición a un nivel superior, con la retaguardia protegida por los
muros de la ciudad, en la que sus hombres podrían refugiarse si las
cosas venían mal dadas. En vista de ello, César avanzó
provocadoramente hasta un arroyo cercano. En ello estaba cuando
Pompeyo lanzó su primer ataque.
La Décima Legión de César era un enemigo formidable. Trabado el
combate, Pompeyo decidió reforzar su línea izquierda con una legión
sacada de su derecha, aún a riesgo de debilitar este sector. Quizá
confiaba en que se sostendría a pesar de todo, puesto que estaba

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mandado por Labieno, su general más experto. César aprovechó la


circunstancia para lanzar el ataque envolvente de su caballería,
especialmente las tropas de Bogud, rey de Mauritania, por la
derecha del enemigo, amenazando no sólo la retaguardia de Labieno
sino incluso el propio campamento pompeyano. Labieno conocía
bien los ardides de César, como quien se había formado a su lado,
así que envió cinco cohortes de su legión a cortar el paso de la
caballería enemiga.
En el centro, donde la batalla estaba muy enconada e indecisa,
aquel movimiento de Labieno fue erróneamente interpretado como
un repliegue, lo que descorazonó a los pompeyanos y enardeció a los
soldados de César. Si los de Labieno huyen, pensaron los
pompeyanos, es porque la batalla está perdida. De pronto cundió el
pánico y el sálvese quien pueda, cedieron las cohortes y una batalla
indecisa un momento antes se trasformó en la vergonzosa derrota
de Pompeyo, cuyos hombres abandonaron armas y enseñas para
huir desordenadamente hacia el poblado perseguidos por los
victoriosos cesarianos que les daban caza. El degüello fue terrible
porque los soldados de César, hastiados de una guerra que parecía
no acabarse nunca, no tuvieron piedad con el enemigo. En el breve
plazo de un par de horas perecieron treinta mil pompeyanos, entre
ellos los generales Labieno y Varo, cuyos cadáveres César hizo
sepultar dignamente. Por su parte César sólo perdió unos mil
quinientos hombres. Éstas son, al menos, las cifras que ofrecen los
vencedores. Seguramente están algo exageradas en uno y otro
sentido porque el de Munda no fue un triunfo fácil. El propio César

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lo reconoce cuando asegura que en la batalla de Ilerda venció a un


ejército sin general; en la de Farsalia, a un general sin ejército; en la
de Munda, a un general y a un ejército. En algún momento, el
propio César descabalgó y se lanzó a la lucha sin casco, con la calva
desprotegida, mezclado con sus hombres, para dar ejemplo y
enardecer a los que flojeaban.
Muchos supervivientes del ejército pompeyano se refugiaron tras los
muros de Munda. Otros llevaron a Córdoba la noticia de la derrota
aquel mismo día. Sexto Pompeyo, sintiéndose amenazado, abandonó
inmediatamente la ciudad.
Mientras tanto César, actuando con su acostumbrada rapidez,
encomendó al competente Fabio Máximo la conquista de Munda y
marchó sobre Córdoba con el grueso del ejército.
Los sitiadores de Munda recurrieron a la guerra psicológica para
minar la moral de los derrotados: levantaron a la vista del poblado
parapetos de cadáveres pompeyanos sobre los que disponían, a
modo de empalizada, los escudos y armas recogidos del campo de
batalla. Munda sólo resistió unos días. Entre los refugiados
estallaron fuertes disensiones, y finalmente hicieron una salida
desesperada para intentar romper el cerco, pero fueron nuevamente
derrotados y tuvieron que rendir las armas. Los catorce mil
prisioneros serían vendidos como esclavos. Fabio Máximo, después
de conquistar el poblado, levantó su campamento y fue a sitiar la
cercana Ursa (Osuna), donde también se habían acogido muchos
fugitivos pompeyanos. Recientes excavaciones han sacado a la luz
algunos lienzos de muralla que muestran indicios de haber sido

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construidos a toda prisa, seguramente después del desastre de


Munda, cuando el ataque de César era inminente. Sin embargo, los
testimonios más abundantes de aquella guerra se encontraron
durante las excavaciones de A. Ángel y P. París en 1903: gran
cantidad de bolaños, glandes, puntas de flecha y restos de armas.
El campo de batalla de Munda estuvo en tierras cordobesas, entre
Montilla, Espejo y Nueva Carteya, aunque no hay seguridad del
lugar exacto. Schulten lo sitúa en los llanos de la Vanda, cerca de
Montilla, pero más recientemente se han propuesto otras
localizaciones, más cercanas a Osuna que a Montilla: en el cerro y
castillo de Alhonoz, entre Espejo y Osuna, a unos sesenta
kilómetros de Córdoba o en los llanos del Águila, entre Écija y
Osuna.

§. El plátano de César
César, después de su victoria, atacó Córdoba. En ausencia de Sexto
Pompeyo era Escápula el jefe de los pompeyanos. Este antiguo
esclavo, viéndolo todo perdido, decidió morir con entereza romana.
Tomó un baño, se perfumó, cenó opíparamente, repartió joyas y
preseas entre sus amigos y los criados de la casa y se hizo decapitar
por un esclavo de confianza.
No fue el humo de la pira funeraria de Escápula el único que
ennegreció los cielos de Córdoba en vísperas de la entrada de César.
La ciudad fue presa del pánico, cundieron la anarquía y el
desorden. Los partidarios de someterse a César se enfrentaban con

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los que pretendían incendiar la ciudad y echarse al monte para


continuar la resistencia a ultranza.
Recordará el lector que César había plantado un plátano en el patio
de su casa cordobesa años atrás, cuando fue cuestor en España y
fijó su residencia en la ciudad, y que el árbol había crecido en su
ausencia prodigiosamente. Cuando entró en Córdoba ordenó
arrancarlo de raíz. No quería que aquel retoño suyo adornara la
esquiva población que había permanecido fiel a su enemigo.
César no tuvo piedad con Córdoba y permitió que su tropa la
saqueara. Los confusos sucesos se saldaron con otros veinte mil
muertos, caídos unos en la lucha entre facciones y otros al
enfrentarse con César en las afueras.
Mientras tanto Cneo, llevado en litera, pues las heridas le impedían
cabalgar, alcanzó Cartaya, fondeadero de su flota. Es curioso que
buscara la protección del mar, como su padre después de Farsalia.
Pero Cartaya también se puso de parte de César y Cneo tuvo que
escapar con sus galeras. C. Didio, almirante de la escuadra de
César fondeada en Gades (Cádiz), salió en su persecución y unos
días después sorprendió sus naves en una cala solitaria y las
destruyó. Sin ejército y sin naves, Cneo tuvo que confiarse a la
hospitalidad de los indígenas de Lauro (Laury), pero ellos lo
asesinaron y enviaron su cabeza a Sevilla, donde fue expuesta. En
el joven Cneo se reprodujo el desastrado final de su padre,
decapitación y exhibición incluidas.
El otro hermano, Sexto, el menor de los Pompeyo, fue más
afortunado. Ya hemos dicho que después de Munda abandonó

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Córdoba y huyó al interior de Celtiberia. Allí fue acogido por los


pompeyanos y organizó la resistencia, en forma de guerrillas, para
continuar la lucha contra César.
César permaneció cinco meses en España, organizando su gobierno.
Después regresó a Roma en olor de multitudes, su prestigio
reforzado, ya virtualmente rey. En mayo del 45 fue declarado
Invencible Dios. A poco recibió el título de Júpiter Julio, con derecho
a tener su propio colegio sacerdotal. Su estatua fue colocada en el
Quirino al lado de la de Rómulo, el mítico fundador de la ciudad. El
lector quizá se sienta un tanto escandalizado desde su mentalidad
moderna, pero, a poco que lo piense, advertirá que, en cierto modo,
nosotros hacemos lo mismo. En algunas monarquías o dictaduras
se supone que el derecho que se arroga el rey o el dictador sobre la
nación procede directamente de Dios (es ejercido «por la gracia de
Dios»). Estas personas son sagradas y, como están por encima de
los mortales y de la propia ley, pueden hacer de su capa un sayo
contando con el silencio cómplice, cuando no con el panegírico
mendaz, de los medios de comunicación. Esto ocurría también en
Roma. Por otra parte, César se tenía por descendiente de la diosa
Venus y de Eneas, el mítico héroe troyano que fundó la ciudad.
Precisamente lucía una figura de Venus en su anillo y el nombre de
Venus era su talismán de la suerte que reservaba para contraseña
militar en víspera de las grandes batallas. Incluso hizo edificar a sus
expensas el templo de Venus que había prometido antes de la
batalla de Farsalia. En realidad la promesa fue dedicarlo a Venus
Victris, pero acabó dedicándolo a Venus Genitrix, la mítica

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antepasada de los Julios. Por cierto, en este templo puso una


estatua dorada que representaba a Cleopatra en figura de Isis. El
simbolismo de tal ofrenda estaba claro: yo soy descendiente de
Venus y Cleopatra lo es de Isis, la Venus egipcia, los dos somos
dioses, incluso hermanos y destinados al matrimonio, a la usanza
egipcia.
Como sabemos muy poco de la estancia romana de Cleopatra,
hemos de imaginarla repartiendo sus horas entre la atención al
correo de Egipto y la de la fulgurante carrera de su amante. Quizá al
caer la tarde paseaba por la ribera del Tíber haciendo planes para el
futuro o contemplaba los juegos del pequeño Cesarión en el jardín.
El general hubiera sido un gran rey porque era un gran
administrador. En los pocos meses que gobernó Roma demostró
admirable capacidad de trabajo, preclara inteligencia y una notable
habilidad para detectar los problemas de la ciudad y ponerles
remedio. Fue un período de grandes reformas. Italia estaba
arruinada por la guerra civil, la administración era un caos, la
anarquía se había adueñado de las administraciones provinciales y
el peso de los desempleados lastraba cualquier política de
desarrollo. César reformó la annona, aquella seguridad social que se
había transformado en un monstruo devorador de los presupuestos
del Estado. El número de beneficiarios del subsidio estatal había
crecido hasta los trescientos veinte mil, César lo redujo
drásticamente a ciento cincuenta mil y dispuso que solamente se
admitiesen nuevos beneficiarios para cubrir bajas por defunción de
anteriores titulares. ¿Y el resto? El resto podía emigrar a las

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colonias de Cartago y Corinto, donde tendrían grandes posibilidades


de medrar y hacer fortuna o por lo menos no les faltarían
oportunidades para ganarse la vida honradamente. Al propio
tiempo, César procuró importar cerebros, es decir, atraer a Roma a
profesionales especializados, principalmente médicos y artistas
griegos, a los que estimulaba con la prestigiosa nacionalidad
romana y con otras ventajas económicas. (¿No se parece a la fuga de
cerebros de Europa hacia Estados Unidos?). También fomentó la
natalidad, redactó un código criminal, unificó las pesas y medidas y
hasta dictó leyes contra el lujo excesivo (que era, precisamente, uno
de sus principales defectos; pero él, camino de ser rey, ya estaba por
encima de los mortales).

§. El calendario juliano
César era un hombre ecléctico que aspiraba a modernizar Roma y
tomaba buena nota de los adelantos científicos que encontraba en
otros países del imperio, principalmente en Grecia y Egipto. La más
célebre y duradera reforma de César fue la del calendario, que sigue
actualmente en vigor en casi todos los países del mundo. El
calendario que César impuso en Roma fue ideado por el matemático
alejandrino Sosígenes, que a su vez se basó en los cálculos de
Calipo de Sísico, un científico griego del siglo IV a. de C. que había
cifrado el año natural en 365 días y cuarto.
El primitivo calendario romano sólo tenía en cuenta el año agrícola
comprendido entre los equinoccios de primavera. El invierno ni se
contaba. Este curioso año tenía diez meses que sumaban 305 días.

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Martius (marzo) estaba consagrado a Marte, el dios de la guerra;


aprilis (abril), recibía su nombre del jabalí (aper) o por los brotes
vegetales (aperire significa «abrir»); maius (mayo) de la pléyade Maia,
y junius (junio) de la diosa Juno, esposa de Júpiter. Los seis meses
restantes no tenían denominación propia y se designaban por el
ordinal correspondiente: quinto (quintilis), sexto (sextilis), séptimo
(september), octavo (october), noveno (november) y décimo
(december). Más adelante se añadieron otros dos meses para el
invierno: januarius (enero), en honor de Jano, el dios de los dos
rostros, y februarius (febrero), por los ritos de purificación (februalia)
que se celebraban en sus términos.
De este modo el calendario quedó establecido en doce meses, la
mitad de treinta días y la otra mitad de veintinueve, todos ellos
lunares, que sumaban 354 días. Hasta el año 153 a. de C. los
romanos habían dividido el tiempo en años lunares. Como la
sucesión de las estaciones depende del sol y no de la luna, cada dos
años el sumo pontífice que velaba por el calendario sagrado tenía
que corregir el desfase con respecto al sol intercalando un mes de
veintidós días, el mensis intercalaris, para que el año oficial volviera
a coincidir con el natural, es decir, el astronómico. Este mes
añadido resultaba tremendamente engorroso a todos los efectos,
pensemos en préstamos a interés, alquileres, contratos y
transacciones comerciales. Para colmo, a pesar del mensis
intercalaris, los desajustes se producían, particularmente cuando el
calendario se dejó de utilizar en el desmadre de las guerras civiles.

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En el año 45 existía ya una diferencia de setenta días entre el


calendario oficial y el natural. Julio César, haciendo borrón y
cuenta nueva, dispuso que el año 46 se prolongara noventa días,
para que el año 45 comenzara el uno de enero, motivo por el cual
aquel año sería conocido como annus confusionis. También
estableció que cada cuatro años hubiera uno bisiesto, agregando en
febrero un día adicional.
El denominado año juliano estuvo vigente durante muchos siglos,
hasta que los astrónomos se percataron de que también incurría en
una pequeña inexactitud dado que el año calculado por Sosígenes
excede en 0,0078 de día al año natural. Con el transcurso de los
siglos se fue acumulando tiempo hasta que, ya en el siglo XVI, el
desfase era de diez días, y el papa Gregorio XIII decidió reformar el
calendario juliano e impuso el gregoriano, bajo pena de excomunión
al que no lo acatara. En octubre de 1582 suprimió diez días, de
modo que se pasó del 5 al 15 en sólo una noche. Esto explica que
santa Teresa de Jesús, la gran mística y escritora española,
falleciera el día 4 de octubre de aquel año y fuese sepultada al día
siguiente, es decir, el 15 del mismo mes.
El calendario gregoriano, todavía vigente, tampoco es exacto. Para
que el tiempo real se desvíe los menos posible del oficial ha habido
que modificar el sistema de los bisiestos de manera que los que
acaban en dos ceros no se cuentan como tales a no ser que sean
divisibles por cuatrocientos. 1700, 1800 y 1900 no fueron bisiestos,
pero el año dos mil sí lo será dado que es divisible por
cuatrocientos.

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Después de la muerte de César se decidió honrar su memoria dando


su nombre al quinto mes del año, que se llamó julio. Al siguiente,
sextilis, lo llamarían más adelante agosto, en honor de Augusto,
sucesor de César. Por cierto, que este cambio suscitó algunos
problemas protocolarios. Algún picajoso cortesano hizo notar que el
mes dedicado a Augusto tenía un día menos que el dedicado a
César, lo que parecía menoscabar la figura del emperador. El
problema se resolvió aumentando a 31 el número de días de agosto
y reduciendo, para compensar, a veintiocho el de febrero. Además se
reajustó el número de días de los meses restantes.
Al sucesor de Augusto, Tiberio, le propusieron denominar a
setiembre con su nombre, pero él rechazó sensatamente la idea: «
¿Qué haréis —preguntó— cuando se os acaben los meses y siga
habiendo emperadores?». Ya hemos visto que los meses sucesivos, a
partir de agosto, conservaron el primitivo ordinal: setiembre, mes
séptimo; octubre, octavo; noviembre, noveno, y diciembre, décimo.
Hubo otro intento de cambiar el calendario en 1789, cuando los
revolucionarios franceses se propusieron extirpar todo vestigio de
tiranía monárquica, incluidos los meses romanos. Los meses del
nuevo calendario aludirían a peculiaridades climatológicas o
agrícolas. Marzo se llamó «ventoso»; noviembre, «brumario»; abril,
«germinal». Pero en 1806 Napoleón, sensatamente, restableció el
calendario gregoriano.
Todavía en el presente siglo ha habido en la ONU propuestas de
reforma. En los años cincuenta se propuso que el año tuviese trece
meses de veintiocho días (más un día sobrante, el uno de enero, que

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se consagraría a celebrar la Amistad Entre los Pueblos). También se


ha intentado que los segundos y horas se sometan al sistema
decimal. Si los revolucionarios franceses querían un día de diez
horas; los innovadores modernos proponen una nueva unidad, el
crono, algo más extensa que el minuto. El día tendría mil cronos y si
a uno le preguntaban la hora a las seis de la tarde podría consultar
el reloj y decir: «Son los setecientos cincuenta cronos». Puestos a
cambiar, si nos empeñamos en ser exactos, también tendríamos que
modificar el cómputo de los años. La era cristiana, en cuyo año
1995 nos movemos, no representa con exactitud el tiempo
transcurrido desde el nacimiento de Cristo. Dionisio el Exiguo, el
abad romano que hizo los cálculos en el siglo VI, se equivocó en
cuatro o seis años.
Bien, basta ya de calendario y regresemos a las reformas de César.
Nuestro hombre se había propuesto modernizar Roma y
embellecerla, dándole el lustre monumental y cultural que había
observado en Alejandría. Roma, a pesar de haberse adueñado de
buena parte del mundo conocido, seguía siendo una ciudad
incómoda, de calles polvorientas o embarradas y casas
deficientemente construidas, un verdadero caos urbanístico. César
concibió un ambicioso proyecto para sanear y embellecer la ciudad
remodelándola sobre el racional esquema urbanístico de Alejandría.
La nueva Roma por él concebida tendría anchas avenidas
flanqueadas de suntuosos edificios y estaría dotada de amplio
puerto con un canal navegable que comunicara el río Tíber con el
Amo. También estaría dotada de instituciones culturales, entre ellas

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la biblioteca de Roma. Quizá sentía remordimientos por haber sido


el responsable, aunque involuntario, del incendio de la biblioteca de
Alejandría.
Estos sueños y otros muchos quedaron sobre el papel. El asesinato
de César y la subsiguiente guerra civil entre sus sucesores lo
trastocó todo. Realmente es difícil pensar en un magnicidio que
haya alterado tan profundamente el posible desarrollo de la
Historia.

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Capítulo 10
Los idus de marzo del 44

Contenido:
§. Una muerte anunciada

César estaba a punto de alcanzar la cumbre de su carrera política.


Se había adueñado de Roma y sólo le faltaba ser rey. Después de la
derrota del partido pompeyano nadie discutía su autoridad, pero
continuaba teniendo muchos enemigos. Si hubiera sido un dictador
moderno, seguramente habría eliminado a sus adversarios y habría
instaurado un régimen totalitario apoyado en el ejército y en la
policía secreta, lo que le habría asegurado el desempeño de su
autoridad sin sobresaltos por el resto de su vida. Eso fue lo que Sila
hizo antes que él y murió en la cama. Pero César era, como dice
Salustio, «más humano en la guerra que otros en la paz», e iba
dejando detrás de él demasiados enemigos vivos. Creía que podía
ganárselos con la clemencia. No advertía que a veces el perdón es
aún más humillante que la derrota. Cuanto más alto llegaba, más
solo se encontraba, y, quizá, en esa altura perdía la perspectiva de
las cosas.
También eran legión los partidarios incondicionales de César, los
que reclamaban una fórmula de gobierno que sustituyera al caduco
Senado, los que exigían un gobierno fuerte y centralizado capaz de
gestionar los extensos dominios de un imperio en continua
expansión, los que apoyaban una nueva fórmula que garantizara la

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paz, la continuidad, los planes a largo plazo, la estabilidad. César


contaba con el apoyo de una importante facción del propio Senado.
Muchos avispados que veían venir los nuevos tiempos se habían
alineado en el bando cesariano y hacían méritos en la esperanza de
alcanzar cargos y prebendas. «La República es la nada, un mero
nombre sin contenido ni forma», se decía. Roma necesitaba un rey y
César se sabía el candidato idóneo para fundar una gloriosa
dinastía. Sólo faltaba crear las condiciones para que los reticentes
romanos aceptaran la monarquía.
Casi siempre, cuando se produce un magnicidio, los historiadores
se preguntan cómo una persona tan encumbrada podía descuidar
tanto su seguridad. César descuidó por completo la suya. Quizá el
poder lo cegó tanto que no percibió los peligros. Quizá consumido
por la hybris no supo prevenir la némesis, la venganza. Ya hemos
dicho que César tenía derecho a la escolta armada de setenta y dos
lictores, pero la despidió argumentando que su vida tenía ya más
valor para Roma que para él mismo y que, por lo tanto, no
necesitaba ser protegido. Fue un supremo gesto de reconciliación
pero también un imprudente desafío para sus enemigos.
El quince de febrero se celebraban en Roma las Lupercales o
Lupercalia, fiestas de origen etrusco que purificaban la ciudad y
aseguraban la fertilidad de sus campos. Constaban de tres ritos:
primero se sacrificaban una cabra y un perro a la loba Dea, en el
Lupercal, una caverna del monte Palatino que la tradición señalaba
como madriguera de la loba que amamantó a Rómulo y Remo, los
fundadores de la ciudad. Delante del altar, dos jóvenes, los magistri

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o hermanos mayores, se inclinaban para que el sacerdote les tocara


la frente con el cuchillo ensangrentado y luego se la limpiara con un
copo de lana empapado en leche (figuración de los antiguos
sacrificios humanos). Después, los miembros de las cofradías
cortaban la piel de los animales sacrificados en tiras (llamadas
februa, de donde algunos sostienen que procede la palabra febrero)
y corrían por la ciudad desnudos repartiendo zurriagazos con las
februa a diestro y siniestro entre los regocijados transeúntes. Se
suponía que la mujer que recibiera un azote quedaría embarazada
en el año venidero. La gente comía y bebía, reía y entonaba
canciones obscenas. Quizá al lector le sorprenda saber que estos
ritos se han reconvertido en las fiestas de la Purificación de la
Virgen, al adaptarse al cristianismo.
Pues bien, aquel fatídico año 44, César nombró primer magister de
los Luperci Iuliani, algo así como hermano mayor de la cofradía, a
Marco Antonio, su colega en el consulado. Cabe sospechar que
César quería tantear la opinión de los romanos sobre su proyectada
restauración monárquica. Se trataba de que Antonio ofreciera a
César la corona de Luperco, equivalente a la de la patria. Cuando
Antonio, después de saludar a César, que presidía la ceremonia,
subió a la tribuna e intentó coronarlo, una prevenida claque rompió
a gritar: «¡Acepta la corona, acéptala, rey de Roma!», pero la
multitud, educada desde la infancia en el odio a las monarquías y
en la ciega lealtad a los ideales republicanos, quedó tan sorprendida
que no reaccionó, o si lo hizo fue para dar señales de disgusto.
César, advirtiendo que la opinión pública no estaba aún madura

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para aceptar la monarquía, salvó la situación rechazando la corona


y recomendando que se la ofrecieran a Júpiter Capitolino, una
actitud que fue muy aplaudida y acrecentó su popularidad.
La comedia de César en las Lupercales pudo engañar al pueblo
llano pero no convenció a sus más cualificados enemigos. A los
resentidos partidarios de Pompeyo se unieron algunos republicanos
idealistas, e incluso antiguos cesarianos decepcionados por las
aspiraciones monárquicas de su general. Todos ellos estaban
convencidos de que la República recobraría su salud y su prestigio
si eliminaban a César. Entre sesenta y ochenta ciudadanos se
conjuraron para asesinarlo. A dos mil años de los hechos sería
difícil hurgar en sus conciencias para averiguar la proporción de
idealismo que los movió e incluso cuántos de ellos eran
simplemente envidiosos que disimulaban su odio personal bajo un
barniz de sentimientos republicanos.
Restablecer la libertad asesinando al tirano ha sido la justificación
clásica de los magnicidios, pero en el caso presente conviene
recordar que los conjurados no luchaban por las libertades del
pueblo sino por el mantenimiento de los privilegios minoritarios de
los optimates, que peligraban si uno entre ellos se alzaba con todo el
poder.
Entre los conjurados destacaba Marco Bruto, un hombre singular
mejor tratado por la literatura que por la vida, cuyo pedigrí
republicano parecía predestinarlo a cometer el magnicidio. Por línea
paterna descendía de Lucio Bruto, el héroe romano que expulsó de
Roma al último rey; por línea materna venía de los Servilios, uno de

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los cuales asesinó al demagogo Espurio Metelo, que había querido


ser rey.
Muchos conjurados estaban persuadidos de que si no se
apresuraban a actuar pronto podía ser demasiado tarde, por lo
tanto cada mañana Bruto encontraba una nota anónima sobre su
escaño: «¿Duermes, Bruto? ¡Despierta! ¡Hazte digno del nombre que
llevas!».
El día dieciocho de marzo César partiría de Roma para una
prolongada campaña. Su plan era ensanchar el imperio primero en
el norte, por tierras de Dacia (actuales Hungría y Rumania), y
después en Oriente, donde atravesaría Armenia para atacar a los
partos. Los Libros Sibilinos habían suministrado una respuesta
sorprendente: «Vencerán los romanos conducidos por un rey». El
oráculo romano estaba indicando claramente que la victoria
dependía de que César llegase a Oriente no en calidad de simple
general sino de rey. El avisado lector comprenderá que los oráculos
antiguos eran como las encuestas oficiales modernas: dicen lo que
la autoridad quiere que digan.
El día quince de marzo el Senado se reuniría para discutir el
resultado de la consulta oracular. El número de partidarios de
César había aumentado tanto últimamente que previsiblemente
sería proclamado rey de Roma.
¿Y Cleopatra? En su discreto retiro romano la reina se mantenía
puntualmente informada y seguía con interés las incidencias de la
política local. No es difícil adivinar cuáles eran sus planes como
mujer y como reina. Primero, la proclamación de César como rey de

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Roma. Un rey necesita descendencia masculina que le asegure la


perpetuación de la dinastía. Calpurnia no le había dado hijos. Era
seguro que se divorciaría de la romana para casarse con ella. De
este modo Cesarión se convertiría en hijo legítimo de César y
heredero a la vez de Roma y de Egipto. Roma y Egipto unidas
señorearían el mundo. Egipto aportaría su cultura, sus cereales y
su escuadra; Roma, su imperio y su poder militar. Cesarión podría
ser el nuevo Alejandro, su reino no tendría parangón en el mundo.

§. Una muerte anunciada


Si examinamos las noticias que nos han transmitido los
historiadores no nos queda más remedio que admitir que la muerte
de César fue una muerte anunciada. Parece como si todo el mundo
hubiese estado en el secreto de lo que tramaban los conspiradores,
incluido el propio César. Pero todo esto fueron pronósticos hechos a
toro pasado, como suele ocurrir con los acontecimientos más
relevantes de la Historia. El romano era supersticioso y creía en los
presagios. Toda una serie de premoniciones anunció el magnicidio
que se iba a perpetrar: en Capua, unos meses antes, unos
campesinos encontraron una cámara sepulcral antigua. Entre los
objetos desenterrados figuraba una tablilla en la que podía leerse:
«Cuando se descubran las cenizas de Capys (el difunto) un
descendiente de Iulio perecerá a manos de los suyos». Los caballos
consagrados por César antes de pasar el Rubicón se negaron a
comer y lloraban sobre los pesebres. Un pajarillo que portaba en el

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pico una ramita de laurel fue atacado y muerto por otras aves en la
sala de Pompeyo, en el Campo de Marte, sede oficiosa del Senado.
El catorce de marzo César cenó en la casa de su amigo Lépido. En la
sobrecena la conversación recayó sobre el tránsito a la otra vida, y
el anfitrión preguntó a César qué clase de muerte prefería. Nuestro
hombre, que en su dilatada vida militar había presenciado muchas
agonías laboriosas, no lo dudó un instante: «La más rápida». Aquella
noche el viento sopló sobre Roma con tal fuerza que las puertas y
ventanas de la casa de César se abrieron con estrépito y en el
templo de Marte, del que César era sumo sacerdote, la coraza
ceremonial del dios se desprendió del muro y se estrelló con
estrépito sobre las losas. César durmió mal, sufrió pesadillas y soñó
que volaba hasta la morada de Júpiter. Calpurnia, por su parte,
soñó que la casa se hundía y que su esposo moría en sus brazos.
Cuando amaneció, César se sintió indispuesto y casi había decidido
permanecer en casa y aplazar su visita al Senado cuando el traidor
Bruto llegó para acompañarlo y le hizo ver la conveniencia de
comparecer aquel preciso día pues los senadores lo aguardaban
para aclamarlo rey de Oriente. César accedió. Por el camino, un
anónimo ciudadano se le acercó y le entregó un memorial que
resultó ser la denuncia de la conjura para asesinarlo, con una lista
que incluía los nombres de cincuenta senadores implicados. Pero
César aplazó su lectura y el memorial, con el sello intacto, se
encontraría en la mano izquierda del cadáver.
El arúspice Spurinna había advertido a César, unos días antes, que
se guardase de los idus de marzo. Los romanos no conocían todavía

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la semana y dividían el mes en tres períodos de duración variable:


nonas, idus y calendas. Los idus de los que César debía guardarse
abarcaban el período comprendido entre los días 8 y 15, inclusive.
Como ya era día quince, César bromeó con Spurinna a la puerta del
Senado: «¿Ves como no pasaba nada?». A lo que el augur replicó
sombríamente: «El día no ha terminado todavía, César». Por cierto
que esas calendas que siguen a los idus son origen de la palabra
calendarium, de la que procede nuestro «calendario». El calendarium
era el cofre donde los usureros (profesión entonces tan respetable
como la de nuestros banqueros) guardaban el libro en el que se
asentaban los vencimientos de sus préstamos.
El día quince no parecía ser el más adecuado para los conjurados,
pues algunos de ellos tenían previsto acompañar al foro a su amigo
Casio para ver a su hijo que aquel día vestía la toga, una ceremonia
muy importante entre los romanos, pero los acontecimientos se
precipitaban y tampoco era cosa de aplazar la muerte de César. Los
invitados tuvieron que regresar apresuradamente al Senado para
cumplir con la secreta obligación de asistir al magnicidio. Los
conjurados estaban tan nerviosos que en un par de ocasiones
anduvieron a punto de delatarse y echarlo todo a rodar. Algunos se
creyeron perdidos cuando Pompilio Lenas, un senador que era del
todo ajeno a lo que se tramaba, se dirigió a Bruto y a Casio con una
sonrisa y, tomándolos aparte, les dijo: «Os deseo suerte en el plan,
pero id con cuidado que la gente lo sabe todo». Casio palideció y
miró a Bruto. Si todo el mundo lo sabía, también lo sabría César,
que tenía oídos y ojos en toda Roma. ¿Por qué entonces acudía al

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Senado sin escolta? ¿No sería una trampa para atrapar a todos los
conjurados y degollarlos allí mismo? Pero las cosas estaban tan
adelantadas que ya no se podía dar marcha atrás, así que hicieron
de tripas corazón y disimularon. Luego resultó que lo que la gente
sabía era que Casio aspiraba al cargo de edil o magistrado.
Cuando César entró en el Senado los conjurados lo rodearon como
tenían previsto, y uno de ellos, Tulio Cimber, le cerró el paso para
pedirle clemencia para un hermano suyo que estaba desterrado.
César, molesto, denegó la petición. Entonces Tulio se atrevió a
retenerlo por la toga como si quisiera insistir. Ésa era la señal para
que los conjurados sacasen las dagas que llevaban ocultas y lo
apuñalasen. César, sorprendido por el atrevimiento de Tulio Cimber,
le advirtió: «Esto es un acto de violencia».
En aquel momento recibió la primera puñalada, asestada por Casio
en la espalda. El asesino estaba tan nervioso que el puñal se le
escapó de la mano y cayó al suelo. El herido se volvió y agarró la
mano homicida: « ¿Qué haces, maldito?». Entonces recibió la
segunda puñalada, ésta en el costado, propinada por otro Casio, y
la tercera, de Décimo Bruto, en la ijada. Cuando vieron brotar la
sangre, los indecisos cobraron valor, se apiñaron en torno al herido,
estorbándose unos a otros, y lo cosieron a puñaladas. Marco Bruto
recibió un corte en la mano. Estaban tan nerviosos que se herían
accidentalmente entre ellos.
La tradición asegura que cuando César vio a Bruto con el puñal en
la mano, quedó tan dolorosamente sorprendido que renunció a
defenderse y solamente lo increpó: «Et tu, Brute?». «Bruto, ¿tú

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también, hijo mío?». Después se cubrió la cabeza con la toga (un


gesto muy romano para abandonar este mundo sin descomponer su
grave majestad con los involuntarios visajes de la muerte) y se
desplomó, ya agonizante, al pie de la estatua de Pompeyo.
La posteridad se ha admirado también, como César, de que Bruto
figurara entre los conjurados. César apreciaba a Bruto y se había
preocupado por él en la batalla de Farsalia. Quizá Bruto odiaba
freudianamente a su benefactor porque sospechaba que era su
verdadero padre.
No lejos de la sala del Senado, cruzando el Campo de Marte, existía
un teatro que, en el momento del magnicidio, estaba abarrotado de
público. Décimo Bruto había enviado allí a sus gladiadores, con las
armas ocultas, por si las cosas se torcían y necesitaba ayuda.
Después del asesinato, la muchedumbre que llenaba el teatro olvidó
la función y huyó a sus casas. Por toda la ciudad cundió el rumor
de que los gladiadores de Bruto habían estrangulado a los
senadores y se esparcían por Roma saqueando y matando. La
rebelión de Espartaco estaba todavía fresca en la memoria de los
romanos. Cundió el pánico. En aquel momento, Marco Antonio, el
lugarteniente de César, era, en su calidad de cónsul, la más alta
autoridad constitucional, pero después de lo ocurrido cabía esperar
que los conjurados asesinasen también a los amigos y
colaboradores del dictador, así que, despojándose de sus insignias
consulares, se agenció una túnica basta de plebeyo para pasar
desapercibido y de esta guisa disfrazado se puso a salvo en su casa.

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Consumado el magnicidio, los conjurados se dirigieron al foro, el


ágora de Roma y el mentidero donde se cocía la opinión pública. Allí
proclamaron solemnemente la muerte del tirano en nombre de la
libertad e invocaron el nombre de Lucio Bruto, el héroe que había
destronado a Tarquinio, el odiado rey. La acción siguiente era,
según lo planeado, ocupar el Capitolio, el monte sagrado depositario
de las insignias de Roma. Allí celebraron consejo y alguien propuso
que los ejecutores de César fueran declarados héroes de la patria y
que el cadáver del dictador fuese arrojado al Tíber, como si se
tratase de él de un vulgar malhechor. Como suele ocurrir en estos
casos, algunos que no conocían la conspiración o que habían
vacilado antes de unirse a ella, se sumaron con entusiasmo a los
conjurados con la esperanza de participar en los beneficios del
cambio.
Mientras tanto, el cadáver de César fue recogido por sus servidores
y llevado a su casa apresuradamente, con los brazos
bamboleándose fuera de las improvisadas parihuelas.
Sobre la ciudad se había extendido un silencio de muerte, la gente
encerrada en sus casas a la espera de acontecimientos. En las calles
vacías comenzaron a resonar las tachuelas de las sandalias
legionarias. Lépido concentraba sus legiones en el Campo de Marte
presto a intervenir donde fuera necesario. Mientras tanto Antonio y
los otros amigos de César se iban reponiendo de la sorpresa y
comenzaban a reaccionar. Marco Antonio repartió armas entre los
suyos y se arriesgó a visitar a la viuda de César. Con esta acción se
presentaba a los ojos del partido del pueblo como heredero político

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del difunto. Además Calpurnia, en la confusión del momento, le


confió los documentos que César guardaba en su despacho. Marco
Antonio ocupó el templo de Ops, que es como decir el banco
nacional, donde se guardaba el tesoro del Estado.
Mientras Marco Antonio obraba inteligentemente, los conjurados,
como carecían de un plan coherente para después de la muerte de
César, desaprovechaban por completo sus mejores bazas. Bruto y
Casio bajaron nuevamente al foro, donde comenzaba a congregarse
la multitud de los curiosos; que se atrevían a abandonar sus casas.
Las cosas tomaban mal cariz. Allí estaba Lépido, fuertemente
escoltado por sus legionarios, que arengaba al pueblo reclamando
venganza contra los asesinos de César mientras sus tropas
cercaban el Capitolio.
Los conjurados deliberaron nuevamente. La trampa se había
cerrado a sus espaldas y estaban encerrados en el templo capitolino
sin saber qué hacer. Se imponía llegar a un arreglo con los
partidarios de César. Propusieron a Cicerón como mediador entre
las partes, pero el viejo zorro, viendo que las cosas se torcían,
prefirió mantenerse al margen. Después de todo no figuraba entre
los conjurados y se sentía algo incómodo de que Bruto lo hubiese
felicitado por haber resucitado la libertad, como si fuese uno de
ellos.
Es evidente que los enemigos de César no coordinaron sus esfuerzos
ni supieron seguir un plan coherente. Habían gastado sus energías
en proyectar el asesinato y se habían olvidado de hacer planes
concretos para aprovechar las consecuencias políticas de la

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desaparición del general. Confundiendo realidad y deseo habían


creído que el Senado podía reencarnar de la noche a la mañana a la
institución prestigiosa y suficiente que un día fue. No tuvieron en
cuenta que ya se había convertido en una cáscara vacía, en un mero
instrumento en manos de los militares que controlaban las legiones
acantonadas en torno a Roma. Por el contrario, Marco Antonio y
Lépido, los socios de César, seguían ostentando el poder efectivo, es
decir, el militar. El Senado, como siempre desde hacía casi un siglo,
se sometería a los generales.
Marco Antonio, cada vez más seguro de dominar la situación,
convocó urgentemente al Senado y envió a sus hijos y a los de
Lépido como rehenes para que los senadores refugiados en el
Capitolio se avinieran a abandonar su refugió y descender al Campo
de Marte para asistir a la reunión extraordinaria. Fue una
memorable sesión. Cicerón tomó la palabra para solicitar
reconciliación nacional, que no se derramara más sangre, que lo
hecho, hecho está y ya no tiene remedio. Después de todo ya nadie
podía devolver la vida a César, pero se podía evitar una guerra civil.
Se imponía una solución de compromiso. Los asesinos quedarían
impunes pero el Senado honraría la memoria de César y reconocería
su obra como beneficiosa. La reunión terminó cordialmente. Aquella
noche Casio cenó en la casa de Marco Antonio y Bruto en la de
Lépido. Parecía que las aguas habían vuelto a su cauce.
Unos días después, ya restablecida cierta concordia entre las partes,
llegó el momento de dar lectura al testamento de César. Los
términos del documento produjeron una profundísima impresión:

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César legaba trescientos sestercios, una pequeña fortuna, a cada


vecino de Roma y cedía al pueblo los hermosos jardines que poseía
junto al Tíber. La plebe comenzó a agitarse y a murmurar. En su
testamento, César se mostraba como un padre providente
favorecedor del pueblo y ellos, hijos desagradecidos, no lo habían
vengado todavía. Además, aquel monstruo de Bruto que lo había
asesinado resultaba ser uno de sus herederos directos. A la luz del
testamento aparecía doblemente malvado.
Los ánimos se sobresaltaron en la volátil ciudad. El pueblo bendecía
el nombre de César que les había probado su generosidad incluso
más allá de la muerte y se clamaba contra sus asesinos. Cuando
atravesó el foro el cortejo funerario que conducía el cadáver de
César, cubierto de mortaja púrpura y dorada y colocado sobre rica
angarilla de marfil, la muchedumbre allí reunida asistió al hermoso
sermón fúnebre de Marco Antonio. En su soflama, Marco Antonio
exhibió el manto de César desgarrado por las dagas y
ensangrentado y recordó que aquel hombre excelente había sido
asesinado por los mismos que juraron protegerlo de todo peligro.
El discurso obtuvo el efecto deseado. Los más exaltados, a lo mejor
agitadores preparados por el partido cesariano, prorrumpieron en
gritos de venganza que fueron prestamente coreados por la
muchedumbre. Se desataron los sentimientos. Crecieron los
lamentos y las manifestaciones de pesar. Los romanos ya no sabían
qué hacer para honrar la memoria del gran hombre. César merecía
el honor de ser incinerado allí mismo, en el corazón latiente de
Roma a la que tanto había amado y no en el Campo de Marte. Los

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más entusiastas echaron mano de los sillones y muebles de los


tribunales e improvisaron una pira sobre la que colocaron la
angarilla del cadáver y le prendieron fuego. Cuando se elevaron las
llamas fue cosa de ver que el pueblo, exaltado, arrojaba
espontáneamente a la pira sus mantos y alhajas. Poco faltó para
que Roma ardiera mucho antes de Nerón, porque el fuego, al crecer,
prendió los aleros de algunas casas contiguas.
La turba que clamaba venganza se esparció por Roma y fue
creciendo con los que llegaban de los barrios periféricos al ruido del
alboroto. Ciertos piquetes de exaltados querían incendiar las casas
de los conjurados e incluso intentaron asaltar las de Casio y Bruto.
Los ánimos estaban tan sobreexcitados que incluso se produjo el
linchamiento, por error, de un partidario de César, Helvio Cinna, al
que un amigo llamó por su nombre. Los que estaban cerca creyeron
que se trataba de Comelio Cinna, uno de los asesinos de César, y lo
despedazaron sin darle tiempo a deshacer el equívoco.
Las autoridades se vieron obligadas a llamar a la legión para que
restableciera el orden y evitara el pillaje.
En medio de aquellos tumultos Cleopatra no se sentía segura.
Muerto César, nada la retenía en Roma. Abandonó su sueño de la
dinastía julio-tolemaica y, tomando a su hijo Cesarión, huérfano de
padre a los tres años de edad, regresó a Egipto. Cicerón, en carta a
su amigo Ático, escrita al mes justo de la muerte de César, habla de
la «huida de la reina», con lo que seguramente quiere indicar que
Cleopatra abandonó Roma apresuradamente. En otra carta fechada
el mes siguiente dice: «Espero que sea verdad lo que se dice de la

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reina y de ese César». ¿Ese César? Se ha especulado con la


posibilidad de que aluda a un nuevo embarazo de Cleopatra que se
malograría durante el viaje.
¿Cuáles habían sido las verdaderas intenciones de César? En su
testamento ni siquiera mencionaba a Cesarión, pero no se puede
descartar que tuviese pensado modificar el testamento cuando fuera
rey de Roma. Lo que no podía prever es que iba a ser asesinado
antes de culminar su objetivo.

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Capítulo 11
Después de César

El testamento de César designaba heredero a Cayo Octavio, sobrino


nieto suyo al que había adoptado como hijo. Cayo Octavio recibía
tres cuartos de su fortuna. El cuarto restante se repartía entre otros
dos sobrinos, Lucio Pinario y Quinto Pedio.
Ya tenemos a dos viudas que no se podían ver, Calpurnia y
Cleopatra, y a dos herederos que en seguida se iban a odiar a
muerte, Octavio, el sobrino-nieto del testamento, y Marco Antonio,
el fiel lugarteniente que se consideraba su heredero político.
Marco Antonio tenía poderosas razones con las que sustentar sus
presuntos derechos. Cinco de las seis legiones que César había
acantonado a las afueras de Roma para la campaña contra los
partos lo aclamaban como su jefe natural.
Por espacio de unas semanas, Marco Antonio hizo y deshizo a
voluntad. Calpurnia, la viuda de César, le había confiado los
documentos de su marido y él, con ayuda de Faberio, el antiguo
secretario del general, asumió la tarea de proseguir la obra del gran
ausente. Si creemos a sus detractores, lo que hizo en realidad fue
falsificar muchos documentos atribuyéndoselos al difunto. «Todo el
imperio se hallaba a la venta en la casa de Antonio: propiedades,
cargos, ciudades, títulos, deudas y privilegios». Lo que más llamó la
atención fue la cantidad de nombramientos de nuevos senadores
que, al parecer, iban apareciendo entre los papeles del finado. Estos
senadores fueron malévolamente denominados «carónidas» porque

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recibían sus cargos por vía de Caronte, el barquero que lleva las
almas al otro mundo, quien, según todos los indicios, parecía
haberse convertido en correo de César para traer sus disposiciones
a la orilla de los vivos.
Todo esto terminó al mes siguiente, cuando Octavio se presentó a
reclamar su herencia. ¿Quién era aquel Octavio heredero de César?
Pocos romanos habían oído hablar de él. Era un jovenzuelo de
diecinueve años, enteco y algo enfermizo, que había vivido casi toda
su vida en Apolonia, Iliria. César, además de su herencia material,
había dejado una herencia política que no figuraba en el
testamento. ¿Qué haría Octavio con esta herencia? ¿Se atrevería a
asumirla o se contentaría con hacerse cargo de la fortuna, dejando
el resto en manos de Marco Antonio y los otros prohombres del
partido de César?
Marco Antonio recibió amablemente a Octavio, pero eran caracteres
tan opuestos y sus intereses respectivos eran tan irreconciliables
que a poco chocaron. A Octavio lo irritaba la actitud paternalista de
Marco Antonio, y a Marco Antonio lo irritaba la altivez del recién
llegado.
El desmedrado jovenzuelo se reveló un hombre de estado dotado de
fina inteligencia… Octavio se comportaba como si Roma fuera ya
una monarquía hereditaria. Tenía instinto político el condenado.
Sabía atraerse al pueblo con pan y circo y sabía explotar tanto las
cualidades de sus colaboradores como las flaquezas de sus
adversarios. Podía enajenarse algunas voluntades al ocupar con el
mayor descaro el trono dorado de César en los juegos públicos, pero

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eran muchas más las que ganaba al asumir el compromiso de


pagar, aunque fuera a sus expensas, los trescientos sestercios que
César había legado a cada ciudadano de Roma.
Los dos rivales eran conscientes de que tarde o temprano acabarían
enfrentándose, pero decidieron concederse una tregua de cinco
años. De nada valía disputar sobre la herencia política de César
mientras estuviera amenazada por los optimates. Octavio y Marco
Antonio gobernarían el imperio colegiadamente, como triunvirato, la
dictadura con tres cabezas. El tercer miembro sería Lépido, el jefe
de caballería de César. Desde el punto de vista legal aquel acuerdo
era inconstitucional, pues tal forma de gobierno, sólo justificada en
situaciones de emergencia, debía ser autorizada por el Senado. Pero
el Senado pintaba ya poco. Después de estos acuerdos se
desencadenó una persecución de los asesinos de César, entre los
que cada triunviro había incluido, de paso, a sus enemigos
personales. En la represión perecieron unos trescientos senadores y
casi dos mil ciudadanos ricos e ilustres, entre ellos Cicerón, cuya
cabeza y manos fueron exhibidas en el foro. Muchos lograron
salvarse huyendo de Roma y uniéndose al ejército que los asesinos
de César habían reunido en Macedonia. Fue sólo un leve respiro
porque el primero de octubre del año 42 fueron aplastados en la
batalla de Filipos. Bruto se suicidó.
El partido senatorial había sido eliminado. Lépido contaba menos
cada día, eclipsado por sus dos colegas del triunvirato. Pero tanto
Marco Antonio como Octavio preferían mantener a Lépido como
fuerza moderadora hasta que cada uno de ellos estuviera en

Colaboración de Sergio Barros 225 Preparado por Patricio Barros


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condiciones de abatir al adversario. Mientras tanto optaron por


evitarse para excusar fricciones. Marco Antonio se dirigió a Oriente
y Octavio regresó a Roma.
Marco Antonio estaba convencido de que el mejor modo de
demostrar a Roma quién era el verdadero heredero de César
consistía en culminar con éxito el último proyecto del malogrado
caudillo, derrotar a los partos, abrirse camino hasta la India y
dominar Oriente, el sueño de Alejandro Magno.
El proyecto entrañaba cuantiosos gastos y Marco Antonio, después
de Filipos, estaba sin blanca. ¿Quién podría financiar la empresa?
Marco Antonio pensó en Cleopatra, madre del único hijo de César,
fiel aliada de Roma y reina del país más rico del Mediterráneo.
Marco Antonio y Cleopatra se encontraron en Éfeso y se convirtieron
en amantes. Fue una relación de conveniencia: Cleopatra aceptó
financiar la expedición contra los partos a cambio del apoyo político
de Marco Antonio.
El romano se instaló en Alejandría, a vivir su idilio con la reina, y
dejó que su rival le tomara la delantera, que se hiciera con el control
de las Galias y que se afianzara en España, pero cuando lo vio
acosar a sus partidarios en Italia no tuvo más remedio que
reaccionar y salir nuevamente a la palestra.
¿Iban a enfrentarse, por fin, los dos triunviros? Nuevamente
aplazaron lo inevitable y, para sellar el nuevo acuerdo, recurrieron,
como César y Pompeyo en otro tiempo, a la vía matrimonial: Marco
Antonio se casó con la hermana de Octavio y una hija de Octavio se

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casó con el primogénito de Marco Antonio. Nadie se acordó de


Cleopatra, que acababa de tener dos gemelos de Marco Antonio.
Por espacio de más de tres años, Marco Antonio vivió plácidamente
con su nueva esposa en Italia, en Atenas e incluso en Siria.
Mientras tanto su activo cuñado afianzaba su dominio de Occidente.
Marco Antonio veía con recelo aquel aumento de la estatura política
de su cuñado y consuegro al que parecía corresponder una
proporcional disminución de la suya propia. No podía consentir que
el petimetre aquel que no tenía media bofetada le segara la hierba
bajo los pies, así que nuevamente volvió a acariciar el aplazado
proyecto de conquistar Oriente. Un buen día abandonó a Octavia,
que estaba embarazada, y regresó a Egipto en busca de apoyo
militar y dinero.
Esta vez Cleopatra impuso sus condiciones: apoyaría a Marco
Antonio, sí, pero a cambio él reconocería oficialmente a Cesarión
como heredero legal del imperio (observemos que oficialmente el
Imperio romano es todavía una república senatorial, pero ya los
principales actores de este drama obran como si fuera monarquía
en disputa). Además Egipto recibiría Líbano, Siria, Jordania y el sur
de Turquía, territorios romanos que antiguamente habían
pertenecido al imperio tolemaico. El romano, con tal de obtener los
sufragios necesarios, firmó todo lo que la reina le puso por delante.
Marco Antonio pudo al fin reunir el gran ejército con el que soñaba
y se puso en camino dispuesto a arrasar el reino de los partos. Pero
el invierno se le echó encima sin tomar Fraaspa, la capital, las
provisiones se agotaron y el ejército parto resultó un hueso duro de

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roer. La expedición fracasó. Cuando regresó, después de penosa


retirada, había perdido veinticuatro mil hombres, la flor y nata de
su ejército, dos quintos de sus efectivos iniciales.
Mientras tanto la fortuna sonreía a Octavio. Había barrido del
Mediterráneo a la escuadra de Sexto Pompeyo y los oficiales de
Lépido, el tercer triunviro, habían abandonado a su jefe para unirse
a él. Lépido, resignado, le cedió el cada vez más reducido espacio
político que ocupaba y se retiró de la vida pública.
Ya sólo quedaban Marco Antonio y Octavio. Tenían que decidir cuál
de los dos heredaría Roma. Se la jugaron a una carta en la batalla
naval de Accio y ganó Octavio. Marco Antonio y Cleopatra,
derrotados, se refugiaron en Egipto.
Todo se había perdido, pero Cleopatra, en un último intento de
salvar los derechos dinásticos de su hijo Cesarión, hizo que vistiera
la toga virilis, equivalente romano a la declaración de su mayoría de
edad.
Poco después, Octavio conquistó Egipto. Marco Antonio y Cleopatra
se suicidaron. Cesarión fue ejecutado por orden de Octavio. Un
consejero le había recordado, parafraseando a Homero, que «no es
conveniente la policesarie». (En realidad, lo que el texto homérico
dice es policoiranía, es decir, la concurrencia de caudillos, pero
traducido al sistema político que Octavio encarnaba requería la
mutación a policesarie, es decir, que puede ser contraproducente
que existan varios césares). A Octavio, hijo adoptivo y heredero de
César, no le convenía que viviera Cesarión, el hijo camal y heredero
de los derechos dinásticos de Egipto.

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Octavio incorporó Egipto a su patrimonio personal. A partir de


entonces los jeroglíficos lo titularon «rey del Alto y Bajo Egipto, hijo
del Sol, César eterno, amado de Ptah y de Isis».
Octavio reinó en Roma otros cuarenta y cuatro años. Haciendo
realidad el sueño de César, en el año 27 adoptó el título de Augusto
César e inauguró la dinastía de reyes romanos que conocemos como
emperadores. El primer césar revistió su poder autocrático con las
viejas formas de la democracia republicana y dio lustre a un
domesticado Senado. De joven había sido severo, incluso cruel; la
edad lo transformó en un patriarca benévolo. Murió en el año 14 de
nuestra era, a la edad de setenta y siete años.

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Epílogo

Roma y los hijos de Roma perpetuaron la obra de César y veneraron


su memoria hasta hoy. No se nos oculta que César fue un golpista,
pero hay que reconocer que acabó con el desgobierno de una
corrupta oligarquía y que el régimen autocrático que impuso fue
menos injusto que el anterior, aunque, a la postre, resultara
igualmente corrupto. Sin embargo sus reformas robustecieron a
Roma, ya amenazada por los bárbaros, y permitieron que la
influencia civilizadora de la cultura grecorromana irradiara durante
otros seiscientos años sobre las sociedades que hoy forman Europa
y generan la cultura occidental.
Ese fue el gran logro de Julio César que hace su memoria
merecedora de eterna veneración. Sería estúpido exigir al personaje
una mentalidad democrática moderna pero, incluso juzgado desde
la sensibilidad actual, su programa político resulta más aceptable
que el de sus adversarios republicanos. Estos sólo aspiraban a la
perpetuación del privilegio de la clase aristocrática; César, por el
contrario, pretendía racionalizar el Estado, reformar la sociedad
sobre bases más justas, extender generosamente la ciudadanía y las
leyes romanas a todo el imperio y devolver personalidad jurídica a
grandes ciudades relegadas por el vengativo Senado, entre ellas
Capua, Cartago y Corinto.
Estas virtudes, por supuesto, no bastan para celar el hecho de que
fue un dictador, pero a pesar de ello, en la distancia de la historia,

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su figura no deja de ser atractiva. Algo parecido ocurre con


Napoleón, más próximo a nosotros.
Sus energías intelectuales y físicas eran asombrosas. Exceptuando
los años de sus calaveradas juveniles y las cortas vacaciones que se
concedió, Nilo arriba, con Cleopatra, su vida fue un laborioso
ejercicio de tenacidad y voluntad de superar barreras, compitiendo
primero con sus adversarios, después, en solitario, consigo mismo.
Cuando lo comparamos con los políticos de nuestro tiempo, siempre
al borde del surmenage y apuntaladas sus energías con drogas y
complejos vitamínicos, sorprende la sobrehumana facilidad con que
César compaginaba sin desmayo sus múltiples facetas de político,
general, diplomático, propagandista, administrador y legislador. Y
amante.
En medio del incesante ajetreo de una vida tan activa aún le quedó
tiempo de escribir. Los escritos de César están al servicio de sus
fines políticos. Sólo se conservan sus relatos de la guerra de las
Galias y de la guerra civil, inteligentemente presentados en tercera
persona, como dos reportajes periodísticos sorprendentemente
modernos que podría firmar cualquier corresponsal de guerra. Su
estilo directo y llano fluye limpio de los excesos barroquizantes que
eran moda en su tiempo, y gana al lector, inadvertidamente, para la
causa de César. Lo más sorprendente es que estas obras, aunque
escritas con fines propagandísticos, sean literariamente excelentes
como no pueden dejar de reconocer los bachilleres españoles del
antiguo plan, aquellos que dedicamos muchas vigilias a traducirlas

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antes de la era de la televisión y la litrona: Gallia est omnis divisa in


partes tres…

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AUTOR

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JUAN ESLAVA GALÁN (Arjona, Jaén, 1948). Se licenció en Filología


Inglesa por la Universidad de Granada y se doctoró en Letras con
una tesis sobre historia medieval. Amplió estudios en el Reino
Unido, donde residió en Bristol y Lichfield, y fue alumno y profesor
asistente de la Universidad de Ashton (Birmingham). A su regreso a
España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de Educación
Secundaria y fue profesor de bachillerato durante treinta años, una
labor que simultaneó con la escritura de novelas y ensayos de tema
histórico. Ha ganado los premios Planeta (1987), Ateneo de Sevilla
(1991), Fernando Lara (1998) y Premio de la Crítica Andaluza
(1998). Sus obras se han traducido a varios idiomas europeos. Es
Medalla de Plata de Andalucía y Consejero del Instituto de Estudios
Gienenses.

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